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Tercera entrega de la saga de los Dollanganger, Si hubiera espinas, narra lahistoria de los hijos de Cathy, quien, junto con su hermano Chris, luchadenodadamente por encontrar la felicidad. Sin embargo, el oscuro pasadofamiliar que les persigue se obstina en convertir el futuro de sus hijos enuna pesadilla recurrente… Esta inolvidable saga romántica se completa conlas novelas Flores en el ático, Pétalos al viento, Semillas del ayer y Jardínsombrío.

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V. C. Andrews

Si hubiera espinasDollanganger - 3

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A Mary, a Joan.

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PRÓLOGO

Un atardecer, cuando se alargaban las sombras, mientras estaba sentada, calladae inmóvil, junto a una de las estatuas de mármol de Paul, oí que las estatuasmurmuraban a mi oído, hablándome de un pasado que nunca podría olvidar yaludiendo taimadamente a un futuro que trataba de ignorar. Fluctuando comofantasmas a la pálida luz del sol poniente, volvían a presentarse los fuegos fatuosdel remordimiento, que me decían cada día que podía y debía haber actuado deun modo distinto. Pero yo soy lo que siempre he sido: una persona regida por losinstintos. Y parece que nunca podré cambiar.

Hoy encontré una hebra de plata en mis cabellos, aviso de que pronto podríaser abuela, y me estremecí. ¿Qué clase de abuela sería? ¿Qué clase de madreera? Bajo la suave luz del crepúsculo, esperé a que llegase Chris, se reunieseconmigo y me dijese, con sus ojos azules y veraces, que no me estoymarchitando; no soy simplemente una flor de papel, sino real.

Rodeó mis hombros con un brazo y yo apoy é la cabeza donde creí que seacomodaba mejor, conscientes ambos de que nuestra historia estaba a punto determinar, y que Bart y Jory nos darían a los dos lo mejor o lo peor de lo que estápor venir.

Esta es la historia de ellos, la historia de Jory y de Bart y ellos la contarán talcomo la vieron.

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PRIMERA PARTE

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JORY

Cuando papá no iba a buscarme al colegio para llevarme a casa, tomaba unautobús escolar amarillo que me dejaba en un lugar aislado donde recogía mibicicleta, que había escondido en un barranco próximo por la mañana antes desubir al autobús.

Para ir a mi casa tenía que pedalear a lo largo de una estrecha y sinuosacarretera que discurría por una zona en que no había casa alguna hasta quellegaba a la enorme y deshabitada mansión que siempre atraía mi mirada yhacía que me preguntase quién había vivido en ella y por qué la habíaabandonado. Cuando veía aquella casa, reducía automáticamente la velocidad,sabiendo que pronto estaría en la mía.

A media hectárea de aquel caserón se hallaba nuestro hogar, aislado ysolitario, junto a una carretera con más vueltas y revueltas que la que, en loslaberintos infantiles, tiene que seguir el ratón para alcanzar el queso. Vivíamos enFairfax, en Marin County, a unos treinta y dos kilómetros al norte de SanFrancisco. Al otro lado de las montañas había un bosque de pinos gigantescos, ymás allá estaba el mar. Era un lugar frío y en ocasiones lúgubre, especialmentecuando la niebla se extendía en grandes olas hinchadas, envolviendo a menudo elpaisaje durante todo el día, convirtiéndolo en algo espectral. Sí, la niebla podíaresultar fantasmagórica, pero también romántica y misteriosa.

Aunque mi casa me gustaba mucho, me asaltaban vagos y turbadoresrecuerdos de un jardín meridional, lleno de colosales magnolios revestidos demusgo. Me acordaba de un hombre alto, cuyos cabellos negros empezaban aencanecer, un hombre que me llamaba hijo. No recordaba su cara con tantaclaridad como la sensación de calor y seguridad que me infundía. Supongo queuna de las cosas más tristes, cuando uno crece y se hace may or, es que nadie eslo bastante grande y fuerte para levantarle a uno, sostenerle en brazos y hacerque se sienta de nuevo seguro.

Chris era el tercer marido de mi madre. Mi verdadero padre murió antes deque yo naciese; se llamaba Julián Marquet, y era conocido por todos losaficionados al ballet. En cambio, casi nadie fuera de Clairmont, en Carolina delSur, había oído hablar del doctor Paul Scott Sheffield, el segundo marido de mimadre. En ese mismo estado sureño, en la población de Greenglenna, vivía mi

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abuela paterna, madame Marisha. Era la única que me escribía todas lassemanas, y la visitábamos cada verano. Parecía desear tanto como yo que meconvirtiese un día en el bailarín más famoso del mundo, y así demostrar, a ella ya todos los demás, que mi padre no había vivido y muerto en vano.

Mí abuela no era en absoluto una ancianita vulgar, a pesar de que iba acumplir setenta y cuatro años. En el pasado había sido muy famosa, y no estabadispuesta a permitir que alguien lo olvidase un solo instante. Me había impuestocomo norma que nunca la llamase abuela cuando alguien pudiese oírlo yadivinar su edad. Una vez me murmuró al oído que le gustaría que la llamasemadre, lo que no me pareció bien, y a que yo tenía una madre a quien queríamucho. Por consiguiente, la llamaba Marisha, como todo el mundo.

Nuestra visita anual a Carolina del Sur era esperada con ilusión durante elinvierno y rápidamente olvidada cuando regresábamos al tranquilo valle dondese hallaba nuestra casa de madera de pino. « En el valle se está seguro cuando nosopla el viento» , decía a menudo mi madre. En realidad, demasiado amenudo…, pues parecía que el viento fuerte la acongojaba mucho.

Llegué al paseo de entrada, dejé mi bicicleta y entré en la casa. Ni rastro deBart o mamá. ¡Qué raro! Corrí a la cocina, donde Emma preparaba la comida.Emma pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, lo que explicaba su« rolliza y simpática» figura. Su cara era larga y severa cuando no sonreía,aunque afortunadamente lo hacía casi siempre. Cuando me ordenaba realizaresta o aquella tarea, su sonrisa mitigaba mi contrariedad por tener que hacerlo,pues generalmente se trataba de algo que Bart se había negado a hacer.Sospechaba que Emma velaba más por Bart que por mí, ya que él acostumbrabaderramar la leche cuando trataba de llenar su propia taza, o el agua, cuandollevaba un vaso. No había nada que pudiese sujetar con firmeza, y tropezaba contodo, haciendo volcar mesitas y lámparas. Si había un hilo tendido en algún lugarde la casa, sin duda Bart acababa enganchando en él el tacón de su zapato y caíade bruces, o estampaba la batidora o la radio contra el suelo.

—¿Dónde está Bart? —pregunté a Emma, que estaba mondando patatas paraañadirlas al rosbif que se cocía en el horno.

—Te aseguro, Jory, que me alegraré el día en que ese chico pase en elcolegio tanto tiempo como tú. Me espanta verlo entrar en la cocina. Tengo quedejar lo que estoy haciendo y mirar alrededor para prever qué derribará o conqué tropezará. Gracias a Dios que tiene esa pared donde sentarse. A propósito,¿qué hacéis allí?

—Nada —respondí. No quería explicarle con qué frecuencia saltábamos elmuro para jugar en la casa abandonada. No teníamos derecho a entrar allí, perolos padres no podían ver o enterarse de todo. Volví a preguntar:

—¿Dónde está mamá?Emma dijo que había regresado temprano después de suspender la clase de

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ballet, lo que yo ya sabía.—La mitad de sus alumnos están acatarrados —le expliqué—. Pero ¿dónde

está ahora?—Jory, no puedo vigilar a todo el mundo y hacer mi trabajo al mismo

tiempo. Hace unos minutos dijo que subiría al ático para buscar unas fotografíasantiguas. ¿Por qué no vas a ayudarla?

Era una manera cortés de decirme que le estaba estorbando. Me dirigí a laescalera del ático, que estaba oculta en el fondo del gran ropero, en el pasillo deatrás, justo en el momento en que cruzaba la habitación familiar, oí abrir ycerrar la puerta de la entrada. Sorprendido, vi que papá estaba plantado inmóvilen el vestíbulo, con una expresión reflexiva en sus ojos azules tan extraña que nome atreví a llamarle e interrumpir sus pensamientos. Me paré, indeciso.

Después de dejar su negro maletín de médico, se dirigió a su habitación.Tenía que pasar por delante del ropero, cuya puerta estaba entreabierta. Sedetuvo, escuchando como yo, el débil sonido de una música de ballet queprocedía del ático. ¿Por qué estaba mi madre allí arriba? ¿Volvía a bailar allí?Siempre que le había preguntado por qué bailaba en un lugar tan polvoriento, meexplicaba que se sentía obligada a bailar allí, a pesar del calor y la suciedad. « Nose lo comentes a tu padre» , me había advertido en varias ocasiones. Después,dejó de subir allí, pero ahora volvía a hacerlo.

Esta vez yo también subiría para oír las excusas que ella daría a papá, ¡puesél la sorprendería!

Le seguí de puntillas por la empinada y estrecha escalera. Se detuvoexactamente debajo de la bombilla que pendía del techo del ático y clavó lamirada en mamá, que continuó bailando como si no hubiese advertido supresencia. Llevaba un plumero en una mano y sacudía graciosamente el polvoacá y allá, imitando a Cenicienta y no a la princesa Aurora de La belladurmiente, que era precisamente la música que sonaba en el viejo tocadiscos.

¡Caramba! Parecía que a mi padrastro iban a salírsele los ojos de las órbitas.Era como si estuviera asustado, y tuve la impresión de que sufría al verla bailaren el ático. ¡Qué extraño!

El amor que él y mi madre se profesaban era muy distinto del que observabaentre los padres de los pocos amigos que tenía. Parecía más intenso, tumultuoso yapasionado. Cuando creían que nadie les veía, se miraban fijamente, y alargabanuna mano para tocarse siempre que se cruzaban sus caminos.

Yo tenía catorce años y Bart nueve, de modo que ambos estábamos aún muylejos de la edad adulta. Sin embargo, yo estaba en plena adolescencia yempezaba a fijarme más en las actitudes de quienes representaban para mí losmodelos más significativos. A menudo me interrogaba sobre las diferentesfacetas de mis padres; la que exhibían ante los demás, la que mostraban delantede Bart y de mí, y por último, la más ferviente, la que reservaban para sus

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momentos de intimidad. (¿Cómo podían saber que sus hijos no eran siempre lobastante discretos para darse la vuelta y marcharse, que era lo que hubiesendebido hacer?). Tal vez las personas mayores eran así, especialmente, los padres.

Papá siguió mirando fijamente a mamá, mientras ésta giraba en rápidaspirouettes, haciendo que sus cabellos se extendiesen en semicírculo. Llevabaleotardos y pointes blancos. Yo contemplaba asombrado su danza, mientras ellablandía el plumero como una espada, amagando estocadas contra los antiguosmuebles que Bart y y o conocíamos tan bien. Esparcidos por el suelo y losestantes había juguetes estropeados, cochecitos infantiles, patinetes y platos queella o Emma habían roto y que mamá pensaba pegar algún día. Con cadasacudida del plumero levantaba torbellinos de motitas de polvo, que se agitabanlocamente y trataban de posarse antes de que ella volviese a atacarlas y aobligarlas a volar.

—¡Márchate! —ordenó, como una reina a su esclavo—. ¡Márchate y noregreses! ¡No me atormentes más!

Y continuó girando, tan deprisa que tuve que volverme para seguirla con lavista, so pena de marearme al observarla. Ella movía la cabeza y las piernas,ejecutando unos fouettes más perfectos que los que yo había visto en elescenario. Frenéticamente, como poseída por el diablo, giraba cada vez másdeprisa, ¡más deprisa!, siguiendo el ritmo de la música, empleando el plumerocomo parte de su acción, imprimiendo tanto dramatismo a esta labor domésticaque sentí ganas de quitarme los zapatos, saltar y unirme a ella para ser su pareja,como en un tiempo lo había sido mi verdadero padre. Sin embargo, permanecíquieto en la purpúrea penumbra, observando algo que intuía no debía mirar.

Mi papá tragó saliva para deshacer el nudo que debía de sentir en la garganta.Mamá parecía muy hermosa, muy joven y delicada. Tenía treinta y siete años,era may or en edad, pero joven en apariencia, y cualquier palabra desagradablepodía herirla fácilmente con tanta facilidad como a cualquiera de sus alumnas dedieciséis años.

