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Adiós a mis libros. Cuentos de ayer y de hoy

Autor: Miguel Ángel Izquierdo Sánchez

Revisión editorial de Citlali Ferrer y de Ricardo Ariza

© Todos los derechos reservados por el autor

Agradeceré sus comentarios al correo: [email protected]

Cuernavaca, Morelos, México, 2014.

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Tabla de contenido

Adiós a mis libros.....................................................................................................................4

Las gemelas de Jaime.............................................................................................................11

La abuela................................................................................................................................14

Yo estoy bien..........................................................................................................................16

Rieles como serpientes...........................................................................................................20

Sonia, hija obediente de mamá..............................................................................................23

Dos personajes estriados sobre fondo negro. (Rayografía para tapices de Man Ray)..........27

Sobre el puente de Boca del Río.............................................................................................32

El séptimo cielo......................................................................................................................35

Concierto de gala...................................................................................................................37

A las puertas del cine.............................................................................................................41

Naufragio de La Esperanza.....................................................................................................43

Fatá........................................................................................................................................45

Ajuste de cuentas en la parroquia..........................................................................................48

Impedimentos cognitivos.......................................................................................................51

Mannino de Pontassieve........................................................................................................55

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Adiós a mis libros

Sería abuso de fingimiento no reconocer que fue tan doloroso como mi circuncisión de

adulto, aceptar el ultimátum de Luisa:

— ¡Vendes o regalas o quemas tus libros viejos o te vas o me voy!

Me quedé mudo al ver su rostro, furioso, desencajado. Hasta un minuto después le

alcancé a contestar:

— Cuando me jubile vendo los que no use. Me quedaré sólo con los indispensables

en el librero del pasillo.

— Conste, en tres meses no habrá más libros en la sala, el comedor, los baños ni en

las recámaras. Desmontarás estanteros y libreros polvosos, saldrán con todo y

ácaros, nos tienen permanentemente enfermos de alergias.

— Quince días después de jubilarme, dame sólo quince días.

— Ni un minuto más.

Así amagado, llegó el día de mi jubilación. En la fiesta que me organizaron en el

trabajo, al brindar “por todos tus caprichos y antojos futuros”, como “para que nadie

nunca más mande sobre ti”, mi esposa con un discreto codazo me recordó:

— Tu primer capricho será botar el desmadre de libros y revistas dispersos por toda

la casa.

A su recordatorio atribuyo mi borrachera de esa tarde, pues lo que había tomado no era

para tanto.

A los dos días —pues al siguiente el brutal dolor de cabeza por la cruda no me dejó ni

levantar—, inicié con cierta promesa interna de una vida nueva, con un sueño nuevo:

iba a gozar regalando libros, en tanto se me hacía una traición a mí mismo venderlos.

Además, soy pésimo negociante, no soportaría el regateo por el precio de un libro que

había llegado a mis libreros con tanta pasión al escogerlo.

Sería buena idea empezar por el comedor, pensé. Decidí establecer como puerto de

salida, la cochera, para ahí hacer la selección de los pocos a guardar y los muchos que

se irían.

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En el comedor, junto a la cocina, montado en una escalera, inicié la bajada de los libros

de idiomas y viajes. Estuve a punto de reclamarle a Luisa, pues estaban cubiertos de

cochambre, una masa grasosa, pegajosa. Pero una voz interior, como dice ella, “mi

intuición”, me advirtió: sería mejor simular que nada tenían y seguir la tarea convenida.

O mejor dicho, la tarea mandatada, pero eso sí, asumida por propia voluntad. ¡Era muy

mi gusto!

Tomé un par de los guantes para lavar platos, lo que facilitaría la operación.

— ¿Con qué se quita el cochambre? –pregunté.

— Con fuego —contestó.

Aunque casi estaba de espaldas a mí, alcancé a percibir una sonrisita contenida en su

rostro.

— No voy a quemar los libros.

— ¡Ah! ¿En los libros? Usa un trapo con pinol y si la capa es gruesa ayúdate con

agua bien caliente y una espátula. También puedes usar lija. ¿Hoy quitas las

repisas?

— Sí, nada más deja que limpie los libros.

— Porque faltan los demás…

— Te dije que en quince días acabo todo.

— Pues ya llevas dos.

— Uno y medio.

Para no avanzar en ese lío garantizado, preferí salir a la cochera. No estaba dispuesto a

seguir con sus provocaciones.

Sentado en un banquito, con la radio encendida en un programa de baladas rockeras, me

di a la tarea ingrata de raspar, jalar, cortar y arrancar cochambre de libros que no se

abrían, sellados de tantos años probando vapores de guisados, caldos, fritangas, cecinas

y demás humos grasientos.

Yo creía que su color oscuro, tan parecido al de pinturas antiguas al óleo, centenarias,

les daba un aire de joyas, valorizándolos. Al quererlos despegar entre ellos, se rompían

sus forros y solapas, cedían las pastas, botaban las telas cuando las tenían. La

alternativa, por demás vergonzosa, era regalar lotes de libros pegados, impracticable.

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Otra era entregarlos despastados con una excusa pendeja. Para pensar mejor el remedio,

decidí releer uno, el menos cochambroso, con nostalgia.

Era El país de las sombras largas, escrito por Hans Ruesh. Había colocado los libros de

viajes en el comedor, junto con los de idiomas, por ser un lugar ideal para conversar

gran parte del día, y qué mejor espacio para platicar ahí sobre nuestros sueños, viajando

por el mundo, con esas guías y revistas.

Con sólo abrirlo sentí la gran carga afectiva y moral que había aportado a mi vida. Entré

en contradicciones íntimas: ¿cómo entregar un libro crucial en mi apreciación de las

otras personas y culturas, que había sido un verdadero parteaguas? No podía ser infiel

al legado de los esquimales, a Hans Ruesch… Era indispensable pasarlo a mi reserva

exclusiva, a una sección que en el acto llamé “los grandes hitos de mi camino”, que

habría de contener sólo libros sagrados. Me dije: aquí iré colocando a esos pocos, a mis

“incunables”, los demás irán al puerto de salida.

Luego tomé el libro “Let´s learn polish”. Lo había comprado por correo a través de una

empresa gringa, al no haber encontrado ningún libro en español para aprender polaco,

lengua que según mis recuerdos infantiles –fotos y escudos de Cravocia y Lodz—, sería

mi entrada al conocimiento de las lenguas eslavas.

En eso escuché el grito de mi doña:

— ¿Vas o no a venir a comer?

Me acerqué al comedor, ella decía que era su tercera llamada y que yo no había

respondido a las dos anteriores.

— ¿Estabas dormido?

— Limpiaba los libros –medio mentí.

— Nunca vas a terminar de sacarlos si los vuelves a leer en la cochera mientras los

limpias, es por demás intentarlo.

Su tema nos llevaba directo a un siguiente choque, así que decidí cambiarle, mientras

me sentaba a la mesa:

— ¿Te acuerdas del libro de Hans Ruesh sobre la vida entre los esquimales?

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— A la hora de la comida no es muy agradable acordarse de la grasa corporal

acumulada en un año sin bañarse y servida a la mesa como caviar a los

invitados. Si me lo preguntaras en la noche no estaría mal. Me acuerdo que eran

tan compartidos que dejaban a sus mujeres acostarse con los visitantes. Eran

muy amables…

No tuve ganas ya de cambiar nuevamente de tema, preferí el silencio.

El segundo día desatornillé las ménsulas que sostenían los entrepaños del librero volado

del comedor, bajé las tablas casi negras y cuando salía vino el segundo recordatorio:

— No vas a dejar esos hoyos sin tapar, ¿verdad?

— ¡Cómo crees! Espera solamente a que lleve esto a la cochera.

— ¿Ya te fijaste que será necesario pintar el comedor para que no se vean los

huecos claros donde estaban tus olvidados? No se puede quedar así, se ve muy

descuidado.

— Lo anoto para cuando haya sacado los libros, no te apures.

— Yo no me apuro, eres tú el que debe apurarse.

Salí para evitar más jaleo.

Mientras transportaba las tablas ahora bicolores por la huella ahumada de treinta años,

las sentí ligeras. Pensé usarlas para guardar cachivaches en la cochera. Al pararlas sobre

el muro, un polvo característico de polillas cayó al piso. Vi su canto trasero y

efectivamente, ahí estaba el rastro garigoleado de esos bichos tragatodo. Sin remedio,

era obligado quemarlas, como había intuido mi doña. No le di el gusto de sentenciarlo y

corroborarlo, me lo iba a cantar doble si se lo platico. Llevé directo a la basura esos

restos huecos de librero, sin darle indicio ni noticia.

Al siguiente día era el turno de los libreros ubicados en la sala, consagrados a mapas,

cuentos para niños, libros históricos, como a una colección de la revista National

Geographic. Fueron seis grandes cajas con libros y revistas a sacar de la sala.

— ¿Cómo ves que dejemos siquiera los cuentos de niños en el librero? —pregunté,

mientras veía una portada con El Rey Mono, cuento fantástico chino, encantador

de chicos y grandes, por años.

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— En esta casa hace mucho tiempo no hay niños y habíamos acordado que todos

esos salían.

Su voz no dejaba resquicio alguno para negociar. Consideré prudente sacarlos con la

carga de gozo que nos habían dado en tardes y noches de lluvia y truenos. Ya en la

cochera, empecé a sacarlos de las cajas. Entre los primeros estaba la colección del

National Geographic. Pronto, revisando las portadas, llamó mi atención aquella sobre

una tribu con cazadoras lideradas por la abuela, experta en uso de cerbatanas, rastreo y

preparación de venenos. Abrí la revista impactado como la primera vez al recibirla de

manos del cartero, peleando entre mis hermanos para llegar primero a él, con su mochila

sobre la parte trasera de su bicicleta. Ahí estaban las fotos con el reportaje de una

cacería conducida por la abuela, sus hijas y nietas, cada una con su cerbatana, terminada

en punta envenenada con líquidos de ranas, mortales. Al cambiar de hoja, descubrí

cómo alguien había recortado una preciosa foto con el título: “Cuatro generaciones de

cazadoras”. El maleante había recortado justamente el espacio en que debieron estar las

nietas lozanas entre 18 y 25 años. Sentí una ofensa enorme, inescrupulosa y grité

rabioso:

— ¿Quién recortó esta foto del National Geographic?

Nadie me respondió, lo que me hizo entrar a la casa buscando al culpable. Sólo Luisa

contestó:

— ¿A quién preguntas? Sabes que sólo estoy yo y no tengo tiempo ni ganas de

andar recortando viejas encueradas.

— ¿Y cómo sabes que eso reclamo?

— ¿Nunca viste que eso hacían tus hijos cada vez que bajaban tus revistas

“culturales”, porque no son pornográficas para ti tantas fotos de mujeres

desnudas en cada revista, ¿cierto? Tampoco sabían inglés tus hijos como para

leerlas.

— Son documentos antropológicos sin tacha, es casi un delito saquearlas. ¡Están

descuartizadas!

— Pues apresa a los maleantes si gustas, son tus hijos, ya pagarás su fianza. Pero no

creo que te alcance a pagar con lo que vendas de tus libros podridos.

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Golpeado moralmente por tanto sacrilegio de las revistas, como por las burlas de mi

doña, regresé a la cochera. Pude corroborar horrorizado que todas las revistas estaban

recortadas en páginas de tribus que aún viven desnudas. No les importó al recortarlas,

incluir títulos de origen, nombres. La colección había perdido su integridad y su valor,

no estaba ni para regalarse. Pero no le iba a dar el gusto de quemarlas, entonces decidí

venderlas como “papel documental antropológico”.

Sería demasiado sufrimiento detallar lo sucedido en los siguientes días, en que fui

perdiendo energías, interés por la vida y ganas de terminar la tarea, con la salida como

en procesión mortuoria, de mis libros. Sus colores, matizados por el tiempo, tenían el

sello de lo antigüo, valioso y auténtico. Los más añejos tenían ese color marrón sobre el

color crema del papel, que les daba el toque de únicos, irrepetibles, alambicados. Como

de biblioteca monacal, misteriosa, húmeda.

En resumen, al décimo día, mientras desmontaba los últimos dos libreros de nuestra

recámara, un chiflido que venía desde mis pulmones empezó a manifestarse. Al inicio

no hice caso, pero a lo largo del día se fue pareciendo al sonido de cuando alguien

presiona persistentemente a una muñeca de plástico. Para la tarde, la temperatura se me

fue elevando, hasta que caí agotado en la cama, dejando los libros en el suelo y el

librero a medio desarmar.

Luisa llegó por ahí de las siete, me encontró dormido.

— ¡Qué bonito! Todo este reguero por la recámara y tú dormidote como si nada.

No puedo pasar a los armarios ni a la cama.

— Tengo frío, parece que me dio temperatura —dije excusándome entre silbidos de

mi pecho—.

— Pero antes de tenerlo tuviste el descaro de dejar todo ese desmadre. A ver qué

tienes.

Me palpó la frente con la palma de su mano.

— Apenas arreglas algo de la casa y te enfermas. No está bien ese silbido.

— ¿No estaré convirtiéndome en gorrioncillo? –quise poner gracia al momento—.

— Ojalá te convirtieras en maridillo ordenado y considerado. Anda párate y antes

de que te vuelvas a dormir déjame libres los pasillos y el paso a la cama.

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Lo tuve que hacer mientras ella preparaba un trapo frío para bajar la temperatura y

calentaba agua para que respirara vaporizaciones de eucalipto.

