miller y yudice politicas culturales cap 2

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Texto. Política Cultural Autor. George Yúdice - Toby Miller 2. Las Industrias De La Cultura: Ciudadanía, Consumo Y Mano De Obra Un filme cinematográfico representa algo más que una mera mercancía pasible de ser trocada por otras. UK Palache Repon (citado en Political & Economic Planning, 1952: 12) La radio y la TV tienen la función social de contribuir al fortalecimiento de la integración y al mejo- ramiento de las formas de convivencia humana. Ley Federal de Radio y TV de México (citado en Lever, 1999: 23) Muchos estudios de política cultural excluyen la música, el cine y la televisión debido a sus relaciones con el lucro y al hecho de que tienden a caer bajo el rubro de comunicaciones y no de cultura (lo cual es, en sí mismo, un índice de la importancia que tienen estos medios audiovisuales para el gobierno y el capital). Pero es justamente debido al dominio de estas industrias del entretenimiento que las naciones instituyen políticas culturales. En este capítulo nos ocupamos de las industrias de la cultura audiovisual en tres democracias liberales industriales avanzadas y en una región de Tercer Mundo. Todas cuentan con maduros y pujantes sectores culturales comerciales que ejercen una influencia global. Nos centramos en las redes de prácticas e instituciones que generan y sustentan su producción, distribución y exhibición. Dichas prácticas incluyen capacitación técnica, exenciones impositivas, asistencia del gobierno local, cláusulas relativas al copyright, tratados sobre coproducción, programas regionales de desarrollo económico, educación mediática, servicios de embajada, archivos y censura. Por lo general, se planifican y ejecutan de una manera discontinua y desigual a través de redes de agentes, instituciones y discursos. Su impacto varía considerable- mente y depende de los regímenes políticos y las coyunturas históricas. Dos subjetividades sustentan el debate acerca de lo audiovisual, el ciudadano y el consumidor en cuanto agentes de la cultura y del gobierno, quienes representan las demandas contrapuestas de la nación y del mercado, respectivamente. Estos sujetos salen a relucir en los debates sobre política cultural, sobre libre comercio y sobre la nueva división internacional del trabajo cultural. Los estudiamos en cuatro espacios y momentos: Miami en la actualidad, Australia desde la década de 1970, Gran Bretaña en la década de 1990 y América Latina a partir del decenio de 1920. En cada caso hay un claro impulso tanto hacia lo nacional-popular como hacia el deseo de una forma fuertemente comercial de organización industrial que cuente, no obstante, con el apoyo público. Dado que estos sectores están estrechamente ligados a la actividad empresarial y popular, ponen de manifiesto en todos sus matices los enlaces y diferencias entre ciudadanos y consumidores. ¿Ciudadano/consumidor/trabajador? Existe una complicada relación entre el ciudadano y su doble logocéntrico, el consumidor. El ciudadano es una figura marchita del antiguo pasado. El consumidor, por el contrario, es una criatura ingenua, esencialmente decimonónica. Cada uno de ellos arroja sombras sobre el otro: el sujeto nacional frente [¿o correspondería decir como?] al sujeto racional. Todos conocemos la popularidad alcanzada por el consumidor con los economistas neoclásicos y los payasos políticos: se dice que el mercado opera en respuesta al agente racional, quien, dotado de perfecto UNTREF VIRTUAL | 1

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Texto. Política Cultural

Autor. George Yúdice - Toby Miller

2. Las Industrias De La Cultura: Ciudadanía, Consumo Y Mano De Obra Un filme cinematográfico representa algo más que una mera mercancía pasible de ser trocada por otras.

UK Palache Repon (citado en Political & Economic Planning, 1952: 12) La radio y la TV tienen la función social de contribuir al fortalecimiento de la integración y al mejo-ramiento de las formas de convivencia humana.

Ley Federal de Radio y TV de México (citado en Lever, 1999: 23) Muchos estudios de política cultural excluyen la música, el cine y la televisión debido a sus relaciones con el lucro y al hecho de que tienden a caer bajo el rubro de comunicaciones y no de cultura (lo cual es, en sí mismo, un índice de la importancia que tienen estos medios audiovisuales para el gobierno y el capital). Pero es justamente debido al dominio de estas industrias del entretenimiento que las naciones instituyen políticas culturales. En este capítulo nos ocupamos de las industrias de la cultura audiovisual en tres democracias liberales industriales avanzadas y en una región de Tercer Mundo. Todas cuentan con maduros y pujantes sectores culturales comerciales que ejercen una influencia global. Nos centramos en las redes de prácticas e instituciones que generan y sustentan su producción, distribución y exhibición. Dichas prácticas incluyen capacitación técnica, exenciones impositivas, asistencia del gobierno local, cláusulas relativas al copyright, tratados sobre coproducción, programas regionales de desarrollo económico, educación mediática, servicios de embajada, archivos y censura. Por lo general, se planifican y ejecutan de una manera discontinua y desigual a través de redes de agentes, instituciones y discursos. Su impacto varía considerable-mente y depende de los regímenes políticos y las coyunturas históricas. Dos subjetividades sustentan el debate acerca de lo audiovisual, el ciudadano y el consumidor en cuanto agentes de la cultura y del gobierno, quienes representan las demandas contrapuestas de la nación y del mercado, respectivamente. Estos sujetos salen a relucir en los debates sobre política cultural, sobre libre comercio y sobre la nueva división internacional del trabajo cultural. Los estudiamos en cuatro espacios y momentos: Miami en la actualidad, Australia desde la década de 1970, Gran Bretaña en la década de 1990 y América Latina a partir del decenio de 1920. En cada caso hay un claro impulso tanto hacia lo nacional-popular como hacia el deseo de una forma fuertemente comercial de organización industrial que cuente, no obstante, con el apoyo público. Dado que estos sectores están estrechamente ligados a la actividad empresarial y popular, ponen de manifiesto en todos sus matices los enlaces y diferencias entre ciudadanos y consumidores. ¿Ciudadano/consumidor/trabajador? Existe una complicada relación entre el ciudadano y su doble logocéntrico, el consumidor. El ciudadano es una figura marchita del antiguo pasado. El consumidor, por el contrario, es una criatura ingenua, esencialmente decimonónica. Cada uno de ellos arroja sombras sobre el otro: el sujeto nacional frente [¿o correspondería decir como?] al sujeto racional. Todos conocemos la popularidad alcanzada por el consumidor con los economistas neoclásicos y los payasos políticos: se dice que el mercado opera en respuesta al agente racional, quien, dotado de perfecto

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conocimiento, negocia entre las ofertas alternativas y sus propias demandas a fin de pagar un precio adecuado por las mercancías deseadas. En los mecanismos supuestamente neutrales de la competencia mercantil, los materiales se comercian a un costo que garantiza que las personas más eficientes estén produciendo y sus clientes estén contentos. El consumidor y el ciudadano cobran inusitada importancia en los debates sobre el intercambio textual, donde uno de ellos ejerce presuntamente su libre albedrío comprando cultura, y el otro autorizando al Estado a usar el dinero impositivo para hacer cultura. Pero las mercancías son siempre culturales y los productos culturales son siempre mercancías. El deseo y el fetichismo inherentes a una cultura condicionan las razones para comprar mediante anuncios publicitarios. La conducta racional del consumidor también se halla sujeta a una serie de condicionamientos culturales, fundamentados en aquello que incentiva el deseo: las fantasías que operan sobre la base de lo erótico, de la otredad racial y del poder. Por lo demás, en la medida en que materializa las fantasías en objetos específicos, el consumo de mercancías le sirve a mucha gente como una manera de tomar conciencia de sí misma; de ahí la aparición de una política del deseo consumista y centrada en la recepción entre algunos grupos discriminados según el género, el sexo o la raza. Existen dos relatos básicos con respecto a la subjetividad audiovisual. De diferentes formas, cada uno constituye un modelo de los efectos, pues ambos suponen que lo audiovisual afecta a la gente, vale decir, a los ciudadanos/consumidores en cuanto miembros del público. El primer modelo se deriva de las ciencias sociales y se lo aplica sin tomar en cuenta el lugar. Lo denominaremos el modelo nacional de los efectos o MEN, y es universalista y psicológico. El MEN se interesa, analítica y críticamente, por asuntos tan cruciales para la ciudadanía como la educación y el orden cívico. Considera que la pantalla es una máquina que pervierte o bien encauza al ciudadano. Al entrar en forma osmótica en la mente de los jóvenes, puede fomentar o impedir el proceso de aprendizaje, y también inducir al ciudadano a la violencia, mediante el uso de palabras, imágenes y narrativas misóginas y agresivas. El modelo de los efectos nacionales supone, entonces, dos tipos de impacto audiovisual en la ciudadanía. Por un lado, puede promover la “buena” conducta: 1) el aprendizaje y el autocontrol; 2) la enseñanza y el superyó; o 3) la capacitación y la responsabilidad. Por el otro, puede provocar exactamente el opuesto de cada efecto “positivo”: respectivamente: 1) la ignorancia y el desenfreno; 2) la conjetura y el ello; o 3) la lasitud y el egoísmo. El MEN se encuentra en una variedad de lugares, incluidos los laboratorios, clínicas, prisiones, escuelas, periódicos, revistas de psicología, compañías de música, redes de televisión, investigación en estudios cinematográficos y en departamentos de publicidad, conversaciones cotidianas, reglamentos para la clasificación de programas, monografías para conferencias, debates parlamentarios y en el pánico moral suscitado por el estado-de-nuestra-juventud o por el estado-de-nuestra-sociedad-civil (véanse Buckingham, 1997; Hartley, 1996). Y da origen a la censura y a intervenciones político-culturales en la educación. El modelo de los efectos globales (MEG) constituye otra manera de reflexionar en la ciudadanía audiovisual y es más pertinente para los temas tratados en este capítulo. El MEG es específico y político antes que universalista y psicológico. Se encuentra en el corazón mismo tanto de las inquietudes “hegemónicas” por la productividad y la decadencia como de las demandas de la “minoría” referidas a la erradicación de los estereotipos relativos al género, la raza y la capacidad, partiendo de la premisa de que dichos estereotipos inducen a la discriminación e incluso a la

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violencia; la difusión de imágenes positivas conducirá, en cambio, al entendimiento mutuo. Mientras el MEN se centra en la cognición y la emoción de los sujetos humanos individuales valiéndose de una experimentación pasible de ser reproducida, el MEG recurre al conocimiento de las costumbres y al sentimiento patriótico manifestado por los sujetos humanos colectivos, vale decir, el aglutinante de la cultura nacional. Su interés no reside en la psicología sino en la política. Lo audiovisual no nos convierte en personas educadas o ignorantes, salvajes o con pleno control de nosotros mismos. En todo caso, nos transforma en un sujeto nacional fiel y culto o en un espectador incauto incapaz de valorar la cultura y la historia local. La pertenencia, no la integridad psíquica, es la piedra de toque del modelo de los efectos globales. En vez de mensurar las respuestas conductual y electrónicamente, como lo hace su homólogo, el MEG se remite al origen nacional de los textos, a los temas y estilos que estos encarnan, y concede especial atención a los géneros de la pantalla vinculados con el drama, las noticias, el deporte y las actualidades. Quienes adhieren al MEG sostienen que únicamente los ciudadanos nacionales pueden ser confiables como reporteros en caso de guerra, mientras que para los que creen que la ficción refleja la realidad sólo los productores sensibles a lo local hacen narrativas que responden auténticamente a la historia y a la cultura. Este modelo se encuentra en el discurso del imperialismo cultural, en las charlas cotidianas, en la política de la industria de la grabación y de las telecomunicaciones, en las instituciones internacionales, en los periódicos, en la diplomacia cultural, en la planificación postindustrial del sector de los servicios y en el discurso del cine nacional. Pertenece a una antigua estirpe. Por ejemplo, cuando John Reith se convirtió en el primer director de la BBC (su libro de consulta era Broadcast Over Britain, 1924), prometió que la Corporación sería una salvaguarda contra el comercialismo desenfrenado (por ejemplo, Estados Unidos y sus fructíferas exportaciones cinematográficas) y contra el extremismo político (por ejemplo, la Unión Soviética e Italia y sus fructíferas exportaciones ideológicas) (McGuigan, 1996: 56). Y en 1936, la Liga de las Naciones creó una Convención Internacional Concerniente al Uso de la Radiofonía para la Causa de la Paz, concebida para prohibir la emisión de mensajes de una sistema nacional de radio a otro, a fin de no fomentar la lucha social ni operar “de una manera que perjudique el buen entendimiento internacional” (McDonald, 1999). El MEN padece de todas las desventajas del razonamiento psicológico del tipo ideal. A cada prueba de los efectos mediáticos masivamente costosa y realizada, como se suele decir, “en una gran universidad del medio Oeste”, se opone un experimento similar con resultados contra-dictorios. Cuando los políticos que otorgan subsidios y las lumbreras que esgrimen jeremiadas exigen cada vez más investigación para demostrar que lo audiovisual nos vuelve estúpidos, violentos y apáticos –o lo contrario–, los académicos echan leña al fuego con el propósito de dar rienda suelta a su odio por la cultura popular y la vida común y corriente y a su apremio por echar mano del dinero público en busca de mayores ingresos. En cuanto al MEG, su concentración en la cultura nacional: 1) niega el efecto colateral, potencialmente liberador, del placer de las importaciones; 2) olvida la diferenciación interna de los públicos; 3) valoriza frecuentemente las opresivas burguesías locales en nombre del mantenimiento y desarrollo de la cultura nacional; y 4) ignora las realidades demográficas de su “propio” territorio. Según Alain Herscovici, el neoliberalismo facilita la transformación del patrimonio en propiedad. La tasación del patrimonio o de la propiedad privada en términos mercantiles no es algo que se lleve a cabo naturalmente, sino que se deriva de decisiones políticas. Estas condiciones configuran (y

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son reconfiguradas por) la inserción en la economía mundial, en los adelantos tecnológicos, en las características de una industria determinada, en las demandas de las élites nacionales y en cómo las necesidades del ciudadano se trasladan a las demandas del consumidor. Ciertamente, la necesidad del ciudadano no es, en sí misma, un fenómeno natural sino la consecuencia de un “filtrado” a través del “tamiz” del campo de fuerza. Por lo tanto, en una coyuntura dada cabe interpretar que esa necesidad surge de las masas (un constructo sociopolítico), y en una coyuntura diferente, es posible concebir que las necesidades del consumidor emanan de una multiplicidad de segmentos demográficos, en cuyo caso se trata tanto de un constructo sociopolitico como de un constructo mercantil. En el primer caso, el Estado-nación participa en la configuración del público masivo a través de la inversión pública en la infraestructura de las comunicaciones y en un sistema de distribución que provee igualdad de acceso (Herscovici, 1999: 55). En el segundo caso, cuando las radios y telefrecuencias se transforman en mercancías privadas que responden a la innovación tecnológica y cuando las presiones del mercado encauzan la comunicación a nichos demográficos, el contenido se adapta a aquellos consumidores que proporcionan los mayores beneficios. Por consiguiente, y a diferencia de las comunicaciones masivas que procuran garantizar, al menos idealmente, la igualdad de acceso, la televisión por cable y otros productos pagos aumentan la brecha cultural entre ricos y pobres, pues habrá una profunda diferencia en el entretenimiento y en la información a las que tienen acceso los consumidores diversamente posicionados. Más aun, la ausencia de un mecanismo regulador en el mercado de los medios conduce a la oligopolización de los mercados (Herscovici, 1999: 56). La transformación de los sistemas comunicacionales por parte de los procesos neoliberales (privatización, desregulación y eliminación de los servicios suministrados por el Estado benefactor tanto por razones políticas cuanto económicas) tiene por consecuencia la recomposición y resignificación de territorios y públicos. La transnacionalización y la (neo)liberalización de las industrias culturales imponen 1) la necesidad de ingresar en una economía supranacional y 2) la reestructuración para facilitar esa entrada de acuerdo con “una dialéctica de la uniformización y la diferenciación” (Herscovici, 1999: 58). Por un lado, se uniformizan los protocolos jurídicos, las tecnologías y los procedimientos administrativos; por el otro, la adecuación a los mercados transnacionales requiere generar diferencias locales para facilitar la rentabilidad de los contenidos que habrán de absorberse allende las fronteras: “cada espacio geográfico necesita diferenciarse y construir su imagen mediática para valorizarse en relación con el exterior y de esa manera insertarse en las redes internacionales; la cultura se utiliza ampliamente en la construcción de esa imagen mediática” (Herscovici, 1999: 58-59). El hecho de que esta valorización de las localidades y de sus contenidos se lleve a cabo produciendo diferencias (orquestadas por un entorno mercantil transnacional), exige que la formación de la identidad obedezca a imperativos performativos. En otras palabras, no es posible pensar las diferencias fuera del campo de fuerza del cual extraen su valor. Por lo tanto, cabe aducir que las diferencias se constituyen dentro de los procesos de globalización (Lacarrieu, 2000: 4-5). El ser conscientes de este fenómeno complica nuestra interpretación de los proyectos para apelar a lo local, pues nos percatamos de que la diferencia constituye el mecanismo o el recurso que permite la valorización, incluso en las iniciativas de la sociedad civil sin lazos directos con el mercado. Nos referimos aquí a la tendencia a la absorción de aquellos movimientos que, como los sem terra en Brasil o los zapatistas en México, procuran participar en la distribución de bienes y servicios, sean