—¡Cathy ! —exclamó papá, levantando la aguja del disco e interrumpiendo lamúsica con un chirrido—. ¡Basta! ¿Qué estás haciendo?

Al oírlo agitó los finos y pálidos brazos fingiendo espanto, acercándose a élcon esos pasos menudos y regulares denominados bourrées, para acto seguidovolver a girar en una serie de pirouettes alrededor de él, amenazándole con elplumero.

—¡Basta y a! —Repitió él, arrebatándole el plumero y arrojándolo lejos. Lesujetó los brazos sobre la cintura, y un intenso rubor tiñó las mejillas de mamá.Después aflojó su presa lo suficiente para que ella pudiese agitar los brazos comosi fueran las alas de un pájaro herido y llevarse las manos al cuello. Sobre lasmanos pálidas y cruzadas, sus ojos azules parecieron más grandes y oscuros. Suslabios carnosos empezaron a temblar y, poco a poco, de mala gana, miró en la

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dirección que señalaba el dedo de papá.Yo también miré y me asombró ver dos camas instaladas en una parte del

ático donde pronto se iniciaría una nueva construcción. Papá había prometidomontar allí una habitación de recreo para nosotros. Pero ¿qué significaban doscamas entre aquel montón de trastos viejos? ¿Por qué?

Entonces habló mamá, con voz ronca y asustada:—¡Chris! ¿Estás en casa? No sueles venir tan temprano…La había sorprendido y yo me sentí aliviado. Ahora papá podría meterla en

cintura, decirle que no volviese a bailar en aquel ambiente seco y lleno de polvoque podía sofocarla. Advertí que a ella le costaba inventar una excusa.

—Cathy, sé que yo subí esas camas, pero ¿Cómo las pusiste juntas? —preguntó papá—. ¿De dónde sacaste los colchones? —Luego pareciósobresaltarse por segunda vez al reparar en una cesta de merienda colocadaentre las camas—. ¡Cathy ! —rugió, echando chispas por los ojos—. ¿Por qué hade repetirse la historia? ¿Acaso no podemos aprender de los errores de otros?¿Tenemos que hacer eso otra vez?

¿Otra vez? ¿De qué estaba hablando?—Catherine —prosiguió papá, con el mismo tono frío y duro—, no te quedes

ahí plantada con aire de inocencia, como una niña mala sorprendida al hurtaralgo. ¿Qué pintan ahí esas camas, con sábanas limpias y mantas nuevas? ¿Y lacesta de la merienda? ¿Acaso no vimos durante demasiado tiempo otrassimilares, para que tengamos que continuar viéndolas durante toda la vida?

Pensé que había unido aquellas camas para que ella y yo pudiésemostumbarnos y descansar después de bailar, como habíamos hecho algunas veces.Y una cesta no era, a fin de cuentas, más que eso, una cesta como otracualquiera.

Me acerqué un poco más y me oculté detrás de un puntal que apuntalaba lasvigas. Había entre ellos algo triste y doloroso, algo reciente, como una fea heridaque se negase a cicatrizar. Mi madre pareció avergonzada y súbitamente turbada.El hombre a quien yo llamaba papá parecía aturdido, y comprendí que deseabaabrazarla y perdonarla.

—Cathy, Cathy —suplicó, con angustia—, ¡no seas como ella, por lo que másquieras!

Mamá irguió la cabeza, echó los hombros hacia atrás y le miró conarrogancia. Luego se apartó los largos cabellos de la cara y le dirigió una sonrisaencantadora. ¿Hacía todo eso solamente para que él cesase de formularpreguntas a las que no quería responder?

Sentí un frío extraño en la mohosa penumbra del ático. Me estremecí y medieron ganas de echar a correr y huir de allí. Me avergonzaba de estar espiando,una actividad más propia de Bart. Pero ¿cómo podía escapar sin que ellos loadvirtiesen? Tenía que permanecer en mi escondrijo.

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—Mírame, Cathy. Ya no eres una dulce jovencita ingenua, y esto no es unjuego. No hay razón para que esas camas estén ahí. Y la cesta de la meriendasólo acrecienta mis temores. ¿Qué diablos estás tramando?

Mamá tendió los brazos como para abrazarle, pero él la rechazó y continuó:—No trates de seducirme cuando siento náuseas. Todos los días me pregunto

cómo puedo regresar a casa y no estar harto de ti, y sentir lo mismo que hacetantos años, después de todo cuanto ha sucedido. Sin embargo, sigo amándote añotras año, necesitándote y confiando en ti. ¡No aceptes mi amor y lo conviertas enalgo repugnante!

El asombro nubló la expresión de mi madre, estoy seguro de que tambiénnubló la mía. ¿Acaso no la amaba él de verdad? ¿Era eso lo que quería decir?Mamá volvió a mirar las camas, como si le sorprendiera verlas allí.

—¡Ay údame, Chris! —exclamó, con voz apenas audible, acercándose más aél y tendiéndole los brazos. Él la rechazó, meneando la cabeza. Ella imploró:

—Por favor, no sacudas la cabeza, no actúes como si no entendieses nada. Norecuerdo haber comprado la cesta, ¡de veras! La otra noche soñé que subía aquíy juntaba las camas, pero hoy, cuando he subido y las he visto, he supuesto que túdebías haberlas colocado así.

—¡Cathy ! ¡Yo no puse las camas ahí! —Sal de las sombras. No puedo verdónde estás. Levantó las pequeñas y blancas manos, como si apartase unastelarañas invisibles. Después las miró fijamente, como si la hubiesen delatado, ¿orealmente veía telarañas entre sus dedos?

Al igual que papá, miré de nuevo alrededor. Nunca había estado el ático tanlimpio. El suelo había sido fregado y las cajas de trastos viejos aparecíanapiladas. Ella había tratado de crear un ambiente acogedor en el ático, colgandoen las paredes lindos cuadros de flores.

Papá miraba a mamá como si ésta estuviese loca. Me pregunté qué estaríapensando y por qué no lograba adivinar qué la afligía, siendo, como era, el mejormédico del mundo. ¿Intentaba acaso averiguar si ella simulaba simplemente suolvido? ¿O tal vez la expresión aturdida y trastornada de sus ojos espantados leindicaba lo contrario? Debía de ser así, porque, suave y amablemente, dijo:

—No tienes que asustarte, Cathy. Ya no estás nadando en un mar de engaños,ni te arrastra una resaca irresistible. No estás ahogándote, ni hundiéndote, niviviendo una pesadilla. No debes agarrarte a clavos ardiendo, puesto que metienes a mí. —Entonces le tendió los brazos, y ella se refugió en ellos y se aferróa él, como si estuviese a punto de ahogarse—. Estás bien, querida —murmuró,dándole palmadas en la espalda, acariciándole las mejillas y enjugándole laslágrimas que empezaban a brotar.

Le levantó cariñosamente la barbilla y aproximó despacio sus labios a los deella, y se fundieron en un beso largo, muy largo, que hizo que y o contuviese elaliento.

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—La abuela murió. Foxworth Hall ardió hasta los cimientos. Foxworth Hall.¿Qué era eso?

—No es verdad, Chris. Hace un rato la oí subir por la escalera, y tú sabes quele horrorizan los lugares estrechos y cerrados. ¿Cómo pudo subir por la escalera?

—¿No la oirías en sueños? Me estremecí. ¿De qué diablos estaban hablando?¿A qué abuela se referían?

—Sí —susurró, acercando los labios a la cara de él—. Creo que tuvepesadillas cuando me tendí en el patio del dormitorio después de bañarme. Nisiquiera recuerdo haber subido la escalera hasta aquí. No sé por qué vengo ni porqué bailo, a menos que esté perdiendo la cabeza. A veces tengo la impresión deque soy ella, y entonces me odio.

—No, tú no eres ella, y mamá se halla a muchos kilómetros de aquí y nopuede volver a hacernos daño. Virginia está a casi cinco mil kilómetros de aquí, ytodo aquello pasó. Cuando te asalte alguna duda, piensa que si conseguimossobrevivir a lo peor, ¿no es lógico que podamos soportar lo mejor?

Quería marcharme pero a la vez deseaba permanecer allí. Sentía quetambién me sumergía en su mar de engaños, aunque no comprendía de quéestaban hablando. Veía a dos personas, mis padres, como si fuesen dos extraños,dos desconocidos para mí, más jóvenes, menos fuertes y dignos de confianza.

—Bésame —murmuró mamá—. Despiértame y aleja a los fantasmas. Dique me amas y siempre me amarás, haga lo que haga.

Él obedeció y cuando la hubo tranquilizado, mamá le pidió que bailase conella. Volvió a aplicar la aguja sobre el disco y sonó la música de nuevo.

Yo, menudo y encogido, observé cómo trataba él de dar los difíciles pasos deballet que tan fáciles habrían sido para mí. Carecía de la habilidad y la gracianecesarias para acompañar a una bailarina tan extraordinaria como mi madre.Incluso resultaba fastidioso ver sus intentos. Pero pronto cambió el disco por otromás acorde a sus facultades. « Bailando en la oscuridad, hasta que la músicacese, bailamos en la oscuridad…» .

Ahora papá bailaba confiado, abrazándola estrechamente, apoyando lamejilla en la de ella, mientras se deslizaba sobre el suelo.

—Echo en falta las flores de papel que revoloteaban detrás de nosotros —comentó suavemente ella.

—Y abajo, los mellizos veían en silencio el pequeño televisor en blanco ynegro colocado en el rincón. —Él tenía los ojos cerrados, y su voz era dulce ysoñadora—. Tenías sólo catorce años, pero yo ya te amaba, para vergüenza mía.

¿Vergüenza? ¿Por qué?Él no podía conocerla, cuando ella tenía catorce años. Fruncí el entrecejo,

tratando de recordar cuándo se habían conocido. Mamá y su hermana menor,Carrie, habían huido de su casa poco después de que sus padres murieran en unaccidente de automóvil. Se dirigían en un autobús hacia el sur cuando una

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bondadosa negra las llevó a su patrono, el doctor Paul Sheffield, quien las tomógenerosamente bajo su protección y les ofreció un buen hogar. Al reanudarmamá sus clases de ballet, conoció a Julián Marquet, el hombre que sería mipadre. Yo nací poco después de morir él. Entonces mamá se casó con papá Paul,el padre de Bart. Pasó mucho, mucho tiempo hasta que mamá conoció a Chris,hermano menor de papá Paul. Por tanto, ¿cómo era posible que él la amase y acuando ella tenía catorce años? ¿Nos habían mentido? ¡Qué raro…!

Pero cuando terminó el baile, empezó de nuevo la discusión:—Bueno, te sientes mejor, ¿eh? Ahora vuelves a ser tú —dijo papá—. Quiero

que prometas solemnemente que, si me ocurriese algo mañana o dentro dealgunos años, no ocultarías a Bart y Jory en el ático para que no te estorbasen enotro matrimonio. Tienes que jurarlo por Dios.

Lleno de confusión, observó cómo mamá levantaba la cabeza y farfullaba:—¿Piensas eso de mí? ¡Maldito seas si crees que soy como ella! Tal vez junté

las dos camas, tal vez subí la cesta, pero jamás pasó por mi cabeza que… que…¡Tú sabes que nunca lo haría, Chris!

Hacer ¿qué? ¿Qué? La obligó a jurar, la forzó realmente a pronunciar laspalabras, sin dejar de mirarla fieramente con sus ojos azules.

Sudoroso ahora, y muy dolido, me sentí desilusionado y furioso con mi papá,que sin duda no sabía qué estaba diciendo. Mamá nunca haría algo así.¡Imposible! Ella me quería, y también a Bart. Aunque en ocasiones le mirasecon ojos sombríos, sería incapaz, completamente incapaz, de ocultarnos en elático.

Papá la dejó plantada en medio de la habitación y avanzó unos pasos paracoger la cesta. Después abrió la ventana y la arrojó. Esperó a que chocase contrael suelo antes de volverse de nuevo hacia mamá y decir agriamente:

—Quizá estamos agravando los pecados de nuestros padres al vivir juntos, ytal vez al final Jory y Bart tendrán que pagar por ello… Por consiguiente, no mehables esta noche de adoptar a un pequeño. ¡No tenemos derecho acomprometer a otra criatura en el lío que hemos armado! ¿No te das cuenta,Cathy, de que cuando pusiste esas camas aquí pensabas inconscientemente en loque harías en el caso de que se descubriese nuestro secreto?