A la mañana siguiente, con la temperatura sumamente elevada, Luisa ordenó que me

llevaran al hospital donde pasé tres días entre análisis, tubos para descongestionarme y

antibióticos de todas las generaciones disponibles. Resulté con hongos en los pulmones,

de los que habitan en libros antiguos.

Al cuarto día en el hospital, a punto de darme de alta, después de cuchichear con el

médico de guardia, Luisa se me acercó, muy melosa.

— Te van a dar de alta, en un rato nos vamos a casa.

Pensé de inmediato en mis alteros de libros, pendientes de trasladar y ordenar. Miré

recostado, hacia el techo. Ella agregó:

— Por lo agresivo de los hongos, tuvimos que desinfectar toda la casa y mandar

incinerar casi todos los libros —dijo casi diplomáticamente.

Sentí que me jalaban hacia arriba la mejilla derecha con un alambre, llevándose de paso

a la boca y que allá arriba los enredaban junto al ojo, sin retorno.

Debió llamar al médico que estaba firmando el alta, para atenderme otra vez de

urgencia. Al día siguiente, cuando desperté, atolondrado aún por el sedante, ella me

hablaba con suavidad, entre nubes. Se le veían unas ojeras verde oscuras, como nunca.

— Tranquilo, tranquilo. Ya entendí que no puedes desprenderte de tus libros, no los

dejas ir. Prefiero que vivas con ellos a que mueras por no tenerlos. Encontré una

solución que nos vendrá bien. La vecina Lula nos ha rentado su cuarto de

servicio que no usa, ahí podrás ir metiendo los libros nuevos que compres.

Cerré otra vez los ojos, viendo la rojiza hoguera humeante, sobre la que se difuminaban

las ilustraciones de las pastas, se desgarraban los títulos, explotaban palabras y letras en

chispas, irradiando como cuetes, pero sólo en colores negro, marrón y crema. Intenté

sacar del fuego a Moñigüeso de Jorge O. Cardoso, la Antología en los brazos de Jorge

Debravo, que se quemaba junto con su motocicleta. Sentí que me detenían cuando

estaba por salvar mi colección de revistas de la serie “El Cuento”.

— ¡Déjenme, no los volveré a conseguir! — alcancé a gritar, desesperadamente—.

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— Tranquilo, tranquilo – repetía mi esposa, mientras quitaba mis manos del fuego

y allá quedaban traicionados, calcinados, mis seres amados—.

Las gemelas de Jaime

Ir por cinco litros de leche al establo de don Juan, hiciera frío o calor, era para Jaime

mucho más que un deber casero. Era la oportunidad de jugar unos minutos con las

gemelas, hijas de don Juan, pequeñitas de tres años, con cuatro años menos que él.

Gustaba jugar con ellas mientras le despachaban, escondiéndoseles entre las jardineras

que rodeaban una pileta, llenas de pensamientos, y más allá, en medio de los cultivos de

yerbas de olor que tenía el más renombrado cocinero de barbacoa de la colonia Santa

Julia.

— Voy por miel —decía Jaime, desconcertando a sus vecinos cuando salía rumbo a

casa de don Juan, pues llevaba en mano una garrafa para leche. Sólo él sabía del

deleite que era estar con ellas.

Entre juego y juego, los tres consiguieron ganarse mutuamente afecto incomparable, en

el que no cabían otras personas más, como la confianza de don Juan, campesino celoso

y reservado. A los doce años de las gemelas, ya las dejaba salir con Jaime y sus

hermanas Zita y Esperanza, a andar en bicicleta por los campos cercanos a Chapultepec.

O les permitía salir a jugar el volibol con él, al atrio de la iglesia más cercana. Tanto

cariño les tenía que Jaime llegó a preguntarse a los quince años si podría casarse con las

dos, pues no aceptaba en sus sueños separarse de ninguna de ellas.

— Somos como un trébol —solían decir para entonces, colocándose mutuamente

esas plantitas en sus cabezas.

Con los años de conocerlas creía haber aprendido algunas diferencias entre ellas, al

menos las del espíritu. Apenas ellas lo notaban, armaban un ardid para engañarlo

actuando opuestamente al rasgo que él creía haber identificado que las diferenciaba. En

cuanto a sus apariencias, nunca resolvió los acertijos que le ponían para adivinar cuál

era cuál, cuando se vestían y peinaban idénticas. Gozaban con verlo perplejo, mirando

ya a una, ya a otra, esperando la menor señal para adivinar quién era Luisa o Lola. Un

juego que empezó a complicar las cosas entre las gemelas fue invento de Luisa, cuando

salió a recibirlo, diciendo que era Lola, pues cuando más tarde salió Lola, Jaime la

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llamó Luisa, se armó la discusión entre las hermanas. Una se vengaba de la otra

reiniciando días después el mismo juego, para perjuicio de la otra.

— Me las voy a pagar —le dijo una a la otra, después de una discusión de ese

género, queriendo decir “me la vas a pagar”.

Con esa frase los tres carcajearon e hicieron las paces entre ellas. Desde entonces era

esa su frase mágica para salir de disgustos.

Pero los juegos identitarios tomaron otro rumbo cuando Jaime terminó sus estudios,

teniendo que preparar su viaje a otra ciudad donde había conseguido empleo. Entonces

sintió la necesidad de tomar una gran decisión, la más importante de su joven vida: a

cuál de las gemelas pedir en matrimonio a don Juan. Para ayudarse a resolver su enorme

duda, quiso avisarles al mismo tiempo de su pronta partida. Esperaba alguna pista por

parte de ellas, que le ayudara a elegir, pues él era incapaz para definirse. Creía amar a

ambas, sin distinción. Se sospechaba querido también por ellas. Entonces, ¿por cuál

decidir?

De visita en casa de las gemelas, ahí donde pasaban alegres ratos platicando, junto a la

pileta, les anunció su partida en dos meses, para trabajar fuera de la ciudad de México.

En un momento en que Lola fue a atender un encargo de su madre, Luisa aprovechó

para darle la clave que buscaba:

— Lola se pondrá tristísima de tu partida, te ama.

El rostro de Jaime se iluminó, y completamente emocionado, dio a Luisa un beso en la

frente, henchido de agradecimiento porque creyó haber resuelto su dilema.

Pediría a Lola, se dijo, sin mirar a Luisa, quien continuaba con los ojos cerrados,

tragando el sabor más amargo por haber dicho aquellas palabras que la alejarían para

siempre de su amado. Ella se sabía más fuerte que Luisa, por eso resolvió cederlo. No

soportaría ver sufrir a su propia alma, la de Luisa, la suya, tan afines eran una y otra.

Cuando abrió los ojos, Jaime se despedía rumbo a su casa y no alcanzó a ver las

lágrimas que derramaba desde su corazón. Serían su secreto, un secreto que ni a su otra

alma podría compartir. No tenía ya más a partir de ese momento, con quién llorarlo. Su

premio había sido el primer beso de Jaime para cualquiera de ellas, ya señoritas de

dieciocho años.

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Los dos meses siguientes los ocuparon junto con sus familias en los preparativos de la

boda. No fue sino hasta el momento de despedirse para viajar a la luna de miel, que

Luisa estuvo tan cerca de Jaime como para que él le dijera conmovido:

— Toda mi vida te lo agradeceré, Luisa.

Ella no tuvo fuerza para levantar la vista, apenas pudo articular un adiós con mirada

baja y una media sonrisa.

A partir de entonces, separadas por cientos de kilómetros, Lola ponía al tanto a Luisa

mediante largas cartas de su vida con sus hijos y con Jaime. En cada una de las cinco

veces que estuvo esperando un hijo, cuando Lola avisaba a Luisa que estaba

embarazada, el mismo día salía carta de Luisa para Lola preguntándole si había

concebido, pues tenía ya varios días sintiendo todos los síntomas que su gemela. Siete

días después, tantos como tardaba el correo entre la ciudad de México y San Luis

Potosí, al leer sus respectivas cartas, las dos se reían de gozo al saber que seguían siendo

una el espejo de la otra, y que compartían idénticos sentimientos, a pesar de la distancia

y del tiempo pasado.

Pasados dieciocho años desde la separación de las gemelas, cuando todo iba normal en

sus familias, una llamada telefónica de larga distancia interrumpió la sobremesa de

Lola, Jaime y sus hijos. Jaime tomó la bocina y escuchó un mensaje sin pronunciar

palabra. Cuando él estaba a punto de llorar, Lola le preguntó: ¿ha muerto Luisa, verdad?

Sin voltear a verla, colgando el teléfono, Jaime asintió. Se abrazaron, sintiendo que

faltaba Luisa para completar el trébol. Dando a Lola un beso en la frente, Jaime dispuso:

— Preparemos las maletas. Nos vamos a México de inmediato.

No soltó la mano de su amada durante las doce horas del viaje en ferrocarril. Imaginaba

que corría tomado de la mano de las dos gemelas y que juntos los tres se escondían de

un mundo amenazante que se empeñaba nuevamente en separarlos, entre los alfalfares

cercanos a los campos de Chapultepec. A Jaime le asaltó entonces una grave duda: ¿a la

primera que besé fue a Lola, o a Luisa?

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La abuela

Habían pasado cinco días desde que la abuela Zoyla no despertaba, salvo para sorber

papillas y atoles, bajo la presión de Lety, su desvelada hija.

Nunca antes había pasado por una crisis tan larga. Ni siquiera cuando le dio una embolia

a los setenta años, tras dejar ensangrentado en el suelo a uno de sus yernos, de un

atinado botellazo, por defender a una de sus hijas. Ni cuando su hígado redujo al

mínimo su trabajo, a los ochenta. Ni durante todas sus frecuentes infecciones de riñón,

desde cumplidos sus noventa. Ni cuando perdió a tres de sus amados hijos adultos,

después de aciagos hechos, entrada en noventa y cinco.

Su agotamiento era para todos, desde hijas ancianas hasta tataranietos, un signo

inconfundible de que la antes visionaria e imbatible abuela, tan apegada a la vida como

al cuidado de su descendencia, cedía finalmente a la muerte, al rayar los cien años.

La noticia de su preocupante estado circulaba por todo el pueblo, de boca en boca, y

fuera del allí, por vía telefónica, ante la incredulidad de todos: ¿será posible que no

batalle esta vez?

A las seis de la tarde del quinto día, estaban la sala, la cocina y el corredor de su casa

llenos de descendientes y vecinos. Esa tarde su nieta Yoli, muy chapeada y con la boca

pintada, trajo discretamente un grueso cirio, por lo que se ofreciera. Jaira, su segunda

hija, mandó desde San Luis un par de candelabros de bronce, como por si acaso. Un

sobrino se comunicó al cementerio, para asegurarle un lugar y que no hubiera

contratiempos, en caso necesario.

Ahí estaba su nieto Remberto, al que salvó metiéndole toda la mano en la boca para

sacarle de la garganta un hueso de pollo. Remberto platicaba con Juani, a quien la

abuela curó de empacho con rosas de castilla molidas. Ahí estaba Luis, el sobrino a

quien la abuela propinó soberana cueriza al descubrirlo de madrugada comiéndose el

pan de toda la familia; Luis platicaba con Tacha, la bisnieta a la que la abuela había

presionado para que no se casara, sino que se arrejuntara, tras oler en el humor del novio

su carácter violento. Tacha efectivamente le había hecho caso más por la aventura que

por el vaticinio, que resultó cierto y la motivó a no casarse. Ahí estaba Magdalena, a

quien había recomendado le preguntara directamente a su novio si no era puto, cuando

le informó que la futura suegra les acompañaría al viaje de bodas. No le hizo caso, por

eso acabó divorciándose. También estaba entre las visitas Rosy, atendida por ella como

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partera, ante la ausencia de médicos una madrugada de año nuevo. Ahí estaba Petra, a

quien la abuela había predicho triates, ante el desconcierto del único pasante de

medicina asignado hacía años al pueblo. Ahí estaban varios abandonados por la

comunidad, ancianos o contrahechos, a quienes la abuela dio de almorzar por años,

mientras tuvo fuerzas y ordenó dar de almorzar desde su cama, mientras tuvo

conciencia.

Las pláticas de sus cuidadoras fueron interrumpidas por tres hondos suspiros de la

abuela, dejando en el ambiente un silencio que contagió a quienes aguardaban su muerte

en la casa o fuera de ella.

Enseguida, como si fuera su turno en una avanzada conversación familiar, con enérgica

voz y ojos aún cerrados, la abuela ordenó:

— Mira Yoli, déjate de puterías pues no tarda en enterarse tu marido. A mí no me

vas a engañar con esos adefesios y arreglitos que te estás poniendo los últimos

días, con tus frecuentes salidas a Guayacán por cualquier tarugada. ¡Ocúpate

mejor de tus hijos!, ¡mucha falta les haces!

Todos la escucharon, todos evitaron mirar a Yoli. Discretamente, parientes, vecinos o

mantenidos se fueron despidiendo uno a uno, felices, convencidos de tener abuela con

vida por lo menos otros cinco años.

— ¡Ah pinche abuela! –dijo para sí Yoli mientras se retiraba—, ¡ves y jodes más

dormida que despierta!

