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Los Cuadernos del Pensamiento PEIVENCIAS ESTRUCTURISTAS (Lévi-Strauss, Lacan y Cardín) Albeo Hidalgo Tuñón EL BRICOLAGE MUSICAL DE UN GUERRILLERO O LA REFLEXION ETNOGRAFICA DE ALBERTO CARDIN e uando leí por primera vez y de un tirón los 52 «sueltos» reunidos en Tientos et- nológicos (1), confieso que estuve tenta- do a titular este comentario «honesti- dad plumífera», porque tal e la muy marcada coda moral que, según mi sesgado olto filosó- fico, parecía exhalar aquel concentrado armóni- co de temas y estilos, cuyas variadas, opuestas y, a veces, contradictorias esencias había tenido la imprudencia de descorchar simultáneamente. Y bien mirado, si no me equivoco, es ese talante f' puntilloso hasta el amaneramiento, esa escrupu- losa acidez por el detalle, esa incorruptible exi- gencia de percción literaria, que le lleva a de- nostar sin miramientos tanto subproducto cultu- ral español, lo que de modo recurrente está im- pidiendo que Alberto Cardín alcance la consa- gración intelectual, poética, literaria y periodísti- ca que su no menguada producción merece (2). La honestidad plumífera llevada con tanto des- parpajo a tantos ámbitos propios y ajenos provo- ca, sin duda, animadversiones sin cuento en los bricantes de libros y artículos de pacotilla que han sido víctimas de su atención. Baste recordar como muestra la burda manipulación, ívola y ambivalente, que de su imagen sica han hecho ciertos medios periodísticos en detrimento de su sólida imagen intelectual (3). Cuando leí por segunda vez la coda teórica que acompaña a la edición de Júcar (4), mi pers- pectiva hermenéutica cambió. Me pareció exce- siva la reducción monocorde que el primer títu- lo sugería, incluso despreciando las tergiversa- ciones que los propios significantes inducirían en los pícaros psicoanalistas del estructuralismo más dados a destacar la dimensión accidental del adjetivo que la «racionalización» filosófica del sustantivo. Cuadraba mejor, así pues, en- entar este álbum de composiciones bibliográfi- cas, mimetizador de las Mitológicas (5) de Lévi- Strauss, aceptando su disposición irónico-es- tructural en preludios, motetes y chaconas, cuyos dispares y agmentarios arpegios habían sido reconducidos de rma sistemática a la huidiza expresión de una «ga» heraclítea. Cuadraba mejor aguzar el oído histórico-cultural que de- jarse embargar por el olto filosófico. · 22 l. Preludios diaméricos: emic/etic; relatos/ reliquias Alberto Cardín practica deliberadamente la etnología a lo Lévi-Strauss. Pero su material an- tropológico no son los mitos bororo, ni las cere- monias amerindias, sino la producción biblio- gráfica aparecida en castellano, que utiliza hábil- mente -con la técnica de un avezado bricoleur- como pretexto para hilvanar su propia teoriza- ción «a salto de mata» sobre la indigencia cultu- ral del entorno con el que se halla emicamente comprometido. No en vano el preludio que sirve de obertura al álbum, el primer tiento etnológico, que recorre el teclado entero de su clavicémbalo teórico hasta el último registro, versa precisa- mente sobre «el ecto Rashomón», cuya tonali- dad emic contagia siempre al observador por aséptico que se pretenda. El propio Cardín, que ha dendido contra el materialismo cultural de Harris la ineluctable presentificación de este ecto distorsionador en «todos» los contextos antropológicos, define, no por escéptica menos meridianamente, su propia posición, que yo cali- ficaría de «diamérica», en los siguientes térmi- nos: «Es el nivel emic del objeto observado, no sólo el que se intenta capturar, sino el que de hecho se captura distorsionadamente, por su inmediata e inadecuada traducción al sistema emic del observador, quien univer- saliza su propia tabla de rasgos distintivos como nivel etic universal y rerencial» (6). A partir de esta declaración programática di- ríase que el privilegio de los componentes emic debería conrir al resto de las piezas del álbum el carácter precario de una categorización insufi- ciente, en la medida en que la objetividad uni- versal etic queda reducida a un mero desdobla- miento de una de las perspectivas emic, que se enentan en el proceso de interpretación o her- meneusis. Y si bien es cierto que la recurrencia de los temas -en particular, la impostación de las contradicciones jamás resueltas a lo largo de toda la historia cultural española de mediopelo, en la que sólo se salvan individualidades «a con- tracorriente»- abona esa mezcla de impotencia y tenacidad característica de quien no puede desprenderse emicamente del contorno que sal- modia, la erza y la verdad de las agudas críti- cas de Cardín no reposa sobre sus particulares creencias subjetivas, ni siquiera sobre sus pre- rencias inconscientes (lacanianamente afloradas en el discurso), mal que le pese a su hipotética vanidad. En realidad, la erza y la verdad de esta co- lección de breves reposa íntegramente en su di- mensión etic con independencia del procedi- miento por el que el sujeto Cardín haya accedi- do a la misma. Dimensión etic que, por lo de- más, siempre estuvo en el horizonte intelectual de Lévi-Strauss, en la medida en que aceptó

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Los Cuadernos del Pensamiento

PERVIVENCIAS

ESTRUCTURALISTAS

(Lévi-Strauss, Lacan y Cardín)

Alberto Hidalgo Tuñón

EL BRICOLAGE MUSICAL DE UN

GUERRILLERO O LA REFLEXION

ETNOGRAFICA DE ALBERTO CARDIN

e uando leí por primera vez y de un tirón los 52 «sueltos» reunidos en Tientos et­nológicos (1), confieso que estuve tenta­do a titular este comentario «honesti­

dad plumífera», porque tal fue la muy marcada coda moral que, según mi sesgado olfato filosó­fico, parecía exhalar aquel concentrado armóni­co de temas y estilos, cuyas variadas, opuestas y, a veces, contradictorias esencias había tenido la imprudencia de descorchar simultáneamente. Y bien mirado, si no me equivoco, es ese talante f' puntilloso hasta el amaneramiento, esa escrupu­losa acidez por el detalle, esa incorruptible exi­gencia de perfección literaria, que le lleva a de­nostar sin miramientos tanto subproducto cultu­ral español, lo que de modo recurrente está im-pidiendo que Alberto Cardín alcance la consa­gración intelectual, poética, literaria y periodísti­ca que su no menguada producción merece (2). La honestidad plumífera llevada con tanto des­parpajo a tantos ámbitos propios y ajenos provo­ca, sin duda, animadversiones sin cuento en los fabricantes de libros y artículos de pacotilla que han sido víctimas de su atención. Baste recordar como muestra la burda manipulación, frívola y ambivalente, que de su imagen física han hecho ciertos medios periodísticos en detrimento de su sólida imagen intelectual (3).

Cuando leí por segunda vez la coda teórica que acompaña a la edición de Júcar (4), mi pers­pectiva hermenéutica cambió. Me pareció exce­siva la reducción monocorde que el primer títu­lo sugería, incluso despreciando las tergiversa­ciones que los propios significantes inducirían en los pícaros psicoanalistas del estructuralismo más dados a destacar la dimensión accidental del adjetivo que la «racionalización» filosófica del sustantivo. Cuadraba mejor, así pues, en­frentar este álbum de composiciones bibliográfi­cas, mimetizador de las Mitológicas (5) de Lévi­Strauss, aceptando su disposición irónico-es­tructural en preludios, motetes y chaconas, cuyos dispares y fragmentarios arpegios habían sido reconducidos de forma sistemática a la huidiza expresión de una «fuga» heraclítea. Cuadraba mejor aguzar el oído histórico-cultural que de­jarse embargar por el olfato filosófico.

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l. Preludios diaméricos: emic/etic; relatos/reliquias

Alberto Cardín practica deliberadamente la etnología a lo Lévi-Strauss. Pero su material an­tropológico no son los mitos bororo, ni las cere­monias amerindias, sino la producción biblio­gráfica aparecida en castellano, que utiliza hábil­mente -con la técnica de un avezado bricoleur­como pretexto para hilvanar su propia teoriza­ción «a salto de mata» sobre la indigencia cultu­ral del entorno con el que se halla emicamente comprometido. No en vano el preludio que sirve de obertura al álbum, el primer tiento etnológico, que recorre el teclado entero de su clavicémbalo teórico hasta el último registro, versa precisa­mente sobre «el efecto Rashomón», cuya tonali­dad emic contagia siempre al observador por aséptico que se pretenda. El propio Cardín, que ha defendido contra el materialismo cultural de Harris la ineluctable presentificación de este efecto distorsionador en «todos» los contextos antropológicos, define, no por escéptica menos meridianamente, su propia posición, que yo cali­ficaría de «diamérica», en los siguientes térmi­nos:

«Es el nivel emic del objeto observado, no sólo el que se intenta capturar, sino el que de hecho se captura distorsionadamente, por su inmediata e inadecuada traducción al sistema emic del observador, quien univer­saliza su propia tabla de rasgos distintivos como nivel etic universal y referencial» (6).

