martens, thierry - nueva guia de la asamblea cristiana 03

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semana de ceniza a ÉH domingo de pascua •:« m m v a •*:•:*:•: fcolenr.inn CHRISTUS PASTOR

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Page 1: Martens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 03

semana de ceniza a

ÉH domingo de pascua

•:« m PÍ m v a •*:•:*:•: fcolenr.inn CHRISTUS PASTOR

Page 2: Martens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 03

Thierry MAERTENS y Jean FRISQUE

NUEVA GUIA DE LA

ASAMBLEA CRISTM^JA

TOMO III

SEMANA DE CENIZA A DOMINGO DE PASCUA

EDICIONES MAROVA, S. L. Viriato, 55 - Madrid-10

Page 3: Martens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 03

Esta NUEVA GUÍA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA se publica simultáneamente en ocho idiomas y ha sido escrita originalmente en francés. La traducción al castellano es de FLORENTINO PÉREZ, y la portada ha «ido diseñada por TONI PEREGRÍN.

Nihil obs ta t : V. DESCAMPS, can. libr. cens.

I m p r i m a t u r : J . THOMAS, vic. gen., Tornaci , die 3 octobris 1969.

Depósito Lega l : M. 24097.—1969 (III).

© P a r a la edición cas te l lana: EDICIONES MAROVA, S. L.

Viriato, 55, Madrid (España), 1970.

P r in ted in Spain. Impreso en España por

GRÁFICAS HALAR, S. L., Andrés de la Cuerda, 4, Madrid, 1970.

SEMANA DE CENIZA

I. Joel 2, 12-18 El libro de Joel fue escrito con motivo de una 1.a lectura catástrofe que se cernió sobre Judea hacia el miércoles año 400 antes de Jesucristo. Una invasión de

sal tamontes transforma el país en desierto (1, 4; 2, 3-5), has ta el punto que no queda ni siquiera con qué ofre­cer la oblación y la libación cotidianas del Templo (1, 9). La reacción del profeta ante esta catástrofe es doble: pregunta pri­mero a un joven oficial (nuestro pasaje), por qué Dios puede poner término a la calamidad. Traslada después este "día de Yahvé" en la escatología (3-4), explicando lo que será el juicio de Dios y la era paradisíaca que seguirá si Dios perdona a su pueblo como va a perdonarlo finalmente en la presente catás­trofe.

* * #

Y es que, después de la plaga de saltamontes, Dios puede muy bien conceder su bendición a su pueblo y procurarle riquezas su­ficientes para mantener la oblación y la libación cotidianas (2, 14), si al menos el apuno refleja la unanimidad del pueblo en su conversión (ancianos, niños, lactantes, esposos, sacerdotes) y si es el signo de una verdadera conversión interior (2, 13). La respuesta de Dios a este ayuno la descubre el profeta como una vuelta a la era paradisíaca (2, 19-26). La catástrofe y el ayuno oficial se convierten así en el símbolo de las purificaciones y de los sufrimientos que ha rán que el pueblo entre, en el día del juicio, en la era definitiva de la felicidad (4, 18-21).

Así, pues, al mismo tiempo que Joel define las condiciones de un ayuno agradable a Dios (ayuno general e interior), le asigna su dimensión escatológica: es la prenda de la felicidad y de la vida con Dios.

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II. Mateo 6, 1-6, 16-18 El breve discurso de Cristo sobre la jus-evangelio ticia que hay que hacer en el secreto, miércoles constituye de hecho un discurso aparte

en el Sermón de la Montaña. La unidad de estos versículos se advierte en un riguroso paralelismo de vocabulario y de esquema:

Cuando... no..., como los hipócritas... para parecer a los hombres... En verdad Yo os digo, reciben su recompensa... Pero tú, cuando... (tu Padre) en el secreto... Y tu Padre que ve en el secreto te lo dará.

Basta con rellenar los espacios libres con palabras tomadas de los temas de la limosna, de la oración y del ayuno para re­componer, con algunas ligeras variantes, las tres estrofas del discurso 1.

# * *

La idea central de este discurso es animar el cumplimiento de las obras tradicionales de justicia con una intención nueva: agradar a Dios y solo a Dios. El móvil de la limosna, de la ora­ción y del ayuno no puede ser la búsqueda de la gloriecilla: todo debe quedar en el secreto de Dios.

La limosna era considerada como la obra de justicia por excelencia (vv. 2-4; cf. Eclo 3, 14; 3, 30-4, 10; 7, 10; 12, 1-7; Too 4, 11; 12, 8-9). Se le daba cierta publicidad con el fin de obligar a los bienhechores a mantener sus promesas y a despertar alguna emulación (Me 12, 41; Le 19, 8; Eclo 31, 11). La oración era también generalmente pública. En cuanto al ayuno, aun cuando no estaba muy extendido en el judaismo oficial en tiem­po de Jesús, las sectas gustaban de practicarlo frecuentemente y, con fines de propaganda, se le daba un carácter ostentatorio (Le 18, 12; Me 2, 19-20). Jesús no quiere oponer otras prácticas a estas observancias; si propone perfumarse cuando se ayuna o ignorar lo que hace la mano derecha es por adaptarse a un género literario hiperbólico. Su intención apunta en otro sen­tido: evocar el espíritu que debe animar el cumplimiento de estas obras y denunciar la hipocresía de quienes creen servir a Dios buscándose a sí mismos. Ya algunos profetas habían in­tentado esta espiritualización (Is 58, 1-12; Os 8, 11-13; Miq 6, 6-8; Am 5, 21-25); Cristo se sitúa en esa línea y pone de relieve que esa interiorización desemboca en la vida filial con el Padre.

1 A. GBORGE, "La Justice á faire dans le secret", Bibl. 1959, págs. 590-98.

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Renunciar a que la mano izquierda conozca y aprecie lo que hace la mano derecha o renunciar al conocimiento y a la apre­ciación del público para contar tan sólo con un Dios que en el secreto quizá sea la actitud moral más necesaria en nuestro tiempo de secularización. Se trata, en efecto, de ser inconsciente del bien que se hace (como en Mt 25, 31-40): el baremo del bien queda en adelante oculto al hombre que declina ser juez de sus actos. Más aún, el único juez capaz de hacer una estima­ción es un Dios inasible que reside en el secreto y no da cuen­tas a nadie.

III. Deuteronomio 30, 15-20 El autor del Deuteronomio no cesa 1.a lectura de insistir sobre la elección que hay jueves que hacer entre las "dos vías". Es

una especie de estribillo que apa­rece continuamente a lo largo de su obra.

Israel se encuentra fuertemente solicitado a elegir la pri­mera de esas vías, la de la bendición y de la felicidad.

La felicidad es una bendición porque es el efecto de la vida misma de Dios, comunicada a su pueblo, y la desgracia es maldición por las razones contrarias. Esta comunicación de la vida está vinculada al amor que Dios siente hacia su pueblo y que le proporciona prosperidad y éxitos. Pero esta vida divina, comunicada al pueblo, se presenta siempre de manera muy material. ¿Es de extrañar? ¿No es importante descubrir que Dios quiere la felicidad de los suyos y que trata de definirla, puesto que el pueblo no puede conseguirla por sí mismo? De ahí el carácter decisivo de la opción del pueblo entre la obe­diencia y la desobediencia.

IV. Lucas 9, 23-26 Este pasaje, íntimamente ligado al anun-evangelio ció de la Pasión, contiene el enunciado de jueves las condiciones para seguir a Jesús por el

nuevo camino que se prepara a recorrer.

Jesús no se ha limitado a mostrar la necesidad escatológica de sus propios sufrimientos; ha preparado también a los dis­cípulos para aceptar de la misma forma una vida de pruebas. Para ilustrar esta enseñanza, Lucas ha compuesto en torno a este tema una especie de antología, un tanto artificial, de sen­tencias de Cristo.

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Los verbos renunciar, cargar con la cruz, seguir a Cristo son sinónimos. Designan, cada uno a su manera, en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Si Jesús está abocado al escar­miento de la cruz por sus ideas revolucionarias, advierte a los suyos que no podrán sustraerse a esa misma suerte si siguen siendo fieles a su enseñanza. Por consiguiente, hay que renun­ciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del maes­tro (sentido rabínico de la expresión: "seguir a alguien"), no solo en teoría, sino en la práctica de la vida ("llevar su cruz").

En este sentido, salvar su vida equivale a abandonar el grupo de Cristo—considerado demasiado peligrosamente revoluciona­rio—para asegurarse; perder su vida es arriesgarla conservando su pertenencia al grupo de los discípulos. Pero ese riesgo no puede correrse sino en completa solidaridad total a la persona de Jesús ("a causa de Mí")

Mantenida a lo largo de una vida terrestre, esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico. Así termina para todo cristiano el misterio pascual: lo que Cristo vive muriendo y resucitando se convierte en condición de todos sus discípulos, que han de por­t a r su cruz para vivir con El en la gloria.

V. Isaías 58, l-9a Estas dos lecturas son el eco del movi­da lectura miento profético que se levantó contra el viernes formalismo del culto judío después del

destierro. La voz del profeta sustituye a la VII. Isaías 58, 9b-14 trompeta que hasta entonces convocaba

1.a lectura al pueblo a las ceremonias del ayuno (v. 1). sátiado Se trata, en efecto, de invitar al pueblo

a un nuevo género de ascesis: no ya el ayu­no egocéntrico de quien se viste de saco e inclina la cabeza (v. 4) y todavía se extraña de que Dios no le escuche (v. 3a), sino el ayuno egoísta mediante el cual se renuncia a t r a ta r egoísta-mente sus negocios (v. 3b) y a entrar en conflicto con los de­más (v. 4).

El ayuno agradable a Dios pertenece, pues, a una política de "coparticipación" (vv. 6-7). Constituye igualmente una etapa en la preparación de la era escatológica ( w . 10-13). Este pasaje termina con dos versículos que atribuyen el mismo significado a la observancia del sábado (vv. 13-14).

A ejemplo de la mayoría de las religiones de su tiempo, Is ­rael considera el ayuno como un acto esencial de su religión, sobre todo con motivo de la fiesta de expiación (Lev 23, 26-32) o

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del recuerdo de los días angustiosos del asedio de Jerusalén (Zac 8, 19; 7, 3-5; 2 Re 25, 1, 4, 8, 25). Eso no obstante, algunos profetas tenían miedo de esas prácticas en la medida en que implicaban, antes de la letra, un sabor a "maniqueísmo" e in­vitaban a la abstención de alimentos so pretexto de la impu­reza de la materia o se desarrollaban en un clima formalista (Is 58; Zac 7, 1-14). Algunos profetas aceptaron, sin embargo, el ayuno (Jl 1, 13-14; 2, 12-17), en determinadas ocasiones al menos, porque veían en él un signo más representativo de la sinceridad de una conversión que, por ejemplo, un simple sacri­ficio. El ayuno refleja, pues, un deseo de conversión; no se legitima si no se observa en el amor de Dios (la oración y el culto: Zac 7) o el amor de los hombres (la limosna y la justicia social: Is 58) o como signo de la espera de los últimos tiempos (Jl 2) 2.

* * *

La Iglesia h a permanecido fiel a este concepto del ayuno y su reciente legislación depende de él. El ayuno no se concibe sin caridad; por eso culmina en la organización reciente de las Cuaresmas de coparticipación que indudablemente se impon­drán algún día diluyendo su carácter institucional cristiano para "perderse" en las diferentes actividades caritativas profanas, como sugiere Mt 6, 3. El ayuno cristiano es también ocasión para un encuentro con Dios: la Iglesia no está aún sino parcial­mente en los últimos tiempos; camina todavía y espera una plenitud sin duda todavía lejana; en este sentido el ayuno—y sobre todo la penitencia que refleja—se celebra en determina­dos períodos del año en que la Iglesia se encuentra de manera particular en estado de vigilia.

Por eso puede decirse que lo que importa en el ayuno no es la privación de alimento, sino la seriedad de la fe en las tareas de la vida para que sean la expresión más viva del servicio de Dios y de los hombres.

VI. Mateo 9, 14-15 El pasaje evangélico al que pertenecen es-evangelio tos dos versículos describe el banquete que viernes Mateo el publican© ofreció a Jesús y sus

discípulos a raíz del l lamamiento que se le hizo de seguir al Mesías. Los vv. 9-13 planteaban el problema de la participación de Jesús en la mesa con los pecadores; los versículos 14-15 airean el tema del ayuno. Entre tanto, los inter­locutores de Jesús han cambiado: en nuestro pasaje, los "dis­cípulos de Juan" siguen a los fariseos.

* # «

s Véase el tema doctrinal de la ascesis, én el segundo domingo de Cuaresma. /

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Los "discípulos de Juan" se extrañan de que Jesús y sus dis­cípulos no ayunen como lo hacen ellos mismos, de una manera rigurosa que supera ampliamente las observancias judías rela­tivas a los ayunos. La respuesta de Jesús pone de relieve que los discípulos de Juan Bautista no han descubierto aún en Jesús al "esposo" mesiánico. Porque, si lo hubieran descubierto, hubie­ran comprendido que de ahora en adelante el ayuno no tiene el mismo significado.

El ayuno está relacionado con el tiempo de la espera. Jesús mismo ha ayunado en el desierto, resumiendo en Sí la larga pre­paración de la humanidad en la instauración del Reino. Pero, cuando comienza el ministerio público, Jesús puede decir con toda razón que el Reino está ya allí; ha llegado el esposo, y no conviene que los "amigos del esposo" ayunen mientras el esposo está con ellos; el ayuno no tiene sentido en el tiempo del cum­plimiento. Hasta después de la Resurrección no volverá a tener sentido el ayuno (cf. la alusión del v. 15 a la pasión) en la me­dida en que el tiempo de la Iglesia debe integrar aún la dimen­sión de preparación y de construcción del Reino.

Hay que insistir en torno al significado eclesial del ayuno. La Iglesia es acá abajo la que espera y posee ya el objeto de su espera. Es la que avanza, día tras día, hacia el Reino, al mismo tiempo que es ya su manifestación. Tal es el ritmo de la Iglesia: lo que ya posee da su verdadero sentido a lo que está todavía construyendo, y lo que está construyendo da idea de lo que ya posee. Dentro de este ritmo se sitúa el ayuno: está vinculado por la Iglesia a los días que dedica expresamente a la espera y a la preparación. En la antigua liturgia, esos días no se celebraba la Eucaristía o se celebraba por la noche. Porque la Eucaristía es por excelencia el momento de la vida de la Iglesia en que se concentra la "posesión", una vez terminada la espera. En el do­mingo que celebra el día de la Resurrección, nunca se permitió ayunar.

VIII. Lucas 5, 27-32 El comentario a este Evangelio podrá ver-evangelio se junto con el de Mt 9, 9-12 en el 10.° do-sábado mingo de Pentecostés (volumen V).

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PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

A. LA PALABRA

I. Génesis 2, 7-9; 3,1-7 La explicación más plausible del peca-La lectura do de Adán, al que se refiere esta lec-l.eT ciclo tura, hace de él un pecado sexual. La

serpiente representa, en el Oriente Próximo, la divinidad de la fecundidad, tanto la de los cam­pos como la de las mujeres, y muchas de estas últimas, tanto en Israel como en las naciones vecinas, recurrían fácilmente a su culto para asegurarse un matrimonio fecundo.

El profetismo hebreo protesta, a partir del siglo vni, contra esas prácticas sexuales (Gen 31; Jer 44, 15-18; Os 4, 12-14; Bar 6, 42-44; 6, 27-29) y reivindica para Yahvé las verdaderas fuen­tes de la fecundidad (Gen 17, 16; 25, 21; etc.).

Recurriendo a las prácticas idolátricas y al culto de la ser­piente para asegurar su fecundidad, Adán y Eva quieren con­seguir por sus propios medios una fecundidad que dimana de Dios y hacerse así autónomos con respecto a El. Efectivamente, el resultado parece concluyente: los dos seres se ven repentina­mente provistos de un conocimiento nuevo. Los que hasta en­tonces parecen simples e impúberes (Gen 2, 25), descubren aho­ra las leyes de la atracción sexual y del pudor (v. 7). No hay nada de anormal en ello: el hombre y la mujer acceden a una ciencia adulta, pero la adquieren rechazando el recibirla de Dios. ¿No radica acaso ahí una ambigüedad fundamental de la condición humana?

El interés del relato tal como aparece después de las mani­pulaciones que el autor ha realizado en el mito primitivo, no está tanto en precisar el género de pecado ante el que Adán ha sucumbido. Cabe pensar que el redactor ha preferido un proce­dimiento de fecundación sexual frente a otros tipos de faltas, porque quería condenar las prácticas idolátricas de su tiempo.

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Pero el interés principal del relato se apoya en el hecho de que el autor destaca el contenido esencial del pecado que no radica tanto en su materialidad como en el orgullo que, levan­tándose contra Dios, rechaza toda dependencia respecto a El.

El segundo punto de interés reside en el hecho de que el origen del pecado no es ya atribuido aquí a influencias externas al hombre (como en Gen 6, 1-4, 6, por ejemplo), sino que se sitúa en el corazón mismo del hombre 1 (Eclo 15, 11-20). Este es el sentido que hay que dar al diálogo entre Dios y Adán a propósito de la falta de este último (vv. 10-13). Puesto que el hombre recibe en el universo una función determinante, es normal atribuirle una parte de responsabilidad en el desorden que vive el mundo.

II. Génesis 9, 8-15 Sacado del discurso, de origen sacerdotal, 1.a lectura que se supone mantuvo Dios con Noé des-2° ciclo pues del diluvio.

• • •

a) Su tema esencial es el de la alianza. Noé se convierte en el padre de la humanidad con el mismo derecho que Adán: por eso Dios establece con él una alianza, lo mismo que lo había hecho con el primer hombre (Gen 1) y le bendice de la misma manera que al antepasado primigenio.

Al igual que las demás alianzas selladas por Dios en la tra­dición sacerdotal, la iniciativa viene de Yahvé y solo El se com­promete; es una muestra de su bondad; tiene una repercusión cósmica y universal, del mismo modo que las alianzas con Adán (Gen 1), con Abraham (Gen 17) y con Moisés. Cada una de es­tas alianzas está marcada por un signo: la bendición de Adán, la circuncisión de Abraham, la economía sabática de Moisés y el arco iris de Noé. El arco iris es el arco mediante el cual Yahvé lanzaba sus flechas de relámpago (Sal 7, 13; Hab 3, 9-11) sobre la tierra; ahora está depositado sobre las nubes y Dios ya no volverá a servirse de él.

b) Realmente, si los hebreos han admitido en sus Escritu­ras el relato del diluvio, lo han hecho menos en virtud de un interés especial por esta catástrofe que por introducir la pro­mesa de Dios de que no volvería a haber otro diluvio 2. Y la pro­mesa es justamente, en última instancia, lo que diferencia a la Biblia de una manera radical de las demás tradiciones paganas sobre el diluvio. Ningún otro dios ha prometido jamás no pro-

1 Véase tema doctrinal sobre Satanás, en este mismo capítulo. 2 G. LAMBERT, "II n'y aura plus jamáis de déluge", N. R. T., 1955, pági­

nas 581-601; págs. 693-724.

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vocar otro diluvio, porque ningún dios pagano es creador. Solo el creador puede asegurar que su obra será estable y que los hombres que habitan sobre la tierra encontrarán en ella la necesaria seguridad. Los dioses paganos habían recurrido al di­luvio para aniquilar a una humanidad demasiado numerosa y demasiado amenazadora para las divinidades. La Escritura, por el contrario, nos presenta a Dios preocupado por bendecir al hombre y desearle fecundidad y multiplicidad. Encontramos aquí los puntos de vista del optimismo sacerdotal sobre Dios y sobre el mundo, expuestos ya en el primer capítulo del Génesis.

III. Deuteronomio 26T 4-10 Este pasaje forma parte de la legis-1.a lectura lación sobre los diezmos y primi-3.er ciclo cias. No recoge más que la oración

que los hebreos debían pronunciar en el momento de hacer sus ofrendas en el Templo.

* # *

a) La ofrenda de las primicias es un rito esencialmente re­ligioso, pero también pagano. El hombre religioso toma concien­cia de que la naturaleza en cuyo seno vive está regida por leyes más o menos misteriosas de fecundidad o de sequía, de renova­ción o de esterilidad, cuyo secreto no llega a comprender. La naturaleza le resulta algo más grande que él y normalmente ve a Dios, el mayor que todo, del lado de la naturaleza y del lado de las leyes que la animan.

La ofrenda de las primicias es, pues, el acto mediante el cual el hombre reconoce que la naturaleza ha venido en su ayuda porque Dios ha ordenado sus leyes de forma que sean una ben­dición para el hombre.

Actitud religiosa, pero también primitiva, en el sentido de que el hombre moderno no vive su vinculación a la naturaleza como una relación con algo más grande que él, sino, al contra­rio, como una relación de la que él es el elemento más impor­tante. De ahí que no vea ya a Dios en la naturaleza (o que con­sidere que ese Dios es despreciable porque anima unas fuerzas que el hombre controla); por eso no ofrece ya primicias a Dios y, si cree en Dios, quizá no sea ya más que porque le descubre tan solo a través del genio que despliega para sojuzgar y domi­nar la naturaleza.

o) Este pasaje del Deuteronomio, y de modo especial la ora­ción que contiene, está ya en la línea que transforma la reli­gión primitiva en fe moderna. En efecto, ya no es al Dios de la naturaleza al que el hebreo ofrece sus primicias, sino al Dios de la historia, presente al hombre no por medio de las leyes na-

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turales, sino por medio de la alianza pactada entre dos liber­tades (v. 7). El hombre del Deuteronomio no es ciertamente aún el hombre secularizado del siglo xx; pero no es tampoco ya el hombre alienado a las leyes naturales.

IV. Romanos 5, 12-19 Se recordará que en su carta a los roma-2.a lectura nos procede Pablo sucesivamente me-l.er cielo diante proclamaciones de tipo kerigmá-

tico y mediante análisis de tipo escritu-rístico o dialéctico. Con el capítulo 5, Pablo vuelve a una nueva exposición kerigmática.

La justificación, de la que Pablo está hablando a sus lecto­res desde el capítulo 3, aparece ya en los primeros versículos del capítulo 5 como una reconciliación (vv. 10-11), para dejar bien sentado que no solo no tiene el hombre derecho a la justicia, sino que ni siquiera cuenta con una sola obra válida en qué apoyarse, puesto que es radicalmente pecador ("débiles", "peca­dores" y "enemigos": vv. 6, 8 y 10).

Esta justificación-reconciliación se ha operado en Jesucris­to (vv. 2, 6b, 8, 10). Pablo va a mostrar cómo la iniciativa di­vina de justificación y la respuesta de la humanidad a esa ini­ciativa está contenida en Jesús antes incluso de todo acto de fe ñor parte de los cristianos.

* * *

a) La primera cuestión se refiere a la inteligencia del v. 12 en particular, en torno al pecado original al que parece hacer alusión Pablo. El estilo de Pablo (que dictaba sus cartas) es bastante oscuro: el v. 12 comienza por una conjunción (dia ton­to: "he ahí por qué") y una comparación (ós ei: "como") que quedan en suspenso. No se sabe después si la muerte—persona­lizada en un estilo próximo al mito—de que se habla es la muer­te física o espiritual (lo mismo sucede en los vv. 13-14), no se sabe tampoco si el relativo eph'ó puede traducirse por "en quien todos han pecado" (concepción agustiniana del pecado original), o "porque todos han pecado" (alusión tan solo a los pecados per­sonales), o también "desde el momento en que todos han pecado" (cada uno ratifica en cierto modo y acrecienta, pecando perso­nalmente, la solidaridad de toda una humanidad, repitiendo o enseñando de una generación a otra la rebelión fundamental del hombre contra Dios hasta el punto de colocar al mismo tiempo la generación que sube en una situación debilitada y casi im­potente).

Por otro lado, no se sabe si cuando Pablo dice que todos han pecado (anastein) entiende esa palabra en el sentido clásico

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(acto de pecar) o en sentido pasivo, tal como la encontramos a veces en los Setenta (estado de culpable: Is 24, 5-6). La inves­tigación exegética anda todavía demasiado indecisa en torno a estas delicadas cuestiones como para que se pueda extraer de este solo versículo una doctrina sobre el pecado original3. Final­mente, no hay que olvidar que, como lo ha hecho en el capítulo anterior, a propósito de Abraham, Pablo reflexiona sobre Adán más como teólogo que como historiador (cf. también Rom 7): anda buscando las estructuras fundamentales de la existencia humana y descubre al menos una responsabilidad colectiva y un dominio de la "muerte" sobre toda la humanidad.

b) Los vv. 13-14 suponen que, tras el pecado consciente de Adán, la voluntad de Dios no se ha vuelto a dar a conocer hasta la revelación de la Ley del Sinaí (situación que se prolonga fue­ra del judaismo, entre las naciones, en donde la ley no es cono­cida). A los miembros de esa humanidad sin ley, atea en cierto modo (v. 13b), no se les imputa ningún pecado personal, y, sin embargo, la muerte cae sobre esos hombres aun cuando sean ignorantes de su pecado (v. 14).

Para comprender cómo ha podido Pablo escribir estos ver­sículos hay que representarse la concepción bíblica respecto a las faltas conscientes o inconscientes. Los pasajes de Núm 15, 22-31 y de Núm 16 son muy esclarecedores a este respecto: el pecador que actúa deliberadamente (v. 30) y con conocimiento de causa debe ser exterminado sin remisión posible. La multitud que comparte su falta, pero por inconsciencia o inadvertencia, sufre igualmente la muerte, pero puede librarse de ella ofrecien­do un sacrificio por el pecado (cf. Lev 4). El episodio de Coré ilustra perfectamente esta legislación: es exterminado junto con su familia (Núm 16, 31-34), pero se perdona a la "comunidad" que le ha seguido en el mal (Núm 16, 22).

Volvamos a los hombres que no han conocido la ley y pecan sin saberlo, arrastrados por la solidaridad humana. Mueren cier­tamente (con una muerte natural o espiritual)..., mientras no se ofrezca el "sacrificio por el pecado" ofrecido por Cristo en la cruz (Rom 5, 6, 8, 11). La fiesta de la Expiación se estableció en Israel precisamente para borrar la falta personal cometida por error y la ampliación comunitaria de la falta de uno solo (Lev 4, 1-3), y después el Siervo paciente ha sustituido ese ritual en su propia persona (Is 53, 10); finalmente, Cristo le ha cum­plido en la cruz, verdadero "sacrificio por el pecado" de los que participan más o menos inconscientemente de la falta de uno solo.

3 Recordamos únicamente tres títulos entre otros muchos: S. LYON-NET, "Le Peché originel en Rom 5, 12", Bibl., 1960, págs. 325-55; L. LIGIER, "In quo omnes-peccaverunt", en N. R. Th., 1960, págs. 337-48; Gh. LAFONT, "Sur l'interprétation de Rm 5, 15-21", Rech. Se. Reí., 1957, págs. 481-513.

ASAMBLSA II I . -2

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El ritual de la expiación, con tanta frecuencia utilizado en el Nuevo Testamento para presentar el sacrificio de la cruz, se­ría, pues, el trasfondo del pasaje de San Pablo y permitiría dis­tinguir dos tipos de pecado: el pecado formal personal de uno solo (aquí, Adán) que lleva a la muerte sin remisión y el peca­do por ignorancia o por solidaridad que sí puede ser remitido por la expiación y sus sacrificios y por el Siervo paciente.

No hay que pedir al apóstol la razón de esa solidaridad entre Adán y el pueblo: para él y dentro del ambiente judío del ritual de la expiación no necesita justificación. Pero la originalidad de su pensamiento apunta hacia la proclamación de la remisión de ese pecado colectivo por el sacrificio de la cruz.

c) La continuación del pasaje está montada en forma de antítesis entre Adán y Cristo.

Versículo 15:

cuanto más

por la falta por la gracia... de uno solo de un solo hombre, Jesús la multitud sobre la multitud... ha muerto distribuida con profusión.

Versículo 16:

el juicio la gracia de un solo pecado — implica la condenación desemboca en la justificación (e. d., la multiplicidad de una multitud de pecados, de las faltas personales de la humanidad cada vez más entregada a sus pasiones)

(cf. Rom 1, 18-32).

Versículo 17:

cuanto más por la falta por el... don de justicia de uno solo — la muerte en la vida ha reinado por quienes reciben reinarán por ese solo hombre por solo Jesucristo.

Ya se advierte que en este versículo Pablo abandona las pers­pectivas del sacrificio de expiación de Cristo para abrir las perspectivas de la vida escatológica con El: ese don está todavía por llegar, pero está vinculado al don de la justificación que ya ha sido otorgado.

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Versículo 19 (conclusión): Por la desobediencia por la obediencia de un solo hombre de uno solo la multitud la multitud ha sido constituida pecadora, será constituida justa.

Este paralelismo entre Adán y Cristo no atribuye, sin embar­go, la misma magnitud a los dos personajes. Hay que comenzar por guardarse de ver en Cristo tan solo a quien ha podido re­orientar a una humanidad sin brújula por culpa de Adán: la obediencia y el sacrificio de Cristo no borran tan solo la des­obediencia y la falta de Adán y de la multitud; Cristo se ha convertido en el Señor de la vida escatológica (cf. el "cuanto más" del v. 17): se produce algo más que una simple reparación o que una simple expiación; se produce una entrada efectiva en un terreno nuevo.

d) Esta última observación es capital para la antropología cristiana. Si Cristo ha reparado simplemente el desastre come­tido por Adán, Adán es el primero, porque no podemos compren­der a Cristo sino a partir de Adán. Pero si lo que trae Cristo (la "vida") es radicalmente diferente de lo que podía aportar Adán dejado a sí mismo, entonces hemos de entender a Adán a partir de Cristo y no a la inversa, y "Adán no es más que la figura del que había de venir" (v. 14b). Adán y Cristo no están, pues, uno frente a otro como dos hombres de igual dignidad, como si el pecado del uno y la justicia del otro se equilibraran. Esto equivale a decir que la antropología cristiana está esen­cialmente basada sobre el hombre en Jesucristo, prometido a la "vida", y Adán no es más que eliobjeto de una mirada hacia atrás, hacia un pasado antiguo, simple imagen de la realidad: Adán no tiene título alguno para definir la humanidad tal como la ve un cristiano: solo Cristo—y no solo el de la cruz, sinoi tam­bién el que se ha hecho Señor—posee la clave del misterio del hombre 4.

* * *

Este texto, el más difícil de la carta a los romanos, es tam­bién uno de los más importantes de su teología: existe, sin duda alguna, una similitud entre Cristo y Adán: ambos mantienen una estrecha vinculación con la multitud. Pero no hay ni anti­guo ni nuevo, ni primero ni segundo. Está tan solo Jesucristo y sus figuras, figuras que, en cuanto tales, no adquieren su sen­tido hasta tanto no ha llegado lo que anuncian. Los dos términos de la antítesis Adán-Cristo son tan desiguales, incluso en su fraternidad, que al fin de cuentas a la fe cristiana le importa

4 K. BARTH, Christus und Adam nach Bomer 5, Zurich, 1952; Christ and Adam, Nueva York, 1957; Christ et Adam d'aprés Romains 5, Gine­bra, 1959.

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muy poco que la ciencia pruebe un día el poligenismo o desvele el clima presuntamente mítico en que se habría sumergido San Pablo cuando hablaba de Adán. Lo único importante es que la humanidad no puede desvelar por sí misma el sentido de su existencia sino a la luz de la soberanía de Cristo. ¡Poco importa de dónde viene la humanidad si al menos sabe adonde va!

V. 1 Pedro 3, 18-22 Esta lectura está inspirada probablemen-2.a lectura te en un antiguo himno bautismal que 2p ciclo los primeros cristianos cantaban en el

transcurso de la vigilia pascual. Podría reconstruírsela de la siguiente manera :

(Cristo) (conocido desde antes de la creación del mundo) manifestado al final de los tiempos

(1 Pe 3, 18), llevado a la muerte por la carne

(1 Pe 3, 18), vivificado por el Espíritu

(1 Pe 3, 18), evangelizando a los muertos

(1 Pe 3, 19), subido al cielo

(1 Pe 3, 22), sometiendo potencias y dominaciones

(1 Pe 3, 22).

Por lo demás, este himno sirve de fondo a otros muchos pa­sajes del Nuevo Testamento (Ef 3, 7, 11; 2 Tím 1, 9-11).

Se advertirá que estos versículos están agrupados de dos en dos. Los dos primeros cantan la soberanía de Cristo sobre el t iempo: es el alfa y la omega. Los dos siguientes cantan su vida sobre la tierra y su paso de la muerte a la vida y su misterio de hombre de carne vivificada por el Espíritu. Los dos últimos cantan su soberanía sobre el cosmos, puesto que se extiende desde la morada de los muertos has ta el cielo.

El autor de la carta ha introducido en esta aclamación una breve profesión de fe:

(creo en Cristo) que ha muerto

(1 Pe 3, 18a), que ha resucitado

(1 Pe 3, 21b), que está a la diestra de Dios

(1 Pe 3, 22).

Después h a añadido una nota marginal sobre el sentido de

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la bajada a los infiernos y del diluvio dentro de la perspec­tiva bautismal y pascual (1 Pe 3, 20-31) 5.

* « *

Desconocemos la verdadera finalidad de esa bajada a los in­fiernos. Algunas tradiciones han querido ver en ello una exten­sión del imperio del Señor al mundo inferior en el sentido de Ef 1, 20-21; Col 2, 15; 1 Pe 3, 32, y sobre todo de FU 2, 10. La cosmología hebrea distinguía tres planos en la creación: el cie­lo, la tierra, el infierno. Cristo, entronizado como Señor mer­ced a su Pascua, extiende simultáneamente su imperio a esos tres planos.

Otras tradiciones ven en ello el eco de la solidaridad de la humanidad en la salvación de Dios, de la que participan incluso los antiguos, muertos antes de Cristo (Mt 27, 52-53; Heb 11, 39-40). En este último caso, el argumento del autor sería este: la antigua economía de la salvación era completamente inefi­caz, puesto que tan solo ocho personas se pudieron salvar (v. 20) cuando el diluvio y fue necesaria la venida de Cristo a la t ierra para reparar ese desastre descendiendo para salvar a los de­más, liberándolos del infierno. El bautismo, por el contrario, participa a la vez del poder salvífico de Cristo resucitado y puede salvar a la multitud.

El tema de la bajada a los infiernos plantea inmediatamente el problema de las formulaciones antiguas de la fe y de su interpretación moderna 6. Ahora bien: para que el Credo cristia­no mencione esta bajada a los infiernos, es necesario que el acontecimiento tenga un sentido e ilustre la situación del hom­bre delante de Dios según Jesucristo.

Que Jesús haya estado en los infiernos significa en primer lugar que ha muerto realmente, puesto que el infierno es la mo­rada de los muertos. Cristo ha experimentado la condición hu ­mana en su integridad; y sin embargo, es el Vivo que "retorna" de esa morada de los muertos.

Pero la fe profundizó aún más su investigación. Si el Señor de la vida desciende a los infiernos, lo hace activamente y su estancia allí presenta la forma de una victoria sobre los espí­r i tus: proclama su fracaso definitivo, y materializa esa procla­mación liberando a los hombres cautivos de esos poderes.

5 M. E. BOISMARD, Quatre hyrmms baptismales dans 1 Pierre, Pa­rís, 1961.

8 Ch. DÜQUOC, "La deséente du Christ aux enfers", en Lum. et Vie, 87, 1968, págs. 45-62.

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La fe no se pliega a una localización cualquiera del infierno: se trata más de un estado que de un lugar. Además, el Nuevo Testamento que habla de la bajada a los infiernos habla al mis­mo tiempo de subida a los cielos (Le 23, 43). Estas expresiones dicen en vocabulario cosmológico lo que hoy se trata de decir en lenguaje antropológico: Cristo vive una experiencia de inti­midad con el Padre en la que compromete a quien quiera se­guirle. "Bajando a los infiernos", Cristo pone de manifiesto que el estado de absoluto abandono del sheol ha sido reemplazado ahora por el estado de intimidad con Dios.

VI. Romanos 10, 8-13 En el año 57, el éxito de la misión de 2.a lectura Pablo cerca de los paganos ha alcanza­se'' ciclo do unas proporciones tan extraordina­

rias que Pablo proyecta un próximo viaje a España (Rom 15, 17-24) y piensa ya en el día en que el Evan­gelio haya llegado hasta los confines del mundo.

Pero el problema de Israel está muy lejos de presentar un aspecto tan alentador: cierto que hay algunos judíos converti­dos en cada comunidad, pero representan una minoría muy re­ducida, algo así como el "pequeño resto" de un árbol despojado de la casi totalidad de sus frondosas ramas (cf. Rom 11, 17).

* * *

a) Reflexionando sobre esta situación dramática de un ár­bol (el nuevo Israel) constituido casi exclusivamente por ramas injertadas (los paganos) y despojado de sus ramas primigenias (los judíos), Pablo se felicita de ver una institución en la que ya no hay ni judío ni griego (v. 12), y precisa que todo es cues­tión de fe o de incredulidad. Es la fe la que injerta y la incre­dulidad la que separa (Rom 10, 4); esta última se apoya en la convicción de que el hombre puede montar su propia justicia (Rom 10, 2-3); la primera, por el contrario, descansa sobre la certidumbre de que el hombre no puede salvarse y consumarse si no es poniendo su confianza en el nombre de Cristo (vv. 11-13).

o) Pasando al análisis del comportamiento de esa fe, Pablo se apoya sobre una cita mixta de Di 9, 4 y 30, 12-13, que distin­gue la boca y el corazón, para afirmar que la fe está hecha de una Palabra que se escucha (la Palabra del Evangelio: v. 8b), de una adhesión cordial a esa Palabra (v. 9b) y, finalmente, de una confesión pública de esa adhesión (v. 9a). Se requiere, por tanto, la doble acción del corazón y de los labios (v. 10): la primera para ofrecerse a la iniciativa de Dios que resucita a los muertos, la segunda para diferenciarse del judío y del pagano mediante la profesión: "Jesús es Señor" (1 Cor 12, 3) y para

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situarse, sin sentirse avergonzado, frente al mundo, con el fin de ser reconocido por Dios en el juicio final.

Vil Mateo 4, 1-11 El relato de la tentación de Cristo se nos evangelio presenta de tal forma que podamos ver l.er ciclo que Cristo ha revivido personalmente las

"tentaciones" (Dt 8, 2)? del pueblo judío en el desierto. Conservando intacta su obediencia a Dios, Cristo va a poder realizar también el designio de salvación obstaculi­zado por la desobediencia del pueblo en el desierto.

* » »

a) Tentación de los alimentos (Ex 16, 4; Di 8, 2-5; Mt 4, 1-4). En Dt 8 el mismo Dios "tienta" al pueblo; en Mt 4 ese pa­pel le está encomendado al demonio. Esta divergencia se debe únicamente a la evolución de la teología judía (comparar 2 Sam 24, 1 y 1 Cr 21, 1). Pero la lección de los dos relatos es la mis­ma: el hombre debe aprender a vivir de un pan nuevo, que es la voluntad de Dios.

Tentación de los signos (Ex 17, 1-7; Dt 6, 16; Mt 4, 5-7). En el lugar en que el pueblo ha pecado, exigiendo a Dios un mila­gro, Cristo demuestra una confianza tan absoluta en su Padre que no tiene necesidad alguna de señales maravillosas (Mt 12, 38-42; Me 8, 11-13; Jn 6, 30-33).

Tentación de los dioses del mundo (Dt 6, 12-15; Ex 23, 20-33; 34, 11-14; Mt 4, 8-11). Más que a la adoración del becerro de oro, este pasaje alude a la recomendación de no adorar a las divinidades de Canaán. Cuando llegaron a este país, los ju­díos trataron de acomodarse a los dioses de aquellos lugares. Cristo, llamado a reinar sobre el universo (y la Iglesia tras El), ¿va a buscar también la forma de acomodarse con el Príncipe de este universo?8.

b) Cristo revive estas tentaciones como un seaundo Moisés: la mención de los "cuarenta días y cuarenta noches" recuerda el ayuno idéntico del patriarca (Dt 9, 9, 18; Ex 34, 28); la mon­taña desde la que Cristo ve todos los reinos corresponde a aque­lla desde la que Moisés vio la tierra prometida (Dt 34, 1-4). No se trata de tomar al pie de la letra esta sección del relato que habla de una montaña desde la cual se podrían ver todos los reinos del mundo. Esta exageración estaba ya preparada en Dt 34, porque es imposible divisar toda Palestina desde el monte Nebo.

c) Cristo revive también esas tentaciones como Mesías. Den-T Véase tema doctrinal de la tentación, en este mismo capítulo. 8 Véase tema doctrinal de Satanás, en este mismo capítulo.

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tro de esta perspectiva hemos de entender el servicio de los ángeles y la inserción del Sal 90/91 en el relato. Ciertamente este salmo canta la protección de Dios sobre todos los justos, y ya Elias tuvo a su disposición un ángel para "servirle" en su propia tentación (1 Re 19, 5-8); pero no es menos cierto que una interpretación mesiánica de este salmo era corriente tanto en el judaismo como en la Iglesia primitiva.

Estas diferentes evocaciones del Antiguo Testamento en el relato de la tentación significan, pues, que Cristo representa por si solo al resto del pueblo elegido y por eso tiene que nacer una elección necesaria entre el camino de los medios humanos y el de la disponibilidad en manos de Dios, que es el camino del Reino. Pero es también su vocación personal lo que en cierto modo profundiza Jesús: toma conciencia de su capacidad para ser legislador (nuevo Moisés) y jefe del pueblo (Mesías) y opta por actitudes que darán a sus funciones un estilo nuevo, hecho todo él de fe y de apertura al Padre.

VIII. Marcos 1, 12-15 Marcos relata de forma muy sumaria la evangelio estancia de Cristo en el desierto (vv. 12-2° ciclo 13), pero no carece de interés el ver que

hace de este episodio el eje sobre el que giran el bautismo (vv. 9-11) y la inauguración del ministerio de Jesús (vv. 14-15) 9.

* * *

Marcos es, en efecto, el único evangelista que ha conservado el bautismo de Jesús como el hecho inaugural del Evangelio, fiel en esto a la predicación apostólica primitiva (Act 10, 37). El rito se desarrolla en una serie de acontecimientos que hay que analizar en sí mismos: la abertura de los cielos (v. 10), la ba­jada del Espíritu (v. 10) y la voz celestial (v. 11).

a) Los profetas relatan muchas veces sus visiones presen­tando, como circunstancia previa, los cielos que se desgarran para dejar paso a sus miradas (Ez 1, 1; Ap 4, 1). Se trata, pues, de una imagen poética perteneciente a un género literario apo­calíptico. La apertura de los cielos, por lo demás, no está hecha tan solo para dar acceso a los secretos de Dios, sino también, como en Is 63, 19 y Jn 1, 51, para dar paso a Dios: en adelante ya no habrá más oclusión entre el cielo y la tierra (en el mismo sentido: el desgarramiento del velo del Templo: Me 15, 38), y el predicador del Reino (vv. 14-15) se verá realmente habilitado, como el profeta antiguo, para hablar de Dios a los hombres.

• A. FEUILLET, "Le BaptOme de Jésus d'aprés l'évangile de Marc", Cath. Bibl. Quart, 1959, págs. 468-90; "L'Episode de la tentation d'aprés l'évan­gile de saint Marc", Est. Bibli., 1960, págs. 49-73.

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b) La oración de Is 63-64 que ha inspirado el tema de los cielos que se desgarran (Is 63, 19) suscita igualmente otra idea: el recuerdo del gesto de Yahvé retirando de las aguas del mar al pastor de su pueblo (Is 63, 11) y desparramando el Espíritu sobre ese rebaño (Is 63, 14). ¿No es esa la fuente de inspiración inevitable de la bajada del Espíritu sobre el nuevo Moisés justa­mente en el momento en que sale del agua? (v. 10). El nuevo Éxodo anunciado por el Segundo Isaías va a producirse y Je­sús aparece como el instaurador y el pastor del nuevo pueblo.

c) Si el bautismo de Jesús es presentado ante todo como una respuesta a la oración de Is 63-64 en la que pedía al Pa­dre que sacara del agua un nuevo pastor que conduciría a su pueblo en el nuevo Éxodo, la estancia de Jesús en el desierto adquiere una significación particular: el Éxodo es realmente una realidad en marcha: Jesús pasa cuarenta días en el de­sierto, lo mismo que el pueblo anduvo por él cuarenta años; es conducido a él por el Espíritu, lo mismo que el pueblo era con­ducido por la nube; es tentado en el desierto, lo mismo que lo fue el pueblo (Dt 8, 1-4; Sal 94/95). Pero, como es el Mesías, Jesús es igualmente servido en él por los ángeles (Sal 90/91, 10-12) y victorioso de las bestias salvajes (Dt 8, 15; Sal 90/91, 13), tal como una interpretación mesiánica del Sal 90/91 lo requería.

* * *

Estar bautizado significa fundamentalmente dejarse sumer­gir en el agua y, sobre todo, en la condición humana (con la muerte) representada en el agua. Cuando Cristo se hace bauti­zar, acepta su condición humana con sus ambigüedades y sus su­frimientos, con la muerte como final. Si se le ha elegido como predicador del Reino, ha sido precisamente a costa de la acep­tación de esa condición. Mas la tentación vino inmediatamente a atacar a Cristo con el fin de ayudarle a comprobar si su de­cisión era firme y profundamente incorporada a su vida. Sig­nificaba también que estaba capacitado para predicar el Reino de Dios; un reino que no se instaura sino justamente en la fi­delidad del hombre a sí mismo hasta la muerte.

IX. Lucas 4.1-13 El relato de la tentación que hace San Lu-evangeho cas se asemeja sensiblemente al de Mateo. 3.er ciclo Basta, pues, remitir al lector al comenta­

rio del Evangelio del primer ciclo, raso no obstante, se da una diferencia importante entre Lucas y Mateo relativa a la utilización del Sal 90/91. Lucas lo introduce en la última tentación (vv. 9-12), mientras que Mateo lo aplica a la segunda. Además, Lucas lo cita con más extensión que Ma­teo (comparar el v. 10 con Mt 4, 6), siendo así que, tanto uno

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como otro, propenden a reducir sus citas y que probablemente han desestimado la alusión al Sal 90/91, 13, que Me 1, 13 ha conservado. Por otro lado, Lucas no menciona el "servicio de los ángeles" al que Mateo y Marcos atribuyen una gran impor­tancia.

Otra diferencia entre Mateo y Lucas se refiere al orden de las tentaciones. Mateo, sin duda más primitivo, se inspira en un orden geográfico: sucesivamente el desierto, Jerusalén, el mundo entero, y trata de presentar su relato como una réplica a las tentaciones del desierto siguiendo el orden propuesto por Ex 16, 17 y 32. Lucas, por su parte, no siente esa preocupación. Habla a pagano-cristianos, para quienes los nexos con el pue­blo antiguo del desierto son poco determinantes. Por eso pre­fiere presentar las tres tentaciones10 en un orden nuevo que recuerda las tentaciones del primer hombre, Adán, y por eso recuerda que Jesús era un descendiente suyo (Le 3, 38), y tras las tentaciones del primer hombre entrevé las tentaciones habi­tuales de todo hombre11.

• • •

a) Así, la segunda tentación (la tercera en Mateo) experi­menta ciertos retoques: Satanás aparece en ella como el sobe­rano de la humanidad (v. 6), alusión probable al dominio adqui­rido sobre el hombre en el paraíso terrestre. No propone, pues, a Jesús una realeza mesiánica universal, como en Mateo, sino la posibilidad con la que sueña todo hombre: dominar algún día el mundo al precio de cualquier concesión. Adán tenía el poder de dominar la tierra, pero ha preferido recibir ese poder de Satanás antes que de Dios; Cristo, merced a su victoria sobre la tentación, restablece la situación degradada por el primer hom­bre. Por eso aparece menos como el nuevo Moisés, como en Ma­teo, que como el jefe y el ejemplo de una nueva humanidad.

b) Hemos de detenernos también en el alcance de las refe­rencias al Sal 90/91 en los relatos de la tentación12.

Es del todo evidente que, al pedir a Cristo que se tire desde lo alto del Templo, el demonio13 no pide tan solo un gesto de ostentación que presentar ante la multitud concentrada, puesto que no se hace mención alguna de posibles espectadores. Parece más bien que en todo eso hay una alusión a ciertas tradiciones judías que se imaginaban que el pueblo había sido "llevado"

10 Véase tema doctrinal de la tentación, en este mismo capítulo. 11 A. FEUILLET, "Le Récit lucanien de la tentation", Bibl. 1959, pági­

nas 613-31. 13 J. DUPONT, "L'Arriére-Fond biblique des tentations de Jésus", N. T.

St., 1956-57, págs. 287-304; H. RIESENFELD, "Caractére messianique de la ten­tation au désert", en La Venue du Messie, Brujas, 1962, págs. 51-63.

" Véase tema doctrinal de Satanás, en este mismo capítulo.

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por la shekina (la gloria divina) a lo largo de su periplo. Jesús habría sentido la tentación de hacerse llevar a su vez por esa shekina localizada ahora en el Templo. Arrojarse desde lo alto del Templo era garantizarse una muerte segura; contar con la shekina o con los ángeles para salvarse equivalía a pedir a Dios que le librara de la muerte (cf. Mt 26, 53). Jesús se niega, pues, a solicitar de Dios un medio de librarse de la muerte: de esa forma replica a Adán (Gen 3, 3) y trata de vivir su vida dentro de una fidelidad total a la condición humana: será, pues, un Siervo paciente.

c) Sobre este punto preciso de la colaboración de los ánge­les, Lucas se aparta de Mt 4, 11 y Me 3, 13: a sus ojos, Jesús se distingue ante todo por su negativa a recurrir a medios sobre­naturales y a poderes celestiales para sustraerse a su destino. Mateo y Marcos, por el contrario, se han quedado con la idea de un servicio de Cristo por los ángeles con el fin de hacer comprender a sus lectores que era realmente el Mesías esperado

No carece de interés el que, como final de su relato (v. 13), señale Lucas que las tentaciones de Jesús sean todas las que puede soportar un hombre y que anuncie que se repetirán en el "tiempo señalado", en el momento en que Cristo se adelan­tará hacia la muerte. El relato de Lucas sobre las tentaciones nos presenta, en efecto, un conocimiento muy profundo del hombre.

El hombre aparece en él sometido por naturaleza a la ten­tación. Trata de comer del árbol del conocimiento para estar capacitado, lo mismo que Dios para definir el bien y el mal y para absolutizar así sus conocimientos éticos, permitiéndose juzgarlo todo y condenar lo que le parece. Trata de absolutizar su vida precaria tratando de triunfar sobre la muerte. Y si no cuenta con ángeles para que le lleven en sus manos, ha encontra­do garantías y seguridades para hacerse la ilusión de que es due­ño de su futuro y de su vida. Trata, finalmente, de asegurarse su opinión, inventa el anonimato de las calles y de las masas, los medios de publicidad y de propaganda y se arrodilla con todo el mundo ante los mismos dioses con el fin de no tener que tomar soluciones personales y libres.

En el fondo, el hombre tiene sed de seguridad y esa sed debe respetársele. Pero Jesús demuestra que ese ansia de seguridad no puede satisfacerla la absolutización de los medios humanos ni la divinización de las ideas y de las técnicas. No hay más que una posibilidad: proclamar que la condición terrestre está marcada por la muerte y aceptar el vivirla tal cual es, en su ambigüedad, incluso en su absurdo, aferrarse con las dos manos a la realidad siempre doble y vivirla junto con el único que ha

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logrado vivirla hasta en la muerte aceptada con normalidad. Este es el sentido de la condición humana que hay implícito

en el relato de la tentación. Jesús no se limita a decir que el sentido de la vida humana se encuentra en la comunión con Dios; subraya ante todo que esa comunión no puede ser vivida" realmente sino en la renuncia a toda absolutización de lo huma­no y en la proclamación de la muerte—primero la de Cristo, después la de cada uno de ios hombres—que ridiculiza constan­temente al Adán divinizado.

La asamblea eucarística agrupa a hombres que quieren ser fieles a su condición terrestre y, al mismo tiempo, a esa zona que hay en ellos y que es de Dios. No depende demasiado de la Palabra y del Pan distribuido para agruparnos cada vez más y elaborar un itinerario de fidelidad a esa participación de Dios en nosotros, que desde Jesús se llama el Espíritu de Dios, que "susurra en nosotros palabras misteriosas" que solo el Padre oye, y no hay dificultad en que nosotros las escuchemos y adaptemos a ellas nuestras obras en medio de las tentaciones de este mundo.

X. Génesis 1, 26-28 Redactado después del destierro, el lectura ad libitum capítulo 1 del Génesis sitúa la crea-liturgia de la Palabra ción dentro del marco de las gran­

des cosmogonías orientales que los hebreos han aprendido a conocer a través de su contacto con la cultura babilónica: Yahvé aparece como el vencedor de un combate extraordinario librado contra el caos. Como todo jefe victorioso, reparte a sus seguidores los despojos y el botín cogi­do al enemigo: hierbas, plantas, animales, astros, son bienes que Dios ha arrebatado al caos y que han participado así, unos tras otros, de las bendiciones del vencedor (Gen 1, 4-25). Ahora ha sido llamado el hombre para recibir la mejor parte del botín.

El relato tiene, además, otra dimensión, más directamente vinculada a la mentalidad sacerdotal de sus redactores. La crea­ción está, en efecto, representada como un templo de propor­ciones cósmicas. Los astros hacen en él las funciones de "lam­padarios" (v. 14), y un "firmamento", similar al otro desde don­de Dios domina el trono, separa en dos partes al universo (ver­sículo 6; cf. Ez 1, 22-26; 10, 1; Sal 150, 1). Ya no queda más que entronizar en él la estatua y la imagen de Dios: y el hombre no tardará en hacerlo.

» # *

a) No hay posibilidad de atribuir otra significación a las palabras imagen y semejanza (v. 26). Los sistemas teológicos que quieren ver en la una una misión natural y en la otra una vo-

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cación sobrenatural, son evidentemente abusivas. El redactor utiliza de hecho dos palabras diferentes para acoplarse al sis­tema poético hebreo de los pareados y de los paralelos.

Esta imagen tiene frecuentemente en la Escritura un sen­tido cultual. Se refiere a la réplica de Dios, hecha por manos humanas, en los templos paganos (Núm 33, 52; 2 Re 11, 18; Ez 7, 20; Am 5, 26). Los documentos sacerdotales fueron los más violentos adversarios de esas imágenes de madera y de piedra; pero fueron también los más ardientes en presentar al hom­bre como la única "imagen" válida de Dios (Gen 1, 26-27; 5, 3; 9, 6). Así Dios, que rechaza toda imagen hecha por el hombre y a semejanza de este último, instala en el templo del uni­verso una estatua animada y hecha a su semejanza: el hom­bre mismo. Dignidad suprema del hombre es la de ser sobre la tierra la criatura "apenas menor que un Dios" (Sal 8, 5-6), el punto más eminente del encuentro entre Dios y el universo.

La 'semejanza" despierta la misma idea que la imagen. Es utilizada también frecuentemente en la liturgia, pero aquí reviste un significado más misterioso: es como el velo que se­para la gloria de Dios de las miradas indiscretas (Ez 1, 26-36).

b) El hombre creado a imagen de Dios es hecho pareja, y el v. 27 permite pensar que el autor ha visto en ello la más perfecta realización de la vida divina. El redactor no dice ya, como en Gen 2-3, que la mujer ha sido sacada del hombre; complemento uno del otro, el hombre y la mujer vienen a la vida simultáneamente y participan en pareja de la misma y única empresa: el dominio sobre los elementos y el goce de la común bendición de Dios (v. 28). Mientras que Yahvé aparece en Gen 2-3 como una fuerza exterior a la pareja y como un obstáculo represivo y vengador, aquí es el modelo y el colabo­rador de la vida de la pareja. La maternidad no es ya una maldición (como en Gen 3, 15), sino la fecundidad misma de una pareja bendecida por Dios.

c) La bendición de la pareja humana (v. 28) se aparta de­liberadamente del vocabulario utilizado en las bendiciones an­teriores sobre los animales. Estos últimos podían "multipli­carse" (Gen 1, 12, 24, 25), pero su fecundidad estaba ligada a la especie ("según su especie"), mientras que la fecundidad hu­mana se orienta hacia el dominio del mundo ("sometedle").

Este dominio del mundo está expresado con un verbo que significa literalmente "pisotead". Se trata de un gesto median­te el cual el vencedor del combate tomaba posesión del país enemigo (2 Sam 8, 11; 1 Cr 22, 8; Núm 32, 29; Jos 18, 1; Sal 109/110, 1). Victorioso del abismo, Yahvé traspasa al hombre el derecho a utilizar sus prerrogativas de triunfador. Ningún dios semita ha tenido esa atención: las cosmogonías babiló-

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nicas se representan al hombre tan solo como un guardián de los rebaños y de las tierras de Dios (cf. Gen, 2, 8-17). Solo Gen 1 ha considerado al hombre como imagen de Dios hasta en el ejercicio del poder creador. Yahvé no tiene realmente nada de un dios alienante.

d) La bendición recibida por la primera pareja es la mis­ma de la que serán beneficiarios Abraham y Sara en el mo­mento de su entrada en la Tierra Prometida (Gen 17, 3-6). Al trasladar esta bendición del patriarca del pueblo elegido al padre de toda la humanidad, el redactor del relato pretende hacer a cada hombre beneficiario de las prerrogativas hasta entonces celosamente guardadas por la descendencia de Abra­ham. Pone así de relieve un universalismo casi enteramente desconocido por la Escritura en su época. Confunde además unos planos que se han diferenciado excesivamente: el orden de la creación y el orden de la salvación, el de lo natural y el de lo "sobrenatural". Para él, la voluntad de Dios es única y no ceja hasta dar a la salvación las dimensiones mismas de toda la creación. Esta ampliación del pueblo a todo el universo la encontramos, por lo demás, a lo largo de todo el primer capítulo del Génesis, en el que temas privativos del Templo de Jerusalén (luminarias, firmamento, gloria) son extendidos a la creación entera.

La creación adquiere precisamente todo su sentido en esa confusión intencionada del redactor entre el orden de la natu­raleza y el orden de la salvación. Al crear a Adán, Dios piensa ya en aquel que será su verdadera imagen (Col 1, 15-17); ese universo al que confía la vida sabe ya que alguno será el tem­plo espiritual del único culto que le complacerá; el combate que está librando contra el caos y cuya culminación triunfal encomienda al hombre sabe ya que será llevado a buen término en la guerra sin cuartel que Cristo librará en el desierto y so­bre la cruz contra los poderes de los infiernos.

Es indudable que el hombre traicionará ese proyecto y apro­vechará en su propio beneficio exclusivo la liturgia estructu­rada en la creación. Pero que al menos sea fecundo y se mul­tiplique: algún día, toda su posteridad se orientará de nuevo hacia Dios en una nueva creación.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la tentación

Al comenzar la Cuaresma, la Iglesia invita a los cristianos reunidos en asamblea a discernir mejor la intención funda­mental que les anima. El camino de la salvación por el que Jesucristo ha orientado a cada uno le exige un reajuste per-

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manente. El pecado, que sigue haciendo acto de presencia aquí abajo, amenaza continuamente con poner en tela de juicio la rectitud de la fe.

Las tentaciones del desierto siguen teniendo actualidad. Tie­nen que ver con los cristianos conscientes de sus responsabilida­des en el pueblo de Dios y con los que ceden ante las distintas formas del materialismo contemporáneo. La labor del Tenta­dor es a veces discreta, pero no hay terreno alguno que quede fuera de su alcance. En el momento en que la Iglesia se refor­ma a sí misma—no sin esfuerzo, por otra parte—para responder con más fuerza y lucidez a los desafíos del paganismo moder­no, es urgente que los cristianos revisen su percepción del de­signio de Dios y conozcan mejor los peligros de degradación a que puede llevarlos la acción del Tentador.

La tentación del En su búsqueda de la felicidad, el hombre si-hombre pagano gue espontáneamente las sendas seguras. Bus­

ca lo sólido, lo estable, lo inmutable y lo pre­visible. Rechaza el tiempo, la movilidad de la historia, porque le acarrean el sufrimiento, el fracaso, la insensatez. Todo lo que hay de constante y de cíclico en la naturaleza, fuera del hombre y en sí mismo, representa aparentemente un acceso más fácil a la felicidad a la que aspira.

En la medida en que precede al hombre, el "orden" natural puede ser captado teóricamente como el signo de la benevolen­cia del Dios trascendente y constituir, por consiguiente, el punto de apoyo de una auténtica acción de gracias. Pero ese signo es ambiguo por cuanto no distingue claramente al Creador de la creación. Cuando Dios es concebido como el principio de un orden de naturalezas, muy bien puede parecer estar a la altura y al alcance de las posibilidades del hombre.

Por ahí es por donde se infiltra la tentación... ¿Por qué no habría de actuar el hombre como un dios? Darse a sí mismo la salvación es mucho más confortante que esperarla de la iniciativa providente de Dios. Por eso mismo el hombre, tenta­do siempre de confundir al Creador con la creación, ha caído con tanta frecuencia en todas las formas de la idolatría y de la magia. WSf '•

Para el hombre moderno, esta tentación de independencia respecto a Dios adquiere un aspecto nuevo. Su cada vez más am­plio dominio de la naturaleza hace al hombre cada vez más insensible al hecho de que la naturaleza precede al hombre. La naturaleza ya no tiene interés para él sino en cuanto sujeta a su poder para transformarla y humanizarla. No tiene siquiera necesidad de rechazar el tiempo o la movilidad de la historia,

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puesto que es capaz de dominarlas y de ponerlas al servicio de sus proyectos. Por eso la tentación específica del hombre mo­derno es el ateísmo. Ya no es necesario tender la mano hacia Dios. Dios ha muerto... No necesita existir para que la huma­nidad siga su proceso de perfeccionamiento.

La tentación del Con Abraham y el pueblo que constituye su hombre judío descendencia se produce un giro decisivo. Is­

rael no trata ya de anular el tiempo, no pres­cinde ya de la historia. Para él, el acontecimiento, la historia humana, en su carácter imprevisible, único e irreversible, acon­diciona el lugar privilegiado en donde se elabora la salvación a la que aspira desde lo más profundo de sí mismo.

El acontecimiento de la fe supera de forma radical la ten­tación del hombre pagano. En efecto, ya no es posible confun­dir al Creador y a su creación cuando se reconoce la iniciativa providente de Dios, ante todo en la historia más concreta y los acontecimientos que van señalando su camino. El Dios de Israel es el señor absoluto de una historia que se sustrae al poder del hombre; es el Ser trascendente, eminentemente personal, que interviene con toda libertad en la vida cotidiana de su pueblo. Entre el Creador y su creación se descubre una sima que ya es infranqueable.

En el régimen de la fe, el hombre judío no trata ya de divi­nizarse o de atentar contra Dios. La tentación que experimenta presenta dos caras. Es más sutil y surge dentro del marco con­creto de la Alianza y de la elección de Israel. Primera cara de esa tentación: si Dios elige para Sí un pueblo entre todos los demás, ¿no es normal que le garantice seguridades y bienes abun­dantes? Y si no colma de bienes a su pueblo ya desde ahora, por razón de la infidelidad, al menos lo hará en los últimos tiempos de la salvación. Por otro lado, para asegurar su segu­ridad en el tiempo presente, muchos judíos continúan hacién­dose acreedores a los favores de las divinidades paganas... La segunda cara de la tentación de Israel es específica de la acti­tud del hombre judío: al pactar la alianza con Israel, Yahvé es­pera del hombre judío la fidelidad de un contratante. Pero ¿cómo dar cuerpo a la fidelidad requerida? ¿Utilizando sus pro­pios recursos o esperando también de Dios esa fidelidad, como un don esperable? Extraviado frecuentemente por el primer camino, Israel ha montado una fidelidad de estructura humana y, por consiguiente, inadecuada, una fidelidad que, además, se­paraba del resto y otorgaba unos derechos.

Israel hubiera podido vencer esta tentación suya caracterís­tica viviendo profundamente la realidad de una religión de la Espera, una religión que podía hacer presentir la superación que

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experimenta, dentro del orden de la fe, toda estructura de for­ma humana. La Virgen, porque no tiene pecado, fue sin duda la única creyente de la antigua Alianza que encajó perfectamen­te en una religión de la Espera. Abierta a la Alianza definitiva, pudo traer a la vida al Salvador esperado.

La victoria de Jesús Para los autores neotestamentarios, las sobre las tentaciones tentaciones de Jesús en el desierto es-del desierto tan estrechamente relacionadas con las

tentaciones que experimentó el pueblo elegido en el desierto y que se consideran típicas de toda su his­toria. Pero ahora, por primera vez, la victoria no es ya del Ma­ligno. En Jesús se ha cumplido perfectamente el régimen de la fe y ha quedado definitivamente descartado todo peligro de corrupción.

Al cabo de un ayuno de cuarenta días, Jesús tiene hambre, pero se niega a servirse de sus poderes mesiánicos en su propio beneficio, por legítimo que fuese. Y Jesús se niega, además, a inaugurar el anuncio de la Buena Nueva mediante una demos­tración de poder: no se lanzará desde el pináculo del Templo. El Reino no se fundamenta sobre una acción deslumbradora. Jesús, finalmente, podría garantizar al pueblo elegido la domi­nación sobre el universo; pero lo que establece es el Reino de Dios, y este Reino no necesita ninguna movilización de poderes humanos.

En una palabra, Jesús vence la tentación más radical que pueda presentarse dentro del régimen de la fe: la de recurrir a los recursos humanos para establecer la fidelidad exigida por la Alianza, la de ligar la realización del destino del hombre con una realización humana, cualquiera que esta sea. Una vic­toria paradójica, puesto que, humanamente hablando, presen­tará todos los síntomas del fracaso.

En el momento de comenzar su ministerio público se le invita a Jesús a reiterar la elección decisiva de su vida de hombre, la que anima y domina la rectitud de todos sus actos particulares: "Padre, hágase tu voluntad." Esta pobreza radical nos ofrece el verdadero rostro del régimen de la fe inaugurado en Abraham. Jesús de Nazaret salva al hombre porque en su misma humani­dad puede vincular válidamente al hombre con Dios; pero esa posibilidad no le viene de que haya acudido a los recursos pura­mente humanos, le viene exclusivamente de que es el Hijo de Dios. Su situación eterna de Hijo respecto al Padre tiene reso­nancias inevitables al nivel de su humanidad.

ASAMBLEA II I . -3

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La victoria de la Iglesia Una vez vencidas, ¿las tentaciones del sobre las tentaciones desierto han quedado definitivamente del desierto abrogadas o siguen acosando a la Igle­

sia? ¿La victoria de Cristo no es auto­máticamente la de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en toda la di­mensión de su identidad con El?

La realidad ya la conocemos: estas mismas tentaciones no dejarán de comprometer a la Iglesia. Y eso porque están liga­das, en Jesús, a una experiencia humana cuya última faceta quedó desvelada con la muerte en la cruz. Si bien en Jesús no hay connivencia alguna subjetiva con el mal, su misión encie­rra, sin embargo, la experiencia humana de la ineficacia y del fracaso.

Pues bien: desde este punto de vista no ha cambiado nada para la Iglesia. Segura de la victoria de Cristo, la Iglesia prosi­gue aqui abajo una misión que es la exacta prolongación de la de Cristo. La experiencia humana de la Iglesia presenta conti­nuamente una aparente ineficacia. Satanás, el gran vencido de la Resurrección, sigue conservando la posibilidad de tentar a la Iglesia. Es fácil para él intentar sacar partido, aquí abajo, del vínculo que existe entre una misión de salvación universal y la ex­periencia que la Iglesia obtiene humanamente. Satanás invita constantemente a la Iglesia a invertir su misión y a no contar más que con medios humanos. Pero, al igual que su Maestro, la Iglesia puede salir siempre victoriosa de esta tentación.

La victoria de la Iglesia sobre las tentaciones del desierto está constantemente garantizada por el renacimiento en ella de la Palabra. En la medida misma en que se deja imbuir por la Palabra, el cristiano participa por su parte de esa victoria; por el contrario, en la medida en que el cristiano permanece en pe­cado, cede por su parte a esas tentaciones. Nunca puede el cris­tiano rendir a Jesucristo un testimonio perfectamente conforme con el Evangelio que vive en el corazón de la Iglesia. La victoria sobre las tentaciones sigue siendo, para cada uno, una victoria que hay que estar ganando siempre. Pero el cristiano tiene con­fianza: esa victoria "escatológica" que le precede será suya si se apoya en la Palabra para ajustarse cada vez más a ella. El poder de Satanás ha quedado definitivamente quebrantado.

Esta tensión caracteriza no solo la vida de cada cristiano, sino también la vida de la Institución eclesial, puesto que, por una parte, su rostro y su desarrollo dependen de los hombres pecadores que la componen. La Iglesia no se reduce a la suma de los bautizados, sino que es también esa suma. Los cristianos pueden cometer faltas colectivas muy graves; ahí está la His­toria para enseñárnoslo. La división entre los cristianos es una de ellas.

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Sin embargo, ningún pecado colectivo cometido en la Iglesia empaña la santidad victoriosa de la Iglesia, que es la de su Se­ñor. Al contrario, esa santidad victoriosa sigue siendo en ella la fuente viva de una "reforma" permanente, tanto para la Insti­tución como para los individuos. Bebiendo en esa fuente es como la Iglesia y sus miembros adaptarán cada vez más su voluntad a la de Jesucristo.

Las tentaciones El apostolado es por excelencia la labor colefc-del apostolado tiva de los cristianos. ¿Cuáles son, pues, las

tentaciones que acechan a la vida apostólica? El Evangelio del día las especifica bien claramente.

Nada puede obligar a Jesús a cerrarse en su propio interés. Su ejemplo sitúa necesariamente a todo apostolado auténtico bajo el signo del desinterés total. ¡Que nunca pueda ser confun­dido el Reino con las realidades de este mundo, por respetables que sean! En este terreno, la tentación es a veces muy sutil: cuando la Institución eclesial tiende a presentarse a sí misma como una obra asistencial, un instrumento de revolución social, un organismo de sanos esparcimientos, el peligro de confusio­nismo no tiene nada de ilusorio.

Jesús se niega a plegarse a los prestigios fáciles de la propa­ganda y del ascendiente sobre las multitudes. Hay que liberar, no seducir o conquistar. El testimonio de la fe que salva no puede ser al mismo tiempo una violación de las libertades. El apóstol debe marginar, por consiguiente, la búsqueda del éxito.

Satanás provoca en Jesús la ambición, que es la suprema ten­tación. Y ceder a la ambición es aceptar una verdadera corrup­ción del mensaje, puesto que la religión queda absorbida por el deseo de poder. Con su valiente resistencia a este último asalto, Jesús condena por anticipado el clericalismo en todas sus for­mas. La promoción de lo espiritual está más asegurada mediante una liberación de lo temporal que mediante una tutela descon­siderada. El Reino no es de este mundo. A condición de recono­cerlo así, puede ser en el seno mismo de este mundo la fuente de un dinamismo siempre nuevo, en una incesante postura crí­tica frente a todo orden establecido.

Este apostolado evangélico, puro de toda aleación, exige del apóstol un continuo reajuste. Situar a la Iglesia en estado de misión, al comienzo de la Cuaresma, significa empujar a todos los cristianos a descubrir en sí mismos los peligros de una alie­nación de los valores espirituales. Su esfuerzo colectivo para superar esos peligros contribuirá a dar cuerpo al gran signo de gracia que el mundo, llegado ya a edad adulta, espera dé la Iglesia.

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La acogida de la Palabra Este primer domingo de Cuaresma y la victoria sobre hace un llamamiento al cristiano las tentaciones para que considere la importancia

de una confrontación permanente de su vida con la Palabra. Quien desea incorporarse al orden de la fe, establecerse en él y comulgar con la victoria de Cristo sobre el Tentador, no debe dejar de estar nunca en actitud re­ceptiva de una Palabra que le precede, le rodea, le da fuerza y un impulso profundo.

La preparación de una comunidad creyente en el misterio de Pascua implica una iniciación cada vez más profunda en la his­toria de la salvación. La proclamación de la Palabra es la que constituye el núcleo de esa iniciación, a condición, naturalmente, de que esa proclamación esté sólidamente vinculada al testi­monio vivo que los cristianos tienen que dar de su fe en el terreno de obrar diario.

2. El tema de Satanás

Son muchos los cristianos que no creen en Satanás. La expe­riencia que tienen de la tentación no les parece exigir en abso­luto la existencia de poderes demoníacos; el pecado encuentra una explicación suficiente en la libertad humana. La personifi­cación del mal pertenece a la época, ya superada, en que el hombre se consideraba juguete de las fuerzas cósmicas. Hoy se ha desterrado ya la mitología de ayer, y lo que se llamaba pose­sión diabólica es un traumatismo entre tantos que trata de expli­car la psicología de lo profundo. ¿Es que acaso la Iglesia no ha seguido esa misma evolución al hacerse extremadamente pru­dente en la práctica de los exorcismos?

Hay otros cristianos que no comparten este parecer. Para ellos, nunca ha estado Satanás tan activo. ¿No es acaso su más sola­pada estrategia el hacerse ignorar? Trabaja tanto más a gusto cuanto que ya no es combatido. Por otra parte, dicen esos cris­tianos, si se pretende creer que Satanás no actúa en el mundo, ¿cómo explicar las numerosas perícopas evangélicas que tratan de él? ¿Vamos a pensar que Cristo mismo fue víctima de las insensatas creencias populares? No, evidentemente.

Estas múltiples interrogantes nos invitan a profundizar en el contenido de nuestra fe. ¿Qué alcance hemos de conceder a la afirmación tradicional relativa al papel que Satanás desempeña acá abajo? Si recorremos las etapas de la historia de la salva­ción descubriremos que esta afirmación no es en modo alguno gratuita. Sin ella, no quedarían claras en su plena dimensión la obra de Cristo y el papel que el cristiano desempeña a lo largo de su vida.

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El adversario del El hombre pagano se consideró dependien-designio de Yahvé te de un mundo de espíritus superiores a

él. Demasiado hizo con explicar el bien y el mal refiriéndose a dos principios que luchan entre sí. El dua­lismo del espíritu del bien y el espíritu del mal aparece con mucha frecuencia en la historia religiosa de la humanidad. La misma creación del mundo se nos presenta muchas veces como una victoria del Bien sobre el Mal.

Dentro del marco- de la alianza y del monoteísmo de Israel, esta visión dualista se transforma profundamente. No hay más que un Dios, Yahvé, y la existencia de cualquier otro ser depende por completo de su benevolencia creadora. Por consiguiente, no cabe pensar que una criatura, cualquiera que sea, pueda dispu­tar a Yahvé su dominio exclusivo o pueda poner radicalmente en tela de juicio su designio de amor o de misericordia. El hom­bre ha sido creado para responder por medio de la fidelidad a la iniciativa amorosa de Dios; mas, como libre que es, puede ser infiel y traicionar su vocación.

El hombre ha rechazado de hecho a Dios y ese rechazo puede serle imputable. Pero la experiencia que el hombre tiene del pecado le invita a decir que ha cedido a la tentación, como si el mal estuviera objetivamente inscrito en la realidad antes que el hombre consienta en él a través de un acto de su liber­tad. ¿Qué hay detrás de esa experiencia? Significa que, al pe­car, el hombre tiene conciencia de convertirse en parte activa de una solidaridad en el pecado que existe con anterioridad a él y que engloba a otras criaturas espirituales además del hom­bre. Si Yahvé lo ha creado todo por amor, la posibilidad de una negativa se extiende a toda la creación.

Para el judío, las cosas se explican de esta manera: el pe­cado del hombre trae como consecuencia su expulsión del pa­raíso terrenal. Ya le tenemos en un mundo que conoce la muer­te. Ese mundo constituye el imperio de los poderes espirituales que, a su vez, han rechazado a Dios. La muerte es el arma temible de que se sirven para arrastrar al hombre a la tentación. Si el hombre se doblega, se convierte en esclavo. Pero si viene un hombre que no se doblega y que admite en él la acción vic­toriosa del Espíritu y la Palabra de Yahvé, el poder de la muerte queda resquebrajado. Porque los poderes demoníacos no pueden mantener al hombre esclavizado si no es con su consentimiento. El hombre no es nunca juguete de otras criaturas espirituales.

La victoria de Cristo Para garantizar la salvación del hombre sobre el adversario hay que destruir antes el imperio de las

potencias demoníacas y vencer a la muerte en su terreno. Y el principio de ese imperio es Satanás.

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El fue quien, en los orígenes de la humanidad, adoptó la forma de serpiente para engañar al primer Adán. Y a él es a quien vencerá el Mesías en un nuevo enfrentamiento. Esta es justa­mente la misión de Cristo: "reducir a la impotencia a quien tenía el imperio de la muerte" (Héb 2, 14).

Por eso no hay que sorprenderse de ver cómo los evangelis­tas nos presentan la vida pública de Jesús como un permanente combate contra Satanás: encuentro con Satanás en el desierto, liberación de los posesos, enfrentamiento con los judíos incrédu­los y, finalmente, la hora de la pasión que sella la derrota de Satanás aun cuando parezca que es él quien dirige el juego. Porque, con su obediencia hasta la muerte de cruz, Jesús des­trona a la muerte de su poderío y arrebata a Satanás la terrible arma que le permitía construir su reino aquí abajo.

¿Cuál es el significado profundo de esa victoria de Cristo so­bre Satanás? Afirmar que Cristo ha vencido el imperio de Sata­nás es, en realidad, reconocer a la obra de Cristo unas dimen­siones cósmicas. Se trata, por consiguiente, de algo muy funda­mental. Hasta entonces existía una solidaridad en el pecado que afectaba a toda la creación. A partir de entonces ha quedado abierta una brecha en el círculo de esa solidaridad. Con Cristo se ha roto ese lazo cósmico en beneficio de una nueva solidari­dad cósmica, la del amor. Dicho en otras palabras, en Cristo se ha realizado plenamente el designio creador de Dios: el hombre se hace definitivamente aliado de su creador para la realización de su designio de amor. La historia cósmica de la salvación ha iniciado su caminar. Llegará un día en que Satanás y la Muerte serán arrojados "en el estanque de fuego" (Ap 20, 14); en ese momento, la solidaridad en el pecado habrá perdido toda su consistencia. ¡Ya no habrá reino del pecado!

"Es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, porque en El han sido creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo ha sido creado por El y para El. El es antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia" fCoZ 1, 15-18). Con esta manera de expresarse, San Pablo desvela las dimensiones cósmicas de la intervención histórica de Cristo y coloca la mi­sión del cristiano en su resonancia última.

El adversario de La Iglesia tiene aquí abajo la misión de los cristianos agrandar continuamente la brecha abierta

por Cristo, Cabeza del Cuerpo. El imperio de Satanás está desarticulado; todavía no está destruido, porque la muerte, en todas sus formas, sigue induciendo al hombre pe­cador a la tentación. Cristo ha vencido a Satanás una vez para

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siempre; y en El todo hombre ha sido llamado a vencerle a su vez.

Entrar en la Iglesia por medio del bautismo es aceptar el contribuir a que Cristo obtenga en todo la primacía, para que a partir de El se levante la verdadera creación; es aceptar, por tanto, el echarse encima una responsabilidad de dimensiones cósmicas. El ritual de la iniciación bautismal pone de manifies­to esas coordenadas de la vocación cristiana. Continuamente se recuerda el drama que enfrenta al Espíritu victorioso de Dios con Satanás. El catecúmeno toma conciencia de que el bautismo va a sustraerle de una manera decisiva a la tutela de los pode­res demoníacos para introducirle en la verdadera humanidad; dicho de otra forma: va a pasar definitivamente del mundo del pecado al mundo de la gracia y de la fidelidad, constituido en Jesucristo, y que hace efectivo el logro del designio creador de Dios. Es el Espíritu el que hace efectivo ese paso incorporándole a Jesucristo. Al catecúmeno se le pide su adhesión personal en la triple renuncia a Satanás y en la triple confesión de su fe trinitaria.

Para el cristiano, la lucha contra Satanás no termina en el bautismo; en ese momento no hace sino iniciar su marcha vic­toriosa en beneficio de toda la creación. El bautismo es en la vida de un hombre el acto inicial de regeneración que le habilita para luchar en pos de Cristo contra el pecado del mundo y to­das las fuerzas que se oponen a Dios. Con Cristo ha quedado definitivamente rota la solidaridad universal en el pecado; y en el bautismo se le invita a todo cristiano a prolongar la obra de Cristo. El Reino del Padre debe extenderse, en efecto, hasta abarcar a toda la creación.

La misión y la lucha La misión es el momento privilegiado de contra Satanás la lucha contra Satanás; ahí es donde

el cristiano debe recurrir a todos los re­cursos de su condición bautismal. Porque hay auténtica misión cuando la Buena Nueva de la salvación es anunciada a un pueblo nuevo, cuando se trata de enraizar el misterio de Cristo en un universo cultural que todavía le resulta extraño. Este es el te­rreno en que más se deja sentir el peso cósmico del pecado. Y no porque el Espíritu de Dios no actúe en él. Todo lo contra­rio: el proceso espiritual de un pueblo no cristiano es siempre en parte el fruto del trabajo del Espíritu; pero hasta tanto no haya echado raíces en él el misterio de Cristo, ese proceso sigue comprometido; el secreto de su éxito se le escapa, la muerte conserva todo su poder, el imperio de Satanás sigue siendo te­mible.

Pues bien: ¿qué hace el misionero? Abandona un espacio cul-

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tural en que la Iglesia ya está asentada para ir a dar testimonio de Cristo resucitado en otro espacio no transformado aún por la Buena Nueva. Tiene la misión de identificarse con el itine­rario espiritual del pueblo a que ha sido enviado, de activarlo en la medida de lo posible para que desemboque en Cristo. En esa identificación cargada de sentido pascual realiza en sí mis­mo, como por anticipado, lo que mañana constituirá el enrai-zamiento del misterio de Cristo en este pueblo nuevo, y co­mienza a desvelar así el camino por el que ese pueblo deberá adentrarse para realizar a su vez su verdadero destino.

Pero si hacer que el itinerario espiritual de un pueblo des­emboque en Jesucristo consiste en imprimirle un ritmo pascual, hay que descubrir necesariamente a ese pueblo que solo el en-frentamiento con la muerte en la obediencia—doquiera que se presente, y de manera especial en la relación con otro—puede hacer realidad el deseo más profundo que le anima. En este sentido el objetivo que persigue la misión es el de quebrantar el imperio de Satanás en un terreno que él consideraba aún ce­losamente como suyo, por cuanto la muerte no había sido aún destronada de su poderío.

La Eucaristía o la El bautismo habilita al cristiano para victoria sobre Satanás luchar victoriosamente contra Satanás, ganada en comunión pero solo la participación eucarística le

alimenta para tener fuerzas para el com­bate efectivo de cada día.

Por una parte, la comunión con el Cuerpo de Cristo sitúa progresivamente al cristiano bautizado en una condición de hijo del Reino. Le introduce cada vez más en la verdadera creación, fundamentada en Jesucristo: no solo para encontrar en ella su salvación personal, sino también para desempeñar en todo ello un papel de alcance cósmico. ¿No decía acaso San Pablo a los co­rintios que una vez que quedaran incorporados a la Soberanía de Cristo podrían juzgar a los ángeles?

Por otra parte, la acogida de la Palabra victoriosa proporcio­na a cada uno de los participantes el punto de apoyo objetivo que incorpora cada vez más a la historia de la salvación y le permite descubrir las exigencias concretas del enfrentamiento con la muerte en la obediencia o de la lucha contra Satanás.

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PRIMERA SEMANA DE CUARESMA

I. Levítico 19, 1-2, 11-8 Este pasaje pertenece a un compendio 1.a lectura legislativo recopilado después del des­unes tierra (Lev 17-25) y que lleva el nom­

bre de "Ley de santidad" porque re­fleja una sensibilidad particular respecto a la santidad de Dios y a las exigencias que esa trascendencia impone al pueblo que establece una alianza con El.

Estas exigencias, que son sobre todo de orden litúrgico (sa­crificios, abluciones, carácter sacerdotal), se interesan también por la pureza de la raza mediante una reglamentación precisa de las relaciones sexuales. Como la mayoría de los documentos legislativos anteriores, esta compilación reúne textos de dife­rentes procedencias, pero no deja de ser un tanto sorprendente encontrar en este conjunto de orden cultual y sexual un pasaje sobre la fraternidad social (vv. 9-18), cuya culminación es la invitación a amar al prójimo como a uno mismo (v. 18).

Este pasaje, de inspiración social, proviene en gran parte de la legislación deuteronómica (Dt 24, 7, 14-15; 19, 16-21), preocu­pada de una manera efectiva por las relaciones sociales. ¿No habrá sido incorporada en la legislación cultual de Lev 17-25 porque ya se hubiera advertido que la caridad fraterna valía por todos los reglamentos sacrificiales y constituía la verdadera señal de la presencia del Dios santísimo entre los hombres?

» * *

a) La comparación entre Lev 19, 13-14 y Dt 24, 14-15 es reveladora: el Deuteronomio no se interesaba más que por el pobre humillado; el Levltico extiende la ley de la caridad a todo prójimo. Por el contrario, el Deuteronomio prestaba aten­ción al extranjero; el Levítico, desgraciadamente, es demasiado sensible a la pureza de la raza como para interesarse por el ex­tranjero.

Puede decirse que la compasión por el pobre, víctima de una suerte injusta, constituía la razón de ser de la ley del Deutero-

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nomio, mientras que la solidaridad de la sangre y los vínculos con el "prójimo" constituyen el móvil del Levítico. Los tiempos han cambiado, efectivamente, entre las dos legislaciones: el Deuteronomio corresponde a una época de profundas mutacio­nes sociales; el Levítico coincide con una era en que el nacio­nalismo es la única defensa contra la influencia del paganismo.

b) Esta solidaridad de la sangre se manifiesta ante todo en la prescripción sobre los procesos y los falsos testimonios (vv. 15-16). La injusticia en los tribunales parece haber sido una tara normal de la sociedad israelita; de ahí que la ley insista frecuentemente sobre este problema, con el fin de tratar de es­tablecer un régimen de limpieza, y de ahí también que los sal­mos y los profetas se lamenten de la venalidad de los jueces y de los testigos (Sal 81/82; Jer 21, 11-12; Am 5, 10-15). Pero el argumento esgrimido por el compendio levítico en favor de la justicia en los tribunales es original: la fraternidad nacional debe sufrir para evitar los procesos entre judíos ("tu compa­triota", v. 15; "los tuyos", v. 16) y debe encontrar por medió de la simple reprensión fraterna la conciliación que habría de llevar ante el tribunal (v. 17b).

La intención del compendio es, evidentemente, la de crear una conciencia de solidaridad nacional: la actitud ética está dictada por un sentido de la comunión fraterna: no se causa mal a su propia sangre. Las primeras prescripciones cristianas se apropiarán este concepto exigiendo que los conflictos entre her­manos deben encontrar su solución en la misma comunidad (Mt 5, 25-26; 18, 15-22; 1 Cor 6, 1-8; Rom 12, 17-19), un con­cepto que queda un tanto superado en el universalismo y el plu­ralismo modernos.

En efecto, incluso en la Iglesia, no es ni un hecho ni una promesa el irenismo entre creyentes, y si muchos cristianos abandonan la Iglesia porque no encuentran en ella más que discusiones y conflictos en donde esperaban una frágil seguri­dad, hay que decirles que no han comprendido la situación de la Iglesia en el mundo. Raras veces la Eucaristía hace coincidir los puntos de vista del patrono y los del obrero en huelga, las posiciones de los integristas y las de los progresistas.

La Iglesia no suprime las contradicciones humanas, pero ayuda a vivirlas en el amor; no resuelve los reproches que las gentes del mensaje hacen a las gentes del depósito, pero los reúne en una sola mesa. Nada sería tan engañoso como una asamblea eucarística y una vida de Iglesia en que se actuara "como sí" no se dieran enfrentamientos. Y si muchos cristianos se asustan ante la oposición y el conflicto, en espera de que la autoridad adopte una decisión que les haga callar, es porque

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muchas veces temen no la contraposición en cuanto tal, sino el porcentaje de odio y de desprecio hacia el hermano que intro­ducirían en la discusión. ¿Pero es que vamos a obligar a la Igle­sia a que siga la política de avestruz porque se siente temor a dejar libre curso a su maldad? ¿No es mucho más normal apren­der a controlar personalmente sus sentimientos y recurrir a la penitencia cuando ese control no es suficiente? Solo entonces adquirirán su pleno significado los conflictos en la Iglesia por­que harán aumentar la caridad, esa actitud que es el más se­guro sacramento de la presencia del Señor en su tarea de cons­truir la unidad de su pueblo.

II. Mateo 25, 31-46 Mateo ha explicado cómo los miembros del evangelio pueblo elegido debían practicar la vigilan-lunes cia si querían entrar a formar parte del

Reino escatológico. Ahora va a contestar a la pregunta en torno a lo que será de los paganos en esa aven­tura. El pensamiento judío era muy simplista a este respecto, puesto que se imaginaba sencillamente que el juicio de Dios confundiría a todos los paganos (Is 14, 1-2; 27, 12-13). La des­cripción que hace Mateo de este juicio ofrece muchos matices.

Mateo es sin duda el redactor final de este pasaje: los ver­sículos 31, 34 y 41 son con toda seguridad obra de su mano, porque no era Cristo quien se llamaría a Sí mismo rey ni quien se atribuiría a Sí mismo las funciones de juez, que estaban re­servadas al Padre. El resto de los versículos se remonta cierta­mente a Jesús, pero parece ser que su disposición actual es obra del evangelista. Pueden distinguirse, en efecto, una corta pa­rábola del pastor que separa a las ovejas de los cabritos (ver­sículos 32-33) y una serie de palabras en las que Jesús se iden­tifica con aquellos a quienes se ha hecho bien (vv. 35-40, 42-45), palabras que pudieron ser en origen prolongación de Mt 10, 42 1.

» * •

a) La separación entre ovejas y cabritos (vv. 32-33) es una imagen tomada de las prácticas pastorales palestinas, según las cuales los pastores separan a los carneros de las cabras, ya que estas, por ser más frágiles, requieren una mayor protección del frío. Es probable que Cristo quiera atribuirse tan solo, por me­dio de esta parábola, las funciones judiciales del pastor de Ez 34, 17-22. En este caso, desearía recordar que el juicio no será una separación entre judíos y no judíos, sino, tanto dentro como fue­ra del rebaño, una separación entre buenos y malos. El juicio no será ya étnico, sino moral.

1 J. WINANDY, "La Scéne du jugement dernier", Se. Eccl., 1966, pági­nas 169-86.

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b) Mateo añade a esta parábola del pastor unas palabras de Cristo que debieron de ser pronunciadas en otro contexto. Se re­fieren ante todo a la acogida que hay que dar a los pequeños (vv. 40 y 45). En labios de Jesús, la palabra pequeños designa especialmente a los discípulos (sobre todo en Mt 10, 42 y 18, 6, probablemente en Mt 18, 14 y 18, 10). Se trata de quienes se hacen pequeños con vistas al Reino, que lo han abandonado todo para dedicarse a su misión. Esos pequeños se han hecho ahora grandes y están asociados al Señor para juzgar a las naciones y reconocer a quienes les han dado acogida (cf. Mt 19, 28; 11, 11).

Ensamblando la parábola del juicio y estas declaraciones de Jesús, Mateo nos proporciona el único criterio que permitiría a los paganos formar parte del Reino: haber recibido a un discí­pulo hasta el punto de remediar sus necesidades y haber dado así muestras de una amplia aceptación del mensaje de Jesús. Reconozcamos que esta manera de ver las cosas es aún muy es­trecha.

c) ¿Cabe la posibilidad de dar al pasaje de Mateo una inter­pretación más amplia y ver en los pequeños no solo a los dis­cípulos de Cristo, sino a todo pobre amado por sí mismo, sin conocimiento explícito de Dios? Parece que sí puede hacerse si se tiene en cuenta la insistencia del pasaje en torno al hecho de que los beneficiarios del Reino ignoran a Cristo, cosa apenas concebible por parte de personas que reciben a los discípulos y su mensaje. Además, las obras de misericordia enumeradas en los vv. 35-36 son precisamente las que la Escritura definía como signos de la proximidad del reino mesiánico (Le 4, 18-20; Mt 11, 4-5) y sin limitarlas al beneficio exclusivo de los discípulos. La caridad aparece como el instrumento esencial de la instau­ración del Reino de Dios (1 Cor 13, 13).

Pero, desde el punto de vista exegético, esta interpretación resulta un tanto hipotética: las comunidades primitivas no se planteaban la cuestión de la posible salvación de los no cristia­nos en los mismos términos en que lo hacemos hoy.

En cualquier caso, lo que sí es cierto es que un cristiano del siglo xx no puede marginar esta cuestión, sea o no sea la de Mateo. Cristo se presenta en ella, en efecto, no solo como el Hijo del hombre esperado por los judíos, sino también como el pastor de Ezequiel: no quiere que el logro del reino dependa de una pertenencia física al pueblo elegido, y trata de definir las condiciones en las que un extraño al pueblo elegido puede ser justificado. Ahora bien: está claro que Jesús no se detiene en el reconocimiento que el pagano podría adquirir respecto a Dios y a su Mesías: este conocimiento de Dios no es un criterio sufi­ciente. Para él, el único criterio válido es la red relacional en

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la que el hombre se sitúa respecto a sus hermanos y especial­mente a los más pobres de entre ellos, y este criterio se basta a sí mismo, vaya o no acompañado de un conocimiento explícito de Dios. Cristo propone, pues, un concepto profanizado del jui­cio de Dios; desacraliza la teología judía en este punto: el hombre hermano de los hombres realiza el r no mesiánico, puesto que su obrar, sea o no consciente, es de Dios.

En cierto sentido, hay dos pesos y dos medidas en el juicio de Dios según que recaiga sobre la humanidad en general o sobre los miembros del pueblo elegido. Los primeros darán cuen­ta de su esfuerzo en pro de un ser humano mejor; los segundos darán cuenta de su vigilancia, que consiste en ver la presencia de Dios en la red de las relaciones humanas. Solo la fe da esa posibilidad. Los cristianos están obligados no menos que los otros hombres a amar a sus hermanos, pero la fe les obliga a significar la densidad divina contenida en esa fraternidad y a ser así, de antemano, los testigos de lo que se aclarará en el juicio, cuando Dios revele a todos los hombres su presencia y su acción en la fraternidad y su solidaridad.

La asamblea eucarística reúne a los hombres "vigilantes" para que sean conscientes de la función que han de cumplir delante de Dios y de los hombres, dando testimonio de la pre­sencia de Dios en las relaciones humanas.

III. Isaías 55, 10-11 Se encontrará el comentario a esta lectura 1.a lectura en la vigilia pascual (Núm. V: Is 55, 1-11). martes

IV. Mateo 6, 7-15 El comienzo del capítulo 6 de San Mateo evangelio está concebido como una actualización de martes las prácticas piadosas de los fariseos: la li­

mosna, la oración y el ayuno, con vistas a su observancia cristiana. Los tres párrafos están construidos de forma simétrica: dos frases contraponen en cada caso la buena y la mala manera, todas llevan como introducción la misma in­dicación temporal: "Cuando dais limosna, cuando ayunáis, cuan­do oráis"... (vv. 2, 5 y 16), "para ti, cuando das limosna; para ti, cuando oras, para ti, cuando ayunas" (vv. 3, 6 y 17). Nos encontramos, pues, ante un discurso primitivo (Mt 6, 1-6, 16-18) en el que se ha introducido una larga secuencia sobre la ora­ción (generalidades: vv. 7-8; texto del Padrenuestro: vv. 9-13; catequesis del perdón: vv. 14-15).