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Yo estoy bien

— ¡Claro que soy feliz! ¿Cómo creen que no? Ahí lo ven, lo tengo todo: esas dos

series calientitas como de ochenta libros de Casa de las Américas, con las

mejores novelas latinoamericanas y del Caribe, libros de cuentos, de poesía,

todos premiados, no me los acabaré en semanas. Entre ellos están los cuentos de

Onelio Jorge Cardoso, como la “Negrita”, “El Cuentero”, que leo y releo, pues

me convencen de que no puedo estar mejor, acompañado de personas vitales

como sus personajes, niños y viejos. Soy feliz con ellos, vivo con ellos, siento

con ellos. Regalo los libros y los vuelvo a comprar, gozo con saber que otros los

leen.

— ¿A poco para ti eso es ser feliz? No me salgas con ese cuento, —me atajó

Francis desde la duela del piso, al lado de su prima Raquel.

— Bueno, no sólo eso. También me gusta viajar. En ese caso tomo alguna de las

traducciones soviéticas. Miren ésta de Chinguiz Aitmatov: “Dzhamila”, una

novelita sobre una joven campesina kirguisa, a quien me imagino

acompañándola a caballo, a galope por la estepa, como su joven cuñado,

enamorado de ella por años sin darse cuenta hasta que la vio huir con su

hermano.

— ¡Pero para un hombre no hay como enamorarse de una mujer viva! Déjate de

acompañar a jóvenes imaginarias, lleva mejor a una novia de la mano –fue la

interrupción de Raquel.

— Pues si de eso se trata, sigo enamorado de Nástenka, la chica de “Noches

Blancas” de Dostoyevsky. No me quito la idea de encontrarme con ella sobre el

puente, en medio de la nieve, radiante toda ella entre la bruma. Ella existe, anda

por ahí, no pierdo la esperanza de volver a verla, y hagan de cuenta que es mi

novia.

— ¿Qué te pasa? Son sólo personajes de novela —enfatizó Raquel, con la cara

entre sus manos. Empezaba a desesperarse.

— Piensen lo que quieran –les digo—, todos esos personajes me hacen sentir vivo,

estar vivo. Hasta lloro al releer la vida imposible de la segunda pareja del doctor

Zhivago; me angustio con los dilemas de él, ante sus dos amores, porque creo

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que ambas mujeres de su vida merecen ser amadas. Estoy seguro de que si lo

han leído hasta ustedes estarán enamoradas de Zhivago.

— ¡Dale con eso! –ahora fue Francis la que me alegó—. Los chavos de tu edad

andan a estas horas bailando en los antros funky, ligando. Mírate a ti: leyendo

recostado día y noche o dormido en pleno día. Da risa que eso te atraiga o te

entretenga, son puros sucedáneos de la vida verdadera. Me irritas.

Eso comentó, mientras sacaba un cigarro, cada vez más empeñada en hacerme ver,

según ella, mi ceguera ante el espacio exterior a mi recámara.

— ¿Para qué salir a escuchar música o bailar, Francis? –le contesté—. Mi hermano

nos compra y comparte los discos más recientes. No digas que no, tú también los

disfrutas usando los audífonos con los que viajamos sin salir de casa. Por eso

andan por aquí rolando los músicos y músicas más netos de bandas y peñas, de

salas de concierto, artistas como tú, que les ves en los ojos cómo devoran las

letras de Stevie Wonder, los solos con teclados electrónicos de Weather Report,

las improvisaciones españoladas de Chick Corea, las orquestaciones con

tambores y trompetas de Oliver Nelson, para luego interpretarlos en sus toquines

de los antros como conciertos que dices. ¿Qué te voy a decir a ti, Francis? Tú

misma disfrutas mejor aquí escuchándolos, cantándolos. Eso, mejor canta,

canten juntas, ésa de You are the sunshine of my life. Sus voces son mejores que

las del coro de Stevie. Si cantan esa hasta creo que me animo a acompañarlas a

una de sus fiestas.

— Pero nada más te animas, pues llegando a la puerta del departamento te regresas

con cualquier excusa pendeja —se burló Raquel. Sus hermosos dientes brillaban

tras gruesos labios casi morados de afrocaribeña.

— Raquel, sí salgo, al menos a caminar, algunas tardes. Salgo cuando es

indispensable, como para ir de compras a la librería del Fondo, ahí venden las

novedades cubanas, o a la colonia Roma, donde se consiguen traducciones de

escritores soviéticos y africanos. De paso compro la revista Literaturnaya

Gazeta, con bellos cromos de mujeres tristes o con paisajes horrendos de la

segunda guerra mundial. Todo eso me acerca a la realidad. Te la presto si

quieres, no ves esos estilos ni artistas en ninguna galería ni museo de por acá.

— ¿No te das cuenta aún de que es anormal que a tus veinte años no tengas novia?

¿No te gustaría tener a una entre tus manos, acariciarla? – Francis había decidido

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sacarme de mi encierro, así fuera a base de preguntas que me molestaran—. No

es normal que dejes de hacer deporte y que tengas ese cuerpo esquelético. Te

sacudiré por los hombros hasta sacarte del autoengaño en que estás hundido.

— Anormal sería que no escuchara música, que no leyera –le contesté.

— No es normal que no te arregles, no es normal que no te dé el sol de la mañana,

que no tengas amigos, que te escondas de las mujeres de carne con hueso, que

tengamos que venir a verte hasta tu cuarto, pues casi ni al recibidor sales, que

tus hermanos no se den cuenta de que eres un ermitaño en un oscuro edificio de

una ciudad atiborrada de habitantes.

— ¡Déjalo ya, Francis! —medió Raquel—, no se trata de atacarlo.

— ¡No lo estoy atacando, lo estoy resucitando! Quiero que se dé cuenta de lo

equivocado que está. No es vida la que lleva aunque lea lo vivido y escrito por

otros, aunque escuche música que otros producen o seleccionan.

— Mejor canten, me gusta cómo cantan.

— No le saques, Miguel. ¿Te gustan las mujeres? ¿Te gustamos? ¿No te gusta

Raquel? ¿Puede acaso no gustarte Raquel?

— Francis —suplicó Raquel—, ya déjalo en paz.

— ¿No es preciosa? –insistió Francis.

Se han ido Raquel y Francis, despidiéndose de beso, pero con cara de fracaso. Al irse

Raquel, apenas nos habíamos besado las mejillas, jaló mi cabeza hacia la suya hasta

tocarnos por un instante las frentes, mirándome a los ojos, retadora. Quedé electrizado.

No soporto lo que siento. ¿Qué quiso decirme Raquel?

Me pondré a leer y a escuchar jazz, samba y rock. Nada de salsa ni rumba. No abriré a

músicos, teatreros o pintores, que vienen seguido a visitarnos. Beberé lo que haya:

coquito veracruzano, o mezcal potosino traído por Los hermanos Gandalla, o charanda

michoacana que traen los Muecos.

Me pongo los audífonos para atravesar la selva brasileña con los arreglos de Moacyr

Santos, a caballo, con el clarinete de Paulo Moura. Con Entrance de Edgar Winter voy

ascendiendo cíclicamente por las nubes; estoy en el cielo con la guitarra de Mahavishnu.

Lo tengo todo. Vuelvo a ser feliz.

Yo estoy bien, pero, ¿qué me quiso decir Raquel?

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Rieles como serpientes

No volverán los trenes a requintar sus ruedas sobre los rieles de Rancho Nuevo, ni a

cargar con nuestras tristezas y alegrías, dijo don Lupe, lapidario, oteando hacia el último

tren que desaparecía entre las colinas.

— Ni las mulas ni los bueyes podrán con los fardos que traemos de envidias ocultas

y rencillas balaceadas, para llevarlas de aquí a Rancho Perdido, como de allá

para acá. Sólo los trenes podían con ellas, pero chirriando en alto, —cerró con

esas palabras el tema.

Su hablar tenía raigambre en las consejas y creaciones verbales de su madrastra, mujer

analfabeta que comandaba antaño en su hogar como en su pueblo con los juegos de su

palabra.

Se desparramaron entonces los veinte pobladores de Rancho Nuevo que habían recibido

en la terminal porfirista, la desgarradora noticia de la venta del ferrocarril a una empresa

que no lo iba a usar más, ni permitir usar a los habitantes de las rancherías de la Sierra

Negada, sin carreteras ni otro acceso, más que las vías del tren.

— No nacimos mancos ni rengos, podemos usar las vías para navegar en carriolas

ligeras, aventuró don Lupe esa noche ante los vecinos reunidos frente a la

capilla, derrotados por las malas noticias. Eso picó el orgullo a Heliodoro,

maquinista jubilado, quien le siguió la idea. Tenía unos libros viejos con diseños

de carritos de rieles, propios para circular a fuerza de brazo por las vías del tren.

Él echaría a volar los carromatos sobre los rieles, ligeros para mover las

mercancías que necesitaba Rancho Nuevo. En eso hasta los de Rancho Perdido

se les unirían, afectados como ellos por la suspensión de las corridas del tren.

— ¿Y si nos lo prohíben? —preguntó un vecino temeroso.

Se hizo el silencio entre todos los presentes. No contaban con ese contratiempo,

bastante era que no circulara el tren como para tener un peor mal.

Después de unos segundos, don Lupe les expuso su plan.

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— Para vivir hemos vencido a sagaces lobos y acorralado a briosos venados,

protegidos por la floresta. Para seguir viviendo, ¿no podremos adornar con

plomo la sien de unos vendesueños, a plena la luz del día, para con ellos nivelar

nuestro terreno? Nos sobran carabinas para festonear las carriolas.

Cada uno a su manera, imaginó el carro de don Lupe, armado con el arte y oficio de don

Heliodoro, timoneado por fogosos jóvenes de Rancho Nuevo, en competencia con los

de Rancho Perdido, y todos unidos contra los que les privaron de sus imprescindibles,

muy dormilones trenes.

Construyeron los carros bajo la dirección de Don Heliodoro, usando toda clase de

fierros, pernos, placas, ruedas, cinchos, vigas y polines, que nadie había venido a

recoger de la empresa maldita. Cada uno de ellos estaba protegido por una plancha

protectora de acero, con grandes orificios por los que se podían meter las carabinas, para

dar la batalla al enemigo. Pronto entraron en desuso ante la evidencia de un adversario

que no daba la cara ni enviaba a sus representantes, dejando en el abandono las

instalaciones compradas.

Los jóvenes de los Ranchos rivales competían efectivamente en fortaleza y velocidad

conseguida a brazo partido, movilizando aquellos pesados carros, cuesta arriba, para

luego dejarse llevar, con peligro, cuesta abajo.

— Un emperador no compra a cambio de nada un palacio ni lo deja convertirse en

lote baldío, — sentenció Don Lupe.

Le extrañaba el silencio de la compañía compradora del tren. Nadie le hizo caso, pues

habían conseguido poner nuevamente en movimiento personas y mercancías entre los

ranchos de la sierra.

Fue hasta que cinco años después que las cosas cambiaron, en plena temporada de

cosechas, cuando en la ciudad más próxima ofrecieron contratar a jóvenes fuertes, listos

para trabajar a todo lo largo de la carretera panamericana, con prestaciones atractivas,

salarios “competitivos”, en trabajos a la sombra y con posibilidades de ascenso a

conductores de tráiler.

Ahí llegaron una tarde los jóvenes de Rancho Nuevo y Rancho Perdido. Eran los ideales

para ese tipo de trabajo de estibadores de la empresa trailera más importante del norte

del país, la más prometedora en el ramo. Los diez que solicitaron empleo fueron

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contratados, con salarios que eran insoñables en sus pueblos. Orgullosos, se despidieron

una mañana de sus padres, hermanos y vecinos, con la promesa de regresar con el

tiempo, a echar a andar con trenes las rutas abandonadas.

Desesperanzado, don Lupe acotó tras la partida:

— Se acabó la semilla nueva en Rancho Nuevo. Una serpiente bífida tramó en la

noche regalarnos la barranca, para engullirse de madrugada a nuestros hijos.

Sólo nos queda una rabia grande para rumiar este colosal engaño.

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Sonia, hija obediente de mamá

Sonia, inmóvil, observaba en su asiento, si acaso moviendo el cuello, la algarabía de los

niños que como ella, habían sido invitados a la fiesta de cumpleaños en casa de Beto, su

compañero de la escuela. El moño blanco de su cabeza hacia juego con sus calcetas,

limpias como su calzado de charol. Su vestido era de olanes muy bien planchados, color

de rosa, como el de su sus pequeños aretes. Tan estática posaba que casi le producía

mareo ver corretear de un lado a otro a sus compañeros, que brincoteaban, se

escondían, o arrancaban de repente en persecución vertiginosa de algún otro compañero.

A su lado, sobre la silla vecina, colgaba un gran bolso, inseparable de su madre, repleto

de medicinas para contrarrestar toda clase de enfermedades, reales o inventadas,

reconocidas o probables de existir, que su dueña complementaba con recetas para

conocidos y extraños, a los que les imponía su ingestión con frases tan seguras que

convencían a incrédulos de nacimiento y a escépticos por convicción. Por supuesto, su

primera clienta era Sonia, su única hija, a quien administró una dosis, antes de salir a la

fiesta:

— Por aquello de que te trastorne un dolor de cabeza, tómate esta aspirina, te

evitarás mayores daños.

Muy comedida, le zampó más adelante:

— Están por dar las seis de la tarde y con el pedazo de pastel que comiste, te va a

doler el estómago, no vas a soportar los cólicos, tómate esta cápsula de …

Los niños seguían mientras tanto en sus correrías, pasando de jugar a las escondidas,

luego al burro por delante, al bebeleche, a la silla desaparecida. Durante los juegos, ya

una niña, ya otro niño, pasaban junto a ella invitándola a jugar. Ella se concretaba a

sonreírles. Entonces ellos volteaban a ver a la madre, suplicando la dejara irse con

ellos. Ésta, con un gesto inconfundible, le negaba el permiso. Era por demás, no había

manera de convencerla.

