minimal shlomo

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Shlomo es un tipo normal. Tiene su trabajo, su apartamento. Pero lo que no tiene es idea alguna de cómo enderezar su vida. Después de una siesta se topa en el salón de su casa con un hombre que dice que todo lo que sucede ahí es simple y llanamente una novela y que él es el autor. Shlomo tendrá que aprender a superar sus miedos y los obstáculos de la vida.

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Autor: Álvaro Valiente Martín

Editor: Bubok Publishing S.L.

Depósito Legal:

ISBN: 978-84-9981-097-3

Este libro no podrá ser reproducido en forma parcial o total sin el consentimiento expreso del autor.

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A mi madre, mis abuelos y Ria, que tanto me han soportado.

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1. Abracadabra o “¡ya no estás solo!”

No sabe qué hacer. Está tan aburrido que la habitación entera, con sus

paredes minimal art, ladrillo puro y duro, pero con manita de blanco,

sus lámparas de diseño escandinavo chorizo, y la música, no son más

que excusas, pequeñas tretas para engañar al tiempo que, al verle así,

decide joderle y pasar aún más lento. No es ya uno, dos, tres, cuatro.

Ahora es uno, uno y medio, dos, dos y medio, tres… Una tortura; una

tortura china; una tortura china en un sillón escandinavo. Shlomo está

tan metido en esa aventura de la creación que parece que crear

significa ningunear el resto de actividades diarias; otras actividades:

dormir, comer, beber, defecar, mear, un trabajo aburrido como librero,

un curso incomprensible de diseño gráfico; ¡qué más da cuando uno

sólo aspira a tener ideas y con la otra mano alcanzar el mando a

distancia de la tv que reposa tranquilo y, por qué no decirlo, también

aburrido sobre la mesa de centro! Es asqueroso ver pasar así el

tiempo, pero es lo que hay en esta ciudad. ¿Tener ideas, pensar, o, por

el contrario, caminar entre cementos y asfaltos? ¿Qué diría el Talmud

de esto? Si fuera lo mismo que con lo de los dos tipos que salen de

una chimenea después de deshollinarla, mejor que se esté calladito,

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mejor que deje de lado la dialéctica, o la exhumación de explicaciones

imposibles.

Suena el teléfono móvil. Un celular, si estuviéramos en América, o en

Italia -que aspira a ser América algún día o, al menos, a imitar a

América lo mejor posible, sin saber que América y sus hacinados

habitantes intentan imitar lo italiano; americanos que imitan a

italianos imitadores de americanos. Un show-. Suena el celular.

- ¡Por favor, Shlomo, coge el maldito teléfono de una vez que para

algo eres MI personaje!

- ¡No, si lo tendré que coger y todo!

- Es lo suyo si queremos que esto avance, para que tus piernecillas de

judío remilgado no se entumezcan y, sobre todo, para que la gente que

ahora pasa sus ojos sobre estas líneas -que eres tú, que son tu vida, o

lo que te rodea- no se aburran o se larguen a ver la tv, como intentas

hacer tú desde hace un rato.

- ¡Eres un déspota, Álvaro! Además, estás escribiendo cosas que, en

más de un país, aunque no te entre en la sesera, forman parte de

corrientes de antisemitismo.

- No te he dado vida, Shlomo, para que me critiques, sino para que

hagas lo que escribo que haces, y ya me estás hinchando las narices.

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No soy antisemita, aunque, sí, te confieso que estoy pensando en

borrarte de la escena y dejar esa habitación vacía. Por cierto, admiro a

los judíos.

- ¡Jajaja! ¿Y qué sería de…?

¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Suena el teléfono. Shlomo ha desaparecido,

devorado por una combustión espontánea repentina. Será una pena

dejar de escribirle, pero así es la vida en ciertas habitaciones. Bueno,

como os iba contando, suena el teléfono, es el decimoquinto tono,

pero nadie lo coge.

- ¡Eh, tú!

- ¿Quién?

- ¡Tú, el autor!

- ¿Yo?... ¡¡¡Pero si tú eres la pata de un sillón!!! Tú no puedes hablar,

no tienes ni voz ni voto, ni pinchas ni cortas; tú tienes que sostener,

nada más. Ese es tu trabajo.

- ¿Mi trabajo? ¿Por qué has borrado a Shlomo? ¡Ya me había hecho a

su peso! Has sido injusto.

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- ¿Injusto?

- Sí; no es éticamente correcto tratar de esa forma a las personas.

Además, eso demuestra que no eres más que un narcisista y

wagneriano.

- ¿Wagneriano?

- ¡Sí!

- ¿Desde cuándo las patas de los sillones utilizan terminología

musicológica o hacen referencia a compositores de óperas? No existen

las patas de sillón que hablen así.

- Pues yo, de momento, y hasta que tomes también la decisión de

borrarme como a Shlomo, soy una pata nihilista y tengo mi opinión.

- ¡Cierto! ¡Queremos que vuelvas a tumbar sobre el sofá a Shlomo! -

grita el botón de ‘off’ del mando a distancia.

- ¿Tumbarlo? ¿Como Alí a Foreman?

- ¡No nos vengas con chistes malos! Shlomo tiene que seguir en el

relato o nos cabreamos y te chafamos la historia.

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- ¡Eso! ¡Eso! -corean dos tristes geranios que dan vidilla a una repisa.

Respiro. Miro la foto de Michel Platini que hay sobre el polvoriento

poster de New York del estudio desde donde escribo estas miserables

líneas; le digo lo de siempre (“Michel, chè tristezza senza di te!!”) y

me pongo a pensar cómo cerrar una conversación con la pata de un

sofá, el botón de “off” de un mando a distancia y dos geranios.

- Escuchadme. Os devolveré a Shlomo si os calláis de por vida. ¿Qué

os parece?

- Trato hecho -dice súbitamente uno de los dos geranios.

- ¡Eh, un momento! -interrumpe el botón de off -. Ese trato es injusto.

Quiere decir que si volvemos a ver al cara de culo de Shlomo no

volveremos a hablar…

- Por mí, hecho -concluye con la solemnidad que puede tener la pata

de un sofá-.

Y sin hacer más concesiones al botón, directamente le “pulso” y todo

queda en OFF, en un silencio de geranios calladísimos, y ¡voila!

Shlomo cae de la nada -la nada que he situado a tres metros de altura

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para que el impacto del cuerpo muerto al caer fuera mayor- sobre el

sofá.

- ¡Menos mal! Pensé que no lo podría contar. El “otro lado” está lleno

de bestias con cuernos y rabos terminados en puntas de flechas y no

hacen otra cosa que comer carne asada, salchichas alemanas, beber

cerveza y eructar. Creí que tendría que pasar la eternidad allí.

- Bien, “gracias, Álvaro, por haberme devuelto a la existencia, y tal…”

-con tono de auto dialéctica, o dialéctica para bobos-.

- Gracias, Álvaro, aunque, si bien era un lugar horrible, yo también

existía allí, junto a aquellos demonios nazis y “salchichólogos”.

- Bueno, ahora, por favor, cuando vuelva a sonar el teléfono,

¡CÓGELO!

- Vale, vale. ¿Y si es el que me quería endiñar un seguro de vida?

- ¿No te preguntas, Shlomo, que nada en esta narración sucede al

azar? YO, por si no te has percatado, soy como un SER SUPERIOR,

físicamente deplorable, pero con poderes… SUPERIOR; ¿recuerdas a

Luis XIV: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”? Pues esto es lo

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mismo pero sin pelucas, leotardos, ni lunares de quita y pon y, por

supuesto, sin polvos de arroz. Soy sencillamente, un ente SUPERIOR.

- ¡Blasfemo!

- Vamos a ver, vamos a ver… ¿Prefieres que te calcine, que aparezca

de repente desde tus pies hasta la cadera una olla llena de agua y te

cueza durante dos días, o prefieres una ruleta rusa con un tipo ciego,

sordo y con párkinson apuntando con una Desert Eagle a tus órganos

vitales? Tu vida, vamos, te lo sugiero simplemente, pende de un hilo

de seda que se va deteriorando por momentos.

- No tienes principios.

- Cierto, soy infinito. Tú, en cambio, eres finito, con principio, pero

también con final, pequeño, bajito, feo -como yo, a mi imagen y

semejanza; lo siento, es lo que tiene haber sido creado por un judío

feo, gordito, de poca estatura y calvo; tal vez hubiera sido mejor un

ario de dos metros ojos verdes y tal, pero las neuronas que tienes

ahora en el cerebro se hubieran reducido a la billonésima parte-, vago,

respondón, y encima,…eres askenazí y hubieras querido ser sefardí,

en fín, un poema.

- Bueno, ¿y qué quieres que te diga? Si eres tan infinito, y tan

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poderoso a ver, además de haberme hecho desaparecer,…¿qué más

pruebas puedes darme?

- Pues mira, te voy a imponer una tarea, o mejor, un castigo

constructivo y ejemplarizante para que realices a lo largo de este

relato, mientras se sucedan las cosas que tendrán lugar y que yo habré

decidido que tengan lugar, ¿qué te parece?

- Estoy temblando.

- No te preocupes, Shlomo; será doloroso, pero liviano. ¿Te das cuenta

de que tienes un trabajo que no te gusta, un jefe que es tan bueno tan

bueno que parece gilipollas? ¿Te das cuenta de que estás

enamoradísimo de Sarah, de tu congregación, que la conoces desde

hace 18 años y no le has dicho ni mu en todos estos años?

- Sí; quiero decir, ¡oh, Gran Ser Superior, sí!...¡Eh, un momento!¿He

sido yo quien te acaba de loar?¡¡¡¡No pongas palabras en mi boca sólo

porque seas una entidad de poderes extra-narrativos!!!!

- Bueno, Shlomo, pues tengo una misión para ti. Mañana todo eso va a

cambiar. Esta noche descansa. Intenta conciliar el sueño en estos días

tan pesados, tan calurosos, tan estivales.

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- Ya estás hablando de algo más interesante…Dormir…Sí, porque

tengo un sueño que me está matando.

Shlomo se larga a su habitación. Se pone el pijama. Se lava los

dientes. Regresa al dormitorio. Se mete en la cama y apaga la luz. Él

siempre tuvo miedo de la oscuridad; siempre pensó que una mujer

palidísima, vestida de negro con cabellos largos, lisos, también de

color azabache, de ojos enormes y predadores, labios finos, dientes

temibles y manos delgadas le acecharía desde la nada, como un

tiburón blanco a una presa fácil.

Sueña. Primero sus sueños habituales. Dejaré que sueñe un poco con

Sarah; dos sueños con ella: primero, en una isla desierta, segundo,

haciéndole el amor desenfrenadamente en la consulta de un médico.

En la isla llegan el gilipollas de Yaacov Stern (de origen alemán y

rival), Sarah, obviamente, y él. Enseguida surgen los problemas, las

dicotomías, Yaacov amenaza a Shlomo y Sarah se posiciona -en este

punto meteré mi zarpa, utilizaré mi influencia. Mañana será un día

muy duro para Shlomo, y quiero que tenga la moral por las nubes;

como en este sueño recurrente, Yaacov siempre le da una paliza y se

lleva a la chica y fornica con ella mientras Shlomo desespera, hoy haré

que suceda de otra manera-.

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- Shlomo, te voy a partir las narices; y luego te voy a echar a los

tiburones.

- Bueno, inténtalo.

¡Eh, un momento! SÉ QUE ESTOY SOÑANDO, pero ¿me he atrevido

realmente YO a espetarle eso a la cara al mierda de Stern?

Entonces Stern se dirige a él, con el fin de pegarle un buen puñetazo.

Sin embargo, el curso intensivo de Aikido recibido en una micra de

segundo, y que le otorgó hace unos instantes el 8º dan de maestría, le

permite a Shlomo esquivar el puño, tomarle el brazo y rompérselo sin

apenas hacer fuerza por cinco partes.

- ¿Ves a qué me refería, Stern?¿Entiendes ahora por qué te dije que lo

del Muai Thai era una bicoca? Pues ahí lo tienes. Esto es lo que nos ha

hecho grandes a los judíos: máximo rendimiento con la menor

cantidad de recursos. Aikido, etcétera.

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Sarah corre a socorrer a Stern. Sin embargo, y como NO ME DA LA

GANA que tome entre sus brazos a ese individuo, paro en seco sus

pies, y la obligo a…

- Oh, Shlomo, ¡estaba tan preocupada por ti!¡Lo he pasado tan mal!

¡¡¡¡Oh, Hashem, oh, oh Gran Hashem, Sarah en mis brazos y Stern en

el suelo, y la potencia en mis brazos!!!! Esto es como, es como…es

como…¡un milagro! ¡AUNQUE SÉ QUE ESTOY SOÑANDO, caray!

Dejaré el segundo sueño intacto; creo que Shlomo en él suele

arreglárselas bastante bien. Sin embargo, me permitiré un par de

sueños de cosecha propia.

Camina por una calle. Una calle de color azul. Parece una calle de

alguna ciudad alemana; un primerísimo primer plano del nombre de la

calle “SHLOMO STRASSE”. Shlomo mira con atención el nombre, y

después se gira para ver a su alrededor cómo todo parece oscurecerse

alarmantemente. Toda la manzana y más allá queda a oscuras. Uno,

dos, tres, cuatro, cinco…De repente, un foco alumbra en mitad del

asfalto. El círculo de luz parece abrir un agujero redondo del que salen

dos enanos que se aproximan inmediatamente a Shlomo.

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- Tú debes de ser Shlomo, ¿verdad?

- Tú debes de ser Shlomo, ¿verdad?

- Eh,…sí. ¿Y vosotros?

- Yo ENANO Nº1.

- Yo ENANO Nº1 bis.

- ¿Queréis algo de mí?

- Sólo decirte que hace 3 días que tienes la olla en el fregadero y que

ya va siendo hora de que la friegues.

- ¡Eh! ¡Pero bueno! Yo no sueño con vosotros para que me digáis qué,

cómo o cuando debo hacer las cosas, ¿entendido?

- ¡Tampoco nosotros queremos estar aquí mientras hay un montón de

tías buenas soñando con enanos como nosotros en tanga!

- ¡Eso, Enano Nº1 Bis! Ahora mismo, en vez de estar con un fracasado

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como tú, podríamos disfrutar de un jacuzzi junto a dos bellezas

nórdicas, o caribeñas, o asiáticas, o…

Shlomo sigue caminando. Piensa que esos dos tienen razón, aunque

aún no comprende cómo es posible que, en mitad de una calle de su

sueño, aparezca un enano atravesando la pared de su casa… Cosas

incomprensibles, aunque, sinceramente, después de toda una vida

viendo subir el precio de los donuts uno ya está curado de espanto.

Sin embargo, la parte más increíble de su vida está a punto de

comenzar y, para ello, es necesario que despierte, que Shlomo se

golpee con el frío de la mañana, con el frío del más allá, de lo que

queda fuera de las sábanas, del edredón protector, del bienestar de de

esa frontera increíblemente más fuerte que cualquier otra.

Chasquido con mis dedos abrumadoramente poderosos en su oído.

Shlomo despierta, abre lentamente las persianas que protegen esas dos

pelotitas brillantes, aletargadas, que tiene ahora mismo por ojos, e

intenta desperezarse, quitarse de encima esas ganas locas de volver a

dormir, a meterse en la cama y esperar a que las horas, el despertador,

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su jefe, el hambre y la civilización que permanece fuera de las

murallas de su pequeño apartamento le obliguen a salir de ella.

Una palmadita en la espalda le vendrá bien. ¡Pfaff!

Shlomo gira sobre su trasero, quieto sobre el colchón, para comprobar

quién le ha quitado esa utopía de la cabeza.

- Vamos, Shlomo. Tienes que ducharte, desayunar… Te espera un día

intenso -le digo.

- ¡Uf, qué noche! He tenido unos sueños rarísimos.

- No te enseñé a hablar para que no fueras capaz de un simple

“Buenos días, Álvaro”.

- “Buenos días, Álvaro” -con retintín; me agrada; jo jo jo.

- ¡Venga: a la ducha!

- Ya voy, ya voy…

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Se levanta de la cama, camina desgarbado, atontado, soñando aún,

reflexionando sobre lo que ha soñado pero, sobre todo, intentando

imaginar cómo hubiera acabado aquella escena en la playa de esa isla

desierta, donde un Stern llorón, blandengue y justamente castigado,

permanecía gimoteando, sentado en la arena, mientras él y Sarah se

besaban intensamente… “¿Qué hubiera pasado si…?” Lo sé, lo sé;

siendo el demiurgo de esta novela hubiera debido crear un personaje

perfecto; apolíneo, de voz agradable, agnóstico -por ser ésta la rama

de la ontología a mitad de camino entre todas-, simpático, heroico,

generoso, y todo ese compendio de virtudes que cualquier hombre

quisiera para si mismo; sin embargo, reflexionemos un momento:

¿acaso no son todas ellas en un mismo hombre detestables,

abominables, vomitivas?¿acaso no convertirían todas juntas a una

persona en un auténtico engendro? Shlomo, a su manera, es perfecto,

o, a mis ojos, es perfecto, y eso me vale, me basta; por eso, y en

detrimento de los sacos de músculos con el cerebro de Einstein, el

encanto de Giuliano de Medici, la labia de Casanova o la compostura

del cortesano de Castiglione, debo decir que mi Shlomo, mi buen

Shlomo, es imperfecto, y, sí, como el 99,99% de la población de este

planeta, se plantea, antes o después, la pregunta tonta, retórica,

absurda, por excelencia: “¿qué hubiera pasado si…?” O, en términos

distintos, “¿por qué no puedo volver al pasado y corregir lo que hice

mal, o hacer lo que no me atreví a hacer?” o, simplemente, “¿hubiera

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podido cambiar el pasado, el sueño, esto o aquello que ya son cosas

irremediables, gigantes de piedra inamovibles?”

Shlomo entra en la ducha. Odia el gel que tiene actualmente; es de

marca pero le irrita bastante la piel, y tiene un olor excesivo, y casi

atrofia el olor del desodorante.

- Aféitate, Shlomo. Hoy tienes que ser un gigante indestructible.

- No sé qué tienes en mente, pero seguro que nada bueno.

- Tranquilo. Confía en mí y en tus posibilidades; sobre todo en éstas

últimas.

Shlomo siente el agua que resbala sobre su torso desnudo, resbalando

por su cabeza, precipitándose desde su frente. Siente un bienestar casi

sobrehumano; jamás se sintió así en una ducha; su cuerpo ya no pesa,

parece flotar, parece elevarse por encima del plato de ducha, del techo,

del tejado del edificio, de las azoteas de la ciudad, hacia las nubes,

escuchando por un lado la Novena de Beethoven, y, el otro, a

Bernstein en auténtico éxtasis de klezmer.

Shlomo siente un manto de negatividad en torno a él. Todo sucede

alrededor, todo parece seguir un canon, un esquema previo, y él está

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fuera. Él está fuera del mecanismo del enorme reloj de la Creación,

está lejos de cualquier resquicio de “integración”. Él no participa,

sufre, y, por tanto, no hay posibilidad de catarsis, de mejora. Es

antisocial. Shlomo siente que la vida se le está escapando, o las cosas

se le están escapando como si hubiera dejado abierta la ventana del

salón y el gato saliera pitando sin solución de recuperarlo.

- Toc Toc.

- ¡Eh, tío!; me estoy duchando; ¿no puedes respetar ni mi intimidad? -

me dice mientras mi rostro etéreo atraviesa la cortina de la ducha,

blanca con pequeños pececitos multicolores estampados.

- Deja que lo piense. No. Si he decidido deliberadamente acabar con

tu intimidad, con tu placentera ducha, es porque, y muy a pesar de mis

esfuerzos, he percibido, o mejor, has pensado cosas que no son ciertas.

Cosas peligrosas.

- ¡Joder! ¿Y por eso me espías?

- No te espiaba. He venido a decirte que no seas tonto, y reprime esos

instintos.

- Ya, cábala, ¿verdad?

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- No lo sé… quizá hoy aprendas algunas cosas.

- ¿Qué cosas?

Silencio. No le respondo y desaparezco. Le dejo en mitad de su nada,

que no es nada porque está llena de objetos. ¿Una realidad virtual?

¿Muebles imagen? ¿Comida imagen? ¿Personas imagen? No lo tengo

muy claro. Quizá ‘muebles palabra’, o ‘comida palabra’, o ‘personas

palabra’, pero, en cualquier caso, algo, o sea no ‘nada’. Ahí le dejo,

como una flema colgante en un universo en el que, a pesar de haber

vivido, habitado, desde su génesis, ahora parece sentirse extraña,

ajena.

- ¡¡¡ ¿Que qué cosas?!!! –grita irritado, desnudo, en mitad de un baño

ridículo- ¡¡¡ ¿Que qué cosas?!!!¡¡¡¡¡Oooodiiooo a estee tíooooo!!!!!

Pfaff, colleja invisible que le devuelve a la realidad. 1ª lección: no

cabrear a un ser superior.

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2. Silencio. Cámara…¡Acción!”

Shlomo se acerca a la cocina. Bebe una taza de café. Cae una molesta

mancha en su camiseta interior blanca. Un maldito pájaro grazna en el

alféizar de la ventana. A Shlomo le irritan los pájaros que graznan o

pían en voz alta, sobre todo cuando aún tiene los pajaritos del sueño

revoloteando alrededor de la cabeza.

A pesar de haberse dado una ducha, regresa al baño, se humedece la

cara con agua fría y se seca con una de las toallas que le regaló tía

Marta en janucha, hace dos años. Son feas, pero para un soltero todo

vale; total, si hay visita se esconden, se sacan las de pega, las bonitas,

y listo.

Me llama, me pregunta qué toca ahora, qué tiene que hacer ahora, a

continuación. Silencio. No contesto. Total, eso es algo, que ya debería

saber él, o sea, interiorizado él, o aprehendido él. ¿Cómo que “qué

tengo que hacer ahora”? ¡Cambiarte la camiseta, guarro! Lo pienso,

pero no se lo digo; quiero que lo deduzca. El hombre es un animal de

costumbres; y contrariamente a lo que normalmente piensa la mayoría

de la gente, eso no es bueno: debido a un ratito en el que Shlomo entró

en contacto con un ser superior ahora le parece que ya no sabe hacer

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nada sin preguntar a ese ser superior, que soy yo, o sea su escritor, el

que le escribe, y tal. “¿Qué hacer?”, pregunta; ¿qué hacías antes de

conocerme, antes de saber de mi?, respondo. Pero no se lo digo; lo

pienso, pero no se lo digo. Debe recordar. Si las aves llevan en el

ADN todo un mapa en el que aparecen lugares donde repostar, parada

y fonda, etcétera, ¿cómo es posible que un tío como Shlomo no sea

capaz de hacer algo tan simple como cambiarse de camiseta interior

sin pedirme consejo? El universo es un misterio; algunos dirían que un

asco –sobre todo después de pisar una mierda de perro blanda por la

calle-, otros dirían que una maravilla –si hace un mes que la palmó la

viuda o el viudo rico con quien se casaron por interés-, y para otros

que el cosmos no tiene sentido –si se trata de algún nihilista escapado

de un centro de semi-reclusión-.

Nada, no sabe ni qué hacer.

- Shlomo, tranqui; relájate, cámbiate de ropa, péinate y después ven a

la calle. Te espero abajo.

- ¿Qué me pasa? No quiero ir al trabajo. No quiero cambiarme de

camiseta. No quiero salir de casa. Tengo miedo.

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Vale. Primera crisis real del pobre Shlomo. Hay que solucionar este

inconveniente. ¿Miedo?¿Cómo afrontar, cómo enfrentarse a ese

monstruo repleto de dientes, insaciable, que habita en la oscuridad de

un cuarto, bajo las camas de los niños, o, camuflado en aquella

sombra que la iluminación nocturna de la calle dejó escapar en la

esquina de la habitación? ¿Fobia?¿Quién es capaz de hacer frente a la

pérdida de estabilidad, o al asco a esas alas desplegadas de la langosta

asquerosamente voladora, o al repelente tacto húmedo, brillante,

mórbido de la serpiente verde? Shlomo pierde peso, pierde gravedad,

está volando hacia el espacio exterior donde le espera una oscuridad

de cojones y un monstruo devorador de todo lo que se mueve del

tamaño de la cordillera de los Andes. Álvaro al rescate.

- ¡Ey, Shlomo! No te va a pasar nada ahí fuera. La calle nunca fue tan

segura como hoy, el día en que el escritor te acompañaba de la

mano… Sólo tienes que…

- No puedo…

- ¿Y qué crees que te espera en el trabajo?

- Mi jefe, clientes, columnas de libros, “firma ese albarán”, “¿has

chequeado que el transportista haya traído todo?”, “sí, señor”, “no,

señor”…

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- ¡Venga ya, Shlomi! Pensaba que eras un tío más duro que una roca. -

Es mentira; siempre supe que era un cobarde, hipocondríaco y

acomplejado. Ahora también sé que es abúlico.

- No puedo…

Tiene los ojos vidriosos y las cuencas rojísimas. Como si hubiera

fumado un kilo entero de marihuana. Mira al infinito. Mira al televisor

apagado. Mira al negro de una pantalla aburridamente callada.

Televisor en off. Shlomo en off. Algo parece pintar mal…

¡Plink! Una bombillita se enciende de repente. La luz de la razón, o

sea del papá Edison entra en ese salón oscurísimo. Televisor en off.

Televisor en on.

- Shlomo, tienes miedo, ¿verdad?

- Sí. No puedo seguir adelante si me abandonas, Álvaro.

- Bueno, me halaga mucho lo que acabas de decir. Sin embargo,

preferiría oírselo decir a tu Sarah (a ser posible en bikini).

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No reacciona a la provocación.

-…El caso es que no quiero dejarte a tu sino, Shlomi. O sea, que te

echaré un cable. Sin embargo,…

Desaparece el comedor. Ahora sólo hay un paisaje árido, frío, lunar;

una estructura extraña en una hondonada, un eje de dos metros de

diámetro se hunde en las entrañas de la tierra y de él parten ocho

brazos radiales, en los que parecen empujar con pocas ganas y en baja

forma algunos chavales de unos quince o dieciséis años; en cada brazo

empujan dos chicos excepto en uno, donde sólo un muchacho empuja,

más corpulento, más salvaje que el resto. Empujan hasta el infinito,

sin sentido, sin objeto, pura continuidad; quizá un objeto, sí: perder

tiempo, o perderse ellos mismos para encontrarse, pensarse y

encontrarse, dando vueltas. Su universo en una circunferencia

continua, descrita con docilidad y de forma automática.

Basil Poledouris, “Column of Sadness/The Wheel of Pain”. Es una

música que viene del cielo, como de un punto indeterminado.

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Shlomo se asusta en cuanto comienza la música. Sin embargo, la

sorpresa pasa rápidamente y comienza a observar a todos aquellos

esclavos y al capataz de semejante aberración desde lo alto de una

colina cercana. Shlomo no se ha dado cuenta de que tiene puesto el

talit y el tefilin en cabeza y brazo. El capataz, un tipo alto, fuerte, con

ropas rudas, primitivas, a base de pieles curtidas y con un curioso

sombrero de cuero advierte de la presencia de Shlomo. Coge su

caballo y, se dispone a “cazar” a Shlomo.

-¡Álvaro!¡Álvaro!¡Sácame de aquí, Álvaro!...

El tipo de las pieles alcanza a Shlomo.

- ¡¿Quién eres tú?!

- ¡¿Quién eres tú?! –responde Shlomo.

- ¡No! ¿Quién eres tú?

- ¿Que quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¡Maldita sea!

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- ¿Quién eres tú? ¿Y de dónde vienes? ¿Quién te ha traído aquí?

- Y a ti, ¡¿qué te importa?! –responde enfadado Shlomo.

Ambos se miran desafiantes. El bárbaro primitivo y sudoroso de barba

roja echa mano de una maza y se acerca aún más a Shlomo.

- A la rueda, ¡vamos, maldito esclavo!

- ¿Esclavo? ¿Me has llamado esclavo? ¡Álvaro! ¡Álvaro!

- ¿Álvaro? ¿Quién es Álvaro?

- El que escribe.

- ¿El que escribe? Bueno, mira, yo he aprendido este miserable papel

de memoria y, en teoría, no sé leer ni escribir.

- ¡Ah! ¿En serio?