Al final de esta prehistoria presenta Mateo una especie úe catecismo sobre la oración, a base de diferentes sentencias de

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Jesús y con destino a neófitos de origen judío, habituados ya a orar, pero sumidos frecuentemente en la rutina y el verbalis­mo. Esta intención salta más claramente si se compara el texto de Mateo con el de Lucas (Le 11, 1-13), que constituye también, a su manera, un catecismo de la oración, pero destinado a paganos que todavía tienen que aprenderlo todo en este te­rreno de la oración y que necesitan estímulos en este sentido.

Tanto Mateo como Lucas han adoptado el texto del Padre­nuestro que se usaba en sus comunidades respectivas, pero re­sulta muy difícil saber qué versión tiene más probabilidades de reproducir la oración misma del Señor. Si Mateo parece reco­ger un texto más cercano al arameo, al menos en las partes en que coincide con Lucas, resulta difícil creer que Lucas haya suprimido incisos importantes de esta oración. En la liturgia sucede, por el contrario, que se amplían progresivamente los textos rezados, y se va desde la versión más corta a la versión más larga, lo que permitiría afirmar el carácter posterior de los elementos propios de Mateo. De todas formas, esta explica­ción sigue siendo muy hipotética2.

» * »

a) La primera parte de este catecismo de la oración se re­fiere al carácter secreto de la oración cristiana.

La oración acude espontáneamente al corazón del hombre, y las diferentes religiones la han organizado de forma que pueda tener la mayor eficacia posible: disciplina y horario, contenido y actitud.

Pues bien: Jesús rompe con ese concepto de la oración. El hecho de que sea un sentimiento válido del hombre no la jus­tifica sin más delante de Dios, que sabe muy bien qué es lo que necesitamos (v. 8) y no espera a que se lo pidamos para concedérnoslo.

Jesús rechaza la seudo-seguridad de la oración: publicidad de la calle (y publicidad que Yo me hago a mí mismo) (vv. 5-6) y contenido verbal (v. 7). Entonces, ¿todavía es necesario orar?

El cristiano no ora tan solo porque sienta necesidad de ha­cerlo, sino porque Cristo le ha dicho que lo haga, porque está en comunión con El y con su Padre. La condición esencial de la oración es, pues, la obediencia y la fe que permiten estar unido al Padre (v. 6): no es ya una cuestión de actitudes o de contenido, sino de confianza íntima y desinteresada que no depende, en última instancia, ni de la calle ni de la habi­tación, ni de la versión larga ni de la versión corta del Padre-

3 J. JEREMÍAS, Das Vater-unser im Lichte der neueren Forschung, Stutt-gart, 1962; "The Lord's Prayer in modern Research, Exp. Times, febrero de 1960; Paroles de Jésus, París, 1963.

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nuestro, ni de oraciones cortas o largas, ni del individuo ni de la comunidad, sino tan solo de la convicción de tener un Padre y de la obediencia a Cristo que nos dice que le interpe­lemos en su nombre.

o) No se puede comentar el Padrenuestro sino petición por petición.

La invocación del Padre supone una comunicación de vida y la posibilidad de imitar la actitud fiel de Jesús. El Atiba del original arameo se mantuvo probablemente durante mucho tiempo en las versiones griegas, lo que explicaría las diferen­cias de titulación en Mateo y Lucas, y el que aparezca aún en Rom, 8, 15 y Gal 4, 6.

Tras la invocación, dos deseos: la santificación del nombre y la venida del Reino. El nombre designa la persona: que Dios sea reconocido por lo que es: santo y trascendente. Sin em­bargo, esa trascendencia se torna inmanencia (Ez 36, 23) y el don gratuito del Padre reclama la colaboración del hombre: venga tu reino.

Un tercer deseo viene a sumarse a los dos primeros; podría no ser primitivo, puesto que Lucas lo desconoce: hágase tu voluntad... Este designio de Dios es la salvación del hombre mediante su santificación y participación en la herencia del reino (Ef 1, 3-8). En este sentido, el tercer deseo no hace más que repetir de otra forma los dos anteriores.

Tras estos deseos, dos ruegos: el pan, el perdón y la pro­tección. Es imposible saber si Cristo pensó en el pan material de cada día o en el pan de la vida eterna. Pero ¿por qué con­traponer lo uno a lo otro? Precisamente Cristo habló del pan de vida cuando estaba distribuyendo el pan material a las gen­tes que tenían hambre.

La petición de perdón quedará aclarada mediante la cate-quesis apropiada de los vv. 14-15. Se hablará de ella más ade­lante.

La petición de protección se refiere a la "tentación" (y al "mal" personificado), expresión que designa, dentro del con­texto arameo de la época, la gran prueba de los creyentes y el asalto final lanzado por el Maligno, antes del establecimiento del Reino. El Padrenuestro pide, pues, la ayuda de Dios para no apostatar (Mt 24, 4-31; Le 22, 53; Jn 12, 31).

Para terminar, el Padrenuestro pide que la manifestación de Dios y de su Reino y la comunicación de su vida a los hom­bres se realice a través del pan, el perdón y la protección con­cedida a la fe de los discípulos.

c) Pero Mateo vuelve al tema del perdón, por el que se

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siente atraído de manera particular (Mt 18, 11-14; 9, 10-13; H ; 19; 26, 28; etc.). El texto del Padrenuestro (v. 12) y el del co­mentario (v. 15) recuerdan el pasaje de Eclo 28, 1-5 (1.a lec­tura, l.er ciClO).

El texto de Mateo representa una primera etapa en la refle­xión cristiana sobre el perdón, dominado aún, al igual que Eclo 28, 1-3, por la idea de la retribución: Dios nos perdona como nosotros perdonamos, acomoda su perdón al nuestro (Mt 5, 7; 25, 31-46) y su juicio recae esencialmente sobre nuestra propia mi­sericordia para con el prójimo.

Una perspectiva cristiana posterior cambiará el orden de los dos miembros de la pareja: perdonaremos como hemos sido per­donados (Mt 18, 23-35; Le 6, 36; Ef 4, 32; Col 3, 13). Aquí el perdón se independiza de todo afán de recompensa o de mé­rito, y significa tan solo que el Reino de Dios ha llegado ya al mundo de los pecadores.

V. Jonás 3, 1-10 Esta lectura recoge la parábola de la predica-1.a lectura ción de Jonás en Nínive y la inesperada con-miércoles versión de los habitantes de esta gran ciudad,

a la luz del mensaje de Jeremías. Jonás es enviado a Nínive para anunciar la proximidad del castigo; no va en misión salvadora, sino para preparar el castigo. Pero Jer 18, 7-8 ha señalado que Dios puede "arrepentirse" del castigo que ha pensado aplicar cuando advierte que se vislumbra una conversión (cf. también Jer 26, 3, 13, 19; 42, 10). Jeremías había comprobado ya la suspensión de un decreto divino tras una con­versión (Jer 36). Esta doctrina debió de sorprender al autor del libro de Jonás y hace de ella una parábola; pero va más lejos que Jeremías, puesto que aquí el rey de Nínive—un pagano—se arrepiente (3, 5-8), mientras que el rey de Judá se niega a ha­cerlo (Jer 36, 24)3.

Repetidas expresiones confirman, por otro lado, que nuestro relato es un comentario de Jeremías: "hombres y bestias" (vv. 7-8; véase Jer 8, 20; 21, 6; 27, 5, etc.); "desde los mayores a los pequeños" (v. 5; véase Jer 5, 4-5; 6, 13; 44, 12); "el fuego de la cólera" (v. 9; véase Jer 4, 8, 26; 12, 13; 25, 37, 38).

Los decretos dirigidos por Dios contra las naciones paganas pueden, por tanto, quedar en suspenso por su conversión: esta parece ser la lección fundamental de la parábola. Encerraba

3 A. FEUILLET, "Les Sources du livre de Joñas. Le Sens du livre de Joñas", en Rev. Bibl., 1947, págs. 161-86; págs. 340-61.

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una enseñanza nueva, porque los judíos consideraban hasta en­tonces que las maldiciones pronunciadas por los profetas sobre las naciones eran inevitables y que solo los judíos podían refor­marse. Pero Jonás no admite esta manera de ver las cosas y, en su espíritu particular (Jon 4), se subleva contra el perdón con­cedido a Nínive.

Finalmente, el autor parece partidario de otra forma de pen­sar y echa en cara a los judíos su morosidad en convertirse (Jer 25-26; 25, 4; 26, 5; etc.), cuando Nínive se convirtió al ver i a primera señal. La intención del relato es exactamente la que pro­pugnará Cristo (Mt 12, 38-42): probar que las maldiciones de los profetas contra las naciones no son menos amovibles que los decretos que afectan a los judíos, porque el perdón de Dios es inconmensurable.

• * •

No se puede decir que Jonás haya sido un misionero portador de un llamamiento a Nínive para que se convierta. Su expedi­ción es más bien punitiva y no hay indicio alguno que permita descubrir en él la menor distanciación con respecto al particu­larismo judío. La conversión de Nínive aparece, pues, como el resultado inesperado de su predicación. La conclusión es más amplia que las premisas.

Si Jonás hubiera sido un misionero, el llamamiento a la con­versión que él proclamaba le hubiera afectado primeramente a él: no se invita a un pueblo a descentrarse de sí mismo sino dando señales de su propio descentramiento y dando testimo­nio de que ese descentramiento tiene sentido para uno mismo.

Además, Jonás y todo Israel con él son incapaces, en esa épo­ca, de concebir una conversión de Nínive o de otras ciudades paganas que no sea al mismo tiempo un desarraigo cultural y una judaización. Ahora bien: el verdadero llamamiento a la con­versión debe producirse en el centro del dinamismo espiritual de un pueblo y no al margen de él; debe afectar al punto vital del alma y del corazón para poder invitar al desprendimiento de sí mismo.

¿No han sido acaso los cristianos muchas veces otros Jonás? ¿Cómo se ha realizado la conversión de África o de Asia? Si el llamamiento a la conversión debe afectar al corazón del dina­mismo espiritual de las naciones, cabe preguntarse si tantos es­fuerzos no se habrán empleado en balde. Y si el llamamiento a la conversión descansa sobre el testimonio del propio descen­tramiento, cabe preguntarse si una Iglesia demasiado rica y de­masiado poderosa es capaz de darle toda la resonancia que sería de desear.

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ASAMBLEA III.-4

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VI. Mateo 12, 38-42 Este pasaje evangélico es uno de los más evangelio complicados por lo artificial que parece miércoles el ensamblaje de los episodios y de las

enseñanzas y no encierra ninguna lec­ción común. Nos limitaremos a comentar aquí los vv. 38-42 (sig­no de Jonás y ayuno de los ninivitas). La continuación (vv. 43-45: retorno ofensivo del demonio) no es inteligible, sino remitien­do a Mt 12, 24-30, y el final (vv. 46-50: bienaventuranza de quienes escuchan) no lo es sino en conexión con la curación del sordo en Mt 12, 22-23. El procedimiento hebreo de la inclusión interviene aquí en toda su plenitud, pero habrá que comenzar la lectura en el v. 12 para darse perfecta cuenta de ello.

* * *

a) La tradición evangélica ha conservado cuatro alusiones al famoso signo de Jonás (Mt 12, 38-42; 16, 1-4; Le 11, 29-32; Me 8, 11-12). Estas diferentes versiones se remontan cier­tamente a palabras pronunciadas por Cristo mismo dentro de un contexto que permitía interpretar fácilmente un pensamien­to cuyo sentido se ha perdido- hoy. En todo caso, es cierto que la interpretación de Mateo de este signo es tardía.

Cristo ha querido decir sin duda a los judíos que, para favo­recer su conversión, no dispondrían de más signos que los nini­vitas (Jon 3, 1-10): deben bastar para incitarlos a la conversión la sola presencia del profeta de Dios y el contenido de su men­saje (cf. Me 8, 11-12 y Mt 16, 1-4). Pero a medida que la comu­nidad primitiva se planteaba la cuestión de Cristo, esa forma de hablar de Jesús fue considerada como una pista capaz de arrojar alguna luz sobre su personalidad. Entonces se hizo del mismo Cristo el signo esperado. Ya en este sentido identificaba Le 11, 29-32 a Jonás y al "Hijo del hombre".

Cuando más se profundizaban las investigaciones sobre la personalidad significante de Jesús más se concentraban en tor­no al misterio pascual: encontrando un paralelo entre los tres días de Jonás en el mar y los tres días de la Pascua del Señor, la comunidad primitiva hizo del "signo de Jonás" el signo mis­mo de la obediencia y de la resurrección de Cristo. Esta es la versión—bastante alegorizante—recogida por Mateo4.

Dos conceptos del signo interfieren, pues, en la versión de Mateo del signo de Jonás: la idea de que la palabra del profeta encuentra en sí misma su propia confirmación y no necesita pruebas extrínsecas; y la idea de que el verdadero signo ofre­cido a la fe de los hombres no es otro que el misterio del Hombre-Dios muerto y resucitado.

b) El Evangelio de este día es, pues, ocasión para una exce-

* O. GLOMBITZA, "Das Zeichen des Joña" , N. T. Sí., 1962, págs. 359-86.

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lente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuan­do proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.

El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.

Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiá-nica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que este acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.

No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras El Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá; cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.

Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha es­cogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y pre­cisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.

El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona mis­ma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios

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y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obe­diencia y en amor absolutos y totalmente irradiada de la pre­sencia divina hasta el punto de que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte.

VIL Ester 4, I7k-17t El Libro de Ester es un cuento ins-Vulgata 14, 1-5, 12-16 pirado en las historias bíblicas de 1.a lectura José y de Daniel y en cuentos jueves orientales. Tiene como finalidad re­

forzar la fe de los judíos disper­sos en el seno del imperio persa. Pero su popularidad le ha va­lido numerosas interpolaciones, entre ellas esta oración de Mar-doqueo, texto muy reciente (siglo i) conocido tan solo por la Bi­blia griega. Completamente impregnada por la piedad y los te­mas del Antiguo Testamento, esta oración ofrece, sin embargo, algunas notas originales, entre ellas, de manera particular, la preocupación por la justificación personal.

Cabe pensar que el Libro de Ester era leído en las fiestas de los Purim, en recuerdo del capítulo 9, y que las oraciones que se le han añadido fueron auténticamente pronunciadas durante esas fiestas, a lo largo del siglo i.

* * *

Frente a la responsabilidad considerable que pesa sobre sus hombros, se cree que Ester hizo penitencia y se recogió en una oración5 sorprendente por su humildad. Se complace en anali­zar sus propios sentimientos (lo que es nuevo en la oración del Antiguo Testamento: cf. vv. 17 u-x) y si no descubre en ella más que debilidad, sabe que Dios no dejará de concederle el necesa­rio valor (v. 17r). El pueblo está al borde de la quiebra; no se ha repuesto en absoluto tras la prueba del destierro: quizá bas­ten algunas personalidades como Ester para salvar la situación si al menos Dios se digna acudir en su ayuda (v. 17t).

5 Véase tema doctrinal de la oración, en el cuarto domingo de Cuaresma.

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VIII. Mateo 7, 7-12 Mateo parece haber introducido por su evangelio cuenta este texto en el Sermón de la Mon-jueves taña. En efecto, no tiene relación alguna

con el contexto y no hay ninguna palabra-puente que lo engarce con él. Por otro lado, el mismo pasaje está situado, en Le 11, 9-13, inmediatamente después de la parábola del amigo importunado6. Mateo habrá desprendido los aforis­mos de los vv. 7-11 de un contexto que le daba todo su sentido revelando la forma en que Dios actúa respecto al demandante. Lo ha hecho así sin duda para no tener que introducir una pa­rábola en el discurso sobre la montaña, siendo así que reservaba un capítulo especial a ese fin (cf. Mt 13).

» » *

a) Originalmente, en el contexto de Le 11, 9-13, por lo me­nos, esta enseñanza estaba destinada a parafrasear la cuarta petición del Padrenuestro: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy..." (Mt 6, 11). Este tema del pan se repite, en efecto, en el v. 9 de nuestro pasaje, y se encuentra igualmente en la pará­bola del amigo importunado (Le 11, 5-8), que Mateo no ha re­producido. Mateo ha preferido parafrasear la quinta petición del Padrenuestro: "Perdónanos, como nosotros perdonamos..." (Mt 6, 12-15). Aquí se capta toda la diferencia entre el primero y el tercer evangelista. Situados ambos ante el Padrenuestro, Mateo reacciona como un catequista preocupado por la vida virtuosa de los cristianos; Lucas reacciona como un profeta del desprendimiento respecto de los bienes de la tierra y como un evangelista de la ternura de Dios para con los suyos.

b) Considerados como un comentario de la petición del pan de cada día en el Padrenuestro, los vv. 7-11 adquieren un sentido muy particular: si un padre humano, que a pesar de todo es un pecador, da pan a su hijo, con cuánta más razón lo hará el Padre de los cielos. El énfasis no recae tanto sobre la perseverancia y la insistencia del demandante, sino sobre la di­ferencia entre la bondad del padre humano y la ternura del Padre de los cielos. No se debe, por tanto, tener reparo en pe­dirle: lo que un hombre haría violentándose, Dios lo hace con alegría.

Si estos versículos insisten sobre la perseverancia en la ora­ción, no lo hace, por tanto, para presentar una técnica de la oración incesante, sino simplemente para afirmar la benevolen­cia de Dios y la certeza de que siempre hay lugar en El para la ternura. No debe, pues, perderse de vista que estos versículos describen más bien la bondad del donante que la persistencia del demandante.

* * * • J. DUPONT, Les Beatitudes I, Brujas, 1958, págs. 63-73.

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Estos versículos ponen, pues, de manifiesto el optimismo del concepto cristiano de la oración: esta es escuchada a poco que e i peticionario sea perseverante, pero, sobre todo, porque Dios es bueno. Un elemento importante le falta, sin embargo, a esta aoctrina: la eficacia de la oración deriva, ante todo, de la me­n t ó n de Cristo. En este sentido, la enseñanza de Jn 16, 23-26, que puede considerarse inspirada por nuestros versículos, va mu-p 2 0 . n i a s lejos y sitúa precisamente en el corazón de la oración cristiana la intercesión única del Señor.

IX. Ezequiel 18, 21-28 Ezequiel es el profeta individualista por -z-a lectura excelencia, y aquí tenemos una buena viernes prueba de ello.

Para él, la fatalidad no interviene en el plano del individuo. ios no juzga al individuo sino respecto a su justicia o su injus-

viiia ? e r s o n a l e s - Dios no quiere la muerte ni el castigo, sino la &Sá * í n a y o r número posible de hombres. La nueva alianza P p destinada a hacer realidad este proyecto: el hombre no oiil • , m á s <3ue c o n su conversión para que se cumpla este de­signio de Dios.

* * *

La conciencia tiende siempre a olvidarse en lo colectivo. í n - H 6 8 r e v i e r t e n sobre la comunidad o sobre Dios la responsa­bilidad. d e los acontecimientos, ¿no buscan acaso muchas veces un paliativo a la inseguridad de su propia conciencia? Por eso necesitamos experiencias a veces dramáticas para comprender Poco a poco la situación de compromiso de la libertad.

• Mateo 5, 20-26 Fragmento del discurso del Señor sobre la evangelio justicia nueva cuya aplicación recae aquí, viernes principalmente, sobre el quinto mandamien-

, to. Además del exordio general del discurso iv. ¿o) pueden distinguirse tres secciones:

tiv Ver.si°ulos 21-22: Cristo va más allá de la prescripción rela-inif • h o m l c i d i o generalizando su aplicación a simples hechos njuriosos. El estilo es arcaico y el vocabulario típicamente ju-

tiví. l 0 Que explica, sin duda, que Lucas no haya recogido este texto pensando en sus lectores griegos.

la ^er.sJ¡culos 23-24: Pasaje independiente del anterior: hace de caridad la condición esencial del sacrificio, haciéndose eco

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a este respecto del tema del sacrificio espiritual que ya se vis­lumbra en el Antiguo Testamento. Algunas palabras clave enla­zan este pasaje con el anterior y permiten, en consecuencia, considerarle como antiguo. Lucas no lo recoge, puesto que la alusión a los sacrificios del Templo no interesa directamente a su público. Marcos da otra versión en Me 11, 25.

Versículos 25-26: No parecen estar en su lugar original: Le 12, 58-59 parece más primitivo cuando los introduce en otro contexto.

» * «

a) Hay que tener presentes, ante todo, las argucias de los escribas y los comentadores de la ley en torno al homicidio si queremos captar el alcance de la enseñanza del Señor. Para juzgar si había homicidio o no, los escribas enumeraban una serie de condiciones tan marginales unas como otras. Cristo es­tablece un criterio nuevo de apreciación: la intención personal. Esta puede juzgarse más severamente que un homicidio, incluso aun cuando exteriormente no pase de ser una simple injuria.

En realidad, esta primera sección del Evangelio está com­puesta, a su vez, por dos sentencias distintas. En la primera (vv. 21-22a) Cristo afirma que la simple injuria puede ser mo­tivo de llevar a uno al "tribunal" con igual razón que un homi­cidio. El tribunal se refiere aquí al consejo de comunidad que, en el plano nacional (sanedrín) o local (en Qumrán, por ejem­plo), gozaba del derecho de excomulgar a los miembros que han cometido falta. Gozaba así de una especie de derecho de vida y muerte discerniendo quiénes merecían y quiénes no per­tenecer a la comunidad (Mt 10, 17; Jn 16, 2). No cabe duda de que una jurisdicción de este tipo existió en las comunidades cristianas primitivas (Act 5; 1 Cor 5, 1-4; 1 Tim 1, 20; Mt 18, 15-17).

La segunda sentencia (v. 22b-c) no constituye una especie de gradación con respecto a la primera parte. Simplemente dice las mismas cosas en otros términos. El "tribunal" no es ni más ni menos grave que el "sanedrín" o que la "gehenna". Se trata, igualmente, de la reacción de una comunidad que rechaza de su seno a los culpables. Pero mientras que las jurisdicciones judías no juzgaban más que sobre el exterior, las jurisdicciones cris­tianas tendrán que examinar atentamente, al igual que Dios, la intención de cada uno.

Para que Cristo pueda elaborar esa nueva jurisprudencia hay que admitir previamente dos principios: en primer lugar, que Dios "escruta los corazones", mientras que el hombre se queda en el lado externo de las cosas (Jer 11, 19-20; 12, 1-3; 17, 9-11); en segundo lugar, que le asiste un perfecto derecho a exi-

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gir más de quienes se comprometen en la nueva alianza, puesto que esta "cambia el corazón" (Es 36, 23-30; Jer 31, 31-34).

b) La segunda sección (vv. 23-24) trata de la necesidad de la reconciliación antes del sacrificio. Si antes de ofrecer su sa­crificio un judío se acordaba de repente que estaba impuro (Lev 15-17), debía someterse a una serie de abluciones previas. Cristo pide al cristiano que tenga el mismo reflejo si se acuer­da que está en desavenencia con alguno. En este pasaje Cristo no hace ya alusión a las prescripciones sobre homicidio, sino a las prescripciones sobre la pobreza ritual. La inspiración de las dos secciones es diferente, pero derivan del mismo deseo de es­tablecer una justicia nueva, basada sobre la actitud interior y opuesta a todo formalismo y de la preocupación por subrayar que los vínculos entre el individuo y la asamblea cristiana son ahora de orden interior.

• * *

Que la asamblea cristiana que hace penitencia o que se pre­senta delante de Dios en la Eucaristía se examine para saber si, en este mismo momento, no se interponen numerosas voces acu­sadoras entre ella y Dios para poner obstáculos a su penitencia y a su ofrenda.

Generalmente no se advierte el nexo entre Eucaristía y ca­ridad en su verdadera significación: se hace de la caridad una simple condición individual para participar en la Eucaristía o una exigencia moral para quienes han comulgado en ella, pero no se ve con suficiente claridad que Eucaristía y fe coinciden y que la caridad es también una obligación colectiva que descansa sobre la Iglesia misma y cada una de las asambleas eucarísticas.

Este culto al que se entrega el pueblo sacerdotal es el ejer­cicio de la caridad hasta el don total de sí para la salvación de la humanidad entera. Concretamente, decir que la Iglesia es un pueblo sacerdotal es considerarla, ante todo, allí donde es le­vadura en la masa, es decir, allí donde los cristianos, mezclados entre los hombres, viven durante toda su vida diaria su misión de congregar progresivamente a los hijos de Dios dispersos. Es­tas perspectivas, advirtámoslo, son extrañas a las del sacerdocio levítico del Antiguo Testamento: demasiados cristianos lo ig­noran. El pueblo sacerdotal del Nuevo Testamento no es un pue­blo reunido en un templo para la oración y el sacrificio, un pue­blo separado del resto de los hombres y entregado a actividades exclusivamente religiosas. Es, por el contrario, un pueblo direc­tamente comprometido en plena masa humana, un pueblo de hombres y mujeres a quienes nada diferencia de los demás hom­bres y de las demás mujeres, sino la pertenencia al Cuerpo de Cristo, sino la participación en el acto en que Cristo, hoy como ayer, edifica el Reino de su Padre partiendo de los materiales

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de la historia humana. La responsabilidad sacerdotal del pueblo eclesial radica en esa actuación de la caridad y de Cristo hasta las fronteras de la humanidad.

El fruto propio de la misa es, precisamente, revestir al cris­tiano de un poder reconciliador que pertenece solo a Cristo. Se­ría comprender mal la participación en la Eucaristía el no ver en ella más que la expresión de la vida de caridad ejercida por los cristianos. La prioridad de la celebración eucarística con re­lación al ejercicio concreto de la reconciliación con los hermanos expresa simplemente, en la existenia del cristiano, la prioridad absoluta de Jesucristo.

XI. Deuteronomio 26, 16-19 Ultimo libro del Pentateuco, el Deu-1.a lectura teronomio, es, a pesar de la extensa sábado parte legislativa que contiene, uno

de los menos jurídicos. Su finalidad es más homilética que legislativa y su agudizado sentido de la historia y de las relaciones personales con Dios hacen de él, ante todo, un libro religioso.

Este pasaje recuerda el contenido de la alianza y subraya su carácter espiritual.

* * *

La alianza es una realidad siempre actual. El Deuteronomio ha insistido fuertemente sobre este valor ("hoy", en los vv. 16-18; cf. Di 5, 3; 6, 10-13). No se trata, pues, de vivir dentro de una economía antigua; el pasado no sirve más que para defi­nir mejor el presente y las maravillas pasadas no cesan de re­novarse en la actualidad. En cada uno de los fieles vuelve a ac­tivarse el drama del desierto con sus beneficios y sus murmu­raciones, sus bendiciones y sus alternativas. A cada uno le co­rresponde, por tanto, escoger entre el amor procedente de Dios y la tentación del olvido (cf. Dt 6, 12). La vida feliz y la gloria (v. 19) son la recompensa prometida por Dios a quienes le sir­ven y le obedecen (cf. v. 16).

Para subrayar el carácter religioso de esta alianza, el autor se refiere a la noción de contrato bilateral, única capaz a sus ojos de subrayar el compromiso mutuo de dos libertades (vv. 17-18). La ley no es, pues, una simple nomenclatura de preceptos impuestos al hombre, sino que compromete más bien una acti­tud religiosa: "Yo seré tu Dios (v. 17) y tú serás mi pueblo pro­pio" (vv. 18-19)

Una parte del Deuteronomio fue escrita en una época en que

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Israel toma conciencia de haber abandonado a Yahvé y trata de recuperar en el acontecimiento original de la promesa y de la alianza el sentido de su fe y el sentido de su historia.

Esa es la razón por la que Israel presenta la alianza que le vincula a Dios no tanto como una decisión unilateral de Dios (un "testamento"), sino como un contrato bilateral. La finali­dad de todo esto es propiamente religiosa; no se trata, sin em­bargo, de colocar al hombre en un plano de igualdad con Dios, el cual sigue siendo el primero y único contratante. Pero, a fuer­za de repetirlo, se había olvidado la responsabilidad personal del pueblo y la necesidad en que se encontraba de tener un corazón de carne y no un corazón de piedra (Jer 31) para responder a la acción de Dios.

Esta presentación de la alianza como contrato bilateral pre­senta sus peligros y el fariseísmo comprometerá su importancia. Eso no obstante, sigue siendo cierto que, al solicitar la adhesión libre del hombre, Dios, que es el único contratante de la alian­za, prepara ya su encarnación: no salvará al hombre sin el hom­bre y sin una fidelidad total a la condición humana.

El cristiano no puede, a su vez, dar razón de su fe sino po­niendo de manifiesto en su comportamiento presente la refe­rencia a un acontecimiento original que es la gratuidad de la elección de Dios en Jesucristo, lugar de la nueva alianza y cum­plimiento de la promesa. En este sentido tiene la Eucaristía un significado: llama a cada uno de los participantes a vivir los acontecimientos de su vida en actualización de Jesucristo, del que es memorial. Les exige la misma fidelidad a la voluntad de Dios, el mismo enfrentamiento con la muerte, la misma procla­mación de la vocación gloriosa de la humanidad.

Xn. Mateo 5, 43-48 Este Evangelio reproduce la última de las evangelio seis antítesis agrupadas por el evangelista sábado en el discurso de la montaña (Mt 5, 21-

48). La conclusión "sed perfectos..."( ver­sículo 48) se refiere no solo a la última antítesis, sino al con­junto del discurso antitético.

• • •

a) No se debe reducir, por tanto, la interpretación de la perfección de Dios (v. 48) a solo la bondad (que es el objeto de la última antítesis). Hay que comprenderla en función del con­junto de las demás prescripciones. Los judíos tenían un senti­do agudizado de la perfección; la consideraban como el cumpli­miento de las prescripciones de la ley y de la tradición de los antiguos. A esa perfección formalista que se limita a la obser-

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vancia de la ley, Cristo contrapone un nuevo tipo de perfec­ción (Mt 5, 17, 20; 19, 21); no seremos juzgados "perfectos" so­bre la base de una observancia o de una práctica legal, sino sobre la base de un don gratuito, similar al que nos hace el Padre.

b) De los seis ejemplos de esa gratuidad que supera la ob­servancia estricta de la ley, el Evangelio de este día no conserva más que el último: el amor de los demás, sobre todo de los ene­migos. Al precepto legalista de amar al prójimo Mateo contra­pone, pues, una actitud gratuita de amor hacia los enemigos (vv. 43-44). La formulación del mandamiento nuevo está redac­tada en forma de tríada (el mismo procedimiento de la 1.a, 4.a, 5.a y 6.a antítesis: Mt 5, 22, 34-35, 39-41). Cristo da a continua­ción dos ejemplos (vv. 46-47). Tomados el uno del mundo judío (los publícanos) y el otro del mundo pagano, subrayan la inde­pendencia de la nueva moral respecto a sus cuadros legalistas y filantrópicos.

Se está, pues, en la línea general de este Evangelio poniendo de relieve los criterios específicamente cristianos de la moral nueva: reproducir en la vida los rasgos del Padre de los cielos y hacerlo con una espontaneidad no entorpecida por el marco de una ley.

* » #

La doctrina del rabino Jesús se sitúa, pues, de entrada, den­tro de una perspectiva absolutamente nueva en relación con la doctrina de los demás rabinos de su época. Mientras que estos se atienen siempre a un comentario de la ley, considerada como norma exclusiva de la voluntad de Dios, Jesús, deliberadamente, hace de la conciencia personal la norma del comportamiento ético. Que esa conciencia se informe de la ley, que llegue des­pués hasta el yo más profundo en donde puede vivir en comu­nión con Dios y que después tome la decisión.

Para Jesús, la obediencia que se sometiera ciegamente a la ley no es una obediencia, aun cuando la ley esté "perfectamen­te" ejecutada. La obediencia no puede depender, en efecto, de una autoridad puramente formal, hasta el punto de que el enunciado de los mandamientos de Dios carece casi de interés. Realmente, no hay obediencia sino allí donde el hombre decide por sí mismo lo que está mandado, y hasta incluso decide más allá de lo que está mandado, no teniendo ya otro criterio de su obediencia que la obediencia a su yo más profundo, en busca de Dios.

Una de las aplicaciones más típicas de esta doctrina es la de los sectores no previstos por la ley. Siempre que se descubre un sector de este género, los moralistas judíos o eclesiásticos se preocupan de ocultarlo lo más rápidamente posible, pero me-

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diante un ejercicio que consiste en descubrir leyes nuevas a partir de las leyes antiguas. La obediencia se convierte enton­ces en la sumisión a nuevas leyes en lugar de ser la expresión de la actitud del hombre captándose a sí mismo en lo más pro­fundo de su ser, al mismo tiempo que en el corazón de acon­tecimientos continuamente nuevos que le reclaman a una crea­tividad radical.

Jesús condenará siempre con violencia a los hombres que consideran la obediencia como una adaptación meritoria (Mt 25, 25-28). Propone, por el contrario, una obediencia "ligera" (Mt 11, 28-30), en el sentido de que se sitúa en un nivel en que no depende ya de una autoridad formal ni, en consecuencia, del juicio de los hombres, sino del encuentro en lo más profundo de su ser. Esta obediencia es, sin embargo, exigente, no por la ma­terialidad de los preceptos que hay que observar, sino por la in­cesante decisión a la que llama al hombre.

Cristo en la cruz ha hecho algo más que obedecer una orden de Dios: ¡de orden de Dios, nada! Pero ha- descubierto libre­mente en lo más profundo de Sí mismo la comunión con su Pa­dre y la decisión concreta a que debía llevarle esa comunión. En este sentido, la Eucaristía que celebramos nos llama a la misma decisión liberadora, incluso en la muerte.

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SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

A. LA PALABRA

I. Génesis 12, 1-17 Abram procede de Ur, en Caldea (Gen 11, 1.a lectura 31); su padre se ha establecido en Harán, !.«• ciclo a unos 1.500 Km. al norte de Ur. Si Abram

pasó su juventud en Ur, creció en el medio más cultivado del mundo 1, en donde funcionan los más anti­guos tribunales y parlamentos conocidos por la historia, en donde se elaboran las primeras legislaciones sociales, en donde la agricultura alcanza la mayor perfección técnica conocida hasta entonces. Pero la Sagrada Escritura silencia ese prodi­gioso influjo de la civilización sumeria sobre Abram; no quiere que el padre de Israel aparezca bajo rasgos paganos y hace lo posible porque los orígenes del pueblo elegido arranquen de una ruptura radical con el mundo pagano.

En el siglo xvii se advierte una enorme trashumancia de Sumer hacia el Norte: las familias ricas abandonan el país que está resultando demasiado poco seguro a consecuencia de in­cesantes conflictos. La familia de Abram forma parte de ellas y llega a una encrucijada de caravanas: Harán. No es posible ir más lejos sin cambiar de cultura: las montañas de Armenia cierran el paisaje; además, Harán es la última ciudad que posee una religión lunar e instituciones bastante similares a las de Sumer.

Las tradiciones sobre la vocación de Abraham (vv. 1-4) y su entrada en la tierra prometida (vv. 6-9) son de origen yahvista. Están entrelazadas entre sí por una tradición debida a una mano sacerdotal (vv. 4b-5).

* * *

a) Los dos primeros versículos parecen destinados a darnos la etimología de Abram. Esta palabra debe querer decir: cuyo padre (Ab) es grande (Ram). Así se explicaría la promesa: si

1 E. Six, "La Vocation d'Abraham", Bi T. Ste., 1959, 17, págs. 4-12.

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abandonas a tu padre que es "grande", te convertirás en un "gran" pueblo. Este tema de grandeza parece ser el leitmotiv de la bendición de Abraham, una de las bendiciones más impre­cisas de toda la Biblia: las naciones se bendecirán (es decir, se desearán bien) empleando el nombre de Abraham (v. 3), posible alusión a fórmulas de felicitación en las que intervenía la pa­labra "ram" o "grande". Al oír la palabra "ram" en esas felici­taciones, los hebreos aplicarían esas fórmulas a su padre Ab-ram, viendo en ello la prueba de su grandeza y una forma para él de sobrevivir en todas las mentes.

o) La segunda parte del pasaje tiende a hacer de Abraham el fundador de dos santuarios populares: Siquem, sin embargo, no data de Abram, puesto que era conocido ya dos o tres mile­nios antes de él. La tradición hebrea es, por lo demás, bastante imprecisa a este respecto, puesto que los documentos elohístas asocian Siquem con el patriarca Jacob (Gen 33, 18-20). El otro santuario, Betel, goza también de una antigüedad muy anterior a Abram, y los documentos elohístas lo asociarán igualmente a Jacob (Gen 28, 11-22). De todas formas, y esto está muy claro en el v. 7, los documentos yahvistas no conservan más que para recuerdo los dos relatos de fundación. Lo que les interesa es que la presencia de Abraham en Siquem y en Betel constituya el primer paso hacia la posesión total del país. Para apoyar mejor esta idea, el yahvista no tiene inconveniente en vincular a Si­quem la promesa del país que no se formulará en realidad has­ta el siglo ix en la tradición judía2.

c) Los vv. 4b-5 han sido añadidos tardíamente por un re­dactor sacerdotal preocupado por detalles cronológicos (v. 4b) e interesado por presentar en escena a todos los personajes re­queridos para la continuación del relato. Pero hay otra inten­ción oculta en su redacción: la de presentar a Abraham lleván­dose todas las riquezas de los paganos con el fin de beneficiar con ellas a los suyos, como hizo el pueblo hebreo a su salida de Egipto (Ex 11, 2). Ahí se adivina el complejo de inferioridad de Israel frente a las naciones cultivadas y poderosas de los alre­dedores: las naciones no pueden tener nada bueno que no se encuentre también entre los hebreos (cf. también Is 60, 1-10).

* * *

La forma en que la Biblia presenta a Abraham puede tener algo de desagradable: no dice nada de sus orígenes paganos, dentro de los cuales, sin embargo, Abram ha vivido su experien­cia de Dios, aprendiendo a descubrir, dentro del contexto mis­mo de vida peculiar suyo, su vocación y su misión, respondiendo

2 E. ESTOUH, Abraham, la signification religieuse du personnage dans la tradition biblique, Lyon, 1953, págs. 55.

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a la lección que se desprendía de los acontecimientos hasta el punto de hacer de ellos la Palabra misma de Dios interpelán­dole.

II. Génesis 22, 1-2, 9-18 El autor de este relato utiliza confu­í a lectura sámente informaciones procedentes 2° ciclo del yahvismo y, sobre todo, del elo-

hismo (los vv. 1-13) 3.

* * *

a) Es muy posible que el relato haya conocido una vida au­tónoma antes de pertenecer a la historia bíblica de Abraham. Como muchas antiguas tradiciones, este relato debía explicar el origen de un lugar alto recogiendo en este lugar el desarrollo del primer sacrificio. La mención del santuario debía estar muy explícita, pero el elohista la habría borrado o velado, y una mano más reciente habría querido remediar la imprecisión consiguien­te hablando de Moriah (v. 2), antiguo nombre de la montaña del templo (la montaña de los "Amorreos").

b) Los antiguos redactores del relato tuvieron también unas miras litúrgicas: convencer al pueblo de que no ofreciera ya a Dios los sacrificios de niños (cf. Jue 11, 10-30; 2 Re 16, 3; 21, 6; Dt 12, 31; Jer 7, 31; 19, 5; 32, 35) que parecen haber te­nido mucho éxito en los siglos vin y vn. Recordando que todo primogénito pertenecía a Dios (Ex 22, 28-30), la ley insistía in­mediatamente en la obligación de rescatarle (Ex 34, 19-20; Dt 15, 19-23) mediante un sacrificio de sustitución.

El relato del sacrificio de Abraham sería, pues, una manera de insistir sobre esa obligación del rescate de los primogénitos en forma del sacrificio de un carnero (v. 14).

c) El narrador elohista, sin embargo, va más allá de las perspectivas del antiguo relato. Está ya influenciado por el mo­vimiento litúrgico de los profetas para quienes la obediencia vale más que los sacrificios (1 Sam 15, 22; Miq 6, 6-8). Redacta su texto de tal forma que el v. 12 constituye su cima: Abraham se convierte así en el promotor del sacrificio espiritual.

El elohista refleja frecuentemente más interés que el yahvis­ta por la psicología de los actores y por sus actitudes. Su relato se detiene, en efecto, a describir con gran profusión de detalles la prueba personal de Abraham, el amor que siente hacia su hijo, la fe en Dios de que da muestras con su obediencia inme­diata.

" A. GEORGE, "Le Sacrifice d'Abraham", Et. crit. hist. reí., Lyon, 1948, págs. 99-100.

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d) Quizá haya más aún en la doctrina elohista. Al intro­ducir el relato de este sacrificio en el centro de una serie de tradiciones sobre las primeras realizaciones de la promesa de "multitud" hecha por Dios a Abraham y al insistir sobre el he­cho de que el hijo sacrificado es precisamente el instrumento de la realización de esa promesa, el elohista sitúa ya la prueba de la muerte en el corazón de la alianza. El hombre que es res­ponsable de la obra de Dios no puede recoger sus frutos antes de haber experimentado en lo más profundo de sí mismo el desgarro y el sacrificio, la desposesión de sí que da lugar a la gratuidad del don de Dios. Encontramos el mismo tema del ac­ceso a la multitud a través de la muerte en la vida del Siervo paciente (Is 50, 4-10).

En todo caso, el judaismo leerá el episodio del sacrificio de Abraham en el marco de una meditación sobre el sentido del sufrimiento. O mejor aún convertirá el sacrificio de Isaac, so­bre todo en el Libro de los Jubileos, en el escena-tipo de la in­vestidura del futuro Mesías paciente, ya que propone la lectura de este episodio en la liturgia de los Tabernáculos, que es pre­cisamente una liturgia de la investidura del futuro Mesías; y no es uno de los datos de menor interés de esta relación entre el episodio del sacrificio de Isaac y la investidura mesiánica el que la fe manifestada lo sea en un Mesías paciente. Entonces se comprende que sea en el marco de una fiesta de los Taber­náculos (Mt 17 y 21) donde Cristo reveló a los suyos su me-sianidad sufriente y el relato de la transfiguración que ofrece su más evidente ilustración.

III. Génesis 15, 5-12, 17-18 El cap. 15 del Génesis es uno de los 3.a lectura más abigarrados de todo el Penta-l.er ciclo teuco: en él se dan cita las dos tra­

diciones, la elohista y la yahvista, pero están tan estrechamente imbricadas una en otra que es muy difícil reconocer lo que corresponde a cada una de ellas4.

a) El contexto elohista es el de un contrato firmado entre un rey y un soldado mercenario: como rey, Yahvé promete a Abram un "escudo" (Gen 15, 1), es decir, su asistencia, y una importante "retribución", una palabra que designa aquí la sol­dada del mercenario (como en Jer 46, 21; Ez 29, 19), que en el

* Cf., sin embargo, H. CAZELLES, "Connexions et structures de Gené-se 15, Rev. Bibl., 1962, págs. 321-49.

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Próximo Oriente consistía generalmente en un bien raíz (v. 7), y para Abram esa propiedad era Palestina. Como mercenario, Abram promete fidelidad a su amo (v. 6). El contexto de la alianza es, por tanto, guerrero. Pero Abram se permite señalar a Yahvé que parte para la guerra sin más tropa de "servidores" (y no "hijo") que un solo habitante de Damasco (v. 3). ¿Puede, realmente, Yahvé firmar un contrato con un mercenario tan mal equipado? ¿Y puede Abram creer que Yahvé va a aliarse realmente con él? Por eso pide a su amo un signo que le dé se­guridades sobre la autenticidad de sus sentimientos (v. 8). El signo será la conclusión de un tratado conforme a las normas establecidas en aquella época: el troceamiento en tres partes (una traducción más exacta que los "tres años" del v. 9a) de una ternera, de una cabra y de un carnero.

Al concluir el tratado, Abraham el guerrero ve en sueños la realización de sus deseos: la lucha contra los conquistadores (simbolizados por los "rapaces" del v. 11; cf. Is 46, 11) será dura, especialmente contra los egipcios—cuyo símbolo es el "halcón" Horus (cf. v. 13)—y contra los amoritas cananeos (v. 16).

Pero, una vez más, ¿cómo puede Dios prometer tanto a Abram, tan débil y tan pobre? El patriarca asiste entonces en sueños al paso de Yahvé, en forma de tea encendida (v. 17), por entre los animales troceados. Este rito era el mismo con que los socios de un contrato aceptaban el quedarse convertidos cual aquellos animales descuartizados si se descubría su infidelidad... Yahvé es el único que pasa por entre las víctimas: su fidelidad basta, por tanto, para mantener vivo el contrato: a Abram no se le exige que se comprometa de esa forma.

b) La tradición yahvista sobre la alianza es completamen­te distinta. Se interesa directamente por la posteridad de Abram. No se trata ya de un contrato de mercenariazgo, sino de una promesa de descendencia. Esta tradición ha interpretado, sin duda, Gen 15, 2 como un lamento de Abram que va hacia la muerte (y no ya hacia el combate) sin hijo (y no ya sin servi­dores). Ha incorporado el v. 4 que anuncia al patriarca un he­redero varón y describe el sueño de Abram como la represen­tación de una posteridad tan numerosa como las estrellas (ver­sículos 5-6). Entonces es cuando Abram pide a Yahvé que se comprometa mediante un contrato a mantener su promesa. El v. 9 sería la descripción de ese signo: Abram prepara dos aves, una tórtola y un pichón, que no son despiezadas (vv. 9b y 10b). Al contrario que los animales troceados en la versión elohista (v. 9a), estas aves no son sacrificadas. Probablemente habrá que ver en ellas los símbolos de la posteridad masculina y feme­nina del patriarca, colocada simbólicamente bajo la protección de Yahvé (cf. Sal 73/74, 19; Dt 32, 11). Así se comprende por qué Abram no sacrifica las aves como sacrifica los otros ani­males.

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ASAMBLEA III . -5

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El relato prosigue presentándonos al patriarca sumido en un profundo sueño (v. 12) semejante al que se apoderó de Adán an­tes de contar con Eva, y por medio de ella con su descendencia (Gen 2, 21), o el que asalta a Noé antes de verse convertido en pa­dre de la multitud de los hombres (Gen 9, 20-29). La culmina­ción de esta tradición yahvista aparece en el v. 18, cuando Yahvé revela la donación del país, no ya al mercenario puesto a su servicio, como en la versión elohista, sino a la descenden­cia de un patriarca.

* # *

Al compilar estas dos tradiciones, el autor de la redacción definitiva no ha introducido notas personales. Ha respetado los datos más diversos, pero ha conseguido imbricarlos dentro de un marco único y relativamente simple. De esa forma ha querido, seguramente, significar que todas las tribus, tanto las del Nor­te (elohistas) como las del Sur (yahvistas) dependían de la alianza de un solo y único patriarca con Yahvé.

IV. 2 Timoteo 1, 8b-10 Al igual que la primera carta a Timo-2.a lectura teo, tampoco la segunda se ha visto li-l.eT ciclo bre de las críticas que niegan su auten­

ticidad paulina. Ninguno de los argu­mentos esgrimidos por esa crítica puede llegar a convencer. Cier­to que la situación ha cambiado desde las primeras cartas de Pablo y que los problemas que se plantean son nuevos: esto explica suficientemente que haya cambiado el estilo; por otro lado, Pablo ha envejecido y su tono se ha hecho, naturalmente, más grave y hasta más inquieto sobre el porvenir de su obra. Por lo demás, en 1 y 2 Tim hay suficiente doctrina y estilo comunes a todas las cartas de Pablo como para que no haya dudas respecto a su autenticidad.

* * #

a) Cuando se escribió esta carta, la Iglesia apenas estaba institucionalizada. Pablo ejerce sobre las comunidades que él ha fundado y sobre algunas otras una autoridad soberana, pero con mucha frecuencia envía a ellas a algunos discípulos como delegados suyos, especialmente a Timoteo. Estos "legados" gozan de plenos poderes sobre las autoridades locales y a estos efec­tos están revestidos de una gracia particular confiada mediante una imposición de manos (v. 6; cf. 1 Tim 1, 18; 4, 14). Esta úl­tima imposición la ha realizado un colegio de "presbíteros" (1 Tim 4, 14) presidido, sin duda, por Pablo (v. 6, más exclusivo que 1 Tim 4, 14). En el pasaje que se lee este día Pablo no es muy explícito sobre los poderes de Timoteo: se limita a insistir

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sobre un don particular: la fuerza que se le ha dado para no avergonzarse del Evangelio (vv. 7-9). De todas formas, Pablo no es mucho más claro en otras ocasiones: Timoteo será "sucesor" de Pablo (2 Tim 4, 5-7), está encargado de enseñar (2 Tim 2, 15), de juzgar respecto a determinados problemas (1 Tim 5, 19), de establecer la liturgia (1 Tim 2, 1-2) y de reclutar ministros en la Iglesia (1 Tim 3, 1-13; 5, 22).

¿Hemos de ver ya en Timoteo a un obispo? ¿Qué relación exacta existe entre él y los presbíteros? Parece inútil buscar res­puesta a estas y otras interrogantes en las Epístolas Pastorales. Lo único que cabe afirmar es que las cartas de Pablo a Timoteo son el eco de cambios que se están introduciendo en la Iglesia primitiva en vísperas de la desaparición de los apóstoles con vistas a establecer relaciones concretas entre las comunidades y su jerarquía.

b) Hay, sin embargo, dos elementos esenciales que permi­ten definir el papel de esa jerarquía. El primero es su servicio del Evangelio (vv. 10-11). En otras palabras: el miembro de esta jerarquía ejerce una autoridad sobre una comunidad determi­nada en la medida en que asume la responsabilidad (que es mandataria a estos efectos) de la proclamación del Evangelio en el mundo. El segundo es prácticamente idéntico: se trata de prolongar en cierto modo la manifestación de la humanidad del Hombre-Dios (v. 10) que ha destruido la alienación de la muerte y ha propuesto un acceso inesperado a la vida en plenitud.

En otras palabras: el jefe de comunidad no es tan solo el que resulta más capacitado para administrarla, para presidir su liturgia y su catequesis, sino aquel que más decidido está a servir a la proclamación misionera de la buena nueva de Cristo, hecho Señor de la vida. La jerarquía no se constituye tan solo ad intra, sino primeramente ad extra.

V. Romanos 8, 31b-34 El cap. 8 de la carta a los romanos ter-2.a lectura mina con un himno al amor de Dios. Las 2° ciclo dos primeras estrofas cantan sobre todo

el contenido de ese amor (vv. 31-32 y 33-34); las dos últimas hacen alusión a sus adversarios (ver­sículos 35-39).

* * *

a) A la manera de Job 1 o de Zac 3 (cf. Ap 12, 10), Pablo se imagina a los cristianos acusados por Satanás ante el tribunal de Dios. Es muy cierto que el combate de la fe y la lucha contra el mal no son siempre plenos éxitos y muchas veces dejan al descubierto debilidades y fallos: ¡no faltan realmente motivos de acusación!

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Pero ¿quién va a hacer la acusación? Tres personajes pue­den hacerla: el mismo Dios (vv. 31-32), Satanás ("el acusador", según el sentido etimológico de este nombre: v. 33) o Cristo (v. 34). Y Pablo se pregunta quién de los tres podría conde­narnos.

¿Dios? No, porque ya una vez se ha pronunciado en nuestro favor en una circunstancia decisiva: cuando no dudó en entre­garnos a su Hijo (v. 32; cf. Gen 22, 16). ¿Podría volverse atrás de su decisión y dejar sin efecto el beneficio de la muerte de Cristo?

¿Satanás? Sí, es por naturaleza el acusador de los hombres de­lante de Dios, el que trata de convencerle de que no tenga ya confianza en el hombre, que no merece tanto amor (Job 1). Se­guramente que Pablo tiene siempre ante el pensamiento a Is 50, 8-9, en donde el Siervo de Yahvé desafía a sus acusadores: ¡quién puede condenarle cuando Dios perdona y justifica siem­pre!

Nos queda Cristo. ¿Podría El condenar a muerte a aquellos por quienes ha muerto? (v. 34a). ¿Podría condenar El, que ha sido "suscitado" como salvador? (v. 34b).

o) Esta última interpretación reclama algunas explicacio­nes: la palabra "suscitar", que designa en este versículo la re­surrección, es empleada regularmente en el Antiguo Testamento para designar la elección por parte de Dios de un rey o de un profeta destinado a salvar la situación en un momento parti­cularmente crítico de la historia del pueblo elegido (Jue 2, 16; 3, 9; 3, 15; 2 Sam 23, 2; 3, 10; 1 Re 9, 5; Ez 34, 23; Is 41, 2, 25).

La teología de la resurrección que encontramos en este pa­saje es, por tanto, todavía primitiva: Dios, que había prometido "suscitar" un Salvador siempre que el pueblo sufriera una des­gracia, "suscita a Cristo de la muerte" (cf. Act 2, 32-33; 13, 23) para hacer de El el salvador. La salvación está, pues, ligada a la resurrección y al bautismo, que hace participar en esa resu­rrección.

VI. Filipenses 3, 17-4, 1 Este breve pasaje forma parte de una 2.a lectura larga exposición de Pablo sobre la per-3.er ciclo fección cristiana (Fil 3, 17-4, 3), en la

que ataca a los enemigos de la Cruz (v. 18) que hacen un dios de su vientre (v. 19: alusión a las prohibiciones alimenticias). De hecho, se trata de los judíos circuncisos que ponen su confianza en la carne, por oposición a quienes—el apóstol en particular—la ponen en Jesucristo.

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En una exposición sobre la ascesis cristiana, Pablo acaba de insistir ampliamente sobre la necesidad del esfuerzo humano-: hay que saber optar, buscar la perfección e imitar en eso al mismo apóstol (Fil 3, 12, 17, etc.). Pablo no tiene nada de un quietista: mediante sus consejos y su ejemplo traza un "cami­no" (v. 16) muy claro, jalonado de esfuerzos y de victorias sobre sí mismo.

A pesar de todo, la verdad es que el principio fundamental de la ascesis cristiana está en Cristo5 y de manera especial en la efectividad del acontecimiento divino de la encarnación6. Cristo transforma todo ser humano convertido en fiel suyo (Gal 2, 20; 3, 27; 4, 23; 6, 14), confiriéndole una vida celeste (v. 20; cf. 1 Cor 15, 47), es decir, una vida que es don de Dios, partici­pación gratuita e inesperada en la vida divina. De esa forma, la justicia cristiana, aun cuando exige conversión y esfuerzo, no es nuestra justicia, tal como desearían todos los partidarios de las obras de la carne, tal como los judaizantes (Fil 3, 19; 2 Cor 5, 14; Gal 6, 15).

Para explicar esa santificación (o "transfiguración", v. 21) de la vida humana, Pablo presenta a Cristo, conforme a la cos­mología de la época, como victorioso de la hegemonía de las "potencias" que tienen dominado el universo y la humanidad, especialmente el pecado y la muerte (2 Cor 5, 14), que impiden que nuestro cuerpo de miseria se convierta en un cuerpo de gloria.

Puesto que procede del Cristo victorioso de la muerte y del pecado, la vida cristiana es una vida superior, en el sentido de que está animada por el Espíritu de Dios y de que su finalidad es la vida eterna (2 Cor 4, 18; Col 3, 1-4). Sentado ya a la dies­tra del Padre, Cristo sustituye la vida terrestre del hombre por el cielo (es decir, la vida divina) y la atrae a la futura ciudad celestial. De ahí el deber de significar, ya desde aquí abajo, la etapa hacia la que tiende nuestro esfuerzo y que ya ha comen­zado desde el momento en que la santidad de Cristo se ha co­municado a los hombres.

* • •

Ofrecer su "cuerpo de miseria" a la acción transfiguradora de quien ha vencido a la muerte y ha sometido al universo es, en última instancia, mortificarse. No se trata por ello tan solo de esas mortificaciones corporales que niegan al cuerpo sus medios de expresión y de expansión. Es, más fundamentalmente, experimentar la muerte de todo lo que se tiene y de todo lo que se es. No solo la muerte de su vida, a la que une se resigna... lo

8 Véase tema doctrinal de la ascesis en este mismo capítulo. • J. LEVIE, "Le Chrétien, citoyen duciel", An. Bibl, II, 17-18, Roma,

1963, págs. 81-88.

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más tarde posible..., sino la muerte de su virtud, la muerte de su Dios, la muerte de su verdad.

La vida celestial que Pablo nos anima a alcanzar no es en absoluto, para él, una apoteosis o una recompensa de una vida terrestre colmada ya de riquezas y de éxitos; llega más allá de una "transfiguración" de un cuerpo de miseria, más allá de una muerte. Esta transformación no es solo un momento de nuestra vida futura: basta con haber experimentado un poco en la vida de uno la muerte a sí mismo para haber adquirido la certeza de que es posible esa transfiguración de nuestro ser por Aquel que ha superado a la muerte.

VII. Mateo 17, 1-9 La versión primitiva de este relato, común evangelio a todos los sinópticos, presentaba, en un es-l.er ciclo tilo apocalíptico, la transfiguración como

un descubrimiento por parte de los discí­pulos de la personalidad de Jesús, figura escatológica y fuente de salvación (versículos influidos por Dan 10, 5-6: Mt 17, 2, 9; por Dan 10, 9: Mt 17, 6; por Dan 10, 10: Mt 17, 7; por Dan 12, 4: Mt 17, 9)7. Más tarde fue interpretada esta perspectiva esca­tológica de Cristo en función del ritual de la fiesta de los Ta­bernáculos y de la entronización de un Mesías paciente que esta fiesta implicaba. Trataremos esta cuestión desde este punto de vista sobre todo en el comentario de Me 9, 1-9.

» * *

a) Posteriormente los redactores debieron de acentuar la re­lación entre la teofanía del Tabor (?) y la del Sinaí como para subrayar mejor los dos grandes momentos decisivos de la histo­ria de la salvación: la alianza y la venida del Hijo del hombre. El paralelismo con Ex 19, 16-17; 24, 15-18; 40, 34-38; 34, 29-30, está efectivamente claro. Ya en el judaismo, sobre todo a través de la fiesta de los Tabernáculos, era transportada la teofanía del Sinaí a la era escatológica (Is 40, 3-5; Zac 14; Ap 7, 9-17). Esta alusión a la teofanía del Sinaí y a la fiesta de los Taber­náculos no hacía, por lo demás, sino acentuar el carácter esca-tológico de la entronización del Mesías.

Mateo no tenía ya más que dar un paso para acentuar el paralelismo entre el Moisés del Sinaí y el Cristo de la transfi­guración 8.

7 A. FEUILLET, "Les Perspectives propres á chaqué évangéliste dans les récits de la transfiguration", Bíblica, 1958, págs. 281-301; M. SABBE, "La redacción del relato de la transfiguración", en La Venue du Seig-neur, Brujas, 1962, págs. 65-100.

8 Véase tema doctrinal de la ley y la vida moral, en este mismo capítulo.

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En efecto, ha montado su Evangelio partiendo de los cinco discursos de Cristo (en correspondencia con los cinco libros de la ley antigua). Cada una de esas partes agrupa algunos acon­tecimientos seguidos de un discurso. En la cuarta, que es la que ahora nos interesa, la sucesión de los acontecimientos (entre los que está la transfiguración) prepara el discurso del Señor sobre la vida futura de la Iglesia (Mt 18).

Mateo se preocupa sobre todo por presentar a Jesús como el nuevo Moisés, legislador de la nueva economía. Espera conven­cer así a los judeo-cristianos de que la ley ha sido superada por la de Jesucristo. Por eso, al contrario que Me 9, 4, Mateo nombra a Moisés antes que a Elias (v. 3). Es también el único evange­lista que habla de la irradiación del rostro de Cristo (v. 2), en correspondencia con la irradiación de la figura de Moisés en el Sinaí (Ex 34, 29-35; 2 Cor 3, 7-11). Igualmente, la voz que habla desde la nube (v. 5) corresponde a la que se dejó oír en la nube del Sinaí (Ex 19, 16-24). La recomendación "escuchad­le" (v. 5) evoca el anuncio hecho a Moisés de una futura réplica de sí mismo "al que tú escucharás" (Dt 18, 15). Además, contra­riamente a Lucas y a Marcos, que citan únicamente el Sal 2: He aquí a mi Hijo, Mateo añade algunas palabras tomadas de Is 42, 1: "En quien me he complacido" (v. 5), alusión al Sier­vo, "luz de las naciones" porque hace la voluntad de Dios. Finalmente, el hecho de que la transfiguración se sitúe al final de "seis días" (v. 1), contrariamente a Le 9, 28, permite relacio­nar este episodio con la subida de Moisés al Sinaí (Ex 24, 16-18).

En conclusión, por encima de su carácter escatológico, Cristo aparece como el nuevo Moisés, legislador del nuevo pueblo. Re­cibe ese título porque primero pasó por la obediencia al sufri­miento y a la muerte. El nuevo Moisés ha comenzado por obe­decer personalmente a la ley que propone; contrariamente a Moisés, Cristo es un legislador que no se contenta con imponer una ley, sino que proporciona al mismo tiempo los medios inte­riores de corresponder a ella.

b) La transfiguración no pierde en Mateo su carácter fun­damental de investidura mesiánica (cf. la alusión a la fiesta de los Tabernáculos, por ejemplo), sino que se especifica, si así puede decirse, en las prerrogativas magistrales de Cristo, nuevo maestro de pensamiento. Lo mismo que el Siervo paciente debió a su obediencia el convertirse en luz del mundo, así Cristo está habilitado para convertirse en el maestro del pensamiento y en el nuevo legislador del mundo porque ha sido el primero en someterse a la ley nueva que El mismo trae, ley de amor y de renuncia (v. 9). Señalemos que este relato de la transfigu­ración introduce, en Mateo, el discurso del cap. 18, en el que Cristo establece los poderes mesiánicos en la Iglesia, confiriendo en particular a sus apóstoles el derecho a ser escuchados (Mt 18,

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15-18), ese derecho que El mismo ha recibido en su transfigu­ración.

* # *

¿Cómo situar la obra de Jesús con respecto a la de Moisés? Como ha dicho El mismo, Jesús no vino para añadir nada a la ley, sino que ha venido a cumplirla, llevarla a término. En la intención del primer legislador, la ley debía revelar los caminos de la verdadera fidelidad a Yahvé. En realidad encontrará su primer fiel, ejemplar, en Jesús. El sitúa correcta y definitiva­mente en su lugar las relaciones entre la fe y la ley. La con­dición de ese ajuste no se verifica, por lo demás, sino solo en El. Solo su humanidad, por pertenecer al Hombre-Dios, está habi­litada para construir la fidelidad exigida por la verdadera alianza.

Cumplida en Jesús, la ley se ha renovado en su contenido. El marco de la antigua alianza estalla bajo la presión de ese cum­plimiento. Se abandonan los viejos odres por la fuente viva. La ley evangélica basada en el amor universal se dirige ahora a todos los hombres. Jesús no es ya en nada el esclavo de una ley ex­terior; la ley, grabada en su corazón, tiene como fuente íntima al Espíritu Santo. Según el anuncio de los profetas, la renova­ción del corazón introduce la ley nueva.

El misterio de la transfiguración lleva a comprender el ritmo pascual de la ley evangélica. La fidelidad de Jesús a la ley nueva toma un camino de obediencia hasta la muerte de cruz. No hay posibilidad de hacerse prójimo de todos los hombres sino hacien­do entrega de la propia vida. Hay que enfrentarse a la muerte en su propio terreno para salir victoriosos de ella.

VIII. Marcos 9, 1-9 El segundo Evangelio sitúa la transfigura-evangelio ción dentro de un contexto en el que, con 2° ciclo más claridad que en los otros sinópticos,

se afirman los presentimientos de Cristo relativos a su muerte y a su gloria. Jesús acaba precisamente de anunciar su Pascua próxima (Me 8, 31-32), pero Pedro se ha opuesto audazmente: no puede admitir que el reino de la gloria y del poder anunciado por los profetas pase por el sufrimiento y la muerte (Me 8, 32-33). Jesús se sirve entonces del ritual de la entronización del Mesías doliente en la fiesta de los Tabernácu­los para convencer a los suyos que solo será mediante el sufri­miento como conseguirá su mesianidad.

» * *

a) El primer versículo recuerda hábilmente ese contexto: a pesar de una traducción un tanto confusa, parece que Jesús quie-

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re decir, en un tono un tanto triste: "Esperan de tal forma un reino de poder que ni uno de entre ellos querría pagar con su vida la venida de ese reino"9. Por eso, a los ojos de Marcos, el episodio de la transfiguración se presenta ante todo como la re­velación, por parte de Cristo, de la totalidad de su misterio pas­cual al grupo elegido de sus apóstoles (los mismos que estarán junto a El en Getsemaní: Me 14, 33).

De ahí que Marcos dé prioridad a Elias sobre Moisés (v. 4), porque si Elias es Juan Bautista, está claro que anuncia el su­frimiento del Mesías a través de sus propios sufrimientos (cf. la explicación de Jesús en Me 9, 12-13). Parece, pues, estar claro que lo que constituye el centro del Evangelio de Marcos es la pers­pectiva del Mesías paciente.

b) La transfiguración consiste esencialmente en la toma de conciencia, por parte de los tres apóstoles, de que Jesús es ver­daderamente el Mesías que entroniza la fiesta de los Tabernácu­los. La mención "seis días" (v. 2) alude a la duración clásica de esta fiesta, la montaña y la nube son elementos tradicionales propios también de esta fiesta, así como especialmente la cons­trucción de tiendas que sugiere Pedro (v. 5). En este sentido el relato de la transfiguración es absolutamente paralelo al de la entrada de Jesús en Jerusalén (Mt 21). Jesús es ciertamente el Mesías al que todos los años la fiesta de los Tabernáculos es­pera y entroniza revistiéndolo de blancura y de luz (v. 3) e in­vistiéndolo de la misma palabra de Dios (v. 7). Pero el libro judío de los Jubileos, casi contemporáneo de los Evangelios, anunciaba ya que el Mesías esperado durante la fiesta de los Tabernáculos sería un Mesías sufriente. Ahora bien: Cristo aca­ba precisamente de anunciar a los suyos su próxima pasión (Me 8, 31-38); sin duda aprovechó la ocasión de un ritual de investidura de la fiesta de los Tabernáculos para convencer a los apóstoles de que este camino era normal, ya que correspon­día a la misma liturgia.

* * *

La transfiguración es, pues, una exhortación de urgencia he-chj*<BFTnanera especial a Pedro para que se avenga a escuchar a Jesús (v. 7) cuando habla de sus sufrimientos y de su muerte, sin dejar de reconocerle por eso como Mesías definitivo, a la ma­nera del Siervo ideal (Is 42, 1).

La fe exigida a los espectadores de la transfiguración impulsa hoy a la Iglesia a no huir de las necesarias encarnaciones y del desprendimiento que implican para no buscar más que un Reino de poder que prescindiera de la muerte; pero la impulsa también

9 B. TROCMÉ, Marc 9, 1, prédiction ou réprimande? Texte u. Unters., 87, 1964, págs. 259-65.

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a no querer una encarnación sin las correspondientes transfigu­raciones. La Iglesia no es llamada a estar presente en las estruc­turas del mundo más que para transformarlas; y no es llamada a transformarlas si no es aceptando morir a todo confort y a toda autoseguridad; conoce también las alternancias de gloria y de humillación y sabe que su victoria no será una clamorosa rea­lidad hasta tanto, rota por la muerte, no surja en un mundo al que habrá ayudado a transfigurarse.

IX. Lucas 9, 28-36 En su versión de la transfiguración, Lucas evangelio presta menos atención al fenómeno en sí: 3.er ciclo sin duda teme que sus lectores de origen

pagano lo confundan con las "metamorfo­sis" de la mitología. Por eso escribe tan solo que el rostro de Jesús cambió y hay que hacer depender esa iluminación de la oración de Cristo (vv. 28-29). Además, comienza por asociar a Moisés y Elias y después a los apóstoles (v. 34) en la gloria de que es be­neficiario Cristo (v. 31), relativizando así en parte la originalidad del episodio.

Por el contrario, presta más atención que los demás evange­listas a la presencia de Elias y de Moisés. Es el único en hablar de su propia gloria y en dar explicaciones sobre el objeto de la conversación entre Jesús, Moisés y Elias: el "éxodo" del Señor (v. 31; más traducido en general por "la partida")10.

* # *

a) El elemento determinante parece ser en el relato de Lu­cas la oración de Jesús a su Padre (vv. 28-29). A Lucas le gusta situar esa oración en los momentos más decisivos de la vida de Cristo, y el momento de la transfiguración es uno de ellos. Jesús acaba, en efecto, de tomar claramente conciencia del fracaso de su misión y el presentimiento de su muerte próxima como jefe de banda revolucionaria va tomando forma en su mente (Le 9, 22). Presiente igualmente que aquellos de entre sus discípulos que quieran seguirle hasta el final pagarán igualmente con su vida su entusiasmo mesiánico (Le 9, 23-26). ¿No es ese el momento apropiado para acercarse a Dios? Cristo está ya muerto antes incluso de subir a la cruz: muerto a la misión que creían estar cumpliendo, muerto a sus aspiraciones de éxito y de influencia, muerto quizá a un rostro de Dios que dispone bien las cosas y le hace realizar milagros. La oración de Jesús ha consistido en­tonces en ofrecerse tal cual a la mirada de su Padre y en des­cubrir un nuevo rostro de Dios: el que no se descubre hasta después de la muerte a sí mismo, cuando se han derrumbado

10 J. MANEK, "The New Exodus in the books of Luke, N. Test., 1957-58, págs. 8-23.

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todas las seguridades. Si ha habido una transfiguración exterior de Jesús, no ha podido producirse sino partiendo de una certeza profunda e interior: la convicción de que Dios seguía siendo Dios incluso más allá de la muerte a todo y del fracaso total, de que seguía estando tanto más dispuesto a glorificar a Jesús, y a sus discípulos con El, cuanto que había abandonado radicalmente toda búsqueda de gloria humana u .

b) Es indudable que Lucas ha visto en Jesucristo la reali­zación profética de Dt 18, 15, que prometía a Moisés un sucesor de su calibre. Esta profecía aparece frecuentemente en su obra (v. 35b; cf. Act 3, 22; 7, 37). Jesús es, pues, para Lucas, lo mismo para que Mateo, un segundo Mesías (cf. Le 14, 27). Pero va más lejos que Mateo subrayando cómo Jesús inaugura el nuevo "Éxodo" (v. 31). El Antiguo Testamento consideraba gustosa­mente al Éxodo de Egipto como la intervención tipo de Dios en la historia de la salvación; si vuelve a intervenir otra vez no puede ser sino en forma de un nuevo Éxodo (Miq 7, 15; Is 11, 11). Para Lucas, este nuevo Éxodo se inicia en la Jerusalén terrestre, incrédula (Me 19, 41-44; 13, 33-34; 21, 37), a semejanza del an­tiguo Egipto, y tiende hacia la Jerusalén nueva (cf. Gal 4, 25-26; Heb 12, 22), la morada del Padre, pasando por la "sumersión" en el mar (Le 12, 50). Efectivamente, a partir de la transfigu­ración, Jesús se pone en camino hacia "Jerusalén", etapa que no llegará a su término sino abandonando la antigua capital por el Monte de los Olivos y el de la ascensión (Act 1, 6-11). Es bas­tante curioso, por otro lado, que las principales etapas de este Éxodo: la transfiguración (v. 30), la resurrección (Le 24, 4; mientras que los demás evangelistas no hablan sino de un solo personaje) y la ascensión (Act 1, 10) estén señaladas por la presencia de "dos testigos": ¿o serían siempre Moisés y Elias?

Por esoJ^HÜÍ adopta un camino intermedio entre Mateo y Marcos. Mientras que Mateo ve sobre todo en este episodio la revelación del nuevo Moisés, legislador de la nueva alianza, y Marcos es sobre todo sensible a los acontecimientos de la Pascua del Señor, Lucas se queda con una y otra perspectiva: continúa haciendo de Cristo el nuevo Moisés, pero es un legislador que no sella una alianza nueva sino dando cumplimiento a su Éxodo personal.

La presencia de Moisés y de Elias a ambos lados de Cristo puede tener un importante significado para el hombre moderno. Esos dos personajes son precisamente quienes, en el antiguo Israel, trataron de penetrar en el misterio de Dios y no lo con­siguieron (Ex 3; 1 Re 19); pues bien, he aquí que sus afanes se

11 Véase tema doctrinal de la oración, en el cuarto domingo de Cua­resma.

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vieron cumplidos en Jesús: el misterio de Dios es penetrado en la medida misma en que Dios se manifiesta en su humanidad, al servicio de los hombres. Son inútiles los esfuerzos de la teo­dicea que trata de penetrar en el misterio de Dios; se encuentra siempre remitida a la presencia de Dios en esta historia de los hombres que culmina en Jesús. Los ateos están sobrados de ra­zón para rechazar la teodicea; no hay nada que hacer ni en el Sinaí ni en Horeb; la única posibilidad es la que desemboca en Jesús, plenamente hombre, y Dios, totalmente al servicio de los hombres. Quizá la transfiguración sea menos el misterio de la divinización individual de Jesús que el descubrimiento por parte de los hombres del Dios que les sirve, un Dios desconocido por los filósofos.

B. LA DOCTRINA 1. El tema de la ley y de la vida moral

El relato de la transfiguración nos invita a discernir la ori­ginalidad de la vida moral del cristiano. Son muchos los cris­tianos que hacen de su fe un ideal moral. Reducen el Evangelio a una regla de vida particularmente elevada. Para ellos, dar tes­timonio de Jesucristo es buscar ante todo de llevar una vida conforme al ideal evangélico. Todo se desarrolla como si Jesús de Nazaret no fuera más que un maestro de sabiduría, como si la gracia no significara más una mejor adaptación de la vida a sus preceptos.

Este concepto de la moral cristiana, demasiado estrecho y mal ajustado, ofrece muchos inconvenientes. Esperar de la gra­cia una eficacia directa en un terreno que no es el suyo no aca­rrea más que decepciones... Desde un punto de vista misionero, los inconvenientes son todavía más graves aún: una vida moral ejemplar no anuncia necesariamente la Buena Nueva de la sal­vación. Los cristianos no poseen el monopolio exclusivo de una vida moral superior; se da también en hombres desprovistos de toda referencia religiosa. Así, valores humanos fundamentales, como la solidaridad, son vividos a veces con mayor autenticidad dentro de grupos humanos extraños a la moral de la Iglesia.

Dos interrogantes se le plantean al cristiano: ¿Cuál es el sig­nificado de la ley nueva, revelada en Jesucristo? ¿En qué sen­tido da el cristiano testimonio de Jesucristo mediante su vida moral?

Moisés, legislador de La ley del Sinaí está íntimamente vincu­la antigua alianza lada al régimen de la fe inaugurado en

Abraham. Tiene suma importancia cap­tar ese nexo interno. Moisés interviene como legislador en un

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momento concreto de la historia del pueblo elegido, dentro del marco concreto de la alianza establecida entre Yahvé e Israel. Moisés ha recibido la Ley, transmitida al pueblo, de las manos mismas del Dios Todo-Otro, en pleno corazón del itinerario ejemplar de la fe.

La promulgación del decálogo no deja al descubierto todo su significado si no va vinculada a la primera Pascua judía. Yahvé ha liberado a su pueblo del yugo egipcio con la máxima gratui-dad. Libremente ha escogido a Israel como su pueblo. Pero antes de llevarle a la tierra prometida le conduce al desierto, con el fin de que se sitúe correctamente de cara al compromiso que implica el régimen de la fe. Yahvé salvará a Israel, pero en pago exige la fidelidad. Y no una fidelidad cualquiera. La fidelidad del desierto. Allí es imposible ocultar la inseguridad de cada día; allí no es previsible lo esencial; allí todo invita a entregarse a la exclusiva benevolencia de Dios.

En su más profunda objetividad, la Ley se presenta, pues, como un punto de apoyo en el ejercicio de la fe. No cabe redu­cirla a un código de vida moral ni desvincularla de los aconte­cimientos concretos que coincidieron en su nacimiento. Quiere ser el reflejo de la auténtica fidelidad de Israel respecto a ese Dios trascendente y único que guía a su pueblo y está continua­mente salvándole graciosamente.

La íntima ligazón entre la ley del Sinaí y el régimen de la fe hace también de Moisés el primero de los profetas. Continua­mente sale a la superficie la espontaneidad pagana. Ella le aparta de la ley. Partiendo de una atenta lectura de los aconte­cimientos, los profetas recordarán las exigencias de la alianza a este pueblo que prefiere sus ilusorias seguridades a la fidelidad a su Dios. Esas exigencias no son formuladas a priori. Los acon­tecimientos de la vida de pueblo, cualesquiera que sean, van mo­delando su contenido concreto.

En el momento en que la ley de Moisés es desvinculada del régimen de la fe, automáticamente se ve arrastrada hacia un proceso de degradación. Se multiplican las prescripciones y los escribas reemplazan a los profetas. La fidelidad de la fe deja paso al legalismo...

Jesucristo, ¿Cómo situar la obra de Jesús respecto a legislador de la de Moisés? Como ha dicho él mismo, la alianza definitiva Jesús no vino a complementar la ley;

vino a cumplirla, a llevarla a término. En la intención del primer legislador, la ley debía descubrir los ca­minos de la verdadera fidelidad a Yahvé. En realidad encon­trará su primer fiel ejemplar en Jesús. ¿Qué hace Jesús, en

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efecto, sino precisar concreta y definitivamente las relaciones entre la fe y la ley?

Al cumplirse en Jesús, la ley se renueva en su contenido. Los marcos de la antigua alianza estallan bajo la presión de ese cumplimiento. ¡Quedan abandonados los antiguos odres en fa­vor de la fuente viva! La ley evangélica, fundada sobre el amor universal, se dirige en adelante a todos los hombres. Jesús no es ya en nada esclavo de una ley exterior; la ley ha quedado grabada en su corazón y el Espíritu es su fuente íntima. Según el anuncio de los profetas, la renovación del corazón era la que debía introducir la nueva ley.

El misterio de la transfiguración ayuda a comprender el ritmo pascual de la ley evangélica. La fidelidad de Jesús a la ley nueva se ha traducido en un itinerario de obediencia hasta su muerte en la cruz. Convertirse en prójimo de todos los hom­bres supone amarlos hasta el don de la propia vida. Pero al dar la vida se afronta la muerte para triunfar de ella.

La vida moral de Lo que fundamenta la vida moral del cris-Ios hijos de Dios tiano, lo que le constituye en su autenticidad,

es el acontecimiento decisivo de la muerte y de la resurrección de Cristo. La vida moral del cristiano no debe su estructura específica a una sabiduría teórica, por muy ele­vada que sea. Su originalidad dimana exclusivamente de una in­serción existencial en la Pascua de Cristo. Debe ser, en sentido propio, una "imitación de Jesús": "Lo mismo que Yo os he ama­do, amaos los unos a los otros." Se trata de descubrir en cada momento y en cada acontecimiento la voluntad del Padre, que nos concede en Jesucristo el poder de triunfar del peso de muerte que se oculta en cada uno de ellos. La vida moral del cristiano es una vida pascual; no tiene sentido independientemente de una fe vivida.

La vida moral del cristiano es igualmente una vida en el Es­píritu. Cuando encuentra vía libre en la conciencia de un hom­bre, el Espíritu imprime en ella una ley interior, principio de ac­ción en el corazón de los acontecimientos. El cristiano, fiel a esa ley interior, se encuentra progresivamente libre. La ley a la que se somete ya no es exterior a él. Incluso en el caso en que se le proponga bajo la forma de preceptos objetivos, la realidad que encierra el precepto dice relación al obrar del Espíritu que trans­forma los corazones.

En virtud de su dependencia de Cristo y del Espíritu, la vida moral del cristiano adquiere necesariamente una dimensión ecle-sial. Para que esa dependencia sea efectiva debe fundamentarse sobre la iniciación en la historia de la salvación que la Iglesia

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presenta en la transmisión de la Palabra. Esta interpela al cre­yente y le invita a ver en el Espíritu de Cristo el principio regu­lador vivo de su comportamiento diario.

Señalemos, finalmente, que esa moral "sobrenatural" no pri­va al hombre de su condición de criatura, sino que le invita, por el contrario, a identificarse con ella con más lucidez. Dicho de otra forma: la vida moral del cristiano origina una preocupa­ción de racionalidad y le hace un llamamiento, en corresponden­cia, en favor de su propia fecundidad.

La significación Todo lo anterior nos permite determi-misionera de la vida nar en qué sentido la vida moral del cris-moral del cristiano tiano será el signo de la salvación re­

presentado por Jesucristo.

Un cristiano da testimonio de Cristo resucitado cuando su vida hace derivar su fecundidad del misterio pascual. Lo que cuenta para la evangelización no es tanto la calidad moral de una vida cristiana en cuanto tal o, más exactamente, el nivel efectivo de su conformidad con el ideal evangélico. Una vida moral ejemplar puede ser un revulsivo: no es necesariamente a Jesucristo a quien pone de manifiesto. ¿Cuándo una vida da testimonio del Resucitado? Cuando, en la obediencia, hace fren­te a solicitaciones de la muerte a lo largo de las pruebas de cada día y especialmente dentro de las relaciones entre los hombres. El enfrentamiento con la muerte en la obediencia exige el desprendimiento de uno mismo, esa "pobreza" accesible a cualquier hombre cualquiera sea su estado. ¡Una prostituta puede convertirse en un auténtico testigo de la resurrección!

Se dice frecuentemente que en el mundo actual los cristia­nos dan un contratestimonio. ¿Qué quiere decir eso? El contra­testimonio es la ceguera ante los "signos de los tiempos". Los cristianos viven hoy en un mundo en que el acontecimiento por­tador de la voluntad de Dios adquiere dimensiones planetarias. Lo malo es que en muchos casos tiene los ojos cerrados. No están a la altura del llamamiento que los dramas actuales hacen a sus responsabilidades: los países económicamente subdesarrollados, el problema del hambre en el mundo... En la mayoría de los ca­sos no realizan el esfuerzo de imaginación que permitiría que entraran en acción las dimensiones colectivas de su caridad. Si por casualidad el cristiano se encuentra con un hambriento, sabe qué actitud debe adoptar. Pero está desorientado ante el problema del hambre, a escala mundial, en lejanas latitudes, extrañas a los horizontes reducidos de su vida cotidiana.

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El acontecimiento La Eucaristía es para el cristiano el eucarístico en la vida acto privilegiado que alimenta su vida moral del cristiano moral. La Iglesia ofrece en él al cris­

tiano el nexo vivo con el acontecimien­to cumbre de la historia de la salvación: Jesucristo muerto y resucitado para todos. Pero la Iglesia no pone en relación con Cristo, en la asamblea eucarística local, sino invitando al cris­tiano a vivir en ella el hoy de Dios. De ahí la importancia de la liturgia de la Palabra en la que se celebra la actualidad de Je­sucristo en el mundo. Dentro de esta perspectiva, la homilía desempeña un papel esencial, puesto que permite descubrir el nexo que existe entre las fuerzas del mal, de las que triunfó Cristo, y las que dimanan del mundo actual, en el plano indi­vidual y colectivo, y de las que, siguiendo a Cristo, tienen que triunfar a su vez los cristianos.

2. Tema adicional para la Cuaresma: la ascesis

La ascesis y la mortificación ocupan desde hace mucho tiem­po un lugar considerable en la vida religiosa de los hombres. La consecución de la felicidad exige cierto dominio de las pa­siones del alma y del cuerpo. Para conseguir el fin ambicionado, hay quienes llegan hasta oponerse a las tendencias más espon­táneas y más naturales... El hombre moderno, por su parte, re­descubre la ascesis en un plano simplemente humano; ve en ella una condición de unidad y de equilibrio de su vida física, psicológica o moral.

Cuando el cristiano habla de ascesis o de mortificación, ¿a qué se refiere? Por lo general, estos términos reflejan un con­cepto tradicional bastante negativo; evocan los siglos en los que reinaba el miedo, incluso el desprecio de las realidades corpora­les. Esta ascesis ya no tiene partidarios, sin duda con razón. Pero ¿puede reemplazarla otra ascesis mejor comprendida? La Cuaresma nos proporciona la ocasión de volver a las fuentes.

El hombre judío Mortificar es hacer morir. Para el judío, y la mortificación ¿qué es lo que hay que hacer morir? La del pecado tradición bíblica es clara: no la vida, cier­

tamente, ya se trate de la del alma o de la del cuerpo. Toda huella de muerte se opone, en la condición pre­sente, a la fidelidad que Yahvé tiene reservada a su pueblo. Yahvé no quiere la muerte sino la vida; la muerte, en todas sus for­mas, es un mal, una consecuencia del pecado. Lo único que hay que hacer morir es el pecado. "Que (Israel) se convierta y que viva" (Ez 18, 33), es el deseo de Yahvé.

El judío es un apasionado de la vida. Ama profundamente la

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vida terrestre, su riqueza, su calor, su fecundidad. El régimen de la fe alimenta ese amor; el judío no huye de su existencia más concreta, y la fe le enseña a ver todas las cosas con la mi­rada de Dios, el cual, contemplando su creación, dice: "Todo esto es bueno." Israel espera la salvación futura en forma de una felicidad tangible: una vez borrado todo rastro de muerte, por todas partes florecerá la vida en la abundancia. Por eso los creyentes en Yahvé hablan normalmente de una tierra nueva. Jamás le quitan valor a la vida de acá abajo para orientar sus esperanzas hacia una inmortalidad del alma (como entre los griegos, por ejemplo).

Solo el desorden introducido por el pecado hace necesaria la mortificación. El día de mañana quedará superada esta etapa cransitoria: una vez desaparecido el pecado, ya no habrá nada que deba ser muerto. La mortificación pertenece al tiempo de prueba que precede al reinado de la salvación definitiva.

La ascesis de Cristo, Lejos de evocar la figura de la ascesis fuente de vida profesional, Jesús de Nazaret comparte

de la manera más espontánea las difi­cultades y también las alegrías reales de la vida común. San Juan nos presenta el primer signo del ministerio público de Je­sús en el marco de unas bodas, la ocasión de mayores regocijos en Oriente.

Eso no obstante, Jesús fue, como ningún otro, un hombre ple­namente mortificado. El pecado nunca tuvo en El derecho de ciudadanía, siempre que se presenta una tentación, Jesús la hace frente. Este combate contra el pecado y su profundo enraiza-miento en la condición humana terrestre, sostenido día tras día, termina por arrebatar a la muerte su poder.

La realidad es que, con Jesús, la mortificación adquiere un aspecto nuevo. Para el judío, la situación era esta: que los hom­bres no pequen más, y, en consecuencia, en toda la tierra la vida sucederá a la desaparición de la muerte. Pues bien: Jesús, que no tiene pecado, es también alcanzado por la muerte. Esa muerte inherente a la condición terrestre del hombre, no es eli­minada por Jesús. Destruye sus obras; la muerte ha visto que­brantado su imperio, ya que su victoria sobre Cristo es solo apa­rente. Otorgada por Dios y potenciada por Jesús en su obedien­cia, la verdadera vida del alma y del cuerpo no es de este mun­do: por eso está capacitada para superar la prueba de la muerte.

ASAMBLEA III. 6

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El sentido de San Pablo no repara en decir a la comunidad la mortificación cristiana de Colosas: "Estáis muertos y vues-cristiana tra vida está ahora oculta con Cristo en Dios"

fCoZ 3, 3). Este texto puede ayudarnos a com­prender el sentido de la mortificación cristiana.

El cristiano mira a la muerte con lucidez: impregna y araña el tejido de la existencia cotidiana. Desmonta continuamente los proyectos del hombre ávido de seguridad enfrentándole con lo inesperado, con lo imprevisible, con el fracaso y el sufrimien­to. Una mirada más profunda todavía descubre su presencia en todas las relaciones humanas, comprendidas las relaciones con­yugales más íntimas y mejor logradas, porque todo hombre es extraño al hombre. La muerte compromete a la vida terrestre en toda su extensión.

Pero el cristiano sabe que la muerte recibe todo su poder del hombre cuando este se niega a integrarla en su condición de criatura y cuando trata de divinizarse apoyándose tan solo en la garantía de su existencia individual y colectiva. La muerte realiza su obra cuando se la rechaza; abre la puerta al orgullo del espíritu y a las pasiones de la carne, a las divisiones y a la destrucción.

No porque se enfrenten con la muerte, como lo ha hecho Je­sucristo, los miembros de su Cuerpo, la Iglesia, terminarán con ella; mantienen en jaque su poder y proclaman que, a pesar de las apariencias, la muerte no es la última palabra de la exis­tencia humana. Los cristianos participan ya desde aquí abajo de la verdadera vida, la del Resucitado; y esa vida brota con fuerza cada vez que la muerte intenta tocarla.

El cristiano reconoce que la muerte le afecta de distintas ma­neras; pero la fe le capacita para poner en duda su poder. Y en ese sentido se siente llamado, día tras día, a mortificarse, a actualizar concretamente en su existencia la muerte de Cristo. Conforme a la expresión de San Pablo, el cristiano es un "muer­to", pero, en realidad, "regresa" constantemente de la muerte, que ya ha sido desposeída de su poder, y su vida está "oculta con Cristo en Dios". La mortificación cristiana quiere ser una fuente de verdadera vida en la fe.

El misionero, un La misión sale al encuentro de los pueblos hombre mortificado y de los círculos culturales que todavía no

han recibido la Buena Nueva de la salva­ción para injertar el misterio de Cristo en el dinamismo profun­do que los anima. Poco a poco, ese dinamismo debe adaptarse al ritmo pascual y dondequiera que se presente la muerte apa­recerán los signos de la resurrección.

Dentro de esta perspectiva pascual, el misionero desempeña

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un papel de primer orden por la sencilla razón de que la muer­te le rodea a cada paso del itinerario. Le espera, en primer lugar, en su salida hacia la misión. Decidido plenamente a compartir la vida de un mundo que le es extraño, tendrá que abandonar su familia, sus amigos, todo un mundo habitual de seguridades individuales y colectivas. Al fin llegará un día en que venza la barrera de la adaptación y se sentirá cómodo en su nueva vida. Pero si profundiza en su condición, tendrá que seguir recono­ciendo que todavía es un extraño, un solitario. Después vendrá la tentación por excelencia: no denunciar en el encanto de la sabiduría pagana el reinado de la muerte. Porque de hacerlo así vendrían las oposiciones, hasta las persecuciones... Para el mi­sionero de lo que realmente se trata es de aparecer como un muerto (cf. 2 Cor 6, 9), que intercede constantemente para que triunfe la vida allí donde la muerte realiza sus destrozos en to­dos aquellos y aquellas a quienes ha de evangelizar.

Cuando San Pablo describe su vida apostólica, subraya con fuertes trazos todo lo que le une a la muerte de Cristo. Enfren­tado con la muerte, el apóstol sabe que está laborando por la implantación del misterio de Cristo. Acepta que la muerte eje­cute en él su obra, porque, con esa condición, la vida opera en torno a él: "Así la muerte realiza su obra en mí y la vida en vosotros" (2 Cor 4, 12).

La celebración Puesto que la mortificación cristiana con-eucarística, fuente siste en actualizar en toda su vida la muer­de mortificación te de Cristo, encuentra en la Eucaristía el

centro privilegiado de su alimentación. La vida eucarística, en efecto, enlaza al cristiano con el misterio pascual con una fuerza siempre nueva. Cada celebración euca­rística proclama y actualiza el sacrificio de Jesús en la cruz. En el seno de la comunidad, cada creyente puede hacer suya la victoria de Cristo sobre la muerte y actualizarla en él. La distri­bución del pan estrecha los vínculos de gracia. La distribución de la Palabra invita a cada uno a distinguir mejor los signos de la muerte en su propia vida y en la vida del mundo. La Palabra ayuda al cristiano a descubrir en qué sentido es aquí abajo un "muerto", cuya vida está oculta con Cristo en Dios.

Además del vínculo de gracia que establece entre el cristiano y Cristo en el misterio de su muerte, la celebración eucarística puede desvelar en sí de manera original el sentido de la morti­ficación cristiana. La asamblea eucarística tiene la ambición de ser lo más católica posible. No obstante, las diferencias de todo tipo que les enfrenta a unos con otros—y la movilidad social actual no hará sino aumentar esa diversidad—, la Iglesia reúne a los hombres y a la mujeres en el mismo lugar y los convoca para el mismo banquete. Una vez reunidos, esos cristianos no

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deben permanecer ciegos a sus oposiciones, sino, por el contra­rio, deben mirarlas de frente; ante ese signo de muerte exis­tente en la asamblea misma, han de proclamar su unidad com­prada con la muerte de Cristo. Esa unidad que ya se ha realizado en Cristo no dispensa de tomar en consideración todo lo que todavía constituye una oposición; invita, por el contrario, a to­mar plena conciencia de ello. Puesto que es la unidad más ínti­ma que puede existir, la de la Familia del Padre, habilita al cristiano a resistir diariamente a todas las formas de muerte con que tropieza en su caminar. SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA

I. Daniel 9, 4-10 Breve extracto de la oración que Daniel hace 1.a lectura subir hacia Dios en nombre del pueblo arre-lunes pentido y que le valdrá, como respuesta, la

revelación de las setenta semanas previas a la salvación. Con toda probabilidad hay que situar esta oración en el reinado de Antíoco Epífanes, hacia el año 165. Esta ora­ción no es de una gran originalidad: se inspira mucho, como la mayoría de las oraciones de la época, en el Deuteronomio (comparar y. 4 y Di 7, 9, 21; v. 8 y Dt 28, 64; v. 10 y Dt 28, 15) e inspirará, al parecer, la oración de Bar 1-2; por otro lado, no fue incorporada al libro de Daniel, sino bastante tardíamen­te. A pesar de su estilo antológico, constituye una de las más hermosas oraciones penitenciales del Antiguo Testamento.

* * *

Esta oración obedece a las leyes de las oraciones penitencia­les (cf. 1 Re 8; 3er 32, 16-25; Esd 9, 6-15; Neh 9, 6-37), en virtud de las cuales un hombre se dirige a Dios en nombre de todo el pueblo, confiesa el carácter pecador de ese pueblo despreocu­pado de su Creador y reconoce la extraordinaria magnitud de Dios, siempre disponible, en su misericordia, para restablecer las condiciones de la alianza.

Un cristiano relee las oraciones de este género con respeto, en primer lugar porque enuncian actitudes fundamentalmente justas, y también porque han sido esas actitudes las que han pedido y acelerado la venida de los últimos tiempos en los que vive.

II. Lucas 6, 36-38 La redacción de este Evangelio se la debe-evangelio mos a las comunidades helénicas de la pri-lunes mitiva Iglesia. En efecto, mientras que las

comunidades judías hablan siempre del "Padre de los cielos" (Mt 5, 45; 6, 9, 14, 26; y otros 32 casos),

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las Iglesias helénicas, influidas por ciertos libros griegos del An­tiguo Testamento (Sao 14, 3), rechazan esa expresión y adoptan una fórmula más directa: "Padre" (Gal 4, 6; Rom 8, 15; Ef 3, 14; Le 6, 36; 12, 30, 12). Por otra parte, los griegos, extraños a la mística de la ley, no podían comprender un ideal de "justicia" a la manera judía, incluso revisado y corregido por Mt 5, 6, 10, 20.

# * *

Por eso Lucas convierte la enseñanza sobre la justicia perfec­ta (Mt 5, 48) en una enseñanza sobre la misericordia. Pero la lección sigue siendo común: toda moral cristiana es necesaria­mente una imitación del comportamiento de Dios: el cristiano obra "como" Dios. El punto de vista de Lucas es, no obstante, teocéntrico; el de Mateo es más bien antropocéntrico.