A partir de esta declaración programática di­ríase que el privilegio de los componentes emic debería conferir al resto de las piezas del álbum el carácter precario de una categorización insufi­ciente, en la medida en que la objetividad uni­versal etic queda reducida a un mero desdobla­miento de una de las perspectivas emic, que se enfrentan en el proceso de interpretación o her­meneusis. Y si bien es cierto que la recurrencia de los temas -en particular, la impostación de las contradicciones jamás resueltas a lo largo de toda la historia cultural española de mediopelo, en la que sólo se salvan individualidades «a con­tracorriente»- abona esa mezcla de impotencia y tenacidad característica de quien no puede desprenderse emicamente del contorno que sal­modia, la fuerza y la verdad de las agudas críti­cas de Cardín no reposa sobre sus particulares creencias subjetivas, ni siquiera sobre sus prefe­rencias inconscientes (lacanianamente afloradas en el discurso), mal que le pese a su hipotética vanidad.

En realidad, la fuerza y la verdad de esta co­lección de breves reposa íntegramente en su di­mensión etic con independencia del procedi­miento por el que el sujeto Cardín haya accedi­do a la misma. Dimensión etic que, por lo de­más, siempre estuvo en el horizonte intelectual de Lévi-Strauss, en la medida en que aceptó

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explícitamente la catalogación de Paul Ricoeur de «kantismo sin sujeto trascendental» (7). Y no tanto porque las estructuras construidas gnoseo­lógicamente constituyan un «código de tercer grado, destinado a asegurar la traducibilidad recíproca» de diversas formaciones culturales (valga la nomenclatura), cuanto porque las es­tructuras inteligibles que hojaldran el material antropológico se jerarquizan internamente de acuerdo con sus propios contenidos. De ahí que el propio Lévi-Strauss, aunque considere el ni­vel etic (a través del cual solidifican las leyes científicas) «como un artificio» (ly qué otro es­tatuto podrían ostentar las leyes científicas en tanto que «construcciones» culturales?), con­cluya objetivando el conjunto de «condiciones en virtud de las cuales se vuelven mutuamente convertibles» distintos «sistemas de verdades» (8), de modo que la única realidad exenta cae del lado de la «lógica de las transformaciones» y no del material antropológico en que se fundan: formalismo terciogenérico contra el que rompe cualquier concepto de evolución cultural, nive­lando los fragmentos en las interconexiones ce­rebrales que revelan.

Es cierto que la incidencia oblicua de la dis­tinción de Pike entre emicletic (de fonemic y fo­netic, respectivamente) (9) ha venido a distorsio­nar la preciosista sintaxis, en la que el estructu­ralismo etnológico se había atrincherado desde el mismo momento en que decidió privilegiar los fonemas como elementos de articulación despojados de significación sobre los morfemas significativos. Lévi-Strauss no encajó bien, en

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su día, este golpe en la mandíbula, proveniente precisamente del lado contrario a los colores del materialismo que creía defender. En este senti­do, dañada la estructura cerebral como única presencia duradera, en la que se desvanecía la distinción entre sentido y falta de sentido, el mérito de Alberto Cardín puede cifrarse en su intento de salvar el estructuralismo en base a abandonar las rigideces innatistas de lo sustanti­vamente biológico, recuperando así la historia a través del discurso etnográfico y manteniendo la confrontación dialéctica de los sistemas de opo­siciones contradictorias, que actúan como redes conceptuales para formalizar la experiencia (10). En lugar de incorporar la distinción emicletic mecanicistamente, al modo ingenuo de Harris, el estructuralismo lacaniano, de que hace gala Cardín, presume estar instalado emicamente más allá de la distinción gracias a la finta psicoanalí­tica que había anticipado prolépticamente el golpe.

Ahora bien, el contragolpe estructuralista sólo puede ejecutarse tras una operación de maqui-llaje en la propia noción de estructura: obliterar la dimensión étic (nomológica, objetiva) en pro-vecho de lo ya conseguido en la articulación fo­nemática. Tal cirugía deja intacta, sin duda, la homologación inmisericorde de los pensamien- ft tos reflexivos de todo sujeto cultural con inde­pendencia de su adscripción ecológica. Pero la distinción de Pike sólo puede tener importancia para el estructuralismo en la medida en que afecta a la estructura, por lo que o tal cirugía es innecesaria por irrelevante o es necesaria para erradicar el cáncer espiritualista que vuelve a instaurar subrepticiamente un desolador dualis-mo, allí donde el orden del relato parecía garanti-zado por encima de toda subjetividad, a través de los grupos de transformaciones.

Alberto Cardín, que ha podido distanciarse de la fascinación que sobre él ejerce Lévi-Strauss (gracias no tanto a las ambiguas relaciones edí­picas supuestamente inducidas por Lacan y la escritura, cuanto a su propia voracidad intelec­tual, sin que la vasta erudición de que ha hecho acopio haya menguado en un ápice su capacidad crítica) acierta a percibir que el impasse teórico de mayor envergadura con que se enfrenta la opción metodológica que practica proviene pre­cisamente de la distinción emicletic. lCómo su­turarla en beneficio de la estructura?

La respuesta teórica de Cardín, aunque gentil­mente resumida y gnoseológicamente manufac­turada en la coda final a través de 17 tesis bien trabadas (y cuya discusión sistemática me reser­vo para las apostillas), se preludia en el corpus de la obra con el estilo exuberante y críptico de un ejercicio reflexivo multirreferente. En los preludios (todo hay que decirlo para aviso de na­vegantes bisoños que se engolfan entre Palos y Gata antes de descubrir el Mediterráneo) la bien temperada perspectiva gnoseológica de la coda apenas se trasluce negativamente en tres movi-

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mientos ubicados tácticamente en las posiciones 1, 6 y 12 (como buen platónico yo habría preferi­do la disposición prima 1, 5, 11). Ya he comenta­do los dos primeros: su interpretación diamérica de emic/etic (primer movimiento) y el parangón autoanalítico (emic) que establece entre dos de sus mentores juveniles -Lacan y Lévi-Strauss-, utilizados como pretextos para plasmar una au­toconcepción todavía confusa ( el ensayo es de 1982) de las tareas antropológicas (segundo mo­vimiento). No hay confusión, ni ambigüedad, en cambio, en el varapalo que propina a la seduc­ción «semiótica» de Baudrillard (tercer movi­miento), allí donde la posmodernidad degrada anarquistamente «lo simbólico» y dilapida zafia­mente la tradición estructuralista (contraria sunt circa ídem):

«la seducción como fundamento ontológico de la realidad misma, no sólo priva a la ac­ción humana de cualquier rasgo atractivo (la priva incluso del criterio diferencial de la fuerza, al generalizar el poder de las cosas como maremágnum), sino que permite una mayor impunidad a los desaprensivos: sien­do todo seducción genérica, cualquier cosa es posible, todo es igualmente cierto, todo está por igual degradado, hasta el punto de que la propia teoría que funda semejante apaño puede, si no pasar por buena, al me­nos colar como verosímil» (11).

En una palabra, la consigna holista del «todo vale» (metamorfoseable lógicamente a través del maremágnum y la seducción genérica en el degradante y nihilista «nada vale», como ya vie­ra el viejo Platón en el Sofista) es incompatible con la localización crítica de estructuras, por cuanto la discriminación ( diáiresis) de las oposi­ciones pertinentes arrastra una toma de partido teórica (gnoseológica) y moral (práctica). Algu­nos pensamos que también ontológica (etic), aunque la dimensión sobre la que se imposta sólo pueda ser segregada negativamente a través del ejercicio (emic y etic contradictoria y dioscú­ricamente) de la racionalidad crítica.

Pero ¿por qué otorgar a la distinción emicletic un carácter tan pregnante? ¿Acaso el marxismo y el psicoanálisis y tras ellos, en la misma senda, el propio Lévi-Strauss de Tristes Tropiques (12) no habían problematizado suficientemente el inevitable y paradójico estatuto del «observa­dor» tanto en la praxis revolucionaria, como en la situación terapéutica o en la experiencia an­tropológica? ¿Qué es lo que ha cambiado en los últimos veinte años para que ya no baste especi­ficar la irremediable adscripción intracultural del antropólogo (y de su disciplina) a la sociedad oc­cidental e instaurar, en consecuencia, la subsi­guiente autocrítica ideológica (proyectada, por cierto, con demasiada frecuencia y «sintomática­mente» contra el trasfondo de algún guiñapo fi­losófico) de los automatismos «inconscientes» que sólo se revelan en la diferencia? ¿Por qué

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agregar al ya espeso manto de categorizaciones que pesan sobre el célebre dialelo antropológico un último agravio dualista, si, apenas formula­do, debe ser diligentemente suprimido por mor del pluralismo relativista de los relatos emic? ¿Dónde entonces la fuerza y la verdad del plan­teamiento de Cardín?