Sonia sólo estaba autorizada a verlos jugar. Dos años atrás había dejado de intentar

integrarse a los juegos de vecinos, parientes y compañeros de escuela, atendiendo

obediente, las advertencias calamitosas de su madre:

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— No corras porque te puedes fracturar un brazo al caerte y no pararás de llorar —

era una de sus preferidas.

—No brinques porque al caer se te hará pedazos un codo y tardarás meses en curarte —

era otra de sus sentencias.

— No comas a deshoras porque se te revolverá el estómago y no te dejará el

chorrillo.

A sus siete años, Sonia se reconocía como un mueble vivo, que se sobreponía a

cualquier silla, sillón o banco. Su única elección al llegar de visita, era el color del

asiento en el que descansaría las horas, mientras su madre se ocupaba de llevar toda

conversación al tema obligado de curas, precauciones, remedios infalibles y tragedias

por no atender lo que la ciencia médica recomendaba a través de sus advertencias.

Sus vaticinios siempre se cumplían, en especial en esas fiestas de niños, sus predilectas

para demostrar sus dotes agoreras. Así fue por supuesto también esa misma tarde,

cuando al jugar a la roña, un niño se topó con otro y ambos salieron con tamaño chipote

en sus cabezas.

— ¿No se los dije? Donde hay niños hay accidentes, eso es una ley –y dirigiéndose

a las madres de los accidentados, les ofreció—, tengan esta pomada ectópica

para la hinchazón y esta pastilla para quitarles el susto, de paso los calma para

que no anden a tanta velocidad.

Las madres le agradecían su comedimiento, tomaban de sus manos el ungüento y

procedían a escuchar la retahíla de recomendaciones que acompañaban la receta, en

boca de la mamá de Sonia. Con eso pagaban el precio de la pomada.

Más adelante, cuando los niños jugaban por equipos a jalar una gruesa cuerda, juego en

el que perdía el equipo que pasara de la línea central que los separaba, dos niñas fueron

a caer de frente, raspándose una un codo y la otra sus rodillas, ante las carcajadas del

resto de participantes.

Con orgullo, la mamá de Sonia, confirmó su premonición:

— Todos los juegos de niños son un peligro. Ahí está otra vez la prueba.

24

Y procedió a sacar de su gran bolso merthiolate, gasas y agua oxigenada, que ofreció

solícita a las mamás de las accidentadas. Entre lloros y gritos contenidos, les fueron

aplicando las curaciones, rodeadas de criaturas que se estremecían al ver la sangre y las

burbujas que hacía el agua oxigenada sobre las heridas de color naranja y rojas. Algunos

prefirieron taparse los ojos y otros retirarse con expresiones de dolor en sus rostros y

brazos, jalando aire entre sus dientes. Sonia pudo elegir cerrar los ojos y empezar a

cabecear, levemente.

La mamá de Beto aprovechó el momento para ofrecer el pastel a sus invitados, lo que

todos festejaron cantando y cuando pudieron, solicitaron doble ración. Sonia se

recuperó del sueño, una voz le recordó que tenía derecho en esas extraordinarias

ocasiones, a pedir doble postre. Saboreó la cubierta del primer pedazo, que tenía la

pierna de un futbolista, cuyo balón había sido reservado para Beto, el cumpleañero.

Algunos niños que terminaron pronto su parte. Los más inquietos, no esperaron a la

segunda y se fueron a jugar. Ella, desde su seguro asiento, saboreó lentamente la

segunda ración.

Vinieron entonces los juegos reposados, “para que les hiciera la digestión”, según las

consejas de las madres. Empezaron con el “teléfono descompuesto”, que les hizo

carcajear a todos. Sonia volvió a su ensoñación. Siguieron con el juego preferido en esas

ocasiones de Beto, “las estatuas de marfil”, en el que todos guardan silencio y van

perdiendo los que se mueven, hablan, gritan o se ríen, ante los ojos escrutadores y

provocadores de sus compañeros. Sonia empezó a cabecear más seguido, ahíta e

inamovible.

Niñas y niños se esforzaban por contener el habla y las risas y lo iban logrando cada vez

mejor, a pesar de los gestos, guiños apenas perceptibles de sus compañeros. El silencio

se hacía cada vez más largo y pesado. La vista se concentraba en las alturas, o vagaba

por los pies de los demás, para evitar las miradas peligrosas y seguir en el juego. El

silencio expectante, dominaba en la fiesta.

La mamá de Sonia continuaba su plática con otras mamás a su lado, sobrada de

sugerencias, recomendaciones, garantías de curas y remedios para todo tipo de

enfermedades, tanto de mujeres, como de hombres, que cualquiera de ellas ponía a su

consideración. Las tenía azoradas al grado que cada vez con más frecuencia asociaban

alguno de los consejos que escuchaban, con cierto síntoma de sus hijos.

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En eso, se escuchó un golpe seco, extraño, como la caída de un coco en el piso. Todas

voltearon a su origen. La niña del moño blanco yacía rígida sobre el concreto del patio,

a un lado de la silla que estuvo ocupando. Sus brazos seguían la línea de sus piernas,

como si siguiera sentada, pero ahora era su costado el que le daba apoyo. Sus

extremidades se movían levemente de manera incontrolable, con respingos. El grito de

reclamo en la boca de su madre rompió con aquél grave silencio:

— ¡Hija, te dije que no te durmieras!

26

Dos personajes estriados sobre fondo negro. (Rayografía para tapices de Man Ray)

Carmen y Luis, una pareja de tortolitos cincuentones, estaban con prisa por casarse,

ambos en segundas nupcias, teniendo sus respectivos hijos mayores. Todos sus

conocidos se admiraban de que teniendo los dos el carácter fuerte, se entendieran tan

bien como parecía. Cuando les preguntaban cómo se llevaban, respondían dándose un

beso prolongado, asegurando que estaban en su pre—luna de miel y en los preparativos

para la boda. Ya casados, continuaron indefinidamente su enmielada luna, que divertía a

más de uno y hacía envidiar a más de otra. Rompían día a día, según se regodeaban al

platicar, el récord en duración de todo enamoramiento humano.

A los seis meses, en plena etapa de decoración de su nueva casa, llegó por correo

especial un cuadro que Carmen había escogido cuidadosamente de un catálogo de

Internet, días después de su boda. Era una fotografía de Man Ray, el afamado fotógrafo.

Era mediodía, después de comer y les acompañaba un sobrino de ella, quinceañero,

demasiado reservado para su edad.

Abrieron cuidadosamente el paquete. Al aparecer la imagen, ella la tomó y acercándose

a la pared más amplia de la sala, les preguntó, cómo si no supiera dónde pretendía

colocar la foto:

— ¿Qué les parecería si la colocamos aquí?

El marido siguió estudiando la foto, su sobrino hizo un gesto de aceptación.

Carmen continuó con su plan:

—Me gusta para que la pongamos aquí, combina con los muebles de la sala,

blanco y negro...

— Es muy pobre en colores, mejor pon ahí algo más alegre —fue la respuesta

negociadora de su enamorado.

— Es de gran calidad, el autor es reconocido mundialmente, me dicen mis amigas.

Me costó mucho, dos mil quinientos pesos más el envío. El original vale casi un

millón de dólares.

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—Ni quién lo conozca por aquí. Será muy reconocido en su tierra, pero te puedes

conseguir otro más barato ahí en la plaza, más grande y de colores que alegren la sala y

hasta le haces un gran favor a un artista local.

— Olvídate del costo, ya lo pagué, ¡es de colección!  Bueno amor, ¿qué no te gusta

del cuadro?

— Para empezar no se sabe quién es el hombre… porque es una pareja, ¿no es

cierto?

— La mujer es la de la izquierda, está muy bien parada, tiene porte, ahí se le ven sus

largas piernas, presumiendo sus senos. El hombre claramente es más alto, solo que

vuela hacia ella, angelicalmente, desde la ventana, como abriéndose paso por las

cortinas hacia su amada.

— Mira los pies de él, no vuela como ángel, sino que los dobla por los tobillos

como un bailarín jotete… ella se ve muy altanera, como que ni lo pela.

— Él viene de la claridad a juntarse con ella en lo oscuro. Mira, se ve que la ama.

— Más bien parece un eunuco que llega volando a ella para hacerle los mandados.

Carmen giró la vista hacia su sobrino:

— ¿A ti que te parece, Claudio?

Claudio miraba hacia uno y otra sin atreverse a responder. Luis le salió al paso, antes de

que interviniera.

— No lo metas en esto, es cosa de nosotros.

— Sólo le pregunto qué le parece, no dónde estará mejor colocado.

— Me quieres mayoritear, ¿verdad?

— ¿Cómo crees, amor? Si te parece, luego decidimos.

Ella terminó la discusión plantándole un beso largo, indiscreto, ahí frente al sobrino.

Al término del beso Carmen acotó:

— Cuando esté enmarcada la vamos a apreciar mejor.

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Dos días después, ya enmarcada la foto, ella la colocó sobre el muro más largo del

cuarto de visitas donde se alojaba Claudio, para no reñir con Luis. Claudio se detuvo a

contemplarla. Ahora estaba más seguro de seguir coincidiendo con Luis, aunque

secretamente, respecto a la fotografía de Man Ray, pues no veía en ella a un hombre

sino a un ser asexuado que cae, o por lo menos se doblaba ante una poderosa matrona.

A la mañana siguiente, en el desayuno de domingo, Claudio comentó adolorido a sus

tíos, al llegar a la mesa:

— Oigan tíos, no sé qué me pasó, estoy todo adolorido de las manos, me

amanecieron raspadas y con sangre seca.

Se las mostró a sus tíos.

— Te saliste de farra con los vecinos, no te hagas güey—, fue el comentario burlón

de Luis.

— No tío, ustedes me vieron ir a acostar después de que terminamos de ver la

película...

— ¿Seguro que no te fuiste de parranda?— fue también la duda de Carmen.

Riendo de su desconfianza, todavía adolorido, Claudio se negó:

— No tía, ¡cómo crees!

— Pues no tienes moretones en la cara, ¿no te duele otra parte del cuerpo?

— Nada, sólo los nudillos, sólo ahí tengo sangre.

— Está raro: o nos quieres hacer pendejos o te diviertes como masoquista

dañándote para no lavar los trastes. Pero de todos modos hoy te tocan— fue el

comentario de Carmen.

— Ese no es el problema, tía, me pongo guantes, ¿pero cómo me pasó esto?

Luis tenía lista una solución al enigma:

— No nos importa que te hagas una chaqueta por la noche, pero que tengas que

sangrarte las manos para conseguirlo, eso sí que es perverso. Estás jodido si eso

te da placer, mejor sal a conseguirte unas chamacas, es menos doloroso y te

aseguro que más placentero y menos nos debes avergonzar con los parientes

cuando se enteren de cómo te diviertes.

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— ¡Cómo se le ocurre tío! No me creen, ¿verdad?  Pues les digo de verdad que no

sé cómo me pasó.

La tía Carmen se fue hacia la recámara de visitas en que había dormido Claudio y al

examinarla vio la cama toda revuelta. Levantó las sábanas y se dio cuenta que tenían

sangre en las partes cercanas a la almohada. Volteó hacia el muro y la foto enmarcada

de Man Ray estaba desnivelada. ¡Peor que eso! Estaba abollada por todos lados,

maltrecha, el muro cubierto de yeso sobre el que colgaba también tenía sumidas series

de dos y de tres bolitas, algunas de ellas con sangre.

— ¡Vengan para acá los dos!, — les gritó Carmen.

— ¡Ven de inmediato para acá, pinche Claudio! ¡Mira lo que has hecho!

Llegaron Luis y Claudio, extrañados por los gritos inusuales de la tía. Se asombraron

junto con ella del extraño escenario.

— Ven Claudio, pon los puños aquí sobre estos huecos del muro... ¡ahí está!, ¡son

los tuyos! No te hagas, ¿por qué me hiciste esto, hijo de la chingada? – en eso se

le fue encima, tirándolo de un empujón, mientras empezaba a darle de

puñetazos.

Luis la detuvo, obligándola a levantarse:

— Deja que te explique, escúchalo primero antes de golpearlo.

Carmen seguía enfurecida contra ambos:

— Se pusieron de acuerdo, ¿verdad? ¿Cuánto le pagaste para que destruyera mi

cuadro?

— Aplácate y no me difames —la atajó ya enojado Luis—, escúchalo a él, no

armes más bronca porque te van a tocar a ti también tus madrazos si eso quieres.

Se levantó el sobrino, acongojado:

— Tía, no sé qué pasó, pero ahí están las huellas de mis nudillos y mi sangre. Si

quisiera dañar ese cuadro lo desaparezco fácil y ni te enteras. No es eso, ni mi tío

me encargó nada.

Luis buscaba una explicación:

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— Debió ser una pesadilla, ¿no te acuerdas si peleabas en tu sueño?

Claudio seguía perplejo:

— No me acuerdo tío, pero ni duda que yo golpee esa fotografía, el muro y mis

nudillos. Tuve que ser yo. ¿Quién más?

Carmen seguía en lo suyo:

— Pesadilla o perversidad ahora me la pagas, cabrón, lavas las sábanas y a ver qué

haces con el yeso que maltrataste.