Lucas coincide después con Mt 7, 1-2 ("no juzguéis para no ser juzgados; porque se os medirá conforme a la medida con que hayáis medido..."), no sin introducir un punto de vista per­sonal. Atenúa el contenido un poco demasiado judaizante de Mt 7, 1 reemplazando la sentencia: "no juzguéis a fin de no ser juzgados" (tema de la retribución terrestre de nuestras faltas; ley del talión; estilo proverbial), por una frase de tres miembros paralelos (Le 6, 37*. no juzguéis..., no condenéis..., perdonad...). Tan original sin duda como la de Mateo, esta frase la ha con­servado Lucas porque esos tres verbos designan la acción y el juicio de Dios. Así, siendo el juicio de Dios lo que es, el hombre debe amoldarse a él en sus propios juicios. Una vez más, Lucas se manifiesta más teocéntrico que Mateo.

De igual modo, mientras que Mt 7, 2 prosigue el enunciado de su proverbio, "con la medida con que midáis seréis medidos", Le 6, 38 intercala todo un pasaje que engloba algunas sentencias heterogéneas en torno a la palabra-clave "medida". Se compren­de la razón de ese añadido: la sentencia de Mt 7, 2 insistía en la equivalencia rigurosa entre nuestro comportamiento respecto a otro y aquel de que somos beneficiarios de parte de Dios. En Le 6, 38, por el contrario, el autor pide una generosidad to­tal en el don y promete en compensación no solo una medida equivalente, sino sobreabundante. Nos encontramos aquí con una preocupación propia de San Lucas: esa nota de caridad generosa que supera todos los cálculos moralistas del judaismo.

En Mt 7, 3-5, esa enseñanza va inmediatamente seguida por el proverbio de la paja y de la viga. También Lucas lo recoge (7, 41-42), pero cita previamente la parábola de los dos ciegos (versículo 39) y la sentencia sobre el discípulo y su maestro (ver­sículo 40), elementos sacados de otro contexto. No se ve bien cómo Lucas ha podido introducirlo en este lugar, antes del pro­verbio de la paja y de la viga que tan bien cerraba la enseñanza sobre la manera de juzgar a otro. La única explicación posible

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deja suponer una fuente anterior a San Lucas, con posible ten­dencia a reunir en torno a las palabras clave las enseñanzas del Señor. Este era el caso de la palabra "medida" en los ver­sículos anteriores; ahora la palabra "ojo" (v. 41) encierra dos sentencias distintas: una sobre los ciegos y otra sobre la paja y la viga. Parece, pues, que hay que saltarse los vv. 39-40 para encontrar de nuevo el hilo conductor del Evangelio de este día.

Así, lo esencial del mensaje de Lucas recae sobre la cualidad de la moralidad cristiana. Mientras que Mateo hace depender esa moral del orden de la "justicia" judía (el cristiano supera tan solo al judío en justicia), Lucas la sitúa en el orden de la caridad y dentro de una perspectiva claramente teocéntrica.

¿Qué es, entonces, la imitación de Jesucristo? Advirtamos en primer lugar que, para imitar a Jesucristo, ha de hacerse previa­mente conforme con su imagen, ser cualificado para obrar de esa forma. Esto supone una primera intervención de la Iglesia, la del bautismo. Al introducir al hombre en el Cuerpo de Cristo, el bautismo le capacita para obrar como hijo adoptivo del Pa­dre, vinculado al Hijo único, y en obediencia a su condición te­rrestre de criatura. Pero la intervención de la Iglesia no se de­tiene ahí; se requiere constantemente en la activación de esa capacidad. Para comportarse como hijo adoptivo del Padre, hay que mantenerse constantemente bajo la acción de la gracia in­terior y dejarse modelar por los sacramentos de la Palabra.

El fruto propio de esta acción eclesial es la de arrancar al creyente de las más diversas tentaciones de evasión para hacerle cada vez más disponible para el acontecimiento y a lo que Dios quiere decir a cada uno por medio de él. Y son los aconteci­mientos de la vida cotidiana, dondequiera que se produzcan y cualquiera sea su amplitud, los que interrogan sin cesar la fe del cristiano y constituyen el terreno en el que toman cuerpo la obediencia a la condición de criatura. Imitar a Jesucristo no es atribuirse competencias determinadas de antemano, sino presen­tarse ante el acontecimiento como El lo ha hecho, en una acepta­ción total, es seguirle en su Pasión, es decir, en el Aconteci­miento por excelencia.

Así pues, la imitación de Jesucristo no se parece en nada al conformismo. No se trata en absoluto de reproducir material­mente tal o cual actitud de Jesús, sino de mirar la realidad como El lo ha hecho, estar disponible como El ante el aconte­cimiento. Se trata no de reproducir sino de inventar, ya que el acontecimiento tiene de particular que siempre es único y el comportamiento del creyente en el acontecimiento participa de ese carácter. El cristiano tratará, pues, de que su respuesta esté a la altura del acontecimiento.

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Puesto que el hombre moderno es ya espontáneamente el hombre religioso de antaño, los cristianos se ven a veces tenta­dos, en el testimonio que dan hoy de Jesucristo, de poner pro­visionalmente entre paréntesis la relación con el Padre en pro del servicio a los hombres. Tareas gigantescas requieren la aten­ción y la colaboración de todos: la paz, el desarrollo, la justicia social e internacional, etc. Si uno quiere ser escuchado como cristiano, ha de tomar primero su parte de responsabilidad en el esfuerzo colectivo que espera al hombre de hoy y para el que se sabe preparado.

Esta tentación es muy sutil, pero hay que vencerla. Si cediera a ella, el cristiano pondría radicalmente en tela de juicio la naturaleza de su testimonio; añadamos también que, privado de su contenido original, el testimonio del cristiano perdería todo sabor, incluso para el hombre moderno. Situar la imitación del Padre en el centro del testimonio misionero significa condu­cirse como hijo de Dios y al mismo tiempo llevar hasta el límite la fidelidad a la condición terrestre de criatura; es manifestar que el hombre en Jesucristo está capacitado para conferir a su obrar un alcance eterno, permaneciendo en absoluta conformi­dad con su condición creada. Muchas veces es una ilusión ima­ginarse que el hombre moderno, consciente de las responsabili­dades que debe asumir aquí abajo, ha renunciado necesariamen­te a toda aspiración a lo absoluto; la diferencia con su prede­cesor consiste tan solo en que esa aspiración a lo absoluto circula ahora en el interior de las tareas humanas mismas. En este sentido, es falso decir que, para el hombre moderno, las tareas terrestres que le movilizan sean puramente "temporales". De ahí que, cuando el cristiano asume, por su parte, las responsa­bilidades del hombre de este tiempo frente a los inmensos desa­fíos con que se enfrenta, es preciso que su actitud manifieste claramente que, lejos de perturbar la actuación por parte del hombre de sus propios recursos; la condición de hijo de Dios le hace realmente disponible para la empresa civilizadora misma.

Es importante advertir, sin embargo, que el hombre moderno no es accesible a la significación de un esfuerzo de promoción humana, sino a condición de que ese esfuerzo refleje un respeto escrupuloso a las reglas del juego. La rectitud de la promoción humana depende no solo de la inspiración que la rige, sino tam­bién de la seriedad con que es promocionada a los distintos ni­veles que afecta: político, económico, social, etc. Es esa una con­dición previa a la que debe someterse el cristiano como todo hombre; sin esa condición previa, el "resto", que es lo esencial, no sucederá.

Al celebrar la Eucaristía, la comunidad se establece en la caridad de Cristo, que es perfecta imitación del Padre. Pero ese fruto de la Eucaristía no se obtiene automáticamente. La pro­clamación de la Palabra desempeña un papel primordial—lectu-

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ras de la Escritura y homilía del celebrante que pone de mani­fiesto su actualidad concreta—. El exterior de la celebración tiene igualmente mucha importancia; importa que la asamblea tome conciencia de la diversidad que engloba, que se conciba a sí misma como esencialmente abierta, que se considere como un microcosmos.

III. Isaías 1, 10, 16-20 Este oráculo se remonta a los primeros 1.a lectura años del ministerio del profeta Isaías martes (¿antes del 735?) y acomete, en el estilo

colorista de Amos (Am 5, 14-21), con­tra la hipocresía religiosa del pueblo.

Cabe suponer que este oráculo fue pronunciado en el curso de una celebración litúrgica (v. 13), sin duda en el momento en que se elevaba el humo de los sacrificios (v. 11), mientras la multitud adoptaba la actitud de los orantes (v. 15).

» • #

El pueblo elegido piensa que proporciona un placer a Yahvé al pisar en gran número los patios de su templo y llevando ofren­das tan opulentas. Pero la impureza moral de quienes ofrecen esos sacrificios resulta tan repugnante que Yahvé no puede real­mente tolerar esa religión sin fe.

Pero hay una posibilidad de que Dios acepte ese culto: que el pueblo se convierta dando acogida a los pobres y haciéndoles partícipes de la opulencia de los sacrificios de los que Yahvé prescindiría con gusto (w. 16-18). El oráculo termina con una amenaza (v. 19) basada también en el concepto de la retribu­ción temporal: o la obediencia y la abundancia, o la rebelión y el castigo.

• • •

La reforma litúrgica acometida por el Vaticano II muestra hasta qué punto el culto—en la conciencia de muchos—estaba aún en el plano de una religión sin fe. Buen número de cristia­nos—practicantes estacionales—tenía conciencia de cumplir así con Dios y estar después despreocupado por un buen espacio de tiempo; aceptaban fácilmente que esos deberes están repre­sentados por ritos pintorescos e incomprensibles: era el tributo que había que pagar a Dios para que proteja y bendiga su vida.

Pues bien: la reforma, cercenando los ritos, aligerando la ce­remonia, empobreciéndola incluso en cierto sentido, llega a pro­poner ritos que no tendrán otra consistencia que la fe y la vida concreta de quienes los realizan y el encuentro entre Dios y el

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hombre. Y esa repentina desnudez del rito, su despojo hasta su reducción a la actitud y al intercambio sublevan a quienes hasta ahora podían ocultar sus sentimientos reales y escudarse con la participación en los sacramentos. En adelante el rito tra­ducirá mejor la conversión personal y la de la comunidad; pero no podrá hacerlo sino respetando más el desenvolvimiento de cada conciencia, los medios vivenciales en que se manifiesta, las piedras de choque socio-culturales de la fe.

IV. Mateo 23, 1-12 Este pasaje sirve de preámbulo a las maldi-evangelio ciones de los escribas y de los fariseos (Mt martes 23, 12-32). Jesús presenta a sus adversarios

ya desde el primer versículo: ocupan inde­bidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería re­servada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12; 31, 9-10; Miq 3, 11; Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.

Mateo es el único de los evangelistas que recoge las palabras reproducidas en los vv. 8-10. Unido al texto anterior por la pa­labra clave Rabbi, este pasaje está redactado conforme al ritmo ternario en el que se hace sucesivamente mención del "Maestro", del "Padre" y del "Doctor" (o, mejor, del "Director"). No son tanto esos títulos lo que Cristo condena como la religión de exégesis y de profesores que representan y afirma que no hay que acudir a profesores para conocer a Dios.

Los dos primeros versículos no son originales en este sitio (cf. Mt 20, 26).

* * »

En este pasaje Cristo apunta a la hipocresía de los escribas y de los jefes de la sinagoga. Esta actitud consiste esencialmente en engañar a otro por medio de gestos religiosos o de prerroga­tivas sacrales indebidas. El hipócrita, en este caso, se atribuye honores que le hacen pasar por un representante de Dios (ver­sículos 6-7), parece tributar un culto a Dios, pero no trata más que de darse importancia a sí mismo (v. 5) y las prácticas más religiosas son también despojadas de su significación ante el deseo exagerado de hacerse notar (cf. Mt 6, 2, 5, 16). Finalmente, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su egoísmo aprovechando su erudición casuística para escoger entre los preceptos los que le convienen y cargando a otro de mandamien­tos de los que se dispensa a sí mismo (v. 4; cf. Mt 23, 24-25).

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El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al en­cuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los ar­gumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado huma­nos para que puedan ser signos de Dios.

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La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una ten­tación a todo lo largo de la historia de la Iglesia. Tentación sutil que se encuentra en los sacerdotes con relación a los laicos, pero sobre todo en los bautizados con relación a los demás hombres. El Evangelio de este día puede ayudarnos a superarla.

Lo importante es que la Iglesia no se tome nunca como la realidad definitiva. La Iglesia es el anuncio de un Reino futuro, pero no es todavía este Reino. Por tanto, no puede situarse en el centro de su predicación porque a donde el mundo debe ten­der no es hacia ella, sino hacia el Reino. Con esta condición, la Iglesia no cargará a sus fieles con pesos insoportables, sino que estará en tensión hacia un futuro que hay que realizar. La Iglesia debe huir de toda vanidad 1, y sus responsables evitarán recurrir a los medios con que los hombres intentan espontáneamente llegar al poder: intrigas diplomáticas, influencias políticas, tí­tulos honoríficos, etc. La Iglesia debe saber en todo momento que está hecha para servir.

Una Iglesia que olvida su propio pecado se hace automática­mente dura de corazón, imbuida de su propia justicia, anun­ciadora de infelicidad y de catástrofe; ya no merece ni la miseri­cordia de Dios ni la confianza de los hombres y pueden aplicarse al pie de la letra las maldiciones dirigidas contra los escribas orgullosos. La Iglesia sabe, por el contrario, que la frontera del bien y del mal pasa por el corazón de cada uno de sus miem­bros, que su fe es crepuscular y que, de todas maneras, el per­dón de Dios es lo único que mantiene su existencia.

V. Jeremías 18, 18-20 Esta lectura relata el complot de los ju-lfl lectura dios contra Jeremías. El texto litúrgico miércoles ha sustituido la palabra Jeremías por la

palabra Justo (v. 18); esta modificación responde perfectamente al sentido primitivo de la perícopa, en la que Jeremías aparece, efectivamente, como el tipo del justo perseguido.

1 P. WINNINGER, La Vanité dans VÉglise, Par í s , 1969.

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Son varios los pasajes del libro de Jeremías que nos ilustran sobre estas amenazas contra el profeta: Jer 11, 18; 12, 6; 11, 19-20; 12, 3; 11, 20b-23 (este es el orden probable en que hay que leer todos estos textos). La lectura de este día nos ofrece otra versión del mismo complot. Los sabios de la época estiman que la muerte del profeta no será perjudicial, porque queda su­ficiente "palabra" en el pueblo, merced a la presencia de los sacerdotes y de los sabios, como para no tener que recurrir a toda costa a la palabra de Jeremías (v. 18).

En cuanto tal, la oración que Jeremías dirige a Dios en esta ocasión está impregnada del deseo de venganza, característica del alma judía de aquel tiempo (Sal 5, 11; 10, 15; 30/31, 18; 53/ 54, 7, etc.). Es normal que el profeta piense en la venganza, pues­to que pertenece a una religión que cree todavía en la retribu­ción tmporal. Hasta el Nuevo Testamento no se superará esa manera de ver las cosas (Mt 5, 43-48). Pero no está ahí el prin­cipal interés de esta oración; reside más bien en algunos temas importantes que se convertirán en los rasgos fundamentales de la personalidad del Siervo paciente y de Cristo: tema del complot (cf. también Is 53, 8-10; Act 4, 25-28; Sal 2; 70/71, etc.) y tema de la retribución de los complicados en el complot (Sab 2, 10-3, 12), un pasaje del que seguramente proviene la palabra "justo" introducida en esta lectura. En este sentido, la oración de Jeremías merecía ser escuchada por oídos cristianos: es el primer grito del justo, perseguido en nombre de la misión que Dios le ha confiado, el primer grito del profeta cuya palabra ya no tiene más peso, para los judíos, que las palabras humanas (v. 18). Cristo tendrá que purificar esta oración, pero no recha­zará ni su contexto ni la angustia que refleja.

VI. Mateo 20, 17-28 Este Evangelio reproduce la proclamación evangelio que hace Cristo de su subida a Jerusalén miércoles (vv. 17-19) para morir allí y recibir allí la

gloria, y describe una de las reacciones que esa proclamación despierta automáticamente en el grupo de los apóstoles (vv. 20-28).

a) Encontramos en nueve sitios diferentes de los Evangelios ese anuncio de la muerte de Jesús (Mt 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-23; Me 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34; Le 9, 22, 44-45; 18, 31-33). Los evangelistas coinciden perfectamente sobre los términos de esos discursos de Cristo, característicos del kerigma primitivo y del primer Credo de las comunidades cristianas (por ejemplo,

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el tema del tercer día, en el v. 19). Por otro lado, existe una im­portante gradación en los tres anuncios de la muerte próxima de Cristo. En los dos primeros, en efecto, habla todavía como un rabino que describe la suerte del Hijo del hombre; en el ter­cero, por ei contrario, ya no es el rabino el que habla, sino un hombre fiel que sabe cuál es su deber y que se adentra resuel­tamente por el camino ineludible ("he aquí que subimos...", v. 18) que le conduce a la muerte reservada a los profetas y a los sembradores de inquietudes.

b) Jesús no anuncia t an solo su muerte, sino también su resurrección. Este anuncio es sorprendente. En efecto, Jesús po­día encontrar en la Escritura muchos textos que hacían refe­rencia a su pasión y su anuncio se inspira, evidentemente, en Is 55 (entregado, agobiado...). Por el contrario, no hay nada en el Antiguo Testamento que permita pensar en una resurrec­ción del Mesías. Apenas sí se admitía en algunos medios la no­ción de una resurrección general (2 Mac 7, 9-29; Dan 12, 2), y cuando los apóstoles se vieron más, adelante en precisión de jus­tificar la resurrección partiendo del Antiguo Testamento no en­contraron más que textos acomodables, como Sal 15/16 (Act 2, 22-32; 13, 34-35).

Pero, entonces, ¿de dónde h a sacado Jesús la convicción de que resucitaría? Sin duda que, en primer lugar, de su propia conciencia: su Padre le había confiado una misión; ahora bien: esa misión iba a fracasar; a Cristo no le quedaba sino dejar al Padre el cuidado de permitirle continuar su misión más allá de la muerte.

A esa conciencia pudo añadir Jesús su interpretación de Is 53, que promete al Siervo paciente un triunfo sin prece­dentes (Is 52, 13; 55, 11-12) después de su sufrimiento y su muerte. Algunas versiones permiten incluso traducir 7s 53, 11: "volverá a ver la luz". Además, Dan 12, 3 prometía una resurrec­ción gloriosa a quienes hayan justificado a multitudes. Jesús pudo basarse también en Sab 2, 12-20 y Sab 5, 1, 15-16. Si Jesús leía en estos textos el anuncio de su destino, no podía dejar de encontrar también el presentimiento de su triunfo 2.

c) Mientras que Me 10, 33-45 hace intervenir a Santiago y a Juan en persona, Mateo se limita a poner en escena a su ma­dre, sin duda para no debilitar la reputación de los apóstoles...; es este un procedimiento corriente en él. Es igualmente seguro que la petición de estar sentados a la derecha y a la izquierda del Señor en su reino (v. 21) no se refiere a la recompensa eterna, sino a una función de judicatura. Mateo acaba de recordar la promesa hecha por Jesús a sus apóstoles de que se sentarán

3 A. FEUILLET, "Les t rois prophét ies de la passion et de la résurrec-tion", Rev thom., 1967, págs. 533-60; 1968, págs. 44-70.

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sobre doce tronos para juzgar a las tribus de Israel (Mt 19, 28) como asesores del Juez soberano (Mt 25, 31).

En este momento de su vida pública Jesús y los apóstoles tienen conciencia de que será mucho más que un Mesías: el Hijo del hombre mismo al que Dios ha de confiar el juicio y la condenación de los paganos (Dan 7, 9-27). Ahora bien: la pro­fecía de Daniel (Dan 7, 9-10) describe a ese Hijo del hombre rodeado de un tribunal sentado sobre tronos. Los apóstoles de­bieron de comprender muy pronto que ellos constituirán ese tribu­nal, y la petición de Santiago y de Juan lo confirma. Han com­prendido que Jesús sería entregado a los paganos (Mt 20, 19) y se imaginan que el juicio realizado por el Hijo del hombre cas­tigará a estos por su crimen. Esperan verse asociados a esa re­vancha divina.

Ya se imagina la purificación que Jesús se ve obligado a ha­cer experimentar a tales imaginaciones. Comienza por hacer ob­servar que el acceso a los tronos del juicio pasa por el sufri­miento : beber un cália y sumergirse en las pruebas (v. 22). Aña­de después que, de todas maneras, solo Dios fija la hora del juicio y la composición del tribunal (v. 23). Así, las funciones ejercidas en los últimos tiempos dependen tan solo de la elec­ción divina y están, en todo caso, marcadas por el misterio pascual.

d) En el diálogo con la mujer de Zebedeo, Cristo presenta su pasión bajo el simbolismo de la copa. En el Antiguo Testamen­to, la copa designa el juicio de Dios sobre los pecadores (Jer 25, 15-17; 49, 12; 51, 7; Ez 23, 32-34; Sal 74/75, 9; Is 51, 17-22): esta copa debe ser bebida hasta las heces (Jer 25, 28; Ez 23, 31-34). Ahora bien: la copa tiene también valor sacrificial (Núm 4, 14; 7, 23; 19, 25; Zac 9, 15). De ahí se desprende que Jesús pien­sa sufrir el juicio de los pecadores y piensa hacerlo de manera sacrificial (cf. Is 53, 10). Aislado, rechazado por el mundo, tiene, sin embargo, el propósito de morir por ese mundo y de levantar así, con su muerte sacrificial, la hipoteca que la incredulidad hace que pese sobre la humanidad, impidiendo reconocer la vo­luntad de Dios.

Beber en la copa es una misión reservada a uno solo: el Siervo paciente, el Redentor. Nunca podrán los discípulos coin­cidir con Jesús en esa misión única e incomunicable. En este sentido la pregunta formulada en el v. 22b recibe una res­puesta negativa: los discípulos no serán nunca el siervo pa­ciente, no podrán aspirar al título de salvador como Jesús. Y, sin embargo, en un segundo plano sí podrán ser asociados a esa misión. Beberán, efectivamente, la copa del sufrimiento, así como la copa sacramental, mediante la cual el cristiano se asocia a la pasión y a la resurrección de Jesús.

e) Lo que Jesús acaba de decir a Santiago y a Juan lo gene-

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raliza después pensando en los otros diez y apoyándose en el tema del servicio (vv. 24-28). Jesús desvela la conciencia que tiene de su misión: es Mesías e Hijo del hombre, pero también es el Siervo paciente que se inmola por la multitud (v. 28; cf. Is 53, 11-12). Consciente de su misión de jefe y de la proxi­midad de su muerte, que le impedirá ejercer esa misión, Jesús pone su confianza en Dios y descubre que no será jefe hasta después de haber servido como el Siervo de Yahvé.

Pero Jesús exige que sus apóstoles sigan la misma evolución psicológica: si ha descubierto su vocación de Siervo paciente, es preciso, igualmente, que los apóstoles descubran el sentido del servicio (vv. 26-28).

Este Evangelio enfoca, pues, la pasión de Jesús y su resu­rrección pensando en su repercusión sobre la vida cristiana mis­ma: "hay" que beber el cáliz para poder sentarse sobre los tro­nos, hacerse bautizar en la prueba para juzgar la tierra, servir para ser jefe. El sufrimiento entra con pleno derecho en la vida del discípulo, y no solo ese sufrimiento accidental, moral y fí­sico, que forma parte de la condición humana, sino también el sufrimiento característico de la repulsión y del abandono que ha conducido a Jesús a la cruz.

El aislamiento del cristiano actual en un mundo secularizado y ateo es quizá un preámbulo a esa repulsión y una razón tam­bién para llevar la cruz con Jesús en la celebración y la Euca­ristía.

VII. Jeremías 17, 5-10 Este pasaje agrupa dos textos diferentes 1.a lectura que, por otro lado, no son, probablemen-jueves te, de manos de Jeremías, sino que perte­

necen más bien a la literatura sapiencial.

El primero (vv. 5-8) es un salmo que, probablemente, inspiró el Sal 1; el segundo (vv. 9-11) engloba dos proverbios, de los que solo el primero figura en la liturgia de este día.

• • •

El salmo contrapone el justo al impío en una serie de com­paraciones muy sugestivas, como la del árbol. El proverbio, por su parte, insiste sobre la profundidad insospechada del corazón humano, al que solo Dios puede conocer.

El mito antiguo del árbol de la vida (Gen 2, 9) es la base del tema del árbol y de sus frutos. Pero la tradición judía ha de­purado este mito pagano haciendo depender la posesión de los frutos del árbol de la actitud moral (Gen 3, 22).

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La corriente sapiencial utilizará frecuentemente el árbol de la vida, comprendiendo dentro de esa imagen la vida moral del hombre, productora de los frutos de vida larga y de felicidad (Prov 3, 18; 11, 30; 13, 12; 15, 4).

La corriente profética, por su parte, aplicará el terna del ár­bol y de sus frutos a todo el pueblo, en la medida de su fidelidad a la Alianza (Is 5, 1-7; Jer 2, 21; Ez 15; 19, 10-14; Sal 79/80, 9-20). Dios destruirá el árbol que no produce buenos frutos.

Otra corriente profética compara al Rey (y también al Me­sías) con un árbol (Jue 9, 7-21; Dan 4, 7-9; Ez 31, 8-9). Este cli­ché, corriente en las literaturas orientales, tiene la ventaja de personalizar el terna y de hacer comprender que el pueblo pue­de sacar provecho de la vida de uno solo: la vida del rey, tron­co central, se comunica, en efecto, a las ramas y a los sar­mientos.

Al final de la evolución de esas distintas corrientes el Justo es, a su vez, comparado con un árbol que produce frutos llenos de sabor, mientras que los otros árboles permanecen estériles (Sal 1; 91/92, 13-14; Cant 2, 1-3; Eclo 24, 12-27). Pero se ne­cesita también que ese árbol sea regado por Dios. Ezequiel prevé que la economía escatológica llevará a efecto esa fecundidad del árbol (Ez 47, 1-12). Antes de plantar El mismo su cruz por­tadora del fruto eterno, Cristo denuncia, efectivamente, el ár­bol de Israel, que no ha producido frutos (Mt 3, 8-10; 21, 18-19). Personalizando este tema, Juan hace del mismo Cristo el árbol que produce fruto (Jn 15, 1-6) y en el que hay que estar injer­tado para producir a su vez buen fruto.

Los frutos que podemos producir, injertados en el árbol de vida, que es Cristo, son los "frutos del Espíritu Santo" (Gal 5, 5-26; 6, 7-8, 15-16), es decir, las obras que despiertan en nos­otros la presencia de la vida nueva, la pertenencia al Hombre nuevo.

Finalmente, el árbol de vida será plantado definitivamente en el Paraíso, rodeado de todos los árboles portadores de frutos para la eternidad (Ap 2, 7; 22, 1-2, 14, 19).

VIH. Lucas 16, 19-31 La parábola del rico perverso y de Láza-evangelio ro no se encuentra más que en el Evan-jueves gelio de Lucas. Más que los otros evan­

gelistas, Lucas ha conocido fuentes par­ticulares que concedían un lugar importante a los problemas de la riqueza y de la pobreza (Le 6, 30-35; 16, 12-14; 19, 1-9; Act 5, 1-11). Pero en el momento en que introduce la parábola del rico perverso en su Evangelio, esa parábola ha experimentado

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ya un tratamiento redaccional que modifica su sentido origi­nario.

De ahí que en el relato aparezcan dos partes distintas. La pri­mera (vv. 19-26), la única parábola del Evangelio en la que uno de los protagonistas aparece con su nombre, Lázaro ("Dios ayu­da"), podría ser una transposición cristiana de un cuento egip­cio introducido en Palestina por los judíos alejandrinos y que relataba la suerte diferente del publicano Bar Majan y de un escriba pobre. La segunda parte (vv. 27-31) es más original, pero su objeto es distinto: Lázaro no desempeña ya en ella más que un papel secundario y el interés se centra en torno a la suerte de los cinco hermanos del rico, buenos vividores a quie­nes la amenaza del Día de Yahvé no llega a convertir (cf. Mt 24, 37-39) 3.

# * *

a) La primera parte aplica, pues, la teoría judía de la re­tribución por trastrueque de las situaciones a los pobres y a los ricos, lo mismo que en las bienaventuranzas (Le 6, 20-26; cf. tam­bién Le 12, 16-21). No se trata, por tanto, de saber si el rico era un buen o un mal rico y Lázaro un buen o un mal pobre. La pa­rábola no se interesa por las condiciones morales de sus vidas, sino por el anuncio de la proximidad del Reino en un mundo sociológicamente determinado. De hecho nos encontramos en esta parte de la parábola con el clima de la comunidad primi­tiva de Jerusalén, constituida de pobres y bastante revanchista respecto a los ricos (Act 4, 36-37; 5, 1-16). En ella parecen estos incapaces de optar por una vida nueva, ligados como están a la vida presente por el disfrute de todos sus bienes; los pobres están más disponibles; por eso es más accesible para ellos el Reino.

Los matices vendrán más tarde, cuando Mateo hable de po­breza "en espíritu" y no permita ya que se crea en la beatitud de sola la pobreza social y a la maldición de sola la riqueza eco­nómica. El tema escatológico del trastrueque de las situaciones constituye, por consiguiente, un género literario que hay que manejar con prudencia y en el que hay que ver un medio de anunciar la irrupción próxima de los últimos tiempos.

b) La segunda parte de la parábola nos orienta más bien hacia la perspectiva de las condiciones de la espera escatológi­ca y corrige singularmente el concepto demasiado sociológico y demasiado materialista de la primera parte. Aquí, en efecto, no son ya la riqueza y la pobreza las que reciben un premio, sino la irreligión y el egoísmo los que oscurecen el corazón de los hombres hasta el punto de no poder leer los signos que

3 J. JEREMÍAS, Les Parábales de Jésus, Par í s , 19G4, págs. 172-76.

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Dios les ofrece, incluso a través de los milagros. Los hombres irreligiosos viven en un egoísmo que les cierra a priori a todas las anticipaciones de Dios; en este punto se encuentra a ras de tierra de forma que no pueden en absoluto ver el menor signo de Dios en los acontecimientos. Para ellos la muerte pone fin a la existencia (v. 28); ni siquiera les convencerá una prueba de la resurrección de los cuerpos porque han perdido el hábito de ver los signos de la supervivencia en su vida misma. La exigen­cia de signos no es más que un falso pretexto: el hombre no es salvado más que por la audición de la Palabra ("Moisés y los profetas") y por la vigilancia, no por las apariciones y los mi­lagros.

* * *

Y es inútil buscar en el relato explicaciones sobre la pena del infierno, sobre el purgatorio y sobre el "estado intermedio". La parábola bebe en el arsenal de las imágenes de la época sin canonizar, necesariamente, alguna de ellas. Tampoco hay que buscar en ella un juicio demasiado categórico sobre la pobreza o sobre la riqueza sociológicas. El punto final del relato es la condena de la actitud espiritual de egoísmo y de incredulidad y la afirmación de que el incrédulo no podrá descubrir los gran­des signos de la supervivencia, como la resurrección de los muertos, si antes no ha aprendido a descubrir la presencia de los signos de Jesús en la vida.

IX. Génesis 37, 3-4, El fondo principal de este relato es elohis-12-13, 17-27 ta (vv. 6-10, 14, 18-20, 22), pero la versión 1.a lectura yahvista de los hechos es escrupulosamen-viernes te reproducida (vv. 11-13, 14-17, 21). En la

primera versión, la ojeriza de los once her­manos hacia José proviene de los sueños de gloria de este úl­timo; para la segunda se apoya más bien en el afecto particu­lar que Jacob sentía por José. Para el yahvista, Judá impide a sus hermanos que maten a José (Gen 37, 25-28) y aconseja que es mejor venderle; para el elohista, es a Rubén a quien se atri­buye el mérito de salvar la vida del joven José (vv. 21-24).

* * *

La epopeya de José encierra abundantes enseñanzas etioló-gicas. Así, el sueño de José (vv. 6-10) sirve para explicar el pre­dominio momentáneo de la tribu de José sobre las demás tribus de Israel, predominio adquirido al final de un largo periplo de sufrimiento (Gen 37-50).

Así, este relato, que debía ilustrar la historia de las tribus y sus relaciones de fuerza, refleja un concepto doctrinal. La expe-

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rienda enseña, en efecto, a las tribus que la gloria no se alcan­za sino al término de la prueba. Solo la cruz conduce a la vida: José verá realizarse su sueño de gloria, pero por encima de la traición de los suyos, del destierro y de la prisión.

X. Mateo 21, 33-46 La parábola de los viñadores homicidas la evangelio pronunció Jesús en una versión muy sobria. viernes Cabe la posibilidad de deslindar sus propias

palabras comparando las tres versiones si­nópticas con la versión del Evangelio apócrifo de Tomás4. La comunidad primitiva habría "alegorizado" esa parábola, como, por lo demás, suele hacerlo, merced a algunos desarrollos sobre la viña de Israel y sobre la piedra rechazada, para descubrir en ella el sentido de la historia de Israel y las bases de la cristo-logia.

* * *

a) En la versión elaborada probablemente por Cristo se trataba de un propietario de una viña que habitaba en el ex­tranjero (v. 33) y se veía obligado a tratar con los viñadores por intermedio de sus servidores. El fracaso de estos le obliga a enviar a su propio hijo.

Este cuadro está tomado de la situación económica de la época: el país estaba dividido en gigantescos latifundios cuyos propietarios eran en gran parte extranjeros. Los campesinos galileos y judeos que arrendaban esas tierras se dejaban influir por la propaganda de los zelotes y alimentaban un odio muy vivo para con el propietario.

El asesinato del heredero es una manera de entrar en pose­sión de la tierra, puesto que el derecho concedía a los primeros ocupantes una tierra vacante. Pero los viñadores se equivocan: el propietario vendrá a tomar posesión personalmente de su tie­rra antes que quede vacante y se la confiará a otros (v. 41).

¿Qué ha querido decir Jesús al contar esta parábola? Sin duda establece una cierta distancia con relación a los zelotas; aun cuando la injusticia reine en el mundo, el Reino de Dios no puede venir por la violencia ni por el odio, sino por la muerte y por la Resurrección.

Al proponer esta parábola, Jesús se dirige a los jefes del pueblo (Me 11, 27) que gustaban precisamente de compararse con los "viñadores". Su finalidad es hacerles comprender que han estado por debajo de su misión y que su tierra será dada a otros, y, en particular, a los pobres (cf. Mt 5, 5). Jesús ha ex-

J. JEREMÍAS, op. cit., págs. 76-82.

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plicado muchas veces en sus declaraciones de alcance escatoló-gico que la Buena Nueva, a falta de ser comprendida por los jefes y los notables, sería comunicada a los pequeños y a los pobres (Le 14, 16-24; Me 12, 41-44).

b) La Iglesia primitiva alegorizó rápidamente la parábola. En una primera etapa añadió las alusiones a Is 5, 1-5 al v. 33; introdujo igualmente una alusión a 2 Cr 24, 20-22, con el fin de extraer de la parábola el sentido de la historia de la viña-Israel, su repulsa constante de los profetas, su repulsa del Mesías (sen­tido que hay que dar al "Hijo" en, el v. 6; cf. Sal 2, 7; Me 1, 11; 9, 7), y finalmente la atribución de las prerrogativas de sus jefes, los viñadores, a otros, los apóstoles (y no ya los pobres, como en la versión de Jesús).

c) Mateo, a su vez, transforma la parábola primitiva de Jesús (que terminaba, probablemente, en el v. 39) en una ale­goría destinada a explicar las razones y las repercusiones de la muerte de Cristo. Mateo realiza, sobre todo, su proyecto, hacien­do intervenir el Sal 117/118, 22-23. Esta cita es muy hábil, ya que la multitud ha aclamado precisamente a Cristo algunas horas antes con ese salmo (vv. 23-26, citados en Mí 21, 1-10). Mateo recuerda así que la gloria de Cristo pasa por el sufri­miento y la muerte. El Sal 117/118 era considerado, por lo de­más, como mesianico por la comunidad primitiva (cf. Act 4, 11; 2, 33; Mí 21, 9; 23, 39; Le 13, 35; Jn 12, 13; Heb 13, 16), y eso permite, sin duda, dar a la mención del "Hijo" en el v. 37 el significado mesianico que, por lo demás, tiene con frecuencia (Sal 2).

Mateo explica, pues, la muerte de Cristo mostrando que las predicciones mesiánicas ya la preveían; subraya igualmente que esa muerte repercute en la edificación de un Reino nuevo, ya que la piedra rechazada se convierte en la piedra angular del templo definitivo 5. Mateo asocia en particular la idea de la piedra rechazada con la de la muerte fuera de la ciudad (v. 39; cf. Heb 13, 12-13) con una finalidad escatológica: mostrar que el nuevo pueblo de viñadores se apoya en un nuevo sacrificio.

* * *

La muerte no es fuerte, sino en la medida en que el hombre se niega a darla un sentido integrándola en su condición de criatura. Rechazada, la muerte hace entonces su obra: abre las puertas al orgullo del espíritu. Aceptando, por el contrario, la muerte a la manera de Jesús, el cristiano mantiene en jaque su poder; la muerte no tiene la última palabra de la existencia humana. La muerte no desaparece, pero el hombre no solo pue-

s H. SWAELES, "La parábola de los viñadores homicidas, Asambleas del Señor, núm. 29, Madrid, 1966, págs. 38-54.

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de quebrantar su cerco, sino que, además, por poco que la aborde en la obediencia del amor, puede hacer de ella el tram­polín de una existencia nueva: la piedra rechazada se convierte en piedra angular.

Pero el cristiano sabe que la muerte recibe su poder del hom­bre mismo que se niega a integrarla en su condición de criatu­ra y trata de divinizarse—como si la muerte no existiese—apo­yándose sobre las únicas seguridades de la existencia individual y colectiva.

Enfrentándose a la muerte como lo ha hecho- Jesucristo, los miembros de su Cuerpo no hacen que desaparezca; mantienen en jaque su poder y proclaman que, a pesar de las apariencias, la muerte no es la última palabra de la existencia humana. Los cristianos participan desde aquí abajo en la verdadera vida, la del Resucitado; y esa vida estalla con fuerza cada vez que la muerte trata de tocarla.

El cristiano reconoce y acepta que, en sus distintas formas, la muerte le hiere; pero su fe le capacita para discutir su po­derío. En este sentido es llamado, día tras día, a mortificarse, a actualizar concretamente en su existencia la muerte de Cris­to. Conforme a la expresión de San Pablo, el cristiano es un "muerto"; pero, en realidad, "retorna" constantemente de la muerte, desposeída ya de su poder, y su muerte está "oculta con Cristo en Dios". La mortificación cristiana quiere ser una fuen­te de verdadera vida en la fe.

La Eucaristía permite a cada creyente proclamar y hacer suya la victoria de Cristo sobre la muerte; invita a cada uno a distinguir mejor los signos de la muerte en su vida y en la vida del mundo.

XI. Miqueas 7, 14-15, El libro de Miqueas termina con una se-18-20 rie de párrafos que datan probablemen-1.a lectura te del retorno del exilio (Miq 7, 8-20). El sábado texto que se lee hoy en la liturgia es una

oración de tipo salmódico dirigida a Dios que perdona las faltas de su pueblo.

* * *

En sus orígenes, el yahvismo se presenta como una religión de la fidelidad de la alianza del Sinaí: fidelidad del hombre, ma­nifestada por la escrupulosa observancia de la ley; fidelidad de Dios, que concede las bendiciones prometidas a quien evita toda falta.

Pero el hombre falla inmediatamente. Los ritos y las ablu-

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ciones de todas clases no se sirven para nada; debe confesarse incapaz de permanecer fiel a la alianza; el exilio convencerá de ello a los más endurecidos y orgullosos.

Por otra parte, Dios manifiesta su ira contra el pecador y castiga a la esposa infiel; el pecado es una cosa demasiado seria para pasar sobre él fácilmente la esponja. Dios no es in­diferente al pecado, pero no por ello deja de ser fiel a la alianza: Dios no deja de amar a su pueblo. El descubrimiento más im­portante de los hebreos en el exilio es que Dios les sigue siendo fiel y fundamentalmente benévolo. La fidelidad de Dios se con­vierte de esta forma en misericordia, en perdón y en gracia (ver­sículo 18). Esta permanencia del amor de Dios hacia su pueblo, a pesar de la infidelidad de este (cf. Ex 34, 6-7; Jl 2, 13; Sal 50/51, 3; 102/103, 8-14; Le 7, 36-50; 15, 1-31) es el motivo prin­cipal del salmo presentado por la lectura de este día en el que las palabras gracia y fidelidad, piedad y perdón son intercam­biables.

# * *

Al hombre moderno no le gusta hablar de la misericordia de Dios, no solo porque esta palabra tiene para él resonancias sen­timentales y paternalistas, sino sobre todo porque produce la impresión de una alienación religiosa. Refugiarse en las manos abiertas de un Dios misericordioso y que nos perdona constan­temente, ¿no es un modo de tranquilizar la propia conciencia?

De hecho, la misericordia de Dios invita a la conversión y al cambio; impulsa a quien de ella se beneficia a practicar a su vez la misericordia (Le 6, 36). No tiene, pues, nada de alienante, sino que, por el contrario, es una llamada a asumir responsabilidades precisas.

XII. Lucas 15, 1-2, 11-32 Véase el comentario del Evangelio evangelio ad libitum del cuarto domingo de sábado Cuaresma.

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

A. LA PALABRA

I. Éxodo 24, 12, 15-18 La subida al Sinaí constituye un tema 1.a lectura importante de la Escritura que han des-l.er ciclo crito a su manera diferentes tradiciones

sucesivas. Las viejas fuentes elohistas (Ex 24, 12-15 y 18b) se limitaban a relatar los hechos, centrando la atención del lector sobre las tablas de la ley y sobre la dura­ción de la estancia de Moisés en el Sinaí (cuarenta días). Una segunda tradición de origen profético figura en 1 Re 19, 3-8: sitúa al profeta Elias en línea con Moisés, explicando que la profecía es hija de la alianza con el mismo derecho que la ley. Una tercera tradición sacerdotal (Ex 24, 16-18) constituye la lectura de este día y pasa en silencio el tema de la ley por sub­rayar los temas de la nube de la gloria y del sábado (séptimo día). Proyecta así sobre el Sinaí los elementos esenciales de la liturgia sabática en el Templo, función durante la cual la pre­sencia de Dios era simbolizada por la nube y la gloria (1 Re 8, 10-12; Is 6, 4-6; Ez 10, 3-22; 2 Mac 2, 8).

a) Es verosímil que la experiencia de la nube naciera en el momento del paso del mar Rojo: pudieron producirse fenómenos meteorológicos en forma de una tempestad borrascosa que se­paraba al pueblo de Israel de sus perseguidores (Ex 14, 19-31). Fenómenos bastante similares pudieron producirse igualmente en el momento de la conclusión de la alianza sobre el Sinaí (Ex 19, 16-20). De estas dos experiencias pudo sacar el pueblo la conclusión de que la nube era un signo de la presencia de Dios.

Los sacerdotes, en el Templo, ritualizaban esa nube en forma del humo del incienso irradiado por los reflejos del sol que pa­saba a través de las aberturas del muro. De esa forma podían hacer del Templo el lugar de la presencia de Dios. Este concepto cultual de la nube y de la presencia de Dios fue proyectado en-

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tonces sobre el antiguo acontecimiento del Sinaí, que adquiría así un valor litúrgico.

b) La aproximación de Dios no se realiza sin un cierto lapso de tiempo. Los viejos relatos elohistas contaban cuarenta días; el relato sacerdotal lo reduce a una semana (cf. Gen 1). Estas dos medidas, y sobre todo la de los cuarenta días, aparecerán antes de la mayoría de las grandes manifestaciones de Dios. El diluvio de cuarenta días prepara la primera alianza cósmica (Gen 7-9), como la semana de los siete días prepara la crea­ción del hombre (Gen 1). El ayuno de cuarenta días de Moisés o su espera a lo largo de una semana prepara la una y la otra de las grandes teofanías del Sinaí (vv. 16 y 18); la peregrina­ción de Elias a Horeb termina también al cabo de cuarenta días (1 Re 19, 8). Los evangelistas a su vez se servían de estas me­didas de plazo tanto para describir la preparación de Cristo a su ministerio: los "cuarenta días" de la estancia en el desierto (Mt 4), o la "semana" inaugural (Jn 1, 19-2, 1). El hombre no llega has ta Dios sin más. Se necesita un tiempo de pruebas y de purificación para llevar la fe has ta un grado suficiente de ma­durez, hasta el corazón de una interiorización progresiva y de una conversión que sea cada vez más lúcida.

Israel conoció a este respecto un período excepcional a lo largo de los cuarenta años que debían prepararle para vivir en la tierra prometida. Pero esa progresiva ascensión de la fe no se realiza de manera uniforme. El hombre está hecho de tal ma­nera que unas veces tiene que insistir sobre un aspecto de esa ascensión y otras sobre otro aspecto. La Cuaresma es precisa­mente ese lapso ofrecido a los fieles para responder a la se­riedad de una y otra exigencia de la fe.

II . Éxodo 20, 1-17 Disponemos de dos versiones del decálo-1.a lectura go: la que corresponde a la reforma de Jo-2° ciclo sias y la de Ex 20, que se remonta a las

antiguas fuentes yahvista y elohista, pero ha sido reelaborada por la tradición sacerdotal, sin contar los ensayos posteriores de formulación, como Ez 18, 5-9 y Sal 14/15.

Los preceptos del decálogo presentan una forma y un fondo literarios muy característicos: se t ra ta de un género apodíctico en el que el precepto es formulado en segunda persona (no ma­tarás) y en una serie que constituye un conjunto agrupado en decálogo y en dodecálogo, conforme a frases bien ritmadas. Este género se diferencia del estilo jurídico ordinario en Oriente, re­dactado en condicional y en tercera persona (si un hombre mata. . . será.. . : caso más corriente en Israel).

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Lo apodíctico se anuncia de forma absoluta y pretende re­presentar una decisión que no se discute (Dios o el legislador). Su forma es tan absoluta que no se detiene en sanciones, en casos particulares, en excepciones o consecuencias, al contrario del enunciado jurídico y casual 1 .

* * *

a) El carácter apodíctico del decálogo, tanto en Dt 5 como en Ex 20 le permite presentarse esencialmente como Palabra de Dios (cf. Ex 20, 2; Di 5, 6), aun cuando parezca que el nexo en­tre los axiomas del decálogo y la fórmula de autopresentación de Dios (Yo soy Yahvé) sea relativamente tardío. Este carácter de enunciado de decisión reaparece en ciertos tratados entre soberanos y feudales en el antiguo Oriente. Así, los hi t i tas re­dactan su juramento de alianza en una forma que el decálogo hebreo se limita a adoptar:

1) Preámbulo y mención del soberano (cf. Ex 20, 2 y Di 5, 6).

2) Preliminares que recuerdan las circunstancias históricas que han permitido al soberano imponerse al vasallo (cf. Ex 20, 2 y Dt 5, 2-4).

3) Declaración de principio sobre la total lealtad del vasallo y la prohibición que se le hace de mantener relaciones con potencias extranjeras (cf. Ex 20, 3-6 y Dt 5, 7-9).

4) Disposiciones particulares sobre los bienes, las fronteras, la asistencia militar, el tributo, etc.: en una palabra, sobre las obligaciones secundarias (cf. Ex 20, 8-17 y Dt 12-21).

5) Prescripción según la cual el texto del tratado será deposi­tado en el Templo y leído regularmente (cf. Dt 5, 22b).

6) Fórmula de maldición y de bendición (cf. Jos 24, 35 y Dt 27).

El pueblo hebreo se encuentra, pues, en razón del decálogo en un estado de vasallaje vinculado a su soberano en un t ra tado de alianza que es ante todo el enunciado de los deseos del último. El decálogo es, pues, algo muy distinto del enunciado exclusivo de un simple derecho na tura l : la fe de Israel no pretende ela­borar una especie de ética universal; el decálogo es para esa fe el medio de leer la voluntad personal de Dios para vivir en la comunión con él.

Aun cuando la mayor parte de las disposiciones del decá­logo se encuentran también en todas las leyes de las naciones de aquel tiempo, lo que lo convierte en un código religioso apo­yado en la fe del individuo, es la manera como estas disposi­ciones son formuladas.

1 G. BOTTERWECK, "Contribution á l'histoire des formes et traditions dans le décalogue", Concilium, 5, 1966, págs. 59-78.

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b) No es imposible que la fórmula apodíctica deba también su origen al ejercicio de la autoridad en 1̂ , familia y el clan. En esta célula humana el precepto es form.uiado sin discusión por el anciano o por el padre que tutela al niño (como en los libros sapienciales: Prov 22, 17-24, 22). La organización del pue­blo en el Sinaí consistió sobre todo en sustituir la autoridad del jefe del clan por una autoridad más alta: la del mismo Yahvé, Padre de todos los clanes: en adelante El es quien determina sus deseos, como el padre de familia lo hacía anteriormente, y adopta la fórmula apodíctica del padre (tú...) y atribuye a Dios el poder sobre la vida y sobre la muerte de que disponía ya el padre de familia.

c) El texto del decálogo ha sido reelaborado sin duda a lo largo de la historia del pueblo. Los mandamientos 6, 7 y 8, de enunciado muy breve, permiten suponer q^e todos los demás eran primitivamente igual de cortos. Cabe pensar igualmente que todos los artículos primitivos estaban redactados en forma negativa (solo el 4 y el 5 son hoy una excepción, al menos en parte; en Ex 35, 3; Lev 22, 3b; Ex 21, 15; Lev 20, 9 aparecen to­davía en su forma negativa). Hasta donde es posible hacerlo, puede reconstruirse el decálogo primitivo en esta forma2:

— No habrá otros dioses para ti.

— No te harás imágenes esculpidas.

— No pronunciarás el nombre de Yahvé en vano.

— El séptimo día es un sábado, no harás ninguna labor.

— No "deshonrarás" a tu padre ni a tu inadre.

— No matarás.

— No cometerás adulterio.

— No hurtarás.

— No propalarás un falso testimonio conloa tu prójimo.

— No desearás la casa de tu prójimo.

La muerte reprobada en el sexto mandamiento se refiere tan solo a la muerte fuera del marco comunitario y legal; el adul­terio se refiere a todo acto sexual que viola la integridad del matrimonio de otro; el empleo del nombre db Dios (tercer man­damiento) se refiere sin duda a la magia en ei texto de Ex 20; en Dt 5, en cambio, a los falsos juramentos.

2 A. T. PATRICK, "La Formation littéraire et l'Origine historíeme du décalogue", Eph. Th. Lov., 1964. págs. 242-51.

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El interés del decálogo no radica tan solo en su contenido, sino ante todo en su forma. No dimana del derecho natural o del simple fenómeno étnico; es ante todo la expresión de una voluntad. Esa es también la base de la moral cristiana. El com­portamiento se origina, en efecto, en un mandamiento de Dios, que puede abarcar los diez preceptos o solo el mandamiento del amor; puede pasar a través de la mediación de la ley o la de la conciencia. Esto significa que las razones últimas del compor­tamiento moral cristiano no estarán nunca limitadas a la ética general o a su idea filosófica de Dios.

Esto no quiere decir que haya una moral cristiana que no sea moral natural, sino que significa que esta última es recibida por el yo más profundo del cristiano, el que vive en comunión con un Dios que se revela en Jesucristo.

En cuanto tal, el mandamiento de Dios se dirige siempre a alguien y es siempre palabra de alguien. No puede ser vivida sino en un régimen de alianza y de comunión. En cuanto tal abarca también toda la vida y sus compromisos, no de una ma­nera analítica y casual, sino globalmente como un cendro y una plenitud.

III. Éxodo 3, 1-8, 13-15 Moisés recibió en la^escúela1 lfeári#gip-1.a lectura cia de administración una formación 3.er ciclo que le capacitaba sin duda alguna

para aceptar un puesto directivo en­tre los hebreos (Ex 2, 11-15). Sus primeras gestiones como jefe no debieron de ser, sin embargo, un éxito y tuvo que huir rápida­mente de la venganza del Faraón, tras haber dado muerte a uno de sus agentes, y del odio de los hebreos que no reconocían la autoridad de los funcionarios del Faraón, aunque fuesen, como en el caso de Moisés, uno de los suyos (Ex 2, 14). Entonces nos encontramos a Moisés en el desierto del Sinaí, en la tribu de Madián, en donde se casa con la hija del jefe y en donde recibe seguramente una formación religiosa y jurídica conforme a las tradiciones de los nómadas. Cabe pensar también que Moi­sés encontró al lado de Jetró hasta el nombre del Dios de sus padres y algunos ritos como la circuncisión (Ex 4, 24-26). Esta experiencia debió de ser particularmente interesante para Moisés, que enriquecía así su formación jurídica y administrativa egip­cia con una vuelta a las fuentes tradicionales y una prepara­ción más apropiada al estado nómada que habría de compartir con su pueblo.

* * *

a) Dentro de este contexto se sitúa una experiencia religiosa particularmente decisiva. Cuando estaba apacentando los ganados

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de su suegro, Moisés, que sin duda no estaba aún suficientemen­te iniciado en las costumbres religiosas de Madián y desconocía la localización de sus lugares sagrados, penetra casualmente, quizá para ponerse al abrigo de una tormenta (v. 5), en uno de esos lugares, cerca de Horeb (allí donde un día volverá a sellar la alianza; al redactor le gustan estas premoniciones). El re­cinto rodea un árbol sagrado que es repentinamente fulminado por un rayo (vv. 2-3).

Moisés medita sobre estos acontecimientos misteriosos y esta experiencia mística le lleva a comprender que el Dios de sus antepasados es también el Dios de la promesa (v. 6). La profun­dizaron del contenido de esa promesa permite a Moisés abrir los ojos respecto a la desgraciada situación de los hebreos en Egipto y le hace comprender que esa situación no puede eter­nizarse sin que Yahvé quede por mentiroso. De todo eso llega Moisés a una conclusión: Yahvé no tardará ya en venir en ayuda de los hijos de aquellos a quienes ha prometido una tierra y una descendencia numerosa (vv. 7-8).

El encuentro entre Moisés y Dios es real. Pero Dios está me­nos en la zarza fulminada que en el corazón de Moisés, que busca un significado a los sucesos que está viendo.

b) Pero un enviado no tiene probabilidad alguna de ser bien recibido si no dice en nombre de quién cumple su misión (v. 13). El nombre que Moisés revelará a sus hermanos es el de Yhwh-Yahvé (v. 15); quizá se trate del nombre de uno de los dioses del panteón de aquella época, especialmente venerado en el Si-naí. Lo que importa es que designe al Dios, un tanto olvidado, de los patriarcas y de las promesas.

El texto da una etimología nueva de la palabra "Yahvé": "Yo soy el que soy "(v. 14). No se trata de una definición meta­física de la naturaleza de Dios, sino de una afirmación de doble vertiente: una vertiente evasiva en primer lugar (como cuando decimos en castellano: "hay que hacer lo que hay que hacer"): Dios, de todas formas, está por encima de todo nombre y no puede ser aferrado, y también una vertiente histórica: podría traducirse, en efecto, con mayor exactitud: "seré el que seré", que vendría a decir: me conoceréis en lo que haré por vosotros: "es la historia la que me desvelará".

Así, pues, el nombre de Dios salvaguarda su misterio y su trascendencia y descubre al mismo tiempo su inmanencia a la historia y a la misión del patriarca.

* * *

El hombre actual apenas si ha progresado sobre Moisés cuan­do quiere nombrar a Dios. Posiblemente experimenta con más fuerza la vanidad de los esfuerzos del mundo y de la metafísica

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para dar a Dios un nombre válido. Dios no está a merced de los proyectos míticos, ni de los fracasos o de los éxitos de la empresa metafísica. Sin embargo, nosotros sabemos que Dios no puede ser encontrado más que en la condición del hombre, sobre todo desde que esta condición encontró en Jesucristo su clave y fi­nalidad.

IV. Romanos 5, 1-5 Los exegetas hacen del cap. 5 de la carta 2.a lectura a los romanos unas veces la conclusión de l.er ciclo los cuatro primeros capítulos y otras veces

la introducción a los capítulos siguientes. Probablemente no hay lugar a escoger entre estas dos posicio­nes: este capítulo prosigue y supera lo que antecede al mismo tiempo que anuncia lo que sigue 3. Los once primeros versículos, una muestra de los cuales nos ofrece la lectura de este día, des­criben el proceso del pensamiento de Pablo: partiendo de la ex­periencia presente (vv. 1-2) de la paz, de la gracia y de la es­peranza, descubre en ella dos signos del amor eterno de Dios (vv. 3-8): la morada del Espíritu en nosotros y la muerte por nosotros del Señor Jesús. Finalmente (vv. 9-11), el apóstol pasa a la descripción del futuro de la salvación.

* * *

a) La primera afirmación de Pablo es la de nuestra justifi­cación mediante la fe (v. 1). Pero habla en aoristo, como de un hecho ya pasado cuya realidad sigue dejándose sentir. En la primera parte de su carta, Pablo presentaba la idea de justifi­cación en el centro de su pensamiento y veía en ella el acto de Dios más decisivo para la suerte de la humanidad. Con el v. 1, el apóstol ha pasado de una exposición intemporal sobre la jus­tificación (sus principios: Rom 3, 21-26; su universalidad: Rom 3, 27-4, 25) a la afirmación concreta de su realización presente en nosotros desde Cristo.

Los judíos esperaban la justificación para el futuro escato-lógico: la conjugaban en el futuro. Al conjugarla en el aoristo, Pablo pone de manifiesto toda la diferencia que separa la fe del judío de la del cristiano. La justificación no es ya objeto de esperanza; es un hecho pasado que se vive en realidades pre­sentes y que desemboca en una nueva esperanza, insospechada por Israel.

b) Entre los frutos actuales de la justificación adquirida por Cristo, Pablo menciona la paz y la gracia (v. 2a).

La paz sucede al estado de enemistad en la que pagano y 3 X. LÉON-DUFOUB, "Si tuat ion l i t téra i re de R m 5", Rech. Se. Reí., 1963,

págs. 83-95.

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judio estaban sumergidos antes de Cristo (cf. el sombrío cua­dro que de todo eso dibujan los primeros capítulos de la carta); la gracia es la correspondencia de la cólera divina (Rom 1, 18-3, 20); la gracia hace que vivan en la amistad de Dios quienes ha­bían estado apartados.

La paz entre judíos y paganos es uno de los leitmotiv de la carta a los romanos. Todo lleva incluso a creer que Roma tenía en aquel entonces dos Iglesias distintas: una, la judeo-cristiana, compuesta por antiguos judíos que habían huido de la persecu­ción; la otra, de origen griego o romano. Estas dos Iglesias de­bieron tener una vida totalmente separada (la carta a los roma­nos es además la única que no se dirige a la "Iglesia de Roma").

De esta forma, la finalidad de la carta aparecía claramente: Pablo quiere que las dos Iglesias no sean más que una y que judíos y paganos se den cuenta de que son tan pecadores los unos como los otros (cap. 1-4) y por tanto gratuitamente re­conciliados con Dios por Cristo (cap. 5 y sgs.); por tanto, no deben esperar ya la mutua paz del justo, sino que deben vivirla inmediatamente.

c) Pero el goce de los bienes presentes acarreado por la jus­tificación queda, a su vez, superado por la esperanza. Leyendo el v. 8 podría incluso^ creerse que la fe es superada por la espe­ranza, porque el apóstol mantiene sobre todo la tensión esca-tológica de la fe y la justificación. La fe, acto de Dios, es en nosotros certidumbre de la gloria.

d) Sin embargo, esta esperanza de gloria pone muy de re­lieve la distancia que separa todavía al cristiano en el mundo y la gloria cuya manifestación espera. Los judíos expresan fá­cilmente esta distancia entre el presente y el futuro hablando de tribulaciones y de las persecuciones que serán la nota carac­terística del paso de un estado a otro. Tras este tema se oculta la dolorosa depuración que produce siempre la trascendencia. La prueba experimentada aquí abajo, cuando se vive de un alto ideal, pone primero en juego la existencia misma de la fe en ese ideal: la virtud de constancia la mantiene en actividad (v. 3). Pero el tiempo y su extensión están expuestos a poner a prueba la solidez de la fe: la "virtud sometida a prueba" viene en apoyo de la esperanza para ayudarla a mantenerse firme a pesar y por encima de todo (v. 4). Pero ¿qué pueden unas simples vir­tudes como la constancia y la solidez si el Espíritu mismo de Dios no permanece en el fiel para animar su fe y si el amor de Dios no le sitúa dentro de unas relaciones personales indisolu­bles con el Padre? (v. 5).

Así, pues, la fe y la esperanza se alimentan mutuamente de la caridad que vive en nosotros (1 Cor 13, 7-13).

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Los cristianos de Roma están divididos en dos Iglesias que no llegan a hacer las paces entre sí. Sin duda, cada cual tomó su propio partido remitiendo esta paz a las calendas griegas cuando Dios conceda al hombre su justicia. Pablo reacciona con­tra esta mentalidad aún demasiado judía; la justicia de Dios ya ha sido dada y por tanto la paz debe ser ya buscada y vivida porque es el fruto de la mutua conciencia de nuestra justifica­ción en Jesús.

Pero los cristianos de Roma no están muertos. También nos­otros dejamos para las calendas griegas la reconciliación que nos cuesta conseguir de inmediato. Por ejemplo, rezaremos por la unidad entre los cristianos olvidándonos de que la unidad ya nos ha sido dada y de que de lo que se trata es de realizarla sin dejarla para una fecha lejana y sin convertirla exclusiva­mente en un don de Dios. La paz en los hogares y entre las na­ciones debe ser buscada y realizada con el mismo espíritu: la esperanza no puede hacernos prescindir del presente.

V. 1 Corintios 1, 22-25 Pablo está convencido de que las fac-2.a lectura ciones que se han constituido en Co-2.o ciclo rinto se deben a un celo mal infor­

mado en pro de la filosofía y en pro de la reducción del mensaje evangélico a los sistemas de pen­samiento humano. El pasaje que se lee en la liturgia de este día contrapone las pretensiones de esas sabidurías humanas al de­signio de la sabiduría de Dios y dejan al descubierto su incapa­cidad para expresar la trayectoria de la fe.

* * *

La proposición fundamental figura en el v. 18: el lenguaje de la cruz es una locura para la sabiduría de los hombres; eso, no obstante, es el único que puede llevar a la fe y, por tanto, a la salvación. Pablo apoya esta afirmación con una serie de argumentos:

En primer lugar, un argumento escriturístico: la cita de Is 29, 14 (v. 19) recuerda que Yahvé ha salvado a Jerusalén per su propio poder y sin tener en cuenta sistemas políticos de salud pública.

Después, una observación: el sabio, el culto y el escriba no se han convertido: muy pocos de ellos forman parte de la Iglesia (v. 20; cf. 1 Cor 1, 26): lo que es un buen indicio de que su sa­biduría no coincide con la de Dios.

Finalmente, un argumento de diatriba (v. 21): Dios había previsto primitivamente que el hombre podría conocerle a tra-

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vos de la creación gracias a su sabiduría. Pero el hombre ha abusado de esta última hasta el punto de desviarla de su objeto (cf. Rom 1, 19-20). Entonces no le quedaba ya a Dios más que el recurso de revelarse fuera de toda sabiduría humana: por medio de la cruz, llamada locura precisamente porque se presenta fuera de los marcos impuestos por la sabiduría a la definición de su verdad. Así, en contra de los judíos que quieren encontrar a Dios en los milagros (Mt 12, 38-40) y de los griegos, que le definen, creen ellos, sirviéndose de la filosofía, Pablo recuerda que Dios no es accesible más que en el Evangelio de la cruz (vv. 22-24), es decir, a los ojos de los judíos, en un Mesías crucificado o de un rey que no asciende hasta su trono sino partiendo de la cruz, es decir, a los ojos de los paganos, en un fundador de religión con­fundido, en el patíbulo, con un vulgar maleante.

# # *

El proceso de la fe no es de orden racional; puede ser razo­nada, en todo caso razonable, pero solicita en el hombre otros móviles distintos de los de su inteligencia. La desgracia del hom­bre, sobre todo en determinado tipo de occidental, educado en una civilización cada vez más cartesiana y conceptual de la que difícilmente puede desprenderse, consiste en que no sabe ya de qué se trata cuando se le dice que dispone de otras facultades distintas de su razón. Ha esterilizado en sí una parte de la capa­cidad de amor y de confianza y su apertura a la trascendencia. El mensaje de Pablo tiene más que nunca su sentido en este siglo xx de ateísmo en que el cristiano habrá de poner a con­tribución un equilibrio personal bastante sólido y desarrollar en sí unas facultades a primera vista menos racionales—locas, di­ría el apóstol—que no por eso dejan de ser auténticas actitudes humanas dilatantes y equilibrantes.

VI. 1 Corintios 10, 1-6, 10-12 Pablo, que se ha preocupado por 3.a lectura los problemas de la asamblea eu-3.er ciclo carística de Corinto, recuerda a

sus corresponsales los cap. 13-17 del Éxodo y presenta un comentario de ellos. Su exposición se apoya en un principio indiscutible: se da una continuidad en­tre la situación del pueblo en el desierto y la situación de los corintios. Esta continuidad la subraya Pablo hablando de "nues­tros padres" (v. 1) y de los "ejemplos" que su vida encierra para nosotros (v. 6). La exposición de Pablo deriva de este principio4.

4 G. MARTELET, "Sacrament , figures et exhor ta t ions en 1 Co 10, 1-10", Rech. Se. Reí., 1956, págs. 322-59, 515-59.

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a) El primer hecho recogido por Pablo es el bautismo del pueblo en Moisés en la nube y el mar (vv. 1-2). Sin embargo, ninguna de las tradiciones judías conocidas había relacionado los ritos bautismales conocidos en el judaismo y el paso del mar Rojo. Este paralelo es, pues, propio de San Pablo. El mar le re­cuerda el agua del bautismo, la nube evoca para él el Espíritu Santo (como ha podido sugerírselo Is 63, 11-14) y la relación del pueblo con Moisés adquiere a los ojos de Pablo, obsesionado en cierto modo por la problemática del bautismo cristiano, las proporciones de la relación que une a los cristianos con Cristo. El apóstol proyecta así en un acontecimiento bíblico, a través de Moisés, el papel que Cristo desempeña en la economía sacra­mental cristiana. Señala, en razón del hecho en sí, que la travesía del mar Rojo era ya, gracias a Moisés, una iniciación en Cristo y en el Espíritu en la que estos estaban ya interviniendo, ase­gurando así la unidad estructural entre el acontecimiento his­tórico antiguo y el sacramento contemporáneo.

b) Los demás hechos consignados (vv. 3-4) son los del maná y del agua de la roca. Pablo habla de ellos como de "alimento espiritual", de "abrevadero espiritual" y de "roca espiritual", porque evidentemente ve en ellos la Eucaristía por el mismo procedimiento que le ha llevado a ver el bautismo en la travesía del mar Rojo. El maná y el agua son, en efecto, otorgados al pueblo, lo mismo que la Eucaristía, por un mismo Cristo ("la roca era Cristo": v. 4). Hay que señalar, por otro lado, que esa interpretación eucarística (pan y vino = maná y agua) de los milagros del desierto es propiamente paulina; el judaismo no ha asociado en absoluto esas dos maravillas. Así, Núm 20 e Is 43, 20 hablan del agua, pero no del maná; Sab 16, 20-22, del maná y no del agua; Sal 77/78, 20 y Sal 104/105, 43-44 asocian maná y carne sin alusión al agua. Solo Dt 8, 15-16 establece una relación entre los dos elementos, pero invirtiéndolos. Resulta, pues, que solo a partir de la experiencia eucarística y debido a que existe un banquete cristiano en el que el Señor alimenta a su pueblo, es como los acontecimientos del desierto gravitan en torno a la persona de Cristo y se iluminan a la luz que proyecta sobre ellos la economía sacramental.

c) Pero todavía hay un hecho más (vv. 5-6): el castigo que Israel debe recibir en el desierto (Núm 14, 16) y en el que Pablo ve también la figura de las amenazas que pesan sobre la comu­nidad de Corinto. De hecho, la "mayoría" de "todos" los Padres fue castigada. Y es que los Padres, por muy "sacramentalizados" que estuvieran, claudicaron ante los malos deseos (1 Cor 10, 7-10; cf. Núm 11, 4-34; Ex 32; Núm 25, 1-5; Núm 21, 5-6; Núm 13, 32-33), los mismos que Pablo echa en cara a los corintios, y la presencia anticipada de Cristo no les libró del castigo.

La conclusión lógica se impone: si nuestros Padres fueron bautizados porque habría de existir un bautismo en Cristo; si

113 ASAMBLEA I I I . - 8

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fueron alimentados espiritualmente porque algún día habría de existir la Eucaristía, en nombre de una misma frialdad frente a ese deber-ser de los sacramentos serán castigados los corin­tios como lo fueron sus Padres.

* * *

Los sacramentos, por tanto, no tienen nada de mágico y no garantizan en absoluto la salvación si no corresponde la libertad de los beneficiarios. No hay nada de magia ni de automatismo; todo queda reducido a un encuentro entre dos libertades. Des­vincular el sacramento de la fe o de la ética equivale a recaer en las faltas del desierto y experimentar inmediatamente el mis­mo fracaso que ellos conocieron.

El obrar de Dios no es nunca una garantía y la salvación que nos ofrece no es nunca automática. No basta con benefi­ciarse de los gestos de su gracia: Dios exige además la respuesta de la fe y una conversión permanente que ajuste nuestra mi­rada a la suya. El sacramento no es punto de llegada, una se­guridad; es un punto de partida y una exigencia continua que permiten adentrarse por horizontes ilimitados del amor.

En la marcha de toda la humanidad de hoy, los cadáveres de ios cristianos quizá tapicen el camino, io mismo que los de los hebreos (vv. 5-6): y eso porque muchos de ellos participan de los sacramentos, pero no los incorporan a la vida profana.

VII. Juan 4, 5-42 Este relato está montado sobre un armazón evangelio en que entran en juego cuatro actitudes pe­

dagógicas de Cristo. Está fatigado y pide pan a sus discípulos (v. 8) y cuando se lo traen les comunica que El dispone de otro alimento (vv. 31-34). Del mismo modo, pide a la samaritana agua para aplacar su sed (v. 7), y cuando ella se lo proporciona, Jesús le dice que El tiene otra agua (vv. 13-15). Una transposición de este género se produce cuando Jesús pasa del culto material de los samaritanos y de los judíos al culto en espíritu y en verdad (vv. 20-24), y una vez más cuando invi­ta a los discípulos a contemplar las cosechas naturales para prepararse a la cosecha espiritual (vv. 25-38).

No puede decirse, por tanto, que en este Evangelio se trata tan solo del agua viva: este tema se entrelaza con los del pan, del culto y de la recolección. En realidad, el tema del pan y del agua aparecen para dejar al descubierto la personalidad de Cris­to y su misteriosa unión con el Padre (vv. 10, 26 y 34), mientras que los temas del culto y de la recolección están orientados a hacer comprender que la obra de la Iglesia desborda el marco de la economía judía, puesto que tiene como finalidad agrupar

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en un culto espiritual y cosechar para el reino futuro a todos los hombres disponibles, comenzando por los samaritanos (ver­sículos 35b y 30).

* * *

a) La vida nómada de los patriarcas iba de un sitio con agua a otro, y los más célebres de entre ellos fueron los que cavaron pozos abundantemente provistos de agua para su fami­lia y su ganado. Así lo hicieron Abraham (Gen 26, 12-22) y sin duda también Jacob, si hemos de atenernos a la tradición reco­gida por el Evangelio (vv. 5 y 12). Jesús se presenta, pues, a la samaritana como un nuevo excavador de pozos de agua viva. Pero ese agua no brota de la tierra: es, en Jesús, un don del cielo, una vida eterna (vv. 10, 14). Cristo piensa seguramente en las profecías de Am 4, 4-8; 8, 11, en donde la fuente de agua simboliza la palabra de Dios, de Is 12, 1-4, en donde la fuente de agua representa la liberación que nos trae Dios, de 3er 17, 6-8, en donde la fuente de agua viva es la de la sabiduría y de la ley de Dios.

Pero Juan va sin duda más lejos con su pensamiento y ve ya en la fuente de agua viva el Espíritu, del que hablará explí­citamente en Jn 7, 39. Este Espíritu, incorporado ya a la ense­ñanza de Cristo a lo largo de su vida terrestre, se manifestará sobre todo en su glorificación cuando edifique el nuevo templo espiritual y envíe a los apóstoles en misión por el mundo.

b> Pero el relato no se detiene en los temas del agua y del pan tan solo para descubrir la personalidad de Jesús. El Evangelio de Juan es uno de los más cargados de interrogantes en torno a la persona de Jesús (Jn 7, 27; 19, 9; 1, 38; 13, 36; 16, 5; 8, 14; 9, 29). Se descubre toda la densidad humana de su humanidad en la fatiga (v. 6) y la sed (v. 7), pero se vislumbran inmediata­mente orígenes trascendentes. Y es porque Jesús ha integrado perfectamente a su personalidad esa zona más profunda en El que es la participación en lo absoluto y comunión con el Pa­dre. Y revela al mismo tiempo a cada hombre su propia perso­nalidad (v. 14), ya que cada uno puede descubrir, gracias a Cristo, esa misma zona de participación en lo absoluto y de comunión con el Padre. Jesús no se limita, pues, a proporcionar el agua viva como desde el exterior: revela a cada hombre a sí mismo y le descubre el misterio de su personalidad, allí donde se alcanza la fuente de agua viva en uno mismo (Jn 7, 38). Este descubrimiento de la personalidad de cada uno es probablemen­te lo que en cierto modo se dibuja en el discurso en que Jesús desvela progresivamente a la samaritana quién es ella (w. 17 y 29).

c) Se advertirá que Jesús no habla del agua viva sino a una persona a quien El pide que sirva agua natural a un enemigo;

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que no habla de pan eterno, sino a los apóstoles a quienes ha enviado previamente a buscar el pan material que calma el hambre y la fatiga.

En otras palabras: la personalidad de Jesús no la captan más los hombres que buscan pan y agua para sus hermanos. Es inútil discutir del misterio de Jesús con gentes que no se han com­prometido en lo profano. Jesús no está por encima ni al margen de esas tareas; solo está dentro y más allá.

d) El descubrimiento de la exclusiva sacralidad de la perso­na de Jesús tiene lugar, sin embargo, en medio de un misterio de desconocimiento (sin que esta palabra tenga necesariamente un sentido peyorativo). La condición humana sigue siendo una condición en la que la incomunicabilidad representa un papel importante. La aceptación por Jesús de su condición humana le lleva a aceptar que su persona sea tan incomprendida como lo son frecuentemente las personas humanas entre sí. Por tanto, el mundo vive el misterio de Jesús dividido entre los que com­prenden, los que comprenden mal y los que no comprenden nada. Por tanto, no ha lugar a preguntarse si los cristianos son mejores que los demás; simplemente conoce lo que los otros conocen poco, pero todos viven la misma imposibilidad de co­municación y el juicio de Dios lo tendrá en cuenta (Mt 25). Este es el sentido de la incomprensión de la samaritana (v. 15) o de los apóstoles (v. 32).

* * *

En San Juan adquiere, por tanto, el máximo de intensidad el nexo entre el agua y el acontecimiento de la salvación. Y porque en Cristo el yo del hombre fiel a Dios ha coincidido con la iniciativa providente de Dios respecto a El, Cristo hace reali­dad todo lo que se había andado buscando antes de El, tanto en el plano profano (agua, pan) como en el plano histórico (agua de roca, maná, culto) con el fin de liberar al hombre.

Vinculado al acontecimiento Jesucristo, el agua desvela su dignidad sacramental. No es un elemento sagrado en sí mismo. Es un elemento fundamental de nuestro universo que, en Jesu­cristo, está ya corretamente incorporado al gran retorno de toda la creación hacia Dios.

Pero el agua está igualmente vinculada al acontecimiento constituido por cada persona humana y cristiana en particular. El agua viva que Dios nos da por medio de Jesucristo nos afecta a un insospechado nivel de profundidad, allí donde la persona humana encuentra su integración simultáneamente en la coin­cidencia con lo absoluto que habita en El y en la comunión con el Padre que da la vida

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VIII. Juan 2, 13-25 Juan nos proporciona un relato bastante evangelio personal de la purificación del Templo, dis-ad libitum tinto del de los sinópticos, no solo por su

orientación doctrinal más fuerte, sino tam­bién por el lugar que Juan concede a este incidente situándolo al comienzo de la vida pública de Jesús 5, lo que, por otra parte, podría corresponder a la realidad histórica.

a) El relato de los sinópticos presentaba a Cristo como un profeta, preocupado por apoyarse en otros profetas (Mt 21, 13) para vengar la vocación del Templo. En el relato de Juan (2, 13-17), el alcance del gesto de Cristo es directamente mesiáni-co; situado inmediatamente después de la alusión a Juan Bautis­ta (Jn 1, 19-34), esta purificación aparece más aún como el cumplimiento de la profecía de Mal 3, 1-4. Además, Juan no pone en labios de Cristo ninguna cita profética con el fin de subrayar mejor que Cristo actúa por su propia autoridad. Finalmente, Cristo considera el Templo como la "casa de su Padre" (cf. Le 2, 49).

b) La segunda parte del relato (Jn 2, 18-20) no tiene para­lelo en la tradición sinóptica.

Juan comienza con una cita del Sal 68/69, salmo que había recibido en la comunidad primitiva una interpretación mesiánir ca evidente y del que se hacía frecuente uso para meditar en la pasión (Act 1, 20; Rom 15, 3; Mt 27, 48; Jn 15, 25; 19, 28). Para los cristianos, el "celo" de Cristo será la causa de su muer­te (Mt 26, 61-63). Juan proyecta además sobre el relato la som­bra de la pasión del Señor.

Pero todavía hay más: la palabra misma de Cristo se apo­ya en un antiguo cliché prof ético: "destruir-reconstruir" (Jer 1, 10; 18, 7-10; 24, 6; 42, 10; 45, 4), un tema favorito de Jere­mías. Cristo quiere afirmar con ello que en cuanto Mesías, en­viado por Dios, tiene poder para destruir y para reconstruir el Templo, incluso en tres días, porque su poder es extraordi­nario.

c) En una tercera parte (2, 21-22), Juan presenta la inter­pretación cristiana de este episodio. Después de la pasión y re­surrección del Señor, no solo queda aclarado el Sal 68/69, 10, sino que la palabra de Cristo adquiere otro sentido. Jesús no es solo un Mesías capaz de "destruir-reedificar", es Hijo del Pa­dre, y es otro el sentido en que reconstruye el Templo. La men­ción de los tres días adquiere así un sentido pascual específico, insospechado hasta entonces. Por eso Juan ha añadido, no sin

5 X. LÉON-DUFOUR, "Le Signe du temple selon saint J ean" , Rech. Se. Reí, 1951-52, págs. 155-75.

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razón doctrinal, que este episodio del Templo tuvo lugar cuando ya estaba próxima la fiesta de Pascua (Jn 2, 13).

De esa forma, el relato de Juan nos introduce en una signi­ficación sacerdotal de la misión de Cristo en la que no reparan los sinópticos. El nuevo Templo es la humanidad de Cristo, nue­va casa del Padre, lugar del sacrificio perfecto (Héb 9-10) y fuen­te abundante de bendiciones (Jn 7, 37).

* * *

A primera vista, Jesús no se sitúa en la línea del ministerio Jeremías: para él no se trata ya de purificar un sacerdocio y un Templo existentes, sino de reemplazarlos. Hay dos afirma­ciones que constituyen el centro de su mensaje: el verdadero santuario es ahora su propia persona y no adquiere esa. fun­ción sino mediante una destrucción y una reedificación 6. El plan del cuarto Evangelio está orientado todo él a verificar esa afir­mación: Jesús, en efecto, sube al Templo para todas las fiestas, pero siempre se presenta como realizando en su persona el ob­jeto mismo de la fiesta.

Esta sustitución de la persona humana de Jesús en lugar del santuario antiguo queda, por lo demás, perfectamente en la línea apuntada por el profeta Jeremías. En realidad, este últi­mo na afirmado esencialmente que el valor del sacrificio no está ligado a la hermosura y al cumplimiento de los ritos, sino a los sentimientos de la persona que los ofrecía.

Con esa intención efectivamente obedece Jesús cuando ofre­ce filial y amorosamente la vida de su cuerpo y vuelve a tomarla después, en la plenitud divina, para comunicarla mediante su Espíritu a todos los hombres. A ese plan obedece hoy la Euca­ristía, puesto que auna en una sola ofrenda el acto filial de Jesús y el amor fiel de los suyos.

Por consiguiente, el relato de la purificación del Templo nos lleva, de la mano de San Juan, a un plano doctrinal mucho más profundo que las versiones sinópticas. Ya no se trata tan solo de purificar el culto reintegrándolo a su razón de ser, ni de abrirlo a las naciones y a las categorías humanas excomulga­das, sino de situar el nuevo culto bajo la acción del Espíritu "que mora" en el hombre de forma absolutamente nueva y cua­lificando de filialidad divina todas las actitudes y los compro­misos de ese hombre en Cristo.

• Y. CONGAK, Le Mystére du temple, París, 1958, págs. 168-80.

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IX. Génesis 7, 17-23 El relato- bíblico del diluvio está consti-lectura ad lio. tuido por la yuxtaposición de dos tradi-liturgia ciones distintas: un relato de origen yah-de la Palabra vista (siglo vin), de fuerte colorido, rea­

lista hasta el antropomorfismo y preocu­pado porque en el arca entraran todos los animales, puros e impuros, y un relato sacerdotal (siglo vi) en que aparecen el tema de la alianza, la idea de las parejas de animales y otros muchos detalles cronológicos. Para el primer relato, la lluvia cae durante cuarenta días y cuarenta noches, y cae en invierno (ge-sem); para el segundo, las aguas se mantienen sobre la tierra durante ciento cincuenta días tras una lluvia de primavera. El pasaje que constituye la lectura de este día comprende versícu­los yahvistas (vv. 17 y 21-23) y versículos sacerdotales (vv. 18-19).

* * *

La originalidad del relato bíblico del diluvio, respecto a los relatos paralelos de Babilonia, radica, ante todo, en el concepto del Dios único. El diluvio babilónico es el fruto de las rivalida­des entre los dioses y su deseo de terminar con una humanidad demasiado exigente; el diluvio bíblico, cualquiera sea su origen y su amplitud, es obra de un Dios único que decide libremente sobre el castigo de los culpables y sobre la salvación de los jus­tos. La historia no es el resultado del fatalismo o de la incons­ciencia de los dioses; está dirigida, hasta en sus más insigni­ficantes detalles, por un Dios que asume la responsabilidad de la felicidad y de la desventura.

* * *

De todas formas, resulta que la actitud de Noé durante el diluvio es muy pobre y llena de ambigüedades. Nada justifica, en efecto, su buena conciencia de hombre piadoso abandonando al mundo malvado a su destino para salvar a su reducida fami­lia y a su virtud personal. Durante todo el tiempo que vive en la tierra, el hombre es responsable del mundo y no puede admi­tir que un juicio externo venga a liberarle de esa responsabili­dad. Moisés, por su parte, comprenderá esto mejor que Noé cuando se niegue a separarse de su pueblo para dejarle a mer­ced de la cólera divina, cuando muy bien pudo aprovecharse de su situación favorable (Ex 32, 10-13). Jesús irá todavía más lejos al negarse a dejar de ser solidario ante el Padre de una humanidad pecadora y mortal. La teología cristiana primitiva reaccionará, a su vez, contra el relato bíblico de la salvación de Noé, representándose a Cristo como liberador también de las víctimas del diluvio (1 Pe 3, 18-21).

El cristiano no es solo responsable de sí mismo, sino también de toda la humanidad, una vez que Jesús asumió esa responsa-

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bilidad en el abandono de su vida a todos los hombres; desde que Cristo ha reconciliado también al mundo con Dios, el cris­tiano no puede diferenciar principio cristiano y principio mun­dano, abocado el primero a la felicidad y el segundo a la maldi­ción; debe, por el contrario, hacer a Cristo coextensivo al mun­do entero sin por ello transformar a este en un medio sacro, sino respetándole en su autonomía y su profanidad, sin reducir tampoco a Cristo a mero ejecutor de una misión humanista.

X. Lucas 13, 1-9 Cristo responde a los que le piden signos que evangelio estos solo existen realmente para quien los ad libitum sabe captar y comprender. En efecto, la muer­

te es el signo más claro (v. 1-4), el que todos Pueden leer, el que más eficazmente lleve a la conversión (vv. 3 v 5). Esta conversión se realiza lentamente porque no es fácil cambiar los ejes de la propia libertad, pero Dios es paciente y concede los plazos necesarios a quienes pueden hacer peni­tencia.

Los dos signos de Dios conservados por Cristo son casos de muertes prematuras y repentinas en una represión (v. 1) y en un accidente (v. 4). Estas personas murieron por sorpresa; en su lugar podrían haber muerto otras (vv. 2 y 4b). La muerte cogió a estas personas de improviso como a un ladrón el amo que vuelve inopinadamente a su casa (Le 12, 35-40).

El juicio de Dios vendrá como estas muertes accidentales, a e improviso y cayendo sobre quien menos lo espera.

* * *

A veces nos sorprendemos del lugar que ocupa la muerte en rjrrfv.Uncio d e l R e i n o> y muchos ateos e incluso cristianos re-rrmA * a l a I S l e s i a s u complacencia en utilizar el terror de la mo^ri P a r a l l e v a r a l o s hombres a la conversión. Nos lamenta­

os üe los pobres seres que se convierten ante la muerte como Vo5r.conversión no pudiera ser auténticamente humana, pro­no p« P O r í a n i n d i g n as motivaciones. Sin embargo, la muerte el oif H.n e s P a n t ° . sino, por el contrario, es "signo" más fuerte, de r • +° h o m b r e debe interpretar a toda costa. La invitación rániri ° a h a c e r penitencia no es una invitación a hacerse el inátmf^ t e u n a toüette válida para prepararse a la entrada en e n la a l l a- L a penitencia es más exactamente el consentimiento de st

m u e r * e , que es para cada hombre la prueba más decisiva esta coC°<rdÍCÍÓn d e c r e a t u r a y> e n definitiva, la aceptación de

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XI. Números 20, 1-8 Esta lectura recoge una antigua tradición lectura ad dib. cuyo contenido primitivo es muy difícil liturgia precisar. Su redacción definitiva es sacer-de la Palabra dotal y, por tanto, posterior al destierro;

pero se conocen otras tradiciones, unas elohistas y otras yahvistas, que refieren, en términos por lo demás muy oscuros, un incidente similar que sitúan, sin embargo, en otro lugar del desierto (Ex 17).

Sin duda Moisés descubrió en sí ciertas habilidades de zahori en un momento en que el pueblo tenía especial necesidad de agua. Pero el hecho no ha sido recogido por sí mismo y todas las tradiciones prefieren sacar de él un significado doctrinal.

* * *

a) El pueblo tiene sed y murmura, es decir, que pone en duda la presencia de Dios entre ellos y reacciona incrédulamen­te frente a la interpretación de los acontecimientos. Cierto que el pueblo no hace sus recriminaciones directamente a Dios: es Moisés (y Aarón, añade la versión sacerdotal) quien debe sopor­tar la oposición. El Nuevo Testamento hará de esa murmuración la actitud característica de quienes rechazan a Cristo (1 Cor 10, 1-10; Jn 6, 41, 61) y se encierran en su propio juicio sobre las cosas cuando se les invita a situarse en otro nivel.

b) Partiendo de una experiencia cuya realidad resulta difí­cil calibrar con exactitud, los israelitas construyeron toda una temática de la roca de agua viva. El pueblo debió de experimentar con frecuencia, durante su vida en el desierto (Ex 17; Núm 20) y en la misma Jerusalén, ciudad surtida por una sola fuente (2 Re 20, 20; Is 7, 3), la bendición que significaba para él el descu­brimiento de un punto de agua. De ahí que el tema del agua viva sea uno de los más evocadores de la presencia de Dios en su pueblo. Un río de agua refrescó a Sión (Sal 45/46, 5), todas las piedras se cambiaron en fuentes (Is 30, 25; 35, 4-7; 41, 15-18) y del Templo brotaron aguas innumerables (Ez 47; Zac 13, 1) desde que Dios vive con los suyos. Hay también una fiesta del agua en el calendario litúrgico, durante la fiesta de los Taber­náculos y no es imposible que el v. 8 haga alusión a uno u otro detalle de esta ceremonia.

La leyenda se apoderará de este tema para imaginarse una roca de agua viva que acompañaba al pueblo a lo largo de toda su historia (1 Cor 10, 4).

* * *

Efectivamente, Cristo distribuye esa agua viva, don de su pro­pia vida (1 Cor 10, 1-11; Jn 7, 37-38). Proporciona un agua car­gada de la vitalidad del Espíritu (Jn 1, 31-34; 4) y describe la

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vida eterna como la difusión de las aguas vivas por todo el uni­verso (Jn 7, 37-39; Ap 22, 1-2, 17; 7, 15-17).

Pero ¿qué es lo que esta temática de la roca de agua viva puede querer decir hoy a una mente que rechaza todo recurso al mito y al simbolismo para situar su fe en el plano de Dios?

Se deba o no a los poderes de zahori de Moisés, la efusión del agua en el desierto constituye un acontecimiento en la historia del pueblo, un acontecimiento mediante el cual el hombre h a llegado a dominar una fuerza de la naturaleza para el servicio de sus hermanos. La fe consiste en descubrir la presencia de Dios en el acontecimiento, ya que, desde el momento en que el hombre trabaja en la promoción de la humanidad y en la hu­manización del mundo, sirve al plan de Dios y saca fuerza del poder divino. La desgracia de los hebreos radicó en no haber sabido mirar así los acontecimientos.

Transformando el acontecimiento de la roca de agua viva en un tema constante de la historia del pueblo y especialmente de su escatología, la Escritura quiere que se tome conciencia de que el episodio de la roca de agua viva no está aislado y de que la presencia de Dios en poder en ese hecho es permanente y que se reproduce cada vez que el pueblo realiza sus deseos de feli­cidad, cada vez que un hombre da a sus hermanos el agua que los vivifica. No hay lugar a dejarse dominar por las expresiones míticas y maravillosas que rodean la temática de la roca de agua viva; se t r a ta simplemente de acordarse de las condicio­nes en las que puede descubrirse la presencia de Dios en el acontecimiento.

Y si a Cristo se le asemeja con la roca de agua viva es por­que su preocupación por sus hermanos y la calidad de la vida que ofrece en participación h a n hecho de El el acontecimiento por excelencia, el acontecimiento en que se h a manifestado la presencia de Dios de la manera más explícita que es posible.

Pero hemos de profundizar más aún en esta reflexión. Mu­chos cristianos aceptarían con gusto que Dios está presente en su actividad profana en pleno mundo y para la humanización de este último. Aceptan incluso fácilmente que Cristo es el acon­tecimiento decisivo de esa presencia de Dios en el mundo. Pero se niegan a explicitar esa fe; se limitan a implicitarla, recha­zando toda expresión litúrgica de esa fe (el culto espiritual se celebra en el mundo, dicen, por medio de la caridad). Ahora bien, el tema de la roca de agua viva desemboca directamente en la liturgia: esa agua se la compara unas veces con el bautismo y otras con la Eucaristía. Es una forma de afirmar que una reli­gión de Dios vivido implícitamente en el ser en el mundo es insuficiente si no desemboca en la acción de gracias explícita dirigida a ese Dios por su presencia que da a nuestra vida su

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plena significación. El lazo de unión entre el cristiano y Cristo no puede ser solo implícito; la liturgia del agua es necesaria, profundamente reformada y modernizada sin duda, para que ese nexo vuelva a ser objetivo y que el hombre profese su fe en la presencia del misterio de Dios en su acción militante en el corazón del mundo.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del agua viva

El simbolismo del agua ha tenido has ta ahora una importan­cia considerable en la historia religiosa de la humanidad. De manera especial, el judaismo y el cristianismo hacen frecuente uso de ese simbolismo.

Para el hombre moderno, el agua ha perdido su valor sacral, al menos en apariencia, ya que su simbolismo fundamental se h a refugiado sin duda en las zonas profundas de la conciencia en donde sigue desempeñando un papel equivalente. En todo caso, el agua aparece, ante todo, en su significación profana: el hombre moderno necesita el agua lo mismo que su predecesor, pero h a aprendido a domesticar cada vez mejor a este elemento natural . En estas condiciones, ¿puede seguir el agua siendo ve­hículo del mensaje de salvación? ¿Es acaso extraño el hombre actual al simbolismo del agua utilizada por la liturgia del ca te-cumenado y por el ritual del bautismo?

En realidad, estos interrogantes del hombre moderno, lejos de destruir el simbolismo sacramental del agua, son una invita­ción a profundizar en su carácter específicamente cristiano. Los textos escriturísticos del tercer domingo de Cuaresma pueden ayudarnos a ello, ya que en ellos se ve claramente el nexo entre el tema del agua y el tema de la fe.

El simbolismo El agua es un elemento esencial que el del agua en Israel hombre necesita para vivir. Y no es solo

que el hombre necesita el agua, sino que dejaría de ser ese elemento esencial si no le fuera proporcionada de conformidad con un orden establecido. Todo pueblo nómada sabe que, sin puntos de agua seguros, el desierto es inhabitable; todo pueblo agrícola sabe que la fecundidad de la t ierra está ligada al ri tmo estacional de las crecidas o de las lluvias. Tam­bién es importante la cant idad: ni demasiada agua ni demasia­da poca. Ahora bien: el agua no es en modo alguno fruto del trabajo del hombre, y tampoco el orden que determina su dis­tribución. Se comprende que el hombre haya visto espontánea-

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mente en ella un don de los dioses y que se haya imaginado la creación del mundo en forma de un encasillado funcional de las aguas.

Al incorporarse al régimen de la fe, Israel reconoce a su Dios un dominio absoluto sobre las aguas. Y Yahvé, al crear el mundo, impuso a las aguas una ley precisa (véase la cosmogo­nía bíblica, con las "aguas de arriba" almacenadas en el firma­mento y las "aguas de abajo" sobre las que descansa la tierra y de las que provienen las fuentes y los ríos). Pero sigue tenien­do el poder de retener las aguas o de soltarlas a su arbitrio, pro­vocando así sequías o inundaciones.

Señor del universo, Yahvé es también Señor de la historia de Israel. Firma una alianza con su pueblo en el desierto. En esta tierra de inseguridad pone a prueba la fe de Israel. El pueblo incrédulo tiene sed y Yahvé le da gratuitamente agua de la roca, a petición de Moisés y de Aarón, quienes, por otro lado, tampoco llevan su fidelidad hasta el extremo. El hecho es que entonces hace su aparición en la historia de la salvación el tema del agua; está vinculado al acontecimiento que más especialmen­te interesa al hombre judío.

Yahvé concede o niega el agua de conformidad con el com­portamiento de su pueblo. Si el pueblo es fiel, se le concede el agua como una fuerza de vida y de fecundidad. Pero si es infiel, Yahvé provoca la sequía o deja que corran las oleadas devas­tadoras: lejos de ser una bendición divina, el agua se convierte en signo de maldición.

A medida que se va interiorizando la fe, el hombre judío adquiere conciencia de que el agua que necesita no es solo el agua material, sino el agua que purifica el corazón. Sin esta últi­ma no es posible acercarse a Dios.

Mas como la infidelidad se mantiene, la mirada se dirige cada vez más hacia el futuro escatológico. Cuando llegue la salvación, se distribuirá en abundancia el agua purificante y vivificante. En el nuevo éxodo con que sueñan los exiliados de Babilonia, se renovará el prodigio del desierto de antaño con tal magni­ficencia que el desierto se convertirá en un poblado vergel. La Jerusalén del mañana poseerá una fuente inagotable; un río manará del Templo. En este paraíso recuperado la fecundidad será maravillosa. Pero estas perspectivas no son solo materia­les; sirven de vehículo a una profunda transformación de los corazones, abrevados en adelante con el agua del Espíritu, la Palabra de Dios y su Sabiduría.