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estos del Estado, del mercado o de la sociedad civil. Pero existen, asimismo, movimientos de resistencia como las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, que procuran rescatar o restaurar la memoria de aquello que el Estado y el mercado han hecho invisible y a lo cual la llamada sociedad civil no puede dar acceso mediante las estrategias de representación prevalecientes. Para comprender esta situación debemos considerar la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural. La idea de la NITC deriva de reteorizaciones de la teoría de la dependencia económica que siguieron al caos inflacionario de la década de 1970 (Miller et al., 2001). El desarrollo de los mercados de mano de obra y ventas, y el cambio de las sensibilidades relacionadas con el espacio, propio de la electricidad a las insensibilidades espaciales de la electrónica, condujeron a las empresas a considerar a los países del Tercer Mundo no sólo como abastecedores de materias primas, sino como determinantes indirectos del precio del trabajo, compitiendo entre ellos y con el Primer y Segundo Mundos por el empleo. Cuando la producción se fracturó transversal y continentalmente, este cambio rompió la división previa del mundo en un pequeño número de naciones industrializadas y una mayoría de países subdesarrollados. Folker Fröbel y sus colaboradores denominaron al fenómeno la Nueva División Internacional del Trabajo. Así como la industria manufacturera abandonó el Primer Mundo, del mismo modo se reubicó la producción cultural, aunque se lo hizo en gran parte dentro de las Economías de Mercado Industrializadas (EMI). Ello está aconteciendo en la producción textual popular, en el mercadeo, en la información y la alta cultura, en las obras de edición limitada, porque los factores de producción, incluida la asistencia del Estado, atraen fuertemente a los productores culturales. ¿Qué puede aportar este análisis a quienes trabajan en los estudios político-culturales? Comenzamos aquí por las instancias de la música, el cine y la televisión donde se materializan las crisis laborales, el Estado, la nación, las entidades transnacionales y los rituales fronterizos que procuran separar la cultura del comercio y la nación de la nación. Tales instancias muestran la importancia de: 1) lo global como discurso; 2) las complejas especificidades de lo cultural y lo económico; y 3) la necesidad de una mezcla de economía política y estudios culturales. En una era en que la música, el cine y la televisión están globalizados, la idea de que los espacios audiovisuales deberían ser responsables ante los públicos locales, así como ante los accionistas más lejanos es, sin duda alguna, poderosa. Las cosmovisiones eurocéntricas dan por sentado la existencia de un Estado liberal que garantiza la ciudadanía. Pero esto no ocurre en muchos, si no en la mayoría, de los países del mundo. ¿Y cuánto cabe esperar de las apelaciones de los ciudadanos a los gobiernos nacionales si: 1) por primera vez en la historia, el comercio entre las empresas supera el comercio entre los Estados; 2) la desregulación produce la convergencia y colaboración de los grandes capitalistas monopólicos; 3) los textos se diseñan con el propósito de trascender los límites lingüísticos y otras fronteras culturales; y 4) muchas sociedades niegan o limitan las demandas de la ciudadanía? La ciudadanía supone la vigilancia gubernamental de los derechos y responsabilidades. ¿Acaso ello se aplica cuando está en operación una NITC y las únicas alternativas parecen ser la desregulación o la protección de las burguesías mediáticas retrógradas? ¿A quién recurrir cuando las importaciones televisivas silencian la tradición dramática local o cuando el espectador se siente desmoralizado por la manera en que se representan las minorías étnicas y sexuales o las mujeres

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dentro del llamado drama de la pantalla nacional o dentro de las redes de noticias del país? En México y Brasil hay una crítica creciente a los medios masivos nacionales debido a estas prácticas desnaturalizadoras, y los lugares para hacer algo respecto de estas inquietudes son predomi-nantemente gubernamentales y transnacionales. Reconociendo, empero, que los medios masivos son cada vez más internacionales, García Canclini y otros autores abogan por un espacio cultural latinoamericano (que privilegie lo audiovisual) donde, en toda iniciativa supranacional, se mantenga la participación nacional para proteger los deseos de la producción y el consumo locales sin ceder el control a las burguesías nacionales o internacionales. ¿Qué significaría esto, cuando Estados Unidos ya ha construido un sitio de esas características –Miami– sobre bases económicas y no sobre un fundamento imperialista y anticultural? Por cierto, gran parte de la tendencia a ocuparse del ciudadano en la cultura popular es profundamente antidemocrática, por cuanto lamenta la pérdida de tiempos “más felices”, cuando todo era estable y estaba resuelto y un patrimonio era, después de todo, un patrimonio. Y al igual que su supuesto otro, el consumidor, el ciudadano constituye un tipo ideal. Países como Francia y Australia están abocados a mantener su producción audiovisual local por razones democráticas, pero cuentan, asimismo, con medios masivos nacionales poderosísimos que se benefician de la protección a las industrias culturales. Para eliminar estas contradicciones, favorecemos un enfoque de la ciudadanía cultural asentado en la teoría del valor del trabajo. Pues si se desea unir la economía y la textualidad de la pantalla es preciso entonces considerar la esfera del comercio y del trabajo. En otras palabras, defendemos un enfoque de la cultura basado en los cambios fundamentales acaecidos en la división del trabajo, así como en la salud psicológica o en la conciencia nacional. Miami, la música y el entretenimiento Comenzamos con la industria musical en Miami. En la actualidad, el extraordinario auge de la migración latina a Estados Unidos significa una importante contribución a la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural. Se trata de una espada de doble filo. Por un lado, debido a la discriminación contra los latinoamericanos, muchos se sienten incómodos ante la amenaza que representa la lengua española para la hegemonía del inglés como idioma nacional. Por el otro, el elevado número de hispanos en el país y su contribución económica resultan atractivos tanto para el Estado cuanto para el mundo de los negocios. En esta sección demostramos que el gobierno ha sido uno de los principales jugadores en esta fracción de la NITC (un hecho que, como de costumbre, no se ha reconocido en el discurso mediático, donde todo se atribuye a la iniciativa privada). Miami tiene muchas atracciones para quienes procuran trabajar en el entretenimiento, en los nuevos medios masivos y en las empresas conexas que hacen negocios con América Latina o proveen a los mercados latinos de Estados Unidos. Comparada con Latinoamérica, Miami ofrece: estabilidad económica; la ubicación más conveniente en todo el hemisferio para quienes viajan triconti-nentalmente en América Latina, Europa y Estados Unidos; el más bajo costo de vida de las mayores concentraciones de hispanos en Norteamérica (Los Ángeles, Nueva York y Miami); excelentes comunicaciones y servicios postales; una masa crítica de compañías productoras y de servicios tecnológicos a la producción (estudios, laboratorios, instalaciones de posproducción y distribución);

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un elevado capital intelectual y artístico (compositores, arreglistas, productores, músicos, guionistas, diseñadores, traductores, universidades y centros de capacitación especializada); locaciones atractivas para cine, vídeo y fotografía; servicios auxiliares (contabilidad, publicidad, banca, abogacía, etc.); reducciones tributarias y otros incentivos gubernamentales para la producción y el comercio, así como una vida cultural diversa (restaurantes, bares, clubes nocturnos, galerías, museos y playas). Además, para muchas personas que se han reinstalado allí, Miami tiene la atmósfera de una ciudad latinoamericana sin la delincuencia, la mugre y la disfuncionalidad infraestructural y con todas las ventajas de una ciudad del Primer Mundo (Granado, 2000; Casonu, 2000). La infraestructura de la música y el entretenimiento ha crecido a tal punto que en Miami es posible encontrar cualquier servicio que a uno se le ocurra, desde productores, arreglistas, cantantes de acompañamiento, escritores, ingenieros de sonido, técnicos y personal de cine y vídeo hasta músicos especializados. Por ejemplo, además de Criteria and Crescent Moon Studios, los Estefan piensan invertir cien millones de dólares en la construcción de estudios cinematográficos y de grabación, denominados, de un modo un tanto grandilocuente, Studio City (“Studio City”, 1998; “Comras”, 1998). Desde mediados de la década de 1990, la música latina ha experimentado un vigoroso crecimiento, no visto en ningún otro segmento del negocio de la música, con un salto de un 12% de 1998 a 1999. La enérgica performance de la música latina en Estados Unidos es, según Hilary Rosen, presidente y directora ejecutiva de la Asociación de Industrias de la Grabación de América (RIRA), un complemento de “los fenómenos Ricky Martin/Jennifer López, dado que las recientes grabaciones en inglés de estos artistas no se han clasificado como latinas” (citado en Cobo, 1999). Tan sólo en Miami Beach se han establecido más de 150 compañías de entretenimiento en los últimos cinco años (Lepra, 2000). Casi la mitad de esas firmas (entre ellas SONY, EMI, Starmedia, MTV Latin American, WAMI TV) se concentran en un paseo comercial de cinco manzanas de largo –Lincoln Road–, rodeado de tiendas, restaurantes, teatros y galerías de arte (Potts, 1999). El crecimiento fue tan rápido que desde septiembre de 1990 hasta marzo de 2000 se abrieron allí otras 28 compañías. Estas firmas dedicadas a los nuevos medios masivos proporcionan películas, televisión, discos compactos, juegos interactivos, teatro y sitios de Internet (Gabler, 2000). En rigor, toda esta actividad ha significado un fuerte estímulo para la industria de la construcción. Por ejemplo, el promotor del desarrollo urbanístico, Michael Comras, apostó a la continua prosperidad de la industria del entretenimiento en Miami formando una división especial dentro de los Miami International Studios para alentar el traslado de las compañías desde Los Ángeles y América Latina a Miami y, en particular, a sus propios edificios (“Comras”, 1998). La sinergia de toda esta actividad convierte a Miami en una de las ubicaciones más atractivas para las oficinas centrales de las “punto com” que aspiran a irrumpir en los mercados latinoamericanos y a especializarse en la información y la asesoría respecto del entretenimiento o las finanzas. Por ejemplo, AOL Latin America, Eritmo.com, QuePasa.com, Yupi.com, Elsitio.com, Fiera.com, Aplauso.com, Starmedia.com, Terra.com y Artistsdirect.com ofrecen información musical y descarga de música y servicios tales como la creación de páginas web para músicos; Subasta.com proporciona subastas en línea; Sports Ya.com y Total-sports.com, noticias y comercio electrónico deportivos; R2.com se ocupa del mercado de futuros, y Consejero.com y Patagon.com brindan transacciones bursátiles en línea (“Spanish-language Web Sites Specialize.). Estas nuevas empresas apuestan a que en América Latina el mercado de Internet crecerá exponencialmente, según estudios de mercado como el International Data Corp, que prevé 19

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millones de suscriptores para 2003 (Graser, 1999). Se supone que en Brasil habrá 30 millones de usuarios en 2005 (DaCosta, 2000). Puesto que se prevé que Internet revolucionará la industria del entretenimiento, se han invertido enormes sumas de dinero como parte de una estratagema darwiniana de supervivencia. El Grupo Cisneros invirtió más de 200 millones de dólares en su asociación a partes iguales con America Online, y solamente para lanzar su sitio en Brasil gastó 11 millones de dólares en un bombardeo mediático que presentaba al actor Michael Douglas (Faber y Ewing, 1999: 46, 48). De manera similar, StarMedia recaudó 313 millones de dólares en donaciones públicas en 1999, gran parte de las cuales se usarán para comercialización y adquisiciones (que se estima producirán una pérdida de 150 millones en 2001 (García, 1998). Quizá la fusión y la compra más espectacular sea el convenio entre Telefónica, la corporación de telecomunicaciones mundiales de España, y Bertelsmann, el conglomerado de medios globales de Alemania, para darle un estímulo a Terra, el proveedor de servicios de Internet de Telefónica, adquiriendo Lycos y fusionándose con él (Carvajal, 2000). Esta es la primera compra de una de las más grandes compañías estadounidenses de Internet por una corporación europea. Aunque se espera que Terra obtenga considerables ganancias en América Latina, se trata, empero, de una iniciativa global con una actividad importante tanto en Europa como en Estados Unidos. Miami, fácilmente accesible a estas tres regiones, es el sitio más conveniente para su oficina central. Juntas, esas compañías han separado una zona de Miami Beach, denominada hoy “Silicon Beach”, valiéndose de una actividad empresarial y corporativa dependiente de las iniciativas gubernamentales (política cultural). Miami ha pasado a ser el tercer centro de producción audiovisual más importante de Estados Unidos, después de Los Ángeles y Nueva York (LeClaire, 1998), y tal vez el más importante para América Latina. Ello no se logró por casualidad ni por su ubicación conveniente, sino a través de una política muy deliberada. Considérese cómo Miami Beach ha sabido granjearse las simpatías de la industria. La Zona Empresarial de Miami Beach ofrece incentivos a los negocios que se expanden o se instalan allí; dichos incentivos incluyen descuentos tributarios a la propiedad y al salario de los residentes de la zona, así como reembolsos del impuesto a las ventas. El Programa de Subvenciones para la Renovación de Fachadas ofrece ayuda monetaria a los negocios que cumplen con los requisitos para restaurar los frentes de las tiendas y corregir las infracciones al código de interiores (City of South Miami Beach). Como consecuencia de esta actividad promocional, las industrias del entretenimiento en Miami produjeron alrededor de 2000 millones de dólares en 1997, más que cualquier capital del entretenimiento en América Latina, y cuentan con una fuerza laboral de 10.000 empleados (García, 1998; Martin, L., 1998). En noviembre de 1998, el volumen se había incrementado a 2500 millones (Leyva, 2000). Asimismo, otros condados de Miami están renovando sus iniciativas para captar a las industrias del entretenimiento. A fin de contrarrestar las dificultades con que tropiezan los productores y las compañías cinematográficas en su trato con la complicada burocracia de los numerosos municipios de la zona, cada uno de los cuales tiene su propio reglamento, Jeff Peel, comisionado del Cine de Miami-Dade, está liderando una iniciativa, que incluye a sus pares de otros municipios, para cambiar la burocracia y atraer más compañías de cine y televisión a Florida del Sur (Jackson). La importancia del entretenimiento en Miami se debe a que esta suministra la mayor parte de la programación no sólo para el mercado latino de Estados Unidos, sino también para una porción creciente del mercado de América Latina. En Miami, el entretenimiento y los nuevos medios masivos se están expandiendo a los mercados mundiales (“Boggie-Woogie”).

