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16 Aunque sus ojos ya no tenían ese brillo radiante de la inquietud y la inexperiencia. Se le había ido con el tiem- po. Esas son imágenes de Chubut. Unos meses antes de que mamá, de forma imprevista, decidiera que era el mo- mento de empezar una nueva vida en otro lugar. Nunca le contó a nadie las razones que la llevaron a tomar esa decisión. A mí tampoco. Yo jamás le pregunté. Pienso que hay cosas que no se preguntan. El que no aparece en esas fotos es mi viejo. Me recibí de Profesor de Lengua y Literatura. Es rara la vida. Lengua era una materia que detestaba. Gran par- te de ese sentimiento lo tenía por la aversión, propia de la edad, a cualquier tipo de responsabilidad. Pero tam- bién era por la profesora que padecimos los tres últimos años del secundario. Hay gente que deja huellas imborra- bles en nuestra vida. Silva era su apellido. Era una mujer que parecía haber recibido duras golpizas metafísicas, de esas que dejan moretones internos y, a la vez, visibles. Tenía el rostro demacrado, la mirada siempre ida, en viaje permanente. Daba la impresión de que una parte suya se había quedado extraviada en algún instante de su vida. Se corría un rumor sobre ella, esa clase de rumores infundados que en muy poco tiempo se convierten en verdades irrefutables. Había perdido a su marido y eso la desequilibró. Fue una muerte repentina, inesperada: paro cardíaco. Ella volvía de hacer las compras en el al- macén y el tipo estaba sentado en el sillón, parecía dor- mido. Quiso despertarlo y nada. Luego de unos minutos de desesperación se dio cuenta de que su vida había cam- biado para siempre. Vivían los dos solos. No tenían hijos. Esa inesperada soledad que poblaba su casa la puso en el estante de los perdidos. Eso se decía. Se tomó una licencia psiquiátrica de más de dos años.

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Aunque sus ojos ya no tenían ese brillo radiante de la inquietud y la inexperiencia. Se le había ido con el tiem-po. Esas son imágenes de Chubut. Unos meses antes de que mamá, de forma imprevista, decidiera que era el mo-mento de empezar una nueva vida en otro lugar. Nunca le contó a nadie las razones que la llevaron a tomar esa decisión. A mí tampoco. Yo jamás le pregunté. Pienso que hay cosas que no se preguntan.

El que no aparece en esas fotos es mi viejo.Me recibí de Profesor de Lengua y Literatura. Es rara

la vida. Lengua era una materia que detestaba. Gran par-te de ese sentimiento lo tenía por la aversión, propia de la edad, a cualquier tipo de responsabilidad. Pero tam-bién era por la profesora que padecimos los tres últimos años del secundario. Hay gente que deja huellas imborra-bles en nuestra vida. Silva era su apellido. Era una mujer que parecía haber recibido duras golpizas metafísicas, de esas que dejan moretones internos y, a la vez, visibles. Tenía el rostro demacrado, la mirada siempre ida, en viaje permanente. Daba la impresión de que una parte suya se había quedado extraviada en algún instante de su vida. Se corría un rumor sobre ella, esa clase de rumores infundados que en muy poco tiempo se convierten en verdades irrefutables. Había perdido a su marido y eso la desequilibró. Fue una muerte repentina, inesperada: paro cardíaco. Ella volvía de hacer las compras en el al-macén y el tipo estaba sentado en el sillón, parecía dor-mido. Quiso despertarlo y nada. Luego de unos minutos de desesperación se dio cuenta de que su vida había cam-biado para siempre. Vivían los dos solos. No tenían hijos. Esa inesperada soledad que poblaba su casa la puso en el estante de los perdidos.

Eso se decía.Se tomó una licencia psiquiátrica de más de dos años.

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Cagón antes,ahora

soy el

poronga más

poronga del

barrio.[[

Ricardo

*

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Nunca pensé que terminaría siendo docente. No hay antecedentes de esa profesión en mi familia. En mi pe-queña familia. O tal vez sí. Mi madrina, a quien nunca vi, era maestra de grado. Sé que tengo una madrina por-que me lo dijeron y porque también aparece en las fotos. Unas fotos ya viejas y amarillentas que a mamá le encan-taba guardar y a mí me molestaba ver. En ellas se me ve recién nacido, en una iglesia, gordo y feo como todos los recién nacidos, en brazos de una mujer desconocida. Esa es mi madrina. A su lado está su marido. Un tipo con un increíble parecido a Carlos Gardel: morocho, peina-do a la gomina, mirada recia, los brazos cruzados a la altura del pecho. Ese es mi padrino. Era o es, no puedo precisarlo, abogado. Otro que nunca vi y que de alguna manera es parte de mi existencia.

Mi familia era tamaño small. Pocos parientes. Ape-nas mi vieja y yo. Ella también está ahí en esas fotos. Se la ve diferente con esos peinados batidos que se usaban antes. Era el año ´79, pero su rostro seguía siendo el mismo. Algo de ella persistía en mantenerse reconocible.

I

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* Okupas | Capítulo 6

—¿Querés que vayamos a dar una vuelta?—Una vuelta dónde.

—Por mi pasado.

E s t a m o s e c h a n d o raíces, loco.© hiqui

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Los mantenidos

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copie, reenvíepreste, fotocopiecomente, corrija

tache y vuelva a copiarcitando todas las fuentes

* chequee *http://creativecommons.org/licenses/by/2.5/ar/

primera edición| s e p t i e m b r e 2 0 1 1 |

Los mantenidosde integra la colecciónEl futón de Alfio Basilea cargo de Lucas Oliveira

El arte de tapa fue diseñado porLucas CollosatremEnda/madmaBalcarce 837RosarioArgentina

Diseño del logoMatías Laje

Contacto con la editorialeditorialfunesiana@gmail.comwww.editorialfunesiana.blogspot.com

Contacto con el encuadernadortremendamadma@yahoo.com.arwww.tremendamadma.wordpress.com

a Patri por todo lo que sabe

y porque no se lo guarda

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taron un circo para las cámaras. Desarmaron los puestos y se llevaron todo decomisado. Actuaban de agentes de la ley para la tele. Después volvieron, los puesteros. El conductor se había matado o lo habían tirado del balcón de su casa, así que nadie hacía informes molestos. Los oficiales, una vez que las cámaras enfocaron para otro lado, siguieron como antes: pidiendo su parte y dejando laburar a los muchachos.

En el barrio de Temperley que rodeaba a la iglesia eran sobre todo, viejos acomodados. Augusto había ubicado muy bien su boliche. Gente que estaba cerca del Gran Momento, ¿no? Uno caminaba a cualquier hora del día y era todo tan silencioso como un sarcófago. Era un preludio, en realidad.

Se veían casas grandes, terminaditas, con todos los chiches: techo de tejas, ladrillos a la vista, un jardín am-plio, perro de raza y mucama de uniforme haciendo jue-go. Nada que ver con mi barrio. Ese era nuestro centro de operaciones, donde nos movíamos. Muy pocas veces salíamos de ese radio perfectamente delimitado. Te da-bas cuenta de que estabas en otro barrio por las casas. Un par de cuadras y todo estaba a un soplo de derrumbarse.

A veces, Ángel me dejaba ir solo a los trabajos más simples, para poder avanzar cuando se nos amontona-ban los pedidos. Algo había aprendido. Una de esas ve-ces ocurrió algo impensado. Conseguí mi primer libro importante.

Fue el comienzo.Antes ya había leído algún que otro libro, nada im-

portante. Y, sobre todo, nunca fuera del colegio. ¿Leer? Para qué. Siempre había otras cosas, cualquier cosa, me-jor que hacer. Yo pensaba que la lectura era una pérdida de tiempo total. Es increíble cómo ciertas ideas se aferran a nosotros y no las cuestionamos en absoluto.

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Cuando volvió se encontró con nuestro curso. Lo cierto es que divagaba, perdía el hilo de lo que estaba diciendo y cada clase la empezaba preguntando qué habíamos he-cho en la anterior. Mis compañeros la humillaban y ella parecía no darse cuenta, o los dejaba, o quizás no le im-portaba. Esa actitud me molestaba. Esa pasividad frente a la maldad incansable de treinta pendejos con muchas ganas de ver sangre. Sobre todo si percibían debilidad.

Fueron tres años perdidos, sin retorno. Lo supieron todos los que creían pasarla bien y después fueron descar-tados en los exámenes de ingreso a la facultad.

Cuando terminé la secundaria no sabía qué hacer con mi vida. Vivía con mi vieja y creía que tenía todo el tiempo del mundo para decidirme. No trabajaba y tampoco buscaba. No me parecía importante tener un laburo. Total, mamá me mantenía. Así era mi vida por entonces. Ninguna perspectiva interesante en el hori-zonte. Miraba mucho el techo, era lo que más hacía. Ah, escuchaba música también. Por esa época creía que la música era un resguardo seguro de la mierda del mundo. Ponía un disco y automáticamente desaparecía la realidad. Era hermoso sentirse así: adentro de una mónada llena de sonidos extraordinarios, sin tiempo, sin esperanzas, sin nada perturbador. Pero, claro, la eternidad dura muy poco.

Un día mi vieja cayó con alguien: un tipo. Me extrañó, porque mamá solo traía amigas. Era muy reservada con es-tas cuestiones, había sido criada con otros valores, por eso le importaba la mirada ajena, la de los vecinos. El qué dirán y eso. Y además consideraba que ciertas cosas, el sexo, por ejemplo, se resolvían de la puerta para afuera. Yo no traía a nadie a casa para acostarme (tampoco fueron tantas, apenas una o dos hasta ese momento) y ella hacía lo mismo. Era una ley implícita que habíamos forjado a través de los años.

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Cuando ella salía jamás volvía con nadie. Por ahí una conocida del barrio o del trabajo, pero nunca un hom-bre. Entonces, ese día que un señor entró a casa detrás de ella con cara de querer caer bien, me agarró como a un actor al que le cambian la letra en el medio de la obra. Los saludé a los dos y salí de casa desconcertado, sin saber adónde ir.

Mauricio, se llamaba. Comenzó a venir a casa. Pri-mero una vez por semana, después dos y, finalmente, casi todos los días. El tipo también llamaba por teléfono con-tinuamente. Cuando lo atendía yo, era seco, cortante. Eso me pareció una mala señal. No le dije nada a mamá. No quería que piense que pretendía llenarle la cabeza en contra de él como si estuviera celoso. Era una sensación que me acosaba. En realidad buscaba que no lo note. Supongo que ella sabía todo. Era mi vieja, ¿cómo podía ocultarle algo?

Nunca hablamos de la relación que tenía con Mau-ricio. Ninguno de los dos dijo nada. Salvo una vez que me preguntó al pasar, como si esas palabras se le hubie-ran caído de la boca sin querer, qué me parecía Mauri-cio. ¿Qué me va a parecer? Un forro, un falso, un pelo-tudo. Le contesté, haciéndome el reflexivo, que era ella la que tenía que decir eso. Supongo que esperaba otra cosa, algo generoso y amable, pero yo no estaba en con-diciones de dar nada de eso. Fui egoísta. Lo sabía. No pude decirle mucho más. Escuchó, asintió silenciosa y no respondió nada.

Hasta que una noche vinieron juntos y luego de co-mer rápido, para no estar cerca de Mauricio, me fui a mi pieza. A la mañana siguiente estaban desayunando muy contentos. Se hacían bromas cómplices, mostraban una intimidad compartida. Me di cuenta entonces de que él se había quedado a dormir y que esa era la forma elegida

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años, por ahí más. Al principio, me contaron, era un lu-gar para comprar verduras y artículos de limpieza. Eran unas pocas cuadras de Donato Álvarez. Con el tiempo fue creciendo y se empezó a vender ropa, zapatillas. En la década del noventa creció más que nunca. Ya eran más de veinte cuadras, cruzaba San Martín y no parecía detener-se. Se diversificó tanto que no tenía nada que envidiarle a ningún centro comercial. Es nuestro shopping. Sin estruc-turas fastuosas y ordinarias sino que las calles y las veredas eran las instalaciones utilizadas. Cuadras y cuadras de co-merciantes callejeros que pueden dividirse entre los que tienen un puesto y los que no. Los primeros arman sus puestos o abren sus grandes changos y venden mercadería de procedencia incierta pero accesible. El puesto sería un local para ellos, y tienen empleados a los que negrean.

Los otros tiran una tela y ponen lo que consiguen. Cartoneros o lúmpenes que venden objetos únicos e irre-petibles. Y te sacan lo que pueden. Los precios los ponen en el momento, depende la jeta del interesado.

Se puede encontrar cualquier cosa que uno imagine. Desde libros carísimos a precios irrisorios hasta piezas or-topédicas. Todo por unos pocos mangos. Y llegan desde todos lados para comprar estas ofertas imposibles.

Una vez peligró la continuidad de la feria. Se había hecho un informe para un programa de televisión que conducía uno que después se mató o lo mataron, no está resuelta la cuestión. El tipo investigaba el tema de las autopartes. Había unos cuántos puestos que las vendían. Se acercaba a ellos con la cámara encendida y les pregun-taba si tenían boleta de la mercadería. Nadie tenía forma de explicar dónde y cómo la había conseguido. Era todo robado, por supuesto. A nadie le importaba más que el precio, por eso iba a comprar ahí. Se armó un quilombo que traspasó la pantalla. La policía fue a la feria y mon-

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Y ese fue el comienzo de todo.Después de viajar durante años, realizando semina-

rios y retiros, y de convertirse en cura, Augusto volvió a Temperley, su casa, con planes de construir una iglesia.

Ahí cayó Ángel.

*

Por suerte había trabajo. La mayoría de nuestros clientes eran los que iban a la iglesia. Como lo conocían y le tenían algo de aprecio le pedían pequeños arreglos. Un contrapiso, un revoque, una pared, esas cosas. Y no solo hacía trabajos de albañilería, Ángel sabía de todo. Así que había ocasiones en que hacíamos de plomeros, jardineros, gasistas, electricistas. El tipo era impresionan-te. Yo hacía lo que podía y aprovechaba la buena tempo-rada. Tal vez debí ser más atento con el trabajo, intentar apropiarme de esa información para tener un oficio. Pero no lo supe aprovechar. Quién sabe, por ahí fue mejor así.

Y parece que laburábamos bien porque tuvimos más pedidos. Empezamos a trabajar los sábados para cumplir con todos y no atrasarnos. Eso no me gustó nada. Pero me ayudó a juntar unos mangos y poder comprarme unas sábanas y unas frazadas. También necesitaba algo de ropa esencial (calzoncillos y medias) y para andar (jeans y ca-misas). Entonces me hizo falta un mueble para poner la pilcha nueva. Fui a la Feria de Solano, que estaba a unas cuadras de donde vivía, para conseguirlo barato. Viendo los precios zarpados de las mueblerías me di cuenta de que la Feria era lo mejor. Se dice que es la más grande de Latinoamérica. Ahí compré un roperito precioso: antiguo, de madera dura y gruesa. De esos resistentes que duran más que el dueño. Segundo mueble. Las cosas mejoraban.

Yo sabía que en la Feria iba a conseguir lo que busca-ba. Voy desde pibe a recorrerla. Debe tener más de veinte

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para exponer la nueva situación. Había una relación en marcha que iba muy en serio.

Me sentí traicionado.Unos meses después de esa mañana éramos tres per-

sonas viviendo en la casa. Eso no era problema ya que la casa era grande, había lugar de sobra. Era personal: entre Mauricio y yo las cosas no funcaban. No era algo explícito, declarado, si no una incomodidad guardada, pero estaba ahí. Me trataba diferente si mi vieja estaba presente, la mezquindad con la comida que compraba él. Ese tipo de cuestiones. Por mamá se desvivía, eso sí, era bueno con ella. Sin embargo, la frialdad contenida con la que me trataba me hizo pensar en que era hora de des-pedirme del hogar en el que había pasado toda mi vida.

Le mentí a mi vieja. Le dije que me iba porque ne-cesitaba mi propio espacio, que ya era grande como para seguir dependiendo de ella. Me las di de adulto y madu-ro. Nada más lejos de la realidad. Ella lo tomó lo más bien, no se hizo ningún drama. Eso me afectó: me hu-biese gustado que se pusiera mal, que llorase y sufriese por la partida de su único hijo. Pero estuvo comprensiva y, sí, algo distante.

, me dijo. Yo no tenía la más puta idea de qué era lo mejor para mi vida, pero estaba seguro de una cosa: no quería vivir con Mauricio. Tenía claro que, a la larga, todo se iba ir al carajo. No quería pasar por eso. La veía a mi vieja, en cómo ella había recuperado algo que parecía perdido. No sabía si era amor o simplemente una buena compañía, no importaba. Se la veía radiante, feliz, con ganas de hacer cosas. Ahora estoy seguro, aun-que no quisiera admitirlo en ese momento, había amor entre ellos. Y me jodía mucho darme cuenta de que yo quedaba afuera de esa fortaleza de dos. Su cambio era notable. Desde hacía un buen tiempo se la notaba des-

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gastada. Volvía del trabajo malhumorada o, directamen-te, enojada. Después se metía en su pieza y se guardaba unas cuantas horas. También la notaba dejada, ya no se preocupaba por su aspecto. Esa fue una de las grandes modificaciones que percibí.

Y un día empezó la renovación. Se compraba ropa y pasaba largas horas preparándose para salir con Mauri-cio. Sonreía, estaba contenta.

No quería arruinarle eso, ni confrontar con Mauricio y que la vida en la casa se convirtiera en un campo mina-do. Deseaba que mamá mantuviera ese florecer sin rom-perle esa segunda oportunidad que estaba sobrevolando.

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tiempo. En medio de ese bardo, los negocios le pidieron atención. La empresa comenzó a ir cuesta abajo. A Au-gusto parecía importarle muy poco y continuó como si nada. Era tenaz y constante en su rutina libertina. Ningu-no sabía exactamente qué había llevado a un tipo como él a comportarse de esa manera. Y eso que le había costa-do mucho llegar a pertenecer al clan de los acomodados. Venía de abajo y en ese momento estaba la posibilidad de volver. Pero las personas son increíbles y sus más íntimas motivaciones insospechadas.

Siguió como si nada.Una noche, Augusto volvió a su casa borracho y se

quedó dormido en el patio, no pudo ni llegar a rozar la puerta del fondo. Por ahí entraba todas las madrugadas. Tenía una sarna feroz, lo de siempre. Se despertó con el sol mojándole la cara. Al menos eso pensó. Lo que lo había despertado, se percató luego de unos segundos, era una aparición. Augusto, un hombre que creía en Dios por costumbre, que no tenía fe verdadera, vio algo que no formaba parte de su universo cotidiano. Lo descri-bió como una persona que estaba a unos centímetros del suelo e irradiaba luz. En ese momento tuvo la certeza de que no estaba borracho ni alucinando. Estaba frente a un momento crucial y sorprendente entre plantas y bal-dosas sucias. Con los pantalones arrugados y meado. Sin-tió que le cortaban las palabras a la altura de la garganta. Estaba frente a algo realmente importante. No se animó a ver si era Jesús o el espíritu santo o la Virgen María. No estaba como para andar pidiendo identificación. Se quedó en el piso contemplando como pudo, ya que la luz era rutilante y lastimaba su retina. Ese era un fuego dulce sobre su rostro demacrado. Luego de segundos (¿o fue-ron horas? ¿Cuánto tiempo pasó?) desapareció. Augusto vomitó y entró a la casa.

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Un mediodía en una sobremesa Ángel le contó su situación a Augusto: estaba parando en una pensión y no lo trataban muy bien. Fue un diálogo sin intención de pedir nada. Al otro día, Augusto le dijo que había pen-sado lo que habían hablado y le propuso construirse una pieza para quedarse a vivir y, de paso, hacer de sereno y cuidar la iglesia. A Ángel la idea le encantó. Pero había un inconveniente, no creía en Dios. Augusto se cagó de risa y le dijo que ese no era ningún problema, no hacía falta ser creyente para ser un excelente trabajador como era Ángel. Por eso se lo proponía.

Entonces aceptó pensando que su suerte por fin estaba cambiando.

Y, sí, claro que era mejor tener un techo sobre su cabeza y unas paredes que lo sostengan y, bueno, vivir en la casa de un Dios en el que no se creía tenía su gracia. Igual, eso de estar en contacto todo el tiempo con lo reli-gioso le hizo poner en duda sus convicciones.

Para Ángel, lo mejor era estar cerca de Augusto. Era él quien había llevado adelante la aventura de construir una iglesia y tenía algo muy especial. Una personalidad que cautivaba a todos. Algo que la gente no podía dejar de percibir pero de ninguna manera explicar. Por supues-to, había una historia de cómo Augusto había llegado a ser cura. Una Redemption song.

En su vida anterior había sido empresario. Tenía una cadena de carnicerías repartidas en toda zona Sur. Le iba bien, muy bien. La juntaba en pala y podía hacer lo que se le cantaba. No tenía muy claro qué hacer con seme-jante tranquilidad. Y se le dio por el alcohol y las putas. El tipo no era nada reservado y esto no cayó muy bien en la familia. El tren de vida descontrolado que se le dio por llevar a Augusto perturbaba a su mujer y a sus tres hi-jos varones. La vida disoluta siguió su marcha. Un buen

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Fui a parar a una casilla que me prestó un amigo. Quedaba atrás de donde vivía con sus viejos. Su papá la usaba para guardar herramientas y porquerías. Las pare-des eran de una madera barata, machimbre, pino o algu-na de esas, y estaban pintadas de celeste. El techo era de chapa de cartón y el piso, de tierra. Y había una ventanita que en vez de vidrio tenía puesto un pedazo de cartón. Era una hermosa cucha de perro.

El invierno asomaba el hocico así que tenía que pen-sar cómo llegar vivo a la primavera. No tenía ni un mue-ble. No tenía nada. Apenas poseía un bolsito con algunas pilchas. La primera noche que pasé ahí acomodé la poca ropa en el piso para que hiciera de colchón. Tenía el es-pesor de una feta de salame. Me acosté y doblé el bolsito varias veces para que funcione de almohada. Comencé a sentir una corriente helada entrando de algún lado. Cuando la noche se hizo profunda, tipo dos, tres de la madrugada, temblaba como un poseído. El frío me sacu-día lindo. Hay que pasarlo, hay que pasar esto, pensaba con dificultad. Me abracé a las piernas flexionadas, las

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rodillas contra el pecho, queriendo pensar que el frío era solo una ilusión. Al toque me di cuenta de que era lo único real en ese lugar. Con los ojos cerrados, haciendo fuerza, finalmente me dormí. Antes me pareció ver la luz del día filtrarse por los espacios que dejaba el cartón. Y hasta soñé, creo.

Las cosas no estaban tal mal después de todo.Estaba muy poco preparado para la vida. No tenía la

menor idea de cómo me las iba a arreglar. Lo primero que tenía que hacer era conseguir un trabajo. Pronto. El tema era que no sabía hacer absolutamente nada. Era un inútil y me veía pagando las consecuencias. Imaginaba que en muy poquito tiempo estaría muerto de hambre, mendi-gando, sucio y sentado en alguna vereda con la mano extendida rogando que alguno me tire una moneda.

La mamá de mi amigo, Silvia, era una señora muy creyente. Cristiana apostólica romana. Se había metido en la religión porque necesitaba un lugar seguro para las horas difíciles. La iglesia le daba esperanzas y la tranqui-lizaba. La vida de Silvia era muy inestable. A su marido le gustaba demasiado el juego, al punto de que se apos-taba todo el sueldo de la curtiembre ni bien lo cobraba. Entonces ella debía andar pidiendo guita prestada y ha-ciendo malabares para llegar a fin de mes. A veces, si no conseguía quién le preste, limpiaba casas por horas. Algo que odiaba hacer porque se sentía humillada.

Y mi amigo aportaba lo suyo para ensanchar esa ruta de tristeza por la que ella transitaba desde hacía un buen tiempo. Que Julián se drogara era un golpe duro para Silvia, un problema que no sabía cómo encarar. Prime-ro quiso que el padre hiciese algo, pero no supo cómo abordar el tema con un hijo que todo el tiempo le recri-minaba su propio comportamiento y le echaba en cara sus heridas viejas. Después intentó con el diálogo, con

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Ya le habían contado que en Argentina el racismo es más fuerte que la buena onda y que la palabra era un insulto. Una vez escuchó a unos chicos con guardapol-vo blanco, recién salidos de la escuela, insultándose a los gritos. , se decían. Y fue sentir que un dolorcito se le metía por la nuca, le hacía cosqui-llas en el pecho y se quedó ahí por un buen tiempo.

Ángel trataba de procesar esa experiencia en un almuerzo:

—Es muy fácil convertirse en un resentido. Una pa-labra chiquita nomás alcanza. En ese momento estuve seguro de algo que ya venía pensando: para una persona como yo, sería muy difícil vivir en este país. Sobre todo porque lo que dijeron parecía de lo más normal. Esos niños iban con sus madres y ellas no los retaron ni nada, ¿sabes? O sea, imagínate, lo que yo era parecía ser un pro-blema para esta gente.

La voz de Ángel tenía una melodía hermosa, caden-cia y ritmo. Era un don natural. Y su dicción era perfecta. Cuando contaba la anécdota no había nada de resenti-miento en sus palabras. El tipo pudo atravesar el fuego y mantener su alma a salvo. Le quedaban heridas, claro que sí, pero todas superficiales.

Dejó la Capital y se fue a Temperley por un dato. Se estaba haciendo una construcción grande. Cuando llegó al lugar y pidió trabajo, lo tomaron enseguida, todo lo contra-rio a los otros lugares en donde se había ofrecido. Ángel era albañil desde sus once años, no tenía título ni nada, lo que sabía lo llevaba en el cuerpo, como la sangre y los años.

Se estaba edificando una iglesia. Entró de peón, uno más entre todos. Al poco tiempo de ver cómo se movía, con ese conocimiento absoluto que tenía de su oficio, lo ascendieron. La decisión la había tomado la persona que estaba pagando la construcción. Augusto, el cura.

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ban cincuenta kilos, mis piernas al principio temblaban, y las de cal, que pesaban treinta. Acomodé la arena. Apilé los ladrillos. Llevé las herramientas. Todo tenía una ma-nera específica de hacerse. Normas internas que no esta-ban escritas pero eran sabidas, transmitidas oralmente, a la vieja usanza. Y no se cuestionaban por que personas como Ángel llevaban muchos años levantando construc-ciones hermosas con materiales rudimentarios.

Además fue un aprendizaje léxico: hacer pastones, preparar mezclas, levantar paredes, hacer revoques, pasar el fino, usar la plomada. Etcétera. ¿Qué carajo era eso? Pa-labras que jamás había escuchado de pronto se convirtie-ron en las más importantes para hacer bien mi trabajo. Era un turista conociendo un mundo nuevo. Yo era duro, a mi cabeza le costaba retener cierta información, pero Ángel tuvo paciencia y me decía todo con calma. Era un hombre con gran temple. Siempre específico y firme, sin ser auto-ritario. Estaba claro que la mejor forma de hacer el trabajo era la suya. Yo no estaba en condiciones de cuestionarlo, tampoco me importaba demasiado. Decía a todo que sí y trataba, sin suerte, de copiarlo. Hacía lo justo y necesario. Ese era un buen lugar para ocupar. Me gustaba.

Cuando parábamos para comer al mediodía a veces se quedaba pensativo y se alejaba para estar solo. No era cerrado ni nada de eso, solo necesitaba mantener su espa-cio. De a poco fuimos tomando confianza conmigo y me contó cómo fueron sus primeros días en Buenos Aires.

Cuando llegó de Bolivia, al principio, la pasó fiero. No conocía a nadie y tampoco tenía mucha plata, el cam-bio de moneda lo jodió. Así que cuando esos billetes vo-laron, la calle le dio techo y comida. Poca, pero le daba como para caminar buscando el filo. Daba vueltas por Capital Federal, que no le pareció gran cosa, y percibía el desprecio de la gente. No le llamó mucho la atención.

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los gritos y con algún que otro sopapo. Pero no logró nada. Julián era indomable en el ring. Silvia, resignada, tiró los guantes y lo dejó en paz. Ella sabía todo lo que consumía su hijo. Y cuándo lo hacía. Era obvio, con solo verlo se daba cuenta. A Silvia le dolía verlo así las pocas veces que se cruzaban, y se encerraba en la pieza o en la iglesia. Yo creía que el berretín de Julián no era nada grave. Sí, el pibe le daba al porro y a la merca sin medir consecuencias, pero también seguía dando vueltas en la órbita familiar, iba al colegio (¡pasaba de año!) y volvía a dormir casi todas las noches a su mugrosa habitación. En estado lamentable, pero volvía. Julián me dijo una noche que era importante tener un hogar, algo muy diferente a tener una casa, un lugar donde volver y sentirse a salvo. Y ese espacio que compartía con su viejo, al que despre-ciaba, y con su mamá, a la que respetaba por los esfuerzos que hacía, era el único sitio al que consideraba su Hogar.

A la segunda noche en la casilla, Silvia me dijo que dejaría un plato de comida en la cocina de su casa para que cene. Me emocionó que me diera esa mano. Alguien me tenía en cuenta. Me sentí querido.

Entonces entraba todas las noches, con cierto aire delictivo, por la puerta de atrás y agarraba mi plato servi-do, me lo llevaba a la casilla y le daba con todas las ganas. Muchas de las comidas no me gustaban, mucho guiso sobre todo. Pero yo los comía para no ser desagradecido y también porque era mi única comida del día. A veces, en esos viajes de subsistencia, la encontraba y hablába-mos de cualquier cosa, nada importante. Era una mujer muy agradable, sencilla en apariencia, pero con el tiempo entendí que sabía un montón. No tenía una vida fácil, y estaba entera. Nunca me preguntó nada incómodo, ni me hizo sentir un extraño. Fue pura entrega sin esperar ninguna recompensa.