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Cristo, En el Nuevo Testamento adquiere su máxima in-dispensador tensidad el vínculo entre el tema del agua y la de agua viva llegada de la salvación. Y eso porque, en el Hom­

bre-Dios, la fidelidad del hombre a Dios coincide con la iniciativa providente de Dios respecto al hombre, Cristo realiza en Sí las esperanzas mesiánicas. Es la Roca que deja co­rrer de su costado el agua que quita la sed; es el Templo de don­de brota el río que fecunda la nueva Jerusalén; es el agua viva que quita la sed por toda la eternidad. Y el agua que nos pro­porciona Cristo no es otra que el Espíritu.

Asociada al acontecimiento Jesucristo, el agua descubre su dignidad sacramental. En sí no es una cosa sagrada. Es un ele­mento fundamental de nuestro universo que, en Jesucristo, se encuentra ya correctamente envuelto en el gran retorno a Dios de toda la creación.

En su diálogo con la samaritana, Jesús hace un llamamien­to progresivo a la fe. Pero las primeras expresiones sobre el agua del pozo de Jacob no son un simple trampolín pedagógico para llevar a su interlocutora a otro plano. Al ir abriendo poco a poco a esta mujer pecadora las perspectivas definitivas de la adora­ción del Padre en espíritu y en verdad, Jesús la ayuda a mirar­lo todo, incluso el agua del pozo que ella había venido a sacar, con la mirada del Hijo de Dios. El hombre necesita el agua para vivir, pero el don de Dios que colma al hombre le afecta a un nivel mucho más profundo. El hombre corresponde a ese don con la fe; su jerarquía de valores se transforma entonces radi­calmente. Su sed se convierte entonces en la sed del Reino, y sabe que el resto se le dará por añadidura. Después de haber reconocido al Mesías, la samaritana deja allí el cántaro y corre a la ciudad para comunicar a las gentes lo que Cristo le había dicho. El relato de Juan refiere que Jesús se privará también de alimento terrestre, no obstante la insistencia de los discípu­los, para dejar bien sentado que su verdadero alimento es hacer la voluntad de quien le ha enviado.

El simbolismo La Iglesia es la nueva Jerusalén presente ya acá del agua abajo. Sus miembros, rescatados del pecado, en la Iglesia constituyen el Templo del Espíritu y están habi­

litados para adorar al Padre en espíritu y en ver­dad. Y con ellos, el universo material se encuentra ya envuel­to en el gran retorno a Dios y en ese dinamismo eclesial encuen­tra su auténtica finalidad.

La creación material se convierte, en la Iglesia, en el lugar del diálogo que desde toda la eternidad quiere sostener Dios con la humanidad. Cobijada por la Iglesia, es don de Dios y lla­mada a la fe. En su significado fundamental, el universo ma-

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terial se encuentra todo él pendiente de Jesucristo, en quien han sido recapituladas todas las cosas. Unidos a la cabeza, los miem­bros del Cuerpo tienen la misión de proseguir la iniciativa so­berana de Cristo y la de "consumar" el mundo. Pero para que se pueda realizar esa tarea, no hay que desvincularla de la obra de humanización de la tierra; es más, la abarca como su ma­teria propia.

Entre todos los elementos de que está compuesta la natura­leza, el agua tiene en la Iglesia un estatuto especial, puesto que forma parte integrante del sacramento del bautismo. El simbo­lismo del agua encuentra en el bautismo su plena significación, vinculada a la Palabra, o, más ampliamente, a la historia de su salvación. El agua tiene un valor purificador; el bautismo es el baño que lava al hombre de sus pecados por la virtud reden­tora de la sangre de Cristo. Pero, aquí abajo, el agua sigue sien­do terrible y símbolo de muerte, puesto que todavía no ha des­aparecido el pecado; la inmersión y la emersión del neófito sig­nifica también su entierro con Cristo y su resurrección (tema desarrollado por San Pablo).

El signo del agua El relato evangélico del encuentro de viva en el testimonio Jesús con la samaritana termina con misionero una alusión directa a la misión y a la

conversión de los samaritanos. Y esto no es pura casualidad. El agua del pozo de Jacob le ha servido a Jesús de punto de partida para un desvelamiento progresivo de la nueva religión en toda su amplitud y su originalidad. La ado­ración del Padre en espíritu y en verdad no está ya vinculada a ningún lugar de la tierra. Ese universalismo se desarrolla es­pontáneamente en actividad misionera.

Pero sería un error pensar que el universalismo apuntado en este texto evangélico significa tan solo que todos son llamados a practicar la nueva religión. Hay más: Jesús da a entender que el universo entero, comprendido su substrato material, se ve afectado por su obra. En El encuentra su estatuto definitivo y en El es restaurado. Dar testimonio de la resurrección de Cristo es también proponer los signos de la restauración del universo.

De ahí que sea del mayor interés para la misión que el vínculo que enlaza al cristiano con la creación sea vivido y pro­fundizado en la fe. La acción del Espíritu que edifica el mundo nuevo partiendo de las realidades del mundo de acá abajo es inseparable de su acción en el corazón del hombre. El himno de alabanza de la creación se incorpora al himno de alabanza de la humanidad. Las criaturas cantan la gloria de Dios en el acto mediante el cual la humanidad le rinde homenaje. Pero esta acción de gracias del hombre, fiel a su condición de cria-

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tura por la fe en Jesucristo, no alcanza su verdadera autenti­cidad sino en la medida en que el hombre hace efectiva esa fidelidad en un esfuerzo constante de promoción humana. El signo de la creación restaurada en Jesucristo es una tierra más conforme con la dignidad del hombre, es una tierra sazonada por la sal del Evangelio.

La celebración Por ser ya en Jesucristo la verdadera ac-eucarística y el ción de gracias de la humanidad, la celebra-himno de alabanza ción eucarística es el himno de alabanza de las criaturas universal de la creación.

Este alcance cósmico de la liturgia cris­tiana se encuentra expresado en los distintos sectores del arte sacro. Una iglesia es algo más que un simple lugar de culto: su vocación es la de significar por anticipado el universo transfi­gurado en Jesucristo resucitado. Es preciso que en ella resuene ya el cántico de todas las criaturas, mezclando sus voces con la del Cordero Pascual. En virtud de la consagración que recibe, el edificio de piedras expresa el verdadero destino del universo material, partícipe también él del paso de la muerte a la vida. Esa cualificación le viene de su nexo con el cuerpo glorificado del Señor. No hay ni tiempo ni espacio sagrados. Lo sacro no está en las cosas sino exclusivamente en la humanidad de Cris­to, de donde deriva toda consagración. Por eso, en una iglesia de piedras todo debe converger hacia el altar en donde se cele­bra el sacrificio eucarístico; porque allí es donde Cristo viene en medio de los suyos para dar consistencia a su sacrificio es­piritual y alimentar su poder de consagrar al universo.

Idealmente, al entrar o al salir de una iglesia, el cristiano debería experimentar esa tensión fundamental que vincula a la creación ya transfigurada a la creación que espera acá abajo su redención con dolores de parto. Vuelto a la vida y consciente de esa tensión alimentada continuamente por la celebración eucarística, el cristiano está capacitado para ser plenamente fiel a su vocación de hijo de Dios.

2. Tema anexo para la Cuaresma: el ayuno

En Occidente, al ayuno no se le da ya mayor importancia, tanto si se trata del ayuno colectivo como del ayuno de devo­ción particular. Ni siquiera al ayuno de Cuaresma, que consiste tan solo en no comer más que lo necesario y no en privarse de todo alimento y de toda bebida hasta la puesta del sol. Mientras que se practica la templanza sin dificultad alguna, se considera fácilmente que el ayuno en sentido estricto es perjudicial para la salud y no se estima en absoluto su utilidad espiritual.

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Por otro lado, ¿no se ha adaptado la Iglesia misma a esa manera de pensar? El ayuno colectivo de la Cuaresma se redu­ce en la realidad a muy poca cosa. En cuanto al ayuno eucarís-tico, que seguía siendo hasta hace poco el único ayuno completo, ha experimentado a su vez tales mitigaciones en los últimos años que está en peligro de perder por completo su significación para la gran mayoría.

Por el contrario, las "Cuaresmas de participación" que han surgido recientemente en Alemania y en otros países, están co­nociendo un gran éxito entre los cristianos. Estamos asistiendo a una verdadera revalorización de la Cuaresma; parece que el cristiano vive espontáneamente el nexo entre la privación y la limosna (bajo formas colectivas nuevas, en función de las exi­gencias de nuestro tiempo) como una implicación de su fe.

La celebración de la Cuaresma sigue siendo una buena oca­sión para que todos reflexionemos sobre el alcance cristiano del ayuno. ¿La privación de alimento tiene algún sentido en sí mis­ma? ¿O no será más bien un elemento muy relativo en sí, pero que entra a formar parte de la unidad orgánica de la vida del cristiano?

El sentido y la El ayuno ocupa un lugar importante en la práctica del ayuno mayoría de las religiones tradicionales. Las en Israel motivaciones son diversas: ascesis, purifi­

cación, duelo, súplica. A veces, incluso el ayuno deriva de un dualismo de tipo maniqueo: se prescinde de alimento, en la medida de lo posible, porque la materia está relacionada con el Principio malo, y un contacto con él produ­ce siempre impureza. Todavía hoy, una corriente religiosa tan importante como el Islam concede un valor muy especial al ayuno del Ramadán como medio para reconocer la trascenden­cia divina.

El pueblo hebreo, siguiendo el ejemplo de sus vecinos, con­sidera el ayuno como un acto esencial de la religión. Pero la in­corporación al régimen de la fe va a introducir un proceso de interiorización y de relativización del ayuno en sí. En primer lugar, en Israel no aparece ninguna huella de maniqueísmo. El hombre judío considera el alimento y la bebida como un don del Dios único cuya bondad se pone de manifiesto en toda la crea­ción, tanto material como espiritual. El ayuno no se presenta tampoco como una actitud ascética o como la condición previa a cualquier exaltación mística. Solo encuentra sentido en el or­den de la fe, como la expresión de la dependencia o del aban­dono total en Yahvé con el fin de recibir su acción. Es un ele­mento integrante de la preparación al encuentro con el Dios

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vivo, tal como nos lo dan a entender las cuarentenas de Moisés y de Elias en el desierto.

Son frecuentes las ocasiones en que se practica el ayuno in­dividual o colectivo, y lo son también los peligros de degrada­ción. De ahí que los profetas no cesen de denunciar las prác­ticas puramente formalistas. Si hay que ayunar ha de ser por el amor de Dios y por el amor de los hermanos. El verdadero ayuno no puede separarse de la oración y de la limosna. A Yahvé solo le agrada la búsqueda de la "justicia"; el ayuno no es útil sino en cuanto favorece el establecimiento de relaciones más auténticas con Dios y con los hombres.

La actitud de Jesús En el Sermón de la Montaña se habla del ante el ayuno ayuno en estrecha relación con la nueva

ley del amor universal y la proposición de la verdadera oración al Padre. Jesús está en la línea de los pro­fetas, pero va más lejos aún en la interioridad poniendo en guardia contra el ayuno que pudiera ser motivo de orgullo o de ostentación: "En cuanto a ti, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara para que tu ayuno sea conocido no de los hom­bres, sino de tu Padre" (Mt 6, 17-18). Para Jesús, el ayuno pue­de ser tan solo una expresión del abandono en el Padre y de la esperanza en El, un signo de la religión en espíritu y en verdad.

Pero la doctrina de Jesús en cuanto al ayuno no se limita a eso. Encontramos, en efecto, que, por una parte, antes de co­menzar su vida pública, Jesús va al desierto y allí ayuna cua­renta días como lo habían hecho, antes que El, Moisés y Elias; y, por otra parte, que a lo largo de su ministerio público Jesús da muestras de una gran libertad respecto al ayuno, para consigo mismo y para con sus discípulos. Y a los fariseos, que se lo echan en cara, Jesús les responde: "¿Pueden los amigos del Esposo ayunar mientras el Esposo está con ellos? Ya llegarán días en que se les quitará el Esposo y entonces ayunarán" (Me 2, 19-20). ¿Cómo entender esta doble actitud de Jesús, aparentemente contradictoria?

En realidad, la actitud de Jesús es sencillamente reveladora de la íntima conexión que existe en el cristianismo entre el tiem­po y la escatología. La estancia y ayuno de Jesús en el desierto es una especie de resumen de la larga preparación de la huma­nidad a la venida del Mesías y a la instauración del Reino; el ayuno dice relación al tiempo de la espera. Pero cuando comien­za el ministerio público Jesús dice con todo derecho que ya está ahí el Reino; el Esposo ha llegado y no conviene que los amigos del Esposo ayunen mientras el Esposo está con ellos; el ayuno no tiene ya sentido en el tiempo de la plenitud. Después de la resurrección de Cristo, el ayuno conserva su sentido solo en la

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medida en que forma parte del proceso de la fe, del ámbito de la preparación y del montaje de la vida cristiana.

La significación del Lo que acabamos de ver en la vida de Je-ayuno en la Iglesia sus lo encontramos de nuevo en la vida

de la Iglesia. Por una parte, es la caridad la que da sentido cristiano al ayuno: ahí está una larga tradi­ción para confirmarlo. Por otra parte, el ayuno no tiene sentido eclesial sino en la medida en que la Iglesia está todavía aquí abajo en una etapa de construcción, en el tiempo de la prueba, y no en el sentido en que es ya realmente la Jerusalén celeste, el Reino escatológico presente ya entre nosotros.

Dos textos tomados de la tradición aclaran el primer punto. El primero está sacado del Pastor de Hermas (Semejanza, V, 1, 3): "He aquí cómo practicarás ese ayuno...: el día de tu ayuno no tomarás más que pan y agua; después calcularás el gasto que habrías hecho ese día para tu alimento y se lo darás a una viuda, a un huérfano o a un necesitado: así tú te privarás con el fin de que otro se sirva para saciar su hambre y ore por ti al Señor. Si ayunas de la forma que acabo de prescribir, tu sacri­ficio será agradable a Dios." El segundo texto está sacado, en­tre otros, de los sermones de San León: "Os imponemos este ayuno (el de la Témporas de septiembre) recordándoos la nece­sidad no solo de la abstinencia, sino también de las obras de misericordia, de tal forma que lo que os quitéis de vuestro sus­tento diario, en virtud de una santa economía, lo transforméis en alimento para los pobres" (Serm 89 de Jej., sept. 4).

La reflexión cristiana del primer milenio es extremadamen­te clara: el ayuno no tiene nunca su fin en sí mismo, está esen­cialmente ordenado al ejercicio de la caridad, es inseparable de la oración y de la limosna. Cierto que el ayuno encierra un au­téntico valor ascético, pero como el enemigo al que hay que combatir es, ante todo, el orgullo, el ayuno debe permitir, ante todo, una mayor apertura hacia los hermanos. Cierto que el ayuno es útil para elevar el alma hacia Dios, pero la vida de que se alimenta en Dios es el amor divino hacia todos los hom­bres. En una palabra, para el cristiano existe un lazo que une el ayuno, la oración y la limosna, y el ayuno debe ceder siempre cuando se convierte en un obstáculo para la caridad.

Más tarde, al correr de la historia de la Iglesia, la doctrina sobre el ayuno se empobreció considerablemente: se le consi­deró como una práctica con su propia suficiencia. Así era como se expresaban hasta hace poco los manuales de moral.

De hecho, el que las prescripciones de la Iglesia relativas al ayuno de la Cuaresma se hayan dulcificado mucho últimamen-

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te, tiene relativamente poca importancia. Lo que sigue siendo esencial durante la Cuaresma es la práctica colectiva más in­tensa de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos necesita­dos. La vida moderna ofrece a los hombres un abanico de los más diversos bienes: privarse de ellos durante la Cuaresma y po­ner a disposición de los pobres la economía realizada es com­portarse conforme al espíritu del ayuno cristiano. La revalori­zación actual de la Cuaresma en forma de "Cuaresma de parti­cipación" encaja perfectamente en la gran tradición cristiana sobre el ayuno.

Pero no por eso hay que dejar de insistir sobre el significado eclesial del ayuno. La Iglesia es la que espera aún aquí abajo y la que posee ya el objeto de su espera. Es la que avanza, día tras día, hacia el Reino, al mismo tiempo que es ya su mani­festación. Este es el ritmo de la Iglesia: lo que ya posee da su verdadero sentido a lo que todavía está construyendo, y lo que está construyendo aún es un reflejo de lo que ya posee. Dentro de ese ritmo se sitúa el ayuno: está vinculado por la Iglesia a los días que ella destina conscientemente a la espera y a la preparación. Durante esos días, la liturgia antigua no celebra­ba la Eucaristía o la celebraba por la noche; porque la Eucaris­tía es por excelencia el momento de la vida de la Iglesia en que se concentra la "posesión", la espera cumplida. El domingo, por ser la celebración del día de la resurrección, nunca se per­mitió ayunar.

El ayuno El anuncio de la Buena Nueva de la salvación es el y la misión ejercicio supremo de la caridad hacia Dios y hacia

los hombres; el misionero debe ser, por su palabra y por su vida, un testigo del amor, pues de lo contrario su misión quedaría reducida a propaganda o a proselitismo. La vinculación que hemos visto existe entre el ayuno, la oración y la limosna, se repite idéntica entre el ayuno, la oración y la misión. Los Hechos de los Apóstoles así lo confirman: Bernabé y Pablo salen, en viaje misionero después del ayuno y de la oración: "Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les en­viaron a su misión" (Act 13, 3).

Pero surge una pregunta: el ayuno colectivo o individual, al menos en las expresiones de caridad que encierra, ¿puede ser un signo visible al servicio de la misión? Algunos cristianos, impresionados por el Ramadán musulmán, lamentan a veces que la Cuaresma de la Iglesia no ofrezca el mismo espectáculo-Pueden tranquilizarse: cuando Jesús habló del ayuno recomen­dó que se hiciera en secreto y se perfumara la cabeza... Pero va­yamos más lejos: si el ayuno cristiano consiste en privarse para dar a quienes no tienen, ese servicio colectivo de los pobres, ¿no es un signo visible que la misión puede utilizar para dar a co-

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nocer el designio de amor de Dios? También en este punto el precepto de Jesús es formal: "En cuanto a ti, cuando des li­mosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano de­recha, con el fin de que la limosna sea secreta" (Mt 6, 3-4). Esta misma consiga vale para el ayuno.

Puede darse, por tanto, una manera de concebir la "Cuares­ma de participación" contraria al espíritu del Evangelio: este sería el caso si se tratara de hacer del dinero recogido por los cristianos de tal o cual iglesia y destinado, por ejemplo, a tal o cual realización en el Tercer Mundo, el signo cuasi-publicitario de la caridad colectiva de los cristianos. La discreción que vale para la limosna individual, vale, igualmente, para la limosna colectiva.

Además, la limosna ya no es hoy más que una expresión li­mitada de la exigencia de la caridad colectiva. El problema del hambre en el mundo no se resolverá con la limosna, sino me­diante una transformación de las estructuras económicas y me­diante una revalorización de las relaciones entre los países ricos y los países pobres. La contribución de los cristianos a esta obra gigantesca es hoy una tarea primordial de la caridad. Solo inte­grada en un conjunto puede tener sentido la limosna: de lo contrario, puede convertirse en un sistema de tranquilizar la propia conciencia a poco coste.

El sentido del Lo que hemos dicho antes del ritmo propio ayuno eucarístico de la vida de la Iglesia—espera y posesión,

tiempo y escatología—se reproduce en cada celebración eucarística. La Eucaristía es el cielo sobre la tierra, siguiendo la bella expresión de nuestros hermanos orientales; es esencialmente festiva, completamente teñida por la alegría de la resurrección. Por consiguiente, es por definición ruptura del ayuno, porque el ayuno pertenece al tiempo de la prepara­ción y de la espera.

Pero la Eucaristía solo es ruptura del ayuno en cuanto que va precedida de un ayuno. La participación en la Eucaristía adquiere todo su sentido para el cristiano que se toma en serio el tiempo, las tareas de aquí abajo, los menores detalles de la vida. En el tiempo de la preparación, iluminado por la esperan­za, el ayuno puede ser un medio, pero no es más que un medio. Durante mucho tiempo la Iglesia ha sido muy estricta en cues­tión de ayuno eucarístico; era grave la obligación de permane­cer en ayunas desde medianoche hasta el momento de la comu­nión. Ese sentido profundo sigue existiendo aun cuando hoy hayan cambiado las prescripciones. Una vez más, lo que cuenta no es tanto la privación de todo alimento y de toda bebida an-

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tes de la Eucaristía, sino más bien el tomarse en serio—la se­riedad de la fe, de la esperanza y de la caridad—las tareas de la vida, a fin de que sean la expresión cada vez más auténtica del servicio de Dios y del servicio de los hombres. Preparada por un ayuno así, la celebración eucarística colmará las esperanzas de los fieles; será ya el Reino entre nosotros.

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TERCERA SEMANA DE CUARESMA

I. 2 Reyes 5, 1-15 Este relato pertenece a la gesta de Elíseo, lfl lectura sucesor de Elias, que, sin embargo, es bastan-lunes te diferente a su maestro. Menos aislado que

Elias, y también menos fanático que él, Elí­seo organiza el ejercicio de su carisma, dispone de una especie de consultorio y servidores que efectúan la necesaria selección de la clientela.

* * *

La curación de Ñaman se sitúa en el contexto de las gue­rras, endémicas en aquel tiempo, entre Israel y Siria. Se habla de los cautivos (v. 2) y de la carta de provocación (v. 7). En estos conflictos los hebreos son a menudo inferiores a sus adversa­rios, tanto en el plano cultural y técnico como militar. Varias tradiciones bíblicas intentan compensar esta inferioridad po­niendo de relieve la superioridad de la sabiduría hebrea. Por eso han destacado el alcance internacional (un poco exagerado, por lo demás) de Salomón, la victoria de José y la de Moisés sobre los adivinos egipcios, la de Daniel sobre los magos babilonios, la de Ester frente a Vasti. Nuestro relato es del mismo tipo. En efecto, los sirios utilizan procedimientos mágicos de curación que les dan renombre hasta en Israel (v. 12), arrastrándole a menudo a la idolatría. Para luchar contra esta tentación, la gesta de Eliseo subraya la superioridad de los medios hebreos de curación, cuya eficacia es debida a la palabra misma de Dios. Tal vez el procedimiento mágico no está totalmente au­sente de las prácticas impuestas a Namán por Eliseo (intro­ducirse siete veces en el agua del río: v. 14), pero estas prácticas se espiritualizan, ya que el enfermo presta más obediencia al mandato de quien es portador de la Palabra de Dios. Todo el drama de la conciencia de Naamán se centra en este punto: aprender a superar el rito para confiar en la Palabra.

* * *

El camino que sigue Namán hasta el rito que cura señala el que habría de ser el camino de cualquier candidato a los sa-

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cramentos. El sacramento no es válido si no se recibe en el in­terior de un diálogo entre Dios, que se revela, y el hombre, que obedece, no sin que la Iglesia respete el tiempo necesario al hombre para situarse.

Estamos saliendo de un período isn que los motivos de la sa-cralización han sido insuficientes, tanto en la postura pastoral de la Iglesia como en el comportamiento de los candidatos. Por una parte se daba demasiada importancia a las nociones del opus operatum o del carácter indeleble para juzgar de la opor­tunidad de sacralizar. Estas nociones teológicas dan la seguri­dad de que Dios estará presente en la cita, pero una cita no es eficaz más que cuando los dos interesados están presentes. Por otra parte, la gente se contentaba con motivaciones claramente insuficientes por parte del candidato (necesidad de garantías, de ceremonia pública, sentido religioso, etc.), como si el opus operatum supliera estas carencias.

Actualmente se tiene mayor conciencia de que el sacramen­to propiamente dicho no llega más que al término de un tiempo más o menos largo durante el cual la Iglesia ejerce su ministe­rio profético mediante la proclamación de la Palabra de Dios y la lectura de los acontecimientos y durante el cual el candidato acomoda su fe y mide las condiciones reales de su conversión.

II. Lucas 4, 24-30 Este episodio se sitúa inmediatamente des-evangelio pues de la primera predicación de Jesús en la lunes sinagoga de Nazaret (Le 4, 16-21). Jesús ha

elegido el texto de ís 61, 1-2, que le ha per­mitido definir su misión.

* * *

a) Jesús, comparándose al Siervo de Isaías, ha podido ex­presar la prioridad que daba a los pobres y la preferencia que concedía a los desgraciados (Le 4, 17-20). Pero Jesús no lee el importante versículo de Isaías en que el profeta anunciaba un "día de venganza" para los paganos (Is 61, 3). Quería manifes­tar de esta forma su preocupación porque las naciones no se condenasen. Al principio a los auditores les extrañaron estas "palabras de gracia" (v. 22). Luego, cuando comprendieron por qué Jesús prefería vivir en Cafarnaum, ciudad comerciante y abigarrada, de población mezclada y ambigua (v. 23), haciendo en esta ciudad una obra de salvación que se negaba a hacer para sus convecinos (v. 24), se escandalizaron.

La respuesta de Jesús manifiesta claramente su intención misionera. Los grandes profetas de Israel no siempre hicieron que los hebreos se beneficiasen de sus milagros, sino que a me-

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nudo ¿e volvieron exclusivamente a los paganos (vv. 25-27); Je­sús quiere hacer lo mismo (cf. Me 5, 1-20; Le 7, 1-10; Me 7, 24-30; Le 17, 11-19).

b) La forma en que Lucas compone este relato1 revela, no obstante, otro punto de vista. En efecto, se ve muy bien que el discurso de Jesús en los vv. 23-27 es demasiado violento para el contexto y realmente no responde a las dudas que expresa la gente en el v. 22. El discurso de Cristo fue realmente pronuncia­do por El (por otra parte está lleno de arameísmos), pero en otro período más tardío de su vida. Por otra parte, en el v. 22 se ha­bla de los milagros que hace Jesús en Cafarnaum. Pero hasta Le 4, 31 Jesús no va a esta ciudad. Finalmente, el discurso de Jesús opone a judíos y paganos, mientras que el pueblo oponía más bien a Nazaret y Cafarnaum, ciudad que no se podía consi­derar pagana, a pesar de la mezcla de sus habitantes.

Al final parece que Lucas añade una frase propia (w. 28-30) cuando describe la población que quiere asirse a Jesús.

De esta forma Lucas ha llenado el primer episodio de la vida pública del Señor con toda la densidad de esta vida: la misión de Jesús frente a los paganos, la incredulidad de Israel y la persecución de Jesús.

El misionero es atacado a la vez desde dentro y desde fuera. Pablo sufrió los insultos tanto por parte de los paganos como por parte de los "falsos hermanos". El profano Namán duda de Elíseo; los propios compatriotas de Jesús dudan de El.

Por definición el misionero está unido a la Iglesia concreta de su tiempo y, al mismo tiempo, se debe por completo al mundo que hay que evangelizar. Esta doble dependencia le da un punto de partida para un amor sin fronteras. Pero esta posición es fa­talmente incorfontable: el mundo no cristiano no lo reconoce como uno de los suyos; sobre todo cuando es extranjero cultu-ralmente; el mundo cristiano no lo admite tampoco porque su tipo de vida, sus disputas y sus preguntas destruyen algunas posturas falsas: el misionero pone en duda valores que se creían sagrados, molesta y, para decirlo todo, da miedo. Cuando las au­toridades eclesiásticas están inquietas, a veces el misionero hace revisiones demoledoras.

Pero, atacado, se invita al misionero a que profundice. Ya que si es cierto que ha dado su vida a Jesús, también es cier­to que le purifica y le hace cada vez más como Jesucristo crucifi­cado y salvador en la misma medida de la persecución.

1 A. GEOBGE, "La Prédication inaugúrale dans la synagogue de Naza-reth", en Bib. Vie ch., 1964, 59, págs. 17-29.

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III. Daniel 3, 25, 34-43 Extracto de una confesión de los pecá­i s lectura dos del pueblo, compuesta sin duda en martes la misma fecha que el Libro de Daniel

(persecución de Antíoco, 165 a. d. J. C), pero inserta después en la recopilación sin el seudónimo de Azarias. El que reza suplica a Dios que se cumpla su promesa de hacer de Israel un pueblo numeroso (vv. 36-37). Para que sea eficaz esta oración, es necesario que se pueda hacer al me­nos en medio de sacrificios litúrgicos o por intermedio de un profeta. Pero ya no hay ni profeta, ni jefe, ni sacrificio en es­tos tiempos de persecución (v. 38). ¿Quiere decir esto que cual­quier oración es vana? Al contrario, el autor de la oración des­cubre el alcance de sacrificio de la penitencia y de la contri­ción. La oración del perseguido vale por todos los sacrificios de ovejas y corderos (v. 39). La doctrina del sacrificio espiritual alcanza, por tanto, a la persecución. El Siervo paciente es ya una víctima de sacrificio; los mártires de Antíoco también lo son. Cristo transforma definitivamente la persecución que sufre en sacrificio.

* * *

Dios ha educado progresivamente a su pueblo a que pase de los sacrificios de sangre del comienzo a los sacrificios de obla­ción espiritual inaugurados por Cristo. Se pueden discernir va­rias etapas en esta evolución.

La etapa "cuantitativa" en la que los judíos ofrecen un ho­locausto de tipo pagano, el diezmo y las primicias de sus bienes (Lev 2; Dt 26, 1-11). Se trata de un sacrificio de ritos, ya que su riqueza y la abundancia de sus bienes se manifiestan incluso en sus sacrificios, asegurándoles una importancia (y, por tanto, un valor religioso) mayor (2 Cr 7, 1-7).

No obstante, este tipo de sacrificio se desarrolla sin compro­meter verdaderamente a los que participan en él; el campesino judío lleva la víctima y el sacerdote la sacrifica según los ritos. Solo se compromete la víctima..., pero ella lo ignora. Aún esta­mos lejos del sacrificio ideal en que el sacerdote y la víctima coinciden en una sola persona.

La reacción de los profetas contra este tipo de sacrificio, que deja de lado la actitud espiritual y moral, serva violenta, pero estéril, a menudo (Am 5, 21-27; Jer 7, 1-15; Is 1, 11-17; Os 6, 5-6). Será necesario esperar el exilio para que tomen forma las primeras realizaciones de un sacrificio espiritual.

En efecto, en el sacrificio de expiación, tipo de sacrificio que aparece sobre todo en esta época (Núrn 29, 7-11), el aspecto cuantitativo desaparece para dar paso a una expresión más marcada de los sentimientos de humildad y pobreza. El esfuerzo más claro para esta espiritualización se notará, sobre todo, en

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los salmos (Sal 39/40, 7-10; 50/51, 18-19; 49/50; Jl 1, 13-14; Dan 3, 37-43). Poco a poco, así se llega a tener conciencia de que el sentimiento personal constituye la esencia del sacrificio. El sacrificio del Siervo paciente será el tipo de sacrificio del futuro (Is 53, 1-10).

Jesús tiene claramente este último punto de vista. Son su obediencia y su pobreza las que constituyen la materia de su sacrificio (Heb 2, 17-18; Rom 5, 19; Heb 10, 5-7; Mt 27, 38-60; Le 18, 9-14). También hace de ello su oblación, al igual que la oblación del Siervo que sufre (Jn 13, 1-5; Le 22, 20; 23, 37; Mt 26, 3-5).

A su vez, este sacrificio del cristiano sigue la línea del sacri­ficio de Cristo: una vida de obediencia y de amor que, por su asociación con Cristo, tiene valor litúrgico (Rom 12, 1-2; Heb 9, 14). Tenemos que recordarnos continuamente que un culto que no sea la expresión de un "sacrificio espiritual" así perdería su sentido radicalmente.

IV. Mateo 18, 21-35 La parábola del prestamista al que no evangelio pueden pagar pertenece al cuarto discur-martes so de Cristo consagrado a las reglas que

rigen las relaciones entre cristianos. Cris­to ya h a hablado de la actitud que hay que tomar frente al pe­cador (Mt 18, 15-22) y de la oración en común (Mt 18, 19-20). Ahora, t ras una pregunta de Pedro (Mt 18, 21-22), pasa al pro­blema del perdón mutuo.

a) El judaismo ya conocía el deber del perdón de las ofen­sas, pero todavía se t ra taba de una conquista reciente que no conseguía imponerse más que por la composición de tarifas preci­sas. Las escuelas rabinas exigían que sus discípulos perdonasen tan tas o tan tas veces a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, etcétera..., y estas tarifas variaban según la escuela. Así se com­prende que Pedro preguntase a Jesús cuál era su tarifa, preocu­pado por saber si era t an severa como la de la escuela, que exigía perdonar siete veces a su hermano (Mt 18, 21).

Jesús contesta a Pedro con una parábola que libra al perdón de toda tarifa para hacer de él el signo del perdón recibido de Dios. La parábola primitiva tenía que tener pocos detalles: un cheik paga la deuda de su servidor y, sin embargo, este es in­capaz de pagar la de un compañero. Entonces el cheik le re ­procha el no haber pagado una deuda como él había pagado la suya.

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Es la característica del perdón cristiano: se perdona como se ha sido perdonado, uno se apiada de su compañero porque se han apiadado de él (vv. 17 y 33; cf. Os 6, 6; Mt 9, 13; 12, 7).

El perdón ya no es únicamente un deber moral con tarifa, como en el judaismo, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Así llega a ser una especie de virtud teologal que prolonga para el provecho de otro el perdón dado por Dios fCoZ 3, 13; Mt 6, 14-15; 2 Cor 5, 18-20).

b) Mateo h a transformado la parábola primitiva en alego­ría. Ha cambiado el "hombre" de la parábola por un "rey" (ver­sículo 23) para que el lector piense en el Rey de los cielos (mis­mo procedimiento en Mt 22, 2). Pija la deuda del primer sirviente en diez mil talentos, para subrayar la debilidad inconmensura­ble del pecador frente a Dios (v. 24). Acentúa el carácter reli­gioso de la escena del tribunal (caer a los pies del rey, postrarse, tener piedad..., v. 26) para evocar el juicio final. Subraya la desproporción entre los diez mil talentos y los cien últimos (pa­recida a la desproporción entre la viga y la paja: Mt 7, 1-5) para hacer comprender la diferencia radical entre la concepción hu ­mana de la deuda y de la justicia y la concepción divina. Fi­nalmente, precisa el castigo del sirviente: una tor tura que du­ra rá has ta que haya pagado esa enorme cantidad (v. 34), lo que hace pensar en un castigo eterno (Mt 25, 41, 46).

Con esta manera de redactar, Mateo sitúa el deber del perdón en un contexto escatológico: han llegado los últimos tiempos, han tomado la forma de un año sabático (Dt 15, 1-15), durante el cual Dios reconoce a la humanidad su deuda inconmensura­ble y le ofrece la justificación. Pero algunos se niegan a ent rar en el ambiente de este año sabático y a conducirse como bene­factores de la justicia divina. Se condenan ellos mismos a una desgracia sin fin.

c) Ante el pecado del hombre, Yahvé podía vengarse en se­guida, romper su alianza y hacer intervenir el juicio escatoló­gico. De hecho, la parábola muestra cómo Dios sustituye el per­dón por el juicio y deja este para más tarde. Así la vida del ser­vidor t ranscurre entre dos sesiones de juicio divino (vv. 25-26 y 31-35). La primera termina con el pago, la segunda será lo que haya sido el plazo dejado por Dios entre estas dos sesiones: para que el hombre sea definitivamente justificado es necesa­rio que aproveche este plazo para perdonar y justificar a su vez. La vida cristiana es una especie de perdón de prueba, que no será definitivo hasta el juicio final. Es la teología del tiempo de la Iglesia, que ha sido dejada al hombre para que se convierta (cf. Mt 13, 24-30), la que está comprometida en esta parábola. La historia del perdón del hombre prosigue a lo largo de toda la vida de la Iglesia, no solo en el ministerio sacramental de los

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apóstoles y sus sucesores, sino también en la competencia de cada bautizado para manifestar el perdón de Dios en el amor al prójimo.

El Antiguo Testamento no nos ofrece más que uno o dos ejemplos de perdón: el de David, que perdona a Saúl (1 Re 24 y 26), y el de José, que perdona a sus hermanos (Gen 50, 15-20). Pero se encamina hacia una cierta concepción del perdón en que la venganza ilimitada (cf. la venganza de Caín; Gen 4, 24) está regida por la ley del Talión (Ex 21, 24). La nueva economía (Mt 5, 38-42) verá un mayor progreso hacia el perdón. Multiplica los ejemplos: Cristo perdona a sus verdugos (Le 23, 34), Esteban (Act 7, 59-60) y Pablo (1 Cor 4, 12-13) perdonan a sus persegui­dores.

Efectivamente, a part i r de Cristo, el perdón forma par te de las exigencias de la nueva ley, y los evangelistas lo subrayan en los grandes discursos del Señor (Mt 18, 21-22; Le 6, 36-37; 17, 3-4; Mt 5, 23-26; cf. Ef 4, 32).

La exigencia del perdón de las ofensas está generalmente en relación con el juicio final; queremos que Dios nos perdone en­tonces, luego tenemos que perdonar a nuestros hermanos (sen­tido del ruego del Padrenuestro: Mt 6, 14-15; véase Le 11, 4 y Sant 2, 13). Esta concepción, basada en la retribución, tiene to­davía carácter judío. Pero pronto se llegará a una concepción típicamente cristiana en la que el deber del perdón nace del he ­cho de que uno mismo h a sido perdonado (Mt 28, 23-25; Col 3, 13). Por tanto, el perdón ofrecido a los otros ya no es solamente una exigencia moral: pasa a ser un testimonio del perdón re­cibido de Dios, del que uno mismo se ha beneficiado. Entonces se comprende que el perdón no pudiese concebirse en una econo­mía basada en la justicia de Dios y su retribución. El perdón per­tenece forzosamente a una era dominada por la piedad de Dios: es característico de la Nueva Alianza, en la que Dios se h a recon­ciliado con los hombres.

El deber del perdón se inserta, pues, en una teología de la reconciliación entre Dios y los hombres (2 Cor 5, 18-20), en una concepción de los últimos tiempos como los del regreso de la paz (Ef 2, 14-17; Col 1, 20; Rom 5, 1-11), los del desarrollo de todos los hombres, incluso sus enemigos, en el único cuerpo de Cristo (Col 1, 20-21; Ef 2, 18).

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V. Deuteronomio 4, 1, 5-9 Este pasaje cierra el primero de los 1.a lectura grandes discursos del Deuterono-miércoles mió (Dt 1-4, 40). Todos los princi­

pales temas de esta obra se en­cuentran en él.

a) Este discurso está escrito en el momento en que el des­tierro se está ya perfilando en el horizonte: ¿no se verá acaso Israel desposeído de su t ierra como lo habían sido los cananeos y por las mismas razones: su infidelidad y su impiedad? Importa, por tanto, reforzar todos los vínculos (v. 5) que unen a Dios y a su pueblo.

El primer remedio es reforzar la enseñanza de la ley y de las tradiciones (v. 6); estas prescripciones permitirán al pueblo adoptar un estilo de vida diferente de las demás naciones y dis­tinguirse así como un pueblo vinculado de manera particular a su Dios (vv. 7-8).

El segundo remedio es la gracia misma de Dios: en efecto, solo El otorgará al pueblo la felicidad que anda buscando. El legislador mandatar io de Dios se dirige al corazón del fiel para hacerle entrever el nexo profundo que enlaza ley y vida, ense­ñanza y felicidad.

o) Solo esa relación, vivida efectivamente, puede poner de manifiesto la elección misericordiosa de Dios y hacer visible la proximidad de Dios (v. 7). Esta última idea tiene una importan­cia primordial: es la primera vez que un texto legislativo insiste sobre esa proximidad. Anteriormente se hablaba más bien de distancia y de separación (Ex 33, 20).

VI. Mateo 5, 17-19 Estos versículos pertenecen a uno de los evangelio pasajes más complejos del Sermón de la miércoles Montaña: Mateo intenta prefijar el signi­

ficado profundo de la nueva religión y ut i ­liza estos tres versículos para introducir las grandes antítesis entre la justicia legal y la justicia nueva (Mt 5, 21-48). Sin duda, el v. 17 es el primitivo y pertenece a la tradición consultada por Mateo y está interpretada en el sentido particular que da el pri­mer Evangelio al tema del cumplimiento.

* * *

En efecto, para Mateo el tema del cumplimiento es esencial (Mt 24, 24-35; 26, 56). Desde su punto de vista, obedecer la ley no tiene solo un significado ético. Todo lo que hay escrito en la

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ley tiene valor profético y debe "realizarse" en la era escato-lógica hasta el detalle más ínfimo.

Para reforzar esta idea, Mateo toma de la tradición sinóptica (pero de otro lugar: Le 16, 17) el comienzo del v. 18. Se trata de una sentencia de Cristo que quería decir que ningún punto de la ley era inútil (Mt 33, 23; 15, 6). Y añade una frasecita de su cosecha: "que todo sea realizado", que coincide con una de las prescripciones esenciales de su Evangelio (Mt 1, 22; 2, 15-17; 4, 14; 8, 17; 12, 17; 13, 35; etc.). Para él, Jesús ha venido no solo para llevar la ley a su perfección aportando lo que le falta to­davía, sino también para asegurar la realización de esa ley (en­tendida ahora en el sentido del Antiguo Testamento como pro­fecía de la proximidad de Dios). Por consiguiente, la vida moral del cristiano (v. 19) no puede contentarse con realizar las gran­des líneas de la ley, debe tender a realizar incluso las más pe­queñas, ya que toda la ley tiene valor de profecía, y después de haberse realizado en la vida de Jesús, tiene que realizarse tam­bién en la vida de cada uno, con el fin de que quede de mani­fiesto la inauguración de los últimos tiempos, tiempos del cum­plimiento.

* * *

Quizá sorprenda encontrar un elogio tan preciso de la obser­vancia de la ley en el Nuevo Testamento que nos tiene acostum­brados más bien a las diatribas de San Pablo y de Cristo contra la ley (cf. también: Jer 9, 23-24). Pero la interpretación escato-lógica dada por Mateo al tema del cumplimiento permite disipar esa sorpresa.

De hecho, la justicia del fariseo que obedece a la ley se li­mita a su observancia. No está en comunión con Dios, sino solo con su observancia, y su tentación será siempre la de divinizar la ley. La justicia del cristiano depende, a su vez, no principal­mente de su observancia de la ley, sino del hecho de que los últimos tiempos se han cumplido en Jesús, puesto que ha sido el primero en lograr la obediencia a la ley en comunión con Dios. De ahí que sea importante que Mateo haya colocado el v. 17 an­tes de los vv. 18-19: así, entre el cristiano y la ley existe en adelante una mediación: la justicia que Cristo concede a los suyos, de tal suerte que el cristiano que obedece a la ley no lo hace para extraer de ella su justicia, sino más bien para poner de manifiesto la justicia adquirida en Jesucristo y que caracte­riza los últimos tiempos porque es comunión con Dios.

Esta pretensión arrebata a la ley una de sus prerrogativas: su capacidad de justificar, confiada ahora a la comunión con Dios y Jesucristo. Esta justicia ha sido considerada blasfema por los fariseos que han clavado a Cristo en la cruz. Ahí es donde el cumplimiento de la ley ha sido llevado a su culminación porque

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Cristo ha obedecido a la sentencia de la ley, pero dentro de la más total comunión con su Padre. La Eucaristía nos proporciona la justicia de la cruz que suplanta la justicia de la ley en la medida en que ella nos permite observar la ley en la comunión con el Padre.

VII. Jeremías 7, 23-28 Jeremías pronunció, en tiempo del rey 1.a lectura Joaquim (609-598), una serie de orácu-jueves los contra los formalismo del Templo.

Estos versículos constituyen el tercer oráculo.

Desde el punto de vista de Jeremías, los sacerdotes están tan preocupados de sus títulos y del formalismo de los sacrifi­cios, que Dios ya no debe de reconocer en ellos a los cumplido­res de su voluntad: nunca había prescrito un sacrificio seme­jante (w. 21, 22). Por el contrario, lo que ha pedido a su pueblo es la obediencia a su voluntad y no una reglamentación precisa de sacrificios (v. 23; cf. 1 Sam 15, 22). Un criterio de esta obe­diencia querida por Dios hubiese sido la aquiescencia del pueblo a las palabras de los profetas. Pero estos no son escuchados (vv. 25-26); hasta el punto de que el pueblo se ha convertido en una nación en la que la Palabra de Dios no reside ya en ese pueblo de sordos (vv. 27-28).

El culto cristiano da primacía a la Palabra, y así se protege del formalismo del templo de Sión. Hace de la obediencia el contenido esencial del sacrificio de Cristo y el camino ofrecido a cada cristiano para reunirse con El y compartirlo.

Pero el peligro que acecha al culto cristiano no es menor que el que ahogó al culto judío. La Palabra corre el riesgo de ser muy dignamente proclamada, incluso cantada; puede alimen­tar las homilías mejor estructuradas. Es cierto que la Palabra de Dios proclamada en las lecturas no lo es cualquiera, ni la, pa­labra del celebrante en su homilía, ni las que culminan en las palabras de la consagración en la Eucaristía. Pero ¿para qué sirven estas palabras si las dice un simple especialista del "Li­bro" al que falta toda posibilidad de escuchar la Palabra en los acontecimientos de la vida, toda posibilidad de descubrir la presencia de Dios en el mundo actual?

Es cierto que las palabras proclamadas o pronunciadas en la liturgia son, bajo diversas formas, Palabra de Dios. Pero ¿por

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qué llegan tan difícilmente a la conciencia de los mejores lai­cos y a gran parte de ellos les parecen tan exotéricas, hasta el punto de que no saben cómo obedecerlas y no descubren en ellas al Dios que encuentran a veces en la vida y con el cual dialogan en la simplicidad de su corazón?

Efectivamente, la Palabra de Dios, incluso inspirada, y so­bre todo la palabra de la predicación, no son absolutas, ya que no son más que la interpretación y el comentario de una Pa­labra más profunda que es la manifestación de Dios en el mo­mento del acontecimiento. Los relatos de la resurrección de Jesús son Palabra de Dios, y los sermones de los sacerdotes en Semana Santa también lo son, en otro nivel, pero la verdadera Palabra de Dios es la misma resurrección de Cristo, el suceso tejido en la vida de los hombres y por el que ha hablado Dios.

Por lo mismo, las tradiciones bíblicas, sobre todo el Éxodo, no valen, como Palabra de Dios, lo que el acontecimiento mismo de la Semana Santa y de la estancia en el desierto, suceso de la existencia humana en el que Dios ha hablado.

Por tanto, la Palabra de Dios está forzosamente unida al acontecimiento; escapa de todo formalismo en la medida en que se dirige sin cesar a este acontecimiento, lejos de todo fun-damentalismo y biblicismo. Entonces la obediencia pasa a ser la comunión con el Dios presente en nuestra vida y en nuestra historia.

VIII. Lucas 11, 14-23 Estos versículos forman parte de un todo evangelio (Le 11, 14-32) al que le falta unidad. Se jueves habla sucesivamente de la curación de

un mudo (v. 14), incluido en la beatitud de los que oyen la Palabra (vv. 27-28), de la petición de un signo extraordinario (v. 16), incluida en el anuncio del signo de Jonás (vv. 29-32), luego de la discusión sobre las relaciones entre Cristo y Satanás (vv. 17-20) y la parábola del hombre fuerte (vv. 21-22), incluida por la descripción del regreso del espíritu inmundo (vv. 24-26, ausentes del formulario de este día). En el centro de esta serie de inclusiones hay una palabra de Cristo (v. 23): "Aquel que no está conmigo, está contra Mi."

* * *

a) La parte más antigua de este pasaje se manifiesta en la concepción judía de los dos espíritus: el mundo está a mer­ced del espíritu del mal y los hombres siguen la pendiente que este les traza; pero los últimos tiempos verán la aparición de un nuevo espíritu, el espíritu de la bondad, que volverá a orien­tar al hombre hacia el bien. Los documentos de Qumrán han

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subrayado esta concepción de las dos fuerzas antagonistas que van a la conquista del mundo. Cuando echa al demonio, Cristo manifiesta claramente que ha aparecido en el mundo el espí­ritu del bien; las dos fuerzas entablan un combate sin tregua: le toca al hombre ponerse de parte de uno de los dos espíritus. En el relato de Mateo, la discusión desemboca en seguida en la oposición entre el Espíritu Santo y Belcebú y en el pecado contra el Espíritu, que consiste en negar la llegada del Espí­ritu al mundo, así como su capacidad para volver a hacer un mundo nuevo.

San Lucas atenúa el antagonismo que establece el relato primitivo entre los dos espíritus. Suprime la mención del pe­cado contra el Espíritu sustituyéndola por la del "dedo de Dios" (v. 20). Se dirige sin duda a un público menos sensibilizado por el tema de los dos espíritus.

b) Pero la tradición evangélica ha añadido a esta primera fuente de "los dos espíritus" algunos elementos, con el fin de darle varias interpretaciones. Inicialmente, el episodio de la cu­ración del sordomudo (v. 14) y la beatitud de aquellos que es­cuchan la Palabra (vv. 27-28), que hacen juego, pertenecen a una fuente influenciada por uno u otro rito catecuménico (cf. el "dedo" de la persignación en el v. 20). Esto significa, sin duda, que el cristiano debe estar bajo la influencia de uno de los dos espíritus, que debe elegir entre el que lleva el mal y el que, por la obediencia a la Palabra, conduce a la vida nueva.

El segundo elemento introducido por Lucas explica la vic­toria del "más fuerte" (mientras que la fuente primitiva ha­blaba únicamente del "fuerte") (v. 15) y relata la parábola del regreso ofensivo de Satanás (vv. 24-26). Quiere inculcar a los cristianos una cierta intransigencia (v. 23) en la elección entre los dos estilos de vida.

c) La mención del dedo de Dios (v. 20) donde Mateo habla del Espíritu de Dios (Mt 12, 28) es muy sorprendente, ya que Lucas es un devoto del Espíritu y recuerda su acción con la ma­yor frecuencia posible. Por esto, si el tercer evangelista ha pre­ferido aquí la mención del dedo de Dios es porque tiene una intención muy precisa. La expresión está tomada de Ex 8, 15, en el contexto de la controversia de Moisés y de los magos del Faraón sobre los milagros, al término de la cual los adversarios de Yahvé debieron de reconocer su presencia en los signos rea­lizados por Moisés.

Lucas piensa, por tanto, en presentar a Jesús como un nue­vo Moisés (lo mismo que en Act 3, 15, 20, 22; 5, 31; 7, 17-39; Le 9, 28-37).

* * *

ASAMBLEA I I I . - 1 0

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Son numerosos los cristianos que ya no creen en Satanás. La experiencia que tienen de la tentación no les parece postular la exigencia de potencias demoníacas; el pecado encuentra su­ficiente explicación con la libertad del hombre. La personifica­ción del mal pertenece a la época, cumplida ya, en que el hombre era el juguete de las fuerzas cósmicas. La mitología popular de antaño es hoy rechazada, y lo que se llamaba pre­sión diabólica es un traumatismo entre otros que intentan ex­plicar la psicología de las profundidades. ¿No ha seguido, la Iglesia misma, igual evolución haciéndose extremadamente pru­dente en la práctica de exorcismos?

Afirmar que Cristo ha vencido a Satanás, en realidad no es más que reconocer las dimensiones cósmicas de la obra de Cristo. Por lo tanto, se trata de algo muy fundamental. Hasta ahora había una solidaridad en el pecado, que afectaba a toda la creación. De ahora en adelante, se ha abierto un brecha en el círculo de esta solidaridad con Cristo, este vínculo cósmico se ha roto para el bien de una nueva solidaridad cósmica, la del amor. Dicho de otro forma, en Jesucristo se logra la inten­ción creadora de Dios: el hombre se convierte definitivamen­te en el aliado de su Creador, para la realización de su inten­ción de amor. La historia cósmica de la salvación toma su punto de partida: llegará el día en que Satanás y la muerte serán echados al "estanque del fuego" (Ap 20, 14); en este momento, la solidaridad en el pecado perderá toda su consis­tencia. ¡No habrá reino del pecado!

IX. Oseas 14, 2-10 Oseas ejerce su carisma profético entre las 1.a lectura tribus del Norte, justo antes de la caída viernes de Samaría (721), en el momento en que

Israel se separa cada vez más de las tra­diciones de Yahvé. Oseas centra su mensaje en dos temas: una llamada a la conversión y una descripción de la felicidad que reserva el amor de Yahvé a su pueblo infiel si vuelve a El.

* * *

a) El castigo está al llegar: Israel no tardará en ser en­viado al exilio. Que no olvide el amor de Dios, que se convierta y le serán prometidos días felices.

La conversión propuesta a Israel consiste esencialmente en reconocer la vanidad de los medios humanos cuando quieren ser exclusivos. La alianza con Asur (v. 4) y el recurso de los "caba­llos" (v. 4) tenían este significado para Israel. A pesar de la censura de los profetas (Is 31, 1-2), Israel había adoptado esta forma de salvación. Al apuntar hacia el caballo malo en las alianzas políticas y militares, se había equivocado, pero más to-

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davía al vivir estos sucesos políticos y estas alianzas no como un don de la iniciativa de Dios, sino como una forma de hacer absoluto al hombre.

El fracaso llegó en el momento preciso para que Israel viese que la conversión no consiste en cambiar de política, sino en vivir cualquier política en comunión con el Dios que anima los acontecimientos, ya que el Dios al que debía convertirse Israel no dispensaba de los esfuerzos y las políticas humanas; la con­versión a la que llama no es una dimisión ni una separación, sino una aceptación de su iniciativa y una comunión con ella!

b) La descripción de esta felicidad toma gran parte de sus imágenes de los ritos de las fiestas de otoño conocidas en las religiones cananeas e integradas en la fiesta judía de los Taber­náculos; el tema de la muerte invernal y el renacimiento en pri­mavera (vv. 6-8), el tema de las cosechas y las vendimias (ver­sículos 8-9).

Es necesario reconocer que la conversión del pueblo no es nada desinteresada. Si Israel se vuelve a Dios es en nombre de una búsqueda apasionada de la felicidad y de la abundancia. Esta mentalidad es muy peligrosa cuando desemboca en una moral de la retribución y del mérito. El judaismo no se ha li­brado lo suficiente de esta mentalidad legalista, no obstante, hay una manera de comprender la recompensa prometida a la buena acción de forma válida: decir que una acción es recom­pensada es afirmar, ante todo, que el presente es solidario del porvenir, que siempre hay una dimensión histórica, que nunca está aislada, sino que forma parte de un llegar a ser guiado por la iniciativa de Dios.

En efecto, Oseas ha transformado el sentimiento de la culpa­bilidad de sus compatriotas. Para él, la falta no consiste en la violación de las tradiciones ancestrales y sacrales, de las que uno se libra por medio de algunos ritos penitenciales, como en el paganismo ambiente, sino en la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la His­toria.

Desde entonces, la conversión a la que Oseas invita a los su­yos también cambia de significado. Ya no se trata de abluciones rituales más o menos eficaces, sino de un acto interior por el que el hombre hace callar su orgullo para aceptar el que el acon­tecimiento en que vive sea para él iniciativa de Dios respecto a él y gracia de su benevolencia.

El cristiano se convierte a Dios y se agrega al pueblo de con­versos que es la Iglesia para formar parte integrante de la rea­lización de la intención que Dios manifiesta en los aconteci-

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mientos y para permitir así que se desarrollen correctamente a partir de su foco y de su fuente todos los medios humanos: la presencia de Dios que anima todas las cosas.

Según esto, la conversión es la actitud fundamental del cris­tiano solidario del mundo moderno.

X. Marcos 12, 28-34 Jesús acaba de afrontar las polémicas evangelio principales desatadas contra El por las viernes sectas judías, en particular ha desbarata­

do la trampa que le habían tendido los fa­riseos respecto al impuesto (Me 12, 13-17). Entonces se presenta un escriba para preguntarle acerca del mayor mandamiento. Mientras que Mateo (Mt 22, 34-36) sitúa la intervención del es­criba en un ambiente de polémica, Marcos muestra la buena disposición y la preocupación de éste por el esclarecimiento de su duda. También es Marcos el único que pone en boca de Jesús un elogio de este hombre (v. 34). Se puede creer que los sinópti­cos han querido reunir en un solo pasaje distintos episodios de polémica, pero que Marcos, con menos maña, ha dejado en el episodio del escriba detalles que son originales, sin duda, pero que cuadran mal en el contexto de polémica de los otros au­tores.

* * *

A la pregunta del escriba Jesús contesta enunciando los dos mandamientos de amor (vv. 29-31), cuando solo se le pedía uno. El primer mandamiento toma su texto de Dt 6, 4-5, pero en la versión que daba en la oración rezada por los judíos por la ma­ñana y por la noche. El segundo mandamiento está sacado de Lev 19, 18.

Marcos yuxtapone los dos mandamientos, pero los considera como dos órdenes distintas (v. 31). Mateo y Lucas irán más lejos, ya que reúnen los dos textos en uno solo o hablan únicamente de un mandamiento. Marcos todavía no ha llegado a esto, y si­gue la práctica judía que había aprendido a reunir los dos pre­ceptos, porque ya veía en él un resumen de la ley.

Marcos es el único que da el texto del comentario que hace el escriba de los dos mandamientos. Mientras Mateo sostiene que el amor es la clave de la ley, Marcos hace decir al escriba que este es la clave del culto a Dios (v. 33; cf. Am 5, 21; 1 Sam 15, 22).

El amor de Dios y de los hombres es el contenido esencial de la liturgia cristiana. En efecto, la asamblea eucarística es el terreno eclesiástico por excelencia, donde se construye y se

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arraiga en el corazón de los cristianos la unión indisoluble entre el amor de Dios y el amor de todos los hombres. Se acepta esta unión gracias a una iniciación reiterada, cuyo centro es la cele­bración eucarística. Desde el momento en que da gracias al Pa­dre como respuesta a su iniciativa de amor, el cristiano está llamado a unirse activamente a todos los hombres a los que recibe como hermanos en Jesucristo. Concretamente, la acción de gracias se une con el reparto fraternal del mismo pan y llama a las misiones, que no son más que la expresión suprema del amor de todos los hombres.

Cada vez que la Iglesia congrega a su miembros o a sus fu­turos miembros, los pone a la vez en relación con Dios y con todos los hombres. Estos dos aspectos se presentan siempre si­multáneamente. Ahí tenemos una "estructura" que define toda actividad propia de la institución ecclesial. Tanto si se trata de una celebración eucarística como de una simple liturgia de la Palabra o de una reunión de acción católica, etc., la Iglesia no congrega para dar gracias a Dios o para volverse hacia los hom­bres; lo que hace siempre es invitar a quienes congrega a pro­fundizar en una fidelidad única, la del amor a Dios y a todos los hombres.

XI. Oseas 6, 1-6 El profeta describe una ceremonia de expiá­i s lectura ción y de penitencia (vv. 1-3 y 5), organizada sábado por el pueblo, que espera obtener el perdón

de Dios al mismo tiempo que una especie de resurrección en cuanto se acaben los tres días previstos para esta solemnidad (Ez 37).

La gracia derramada por Dios con esta ocasión es compara­da con una lluvia que penetra y fecunda las tierras resecas (Sal 71/72, 6). Pero el profeta subraya la inanidad de esta cere­monia: el arrepentimiento del pueblo es semejante al rocío que se disipa. Por esto Dios castiga a Israel (v. 4), porque Dios no se contenta con vanas ceremonias sacrificiales, sino que lo que de­sea es el amor (v. 6) y el conocimiento.

El profeta opone aquí el conocimiento de Dios a los ritos celebrados sin fe, pero también a la idolatría que toma a Dios por lo que no es y lo reduce a los meros alcances humanos. El conocimiento intelectual no vale nada sin el descubrimiento del amor de Dios tal como se nos revela y sin una entrega fiel a este amor (Os 2, 21-22; 4, 2).

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¡Cuántas liturgias en las que no pasa nada, de las que se sale sin haber encontrado a Dios, sin haberlo conocido un poco más! El desánimo del profeta es también muchas veces el nues­tro, pero ¿sabemos acaso qué medidas se han de tomar para corregir esta impresión y convertir a cada asamblea eucarística en la experiencia constantemente renovada del conocimiento vivo de Dios?

XIí. Lucas 18, 9-14 Se ha dado varias interpretaciones dife-evangelio rentes a la parábola del fariseo y del pu-sabado blicano que, aunque no son totalmente

falsas, no llegan necesariamente al fon­do de las cosas. Inicialmente se quiso adivinar en ella una nota escatológica, sobre todo debido al último versículo (v. 14b). De esta forma el juicio final significaría la elevación de los humil­des y la humillación de los orgullosos. Sin embargo, el v. 14b fue pronunciado tan a menudo por Cristo (Le 14, 11; Mt 23, 12) que se puede considerar como una especie de refrán que regular­mente viene a apoyar las enseñanzas del Señor. Según esto, este versículo no fue precisamente pronunciado por Cristo a propó­sito de esta parábola.

También se h a querido ver en esta parábola una enseñanza acerca de la oración. Esta tiene que ser humilde y no debe apo­yarse en nuestros méritos personales, sino en la iniciativa de Dios. De esta forma Lucas ha unido dos perícopas sobre la ora­ción (18, 1-8 y 18, 9-14), con el fin de trazar un pequeño tratado sobre esta. No es imposible que Lucas haya "releído" estos tex­tos con ese sentido, pero entonces es difícil comprender por qué ha subrayado, en el v. 9, el cambio de público, como para sepa­rar claramente los dos episodios.

De hecho, la parábola es inicialmente y, sobre todo, una lec­ción: es más agradable a Dios un pecador penitente que un orgulloso que se cree justo (Le 16, 15). Detrás de estos dos per­sonajes de la parábola se puede descubrir la oposición entre dos tipos de justicia: por una parte, la del hombre que se concede un premio personal cuando cree que ha cumplido bien sus obras y, por otro lado, la justificación que da Dios al pecador que se convierte. El tema paulino de la justificación por la fe ya se prepara en este relato (Rom 1-9 y Ef 2, 8-10).

La oración que Cristo pone en boca del fariseo es un modelo que también se encuentra a veces en los documentos rabínicos contemporáneos. El que reza no pide nada (¡sería indigno!), sino que únicamente da gracias porque está seguro de seguir en el camino que le conducirá a la gloria eterna. Al oír esta oración,

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los auditores, ¿debían reconocer que no había nada que criticar en este texto?

La oración del publicano se inspira bastante en el Sal 50/51. Traduce una profunda desesperación, que debía ser compren­dida por los auditores de Cristo, ya que, a sus ojos, el descon­cierto del publicano no tiene solución. En efecto, ¿cómo podría ser perdonado sin cambiar de oficio y sin devolver el di­nero a todas las personas que había timado? Su caso es verda­deramente desesperado, se le niega definitivamente la justicia.

Pero la conclusión de Jesús es contraria a la opinión de sus auditores: Dios es el Dios de los desesperados, y aquel que obtie­ne la justicia es precisamente el menos indicado (v. 14), ya que ni siquiera se ha dado cuenta de su falta.

Esta parábola opone al justo que se cree suficiente para jus­tificarse y a aquel que no puede obtener su justicia más que con confianza y fe en Dios (cf. Le 16, 15; 14, 15-24; Mt 9, 10-13), y de esta forma prepara la teología paulina de la justificación que Dios concede a los que no se pueden justificar por sí solos (Rom 3, 23-25; 4, 4-8; 5, 9-21). Esta justificación se obtiene por la cruz de Cristo (Rom 5, 19, 3, 24-25; Gal 2, 21) y gracias al bautismo (TU 3, 5-7; Rom 6, 1-14; Ef 4, 22-24).

La justificación, o sea la salvación, es una realidad, pero no es el fruto de la justicia del hombre, del uso de sus recursos propios, de un ser creado, ni es tampoco una realidad puramente escatológica, una espera de la intervención exclusiva de Dios. El cristiano está realmente justificado por la fe en Jesucristo, en este que es a la vez el don sustancial del Padre y el Hombre entre los hombres, que pudo dar la única respuesta humana agradable a Dios.

El tema de la justificación enfocado de esta forma pone en evidencia la realidad de la adopción filial obtenida por medio de la unión viva con Jesucristo. El hombre es justificado porque la fe en Cristo le da acceso al Padre, como hijo adoptivo. La salvación que completa la espera del hombre es un don divino totalmente gratuito, que en el hombre se convierte en fuente de una actividad filial en la que se realiza de forma trascenden­tal la fidelidad moral a la nueva ley del amor.

Los cristianos se dan cuenta de la justificación que obtienen por la fe en Jesucristo, en la celebración eucarística. Los cristia­nos que se congregan para la Eucaristía saben que lo hacen respondiendo a una llamada divina a la salvación y que la acción de gracias a la que se les invita no tendría ningún sentido sin la unión eclesiástica con Cristo, que les hace miembros de su

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Cuerpo. El hecho de participar en la Palabra y de repartir el Pan, utiliza de la manera más concreta la iniciativa que se ha manifestado de una vez por todas en Jesucristo y, sobre todo, en su muerte en la cruz. Revela a los cristianos la dignidad de su condición filial que hace de ellos los compañeros de Dios en la construcción del Reino y el signo de la justificación por Cristo que debe brillar sin cesar a los ojos de los hombres.

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

A. LA PALABRA

I. 1 Samuel 16, 1, Este relato de la unción de David por Sa-6-7, 10-13 muel pertenece sin duda a una tradición 1.a lectura profética bastante aislada. En efecto, hay l.eT ciclo otras dos unciones a las que se alude con

más frecuencia y que son más plausibles: la de las tribus del Norte (2 Sam 5, 3) y la de las tribus de Judá (2 Sam 2, 4). Por otro lado, quienes hubieran podido ser los testigos de esta unción, como Eliab, el hermano de David, parecen ignorarla (1 Sam 17, 28). Cabe, pues, pensar que algu­nos profetas posteriores hayan querido hacer que la realeza da-vídica, tan rica en promesas mesiánicas, surgiera de una inicia­tiva profética como la de Samuel, a fin de reivindicar sobre ella un derecho de mirada. Además, este relato ha podido ser con­siderado como una ocasión para lavar la memoria del viejo pro­feta Samuel: consagrando a David reparaba el error cometido en la consagración de Saúl.

Si David ha recibido el poder después de Saúl, suplantando a los descendientes de este último, es porque Dios lo ha querido. Esta especie de elección es lo que acredita el relato de la un­ción prematura de David.

El v. 7 nos proporciona la clave para la inteligencia del re­lato: los puntos de vista de Dios no son los del hombre, y Sa­muel lo comprueba al verse obligado a rechazar a todos los her­manos mayores de David.

El procedimiento es bien conocido en el plano literario; pién­sese, por ejemplo, en los conflictos entre el primogénito y ulti-mogénito entre los que Dios hace su elección (Esaú y Jacob: /smael e Isaac; los dos hijos de José).

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n . 2 Crónicas 36, 14-16, Con este pasaje se termina el libro de 19-23 las Crónicas. Los w . 19-20 están to-1.a lectura mados casi textualmente de la tradi-2fl ciclo ción de 2 Re 25, 9-10. El v. 21 está to­

mado en parte del profeta Jeremías (Jer 25, 11; 29, 10 y Lev 26, 34) y trata de convencer al lector de que la caída de Jerusalén es consecuencia de la inobservan­cia de la ley particular del sábado (tema importante en las preocupaciones del cronista). Los dos últimos versículos son los mismos que sirven de introducción al Libro de Esdras (Esd 1, 1-3); han sido incorporados al relato de la caída del Templo para no terminar el libro de las Crónicas con una nota dema­siado desalentadora, sino para dejarlo abierto, por el contrario, a una perspectiva esperanzadora: el sufrimiento no habrá resul­tado inútil, puesto que anuncia la restauración y la presencia del Señor entre los suyos, y las instituciones davídicas, que por un momento se han visto comprometidas, no quedarán total­mente abolidas1.

# # *

La caída de Jerusalén, la destrucción del Templo y la aboli­ción de la dinastía davídica han sido queridas por Dios, puesto que tanto el profeta Jeremías como el Levítico ya las habían previsto. Pero no por eso pone Dios punto final a sus designios: he aquí que suscita a Ciro y le inspira una política de benevo­lencia respecto a los judíos, quienes construirán de nuevo un templo y Dios estará de nuevo presente en medio de su pueblo.

El pueblo elegido pasa, pues, de un régimen dinástico a una teocracia absoluta: Dios mismo se establecerá en adelante en Sión para gobernar a su pueblo (v. 23). La casa de David no parece tener ya misión alguna que cumplir en la realización terrestre de esa teocracia. Esta afirmación es tanto más sor­prendente, en la pluma del cronista, cuanto que no deja de vincu­lar, a lo largo de toda su obra, la teocracia de Yahvé con las instituciones davídicas (1 Cr 17, 10-14; 28, 4-7; 2 Cr 13, 4-8), hasta el punto de olvidarse de la alianza del Sinaí. Pero el autor es bastante objetivo cuando señala que, si bien David y Salomón han sido imágenes perfectas de reyes al servicio de la teocracia, todos sus sucesores bastardearon ese ideal. En con­secuencia, el cronista proyecta sobre el futuro templo y lo que representa las prerrogativas teocráticas acaparadas por la di­nastía davídica. Este templo ya no es la obra de David y de Salomón como el anterior, sino que es el fruto de la voluntad misma de Dios, expresada a través del decreto de un rey pagano.

El templo que el cronista entrevé queda desvinculado de las 1 A. M. BRÜNET, "La Théologie du Chroniste: théocratie et tnesianis-

me", Sac. Pag., I, 1959, págs. 384-97.

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estructuras dinásticas; pero tendrán que producirse otras des­trucciones y otras purificaciones antes que la soberanía de Dios sobre el mundo y sobre la humanidad encuentre en el Hom­bre-Dios su verdadero signo y su causa perfectamente adecuada.

III. Josué 5, 9-12 Los hebreos acaban de pasar el Jordán (Jos 1.a lectura 3-4) y se preparan a conquistar la Tierra 3.er ciclo Santa empezando por la toma de Jericó (Jos

6). Un momentáneo alto en el camino sirve para reunirlos previamente en Gálgala, uno de los más impor­tantes lugares sagrados de Israel hasta el reinado de David. El capítulo 5 de Josué reúne diferentes tradiciones comunes en torno a este lugar y hace un comentario de ellas: recuerdo de una costumbre antigua de circuncisión en Gálgala (Jos 5, 2-3, 8-9), memoria de la inauguración del lugar sagrado (Jos 5, 14-17).

Los vv. 10-12, de factura sacerdotal, son más recientes que el resto del capítulo; adviértase su referencia al calendario babi­lonio (primer mes en la primavera), su preocupación por una cronología exacta y su alusión al ritual pascual2.

* * *

Estos versículos no nos dan una descripción rigurosa del ri­tual pascual practicado por Josué: constituyen más bien un frag­mento teológico. La Pascua de Gálgala responde a la de Egipto (Ex 14) y cierra el Éxodo inaugurado por esta última. La sus­titución instantánea del maná por los productos del país señala el comienzo de un nuevo período. La vida en el desierto, en don­de la ingratitud del suelo exigía continuamente la compensa­ción de los dones de Yahvé, da paso a una vida lujuriante, en la que la tierra bendecida ofrece por sí misma a los hombres lo que Yahvé les daba hasta entonces. Tras un período de mara­villas, los hebreos son invitados a descubrir la presencia de Dios en los frutos mismos de su trabajo. Los sacramentos no serán ya solo, como el maná, los signos de la iniciativa gratuita de Dios; se convertirán, como el pan y el vino, en los signos del trabajo realizado sobre una materia que Dios le proporciona y ejecutado en comunión profunda de vida con El. La Pascua de Gálgala celebra también el paso del pueblo de la edad infantil, durante la cual depende aún totalmente de su padre, a la edad adulta, durante la cual encuentra en su propio trabajo y su propia libertad la comunión con su padre.

2 A. GEOKGE, Les recits de Gílgal en Jos 5, 2-15, Mem Chaine, Lyon, 1950, págs. 169-86.

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IV. Efesios 5, 8-14 Nos encontramos en la parte parenética de 2.a lectura esta carta de la cautividad escrita hacia l.er ciclo el 61-63. Pablo ha enumerado las taras pa­

ganas que no dejan de amenazar a los neo-conversos. El bautismo ha introducido en la vida de estos últi­mos una ruptura decisiva: ya no hay nada en común entre su pasado y su vida presente. Ya no pueden volverse atrás.

a) La oposición entre la luz y las tinieblas3 es clásica en el cristianismo primitivo (Rom 13, 12; 2 Cor 6, 14; 1 Tes 5, 5; Jn 12, 35; 1 Jn 1, 5) y sirve muchas veces para expresar toda la distancia que separa el comportamiento pagano antiguo de la vida del bautizado. Esta imagen proviene del patrimonio bíblico, en el que las tinieblas designan la desgracia, mientras que la luz representa la felicidad. Pero Pablo lleva esta oposición al plano moral: los cristianos han salido de la noche y viven en la luz de los últimos tiempos (Rom 13, 12) para realizar en ellas las "obras de la luz".

En, la pluma de Pablo figura ya todo un vocabulario, tomado, sin duda, de los documentos de Qumrán, en torno al tema de la luz para insistir sobre sus aplicaciones morales: el "fruto de la luz" (v. 9) y sobre el hecho de que esa luz es un don de Dios: los "hijos de la luz" (v. 8). Entre los frutos de la luz, Pablo in­siste, sobre todo, en la bondad moral, la justicia (es decir, rela­ciones correctas con Dios) y la verdad (es decir, la fidelidad a la voluntad de Dios). Estos tres términos no designan, pues, vir­tudes particulares: designan la totalidad de la actitud moral en sus relaciones con los demás (bondad), con Dios (justicia) y consigo mismo (verdad).

b) Pablo no se limita a pedir a los bautizados que se man­tengan apartados de las obras de las tinieblas. Tienen que de­nunciarlas (v. 11) y convencerlas de culpabilidad. No basta con mantenerse apartado del mal, hay que atacarlo de frente para llevarlo a la luz.

Pablo se refiere aquí a los excesos sexuales del paganismo y recomienda a los cristianos que los saquen a la luz pública al mismo tiempo que ellos se desarrollan en secreto. Para animar­les en esa actitud el apóstol les convence de que, al sacarlos a la luz pública, los cristianos los llevan hacia la "Luz" y preparan así su perdón y su justificación (v. 14). Los excesos más graves, una vez juzgados por la luz de Dios, dejan de pertenecer a las tinieblas y participan de la justificación. Pablo quiere conven­cer a los cristianos de que una actitud firme de su parte respecto

3 Véase tema doctrinal de la luz, en este mismo capítulo.

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a los excesos paganos está llamada a la victoria y es prenda de la extensión del reino de la luz sobre el mundo.

Pablo termina su argumentación con una alusión a un him­no litúrgico de los primeros cristianos (v. 14) del que hace una invitación al mundo pagano envuelto todavía en las tinieblas a pasar a la luz de Cristo.

V. Efesios %, 4-10 Pablo aprovecha la ocasión que le ofrece el 2fi lectura análisis de la supremacía conquistada por 2° ciclo Cristo con su Ascensión sobre las fuerzas del

mal (Ef 1, 15-23) para hacer el elogio de ese poder de Dios manifestado en Jesucristo y puesto ya a dispo­sición de los hombres.

Como contraste, pinta la debilidad y la muerte propias de la condición humana y pecadora. Ningún otro pasaje del Nuevo Testamento describe en términos tan pesimistas los resabios demoníacos de la existencia humana (Ef 2, 1-3). Pero estas re­flexiones lo que hacen es subrayar mejor el optimismo derivado de la comunicación hecha al hombre del poder que ha transfor­mado a Cristo en Señor.

Este poder de Dios se manifestó por primera vez en la per­sona de Cristo que ha sido resucitado y se ha sentado en el tro­no de la Señoría (v. 6). Se verifica en la actitud de Dios res­pecto a nosotros: aunque muertos por nuestros pecados, hemos resucitado por su amor, que nos hará participar algún día de la gloria de su Hijo. Esta era la perspectiva de Rom 6, 3-11 y 8, 11-18: el poder de Dios nos salvará en el futuro.

Ahora bien: en Ef 2, 4-7 Pablo afirma que el poder de Dios nos ha resucitado ya y nos hace partícipes, en Cristo, de la gloria divina. Cierto que este poder no se revelará plenamente sino en "los tiempos por venir" (v. 7), pero está ya actuando desde ahora a través de la gracia que perdona nuestros pecados y nos guía en la vida, a condición de que la recibamos "en Jesu­cristo", es decir, a través de la fe en su persona, de la partici­pación de su fidelidad al Padre y mediante su mediación actua­lizada en la economía sacramental. De esa forma queda ani­quilada la pretensión del hombre a glorificarse por sí mismo, ya que su única gloria radica en la gloria de Dios.

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VI. 2 Corintios 5, 14-21 Este pasaje es, sin duda, el más im-2.i lectura portante de la larga apología del mi-3.er ciclo nisterio apostólico al que Pablo con­

sagra los primeros capítulos de la se­gunda carta a los corintios. Coinciden aquí dos temas importan­tes: la incidencia del amor en el ministerio y el contenido del Evangelio.

* * *

a) La urgencia de la caridad de Cristo (v. 14)4 es el arran­que del ministerio de Pablo. Se trata tanto del amor que Cristo le tiene como del amor que Pablo, en correspondencia, tiene a Cristo. Visto desde el lado del apóstol, ese amor no tiene nada de sentimental: procede de un juicio bien meditado ("del pen­samiento", v. 14): primero ha tenido que comprender el amor de Cristo que muere por todos en la cruz (v. 15), pero una vez hecho ese descubrimiento, ya no ha podido resistir la "urgencia" del amor que le empuja a consagrar su vida a Cristo (v. 15b).

Esta "urgencia" no destruye la libertad, porque el apóstol se ha tomado su tiempo para juzgar. Constituye una facultad nue­va en el hombre (vv. 16-17), que ya no le permite obrar con las reticencias y los cálculos de la "carne", sino como "criatura nueva". Es fervor y dinamismo que la carne no puede controlar (Col 3, 14); tiene sabor a sacrificio, a semejanza de la cruz (v. 15); finalmente, unifica y equilibra toda una vida (sunchó tiene este sentido en los escritos filosóficos contemporáneos).

o) La forma concreta adoptada por Pablo para correspon­der al amor de Cristo ha sido la de consagrarse a "la embajada" de la reconciliación (vv. 18, 20) 5. Es esta una idea muy del gus­to de San Pablo cuando define la obra redentora de la cruz (Rom 5, 10-11; Col 1, 20-22; Ef 2, 16), que es también muy im­portante para la teología moderna, pues ofrece la ventaja de presentar la doctrina de la redención en términos de relaciones interpersonales entre Dios y el hombre Pero hay que cuidarse mucho de no entenderla más que en sentido psicológico. Pablo se cuida mucho de hacerlo: Dios no cambia de parecer: no se reconcilia con el mundo, sino que reconcilia al mundo consigo (v. 18). De igual modo, el ministerio de Pablo cerca de los hom­bres no consiste tan solo en reconciliarlos con Dios (v. 20), sino, sobre todo, en proclamar que se ha realizado la reconciliación (Rom 5, 10-11). Dios ha modificado el estado de la humanidad respecto a El, se ha modificado la relación. En este sentido, se trata realmente de una nueva creación (v. 17).

4 C. SPICQ, "L 'E t re in te de la char i té en 2 Co 5, 14", Sí. theol., 1955, pá­ginas 123-32.

5 J . DUPONT, La Réconciliation dans la theologie de saint Paul, Lovai-na , 1953.

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Se trata de un concepto bastante original. La oración judía pedía ya a Dios la reconciliación (2 Mac 1, 5; 7, 33; 8, 29), pero pedía que Dios "se" reconcilie, modifique sus sentimientos. La trascendencia divina queda mejor garantizada por San Pablo, para quien Dios no cambia sus sentimientos respecto al mundo, sino que modifica el estado de este último respecto a El.

Pero se necesita que ese cambio quede integrado en la vida de cada uno mediante una conversión personal: esta es la tarea encomendada al ministerio apostólico; después de haber reve­lado al hombre que su situación ante Dios ha cambiado, el após­tol le invitará a modificar sus sentimientos en función de la nueva situación creada. El término mismo de embajada (v. 20) empleado por Pablo para definir su ministerio supone un con­texto de final de guerra y de restablecimiento de relaciones nor­males (cf. Le 14, 32).

c) La reconciliación es el fruto de la muerte de Cristo con­siderada, sobre todo, en su aspecto sacrificial (v. 21; cf. Rom 5, 9-10; Col 1, 20-21; Ef 2, 16). Ya en los más antiguos textos del Nuevo Testamento la muerte de Cristo ha revestido este aspecto sacrificial: sacrificio de la alianza nueva (1 Cor 11, 25; Mí 26, 28; Heb 10, 29), del Cordero Pascual (1 Cor 5, 7), del Siervo do­liente (Is 53, 12 en Rom 4, 25; 8, 32; Gal 2, 20). Pero es la pri­mera vez que esa muerte es comparada con el "sacrificio por el pecado", en el que la sangre de la víctima tenía valor expiato­rio (Lev 4-5; 6, 17-22; 10, 16-19; 16; cf. Heb 9, 22). Así se explica la frecuencia de las palabras sangre y pecado en los pasajes en que Pablo habla de la reconciliación. No se trata, sin embargo, de una concepción sanguinolenta de la obra de Cristo, sino de una forma de afirmar su trascendencia ritual: la reconciliación se realiza en un acto litúrgico que sustituye definitivamente a la economía del templo.

* # *

La Eucaristía es el punto en donde la embajada de la recon­ciliación realiza su misión (liturgia de la Palabra), el punto en que la reconciliación del mundo con Dios está incluida en el memorial de la cruz, el punto, en fin, en que cada uno de los participantes se apropia, a través de una aceptación significada en la comunión, la reconciliación operada en beneficio de todos.

VII. Juan 9, 1-41 Relato de la curación del ciego de nacimien-evangelio to y crónica de la discusión que siguió. Es

fácil reconocer la pluma de Juan en este re­lato, que se asemeja de manera singular al de la curación del paralítico.

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En ambos casos, efectivamente, la misma realización del mi­lagro un día de sábado (Jn 5, 9; 9, 14), en beneficio de un en­fermo incurable (Jn 5, 5; 9, 19-20) y no lejos de una piscina (Jn 5. 2; 9, 7). Los beneficiarios de las curaciones reaccionan de la misma forma, con el buen sentido popular (Jn 5, 11; 9, 25-27, 30-33), y, sin embargo, no conocen a Jesús (Jn 5, 12-13; 9, 11). Después, de forma curiosa, Jesús vuelve a encontrar al curado después del milagro para ayudarle a reflexionar sobre él (Jn 5, 14; 9, 35); los dos beneficiarios del milagro plantean el proble­ma de Jesús ante los fariseos (Jn 5, 15; 9, 11, 15). Este desarrollo de los hechos es evidentemente más teológico que histórico y nos permite precisar la idea esencial de Juan.

•X- * *

a) El primer problema del cuarto Evangelio es el del cono­cimiento. En la curación del ciego, Juan pone de relieve el avan­ce del conocimiento progresivo del ciego y contrapone la fe a la que accede al "conocimiento" de su entorno (parientes, veci­nos y, sobre todo, fariseos).

El ciego empieza por ceñirse a motivaciones insuficientes: no sabe quién es Jesús (v. 12), sino que se pone al lado de quien le ha curado (como quienes se conviertan hoy a la Iglesia por su acción social o cultural). Inmediatamente después de esta conversión, todavía muy limitada, la fe del ciego de nacimiento es sometida a prueba: choca con el conocimiento libresco, teo­lógico y moral de las altas esferas de la sinagoga: un conoci­miento tan libresco que no consigue siquiera explicar hechos tan evidentes como su curación. De igual modo, el neoconverso ve muchas veces su entusiasmo roto por el escándalo de sistemas teológicos o moralistas a los que preocupa poco la persona de Jesús.

La fe del ciego curado inicia entonces una tercera etapa en su progresión, la que le permite encontrar a la persona misma de Jesús y vivir en su conversión al Padre (vv. 35-38). En este momento, el convertido ha llegado a la religión de la persona y de la comunión con Dios; está muy por encima del libro de los teólogos y puede relativizar la institución.

El ciego ha aceptado el laborioso caminar de su fe; pero hay otros a su alrededor, y entre ellos quienes hubieran debido aprovechar su ciencia para profundizar en la fe, que rechazan deliberadamente esa forma de conocimiento.

Están, en primer lugar, los parientes (vv. 18-23), para quie­nes la pertenencia al Pueblo de Dios es tan solo sociológica y que soslayan el hacerse preguntas por miedo a tener que tomar par­tido o ser expulsados por las autoridades: de igual modo, cierto espíritu borreguil, un falso concepto de la obediencia y el mie-

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do a las consecuencias de sus actos impiden a muchos cristia­nos el que crean.

Y están, sobre todo, los teólogos fariseos que se pierden en discusiones alambicadas y disquisiciones interminables, mien­tras que al ciego le bastan tres palabras, repetidas como un es­tribillo (vv. 7, 11, 15) para expresar la realidad. Como su dog­matismo no puede equivocarse, discuten los hechos hasta el punto de caer en el ridículo. Y cuando se encuentran entre la espada y la pared no encuentran otra salida que la injuria (ver­sículo 28) y la excomunión (v. 34).

Entonces aparece claro el juicio de Dios (v. 39): quienes creen ver no ven y siguen en sus tinieblas; los ciegos, por el contrario, llegan hasta la luz, que es, para San Juan, la vida en comunión con Jesús resucitado, luz del mundo6.

b) En este pasaje hay algunos otros temas secundarios. Juan subraya, en primer término, que el ciego lo era de naci­miento (vv. 19-20 y 32-34). Con esta precisión expresa su in­tención de introducir el tema del nuevo nacimiento (3, 3-7).

Este nuevo nacimiento es tanto más importante cuanto que pone en tela de juicio lo que parecía irreformable en el prime­ro: las injusticias nativas de la vida humana. Aceptar un "nue­vo nacimiento" equivale, pues, a negarse a una aceptación de las alienaciones contenidas en el primero, equivale a poner mu­cho amor en la lucha contra las taras nativas de la humanidad y a hacer de la fe un motor en pro de una humanidad mejor.

c) Otro tema: el del envío. Cristo es "enviado" (vv. 4, 7) para realizar las obras de la salvación (vv. 3, 17). Entre esas obras figura la iluminación de los hombres; no es tanto la "luz" intelectual, en el sentido occidental de la palabra, como la "luz" de la salvación en sentido bíblico.

Al proclamarse luz del mundo (v. 5), Cristo da a entender que, sacando a los hombres de sus tinieblas, da cumplimiento a las Escrituras (ls 9, 1-6; 42, 6-9; 55, 1-9). Pero no todo se redu­ce exclusivamente al aspecto mesiánico. Juan insinúa que esta luz es la vida misma de Dios hablando de las "obras del Padre" y del envío: Cristo es luz porque es el Hijo de Dios y en este sentido reclama la fe (vv. 33-36).

d) El tema de la luz surge de las simples observaciones na­turales. La luz es el símbolo de la vida como las tinieblas lo son de la muerte y del sueño (Gen 1, 3-18; Sal 103/104, 19-24; ls 8, 21-9, 2), un símbolo tanto más cargado de sentido cuanto que, entonces, no se disponía como hoy de medios para luchar con­tra la noche.

• Véase tema doctrinal de la luz, en este mismo capítulo.

ASAMBLEA I I I . - 1 1

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Dentro de esta perspectiva se comprende que los profetas hayan presentado frecuentemente el quebrantamiento del ri tmo del día y de la noche y la invasión de las tinieblas como un cas­tigo (Ex 11, 4-8; Sab 17-18, 4; Am 8, 9; 5, 18-20; Is 13, 9-10). Desde entonces las tinieblas se identifican con el pecado; la luz con la vida según la ley (Prov 4, 18-19; Sal 17/18, 29; 106/ 107, 10-16; Is 59, 9-10). Mas este plano moral ha quedado supe­rado por el de la historia de la salvación: la luz se convierte en el acontecimiento-Cristo que viene a juzgar a las tinieblas y terminar con ellas (1 Pe 2, 8-10; Rom 13, 12-14; Jn 3, 17-21)

Estar en la luz consiste, de ahora en adelante, en estar in­jertado a Cristo resucitado (Jn 12, 46-47; Act 13, 46-47; 26, 22-23; 2 Cor 4, 4-6). La fe es la expresión de ese nexo con la luz (Le 18, 39-43; Jn 9). Portador de luz, el cristiano debe llevársela a los demás (Ef 5, 8-14; Mt 5, 15-16; Rom 13, 11-14). Luz de Cristo y luz de los cristianos t r iunfarán definitivamente de las t inie­blas con la victoria escatológica (1 Tes 5, 2-7; Ap 21, 22-27; 22, 16).

* * *

Jesús acepta, pues, la totalidad de la condición humana y, en particular, la ambigüedad de la comunicación interpersonal. No es raro que una persona acceda al misterio de otra persona y comulgue con ella. La amistad y el amor conyugal son excep­ciones; la mayoría de la gente os conoce t an solo desde fuera; piensan de vosotros lo que piensa su medio; no os conocen más que por vuestros libros y vuestros artículos. Lo mismo sucede con Cristo: pocos son los que establecen con El una relación in­terpersonal (el ciego, la pecadora.. .); la mayoría no le conoce sino a través del Libro (escribas, fariseos, Nicodemo) o con una fe popular y sociológica (sus "hermanos", la Samari tana) ; los unos pasan a lo explícito, otros se quedan en lo implícito. Unos le toman por un curandero o por un profeta, otros por el Me­sías o el Hijo del hombre. . . ; algunos vislumbran el misterio del Hombre-Dios. Pero todos forman parte de un mismo movimien­to de búsqueda, y Mt 25, 31-46 deja bien sentado que hombres que no han conocido claramente al Señor podrán, sin embargo, formar parte del Reino, con tal que no transformen en absoluto sus débiles verdades, como los escribas del Evangelio.

VIII. Juan 3, 14-21 Este Evangelio está tomado del comentá-evangelio rio que Juan añade al relato de la conver-ad libitum sación entre Nicodemo y Jesús. Este diá­

logo sirvió de iniciación a la fe (cf. Jn 3, 1-15) y Jesús h a subrayado que el hecho de ver signos no es suficiente: hay que "ver" su persona, especialmente en su mi­sión de mediador elevado sobre la cruz y en la gloria. Pero esta

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visión de Cristo no puede conseguirse sino a través de un nuevo nacimiento.

Juan prosigue esta iniciación a la fe descubriendo más allá de la persona de Cristo la persona de su Padre y su específico designio de salvación.

a) Juan no emplea aún la palabra "Padre" para designar la primera persona de la Santísima Trinidad, sino solo la pa­labra "Dios". De todas formas, si la paternidad de Dios apenas queda aludida, sus relaciones de amor con el Hijo aparecen cla­ramente en la expresión "Hijo único" (vv. 16, 18). Además, la paternidad de Dios sobre el mundo se dibuja igualmente en el don de lo que hay de más querido (v. 16) y en la comunicación de su vida eterna a los hombres.

b) Gesto paternal de Dios, el envío del Hijo entre los hom­bres se transforma también en juicio: hace que nazca a la vida a quien cree y condena a quien no cree (v. 18). En torno a este tema del juicio centra Juan la conclusión del diálogo entre Ni­codemo y Jesús (vv. 19-21), aludiendo, por otro lado, al comien­zo de la conversación 7.

Juan 3, 2: Nicodemo viene a Juan 3, 21: quien hace la ver-Jesús, dad viene a la luz.

Juan 3, 2: Tú has venido co- Juan 3, 19: la luz ha venido. mo Maestro.

Juan 3,2: si Dios no está con Juan 3, 21: sus obras en Dios. El.

Juan 3, 2: viene de noche. Juan 3, 19: han amado las ti­nieblas.

Este cuadro permite medir el camino recorrido en la inicia­ción de Nicodemo en la fe. Este último creía encontrarse en presencia de un doctor: es la luz del mundo lo que encuentra. Venía a ocultas, de noche, y se ve en la precisión de escoger entre la luz y las tinieblas. Creía, partiendo de la base de los milagros de Cristo, que Dios estaba "con" El, y he aquí que des­cubre que Dios está "en" El.

c) Hay que traducir el comienzo del v. 21 por "hacer la ver­dad" y no solo por "obrar en la verdad". Cierto que la expresión es difícil. Puede conocerse la verdad como objeto de saber y hacer obrar, como motora de una actitud. Pero no se t r a ta aún de una verdad-teoría que se contrapone, o al menos se distingue de la práctica.

De hecho, en el lenguaje de San Juan (Jn 1, 17; 14, 6; 18, 37),

F. ROUSTANG, "L 'En t re t i en avec Nicodéme", en N- R. T., págs. 337-58.

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la verdad designa la manifestación de lo que está oculto; algo así como la palabra misterio en San Pablo. La verdad es, por tanto, la profundidad de nuestro ser, allí donde el acontecimien­to roza la eternidad, allí donde la angustia es vencida por el valor de ser. Para San Juan, esa verdad "viene", es alguien, "se hace" por cuanto está vinculada a la persona de Jesús y es capaz, por consiguiente, de modificar el comportamiento.

Se comprende entonces que Juan engarce verdad y juicio, puesto que la decisión en pro o en contra de la verdad es cues­tión de vida o muerte, de descubrimiento del fundamento de la vida y de todas las cosas o de superficialidad y de banalidad.

Ni siquiera un conocimiento perfecto de las Escrituras y de los signos realizados por Cristo basta para comprender el mis­terio de la personalidad del Señor y a fortiori la del Padre y de su amor. Por eso Juan propone un itinerario concreto para pasar de un conocimiento exterior a la fe, de una simple simpatía por la obra de Jesús a la adhesión al Padre y a la entrega que hace de su vida.

También la Iglesia está encargada de proponer a quienquiera se presente a ella un itinerario que le lleva desde la simpatía o desde la religiosidad a la verdadera fe. Pero ¿a cuántos hom­bres no ha rechazado por su falta de fe en lugar de llevarlos a Cristo? ¿Y cuántos, acogidos por ella, se quedan en una simple religiosidad sin recibir una verdadera educación de la fe?

IX. Lucas 15, 1-2, 11-32 Lucas dedica todo un capítulo a las evangelio parábolas de la misericordia: la oveja ad libitum perdida (15, 4-7), el dracma perdido

(15, 8-10), el hijo perdido (15, 11-32). Este capítulo pudo haber sido pensado como un midrash de Jer 31. Encontramos, en efecto, en el texto del profeta la ima­gen de la concentración de las ovejas (Jer 31, 10-12), la de la mujer que encuentra a sus hijos perdidos (Jer 31, 15-16), y fi­nalmente la imagen de Dios perdonando a su hijo preferido Eíraim (Jer 31, 18-20). Señalemos que el pasaje paralelo de Mt 18, 8-14 añade un nuevo midrash a Jer 31: el de los cojos y ciegos que entran en el Reino (Mt 18, 8-10), como preveía Jer 31, 8.

* * *

Cabe pensar que la parábola del hijo pródigo hace alusión a Jer 31, texto que debía de ser bien conocido de los primeros cris­tianos porque es el texto del Antiguo Testamento que mejor

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describe la Nueva Alianza (Jer 31, 31-34). Muy bien puede ha­berse hecho en las parábolas de la misericordia un comentario de Jer 31 preparando a las mentes para la inteligencia de la nueva alianza, basada en un amor a Dios más fuerte que el pecado.

Las motivaciones del arrepentimiento del hijo menor no son particularmente puras, y la conversión no se produce sino bajo la presión de necesidades vitales, lo que al menos tiene la ven­taja de subrayar la magnitud de la gratuidad del perdón pa­terno.