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El hecho de que la zona más grande de libre comercio de Estados Unidos esté ubicada en los alrededores del aeropuerto de Miami, atrajo a más de 200 empresas especializadas en comercio internacional, a partir de la década de 1980. Dupont, por ejemplo, prefirió Miami como centro regional de operaciones por sobre Ciudad de México, San José, Bogotá, Caracas, San Pablo, Río de Janeiro, Buenos Aires o San Juan (Grosfoguel, 1994: 366-67). Para Néstor Casonu, un argentino que se mudó de Buenos Aires a Miami en calidad de director general regional de EMI Music Publishing, Miami le ha dado más ventajas comerciales que Buenos Aires u otras ciudades latinoamericanas, a las que puede acceder fácilmente desde el Aeropuerto Internacional de Miami. El entretenimiento y el turismo se nutren recíprocamente. La masa crítica de compañías del entretenimiento situadas en South Beach la ha transformado en uno de los principales paseos para la “gente bella” y para quienes se desviven por verla. A principios de la década de 1990, siguiendo a Versace y a todo el glamour de las celebridades de la moda y del entretenimiento, “la gente bella vino a la ciudad”, y, como explica Neisen Kasdin, alcalde de South Miami Beach, “todos querían estar a su alrededor”. Estos fenómenos produjeron de consuno una sinergia que incrementó en progresión geométrica “la creación incesante de nuevos negocios en modelaje, nuevos medios de comunicación, difusión televisiva y radial y comercio electrónico (citado en Kilborn, 2000). Y, ciertamente, este Hollywood del Este o Hollywood latinoamericano dio origen a una publicidad autocelebratoria —encarnada en “Miami Mix” de Williams Smith, producido por Emilio Estefan en Crescent Monn— que tergiversa los conflictos locales pero capta el espíritu y, sin duda, parte de la realidad de lo que hace a Miami tan dinámica a comienzos del siglo XXI. Esta publicidad promocional y la realidad comercial que se corresponde ampliamente con ella, junto con los incentivos de Florida del Sur, proporcionan el mejor fundamento para las estrategias de los líderes empresariales y la política de ubicar el Centro de Integración Hemisférica en Miami. Como dice la retórica, sólo en Miami hay representantes importantes de cada país de la región. Además, Florida envía el 48% de sus exportaciones a América Latina, la mayoría de las cuales viaja a través de Miami. Según Luis Lauredo, embajador de Estados Unidos ante la Organización de Estados Americanos (OEA), Miami “es una mezcla de lo mejor de las culturas de las Américas, tanto la del Norte como la del Sur”. En cuanto centro del comercio, la tecnología y las telecomunicaciones, cuyo personal es, como mínimo, bilingüe, cuenta con una ventaja comparativa. Se espera que esta ventaja aumente con la “expansión de su capital intelectual”, principalmente a través de la inmigración, pero también de programas de capacitación cuyo blanco son instituciones como la Universidad de Miami (UM) y la Universidad Internacional de Florida (FIU). Si en la FIU se gradúan más estudiantes hispanohablantes que en cualquier otra universidad de Estados Unidos, ello no significa una preocupación por los latinos debido a su condición de minoría desamparada, sino, más bien, una estrategia para reforzar los sectores comerciales y la alta tecnología. Esta estrategia es el resultado de observar que, tal como dijo el presidente de la FIU, los más dinámicos “centros urbanos tecnológicos y económicos están vinculados con las universidades más importantes dedicadas a la investigación” (Rivera-Lyles, 2000). Puesto que en Miami se realizan las reuniones cumbre de los negocios y del comercio, se la considera una suerte de Bruselas del Nuevo Mundo. Si el Tratado de Libre Comercio de las Américas (FTAA o ALCA en español) se situara en Miami, donde se efectuaron negociaciones durante el último par de años y en cuyo International Hotel se alojaron provisoriamente sus oficinas centrales, es probable que la OEA y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) se trasladasen a

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esa ciudad. Esta oportunidad le permitirá a Miami redefinirse cuando se levante el embargo a Cuba, y el turismo, todavía la industria más importante de la ciudad, se trasvase a la isla. La instalación de una masa crítica de compañías de comunicaciones y de Internet es ya un paso en esa dirección (Katel, 2000). Miami ya no es una ciudad exclusivamente cubana, pues en la actualidad hay cientos de miles de inmigrantes de Nicaragua, República Dominicana, Colombia, Venezuela, Argentina, Brasil y otros países. Aunque algunos estuvieron allí unos pocos años, cuentan ya con festivales nacionales. El primer festival de Argentina, realizado en mayo de 1999, atrajo a 150.000 personas. Varios cientos de miles de colombianos provenientes de Miami, de otras partes de Estados Unidos o de su tierra natal colmaron el Tropical Park, el 17 de julio de 1999. Si bien muchos han migrado por necesidad económica o por razones políticas, muy pocos lo hicieron para trabajar en las industrias del entretenimiento y en los nuevos medios de comunicación. Algunos, sin embargo, lo han hecho por ambas razones: la actriz de telenovelas Alejandra Borrero y el animador de talk-shows, Fernando González Pacheco, se fueron de su país por temor de ser secuestrados por las guerrillas y se instalaron en Miami, donde pudieron continuar haciendo televisión (Rosenberg, 2000). Estos nuevos inmigrantes no se ajustan ni al paradigma aislacionista ni al de la política de la identidad, familiares a los estudiosos norteamericanos de la raza y la condición étnica. Aunque mantienen lazos con su tierra natal y viajan a ella con frecuencia, también han desarrollado un nuevo espíritu de pertenencia a la ciudad. La investigación de Daniel Mato sobre la industria de la telenovela indica que muchos de los recién trasplantados se sienten cómodos al reflejar la realidad de los inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos (Yúdice, 1999; Mato, 1998). Algunos han desarrollado un nuevo sentido de ciudadanía cultural y procuran robustecer las instituciones culturales locales. A diferencia de la mayoría de los inmigrantes latinoamericanos y de las minorías latinas en otras ciudades estadounidenses, la generalidad de las 50 personas entrevistadas en marzo de 1999 caracterizó a Miami como una ciudad “abierta” que acepta a los nuevos migrantes. No todos los recién trasplantados pertenecen a América Latina; muchos se han mudado allí procedentes de Europa o de otras partes de Estados Unidos con el objeto de aprovechar las oportunidades que les ofrece Miami. Se reconoce que el entretenimiento, los nuevos medios de comunicación, el diseño, la moda, el turismo y las artes están contribuyendo a transformarla, a darle la sofisticación que nunca antes había tenido. Y los funcionarios a cargo de la política cultural de Miami exhiben en la vidriera esta imagen multicultural. La cultura desempeña en Miami el papel de “creador de innovaciones”. En efecto, la Coordinación para la Industria del Entretenimiento de Miami Beach fue transmutada en la Oficina de Negocios y Desarrollo Económico (Leyva, 2000). Ello ocurrió porque los mercados y la identidad van de la mano en el multiculturalismo de inflexión latina de Miami. Los efectos de toda esta producción latina en una ciudad de Estados Unidos, al margen de cuán latinizada esté, interesan a muchos latinoamericanos, temerosos de que las culturas nacionales y locales sean homogeneizadas por la “Miami sound machine”, una de las razones que explican por qué aun los artistas mediáticos de izquierda que trabajan con el Mercosur están tratando de crear un mercado regional viable (véase el capítulo 5). Pero la hibridación y la transculturación son las cualidades esenciales de la música pop en todas las capitales latinoamericanas del entretenimiento (Yúdice, 1999). Los resultados no se traducen en una uniformización de la música sino, por el contrario, en su pluralización, discernible en el rock de grupos como La Ley y Maná, de Chile y México, respectivamente, o las

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músicas “étnicas” de Olodum y Afro-Reggae, respectivamente de Salvador y Río de Janeiro (Brasil). Además, hay un flujo constante de la música latinoamericana a Miami a través de los músicos que van allí a producir sus grabaciones y de las influencias que arreglistas y productores introducen en sus obras. Este énfasis en los mercados del gusto local se refleja cada vez más en la estructura organizacional de algunas compañías del entretenimiento, especialmente las más locales. Mato señala que algunas firmas productoras de telenovelas y series están vendiendo formatos modulares pasibles de ajustarse a las características demográficas del público de diferentes localidades (1998: 6). Algo similar ocurre hoy en la reorganización corporativa de MTV Latin America. Cuando MTV Latin America comenzó con una señal para toda América Latina en 1993 y otra para MTV Brasil, la programación y comercialización se hacían exclusivamente en la oficina de Miami. En 1996, dio el primer paso hacia la regionalización duplicando las señales hispanoamericanas: la del norte, centrada en Ciudad de México y la del sur, en Buenos Aires. En 1999, empieza a producir programas regionales, ateniéndose a la máxima “Yo quiero mi propia MTV”. Más que homogeneización, lo que quiere una corporación global como MTV es pertinencia local en todos sus emplazamientos geográficos. El siguiente paso será establecer oficinas completas de programación, producción y mercadeo en veintidós países. Su centro de operaciones permanecerá en Miami, pero el contenido será más flexible y nómada, por cuanto los gerentes y productores se desplazarán o comunicarán a la oficina de Miami desde las localidades latinoamericanas, y viceversa (Zel, 2000). Mientras Hollywood ejemplifica la nueva división internacional del trabajo cultural manteniendo el control sobre todas las operaciones, pese a los territorios geográficamente fragmentados, las industrias del entretenimiento latinas, aunque no exactamente contrahegemónicas, cuentan con modalidades de producción y distribución que no están completamente, y tal vez ni siquiera considerablemente, en manos de empresas norteamericanas. Este último aserto exige analizar el estatuto de empresas como Sony o el Grupo Cisneros cuando están situadas en Estados Unidos. De acuerdo con Carlos Cisneros, director ejecutivo de Cisneros Television Group (CTG), una subsidiaria de Cisneros Group of Corporations (CGC) que pasó de Caracas a Miami en 2000, “Miami se está convirtiendo en una ciudad mundial de la producción [...] ya no limitada por la región” (citado en Moncrieff Arrarte, 1998). Esto es, la reubicación en Estados Unidos, y especialmente en Miami en el caso del entretenimiento latino, permite a las empresas de otros lugares usar a este país como trampolín para extender su alcance mundial. El CTG es (o era) una empresa latinoamericana que se ha apartado de toda producción y distribución de mercancías para concentrarse en los medios masivos, lo cual aumenta las probabilidades de penetrar en Estados Unidos, o al menos así lo con-sideran sus ejecutivos. De hecho, se propone hacerlo culturalmente. Gustavo Cisneros, director ejecutivo del CGC, sostiene que “la cultura latinoamericana ha invadido realmente Estados Unidos [...] Nuestro contenido local va a tener éxito en ese país. Lo planeamos de esa manera. De modo que me pregunto quién está invadiendo a quién” (citado en Faber y Ewing, 1999: 52). ¿Se trata de una ilusión o de la manifestación de algo más? Como complemento de la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural, es preciso concentrarse también en el establecimiento de nuevas redes y asociaciones internacionales de producción cultural, que pueden tener sus oficinas centrales en sitios como Miami, pero estructurarse asimismo como un archipiélago de enclaves que atraviesen los mundos desarrollado y en desarrollo. ¿Tiene alguna importancia, sobre todo para los consumidores pobres de esa producción cultural, si es Hollywood o son los

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directores ejecutivos latinos los que cosechan las ganancias? Sí, por dos razones. En primer lugar, la reubicación en Estados Unidos significa que esas compañías y la mano de obra intelectual y cultural inmigrante que contratan pagan menos impuestos en sus países de origen. ¿Por qué Buenos Aires o Bogotá no deberían aumentar su base impositiva tal como lo hace Miami? En segundo lugar, el hecho de que los ejecutivos, productores y organizadores latinoamericanos produzcan una cultura que le habla a la gente a lo largo y a lo ancho del subcontinente, aunque esa producción se lleve a cabo en Miami, sí cambia las cosas. Las industrias de la cultura, escribe Mato, no son tanto desterritorializadoras como transterritoriales (1998: 4, 6). Quizás el problema resida menos en la transterritorialización que en los diversos medios por los cuales esas industrias producen o, mejor aún, extraen valor. En el capítulo 5 examinamos la sugerencia de Octavio Getino para incentivar la producción y distribución regional en el Sur y para establecer una legislación regulatoria que permita a los países de América Latina y a los pactos regionales obtener una porción mayor del valor que actualmente transfieren a las empresas en Miami. Sabemos que la globalización de la industria implica la reconfiguración de la fuerza laboral, un hecho que tal vez podría dar a nuestros análisis un sólido respaldo material. Nuestra tarea consistirá en exponer las contradicciones que se hallan en el centro de la retórica del ciudadano-consumidor, así como luchar por formas de intervención democráticamente responsables. El telón de fondo es, necesariamente, nuestra conciencia de una Nueva División Internacional del Trabajo Cultural y el complejo juego que se produce entre los derechos culturales de los movimientos sociales y la mercantilización. En lo que resta del capítulo, aplicamos estos preceptos a los casos donde hay una mayor subvención pública del cine, sea por razones político-culturales o comerciales. Ciertamente, esos ejemplos cuentan con una historia mucho más larga que la versión comprimida y sumamente dúctil de Miami. Pero cada uno de ellos depende, al igual que Miami, de la NITC. Australia: la economía cultural mixta Australia ha gozado de un régimen capitalista liberal de colonos blancos más o menos estable desde su independencia en 1901. En esa época, los pueblos aborígenes ya habían sido sometidos a la desposesión y a la dominación y se había incorporado a la clase obrera blanca a través de un ala política parlamentaria. Australia tiene tanto las desigualdades estructurales como el ingreso y el seguro médico relativos que padecen los occidentales blancos debido al asistencialismo capitalista del Primer Mundo, luego de la Segunda Guerra Mundial. En Australia, la actitud asistencialista se mezcló con una asociación sumamente utilitaria entre el Estado y el capital. El enfoque de la propiedad pública y privada, centrado en la economía mixta, produjo un amplio sistema de radio y te-levisión (cientos de estaciones de radio, cinco canales de TV nacionales y opciones satelitales y por cable, en un país con sólo 19 millones de habitantes y un tamaño equivalente a la parte continental de Estados Unidos). El ámbito del cine tuvo, empero, un éxito menos consistente. Durante el período del cine mudo y hasta la década de 1940, la industria cinematográfica australiana produjo muchos largometrajes, pese a las numerosas importaciones norteamericanas y británicas y a una estructura nacional monopólica. Pero la industria quedó prácticamente diezmada en el período posterior a la guerra, cuando las importaciones inundaron el mercado y la asistencia estatal ya no era asequible. El hecho inquietó seriamente a los intelectuales australianos, quienes juzgaban la dependencia de los dos mayores productores de cultura popular en lengua inglesa