- Pues claro, tío,… ¿acaso no me has visto? Voy vestido como un tío

al que le gusta pintar bisontes en alguna caverna.

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- …Ya veo…

No quiero intervenir. Aún tiene que aprender algo. El bárbaro sucio y

maloliente lleva a Shlomo hacia “la rueda del dolor”. Allí le encadena

a uno de los brazos y le grita que empuje o le cortará la cabeza.

Después de una hora y media empujando bajo el sol, Shlomo es una

persona distinta, diferente. Su mirada es como la del hombre bajo el

umbral de la muerte: desidia, abulia, desesperanza, sólo queda dar

vueltas y nada más.

Shlomo baja su mirada y se topa con un raíl de arena que, vuelta a

vuelta, los pies de los esclavos han ido horadando en la tierra. Nada

que hacer. ¿De qué sirve mirar, oír, decir, pensar si sólo quedan dos

cosas por hacer: empujar la rueda y respirar? ¡No puede ser, no

puede ser! No puedo creer que Hashem me haya traído hasta aquí

para morir.

Creo que ha tocado fondo. No puedo dejarle así. Ha de salir por sí

mismo de esta situación para que la experiencia y el aprendizaje sean

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totales; sin embargo, no le dejaré sin esperanza; la esperanza no es

energía motriz pero es la chispa que pone en marcha un motor de

explosión.

- Hola, Shlomo –le digo sentado en lo alto del brazo que él empuja.

-¡¡¡¡¿¿¿Dónde has estado???!!!!

- Yo, en tu lugar, hablaría más bajo, colega. El cromañón que os vigila

tiene varios puntos a tener en cuenta: tiene una maza, parece un

psicópata y, sobre todo, no se ha lavado en diez años. Tú verás…

- ¿Dónde narices has estado? – pregunta bajando la voz –No puedo

creer que me hayas abandonado aquí, con toda esta gente.

- ¡Eh, un momento! No te he abandonado. Estás en un lugar en el que

siempre quisiste estar desde pequeño.

- ¡¡¿Ahh, sí?!!

- Sí.

-¿Dónde estoy?

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- Estás en una tierra lejana, entre Mongolia y el Himalaya. Bueno, en

realidad, estás en Ávila, pero en teoría estás, como te he dicho, entre

Mongolia y el Himalaya.

-¡¡¡¡¿¿¿Qué???!!!!¡No entiendo nada de nada!

- Estás dentro de Conan el Bárbaro, 1981; ésta es la rueda del

sufrimiento, donde encadenan al Conan niño después de aniquilar a

todo hombre y mujer de su poblado. Conan es el que empuja en el

brazo de delante de ti.

- ¡¡¿¿Me estás tomando el pelo??!!

- Nunca bromeo cuando hablo de cine. Soy un cinéfilo incurable. Hoy

tenías que aprender a valerte de nuevo y no se me ocurrió una forma

mejor. Hace cien años, con mis poderes de escritor, te hubiera metido

en alguna fábula de los Hermanos Grimm, o, peor aún, en algún

pasaje raro, chocante de Carroll. Hoy por hoy, el cine, para este tipo

de ocasiones, me viene fenomenal.

- Bueno, ¿y ahora qué?

-¿Cómo que “y ahora qué”?

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- Sí; ¿qué debo hacer ahora?

- Mira, Shlomo, te he traído aquí, precisamente para que puedas

decidir por ti mismo, para que sepas qué hacer en cada momento sin

tener en cuenta que te estoy observando, o escribiendo y, en algunos

momentos, leyendo. ¿Me explico? O sea que, ya estás pensando por ti

mismo en una forma de escapar de esta rueda del sufrimiento, de

escarmentar a ese hombre de las cavernas y pasar al siguiente nivel…

- ¿Al siguiente nivel?

- Sí, al siguiente nivel.

- Álvaro, de verdad,…te lo pido como un favor, ¡ayúdame!

- Está bien. Te daré una pista.

- Gracias.

- ¿Recuerdas la historia que, un día después de tu Bar’Mitzvah, el

Rav’ Schulmann te contó?

- La historia del Rabí Schulmann, la historia del rabí Schulmann…

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Desaparezco, le dejo pensando ensimismado mientras empuja con

ahínco la rueda.

Recuerdo que, después del Bar’Mitzvah, fui a casa del señor Gessner

con mi padre. Allí también estaba el Rabí Schulmann. Estaba sentado

en aquellas sillas viejas de tapizado en polipiel rojiza. Mi padre me

dijo que tenía que hablar con Gessner en privado y que esperara

junto al Rabí. Me senté al lado del Rav’ Schulmann. Entonces me

contó la historia del César que… del César que… ¡La historia del

César!

- ¡Eh, tú!- grita Shlomo al cromañón que vigila.

- ¡Calla y empuja maldito bastardo!

- Muy bien pero Hashem te va a deshacer con su rayo láser ultrasónico

porque yo soy hebreo, y Él es Nuestro Señor, y Único Dios verdadero.

-¡¡¡¿Qué?!!! Oye, ¿dónde estaba este párrafo en el guión?

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- Lo que has oído, ¡bestia tartárica! Si no me liberas ahora mismo, Él

no dejará de ti ni los pelos de la nariz. Sólo tengo que pronunciar Su

Nombre, una palabra prohibida.

El cromañón comienza a parecer preocupado.

- Tío, no me asustes –dice el troglodita.

- Pues suéltame.

- ¿Qué frase tengo que decir ahora?

- “Pues no veo a tu Dios” –dice Shlomo con resignación.

- Pues no veo a tu Dios.

La historia del César…La historia del César y el Rabí Yehosua Ben

Jananyá… ¡Ahí viene!¡Ahí viene! ¡Ju ju ju!

- No puedes verlo.

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- ¡Ah!... Ya entiendo. Vale, vale. Lo he pillado. Ahora es cuando yo te

sigo la corriente. ¿No? –Shlomo, a duras penas, asiente- Está bien, ahí

va mi frase. “Pero quiero verlo”.

- Muy bien; mira hacia arriba, al cielo, justo encima de nosotros.

Es mediodía y el sol está ahí arriba como un ojo luminoso capaz de

derretir hasta las piedras. El cavernícola mira hacia arriba.

- No veo nada, el sol me ciega.

- Si dices del sol que no puedes soportarlo, y es simplemente un astro

que Él creó para ser siervo Suyo, ¿cómo podrías soportar la luz

cegadora de Hashem?

El tipo queda pasmado y, enseguida baja a la rueda y desata a Shlomo.

- ¿De verdad es tan poderoso tu dios?

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- No es “mi”, sino de todos; pero no una posesión, sino que somos

nosotros Sus posesiones.

El bárbaro se acerca a Shlomo y le dice al oído, bajando la voz…

- Escucha, tío, en la previa al rodaje no me dijeron que veinticinco

años después aparecería un extra salido de la nada. Supuestamente soy

un cateto neardenthal, y huelo a todo lo que un hombre puede pisar en

un vertedero, pero, ¿realmente debo dejarte ir?

- Sí.

- ¿Así? ¿Sin más?

- Sí.

- Pero, vamos a ver una cosa… ¡¿¿¿Quién cojones eres???!

- Sssshhhh… Te van a oír –le espeta Shlomo en voz baja.

- ¡Empujad más fuerte o probaréis mi clava! –grita el actor que hace

de bárbaro para disimular y, de nuevo baja la voz para continuar

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hablando con Shlomo- Está bien, entiendo que quieras irte; sin

embargo, llevo 25 años atrapado en esta película, a 40 grados a la

sombra; nunca es de noche; a lo más que llegamos es al atardecer,

pero nada más.

- Jo, tío, lo tienes crudo, y lo siento, pero mira yo aquí no debo estar.

- ¿Por qué no?

- ¿Por qué sí?

- Bueno, el resto estamos aquí.

- No. El resto, hace 30 años erais actores, os presentasteis a un casting

y os contrataron. O sea, os soltaron pasta para hacer de lo que estáis

haciendo. A mí nadie me ha pagado.

- Bueno, si es por eso, en la próxima escena llega un tipo que se lleva

a Conan para convertirlo en gladiador. Me entregará 10 piedrecitas de

cuarzo como pago. Son tuyas si te quedas.

- ¡Tú estás pirado!

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- Te prometo encadenarte en la parte interior del brazo para que

camines menos.

- Oye, tío. Te lo agradezco. Sin embargo, debo irme.

- Bueno, ¿y si no te dejo?, ¿si te vuelvo a encadenar?

- Entonces deberás pensar cómo he llegado aquí. ¿Cómo un tipo se

mete en una película? ¿Cómo un tío que estaba en el salón de su casa,

indeciso, a punto de marcharse a trabajar, aparece en mitad de este

desierto, en mitad de esta nada de la película “Conan el Bárbaro”?

- Cierto… -el bárbaro baja la cabeza pensativo.

- Hay pocas opciones… Tres, en total.

- ¿Cuáles son?

- Un meteorito gigante cayó en el año 2010 en la tierra y tele

transportó a toda la población del planeta Tierra allá donde cada uno

quiso siempre estar.

- No cuela.

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- Está bien, la segunda opción sería que un científico loco, logró

reducirme al tamaño de una hormiga, me fotografió en un millón de

posiciones posibles –no pienses mal- y después me fijó a los distintos

fotogramas del film correspondientes a esta escena.

- No sé, no sé… ¿Cuál es la tercera?

- Esta mañana me levanté de la cama. No sabía qué hacer. Invoqué el

nombre de Adonai, y Él o Ella me habló, y me trajo aquí. Luego,

cuando estaba empujando la rueda y me oíste hablar, era porque me

estaba hablando Él o Ella, y me dijo que me había traído aquí para

enseñarme algo muy valioso.

- ¿Qué?

- No lo sé. Supongo que es una de esas cosas que uno debe descubrir

por sí mismo.

- Y de momento, ¿has descubierto algo?

- Poca cosa.

- Bueno, creo que no aprenderás mucho más si te quedas por aquí…

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- ¿Y cómo hago para regresar?

- Bueno, si me dices cuál será el ganador del mundial de España, que será el año que viene, te diré cómo salir.

- ¡¿Y para qué coño quieres saberlo?!

- Puedo apostar y ganar un pastón...

- ¡Pero, tío, si no puedes salir de este film! -le dice Shlomo con los ojos como platos.

- Cierto –dice apenado el salvaje.

- Está bien, está bien. Será Italia, en la final ganará a Alemania.

De repente, el desierto se transforma en un escenario distinto, muy

negro, como el espacio, como el negro universo fuera de la atmósfera.

Shlomo flota plácidamente pero sorprendido al mismo tiempo.

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- ¿Alguien puede oírme?

- Yo –respondo sin aparecer ante él, como si hablara con él a través de

unos grandes altavoces interestelares.

- ¡Menos mal que me sacaste de allí!... Aquel sol era abrasador.

- No te saqué. Saliste tú solo.

- ¡Venga ya! ¿Es, acaso, algún rollo de autoestima?

- No. Para nada. Saliste tú solo. Aprendiste algo. Dos cosas. O una

pero con dos partes. O dos, pero con una base común.

- ¿Dos?

- Sí.

-… Estoy esperando, genio.

- Shlomo, ¿qué te dije de la ironía? Te queda igual que unas mallas de

leopardo. Evítala.

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- ¿¡Qué dos cosas, maldita sea!? –exclama con rostro de irritación.

- Por un lado, venciste tu abulia; te atreviste, osaste, quisiste, deseaste,

y eso es un gran paso adelante respecto a ese zombi que esta mañana

decía “buahhh, no me atrevo a esto, no me atrevo a esto otro; ¿qué

hago? ¿qué debo hacer?” –esto último lo digo imitándole, haciendo

burla como si fuera un niño mimado, y le molesta-. Y por otro, no

fuiste lo suficientemente audaz como para prescindir de mi, sin

embargo, lejos de ser algo negativo, lo veo como algo positivo: has

hecho lo contrario a Ulises al principio en la Odisea cuando dice a

Poseidón que pasa de él y que sin la ayuda de los dioses es capaz de

todo; yo no soy un dios, obviamente, Shlomo, sin embargo, sí que has

aceptado tu rol, y el mío también, y me has pedido ayuda.

- ¡Tú estás “chalao”! Creí que eso quedó claro ayer cuando me hiciste

desaparecer de un plumazo, ¿no?

- Yo lo tenía claro. Tú, no tanto.

Le dejo flotar un poco más. Tiene que relajarse después de esa

experiencia bárbara y traumática. Las estrellas y el negro vacío suelen

tener propiedades milagrosas.

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Del vacío surge una música in crescendo. ‘Flies have their house’.

Shlomo siente una calma cada vez mayor; será la voz de Douglas, o la

trompeta lejana, o, quizá ese humo de cigarrillos años 40 que se puede

sentir, oler, escuchar con Death In June y su dark jazz que parece

mandarnos de una patada en el culo a alguna cantina de soldados USA

de la Segunda Guerra Mundial. Igual que llegó, poco a poco, la

música se va, se larga por un agujerito cada vez más grande bajo los

pies de Shlomo, el vacío desaparece, o se llena, y lo que hay allá abajo

parece ser océano, mar, una playa, y hombres saliendo del agua como

hormigas que se van agrandando.

La oscuridad da paso a un sol tímido que, a cada segundo, se va

haciendo más y más lejano, perdiéndose entre amplios y grisáceos

nubarrones. De repente, bajo sus pies el agua, cada vez más cerca,

cada vez más cerca, cae y cae como si le hubieran tirado de un avión –

le he tirado pero desde la nada- sin paracaídas, a una velocidad de

vértigo, brutal, y el piélago cada vez más inmediato.

Finalmente el impacto; cae de pie; algo en su espalda pesa demasiado,

tira de él hacia el fondo, uno o dos metros, es como una mochila, y

también hay algo en su mano, es como un bastón, pero plastificado,

sin embargo, pronto llega abajo y toma impulso y, enseguida, de

vuelta a la superficie. Su cabeza restalla salida de la mar inmensa.

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Mira hacia delante y se topa con una playa y una serie de búnkeres y

soldados por todas partes que corren hacia unos desniveles que sirven

de cobertura natural. Shlomo se apresura también a salir del agua;

sortea olas, da pequeños saltos, y, finalmente llega a un punto donde

el agua parece llegarle a la cintura, corre hacia un hombre que parece

hacerle gestos continuos con la mano para que se aproxime.

Proyectiles por todas partes, MG-42 escupiendo fuego en los búnkeres

de ambos flancos de la cala.

Shlomo finalmente llega a la playa y se topa con distintos obstáculos,

barreras y algún que otro soldado agazapado. Una vez alcanzada la

primera barrera, espera a que pase una ráfaga de algo que intenta ser –

pero no llega a ser, o no es- una MG-42 alemana; de los nidos de

ametralladoras sólo se pueden vislumbrar relampagueos periódicos,

repetitivos. Sólo imagen y sonido.

Finalmente se decide a salir de ese obstáculo que le ha servido de

parapeto. Ahora los gritos, su jadeo constante, el ruido ensordecedor

de explosiones controladas -¿por quién? ¿por quién?- se hacen más y

más nítidos, insoportables, como una habitación repleta de niños en

apoteosis histérica in crescendo.

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- ¡¡¡Soldado!!!¡Salga de la zona de obstáculos y póngase a cubierto

ahí!-grita un tipo alto, de nariz rota, ojos cansados y medio puro en

una boca sin labios; es el general Norman Cota.

Shlomo se le acerca corriendo.

- ¡¡¡¡¿Pero qué es esto?!!!! –grita Shlomo a ese oficial.

- ¡Maldita sea, soldado! Cuando un oficial le dé una orden usted la

cumple y basta. ¡Vaya ahora mismo al pie de ese pequeño

promontorio!

- ¡Ni hablar!...

- ¡¿Cómo?!¿He oído bien?

- No sé si habrá oído bien o mal, pero yo de aquí no me muevo sin que

me explique qué es esto.

- ¡Maldita sea, soldado! ¡Está como una cabra!

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- ¡¿¿¿Yo???! ¿Y quién es el que está de pie, fumando un puro, en

mitad de una playa donde desde hace un cuarto de hora están

lloviendo proyectiles desde esos nidos de ametralladoras, como si

estuviera en el salón de su casa? ¿Quién es el tarado?

El oficial toma a Shlomo de las solapas del uniforme y lo acerca a él

hasta tener nariz contra nariz.

- Escucha, muchacho… -y bajando la voz- Esto es una peli… Esto no

es real; pero disimula y hagamos como si te estuviera echando una

bronca monumental.

- No entiendo nada.

- Mira; esta es una reproducción del desembarco en Omaha Beach,

1944, etcétera, así que vamos a terminar la escena, tomamos esos

nidos de ametralladoras y después te largas tranquilamente donde

quieras. ¿Qué te parece?

- Pero es que yo… ¡Un momento! ¡¡¡Usted es Robert Mitchum!!!

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- Bueno, ese es mi nombre, sí…Je je je…, aunque lo oigo con mucha

frecuencia me suelen llamar cosas peores.

- Este es un gran momento de mi vida, quiero decir…

- Tranquilo, muchacho; hagamos la escena y luego te firmo un

autógrafo.

- Oh, oh,…gracias, señor.

Robert Mitchum, suelta al Shlomo, mira a todos los soldados que, a

uno de sus flancos están agazapados mirando la escena entre ambos y

les hace un gesto de “todo bajo control”, y vuelve al berreo…

- ¡Y ahora soldado vaya con su compañía y póngase a cubierto o yo

mismo le meteré una bala por el...!

- ¡Cabo McCarthy! –grita junto a Mitchum un actor bajito y gordo

vestido de sargento de los Rangers.

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Robert Mitchum, al oír ese apellido, para su bronca a Shlomo, piensa

y mediante un gesto de su mano izquierda le espeta un diplomático y

poco censurable “…ya sabe”.

Shlomo enseguida obedece y se lanza a cubierto en ese parapeto, junto

a todos esos soldados que le observan y se preguntan “¿de dónde,

coño, ha salido este tío?”.

Enseguida pasan las pértigas explosivas bajo la alambrada de espino y

¡¡¡¡BOOOOOOOOOM!!!! arena por los aires, alambradas abiertas y

¡¡¡¡ADELANTE MUCHACHOS!!!!

Pero algo se tuerce. Es como ese clarinete de David Krakauer que se

levanta y se rebela contra todo y sobre todos en cada uno de sus

conciertos. Es Ken Annakin, director encargado de las escenas bélicas

con soldados americanos, el que viene corriendo fuera de sí, agitando

los brazos como una marioneta poseída.

- ¡Pero estáis locos!... ¡¡¡¿Es tan difícil la maldita escena?!!! –grita

Annakin, hasta los cojones, claro. Es la 8ª vez que reproducen el

desembarco.

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- ¿Quién es ese? –le pregunta ingenuamente Shlomo a Robert

Mitchum. Robert Mitchum se vuelve hacia él.

- Ahora sí que la has cagado, muchacho –le susurra con disimulo.

- ¿Por qué?... –Shlomo arquea tanto las cejas que parecen dos

porterías de fútbol.

- ¿Usted quién es? Ahora mismo se largará del rodaje.

Pero ahí no termina la cosa; Bernhard Wicki, el director encargado de

las tomas exteriores alemanas que debieran alternarse con las escenas

del desembarco puro y duro, grita desde lo alto de las trincheras

alemanas… Grita algo, pero nadie le oye. Finalmente hace un gesto y

su ayudante le trae algo parecido a un megáfono, y que finalmente, a

pesar de la sorpresa de todos –actores principales y extras- resulta ser

un megáfono.

- Kenny, ¿qué pasa ahí abajo?

- ¡Nada! ¡No te preocupes!

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- ¿Hay que repetir desde el principio? – pregunta mientras deja sordo a

un gordito vestido de sargento de infantería de la werhmacht alemana

que está junto a él.

- No, no te preocupes: recomenzamos desde la caída de los alambres

de espino.

- No te oigo.

- ¡Desde los alambres de espino!

Aparezco en escena. No puedo permitir que Shlomo termine así su

magnífica experiencia. Voy vestido con un traje camel, con raya

diplomática blanca y sombrero a juego de gasa egipcia.

Nada más verme, Shlomo corre hacia mí.

- ¡Álvaro!, diles algo, por favor. Quieren echarme.

- No te van a echar.

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- Pero tú no lo entiendes –y hace un ademán de susurrarme algo

importante al oído-: ese tío es…

- Ni tú sabes quién es ese tipo. Ahórrate el esfuerzo. Quédate

tranquilo. Tú no te vas a ninguna parte.

Me acerco tranquilamente a Annakin. Él no puede reprimir su instinto

de decir paridas y dice una.

- Pero, ¿quién coño es usted, amigo?

- Alguien más coherente que usted, “amigo”. En la primera frase que

me ha dedicado, ha preguntado groseramente, pero con la suficiente y

ridícula educación como para llamarme de usted, y decidió terminar lo

que empezó de forma más amistosa de cuanto quiso en un principio.

- ¿¿¿¿¿Qué????? ¿Acaso es Usted un puto judío, amigo?

- Bueno, digamos que yo soy el Jefe de todo esto.

- ¿El Jefe? Jajaja… Esa es buena. Amigo, acepte un consejo…

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- “Amigo”, acéptelo usted: deje en paz a este muchacho, que ES judío,

se llama Shlomo, y está aquí porque esto es una novelilla del tres al

cuarto que estoy escribiendo y que, de momento, usted me está

arruinando. De tal manera, tengo dos opciones: o dirigir yo mismo la

toma de la playa de Omaha y darle con mi tecleo permanente una

patada en el culo, o…

- Jajaja… ¡Ya lo entiendo! ¡Ahora lo entiendo! Jajaja… -Entonces

decide dejarme de lado un segundo, mira hacia lo alto del nido de

ametralladoras y, desternillándose le grita a Wicki “¡¡¡¡Bernie, el

cabrón de Marci nos ha gastado una de las buenas!!!!¡¡¡¡Aquí hay uno

que dice ser el autor de todo esto que resulta ser una

novela!!!!¡¡¡JAJAJAJA!!!”

- ¿¿¿Qué??? ¡¡¡No te oigo!!!

-…o bien hacer uno de mis milagritos –continúo.

- ¿Milagritos? –pregunta Annakin secándose las lágrimas de la risa.

- Sí, “amiguito”. ¿Puedo pedirle que dirija su atención al agua del

mar?

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Entonces todo el mundo, incluidos Shlomo y Mitchum, mira hacia las

pequeñas olas que llegan una y otra vez a la arena y…

¡¡¡¡¡ZAS!!!!!¡¡¡¡Milagro!!!! Saliendo del agua hago aparecer a un

ejército de amas de casa con sartenes y de hombres de negocios que

abren sus maletines sobre la arena y se ponen un disfraz de dedo

meñique para, después, con calma y la gracilidad con la que unos

hombres vestidos de dedo meñique pudieran, correr hacia los búnkeres

alemanes. Al bueno de Annakin se le cae el chicle; a uno de los

soldados se le queda pegado en el labio inferior, ligeramente

entreabierto, un cigarrillo que había encendido; Robert Mitchum deja

su minúscula boca medio abierta; Wicki, que está en los cielos, allá en

lo alto del acantilado, a vista de pájaro, al ver el desembarco paralelo,

se desploma, pide una tisana y un buen coñac.

- ¿Quieres que desaparezcan, Kenny? –le digo a Annakin, pasando del

“ustedeo” al tuteo en lo que tarda un ejército de marujas y hombres de

negocios disfrazados de dedos meñiques en salir del agua del papá

océano.

Pero Annakin está frito. Su boca es ahora como una caverna enorme

en la que parece que van a entrar todas esas mujeres que, un segundo

antes, estaban en sus casas planchando, cocinando, abroncando a sus

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niños, o en algún mercado preguntando por el precio de las peras de

conferencia o las manzanas de golden.

- “Kenny boy”, ¿en qué quedamos? –insisto y le toco para que

reaccione.

- ¿Qué?

- Está bien, les haré desaparecer.

¡ZAS! De nuevo la playa y los soldados. De nuevo la playa vuelve a

pertenecer a los soldados.

- Bien, Kenny; ya está. Ya habéis visto el milagro. Ahora seguid con

la escena, y quiero que Shlomo, o sea, ese muchacho de ahí –tomo a

Annakin como si fuera un pelele entre mis brazos y le hago girar hacia

Shlomo-, salga bien junto a Mitchum en esta escena. De lo contrario,

en vez de amas de casa y ejecutivos disfrazados, haré que salga del

mar un salami gigante con una boca repleta de dientes que os devorará

como si fuéseis mantequilla. ¿OK?

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Un Robert Mitchum jovial dirige la toma de los primeros metros. Se

expone demasiado, las balas silban junto al cuello de su cazadora,

pero seré sincero: le importa una gran gran mierda. Él es Mitchum,

esto es un film de la II Guerra Mundial y aquel tipo que maneja una

MG42 de mentirijilla es como una mosca verde alrededor de una

cagada de perro. Robert Mitchum, en esta escena es, simplemente, un

dios de uniforme, cara imposible e impasible que se alza sobre la

arena desafiando las balas, las bombas y todo lo que le echen. Es, en

términos ibéricos, un “pecho lobo”.

Shlomo está realmente contento. Ha cambiado su actitud. Desde que

se dio cuenta de quién era el jefe aquí, o sea, Mitchum, y cuál era el

objetivo, es decir, jugar a la guerra, está como un niño al que le

compraran sus papás el uniforme de soldado y todas las armas de una

juguetería. Es ese nuevo Shlomo el que salta por encima de ese

montículo de arena, pisa sobre el alambre de espino arruinado y se

lanza de cabeza a la esquina derecha de hormigón de uno de los nidos

de ametralladoras. En sus manos, la nada desdeñable compañía de un

fusil M1 Garand.

Todo marcha como la seda. Los soldados pasan como si aquello fuera

un picnic, un paseo por el campo, y encima les pagaran por ello.

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Algún que otro, por órdenes del director –que se desvive agitando sus

brazos, fuera de sí; parece más peligroso que los propios soldados

alemanes-, cae a tierra, se reboza bien con la arena fina, y finge una

muerte al uso.

Los compañeros de Shlomo corretean por entre las alambradas y

tienen todos la pinta de ir a “alguna parte” para “hacer algo”. Son

actores estupendos, aunque sean extras. Los alemanes, por su parte,

siguen en su empeño por defender cada centímetro de costa y se

agolpan ahora casi todos en las trincheras más cercanas al acantilado.

Robert Mitchum dirige el ataque de igual manera que gestionó la

salida del agua de los soldados: de pie, a tiro de todos los alemanes,

como si todo aquello no fuera más que un desayuno campestre y su

única preocupación fuera encontrar otra cerilla para encenderse el

puro.

Finalmente, después de un intercambio –totalmente inútil- de

munición de fogueo, caen varios alemanes que custodiaban un nido de

ametralladoras y lo aprovechan los avispados americanos para

lanzarse cuesta arriba y tomar tan preciadas posiciones. Shlomo llega

arriba con un grupo de seis soldados y se siente en la cima del mundo,

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se siente como un héroe de cómic, invencible, extraordinario, distinto,

un nuevo ser, un nuevo gran ser.

- ¡¡¡¡¡¡¡CORTEN!!!!!!!- grita Annakin.

- ¡¡¡¡¡¡¡CORTEN!!!!!!!- grita Wicki.

La escena terminó. Muchos extras se aproximan a Mitchum y le

felicitan como si el desembarco de Normandía lo hubiera llevado a

cabo él solito y unos cuantos desarrapados de mierda. Shlomo se le

acerca.

- Bien hecho, muchacho.

- ¡Lo hicimos!- exclama eufórico Shlomo.

- Sí, por supuesto. Esto es así, hijo. Por cierto, -Mitchum toma a

Shlomo y le pasa un brazo por encima de los hombros- tú que tienes

mano con… ya sabes quién…

- ¿Con quién?

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-…Con el Jefe…

- ¡Ahh, sí! Dime, dime…

- Me preguntaba si podría hacerme algún favorcillo. Yo te lo

agradecería eternamente, claro.

- Robert, creo que este es el comienzo de una gran…

¡Plaff! Shlomo desaparece. Robert Mitchum y su brazo se quedan

mirando a una nada, a un cuerpo que ya no está. Pero el bueno de

Robert, con esa impasibilidad suya arquea las cejas ligeramente, echa

mano del paquete de cigarrillos que tiene en el bolsillo derecho de la

guerrera y se enciende un pitillito. Continúa caminando hacia Marton

donde está todo el equipo de rodaje y, sobre todo, un magnífico

bocadillo de salami de Brooklyn y una cerveza bien fría.