Pero en el momento en que ese amor alcanza su culminación entra en escena el hermano mayor. Jeremías 31 se termina con la descripción de la reconciliación de Efraim y de Judá, dos tribus que estaban interesadas por la misma alianza y la misma abun­dancia (Jer 31, 23-31). En la parábola, el padre de familia no tendrá la alegría de reconciliar a sus dos hijos en torno a su amor, en el banquete de la abundancia: el mayor, comido por la envidia, rechaza esa mezcla con el pecador de la misma forma que los escribas y los fariseos (Le 15, 1-3). El hermano mayor se comporta además con el mismo orgullo que el fariseo en el Tem­plo (Le 18, 10-12), con el mismo desprecio hacia el otro (com­parar "este hijo tuyo..." y "este publicano"). En cuanto al hijo menor, su oración se parece a la del publicano (cf. Le 18, 13). Por tanto, esta parábola, lo mismo que la del publicano y el fa­riseo, trata de justificar la benevolente acogida que Cristo dis­pensa a todos los hombres, incluso a los pecadores.

En segundo plano, el mayor aprende que no será amado por su Padre si, a su vez, no recibe al pecador; el padre amoroso espera que se le imite en su misericordia. No es él quien excluye al mayor, sino que es este último quien se excluye a sí mismo porque no ama a su hermano (cf. 1 Jn 4, 20-21).

De esta forma, el amor gratuito de Dios elabora una nueva alianza que incita a la conversión y se sella en el banquete eu-carístico, alianza en la que el derecho de primogenitura antiguo queda eliminado porque el amor de Dios se abre a todos.

La parábola del hijo pródigo constituye una excelente inicia­ción al período de penitencia. Se precisa en primer término que los dos hijos son pecadores: así es la condición humana. Pero uno lo sabe y monta su actitud en función de ese conocimiento; el otro se niega a reconocerlo y no modifica en nada su vida. Dios viene para el uno y para el otro: sale al encuentro del más pequeño, pero también al encuentro del mayor (vv. 20 y 28); Dios viene para todos los hombres, para los pecadores que saben que lo son y para los que no lo saben; no viene solo para una categoría de hombres

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En el proceso penitencial del más pequeño se advierte en primer término la iniciativa humana; hablábamos más arriba de la "contrición imperfecta": el pequeño se convierte porque es desgraciado y porque, al fin de cuentas, el ambiente de la casa paterna vale mucho más que la porqueriza en que vive. Con esta contrición imperfecta (v. 16) procede a su examen de conciencia ("entrando en sí mismo"; v. 17) y prepara incluso el texto de la confesión que hará a su padre (vv. 17-19). Pero el descubri­miento esencial del penitente que se lanza por el camino de re­torno a Dios es el advertir que Dios sale a su encuentro con una bondad tal que el penitente pierde el hilo conductor de su dis­curso de confesión (vv. 21-23). Los papeles se han cambiado: ya no es la contrición del penitente lo que cuenta y constituye lo esencial de la actitud penitencial, sino el amor de Dios y su perdón. Pero son muchos los casos, desgraciadamente, en que el sacramento de la penitencia se desarrolla como si el perdón no fuese más que una correspondencia a una confesión y una actitud del hombre cuando es, ante todo, una actitud de Dios y una celebración de su amor re-creador. Y es también muy raro que el ministro del sacramento dé realmente la impresión de que encamina a alguien hacia la alegría del Padre.

B. LA DOCTRINA 1. El tema de la luz (y de la vida)

Los temas emparejados—luz y tinieblas, vida y muerte—ocu­pan un lugar central en el mensaje bíblico. Los encontramos en el Génesis y en el Apocalipsis, y cada vez que la historia de la salvación toma un giro distinto, se han renovado estos temas para ajustarlos. No es nada extraño, por tanto, que estén espe­cialmente conservados en la catequesis bautismal, ya que eran aptos particularmente para jalonar el itinerario que conduce de la falta de fe a la fe en Jesucristo.

Pero se comprendería mal la profundidad simbólica de estos temas si se olvidasen por el camino las realidades palpables a las que se refieren. La luz y la vida son valores muy concretos que, desde el comienzo de la historia de la salvación, conservan su valor a los ojos de la fe, igual que las tinieblas y la muerte están siempre consideradas como obstáculos para la felicidad del hombre. Cuando se descubra que hay que recibir la verdade­ra luz y la verdadera vida de Dios en Jesucristo, en el reino de los cielos, se pretenderá que se manifiesten también al nivel del mundo visible. Sería inconcebible que el mundo de las realida­des visibles no estuviese destinado a una transfiguración, en la que ya no se conocerán ni las tinieblas ni la muerte. Nunca el proceso de interiorización que rige la accesión al régimen de la fe destruye la unidad fundamental de la intención creadora de Dios.

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Se nos recuerda esta verdad esencial en los Evangelios del cuarto y quinto domingos de Cuaresma. Estos Evangelios nos pre­sentan una enseñanza común sobre la luz y la vida por medio del relato de dos milagros: la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro.

La luz y la vida, La luz y la vida aparecen espontáneamen-felicidad de Israel te al hombre como seguridades esenciales

que le son necesarias. El hombre religioso ve en la luz un don privilegiado de los dioses, y la vida es el don por excelencia. Todo lo que se opone a la luz y a la vida—las tinieblas y la muerte—se considera contrario a la felicidad del hombre, y como un signo de la maldición divina. La luz y la vida son realidades sagradas y el hombre debe hacerlo todo para salvaguardarlas.

Para Israel, la luz y la vida son dones puramente gratuitos de Yahvé creador. La separación de la luz y de las tinieblas es el primer acto de la creación; la vida interviene en las últimas etapas para coronar la obra divina. En el último acto, Yahvé crea al ser vivo por excelencia, el hombre, a su imagen y se­mejanza.

Estos dones privilegiados toman su verdadero significado en el cuadro histórico de la alianza. Yahvé concede estos dones a su pueblo porque le quiere y espera a cambio la fidelidad a la fe. Pero desde el principio el hombre peca, y la consecuencia del pecado es el reino de las tinieblas y de la muerte, al que cae el hombre en la tierra. Yahvé no espera más que la fidelidad de su pueblo para introducirlo en un reino en el que solo hay luz y vida. ¿No tiene El mismo una faz de luz (véanse las teofanías) y no es su nombre el de Dios vivo?

Poco a poco Israel se da cuenta de que la luz y la vida que necesita el hombre para cumplir su destino no son únicamente la luz material y la vida del cuerpo. La perspectiva de retribu­ción temporal es muy corta: el ciego de nacimiento no es obli­gatoriamente un pecador, ni tampoco el enfermo. Lo esencial se encuentra en un nivel más profundo, es el corazón del hom­bre el que debe abrirse a la luz y a la vida de Dios para que sea posible construir la fidelidad exigida, es el corazón del hombre el que debe rechazar el pecado, las obras de las tinieblas y la muerte.

Al ir penetrando cada vez más, los temas de la luz y de la vida descubren la profundidad del pecado y de la infidelidad. Entonces los profetas miran hacia el futuro: cuando venga el día de Yahvé, se levantará una aurora maravillosa de luz y de vida sin fin para la "minoría" que haya seguido fiel, mientras

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las tinieblas y la muerte recubrirán definitivamente la impiedad. I El Dios vivo iluminará a los suyos y su Siervo será la luz de las naciones admitidas en la vida eterna.

Cristo, luz del mundo La venida de los tiempos mesiánicos sig-y príncipe de la vida nifica que, en lo sucesivo, la luz ha ven­

cido definitivamente a las tinieblas y la vida a la muerte.

Jesús de Nazaret da el giro definitivo, porque El mismo es la luz del mundo, la resurrección y la vida. Sin pecado y plenamente fiel a la voluntad del Padre, el Hombre-Dios es en su humani­dad la luz verdadera que ilumina a todo hombre en este mun­do, y posee en ella plenamente la vida eterna. Por obediencia, Jesús afrontó la hora de las tinieblas y de la muerte, pero fue para pasar de las tinieblas a la luz deslumbradora del Trans­figurado y a la vida perfecta del Resucitado. Para vivir eterna­mente es necesario poder renunciar a la vida presente, darla por amor. Dicho de otra forma, el proceso de interiorización desemboca en Jesús; el verdadero centro de gravedad de la luz y de la vida se encuentra en el seno mismo de la Familia del Padre, allí donde ni las tinieblas ni la muerte tienen acceso po­sible.

A lo largo de toda su vida, Jesús se revela como luz del mun­do y príncipe de la vida por sus actos y por sus obras, ya que el Reino que inaugura ya está presente en la tierra. Por donde pasa Jesús retroceden las tinieblas y la muerte; cura a los cie­gos y resucita a Lázaro. Toda la creación está influida por la encarnación de la Luz y de la Vida.

Jesús se ofrece a repartir los bienes que posee con todos aque­llos que le reconozcan en la fe y que acepten el seguirle. "El que me sigue no andará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). "El que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá" (Jn 11, 25). A aquel que cree, Jesús le da un agua de vida que en El se convierte en "una fuente de agua que salte hasta la vida eterna" (Jn 4, 14).

El cristiano, un hijo El tiempo de la Iglesia—el tiempo que de lúa viva en Cristo separa la Resurrección del regreso del

Señor—todavía conoce la obra de las ti­nieblas y la muerte. Pero de ahora en adelante está asegurada la victoria sobre ellas. Se ha cumplido en la Cabeza del Cuerpo, pero todavía tiene que hacerse efectiva en cada uno de sus miembros.

El cristiano, que se introduce en el Cuerpo por el bautismo,

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se convierte en hijo de la Luz, y puede decir, junto con San Pa­blo: "La vida es Cristo" (FU 1, 2). Recibe el poder de hacer bri­llar la luz en un mundo de tinieblas, de hacer surgir la vida allí donde la muerte conservaba su poder. Participando de la suerte de los santos en la luz, viviendo de ahora en adelante por Dios en Jesucristo, el cristiano es llamado en la tierra para el com­bate de los últimos tiempos. San Pablo recomienda habitual-mente: hay que revestir las armas de luz y rechazar las obras de las tinieblas. De la misma forma se trata de participar con­tinuamente en la muerte de Cristo para poner de manifiesto la vida. Todo lo que es mortal debe ser absorbido progresivamente por la vida.

Los temas de luz y de vida recuerdan al cristiano que lo que aporta al pasar por la tierra es esencial para la realización de la intención de la salvación. Lejos de haber acabado con la ve­nida de Jesús, la historia de la salvación toma el verdadero im­pulso, recibe en El su germen inicial de victoria y se despliega a lo largo de los tiempos hasta que el Cuerpo haya alcanzado su medida perfecta.

Estos dos temas abren igualmente perspectivas inesperadas sobre la vocación del hombre. La luz que le espera es la luz res­plandeciente de la transfiguración. La vida que le espera es estar frente a Dios por la eternidad. Pero esta luz y esta vida repercuten desde ahora en todas las realidades de este mundo. Por donde pasa el cristiano, retroceden las tinieblas y la muerte. La creación de Dios es una unidad. Para el cristiano, hacer re­troceder las tinieblas y la muerte en la tierra es contribuir a la verdadera promoción del hombre y de la fraternidad humana, sacando al secreto evangélico amor universal. La vida y la luz son dones divinos que deben traducirse concretamente en las obras de fe.

La misión bajo el signo Un pueblo no cristiano, un espacio cui­de la luz y de la vida tural sin evangelizar todavía, pertene­

cen al dominio de las tinieblas y la muerte conserva su poder. Anunciar a este pueblo la Buena Nueva de la salvación y arraigar el misterio de Cristo es arran­carlo al imperio de las tinieblas y de la muerte para llevarlo al Reino del Padre. Esto es cierto incluso si se reconocen—y es el deber del misionero—todos los valores humanos del pueblo al que es enviado, las piedras básicas para la evangelización, el trabajo del espíritu. Ya que solo el arraigamiento del misterio de Cristo, luz y vida, en el itinerario espiritual de un pueblo, es capaz de romper el imperio de Satanás.

El misionero es, de manera muy especial, la luz del mundo y el testigo del Resucitado. Pero esta luz y este testimonio de la

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verdadera vida deben surgir no del exterior, sino del mismo seno de una participación de todos los días. Esto no es posible sin un combate, a veces muy duro, que empieza en la conciencia del misionero, ya que la sabiduría del mundo no cesa de rechazar el camino de luz y de vida, que requiere una renuncia total de sí mismo, igual que en el tiempo de Cristo.

El amor fraterno es el signo por el que se reconocerá que la misión se hace bajo el signo de la luz y de la vida. Es decir, que el programa con el que se encuentra la Iglesia actual es in­menso. Todos los cristianos son solidarios del testimonio que hay que dar, y la acción del misionero fracasa si el conjunto de la Iglesia no le sigue. El hombre moderno no reconocerá este signo de luz y de vida más que si se une a él en el terreno en el que este hombre tiene conciencia de que debe llevar su propio des­tino. Los cristianos manifestarán que la luz y la vida ya ejercen su influencia en la tierra, por el tipo de respuesta que den a los problemas angustiosos cuya solución exige la acción concertada de todos.

La Eucaristía, Para el trabajo que tienen que cumplir, los manantial de luz cristianos deben ir constantemente a las y de vida fuentes, porque sin Cristo no pueden hacer

nada. En la celebración eucarística se le ofrecen la luz y la vida. Al aceptar la Palabra y al participar en el sacrificio, están a la altura de ser renovados por Aquel que, durante todo el tiempo de la Iglesia, es la Luz y el Pan de vida.

Pero la celebración eucarística no rechaza a la gente. Da a los cristianos las armas de luz y de vida que les permitirán ser, entre los hombres, el signo permanente de que la intención de Dios es una intención de amor y que ha vencido en la victoria de Cristo sobre las tinieblas y sobre la muerte.

2. Tema anexo para la Cuaresma: la oración

La oración cristiana acaba de unificar la vida de un hombre en Cristo. Por tanto, el cristiano no tiene derecho a rezar como le parezca, según el capricho de su espontaneidad y de su tem­peramento personal.

En todos los pueblos, los hombres consideran la oración como un acto esencial. En algunas áreas culturales, por ejemplo, en la India, se recibe colectivamente la oración como la cosa más im­portante. Parece que el hombre occidental tiene menos tendencia a esto que otro. ¿En qué se convierte entonces la oración, este

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fenómeno universal, en el régimen cristiano? No es suficiente que el cristiano rece; tiene que rezar como se debe rezar.

Pero la manera de rezar del pueblo cristiano manifiesta muy superficialmente que la enseñanza de Jesús sobre la oración está verdaderamente basada en las costumbres. En nuestros días, mu­chos cristianos no ven claramente la relación entre la oración y la vida concreta. Dicen una oración inadecuada, que no tiene relación con su vida. Entonces para algunos la oración se reduce a unas fórmulas y para otros ofrece un punto desde el cual se puede profundizar espiritualmente, yuxtapuesto al desarrollo de la existencia cotidiana.

La oración En el régimen de la fe, Israel se en-en el acontecimiento cuentra sin cesar confrontada al des-en Israel arrollo concreto de su historia indivi­

dual y colectiva. El pueblo elegido se hace preguntas a propósito de los acontecimientos de su vida, ya que ve en el acontecimiento el lugar privilegiado de una in­tervención salvadora del Dios Todo-Otro.

Para Israel, la oración expresa ante todo la acción de gra­cias unida a un acontecimiento. Se "bendice" a Yahvé por dar a su pueblo bondad, misericordia y fidelidad. Una fidelidad des­plegada a lo largo de toda la Historia, día tras día...

En lugar de ser siempre serena, la oración del libro de salmos retumba, casi en cada página, de gritos y de súplicas ardientes. Pero ¡qué clima de confianza en esta demanda a Dios! Incluso a veces se agradece antes de haber recibido. Si no es concedido lo que se ha pedido, nunca se rompe el diálogo; Yahvé puede conducir a sus fieles por caminos inesperados de prueba. Sin duda, parece que ha fracasado la intención de Dios, al menos como se había comprendido. Pero el hombre que reza nunca se abandona al fracaso, intenta penetrar en la voluntad de Dios y pone su esperanza en el porvenir, ya que Yahvé intervendrá para restablecer sus derechos, perjudicados actualmente.

Comparada a la oración de Jesús, la oración de Israel revela su insuficiencia. No obstante, contiene elementos esenciales so­bre los que ya no se volverá a tratar. Es una acción de gracias al dueño absoluto de nuestro destino, al Dios que manifiesta al hombre su amor providencial en lo inesperado y lo imprevisi­ble de la Historia. Dios es bueno y fiel. Sobre esta afirmación, como en una tela de fondo, se esboza el esfuerzo de Israel, se rehace, se precisa sin cesar y articula cada vez más correcta­mente la acción de gracias y la súplica.

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La oración de Jesús, La oración ocupa gran parte de la mediador de la salvación vida de Jesús de Nazaret; los Evan­

gelios lo han subrayado bien. Algu­nas veces, pocas, nos dan el contenido de esta oración, que siempre es breve, excepto la oración sacerdotal narrada por San Juan (Jn 17), y presenta una estructura invariable. Junto a elementos tradicionales aparecen algunas polaridades nue­vas; la oración de Israel, en boca de Jesús, sufre una transfor­mación profunda. Cuando Jesús reza lo hace con ocasión de un acontecimiento que se refiere a la venida del Reino, y tiene cuidado de situar el acontecimiento en la totalidad del miste­rio de la salvación. De esta forma, la oración sacerdotal de Jn 17 se refiere totalmente a la muerte en la cruz, el mayor acontecimiento de la historia de la salvación: "Ha llegado la hora." Cuando Jesús reza, da gracias. Atribuye a Dios todo lo que le sucede, ya que quiere celebrar el absoluto desinterés del don de Dios, su sobreabundancia y su carácter definitivo.

Aparentemente esta oración no difiere del Antiguo Testa­mento. Pero, en realidad, la acción de gracias, con Jesús, toma un carácter integral que todavía no poseía. Para Jesús, todo es gracia. Nada escapa a la intervención salvadora de Dios. Todo, incluso la muerte, tiene un sentido. Para Jesús, la acción de gracias acaba de unificar su vida en la obediencia a la voluntad del Padre hasta la muerte en la cruz por amor de todos los hom­bres. Para Jesús, como para cualquier hombre, enfrentarse con la muerte es una tragedia, pero su obediencia hace de su muerte el lugar de intervención salvadora suprema, la que salva al mundo.

Vayamos más lejos: la acción de gracias de Jesús se une perfectamente con la iniciativa salvadora del Padre, porque es la del Hombre-Dios. El hombre que puede ver así el signifi­cado de gracia de cualquier acontecimiento se revela como el verdadero compañero de Dios en la realización de su intención salvadora. Cuando Jesús reza, reza en calidad de Hombre-Dios, y lo manifiesta... En el plano de la oración, la condición de com­pañero de Dios t rae una consecuencia importante : con la ac­ción de gracias de Jesús coincide una oración de súplica, la del compañero, seguro de ser escuchado. Ante la tumba de Lázaro, Jesús dice: "Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas" (Jn 11, 41b-42).

La estructura eclesiástica La oración del cristiano tiene que de la oración del cristiano reproducir la de Cristo: "Orad sin

cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús" (1 Tes 5, 17-18).

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Acción de gracias en cualquier situación, la oración del cris­tiano es, necesariamente, la de un miembro del Cuerpo de Cris­to. Esta oración revela su identidad y su poder de intercesión al integrarse correctamente en la alabanza indefinida del pue­blo sacerdotal que constituye la Iglesia. Solo Cristo, como Hijo único del Padre, puede dirigir la acción de gracias perfecta. No obstante, la acción de gracias del cristiano sigue los rasgos de la oración de Cristo, ya que el bautismo une al hombre al pueblo sacerdotal de los hijos adoptivos. El bautismo no integra al Cuerpo de Cristo miembros anónimos, sino que asigna a cada uno un papel único, insustituible, para el servicio y la edifica­ción del Reino. Desde entonces la oración más personal tiene siempre una dimensión eclesiástica.

Para el cristiano, igual que para Cristo, todo es gracia. El bautismo da al cristiano la competencia necesaria para descu­brir el poder salvador de Dios en la realidad concreta de la vida cotidiana. Lo reconocerá precisamente donde menos espera en­contrarlo: en la muerte y en todo lo que expresa la fragilidad y el final trágico del hombre. Por la oración el cristiano puede comulgar con la Pascua de Cristo, con ocasión de los hechos más precisos. Su acción de gracias siempre proclama la muerte de Cristo.

Como el cristiano está asociado a Cristo para la edificación del Reino, su oración de acción de gracias puede y debe desarro­llarse en forma de oración de súplica o de demanda. Esta ora­ción hace que el cristiano esté más dispuesto a la acción de Dios, pero también le permite hacer su papel de hijo adoptivo en la realización de la intención divina, un papel que nadie ha rá por él. En la medida en que la oración de demanda es real­mente la del hijo adoptivo, el cristiano tiene la seguridad de ser escuchado. Concretamente, esto sigue un largo aprendizaje, un despojarse progresivamente de sí mismo, para que se puri­fique la oración de demanda y t ienda a identificarse con la ac­ción de gracias. "Padre, que se haga t u voluntad, no la mía", esta es la oración que siempre será escuchada.

La oración de intercesión Todo lo que caracteriza la oración del misionero del cristiano vale, a fortiori, en la

perspectiva de la misión. No obstan­te, se añade una consideración: la oración de súplica del mi­sionero es, ante todo, una oración de intercesión universal. Por tanto, las intenciones particulares del misionero se realizan en una oración eclesiástica para la salvación de la humanidad.

La acción de gracias perfecta en la cruz establece a Cristo en su papel eterno de intercesor frente al Padre. Al interceder por los hombres, el Resucitado no reza en su lugar. Pone el acto

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adecuadamente significado en la Iglesia, en la tierra, que da un sentido (un contenido y una dirección) al esbozo de oración que surge del corazón de cualqiuer hombre bajo la acción del Espíritu. Tras Cristo, y como miembros del Cuerpo Místico, los cristianos son llamados, cada uno por su parte, para arraigar en el itinerario espiritual de los pueblos y de los individuos, la intercesión universal de Cristo. Cuando un cristiano intercede ante Cristo para la salvación de todos los hombres, pone su pie­dra en la colocación, en la tierra, del acto eclesiástico de inter­cesión universal. No reza en lugar de aquellos que no conocen a Jesucristo, pero su acto repercute verdaderamente en la sal­vación de todos y cada uno.

La oración como expresión de intercesión universal manifies­ta íntegramente su identidad cristiana. Entonces se integra a la oración de acción de gracias por toda la historia de la salva­ción: en Jesucristo. Dios llama a todos los hombres a edificar el Reino divino-humano, que lleva, más allá de toda esperanza, la espera de los hombres.

La acción de gracias Todas las dimensiones de la oración se siempre escuchada, encuentran con gran relieve en la cele-la Eucaristía bración eucarística. La Iglesia expone la

oración por excelencia, la de Cristo que da su vida, por amor, por la salvación de todos los hombres. Es la acción de gracias que siempre es escuchada, no solo por Je­sucristo, sino también por el pueblo sacerdotal de la Iglesia, habilitado como pueblo que lleva al Padre la ofrenda de un sa­crificio perfecto (que es, por identidad, el sacrificio de Cristo). De esta forma, cada celebración eucarística pone un jalón esen­cial en la edificación del Reino.

La celebración eucarística se refiere a la historia de la sal­vación y especialmente a su acontecimiento central: la muerte y la resurrección de Cristo. La oración eucarística se dice en memoria del acto redentor por excelencia (se trata de un signo que actualiza: cf. segundo tema de la Semana Santa). La Palabra proclamada revela, en toda su amplitud, la economía divina de la salvación, tal como Jesús la ha realizado y manifestado. Pro­longada en la homilía, la Palabra arraiga la oración eucarística en el Hoy de Dios.

Sucesivamente acción de gracias, súplica e intercesión uni­versal, la oración eucarística abarca los múltiples aspectos de la única oración perfecta que ha salvado al mundo: la de Cristo en la cruz.

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CUARTA SEMANA DE CUARESMA

I. Isaías 65, 17-21 Los caps. 65-66 de Isaías constituyen un con-1.a lectura junto, de tono apocalíptico, escrito sin duda lunes después del destierro. El pasaje de este día

describe el futuro escatológico de la ciudad de Jerusalén en forma de una vuelta a los orígenes paradisíacos de la creación.

* # *

Este pasaje es significativo de un retroceso del pensamiento religioso judío al momento del destierro. Temas tan importan­tes como la creación y el paraíso, la bendición y la maldición de Adán, que pertenecían hasta entonces al pasado y a la edad de oro de los primeros tiempos son trasladados ahora al futuro y resultan significativos de los últimos tiempos.

El profeta no medita ya sobre el pasado sino para prever me­jor el futuro. El proceso de decadencia que la antigua tradición yahvista había creído descubrir en la historia presentando a la humanidad cayendo de tropiezo en tropiezo hasta la extermi­nación (Gen 1-11) es rebatido por el profeta, quien, por el con­trario, ve la historia como una ascensión y un progreso en el que el pueblo se encuentra embarcado y que pone en tela de juicio la maldición primordial y la misma muerte (v. 20). La Historia no es una fatalidad, sino la sucesión de acontecimientos puestos en marcha por la colaboración libre y espontánea entre Dios y el hombre.

El retorno impuesto por el profeta al tema del paraíso es rico en consecuencias para el mundo actual y la crisis que en medio de él vive la Iglesia. Cabe adoptar dos actitudes para explicar el presente y definir las tareas que en él se imponen. O bien se intenta comprenderlo a la luz del pasado y la tradi-historia no es una fatalidad, sino la sucesión de acontecimientos el pasado se convierte entonces en una edad de oro que se tra­ta de recuperar mediante el respeto a las tradiciones y a las posiciones adquiridas, o bien se explica el presente a partir de

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la esperanza escatológica, se trata de hacer de él lo que será un día el Reino de Dios, admitiendo la creatividad y las muta­ciones a la manera de los pueblos jóvenes. Quizá sea un cam­bio así de la manera de ver las cosas lo que hoy se exige de la Iglesia y que tantos sacrificios y renuncias le cuesta. Pero cada cristiano ha de estar alerta urgido por la misma exigencia: no juzgar el trabajo de las ciudades modernas, por equívoco que sea, a la luz de un pasado pretécnico, aun cuando fuera más re­ligioso, sino a la luz que irradia ya, para quienes tratan de en­treverla, la ciudad futura del Reino de Dios, radiante de libertad y de presencia de cada uno a cada uno.

II. Juan 4, 43-54 La curación del hijo del centurión la refieren evangelio a la vez Mateo (8, 5-13), Lucas (7, 1-10) y Juan. lunes Los dos primeros están de acuerdo en inter­

pretar este milagro como un signo precursor de la misión a los paganos, un tema que no recoge Juan. Los tres evangelistas, en cambio, coinciden en subrayar el interés de un milagro operado a distancia.

a) Si Juan no apunta el tema de la misión a los paganos, introduce, en cambio, tres versículos (43-45) sobre la incom­prensión de los compatriotas de Jesús respecto a El. Por lo de­más, el texto es bastante oscuro, ya que si la patria de Jesús es Galilea (cf. Jn 1, 46; 7¿ 41), no se comprende cómo Juan ha po­dido yuxtaponer pasajes tan contradictorios como los vv. 44 y 45 (cf. Le 4, 24) i.

En realidad, para Juan la "patria" de Jesús no coincide con su patria civil. Por lo mismo que Jesús está "en su casa" en el Templo (Jn 1, 11; 2, 16), porque el Templo es la casa de su Pa­dre, por eso mismo Jerusalén es su verdadera patria espiritual. Así se adivina en la preocupación de Juan por hacer que Jesús suba a Jerusalén en todas las fiestas y por excusarle de algún modo cada vez que se entretiene fuera de Judea (Jn 4, 1-3; 7, 1-9; 10, 39-40). Como Juan vive entre hebreos conversos, que se ven obligados a vivir fuera de Jerusalén a consecuencia de la persecución contra los judíos, parece deleitarse en demostrar que esa "descentralización" era ya una realidad en Jesús, lo que no le impidió realizar su obra, si bien tuvo que doblegarse a no volver a su patria más que para morir en ella como los profetas (cf. Le 13, 33-34; Jn 1, 11).

Fiel a su afición a las palabras de doble sentido, Juan ha

1 J . WILLEMS, "La Pa t r i e de Jésus selon saint J e a n 4, 44", N. T. St., 1964-1965, págs. 348-64.

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identificado la "patria" de Jesús con Jerusalén porque la "patria" es el lugar donde vive el "Padre" (Gen 31, 3; 12, 1; 24, 7, 40). Ahora bien: el Padre de Jesús es Dios, y Dios mora en Jerusalén (Jn 5, 18).

h) Respetando la prohibición hecha a los judíos de pene­trar en la casa de un pagano, Jesús se ve en la precisión de ha­cer un milagro a distancia, realizándolo con sola su Palabra. A lo largo de su vida de taumaturgo no realizará más que dos milagros de este tipo (Le 7, 1-10 y Mt 15, 22-28). Jesús cura de ordinario mediante un contacto físico y silencioso, como si su Cuerpo poseyese una especie de fuerza vital particular, a veces incluso incontrolable (Me 5, 30; 6, 5). Generalmente, Jesús con­trola su poder de taumaturgo "tocando" a los enfermos (Mt 8, 3; 8, 15; 9, 25; 9, 29; Le 14, 4) o "imponiendo las manos" (Me 6, 5; 7, 32; 8, 23-25; Le 4, 40; 13, 13). Pero este gesto es todavía insuficiente para expresar que se acepta realmente la respon­sabilidad del acto ejecutado; por eso otros relatos de milagros se preocupan de hacer resaltar cómo Jesús acompaña su gesto sanador de una palabra (Mt 8, 3; Me 5, 41). La palabra expresa así claramente la intención de Cristo, mientras que el gesto la lleva a su expresión más completa.

En la curación del hijo del centurión, Jesús se limita a la Palabra, aludiendo probablemente al Sal 106/107, 20, en donde Dios "envía su Palabra para curar". De esa forma, el centurión reconocería implícitamente que Jesús viene de Dios, puesto que tiene a su disposición la Palabra misma de Dios, poderosa y eficaz (Sal 32/33, 6-9).

No será inútil recordar que el rito de la comunión se des­arrolla mientras los fieles afirman su fe con las mismas expre­siones del centurión: "Pero di tan solo una palabra..." La li­turgia cristiana se ha liberado al máximo del rito y de la magia para centrarse en torno a la "Palabra": la que resonó en el co­razón de Jesús en su Pascua, la que nos acompaña implícita­mente a lo largo de nuestra vida cristiana, la que, en fin, es expresada por el rito mediante su llamada a la fe y mediante la relación explícita con Cristo en que se sitúa el cristiano.

III. Ezequiel 47, Ezequiel acaba de describir al nuevo pueblo ele-1-3, 7-9, 12 gido, congregado desde las extremidades de la 1.a lectura tierra (Ez 34) y resucitado en todos sus ante-martes pasados (Ez 37), describiendo su renovación en

la santidad del corazón. Ahora pasa a describir el Templo, que será la fuente de esa santidad (Ez 40-44), y la nueva Tierra Santa, ofrecida al pueblo de los santos. Y en el

177 ASAMBLEA I I I . - 1 2

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centro de esa tierra: la roca del templo de Sión, de donde brota un río de agua viva y santificante2.

* # *

a) El agua viva que brotará de la roca de Sión (vv. 1-3) al final de los tiempos es la misma que brotó en el desierto (Núm 20, 1-8): las tradiciones judías querían, en efecto, que el monte Sión fuese la antigua roca del desierto, que había acompañado al pueblo en su Éxodo (cf. 1 Cor 10, 1-6). Ezequiel anuncia tiempos maravillosos en que esa roca abrevará de nuevo a los fieles de Yahvé (cf. Is 33, 16; Zac 14, 8). Sin duda hace alusión a los ritos de ablución que, durante la fiesta de los Tabernáculos, era el preludio profético de la efusión del agua viva prometida para los últimos tiempos.

b) El agua viva que brota de Sión transforma el desierto de Judá en un paraíso de árboles (vv. 7-9, 12; cf. Ez 36, 35; Is 43, 30). He ahí una dimensión original del pensamiento de Eze­quiel, que enlaza los temas del paraíso y de la plantación a los de la roca y del edificio (cf. Ap 21-22; Sal 91/92, 14). El torrente de agua viva que mana del templo se convierte en el nuevo río paradisíaco (Gen 2, 10).

De esta forma se descubre la clave de la vuelta del hombre al Paraíso; la economía del Templo y la comunicación de santi­dad que ahí se opera asegurarán la felicidad paradisíaca per­dida con la caída de Adán.

c) El agua viva no es solo fuente de vida paradisíaca, hace que surjan seres vivos del seno mismo de las aguas muertas (v. 9b). Tiene poder de resurrección, y como las aguas muertas son el símbolo del infierno, el agua viva es entonces capaz de arran­car a los muertos a su suerte desgraciada (cf. Ez 37). Pue­de pensarse que los evangelistas vieron la realización de esta profecía en la pesca milagrosa (Jn 21, 8-11), signo del poder de Dios que resucita a los miembros de su reino.

* * *

Este pasaje ocupa un lugar importante en el Evangelio de San Juan. Pasajes como Jn 7, 37; 21, 8-11; 19, 34, y Ap 21, 22-32 están evidentemente inspirados en él. Cristo resucitado es, en efecto, el centro del culto de la nueva humanidad; su santidad es de tal naturaleza que justifica a todos los hombres que co­mulgan con ella; su victoria sobre el pecado y sobre la muerte está a punto de hacerse tan definitiva que cualquier hombre puede estar seguro en sí mismo de resucitar y de estar justifi­cado de su pecado.

2 J . DANIÉLOU, "La Source du temple" , Cah. St. Jean Baptiste. 1965, páginas 253-64.

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IV. Juan 5, 1-3, 5-16 A partir del cap. 5, el cuarto Evangelio evangelio presenta, coincidiendo con una nueva fase martes de la vida de Jesús, una nueva elaboración

cristológica. Ya no se tratará del Mesías, sino más bien del Hijo del hombre y del enviado del Padre. Se hablará menos de los "signos" mesiánicos que de las "obras" realizadas por el enviado del Padre.

Los judíos están siempre pidiendo signos divinos y esperan a un Mesías, mientras que Jesús propone obras humanas y no reivindica otros títulos que el de Hijo del hombre. Además, los milagros de Jesús no son signos fácilmente legibles; conducen, en efecto, al misterio de la personalidad de Jesús, pero también es verdad que sitúan frente a El a quienes se niegan a conocerle y preparan su asesinato.

El pasaje que se lee hoy en la liturgia inaugura esa sección nueva del Evangelio. Aquí nos encontramos con la forma siste­mática con que Juan cuenta un milagro: el marco y la ocasión (vv. 1-4), la situación desesperada del interesado (v. 5), la pa­labra eficaz de Jesús (vv. 6-8), la reacción de los creyentes y la de los incrédulos (vv. 9-15) y el comentario explicativo (vv. 16-18) que trata de profundizar en la personalidad de Jesús.

* * *

a) La piscina en que Jesús realiza su primera "tarea" de enviado de Dios estaba, sin duda, edificada sobre una fuente de aguas medicinales en el barrio norte de Jerusalén.

El enfermo se encuentra desesperado porque lleva treinta y ocho años esperando su curación. Juan recoge con cierta predi­lección otros casos no menos desesperados—Lázaro enterrado desde hacía cuatro días y el ciego de nacimiento—para destacar mejor el poder de Dios por encima de los límites humanos de lo posible.

El agua de la fuente es desposeída de sus valores curativos: la persona misma del Hombre-Dios será en adelante el único depositario eficaz de la vitalidad del agua viva.

b) ¡Pero Jesús realizó esta tarea un día de sábado! Los ju­díos atribuían a la observancia de ese día un valor absoluto (Jer 17, 21; Neh 13, 15-22; Ex 31, 12-17; Núm 15, 32-36) y andan al acecho de cualquier transgresión. Jesús no critica esta legis­lación, pero afirma su propia autoridad (v. 17; cf. Mt 12, 8), orientando así automáticamente a su auditorio hacia el misterio de su personalidad (v. 18).

Para un creyente, la argumentación de Jesús lleva, necesa­riamente, al misterio de su Persona: solo Dios, en efecto, está por encima del sábado; ahora bien: Jesús hace lo que solo Dios

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es capaz de hacer. Los judíos estimaban que Dios no trabajaba el sábado en la creación del mundo (cf. Gen 2, 2), pero que no interrumpía por eso su actividad de Juez. Pues bien: Jesús pre­senta la curación del paralítico como un acto de juicio (v. 14); por consiguiente, se asocia a la obra de justicia de Dios en el mundo, que se realiza el sábado lo mismo que los demás días. La curación que opera Jesús deriva de su actividad judicial y no cae, por tanto, bajo la legislación del sábado.

» • *

El milagro de la piscina de Betzaba es milagro desde un do­ble punto de vista: viola las regias de la naturaleza y también las de la ley de Moisés. Cierto que se puede poner en tela de juicio el contenido realmente milagroso de ciertas acciones de Jesús: lo que no se puede negar, sin embargo, son las intencio­nes que Jesús manifiesta en esas acciones.

Quiere llegarse hasta sus hermanos más desafortunados y proporcionarles la salud y la salvación. Pero no puede lograr esa comunión con los pobres, sino recibiéndola como un don de Dios, como un acto de su poder.

Ahora bien: para Jesús ese poder de Dios no es un principio metafísico que explicaría el mundo y sus fenómenos. Nunca hará una demostración de esa omnipotencia. Al contrario, ope­ra más bien milagros para manifestar un poder divino, concre­to, ligado a una acción bien definida, vinculado a una existencia humana concreta en la que trata de hacer que nazca la fe. El Dios de los milagros de Jesús no es el Dios de las reglas de la naturaleza tal cual las formula la filosofía, sino, por el contra­rio, un Dios que "yo" percibo desde el momento en que estoy dispuesto a creer. El poder de Dios en el milagro no es un hecho general con el que siempre podré contar, sino el acto gratuito de una persona que, en un momento libremente elegido, coin­cide con mi andadura personal.

Y el Dios de los milagros no es tampoco el Dios de la ley, que lo hubiera ordenado todo y meticulosamente regulado todo. La obediencia que exige no es la que se debe a lo prefabricado, sino la que descansa sobre la voluntad libre y personal de Dios y trata de hacer lo que le place.

Cuando Jesús hace sus milagros quiere hacernos comprender que nuestra vida no se apoya tan solo en una causalidad natu­ral o una ordenanza legislativa, sino que brota de una causali­dad más profunda que no posee el Dios de los filósofos y de los juristas y que no puede encontrarse más que en la gratuidad de la decisión y de la fe.

La fe en el milagro nos permite liberarnos de la ley de la necesidad y de la necesidad de la ley para poder descansar en

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la voluntad libre de las personas que se encuentran: Dios y el creyente. Así, vivir la naturaleza como creyente es recibirla cada vez de una persona: es vivir la comunión con Dios en el seno mismo del pretendido determinismo de las cosas profanas.

V. Isaías 49, 8-15 El profeta describe la vuelta del destierro 1.a lectura como una réplica del antiguo éxodo de miércoles Egipto.

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a) Dios invita a los prisioneros a salir de sus tinieblas (ver­sículo 9). El camino del regreso comienza a dibujarse ante ellos, rodeado de pastos; hasta los montes desnudos y los lugares de­siertos se convierten en fuentes y prados: el milagro del Éxodo se renueva para los salvados (vv. 10-11). Las montañas que aclamaban al pueblo a su salida de Egipto (Sal 113/114) le acla­man ahora a su vuelta del destierro (v. 13); y esa vuelta es obra del amor indefectible de Dios para con su pueblo (Os 11, 8; Is 54, 8).

b) El futuro que el Segundo Isaías pinta a sus contempo­ráneos debe hacerse en términos simbólicos para ser compren­dido por ellos sin despertar las sospechas del enemigo. El tema de la vuelta al desierto tenía esa ventaja, y también la tiene el del hijo que vuelve a recuperar el amor de su madre: ¿qué pagano desconocedor de la Escritura podía descubrir en esta imagen el anuncio de una nueva alianza? Por el contrario, el hebreo que ha leído las actos de repudio de Dios a su esposa y a sus hijos, en el profeta Oseas, por ejemplo (Os 2, 4-15), y el anuncio de que el castigo sería temporal (Os 2, 16-25), no podía leer este texto y otros más (Is 47, 1-3, 8; 49, 17-22; 50, 1; 51, 17-52; 2; 54, 1-5) sin cantar la fidelidad del amor de Dios para con su pueblo y sin penetrar en el secreto de ese misterioso amor ofrecido a un ser que nunca es digno de El.

VI. Juan 5, 17-30 Esta lectura forma parte de un discurso evangelio (Jn 5, 14-47) destinado a mostrar que el Pa-miércoles dre ha dado realmente a Jesús el poder de

transmitir la vida divina a los hombres.

El mensaje de Moisés era considerado como Palabra de vida, pero se trataba allí de vida terrestre, limitada a los años de la existencia humana (Dt 4, 1; 8, 1; 30, 15-20; 32, 46-47). Sin em-

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bargo, algunos judíos estimaban ya que esa vida prometida por la ley sería eterna (Le 10, 28; Jn 5, 39-40).

Jesús atribuye a su propia palabra ese derecho y ese poder de dar la vida divina (Jn 5, 24; cf. Jn 12, 47-50). En otras pala­bras: quien pone en práctica su mensaje de amor fraterno no puede conseguirlo si no es aceptando ese amor como un don de Dios. Por tanto, Jesús concede la vida divina predicando el amor. La concede en dos momentos que constituyen una sola y misma hora (v. 25): el momento presente, en el que quienes se encuen­tran dominados por la muerte del pecado escuchan el mensaje, se convierten y entran en la vida (v. 25), y el momento futuro de la resurrección de los muertos (v. 28; cf. Mt 22, 29-32), en el que todo quedará explícito; el primero condiciona al segundo (v. 29).

Concediendo la vida a los pecadores mediante la proclama­ción de su Palabra, Cristo prepara, pues, la resurrección final de los muertos. Por eso Juan le atribuye el título de Hijo del hom­bre (Dan 7, 13), reservado a aquel que debía abrir la puerta a la vida definitiva mediante el juicio. Pero el Hijo del hombre debía juzgar y condenar a los pecadores; Cristo, por su parte, tiene poder para darles la vida.

Creer en la resurrección de los cuerpos implica, ya desde aho­ra, la fe y la conversión.

• « #

La palabra de Cristo procede, pues, de Dios y trae consigo la vida divina. Dios se revela a través de la Palabra de Cristo; como toda persona, se manifiesta a través de su lenguaje. Y se manifiesta porque así lo desea: toda palabra, en efecto, es fruto de la iniciativa libre de la persona; y siempre es gracia y don, aun cuando sea la simple palabra humana.

Pero una vez que la persona—divina o humana—ha decidido revelarse por medio de la palabra, es preciso que esa palabra sea palabra para su interlocutor. Para que la persona se revele es preciso que su lenguaje utilice las palabras nacidas de la ex­periencia del interlocutor. Por eso Dios habla de "Padre", de "felicidad", de "reino", porque estas palabras tenían resonan­cias muy concretas para su auditorio. Dios no puede decirse al hombre sino partiendo de un lenguaje procedente de la expe­riencia humana: de lo contrario, su palabra sería simple tañido de campanas.

Hay que ir más lejos aún: la experiencia humana no está a disposición de Dios como un diccionario de donde podría sacar expresiones y ejemplos, como si la Palabra de Dios pudiera to­mar prestado nuestro vocabulario y quedar al margen de nues­tra experiencia vivencial. Al hablarnos, Dios nos toma prestado

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algo más que nuestro vocabulario, aprovecha también el sen-jtido de nuestras experiencias de vida, vive esas experiencias y «us limitaciones en Jesucristo. Su Palabra es Palabra de vida pn la medida misma en que descubre el interior de la compleja dignificación de nuestras actitudes, de nuestra vida.

/ Por tanto, la Palabra de Dios carece de sentido si no refleja él sentido de las experiencias humanas; así, la Palabra de la Iglesia resulta vacía si la propagación del Evangelio no toma en consideración el logro de objetivos terrestres y profanos; así, la celebración eucarística no es más que una ceremonia si no en­globa en su acción de gracias el compromiso profano de los hombres.

VII. Éxodo 32, 7-14 Reseña de las reacciones de Moisés ante 1.a lectura Dios después del incidente del becerro de jueves oro. Moisés se imagina a Dios denuncian­

do la prevaricación de un pueblo duro de mollera y determinado a terminar de una vez con los hebreos, lo que no obstaba para que estableciera nueva alianza con otro pueblo del que Moisés sería de nuevo el patriarca (v. 10).

• • •

No obstante el honor que para él significaba la propuesta hecha por Dios de constituir un pueblo nuevo, Moisés la rechaza: la promesa de Dios, formulada de una vez para siempre, no puede modificarse, cualquiera sea el estado del pueblo bene­ficiario de ella.

Es indiscutible que la figura de Moisés sale engrandecida de este episodio. Se le tienta para comenzar de nuevo partiendo de cero, y prefiere silenciar sus posibilidades personales y consti­tuirse en intercesor del pueblo ante Dios, sometiéndolo todo, junto con su confianza inquebrantable, a la realización de la promesa divina para el mayor bien del pueblo (Gen 15, 5; 22, 16-17; 35, 11-12).

La oración desinteresada de Moisés se hará, por otro lado, acreedora al reconocimiento del pueblo, que verá en su persona el ideal del mediador y del intercesor (Jer 15, 1; Sal 98/99, 6; 105/106, 23; Eclo 45, 3), papel que ya desempeñó cuando las pla­gas de Egipto (Ex 5, 22-23; 8, 4; 9, 28; 10, 17) y que siguió desem­peñando a lo largo de la agitada permanencia del pueblo en el desierto (Ex 5, 22-23; 32, 11-32; Núm 14, 13-19; 16, 22; Dt 9, 25-29).

Este concepto del mediador nace espontáneamente en un con­texto en que el pueblo se encuentra fatalmente pecador y débil

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frente a un Dios poderoso y severo. Entonces, el pueblo delega fácilmente, para hablar con Dios, en quien se le presenta como el mas justo, revestido de poderes divinos.

Este concepto de mediador se enriquece en este relato cori un punto de vista nuevo y absolutamente decisivo: Dios no re i conoce como intercesor habilitado ante El más que a quien sé desposa con la humanidad y se solidariza totalmente con ella, cualquiera sea su pecado. No se trata de concebir un ser inter­mediario cuya principal característica sería tan solo la de per­tenecer a las esferas celestes, sino mejor encontrar a alguien perfectamente entregado a los hombres.

Para Dios, el interlocutor válido no es el "justo" en el sen­tido legalista de la palabra, sino quien se entrega totalmente al servicio del pueblo, corriendo el riesgo de perderse con él si es preciso. Dios está mejor representado cerca de los hombres por un servidor que se desprende de todo por ellos, mejor sin duda que por un testigo vengador de su poder y de su santidad.

VIII. Juan 5, 31-47 La curación del paralítico de Jerusalén evangelio (Jn 5, 1-15) desencadena una violenta opo-jueves sición entre Jesús y los doctores de la ley,

oposición que Juan nos describe en forma de proceso. El expediente queda formulado en los vv. 16-18 y Jesús monta su defensa personal en los vv. 19-30. A partir del v. 31 desfilan los testigos (vv. 31-40) antes que se pronuncie la requisitoria (vv. 41-47) 3.

* * *

a) Jesús está solo para defenderse; el caso es que la juris­prudencia judía exige "dos o tres" testigos para que el tribunal acepte una declaración (v. 31). Jesús tiene que presentar, por tanto, sus testigos. El primero de ellos es el Padre (v. 32; cf. Jn 5, 37; 8, 18). Pero el único que puede decir que su testimonio es verídico es Jesús (he aquí, pues, que insensiblemente pasa de la situación de acusado a la de juez). El segundo testigo es Juan Bautista (vv. 33-36), pero la declaración de este último es débil, como reconoce el mismo Jesús (ef. Jn 1, 19-28): no es él la luz, sino solo la lámpara, su testimonio no es de primera mano. Fi­nalmente, el tercer testigo exigido es la Escritura (v. 39; cf. Rom 7, 10), que habla ciertamente de Jesús, pero su testimonio es igualmente débil porque no da lo que promete.

Por consiguiente, hay que volver al único testimonio real­mente decisivo: el del Padre (vv. 36-38), testimonio que, por

3 H. VANDENBUSSCHE, Jean, Brujas, 1967, págs. 218-39.

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otra parte, se verifica en las "obras" y los milagros que Jesús realiza en dependencia del Padre.

b) Por el hecho de estimar El mismo el valor y el alcance de los distintos testimonios que pueden servirle, Jesús ha pasado insensiblemente a constituirse en juez. Ya le tenemos ahora perfectamente en su sitio en la presidencia del tribunal y pro­nunciando El mismo la sentencia contra sus acusadores (ver­sículos 41-47). Jesús no aprovecha la ocasión para ganarse una gloria personal: no se constituye en parte civil, sino que trata cíe reivindicar la gloria de su Padre, afectada por el desprecio con que los judíos miran sus obras.

Esta sentencia no se pronuncia hasta haber escuchado el alegato del mismo Moisés (vv. 45-47), el mismo justamente de donde los acusadores pensaban sacar sus mejores argumentos (cf. Dt 31, 19-27). Jesús ha violado la ley, pero la ley no se le­vanta contra El, sino contra sus propios acusadores.

» * »

Jesús se ha incorporado a una humanidad completamente paralizada: en efecto, todo hombre está alienado en un terreno o en otro. Este pobre aplastado con una economía de beneficio, aquel ciego privado del conocimiento que podría apoyarle, aquel paralítico a quien la sociedad niega los medios para desarro­llarse, aquel hombre postergado y despreciado allí donde solo el amor podría reconocer su dignidad.

Jesús ha conocido esa humanidad miserable; El mismo ha compartido la alienación del desprecio y de la persecución: ha querido edificar una humanidad en la que la dignidad de la persona sea respetada en el amor. El resultado de esa revolución es la cantidad de milagros realizados por Jesús para hacer a sus hermanos más felices y al mundo más habitable.

Pero fue necesario que Jesús acudiera a los milagros para realizar su designio. En otras palabras: su ideal de comunión interpersonal carece de medios para realizarse si esos medios no son vividos como don de Dios. La humanidad no alcanzará un estatuto nuevo sino a base de las "obras" realizadas, pero al mismo tiempo concedidas; realizadas por el hombre, pero al mis­mo tiempo concedidas por el Padre.

IX. Sabiduría Los judíos del segundo siglo soñaban aún con 2, 1, 12-22 una restauración política por un Mesías o un 1.a lectura Hijo del hombre caído de las nubes (es decir, viernes del mundo celestial) para arrancarlos a la

mordaza de las naciones paganas. Las previ­siones apocalípticas de Daniel les infundían ánimos por cuanto

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renovaban esas esperanzas. Pero las condiciones habían cam­biado sensiblemente en el siglo siguiente, en el momento en que el autor de la Sabiduría publica su obra: la integridad política del pueblo queda relegada ad calendas graecas y su indepen­dencia religiosa misma queda en tela de juicio.

* • •

Efectivamente, el justo que, en la diáspora de aquellos tiem­pos, reivindica la elección de Dios y pretende tener conocimiento de El (v. 13), hasta el punto de decirse hijo de Dios (vv. 13, 16, 18), es objeto de la crítica y de la mofa de los demás hombres (vv. 12, 14-15).

Esta crítica adoptaba un carácter bastante despectivo: ¿cómo los griegos, filósofos y sabios, hubieran podido admitir la pre­tensión de los judíos, incultos en su mayoría, de poseer la sa­biduría y el conocimiento del Dios indescriptible? Los judíos eran "excéntricos" (v. 15) por sus costumbres alimentarias y li­túrgicas. Pero su creencia era la principal causa de escándalo: la retribución de los justos por parte de Dios (v. 16) y sobre todo la alianza que coloca aparte al pueblo elegido por Dios para una filiación espiritual y un conocimiento particular, constituyen otros tantos motivos de ridículo en el mundo pagano.

* * *

Este pasaje, referido principalmente a la situación de los ju­díos de Alejandría, corresponde de manera bastante extraordi­naria a la vida de Jesús. También El se considera Hijo de Dios (Jn 5, 16-18; Mt 27, 43) y depositario de un conocimiento de que no gozan los más sabios de entre los escribas (Jn 8, 55). También El ha sufrido el rechazo y los sarcasmos de los hombres (Mt 27, 39-44) y ha sido un reproche viviente para sus compatriotas (Mt 26, 3-4, 23). Y también El, finalmente, ha sido condenado a muerte para comprobar la promesa de ayuda que Dios le ha hecho.

X. Juan 7, 1-2, 25-30 Juan se hace aquí eco, a su manera, de evangelio una escena que debió de ser frecuente en viernes la vida de Jesús, siempre que su ense­

ñanza "de autoridad" se enfrentaba con la enseñanza libresca de los escribas y de los doctores de la ley (Me 1, 22; 6, 2; Mt 22, 22; Le 4, 22).

* * *

Pero Juan apura más sus reflexiones que los sinópticos. Si

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Jesús posee una ciencia que penetra más profundamente en el corazón del hombre que la de los escribas es porque ha sustituido el conocimiento técnico de las Escrituras por el conocimiento directo del Padre (Jn 3, 12; 5, 24; 6, 45). Para Cristo, la Palabra de Dios no es ante todo la que se contiene en las Escrituras, sino la que escucha directamente en su vida. Para los fariseos, Jesús pertenece al común del pueblo, que no conoce la ley (Jn 7, 49); en realidad se sitúa en un plano en el que no pueden acom­pañarle, que es el del enviado del Padre, en estrecha comunión con El. Los escribas, condicionados en este punto por la exégesis, no reconocen ya la presencia de Dios en el acontecimiento, de manera especial en Jesús.

La expresión "gritó" que designa, en el v. 28, la enseñanza de Cristo es muy significativa. No se grita cuando se comenta un texto; la expresión se refiere evidentemente a una procla­mación de tipo profético (cf. Jn 7, 28, 37; 12, 44) encargado de reflejar la autoridad de Jesús, adquirida en la comunión con su Padre

XI. Jeremías 11, 18-20 El profeta Jeremías parece haber esta-1.a lectura do profundamente afectado por una psi-sábado cología depresiva. Ya al comienzo del

reinado de Joaquim, una violenta requi­sitoria contra el culto de un templo le arrastró a un proceso por sacrilegio del que salió limpio (Jer 26, 24), aunque profunda­mente afectado. Entonces, frente a su destino, Jeremías com­puso sus "confesiones", género nuevo en Israel, eco de los dra­mas provocados por el llamamiento de Dios a su alma delicada (Jer 16, 1-13; etc.). La lectura litúrgica de este día no es más que una brevísima muestra de esas confesiones autobiográficas en las que el profeta maldice el día de su nacimiento y compara el llamamiento de Dios con una provocación seductora.

Pero sería un error no ver en estas confesiones más que la expresión de un alma deprimida. No porque las "confesiones" (como también muchos salmos) estén redactadas en la primera persona de singular han de ser interpretadas tan solo de ma­nera individualista. El "Yo" es, en efecto, habitual en las ora­ciones colectivas del pueblo4, sobre todo allí donde la asamblea litúrgica adquiere conciencia de su papel de mediación entre Dios y el pueblo. Jeremías adopta, pues, en sus confesiones una actitud litúrgica: después de haber proclamado al pueblo la vo­luntad de Dios, se sitúa por encima de su caso personal y se

4 H. REVENTLOW, Liturgie und prophetisches Ich bei Jeremía, Jütersloh, 1963.

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vuelve hacia Dios para formular una oración de intercesión y describir, en forma de lamentación, la miseria de Israel.

a) Las persecuciones contra el profeta fueron abundantes (versículo 18; cf. 12, 3-6; etc.). Los sabios de entonces estiman que la muerte de un profeta no es perjudicial al pueblo, ya que siempre quedarán suficientes "palabras de Dios" gracias a la presencia de los sacerdotes y de los sabios, sin que haya que re­currir necesariamente a la de Jeremías.

b) La reflexión del profeta le lleva a la oración. Esta queda radicalmente marcada por el deseo de venganza (v. 19; cf. Jer 20, 12), característica frecuente de las oraciones judías de en­tonces (Sal 5, 11; 10, 15; 30/31, 18; 53/54, 7; etc.). Este senti­miento es comprensible en una religión que se basa en la re tr i ­bución temporal (cf. Sab 2, 10-3, 12). Solo el Nuevo Testamento podrá superar esta manera de ver las cosas (Mt 5, 43-48).

c) La reflexión del profeta en torno a su suerte le lleva igual­mente a proponer algunas imágenes que se convertirán en los rasgos característicos del retrato del Siervo paciente: aquí el tema del complot (vv. 18-19; cf. Is 53, 8-10; Act 4, 25-28; Jn 11, 47-54) y en otra par te el del cordero conducido al matadero (Jer 11, 18-19; cf. Is 53, 7; Act 8, 32-35).

d) Pero el tema más original del pensamiento de Jeremías se refiere a la seducción de que Dios h a dado muestras respecto a él. La mayoría de los relatos de vocación subrayan la decep­ción de quienes han recibido la misma l lamada: tentación de abandono en Moisés (Ex 32), desaliento de Elias (1 Re 19), de­cepción de Jonás (Jon 4), depresión de Jeremías (Jer 20), etc. De manera particular resulta penoso sentirse excluido de una comunidad por haber recordado determinadas exigencias o dado testimonio de su existencia espiritual. Los titubeos del profeta frente a su misión (Jer 20, 10-11) y sus exigencias son igualmen­te los del pueblo, indeciso y confuso ante su vocación (Jer 20, 9), una vocación, que, sin embargo, no es auténtica sino en la me­dida en que pulsa el nexo entre la voluntad personal y la de Dios; en la medida en que calibra, has ta llegar a cierto desequi­librio psicológico o a cierta crisis de la fe, la distancia insupe­rable que separa al hombre del verdadero Dios.

El drama vivido por el profeta es, pues, vistas las cosas en conjunto, la necesaria repercusión del misterio de Dios en la vida del hombre. Por supuesto que quien no tiene de Dios más que una idea o una definición no experimentará nunca el dra­ma de su encuentro y no tendrá que despojarse nunca de sí

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mismo y perderse para identificarse con la voluntad de Dios. ¿Cómo habría de poder Jesús, en quien se realizó el misterio del encuentro más radical entre Dios y el hombre, sustraerse a esa ley y no perderse totalmente?

Pero Dios, ni siquiera en su misterio fulgurante destruye la libertad del hombre: este último se deja "seducir": no se da sino a quien tiene el derecho a apoderarse de él. Ahí reside la razón de ser de la obediencia de Cristo en la cruz con la que la Eucaristía nos invita a identificarnos.

XII. Juan 7, 40-53 Jesús ha acudido a la fiesta de los Taber-evangelio náculos (Jn 7, 1-13) durante la cual se pre-sábado sentó como única fuente de agua viva (Jn

7, 37-39). Una afirmación pública de este tipo provoca inmediatamente reacciones y divisiones sobre las que versa el pasaje que se lee este día.

a) El público ignoraba que Jesús hubiera nacido en Belén y no veía en El más que a un extranjero procedente de esa Ga­lilea despreciable porque se mostraba acogedora para cualquiera (Act 2, 7; Mt 26, 69-73). El Libro de Rut que patrocinaba la co­laboración entre Israel y los paganos no había logrado imponer su punto de vista a los judíos, que consideraban a los galileos, una raza mezclada, como indignos de tomar par te en la res­tauración mesiánica (Jn 7, 52; Jn 1, 45-56).

b) La declaración de Cristo respecto a Sí mismo (vv. 37-39) causó impresión entre la multitud y muchos le tomaron por el profeta mesiánico (Dt 18, 15; Jn 1, 21). Pero inmediatamente, algunos de los asistentes, especialistas en exégesis, protestan con­t ra esa atribución: Jesús no satisface las condiciones requeridas, al menos por los datos que ellos t ienen (descendencia davídica, nacimiento en Belén, etc.: 2 Sam 7, 12; Sal 88/89, 4; Mía 5, 2). Otros de los asistentes van incluso más lejos y hablan de pren­der a Jesús por impostor (v. 44). Habrá que poner el asunto en manos del Sanedrín: ¿no es acaso la autoridad suprema y no reúne en su seno a los mejores especialistas de la exégesis? Pero, a excepción de Nicodemo (v. 51), ninguno de sus miembros es capaz de informarse con suficiente precisión sobre los oríge­nes humanos de Jesús (v. 52); ¿cómo es posible entonces pedir­les que se pronuncien en torno a su origen divino?

La ciencia no es capaz de conocer a Jesús; menos aún la opinión pública. ¿Cómo podrán conocer al Hijo de Dios?

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Esta discusión en torno a la personalidad de Jesús deriva de uno de los temas predilectos de San Juan, convencido de la imposibilidad de descubrir la persona humano-divina de Cristo, mientras todo se limita a discutir en torno a las Escrituras o en torno a los hechos y gestos del Señor. Solo la fe nos ayuda a conocer la personalidad de Cristo y a comprender su mensaje. Contentarse con la buena conciencia sin comprometer el fondo de uno mismo, reemplazar la teología por la apologética, la mo­ral por la casuística, la misión por la propaganda, hacer de la Iglesia un pueblo de puros, todo eso nubla tanto la personalidad de Jesucristo como las argucias de sus contemporáneos.

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QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

A. LA PALABRA

I. Ezequiel 37, 12-14 El profeta está desterrado en las orillas del 1.a lectura Kebar, frente a una vasta planicie. Dentro l.er ciclo de este marco enfoca el futuro de su pue­

blo. Es probable que el comienzo del relato de esta visión figure actualmente en Ez 3, 16a, 22-24a. Los ver­sículos 12-13 fueron añadidos después del destierro por un dis­cípulo de Ezequiel.

* * »

a) Ezequiel, contemplando la llanura que se extendía ante él, piensa en los osarios en donde los cadáveres de sus com­patriotas acaban de secarse al sol después de haber dejado su carne y sus visceras a la rapacidad de las aves del cielo. El uso metafórico de la palabra hueso, en el lenguaje bíblico, sig­nifica que las osamentas designan la parte más profunda del ser, la más resistente de los acontecimientos. Por consiguiente, es lo mejor del pueblo, lo esencial de su vida lo que está simbo­lizado aquí por las osamentas (v. 11; cf. Jer 8, 1-3).

El profeta anuncia, pues, al pueblo que todavía no se ha perdido y que, por parte de Dios, habrá una restauración na­cional comparable a una nueva creación que Dios no hará efec­tiva por Sí mismo, sino que confiará la responsabilidad al mi­nisterio profético. Es el soplo del profeta inspirado lo que ani­mará en adelante al hombre nuevo, soplo de Yahvé, como en Génesis 2, 7, pero convertido ahora en palabra profética y es­píritu nuevo (vv. 5-10).

Se trata, pues, de una restauración nacional, que se reali­zará a la manera de una creación: el profeta insuflará en el corazón de los hombres nuevos el espíritu de una nueva alian­za y la fuerza de amoldarse a ella (cf. Ez 11, 14-20).

b) Un discípulo de Ezequiel, inspirado en Is 26, 19, ha aña­dido dos versículos que transforman el pasaje en una profecía

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de la resurrección de los cuerpos (vv. 12-13). Con eso ha que­rido significar que la restauración nacional quedaría tal vez desplazada hasta los últimos tiempos, y que, de todas formas, los hebreos muertos antes de esa época resucitarán para su­marse a la felicidad de sus descendientes. Esta glosa ha orien­tado no solo la interpretación ulterior de Ez 37, sino también la redacción de varios pasajes del Nuevo Testamento: Ap 11, 11; Mt 27, 51-54; Jn 5, 28 y quizá algunos más1 .

* * *

El cristiano cree en la resurrección de los cuerpos, pero ha desechado las falsas ideas del estilo de la reanimación del ca­dáver o reconstrucción misteriosa de complejos celulares: cuan­do Ezequiel se sirve de imágenes de este tipo lo hace en un sen­tido absolutamente simbólico, y cuando su discípulo habla de resurrección prescinde ya de imágenes tan realistas.

Eso no obstante, este pasaje de Ezequiel es importante para la fe cristiana en la medida en que afirma que la corporeidad del hombre es un elemento directamente afectado por la beati­tud eterna. En esto se aparta claramente de los griegos, para quienes esa beatitud solo pueae ser espiritual, la del alma des­prendida de la ganga del cuerpo.

La fe cristiana coincide con la fe de Ez 34: la felicidad ce­lestial se vive con el cuerpo. ¿No falla en este punto la enseñan­za oficial? Comúnmente se afirma que, en el momento de la muerte, el alma vive separada del cuerpo hasta la resurrección general. ¿Ha sido realmente afortunado el influjo del pensamien­to griego en esta cuestión? Porque, aun reconociendo que la suerte de cada uno está ligada al destino colectivo de la huma­nidad, ¿no se puede pensar con todo derecho que una separa­ción radical del alma y del cuerpo constituiría de hecho una destrucción del "yo"? El hombre no puede prescindir de un "lu­gar" en que se manifieste el espíritu y a través del cual comu­nique con otro. En todo caso es necesario que la reflexión teoló­gica profundice más aún en el dogma de la resurrección de los cuerpos y se pregunte qué es lo que sucede con el hombre en el momento de la muerte. ¿Cómo el hombre podría conseguir una auténtica libertad sin que su humanidad esté servida por una corporeidad espiritual capaz de comunicar universalmente?

1 J. GRASSI, "Ézéchiel 37,'1-4 and the New Testament", N. T. St., 1964 1965, págs. 162-64.

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II. Jeremías 31, 31-34 Si este pasaje e» HüeT'pTblelá Jeremías, 1.a lectura señala el apogeo de su reflexión, ya que 2p ciclo el Antiguo Testamento no formulará

nunca un texto de tal envergadura. Será ampliamente utilizado por Jesús, Pablo y el autor de la carta a los hebreos, tanto para definir la Eucaristía como para precisar la posición original del cristianismo frente al antiguo Israel 2.

# # #

En la antigua alianza pactada en el Sinaí (v. 32), la ley de Dios aparece esencialmente como exterior al hombre. La refor­ma deuteronómica ya había adquirido conciencia de la nece­sidad de una ley interior (Dt 6, 6, 11, 18; 30, 14), pero esa inte­riorización era fruto de un esfuerzo del hombre, de una asimi­lación progresiva de la ley exterior. Este pasaje de Jeremías va mucho más lejos al señalar que esa ley interna es don de Dios. No hay en él nada que quiera significar que elimina toda ley externa; las estrechas relaciones del profeta con la reforma deuteronómica nos confirman de lo contrario; lo que sí subra­ya es la necesidad de una moral que no se apoya únicamente ni sobre la presión de una ley exterior ni sobre el esfuerzo huma­no, sino sobre la comunión con Dios en el plano del yo más profundo.

¿Cómo ha llegado Jeremías a ese concepto de la ley de Dios inscrita en los corazones? Según él, Dios registra los corazones y los ríñones en el sentido de que está presente en el interior de nuestros pensamientos (corazón) y de nuestras pasiones (rí­ñones) (Jer 11, 20; 12, 3; 17, 10; 20, 12). En todo caso, Yahvé no acepta hombres en su presencia sino tras haber sometido a prueba los corazones y los ríñones.

El efecto beneficioso de esa presencia de Dios en el corazón del hombre será la flexibilización de la dureza del corazón (Jer 3, 17; 7, 24; 9, 13; 11, 8; 18, 12; 23, 17) y la unión íntima entre Yahvé y su pueblo (v. 33) que Jeremías describe sirviéndose de una imagen conyugal: "serán mi pueblo y Yo seré su Dios" (Jer 7, 23; 11, 4; 24, 7; 30, 22; 31, 1; 32, 18).

* * #

La alianza es la última cosa cuya renovación ha podido ima­ginarse el Antiguo Testamento. Admitía fácilmente una nueva Jerusalén, un nuevo templo, un nuevo rey..., pero la alianza pa­recía tan definitiva que no se pensaba en la posibilidad de su renovación. El Nuevo Testamento aludirá frecuentemente a esa nueva alianza; Jesús la tiene presente ante sus ojos (1 Cor 11,

a J. COPPENS, "La Nouvelle Alliance en Jérémie 31, 31-34", Cath. Bibl. Quart., 1963, págs. 12-21.

ASAMBLEA I I I . - 1 3

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25) cuando celebra la Cena (cf. también 2 Cor 3, 1-2; Gal 4, 21; Heb 8, 6-10). Pero no puede decirse que el Nuevo Testamento se sirva de esta expresión para condenar al Antiguo. De hecho se trata de un solo y único acto de misericordia divina: la nueva alianza confiere lo que la antigua había prometido.

III. Isaías 43, 16-21 Este breve poema del Segundo Isaías en-1.a lectura caja perfectamente en el plan general del 3.er ciclo Libro de la Consolación: dar ánimos al

pueblo descorazonado abriéndole horizon­tes de cara el futuro.

* * *

¿Cómo un profeta que cree en la unicidad de Dios como el Segundo Isaías, y consiguientemente en la unidad de la historia que El dirige, puede anunciar el futuro sino refiriéndose al pa­sado? No se trata de sostener que la historia es un continuo volver a empezar (cf. v. 19), sino más bien que todo aconteci­miento, cualquiera que sea, tanto del pasado como del futuro, revela la huella de un solo y mismo Dios, y consiguientemente de una sola y misma voluntad de liberación.

Dentro de esta línea, el profeta describe el futuro del pueblo y especialmente la vuelta del destierro en forma de un nuevo Éxodo (vv. 16-19), que se desarrolla dentro de un clima para­disíaco en que la paz y la armonía de todas las cosas contribu­yen a hacer esa vuelta más extraordinaria aún (v. 20).

* * #

Cuando el profeta presenta el regreso próximo del destierro como un nuevo Éxodo lo hace obedeciendo a una necesidad de "estilización" que radica en lo más profundo de la conciencia humana. Si solo se le tomara en consideración basados en su singularidad, un "acontecimiento" sería propiamente hablando insignificante. Para comprenderlo, el hombre relaciona el su­ceso inmediato—en este caso la vuelta del destierro—a un acon­tecimiento mítico o histórico en el que se encuentra como con­centrada la significación de su destino individual y colectivo —aquí el Éxodo de Egipto 3.

Para el cristiano, la intervención de Jesús en la Historia des­empeñaría ese papel de acontecimiento primordial. El pueblo de Dios está continuamente leyendo su propia historia con refe­rencia a ese acontecimiento primordial. Jesús es el Hombre. Su

a Véase F. DUMONT, Le Lieu de l'homme. La Culture comme distance et mémoire, Montreal, 1968.

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muerte y su vida dominan nuestra muerte y nuestra vida hasta el punto de darles un sentido (Jn 11, 1-45). Nuestros sufrimien­tos complementan lo que ya estaba encerrado en los suyos (FU 3, 8-14).

IV. Romanos 8, 8-11 El final del pasaje anterior (Rom 8, 4) in-2.a lectura troducía en la descripción de la vida cris-l.eT ciclo tiana una contraposición entre "carne" y

"Espíritu", que será uno de los temas li­terarios más frecuentes de la obra de San Pablo (Gal 5, 16-24, etcétera).

Los versículos que hoy se leen en la liturgia tienen como finalidad aclarar el pensamiento de Pablo en torno a esta opo­sición carne-Espíritu.

La carne designa el proceder que el hombre elige en su preocupación de autosuficiencia, sin referencia a esa ayuda par­ticular de Dios, que es el Espíritu. La ley, aun cuando proce­da de Dios, puede pertenecer al orden de la carne cuando el hombre desnaturaliza su observancia hasta el punto de hacer de ella un medio para presentarse ante Dios con títulos y mé­ritos. "Vivir en la carne" es, pues, querer esa misma autarquía que constituyó el fracaso de Adán y de los que se limitan exclu­sivamente a la observancia de la ley: eso es entregarse a la muerte (es decir, al aislamiento respecto a Dios y a su vida escatológica). "Vivir en el Espíritu" es aceptar que "mora" en nosotros, es decir, que nuestro ser esté abierto a la comunión con Dios, para ser conducido por El a la vida y a la paz. Si mora en nosotros, lo hace como señor (tema de la autoridad en los w . 7-9), aun cuando aparentemente sea huésped de un cuerpo muerto (v. 10), como ya lo fue en Jesús puesto en el sepulcro.

V. Hebreos 5, 7-10 A los cristianos desconcertados por efecto 2.a lectura de los acontecimientos que viven y que se 2P ciclo preguntan a qué sacerdote han de confiar­

se, el autor de la carta les presenta a Cris­to como el único sumo sacerdote a quien andan buscando y les hace asistir, en cierto moSq, a la instauración del nuevo y defi­nitivo sacerdocio. ^

# # *

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El nuevo sumo sacerdote reúne todas las condiciones requeri­das para su consagración. Si no puede reclamar la herencia, a la manera de los descendientes de Aarón, es porque pertenece al sacerdocio según el orden de Melquisedec (vv. 5-6).

Primera condición para ser sumo sacerdote: haber salido de entre los hombres, puesto que tiene que representarlos delante de Dios. Esta exigencia la ha cumplido Jesús perfectamente "a lo largo de los días de su carne", en la imperfección y la miseria de su vida terrestre, mediante la obediencia y la oración del Sier­vo doliente (vv. 7-8; cf. Mt 27, 46, 50; FU 2, 6-8). Ha reali­zado así el ideal del sacrificio unido a la obediencia, tal como la definían los profetas (1 Sam 15, 22-25; Am 5, 21-25; Sal 39/40, 7-9).

Segunda condición para el sacerdocio: ser elegido por Dios. Es absolutamente necesaria la obligación de recibir de Dios su carisma, ya que, de lo contrario, el sacerdote no sería mediador (versículo 4). Ahora bien: este reconocimiento divino del sumo sacerdote Jesús se produjo, para el autor, en el momento en que Cristo resucitado se convirtió en principio de salvación para to­dos, en nombre de Dios (vv. 9-10), tal como prometían las pro­fecías del Siervo doliente (Is 52, 14). De esta forma, el sacerdo­cio de Cristo coincide con su entrada en la gloria (vv. 5-6); se t r a t a de un sacerdocio eterno que se sitúa en el cielo y que con­siste en hacer que entren a formar parte de la vida divina to­dos los hombres que se someten a su influjo.

VI. Filipenses 3, 8-14 El cap. 3 de la carta a los filipenses en-2." lectura caja bastante mal con el contexto, y los 3.a" ciclo exegetas que ven en esta carta un con­

glomerado de distintas misivas de Pablo a Filipos encuentran aquí su principal argumento.

En este capítulo dedicado a los herejes salidos del judeo-cris-tianismo (vv. 1-6) e influidos por el "perfeccionismo" gnóstico (versículos 12-15), Pablo hace de nuevo la apología de su mi­nisterio y de su vocación. Aparte algunos temas antiguos (com­párense los vv. 4-6 con 2 Cor 11, 21-22; el v. 9 con Rom 10, 3; 1, 17; Gal 2, 16), presenta varios temas nuevos part icularmente im­portantes.

a) Entre ellos: una comunión con los sufrimientos de Cris­to (v. 10) * que solo se comprende a la luz de los descubrimientos

4 B. M. AHERN, "The Fellowship of this Sufferings", Cath. Bibl. Quart., 1960, págs. 1-32.

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doctrinales que Pablo h a estado haciendo a lo largo de su vida. Sus primeras cartas y sus primeros discursos consideraban el sufrimiento desde el punto de vista escatológico como la mani ­festación de la prueba final que precedía a la aparición de los últimos tiempos y la entrada en el Reino (Act 14, 22; 1 Tes 1, 6; 3, 3-7; 2 Tes 1, 4-7; 2, 7). Los sufrimientos anuncian, por tanto, el regreso de Cristo y permiten a los discípulos imitar a su Maestro (1 Tes 1, 6; 2 Tes 2, 14-15). Se presentan así como la prueba que el Mesías debe soportar necesariamente para al­canzar su realeza y que todo el pueblo mesiánico debe soportar, a su vez, para tener acceso a su Reino (cf. Rom 8, 17-18).

Ya en 1 Cor 1-2 aparecía el sufrimiento, en particular la muerte de Cristo y, con ella, toda mortificación cristiana, como una ocasión para Dios de manifestar su poder sobre el mal. Pablo experimenta, sin embargo, la necesidad de justificar esa asociación entre la muerte de Cristo y la mortificación cristiana. Precisa, entre otros, en Rom 6, 3-11, que el bautismo hace de Cristo y del cristiano un solo cuerpo asociado en un solo y único paso de la muerte a la vida. Unido a Cristo, el cristiano le per­tenece también en razón de su cuerpo (1 Cor 6, 15; 10, 17; 12, 12-27; Gal 2, 20); por eso esos sufrimientos se convierten mís­ticamente en los de Cristo, especialmente cuando son provo­cados por la misión y el testimonio (2 Cor 1, 4-7; 4, 7-12; 5, 14-21; 13, 3-4).

Por consiguiente, cuando Pablo habla de la comunión con los sufrimientos de Cristo (v. 10), supone sabida toda esa teología, y si insiste en torno a esa "comunión" (Koinónia), es porque la carta a los filipenses presenta la unión de Cristo y de sus fieles dentro de un contexto de amor, que no aparece en los primeros escritos de Pablo.

b) Gracias a este conocimiento (v. 8) del sufrimiento pue­de afirmar Pablo que todas las ventajas conseguidas en el ju­daismo ya no significan nada para él (v. 7). Al negar de ahora en adelante todo valor a los sistemas intelectuales ofrecidos por la gnosis a sus adeptos, se hace eco de un viejo tema sapiencial (Sao 7, 7-14): los sabios contraponían ya su inteligencia de las cosas de Dios al seudoconocimiento del mundo. Este conoci­miento propugnado por Pablo no es, por otro lado, t an solo in­telectual, es una relación personal, una "comunión" con el po­der vital de Dios (v. 11). Ya el Antiguo Testamento había pre­sentado el conocimiento de Dios mucho más como una vida que como una teoría (Núm 16, 28; Jer 23, 16; Is 21, 10; Dt 18, 15-16). Pablo afirma que ese conocimiento es ahora participación en la vida del Resucitado y renovación de nuestra propia vida (vv. 11-12; Col 3, 5-11) 5.

5 Véase el tema doctrinal de la victoria sobre la muerte, en este mis­mo capítulo.

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c) Frente a esos cristianos orgullosos y pagados de perfec­cionismo, Pablo se presenta como un hombre en marcha y en búsqueda6 insatisfecho y en solicitud de justicia divina. Toda­vía no ha "llegado al término" (expresión tomada del lenguaje de las religiones mistéricas; v. 12), en el sentido de que toda­vía no ha terminado su iniciación doctrinal en el misterio de Jesús. Cierto que se esfuerza por conseguir no un ideal de per­fección intelectual o moral, sino el "premio de la carrera", que no es otro que la resurrección de los muertos (cf. v. 11). Esta imagen de la carrera es aquí diferente de la de 1 Cor 9, 25. Aho­ra el corredor ve ya el final; lo que le inquieta no es ya el es­fuerzo de la carrera que hay que hacer, sino tan solo el último empujón que le permitirá alzarse con el premio. Esto es lo único que tiene importancia ahora, hasta el punto de que Pablo se olvida de las alegrías y de las miserias pasadas.

Su punto de mira no es, pues, la carrera: Pablo sabe hacia dónde va, porque se sabe llamado (v. 14). Dios le llama, en efec­to, lo mismo que invita a todo hombre pecador a la fe y a la reconciliación (Rom 11, 29; 1 Cor 1, 26; 7, 20; 2 Tes 1-11) con­quistadas por Jesucristo.

* * *

El sentido del caminar se está revalorizando de manera par­ticular en la Iglesia actual. Está superando, en efecto, un perío­do en que sus conquistas misioneras, sus instituciones estables, sus verdades inalterables y su poder absoluto daban la impre­sión de que "ya" era el Reino de Dios. Las actuales situaciones de contraste, la decristianización masiva, la desinstitucionaliza-ción y hasta las posturas contestatarias permiten ver cada vez con mayor claridad que la Iglesia "no es aún" el Reino de Dios. De pueblo establecido que parecía ser se está convirtiendo en pueblo en marcha, y un pasaje bíblico como el de hoy viene muy bien para recordárselo y para tranquilizar a quienes se sienten inseguros ante los cambios experimentados.

Todo lo cual no quiere decir que la nueva aventura de los cristianos en el mundo no tenga sentido, sino todo lo contrario: el corredor tiene los ojos puestos en la meta de la carrera: la plenitud de Cristo para todos los hombres. No se es testigo de Cristo por simple afición a la aventura y no se le sirve por puro humanismo. El cristiano sabe adonde va, y si todavía ignora los recodos del camino y las condiciones del diálogo con el mun­do, no por eso pierde de vista la meta de su carrera y está dis­puesto de antemano a encontrarse con todo y a experimentarlo todo con el fin de poder alcanzar mejor el fin perseguido.

* Véase el tema doctrinal de la maduración de la fe, en este mismo capítulo.

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VII. Juan 11, 1-45 Jesús inicia la subida a Jerusalén que, sus evangelio discípulos ya lo saben, es una marcha hacia

la muerte (cf. Jn 7, 1, 8). Y no sin reticencia ni humor negro aceptan los discípulos el seguir a Jesús en ese viaje (vv. 8, 12, 16). Pero Jesús quiere hacer comprender de entrada a sus apóstoles incrédulos que esa subida a Jerusalén se terminará con la victoria de la vida sobre la muerte y el don de la vida a través de la muerte misma.

* * *

a) El relato de la resurrección de Lázaro está pensado todo él como la más adecuada ilustración de esa paradoja entre la vida y la muerte. Jesús espera a que su amigo enfermo haya muerto realmente (vv. 5, 17, 39): quiere revelar así su imperio sobre la muerte en el momento en que la muerte se va a apode­rar de él. Otra paradoja, en efecto, es el hecho de que el haber devuelto la vida a un muerto precipite su propia muerte (ver­sículo 47) 7.

b) Como sucede siempre en San Juan, la obra realizada por Jesús está destinada sobre todo a revelar su personalidad divina (tema de la gloria en el v. 40). El relato de la resurrec­ción de Lázaro no se sustrae a esa ley. Mientras que Marta cree solo en una resurrección al final de los tiempos (v. 24), Jesús re­vela que es El mismo esa resurrección (Yo soy: v. 25): no solo ahora, sino sobre todo más tarde, en el momento de su propia victoria sobre la muerte a la que, para Juan, le prepara su divi­nidad.

c) El relato que Juan hace de la reanimación de Lázaro está evidentemente compuesto con la intención de prefigurar el drama pascual: en el deceso de su amigo Lázaro es la muerte la que se presenta ante Jesús y este se "turba" ya como en Get-semaní (v. 33). Pero los signos de la resurrección de Jesús están ya reunidos en el relato de Lázaro: las lágrimas de María ante la tumba (v. 33; cf. Jn 20, 11), el sepulcro y la pesada piedra (vv. 38-40; cf. Jn 20, 1), las vendas (v. 43; cf. Jn 20, 5), y so­bre todo el hecho de que se hubiera "dejado" a Lázaro irse (v. 44; cf. Jn 20, 17). San Juan, que creyó ante el sepulcro va­cío de Pascua, descifra ya en la muerte y la reanimación de Lázaro la Pascua de Jesús.

* * *

Juan no nos ofrece el menor detalle sobre las impresiones de Lázaro resucitado, sobre lo que ha podid.0 ver en la muerte, sobre lo que experimenta al ser devuelto (provisionalmente por

7 Véase el tema doctrinal de la victoria sobre la muerte, en este mis­mo capítulo.

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lo demás) a la vida terrestre. Esto no tiene para él interés al­guno: no piensa en absoluto que la vida cristiana sea una espe­cie de estado paradisíaco prematuro concedido al hombre por simple arbitrariedad de un Señor todopoderoso e independien­temente de toda decisión del hombre mismo.

Para Juan, las "vueltas a la vida" operadas por Jesús son ante todo "signos" de la actividad misma de Dios, que es vida, en el seno de todas las actividades humanas, comprendida la muerte. La lectura del milagro de la resurrección no tiene, pues, sentido si no es animada por la intencionalidad religiosa de la fe.

Dentro de esta perspectiva interesa más saber quién es Jesús que lo que fue de Lázaro; interesa más saber que en Jesús h a encontrado Lázaro un medio de comulgar con la vida en el seno mismo de la muerte : en eso radica la fe y ese conocimiento es muy distinto del que manifiestan Marta y María cuando afir­man su creencia en una resurrección escatológica.

VIII. Juan 12, 20-33 Versión de San Juan de la entrada de evangelio Cristo en Jerusalén (vv. 12-19) y de su ad libitum glorificación ante los paganos (vv. 20-36).

Estos episodios se si túan en el segundo día de la última semana de la vida pública de Cristo; Juan, que nos h a presentado día t ras día la primera semana del Mesías (1, 29, 35, 39; 2, 1), da muestras del mismo interés por la preci­sión respecto a los últimos días de Cristo (12, 1, 12; 13, 1; 18, 28; 19, 31). Felipe y Andrés, los principales actores de la primera semana, se encuentran de nuevo en primer plano en el desarro­llo de la última (Jn 13, 21-22). i i? •

El plano de este pasaje está bastante claro: dos revelaciones sucesivas de la persona de Jesús (vv. 23-38 y 31-32) provocan la incomprensión de las multitudes (vv. 29 y 34). Jesús revela en­tonces las condiciones de la revelación (vv. 35-36) y después, como respuesta a la incomprensión, se oculta a la vista de las gentes (v. 36) 8.

* * *

a) Es sabido que los sinópticos disponían para describir la entrada de Cristo en Jerusalén de una fuente que, a propósito del Sal 118/119, subrayaba la gloria de Cristo, pero cuidando de añadir que esta última era fruto de la repulsa (tema de la piedra rechazada que se convierte en piedra angular). La misma intención inspira la redacción de Juan : el evangelista se apre­sura a añadir al relato de la manifestación de la gloria de Cris-

* I. D E LA POTTEHIE, L'Exaltation du Fils de l'homme, Greg., 1968, pá­ginas 460-78.

200

to (v. 23) la parábola del grano que no da fruto si no muere (ver­sículos 24-25).

Pero si Juan respeta los datos primitivos, sabe también im­primirles un sello particular. Su concepto de la gloria le llevará mucho más lejos que a los sinópticos en la inteligencia de los hechos.

Así, la "gloria" de Cristo, una vez puesta de manifiesto, per­mite a los discípulos "comprender" (v. 16, en los mismos térmi­nos que Jn 2, 22). Se manifiesta también en el hecho de que al­gunos paganos llegan a alcanzar la salvación: ya no es tan solo la gloria de un mesías nacional, sino la de un Dios que irradia su luz sobre todo el mundo (vv. 20-23). Y es de tal naturaleza que Cristo, que, por otra parte, tiembla cuando se acerca la hora de la muerte, no refleja inquietud ni duda alguna: para San Juan, permanece en pie y tranquilo, mientras que los sinóp­ticos le presentan sumido en la angustia (Jn 12, 27-30; Mt 26, 36-45). Así, una vez más, Juan introduce nuevamente el tema ambivalente de la "elevación", que puede significar tanto la ele­vación sobre la cruz como la elevación en la gloria (v. 34; Jn 2, 19; 3, 13-14; 8, 28; 12, 32-34; cf. Is 52, 13; FU 2, 9-10); la eleva­ción real es, simultáneamente, la elevación salvífica.

o) El conjunto del pasaje reúne, pues, una serie de obser­vaciones destinadas a hacer comprender que habrá un más allá a la muerte de Cristo. Cristo se encuentra por últ ima vez a la multi tud de los judíos que se niegan a ver. Por el contrario, los paganos se ofrecen a la acción del Salvador, lo que le permite entrever uno de los aspectos de su glorificación próxima en for­ma de agrupación de las naciones (v. 32; cf. Is 53, 12). Adquiere así conciencia de la fecundidad universal de su muerte próxima.

La oposición entre Cristo y los judíos depende, por otro lado, de las distintas maneras de concebir las nociones de fecundidad y de glorificación. Para los judíos, solo los recursos de fuerza pueden conducir a la gloria; para Cristo, el único camino es el misterio pascual de su Pasión. Esta antítesis entre la humilla­ción y la glorificación vuelve a aparecer en la ambigüedad de la palabra "elevar".

c) Juan multiplica las anotaciones relativas al tiempo en todo este pasaje (la hora ha llegado ya...) para señalar cómo la revelación está fuertemente vinculada a la historia de la sal­vación y a ese nuevo punto de partida en el tiempo que es la hora de la muerte y de la resurrección de Jesús (cf. Jn 4, 23; 5, 25; 12, 27, 31; 13, 31; 16, 5; 17, 13).

d) La conclusión que Juan añade al discurso en torno al tema de la luz, lo resume idealmente: desde lo alto de la cruz Jesús atrae a Sí a todos los hombres en forma de un l lamamien­to tácito para que todos caminen en su luz, es decir, crean en

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El. Esta reúne, efectivamente, a todos los hombres en torno a la cruz para constituir la comunidad mesiánipa de los últimos tiempos, constituyendo así a la cruz en trono del nuevo Rey y Señor.

* * *

La gloria de Dios en la Escritura no designa, como en las lenguas modernas, el renombre, sino el valor real, la importan­cia, el respeto que impone Dios.

La mirada pesimista con que la Biblia contempla frecuen­temente al hombre aislado le lleva a ridiculizar la "gloria" de este hombre "que, realmente, no hace peso" (gloria en hebreo, evoca, en efecto, la idea de peso): Sal 48/49, 17-18. Solo Dios puede poseer una gloria verdadera, un auténtico valor (Sal 61/ 62, 6-8; Is 6, 1-6).

El Nuevo Testamento anuncia que la gloria de Dios se mani­fiesta en Jesús (Heo 1, 3; 2 Cor 4, 6; 1 Cor 2, 8; Jn 1, 14-18); las obras que Jesús realiza ponen de manifiesto esa gloria: es real­mente el primer hombre que tiene peso, valor; pero todo eso le viene de su comunión con Dios, especialmente en las horas de su pasión y de su resurrección (Jn 10, 30; Jn 17, 19; 12, 28).

Esta gloria repercute en los hombres (Jn 17, 10) a través de la comunión sacramental (1 Jn 5, 7; Jn 19, 34-36) y a través de la comunicación de la comunión que Jesús vive con su Padre (2 Cor 1, 22; Col 1, 10-11).

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la victoria sobre la muerte:

Además de la reflexión común que sugieren los Evangelios del cuarto y quinto domingo de Cuaresma (cf. supra), la lectu­ra de la resurrección de Lázaro nos invita a profundizar el tema de la victoria sobre la muerte.

La realidad de la muerte está presente en toda la contextura de la condición terrestre del hombre y de las relaciones sociales. La muerte no es solamente el acontecimiento último de nuestro peregrinaje aquí abajo. Esta muerte es el punto culminante—el momento que no puede escapar a la observación—de un desafío que se impone al hombre constantemente. Cualquiera que sea, todo acontecimiento es portador de muerte. Se trata de un desa­fío, porque la aspiración fundamental del hombre es vivir. Es decir, si es verdad que el cristiano es el hombre realista por ex­celencia, debe aceptar el mirar la muerte cara a cara. Esto es, en el orden de la fe, el aprendizaje más exigente. También el

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más necesario, ya que en el corazón del cristianismo se encuen­tra el misterio pascual, es decir, la victoria definitiva sobre la muerte, realizada de una vez por todas en Jesucristo.

Este aprendizaje es tanto más necesario hoy, cuanto que se trata del terreno por excelencia de la evangelización del hombre moderno. Este hombre, es cosa conocida, por el dominio adquiri­do sobre la naturaleza, persigue la ambición de arrancar a la vida terrestre incluso el peso de muerte que la impregna. Ese proyecto y la eficacia aparente que en ella se halla adherida obligan al cristiano a precisar lo más correctamente posible lo que entiende por el paso de la muerte a la vida, que constituye a la vez un reconocimiento de la muerte y una victoria sobre ella.

Yahvé, el Dios viviente La vida es el bien más precioso al que de Israel, en busca aspira el hombre. Pero este bien es frá-de la vida gil, porque la muerte le pone en peligro

sin cesar. De esta manera, el hombre trata por todos los medios escapar a la muerte, y más amplia­mente a lo imprevisible de los acontecimientos y a los azares de la Historia. La vida es una propiedad de los dioses, y para compartirla de una manera estable, es preciso entrar en comu­nicación con el mundo de lo divino, procurar atraerse a los dio­ses y entrar uno mismo en posesión de la vida. Son las liturgias las que abren al hombre pagano los caminos de esta posesión, ya que lo que aquí se hace se desarrolla en un Tiempo y en un Espacio sagrados. Apoyándose en los grandes mitos que sirven de vehículo a las liturgias, los filósofos y los místicos proponen a una minoría una metafísica de la participación y las vías de unión con Dios, caracterizadas por una exaltación del "Alma" y un rechazo del "Cuerpo". ¡Para qué preocuparse del sufrimiento y de la muerte, si solo atañen al cuerpo, es decir, a un plano de realidad sin importancia verdadera!

Refiriéndonos al orden de la fe, Israel no tiene ya el recurso de vías elaboradas por el mundo pagano. Su Dios, Yahvé, es au­tor absoluto de la vida. El Dios de Israel es un Dios viviente. Pero es también el Todopoderoso, y nadie puede escalar el ca­mino que conduce hasta El. Entre el Creador y su obra, la fosa es infranqueable. Este Dios trascendente se manifiesta intervi­niendo en los acontecimientos, y conduce soberanamente a su pueblo a través de los meandros de una historia muy concreta, donde todo es epifanía divina: éxito y fracaso, felicidad y des­dicha. La vida es, pues, un don totalmente gratuito; el hombre la recibe, no es su autor. Pero, al darle la vida, Yahvé salva al hombre, ya que aquí abajo el hombre es prisionero de la muerte, consecuencia del pecado. ¡Que Israel sea fiel a la alianza con­certada por Yahvé con su pueblo! Vendrá el tiempo en que la

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muerte desaparecerá y en que la condición terrestre actual dará lugar a una tierra nueva, una tierra que conocerá solamente la vida para la eternidad bienaventurada. Al mismo tiempo que es testimonio de la permanencia del pecado, la esperanza mesiáni-ca atestigua esta búsqueda apasionada de un pueblo al encuen­tro de la vida, para recibirla y poseerla.

Cristo y En el aprendizaje de la reflexión sobre el afrontamiento la muerte, queda un paso decisivo por victorioso de ía muerte franquear. El hombre judío consideraba

la muerte como la consecuencia del pe­cado ; para él, el advenimiento de la salvación significaba, nece­sariamente, la supresión de la muerte. Esta reacción, que, cier­tamente, pertenecía al orden de la fe, era todavía una reac­ción de hombre pecador que aspira a vivir dentro de la condición ideal de una vida terrestre a su medida, sobre la cual tiene dominio. Ahora bien: cuando Jesús viene, El inaugura el Reino de la vida terrena—un reino que no es de aquí abajo, sino que toma su raíz en nuestra tierra—, y El mismo afronta la muerte, victoriosamente. Dicho de otro modo: a este hombre sin pecado, la muerte le remite finalmente su sentido; esta no es, en rea­lidad, tal como aparece al hombre pecador, el obstáculo infran­queable para la obtención de la vida; por ella misma, la muerte abre el pasaje que lleva a la vida.