—No —repuso ella, extendiendo las manos, suplicante—. No lo haría. Nopodría hacerlo…

—¡Así debe ser! —afirmó enérgicamente él—. Ocurra lo que ocurra, nuncaencerraremos, mejor dicho, nunca encerrarás a tus hijos en este ático parasalvarte o para salvarme a mí.

—¡Te odio por creerme capaz de eso!—Y yo me esfuerzo en tener paciencia. Estoy tratando de creer en ti. Sé que

todavía tienes pesadillas y que te atormenta cuanto sucedió cuando éramosjóvenes e inocentes. Pero tú debes procurar verte como eres. ¿No te has enterado

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aún de que el subconsciente traza a menudo el camino a la realidad?Retrocedió para tomarla en sus brazos, para mimarla y besarla, suavizando su

voz, mientras ella se aferraba desesperadamente a él. (¿Por qué tenía quesentirse tan desesperada?).

—Cathy, amor mío, borra ese miedo que te infundió nuestra cruel abuela.Ella quería que crey ésemos en un infierno cuy os tormentos eternos eran fruto dela venganza. Y no hay más infierno que el que forjamos nosotros mismos, delmismo modo que sólo existe el cielo que nos creamos entre nosotros. Nodestruyas mi creencia, amor mío, con tus actos inconscientes. Yo no puedo vivirsin ti.

—Entonces, no visites a tu madre este verano.Levantó los ojos y fijó en ella una mirada apesadumbrada. Me deslicé sin

ruido hasta quedarme sentado en el suelo, y les observé fijamente. ¿Qué sucedía?¿Por qué sentía de pronto un miedo tan grande?

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BART

« Y el séptimo día, Dios descansó» , leyó Jory, mientras yo acababa de apretardelicadamente la tierra sobre las semillas de pensamientos con que habríamos decelebrar el cumpleaños de la tía Carrie y el tío Cory, el 5 de may o, unos tíos aquienes nunca había conocido. Ambos habían muerto hacía mucho, muchísimotiempo, antes de que yo naciese. La gente moría con facilidad en nuestra familia.(¿Por qué les gustarían tanto los pensamientos? Eran unas florecitas tontas, deaspecto mofletudo). Hubiese querido que mamá no considerase tan importantecelebrar los cumpleaños de los muertos.

—¿Sabes qué ocurrió después? —preguntó Jory, como si uno tuviese que serestúpido a los nueve años, y él fuese ya un hombre adulto—. Al principio, cuandoDios creó a Adán y Eva, éstos vivían en el jardín del Edén completamentedesnudos. Entonces, un día, una malvada serpiente les dijo que era pecado andardesnudos por ahí, y Adán se puso una hoja de higuera.

¡Caramba…! Una gente desnuda que ignoraba que andar desnudo era malo.—¿Y qué se puso Eva? —pregunté, mirando alrededor por si veía una hoja de

higuera.Él siguió leyendo con un sonsonete que me llevó a los viejos tiempos cuando

Dios observaba a todo el mundo, incluso a la gente desnuda que era capaz dehablar con las serpientes. Jory dijo que podía componer música mental para losrelatos bíblicos, lo que me irritó y asustó. ¡A quién se le ocurre bailar al son deuna música mental que yo no podía oír! Hacía que me sintiese estúpido, invisible,más lerdo que loco.

—¿Dónde se encuentran hojas de higuera, Jory ?—¿Por qué?—Si tuviese una, me quitaría la ropa y me la pondría.Jory echó a reír.—Ésta sí que es buena, Bart. Para un chico, sólo hay una manera de ponerse

una hoja de higuera… Sentirías vergüenza.—¡No es verdad!—¡Ya lo creo que lo es!—¡Yo nunca siento vergüenza!—¿Acaso sabes qué es? Además, ¿has visto alguna vez a papá llevando una

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hoja de higuera?—No… Pensé que si jamás había visto una hoja de higuera, ¿cómo podía

saber si la había llevado o no? Así se lo dije a Jory.—Chico, ¡te habrías dado cuenta! respondió, con otra risa burlona.Después guiñó un ojo y subió de un salto todos los peldaños de mármol, con

una agilidad que no pude dejar de admirar. Yo tenía que subirlos de uno en uno.Ojalá fuese tan ligero como él. Ojalá pudiese bailar y gustar a todo el mundocomo él. Jory era más alto, mayor y más listo que yo… pero espera unmomento. Quizá podría ser más listo que él, aunque desde luego no más alto. Micabeza era muy grande, y por tanto tenía que haber un gran cerebro en ella. Encuanto a la estatura, crecería poco a poco hasta alcanzar y superar a Jory. Bueno,llegaría incluso a ser más alto que papá, más que el gigante del cuento Juan y eltallo de habichuelas, que era el más grande del mundo.

Nueve años… Ojalá tuviese catorce. Y ahí estaba Jory, esperándome sentadoen el escalón de arriba, insultante, odioso. Seguro que Dios no se había portadobien conmigo en el reparto de cualidades. Recordé aquella vez, hacía cinco años,cuando yo tenía cuatro, que Emma nos regaló un polluelo a cada uno, unassuaves bolitas de pelusa amarilla, que piaban y alborotaban. Nunca había sentidonada tan bueno en mi vida. Lo mimé, lo sostuve en la mano, lo olí y lo pusedelicadamente en el suelo y… ¡maldito sea!, cayó y estaba muerto.

—Has apretado —dijo papá, que entendía de estas cosas—. Ya te advertí queno debías sujetarlo con demasiada fuerza. Los pollitos son frágiles y hay quecogerlos con mucho cuidado. Tienen el corazón muy cerca de la superficie. Así,pues, la próxima vez usa las manos con delicadeza. ¿Entendido?

Pensé que Dios podía castigarme con la muerte, aunque casi toda la culpa erasuy a. ¿Tenía yo la culpa de que las puntas de mis nervios no llegasen hasta lasuperficie de mi piel? ¿Tenía yo la culpa de no sentir el dolor como las demáspersonas? ¡La culpa era suya! Entonces me estremecí, temeroso de que mehiciese algo. Pero una hora más tarde, cuando comprendí que me habíaperdonado, me dirigí al pequeño gallinero donde rondaba solo el polluelo vivo deJory. Lo cogí y le dije que tenía en mí un amigo. ¡Chico!, cómo nos divertimos,persiguiéndole yo y persiguiéndome él, hasta que de pronto, al cabo de sólo doshoras de juego, el polluelo cayó patas arriba, ¡muerto también!

Me repugnaban las cosas frías y yertas. ¿Por qué había aguantado tan poco?« ¿Qué te pasa? —exclamé—. ¡Esta vez no he apretado! ¡No te he cogido con lasmanos! He tenido cuidado… Conque deja de hacerte el muerto y levántate, opapá imaginará que lo he hecho adrede» . En una ocasión había visto a papásacar a un hombre del agua y salvarle la vida haciendo que expulsase el agua yentrase aire en sus pulmones; por consiguiente, hice lo mismo al polluelo. Sinembargo, siguió muerto. Después le hice un masaje en el corazón y recé, perono se recuperó.

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Yo no servía para nada. No podía mantenerme limpio. Emma decía que lavarmi ropa era una pérdida de tiempo. Era incapaz de fregar un plato sin que se meescapase de las manos. Los juguetes se desvencijaban al poco rato de tenerlos yoy los zapatos nuevos parecían viejos a los diez minutos de ponérmelos. No eraculpa mía que su piel se desgastara tan fácilmente, sino de los zapateros, que nosabían hacer buenos zapatos que no se estropeasen. No pasaba día sin que mearañase o tuviese que vendarme las rodillas. Cuando jugaba al béisbol, tropezabay caía entre las bases. Mis manos eran incapaces de agarrar bien las cosas, y poreso mis dedos se doblaban hacia atrás; en dos ocasiones me los rompí. Me habíacaído tres veces de los árboles, la primera me fracturé el brazo derecho, lasegunda, el izquierdo y la tercera sólo sufrí unas magulladuras. Jory nunca serompía nada.

No era de extrañar que mamá repitiese continuamente que no debíamos ir alviejo caserón de al lado, donde había tantas escaleras porque sabía que, tarde otemprano, me caería por ellas y me rompería todos los huesos.

—Lástima que te falte coordinación —farfulló Jory. Después se levantó ygritó—: Bart, ¡deja de correr como una niña! Inclina el cuerpo, emplea laspiernas como palancas impulsoras, levanta la cabeza, ¡y lánzate! No pienses quevas a caerte. Si no lo piensas, no te caerás. Y si me alcanzas, ¡te daré mi pelotasuperveloz!

¡Oh! Aquella pelota era lo que más deseaba en el mundo. Jory sabía lanzarlade modo que describiese una curva. Cuando la arrojaba contra botes de hojalatacolocados sobre el muro, los derribaba uno tras otro. Yo nunca atinaba a aquelloque apuntaba. En cambio, hacía blanco en muchas cosas que ni siquiera veía,como ventanas y personas.

—¡No quiero tu vieja pelota! —dije, jadeando, aunque sí la quería.Era mejor que la mía, pues a él siempre le entregaban las cosas mejores.Me miró con compasión y me dieron ganas de gritar. ¡Odiaba la compasión!—Te la daré aunque no ganes la carrera a cambio de la tuy a. No pretendo

herir tus sentimientos. Sólo quiero que dejes de temer hacerlo todo mal; entonces,quizá consigas hacerlo bien. A menudo el enfado ayuda a triunfar.

Sonrió, y sospecho que si mamá hubiese estado allí habría encontrado que susdientes blancos eran encantadores. En cambio, mi cara había sido creada paraobservarla con el entrecejo fruncido.

—No quiero tu vieja pelota —repetí, negándome a dejarme conquistar por unapuesto y gracioso joven de catorce años, descendiente de una larga estirpe debailarines de ballet ruso que se habían casado con bailarinas.

¿Qué tenían de particular los bailarines? ¡Nada, nada! Dios había sonreído aJory y le había concedido unas bonitas piernas, mientras que las mías parecíanpalos nudosos, siempre a punto de sangrar.

—Me odias, ¿verdad? Te gustaría que muriese, ¿no?

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Me dirigió una larga y extraña mirada.—No, no te odio ni deseo que mueras. Te quiero como hermano, aunque seas

torpe y quej icoso.—Muchísimas gracias.—Bueno, no hay de qué. Vayamos a echar un vistazo a la casa.Todos los días, después de salir del colegio, nos dirigíamos al alto muro blanco

y nos sentábamos en él. Algunas veces entrábamos en la casa. En cuantoterminase el curso, no tendríamos nada que hacer en todo el día, salvo jugar.Resultaba agradable saber que la fantástica casa estaba allí, esperándonos, consus muchas habitaciones, pasillos de suelos quebrados, baúles llenos de tesorosocultos, techos altos y habitaciones extrañas con pequeñas alcobas contiguas y aveces una hilera de pequeños cuartos, como escondidos uno detrás de otro.

Allí vivían arañas que tej ían sus telas en lámparas de fantasía. Los ratonescorrían por todas partes, y tenían centenares de hij itos que lo ensuciaban todo.Insectos del jardín se internaban en la casa y trepaban por las paredes o sedeslizaban sobre las tablas del suelo. Bajaban pájaros por las chimeneas yaleteaban enloquecidos, buscando una salida. En ocasiones chocaban contra lasparedes o las ventanas, y cuando entrábamos, los encontrábamos muertos y nosdaban mucha lástima. En otras ocasiones, Jory y y o llegábamos justo a tiempo yabríamos las ventanas para que pudiesen escapar.

Jory creía que alguien debió de abandonar apresuradamente el viejo caserón.La mitad de los muebles permanecían allí, polvorientos y mohosos, despidiendoolores que hacían que Jory arrugase la nariz. Yo husmeaba y trataba de descifrarvoces ocultas. Si me quedaba absolutamente inmóvil oía hablar a los fantasmas,y cuando nos sentábamos en un viejo diván de terciopelo en silencio, subían delsótano unos débiles murmullos, como si los fantasmas quisieran susurrarnos sussecretos al oído.