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como un signo de inmadurez nacional (Estados Unidos y Gran Bretaña compartían las prebendas en lo concerniente a los dramas televisivos, los libros y la música). Las importaciones norteamericanas predominaban en el ámbito fílmico. En Australia, no se hicieron largometrajes entre 1958 y 1966 y sólo unos pocos entre 1950 y 1970, aunque se rodaron documentales del gobierno a lo largo de la centuria. Dos decenios de crítica cultural nacionalista ayudaron eventualmente a obtener el apoyo gubernamental, junto con la aparición de dirigentes políticos que deseaban estampar el sello de la “australianidad” en su imagen pública, especialmente el primer ministro liberal (conservador) John Gorton (1966-71) y el primer ministro del Partido Laborista Australiano (socialdemócrata) Gough Whitlam (1972-75). Por lo general, se considera que el punto de partida de esta crítica fue el ensayo de Tom Weir. En 1958, en un famoso artículo aparecido en una revista y titulado “No Daydreams of Our Own: The Film as Nacional-Self-Expression”, el autor se refería al drama en la pantalla como el medio más relevante para intensificar el sentimiento de comunidad en el pueblo, aportándole el reconocimiento, que Herman Melville quería brindar cuando su país era todavía una cultura dependiente [...] [El cine] permite poner los propios pies en la tierra. El mundo del quehacer cotidiano se integra al mundo de la imaginación de cada uno [...] El hecho de que prácticamente no haya películas indígenas es típico de la personalidad subdesarrollada de nuestro pueblo [los australianos]. Irónicamente, el mismo Melville se había opuesto enérgicamente a la devoción incondicional del establishment literario norteamericano por todo lo inglés, especialmente por Shakespeare, manifiesta desde principios a mediados del siglo XIX. Melville puso en tela de juicio la compatibilidad de esta cultura importada, servilmente eurocéntrica, con la necesidad de “introducir el republicanismo en la literatura”. Sin embargo, en su obra hay numerosos tropos que revelan su deuda con Shakespeare (Newcomb, 1996: 94). Esa mezcla de endeudamiento y resentimiento caracteriza la relación de la cultura de importación con la de exportación, una relación que opone el gusto al dominio y la elección del mercado al control cultural: dos antinomias desafortunadas. En la colección que editó sobre Australia's First Ten Years of Television [Los primeros diez años de la televisión australiana], una década después de publicado el ensayo de Weir, el periodista Mungo MacCallum afirmó lo siguiente: “El drama forma parte de la cultura comunitaria tanto como el deporte. En su radio de acción, desde la banalidad hasta la excelencia, nos refleja, nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y difunde la información al resto del mundo. Una comunidad sin arte dramático está subdesarrollada o mutilada”. Tras el advenimiento de la televisión australiana, el antiguo productor de radio y futuro productor de dramas audiovisuales, Hector Crawford, bregó públicamente por la protección del drama televisivo local como una manera de constituir “la conciencia de la identidad nacional y el orgullo por nuestra nación, así como el respeto a las propias ideas y patrones culturales” (citado en Moran, 1985: 95-96). Según lo sugieren estos comentarios, los intereses comerciales australianos se entremezclan con la misión cultural tanto de los entes reguladores como de las difusoras estatales. En las audiencias para otorgar licencias realizadas antes de la introducción de la televisión en Australia en 1956, se dio por sentado que no habría más de ocho o nueve horas semanales de programación extranjera en los canales comerciales. Pero hacia el fin del primer año de operaciones, los adelantos

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tecnológicos implicaban que las series televisivas estadounidenses se hallaban disponibles en fílmico. Esos programas ya habían compensado sus costos locales y, por tanto, su precio internacional era muy elástico. Sin embargo, el número de televidentes disminuyó hacia principios de la década de 1960, cuando las redes inundaron el mercado con materiales de Estados Unidos. Si bien el número absoluto de espectadores continuó aumentando con el crecimiento de la población y con la distribución de aparatos de TV, el tiempo pasado frente a la pantalla estaba disminuyendo. Los anunciantes reconsideraron su alejamiento de la prensa y la radio. Cuando se aliaron para conseguir la licencia de un tercer canal comercial en 1963, ello condujo a un déficit del producto popular norteamericano. Los canales comerciales buscaron una alternativa al rápido estancamiento provocado por las importaciones, al tiempo que el Comité Selecto del Senado de 1963 exigía la exportación de textos audiovisuales australianos a la televisión del Sudeste asiático, con el propósito de exhibir y promocionar la nación. Valiéndose de una estrategia que consolidó estas influencias, la emisora pública comenzó a exhibir más obras dramáticas locales con una mejora proporcional en los ratings. En 1966, se impuso a los canales comerciales un cupo de 30 minutos por semana dedicados al material producido en Australia, lo cual institucionalizó lo que ya estaban configurando las fuerzas del mercado. Esos argumentos a su vez se nutrían en la renovada exigencia de apoyar el cine. En 1965, Sylvia Lawson abogó por la posibilidad de reconquistar, para el largometraje australiano, el período idílico del neorrealismo de la década de 1920. Hizo referencia a “la identidad que solamente la propia cinematografía puede conferirle a una comunidad. Hoy, cuando la mayoría de nuestras diversiones se elaboran y envasan en otras partes, probablemente necesitemos esa identidad más que nunca” (“Not for the likes of us”, 1985: 154-55). Esta postura subrayaba que el público australiano en su conjunto padecía de una suerte de carencia cultural. Quienes contaban con capital cultural migraban para proseguir sus carreras en ámbitos más sofisticados, donde sin duda se reconocerían sus méritos (O'Reagan, 2001: 32). En 1969, la Comisión Cinematográfica del Consejo Australiano para las Artes le comunicó al gobierno que la urgencia de una subvención pública era “evidente de por sí” debido a la necesidad de Australia de “interpretarse a sí misma ante el resto del mundo” (Interim, 1969: 171). Phillip Adams, periodista, directivo y productor de publicidad, habló de la necesidad de “soñar nuestros propios sueños”, e hizo especial referencia a una famosa tira cómica de la época de la guerra de Vietnam, en la cual aparecía una familia australiana mirando un programa de TV donde se anunciaba la oportunidad de que “esta noche sus propias emociones sean experimentadas por expertos norteamericanos”. En la actualidad, el crítico John McLaren sostiene que “el argumento más importante para apoyar [...] el cine y la televisión australianos” es “entablar un diálogo permanente entre nosotros, si vamos a comprendernos y a comprender el lugar que ocupamos en el mundo” (los métodos para inscribir la incompletitud ética y la lealtad). A principios de la década de 1970, la ayuda sistemática del Estado al cine de ficción llegó a través del financiamiento público de los filmes seleccionados por los culturócratas para estimular una reactivación a la cual –según se pensó entonces– se sumarían los intereses privados. Pero hacia el fin de la década, resultaba evidente que la industria no había atraído a los empresarios, y que los temas “elevados” elegidos por los culturócratas estaban perdiendo su público. Tanto la política industrial como la política textual necesitaban una reforma. La idea era armonizarlas mediante una legislación tributaria para permitir reducciones masivas al dinero privado, una idea supuestamente

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más acorde con el gusto del público. Mientras tanto, la ayuda directa del Estado a la cultura cinematográfica y a los proyectos menos comerciales serviría de apoyo a las nuevas e innovadoras iniciativas que abordaban directamente las inquietudes culturales. Pero en vez de articular más estrechamente la industria con su público, las generosas exenciones impositivas generaron un nuevo tipo de intermediario. Se rodaron incontables filmes sin preocuparse por garantizar su exhibición y mucho menos la aprobación del público. El verdadero “público” eran los dentistas, médicos y abogados, quienes reparaban más en la perspectiva de evitar gravámenes que en los guiones. En 1988, el gobierno volvió al modelo de la inversión directa, pero en coordinación con el capital, incluidas las fuentes extranjeras (Jacka, 1997: 82-85, 88). El sistema se había transformado en un modelo de economía mixta, al igual que la radio y la televisión australianas, con un sector nacional y un sector local privado y en cadena. La competitividad y la mercantilización se inscriben en los organismos públicos y en las regulaciones respecto del contenido, y se impone el requisito de destacar la cultura nacional como condición necesaria para subvencionar los intereses comerciales (O'Reagan, 2001: 15). El sistema estatal tiene su punto de inflexión en el capitalismo, y el sector privado tiene su punto de inflexión en el servicio público. ¿Qué significa esto en términos textuales? Desde el ensayo fundacional de Weir, el nacionalismo cultural de la pantalla australiana fue extraordinariamente constante en su temática, y su presupuesto crucial ha sido la incompletitud ética. En 1989, el dramaturgo David Williamson, en calidad de presidente de la Guilda de Escritores Australianos, escribió lo siguiente para el diario nacional The Australian: No es para proteger una industria o incluso un empleo por lo que resulta tan importante el contenido de la televisión comercial, sino para proteger la cultura australiana. Cuando éramos niños, crecimos considerándonos exiliados de la vida real, la que sólo acontecía en el resto del mundo. Esto no es lo que queremos hoy para nosotros ni para nuestros hijos. En su historia del drama televisivo australiano, Albert Moran nota una inconsistencia entre la australianidad movilizada en la subvención y regulación de la pantalla y la retórica de los productores y escritores, contrapuesta a los textos dramáticos mismos. En el primer caso, el gran juego se entiende como la capacidad de la ficción para despertar una conciencia multifacética del país y de su pueblo. Pero el producto real se concentra de un modo monomaníaco en las familias nucleares blancas, heterosexuales y de clase media. Las especificidades de Australia en términos de geogra-fía, demografía, historia y relaciones sociales se marginan (Moran, 1985: 11). El proteccionismo y la subvención estatal han suministrado cordones sanitarios a una política cultural muy conservadora, excepto en la red multicultural financiada por el Estado y la publicidad: el Special Broadcasting Service [el Servicio Especial de Difusión Televisiva], que, junto con la ABC atraen a menos del 20% de los espectadores (Cunningham y Flew, 2000: 239). Se ha aplicado la gubernamentalidad, pero generalmente se lo ha hecho dentro de una visión homogénea del pueblo. Sea como fuere, veinte años después de haber dado su fruto las reiteradas demandas de contar con industrias audiovisuales locales, todavía es posible que un texto académico clave sobre el largometraje australiano se refiera a la multifacética dependencia de ese país con respecto a Hollywood en los siguientes términos: “Ellos piensan que ocupan el segundo lugar en sus propios mercados y en su propia cultura, obligados a juzgar a posteriori lo que debería ser su auténtica

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cultura indígena” (Dermody y Jacka, 1988: 20). Para Lawson, el país sigue siendo una “colonia de Hollywood” (“General”, 1985: 6). ¿Por qué? Las presiones comerciales para hacer obras dramáticas que puedan venderse en otras partes reduce la exigencia de un abordaje cultural específico (la fuerza de la NITC). Y Australia es reconocida internacionalmente por su capacidad de hacer cine y televisión de bajo presupuesto, de modo que muchos europeos la consideran el paradigma de cómo no usar fondos públicos [...] para producir palimpsestos exportables (por lo baratos) del material de relleno de la TV estadounidense al mínimo denominador común (Cunningham y Flew, 2000: 240). Esas cuestiones se abordan en la película Newsfront (1978), donde se cuenta la historia de dos compañías rivales dedicadas a los noticiarios cinematográficos y su cobertura de los temas de actualidad en la Australia de la década de 1950. Hacia el final del filme, el expatriado Frank Maguire regresa tras haber pasado un tiempo en el extranjero y habla con un marcado acento norteamericano. Ha vuelto para poner término a la relación con su hermano Len –una relación del tipo Caín y Abel–, para matarlo no por la fuerza, sino con la amabilidad propia de una cultura de exportación. Len ha permanecido en la compañía local. Frank le ofrece un empleo en una serie de televisión financiada por capitales de Estados Unidos y que se rodará en Australia con iconografía norteamericana. Len se siente tentado ante la perspectiva de estar a cargo del plató, pero no lo convencen los prerrequisitos norteamericanos con respecto a los temas, ni se deja impresionar por la insistencia de Frank de que será una serie en definitiva australiana por el mero hecho de haberse filmado allí. La crisis de conciencia que sufrió Len en la década de 1950 se multiplicó cuando Australia devino un sitio clave en el extranjero para la producción audiovisual estadounidense conforme a la NITC, con instalaciones y recursos diseñados para producir un cine nacional incorporado dentro del Hollywood offshore. Ironía de las ironías, el director de Newsfront, Phil Noyce, hoy hace películas hollywoodenses de aventura y acción (tales como Patriot Games y El Santo). Un moderno beneficiario de la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural, ¡se ha convertido en el estereotipo de su propio texto! Hacia fines del decenio de 1980, el entonces Tribunal Australiano de Teledifusión [Australian Broadcasting Tribunal] (ABT) reconsideró el drama televisivo a través de lo que se conoció como “la mirada australiana”, la cual favorecía “los signos del lugar, el acento y el idioma, o las modalidades más difusas, pero no menos vívidas, de conectarse con el inconsciente o "imaginario" social de una subcultura específica” (Jacka, 1997: 126). En vez de utilizar los índices de producción –el locus del control creativo– como medio de determinar la “australianidad” del drama, el ABT prefirió confiar en los indicadores de la pantalla: “el tema, la perspectiva y el personaje”. Muchos críticos culturales y autoridades responsables de la política temieron que el carácter disruptivo, la novedad y el potencial autoconfigurador del drama televisivo se perdieran en una propuesta de esa índole. Les preocupaba que un panaustrialianismo constituido a partir de protocolos esencialistas impidiera el surgimiento de intereses políticos locales, que, según se pensaba, fluían mágicamente de la participación del equipo de producción australiano. La hipótesis esencialista, que impulsó la propuesta del localismo por parte del ABT, presuponía una calibración empíricamente no corroborada entre los índices textuales y la realidad australiana. Al mismo tiempo, un modelo puramente industrial, no textual, de acuerdo con la producción migrante y el

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argumento de Newsfront, puede producir textos claramente “no australianos”, respaldados financieramente por una presuposición localista. Kangaroo (Lewis Milestone, 1952) y The Return of Captain Invencible (Philippe Mora, 1983) constituyen casos límite cronológicos y conceptuales de la inversión audiovisual estadounidense en la industria cinematográfica australiana. Kangaroo fue el primero de varios largometrajes de Hollywood rodados en Australia durante el decenio de 1950. La Twenteth Century Fox envió personal y la mayoría del elenco porque sus reservas de capital en Australia se habían congelado para impedir que las divisas extranjeras abandonaran el país. El rodaje se llevó a cabo en Zanuckville, servilmente bautizada en honor del presidente del estudio. El filme, un western basado en meras fórmulas, era un fracaso, pero la necesidad de usar ese dinero fue probablemente la única razón para realizarlo. Tres décadas más tarde, Captain Invencible representó otro de los resultados de un Estado que determina las condiciones de la realización cinematográfica extranjera. En razón de los incentivos tributarios cuya finalidad era lograr que el cine australiano estuviese más atento al sector privado, el Tesoro Local subsidió a Hollywood para el rodaje de una película ambientada virtualmente en “ninguna parte”. El texto versa sobre un ex superhéroe norteamericano, interpretado por Alan Arkin, quien migra a Australia y a la dipsomanía tras la persecución macartista, y luego recupera sus poderes y la sobriedad para frustrar los planes de un villano Christopher Lee. Recortado por los productores debido a las dificultades para conseguir la distribución en Estados Unidos, Mora desautorizó el texto y el gobierno australiano le negó la certificación por no ser lo suficientemente local en comparación con el guión original. El veredicto fue recusado con éxito ante la Corte, pero el paraíso fiscal ideado para incrementar la producción se vio política y culturalmente comprometido a partir de ese momento. Los gobiernos australianos han continuado suministrando capital de riesgo a los magnates extranjeros, sobre todo en el plano estadual, aunque el gobierno federal cuenta con un organismo en Los Ángeles llamado Ausfilm, encargado de promover la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural (Department of Commerce, 2001: 50). Cuando Dino de Laurentis estaba decidiendo si elegir Sydney o la Costa de Oro de Queensland como locación para una operación conjunta entre su estudio y la compañía australiana Village Roadshow, en 1987, uno de los factores que lo llevaron a seleccionar a esta última fue la Queenland Film Corporation, que en esa época contaba con un préstamo a bajo interés de 7.500.000 dólares australianos, más 55 millones producto de la emisión de acciones locales. La compañía de De Laurentis se derrumbó luego de la caída del mercado de valores de ese año, y el lugar pareció destinado al fracaso. Los planes para promocionarlo como una nueva Disneylandia o una polis multifuncional no tuvieron éxito alguno. Pero en 1988, la huelga de 150 días de la Guilda Norteamericana de Escritores por el pago de derechos creativos y residuales condujo a un déficit crónico en los nuevos programas. Village Roadshow respondió refinanciando su inversión a través de la Warner Brothers y buscando negocios en el exterior. La primera serie televisiva de envergadura rodada en Gold Coast fue Misión: Imposible, en 1988. La Oficina de Desarrollo Cinematográfico de Queensland promocionó de inmediato el Estado ante los productores extranjeros y lo hizo en los siguientes términos: “La compañía de producción de una reciente serie norteamericana de TV que atrajo la mayor cantidad de telespectadores descubrió en Queensland una gama diversa de "locaciones internacionales", desde Londres a las islas griegas”. Village Roadshow-Warner Brothers anunció la expansión del estudio en 1989. El Estado estaba dispuesto

