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CULTURA CONTEMPORÁNEA Unidad Cultura Contemporánea Profesor: Lic. Enrique Valiente El concepto de cultura. Centralidad y profusión de sentidos en la noción de cultura. La concepción descriptiva y la concepción semiótica de cultura. La proximidad y la ajenidad cultural en el contexto actual. La crisis de los paradigmas polares en el análisis de la cultura y la reformulación del concepto clásico de identidad. La dimensión cultural de la globalización. La reflexión cultural sobre un nuevo nivel de conceptualización de la globalidad. Aproximaciones teóricas al concepto de cultura En principio se puede mencionar que hasta hace algunos años se pretendía hablar de los paradigmas científicos que organizaban el saber sobre el campo de la cultura. Había en ese sentido, una preocupación científica dominante y la esperanza de que pudiera encontrarse el paradigma de mayor capacidad explicativa. UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRES DE FEBRERO UNTREF VIRTUAL | Cultura Contemporánea 1/34

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CULTURA CONTEMPORÁNEA

Unidad

Cultura Contemporánea

Profesor: Lic. Enrique Valiente

El concepto de cultura. Centralidad y profusión de sentidos en la noción de cultura. Laconcepción descriptiva y la concepción semiótica de cultura. La proximidad y la ajenidad culturalen el contexto actual. La crisis de los paradigmas polares en el análisis de la cultura y lareformulación del concepto clásico de identidad. La dimensión cultural de la globalización. Lareflexión cultural sobre un nuevo nivel de conceptualización de la globalidad.

Aproximaciones teóricas al concepto de cultura

En principio se puede mencionar que hasta hace algunos años se pretendía hablar de los paradigmas

científicos que organizaban el saber sobre el campo de la cultura. Había en ese sentido, una preocupación

científica dominante y la esperanza de que pudiera encontrarse el paradigma de mayor capacidad

explicativa.

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Sin embargo, en forma creciente, en la bibliografía sobre estos temas se oye hablar de

narrativas, en vez de paradigmas y, por lo tanto, es posible preguntarse –como lo hace N.

García Canclini- qué narrativas encontramos cuando hablamos de cultura.

En principio, existe una narrativa –la más obvia- que sigue hablando de una especie de uso

cotidiano y/o “culto” de la cultura e identifica cultura con educación, ilustración, refinamiento,

información, etc.

Es decir, cultura sería el cúmulo de conocimientos y aptitudes intelectuales y estéticas.

Se reconoce esta corriente en el uso vulgar de la palabra cultura pero tiene un soporte en la filosofía

idealista alemana de fines del siglo XIX y principios del XX (Spencer, Rickert) que manejaban la

distinción entre cultura y civilización.

Pensar

Para esta concepción, por ejemplo, un trozo de mármol extraído de una cantera es un

objeto de civilización, resultado de un conjunto de técnicas que permiten extraer ese

material de la naturaleza y convertirlo en un producto de la civilización. Pero ese mismo

trozo de mármol, decía Rickert, tallado por un artista que le imprime el valor de belleza, lo

convierte en obra de arte y lo vuelve cultura.

Entre las muchas críticas que se pueden hacer a esta distinción tan tajante entre civilización y

cultura es que naturaliza la división entre lo material y lo espiritual, entre lo corporal y lo mental

y, por lo tanto, entre las clases y los grupos sociales que se dedican a una u otra dimensión. A

su vez, naturaliza un conjunto de conocimientos y gustos que serían los únicos que valdrían la

pena difundir, formados en la historia occidental moderna y concentrada, sobre todo, en el área

europea o euro norteamericana.

Frente a estos usos cotidianos, vulgares o idealistas de cultura, surgió un conjunto de usos

científicos que se han caracterizado por separar la cultura en oposición a otros referentes. Una

de estas oposiciones ha sido la trabajada por la antropología que destacó el eje de oposición

cultura-naturaleza. Parecía que de ese modo se diferenciaba a la cultura, lo creado por el

hombre y por todos los hombres, de lo simplemente dado, de lo natural que existe en el mundo.

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Justamente, ha sido la Antropología probablemente la disciplina que de manera más sistemática ha trabajo el

concepto de cultura.

No es mi intención hacer un análisis detallado de tales usos, para nuestro propósito bastará con distinguir -

como lo hace J. B. Thompson(1)- entre dos empleos básicos a los cuales vamos a denominar “concepción

descriptiva” y “concepción simbólica”. Esta división implica una simplificación excesiva, no sólo porque

no considera algunos matices que pueden discernirse en los distintos usos del término, sino porque acentúa

las diferencias entre las dos concepciones y en consecuencia descuida las similitudes; pero en relación a los

objetivos de la cátedra nos servirá.

La concepción descriptiva de la cultura puede rastrearse hasta los escritos de los

historiadores culturales del siglo XIX, quienes estaban interesados en la descripción

etnográfica de las sociedades no europeas.

Entre los más destacados estaba Gustav Klemm, quien trató de proporcionar una descripción sistemática y

amplia de “el desarrollo gradual de la humanidad” al examinar las costumbres, habilidades, artes-

herramientas, armas, prácticas religiosas y así sucesivamente, de pueblos y tribus de todo el mundo.

El trabajo de Klemm era conocido por E. B. Tylor, profesor de Antropología de la Universidad de Oxford,

cuya obra más importante “Cultura Primitiva” se publicó en 1871. Tylor proporcionó los elementos claves

de la concepción descriptiva de la cultura: de acuerdo a ella, la cultura se puede considerar como el conjunto

interrelacionado de creencias, costumbres, leyes, formas de conocimiento, etc., que adquieren los individuos

como miembros de una sociedad en particular y que se pueden estudiar de manera científica.

Todas esas creencias, costumbres, etc. conforman una “totalidad compleja” que es

característica de cierta sociedad y la distingue de otras que existen en tiempos y lugares

diferentes.

En la descripción de Tylor, una de las tareas del estudioso de la cultura es disecar esas totalidades en sus

partes componentes y clasificarlas y compararlas de manera sistemática. Es una tarea similar a la que

realizan un botánico o un zoólogo, así como el catálogo de todas las especies de plantas y animales de una

localidad representan su flora y su fauna, la lista de todos los aspectos de la vida general de un pueblo

representa esa totalidad que llamamos cultura.

A partir de allí, con más o menos diferencias se suceden una serie de perspectivas y visiones a lo largo del

siglo XX -siempre recordando que se trata de una clasificación muy simplificada- que pueden englobarse

dentro de la “concepción descriptiva”.

Una de las dificultades de ese concepto es que era coextensivo a la antropología misma o más

precisamente a la antropología cultural.

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Este campo de la cultura por oposición a la naturaleza tiene ciertas ambigüedades o indefiniciones, no es

claro por qué la cultura puede abarcar todas las instancias de una formación social, o sea los modelos de

organización económica, las formas de ejercicio del poder, las practicas religiosas, artísticas, etc.

Sin embargo, esta manera global de definir el concepto como todo lo que no es naturaleza,

ayudó a superar las formas más primarias de etnocentrismo. Permitió pensar que la cultura era

lo creado no sólo por todos los hombres sino por todas las sociedades en todos los tiempos.

Toda sociedad tiene cultura y, por lo tanto, no hay razones para discriminar o descalificar a las otras.

La consecuencia de esta definición fue el relativismo cultural: admitir que toda cultura tiene derecho a

darse sus propias formas de organización, de estilos de vida, aun cuando incluyan aspectos que para

nosotros pueden ser sorprendentes como los sacrificios humanos o la poligamia.

Ahora bien, desde hace años en el campo de la antropología ha perdido eficacia esta distinción

tan abrupta, tan tajante entre naturaleza y cultura.

1 - Thompson, J. B. (1997) Ideología y cultura moderna. México: Universidad Autónoma Metropolitana.

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Concepción simbólica de la cultura

A partir de los años `70, la concepción simbólica de la cultura ha sido colocada en el centro de los

debates antropológicos por Clifford Geertz, cuyo trabajo magistral en el libro “La interpretación de las

culturas” representa un intento por extraer las implicaciones que tiene dicha concepción para la naturaleza

de la investigación antropológica.

El interés de Geertz recae en cuestiones del significado, el simbolismo, la interpretación. El concepto que

propugna Geertz es un concepto semiótico, pues dice

“Al creer, tal como Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en tramas de

significación tejidas por él mismo, considero que la cultura se compone de tales tramas y que el

análisis de ésta no es, por lo tanto, una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia

interpretativa en busca de significados”.(2)

La cultura es una “jerarquía estratificada de estructuras significativas”, y el análisis de la cultura

consiste en desentrañar esas estructuras de significación. En otras palabras, la cultura es la red o trama de

sentidos con que le damos significados a los fenómenos o eventos de la vida cotidiana. Y por lo tanto,

analizar la cultura consiste en descifrar, interpretar las significaciones que se ponen en juego a través de

acciones, expresiones, conductas, las cuales son ya significativas -portan significados- para los individuos

que las producen, perciben e interpretan en el curso de su cotidianidad.