¿Y Shlomo? Le tengo suspendido en un universo negro, oscurísimo,

que, de repente y, sobre todo, porque me da la gana, se torna de color

verde. Muy verde, tanto como puede serlo la pared de algunos

apartamentos alquilados de mala manera en ciertas ciudades del norte

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de Italia donde la humedad en invierno ronda el 90% y al más mínimo

contacto, incluso de una mirada.

- ¿Qué tal, Shlo?

- Ha sido fantástico. ¡Volví por unos minutos a…

- ¿…la infancia?

- ¡¡¡Exacto!!! Gracias, Álvaro. ¿Y ahora qué? ¿Volvemos a casa?

Tengo fuerzas para hundir a un gigante con mi dedo meñique.

- Aún no, Shlomo. Además, en tu día a día no tendrás que hundir

ningún gigante, sino algo más difícil. Pero no te preocupes. Espero

que te lo pases bien donde te voy a mandar.

- ¿Dónde voy ahora, Ál...-a su alrededor hago aparecer un paisaje

irlandés. Colinas verdes. Prados, pequeños grupos de árboles. Un

gentío vestido de siglo XVIII celebra algo en una pradera. Una casa

fantástica queda a las espaldas de Shlomo. Él se mira de arriba abajo y

se da cuenta de que también va con levita, con medias y con zapatos

de hebilla. Un tipo delgado y con cara de búho se le acerca,

reverencia, etcétera, sombrero en mano, ligera inclinación y comienza

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a hablar a Shlomo, que le mira como un rabino miraría a un tipo

vestido de Dark Vader en una sinagoga.

- Es un verdadero honor conoceros, milord.

- Gracias,…ehrr… para mi… ehrr… también.

- ¿Habéis tenido un buen viaje, milord?

- Bueno,…ehr… ¿cómo se llama usted, señor?

- ¿”Usted”? Ji ji ji… –ríe inclinándose ligeramente hacia la izquierda

como si esto fuera el patio de un colegio-. Me habían hablado de

vuestro sentido del humor, milord, debo confesarlo, y, de momento,

no me habéis defraudado. ¿El “usted” está de moda en Londres,

milord? Ji ji ji…

Shlomo se cabrea ligeramente. Ese tipo parece burlarse de él. Pinta

mal, pero dejémosle a ver qué tal se desenvuelve con el paletillo

irlandés del lunarazo pintado.

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- En Londres no sé si está de moda o no, pero en la playa de Omaha,

en el sector Dog Green 1 con Robert Mitchum y esas MG’s 42

escupiendo fuego, se dice “sí, señor”, “no, señor” y se trata de usted.

- No conozco tal playa, milord; tampoco creo conocer a Sir Mitch…

- Mitchum. “El Dorado”, “Dead Man” o el clásico que viene a

colación, “El día más largo”.

- Señor, os puedo jurar que jamás oí hablar de cosas similares. Por lo

visto, os habéis levantado bastante críptico esta mañana espléndida.

- Eso depende de lo que Usted considere críptico. No he dicho una

palabra que no conociera Usted, sin embargo, todo eso sucedió tan

lejos que se podría considerar como “otra dimensión”, y aquello que

uno ignora se vuelve oscuro, críptico, un poco como esos films de

Bergman, una muerte moviendo sus piezas de ajedrez contra el

caballero, pero, claro, Usted de cine bastante poco, ¿verdad?

- ¿”Verdad” qué, milord?

- Oh, nada, nada. Tiene Usted razón: me he levantado un tanto críptico

y no es que no quiera Usted entender nada de nada. O tal vez, ambos

estemos equivocados. En fin, ya está. Que tenga un día magnífico.

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Shlomo deja a ese indeseable oficial inglés con la boca abierta de

medio lado y los ojos como dos platos. Finalmente camina hacia él

uno de los hermanos de Cora, primo de Redmond Barry. El capitán

John Quin (buscar nombre) enseguida se apresura a contar al paleto el

devenir de la conversación con Shlomo.

- Ese hombre, a pesar de los títulos, mi querido amigo, es un

jactancioso y un hombre de arrogancia extrema. De no ser por su

condición de Lord y porque hoy ha de ser un día realmente especial, le

habría retado a un duelo; no tengáis la menor duda.

- Desde luego, capitán.

- Además, no se ha fijado en la Señorita Cora ni una sola vez y eso

solamente puede significar una cosa…

- Jejeje… ¡Muy agudo, capitán! ¡Muy agudo!

Shlomo pasa en colorines de semejante sujeto, de tan irreparable

antipatía recién estrenada. Se dirige hacia Barry que está a punto de

llegar por alguna vereda que hay en la parte alta de la pradera. Shlomo

sabe que hoy es el día en que el capitán Quin pedirá la mano a Nora

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Brady, la prima y amor platónico de Barry. Se producirá en la comida,

en presencia de la familia de ella. Barry no brindará y su futuro

quedará ligado totalmente a un duelo entre él y ese figurín de oficial

inglés.

- Álvaro,… ¡psss, Álvaro!

Shlomo me llama. A ver qué se cuenta.

- Dime. –Le respondo desde lo alto de un roble, sentado en una rama

muy robusta y añeja.

- Álvaro… ¿tengo libertad total para actuar y hacer y deshacer a mi

antojo?

- Por supuesto.

- ¿Y qué se supone que debo hacer aquí?

- ¿Tú qué crees?

- ¿Cambiar el curso de la peli impidiendo que ese tipejo se case con la

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Señorita Cora? –pregunta negociando.

- Shlomo, esta es tu “realidad virtual”, puedes hacer lo que quieras

siempre y cuando no transgredas demasiado lo que “yo quiero”.

¡Venga! Ánimo y manos a la obra.

Allí, en ese jardín están bailando muchas parejas. Entre ellas el

Capitán Quin y la Señorita Nora Brady. El oficial inglés, intenta

demostrar a toda esa inmunda caterva de paletos cómo un tío de la

Gran Isla baila; y Cora, por su parte, sonríe y abre las aletas de su

nariz hasta límites insospechados en un arrebato de orgullo absurdo,

infantil, primitivo o como un antropólogo experto en prehistoria diría

“un simple y llano ‘mirad, qué fantástico hombre he cazado’”.

Antropología, zoología,… ¿hay alguna diferencia entre ambas,

excepto que la segunda trata de la civilización animal?

De repente, un muchacho con muy mala uva se acerca a esa pareja. Es

el tonto, perdón, el mil veces tonto de Redmond que, en la primera

escena del film ya deja bien claro cómo el ser humano es una especie

en plena y duradera decadencia. Se acerca a su prima y la obliga a

seguirle unos cuantos metros más allá del pajarraco inglés tomando

con fuerza su mano.

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- Nora, ¿por qué me has hecho esto?

- ¿Qué, Barry?

El capitán Quin echa humo, y abre sus ojos de búho en extremo.

- Se trataba sólo de un juego, Redmond.

- Te devuelvo lo que es tuyo. No lo quiero, Nora.

- Oh, mi cinta; la habré perdido el otro día. Gracias, Redmond. -Dice

ella disimulando; ella reacciona rápido. Es un poco como Holyfield

cuando encajaba un uppercut de Tyson en el 8º asalto: ambos se

conocían, y el golpe de uno, aunque doloroso, no impedía que la

resistencia del otro permitiera una rápida finta a la derecha y ¡boom,

boom, boom!, gancho de derechas, uppercut de izquierdas, y un

directo cruzado. Ella reacciona rápido porque se da cuenta de que en

mitad de tanto tonto es como Einstein; se gira hacia el inglés y deja al

payaso de su primo con tres pares de narices- Capitán Quin, tengo el

placer de presentarle a mi primo Redmond Barry.

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- Señorita Brady, quizá sea costumbre en Irlanda ir regalando prendas

íntimas a distintos caballeros–le espeta el capitán Quin tirando una

cinta roja que ella, ¡ups!, le había regalado también a él- , pero en lo

que a mi respecta, creo que tenéis que tratar algunos asuntos con su

primo en privado.

- Capitán Quin –y alzando la voz-, no tengo nada que tratar en privado

con mi primo.

- Está claro que sí, my lady.

-He dicho que no, capitán Quin.

Y el tipejo le devuelve una cinta, una mierdecilla de cinta, como si

fuera aquello el original de la Paz de Trianon. Ese capitancillo del tres

al cuarto desea a todos un buen día, un mejor almuerzo y se da media

vuelta con ademán de tocata e fuga. Ella le sigue con esa voz tan mala

del doblaje (si pensáis que Shlomo está en la versión original, estáis

muy pero que muy equivocados: está una versión doblada, y aquí Cora

tiene una voz de mujer de 50 y tantos que fuma dos paquetes de

Gauloises diarios desde que tenía 13; así es la vida de perra, y con un

escritorzucho como yo, ni os cuento)

- Redmond, ¡¿qué estás haciendo?! –le dice uno de sus primos que

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veían en el posible matrimonio de la tonta de su hermana con el búho

de Quin el frondoso y rico panorama de 1500 libras anuales; ¡madre

mía, si en vez de ser libras fueran donuts o trufas blancas de la

Toscana veríamos si se montaba un pollo de estas dimensiones!-.

- Capitán Quin, es mi primo, y además, es un muchacho…

- ¡Ejem, ejem! - ¡¡¡Yyyyyyyy Shlomo entra en combate!!!-

Caballeros, madame; creo que podríamos buscar entre todos una

solución a este…

- ¿Quién demonios sois? –pregunta uno de los primos de Nora o, uno

de los miembros de la “tribu de los Brady”.

- ¡Por favor, señor! –exclama el capitán Quin al paleto- Se trata de un

lord inglés, el XV Lord de Northumberland, y pertenece a una de las

familias más antiguas de Inglaterra.

- ¡Oh! En ese caso, perdonad vuestra excelencia. A vuestros pies.

Por favor, perdonad a este mequetref…

- Si algún hombre ama a esta mujer que dé un paso al frente –exclama

Shlomo interrumpiendo al hermano del paleto y haciendo uso de su

nueva y estrenada condición social.

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Redmond da un paso al frente. El capitán Quin, que no quiere ser

menos, también.

- Bien, señorita Nora, ahora Usted deberá dar un paso hacia el hombre

al que ama y así solucionaréis la disputa.

Entonces sucede algo imprevisto. La Brady da un paso, pero no hacia

Redmond –que no es una sorpresa-, ni hacia el capitán Quin y sus

1500 libras anuales –que sí es una sorpresa-, sino hacia Shlomo.

Todos arquean las cejas y abren los ojos como si fueran testigos de un

sacrilegio. Shlomo se ha quedado de piedra. No sabe qué hacer. En los

sinuosos meandros de su cerebro se cuece un sentimiento

ambivalente: por un lado quiere besar profunda y apasionadamente a

esta hermosa muchacha irlandesa de piel blanca, ojos azulísimos y

cabellos negros como el azabache, pero por otra parte, preferiría no

tenérselas que ver con Redmond y el capitán a la vez y, en estos

mismos instantes, está pensando que la playa con soldados alemanes

armados hasta los dientes era como un “desayuno en la hierba”

comparado con lo que se avecina.

- Señorita Nora… El señor Barry a su izquierda y el señor

Quin a su derecha… -le dice Shlomo como cuando uno le soplaba la

respuesta a la 8ª pregunta de un examen al tonto “pelao” que tenía al

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lado (y que normalmente era un inadaptado social que luego,

escupiendo en la mano que le daba de comer, o que le ayudaba a

aprobar, que para el caso era lo mismo, le esperaba a uno al finalizar

las clases para propinarle una paliza de órdago)-.

- Milord, he dado el paso hacia donde quería darlo.

- Creo que no, mi querida jovencita –Shlomo empieza a

temblar-. Uno de estos dos caballeros es su destino y tiene que elegirlo

ahora.

- Milord, vos sois mi…

- ¡¡¡¡Alto!!!!- exclama Shlomo ante el estupor de los allí presentes-

¡No, no, no, no y no! A ver, Nora, tú tienes que ir con Quin, porque

es tu maldito guión, y debes dejar que el petardo de Redmond…

- ¡Eh, un momento, amigo! –exclama Ryan O’Neal, actor que

representa en el film a Redmond Barry.

- …rete a un duelo a Quin para luego huir a Dublin y que desastre tras

desastre su vida se convierta en un pozo de mierda –continúa Shlomo

sin demasiada convicción.

- ¡Uy! ¡Stanley, ha dicho “mierda”! –exclama Nora a un tío gordo con

barba que está sentado detrás de un monitor allá al fondo, a unos 20

metros de la escena.

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- ¿Y qué? –pregunta Shlomo con ingenuidad-.

- ¡¿Cómo que “y qué”?! –repite con petulancia Stanley Kubrick que se

aproxima muy enfadado hacia la escena- ¿Quién es y qué está

haciendo aquí?

- Me…me… -Shlomo, pobrecillo, está tembloroso y siente que

se avecina un buen nubarrón.

- “Me…me…”, ¡a la mierda! ¡Greg!¡Eh, Greg!... ¿Dónde se ha

metido ese maldito escocés? Bueno, ¡que alguien llame a los de

seguridad, joder!

- Nadie va a llamar a nadie, “Stan”. Y, por cierto, además de

perder unos kilos, de afeitarte la barba, ¿por qué no te vas un poco a

respirar aire puro por el campo, o, como se dice en Brooklyn, el

Bronx, y otros suburbios del mundo occidental, “a tomar por…”?

- ¡¿Qué?!- exclama Kubrick - ¿Quién coño eres tú?¿De dónde

habéis salido los dos? ¿Cómo os permitís el lujo de entrar aquí y…

- …Dicen de ti, Stan, que eres un tío obsesivo. Cuando un

tema te interesa, lees todo lo que se ha publicado sobre la materia y

luego lo intentas volcar en tus films… Sin embargo, yo aquí veo a un

tipo con barba vestido de siglo XVIII, es uno de los primos de Nora, y

el siglo XVIII es el siglo del rasurado; no será hasta el taller del

jacobino J.L. David, cuando se comiencen a ver barbas prominentes

entre los hombres, a raíz de ese lamentable grupo llamado “los

barbudos”. ¿Lo ves, Stan? Tanta erudición, para luego meter a un tío

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pseudo hippie con barba como primo de la Señorita Cora, o para

preguntar “¿quién coño eres tú?”.

- …Pues para tu información en el siglo XVIII había…

-¿Barbas? ¡Claro que sí, Stan!, pero no en estos ámbitos, y, desde

luego, no en “casas de bien”, sino entre ladrones, bandidos, mendigos,

etcétera. En una casa de campo, en una familia católica irlandesa de

esta posición no corresponde una barba, sino una cara afeitada.

- ¡Bueno!¡¡¡Basta ya de barbas!!! ¡Yo también tengo barba!, ¿quieres

decir que por eso no podría vivir en el siglo XVIII?

- Exacto.

- ¿Por qué? ¡¿Por qué no podría vivir en el siglo XVIII con mi barba

tan ricamente?! –pregunta un Kubrick fuera de sí.

- Porque le tomarían por un mendigo, aunque por su panza, yo le

tomaría más por un asalta viejas o un bandido del tres al cuarto y en

muy baja forma.

- ¡¡¡¿Alguien me puede decir quién es este tío?!!!

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Entonces, Shlomo, aprovecha la situación; toma a Cora de la mano, va

detrás de un árbol y se besan.

- Escucha, esto te va a sonar raro, pero yo estoy aquí en una especie de

terapia.

- ¿Terapia?¿Por qué?

- No, por nada; tranquila, no estoy loco. Es que soy una persona muy

insegura, y en eso consiste mi terapia.

- ¿En colarte en rodajes de cine de época?

- ¡No, no!... En tener confianza en mí. Pero créeme, no estoy loco.

- Te creo… -dice ella, con rostro dulce y delicado.

- Bien, volvamos con el resto.

Mientras tanto, la batalla por las barbas sigue suscitando mucha

expectación. Ahora le acabo de espetar a Kubrick que su barba parece

más una pelusilla que una barba de verdad.

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- ¡Ah, sí, listillo!...Pues ven y compruébalo tú mismo; tira de ella

verás cómo no es una simple “pelusilla”.

Le obedezco. Le tiro de la barba y le produzco tal dolor que se le

saltan dos lagrimones de 20 ml.

- ¡Parad! –exhorta Shlomo-. He de decir algo: señor Kubrick,

perdónenos; esto es una terapia para curar o intentar curar mi abulia y

mi cobardía; él es Álvaro, el escritor de todo esto; es el que controla

todo lo que sucede aquí y ahora y…

- ¡Está como una cabra! –exclama Nora- ¡Intentó aprovecharse de mi

detrás del árbol!¡Es un psicópata como Charles Manson!

- Alto, alto, alto… -digo sin subir el tono de la voz; todos me miran –

Lo primero: Stan, eres un director fantástico, y ha sido un placer poder

estar aquí contigo, conocerte en persona y comprobar que no tienes ni

idea de barbas y muy mal genio, que todo te vaya bien, o no muy mal;

Nora, tú le has besado, y él no se ha intentado aprovechar de ti, y no

está loco, y… sí, soy el que escribe todo esto. ¿Tendré que hacer el

milagro? ¿Tendré que hacer el milagro? –vuelvo a preguntar a unos y

a otros. Ante el desconcierto…- ¡En fin, sea!

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Doy una palmada y, en mitad del campo, aparecen bailando una

melodía de The Chieftains unos cuarenta indígenas de Papúa Nueva

Guinea con otras tantas dobles de Margaret Thatcher con trajes de

buceo –bombonas y aletas incluidas-. Un segundo después, todos

miran hacia Kubrick y el equipo de rodaje y saludan sonrientes.

Nora se desmaya. O’Neal/ Redmond se queda frito. El Capitán Quin

abre tanto la boca que, una bola perdida de un campo de golf vecino,

volando y atravesando los cielos viene a entrar justo en un magnífico

birdie. Kubrick necesita asistencia médica.

Suena, de repente, y a continuación de los Chieftains, un vals, no es

siglo XVIII, lo sé, desconcierta. Incluso Shlomo se queda mirando el

espectáculo pensando que, tal vez, él hubiera elegido algo más tipo

Haydn, pero Haydn, en mitad de mi creación ecléctica, destartalada,

inconexa sería un punto de armonía en algo que quise que fuera caos,

confusión, una ruidosa alegoría sobre la discordancia en nuestros días,

del ámbito familiar –las amas de casa sartén en mano- y del ámbito

laboral –los ejecutivos agresivos que sacan de un maletín un disfraz de

dedo meñique y se enfundan en él sin tapujos-.

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- ¿Cuánto te han costado todos esos extras? –pregunta Kubrick,

desconfiado, una vez recuperado del shock- Ha sido un buen truco, lo

reconozco.

- No me han costado nada. Incluso, fíjate, Stan, pegan más en el siglo

XVIII que tu “primo de Nora” con barba.

Esto último ha sido como una bomba que ha hecho explosión en el

cerebro hirviente del director.

- ¡Aún seguimos con esas! Muy bien, si tanto poder tienes, si nosotros

estamos dentro de una novela, apuesto toda mi fortuna a que no eres

capaz de hacer aparecer un elefante indio, con un cura, un lama y un

imán en lo alto.

- ¿Te importa que, en vez de un imán fuera un rabino?

- ¿Acaso no puedes hacer aparecer un simple imán? –pregunta el

suspicaz Stanley.

- Muy bien, sea.

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Entonces, el fuerte bramido de un elefante indio precede al animal que

aparece por entre la foresta; en lo alto, un cura discute con un rabino,

mientras un lama escucha atentamente la discusión sobre la

conveniencia o no de minifaldas de poliéster.

Stanley, se queda sin habla, boquiabierto. Una pequeña mosca

despistada entra en su boca y vuelve a salir una vez inspeccionada tan

ilustre caverna.

- ¡Oh, perdón, Stan!... –gira lentamente la cabeza mirándome con sus

redondos y desorbitados ojos y su boca abriéndose por primera vez a

lo imposible, a lo misterioso, al lado oscuro y ontológico de la vida-

¡Tranquilo el imán ya está llegando!... Yyyyy… ¡Ahí está!

Entonces hace aparición un imán yemení vestido de astronauta,

persiguiendo, azorado y con prisa al elefante, mientras intenta

enfundarse el casco esférico, imponente, teológicamente perfecto,

made in China.

- Pero,… ¿cómo…

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- Tranquilo, Stanley –le dice Shlomo-, te puedo asegurar que Robert

Mitchum se quedó igual cuando vio salir del agua a todas esas amas

de casa y a esos hombres de negocios en la escena del desembarco de

la Playa Omaha. Annakin se quedó tan alucinado que hasta el chicle

se le cayó a la arena, y a Wicki se lo llevó una ambulancia.

- Entonces, es verdad que eres el escritor de todo esto. Eso quiere

decir que tienes pensado un desenlace.

- Stan, nosotros ya nos vamos, te dejamos aquí con tu peli y tu pseudo

siglo XVIII con tíos con barba y mujeres con pelos largos moda

hippie, etcétera. De nosotros no quedarán ni los restos. Mientras tanto,

¿te apetece tomarte una tila? Te encuentro muy tenso.

Él hace una mueca con su rostro como asintiendo. Dicho y hecho. Me

desdoblo y, mientras en otro plano de existencia un mayordomo

alemán de la segunda guerra mundial, con corte de pelo a navaja,

camina elegante y acompasadamente por un corredor largo de suelo de

mármol y forrado de espejos, con objeto de servir una tila al mariscal

Von Rundstedt, una mano gigante lo secuestra, lo toma con delicadeza

del cuello del uniforme verde de la werhmacht para, después de

atravesar un universo de distancia en una micra de segundo,

depositarlo cuidadosamente en el césped bien cuidado de la mansión

donde Kubrick está rodando su chorizo sentimental.

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El mayordomo, como si no hubiera sucedido nada y, en su ADN

tuviera grabado a fuego este episodio, le sirve, con total naturalidad, al

director exasperado, una tilita bien caliente en porcelana de Eschen.

- Su tila, señor. –Le dice a Kubrick con una ligera reverencia y

mientras éste, le observa como quien hubiera visto, por primera vez a

un alienígena.

Todos los allí presentes alucinan. Mientras, en un lujoso salón,

decorado al estilo Biedermeier, un Von Rundstedt comienza a

exasperarse con su ayuda de cámara preguntando dónde se ha metido

ese maldito mayordomo y que cuando lo encuentren, por favor que lo

manden al frente ruso, o a algún sitio peor que encuentren cerca de la

Antártida.

En ese momento, hago aparecer de nuevo al pobre mayordomo en

mitad de ese largo pasillo, de camino al despacho de Von Rundstedt y,

en vez de una tila, le coloco un buen plátano y un colador con una

nota. “Queremos poner a prueba su inventiva. Firmado: los de la

cocina.”. El desastre está servido. Sin embargo, Shlomo y yo, en un

lugar y tiempos distintos, tenemos que largarnos. Su aprendizaje en

este film, terminó.

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De nuevo el vacío, la sensación de gravedad cero, y un Shlomo

divertido, disfrutando, cada vez más, del día, de todas estas

experiencias cinematográficas, de estas realidades virtuales que, poco

a poco, van cargando su “batería de confianza”.

- ¿Dónde toca ahora, Álvaro?

- Sorpresa…

- Poco a poco me estoy acostumbrando a tus sorpresas.

- Ésta, te va a gustar… Tendrás oportunidad de librar a tu pueblo de

una afrenta que, aunque literaria, tuvo su eco en la eternidad.

Una amplia galería o corredor decorado con magníficas efigies de

dogos venecianos y suelos de ricos mármoles polícromos se abre ante

Shlomo. Hay un gran portón, custodiado por un par de soldados con

picas cruzadas, cerrado a cal y canto a su derecha; la sala que se

esconde tras él alberga una gran algarabía. Sentado, en un banco

corredero de piedra blanca y noble, se encuentra un joven con fino

bigote, mínima perilla, como si aún fuera un adolescente, no ya con

barba, sino mal llevando una infame pelusa facial; viste hábitos negros

y antiguos; parece que estamos en el siglo XVI, y que este proceso ha

provocado una gran expectación en toda Venecia. El joven mira a

Shlomo. Shlomo, extrañado, se mira a sí mismo y se descubre vestido

con americana negra y entallada, camisa blanca y corbata negra,

pantalones de vestir negros, de pitillo, y zapatos brillantemente

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limpios, con hebilla a un lado. Siente la rugosa molestia de un papel

en el bolsillo de su americana: lo toma entre sus manos y descubre que

es el cuaderno donde, de pequeño, copió el libro de Isaías, para

aprender hebreo.

Shlomo sabe perfectamente dónde se encuentra. Venecia siglo XVI.

Palazzo Ducale. Es el proceso mediante el cual Shylock intentará

cobrar su deuda adquirida por el impago de los 3000 ducados que

prestó en su día al “honorable” señor Antonio para que éste pudiera

financiar la expedición de su amado Bassanio a la isla de la hermosa

Porcia; el joven que está sentado no es otro que la misma Porcia,

disfrazada de hombre, y dispuesta a entrar a representar el papel de

joven doctor romano venido desde Padova, recomendado,

supuestamente, por un sabio reconocido en su tiempo. Shlomo sabe

perfectamente dónde se encuentra y cuál es el objetivo.

Libro de Isaías. Capítulo 40. “¡Cuidado! Las naciones y los reyes no

son nada ante Él. Cuentan para Él menos que nada, son pura

vanidad; son como la gota que rezuma del cántaro o el peso del polvo

en la balanza”. La justicia de Hashem afecta a todos; quizá Shylock

no deba cobrarse una libra de carne, pero, desde luego, merece un

pago por todo lo que ha perdido, por esa humillación continua e

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injustificada a la que se ha visto sometido por el grupillo imbécil y

ñoño de Bassanio

Siempre que ve “El mercader de Venecia” no puede reprimir un gesto

de repugnancia ante tal propaganda antisemita. Y, en concreto, esta

escena le produce tales náuseas que siente un odio visceral hacia

Shakespeare por haber dado a luz tan aberrante creación literaria. Un

hombre, por muy judío que sea, al que le roban a su hija, al que le

toman por tonto y le piden más del dinero del que es capaz de prestar

para atravesar una mierdecilla de trecho de mar, es objeto de escarnio

y humillación. Shlomo, sabe perfectamente qué debe hacer.

En la gran sala, el dux ha dado la orden de dejar entrar al joven doctor

–o sea a Porcia travestida de hombre-. El joven doctor se alza y, sin

variar su rostro de extrañeza ante el look tan poco frecuente que lleva

Shlomo, entra en la sala.

- Shylock, mostrad piedad… -aconseja el joven doctor al pobre judío

privado de hija, de honor y de cualquier tipo de bendición como

hombre-. Sin embargo, judío, viniste a por justicia y ten por seguro

que hoy tendrás toda la del mundo. Si vertieras una sola gota de la

sangre del mercader todas tus posesiones y beneficios irían a parar a

las arcas del gobierno; si cortaras más de una libra de carne, aunque

fuera solamente el peso un simple cabello, este tribunal te condenaría

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a muerte y todas tus posesiones y beneficios se confiscarían e irían a

parar a las arcas del gobierno de Venecia.

Entonces es cuando toda esa basura de gente comienza a burlarse de

Shylock y a escupirle, y a humillarle. El joven doctor en su infinita

“sabiduría” ofrece la palabra al “nobilísimo” Antonio y éste le ofrece

la mitad que le correspondiera por sentencia y pide que para que el

judío sea totalmente perdonado debe convertirse al cristianismo.

Shylock llora.

De repente las puertas de la sala se abren violentamente. Todos los

presentes se vuelven hacia ellas. Shlomo camina lentamente. Su

mirada es fría, inerte. Se acerca a Shylock y le alza con sus manos. Al

Pacino –que representa el papel de Shylock- le mira con los ojos

húmedos y totalmente desesperado.