Luis para entonces ya se había controlado:

— A la mejor no le hizo la digestión por tanto tragar el niñito, nomás cenó tres

tortas... por eso las pesadillas violentas del gandul.

— Ni bromees sobre el asunto —lo topó Carmen, luego dirigiéndose a Claudio,

continuó:

— No sé si estés constipado,  o traigas un pedo atorado, pero me pagas mi foto y si

de lo que se trataba era que no lo pusiera en la sala, les aseguro que apenas

llegue el nuevo, quedará colocado en la sala, para que al entrar todo mundo lo

vea, como es muy mi gusto. Ésta también es mi casa.

— Ni madres, ese cuadro no lo colocas en la sala, ¡lo digo yo!— aseguró Luis

alzando la voz.

Claudio reaccionó con susto:

 — Oigan tíos…

Al unísono, en idéntico acuerdo a como decidieran al casarse y amarse eternamente, le

gritaron:

— ¡Tú no te metas!

Enseguida salieron furiosos de la casa, cada uno por su lado.

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Sobre el puente de Boca del Río

Aquella mujer ensimismada fue muy directa al cruzarse con él sobre el puente:

— Busco un amante —le soltó a quemarropa, cigarro en mano, como si preguntara

en el supermercado por la sección de damas.

Él aunque galante, no se esperaba tal proposición a mediodía sobre la avenida costera, a

treinta y cuatro grados. Pero le contestó de inmediato, mientras la tomaba del brazo,

regresando en la dirección que ella llevaba:

— Yo también busco uno…

— ¡Sácate, no busco putos ni me interesan! — manoteó tratando de zafarse de él.

— ¿Aunque mucho amen, desenfrenadamente? — insistió él, con giros coquetos de

cuello y manos.

— ¡Lárgate! te he dicho que no busco maricones.

— ¡De lo que te pierdes, mi bien amada! — en eso fintó él con irse despreciado por

la fulana. Pero volvió a alcanzarla dos pasos adelante:

— ¡Uy! No aguantas ni una broma, aquí está tu true lover. Me encantan las

mandonas como tú, de carácter intratable, pero de carácter. Estoy a tus pies. Pero

deja el cigarro que te está dejando sin voz y aspiro a que me cantes al oído.

Con cara de fastidio, y luego con una escondida sonrisa, la tipa lo dejó seguir a su lado,

casi indiferente.

— No estoy para chanzas, sino para la cama. Me aburren los que mucho platican y

rehúyo a quienes no responden en los hechos —fue su advertencia, llegando al

extremo del puente.

— Yo tengo garantía sobre los lechos, pero tus amenazas doblan hasta un palo azul

de Brasil. ¡A ver!, ¡hazme una sonrisa y me desnudo aquí mismo para ti solita!

Ella se detuvo en el extremo del puente, que miraba hacia el mar de Boca del Río.

Apagó la colilla de su cigarro, y mientras sacaba el siguiente, lo miró con ojos

entrenados en tasar a todos los ojos que se cruzaran con los suyos, obligándolos a

mirar a otro lado. Pero no lo logró con él, de modo que tuvo que enfrentar ese

momento insólito para ella:

— Eres alguien, sí. Puede que seas un merolico cualquiera al que no toleran en su

casa, o un payaso entrenado en malabares verbales. Me imagino que pagas para

que te escuchen y que no pretendes dejarme ir ante mi descalabro de dirigirte la

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palabra. Pero no me cuadras, así que vete por tu camino, cruza el puente y haz

de cuenta que no te hablé, ni te vi. Y si para irte necesitas una sonrisa, aquí te va

esta, —en eso mostró sus dientes amarillos, rodeados de músculos de la boca

que desacostumbrados a tal estiramiento, le temblaban, inestables—.

— Ahora menos te dejo y más razón tengo para ser tu amante y heredero de esa

dentadura de marfil africano y oro florentino que me subyugan. ¡Ella será mía y

yo soy todo tuyo!

— Además eres mamón —dijo ella despectivamente.

— ¿Cómo me maltratas así?, ¡apenas nos estamos conociendo!

— Eso no me impide que te descubra lo mamón, a primera vista, si gustas.

— A primera vista me amaste, de otra manera no me hubieras elegido como tu

amante.

— Ocasional, de pasada, por lo mismo, desechable. Pero me equivoqué como

nunca —soltó en eso una bocanada de humo, indiferente, sin mirarlo—.

— De acuerdo, pero no puedes desechar lo que no has usado. ¡Estás por descubrir

el mundo y pasas de largo frente a tu gran hallazgo a la orilla del mar! ¿Vamos a

tu casa o a la mía?

En eso ella volvió a mirarlo. Era evidente que él no se rendiría con injurias ni con

frases amargas. Tampoco parecía que fuera a retirarse picándole el orgullo. El tipo

libraba cualquier ofensa. Ciertamente era bello para sus estándares, no vestía mal y

su aroma tenía algo varonil, suficiente como para llevarlo a la cama. Pero se hacía el

gracioso y hablaba demasiado. Peor aún, se burlaba de su estilo y hasta de sí mismo.

No era un cualquiera.

— Te acepto un café —le dijo al recién descartado amante.

— ¿Cómo? ¿Ya me degradaste de amante a damo de compañía?

— Te lo acepto siempre y cuando te quedes callado diez minutos.

— De acuerdo, pero a manos libres, los siguientes diez a bocas libres…

— Muy chistoso, ¿eh?

— Muy práctico y expedito. Paga la que tuvo la disminuida idea. Has cambiado la

cama por una mesa desbalanceada y las sábanas con olor a jazmín por un mantel

manchado de capuchino. ¿Qué placer hay en eso?

— Deja de hablar y vamos, hay uno en ese hotel de al lado.

33

Se habían sentado en una mesa del hotel con vista al mar, elegida por ella, idílica a no

ser porque un viento del norte empañaba la vista con ráfagas al horizonte.

En el séptimo minuto que permanecía callado, todo un récord para aquél boquiflojo, el

segundo coro de la canción Triana de los Ruffino, que ambientaba el café, hizo que

rompiera su voto de silencio.

— ¡Eso eres, la más salerosa, manojo de albahaca, rabito de hierbabuena, qué

buena, qué buena!

— Sólo eso me faltaba, que me salieras con ridículos piropos de los cuarentas, de

hipócritas de corbata que se devoraban con ojos y manotas a mis tías a ritmo de

bolero y falso fandango. Rompiste tu promesa de diez minutos de silencio.

— Es que no tengo malicia, sólo sé insinuar con un piropo inocente que empiezo a

quererte. Esta es mi primera cita, no me aguantaba las ganas —dijo él con sorna

—.

Entonces ella, con su cuarto cigarro en mano a partir de haberse conocido, definió su

encuentro, mirando hacia el difuminado mar del golfo:

— Hiciste que recordara al hombre que nunca me dio la cara, menos un quinto para

vivir. Le decían el “Mariachi”. Era un guitarrista, la tercera voz en un trío de

boleros y canciones románticas en tiempos de los Rigual, los Panchos, los

Ruffino y toda esa calaña de vividores y saltimbanquis que regaban su semen en

tus rabitos de hierbabuena. Estaba a punto de pagarte el cuarto y unas copas.

Estaba hasta dispuesta a pasar tus bromas baratas, ridículas, fuera de tiempo.

Y parándose, al recoger su bolsa y cajetilla, completó para irse:

— No te he visto, ni te conozco.

34

El séptimo cielo

Llegué al consultorio médico débil y de color grisáceo, acompañado de mi esposa. Todo

apuntaba a una tercera infección de riñones, que se tornaba preocupante. La doctora,

después de las típicas preguntas, con su voz suave, se dispuso a explorar los síntomas en

mi cuerpo sentado, tocando con la suavidad extrema de sus yemas, mi frente, garganta,

hombros, y la zona de los riñones.

— Saque la lengua. Mire a mi frente— me instruía afable. Yo me dejaba hacer.

— Recuéstese ahora — ordenó con un susurro, hipnotizándome.

Continuó examinando por mi estómago y costillas, escuchando mis pulmones y

corazón. Sus movimientos eran pausados y levitantes, adormecedores.

— Aspire… expire.

Aquella exploración era la ruta de un silencioso y celestial ascenso, cuyas únicas

mojoneras consistían en sus suaves preguntas o instrucciones, convertidas en puertas de

paso al siguiente cielo.

— Aspire… expire.

— ¿Le duele aquí? ¿No duele?

Para entonces yo estaba entrando al paraíso, sublimado por el contacto de sus yemas y

el arrullo de su voz. Aquello no era fiebre ni agotamiento, era una experiencia

hipersensible, totalmente nueva y elevada. Estaba más allá de toda vivencia mundana

previa. Toda mi piel y el interior de mi cuerpo estaban estimulados por una ternura

paradisiaca. Fue mi esposa quien estuvo al pendiente del tratamiento que recomendaba,

sus horarios, incompatibilidades y prohibiciones. Por mi parte, no bajaba de mi ensueño

y era vano intentar salir de ahí. Su voz me mantenía volando.

Llegué a casa todavía en aquél estado. Mi esposa había comprado las medicinas y me

las pasó junto con un vaso de agua. Me senté junto a la mesa, mirando hacia el

horizonte, por encima de las copas de gigantescos flamboyanes. Tomé la primera

pastilla blanca, suave y alargada, del tratamiento recetado por mi Ángel conductor,

ensimismado en un espacio etéreo, donde reinaba una sola voz, sutil y susurrante.

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A los tres segundos, según versión de mi esposa, estaba en un rictus, con el rostro y

cuello de un rojo intenso, las manos apoyadas sobre la mesa del comedor. Por unos

momentos me supe en algún otro mundo, oscuro y muy diferente del anterior,

suspendido, sin relación alguna con éste ni con aquél séptimo cielo, desde el que me

habían botado sin advertencia alguna. Regresé con apuro, expulsado de aquéllos dos

estados sobrenaturales por los que había transitado momentos antes. Una muy terrena y

urgente necesidad de sobrevivencia me ocupaba ahora. Tardé otros tres minutos tenso,

en doble alerta, intentando recuperar el control sobre mi respiración y sobre la toma de

líquidos. Finalmente, poco a poco me serené, y creyendo estar recuperado, alcancé a

bromear en mi interior, aventurando que ese despegue del mundo provocado por la

pastilla era la confirmación de una etapa angelical, borrascosa. En eso intenté comentar

con mi esposa, el infiel origen de mi impresión y apenas pronunciaba la primera sílaba,

entré en un tercer trance.

Entonces aquello fue penetrar en un gran vacío. Un impulso gutural me dominó, con la

vista perdida y toda la concentración dirigida a expeler la cápsula atorada, con una

fuerza brutal que no me pertenecía, pero que operaba desde mi vientre, pecho y por toda

la garganta, hiriéndola. Tronó algo desde lo profundo de mi cuello y vi saltar hacia el

suelo, brincando desde mi boca, aquél pase amargo, maldito y amarillo, al más allá

definitivo.

Estoy asustado. Sudo, no puedo ver sino al horizonte, ahora libre de visiones, pensando

qué es lo que pago, si este atrevimiento a jugar con las imágenes surgidas durante el

encuentro mágico con la nívea médica me hizo olvidar el simple acomodo de una

pastilla para ser engullida, o si con ello repongo otras deudas pendientes con la vida.

¿No fue acaso real, digo angelical, mi levitar al tacto y voz de la doctora?

Ahora, cada vez que muelo mis pastillas entre dos cucharas, viajo con precaución a esos

dos instantes de separación sensibles de esta vida, que remarcan la peligrosidad del

tratamiento en medio de la gloria. ¡Porque sí hay gloria! Juega que juega, imagino:

cambiaré esta garganta llagada, pues no dejaré de soñar despierto con mi Ángel. Al

moler mis pastillas, cuido de no moler mis sueños con ellas.

¡Pero aquellas yemas sobre mis hombros y el eco susurrante de su voz!

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Concierto de gala A Enrique Zermeño Pérez

Como broche de oro de la toma de posesión del flamante gobernador de San Luis Potosí

-investido en 1901-, la gobernadora, por gracia de ser quien era, tuvo la gran ocurrencia

de convertir su casa frente al parque de San Francisco, en sala de concierto, justo la

tarde siguiente del ascenso de su marido al palacio de gobierno.

Para ella era insuficiente que el festejo oficial a realizar en el Teatro de La Paz,

incluyera en su programa al famoso pianista Pierre Balandon, presunto discípulo del

escandaloso Eric Satie, tocando el piano de cola para funcionarios, achichincles y

lameculos, como ella solía llamarlos a todos juntos desde la campaña electoral, de

candidato único. Por eso fue que mientras su marido estaba de cacería de venados y

jabalíes en su rancho de la Huasteca –todo un municipio de su propiedad—, ella se

ocupó de prepararle una fiesta sorpresa con la que esperaba impactar a todas las mujeres

de la sociedad potosina de alcurnia y narices paradas.

El concierto de gala sería parte de la “soirée”, expresión típica de las afrancesadas hijas

de comerciantes al mayoreo, dueños de minas, políticos porfiristas, fabricantes de

aguardientes y mezcales, con lo más granado de la alta sociedad de la capital del estado,

educada en escuelas de París, con tutores franceses, libros venidos de Francia con

formación a la francesa en el Instituto Científico y Literario local.

El plan de la gobernadora era muy sencillo: aprovechando la estancia de Pierre

Balandon, lo convencería de tocar para su círculo cerrado. No podría negarse: le habían

garantizado los viáticos, un pago generoso, además de alojamiento en el mejor hotel de

la ciudad. Sus condiciones estaban cubiertas, para empezar, la más importante, que el

piano de cola para interpretar las obras por él seleccionadas fuera un Steinway and Sons

o en su defecto, un Bösendorfer.