Ni que decir tiene que la incorporación de emicletic no obedece a un simple prurito de eru­dición etnográfica. No ha sido el excéntrico mi­sionero Pike, ni el lastre de algún espiritualismo residual que anide en Lévi-Strauss o su epígono -Jean Lacroix denunciaba inquisitorialmente«la filosofía más rigurosamente atea de nuestrotiempo» (13) en La pensée sauvage-, lo que in­duce a Alberto Cardín a coger emicletic por loscuernos y a ejecutar la acrobática finta que lelleva a la pluralidad de experiencias emic, sino ladesoladora constatación de una ausencia: «Yano existen hombres primitivos» (14). Pero si laantropología cultural ha engullido su propiocampo de estudio (fragilidad de las culturas exó­ticas al contacto aculturativo), ya no queda«substancia» alguna que capturar con la miradaetic, ya no hay exterioridad alguna que penetrar,puesto que el material antropológico ha entradoa formar parte emicamente del propio cuerpo teó­rico de las doctrinas antropológicas y sólo puedegozar de la eficacia práctica que aguarda a losmateriales entropizados. El efecto Rashomón seha consumado a escala planetaria. ¿Qué restaentonces? Sólo la confrontación plural de las al­ternativas teóricas de la antropología ( confronta­ción siempre abierta al socaire de los avatares dela condición humana), por el lado de las superes­tructuras ideológicas -permítaseme usar meta­fóricamente la simplificación marxista-, y, paradecirlo textualmente, «los dispersos, fragmenta­rios y no pocas veces contrapuestos informes et­nográficos» (15), por el lado de la base.

Vistas así las cosas, diríase que la antropología cultural ha quedado emparedada entre filosofías e historias, esto es, entre reflexiones epistemo­lógicas y legajos de viajeros, exploradores, mi­sioneros, comerciantes y otros aventureros a tra­vés de cuya fragmentaria mirada de informantes se recupera hipotéticamente la situación origi­naria de lo ya sido. Comparto con Cardín el des­dén hacia la actual «balcanización» universitaria de disciplinas y subdisciplinas y, en este sentido, no puedo dejar de admirar la maestría con la que, en márgenes aparentemente tan exiguos, ha sabido urdir una compleja reflexión etnográ­fica, que amplía sin cesar su riqueza temática. En su trama se combinan la teorización filosófi­ca y teológica de corte abstracto (v.g. la exégesis del Filioque en la historia del Trinitarismo espa­ñol o la discusión transcultural de los portentos religiosos) con la recuperación etnolingüística e historiográfica de informantes hasta ahora me­nospreciados por acientíficos (su traducción de la obra de T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría (16), o su prudente relectura anti-Gay-

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tisolo de Mi peregrinación a Medina y La Meca (17) de Sir R. Burton), y la perfecta localizaciónlógica de los nichos ecológicos en los que se in­dividualizan círculos culturales específicos (v.g.el seguimiento del viaje de Nikitin a través delos tres mares) con la puntillosa captación se­mántica de los loci que condensan las repre­sentaciones originarias de mitos y leyendas(tan bien tejida con los demás elementos en suanálisis sobre el mito de las amazonas -quizála pieza más lograda de cuantas componen esteálbum-). Con estos ingredientes logra Cardínofrecer desde los preludios un complejo recital,cuyo mayor atractivo no sé muy bien si debeatribuirse a la exasperante variedad polimorfa delas disciplinas entrelazadas o al aleatorio métodocombinatorio -tan parecido al de la música con­creta de Moles-, que subyace a la ejecución delas piezas (18).

En cualquier caso, si mi audición continuista de la partitura es correcta, los tres movimientos de los preludios mencionados atrás (1, 6, 12), por los que negativamente afluye, en mi opinión, la representación teórica, apenas sirven de contra­puntos tácticos para pautar los intereses temáti­cos in crescendo de Alberto Cardín, cuya disper­sión sólo parece justificarse antropológicamente apelando al dictum agustiniano: nihil humanum a me alienum puto. La riqueza que atribuyo a los preludios de este álbum no se halla, pues, en su representación teórica, sino en la ejecución prácti­ca de las piezas sueltas, por donde afluyen los temas que recurrente y caleidoscópicamente vuelven a refluir en la composición bricolística

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de los motetes más sagrados y los pasacalles más profanos. Y son precisamente esas ejecuciones prácticas las que parecen venir a desmentir dia­lécticamente las representaciones teóricas exce­sivamente emic que con tanto ardor se defien­den en la obertura inicial y la coda teórica final. Basten dos ejemplos para ilustrar por qué he te­nido la osadía de ubicar la fuerza y la verdad de las críticas de Alberto Cardín en la dimensión etic, contradiciendo así palmariamente las auto­concepciones endogremiales de su autor. Claro que, como se verá, lo etic (objetivamente) no es nunca un a priori (una premisa, un principio o un axioma), sino un resultado «provisional» y a posteriori, obtenido diaméricamente a través de la confrontación dialéctica entre varios relatos emic.

El primer ejemplo nos lo brindan a vuelaplu-ma las «apostillas sobre Richard Burton», cuan-do Cardín defiende frente a Goytisolo la «objeti-vidad diferencial» o el «reconocimiento racional de las diferencias entre culturas» que muestra el militar, explorador y diplomático británico en su «contacto» con el «otro» (con minúsculas) ára-be. lAcaso no es etic la perspectiva estructural que permite capturar los «modos de sentir» si­métricos y complementarios del muladí o del colonizador en sus roles respectivos de «renega- f

J do» y «explotador»? Por si fuera poco, la aposti-lla final, que concierne al escabroso asunto de las aficiones sexuales que parecen compartir Burton, Goytisolo y Cardín y a su implicación en las labores de observación, no tiene desperdi-cio por lo que a la distinción entre «fantasmas personales» (emic) y «datos» (etic, objetivos, ex-ternos) se refiere:

«Y, en cuanto a la observación como tal -suscribe Cardín- la mayor parte de losmanuales de campo recomiendan un pru­dente comedimiento con los indígenas, queen gran medida inhibe el tipo de contactoslibidinales que Goytisolo parece propugnar,con vistas, sobre todo, a no entremezclarlos fantasmas personales con los datos»(19).

Alguien podría objetar el carácter coyuntural y polémico de este escrito como eximente de posibles incongruencias. Vayamos, pues, a la pieza más acabada del álbum, donde siguiendo al maestro Carlos Alonso del Real se trata de discriminar lo que hay de realidad y lo que hay de leyenda en las «Amazonas de América», (20) cuestión en la que el plano epistemológico (emic/etic) se cruza con peculiar profusión con el ontológico y la clásica distinción apariencia/rea­lidad. Pone en juego aquí Cardín toda su erudi­ción etnológica, que no es poca, y todos los re­cursos analíticos de discriminación estructural, que tampoco son mancos ( de donde podría cole­girse fácilmente que este preludio es el único que lleva trazas de convertirse en una sinfonía, en un opus magnum subtitulado nada comercial-

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mente: «Grandeza y servidumbre de la etnogra­fía española: descubrimiento y conquista de América»). Pues bien, después de haber pasado revista con gran finura hermenéutica a todos los eslabones documentales del ciclo americano de las amazonas desde la Martininó del Primer Via­je de Colón hasta la evaluación crítica que de las noticias de Oviedo, Carvajal, etc. hace Del Real, concluye Cardín, sin ulterior crítica, con un «fi­nal ilustrado» que se limita a recoger las refle­xiones realistas de Carlos M.ª de la Condamine, de las que lo menos que se puede decir es que están redactadas en el más puro estilo etic a la Harris. En efecto, liga La Condamine que escri­be en 1743, la verosimilitud de la existencia de amazonas en América a las peculiares condicio­nes de existencia errante que «las mujeres, que siguen frecuentemente a sus maridos en la gue­rra y que no son muy dichosas en la vida domés­tica» (21), deben soportar; de ahí habría surgido una posibilidad de emancipación feminista de la que el mito de las amazonas (etimológicamente: cuñantensecuima, «mujeres sin marido») no se­ría otra cosa que una mera expresión ideológica. lEn qué se diferencia esta solución, tildada por Cardín como un «curioso ejemplo» de inversión (Unstülpung), de la que Harris ofrece para expli-f' car el feminismo de los 60 en La cultura nortea­mericana contemporánea (22)? lNo se trata de un final etic, en la medida en que la etiología real de las representaciones mentales ( el mito ama­zónico) se vincula a condiciones materiales des-cubribles objetivamente? Es cierto que la princi­pal tarea exegética de Cardín en esta pieza no se ejecuta en el «final ilustrado», sino en la mostra­ción de las mutuas complicaciones entre el ba­gaje interpretativo (emic) de conquistadores, mi­sioneros y cronistas que «proyectaron» el mito clásico de las amazonas sobre «equívocos indi­cios exóticos» -puros nombres de lugar en oca­siones- y el propio material mítico de las cultu­ras amerindias (también emic), que les fueron transmitidos por medio de informantes someti­dos al síndrome de «Hans el listo». Pero por de­bajo de los problemas de traductibilidad entre ambas series de datos semic y por encima de la confrontación teórica ( entre Ch. Duverger y R. Van Zantwijk, por ejemplo, a propósito de Ci­huatlán) lno se cuela, no ya «un poco de refe­rencialismo etic, a lo Harris ... para aclarar el ca­so» (23) coyunturalmente, sino toda una batería de «datos objetivos», lugares, fechas, nombres y condiciones materiales de existencia, difícil­mente reducibles a meras representaciones mentales? ¿y no es este mismo «aparato cientí­fico», unido a «hipótesis materiales» y al uso de un férreo razonamiento lógico lo que confiere valor etnográfico a la pieza?