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Ella me dio mi primer mueble: una cama de una plaza y el colchón. Cuando llegué una tarde y lo vi, no lo podía creer. Tampoco entendía bien por qué me emo-cionaba tanto por un simple mueble, pero así fue. Se notaba a simple vista que era usado. No me importó, me pareció maravilloso.

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Pocos días después conseguí un trabajo por interme-dio de Julián. Mi primer laburo: ayudante de albañil. Tra-bajaría para un tipo llamado Ángel. Él sabía de mi situa-ción, que me había ido de casa y que era un inservible, y decidió darme una ayuda por razones personales. Sabía lo que era estar solo y lejos de la familia. Cuando vino de Bolivia sufrió el desarraigo y el desempleo. Supongo que quería ganarse el cielo conmigo porque se veía reflejado. Exageraba un poco cuando hablaba de mi “desarraigo”. A mi vieja la tenía cerca y la podía ir a ver cuando qui-siera. La cuestión era, justamente, que no quería. Estaba convencido de que debía, y sobre todo podía, salir ade-lante solo, aunque luego lo comprendí: eso es imposible. Además, la última vez que había ido a visitarla me había contado sus planes de casamiento. Fingí alegrarme y le dije que era una gran noticia. La abracé y hasta la felicité. Estaba para el Oscar.

Ángel se prestó a enseñarme su oficio. Era un trabajo duro. Tuve que empezar de abajo, pagar derecho de piso. Cargué sobre el hombro las bolsas de cemento que pesa-

III

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para cuidarlo y no contagiarle nada. Lo miraba y parecía muerto. No puede estar con vida una persona que ya no tiene nada reconocible. Ese cambio me dio una tristeza profunda. ¿Dónde estaba Julián? Sí, ya sabía: estaba ahí, sobre una camilla, cableado y ausente. Eso era lo que nos había quedado de él.

Despertó una tarde, cuando ya estaba en sala inter-media con otros tres pacientes. Confuso, desorientado, preguntó dónde estaba. , Ju-lián, pensé. Pero le dije que estaba en un lugar tranquilo donde lo estaban cuidando.

—Estás en el Oñativia— le conté. Justo él, que nunca había pasado ni cerca de ahí. Quiso saber qué le había pasado. —Te cagaron a trompadas, Capo.

—Me duele todo.—Más vale. Estuviste mal en serio. Pero eso ya pasó,

ahora descansá que ya vas a estar mejor.—La cabeza me recontra duele. No me puedo acordar

qué pasó.—En el ¿no te acordás? Te quisiste hacer

el justiciero y ayudar a un amigo tuyo al que le estaban dando en la plaza. Pero te fajaron mal y terminaste acá.

—No me acuerdo de nada.—Descansá, Julián.Ya estaba algo mejor pero se tenía que recuperar

mucho más, todavía. Poco a poco volvía su semblante compadrito, sus facciones. Julián era dueño de una jeta atractiva, poderosa. No digo que era lindo como Brad Pitt. Más bien era como un Sean Penn suburbano o un Gary Oldman de cotillón.

También le faltaba soldar huesos, restaurar órganos, recobrar espíritu y vitalidad. Volver a ser una persona.

Tenía un mes por delante en esa habitación. Julián se aburría mucho. No había televisión cerca, ni música,

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Llegué a la casa donde iba a realizar el trabajo. Toqué timbre y me atendió una señora mayor, le dije que iba de parte de Ángel y me hizo pasar amablemente. Me llevó hasta el baño y me mostró lo que había que hacer. Era sencillo: poner unas cerámicas.

Mientras preparaba todo como para empezar pensé que era una casa demasiado grande como para que vivie-ra una persona como ella. Antes de arrancar, la señora me trajo el desayuno. Me vino bien porque había salido tarde de casa y no tenía nada en la panza. Tomé el café con leche y arranqué.

Trabajaba tranquilo, sin apurarme. Estaba algo hara-gán así que colocaba un par de cerámicas y miraba por la ventana o fichaba la biblioteca que estaba cerca del baño. La observaba con cierta curiosidad. Era grande. Muchos libros en esos estantes. En la que era mi casa solo había revistas de famosos. Y, a pesar de que no estaba interesa-do en la lectura, me gustó ver esos lomos juntos, orde-nados, apilados, uno al lado del otro como si fuera un ejército de papel. Imponía respeto tamaña cantidad de textos. Le daba a la casa un aire diferente a las otras en las que había trabajado. Volví al laburo y mientras pega-ba una cerámica me entraron ganas de tener uno de esos libros. No sé muy bien por qué. Se dio así. A medida que pasaba el tiempo ese deseo fue acrecentándose. Miré otra vez la biblioteca y escuché que la señora me dijo:

—Son de mi marido.—Se ve que le gusta.—Le . Falleció hace tres años.—Uh, disculpe.—Se sentaba en ese sillón que está allá, ¿ves? Y se

quedaba hasta las tres, cuatro de la mañana leyendo. A veces ni dormía. Sufría de insomnio y en la lectura encontró una buena forma de pasar las noches. Esta bi-

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blioteca era lo que más quería. Pensaba en la literatura como una de las pocas cosas buenas que había hecho el hombre. ¿A vos te gusta leer?

—No mucho.—Sí, a mí tampoco. Y a ésta la tengo todavía… vos me

vas decir que soy una vieja loca pero es como si algo de él se mantuviera vivo en todos estos libros. Esta biblioteca era su patria. Entonces es como si yo pisara, en cada li-bro, cada uno de los lugares que visitó. Le estoy siguiendo la huella. Y lo voy a alcanzar, yo sé que lo voy a alcanzar. Conozco cada uno de los libros que hay en estos estantes, la ubicación que tienen era algo muy importante para él, así que ahora lo es para mí también. Me hace bien estar acá por las noches: le robé esa costumbre; solo que yo no tengo insomnio, tengo el sueño cambiado, nada más. Cada tanto agarro algún libro para ojearlo y recorro las palabras con la mirada como si fueran los trazos de un bello cuadro, sin preocuparme por su significado, las contemplo maravillada porque estoy donde estuvo él, y esa es mi manera de seguir a su lado. A veces me divier-to cuando encuentro esas anotaciones suyas, pequeñas, inentendibles, en los bordes de la página. Siento que aún lo estoy conociendo. Bah, no me hagás caso. Seguí con lo tuyo nomás.

Mientras terminaba el trabajo pensé si daba para pedirle uno de los libros. Me pareció que sería una situa-ción incómoda por lo que había contado. Y, además, no iba a saber decirle cuál quería. No tenía ni idea si alguno me iba a gustar porque no sabía de autores ni tenía pre-dilección por un género en especial o siquiera el nombre de algún libro copado.

Iba a tener que llevarme cualquiera, sin más, si tanto lo quería. Sentí entusiasmo y excitación frente a este dile-ma. Y en ese momento cayó una voz atada a mi concien-

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amigo estaba muy mal. Se lo llevaron a Traumatología para hacerle unas radiografías. Querían ver si su interior se encontraba como su desolador cuadro exterior. No lo vi por unas horas. En eso llegaron, desesperados, los padres de Julián. Sobre todo Silvia, se puso a exigir que alguien le explicara cómo estaba su hijo. Se calmó sola porque nadie le llevó el apunte, estaba insoportable. Era momento de masticarse los reclamos y esperar.

Y al fin llegaron las noticias. El paciente se encontra-ba inconsciente e iba a quedar en sala de terapia inten-siva con un coma farmacológico. Hay palabras cargadas de un peso insoportable. Cuando escuchamos “coma” sentimos a la muerte metiéndonos la mano en el bol-sillo. Silvia se puso a llorar. El médico dijo que no nos preocupáramos. El coma farmacológico era para mante-nerlo sedado para que el paciente no sintiera tanto el dolor. Había que esperar su evolución. Julián presentaba politraumatismos graves en todo el cuerpo y en la cabeza. Y tenía comprometidos el pulmón y el estómago.

Evolucionó bien. Estuvo solo cinco días en terapia intensiva. Y nosotros con él.

Durante esos días nos fuimos turnando, con Silvia, para acompañarlo. Yo me preguntaba cuánta responsabi-lidad tenía en toda esa situación. Enfrentar mi cobardía me dolía como la puta madre. Julián había hecho todo por mí y yo simplemente me había quedado paralizado, como un espectador privilegiado de su caída. ¿Qué clase de amigo era yo, entonces? ¿Qué clase de persona era? Trataba de evitar las respuestas. Pero no iba a poder es-caparme nunca de eso. Cada vez que me mirara al espejo estaría enfrentándome con lo que era.

Fui todos los días después del trabajo a verlo en el horario de visita. Nos disfrazábamos con una cofia, un delantal, un pantalón y algo para cubrirnos los pies. Era

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Al hospital Dr. Oñativia le dicen doña Tibia. En los años noventa, cuando se inauguró, fueron el Goberna-dor de la provincia y el Presidente a hacer acto de pre-sencia, mostrarse como superhéroes y decir unas pocas palabras. Era el primer hospital de Calzada.

Al fin.Queda a unas cuadras de una Iglesia preciosa, inmen-

sa. Creo que califica como catedral, pero no estoy seguro. Está al lado del Estrada, una escuela religiosa y cara.

La proximidad debió estar contemplada cuando le buscaron una ubicación al hospital. Esa planificación no es inocente. Son lugares que se relacionan. La cien-cia y la fe no trabajan juntas, pero a las personas les gus-ta tener cubiertos todos los f lancos posibles a la hora de cuidarse de la desgracia. Tener a un familiar internado al cuidado de los médicos no alcanza. Se sabe lo falible que es el ser humano; esa certeza inquieta. Entonces se busca el respaldo de alguien grande, poderoso. La religión da la posibilidad de encontrarse, por un par de rezos, con ese aliado que puede dar una mano grosa si fallan los de guardapolvo.

Julián, a pesar de estar inconsciente, armó lindo bar-do cuando llegó a la guardia del Oñativia. Madrugada de domingo, el ambiente agitadísimo, todos corrían de un lado para otro. Un verdadero loquero. Por acá la sangre sobra. Se veía por todos lados. Los sábados a la noche la gente sale de sus cuevas a pedir atención y se sien-te inmortal. Con el correr de las horas se dan cuenta, de la manera más violenta, que estaban equivocados. Es mentira que la música calma a las fieras. Todo lo contra-rio. A estas fieras no las calma nada. Esa guardia, llena hasta las manos, mostraba la posta. Metieron a Julián a un cuarto y fueron a buscar a alguien para que lo viera. La prioridad la daba el estado visible del paciente. Mi

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cia: mi vieja. Ella enseñándome de pendejo que robar era lo peor que podía hacer una persona. Yo no lo veía de esa manera, no quería usar esa palabra. Recordaba una vez que creía que yo le había sacado algo de plata de la mesita de luz. Ella, en lugar de memoria, tenía un agujero negro, entonces perdía todo y lo encontraba mucho tiempo des-pués en cualquier lugar. Podía estar debajo de la cama o en la heladera, al lado de los huevos; había pasado mil veces. Yo era inocente, como siempre, pero ella estaba convencida de que era culpable. Comenzó un feroz in-terrogatorio y, como vio que negaba todo, me amenazó con quemarme las manos si mentía. Prendió la cocina. Ahí miré mis manos y sentí un amor inconmensurable por ellas. Las necesitaba. Al final no pasó nada con la amenaza. Me dejó libre. Cuando finalmente encontró lo perdido no se disculpó. Me miró fijo y me dijo:

—Te estoy enseñando una lección valiosa. Cómo ser una buena persona. Buena persona, ¿entendiste?

Por supuesto que entendía. Estaba clarísimo.Me dio bronca recordar esa situación. Y reaccioné

contra ella. Quería hacer algo productivo con eso para no verme preso de su manera de ver las cosas. Era hora de tomar mis propias decisiones.

Cuando terminé el trabajo y salí del lugar llevaba un librito negro en mi bolsito. Estaba agitado. Saludé a la señora y ella me dio unos pastelitos para merendar y mandó saludos para Ángel.

Ya arriba del colectivo, me asaltó la duda de si me es-taba alejando de lo que era ser una buena persona. Pero inmediatamente me dije que no.

Cuando estuve dentro de la casilla me sentí seguro para abrir el bolsito, sacar el libro y ver cuál era. Había agarrado uno al voleo. Era tan pequeño que cabía en mi mano. Todo negro, tenía una luminosa imagen en la tapa

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que contrastaba con esa oscuridad. Había una mujer fan-tasmal caminando por una playa, vista desde una venta-na abierta. Arriba estaba el nombre del autor: Ernesto Sábato. Abajo el título: El túnel. Lo abrí, pasé sin mirar la introducción y leí:

Eran más o menos las seis de la tarde. Tipo doce de la noche leía la última oración:

No recordaba haber estado tan concentrado por nin-guna otra cosa. Esas páginas me tiraron al colchón y no me dejaron ni siquiera ir a buscar el morfi. Era una sen-sación nueva, hermosa. Me quedé pensando, mientras miraba el techo, en ese placer recién descubierto, qué lo producía. Tal vez era por no tener televisión ni equipo de música. No había distracciones entre el texto y yo.

Me senté en la cama. Como fue muy de golpe me mareé un poco. Me paré y salí. Todo estaba muy calmo. Demasiado para un barrio en donde todas las noches se cagaban a tiros. Mi casilla mostraba pruebas de eso en sus paredes. Miré el cielo, las estrellas, y tuve ganas de tomar-me una cerveza para bajar un poco esa emoción extraña. Fui a buscar algún kiosquito abierto y, mientras caminaba las calles de tierra, no sentí miedo, como me pasaba antes si la noche me encontraba afuera. Uno conoce realmente su barrio cuando lo recorre de madrugada. A esa hora se revela lo que el día oculta. Casas que nunca lograban terminarse (revoques por la mitad, ladrillos desnudos,

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der con claridad si eran palabras o quejas. En mi campera de jean y en el buzo, tenía manchas

de sangre que no eran mías. De él, eran de Julián. Las tocaba con cierta compasión y lo veía tirado en el piso un rato antes. Y no reaccionaba. Le gritaba desesperado buscando que sus ojos se abrieran, que me miren como hacía unos minutos: compinches. Su rostro mostraba los vestigios de una batalla perdida. Cubierto de sangre, re-sultaba difícil ver qué partes se mantenían en su lugar. En un momento respiró con cierta desesperación, como si necesitara más aire, y vi que le habían bajado los dien-tes de adelante. Su amigo, al que yo no conocía, estaba igual que él, pero a mí no me importaba. Fui corriendo al bar a decirle a alguien si podía llamar a una ambulancia.

, supliqué.Antes de eso, vi cómo Julián quiso ayudar a un

a zafar de una feroz golpiza. No pudo hacer mucho. Eran demasiados. Entre varios lo voltearon y le mostraron lo que son capaces de hacer seis tipos inclementes. Hicie-ron lo suyo y se fueron caminando tranquilos, satisfe-chos, saciados. Me sorprendió ver ese final porque yo lo había visto muchas veces a Julián bajar un par de monos que lo doblaban en altura, con esos brazos escuálidos que tenía. Era dueño de una fuerza desproporcionada para su físico. Eso era algo que tenía a favor y le daba confianza. Quizás demasiada. Cuando lo veían a Julián, uno que nunca conoció la cobardía y dijo a cualquier mano a mano, se confiaban. ¿De dónde sacaba esa fuerza un muchacho que parecía tener serios problemas alimenti-cios? Pero esta vez nada salió como siempre, algo salió mal. Y ahí estaba entonces: en el piso. Como la primera vez que lo vi.

Una hora después estábamos en una ambulancia.

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ba acumular momentos inolvidables perfectamente des-echables. Lo quería todo para dejarlo de lado y coparse con otra cosa mejor, un segundo después.

Terminó el secundario antes que yo, todavía no sé cómo lo hizo, y le perdí el rastro una temporada. Cuando nos volvimos a encontrar, de casualidad en la calle, fue como si el reloj no hubiese corrido tan deprisa.

Arriba de la ambulancia el tiempo se desmantela-ba lentamente. Esa cápsula sanitaria te aislaba de todo lo externo. Sentado, con mi cuerpo entumecido y au-sente, observaba la increíble escena que se estaba desa-rrollando. Pensaba que esa secuencia no tenía ninguna conexión con la anterior. De un bar a una corrida y de ahí a una ambulancia. O quizás sí, todo esto tenía una lógica perversa.

, le decían unos tipos vestidos de ver-de a un Julián devastado. Le hablaban para que no cerrara los ojos, para que no se durmiera, para que no se fuera. Estaba irreconocible. Inmóvil sobre una camilla, con res-pirador y un cuello ortopédico, la ropa con huellas de la pelea. Se había metido en ese lugar en donde se está inde-fectiblemente solo. Por supuesto, yo estaba a su lado pero también estaba tan lejos que no pude hacer otra cosa que sentir oscuros presagios. Trataba de sacármelos de encima pero las evidencias mostraban que la carne es frágil y que de un momento a otro todo puede cambiar.

Mi amigo balbuceaba, parecía que reaccionaba y los enfermeros le decían que estaba todo bien. Yo sabía que eso no era cierto. Estábamos camino al hospital, con la sirena gritando y a todo vapor. , me pre-guntaron varias veces hasta que les pude contestar. Le hacían preguntas que no esperaban respuesta. Era para llamar su atención y mantenerlo a flote. Julián contesta-ba con ruidos sanguíneos que hacía imposible compren-

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esqueletos ausentes de toda pared), hogares descuidados (los jardines muertos, un tejido borracho y tambaleante como presentación, zanja por todos lados) y ranchos que estaban a un estornudo de caerse. Me preguntaba cómo hacían para sobrevivir. Cómo hacían para seguir adelan-te. De dónde sacaban las fuerzas.

Casi todo estaba en silencio. Casi. A lo lejos, se es-cuchaba cumbia y gomas arrasando el asfalto, disparos. Y era un día de semana. Hay gente a la que el mañana nunca le llega.

Encontré un bolichito perdido a pocas cuadras. Uno que se mantenía abierto para gente como yo: desesperada y con necesidades básicas. Volví y me tomé la cerveza he-lada sabiendo que había descubierto algo sublime.

Siempre llegaba tarde a todo. Tenía diecinueve años y recién había descubierto los libros. Creo que no los necesitaba, y aparecieron en un momento jodido. Las mejores cosas ocurren de ese modo.

No era ese libro en particular lo que me impresionó sino darme cuenta de que había encontrado un mundo lleno de posibilidades. Descubrir un caudal inacabable de sensaciones, riesgos, emociones violentas. La lectu-ra como puente a territorios desconocidos y peligrosos. Mundos paralelos con leyes propias a un manotazo de ser desenterrados. Y, por supuesto, mucho mejores que esta realidad tan mal escrita.

Me di cuenta de que, por fin, me había metido en algo groso.

Con la albañilería pichuleaba. Me alcanzaba para co-mer pero no me daba para libros. Cuando hay hambre saltan las prioridades. Aparte, eran muy caros. Esos pre-cios excesivos levantaban un muro electrificado entre las obras y mis ganas de tenerlas. Al parecer, debía esperar. Esa situación me ponía de la nuca, contra las cuerdas.

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Cuando llegaba cansado a la casilla, en esos días de trabajo intenso, me tiraba a la cama y dormía profunda-mente. Otros días me quedaba aburrido pensando qué hacer. Les pregunté a mi amigo y a su mamá si no tenían libros para prestarme. No tenían. Quería hacer girar las agujas del reloj con ganas, pero el tiempo se volvía una cámara de frío. Una sala de espera interminable.

Una tarde fui a caminar por la 844 para despejarme, sacarme de encima el entumecimiento de la carne. Entré a la única librería de la avenida y ahí estaban de nuevo esos precios imposibles. Agarraba algún que otro libro y lo leía un rato. Si no me interesaba lo dejaba sin piedad. A veces se me cansaban las piernas por leer parado. En el lugar, después de un tiempo, ya me conocían, sabían que nunca compraba nada. Las primeras veces me pregunta-ron si necesitaba algo, cuando se dieron cuenta de que solo iba a mirar me dejaban tranquilo.

Deambulaba perdido hasta que me detuve en una de las mesas de saldo y vi uno que se llamaba

de Mariana Enríquez. Me pareció un título genial. Metí la mano en el bolsillo y noté que ni para eso me alcanzaba. Levanté la mirada y vi una opor-tunidad. Nadie me estaba mirando, el local estaba lleno. Sin pensarlo demasiado lo agarré y me lo puse adentro del pantalón. Algo me pateaba el pecho. Latía fuerte. Salí sin mirar atrás. Llegué a la esquina y nadie me siguió. Do-blé y seguí más aliviado. Dos cuadras después me senté en el piso y respiré profundo para llenarme los pulmones de tranquilidad. Estaba a salvo. Cuando me sentí mejor, caminé hasta la casilla pensando que esta era una buena manera de conseguir libros.

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Yo lo seguí para verlo de cerca como quien intenta arri-marse a un misterio: temeroso e inquieto.

Y nos hicimos amigos.Él me llevaba dos años, yo estaba en primero del se-

cundario y él en tercero. Pero me di cuenta al toque: era más grande que yo. Cargaba con muchos conocimientos que lo hacía, a mis ojos, un adulto al que valía la pena respetar. Ahora que lo pienso, yo era un nene de mamá y Julián estaba curtido por una serie de sucesos terribles que le habían pateado la nuca para que su mente camina-ra más rápido que las otras. Debió adaptarse muy pronto al desamparo del mundo y eso le proporcionó una mi-rada experimentada. Era por cosas familiares que nun-ca me explicó muy bien. Cada tanto bordeaba el tema con ambigüedad y desconcierto, para dejarlo sobrevolar sobre nosotros, con forma de signo de interrogación, sa-biendo que lo tenía metido en el altillo del alma. No sé claramente cuáles eran esos rollos, no preguntar idio-teces mantiene la amistad a salvo, pero seguro fue más duro que cualquier otro golpe que haya recibido después.

A su lado descubrí experiencias que si estaba solo me hubiesen costado mucho más tiempo alcanzar. Me mostró atajos para carreteras difíciles. Me dio consejos inservibles, pero que me ayudaban a ver mejor el pa-norama. La equivocación como el disparo certero y a tiempo para no tropezar con el desagrado de hacer lo correcto, lo esperable.

Yo trataba de seguirlo en sus trotes, cervezas, ma-drugadas, combates a mano limpia, levantes, recitales, un brebaje llamado , colarse en fiestas, ca-tastróficos , cumpleaños que inva-riablemente terminaban mal. Pero se me hacía imposible mantener su ritmo. Esa energía suya me desgastaba. Era el conejo de Duracell. Y a mí me faltaba vida. Él busca-

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—¿Compramos otra? Ésta está caliente.—Por supuesto.Una banda empezó a tocar y no nos gustó. El volu-

men era muy alto, así que salimos para seguir hablando.La noche preciosa nos mostraba, en la placita, del

otro lado de la calle, unos pibes que se estaban agarrando a trompadas. Cuando miramos bien, notamos que eran unos cuantos contra uno que estaba en el piso. Nada del otro mundo. Julián se quedó mirando hacia el todos-contra-uno y me dijo, antes de salir disparando para allá, que el del piso era amigo suyo.

Una hora después estábamos en una ambulancia.Cuando lo vi por primera vez, Julián estaba en el piso

del patio del colegio debajo de un compañero recibien-do piñas secas. Las baldosas funcionaban de resorte. Su cara volvía una y otra vez para encontrarse con esa mano cerrada imposible de esquivar. Una situación incómoda.

Todos los alumnos estaban a pleno, casi encima de ellos, arengando para que todo terminara mal. Nadie quería un resultado específico, solo conseguir que se despedazaran. Literalmente. Las preceptoras miraban de lejos y no se metían. Tenían claro que el riesgo, si hacían su trabajo, era salir con alguna herida. Cuando el pibe vio que ya era innecesario seguir dándole a quien tenía contra las baldozas, lo dejó sabiéndose ganador. Miró a sus amigos con el gesto de estar en la cima del mundo, creía que le había dado una buena lamida a la inmorta-lidad. Julián se levantó, dos arroyitos intensamente rojos saliéndole de la nariz, labio superior inflado, ojo dere-cho colorado, se sacudió la mugre del guardapolvo, lo miró al vencedor, le escupió un grueso chorro de sangre y se fue al baño. Esa acción sencilla dinamitó el resul-tado que todos habíamos visto. Algo como la dignidad mostrándose ante nosotros, vestida de un blanco sucio.

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Mi vieja se casó por civil un hermoso día soleado a fines de noviembre. Sonreía como en los viejos tiempos cuando salió esposada del brazo de Mauricio, solo que esa expresión era mucho más vital ya que estos eran los nuevos tiempos. Parecían dos muñecos de torta con un lindo baile por delante.

Se cumplió con el ritual y les tiraron arroz a la salida del registro civil, se sacaron fotos y todos contentos. Yo los miraba desde lejos. Se hizo un festejo en la que era mi casa y mi vieja dijo que me estuvo buscando como loca para que nos sacáramos unas fotos los tres juntos: Mauricio, ella y yo.

—Sabés que no me gustan las fotos— le dije.—Ya lo sé, pero esta es una situación especial, ¿no te

parece?— no respondí nada. No podía ser más elocuente. Y me largó— ¿Tanto odiás a Mauricio?

—No, no es eso.— Me levanté, le di el beso más falso de la historia y me fui.

Ese viernes a la noche, Julián, el que me consiguió casa y trabajo, entró a la casilla como hacía a veces, sin golpear, y me vio tirado en la cama, de capa caída. Me invitó a salir. Acepté porque al otro día no trabajaba. Nos tomamos el 263, cartel rojo, y fuimos hasta la estación de Burzaco. Cruzamos la placita, la calle y caímos en el El Tío Bizarro. Entramos gratis porque Julián conocía a uno de la puerta.

El lugar era pequeño y tenía una onda tremenda. Mi-raba todo encantado y veía vinilos y tapas de discos pega-dos en las paredes (London Calling, Gulp, Pornography, Ziggy Stardus, Raw Power, uno de Violadores, y algunos más), poquitas mesas muy juntas, una barra en forma de ele (la birra barata), un escenario diminuto y una panta-lla que proyectaba películas que nunca había visto. Tan íntimo que apestaba. Y estaba la música también. Un

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sabor encantador que nunca había escuchado y le daba a mi paladar gustos nuevos. A cada rato le preguntaba a Julián qué banda sonaba y él conocía a la mayoría. De algunas hasta tenía cassettes grabados, decía que me los iba a prestar. Cosa que nunca ocurrió.

El boliche tenía una doble vida, me contó Julián. De día era un bar como cualquier otro, pero a la noche se convertía en ese tugurio de mala muerte que está-bamos viendo. Míster Hyde mostrando su mejor per-fil para atraer a chicos con problemas para bancarse la vida en la puerta de la casa. Ahí estábamos, buscando diversión. Indagando las posibilidades de la oscuridad en lugares cerrados.

Pedimos dos cervezas para arrancar y Julián fue al baño a darse un saque. Yo era un careta, no me gustaba más que el alcohol. Para ser preciso, la cerveza, y única-mente rubia. Los dos teníamos un vicio que nos hacía la vida más fácil.

Miré alrededor, muchos actuaban como conocidos. Seguramente eran habitués, como Julián. Él conocía a todos en ese pequeño mundo. Mientras buscábamos una mesa el tipo repartió besos y abrazos. Un par me saluda-ron a mí pero se notó que era por compromiso. Al fin nos sentamos en una de las pocas mesas libres. Charlamos un montón. Bueyes perdidos y esas cuestiones. Se terminó la cerveza y fui a buscar otra, volví y Julián se estaba chamu-yando a una que estaba en la mesa de al lado. Le gustaba hacer rendir la noche, sacarle jugo. Provocar esa aventura que más le gustaba: levantar minas. Le salía con tanta naturalidad acercárseles que las mujeres respondían a su simpatía. Me volví para tomar solo en la barra. No quería estar en el medio de su conquista.

Esa manera de actuar me incomodaba. Sobre todo porque yo no podía articular dos oraciones coherentes si

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estaba frente a una mujer linda. Julián decía cualquiera y caía bien. Era algo propio de él, a mí ese don ni me roza-ba. Lo tuvo desde siempre. Cuando nos hicimos amigos, en la secundaria, me veía tropezar con ese problema todo el tiempo y, para ayudarme, decía:

—No tenés que hacerte tanto la cabeza.—¿Qué querés decir?—Te preocupás demasiado por lo que van a pensar

ellas de vos.—No es eso. No me sale tan fácil eso de pasar ver-

güenza y hacerme el galán.— Julián sonrió. Se dio cuenta de que lo quise herir por algo que a él no le costaba nada y yo ni pagando conseguía.

—Mirá, Seba, no me gusta pasar vergüenza y no me hago el lindo, ¿sabés? Y no te cago a trompadas porque no tengo ganas. Lo que te estoy queriendo decir es que si te gusta una mina decíselo y punto. Si rebotás no pasa nada, nadie se va a morir. El NO ya lo tenés.

Ese era su lema. Esas palabras me persiguieron du-rante años como si fuera un gualicho perverso que lo único que me producía era miedo y parálisis. Yo a veces me las repetía una y otra vez como para darme valor, y no había caso. El NO ya lo tenés. Como si fuera un jue-go, una ruleta de avances fortuitos sin fijarse en dónde se apostaba. La cantidad marcaba la pauta. Esa cosa de macho, me pareció con el tiempo, tenía un sonido rancio y mostraba una liviandad y un desinterés que ocultaba inseguridad. Qué sé yo, veía una mina que me gustaba y enseguida todo se me complicaba.

Cuando estaba por servirme el segundo vaso de cerve-za, sorpresivamente Julián me lo saca. Pensaba que lo había perdido hasta el día siguiente, cuando contaría cómo había terminado todo. Esos finales eran sabidos. Pero no, me dijo que no era noche de caza, solo le había sacado el teléfono.