El afrontamiento con la muerte está presente en el itinerario personal de Jesús lo mismo que en su enseñanza. Su doctrina, en efecto, se resume en una sola ley: el amor fraterno sin fron­tera. Ahora bien: el que ama con un amor semejante encuentra sin cesar la muerte, y solo puede superar el obstáculo de esta una vez libre del pecado con una voluntad de fidelidad a su condición de criatura. Amar a todos los hombres es aceptar el vivir una vida a la que da acceso la aceptación de la muerte en obediencia a Dios. En cuanto al itinerario de Jesús en este mun­do, El es el testimonio completo de la doctrina que predica: Je­sús ha sido obediente a su condición terrestre de criatura hasta la muerte en cruz. Cuando la muerte se convierte en un arma de la que se vale el odio de los hombres, la provocación de que ella es portadora llega a su paroxismo; pero la muerte de la cruz, aceptada con obediencia, pasa a ser el momento privile­giado del tránsito a la vida, y sella la entrega total de sí por amor de todos.

En realidad, Jesús es el único que abre definitivamente el camino de la muerte a la vida. Dentro del plan divino, el hom­bre está hecho para vivir como miembro de la familia divina, y, de hecho, la vida a la que aspira el hombre es también divina; por lo demás, si el hombre ha pecado es por haber disputado a Dios la posesión de una vida que no pertenece a la criatura. La

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intervención de Jesús nos revela que solamente el Hombre-Dios puede abrir el camino de la vida divina. En la unión con Cristo todo hombre llega a ser hijo de Dios y poseedor de la vida eter­na; está llamado a honrar su condición de "hijo" siendo fiel a su condición terrestre de "criatura", aceptando el afrontar la muerte victoriosamente como Cristo, en obediencia al Dios vi­viente.

La relación de la Iglesia La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La con la cruz de Cristo salvación de todo hombre está ligada

a la pertenencia a este Cuerpo, pues Cristo es el mediador único de la salvación. Si posamos atenta­mente nuestra mirada sobre la cruz de Cristo—el momento pri­vilegiado de su mediación salvífica—, ¿cómo aparece la misión de la Iglesia y el contenido de la iniciación que ella propone a sus miembros?

Como institución de salvación, la Iglesia tiene como misión la de llevar a los hombres a su Reino, iniciándolos progresiva­mente en el misterio pascual salvador. Esta iniciación al sacri­ficio espiritual propio de los hijos de Dios es de naturaleza sa­cramental: es proveedora de gracia, al mismo tiempo que edifi­ca en la caridad la comunidad reunida de los "Cuatro vientos". Pero ella solo produce sus frutos si está centrada en el sacrificio de la cruz. De esta forma la Palabra desempeña en la iniciación cristiana un papel esencialmente primordial. Gracias a ella el creyente, unido a sus hermanos, aprende a descubrir el peso de muerte que llevan consigo los acontecimientos cotidianos y las relaciones entre los hombres en el plano de los individuos y de los pueblos. Dondequiera que se presenta, esta muerte debe ser afrontada con lucidez y obediencia. Bajo esta condición es como la ley evangélica del amor universal toma cuerpo en la realidad; así es como la vida verdadera descubre su propia eficacia. Pasar al lado de la muerte o rechazarla cuando se presenta, es per­manecer en el pecado, es promover una eficacia ilusoria, es acep­tar que la muerte sea victoriosa, ya que la vida a la que todo hombre se empeña en asirse está, de hecho, afectada por ella. Dicho de otro modo: la misión de la Iglesia es enseñar a los hombres a conducirse en este mundo como hijos de Dios. Como hijos de Dios, conscientes de la vida que los anima para la eter­nidad, capaces en Jesucristo de considerar la muerte bajo la faceta que El ha puesto sobre ella, mostrándola como el trán­sito necesario hacia la verdadera vida.

Como comunidad de salvación, la Iglesia tiene la misión de ser en medio de los hombres el signo permanente del Dios vivo. Por sus miembros dispersos en el mundo, ella dota a todos los hombres del secreto de la vida única que los puede colmar, y, al mismo tiempo, sirve de testimonio, en los acontecimientos, del

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camino que a ella conduce. Este camino pasa por la obediencia hasta la muerte en la cruz: es el gran camino del amor uni­versal.

La Buena Nueva El hombre moderno no tiene, ante la del misterio pascual muerte, la actitud de sus predecesores.

Para él, la muerte es inherente a su con­dición humana y, como acontecimiento biológico, afecta a todo el reino viviente. Es cierto que el hombre la experimenta siem­pre como un escándalo, como un obstáculo a sus aspiraciones, pero no reacciona ya ante ella como en otro tiempo. Antes, al sentirse completamente desarmado ante la muerte, el hombre buscaba refugio en la comunión con lo divino que le ofrecían las liturgias; si era judío, la consideraba como una consecuen­cia del pecado, que el advenimiento del Reino destruiría junta­mente con el pecado mismo. Para todos era la muerte la condi­ción del hombre caído. El hombre actual ataca a la muerte de frente, no es pasivo ante ella. Gracias al dominio que el hom­bre adquiere cada vez más sobre la naturaleza, trata por todos los medios de hacer retroceder las fronteras de la muerte para que solo quede ligada al envejecimiento del organismo, para que también ella entre en el dominio de lo previsible. En todo caso, si la muerte sigue siendo aún inevitable, todo lo que la precede, desde el nacimiento, se encuentra cada vez más descargado de su peso de imprevisible. La vida terrestre pasa a ser cada vez menos aleatoria, las seguridades se multiplican, las deficiencias de todo género son continuamente superadas.

El cristiano devaluaría singularmente el Mensaje, si se con­tentara con relacionarlo con la muerte que permanece inevita­ble, agregándose a esto que el futuro reserva todavía guerras, hambre, terremotos, accidentes imprevisibles, etc. No se trata de ser profeta de desdichas. Por otra parte, el hombre moderno da prueba de una reticencia profunda ante una religión que únicamente le reportaría el consuelo del más allá de la muerte, ya que esta le aparta de sus tareas terrestres. La Buena Nueva del misterio pascual es completamente distinta a la esperanza de inmortalidad feliz..., más allá de una muerte aceptada con resignación.

A decir verdad, lejos de quitar a la proclamación de la Bue­na Nueva sus puntos de apoyo, el esfuerzo del hombre moderno para hacer la tierra cada vez más habitable, descubre su verda­dera identidad. En efecto, la muerte que encuentra el hombre en todo momento de su existencia no es, ante todo, la muerte biológica o la inseguridad que acarrea el desenvolvimiento tem­poral de su vida; esta inseguridad reside, ante todo, en la im­posibilidad radical en que se encuentra la libertad espiritual del hombre para saciar su sed de absoluto en la posesión de un bien

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creado. La muerte que se impone a la libertad es un aconteci­miento espiritual. Esta muerte es particularmente experimenta­da cuando el hombre se ve hundido en la inseguridad, y muy especialmente cuando afronta la muerte física; por el contra­rio, toda forma de seguridad puede hacer olvidar que la muerte espiritual se da continuamente y que es preciso observarla con realismo y obediencia si se quiere promover la vida eterna. Mientras que el hombre construye una ciudad terrestre más ha­bitable y multiplica las seguridades de las que tiene necesidad, corre el riesgo de encerrarse en sí mismo y de refugiarse en el orgullo y de no ver más la verdadera naturaleza de su libertad; pero, al mismo tiempo, si no cierra los ojos, se da la posibilidad de descubrir a su verdadero nivel la aventura propiamente hu­mana que está obligado a vivir.

La proclamación de La Eucaristía es el memorial de la cruz. Día la muerte de Cristo tras día se recuerda la muerte de Cristo y en la celebración el tránsito que esta muerte ha dejado abier-eucarística to a la vida definitiva, la vida del Resucita­

do. Pero ¿de qué se trata? ¿Rememorar la muerte de Cristo es solo evocar el recuerdo del acto decisivo que ha salvado al mundo? Decisivamente, no. En este caso, ¿cuál es la significación de esta expresión?

Para la comunidad reunida, proclamar la muerte de Cristo, recordándola, es, ante todo, expresar su certeza de que solo Cris­to ha afrontado la muerte como debía hacerlo, victoriosamente, en la obediencia perfecta a su condición de creatura; es, al mis­mo tiempo, afirmar su decisión de entrar, a imitación de Cristo y gracias a su intervención, en la misma vía de obediencia.

Desde este punto de vista, la celebración eucarística debe ser el lugar privilegiado en el que los cristianos aprenden a consi­derar la muerte con lucidez, dentro de las circunstancias más concretas de su vida. Sabemos perfectamente que la vida mo­derna, al multiplicar los medios de seguridad, produce en el hombre pecador, que somos todos, una ceguera invencible. Todo acontece, aparentemente, como si la muerte no existiera, como si la muerte no impregnara el tejido de la existencia cotidiana, como si la libertad espiritual no tuviera que afrontarla más a la vista de su propia promoción. Más que nunca, la misa debe cons­tituir para el cristiano un baño de realismo. La Palabra que en ella se proclama debe ayudarle concretamente a considerar, con clara inteligencia, la muerte a la que todo cristiano tiene la obligación de vencer estrechamente unido a Cristo. En este as­pecto sobre la muerte no hay nada de morboso, ya que el cris­tiano solo la considera bajo esta faceta para triunfar de ella. Afrontada con obediencia, la muerte revela su sentido: abre el camino que conduce a la vida.

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2. Tema anexo para la Cuaresma: la maduración de la fe.

En los países de antigua cristiandad, uno se imagina infun­dadamente que el cristiano tiene reacciones de creyente. Esta impresión se explica, en parte, por el hecho de que una prolon­gada implantación del cristianismo, en un espacio cultural de­terminado, ha transformado poco a poco la escala de valores comunes. Pero, al adherirse espontáneamente a estos valores, el cristiano no tiene, por consiguiente, una actitud de creyente, puesto que el ejercicio de la fe lleva consigo siempre el descu­brimiento y el encuentro con el Dios viviente, y este encuentro es inevitablemente aprehendido como la exigencia de una con­versión nueva y de una renuncia de sí más profunda. Dicho de otro modo: el cristiano de nacimiento debe, también él, recorrer por su propia cuenta el itinerario que conduce de Adán a Jesu­cristo, pasando por Abraham. Para este recorrido es preciso tiempo, un largo tiempo de maduración progresiva de fe.

Al proponer cada año a sus fieles un tiempo de Cuaresma preparatorio para la fiesta de Pascua, la Iglesia no hace más que ayudar a esta maduración colectiva de la fe. Fuera de la pers­pectiva de la fe, la Cuaresma corre el riesgo de degradarse en un tiempo en que el esfuerzo moral y las prácticas ascéticas pare­cen cobrar ventaja sobre el conocimiento del sentido teológico de la misma.

El desierto, tiempo Las reacciones espontáneas de todo hom-de maduración bre pertenecen al régimen pagano; no ca­de la fe minan en el sentido de la fe. El hombre

judío, miembro del pueblo elegido, no es­capa a esta regla común. La historia de Israel es un ejemplo que, en este aspecto, nos puede convencer. Constantemente apa­recen profetas para llamar al pueblo a las exigencias del régi­men de la fe. Vivir como creyente es movilizar todas sus ener­gías, toda su persona, dentro de la obediencia al plan de Yahvé, cualquiera que sea el carácter desconcertante de sus iniciativas salvíficas. La religión que Dios quiere es la del corazón. Tal mo­vilización de todas las energías no se consigue en un momento determinado; reclama tiempo, exige interiorización progresiva y conversión cada vez más lúcida.

No hay razón para sorprenderse de esto: los momentos pri­vilegiados de la vida de los profetas están regularmente prece­didos de un cierto tiempo de preparación, fijado simbólicamente en cuarenta días. Antes de la revelación del Sinaí, Moisés pasa cuarenta días de soledad en la montaña. Antes de encontrar a Dios en el Horeb, Elias marcha cuarenta días por el desierto. Es decir, que toda experiencia auténtica y privilegiada del Dios

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viviente requiere un tiempo previo de preparación interior para recibir el don de la gracia.

En la historia de Israel hay también un período excepcional prolongado, de cuarenta años, y ejemplar de lo que debe ser toda preparación para ir al encuentro del Dios viviente: se trata de la permanencia en el desierto antes de entrar en la tierra de promisión. Sin cesar, las generaciones sucesivas propenden a este acto mayor para profundizar en él la "lógica" de una vida cre­yente.

La permanencia en el desierto es un tiempo de preparación: abre el camino a la Promesa, a la salvación. Una preparación que se hace en el desierto, es decir, en un lugar en que la inse­guridad es el alimento cotidiano y favorece, en consecuencia, el aprendizaje de la fe. Un tiempo de prueba, en el que Dios prue­ba y el hombre se prueba a sí mismo, toma la medida exacta de lo que el hombre es, y también de su pecado. Un tiempo de gracia, pero igualmente un tiempo de rebelión interior y de renuncia.

A causa del pecado de los hombres, la permanencia en el de­sierto no ha producido todos los frutos de la gracia de Dios. Con­duce también al fracaso, ya que la tierra a la que abre el camine no es la tierra de la salvación. El Reino queda a la espera del futuro. Pero, esencialmente, esta permanencia en el desierto no cesará de hablar a la conciencia de Israel; queda este tiempo, bendito entre todo, en que Yahvé ha encontrado a su pueblo para, a su vez, ser encontrado por él. Además, cuando Israel se pregunta por el Reino escatológico, la imagen de un desierto en que todo florece acudirá espontáneamente al espíritu...

Los cuarenta días Antes de emprender públicamente la de Jesús en el desierto predicación del Reino, Jesús de Naza-

ret rehace por su propia iniciativa la experiencia espiritual del desierto de antaño durante cuarenta días. Para El, como para el pueblo hebreo, el desierto es un tiem­po de prueba; pero, a diferencia de sus antepasados, Jesús vence la tentación; entra plenamente en la obediencia al plan de su Padre.

Notemos bien esto: Jesús no va al desierto para perfeccionar simbólicamente la experiencia pasada del pueblo hebreo. Va, an­tes de comenzar su ministerio público, porque, también El, tiene necesidad de este tiempo privilegiado de prueba y de prepara­ción. El también necesita ajustar su mirada interior a los que­haceres de su Padre, ya que tal actitud no nacía de El ni tam­poco de un automatismo espontáneo. En vísperas de proclamar la Buena Nueva de salvación, Jesús se prepara con la oración, la soledad y el ayuno.

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Pero lo que da todo su sentido a la estancia de Jesús en el desierto es el éxito mismo de este tiempo de prueba. Con toda verdad, Jesús podrá decir que el Reino que El proclama ya ha llegado: "Está entre vosotros." El Reino está ahí, ya que la vo­luntad salvífica de Dios ha encontrado en Jesús la fidelidad plena de obediencia. Los tres años de vida pública hasta la muer­te en la cruz están contenidos en germen desde el primer mo­mento en que Jesús predica la venida del Reino. La estancia en el desierto prepara el acto pascual. Jesús sale victorioso de la prueba del desierto, como saldrá también de la prueba de la condenación a muerte. Pero la gloria de esta victoria no es de este mundo. El Reino proclamado por Jesús—la verdadera tie­rra prometida—escapa a los horizontes terrestres.

El tiempo de El tiempo de la Iglesia está caracteriza-la Iglesia y el tiempo do por una tensión permanente. Desde de Cuaresma Pentecostés hasta el retorno de Jesús, la

Iglesia ha ido edificando progresivamen­te sobre el fundamento de lo que se ha cumplido de una vez para siempre en la Resurrección de Cristo. Toda la densidad de la vida humana debe ser captada poco a poco para dar al mis­terio de Cristo su dimensión acabada: esto exige mucho tiempo. Pero sabemos que la realización de esto se hace día tras día, ya que el Primogénito de la humanidad verdadera ya ha resu­citado de entre los muertos. Tensión, pues, entre lo que ya está acabado y lo que queda por tener cumplimiento. Tensión ne­cesaria, ya que nuestra esperanza en el futuro está enteramente fundada sobre lo que ya ha hecho Jesús de Nazaret hace dos mil años.

En el seno de la Iglesia, esta tensión está correctamente ajus­tada. La relación viviente con Cristo permite a cada uno de los miembros de la Iglesia recorrer el largo camino de la fe, avan­zando por una ruta ya trazada. El cristiano está poseído por la gracia que, objetivamente, le conduce al encuentro con el Dios de Jesucristo. El Espíritu actúa en el corazón del cristiano y, en verdad, le hace decir: "Padre." Este tiempo de prueba victoriosa exige de cada uno cooperación activa en la construcción de la Iglesia, puesto que es toda la vida y todos los sectores de la vida, en sus dimensiones individuales y colectivas, los que deben ser investidos por el misterio de Cristo.

Pero esta ascensión progresiva de la fe no se efectúa de ma­nera uniforme. El hombre es tal que debe poner su propio es­fuerzo en todos los aspectos de la vida y, con más razón aún, en su caminar hacia la fe. El tiempo de Cuaresma es precisamente el tiempo anual de cuarenta días en que la Iglesia propone a los fieles que se esfuercen de manera especial en una de las dos di­mensiones esenciales de la vida creyente en este mundo: la Cua-

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resma es el tiempo colectivo por excelencia en que los cristianos se preparan más particularmente para la coyuntura de la Pas­cua. Durante este tiempo los cristianos son invitados a tomar más en serio las exigencias de una fe vivida en la pobreza in­terior al servicio de Dios y de los hombres. La Cuaresma sirve de preparación al tiempo pascual; durante este tiempo se dará una importancia esencial a la dimensión escatológica de la vida cristiana.

El tiempo de misión El tiempo de la Iglesia es, idénticamen-y el tiempo te, tiempo de misión. Es así, porque la de Cuaresma edificación de la Iglesia hasta la pleni­

tud requerida exige que la Buena Nueva de la salvación sea proclamada a todas las naciones. Solo en­tonces vendrá el fin. El Espíritu de Cristo trabaja en el corazón de todos los hombres y de todas las culturas; pero solo el en-raizamiento del misterio de Cristo en lo más profundo del mis­terio espiritual que recorren los hombres y las culturas puede acabar este trabajo del Espíritu. Es esta una obra gigantesca que los dos milenios de historia de la Iglesia apenas han dado comienzo.

Ante esta perspectiva de la misión universal, la misión del cristiano adquiere todas sus dimensiones. Miembro del Cuerpo de Cristo, el cristiano se encuentra, objetivamente, en condicio­nes de llegar hasta el final en su marcha de fe. Es preciso, tam­bién, que tome parte en esa marcha personalmente, movilizando todos sus recursos a este efecto. La tarea es ardua, especialmente para el misionero, ya que, el que abandona su país—una tierra conocida y ya cristianizada—para ser portador de la Buena Nueva ante un pueblo que todavía no la ha recibido, deberá compartir la vida de este pueblo y afrontar el paganismo con todas sus fuerzas. Su propia fidelidad revela entonces, como por anticipación, la ruta de conversión que deberá tomar el pueblo evangelizado.

De esta manera, la Cuaresma solo adquiere su significación si es vivida en relación con la misión universal. Aunque es ver­dad que todos los cristianos no se ven obligados interiormente a dejar su país, todos, sin embargo, tienen la responsabilidad de hacer que la Iglesia, como cuerpo, sea, en verdad, entre los hombres, el gran signo de la salvación de Jesucristo. La Cua­resma no puede ser un asunto puramente interno de la Lglesia, y menos aún un asunto individual del cristiano. La Cuaresma es un tiempo colectivo que debe permitir a todos el ponerse al nivel de la misión y de las exigencias que esta requiere.

Hoy, como ayer, el misionero sabe que la palabra que pro­clama es una llamada a la conversión y a la penitencia. La

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"Cuaresma" del no creyente que camina por la oscuridad al en­cuentro del Dios de Jesucristo puede ser muy larga. ¡Cómo po­dría el misionero lanzar esta llamada sin haber recorrido él mismo muchas veces la Cuaresma de la Iglesia!

La Eucaristía En la celebración eucarística, Cristo interne-y la maduración ne entre los suyos como el que cumple en su de la fe persona el don maravilloso del desierto de an­

taño. El es el agua viva, el pan del cielo, el camino y guía, la luz en la noche. En El se ofrece al fiel el en­cuentro con el Dios vivo, por la participación de su carne y de su sangre.

En cuanto que significa la transfiguración, ya cumplida, de la humanidad y del cosmos, la Eucaristía da a la Cuaresma su sentido específicamente cristiano. El tiempo de prueba que los cristianos recorren conjuntamente es ya victorioso. El ritmo de la prueba del desierto, con vistas a la victoria de la Resurrec­ción, tiene validez, siempre, para el cristiano que ha participa­do de la Eucaristía: es precisamente el ritmo de la madura­ción de la fe.

Sin embargo, la Eucaristía únicamente nos da la imagen del mundo transfigurado que ya está entre nosotros, y las aparien­cias pueden parecer caducas. La Eucaristía proclama, exclusi­vamente, la muerte del Señor hasta su venida.

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QUINTA SEMANA DE CUARESMA

I. Daniel 13, Este relato podría haber sido redactado ape-1-9, 15-30, 33-62 ñas un siglo antes de Cristo. Primitivamen-ífl lectura te no figuraba en él el nombre de Daniel; lunes sin duda fue añadido más tarde, debido a

que su etimología (Dios mi juez) responde perfectamente al personaje del hombre joven de que aquí se trata. Y en razón de esa similitud de nombre sería incorporado este relato al Libro de Daniel, pero en una época demasiado tardía como para figurar ya en el canon judío de las Escrituras.

El contexto polémico de esa haggada es evidente. Se trata con toda probabilidad de un cuento construido por los fariseos en su polémica con los saduceos, especialmente contra los an­cianos disolutos del círculo del sumo sacerdote Jasón.

Susana representa el alma de Israel, que ha permanecido fiel a Dios, su esposo. Rechaza el adulterio bajo los árboles del huerto, que son los emplazamientos simbólicos de los antiguos "adúlteros" del pueblo con respecto a Dios (Os 2, 15; Jer 2, 20-25; Ez 16, 15-20; 1 Re 14, 21-25).

La historia de Susana resulta ser la de los justos que perma­necen fieles a Dios a pesar de las solicitaciones de los paganos y de los saduceos. En medio de sus persecuciones, esos justos cantan la certidumbre de su liberación próxima por obrar de la mano de un Dios que no puede dejarlos en el olvido.

n a. Juan 8, 1-11 Este Evangelio no es de la pluma de Juan. evangelio El episodio de la mujer adúltera, por otro lunes lado, no figura en los más antiguos testigos

de su Evangelio y su estilo es mucho más parecido al de Lucas, que muy bien podría ser su autor. Es sa­bida su preocupación por subrayar todas las muestras de aten­ción de Cristo para con la mujer y su intención de romper

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el marco jurídico de la ley con el perdón y la misericordia. Este relato enlazarla perfectamente con Le 21, 37-38, un capitulo, por lo demás, con abundantes alusiones a Daniel (cf. vv. 7, 9-12)! El conjunto del cap. 21 de Lucas, seguido del Evangelio de la mujer adúltera, podría ser considerado como un midrash de Daniel.

De todas formas, parece evidente que el evangelista tiene de­lante la historia de Susana: la misma acusación de adulterio, el mismo cambio radical de la situación, la misma alusión a los ancianos (v. 9), el mismo interés de los acusadores por poner a su víctima bien expuesta (v. 3), la misma referencia a la ley de Moisés para lapidarla (Dt 22, 22-24). Cristo aparece asi como el nuevo Daniel, justificando no solo a una inocente, a la ma­nera del joven del Antiguo Testamento, sino incluso a una cul­pable (v. 11), y explicando prácticamente cómo el juicio de Dios es gracia y perdón.

Si Susana representa a Israel y si existe un nexo evidente entre el relato de Susana y el episodio de la mujer adúltera, puede verse en esta la imagen de la humanidad en Jesucristo. Susana es saldada poi los obser-faúoies de la ley contrapuestos a los ancianos de Jasón; la humanidad es salvada por Cristo, pero en oposición a los ancianos-escribas y fariseos.., los mismos que habían salvado a Susana.

¿Cómo se explica que los salvadores de Susana sean ahora los denunciadores de la mujer adúltera? Porque entre tanto ha aparecido Cristo, quien ha echado las bases de la nueva ecle-siología. Daniel era, ante Dios y ante los hombres, el testigo de un pueblo "justo", es decir, perfectamente sujeto a las nor­mas de la ley. Pero la ley no juzga más que los actos, no las personas... En Cristo es Dios mismo quien juzga a las personas y sabe que, por encima del estado de justicia legal o de pecado, en cada una de ellas se encuentra una zona del ser en la que puede desarrollarse un diálogo con él en Ifr fe pura. Por eso Susana no es la imagen de la Iglesia: es demasiado legalista -mente justa para ello. La mujer adúltera tiene más posibilida­des de representar a los miembros de la Iglesia porque, por en­cima de su pecado, aceptan el encuentro y el diálogo de fe que Cristo les propone y que les conducirá un día a no pecar más, no tanto por obedecer a una ley como por responder a las exi­gencias de una conciencia que ha encontrado el Amor.

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II b. Juan 8, 12-20 Jesús toma parte en la fiesta de los Taber-evangelio náculos caracterizada por una prolifera-ad libitum ción considerable de luces. Ese es el mo­tones mentó que elige para revelar su persona­

lidad (v. 12), blanco de los fariseos por sus pretensiones (vv. 13-20).

* » *

a) Desde la primera noche de la fiesta de los Tabernáculos se encendían en el pórtico del Templo y en todas las casas can­delabros de oro; después, durante varias noches seguidas, se organizaban procesiones con antorchas. Este derroche lumino­so tenía numerosas significaciones religiosas: recordaba la mar­cha por el desierto bajo la nube luminosa (Ex 13, 21-22); anun­ciaba fundamentalmente la era mesiánica en la que Dios sal­varía a su país (Is 60, 1-3; Mal 4, 2; Is 42, 6; cf. Ap 21, 23).

Jesús afirma que El es esa luz de manera definitiva (cf. el "Yo soy"). Lo es no solo para Israel (que rechazará su resplan­dor: Jn 12, 46-48), sino para todas las naciones, porque puede arrancar a la muerte (Jn 1, 4-5; 1 Jn 2, 9-11) a todo hombre que se abre a su mensaje, aunque sea pagano (Jn 12, 23).

b) Los judíos atacan el testimonio que Jesús da de Sí mis­mo, haciéndose luz del mundo (vv. 13-19). Con razón, si solo se estima el estricto punto de vista jurídico. El derecho hebreo pre­vé, en efecto, que un testimonio no puede ser admitido si no está reforzado por "dos o tres testigos" (Dt 19, 15; cf. v. 17). Ahora bien: Jesús está solo; por consiguiente, es nulo.

Por una simple razón de procedimiento, los fariseos se con­sideran dispensados de hacer observaciones en torno a la decla­ración de Jesús. Pero Jesús les corresponde revolviendo el pro­cedimiento a su favor, atrayendo así la atención sobre su de­claración.

En el proceso que se inicia contra El y en el que los hom­bres van a juzgarle "según la carne" (v. 15; cf. Jn 7, 24), es decir, de manera puramente humana, a base de sus acciones externas, Jesús invoca a su testigo: su propio Padre. Pero ese testigo es invisible: no pueden verle más que quienes "conocen" a su Hijo (v. 19), y, de todas maneras, hay que esperar que el Hijo haya vuelto a su Padre para posibilitar ese conocimiento. No cabe duda sobre el resultado del proceso: el testigo del Hijo no podrá ser oído y Cristo morirá. En ese momento aparecerá otro testigo, el Espíritu Paráclito, que acudirá a apoyar ese pro­ceso y vengará la memoria de Cristo (Jn 16, 8-11).

c) Jesús anuncia, por otro lado, que El mismo juzgará a los actores de su proceso (vv. 15-16). El veredicto de su juicio será

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confirmado por el Padre y no puede caber la duda de que en­cierra la condena de los judíos. No se trata seguramente de una alusión al juicio final, sino de la certeza que anima a Jesús de que su Padre confundirá, de una manera o de otra, a quienes están interesados en acabar con su vida.

La llegada de los tiempos mesiánicos significa que, en ade­lante, la luz saldrá definitivamente victoriosa de las tinieblas.

Jesús de Nazaret opera el giro decisivo, porque El es la luz del mundo, la resurrección y la vida. Libre de pecado, plena­mente fiel a la voluntad del Padre, el Hombre-Dios es en su humanidad la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y posee en ella la vida eterna en su pleni­tud. Por fidelidad a su condición, Jesús se ha enfrentado con la obra de las tinieblas y de la muerte, pero lo hizo para pasar de las tinieblas a la luz deslumbradora del Transfigurado y a la vida perfecta del Resucitado. Para vivir eternamente allí donde las tinieblas y la muerte no tienen ninguna posibilidad de ha­cerse sentir hay que poder renunciar a la vida presente, darla por amor.

A lo largo de toda su vida, Jesús se le presenta a Juan, a tra­vés de sus actos y sus palabras, como luz del mundo y príncipe de la vida. Porque el Reino que inaugura en El con el don de su vida está presente ya acá abajo. Por doquiera pasa Jesús retro­ceden las tinieblas y la muerte: cura a los ciegos y resucita a Lázaro. Es toda la creación la que se encuentra afectada por la encarnación de la luz de vida.

Jesús ofrece compartir los bienes que posee con cuantos le reconozcan en la fe, y acepten seguirle. "Quien me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de vida" (Jn 8, 12). "Quien vive y cree en Mí no morirá" (Jn 11, 25). A quien cree Jesús le da agua viva, que se convierte en El en "una fuen­te que salta hasta la vida eterna" (Jn 4, 14).

III. Números 21, 4-9 La serpiente de bronce, o más exactamen-1.a lectura te la "serpiente de fuego" (saraph, que martes dará origen a la palabra serafín), era pro­

bablemente un resto de los cultos idolá­tricos de fecundidad conservado en el Templo hasta la reforma de Ezequías (2 Re 18, 4). Su popularidad debía de ser muy grande como para que los profetas y los legisladores no hicieran nada para retirarle antes del santuario de Yahvé.

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Ante la imposibilidad de retirar la serpiente de tronce del Templo, no cabía otra solución que la de exorcizarla integrán­dola en la historia nacional del Éxodo. Seguramente que esta es la finalidad que se propone el relato leído este día en la liturgia. Se representa una de las numerosas crisis serias de la fe del pueblo en el desierto y se hace constancia de su coincidencia con la extensión de un mal abrasador, debido, sin duda, a una invasión de serpientes venenosas (vv. 5-7). Describe la interce­sión de Moisés, que pone fin a ese castigo, no tanto merced a la configuración material de la serpiente de bronce como merced al toque de llamada a la fe de los miembros del pueblo (v. 9; cf. Sab 16, 5). Un testimonio,todavía muy impreciso de la sal­vación que Dios puede procurar al hombre cuando encuentra en él suficiente fe como para confiar en Dios y cuando puede contar con un mediador para iniciar la salvación y establecer sus condiciones.

Si no fuera por la popularidad de este símbolo en las comu­nidades primitivas del cristianismo, habría motivos más que su­ficientes para desconfiar de un relato tan materialista y tan cercano a la magia. Es indudable que esa popularidad se debe al autor de la Sabiduría (Sab 16, 1-7). Contrapone, en efecto, el comportamiento tan distinto de los hebreos y de los egipcios ante una misma plaga. Frente a las dañinas bestezuelas, los egipcios resultan vencidos porque no tienen fe y no cuentan con un mediador para pedir a Dios que ponga fin a la plaga; los nebreos, por el contrario, encuentran aún suficientes recursos en su fe para convertirse y, sobre todo, pueden apoyarse en un mediador.

Los cristianos vieron sin duda en este paralelo las condicio­nes de su propia salvación. Moisés y la serpiente de bronce coinciden ahora, para ellos, en la persona de Jesucristo levan­tado sobre la cruz (Jn 3, 13-16; 12, 22). Pero no por eso deja de ser cierto que, al igual que los hebreos, quienes se benefician de la salvación de Cristo han de tener suficiente fe como para volver hacia El su mirada (1 Cor 10, 9-10).

IV. Juan 8, 21-30 La discusión entre Jesús y los fariseos se va evangelio avivando cada día; y Jesús se presenta siem-martes pre en forma enigmática, pero ahora se ve

abocado a decir quién es y, aunque de for­ma todavía velada, a hablar de su divinidad ("Yo soy": versícu­los 24-28).

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a) Jesús dedica la primera parte de su réplica a subrayar la oposición paradójica que se ha establecido entre El y los fariseos. Estos quieren matarle, pero se les escapa cuando quiere (v. 21); los judíos le acusan de pecado, y son ellos quienes morirán en el suyo (v. 24); ellos le destinan a las profundidades del infierno, cuando la realidad es que subirá "a lo alto" (v. 23); ellos quieren "levantar" a Jesús sobre la cruz; El va a "elevarse" a la glo­ria (v. 28). Los judíos "buscan" el rostro de Dios (Sal 26/27; Am 5, 4-6; Sal 104/105, 1-4)..., y he aquí que "buscan" la forma de dar muerte a su enviado (v. 21). Piensan que Jesús va a darse muerte (v. 22) cuan El es "Yo soy" (vv. 24-28), que es el título de quien perdura por encima de las vicisitudes de la his­toria (Ex 3, 14-15; 33, 19; Is 43, 10-13).

b) La oposición entre los dos mundos (v. 23) no tiene nada que ver con las consideraciones dualistas de la filosofía. En realidad, no hay más que un mundo y es bueno: es el que Dios ha creado (Gen 1; Jn 1, 9-10). Pero se ha convertido en "este mundo" porque el hombre ha falseado sus engranajes con su pecado, que consiste en no reconocer a "Yo soy". Los judíos no han querido reconocerle en sus manifestaciones an­tiguas (Ez 7, 27); no quieren tampoco reconocerle ahora que está presente en Jesús.

La obra de Jesús consiste precisamente en hacer un solo mundo de los dos mundos existentes, haciendo continuamente para ello referencia a la voluntad de su Padre (vv. 28-29). Su obediencia a quien le ha enviado destruye el esfuerzo de los hombres para construir un mundo aparte de Dios.

• * *

La oposición entre los dos mundos, tal como la vivió Jesús, ¿no es la que viven hoy muchos cristianos repartidos entre el mundo de la cristiandad y el mundo secularizado que va ad­quiriendo cada vez más consistencia?

De hecho, la aproximación sería peligrosa. El mundo al que Cristo se opone es el mundo sin referencia a Dios. Ahora bien: este mundo está tanto más presente en el interior de la Igle­sia que fuera de ella; lo mismo que el mundo de Dios está tanto más presente en la Iglesia que fuera. La frontera entre los dos mundos no coincide con las fronteras de la cristiandad.

V. Daniel 3, El relato de la erección de la estatua de Nabu-14-20, 91-95 codonosor es una haggada (Dn 3, 1-30) en la 1.a- lectura que la mayoría de los detalles están novelados. miércoles Debía servir para ayudar a los judíos del siglo n

en su resistencia frente a las autoridades paga­nas. El cántico de los tres jóvenes que sigue a la haggada (Dn

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3, 46-90) es un texto que se remonta, al parecer, a la época ma­cabra; fue introducido en el Libro de Daniel antes de la tra­ducción de este último al griego.

* * *

La historia se desarrolla en una gran llanura en la que se ha concentrado una gran multitud. En el centro de la explana­da se levanta la estatua del emperador, como en otro tiempo, en una llanura semejante, la torre de Babel. Esta estatua tiene probablemente la figura de una estela o de un obelisco; delan­te de ella arde un enorme brasero para recibir los sacrificios.

La presencia de una multitud tan innumerable y la solem­nidad del momento constituyen la ocasión soñada para un en-frentamiento entre partidarios y adversarios de Yahvé. El con­flicto surge ya antes de comenzar la ceremonia (vv. 14-17), e inmediatamente hace su aparición la tendencia hagiográfica del autor, lo que violenta los rasgos del relato (vv. 19-22). El per­seguidor se convierte, como en las historias de martirio y el yahvismo sale victorioso de este combate. Ya no queda más que cantar el himno triunfal de Yahvé (vv. 46-95).

Por encima del relato legendario se descubre una definición de la misión del pueblo elegido y de la Iglesia frente a los tota­litarismos de toda especie. El poder es con mucha frecuencia tan poderoso, su máquina policíaca tan represiva, que todo el mundo se inclina ante él y se calla ante sus excesos. Solo pue­den enfrentarse decididamente a un poder así quienes han en­contrado un valor absoluto más importante que su propia vida. Los cristianos han descubierto ese valor absoluto; lo llaman Vida y Amor, pero ¿cuántos cristianos se encuentran de nuevo en la oposición al poder que se considera absoluto y en la insu­misión a la dictadura?

VI. Juan 8, 31-42 Sigue la discusión de Jesús con los judíos. evangelio Hay dos temas que inciden en el informe miércoles que nos hace Juan: el de la libertad y el

de la paternidad.

a) Jesús empieza afirmando que hacerse discípulo suyo, es decir, "escuchar" su Palabra, y mucho más aún "guardarla" y "permanecer" en ella (Jn 8, 51; 12, 47; 14, 23-24), es conseguir la libertad (v. 31).

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Inmediatamente se produce el equívoco en la mente del au­ditorio. Este término de libertad recuerda, en efecto, la libera­ción conseguida de una vez para siempre cuando el Éxodo y prometida ya a Abraham (v. 32; cf. Gen 17, 16; 22, 17-18). Nin­gún judío puede ser esclavo (Lev 25, 42) y si, de hecho, el ene­migo domina al pueblo y le reduce a la servidumbre, no se trata más que de un estado transitorio al que el Mesías pondrá muy pronto fin.

Jesús responde llevando a su auditorio al plano más pro­fundo de la cuestión: sí, son de la raza de Abraham, pero lo son a título de esclavos y no de hijos (v. 35), porque son pecado­res (v. 37). Este argumento de la doble filiación de Abraham, la libre y la servil, debió de tener una enorme vigencia entre los pri­meros cristianos, puesto que nos lo encontramos aún en Gal 3, 6-29; 4, 21-5, 1; Rom 4-8; Heb 3, 6. Debía ayudarles a colocarse al lado de los judíos, dentro de la raza de Abraham, pero en la línea de los hijos y no en la de los bastardos o de los esclavos.

Si los judíos pertenecían a la rama libre de Abraham, aco­gerían la palabra de verdad de Jesús, puesto que da cumpli­miento a la promesa hecha a Abraham (vv. 39-40). Ahora bien: ellos no reconocen en esta Palabra de Jesús la continuidad con la palabra dirigida a su patriarca.

No les queda más que una posibilidad de ser libres dentro de la raza de Abraham: ser hijos (v. 36) y no ya esclavos.

b) La idea de filiación lleva inmediatamente a los judíos a replicar que ellos sí son hijos de Abraham y no esclavos. Se consideran incluso hijos de Dios (v. 41), porque no han nacido de la "prostitución" (cf. Os 2, 4), en el sentido de que no viven en la infidelidad idolátrica, sino más bien en la fidelidad a la ley de Dios.

Jesús les contesta lo mismo que lo ha hecho a propósito de la paternidad de Abraham: hay hijos que tienen realmente a Dios por padre, y los hay que tienen a Satanás por padre (v. 44). Jesús se pone inmediatamente del lado de los primeros porque procede del Padre (v. 42; Jn 5, 42-43). Los judíos que preten­den ser hijos de Dios deberían reconocer al menos a quien es el Hijo de Dios por excelencia. Ahora bien: el caso es que les re­sulta un extraño: ¿no está ahí la prueba de que dependen de otro padre? (v. 44).

Un psicólogo moderno o un especialista en psicosociología1

leerían este texto con el mayor interés y encontrarían en él a la vez los temas de su análisis del "rechazo del Padre" y los

1 Por ejemplo, G. MENDEL, La Révolte contre le Pére, París, 1968.

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ejes de la crisis revolucionaria del mundo actual y, especialmen­te, del mundo universitario.

Al cabo de milenios de reinado de la madre (naturaleza, fe­cundidad, fatalidad, autocratismo), la humanidad ha pasado progresivamente al reinado del padre (perspectiva, historia, de­recho, creatividad, libertad). Dentro de este período "paternal" es cuando Jesús ha revelado al Padre; pero ya antes de él se habían situado los hebreos en ese ciclo reconociendo a Abraham como su padre y adoptando filialmente las estructuras socio-culturales que garantizaban esa paternidad (ley, circuncisión, sabiduría).

De hecho, hay tres actitudes posibles ante el Padre, y las tres están descritas en el pasaje de este día. O bien el Padre adopta una actitud tal de poder que ejerce una especie de cérico autocrático y absorbente a la manera de la Madre antigua. Así, la paternidad de Abraham absorbe al pueblo de tal forma que entorpece su libertad y anestesia su creatividad. La paternidad queda así "maternalizada"; sitúa a los "hijos" en el estado de represión que los psicólogos conocen tan bien: así son los judíos contemporáneos de Jesús. No son los únicos en su género, y el poder social que ejerce hoy su paternidad sobre la humanidad lo hace con un grado tal de tecnicidad y de presión que a veces empuja a sus hijos al suicidio.

La segunda actitud es la de Satanás. Se rebela contra el Pa­dre a la manera de Edipo, condenándose a seguir continuamen­te a ese Padre sin llegar nunca a alcanzarle. Es la actitud ac­tual de muchos nihilistas que se sublevan con razón contra un poder social excesivamente autocrático, pero que quieren des­truir ese poder y su racionalidad. Estos revolucionarios son "hi­jos de Satanás" en la medida en que quieren destruirlo todo, en nombre del más absoluto nihilismo. No asimilan su complejo de Edipo y caen en el estado regresivo de los drogados, de los hippis o de los suicidas.

La tercera actitud es la de Cristo. Al contrario que Satanás, realiza en Sí la imagen de su Padre. Se distingue ciertamente de él, acomete una rebelión contra su Padre Abraham y contra los signos de esa paternidad (ley, justicia, circuncisión), pero lo hace "en nombre del Padre". Al contrario que Satanás, su rebelión no es nihilista, sino renovadora; acepta lo que puede conservarse de la herencia paterna.

El cristiano se rebela hoy contra el "padre": ese poder social que se ha convertido tanto en paterno como en materno, inclu­so en la Iglesia, y que ejerce su paternidad por medios socio-culturales alienantes (como la escuela), por cuanto que esos me­dios condicionan al sujeto al mismo tiempo que sirven de vehículo a los conflictos inconscientes y no integrados de las generaciones anteriores. Colabora, pues, en todo lo que puede

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proporcionar al hombre de hoy el amor a sí y la libertad que le permitirán descubrir la imagen del Padre en él y le facilitarán la integración. En todo caso hay que saber quién es ese Padre cuya imagen somos nosotros: Jesús, y solo El, nos lo dice.

VII. Génesis 17, 3-9 Este relato de la alianza de Yahvé con 1.a lectura Abraham es de redacción sacerdotal y, por jueves consiguiente, relativamente tardío. Sus re­

dactores escriben tal vez para los exilia-lados en Babilonia, con el fin de recordarles que Dios no les abandona, puesto que ha establecido una alianza definitiva con sus padres, o tal vez para el pequeño resto fiel que quedaba en Jerusalén después del retorno, con el fin de tranquilizar su de­cepción y su inquietud. Es decir, que a través de este relato volvemos a encontrarnos con el personaje de Abraham tal como era visto después del destierro, más que con el personaje propia­mente histórico.

a) La primera característica de la alianza concertada entre Dios y Abraham es, para los redactores sacerdotales, la promesa de la tierra (v. 8). Este tema no figuraba en las antiguas tra­diciones yahvistas y elohistas relativas a la vida del patriarca. Los primeros se preocupaban, ante todo, por recoger relatos de fundación de santuarios, datos etimológicos o las dos cosas jun­tas; las segundas tenían ya una intención más edificante (tema del profeta intercesor o del padre dolorosamente herido en sus afectos). También se encuentra una breve alusión a la promesa de la tierra (Gen 12, 7; 13, 14-15), pero es claramente posterior a los antiguos relatos y parece no haber sido introducida hasta el siglo ix, en una época como la del rey Asa, precisamente preocupado por restablecer la integridad del reino de David. El tema de la promesa de la tierra a Abraham es, pues, relativa­mente reciente: no se le menciona en los discursos que Yahvé dirige a Moisés (Ex 3, 7-8; 16-17) ni en las antiguas bendiciones patriarcales (Gen 27, 27-29; 49, 8, 12; Núm 24, 5-9). Ni siquiera los profetas han hecho alusión a este tema antes de Jeremías y la reforma deuteronómica (Dt 6, 10, 23; 7, 13; 8, 1; 10, 11, etc.; Jer 16, 14-15; 23, 7-8; 11, 3-5). Son, sobre todo, los del exilio los que hablarán de la promesa de la tierra, anunciando a los exi­liados que algún día recuperarán su tierra, y eso en nombre de la iniciativa que Dios adoptará para sarvarlos (Is 49, 8; 54, 2-3). En Is 49, 22-23 y 45, 14-15 son las palabras mismas de la promesa a Abraham las que sirven para anunciar la promesa hecha a los desterrados de "poseer el país". Por lo demás, esta promesa no se le hace a todo el pueblo, sino solo a quienes hayan buscado a Yahvé: es un pueblo cualitativo que será reconocido por su fidelidad, el que heredará la tierra (Is 14, 20).

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Ahora se comprenderá cómo la promesa de la tierra hecha a Abraham ha podido adquirir una importancia así en esta épo­ca: precisando que la promesa le había sido hecha al patriar­ca, los profetas del exilio recordaban que su ejecución depen­dería, no de las fuerzas del hombre, por otro lado demasiado dé­bil entonces como para confiar en ellas, sino de la iniciativa gratuita de Dios. Además, por estar hecha al padre de los cre­yentes que era Abraham, la promesa de la tierra ponía bien de relieve la necesidad de la fe y la atribución de la tierra tan solo al pueblo cualitativo constituido por ella. A esta doctrina, así elaborada, alude el v. 8 de nuestra lectura.

b) La segunda característica de la alianza de Gen 17 se re­fiere al cambio de nombre de Abram en Abraham. De hecho, parece que los dos nombres no son más que dos grafías diferentes de una sola y única palabra que significa: "Es hijo de un padre noble." Pero los redactores sacerdotales lo han tomado de ab hamón, que significa: "Es padre de una multitud", con lo que queda aclarado uno de los temas importantes de la alian­za (cf. vv. 4 y 5). Los redactores parecen en esto claramente tributarios del Segundo Isaías. El cambio de nombre es un tema frecuente en la pluma de este profeta y muchas veces, al cambiar de nombre, Jerusalén no solo vuelve a encon­trarse, cuando ya se creía viuda y abandonada, como esposa y amada de Dios, sino que también se ve proyectada hacia una posteridad extraordinaria (Is 62, 1-4; 56, 5; 62, 12; 44, 2-4; 51, 2; 49, 20-21). El cambio de nombre anunciado por el Segundo Isaías al pueblo exiliado invita a este a creer en un cambio de destino; el hecho de que este último esté ya inscrito en la vida del patriarca trata de hacer ver al pueblo que hay realmente un Dios que dirige su historia, aun cuando a veces sea muy mo­vida, y que la dirige conforme a una constante precisa y una fidelidad absoluta a un designio establecido desde siempre.

VIII. Juan 8, 51-59 Exteriormente la discusión recogida por el evangelio Evangelio es una sucesión de invectivas. Los jueves judíos injurian a Jesús: "Tú eres un sama-

ritano y un poseso" (v. 48), es decir: "Tú estás loco." Cristo toma esta acusación en serio y replica. Des­pués los judíos sacan a colación el nombre de Abraham; Cristo aprovecha la ocasión para introducir una nueva réplica sobre el tema de Abraham, a cuya descendencia no pertenecen real­mente los judíos, puesto que carecen de la fe que permite re­conocer a quien es de Dios. La raza de Abraham es una raza de hombres libres; ¿cómo los judíos habrían de poder formar par­te de ella, siendo, como son, esclavos de su pecado de increduli­dad? Jesús, por el contrario, no puede ser convicto de pecado (v. 46), siendo como es de Dios. Está clara su argumentación:

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puesto que Jesús carece de pecado, puede pretender que es de la raza de Abraham o, lo que es lo mismo, de la raza "de Dios". Mientras que los judíos se consideran abusivamente hijos "de Dios", puesto que viven en el pecado (v. 47). Pero en toda esta discusión Juan destaca algunos temas más importantes.

a) En primer lugar, la incomprensión de las autoridades judías. Cristo realiza signos que ponen de manifiesto el miste­rio de sus relaciones con el Padre. En ralidad, San Juan desarro­lla a lo largo de su Evangelio diferentes planos de incompren­sión. La de la multitud que no ve en los milagros más que su interés inmediato (después de la multiplicación de los panes: "Me siguen porque les doy pan", Jn 6) o la de quienes no ven en los milagros del Señor más que los signos de la llegada de un me-sías terrestre. Pero la incomprensión más relevante es la de las autoridades. Aun cuando su función les habilita para reconocer al Mesías, los jefes del pueblo no llegan a descubrir la persona­lidad de Cristo. Pretenden que Jesús hace milagros "para su propia gloria", para su propio éxito. Se comprende entonces la insistencia de Jesús en demostrar que busca la gloria del Padre y no la suya (v. 54).

b) Después, a esa incomprensión de los judíos contrapone Juan el conocimiento que Jesús tiene de su propio Padre y los medios para llegar a su conocimiento. Los judíos "no entien­den", Cristo "entiende" (v. 47); los primeros "deshonran" a Je­sús, el segundo "honra" al Padre (v. 49); los primeros "no co­nocen", el segundo "conoce" (v. 55); los primeros "no guardan su Palabra" (vv. 51-52), el segundo "guarda la Palabra del Pa­dre" (v. 55).

Pues bien: esas son otras tantas expresiones habituales en el judaismo, absolutamente convencido de que conoce a Dios, de que guarda su Palabra, de que la escucha, de que la honra. Jesús revela así a los judíos que todo eso no es verdadero conocimien­to y les contrapone su propio modo de conocimiento, que tiene su fuente en su propia comunión con el Padre (v. 58; cf. Ex 3, 14; Is 43, 10-13; véase también el v. 47) y supone una total abnegación en el plano de los medios humanos (vv. 50, 54).

c) Finalmente, Juan destaca un tema que le es particular­mente entrañable: el de la hora. La iniciativa de la muerte de Cristo no corresponderá a sus enemigos. También aquí, por en­cima de la apariencia de una muerte sufrida de parte de los hombres, existe una voluntad más profunda, más misteriosa: la voluntad del Padre que señala la hora (último versículo).

El problema apuntado por el Evangelio es precisamente el descubrimiento de la personalidad de Cristo y el de la fe ne-

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cesaría para descubrir esa personalidad por encima de los sig­nos que está continuamente realizando.

IX. Jeremías 20, 10-13 Esta confesión de Jeremías ha quedado 1.a lectura comentada al mismo tiempo que la de viernes Jer 11, 18-20 en el sábado de la cuarta

semana de Cuaresma.

X. Juan 10, 31-42 Jesús acaba de afirmar su comunión con el evangelio Padre hasta el punto de que los judíos creen viernes estar oyendo a un blasfemo (Jn 10, 30), e in­

mediatamente recogen piedras para lapidar, de conformidad con la ley, a quien se ha atrevido a compararse con Dios (v. 31; Lev 24, 16; 8, 59).

No sin cierta ironía (v. 32) pregunta Jesús la razón de esa lapidación; esa misma ironía animará, por lo demás, las réplicas de Jesús. Habla de "vuestra ley" para dar a entender que El se ha liberado del legalismo judío (v. 34; texto que demuestra que Juan escribe en una época en que los cristianos se han dis­tanciado ya de los judíos). Juega después con las palabras: el Sal 81/82 asigna a los jueces humanos el título de "Dios" o de "Hijo de Dios": ¿quién podría impedirle a El hacer lo mismo (vv. 33-36), a El que ha recibido el encargo de un juicio mucho más decisivo que los jueces humanos?

Jesús argumenta con ironía porque está convencido de que su divinidad no puede ser descubierta a base de discusiones y de silogismos, sino solo a través del testimonio de sus obras (Jn 14, 11; 5, 17, 21). Y precisamente una de esas obras quizá fuese el poder escapar como quiera de sus enemigos (v. 42" cf. Jn 8, 59).

XI. Ezequiel 37, 21-28 Ezequiel escribe hacia el 590-580, veinte 1.a lectura años después que un último arranque del sábado rey Josías posibilitó una reunificación

momentánea del Norte y del Sur (2 Re 23, 16-20) y diez años después de la caída de Jerusalén. Es el profeta de la restauración, no solo de la ciudad santa, sino tam­bién de todo el país tal como lo recorrieron, de Norte a Sur, los patriarcas fundadores.

* # #

225 ASAMBLEA I I I . - 1 5

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a) El pasaje que hoy se lee en la liturgia está constituido por imágenes de restauración que están ya estereotipadas en la época del profeta. Los temas del pastor davídico (v. 24), de la posesión del país (v. 25), de la nueva alianza (v. 26), del santuario restaurado (v. 28) y, sotare todo, del pueblo purificado (v. 23) aparecerán continuamente en el mensaje de Ezequiel (cf. Ez 34, 23; 28, 26; 40-44).

b) Mas la originalidad de este pasaje está, ciertamente, en los primeros versículos (20-22), los únicos del Antiguo Testa­mento que hablan de manera tan precisa de la reunificación del pueblo elegido.

Estos versículos comentan, por lo demás, una escenificación que el profeta acaba de hacer tomando dos bastones de made­ra, símbolos de los dos Reinos, y juntándolos.

# # *

La restauración del pueblo se presenta entonces al profeta bajo el aspecto de una reunificación de las tribus. Se compren­derá este punto de vista si se recuerda que las tribus permane­cieron siendo, durante mucho tiempo, autónomas—al menos du­rante el período de los Jueces—y no tuvieron entonces otro tipo de unidad que el de una alianza específicamente religiosa (Jos 22-24). Por consiguiente, lo que constituye la unidad del pueblo es el hecho de la dependencia, reconocido en común, respecto a Yahvé, y si David y Salomón consiguen crear momentáneamen­te una unidad política entre las tribus, el nuevo status solo se mantendrá en la medida en que salvaguarden la teocracia. Su misión hubiera debido limitarse igualmente a esto: aclarar al pueblo que su unidad se basa en su vinculación a Dios.

Nunca conseguirá el pueblo elegido recuperar esa unidad puramente religiosa y la profecía de Ezequiel no se realizará sino en la Iglesia, la cual agrupa a los cristianos sin exigirles otras vinculaciones políticas o sociológicas que las que ya pue­dan tener en el plano humano. No respondería a su misión si les impusiera estructuras políticas o culturales. Cuando las diversi­dades culturales y políticas inciden sobre las actitudes religio­sas comprometen las razones de ser de la humanidad. Entonces no tarda en producirse el cisma y la restauración de la unidad solo puede ser fruto de una purificación de la fe.

XII. Juan 11, 45-46 Reseña de la sesión del Sanedrín que dicta-evangelio minó la muerte del Señor. Este "consejo" sábado nos introduce en el tema bíblico del com­

plot contra el Justo perseguido que se en­cuentra en una variante del v. 53, adoptada por la Vulgata:

226

cogitaverunt ut interficerent (Sal 2, 2; 21/22, 17; 70/71, 10; 40/41, 8; 82/83, 4; 139/140, 5-9).

La solución propuesta por Caifas es la del oportunismo; no quiere crearse problemas ni tener dificultades con la potencia de ocupación: ¿qué importancia puede tener entonces la vida de un hombre en tales circunstancias? (la mención "por el pue­blo" del v. 50 no es, probablemente, original). Pero el evangelista conserva la formulación de esa actitud oportunista y ve en ella una profecía del sentido redentor del sacrificio de Cristo (Jn 6, 51; 10, 11-15; 15, 13; Me 14, 24), un sentido tan amplio que tras­cenderá incluso el marco de la nación judía para realizar el agrupamiento de todas las naciones.

Así, pues, conforme al procedimiento habitual en él, Juan contrapone una vez más dos tipos de "conocimiento" de Cristo: el de los judíos que se confabulan para decretar su muerte por oportunismo y el del creyente que le permite descubrir el valor propiciatorio de la muerte de Jesús. Al interés nacionalista que inspira a Caifas contrapone Juan la dimensión universalista de la cruz inspirándose en la doctrina del Siervo paciente (Is 53, 10-11). Para destacar esa eficacia universal, Juan propone el tema del "agrupamiento" (Jn 10, 16; Heb 12, 22-23; Mt 25, 32; Ap 7, 1-9), tema antiguo limitado primero a los horizontes del agrupamiento de las tribus nacionales de Israel (Ez 37, 20-28; 48, 31-35; Dt 4, 9-13; 23, 1-9), y ampliado por el Evangelio a las dimensiones del mundo.

La unidad del pueblo no puede realizarse sino con la muerte del hombre. Quizá sea esa muerte la que rechazan los compo­nentes de las reuniones internacionales. Se multiplican las co­misiones y las asambleas, pero cada uno de los que se sientan en torno a la mesa redonda sabe de antemano en qué puede ce­der (lo que interesa menos, lo que no es más que la periferia de uno mismo) y lo que debe defender a todo trance. Toma parte en la sesión como cualquiera que va a defender su verdad y olvida que Jesús, que se decía a Sí mismo la verdad, no se ha negado a morir, incorporando a su muerte esa verdad misma. Y como compensación ha recibido, gratuitamente, la vida nueva, la verdad plenaria y la unidad del pueblo.

La actitud de Jesús, animada por la comunión con el Padre, hasta en la muerte y el fracaso, es la única que puede permitir hoy a los cristianos encontrarse en la unidad. Es una hipocresía orar por la unidad si esa oración no brota como efecto de un auténtico estilo pascual.

227

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DOMINGO DE PASIÓN (O DOMINGO DE RAMOS)

A. LA PALABRA

I. Mateo 21,1-11 El primer texto bíblico es hoy el Evangelio evangelio de de la entrada de Cristo en Jerusalén, última la bendición etapa de la subida a la ciudad santa (Le 18,

31-43) i.

a) El relato de Zac 9, 9 le sirve de base y de interpretación: vendrá un rey como Mesías, pero con una apariencia pobre, en contraste con el aparato tradicional de los reyes poderosos. Por una preocupación de fidelidad al texto un tanto falseado que poseía, habla Mateo de una asna y de su asnillo.

Como Cristo se había dado a conocer dentro de ese marco de pobreza, los discípulos y la multitud le dedican una aclama­ción de inspiración mesiánica (vv. 8-9). Esa aclamación está ins­pirada fundamentalmente en el Sal 117/118, cántico de la res­tauración de la nueva Jerusalén, característico de la fiesta de los Tabernáculos (v. 9). Mateo introduce, sin embargo, un título que intensifica el carácter mesiánico y regio de la cita: "Hijo de David."

b) En la descripción que hace Mateo de la entrada en Je­rusalén, la multitud agita ramas de árboles (Lucas occidentaliza y no menciona más que los mantos). Es posible que el relato de la entrada de Cristo en Jerusalén esté influida por el ritual tra­dicional de la fiesta de los Tabernáculos, durante la cual era costumbre precisamente agitar ramas de árboles (Lev 23, 33-34; Neh 8, 13-18). Por otra parte, el episodio de la higuera estéril (en los versículos que siguen) no ha podido desarrollarse más que durante una fiesta de fecundidad y no antes de Pascua,

1 J. DUPONT, "L'Entrée de Jésus á Jérusalem", Lum. et Vie 1960, págs. 1-32.

228 \

puesto que las higueras no producen aún higos en esa época del año, y el episodio de los vendedores del Templo corresponde a la descripción de la fiesta de los Tabernáculos hecha por Zac 14, 21.

Ahora bien: en la liturgia judía, la fiesta de los Tabernáculos coincidía con la recolección de las cosechas; venía a ser como la clausura del año, celebrando su fecundidad, y reclamaba la bendición divina para el nuevo año. Este interés por el año futuro había servido justamente de trampolín a una espiritua­lización profética que hacía de ella la fiesta de los tiempos esca-tológicos. Ciertos ritos particulares, al ritmo del Sal 117/118, servían de preparación a la fecundidad de los últimos tiempos (Jn 7, 38-39) y a la intronización del futuro Mesías.

Los evangelistas han recogido las tradiciones relativas a la entrada de Cristo en Jerusalén, pero presentándolas dentro del marco de una intronización comparable a la de la fiesta de los Tabernáculos: el Mesías esperado en esta fiesta ha llegado real­mente.

Una serie de correctivos rectifican, sin embargo, esa espe­ranza demasiado material: el aparato pobre del Mesías (Zac 9, 9) no corresponde a la esperanza de un Mesías poderoso; además, al Sal 117/118, perfectamente situado para esta manifestación^ se sumará muy pronto la parábola de los viñadores homicidas y otros versículos de este mismo salmo, poniendo de manifiesto que Cristo no será plenamente Mesías sino más allá de su muer­te (Mt 21, 42). Finalmente, los evangelistas sitúan la entrada de Cristo en los días que preceden a la Pascua más bien que en el marco de la fiesta de los Tabernáculos, a pesar de que resulte incomprensible el episodio de la higuera. De esta forma subra­yan la estrecha ligazón que une la muerte pascual de Cristo a su realeza.

Por eso mismo la intronización del Mesías pasa por la cruz-no hay otro camino que lleve a la gloria: esto es el misterio pascual.

II. Isaías 50, 4-7 Se encontrará el comentarlo a este pasaje al 1.a lectura mismo tiempo que el de Is 50, 4-9, en el miér-misa coles santo.

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III. Filipenses 2, 6-11 Himno a la kenosis y a la glorificación 2.a lectura del Señor de origen probablemente pre­misa paulino2; tres estrofas—que a veces se

reducen a dos—lo componen:

— Versículos 6 y 7a: dos menciones de Dios: contraposición en­tre la condición de Dios y la condición de esclavo, y el tema "se anonadó a Sí mismo".

— Versículos 7bc y 8: dos menciones del hombre, y el tema "se rebajó a Sí mismo".

— Versículos 9-11: contraposición entre esclavo y Señor, entre obediente y exaltado. A la exaltación y a la asignación del nombre corresponden, en el v. 9 como en los vv. 10-11, la ge­nuflexión y la confesión.

El conjunto del himno se asemeja a los discursos familiares de Pablo sobre la caridad cristiana, que es olvido de sí mismo, a la manera del Señor (2 Cor 8, 9; Rom 15, 1-3).

a) Contraponiendo la condición divina con la condición ser­vil de Jesús, Pablo no quiere decir que Cristo haya abandonado su divinidad o que se hubiera hecho hombre solo en apa­riencia. Este pasaje no plantea el problema de las naturalezas; no se sitúa en el nivel de la encarnación. Así, en la primera estrofa, el apóstol no dice que Jesús fuera Dios, sino tan solo que poseía una categoría de igualdad con Dios; igualmente, en la segunda estrofa, Pablo no niega la humanidad de Cristo, sino que insiste más bien en el hecho de que el Señor se ha dejado confundir con los hombres (v. 7; cf. Rom 8, 3). Hubiera podido manifestarse sobre la tierra como Señor y reivindicar los ho­nores divinos y no lo hizo. San Pablo pide muchas veces que nuestra caridad esté también impregnada de renuncia a uno mismo, de la que Cristo nos ha dado un ejemplo vivo (2 Cor 8-9; Gal 4, 1-5; Heb 11, 24-26) 3.

Este himno alude a veces al Siervo paciente (comparar el v. 8 a Is 53, 7; 53, 10; 53, 12). Pero aquí completa la imagen adoptando la contraposición "Señor-esclavo" y el dúo "humi-llado-exaltado", típicamente bíblico (Le 1, 52; Mt 23, 12; Le 18, 14; 2 Cor 11, 7).

b) Al descenso gradual en la humillación corresponde una ascensión triunfal en la gloria. Esta visión de las cosas supera

s A. PEUILLET, "L'hymne christologique de l'épltre aux Philipiens", Rev. bibl, 1965, págs. 352-80, págs. 481-507.

3 J. DUPONT, "Jésus-Oirist dan son abaissément et ion exaltation d'aprés Ph. 2, 6-11", Rech. Se. Reí., 1950, págs. 500-16.

230

la del Siervo que no era más que "elevado" (Is 52, 13). Cristo va más allá porque alcanza el título de Señor (Sal 109/110), tí­tulo que le vale el honor de la "genuflexión" y de la "proclama­ción", ritos reservados a Dios exclusivamente. Ya los reyes se prosternaban ante el Siervo doliente (Is 49, 7), pero lo hacían "a causa de Yahvé". Ante Cristo, por el contrario, los hombres se prosternan como ante Dios, no sin glorificar al mismo tiempo al Padre.

c) Es posible que el himno cristológico de los filipenses pre­sente también a Cristo como la réplica de Adán. En efecto, la palabra generalmente traducida por "condición" en castellano (morphé) podría ser la traducción de la palabra hebrea que de­signa la imagen (cf. Gen 1, 26). Cristo sería la imagen de Dios como lo fue Adán, pero no se habría aprovechado de ese título para hacerse igual a Dios, al contrario que Adán (v. 6; cf. Gen 3, 5). Esto vendría a dar la razón a la exégesis que se niega a ver en este himno una definición de la esencia divina de Cristo; se trataría realmente de un paralelo entre Adán y Cristo, entre el orgullo y la desobediencia del primero y la humildad y el ser­vicio del segundo. De donde resulta que el himno alaba a Jesús por haber sido fiel a su condición humana hasta el final, hasta en la muerte, mientras que Adán trató de serle infiel y librarse así de la muerte. Y de entre los dos, el que conseguirá de hecho ser igual a Dios será precisamente quien se muestre más fiel a su condición de hombre.

* # #

El pasaje de San Pablo sobre la kenosis de Cristo podría ser erróneamente comprendido dentro de un contexto cultural que no es el suyo. Podría creerse, en efecto, que los treinta años pa­sados por Dios en la condición humana no son más que un pa­réntesis, un accidente, como si Dios fuese eternamente el todo­poderoso y el juez y que, por un momento, se le olvidara, aun cuando fuese por amor, pero inmediatamente se preocupara por recobrar su soberanía originaria. De acuerdo con esa forma de entender las cosas, el Dios de nuestro culto seguiría siendo siem­pre el Dios todopoderoso del teísmo y solo a modo de paréntesis sería el Dios de Cristo. Dicho de otra forma: la condición divina sería anterior y una cosa distinta de lo que Jesús ha puesto de manifiesto con la humillación y el servicio. Jesús no habría he­cho más que abdicar por un momento su privilegio divino para servir a los pobres; no habría sido realmente su plenitud divina lo que habría puesto de manifiesto en su vida pública, sino solo una fachada humana no sería, al fin y al cabo, más que un lujo que pueden permitirse quienes gozan precisamente de enormes privilegios. Pero el hombre no tiene necesidad de un salvador que compartiera su condición al estilo turista o paternalista.

Ahora bien: el himno de FU 2 no dice evidentemente nada

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de un estado divino de Cristo preexistente. Hay que afirmar, por el contrario, que el Dios revelado en Jesucristo a través del ser­vicio es el Dios verdadero, porque ser Dios es servir. La obe­diencia de Cristo no es tan solo una obediencia de naturaleza humana y no es tampoco una sumisión al decreto de un Dios exterior a El; es aceptación de todo lo que implica su condición divina. De esa forma, Jesús será siempre víctima de su obra, en su propia persona en primer lugar, y después en los hombres que quieren imitarle 4.

IV. Mateo 26, 1-27, 66 Los Evangelios de este día nos dan el evangelio relato de la Pasión según los tres sinóp-l.er ciclo ticos y, en consecuencia, parece lo más

indicado presentar, como comentario a cada uno de ellos, un análisis de las características de cada re­lato 5. De esta forma penetraremos en el misterio de la pasión y la muerte de Cristo por tres accesos muy concretos 6.

* # *

a) Apenas se comienza la lectura de la versión de Mateo, inmediatamente se advierte la importancia que tiene el tema del cumplimiento de las Escrituras. Mateo prueba a los judeo-cristianos, que esperaban un Mesías triunfador y glorioso, que los profetas anunciaron un Mesías paciente y que las Escrituras previeron el desarrollo de la pasión hasta en sus menores de­talles.

Así, la agonía de Jesús en Getsemaní estaba prevista por el Sal 41/62, 6 (26, 38). Apenas detenido Jesús, Mateo precisa que era necesario que así sucediera para cumplir las Escrituras (26, 54, 56), rechazando con ello la opinión de quienes pudieran ser partidarios de una respuesta armada a la detención de Jesús. Y cuando se produce este suceso, Jesús hace alusión al procedi­miento que le identifica con los maleantes (26, 55), actuación que él relaciona con la del Siervo paciente en Is 53, 9, 12, según los Setenta: "Catalogado entre los criminales."

En el diálogo entre Cristo y el sumo sacerdote, Mateo sub­raya también el tema del Templo (26, 21), "cumplido" en la per­sona de Cristo, y cita (mejor que Lucas) el pasaje de Dan 7, 13 sobre el Hijo del hombre (26, 64). El evangelista es también el único que descubre la muerte de Judas (27, 3-10), en la que ve

4 J. CARDONNEL, Dieu est rnort en Jésus-Christ, Burdeos, 1968. 5 A. VANHOYE, "Structure et Théologie des récits de la Passion dans

les évangiles synoptiques, Nouv. Rev. Th., 1967, págs. 135-63. 6 Véanse también los temas doctrinales de la cruz y de la redención,

en este mismo capítulo.

232 i

de nuevo el cumplimiento de las Escrituras (cita de Zac 11, 12-13).

Al contrario que Lucas y Juan, Mateo y Marcos insisten en el hecho de que Jesús no contesta nada a Pilato. Reflejan así el silencio del Siervo paciente ante las injurias (Is 53, 7). Ma­teo alude igualmente al gesto de Pilato lavándose las manos (26, 24-25), sin duda porque en él ve un rito ejecutado en cumpli­miento de la ley (Dt 21, 6-9; Sal 72/73, 13). La multitud responde también a Pilato por medio de una expresión tradicional: "Que su sangre caiga..." (27, 25; cf. 2 Sam 1, 16); quizá Mateo haya visto en ello una profecía de la decadencia del pueblo judío.

Mientras que los demás evangelistas no prestan gran atención al detalle, Mateo especifica que la bebida que se le ofrece a Cristo en la cruz era de hiél, con lo que verifica el texto del Sal 68/69, 22 (Mt 27, 34). Utiliza el mismo procedimiento a pro­pósito del reparto de sus vestiduras, y del grito lanzado en la cruz, y otras aplicaciones, según él, del Sal 21/22 (Mt 27, 35). Mateo es igualmente el único que relaciona las burlas de los judíos contra Cristo en la cruz: "Ha salvado a otros...", con las burlas de los impíos respecto al Justo (cf. 27, 43; Sab 2, 18-20).

Y también es el único autor que describe los episodios que se desarrollaron después de la muerte de Jesús: el velo del Tem­plo que se rasga, las resurrecciones, los temblores de tierra son fenómenos anunciados por los profetas para el día de Yahvé (Am 8, 9). Mateo es, finalmente, el único que menciona la ri­queza de José de Arimatea (Marcos habla de su notoriedad y Lucas de su piedad), con el fin de verificar la profecía de Is 53, 9: tendrá su sepulcro entre los ricos. No estará de más señalar que, en el pensamiento de Isaías, esta profecía quería signifi­car que el Siervo sería confundido con los impíos.

Es evidente que Mateo siente la preocupación por explicar los hechos por la Palabra: palabra de las Escrituras cumplidas, palabra del mismo Jesús (mucho más pródigo en Mateo que en las demás versiones). No se trata, pues, de una simple visión de conjunto: en Mateo se elabora ya una teología que se centra preferentemente en torno a la idea de cumplimiento: los acon­tecimientos de la Pasión no tienen nada de accidental y forman parte del designio de Dios sobre el mundo.

Todo se desarrolla tan bien de la mano de Dios en los acon­tecimientos de la Pasión que Mateo puede hacer de ella el final de la era antigua y el comienzo de la era de la Iglesia. Más aún que los otros, el primer Evangelio subraya el alcance escatológico y eclesiológico de los acontecimientos. El velo desgarrado es se­ñal de la caducidad de la economía antigua y el temblor de tierra señala la introducción de la nueva. La fe del centurión constituye las primicias de la conversión de las naciones. Al

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devolver a los "discípulos" el cuerpo de Cristo, los sumos sacer­dotes abdican definitivamente sus prerrogativas y dejan a la Iglesia la tarea de ser signo de Cristo en el mundo.

Una de las características propias del relato de Mateo, bas­tante compleja por otro lado, es la mención de los guardias en la cruz (Mt 27, 36 y 54) y sobre todo en el sepulcro (Mt 27, 62-66), una mención que no hacen los demás evangelistas. La clave de esa mención nos la da el mismo Mateo en 28, 11-15.

Parece que Mateo, o la tradición que representa, compuso esta narración de la custodia con una finalidad apologética: contrarrestar la fábula judía de la sustracción del cuerpo.

La fe de Mateo en Cristo es t an fuerte que llega incluso a componer un relato con el fin de anular radicalmente la ment i ­ra de los judíos. De hecho, si Mateo parece engañarnos, a nos­otros y a nuestra mentalidad moderna, es fiel a una historia más verdadera, la de su fe, de la que sabe perfectamente que no descansa sobre la experiencia verificable de Jesús saliendo del sepulcro.

V. Marcos 14, 1-15, 47 Claramente más breve que los relatos pa-evangelio ralelos, el Evangelio de la Pasión en San 2.o ciclo Marcos se limita a la estructura esencial

de los acontecimientos. Eso no obstante, está compuesto por diversos elementos: puede distinguirse, en efecto, una fuente no semítica (14, 1-2, 10-11, 17-21, 26-31, 43-46, 53; 15, 1, 3-5, 15a, 21-24, 26, 29-30, 34-37, 39, 42-46) y una fuente de inspiración semítica y de origen probablemente pe-trino (14, 3-9, 12-16, 22-25, 32-42, 45-52; 15, 2, 6-14, 15b-20, 25, 27-28, 31-33, 38, 40-41). Las preocupaciones doctrinales de estas dos fuentes afloran con mucha frecuencia. La segunda, por ejem­plo, refleja la preocupación por subrayar el aislamiento de Cris­to y las burlas y los sarcasmos a los que Cristo corresponde con el silencio.

a) En esta línea subraya el aislamiento cada vez más com­pleto del Señor, quien h a perdido ya la aceptación de que había sido objeto por par te de las multitudes y de sus allegados, y la Pasión le acarreará el abandono de sus propios discípulos. Cada vez que Mateo nos presenta a Jesús "con" los suyos (Mt 26, 36; 26, 40; 26, 51), puede afirmarse que Marcos no repite esa fórmu­la. En Getsemaní, quienes hubieran debido velar con El se duermen (Me 14, 37-40), en el momento de su prendimiento sus discípulos huyen (Me 14, 50), y, para ridiculizar esa huida, Mar­cos atribuye un interés particular al episodio del joven que huye

234

completamente desnudo (Me 14, 51-52). El aislamiento de Cristo se trasluce a lo largo de toda la sesión del sanedrín: mientras que se encuentran falsos testigos contra El (Me 14, 56-60), mien­tras que Pedro proclama su contratestimonio (Me 14, 62-71), no queda más que un solo testigo para atestiguar "por dos veces" (Me 14, 72, exclusivo de Marcos), como requería la ley judía, en favor de Jesús: el pobre gallo. El aislamiento de Jesús es, por tanto, absoluto. Hasta su mismo Padre le abandonará (Me 15, 34-35), mientras sus discípulos se mantendrán "a distancia" (Me 15, 40).

b) El evangelista subraya igualmente el silencio de Cristo durante su proceso (Me 14, 61; 15, 3-4). Al contrario que Lucas y Juan, no recogerá más que una palabra de Cristo en la cruz, fiel en esto a su plan de subrayar el "secreto mesiánico" (Me 5, 43; 7, 24; 9, 30). Con ese silencio, Jesús quiere significar la distancia que separa su misión real de lo que las gentes entien­den por ella, y el misterio de su persona de los títulos que se le atribuyen.

Marcos se detiene en la descripción de las burlas y sarcasmos de que Cristo es objeto (Me 15, 16-20, 29-32; cf. también 5, 40; 6, 2). Siempre ha sido sensible a la oposición de los jefes (Me 3, 6, 22), y especifica cómo esa oposición ha llevado a Cristo a la muerte (14, 53-64).

El tema del aislamiento silencioso de Cristo es el eco de la forma en que Marcos defiende la dignidad mesiánica de Jesús en medio de los ultrajes más escandalosos. La contraposición entre el rey de los judíos y un revoltoso homicida, la burlesca intronización real de Jesús en la sala del cuerpo de guardia, las burlas alrededor de la cruz aislan a Jesús en sus pretensiones mesiánicas. Pero justamente cuando ha llegado al colmo de ese aislamiento has ta en la muerte es reconocido por "Hijo de Dios" (15, 39) en una profesión de fe que, por sí sola, anula todas las mofas de la multitud y favorece que se constituya un grupo de discípulos (15, 40-43); estos últimos no estarán distantes de Cris­to y muy pronto formarán su Iglesia7 .

VI. Lucas 22, 39-23, 56 San Lucas tiene especial interés en si-evangelio tuar el desarrollo de los acontecimientos 3.er ciclo de la Pasión bajo el signo de la miseri­

cordia y del amor.

* * *

7 Véanse los temas doctrinales de la cruz y de la redención, en este mismo capítulo.

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a) Lucas orienta el relato de la pasión hacia el descubri­miento del amor del Padre hacia su Hijo y hacia los hombres. La cruz es así, para el tercer evangelista, el sacramento de la misericordia divina.

Por eso Lucas no recoge generalmente los cargos que pesan sobre los judíos y sobre los discípulos: ¿para qué buscar res­ponsabilidades cuando la sangre de Cristo lava toda falta? Lu­cas no recoge el hecho de que por tres veces Jesús encuentra a sus discípulos dormidos (Mt 26, 40-47); no dice, como los de­más evangelistas, que los discípulos huyeron en Getsemaní (Mt 26, 56), y no menciona las imprecaciones de Pedro contra los servidores del sumo sacerdote (Mt 26, 74). Incluso los enemigos de Jesús aparecen en la redacción de San Lucas con colores menos cargados que en otros lugares. No se dice que los judíos escupieron a Jesús (Le 22, 63; cf. Mt 26, Le 67 y 27, 27-31), ni que le ataron para llevarle a Pilato (Le 23; cf. Mt 27, 2). In­cluso en lo que se refiere a Judas, Lucas trata por desvirtuar al máximo la traición (no dice nada del convenio aludido por Mt 27, 3-10). Finalmente, al contrario que los demás evangelis­tas, no nos presenta a Jesús aislado en el Calvario; por eso no cita a Zac 13, 7 (sobre la dispersión del rebaño) y menciona la presencia de los amigos y conocidos (Le 23, 49), contrariamente a Mt 27, 55-56 y Me 15, 40-41.

b) Así, en virtud del perdón implícito en la cruz, Lucas lava a casi todo el mundo. El mismo Pilato aparece por tres veces inocente (Le 23, 4, 13-15, 20-22, todos ellos textos exclusivos de Lucas). Uno de los agresores de Jesús es incluso beneficiario de una curación después que un apóstol le había cortado una oreja (Le 22, 51). En el momento mismo de la traición, Jesús tiene todavía tiempo para mirar a Pedro e inducirle al arre­pentimiento (Le 22, 61). Las palabras de desesperación que Ma­teo y Marcos ponen en boca de Jesús en la cruz (Mt 27, 46) Lu­cas las sustituye por palabras de perdón para todos los judíos (Le 23, 34). Es igualmente el único que habla del perdón conce­dido al ladrón (Le 23, 39-43) y del arrepentimiento que se adue­ña del centurión mismo (Le 23, 47). Hasta la caricatura de re­conciliación entre Herodes y Pilato (Le 23, 6-12) es fruto del per­dón de la cruz.

c) El secreto de ese perdón y de ese amor radica en la co­munión particular de Jesús con su Padre. Lucas es el único que levanta en parte el velo de su intimidad. En las distintas ora­ciones que Lucas pone en labios de Jesús se puede captar un tono mucho más personal que en los demás sinópticos (Le 22, 42; cf. Mt 14, 36; Le 23, 34; cf. Mt 27, 46; Le 23, 46; cf. Mt 27, 50). Lucas es también el único que descubre la solicitud de Dios que consuela y da ánimos a Cristo en medio de su angustia (Le 22, 43). Se da incluso una especie de intuición de la divinidad de Jesús. Por eso Lucas desvincula el título "Hijo de Dios" del con-

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texto simplemente mesiánico en que lo sitúan Mt 26, 63 y Me 14, 61, para hacer de El un título aparte (Le 22, 70) prácticamente divino. Por otro lado, la muerte de Cristo no deriva, para Lucas, de su diatriba contra el Templo, como para Mt 26, 61-62, sino de la confesión oral (Le 22, 71) de su divinidad.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la cruz

El himno cristológico de FU 2 y la lectura de la Pasión nos hacen encontrar al Salvador del hombre bajo los rasgos de un condenado a muerte. La vida de Jesús termina en la cruz. Y, lejos de ser un accidente histórico, este acontecimiento último es como el término de lo que ha precedido: "Todo está cumpli­do", dirá Jesús en la cruz antes de morir. La muerte en la cruz no es un elemento de nuestra fe al margen de los demás; cons­tituye el centro de nuestra fe, abre el camino a la resurrección, a la vida eterna, a la salud definitiva en el Reino del Padre.

Lo que San Pablo llamaba "el escándalo de la cruz" ha que­dado para los hombres de todas las generaciones. ¿Por qué la salvación de la humanidad está supeditada a la muerte de un ajusticiado? ¿Cómo reconocer al Salvador en el hombre que termina así su vida? El Salvador, es decir, el que deja acabado al hombre, el liberado, cumple con ella el destino según el plan de Dios. ¿Cómo, según esto, podremos llamar al plan divino un plan de amor? Si Dios es un Padre amoroso, ¿cómo puede com­placerse en un acto que tiene todas las apariencias de una des­trucción del hombre, de una alienación suprema?

El sufrimiento y la muerte Como todo hombre, el hombre judío en la búsqueda persigue insistentemente la seguri-mesiánica dad; la felicidad se le aparece es­

pontáneamente en la riqueza, la abundancia, la fecundidad, la cohesión social del grupo. Todos estos valores son percibidos como señales tangibles de la bendi­ción divina. Desgraciadamente, la muerte espera a cada uno al final de su vida y, con la instalación del pueblo elegido en Pa­lestina, crece la injusticia social y los pobres se multiplican. Y porque son contrarias a la felicidad del hombre querido por Yahvé, la muerte, el sufrimiento y la injusticia social no pueden ser más que consecuencias del pecado. Por tanto, el día en que Yahvé salve a Israel, fiel a la alianza, la muerte no existirá más y los pobres actuales conocerán la abundancia frustrada por la perversidad de los hombres.

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Estas perspectivas se transforman poco a poco a medida que se profundiza en la fe. El pobre que Yahvé admitirá en su Reino no es simplemente el hombre que sufre en su cuerpo la injusticia y reclama la venganza divina; es el que acoge esta inseguridad en la obediencia a Yahvé, el que acepta el ser des­pojado porque pone su verdadera seguridad en Yahvé y no en sí mismo, aquel a quien la muerte y toda forma de inseguridad de este mundo encuentran no rebelado, sino confiando en la bondad misericordiosa de Yahvé.

La reflexión religiosa de los "pobres de Yahvé" alcanzará, un día, a la figura del Siervo sufriente. Aunque tenga un carácter individual o colectivo esta figura mesiánica, el Siervo en quien Yahvé pondrá su complacencia es aquel a quien la muerte no solamente encuentre aceptando la voluntad divina, sino, sobre todo, aquel que considera a la muerte como aliada contra la injusticia de los hombres: "Objeto de desprecio y de desecho de la humanidad, hombre de dolores y conocido del sufrimien­to, como aquellos ante quienes uno se cubre la cara, era El des­preciado y desconsiderado" (Is 53, 3). El Siervo afrontará la muerte en toda su profundidad a causa del pecado de los hom­bres; es un condenado a muerte, un desechado, un hombre que ante la muerte no tiene ya la seguridad de una amistad.

Sin embargo, la figura del Siervo paciente deja en la os­curidad una cuestión más importante, la de saber si el Siervo es un puro instrumento entre las manos de Yahvé o si, al afron­tar la muerte como El lo hace, la franquea victorioso. La refle­xión religiosa de Israel se encuentra aquí ante un límite que no puede traspasar antes de la venida de Cristo. La figura del Siervo de Yahvé permite penetrar muy hondo en la intelec­ción del sufrimiento y de la muerte, pero no dice cómo, al obe­decer hasta la muerte, el hombre coopera activamente a su salvación.

La Pasión de Jesús Cuando Jesús interviene en la Historia, se y la realización del presenta como el Hijo del hombre que cum-destino del hombre pie la obra del Siervo paciente. Esta con­

junción en El de dos figuras mesiánicas, al mismo tiempo que muestra al hombre que perfecciona el des­tino del hombre, manifiesta la verdadera identidad del Hombre-Dios.

Jesús completa la obra del Siervo de Yahvé. Su realismo le da lucidez ante todo el peso de muerte que impregna la exis­tencia terrestre del hombre. Pero, sobre todo, El se ha dejada llevar a la muerte por el odio de los hombres. El, que es la luz de todo hombre que viene a este mundo, que predica un amor fraterno sin frontera, ha sido rechazado por los suyos, por su

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propio pueblo, ese pueblo del que quiso ser el testigo del amor universal ante todas las naciones. La muerte de Jesús en la cruz y la soledad total en que le sitúa no se comprenden más que re­lacionándola con la hostilidad profunda de los hombres a su misión. El pueblo judío condena a Jesús porque su proyecto de amor universal ponía en evidencia los privilegios de la alian­za (pero no las responsabilidades que de ella se derivaban). Je­sús acepta la muerte en la cruz; se deja conducir a esta opción última de dar su vida por los que ama.

Pero lo que importa señalar es que Jesús realiza la obra del Siervo de Yahvé en el Hijo del hombre. Su muerte no tiene nada de alienación. Jesús entra en la muerte sobre la cruz con la clara conciencia de realizar, mediante ella, la salvación del hombre, de construir la auténtica fidelidad a Dios, de cooperar libre y activamente al éxito del hombre. "El se anonadó a Sí mismo", dice el himno cristológico (FU 2, 7), Jesús llega al total despoj amiento de Sí que implica la auténtica fidelidad a la con­dición de criatura. El texto continúa: "Se humilló todavía más, obediente hasta la muerte y muerte sobre una cruz" (FU 2, 8): Jesús pone en práctica la auténtica fidelidad a la condición de criatura, a pesar del peso que lleva consigo, sobre esta fidelidad, el pecado de los hombres, su repulsa para amar. Llegando has­ta el colmo del amor, al dar por él su vida, Jesús arranca a la muerte la totalidad de su poder y entra en el más allá de la muerte transfigurado en alma y cuerpo, después de haber pa­sado de la muerte a la verdadera vida como primogénito de la nueva creación. La muerte, integrada en Jesús gracias a su acto de obediencia por amor a Dios y a todos los hombres, cam­bia de sentido. Expresa, en lo sucesivo, la condición de despren­dimiento que requiere el amor, y abre a un destino eterno al hombre afianzado en su integridad espiritual y corporal.

El hombre Jesús no ha podido efectuar este paso de la muerte a la vida sino porque es el Hombre-Dios. Su fidelidad a la con­dición de criatura en el desprendimiento total de sí, perfecciona el destino "divino" del hombre; es una respuesta adecuada a la iniciativa que procede del Padre porque esta fidelidad es la del Hijo. Jesús de Nazaret puede presentarse como el Hijo del hom­bre, creado "a imagen y semejanza de Dios", perfeccionando al hombre más allá de toda esperanza al abrirle las puertas de la Familia del Padre, porque es verdaderamente de condición divina y porque su nombre es el Señor. De esta manera la figu­ra mesiánica del Hijo del hombre toma en Jesús las dimensiones del misterio del Hombre-Dios.

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El cristiano y Admitido en la filiación adoptiva el amor al prójimo dentro de una unión estrecha y hasta la ofrenda de su vida viva con Cristo, el cristiano está

llamado a promover una fidelidad a la verdad del hombre conforme a la de Cristo.

Como prolongación del Siervo paciente, el cristiano debe afrontar la muerte en cualquier circunstancia que esta se pre­sente, y muy especialmente cuando resulta de una falta o de un rechace del amor. El precepto es formal: "Amaos los unos a los otros como Yo os he amado", es decir, hasta el ofrecimiento de la propia vida. Amar como Jesús ha amado es amar al otro reconociéndole como prójimo a través de los muros de separa­ción que los hombres no cesan de levantar entre ellos a nivel de individuos y de grupo; es amar al otro hasta esta raíz de enemistad y de pecado que le convierte en mi enemigo; es, fi­nalmente, construir la unidad donde todo es división. Amar como Jesús ha amado es aceptar el sufrimiento de repulsa del prójimo, incluso el ser condenado a muerte por haber amado; es sentirse obligado a dar la propia vida.

El cristiano pone en práctica esta obediencia hasta la muerte de la cruz como prolongación del Hijo del hombre, es decir, como vencedor de la muerte. Esta obediencia en el sufrimiento y en la muerte pretende ser promotora de vida. Es la expresión de una fidelidad activa que realiza el hombre en su condición de criatura "a imagen y semejanza de Dios". Y esta fidelidad del hombre arrastra consigo, en el mismo paso de la muerte a la vida, a la humanidad entera.

Existe, para el cristiano, una relación íntima entre el amor, el sufrimiento y la muerte. El cristiano no busca ni el sufrimien­to ni la muerte; pero cuando estos llegan, y, sobre todo, si son infligidos por un extraño—el caso extremo es el del martirio—, el cristiano los recibirá en su amor a Dios y a los hombres para que este amor llegue hasta el fin de su purificación y de su ex­presividad.

La pasión de la Iglesia, En la medida en que da testimonio del signo de salvación amor universal, la Iglesia encuentra el adquirido en Jesucristo sufrimiento y la muerte, ya que la sa­

biduría de los hombres prefiere rehusar la ley de la caridad universal en lugar de aceptar el desprendi­miento total requerido por el verdadero amor.

La Iglesia vive esta Pasión especialmente en sus miembros, sacerdotes y seglares, a los que ella encarga de salir al paso del mundo no cristiano para enraizar en él el misterio de Cristo. El móvil fundamental de toda vocación misionera solo puede ser

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la caridad de Cristo para todos los hombres. Este amor encuen­tra ifh día repulsas, a veces muy sutiles, otras veces invisibles en cuanto que surgen del interior de la conciencia del propio misionero. De ahí nacen inevitablemente el sufrimiento y la soledad. La cruz de Cristo toma entonces forma en la vida del misionero. Si este la integra lúcidamente en el amor universal que le anima, el escándalo de esta cruz servirá de señal de la salvación adquirida en Jesucristo; porque el verdadero amor compromete siempre a los que son objeto de este. Se le puede aceptar o rechazar, pero no es posible permanecer indiferente.

Por lo demás, si es verdad que la fuente de la Pasión de la Iglesia es la ley de caridad que vive en su corazón, esta condición misteriosa de la Iglesia toma, en cada época, un aspecto dife­rente. ¿Por qué? Porque en cada época las exigencias concretas de la ley de caridad universal no han tenido la misma importan­cia. El problema número uno de la evangelización, en tiempos de San Pablo, era el choque entre judíos y griegos. Hoy, la cues­tión primordial que provoca un desafío a la catolicidad de la Iglesia es lo que se llama púdicamente el "choque entre cultu­ras", por no pronunciar la palabra, más realista, enfrentamien-to. Los cristianos deberán inventar, en los próximos años, las modalidades concretas del papel que han de desempeñar en este encuentro de culturas para ser plenamente fieles a la verdad del hombre revelada en Jesucristo. Esto no se ha realizado. Pero lo que los cristianos no pueden ignorar por más tiempo es que su acción encontrará respuesta necesariamente, ya que, para resolver sus problemas planetarios, los hombres de hoy están cada vez más inclinados a recurrir a una concepción del hom­bre que excluye a Dios. La nueva sabiduría del mundo es ac­tualmente y será mañana una sabiduría atea.

La Pasión de Cristo "Cada vez que comáis ese pan y be-entregada como herencia báis esta copa, anunciáis la muerte

del Señor, hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26). Toda celebración eucarística hace referencia a la cruz de Cristo; por la participación que propone del pan y de la Palabra, establece al cristiano en la conformidad con la muerte de Cristo y en el sacrificio espiritual que ha tomado cuerpo en ella y le ha dado su sentido.

Únicamente la unión con Cristo, alimentada incesantemen­te por la Eucaristía, inicia al cristiano en la lógica interna de la ley evangélica de caridad y en la inteligencia de la verdadera relación entre el amor universal y el sufrimiento o la muerte. En esta iniciación progresiva, la liturgia de la Palabra juega un papel básico, ya que esta construye en las conciencias de los participantes las "conductas" propias de los hijos del Reino y

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dota de esta manera a la gracia sacramental de los medios de su verdadera eficacia.

2. El tema de la redención

Prolongamos la reflexión anteriormente hecha insistiendo sobre la resonancia universal de la muerte de Cristo. Jesús mu­rió en la cruz para la salvación de todos, "como víctima propi­ciatoria de nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). En su muerte, y al pasar de la muerte a la vida, Jesús no solo ha realizado el hom­bre perfecto, El se ha convertido en el primer hombre de la nueva generación, en el centro de toda la creación afectada por este acontecimiento.

Hay dos expresiones tradicionales para expresar esa resonan­cia universal de la cruz: Cristo, con su muerte, ha redimido a la humanidad, y también: con su muerte, Cristo ha expiado los pecados de todos. Digamos, además, que las nociones de reden­ción y de expiación tienen, en la Biblia, un sentido netamente positivo. Quien dice "expiar" dice esencialmente "purificar", hacer algo "agradable a Dios": la expiación borra el pecado res­tableciendo los lazos entre el hombre y Dios. "Redimir" signi­fica, esencialmente, unir a Dios liberando de la esclavitud del pecado: solo hay liberación cuando existe al mismo tiempo ad­quisición, toma de posesión por Dios.

Expiación y redención Todas las religiones conocen ritos de por sustitución expiación tendentes a purificar al gru-en Israel p o y a los individuos que lo componen

de faltas rituales o morales para resta­blecer la relación religiosa con lo divino. En esas liturgias, el rey/y el sacerdote desempeñan un papel de primer orden; ac­túan en nombre del pueblo, le representan, todos los miembros del grupo se sienten afectados por lo que aquellos hacen. El fun­damento antropológico que justifica esta representatividad es, evidentemente, la solidaridad interpersonal que une a los hom­bres entre sí.

El pueblo hebreo conoce también ritos de expiación, pero su estructura y su significación evolucionarán en función del per­feccionamiento del régimen de la fe. Israel sabe que su salva­ción está ligada a una redención cuya iniciativa la tiene sola­mente Yahvé, pero que solo puede alcanzarla mediante la fide­lidad del hombre. Históricamente, Yahvé ha atraído hacia Sí a su pueblo, al liberarlo de la esclavitud de Egipto y del pecado. El acontecimiento típico de su redención será para Israel el Éxodo, pero el Éxodo desemboca en la Alianza. Ahora bien: la iniciativa redentora de Yahvé encontró, en el desierto, la in-

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fidelidad de su pueblo, su incredulidad. Y se ve a Moisés y a Aarón expiando sin cesar por las faltas de su pueblo e interce­diendo por él; es su plegaria de intercesión la que detiene la cólera divina.

El drama personal de Jeremías va a permitir reconocer y profundizar el lazo entre la expiación de las faltas del pueblo y los sufrimientos del justo perseguido. Se abre un camino que llegará hasta la figura del Siervo de Yahvé. "El llevaba sobre Sí nuestros sufrimientos y dolores con los que estaba abrumado. Mientras que nosotros le juzgábamos castigado, golpeado por Dios y humillado. Ha sido traspasado a causa de nuestros peca­dos, destrozado a causa de nuestros crímenes. El castigo que nos devuelve la paz está sobre El y gracias a sus heridas somos cu­rados... Sí, ha sido arrancado de la tierra de los vivientes; por nuestros pecados ha sido herido de muerte" (Is 53, 4-5, 8).