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a contribuir con un subsidio a la construcción, que se transformó en una parte del material promocional de los estudios. La Corporación de Turismo y Viajes de Queensland bien podía referirse a sí misma como la “última frontera”, repleta de “sonrientes lugareños”. Para Stanley O'Toole, director general de lo que más tarde se convirtió en el estudio, Queensland era “Los Ángeles sin la bruma industrial”. El estudio, en parte propiedad de Warner Brothers, se denominó Warner Roadshow. La Comisión de Cine y Televisión del Pacífico, creada para promover el Estado ante los cineastas internacionales y australianos, ofrece un fondo renovable para préstamos a bajo interés asegurado contra garantías y preventas, reembolsos a impuestos sobre nóminas y subsidios para los costos del personal (Miller, 1998b: 141-81). En sus trece años de operaciones, el estudio atrajo la inversión en la NITC por parte de CBS, Viacom, ABC, Fox TV, Disney TV, canal Disney, Fox y Warner Brothers, con la ayuda de descuentos impositivos a la mano de obra de hasta un 10%, acordados por el gobierno australiano. La producción total migrante a Australia aumentó un 26% durante la década de 1990 (Hanrahan, 2000; Monitor; 1999). Ciertamente, no todas las jurisdicciones se dejan explotar con tanto entusiasmo. Los productores de Baywatch, proyectada luego en 144 países, decidieron trasladarse a Australia a fines de la década de 1990. Allí las playas son propiedad pública, y los residentes de Avalon y Sydney protestaron cuando los políticos cedieron legalmente el espacio. Pero la Costa de Oro de Queensland se mostró dispuesta a ayudar (“Baywatch”). Esa suerte de indigencia llevó a los productores de Hollywood a referirse a los habitantes de Queensland como “mexicanos con automóviles”, lo cual se ha convertido en un punto de fricción con el Gremio de los Directores de Cine y Televisión (citado en “Australia”, 1998; Fitzgerald, 2000). El rodaje en Australia de películas de alto perfil como Mission: Imposible 2 (John Woo, 2000) y The Matrix (Andy y Larry Wachowski) le significó a Los Ángeles un ahorro en los precios de hasta el 30% (Waxman, 1999). La nueva división internacional del trabajo opera en el exterior desde Australia misma. Consideremos la organización Grundy. A partir de la década de 1950, produjo dramas y programas de juegos para la televisión australiana con la licencia de Estados Unidos. Luego la compañía se expandió para vender esos textos en todo el mundo y se manejó con una estrategia llamada “internacionalismo parroquial”, que significaba abandonar Australia en vez de exportar en forma aislada partiendo de marcos industriales, regulatorios y relativos al gusto que fueran pertinentes. Siguiendo las pautas establecidas en la industria de la publicidad, compró productoras en el extranjero e hizo programas en los idiomas locales con formatos importados de Australia y originalmente basados en modelos estadounidenses. Desde las oficinas centrales en Bermuda, la Organización produjo aproximadamente 50 horas de televisión por semana en 70 países de Europa, Oceanía, Asia y América del Norte hasta que fue vendida a Pearson en 1995, por un valor de 280 millones de dólares. Ello ejemplifica la NITC en el extranjero: una compañía que utiliza la experiencia en la industria de la reproducción comercial australiana para fabricar palimpsestos estadounidenses en países que aún no dominan una televisión centrada en las ganancias. Los beneficios para Australia –donde esa experiencia surgió de un marco regulativo que exigía a las redes apoyar ese tipo de producciones como parte de la protección cultural– no resultan muy claros. Tal como dijo Greg Dyke, el ejecutivo de Pearson responsable de la compra de Grundy y luego presidente de la BBC, el típico programa de Grundy, Man O Man, “no tiene valores sociales compensatorios” (Cunningham y Jacka, 1996: 8197; Moran, 1998: 4171; Stevenson, 1994: 1, Tunstall y Machin, 1999: 30; Dyke citado en Short, 1996). En esos casos, la política cultural se

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limita a suscribir los valores de las burguesías locales e internacionales. Por otro lado, la emisora supuestamente pública ABC tuvo que cancelar Seachange en 2000, su programa de mayor rating, debido a las dificultades para atraer ventas del exterior. Lo que había comenzado como un servicio del gobierno concebido para satisfacer las necesidades de los ciudadanos locales, se había convertido en un organismo que descansaba en el dinero internacional para amortizar su deuda de producción, cuando el gasto en el sector público fue desplazado por el impuesto a la comerciabilidad (O'Reagan, 2001: 29). Hacia fines de la década de 1990, la política cultural y la política de las comunicaciones se habían fusionado en Australia. Las cuestiones culturales eran ahora tan centrales para la mercantilización que la muy celebrada economía del conocimiento (conducida por el gobierno), versaba en igual medida sobre la textualidad y la industria. Pero en otro sentido, los problemas comunicacionales relativos al alcance de las telefrecuencias, a la distribución y a la innovación tecnológica sobredeterminaron el significado textual (Cunningham y Flew, 2000; Spurgeon, 1998). El ABT fue reemplazado por un ente regulador más neoliberal, la Dirección Australiana de Difusión (Australian Broadcasting Authority). Esta fue dominada más por los tecnicismos de la ingeniería y por los márgenes de ganancia que por el contenido, cuando las doctrinas del evangelismo neoliberal y del determinismo tecnológico decretaron que el advenimiento de los servicios satelitales y por cable garantizaban la diversidad textual (Cunningham y Flew, 2002: 54). Por su parte, el cine continuó oscilando entre algunos éxitos internacionales espectaculares (Priscilla, Queen of the Desert y Muriel's Wedding) y docenas de fracasos, de modo que el nuevo gobierno conservador, electo en 1996, redujo las inversiones destinadas a financiar la producción audiovisual; y la configuración de la política fue cada vez más la tarea de la Comisión de Productividad, centrada en la industria, y no la de los culturócratas (las habilidades y la capacitación sobrederteminaron el texto y el significado). En ambos sistemas se vio, más que nunca, la mezcla de fondos privados y públicos bajo el signo del desarrollo industrial, pese a las demandas de un localismo cultural. Pero a diferencia de los períodos anteriores, las redes comerciales redujeron gradualmente su apoyo al drama australiano (O'Reagan, 2001: 28, 34). Esas tensiones se aplican en igual medida al Reino Unido. La industria cinematográfica y el gobierno británico Dejemos que cada parte de la alegre Inglaterra sea alegre a su manera. Muerte a Hollywood. John Maynard Keynes (citado en J.P. Mayer, 1946: 40) Llegó la hora de las preguntas y respuestas: ¿qué gobierno británico emitió un informe oficial sobre las artes que auspiciaba el deseo de la nueva generación de “alegría y color [...] informalidad y experimentación” en lugar de “la monotonía, la uniformidad y la falta de gozo” propias de la convención? (citado en Barr, 1986: 36, 40). Respuesta: el Partido Laborista de Harold Wilson en 1965 (Wilson fue primer ministro de Gran Bretaña desde 1964 hasta 1970 y desde 1974 hasta 1976). “Cool Britannia” no es tan nueva como Tony Blair (primer ministro desde 1997 hasta el presente) pretende hacernos creer. La retórica de Blair hace referencia al “frenesí de la tecnología” de Wilson y a su cooptación de la cultura juvenil. A semejanza de su encarnación previa, la política contemporánea gira en torno al desarrollo tanto del turismo y el comercio cultural como de las nuevas normas culturales. Se parte de la premisa de que la creatividad cultural constituye el

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semillero de la innovación. En una economía global, lo que impulsa la acumulación es la innovación y no los recursos o las manufacturas. De acuerdo con dicha premisa, “Cool Britannia” de Blair, un proyecto económico cultural que incluye tanto a artistas multiculturales como a empresarios de los nuevos medios masivos, procuró transformar a Londres en el centro creador de tendencias en la música, la moda, el arte y el diseño, y de ese modo sentar los fundamentos para la denominada nueva economía, que se basa en la “provisión de contenido”. El Grupo de Estudios Británico para las Industrias Creativas se centró “en aquellas actividades que tienen su origen en la creatividad, la habilidad y el talento industrial, así como en el potencial suficiente para crear riquezas y puestos de trabajo mediante la generación y explotación de la propiedad intelectual”. Michael Volkerling examina proyectos similares en Australia, Canadá y Nueva Zelanda, y el modelo se está explorando en todo el mundo. El Partido Conservador, que gobernó entre 1976 y 1997, no aceptó el papel central conferido al Estado por esta política. Pues a diferencia del caso australiano, en el cine británico no hubo un acuerdo bipartidista. Por consiguiente, en esta sección examinamos las continuidades y discontinuidades de la política cinematográfica británica en la década de 1990, bajo el gobierno conservador y el laborista, demostrando que hubo más desacuerdos que consensos dentro del Estado capitalista cultural. Un sistema gradualmente acumulativo de subvenciones había protegido y estimulado la industria fílmica británica durante 50 años, desde la época de la Ley de Cinematografía de 1927. El sistema operó bajo dos imperativos: de acuerdo con el MEG, para tratar con el impacto cultural del desafío americano (en 1926, el Daily Express había señalado que Hollywood estaba convirtiendo a los jóvenes británicos en “ciudadanos americanos temporarios” [citado en de Grazia, 1989: 53]) y para apuntalar la industria interna. En la era de la televisión, el antiguo duopolio (1955-82) de una poderosa radiodifusora (la BBC) y de una igualmente poderosa fuerza comercial (rrv) proporcionó una rica tradición localista, tomando recursos que se podrían haber destinado a la producción fílmica. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la producción offshore de Hollywood basada en la NITC comenzó en Gran Bretaña en razón del Tratado Cinematográfico Anglo-Norteamericano de 1948, que exigía a las grandes compañías dejar 40 millones de dólares anuales de sus ingresos en cuentas bloqueadas (Novell-Smith, 1993: 139). Esta política indujo a Hollywood a usar el dinero para rodar películas en Gran Bretaña, e incluso después del abandono de dicha política, posteriores incentivos estatales continuaron estimulando la producción “migrante”. Casi todas las principales formas de apoyo posteriores a la Segunda Guerra Mundial se concedieron a las películas de éxito hechas en el Reino Unido con la ayuda estatal, y de ese modo Superman II y Flash Gordon sacaron partido de las medidas diseñadas para alentar la producción nacional (Hill, 1996: 36, n. 18, 43). Pero bajo la conducción de Margaret Thatcher (primer ministro del Partido Conservador de 1979 a 1990), el gobierno no se interesó en la pantalla ni como sitio de la diversidad cultural ni del desarrollo industrial avalado por la participación estatal. (Hill, 1996: 101-105). La década de 1990 se inició con un período de extrema fragilidad e incertidumbre para la industria cinematográfica británica, la cual debió enfrentarse a un gobierno tory indiferente. Pero no todas las noticias eran malas. Tal como dijo un crítico, “el enfoque lumpen-monetarista de esta industria eliminó buena parte de la farsa”, aunque advirtió que “el efecto sería puramente negativo si la eliminación de una política industrial en favor del cine no se usara para promover una política cultural en su reemplazo” (Novell-Smith, 1993: vi). Cabe preguntarse si esto ha ocurrido realmente. ¿O quizá todavía estamos tratando con subsidios públicos concedidos para apoyar demandas no específicas sobre el mantenimiento, la diversidad y el

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desarrollo culturales? ¿Se hallaba bajo algún tipo de control el demonio de la cultura comercial de la política cinematográfica en la Gran Bretaña de 1990? Aparte del apoyo esporádico a la cultura fílmica nacional, en el período en revisión hubo unos pocos intentos por parte de la política puramente industrial de explotar la nueva división internacional del trabajo cultural. Gran Bretaña ha sido uno de los principales jugadores en la NITC, no sólo en calidad de inversor extranjero sino como sitio de la producción “migrante”. Reseñando los filmes foráneos rodados en el Reino Unido, el diario Independent se refiere irónicamente a “[nuestra] verde y lucrativa tierra”, y David Bruce señala que Escocia “se suele considerar una locación fílmica y una fuente de historias y no una cultura cinematográfica”. En un sentido, nada de ello es nuevo, pues hace mucho que Hollywood recurre al Reino Unido en busca de gente, locaciones, escenarios e historias. Pero a partir de la década de 1980, fue imposible recuperar, en el plano nacional, los costos de la mayoría de los largometrajes británicos, y la industria se vio forzada a mirar al exterior: El estímulo de la cooperación europea a principios de la década de 1990 permitió lanzar nuevos proyectos, pero pocos tuvieron éxito, sea de crítica o de taquilla. En 1993, Gran Bretaña se unió a Eurimages, el fondo cinematográfico continental del Consejo de Europa que subsidia documentales, exhibición, distribución y comercialización mediante préstamos libres de intereses, pero el gobierno conservador pensó que el proyecto tenía poco valor desde el punto de vista monetario y se retiró de inmediato (Jäckel, 1996). La necesidad de encontrar empleo para los trabajadores calificados y sus empleadores convirtieron la industria en un auténtico hogar, por así decirlo. En 1991, el nuevo gobierno conservador de John Major (primer ministro desde 1990 hasta 1997) fundó la British Film Commission (BFC) para comercializar la destreza en producción y las locaciones del Reino Unido, y suministró a los productores extranjeros un servicio gratuito a fin de articular el talento local, las locaciones y los subsidios y crear una red nacional de comisiones de cine urbanas y regionales. En 1997, siete películas de Hollywood dieron cuenta del 54% de las 465 millones de libras esterlinas que se gastaron en la producción de largometrajes en el Reino Unido (Home, “Response”). En 1998, el nuevo gobierno laborista inauguró la Oficina de Cine Británico en Los Ángeles para normalizar el tráfico entre Hollywood y Gran Bretaña, ofrecer servicios de enlace a la industria y promover locaciones y personal. La BFC anunció la adopción de un enfoque laborista con respecto al cine: “deseamos darle la máxima prioridad en nuestra agenda con el propósito de atraer a más cineastas del exterior” (Guttridge, 1996; McCann, 1998; Hiscock, 1998; British Film Commission). En 1998, la decisión del gobierno de dejar flotar la libra y de liberar al Banco de Inglaterra de la consulta democrática contribuyó a una situación en la cual el fortalecimiento de la moneda incrementó los costos de los inversores extranjeros e incentivó a los locales a gastar en otras partes, con obvias implicaciones para el cine. En 1995 se fundó una entidad clave, la Comisión Cinematográfica de Londres (LFC), con un subsidio de 100.000 libras otorgado por el Departamento del Patrimonio Nacional a fin de atraer la producción fílmica del exterior. Posteriormente, obtuvo fondos del cártel de Hollywood para la distribución en offshore, de la United International Pictures y de la Corporación de la Ciudad de Londres, pero en 1998 necesitó de un rescate por parte del gobierno, pues no pudo obtener dinero suficiente del sector privado para continuar las operaciones. La LFC entrega permisos policiales, promueve la ciudad a los cineastas extranjeros y los conecta con los residentes y empresas