A este segundo ejemplo, podrían agregarse otros. Pero no es mi intención hurgar en las in­congruencias entre representación teórica y ejecu­ción práctica, puesto que más que de una causa se trata de un síntoma, de un desmayo intermi-

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tente que alude indirectamente al hecho de que hasta la fecha la reflexión etnográfica de Cardín no haya podido superar el nivel de una expre­sión menor y fragmentaria. Para quienes esta­mos kantianamente convencidos del «primado de la razón práctica» la situación no es irreme­diable. Estoy seguro de que la práctica-teórica de Cardín, utilizando otra jerga invocada por el estructuralismo, acabará modificando sus repre­sentaciones teóricas.

Hay, en cambio, otro asunto de mayor enti­dad que, a mi parecer, subtiende sus conviccio­nes teóricas y hace desmayar blandamente su práctica en un escepticismo de corte cínico. Concierne al primado de lo sincrónico y lo tipo­lógico sobre lo diacrónico y temporal, primado que, si no me equivoco, viene exigido en la línea Durkheim-Mauss-Lévi-Strauss por el do­ble imperativo metodológico de capturar «el he­cho social total» en «el instante fugitivo en que la sociedad y los hombres toman conciencia afectiva de sí mismos y de su situación ante el otro» (24), por un lado, y de considerar «los he­chos sociales como cosas», por otro. Dicho lim­piamente en términos de Lévi-Strauss:

«Discernimos ya la originalidad de la antro­pología social: consiste -en lugar de oponer la explicación causal y la comprensión- en descubrir un objeto que sea, a la vez, objeti­vamente muy lejano y subjetivamente muy concreto, y cuya explicación causal se pue­da fundar en esa comprensión que, para no­sotros, sólo es una forma suplementaria de prueba» (25).

La solución tradicional mediante la que el es­tructuralismo enfrenta esta doble exigencia, in­tencionalmente canceladora de la oposición su­jeto/objeto, consiste en afirmar la naturaleza simbólica de los objetos culturales, semiologi­zando así el campo de la antropología social y excluyendo toda conducta humana que no enca­je en algún sistema de signos: lenguaje mítico, signos orales y gestuales que componen el ri­tual, reglas de matrimonio, sistemas de paren­tesco, leyes habituales, ciertas modalidades de los intercambios económicos ...

Alberto Cardín, consciente de la evanescencia de las estructuras simbólicas de las pequeñas so­ciedades sin historia, cuya «cultura inercial» se despedaza bajo el peso del contacto aculturati­vo, expresa claramente su intención de «no va­dear el problema del progreso y de la historia» (26). Pero atrapado como está por la doble exi­gencia metodológica, cuyo cumplimiento se ale­ja al mismo ritmo que desaparecen las «culturas inerciales», no le queda otro remedio que aco­gerse al cínico escepticismo de quien sólo aspira a recuperar los «tiempos perdidos» a través de los relatos siempre fragmentarios y cada vez más inconexos de quienes tuvieron el privilegio de observar las culturas «otras» en su estado esta­cionario. En esta tesitura, a nadie puede extra-

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ñar el taciturno harakiri, que sugiere el último párrafo de su coda final:

«Todo lo cual -concluye- convierte a la antropología en una disciplina cínica (tanto desde el punto de vista de la dialéctica que maneja, como desde la actitud moral -a la vez abstencionista y crítica- que propug­na), difícil de practicar desde la reiteración mecánica y el esquematismo, y difícil de enseñar reducida a fórmulas y consignas (lo que parece ser, hoy por hoy, la única forma deseada de enseñanza)» (27).

Ahora bien, si mi audición de la ejecución práctica de los preludios es correcta, esta conclu­sión pesimista sólo puede acogerse en el plano de la representación teórica. Son las inercias es­tructuralistas las que le impiden aprovechar el enorme caudal de sus conocimientos y acometer la empresa, no necesariamente «narratológica», ni «lineal», de reconstruir racionalmente las es­tructuras en el ámbito abstracto de una gran teo­rización y probar su validez en los combates por la historia. Claro que para ello deberá Cardín abandonar su proclividad hacia los relatos (tex­tos, mitos, leyenda, literatura ... ) en detrimento de las reliquias ( cerámica, tumbas, templos, ara­dos, máquinas de guerra ... ), pues sólo la consi­deración simultánea de ambos aspectos puede remitir la actitud cínica y escéptica (en tanto que trámite necesario para la investigación antidog­mática) más allá de la estructura monocorde de una disolución recurrente de todo cuanto toca.

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No le faltan a Cardín tesis «positivas» que de­fender «en la práctica», virtuosismo en la ejecu­ción, ni coraje guerrillero para intervenir.

2. Motetes sacros: la cultura y el reino de lagracia a través de la diferencia

Ignoro las razones emic por las que Alberto Cardín ha decidido etiquetar sus variadas com­posiciones bricolísticas con los nombres de pre­ludios, motetes y chaconas; pero desde un punto de vista etic cualquier lector atento puede cole­gir que el criterio clasificador ejercitado no es te­mático, sino estilítico. Las melodías ( o materiales antropológicos) se repiten; sólo el formato, en el que engarzan, cambia. Si los 13 preludios, inde­pendientemente de su extensión y de sus refe­rentes, alcanzan su homologación bajo el forma­to de ensayos monográficos ampliables, los 24 motetes se acogen al «culto» modelo académico de la recensión bibliográfica, mientras las 15 de­senfadadas chaconas finales pretenden ostentar el ritmo bailable y «profano» del artículo pe­riodístico. Resta por averiguar, sin embargo, la razón última que ampara la metamorfosis de es­ta catalogación bibliófila en una clasificación melómana. He sugerido ya la dependencia nar­cotizante que sobre Cardín ejerce el estructura­lismo de Lévi-Strauss, para quien:

«el hecho de que la música sea un lenguaje por medio del cual se elaboran mensajes de los cuales por lo menos algunos son com­prendidos por la inmensa mayoría, mientras que sólo una ínfima minoría, es capaz de emitirlos, aparte de que entre todos los len­guajes sólo éste reúna los caracteres contra­dictorios de ser a la vez inteligible e intra­ducible ... hace de la música misma el supre­mo misterio de las ciencias del hombre ... (pues) hace intervenir en quienes la escu­chan estructuras mentales comunes» (28).

Hay, así pues, en esta metamorfosis musical un marcaje cultural, no exento de redaños hi­percríticos, cuya operatoriedad parece cifrarse en promocionar el acceso a las estructuras subyacentes a través del juego especular que re­fractan las metáforas de las composiciones mu­sicales. En lugar de argumentos lineales busca Cardín proyectar el relativismo cultural por me­dio de la diversidad estilítica de las composicio­nes musicales. La «polifonía de polifonías», co­mo diría el maestro francés, constituye, por tan­to, una disposición irónico-estructural que, al privilegiar el orden de las formas estilísticas so­bre los contenidos temáticos, pretende des­coyuntar la organización tradicional de la cultu­ra «humanística», usando como bisturí catártico de cualquier representación «etnocéntrica», aquel producto cultural, la música, cuya opaci­dad analítica guarda celosamente la llave de su progreso. Inteligente estrategia, sin duda, que permite a sus cultores jugar con todas las cartas

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de la cultura occidental sin necesidad de descu­brirlas.

Cualquier lector atento, que haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí, habrá obser­vado también mi estrategia etic (revelo mis car­tas) de ejecutar una lectura oblicua tendente aentretejer en symploké estilo y contenido (forma y materia, diría Gustavo Bueno), de modo quequede al descubierto el segundo código, por me­dio del cual articula Cardín su aparentemente polimorfa reflexión etnográfica. Desde esta es­trategia materialista, la pregunta que suscitan estas composiciones vocales de carácter exquisi­tamente sacro, bien denominadas motetes por cuanto las recensiones bibliográficas alcanzan sus máximas calidades expresivas cuando se ci­ñen lo más posible al significado del texto que comentan, sin empacho de recurrir para ello a los más variados recursos tonales o retóricos, se refiere a los registros antropológicos con los que el interpretante modula sus recensiones críticas.lCuál es la concepción de la cultura que el mez­zosoprano Cardín demuestra en la ejecución delas partituras o libros reseñados, cuya variedad temática usa libérrimamente como mero acom­pañamiento «instrumental» por encima del cual eleva intermitentemente su voz? f' Ya en el primer brevis motus cantilenae, ejecu­tado sobre el trasfondo de los monótonos acor­des del anarquismo nostálgico de Pierre Clas­tres, que resucita el mito del «buen salvaje» en­tre los guaraníes para justificar etnológicamente su rebeldía política, tan bien sonante a «un cier-to sector de la izquierda semiilustrada españo­la», se decanta Cardín por una concepción no socio política ( contra el primado de lo político so­bre lo cultural) y no evolucionista ( contra la con­fusión entre primitivo y originario) del abanico cultural mundial, procediendo a elevar el méto­do estructuralista de la diferencia como único re­curso de lo que ya no puede ser otra cosa que «entropología» en el sentido de Lévi-Strauss. A pesar del carácter primerizo de esta reseña (pues de ahora en adelante acepta Cardín el orden cro­nológico para sus composiciones), su declaracióninicial tiene algo de emblemático y casa perfec­tamente con el argumento emic de los preludios, ya visto:

«Muerto el informante, desaparecida la cul­tura, cabrá siempre la posibilidad de tachar de parcial al investigador, erigiéndose en defensor de una realidad más allá de los da­tos, reclamando no sé qué saber del en sí de aquella cultura, no sé qué desinteresado co­nocimiento, cuando es bien sabido que el único interés que podemos tener en lo dis­tinto a nosotros es lo que, a partir de la di­ferencia, podamos averiguar de nosotros mismos» (29).