Veamos un ejemplo tomado de Geertz, pero que intentaré simplificar. Supongamos una

cultura en la cual el acto de guiñar el ojo tiene cierta significación (piensen que no todos

los pueblos guiñan el ojo con alguna finalidad). En el caso de nuestra sociedad, se me

ocurren varias razones por las que un individuo puede guiñar el ojo (y me imagino que a

ustedes se les ocurrirán otras tantas): como gesto de complicidad, seducción, tic nervioso,

seña en un juego de naipes, como imitación de un guiño o parodia del mismo, etc. Ahora

viene lo importante: incluso en un gesto tan sencillo como guiñar un ojo, si alguien no

pertenece a la cultura en la que los significados mencionados poseen reconocimiento, le

será muy difícil comprender la diferencia entre un guiño de seducción de la parodia de un

guiño.

Imagino que estarán pensando que nadie comprenderá una cultura, nadie de aproximará

al conocimiento de un pueblo por el modo de guiñar un ojo. Es cierto, les mencioné un

ejemplo muy sencillo para introducirlos en la concepción simbólica de la cultura, pero

piensen en la complejidad de significaciones involucradas en la vida de una comunidad.

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Para Geertz, el análisis de los fenómenos culturales es una actividad muy distinta de la

que implicaba la que llamamos “concepción descriptiva de la cultura”; para dicho

autor, el estudio de la cultura es una actividad más parecida a la interpretación de un

texto que a la clasificación de la flora y la fauna. Lo que requiere no es tanto la actividad

de un analista que busque clasificar y cuantificar sino más bien la sensibilidad de un

intérprete que busque descifrar patrones de significado, discriminar entre distintos matices

de sentido y volver inteligible una forma de vida que ya es de por sí significativa para

quienes la viven.

2- Geertz, Clifford (1987) La interpretación de las culturas. Buenos Aires: Gedisa. Pag, 20.

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Definición de cultura

Vamos a definir el concepto cultura como lo propone Mario Margulis –quien toma en consideración la

postura de Geertz- en el texto “La cultura de la noche. Vida nocturna de los jóvenes en Buenos

Aires”(3). En esa obra, Margulis formula el concepto de cultura en el plano de la significación. Las

significaciones compartidas y el caudal simbólico que se manifiestan en los mensajes y en la acción, por

medio de los cuales, los miembros de un grupo social piensan y se representan a sí mismos, a su contexto

social y al mundo que los rodea.

La cultura sería el conjunto interrelacionado de códigos de significación, históricamente

constituidos, compartidos por un grupo social, que hacen posible la comunicación, la

interacción.

Se puede comprender a la cultura entonces como producción de sentidos, esto es, el sentido que tienen

los fenómenos y eventos de la vida cotidiana para un grupo humano determinado. Si nos preguntamos, por

ejemplo, por la subcultura carcelaria, nos estaríamos preguntando por el entramado de significados vividos y

actuados dentro de la comunidad carcelaria; si intentamos conocer a una subcultura juvenil particular (a un

grupo punk, por ejemplo) deberíamos averiguar el conjunto de significados que caracterizan al hacer de

dicho grupo, sus relaciones con los demás, su particular percepción del mundo, etc.

Por lo tanto, la comunicación es cultura. Esto significa que la cultura no es patrimonio de

unos pocos, de una élite, sino que usted, quienes lo rodean, yo, somos todos miembros

competentes de una cultura. No nos damos cuenta de la cultura que compartimos, no tomamos

conciencia de ella sino cuando llegamos a sus límites, cuando nos enfrentamos a la

incomunicación, cuando rozamos lo desconocido.

Por ejemplo, cuando nos encontramos ante una cultura muy extraña, aún los

acontecimientos más sencillos o las conductas cotidianas nos resultan difíciles de entender.

Entonces –en esa situación- solemos tomar conciencia de la facilidad con que nos

movemos en nuestra propia cultura, en la cual existe un marco de referencia común sobre

el cual fuimos socializados desde pequeños, y de allí la sensación de confort que

experimentamos al compartir códigos comunes. En otras palabras, compartir una cultura

significa compartir un gran mundo de sobreentendidos y, sobre ese telón de fondo –de lo

que no es necesario explicitar, de lo que todos damos por comprendido- sobre ese piso

común de lo presupuesto, se desarrolla la interacción cotidiana.

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Pero la comunicación no reposa solamente en la palabra: requiere del uso simultáneo y

coordinado de distintos códigos, códigos referidos al contexto social, al sentido y al uso del

tiempo y del espacio, al cuerpo, a la proximidad y lejanía entre los hablantes (tema que

abordaremos en próximas clases), al uso de los silencios, etc.

Como subraya Mario Margulis, la comunicación habitualmente nos parece espontánea, nos parece natural

el intercambio de mensajes, el acuerdo sobre el sentido de las proposiciones en general, la decodificación

fácil de los gestos cotidianos. Es decir, hay una cantidad de saberse simultáneos que ejercitamos, de

percepciones conjuntas y sólo porque somos miembros competentes de una cultura podemos comunicarnos,

podemos hablar, compartir ritmos de tiempos y silencios, y lograr en la comunicación cierta eficacia.

Cada palabra que usamos tiene una historia. Ha sido socialmente constituida, incluye numerosas luchas y

conflictos por la significación. En realidad, existe una historia social del sentido: también son culturales la

percepción y la sensibilidad. No percibimos “naturalmente” sino a través de procesos que se han ido

constituyendo en la interacción social.

Ahora bien, podemos comunicarnos porque somos poseedores de signos y éstos –

elaborados a lo largo del tiempo y de una cultura- nos orientan. Los signos implican una

construcción del mundo, una clasificación pues agrupan y catalogan la inmensa diversidad

que nos presenta el mundo.

Objetos, sensibilidad, afectos, imaginarios, cobran cuerpo en la cultura por medio de los signos.

Lo que llamamos “realidad” depende –en gran medida- de los signos y sus significaciones

cambiantes, los que nos permiten comunicamos.

Nos queda claro que la cultura no es un suplemento decorativo, algo sólo para los

domingos o para las actividades de ocio o para la recreación espiritual, sino algo

constitutivo presente en la vida social, en las interacciones cotidianas, en la medida que

allí siempre existe un proceso de significación.

Pero conviene precisar una distinción que N. García Canclini(4) ha destacado: la cultura no puede

coincidir con la totalidad de la vida social. Más bien, en la definición sociosemiótica se está hablando de

una imbricación compleja e intensa entre lo cultural y lo social.

Dicho de otra manera, todas las prácticas sociales contienen una dimensión cultural pero no todo

en esas prácticas sociales es cultura.

Cuando decimos que la cultura es parte de todas las prácticas sociales, pero no es equivalente a la totalidad

de la sociedad, estamos distinguiendo cultura y sociedad sin hacer una barra que las separe, que las

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oponga enteramente. Estamos concibiendo un entrelazamiento, un ida y vuelta constante y sólo, por un

artificio metodológico-analítico, podemos distinguir lo cultural de lo que no es.

Pensar

El autor mencionado ofrece un ejemplo muy sencillo para aclarar dicha distinción: si vamos

a una estación de servicios y cargamos nafta en el automóvil, ese acto material, físico y

económico, muy concreto, esta cargado de significaciones ya que, vamos con un automóvil

con cierto diseño, modelo, color y actuamos con cierto comportamiento gestual. Toda

conducta está significando algo, está haciéndonos participar de un modo

particular en las interacciones sociales.

Hay otros autores, que provienen de vertientes disciplinarias diferentes a la de Geertz y

que permiten comprender mejor esta distinción, pues se refieren a la cultura como el

conjunto de los procesos sociales de significación. Uno de esos autores es Jean

Baudrillard quien para salir del esquema marxista acotado de que todo objeto tiene sólo

un valor de uso y un valor de cambio, ha señalado que cada objeto tiene un plus agregado

de valor en la sociedad de consumo: el valor signo y el valor símbolo.

Pensar

Analicemos esto a través de un ejemplo. Supongamos que poseemos una heladera: su

valor de uso consiste en enfriar los alimentos y el valor de cambio es aquello por lo cual

dicho objeto puede ser intercambiado, por ejemplo el equivalente dinero.

Sin embargo, para Baudrillard existe otro valor agregado: imaginemos que dicha

heladera es importada y si se encuentra en el contexto de una cultura donde existe una

jerarquía superior de lo importado en relación a lo nacional, la heladera en cuestión

poseerá un valor agregado de distinción, que ya no depende del valor de uso. Pero,

además, el autor le agrega el valor símbolo: esa heladera puede ser un obsequio muy

apreciado, de modo que no es cualquier heladera sino tiene una significación personal muy

particular. Ambos valores –el valor signo y el valor símbolo-, corresponden a la

dimensión de la cultura.

Retengan este ejemplo, pues servirá para comprender que la lógica de la sociedad de

consumo pivotea -en gran medida- sobre la dimensión cultural del objeto, es decir, sobre

el plano de las significaciones (piensen, por ejemplo, las razones por las cuales la lógica

publicitaria apela al plano de las significaciones para la venta de un producto; si no fuera

así, no haría falta una modelo espectacular para vender un electrodoméstico pues ¿qué le

“agrega” ese cuerpo espléndido al valor de uso del electrodoméstico?).