Uno de los guardias de la puerta entra corriendo en la sala para

impedir que Shlomo pueda siquiera abrir la boca, pero Shlomo,

nuestro Shlomo, tiene una Desert Eagle .50 que, en esa situación, tiene

mucha más autoridad que cualquier rey de la tierra. Así pues, Shlomo

gira con agilidad y presteza, desenfunda su revólver de la sobaquera y

dispara un proyectil que impacta justo entre ceja y ceja del guardia

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vestido de mamarracho siglo XVI, y le hace caer sobre el mármol

polícromo como un saco de patatas, pero con menos elegancia.

Shlomo, se arrodilla ante el cadáver y se acerca a su oreja derecha.

- ¡Eh, tío! ¿Estás bien?

- Sí, sí, ¿ha salido bien la caída?

- ¡Oh, fenomenal! –dice Shlomo moviendo la cabeza para dar más

énfasis a su aseveración – Pero tú, ¿te has hecho daño?

- Oh, no; estos artilugios funcionan de perlas y, además trabajo como

especialista desde hace 10 años. Estoy bien; de verdad… No te

preocupes por mí. Sigue con la escena.

- Por supuesto; tú tranquilo. Terminaré pronto.

Y Shlomo se levanta y vuelve su rostro impenetrable hacia el juez,

que no es otro, aunque penséis ilusa y democráticamente, que el

propio Dux, o sea, otro tipo vestido de mamarracho siglo XVI.

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- ¿Quién sois vos y qué…? –comienza a decir el joven magistrado.

- Silencio. Durante siglos habéis violado las leyes universales; habéis

traducido la Torah, que es el texto sagrado que Hashem, o Dios,

entregó a Moisés en el Sinaí, para que todos los hombres, judíos y

gentiles, tuvieran unas leyes. Durante siglos nos han azotado pestes

tales como faraones, emperadores, reyes, falsos profetas, sultanes,

duques, gobernadores y durante siglos nadie nos dejó nunca poseer ni

un simple acre de tierra. Durante siglos el hombre ha sentido envidia

del hombre, hambre del hombre, odio por el hombre y habéis buscado

un chivo expiatorio. Sin embargo, ese ídolo que adoráis, ese becerro

de oro clavado en una cruz, ¿acaso no era judío? ¿y qué pruebas tenéis

de que fueran los judíos quienes eligieron a Barrabás y no a Jesús?

¿Unos simples textos escritos por hombres, revisados por hombres y

cambiados y traducidos por mil hombres? ¿Es que acaso no estáis

hartos de humillarnos? ¿No habéis saciado vuestra maldita y apestosa

sed de holocausto? Pues bien, hoy he venido para hacer justicia y,

como ha dicho el joven doctor, o, perdón, doctora –en ese momento

Porcia, se ruboriza hasta límites insospechados y ni siquiera su bigote

o su perilla pueden ocultar ya que es mujer y no un doctor de Roma

como decía ser- , hoy tendréis justicia a manos llenas. Pues bien, me

habéis preguntado quién soy y yo os responderé: me llamo Shlomo, y

vengo del siglo XXI. No es un buen siglo, desde luego; sobre todo

desde que unos años antes, bastantes años antes, ese odio a nuestro

pueblo, matara a más de 6 millones de judíos por toda Europa; desde

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el último día de aquel infierno, todo judío tiene derecho y deber de

defenderse y defender a su familia aun con la vida si es necesario. De

vivir en guetos, de ser refugiados, perseguidos, humillados, hacinados,

hemos conseguido ser los mejores científicos, abogados, médicos,

soldados del planeta. Yo no estoy ni orgulloso ni avergonzado de ser

judío. Soy judío y no puedo hacer nada más; y vosotros deberíais

enfrentaros con un espejo con mayor frecuencia: habláis de piedad, os

llenáis la boca con palabras profundísimas como “moralidad” y, sin

embargo, cada noche participáis en orgías, y mientras hombres

mueren de hambre en las calles, os saciáis con banquetes donde se

sirven mil faisanes. Deberíais sufrir escarmiento. Y yo he venido para

eso.

El dux se pone en pie y ordena a sus soldados que apresen a Shlomo.

- Alto, alto, alto. Hashem, Adonai, Elohim, o Dios, quiere que todos

los hombres vivan en concordia, sin esclavitudes y por eso, hoy la

justicia ha de ser que a este buen hombre, Shylock, se le restituya lo

que fue suyo: su hija, su dinero. De lo contrario…

- ¿Qué? –grita desafiante Bassanio.

- Vais a recibir vuestro justo merecido; y ahora mismo.

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- ¡Apresadle! –grita el dux.

Entonces una gigantesca corriente de aire despoja de ropas a todos los

allí presentes excepto a los judíos de la sala. Los ropajes salen volando

por las ventanas. Todos, incluyendo al dux y al joven doctor, que es

Porcia, quedan en pelotilla picada.

Todo el mundo queda estupefacto. Los hombres se miran los unos a

los otros mientras las damas intentan cubrir sus vergüenzas con muy

poco éxito.

- Habéis quedado todos desnudos. ¿Queréis ver más aún? Bien, resulta

que ese dinero que hay en el cofre, son ducados, seis mil,

exactamente, ¿verdad, honorable Bassanio? –Bassanio, aún

conmocionado por haberse quedado desnudísimo, asiente con la boca

abierta- Pues bien, ahora se convertirán en 6 millones de florines de

oro, y al bueno de Shylock, se le olvidará la idea de matar a Antonio,

no por el dinero, sino porque aquí está… -y haciendo un gesto con su

mano, a la manera de un presentador de circo- ¡Ta- chán! ¡Su hija

Jesica! Arrepentida, escarmentada, y totalmente sabedora de lo

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asquerosamente sucia que es la naturaleza de los hombres que pueblan

esta maldita ciudad como si fueran langostas.

- ¡Padre! –y Jesica abraza a Shylock y éste corresponde con igual

énfasis-.

- Den gracias a “mi piedad”, como tanto ponderó el que, creían, era un

doctor romano, pues créanme si les digo que merecen sufrir mil veces

más que en el peor de los tormentos de su absurdo, materialista y

superficial infierno. Shylock, sé que no lo entenderás pero sé feliz con

tu hija, que se case por amor y…

- Padre –interrumpe Jesica-, yo amo a un hombre y sé que será de

vuestro agrado.

- Hija, ya hablaremos.

- Se llama Yaacov y…

- …¡Y está aquí también! –grita Shlomo como si esto fuera un

programa de variedades de la televisión en hora punta.

En ese momento, y precedido de una banda de Klezmer que entona la

típica “Chusen Kale Mazal Tov”, aparece un judío jasídico de treinta

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años, pelo castaño oscuro, con barba y tirabuzones, y traje de levita

negra y shtraiml.

Entonces Shylock ríe y llora de felicidad, y abraza a Jesica, y a su

futuro yerno, Yaakov y a Shlomo, y éste, se gira hacia el dux, que no

sabe si preocuparse porque está desnudo y todo el mundo puede ver

claramente su oronda panza o por el espectáculo que hay montado

delante de él.

- Dux, la solución y la justicia está ya administrada. Sin embargo,

tiene una oportunidad de recuperar su vestimenta.

- ¿Qué debo hacer?

- A) Condenar a los hombres que secuestraron a Jesica y cuyos

nombres figuran en esta pequeña lista. B) Liberar a todo judío de

Venecia y formular unas leyes que protejan a éstos de cualquier

agresión, sea verbal o física y viniera de persona pobre o de alta

alcurnia, incluida su persona, so pena de ser paseados desnudos por

toda Venecia, Treviso y alguna ciudad más del Véneto –cuanto más

fría mejor-. Y C) permitir que cualquier judío pueda tener posesiones,

tierras, trabajo, oficios, acceso a puestos dentro de su administración

e, incluso, gobierno. De no cumplir ninguna de estas exigencias, le

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prometo dos cosas: jamás podrán ponerse ropa alguna porque sentirán

que les quemará la piel; ningún país del mundo donde se maltrate a un

solo judío por el mero hecho de ser judío, quedará a salvo y será

reducido a ceniza como las murallas de Jericó. Le pido perdón, Dux,

por esta inocente travesura pero debe entenderme; al verle, nada más

entrar, exclamé para mí: “¡qué hombre tan profundo!... ¡y además

viste tan bien!” que no pude reprimir esta bromilla.

El dux asiente y vuelve a estar vestido.

- ¡¿Y nosotros?! –exclama Graziano, el amigo pegajoso, estúpido y sin

gracia de Bassanio.

- ¿Vosotros? Ah, sí, vosotros. Bien, el resto de la gente, excepto la

canalla que ha rodeado al “honorable” Antonio durante los últimos

tiempos, puede irse, eso sí, desnuda, a sus respectivas casas: no se

preocupen, porque en la calle se darán cuenta de que no serán los

únicos sin nada con lo que ocultar sus deformidades. En cuanto, a

“vosotros”, mi muy repelente amigo, estáis todos en esa lista que le he

confiado al dux, a excepción de Antonio, que ya ha tenido bastante

susto por hoy. Así pues, si me necesitáis o tenéis alguna duda, coged

una botella, meted un mensaje en ella, selladla y rezad para que llegue

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intacta al siglo XXI, que, como se dice allí de donde vengo: me las

piro.

Y Shlomo se volatiliza. Todos se quedan de piedra y los judíos allí

presentes comienzan a rezar como si hubiera sido un milagro. El dux

está petrificado, con la boca abierta y un guardia personal suyo,

desnudo, toma un pañuelo del suelo y le seca la baba al honorable

gobernador de Venecia.

Las cosas han de ser ahora un poco distintas. A Shlomo le toca

vérselas con el mismísimo Capone. Shlomo se encuentra en una

concurrida calle de Chicago. 1930.

- Shlomo, esta vez no podré ayudarte demasiado. Tendrás que parar

los pies a Capone por ti mismo.

- ¿¿¿¿Qué???? ¿Estoy en Chicago años 20?

- No, 1930. Estás en “Los intocables de Elliot Ness”. Mira quién viene

por la acera.

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De repente, ante Shlomo, la imponente figura de Sean Connery con su

visera, Kevin Costner, Andy García y el tío bajito ese que aparece

como secundario en muchos films y del que nadie se preocupa en

demasía.

- ¡Ya me acuerdo de esta escena! Me encantan las pelis de la mafia y

he leído un montón sobre… -Shlomo se gira buscándome, pero yo ya

no estoy- ¿Álvaro?... ¿Álvaro?

Entonces, Sean Connery le empuja.

- ¡Oh, por favor! Apártese, ¿quiere? –le espeta el veterano escocés con

un tono muy maleducado.

- ¡Eh, un momento! ¿Es usted Elliot Ness? –pregunta Shlomo.

Todo el grupo se para en seco, escopetas en alto.

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- Sí, el mismo. ¿Tiene algo que contarnos, amigo? –pregunta un Kevin

Costner en el único pico de su carrera.

- Sí. Me llamo Martin Applebaum y cierta persona de New York para

quien trabajo le quiere proponer un trato. –Le dice Shlomo con una

tranquilidad pasmosa.

- ¿Trato? ¡Yo no quiero tratos! Esta ciudad está podrida debido a la

chusma como usted.

Andy García avanza hacia Shlomo como si quisiera interponerse entre

él y Elliot Ness.

- Usted quiere a Capone. Y mi jefe quiere a Capone fuera.

- ¿Para qué? ¿Para poner a otro Capone?

- No, porque supone un peligro para mucha gente; para ustedes y para

otros.

- Ya, claro.

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Entonces, Andy García abre el pico.

- ¿Trabaja para Lansky o Siegel? ¿Verdad?

- Son ustedes los que, desde el propio gobierno niegan la existencia de

algo que es tan real como ese coche o esa señora que pasea –Dice

Shlomo mientras saca un cigarrillo de su bolsillo.

- Escuche, basura judía, -interrumpe Connery- no queremos ayuda, y

dígale a su jefe que, si quiere acabar con Capone, que lo haga solito.

Bang bang. Dos tiros y fuera. Tal vez la ciudad de Chicago le ponga

una medalla en el pecho.

- No quiere ninguna medalla. Son sólo negocios. Capone fuera y

todos felices: ustedes los primeros, y nosotros después.

O sea, que Shlomo ha decidido enfrascarse en el “lado oscuro”. Pasa

de la bofia, pasa de esos agentes del tesoro elegantemente vestidos por

el atrezzo Armani, y, directamente, se enrola, como hombre hecho, en

las filas de la Kosher Nostra de Lansky y Siegel, y, del mítico Lucky

Luciano.

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Elliot Ness, o sea, Kevin Costner, se queda pensativo una vez que ha

tranquilizado al grupo.

- Un momento. –Dice a Connery, mirándole a los ojos- En la iglesia

me dijiste que a Capone hay que combatirle con sus mismas armas.

Shlomo sonríe. Ha visto 50 veces este film de Brian de Palma y,

confiaba en que las palabras que Connery le dijo en la iglesia a

Costner, hicieran efecto.

- ¿Estás seguro, Elliot? –inquiere Connery.

- Sí.

Entonces Shlomo toma del bolsillo de su gabardina un papel y se lo da

a Elliot Ness.

- ¿Qué es?

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- Es un nombre; el nombre del más alto rango corrupto en la policía de

Chicago; un tipo que cena 2 veces a la semana con Capone y que sería

capaz de vender a su madre.

- ¡Dios mío! –exclama Ness al leer el nombre, y pasa el papel a

Connery-. ¿Y qué se supone que debemos hacer ahora?

- Es sólo un nombre, señor Ness. Lo que yo haría sería evitar que la

información obtenida de Capone pase por sus narices. Porque de algo

pueden estar seguros: en esta ciudad las paredes oyen y hablan, entre

cada par de orejas hay una boca que está dispuesta a ir a Capone por

un par de grandes. Nosotros les suministraremos pruebas para inculpar

a Capone, es decir, irrefutables ante cualquier jurado popular. Sin

embargo, eso sí, deberán ocultar la información que les entreguemos

en algún lugar seguro.

- ¿Dónde podríamos…? –comienza a preguntar Ness…

- Me he permitido el lujo de reservar por un mes una habitación en el

Hotel Landorf, suite 216, a nombre de Solomon Goldstein. Les

aconsejo ir siempre en pareja y, a ser posible, los mismos.

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Andy García hace ademán de preguntar el porqué, pero Shlomo

enseguida le saca de dudas.

- Si para una misma habitación fuera cada día una persona no dudéis

del poco tiempo que tardará Capone en saberlo. Es mejor ir siempre

los mismos: mismos rostros no levantan sospecha; un rostro distinto

cada día es como llevar un cartel colgado del cuello que dijera “aquí

se está cociendo algo gordo”.

Ness y los demás preguntan a Shlomo cómo localizarle.

- Yo os visitaré a vosotros, no al despacho y no a vuestras casas. No es

bueno para vosotros ni para la gente con la que vivís el que mezcléis

el trabajo. Limitaos a los lugares públicos, donde haya gente. Allí se

atreverán Capone y los suyos a mucho menos.

Shlomo se lleva una mano al ala del sombrero de paño beis y les dice

un sencillo y escueto “nos veremos”.

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De repente, salido del rincón más profundo de esa calle bulliciosa, se

oye un fuerte “¡¡Corten!! ¡¡¡Hora del bocadillo!!!”

Kevin Costner se acerca a Shlomo y le pide fuego.

- Lo siento, Kev, pero no tengo.

- Bueno, olvídalo. Oye, tu método es cojonudo. ¿Dónde estudiaste

interpretación?

- Aquí, allá. Ya sabes, un poco de todo, ecléctico.

- Bueno, macho, en cualquier caso es un placer actuar junto a gente

como tú porque hacéis que salga lo mejor que llevo dentro.

- Oh,… claro. La cara que has puesto con la boca abierta cuando he

dicho mi frase de “un tipo que cena 2 veces por semana con Capone y

que sería capaz de vender a su madre”, ha sido muy buena, quiero

decir, esa boca abierta y ese rostro de lelo, en fin, increíble; se me han

puesto los pelos de punta –le dice Shlomo con sorna-.

- ¿De veras? ¡Ha sido buena de verdad!, ¿eh?

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- De lo mejorcito que he visto sin que tenga que aparecer un alien, o

un ejército de amas de casa, o un elefante indio con un cura, un rabino

y un lama discutiendo sobre minifaldas de poliéster...

- ¡Ja!... Tiene gracia… ¡Eh, Brian! – grita Costner a De Palma,

llamando su atención- ¡Este tipo es un genio! ¿Cómo le habéis dado

un papel tan pequeño? Tendría que estar en el grupo conmigo, Sean,

Andy y el bajito de gafas…

Shlomo va hacia el hombre que porta bocadillos en un cajón colgado

del cuello. Suena un aspirador; es Ria que está limpiando el polvo de

la estancia contigua.

- ¿Tiene alguno vegetal?

- ¿Es vegetariano?

- Más o menos.

- ¿Judío?

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- Sí.

- Yo también. Tengo aquí debajo uno de tomate, lechuga, pepinillos y

cebolla.

- De acuerdo. ¿Cuánto le debo?

- Nada, hombre. Paga ese –y señala a un tipo gordo con pantalones

beis, zapatillas de verano de lona blanca y camisa de seda de manga

corta que deja entrever una camiseta interior de tirantes que está

hablando con una script girl muy explosiva.

- Ah, entiendo.

Shlomo permanece mirando al “gran hombre”. Es como ese Jackie

Threehorn del Big Lebowski, sólo que con gafas de sol Police y un

estilo camel trophy muy IN en la época (1986; año que sólo se

recuerda por tres cosas: el gol de Maradona a Inglaterra en el mundial

de México, la firma de un tratado de desarme entre los USA y una

URSS de capa caída; y los Goonies).

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Una vez que el hombre ha terminado su animada charla con la jai, se

acerca decididamente a Shlomo y, a medida que se va acercando

alarga su mano derecha y la extiende hacia mi conejillo de indias con

ademán de presentarse…

- Buenos días, señor. Me ha encantado su actuación. Ha estado

espléndido. Creo que hubiera sido mucho mejor Ness que Costner,

pero no lo digamos muy alto…

- Muchas gracias, señor…

- Art Linson. Y usted es el señor…

Shlomo esboza una sonrisa.

- Encantado. Me llamo Goldstein.

- Bueno, ya veo que ambos tenemos en común algo más que un simple

film de gánsteres, ¿no cree?

- ¿Qué? –y Shlomo esboza media sonrisa.

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- Bueno, joven, el caso es que estoy preparando un film, junto a Dino

De Laurentis sobre el Éxodo.

- ¡Vaya! ¡Eso es formidable!

- Cierto, hijito, y si sigue así, no lo dudaré un solo momento. Le haré

la “gran llamada”. Me comprende, ¿verdad?

- Creo que sí, señor Linson.

- Bien,… ¡muy bien! En fin, muchacho, nos veremos más adelante.

Supongo que cuando el casting le dieron una tarjeta de la empresa con

los teléfonos de contacto habituales. Olvídela, tenga mi tarjeta y, si

tiene algún tipo de problema, el que sea, llámeme.

¿De acuerdo?

- Señor Linson, es usted muy amable. No sé qué decir.

- Diga todah rabah y que Hashem nos bendiga a los dos…

El señor Linson le da la mano y se vuelve como una peonza en busca

de otro saco de huesos con quien poder conversar un poco. Es el tipo

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de jefe que, por fortuna, se preocupa mucho más de la faceta humana

de los negocios, y que, cuando hace una visitilla a sus empleados, le

encanta preguntar cómo están, dejarles claro que si tienen algún tipo

de inconveniente en su día a día pueden contar con él y, sobre todo,

preocuparse por su bienestar dentro de la empresa. O sea, un jefe de

empresa como un padre de familia, o el jefe como padre.

Shlomo se ha quedado de piedra. Esto ha sido una gran inyección de

moral.

- ¡Dios mío! Ha dicho que soy bueno,… ¡que soy bueno! ¿Lo has

oído, Álvaro? ¡¡¡¡Soy bueno!!!!

Por la ventana de la habitación donde escribo puedo ver un pequeño

parque, de unos 500 m², con niños magiares jugando al fútbol junto a

unos columpios. Pasa un tipo con gafas, desaliñado, con su perro (un

setter inglés de pelo castaño rojizo precioso) y éste realiza sus

deposiciones olorosas y flamantes junto a una madre que espera

sentada en un banco a que su hijo termine de deslumbrar al mundo

con sus perlas balompédicas. La mujer le dice algo al zombi con

perro. El can mueve la cola pensando que la mujer está de buenas.

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¡Pobre mundo animal; se fían demasiado de nosotros! Comienzan los

gritos y los insultos.

Vuelvo con Shlomo. La realidad siempre es vulgar o, en el mejor de

los casos, prescindible, aunque, de vez en cuando viene bien mirar por

la ventana para ver qué se cuece o abrir una carta del banco y

descubrir que todo sigue en un extraño orden de alfileres y cuatro

chinchetas.

El señor Linson se larga finalmente de la zona de grabación y es

entonces cuando Brian de Palma se acerca a nuestro hombre junto a

David Mamet, escritor y guionista.

- Escuche –le dice De Palma a Shlomo-, hemos estado revisando el

guión y usted no aparece por ningún lado.

- ¿Es ese un problema? –pregunta Shlomo-. El señor Linson estaba

muy satisfecho.

- ¡Al infierno con Linson! –exclama De Palma, mientras el guionista,

un pelota más, mira a Shlomo asintiendo.

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- Es el gran jefe.

- No es el “gran jefe”. Es un moñas y sólo me interesa que firme los

contratos, que pague y ya está.

- Aquí el que manda es Brian. Eso lo sabe hasta el de los bocadillos –

dice el guionista.

- Es probable, pero la escena ha quedado fenomenal. ¿No creéis?-

añade Shlomo con tono conciliador.

- ¿¡Que ha quedado bien!? ¡Claro que ha quedado bien! Soy Brian de

Palma. Todo lo que toco lo convierto en oro.

- ¿Me quedo entonces? –pregunta Shlomo con ojos de cordero

degollado.

- Bueno, el caso es que…

De Palma se acerca ligeramente al guionista y ambos entablan una

mini conversación en voz baja.

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Al momento vuelven a dirigirse hacia Shlomo.

- Está bien, pero con una condición.

- Hecho –declara Shlomo con decisión.

- No pisarás los diálogos de Kevin, Sean y los demás muchachos,

¿entendido?

- De acuerdo, jefe.

De Palma se larga con aires de John Gotti. Y Shlomo queda con un

bocadillo de pepinillos, tomate, lechuga y cebolla. Es entonces cuando

llega el gran Robert De Niro. Ha engordado a propósito para el papel

de Al Capone. Entonces se acerca a Shlomo.

- Ha estado genial, señor…

- Goldstein.

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- Encantado. Realmente es difícil ver a alguien que actúa con

intensidad y sabe concentrarla, entregarla al espectador en pequeñas

dosis.

- Gracias, Señor De Niro.

- Por favor, llámeme Bobby. Usted viene de Broadway, ¿verdad?

- Sí, más o menos.

- Se ve a la legua que tiene las agallas del directo.

- Bueno, me halaga demasiado. Soy, en realidad, un pez fuera del agua

–dice Shlomo con fingida modestia.

- En fin, estoy impaciente por compartir escena con Usted.

Han llegado a casa los instaladores de la línea telefónica y la

televisión digital. Les atiendo. Comienzan a taladrar mis paredes sin

mácula.

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Secuestro a Shlomo. Esta escenita de los Intocables sólo le debe servir

para comprender que debe tener mayor confianza en si mismo y que

no todo el mundo está en contra de él, y que, tal vez, puede sacar lo

mejor que lleva dentro si, en vez de afrontar los problemas o los

obstáculos como algo negativo, los toma como oportunidades de

mejorar, de crecer, mejorarse, crecerse. Quizá esto está tomando un

rumbo demasiado personal. No es lo que quiero. No es lo que quiere

Shlomo. Esto, bajo ningún concepto, debe ser algo personal. Para eso

ya hay escritores de gran tirada a nivel internacional y doctorados

Cum Laude en el arte de la lagrimilla y las profundidades del corazón

–y a los que se les exige que, al menos, en cada párrafo introduzcan

esa horrible palabra de la lengua castellana, “alma”, creada para

satisfacción espiritual y superficial de amas de casa con ganas de

poesía después del programa de cotilleo de turno, activistas de la lírica

“profundísima” y las niñas pedo que escriben poemas hablando del

“espíritu” (no en el sentido Spengleriano, claro), del “alma” y de lo

bien que les sentaría un plato de pepinillos en vinagre a eso del

mediodía-.

Shlomo flota en la conocida nebulosa de mi indecisión. Dudo entre

enviarle a la árida sabana africana con Meryl Streep y Robert “el

largo” Redford, o a una Estambul de Guerra Fría, ladrones de guante

blanco, y un Peter Ustinov con pasaporte caducado. Creo, sí, que

optaré por la segunda opción. Será la prueba final. Aquí Shlomo tiene

que dar el do de pecho.

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Shlomo en TOPKAPI. Escenas: Walter Harper, Elisabeth Lipp y toda

la banda están reunidos en el salón de la casa principal de la hermosa

villa a orillas del Bósforo. El mayordomo ha destrozado las manos a

Hans y ahora están pensando en alguien para suplirle a la hora de

sujetar a Giulio en lo alto de los tejados del museo Topkapi. Shlomo

aparece en ese salón justo cuando Cedric Page ha traído justo un

minuto antes a Arthur Simpson (Peter Ustinov) y éste último está a

punto de realizar una prueba física (tirar del sofá donde la señorita

Elisabeth está ligeramente recostada).

- Simpson, he apostado 100 dólares de mi bolsillo a que usted es capaz

de arrastrar este sofá tres metros. Si gana, la mitad es para usted. ¿Qué

me dice?

- Que no me pida que haga esto por una simple apuesta –dice Arthur

Simpson, o un Peter Ustinov bastante más delgado que en Quo Vadis

o Hercules Poirot-.

- ¡Bravo, señor Simpson! Es usted todo un caballero. –Interrumpe la

divina Melina Mercouri en el papel de Elisabeth Lipp- Pero aún así

tendrá sus 50 dólares.

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Arthur Simon Simpson duda. Vacila. Sus tirabuzones medianamente

peinados y ahora libres gracias al calor, la humedad y el sudor

proporcionados en sabias dosis por el clima del Helesponto, se

mueven como caracoles veloces que cuelgan anárquicamente por su

frente. Suena la bocina de un barco.

- ¡Hágalo! –dice la Mercouri con tono de mamma romana-

¡Demuestre que es un hombre y no un merengue!

Simpson se queda perplejo ante tal carácter. Giulio ha atado una

cuerda a las patas del sofá y se acerca a Ustinov; como el delgado

funambulista es mudo, le acerca la soga al bueno de Arthur y hace un

gesto emplazándole a que la tome entre sus manos.

Al fondo, un Cedric Page escéptico dice algo como “no podrá

hacerlo” y el forzudo Hans, con sus dos manos vendadas, hace una

mueca y sonríe compartiendo esa dosis de pesimismo de Cedric.

Simpson comienza mal. A base de tirones no es capaz de mover ni un

milímetro el sofá.

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Elisabeth Lipp reconsidera su tono y retoma el imperativo pero más

suave, más seductor, más de eso que había en los sesenta y que ahora

parecería cursi.

- Disculpe el tono en que le he hablado, Arthur. Usted puede hacerlo.

Nada de tirones; una mano después de la otra. ¡Puede hacerlo!

- ¿De veras cree usted eso? –inquiere Simpson sin demasiada fe en si

mismo.

- ¡Claro que sí! –silencio- …¡Ánimo, Arthur: puede hacerlo!

Walter Harper se mueve.

- Un momento –interrumpe Walter – Los pies juntos. Deberá arrastrar

el sofá con la señorita Lipp con la sola fuerza de sus brazos.

Simpson, siguiendo las instrucciones de la Mercouri prueba a tirar

firmemente alternando ambas manos. El sofá se mueve. El sofá está

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cerca. El sofá llegó hasta los mismos pies de Arthur Simpson. Éste,

triunfal, hace una serie de ridículos ejercicios de post- calentamiento.

- ¡Bravo! –exclama Shlomo, entrando en escena.

- ¿¡Quién es y qué quiere!? –pregunta con tono SS Walter Harper.