Así, mientras que prosiguen las liturgias tradicionales de expiación, el pensamiento religioso de Israel alcanza en algunos círculos de gente humilde una profundidad excepcional. Al mis­mo tiempo que se hace cada vez más pesado el aprontamiento de la muerte, como consecuencia de la infidelidad del pueblo, se presiente en algunos medios privilegiados que la función de in­tercesión, como expiación de los pecados del pueblo, tomará cuerpo en el sufrimiento y la muerte del intercesor.

La cruz, Cristo cumple perfectamente con su vida y acto redentor su muerte la figura mesiánica del Siervo de de la humanidad Yahvé. Su cruz es el acto que redime a la hu­

manidad, el acto que expía las faltas de to­dos, uniendo la humanidad a Dios. Veamos brevemente en qué sentido.

La Encarnación del Hijo de Dios ha tenido resonancia en toda la humanidad. Los lazos originarios que constituyen a cada hombre miembro de la humanidad están de alguna forma rede-finidos por la intervención, en la maraña que forman, de un hombre que es por identidad personal el Hijo de Dios.

Además, antes de actuar personalmente, todo hombre se vuelve solidario de los actos del otro. En este plano de la soli­daridad espiritual, la vida de Jesús, y especialmente su muerte en la cruz, tienen sobre la humanidad una resonancia absoluta­mente original. Porque, por primera vez en la Historia, un hom­bre llega hasta el fin del amor de Dios y del amor fraterno. Da su vida por amor de todos. La muerte que afronta es directa­mente causada por el pecado de los hombres. Al aceptar por amor este sufrimiento y esta muerte, Jesús hace triunfar el amor sobre el odio y el pecado. Al mismo tiempo, la solidaridad

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en el pecado se encuentra quebrantada para dar lugar a la soli­daridad en el amor victorioso. La muerte infligida a Jesús por el odio le proporciona el punto de apoyo de un amor que, en cierto modo, hace cambiar la muerte de partido. Incluso la muerte toma un valor redentor y expiatorio. El pecado del mun­do está perdonado y expiado, porque en la muerte de Jesús se produce el Éxodo de la humanidad, y en ella se constituye la Alianza definitiva. En Jesús, Dios arranca la humanidad al círculo infernal del pecado, quebrantado en el futuro, para atraerla hacia El eternamente.

La función redentora No basta con que el hombre sea inclui-del sufrimiento y de do en la solidaridad nueva fundada en la muerte del cristiano Jesucristo. Debe, además, tomar posi­

ción libremente y responder a la ofer­ta de salvación, al entrar por el bautismo, en el Cuerpo de Cris­to. Pero, una vez convertido en miembro de la Iglesia, el cris­tiano está llamado a desempeñar una función en la salvación de la humanidad. Jesús prosigue su actividad redentora en pro­vecho de los hombres de todos los lugares y de todos los tiem­pos a través de los miembros de su Cuerpo.

Unidos al sufrimiento y a la muerte de Cristo, el sufrimiento y la muerte del cristiano pueden tener un valor redentor y ex­piatorio. En la medida en que el cristiano percibe correctamen­te hasta qué punto el pecado de los hombres y el suyo motivan el proyecto del amor universal que le anima, no puede no sufrir con esta situación. Pero porque sabe que, desde la muerte de Cristo, el amor es victorioso, el cristiano tiene conciencia de deber integrar este sufrimiento dentro de su amor a Dios y a los hombres. Ante esto, está llamado por amor a dar su vida.

Pero el cristiano sabe también que en este mundo permane­ce pecador. Al mismo tiempo que tiene vocación de trabajar, como miembro del Cuerpo de Cristo, en la redención de la hu­manidad, asimismo tiene continuamente necesidad de ser "res­catado", liberado de la esclavitud del pecado para estar siempre más unido a Dios. Día tras día, semana tras semana, la Palabra liberadora le interpela para descubrirle las exigencias concretas de su condición de miembro de la Iglesia.

La misión y la Para cumplir su misión ante los pue-intercesión en el blos no cristianos, la Iglesia tiene ne-sufrimiento y la muerte cesidad de testigos. El misionero digno

de ese nombre es un testigo del amor universal, un artesano de catolicidad y de paz, uno que reúne lo que está disperso y dividido. El testigo se compromete, a partir

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de realidades concretas del pueblo al que es enviado; el misio­nero encuentra, inevitablemente, el pecado en los otros y en él mismo; afronta, pues, el sufrimiento e incluso la muerte. Porque la sabiduría de los hombres, incluso cuando aspira a la fraternidad humana, no investiga dentro del sentido de la cato­licidad; prefiere evitar el afrontamiento con la muerte que lleva consigo el ejercicio del verdadero amor. El artesano de catoli­cidad es un testigo molesto al que se tratará de una manera u otra de descartar o suprimir.

A imitación de Cristo, el misionero está llamado a conocer una forma u otra de persecución. No tiene que buscarla; viene a él bajo la forma de oposición más o menos profunda. Cuando nos habla de su vida misionera, San Pablo hace constantemente alusión a ella; y las oposiciones que más le apenan son las que provienen de hermanos en la fe. El sufrimiento que de esa opo­sición resulta, a veces la muerte, la soledad siempre, adquieren valor redentor en la medida en que el amor, tomando cuerpo en ellas, sale crecido y purificado, rejuvenecido y capaz de ins­pirar nuevos comienzos y de promover un nuevo futuro. En esta medida, la acción de gracias del misionero, su sacrificio espiri­tual, se convierte en una intercesión permanente puesta al ser­vicio de todos los que se oponen a él.

Sobre la cruz, Jesús dijo: "Padre, perdónalos porque no sa­ben lo que hacen." Es esta la expresión suprema de la interce­sión en el sufrimiento y la muerte. No es de admirar que uno encuentre el eco de esta a todo lo largo de la historia de la mi­sión, entre los apóstoles y los mártires.

La intercesión de Cristo, Una vez que ha venido Cristo, ya no prolongada en la es necesario que el gran sacerdote celebración eucarística entre en el Sancta Sanctorum para

realizar el rito expiatorio por exce­lencia, la aspersión de la sangre sobre la víctima propiciatoria. El único Sacerdote de la Nueva Alianza la ha realizado de una vez para siempre, al ofrecer una sangre rftás eficaz, su propia sangre. El ha dado su vida, y hoy está siempre vivo para inter­ceder en favor de todos los hombres.

Esta intercesión de Cristo se hace sacramentalmente presen­te en la celebración eucarística; la muerte de Cristo es procla­mada en ella continuamente. Al hacerse beneficiario de esta intercesión mediante la participación del pan y de la Palabra, el cristiano es invitado, como miembro del Cuerpo de Cristo, a entrar él también en esta única intercesión agradable al Padre. Verdaderamente, cada misa es un acontecimiento mayor en la historia de la salvación. La creación entera se da cita en ella. El rito pascual se inscribe cada vez más en ella.

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SEMANA SANTA

A. LA PALABRA

I. Isaías 42, 1-7 Los cuatro poemas llamados del "Siervo de Ifl lectura Yahvé" (Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-lunes 53, 12) son considerados hoy como una espe­

cie de libreto compuesto por un discípulo del Segundo Isaías y distribuido después, no se sabe con qué crite-terios, a lo largo de la obra de este último *. Reunidos formando una unidad constituirían quizá una especie de libreto escénico de intronización del Siervo 2.

El primer poema se compone ciertamente de los cuatro pri­meros versículos del cap. 42, pero no es seguro que los ver­sículos 5-7 formen parte de él. Por el contrario, son muy estre­chos los nexos que lo unen al segundo poema (Is 49, 1-6) 3, sobre todo la identificación del Siervo y de todo el pueblo de Israel.

Luz de las naciones (Is 49, 6), el Siervo-Israel debe hacer irradiar su brillo hasta las extremidades de la tierra (v. 4), po­niendo de manifiesto la salvación de Yahvé (Is 49, 6) y llevan­do la ley y la instrucción a las naciones (vv. 1, 3, 4). Con eso no se trata sin duda de una tarea propiamente misionera, pues Dios no concederá su salvación más que a Israel, para confusión de las naciones que habrán de reconocer al único Dios verda­dero (cf. Is 52, 10) y el derecho preferente de Israel. Por lo de­más, el Siervo-Israel se niega a predicarles (v. 2; cf. Act 11, 19): actúa tan solo con su presencia y el testimonio de su vida. El profeta se imagina sin duda a un Israel disperso entre las naciones, pero que goza de un estatuto de libertad y de respeto que pondrían de manifiesto de manera brillante la solicitud de

1 J. COPPENS, "Les Origines l i t téra i res des poémes du Serv i teur de Yahvé", Bíblica, 1959, págs. 248-58.

2 J. MORGENSTERN, "The Suffering Servant . A New Solution", V. Test., 1961, págs. 292-320; págs. 406-31.

3 J. COPPENS, "Le Servi teur de Yahvé" ; ve r s la solution d 'une én igme" , Sacra pagina, 1959, págs. 434-54.

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Yahvé respecto a él. Más aún: en Is 49, 6 se trata de convencer al pueblo-siervo que es más importante aprovechar la situa­ción en diáspora para dar testimonio de la luz de Dios a tra­vés de todo el mundo que restaurar al pueblo en Palestina.

Por tanto, en este poema puede encontrarse ya la idea de universalismo, pero todavía depende de un contexto ideológico demasiado centrípeto.

II. Juan 12, 1-11 La unción de Jesús en Betania plantea mu-evangelio chos problemas exegéticos. Parece que la tra-lunes dición primitiva comprendía el relato de una

unción en Betania, en casa de un individuo llamado Simón (cf. Mt 26, 6-13; Me 14, 3-9), por una mujer que había quedado anónima.

En el relato de Juan abundan los detalles complementarios: asigna un nombre a la mujer: María, la hermana de Marta y Lázaro. Especifica después que la unción no se limitó a la cabe­za, como en Mateo y en Marcos, sino que comprendió también los pies (v. 3), el colmo del despilfarro (lo que recuerda el relato de otro episodio, quizá diferente, referido por Le 7, 36-50). Juan hace alusión sin duda a esta prodigalidad con el fin de contra­poner la avaricia de Judas (que él es el único en mencionar).

• » * #

Al recordar la proximidad de Pascua y al mencionar la pre­sencia de Lázaro resucitado, Juan atribuye al mismo tiempo al relato de la unción una dimensión pascual (vv. 1-2). Judas reac­ciona ante el dispendio que representa esta unción. Trescientos denarios debían representar efectivamente el salario anual de un obrero (Mt 20, 2 fija el salario en un denario al día). Pero Jesús replica dando a la unción de María un significado nuevo: "Dejadla. Ha reservado ese perfume para el día de mi sepultu­ra." Ahora bien: el judaismo estimaba más obligatorio moral-mente el cuidarse de los cadáveres que la caridad para con los pobres. La respuesta de Cristo hace callar a Judas, pero su inter­pretación resulta difícil. Cristo puede querer decir que María anticipa así los cuidados de que será objeto su cadáver (Jn 19, 38-42): la unción sería entonces el signo de su muerte. Pero puede ser también el signo de su resurrección: como no se haría la unción del sepulcro, María realiza ahora, con el perfume que conservaba con esa finalidad (v. 7), la unción del cuerpo de Cristo, cosa que no podrá hacerse después de su muerte, puesto que resucitará entre tanto.

Preferimos la segunda hipótesis a la primera. La unción de Betania no sería entonces tan solo el preludio de unciones ulte-

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ñores, sino realmente la del mismo sepulcro, puesto que t am­poco Cristo, ya resucitado, recibirá ninguna otra unción, y esta constituiría, en este caso, el verdadero signo de la resurrec­ción. Lo que explicaría que, al contrario de Lucas, Juan no men­cione, en el cap. XX, la intención de las mujeres de ir a ungir el cadáver de Cristo.

* * *

La unción con aceite es un rito difícil de explicar hoy. Basta leer los comentarios catequéticos de la confirmación y del sa­cramento de los enfermos para convencerse de ello. ¿No existe acaso el prurito de buscar semejanzas ilusorias, tanto en el r i ­tual ordinario de las religiones como en determinadas realida­des de la vida moderna (aceite del motor, etc.)? De hecho, Juan no se preocupa de semejanzas de ese estilo. Le importa muy poco que la unción sea en origen un rito de sepultura; lo esencial es que encierre todo el misterio de la resurrección. El hombre que la recibe está impregnado de una vida nueva, lo mismo que el aceite impregna un tejido; y esa impregnación, al mismo tiempo que le libera de la muerte y del pecado, le capacita para los compromisos y las actitudes de una vida que se sustrae a la muerte. El hombre ungido es libre, es señor.

III. Isaías 49, 1-6 Los exegetas descubren dos tradiciones en 1.a lectura este fragmento del tercer cántico del Sier-martes vo paciente. La primera (vv. 1-3 y 5b-6)

está inspirada en cierta mentalidad univer­salista; la segunda (vv. 4-5a) es un relato de factura profética4 . Como había visto en Ciro el enviado de Dios, el Segundo Isaías refleja su desilusión: el rey restablece los templos de Marduk y las fiestas paganas del año nuevo al mismo tiempo que apoya la reconstrucción de Israel. El profeta anuncia entonces la des­gracia de Ciro: Dios enviará pronto otro mensajero a su pueblo.

* * *

Al final de su reflexión en torno al fracaso de la misión de Ciro, el Segundo Isaías pasa a considerarse a sí mismo como el enviado de Dios que hubiera debido ser Ciro y a hacer el elogio de su función profética en los términos reservados has ta enton­ces a Ciro. Su misión tendrá incluso una repercusión universal y su nombre será pronunciado por Dios (v. 1; cf. Is 41, 25); le es confiada la espada de Ciro, que debía aniquilar a los reyes (v. 2; cf. Is 41, 2), y se convierte en esa luz de las naciones que Ciro

4 CH. H. GIBLIN, "A note on the composit ion of Is 49, 1-6", Cath. Bibl. Quart., 1959, págs. 207-12.

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hubiera podido ser (v. 6; cf. Is 42, 16) si hubiera permanecido fiel.

El profeta se considera de nuevo llamado por Dios desde su concepción al modo de Jeremías (vv. 1 y 5; cf. Jer 1, 5). Lo mis­mo que la de Ezequiel, su misión es la de hacer funcionar la espada (v. 2; cf. Ez 21, 14-22). Cual un nuevo Jacob, tendrá que luchar sin desaliento durante la noche (v. 3; cf. Gen 32, 23-33). Aun en medio de su desaliento se considera solidario con sus predecesores los profetas de Israel (v. 6; cf. Jer 15, 10; 20, 9 e Is 49, 4).

# # *

La Iglesia primitiva descubrirá los rasgos de Cristo en el re ­trato de ese profeta (comparar v. 3 y Mt 3, 17; v. 6a y Luc 2, 32). Pero la función profética realizada en Cristo no se agota en modo alguno con El.

El profeta del Antiguo Testamento pudo vislumbrar en este acontecimiento (en este caso la intervención de Ciro en la his­toria de Israel) las posibilidades de comunión y de alianza entre Dios y los hombres. Cristo ha merecido el título de profeta por­que ha revelado la presencia de Dios en sus propias reacciones frente a los acontecimientos.

La Iglesia, a su vez, es profética en el sentido de que su fe sitúa los acontecimientos del mundo actual dentro de la pers­pectiva del Reino que viene. Defiende su libertad de crítica fren­te a todo sistema social, revolucionario o conservador como el Segundo Isaías respecto a Ciro, y les aplica su propio criterio de apreciación: la capacidad de preparar la unidad fundamen­tal de la humanidad en Jesucristo.

La Iglesia no conoce la naturaleza del nexo que existe entre este mundo y el Reino. Pero sabe al menos, y así lo proclama, que el mundo, tal como nosotros le hayamos hecho, infierno de odio y de sufrimiento o t ierra habitable, será el material con el que Cristo realizará su Reino.

Por consiguiente, el cristiano ejerce su propia misión profé­tica en el mundo y en la Iglesia dentro de esas perspectivas para leer ahí todo lo que prepara u obstaculiza la constitución del Reino.

Punto de la proclamación profética de la Palabra, la Euca­ristía es, dentro de la Iglesia, la institución por excelencia que debería llevar a cada cual al convencimiento de su misión profé­t ica en el mundo y debería reagrupar incluso a quienes con más insistencia someten a juicio algunas estructuras eclesiales.

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IV. Juan 13, 21-32, 36-38 Este pasaje sirve de preámbulo al pri-evangelio mer discurso de despedida de Jesús a martes sus apóstoles. Jesús anuncia la trai­

ción de Judas (vv. 21-30), hace de ella una etapa de su propia glorificación (vv. 31-32) y deja después que intervenga Pedro en unos términos que le permitirán res­ponder comprometiendo su discurso (vv. 36-38).

# * *

a) El anuncio de la traición de Judas cae como una ducha fría en el grupo de los apóstoles. Cristo no revela la personali­dad del traidor, sino de manera simbólica: ofreciéndole el pla­to en un último gesto de amistad. Pero Judas se juzga a sí mis­mo al rechazar la amistad de Jesús (v. 27) y dejándose dominar por el pecado (Jn 8, 44).

b) Pero no por eso pierde el Señor la dirección de las ope­raciones. El mismo da la señal para que comience el drama orde­nando a Judas que vaya a hacer lo que tiene que hacer (vv. 27 y 30). Comienza la "noche", pero ha sido el mismo Jesús quien ha desencadenado el proceso.

Ahora bien: estamos en la noche pascual, una noche que de­bía estar iluminada por la luna nueva: será efectivamente ilu­minada, pero por la gloria de Jesús (vv. 31-32). Si Cristo ha to­mado la iniciativa de determinar la hora de la muerte lo ha he­cho porque para El redunda en motivo de glorificación del Pa­dre. Es evidente que Juan aplica esta idea de gloria no solo a la resurrección, sino también a la muerte: esta última es tan reve­ladora de la vida divina como la resurrección (cf. Jn 3, 13-14; 8, 28; 12, 32-34).

c) Pedro, que presiente confusamente que se preparan acon­tecimientos graves, declara que está dispuesto a dar su vida por Cristo (v. 37). ¡Curiosa pretensión cuando le corresponde a Cristo darla por los suyos! Por eso Jesús coloca a Pedro en su sitio mediante la predicación de su propia traición (v. 38). La preocupación ha llegado al colmo y el silencio se hace repenti­namente denso. Jesús puede comenzar su discurso de despedida (Jn 14, 1-31).

Tres hombres juegan con la vida de forma muy diferente en este episodio del último banquete pascual. Judas opina que la vida no tiene gran precio, sobre todo cuando se trata de la de los demás. Vive su vida apegado a los elementos más superfi­ciales de esta última, como el dinero, y deposita en ese dinero lo absoluto que debería emplear en vivir (cf. 12, 4-6). ¿Cómo puede entonces respetar ún nivel de existencia en el que no se

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sitúa? Desprecia la vida como tal, tanto la suya como la de los demás. No ha hecho más que atisbar su secreto y su exigencia.

Pedro tiene cierta buena intención; sabe que la vida se des­cubre en la relación y el don: no se vive si no es dándose a al­guien. Pero el "yo" de Pedro, el que hace así entrega de su vida, es exterior a él; vive con superficialidad y hace entrega de algo que está por encima de él, que tiene más peso que él. Por eso se dejará aplastar por ese don y otra vez volverá a cargar con él. ¡ No da su vida todo el que quiere!

También Jesús da su vida, pero ¡con qué dominio! La da tanto a sus amigos como a sus enemigos, determina la hora y organiza el desarrollo de los acontecimientos: el "Yo" de Jesús se sitúa al nivel mismo de la vida más profunda, allí donde realmente se la puede crear, activar y dar. Misteriosa persona­lidad la de Jesús en la que el Yo que da no se distingue de la vida dada, en la que todo es don y en quien todo sucede sin retroceso. ¿Será acaso que Jesús habrá aprendido cerca de Dios que el misterio de la persona es el misterio de la donación?

V. Isaías 50, 4-9 Esta lectura está sacada de los poemas del 1.a lectura Siervo paciente. Cuatro en total, estos poemas miércoles han sido incrustados con bastante mala for­

tuna en los escritos más antiguos del Segundo Isaías s.

El poema que se lee este día es el tercero. En él el Siervo habla de Sí mismo. Compara su lengua torpe (v. 4) con la de los grandes profetas del pueblo (Ex 4, 10; Jer 1, 6). Refiere des­pués las vejaciones sufridas en el cumplimiento de su misión y, para describirlas, utiliza el mismo lenguaje de los antiguos pro­fetas: "presenta su espalda" (cf. Is 51, 23), "presenta sus meji­llas a quienes le hieren" (cf. Ez 21, 14), "no sustrae su rostro" (cf. Ez 16, 52; Job 14, 20; 30, 10). Sin embargo, convencido de que Dios le salvará (v. 7), no siente los ultrajes (Jer 1, 18).

Probablemente la figura de Jeremías es el punto de partida para trazar los rasgos característicos del Siervo paciente. En­cargado de "mimar" los acontecimientos del exilio (Jer 13, 1-11; 16, 1-13; 18), Jeremías se nos presenta, en efecto, como quien lleva sobre sí a la vez las faltas del pueblo y su castigo.

Es, además, el único profeta del Antiguo Testamento que insiste tanto sobre su drama personal. El, el dulce y amante, se

5 H. CAZELLES, "Les Poémes du Serviteur. Leur place, leur structure, leur théologie", Rech Se. Reí., 1955, págs. 5-55.

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ve obligado a soportar vejaciones, persecuciones e injusticias. Se le adivina inocente en medio de un pueblo de pecadores (comparación con el cordero en Jer 11, 19; 15, 10-21; 18, 18-25; 20, 7-18). Frente al pueblo superficial, Jeremías es el hombre de la interiorización de la religión, sensible al drama personal, y sus profecías concretan las normas de una nueva alianza funda­mentada en el sacrificio interior, la conversión del corazón y la responsabilidad personal6 .

El Segundo Isaías elabora su doctrina del Siervo paciente (Is 42, 1-4; 49, 1-7; 50, 4-11; 52, 13-53, 12), reflejando muchos elementos de la vida de Jeremías: a t ravés de sus sufrimientos, el Siervo sustituye al gran número que hubiera debido sufrir por sus propios pecados. Este sufrimiento expiatorio permite al Siervo concertar con Dios una alianza nueva, de alcance uni­versal.

Pero el autor presenta al Siervo paciente unas veces de manera personal (bajo los rasgos de Jeremías) y otras de for­ma colectiva (bajo los rasgos de Israel perseguido por los pa­ganos).

Determinar cuál de los dos temas es más antiguo, si el in­dividual o el colectivo, es imposible. Hay exegetas que se incli­nan más bien a favor del segundo: Israel portador del desig­nio de_Dios por su castigo.

Si bien Cristo no se refirió explícitamente más que una sola vez al tema del Siervo paciente (Le 22, 37; Is 53, 12), la t radi­ción primitiva no dejó de advertir múltiples semejanzas: ya des­de el bautismo la vocación mesiánica del Señor aparece como la del "Siervo-Hijo" (Me 1, 1; Is 52, 1); las curaciones reali­zadas por Cristo ponen de manifiesto su función de Siervo ex­piador (Mt 8, 16; Is 53, 4); su humildad es la que se atribuía al Siervo (Mt 12, 18-21; Is 42, 1-3; Me 9, 31; Is 53, 6, 12); el fracaso mismo de su predicación recuerda el de Jeremías y del Siervo (Jn 12, 38; Is 53, 1). El tema del Siervo paciente es, por tanto, el que más claramente hace referencia a la necesi­dad que se imponía al Salvador de pasar por el sufrimiento y por la muerte para realizar su designio (Act 3, 13-26; 4, 25-30; Is 53, 5, 6, 9, 12; Me 10, 45; Is 53, 5; 1 Cor 11, 24; Is 53, 5).

La reflexión judía llegó a concebir la muerte expiatoria del Justo por todos los pecadores porque su agudizado sentido de la retribución terrestre le obligaba a encontrar un sentido al sufri­miento del Justo. Cabe pensar que Cristo sacó de esa doctrina la serenidad necesaria para aceptar su sufrimiento y su muer-

« Véase tema doctrinal del sacrificio espiritual, en este mismo capí­tulo.

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t e : sería el Justo que expía por los demás. En consecuencia, la muerte no se le presenta ya a Jesús como el epílogo sobrecoge-dor de su vida, sino como parte integrante de su misión.

Más aún : el tema bíblico del Siervo enlazaba el proceso de humillación al proceso de exaltación: porque el Siervo se en­trega deliberadamente a la muerte puede ver una posteridad y sellar la nueva alianza. También Jesús toma conciencia de que su muerte se convertirá en victoria merced a una glorificación posterior. Penetra, pues, en el misterio de la muerte con la cer­teza de que encierra un secreto de exaltación.

Al actuar así, Cristo pone de manifiesto lo que es su divini­dad. La imagen del Siervo paciente no significa t an solo que Cristo se enfrenta con su condición humana lo más fielmente posible; es también la que evidencia en Jesús la naturaleza misma de Dios, quien, no contento con ser el Dios absoluto y todopoderoso del mito y de la metafísica, se descubre como "Dios para los demás". La humanidad de Jesús-Siervo no es, pues, un accidente o un paréntesis en su vida de Hijo de Dios: es la manifestación más perfecta posible de lo que es en cuan­to Dios, ya que traduce una trascendencia antigua, pero de tipo nuevo: la que se pone de manifiesto en la universalidad abso­luta del amor a otro has ta en la muerte y la desposesión de sí.

Esto no significa que no exista un Dios-en-sí. Pero la única manera de decir algo de El no consiste en acudir al mito y a la metafísica, sino en acudir a la imagen de Cristo-Siervo. El Dios conocido a través del servicio de Cristo no es un Dios que se olvida por un instante de su divinidad para venir a compartir la pobreza de los hombres durante algunos años, sino el Dios verdadero cuya trascendencia es captada a través de la trascen­dencia que implica el servicio amoroso de otro.

Y si hay una expiación en el servicio de Jesús, no lo es porque un Dios vengador estuviera esperando la sangre de su Hijo para calmar su cólera, sino porque Jesús ha prestado al servicio de los hermanos a la vez su dimensión de victoria sobre el egoís­mo radical de cada uno y su dimensión de trascendencia divi­na, en donde ya no hay pecado posible.

Es absolutamente cierto, en efecto, que Cristo no actúa como un Dios autoritario y vengador, hacedor de prodigios y celoso de poder. Ese Dios murió realmente en Jesús. Pero la trascenden­cia de Dios, si ya no reside en la omnipotencia, no deja por eso de ser menos real en el amor del hombre y en su servicio. Al ponerse al servicio de los hombres, "expiando por ellos", Jesús no traiciona a Dios, sino que, por el contrario, revela su verdade­ra naturaleza: es el Todo-Otro en razón de su servicio a los demás.

En cierto modo, cada cristiano se convierte también en ser-

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vidor de los demás en la medida de su participación en la pro­moción del hombre, y, en cuanto tal, vive implícitamente esa trascendencia de Dios puesta de manifiesto en el amor del hom­bre y el desprendimiento de las limitaciones impuestas por el pecado. Mas esa referencia a la trascendencia es tan solo im­plícita; parece que no supera el moralismo y el humanismo. En Jesús, por el contrario, esa referencia es objetiva y explícita. Merced a El, la trascendencia divina experimenta una muta­ción humana y cósmica decisiva que llevará a la victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

Para que nuestra actuación en servicio del hombre sea tam­bién explícitamente obra de la trascendencia divina y no un humanismo cualquiera, es necesario que nuestro servicio a los hombres esté explícitamente vinculado al de Cristo. Solo así podemos vivir por nuestra parte la alteridad de Dios. La Euca­ristía es ese lugar en el que el Dios que inspira implícitamente nuestro servicio se hace explícito.

VI. Mateo 26, 14-25 Relato de la traición de Judas y de los evangelio preparativos del banquete pascual. miércoles

# # *

a) El primer problema que se plantea es el de la fecha de la Cena. Mateo habla del primer día de los ázimos (v. 17), es decir, el primer día en que se habían de comer panes sin levadura (Ex 12, 1; 23, 14), que era normalmente el día inaugurado por el banquete pascual (es sabido que los judíos fijan el comienzo del nuevo día a partir de las seis de la tarde, al ponerse el sol; cf. v. 20). Ahora bien: Mateo sitúa este primer día de los ázimos antes del banquete pascual (compárese el v. 17 con el 20). Estos datos se complican todavía más debido a que, para Jn 19, 14, 19, 31, 42, Cristo es inmolado en el momento en que se inmolaba el cordero pascual en el Templo con destino a la comida de la noche. Según Juan, el banquete pascual no pudo celebrarse sino algunas horas después de la muerte de Cristo.

Cabe la posibilidad de conjugar los diferentes datos crono­lógicos si se piensa que Jesús y los suyos seguían un calendario de una secta más o menos secreta (quizá Qumrán), que aquel año iba algunos días adelantado respecto al calendario oficial del Templo (lo que explicaría el misterio de la palabra de Jesús en el v. 18). Cabe pensar también que Jesús pudo anticipar deliberadamente un banquete pascual. De todas formas, parece cierto que Jesús se distanció respecto a las prescripciones en torno al banquete pascual, poniendo así de manifiesto la dis-

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tancia que le separaba ya del mundo judío y la gran libertad que se toma respecto a las rúbricas antiguas"'.

b) Los vv. 14-16 y 20-25 están totalmente dedicados a la traición de Judas. La ridicula cantidad que recibió como precio de su transacción está calculado por la ley como precio de un esclavo (v. 15; cf. Ex 21, 32; Zac 11, 12). Lo mismo que Jn 13, 21-30, Mateo no quiere dar la impresión de que Judas toma la iniciativa: es Jesús quien dispone, como Señor de la muerte y de la vida, las circunstancias de su "hora". El mismo anuncia la traición (v. 21), ensaya su último gesto de amistad hacia Judas (v. 23; inspirado en Sal 40/41, 10), y después le enfrenta clara­mente con sus responsabilidades (v. 24) y le indica, finalmente, que conoce todo su proyecto (v. 25). En todo esto, el traidor aparece cual un pelele irrisorio: Jesús ha decidido morir; ya nada puede cambiar su decisión.

* * *

Para comprender el alcance de la actitud de Cristo respecto a Judas hay que recordar lo que el banquete judío representaba en el plano simplemente humano. Porque en realidad es bastan­te secundario fijarse en el pan y el vino utilizados por Jesús. Lo importante es el uso que hace de ellos: "toma" pan y vino, es decir, que se sirve de esa parcela de la creación que es, para un hebreo, un don del amor de Dios hacia el hombre, un inicio de su salvación; con ello simboliza la comunión con Dios en la que vive. Pero reparte ese pan y la copa la hace pasar de unos a otros con el fin de significar su propósito de compartir con otros la vida que El vive con Dios.

No solo no condena a Judas, sino que se presenta ante él con una propuesta de comunión total. Significa ver las cosas miopemente, preguntarse si Judas comió o no el pan consagra­do, si cometió o no un sacrilegio. El interés de la escena no ra­dica tanto en los alimentos como en los gestos que han incor­porado a aquellos su significación comulgatoria. Jesús estaba suficientemente acostumbrado, a lo largo de sus numerosos ban­quetes con los pecadores, a comulgar con estos últimos como para no excluir a Judas de la relación comulgatoria. Fue Judas, y solo él, quien se juzgó a sí mismo separándose.

Por eso la Eucaristía es, porque está esencialmente hecha de los gestos comulgatorios de Jesús respecto a los pecadores, el sa­cramento por excelencia del perdón de los pecados y de la in­tegración de los pecadores en la vida divina, con tal que, al menos, esos pecadores no se condenen por sí mismos apartán­dose.

7 Véase tema doctrinal del banquete eucarístico, en este mismo ca­pítulo.

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VIL Lucas 22, 1-18 El relato de la Cena es uno de los que más evangelio marcada tienen la huella de la tradición ad libitum primitiva, sin que por eso hayan dejado de liturgia respetarse escrupulosamente sus líneas de la Palabra esenciales. El núcleo primitivo podría estar

constituido, en primer lugar, por los pre­parativos de la traición de Judas (vv. 1-6) y por el discurso central de Jesús (vv. 15-18, de donde hay que sacar los elemen­tos narrativos de 15a y 17a). Posteriormente se habrían com­pletado estos datos con los versículos siguientes, que no nos in­teresan aquí, y por los vv. 1-14, un añadido tardío de la mano misma de Lucas 8.

a) En su breve discurso anuncia Jesús que esa Pascua es la última para El, pero no necesariamente para sus apóstoles. Se trata, pues, de un anuncio implícito de su muerte próxima. Esta profecía se repite al final del banquete, a propósito de la copa que Jesús tiene por última vez en sus manos (v. 18).

No se trata, sin embargo, de una simple profecía de su muer­te, sino de la manifestación de su convencimiento de que el Pa­dre no le abandonará en la muerte, puesto que participará del banquete del Reino ("de nuevo", v. 18). El oráculo profético de Jesús se refiere, pues, tanto a su muerte como a su resurrec­ción, incluso a la seguridad de un volverse a ver escatológico.

b) El ritual seguido por Jesús parece ser distinto del que se practicaba en el banquete judío habitual. En efecto, cada uno bebía en su propia copa, después que el Padre de familia había dado gracias manteniendo la suya ligeramente levantada. Jesús, por el contrario, pasa la copa a todos los comensales, un gesto que el padre de familia solo realizaba en casos excepcionales y para honrar a un comensal particularmente estimado. Así se comprende la importancia del deseo del Señor de que todos be­ban de su propia copa: quiere honrar a todos sus comensales y significar mejor su comunión con ellos.

c) Este breve discurso, muy primitivo, iba seguramente pre­cedido de una introducción bastante breve. Pero pronto tuvo lugar una ampliación. Apunta en una dirección muy concreta: se trata, en efecto, de dar confianza respecto a la profecía de Jesús relativa al banquete escatológico. Por eso se introduce un relato que formula una profecía de menor importancia (vv. 7-10), pero que, por su realización inmediata (V. 13), permite tener confianza en la profecía más decisiva.

8 H. SCHÜRMANN, Der Abendmahlsbericht, Leipzig, 1958; Le Récit de la Cene, Lyon, 1966. Véase tema doctrinal del banquete eucarístico, en este mismo capítulo.

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Pero todavía hay más al parecer: los vv. 7-13 demuestran cla­ramente que Jesús carga por Sí mismo con la responsabilidad del banquete, toma todas las iniciativas y da todas las consignas necesarias a este respecto. No deja nada al azar y parece tener interés en fijar por Sí mismo el ritual. Se entrevé en todo esto a la Iglesia primitiva preocupada ya porque su Eucaristía de­penda de la voluntad del Señor.

* * #

El texto del discurso de Cristo en la Cena es, sin lugar a du­das, uno de los textos más primitivos de que disponemos. De él no se ha sacado aún ninguna teología: la comunidad primitiva no ha tenido aún tiempo de reflexionar sobre este particular: ninguna mención del alcance salvífico del banquete, de la sig­nificación redentora de la muerte, de la importancia decisiva de la resurrección para la humanidad. El mismo Jesús refleja una conciencia bastante somera respecto a su futuro próximo. Se encuentra sencillamente entre los comensales del banquete escatológico, invitado por el Padre entre los demás invitados. No es ni el Siervo (como Le 12, 37) ni el señor de la casa (como Le 12, 30). La felicidad de la nueva era en la que penetra es descrita tan solo por medio de la imagen bíblica del banquete: todavía no se ha dicho nada de la gloria, de la vida divina, del cumplimiento de todas las cosas. El valor de la Cena no depen­de de la teología montada en torno a ella, sino de la sencillez de la conciencia de Cristo frente a los acontecimientos que van a desarrollarse y su confianza depositada plenamente en el Pa­dre que iba a ocuparse personalmente de su destino.

VIII. Isaías 61, 1-9 Los caps. 60 y 62 de Isaías son atribuidos a 1.a lectura la pluma del Segundo Isaías, pero los exege-misa crismal tas se inclinan por atribuir el cap. 61 a un

discípulo posterior. Después de haber des­crito la vocación de un profeta (vv. 1-3), pasa al análisis de su mensaje (w. 4-11).

* # *

El v. 7, cuya segunda parte figura en la lectura litúrgica, adopta un estilo antinómico, precursor del de las bienaventu­ranzas: por una doble ración de oprobio, una doble ración de felicidad; por la ignominia, una alegría duradera, característica de la alianza "eterna" entre Dios y su pueblo. La alianza de Moi­sés no era eterna, puesto que sobre ella pesaba la amenaza del castigo y del destierro (Dt 30, 15-20). La repercusión de la nueva alianza será universal: todas las naciones se maravillarán del

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ASAMBLEA I I I . - 1 7

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signo de bendición de divina que es el nuevo pueblo (vv. 9 y 11, que probablemente deben ir juntos) 9.

El v. 10 puede considerarse como una conclusión; después de haber escuchado la profecía, el pueblo toma la palabra y canta su Magníficat. Se reviste con la salvación recibida de Dios como con un vestido de alegría.

* * *

La alianza eterna no consistirá tan solo en una estancia in­definida en la Tierra Prometida, sino en una participación en la vida misma de Dios y en una dependencia continua respecto a su amor indefectible. Por otro lado, no será una prerrogativa exclusiva de un pueblo, sino una obligación de dar acogida a todas las naciones.

Memorial del sacrificio del Señor, la Eucaristía, que sella la nueva alianza con Dios y sitúa al Salvador en una actitud de apertura a todos los hombres (novi et aeterni testamenti10 pro multis), confiere a nuestra vida esa doble dimensión de indefec­tible adhesión a Dios y de apertura a todos.

IX. Apocalipsis 1, 5-8 Mensaje epistolar que Juan coloca a la 2.a lectura cabeza de su Apocalipsis a la atención de misa crismal las Iglesias de la provincia romana de

Asia a las cuales dedicó esta obra. Está plagada de alusiones y reminiscencias bíblicas tan numerosas que, para comentarlas, basta hacer un inventario de ellas.

# * *

a) El autor, ante todo, expresa a sus destinatarios el deseo de que la Trinidad les conceda gracia y salud (vv. 4-5). Pero ¿alude Juan precisamente a la Trinidad? La perífrasis "El es, era, viene" (vv. 4 y 8), designa claramente al Padre. De origen judaico, tal perífrasis amplía la expresión conocida del Ex 3, 14: "Yo soy", poniendo de manifiesto que Dios es, no solo en el presente, sino también en el pasado y en el futuro. "El es, era, será", se decía a veces para nombrar a Dios. Juan, sin embargo, reemplaza "El será" por "El viene" para subrayar que el Padre ejerce su dominio sobre el desarrollo de una historia sanciona­da por su venida como Juez.

La Segunda Persona de la Trinidad es nombrada con la su-

» W. KESSLER, Gott geht es um das ganze, Stuttgart, 1960, págs. 61-66. 10 Se advertirá que la palabra aeterni no figura en los relatos evan­

gélicos de la Cena. Se añadió en el antiguo canon romano por influjo de Is 61, 8 y Heb 13, 20.

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ficiente claridad como para no vernos obligados a comentar aquí los títulos que Juan le atribuye (cf. el apartado o, poco más adelante). Pero no todos los exegetas reconocen la Tercera Persona, el Espíritu Santo, en la imagen de los siete Espíritus (v. 4: cf. Ap 8, 2; 3, 1; 4, 5; 5, 6). Muchos ven en ellos los ánge­les, artífices de la creación. Según ellos, el encabezamiento del Apocalipsis, como la mayoría de los de las cartas de San Pablo, no mencionaría más que al Padre y al Hijo, pero, en una época en que la pneumatología trataba de encontrar su expresión y su vocabulario, resultaba francamente seductora la imagen de los siete Espíritus.

b) Jesucristo, segundo centro de interés en la introducción de esta carta, es honrado con tres títulos (v. 5). Es el Primogé­nito de entre los muertos, por ser el primer hombre excluido de la ley de la muerte (1 Cor 15, 20; Col 1, 18; Rom 6, 9) y el único en quien los demás hombres encuentran el medio de vencerla (1 Jn 5, 1-5). Es el testigo fiel, ya que ha dado testimonio, hasta la muerte, del designio de su Padre, y porque, en El, se han veri­ficado todas las profecías con el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Sal 88/89, 28, 38). Es, finalmente, el Príncipe de los reyes de la tierra (Is 55, 4), porque ha recibido del Padre todo poder (Dan 7, 13-14) y lo pone de manifiesto guiando la histo­ria de los imperios romanos, como lo mostrará el Apocalipsis (cf. Ap 11, 15; 17, 14; 19, 16).

c) Se podría considerar que los vv. 4-5 son una muestra de acción de gracias a Dios a la manera de las bendiciones judías, atribuyéndole varios títulos de gloria. Con los vv. 6-7 se pasaría a la anamnesis de la obra de la salvación realizada por Cristo. En estos dos versículos Juan tendría en cuenta el amor de Je­sús hacia nosotros, por el hecho de habernos purificado del pe­cado con su muerte (Gal 3, 13; Ef 1, 7; 1 Pe 1, 19) y haber consti­tuido un pueblo real de sacerdotes (Ex 19, 6; cf. 1 Pe 2, 1-10; cf. también Ap 5, 10; 20, 6; 22, 5). El v. 6 se interrumpe para dar lugar a una breve doxología, corriente en el Nuevo Testamento, en honor de Cristo-Salvador (Ap 4, 8, 11; 5, 9-13; 7, 12; 19, 1-7; Rom 11, 36; 16, 25-27; Ef 3, 20-21, etc.). Pero el autor prosigue de nuevo la "memoria" de la obra de la salvación anunciando el próximo retorno del Señor. Este vendrá sobre las nubes como el Hijo del hombre (Dan 7, 13); se le "verá" (según Zac 12, 10) y las naciones se convertirán (Zac 12, 10-12). Estos temas están sacados de la concepción cristiana en torno a los últimos tiempos (Mt 24, 29-31). Ver al Señor venir sobre las nubes era, para un judío, tener fe en su origen trascendente; para un cristiano es, en cambio, creer en su resurrección y en su señorío (Mt 26, 61-64; Act 7, 55) y convertirse al Reino que inaugura.

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La resurrección de Cristo es el punto central de la fe, ya que aquella revela la identidad real del Mesías. Jesús franquea el obstáculo de la muerte como socio en igualdad de méritos a su Padre, y de ahí que sea el Primogénito de los muertos. Mani­fiesta tanta fidelidad a su condición terrena, que es el testigo de la veracidad de las profecías. A todos sus hermanos, a las restantes naciones, incluso, ofrece la posibilidad de participar en su resurrección en calidad de hijos adoptivos, con la condición de que den testimonio de una fe que permite "verle" y de una "conversión" que concreta la remisión de nuestros pecados obte­nida por la muerte del Señor.

La Eucaristía expresa estos actos de fe y de conversión, an­ticipando así la venida progresiva sobre las nubes del Hijo de Dios.

X. Lucas 4, 16-22a En tanto que Mateo presenta a Cristo bajo evangelio los rasgos de un rabino ambulante (Mt 4, •misa crismal 12-17), Lucas, más liturgista, comienza y

termina su Evangelio con el relato de los acontecimientos que tienen lugar en el Templo (Le 1, 5-23; 24, 50-53) y hace debutar el ministerio de Cristo en la liturgia si-nagogal del sábado.

Esta última llevaba consigo, generalmente, dos lecturas. La primera, tomada de la Ley (Pentateuco), era leída y comentada por un "doctor de la ley"; la segunda, de origen más tardío, de­bía, por el contrario, ser extraída de los profetas y podía ser leída y comentada por cualquiera que tuviese, al menos, treinta años.

Ahora bien: Jesús tiene treinta años y reivindica el derecho de leer y de comentar esta segunda lectura. Su primer discurso público es, pues, una homilía litúrgica.

a) Lucas no ha conservado el discurso pronunciado por Cristo, pero resume lo esencial del mismo en un solo versículo: "Hoy se cumple" (v. 21). Todas las leyes de la homilía están con­tenidas en este pequeño versículo. La liturgia de la Palabra no es ya una simple lección moral de catecismo, ni la afirmación de la esperanza escatológica fomentada por los profetas; pro­clama el cumplimiento del plan trazado por el Padre en el hoy de la vida y de la asamblea. No es tiempo ya de contemplar un pasado que acabó, por más que sea edad de oro u ocasión de caí­da; no se sueña ya en un futuro extraordinario; hay que vivir el tiempo presente, como marco privilegiado de la venida del Señor.

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Los apóstoles, por su parte, han respetado este procedimien­to homilético de Jesús (cf. Act 13, 14, 42; 16, 13-17; 17, 1-3; 18, 4). La liturgia cristiana de la Palabra es, por consiguiente, hija de la liturgia de la sinagoga: satisface el recuerdo del pasado y la esperanza del futuro con la "celebración del hoy". Sin em­bargo, ¡puede uno preguntarse si los sermones pronunciados en las asambleas cristianas son fieles al de Cristo o a los de los doc­tores de la ley!

b) Cristo (o San Lucas) parece haber detenido adrede la lectura en el momento en que la profecía de Is 61 anunciaba "un año de gracia". Pasa en silencio el versículo siguiente que anunciaba el juicio de las naciones: "Y un día de venganza para nuestro Dios" (Is 61, 2), para hacer, sin duda, hincapié exclusivamente en la gracia de Dios. Sus palabras de gracia provocan, por lo demás, el asombro de la asamblea y son el ori­gen de los incidentes narrados en los vv. 25-30. Para reforzar más aún la idea de que su misión es toda de gracia y no de con­denación, Cristo (o Lucas) ha añadido a la cita de Is 61, 1-2 un versículo tomado de Is 58, 6 que trata de la libertad ofrecida a los prisioneros.

Cristo define, sin rodeos ni dilaciones, de golpe, su misión como una proclamación a todo hombre del amor y de la gracia de Dios. Tal revelación solo podía producir escándalo a los ju­díos, que esperaban la escatología con todo el ardor que podía inspirarles su odio a los demás pueblos vecinos (y no vecinos).

c) Lucas concede una importancia enorme al papel del Es­píritu en la vida de Cristo: en el bautismo, el Espíritu confirma la vocación mesiánica de Jesús (Le 4, 1); presta su poder a la realización de los milagros de Jesús (Le 5, 17; 6, 19; 9, 1); cola­bora con El en la elección de sus discípulos (Act 1, 2) y le recon­forta en su misión (Le 10, 21). Es don del Padre (Le 11, 13) y ca­racterística de los últimos tiempos (Le 24, 49; Act 1, 4-8; 11, 16; 2, 14). Se comprende, a partir de esto, que Lucas haya conservado la homilía de Cristo en Nazaret, pues esta constituye el reco­nocimiento por Cristo de su vocación espiritual.

* * *

La mentalidad semítica nos ayuda a comprender que, al pre­sentarse como el profeta enviado por Dios, Jesús debe realizar en Sí mismo, sobre la marcha, lo que anuncia su Palabra. En efecto: para un judío la palabra es eficaz y el proclamarse ser­vidor de la gracia de Dios acaba por manifestarla. El cristiano debería creer con la convicción de que el hecho de proclamar al mundo el amor redentor de Dios le perfecciona rápidamente. La Palabra de Dios, proclamada en el acto litúrgico, es a su vez eficaz, porque a los que la oyen los transforma en testigos suyos.

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XI. Éxodo 12, 1-8, 11-14 Descripción del ceremonial judío de la 1.a lectura comida pascual. Este análisis proviene jueves santo de los medios sacerdotales, así como

de las últimas disposiciones legislati­vas de la Escritura, en las que se subraya un interés especial porque el judío instalado en la Tierra Prometida adopte de nue­vo la actitud de disponibilidad que caracterizó a sus antepasa­dos el dia de su liberación de Egipto.

a) Cuando come de pie, ceñida la cintura y de prisa, el israelita pone de manifiesto que la Pascua le concierne perso­nalmente y opera su propia liberación. Que el rito de la comida sea un calco, en este ceremonial, de los antiguos ritos de inmo­lación del cordero y de la aspersión de las puertas, es significa­tivo. El cordero no solo es inmolado, sino también comido, com­prometiendo aún más a los comensales en el misterio de la fiesta.

b) Los redactores sacerdotales de este ritual lo incluyen en el calendario perpetuo en uso dentro de ciertas capas de la po­blación. Según este nuevo cómputo, el mes de la Pascua (marzo-abril) es el primero del año, mientras que la fiesta del Año Nue­vo coincidía hasta entonces con la de los Tabernáculos (septiem­bre). Una prescripción de esta clase preludia a la era cristiana, en que la fiesta de los Tabernáculos será asimilada totalmente a la de Pascua.

c) Por otra parte, el ritual de los panes sin levadura provie­ne de una costumbre campesina relacionada con la cosecha de la cebada. Estaba prohibido mezclar levadura añeja con la ha­rina nueva: era, pues, preciso esperar a que la nueva harina formase su propia levadura, lo que implicaba que durante cierto tiempo se comiese pan sin levadura. Pero los judíos han incor­porado este rito de origen campesino en las perspectivas nóma­das de su religión y han visto en esto panes ázimos el signo de la prisa con que los hebreos han huido de Egipto (Ex 12, 33-34). Esta "prisa" ha quedado ligada al ritual de la comida pas­cual judía u .

El elemento esencial del rito pascual, costumbre nómada en su origen, consistía en la inmolación de un cordero, cuya sangre era considerada como una salvaguarda contra epidemias y en­fermedades (Ex 12, 21-22; 22, 14-17; Lev 23, 10-12). Es posible que la práctica de tal rito haya coincidido algún día con una

11 Véase tema doctrinal del banquete eucarístico, en este mismo ca­pítulo.

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preservación efectiva de las plagas de Egipto: el cordero inmo­lado deviene entonces, a los ojos del pueblo hebreo dejado en li­bertad, el signo de su liberación y de su constitución como pue­blo libre (Ex 12, 23-29).

El ceremonial de esta fiesta se amplía al paso de los siglos: se estiende a siete días durante los cuales estaba prohibido toda clase de trabajos y se fundió, finalmente, con la fiesta agrícola de los ázimos (Dt 16, 1-8; 2 Re 23, 21-23). Pero el elemento más original de esta institución es el resultado de la reflexión de los primeros profetas y del Deuteronomio: el padre de familia se veía obligado a explicar el rito celebrado durante la comida. Gracias a esta catequesis añadida al rito, los comensales se sen­tían auténticamente concernidos e impulsados a renovar por sí mismos el rito liberador (Ex 12, 25-27; 13, 7-8; Di 16, 1-8: pre­cisamente tú, que has salido de Egipto). Al insistir en la man­ducación del cordero, más incluso que en su inmolación o la as­persión de su sangre, el Antiguo Testamento hacía resaltar este carácter de liberación personal (Dt 16, 6-7; Ex 12, 1-12). Más que un rito que se limita a evocar un hecho antiguo, el ritual del cordero era un signo que concernía directamente a los que tomaban parte en la comida y contribuía a su propia liberación.

Cuando los profetas anunciaron el fin inminente del exilio en Babilonia, hicieron alusión a un nuevo Éxodo, recurriendo de nuevo a la imagen del cordero pascual. La fiesta de la Pascua, durante la cual este cordero era inmolado y consumido, pasó a ser entonces el signo de la liberación futura, considerada, so­bre todo, como una liberación del pecado. Algunos textos, dedi­cados en su totalidad a esa escatología, tales como Is 10, 25-27; 40, 1-11; 2 Mac 2, 7-8; Eclo 36, 10-13, podrían haber sido pronun­ciados o leídos con ocasión de la fiesta de la Pascua. Con Eze-quiel, la fiesta de la Pascua deviene esencialmente fiesta de la restauración del pueblo, en la que se multiplicaron los ritos de expiación (Ez 45, 18-25; Lev 23, 5-14; 2 Cro 30-35) para obtener de ella el máximo fruto.

Después de reconocer en Jesús el verdadero cordero (Jn 13, 1; 18, 28) y haber visto la estrecha relación entre la inmolación de los corderos en el Templo con la muerte de Cristo (Jn 19, 14, 31, 42; 1 Cor 5, 6-8), Juan invita a su lector a que haga lo posible por comprender que toda la doctrina del rito pascual se halla realizada plenamente en el sacrificio de Cristo, que es quien sienta las bases del pueblo definitivo, le procura la liberación total del mal y sitúa al cristiano como un peregrino en marcha hacia la Tierra Prometida (1 Pe 1, 17) donde reinará el Cordero rodeado de todo el pueblo rescatado por El (Ap 5, 6-13; 7, 2-17; 12, 11; 19, 1-9)12.

12 TH. MAEKTENS, C'est féte en l'honneur de Yahvé, Brujas, 1961; Fiesta en honor de Yahvé, Madrid, 1964; A Feast in honor of Jahweh, Notre-Dame, 1965.

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XII. 1 Corintios 11, 23-26 Los corintios celebran la Eucaristía 2.a lectura en la parte central de un ágape, pero jueves santo este último origina, con mucha fre­

cuencia, divisiones entre la comuni­dad, ya que los provistos de buena comida se reúnen todos en las mismas mesas y no comparten con los pobres sus buenas co­milonas (vv. 18-22). Para poner fin a estos abusos, Pablo cree conveniente llamar la atención sobre la institución de la Euca­ristía por Cristo (vv. 23-26) y revelar los lazos estrechos exis­tentes entre Eucaristía e Iglesia, entre el cuerpo sacramental y el cuerpo místico (vv. 27-29; cf. 1 Cor 10, 16-17)13.

El pasaje de Le 22, 19-20 parece ser el más antiguo de los referentes a la Cena. Refleja perfectamente la práctica litúr­gica judía por la cual toda comida se inicia con una bendición del pan, seguida de su partición y acaba con una acción de gra­cias sobre una copa que se llama "copa de bendición". De este modo recuerda que, en la Cena, la fracción del pan y la distri­bución de la copa han sido separadas de toda la comida ("des­pués de la comida").

Por el contrario, Pablo, en 1 Corintios, da testimonio, ya en­tonces, de una disciplina más avanzada, pues la bendición sobre el pan se hace en ese tiempo al fin de la comida, casi al tiempo de la bendición de la copa. Mas este estadio se ve ya superado en la redacción de Mateo y de Marcos, que yuxtaponen de nue­vo los dos ritos, pero independientemente de toda comida.

Con la extensa versión de Le 22, 15-18, se abre un nuevo es­tadio, por el cual, antes del rito de la Cena, se introduce de nue­vo una comida pascual, con su bendición propia, testimonio, sin duda, de una corriente doctrinal que acentuaba el carácter pas­cual de la Eucaristía cristiana14.

* * *

a) La cita de la institución es, en la pluma de Pablo, bastan­te parecida a la versión que de ella hace San Marcos (Me 14, 22-25), pero está ya más helenizada y adopta una factura que ma­nifiesta claramente su uso litúrgico (tal vez antioqueno). De esta fórmula empleada por San Pablo merece destacarse especial­mente la repetición del mandato de Cristo: "Haced esto en memoria mía" (vv. 24-25). En la versión paulina muy bien pu­diera tratarse de realizar una acción simbólica (haced esto) que sirviera de memorial del Señor. Pero, en una versión más pró­xima al arameo, el mandato de Cristo podría tener el siguiente significado: "En la acción de gracia que hacéis por la comida

13 G. BORNKAMM, " H e r r e n m a h l u n d Kirche bei Paulus" , N. T. St., 1955-1956, págs. 202-06; o Z. Th. K., 1956, págs. 312-49.

14 H. SCHÜRMANN, Der Paschamahlbericht, vol. I I , Münster , 1953-1955; Le Récit de la, derniére Cene, Lyon, 1966.

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y en la que se traen a la memoria las maravillas de Dios en la antigua economía, añadid a partir de ahora un recuerdo de mi obra." Al dar al memorial una significación más helénica y al repetir por dos veces el mandato de reiteración, Pablo insiste sobre el carácter real del recuerdo de la muerte de Cristo, y el versículo 27 confirma—no se puede decir más claramente—que él cree en la presencia del cuerpo y la sangre del Señor en la acción eucarística de la Iglesia.

b) Por otra parte, si es cierto que el v. 29 puede ser inter­pretado como una afirmación de la presencial real, queda por decir que su sentido obvio, sobre todo si se piensa en la doctrina sobre el cuerpo, contenida en la primera carta a los corintios (cf. 1 Cor 12, 12-26), pretende demostrar principalmente cómo una celebración indigna de la Eucaristía desemboca en el me­nosprecio del Cuerpo místico de Cristo constituido por la asam­blea (cf. 1 Cor 11, 22, donde el menosprecio recae sobre la Iglesia de Dios). La perspectiva de Pablo es, en efecto, la de la signi­ficación de la asamblea litúrgica: ¡esta es el símbolo de la re­unión de todos los hombres en el reino y en el Cuerpo de Cristo! Una asamblea en que sus miembros se dispersan en mesas se­paradas no puede dar testimonio de esta unión y viene a ser un contrasentido.

La atención que Pablo presta a la asamblea eucarística es tanto más manifiesta cuanto los pasajes paralelos, entre los sinópticos, fijan su atención, por el contrario, en los Doce. El relato de Pablo va dirigido a toda una asamblea y le recuerda lo que debe ser y lo que debe hacer para conmemorar la Pascua del Señor. Es el texto más antiguo. Los relatos de los sinópticos van dirigidos ya a jefes de asamblea y les detallan los gestos y las palabras que deben hacer o pronunciar para asegurar la continuidad entre la Cena y la Eucaristía que los miembros de la asamblea reciban.

En el texto de Pablo, las actividades comunitarias de beber y comer cobran toda su importancia, mientras que la función ministerial de la distribución del pan y del vino pasa a un se­gundo plano, a la inversa de los relatos sinópticos. Finalmente, en Pablo, el mandato de celebrar la institución de la Cena es manifiestamente percibido como una prescripción que concierne a toda la comunidad.

La perspectiva paulina concede capital importancia al mo­mento en que el pueblo de Dios redescubre la celebración euca­rística como quehacer de todos. La creatividad en liturgia no es un monopolio del sacerdocio ministerial y el sacerdote debe ejercer en él su tarea como un servicio a los demás, a fin de que todos los miembros de la asamblea puedan ofrecer a Dios la acción de gracias que le agrada.

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Pero si la totalidad de la asamblea es responsable de la ce­lebración es para que en esta tengan un lugar las preocupacio­nes concretas de sus miembros y toda la densidad de sus com­promisos. De ahí la importancia, para una comunidad local, de poder adaptar su liturgia a las exigencias de su propia vida15.

XIII. Juan 13, 1-15 Los primeros versículos de este Evangelio evangelio sirven, sin duda, de introducción al pasaje jueves santo completo de la Cena y de la Pasión. El la­

vatorio de pies, dentro de este pasaje, cons­tituye asimismo uno de los momentos principales de la comida y esta entrada en materia introduce admirablemente en el mis­terio de Pascua.

* # *

a) Según una interpretación, el Señor, al proceder al la­vatorio de pies, se habría limitado simplemente a poner de nue­vo en práctica el rito judío de las abluciones antes de la comida. Esta concepción ha originado con relativa frecuencia toda una simbología de la purificación. Ahora bien: no se trata cierta­mente de eso. En efecto, Juan señala que el rito se sitúa "du­rante la comida" (v. 2), y este no era el caso de las abluciones. Por otra parte, la respuesta de Cristo a Pedro, quien concreta­mente cree estar asistiendo a la institución de un nuevo rito de ablución (v. 9), pone de manifiesto que el sacrificio de la cruz purifica más eficazmente que las antiguas abluciones y que, en adelante, será el único rito de purificación (v. 10; Jn 15, 1-3)

b) La doble mención de Judas (vv. 2 y 10) parece, por el contrario, bastante importante para la comprensión del texto. Cristo, además, no excluye al traidor del beneficio del rito del lavatorio de pies. Sin embargo, Judas es "impuro" y el rito no le servirá de utilidad alguna. A pesar de lo cual, esta mención hace resaltar el sentido de la perícopa: el Señor se humilla in­cluso ante aquel que le hará traición. La extensa descripción de los preparativos (vv. 4-5) y la reacción de Pedro, que se niega a someterse al gesto de Cristo (v. 6), confirman esta in­terpretación. Cuando dice a Pedro que comprenderá el sentido de todo esto "después" o "dentro de poco", Cristo no alude di­rectamente a su pasión: simplemente remite al apóstol a las explicaciones que dará una vez que se haya sentado de nuevo a la mesa (vv. 12-15).

De hecho, Cristo realiza un "mimo", al modo de los profetas

15 H. MANDERS, "El celebrante", en Vers une liturgie lócale, París, 1968. Véase tema doctrinal del banquete eucarístico, en este mismo ca­pítulo

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Ezequiel y Jeremías. El, el Señor y el Maestro, se adapta a la con­dición del más vulgar de los siervos. Lo esencial del pasaje reside en la pareja "Señor-Siervo", semejante a la que se en­cuentra en FU 2, 5-11. Según esto, la idea es bien simple: en su pasión, Cristo manifiesta una humillación que los apóstoles ha­brán de incorporar a sus vidas mediante su propia actitud de humildad. Mientras vivan, ellos mismos y sus sucesores deberán ir dando consistencia al tema del "Señor-Siervo".

Resuelta de este modo la interpretación del pasaje, uno debe preguntarse por qué Juan ha querido situar estas ideas preci­samente dentro del marco temporal y local del relato de la Cena. De hecho, el tema del "Señor-Siervo" estaba ya esbozado por los sinópticos. Si Marcos y Mateo se limitan a narrar la institu­ción en sí (Me 14, 22-25; Mt 20, 25-27), Lucas relata, además, el curioso pasaje de una disputa entre los apóstoles relativa a la primacía dentro de su grupo (Le 22, 24-27). Esta adición pa­rece tanto más singular cuanto, en la tradición sinóptica, esta localizada en otro pasaje completamente distinto (Le 9, 46; Mt 20, 25-27; Me 10, 42-44). El relato de Lucas parece, pues, una relectura del de la Cena, hecha por una comunidad cristiana primitiva, dentro del marco de sus propias necesidades espi­rituales y, de modo especial, por lo que respecta al sentido que se debe dar a las funciones ministeriales.

Hemos visto en la segunda lectura (1 Cor 11) un caso seme­jante de relectura. Dentro de las asambleas eucarísticas se han presentado algunas dificultades. Los fieles, al perder de vista el objeto misterioso de estas comidas, disputan entre sí, olvi­dando el objeto esencial de las comidas eucarísticas: el sacrifi­cio de Cristo que, con su humillación y sufrimiento, se hizo sier­vo de todos. Por esta razón se pedía a los participantes y, es­pecialmente, a los ministros que imitaran el ejemplo de Cristo en su actitud.

* # *•

El rito eucarístico contiene la humillación, la obediencia, el sacrificio espiritual y el amor de Cristo16; esto nos obliga a ha­cer nuestras esas actitudes. La fe descubre esta significación interior del sacrificio de Cristo y, sobre esta base, exige nuestra actitud moral. Sean ministros o comensales, los que participan de la Eucaristía deben compartir sus sentimientos de humilla­ción, de obediencia y de servicio mutuo; solo así será plenamen­te auténtica y el sentido del rito eucarístico perfectamente sig­nificativo.

El tema bíblico que podría servir de trasfondo a esta cele­bración del Jueves Santo bien pudiera ser el del pan que, a todo

18 Véase tema doctrinal del sacrificio espiritual, en este mismo ca­pítulo.

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lo largo de su evolución escrituraria, lleva precisamente a signi­ficar esta actitud interior.

A partir del Antiguo Testamento se puede percibir una opo­sición entre la Palabra de Dios, alimento espiritual, y el pan na­tural. Es preciso abstenerse del segundo para poder nutrirse del primero: Ex 24, 18; 34, 18; Am 8, 11. En el Nuevo Testamento, un episodio como el de Marta, preocupada del pan, y de María, preocupada de la Palabra, es portador del mismo mensaje (Le 10, 38-42).

En una etapa más avanzada, podrá distinguirse todavía entre Palabra de Dios y pan, pero la primera estará ya simbolizada por un determinado pan. En esta segunda etapa la oposición continúa, pero sus términos han sufrido un cambio de matiz: ahora es entre este pan especial (como el maná, símbolo de la Palabra) y el pan natural (Dt 8, 3). Se trata de un pan bajado del cielo y portador de la voluntad de Dios sobre nosotros, el pan que comemos para nuestra salud espiritual (Ex 16, 4-15; Sal 11/18, 19-30; Sab 16, 20; Is 55, 1-3); difiere del pan natural, que nutre nuestro cuerpo, pero sin comprometernos en el plano in­terior.

Esta estrecha relación entre pan especial y Palabra de Dios se vuelve a encontrar en la mayor parte de las vocaciones de profetas invitados, alguna que otra vez, a "comer" un libro en señal de su vocación al ministerio de la Palabra (Jer 15, 16; Ez 2, 8-3, 3; Ap 10, 8-11). Los ángeles, a su vez, reconocerán su sabiduría en el "pan de los ángeles" (Prov 9, 1-5; Eclo 15, 1-5).

Cristo se alimenta, asimismo, de un pan que no es otro que la voluntad del Padre sobre El (Mt 4, 3-4; Jn 4, 31-34). Elevando aún más la imagen que nos ocupa, Cristo se declara a Sí mis­mo ese pan bajado del cielo, precisamente porque cumple la voluntad del Padre (Jn 6, 38-48). De este modo, Cristo se ha identificado tanto al pan de la voluntad de Dios que puede apli­carse con toda propiedad este calificativo. En otro momento, cuando presente el pan como su cuerpo que es entregado a nos­otros, en cumplimiento de la Palabra de Dios, realizará en la Eucaristía la significación profunda que el Antiguo Testamento atribuía al pan de Dios: un alimento cargado de la voluntad del Padre y que nos ayuda, también a nosotros, a cumplir esta voluntad.

De este modo, el pan significa la obediencia a la voluntad del Padre. Este pan no es simplemente el objeto de una manduca­ción sin más; obliga a situarse a un nivel sacrificial y espiritual. Por tal motivo el pan es ya por sí mismo memorial de un sacri­ficio interior, al igual que los panes sagrados, en el Templo (Lev 24, 5-9; cf. Mt 12, 3-4; Le 12, 19).

A la luz de una catequesis bíblica, el signo del pan aparece,

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según esto, no solamente como el símbolo de un alimento, sino como el signo de un sacrificio, el memorial de una obediencia.

XIV. Isaías 52, 13-53, 12 Este cuarto poema del Siervo su-1.a lectura friente es el más importante. Fija su viernes santo atención en la abyección a que es re­

ducido el Siervo y en ella vislumbra la salvación de las naciones: en esa figura en que ni siquiera son reconocibles los rasgos de un hombre, podrá verse un gesto extraordinario de Dios.

* * *

El estupor de la humanidad a la vista del misterio de este Siervo, humillado y, sin embargo, salvador, nace de su propia responsabilidad: son las naciones, en efecto, las que han arras­trado a Israel (el Siervo) a su pecado y, consiguientemente, son la causa del castigo de Yahvé sobre él (Dt 1, 1-6; 8, 20; Ez 16, 25). Ahora bien, este castigo se transforma de repente en misión: el Siervo no hace sino expiar por todos, por haberse hecho solidario del pecado común (vv. 5-7, 11-12).

El cuarto poema del Siervo apunta en primer lugar a Is­rael: su interpretación es, pues, colectiva. Pero especialmente a partir del v. 7b, el oráculo de Dios hace alusión a una figura personal: la del profeta Jeremías (cf. el tema del cordero que se halla en Jer 11, 19; el del silencio, contenido en Jer 15, 17; y el de la coerción, en Jer 33, 1; 36, 5).

Según esto, el aspecto colectivo del Siervo se superpone en el momento presente a un aspecto más personal. Pero, a nivel del Antiguo Testamento, nos deberemos contentar con esta flui­dez entre lo colectivo y lo individual. Será preciso la interpre­tación personalista de los Setenta que reemplaza el "retoño" de Is 53, 2 por "niñito"; después, la aplicación de la figura del Siervo a la persona de Cristo dada por el Nuevo Testamento, para que esta personalidad se descubra totalmente. La fluidez del Antiguo Testamento ha encontrado eco, además, en las versio­nes e incluso dentro de la tradición hebraica: el texto de estos cantos es, en efecto, muy difícil y el número de variantes hace a menudo imposible la búsqueda del texto original.

Sea lo que fuere, el contenido de tales textos es claro: el sacrificio del Siervo le vale de misión redentora sobre la "mul­titud" de las naciones17.

17 Véase tema doctrinal de la redención en el Domingo de Pasión, capítulo anterior.

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XV. Hebreos 4, 14-16; Los primeros cristianos procedentes del 5, 7-9 judaismo profesaron la fe en Cristo, 2fl lectura mientras seguían siendo celosos obser-viernes santo vadores de la ley (cf. Act 21, 20). Para

ellos, la fe no estaba reñida con la re­ligión judía hasta tal punto que les obligase a dejar sus cos­tumbres (religiosas judaicas). Así, por ejemplo, continuaban frecuentando el Templo (Act 2, 46, 3- 1-6; 21, 26) muchos de cu­yos sacerdotes se hacían discípulos de Cristo sin abandonar sus funciones (Act 6, 7). Teniendo esto en cuenta, se compren­de que nociones que parecen hoy tan esenciales, como las de sacerdocio y sacrificio, eran entonces todavía vagas e impre­cisas. Si bien se celebraba la Eucaristía, también es cierto que en los medios procedentes del judaismo no se percataban los valores sacerdotales y sacrificiales que la teología posterior descubrirá en ella.

Muy pronto, la persecución desencadenada por los judíos contra los cristianos (Act 6, 11, 19) obliga a los primeros a ale­jarse de Jerusalén y del culto del Templo. La prueba es penosa para aquellos cristianos, tan apegados al culto de Jerusalén, que se ven así privados del sacerdocio legal y de la posibilidad de ofrecer el sacrificio a Dios.

A estos "hebreos" expatriados de Jerusalén es a quienes va dirigida esta carta para convencerlos de que en realidad no han perdido el contacto con el sacerdocio ni la posibilidad del sacri­ficio, ya que el auténtico Gran-Sacerdote no es ahora el que oficia en el Santo de los santos, sino Jesucristo que ha oficia­do de una vez para siempre en la cruz, y el verdadero sacrifi­cio no es, de ahora en adelante, el de los toros y machos cabríos, en el Templo, sino el contenido de la vida humana ofrecido por Cristo y la comunidad de los creyentes.

* * *

a) El pasaje leído en la liturgia de este día introduce la primera de esas dos afirmaciones contenidas en anteriores lí­neas: el cristiano no tiene necesidad del sacerdocio del Tem­plo, ya que solo Jesucristo es el único mediador.

A partir del v. 14 el autor recuerda a sus destinatarios el contenido de la profesión de fe cristiana, a saber, que Cristo es "heredero de todas las cosas" (Heb 1, 2-3) y que está unido al Padre ("sentado a su derecha"). A partir de este contenido esencial reconocido por sus destinatarios, pasa a hacerles ver que Cristo es sacerdote y mediador (Heb 4, 15-5, 10).

La demostración del autor se apoya en dos argumentos: por una parte, por haberse hecho hombre, es perfectamente repre­sentativo de la humanidad (vv. 15-16); por otra, por ser Hijo

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de Dios, sentado a la derecha del Padre, es, de igual modo, per­fectamente representativo del mundo divino (Heb 5, 1). Por for­mar parte de la humanidad y de la divinidad, Cristo es, pues, mediador perfecto.

Cristo es, con toda propiedad, representativo de la humani­dad porque ha asumido no una humanidad ideal o paradisíaca, sino esta humanidad concreta en que viven los hombres, con su desarrollo y su decadencia, sus complejos y fracasos, su bana­lidad y sus esperanzas, sus tentaciones y debilidades. No es desde la altura de su divinidad como Cristo ha realizado su sacerdocio, sino con todo aquello que le aporta su humanidad. Más aún: es a través de esta humanidad frágil, ahora trans­figurada, como Cristo culmina en provecho nuestro su sacerdo­cio, y, si de este modo ha podido transformar la pobreza de su humanidad, ¿por qué los fieles no iban a gozar, a su vez, de este privilegio?

La conclusión, a la vista de todo lo anterior, es la que sigue: avancemos confiados hacia el "trono de la gracia" (v. 16; cf. Heb 10, 22; Est 4, 11; 5, 1-2): es decir, hacia un rey bondadoso que concede su gracia incluso al culpable y ofrece su benevo­lencia a los demandantes inoportunos.

Peroüio es suficiente que Cristo sea acogedor y bueno. Es preciso, además, que sea capaz de reconciliar a la humanidad con Dios y que, por la misma razón, ejerza en toda su plenitud un ministerio típicamente sacerdotal y sacrificial (Heb 5, 1). El sacrificio es, en efecto, el signo de la comunión entre Dios y el hombre y solo puede realizarlo plenamente aquel que está perfectamente acreditado ante Uno y otro. Además, tal sacri­ficio no puede ser perfecto sino a condición de que la víctima, a su vez, forme parte de los dos mundos (el divino y el huma­no) y ofrende toda su humanidad, pero bajo el impulso del Espíritu de Dios. En eso estriba el que el sacerdocio y el sacri­ficio de Cristo constituya un acto tan único y tan decisivo, al que los fieles pueden asociarse incorporándolo a su vida y me­diante la Eucaristía (Rom 12, 1; Heb 13, 10-15; 1 Pe 2, 5).

b) El nuevo Sumo Sacerdote reúne la mayor parte de las condiciones que se requieren para su consagración. Si no puede reivindicar la de la herencia, como los descendientes de Aarón, es porque resucita el sacerdocio según el orden de Melquisedec (versículos 5-6). Pero reúne la segunda condición, puesto que es hombre, como los demás, para representarlos ante Dios. Esta exigencia ha sido perfectamente cumplida por Jesús "a todo lo largo de su vida como hombre mortal" dentro de la imper­fección y la miseria de su vida terrena con la obediencia y sú­plicas propias del Siervo paciente (vv. 7-8; cf. Mt 27, 46, 50; FU 2, 6-8). Cristo ha realizado, de este modo, el ideal del saferi-

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ficio unido a la obediencia, tal como lo definían los profetas (1 Sam 15, 22-25; Am 5, 21-25; Sal 39/40, 7-9) ^

La tercera condición es la de ser elegido por Dios. Es abso­lutamente necesario estar en posesión del carisma de Dios, sin el cual el sacerdote no podría ser mediador (cf. v. 4). Ahora bien: este reconocimiento divino del Sumo Sacerdote Jesús se produjo, a juicio del autor, en el momento en que Jesús resuci­tado fue declarado, en nombre de Dios, Príncipe de salvación para todos (vv. 9-10), como lo prometían las profecías en torno al Siervo paciente (Is 52, 14). Asimismo, el sacerdocio de Cris­to coincide con su entrada en la gloria (vv. 5-6); se t ra ta de un sacerdocio eterno que consiste en hacer pasar a la vida di­vina a todos los hombres que se pongan espontáneamente bajo su influencia.

XVI. Juan 18, 1-19, 42 Juan vuelve a hacer la pregunta que evangelio viene haciendo desde el comienzo de viernes santo su Evangelio: ¿quién es Cristo? Para

ayudar a sus lectores a responder a ella, a tenúa la descripción de los sufrimientos humanos de Je ­sús y pone de relieve, por el contrario, los indicios de su divi­nidad y de su gloria.

Siente especial interés por realzar la repercusión de la muer­te del Señor en la vida de la Iglesia: el carácter sacerdotal de esta muerte, su prolongación sacramental en el agua y la san­gre; su relación con el don del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia (representada por Juan y María).

Juan desarrolla el relato de la Pasión como lo puede hacer un auténtico dramaturgo: cambia el decorado de cada acto, in­troduce cuidadosamente sus personajes y pone en cada acto un rasgo característico, climax de la acción, y una declaración im­portante.

El plan de este puede ser el que sigue:

— Primer acto: En Getsemaní (Jn 18, 1-11).

• Tema especial: la defección de Judas.

• Rasgo característico: el espadazo de Pedro (v. 10).

• Declaración importante: la doble profesión de Jesús ("Yo soy") (vv. 5 y 8).

• Tres escenas: 1-2, 3-4 y 11.

18 Véase tema doctrinal del sacrificio espiritual, en este mismo ca­pítulo.

272

— Interludio: Partida de los personajes hacia otro lugar (Jn 18, 12-16a).

— Segundo acto: En casa de Anas (Jn 18, 16b-27).

• Tema especial: la defección de Pedro.

• Rasgo característico: la bofetada (v. 22).

• Declaración importante: la doble negación de Pedro ("no soy": vv. 17 y 25) envuelve en su distanciamien-to temporal y constituye la verdadera "bofetada".

o Tres escenas: 16-18, 19-24, 25-27.

— Interludio: Partida de los personajes hacia otro lugar (Jn 18, 28).

— Tercer acto: En casa de Pilato (Jn 18, 28-19, 15).

• Tema especial: Sin pretenderlo, Pilato, los soldados y los judíos proclaman la realeza de Jesús.

• Rasgo característico: la coronación (vv. 1-3).

• Declaraciones importantes: Una declaración de Cristo (versículo 36) y una proclamación de Pilato (v. 39: el rey de los judíos) antes de la coronación; después, una segunda proclamación de Pilato (v. 5: el hombre) y una segunda declaración de Cristo (v. 11) tras la coronación.

• Tres escenas: tres escenas antes de la coronación: Pi­lato sale, entra y vuelve a salir (vv. 29, 33 y 38) y tres escenas después de la coronación, formadas por la salida, entrada y salida, por segunda vez, de Pilato (vv. 4, 8 y 13), sirviendo la coronación de interludio entre los dos grupos de escenas.

— Interludio: Partida de los personajes hacia otro lugar (Jn 19, 16-18).

— Cuarto acto: En el Calvario (Jn 19, 19-37).

• Tema especial: la crucifixión.

• Rasgo característico: la lanzada (v. 34).

• Declaración importante: el diálogo entre Jesús y su Madre (vv. 25-27) antes de la lanzada, y los textos escriturarios (vv. 36-37).

• Tres escenas: preceden al momento central (la lanza­da): 19-24, 25-27, 28-30.

— Interludio: Partida de los personajes hacia otro lugar (Jn 19, 38).

— Quinto acto: En el sepulcro (Jn 19, 39-42).

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ASAMBLEA I I I . - 1 8

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• Tema especial: Antítesis del acto precedente. • Rasgo característico: la unción (v. 39). • Tres escenas: réplica de las del acto precedente:

a) "Llevan" a Jesús al "sitio" que le habían asignado (versículos 40-41), como Jesús "llevó" su cruz.

b) Se "embalsama" a Jesús y se le viste (v. 41), como en el acto anterior fue despojado.

c) Jesús es "depositado" en la tumba (v. 42), como en el acto precedente fue clavado en la cruz.

a) En su relato de la Pasión, San Juan vuelve a hacer la pregunta que viene haciendo desde el comienzo de su Evangelio: ¿quién es Cristo? Los sacerdotes (1, 19), la samaritana (4, 11, 29), la muchedumbre (6, 2, 26), las autoridades judías (7, 27; 8, 13; 9, 29) se han hecho la misma pregunta y unos y otros han respondido a ella de diferente manera.

En el curso de su Pasión, Cristo pregunta en dos ocasiones a sus adversarios: "¿A quién buscáis?" (18, 4, 7) y opone su pro­pia respuesta: "Soy Yo" a la de los judíos "Jesús de Nazareth" (18, 5, 8). La afirmación "Soy Yo" hace alusión al Ex 3, 14, don­de Yahvé se presenta del siguiente modo: "Yo soy." A quienes solo buscan a Jesús de Nazareth, Juan revela la personalidad di­vina de Cristo: "El es." Y para subrayar todavía más esta divi­nidad, el evangelista menciona el hecho de que los judíos caen de espaldas, actitud característica de los que han visto a Dios.

La pregunta que le hacen a Jesús se encuentra de nuevo en la que le dirigen a Pedro: "¿No eres tú uno de los discípulos de este Hombre?" (18, 17, 25). Y, en su interrogatorio, Pilato, lle­vado por una inexplicable curiosidad, le hará la pregunta deci­siva: "¿De dónde eres Tú?" (19, 9).

b) Por otra parte, el evangelista resalta intencionadamente todo aquello que pueda provocar la resonancia permanente de la muerte de Cristo en la vida de la Iglesia: su investidura real ante Pilato (19, 13-15), el carácter sacerdotal de su muer­te (alusión a la túnica sin costura: Jn 19, 23), el carácter sacra­mental del agua y de la sangre que brotan del costado de Cris­to (19, 34): el agua, signo de la efusión dal Espíritu; la san­gre, símbolo de la alianza sellada en torno al nuevo cordero pascual (19, 36). La frase "entregó el espíritu" hace, asimismo, alusión a la difusión del Espíritu (19, 30; 1, 33; 20, 22) y la vocación maternal de María es el símbolo del quehacer de la Iglesia de los creyentes (19, 26-27).

Juan abrevia considerablemente la descripción de los su-

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frimientos de Jesús para poner de manifiesto los indicios de su divinidad y la perennidad de su obra en la Iglesia.

c) Juan, de igual modo, resalta siempre que puede, la re­percusión en todo el mundo de la Pascua del Señor. Este Se­ñor no podía ser juzgado por cualquier tribunal judío; "ha venido al mundo" (Jn 18, 37): precisamente ante Pilato, el re­presentante del emperador, Jesús es intronizado y la senten­cia que le condena es redactada en las tres lenguas univer­sales de la época (Jn 19, 20). Finalmente, son las naciones previstas por Zac 12, 10 las que contemplan la cruz (Jn 19, 37) y se convierten, en el momento en que Jesús expira.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del sacrificio espiritual

En todas las civilizaciones tradicionales, el sacrificio aparece como un rito religioso esencial. Las grandes etapas de la historia religiosa de la humanidad han profundizado este tema incesan­temente. El propio cristianismo no ha temido asumir el voca­bulario del sacrificio (inmolación, expiación, etc.), infundiendo en él un contenido radicalmente nuevo. El tema del sacrificio expresa, en efecto, de una u otra manera, el concepto que se tiene de él en relación con Dios. Está presente dondequiera que la cuestión religiosa es sentida por el hombre como el asunto más importante de su existencia.

La civilización moderna, por el contrario, centrada toda en el hombre y en su poder sobre la naturaleza, es una civilización profana. El ateísmo es su tendencia propia. La cuestión reli­giosa no está ya en el corazón de las preocupaciones. El recurso a Dios es cada vez menos una actitud espontánea del hombre.

El cristiano no debe lamentar el pasado. Mejor que una ci­vilización de tipo sacral, el mundo moderno puede permitir a la fe desplegar toda su autenticidad. Pero el cristiano que está sumergido en ella corre el riesgo de colocar en el centro de su vida religiosa el servicio del hombre y no el servicio de Dios. El tema del sacrificio ya no es el primero. Esta degradación an-tropocéntrica de la fe es muy grave, ya que desnaturaliza com­pletamente la significación esencial del cristianismo. Cuando todo está centrado en el servicio del hombre, se pierde de vista la identidad radical de los dos mandamientos, y el amor a los hermanos no extrae ya su sustancia de la vida misma de Dios; la Eucaristía tiende a no ser más que un medio, y el apostolado mismo se devalúa a propuesta de una sabiduría en lugar de ser el testimonio rendido a Alguien.

Más que nunca, conviene al cristiano ahondar en el tema del

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sacrificio. La liturgia de la Semana Santa puede ayudarle en este sentido. El riesgo es considerable; el equilibrio de la vida de fe depende del lugar que en ella ocupe el sacrificio.

Ritos sacrificiales Todos los pueblos vecinos de Israel prac-en el sacrificio tican los ritos sacrificiales. El sacrificio espiritual en Israel da ritmo a la existencia de la comunidad

y del individuo. La misma Biblia atestigua la importancia y la universalidad del sacrificio: este jalona la historia de la humanidad desde sus orígenes.

Los ritos sacrificiales son muy diversos. Pero aquí importa poco su morfología. Lo esencial es ver a qué responde el sacri­ficio dentro de la expresión del aspecto religioso: ¿Por qué in­molar víctimas a los dioses? ¿Por qué destruir las primicias del fruto de su trabajo? ¿Por qué tomar comidas sagradas no co­miendo de la víctima más que la parte no reservada a los dioses?

En su búsqueda de la felicidad, el hombre se da cuenta de que está hecho para el mundo de lo sagrado, pero que ese mundo, en realidad, se le escapa. Trata de atraer la benevolencia de los dioses o de apaciguar su cólera; intenta por todos los medios participar en la estabilidad y en la seguridad de ese mundo de lo divino, ya que es así como encontrará la felicidad. Las litur­gias le abren el camino. Y el primer rito que se impone a sí es el sacrificio, medio por excelencia de conciliarse o de captar las energías divinas dentro de la expresión ritual de una dependen­cia. Renunciar a una parte de su haber, de su seguridad, depo­sitándola entre las manos de los dioses, sacrificándola (sacra faceré = hacer santo), sustrayéndola, por la destrucción o de cualquier otra manera, al uso del hombre, es reconocer que su destino está ligado al mundo de lo divino.

Con la llegada a Israel del régimen de la fe y el reconoci­miento del Dios único trascendente, la función del rito sacri­ficial va a conocer una transformación progresiva. Para el hom­bre pagano, la prestación ritual es válida en sí misma; con tal que el rito se practique con las condiciones requeridas, es eficaz. Como tal, no compromete el corazón del hombre. Esto no es más verdadero en Israel. Los profetas intervienen para recordar que el sacrificio es un gesto vano e hipócrita sin las disposiciones del corazón, sin el sacrificio interior. Este puede suplir al rito, pero no a la inversa. Yahvé no acepta el sacrificio puramente formalista y que no sea la expresión de una actitud interior de arrepentimiento y de obediencia, que informen la vida entera.

La reflexión de Israel sobre el sacrificio llegará, un día, a la síntesis viva del Siervo de Yahvé. Según Is 53, el Siervo espe­rado ofrecerá su propia muerte como sacrificio de expiación. El

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sacrificio interior es llevado a su máximum de intensidad y toma cuerpo con la entrega total de la persona en provecho de la "multitud". El rito sacrificial clásico está en vías de ser des­tronado. Cuando llegue Jesús de Nazaret, no tendrá que recurrir a los términos de Is 53 para hacer comprender el sentido de su pasión.

El sacrificio espiritual Con Cristo, la historia del sacrificio co-de Cristo noce su vuelta decisiva. Todo el esfuer­

zo de Israel había sido aclarar la rela­ción íntima que debe ligar el rito sacrificial y la intención interior que toma cuerpo en él. Yahvé no tiene que hacer ritos pura­mente exteriores que no responden a una fidelidad del corazón. Cuando viene Jesús—El que es fiel por excelencia al designio del Padre—, el rito sacrificial puede desaparecer en su forma an­tigua. En efecto, Jesús no tiene ya que sacrificar una parte de su haber, ya que está dispuesto a sacrificarse a Sí mismo, de consagrarse en verdad. De qué serviría ya una víctima como sustitución, puesto que El mismo es la víctima viviente. Entrada totalmente en la obediencia a la voluntad del Padre, la huma­nidad de Jesús está en perfecta conformidad con el plan de Dios sobre el hombre, llamado desde toda la eternidad a entrar a participar de los bienes divinos.

Este giro en la historia del sacrificio lo comprobamos especial­mente en el momento en que Jesús sube a Jerusalén para morir allí. Con sus discípulos realizará el rito ancestral de la Pascua judía; es un rito sacrificial de comunión. Pero, al realizarlo a punto de morir en la cruz, El lo transforma en sus cimientos, y la inmolación del cordero pascual se hace caduca. Ahora cuen­ta solo una realidad: el sacrificio de Jesús sacerdote. Invadido por el misterio de la obediencia de Jesús hasta la muerte en cruz, el rito antiguo del cordero cede su lugar al nuevo rito de comunión en el sacrificio de Cristo, sacerdote único de la alianza definitiva en provecho de la humanidad entera.

El sacrificio de Jesús—que desvela la caducidad de todos los ritos sacrificiales—es y no puede ser más que el del Hombre-Dios, ya que es renuncia total de un hombre a sí mismo en la realización perfecta del destino humano en el seno de la Familia de Dios. Lejos de ser una destrucción del ser, el sacrificio del Hombre-Dios es constructor de salvación definitiva. El hombre que muere sobre la cruz merece la resurrección, la vida eterna del alma y del cuerpo. Cuando Jesús afirma que El cumple la vo­luntad del Padre, es cuando manifiesta su divinidad: "Antes que Abraham existiera, Yo existo" (Jn 8, 58).

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El sacrificio espiritual La Iglesia no conoce más que un solo de la Iglesia rito sacrificial, el que conmemora la úl­

tima Cena, que sacramentaliza el único sacrificio de Cristo sobre la cruz.

También hay que decir que el sacrificio de la Iglesia se cons­truye en dependencia radical del de Cristo.

La entrada en la Iglesia por el bautismo habilita al cristiano a "servir al Dios vivo" (Héb 9, 14). San Pablo lo dice claramente a los romanos: "Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; este es vuestro culto espiritual que tenéis que ofrecer" (Rom 12, 1). San Pedro es aún más explícito: "Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo" (1 Pe 2, 5). El bautismo abre la vía del "sacerdocio real" (1 Pe 2, 9). Después de Cristo, sacerdote único del sacrificio único, en El y por El, es posible en el futuro a todo hombre agregado por el bautismo a su Cuerpo construir un mismo itinerario de obediencia y de amor; es posible sacrificarse, ser consagrado, ser una hostia viva, santa, agradable a Dios.

Hablar de sacrificio espiritual no es en absoluto preconizar una religión interior en la que la práctica ritual no desempe­ñaría más que un papel secundario. Es, por el contrario, hablar del sacrificio a un nivel de profundidad tal que la relación entre el rito y la vida sea establecida correctamente. La Eucaristía, donde se construye y se expresa ritualmente el sacrificio de una comunidad cristiana, exige que ese mismo sacrificio se desplie­gue en los detalles de la vida cotidiana. Es, por una y otra parte, el mismo sacrificio, porque debe enraizarse en ese punto de la persona humana donde se unifica toda una existencia. Antes de comenzar la gran oración eucarística, el sacerdote proclama: "Demos gracias al Señor nuestro Dios", e inmediatamente des­pués: "Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias, Padre, siempre y en todas partes..." (Canon romano).

El anuncio del Evangelio, San Pablo tiene una conciencia ex­culto espiritual tremadamente clara de dar a Dios por excelencia un culto espiritual anunciando a

los paganos el Evangelio de su Hijo (cf. Rom 1, 9). El se ha expresado a los cristianos de Roma ar­dientemente en virtud de la gracia que Dios le ha concedido "de ser ministro de Jesucristo entre los gentiles, encargado de un ministerio sagrado, en el Evangelio de Dios, para procurar que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada en el Espíritu Santo" (Rom 15, 16).

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Al misionero, cuya misión es la de anunciar el Evangelio a los paganos, no se le pide otra cosa que llegar hasta el fin en el ejercicio del culto espiritual que se debe rendir a Dios. El sa­crificio único del Sumo Sacerdote único es, en su sustancia es­piritual, un acto de amor que le une perfectamente al Padre y Mace de El el Salvador de la humanidad. Jesús se entregó a la muerte por amor de todos los hombres. Ocurre lo mismo con el culto espiritual del cristiano, al cual habilita el bautismo: este culto no tiene más que una fuente, el amor de Jesús por el Padre y por los hombres, dado como herencia a los miembros de su Cuerpo. Porque abandona su país para ir a tierra extranjera, el misionero se coloca en una situación objetiva que exige de él el ejercicio de un amor de calidad universal: tal es la exigencia concreta úel culto espiritual que debe ofrecer a Dios. Haciendo esto, sirve de testimonio a la resurrección de Cristo, anuncia el Evangelio a los paganos, les propone ser, a su vez, una "ofrenda agradable a Dios, santificada por el Espíritu Santo".

Se comprueba la misma línea de pensamiento en San Pedro que en San Pablo. Después de haber dicho a los destinatarios de su primera carta que los cristianos constituyen "un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo", saca inmediatamente esta primera consecuencia: "Que tengáis entre las naciones una conducta buena, a íin de que, en lo mismo por lo que os afrentan como malhechores, con­siderando vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de su visita" (1 Pe 2, 12). La formulación es menos cultual que la de San Pablo, pero la realidad profunda es la misma en uno que en otro.

El sacrificio eucarístico, La celebración eucarística reúne a los fuente del culto fieles para el único rito sacrificial de espiritual la nueva alianza. Este rito sacrificial

es un rito sacramental de consagra­ción y de comunión que hace actual el único sacrificio de Cristo para que participen de él los suyos. Todos los que participan de la Eucaristía están obligados a "dar gracias" al Padre comul­gando en la única acción de gracias que jamás haya sido agra­dable a Dios, el sacrificio de Jesucristo, sacramentalmente pre­sente en el corazón de la asamblea.

El vocabulario de la gran oración eucarística, del prefacio al Padre, es un vocabulario sacrificial. La acción de gracias del cristiano no es ni un cumplido de los labios ni la expresión de una dependencia, relativa a Dios, con motivo de un holocausto o de una ofrenda de primicias: es la actitud fundamental del pobre, decidido a entrar, a imitación de Cristo, en su obediencia hasta la muerte de cruz por amor a todos los hombres.

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La relación entre el sacrificio de Cristo y el de su Cuerpo, que es la Iglesia, es tan escasa que estos dos sacrificios solo cons­tituyen uno. También el sujeto de la oración eucarística—ese "nosotros" pronunciado por el ministro o ministros del "servicio sagrado"—no es otro sino Jesucristo como Cabeza de su Cuerpo reunido. El sacrificio ofrecido en la misa es el de Cristo, y el sacerdote que ofrece es también Cristo. En el interior de este único sacerdocio y de este único sacrificio es donde el pueblo santo, sacerdocio real, ofrece su sacrificio agradable a Dios.

2. El tema del banquete eucarístico

Al promulgar la constitución De sacra liturgia, el Vatica­no II ha coronado el esfuerzo emprendido desde hace más de cincuenta años para dar a la celebración eucarística su verda­dero lugar. Pero las reformas introducidas desde el Concilio han puesto de manifiesto hasta qué punto era necesario un aggior-namento profundo. Aunque todo no ha quedado resuelto, al menos han sido planteados los verdaderos problemas.

Con respecto a la misa, numerosos cristianos experimentan un auténtico malestar. No se duda un instante de su importancia en los medios apostólicos, pero se la comprende mal. Para los mejores de los cristianos, centrados más en la "vida" que en el "rito", la práctica religiosa no da más de sí. El testimonio, me­diante el ejercicio de la caridad, les parece mucho más impor­tante. Un cristiano auténtico, hoy día, concede mucha más im­portancia al encuentro de Jesucristo en sus hermanos, y sobre todo en los más pobres, y no en la celebración eucarística, cual­quiera que sea su importancia.

Si los cristianos encuentran tantas dificultades para integrar la misa en su existencia cristiana, es porque perciben mal, en general, la relación estrecha que debe existir entre la misa y su vida de responsabilidades cotidianas y concretas. Con mucha frecuencia, la homilía se mueve dentro de un universo abstrac­to, y los textos escriturarios parecen indescifrables o desconec­tados de la realidad que vivimos. Incluso una celebración bien hecha no escapa a esas críticas.

Por su situación excepcional dentro del año litúrgico y por el formulario que propone, la misa del Jueves Santo da ocasión de preguntarse sobre el lugar y la significación de la Eucaristía en la existencia cristiana. Lo que está en juego es importante De la comprensión del misterio eucarístico depende, en gran par­te, la ordenación de una auténtica intención apostólica.