Lo expresado permite explicar en gran medida el valor estratégico que ha adquirido el estudio

de la cultura en el mundo contemporáneo y éste es el eje de los temas que abordaremos en las

próximas clases.

3- Margulis, M (1994) La cultura de la noche. Vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires. Buenos Aires: Espasa-Calpe.

4- García Canclini, N. (1997) Cultura y Comunicación: entre lo global y lo local. Buenos Aires: Ediciones de Periodismo y Comunicación,

Universidad Nacional de La Plata.

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Lectura sugerida y Actividades

Lectura sugerida:

Geertz, Clifford (1987) La interpretación de las culturas. Buenos Aires: Gedisa.

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Globalización y cultura

Vivimos en un mundo en constante transformación y donde muchas de nuestras viejas certezas se han

esfumado. Tiempos notables de mutaciones en todos los planos, cambios económicos, sociales, políticos,

culturales que implican un desafío al corpus teórico-metodológico que vertebró gran parte de la historia de

las Ciencias Sociales, obligando al desafío de intentar nuevas definiciones y abordajes frente a nudos

problemáticos que desnudan la incapacidad de los viejos saberes para ofrecer cierto grado de inteligibilidad

sobre un mundo en cambio.

La caída de ciertas “verdades” disciplinarias y doctrinales, provoca una sensación de incertidumbre

ante la fragmentación creciente que se registra en el ámbito de las culturas contemporáneas. Por ello, se

debe apelar no sólo a un nuevo registro de los procesos que caracterizan al contexto actual, sino a la puesta

en suspenso de ciertas categorías paradigmáticas que se presentan como insuficientes para reflejar la

complejidad cultural en un mundo globalizado.

Y, es precisamente en el campo de la cultura, donde ciertos cambios epocales alcanzan máxima visibilidad.

Como lo han destacado Bayardo y Lacarrieu(5), la cuestión cultural adquiere en tiempos de la

globalización una relevancia extraordinaria. En el pasado, los abordajes de la realidad se hacían desde la

perspectiva económica, política o histórica, pero la cultura aparecía confinada a un lugar de

complementariedad explicativa. En la actualidad, por el contrario, son sujeto-objeto de la cultura tanto los

jóvenes como el espectáculo, la salud, el trabajo, etc.

Los Estados, las empres as han constituido a la cultura en un recurso estratégico en la

competencia por territorios, mercados consumidores y en las soluciones de diversos

conflictos sociales.

En ese sentido

“la cultura es ahora tan material como el mundo. A través del diseño y las tecnologías, la

estética ha penetrado ya el mundo de la producción moderna. A través de la comercialización y

el estilo, la imagen provee un modo de representación y narrativización ficcional del cuerpo

sobre el que tanto se apoya el consumo moderno. La cultura moderna es, sin duda, material en

sus prácticas y modos de producción. Y el mundo material de las mercancías y tecnologías es

profundamente cultural” ( S. Hall, 1993)

El intercambio de productos, la mundialización de bienes y servicios, demanda un piso común de

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códigos compartidos, esquemas de percepción y valoración estandarizados.

Como lo destaca M. Margulis:

“Cada nuevo producto coloniza un espacio semiológico, se legitima en un mundo de sentidos y

de signos, arraiga en un humus cultural” (1996:8).

Y de allí el carácter estratégico de la dimensión cultural. Cuando hace algunos años Mc Donald`s extendió

sus brazos hasta Moscú, un gerente de la empresa afirmó “We are going to Macdonaldize them”,

expresando la estrategia de instalar un espacio de nuevos valores y gustos, en un territorio cultural denso en

tradiciones estéticas y culinarias diferentes.

El concepto de globalización está hoy en boca de todos. Para algunos teóricos constituye el destino

ineluctable del mundo, al tiempo que sostienen que es un proceso que implica a todos por igual. Desde otra

perspectiva, hay quienes sostienen que la globalización es un festín al cual asisten y asistirán muy pocos

comensales.

Generalmente se destacan los aspectos políticos, económicos, tecnológicos que conlleva el impacto de

la llamada globalización, sin embargo dado que concebimos a la cultura como una dimensión de todos los

fenómenos sociales se puede entender que

“el análisis de la globalización desde la dimensión cultural está íntimamente vinculado con el

estudio de ese proceso en el plano histórico, económico, político y financiero”(Margulis,

1996:5).

Daniel Mato(6) menciona algunos mitos vinculados a la idea de globalización y que suelen complicar el

análisis sobre el tema. Desarrollaré alguno de ellos:

a- El mito de la fetichización de la globalización: consiste en imaginar a la globalización

como un proceso superior que se impone a nuestras vidas. Esta perspectiva suele reducir la

globalización sólo a sus aspectos económicos o tecnológicos, y en general, suele

abordarla como un proceso unitario y no como el resultado de prácticas diversas de diferente

actores sociales.

En este sentido, no existe la globalización -aunque por razones de simplificación semántica uno

recurra frecuentemente a esa modalidad- sino múltiples procesos globalizadores.

b- El mito de que la globalización es un proceso novedoso en la historia: la

constitución de un mundo como un “todo” es un producto de múltiples procesos

globalizadores, entre los que se puede mencionar la expansión del capitalismo y con él la del

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imperialismo occidental, la expansión de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías,

la formación de sociedades nacionales, la revolución tecnológica, el sistema de relaciones

internacionales. Es decir, en una mirada diacrónica la globalización hunde sus raíces siglos

atrás. Pero en general, los analistas coinciden en que la fase de globalización acelerada ha

ocurrido desde la década del ochenta y se caracteriza por un cambio en cantidad y cualidad

vinculada con el desarrollo de las fuerzas productivas, el extraordinario progreso tecnológico en

el plano de la transmisión de información y por la intensificación a nivel mundial del flujo de

capitales, comunicación, tecnología y mano de obra.

Esto impresiona –en principio- como una intensificación de las relaciones entre todas las

sociedades. Pero ello merece alguna aclaración: existen sociedades que no mantienen contacto

o lo hacen escasamente con esa porción del mundo “globalizado”; pero además, la tendencia

actual es a la conformación de bloques supranacionales (CEE, Mercado Común Europeo,

MERCOSUR) que asoman como los nuevos polos de poder en un mundo caracterizado por la

multipolarización del desarrollo económico.

c- El mito de que la globalización produce homogeneización: el fenómeno de la

globalización no puede ser abordado sólo como un proceso de homogeneización, sino

como la convergencia de diferentes fuerzas, muchas contradictorias, que implican

diversas articulaciones, conexiones, superposiciones entre lo local, nacional y mundial. Por ello,

la globalización puede ser visualizada como una tendencia que no conlleva una distribución

uniforme de actores económicos y sociales homogéneos distribuidos en el mundo, con lo cual la

unificación mundial de los mercados opera no como un borramiento de las diferencias sino

como su reordenamiento para producir nuevas fronteras, ya no ligadas a límites territoriales,

sino a las necesidades de los mercados.

Sin embargo, muchas veces se ha insistido en el análisis de la dimensión cultural de la

globalización ofreciendo una visión dicotómica de sus implicancias: por una parte, la

expansión tecnológica y comunicacional propiciaría una estandarización cultural que

favorecería la anulación de las diferencias entre las sociedades, al punto que los miembros de

la “aldea global” -es decir, de todas las sociedades- integrarían una escena común con

códigos y valores similares y compartidos. Desde la visión opuesta, la globalización no es

productora de unicidades sino de multiplicidades. Su evidencia: el resurgimiento de

demandas locales, la oposición a todo principio unificador por parte de movimientos

segregacionistas en distintos puntos del globo.

Por lo tanto, la globalización exige discriminar dos movimientos simultáneos: uno que integra y

estandariza desde el punto de vista social, otro que fragmenta y segrega; pero ambas líneas de

fuerzas no deben ser interpretadas como movimientos distintos y contrapuestos, sino como las

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dos caras de un mismo proceso.

R. Ortiz(7) señala diferencias entre los conceptos de internacionalización y globalización.

La internacionalización se refiere al aumento de la extensión geográfica de las actividades

económicas más allá de las fronteras nacionales, proceso que no es novedoso.

Pero la globalización es una modalidad más compleja que la internacionalización, ya que

conlleva la producción, distribución y consumo de bienes y servicios organizados a partir de una

estrategia mundial y dirigidos hacia un mercado mundial. Esto corresponde a un nivel y a una

complejidad del desarrollo económico cualitativamente diferente al pasado. Pero R. Ortiz –

además- diferencia la dimensión cultural: es decir, diferencia la globalización de la tecnología y

la economía, de la mundialización de la cultura. En tanto en el mundo contemporáneo existe

una única economía, el capitalismo, y existe una única infraestructura tecnológica, la cultura

por el contrario se mundializa pero tiene que dialogar con o contra otras culturas y otras

concepciones del mundo.

A los fines analíticos, vamos a considerar diferentes dimensiones que en la mayor parte de la literatura sobre

el tema en cuestión, asoman como las transformaciones culturales más relevantes que conlleva el

proceso de globalización.

Ellas serían:

las transformaciones del eje espacio-tiempo;

el proceso de desterritorialización;

la reformulación de los procesos identitarios en situaciones de interculturalidad;

las nuevas formas de segmentación social;

los cambios en la dimensión de lo público-privado en el contexto de las transformaciones

urbanas de la tardo-modernidad.