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—Mirá, todos los canillitas ganan un veinte por ciento del precio de tapa de los diarios, y de las revistas también. Nosotros trabajamos todos los días— no lo sabía y traté de no pensar en que debía cargar esos diarios sin descanso—, salvo el día del canillita, el primero de mayo, el veinticinco de diciembre y el primero de enero. En la semana vas a ganar poco, pero los días de feria, los miércoles y sábados, hacés una moneda más. Y los domingos ganás el doble, porque el recorrido es más grande.— Intentaba hacer cuentas mentalmente, miraba la tapa de los diarios para ver el precio. Pero no pude resolverlo, aparte seguía hablando:

—Esta es tu esquina. Si por ahí te cansás un poco, podés caminar unas cuadras para allá— y señaló a Pasco con su brazo delgado como un escarbadientes. —Te hacés unas cuadras y después volvés. Pero eso después de las nueve y media porque hasta esa hora pasa el grueso de la gente que te compra.

Tenía que tener el diario levantado, hacer bandera. Me sentía un tarado. Los autos paraban con el semáforo en rojo, me hacían una seña y yo trotaba hasta ellos. Me pedían un diario, sacaban el billete y yo tenía que darles el vuelto antes de que el semáforo cambiara a verde. En-tonces sacaba las monedas del bolsillo y las contaba para darles bien el vuelto y se me caían al asfalto. Los tipos impacientes ponían tremendas caras de culo. Muchos, sin tiempo de esperar un puto segundo, aceleraban pro-testando. Otros se reían complacientes y me largaban:

—Quedate con el cambio— y eran centavos.Esos primeros días me molestaba todo, hasta que ya

no me calentó nada.La mañana se hacía larga mientras el sol pegaba de

frente. No sabía qué hora era. Y apareció una mujer en un Gol blanco, con el cinturón de seguridad que le marcaba

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ni nada que lo sacara mentalmente de esa situación. Eso sin contar la falopa y lo demás, que le tiraba la corbata. Estaba solo con su cabeza y sus dolores. Solo, con una cama y las paredes. Y, sin querer, fue una desintoxicación gélida y sin sufrimientos por la abstinencia. A mí nunca me pidió que le trajera ninguno de sus chiches predilec-tos. Se la bancó muy bien.

Estaban también los compañeritos de pieza. Dos vie-jos operados y una piba preciosa que, nos enteramos por lo que le decían las visitas, intentó suicidarse con pasti-llas. Yo me preguntaba qué la había llevado a tomar esa decisión tan común. En el poco tiempo que estuvo en la habitación la fueron a visitar nada más que amigos. En ningún momento pintaron familiares, y ella no los pedía. Tampoco su silencio. Sus amigos le hablaban y le contaban boludeces para animarla y ella no decía nada. Se quedaba con la mirada perdida en la ventana. Se la veía perturbada, desconcertada por una tristeza muy vie-ja, presa de un gran dolor. Los ojos quietos, la expresión impávida, el tiempo no la rozaba. Parecía mirar todo des-de afuera. Y nunca largó una lágrima.

Una vez, al tercer día de estar acostada silenciosa-mente, Julián dormía, me quedé mirándola, y me tiró:

—Qué carajo mirás.Era lo primero que decía desde que estaba en la habi-

tación. No le respondí nada porque me puso muy nervio-so, sorprendido como si me hubiesen agarrado robando chocolates en un maxikiosco. Esa manera intempestiva y acusadora de escupirme las palabras me dejó mudo. Me paré y salí. Me fijé la hora. Todavía faltaba para termi-nar el tiempo de visita. Me iba a quedar para hacerle la gamba a Julián, pero afuera. En el pasillo pensaba en mi suerte: meado por elefantes. Era la primera mujer que me hablaba en años, largos años.

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Sin mujeres en la cama los años se convierten en dé-cadas. Por entonces mi timidez llegaba a su pico máximo y no podía siquiera preguntarle la hora a una mina por una calle. Me pajeaba mucho. No tenía guita como para ir con una puta. En mis fantasías entraban, en ese mo-mento, las enfermeras del hospital. Ellas me prestaban sus cuerpos, sin saberlo, para que me arrojara sobre ellos sin piedad. Porque eso era lo único que buscaba: cuer-pos. Tetas. Culos. Nada de amor. Nada trascendente.

Era una de las cosas que más me gustaban de visi-tar a Julián, estar cerca de ellas. Me llenaba de alegría. Esos angelitos, apenas cubiertos por una delgada tela, me colmaban de excitación. La cercanía de sus cuerpos parecía una distancia insalvable. Y como hacía mucho tiempo que no tenía sexo me gustaban todas, no era nada exigente. Gordas, flacas, petisas, altas, blancas, negras, a todas las quería arrinconar contra la pared, en la cama, en alguna camilla, para cojerlas con toda la bronca de mi desesperación, de mi sufrida y forzosa abstinencia. Mi-raba con cuidado sus movimientos: las quería capturar. Luego las dejaba libres, en mi cabeza, cuando me mastur-baba en sesiones maratónicas. Al otro día en el trabajo los brazos no me rendían. Cuando levantaba los baldes llenos de materiales las muñecas me tiraban, me dolían los hombros.

Esa noche me costó dormir. La pendeja se me había metido adentro. O tal vez yo me había aferrado a la nada.

Al otro día ya no estaba en el cuarto. Un tiempito después, Julián también dejaba la habitación. Así que to-dos, por suerte, abandonábamos el hospital.

Julián siguió la recuperación en su pieza. Fue un cam-bio estimulante volver a su santuario privado. Se sentía a gusto y a salvo. Ahí tenía todo lo que le daba felicidad o, por lo menos, alegría, que no era poco. Silvia era su

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car la moneda. Íbamos contra la corriente. Días antes ha-bía llovido y el barro estaba por todos lados. Eran calles de tierra los días de sol, eso las asemejaba a cierto tiempo primitivo, de origen, de cercanía con la naturaleza, de-jando de lado el artificio propio del progreso. Cuando el cielo largaba torrentes de agua, aquello se convertía en un pantano casi intransitable. Nada escapaba a su magnetismo. Todos percibíamos las huellas de la tierra mojada, ese lodo que lo inundaba absolutamente todo.

Cerca de las ocho ya habíamos terminado y me dolía la cabeza porque mi panza no tenía nada adentro. Cuan-do llegamos al puesto vi que Cristina estaba tomando mate y tenía una bolsita con pan al lado de la pava. Ese era mi oasis. Pero ni me miró, le alcanzó uno a Ernesto y él me lo pasó.

—Tomá, ¿querés un pedazo de pan?— Lo agarré sin emoción visible. Lo comí con un placer sanador que me dio fuerzas. Y los mates me dieron una calma que me ubi-có de otra manera frente a lo que ocurría a mi alrededor. Ya podía pensar en otra cosa.

—Agarrate unos cuantos diarios— dijo Ernesto. Cris-tina me paró con la mano y me los dio ella. Fuimos cami-nando con Ernesto a la esquina de San Martín y Donato. Me contó:

—Menos mal que no le hablaste a Cristina, no le gustan los desconocidos, y aparte no te iba a poder con-testar.— No dije nada. No me interesaba saber por qué la vieja no me dirigía la palabra. —Pasa que no tiene lengua. Más adelante, si te quedás con nosotros y le caés bien, así como sos de calladito vas por buen camino, por ahí te muestra esa boca a la que le falta un pedazo de carne. Y si cumplís con todo yo te cuento qué pasó—parecía un premio.

Cuando llegamos a la esquina me informó:

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que estaba pegada al puesto. Ahí dejaban los diarios. Ernesto la ayudó a sacar los fardos y los dejó en el piso. Después abrió el puesto. Yo miraba sin saber qué hacer.

—Vení que por ser la primera vez vas a armar los diarios conmigo. Igual siempre te voy a dar una mano. Haceme el favor de prestar atención que no me gusta explicar las cosas diez mil veces.— Pensé que no era una buena hora para concentrarse. Igual no parecía tan difí-cil. Había que juntar los diarios con los suplementos. Eso era todo. Ernesto tenía anotado los repartos en pequeños cartones. Casi siempre era el mismo recorrido. Algunos días se sumaban clientes que pedían fascículos de enci-clopedias o diccionarios que sacaban los diarios.

Era martes.Ernesto le pidió a Cristina el bolso para que yo lleva-

ra los diarios. Ella lo buscó unos segundos con la mirada, hizo un gesto con la mano y largó un balbuceo que quería decir “no lo encuentro”. Se acercó él y lo trajo. Puse ahí los diarios, me los colgué al hombro y salimos a repartir.

Yo llevaba los diarios y Ernesto iba pedaleando tran-quilo, se me adelantaba un poco. Lo que me hacía apurar el paso. Le colgaba un pucho en la boca, sacaba el humo por la nariz. Serio, después de hacer tres cuadras, me dijo mientras arrojaba un diario debajo de una puerta:

—Este es el primer cliente. Yo te voy a pasar… no, mejor te voy a copiar los listados de todos para que los tengas y puedas hacer bien los recorridos. Para que no te pierdas. Este es el sostén de nuestro trabajo. Es con esta gente con la que hay que cumplir. Porque el boludo que viene una vez y no pasa más, ¿de qué te sirve? Con estos tenés que estar ahí, llueva o truene, ¿entendés? Ellos es-tán esperando su diario todos los días.

Nos adentramos en los intestinos del barrio. Mien-tras todos salían a trabajar nosotros nos metíamos a bus-

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enfermera amateur y lo cuidaba con amor y dedicación, era lo único que necesitaba para hacer bien lo suyo. Como no trabajaba en ese momento, tenía todo el tiempo del mundo para atenderlo y malcriarlo. Se notaba que había comenzado a forjarse un nuevo vínculo entre ellos. Recu-peraron algo que habían perdido: esa relación que no era solo familiar, sino afecto genuino. Yo, cuando volvía del trabajo, me daba una vuelta y los encontraba hablando o riendo y no quería cortar eso, no había lugar para nadie más. Entonces volvía a mi ranchito sin hablar con él.

Una tarde se apareció sorpresivamente en mi casilla como si nada hubiese pasado. De pie, entero, bajo el mar-co de la puerta preguntándome:

—¿Qué onda, Negro?Lo miré de arriba abajo, contento y sorprendido de

verlo como siempre. Yo tenía un libro en la mano que dejé sin culpa:

—Nada, acá meando—le dije. Nos pusimos a hablar como la vez que nos habíamos reencontrado: recuperando desaforadamente el tiempo perdido. Empecé a notar que había zonas despobladas en su memoria, desabastecidas. Le costaba recordar detalles. Al principio no le di impor-tancia, creí que era por el tiempo que había pasado en el hospital. Como esa confusión que te agarra cuando te despertás de un sueño largo. Me preguntó otra vez por esa noche que lo mandó a terapia intensiva. Le conté cómo pasaron las cosas y escuchaba atento como si fuera un re-lato fascinante. No se pensaba como el protagonista de la historia, sino como el espectador de un gran espectáculo.

—¿No te acordás de eso? ¿En serio me decís?—Sí, posta. No me acuerdo un carajo— me contestó sin

hacerse problema, como si fuera algo divertido. Sonreía.Con Julián pasamos más horas juntos. Cuando yo

llegaba del trabajo a la tarde, se internaba en mi casilla

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y nos largábamos a la conversa hasta la medianoche. Quería que le contara esas partes perdidas de su vida. Eran momentos que habíamos vivido juntos. Deseaba recuperarlos, revivirlos de alguna manera. Pero él no podía retener lo que le contaba. A los pocos días volvía a preguntarme los mismos sucesos. Yo tenía paciencia, pero llegó un momento en no me gustó ser una cinta de moebius. Entonces, cansado de relatarle la misma his-toria una y otra vez, empecé a “retocar” los hechos. Se fue dando solo, sin pensarlo. Sencillamente salió una tarde como si pudiera mejorar lo que estaba contando. Improvisé con una estructura determinada. No cambié nada sustancial, apenas un dato, una descripción, un diálogo. Agregaba o suprimía según mi estado de áni-mo. Esto no tenía ningún riesgo para la memoria de Julián. Yo solo quería disfrutarlo y hacerlo emocionan-te para él. Lo bueno era ver su reacción con el mismo cuento que yo iba cambiando con los días y saber que estaba encontrando su sensibilidad. Nos estábamos co-nociendo en otro aspecto. Y, de paso, yo descubría lo que era la creación.

Mientras hablaba lo veía asentir, creyendo todo lo que salía de mi boca. Me pareció una revelación increí-ble. Saber que lo que uno decía podía ser tomado como verdad era tan sorprendente como el hecho de que me estuviese prestando atención.

Me dejó pensando.Al otro día mientras preparaba un pastón en el tra-

bajo reflexionaba sobre lo ocurrido. Quería ver bien qué era eso que estábamos logrando con Julián. Recordaba la cara que ponía mientras los relatos se iban acumulando. Yo le estaba mostrando algo que él no recordaba haber visto. Le abría una puerta a un mundo nuevo, o, mejor verlo así, renovado.

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malhumorado. Me vestí con lo primero que encontré, me mandé un piyo y salí para mi nuevo trabajo. Eran unas cuadras nomás, pero a esa hora, con el sol apenas dando rastros de vida, fue una caminata a Luján. Antes de llegar al puesto empezó a dolerme la panza por no desayunar.

Cuando llegué, el puesto estaba cerrado. Me causó gracia. Era la primera vez en mi vida que llegaba primero a algo. Había que esperar, entonces. Bostecé.

Me distraje mirando la poca gente que circulaba. Miré esas caras, cómo arrastraban los pies, y supe que estábamos en la misma. Enfrente había unas personas que esperaban el 148 letras G o I o el 263 cartel rojo. Me entretuve pensando cuál tomaría cada uno.

Como el puesto quedaba en una esquina no sabía de dónde vendría el viejo. Así que miraba para todos la-dos. No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que creí verlo. Sí, era él, y no venía sólo. Traía una bicicleta con canasto en las manos y al lado suyo, contrastando con lo flaco que era, alguien que caminaba como si recién se hubiese bajado del caballo. De un paso a la vez, los bra-zos haciendo equilibrio, su cuerpo desbordante de carne moviéndose al compás de la caminata. Tenía el pelo más corto que él y llevaba anteojos. Serio, le dijo:

—Este es el pibe del que te hablé.Ella no me saludó. Me sentí un fantasma. El viejo se

acercó y me dio la mano:—¿Cómo estás, nene?— Me la apretó fuerte y sentí

que me la convirtió en un muñón. Traté de no mostrar ninguna sensación pero me dolía como la puta madre. Sonrió. Le deseé una muerte violenta, que sufriera mu-cho, el viejo de mierda.

—Bien— le dije cuando creí que podía hablar.—Ah, no te dije, me llamo Ernesto…Y ella Cristina.—

La mujer estaba sacando los candados de una caja grande

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—Disculpe, pero le quería preguntar por el cartelito.—Sí, ¿qué pasa con eso?—No nada, quería saber del trabajo. ¿Para qué es?—Es para acá, nene. Para repartir los diarios y encar-

gos a la mañana y hacer esquina.— ¿Qué quería decir con ?— ¿Es para vos?

—Sí.—¿Cuántos años tenés?—Veinte.—Parecés más chico. En realidad este laburo es para

los pibes, para que se hagan una moneda. —Me miró, parecía evaluarme.— ¿Cómo te llamás?

—Sebastián Ledesma.—Si querés arrancás mañana, hace tres días que estoy

solo con mi mujer. Y yo ya no soy guacho, los años pesan, ¿viste?

— ¿A qué hora vengo?—Venite a las seis— esa hora me dolió —trabajamos

hasta las doce más o menos. Mañana hablamos mejor de la guita. ¿Tenés bicicleta?

—No.—Uy, qué cagada. Bueno, lo vas a tener que hacer

caminando.El despertador sonó a las cinco y media. Me desper-

té con todo el odio que es capaz de sentir una persona. Abrí los ojos y la oscuridad me hizo dudar de la hora que mostraba el reloj cuadrado, verde y diminuto que había comprado a dos pesos en la calle y estaba al lado de las patas de la cama. Apoyé los pies en el piso para que el colchón no me abrazara con todo su encanto y me pasé las manos por la cara como quien busca encontrar su ver-dadera máscara. Me desperecé y luego putié con desgano. El calorcito lo hacía todo un poco más fácil. Estaba cayen-do despacio y sin pausa a la realidad, indefectiblemente

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Pero no podía hacer más de dos cosas a la vez y le metí músculo al trabajo para terminar temprano e irme a casa.

Volviendo a casa me senté unas paradas antes de ba-jarme del colectivo. Siempre lo mismo; miraba los au-tos que pasaban. Ya no veía el paisaje rutinario con los mismos ojos. Tenía algo en las manos, en la cabeza, que me robaba toda la atención. Primero era una idea difu-sa, una nube turbia y espesa, cargada de emoción, balbu-ceante. Era el germen, la distancia. Luego fue tomando forma hasta convertirse en algo visible, delimitado. Ya tenía contornos palpables. Mi cabeza latía cargada mien-tras yo pateaba esas cuadras de tierra antes de llegar a mi ranchito. Y mientras entraba a la casilla fue largarlo, de-cirlo en la soledad de esa cueva encantadora, convertirlo en verbo, para que finalmente pudiera “verlo”.

Enseñar.Fue eso.El comienzo de todo.

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IV

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Fui al puesto de diarios de Donato y San Martín, cerca de la casilla. Me arrimé para ver si me prestaban el Popular. Ahí salían clasificados de Quilmes, Ezpele-ta y Solano. Era la primera vez que buscaba trabajo de esa manera. Julián me había tirado esa idea y no me pareció mal intentarlo.

Quería encontrar uno que no estuviese lejos de casa. Para ir caminando o, como mucho, tomarme un bondi. Hacía una semana que estaba tirado en la cama, contando los pliegues de las chapas del techo o releyen-do algunos libros. Masturbándome. Pensando en muy pocas cosas y esperando para anotarme en el profesora-do. Para eso faltaba. No mucho, pero faltaba. La plata que tenía guardada, unos pesos nomás, estaban llegando a su fin así que era necesario encontrar una forma de bancarme los gastos.

En el puesto de diarios había un viejo. Le di como sesenta años, por ahí. Tenía un pucho en la boca y una barba larga, tipo Marx. Delgado. Miraba un diario y re-zongaba. Se lo veía molesto por lo que leía.

—Qué país de mierda— dijo. Levantó la vista— ¿Qué necesitás?

Sentí vergüenza de tener que pedirle algo a un desconocido.

—¿Le quedó Popular?—No, ya no, nene. Tenés que venir más temprano si

querés conseguir diarios. —miró la hora en su muñeca—Ya son las doce, ¿qué querés conseguir a esta hora?—Se fijó qué le quedó— lo único que tengo es Página /12. ¿Lo querés?

—No, era para ver los…—Y, sí—me interrumpió— quién va a querer llevar el

mejor diario…— y siguió diciendo algo que no escuché porque vi al lado de su cabeza un cartelito que decía “Se necesita repartidor”.

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V

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Un plan puede ser la oportunidad de tu vida. Toda-vía no estaba en ese estadio pero ya sabía que esa era la ruta que iba a tomar. No era poco. En los libros estaba la posibilidad de tener un trabajo alejado de la albañilería.

Con los libros podía sentirme seguro, ahí estaba mi refugio y, ahora estaba tan claro, mi salvación. Me acordaba de los encuentros con Julián, y que seguimos teniendo por un tiempo, y no podía dejar de notar que esas historias que le contaba eran la verdad absoluta que le daba la seguridad de creer en algo. Él se apropiaba de aquello que ya le pertenecía y, en definitiva, se estaba formando con mis relatos. Ese aprendizaje le daba nuevo aliento a nuestras vidas. Y yo sentía que había hecho algo importante por él, y por mí también.

Pensé en la facultad. Cuando terminé la secunda-ria pasé por la UBA para ver qué carreras tenían, cuál podía interesarme. Miré los nombres, licenciado de esto y lo otro, y ninguna tenía nada para ofrecerme. Tampoco quería hacer el CBC, era un año más aden-tro, si todo iba bien.

Esa misma tarde decidí que eso no era para mí.Contemplaba la posibilidad de volver a ese momen-

to, como si el tiempo no hubiese pasado. Pero una tarde escuché algo en el almacén cerca de casa, al que siempre iba a comprar cervezas. Una vieja contaba que su hija quería seguir la carrera de profesora de Lengua y Litera-tura. No lo decía muy contenta, sino como una fatalidad. Como quien se compadece de alguien que va a empren-der una tarea mortal y se va a arruinar la vida. Le pregun-té a la señora dónde quedaba ese lugar. Me contestó sin ninguna onda y siguió hablando con el almacenero.

Quedaba a unas veinte cuadras de mi casilla. Fui ca-minando. Era una escuela por la que había pasado in-finidad de veces. Estaba al lado de la salita, cerca de la

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Yapeyú, la placita en la que había parado mucho, frente a los bomberos. Y ahí nomás la Comisaría.

La conocía solo por fuera. Pero eso ya te daba una idea de lo que ibas a encontrar adentro. Estaba frente al Piedrabuena. Una escuela que, se decía y lo comprobabas todos los días, iban las mejores chicas de Solano. Yo no fui a ese colegio.

Cuando entré me enteré que se llamaba Instituto 82. Era Profesorado después de las cinco de la tarde, ni bien se iban los de la primaria. Entré y vi unos carteles que tenían las fechas de inscripción y otro con los requisitos necesarios. Yo tenía todo lo que pedían. Me sentí bien por eso. Pensé que todo ese tiempo perdido del secunda-rio había servido para disfrutar ese instante.

Al otro día me sentía raro en el trabajo. Hacía lo de siempre pero estaba alejado de todo. Y laburé con más ganas, casi contento. Ángel se dio cuenta y me dijo:

—Al fin has comprendido el valor de este gran oficio—y agregó— justo ahora.

El trabajo había bajado un poco. Ya no trabajába-mos los sábados y algunos días terminábamos después del mediodía. Esto le preocupaba por que mandaba pla-ta para Bolivia. Soñaba con jubilarse y vivir de rentas. Se estaba construyendo unas cuantas casas que pensaba alquilar a los turistas. Ángel quería aprovecharse de los extranjeros con precios altísimos. También quería tener un supermercado. Decía que era el mejor negocio. Con el parate le iba a llevar más tiempo del esperado.

Pasaba que en ese barrio, donde la mayoría eran vie-jos con mucha guita, alguien se estaba zarpando. Apare-cieron dos señoras muertas. Antes habían sido violadas reiteradas veces. Había salido en los noticieros y era el comentario en todo el barrio.

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Algunos clientes dejaron de llamarnos. Por precau-ción, supongo. Todos éramos sospechosos. A mí, en cuanto a lo económico, no me importaba. Había logrado vivir con lo mínimo.

A los tres días apareció otra vieja muerta. Con las mismas características. Me lo contó Silvia, mientras me convidaba unos mates, antes de salir para el trabajo. Lo había escuchado en la radio.

Ese día de fines de septiembre, tenía que pasar por la casa de Ángel, en Temperley. Una cuadra antes de lle-gar vi dos patrulleros en la puerta de la iglesia. Era una imagen poderosa, bellísima por su fuerza conceptual. Me acerqué un poco más, por curiosidad y para ver si estaba Ángel. Augusto me vio y se acercó rápido. No me saludó ni nada, no parecía el mismo.

—¿No lo viste a Ángel?— me encaró, esa forma de ha-blar me desconcertó.

—Ayer, lo vi ayer. — Le dije—¿Y qué te dijo?—De qué.—Si iba a viajar a algún lado o algo así.—Qué, ¿no está?—¡Contestame lo que te pregunto, Nene!—No, no me dijo nada. Estuvo todo normal. Qué sé

yo.— No sabía qué pasaba y no quería preguntar. El miedo era: un montón de animalitos venenosos picándome la piel. Tenía ganas de disparar de ahí. Augusto me contem-pló, como examinándome. ¿Qué mierda pensaba? Negó con la cabeza y volvió con los policías. Hablaba con ellos y me señalaba. No podía moverme. Volvió y me dijo que me fuera a mi casa y que mejor me buscara otro trabajo.

Cuando me llamaron para declarar no podía creer que Ángel fuera el de las muertes y las violaciones. ¿Con quién había estado laburando?

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nar en círculos le pregunté a una chica que encontré en el pasillo, parecía estar en la misma situación, si sabía dónde estaba el salón de Lengua y Literatura. Ella tam-bién lo buscaba y me dijo que esperara, iba a preguntar en Dirección. Volvió con la información y nos metimos al aula correspondiente. Entré con incomodidad por llegar tarde, ella detrás de mí. La profesora, que estaba hablando, se calló y nos observó molesta, ese silencio armó un suspenso berreta pero efectivo. Levantó las ce-jas y chistó decepcionada. , dijo. Me vi parado y con la obligación de pedir perdón. Ya estaban todos sentados, el aula llena, serían como treinta perso-nas, y me acerqué al primer banco libre que encontré. Había justo dos sillas vacías así que me senté contra la pared como para dejarle el otro asiento a la chica, pero ella ya se había sentado en otro lugar.

Eran casi todas mujeres, solo tres varones desento-nábamos con el paisaje del curso. Trataba de escuchar lo que decía la profesora, una señora grande, con la voz y el cuerpo frágil, el pelo muy corto y pocas ganas de estar allí. Sin embargo, yo pensaba en el desplante de la mina. ¿Qué ocurrió para que hiciera ese movimiento rápido y despegara de mi lado? ¿Qué vio en mí que la llevó a ac-tuar así? ¿Qué vio? Pensaba en esto y la miraba de reojo. Era una mujer de una cara normalita pero con un cuerpo que rajaba la tierra.

No quería comerme la cabeza como hacía siempre, entonces intenté dejar de pensar en eso y miré a mis otras compañeras. Había poca juventud. El salón estaba copa-do por personas mayores que seguramente tendrían sus vidas a medio terminar, como si fueran una casa prefa-bricada soñando tener una loza o unos ladrillos en las paredes para resistir mejor.

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las tetas, frenó y me pidió un Clarín. Su sonrisa me salvó el día. Encontrar belleza en esos momentos te hace olvidar la impiedad del mundo. Me dio dos pesos y me preguntó el nombre, se lo dije y me preguntó por Ernesto.

—Mandale saludos. Chau, Seba— dijo. No parecía ser mucho más grande que yo. Pero habitaba un planeta completamente diferente al mío.

No era la última vez que la iba a ver.Conocí el barrio caminando y gritando: ¡Diario!

¡Diario! Ernesto no lo decía con claridad. Él modulaba la voz, esa de vendedor ambulante, y exclamaba ¡Dier! ¡Dier! Para él era más fácil así. Igual, la onda era que to-dos supieran que pasaba el diariero y con eso alcanzaba.

Me metía en los recovecos de ese barrio desconoci-do, descubriendo las casas, la gente, los paisajes. Era muy diferente a Temperley, era como el lugar donde yo vivía. Casas sin terminar, tierra, cumbia a full y muchos chicos en las esquinas.

Pero no cruzaba la San Martín por que esa zona era de otro puesto. Cada uno tiene un lugar marcado que no puede ser pisado por otro, me explicó Ernesto;

.A eso de las once y media volví al puesto con el bolso

casi vacío. Me quedó un Página/12.—Ese es el mejor diario, por eso el país está como

está: la gente lee mierda— dijo Ernesto con bronca y me miró fijo como si yo tuviese algo que ver. — No sé para qué me quejo con vos, seguro que no leés ni los carteles de la calle.

No le contesté nada. Solo quería que me diera la pla-ta para irme a mi casa.

Esperé a que Cristina me pagara; con una calculadora sacaba cuentas.

—Y, ¿qué te pareció el trabajo? ¿Te gustó?— La verdad

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que no. No me gustaba trabajar. Pero si le decía eso segu-ro que se enojaba.

—Sí, tranquilo.— le dije—¿Viste que sí? Nosotros hace cinco años que tenemos

el puesto y nos parece lo mejor que hicimos. —¿Cuántos años tenían los viejos? Más o menos un siglo, y esa lata repleta de papeles era lo mejor de su vida.

Cristina hizo un ruido y extendió la mano, mi paga del día. La agarré y me la puse en el bolsillo. Me quedé pa-rado esperando que me dijeran que me fuera. Ernesto me dijo hasta mañana a las seis y lo saludé de lejos. No quería darle la mano y que me quebrara otra vez los huesos.

Camino a casa conté la plata. Era una miseria. Pero me servía, no tenía otra muleta para sostenerme.

La feria aterrizó como todos los miércoles y sábados. Y tuve que hacer dos repartos. Al que hacía temprano le sumé el que hice entre los feriantes. Caminaba entre ellos mientras llegaban, los veía armar sus puestos y era increíble notar cómo el panorama iba cambiando. Era la construcción de un mundo precario e inestable sobre las veredas. Yo siempre la había visitado cuando ya todo es-taba dispuesto. Ver eso era descubrir el detrás de escena de tu obra favorita. Sí, la Feria de Solano era una puesta fastuosa en su sencillez y sumamente variada en su pro-puesta. Había para todos los gustos y todas las edades.

Ni bien terminé la entrega me planté en mi esquina para esperar a la mina del Gol. Y la vi venir de lejos, mientras se acercaba se notaba su sonrisa radiante, mag-nífica. Frenó, me saludó por el nombre y me desarmó completamente. Quise articular algo medianamente co-herente, algo sencillo y estúpido como un comentario sobre el clima, pero no pude más que entregarle el vuelto y una mueca extraña que nadie hubiera dicho que era una sonrisa. Movió la mano como un abanico a modo de

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A mediados de febrero empezaba el curso de ingreso. Unos días antes yo estaba preocupado por la ropa. No quería ir al profesorado siempre con el mismo jean y la única camisa, encima mangas largas, más o menos pre-sentable que tenía. Ernesto, de manera impensada, me ayudó con algo de plata, me dijo que no se la devolviera, para que pudiera comprarme un pantalón y una camisa mangas cortas, por el calor que hacía.