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La comida pascual En todas las civilizaciones "tradiciona-en Israel les", la comida es una realidad de alcance

religioso. La mayor parte de las religiones conocen banquetes sagrados. Compartir la misma mesa, comer en común, crea entre los comensales lazos sagrados a los que los dioses se asocian. Cuando el alimento proviene de una víc­tima inmolada, consideran la participación como un medio in­falible de asegurarse la benevolencia divina. Ya en las religiones paganas, la comida sagrada no tiene como objeto crear una alianza o establecer una comunión con el mundo de lo divino; ese rito solamente conserva los lazos contraídos.

En Israel, la entrada en el régimen de la fe trastorna los antecedentes primitivos de la comida sagrada, aunque persiste una tendencia vigorosa de volver a la concepción pagana, más tranquilizadora. ¿Por qué esa confusión? La alianza de Yahvé con el pueblo elegido no es ya de orden cósmico; es un aconte­cimiento histórico, en el pleno sentido de la palabra. En el Sinaí, Yahvé, el Dios Todo-Otro, concluye la alianza con el pue­blo que El ha elegido para Sí con toda libertad y desinterés. Esta alianza empeña a Israel en las rutas imprevisibles de la fe. Yahvé ha librado a su pueblo de la esclavitud egipcia para con­ducirlo a la tierra prometida, pero Israel debe superar la prueba del desierto. Hay un lazo indisoluble entre el Éxodo, la Alianza y la fe.

La comida sagrada adquiere también, en el pueblo elegido, una especial significación. Conserva la Alianza que se convierte en el memorial de las maravillas históricamente realizadas por Yahvé para su pueblo; pero, por otra parte, la comunión con Yahvé reemplaza su libre voluntad, y desaparece toda tentativa de apropiarse la energía divina. La comida pascual, en par­ticular, recuerda cada año el Éxodo, el acontecimiento liberador por excelencia. Esta comida privilegiada de Israel actualiza la esperanza de la salvación en la "memoria" de las maravillas de otro tiempo. La comida pascual seguía a la inmolación del cor­dero, cuya sangre vertida evocaba a la vez la primera Pascua egipcia (cuando el ángel exterminador "perdonó" a los primo­génitos del pueblo hebreo) y la Alianza misma, concluida en el Sinaí.

La evolución de la comida pascual corre la suerte de la re­ligión judía. Los profetas reaccionarán contra una concepción demasiado material del sacrificio en beneficio de la conversión del corazón. Eso llevará consigo la revalorización de la dimensión "celebración" y "sacrificio de alabanza" en la comida pascual. La materialidad del festín importa cada vez menos.

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La Cena En vísperas de dar su vida por amor muriendo y el sacrificio en la cruz, Jesús de Nazaret comparte con sus de la Cruz discípulos la comida pascual tradicional. Presidi­

da por Jesús, esta comida pascual toma una sig­nificación completamente nueva, ya que el memorial, la anám^ nesis, recibe en ella un nuevo contenido.

Antes, se hacía referencia al Éxodo y a la alianza que está unida a él como al acontecimiento más importante de la historia de la salvación. En la cena aparecen nuevas coordenadas: el pacto de la nueva y definitiva alianza, sellada con la sangre del Hombre-Dios, se va a concluir al día siguiente, por la muerte en la cruz. Pronto se revela caduca la alianza del Sinaí. La sal­vación de la humanidad se ha conseguido de una vez por todas en la cruz de Jesús.

Desde entonces, el acontecimiento clave que es preciso re­cordar en la comida pascual no es ya la salida de Egipto, sino la cruz de Jesús de Nazaret. La verdadera Pascua de Israel y de la humanidad es Jesús, que la perfecciona. Las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (es decir, en memoria de mi muerte y de mi resurrección), ratifican simplemente lo que ha llegado a ser esa comida pascual presidida por el propio Je­sucristo en la víspera de su muerte en la cruz. El pan compartido y la copa de bendición toman su valor "sacramental" mediante su referencia exclusiva y decisiva al "cuerpo que va a ser en­tregado" (Le 22, 19) y a la "sangre de la alianza que va a ser derramada por una multitud en remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

La Cena constituye, pues, el verdadero perfeccionamiento de la comida pascual de Israel. La esperanza mesiánica llega a su término: Jesús, el mediador de la alianza definitiva, establece en su persona la comunión entre Dios y la humanidad. Esta comunión es, en adelante, posible, ya que se realiza en la res­puesta perfecta del Hombre-Dios a la iniciativa salvífica del Padre. El sacrificio espiritual de Jesús, su obediencia hasta la muerte en la cruz por amor a Dios y a todos los hombres, asegura a la comida pascual su contenido necesario. La comunión de Dios y de la humanidad se hacen una realidad. En este sentido, la Cena inaugura la economía propiamente sacramental: centrada en el sacrificio de la cruz, introduce a los invitados en la ver­dadera relación con Dios. Ha nacido el rito de la alianza defi­nitiva.

Finalmente, como la muerte de Jesús inaugura la verdadera vida de la era definitiva, la tensión escatológica alcanza, en la Cena, su punto culminante. "He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros antes de sufrir; porque, os digo, no la comeré jamás hasta que se realice en el Reino de Dios" (Le 22, 15-16). Y además: "En verdad os digo, que no beberé ya nunca

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el vino de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios" (Me 14, 25).

La Eucaristía En el uso cristiano, la palabra en el centro del misterio "Eucaristía" ha prevalecido para de-de la Iglesia signar la comida pascual de los dis­

cípulos de Jesús de Nazaret. La co­munidad reunida al recordar la muerte de Cristo se constituye, gracias a la comida de comunión, en la única acción de gracias agradable al Padre, la del Hombre-Dios. El memorial eucarístico no es el simple recuerdo de un hecho pasado; invita al sacri­ficio eterno del único Sumo Sacerdote.

Desde ahora, participar en la Eucaristía no es solamente ce­lebrar la maravilla más grande de todas: la iniciativa del Padre que da su propio Hijo a la humanidad; es entrar como parte-naire activo en el acto salvífico del Hombre-Dios; es hacerse cargo, en un lazo vivo de comunión, de lo que ha sido realizado de una vez para siempre por Jesucristo en la cruz.

También la reunión eucarística está situada bajo el signo de la ley de caridad o del servicio mutuo sin fronteras. El epi­sodio del lavatorio de pies que menciona San Juan en el mo­mento y lugar del relato de la institución, indica claramente que la comida eucarística y el sacrificio espiritual de obedien­cia hasta la muerte en la cruz por amor a Dios y a todos los hombres, están unidos por una estrecha relación. El primer fruto de la Eucaristía consiste en el establecimiento de una comunidad (reunida) con lazos de una auténtica y universal hermandad. La dimensión comunitaria de la reunión es esen­cial a la teología eucarística; no es suficiente estar "bien dis­puesto" a la recepción del sacramento para participar digna­mente en él.

Es muy evidente, además, que los lazos de hermandad que establece la Eucaristía deben tejer la trama concreta de las realidades cotidianas. El "ya está cumplido" del rito hay que realizarlo en la "vida". Esta exigencia se manifiesta fundamen­tal en la existencial eclesial, ya que en eso consiste la verdad del rito eucarístico. La continuidad entre "rito" y "vida" es completamente esencial al ejercicio de la fe en Jesucristo. Nada de vivir una vida en Cristo sin iniciación ritual permanente; nada de participación ritual válida sin el ejercicio concreto de la ley de caridad universal a todos los niveles de la existencia humana donde esta ley debe repercutir.

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Eucaristía La Eucaristía reúne a los cristianos en un lugar y misión dado. El llamamiento que provoca esta reunión es,

por naturaleza, un llamamiento universal. Una am­bición anima a toda la Eucaristía: la de reunir a todos los hom­bres, fraternalmente unidos, en torno al Primogénito de la nue­va humanidad. Los cristianos no conocen el "inter-se". Donde­quiera que se reúnen para la celebración eucarística, están ini­ciados en una comunión sin fronteras de la que nadie puede ser excluido. No solamente conocen su relación a todos los otros miembros del Cuerpo de Cristo que celebran por todas partes del mundo la misma y única Eucaristía; también deben abrirse a los hermanos ausentes, a todos aquellos que por el mundo no han oído todavía programar la Buena Nueva de su salva­ción, adquirida en Jesucristo de una vez para siempre. El mis­terio de la cruz presenta esas dimensiones universales, y no es posible hacer la anamnesis de la muerte de Cristo sin entrar en una comunión de fraternidad universal.

La acción de gracias eucarística, fundada y construida en el rito, debe penetrar toda la vida del cristiano. La obediencia hasta la muerte al designio de Dios, que subyace la existencia de Jesús, debe ser la actitud fundamental del cristiano. De esta manera la fuente que todo lo anima, que todo lo integra en las actividades cotidianas de su vida, su fidelidad en el amor, debe ser aquella de la que Jesús ha dado prueba al entregar su vida... El cristiano dará a Cristo, muerto y resucitado por todos, un tes­timonio dirigido simultáneamente a Dios y a los hombres. Una sola y misma estructura sostiene la gestión apostólica y la ges­tión eucarística. Dentro de la Iglesia, la misión presenta siempre una dimensión "religiosa" (que religa a Dios), lo mismo que el rito eucarístico exige siempre una dimensión de apertura uni­versal. La participación en la Eucaristía establece necesariamen­te al cristiano dentro de su condición de apóstol; pero este no puede evangelizar y servir de testimonio más que dando gloria al Padre por mediación de Jesucristo.

La reunión Hasta aquí la reflexión teológica se ha in-eucarística bajo el clinado mucho sobre la objetividad del or-signo de la caridad ganismo sacramental, completamente de­

pendiente del obrar de Cristo: "Es Cristo quien bautiza, es Cristo quien instituye la Eucaristía." La gente se ha preocupado menos de edificar una teología de la propia reunión eucarística. El Vaticano II, por su parte, llena esta la­guna ampliando la noción de sacramentalídad con las relaciones que los miembros del Cuerpo de Cristo deben promover entre ellos dentro de la Institución eclesial. La doctrina de la colegia-lidad, por ejemplo, no se explica sino haciendo referencia a la ley de caridad que constituye la Iglesia. Concretamente, tal doc-

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trina entraña entre los obispos un tipo completamente original de relaciones fraternales.

Ahora bien: esta originalidad debe aparecer con toda la rec­titud requerida en la celebración eucarística. Afecta a los obis­pos, pero también a los sacerdotes y a todos los miembros de la Iglesia. Toda reunión eucarística, y más ampliamente, toda re­unión eclesial, debe someterse a la regla de catolicidad. Cuando las convoca, la Iglesia reúne a los hombres allí donde están, y tal como son, pero la reunión que instituye tiene su organicidad propia. Su modo de reunir es, dentro de su propia visibilidad, significativo de su empresa de catolicidad. También la reunión eucarística que preside el obispo de un lugar sirve de norma a todas las demás. En esta reunión, la gran diversidad de res­puestas al llamamiento universal de la salvación se encuentra como recapitulada en la unidad de una reunión multiforme. Esta unidad aproxima sin destruir nada, purificando...

La organicidad de la Institución eclesial no puede, a ningún precio, responder a criterios puramente administrativos. La Ins­titución eclesial, en nuestra época, debe ponerse enteramente al servicio de la Misión. Urge descubrir en qué sentido la reunión eucarística traduce, en su propia visibilidad, el misterio eclesial de la catolicidad.

3. £1 tema del cordero pascual

El relato de la Pasión según San Juan (Evangelio del Viernes Santo) nos recuerda oportunamente que Jesús afronta la muer­te en la cruz como vencedor. Aparentemente, los judíos que condenaron a Jesús al suplicio y Pilato que ratificó oficial­mente la condenación, parecen ser los actores del drama, los que conducen el acontecimiento. Pero, en realidad, Jesús actúa como director y todos los demás no forman más que el decora­do del drama en el que se pone en juego la salvación del mundo.

San Juan no se contenta con relatar los episodios de la pa­sión de Jesús; convierte su relato en una lección teológica. De una punta a la otra del relato manifiesta la intención salvífi-ca del acontecimiento mayor de la historia de la salvación; está presente ya la resurrección. ¡Cómo trasciende la simple visión la transparencia de la fe! Solo más tarde comprendieron sus discípulos lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.

La liturgia de la Palabra del Viernes Santo invita a los cris­tianos a hacer de la pasión de Jesús una consideración de fe. No se trata, ante todo, de apiadarse de los sufrimientos físicos o morales de Jesús. Si así fuera, otros muchos hombres serían merecedores de esta diligencia de nuestra parte. No, el drama que se realiza en la persona de Jesús no puede leerse única-

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mente a nivel de sus sufrimientos psicológicos y morales, a pe­sar de la gravedad que revistieron en su muerte de ajusticia­do. El amor es el que lleva a Jesús a la muerte en la cruz: un amor que llega a tal extremo, que le hace superar el odio y el pecado del hombre. Cada uno de nosotros debe medir el alcan­ce, para la salvación de la humanidad, de un tal afrontamien-to de la muerte, aceptado por amor y vivido en la obediencia.

La cruz de Jesús de Nazaret se dirije al punto central de la salvación de la humanidad En ese día por excelencia del Vier­nes Santo, el cristiano debe dirigir su mirada al misterio central de la fe.

La Pascua judía La Pascua judía constituye el a'conteci-y la sangre del cordero miento mayor de la liberación de Is­

rael. Por pura gratuidad, Yahvé arran­ca al pueblo que ha elegido para Sí, de la esclavitud egipcia y le conduce a través del desierto hasta la tierra prometida. En el desierto, la alianza concertada en el Sinaí invita a Israel a em­prender los caminos difíciles de la fe.

Toda iniciativa de Yahvé respecto a su pueblo es como una renovación de la primera Pascua. Yahvé no deja de ser fiel, y, sin embargo, sus actos liberadores no obtienen resultado a causa de la infidelidad persistente de Israel. Pero un día surgirá el Mesías preparado por Yahvé. Por su fidelidad a la alianza, dará escape al proceso liberador que hará pasar al pueblo elegido de una tierra de pecado y de esclavitud a la tierra prometida donde ni el pecado, ni el sufrimiento, ni la muerte tendrán ya derecho de ciudadanía.

Cada año, la fiesta pascual conmemora o, mejor dicho, rei­tera, el acontecimiento liberador del éxodo y de la alianza. La inmolación del cordero reproduce el acto sacrificial primitivo que, antes de la salida de Egipto, ha protegido las casas de los hebreos del ángel exterminador que hirió de muerte a los pri­mogénitos de los egipcios. La sangre del cordero recuerda igual­mente la sangre vertida en el momento de sellar la alianza en el Sinaí, sangre vertida que establece un lazo indisoluble entre Yahvé y su pueblo.

La Pascua judía, que en principio fue una vieja celebración familiar, pasa a ser, en tiempos del rey Josías, la gran fiesta del Templo. Tras el destierro, es también la fiesta por excelen­cia que reúne a todos los judíos en la Ciudad santa. La espe­ranza mesiánica impregna, naturalmente, su contenido, y cuan­do evocan el pasado, es para dirigir sus miradas a la liberación futura. En tiempos de Jesús, la fiesta pascual es con frecuencia el teatro de brotes nacionalistas. La administración romana cui-

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da de mantener el orden y, en esta época del año, el procurador sube a Jerusalén...

Para Israel, la sangre es una realidad sagrada. Igual ocu­rre en todos los pueblos. Como la vida con la que se identifica, la sangre pertenece a Dios. Reservada para el uso cultual, sirve especialmente para establecer una alianza entre el hombre y el mundo de lo divino. Pero, en Israel, la virtud de la sangre de­rramada no conserva el automatismo de los cultos paganos; los profetas declaran ineficaz el sacrificio cruento que no acom­paña el sacrificio del corazón.

La sangre del verdadero Muchos judíos esperaban una apari-Cordero pascual ción brillante del Mesías. ¿Proporcio­

naba, con este fin, la fiesta pascual el cuadro ideal de la intervención que preludiaba la liberación definitiva del pueblo elegido?

El acto mesiánico por excelencia se produjo efectivamente en el momento de la Pascua judía, pero de una manera total­mente inesperada. En el momento en que se inmolan los cor­deros en el Templo, Jesús de Nazaret, muere en la cruz, fuera de la ciudad, no admitido como el Siervo de Yahvé, como el cordero que se lleva al matadero. El Evangelio de Juan subraya esta coincidencia cronológica.

En el Templo, el pueblo judío reitera la liberación del pue­blo por un rito cruento, y mantiene la esperanza de un nuevo Éxodo más maravilloso que el primero. En ese preciso instante, un crucificado, condenado por su. pueblo, lleva a cabo el acto redentor y expiatorio que salva a la humanidad. El verdadero Éxodo se opera en la persona de Aquel que pasa, victorioso, de la muerte a la vida. Dios recibe de un hombre, su Hijo, la res­puesta ejemplar del amor a su propia iniciativa amorosa. La entrada al Reino se abre definitivamente.

Los autores neo-testamentarios, haciéndose eco de la comu­nidad primitiva, han visto, naturalmente, en Jesús crucificado el verdadero cordero pascual, dando libremente su sangre por la salvación del mundo. En esa sangre está sellada la Alianza nueva y definitiva. Al entregar su vida por amor a la humani­dad que le condena, Jesús ofrece el sacrificio perfecto de obe­diencia y deviene para la eternidad el Primogénito de la huma­nidad liberada. El sacrificio de la cruz coloca el trabal de la realización del proyecto salvífico de Dios. Esta muerte es la victoria que libera de una vez para siempre. En su visión pro-fética, el autor del Apocalipsis nos muestra al Resucitado con los rasgos del cordero inmolado, pero con el poder de un gue­rrero victorioso.

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Por la muerte del verdadero cordero, el rito pascual de la inmolación pierde todo su significado. Inútil renovar el sacrifi­cio perfecto. El nuevo sacrificio perdura para siempre. En ade­lante, solo queda de la Pascua judía la comida de acción de gracias, y esta, profundamente modificada. Al convertirse en el memorial de la cruz, esa comida permite a los invitados parti­cipar en la Pascua de Cristo.

La Iglesia de los El tema del Cordero ocupa el centro de una rescatados por la catequesis bautismal (cf. la primera epís-sangre del Cordero tola de Pedro). Por el bautismo, los cristia­

nos participan en la Pascua de Cristo. Res­catados del mundo pecador, forman el nuevo "reino de sacerdo­tes", la verdadera "nación consagrada", el "pueblo sacerdotal", ofreciendo al Padre el sacrificio espiritual de una vida penetra­da por el amor universal. A imitación del Primogénito, los cris­tianos realizan, a su vez, el éxodo liberador, y arrastran consi­go, de la muerte a la vida, a la humanidad y a la creación en­teras.

La sangre del Cordero posee, según San Pablo, una virtud re­dentora y expiatoria. Justifica, santifica y redime. Obtiene la remisión de los pecados y el acceso al Padre, restablece la uni­dad entre judíos y paganos, y hace de la Iglesia un pueblo "ad­quirido" en Dios.

Con relación a la espera escatológica de Israel, el cambio es total. El hombre judío vivía en la esperanza de una felicidad terrena, paradisíaca, cuyo advenimiento significaría el fin de la Historia. El Mesías debería garantizar el tránsito de la condición terrena y mortal a la condición eterna, al abrigo de los azares de la Historia. Ahora bien: la liberación de la humanidad y de la creación por Cristo no saca al hombre de su condición his­tórica concreta, sino solamente del círculo infernal del pecado (cf. Jn 17, 15: "No te pido retirarlos del mundo, sino preservar­los del mal"). Esta liberación invita al hombre a considerar como normal su condición terrena. La misma muerte adquiere, en Je­sucristo, un sentido para la aventura de la humanidad y de la creación. Es en este mundo donde el "pueblo sacerdotal" recibe la misión de trabajar como compañero en la auténtica promo­ción del hombre. Lejos de apartar al hombre de sus responsa­bilidades terrenas, el acceso al Reino le obliga a asumirlas con toda justicia y verdad.

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El signo misionero No es raro ver a los no-cristianos reprochar de la sangre a los cristianos su concepción alienante de del Cordero la liberación del hombre. ¡Los cristianos se

formarían una idea, sobre la felicidad, que los apartaría, en lo esencial, de sus responsabilidades en este mundo!

Es preciso admitir que la actitud de numerosos cristianos con­tribuye a tal interpretación. Pero con esta actitud, presentan a los demás un cristianismo desfigurado, ya que la intervención de Cristo y su muerte en la cruz han tenido precisamente como consecuencia el manifestar al hombre lo que ponía en juego en su vida terrena. En realidad, la actitud cristiana que condena al mundo moderno toma su contenido de una concepción pasada de moda, la de Israel o la del paganismo antiguo.

El hombre pagano tradicional considera la vida terrena como una sombra, sin consistencia alguna. La única realidad y la úni­ca salvación es preciso burearlas dentro de la comunión al mun­do de lo sagrado, el mundo del Tiempo y del Espacio primor­dial. El hombre judío reconoce la importancia del acontecimien­to histórico, pues Yahvé interviene en él, pero aspira a otra tie­rra y a otros cielos. Contrastando con esto, Jesús de Nazaret, al hacer posible la entrada en el Reino por su muerte en la cruz, restituye a su verdad la existencia terrena en toda su concreta realidad.

Para el cristiano, pasar victorioso de la muerte a la vida, en el ejercicio de una caridad que puede llegar hasta la entrega to­tal, es promover el verdadero sentido de la condición histórica de la humanidad y de la creación. El hijo del Reino no aparta los ojos de las ocupaciones que le esperan aquí abajo; por el con­trario, las estudia con lucidez y con un sentido agudo de priori­dad necesaria. El Reino se construye aquí abajo. De la etapa de construcción a la terminación definitiva después de la muerte, la continuidad es fundamental. ¡Si hay discontinuidad es a causa del pecado!

Al aceptar sin reservas ser de la tierra y tener aquí un papel activo que desempeñar, el hombre moderno considera muy a me­nudo su condición independientemente del peso de muerte que le impregna por completo. En ese mismo terreno el cristiano es más realista ante la muerte; conoce la angustia como todo hombre, pero el sacrificio de la cruz—él lo sabe—le ha dado su sentido definitivamente.

La comunión en la La liturgia del Viernes Santo no lleva con­sangre del Cordero sigo celebración eucarística, y la reforma re­

ciente no ha introducido más que un rito de comunión en el sacrificio eucarístico de la víspera. En tiem-

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pos en que la celebración de la Eucaristía solo se realizaba el domingo, era completamente comprensible que, incluso el Vier­nes Santo, estuviera ausente de la liturgia, reducida a una li­turgia de la Palabra. Pero hoy que la misa se celebra todos los días del año, es bastante paradójico que el Viernes Santo sea el único día en que esta regla general tenga excepción. La cele­bración del sacrificio eucarístico es, en efecto, el lugar por ex­celencia en que los cristianos pueden comulgar en la sangre del verdadero Cordero pascual. Ahí es, únicamente ahí, donde se forma el verdadero pueblo sacerdotal. ¿Por qué, si no, ha dicho San Pablo que en la participación del cuerpo y la sangre de Jesucristo los cristianos proclaman la muerte de su Señor?

En el estado actual de la liturgia del Viernes Santo, es de­seable, en todo caso, que la ceremonia de la adoración de la cruz no se equipare a lo esencial ni, mucho menos, lo supere. Lo esencial es el rito de la comunión en el rito eucarístico de la vigilia, y la celebración de la Palabra, especialmente rica en este día. Centrada en el acto mayor de la historia de la salvación, esta Palabra de su plena significación a la existencia cristiana. ¡Ya se trate de su participación en el rito eucarístico o del ejer­cicio de la fe, en toda la extensión de su vida, el cristiano debe entrar cada vez más profundamente en la conformidad a la muerte de Cristo, para que sea manifestada su comunión en el Resucitado!

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VIGILIA Y DÍA DE PASCUA

A. LA PALABRA

I. Génesis 1, 1-2, 22 El redactor sacerdotal autor de la com-1.a lectura posición del primer capítulo del Génesis

vigilia tiene tras de sí toda una parte de la his­toria del pueblo elegido y toda una se­

mántica surgida a partir de los acontecimientos de la salvación. No solo cuenta la creación, sino que se esfuerza por leer su his­toria a la luz de las demás intervenciones salvíficas de Dios.

a) Se nos presenta como una victoria sobre el caos (tohu-bohu) por la misma razón que la vuelta del destierro (Is 35; 40, 1-8; 43, 16-20), una victoria sobre las tinieblas, que viene a su­marse a las apariciones de la gloria de Dios (Is 60, 1-2; 49, 9; 50, 1-10; Jn 1, 5), un combate triunfal sobre el mar semejante al paso victorioso del mar Rojo (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10; Ap 20, 1-13), una separación del día y de la noche, en espera de la victoria definitiva sobre la noche (Ap 21, 25). La creación queda así situada al principio mismo de la historia de la salvación. Para el autor no existen dos órde­nes diferentes, creación y redención, sino una sola y única rea­lización del designio salvífico de Dios.

b) Adviértase también el carácter universalista del relato. El descubrimiento del Dios creador del cielo y de la tierra es uno de los más importantes de la historia de Israel, puesto que Yahvé no aparece ya entonces como el Dios de un pueblo pequeño bien localizado, sino como el Dios que gobierna el universo (Is 45, 12-13; 40, 27-28). Este universalismo se refleja en la preocupa­ción del autor por extender al mundo entero las características cultuales del Templo de Jerusalén. Lo mismo que el Templo, el mundo tiene su firmamento (Sal 150, 1; Ez 1, 22-26) por encima del cual establece Dios el trono que hasta entonces tenía ins­talado en Sión (Sal 65/66, 1). Las "luminarias", término típica­mente reservado a las lámparas del santuario, aparecen ahora

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en toda la creación (v. 14; Ez 35, 8, 14; 25, 6; 27, 20; 39, 37; Núm 4, 9-16), luminarias que, por otro lado, son provisionales, ya que algún día bastará la gloria de Yahvé para iluminar ei Templo definitivo (Ap 21, 23). Incluso las bendiciones que Dios distribuye por la creación (vv. 22-23) son similares a las que se distribuían en el Templo de Jerusalén (Sal 132/133, 3; 127/ 128, 4-5; 23/24, 5). Finalmente, en el centro mismo de ese Templo cósmico se encuentra la "imagen" de Dios: el hombre (vv. 26-29; Sal 8, 5-6), que Cristo, imagen del Padre, realizará a la perfec­ción (Col 1, 15-17)\

c) La estructura misma del relato, concebido para defender la semana y el descanso del sábado, es esencialmente cultual. En la época en que vive el autor de este relato, el sábado es la característica distintiva del pueblo elegido: si este último se so­mete al descanso del sábado, no lo es tan solo por razones so­ciales (como en las fuentes antiguas), sino porque ha recibido el privilegio de imitar a Dios, liberándose, al menos un día por semana, de las obligaciones del trabajo.

* * *

Sería un error leer este relato como la carta judía de los orígenes del mundo y del hombre. La fe judía en el Dios crea­dor no tiene nada de metafísica o de cosmogénica. Se trata sim­plemente de enseñar al hombre a vivir hic et nunc en depen­dencia de Dios. Es la noción de dependencia de nuestra volun­tad respecto a la suya lo que quieren enseñar las ideas de ima­gen, de bendición, de imitación en el reposo y de cultualización de la creación.

II. Génesis 22, 1-18 Véase el comentario a esta lectura en el lectura ad lio. segundo domingo de Cuaresma (Núm. II, vigilia 1.a lectura, 2.° ciclo).

III. Éxodo 14, 15-15, 1 Descripción de los últimos episodios del lectura fija paso del mar Rojo. Hay que comprender vigilia este relato de acuerdo con el estilo que

le caracteriza: es normal que un pueblo cuente en estilo épico los acontecimientos que rodean su na­cimiento (Sal 77/78; 104/105; 105/106; 113/114; Sab 10, 18; 11-14). La versión actual de este texto es un resumen de dife­rentes tradiciones distintas para las que quien opera el prodigio de la separación de las aguas es la mano de Moisés (sacerdo-

1 Véase también en el primer domingo de Cuaresma, un complemento de comentario a los vv. 26-29.

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tal) o Dios y el viento (yahvista), o también el ángel de Dios (elohista). Pero todos esos relatos conservan unánimemente el carácter providencial y estrepitoso de una intervención de Dios que conduce al pueblo a la libertad mediante la destrucción de los carros y de los caballeros de la potencia enemiga.

* * #

Las distintas tradiciones que refieren el paso del mar Rojo no tienen evidentemente conocimiento de los hechos en sí. Su visión es ante todo religiosa: se trata para ellas de explicar que los orígenes del pueblo hebreo se deben ante todo a la iniciativa divina. Todos los hechos que se consignan, desde el ángel de Yahvé a la vara de Moisés, desde la columna hasta la oración del patriarca, tienden únicamente a poner de relieve esa prio­ridad de la acción de Dios en la salvación y en la constitución del pueblo. Esta iniciativa de Dios no necesita, sin embargo, revestir formas extraordinarias, como la de detener las aguas en masas suspendidas verticalmente. Dios actúa más bien con economía de medios y respetando las leyes de la naturaleza: hay sitios en donde un viento abrasador podía efectivamente ha­cer practicable un brazo de mar poco profundo. En este sentido, la versión sacerdotal—y solo ella por lo demás—no hace ningún servicio ni a Dios ni a sus lectores con su tono enfático. Pero todos los pueblos tienen tendencia a dar un tono épico a sus orígenes y cuando un pueblo como Israel se considera el pue­blo elegido de Dios, es normal que este carácter épico resuene hasta en la acción misma de Dios sobre los suyos.

El cántico de Moisés (Ex 15, 2-18) que está vinculado a esta lectura desde los orígenes de la vigilia pascual, que viene desde el judaismo, es una acción de gracias por la intervención de Dios a la vez en el Éxodo, la permanencia en el desierto y hasta la construcción del Templo (vv. 15-17). En cierto modo es el himno nacional de quienes se han convertido en un pueblo por la liberación de que Dios les ha hecho donación.

IV. Isaías 54, 1-11 Esta lectura reúne dos poemas distintos en lectura honor de Jerusalén (vv. 1-3 y 4-10). El Se-ad libitum gundo Isaías llama nuevamente la aten-vigilia ción sobre la restauración de la ciudad his­

tórica, con un marcado sentido poético, pero con menos profundidad doctrinal que el Primer Isaías.

* * *

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a) El primer poema canta la fecundidad de la nueva Jeru-salén. Estéril durante el destierro, porque sus hijos la habían abandonado, vuelve a ser fecunda, como en otros tiempos las mujeres de los patriarcas. Se extenderá y tomará posesión de los territorios de las naciones (v. 3) con el fin de albergar en ellos a todos los suyos. Nos encontramos muy lejos del univer­salismo previsto por el Primer Isaías y de la Jerusalén espiri­tual, ciudad de todos los hombres creyentes (Is 2, 1-4; 4, 2-5). Las relaciones establecidas por el Segundo Isaías entre Jerusa­lén y las naciones son más bien revanchistas y exclusivas. La esperanza de una restauración material de la ciudad ha ahoga­do en él toda idea realmente universalista.

o) La segunda parte del poema recoge, pensando en Jeru­salén, el tema de los desposorios de Dios y de su ciudad. Tres estrofas, cada una de las cuales termina con la fórmula "dice tu Dios" (vv. 6, 8, 10), anulan las actas de repudio enviadas a la esposa adúltera por medio de los antiguos profetas (Os 1; 11, 1-6; Jer 3, 1-5; Ez 16) y la restituyen su título de "esposa de la juventud".

La segunda estrofa canta ante todo el amor eterno de Dios, un amor que el pecado mismo no puede destruir, puesto que se transforma en misericordia y piedad y justifica al pecador.

La tercera estrofa canta la nueva alianza, indefectible, pues­to que el amor de Dios ya no se desdice. El Segundo Isaías ex­pone aquí un valor doctrinal importante; la nueva Jerusalén no subsistirá ya por su justicia, sino solo gracias al amor inaltera­ble de Dios. La nueva alianza se fundamenta, en efecto, sobre la promesa de Dios de convertir a la humanidad y de hacerla, por medio de la gracia, justa y libre (Gal 4, 21-31).

* * *

Este concepto de la nueva alianza supera afortunadamente los cuadros demasiado estrechos del pensamiento del profeta so­bre la futura Jerusalén y permite aplicar a la Iglesia la reali­dad y los frutos de esa alianza. Ser testigo de ello equivale a situarse en el plano de una justicia que no procede de nosotros sino de Dios, a reconocer al amor de Dios la iniciativa de una salvación que uno renuncia a proporcionarse a sí mismo, a se­llar, finalmente, esa alianza en la fidelidad del Hijo a su Padre, una fidelidad que la Eucaristía celebra y propone.

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V. Isaías 55, 1-11 Este pasaje reproduce cuatro breves oráculos lectura poéticos que sirven de conclusión al Libro de ad libitum la Consolación del Segundo Isaías (siglo iv). vigilia En él encontramos, pues, las ideas maestras

del profeta, en particular su insistencia en defender la unicidad y la trascendencia divinas.

# # *

a) El primer poema recoge el antiguo tema del banquete mesiánico de los pobres (Is 25, 6), introduciendo en él un tema de origen sapiencial (cf. Prov 9, 3-6; Eclo 24, 19-22), que renueva por completo las perspectivas: el hombre no vivirá ya solamen­te de pan, sino de la Palabra de Dios y de su conocimiento, y el banquete mesiánico será un banquete de sabiduría.

El Segundo Isaías, como se recordará, vivía en el corazón de una comunidad de "pobres" fuertemente marcada por el destie­rro. Las esperanzas fundamentadas en salvaciones humanas han resultado demasiado frágiles, y estos "pobres" se han resignado a tener paciencia y a dejar en manos de Dios el cuidado de sal­varlos, cuando quiera (Is 40, 31; 41, 10, 14; 16, 12-13). Este po­nerse en manos de Dios en la fe constituirá la cualidad caracte­rística de quienes serán reagrupados en el Reino futuro (Is 41, 17). En Is 55, 1-3, los pobres siguen siendo una clase pisoteada en la que se nota la falta de dinero, pero su esperanza ha per­dido todo su carácter de revancha: no cuentan más que con ese conocimiento hecho de fe y de abandono que han descubierto en su miseria y es apreciada más allá de todos los manjares del festín mesiánico.

b) El segundo poema es también, a su manera, una relec­tura de las antiguas profecías del Primer Isaías. Este hacía aún del descendiente de David el Mesías-Salvador del pueblo (Is 7; 11), pero la experiencia ha hecho a los pobres bastante indife­rentes al problema realista; su tendencia es más bien la de de­mocratizar por su cuenta las promesas hechas a David (v. 3b; cf. 2 Sam 7, 1). El Segundo Isaías procede de la misma manera a propósito del Siervo de Yahvé, el cual ha podido ser un per­sonaje real, pero en el que el pueblo de los pobres se ha re­conocido, descubriendo su propia misión entre las naciones (v. 4) y su papel de testigo y de signo hasta en el sufrimiento.

La alianza que restablece al pueblo en sus prerrogativas rea­les es eterna; no estará sujeta a caución como lo fue la alianza contraída con David, ya que descansa totalmente en la volun­tad de Dios y se ha liberado de las garantías humanas.

c) A lo largo de toda su obra, el Segundo Isaías ha sido el heraldo de la omnipotencia de Yahvé y de su trascendencia (Is 40, 27-31; 49, 14-16). Estos dos temas ocupan el centro de las

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preocupaciones de los poemas de este día: los pensamientos de Dios (en este caso su deseo de perdonar) son completamente distintos de los pensamientos de los hombres (primer poema; cf. Is 40, 21-24; 43, 8-12; 50, 1-3) y su poder es absolutamente más eficaz que el de los falsos dioses y de los ídolos (segundo poema; cf. Is 40, 12-26).

En los capítulos anteriores el profeta ha mostrado, ante todo, cómo los acontecimientos de la Historia, tanto los fastos como los nefastos, lejos de ser un juguete del influjo de los falsos dio­ses o de las fuerzas que escapan al control de Yahvé, eran ma­nejados por Dios mismo, para el resurgimiento de su pueblo. En el transcurso de las circunstancias que pasan y hacen surgir a veces dificultades e inquietud, Yahvé está presente, realizando imperturbablemente su designio. Allí mismo donde esas circuns­tancias parecen contrariar el plan de Dios o la promoción de la humanidad (vv. 8-9), Yahvé realiza su obra; cuando el hom­bre considera su pecado demasiado grande para ser perdonado. Dios revela un pensamiento que rebasa las normas de la justi­cia humana (v. 7), y de esa forma permite la conversión del peor de los pecadores.

Al defender denodadamente el monoteísmo (Is 41, 8-14, 17-20), el Segundo Isaías ha definido al mismo tiempo la unicidad de la historia del mundo. Si Dios es único, en efecto, no tiene ninguna competencia que temer en su forma de conducir la historia; todas las etapas de esa historia son queridas por El y llevan al futuro escatológico: no hay fuerza alguna que pueda contrarrestar su designio (simbolizado aquí por la "Palabra"; vv. 10-11).

La esperanza en la realización del plan de Dios sobre el mun­do no tiene, pues, mejor apoyo que la fe en el Dios único y tras­cendente.

# * #

El cristiano moderno cree fácilmente en la trascendencia de Dios, pero es importante saber si esa fe en Dios trascendente proviene de la revelación de Isaías y de Jesús o si es fruto del teísmo occidental.

De hecho, una trascendencia que pudiera ser concebida como un más allá, como un estado anterior a la encarnación, una trascendencia que pudiera existir en sí, independientemente de la inexistencia de Dios, es absolutamente inconcebible para la mente humana.

Isaías no dice que Dios sería tanto más Dios cuanto menos hombre fuera el hombre, limitado hasta tal punto que siempre tendría que pensar en un más allá. Afirma, por el contrario, que Dios no es realmente trascendente más que allí donde despierta

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al hombre a todo él mismo. Jesús lo ha comprendido afirmando que quien le veía a El veía al Padre (Jn 14, 9). En El había algo más que El, pero era El.

VI. Baruc 3, Este pasaje está tomado de un gran poe-9-15, 32-4, 4 ma sapiencial (Bar 3, 9-4, 4) redactado, lectura ad libitum sin duda, en el siglo II a. de J. C. y des-vigilia tinado a alimentar la piedad de los ju­

díos en la Diáspora, y, más concretamen­te, a ayudarlos a recobrar el gusto por la obediencia a la ley. La argumentación es muy sencilla: los judíos aislados en un medio pagano se preguntan de qué forma pueden conocer a Dios (v. 15); el autor les responde que Dios tiene una sabiduría que penetra a través de la naturaleza (vv. 32-36) y que esa sabiduría es comunicada a Israel (v. 37) por medio de la ley (Bar 4, 1). Obedecer a la ley es, pues, escrutar la sabiduría de Dios.

Este pasaje permite situar la fe de los judíos y la fe de los cristianos en relación con los sistemas filosóficos. Estos últimos contemplan, unos siglos antes de Cristo, la ordenación úe la naturaleza y tratan de penetrar en su secreto: ¿quién está de­trás de ella? Ahí descubren al "Verbo" (Logos), pensamiento de Dios que mantiene al mundo en equilibrio y que le confiere cierta inteligibilidad. El autor del poema comparte, hasta cierto punto, la manera de ver de los filósofos: la naturaleza está tan bien ordenada que debe conducir a Dios. Pero se separa radi­calmente cuando afirma que la naturaleza no ha llevado a Dios y que ha sido El quien se ha manifestado gratuitamente (vv. 37-38), transformando la búsqueda filosófica del hombre en una historia y una manifestación divina. La búsqueda de la inteli­gencia de las cosas no puede llegar hasta el final de sí misma sino en cuanto encuentra a Dios revelándose. Y Dios se revela no solo como un Dios que explica la naturaleza y su ordenación (lo que sería una actitud puramente racional), sino como un Dios que tiene una voluntad que interpela la voluntad del hombre: un Dios que promulga una ley (Bar 4, 1). Así, Dios es demasiado trascendente como para contentarse con venir a colmar las la­gunas de nuestra inteligencia: sitúa el encuentro en otro pla­no: se presenta como una libertad que interpela la libertad del hombre.

El acceso a la sabiduría que dirige al mundo no tiene, por tanto, nada de una actividad filosófica: en primer lugar porque integra la Historia; después porque supone una actitud tan libre y voluntarista como intelectual.

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VII. Romanos 6, 3-11 A lo largo de toda su carta a los romanos, 2.a lectura Pablo contrapone la justicia que los hom-vigilia bres, judíos y griegos, quieren proporcio­

narse por sí mismos y la que Dios con­cede a quien la pide con fe.

El instrumento de esa justificación divina es el bautismo, punto de cita entre la fe del hombre y la justicia de Dios.

* * *

a) La idea esencial de este pasaje es la de la muerte con Cristo. Para la Biblia, Dios es la vida y su plan es un plan de vida. La muerte física es un accidente que la mentalidad judía atribuye al pecado (Gen 3, 3, 19; Ez 18, 23, 32; 33, 11; Eclo 25, 24; Sab 1, 13; 2, 23-24). Heredero de ese concepto judío, San Pa­blo enlaza la muerte natural y la muerte espiritual del pecado. Nosotros podemos comprender ese vínculo de manera precisa: no se trata de decir que la muerte física haya sido un castigo externo fijado por Dios al pecado del hombre. Se trata más bien de comprender que encerrándose en el pecado, es decir, no con­tando más que con uno mismo para realizar su futuro, el hom­bre se ha encerrado fatalmente también en la muerte, ya que solo una iniciativa de Dios y, consiguientemente, una conver­sión a Dios por parte del hombre puede sacarle de ella. En este sentido tiene razón San Pablo al relacionar el pecado con la muerte.

Ahora bien: Cristo es el primero en penetrar en la muerte no con el pecado, es decir, la voluntad de vivir por sí mismo, sino, al contrario, con una fidelidad absoluta y una adhesión completa a su Padre, confiando en que este le salvaría. Así, la muerte de Cristo suprime el nexo que existía hasta entonces entre muerte y pecado; así, su muerte es realmente liberadora del pecado, puesto que descubre un hombre capaz de ser liberado de la muerte y de resucitar simplemente porque se pone en ma­nos de su Padre. Así, la muerte no es un accidente en el plano divino de difusión de la vida, sino precisamente aquello por lo que Dios entrega su vida al hombre.

b) A los ojos de San Pablo, el bautismo nos une a la muerte de Cristo en el sentido de que nos hace adherirnos al Padre y no ya a nosotros mismos, y también en el sentido de que es el rito mediante el cual significamos nuestro deseo de realizarnos en nuestro futuro de hombres, realizándolo en la comunión con Dios (vv. 3-6). Nuestro bautismo se asemeja además a la muer­te de Cristo (v. 11), en el sentido de que nos coloca en las mis­mas posiciones suyas y bajo la influencia de la misma inicia­tiva salvífica del Padre. Ciertamente que el cristiano sigue abo­cado a la muerte física, como todos los hombres: pero tiene la posibilidad, gracias al bautismo, semejante a la muerte de Cris-

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to, de entrar en la muerte como un Dios ha entrado en ella, con plena disponibilidad respecto al otro. Entonces le es ya po­sible vencer a la muerte espiritual del pecado, que es, precisa­mente, negativa a aceptar la intervención divina en la realiza­ción de nuestro destino. O dicho de otra forma: la muerte es la experiencia en la que mejor podemos alcanzar a Dios en el des­prendimiento de nosotros mismos, ya que la única cosa que sa­bemos de Dios en Jesucristo es que no vive más que para dar, aunque sea muriendo. Morir con la misma disponibilidad de uno respecto al otro es vivir de la vida misma de Dios, y eso nos lo proporciona ya el bautismo.

c) Además, al beneficiar al cristiano de la muerte al peca­do, el bautismo le permite participar en el plano de vida de Dios, viviendo ya, incluso abocado a la muerte, de una vida nue­va 2 donada por Dios (vv. 4-5). Reorientado ya por su bautismo en esa vida nueva, el cristiano puede considerar la muerte como un hecho pasado: el que ha muerto está liberado del pecado (v. 7; cf. Col 3, 3; Rom 6, 10-11). Ahora bien: el cristiano bauti­zado ha pasado ya por lo esencial de la muerte: esa muerte es­piritual del pecado; y ya ha salido gracias a la intervención de Dios.

* * •

El Antiguo Testamento conoció la idea de una restauración futura del pueblo y la de una resurrección previa de los justos, dignos de ser beneficiarios de esa restauración. De ahí concluía que los vivos podían orar y expiar aún por la remisión de los pecados de los difuntos, a fin de que estos no se vieran privados de ese beneficio (2 Mac).

La predicación apostólica ha seguido el camino de esa visión que los vivos podían orar y expiar aún por la remisión de los cuerpos había comenzado en Jesucristo, que la restauración del pueblo santo era una cosa ya en marcha desde el momento en que el Señor era confirmado como Juez de los vivos y de los muertos. Las cartas a los tesalonicenses y a los corintios están, sin embargo, todas ellas orientadas hacia la resurrección futu­ra en la que estaremos "con" el Señor, compartiendo su gloria y su incorruptibilidad.

En su carta a los romanos, Pablo lleva todavía más lejos esta reflexión insistiendo en el hecho de que la resurrección de Cristo no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrección fu­tura, sino que nos compromete ya desde ahora con El. Estamos ya muertos "con El" (v. 3), estamos ya enterrados "con El" (v. 4), vivimos ya "con El" una vida nueva (v. 5)...; cinco veces aparece la palabra "con" en estos pocos versículos para que el cristiano tome conciencia de que el bautismo le ha sumergido

3 Véase el tema doctrinal de la novedad, en este mismo capítulo.

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en el proceso que le conduce a la resurrección y a la restaura­ción del pueblo elegido. La muerte natural no puede compro­meter el desarrollo de un proceso que hace penetrar cada vez más en nuestros miembros una vida divina, a la medida de nuestra imitación del servicio, del desprendimiento de uno mis­mo, del amor que constituyen las características de la muerte del Hombre-Dios y de la vida de Dios.

VIII. Mateo 28, 1-10 Este relato de la resurreción lo recogen los evangelio cuatro evangelistas, quienes la sitúan en la l.er ciclo aurora del primer día de la semana, el do-vigilia mingo actual (Jn 20, 1, 26; 21, 1; Ap 1, 10).

Lo mismo que la primera creación, la nue­va toma su punto de partida en el primer día de la semana.

El género literario de este relato es claramente apocalíptico. Todo sucede como si fuese imposible referir el fenómeno de la resurrección con palabras humanas y conforme a criterios his­tóricos: el evangelista recurre entonces a un estilo que tras­ciende lo humano y refleja perfectamente, a su manera, la rea­lidad misteriosa de la resurrección.

* * *

Contrariamente a los demás evangelistas, Mateo describe la resurrección dentro de un contexto que recuerda el aparato de las grandes teofanias apocalípticas de Yahvé en el Antiguo Tes­tamento; temblor de tierra, ángel que desciende del cielo (mien­tras que Lucas y Marcos hablan tan solo de un "hombre"), te­rror y pánico de los guardias que se quedan como muertos, blan­cura del enviado (ángel de Dios: Gen 22, 11-13; muerte: Ex 3, 1-6; 20, 18-21; decoración terrible: Hab 3, 3-15; Sal 28/29, 3-9; 76/77, 17-19). Sirviéndose así de los clichés de los milagros bí­blicos, Mateo quiere significar que la resurrección no es una simple supervivencia o una inmortalidad espiritual, sino un acto auténtico de Yahvé, del orden de sus intervenciones salvíficas.

Lo esencial del mensaje del ángel radica en recordar que la resurrección se ha desarrollado tal "como Jesús había dicho". En efecto, en su ascensión a Jerusalén no solo había anunciado su muerte, sino también su resurrección "al tercer día" (Mt 20, 17-19).

Mateo hace de Galilea el centro de las apariciones, mientras que Lucas las sitúa en Judea. Se trata, sin duda, de tradiciones diferentes procedentes de comunidades diversas que no han tra­tado de armonizar sus tradiciones.

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Es muy significativo que los evangelistas que tanto se preo­cupan de detalles cuando relatan la resurrección de la hija de Jairo o la de Lázaro, guarden silencio cuando anuncian la resu­rrección de Cristo. Ninguno de ellos relata la resurrección sim­plemente porque no es un hecho histórico: no por eso es menos real, sino que no responde a los criterios del hecho histórico: no ha habido ningún testigo y, por sus leyes y los métodos que le son peculiares, la Historia no puede concebirla.

En eso es en lo que el Evangelio merece crédito: unos falsa­rios se hubieran preocupado por contar el acontecimiento con muchos detalles. Ciertamente que el silencio de los Evangelios no prueba nada..., salvo su seriedad.

IX. Marcos 16, 1-8 Paralelo al Evangelio de la vigilia (Mt 28, evangelio 1-7), este relato no se diferencia de él más 2° ciclo que en algunos detalles secundarios. Mar-vigilia eos da muestras de una mayor sobriedad

que Mateo; silencia la presencia de los guardias en el sepulcro y las características del "día de Yahvé" que Mateo se ha complacido en recordar. Pero añade a Salomé a la lista de las mujeres que se dirigen al sepulcro, y menciona especialmente a Pedro, que aparece así como el primer testigo de la fe en la resurrección, como el que tendrá el primado en la Iglesia para fortalecer la fe de sus hermanos.

No obstante algunas divergencias entre los evangelistas, existe una unidad radical en su testimonio de la resurrección. Además, su estructura es común:

— visita de las mujeres al sepulcro el primer día de la semana.

— descubrimiento del sepulcro vacío.

— toma de conciencia por parte de las mujeres de su "misión" cerca de los apóstoles.

Estos datos parecen responder a una preocupación apologé­tica. Puesta en duda por los judíos, la fe en la resurrección obliga a los cristianos a formular sus argumentos: la resurrección no es el producto de la imaginación de los apóstoles, puesto que no ha sido revelada sino de una manera ocasional a unas mujeres animadas de la intención exclusiva de asegurar el sepulcro de un cadáver y que, lejos de ser favorecidas con una visión de su Señor, no han hecho sino comprobar el hecho del sepulcro vacío.

Esta fe en la resurrección no puede fundamentarse en hechos registrables en el plano humano: no fue una boca hu-

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mana la primera que pronunció la fórmula "ha resucitado" (v. 6), sino los labios de un ser misterioso. En Marcos, el Evan­gelio de la resurrección se interrumpe, por otro lado, con el si­lencio de las mujeres (v. 8), como si el hombre no pudiera decir nada humano en este terreno, una actitud tanto más sorpren­dente cuanto que ni Mateo ni Lucas, por su parte, dudan en hacer hablar a las mujeres (Mt 28, 8; Le 24, 8-11; cf. Jn 20, 18).

Mientras que para Mateo y Juan la resurrección es la auro­ra de un mundo nuevo, para Marcos (que, probablemente, escri­be en tiempo de persecución) es tan solo el comienzo de la clan­destinidad y del silencio de la fe.

X. Lucas 24, 1-12 Los relatos de la resurrección se inspiran en evangelio un fondo común, al que cada evangelista 3.er ciclo aporta algunos detalles suplementarios o al-vigilia gún elemento doctrinal. Así, los evangelistas

están generalmente de acuerdo para descri­bir los primeros acontecimientos del día de Pascua conforme a un esquema en tres etapas: la visita de las mujeres (v. 1), su descubrimiento del sepulcro vacío (vv. 2-3) y su conciencia de una misión que debían cumplir cerca de los apóstoles (v. 9) 3. Nos limitaremos a los elementos propios de Lucas: el mensaje bastante original del ángel (vv. 6-7) y la venida de Pedro al se­pulcro (v. 12).

a) Lucas pone, sin más, en boca de los "dos hombres" que se presentan ante las mujeres el tipo de discurso que Cristo di­rigirá a sus apóstoles para convencerlos de su resurrección (Le 24, 25-27; 24, 44-47) y que ellos mismos repetirán en sus predi­caciones (Act 2, 23-41; 3, 12-4, 12). Mediante este procedimiento, Lucas confiere a la catequesis primitiva un valor acrecentado: no es construcción de los apóstoles, sino que obedece a un es­quema ya fijado por los ángeles y por Cristo: en el momento en que los apóstoles se lo presentan al público es ya una tradición recibida y aceptada en la fe antes de ser proclamada. Estos dos "hombres" dan además un valor de autenticidad a esta tradi­ción (cf. Dt 19, 15). Juegan un gran papel de autentización para el mundo celeste en los textos que provienen de la pluma de Lucas (Le 9, 30; 24, 4; Act 1, 10).

o) La mención de la visita de Pedro al sepulcro vacío (v. 12) es, sin duda, posterior a la redacción de Lucas, pero eso no quita

3 A. DESCAMPS, "La Structure des récits évangéliques de la résurrec-tion", Bíblica, 1959, págs. 726-41.

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valor alguno a este versículo. Esta experiencia del sepulcro va­cío, hecha sucesivamente por las mujeres y por Pedro, es una prueba negativa pero necesaria de la resurrección: antes de des­cubrir al Señor resucitado hay que aprender a no "verle" por los medios humanos (Jn 20, 14; 20, 29); antes de la plenitud de la visión de fe, se necesita el desamparo de las miradas hu­manas en el vacío 4.

* * *

Las santas mujeres y Pedro ilustran, cada cual a su manera, las exigencias del testimonio misionero: no se puede dar testi­monio de lo que se ha recibido sin antes haber experimentado las limitaciones de los medios humanos de conocimiento y de salvación. La actitud llamada de fe que los cristianos adoptan en el mundo, ¿no es muchas veces demasiado libresca o dema­siado sistemática, defendida tenazmente y mediante procedi­mientos integristas simplemente porque el cristiano no ha he­cho la experiencia de las limitaciones de su visión y no ha en-contrato el mensaje de la obediencia y la fidelidad?

La Eucaristía, poniendo a quienes son conscientes de las li­mitaciones de su propia visión a la escucha del mensaje, sitúa a sus comensales en las condiciones requeridas para gozar de la presencia del Resucitado y extender su mensaje a la vida de cada día.

XI. Hechos 10, 34, 37-43 Fragmento del discurso que Pedro 1.a lectura pronuncia ante Cornelio de Cesárea y día su familia para inducirlos a la conver­

sión y al bautismo.

Los discursos misioneros de los Hechos se diferencian según que vayan dirigidos a los judíos (Act 2, 14-36; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 16-42) o a los paganos (Act 14, 15-17; 17, 22-31; cf. 1 Tes 1, 9-10).

Los seis discursos a los judíos son muy similares y parece que Lucas ha puesto mucho de su parte en la redacción, aun cuando utilice documentos anteriores. Los exegetas están todavía em­peñados en la tarea de determinar lo que le corresponde a Lu­cas y lo que es anterior a él.

Hay que poner en el haber de Lucas los exordios (aquí vv. 34-35), y a él se deben, igualmente, la adición del resumen de la vida pública (vv. 36-38) mencionada tan solo en este discurso y que corresponde exactamente al plan impuesto por Lucas en su Evangelio.

4 El Resucitado exigirá el mismo tipo de purificación cuando pida a Pedro que pase del amor de adhesión (phileinj al amor de ágape (Jn 21, 15-17).

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Pero cuando el discurso hace la descripción de la pasión y de la resurrección de Cristo (vv. 39-40) utiliza una especie de "su­mario" de la pasión que debía circular en las comunidades pri­mitivas (cf. Me 8, 31; 9, 31; 10, 33). Lucas ha completado estos sumarios con un argumento tomado, sin duda, de la predicación primitiva y que carga sobre los judíos, al menos sobre los de Je-rusalén, la responsabilidad de la muerte de Cristo. Sin embargo, este cargo es más claro en los otros discursos que en este.

a) Una de las notas más importantes de estos sumarios so­bre la pasión y la resurrección es la mención del tercer día tan frecuente en la catequesis primitiva y recogida también en el Credo. En realidad se trata de una alusión a Os 1, 2 (en donde la palabra "levantará de nuevo" es, en griego, la misma que de­signa la resurrección). Ahora bien: el Talmud interpretaba esta profecía de Oseas de la resurrección final de los cuerpos: los tres días debían designar el lapso de tiempo necesario para re­sucitar todos los muertos de Israel y permitirles llegar hasta Jerusalén. La resurrección de Cristo es, por tanto, la primera de otras muchas (cf. Mt 27, 52-53); es ya la gran resurrección de los cuerpos.

b) Pero hay que recoger otro elemento importante: la re­surrección de Cristo es presentada en todos estos discursos no como un movimiento que derivaría del mismo Cristo ("Jesús es resucitado"), sino de Dios ("Dios le ha resucitado"). Lucas hace suya así una expresión tomada del vocabulario de la resurrec­ción general de los muertos, tal como la entendía Israel. Quiere decir que la resurrección de los muertos, tal como la preveían los profetas, ha comenzado en el momento de la resurrección de Cristo. Por eso es menos objeto de la esperanza que de la fe. No está ya en el futuro, sino que se prepara, se realiza, incluso, en el presente.

c) Parece igualmente que es a San Lucas a quien se debe la redacción de los w. 41-42 sobre el testimonio. Pero vuelve de nuevo al concepto judío de la resurrección final cuando habla de Cristo "constituido Juez de los vivos y de los muertos", es decir, personaje central de ese juicio escatológico que debía se­parar a los impíos de los justos y permitir a estos tomar parte en la resurrección y en la restauración del Reino.

Ya lo vemos: la fe primitiva de los cristianos en la resurrec­ción de Jesús está claramente matizada por el concepto judío de la resurrección de la carne y de la restauración del pueblo de los últimos tiempos. Esta fe termina afirmando que el pro-

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ceso de resurrección está ya iniciado a partir de la del Señor, que la resurrección del pueblo está ya comprometida desde el momento en que Cristo es constituido Juez de los vivos y de los muertos (Act 1, 6).

XII. Colosenses 3, 1-á Este pasaje es a la vez una conclusión y 2.a lectura un preámbulo. Cierra la exposición que día Pablo acaba de hacer sobre la libertad

cristiana frente a las prácticas alienan­tes del paganismo y de la herejía (Col 2, 16-3, 4) mostrando que el cristiano que ha muerto con Cristo está fuera del alcance de las técnicas humanas de la salvación (v. 3). Inaugura la parte parenética de la carta mostrando cómo la vida con Cristo (w. 1-2) implica un comportamiento nuevo del cristiano en el mundo.

» * *

Si la vida del cristiano viene de abajo, es decir, del mundo, se enreda automáticamente en las mil y una prescripciones de la "religión". Si su vida viene de arriba, es decir, del mundo en el que Cristo vive ahora, esta vida es "dada" al cristiano como por medio de una resurrección y no tiene por qué preocuparse por hacerla vivir mediante técnicas terrestres de salvación, pues­to que no deja de ser dada desde arriba.

No hay compromiso posible: aceptar que la vida es un don de Dios equivale a romper con un mundo que quiere darse a sí mismo su propia vida a través de medios caducos y pecami­nosos.

Ahora bien: esta ruptura con la vida terrestre está ya he­cha realidad para el cristiano, puesto que está muerto al mundo, lo mismo que Cristo, por su bautismo.

* * *

El hombre vive su vida tal cual la siente. A veces experimen­ta, en la experiencia misma de la vida, algo absoluto de lo que saca confianza y seguridad. Elabora entonces técnicas y medios de mantener su vida en lo absoluto: la ley para los judíos; los "elementos del mundo" para los paganos.

El cristiano no cree tan solo en algo absoluto en su vida, sino en la presencia de una persona: el Espíritu de Cristo. Su vida no depende ya de un absoluto con el que él mismo podría determinar los medios de juntarse, sino de una persona que en todo momento le da vida.

La experiencia de la fe consiste entonces en descubrir que

305 ASAMBLEA I I I . - 2 0

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no se vive ya para sí mismo sino que Cristo es nuestra vida (Col 3, 4). La vida del hombre queda así fuera de sí mismo: no ya en una vida de tipo metafísico, sino en una vida que sigue siendo "nuestra vida".

Negarse a ese diálogo con la vida que está en nosotros y que, sin embargo, viene de fuera, es aceptar la muerte, es decir, una vida cuyos medios de existencia serán siempre limitados y rela­tivos. Por el contrario, decir sí a Cristo es vivir de las cosas de arriba, esto es, de una vida que es justamente la nuestra pero que es vivida como recibida de una Persona en todo momento de la existencia. Es vivir como resucitado, es decir, dentro de la ex­periencia de una vida continuamente entregada por encima de los medios que nosotros nos hemos inventado para encontrarla. Es, finalmente, negarse a autonomizar el más mínimo elemento de nuestra vida humana, ya que toda autonomía en este terre­no es automáticamente mortal, puesto que no se apoya más que sobre las cosas de abajo.

XIII. Juan 20, 1-9 Quizá sorprenda que una distribución es-evangelio tricta de los relatos de las apariciones con-dla forme al desarrollo de la lectura continua

nos lleve hoy, después de los relatos de las apariciones descritas en los Evangelios de los primeros días de la semana, al llamado del "sepulcro vacío", que, de haber respe­tado el orden cronológico de las apariciones hubiera debido fi­gurar en primer lugar.

En realidad, esta tradición del sepulcro vacío es muy tardía. Por otro lado, el relato de Juan se aparta en este caso sensible­mente del testimonio de los sinópticos. No dice nada del motivo que empuja a Magdalena a dirigirse al sepulcro (v. 1). El des­cubrimiento del sepulcro vacío no le impulsa a pensar en la po­sibilidad de la resurrección, sino solo en que la Policía ha podido llevarse el cuerpo (Jn 20, 13). Por eso se precipita en busca de los apóstoles, con la esperanza de que ellos podrán, seguramen­te, intervenir para la recuperación del cuerpo.

Como no se trata más que de una desaparición, los apósto­les, contrariamente a lo que dicen los sinópticos (Le 24, 11; Me 16, 11), dan crédito a lo que dice Magdalena y van a comprobar por sí mismos el suceso (vv. 2-5).

Pero la hipótesis de la sustracción del cuerpo se viene abajo, puesto que las vendas han quedado abandonadas en el sepulcro (vv. 5-8): no se comprende que unos posibles sustractores hubie­ran desnudado previamente el cuerpo. Por eso los apóstoles "comienzan a creer" (v. 8: lección preferible a "creyó"): hay que descartar la idea de que el cuerpo haya sido trasladado a

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otra tumba; entonces, ¿habrá resucitado Cristo? La verdadera fe no se producirá sino confrontando las Escrituras (sobre todo Os 6, 2; Sal 16/17, 10) con el acontecimiento (v. 9). Pero en ese momento todavía no poseen la clave de las Escrituras.

# * *

a) El relato evangélico muestra perfectamente cómo los apóstoles han caminado hasta la fe en la resurrección. Comien­zan por pensar en una sustracción, después verifican que su hipótesis no se ajusta a la realidad. Entonces comienzan a creer, pero el camino no podrá recorrerse completamente sino con ayuda de las Escrituras. En otros términos: de los apóstoles no se espera tan solo la verificación de un suceso, sino el testimo­nio de una fe. Ahora bien: esa fe debe apoyarse necesariamente sobre las Escrituras, pues no puede desvincularse la resurrección de Jesús de la manera muy concreta y absolutamente inesperada con que ha cumplido aquí abajo su vocación mesiánica. Y pre­cisamente por haber cumplido las Escrituras como lo ha hecho su resurrección adquiere un relieve extraordinario hasta cons­tituir el objeto esencial de la fe cristiana. Cuando se habla de las apariciones de Cristo resucitado hay que situarlas siempre dentro del contexto en que dejan al descubierto todo su signifi­cado: una relectura de la espera mesiánica a la luz de la vida terrestre de Jesús hasta la cruz.

Por eso los apóstoles han concedido tanta importancia al ar­gumento escriturístico en sus discursos misioneros: su fe es la de la experiencia pascual misma, la fe que percibe que en Jesu­cristo todo hombre es llamado a participar en la filiación divi­na y a colaborar en la edificación del Reino mesiánico.

b) La vocación de Pedro no es ir muy de prisa (v. 4). Deja que le adelanten otros discípulos más impulsivos. Mas no deja de ser cierto que a Pedro y a sus sucesores les corresponde car­gar con la responsabilidad de entrar los primeros en el sepulcro, de comprobar el carácter caduco de todo lo que está sujeto a la muerte, incluso cuando eso ha tocado el Cuerpo de Cristo, como las vendas... y creer

* * *

Se necesita la prueba del sepulcro vacío para que nazca la fe. Es preciso que Pedro pierda su seguridad artificial para de­cidirse a penetrar también él en el vacío; toda la Iglesia ne­cesita el valor de penetrar en el "sepulcro de Dios" que construye el mundo moderno. La fe está al cabo del vacío.

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XIV. Lucas 24, 13-35 Relato de la segunda manifestación sen-evangelio sible del Resucitado a los discípulos de tarde Emaús, al atardecer del día de Pascua 5 .

* * *

a) Lucas concentra su relato de las apariciones en tres cua­dros: aparición a las mujeres (24, 1-12), aparición a los discí­pulos (24, 13-35) y aparición a los Doce (24, 36-49), es decir, tres grupos con los que Cristo mantuvo cierta intimidad, que puede seguirse a lo largo del Evangelio de San Lucas (Act 1, 14: após­toles, mujeres y hermanos de Cristo; Le 8, 1-2: apóstoles, muje­res). Pero si toma de la tradición común el relato de las apari­ciones a las mujeres y a los apóstoles, es deudor a una fuente particular de la aparición a los discípulos, de la que es el único en hacer mención. Contrariamente a los demás evangelistas, Lucas ha tenido cuidado de asignar un lugar muy importante a los "discípulos" (Le 10, 1-20) que vivían un poco al margen de la comunidad de los Doce y que constituyeron, sin duda, más tarde, en Jerusalén, el núcleo de la comunidad cristiana helénica, opuesta a veces a los "hebreos" (Act 6, 1-6). Al afirmar que Cris­to se apareció también a los discípulos, Lucas parece querer su­perar el simple testimonio "hebreo" de la resurrección. Pero si bien cuenta con informes precisos sobre esta aparición, no duda en construir el relato de manera bastante libre proyectando so­bre él la experiencia cristiana primitiva. Las palabras de los discípulos (vv. 19-20) constituyen un resumen de la catequesis primitiva (Act 2, 22-23 10, 38-39). La exposición del Señor sobre las Escrituras (vv. 26-27) se apoya sobre el argumento de la realización de las Escrituras utilizado por la misma tradición (Act 2, 23-36; 3, 18, 27; 8, 26-40; 1 Cor 15, 3-5). El rito en el que los discípulos reconocen al Señor es la fracción del pan, ban­quete fraterno de las primeras comunidades (Act 2, 42, 46; 20, 7, 11). Finalmente, el relato se termina con una profesión de fe (v. 34) que es ya la de los primeros cristianos (1 Cor 15, 3-5; Rom 6, 4, 9; Act 10, 41).

El relato de la aparición a los discípulos de Emaús está con­cebido, por tanto, como una proyección de la vida humana de la comunidad primitiva sobre el acontecimiento de la aparición. No obedece a una preocupación apologética que se refleja en los testimonios de los demás relatos de apariciones, sino de una evi­dente intención de mostrar que el verdadero encuentro con Cristo tiene lugar en la Palabra, la fracción del pan y la profesión de fe, elementos fundamentales de las asambleas cristianas.

b) La disposición de los lugares y el vocabulario de Lucas se relacionan directamente con los anuncios de la Pasión y es-

6 J. DUPONT, Les Pélerins d'Emmdüs, Mel. Ubach. 1954, págs. 349-74; Le Repas d'Emmaüs, Lum. et Vie, 1957, 31, págs. 77-92.

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pecialmente con Le 18, 31-34. Entonces no comprendían los dis­cípulos el sentido de las Escrituras y menos aún las palabras de Jesús. No sucede lo mismo ahora : profecías y persona de Jesús se aclaran y los discípulos son ya capaces de "subir a Jerusa­lén" (v. 33) para dar testimonio de su fe. Se necesita la fe en el Resucitado para comprender la Escritura y pasar a la acción.

* * *

Los Evangelios de este día de Pascua presentan cierta pro­gresión: la primera experiencia es la del sepulcro vacío; pero esa experiencia no puede aún despertar la fe: eso no prueba nada y, además, los testigos de ese sepulcro vacío son personajes secundarios.

La aparición es la verdadera prueba de la resurrección, ya que en ella se produce un hecho de orden místico y espiritual que no puede ser captado más que por el creyente. Por otro lado, es significativo que Jesús se aparezca muchas veces de manera física y esa aparición no crea la fe: el incrédulo puede verle; la aparición no logra su verdadero fin sino en el momento en que Jesús resucitado no es percibido sensiblemente, sino que se convierte en objeto de fe. Este proceso, que es el de la aparición a los discípulos de Emaús, se verifica también en otras apari­ciones.

En este sentido hay que distinguir muy claramente las apa­riciones esenciales a los apóstoles de las apariciones a los dis­cípulos y a las mujeres. Estas últimas van dirigidas a personajes secundarios; están mucho más cargadas de detalles (precisación de tiempo y lugar, nombres de los favorecidos, etc.) que las apa­riciones a los apóstoles. Estos últimos, por el contrario, están muy estilizadas: hay pocas descripciones, pocos detalles de lu­gar y de circunstancias: únicamente un contenido dogmático sobre la fe en el Resucitado y una misión de Iglesia en el mundo. Se adivina que los relatos de las apariciones a los apóstoles son ya una especie de sumarios en los que se condensa la experiencia dogmática y pascual de los cincuenta días que siguieron a los acontecimientos de la Pasión. A veces son menos anecdóticos que el relato de la aparición de Emaús, por ejemplo, pero son sensiblemente más dogmáticos.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la novedad

Los cristianos de nacimiento, tan habituados a llevar sobre sí el nombre de cristiano, realizan mal, en general, la novedad radical en que les introduce la fe en Jesucristo, vivida en el seno

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de la Iglesia. Para describir la salvación esperada, ya en vías de cumplimiento, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento utilizan insistentemente la categoría de novedad. Ahora bien: si nos atenemos a la definición del término, resulta obvia la im­posibilidad de habituarse a ella.

Los formularios de la fiesta de Pascua invitan a reflexionar en torno a la novedad de la vida que comienza con la iniciación bautismal. Cuando se alude a ella, se habla de un "renacer", de "vida nueva", de mundo nuevo; pero, en definitiva, ¿de qué no­vedad se trata? ¿Cuál es, exactamente, el fundamento de esta novedad radical?

Cristianos hay, entre los más auténticos, que se sorprenden con frecuencia, en nuestros días, de encontrar entre los no cris­tianos, e incluso entre los ateos, actitudes morales irreprocha­bles cuya exclusiva creían ellos detentar por el hecho de ser cristianos. Puesto que la fe debe traducirse en exigencias con­cretas de vida, es aparentemente más cómodo, en especial para los pastores, reducir a criterios morales el discernimiento de las realidades teológicas. Se corre entonces el riesgo de devaluar el contenido propio de la fe y, consiguientemente, de no captar lo que constituye la originalidad de la vida moral del cristiano. Reducir la conversión a Jesucristo exclusivamente a una conver­sión al ideal evangélico es minusvalorar algo esencial a la fe. La novedad de una conversión moral, aunque sea de acuerdo con el ideal evangélico, queda a la altura de los recursos humanos o, por lo menos, así lo parece.

En este caso, ¿dónde es preciso buscar la novedad del cris­tianismo, si no se la puede reducir exclusivamente al plano de actitudes morales? ¿En qué sentido esta novedad, que informa a toda la vida, es al mismo tiempo la señal adecuada de la sal­vación adquirida de una vez para siempre en el Hombre-Dios? Responder a estas preguntas es de un interés primordial para el cristiano.

La espera judía En las religiones tradicionales, la idea de de los tiempos nuevos la novedad se presenta como una catego­

ría fundamental de la salvación. Para el hombre de las religiones cósmicas, la salvación adquiere la forma de una regeneración permanente, de una perpetua renovación de las realidades terrenas en contacto con el mundo de lo sagrado. Dejadas a sus propias fuerzas, las cosas de aquí abajo se degra­dan progresivamente, envilecen y arrastran al hombre a su de­finitiva decadencia. Para este hombre de las religiones primiti­vas todo lo nuevo reviste un carácter sagrado: un primogénito, el estallido de vida que se produce en la primavera, etc. El uso,

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por el contrario, es para ellos profanación, degradación de lo sagrado (divino); la dureza, consecuencia del uso, engendra la vejez.

En Israel, la categoría "novedad" sufre una profunda trans­formación. El mito del eterno retorno y de la regeneración pe­riódica va cediendo progresivamente su puesto a la intervención salvífica de Yahvé en la Historia. Cuando Yahvé interviene en el acontecimiento lo renueva, deja en él el sello de la novedad. En esta línea, la propia constitución del pueblo elegido es pre­sentada como un verdadero alumbramiento. Sin embargo, el hombre judío sigue considerando las realidades de este mundo como abocadas al desgaste y al envejecimiento; mas esta si­tuación aparece como la consecuencia del pecado. El hombre no vive en la tierra que Yahvé le había preparado cuando le creó. El pecado le ha excluido del paraíso y le ha arrojado en un mundo de sufrimiento, de desgaste y de muerte. Miradas así las cosas, la intervención salvífica de Yahvé en favor de su pueblo debe conducir a la transformación definitiva de las condiciones de existencia en este mundo, y si esta transformación radical no es ya realidad, se debe a la infidelidad de Israel.

Los profetas dirigen entonces su mirada al futuro. Persiste la infidelidad del pueblo, pero Yahvé, por su parte, es fiel. Lle­gará un día la salvación, y todo será nuevo. La primera creación quedó frustrada a causa del pecado, el primer éxodo fue aco­gido, por parte del pueblo, con incredulidad y la primera alianza de Yahvé con su pueblo encontró como respuesta la frialdad de sus corazones endurecidos. Pero en el día de Yahvé, gracias a la fidelidad del Mesías esperado, surgirán nuevos cielos y una tierra renacida.

Los milagros de la salida de Egipto serán superados por los prodigios inauditos del nuevo éxodo: Yahvé "va a hacer una obra nueva..., va a trazar un camino en el desierto, senderos en la soledad" (Is 43, 19). Una alianza nueva tomará el relevo de la antigua: Yahvé pondrá en el hombre un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y su ley será acatada desde lo más íntimo de sus conciencias.

Jesucristo, Jesús de Nazaret se presenta como el Mesías el hombre nuevo esperado. Inaugura en su persona el tiempo

escatológico del Espíritu. Los profetas no se han equivocado: Jesús instaura el nuevo éxodo, la nueva alianza y la nueva creación. Su doctrina completa la Ley infundiendo en ella savia nueva: un nuevo mandamiento ocupa el lugar central de aquella: el del amor universal hasta la entrega total.

¡Qué sorprendente resulta, sin embargo, esta novedad! Jesús

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encarna la figura mesiánica del Hijo del hombre; pero ¿qué queda de los rasgos evocados por el profeta Daniel? Jesús par­ticipa en todo de la condición común, y todos pueden saber cuál es su procedencia. Después, a su llegada, ¿qué hay de la tierra y de los cielos nuevos tal como los había imaginado la esperanza judía? Nada de esto se produce. En contraste con esos planes prometedores de los judíos, Jesús, por su parte, durante su vida pública, anuncia que será bautizado con el bautismo de ia muer­te. El, que carece de pecado, no escapa a la muerte. Más aún: sobre la cruz, en la aceptación libre de la muerte, es como el Mesías viene a consumar la salvación de la humanidad. La muer­te está vencida, pero su presencia en el mundo continúa.

La intervención de Jesús de Nazaret proporciona una reva­lorización completa a la categoría de la novedad. El reino que inaugura en su persona puede llamarse con todas las de la ley la Familia de Dios; y porque El es el Hijo, su fidelidad de hom­bre a la iniciativa providente del Padre le constituye, por de­recho, en el Primogénito del Reino. Todo hombre puede, en Jesús, adquirir la cualidad de hijo adoptivo del Padre y, por la misma razón, contribuir, como auténtico socio, a la edificación de la Familia de Dios. En esto consiste la novedad radical apor­tada por Jesús. ¡La esperanza del hombre ha quedado colmada más allá de toda previsión!

Esta novedad no entraña alteración alguna en la condición terrena del hombre. No suprime ni el sufrimiento ni la muerte, pero descubre el sentido de la auténtica promoción del hombre y de la creación. Afrontada en la obediencia por amor a Dios y a todos los hombres—tal es, en el plan de Dios, el contenido de la fidelidad del hombre a su condición de creatura—, la muerte constituye para la humanidad y la creación la puerta obligada que da a la vida definitiva de la resurrección.

Cuando se afirma de Cristo que es el hombre nuevo, el nuevo Adán, es preciso entender bien el sentido de tales calificativos. El hombre nuevo es el hombre auténtico, el hombre que Dios ha concebido de toda la eternidad, el hombre fiel a la vocación de hombre. La oposición entre el hombre viejo y el nuevo no indica en modo alguno una mutación ontológica y existencial en el hombre; el hombre nuevo no es "otro" hombre, arrancado a su condición terrena para ser trasplantado en cierto paraíso. La oposición que aquí se da es la del pecado y la gracia: el hombre viejo es el que vive ilusionado en poder cumplir su destino sin recurrir a otros medios que los propios; es el hombre pecador que trata de divinizarse por sí mismo buscando evadirse, de una forma o de otra, de su condición terrena. Por el contrario, el hombre nuevo es el que sigue el juego de Dios, que es el único que puede admitirle a la condición "filial"; este hombre sabe que el contenido de su fidelidad a la vocación recibida reside en

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la obediencia a la condición terrena, hasta la muerte; sabe que su "sí" de creatura constituye el soporte necesario del "sí" del hijo de Dios.

Solo Cristo ha cumplido la verdadera vocación humana, por­que El es el Hombre-Dios. Todos los demás hombres habrían podido llegar a esta meta resolviendo los problemas de su des­tino en la "espera" de la intervención salvífica de Dios. En rea­lidad, ninguno ha llegado hasta aquí, a excepción de la Virgen María; los restantes hombres han preferido la solución del pe­cado, ¡la del hombre viejo!

La Iglesia, Lo que se ha dicho de Cristo puede aplicarse nueva Jerusalén también a la Iglesia, que es su Cuerpo. La

verdadera nueva Jerusalén colma la esperan­za judía, pero no es la Jerusalén que todos esperaban. La nueva Jerusalén es toda entera obra de la gracia, el fruto de la ini­ciativa providente del Padre. Pero esta iniciativa no ha llegado a su realización sino con la respuesta perfecta de Jesucristo, piedra angular del edificio: una respuesta que ha salido de aquí abajo, de lo más íntimo de la condición terrena del hombre mediante su fidelidad a esta condición. En Jesucristo, todos los hombres están llamados a asumir su responsabilidad en la edifi­cación de la verdadera Jerusalén; el trabajo de construcción se realiza aquí abajo y su terminación definitiva tendrá lugar después de la muerte.

Todo es nuevo, para el cristiano, pero con la novedad que a todo confiere Jesucristo. Por el bautismo, el hombre nace según el Espíritu; gracias a El el hombre adquiere la cualidad de hijo adoptivo y deviene miembro activo de la nueva Jerusalén. Real­mente divinizado, sin dejar de ser creatura, de ahora en ade­lante puede participar en la construcción del Reino y acelerar el acabamiento definitivo de este. Este nuevo nacimiento no es solamente el término de una espera cuyo objeto está logrado; para hacer posible este revestirse de hombre nuevo es preciso, ante todo, despojarse del hombre viejo, purificarse del viejo fer­mento. "Todo el que está en Cristo es una nueva creación; ha desaparecido el ser anterior; en su lugar hay uno nuevo" (2 Cor 5, 17).

Renacidos en el Espíritu por el bautismo, los miembros del Cuerpo de Cristo se encuentran capacitados legalmente a res­taurar gradualmente en ellos la imagen de su Creador (cf. Col 3, 8-10). Ya no buscan la felicidad del hombre tratando de eva­dirse de la condición terrena. La edificación de la nueva Jeru­salén se lleva a cabo aquí abajo, en el ejercicio concreto de la caridad universal. Siendo, como Cristo, obedientes hasta la muer­te en la cruz por amor a todos, los miembros del Cuerpo de Cristo

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restituyen al hombre la dignidad de su verdad de creatura, lla­mada por Dios a compartir la vida divina...

A través del cristiano, la obra de renovación atañe a toda la creación. La fidelidad del hombre a su condición concreta de creatura, hecha a imagen y semejanza de Dios, arrastra consigo al universo en la dinámica original del tránsito de la muerte o la vida. Tierra nueva y cielos nuevos... ¡La creación asume su propia verdad, según Dios!

La proclamación al mundo El contenido de la Buena Nueva es de la Buena Nueva el acceso al Padre, posible desde

ahora gracias a Jesucristo y me­diante la entrada en la Iglesia. Cuando proponen a los hombres renacer en el Espíritu, los portadores del Evangelio nos les in­vitan a recurrir a los caminos falaces de la evasión, sino sola­mente—y esto es lo esencial—a despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo, Jesucristo. El llamamiento a la salvación es la invitación, dirigida a todo hombre, de entrar en la vía estrecha e incómoda de la obediencia a su condición concreta de creatura y desempeñar, aquí abajo, una función ac­tiva en la realización del plan de Dios sobre la humanidad y la creación. Función activa que exige inmediatamente, del hombre que se convierte a Jesucristo, una movilización de todas sus ener­gías al servicio de la promoción auténtica del hombre. El tiempo de la edificación del Reino está estrechamente ligado a la em­presa de civilización; empresa que, no es preciso decirlo, no está (ni estará nunca) acabada en este mundo y que concretamente aparece desfigurada por el pecado.

La obra divino-humana a la que todos están llamados en Je ­sucristo es una labor universal de conjunto, una obra de recon­ciliación cósmica. Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo por exce­lencia, ha puesto en movimiento esta obra gigantesca; en su carne, nos dice San Pablo, ha reconciliado a los judíos y gentiles. San Juan nos habla, en parecidos términos, de la gran reunión de los hijos de Dios dispersos. En la realización de esta obra es de una importancia decisiva el que el misterio de la Iglesia ar ra i ­gue en toda la extensión de la tierra. Ahí, a través de todo el mundo, es donde puede y debe hacerse el aprendizaje concreto de las auténticas y decisivas responsabilidades que el hombre tiene aquí abajo.

El hombre moderno, gracias a su dominio creciente sobre la naturaleza, no t ra ta ya, al menos aparentemente, de evadirse de su condición terrena, pues los imperativos de unas tareas esenciales a cumplir le impiden hacer caso omiso de ella. Es al cristiano (y de modo más general a todo hombre religioso) a quien va dirigido este reproche de evasión que, por otra parte,

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no es infundado, pues muchos cristianos no han comprendido, con la lucidez que debiera implicar su presencia en el mundo actual, en qué reside la auténtica fidelidad a la condición te­rrena. Si oye el llamamiento de la fe, el hombre moderno podrá descubrir entonces, en contacto con el cristiano, que buscaba su divinización aquí abajo y que también intentaba, aunque de otro modo, evadirse de su condición de creatura.

La Eucaristía Renunciar al hombre viejo y revestirse del y la iniciación hombre nuevo es una tarea que ningún progresiva a las hombre puede emprender sin estar vital-nuevas realidades mente unido a Cristo. Solo El es Hijo de

derecho; solo El h a podido hacer posible una obediencia has ta la muerte por amor a todos los hombres. La recepción del bautismo no constituye sino el primer paso de una iniciación progresiva que debe transformar toda la vida de un hombre y llegar has ta lo más profundo de su conciencia. No puede uno estar unido a Jesucristo más que estando lo más concretamente posible "investido" de El. Solo la renovada ini­ciación en el misterio eucarístico puede asegurar tal transfor­mación.

Pero, ¡cuidado! El rito cristiano no actúa automáticamente. La certeza del ex opere operato no dispensa a los cristianos de poner en práctica, en la vida, lo que h a n recibido en la celebra­ción litúrgica. La gestión ritual no produce sus frutos sino a condición de que repercuta en la vida. Esta certeza no puede dispensar a la Iglesia de una obligación esencial: la de insertar concretamente la celebración eucarística en lo más íntimo de un acto eclesial de evangelización, que incorpore efectivamente a los hombres de su tiempo. En este sentido es siempre necesaria una reforma litúrgica, y esta se traduce en una revalorización de la Palabra y de la homilía. La Palabra inicia a la historia de la salvación; pero su proclamación es un acto histórico, tiene lugar en un tiempo y lugar determinados, y debe permitir a los cristianos interpretar correctamente los "signos" del Hoy de Dios Entonces sabrán cuál es la novedad que deben testimoniar ante todos los hombres.

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ÍNDICES

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ÍNDICE DE LECTURAS

Génesis 1, 1-2, 22 Pág. 291 1, 26-28 28 2, 7-9; 3, 1-7 13 7, 17-23 119 9, 8-15 14 12, 1-17 61 15, 5-12, 17-18 64 17, 3-9 222 22, 1-2, 9-18 63, 292 37, 3-4, 12-13, 17-27 98

Éxodo 3, 1-8, 13-15 107 12, 1-8, 11-14 262 14, 15-15, 1 292 20, 1-17 104 24, 12, 15-18 103 32, 7-14 183

Levítico 19, 1-2, 11-18 41

Números 20, 1-8 121 21, 4-9 216

Deuteronomio 4, 1, 5-9 141 26, 4-10 15 26, 16-19 57 30, 15-20 9

Josué 5, 9-12 155

1 Samuel 16, 1, 6-7, 10-13 153

2 Reyes 5, 1-15 134

2 Crónicas 36, 14-16, 19-23 154

Ester 4, 17 52

Sabiduría 2, 1, 12-22 185

Isaías I, 10, 16-20 89 42, 1-7 246 43, 16-21 194 49, 1-6 248 49, 8-15 181 50, 4-7 229 50 4-9 251 52, 13-53, 12 269 54, 1-11 293 55, 1-11 295 55, 10-11 45 58, 1-9 10 58, 9-14 10 61, 1-9 257 65, 17-21 175

Jeremías 7, 23-28 143 II , 18-20 187 17, 5-10 95 18, 18-20 91 20, 10-13 225 31, 31-34 193

Baruc 3, 9-15, 32-4, 4 297

Ezequiel 18, 21-28 54 37, 12-14 191

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37, 21-28 225 47, 1-12 177

Daniel 3, 14-20, 91-95 218 3, 25, 34-43 137 9, 4-10 85 13, 1-9, 15-30, 33-62 213

Oseas 6, 1-6 149 14, 2-10 146

Joel 2, 12-18 7

Jonás 3, 1-10 48

Miqueas 7, 14-15, 18-20 101

Mateo 4, 1-11 23 5, 17-19 141 5, 20-26 54 5, 43-48 58 6, 1-6, 16-18 8 6, 7-15 45 7, 7-12 53 9, 14-15 11 12, 38-42 50 17, 1-9 70 18, 21-35 138 20, 17-28 92 21, 1-11 228 21, 33-46 99 23, 1-12 90 25, 31-46 43 26, 14-25 254 26, 1-27, 66 232 28. 1-10 300

Marcos 1, 12-15 24 9, 1-9 72 12, 28-34 148 14, 1-15, 47 234 16, 1-8 301

Lucas 4, 1-13 25 4, 16-22 260 4, 24-30 135

5, 27-32 12 6, 36-38 85 9, 23-26 9 9, 28-36 74 11, 14-23 144 13, 1-9 120 15, 1-2, 11-32 102, 164 16, 19-31 96 18, 9-14 150 22, 1-18 256 22, 39-23, 56 235 24, 1-12 302 24, 13-35 308

Juan 2, 13-25 117 3, 14-21 162 4, 5-42 114 4, 43-54 176 5, 1-3, 5-16 179 5, 17-30 181 5, 31-47 184 7, 1-2, 25-30 186 7, 40-53 189 8, 1-11 213 8, 12-20 215 8, 21-30 217 8, 31-42 219 8, 51-59 223 9, 1-41 159 10, 31-42 225 11, 1-45 199 11, 45-56 226 12, 1-11 247 12, 20-33 200 13, 1-15 266 13, 21-32, 36-38 250 18, 1-19, 42 272 20, 1-9 306

Hechos 10, 34-43 303

Romanos 5, 1-5 109 5, 12-19 16 6, 3-11 298 8, 8-11 195 8 31-34 67 10, 8-13 22

1 Corintios I, 22-25 111 10, 1-6, 10-12 112 II , 23-26 264

320

2 Corintios 5. 13-21

Colosenses 3, 1-4

Efesios 2, 4-10 5, 8-14

Filipenses 2, 6-11 3, 8-14

3, 17-4, 1 68 158

2 Timoteo 1, 8-10 66

305 Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9 270

157 156 1 Pedro

3, 18-22 20 23o Apocalipsis 196 1, 5-8 258

321 iSAMIUJU III.-21

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ÍNDICE DE TEMAS

Los temas indicados en mayúscula son los que reciben un des­arrollo doctrinal (las páginas se indican en cursiva).

Abluciones, 266. Acusación, 68. Adán (y Cristo), 18, 231. Adulterio, 213, 214. Agrupación (de naciones),

227. Agua de la roca, 113. AGUA VIVA, 115, 123, 178, 179. Aislamiento, 234. Alegría, 257. Alianza, 14, 57, 65, 105, 257. Amor, 148, 181, 236. Angeles, 27. Antropología, 119. Anuncio de la muerte, 92. Árbol, 95. Ascensión, 230. ASCESIS, 80. Autoridad, 117. AYUNO, 7, 10, 12, 127.

Bajada del Espíritu, 25. Bajada a los infiernos, 21. BANQUETE EUCARÍSTICO, 280. Banquete mesiánico, 295. Bautismo, 24, 113, 298, 305. Bendición, 29. Boca, 22. Búsqueda. 198.

Cielos, 24. Ciencia, 189. Colaboración, 189. Complot, 92.

201, Comunión, 196, 256. Condición servil, 230. Conocimiento, 149, 160, 187, 197,

224, 295. Conversión, 48, 146. Copa, 94. Corazón, 22. CORDERO, 262, 285. Creador, 15. Credo, 21. Cristo, 18, 231, 259, 274. CRUZ, 237. Cuerpo, 265. Cumplimiento, 141, 232.

Decálogo, 106. Dedo de Dios, 145. Desierto, 25. Desposorios, 294. Destrucción, 154. Dios de la Historia, 15. Dios de la promesa, 108. Dios único, 119. Divinidad, 225.

Cambio de nombre, 223. Caminar, camino, 181, 307. Caridad, 44, 158. Carne, 95. Castigo, 113. Cena, 254.

Elección, 153. Enfrentamiento, 219. Envío, 161. Escatologia, 139. Espera escatológica, 97. Esperanza, 110. Espíritu, 195, 261.

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Espíritus (dos), 144. Experiencia cristiana, 308. Expiación, 17.

Falsos testimonios, 22. F E , 22, 208, 297, 301, 307, 309. Fecundidad, 294. Fecha de la Cena, 254. Felicidad, 147. Fiesta de los Tabernáculos, 73,

228. Formalismo de los sacrificios, 143. Función profética, 248.

Gloria, 200, 250. Gracia, 102, 109, 261. Grandeza, 62. Gratuidad, 59. Guardias, 234. Guerrero, 65.

Hipocresía, 90. Hombre, 198. Hora, 201, 224.

Iglesia, 233. Imagen, 28. Imitación, 86. Incomprensión, 224. Incomunicabilidad, 116. Incredulidad, 22. Individuo, 54. Iniciativas, 257, 293. Intención personal, 55. Intercesor, 183. Investidura mesiánica, 71. Israel, 189.

Jerarquía, 67. Jesucristo, 259. Juez, 185. Juicio, 43, 163, 215, 304. Justicia, 151. Justificación, 109, 156.

LEY Y VIDA MORAL, 76. Ley interior, 193. Locura, 111. Lugar alto, 63. Luz, 156, 161, 166, 215.

Madre, 181. MADURACIÓN DE LA FE, 208. Maná, 113. Marcha, 198. Mediador, 271. Memorial del Señor, 264. Mesías paciente, 73. Milagro, 51. Misionera (intención), 135. Mundos, 218. Muerte, 120, 199, 250, 298. Muerte de Cristo, 100. Murmuración, 121.

Nombre, 108, 223. NOVEDAD, 309. Nueva Jerusalén, 294. Nuevo Éxodo, 75, 194. Nuevo Moisés, 71. Nuevo nacimiento, 161. Nuevo Sumo Sacerdote, 196, 271

Obediencia a la Palabra, 145. Omnipotencia, 295. Oposición, 218. ORACIÓN, 52, 74, 170. Oraciones penitenciales, 85. Osamentas, 191.

Padre de familia, 106. Padrenuestro, 46 y ss Paganos, 189. Palabra, 177, 181. Pan, 53, 262. Paraíso, 175, 178. Pareja, 29. Pascua, 155, 199, 262, 275. Pasión del Señor, 117. Paternidad de Dios, 163. Paternidad de Abraham, 220. Patr ia , 176. Paz, 109. Pecado, 13. Pecado original, 16. Pedro, 302, 307. Pequeños, 44. Perdón, 47, 138, 236. Perfección, 58. Persecución de Jesús, 136. Persecuciones, 188. Perseverancia, 53. Personalidad de Jesús, 115. 274. Pobreza, 228. Pobres, 100.

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Poder de Dios, 157. Posteridad, 65. Premio, 150. Primer hombre, 26. Primicias, 15. Primogénito, 259. Príncipe, 259. Prójimo, 41. Promesa, 222. Proximidad de Dios, 141. Prueba, 99. Prueba de la muerte, 64.

Sábado, 179, 292. Sacramental , 274. Sacrificio, 56, 137, 159. SACRIBICIO ESPIRITUAL, 63, 275. Sacrificios de niños, 63. Salvación, 259. Santuarios, 62. SATANÁS, 36. Secreto, 46. Secreto de Dios, 8. Seducción, 188. Segundo Moisés, 23. Sentido pascual, 117. Sepulcro, 302. Serpiente de Bronce, 217.

Servicio, 95. Servicio al Evangelio, 67. Siervo paciente, 27, 188, 251, 269. Siervos, 267. Signo de Jonás, 50. Silencio, 235. Situación (cambio de), 97. Sumo sacerdote, 196. Superioridad de la sabiduría, 134.

Teofanías, 300. Templo (destrucción del), 154. TENTACIÓN, 23, 30. Tercer día, 304. Testigos, 184, 259. Testimonio, 215. Tiempo (lapso de), 104. Tiempo de la Iglesia, 139. Tinieblas, 156. Tradición, 302. Traición, 250, 255. Trascendencia, 295. Tribulaciones, 110. Trinidad, 258.

Unción, 247. Universalismo, 30, 247, 291. Urgencia, 158.

Venganza, 140, 188. Verdad, 163. Vías, 9. Victoria, 291. VICTORIA SOBRE LA MUERTE, 202. VIDA, 166, 199, 305. Vida celeste, 69. Vida cristiana, 10. Vida nueva, 299. Viña-Israel, 100. Vocación de Pedro, 307.

Reconciliación, 158. REDENCIÓN, 242. Regreso, 181. Religión sin fe. 89. Repercusión de la Pascua, 275. Restauración, 226. Resucitado, 309. Resurrección, 68, 93, 178, 192, 199,

256, 301, 304. Reunificación, 226. Riqueza de los paganos, 62. Roca de agua viva, 121.

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ÍNDICE GENERAL

Semana de Ceniza Pág. 1 Primer domingo de Cuaresma 13 Primera semana de Cuaresma 41 Segundo domingo de Cuaresma 61 Segunda semana de Cuaresma 85 Tercer domingo de Cuaresma 103 Tercera semana de Cuaresma 134 Cuarto domingo de Cuaresma 153 Cuarta semana de Cuaresma 175 Quinto domingo de Cuaresma 191 Quinta semana de Cuaresma 213 Domingo de Pasión o Domingo de Ramos 228 Semana Santa 246 Vigilia y domingo de Pascua 291 índice de lecturas 319 índice de temas 323