En esta ocasión vamos a desarrollar los dos primeros puntos, pero focalizando la atención en el

segundo, es decir, el concepto de desterritorializaciòn que uds. deberán aplicar en el análisis

del texto de Renato Ortiz “Cultura y Modernidad - Mundo”.

5 - Bayardo, R. y Lacarrieu, M. (1999) La dinámica global/local. Buenos Aires: Editorial Ciccus-La Crujía

6 - Mato Daniel (2002) “Trasnacionalizaciòn de la Industria de la Telenovela, referencias territoriales y producción de

mercados y representaciones de identidades trasnacionales”. En Mónica Lacarrieu y Marcelo Álvarez (comp.). La (indi)

gestión cultural. Buenos Aires: Ediciones Ciccus – La Crujía.

7 - Ortiz, R. (1997) Mundialización y cultura. Buenos Aires: Alianza Editorial.

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Las transformaciones del eje espacio-tiempo

La relación entre tiempo y espacio se fue distanciando progresivamente con la modernidad.

Antes del siglo XIX , cada lugar tenía su hora específica, determinada por la salida y la puesta del sol. Los

acontecimientos en el tiempo tenían una íntima vinculación con un espacio determinado. Sin embargo, a

fines del siglo XVII, con la difusión del reloj mecánico a sectores cada vez más amplios de la población, se

empieza a instituir un nuevo concepto de temporalidad en el cual ya no existe una relación necesaria de los

acontecimientos que dan en el tiempo con su desarrollo en un lugar determinado.

Los medios paradigmáticos de movilidad en la época del capitalismode organización –es decir, los

ferrocarriles, el teléfono, el servicio postal, las redes viales- introdujeron una “convergencia tiempo-espacio”

y una “convergencia tiempo-costo” a escala nacional. En cambio, los medios paradigmáticos del capitalismo

avanzado –el cable de fibra óptica, las comunicaciones por satélite, el transporte aéreo- han provocado una

convergencia espacio-tiempo y una convergencia tiempo-costo a escala global.

En la actualidad, muchas actividades importantes ocurren por debajo del umbral de la conciencia humana,

lo cual significa que el tiempo social estructurado por el reloj pierde poco a poco su importancia en la

organización contemporánea de la sociedad humana. El “tiempo de la computación” constituye la

abstracción radical del tiempo y su separación extrema de los ritmos de la naturaleza. Si el tiempo del reloj

fue el principio organizador de la modernidad, en el tardo-capitalismo avanzamos hacia un tiempo de lo

instantáneo, tiempo que no se puede observar ni experimentar.

Gabriela Pedroza(8) señala que las nuevas redes de información y comunicación, controladas por

unas cuantas corporaciones, han transformado el concepto del tiempo produciendo variadas formas

nuevas de organización de las interacciones sociales, pues por un lado crean la posibilidad de la

simultaneidad rompiendo las barreras de los horarios diferenciados para los grupos humanos que ahora se

pueden conectar en el mismo instante; pero al mismo tiempo, ofrecen la posibilidad de enlazar a las

personas asincrónicamente, es decir, en un tiempo que pude ser percibido como diferente pero en realidad

se trata de un compás que se abre específicamente para el encuentro de personas que no pueden coincidir.

Esta idea del tiempo virtual –tal como lo resalta Pedroza- abre la posibilidad de que se lleven a cabo

interacciones sociales en estos episodios temporales novedosos y propios solo de aquellos que utilizando los

recursos de las tecnologías comunicacionales pueden compartirlos. Llevar a cabo conversaciones en las que

se pueden entrar o salir en cualquier momento y participar en el diálogo, crea otros ritmos de interacción

que responden a temporalidades inusuales. En otras palabras, las nuevas formas de relación social están

siendo acomodadas y regidas por diferentes temporalidades que coexisten en una red de enlace producto de

la comunicación.

8- Pedroza, G. (2002) “Nuevas redes de información y cultura global”. Diálogos de la Comunicación, FELAFACS, Nº

56-57.

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El proceso de desterritorialización

El concepto de desterritorialización ha sido pensado como categoría analítica, pues la

mundialización de la cultura incluye espacialidades que obligan a modificar ciertas

nociones tradicionales de interpretación de la realidad.

Renato Ortiz emplea la noción de desterritorialización como categoría importante en su

línea de pensamiento, pero utiliza al menos tres acepciones diferentes para dicho

concepto, aunque muy relacionadas entre si.

En primer lugar -es decir, la primera acepción- se refiere a los espacios desterritorializados

como aquellos que no están limitados por fronteras físicas o demarcados por

territorios nacionales.

Vinculada a esta acepción -y como segunda variante- R. Ortiz remarca que en este

momento tan particular de la historia, gran parte de los bienes y mensajes que se

consumen en cada nación no se han producido en su propio territorio, ni llevan signos

exclusivos que los vinculen a la comunidad nacional, sino otras marcas que más bien indican su

pertenencia a un sistema desterritorializado.

Veamos como se puede aclarar mejor esta definición. Si uno recurre a las categorías

tradicionales de espacio tal como lo hemos aprendido en geografía, se diría que cuando

hablamos de lo local, lo nacional y lo global, uno reflexiona en términos de unidades

autónomas.

Lo local se refiere a un espacio restringido, bien delimitado, en cuyo interior se

desenvuelve la vida de una comunidad o un grupo de personas. En este caso, por su

proximidad, por el contraste en relación con lo distante, se lo suele asociar a la idea de

lo “auténtico”. Cada lugar entonces, es una entidad particular y una discontinuidad

espacial.

Lo nacional, en cambio, presupone un espacio más amplio y engloba a los “lugares”,

contrastando y superando dicha diversidad. Lo nacional es una dimensión construida por

una ingeniería llevada a cabo por el Estado, el mercado, los intereses geopolíticos, la

unidad de la lengua. Se reconoce una “cultura nacional”, aún cuando esta claro que

ella se realiza de manera diferenciada en los diversos contextos de los localismos o

regionalismos que integran una nación.

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Si pasamos a otro nivel de análisis, lo global, ya no es tanto la unidad lo que cuenta –

como en el plano de lo nacional- sino la diversidad. En el conjunto de las naciones, cada una

de ellas debe ser analizada en base a sus diferencias; es decir, lo nacional asume cualidades de

lo “local”. La identidad de los pueblos se constituye entonces como diferencia contrapuesta a

lo que es “exterior”.

Ahora bien, R. Ortiz afirma que cuando se piensa en estos términos, el concepto de

globalización asume una interpretación muy particular. Es decir: en base al razonamiento

anterior, lo “local”, lo “nacional” y lo “global”, aparecen como un ordenamiento entre

niveles espaciales claramente diferenciados, como unidades autónomas, y por lo tanto, lo que

se debe entender son las interrelaciones entre ellas. Es posible hablar entonces, de que lo

“local” se relaciona con lo “nacional”, que lo “nacional” resiste o se somete a lo global; en

esta dirección la reflexión nos conduce a unidades antitéticas: nacional/local o

global/nacional, pues el argumento supone la existencia de límites claros que separan cada

una de esas espacialidades.

También lo anterior puede expresarse en términos de inclusión y no de interacción. En este

caso, lo “global” incluye lo “nacional”, que a su vez incluye lo “local”. Es decir, hay un

conjunto más amplio que engloba otros dos subconjuntos.

Frente a estas consideraciones, R. Ortiz(9) afirma que en el contexto actual las fronteras entre

las espacialidades mencionadas, difícilmente son tan nítidas al punto de poder ser

cartografiadas de ese modo. Por ello sostiene, que el proceso de desterritorializaciòn sirve para

pensar las nuevas condiciones que emergen en el contexto de mundializaciòn de la cultura.

En este sentido, hay autores que sostienen que el espacio social y cultural no es

necesariamente equivalente a espacio físico. Desde ciertos trabajos se sostiene que las

representaciones tradicionales del espacio en las ciencias sociales son dependientes de

imágenes de ruptura y dislocación. Las distinciones entre naciones, sociedades y culturas están

basadas en el hecho de que ellas ocupan “naturalmente” espacios discontinuos y, en

consecuencia, las culturas nacionales se “leen” como iguales a las fronteras geográficas, sin

considerar que las culturas no tienen fronteras o distinciones discretas.

La propuesta de R. Ortiz es considerar a la globalización de las sociedades y la

mundialización de las culturas desde el abordaje de otra noción de espacialidad: como un

conjunto de planos surcados por procesos sociales diferenciados.

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Esta mirada diferente permite relativizar la idea de cultura mundo, cultura nacional,

cultura local como si fueran dimensiones opuestas que interactúan entre sí, sino más

bien como realidades en las que el espacio debe estar anclado en la idea de

transversalidad.

En este sentido, es posible pensar que coexisten en cada sociedad códigos culturales

superpuestos que implican diferentes grados de espacialidad, desde aquellos relacionados con

códigos particulares de límites circunscriptos, a códigos más amplios articulados sobre

vivencias, valores, memorias regionales, hasta las tramas culturales vinculadas con el

atravesamiento de lo local por lo global.