—No digas a nadie que los fantasmas te hablan, pues pensarían que estás loco—me había advertido Jory.

Ya teníamos un loco en la familia: la madre de papá, que estaba en unmanicomio de Virginia. Cada verano viajábamos al este para visitarla a ella yunas viejas tumbas. Mamá se negaba a entrar en el largo edificio de ladrillos porcuyos verdes jardines paseaban personas elegantemente vestidas. Nadie habríaadivinado que eran dementes, de no haber estado allí unos cuidadores vestidos deblanco.

Cuando papá regresaba de ver a su madre, mamá siempre le preguntaba:—Bueno, ¿está mejor?Papá se entristecía al responder:—No, en realidad, no mucho, pero mejoraría si tú la perdonaras.Esto impresionaba siempre a mamá. Se comportaba como si quisiera que la

abuela permaneciese encerrada para siempre.

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—Escucha, Christopher Doll —dijo una vez mamá—, ves las cosas al revés.Es ella quien debería hincarse de rodillas y suplicar… ¡Es ella quien deberíapedir nuestro perdón!

El verano anterior no fuimos al este a visitar a nadie. Yo aborrecía las viejastumbas y a la vieja madame Marisha, con sus raídos vestidos negros y suenorme moño de cabellos negros y blancos. No me interesaba visitar de nuevo alas dos ancianas del este. En cuanto a los que estaban en la tumba, podían pasarsemuy bien sin las flores. Había demasiados muertos en nuestras vidas,embrollándolo todo.

—¡Vamos, Bart! —exclamó Jory, que y a había trepado por el árbol denuestro lado de la pared y se había sentado en ella para esperarme.

Conseguí subir y me senté al lado de mi hermano, que insistió en que meapoy ase contra el tronco por si acaso.

—¿Sabes una cosa? —inquirió Jory con aire pensativo—. Un día compraré amamá una casa tan grande como ésa. He oído varias veces que ella y papáhablaban de casas grandes, de modo que supongo que desea una may or que laque tenemos ahora.

—Sí, es verdad que hablan mucho de casas grandes.—A mí me gusta más la nuestra —comentó Jory, mientras yo golpeaba la

pared con los tacones.La pared era de ladrillos bajo la capa de estuco. Mamá había dicho una vez

que el hecho de que se viesen los ladrillos ofrecía « un contraste interesante» , yy o hacía lo posible para que la pared resultase todavía más interesante.

Sin duda uno podía perderse en la oscuridad de un caserón como aquél yvagar sin rumbo durante una infinidad de días. Ninguno de los baños funcionaba.No había agua, ni fruta en la despensa, ni vino en la bodega.

—Oy e, ¿no sería estupendo que una familia numerosa viviese ahí? —sugirióJory, que deseaba tanto como yo tener muchos amiguitos vecinos con quienesjugar.

Cuando volvíamos a casa después de salir del colegio nos quedábamos soloslos dos.

—Y si tuviesen dos chicos y dos niñas, sería perfecto —prosiguió Jory, conexpresión soñadora—. Me gustaría que todas las niñas viviesen en la casa de allado.

Claro, pensé. Estaba seguro de que deseaba que Melodie Richarme vivieseahí para poder verla todos los días, abrazarla y besarla como le había visto hacerunas cuantas veces. ¡Las chicas! Me daban asco.

—¡Odio a las niñas! —protesté—. ¡Prefiero que vengan chicos!Jory echó a reír y dijo que y o tenía sólo nueve años y que no tardarían en

gustarme las chicas más que los chicos.—¿Por qué tiene Melodie los brazos ricos? [1]

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—No digas tonterías. Richarme es su apellido. No significa nada.Precisamente cuando me disponía a decir que el tonto era él, pues todos los

apellidos significaban algo —¿por qué tenerlos, si no?—, dos camiones sedetuvieron al final del largo paseo de la mansión. ¡Vaya! Nadie iba nunca allí,salvo nosotros. Permanecimos sentados, observando los movimientos de lostrabajadores, ocupados en diversos menesteres. Algunos subieron al tejado decolor naranja —mamá decía que eran « tejas árabes» — y empezaron arevisarlo todo. Otros entraron en la casa, con escaleras y cubos que parecíancontener pintura. Unos llevaban grandes rollos de papel bajo los brazos mientrasotros comprobaban las ventanas, y algunos observaban los árboles y los arbustos.

—¡Vay a! —exclamó Jory, muy excitado—. Alguien debe de habercomprado esa casa. Seguramente vendrán a vivir en ella cuando esté arreglada.

Eso perturbaría la intimidad de papá y mamá, que solían decir que eraestupendo no tener vecinos que « perturbasen su intimidad» . Continuamossentados allí hasta que anocheció. Después, regresamos a nuestra casa y nadacomentamos a nuestros padres, pues sólo se decía algo en voz alta cuando eraverdad. Los pensamientos no contaban.

El día siguiente era domingo y fuimos de excursión a Stinson Beach. El lunespor la tarde, Jory y yo subimos de nuevo al muro, para contemplar aquel traj ín.Hacía frío y había niebla, pero podíamos ver lo suficiente para preocuparnos. Yano podríamos volver allí como si fuese nuestra casa. ¿Dónde jugaríamos ahora?

—¡Eh, chicos! —nos llamó otro día un hombre corpulento, mientrasestábamos observando—. ¿Qué hacéis ahí arriba?

—¡Nada! —respondió Jory. (Yo nunca hablaba con desconocidos, y Jory meincordiaba diciendo que sólo hablaba conmigo mismo).

—No me digáis que no hacéis nada, cuando os estoy viendo subidos ahí. Estacasa es propiedad privada; por tanto, ¡no volváis a acercaros, u os enteraréis dequién soy yo!

Era un hombre de verdad, de aspecto fiero. Su ropa de trabajo era vieja ysucia. Cuando se aproximó me fijé en que tenía los pies más grandes y las botasmás sucias que había visto en mi vida. Me alegré de que el muro tuviese tresmetros de altura, lo que nos daba una ventaja sobre él.

—A veces jugamos un poco por ahí —dijo Jory, que a nadie temía—, pero noestropeamos nada. Lo dejamos todo igual que lo encontramos.

—Pues de ahora en adelante, ¡manteneos lejos de aquí! —replicó el hombre,mirando primero a Jory y después a mí—. Una señora rica ha comprado estacasa y no quiere que los chicos merodeen por aquí. Y no supongáis que podréissaliros con la vuestra porque es vieja y vive sola. Vendrán criados con ella.

Criados. ¡Caramba!—Los ricos consiguen cuanto quieren —masculló el gigantón, mientras se

alejaba—. Haz esto y aquello antes de que te lo ordene. Dinero… ¿Qué no haría

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yo si lo tuviese?Nosotros sólo teníamos a Emma; por lo tanto no éramos verdaderos ricos.

Jory decía que Emma era como una tía soltera, ni verdadera parienta, ni criada.Para mí, era sólo una persona a quien conocía de toda la vida y que me queríamucho menos que a Jory. Yo tampoco la quería; por consiguiente, no meimportaba.

Pasaron semanas, y el curso terminó. Aquellos trabajadores seguían allí.Papá y mamá y a lo habían advertido y no se sentían muy felices ante laperspectiva de que se presentasen unos vecinos a quienes no pensaban visitar nidar la bienvenida. Jory y y o nos preguntábamos por qué no querían queacudiesen amigos a nuestra casa.

—Es el amor —murmuró Jory—. Todavía están en una especie de luna demiel. Recuerda que Chris es el tercer marido de nuestra madre. Su amor todavíaestá en flor.

—¿Flor? Yo no veía ninguna. Jory había superado el primer año de la escuelasuperior con brillantes notas. Yo había aprobado el quinto curso por los pelos. Nome gustaba el colegio. Tampoco me gustaba la vieja mansión que ahora parecíanueva. Podíamos despedirnos ya de las horas fantásticas, llenas de misterio, quehabíamos pasado allí y que tanto nos habían divertido.

—Tendremos que esperar hasta que podamos entrar a hurtadillas y ver a laanciana —susurró Jory, para que los jardineros no pudiesen oírle.

Había allí muchas hectáreas de tierra, ocho o quizá más. Se requeríanbastantes personas para limpiar tal extensión, porque los que trabajaban en eltejado dejaban caer muchas cosas. El patio estaba repleto de papeles, clavos yastillas, procedentes de la obra de reparación, además de la hojarasca quepenetraba por la verja de hierro situada cerca de lo que Jory denominaba« callejón de los enamorados» .

El odioso capataz estaba recogiendo botes de cerveza y avanzó hacianosotros. Al vernos, frunció el entrecejo, como si estuviésemos haciendo algomalo.

—¿Cuántas veces tendré que repetirlo, muchachos? —vociferó—. ¡No meobliguéis a decirlo de nuevo! —Puso los gruesos brazos en jarras y nos miró,furioso. Ya os advertí que debíais alejaros de este muro. De modo que ¡largaos!

Jory no tenía ganas de moverse, ya que no consideraba que hubiera nadamalo en permanecer allí sentado mirando.

—¿Estáis sordos? En un instante el bello semblante de Jory adquirió unaexpresión maligna.

—No, no estamos sordos. Nosotros vivimos aquí. Esta pared es medianera y,por tanto, tan nuestra como de ella. Así lo dice nuestro papá. Por consiguiente,estaremos aquí y miraremos todo el tiempo que queramos. ¡Y guárdese degritarnos y decir que nos « larguemos» !

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—Un niño descarado, ¿eh? —dijo el hombre, que se alejó sin mirarme,porque y o sólo era descarado… por dentro.

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UNA INTRUSIÓN

Era la hora del desayuno. Mamá estaba hablando a papá de una de sus alumnas.Bart, sentado a la mesa frente a mí, comía un plato de cereales con expresiónceñuda. A él sólo le gustaban los bocadillos, que según papá no le convenían.

—No creo que Nicole salga de ésta, Chris —decía mamá, con airepreocupado—. Es horrible que los coches atropellen a tanta gente; y ella tieneuna hij ita de sólo dos años. En realidad, la pequeña me recuerda mucho a Carriecuando tenía la misma edad.

Papá asintió distraídamente con la cabeza, sin dejar de mirar el periódico dela mañana. La escena que había presenciado en el ático seguía intrigándome,sobre todo de noche, cuando no podía dormir. A veces me sentaba a solas en mihabitación y trataba de recordar lo que se ocultaba en lo más recóndito de mimente. Estaba seguro de que debía de tratarse de algo importante, pero no podíarecordar qué era.

Incluso ahora, mientras ellos hablaban de Nicole y su hija, seguía pensandoen aquella escena del ático, preguntándome qué significaba y quién era la abuelaque tanto les atemorizaba. Por otro lado, ¿cómo podían haberse conocido cuandomamá tenía sólo catorce años?

—Chris —suplicó mamá, intentando obligarle con su tono a dejar la páginadeportiva—, no me escuchas cuando te hablo. Nicole no tiene familia, ¿lo hasoído?, ni siquiera un tío o una tía que pueda cuidar de Cindy si ella se muere. Ysabes que no llegó a casarse con el chico a quien amaba.

—¡Hum! No te olvides de regar hoy el jardín —dijo él, antes de morder sutostada.

Ella frunció el entrecejo, realmente molesta. Él no la escuchaba como yo.—Creo que cometimos un error al vender la casa de Paul y trasladarnos aquí.

Sus estatuas no quedan bien en este marco.Esta frase atrajo, al fin, la atención de papá.—Cathy, acordamos que nunca nos arrepentiríamos de nada. Y hay cosas en

la vida más importantes que tener un jardín tropical donde todo crecedesaforadamente.

—¿Desaforadamente? ¡Paul tenía el jardín más cuidado que jamás he visto!—Ya sabes a qué me refiero.

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Después de un momento de silencio, ella volvió a hablar de Nicole y la niñade dos años que acabaría en un orfanato si su madre moría. Papá opinó queseguramente alguien la adoptaría. Se levantó y se puso su chaqueta.

—No seas tan pesimista. Nicole puede curarse. Es joven, vigorosa y,fundamentalmente, sana. Pero si te preocupa tanto, hablaré con sus médicos.

—Papaíto —gritó Bart, que había estado enfurruñado toda la mañana—,¡nadie me hará ir al este en verano este año! ¡No quiero ir y no podéisobligarme!