- Soy un hombre venido del futuro, y les conozco a todos. Usted es

Walter Harper, aunque como buen suizo, tiene un segundo nombre

más de su tierra: Walter Haverli. Ella es la señorita Lipp, o Elisabetha

Lipp Manova, ladrona, como usted, de guante blanco. El garbanzo

inglés que está ahí sentado –Cedric Page hace una mueca mayúscula

con sus cejas- es un inventor de cosas raras, como una cotorra que es

capaz de grabar cualquier sonido, o una grabadora dentro de una

cotorra disecada. El tipo de las manos “al vapor” es Hans, y el mudo

es Giulio; ambos trabajaban en un circo, y ambos no pertenecen a la

“élite”, son aficionados.

- ¿Cómo sabe usted todo eso? –pregunta Hans con su enfado eterno

alemán.

- Se lo he dicho: vengo del futuro. Ustedes están protagonizando un

film de Jules Dassin fantástico que, desde que era pequeño, he visto

mil veces. Conozco cada detalle, cada rincón de esta cinta y, debo

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decir, que sé todo lo que hay que saber aquí. Por cierto, Simpson no

logró pasar el coche por la frontera turca; encontraron las armas y

ahora trabaja para ellos. Él vacía paquetes de cigarrillos infumables

turcos y dentro de ellos esconde mensajes que arroja por la ventanilla

del coche; detrás de ustedes, desde que llegaron, están las autoridades

turcas, recogiendo los absurdos mensajitos y esperando que atenten

contra no sé qué dignatarios internacionales que estarán presidiendo

un desfile desde un balcón frente al Carlton el día de la fiesta nacional

turca. Está claro que ustedes no son terroristas, pero esa es su baza, y

yo, sinceramente, la aprovecharía. Ustedes se han instalado en un film

magnífico de 1964, pero no son reales, y todo esto… -Shlomo da una

vuelta sobre si mismo de 360º- no es más que un film, un decorado,

irreal.

Todos le miran como si, de repente, en plena 5th Avenue, NYC,

apareciera Cristóbal Colón y unos cuantos indígenas con taparrabos.

Sin embargo,… algo falla. Algo no va bien. El grupo de actores

comienzan a mirarse a la cara, y a ¡sonreír! Las sonrisas dejan paso a

las carcajadas y, al final, todos se mondan de risa en la misma cara de

Shlomo.

- ¿Qué les parece tan gracioso? –pregunta Shlomo desolado.

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Max Schell, o Walter Harper en el film, hace gestos con el brazo

izquierdo indicando a Shlomo que lo deje, que no diga ni una palabra

más porque está al borde del colapso. La Mercouri con su carcajada

sonora, seca, redondísima, que podría levantar a un muerto, no puede

más, de su garganta no sale ningún sonido, está que se muere.

Finalmente, Cedric Page, logra secarse los lagrimones y se

reincorpora sobre su sillón de orejas como puede con ánimo de decirle

algo a Shlomo.

- Oí una historia sobre el rodaje de “El día más largo”; Ken Annakin

en una fiesta le confesó a un buen amigo mío que, en mitad del rodaje,

apareció un tipo que decía que todo no era más que una novela y que

él era el escritor, y que hizo salir de la playa a mil amas de casa y mil

ejecutivos de IBM que se disfrazaron al unísono de dedos meñique…

¡Jajaja!

Esta anécdota ha sido como echar gasolina sobre el fuego.

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Entonces, una mano enorme –la mía- aparece y toma a Shlomo del

cuello de la camisa y le saca de la escena. Y sin querer, Shlomo va a

caer en el despacho del mismísimo Von Rundstedt, que aún espera su

tila.

- ¡¿Quién es usted, señor?!- pregunta con elegante sequedad el alto

mando de la werhmacht.

Su ordenanza, sentado en una mesa adicional cercana, se levanta y

corre al lado de la mesa del mariscal, y delante de la cual está de pie

Shlomo, como un espárrago, un tanto lelo, y, tal vez, un pelín

acojonado.

- ¡Messernich!, pedí mi tila hace más de media hora. Esta es la

primera vez que sucede en dos años de servicio de ese mayordomo.

¡Dos años de servicio! Piensa Shlomo. ¿Podría soportar alguien

trabajar para un tipo que se divierte viendo soldados desfilando a

paso de oca en vez de ver un buen partido de fútbol? ¿Y quién es este

tío? No me extraña que quiera una tila. Por cierto, el uniforme me da

un mal rollo de mucho cuidado.

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- Señor, ¡ya sé qué estoy haciendo aquí! ¡Usted es Von Rundstedt!

- Mariscal Von Rundstedt –replica el ordenanza pelota.

- Estoy en “Un Puente lejano”, de Attenborough, 1978, ¿verdad?

- ¡¡¡¡¡Mi tila!!!!! –grita el mariscal poniéndose de pie para dar más

énfasis a su speech.

Entra finalmente aquel mayordomo que “mano- transporté” a Barry

Lindon, con un colador en una mano y un plátano en la otra.

Von Rundstedt se acerca con los ojos desencajados al mayordomo,

pero conteniéndose. Una vez frente a frente, observa que, en la

profundidad del colador hay una nota. La toma entre sus delicadas

manos de oficial alemán y lee: “Queremos poner a prueba su

inventiva. Firmado: los de la cocina”. Von Rundstedt está a punto de

lanzar el plátano con una mano y el colador con la otra…

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119

…Pero ha llegado el momento de regresar con Shlomo al salón de su

casa. Para que, en el próximo capítulo se enfrente a su día a día con

más confianza que nunca.

3. Straight, no chaser.

De vuelta al calor del hogar. Shlomo tiene que vestirse.

- ¡Date prisa, hombre! ¡Vas a llegar tarde al trabajo! –le digo

metiéndole en el cuerpo el tiempo que pasa volando, la necesidad de

correr, la urgencia de salir de la cueva.

- Tranquilo, Al. Tengo tanta confianza que, aunque me encontrara con

un amigo de la infancia, le invitara a un café, me metiera en un atasco,

se me averiara el coche y a una viejecita delante de la librería le diera

un infarto y tuviera que asistirla, estoy seguro de que llegaría

puntualmente.

- No confíes tanto en el azar. La fortuna es caprichosa. No te he

llevado a esos lugares para que aprendas a ser fanfarrón, sino para que

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120

tengas confianza en ti mismo ante distintas situaciones. No lo has

hecho demasiado mal; al menos, no has llorado tanto como yo

esperaba.

- Bueno… -dice mientras va de aquí para allá, cogiendo esto y

aquello, el cinturón, la corbata, la cartera que dejó ayer sobre el

escritorio de su habitación junto a al cd de Death In June, “NADA”, y

también echa mano de la americana marrón florentino, se mira en el

espejo del recibidor, la americana sujeta con un par de dedos por

encima del hombro izquierdo.

- Estoy que lo tiro…

- Shlomi,… si no dejas de lado ese tono petulante, las putadas y

catástrofes bíblicas te lloverán como piedras, y el día te acabará

resultando muy muy muy largo. ¿Qué me dices?

- Está bien, está bien. Es la primera vez que estoy de buen humor en

los últimos 6 meses…

- ¿Querrás decir: “en los últimos dos años”? ¿No?

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Baja la cabeza y asiente. Parece como si le hubiera dolido un poco mi

comentario.

- Eh, Shlomo…

- Dime –dice ligeramente molesto.

- Hoy todo te saldrá redondo. Ya lo verás.

Sonríe ampliamente y sale por la puerta, cerrándola después con llave.

¡A ver qué tal le va el día!

Camina alegremente y se cruza con el señor Lidzsasky y su bulldog

remolón. Un hombre como un garbanzo y un perro como un garbanzo.

Además, el can se llama Garbanzo; normalmente se acerca a Shlomo,

le olisquea y después le suele meter un tiento en la espinilla, como

regalo, mientras Lidzsasky ríe haciendo vibrar su panza grasienta.

Suelen ser dos garbanzos como de plastilina o de tocino vibrante,

agitado, no mezclado, cada uno a lo suyo, con un objetivo común:

tocar las pelotas a Shlomo.

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Ahí llega Lidzsasky, y abajo, a la altura de unas espinillas

descubiertas por unos pantalones cortos de color camel, como de

safari, de viejo jubilado, con mal gusto –calcetines gris azulados

subidos hasta donde permite la decencia o la conciencia de este sujeto-

, Garbanzo, el perro que suele mirar de reojo y hacia arriba, con ojazos

de corderito degollado y esos colmillos inferiores saliendo de una

boca monstruosa.

- Buenos días, Shlomo.

- Buenos días, Sr. Lidszasky. ¿Qué tal está hoy? –pregunta Shlomo

con la cara de quien tiene un póker, repóker, “superpóker” y el oro de

Berlín escondidito en la manga.

- Bien. Bien, no nos podemos quejar –Lidszasky siempre habla en

plural mayestático: él tiene asumido que es un garbanzo cabrón y su

perro, aún más.

Garbanzo olisquea ya la espinilla de Shlomo. Shlomo sonríe. El perro

está a punto de dar la dentellada fatal pero hago aparecer, en el

momento decisivo, justo cuando la gran caverna se abre y las fauces

voraces están a un solo paso del “crunchi-crunchi”, entre sus dientes

una pelota de tenis, y el can se queda anonadado, con los ojazos

saliéndosele de las órbitas, y gimoteando a su dueño porque buscó una

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123

sabrosa espinilla judía y encontró una esfera incómoda y peluda con

sabor a goma quemada entre sus mandíbulas.

Lidszasky, de inmediato, coge a Garbanzo entre sus brazos.

- ¡Dios mío, Shlomo! ¿Ha visto usted lo mismo que yo? ¡Pobrecito

mío! –el can gimotea como un niño mimado a quien le han birlado la

piruleta de las 12:45 p.m. – Tranquilo, tranquilo; ya nos vamos.

Lidzsasky pasa de Shlomo y, como si le hubiera caído del cielo una

cáscara de plátano gigante, camina por la calle acercándose a todas las

personas conocidas para contarles el incidente.

Se extiende, a partir de ahora, y por decreto, el rumor de que el señor

Lidzsasky está como una cabra, etcétera. Flota en el aire, se dice, se

cuenta,…está en la calle que Lidzsasky compró un kilo de setas de

cardo en el mercado de los martes y entre algunas se encontraban

fuertes amanitas alucinógenas que le terminaron de girar el cerebro,

fueron como dos scud directos directos directos a su calva añeja,

venerable.

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124

Shlomo continúa caminando hacia su coche. Como es un barrio

antiguo, obrero, de los años cincuenta, no dispone de garaje. Sin

embargo, en la vecindad no hay delincuencia, a excepción del bueno

de Jimbo, un yonqui colgado al que, cada x días le da por asaltar a

viejecitas de las manzanas cercanas a su casa vestido de travesti y

utilizando un calabacín en vez de cuchillos o navajas; no siempre fue

así: cuando Jimbo llevaba poco tiempo en el meollo de los narcóticos

era bastante agresivo, y atracaba a punta de navaja o jeringuilla a los

vecinos; sin embargo, se convocó una reunión de urgencia en un

centro social cercano, y la comunidad le comunicó a Jimbo que o

cambiaba el método o tendrían que informar a la oficina del

consumidor, o a la del defensor del ciudadano, porque estaban hartos

de robos de baja calidad; Jimbo pidió perdón y, con una voluntad y

amor por su comunidad encomiables reanudó sus habituales atracos

pero cambiando las armas blancas por frutas y hortalizas (calabacines,

zanahorias, algún que otro plátano, peras de conferencia –su

especialidad-, etcétera).

En la vecindad existe 0.1% de delincuencia. El coche de Shlomo es

una Warburg blanca del año de la polka que le gusta mucho porque no

tiene dirección asistida, y es como conducir un tanque. Durante años,

Shlomo ha visto cómo, uno a uno, los coches de los vecinos se

averiaban, entraban en la UVI y morían, mientras su warburg se había

instalado en una optimista y eterna flor de la vida. La palanca de

cambios suena un poco, de vez en cuando, es decir, casi todos los

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125

jueves, pero eso, más que irritar a Shlomo, parece confortarle: tener un

coche de la “vieja era” le encanta. Las latas electrónicas que la gente

conduce en estos días suelen fallar más que una escopeta de feria y por

ello, la vitalidad ruidosa de la warburg embruja a Shlomo. Tiene una

teoría interesante al respecto: es tan viejo su coche que ningún ladrón

se ha acercado nunca a menos de 100 metros de ella. Además, lo OUT

hoy por hoy parece ser muy IN.

RUM RUM RUUUUUM. El coche ya enfila la calle principal que va

a dar a una autovía estrangula la ciudad y permitirá a mi prosélito

llegar en un abrir y cerrar de ojos a su puesto de trabajo muy de

Sidney Bechet, si es que puede serlo, e, indudablemente, una dosis

considerable de café, tabaco y Dolalgial.

Mientras conduce, yo miro por la ventana de mi estudio: un jardín

calmo, con un columpio solitario, no voces, no niños, sólo un cielo

húngaro plomizo, gris, y una lluvia fina que está haciendo estragos en

Esztergom, Visegrad y el norte de Hungría. Un delicioso aroma a

salsa de tomate con cebolla y calabacín picado en pequeños pedacitos

comienza a llegarme desde la cocina. Ria se prepara para sus clases de

italiano y proyecta hasta el infinito el curso que comenzará a impartir

pasado mañana.

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Shlomo se apea del auto. Un sol radiante pero no abrasador le trae a la

memoria grandes momentos: el minjá de Yom Kippur del 79 cuando

su tío Shimmy le trajo de Israel un talit blanco.

- Tío, este es un talit sefardí.

- Lo sé, muchacho; lo sé.

- Pero nosotros somos askenazis.

- Lo sé, muchacho; bueno, 80% askenazis, 15% sefardíes y un 5% de

algo que seguramente sucedió en la España medieval.

Lo que más le gustaba a Shlomo de su tío Shimmy era que siempre

decía las cosas dos veces, y le explicaba bien las cosas que su padre,

por ejemplo, pasaba olímpicamente de explicarle.

- Entonces, ¿por qué me has traído un talit sefardí?

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127

- Shlomo, cuando en la sinagoga el resto de chavales saquen sus talit

blanquinegros o blanquiazules, y tú saques esta joya de la artesanía

israelí, ¿quién crees tú que tendrá más envidia: tú de sus talit iguales o

ellos del tuyo, raro, distinto, chocante? ¿tu talit o los suyos?

- Pues,… ¡es difícil saberlo, tío!

- Sé distinto, Shlomo, sé diferente, sé exótico. ¿Tú crees que el

propósito de esta vida es pasar como una oveja? No, el propósito es

medrar, es mejorar, es innovar, es lanzarse de cabeza al mar, o

adentrarse a un bosque en el que nadie nunca quiso adentrarse. Eso sí,

no contraviniendo la Ley, la palabra de Hashem, porque Él tiene, tuvo

un plan para todos nosotros. Que tu plan sea medrar, mejorar, innovar.

- Pero, tío, esas cosas suenan peligrosas.

- ¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué te parecen peligrosas?

- Bueno, es difícil decirlo, pero ser Sansón, o ser un Josué, en aquella

época era fácil, ¿no?, es decir, no tenían que pagar hipotecas… Ser

distinto, innovar es difícil…

- Verás, Shlomo, en la historia recordamos a aquellos que hicieron

exactamente eso. Pero no a los que pensaron “¡ohh! Será mejor que el

imperio romano haga y deshaga a su antojo” o “sigamos pagando el

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tributo a tal o cual tirano”. Vamos a ver, Shlomo: ¿qué celebramos

hoy?

- Bueno,… Yom Kippur.

- Yom Kippur. Cierto. Y cuando recitamos el Maftir Yonah, ¿qué

celebramos concretamente?

- Que Yonah se echó a la mar, pero Hashem le mandó un terrible

Leviathan que sólo podía calmarse si la tripulación echaba a las aguas

a Jonás.

- Más o menos, pero no. Celebramos que Hashem le dice a uno:

“tienes que asumir tal o cual responsabilidad y debes actuar”.

Celebramos que Hashem le encomendó una misión a Yonah y éste, en

vez de tirarse de cabeza al mar o adentrarse en el bosque, en vez de ir

derechito a Níneveh a advertir a su rey que la iniquidad de la que era

presa tal ciudad irritaba a Hashem, pasó, y haciendo caso omiso a

Adonai salió pitando en dirección a Tarsis, fletando una nave en el

mar con una tripulación y todo. Celebramos, Shlomo que hay que ser

responsable y siempre obedecer la voluntad de Hashem.

- Pero luego Yonah fue rescatado por el propio Hashem, que se apiadó

de él…

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129

- Sin embargo, esta historia no acaba ahí. Yo creo que también es un

mensaje a la humanidad: sed responsables, sed fuertes, tenéis una

responsabilidad con la historia. Tú, Shlomo, quédate el talit, llévalo

siempre: es el talit blanco sefardí de un askenazi desde hoy mismo.

Shlomo escuchaba con los ojos embelesados y la boca entreabierta a

su tío. Por aquel entonces tenía 13 años y medio y la idea de Dios ya

empezaba a dar vueltas por su cabeza. La idea de Dios y la idea de que

su tío era la oveja negra de la familia.

Hashem no ayudaba a pagar hipotecas porque Él mismo daba

beneplácito a la existencia de las mismas; sin embargo, sí que

ayudaría a aquel que iniciara el camino más duro: el del conocimiento.

Un semáforo. Shlomo se detiene. Tiene una sonrisa de oreja a oreja.

Conocimiento, un camino, largo, normalmente devaluado por la tan

estúpida frase de “pero tú crees que eres…” o por los consejos

pueriles de personas (de edades dispares) que jamás hicieron nada en

su vida excepto criar piaras de niños, o trabajar de telefonistas para

pagar sus vicios de fines de semana rutinarios o sus hipotecas o esos

coches de moda que estrellaron en algún cruce y que ya no tienen pero

que siguen pagando como imbéciles. ¡¡¡¡Ah!!!!Dadme a una de esas

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personas que no presuma de la magnífica hipoteca que logró sacar con

“muchísima astucia” a su banco, o que no se vanaglorie de cualquier

compra venta y os enseñaré a un impostor como un piano: nadie tima

a un banco, nadie obtiene favores de nadie a la hora de comprar un

maldito coche, nadie es más listo que el vendedor, y si obtiene una

mierda de rebaja en algo no será por sus argucias, o por su inteligencia

–de hecho, si esas personas tan prepotentes fueran tan inteligentes,

¿por qué no viven de su inteligencia en vez de servir como perros o

esclavos a empresas donde el pan de cada día es el marketing que

hasta un niño de 2 años no se tragaría?-, será porque tal o cual

vendedor, tal o cual banco, tal o cual empresa puede jugar con un

margen de beneficio. Conocimiento; el conocimiento debía de ser

como una alta cumbre, como lo alto del Everest pero con el Santo

Coltrane haciendo sonar una y otra vez su “Acknoledgement”, o el

mítico Dave Brubeck con su “Take Five” junto a nidos de águila en

paredes inhóspitas del Anapurna.

¿Cómo podría Shlomo olvidar el día en que el Rabí Schulmann le

sugirió que podría continuar los estudios rabínicos?

- Shlomo, la idea de Dios, la gran idea de la Creación, del camino del

hombre, están ya dentro de ti. Son parte de ti.

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- ¿En serio, Rabí Schulmann?

- ¡Claro que sí! Escucha: un hombre con la Torah en su mano es más

rico que otro con una maleta llena de dinero.

En aquel momento Shlomo se contuvo. No rió. Pero ahora, con la

lejanía de los años, y el Rabí Schulmann ausente, no puede reprimir

una carcajada a pesar de que, esperando a que se pueda cruzar el paso

de cebra, haya una anciana y una jovencita pija junto a él. Ellas le

miran como si estuviera loco de atar. Sin embargo, eso lo soluciono en

un periquete enviándoles una momentánea e inocua nube de moscas.

Mientras aquellas espantan las moscas, Shlomo observa cómo se ha

puesto verde el indicador de peatones y comienza a cruzar. Entonces

vuelve al pasado, vuelve ante el Rabí Schulmann.

- Pero, rabí, quizá sería mejor un hombre con la Torah en una mano y

un maletín lleno de dinero en la otra. Si no, ¿por qué Hashem nos

hubiera dotado de dos manos?

El rabí permaneció pensativo. Pero como todo en esta vida está hecho

a imagen y semejanza del fútbol, el rabino contraatacó como la Italia

de España 82.

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- Es posible, pero con ambas manos ocupadas… ¿qué más le quedaría

a ese hombre por hacer en la vida?

Shlomo camina pero ya está tronchándose de risa y se tiene que

apoyar en un árbol mientras aún en la acera de enfrente la anciana y la

joven sacuden a toda una gran nube de moscas. Un hombre recién

salido de la cárcel que camina junto a su hijo le dice “mira, hijo: las

moscas van a ellas como a la mierda”.

Pero el combate no quedó ahí; Shlomo paró el golpe, y lanzó un

ataque rápido que terminó en un profundo y penetrante gol.

- Rabí, sin ánimo de ofender: con la Torah en una mano, y dinero en

otra uno, lo que puede hacer es gastar el dinero y vivir como Dios…

- ¡Shlomo! ¿Cómo puedes decir una cosa así? Él o Ella es indulgente

y sólo respetando la Ley, siguiéndola, estudiándola y amándola como

si fuera una gran madre, el hombre encuentra la felicidad.

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- Lo siento, Rabí Schulmann. Sin embargo, mi suerte está echada:

estudiaré Filosofía en la Universidad.

- ¿Pero a ti qué más te da lo que diga un tipo que se llama Descartes?

¿Acaso te puedes fiar de alguien que se llama así?

- Bueno, fiarme no mucho; me conformaré con leerle, entender lo que

quiso decir y luego pasar mis exámenes de la mejor forma.

Y entonces llegó el gol decisivo, el golpe que dejó K.O. a Shlomo.

- Entonces, muchacho, prepárate: la filosofía te quita de la mano el

maletín lleno de dinero y te da otro repleto de billetes del monopoly

para que reflexiones un poco sobre la realidad y el por qué no se

puede encontrar ningún banco abierto que acepte esos billetes falsos

(excepto algunos países de África y Latinoamérica).

Kabbalah o inefabilidad de Dios. O sea, lo inexplicable, lo que se

escapa siempre entre los dedos de nuestras manos. Una suerte de

acertijo que resolvemos parcialmente y que parcialmente se larga de

rositas, inmaculado, sin revelar nada de nada, sólo esa otra mitad que

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134

pudimos saber porque era tan evidente como el azul del cielo o la

langosta en la rama del árbol.

Shlomo ya camina con paso firme hacia la librería. Su único estímulo

es desentrañarse hoy, sacarse a si mismo del abismo, del barranco en

el que se encuentra desde hace dos años. Fiebre del yo; o de un yo

acelerado, nervioso, paranoicamente acuciado por esos monstruos

oscuros que habitan en ese fondo, profundísimo, del barranco. ¿”En el

punto medio está la virtud”, ”piensa en lo que tienes, por poco que

sea y tómalo”, “sé prudente”, “ten fe”, “las cosas cambian”?

¿”Punto medio”? ¿”Lo que tengo”? ¿”Prudencia”, “fe”? ¿Que las

cosas cambian? Pensaba hasta hace un par de días Shlomo, y no podía

reprimir un gesto contrariado, involuntario, forjado bajo las toneladas

y toneladas de días pasados sin ton ni son. Sin embargo, hoy es un

hombre distinto -¡incluso se ha afeitado!- y sus pensamientos están ya

en la misma cima de ese barranco, donde se alza como el Coloso de

Rodas sobre la sima oscura.

Abre la librería. Entra y observa que hay trabajo que el pobre Hamish

ha dejado sin hacer. Nada que pueda cambiarle el humor, nada que

pueda contrariarle, nada que no se pueda resolver en un periquete.

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Es un pequeño local. La decoración en tonos burdeos y amarillos

pálidos, con líneas rectas incorruptibles, inquebrantables, todo

minimal, todo una escapada hacia trazos meticulosamente pensados,

tirados sobre plantillas de autocad, muchas horas de reuniones en

despachos y departamentos de marketing, y esa mano negra,

aparentemente impoluta, pero no exenta de ponzoña, de la psicología

aplicada al comercio.

El posible cliente o, como en términos comerciales se conoce, el

visitante que podría convertirse en cliente, nada más atravesar las

bandas de seguridad, se encuentra con una “isla” o estructura

rectangular a manera de mesa donde, en primer lugar, la empresa le

ofrece la posibilidad de tomar un cesto de plástico burdeos con una

banda blanca en la parte superior, a la altura del comienzo de las asas,

a manera de un simple pero simpático “Bienvenido a Codex: toma un

cesto y no cargues innecesariamente con pesados libros entre las

manos”.

En esa misma isla, y con la mala uva por delante, Codex sitúa los top

ventas del momento, best sellers, y novelas históricas en esa isla; es

una invitación a la compra de la hamburguesa literaria, quizá como

esta misma novela, quizá Shlomo sea la deliciosa y derretida loncha

de queso de esta improvisada hamburguesa, fast-food, fast-literature,

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fast-novel, o como queráis llamar a este intento mío por escapar del

utilitarismo literario.

A la derecha, ya en la pared, altas estanterías correderas, dispuestas a

lo largo de las paredes del “garito”, ofrecen al visitante distintos

temas, asuntos, o rollos que, como en una reminiscencia ancestral, se

supone o presupone que interesan al ser humano, o, al menos a esos

animales urbanos, depredadores de libros, ciencia, líneas de metro y

otros medios de transporte público. En la parte superior, a pocos

centímetros del techo, un letrero, ARIAL 36, comunica al depredador,

al comprador compulsivo el tema, el asunto, el rollo.

En primer lugar, tenemos Literatura; luego, novela, novela negra,

novela histórica, novela histérica, novela etcétera,…; nos topamos

inmediatamente después con la poesía; filosofía, antropología,

sociología, psicología, psiquiatría, medicina, una interesante balda

dedicada a patologías epidemiológicas predominantes en las zonas

ecuatoriales, raros volúmenes sobre extrañas enfermedades de los

pueblos indígenas que pueblan la cuenca del Amazonas y oscuros

ensayos sobre ludopatía en la isla Palaos, sumida en su saturación de

océano y bailes australes.

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137

Matemática general, álgebra, trigonometría, física, física cuántica,

geología, biología, y así sucesivamente hasta llegar a las fúnebres

estanterías sobre informática. Estantes y estantes repletos de

conocimiento inútil, de miles de años de conocimiento inútil que sólo

ha servido para destruir con estilo y de forma retorcida nuestro hábitat.

Shlomo abre el negocio. Come in! It’s open! Ya ha colocado la

columna de 47 libros que Hamish dejó sobre el mostrador ayer. Está

contento. Se dedica a abrir el sistema informático que, dentro de un

sistema de red, comunica con otros puntos de venta de Codex.

En la trastienda se encuentran el pallet de novedades que llegó anoche.

Va a por él. “Enfréntate al obstáculo, ve directo a por él, it’s an

opportunity to improve, ¡atraviésalo!”, dice el cabalista. Shlomo

obedece. Shlomo se desdobla. Trae el pallet al corazón de la tienda y

sus manos devoran ya el plástico que envuelve de forma totalmente

absurda la mole de libros. Organiza los volúmenes: geopolítica,

medicina, medicina natural, lingüística, artes marciales, literatura de

bolsillo, y las letras que mejor se venden. Después, una vez apilados

según su temática, procede a colocarlos en sus respectivos estantes.

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10:05 a.m. Primer cliente. Señor con abrigo de paño de color caqui y

sombrero a juego. Tiene pinta de ufólogo frustrado interesado

recientemente por la gastronomía vietnamita. Shlomo es un lince

escaneando a los clientes con un simple primer vistazo. Confirmado;

siguiendo las pautas esperadas, coquetea con la sección de misterio

para después entregarse a una orgía de ojeo incesante de libros

gastronómicos; al poco, al no encontrar la pieza de caza deseada, alza

su mirada hacia Shlomo y con un “¡pss!” maleducado, petit burgois,

gamberro, le hace un gesto con la mano derecha para que se acerque.

Nuestro vendedor incansable se aproxima lentamente, mirando

fijamente al cliente sospechoso.

- He estado consultando la sección y no encuentro ningún libro sobre

gastronomía vegetariana cantonesa.

- ¡Buenos días! –Shlomo recalca el saludo artificialmente con una

sonrisa que ni el mismísimo Sinatra hubiera podido esbozar cuando, y

mediante Willie Moretti, logró redimirse de su esclavitud a manos de

Tommy Dorsey.