Un modo de representar gráficamente esta idea sería:

En el gráfico anterior A, B y C representan distintos territorios nacionales, en tanto X

representaría las espacialidades desterritorializadas de las que habla R. Ortiz.

Llegados a este punto, voy a detenerme para explicar qué acontecimientos y qué fenómenos se pueden

pensar utilizando estas nuevas categorías de espacialidad.

El concepto de globalización -que como Uds. imaginan no tiene nada de ingenuo, esto es, tiene profundas

connotaciones ideológicas- fue motorizado en la década del ochenta por los hombres de negocios, luego

pasó a los medios de comunicación y al sentido común. En líneas generales, una idea tan sencilla como que

el mundo se esta pareciendo cada vez más, dado que en todas partes las computadoras, las tarjetas de

crédito o las muñecas Barbies tienen la misma significación, sirvió para “vender” las nuevas condiciones de

la cultura. En esta línea, Benetton, Ford o Coca Cola, serían universales porque ya no tendrían

nacionalidad alguna.

No se sorprendan por lo elemental de la fórmula, muchas veces las ideas más sencillas son las que tienen

mayor eficacia ideológica.

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Los gurúes de la globalización afirmaban por entonces que los ejecutivos de las corporaciones

trasnacionales debían prepararse para un mundo sin fronteras y por lo tanto, no debían responder a

nacionalidad alguna sino a una identificación con la corporación global. Al mismo tiempo, los teóricos de la

publicidad -los constructores de sentido en las sociedades contemporáneas- empiezan a divulgar la idea de

que el mundo es cada vez más parecido y por lo tanto más homogéneo, de allí que es necesario

instrumentar nuevas estrategias para que los expertos en mercadeo y publicidad, aprendan a

mirar el mundo como un mercado global.

Aunque los presupuestos esbozados no son ciertos, esto es, el mercado mundial no es homogéneo, si es

posible afirmar que crecientemente ciertos segmentos de mercado se están homogeneizando en el mundo.

Sin duda que para estos sectores, el mundo se esta volviendo más familiar; son dichos grupos los que se

han desterritorializado, grupos para los cuales las diferencias que existen en el mundo son minimizadas,

porque para ellos en cualquier parte del mundo las cosas son parecidas.

Aquí vamos a aplicar la tercera acepción que emplea R. Ortiz para el concepto de

desterritorializaciòn: son aquellos grupos los que se denominan “estratos sociales

desterritorializados”, es decir, los sectores sociales a los que involucra el proceso de

desterritorializaciòn.

La idea de espacialidades transversales como la que postula R. Ortiz, permite pensar en

“territorialidades” desvinculadas del medio físico, permite entender por ejemplo las similitudes existentes

entre diferentes grupos sociales en distintas partes del mundo, grupos para los cuales el marketing global

“construye” un mundo igual y cuyas vivencias, estilos de vida, costumbres similares les hace compartir la

idea de vivir en un mundo único. En esos espacios globales, para esos estratos sociales “desterritorializados”,

la cultura circula libremente más allá de toda atadura territorial.

Pongamos un ejemplo: ciertos segmentos juveniles pertenecientes a sectores sociales

medios o medio-altos, de la ciudad de Buenos Aires, pueden participar de expectativas

comunes con grupos situados en otras partes del mundo, independientemente de sus

orígenes espaciales. Se trata de segmentos cuyos estilos de vida se han aproximado

porque han sido socializados en torno a objetos de consumo mundializados, vehiculizados

por los mismos medios masivos de comunicación. Junto a las realidades nacionales y de

clase se encuentran estos “estratos sociales desterritorializados” para los cuales las

imágenes y los símbolos operacionalizados por una cultura mundializada son inteligibles.

Jeans, zapatillas deportivas, cantantes de rock, MTV, constituyen la urdimbre que

cohesiona a dichos jóvenes, una malla tejida en el horizonte de la mundializaciòn. Para

dichos segmentos que “habitan” universos comunes despegados de la territorialidad, el

mundo de los que están físicamente próximos -en nuestro caso, un connacional que vive

en el noroeste en plena Quebrada, o alguien que vive en el “Impenetrable”- puede

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significar la absoluta ajenidad, una distancia cultural que no se comprende si no se tienen

en cuenta las transformaciones del mundo contemporáneo.

Una forma de analizar estos conceptos es relacionarlos con las cuestiones de la identidad, tal

como lo destaca A. Giddens6, quien presenta el termino “desenclave o desencaje” al

referirse al proceso por el que las relaciones sociales se erradican de sus circunstancias locales y

recombinan a lo largo de extensiones indefinidas de espacio y tiempo, lo cual implica las

transformaciones de dichas dimensiones en las interacciones sociales. Para este autor, es más

preciso este término que el de diferenciación, ya que éste señalaría la ruptura de un estado y la

emergencia de otro. Sin embargo, es más adecuado hablar de cómo la redefinición de tiempo y

espacio implica la “extracción” de lo local para rearticularse en nuevas regiones espacios

temporales.

Precisamente para este autor, serían los medios de comunicación como redes de información y comunicación

–organizados en las industrias culturales- los elementos que colaboran en la desterritorialización y necesitan

ser estudiados con nuevas herramientas teóricas, nuevas concepciones de tiempo y espacio para

aproximarnos al entendimiento de los fenómenos de la mundialización de la cultura.

Otro ejemplo que sirve para ilustrar el fenómeno que estamos analizando es una historia

que cuenta Enzerberger: se refiere a un ejecutivo alemán que por razones de negocios

debe viajar a China. Su estadía se complica porque no maneja ciertos códigos culturales

que implican una gran distancia cultural: diferencias en las comidas, lenguaje, etc. El

ejecutivo decide regresar a Alemania pero antes de hacerlo pasa por Hong Kong. Allí se

hospeda en un hotel de una cadena internacional (por ejemplo Sheraton), puede ir a

supermercados, lavaderos automáticos, a comer a restaurantes de corporaciones

internacionales de fast food (¿se imaginan cuál? Exacto, Mc Donald`s), etc. El alemán

entonces, comienza a sentirse como en su propia casa, rodeado de objetos, códigos, estilos

de consumo que le son familiares. Ese “sentirse como en casa” significa estar atravesado

por esas espacialidades desterritorializadas de las que habla Ortiz, espacios en donde

confluyen códigos culturales, objetos de consumo, ideologías, que hablan del desarrollo de

una modernidad que atraviesa las fronteras de diferentes sociedades.

9 - Ortiz, R. (1996) Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.

10 - Giddens, A. (1998) Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Editorial Península.

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Globalización e identidad cultural

Reflexionar sobre la mundialización de la cultura es, de alguna manera, contraponerse -aunque no sea de

forma absoluta- a la idea de cultura nacional.

Muchos autores argumentan que una cultura mundializada sería algo imposible, pues nos encontramos

delante de una cultura sin memoria, incapaz de producir nexos o vínculos entre las personas. Este

razonamiento tiene su lógica: de hecho la memoria nacional confiere un certificado de nacimiento para los

que viven dentro de sus fronteras. Se hizo un gran esfuerzo para que ocurriera eso: la lengua oficial, la

escuela, la administración publica, la invención de símbolos nacionales, actúan como elementos que propician

la interiorización de un conjunto de valores compartidos por los ciudadanos de un mismo país. Sin embargo,

hay autores -como Renato Ortiz- que afirman que empiezan a consolidarse ciertos indicios que nos

sugieren la formación de una memoria internacional popular que cabalga sobre las transformaciones que

analizamos en la clase anterior.

Pero ¿cuál es el sentido de una memoria cuyos alcances van más allá de fronteras

nacionales?

Uno podría responder a priori que del mismo modo en que el capitalismo incipiente forzó la domesticación del

sujeto, ese disciplinamiento profundo del que habla M. Foucault, para responder a las exigencias del nuevo

modo de producción que estaba en formación, en la actualidad, el capitalismo avanzado y en el marco de las

estrategias globalizadoras, se promueven la construcción de códigos mundializados que nos permiten

sentirnos parte del mismo mundo, con las mismas apetencias e intereses. Esto implica una ardua

ingeniería para interiorizar un conjunto de valores y comportamientos para circular con naturalidad en un

mundo con nuevas reglas.

Es decir, la memoria internacional sería la garante de las posibilidades de comunicación entreespacios planetarizados, como instancia de reproducción del orden social.

Pero ¿cuál seria la especificidad de esa memoria?

Veámoslo del siguiente modo: una comparación entre memoria colectiva y memoria nacional es un

punto de partida.

Renato Ortiz enfatiza que cuando se habla de memoria colectiva, se toma al grupo como

una unidad de referencia sociológica. Los grupos pueden ser ocasionales e inestables -

como un grupo de amigos- o permanentes –como el caso de las colectividades religiosas o

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grupos tradicionales-. Poseen una característica común, se trata de comunidades de

recuerdos. El acto mnemónico actualiza una serie de hechos, situaciones, acontecimientos,

compartidos y vivenciados por todos.

Pero la memoria colectiva posee un enemigo: el olvido. Todo el empeño de la memoria

colectiva es luchar contra el olvido, vivificando los recuerdos. Olvidar fragiliza la solidaridad

sedimentada entre las personas, contribuyendo a la desaparición del grupo: comunidad y

memoria se entrelazan.