—Cierto —convino papá, pellizcando la barbilla de Bart y revolviéndole losya alborotados cabellos negros—. Nadie puede forzarte, y supongo que túprefieres quedarte solo en casa.

Se inclinó para despedirse de mamá con un beso.—Conduce con cuidado.Todos los días mamá le decía lo mismo antes de que él se marchase. Papá

sonrió y aseguró que tendría cuidado, y sus miradas se encontraron, y se dijeroncosas que yo comprendí hasta cierto punto.

—Había una vieja que vivía en un zapato —canturreó Bar—. Tenía tantoshijos, que no sabía qué hacer.

—Bart, ¿por qué has de estar siempre armando jaleo? Si no vas a terminar tudesay uno, pide permiso y levántate de la mesa.

—Pedro, Pedro, calabazas comía; tenía una esposa y mantenerla no podía.Vació una calabaza y en ella la metió, y ella desde entonces muy bien seencontró.

Sonrió a mamá, se levantó de la mesa y se fue… Era una manera de pedirpermiso.

¡Sería tonto! Tenía casi diez años y todavía cantaba canciones de cuna. Cogiósu viejo suéter favorito, se lo echó sobre un hombro y, al hacerlo, volcó un botede leche. La leche se derramó en el suelo, y Clover la lamió como un gato.Mamá estaba tan absorta mirando una foto de la hij ita de Nicole, que no loadvirtió.

Fue Emma quien enjugó la leche y miró furiosa a Bart, quien le sacó lalengua y se alejó saltando.

—Discúlpame, mamá —dije, poniéndome en pie para seguir a Bart.De nuevo en lo alto del muro, nos sentamos a observar, deseando ambos que

la dama de la casa de al lado se decidiese a ocuparla de una vez. ¿Quién sabe?Quizá tendría nietos…

—Siento perder esa vieja casa —se lamentó Bart—. No me gusta la genteque invade nuestra propiedad.

Pasamos el día traj inando, plantando más semillas, arrancando máshierbajos, y no tardé en preguntarme cómo pasaríamos todo el verano sin visitaruna sola vez la casa contigua.

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Bart también echaba en falta aquella casa. Por eso durante la cena mirabamalhumorado el plato todavía lleno.

—Tienes que comer, Bart —dijo papá—, o estarás demasiado débil paradivertirte en Disney landia.

Bart se quedó boquiabierto.—¿Disney landia? —Sus ojos negros se abrieron, entusiasmados—. ¿Iremos

de veras allí? ¿No iremos al este a visitar viejas tumbas?—Disney landia es parte de tu regalo de cumpleaños —explicó papá—. Allí

celebraremos tu fiesta, y después, iremos a Carolina del Sur. Así pues, no tequejes. Hay que tener en cuenta los deseos de otras personas, aparte de los tuy os.La abuela de Jory desea verlo al menos una vez al año, y como no fuimos elpasado verano, espera con más ilusión nuestra visita. Y también mi madrenecesita ver a su familia.

Miré fijamente a mamá. Su expresión era sombría. Todos los años semostraba inquieta cuando llegaba el momento de visitar a la madre de papá.Pensé que era una lástima que no comprendiese lo importantes que eran lasmadres. Quizá, como hacía tanto tiempo que había quedado huérfana, lo habíaolvidado, o tal vez estaba celosa.

—¡Oh! —exclamó Bart—. Prefiero Disney landia a cualquier otra cosa.Nunca, nunca me cansaré de Disney landia.

—Lo sé —repuso papá, con cierta sequedad. Pero cuando Bart estuvoconvencido de que se cumpliría su may or deseo, empezó a protestar de nuevocontra el proyecto de viajar al este.

—Mamá, papá, ¡yo no quiero ir! ¡Dos semanas es demasiado tiempo paravisitar viejas tumbas y a viejas abuelas!

—Bart —replicó vivamente mamá—, no debes ser tan irrespetuoso con losdifuntos. Tu propio padre yace en una de esas tumbas que no quieres visitar, ytambién tu tía Carrie. No dudes de visitar sus tumbas, y también a madameMarisha, tanto si quieres como si no. Y si vuelves a abrir la boca ¡no habrá viajea Disney landia!

Bart se resignó y trató de reparar su impertinencia.—Mamaíta, ¿por qué tu papá, que está muerto en Gladstone, Pa…?—Di Pensilvania, no Pa.—¿Cómo es que su retrato se parece tanto al papá que tenemos ahora?Los ojos de ella dejaron traslucir un profundo dolor. Resolví intervenir, furioso

por la manera que tenía Bart de incordiar a todo el mundo.—¡Huy! Dollanganger es un apellido horrible. Apuesto a que te alegraste de

librarte de él.Ella se volvió a mirar una fotografía grande del doctor Paul Sheffield y dijo,

suavemente:—Sí, fue maravilloso el día que me convertí en la señora Sheffield.

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Entonces papá pareció turbado. Me hundí más en el coj ín de terciopelo de misilla. Alrededor, en el aire, deslizándose por el suelo, se ocultaban en las sombrasretazos del pasado que ellos recordaban y y o no. Tenía catorce años y nada sabíade la vida aún, ni de cómo eran mis padres.

Por fin llegó el día en que terminaron las obras en la mansión. Entoncesacudieron mujeres de limpieza para adecentar las ventanas y fregar los suelos yjardineros para rastrillar, segar y podar de nuevo. Nosotros estábamos siemprependientes de lo que allí ocurría, atisbando a través de las ventanas oencaramados en el muro, donde nos sentábamos tranquilamente, como si nuncahubiésemos desobedecido las órdenes de nuestros padres.

—¡Va a venir! —murmuró Bart, muy excitado—. La anciana se presentaráen el momento menos pensado.

La casa había sido arreglada con tal magnificencia que esperábamos verllegar a una famosa estrella de cine, la esposa de un presidente, en definitiva,alguien importante. Un día, cuando papá estaba trabajando, mamá había salidode compras y Emma se encontraba, como siempre, en la cocina, vimos que unenorme y largo automóvil negro rodaba despacio por la larga avenida de la fincacontigua, seguido por otro más viejo, pero todavía de aspecto lujoso. Dossemanas atrás, aquella avenida, ahora asfaltada y completamente lisa, habíaestado revestida de cemento agrietado. Di un codazo a Bart para calmar suexcitación. Las hojas formaban alrededor de nosotros un espléndido pabellón quea la vez nos ocultaba y permitía contemplarlo todo.

Lenta, muy lentamente, el chófer estacionó el largo y lujoso automóvil.Después se apeó y rodeó el coche para abrir la portezuela. Nosotrosobservábamos con la respiración contenida. Pronto veríamos a la rica, riquísimaseñora… ¡que podía conseguir cuanto quisiera!

El chófer era joven y tenía un aire garboso. Incluso desde donde estábamospodíamos apreciar que era un mozo guapo. En cambio, el viejo que bajó delautomóvil no era en absoluto guapo. La presencia de aquel hombre mesorprendió. ¿Acaso no había dicho el capataz que sólo irían una dama y suscriados?

—Mira —murmuré a Bart—, ése debe de ser el may ordomo. No sabía quelos may ordomos viajasen en el mismo coche que sus amos.

—¡Odio a la gente que invade nuestra casa! —gruñó Bart. El flaco y viejomayordomo alargó una mano para ay udar a descender a una anciana queocupaba el asiento posterior. Sin embargo, la mujer pareció no verlo, pues seapoy ó en el brazo del chófer. ¡Caramba! Vestía de negro de la cabeza a los pies yse cubría la cabeza y la cara con un velo, como las mujeres árabes. ¿Sería viuda?¿Musulmana? Parecía muy misteriosa.

—Odio los vestidos negros que se arrastran por el suelo. Odio a las viejas quese cubren la cabeza con velos negros. Odio a los fantasmas.

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Yo no podía dejar de mirar a aquella señora fascinado, pensando que semovía con bastante gracia bajo la ropa negra. Incluso desde nuestro escondite,pude advertir que sólo sentía desprecio por el endeble y viejo may ordomo.¡Vay a! Ahí había un misterio.

La dama miró alrededor. Durante largo rato observó el muro blanco y eltejado de nuestra casa. Desde luego, no podía ver gran cosa. Yo había estadomuchas veces donde ella se hallaba en ese momento, y sabía que desde allí nopodía verse más que la punta del tejado y la chimenea. Sólo desde el segundopiso podían vislumbrarse algunas de nuestras habitaciones. Tendría que decirle amamá que plantase más árboles altos junto al blanco muro.

Entonces me pregunté por qué habrían talado los trabajadores algunosgrandes eucaliptos. Quizá ella deseaba contemplar nuestra casa y entrometerseen lo que no le importaba. Sin embargo, lo más probable era que no quisiera queaquellos árboles crecieran tan cerca de la casa.

El segundo coche se detuvo detrás del primero, y de él se apeó una doncellacon uniforme negro, delantal blanco y cofia. A continuación bajaron dos criadasvestidas con uniformes grises que empezaron a correr de un lado a otro portandomaletas, cajas de sombreros, plantas vivas y otras cosas, mientras la enlutadaanciana permanecía absolutamente inmóvil, con la mirada clavada en nuestrachimenea. ¿Qué le llamaba tanto la atención?

Entonces llegó una enorme furgoneta amarilla, de la que empezaron adescargar muebles elegantes. La dama continuó en el exterior, dejando que lascriadas decidiesen dónde había que colocar las cosas. Por fin, cuando una deellas se aproximó a la mujer para preguntarle algo, dio media vuelta ydesapareció en el interior de la mansión y con ella, todas las criadas.

—Bart, ¡mira el sofá que llevan aquellos hombres! ¿Has visto alguna vez unotan lujoso?

Pero hacía rato que él había perdido su interés por los recién llegados. Ahoraobservaba fijamente una oruga amarilla y negra que se deslizaba, ondulante, poruna delgada ramita no lejos de sus sucios zapatos. Lindos pajaritos trinabanalrededor; el cielo azul estaba lleno de algodonosas nubes blancas. El aire, limpioy fresco, estaba perfumado por el aroma de los pinos y los eucaliptos… y Bartestaba contemplando lo único desagradable que había a la vista. ¡Una repugnanteoruga!

—Odio los bichos feos que se arrastran y tienen cuernos —murmuró. Yosabía que siempre había deseado saber qué había dentro—. Apuesto a que esverde y pegajoso debajo de su capa peluda y de lindos colores. Tú, pequeño y vildragón que estás en esa rama, no vengas hacia mí. Si te acercas demasiado,puedes darte por muerto.

—No digas más tonterías. Mira la mesa que están entrando ahora aquelloshombres. ¡Chico! Seguro que aquel sillón procede de un castillo de Europa.

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—Un centímetro más, y lo pasarás muy mal.—¿Sabes una cosa? Tengo la impresión de que esa dama debe de ser

simpática. Una persona con tan buen gusto para elegir los muebles debe serforzosamente muy distinguida.

—Un centímetro más… ¡y te mato! —amenazó Bart a la oruga.Cuando se puso el sol, el cielo adquirió un color rosado, y anchas franjas

violetas hicieron que el crepúsculo fuese todavía más hermoso.—Bart, mira la puesta de sol. ¿Has visto alguna vez unos colores más bellos?

Los colores son como música para mí. Puedo oírlos cantar. Apuesto a que si Diosme dejase ciego y sordo en este momento, seguiría oyendo la música de loscolores y percibiéndolos en el fondo de mis ojos. Y bailaría en la oscuridad, sindarme cuenta de la falta de luz.

—Tonterías —susurró mi hermano, sin dejar de observar a la vellosa orugaque se acercaba más y más al zapato asesino levantado sobre ella—. La cegueraes negra como la pez. No hay colores. No hay música. No hay nada. La muertees silencio.

—He dicho sordo…. S–o–r–d–o, no muerto[2]. En ese mismo instante Bartaplastó a la oruga con el zapato. Después saltó del árbol al suelo y restregó lasuela sobre el tierno césped del jardín de la dama para limpiarlo de aquel jugoverde y pegajoso.

—¡Has hecho algo muy ruin, Bart Winslow! Las orugas son una fase de lallamada metamorfosis. La que acabas de matar se habría convertido en lamariposa más bella de todas. Por lo tanto, no has matado a un dragón, sino a unareina de las hadas… o al amante más dulce de las rosas.