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locales. Su momento definitorio fue la primera Misión: Imposible, cuando el comisionado Louise Jury dijo orgullosamente, refiriéndose a los productores de Hollywood de la película: “ellos formularon todas estas demandas y yo sólo seguí insistiendo en que, siempre y cuando nos avisaran con cierta antelación, podíamos incluirla en la programación”. Según las regulaciones promulgadas bajo el gobierno de Major, los filmes hechos en Gran Bretaña eran británicos, independientemente del tema, la puesta o el personal. De modo que Judge Dredd, con Sylvester Stallone, era británica, pero The English Patient, con Kristin Scott Thomas y Ralph Fiennes, no lo era, pues gran parte del trabajo de posproducción se hizo en el extranjero, y hasta 1998, el 92,5% de una película debía rodarse en el Reino Unido. Al final de ese año, el gobierno de Blair redujo este requisito a 75% con el propósito de alentar la producción norteamericana (Woolf, 1998). En la actualidad, es posible conseguir una exención impositiva del 100% para la producción televisiva y cinematográfica, siempre y cuando la mayoría del personal sean ciudadanos de la Unión Europea y la mitad del equipo que usen pertenezca a firmas del Reino Unido. Si estos términos de elegibilidad no se cumplen, cabe recurrir a un plan de retrocesión, en virtud del cual una compañía local compra los derechos de un filme y luego se los da en alquiler al productor (Department of Commerce, 2001: 72). ¿Qué hacen los expertos de la industria cinematográfica en estas circunstancias? Michael Kuhn, director general de Polygram Filmed Entertainment (PFE), la compañía que dominó la industria fílmica británica durante la década de 1990, consideraba que “Europa (cuando hablamos de las películas del circuito principal) es casi un Estado vasallo de las empresas de Hollywood”. De acuerdo con Kuhn, sólo “las instituciones supranacionales de gobierno” podían revertir las cosas, a falta de una sólida base financiera para competir con la mezcla hollywoodense de producción y distribución y con la discriminación estilo cártel de Estados Unidos a los productores europeos. Irónicamente, la PFE fue adquirida por el conglomerado de bebidas canadienses Seagram, y más tarde por la Euromultinacional Vivendi/Canal Plus, que a su vez instaló la oficina del director en Manhattan. El otro aspecto de la relación entre el cine y el Estado británicos es la función que cumple el medio cinematográfico como plenipotenciario cultural en el exterior. El Ministerio de Asuntos Exteriores se negó ostensiblemente a financiar películas británicas negras en el Festival de Cartago de 1992, pues se juzgó que “no serían representativas” y podrían “dar una mala imagen de Gran Bretaña [...] Después de todo, no son exactamente Howard's End” (citado en Julien, 1995: 16). En el primer festival británico-bengalí, realizado en Dacca en 1998, el Consejo Británico presentó películas con reminiscencias coloniales como Mrs. Brown, Chariots of Fire, The English Patient y A Night to Remember, junto con textos ambientados en el mundo contemporáneo y filmes de Bangladesh. En cada caso, se prefirió brindar una imagen homogénea del patrimonio y la paz social. La BBC asignó al nexo TV-cine cinco millones de libras anuales durante la década de 1990; una suma relativamente pequeña en términos de la industria fílmica, aunque la Corporación también compra los derechos televisivos a las películas producidas en forma independiente (Street, 1997: 22). BskyB, el servicio de TV satelital de Murdoch, invirtió poco dinero en películas británicas y participó en las preventas fílmicas desde 1994, a fin de satisfacer los requisitos referidos al contenido europeo (Hill, 1997: 160-61). Hacia finales de la década, Canal Cuatro expurgó a su personal de programación y dio comienzo a una compañía cinematográfica, Film Four Ltd., con

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fondos liberados ante la nueva oportunidad de reinvertir las ganancias. La nueva firma se concibió como un estudio fílmico y debió encarar una ardua tarea; en 1998, las películas de Canal Cuatro representaban sólo el 1% de los ingresos de taquilla en el Reino Unido. Al año siguiente, Film Four Ltd. anunció una asociación para la producción y distribución global con Arnon Milchan y la TF1, cuyo propósito era hacer y vender películas británicas y cuyas oficinas centrales se hallaban en Londres (Dawtrey y Carver, 1999). Desde luego, no tiene sentido extasiarse ante el éxito de Film Four como avanzada comercial, cuando la creciente comercialización no presagia nada bueno con respecto al acceso al canal por parte del sector minoritario e independiente o a su obligación constitucional para con el multiculturalismo (Dawtrey, 1999a). Asimismo, la división entre comercio y cultura puede verse también en funcionamiento en el British Film Institute (BFI) durante la década. La misión del BFI de archivar y desarrollar la cultura fílmica se extiende tanto a la producción como a la intervención política. A principios de la década de 1990, el Instituto emitió una serie de documentos que favorecían las películas comerciales y no las culturales. Promovió la restructuración de la industria, los incentivos para invertir aumentó las coproducciones e inauguró una firma para vender internacionalmente los filmes británicos (McIntyre, 1994: 103). Durante su permanencia allí como apparatchik de un gerenciamiento que apoyaba la asistencia social y como productor audiovisual, Colin MacCabe dijo que el BFI “había demostrado un compromiso a largo plazo con la televisión y el cine nacional que se articula plenamente con la multitud de culturas que hoy constituyen la moderna Gran Bretaña”, y consideró que el Reino Unido era el único país europeo capaz de “aunar genuinamente los talentos de una diversidad de comunidades” (1995: ix, x). De ese modo, el culturócrata MacCabe afirmó el papel permanente y trascendente desempeñado por una cultura cinematográfica inclusiva, en tanto que sus colegas “comerciócratas” proponían una nueva agenda. Ciertamente, la línea que los divide no es tan tajante como cabría suponer. A ambos les interesa la especificidad cinematográfica y la viabilidad comercial. Ello es evidente si se toma en cuenta la amplitud y yuxtaposición de sus obras, desde los panfletos de la Iniciativa Fílmica del Reino Unido tales como The View From Downing Street hasta el Museo de la Imagen Cinemática y BFI 2000. Las opiniones varían ampliamente con respecto a los méritos del British Screen Finance, una organización no gubernamental cuasi autónoma formada en 1986 para ayudar a las películas de orientación comercial. Ha operado a través de fondos estatales, de convenios con BskyB, de los excedentes monetarios del National Film Finance Corporation, del Canal Cuatro y de otros inversores, especialmente el Fondo Europeo para Coproducción. Según el productor David Puttnam, el BSF se ha conectado muy bien con Europa, atraído a nuevos talentos y ayudado a financiar proyectos insólitos, entre los cuales cita como ejemplos a Orlando, Scandal y The Crying Game (Puttnam con Watson, 1998: 250). El director Isaac Julien señala, en cambio, que a los cineastas negros se les niega sistemáticamente el apoyo. Además de los organismos centrados en Londres, existe una política cultural regional pujante, aunque con fondos insuficientes, auspiciada por el Archivo Escocés de Cine y Televisión y por las oficinas de producción en Gales, Irlanda del Norte y en ciudades escocesas como Sheffield y Glasgow, interesadas todas en incrementar sus credenciales culturales. (O no. Pues de manera harto extravagante, la Comisión Cinematográfica de Liverpool se publicita internacionalmente como “un sosías [...] de la Alemania nazi y de las ciudades del bloque oriental [sic]”) Estas obras

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están financiadas por el BFI, los consejos locales, los organismos para las artes y las Oficinas Escocesa y Galesa (Goodwin, 1998; McIntyre, 1996; Afilm.com, 2003). El Consejo de Cine Escocés y el Fondo para la Producción Cinematográfica Escocesa, fundados en la década de 1980, supervisaron el Fondo Cinematográfico de Glasgow, una entidad cuyos contribuyentes eran la Oficina de Desarrollo de Glasgow, el Municipio de esa ciudad, el Fondo Europeo de Desarrollo Regional y el Desarrollo Empresarial de Strathclyde. Esta mezcla de fuentes monetarias es típica, como lo es la decisión de combinar fondos en la filmación de narrativas convencionales de calidad en virtud de la nueva división internacional del trabajo cultural y no a través de un cine localmente estructurado de “corte” independiente (McArthur, 1994: 113). De acuerdo con Bruce: El rodaje de las compañías extranjeras en la locación [...] [alcanzó] un nivel récord en 1995, y Escocia estaba apareciendo en la pantalla mundial por derecho propio o como sucedáneo de cualquier otro sitio. (Alguien dijo que de haber habido un Oscar de 1996 “al país que más apoyo brindó”, Escocia lo hubiera ganado.) (1996: 4) Cuando los diversos organismos se amalgamaron en la Scottish Screen a fines de la década de 1990, hubo acusaciones de que los fondos locales iban a parar a los bolsillos de los ingleses, además de desatarse un escándalo cuando el consejo, compuesto por ejecutivos de televisión y por los escoceses residentes en Londres, votó a favor de la financiación de un proyecto de su propio presidente (Boyd, 1997). Un Consejo de Cine de Irlanda del Norte comenzó en 1989, a título voluntario, como un foro dedicado “al desarrollo y la comprensión del cine, la televisión y el video en la región”. El Departamento de Educación financió el Consejo a partir de 1992. Este pasó a ser un emplazamiento local para desembolsar el dinero del Consejo de las Artes relacionado con la pantalla y para combinar distintas fuentes de financiación, así como un ámbito público donde debatir la necesidad de regionalizar la producción de la BBC (Wilkins, 1994: 141, 143). En 1997 se creó la Comisión Cine-matográfica de Irlanda del Norte, la cual procuró atraer a la producción extranjera. Andrew Reid, un funcionario a cargo de las locaciones de la Comisión, dijo que “los productores vienen aquí esperando encontrar un montón de escombros [...] y terminan pasándolo de maravillas; y cuando les muestro las montañas, las playas y la grandiosidad del paisaje, simplemente no pueden creerlo” (citado en Gritten, 1998). Se rodaron cinco largometrajes en el Norte en 1997, más del doble de las películas hechas en la provincia desde 1947 (Cowan y Wertheimer, 1998; Gritten, 1998). Gran parte del dinero de que hoy disponen directa o indirectamente estos organismos proviene de la Lotería Nacional, lanzada en 1995 y, en la actualidad, una de las principales fuentes monetarias para la producción cinematográfica. Una de las ideas que flotaron en el ambiente bajo el gobierno de Major fue tomar 100 millones de libras de los fondos de la Lotería, más 200 millones aportados por los financistas para crear un gran estudio cinematográfico, que a su vez ofrecería acciones. Bajo el laborismo, el Consejo para las Artes nominó a tres miniestudios en calidad de concesionarios de la Lotería —DNA, Pathé y el Film Consortium— y los alentó para que unificaran la producción, la distribución y las ventas. La decisión no fue totalmente popular. En 1998, el gobierno anunció que la Lotería iba a asignar 27 millones de libras al cine, junto con 20.800.000 en

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subsidios anuales directos (Woolf, 1998). Tres años más tarde, prácticamente no había habido ningún éxito de crítica o de público. Ciertos críticos se lamentaron de que “las quejumbrosas estrellas culturales” se habían convertido en “codiciosos magnates” en virtud de un sistema que desalentaba la diversidad y la innovación (Adler, 1990; Boyd, 1997). Además de las medidas planificadas para estimular la filmación, otras políticas incidieron en la industria. El entusiasmo desregulatorio del gobierno conservador (1979-97) no se aplicó a los asuntos de moral pública como se lo hizo a la economía. La Ley de Grabaciones de Video de 1984 aumentó la censura como parte del pánico moral que suscitaban los jóvenes y los géneros populares; y la Ley de Justicia Penal de 1994 exigió que los censores se ocuparan del horror, del consumo de drogas, del comportamiento delictivo y de la violencia tras el asesinato de James Bulger (Richards, 1997: 176; Miller, 1998b: 62, 199-200). En otros frentes, la incorporación de compañías y la maquinaria de las relaciones industriales incidieron también en la filmación, junto con las medidas generales diseñadas para estimular la industria, tales como el Plan de Inversión Empresarial (KPMG, 1996: 225-53; Clarke, 1999). Cada nueva ola de aclamación suscitada por el cine británico durante la década de 1990 fue seguida de una decadencia lamentable, hasta el punto de que los triunfos de 1997 y 1998 llegaron a considerarse no como signos vitales sino, más bien, como precursores de un fracaso cíclico (Johnston, 1999). Cuando subió al poder el gobierno de Blair, este decretó la duplicación de la alícuota de taquilla del Reino Unido para las películas británicas. A los cien días de estar en el cargo, la nueva administración había designado un ministro de Cine por primera vez en el país, anunciado a tres beneficiarios de la Lotería, permitido al Canal Cuatro gastar más en filmación e introducido un reembolso tributario del 100% para la producción (una medida que luego resultó problemática debido a las normas de la Unión Europea). Todo ello se hizo para “contribuir a que la industria del cine evolucione desde una serie de pequeñas compañías artesanales hacia una industria moderna y adecuadamente integrada” (Departamento de Cultura). Los planes consideraban una suba anual de 24 millones de dólares destinados al desarrollo, la producción y distribución mediante un gravamen voluntario a las compañías cinematográficas del Reino Unido, incluidas las subsidiarias de las firmas estadounidenses, con el objeto de formar un “Fondo para toda la Industria”. Pero la idea se desechó hacia fines de 1998, cuando resultó evidente que tanto las compañías de televisión como los estudios de Hollywood se mostraban reacios a pagar el gravamen (Adler, 1990). El gobierno reestructuró el financiamiento del cine bajo la coordinación del British Film, una nueva amalgama del BFI, la RFC y la sección cinematográfica del Consejo para las Artes de Inglaterra, que además administra la lotería (Boehm, 1998). Entretanto, la Comisión Consultiva sobre Política Cinematográfica del gobierno había identificado cuatro zonas débiles en la industria local: la capacitación, la comercialización, la distribución y el desarrollo. Se formaron comisiones del gobierno y la industria para abordar esos temas y para establecer contactos con fuentes de financiación privada (Dawtrey, 1998). Quienes criticaban los planes aducían que estos agregaban más burocracia a instituciones de por sí maniatadas; para quienes los apoyaban, las nuevas disposiciones modernizarían y coordinarían la industria. Mientras tanto, la capacitación se había desplazado a un modelo corporativista debido a la influencia de Skillset, un organismo tripartito cuyo presidente titular era Puttnam (“Northern”, 1999).