La situación es otra cuando hablamos de memoria nacional. En este caso, el grupo no puede

ser restringido pues la nación se define por su capacidad de trascender la diversidad que la

constituye. Ella es una totalidad que nos hace pasar de la idea de “comunidad” a

“sociedad”, en los términos que conceptualizara F. Tonnies a fines del siglo XIX. Sociedad en

cuanto conjunto de interacciones impersonales, caracterizada por un alto grado de

individualismo, impersonalidad y relaciones de puro interés, distante de los lazos solidarios

inmanentes a la vida comunal. En la comunidad, los vínculos personales prevalecen y el acto

de la rememorización refuerza la vivencia compartida por todos.

La sociedad-nación quiebra esta relación de proximidad entre las personas. Los ciudadanos participan de

una conciencia colectiva, pero no se sitúan más en el nivel de los cambios restringidos a un grupo autónomo

y de tamaño reducido. Por eso, la memoria nacional es un universo simbólico de “segundo orden” es

decir, engloba una variedad de universos simbólicos. Presupone un grado de trascendencia mayor,

envolviendo a los grupos y clases sociales en su totalidad.

La memoria nacional pertenece al dominio de la ideología (en el sentido de ordenamiento del mundo, como

decía Gramsci), dependiendo de instancias ajenas a los mecanismos de la memoria colectiva: el Estado y la

ingeniería puesta en acto por la escuela, servicio militar obligatorio, símbolos, etc.

En el fondo, entonces, el debate sobre la autenticidad de las identidades nacionales es siempre una discusión

ideológica; importa definir cuál es la identidad legitima, es decir, política y culturalmente plausible para la

mayor parte de la población de un territorio determinado.

Llegados a este punto, necesitamos detenernos en dos cuestiones de importancia:

La primera , acerca de cómo se construyó esa memoria que estructuró los pilares de la

nacionalidad.

Una posición es la de Ernest Renan quien escribiera en 1882 que una nación es un alma y un

principio espiritual a la vez. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el

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otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de validar la herencia que

recibimos como individuos.

La nación -como el individuo- es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y

devociones, y el culto de los antepasados es –de todos- el más legítimo; los antepasados

hicieron lo que somos. Pero para Renan, no son sólo las continuidades sino los quiebres, es

decir, al menos no sólo el recuerdo sino el olvido selectivo, no la memoria sino la amnesia

común, no las continuidades heroicas sino los anonimatos lo que permitieron el surgimiento de

la Nación.

Este autor plantea que el olvido y el error histórico son los factores esenciales en la creación de

una nación. Para él, a diferencia de la memoria colectiva, el realismo del pasado es una

amenaza; olvidar significa confirmar determinados recuerdos, apagando los rastros de otros,

más incómodos o menos consensuados.

Una variante de esta postura es la sostenida por Lotman y Uspenshij: la cultura es la

memoria longeva de la experiencia colectiva, un mecanismo de organización de la experiencia

colectiva y un sistema de modelización, un organizador del mundo humano. Un sistema

cultural “eficaz” debe, en consecuencia, estar en condiciones de organizar lo no organizado o

bien, frente a los objetos que su capacidad modelizadora no puede describir, de declararlos

inexistentes. En este sentido, todo texto contribuye no sólo a la memoria sino también al

olvido; por selección o por exclusión el olvido es un elemento constitutivo de la memoria. O,

con mayor precisión, la cultura es una operación de transformación del olvido en uno de los

mecanismos de la memoria.

Por el contrario, muchos autores sostienen y destacan la importancia de las tradiciones en la

constitución de las naciones. Por ejemplo, en un excelente trabajo destinado a mostrar el modo

en que los sectores populares franceses construían su mundo en común, Robert

Darnton(11)sugiere que no es ajeno al proceso de construcción de una tradición nacional

francesa, la transmisión oral de cierto numero de cuentos populares entre los sectores

campesinos de la Francia medieval y renacentista. Darnton muestra el modo en que los

cuentos populares eran transmitidos de generación en generación y de clase social en clase

social, y destaca el rol de un personaje central en este proceso: son las nodrizas de los

hogares más adinerados del país (provenientes de los sectores más pobres) las encargadas de

favorecer este doble proceso de transmisión a través de los años y por encima de la marcada

división de la sociedad francesa en clases sociales.

Tesis interesante cuando se la superpone -como lo enfatiza E. Rinesi(12) - con la propuesta

del propio Darnton en su trabajo sobre los márgenes literarios del Antiguo Régimen para

explicar cómo es posible sostener que hacia 1789 todo Francia era “rousseauniana” a pesar de

que pocos franceses habían leído a Rousseau. Darnton destaca la importancia de una densa

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red marginal literaria, de escritores menores, propagandistas y agitadores que operaban –diría

Beatriz Sarlo- como comunicadores de lenguajes, experiencias, entre la filosofía de los

intelectuales y los sectores plebeyos dispuestos a aceptarla, en tanto fuera traducida a un

discurso audible en términos de su propia cultura. Entonces, si las nodrizas de los siglos XVI y

XVII contribuían a la lenta construcción -de “abajo-arriba”- de un piso común de tradiciones

sobre el cual pensar en constituir una nación, los escritorzuelos populares del siglo siguiente

“traducían” –de “abajo-arriba”- un conjunto de certezas en torno a las cuales va

constituyéndose la “cultura política” de esa misma nación.

Como subraya Rinesi, se pueden llamar a esas producciones “mediaciones” y podríamos

compararlas con esa larga serie de mediaciones, desde el melodrama mexicano, el teatro

argentino o la música brasileña que han contribuido en América Latina a la configuración de

homogeneidades a partir de la pluralidad, contribuyendo a dibujar hilos de continuidad en

medio de las discontinuidades, produciendo identidades y “ficciones de identidades”,

diagramando las diferentes tradiciones culturales en torno a las cuales se hizo posible la

definición de los distintos espacios nacionales en el continente.

Cabe destacar que las posturas que apenas hemos delineado continúan siendo objeto de

controversias en forma contemporánea y, como ejemplo, puedo citar el famoso debate de los

historiadores que tuvo lugar en Alemania en la década de los años `80 acerca de cómo

reconstituir la idea de nación después de Auswitchz o los intentos fracasados de clausurar la

historia en la Argentina postdictadura.

La segunda cuestión que quiero plantear es que para poder entender la construcción de lo

que R. Ortiz llama memoria internacional popular, vamos a focalizar nuestra atención en un

ejemplo paradigmático:

Estados Unidos, país donde la construcción de la memoria nacional se realizó en estrecha

relación al consumo.

Entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la sociedad

norteamericana pasa por un conjunto de transformaciones: urbanización e industrialización

son fenómenos que cambiaron la cara del país. Este es el momento de formación de un

mercado nacional que favorece el florecimiento del big bussiness y el advenimiento de los

oligopolios (Swift, American Tobacco Company, National Biscuit Company, etc). Surgen los

principios de la administración moderna, integrada horizontal y verticalmente, fundada en

el marketing y la publicidad.

Estos cambios que se realizan en la esfera económica suponen, además, otro de

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naturaleza cultural. Los hombres deben resultar aptos para comprar los productos

fabricados. Pero esto provoco resistencias.

En el mundo “tradicional” de la sociedad industrial que se forma hasta el final del siglo XIX,

el producto es percibido sólo como algo funcional. Su utilidad es el elemento

preponderante. Pero la sociedad emergente requiere otra comprensión de las cosas: las

mercaderías deben adquirirse independientemente de su “valor de uso”.

Al mismo tiempo hay que señalar, que con el advenimiento de la sociedad urbana

industrial, la noción de persona ya no se encuentra anclada en la tradición. El anonimato

de las grandes ciudades y del capitalismo de producción pulverizan las relaciones sociales,

dejando a los individuos “sueltos” en la red social. La sociedad debe, por lo tanto,

inventar nuevas instancias para la integración de los individuos, y en un mundo

en que el mercado se vuelve una de las principales fuerzas reguladoras, la

tradición se vuelve insuficiente para orientar la conducta.

Y es aquí donde entra en el escenario la publicidad como un factor de guía de los

individuos, enseñándoles por medio de los productos cómo comportarse. Es decir, en los

años 20 un temor a no conocer las nuevas reglas de juego, a transformarse en individuos

solitarios en la multitud, la pérdida de fe en la comunidad ética o religiosa, habían

distanciado a muchos americanos de la autoseguridad.

Los publicitarios, conscientes o no, percibiendo el vacío en la orientación de las relaciones

personales comienzan a ofrecer sus productos como respuesta al descontento moderno.

Entonces la publicidad adquiere un valor compensatorio y pedagógico: es modelo

de referencia. Pero lo interesante a destacar es que estos cambios en Estados Unidos

se vinculan al proceso de construcción nacional, es decir, para los hombres de

negocio, consumo y nación son fases de la misma moneda. Como la escuela, el consumo

modela la cohesión social y los publicitarios se consideran verdaderos artífices de la

identidad nacional. Enseñando a los hombres las maneras y el imperativo del consumo,

ellos trabajan para la eficacia del mercado y el reforzamiento de la unidad nacional. Como

destaca R. Ortiz, los norteamericanos construyen la formula democracia=mercado; los

ejecutivos de las grandes corporaciones dicen en la época “el deber primero de todo

ciudadano es ser un buen consumidor”.