—Eso son historietas de ballet —replicó, pero parecía un poco asustado—. Entodo caso, nada puedo hacer —dijo, con inquietud, mirando en torno a sí—.Pondré una trampa y capturaré una oruga viva. La cuidaré y esperaré a que seconvierta en una reina de las hadas. Después la soltaré.

—Bueno, sólo era una broma. De todos modos, de ahora en adelante, nomates ningún insecto, salvo si está en los rosales.

—¿Puedo matar a todos los que encuentre en los rosales? Era extraño el afánque sentía Bart de matar a los insectos. Una vez le sorprendí arrancando una auna las patas de una araña, antes de aplastarla entre el pulgar y el índice.Entonces la sangre negra captó su interés.

—¿Sienten dolor esos bichos?—Sí —dije—, pero no debes preocuparte por eso. Tarde o temprano, tú

también sentirás dolor. No llores, no era más que un gusano peludo, no un rey ouna reina de las hadas. Bueno, regresemos a casa.

Me compadecía de él, porque sabía que le inquietaba mucho no poder sentirel dolor como yo, aunque sabe Dios que hubiese debido alegrarse de ello.

—¡No! ¡No quiero volver a casa! Quiero ver por dentro la casa de al lado.

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Precisamente entonces salió Emma tocando la campanilla para anunciar quela comida estaba preparada, y los dos corrimos hacia casa.

Al día siguiente volvimos a subir al muro. Los de la agencia de mudanzashabían terminado su trabajo después de acostarnos nosotros. Ya no entraban nisalían camiones. Yo había pasado la mayor parte de la mañana y las primerashoras de la tarde en la clase de ballet de mamá, y Bart se había quedado en casa,jugando solo. Los días de verano eran largos. Sonrió, feliz, cuando me reuní conél.

—¿Listo? —pregunté.—¡Listo! —respondió.Tal como habíamos convenido previamente, nos encaramamos al muro y

saltamos al otro lado, descendiendo por un árbol recién plantado. Era un terrenoque nos estaba prohibido, pero, con razón o sin ella, lo considerábamos de nuestrapropiedad, porque lo habíamos poseído antes. Nos deslizamos como dos sombras.Bart miró los arbustos, que habían sido recortados con formas de animales. ¡Quéraro! Un gallo junto a una gorda gallina en un nidal. Curioso, realmente curioso.¿Quién habría supuesto que aquel viejo mexicano fuese tan hábil con las tijeras?

—No me gustan los arbustos que parecen animales —criticó Bart—. No megustan los ojos verdes. Los ojos verdes son ruines. Jory, ¡nos están observando!

—Calla. Mira dónde pones los pies. Sigue mis pisadas.Miré el cielo, que había adquirido un oscuro color morado, veteado por ray as

carmesíes que parecían de sangre fresca. Pronto sería de noche y la luna nosiempre mostraba una cara amable.

—Jory —murmuró Bart, tirando del faldón de mi camisa—, ¿no dijo mamáque debíamos estar en casa antes del anochecer?

—Todavía no es de noche.Pero faltaba poco. El blanco cremoso de la mansión se había convertido en

blanco azulado a la luz del crepúsculo, lo que le confería un aspecto inquietante.—No me gusta que hayan dado aspecto de nueva a esa casa vieja que

parecía un esqueleto. —Sin duda Bart tenía ideas propias—. Seguro que es horade volver a casa —insistió.

Hice caso omiso de sus tirones. Ya que habíamos llegado hasta ahí, debíamosseguir adelante. Me llevé un dedo a los labios y susurré:

—Quédate donde estás.Me dirigí a la única ventana iluminada de las muchas que tenía el enorme

caserón. Bart, en lugar de permanecer donde le había indicado, siguió pisándomelos talones. Le advertí de nuevo que anduviese con cuidado y después meencaramé en un pequeño roble que apenas si podía aguantar mi peso. Subí losuficiente para atisbar el interior de la casa. Sólo pude vislumbrar una granhabitación en penumbra, llena de bultos todavía sin abrir. Una lámpara alta ymuy gruesa me impedía ver, de modo que tuve que inclinarme hacia un lado.

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Distinguí vagamente una figura vestida de negro sentada en una mecedora demadera, que debía de ser muy incómoda en comparación con los mullidos ylujosos sillones y divanes que habían introducido en la casa. ¿Sería la mujer delvelo negro, la misma que habíamos visto en la entrada?

Los árabes llevaban túnicas; así que podía tratarse del enjuto may ordomo.Pero entonces vi una mano pálida y delgada, con muchos anillos relucientes, yestuve seguro de que era la dueña de la mansión. Me incliné más, buscando unamejor posición, y al hacerlo cruj ió la rama en que me apoy aba. La mujerlevantó la cabeza y miró en mi dirección.

Tenía los ojos muy abiertos y parecía asustada. Pensé que una persona que sehallase en una habitación iluminada no podía ver nada de lo que hubiese en laoscuridad. De todos modos, mi corazón latió con fuerza y contuve el aliento.Pequeños insectos nocturnos zumbaban alrededor de mi cabeza y empezaron apicar.

Debajo de mí, Bart gruñía impaciente. Sacudió mi frágil árbol. Sin dejar desujetarme, traté de indicarle por señas que se estuviese quieto. Afortunadamente,una doncella abrió la puerta en aquel momento y entró con una gran bandeja deplata en que había muchos platos cubiertos.

—¡Deprisa! —gimió mi hermano, aterrorizado—. ¡Quiero volver a casa!—¿De qué tenía miedo? Yo era el único que podía caerse del árbol. El ruido

de los platos y los cubiertos al ser colocados sobre la mesita ahogó el que hacíaBart. En cuanto salió la doncella de la habitación, la mujer de negro levantó lasmanos y se quitó el velo.

Empezó a comer, completamente a solas, justo cuando estaba segura de queningún ruido había delatado que alguien la estaba observando, la débil rama enque me apoy aba lanzó un fuerte chasquido.

Volvió la cabeza. Ahora era el momento de verla sin el velo negro, y la vi.¡La vi! Pero, en realidad, no vi su nariz, ni sus labios, ni sus ojos, sino sólo unascicatrices a ambos lados de su cara. ¿Le habría producido aquellas cicatrices ungato? De pronto compadecí a la anciana, que tenía que sentarse sola a una mesa,sin apetito para disfrutar de nada. No parecía justo vivir una vida tan solitaria yfalta de amor. Tampoco era justo que el destino me mostrase cómo podían losaños arrebatar la belleza a alguien que, en su tiempo, podía haber disfrutado de lamisma hermosura que mi madre.

—¿Jory…?—¡Calla…!Ella seguía mirando y, entonces bajó rápidamente el velo sobre su cara.—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¡Váy ase, quienquiera que sea! Si no lo

hace, ¡avisaré a la policía!Eso me convenció. Salté al suelo, agarré a Bart de la mano y eché a correr.

Él tropezó y cay ó, de modo que tuve que detenerme, como de costumbre. Le

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levanté y corrí de nuevo, obligándole a correr más deprisa de lo que habríapodido sin mi ayuda.

—¡Jory ! —jadeó—. ¡No tan rápido! ¿Qué has visto? Di, ¿era un fantasma?Era algo peor. Había visto cómo sería mi madre dentro de treinta años, si

vivía lo bastante para sufrir los embates del tiempo.—¿Dónde habéis estado?Mamá se interpuso en nuestro camino cuando tratábamos de deslizarnos hasta

el cuarto de baño para asearnos antes de que pudiese reparar en nuestra arrugaday sucia ropa.

—Venimos del jardín de atrás —respondí, sintiéndome culpable.Ella advirtió inmediatamente mi expresión, y sus recelos aumentaron.—No mientas, ¿dónde habéis estado?—Por ahí atrás…—Jory, ¿vas a mostrarte tan evasivo como Bart?La rodeé con mis brazos y apreté la cara contra su blando pecho. Era

demasiado mayor para hacer eso, pero sentí la súbita necesidad de que ella meamparase.

—Jory, querido, ¿qué te ocurre?No me ocurría nada. En realidad, no sabía qué me preocupaba. Había visto

personas viejas con anterioridad, como mi abuela Marisha. Pero ella siemprehabía sido vieja.

Aquella noche soñé con mamá, que aparecía como un ángel adorable quehechizaba a todo el mundo para que nadie envejeciese. Vi damas de doscientosaños que se conservaban tan jóvenes y hermosas como cuando tenían veinte…Sólo había una anciana vestida de negro, sola, meciéndose en su sillón.

Por la mañana, temprano, Bart se deslizó en mi cama y se acurrucó junto ami espalda, observando conmigo la niebla gris que envolvía los árboles, cubría lahierba dorada, borraba toda señal de vida y hacía que el mundo exteriorpareciese muerto.

Bart musitó:—La tierra está llena de muertos. Animales muertos y también plantas.

Forman lo que papá llama « mantillo» .La muerte. Mi hermano Bart estaba obsesionado por la muerte, y yo le

compadecía. Noté que se arrimaba más a mí, mientras ambos contemplábamosaquella niebla, que era como una parte de nuestras vidas.

—Nadie me quiere, Jory —se lamentó.—Sí te quieren.—No, no es verdad. Te quieren más a ti.—Sí, así es, se debe a que tú no los quieres, y ellos se dan cuenta.—¿Por qué quieres tú a todo el mundo?—No quiero a todo el mundo, pero sé sonreír y fingir que los quiero, aunque

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no sea cierto. Quizá tendrías que aprender a ponerte una careta alguna vez.—¿Por qué? No estamos en carnaval.Me dejó confuso, como aquellas dos camas del ático, como aquella cosa

extraña que existía entre mis padres y se manifestaba tan a menudo,recordándome que ellos sabían cosas que yo ignoraba.

Cerré los ojos y me convencí de que, en definitiva, todo era para bien.

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SALGO DE CAZA

Me miraban, pero no me veían. No sabían quién era yo. Para ellos no era másque una cosa que se sentaba a su mesa y trataba de tragar la bazofia que poníanen el plato. Las ideas bullían en mi cerebro, pero ellos no podían leer mispensamientos. No me comprendían en absoluto. Iría a la casa de al lado, a lamansión donde había sido invitado. Cuando estuviese allí, cuidaría mipronunciación; siempre me repetían que debía pronunciar bien las palabras. Puesasí lo haría, en honor de nuestra anciana vecina.

Iría solo. No se lo diría a Jory, pues él no necesitaba más amigos. Asistía a susclases de ballet, donde estaba rodeado de niñas bonitas, y eso era Suficiente; ycon Melodie, más que suficiente. En cambio, yo no tenía a nadie, salvo unospadres que no me entendían. En cuanto pudiese levantarme de la mesa deldesayuno, saldría rápidamente al jardín mientras Jory seguía comiendo sumontón de pastelitos cubiertos de azúcar. Era un cerdo…, ¡un maldito cerdo!

Hacía mucho calor. El sol brillaba demasiado. Las sombras se extendíanlargas sobre el suelo. El blanco muro se alzaba a gran altura, como si hubieseintuido que yo me dirigía allí y que era torpe, como si pretendiese ponerme lascosas difíciles. El árbol al que subí no era tan malo.

El jardín era tan grande que mis cortas piernas se cansarían. Ojalá tuvieseunas piernas largas y bonitas como Jory. Siempre me caía y me hería, peronunca sentía dolor. Papá se había sorprendido mucho al descubrirlo. « Como lasterminaciones nerviosas no llegan a tu piel, Bart, deberás tener mucho cuidadocon las infecciones. Podrías dañarte gravemente sin darte cuenta. Porconsiguiente, lava siempre los cortes y los rasguños con agua y jabón, y díselo atu madre o a mí para que te pongamos un desinfectante» .

Con agua y jabón se expulsaban los gérmenes. ¿Adónde irían? ¿Al cielo? ¿Alinfierno? Y ¿cómo serían los gérmenes? Jory había dicho una vez que eran unosmonstruos feos y diminutos. Cabían mil millones de ellos en la punta de un alfiler.Desgraciadamente, yo no tenía ojos de microscopio.

Eché otra larga, larguísima mirada al jardín y salté, cerrando los ojos para nover mi choque contra el suelo. Aterricé de lleno en un macizo de rosales; másrasguños que añadir a mi colección, y también más gérmenes. Pero no meimportaba. Agazapado allí, entorné los párpados para protegerme del sol y traté

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de descubrir los fieros animales salvajes que solían habitar en lugares oscuros ymisteriosos como aquél.