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La retórica de modernización del Laborismo en la década de 1990 respondía a las políticas industriales más amplias del gobierno (Mitchell, 2001; Pratten y Deakin, 2000). El desplazamiento a la sustitución de importaciones y a una industrialización cultural centrada en la exportación privilegió a las grandes entidades consolidadas que podían competir mutuamente. En el ámbito cinematográfico, se prefirió el modelo populista, apolítico y de gran presupuesto al cine artesanal “pobre” articulado en torno a cuestiones sociales. Según Puttnam, “la resistencia cultural fuerte se construye mejor sobre la base de una sólida comprensión de las realidades del mercado”. Insiste en la necesidad de “alejarse de la dependencia de la defensa cultural y concentrar nuestras energías en el éxito industrial” (citado en Tonkin, 1997 y Finney, 1996: 8). El ministro de Cine, Tom Clarke, abogó por los filmes “hechos con pasión, alimentados con dinero contante y sonante” y manifestó su entusiasmo por “las grandes compañías integradas verticalmente con bolsillos bien profundos”. Pero el objetivo de incrementar la proporción de ingresos de las películas del Reino Unido destinada al cine británico fue difícil de lograr: las acciones cayeron a la mitad de su valor en 1998 (“European Film”, 1999). Los outsiders se preguntaban si la intervención directa del Estado mediante cupos y recaudaciones solucionaría las cosas (Christie, 1997). Alan Parker, director de cine y autor del comentario “el cine necesita de la teoría tanto como de un arañazo en el negativo”, fue designado director de un nuevo Consejo Cinematográfico en 1999, cuyo apparatchik clave era un experto del BFI. Ello unificó el BFI, la Comisión de Cine y las Finanzas para la Pantalla (Dawtrey, 1999b y 1999c). Entre la industria y la cultura ya no había zonas “tapones” y los críticos aguardaban atentamente los resultados. En el ínterin, la BBC superó por primera vez a la ITV en 2000, cuando Greg Dyke, el hombre que se enorgullecía de haber traído el programa de juegos de Grundy a la televisión del Reino Unido, celebró su primer año a cargo de un “servicio público” totalmente orientado al lucro. La esfera latina de la pantalla Nos ocupamos ahora de un conjunto diferente de proyectos audiovisuales: las luchas por lo nacional-popular en la producción de la pantalla latinoamericana del siglo XX. A diferencia de los ejemplos australiano y británico, estas luchas se llevaron a cabo contra un telón de fondo y, a veces, en el primer plano, de cambios políticos sistémicos, frecuentemente violentos. Pero a semejanza de nuestros primeros estudios de caso, las industrias cinematográficas latinoame-ricanas se caracterizan por infraestructuras industriales débiles, la subordinación a Hollywood y el éxito sólo en períodos de apoyo estatal considerable (Johnson, 1996: 133): el cine argentino en la época de Perón (1945-55) y de la redemocratización, durante la transición de la dictadura (1983-90); el cine chileno durante el gobierno de Allende (1970-73), cuando fue incluido en un organismo gubernamental; los cines venezolano y colombiano incentivados por dos instituciones estatales, el Fondo de Promoción Cinematográfica (Focine) y el Fondo de Fomento Cinematográfico (Foncine), respectivamente; y, por cierto, el cine cubano durante los gobiernos de Fidel Castro, desde 1959 hasta el presente. Se trata de gestiones cuyo objetivo es producir formas de nacionalismo modernizadoras susceptibles de mediar simbólicamente entre el ciudadano y el Estado (Burton-Carvaj, 2000: 195-96). En la década de 1990, la política cinematográfica fue abolida en Colombia, transformada en México y diezmada en Brasil. Las importaciones de Estados Unidos constituyeron más de la mitad de todos los filmes proyectados en el continente, y cayeron en desuso los cupos nacionales de exhibición. El empeoramiento de las condiciones económicas desde principios de la

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década de 1980 incrementó irónicamente la dependencia con respecto a las instituciones globales neoliberales y redujo la función desempeñada por el público en los medios masivos (Johnson, 1996: 129, 131, 136; Fox, 1997: 192). Sin embargo, las cosas no siempre fueron así. En los primeros años de la centuria, emergieron industrias cinematográficas en Argentina, Brasil y México financiadas por capitales privados pero con poca protección y promoción estatal. Estos países, que contaban con grandes mercados nacionales, establecieron estudios en la década de 1930 para sacar provecho de un público interesado en la música: en México, Chapultepec Studios, expandido por Nacional Productora (1931) y Clasa (1934); en Argentina, Lumiton (1932) y Argentina Sono Films (1937); y en Brasil, Cinédia Studios (1930) y Brasil Vita Filmes (1933). La mayoría de los actores, directores y técnicos tenían experiencia en Hollywood (King, 1998: 456). Estos estudios produjeron películas de éxito en las décadas de 1930 y 1940, basadas en la música y en otros rasgos culturales de un naciona-lismo populista específico de cada país: el melodrama de la Revolución en México y los musicales y melodramas en Argentina y Brasil. Allá en el rancho grande (1936) de Fernando de Fuentes, el film latinoamericano de mayor éxito, tomó al charro cantor como su icono característico partiendo de los estereotipos del norte de México, pero también adaptándolo a los actores de Hollywood Roy Rogers y Gene Autry. Estos charros y mariachis rememoraban la época prerrevolucionaria, en la que todos “conocían su lugar”. Lázaro Cárdenas, el presidente radical que propugnó la reforma agraria durante ese período, no interfirió en la imaginería reaccionaria proyectada por la industria, pues las películas significaban fructíferas exportaciones al resto de América Latina (King, 1998: 467). Pese a la popularidad del cine mexicano, Hollywood continuó predominando aun entonces. En el decenio de 1930, los filmes mexicanos daban cuenta del 6,5% del mercado interno y Hollywood, del 78,9%. Durante este período se impuso la exhibición obligatoria de las películas locales: en Brasil, desde 1932; en México, desde 1939 y en Argentina, desde 1944 (Johnson, 1996: 136). Al igual que las rancheras y las películas ambientadas en clubes nocturnos en México, en la década de 1930 la industria argentina respaldó los filmes basados en el tango, siguiendo la pista de los éxitos de la Paramount con Carlos Gardel. José “El Negro” Ferreyra formó un dúo con la estrella de la pantalla Libertad Lamarque, y las canciones servían para puntualizar los momentos culminantes de los melodramas. En Brasil, el vehículo musical fue la chanchada, procedente de las rutinas del vaudeville del teatro cómico brasileño (King, 1998: 468-69). Estas películas incorporaron cantantes que ya eran famosos en la radio y en el teatro popular: Paraguaçu, Noel Rosa, Gaó, Napoleão Tavares y Alzirinha Camargo. Cuando el cine, la música y el teatro se unificaron, se produjo una integración horizontal de las industrias de la cultura. Wallace Downey, director de Coisas nossas (1931), por ejemplo, fue un ejecutivo en Columbia Records. Cinédia Studios produjo los mayores éxitos, tal como Alô, Alô Brasil de Gonzaga (1935) y Alô, Aló Carnaval (1936), protagonizado por las hermanas Miranda. Carmen Miranda fue la cantante más exitosa de ese período, con más de 300 discos, cinco álbumes y nueve giras por América Latina, antes de irrumpir en el escenario de Nueva York en 1939 y de ser contratada inmediatamente por la Fox (King, 1998: 469). Cabe decir que la primera y principal política de la industria audiovisual patrocinada por el Estado provino de Estados Unidos. Como vimos en el capítulo 1, el Departamento de Estado y la Ociaa persuadieron a los países latinoamericanos de entrar en la Segunda Guerra Mundial en calidad de aliados, reformulando la manera como los “americanos” retrataban a los “latinos”. El Departamento

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de Estado llegó hasta el punto de incrementar la producción cinematográfica en América Latina, auspiciando las conexiones con Hollywood, exportando tecnología (y negándole a Argentina las partidas de fílmico como castigo por no apoyar a los aliados). Las industrias cinematográficas nacionales más pujantes recibieron el apoyo del capital privado, pues el Estado (Cárdenas en México, Vargas en Brasil) “hizo muy poco por proteger o auspiciar la producción local” (King, 1998: 470). Sin embargo, hacia 1942, instituciones del gobierno mexicano como el Banco de México complementaron iniciativas privadas tales como la del Banco Cinema-tográfico. En esas circunstancias, la década de 1940 se convirtió en la Edad de Oro del cine mexicano, con una hueste de talentosos directores y cineastas, un reparto estelar y un sindicato poderoso. El cine argentino demostró su valía en el decenio de 1940, con los complejos dramas urbanos de Luis César Amadori y Francisco Mujica. Sin embargo, debido a la falta de símbolos nacionalistas fuertes –salvo el gaucho y la pampa, que inspiraron unos pocos filmes– no hubo un cine nacional-popular equivalente al de México. Más aun, cuando llegó la intervención estatal bajo la forma de un sistema de cupos, préstamos de bancos del Estado para la producción y restricciones a la repatriación de las ganancias de las compañías extranjeras, la censura ejercida por la Subsecretaría de Información y Prensa durante el régimen de Juan Domingo Perón (1946-1955) desalentó a muchos cineastas y actores. Varios de ellos partieron al exilio, especialmente a México. Pese a algunos notables cineastas como Leopoldo Torres Ríos, Torre Nilsson, Hugo Fregonese y Hugo del Carril, la mayoría de los préstamos destinados a la producción fueron a parar a los directores de películas mediocres de clase B. Quizás el aspecto nacionalista más importante de la pantalla durante ese período fue el espectáculo político, equivalente al de Roosevelt y Hitler, cuando Perón remedaba el estilo y el comportamiento de Carlos Gardel y “actuaba con” su esposa Evita (Eva Duarte), quien había sido una actriz menor. A diferencia de las industrias de México o de Argentina, que podían exportar sus películas a todo el continente y a España, la lengua portuguesa limitaba a los productores brasileños al mercado interno. En verdad, hasta la década de 1970 no se hizo ningún intento por crear una política en favor de un mercado lusohablante que se extendiese a otros países cuyo idioma era el portugués, pero esa tentativa no sirvió de mucho (Farias, 1983). Las chanchadas del decenio de 1930, una combinación de música, baile y comedia, seguían siendo populares en la década de 1940. Atlántida, el primer productor de chanchadas, tuvo un gran éxito financiero e incrementó su alícuota en el mercado cuando pasó a formar parte del imperio mediático verticalista de Luiz Severiano Ribeiro en 1947. Este éxito fue incentivado por el requisito del cupo nacional impuesto ese año por el régimen de Vargas (Johnson y Stam, 1995: 29). En la década de 1960, el cine se politizó en la mayoría de los países latinoamericanos, tanto dentro como fuera del Estado. La Revolución Cubana de 1959 significó un poderoso estímulo para difundir el pensamiento de izquierdistas y anti dependentistas en toda la región, quienes también exploraron los movimientos de profunda raigambre nacional y popular en casi todos los países latinoamericanos. Cuando esos movimientos empezaron a desempeñar un papel en el proceso hegemónico, sus perspectivas fueron relativamente incorporadas en la ideología vigente, hasta el punto que los institutos dedicados a las ciencias sociales, los organismos estatales y las producciones independientes adhirieron todos a la “cultura popular”.

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Este término significa algo muy diferente de sus connotaciones en los países dominados por los anglos, donde el vocablo “popular” se refiere normalmente a la recepción masiva de las mercancías de las industrias culturales. Los latinoamericanos se esforzaron, en cambio, por permear su obra con la perspectiva “del pueblo”, una tarea que no se llevó a cabo sin fallos, especialmente en las cuestiones relacionadas con la representación y la experiencia visual. Además de estos problemas, la reacción a menudo brutal de las fuerzas conservadoras tuvo por consecuencia la eventual eliminación de las iniciativas populares y revolucionarias en política y en cultura: en Brasil, en 1964; en Chile, en 1974; en Argentina, en 1976, etcétera. El modelo de un estado cultural fuerte predominó, aunque bajo diversas formas, en las dictaduras militares fascistas latinoamericanas desde la década de 1960 hasta la década de 1980. Empero, las autoridades brasileñas del período 1964-85 favorecieron una infraestructura dirigida por el Estado con compañías mediáticas privadas como parte del proyecto de modernización, en tanto que la dictadura peruana (1968-80) decidió ampliar el interés de los medios masivos por la gente común. En cada caso, se encomendó a una elite tecnócrata la tarea de modernización (Waisbord, 2000: 55; Fox, 1997: 193). A partir del decenio de 1960, el cine latinoamericano no puede entenderse si se lo separa de su interés por la reconstrucción de la sociedad y del lugar fundamental que ocupa lo popular en tales gestiones. Ello se vuelve especialmente complicado con la democratización de la década de 1990, en la cual el ac-tivismo del movimiento social y el clientelismo se hallan crucialmente imbricados y en conflicto, y lo están de una manera inconmensurable con los discursos eurocéntricos de la normatividad weberiana del servicio público (Krischke, 2000: 111). La construcción de una voluntad nacional-popular en las sociedades latinoamericanas enfrentó desafíos similares a los descriptos por Gramsci (véase la Introducción). Juan Carlos Portantiero, por ejemplo, consideró que el análisis gramsciano del “cesarismo” y del “bonapartismo” eran aplicables a los populismos nacionalistas de América Latina, específicamente el varguismo en Brasil, el cardenismo en México, el peronismo en Argentina y el aprismo en Perú. Esta situación se produce cuando un antagonismo potencialmente catastrófico entre fuerzas sociales es intervenido por un tercer actor, digamos los militares, quienes ponen en movimiento un conjunto de “fuerzas auxiliares [a menudo populares] dirigidas por su influencia hegemónica y sometidas a ella”; y “logran, hasta cierto punto, difundir sus intereses en el Estado y reemplazar a una parte de los dirigentes” (Gramsci, 1971: 219-20). En este caso, las fuerzas populares no toman obviamente el poder, sino algunas de sus agendas, sobre todo aquellas que fueron articuladas con la ofensiva ideológica del tercer actor contra las fuerzas dominantes. Bajo los gobiernos brasileños populistas y desarrollistas de Getúlio Vargas, Juscelino Kubitschek, Jânio Quadros y João Goulart, correspondientes a las décadas de 1950 y 1960, los intelectuales de izquierda pudieron insertar ciertas demandas en la política estatal como parte de su adhesión a las causas populares. En Cinema: Trajetória no Subdesenvolvimento, Paulo Emilio Salles Gomes considera que se trató de un período de amplia renovación cultural, que se expresó en la música, el teatro, las ciencias sociales y la literatura (p. 82). La formación de un público compuesto por la clase media urbana, no necesariamente caracterizado por rasgos masivos, resultó fundamental para el teatro y el cine de corte político y artístico (Ortiz, 1985: 103-104). Este fue el público de la primera fase del Cinema Novo brasileño, el cual procuró formular un nuevo lenguaje visual y narrativo explotando experimentalmente sus limitados recursos económicos y tecnológicos y asentándose en el cine de autor y no en el modelo industrial promovido por el Instituto Nacional do