Como llegué temprano a la puerta del Instituto di vuelta a la manzana para hacer tiempo y me senté en los canteros que rodeaban la rampa que daba a la entrada. Otros también se fueron sentando ahí. Después entra-mos todos juntos.

Llevaba bajo el brazo, y con cierto orgullo, un cua-derno anillado de ochenta hojas rayadas y una Bic azul metida en los anillos. Busqué el salón que me tocaba, pero me perdí porque no había ningún cartel ni nada parecido. Esa escuela tenía adornos infantiles, corazo-nes, afiches mal escritos, eran lo único que decoraba las paredes y las puertas de los salones. Cansado de cami-

VIII

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contenida en los ojos. Era la primera Navidad que pasá-bamos separados. Yo traté de terminar rápido para que ese sentimiento no me agarrara del pecho. Me volví cami-nando para ver si podía ordenar algunas ideas pero mis pensamientos eran erráticos, inconexos, deshilachados, sin una consecución. Más bien me fui poblando de imá-genes y palabras que no tenían mucho que ver entre sí.

Desde mi ventana, con una botella de cerveza en la mano, vi los cohetes de Año Nuevo que iluminaron el cielo. Luego me acosté a dormir. Igual que en Navidad.

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saludo y aceleró. Qué ganas de guardar ilusiones vanas que tenía. En esas situaciones tener esperanzas es catas-trófico. Yo sabía que no había nada que hiciese que nues-tros caminos se cruzaran. Las condiciones en las que nos habíamos conocido eran desiguales, yo para ella no era mucho más que un semáforo o un lomo de burro: algo que estaba camino al trabajo. Las cosas suceden así, re-pentina y violentamente. Como el frío o la lluvia, estados de naturaleza imposibles de controlar.

Se iba de mi vida hasta el día siguiente.Dos semanas después, Ernesto ya me prestaba su bi-

cicleta. Fue así. Yo estaba arrancando para hacer el repar-to y me frenó:

—¿Qué hacés?— pensé, qué viejo del orto, pero respondí:

—Voy hacer el reparto.—¿Para qué tenés la bicicleta?— me lo largó retándo-

me, como si ya me lo hubiese dicho. Me pareció bien. Era un avance que me facilitaba las cosas. Las podía ha-cer en un toque y, de paso, me quedaba haciendo tiempo por ahí.

Yo nunca había tenido una bicicleta, así que me pare-ció un lindo juguete nuevo. Pedalear me daba una emo-ción tan grande que sentía que todo estaba a mi alcance.

Ese día, cuando volví, Ernesto me miraba. Sabía que algo le pasaba. Me trataba diferente. Cuando fui para la esquina dejó el Página/12 que siempre leía, y le dijo a Cristina que me iba a acompañar. Ella ni se inmutó.

Yo me preguntaba qué sucedía. El viejo a mi lado, como el primer día, me preguntó:

— Te gusta este laburo, ¿no?—Sí.—¿La pasás bien, no?— no sabía a que se refería ni

adónde quería llegar. Decidí seguirle la corriente.

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—Sí, la verdad que sí.—Sí, parece que sos un buen pibe. Cumplidor, siem-

pre llegás a las seis, y sos calladito. Eso es bueno para el trabajo— no sabía bien si me estaba halagando— y noso-tros estamos muy contentos con vos. Aunque no parezca. — Eso era verdad, no parecía.

Me miró hacer la esquina con una expresión de or-gullo. El “pollo” había aprendido. Yo era un estudiante aplicado, básicamente, porque no me importaba en lo más mínimo. Pero él creía que me interesaba por la venta.

Y, como quien no quiere la cosa, me dijo:—Yo te voy a contar lo que pasó.La historia la escuché cortada porque cada tanto al-

guno me pedía un diario. Sin embargo, me la contó ente-ra. Y en casa la pude reconstruir.

Ernesto nunca se llevó muy bien con la soledad. Para solucionar ese inconveniente había vivido durante vein-te años con una mujer que no amaba. Ella hacía las ta-reas de la casa mientras él trabajaba en una metalúrgica. Cuando volvía a la tarde le cebaba unos mates, le tenía la ropa limpia y planchada. A la noche le cocinaba, lo atendía bien. Ernesto no pedía mucho más de la vida. Era todo lo que necesitaba: tranquilidad y compañía.

Cuando la mujer se murió, lo acompañó durante un largo tiempo un sentimiento insondable que era un calle-jón sin salida: la extrañaba. Pero no era como haber per-dido el amor de su vida, sino como añorar una presencia a la que se había acostumbrado.

Esas fueron horas muy duras para él. Y así pasaron los días también, que arrastraron a los años.

Hasta que conoció a Cristina en la parada del colecti-vo a la que llegaba cada mañana para ir al trabajo. Ella lo miraba de reojo y él se dio cuenta al toque pero no se ani-maba a hacer nada. A los pocos días la cruzó en el almacén

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Mi vieja me propuso que alguna de las Fiestas la pasemos juntos, pero le dije, lo más amable que pude, que ya había arreglado con unos amigos. La verdad, no siempre ayuda. No quería entregar abrazos falsos ni mos-trar sonrisas amargas. Me imaginaba esa cena como un territorio cargado de nervios y con miradas furtivas que uno desearía que se convirtieran en cuchillos oxidados. Una reunión de tres con dos que se odiaban auguraba pocas alegrías. Ella me dijo que era una pena porque ya tenía mi regalo, de todas maneras me lo iba a dejar a los pies del arbolito. Yo ya sabía que eran desodorantes o cal-zoncillos. Disfrutaba de estas cosas. Era una mujer que mantenía algunas tradiciones.

Para no ser completamente desconsiderado, fui el 24 al mediodía para almorzar y hacer un brindis con ella, era la única por la que podía llevar adelante esa puesta en es-cena. Mauricio no estaba, eso lo tenía muy claro y fue la única razón por la que atravesé el portón de la que había sido mi casa. Comimos más de lo que hablamos, en la tele todavía se hablaba de las viejas violadas de Temperley:

—Qué feo eso. Pobres mujeres. No me quiero ni ima-ginar lo que habrán sufrido. Por eso yo no meto a nadie en casa. Hay que tener mucho cuidado con esas cosas.— dijo mamá.

—Ni hablar.—Ojalá que lo agarren.—Ya pasó mucho tiempo. Andá saber dónde está.—Sí, ¿no? En este país entra cualquiera como si nada

y hace un desastre. Sabés cómo deben estar esas familias.—Me imagino.—Está rico, ¿no? ¿Te gusta?—Sí, ma.—Mirá el cielo, parece que hoy llueve.En la vereda nos despedimos y la vi con una emoción

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VII

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y se arriesgó con un tímido saludo con la cabeza. Ella res-pondió de la misma manera. A la mañana siguiente se sa-ludaron con una sonrisa. Luego siguieron las palabras y el diálogo en el 148 letra G. Él viajaba hasta Avellaneda, ella hasta Constitución, así que tenían casi cuarenta minutos para conocerse, hablar de la vida y tratar de ver qué pasa cuando dos personas solas intentar lograr cierta intimidad y magia antes de volver a esa marea calma llamada rutina.

Ella era empleada de limpieza en una casa de Paler-mo. Nacida en Corrientes, en la ciudad de Goya, vivía con su hermana, a tres cuadras de la casa de Ernesto. Ha-cía tres meses que había llegado a Buenos Aires. Que ella fuera de otra provincia lo hizo sentir superior a Ernesto, el bonaerense.

La invitó a salir, ella dijo que sí con una sonrisa en-tre modesta y pícara. Había deseo en ese silencio, en esa mirada. Esa noche nada salió mal.

A los pocos días Ernesto se mandó sin medir con-secuencias y le propuso a Cristina irse a vivir juntos. El plan era acorralar la soledad, que ella habitara la casa para que se rindiera esa sensación de olvido y pena que recorría las paredes y los muebles. Ella le dijo una vez más que sí, parecía que no le podía responder otra cosa. Se estaban entendiendo. Eso era primordial para Ernes-to. Lo demás podía venir o no, ¿qué importaba? ¿Vivir con alguien no era eso?

La convivencia le trajo paz nuevamente, pudo dor-mir mejor y todo. Entonces él le propuso a Cristina que dejara su trabajo de mucama así podía dedicarse más tiempo a su casa. Esa expresión la llenó de alegría, ahora ella tenía algo que le pertenecía. Surgió el tema del dine-ro, ¿cómo iban a hacer con los gastos? Ernesto respondió que con su sueldo alcanzaba para los dos. No iban a tener problemas económicos.

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La convivencia trajo de vuelta la ropa limpia, la com-pañía, los mates a la tarde y la cena de a dos.

Pero el paraíso no está en este mundo. Y esas por-ciones de felicidad que Ernesto había recuperado se desestabilizaron cuando le llegaron comentarios acerca del comportamiento de Cristina cuando él se iba a tra-bajar. Hombres que entraban y salían, le dijeron. No supo bien cómo reaccionar. Un tipo viejo que se en-frentaba a una situación nueva en su vida. No quería ni pensarlo, pero hay palabras que tienen el poder de desatar tormentas en la mente.

La descubrió con dos tipos en la cama, en . Y así como entró, salió de la habitación. Lo inesperado lo dejó vacío de pensamientos. Seco de cualquier posibilidad de explosión o algo por el estilo. A la noche volvió a su casa como cualquier animal de costumbre y la encontró con la cara marcada de rastros de un llanto que todavía no había terminado. El silencio es temerario y hace que las personas larguen palabras a modo de defensa. Cristina llenaba el silencio de Ernesto con excusas, lamentos y de-claraciones de amor. Él pensaba en lo poco que le faltaba para jubilarse, pensamientos que se veían interrumpidos, como una señal interferida, por esa imagen de ella chu-pándole la pija a un tipo, cosa que nunca le había hecho a él, mientras otro la penetraba por atrás. Cuando pudo tomar plena conciencia de lo que había ocurrido y con-templar a su mujer, mirarla a los ojos mientras ella no le podía mantener la mirada, le dio un cachetazo que la tiró al piso. Se sorprendió de lo que había hecho pero escu-chó que Cristina le decía desde el suelo

. Se levantó para seguir golpeándola, y ella le acercó la cara para facilitarle las cosas. Esa actitud le dio tanta pena que no pudo más que dejarla ahí en el piso. Se fue para su pieza. La idea era cambiar esas sábanas sucias

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no sé para qué. Descubrí que había un timbre. Lo miré como si fuera a darme alguna respuesta a una pregunta que ya no valía la pena hacerse. Ese era un final.

Di unos pasos y desde la esquina se veía en un pri-mer piso un patio con ropa colgada. Me quedé esperan-do, bajo un árbol, que pasara algo y a los pocos minutos apareció. Lejana e imposible. Sacó la ropa de la soga y entró nuevamente.

Eso fue todo. Ya no tenía nada más que hacer ahí.

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Llegó mi turno, le alcancé mis papeles a una seño-ra con una tensión que disimulaba cierta furia o hastío, como condenada a realizar una tarea insufrible. Le son-reí cuando me miró para preguntarme algo pero bajó la mirada molesta. Largó un murmullo que no pude oír. Le quise preguntar qué había dicho pero me alcanzó los papeles como diciendo “ya está, nene, tomatelá”.

Al salir me sentí diferente a como había entrado.A unos metros del profesorado vi que venía caminan-

do, en sentido contrario, la mujer del Gol blanco. De pronto todas las cosas que habían ocurrido, hacía unos segundos nada más, desaparecieron. Estaba tan hermosa que quise cruzarme de vereda para poder mirarla de lejos y seguir manteniendo mi lugar: el del pibe que le alcan-zaba el diario y del que se olvidaba ni bien alcanzaba un semáforo. Y fue lo que hice. Ahí estaba: caminando sin saber que parte de mi mundo era verla cada mañana para que el peso de la rutina no me volteara. Ella parecía es-tar dentro de una realidad distinta a la nuestra, cubierta por un manto imposible de atravesar. Iba en la suya. No se dio cuenta de que yo, como un niño cobarde que ve venir al monstruo que lo acosa en el patio del colegio, huí hacia la vereda de enfrente y caminé en su dirección. Molesto por lo que había hecho, puteándome por el mie-do que me había ganado una vez más, quise ver si podía hacer que la historia terminara de otra manera. ¿Cómo podía llevar adelante semejante cosa? ¿No era mejor dejar todo como estaba? Tal vez sí, pero la seguí. Las ideas se amontonaban en mi cabeza buscando alguna posibilidad de acercarme a ella, me decía que no ante cada cosa que se me ocurría.

Fueron varias cuadras descartando necedades y fan-tasías, hasta que paró frente a una puerta, sacó unas llaves del bolso y entró sin mirar atrás. Me acerqué a la puerta,

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que cubrían la cama para poder acostarse. Lo hizo y se acostó, abatido, pensando en que al otro día debía ir a trabajar temprano. No tenía sueño.

Al rato escuchó un grito de Cristina, salió de la cama y fue a ver dónde estaba, pero ya sabía que ese ruido blanco venía del baño. Cuando abrió la puerta la vio con la mano extendida hacia él a modo de ofrenda con un pedazo de carne roja, y la boca, el mentón, el cuello cu-biertos de sangre.

La expresión del rostro destellaba dolor, pero también cierto alivio.

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VI

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Diciembre llega siempre con ese calor que anticipa el verano. Con el mes desplegándose en el almanaque estaba contento, como si hubiese recobrado algo perdi-do, tal vez solo descuidado. Era una sensación dulce, que me daba pilas y algo parecido a la esperanza. Pensaba que tenía posibilidades de conseguir una buena mano en un juego al que todavía no podía cazarle las reglas con cla-ridad. Ese era un buen día porque estaba por poner mi nombre en una lista importante. Así lo veía. Tenía cierta agitación, nervios molestándome. Cuando terminé con los diarios me fui a mi casilla a descansar pensando que a la tarde tenía una cita impostergable. Pensé en el futu-ro. ¿Era eso en realidad? ¿Saber en qué se te van a ir tus próximos cuatros años?

Cuando llegó la hora agarré mis papeles y me fui ca-minando al profesorado. Eran unas cuadras largas pero no me importaba. Mis pasos parecían tener una levedad insos-pechada, estaba tranquilo, seguro. Nada podía salir mal.

Fui acercándome a la 844 y comencé a observar la multitud que siempre andaba por ahí, me sentí alejado de ellos. No había nada que nos uniera. Habitábamos el mismo espacio pero no compartíamos ninguna idea o sentimiento o simplemente éramos muy distintos. Me creía superior, como si tuviese una misión que cumplir o metas mucho más valiosas que las de cualquiera de ellos.

Doblé en la 898 para ir por la 845, una calle desierta y tranquila.

Entré al profesorado y me puse en la cola. No había muchas personas. El movimiento de gente era constan-te, sobre todo de mujeres, lo que fue una suerte de bri-sa encantadora corriendo por el aire, y veía los libros y carpetas que cargaban, las posturas que adquirían para hablar, la ropa que llevaban y todo me parecía diferente. Definitivamente quería formar parte.

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monitor. Desde hace un tiempo que lo ve como un extra-ño y un inútil, palabra que su madre usa para insultarlo cuando pelean. Ya no lo quiere ni espera nada de él. Le echa la culpa por dejar el colegio privado para cambiarse a esa escuela horrible a la que van todos los chicos del barrio, esos a los que ella nunca quiso acercarse. Ahora se veía acorralada por esos rostros que antes evitaba.

Ya no la llama nadie ni van a visitarla. Ni siquiera las que decían ser sus mejores amigas. Reflexiona un poco sobre eso y reconoce que en realidad era ella la que siem-pre iba a visitarlas por que vivían en un barrio mucho más lindo que el suyo. Quisiera hablar con alguien de eso pero no tiene a nadie. También quiere contar lo mal que la pasa en el nuevo colegio. No se lleva con ningu-no de sus compañeros. Y todos son muy diferentes a los que tenía antes. Para empezar no visten uniformes, sino guardapolvos blancos, y los pocos que lo usan lo llevan sucio. Y piensa en cómo hablan. Esas palabras que no comprende del todo, pero el tono en el que las pronun-cian es agresivo. No tiene con quien descargar esa decep-ción acumulada que le borra la sonrisa. A veces pasan días sin que su boca emita un sonido. Nadie lo nota. Sin embargo, los varones sí le hablan, no paran de hacerle preguntas y contarle cosas que no le interesan. Hace dos días, uno al que dicen Pera, le mandó un papelito que de-cía: ayer soñé con vos, soñé que vos eras árbol y yo viento y te movía, te movía, te movía. Primero le causó gracia y después malestar. Ni siquiera sabía quién era. Era de otro curso, de noveno, y cuando se lo señalaron en un recreo no le gustó ni un poquito. Es morocho, como casi todos. Esa piel le provoca rechazo. Por esa cartita ahora las com-pañeras le dicen cosas feas. Especialmente Natalia, que la acosa y le busca roña. , le gritan a la salida del colegio y a veces adentro del aula.

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El salón mostraba la misma decoración que afuera. Todo preparado por y para chicos. Los bancos escritos con puteadas y mensajes para compañeros de otro turno, las sillitas, los afiches con el abecedario, tablas de multiplicar, frascos con la germinación de las plantas. Con nuestro pa-sado en las narices me sentía incómodo, usurpando un espacio que era para otra cosa. Salvo nosotros, no había nada adulto en todo el colegio. Y ese panorama me hizo acordar a mis tiempos de primaria, con toda esa parafer-nalia estética bombardeándote la cabeza, metiéndote ideas de cordura y disciplina. Ya había pasado mucho tiempo de eso. Pero parecía que seguíamos en el mismo espacio.

La profesora siguió hablando como si alguien le de-biera algo, y antes del recreo desalentó a cualquiera que pretendiera encontrar en la carrera una escuela de narra-dores o poetas. Se puso más seria de lo que estaba, y miró a todos a los ojos, quizás buscando que sus palabras no fueran parte del aire sino que sean escuchadas como la primera y más importante lección que íbamos a recibir; dijo con una voz firme y despiadada:

—Acá no enseñamos a escribir, ¿se entiende? De entre ustedes al final de la carrera no va salir ningún Borges. Nosotros formamos docentes. Repito: DOCEN-TES, no escritores. El que quiera aprender a escribir bien sus que vaya a un taller o… No sé, pero acá no es su lugar si lo que quieren es saber cómo escribir una novela o un poemita. ¿Quedó claro esto que acabo de decir?— Las manos apoyadas en la mesa, ligeramente inclinada hacia adelante y sus ojos como azotes cayendo sobre nosotros. Todos respondimos que sí como buenos alumnos. Pero creo que algunos se habrán sentido doli-dos por escuchar esa noticia.

Había que aprobar el curso de ingreso para meterte en la carrera. Hacía unos cuántos años que no agarraba

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un libro de estudio, estaba oxidado. Eran tres semanas de clases de apoyo y después el examen. Me compré el cuadernillo de fotocopias obligatorio que tenía el mate-rial de estudio y actividades con las que íbamos a trabajar hasta la evaluación. Lo hojeé un poco para ver los temas, y cuando vi oraciones para analizar sintácticamente lo cerré, ya habría tiempo para comprender esos jeroglíficos de la era escolar que nunca pude decodificar.

En el recreo subí las escaleras para tener una mejor vista. Me gustaba mirar a las personas, era una manera de aprender, también. Apoyado en la baranda pretendía mo-nitorear todo lo que ocurría en ese pequeño hormiguero humano, hasta que escuché una voz pegándome de atrás:

—Cómo se enojó la vieja, ¿no?— me di vuelta. Era la chica que me había dejado de lado hacía un rato nomás. Esbocé una sonrisa nerviosa que me habrá desfigurado el rostro dándome un semblante bien de pelotudo.

—Sí, parece que sí— se acercó a mi lado. Se apoyó también en la baranda y pegó su codo al mío. Prendió un pucho.

—Hay que acostumbrarse porque la vamos a tener todo el curso.

—Qué garrón.—Sí, un bajón. ¿Cómo te llamás?—Sebastián. ¿Vos?—Sabrina. Te compraste el cuadernillo— se lo pasé. Lo

miró un segundo y lo cerró— ¿Cuánto sale?— Le dije el pre-cio— Bueno, voy a comprarlo así lo tengo— sonrió y se fue.

Un nombre no deja de ser una puerta, una posibili-dad. Ahora teníamos un conocimiento ínfimo que com-partíamos. Sabíamos algo del otro y podíamos usarlo. Al menos eso creía. Cuando uno está solo mucho tiem-po se come la croqueta con estas cosas. Un nombre, un codo pegado al tuyo, una sonrisa, cualquier detalle

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Andrea vuelca el mate sin querer. Su hija la mira y se ríe. Andrea limpia el líquido que ensucia el mantel nuevo, escurre el trapo en la pileta de la mesada y le da un cachetazo a Natalia. Natalia se acaricia el rostro. Al tacto lo siente tibio, aguanta el llanto. Se levanta para buscar su mochila e ir para el colegio. Antes de salir su madre la llama:

—Tomá, nena. Te olvidás el boletín.— Lo tiene en la mano. Cuando Natalia lo agarra, Andrea no lo suelta —Escuchame, pibita, nueve materias bajas tenés…— Le aburre escuchar los sermones de la madre, que este úl-timo tiempo, desde que su novio la dejó, se multiplica-ron y se hicieron más extensos. Busca en la pared esa foto del padre que la calma en momentos como este. Se acuerda de cómo la defendía y sin darse cuenta una sonrisa le alegra la cara. Pero inmediatamente se la bo-rran de un sopapo:

—¿De qué te reís, me querés decir?— Natalia se refugia en el piso. —Ah, no me vas a hablar. Está bien, olvidate lo del sábado, ¿sabés? OLVIDATE. ¿Quién te creés?— Se pre-gunta la hora, si tendrá tiempo para fumarse un cigarrillo antes de entrar. —Rajá, dale. Tomatelá.

Natalia sale para el colegio con la certeza de que no le van a festejar su cumpleaños número quince.

No quiere ir. Tampoco quedarse. Su mamá le deja el desayuno en la mesa y se va a trabajar. Recién volverá a verla cuando caiga la noche. Mariela mira el vaso con chocolatada caliente y las vainillas que parecen mani-quíes amputados en el plato y escucha a su padre en la habitación apretando el teclado. Hace meses que está sin trabajo. Ni bien se queda solo agarra la computadora y no la suelta. Se pasa el día viendo páginas pornográficas, de gente cojiendo, dice Mariela, y no le presta atención a nadie. Ella lo espió y vio cómo se masturba frente al

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se escucha son sus pies golpeando la cerámica. Apaga el celular. Mira la hora. Son las siete y dos minutos.

Dale, levantate, le dice a su hermano menor que to-davía duerme en la cama de abajo. Como no reacciona lo zamarrea un poco. Se despierta y le dice pará, ya está. Ella se va a vestir entonces Federico sabe lo que tiene que hacer: darse vuelta y mirar la pared. Escucha el susurro que emite la ropa cuando le acaricia la piel a Maira. Se calienta. Cuando termina, €sale. Entonces Federico se sabe solo, con la mente llena de imágenes y, como todas las mañanas, se masturba.

Después se limpia con la sábana y vence las ganas de quedarse un rato más acariciando la almohada y se pasa las manos por el pelo como para correr del todo ese velo onírico que lo cubre y lo tira para abajo.

Maira va al baño. En el camino hay tres jóvenes que duermen despatarrados, dos en el piso y uno en el sofá. Entra y traba la puerta. Se moja la cara, se lava los dientes y busca desodorante pero no lo encuentra. Sale y busca a Federico para que se apure. Lo ve mirando fascinado las armas que están sobre la mesa.

, le dice ella y le pega en la nuca. Él se da vuel-ta desencajado, enfurecido y ella inmutable se aproxima hasta tenerlo bien cerca y le dice:

—Vos vas a estudiar, gil. ¿Sabés?Antes de salir, Maira le pregunta a Federico:—¿Saludaste a mamá?— No, no quería despertarla a ella ni a los otros. Des-

pués me cagan a pedo.Bajan las escaleras y se disponen a caminar las treinta

cuadras hasta el colegio.

* 83

alcanza para robarte el sueño y manchar con descontrol tu pequeñita vida.

Turno vespertino. Las clases eran de cinco y media a nueve de la noche. Cinco días a la semana. A las tres y media de la tarde ya empezaba a prepararme. Me ba-ñaba, me cambiaba y me completaba lo que habíamos visto el día anterior. A veces sólo, otras con Julián como espectador. Venía embalado a contarme algo y como no le daba tanta atención como antes, le contestaba con mo-nosílabos y casi no lo miraba. Él se quedaba mirando cómo agarraba mi lapicera, no la soltaba, y me concen-traba en las páginas escritas de problemas que buscaban una solución. A la corta o a la larga se cansaba y me dejaba metido en el cuadernillo. Los temas no me pa-recían tan difíciles. Solamente con prestar un poco de atención, usar la memoria, que empezaba a recuperar, y ponerme a practicar, me alcanzaba. Podía resolver esas actividades sin ayuda. Pero estaba esa cruz insostenible cargando sobre mis espaldas, haciendo peligrar todo mi esfuerzo. Se llamaba Análisis Sintáctico. Mientras ponía los corchetes, descubría el verbo, los modificadores más evidentes, separaba el sujeto del predicado y no mucho más, recordaba cuando en sexto grado una maestra se quedó conmigo después de hora para que yo pudiera comprender la diferencia entre Sujeto Tácito y Expreso. Solo, en un aula para treinta chicos, miraba el pizarrón verde con las oraciones escritas en tiza blanca y la seño Griselda dando lo mejor de sí para desterrarme de esa nube oscura y cómoda llamada ignorancia. Yo era muy feliz ahí, despreocupado y sonriente. Pero esta señorita venía con malas noticias para mí: tenía que aprender ese tema o iba repetir. Ella hablaba y hablaba, buscaba los ejemplos más claros, me preguntaba y repreguntaba, y me hacía pasar al frente para que yo demostrara lo que

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había entendido. Luego de unas cuantas fallas, con una visible frustración al darse cuenta de que toda esa energía había sido un desperdicio total, le puse un poco de onda y empecé a intentarlo. Griselda se puso muy contenta pero ya era hora de irnos, había que dejar el salón para los de turno tarde. Me dijo que lo íbamos a seguir inten-tando. Y nos quedamos después de hora dos veces más. Y al final pude hallar la diferencia entre un Sujeto Tácito y uno Expreso. Cuando salimos la vi llena de alegría. Yo no le daba gran importancia, no le veía mucho sentido, traté de poner cara de contento. Antes de darle un beso e irme a la parada del colectivo me dijo si no quería ir a su casa a festejar. Se subió al auto y me abrió la puerta:

—Vamos, dale— sonaba como una orden. Yo no me acuerdo bien qué tenía que hacer, un partido de fútbol o algo así, y recuerdo que la desobedecí y le contesté que no, me esperan en casa o una cosa por el estilo.

—¿En serio no querés venir?— y palmeó el asiento. Sonaba tentador, pero yo estaba más emocionado por aquello que ahora no puedo recordar, me parecía algo más interesante para hacer. Ante mi negativa la seño Gri-selda no insistió más, cerró la puerta del auto, me saludó con la mano y se fue.

La primer semana fue un periodo de adaptación y de ver si podía acercarme a Sabrina. Mi intento consistía en no hacer absolutamente nada y esperar a que ella hiciera todo como para que terminemos saliendo. No era el me-jor plan, pero no podía hacer otra cosa. Tenía un miedo atávico que no podía vencer. Razón y condena de mi so-ledad. La veía llegar a Sabrina y yo me hacía el desenten-dido en la puerta, esperándola. Y cuando ella llegaba me saludaba con un hola como el que le daba a todos, al que yo le contestaba con cierta distancia para no ponerme en evidencia. La miraba alejarse, parecía que el suelo estaba

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A las siete de la mañana, como todos los días, suena el despertador del celular de Maira. Ella intenta abrir los ojos pero una fuerza demoledora parece impedírse-lo. Sus párpados vuelven a caer. El sonido comienza a flamear con una monotonía creciente. Escucha un grito perezoso que proviene del otro lado de la puerta y le ordena que apague ese ruido. Esa orden tiene una con-tundencia mayor que la del despertador. Abre los ojos, esta vez completamente. Se queda un segundo remolo-neando sobre el colchón, desperezándose, bostezando, estirando los brazos. El despertador continúa martillan-do el silencio y comienza a inundar todos los espacios del departamento. Vuelven a exigirle con un golpe en la puerta que apague esa mierda.

El celular está lejos de ella. Es una manera que tiene Maira para obligarse a despegar, despabilarse, arrancar el día. Pero ahora tiene una motivación más urgente. Su cama está un poco lejos del suelo. En una cama cuche-ta, ella duerme en la de arriba. Se incorpora. Haciendo fuerza con sus brazos toma impulso y ese sonido seco que

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hecho de algodones o bajo sus pies hubiese una pasarela. Me quedaba un rato más como para sostener mi actua-ción unos minutos y luego ingresaba.

La segunda semana ya me saludaba con un beso, como lo hacía con todos. Ella era dueña de una simpatía amable, educada, medida. Ese era un tema que me tala-draba la nuca: me trataba igual que a cualquiera. No sé por qué esperaba algún tipo de trato especial, pero eso podía considerarse una evidencia. No significaba nada para ella. Hay pensamientos que tienen una violencia fí-sica que uno la siente y te deja con el ánimo babeando en el piso. Julián me decía que otra vez había caído en mi propia realidad paralela. Pensamientos propios sin sentido y completamente infundados. Era un pozo en el que caía con mucha facilidad y me costaba salir. Ter-minando esa semana me enteré, porque escuché que lo hablaron unos compañeros, que no tenía novio. Era el tipo de noticia que conmovía mi pequeño mundo hecho de migajas. Yo sabía lo que tenía que hacer entonces. Era fácil decirlo pero difícil de hacer.