El universo del consumo surge así como el lugar privilegiado de la ciudadanía. Por eso, los

diversos símbolos de la identidad -para los norteamericanos- tienen origen en la esfera del

mercado: Disneylandia, Hollywood, Superbowl, Coca Cola, dibujos animados, comics, etc.

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cuentos de Grimm en Alemania o las costumbres ancestrales en Japón(13)) sino a la

modernidad emergente con el mercado.

En Europa, el derrotero fue similar pero con algún retraso. En las primeras décadas las

sociedades industrializadas ya promueven valores contrastantes con el capitalismo clásico,

pero este universo se limita a determinados sectores de la sociedad y a algunos países:

Gran Bretaña, Francia y Alemania. Dicho de otra forma, la sociedad de consumo es

incipiente y no determina las relaciones sociales como un todo. Esta indefinición

permanece a lo largo del siglo XX, en su primera mitad, debido a problemas económicas y

políticos (recuérdense las guerras mundiales). Pero en Estados Unidos, gracias a la

dinámica de la economía y a la estabilidad política, la relación entre consumo y

americanidad se concentra en una conjunción histórica fortuita.

Bien, hasta aquí hemos visto qué ingredientes requiere una memoria nacional para

legitimarse, su carácter ideológico, pero además, en el caso de Estados Unidos, vimos

cómo esa memoria se va moldeando no sobre los ingredientes de la tradición sino sobre

las estrategias de consumo, modelando un imaginario donde los referentes tienen que ver

con el mercado antes que con los valores del pasado.

11- Darnton, Robert (1987) La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. México:

Fondo de Cultura Económica.

12- Rinesi, Eduardo (1993) Seducidos y abandonados. Carisma y traición en la transición democrática argentina.

Buenos Aires: Manuel Suárez Editor.

13- Ortiz, Renato (2003) Lo próximo y lo distante. Japón y la modernidad-mundo. Buenos Aires: Interzona Editora

S.A.

En otras palabras, la memoria nacional no apela a los elementos de la tradición (como los

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Ahora podemos pasar al contexto de la mundialización de lacultura

Hemos afirmado que en el contexto de la globalización se está afirmando un tipo de memoria que Renato

Ortiz llama “internacional-popular”· Esto es reconocer que en el interior de las sociedades de consumo se

forjan referencias culturales mundializadas. Los personajes, imágenes, situaciones vehiculizados por la

publicidad, las historietas, el cine, la TV, Internet, se constituyen en sustratos de esta memoria.

Se forma una memoria cibernética, banco de datos de los recuerdos desterritorializados de los hombres.

Marcas de cigarrillos, automóviles veloces, cantantes de rock, productos de supermercados, escenas del

pasado o de la ciencia ficción, arman ese archivo de datos.

La memoria internacional popular funciona como un sistema de comunicación, por

medio de referencias culturales comunes, ella establece la convivencia entre las personas.

La “juventud” es un buen ejemplo: zapatillas Nike, rock, guitarra eléctrica, ídolos de la música pop, afiches

de artistas, son los elementos compartidos planetariamente por una determinada franja etaria. Se

constituyen así en referencias que modelizan las identidades, intercomunicando a individuos dispersos en el

espacio globalizado.

Ahora bien, una memoria internacional popular no puede ser la traducción de un grupo restringido, su

dimensión planetaria la obliga a contener a clases sociales y naciones. En este caso –a diferencia de la

memoria nacional- el olvido es acentuado, pues los conflictos y la diversidad mundial son más acentuados

que los dilemas nacionales. La memoria internacional popular debe expulsar las contradicciones de la

historia, reforzando lo que R. Barthes denominaba el mito de la “gran familia de los hombres”: en

todas partes del mundo, el hombre nace, trabaja, ríe y muere de la misma forma.

La vida cotidiana de todos los hombres se nivelaría según las exigencias universales del consumo. La

publicidad operativiza esta idea: “solo hay un lugar donde tomar una Heinecken: el mundo”; calzar zapatillas

Nike iguala por sobre las ideologías y los conflictos. En Atlanta, se puede visitar “El mundo de Coca Cola”

cuyo objetivo es obvio: Coca Cola unifica la “gran familia de los hombres”.

En otros términos, para que los hombres se reconozcan y se encuentren en el universo de la modernidad-

mundo, es preciso que se forjen referencias culturales que la memoria internacional popular ayuda a

construir.

Así como la escuela y el Estado fueron los artífices para la construcción de una memoria nacional, en la

actualidad son los medios masivos de comunicación y las grandes corporaciones transnacionales las que

están estructurando una memoria internacional.

La tensión entre la llamada memoria nacional y una memoria que crecientemente se esta

construyendo con anclajes ya no limitados a un territorio, será el tema de análisis y

reflexión en los textos de lectura obligatoria correspondientes a ésta clase.

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Lecturas sugeridas

Appadurai, A. (2001) La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización.

Buenos Aires: Ediciones Trilce S.A./ F.C.E.

Hall, S. y Du Gay, P. (2003) Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu.

Ortiz, R. (2003) Lo próximo y lo distante. Japón y la modernidad-mundo. Buenos Aires:

Interzona Editora S.A.

Ortiz, R. (1996) Otros territorios. Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Buenos Aires:

Universidad Nacional de Quilmes.

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Globalización, identidad, medios de comunicación ypolíticas culturales

En esta clase vamos a continuar trabajando la tensión que se ha producido en el mundo contemporáneo

entre la tendencia a la conformación de códigos culturales mundializados y su repercusión en el modo que

nos identificamos, nos reconocemos y categorizamos a los “otros”, esto es, las identidades ligadas al

territorio.

En la clase anterior mencionamos que R. Ortiz habla de los cambios que existen entre una memoria nacional

y lo que llama memoria internacional popular; por su parte, N. Garcia Canclini(14) resume lo que hemos

expuesto como el pasaje de las identidades modernas a otras que se podrían llamar posmodernas :

“las identidades modernas eran territoriales y casi siempre monolinguísticas. Se fijaron

subordinando a las regiones y a las etnias dentro de un espacio más o menos arbitrariamente

definido llamado nación, y oponiéndola a otras naciones. Aun en zonas multilinguísticas, como

en el área andina y en la mesoamericana, las políticas de homogenización modernizadoras

escondieron la multiculturalidad bajo el dominio del español y la diversidad de formas de

producción y consumo dentro de los formatos nacionales.

En cambio, las identidades modernas son transterritoriales y multilinguisticas. Se estructuran

menos desde la lógica de los estados que de los mercados; en vez, de basarse en las

comunicaciones orales y escritas que cubrían espacios personalizados y se efectuaban a través

de interacciones próximas, operan mediante la producción industrial de cultura, la comunicación

tecnológicas y el consumo” (1995: 30).

Por lo tanto, la clásica definición socioespacial de identidad, referida a un territorio particular,

debe complementarse con una definición sociocomunicacional.

Y esto a la vez significa, que a nivel de las políticas culturales o identitarias, éstas, además de ocuparse del

patrimonio histórico deben desarrollar estrategias respecto de los escenarios informacionales y

comunicacionales donde también se configuran y renuevan las identidades.

Pierden fuerza entonces -lo cual no significa que desaparezcan, pues seguimos identificándonos en general

con el territorio- los referentes jurídicopoliticos de la nación, formados en la época en que la identidad se

vinculaba exclusivamente con territorios propios. Es decir, la cultura nacional no se extingue pero

designa una memoria histórica inestable que es jaqueada por la interacción con referentes

culturales transnacionales.

Esa interacción, repercute sobre circuitos socioculturales, en los que la transnacionalizacion opera de forma

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diferente, según G. Canclini (1995: 115). Este autor define cuatro circuitos:

1- El histórico-territorial, o sea el conjunto de saberes, hábitos y experiencias organizados a lo

largo de varias épocas en relación con territorios étnicos, regionales y nacionales y que se

manifiesta sobre todo en el patrimonio histórico, la cultura popular tradicional, el folklore.

2- El de la cultura de élites, constituido por la producción simbólica escrita y visual

(literatura, artes plásticas). Históricamente este sector ha formado parte del patrimonio en el que

se define y elabora lo propio de cada nación, pero en las ultimas décadas se ha integrado a los

mercados y procedimientos de valoración internacionales.

Este circuito abarca las obras representativas de las clases altas y medias con mayor nivel

educativo porque no es conocido ni apropiado por el conjunto de cada sociedad.

3- El de la comunicación masiva, dedicado a los grandes espectáculos de entretenimiento

(radio, cine, TV, video).

4- El de los sistemas restringidos de información y comunicación destinados a quienes

toman decisiones (satélite, fax, celulares, computadoras).

Bien, la reestructuración de las culturas nacionales no ocurre del mismo modo, ni con idéntica profundidad,

en todos estos escenarios y, por tanto, la recomposición de las identidades variaría según el compromiso con

ellos.