Allí, detrás de aquel arbusto… ¡un tigre! Levanté mi rifle y apunté concuidado. La fiera meneó la larga cola y echó chispas por los ojos. Se lamió lasquijadas, pensando que pronto me tendría como almuerzo. Apreté con fuerza elgatillo. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Te alcancé! ¡Estás muerto!

Con el rifle sobre el hombro, avancé cautelosamente por los senderos de lapeligrosa jungla, desdeñando un gatito blanco y pardo que maullabalastimeramente. (« Lastimeramente» era una de las palabras nuevas que teníaque emplear; una palabra nueva cada día. Papá entregaba una lista de sietepalabras a Jory y a mí e insistía en que debíamos utilizar la correspondiente acada día al menos cinco veces durante la conversación. No necesitábamos unvocabulario más extenso. Ya sabíamos lo suficiente).

Una tonadilla acudió a mi memoria. Aparecía en una película sobre WestPoint que había visto la noche anterior en la televisión. La canción estaba muybien:

« Una vez había un soldado… Bien, bien, bien…» .Marché al compás de la canción, con el rifle marcialmente sobre el hombro,

sacando el pecho y levantando la barbilla. Me encaminé directamente hacia lapuerta principal. Entonces golpeé con fuerza, usando la aldaba de bronce, que erauna cabeza de león con la mandíbula inferior colgando. Mi aspecto militar era tanadmirable que sabía que la anciana señora se quedaría impresionada. Losmédicos eran otra cosa, y también los bailarines. Pero un general de cincoestrellas… ¡era algo imponente! Y nadie poseía un nombre tan largo como elmío: general Bartholomew Scott Winslow Sheffield. Ni siquiera el de Jory JanusMarquet Sheffield era tan largo, ni sonaba tan bien. Sólo había que esperar a queel enemigo se enterase de quién dirigía la guerra.

Había supuesto que sería el rastrero y viejo may ordomo quien abriría lapuerta, pero lo hizo la anciana señora en persona. Yo la había visto algunas vecesen su jardín. Abrió sólo una rendija, lo justo para dejar entrar únicamente unmezquino rayo de sol.

—¿Bart…? —murmuró, con voz alegremente sorprendida.¿Se alegraba realmente de verme? Pero si ni siquiera me conocía.—¡Es estupendo, Bart! Deseaba que vinieses.—¡Apártese a un lado, señora! —ordené—. Mis hombres han rodeado la

casa. —Hice que mi voz sonase grave y ruda, para imponer respeto—. Todaresistencia es inútil. Será mejor que se rinda e ice bandera blanca. No tieneninguna posibilidad.

—¡Oh, Bart! —exclamó, sonriendo—. Has sido muy amable al aceptar miinvitación. Pasa y háblame de ti, de tu vida. Dime si eres feliz, si tu hermano esfeliz, si te gusta la casa en que vives, si quieres mucho a tus padres. ¡Quiero

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saberlo todo!Entré y cerré la puerta con una fuerte patada, como hacían todos los buenos

generales. Sus ojos azules sonreían, pero sus labios seguían cubiertos por aquelhorrible velo negro. ¡Qué raro! Mi gallardía militar se desvaneció como porensalmo. ¿Por qué tenía que llevar aquel espantoso velo?

—Señora —dije débilmente, sintiéndome de nuevo tímido e infantil—, ustedme llamó ayer por encima del muro. Me pidió que viniese aquí si me sentía solo.Por eso me escabullí…

—¿Te escabulliste? —preguntó, con voz extraña—. ¿Tienes que escabullirte detus padres? ¿Te castigan a menudo?

—No —respondí—. De nada serviría. Los azotes no me duelen, y no puedenamenazarme con dejarme sin comer, porque no me gusta la comida. —Inclinéla cabeza y murmuré—: Mamá y papá han prohibido molestar a las ancianasricas que viven en grandes casas encantadas próximas a la nuestra.

—¡Oh! —suspiró—. ¿Hay muchas casas grandes y encantadas habitadas porancianas ricas en este vecindario?

—¡Oh, no señora! —farfullé.Entonces me acerqué dando saltitos a la pared de un lindo Salón, desde cuy a

ventana podría ver a cuantos entrasen o saliesen. Me apoy é contra la pared ysaqué del bolsillo los adminículos necesarios para liar un cigarrillo, mientras ellase sentaba en la mecedora y me miraba. Observó cómo lanzaba anillos de humoal aire, y sonrió débilmente cuando éstos flotaron en torno a su cabeza. Elestúpido velo subía y bajaba al compás de su respiración. Me pregunté sidormiría con aquella cosa sobre la cara y la cabeza.

—A menudo os oigo hablar a ti y a tu hermano en vuestro jardín, Bart. Aveces me subo a una escalera para mirar por encima del muro. Supongo que noos importará. —Guardé silencio y seguí expulsando anillos de humo a su cara—.Habla, Bart, por favor. Siéntate y descansa. Ponte cómodo; quiero que te sientascomo en tu casa. Mis puertas estarán abiertas para ti y Jory. Estoy muy sola. Sólotengo al viejo Amos, el mayordomo. Resulta reconfortante tener una familia deverdad en la casa de al lado. Puedes decir lo que quieras, todo lo que se te antoje.

No tenía nada que decir, pero había una persona mayor que quería escuchar.¿De qué podíamos hablar?

—No está bien que la gente nos espíe a mí y a mi hermano.—No estaba espiando —replicó apresuradamente ella—, sino cuidando mis

rosales, que trepan por el muro y deben ser podados… No pude evitar oíros.Una espía, era una espía. Aplasté la colilla de mi cigarrillo con el tacón de mi

bota llena de polvo. El sol volvía a deslumbrar mis ojos, obligándome a bajar elala de mi sombrero. El viejo diablo Sol me daba sed.

—Señora, usted me pidió que viniese y aquí estoy… Conque vay a al grano.—Si te sientas, Bart, tomaremos un refrigerio. ¿Ves aquel cordón de

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campanilla? Mi doncella traerá helado y pastel. Como todavía falta mucho parala hora de la comida, no te quitarán el apetito.

No me importaba quedarme un poco más. Me dejé caer en un mullido sillóny miré los pies de la anciana, que apenas podían verse. ¿Llevaba tacones altos…?¿Sandalias de fantasía…? ¿Se pintaba las uñas de los pies? Entonces se abrió lapuerta, y entró una doncella mexicana con una fuente repleta de golosinas.¡Caramba! La doncella sonrió, inclinó la cabeza ante la dama y se fue. Aceptéeducadamente lo que ella me ofrecía —un poco de todo— y puse manos a laobra. No me gustaba la comida que al parecer me convenía pues sabía mal.Cuando hube dado cuenta del festín, me levanté para marcharme.

—Gracias, señora, por haber tratado tan amablemente a un viejo vaqueroque no está acostumbrado a esta clase de hospitalidad. Ahora tengo quemarcharme…

—Si tienes que irte, hazlo —dijo apesadumbrada. La compadecí porque vivíasólo con criados, y no tenía niños como y o—. Vuelve mañana si quieres y trae aJory contigo. Tendré de todo…

—¡No quiero traer a Jory !—¿Por qué?—¡Usted es mi secreto! ¡Él lo hace todo! ¡Yo nunca tengo nada que hacer!

Nadie me tiene simpatía.—Yo sí.¡Oh! Eso sonó muy bien en mis oídos. Observé su cara, pero sólo pude ver los

ojos azules.—¿Por qué le soy simpático? —pregunté asombrado.—No sólo me eres simpático, Bart Winslow —dijo, con extraño acento—,

sino que te quiero.—¿Por qué?No podía creerla. Las damas se enamoraban siempre de Jory, nunca de mí.—Hubo un tiempo en que yo tenía dos hijos, y ahora no los tengo —explicó

con voz triste, bajando los ojos—. Después quise tener otro hijo con mi segundomarido y no pude. —Me miró a los ojos—. Por eso quiero que tú ocupes el lugardel hijo que no pude tener. Soy muy rica, Bart. Puedo darte cuanto quieras.

—¿Lo que más deseo? ¿Lo que más deseo en realidad?—Sí, puedo darte todo lo que se puede comprar con dinero.—¿No se puede comprar todo?—Desgraciadamente no. Yo solía pensar que sí, pero ahora sé que con el

dinero no se pueden conseguir las cosas más importantes, cosas que daba porseguras y trataba con ligereza… ¡Oh! Si pudiese vivir otra vez, ¡qué diferentesería todo! Cometí muchos errores, Bart. Quiero hacer todo lo que sea buenopara ti, contigo… y, si tienes que guardarme como tu secreto, tal vez un día…Bueno, dejemos eso para más adelante. ¿Volverás?

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Parecía tan afligida, que me sentí inquieto. Froté los pies en el suelo y decidíque debía marcharme antes de que intentase besarme.

—Señora, he de regresar al campamento. Mis hombres estaránpreguntándose si he sido herido o muerto. Pero recuerde que está rodeada y nologrará ganar esta guerra.

—Lo sé —admitió, con gran pena—. Nunca he ganado cuando he tratado dejugar. Siempre acabé perdiendo, aun cuando pensaba que tenía todos los triunfosen la mano.

¡Como yo! Esa confidencia hizo que me apiadase de ella.—Señora, usted juega muy bien sus cartas, y la visitaré todos los días…,

incluso dos o tres veces.—Gracias, Bart. A qué quieres jugar, y las cartas estarán esperándote sobre

la mesa.Entonces se me ocurrió una idea. ¡Eran tantas las cosas que deseaba y no

llegaban nunca! No quería libros, juegos, juguetes ni otras cosas ordinarias.Deseaba algo distinto, y la miré, esperanzado… Tal vez ella me laproporcionaría.

—¿Cómo se llama?—Vuelve, y te lo diré.¡Desde luego que volvería! ¡Ahora no podía mantenerme alejado de allí!Volví a casa y nadie advirtió mi presencia. Mamá empezó a hablar enseguida

de aquella niña de quien tendría que cuidar si su alumna predilecta, Nicole,moría. « Dios mío, haz que Nicole no muera» , recé en silencio.

—Juguemos a la pelota, Jory.—No puedo. Mamá me llevará en el coche a la clase de la tarde. Los padres

de Melodie me han invitado a cenar esta noche y después iremos al cine.A mí nadie me llevaba a ningún lugar, salvo mis padres. No tenía amigos, ni

siquiera un animalito propio. El maldito Clover quería más a Jory, y aullabacomo un condenado cuando le pisaba el rabo por accidente o tropezaba con él, loque era habitual pues siempre se metía entre los pies.

Unos días después me encaminé de nuevo hacia la puerta posterior.—¿Adónde vas? —preguntó mi madre, que estaba contemplando una foto de

aquella niña que quería adoptar.¡Cómo si no tuviese bastante con dos chicos! Ahora deseaba además una hija,

una niña tonta.—Contesta, Bart. ¿Adónde vas?—A ninguna parte.—Siempre que te pregunto qué has hecho y adónde has ido, respondes que no

has hecho nada y que no has ido a ningún sitio. Ahora quiero saber la verdad.Jory se echó a reír y la abrazó.—¡Oh, mamá! Después de tanto tiempo tendrías que conocerle. Cuando Bart

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sale por la puerta trasera, está en todas partes. Nunca he visto a un chico a quienle guste tanto fingir. Es esto, es aquello, y lo único que no es nunca… es él mismo.

La fuerza que puse en mis ojos malignos y penetrantes hubiese debidoobligarle a callar. Sin embargo, prosiguió:

—Prefiere la fantasía a la realidad, mamá. Eso es todo.Pero no era cierto. Me aburría; eso era todo. No conseguía nada de lo que

quería en la vida real, mientras que en mis ficciones todo lo hacía bien, todo lotenía. Después él y mamá se echaron a reír y prescindieron de mí. Loco. Ellosme volvían loco.

¡Maldecía a quienes se burlaban de mí! Pero el hecho de odiar a todo elmundo hacía que me sintiese malo. En cambio, mis aventuras imaginarias mehacían feliz. ¿Qué podía perder yendo a su casa? Nada. ¡Absolutamente nada!