Cuando el curso estaba por terminar tuvimos la chance de hablar sin nadie alrededor. Seguía sin novio, trabajaba atendiendo el local de ropa del padre en Flo-rencio Varela, lo que le daba horarios flexibles, y no esta-ba segura de la carrera que había elegido.

—¿No te gusta?—En realidad me daba lo mismo esta o cualquier

otra. Podía haber sido Historia. Me acerqué a ver qué había y vi que era la fecha para esta carrera y como nunca me llevé Lengua en la secundaria y me gustaba cómo la daba el profesor, me anoté.

—¿Cómo estás para el examen?—Mal— se rió sin ganas— pero igual lo voy hacer. No le

quiero dar el gusto a mis viejos que piensan que soy una

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tarada que no termina nada. Igual no sé si lo voy a aprobar porque no estudié nada, me voy a mandar a ver qué pasa.

Le di el último trago a la cerveza y salí para el Institu-to. Debía bajar un poco los nervios. Ese día sabríamos el resultado de los exámenes. Fui caminando, como siem-pre. Mientras pateaba esas calles y veredas tan conocidas me preguntaba qué pensaría mi vieja si supiera de todo esto que había emprendido. No le había dicho nada por-que quería alguna seguridad. Quería ir a su casa con algo tangible, sólido, no un proyecto. Solo con eso podría mirarla a la cara, seguro con Mauricio al lado, y decirle cuáles eran las buenas nuevas. Entonces todo esto, ¿era para demostrar algo a alguien? ¿A quién quería impresio-nar? ¿Quería ser profesor o vengarme? Las respuestas se perdieron en los pasillos de otros pensamientos que se agolpaban en mi cabeza, por momentos como algo in-consistente, indefinido. No tenía nada claro.

Faltaban pocas cuadras. También me rondaba por la mente la carita de Sabrina a la espera del examen, expec-tante, ansiosa, como todos nosotros. No pude hablar con ella antes de entrar al aula. Había llegado bien temprano y se había acomodado al fondo. Yo me senté en la otra pun-ta para poder mirar su cuerpazo, me gustaba hacer eso. Ya no éramos tantos como cuando había arrancado el curso.

Durante la evaluación Sabrina se mostraba dubitativa, decepcionada, y un poco aburrida. Entregó primero que todos y salió. Cuando yo terminé, la busqué pero ya se había marchado. Pensaba invitarla a tomar algo. Me quedé en la puerta, por las dudas, en una de esas reaparecía. Pero no se dejó ver. En la noche, mientras volvía a casa, dentro mío lo sabía, sentía alivio de no tener que enfrentarme con ese temor a ser rechazado, a ser atropellado por el mie-do de enfrentar una situación descontrolada y vulgar.

Cuando faltaban dos cuadras para llegar a la pri-

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mera baldosa del Profesorado, me detuve a contemplar la posibilidad de ir a tomar otra cerveza. Un papel con mi nombre y un número al lado me ponía tan nervioso como tirarse de un avión sin paracaídas. Mejor no, mejor entrar a ver lo más rápido posible y que esto terminara o empezara de una buena vez, me dije o pensé o lo escribo ahora consciente de ese momento.

Entré y fui hasta la pared donde estaban los resul-tados. Había mucha gente mirando su nota. Casi todos estaban felices porque aparentemente habían aprobado y pudieron entrar a la carrera. Me quedé un poco alejado a la espera de que la turba se alejara. Cuando se dispersaron me acerqué. Pasé entre la gente, y vi la espalda de Sabrina en el centro, la cabeza ligeramente levantada mirando su nota. Se dio vuelta y me miró, nos encontramos. No quise preguntarle cómo le había ido porque era evidente. La vi triste. Me saludó, buscando ocultar con una sonrisa el mal trago que tuvo unos segundos antes y me dijo:

—¿Querés que te diga cómo te fue?— De pronto pasa-ba que ya no me importaba nada de eso que nos rodea-ba, el Profesorado, la carrera, la evaluación, el pasado, nada. Quería que de su boca saliera ese número pero solo porque era ella y porque su voz me iba a llegar con una noticia que nos importaba en la medida en que era un puente hacia otro lugar.

—Dale— le dije.—Aprobaste— no podía dejar de mirar sus ojos. Eso

era lo que realmente me ponía feliz. Esa mirada que nos pegamos y esa cercanía de su cuerpo.

—¿En serio?— todo era sorpresa a las seis de la tarde de un jueves. Igual no quería expresar mucha alegría de-lante suyo. Sabrina me quería decir la nota pero yo le dije que no hacía falta, realmente no me importaba. Luego me enteré que fue, de los que aprobaron, la nota más

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baja. , pensé y no se lo dije porque me pareció de mal gusto.

Fuimos juntos hasta la puerta sin decir una palabra. No sabía qué había estado pensando ella, pero yo maqui-naba con que ya era hora de ponerse las pilas y preguntar-le si daba para salir o algo así. Esos pasos hasta la puerta se hacían cortos y veloces y cuando me quise dar cuenta ya la tenía encima mío queriendo despedirse. Entonces fue todo muy precipitado, casi no pude ver lo que iba a decir, y le largué una pregunta sincera:

—¿Ya te vas?—ella se sorprendió. Y me miró.—Sí, tengo cosas que hacer.—¿No querés ir a tomar algo?—¿A festejar que no aprobé?— No sabía qué contestar-

le. Pero sabía que ella ya se había dado cuenta de todo lo que pasaba. Miró hacia la calle. Esperé — No, Seba, no te enojes, pero prefiero ir a mi casa. No me siento muy bien.

Con qué poco alcanza para hacer sentir mal a una perso-na. Me dio un beso y se fue. Antes se mandó un , ese cruel lugar común. Parecía sentirse un poco mejor. No tenía su teléfono ni nada. Iba ser la última vez que la vería.

Decidí no volver a mi casilla. Era una tarde hermosa, con un viento tan cálido que daban ganas de callejear. Fui hasta un locutorio y lo llamé a Julián. Le dije que lo esperaba en la plaza Yapeyú para festejar.

Tenía sentimientos encontrados pujando por ganar-me el ánimo. Una buena y un palazo en la nuca. Pero luego me arrastró el pensamiento de que las dos eran buenas. Vencer el temor y entrar al Profesorado.

Cuando lo vi a Julián caminando con una sonrisa ex-pectante hacia el banco donde estaba sentado pensé que solo tenía buenas noticias para darle. Algo comenzaba a repuntar. Se sentó y me preguntó ansioso:

—¿Qué vamos a festejar?

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—Hola, Profe.Sebastián le devuelve el saludo y acerca la mejilla

para darle un beso pero ella ni lo nota y entra.—Pasá, pasá— le dice Daniela. El único asiento libre

lo ocupa ella y Sebastián, molesto por el desplante, le alcanza la designación.

—Ah, cierto— dice la preceptora— dejame que te bus-que la fichita para que llenes.

Pasa muy cerca de él, lo que les causa cierta incomo-didad. Sonríen como para atravesar ese momento. Ella, de espaldas a él, abre un mueble repleto de carpetas y pa-peles. Sebastián, que ya olvidó lo ocurrido unos segundos antes, la mira sin tratar de ser muy evidente. La cercanía y el descubrimiento del cuerpo de Daniela, un cuerpo rellenito con el que ella lucha por bajarle el peso con eter-nas dietas que no resultan, vestido con un jean ajustado, alcanza para calentarlo. Piensa la posibilidad de pararse y apoyarla distraídamente, están tan cerca que con solo moverse puede tocarla. Ella le lleva unos centímetros, y unos años. Mira para otro lado y con el portafolio cubre una erección mucho menos evidente de lo que él cree. Daniela encuentra la carpeta que busca. Saca una ficha y le pide a Sebastián que la complete. Sale de la oficina y vuelve con una silla para él.

Sebastián recorre los datos que tiene que completar y algunos no sabe qué significan. Lo llena como puede. Cuando termina pregunta por el Secretario:

—Ahora estamos sin Secre, ese trabajo lo hace la Dire. Yo la ayudo con lo que puedo, hago un poco de todo— Sebastián recordó lo que le había dicho Salve —es más, yo estoy sola con los tres cursos.

—¿Y cuándo viene la Directora?—Cuando puede. No tiene horarios. Hablamos por

celular y se entera de todo lo que pasa en la escuela. Es

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, piensa y se acrecienta cada vez más el desprecio por su papá.

*

Sebastián Ledesma espera el 514, cartel rojo. La im-paciencia le come el ánimo, sabe que esos colectivos se manejan con leyes propias. Ruega que hoy pase a hora-rio, no quiere llegar tarde a su primer acto público. Son las diez menos cinco, el acto es a las diez y media y el colectivo siempre tarda media hora, un recorrido de no más de veinte minutos.

Aparece a lo lejos y Sebastián respira. Se sube y quie-re decir algo que demuestre indignación o enojo, pero solo pide el boleto.

El colectivo es una máquina agonizante a punto de desarmarse en cualquier esquina. Avanza lento.

, dice bajito Sebastián. Intenta leer una novela llamada “El caballero de la armadura oxidada” porque le dijeron que es un texto obligatorio en algunos cole-gios, pero el colectivo se mueve mucho y el motor hace un ruido tremendo. Lo cierra molesto. Cuando llegan a Mármol, transitar por las calles adoquinadas produce movimientos bruscos que hacen que los pasajeros se aga-rren de lo que tienen cerca. Todos saltan de sus asientos sin poder evitarlo. Algunos sonríen, les parece divertido. Sebastián lamenta haberse sentado junto a una señora mayor que pone la mano abierta al costado como para evitar el contacto en esos saltos involuntarios. Se baja dos paradas después de la estación de Mármol. Mira la hora: las diez y media en punto. Tiene dos cuadras hasta el consejo escolar. Trota. Los zapatos nuevos y el por-tafolios lo complican. Llega agitado y descubre que el acto público de Lengua recién comienza. Toma aire. Se pregunta por qué se puso una camisa manga larga con

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semejante calor. Se pasa la mano por la frente y la sien y se limpia la transpiración con el pantalón. Una chica que está a su lado lo mira y se aleja.

El lugar es chico. Son muchas personas y están incó-modos, corre poco aire. Una mujer avisa que empiezan con “Media y Polimodal” y con el listado oficial, los que ya están recibidos. Como Sebastián terminó sus estudios el año anterior no está entre esos nombres, recién al se-gundo año de estar recibido se aparece en ese listado. Las escuelas que necesitan suplentes están en la pared, pero no alcanza a verlas por las cabezas de la gente. La mayoría son mujeres. Pasan de a una por puntaje, de mayor a me-nor. El tiempo corre y todos se inquietan por la tardanza de algunas. Se escuchan murmullos pero nadie dice nada en voz alta. Avisan que se tomaron todos los cursos de “Media y Polimodal” y la mitad se va.

—¿Hay alguien del listado oficial?— preguntan sin ganas y nadie responde. —¿Del listado ?, ¿del

?— y entonces todos levantan la mano. Entre ellos Sebastián. La mujer pregunta el puntaje y le toca a Sebastián porque tiene el más alto. Le piden el docu-mento y que elija entre los tres cursos que quedaron. Todos séptimos. , piensa. No sabe dónde quedan las escuelas. Pregunta y nadie parece saber. No compró el listado de los colegios con sus direcciones y teléfonos. Siente que ahora no da para pedírselo a los que están ahí. , piensa. Los horarios se superponen, así que no puede tomar más de un curso. Pregunta de vuelta si saben aunque sea una zona de referencia como para orientarse, pero no le contestan. Sigue mirando los números de los co-legios y escucha:

—Si no sabés cuál tomar, dejá lugar a los demás, que sí saben.

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Esta vez llega casi media hora temprano. Mira los au-tos estacionados y se pregunta cuánto tendrá que trabajar para tener uno de esos. Toca el timbre y el portero le abre con una sonrisa, como si le diera gusto verlo. Sebastián saluda con amabilidad y el portero se pone frente a él. Le pregunta:

—Usted da Lengua, ¿no?Sebastián entiende con dificultad ya que el portero

mastica las palabras. Nota entre el vello de su bigote una cicatriz de labio leporino.

—Sí. ¿Cómo se llama, usted?— pregunta Sebastián. Le gusta saber el nombre de las personas. Cree que recordar-lo funda un vínculo entre las personas.

—Me dicen Salve, porque acá hago de todo. Vivo sa-cando las papas del fuego— dice y sonríe.

—Ah, su nombre es parecido al del protagonista del ; Juan Salvo.

—¿Quién?— . Un clásico. ¿No lo leyó?—¿Cómo dijo que se llamaba?— .—No, usted.—Sebastián Ledesma. Bah, Sebastián nomás.Se dan la mano. Sebastián avanza hacia la Dirección

mientras Salve saca una libretita del bolsillo de la cami-sa y una lapicera del pantalón, anota los dos nombres y vuelve a la cocina a seguir tomando mate amargo.

En la Dirección del colegio también funciona la Se-cretaría, la Sala de Profesores, de Preceptores, la Bibliote-ca, el depósito de los elementos de Gimnasia y la comida que llega todas las mañanas para repartir entre el primer y segundo recreo.

Sebastián golpea la puerta y nadie responde. Escucha una radio mal sintonizada. Unos segundos después abre Daniela:

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II

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Esas palabras lo ponen incómodo. Entonces toma cualquiera.

En una oficina le dan la designación que deberá pre-sentar en el colegio:

—Llamá antes de ir, así saben que estás yendo— le avisan. Pide el teléfono y sale sabiendo que llega tarde a su primer día en esa escuela.

Suena el timbre de cambio de hora. El profesor de Sociales deja el salón sin despedirse. No tuvo una buena clase. Todos guardan sus útiles. Una alegría se despren-de de manera generalizada entre los alumnos, se sienten livianos. Se preparan para salir, mientras en el único teléfono de la escuela, que lo utilizan tanto la primaria como la secundaria, reciben un llamado del suplente de Lengua que está yendo para allá. La preceptora recibe el mensaje y va al aula para avisarles a los chicos que hoy no salen temprano. Los gritos de todos no la dejan seguir hablando. Espera a que se calmen un poco pero el des-contento no cesa. Maira los hace callar con una par de gritos. Pide que escuchen a la preceptora. Les dice:

—Hoy van a tener Lengua.—¿Vuelve la vieja?— pregunta Maira.—No, es un suplente.—¿Y quién es?— pregunta alguien desde el fondo—No tengo idea.

*Fito sale de la comisaría con su madre. Tiene peque-

ños círculos violetas en la cara. Sonríe y se alegra de te-nerla al lado porque es incondicional. Chicha le mira esos moretones y dice:

—Ratis putos.Caminan a la parada del colectivo. Se cruzan con un

kiosco y Fito pide un alfajor. Chicha le dice que no tiene plata, y aclara:

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—No pidas, en un rato llegamos a casa y comés algo.— Una vez arriba del colectivo Fito pregunta la hora. Chi-cha se fija el celular:

—Son casi las once. ¿Tenés algo que hacer?—Quería ir a ver a alguien.—¿A quién? ¿Por qué no te quedás en casa hoy, eh?

¿Ya vas a volver a la calle? Justo en mi franco…Vos no aprendés más, eh.

—Es un toque nomás, vieja— dice mientras mira por la ventana una casa de la que le hablaron hace unos días, en una esquina. No le gusta contarle sus cosas. Se las guarda para cuidarla de cualquier molestia. Chicha sabe que su hijo tiene una noción del tiempo diferente a la de ella. Un rato pueden ser unos minutos o días enteros. Depende de muchos factores, más relacionados con el azar que con una decisión planificada.

*

Sebastián toma el 266 con el cartel que dice en la estación de Burzaco. Es el único que lo deja

cerca de la escuela. Precisamente en la esquina. Mientras avanza por la avenida Monteverde mira el anotador don-de tiene toda la información de cómo llegar. El colectivo dobla por una calle desconocida. Sin embargo, sabe que está cerca de la estación de Claypole y los monoblocks de Don Orione. No sabe exactamente dónde, pero sí que están en los alrededores. Se pregunta si ya se metió al Barrio Maribel. ¿Quién habrá sido esa mujer?, le viene la duda de pronto, ¿qué hizo para merecer ese reconoci-miento? ¿Y dónde quedó su apellido?

Le pidió al chofer que le avise cuándo bajar, por eso está sentado detrás de él. Observa los puntos de referen-cia para aprenderse el recorrido. Nota que la única calle de asfalto es la que pisan las ruedas del colectivo.

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lar y, lo más importante, reparar el daño, más bien la culpa, que le produjo no haber estado con su mamá cuando agonizaba.

Con resignación y para no darle más vueltas a ese tema lee las dos biografías que tiene. Los únicos que las hicieron fueron Federico y Mariela. Son textos de pocas líneas, hechos sin ningún empeño y para cumplir.

Corrige las faltas de ortografía y cuando las va a guardar piensa . Las rompe y las tira por la ventanilla.

Cae la noche y la televisión, que no descansa nunca, está prendida e ilumina el interior de la casa. Tiene una considerable cantidad de canales para elegir y por eso siempre hay algo interesante para ver. Y se deja siempre encendida así haya alguien frente a ella o no. Son unos de los pocos en el barrio que tienen cable. Chicha lo puso para retener a sus hijos dentro de la casa. Pero aho-ra solo los dos más chicos están sentados en el piso mi-rando Los Simpsons. Se ríen aunque no entiendan algu-nos chistes. Chicha, parada en la entrada, fija su mirada en el alambrado algo caído del frente de su casa. Suspira. Piensa que es otro franco desperdiciado. Compró para hacer milanesas con papas fritas, ese plato que tanto les gusta a los chicos y que pueden verlo sobre la mesa una o dos veces al mes, con suerte.

Chicha le da la última chupada al cigarrillo, lo tira al suelo y lo apaga con la ojota. Sabe por madre y por expe-riencia que Fito ya no va venir. Mejor será cocinar para los que están, esos que ríen sin saber muy bien de qué.

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—Dale, vamos.—Agarrate bien. Mirá que vamos a volar, eh— ella lo

abraza y cierra los ojos.Natalia se apura porque quiere alcanzar a Mariela.

Pasa rápido y le larga:—Cuidate, cheta de mierda— y se aleja.Federico vuelve a su casa solo. Mientras escucha

cumbia con el celular piensa lo que puso en el trabajito de Lengua, de paso aprendió qué significa biografía. No quiere llevarse materias y es uno de los pocos del curso que tiene aprobado los dos trimestres. Tuvo que escribir sobre su vida. Puso su nombre, su edad, el barrio donde vive, que disfruta más que nada en el mundo jugar a la pelota y que la materia le gusta más o menos.

, piensa. Pero no es más que una pequeña parte de la realidad. Podía haber contado que ese nombre se lo pusieron por su abuelo, que vivía con muchas perso-nas en un departamentito en el que no estaban muy có-modos, que le gustaba dar vueltas por el barrio y que se sentía tranquilo en cualquier manzana porque conocía a todo el mundo, que soñaba jugar en la primera de River Plate, y que en verdad disfrutaba las clases de la otra pro-fesora porque era buena y él entendía lo que explicaba, cosa que no le pasaba con las otras.

Y por supuesto no le contó de su hermano mayor, con el que se carteaban cada tanto, preso en la cárcel de Batán. Y no lo iba hacer tampoco.

En el colectivo Sebastián rememora algunas cosas que ocurrieron con el grupo. Reflexiona sobre lo que hizo y si actuó bien, cómo les habrá caído a los alum-nos. Pero se saca de encima esos pensamientos por otros más pesados. Piensa en su mamá, muerta hace unos meses dejándole la casa a su marido, Mauricio. Sebastián quiere recuperar esa casa para dejar de alqui-

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Mira las casas del barrio. A medida que pasan las cuadras advierte lo diferentes que son unas de otras. Algunas con paredes de material, otras se mantienen en pie con paredes de madera y resisten el cielo con techos de cartón, y las menos ostentan lozas sólidas. Es parecido al barrio en el que había vivido un tiempo en una casilla al fondo de la casa de un amigo.

El colectivo para en una esquina:—La escuela está allá— señala el chofer. Sebastián

agradece y baja. Camina apurado porque sabe que llega muy tarde. Entra, se presenta como un suplente que va tomar un cargo y el portero dice que la Direc-ción está al final del pasillo. Llega y ve que no hay nadie. Al rato aparece una mujer que le pregunta si es el suplente de Lengua. Responde que sí. La mujer respira aliviada:

—Los chicos están imbancables, te esperan hace un montón— escucha Sebastián y le parece un reto.

—Sí, pasa que recién tomé las horas y vine lo más rápido que pude— dice y ella avanza sin mirarlo. Llegan a un salón y la mujer le indica que ese es el curso. Se escuchan gritos desde afuera. Cuando Sebastián entra, la puerta se cierra.

Se queda parado esperando que aparezca el silencio. Se siente molesto porque casi nadie percibe su presen-cia. Algunos lo miran curiosos, pero la mayoría continúa mostrándole total indiferencia.

Es evidente que su cuerpo no logra llamar la aten-ción. Intenta dejar de ser un fantasma alzando la voz para pedir silencio. No pasa nada. Lo intenta otra vez pero eleva un poco más el tono y capta la mirada de unos cuantos. Entonces sigue esa estrategia, que su garganta haga notar su existencia:

—¡PUEDEN CALLARSE DE UNA BUENA VEZ!

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Y lo sorprenden dos cosas; es la primera vez en su vida que pega un grito, y que todos lo están mirando.

Había logrado llamar su atención.No se escucha más que el sonido que hacen los chi-

cos cuando se callan. Sebastián siente que acaba de dar un primer paso. Sigue su intuición frente a un grupo no muy numeroso, los cuenta y son veinte. Los observa con una expresión inflexible.

Todos los varones tienen la gorra puesta bien cerca de los ojos como queriendo ocultar el rostro. Les pide que se las saquen, los pibes cumplen tomándose su tiempo. Y dice, imponiendo una regla, que dentro del aula sin gorras ni capuchas.

—¿Ahora puedo empezar la clase?Nadie le responde. Logra vaciarlos de palabras y mante-

nerlos en sus asientos. Mira a las chicas que están sentadas en el fondo y murmuran algo entre ellas. Siente que debe demostrar que es riguroso:

—¿Qué pasa en el fondo?— encara.—Nada— le responde desafiante una chica que parece

más grande que los demás.—¿Por?—Le sostiene la mirada.Esa no era la reacción que esperaba.—¿Cómo te llamas?—Maira, con i latina— aclara. Sebastián saca un cuaderno

y anota ese nombre y lo subraya con dos líneas. Maira levanta el hombro. Algunos compañeros se dan vuelta para mirarla y al ver su reacción sonríen. Entonces Sebastián decide que lo mejor es arrancar la clase.

Dice su nombre y apellido. Quiere escribirlo en el piza-rrón pero no hay tiza. Manda a la alumna más cercana a bus-car. , le avisa. Vuelve con las manos vacías:

—Dice la Prece que no hay más.—Bueno, no importa. Quiero conocerlos un poco—ni

bien lo dice le suena absurdo, pero sigue adelante— y que cada

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—Sí, podemos salir el sábado.—Si no te deja hacer la fiesta menos te va dejar salir,

boluda.—Cuando mamá se duerma, salgo. Te mando un

mensaje y me esperás en lo de Pera.—¿Otra vez el Pera? ¡Cortala con ese gil, boluda!—Entonces, ¿quedamos así para el sábado?—Cuando vuelvas tu vieja te va a dar con todo.—Sí, como siempre— y se ríen.—Mirá, Fito— dice Natalia. Fito está apoyado en una

pequeña moto. Natalia sabe lo que tiene que hacer, salu-da a Maira y se va.

—Me enteré lo de anoche— dice Maira—Sí, no pasa nada. Fue mi vieja y todo joya— dice

Fito minimizando lo sucedido.—¿Te duele la cara? Tenés todo morado.—No, ni ahí.—¿Y esa moto?—Es nueva— muestra los dientes con una sonrisa se-

gura, cómplice. Hay un código compartido y eso a Fito lo pone alegre.

—¿Querés ir a dar una vuelta?Maira mira a su hermano que la está esperando bajo la

sombra de un árbol; cuidándose de un sol que para ser prin-cipio de septiembre pega fuerte a esa hora del mediodía.

—Aguantá— pide Maira. Fito se engancha con el culo de Maira. Ese andar deslumbrante, que Maira provoca consciente, hace que cada paso que da sea un sueño hecho realidad. Le hace sentir una excitación difícil de disimular. Maira habla con su hermano y Fito, por la dis-tancia que los separa, no los puede escuchar. Se imagina qué podría hacer con ella si pudiera verla desnuda. Y lo extraño que sería si eso sucediera. Se sube a la moto y la espera. Maira vuelve:

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para revisar lo que estuvieron viendo con la otra profesora, pretende demostrar que sabe cuál es el siguiente paso.

Como perros en celo todos los ojos están puestos en él.Suena el timbre de salida. Todos corren como si en

eso se les fuera la vida. Sebastián es el último en salir del salón. ¿Por qué estoy tan cansado?, se pregunta. La única actividad que se le ocurrió para los últimos veinte minutos fue escribir una pequeña biografía. Salvo dos personas, nadie más la hizo.

Recuerda muy pocos nombres de los que escuchó: Maira, Natalia, Federico, Mariela. Y le preocupan los alumnos desfasados. Que en un mismo curso haya gente de quince junto a chicos de once y doce le suena a bi-dón de nafta y encendedores: quilombo cerca. Piensa en cómo llevar adelante una clase que les interese a todos. Presiente que no fue muy bueno lo que ocurrió dentro del curso. Se sintió perdido y con problemas para resol-ver. Sobre todo en el trato con los chicos.

Encuentra a la mujer que lo llevó hasta el salón: Da-niela, la preceptora. Él intenta darle la designación que debió presentar antes:

—Eso mejor lo arreglamos el jueves— dice Daniela, está apurada por irse. Sebastián sabe que ya no queda nada más por hacer más que volver a su casa.

Natalia camina agarrada del brazo de Maira. Le cuenta lo sucedido esa mañana y Maira se preocupa porque quiere joda en el cumpleaños de su mejor amiga y se lamenta:

—¡Qué garrón!—Sí, se re calentó por lo de las materias.—¿No le habías dicho nada vos?—Y no, tarada. Por eso se puso re loca.—Pero tenés que hacer algo en tu cumpleaños, lo

tenemos que festejar.

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uno me diga su nombre, edad y la nota del primer y segundo trimestre. Y les pido que mientras alguien habla los demás escuchen. Así vamos trabajando un poco la oralidad y… Eso.

Le parece que pierde el hilo de lo que explica y espera que no se note.

Los chicos dicen sus nombres y edades de mala gana. Hay muchos repetidores y a nadie le gusta la materia. Se lo dicen porque él los alienta. Él quiere que se expresen con sinceridad y eso le sirve para armar las clases, pero ellos ven una posibilidad de venganza, de revancha. Cada vez que alguien dice todos ríen, son un vol-cán haciendo erupción. Es como si fuera un momento largamente deseado.

Mira el salón mientras camina entre las sillas y las mesas para estar cerca de los que hablan. Las paredes están sucias y escritas con puteadas de diversos trazos y colores, igual que las mesas. También ve dibujados por todos lados miembros masculinos, de todas las formas y tamaños.

, piensa Sebastián. Y se acuerda que de chico tenía un cuaderno Gloria en el que solo dibujaba penes. Hojas y hojas en los que se esmeraba para hacerlos perfectos, reales. Después vino la fascinación con los pechos y las colas de mujeres que copiaba una y otra vez de la revista , que su madre compraba cada semana. Una vez que las copiaba se masturbaba mi-rando la foto y le gustaba acabar sobre el dibujo para no arruinar la revista.

De las dos ventanas que hay, solo una tiene vidrio. Con los últimos coletazos del invierno todavía haciéndo-se sentir, Sebastián piensa

. Luego ve la estufa. No anda desde hace diez días, le cuentan.

Le toca hablar a Maira:

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—Mi nombre ya te lo dije— a Sebastián le sorprende el tuteo—,y no me cabe la materia.

—¿No te gusta?—Sí, no me cabe nada.—¿Cómo te fue en los trimestres anteriores?—Para atrás. No aprobé ninguno.—¿Cuántos años tenés?—Quince— le dice. Sebastián se había dado cuenta,

por el físico, que era más grande que sus compañeras.La última es una niña que se sienta sola. Cuando

está por hablar la compañera de Maira grita:—¡Esa no es de acá!—¿Cómo era tu nombre?— pregunta Sebastián.—Natalia.—Escuchame Natalia, vos ya hablaste, ¿la podés dejar

a ella ahora?— le pregunta y Natalia no contesta, ni si-quiera lo mira, le dice algo a Maira.

Mariela es delicada, diferente a sus compañeras:—Me llamo Mariela, tengo doce años y me gusta la

materia.—¡Mirala a esta...! ¡Qué te hacés, cheta!— salta de

nuevo Natalia.—¿Qué te pasa, nena?— pregunta Sebastián.—Si está mintiendo.—¿Por qué decís eso?—Si se re hace… es re chupamedias y tiene un ham-

bre— responde y se muerde el labio inferior como si al-canzara con eso para demostrar la falsedad de Mariela. Mariela mira al frente como si hablaran de otra persona.