Tal declaración programática justifica, sin du­da, el tono autorreflexivo en el que reinciden la mayoría de los motetes de Cardín. Se compren-

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de fácilmente que el método de la diferencia aca­be refractando monótonamente fragmentos de la realidad cultural española, cualquiera que sea el objeto del discurso. Por detrás de Clastres asoman las barbas de Savater (30), Octavio Paz se confunde dioscúricamente con Juan Goytiso­lo (31), sobre el transfondo del hercúleo Levia­tán de Hobbes se dibuja la exangüe «figura» deSubirats (32), la España teológica (de Ecc/esia aMiret Magdalena, pasando por Díez Alegría, Az­cárate, Ugarte, Llanos y González Ruiz) desfila a propósito de la chapuza teórica de Alfredo Fie­rro (33), el nacionalismo voluntarista catalán (y vasco) queda vejado por los objetivos análisis marxistas de Tom Nairn (34), los esoteristas es­pañoles ( de Sánchez Dragó a Jiménez del Oso) fuman en la misma pipa sagrada que Alce Ne gro y J. E. Brown (35), y el «engendro nacional» de Miguel de Avilés, puesto en la picota a propósi­to de la minuciosa nadería del Santo Lebrel Guinefont reconstruida por Jean-Claude Sch­mitt, sirve de aviso para navegantes a los futuros cultores de la «historia de las mentalidades» a la Le Golf que surjan en España (36). Todo ello sincontar, naturalmente, las fobias recurrentes, ni la media docena abundante de reseñas con moti­vo exclusivamente nacional, de modo que, si lascuentas no me fallan, sólo se salvan del archicé­lebre eslogan del ínclito Solís dos modulaciones del milagro japonés ( entonadas en la tradición weberiana por Gibney y Morishima), un sólo ro­tundo y airado del ruso Volkoff y un contrapun­to teórico sobre el «reduccionismo figurativo» de Gilbert Durand.

Sin embargo, el motivo de la diferencia no for­ma una unidad indisoluble de melodía, armonía y ritmo. La combinatoria de estos tres factores se lleva a cabo con tanta prodigalidad que uno tiene la impresión de que el mezzosoprano sedesdobla, a veces, esquizofrénicamente por mor de la más pura y exquisita diferencia. No digo que haya contradicciones entre distintos mote­tes, pero sí sospechosas inconmensurabilidades. Así, por ejemplo, a Clastres se le reprocha «una impotencia radical -o un rechazo en el sentido freudiano- para concebir lo institucional», lo que positivamente se traduce en una reivindica­ción aristotélica up to date del Estado:

«Porque Estado -concluye el primer mote­te-, quiéranlo o no Clastres y todos losanarquistas que en el mundo han sido, lo hay siempre desde que hay sociedad. Lo an­terior al Estado es la horda animal» (37).

Tanto radicalismo parece asustar al propio Cardín. Por mucho que el fragor dialéctico re­quiera, a veces, extremar las diferencias para ale­jarse simultáneamente del marxismo y del anar­quismo, volver a la idea del «animal político» como tertium no se compadece bien con la ex­presa intención de construir un concepto de cul­tura nosociopolítico. De ahí que el motete 10, de-

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dicado también a la antropología política de Clastres, tras reconocer las diferencias entre el «marxismo, en sus versiones tanto sociológica (polémica con Birnbaum) como antropológica (polémica con Godelier, Terrey y Meillassoux)», y el anarquismo ( cuyo doctrinarismo voluntaris­ta aparece ahora como una mera «imagen espe­cular de su antagonista»), termina con un final más sosegado y conciliador, que busca dialécti­camente hacerse un hueco teórico a través del reconocimiento de «la existencia de múltiples niveles de realidad, que exigen un aborde es­pecífico y una síntesis muy matizada». Lo ante­rior al Estado ya no es, por tanto, la horda ani­mal. Sólo que ahora el problema es mantener el anti-evolucionismo cultural a toda costa:

«Acierta, sin duda, Clastres al concebir un cierto modelo de sociedad primitiva ( que él considera el único) como abismalmente contrapuesto al modelo estatal, fundando la diferencia en la oposición (que él mismo confiesa tomada de Hobbes): sociedad ato­mizada igualitaria y guerrera versus socie­dad uniformizada, jerárquica y esencial­mente desgarrada. Pero, al destruir todo po­sible puente hipotético entre ambos tipos, niega a la vez toda relevancia que no sea utópica al modelo primitivo» (38).

Esta suerte de capacidad camaleónica para disfrazarse de adversario, que da un tono guerri­llero y militante a casi todas las piezas sueltas de Cardín, hace muy difícil atrapar sistemáticamen­te el centro neurálgico desde el que se ejecuta el

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concierto bricolístico de Tientos etnológicos. Si las melodías de los motetes son variadas, sus ar­monías rehuyen el «mutuo sahumerio» identifi­catorio y provocan continuas disonancias críti­cas, al tiempo que sus ritmos cambiantes y en­trecortados parecen buscar tan sólo una efímera impresión de verdad, más allá de la apariencia de los discursos contradictorios, por donde za­farse en última instancia de la refriega. Dicho en román paladino, Alberto Cardín «tira la piedra y esconde la mano». Tal parece ser la estrategia subyacente en el correcto diagnóstico de «neos­curantismo» que atribuye al galimatías cristo­analítico-marxista de Fierro, pero que, acto se­guido, considera erróneo, al estar dictado por «un estúpido afán, de paradoja», apenas acogible tras el fracaso de la razón ilustrada; lo mismo ocurre con su valoración ambigua de la utopía: a veces se descarta como enemiga del rigor y de la información, mientras otras veces se mantiene como caución epistemológica contra la eventua­lidad de un popperismo falsador meramente mecánico (39).

En este contexto anfibológico la disposición musical cobra todo su significado: convierte las críticas de Cardín en fragmentos inteligibles emicamente para quienes participan de su alto entrenamiento civilizatorio, al tiempo que im-e, posibilita la mutua traducibilidad etic de los frag-mentos significativos. Recupera así Cardín para el espacio antropológico el aura numinosa de la que la secularización ilustrada había despojado al «reino de la gracia» (la inversión teológica del racionalismo). Sólo que esta incursión en el misterio de la cultura carece de las funciones salvíficas que otrora detentaba en las religiones superiores. El misterio estriba ahora inmanente y recurren temen te en la propia disposición orga­nizativa de la ejecución musical, cuya falta de intertraducibilidad se revela negativamente co-mo un postulado de cierre etnográfico y positiva-mente como un principio hipercrítico que prohí-be toda trascendencia, sea espiritualista o mate-rialista.