El Teatro de la Paz contaba con el primero, sólo había que trasladarlo por la noche, para

proceder a su instalación apropiadamente en la gran sala de su casa. Durante tal

movimiento, estaba agendada una fastuosa cena en el Club La Lonja, dedicada para el

gobernador, de modo que no se daría cuenta de los preparativos domésticos organizados

por su vieja. Sería sin duda una gran sorpresa.

El concierto en el Teatro de la Paz fue todo un acontecimiento local que llegó a ocupar

primera plana en la gaceta capitalina y fue motivo de halagos en francés y español, en

los corrillos formados por damas y caballeros, tanto en los palcos como en los

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vestidores del Teatro y en la gran plaza adjunta a la iglesia del Carmen y al palacio de

Tresguerras. Pierre Balandon, dotado de un extraordinario sentido del formalismo,

dominante en armonías y acordes disonantes, había interpretado con maestría al

extravagante, endiablado, satírico y esotérico Eric Satie -este último fue el comentario

de Mademoiselle García, la institutriz de las hijas del gobernador, la única en su clase

que había estudiado piano en París diez años antes, la única capaz de reconocer que lo

que la crema de los potosinos catalogaba como preciosismo, virtuosismo y otros ismos

impostados, era despreciado por Satie, burlón entre los cómicos más empedernidos y

procaces de Montmartre-.

Pero mientras volaban por los aires de abolengo potosinos los halagos al pianista y a los

nuevos funcionarios estatales, camino del Salón La Lonja, tras los telones del Teatro de

la Paz los transportistas del piano de cola enfrentaban su primer altercado. Éste, con el

administrador del Teatro, anciano quien no conforme con haber recibido previamente la

orden verbal de la gobernadora de permitir la salida temporal del piano, exigía ahora

arrepentido una orden escrita del mismísimo gobernador para entregarlo a manos

extrañas. El jefe de la cuadrilla de gañanes alcanzó a la gobernadora en la plaza y

recibió de ella, con inmediatez de mujer práctica huasteca, la orden escrita, firmando

idéntico a como su marido lo hubiera hecho.

— No faltaba más -reafirmó la gobernadora.

— Suficiente —dijo el administrador, ante la presión del jefe.

— Si después de leer la orden no me lo entrega, la orden siguiente es de llevárnoslo

atado con todo y piano de cola, pero a usted sin colchonetas para hacer de su

viaje un calvario, y sin cola.

Accedió sí a entregarlo, pero se cansó de advertirles que un piano se transporta con

sumo cuidado, con exceso de protecciones y especial resguardo en sus extremos, lacas,

orillas y filos, además de tener que ser afinado en su lugar de destino, una vez nivelada

su base.

— Ese último no es asunto nuestro —remarcó el jefe—, hágase a un lado que

estorba nuestro trabajo.

Cuando llegaron a la casa de la gobernadora, la gran carreta con el piano oculto entre

cobijas y colchonetas de borra fue detenida por el jefe frente a la puerta principal. Les

esperaba el mayordomo, con clara indicación:

— Métanlo por aquí, directo hasta la gran sala.

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Un chaparrito fortachón de la cuadrilla, callado siempre, excepto en momentos de

apuros, aseguró al jefe de gañanes:

— No va a caber, jefe, no va a caber.

Éste, que sabía que el chaparrito no fallaba en sus pronósticos, todavía intentó hacerlo

ver otras posibilidades:

— ¿Y acostado?, ¿o quitándole las patas?

— Ni así jefe —fue la respuesta contundente del chaparro.

Dirigiéndose entonces el jefe de gañanes al mayordomo, le preguntó por la puerta

trasera donde guardaban las carretas y los caballos. Allá fueron. Vieron que podría

entrar el piano al patio trasero, pero no cabría por la puerta del pasillo, hacia la gran

sala.

— Sólo rompiendo el muro entra —aseguró el chaparro.

— ¡Ni lo piensen! —se asustó el mayordomo y mandó llamar con urgencia a la

gobernadora, no fueran estos insulsos a tumbar la casa.

La patrona ya venía en camino y ante las crudas novedades, tuvo aplomo suficiente para

resolver de corrido:

— Este francesito va a tocar en mi casa, aunque tiren muros, trabes y canteras, pero

no éstas, que me echan a perder con polvos de tabique cuarterón la fiesta. Vayan

a casa de la Güera Martínez y pregúntenle de qué marca es su piano parado. Lo

mismo búyanle a casa de la Toña Godoy, tiene también otro muy limpiecito y

sin uso. Pero mejor tráiganme de prisa a la Mademoiselle García, ella seguro nos

saca de apuros. Ya que metan el que esté a disposición, se llevan este piano

inútil al Teatro, y me callan al viejo ese, que no se le ocurra decir que salió

jamás de ahí el instrumento.

Mademoiselle llegó sudando sobre las ancas de un alazán, conducido por el

caballerango de la gobernadora, escandalosamente enojada porque la habían obligado a

salir de su casa en vaporosa ropa francesa, especial para fiesta con atrevidos colores,

que iba a ser irremediablemente desecha por el sudor y la pelambre de un apestoso

caballo de cuadra.

— ¿De qué marca es tu piano, Mademoiselle? —preguntó de golpe la

gobernadora.

— Es un Bösendorfer, señora, contestó alterada la institutriz.

— Vayan por él —ordenó a los gañanes. Y jalando del brazo a la señorita, hacia el

pasillo interior, le hizo ver su suerte.

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— Mira, no tengo tiempo para explicarte, pero me urge tener aquí esta misma

noche tu piano para que tu admirado Malandrón toque en mi gala de mañana.

— Pero señora… —intentaba la Mademoiselle cambiar su parecer.

— No estoy para peros. Si insistes en negármelo, pierdes el empleo y todo mundo

sabrá de las francachelas inmorales que fueron tu pan de cada día en las

barriadas de artistas jodidos de París, como de tu participación en esas

indecentes danzas espartanas, tus muy elegantes Gymnopedias, como me lo

aclaró anoche con champagne tu admirado Pierre Malandrón.

Y dirigiéndose a la cuadrilla, ordenó:

— Sigan a la señorita, ella les dirá dónde lo tiene y cómo transportar su piano. Lo

quiero aquí a lo más en una hora, y hagan lo que sea para que entre hasta la sala

grande y sin polvos.

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A las puertas del cine

Lidia, esta vez quiero que tú me escuches, ponte cómoda, no me interrumpas ni tantito,

o diré que no sabes ser amiga. Te llamo porque no puedo resistir esta sensación

contradictoria con mi novio. Debo resolverla.

Mira, antier quisimos ir al cine a ver una película, Mulholland Drive, y aunque no lo

creas, en los primeros minutos, cuando apenas estábamos acomodándonos y la trama

empezaba a desenvolverse, así, sin más, sin avisar, Julio me dejó ahí sola, como

huyendo de la escena, con la cara descompuesta, sin siquiera decir me voy o no aguanto

o cualquier excusa cortés para su pareja. La verdad me sentí abandonada, maltratada.

Salí, pude alcanzarlo hasta la banqueta del estacionamiento del cine, a donde llegó

deshecho, agotado, tembloroso. No era él, estaba fuera de sí, irreconocible. Noté cómo

se sentaba, desguanzado, era una piltrafa humana a punto de desmoronarse y de plano se

derrumbó ahí a la vista de la gente, sin quien lo persiguiera o lo hubiera golpeado.

Increíble para un hombrón de su fortaleza. Daba pena. ¿Sí me escuchas, verdad Lidia?

Llegué junto a él y se abrazó a mis piernas, como si estuviera urgido de protección,

ridículo para alguien de su tamaño, sosteniéndose de una varita como yo. Tuve que

arrodillarme junto a él y abrazarlo, o me tiraba. Parecía un bebé asustado, un bebé

grandote asustado.

— ¿Qué te pasa, mi vida? —le dije tratando de consolarlo, pero sobretodo

queriendo explicarme lo que estaba viviendo, un absurdo comparado con la

relación que teníamos, con lo que sabía y admiraba de él. Su mirada todavía

revelaba azoro por algo que seguía viendo, ajeno a la calle ante sus ojos, como

algo en su memoria.

— ¡Te atreviste a dejarme ahí como desconocida!

No hablaba, poco a poco pude conseguir que se fuera calmando. Por fin recuperó la voz

y fue aclarando su mirada, temblando más suavemente.

— ¿Qué me pasó?

— De repente saliste huyendo del cine, ¿qué te hizo salir?

— Mis piernas, el cuello, los brazos se me debilitaban, me dieron ganas de vomitar.

— ¿Por eso te saliste?

— Supongo que sí, no podía soportar aquello.

— ¿Qué, la película?

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— No sé, todo, ¿qué había en el cine?

— ¿Será posible que no lo recuerdes? ¡Acabamos de salir de ahí!

— No, dime que había.

— Estaban en la escena cuando el chofer apuntó a la chica con su pistola, vino

luego el choque, el disparo, la polvareda del choque, las sirenas…

— Estaba oscuro, por momentos se veían los rayos de luz de los helicópteros,

venían por nosotros, estábamos atrapados.

— Sí estaba oscuro pero no apareció ningún helicóptero ni estábamos atrapados,

por nuestro gusto entramos a ver la película.

— El gas de las granadas no nos dejaba ver, los disparos nos zumbaban por las

orejas, pasaban a nuestro lado, algunos cayeron desangrándose en nuestros

brazos y nosotros nada podíamos hacer para salvarlos.

— ¿De qué hablas amor?

— De lo que vi, del olor a pólvora, de las torretas sobre las patrullas lanzando luces

en medio de la noche, los tiros de los rifles M1. En cualquier momento nos

sacarían, uno por uno nos llevarían a los doscientos que estábamos como

animales escondidos en ese departamento, en la oscuridad, esperando

misericordia.

Me dio miedo, no sabía si se había desquiciado, si tenía una rara enfermedad, no hallaba

cómo volverlo a este mundo. Tenía fiebre, sudaba, su versión era incomprensible para

mí, imposible de entender. Continuó.

—No podía soportar lo que vendría, lo peor estaba por suceder. Ahí estábamos a

su disposición, indefensos, en garras, hombres y mujeres. Algunas muchachas

estaban casi desnudas, otras vejadas, en un silencio bárbaro, paralizante. El que

salía era baleado a mansalva por los granaderos, o los paramilitares las violaban

y golpeaban, antes de entregarlas a los halcones.

Siguió con su tema, poco a poco fue serenándose, ahí sentados sobre la banqueta. Luego

paró de hablar, como si yo no existiera, ignorándome. No era él, no el que yo conocía.

Sentí que lo había perdido, se me presentaba ahora débil, necesitado de protección, no

era más el hombre que yo quería, capaz de disfrutar una película, comentarla sin más

apuros y de tomar tranquilamente un café con su cigarrito. Por eso te llamo Lidia, para

preguntarte si tú vivirías con un desconocido, a quien crees conocer y resulta otro, nada

parecido al que amas. Yo no, Lidia, yo no podría.

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Naufragio de La Esperanza

Escribo estas líneas por hábito, no con la esperanza de que alguien las lea. No hay tal

opción en este paisaje helado de abrumadora claridad.

Es ridículo que tanta luz sea el envoltorio de nuestro oscuro y pasmoso destino,

solitarios en un llano azul, sin fin, con sólo estos rombos de hielo cafés como cruces

mortuorias, señalando a nadie el lugar donde ha chocado nuestra nave, con nombre de

burla: “La Esperanza”.

Justo cuando celebrábamos el éxito de este viaje a lo profundo del mar del norte,

jubilosos por la calidad como por el volumen de los nuevos registros de flora y fauna

polar que habíamos conseguido, nos estrellamos al regreso contra una isla invisible, un

ridículo promontorio, suficiente para hacer añicos nuestro gozo, nuestro resto de

orgullo, suficiente para dar inmediato fin a los años que nos restaban de vida.

Escribo contra mi voluntad, con lápiz. No hay tinta que corra en este helado silencio, no

hay quien se atreva a romperlo. Con el barco se ha hundido mi veliz de lámina, único

que pudiera preservar para exploradores futuros esta temblorosa y siniestra constancia

de nuestra vanidad, de nuestras ansias por aparecer como descubridores indiscutibles.

Me quedan unas horas de respiro, porque no hay esperanza. Esa ha muerto cuando fue

engullida nuestra nave por la mar, y con ella, todo instrumento de contacto con el

mundo y con nuestros improbables salvadores.

Debo reconocerlo, sí hubo en esta tragedia un hombre digno: el capitán; hundido con su

barco hizo todo por arrojarnos a salvo por la debilitada borda. Hubo también carreras

desenfrenadas para salvarse unos a costa de los otros, actos meramente animales. No los

culpo, los registro. Hubo heridos, suicidios, cánticos y salves, despedidas sin sentido, no

había quién las escuchara.

Seis hombres se han ido desquiciados en medio de la ventisca sin saber su rumbo,

desesperados ante esta vista propia de cementerio sin noche, inevitable todo el día.

Otros cuatro han muerto a mi lado, heridos como yo, heredándome sus recuerdos y

fotografías, sus cámaras y listas secretas. Dos me han revelado con cierta culpa lo que

ocultaron al jefe de la expedición, contritos. Pecados veniales, de científicos

ambiciosos, tras una gloria que creían tener en sus manos, con sus nombres al lado de

latinajos, dados a milenarios microorganismos, tan diminutos como sus presunciones.