Para bajar la temperatura Sebastián dice:—¿Alguno quiere preguntarme algo? La primera pregunta se la hace una chica:—¿Tiene novia?— lo sorprenden. Escuchar la palabra

novia fue salar una herida. Hacía unas semanas que lo

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habían abandonado y le estaba costando mucho remon-tar esa situación de soltería, de la que siempre quiso esca-par. Perturbado, cree que si no demuestra temperamento no se ganará el respeto del grupo. Responde que sí.

—¿Y cómo es?— lo dicen para no darle respiro. Sebas-tián sonríe con un dejo de nostalgia y tristeza. Cuando la describe se da cuenta de que no es necesario decir la verdad, no importa a quién detalla. Ellos no la conocen. Entonces sus palabras modifican ciertas cosas de su ex novia que siempre le habían parecido defectos. Dice que es alta, que le gusta escuchar y tiene un gran sentido del humor. Esa alteración lo sumió en un estado de regocijo que no hubiese logrado de otra manera. Hasta se sintió contento de hablar de ella.

Después le preguntan cuestiones personales que Sebastián responde apurado porque se da cuenta de que a nadie le interesa realmente, sino que quieren retrasar el comienzo de la clase. Pide entonces que ha-gan la última pregunta.

—¿Qué música le gusta?—De todo— dice Sebastián para no ser específico y

sacarse de encima la cuestión.—Pero qué le gusta, no le puede gustar todo. ¿La

cumbia le va?—No— responde para terminar. Y ve cómo los alum-

nos se miran entre ellos y muestran una franca decep-ción. Luego, un silencio tenso, molesto, recorre el aula haciendo notar una clara división entre los chicos y él.

Sebastián mira la hora y no sabe cuándo toca el timbre de salida. Todavía quedan veinte minutos, le avisan. No sabe con qué llenar ese tiempo. No preparó ninguna actividad porque no sabía que tomaría un curso. Piensa hacerlos es-cribir algo. , se pregunta. Abre el libro de temas

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fácil de superar. ¿Cuánto tiempo es necesario para sacarla de su cabeza, de su cuerpo? ¿Lo va a lograr en algún mo-mento? No es la primera vez que se hace esas preguntas.

Lucía dejó a Sebastián cuando le descubrió un men-saje en el celular que decía: me encantó lo de ayer. Él no lo pudo explicar, y harto de discutir y contradecirse reconoció haberla engañado con una vecina del barrio. Cuando Lucía escuchó el nombre de Erna le preguntó sorprendida:

—¿Con esa puta de mierda me cagaste?Era cierto que Erna era una mujer conocida en el

barrio por ir a la cama sin discriminar a nadie y a Sebas-tián no le gustaba mucho, ni siquiera le parecía linda. Pero se le presentó la oportunidad y no la quiso desa-provechar. Cómo lamentaba haber arruinado su pareja por algo tan insignificante.

Abre su portafolios y saca unos cd´s que compró a cuatro pesos, cada uno, en la estación de Burzaco, en esos puestos que venden discos y películas truchas. Lo hizo por ese 7º grado del Barrio Maribel que lo tenía de capa caída, con el ánimo a ras de suelo cada vez que salía de esa escuela. Luego de dos clases desastrosas pen-saba acercarse de alguna manera a sus alumnos. Quería que esas cuatro horas por semana que los veía no fueran una zona de guerra donde todos trataban de ganar poder. Realmente estaba empezando a tenerles bronca. Enton-ces, viendo los gustos musicales que los chicos mostraban en sus carpetas y carátulas, consiguió esos nombres que se repetían dentro del curso. Mira las imágenes frontales de los discos. Apenas una foto descuidada y el nombre del solista o el grupo. Ese arte de tapa le pareció estar completamente descuidado y hecho sin ningún criterio. Como si no importara. A Sebastián le causó gracia ver-las, acostumbrado a los discos de rock que cada tanto se

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una mujer muy ocupada. Mirá, justo es Profe de Len-gua, como vos.

—Te quería pedir la Planificación— dice Sebastián y la preceptora se queda mirándolo— Esa planilla donde están los temas para todo el año.

—Ah, sí, qué estúpida, sí, no la tenemos, la Profe no la dejó, me parece que en algún lugar está la del año pa-sado, pero tendría que buscarla.

Sebastián le dice que no se moleste. Ya tiene preparada una clase.

Mientras espera para entrar al curso mira lo que hay en las paredes. La preceptora se concentra en completar los listados de asistencia y se abstrae con eso. Sebastián pregunta, para llenar el aire con algo más que esa música melódica, qué canta la preceptora:

—¿No sabés qué le paso a la titular?—Sí, Torres se pidió licencia psiquiátrica, como la ma-

yoría de los profes. ¿Por cuánto tiempo es tu suplencia?—Dos semanas.—Seguro que seguís. Estas licencias son para rato.Se abre la puerta del salón y salen varias chicas.

Cuando lo ven apuran el paso y le dicen:—La Profe nos dejó ir al baño— la de Biología sale

enojada y le dice:—Suerte.Sebastián agradece y entra. Intenta que los chicos

que quieren salir se queden dentro del salón. Logra que todos se sienten mientras llegan las alumnas que esta-ban en el baño.

Como no quería seguir levantando la voz empieza directamente con la clase. Saca de su portafolio una foto grande de Borges. La pega con cinta en el pizarrón para usarla de disparador: una estrategia del Profesorado. La idea es comenzar con algo que la curiosidad de

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los alumnos y que ese incentivo sirva para meterse en el Tema del Día. El Tema es el relato mitológico y “La casa de Asterión”.

—Chicos, ¿saben quién es este señor?— pregunta Sebastián. Un silencio recorre las bocas de todos. Se-bastián ya lo había previsto. El desafío, él lo veía así, iba ser generarles cierta curiosidad. Todavía cree en la teoría del Profesorado como si fuera una fortaleza que lo va a cuidar de cualquier problema. Y se acuerda que la profesora de Práctica docente IV le había augurado en una tarjeta de regalo una brillante carrera “si lograba transmitir ese amor por al literatura y el lenguaje que profesaba en esas clases”. Era por las clases de la prácti-ca que le salieron inspiradas gracias a los alumnos que participaron. Fueron palabras que calaron hondo en su sensibilidad y le hicieron pensar que tenía que estar a la altura de esos augurios.

—¿Saben o no?— Repregunta con una sonrisa bus-cando una mirada, aunque fuera una expresión cómpli-ce que demuestre alguna retribución. El rostro gélido de los alumnos lo inquieta. No les quiere dar la res-puesta, sino que ellos la descubran, que la construyan. Intenta por otro lado:

—A ver, ¿qué escritores argentinos conocen? Cual-quiera… ¿Algún nombre que recuerden? ¿Eh?— Camina entre los bancos y no ve en ninguno el más remoto inte-rés por responder. Escucha un murmullo a sus espaldas y se da vuelta esperanzado, sonriente:

—¿Lo conocés, Natalia?— pregunta.—¿A quién?—¿De quién estamos hablando?, al de la foto.Natalia mueve la cabeza para un lado y para el otro,

negando. Maira se ríe de su compañera. Sebastián va al pizarrón para contar quién es el de la foto. Mientras

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borde intacto. Tira ese trozo para encestarlo en la caja pero cae al piso. No tiene intención de levantarlo así que lo deja ahí y se olvida. Desde que vive solo no le de-dica ningún momento a la limpieza del hogar. Tampoco es algo que le preocupe. Ya no tiene a nadie que le pida orden ni que sea cuidadoso con lo que come, así que se siente en temporada de resarcimiento. Ahora vivo solo, piensa con cierto dramatismo puesto en la idea de la soledad. , se repite con la clara intención de asimilarlo.

Por el lugar se ven sus pocos platos sucios, amonto-nados en la pileta, la ropa, tanto la limpia como la que está lista para lavar, en el piso en una esquina, la mesa desbordada de fotocopias, libros, hojas para corregir de un curso cesado, saquitos de té usados, un pote de azú-car, una bolsa con panes duros, dos tazas y dos o tres cucharitas. Ese cúmulo de objetos disímiles fue agran-dándose en el transcurso del mes que lleva viviendo allí hasta llegar a ese extremo imposible de acrecentar.

Saca una cerveza de la heladera. La destapa con un encendedor y besa el pico. La casa que alquila le pare-ce pequeña, la compara con la anterior, en la que vivía con su pareja. Es una actividad inconsciente la que lle-va adelante Sebastián cada noche al recordar a Lucía y contrastar su estado actual con el que atravesaba cuando estaban juntos. Vivimos en pecado, bromeaba él en las reuniones cuando le preguntaban por su relación. Eso ya no lo digo, cavila pesaroso. Y recuerda que a los alumnos de 7º les había dicho que todavía estaba en pareja. ¿Por qué dijo eso? ¿A qué se debía esa mentira? Si bien no la describía a Lucía exactamente, era en quien pensaba, ella era el modelo que utilizaba para empezar a construir a su compañera imaginaria. Se dio cuenta, con tristeza y resignación, de que todavía la distancia con Lucía no era

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él debido a ser el menor en edad y estatura, decidió leerla en último lugar, cuando ya todos se hubiesen cansado de gastarla y manosearla. Se mantuvo en esa postura desde ese instante y aprendió a dominar la ansiedad de saber cómo andaba su hermano mayor.

Las cartas eran de una claridad y simpleza que nin-guno que la leyera podía equivocar su sentido, tomar un camino erróneo o desviarse de las intenciones de lo que había querido transmitir Hernán. De todas maneras, Maira y Federico encontraban cosas diferentes en ese tra-yecto desde el “Chicos” inicial hasta llegar al punto final. En ese recorrido a Maira la movilizaban las partes de las necesidades más urgentes de Hernán: tarjetas de teléfo-no, los productos para higienizarse, cigarrillos y condi-mentos para las comidas. Ella le va a conseguir todo y se lo va mandar. Y para Federico, el día a día de la prisión, la cotidianeidad que se relataba, le producía un sismo de proporciones considerables. Lo dejaba pensando y de a ratos le daban ganas de lagrimear cuando releía esos consejos que le daba para que estudie, que no hiciera “gi-ladas” y que siempre le haga caso a Maira; ella estaba para cuidarlo. Esa también era una razón importante para leer la carta solo y cuando todos ya estaban en la suya.

Llegan a la reja de entrada del edificio. Federico abre la puerta y le pregunta a Maira si ya le toca. , responde Maira, . Federico nota que ella se queda del otro lado de la reja. Entonces la saluda con la mano y entra al monoblock sin preguntar nada porque sabe que Maira se va a recorrer las calles del barrio sin rumbo fijo.

*

En la mesa está la caja de pizza. Sebastián le da el último mordisco a una porción de muzzarela dejando el

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habla del escritor, la foto se despega y siente que seguir con ese desperfecto a sus espaldas es un barbaridad. La pega devuelta y continúa.

Borges no le importa a nadie. Luego pide silencio y levanta la voz para que todos atiendan. Lamenta haberse tomado tanto tiempo en preparar esa parte de la clase. Qué al pedo fue todo. ¿Para qué carajo me tomé tanto tiempo con este tipo?, se pregunta Sebastián.

Reparte fotocopias de “La casa de Asterión”. El tim-bre del recreo lo deja con la palabra en la boca. Todos salen sin preguntar nada.

Abre la puerta de la Dirección y se encuentra con dos hombres. Uno joven, pelo negro, alto y muy delgado, y el otro mayor, estatura mediana, pelo castaño claro, barba candado y anteojos. Están hablando, lo ven a Sebastián y le preguntan qué necesita. Sebastián, con la timidez de quien irrumpe en casa ajena, cuenta que es Profesor. En-tonces le indican que pase. El de pelo negro le extiende la mano y se presenta:

—Inglés.El de pelo castaño claro también le acerca la mano

y le dice:—Matemática.Para no desviarse de los modales que muestran sus

colegas, responde:—Lengua.La conversación entre los profesores sigue su curso.

La charla es sobre el auto que se había comprado In-glés. Sebastián no entiende nada del tema “autos” así que solo los escucha distraídamente. Sentado, apoya la cabeza contra la pared, se relaja y piensa en la hora que tiene por delante.

—Ey, Lengua. ¿Qué pensás vos?— le preguntan. Inglés y Matemática lo miran atentos esperando la

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respuesta, asumiendo que Sebastián sigue toda la discusión. Se incorpora en la silla:

—¿Sobre qué?— pregunta confuso. Los profesores se miran.—Pará, vos de quién sos fana, ¿de Ford o Chevro-

let?— lo encara Matemática seguro de que el mundo se divide en dos.

—No, yo la verdad que de eso, cero…— los dos sonríen seguros de haber comprobado algo.

—Te dije que los de Lengua son todos así— le dice Matemática a Inglés y se ríen victoriosos.

Los alumnos disfrutan del recreo como quien se en-trega a unas dulces vacaciones. Daniela, anteojos negros, los observa a todos. Cada tanto pega un grito para que algunos alumnos dejen de correr. , dice para sí, y se pregunta por qué siempre hay que estar repitiéndoles mil veces las cosas y que si le llegara a pasar algo a alguno ella tendría un gran problema.

Natalia, Federico y Maira, sentados en el piso, co-men algo. Federico y Natalia palitos salados, Maira gira-sol: se los pone de a uno en la boca, les rompe la cora-za, la escupe y se come lo de adentro. Natalia se queda mirando lo que sucede en un extremo del patio: Pera hablando con Mariela. Solo eso. No sabe que Mariela se lo quiere sacar de encima y no encuentra la manera de hacerlo, por eso no abre la boca, no lo escucha, mira para otro lado y piensa que el pibe tiene muy mal aliento.

Se apoya en su mesa y arranca la segunda hora de su clase:—El cuento de la fotocopia es de un libro llamado El

Aleph— cuenta Sebastián— ¿Alguno quiere leer?Los alumnos se miran entre ellos y sonríen. Maira

aclara las cosas:—La vieja no nos hacía leer en voz alta.—¿Te referís a la anterior profesora?—Sí, esa.

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Así que ahí está caminando junto a su hermana con esa expresión adusta, infumable. Maira ya sabe por cos-tumbre cuál es la razón del malestar de esa personita a la cual le lleva una cabeza y parece una pequeña bom-ba de nervios a punto de detonar. Le causa gracia ese exceso de furia contenida por algo que considera tan insignificante pero no dice nada, casi puede llegar a en-tenderlo si hace un esfuerzo.

La noche cubre cada uno de los monoblocks de Don Orione, la noche lo envuelve todo como si nunca fuera a irse.

Maira le pregunta a Federico con cautela, para no darle la noticia intempestivamente, si sabe que llegó car-ta de Batán. Si, ya sé, contesta de manera automática sin pensar en lo que acaba de escuchar. En realidad se había olvidado de eso, o lo dejó de lado para más tarde ya que iba a jugar a la pelota.

A medida que avanzan hacia su edificio las pala-bras de Maira cobran el peso que siempre tuvieron en su alma. Carta de Batán significa que Hernán, su hermano, lanza una señal desde esa suerte de dimensión descono-cida, para los extraños que la miran de afuera, en la que permanece guardado. Las manda cada tanto y las leen todos en el hogar. Se van turnando para estar al tanto de las novedades, aunque ya saben que no hay ningún acon-tecimiento nuevo en esas hojas. Noticias viejas, repetidas, que se van desplegando con una letra imprenta rígida que parece escrita con los codos, de color azul y trazo Bic. Ellos comprenden todo porque adquirieron la destreza para descifrar esos signos que parecen ser de una lengua extraña y lejana, la “letra de médico”.

Federico, cansado de pelear para poder tener en sus manos las palabras de Hernán y, sabiendo que los demás se aprovechaban un poco ya que se sienten superiores a

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supo que era el próximo que iba a conseguir. Encima era un Clásico, algo importante. ¿Cómo podía ser que toda-vía no lo había leído?

Se lo alcanzan y se queda mirando la tapa. Le llama la atención el dibujo de un hombre que llevaba puesta una especie de máscara de gas. Y la forma rectangular del objeto, apaisada. Lo abre y descubre, anonadado, que es una historieta. Se desilusiona con el libro y la persona que lo atiende, al ver su expresión, le pregunta si era eso lo que buscaba. Responde que sí, gracias y lo devuelve. Pide disculpas por la molestia y sale del local desilusiona-do. Mientras camina piensa que ya está grande para esas cosas y que los dibujitos son para los chicos.

*

Federico está enojado porque acaba de perder con el equipo que armaron con los pibes de su manzana. Ya había jugado con otra gente, durante el día, dos parti-dos que terminaron de manera desigual: uno perdido y otro ganado. Este último quería que fuera el desem-pate, algo personal e íntimo, que dejaba afuera a los que habían estado corriendo con él en la canchita. Pero eso no le importaba. Federico es infatigable cuando se trata de fútbol. Tiene la capacidad de jugar varios par-tidos y apenas si los siente en el cuerpo. Lo toma como parte de su entrenamiento diario. Las recompensas ya vendrían en algún momento. La meta, lo piensa casi como un mantra que le da la tranquilidad de saber que es algo innegable, es terminar ocupando un lugar en el plantel titular de River Plate. Atesora esa convicción sin contársela a nadie. Tiene la seguridad de que hay sueños que se mantienen a salvo y se concretan si no se los comparten con los demás.

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—Pero ahora estoy yo y a mí me gusta escucharlos leer. Es una forma de…

—A nosotros no nos cabe. Es corta la bocha.La cuestión para Maira es sencilla: nadie va a leer en

voz alta. Sebastián aprende una expresión desconocida y abre su libro en la página setenta y siete y lee para todos:

—La casa de Asterión. Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión. Apolodoro, Biblioteca III, I. Vamos a parar acá— levanta la vista y muy pocos lo siguen con la fotocopia. — ¿Alguien sabe cómo se llama ese textito que leí? Ese que está debajo y a la derecha del título.

Como nadie responde ni muestra intención de ha-cerlo, Sebastián sigue leyendo:

—Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantro-pía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias.— Y continúa hasta el final. En ese trayecto escucha bostezos, risas, murmullos y movimientos de sillas. Sebastián siente una profunda soledad y una desazón que intenta disimular dictando actividades. Como la mayoría se pierde, le exigen que las copie en el pizarrón. Mientras transcribe las consignas, los chicos hacen un bollo con las fotocopias y se las tiran entre ellos. Algunos arrojan pedacitos de papel usando la lapicera como cerbatana.

Pide que copien, las resuelvan y las entreguen al final de la clase. Camina entre los bancos, ve que muy pocos trabajan. Muchos se quejan porque no tienen hojas o lapiceras. Les pide que trabajen, va con nota. A nadie parece importarle. Piensa que debe encontrar un premio que les interese conseguir, porque la nota no representa ningún incentivo.

Entran al salón sin golpear. Es Salve con una ban-deja repleta de facturas y le hace señas al profesor para servirlas. Sebastián no responde nada por la indignación

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que lo acosa al ver la impertinencia del portero para inte-rrumpir una clase y meterse sin permiso. Se siente atrope-llado, y la primera impresión que tenía de Salve se borra por completo. De todas maneras no le dice nada porque piensa que todavía debe aprender cómo son los manejos internos de la escuela. Sabe que es nuevo y hay cosas que debe aguantar.

Salve pregunta con un cabezazo a cada alumno si quiere y la mayoría no acepta. Por eso algunos agarran más de una. Cuando Salve termina su tarea, abandona el aula. Sebastián le pregunta a quienes no quisieron su factura por qué la rechazaron. Todos contestan parecido:

—Es re dura y tiene un gusto de mierda.—Es incomible eso— dice Maira. Un chico le acerca

una factura a Sebastián para que pruebe. Ya había desa-yunado, así que deja pasar la oportunidad. Parecía una disculpa dicha para quedar bien con ellos, sin embargo, era cierto. Le insisten tanto que al final le da un mordis-co, pero el sabor es asqueroso y la termina escupiendo en el tacho de basura. Se ríen de él y escucha:

—Le dijimos: es una cagada.Sebastián se sienta, los mira, piensa si reprender al

chico por la mala palabra y se pregunta por qué son tan malditos estos guachos.

Observa en detalle a los alumnos.Sus carpetas y carátulas tienen fotos de gente que se-

guramente había escuchado al pasar en alguna fiesta o en algún parlante puesto a todo volumen cerca de su casa, como todos los fines de semana: Dalila, Leo Mattioli, Néstor en Bloque, El Polaco. Todos cantantes de cumbia que no diferencia. Nombres que además adornan las pa-redes, las mesas y las sillas.

Presta atención a que la mayoría de los varones visten equipos de gimnasia de tela de avión y zapatillas

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una gran estima por los libros desde que comenzó a escri-bir. Su psicólogo le aconsejó, como refuerzo de la terapia, que para afrontar la muerte de su esposa ponga sobre el papel sus emociones, sensaciones, que se descargue sobre una hoja en blanco llenándola de palabras que le surjan de adentro. Y le hizo caso. Cada noche sobre la cama escribe en un cuaderno anillado unas líneas o una hoja o varias. Había incursionado en la poesía, en la narrativa, en el epistolario con distinta suerte, y en un registro al que puso como título Diario de Duelo en donde consig-naba todas aquellas cosas que no encontraban una forma definida o reconocible. Podía ser una frase o un dibujito o lo que sucedió en su día o recuerdos de Carmen, su mujer. A veces hasta podían ser descripciones de alguna parte del cuerpo de ella como su rostro o sus piernas. Pero le resultaba muy doloroso deslizar la pluma sobre los renglones para referirse a eso.

Todo ese material es una forma de recuperarse, de volver a encontrar la fuerza para volver a empezar.

Lee las tapas de los libros y no sabe cuál elegir para comprar. Razona que para eso hay que saber, y conside-ra que te lo da el estudio. Algo que él considera que no posee. Tenía una estima especial por los profesores de Lengua y Literatura. Ellos sí que sabían del tema y les pedía consejo sobre qué libros debería leer cuando ter-minaba uno. Era aficionado a las novelas que contaban historias sencillas y lineales. Nada de ciencia ficción, ni ninguna de esas cosas raras, decía. Le gustaban las his-torias creíbles, que él imaginaba que ocurrían en la vida de todos los días en algún lugar reconocible. En reali-dad no, era muy exigente como lector, con entender lo que leía estaba contento.

Y cuando escuchó de boca del suplente el nombre del libro cuyo personaje principal se llamaba como él,

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nena. , piensa. No la miran más que las paredes y esas imágenes colgadas de momentos imborrables, irrepetibles. Todos sonriendo contentos. ¿La felicidad es ? Quizás tener todo a la vista, ahora que nada tiene sentido, sea un verdade-ro problema. El pasado tiene para ella un peso que por momentos parece insoportable. Cree que antes estaban mejor: cuando su esposo trabajaba en una empresa na-cional, cuando la nena iba al colegio privado, cuando tenían una empleada que limpiaba la casa y todo era tan diferente a ese entorno que consideraba mugroso. Antes, está segura y esa convicción le pone de rodillas el estado de ánimo, tenían una vida mejor.

Se dirige a su habitación y ve a su marido con la com-putadora prendida. Él ni siquiera se da vuelta. No piensa reaccionar como tantas otras veces, desaforada, histérica, nerviosa, demandante. Cierra la puerta sin decir una pa-labra. Va entonces hacia el cuarto de Mariela. Se acuesta con ella, la abraza y, como no reacciona, cree que su hija duerme. Le da un beso en la cabeza, le acaricia el brazo con el dedo índice como pasando las hojas de un pre-ciado libro al igual que cuando era bebé y le dice, para cuidar su descanso con un dulce consuelo:

, mientras su voz se desarma hasta convertirse en sollozo. Mariela sabe que no le habla a ella sino que intenta convencerse a sí misma y solo quiere que su madre la deje sola y en paz.

*Salve entra a una librería de Adrogué a la que va

siempre y pide . Mientras se lo buscan echa un vistazo a las novedades que están expuestas sobre una mesa en el centro del local. Los precios le parecen un poco excesivos pero considera que valen la pena. Tiene

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deportivas de imitación de grandes marcas. Las nenas más chicas están vestidas sin ninguna seña particular. Las más grandes con pantalones ajustadísimos y camperitas adheridas al cuerpo dejando ver una remera escotada. Y está la cuestión del maquillaje. A Sebastián le molesta ver a esas niñas queriendo actuar como grandes, el rostro pintado, coloreado, sombreado. También se da cuenta de lo desarrolladas que están para su edad, los cuerpos que tienen. Y mira distraídamente a Maira. Ella es la que lleva adelante al grupo y los maneja a su antojo.

, piensa Sebastián con cierto pudor.Cuando el timbre de salida suena y pide los trabajos,

solamente tres alumnos lo hacen: Federico, Mariela y un alumno callado del fondo llamado Esteban.

Lo ve como un pequeño avance.

*La cabeza de Chicha es un motor infernal. ¿Qué es-

tará haciendo Fito ahora?, se pregunta. Hubo un tiempo, recuerda, en el que él iba al colegio. Ella sabía que no era siempre, porque le revisaba la carpeta, pero por lo menos asistía algún que otro día de la semana. Sus notas nunca fueron muy buenas. Muchos Uno, Incompleto, Sin hacer, Rehacer. Ella tenía la certeza de que el único problema de Fito era la vagancia y esa junta del barrio, la bendita e interminable esquina que lo llevaba por el mal camino. Chicha decía que su hijo era terriblemente inteligente, que si se ponía saltaba rápido todos los obs-táculos y resolvía cualquier actividad casi sin estudiar, lo creía muy expeditivo para todo. Se pregunta cuál había sido el momento en que las cosas empezaron a cambiar. ¿Fue cuando Nando, su mejor amigo, se mudó al Oeste, a Morón, y dejaron de verse? ¿Fue cuando su padre se fue de su casa para irse a vivir a Paraguay con una vecina?

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¿Fue cuando ella quedó embarazada de su última pareja? No puede precisarlo. Por ahí fueron todas esas cosas jun-tas o ninguna de ellas.

El caso es que el año lo había comenzado más o menos bien. Era la segunda vez que repetía Séptimo y le había prometido a Chicha que ese año pasaría a Octavo. Ella le creyó y se alegró anticipadamente.

Después, empezaron a llegar las notificaciones. “Su hijo responde mal, su hijo insulta a sus compañeros, su hijo no completa la tarea, su hijo muestra mala actitud hacia el docente.” Chicha leía todo, sola, con cierta decepción lo firmaba y lo guardaba devuelta en su mo-chila. Fito siempre fue de estar en la calle para jugar al fútbol o pasar el rato con sus amigos, pero en ese tiempo a veces no volvía para dormir ni avisaba dónde iba. Chi-cha sentía que se le escapaba de las manos porque tenía que trabajar todo el día. Nunca podían sentarse y hablar. Mientras tanto los chicos se criaban solos, forjándose de valores endebles, en los lugares que transitaban, con las cosas que escuchaban por ahí dentro de su círculo pequeño y cerrado. Era un aprendizaje que estaba mar-cado por la apropiación de códigos y leyes que regían esos espacios por donde intentaban dejar huella. Y Fito empezó a internarse a fondo en zonas densas sin oponer ninguna resistencia.

Cuando Chicha tenía franco quería que estuviera con ella en la casa. Ver a su familia junta era lo único que la hacía feliz pero Fito no aparecía.

Luego empezaron a faltar las cosas. Un reloj, el anillo de casamiento, un celular. Las pocas pertenencias que Chicha pudo comprar, desaparecieron. Ella supo quién fue. Entonces decidió faltar al trabajo y quedarse en la casa hasta que apareciera. Cuando Fito llegó visiblemente desorientado, sosteniéndose de las paredes para caminar

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y con dificultades para articular cualquier palabra, Chicha agarró una olla de aluminio y le pegó sin piedad. Fito sentía los impactos pero era como si lo golpearan con una almohada. Cayó inconsciente. Lo llevó a la pieza y lo dejó en la cama.

Al otro día Chicha fue al trabajo y la echaron por haber faltado el día anterior. Le molestó un poco, no mucho porque, de limpieza por hora, en casas de familia, siempre surgía algo.

Y consiguió otro trabajo a los dos días. A la semana se enteró de que habían expulsado a Fito del colegio por entrar con una pistola. Esa noche Chicha intentó saber de dónde había sacado el arma. La discusión subió de tono y Chicha comenzó a gritar e insultar a Fito, como vio que no decía nada levantó la mano para pegarle pero la actitud de su hijo era impasible, inconmovible. No le importaba realmente lo que hiciera su madre con él. En-tonces, Chicha bajó el brazo, se sentó y se largó a llorar, mientras Fito salía de la casa sin despedirse.

Desde ese día, ella no discutió más con él. Hablaban poco, si es que se veían, cosa que ocurría contadas oca-siones, y le llegaban comentarios de vecinos del barrio de que Fito estaba robando. Chicha no se sorprendió, se imaginaba que en algo de eso andaba. Hasta que tuvo que sacarlo de la Comisaría. No sería la única vez.

*

Son casi las seis de la tarde y Mariela, acostada en su pieza, oye a su mamá abrir la puerta de la casa. Luego escucha su voz, avisa que llegó. , dice bien fuerte para todos, pero nadie le responde. Abre la heladera y saca una botella de agua. Toma directamente del pico. Recuerda las veces que le dijo a Mariela que no lo hi-ciera y a su marido que eso era un mal ejemplo para la

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Maira se mete segura al baño de hombres y cierra la puerta. Un alumno de noveno está apoyado contra la pared. Le acerca un billete y ella se lo guarda en el bolsillo de atrás del pantalón.

—Dale— lo apura. El pibe se desabrocha el pantalón, se baja el calzoncillo y Maira se arrodilla.

A los pocos minutos, ella sale del baño y encuentra a su hermano que le dice que el profesor lo mandó a bus-carla. Ella no le responde nada y juntos entran al aula.

—Ahora que llegaron los chicos podemos pasar a la segunda consigna— dice Sebastián. Y lee en el pizarrón lo que acaba de escribir:— Dos: Explicar: A-¿Por qué elegiste esa canción? B- ¿Qué cuenta? El punto A está más que claro. El B hace referencia a lo que nos dice la canción, si es una historia, o expresa sentimientos o deseos. ¿Se entiende?— Nadie responde nada —Entonces a trabajar.