- …Buenos…buenos días –dice alelado el hombre del abrigo caqui.

- Es cierto, señor, sobre comida cantonesa tenemos muy poco y, en

realidad, no es un libro gastronómico propiamente dicho, sino más

bien un manual de limpieza de locales gastronómicos cantoneses una

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vez que los inquilinos comunican al dueño del inmueble que rescinden

su contrato. Eso, si me lo permite, es lo más parecido que podrá

encontrar aquí acerca de las sanas dietas vegetarianas cantonesas.

-…Vaya, eso sí que es…

- Sin embargo, tiene a su disposición una amplia gama de libros sobre

ufología.

El hombre del abrigo caqui se aleja sin despedirse de Shlomo en

dirección a los platillos volantes, a los hombrecillos verdes y a las

luces de distintos colores en los cielos de, generalmente, alguna que

otra ciudad de los USA.

Una señora con su hijo entra en la tienda. Es una mujer atractiva.

Escáner de Shlomo: aparentemente interesada en libros de medicina

natural y homeopatía, pero que siente una irreductible necesidad de

ojear novela femenina, Martha Schwartz, Helen DeFoei, y ese elenco

de grandes escritoras del momento que, mediante alguna trama de

intriga y crimen, narran historias sobre la profundidad del corazón;

además, Shlomo no descarta tampoco la posibilidad de un escarceo

con algún que otro libro referente a algún curso de pintura o dibujo,

incluso jardinería, que nunca se sabe.

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El niño, al contrario que su madre, está muy interesado en un

gigantesco moco reseco que, una vez extraído con atávica sabiduría

del túnel nasal, ahora reposa como un sapo panza arriba disfrutando de

un domingo de sol. El niño mira de reojo a Shlomo que está cobrando

un volumen extraño de ufología al hombre del abrigo caqui.

- ¡50€ por este libro! ¡Es un robo!

- Es un libro de ufología magnífico. Preste atención a las páginas 58 y

112. Es fundamental en la materia.

- Por lo que voy a pagar espero que así sea.

- Bueno, quizá no le ayude a reparar el desagüe del lavabo del baño,

pero mírelo desde este punto de vista: en un futuro próximo tal vez lo

necesite para calzar una mesa…

- ¡Oh, por favor! –dice el hombre tomando la bolsa con el libro y el

ticket de compra.

- ¡Y además es modelo universal!¡Sirve para cualquier tipo de mesas!

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141

El alien mucoso que antes residía en el dedo del niño, despegó

mediante el impulso justo, y, después de una magnífica ascensión, en

un crescendo prodigioso, ha alunizado en la tapa dura de una edición

de lujo de “Las uvas de la ira”. Ready made infantil, dadá, catártico,

que ni el mismísimo Steinbeck hubiera podido imaginar. Shlomo

sonríe al niño que, mira a un lado y a otro en busca de aprobación a su

particular proeza.

Un hombre de mediana edad, kilos de más, traje baratillo y corbata

azul marino con estampado de minúsculas zanahorias, se acerca a

Shlomo con un interesante ejemplar de arquitectura protorrenacentista

en Italia.

- Disculpe, ¿Usted es Shlomo?

Shlomo asiente y con su mano derecha señala un pequeño letrerito

prendido del polo de la empresa donde se puede leer su nombre escrito

en VERDANA 14.

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142

- Bien, señor Goldstein, me alegro de conocerle. En realidad, debo

confesar que hemos realizado un seguimiento desde hace cuatro meses

de su trabajo.

- ¿”Han”? ¿No en singular? ¿No una persona? ¿Quiénes son ustedes?

- Somos Codex.

- No, yo trabajo en Codex.

- Y nosotros también. Me llamo Marcus Koenigsberg. Soy el dueño de

Codex.

- ¡Ohh, señor Koenigsberg! ¡Discúlpeme! He sido un imbécil.

- No lo creo, Goldstein. Simplemente ha reaccionado como cualquier

persona que supiera, de un momento a otro, que una entente

desconocida le había estado siguiendo.

- ¿Me han seguido?

- Sólo en el plano laboral, aunque –y el señor Koenigsberg hace un

ademán de decirle algo al oído a Shlomo- le recomendaría no comprar

nunca más esa marca de pasta; normalmente cuece en seguida y luego

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más que unos penne rigate en su punto parece un puré de pan con una

salsa al uso.

Shlomo arquea una ceja. Esto último de la pasta le ha dejado

pensando.

- Bien, Goldstein, como le decía, le hemos hecho un seguimiento muy

exhaustivo (rutinas en la tienda, método de venta, sales steering,

etcétera) y hemos decidido otorgarle un ascenso.

-¡¡¡Un ascenso!!! –exclama Shlomo como esos niños que llegan a

Disneyland y gritan a sus padres “¡Mamá!¡Papá!...¡¡¡El pato Donald!!!

- Sí, muchacho, sí –dice Koenigsberg sonriendo-; y no sólo eso…

- ¿No sólo eso? ¡Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Que aquí llega el premio

gordo…

- Hemos decidido también que… nuestro nuevo director general de

ventas en Europa debería tener un medio de locomoción de acuerdo a

su cargo. De tal modo…

- ¡Dios mío!

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144

-… Goldstein, me complazco en entregarle las llaves de su nuevo…

Jaguar.

- ¡Oh, Dios mío! ¡Gracias! ¡Gracias!

- ¡De nada, muchacho!¡Mazal tov! ¡Ja, ja, ja! –el señor Koenigsberg

es un hombre realmente divertido; siempre ríe y muy pocas veces su

humor se deteriora hasta el límite de querer los servicios de algún

gánster para finiquitar asuntos incómodos.

- Este es el día más feliz de mi miserable existencia, Señor

Koenigsberg.

- ¡Y aún no he terminado!

- ¿No?

- No, muchacho.

- ¡Madre mía! Creo que me van a tener que ingresar en el hospital…

- ¡¿En el mejor día de su vida?! Por favor, Shlomo, no tenga tanta

estima a la mala suerte… He aquí dos sobres: en uno encontrará las

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145

llaves de su nueva casa, perdón, villa; en el otro, un billete de avión y

la reserva del mejor hotel de todo Aspen, donde podrá disfrutar de

unas merecidas vacaciones de un mes. Además en la casa encontrará a

su nueva mascota: un bebé hipopótamo que le ayudará a superar

cualquier tipo de depresión.

Shlomo se desmaya. Meg Tillis suena como las olas del mar, y su

“Send me down to Tucson”, que ha sido redescubierto por un dj

pasado de rosca, 30 años después, parece tener una pátina de

eternidad, de sonido country con barniz para madera vieja y el viejo

Tillis ya dejó de ser viejo; maldita sea, incluso esos lp’s, olvidados en

enormes baúles, del melancólico Charlie Rich.

Una oscuridad profunda es donde ahora se encuentra, flotando, como

un pimiento colgado de una cuerda, mientras suena de fondo…

“…It’s raining on the west coast, snowing in Topeka;

The weatherman says there’s ice below Tennessee,

There’s a flood out in California and a drive way down in Texas

And in Maine the fog’s so thick that you can’t see…”

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146

Shlomo está como si Rocky Marciano le hubiera dejado grogui, o sea,

frito sobre el entarimado de la industria librera.

Entro en su mente, en mitad del desmayo.

- ¡Shlomo!, ¡eh, muchacho!, ¡despierta!

- ¿Álvaro? ¿Eres tú?

- Pues claro, estúpido; ¿conoces a alguien más que pueda meterse en

la cabeza de otra persona mientras ésta vegeta como un cactus delante

del jefe carca y arruinando el que podría ser el mejor momento de su

vida?

- No.

- Pues, ¡hala!, vete despertando que estás montando una buena en la

librería.

- Pero, Álvaro, no lo entiendes… -Shlomo frena sus palabras como si

una pasta viscosa de grasa de ballena y aceite de coche le llenara la

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147

boca. Mira hacia arriba, hacia el cielo azul, mientras vuela en su

desmayo sobre una paradisiaca isla, e, intentando afinar su oído hace

un ademán de acercarse un milímetro más hacia ese azul celeste que

parece pintado.- Un momento… esa música que se escucha, ¿no será

Johnny Duncan? ¿Acapulco?

- Pues sí. Has dado en el clavo. Venga, despierta y da las gracias al

señor Koenigsberg.

- ¿Y dónde has puesto los altavoces? ¡Ya lo tengo! ¡En el sol!

¿Verdad? Has puesto un grupo de focos que parecen el sol y detrás un

enorme altavoz que…

- Shlomo, deja de decir gilipolleces. Si lo que querías era aprender

cómo construir decorados de cine te hubiera mandado a “El show de

Truman”.

- ¡Claro! ¡Como en “El Show de Truman”! Así es mi vida, ¿verdad?

Hay cámaras por todas partes, ¿no? Me tienes controlado, maldito

tirano; pero se va a acabar…

- ¿Y lo de hacerte desaparecer? O, ¿cómo pude mandarte a distintos

films, de distintas épocas con sus personajes de carne y hueso?

Explícamelo, Shlomo, pero más tarde; ahora despierta porque lo que

estás escuchando, sí, es Johnny Duncan, pero no viene del sol, o de

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148

alguna brizna de nube que veas por aquí, sino del hilo musical de la

librería… -Shlomo me mira con cara de no tener ni pajolera idea de

qué le estoy hablando; tendré que insistir un poco más o… milagrito -

¡Eh, Shlomo! La nave nodriza llamando a Shlomo… Librería, ya

sabes, un lugar donde psicópatas, hombres en paro, muchachos en la

flor de su vida delictiva y alguna que otra modelo de pasarela perdida

comparten un espacio durante una hora de media con un punto en

común…

- Libros… -dice Shlomo como si estuviera fuera de sí, como si

pensara en el más allá (o el “más acá”, que diría Cortázar), o en Bo

Derek en pelotas, o qué sé yo, pero desde luego, sin escucharme

demasiado; le seguiré la corriente, más o menos-.

-… bueno, eso y un hilo musical que, en la mayoría de los casos suele

exacerbar la esquizofrenia, las enfermedades cardiovasculares y el

odio a la raza humana –le digo con tono de sorna.

- Libros,…todos iguales, distintos temas, mismos temas, ¡qué más da!;

estanterías vacías que hay que llenar…

- Bueno, Shlomo, te he tomado cierto aprecio, sin embargo, no tanto

como para evitar obrar otro milagrito…

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149

- El libro es un objeto de decoración más en la casa del siglo XXI… -

dice como un zombi ese mantra maldito que me ha llegado al alma.

- En fin, hermano, te lo has buscado.

Con un chasquido de dedos, Shlomo deja de volar, de flotar entre las

nubes y cae en picado para precipitarse en el agua, donde le esperan

dos tiburones blancos de siete y ocho metros respectivamente.

- ¡¡¡Eh, Shlomo!!! Repite ahora eso del libro y la decoración siglo

XXI.

Intentando emerger entre el agua Shlomo parece luchar por su vida

desesperadamente.

- ¡Sácame de aquí, Álvaro!

- Eso me gusta más… Ya respondes a un estímulo o, al menos, a

tiburones blancos con servilleta en el cuello, cuchillo y tenedor.

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Chasquido de mis dedos. Shlomo se despierta. El señor Koenigsberg,

asustado, le ayuda a reincorporarse. Alrededor hay un enjambre de

personas que quieren presenciar en primera línea el circo romano de la

contemporaneidad: el desmayo, el infarto, el vahído, o, al menos, una

caída y brecha –si no es demasiado pedir, claro-. Detrás del revuelo, se

desarrolla una elaborada y muy laboriosa escena de pillaje con

personas tomando libros por doquier; eso no es bueno para Shlomo;

tantos robos en tan poco tiempo serían poco recomendables para el

negocio y no deseo que Koenigsberg eche en cara a Shlomo que por

su culpa todos esos chorizos hayan desvalijado la tienda.

Hago aparecer en bolsillos furtivos y en bolsos de mano donde

reposan los flamantes objetos de hurto algún que otro cangrejo,

centollo con mala uva y langostas con pinzas amenazantes. Enseguida

los gritos se extienden por la tienda. Los ladrones de poca monta

corren de aquí para allá con moluscos y crustáceos marinos en manos,

narices y orejas…

- ¡Vaya! La economía va tan bien por este lugar que regalan marisco

fresco como si fueran calderilla para pobres -exclama el señor

Koenigsberg-.

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Shlomo se reincorpora.

- Gracias, Señor Koenigsberg, por el ascenso, por las vacaciones, por

el coche, por la casa nueva...

- Creo que se avecina un pero… -dice con rostro serio Koenigsberg.

-… pero no puedo aceptarlos. Y le diré mis razones.

- Dígame por qué.

- En primer lugar, porque no estoy cualificado para desempeñar ese

trabajo.

- ¡Tonterías! Sólo tendrá que calentar un sillón en un despacho y

responder sí o no a las preguntas mascadas de una secretaria a la que

nos encargaremos de exprimir al máximo.

- En segundo lugar, no he hecho méritos suficientes ni para ser

encargado de tienda. En tercer lugar, no creo que sea aconsejable

aceptar una casa ni un coche ni unas vacaciones, porque no los

merezco. Reconozco que son cosas que tentarían a cualquiera, pero

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152

prefiero ser honrado y permanecer como un empleado más, ganarme a

pulso lo que venga en el futuro y, con un poco de fortuna, afrontarlo

con entereza. ¿Qué me dice?

- Está bien, joven. Usted decide. Permanecerá como vendedor.

Aunque si le digo la verdad, me apena no ascenderle, y mire que

jamás pensé que lo llegaría a decir, pero así es; ha demostrado mucha

más integridad que la mayoría de lameculos que tiene esta empresa,

sobre todo, los lameculos que están por encima de usted. Siga

trabajando así, y, sobre todo, no cambie; deje el marketing y las

chorradas comerciales para imbéciles que piensan heredar para ellos la

integridad de esta empresa.

- Gracias, señor Koenigsberg. No olvidaré sus palabras. Aunque si

quiere me puedo quedar con el hipopótamo.

- ¡Je, je, je! Ni yo le olvidaré a usted cuando, en cada reunión, me

siente delante de lobos con pieles de cordero. Usted me ha demostrado

que aún este negocio puede ser decente. El hipopótamo va con la casa,

lo siento.

Ambos se dan la mano. Koenigsberg se marcha por la puerta dejando

atrás a Shlomo, quien observa con cierto aire de ocasión perdida, o

como cuando en la infancia veíamos pasar otro verano más, aire de

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vacaciones terminadas, aire de echar el cierre. Se ha quedado un poco

triste.

En realidad, ha reaccionado de una manera extraña, chocante, atípica.

Sinceramente, jamás pensé que la boca de un tiburón blanco de ocho

metros abierta a menos de medio metro causara tanta impresión a

alguien. Debo ser justo: me ha gustado mucho cuando Koenigsberg

alabó a Shlomo; no es habitual que tipos que ganan al año el

presupuesto de Mozambique sepan valorar la honradez; aunque por

otra parte… ¡qué coño!, fui yo quien influyó en el viejo para que le

diera a Shlomo un trabajo mejor, una casa mejor, un coche mejor,…

una vida mejor. Quizá Shlomo no considere irremediable su vida; tal

vez, aun siendo una persona pesimista por naturaleza, abúlica y con

muy pocos proyectos en mente, haya decidido que el túnel que

atraviesa tenga una salida; quizá dependa de todos nosotros que

nuestros túneles tengan entrada y salida. Me ha gustado también la

despedida. Ha sido fría, pero justa, muy justa, de principio a fin. En

realidad, ¿qué se puede esperar de una despedida? Bueno, ¿quién

sabe? Quizá hubiera quedado mucho más graciosa y salada si el viejo

hubiera…

Hago retroceder el tiempo hasta el momento en que Koenigsberg dice

su última frase a Shlomo.

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- Ni yo le olvidaré a usted cuando, en cada reunión, me siente delante

de lobos con pieles de cordero. Usted me ha demostrado que aún este

negocio puede ser decente.

Shlomo y un gesto de aprobación. El viejo posa ambas manos sobre

sendos brazos de Shlomo. Poco a poco se acerca más y más. Shlomo

abre los ojos como platos porque ve cómo el dueño de la mayor

empresa de librerías del país se le aproxima peligrosamente cada vez

más. Koenigsberg le besa en los labios. Shlomo reacciona y le pega un

puntapié en la pantorrilla.

- ¡Ayyy! –grita el viejo.

- Lo siento, señor Koenigsberg… Lo siento; no quería…

- No pasa nada, muchacho. Ha hecho lo que debía.

- Perdóneme.

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- Queda perdonado, pero… cuidado con esas patadas. Siga con su

trabajo.

El viejo se larga cojeando mientras a su alrededor las personas corren

y se desesperan ante una extraña y repentina plaga de crustáceos

marinos con muy mala leche.

Termina el turno de la mañana. Entra el bueno de Hamish. Shlomo le

comenta las cosas que han quedado pendientes y se despiden.

Supongo que Shlomo ahora irá al restaurante de Sarah. Es un

restaurante que pertenece a Shimmon Steiner. Está fuera del centro

comercial. En una callejuela pequeña, en medio de un recodo. Se entra

a un recibidor que da a un par de puertas (los baños) y, a mano

izquierda, como si fuera la lengua de una mariposa, una escalera

desciende hacia las tripas del local; el suelo es de granito gris, y las

puertas, la barandilla de la escalera y mesas y sillas son de roble

envejecido. Justo antes del comedor hay un pequeño mostrador donde

un simpático hombrecillo como un garbanzo proporciona kippah a

todos aquellos que lo solicitan y también libros de bendiciones para

recitar antes del almuerzo.

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A Shlomo le gusta ir allí porque se come bien, barato y, sobre todo,

porque es donde trabaja Sarah; ella es camarera y regala a cada cliente

una sonrisa amplia y sincera, haya o no propina. Aún estudia, a pesar

de tener ya 27 años, en la universidad; comenzó la carrera de Bellas

Artes pero alguien le comentó que no había grandes sumas de dinero

detrás de cuadros abstractos o ideas originalísimas y decidió comenzar

a estudiar, con 23 años, derecho, a pesar de que, en un momento

crítico de su vida la tentara la desobediencia civil y los centros de

ocupación. El número de parados que estudiaron Bellas Artes es alto;

lo que no sospecha Sarah es que el número de abogados en paro es

bíblico, y hoy por hoy, podemos decir que, después de la langosta

gregaria (Schistocerca gregaria, para los amantes de la entomología),

los abogados representan la plaga más numerosa del mundo occidental

–incluso ya comienzan a verse los primeros ejemplares en algunos

países donde, hasta ahora, eran más frecuentes los fenómenos OVNI o

las apariciones marianas-.

Normalmente, Shlomo se sienta, se pone su kippah blanquiazul y echa

un vistazo al menú. Pide un primer plato de cuchara, generalmente

alguna sopa y después un segundo plato de carne a la plancha con

alguna salsa interesante o de verduras al grill. En algún momento de la

comida, por regla general, Sarah acude a servir otras mesas y es

cuando Shlomo aprovecha para decirle que está preciosa o hablar del

tiempo, intentando evitar a toda costa que ella pueda sospechar

mínimamente que está coladito por sus huesos, o pijadas del estilo.

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Sarah no es tonta. Sarah, como todas integrantes del género femenino,

es genial, sólo que, como ya dije en páginas anteriores en relación a

aquella flor extravagante, distinguida, en mitad de la ruda campiña

irlandesa, es comparativamente un genio en relación a todos los

hombres que la rodean; Sarah es a Einstein o a Hawkins o a Newton lo

que Shlomo sería a un neardenthal que aterrizara lanzado desde algún

tipo de agujero temporal abierto en mitad de una de las grandes

avenidas que pueblan nuestras ciudades. Pero a ella le va más Stern;

es alemán, askenazí, su abuelo fue rabino y, Shlomo, por el contrario,

es… en fin, el caballo cojo del hipódromo, aquel que todos señalan

con el dedo porque con varios siglos de antelación se sabe que si logra

salir y dar una sola zancada sería un milagro; no, Shlomo no es una

apuesta segura: estudió Filosofía, y al acabar fue dando tumbos de

aquí para allá trabajando de esto y de aquello, sin rumbo fijo; Shlomo

es como colgarse al cuello un salvavidas de plomo en mitad del

océano. Por eso Sarah procura el mínimo trato posible con él: no

quiere nada de él, con él, pero tampoco quiere hacerle daño y, por eso

–por eso y por los abdominales de Stern- , intenta evitarle en la

mayoría de las ocasiones. Siempre se las arregla para que David Weiss

–otro camarero que trabaja allí desde hace más de 20 años- vaya a

tomar nota a nuestro ingenuo amigo.

Shlomo no se da cuenta de que, a ella, no le interesa ni lo más

mínimo, o, al menos, un poco menos que contraer la hepatitis. Es

curioso: pesimista, escéptico, no cree que su vida pueda mejorar,

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piensa que con su edad ya sólo queda esperar a que cada día sea una

reproducción exacta del día anterior, salir los fines de semana para

escuchar un poco de post punk en el mismo local que frecuenta desde

hace 10 años, llueva, nieve o la luna llena esté en lo alto como un

queso gigante esperando a que le hinquen el diente, y hablar con las

mismas personas cada viernes y sábado (aburridas como él;

aburridamente jóvenes, como él; mortalmente jóvenes, como él). Sin

embargo, en esto del amor es optimista; bueno, optimista o gilipollas,

según se mire. Hasta la pata de la silla sobre la que estoy sentado se

daría cuenta de que esta chica pasa olímpicamente de Shlomo.

(Pregunta retórica del autor de este libro para el propio autor de este

libro: ¿quiere decir eso, acaso, que la pata de esta silla es equivalente a

Einstein o a Hawkins o a Newton por darse cuenta del desdén de

Sarah? ¿Es Sarah como la pata de esta silla?)

Shlomo pide una sopa de verduras acompañada de una botella de agua

mineral. Parece alicaído. Aún está dándole vueltas a lo que el señor

Koenigsberg le ha ofrecido. Es posible que aún no pueda creer que

haya rechazado subirse al tren de la gran vida, la alta velocidad al gran

pastel, al rock’n roll, al sexo seguro y a todas esas cosazas que suelen

llegar cuando uno tiene millones y millones de divisas como quien

tiene acné y posee millones y millones de granos. Así es la vida: muy

canalla, miope y favorable siempre a ese lado de la tostada de ese tal

Murphy –que fue un ingeniero que formuló la famosa frasecita para

que entes con bajos índices neuronales pudieran sentirse por una vez

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en sus miserables existencias bien consigo mismos o intelectualmente

superiores a la media debajo de la cual ellos mismos figuran-, e

imagino que la tiró una y mil veces antes de poder decidir que “lo que

tuviera que salir mal saldría mal y nunca se debe untar una tostada si

se tiene la intención de tirarla al suelo”.

Está un poco depre y le hace falta un buen empujoncito. Entro en el

restaurante como un cliente más; me acerco a Shlomo, y le saludo

como si fuera el amigo con el que quedé hace unos días para comer en

ese mismo restaurante.

- ¿Qué haces aquí?

- Oh, venga, Shlomo, no me digas que no te alegras de verme.

- No estoy de humor.

- Bueno, míralo por el lado bueno: ella ni siquiera lo disimula; te odia

y punto.

- ¿Qué? ¿Quién?

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- Bueno, no te odia; te evita, pasa de ti porque para ella eres como un

bicho panza arriba o algo más asqueroso aún y, a lo sumo, podría

considerarte como… un detestable asaltacunas que quiere acostarse

con ella.

- ¡¿Cómo?!

- Sarah, hombre. Estoy hablando de Sarah…

- Sssshhh, baja la voz, por favor. Nos va a oír y sería peor.

- Permíteme que no sea tan optimista como tú: si fuera peor, estarías

muerto.

- ¿Qué quieres? Te he dicho que no estoy de humor.

- Lo sé, lo sé. No he venido sólo a maltratarte. Lo del maltrato entra

dentro del paquete: soy tu escritor, te escribo, te fustigo un rato,…

pero hay un problema.

- Ah, ¿sí?, ¿Cuál?

- Si en un capítulo como este, que debería de ser como la Heroica o, al

menos, como un pico de ese crescendo iniciado hace unas cuantas

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páginas, vas y te deprimes porque simplemente has rechazado la

posibilidad de convertirte en un hombre de fortuna, con una mansión

de infarto, fiestas en jacuzzis, en piscinas repletas de mujeres en celo,

y un cochazo con chofer, los lectores no sólo se sentirán tan

decepcionados como en páginas anteriores, sino que, además,

utilizarán este libro con fines pirotécnicos –Shlomo me mira serio,

fijamente, y comienza a impacientarse-. Bueno, es cierto, puedes

deprimirte; sin embargo, míralo desde este punto de vista: has obrado

bien. Has cogido el toro por los cuernos, has estrechado la mano a ese

vejete salido de algún casino de Montecarlo o de alguna fiesta de la jet

set internacional en Saint Tropez, y, mirándole a los ojos (previo

desmayo, eso sí) le has dicho que no, que el sudor es tan importante

como un ejército de mujeres queriendo copular contigo – ahora me

mira como si su vida fuera aún más lamentable de lo que pensaba

antes de que yo llegara; ¡y tiene razón!, pero no voy a quedarme de

brazos cruzados-. Mira, como yo lo veo, deberías sentirte orgulloso:

hoy te has convertido en un héroe –y esto último lo digo en un tono

más alto para que Sarah, ese ser viperino mejor adaptado al medio y a

la supervivencia, lo oiga-, y quisiera decirte que yo también me he

sentido muy orgulloso de lo que has hecho. Precisamente, en el mismo

momento en el que sentía que ya ibas a decirle que sí al viejo, das un

volantazo épico, giras sobre tus propias ruedas traseras y prefieres ser

un hombre a ser un hombre rico, o sea, una alimaña, aunque rica.

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Un silencio como caído del cielo parece instalarse entre nosotros. Es

como una pared o una ventana blindada de esas que hay en las

prisiones para que los presos puedan comunicarse de alguna manera

con sus familiares. Shlomo me mira de cuando en cuando de reojo. Yo

le miro constantemente. No aparto mi mirada de él.

- ¿Te ha salido ese grano esta mañana?

- Sí, ¿por qué?

- Porque no recuerdo haberlo escrito cuando te describí por última vez

–le digo.

Regresa el silencio. Silencio y repiqueteo de platos y cubiertos. Sarah,

que ha estado muy pendiente de nuestra conversación se acerca para

preguntarme qué deseo comer.

- Buenos días, señor, ¿qué…

- Buenos días –respondo inmediatamente sin apartar la mirada de

Shlomo e interrumpiéndola como si no me interesara aquello que

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tuviera que decirme-, deseo tomar una sopa de verduras de primero, y

de segundo, un entrecot bien hecho, no sangrante, que no tenga que

reanimarle ni aplicarle desfibriladores; y de beber una botella de agua

mineral.

- Sí, señor.

Sé que le habré parecido a esa engreída un payaso insoportable

malhumorado y asocial; no se equivoca, tampoco quiero que se

equivoque: ella es una víbora mucho peor.

- ¿Qué te sucede, Shlomo? ¿No me quieres hablar? Por mí perfecto,

pero déjame decirte que lo estás haciendo fenomenal –y le miro

sonriendo traviesamente- y, si hoy has perdido ese tren... ¿qué más te

da? Tal vez no estabas predestinado o yo no quería eso para ti, quizá

te aguarda un futuro mejor, o tal vez, peor; ¿quién sabe? Pero lo

importante es no preguntarse “¿qué hubiera pasado si…?” porque los

trenes, es cierto, pasan una sola vez, pero también es cierto, que nadie

nos asegura que tal o cual tren que perdimos no descarrilara. ¿O no?

- Te gusta la cábala, ¿verdad?

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- Sí. Mucho. Es “tecnología del espíritu”, y no magia o matemática o

magia judía como piensan la mayoría de los que apelan a la ley de

Murphy, la ley de los tontos.

- A mí también me gustaba cuando estudiaba en la yeshiva. Era un

estímulo. Como una fuerza.

- Lo sé; soy tu escritor. ¿Recuerdas?

- ¡Ah, es verdad! –dice con triste resignación.

- Mira, creo que lo has hecho fenomenal, Shlomo, y estoy orgulloso,

como te he dicho antes.