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Cinema, creado en 1966 bajo la dictadura militar. Glauber Rocha, el cineasta a quien más se asocia con el Cinema Novo, captura su esencia en “An Esthetic of Hunger”, donde defiende la violencia revolucionaria contra el hambre impuesta por los colonizadores de Brasil y de otros países del Tercer Mundo. Entre los colonizadores incluye al “cine industrial”, por haber transado con “la mentira y la explotación”. El motor de Cinema Novo reside, por el contrario, en “lograr que el público tome conciencia de su miseria” y de ese modo se levante contra sus colonizadores (1985: 69-70). Los proyectos relativos al progreso de los decenios de 1950 y 1960 fueron un catalizador para la movilización popular. El contexto intelectual donde se desarrolló el anti-industrial Cinema Novo refleja ese fenómeno. A mediados de la década de 1950, llegaron el reformismo del Instituto Superior de Estudos Brasileiros (ISEB), los Centros Populares de Cultura marxistas, el movimiento para despertar la conciencia, del ala izquierda católica, y el Movimiento por la Cultura Popular del Nordeste (Ortiz, 1985: 162). Al igual que la Teología de la Liberación, estos movimientos “optaron por los pobres”, esto es, por lo popular. Fueron el blanco del golpe militar en 1964 y de los sucesivos golpes dentro del golpe acontecidos desde 1968 a 1973, que adherían a una línea más dura. Los militares formularon políticas claras para modernizar la sociedad brasileña, para resignificar y transformar el concepto y la realidad mismas de lo popular, no ya desde una perspectiva enraizada en las luchas culturales y de clase, sino desde una idea de popularidad definida por los mercados de consumo. Por consiguiente, el Instituto Nacional do Cinema y Embrafilme (la productora nacional fundada a fines de la década de 1960) atacaron a los exponentes más radicales de Cinema Novo, particularmente a Glauber Rocha. Aunque en su primera fase (196064) Cinema Novo hizo películas realistas, en su segunda fase (1964-68) trató de atraer a un público masivo sin recurrir al modelo industrial. De acuerdo con el cineasta Gustavo Dahl, esta era “la condición esencial para la acción política en el cine” (1995: 2). La industria cinematográfica estadounidense, que controlaba la distribución y exhibición, frustró sin embargo la posibilidad de llegar a un público masivo. En consecuencia, Cinema Novo se desplazó hacia el refinamiento técnico y los valores de producción, especialmente en su tercera fase, en la cual sus películas fueron por primera vez éxitos de taquilla. Estos directores generalmente trataban de hacer ambas cosas: continuar con la crítica de la represión y del subdesarrollo, aunque de un modo alegórico a fin de evitar la censura y a la vez sacar ventaja de los nuevos incentivos, subsidios y cupos suministrados por los organismos estatales, el Instituto Nacional do Cinema y Embrafilme. Cuando muchos directores de Cinema Novo se exiliaron (1971-72), el cine brasileño comenzó a florecer con películas populares (en sentido mercantil) subsidiadas y protegidas nacionalmente, tales como las pornochanchadas o comedias eróticas. Hacia fines del decenio de 1970, los intentos del gobierno autoritario por modernizar la cultura habían generado una contradicción flagrante: atraer enormes sumas de inversión extranjera para fomentar el desarrollo, cuyo resultado fue una descomunal deuda externa que puso fin al “milagro económico” luego de 1973. Al mismo tiempo, sus gestiones desarrollistas se formularon en una retórica antiimperialista (Ortiz, 1985: 184) que se tradujo de inmediato en la protección del Estado a la industria cinematográfica. Contra las presiones ejercidas por las empresas transnacionales mediáticas extranjeras y por la Asociación para la Exportación de Películas Norteamericanas, el gobierno promovió una legislación según la cual las salas de cine debían proyectar filmes brasileños al menos 133 días al año e incluir un cortometraje de ese país por cada película

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foránea. El resultado fue el rodaje de 22 filmes anuales entre 1957 y 1966, 89 en 1975 y 103 en 1980. El incremento en el número de películas no reflejó el desarrollo de un cine crítico, sino el éxito de un gobierno autoritario en poner en marcha un enorme mercado de consumo. Rui Guerra, otro cineasta de Cinema Novo, señaló, hacia fines de la década de 1970, que el Estado tuvo éxito en traducir lo popular en un “pretexto para mejorar la comercialización” (1995: 101). En efecto, desde esta perspectiva Cinema Novo fue criticado por ser “elitista”, pues se dirigía a pequeños públicos, en contradicción con la “comunicación universal” del mercado (Ortiz, 1985: 168). Esta traducción de lo popular también se puso de manifiesto con la aparición de la telenovela, el género televisivo que goza de mayor popularidad. En Brasil surgieron debates en cuanto al valor de la telenovela para reflejar la realidad nacional. En la década de 1970, se escribieron y emitieron telenovelas realistas y no alienadas que despertaban el interés del pueblo (o povo), un hecho que demostraba, para algunos comentaristas, que el mercado podía satisfacer la exigencia de reflejar lo nacional mejor que otras formas. La aceptación de la telenovela marca el surgimiento de un punto de vista populista, según el cual un público masivo implica democratización y un público restringido connota el control de una elite con un considerable capital cultural. Así pues, se criticaba ahora a Cinema Novo por crear un cine “popular” sin el pueblo. El populismo y el nacionalismo caracterizaron la evolución de la cinematografía de otros países en las décadas de 1960 y 1970. En Argentina, el cine de autor de Nilsson y su temática urbana había recibido el espaldarazo de los críticos de la Nouvelle Vague francesa y, por tanto, había ejercido una enorme influencia. Hacia mediados de la década de 1960, hubo empero una resistencia política e intelectual a la dictadura militar de Onganía. El cine “nacional-popular” de Birri, quien procuró adaptar el neorrealismo al contexto latinoamericano en el decenio de 1950 y desafiar la distribución y los circuitos de exhibición del cine comercial, sirvió de inspiración a una nueva generación. Sus principales exponentes fueron Fernando Solanas y Octavio Getino, quienes filmaron La hora de los hornos (1966-68). Al igual que Cinema Novo, las raíces de este “Tercer Cine” no se encuentran ni en Europa ni en Norteamérica, sino en África, Asia y América Latina, incluido el populismo obrerista del peronismo, un movimiento político vigente que continúa despertando apasionadas lealtades, pese al giro hacia la derecha producido a mediados de la década de 1970 con el retorno de Perón a la Argentina y el ascenso a la presidencia de su segunda esposa, luego de la muerte del líder. Con el fin de las dictaduras fascistas que gobernaron el país desde la década de 1970 hasta principios de la de 1980, el cine argentino se liberó de una censura estricta, pero el advenimiento de las políticas neoliberales del ajuste estructural incidieron negativamente en el apoyo estatal y permitieron, en cambio, una alianza multimedia en el cine entre el gobierno y los canales privados de televisión, que tuvo un cierto éxito popular. A los proyectos alternativos les resultó difícil conseguir apoyo (Falicov, 2000). El neoliberalismo también le hizo el juego a un ethos nacionalista de producción. Las estrategias de representación impuestas por la Nueva División Internacional del Trabajo Cultural al cine mexicano ciertamente no las convierten en un vehículo viable para mostrar las realidades mexicanas. En la década de 1960, directores importantes como John Huston y Sam Peckinpah filmaron en México porque el paisaje les resultaba adecuado, y Richard Burton, Elizabeth Taylor y sus concomitantes paparazzi transformaron Puerto Vallarta en un lugar turístico (Tegel, 2001). En Durando, se rodaron más de cien westerns y filmes de género en las mismas décadas porque sus

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obreros no pertenecían a ningún sindicato. Pero las producciones offshore se desplazaron cuando otras locaciones compitieron por la atención de los estudios cinematográficos (Sutter, 1998a). El éxito de Titanic a fines del decenio de 1990 demostró nuevamente que México era un sitio clave para la producción offshore. Restituir México al mapa de Hollywood le valió a James Cameron la Orden del Águila Azteca por parte de un gobierno agradecido, que le ofrece a Hollywood mano de obra dócil, una burocracia mínima, un peso débil, muchos técnicos formados en Estados Unidos y una nueva comisión de cine que provee servicios de intermediación. Se trata de un testimonio cinematográfico del Nafta, que ha visto el número promedio anual de producciones offshore en México aumentar de siete a diecisiete, en tanto que se facilita el envío de fílmico y el equipo de efectos especiales, particularmente en las producciones de bajo presupuesto (LaFranchi, 1999; Riely, 1999). Los obreros locales que trabajaron en Titanic, en Rosarito, una maquiladora situada a 96 kilómetros al sur de la frontera, se refirieron a niveles horrendos de explotación y maltrato cuando el Estado eliminó a un sindicato de izquierda en favor de los comparsas del gerenciamiento. El nuevo “sindicato” de cine mexicano tiene incluso una oficina en Los Ángeles para tranquilizar a los ansiosos expertos de la industria en cuanto a su cooperación y para mantenerse al día en cuanto a los coeficientes salariales en Estados Unidos, con el propósito de recortarlos (Sutter, 1998a; Swift, 1999). Los canales de televisión en lengua española situados en Estados Unidos generalmente usan voces en off para los comerciales extranjeros a través de líneas telefónicas de alta calidad, lo cual les permite utilizar trabajadores no sindicalizados (Poner, 2000). The Mexican se filmó parcialmente en Real de Catorce, la primera locación en San Luis Potosí usada por Hollywood. Se promocionó el hecho de que la producción había invertido 10.000 dólares en nuevas cañerías de agua y utilizado una surgente en una mina abandonada —sin duda para que sus estrellas, Brad Pitt y Julia Roberts, pudieran beber cada mañana el agua más pura— y que las ventas de la tienda local de comestibles habían aumentado un 20% durante la filmación. Mientras tanto, los obreros de la construcción recibían una paga de 12 dólares diarios para igualar los salarios de 40 millones de Pitt y Roberts (Pfister, 2000). En 1999, el carpintero de un sindicato en Hollywood ganaba 275 dólares por ocho horas de trabajo, y el carpintero de un sindicato en México, 216 dólares por 55 horas. “México se está convirtiendo en una maquiladora de películas semanales” (Riely, 1999), así como en un lugar fronterizo y barato para el ensamblado de automóviles. E incluso ofrece extras menonitas sin mestizaje alguno para compensar el hecho de que “aquí la gente se ve diferente” (Riely, 1999). Así pues, no nos sorprende que Rupert Murdoch cite con aprobación el número de trabajadores europeos empleados de forma invisible en el rodaje de Titanic: “esta cooperación cultural transfronteriza no es el resultado de la regulación sino de las fuerzas del mercado. Es la libertad de mover el capital, la tecnología y el talento alrededor del mundo lo que agrega valor, revigoriza los mercados débiles y crea otros nuevos”. Cuán irónico que los trabajadores sumergidos al final de los créditos (o que ni siquiera aparecen en el listado) les “deban” el sustento a un barco hundido por un hielo invisible y a la hybris comercial. Y que Titanic haya puesto en peligro el medio de vida permanente de la gente de Popotla, por cuanto la producción ictícola y la pesca local ha disminuido en un tercio debido al proyecto de la Fox de desinfectar las aguas con cloro (Pfister, 2000). Entretanto, la Radio Pública Nacional comunicó, en su emisión del 24 de marzo de 2000, que Murdoch le pedía al gobierno mexicano que ofreciera incentivos financieros para producciones offshore, pues la privatización de la industria cinematográfica durante la década de 1990 había

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diezmado la producción local. Esto se encuentra a cierta distancia de lo nacional-popular, y México puede ser un modelo para otros países latinoamericanos. Conclusión Mi deseo es garantizar que [...] la filmación en el Reino Unido continúe siendo una experiencia grata y lucrativa para las compañías extranjeras.

Chris Smith, ministro de Cultura del Reino Unido (Departamento para la Cultura) Es obvio que la política audiovisual padece el mismo dilema en todas partes: la relación entre el comercio y la cultura. Siempre existe una lucha entre 1) el deseo de que un sector viable de la economía proporcione empleo, divisas y efectos multiplicadores; y 2) el deseo de un cine nacional representativo que trascienda lo monetario y procure que la sociedad reflexione sobre sí misma a través del drama, tal como ocurre en las obras menos orientadas a las ganancias de Leopoldo, Tracey Moffat, Derek Jarman, Julien, Mike Leigh, Solanas, Jane Campion y Sally Potter. Para facilitar la lucha, necesitamos utilizar las contradicciones de cada lado de la división discursiva entre el consumidor y el ciudadano, criticando tanto las descripciones neoclásicas de los consumidores como los puntos de vista del modelo de los efectos nacionales y del modelo de los efectos globales sobre la ciudadanía. Conviene estar atentos y no incurrir en la retórica de la ciudadanía adoptada de una forma discriminatoria y excluyente (pensemos siempre en el no consumidor; en el no ciudadano y en su destino), así como exigir que cada parte de la división consumidor-ciudadano ilustre: 1) la historia que justifica, o bien el consumo, o bien la ciudadanía; 2) la relación entre el capital multinacional, la democracia y la diversidad; y 3) el papel que desempeña el Estado en el consumo y el desempeñado por las empresas en la ciudadanía. Finalmente, debemos remitirnos a los intereses de la minoría, del indígena y del migrante toda vez que se nos dice que los consumidores no son identificables o que los ciudadanos se encuentran en el centro de la cultura dentro de fronteras. Los requisitos de Colin McArthur para una cultura cinematográfica escocesa hacen referencia a la fuente de las controversias: “una lucha encarnizada e históricamente específica con las contradicciones del [...] pasado y del presente, un conjunto de temas y estilos discernibles que equivale a una colectividad” (1994: 1115). La responsabilidad del gobierno democrático –dirigir una población en todas sus formas de vida– debe animar la política. En caso contrario, veremos “filmes sin raíces al estilo Titanic, exentos de geografía, cultura o humor, que representan tanto a Praga como a Peoria”. En el mercado del Reino Unido, por ejemplo, ello contribuye a multiplicar a los Mister Bean y Mister Bond, pero no a las Miss Potter ni a los Mister Julien (Hibbin, 1998). Tras la retórica de la representación nacional se encubren intereses sectoriales. Debajo del sudario del libre mercado residen los signos de la trascendencia política. El ciudadano y el consumidor se reúnen en improbables encrucijadas que necesitan de la acción política, tal como señala la siguiente cita de Michèle Mattelart, una intelectual que trabajó con el gobierno socialista de Salvador Allende en Chile (1970-73):

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¿Cómo alinear la lógica del comercio con la lógica social que gobierna los intereses grupales, con la base siempre más amplia de la producción audiovisual, con la participación de los ciudadanos en la elección de tecnologías y la definición de su uso? ¿Es un “producto local” aquel que permite a una colectividad específica expresar sus sonidos e imágenes, compatibles con el mercado internacional, y apropiárselos? ¿Existe un producto alternativo que pueda ser internacional, aunque no dentro del molde de una cultura masiva transnacionalizada? (1998: 430). Para los activistas de la esfera del entretenimiento se trata de un dilema vigente. Los intelectuales que operan como críticos del Estado para generar libertades u oportunidades artísticas adicionales, caminan siempre por una línea extremadamente fina. Deben discurrir entre la promoción de un nacionalismo chauvinista y la protección de una burguesía indolente, por un lado, y garantizar a la cultura audiovisual una especificidad local y democrática, por el otro. Y el espectro del liberalismo se cierne más amenazante que nunca, como una suerte de factor implícito de deflación en las afirmaciones político-culturales. Cuando los estudios de Hollywood ganaron un caso en la Suprema Corte Mexicana en marzo de 2000 contra una cláusula de la Ley Federal de Cine –que exige subtitular, pero no doblar las películas importadas–, alegando que ello discriminaba a 20 millones de mexicanos que no leen debido a la edad, a la vista, al lenguaje o a cuestiones de alfabetización (Tegel, 2000), se puso de manifiesto todo cuanto estaba en juego. Apenas Estados Unidos pretendió cínicamente hablar en nombre de un grupo excluido, que probablemente nunca sería lo bastante rico para constituir un público cinematográfico consistente, a fin de incrementar la explotación de los actuales consumidores, salió a la luz la hipocresía del Estado mexicano, comprometido con un nacionalismo cultural inclusivo. La Suprema Corte australiana acababa de decidir que los programas de televisión de Nueva Zelanda se consideraban locales según los términos del tratado de comercio firmado por ambos países, subordinando de ese modo la protección culturalista a los preceptos del comercio aduanero. (O'Reagan, 2001: 30-31). Así pues, la incierta danza del laissez-faire y de la producción audiovisual continuaba.

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