Suena el timbre del recreo y todos salen disparando al patio. Nadie le pregunta nada a Sebastián, que piensa, debido al tiempo que estuvo en el baño, si Maira se sen-tirá bien.

Matemática lo encara ni bien entra, mientras Inglés hace silencio y escucha atento:

—Contame, Lengua, ¿a vos te caben más los culos o las tetas?

—¿Qué?—Claro, qué te gusta más: una mina con un buen

orto o unas buenas gomas. ¿Qué preferís?—…—¡Te dije!— le dice Inglés a Matemática mientras lo

codea y se ríen a dúo.

*

El Pera anota en su celular el número que le dicta Mariela. Ella le da cualquiera menos el suyo, y el Pera ya

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compraba. Puso el primero de la pila, algo llamado Da-mas gratis que mostraba a un joven de pelo largo. Duda de si es un grupo o un solista. No se detiene mucho a aclararlo. Escucha dos temas y lo saca porque le parece malo y solo habla de estar re loco, falopearse y tragar leche usando lenguaje llano o metáforas que no llegan a ser tales porque son tan directas que no hay posibilidad de confusión sobre el elemento que no se nombra. Él considera que una metáfora es otra cosa, algo rebuscado que no se pueda explicar de una: Ñamfrifrufilalifru, por ejemplo. Eso sí que le parece una gran muestra de signi-ficados ocultos.

El siguiente disco es de Néstor en Bloque. Se pre-gunta qué significa ese elemento que acompaña el nom-bre. Lo observa. Es un jovencito con el pelo bien corto teñido de rubio. Comprende por qué dentro del colegio varios chicos ostentan ese look. Lo pone. Nuevamente deja correr dos temas y lo saca. Esta vez las letras son de engaños amorosos, las considera banales e idiotas, pero esa música, por su simpleza y su reiteración, como si el cantante usara la misma pista una y otra vez, sencilla-mente le desagrada. El siguiente es de Leo Mattioli. Lo deja de lado, , se dice. El último es de una dama con un solo nombre: Dalila. Pone la mi-rada en su foto y descubre una mujer de una belleza su-burbana, callejera, cercana, reconocible en cualquiera de esos barrios sin asfalto y con casas que se mantienen a duras penas, esos barrios en los que trabaja Sebastián. Lo coloca en el reproductor con cierta preferencia por ser una mujer y se dispone a escuchar.

El tema de las canciones de Dalila, analiza Sebas-tián, es el sufrimiento por amor. En todas sus formas: por infidelidad, por pérdida, por distancia, por cerca-nía, por tener pareja, por estar solo. Los temas van pa-

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sando y se siente a gusto mientras los minutos pasan, no le disgusta para nada; es más, casi se diría que lo disfru-ta. Y si bien las letras se empecinan en muchos lugares comunes, Sebastián se entrega a la voz melodramática de Dalila. Presta atención al sentimiento, la garra, la pasión con la que ella canta y así eleva el poco vuelo de las letras. Cuando termina el disco sonríe por el buen rato que pasó escuchándola. Y porque encuentra lo que va a trabajar en la próxima clase.

*Un plato hondo humeante en la mano de Danie-

la. Revuelve la sopa y sopla con suavidad. Está sentada en la cama de su marido y se dispone a darle la cena. Ella piensa que le gustaría estar en otra parte, no tener que ver el cuerpo macilento de su esposo. No ser cada noche la espectadora de esa lenta y silenciosa desinte-gración. Quisiera aunque sea acostumbrarse, que no le duela tanto, pero no es así, las cosas ocurrieron de una manera tan rápida que no pudo preparase para enfren-tar al cáncer que devora a su esposo. Unos meses atrás, ese hombre que se esfuerza denodadamente por sorber ese primer bocado, era otra persona. Ahora no es ni la sombra de lo que alguna vez fue.

Deja el plato sobre la mesa de luz. Agarra un repasa-dor y le limpia la sopa que se le escapa por la comisura del labio. Ella le sonríe con una mueca ensayada, falsa, para nada sentida, mientras él la observa inmutable. Cree que debe mostrarse fuerte ante la fragilidad de su marido y para eso recurre a esos mohines alegres que son reflejos de una máscara que se coloca ni bien se encuentra con él.

Tan orgulloso que era, piensa, tan duro que parecía. Él Nunca le expresó cariño, afecto corporal, y eso que ella se lo pedía mientras le besaba toda la cara, jugando

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—Bueno— se para al frente del grupo después de quince minutos —creo que ya terminaron todos, ¿no?

La vocecitas se alzan pidiendo más tiempo. Algunos ni terminaron de copiar lo del pizarrón.

—Pasa que estábamos eligiendo— explica Natalia —y es difícil por que me re gustan una bocha de temas.

—Bueno— aprueba Sebastián— en un rato pasamos a la segunda consigna.

Se sienta y repara en el libro de temas. Nunca lo había abierto. Ahora busca dónde llenarlo. Encuentra las páginas de Prácticas del Lenguaje. Un pequeño res-quemor comienza a molestarlo. Le cuesta llenar estas cosas: papelerío, le dice. Pone la fecha.

, piensa. Coloca, luego de conside-rar varias opciones y el momento del año, un “tres” en números romanos como para sacarse de encima el pro-blema. Después se encuentra con las columnas de Tipo de Clase, Tema y Actividades. Al final estampa su firma. Es lo único que hace mientras hojea cómo lo completa-ron los demás profesores.

Maira recibe un mensaje de texto que le interrumpe la canción. Instintivamente mira hacia el profesor pero inmediatamente cae en la cuenta de que todos tienen sus aparatos prendidos, no comete ninguna falta. Por una vez es inocente. Se relaja y lo lee. Alguien la espera en el baño.

—Correte— le dice a Natalia para poder pasar. Se acer-ca al profesor y le pide permiso para ir al baño. Sebastián levanta la cabeza— Es cosa de mujeres, profe. Usted en-tiende, ¿no?

—Está bien, andá— larga distraído Sebastián, que cie-rra rápido el libro de temas para terminar de una buena vez con ese trámite.

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en objetos cortantes? No sabe bien qué responder. Se manda nomás:

—Sí, sí— dice restándole importancia.— También pue-den hacerlo de a dos si quieren.

Todos miran al frente y copian la consigna del piza-rrón. Sebastián, sorprendido, intenta ocultar la alegría. Camina entre los bancos con las manos en los bolsillos viendo como si fuera cosa de todos los días cómo el gru-po responde bien. Y piensa que tal vez esa es una bue-na punta para el futuro: laburar con lo que ellos traen, con lo que les gusta, partir desde ellos. Quiere creer que es así, y no logra convencerse. Intuye que cada clase es única, que cada curso es un mundo nuevo que se puede aprender a decodificar.

, piensa intentando abarcar todo un sistema,

.De pronto ve que Maira saca un celular.—¿Qué estás haciendo?— pregunta Sebastián y se acerca.—Voy a elegir una canción del celu porque no me la acuer-

do toda— dice ella muy tranquila colocándose los audífonos.—¿Qué, se puede usar el celular?— pregunta alguien

atrás de él. Se da vuelta. Todo está saliendo bien y no quiere tirar por la borda la gracia de verlos trabajar con ganas. Asiente con la cabeza:

—Claro que sí— dice y ve cómo la mayoría saca su aparato y selecciona un tema para copiarlo entero.

Los pibes escuchan un poco y paran. Escriben ese pe-dazo de canción y luego escuchan un poco más y reiteran la operación. Los deja unos minutos para que puedan trabajar tranquilos. De todas formas, se da cuenta de que algunos solo se dedican a escuchar música. No se preocupa por ellos. Aunque considera decirles algo, mostrar autoridad.

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con ese gruñón empedernido, terco en su seriedad. Com-portate, le decía él demasiadas veces con esa coraza de la que nunca pudo despegarse. Ahora apenas podía respi-rar, en eso se le iba toda la fuerza. Y ella ya no necesita que le digan nada. Solo espera que todo termine de una buena vez.

Vuelve a sostener el plato. Le da el segundo bocado. Le acerca la cuchara y suena el celular. Ella estaba pen-sando en tantas cosas que fue una sacudida violenta. La sopa caliente de la cuchara termina cayendo en el cuerpo de su marido, que muestra con pequeños desgarros agu-dos que algo le quema. Daniela se desespera por el celu-lar, sabe quien la llama, y por esa piel. Mientas alcanza el teléfono y confirma quién es a las once de la noche, el plato lleno de sopa cae. Mira todo eso líquido espeso cubriendo lentamente el piso, expandiéndose como una mancha de petróleo en el océano. El celular suena con insistencia. Sin detenerse mucho en eso, limpia con el repasador a su marido, que parece calmarse, y la mira con desprecio. Daniela atiende el teléfono y sale de la habitación para hablar con la Directora del colegio que desea informarse sobre el profesor suplente de Lengua: Sebastián Ledesma.

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III

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—Pero… yo estoy bien— asegura Sebastián —nada más tenía los auriculares puestos y no pude escuchar nada— intenta explicar un poco nervioso. Sonríe para congra-ciarse, pidiendo disculpas. Las maestras y Salve se miran decepcionados y se van murmurando entre ellos.

Sebastián enfila para el curso ya que es hora de en-trar al aula.

Cuando llega, la puerta está abierta y no hay ningún profesor adentro. Se escuchan gritos. Entra confiado.

—Buenos días, chicos— dice y recibe pocas respuestas. Los que están parados caminan a sus asientos— A ver si nos entendemos... Usted, sientesé.— Levanta el tono de voz —Parece que hay algunos maleducados entre noso-tros. ¡Dije buenos días, chicos!—

Esta vez responde la mayoría, algunos casi gritando:—Eso está mejor.La primera actividad es sencilla. La copia en el piza-

rrón; transcribir en la carpeta una canción que les guste. No se lo creen.

—¿Eso solo?— pregunta Federico.—Sí, por ahora sí— responde Sebastián. Los chicos

sonríen. Maira pregunta:—¿Cualquiera, cualquiera?—Sí— asiente Sebastián— la que más les guste. Y pue-

de ser de cualquier estilo: rock, salsa, reggaetón, chama-mé, cumbia, lo que quieran. Es importante que sea algo que les guste de verdad.

Maira manifiesta picardía en el rostro y consulta:—¿Y puede ser una que tenga malas palabras?—

Sebastián percibe que lo están probando a ver hasta donde pueden llegar. Se siente un perro al que le miden la cuerda para ver desde dónde lo pueden atacar. ¿Por qué tanta fascinación, se pregunta, con esas palabras que en manos torpes pueden convertirse

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Sebastián se pregunta si eso es posible, nunca había escuchado algo semejante y desconfía.

—Y no podemos tener a los chicos así, corriendo pe-ligro, ¿mirá si pasa una tragedia?

—Yo vine— dice con un tono áspero. Daniela larga una risa sincera, como si hubiese escuchado inesperada-mente algo absurdo y gracioso. Se calma y, al ver la expre-sión de Sebastián, le pregunta:

—¿En serio?—Sí— responde humillado, y con una repulsión cre-

ciente hacia ella.—Pensé que alguien te iba a avisar— dice y vuelve la

vista al registro dando por terminada la charla.Sebastián decide relajarse y piensa que lo mejor es

salir y esperar afuera. Mira la hora en su celular y todavía falta para entrar al salón.

Va al baño de profesores. Abre la primera puerta que da al lavatorio y luego la segunda en donde se encuentra el inodoro. Baja la tapa, se sienta y traba la puerta. Busca los auriculares para el celular, los conecta y se pone a escuchar

para estar en forma y conectado con lo que va a dar.Cuando sale se encuentra a dos maestras junto a

Salve, que sostiene una maza y un cortafierro. Se sor-prende al verlos.

Las maestras se llevan al unísono las manos al pecho y mueven los labios. Sebastián todavía tiene los auricula-res puestos al mango con Dalila, así que no puede enten-der lo que le dicen. Se los saca.

—¿Qué pasa?— pregunta.—Estábamos cansadas de llamar— le cuentan como

echándole la culpa de que esté en perfecto estado—, creí-mos que alguien se había desmayado o algo peor dentro del baño. Por eso Salve, un Santo— continúan— estaba por rescatarlo.

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Chicha hace la cola para sacar su boleto de tren y mira un cielo negro funcionando como dique de con-tención. Fuertes precipitaciones para toda la jornada, habían anunciado en el programa de radio que escucha todas las mañanas y ella sonrió pensando que otra vez el tipo del clima se iba a equivocar. Sin embargo, persistía en darle cierto crédito ya que salió de su casa con un pa-ragüas que le habían regalado sus patrones.

Pide boleto hasta Constitución, se lo muestra al guarda, lo pican y pasa al andén. Mira el reloj que cuelga del techo agujereado. Faltan unos minutos para las seis y media. Va llegar un poco tarde pero los patrones no son tan estrictos con el horario. Con que llegue entre las ocho y las ocho y media no va a haber problema. Le cos-tó levantarse. La noche anterior lo vio a Fito. Lo esperó hasta la medianoche, una hora extraña para ella. Cuan-do estaba por ir a acostarse apareció. Él se sorprendió de ver a su mamá sentada, todavía despierta, tomando unos amargos. Ella mostraba una fachada imperturbable pero por dentro estaba movilizada por el encuentro. Y fue un alivio que él estuviera en perfecto estado, sobrio, entero. Un poco sucio, pero nada que no pudiera solucionar-se con agua y bastante jabón. Lo primero que hizo fue darle la comida que le había guardado, unas salchichas con puré. Ninguno de los dos dijo nada. Sabía que ese plato le gustaba mucho. Fito se sentó y comió todo con voracidad. Ella lo miraba y no podía entender cómo era que todo había llegado hasta ese punto. Y en algún rin-cón de su alma la culpa la descosía, la desarmaba. Pero no quería mostrar ninguno de esos sentimientos frente a nadie, incluso evitaba los espejos. Le convidó un mate como invitándole un postre. Él tenía acidez pero aceptó al verla tan amorosa, no quería sentir que destruía ese momento, uno más. Y en ese vaivén de entrega y devolu-

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ción del mate los dos silenciaban muchas cosas que les daban vueltas por la cabeza.

El agua ya estaba fría. Chicha se levantó para ca-lentarla. Al darle la espalda vio una oportunidad. Co-menzó preguntándole si todo estaba bien. Lo tantea-ba. Fito respondió bien. Charla que fluía como un río manso. Entonces le preguntó, con un tono casual, si quería volver al colegio. Se hizo un silencio para nada incómodo, expectante. Fito no había vuelto a pensar en eso desde que lo habían echado, así que estaba descon-certado ante la idea de volver a estudiar. Chicha vio en el silencio de su hijo la oportunidad de convencerlo. Creyó que su pibe había bajado la guardia. Y empezó a hablar sobre su futuro, sobre lo brillante que era, de que el estudio era la única posibilidad que tenía de salir adelante. Finalmente le preguntó:

—¿O querés terminar como yo?— Fito ya estaba poco cansado de escucharla y, para que no siguiera con el ser-món, le dijo todo lo que ella quería escuchar. Chicha, contenta, miró el reloj y vio que ya eran cerca de las dos de la madrugada y se fue acostar con la emoción de pen-sar que a su hijo aún le quedaba algo de juicio. Le pro-metió que en su franco iría al colegio a hablar con la Directora para que lo reincorpore.

Ahora, con el tren lleno, aprieta la cartera contra su cuerpo. Mientras llega a la estación Avellaneda las prime-ras gotas comienzan a caer.

*Sebastián, ligera resaca agitándole el cuerpo, corre la

cortina de su pieza y advierte la lluvia. Una lluvia persis-tente, calma y, por la pinta que tiene, parece que seguirá todo el día. Vuelve a la cama con ganas de quedarse ahí, con calzoncillo y medias puestas, mucho tiempo más, in-

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Salve abre la puerta y lo saluda apenas con un gesto de la cara. Sebastián nota el cambio, entonces arroja un tímido y sigue camino hacia la Dirección, sin dar-le importancia. Llega temprano, la ansiedad lo empujó de su casa. Tiene la clase preparada en su portafolio y quiere ver qué ocurrirá cuando la saque y la despliegue en el curso. Esa es la incertidumbre que lo asalta des-de que imaginó esas actividades hace unos días, porque quiere que los chicos se enganchen con la propuesta, que trabajen todos o casi, quiere poder llevarse bien con ellos, quiere paz dentro del curso.

Antes de entrar a la Dirección escucha la voz de un cantante melódico, piensa en Ricky Martin, Montaner y Arjona. ¿Cuál será? La voz de Daniela se suma para for-mar un dúo lamentable. Golpea y entra.

—Pase, pase, profe— le dice Daniela que está con los Registros de Asistencia abiertos sobre la mesa y apenas lo mira.

—Hola— dice Sebastián, sonriente. Se sienta sin acercarse ni darle un beso al no ver en ella ningún mo-vimiento. Esa actitud le confirma a Sebastián que no le cae bien a Daniela. Para él, saludar con un beso es una demostración de respeto ineludible, y además le gusta darlos para tener cerca suyo la boca y el cuerpo de una mujer. Le da una sensación de intimidad ínfima pero sumamente erótica. Mucho más intensa si la mujer es exuberante como Daniela.

—El martes la escuela estaba cerrada— dice Sebastián visiblemente indignado, recordando las peripecias que tuvo que hacer para llegar, y porque Daniela ya le parecía directamente una maleducada.

—Sí, los días de lluvia no abrimos porque el salón que tie-ne goteras es donde está el medidor de luz— levanta la cabeza y lo mira—, cae mucha agua. Y se electrifican las paredes.

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IV

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definidamente. Pero sabe que en unos diez minutos debe comenzar el despegue y prepararse para ir a trabajar. El primer curso que tiene, ya pudo tomar un colegio más, es ese séptimo del Barrio Maribel. Pese a todo se pregunta,

Y también:

Sebastián busca una respuesta en la situación económica: Igual, por más pobres que sean yo no tengo la culpa, no puedo ser tan hijo de puta. Por ahí hoy, qué sé yo, que sea lo que Dios quiera.

Se levanta incentivado, pero todavía le inquieta el clima. En días como estos, especula, no van todos los alumnos. Mientras se pone una remera se acuerda de que su mamá no lo dejaba faltar al colegio. Cree que re-sabios de esa disciplina, que detestaba en su momento, persisten en él.

Debería tener un plan B por si son pocos, se dice mientras recorre con la mirada un bulto de papeles que tiene cerca de la cama. , se pregunta sin esperanzas mientras se abrocha el pantalón. Esos papeles amontonados concentran fotocopias y trabajos del pro-fesorado. También hay textos que fue juntando porque le decían que en algún momento le serviría. Actividades sencillas, juegos didácticos para salir al paso. Ahí está su plan B, pero sería una tarea difícil encontrar esas copias, habría que revisar una por una y no tiene tiempo para eso. Mira el celular. Tiene los minutos justos para desayu-nar algo sencillo y salir si quiere llegar a horario.

, se dice con una confianza impostada y necesaria.Cuando sale a la calle llueve más fuerte y lamenta

conservar un viejo prejuicio: usar paraguas es de putos. Las dos cuadras de barro que separan su casa de la parada

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del colectivo son un campo minado cargado de peligros. Un paso en falso y puede terminar sepultado en el barro. Pero le ocurre siempre que llueve, así que esto forma parte de una rutina insalvable. Apura el paso y, decidido, salta los pozos con la destreza habitual, de quien conoce el terreno. Cuando llega a la parada tiene la ropa pegada al cuerpo y solo los zapatos muestran las consecuencias de vivir cercado por calles de tierra.

Se sube al 266 en la estación de Burzaco y el chofer le avisa que va ir hasta donde pueda.

, pregunta Sebastián sorprendido.—Pasa que Maribel se inunda todo, siempre que caen

un par de gotas no podemos hacer todo el recorrido. Le damos hasta donde dé. Yo tengo que cuidar la unidad. Es la que me da de morfar, no vos.

Sebastián se sienta y espera que lo deje lo más cerca posible del colegio. Es el único pasajero.

Hasta Monteverde todo transcurre normalmente. Pero cuando ingresan a Maribel, Sebastián puede ver un pequeño océano inundando las calles. Faltan todavía ocho cuadras para llegar al colegio.

El colectivo avanza lentamente y cuando el agua cu-bre completamente las ruedas, el chofer lo detiene. Mira a Sebastián por el espejo retrovisor avisándole que eso es todo, ahí termina el viaje. Sebastián se baja resignado y se pone el portafolio sobre la cabeza. Luego de unos segundos lo baja considerando lo inútil que es intentar cubrirse considerando que ya está empapado. Llueve más fuerte, lo nota en el cuerpo.

Al llegar a la esquina del colegio, después de siete cuadras con el agua por los tobillos, apura el paso sin problemas. Está desesperado por resguardarse. Llega a la puerta de la escuela y ve un cartel que dice: 137

, dice al terminar de leer el cartel. Se queda bajo un pequeño alero que lo cobija del temporal y piensa quedarse hasta que pare un poco. Para hacer tiempo saca un fibrón negro del porta-folio y arregla la falta ortográfica del cartel.

Desde adentro del colegio, Salve, con un mate en una mano y un termo en la otra, contempla a Sebastián. Y ve cómo habla por celular y luego de unos minutos se va.

La lluvia sigue arreciándolo todo.

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se entusiasma pensando con que va llamarla para salir o lo que pinte.

Natalia, cerca de la puerta del aula y lejos de ellos, los mira y tira una promesa pensando en voz alta:

—Esta hoy la liga.—¿Qué dijiste?— le pregunta Maira que la ve a Danie-

la acercarse.—Que hoy la Cheta la va ligar.Con los chicos y el Profesor adentro del curso, Da-

niela llama a la Directora para contarle lo que le dije-ron los alumnos cuando ella les preguntó qué les parecía como profesor Sebastián Ledesma.

La segunda hora la empieza preguntando si ya fi-nalizaron la última consigna. No la terminaron todos, pero la mitad le pide más y eso lo pone contento. Les da unos minutos.

Camina entre los bancos y se sube a una ilusión que no quiere transmitir:

, son cosas que le rondan la ca-beza. Que salgan de toda esta mierda, se dice finalmente.

Mariela es una de las que ya terminaron y como la ve apenada se aproxima:

—¿Ya terminaste?—Sí, hace rato— responde Mariela.—¿Qué canción elegiste?—Una de Kudai— le dice. Sebastián no tiene la más

remota idea de quién es. Esa distancia lo hace sentirse viejo. Solo agrega:

—Ah, mirá.—Seguro que no sabe quiénes son.—No, la verdad que no— dice y nota que es una banda

—¿Todo bien con las actividades?—Sí, igual esto ya lo hice el año pasado. Así que me

aburro viendo lo mismo— Sebastián se aleja sin decir

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nada. Cuando se da vuelta descubre que Maira lo apun-ta con el celular. Es evidente que le saca fotos. Primero sonríe, pero rápidamente reacciona con disgusto y lo ve como una falta de respeto, porque en el otro colegio en el que trabaja es una falta grave. Sin dudarlo le pide el celular. Maira se ríe y mira la pantalla de su aparato, no se da por aludida.

—¡¿Escuchaste lo que te dije?! ¡Dame tu celular, nena, no te lo voy a repetir!— el grito creó el silencio que estuvo ausente toda la clase. Maira, ya no tiene ironías en su rostro, le dice:

—Yo no te voy a dar nada— y lo mira y levanta el hom-bro explicando que el celular se queda con ella. Sebastián piensa inquieto ¿Qué carajo hago con esta pendeja?, y reac-ciona como si hubiese recibido una descarga eléctrica:

—Andá a buscar el Libro de Firmas— manda a un alumno.

—Uh, bardo— exclama contento uno del fondo, mientras golpea la mesa. Sebastián lo mira conteniendo la bronca, es una olla a presión. Después pregunta:

—¿Por qué me sacás fotos? ¿No sabés que eso es una falta de respeto?

—Yo no le saqué nada.—Entonces dame el celular que quiero ver.—Ni ahí— se ríe Maira —¿a éste qué le pasa?— dice

mirando a Natalia.Cuando llega el Libro de Firmas, Sebastián lo abre y

anota lo ocurrido. Maira se para y avisa:—Yo no firmo nada.—Sí que vas a firmar— devuelve Sebastián quien por

primera vez siente miedo. Sin embargo, sigue escribien-do y cuando termina le acerca el libro a Maira que se empecina en no firmar. Todos siguen la secuencia con placer, contentos y arriesgando posibles finales. Lo que

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desespera a Sebastián es saber que Maira está sumamen-te tranquila. A los ojos de Sebastián, Maira no para de crecer. Se le ocurre que alguno llame a la preceptora para tener ayuda.

, piensa. Y percibe que nuevamente reina un silencio dentro de esas cuatro paredes, cortándole lo que había imaginado unos segundos antes.

Daniela entra al curso y Sebastián le cuenta lo que pasó, hasta que Maira dice:

—Ya borro las fotos, para qué quiero tener en el celu alguien tan feo.

Y todos se ríen. En eso entra Salve con facturas y comienza a repartirlas. Daniela se va sin preguntar nada. Sebastián se sienta, confuso.

El resto de la clase Sebastián no abre la boca, mien-tras que algunos alumnos resuelven las consignas. Los chicos atraviesan el tiempo como si nada hubiese pasado. Sebastián, sentado, mira por la ventana el cielo claro y despejado y se pregunta qué falló esta vez. Tiene la sensa-ción de estar frente a un pelotón de fusilamiento.

Levanta su portafolio y abre una carpeta grande don-de tiene anotada esa clase que se había derrumbado es-trepitosamente sin que pudiese hacer nada al respecto. Lee cada una de las palabras escritas con empeño y de-dicación y nota que todo había quedado justamente ahí: en el papel. No pudo hacer que todo eso alcanzara una consistencia material ni meterse distraídamente en la conciencia de sus alumnos para contagiarles curiosidad y adentrarlos en un mundo diferente. Él quería enseñar la poesía que habitaba en esas canciones que les gustaba. Mostrarles de qué manera la Lengua y la Literatura eran algo rebosante de luz, de vida, en esas extrañas metáforas y esa desfachatada manera de juntar significantes y signi-ficados. Cómo se pueden construir sólidas murallas con

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el lenguaje y eran ellos los que le daban un riesgo perma-nente y desconcertante creando nuevos códigos, giros, expresiones que muchas veces servían como refugio, un lugar de pertenencia. Y todo a partir de la palabra. Luego quería mostrarles otras formas de poesía, otras maneras de expresarse. Quería abrir el juego a otras voces, meter un poco de vuelo y magia. Y saca los libros que había lle-vado: de Charles Bukowski,

de Federico García Lorca y de César Vallejo. ¿Qué hubiese ocurrido, se pregunta, si les leía algunos de esos poemas? ¿Hubiera pasado algo?

Uno de los alumnos de adelante le pregunta por los libros:

—¿Qué es eso?Sebastián los apoya sobre la mesa y desliza su mirada

por las tapas. Esos nombres significan tanto para él que piensa que ninguno de los que están en el salón les dará el valor que tienen.

—Nada, no es nada— dice y guarda los libros.A la salida del colegio, Sebastián se queda mirando

a un grupo grande de sus alumnos y de otros cursos que van gritando, cantando, haciéndose notar. Sabe que algo está por pasar. Considera la posibilidad de seguirlos. Pero se dice y se va a la parada del colectivo.

Mariela tiene enfrente a Natalia. Es la primera vez en su vida que se va a pelear. Muchas veces había batalla-do de palabra, diciendo cosas hirientes, malas palabras, esas cosas. Pero lo que está por ocurrir es de otro calibre, es irreversible. Mientras sus compañeros las rodean y les gritan, ella piensa que no tendría que haber llegado has-ta este punto. ¿Qué importaba que le dijeran “Cheta”? ¿Por qué dijo que sí, qué tenía que demostrar? ¿Frente a quién debía simular lo que no era? Desaforados, los

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Sebastián cae en la cuenta de que eso es todo.Unos minutos después, Daniela habla con la Direc-

tora y le cuenta que ya está hecho. Recibe la orden de mandar esas horas al próximo Acto Público:

—A ver si aparece un profesor como la gente— escu-cha Daniela del otro lado del celular y larga una risa fin-gida y cómplice.

—Ya va aparecer alguien, Dire— dice y la respuesta que recibe es un tono monocorde del teléfono que indica que cortaron la comunicación.

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chicos, le gritan a Natalia que la surta, que le dé. Mariela hace un paneo con la mirada y ve que hay muchos celu-lares registrando todo.

Entonces ve que Natalia se acerca a ella con una seguridad inquebrantable. El miedo le captura los refle-jos a Mariela, desearía ponerse en guardia pero no sabe cómo hacerlo. Se siente frente a un tren avanzando a toda velocidad. Paralizada percibe que Natalia le agarra el pelo sin piedad y la tira al piso. En ese momento comien-za a fallarle la percepción de todo lo que está sucediendo.

Ya en su casa, entra al baño y el espejo del botiquín le devuelve la imagen de una niña con el pelo revuelto y con pasto, con el ojo hinchado, la piel coloradísima y un pequeño tajo en el pómulo derecho.

Abre la ducha, se desnuda despacio por el dolor que la inunda en todo el cuerpo. Regula la temperatura hasta dejarla tibia, como le gusta. Y cuando se pone bajo el agua y ve la suciedad que cae a sus pies, la su-ciedad a la que se vio sometida unos minutos antes, un profundo odio hacia sus padres, que tiene la cima de lo definitivo, la hace llorar.