Vistas así las cosas, se comprende la desafec­ción de Cardín hacia toda solidificación catego­rial del concepto antropológico de cultura de tradición humanista, cuya pervivencia en la defi­nición denotativa de E. B. Tylor habría venido a hipotecar el desarrollo de la disciplina en favor de la pesada «herencia teleológica» ( denunciada por Stocking), por cuanto se habría limitado a remedar la escisión respecto a la naturaleza que la perfección del «reino de la gracia» consagra en las religiones. Pero, secularizado el reino de la gracia en la cultura, el progreso tecno-econó­mico (único constatable) no sólo no garantiza ya la salvación, sino que destruye el encanto de las culturas primitivas sin desvelar su misterio cul­tural; y de ahí la áspera renuncia cínica de Cardín a valorar positivamente los inevitables procesos de aculturación, que acaban determi­nando los cambios mentales, tanto en su ver-

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sión marxista como burguesa. Acierta así Cardín a mante�erse en una actitud expectante, tejida de negaciones diferenciales, mediante la que tra­ta de salvar un concepto de cultura no reducible a sus componentes psicológicos (mentalistas) y/o sociológicos (segundogenéricos, diríamos nosotros) ... pero tampoco asimilable a los restos físicos de las culturas materiales (primogenéri­cos). Ese vaivén pendular confiere a su concepto de cultura un sesgo abstracto e intangible que sólo acepta manifestarse como orden autó�omo y dinámico a través de la ejecución estructurada de incompletas y breves piezas musicales. Pero lno serán éstas, «músicas celestiales» sobre to� do para quienes no acepten el carácter' exento de las �structuras terciogenéricas hacia las que se ha deshzado, consciente o inconscientemente el estructuralismo? '

3. Chaconas profanas: acosos mundanos sin de­rribos académicos

Antes de resolver la perplejidad acerca del ar­senal teórico de Alberto Cardín, en que nos su­me la lectura de sus recensiones bibliográficas, en todas las cuales la crítica se ejecuta negativa-f mente apelando exclusivamente al método de la

' diferencia, sin que a ciencia cierta pueda saberse a q�é carta juega el ejecutante, conviene pasar revista a los 15 artículos periodísticos que cie­rran el libro. Aun cuando todos ellos podrían optar dignamente al premio «Ortega y Gasset» de periodismo, dado el género menor que culti­van, cabría dudar legítimamente acerca de su re­levancia teórica en orden a fijar las coordenadas de la reflexión etnográfica de Alberto Cardín. Basta �ojear la primera chacona para disipar cualquier duda al respecto. «La ética de la etno­logía» no sólo comienza con un exordio episte­mológico sobre su peculiar estatuto «circular» ( el dialelo antropológico) que convierte al etnó­logo «en un individuo molesto, que parece no tocar tierra o hablar desde ningún sitio concre­to» (sublime autodescripción), sino que además se describen con trazos vigorosos las razones «imperialistas» de la implantación académica de la etnología en U.S.A., Inglaterra y Francia. Por si fuera poco, nos proporciona autocontextual­mente la clave de por qué la etnología en España debe adoptar el estilo instrumental de una dan­za airosa y espectacular y dejarse acompañar con castañuelas mundanamente, antes de adquirir la forma grave del libreto académico. Más que un problema de validez ecológica, se trata de un problema de anemia institucional que amenaza esterilidad:

«lQué ocurre en España? lQué importancia se da a la etnología en el país que en cierto modo, le dio remotamente vida c�n los lla­mados «Cronistas de Indias»? La etnología parece formar parte del mismo folclore que habría de desentrañar: hundida en el ma-

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ra��,o universitario español, ni cumple la mis10n de comprenderlo, en conexión con la cultura que lo posibilita, ni intenta si­quiera enunciar las limitaciones mentales, conceptuales y materiales que le impiden abordar semejante tarea ... Hoy en día -agrega Cardín-, las editoriales que publican libros de viajes y de ocultismo están haciendo más por la expansión del co­nocimiento de los pueblos exóticos que los titulares de las cátedras de antropología so­cial _ y cultural, que debieran ser los prime­ros mteresados en dar a conocer su especia­lidad. Y su incuria, al mismo tiempo que deja el estudio de las culturas «otras» en manos de ocultistas, herméticos y demás sacamuelas de lo arcano, resta aún mayor terreno a la etnología en el organigrama académico, donde, como en la guerra,fortu­na audaces iuvat» ( 40).

Ante este panorama, no hay nada extraño en el hecho de que Alberto Cardín derroche gran parte de sus energías extraacadémicamente pro­moviendo colecciones, traduciendo clásicos o li­diando toros etnológicos con muleta periodísti­ca. Y cuando, ya dentro del ruedo ibérico repro­cha a Ortega, Laín o Granell sus concepciones vulgarmente existencialistas, empíricas o veci­nales del «otro» como mero desdoblamiento es­pecular del «yo» ( 41), cuando descubre a través de boom del ensayismo hispanoamericano un cierto «aire de familia» entre la estirpe intelec­tual transoceánica («grandilocuente vanamente verborréica, vacía y predicariega») 'que hilvana discursos retóricos con el ojo pue�to en alguna canongía, y el «intelectual bonito» español, que «se ha hecho cortesano de una industria cultural que se arropa bajo el prestigio de la monarquía restaurada» ( 42), o, cuando, finalmente, muestra con datos en la mano que éste no es un país de mártires, ni de herejes desde las persecuciones de Diocleciano a la última «Cruzada» sino el país del disimulo y de la takiya árabe ' no está siendo Cardín víctima de un berrinche �oyuntu­r!l-1,. sin_o que está intentando enunciar aquellashmitac10nes mentales, conceptuales y materia­les, que están impidiendo el desarrollo de la et­nología (ino sólo, sino también!) en España.

Hay, además, otra razón que confiere relevan­cia teórica a las chaconas de Cardín. Al no verse constreñido por el corsé académico, afloran a su pluma luminosas intuiciones etnográficas cla­ves de interpretación y juicios de valor, m'ucho menos escépticos y cínicos de lo que cabría es­perar del tono festivo y burlón del género al que se acogen. Así resulta que en tres artículos so­bre el Islam apunta Cardín toda una interpreta­ción de corte etnológico sobre la problemática del mundo árabe ( el complejo fanático-comuni­tario de la Yamahiriya libia, el milenarismo chii­ta de Irán, la rápida expansión del fundamenta­lismo, la conexión entre Religión y Estado, etc.),

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que no sólo escapa a la «crasa ignorancia» de nuestros periodistas y reporteros más audaces, sino que es enigmáticamente silenciada por nuestros más prestigiosos arabistas. A propósito de «Guadalupe y la Hispanidad» levanta Cardín el vuelo teórico hasta una pauta de tipo univer­sal, que por el esquema cíclico que revela, enuncia quizá, la clave de sus convicciones es­tructuralistas y anti-evolucionistas:

«la forma como las creencias atávicas se tra­visten exitosamente bajo las nuevas ideolo­gías y formas políticas, y acaban imponien­do su tenacidad contra la voluntad cons­ciente de los nuevos misioneros, innovado­res, agentes del 'cambio', en definitiva» (43).

Leídos bajo esa clave, «El Papa en Papúa» de­ja de ser un mero ejercicio de divulgación sobre los «cultos cargo» bajo el patronazgo de Harris, el Informe Kissinger sobre Centroamérica y el neoconfesionalismo de Reagan adquieren un es­pesor histórico cultural, que obliga a repensar­los, más allá de la anécdota periodística, a la luz de categorías más potentes, como las que dima­nan de Alexis de Tocqueville (La democracia en América) o de Alain Finkielkraut (La nueva dere­cha americana}, por citar dos extremos cronoló­gicos, por último, el nepantlismo se convierte en una categoría interpretativa para designar los es­tados intermedios de aculturación traumática y semifracasada.

Sin prejuicio de estas apreciaciones positivas, no puedo dejar de advertir en las chaconas de

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Cardín una suerte de mecanismo freudiano de supercompensación proyectiva, que viene a empa­rejarse dualmente con la ocultación de las cartas «culturales» explotada en los motetes. Se trata, dicho abiertamente, de la hipócrita complicidad con la cultura libresca y filológica de la acade­mia, que había saboteado previamente. No cabe duda de que la superioridad de Cardín frente a la «crasa ignorancia» de sus criticados proviene de sus ricas fuentes de información, más que de la sabiduría mundana con que las aplica al análi­sis de la realidad socio-cultural. Ello le lleva a ejercer, aunque sólo sea deslizando levemente las chaconas hacia la chacota, de inquisidor aca­démico, dando por buena mertonianamente y, en abstracto, la fe en el «escepticismo organiza­do» de las ciencias frente a otros credos menos asépticos, sean éstos marxistas o católicos. Así, por ejemplo, por muy exacta que sea su aprecia­ción acerca de las diferencias entre los lenguajes animales y el humano, las burlas a que somete al «excluido» Faustino Cordón, cargando sobre sus castigadas espaldas la pesada tradición del «panteísmo carpetovetónico», travestido, ade­más, de «cesaropapismo, krausismo, nacionalca­tolicismo y socialismo» no casa bien con quien ha abrazado la metodología de la diferencia co-mo sistema. Da armas precisamente a la corte f' de bioquímicos académicos informacionistas, muchas veces desinformados de la etología, que siguen alegrándose de la marginación del «hete­rodoxo» por razones nada confesables. Por esta vía los acosos mundanos jamás provocarán de-rribos académicos (44).

4. Apostillas poético-teóricas

Vista en su conjunto, la reflexión etnográficade Alberto Cardín se nos ofrece como una en­madejada y colorista colección de temas que no ha logrado todavía entretejerse en un todo ar­mónico. Pese a ello, el concierto que despliega en Tientos etnológicos no crea en el oyente la im­presión de guirigay inconexo que acompaña a muchas obras antropológicas mejor estructura­das formalmente. Por debajo de la pluralidad de argumentos se adivina un poderoso «motor de inferencias», que procesa una enorme variedad de datos de forma coherente, aún cuando las re­glas que se usan en cada caso, lejos de ser uni­formes, obedecen a un estudiado proceso de oposiciones paradigmáticas, tendente a mante­ner el enigma de la lógica cultural que las posi­bilita.