- ¿Sí? Acabo de tirar mi vida por el retrete, y luego, además, está ella

–dice señalando con su mirada a Sarah.

- ¿Ella? – Digo con marcada incredulidad – Shlomo, tío, espabila.

Ella pasa de ti totalmente. Si tuviera que elegir entre salvar la vida a

una rata o a ti, seguro que acabaría salvando a algún tipo de insecto.

No veo ningún motivo por el que debas preocuparte de ella. Además,

a lo sumo, es bonita, pero siendo realistas, y teniendo en cuenta que

comparada contigo, ella es un genio, no deja de ser un petardo.

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- Oye, no te metas con…

- Shlomo, ¿por qué te empeñas en no aceptar lo evidente? Ella está en

este mundo no para hacer caso a Shlomos como tú, sino para caer en

los fáciles brazos de un ario de dos metros, jugador de squash y con

algún jersey anudado al cuello.

- ¡Pero si es judía!

- Ya, bueno, eso… En fin, ¿y qué? Ella es una chica liberada; también

es judía y camarera. ¿No ves una antítesis en tu sencilla y clasificada

visión del mundo?

- Hay muchas camareras judías.

- Cierto. Igualmente hay muchas judías enamoradas de dioses

escandinavos.

- No tantas.

- Entonces mírame a los ojos y dime que tu abuela no se enamoraría

de un chico alto de un metro noventa, rubio, ojos verdes o azules,

rasgos perfectos, y con voz hermosa y varonil.

- Mi abuela es una mujer de gustos extraños.

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- No me refiero a algo sexual, Shlomo; simplemente quiero decir que

si tu abuela viera a un Apolo nórdico, a pesar de lo sucedido en el

pasado durante el nazismo, seguro que sentiría una increíble atracción

por él que se materializaría en un pastel casero de almendras, o un

bizcocho de almendras con azúcar glasé. ¿No crees?

- No. Mi abuela sólo quiere a mi abuelo.

En este momento, es tal mi desesperación porque este hombre sólo

desea autocompasión absurda, que hago aparecer en el restaurante a su

abuela; ésta aparece con un delantal de cocina, con las manos llenas de

restos de harina y huevo.

- ¡Shlomo, hijo! –Shlomo gira sobre sí mismo en la silla, y mira hacia

la puerta del establecimiento. Es su abuela. Se queda de piedra.

- A… Abuela, ¿pero qué estás haciendo aquí?

- No lo sé, hijo; estaba en la cocina, preparando un poco de queso

empanado y sonó el teléfono; crucé el umbral de la puerta de la cocina

y… aparecí aquí.

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- Álvaro –dice Shlomo mirándome de reojo -, devuelve a mi abuela a

su cocina, por favor.

- ¿Por qué me miras a mi? ¿Y si no soy el único por aquí que puede

hacer este tipo de cosas?

- ¡Venga ya! Ya te has divertido bastante; deja a mi abuela…

En ese momento hago entrar en el restaurante a un tipo alto, rubio, de

ojos azules, rasgos perfectos, cuerpo escultural, y Shlomo comienza a

intuir que se avecina lo peor. Efectivamente, la abuela Goldstein

parece salirse de sí misma y se acerca al joven dios escandinavo.

- ¡Qué jovencito tan encantador!

- ¡Pero abuela!

- ¡Y qué rubito, y alto, y guapo! ¿Quieres que te prepare un buen bollo

rellenito de crema de vainilla y cubierto por almendras picaditas y

azúcar glasé?

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- Bueno, señora… Yo, en verdad… -el joven Sigfrido se muestra

totalmente desorientado pero halagado por tantas atenciones de la

abuela de Shlomo.

- Nada, nada, hijo, ven a casa y te prepararé una buena taza de té y un

bretzel y, si te portas bien, también unas pastitas…

Y la abuela, agarrada del brazo del icono de las juventudes hitlerianas

sale del restaurante. Shlomo se ha quedado petrificado.

- Eres el diablo.

- Venga, Shlomo, ni siquiera puedes pensar en el diablo, porque sería

caer en una imaginería barata cristiana. No te preocupes por tu abuela.

¿Quieres que esté en casa preparando bretzels sin la fantástica

compañía de ese gran germano? Bien, hecho. Sólo quería gastarte una

bromilla, hombre. No te tomes todo tan a pecho; además, esto, aparte

de ser tu vida, no deja de ser una simple y mala novela.

- Ah, ya me siento mucho mejor, gracias –dice con cierta acidez.

- Bueno, ¿entonces que vas a hacer respecto a ella?

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- No lo sé –y mesa sus traviesos bucles con su mano izquierda en

señal de indecisión-. Quizá te haga caso; Sarah no es una chica para

Shlomo Goldstein. Ella tiene otras miras. ¿Entiendes?

- Ya lo creo. Oye, Shlomo; sé que he sido brusco, y sé que he abusado

de tu paciencia en muchas ocasiones a lo largo de estas horas que

hemos pasado juntos, pero lo he hecho por ti, porque das palos de

ciego sin darte cuenta de que no eres ciego; tienes un futuro magnífico

delante de ti…

- ¿Sí? ¿Cuál? –pregunta con gesto de “cliente no convencido”.

- ¡Toda la vida! ¿Te parece, acaso, un mal futuro? Tienes todos los

años del mundo por delante para hacer lo que quieras.

- ¿Y qué puedo hacer?

- ¿Qué no puedes hacer?

- Pero yo…

- Deja de compadecerte de ti mismo y de pensar que todo a tu

alrededor es odioso, aburrido, insípido. Tienes que despegar, tío, abrir

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fronteras, buscar aventuras, idear proyectos, seguir creciendo y

despojarte de esa piel para que nazca una mayor y más grandiosa

serpiente, un nuevo Shlomo, mayor, más grande, más sabio, más

incrédulo, más sabio.

Shlomo me mira. Sonríe. Lo ha entendido. Está conforme. Sus cejas

ya no transmiten la presión, el estrés; está en paz consigo mismo y con

todo cuanto le rodea.

- Tienes razón. He pasado tanto tiempo metido en esa cueva, y mi

vida, durante tantos años, ha consistido tan sólo en trabajar y pensar

en cómo pasar de la mejor manera posible mis fines de semana que

olvidé que un día estudié filosofía precisamente para huir de algo así.

Necesito aire puro, y nuevos horizontes, nuevas expectativas; es como

si me hubiera estado bañando durante miles de años en aguas

estancadas, nauseabundas y, de repente, llegara alguien y me dijera

que existen otras aguas, aguas abiertas, mares, ríos, y al alcance de

mis manos.

- Exacto, Shlomo. No sólo sé que puedes hacerlo, sino que de no

hacerlo, serás como ese chico que está sentado justo ahí.

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Y señalo con un gesto de mi barbilla a un chico de veinte años,

vestido a la última, víctima de las volubles tendencias, con su corte de

pelo de moda, su teléfono móvil de última generación y hablando de

tonterías y nimiedades de su apasionante trabajo como mozo de

almacén a tiempo parcial. Está sentado junto a una jovencita, que debe

de ser su novia, y que le escucha como si fuera un dios.

- Mira, en cuanto cobre el próximo sueldo, me compro el coche.

- Pero, Mark, si tu sueldo es…

- Bah, no te preocupes; lo tengo todo pensado. Pido un crédito en el

banco, y lo pago a plazos, y aún me sobra para salir los fines de

semana.

- Ya, pero, ¿no decías que querías inscribirte en la Escuela Técnica de

Oficios?

- ¡Qué va! Paso de esas chorradas…

- Ten en cuenta que sólo trabajas a tiempo parcial.

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172

- ¿Y qué? Dentro de unos meses me subirán de horas, pasaré a trabajar

a jornada completa y, en un año o año y medio, seré jefe de sección de

recepción de mercancías. ¡Ya lo verás!

Shlomo me mira. Baja su rostro en señal de total desesperanza.

- Es increíble, Álvaro. No sé qué nos sucede; estamos totalmente

aletargados, dormidos. En mi caso, es mucho peor, porque ese chaval

dejó sus estudios, seguramente a los dieciséis y no tiene título alguno,

sólo tiene 20 y puede enderezar su vida; pero yo, que estudié una

licenciatura, debería tener inquietudes, y no las he tenido; he sido

exactamente como ese muchacho. Un zombi.

- Bien, ¿qué piensas hacer?

- Tomar las riendas de mi vida, retomar el control… Un poco como en

las escenas de las películas donde he estado: he tenido que interactuar,

improvisar…

- ¡Eso es! –exclamo mientras agarro su brazo izquierdo que reposa

sobre la mesa y lo agito en señal de total y absoluta adhesión y

solidaridad.

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173

- Gracias, Álvaro.

- De nada, Shlomo, tú solo hubieras llegado a esta misma conclusión

con un poco de tiempo.

Nos levantamos de la mesa y nos dirigimos a la librería de nuevo. Allí

paso toda la tarde con él, acompañándole, contando historias, chistes,

y atendiendo a los clientes de la mejor forma posible.

Los clientes son un conglomerado uniforme, monocromo, aburrido,

repetitivo. Quizá para los desmesuradamente concretos balances

comparativos y estudios de mercado realizados por los analistas de la

empresa, la variedad de clientes no sea sólo negro o sólo blanco; tal

vez ellos vean un gris azuladillo, o un leve, levísimo toque de marrón

oscuro en un mar negrísimo como el petróleo, pero a Shlomo le

parecen iguales todos: mismas preguntas, mismos gustos, y, de vez en

cuando, fuera de serie, lejos de las masas, alejado del gusto, o

precisamente, solitariamente cerca del mismo, entra el dandi, el

distinto, el pintoresco, el “diletante de lo maravilloso”, y sorprende

preguntando por raros volúmenes, o dando gratuitamente su

insoportable opinión (que, por otra parte, importa un pimiento a

Shlomo).

Page 174: Minimal Shlomo

174

Como un tren lento y pesado, llega la hora en que finaliza su turno, y

Shlomo emprende su camino de vuelta a casa. Quizá no termine la

jornada con el mismo optimismo con el que comenzó, pero, desde

luego, ha finalizado de una forma mejor: satisfecho de sí mismo; tal

vez podríamos decir y sentenciar que el optimismo sea, desde luego,

un punto positivo en la vida de cada persona, pero no deja de ser algo

etéreo, en el aire, no seguro, incierto, en fin, una presunción; sin

embargo, la satisfacción, el saberse renacido, y el orgullo por nuestras

propias buenas acciones, son algo firme, seguro, son pasado, pretérito,

firmado y confirmado. La certeza de haber obrado correctamente le da

a Shlomo un aire de hombre nuevo, demoledoramente nuevo,

desafiantemente nuevo; sí, es fantástico verle feliz realmente. Quizá

sea mi atracción por la estética del perdedor, o empatía, pero siempre

fui de esos –y no me preguntéis por qué- sentí conmiseración de aquel

que recibía la paliza que camaradería con los simios que la

propinaban. La vida consiste en unirse a la jauría o ponerse entre la

presa y esa mierda de camada de chuchos que no hacen más que ladrar

y ladrar –y peinarse el pelo a un lado, con raya inapelable-.

En el coche permanece en silencio. Piensa en todo lo que le ha

sucedido en las últimas 48 horas. Ha conocido a Robert Mitchum, ha

podido flirtear un poco con la hermosa Señorita Brady de Barry

Lyndon, tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Al Pacino,

Robert De Niro, y, de refilón discutir pormenores con el gigante

Maximilian Schell que se alza en su habitación como protagonista de

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175

Topkapi en un poster soberbio frente a otro de John Cassavetes; tomó

la playa de Omaha como si aquello fuera un picnic, y estuvo en una

Venecia del siglo XVI muy “sui generis” y shakesperiana, o sea,

antisemita; volvió a su vida convertido en un titán repleto de fuerza y

esperanza, en pleno esplendor y gloria, como un Josué ante las

murallas extintas de Jericó; el gran jefazo apareció y le ofreció el oro,

el incienso y la mirra, y Shlomo tuvo el coraje, la entereza y la

honestidad de rechazarlo porque no se consideraba a si mismo

preparado para ese puesto; y, además se permitió el lujazo de hacerle

probar a su al gran jefe la puntera de sus zapatos . Finalmente tuvo

que renunciar a cierto objetivo por estar tan lejos, o ser simplemente

prescindible, como Sarah; bueno, en realidad, despertar, espabilar,

crecer, es dejar, olvidar cierto equipaje emocional, perderlo, y no

volver a querer recuperarlo, como la serpiente que deja tirada su

antigua piel para convertirse en un ser mayor y más sabio. Shlomo

hoy ha disfrutado de su propio despertar, ha sido testigo en primera

fila de su propio crecimiento, y ahora, mientras conduce, analiza

mentalmente cada uno de los detalles de un día que, difícilmente,

olvidará.

Aparca a la puerta de su casa. Coge sus cosas y se dirige hacia el

portal. El perro de Lidzsasky, Garbanzo, se acerca a Shlomo y,

contrariamente a lo que piensa y espera su amo, le lame la mano

derecha. Shlomo sonríe.

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- Buenas tardes, Lidzsasky. Hola, Garbanzo; yo también me alegro de

verte, amiguito.

Lidzsasky, desesperado, coge su bulldog en brazos y sale corriendo en

dirección a la calle Jacobsen, donde está la consulta de su veterinario,

el doctor Steinbaum. Por su cabeza sólo tiene cabida una idea: a

Garbanzo le han abducido los hombrecillos de verde; ya no es el

mismo, ha cambiado.

Shlomo sube las escaleras y llega al descansillo. Allí encuentra a la

señora Bloomberg, cargada con doscientas bolsas de la compra.

- ¡Señora, Bloomberg! No debería hacer estos esfuerzos. Déjeme que

la ayude.

- Gracias, hijo. ¿Sabes? En la última reunión de vecinos todos

estábamos de acuerdo con poner el ascensor; todos menos ese rácano

de Sonnenschein…

- Sí, lo recuerdo. Sin embargo, señora Bloomberg, Sonnenschein vive

en el bajo, y él no utilizará nunca el ascensor. Creo que todas las

partes tenían razón, ¿no cree?

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- Es posible, hijo; pero a mi edad, una deja de preocuparse por los

puntos de vista de los otros y empieza a preocuparse de sí misma.

Shlomo lleva las bolsas de la señora Bloomberg al 6º piso y se despide

de ella, y regresa a su propia planta. Abre la puerta, entra en casa.

Deja su chaqueta en el perchero de la entrada. Va a la cocina y coge

del frigorífico una cerveza fría, helada; pasa la superficie congelada de

la lata sobre su frente, y se recuesta sobre el sillón.

Aparezco en ese momento, sentado frente a él en el cómodo silloncillo

de orejas que le regaló su tío hace 3 años.

- Bueno, Shlomo. Ya está. Eres un hombre nuevo. Eres el hombre que

debías haber comenzado a ser hace 5 años. Mi misión aquí ya ha

terminado. Ha llegado la hora de abrirme.

- ¿Por qué te vas?

- Porque ya estás preparado para rehacer tu vida, para tomar las

riendas, tirar de ellas con fuerza y dirigir tu montura por el camino que

mejor te parezca.

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- Me había acostumbrado a tenerte cerca.

- Ya; en fin, es mi sino: quien no me toma por estúpido me toma por

un perro o una mascota. Sin embargo, te daré un consejo, creo que el

único válido de todo este periplo: no tomes demasiado en serio a la

gente; en cuanto lo haces creen tener derecho para organizar tu vida,

decirte qué es bueno y qué es malo, se sentirán por encima de las

nubes y se creerán jueces todopoderosos que te invitarán a un café o a

una copa y te dirán “deberías hacer esto” o “deberías hacer eso otro”.

Pasa de todo ese rollo, y comienza tu propia andadura, pasa de las

críticas constructivas –normalmente quien las hace suele tener

envidia- y de las destructivas, pasa de los consejos sapientísimos y

sigue tu propio instinto, sigue aquello que te dicen las tripas, lo de

dentro. ¿Quieres ser filósofo? ¿A qué esperas? Comienza esta misma

noche; métete una buena dosis de Kant con café o de Fichte con

bourbon y empieza a escribir, y a la mierda todos los que te digan

“¿filósofo? ¡Tío, con eso se gana una pasta!” con su ironía en baja

forma y tirando a la ridiculez. ¿Quieres irte a un monasterio cristiano

ortodoxo griego? ¿Quieres convertirte? Pues hazlo; mete una naranja

o un calcetín sucio en la boca de quien te diga “¡no!¡no lo hagas o

tirarás tu vida por el retrete!” ¿Quizá querrías continuar tus estudios

rabínicos para ver dónde te llevan? ¿Quién sabe? Tal vez el día de

mañana seas un gran cabalista, un Scholem. Lo que quiero decir es

que no obres nunca más según el “¿qué van a decir si…?”, porque no

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te ayudará más que a convertirte en un paranoico, en un golem de la

multitud, y parecerá que tu destino tendrán que elegirlo otros, no tú.

Shlomo escucha atentamente, recostado como si fuera un diván en la

mismísima consulta de Freud.

- Mira a tu alrededor, Shlomo: gente joven que sólo quiere dinero para

poder salir los fines de semana; en qué trabajen o cómo lo consigan

les da absolutamente lo mismo siempre y cuando la empresa les

proporcione periódicamente ascensos y promociones, o sea, más

pasta; ¿para qué? Para comprarse esa mierda de lata con ruedas que

cuesta lo mismo que un apartamento, o pagarse los videojuegos

estúpidos con los que amargar a sus parejas, o, simplemente, olvidar la

mierda de existencia que llevan a cabo, dejar de lado por dos míseros

días la idea de que no tienen ideas, de que su cerebro es equivalente al

de la lombriz de tierra. Shlomo, por favor, después de estos dos días,

prométeme que harás algo provechoso con tu vida, algo magnífico,

interesante, algo como buscar el callejón justo o la vereda oportuna

que te lleve a un destino feliz. Para mí, y para los lectores de esta

novela barata, sería un desenlace fantástico. ¿Qué me dices?

- Así lo haré –responde ofreciéndome su mano derecha extendida.

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Desaparezco, me esfumo. Shlomo queda a solas con su silencio, con

sus pensamientos –que son muchos-; le dejo sabiendo que el polluelo

ha dejado el nido y ha nacido un águila majestuosa que deberá

encontrar su propio camino a la felicidad, y no dudo ni un solo

instante que lo hará.

Se recuesta de nuevo sobre el sillón. Poco a poco duerme, cae en un

letargo placentero y ya no es él, sino una imagen de él, ligera, ligera

como el humo y es en esa negrura del espacio infinito donde se

encuentra de golpe con el sueño.

1. Strange fruit

Ring… Ring… Ring… Suena el teléfono. Ring… Ring… Ring…

Shlomo ronca plácidamente en el sofá de su tío. Su sueño es pesado

como un bloque de plomo. Está dormido como una estatua de mármol

que se hinchara y deshinchara al ritmo de la respiración. Ring…

Ring… Ring…

- Álvaro, si este es uno de tus trucos para despertarme vas listo –dice

Shlomo medio adormilado. Está frito, pero ha reunido bastantes

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181

fuerzas como para poder exclamar y gritar algo parecido a un idioma

medianamente coherente.

Ring… Ring… Ring… Shlomo comienza a desperezarse. Se sienta

sobre el sillón. Se rasca la cabeza y después mesa ligera y torpemente

sus tirabuzones traviesos. Echa un vistazo a su alrededor. Un comedor

tranquilo, bañado por los insolentes rayos del sol tempranero. Ese

maldito teléfono sigue chillando.

Mientras Shlomo está sentado en ese sofá, en ese salón, Annamaria se

acerca al umbral de la puerta del estudio y, traviesa, me lanza varios

besos casi inaudibles (quiere comprobar el estado de mi oído);

correspondo. Al momento, la luz del baño se enciende y siento el uno-

dos del cepillo de dientes. Le pido que diga un momento la palabra

“Pamplona”. Ella cae en la trampa y se oye cómo una pequeña

catástrofe doméstica acaba de suceder; nada que no pueda solucionar

1 minuto con un limpiacristales como aliado. Ella ríe. Me complace.

Vuelvo a Shlomo. Un salón bañado por el sol. Se alza para coger el

teléfono. Descuelga con evidente desgana y enfado.

- ¿Diga?

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- ¿Goldstein?

- ¿Sí? ¿Quién es usted?

- Debería estar ya en su puesto de trabajo, ¿qué le ha sucedido?

- Lo repito: ¿quién es usted?

- Soy Leonard Meyer, supervisor de su zona, y ¡no está en su puesto

de trabajo! Yo también lo repetiré: ¿qué mierda le ha sucedido?

- Supongo que estaba cansado y el cuerpo me pedía dormir.

- Esto es una amonestación, ¿lo sabe, verdad?

- Perdón, señor Meyer. Discúlpeme. En 40 minutos estaré allí.

- Estará aquí en media hora o podrá ir buscando un nuevo empleo.

¿Me he explicado con claridad?

- Desde luego, señor Meyer. Ahora mismo me pongo en camino.

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Shlomo se pone en pie como un resorte. Mira a un lado y a otro.

Busca algo. Está intentando poner en orden sus ideas. Estrés. Coger

las llaves del coche y salir pitando.

- ¡Álvaro! ¡Álvaro! ¿Estás ahí?

Silencio. Su propia voz rebotando en una y en otra pared. Eco

distendido, intimista, introspectivo, pero eco a fin de cuentas.

- ¡Álvaro! ¡Venga, hombre! Sé que estás ahí. Aparece; necesito hablar

contigo.

Un brusco frenazo de un coche llega desde la calle. Una mujer grita

algo, y luego un claxon. La señora Schwarz llega con sus bolsas de la

compra y, desde el descansillo, se acercan las pisadas, y el rumor del

plástico de esas bolsas descansando sobre el felpudo que dice

“Shalom” delante de su casa, contigua a la de Shlomo. Algún niño

lanza un alarido mientras otro le persigue, jugando. El señor y la

señora Lazarovici discuten, como cada mañana, en el piso de arriba.

Sonidos de la ciudad.

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- ¡Álvaro!

Shlomo se da cuenta de golpe que está solo. No hay nadie más. Todo

fue un sueño. No había conocido a Robert Mitchum, ni a Kubrick, ni a

su adorado Maximilian Schell. ¿Cómo se le pudo haber ocurrido que

todo esto no era más que una novela, que él estaba dentro de ella y que

respiraba gracias a una pluma o a un editor de texto al uso de algún

vulgar ordenador? Esta es la fría realidad. No habrá ayudas; todo en

directo, como la vida misma, sin oportunidad de un “¡Eh, alto! ¡Un

momento! Necesitamos volver a repetir la escena”. Nada de eso.

Shlomo es Shlomo, no lo que alguien escribe que es, o pueda ser,

Shlomo. Ahí fuera le espera la jungla humana, las zancadillas y los

simios que se comen los unos a los otros.

Respira profundamente, mira hacia el techo de la habitación y suspira

con cierta amargura. Baja el rostro y mira la mesa de centro: un vaso

vacío con residuos de lo que fueron dos dedos de bourbon, un paquete

de cigarrillos (quedan tres), el periódico arrugado que compró el

viernes por la tarde, al salir del trabajo, y un plato con un tenedor y

algunas migajas.

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- Tal vez la lubina me sentó mal. ¡Sí, seguro que fue el maldito

pescado! –sin embargo, a pesar de los ánimos que se auto inflige

prefiere optar por cierto pesimismo y desesperanza. Es su sino: ni una

concesión al optimismo.

En una ocasión oí que a Thelonious Monk, en ocasión de una de sus

sesiones con el Santo Coltrane y el bueno de Coleman Hawkins, éste

último le preguntó qué estructura seguía una de sus composiciones.

Entonces Thelonious Monk ligeramente molesto, le miró fijamente

con esos ojos negros como escarabajos gigantes y le dijo: “Cole, tío,

tú eres el tipo que inventó el saxo tenor, ¿verdad? Y este tipo que

tienes al lado es el Santo Coltrane, el número uno, ¿me equivoco?

Pues dejad de tocarme los huevos y sacad la música que lleváis

dentro”.

Ahora mismo Shlomo es como el pobre Coleman que no entiende la

composición. “Jazz, ese ruido”; ¿quién lo entiende? ¿jazz dadá?

Shlomo ahora se pregunta por la composición, porque no entiende la

partitura, es una música que escapa a su experiencia anterior. Está

como el bueno de Coleman Hawkins, perdido, frito. Es, hasta cierto

punto, normal. Ha llegado el momento de tomar decisiones, otra

música, otra composición, otros ritmos, nuevos, y el día de enfrentarse

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al mundo, desintonizar la frecuencia, gritar un enorme “¡Eh, tíos! Yo

me bajo en esta parada” es este, está aquí.

No hay nadie más en el salón; sólo Shlomo y sus pensamientos.

Deberá reaccionar rápidamente o, de lo contrario, perderá su empleo.

Baja su rostro y mira inquietamente de un lado a otro, pensando. No

hay nadie con él en esa estancia; tampoco hay tiempo. Tiene que ir a

Codex enseguida.

Entra bruscamente en su habitación y se pone una bata que le trajo su

tío David de Israel de seda natural, azul y negra a rayas verticales, con

una inscripción en la espalda que reza: “Layla Tov”. Camina a toda

velocidad por el corredor y toma las llaves del coche y su cazadora de

piel vuelta de color marrón oscuro, e intenta ponérsela mientras sale

por la puerta al descansillo del bloque y cierra por fuera.

Baja las escaleras a trompicones. Justo antes de llegar al segundo piso

tropieza con el último escalón y cae aparatosamente sobre el suelo de

terrazo jaspeado. Se reincorpora como si nada y sigue su descenso

suicida. Sale a la calle.

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El señor Lidzsasky aparece con Garbanzo. Éste se lanza a por Shlomo,

que sale del portal del edificio como si de una liebre se tratara, en una

caza sin sentido: el perro está tan gordo que no puede dar dos

zancadas a toda velocidad sin necesitar primeros auxilios, pero esas

dos zancadas son suficientes para tirar por tierra al señor Lidzsasky y

las dos baguettes de pan que lleva en su regazo.

- ¡¡¡Maldito Goldstein!!! ¡Maldito seas! ¡Garbanzo! ¡Ven aquí! –grita

Lidzsasky desde el suelo, donde se mueve a las mil maravillas, como

un bicho panza arriba (¿quién sabe? Tal vez un budista podría decirle

a semejante tipo que en la otra vida fue un bicho panza arriba).

Garbanzo regresa y marca su territorio: primero un alibustre pelado,

sin hojas; un par de pasos aquí y allá, después encuentra un buen

escalón de pavimento de terrazo rojizo; y, finalmente, la magnífica

cabeza calva, redonda y quemada por el sol de un hombre tumbado

como un bicho panza arriba, sí, la del señor Lidzsasky quien, al

recibir, tan cotizado néctar, lanza una profecía sobre el pobre can.

- ¡Te juro que hoy será tu último día!

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La cerradura del coche se empeña en tocar las narices a Shlomo.

Intenta abrir aplicando una mayor presión sobre la misma llave, pero

nada; observa detenidamente la cerradura con la llave dentro, quiere

entender el porqué, la razón de ese bloqueo. Nada. Él nunca fue un

mecánico, ni tampoco cerrajero. Pinta mal. Muy mal. Entonces ve su

propia imagen reflejada en la ventanilla de la puerta del auto: está en

pijama con un batín a rayas intentando llegar a tiempo a un trabajo

que ni siquiera le gusta. Desesperado se sienta sobre el bordillo de la

acera junto a la que está aparcado el coche y Shlomo se lleva las

manos a la cabeza mientras observa fijamente el infinito que,

concretamente, en estos momentos, es la parte trasera de un Ford

familiar.

- ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Pero qué estás haciendo, Shlomo

Goldstein! ¡Mírate! Estás en mitad de una calle, con babuchas de

cuadros, pijama y batín, despeinado, intentando reventar la cerradura

de tu propio coche. ¿Acaso no eres capaz, después de casi treinta

años, de reconocer la palabra “ridículo”? Porque es exactamente lo

que estás haciendo, una vez más, en este mismo momento; ¿no has

tenido bastante? ¿qué vamos a hacer ahora? Este rollo de autoayuda,

esta introspectiva freudiana del tres al cuarto ya la intentamos hace

10 años cuando Sarah te mandó a paseo por primera vez y te

quedaste frito durante dos semanas; dos semanas sin salir de casa, sin

comer apenas, solo, sin querer hablar con nadie; ¿es que acaso

esperas que la suerte llame a tu puerta? ¿No hay catarsis? ¿No eres

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capaz de sacar conclusiones como todo el mundo para mejorar?