Lo importante que subraya Canclini es lo siguiente: la competencia de los Estados

Nacionales y de sus políticas culturales disminuye a medida que transitamos del primer

circuito al último; a la inversa, los estudios sobre consumo cultural muestran que cuanto

más jóvenes son los habitantes sus comportamientos dependen más de los dos últimos

circuitos que de los dos primeros. Es decir, en las nuevas generaciones las identidades se

organizan menos en torno de los símbolos histórico-territoriales, los de la memoria patria

que alrededor de los de Hollywood, MTV, Benetton o los grandes circuitos de las

megacorporaciones internacionales del rock.

La complejidad de los factores que hemos enunciado pueden ayudar a explicar por qué la

cultura se ha convertido en una cuestión tan polémica en la actualidad.

Para los grupos políticos que levantan la bandera de la homogeneidad cultural (como legitimación de una

identidad que pueda unir la diferencia) la tarea es dificultosa en tiempos de la globalización. Cuando la

capacidad de los estados-nación de llevar a cabo aquel trabajo se encuentra debilitada por la difusión de la

globalización económica, los discursos esencialistas y ahistóricos que sostienen identidades inmutables, se

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vuelven ineficaces. Al mismo tiempo, desde los medios de comunicación, desde ciertos sectores

empresariales y políticos, se enuncia la realidad del mercado como única instancia de regulación social y

estandarización de la cultura.

En el marco de estas líneas de fuerza en tensión, la dimensión cultural y las comunicaciones, han adquirido

particular importancia para pensar la construcción de nuevos procesos identitarios y prácticas ciudadanas en

América Latina. Como afirma C. Moneta(15)

“... se trata de encontrar un modelo de perfiles endógenos, que procure incorporar y

compatibilizar, de manera más equilibrada, la diversidad étnica, las limitaciones de los recursos

económicos , los nuevos desafíos para el sistema político, los elementos fundamentales del

patrimonio histórico, los requerimientos de la competitividad y las expectativas del desarrollo. Es

esta, a nuestro juicio, la vía que América Latina y el Caribe deben explorar sin demora”

(1999:21).

Estos objetivos se revelan como un complejo desafío en el contexto del desacuerdo entre las concepciones

esencialistas de la identidad y los proyectos y programas de globalización económica, tecnológica y

comunicacional.

En este sentido, diferentes estudios destacan que en los países latinoamericanos las políticas en el campo

cultural apuntan a la revalorización de los modos en que la identidad nacional se expresa en los museos, en

las artes visuales, en la literatura, con el fin de proteger la reproducción de las identidades tradicionales. Esta

focalización prioritaria de las políticas culturales en la preservación patrimonial-histórica y la promoción del

“arte culto”, corre disociada del pragmatismo extremo que guía la inserción de los países en los procesos de

globalización económica y tecnológica. Al decir de Barbero(16):

“...las políticas culturales de los Estados han desconocido por completo el papel decisivo de las

industrias audiovisuales en la cultura cotidiana de las mayorías. Las grandes industrias

culturales, por el contrario, a través de los medios masivos, están logrando penetrar la vida

personal y familiar, organizando el tiempo libre mediante la oferta a domicilio de

entretenimientos y del manejo estratégico de la información” (1999:317).

Los aportes de numerosos trabajos en la última década revelan que la producción, comercialización y el

consumo de cultura no ocurren en los espacios tradicionales, ni tampoco la generación de empleos ni las

mayores inversiones. Esto no implica desconocer que las imágenes, los símbolos, los valores con los que

cada sociedad se representa e identifica entre otras, siguen ligados a las tradiciones visuales y literarias de

cada nación. Sin embargo, en forma creciente, los medios audiovisuales e informáticos se han revelado con

un fuerte peso en la conformación de identidades e intercambios que trascienden las fronteras.

Pero las industrias culturales no han formado parte destacada –en líneas generales- de la agenda de

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discusión y de acuerdos dentro de las políticas de integración en Latinoamérica. En los acuerdos del

MERCOSUR y en el Protocolo de Integración Cultural de 1996, de facilitación de trámites aduaneros para las

artes plásticas o el intercambio de artistas y escritores, las industrias audiovisuales no figuran como objetivos

de las políticas de acuerdo.

Ahora bien, hay ciertas premisas que deberían tenerse en cuenta en el marco del horizonte señalado, a la

hora de imaginar formas de intervención en el campo de la cultura.

En primer lugar, un punto de partida debería ser la consideración por las administraciones correspondientes

de la necesidad de reformular las relaciones entre desarrollo y cultura, planteando un

distanciamiento de la sola medida estadística del éxito económico y haciendo entrar en juego una gama de

intereses más amplia. Como afirma Borofsky(17):

“En lugar de suponer que el progreso económico genera las condiciones para llevar una vida con

pleno sentido desde el punto de vista cultural, sería más adecuado centrarse en objetivos fijados

desde la propia perspectiva cultural, tales como fomentar la estabilidad de la comunidad o

enriquecer la propia vida; debería reflexionarse sobre el modo en que el desarrollo económico,

como medio y no como fin en sí mismo, puede contribuir a alcanzar tales metas” (1999:72).

En segundo lugar, el reconocimiento de la dificultad –no la imposibilidad- de la intervención ante los

desafíos provocados por los flujos comunicacionales e informáticos, que se articulan con otros

movimientos de internacionalización y globalización de la producción y el consumo. El control, la

regulación de esos procesos se ha vuelto dificultoso por la desterritorialización de la producción cultural y por

la concentración monopólica de la producción y la distribución a manos de poderosas empresas

multinacionales.

Sin embargo, como lo ha puntualizado N. Garcia Canclini(18)

“Entre las industrias culturales de alcance transnacional y las débiles políticas culturales de cada

país existen instancias intermedias” (1999:134).

El autor se refiere a que se debe tener en cuenta ejemplos como los llevados a cabo en la Unión Europea,

acerca de cómo fortalecer las economías regionales en la competencia global: facilitando dispositivos de

integración que posibiliten no sólo la circulación de mercancías sino de personas y mensajes. Por medio de

programas educativos comunes, programas de defensa de la herencia cultural común, regulaciones en

defensa de los derechos de autor y promoción de las industrias culturales propias.

Por otra parte, una reformulación de la política cultural que plantee un enfoque alternativo a los intereses

empresariales altamente concentrados en el sector, debería estar en función de intereses públicos, es

decir, teniendo en cuenta lo que significa para los ciudadanos. Esto implica en principio reelaborar la

significación atribuida a los términos “creatividad” y “expresión creativa”. Frecuentemente, dichos términos

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se utilizan como eufemismos para apoyar a las artes profesionales y a las instituciones del mundo de las

artes y el patrimonio. Como lo enfatiza C. Mercer

“El resultado es una forma de política minusválida, que desvía el debate sobre el apoyo a la

diversidad, la opción y la participación ciudadana hacia cuestiones trilladas sobre bellas artes

frente al arte popular, estatuto profesional frente a estatuto de aficionado, o si las artesanías, el

folclore y otras formas de arte popular deberían ser objeto de apoyo.” (1997: 162).

Por último , cabe destacar que toda iniciativa para diseñar y adoptar decisiones políticas en el campo de la

cultura en América Latina debe superar un serio obstáculo: la poca información existente sobre el

perfil actual de los mercados culturales y los hábitos de consumo. No pueden existir políticas

culturales sin indicadores culturales confiables y la construcción de los mismos es una prioridad que debe

encararse para conocer los movimientos de las audiencias, para cuantificar y evaluar los que se produce, los

montos reales de importación-exportación de bienes culturales, etc.

Finalmente, cabe enfatizar que repensar el papel de lo público y lograr que los estados nacionales

promuevan creativamente algunos de los ejes de políticas culturales mencionados, es una tarea

imprescindible para el área de América Latina. Así lo entiende N. García Canclini cuando en un trabajo sobre

el tema de la integración propone que las tareas necesarias para la renovación de los espacios públicos,

tomando en cuenta las demandas de las culturas étnicas y nacionales a la vez que las condiciones de un

desarrollo globalizado, debieran ser el eje organizador de la agenda de trabajo en los gobiernos y los

organismos internacionales interesados en contribuir a una convivencia democrática y más justa. (1999).

14 - Garcia Canclini, N. (1995) Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México: Editorial Grijalbo.

15 - Garcia Canclini, N. y Moneta, C. (1999) Las industrias culturales en la integración latinoamericana. Buenos Aires: EUDEBA.

16 - Barbero, J. M. (1998) “Experiencia audiovisual y desorden cultural”, en J. M. Barbero y F. De la Roche (Editores).

Cultura, medios y sociedad. Bogota: Universidad Nacional de Colombia.

17 - Borofsky, R. (1999) “Posibilidades culturales”. En Informe Mundial sobre la Cultura. Madrid: Ediciones UNESCO.

18 - Garcia Canclini, C. (1999) La globalización imaginada. Buenos Aires: Editorial Paidós.

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Lecturas sugeridas

García Canclini, N. y Moneta, C. (1999) Las industrias culturales en la integración

latinoamericana. Buenos Aires: EUDEBA.

Yudice, G. (2002) El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona:

Gedisa Editorial.

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