*Chicha se pregunta cuándo le darán franco. Ahora

que está ella sola trabajando, porque a la otra chica la despidieron por robar comida, ve complicado ese tema. Tiene tanto para limpiar que siente que de esta manera no va a resistir mucho más. Y también necesita un día libre para poder ir a hablar al colegio para ver si reciben de vuelta a Fito. Y mientras piensa esto, volviendo del supermercado con las manos llenas de bolsas, una vecina la llama al celular para avisarle que su hijo está interna-do. , interroga, incrédula por la noticia. Le dicen dónde se encuentra y corta. Entra corriendo a

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la casa con todo encima y deja la mercadería en la coci-na. Le avisa a la patrona que se tiene que ir volando y le cuenta por qué. Casi no espera respuesta y va a sacarse el delantal que usa de uniforme.

El viaje en colectivo es largo. Ella está en Belgrano y tiene que llegar hasta Lomas de Zamora, al Hospital Lu-cio Menéndez. Se pregun-ta deseando que sea una tontería, que no sea nada grave, pero sabe, sin siquiera rozar esas palabras, que nadie que-da internado por una sencillez.

, se dice nerviosa y sin la fuerza necesaria como para detener las lágrimas. Saca el rosario que siempre lleva en la cartera y lo aprieta con fuerza. Hace tanto que no reza, tanto que no va a la iglesia, , piensa.

, agrega.Traspirada desciende del segundo colectivo que se

tuvo que tomar para llegar al hospital. En Informes pre-gunta por su hijo, le preguntan el nombre y se fijan en la computadora. Le dicen dónde está y, al verla tan per-turbada, le indican cómo llegar. Chicha camina apura-da, ya se olvidó lo que le dijeron hace unos segundos, preguntando a los que se le cruzan dónde está la Sala de Internaciones. Y se lo dicen pero, de los nervios, se pier-de. Se sienta, intenta respirar, llenarse los pulmones de aire. Quiere tranquilizarse pero no puede lograrlo. Solo atina a llorar y a mirar el piso como si reconociera que está muy cerca de caer ahí. Levanta la vista hacia el cielo buscando algo pero no lo encuentra. Se suena la nariz, y frente a ella hay un cartel y una flecha que señala el lugar al que desea llegar. Una ráfaga de alegría le moja la oreja para desvanecerse rápidamente. Nada bueno pasa en es-tos lugares, recuerda.

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Mientras el 266 se mete en el Barrio Maribel, Sebas-tián saca de su portafolio la clase que preparó solo para ver que se tomó el trabajo de hacerla. Guarda esas hojas. Sigue dudando si seguir o no en esa escuela.

Se baja en la esquina del colegio y camina tranqui-lamente. No tiene apuro, mira el celular y, como ya es costumbre, llega temprano. Intenta hacer que la cuadra se extienda, que dure un poco más. Desea tomar una decisión que ya debería estar cocinada hace rato. ¡Qué maricón que soy!, rezonga, y la incertidumbre continúa sacudiéndolo.

Salve le abre la puerta y lo saluda con un sutil golpe de cabeza. Sebastián le dice y al no escuchar respues-ta piensa: . En la Dirección está Da-niela. La preceptora le dice que la profesora que estaba suplantando se va a reincorporar. Sebastián se sorprende gratamente. Pone cara de circunstancia como primera reacción, pero un alivio sincero empieza a invadirlo.

—Y bueno… ¿Qué va a ser?— replica. Daniela lo mira inexpresiva. Más bien parece esperar que Sebastián se vaya.

Antes de irse a Sebastián se le ocurre aprovechar el momento y saca la hoja de ruta, le pregunta a la precepto-ra si ella le puede firmar el cese para tomar horas en otra escuela y, de paso, no tener que volver.

—Más vale— le responde. Y pone la fecha, un sello per-sonal y encima el de la escuela.— Ya estás— apunta Daniela mientras le devuelve la hoja. Por un segundo el silencio es incómodo, entonces Sebastián se despide:

—Fue un gusto trabajar acá, ojalá pueda volver en algún otro momento.— Ni bien lo termina de decir se arrepiente por haber sonado tan entregado a un lugar en donde nadie le mostró ni un poco de amabilidad.

—Claro, por supuesto. Que le vaya bien, Profe— al-canza a decir Daniela manteniendo distancia y se sienta.

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V

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En la puerta de la habitación en la que está Fito hay un policía hablando con un médico. Chicha intenta pa-sar entre ellos pero le interrumpen el paso.

—Yo soy la madre— y lo señala, ahogada en nervios y llanto, y ve que tiene vendada la mitad de la cara.

—No puede pasar— dice el médico.—¿Pero qué le pasó? Y le explican que Fito y otro chico se metieron en

la casa de un ex policía, seguramente pensando que no había nadie. Y la persona se defendió con su arma, dispa-rándole a los dos. Fito terminó con un disparo en el ojo y el otro muchacho falleció.

—¿Se va a recuperar?— Intenta saber Chicha.—Sí. Llevará tiempo, pero estará bien. Ahora, el pa-

ciente perdió el ojo izquierdo y tiene complicada la vi-sión del derecho. Para eso hay que esperar cómo se van dando las cosas.

*

, se pregunta Sebastián, vaso lleno de cerveza en la mano y una desilusión violenta en el estómago. Se encuentra en el patio de su casa sentado en el piso, terminando la segunda cerveza y contemplando la caída del sol sin que esa imagen le produzca el menor pensamiento. Es que su cabeza todavía busca explicaciones para lo que ocurrió en el 1º A del Barrio Maribel.

—Se me fue de las manos, loco, se me fue todo a la re mierda en un momento y después no la pude remon-tar— le había contado a un colega en el recreo del otro colegio. Era una persona que ya tenía quince años de experiencia en la docencia. Sebastián se lo comentó en un acto de catársis. El otro profesor, que también era de Lengua, al escucharlo a Sebastián tan desorientado,

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se sintió superior. Se vio a sí mismo como una persona con un caudal importante de respuestas sabias y opor-tunas. A Sebastián le daba lo mismo si era ese u otro el que tenía enfrente y oía lo que le decían sin prestar atención, le molestaba que le dieran consejos. Sin em-bargo, escuchó algo que lo dejó pensando:

—La culpa no siempre la tiene el profesor.Y se lo guardó para más tarde. Ahora le daba vueltas

a esa afirmación. ¿Era realmente así? ¿De quién era la culpa, entonces?

Tenía presente que la suplencia en ese colegio era de dos semanas. Por lo tanto, la clase de hoy era la última, en teoría, por lo menos. se pregunta y luego se contesta que eso es escapar, huir. ¿Acaso unos chiquilines le habían ganado? ¿No tenía la capacidad de dominarlos? Sebastián se debate entre dos opciones: seguir o partir.

, se dice buscando polos negativos que lo arrojen hacia alguna decisión,

.No hay caso. No encuentra un placebo provisorio

como para irse a descansar tranquilo sabiendo que te-nía un camino en las manos. Le pega el último trago a la cerveza y piensa que sería bueno comprarse otra. Pero cuando intenta levantarse todo comienza a girar a su alrededor y tambalea hasta quedar firme y de pie. Le cuesta demasiado estar erguido. Por eso se dice que lo mejor será llegar, no perder la elegancia, que en este caso sería poder alcanzar su habitación y no desbarran-car en el camino.

Daniela espera el llamado de la Directora. Quiere contarle lo que le dijeron los alumnos de 1º A cuando les preguntó por el desempeño del profesor de Lengua, Sebastián Ledesma. A ninguno les gustaba cómo daba las clases.

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—Se enoja por cualquier cosa— le dijeron los chicos. No fueron más que cinco o seis niños con los que dia-logó, pero con esa información para ella era suficiente como para armar un certero perfil del profesor: inseguro, iracundo e incapaz de manejar un grupo con las particu-laridades del 1º A. Y también está deseosa de relatar con lujo de detalles el intercambio de palabras que presenció, ella lo veía sin lugar a dudas como un enfrentamiento, entre el profesor y Maira. Haber visto eso le demostró que lo que le contaron los alumnos era indudable y que ella estaba en lo cierto con su diagnóstico.

Su marido duerme, lo que le da la calma necesaria como para tomarse un té de manzanilla y entretenerse con la televisión viendo la novela de las nueve. La ve cuando puede aunque le gustaría estar más al tanto de lo que pasa ya que, se enteró, es el programa con más rating. De todas maneras, en este momento su mente está más pendiente de la charla que tendrá con la Directora.

Y suena el celular. Es la llamada esperada. Y Daniela cuenta. Y luego escucha lo que tiene que hacer la próxima vez que vaya Sebastián Ledesma al colegio.

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Maira tira agua con un balde en el inodoro para que se pierda ese malestar que acaba de lanzar. Lleva varios días con dolores de panza y vómitos. Se mira en el espejo, se moja la cara como para despejar esa imagen que pare-ce una caricatura mal hecha de sí misma. Cuando sale, Federico le pregunta si se encuentra bien. Sí, responde ella sin ninguna intención de seguir hablando y se dirige a su pieza para encerrarse. Gira dos veces la llave, pone música en su celular, se coloca los auriculares y se acuesta en posición fetal.

Se aleja de todo.Más tarde, mientras la noche comienza a descender,

le golpean la puerta y le avisan que Natalia está espe-rándola. No tiene ganas de moverse de la cama, pero ya habían arreglado y no quiere dejar plantada a una amiga que siempre está presente cuando la necesita. Se levanta y va a su encuentro.

Caminan hacia una esquina en la que estuvieron pa-rando el último fin de semana, cuando Maira todavía se sentía bien. Natalia está excitada, le cuenta del Pera, que

I

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ahora se está poniendo las pilas y se puso a buscar traba-jo, y de otro chico que le estuvo mandando mensajitos que está junto a otros pibes esperándolas para charlar, tomar algo y lo que surja. Natalia percibe que su amiga está diferente:

—¿Qué te pasa que estás tan callada?—Nada.—Decime, boluda.—No me siento bien. Me duele la panza, la cabeza. Eso.—No estarás embarazada vos, ¿no?— dice Natalia en

broma, pura sonrisa; lo de siempre. Pero al ver la expre-sión inconmovible de su amiga comprende que acaba de meter su lengua incontrolable en una zona delicada. Mai-ra de pronto se detiene:

—Mejor me vuelvo.—No, pará, voy con vos— y juntas dan media vuel-

ta. Natalia la toma del brazo. Después de unos minutos, Maira piensa en voz alta:

—Igual no estoy segura.—¿Y qué vas hacer si estás?— la pregunta, contemplar

esa posibilidad, cae con fuerza sobre Maira. Pero ella se quiere sacar de encima la duda porque estuvo pensando toda la tarde en eso:

—Mejor hablemos de otra cosa.Ninguna puede romper ese silencio que acaba de

instalarse. Ahora son dos nenas serias caminando en la oscuridad.

Hace diez minutos que el colectivo dejó la parada de la esquina del hospital, todavía falta para llegar a Don Orione, y Federico observa por la ventana a un hombre que camina apurado por la vereda, como si llegara tarde a algún lugar. Se acerca al vidrio con la intención de mirarlo bien y comprueba que sí, esa cara le resulta familiar. ¿Pero de dónde lo conoce? Ya quedó

| el autor |

Walter Lezcano nació en Goya, Corrientes, en el año 1979. Es editor y encuadernador en la editorial . Además enseña Lengua y Literatura en secundarios de Zona Sur. Publicó (Mancha de Aceite, 2010), ( Difusión Alterna, 2011) y

(Mancha de Aceite, 2011).

contacto [email protected]

en Twitter@lezcanowalter

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atrás, pero ese rostro siguió deambulando por su cabe-za como un acertijo.

Maira, sentada a su lado, tiene la vista clavada al frente. Piensa que el embarazo no es una buena noticia. Para nada.

Unos minutos antes estuvo frente a la doctora que le preguntó la edad.

—Casi tengo dieciséis— respondió ella.—Pero, nena, ¿te parece a vos esto?— dijo la Doctora.

Maira se molestó un poco, de todas maneras el tono con el que se lo dijo dejaba entrever cierta preocupación por ella, tenía algo de maternal. No respondió nada. Solo atinó a mirar el piso. —¿Cómo no te cuidaste, me querés decir? ¿No te enseñan esas cosas en el colegio, tu vieja, no sé, alguien?— movió la cabeza rezongando. Al verla sola, como indefensa, le preguntó si alguien la acompañaba.

—Sí, mi hermano está afuera— dijo Maira. La Doctora no quizo incomodarla preguntándole

nada más, la despidió y le dijo que vaya a sacar un turno para hacerle un control la semana siguiente.

—Recién vi a alguien conocido, pero no sé de dónde— comenta Federico mientras el colectivo dobla y se mete en Don Orione. Maira lo escucha pero no le responde nada. Siente un latido interminable. De todas maneras no quiere arrastrar a su hermano hacia su oscuridad y le sigue la conversación:

—Por ahí es del Barrio.—No, creo que no, porque yo los saco a todos. Este

tipo es de otro lado.—¿No será uno de los que juega a la pelota con vos?

¿No me decís que a veces vienen de otros lados para patear con ustedes?— intenta ayudarlo Maira. Federico se queda pensando y, como si un rayo lo hubiese iluminado, dice:

—Ya sé: el de Lengua.

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—¿Quién?— pregunta Maira.—El viejo ese que tuvimos el año pasado en Len-

gua, que estuvo como tres clases y después no vino más, ¿te acordás?— Maira no tiene ganas de andar evocando nada.— Tuvo bardo con vos porque le sacaste fotos con el celular— le recuerda Federico como si fuera un hit en su carrera.

Y ahí sí, las piezas encajan perfecto, vuelve del pasa-do la imagen íntegra de Sebastián Ledesma. Y en la cara se le dibuja una sonrisa.

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modo de brindis. Le da un beso largo, otro más, a la cerveza, por los dos.

Se sienta.Sobre la mesa hay un cuaderno. Lo abre y le saca el

capuchón a su lapicera y escribe:

Nunca pensé que terminaría siendo docente.

Y en esas palabras cree encontrar la forma de expre-sar que la vida le resulta desconcertante.

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Había más gente. Varias coronas, ramos de flores y el ataúd. Una mujer estaba en la cabecera acariciándole el pelo a Mauricio, lo miraba con una expresión dulce. Sebastián no podía verle bien la cara pero le pareció una distancia perfecta. Era la primera vez que estaba cerca de un muerto. Solo pensaba en eso. Quería conectar con la tristeza que mostraban las personas que rodeaban el cajón, sin embargo, no podía más que sentirse extraño ante esa situación. Unos minutos después, se fue. En la vereda, mientras pensaba las razones que lo llevaron al velorio, sintió que le tiraron el hombro.

Se dio vuelta molesto:—Disculpá, te estuve llamando desde que saliste. Vos

sos Sebastián, ¿no?— Era una mujer.—Sí.—Soy la que te llamó anteayer, la hermana de Mauri-

cio. Quería agradecerte por venir, nada más— dijo y se vol-vió. Sebastián se quedó pensando cómo sabía que era él.

*

Desde que volvió a su hogar puso de nuevo las fotos junto a su madre que estaban sepultadas todas juntas en una caja de zapatillas en el fondo del ropero. Y es eso lo que está mirando desde hace un rato. Hace dos días, mientras las colgaba, pensaba que era una vuelta al esce-nario primigenio. Y también una forma de tener presen-te que su madre falleció sin tenerlo cerca.

Le pega otro trago a la cerveza. Mira la botella y pien-sa que a la vieja no le hubiese gustado mucho eso de tomar a cualquier hora. , se pre-gunta y sabe que nunca fue a visitarla al cementerio.

Quizás es su presencia la que no me deja dormir, se dice convencido. , dice en voz alta. , aclara y levanta la botella a

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Se para frente al espejo del baño. Despega la cinta y se saca la gasa. Mira fascinado ese agujero negro que le quedó en la cara. A Fito le encanta recorrer cada día ese hueco, en su pieza, en el living, donde haya algo que le devuelva su imagen, porque esa herida es un recor-datorio de lo que es capaz de resistir una persona. Le da vértigo su nueva cara, pero se la banca. Tanto es así que un amigo del barrio, a las pocas semanas de salir del hospital, le tatuó en el hombro derecho con tinta china y en letras góticas. Ahora que no quiere salir a ningún lado, todos los pibes con los que rancheaba van a parar a su casa. Así que siempre hay una o varias personas en la cocina. Chicha no tiene problemas con eso, disfruta que su hijo esté con vida y, a pesar de todo, sano, pero puso la condición de que ninguno se quede más allá de las doce de la noche.

Su hermano menor le avisa que Pepa lo vino a ver. , le dice. Sale del baño y se pega de vuelta

la gasa porque a Pepa le da un poco de impresión verlo sin el parche. Hacía una semana que esperaba verlo,

II

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desde que habían hablado en ese mismo lugar que no podía ser que Fito estuviese guardado en su casa y con la cara hecha bolsa. , dijo Pepa,

. Ahora lo tenía cerca, estira la mano, se saludan y se sientan:

—¿Cómo va?— encara Pepa.—Piola. Me levanté hace un rato— dice Fito y bosteza.—¿Te sigue jodiendo la piel?—Ahora no. A veces me pica un poco, pero la llevo

tranqui. Mamá me trajo una crema para el sarpullido que tenía— Fito se rasca arriba el pómulo derecho —¿lo tuyo?

—Bien, todo bien. Escuchá: ya está, Fito.—¿Sí? No me digas— Fito se sintió alegre súbitamente

—¿Cuándo? Bancame. ¡Che, bajá la tele que estamos ha-blando acá!

—Anoche con Lemos nos metimos a la casa y lo baja-mos. Para que no se haga más el justiciero con nadie. Le re cabió al tipo— dice Pepa y se ríe recordando la mirada que le clavó el policía antes de pegarle los tiros.

—Bien ahí, Pepa. Ese forro mirá como me dejó la cara. No se la iba a llevar de arriba. A gente así hay que mandarla bien lejos. ¿O no?

—Eso seguro, Fito. Ahora hay jugarla de queruza y cortar la joda un buen tiempo. Por lo menos hasta que paren de preguntar. Igual vos ya te retiraste. Seguí agitán-dola con esa onda. ¿Y Chicha?

—Laburando. No te hagás drama, Pepa, olvidate. Todo va estar joya. ¿Querés tomar una birra?

—Eso no se pregunta, loco. Hace un re calor hoy, ¿vis-te? Traela que la reventamos.

—Está en la heladera.

171

que no se iba a ir nunca de ahí, que ese lugar le perte-necía, que se olvidara de todo, que siguiera adelante con su vida.

—Aparte, decime una cosita ¿dónde estuviste vos cuando tu vieja se moría en el hospital? Cuando delira-ba y decía tu nombre, ¿dónde carajo estabas? Decime, te escucho.

Esa era una pregunta que Sebastián muchas veces se había querido responder. Cuando la escuchó en boca de Mauricio cortó porque ya no podía seguir hablando. Algo fuerte, casi incontenible le daba patadas en el pe-cho. Respiró hondo y contó hasta cinco para calmarse.

Unas horas después, mientras miraba en la televisión un programa de humor que no le causaba ninguna gracia, sus ojos lagrimearon. Se secaba esas lágrimas como si le molestaran, como si fueran la evidencia de algo lamentable.

, se pregunta sabien-do que en ese tiempo su orgullo ponía una muralla in-franqueable entre él y su mamá. , se pregunta de pronto, con tristeza. En esa duda Sebastián cree percibir que su madre es una desconocida. Nunca había podido saber quién era realmente.

, dudaba escuchando el soni-do temerario de la noche.

Llegó al velatorio y dudó si entrar o no. Finalmente abrió la puerta y vio que había poca gente en ese cuarto. Un sofá grande, unas sillas vacías y tres mujeres paradas hablando en voz baja. En una mesa había un servicio de catering. Por un momento pensó que se había equi-vocado y estuvo por salir cuando una de las mujeres se le acercó y le dijo y señaló una habitación con la puerta abierta.

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confuso por haber vuelto a la casa en la que había vivido toda su vida. Cómo son las cosas, piensa Sebastián.

Su teléfono celular sonó en medio de una clase y miró el número: desconocido. No atendió. Ya de noche llamó para averiguar quién era, le dio curiosidad. Era la hermana de Mauricio, quería comunicarle su muerte y darle la dirección en dónde lo velarían.

—¿Qué le pasó?— preguntó Sebastián, francamente sorprendido.

—Un accidente. Cruzó mal la calle, con el semáforo en verde y una camioneta no lo vio.

La mujer no pudo seguir hablando. Sebastián no sabía muy bien cómo continuar.

—Gracias por avisar— dijo y dudó si decir algo más. Luego se produjo un silencio molesto.

—Yo sabía que ustedes no se llevaban bien, pero me parecía que tenía que contarle. No sé, Mauricio no era malo. Cosas de la vida.

, pensó Sebastián:—¿Me aguanta un ratito?—Sí, cómo no.—Fui a buscar algo para anotar. ¿No me repite la

dirección del velatorio?Sebastián, un tiempo antes, había iniciado un Proce-

so Legal contra Mauricio para recuperar la casa en la que había vivido con su madre. El abogado ya le había avisa-do, antes de comenzar con todo, que lo más probable era que lo perdiera. Ellos estuvieron legalmente casados, le explicaron como si tuviese cinco años. A Sebastián no le importó, igual quería intentarlo. Veía su retorno como una cuenta pendiente que deseaba saldar.

Ahora está de nuevo caminando entre esas paredes con las que creció. Recuerda las peleas telefónicas que había tenido con Mauricio. Él una vez le había dicho

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El tipo, micrófono en una mano y pañuelo en la otra, grita y transpira sobre el escenario. La vena del cuello se le hincha y brilla como un diamante. La luz le da con todo ¿Qué está diciendo tan exaltado? ¿Está invocando al Salvador o hablando de la importancia del diezmo? Eso a Mariela no le interesa. Tiene puestos los auricula-res para no escuchar nada más que . Escucha los temas a un volumen altísimo para quitarle sonido a lo que pasa en la iglesia. La mira a su mamá que tiene los ojos cerrados y murmura alguna oración apretando un rosario contra el pecho. Después levanta los brazos y dice algo que seguramente ordena el tipo del micrófono. Mira el escenario para confirmar el manejo que tiene de las personas ese pequeño hombre transpirado y vestido de traje al que todos respetan y dicen “Pastor”. Gira la cabeza para ver si los demás hacen lo mismo. Sí, es todo un espectáculo ver esa obediencia.

Mariela siente que su madre es una completa extraña. Parece haber envejecido miles de años desde que se separó y se mudaron. Y cuando empezó con los

III

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evangelistas directamente dejó de verla como alguien cercana. Empezó a usar ropa holgada, polleras hasta los tobillos y siempre una Biblia en la mano. La distancia se hizo insalvable. Le parecía ridícula esa entrega total que hizo su madre a la iglesia. Ya no podía contarle nada porque lo metía a Jesús en cualquier lado y por cualquier motivo. ¿Y por qué parecía estar tan perdida todo el tiempo? Era como si se hubiese vuelto idiota.

Todos levantan la mano ahora. Mariela también lo hace, pero como una actuación que después disfrutará con sus nuevos amigos. , dirá cuan-do los vea. Y la idea del futuro relato le da alegría, ya lo está disfrutando. Ella también cambió su forma de ves-tir, parecida a la de sus amigos. Toda de negro, zapatillas de tela y tachas.

¿Qué estarán rezando esta vez? Se pregunta fugaz-mente. Pero a ella no la toca nada de lo que ocurre, repi-te todo lo que hacen los que asisten a la iglesia.

, escucha ella. Eso sí que le llega, que le da pila. En el colegio nuevo se lleva mejor con sus com-pañeros, ya no la molestan. Y encima conoció a ,

, , , y un montón de bandas más. Pero la que más le gusta es El Otro Yo. La voz y las letras de Cristian Aldana tienen el poder de la alquimia cuando va a la iglesia, la pueden sacar de ese lugar y llevarla a uno muchísimo mejor.

Y ahora que ya está saliendo de la iglesia se quita los auriculares. Sale junto a su mamá pero se aleja cuando ve que ella se queda hablando con la gente del barrio. La observa y se pone de nuevo los auriculares para no tener que permanecer mucho más tiempo en esa realidad.

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No puede dormir. Se mueve, cambia de posición, se queda boca arriba, se abraza a la almohada, la tira, apo-ya la cabeza en el colchón. Prueba y error, sobre todo error. Hace dos noches que le viene ocurriendo lo mis-mo. En la oscuridad, Sebastián, vencido ya, tantea la mesita de luz para encontrar su celular y mirar la hora. Las tres y cinco de la madrugada. Se levanta porque el sueño no aparece y no tiene mucho sentido permanecer acostado. Da unos pasos para ir a prender la luz y se choca con una de las patas de la cama. Un dolor agudo, lacerante, lo azota hasta la cintura y lo tira al piso. Putea y se agarra la pierna con las manos como sacándose de encima un animal indomable. Cuando el sufrimiento le da tregua se para. Se mueve con más cuidado esta vez y logra encender la luz.

El camino se ilumina.Va a la cocina, abre la heladera y saca una cerveza.

La destapa con una cuchara que encuentra en la mesada, agarra la botella del cuello y le da un trago largo. La tiene como provisión para esos momentos en los que se siente

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Historia de una chica que se enamoró de un pez[ ]plaquetas de poesía

San Francisco / Córdoba[ ]plaquetas de poesía

Grunge[ ]plaquetas de poesía

Poesía para Gerentes[ ]

plaquetas de poesíaLos Pacoquis[ ]plaquetas de poesía

Córdoba – Buenos Aires – Rosario[

]juntos son dinamita

Memoria Falsa[ ]deja vú

Autogol[

]juntos son dinamita

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Rocanrol[ ]capricho

plutón canta[ ]

plaquetas de poesíaFotos Rotas[ ]capricho

Misoginia Latina[Joaquín Linne]

croquetasEl derecho de matar[Raúl Carlos Barón Biza]

deja vúLos nietos del carnicero

[Enrique Rivas]nadie cuenta nada

los títulos de Funesiananunca se agotanpedilos por mail

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de Walter Lezcanoprimera edición

se trabajó con la familia de fuentes “goudy old style”

en diversos tamaños y formas.

Los ejemplares fueron cosidos a mano y

numerados, lo que equivale a decir que éste es el ejemplar

número

Esta impresión ha sido descargada del blog de la editorial y ha sido encuadernado por:

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¿Quién creó el signo tipográfico?

Frederic William Goudy

Nació en Bloomington, en 1865.Falleció en Marlborough, en 1947.

Hoy en día es considerado uno de los tipógrafos esta-dounidenses más prolíficos ya que diseñó alrededor de 124 tipografías.

Finalizados sus estudios en la escuela Shelbyville High School en 1883, trabajó como registrador en la oficina in-mobiliaria que poseía su padre en Hyde County. En 1887 se trasladó a Minessota y dos años después a Chicago, donde comenzó a trabajar como oficinista en una librería local. Pos-teriormente ingresó en la editorial , en el de-partamento de libros raros, y tuvo la oportunidad de entrar en contacto con las mejores imprentas inglesas del momento, entre las que se encontraban , , y . A lo largo de esos años Goudy aprovechó las posibilidades que le ofrecía su profesión para aprender los secretos de la impren-ta y la tipografía.

En 1895 decidió fundar, junto al profesor de inglés C. Lauren Hooper, una imprenta propia que bautizaron con el nombre de . La nueva empresa editó una revista llamada , que tuvo una vida efímera y solo consiguió permanecer un año en circulación. En 1896, la imprenta diseñó su primer tipo de letra, el alfabeto denominado , que vendió al .

En 1903, Goudy, su esposa y Will H. Ramson se embar-caron en una nueva iniciativa empresarial y fundaron

en Illinois, pero cinco años después se produjo un in-cendio en el negocio y lo perdieron todo.

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Goudy se vio forzado a trabajar de nuevo como registra-dor y en 1916 fue profesor en la

. Finalizada la Primera Guerra Mundial, decidió reabrir

, esta vez en Forrest Hill.

En 1920 fue nombrado director de la . Cuatro años más tarde se trasladó a

Nueva York y, molesto por el modo en que las fundiciones co-merciales trasladaban sus dibujos hechos a mano a la técnica mecánica, creó en 1925 su propia fundición para controlar el proceso y grabar personalmente sus matrices. En esta ciudad, además de hacerse cargo del negocio y de continuar su labor como director de la Compañía Lanston, fue profesor universi-tario durante dos años.

En 1933, el New Yorker describió a Frederic William Goudy como “el glorificador del alfabeto”.

Village Press permaneció en activo hasta 1938-39, cuando sufrió un nuevo incendio que destruyó la editorial, el estudio de diseño y grabado de tipos, la fundición, el taller de compo-sición, la imprenta y el taller de encuadernación. Quedó in-utilizada toda la maquinaria, y se quemaron todos sus dibujos. Según el propio Goudy, tanto la continuidad como los logros de esta empresa, se habían debido a su esposa y compañera de trabajo, Bertha Goudy. En su libro

(1942) Frederic le dedica las siguientes palabras:

Esposa, amiga, compañera y colaboradora, con sin-cero agradecimiento por su inagotable paciencia, sus consejos, su inteligencia y su maestría, el autor

le dedica cariñosamente este libro.

En esta ocasión no tuvo fuerzas para empezar nuevamente de cero. Decidió dedicar su tiempo a la lectura y la escritura y, después de abandonar su cargo como director de la Lanston en 1940, se retiró.

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Sus más destacados fueron

1902

1905

Goudy Old Style1914

1927

1930

También merecen mención algunas de sus obras, como (1918), (1922),

(1940) y, publicado en 1946, un año antes de su muerte, su legado autobiográfico

1895-1945).

Frederic William Goudy falleció en Marlborough (Nueva York, EE.UU.) en 1947, a la edad de 82 años en su casa junto al Río Hudson. Ese mismo año había inaugurado una exposi-ción antológica sobre su trabajo en la Biblioteca del Congreso de Washington.

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