Faltan por tanto en Cardín, quizás intenciona­damente, los ne.ws_mínimos que podrían dotar a su estilo del ritmo y la cadencia de una sinfonía en tono menor. Las hebras que desenmadeja . quedan muchas veces flotando en el aire, rever­berando a la búsqueda de un acorde final o de una ligadura de fraseo. Este carácter de opera aperta, en la que los silencios ahondan los fosos de la incomunicación, requiere un tipo de lec-

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tor, cuya cabeza debe hallarse tan bien amuebla­da culturalmente como la del ejecutante. Cir­cunstancia harto difícil, si se tiene en cuenta el hálito de individuo flotante que nimba a Cardín a causa de la versatilidad que exhibe a la hora de usar indistintamente los códigos más heterogé­neos. No debe, pues, quejarse el autor de la in­comprensión que manifiesten la mayoría de los lectores acerca del alcance gnoseológico de sus piezas sueltas. Las claves interpretativas le han sido avariciosamente hurtadas y los guiños de complicidad estructuralista son tan movedizos y cambiantes que pueden confundirse con leves parpadeos de críptica coquetería.

Tal indeterminación, incompletud e, incluso, confusión autoriza a preguntar: lqué tiene de significativo la obra de Cardín para que desde las «afueras» filosóficas le dediquemos una atención que, a buen seguro, no alcanzará den­tro de los márgenes de su especialidad? No hace falta haber leído a Clifford Geertz para.apreciar «la poderosa fuerza regenerativa que para los es­tudios sociales» puede tener ese aguijoneo socrático del «modo antropológico de ver las cosas» (45). Digo «socrático» intencionadamen­te, porque lo que aporta la antropología cultural en las postrimerías del siglo XX, ya no son rela-f' tos inauditos, excitantes aventuras solitarias através de lo exótico, ni siquiera datos científicos novedosos para ampliar el concepto de «natura­leza humana»; las nuevas tareas antropo-cultu­rales exigen restaurar, en contextos etnocéntri­cos, la vieja consigna del «conócete a ti mismo», empleando para ello la consabida ironía ( el dis­tanciamiento, la forma descentrada de autoper­cepción, la burla impía de la «crasa ignorancia») y la mayéutica ( el arte ginecológico de sacar a la luz en las culturas «otras» los nuevos engendros que han surgido de su intenso contacto acultu­rativo con occidente). En este contexto se dibu­ja la reflexión etnográfica de Cardín como un proyecto, todavía turbio e inconcreto, de homo­logación institucional (con las tradiciones forá­neas, en particular, las de corte estructuralista), histórica (ahora que el «experimento» español con las culturas precolombinas hace casi qui­nientos años se ha «generalizado» a escala pla­netaria) y filosófica (regresando a las categoriza­ciones producidas durante el primer contacto aculturativo, planificado y consciente, durante el período helenístico).

De estos tres componentes me he ocupado ya, por separado, en las secciones anteriores. El primero remitía regresivamente hacia el estructu­ralismo francés y desmayaba progresivamente ha­cia la superación de la dualidad emic/etic. El se­gundo desembocaba inevitablemente hacia una elucidación del concepto de cultura, cuyo ancla­je en el contexto español sólo parecía superable a través del uso recurrente del método de la dife­rencia, vehiculado a través de la conmutación y la oposición estructurales. El tercero, por últi­mo, disuelto como un plasma por los intersticios

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de los otros dos, concluye en una impostación del relativismo y del cosmopolitismo cínico. Puesto que la articulación de los tres planos sólo alcanza en el corpus de la obra una representa­ción fragmentaria y algo precaria, Alberto Cardín se ve obligado a escribir una coda teórica destinada precisamente a perfilar cori mayor ni­tidez los contornos de su proyecto antropológi­co. Vuelve a plantearse aquí, con toda fuerza, el fracaso del proyecto estructuralista originario de integrar la historia y el «cambio» en sus rígidos esquemas.

Difícilmente podrá agradecerme Cardín que yo subraye con tanto énfasis su morosa fidelidad a Lévi-Strauss después de tantos años de recicla­je, tantas lecturas divergentes y tantas modas snob desmenuzadas. Y, sin embargo, es ese ca­mino del ayer, tempranamente aprendido, el que le sirve de norte teórico todavía y le protege del zascandileo peregrino de la posmodernidad. Ciertamente es extraño no poder arribar ya a las estructuras de las sociedades «frías» o «sin his­toria» directamente y tener que recurrir al pri­mitivo bricolage ( contra el culto y hegeliano Auf­hebung) para recomponer «idealmente» las pie­zas preexistentes, cediendo la batuta a las pervi­vencias «atávicas» y a la causalidad «teleológi­ca», sino de las «mentalidades», sí de las resis­tencias de «rasgos actitudinales» más o menos conscientes y electivos. Ciertamente es extraño apostar por el carácter «cíclico» de la naturaleza y de la sociedad después de Prigigine y la termo­dinámica de los procesos irreversibles. Cierta­mente es extraño seguir deseando la utopía de una comprensión emic del concepto antropoló­gico de cultura sin el consuelo de la significa­ción de un futuro humano. Cardín abraza impá­vidamente tanta extrañeza, tanto «dolor cósmi­co». Pero lpuede, sino justificarla, explicarla teóricamente?

Hace pocos años todavía el estructuralismo podía nivelar las siempre postuladas seiscientas culturas humanas a partir de la complejidad si­milar de sus mitos originarios, sin conceder pri­macía alguna a la racionalidad científico-filosófi­ca occidental. El álgebra de las estructuras ele­mentales del parentesco amparaba la libre selec­ción de pautas de organización alternativas de los procesos simbólicos de intercambio y repro­ducción. La fuerza de los hechos ha venido a re­forzar la asimetría y a romper la preciosista clase de equivalencia puramente formal, que homolo­gaba las 600 culturas. No sólo las «innovaciones tecnológicas», sino también la estructura de mercados, la difusión de bienes, servicios y pro­ductos, las agencias de viajes, el turismo masivo y los mass-media han cambiado la faz de la tie­rra. El cambio se produce ante nuestros ojos y la homogeneización creciente ( en trópica) se mues­tra ahora como un síntoma de los abisales desni­veles (de información, tecnología, organización, poder, conocimiento, etc.) entre la cultura do­minante y las «otras». Sólo hay homogeneiza-

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ción, aunque sea tendencia! y convulsiva, por­que había desniveles previos. Pero, entonces, lcómo compatibilizar el relativismo cultural con la evidencia del «cambio»?

Desde un punto de visto teórico, habilita Cardín una sugerente distinción:

«Para poder dar cuenta del cambio, el con­cepto antropológico de cultura debe, sin embargo, distinguir y desdoblarse en dos aspectos, que llamaré cultura inercial y cul­tura positiva, cuya distinción se efectúa des­de la experiencia de las sociedades comple­jas o históricas, ya que en las primitivas la distinción apenas es pertinente, debido a su carácter homeostático tanto a nivel demo­gráfico-ecológico, como a nivel simbólico. El aspecto inercial hace referencia a todas aquellas actitudes y modos de pensar (com­portamientos y representaciones mentales) que se reproducen estructuralmente idénti­cos debido a su probada eficacia, por enci­ma de los cambios formales o modales; el aspecto positivo de la cultura hace referen­cia a las innovaciones formales o modales que, sobre la base de actitudes atávicas o inerciales, intentan modificar ésta de mane­ra consciente o reflexiva» (46).

Se trata, sin duda, de una pregnante metáfora geológica que viene a sustituir las gastadas opo­siciones «inconsciente/ consciente» (Lacan) y «estructura/acontecimiento» (Lévi-Strauss). Pero el problema para el estructuralismo sigue siendo el mismo: el zócalo, además de indeterminado,

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sigue siendo demasiado rígido, y los fluctuantes sedimentos superficiales de las culturas positivasson tan superficiales que jamás podrán provocar un cambio en profundidad. De ahí, quizá, su empeño por adscribir su reflexión a las filosofías clásicas del cinismo y el relativismo, ligadas al primer desencanto consciente y reflexivo res­pecto a los procesos de aculturación. Salva así Cardín «formalmente» la coherencia entre dos de sus componentes. Lo que sigue sin salvarse es el abismo entre teoría y práxis. Claro que, co­mo sus convicciones filosóficas pertenecen al orden de la cultura positiva, i.e., a la superficie, pueden cambiar con la marea.

A mi parecer, sin embargo, hay algo de con­movedor en la actitud del guerrillero solitario que sigue librando la batalla en favor de sus ideales, a sabiendas de que carece de la infraes­tructura necesaria para hacer frente al enemigo, siempre bien atrincherado en el zócalo� ...-.. Más que cinismo, yo llamaría a eso, � valor. �

NOTAS

(1) Alberto Cardín, Tientos etnológicos, «Luego» ... , Tex­tos, 2, Barcelona, 1986, pp. 234.