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He decidido comer todas esas herencias de ocasión, al menos las no digeribles, seguro

de que mi cuerpo las protegerá por unos años. Sé por qué lo hago. Lo hago también por

mi nieto, sí, espero que él aprenda de estos vanos afanes. También porque me siento

obligado a compartir este paisaje, tan mío como mi muerte, que a nadie de mis

compañeros de viaje ha sido dado admirar, horrorizados ante la evidencia de su propia

muerte.

Me he armado de valor. Ahora les comparto. Tomen sus acuarelas color sepia y azul

cielo. Tracen un embaldosado de romboides mirando al cielo, producto del despiadado

choque entre el hombre y la naturaleza. Difuminen sus bordes con los quebrados sepias.

El fondo es azul de bruma, bruma en azul, que se aclara… en el centro, se aclara, se

aclara… se acla…

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Fatá

Que me perdone Dios, pero no entiendo cómo creó a algunas personas sobredotadas de

ciertos sentidos y a otros faltos de ellos. Eso es muy injusto y hasta puede ser

vergonzoso. Me atrevo a disculparlo imaginándolo en una siesta, cuando se le pasan de

tueste algunos, o se le quedan sin tostar otros de sus sesos y sus sentidos, lo que da

demasiado de qué hablar sea en favor o en contra de los afectados.

Eso digo y pongo como mero ejemplo, pues sobran, el caso de la vecinita Fatá. A los

seis años se hizo famosa en la iglesia, en plena misa, cuando se separó de su mamá unos

pasos y fue a increpar a una señora que estaba sentada en la banca de enfrente:

— Usted se acaba de echar un pedo.

— ¡Chamaca! —le atajó su madre— ¡no digas eso!

Dio la madre un paso para jalonear a la niña hacia su regazo, pero ésta se sostuvo.

— ¡Es la verdad, mamá! Tú me has dicho que diga siempre la verdad.

— ¡Ya cállate hija! —mientras le tapaba la boca con ambas manos—.

Aquello fue escuchado en el silencio sagrado del ritual por la mayoría de los asistentes,

parroquianos del servicio de las ocho de la mañana, el de máxima asistencia en el

pueblo.

Pronto corrió la noticia de que el descubrimiento y acusación de Fatá se debieron no a

sus oídos, sino a su olfato, extremadamente sensible, que no le dejaba duda del origen

de todo tipo de hedores en las condiciones en que cualquier otro dudaría.

Fatá ha ido creciendo, pero sus protocolos de presentación casi no han cambiado. Así,

antes de saludar, llega comentando según el caso: “aquí huele a orines”, o bien “aquí

hede a chuquiaque”, como las huastecas llaman al olor de huevo podrido. O de plano,

con cierta frecuencia reclama de frente: “Ya se inventaron las pastas dentales”.

Al aproximarse a un sitio, Fatá primero levanta la nariz plegada, “venteando el

horizonte”, como dice ella, para diagnosticar. Luego golpea sonoramente por la boca

expresando su dictamen devastador, y a partir de ahí, en caso de que las condiciones y el

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aroma mejoren, pasa a saludar e iniciar una conversación, mediante las cortesías que ha

ido aprendiendo, como todos.

Su sensibilidad —infortunada para los seres comunes que la abordan—, la ha llevado a

trabajar en un laboratorio de análisis clínicos, donde secretamente anota sus

diagnósticos apenas entran los clientes con sus muestras y humores, a la sala de espera.

A partir de ahí sigue el ritual de recibir frascos, llenar jeringas, hurgar los cornetes de

las narices o entrometerse afinando las cuerdas bucales de sus examinados, de acuerdo

con las normas de asepsia. Mientras eso hace, disfruta anticipadamente con la nariz

arrugada, la concordancia de su pronóstico con lo que aparecerá horas o días después a

partir de las pruebas de laboratorio.

Sus compañeras de trabajo le conocen una serie de diagnósticos crípticos:

— Éste acaba de coger y no se lavó el pito.

Esa es una afirmación muy suya, que se atreve a planteársela al cliente, si le tiene un

mínimo de confianza. Seguido apuesta con su colega recepcionista, de espaldas a una

mujer que le ha llevado su orina:

— Ésta cogió con varios y quiere que adivine con cuántos.

Su osadía la sigue desarrollando. Cuando una mujer negó que se hubiera aventado un

gas, Fatá, en tanto científica ocupada en aportar evidencias, probó su dicho circulando

un encendedor detrás de la cuestionada, haciendo llamear aquel compuesto orgánico en

varias volutas verticales. Nadie le objetó la prueba. Cerró la escena muy orgullosa, con

un “¡Quiúbo!, ¿no que no?”

Fatá goza apostar en reuniones sociales con sus acompañantes sobre la calidad de los

perfumes de los asistentes. Para ello sigue un procedimiento especial, estratégico:

— Tú no digas nada, sólo observa –le pide a su acompañante.

Entonces ella, con las alas extendidas, como toda ave de presa, vuela circularmente

sobre su elegida:

— Mmmm… ¿Cuánto pagaste por tu perfume? – es su saludo típico, sonriente, a

una desconocida.

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— Tanto… — contesta inocente la otra, sintiéndose halagada, o astuta por la

fragancia conseguida.

— Pues a mí me ofrecieron a ese caro precio el mismo perfume, pero supe de lejos

que era falso. ¡Hay tantos timadores en este medio, mija!

No les deja contestar, pues se voltea de inmediato para buscar a otra ingenua que caiga a

su alcance. Es su gran deporte esta cacería, en que lleva a todas luces la ventaja, por una

corta nariz.

Sin embargo, tiene su empatía por las personas temerosas, de modo que no pierde

oportunidad en serles amistosamente útil, cuando les huele el pánico, terror, o miedo:

— El baño está allá –les indica con su brazo el lugar.

Ellas o ellos, desconcertados, la ven con cierta ambigüedad en sus rostros.

— Sí, reconoce que tienes miedo, tener temor no es problema. Lo que es un

verdadero problema es que en un descuido te orines, por eso es mejor que vayas

de una vez y luego atiendas tu apuro. Anda ve –y les vuelve a mostrar el rumbo,

casi ordenándoles ir.

Obedientes, le hacen caso. Eso lo hace frente a todos, para que todos la escuchen sin

empacho alguno. Goza su sabiduría y como dice, su espíritu de servicio.

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Ajuste de cuentas en la parroquia

Agradezco a Chely el relato original que dio lugar a esta versión

El padre Lucas, ofendido por las ínfimas limosnas que se habían recolectado en las

misas de las últimas tres semanas, arrojó al suelo las canastas de la misa dominical a los

pies de las diligentes señoras de la Cofradía, a cargo de los servicios de aseo y

mantenimiento del templo de Santa Bárbara. Tenían a lo más 150 pesos, lejanos a los

600 pesos que solían juntarse en cada misa de fin de semana. Las cuatro señoras

mayores de la Cofradía, se miraron entre sí, asustadas, pues nunca habían visto tan

enfurecido al padre, menos aún habían sufrido tamaña grosería de un sacerdote.

Doña Licha, la más humilde entre ellas, dijo en silencio: “¡Váyase al diablo! no es

nuestra culpa que la gente no quiera dar limosna desde que en la televisión se habla

tanto del encubrimiento del Papa a obispos y arzobispos violadores de menores. No, no

es nuestra culpa, ni del pueblo”.

La mañana siguiente, arrepentida, después de asear la sacristía pidió al Padre que la

confesara.

Empezó reconociendo que lo había mandado al diablo, por eso le pedía

perdón. Continuó preguntándole si era cierto lo que en la televisión se decía, que el

Padre Maciel había abusado de niños y si era verdad que los obispos europeos lo habían

hecho también y si cuando antes de ser Papa, Monseñor Ratzinger lo había encubierto.

Esa era la gran zozobra que no la dejaba dormir ni estar. Aquello era terrible para su

alma desconsolada.

Sin precisar a qué se refería, el padre Lucas le aseguró que esos asuntos de los que se

rumoraba habían ocurrido hacía mucho tiempo, que ahora eso no pasaba. Que la prensa

y la televisión querían desprestigiar al clero, por eso hacían escándalo volviéndolo a

tratar. Insistió: eso que se dice sin probar, fue hace mucho tiempo.

No convenció a la señora Licha, quien ya sabía de las declaraciones del hijo de Maciel,

y de su amante en París. Además había visto y oído el testimonio del padre Athié con

Carmen Arístegui. Eso había venido sucediendo todos estos años y los cardenales y

obispos habían guardado silencio,  habían escondido y protegido a los abusadores. Licha

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dijo para sí: “me está mintiendo, padre Lucas. Ese es un pecado mortal, de los

grandotes. Me las va a pagar”.

A las tres semanas, en la fiesta de Santa Bárbara, como todos los años, correspondió a

cada familia llevar en procesión a bendecir las imágenes y representaciones de la Santa.

La ceremonia incluía la presentación al padre del cuadro o escultura, quien las bendecía,

para luego recibirlas en sus manos. Después de esto, un acólito se encargaba de

colocarlas sobre mesas ubicadas junto al altar, donde se exhibían durante toda la semana

de la fiesta.

Las representaciones estaban hechas de cartón, papel, tela, cáscaras de frutas, metal,

semillas. Estaban perfumadas con pétalos de aromáticas flores. Las esculpidas

estrenaban ropas en varias capas que parecían ahogar a la Santa. Las más sencillas eran

fotocopias o estampas desvaídas, enmarcadas en madera sin barniz. Una de ellas, la de

Licha, fue entregada por ella misma al término de la procesión.

El Padre Lucas, apenas la recibió, ordenó al acólito que le ayudaba a ubicarlas:

— Tira este cuadro mal hecho, no merece estar junto a los otros.

Licha soportó aquello en silencio, frente a los otros feligreses que oyeron tal desprecio

por su Santa. “Me las va a pagar” –volvió a jurarse en silencio—. “Mi madrecita no

merece eso”. 

Al terminar la misa, logró que el acólito le devolviera su Santa, sacándola del cesto de la

basura.

Esperó fuera de la sacristía a que el Padre Lucas se quitara la casulla y la estola. Vio que

dos parroquianos le regalaban una gallina. Estaba por salir de la iglesia. Ella seguía

firme con su Santa apretada al pecho. Con mirada intensa y furiosa, no le quitaba la

vista desde el quicio de la puerta de la sacristía hacia la calle. Ahí lo detuvo al salir.

— Padre, vengo a ajustar cuentas con usted.

— ¿Qué estás diciendo, Licha?  ¿Me vas a matar?  ¿O qué? —dijo burlón el

padre.

— Le vengo a decir que por su sacrilegio y mentiras, morirá abandonado. No

habrá quien vea por usted, ni quien le dé siquiera un caldo frío, un vaso de agua,

o los santos óleos. Ha tirado al suelo a mi madrecita Santa Bárbara, que es su

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propia madre. La ha tirado porque es pobre, porque usted no soporta a los

pobres, ni siquiera a su madre pobre. Aquí estoy por última vez en su iglesia,

advirtiéndole que Dios no tendrá misericordia con ustedes, obispos de poderosos

y violadores que no ven por los niños ni por su propia madre, sacerdotes.

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Impedimentos cognitivos

¿Qué edad tiene su mamá? —me preguntó el notario—. Porque si es de más de setenta

debe certificar un geriatra que no tiene impedimentos cognitivos y que cuenta con la

capacidad para testar, de otra manera no podemos elaborar su testamento.

Esa fue su primera condición, que debíamos atender antes de visitarlo. Aparte de cubrir

los demás requisitos, debía hacerse presente el geriatra y atestiguar en la notaría su

valoración, en caso de ser positiva.

Así que fuimos a la revisión del experto, en su consultorio, que estaba en un segundo

piso. Mi madre no se quejó al subir la escalera, exageradamente empinada. Yo subía

cuidándola y escuchando rechinar las coyunturas de mis rodillas, por cada uno de los

escalones.

Él nos recibió muy amable en el pasillo, nos hizo entrar y sin más, me advirtió que en

adelante dejara a mi madre en sus manos, que no contestara por ella, pues todo lo que

seguía formaba parte de la prueba de sus capacidades. Le obedecí, no tenía opción.

La observó caminar sola hasta que tomó un asiento junto al escritorio. Al notar su

debilidad auditiva, subió el volumen razonablemente, e inició el interrogatorio:

— ¿Cómo se llama?

— Guadalupe Sánchez Lerma.

El médico inició el registro en un formato específico para esta prueba, con recuadros

para anotar puntuaciones a cada reactivo.

— Doña Lupita, ¿cuántos años tiene?

— Nací en el veinticuatro –fue su respuesta.

— Vamos a ver cuántos años tiene: del veinticuatro al dos mil son…

Silencio de mi madre. Condenado como estaba al silencio, me sentía una más de las

esculturas clásicas, desnudas y mudas del consultorio.

— No importa, Lupita. Del veinticuatro al dos mil son sesenta y seis años. Y del

2000 al 2013, ¿cuántos años son?

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Pita continuaba su mutismo. El geriatra tuvo que contestarse:

— Del dos mil al 2013 son 13 años, y con los 66 que llevábamos, ¿cuántos años

suman?

No logró sacarle una palabra. Dejé momentáneamente mi función de efigie para buscar

algún gesto en el rostro de mi madre. Ella seguía en su largo silencio, de años.