Prefieres seguir siendo un don nadie.

- Tienes razón. Tienes razón. Ya es hora de hacer algo. –se responde

a sí mismo.

Entonces, toma una piedra del suelo y golpea el cristal y abre con

facilidad la puerta. Introduce las llaves y arranca. Un policía de tráfico

que ha visto la escena se acerca a toda velocidad.

- ¡Alto! Salga del vehículo con las manos en alto; donde yo pueda

verlas.

- Escuche se trata de un error.

- Silencio, y obedezca.

Shlomo sale lentamente de su coche.

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- Mire este coche es mío. Estas son las llaves, no se abría la cerradura

porque se atranca de cuando en cuando y por eso opté por romper el

cristal.

- ¿Tanta prisa tenía, señor? –dice con sorna el policía.

- Sí, agente. Me han llamado del trabajo y me han dicho que si no

estoy allí en media hora lo perderé. ¿Entiende? Es una cuestión

realmente grave.

- Ya, bueno, pues delo por perdido. Y ahora, documentación del

vehículo y permiso de conducir.

Shlomo busca inútilmente en los bolsillos de su batín el permiso de

conducir sin encontrarlo. Se da cuenta de dos cosas: ha dejado su

cartera en casa y va vestido como si estuviera en el salón de su casa.

- Agente: la documentación la tengo en casa, la he olvidado… ¿Por

qué no me acompaña? Vivo aquí mismo; lo digo por si no se fía…

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- No sea insolente. No es una cuestión de fiarse o no. Si no tiene aquí

la documentación… la palabra que encaja en este momento es

“multa”.

- Por favor, agente, permítame subir a por ella; acompáñeme si lo

desea, no tardaré.

- Aquí tiene su multa. Que tenga un buen día, señor.

Shlomo ni siquiera mira el papel, lo tira dentro del coche y sale

disparado a por la documentación a casa. Regresa calle arriba y, justo

delante del portal, encuentra al señor Lidzsasky tumbado bocabajo y a

su perro mordiéndole el pantalón, del que quedan jirones –los justos

para que todo permanezca en decente orden-.

Shlomo pasa inadvertido, como si nada, por detrás de Garbanzo y de

Lidzsasky. Sube las escaleras a trompicones; en algunos tramos,

incluso, a gatas. Abre la puerta, toma su cartera que está en una

consola del recibidor y se lanza de nuevo a por otro descenso suicida.

Garbanzo muerde y gruñe, Lidzsasky se lamenta y lloriquea,

intentando esclarecer cuándo su suerte cambió, o cuál fue el detonador

para que su perro, que siempre mordía a otros, ahora le muerda a él.

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Carrera calle abajo; uno, dos bloques y a la derecha el parking. Pero

su coche no está. Se lo han llevado.

- ¡¡¡¡¡Maldita sea!!!!! –grita Shlomo.

Algún yonqui se lo habrá birlado aprovechando que la ventanilla

estaba totalmente destrozada. No hay tiempo para lamentarse. Tomará

el transporte público. Dos buses.

Lleva dentro del segundo maldito bus más de diez minutos y todo el

mundo le echa algún que otro vistazo furtivo. ¡¿Qué coño hace un tío

en batín y pijama sentado tan tranquilo en un autobús de la empresa

metropolitana de transporte?! , piensa la gente. Y tienen razón. No

suele ser muy común ver especímenes sueltos de tal guisa. Es más,

creo que encontrarse un mono, o un león o un hipopótamo en un

autobús generaría una sorpresa parecida. Si los ciudadanos ya no

pueden disfrutar tranquilamente de su transporte público, sin

encontrarse tipos en pijama y batín a rayas, el pesimismo y la desazón

se adueñarán de las calles.

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- Oiga; ¡eh, usted!... –dice el típico imbécil de autobús, de línea de

metro o de oficina de correos saturada, gordo, grasiento, y con ganas

de decir alguna broma para escapar precisamente de ellas, evitar que

se rían de él.

- ¿Habla conmigo? –responde Shlomo.

- ¿Qué le ha pasado? ¿No le habremos despertado? ¡Ja, ja, ja!

Medio autobús estalla en una carcajada.

- Oiga, ¿Por qué no se preocupa de cómo perder de aquí hasta el

centro unos cuantos kilos y me deja en paz? ¡Gilipollas!

Otro medio autobús estalla en un estruendoso estupor.

- ¿Qué pasa? ¿Tiene algo en contra de mis kilos?

- Sí, que no tienen gracia, son sudorosos y grasientos y, lo peor, al

igual que su estupidez, no se pierden así como así. Y ahora, ¿por qué

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no sigue acercándose un poco más a esa chica tan guapa que tiene

delante y mete sus narices en otro sitio que no sea mi problema?

En ese momento, una hermosa muchacha de pelo rizado y castaño se

vuelve contra el bromista de media tonelada de turno y le da un

bofetón en su amplio moflete izquierdo.

Ha llegado a su destino. Centro comercial. Shlomo se precipita hacia

su interior. Los suelos de mármol o granito pulido no suelen ser

demasiado buenos cuando uno lleva babuchas y Shlomo

continuamente patina y cae. Da dos pasos a todo gas y cae. Todos los

vigilantes de seguridad, que ya le conocen, se quedan boquiabiertos

cuando le ven de esa guisa. Atraviesa pasarelas, pasillos, atajos de

personal, y finalmente se planta delante de Codex.

Puede ver, a través de la inmensa puerta de entrada con el sistema de

seguridad al uso, cómo una gran cantidad de personas se arremolinan

en torno a un tipo alto, rubio, enjuto y con cara de muy mala uva.

Debe de ser el señor Meyer, el supervisor de zona capullo que esta

mañana le llamó por teléfono. Por lo visto, al no estar Shlomo, y

recibir el aviso de que el establecimiento no había abierto a su hora,

decidió ir él mismo a comprobarlo, y, una vez corroborada la versión

de la central, abrir el punto de venta y, en la medida de lo posible,

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atender a los clientes que llegaran. De ahí la mala leche de esta

mañana; no obstante, y aunque Shlomo nunca le había visto en

persona, las habladurías le describen como un tipo tan horrible que

suele comer los pepinillos al natural, porque el vinagre lo pone él

solito.

Se dirige con paso firme hacia el interior del establecimiento. La

algarabía va in crescendo. Es como si ese delegado de zona que, tal

vez, con su dilatada experiencia (¿dilatada? ¡Pero si sólo tiene 22

años! ¡Pero si entró de enchufe y carambola en Codex!)

- ¡¡¡Goldstein!!! –exclama Meyer desde dentro del vórtice del jaleo,

intentando abrirse paso a través de esa pequeña guardia pretoriana

conformada espontáneamente por devoradores de novela negra, libros

esotéricos, magazines repletos de consejos para la mujer de hoy, y

abuelos en busca de material escolar para sus nietos.

- ¿Señor, Meyer?

- ¡Goldstein! –finalmente logra emerger de entre las entrañas del

grupo- ¡Goldstein! ¿Qué demonios está haciendo vestido así? ¿Dónde

se cree que está? ¿En qué está pensando? ¡Esto pasa de castaño

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oscuro, amigo! ¡La ha hecho buena! Enviaré mi informe a la central;

no crea que se va a ir de rositas de todo esto. ¡No, señor!

- ¿Y qué piensa decir de mi exactamente? –dice Shlomo con ostentosa

indiferencia.

- ¡¿Qué voy a decir?! Voy a ponerle de vuelta y media, muchacho.

- Deje de decir tonterías, imbécil. No hace falta que diga nada. Me

largo, dejo esto. Pero antes, enviaré una carta a la central en la que

explicaré mis motivos para dejarlo y cómo un histérico delegado de

zona, ante al primer obstáculo, logró convertir una sucursal de Codex

en algo parecido a la jaula de los chimpancés del zoo.

- ¿Cómo dice? Usted no sabe con quién está…

- ¿Hablando? No. No me importa. Su currículo me es indiferente.

¿Sabe una cosa? Hable con quien le dé la gana. Mi tiempo aquí ya ha

terminado. Paso de esta vida tan complicada que payasos como usted

han programado y diseñado para todos nosotros: estudiar desde los

seis hasta los 23, diecisiete años con la nariz metida en libros que sólo

tienen por objetivo explicarnos cómo sobrevivir en esta entelequia de

civilización; después, buscar y encontrar un trabajo que,

irremediablemente, estará siempre por debajo de nuestra cualificación

académica, en el que un jefecillo de mierda (sí, me refiero a usted) con

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estudios mediocres y sin terminar la secundaria, aprovechará,

invariablemente, para vengarse por todos esos años en los que no

pegaba ni palo en colegio e instituto y los laureles nos los llevábamos

gente como yo; luego viene lo más divertido, el alquiler de una casa,

el coche (para el que hay que sacarse un permiso de conducción cuya

concesión está supeditada a un examen de rigurosidad dudosa, sujeta a

parámetros y órdenes ministeriales sobre número de aprobados y

suspensos), los impuestos que pagan el colegio privado o el campo de

golf de algún capullo. Un sistema, en fin, tan complicado que, con el

sólo recuerdo de mi infancia, cuando pienso en lo sencillo que era

todo, un botón asignado a una función, me pongo a pensar en lo que

tengo alrededor y me echo a llorar. Usted es un icono del capitalismo

caníbal y antropófago; siga así, llegará lejos.

Shlomo da media vuelta y se dirige a la salida del centro comercial.

Por los pasillos del mismo centro comercial la mano incierta del

destino ha situado a Sarah, mirando escaparates en su día libre.

Shlomo ni se ha dado cuenta de que, diez metros delante de él está ese

delicado ángel de piel blanca y, por primera vez en mucho tiempo, le

mira directamente.

Al ver a Shlomo de esa guisa, Sarah le mira boquiabierta. Pero no es

el pijama, no es la bata, no son esos pelos lo que la inquieta, sino ese

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aire nuevo, ese elixir de los hombres libres, esa fragancia que hace

feliz a quien la porta y deja colgando de un moco viscoso a quien sólo

puede oler la indiferencia.

- ¡Shlomo! ¡Eh, Shlomo! Pero, ¿qué te ha pasa…

Shlomo pasa de largo, se larga. Pasa de Sarah, para de su rollo petit

burgois judío. Se terminaron los días de sumisión, pijama a rayas y las

frecuentes palabras sin respuesta; Shlomo es ahora quien no responde;

Shlomo se concentra en sí mismo; disciplina interior, dice el sabio.

Aún no ha perdido de vista a Sarah cuando llega el jefe de sección

corriendo desde el ascensor para clientes; viene vestido de calle, moda

revivalista inglesa, hortera, remezclada un poco con cabellos beat, o

ese corte mod, tan reconocible que, de no ser con un traje entallado y

pantalones de pitillo y una Vespa, no va con nada.

- ¡Shlomo! ¡¿Qué te pasa?! Hoy es mi día libre y me han llamado

desde la central diciéndome que no habías venido y…

- Max, tío. Lo he intentado. No puedo. Créeme. Con todas mis

fuerzas. Pero me supera; no puedo.

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- ¿Es por el volumen de trabajo? Bueno, en el último feedback de

desarrollo…

- No, tranquilo. El volumen de trabajo es asequible; el ambiente no

está mal, y pagáis bien.

- Entonces, ¿qué pasa?, ¡joder!

- Es esto, tío.

- ¿Qué? ¡¿Qué es esto?! –dice ya dejando de lado el marketing

empático y todo ese sofisma de la comprensión como método para

meter un calcetín en la boca oronda del odio.

- Mi vida. Mi vida necesita un cambio. No es sano este trabajo:

precisamente porque lo realizo como un autómata, sin darme ni

cuenta, sin ser yo durante ocho horas. Dejo el trabajo. Quizá deje esta

vida…

- ¡¡¡¿Qué?!!! ¿Y qué, coño, vas a hacer?

- Pensar. Pensar durante un par de semanas, quizá meses. Y luego,

seguramente, dejaré esta ciudad de asfalto y cemento donde las

personas ni se miran a la cara.

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- Pero, ¿sabes que firmaste un contr…

- Lo único que sé es que mi vida es corta. La tuya también. Tengo que

hacer algo de provecho con ella. Adiós.

Shlomo mete sus manos en los bolsillos del batín y continúa

caminando triunfante y aliviado por el corredor con suelo de granito

deslumbrante, pulidísimo, hacia las escaleras mecánicas que le

conducirán al piso bajo del centro comercial.

Se detiene junto a una tienda de música. Entra. Sección de jazz. Dave

Brubeck, Thelonious Monk, Charles Mingus, el santo Coltrane, Errol

Gardner… Compra una edición nueva del “Mingus Ah Um”. Sale de

la tienda. El chico del negocio le observa con rostro de encuentro con

lo desconocido –un avistamiento ovni, el gusano que uno se encuentra

al abrir la manzana, la langosta nauseabunda y verde como robótica de

la entomología- e, incluso, sale de la misma tienda para corroborar

que no estaba soñando cuando un tipo en pijama y batín entró en su

tienda a por un maldito álbum de Mingus.

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El sagrado templo del capitalismo moderno, el centro comercial,

queda atrás como un elefante hinchado y triste. Mientras, Shlomo

camina con firme altivez y marcialidad hacia la parada del bus. Toma

el 114. Le llevará por la sinuosa calle Moldova hasta la silenciosa y

peligrosa avenida Metternich. Desciende, precisamente, frente a la

tienda de caza y pesca del viejo Wiseman (en la que nadie compra

nada y sólo se va a charlar de siluros, peces gato, lucios y otros

monstruos de agua dulce; eso sí, prohibido hablar de Nessie), y decide

regresar a pie hasta su casa, calle Manofski.

Las aceras están limpias. Olor a tierra húmeda y ramas repletas de

hojas verdes caen de mudos sauces. Una langosta verde,

centroeuropea, siete u ocho centímetros de robótica entomológica

pegados a una rugosa pared. Un hombre sale de una tienda de

saneamientos y alza su brazo derecho para parar a un taxi; éste se

detiene justo en una zona donde el aparcamiento está prohibida,

excepto para carga o descarga. Camina lentamente hacia Shlomo una

mujer mayor, de unos setenta años, cargada con veinte bolsas de

compra y resoplando. Dos jóvenes universitarias adelantan a Shlomo

por la derecha, y le miran de arriba abajo y ríen, y cuchichean; él ni se

inmuta, sonríe, y continúa caminando con parsimonia y tranquilidad.

“Heart and soul”. Enciende un cigarrillo. Continúa por la acera

luciendo su batín y su pijama.

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A su derecha la tienda de animales de Franz Martinbaum. Entra y

compra un pequeño cachorro de golden retriever. Además compra un

saco de pienso y una bonita correa. Sale del negocio con el cachorro

en una fuerte caja de cartón. El perro tiene cara de circunstancias.

- ¡Vaya, amigo! Quizá te he salvado de las garras de una familia de

imbéciles que te compraran para unos niños pedo que, en cuanto

crecieras, te dejarían, invariablemente en la cuneta de alguna carretera

–el can mira interrogante a su nuevo amo-. ¿Cómo te llamaré? Vamos

a ver… vamos a ver… ¿Platón? No; demasiado serio. ¿Spengler?

Quizá, pero algo pesimista; no puede ser un buen presagio para un

perro llamarse Spengler. ¿Cioran? Me gusta, pero, ¿querría, acaso,

decir tu nombre que estarías advocado a cometer algún tipo de

suicidio? ¿Kant? ¡Nada de eso!; no te pondré el nombre del tipo que

arruinó la vida contemporánea con sus malditas clasificaciones: él

tiene la culpa de que la vida de hoy sea tan complicada, repleta de

clasificaciones, documentos, archivos, ministerios, filas, listas,… no,

no, no. ¡Ya lo tengo! Te llamaré Álvaro, o Al, como prefieras; espero

que no seas tan pesado como él, ni tan sádico, ni tan paternalista; sin

embargo, así será más fácil mantener conversaciones contigo con la

finalidad de mantenerlas conmigo mismo. ¿Qué te parece? Además, y,

aunque obviaré la circuncisión, desde hoy mismo, tú serás un golden

retriever sefardí.

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Entra en la librería-café de su amigo Hausmann.

- ¡Eh, Shlomo, tío! –grita Largo Hausmann, con su pelo cuidado,

rizado, bien cortado, y sus gafas intelectualoides de pasta negra-

¡Cuando te conectaste durante dos días a internet desde aquí no te dije

nada, pero un perro!... ¡Es demasiado! Además, ¿qué cojones haces

vestido así? ¿Es que te has levantado ahora y te ha caído ese chucho

del cielo?

- Tranquilo, Largo. Lo primero, no es un chucho; lo segundo, he

dejado el curro, me he comprado un buen elepé de Mingus y entré en

la tienda de Martinbaum y me compré a Álvaro. Está en su caja y no

se moverá. Anda, ponme un café solo y un ice tea.

- Vale, pero te largas enseguida.

- Lo que tú digas, tío.

Shlomo se enciende un cigarrillo. Suena “Disorder” de Joy Division.

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- Álvaro, tú tranquilo; Largo es un gruñón pero es un buen tío; lo de

chucho no iba contigo, no lo ha dicho con mala uva; tú no te

preocupes.

- Es bonito –dice una chica que está sentada en una mesa frente a él.

Es de pelo acaobado, piel morena y ojos grandes de color miel;

mediana estatura, cuerpo bien proporcionado y rostro simpático,

cándido.

- Gracias.

- ¿Lo has comprado hoy y ya tiene nombre?

- Sí.

- Bueno, yo lo dejaría para un poco más adelante; ver qué carácter

tiene y luego me decidiría.

- Entiendo: un nombre bien avenido.

- Exacto –dice ella riendo. Se levanta y se acerca a la mesa de Shlomo;

se arrodilla y acaricia a Álvaro durante un rato; se vuelve a poner de

pie- ¿Puedo sentarme contigo?

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- Claro.

- ¿Sabes? Yo te conozco.

- ¿En serio?

- Sí. Íbamos juntos al instituto Schneerson. Soy Malka.

- ¿De veras? Quiero decir que si tú lo dices debe de ser cierto. Pero, el

caso es que… no te recuerdo. ¿Puedes decirme algo más?

- Los dos nos sentábamos juntos en clase de filosofía del profesor

Schwartz.

- ¡Cierto! ¡Caray! ¡Cuánto has cambiado!

- Bueno, ya no tengo ni la prótesis dental ni las gafas.

- ¡Es cierto! Llevabas prótesis… Ya me acuerdo.

- ¿Qué fue de tu vida?

- Un poco de esto, un poco de aquello.

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- Entiendo. ¿Fuiste a la universidad al terminar el instituto?

- Sí. ¿Y tú?

- Yo también. Siempre fuiste uno de los mejores de la clase.

- Bueno, lo intentaba.

- ¿Qué estudiaste?

- Filosofía.

- ¡¿Qué?!

- Lo que has oído.

Hausmann aterriza con su café y su ice tea.

- ¿Te apetece tomar algo? –pregunta Shlomo a Malka.

- Bueno. Un vermouth.

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- Enseguida. –Responde Largo.

Ambos esperan a que Largo se aleje para zambullirse de nuevo en su

conversación.

- ¿Filosofía? ¡Guau! Todos pensábamos que acabarías estudiando

alguna ingeniería o algo por el estilo.

- No, para nada.

- ¿Cómo sucedió? Fuiste la nota más alta en los exámenes de ingreso a

la universidad.

- Verás, es una larga historia, no creo que te interese demasiado.

- Tengo tiempo –dice ella con rostro travieso.

- Bueno, en ese caso… ¿Recuerdas al rabino Schulmann?

- Sí, claro.

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- Bien. Al llevar a casa la carta con mis calificaciones en el examen de

acceso a la universidad, mi padre me dijo “¡fantástico, Shlomo! ¡Es

justo lo que esperábamos de ti! Vayamos a ver al rabí Schulmann. Él

sabrá qué hay que hacer”. De tal manera, dejamos a mi madre en casa

con sus bretzels y su mandil de florecillas azules y rojas, y nos

pusimos en camino hacia la sinagoga. Llegamos allí y nos estaba

esperando el viejo rabí Schulmann. El primero en hablar fue mi padre

–siempre era el primero en romper el hielo-.

- Rebe, Shlomo ha sacado unas notas increíbles en el examen de

ingreso a la universidad. Sin embargo, está un poco perdido y

necesita… necesitamos de su ayuda.

- ¿Perdido? Pero, papá…

- ¡Silencio! Escucha lo que el rebe Schulmann tiene que decirte.

Cambiará tu vida, Shlomo.

- Bueno, Shlomo. ¿Qué es lo que te interesa? ¿El judaísmo? ¿El

judaísmo en la literatura? ¿El judaísmo aplicado a las artes

figurativas? ¿La cábala en la matemática? ¿El Zohar?...

- Creo que me gustaría estudiar…

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- ¡Pero cómo que te “gustaría estudiar”! Tú no puedes decir “me

gustaría estudiar”. Tú tienes que saber qué debes estudiar, eso es

todo. ¿Verdad, rebe?

- Señor Goldstein, por favor, espere a Shlomo fuera. Tendremos que

hablar en privado.

- Desde luego, rabí Schulmann. Ahora mismo. Shlomo, compórtate.

>> Al irse mi padre y quedar a solas, el rabino se levantó de su pesado

sillón y se sentó en la silla que dejó vacía mi padre, junto a mí.

- Bien, hijo. Te repetiré la pregunta de otra manera. ¿Qué esperas de

tu futuro, de tu vida?

- Buena pregunta. ¿Tengo tiempo para contestar?

- ¡Jajaja! Muchacho, tienes toda la vida para contestarla; el hombre

se ha hecho esta pregunta desde que es hombre. Unos quieren tener

fama, otros dinero, otros una mujer e hijos hermosos, otros ser

poderosos… En fin, las posibilidades son muchas, diversas, distintas.

Elijas lo que elijas, piensa que no será definitivo y que, los caminos

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que empiezan con magníficos árboles, paisajes extraordinarios

pueden terminar en horribles cenagales. No lo olvides. Tómate un día

o dos de respiro; diviértete, sin descuidar la tefilá, sin dejar de lado

las mitzvot y, después, como si fuera una señal de Él o Ella cuyo

nombre no puede ser pronunciado, te vendrá la respuesta, elegirás y,

no me cabe duda de que lo harás bien.

>> De camino a casa, y a pesar de que mi padre se enfrascó en el

coche en uno de sus discursos interminables, no abrí la boca. Ni una

sola palabra. Silencio total.

>> Esa misma noche había quedado con Largo y con Dani Rosenblum

para ir a tomar unas copas. Tomamos más de una, quizá más de dos y

más de tres. El caso es que, a las cuatro de la mañana me vi en la barra

de un pub apestoso, con una chica a la que ni conocía contándole mi

historia. Hasta que ella, en un estertor catártico, con un vapor de

alcohol rezumándole por boca, nariz y orejas se acercó hasta tocar con

su nariz mi nariz.

- ¿Sabes lo que yo estudiaría? –me dijo ella con los ojos totalmente

idos.

- ¿Qué? –dije yo con mis ojos idos también.

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- Filosofía: me han di… dicho que… -incluso se dormía mientras

hablaba-…

- ¿Qué? ¿Qué te han dicho?

- … que se gana una pasta.

>> En aquel momento, la borrachera pareció desaparecer; mis ojos se

abrieron como platos y entendí que Hashem había utilizado a aquella

chica como instrumento para señalarme el camino. Al menos eso

pensé en aquel instante.

- ¡¿Y elegiste filosofía por aquella chica?!

- Sí.

- ¿Y ganas una pasta?

- No. De hecho he dejado el trabajo hoy.

- ¿Lo dices en serio?

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- Bueno. Realmente he dejado el trabajo; sin embargo, no puedo

decirlo muy serio, porque creo que jamás me he sentido mejor en mi

vida.

- ¿Dónde trabajabas?

- En Codex.

- Mierda. Odio comprar libros en esas grandes superficies; prefiero

comprar en las pequeñas librerías de toda la vida…

- ¡Sí! Es exactamente lo que siempre he dicho. Las grandes superficies

arruinarán al pequeño comerciante, al genuino, la venta directa, sin

marketing ni esas obscenidades de la postmodernidad.

- ¡Jajaja! Cierto. ¿Y qué piensas hacer ahora?

- Seguir el consejo del viejo rabí Schulmann. Tenía razón entonces, y

sigue teniendo razón hoy. Tenemos un abanico de caminos delante de

nosotros, sin embargo, Hashem ya los exploró por nosotros y sabe qué

nos encontraremos… Por eso no temo: haga lo que haga y decida lo

que decida, Hashem está al tanto, Él o Ella es el Bien Supremo, el

Bien Infinito, la Sabiduría Infinita, por tanto, ¿cómo podría temer

aquello que me ha deparado Hashem?

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- Suena lógico.

- Oye, Malka, ¿tú qué hiciste después del instituto?

- Estudié informática. Conocí a un buen tipo en la carrera, nos

casamos, nos divorciamos, nos odiamos y ahora vivo a dos manzanas

de aquí. Trabajo en una empresa de programación. Tengo un par de

compañeras en la oficina que son gilipollas y me acosan, un jefe que

es tonto o se lo hace y una máquina de café junto a mi mesa. Yo

también estoy pensando en dejar el trabajo.

- Vaya, lo siento.

- ¡Para nada! Mira, como bien has dicho: todo sucede por algún

motivo. ¿Quién sabe qué me deparará el futuro?

Ambos continúan hablando. Después de una hora, Shlomo se despide

de Malka y se intercambian datos (número de teléfono, email,

direcciones) y deciden volver a verse el fin de semana próximo.

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Al llegar a casa, Shlomo emplea un macetero pequeño de plástico,

limpio, de color rojizo para darle un poco de pienso a Álvaro.

Además, en un bol de metal, le deja agua. El perro se acerca y come a

mansalva; y bebe con los característicos y consiguientes lengüetazos.

Shlomo se sienta en el sofá, delante del televisor apagado. Álvaro

come tranquilamente. Shlomo observa a su nuevo compañero de

apartamento. De repente, como si un rayo le hubiera levantado del

sofá, corre hacia la habitación y toma entre sus manos nerviosas un

buen número de folios en blanco y un bolígrafo. Regresa al salón y

acerca la mesa de centro al sofá. En el primer folio escribe: “Con la

televisión apagada”, y lo subraya, como título.

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V. Epílogo (aunque no tanto)

Ha pasado un año. Shlomo lo ha dejado todo y se enfrenta ya con su

destino. Quizá encuentre un desvío en su camino, o el resplandor en la

noche de una mísera cabaña al borde del camino, le haga parar, y

quedarse ahí. Por el momento he de confesar que me alegro de que

decidiera establecerse en el campo, dedicándose de lleno a la reflexión

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y a sacarle partido a su devaluada carrera de Filosofía; y he de decir,

por otra parte, que el éxito de su libro “Kant junto al retrete” le ha

valido un sólido contrato con una famosa publicación mensual de

tirada nacional, a razón de dos artículos por número.

En un par de semanas contraerá matrimonio con Malka, quien se

ocupa de la gestión de la página web de Shlomo, así como de negociar

sus distintos contratos con editoriales.

Álvaro sigue comiendo y bebiendo, y jugando y correteando, ahora

con mayor libertad y, por lo que he podido saber, creo que le

comprarán una compañera en breve.

Nadie sabe qué camino es el que nos llevará a la felicidad, pero, si hay

una cosa cierta en este mundo es que la tendencia de la vida es

llevarnos poco a poco a nuestro bienestar. Puede parecer que ha hecho

una locura, y os aseguro que, en su barrio, no quedará una sola boca

que no se abra para hablar mentiras y esparcir chismes sobre Shlomo.

Pero, ¿sabéis algo? Creo que si existieran más Shlomos el mundo sería

un lugar más habitable, más pulcro y, desde luego, más enriquecedor,

que esta inmensa colonia de bajos instintos en la que tiene lugar

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nuestras dudosas existencias impregnadas con el hedor del marketing

y la falsedad.

FIN