(2) Tientos etnológicos constituye el quinto libro de en­sayo publicado por Alberto Cardín. Los anteriores fueron: La revolución teórica de la pornografía, Ed. Ucronía, 1979; Como si nada, Pre-textos, 1980; Movimientos religiosos mo­dernos, Salvat, 1982; Guerreros, Chamanes y Travestis. Indi­cios de homosexualidad entre los exóticos, Tusquets Edito­res, 1984. En la obra colectiva Las Razas Humanas, CIESA, Barcelona, 1981, dio buena muestra de su amplísimo saber etnográfico con artículos sobre Ceilán, Japón, Corea, Asia Insular, etc. Es autor además de dos libros de poemas (Pa­ciencia del destino, Alcrudo Ed., 1980; y Despojos, Pre-Tex­tos, 1981) y de dos libros de relatos (Detrás por delante, Ucronía, 1978; y Lo mejor es lo peor, Laertes, 1981). Ha sido además secretario de redacción de Revista de Literatura, Di­wan, La Bañera, codirector de Sinthoma y columnista habi­tual de Diario 16 y El Noticiero Universal. Actualmente co-

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Los Cuadernos del Pensamiento

dirige Luego ... Cuadernos de crítica e investigación y colabora asiduamente en Los Cuadernos del Norte y en el suplemento de «Libros» de El País.

(3) No cito al autor ni al medio que cometió semejantefelonía para no contribuir a la difusión del bulo.

(4) Tientos etnológicos, Júcar, Madrid, 1988, pp. 248.(5) Plantea Claude Lévi-Strauss sus Mitológicas (Vol. I:

Lo crudo y lo cocido, F. C. E. México, 1968; Vol. II: De la miel a las cenizas, México, F.C.E., 1971; Vol. III: L'origine des manieres de table, París, Pion, 1968; Vol. IV: L'homme nu, París, Pion, 1971) como «un regreso a los mismos mate­riales, un ataque diferente de los mismos problemas», adop­tando para ello distintas formas musicales (variaciones, sin­fonías, fugas ... ), que se desarrollan en forma espiral. Aun­que sus planteamientos sinfónicos son más modestos, la es­trategia general de Cardín es la misma, por lo que cabe es­perar que a este álbum de Tientos sigan otros.

(6) Tientos ... p. 7.(7) P. Ricoeur, «Symbole et temporalité», Archivio di Fi­

losofia, n.º' 1-2, Roma, 1963. Apud Lo crudo y lo cocido, op. cit. p. 20 SS.

(8) /bid., p. 21.(9) Para las definiciones de emic!etic véase Kenneth Pi­

ke, Language in relation to a unified theory of the structure of human behavior, Mouton, La Haya, 2.3 ed., 1967. En el n.º de la revista Luego ... ofrece Cardín una traducción del im­portante artículo de 1976 de Marvin Harris: «Historia y sig­nificación de la distinción emic/etic» (Luego ... , 1986, n.º 2, pp. 1-17 y n.º 3 pp. 1-24).

(10) Véase «Lacan y Lévi-Strauss», Tientos ... p. 64 y ss.(11) /bid. «Seducción sin seducción», pp. 103-4.(12) París, Pion, 1955 (trad. cast. Eudeba, Buenos Aires,

1976). (13) Cfer. Eliseo Verón, «Prólogo a la edición española»

de la Antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, Eude­ba, Buenos Aires, 1968, p. ix.

(14) Entrevista con Lévi-Strauss, El País, 2 de octubrede 1986.

(15) Véase «Coda», Tientos ... (Júcar).(16) Júcar Universidad, Madrid, 1986, 2 vols. 926 pp.(17) Laertes, Barcelona, 1983, introducción a R. Burton.(18) La falta de un argumento secuencial, no excluye la

articulación de los sonidos en otros planos: tonos, ritmos, «contactos», «revoluciones». O para decirlo drásticamente, la desarticulación de la «armonía» pitagórica, no excluye la symploké. En este sentido, mi alusión a la música concreta no comparte la diatriba peyorativa de Lévi-Strauss: «El caso de la música concreta oculta pues una curiosa paradoja. Si conservara a los ruidos su valor representativo, dispondría de una primera articulación que le permitiría instaurar un sistema de signos por intervención de otra. Pero con tal sis­tema no se diría nada (sic). Para convencerse basta con ima­ginar la clase de historias que podrían contarse con ruidos teniendo certidumbre razonable de que a la vez se entende­rían y conmoverían. De ahí la solución adoptada de desna­turalizar los ruidos para volverlos seudosonidos; pero en­tonces es imposible definir entre ellos relaciones sencillas que formen un sistema significativo ya en otro plano y capa­ces de brindar la base a una segunda articulación. Ya puede la música concreta embriagarse con la ilusión de que habla; no para de chapotear al lado del sentido». (Lo crudo y lo co­cido, op. cit. p. 32). A. Moles, por su parte, me confesó que su técnica de obtener gestalten originales a través de la des­composición y recombinación de sonidos es también una suerte de estructuralismo (Cfer. A. Hidalgo: «Abraham Mo­les: un clásico en la brecha de la modernidad», Los Cuader­nos del Norte, n.º 33, Sept. Oct., 1985, p. 33 y 36).

(19) Tientos ... p. 84.(20) Realidad y leyenda de las amazonas, Espasa-Calpe,

Madrid, 1967. (21) Viaje a la América Meridional por el río de las Ama­

zonas, Alta Fulla, «Mundo Científico», Barcelona, 1986, pp.

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57-58: «Es cosa sabida, que entre varias naciones de laAmérica, las mugeres no dexan de pelear. No hallo repug­nancia ny falta de provabilidad, que en las guerras que sehazían todos aquellos indios, algunas mugeres, más animo­sas despues de algun encuentro en que morían sus maridos,intentassen eximirse de la servidumbre en que todas ellasvivían, buscando algún parage en que pudiessen establecer­se y vivir solas con más libertad. Lo de más que se cuentade ellas, serán consecuencias de su primer intento ... » (pp.89-90).

(22) Alianza B. n.º 1.019, Madrid, 1984.(23) Tientos ... p. 18.(24) Así lo plantea el propio Lévi-Strauss en su celebra­

da «lección inaugural» de la cátedra de Antropología Social del College de France de 5 de enero de 1960, reproducida co­mo «Introducción» a la Antropología Estructural (op. cit. pp.XXIII-XXV).

(25) /bid. p. XVI.(26) Tientos ... «Coda», proposición 16.(27) /bid., proposición 17.(28) «En apoyo de nuestra tesis -agrega Lévi-Strauss­

puede recurrirse a un argumento basado en el hecho de que innumerables sociedades, pasadas y presentes, conciban la relación entre la lengua hablada y el canto de acuerdo con el modelo de la relación entre lo continuo y lo discontinuo. Esto se reduce a decir, en efecto, que en el seno de la cultu­ra el canto difiere de la lengua hablada como la cultura di­fiere de la naturaleza». (Lo crudo ... op. cit. p. 37). De ahí que el recurso a la música constituya también en Cardín una suerte de «mecanismo de defensa» contra la tentación de «naturalismo», que le parece aquejar al materialismo.

(29) Tientos ... p. 113.(30) [bid. «Los anarquistas descubren la etnología».(31) !bid. «Entre necios y divinos».(32) /bid. «Leviatan español».(33) /bid. «El neoscurantismo».(34) !bid. «Salir y volver al Musteriense».(35) !bid. «Los indios nos salen ocultistas».(36) /bid. «Pequeña historia de un perro santo».(37) /bid. p. 116.(38) /bid. pp. 146-47.(39) Entre las muchas formulaciones de esta ambigüe­

dad, me parece que la más clara aparece en la «Coda» (pro­posición 16), donde Cardín echa el resto: «y a la vez que pretende la preservación (ideal y utópica en la mayor parte de los casos) de las culturas «otras», sabe que no podrán de­jar de ser engullidas y niveladas por la cultura occidental, que acaba convirtiéndolas (al etnologizarlas) en parte de su propia cultura humanista («positiva»)». Más adelante vuel­vo sobre este asunto. En todo caso, la utopía como «deber ser» no compagina bien con la actitud del cínico, tal como lo define Ambrose Bierce: «Miserable cuya defectuosa vista le hace ver las cosas como son y no como debieran ser. Los es­citas acostumbran arrancar los ojos a los cínicos para mejo­rarles la visión». (Diccionario del Diablo, Ediciones del Dra­gón, Madrid, 1986).

(40) Tientos ... pp. 188-89.(41) /bid. «Ese otro tan nuestro».(42) /bid. p. 198.(43) /bid. p. 203.(44) El discurso de Cardín sobre «Lenguajes animales»

se mueve limpiamente en la perspectiva etológica por con­traste con la perspectiva cultural (simbólica). El tercero en discordia es la perspectiva tecnológica reduccionista de la teoría de la información a la que se opone frontalmente en biología Faustino Cordón. Si es verdad que «sólo se conoce por diferencia», Cardín no hace gala de sagacidad estructu­ralista en este caso.

(45) «El reconocimiento de la Antropología», Los Cua­dernos del Norte, n.0 35, Enero-Febrero, 1986, pp. 59-63 (Traducción de Alberto Cardín).

(46) Tientos ... «Coda», proposición 12.