— No se apure, Lupita, usted tiene 79 años. Setenta y nueve años —repitió,

mientras asignaba un cero a un renglón—, ahora vamos a realizarle otras

pruebas, párese por favor.

Pita se levantó, y fue atendiendo cada una de las instrucciones que le daba: extender sus

brazos hacia el frente y mantenerlos así por varios segundos. Lo hizo perfecto, sin

temblor alguno en sus manos, no con mi temblorina. Giró sobre sus pies, dos vueltas.

¡Muy bien!, no como yo, que me mareo con una sola vuelta, buscando de inmediato

algún apoyo.

Después, ya sentada, fue haciendo las pruebas de reflejos en cada rodilla y brazo.

¡Excelente! iba admirándose el médico, mientras su secretaria le asignaba los puntos

merecidos, en los renglones correspondientes.

— ¡Tiene la presión de una jovencita! —dijo el doctor—, y yo pensé, mejor que la

de mis hermanas.

Enseguida se admiró de su ritmo cardiaco y dije para mí: mejor que el de todos

nosotros, sus hijos.

— ¡Sus pulmones están muy limpios! —yo le completé en silencio: sin los silbidos

de los nuestros.

Siguió así explorando y alabando su condición física. Yo me preguntaba si de hacerme

la prueba, alcanzaría siquiera la mitad de sus puntos. Preferí quedarme con la duda, no

fuera que valorara mi riñón hecho departamentos y mi hígado congestionado.

La regresó a la silla frente a su escritorio para pasar a la “sección de pruebas

cognitivas”.

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La primera consistía en una serie de restas, a partir del número 140, restando siete cada

vez. Mi madre fallaba tres y atinaba una de cada cuatro. Finalmente tuvo tres aciertos

consecutivos cuando llegó al 21, al 14 y al 7. ¡Muy bien! dijo alegremente el médico,

para su consolación.

Luego le preguntó el nombre del presidente de México y no supo la respuesta. Estuve a

punto de abrir la boca para sugerirle que le preguntara por las más de ochenta reglas de

la canasta, que sabe al derecho y al revés, pero su mandato de silencio no me lo

permitió.

Preguntó por los años en que habíamos nacido sus hijos y sólo logró aproximaciones.

Otra vez me aguanté las ganas de sugerirle que le preguntara por cada una de las cartas

que habían llegado al pozo lleno, al término de una mano de baraja, lo que nadie de mis

conocidos era capaz de recordar y ella sí, casi en cada mano de todo un partido. Pero me

estaba vedado participar en su contienda, en su terreno.

Así continuó con otras preguntas. Enseguida volvió a darle ánimos y procedió a leer en

voz alta los puntos que había logrado para calcular el gran total: cero, cero, cero, uno,

dos, dos, uno, tres, dos, dos, tres, uno, uno, dos, dos, uno, uno, uno, cero, cero y cero.

— Tiene un total de veintitrés puntos, señora Pita, y son necesarios veinticuatro

puntos para pasarla.

Volviendo hacia mí, comentó:

— Hay visos de impedimentos cognitivos para poder testar. Pero podemos referirla

a un colega para que lo verifique, así que todavía ésta prueba no es concluyente.

La referiré con uno de mis colegas, de toda confianza. Le voy a dar sus datos.

En eso procedió a firmar su dictamen.

Mi mamá dijo entonces, como si nada:

— Tengo 89 años.

Algo no le cuadró al médico y revisó su primera anotación.

— ¡Cómo! ¿No tiene 79 años?

— Tengo 89.

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— A ver…

Ahora el médico hizo sus cuentas en silencio, una segunda vez y una tercera vez. Tuvo

que reconocer su error:

— Ciertamente Lupita, de 1924 al 2013 son 89 años. Déjeme corregir el total, tiene

un punto más, suma 24 puntos.

Volviendo otra vez hacia mí, reafirmó: de todos modos con 24 puntos se presume que

puede haber impedimentos cognitivos. Mi madre en ese punto añadió, indiferente:

— Suman 25 puntos.

— ¿Cómo?

— Suman 25 puntos.

El geriatra, rascándose la cabeza con la pluma entre sus pocos cabellos, totalmente

sorprendido, volvió a realizar sus cuentas, en silencio, un par de veces más. Su voz fue

mucho más baja.

— Cierto, doña Lupita. Suman 25 puntos. Entonces no hay impedimento cognitivo.

Eso lo dijo cabizbajo, en franca derrota, viendo una y otra vez sus cuentas.

Nos despedimos, por mi parte con ganas de hacerle al médico un certificado, firmado

por ella.

 

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Mannino de Pontassieve

I Los planes de Mannino

Nanni del Piano, el carretonero, pasaba con su yunta de bueyes hacia San Francisco, por

lo que aprovechó a visitar a sus familiares de Pontassieve y ponerles al tanto de las

oportunidades que se les presentarían con la dedicación de la antigua Iglesia de Santa

Reparata a Santa María de las Flores, en Florencia, como un reciente decreto papal lo

establecía.

Eran los días finales del año 1412. Mannino, primo de Nanni, imaginó de inmediato

que arquitectos y escultores de la catedral, necesitarían un gran volumen de madera para

andamios, bóvedas, cimbras y toldos para la realización de la cúpula, obra mayor

soñada desde décadas atrás por prominentes miembros del gremio de Mercaderes de la

Lana, habitantes de Florencia. Por fin se hablaba en la ciudad como en los pueblos a su

alrededor, de la posibilidad de terminar la gran obra iniciada casi doscientos años antes,

adelantada con el campanario de Giotto y el Domo de la iglesia.

Dijo Mannino a su madre, Doña Julia:

— Parto a Florencia la madrugada del siete de enero, pasando las fiestas de Santa

Brígida. Ofreceré al capomaestro de la obra mis servicios para la catedral de

Santa María. Nadie mejor que yo para cortar y trasportar maderas de los Alpes.

Ruegue, madre, a San Miguel para que me contraten.

Le contestó ella con las manos clamando al cielo:

— ¡Antes que rogar por ti, debo rogar a San Miguel para que impida a cualquier

Papa cambiar como sus casullas los nombres y lugares de las iglesias y a los

cardenales de mujer! ¿Con qué derecho nos despoja de la devoción a Santa

Reparata? Habiendo tanto campo, ¿por qué los adinerados mercaderes de la lana

no ubican a la Santa de su antojo en una nueva plaza que no sea la del Domo?

¡No hay respeto en estos tiempos por los santos y los feligreses! ¡Qué hagan su

nueva ciudad por donde quieran, y que dejen en paz nuestros lugares sagrados!

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Mannino, acostumbrado a tanta furia de su madre, hizo un guiño cómplice a Nanni, y

éste salió al quite, para calmar a su tía:

— No se apure, tiita, dejarán en la catedral una capilla muy especial dedicada a

Santa Reparata y el campanario seguirá tocando entonado en los días de su

fiesta. Así dice el decreto papal.

Doña Julia movió la cabeza todavía contrariada:

— Si no fueras tan mentiroso, Nanni, una pizca te creería. Y a tus pocas verdades,

apenas les rascas un poco, revientan en pedazos como nuez de malescio.

Volteó entonces hacia Mannino:

— Ve pregunta al Podestá si es cierto lo que te ha dicho, no vayas a estar vendiendo

la leche antes de comprar la vaca.

Salió doña Julia de la cocina en que los primos seguían haciendo planes para un futuro

que auguraba largos viajes a los bosques de la región, y regresos en barcazas cargadas

de horcones, polines y maderos, por los meandros del río Arno.

II Mannino ante la adversidad

Con la mirada perdida en el horizonte, Mannino sentía en su corazón como ofensa

mayor el que un camarlingio altanero, responsable de los obrajes del Domo, le negara

contratarlo como leñador en los bosques de Dicomano. En vano fue conseguir la ayuda

del notario de las obras, para ser escuchado por sus pretensiones. Aquél viejo no oyó sus

razones ni preguntó a los capomaestros para los que había trabajado Mannino durante

tres largos años, a brazo partido en el bosque, cortando, transportando abetos y castaños

por caminos lodosos y ríos bordeados de fango, para las obras del Domo.

Donato di Nicoló se acercaba a la puerta en que se había detenido Mannino, quien no

salía de su furia. Donato tuvo que detenerse para admirar aquélla fuerte presencia que

reventaba por cuerpo, venas y rostro de Mannino. Acostumbrado a tratar con alarifes,

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cargadores, leñadores y otros obreros del Domo, Donato quiso saber más de aquél

ejemplar toscano, bromeándolo.

— ¿Qué ejército se avecina en el horizonte, general?

Mannino no se dio por aludido.

Donato se acercó, meneando su mano cerca de la cara de Mannino, para sacarlo de su

burbuja.

— ¿Jugando a las estatuas? ¡Te ha congelado un soplo de viento!

Se distendieron las rayas de la frente de Mannino, las marcas dobles de su seño se

ocultaron. Reconoció al maestro escultor que había visto trabajar afable, por pasillos y

costados de la Catedral, a la vista de todos.

— Maestro, no le he oído, dígame usted.

— ¡Ya sé que no me has oído! ¿Qué te ha pasado, que estás y no estás ahí?

— No me contratan como leñador de Dicomano, ni siquiera saben que soy el que ha

seleccionado y traído las mejores maderas para las obras del Domo. Uno se

cansa de ser ayudante de otros que no se parten el lomo, pero cobran doble mi

trabajo y quieren pagarme con vino aguado.

— Te tasé bien, eres hombre bravo y tu cuerpo está forjado con trabajo duro. Ven,

acompáñame y veremos qué se puede hacer.

Llegaron a la casa de Donato. Se dirigieron enseguida a su taller. Tres asistentes del

escultor trabajaban otros tantos proyectos en mármol o bronce. A uno de ellos le dijo,

en clave que todos conocían para esas ocasiones: “proyecta”. De inmediato éste dejó lo

que estaba haciendo y empezó a bocetar discretamente al visitante, desde varios

ángulos, mientras Donato lo entretenía.

— ¿Qué bellas maderas nos puedes conseguir? Necesito unas para tableros de dos

capillas y cimbra resistente para subir las estatuas cuando estén listas –dijo

Donato señalando dos piezas que sólo él esculpía y sus asistentes pulían.

Mannino estaba absorto ante aquellos seres marmóreos que casi hablaban. Sus manos

rudas, acercándose a las obras, perfilaban sus rasgos con evidente ternura, que más

contrastaba con la talla como con la fuerza muscular del leñador.

Donato no se molestó ante el silencio de Mannino. Lo contemplaba guardando para sí

cada uno de sus gestos, registrando para su memoria la estructura de su cuerpo, porte y

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gallardía, los bordes prominentes que delineaban su carácter, la fuerza y largura de su

cuello, su firmeza al plantarse ante las esculturas.

— Tócalas si quieres, ¡no muerden ni envenenan! – lo animó Donato.

Mannino volvió en sí:

— Maestro, si usted gusta le traigo troncos de frutales de Germania, cedros o abetos

de los Alpes, tilos con robles de la Toscana, castaños y nogales de Dicomano,

mármoles de Carrara. Me hago de un ejército de leñadores y picapedreros para

cortarlos y traérselos en camas de algodones, si con eso trabajan mejor sus

cinceles y hace hablar a estas almas para gloria de Santa María.

Hablaba extasiado, como si viera avanzar una cruzada campesina por el arte. Ahora fue

Donato el sorprendido por el arrojo y alcances de Mannino: abrigaba la sospecha de

tener ante sí a su modelo para la estatua que le habían encargado para el oratorio de San

Miguel. Se estaba convenciendo de que era Mannino el más indicado. Sí, era casi un

gigante, a la vez sensible, atrevido, resuelto, veía más allá de lo inmediato. Estaba al

pendiente de las necesidades de los otros, era directo y no se arredraba ante las

contrariedades. Sabía de su fuerza, además de ser capaz de movilizarla para las obras

del cristianismo. ¡Tenía a su lado a San Giorgio redivivo!

III Mannino con la buena nueva

Llegó Mannino a Pontassieve. Irradiaba alegría imaginándose como capomaestro en

Dicomano, para las obras del Domo. Fue a dar la buena nueva a su madre, a la hora de

sus oraciones nocturnas. Ella se hallaba recostada.

— Madre, maese Donatello me llevará él mismo ante el maestro de obras del

Domo, ¡finalmente me van a contratar gracias a él!

— Vergüenza habría de darte ayudar en trabajos irreverentes.

— Madre, ya olvídese, Santa Reparata y Santa María son la misma santa. Hasta les

ponen las mismas vestiduras en Florencia.

— ¡Todo menos eso! Santa Reparata es la Santa de los pobres, de los apestados,

abandonados de Obispos y de Papas, perseguidos por el Podestá. Santa María de

las Flores es la santa de los mercaderes usureros, de los nuevos ricos, que lo son

porque han hecho más pobres a tejedores, hilanderos, cardadores y campesinos

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como nosotros. Ahora déjame en mis oraciones. Dios se apiade de ti, que te

amparas en los mercaderes de la lana, con artistas y clérigos fabricantes de los

santos y gigantes que les vienen bien a su gremio, dejándonos morir de hambre y

peste a los diminutos.

Mannino la dejó silenciosamente. Salió a plantarse en el medio de su huerto, mirando

hacia la corriente del río Arno. Seis rayas horizontales dividían su frente en surcos

prominentes. Decidió en esos momentos convertirse en capomaestro del bosque y llevar

sólidas maderas para la fabricación de todas las santas y santos de la Catedral de

Florencia.

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