Arriesgando la vida en la más oscura y peligrosa selva, me abrí camino haciasu casa. Me interné valientemente, desafiando la muerte una y otra vez, parallegar hasta ella; trepando a aquel árbol resbaladizo que se empeñaba enhacerme caer, escalando el alto muro que me separaba de ella. Contra el vientoy la nieve, bajo el granizo y la lluvia que helaban mis pies y cegaban mis ojos,seguí avanzando hacia ella.

Logré encontrar su casa por quinta vez en tres días. Y allí estaba ella,sonriendo debajo del velo, amándome como nadie más me amaba. Me sentí felizy contento cuando ella me llamó con los brazos abiertos. Corrí a refugiarme enellos y la abracé, ansioso por sentarme en su regazo y sentirme querido ymimado. Ella me necesitaba, necesitaba quererme como si fuese suy o. Suregazo no quemaba como yo había temido, ni me resultó tan horrible que mebesara en las mejillas, aunque sus besos parecían secos. ¡Maldito velo!

Como ella me quería, y o también la quería. Me había dado una habitaciónpara mí solo, para guardar las cosas que me regalaba; dos pequeños treneseléctricos con todos los accesorios, automóviles y camiones de juguete, ymuchos juegos. Todo eso para que jugase en su casa, no en la mía.

El tiempo fue pasando. Cada día la quería más. Entonces, un martes, encontréal escurridizo y viejo may ordomo, John Amos, en la habitación favorita de laanciana, revolviendo sus pertenencias y mascullando algo sobre una imbécil y sumanera de derrochar el dinero. No me gustó que él tocara sus cosas ni quehablase mal de ella cuando no podía oírle.

—¡Salga de aquí! —exclamé, con voz de hombre mayor—. Diga a la señoraque he llegado, a la cocinera que hoy me apetece comer chocolate y helado conpastelitos Oreo, no de los corrientes.

Me miró con una expresión terrible.—Alguna vez se puede confiar en unos pocos, y casi siempre, en nadie.

Considérate afortunado si puedes confiar en uno solo, pero siempre.¿Qué significaba eso? Le observé malhumorado y procuré olvidarme de él.

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No me gustaban sus dientes postizos, que resbalaban y le obligaban a ponerlos ensu sitio, y que chascaban también, como si no se ajustasen a su boca.

—La aprecias mucho, ¿eh? —inquirió, sonriendo taimadamente, moviendo lacabeza arriba y abajo y de un lado a otro, quizá para desorientarme—. Cuandoquieras saber toda la verdad sobre quién eres tú y quién es ella… acude a mí.

Las pisadas de la dama en la escalera hicieron que se escurriese fuera de lahabitación.

Escurridizo. Y hacía que yo me sintiese escurridizo y asustado. Yo sabía quiénera…, la may or parte de las veces.

Me quedé solo. No tenía nada que hacer. Me senté y crucé las piernas,imitando a mi papá, y después me recliné en el asiento para encender un puro delos más caros, lo que papá nunca hacía, pues a mamá no le gustaba que loshombres fumaran. A mi modo de ver, no había nada malo en el acto de fumar,pensé mientras expelía cuatro perfectos anillos de humo… que echaron a volarrumbo al Pacífico. Sin duda aterrizarían en Japón, sobre el monte Fuji.

—Buenos días, mi querido Bart. Me alegro mucho de verte.Entró y se sentó en la mecedora.—¿Tiene ya mi poni?Por su voz deduje que estaba preocupada.—Querido mío, sé que te prometí un poni, que ése era tu mayor deseo; pero

entonces no sabía las dificultades que un poni puede acarrear.—¡Me lo prometió! —exclamé. ¿Me había equivocado al depositar en ella mi

confianza? Por lo visto, no cumplía sus promesas.—Un poni requiere un establo, querido. Además quien lo monta huele mal.

Cuando volvieses a casa, tus padres y Jory sospecharían que tienes un animalitoaquí.

En lugar de replicar, me eché a llorar.—Toda mi vida he deseado tener un poni —dije, entre sollozos, al cabo de un

rato. Toda mi vida lo quise, y ahora creceré sin tenerlo…Gimoteé un poco más, bajé la cabeza y me dispuse a marcharme para no

volver.—Bart, hay un perro grande y muy hermoso que no huele y no te delatará.

Es un San Bernardo, un perro tan grande que puedes montar en él como en unponi. Si lo tienes limpio, no te delatará con su olor.

Me volví despacio y la miré fijamente.—¡No existe ningún perro tan grande como un poni!—¿Crees que no?—¡No! Se está burlando de mí. Ya no la quiero. Me iré a casa y no volveré…

No volveré hasta que tenga un poni al que pueda llamar Apple.—Querido, puedes llamar Apple a tu perro, aunque no coma manzanas[3]. Y

piensa en la envidia que sentirá Jory si tienes un perro más hermoso que el suyo.

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Me dirigí a la puerta muy disgustado.—Sólo los que son riquísimos pueden alimentar a un san Bernardo, Bart.Como si yo fuese una aguja y ella un imán, retrocedí inconscientemente. Ella

me subió sobre sus rodillas y me acunó, y no resultó tan desagradable, despuésde todo.

—Puedes llamarme abuela.—Abuela.Era hermoso tener al fin una abuela. Me apreté más contra ella y esperé que

me llamase « mi niño» , pero se limitó a mecerme y cantarme una nana. Mellevé el pulgar a la boca. Era estupendo sentirse abrazado y besado, amparado yquerido. Y, en todo caso, ella no olía a naftalina.

—¿Te pones ese velo porque eres fea? —pregunté, pues siempre había sentidocuriosidad por saber cómo era. El velo era casi transparente, pero no losuficiente.

—Creo que pensarías que lo soy, pero antaño fui muy hermosa, como tumadre.

—¿Conoces a mi madre? —pregunté. Se abrió la puerta y entró mi doncellapreferida, con una fuente de helado y bollos recién sacados del horno.

—Ahora come sólo un bollo, y conténtate con ese pedacito de helado paraque puedas volver después de la comida.

Siguió diciendo que no comiese tan deprisa porque era de mala educación yperjudicaba el sistema digestivo.

Mi educación era buena. Mi mamá me había educado bien. Por alguna razón,me enfadé y salté de su regazo, preguntándome al mismo tiempo qué tendría quedecirme John Amos. Me dirigí a la puerta y me encontré de pronto en el pasilloal mayordomo, que sonreía como un fantasma. Se inclinó un poco y dejó en mismanos un librito encuadernado en cuero rojo.

—Tengo la impresión de que no confías mucho en ti mismo —murmuró,silbando como una serpiente—. Ya es hora de que sepas quién eres en realidad.La dama que te dijo que la llamases abuela es tu verdadera abuela.

—¡Oh, Dios mío! Ignoraba que tuviese una abuela de verdad. Creía que misabuelas estaban muertas o encerradas.

—Sí, Bart, es tu abuela. Y no sólo eso, sino que estuvo casada con tu padre,con tu verdadero padre.

No sabía qué pensar, pero me sentía extraordinariamente feliz por tener unaabuela de verdad, auténtica y propia, de la misma manera que Jory tenía lasuya. Y no estaba muerta ni loca.

—Ahora escucha, muchacho, y no volverás a sentirte débil o torpe. Lee todoslos días un fragmento de este libro que te enseñará a ser como tu bisabuelo,Malcolm Neal Foxworth. Jamás hubo en el mundo un hombre más listo que tubisabuelo, padre de tu abuela, la que está ahora sentada en aquella mecedora y

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lleva un feo velo negro.—Pero ella es hermosa —repuse, porque no me gustaba lo que decía y su

forma de mirarme—. Nunca le he visto la cara, pero adivino por su voz que esguapa… ¡más guapa que usted!

Rió entre dientes y, rápidamente, cambió de expresión y sonrió.—Está bien, como quieras. Pero cuando hayas leído este libro, escrito por tu

querido bisabuelo, comprenderás que las mujeres no son de fiar, especialmentelas bonitas. Con su astucia, utilizan y manipulan a los hombres. No tardarás ensaberlo, cuando seas mayor. Tu padre era muy guapo, pero ella lo esclavizó, loconvirtió en un perrito faldero, como está haciendo ahora contigo.

¡Yo no era un perrito faldero! ¡De ninguna manera!—Bartholomew Winslow fue su segundo marido. Tenía ocho años menos que

ella y no sabía qué se hacía. Pensó que podría aprovecharse de ella, y fue ellaquien se aprovechó de él. Quisiera salvarte de ella, para que no acabes como tupadre: muerto.

Muerto. Casi todos los miembros de nuestra familia estaban muertos. Enrealidad, no me sorprendió lo que explicaba, salvo que desconocía que lasmujeres fuesen tan malas. Lo había sospechado, pero en realidad no lo sabía.Tendría que avisar a Jory.

—Bueno, si quieres salvar tu alma inmortal del fuego eterno del infierno, leeeste libro y aprende a ser fuerte y poderoso como tu bisabuelo. Entonces lasmujeres no volverán a dominarte, sino que tú las dominarás a ellas.

Miré su larga y macilenta cara, su fino bigote y sus dientes amarillos, porentre los cuales no sólo susurraba, sino que a veces silbaba. Era el hombre másfeo que jamás había visto. Emma había dicho más de una vez que la belleza se lahacía cada cual. En fin, pensé que no me perjudicaría saber algo de mi poderosobisabuelo ley endo el librito rojo lleno de caracteres como patas de araña.

Yo no era muy aficionado a la lectura. Prefería dedicar mi tiempo a otrascosas. Pero cuando estuve en el establo, cerca de la casita que pronto seríaresidencia de mi poni, me tendí de bruces en el heno. Deseaba tanto aquel ponique me dolía el corazón. No me importaba que oliese mal y que creaseconflictos. Abrí el libro, que parecía muy viejo.

« Empiezo este diario el día más amargo de mi vida: el día en que mi queridamadre se escapó de casa y me dejó por otro hombre. También abandonó a mipadre. Recuerdo qué sentí cuando éste me comunicó lo que ella había hecho; lomucho que lloré, y lo perdido que me sentí. Me sentía solo cuando me acostaba,y echaba de menos una madre que oy ese mis oraciones y me diese las buenasnoches con un beso. Yo tenía cinco años, y hasta el día en que se marchó ellahabía dicho siempre que yo era lo más importante en su vida. ¿Cómo podía haberdejado a su único hijo? ¿Qué diablo se apoderó de ella, para obligarla a volver laespalda a su amante hijo?» .

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« Yo era entonces muy inocente, muy ignorante. Cuando leí las palabras delSeñor, empecé a comprender que, desde Eva, las mujeres habían traicionado alos hombres de alguna manera, incluso las madres. Corinne, Corinne, ¡cómoempecé a odiar este nombre!» .

Era curioso. Sentí algo extraño al levantar los ojos del rojo diario, con suescritura pequeña y apretada que en ocasiones se hacía más grande al final de lapágina, como si hubiese querido usar todo el espacio.

Yo también temía a veces que mi madre se marchase sin ningún motivo, sólopor el deseo de apartarse de mí. Me asustaba tener que quedarme solo con unpadrastro que no podría quererme como si hubiese sido su verdadero hijo. Joryno lo pasaría mal, porque él disfrutaba con su baile, que era lo único que leimportaba.

—¿Te gusta el libro? —preguntó John Amos, que se había deslizado en elestablo y permanecía inmóvil en la sombra, observándome con sus ojosmenudos y brillantes.

—Sí, es muy bueno —conseguí decir, a pesar de que su lectura me hiciesesentir mal, temeroso de que mamá pudiese escapar con alguien que no fuesemédico.

Continuamente se quejaba de la profesión de papá, pues no le permitía estarmás tiempo en casa.

—Ahora sigue leyendo ese libro todos los días —me aconsejó John Amos,que quizá me tenía simpatía, pese a que su cara era ruin—, y aprenderás algosobre las mujeres y sobre la manera de dominarlas. —Podía escucharle mejorcuando no lo veía muy bien—. Y no sólo aprenderás a dominar a las mujeres,sino también a toda la gente. Ese librito rojo que tienes en las manos te librará delos errores que cometen muchos hombres. Recuerda esto cuando te canses deleer. Recuerda que Dios impuso a los hombres el deber de dominar a lasmujeres, que son, fundamentalmente, débiles y estúpidas.

Bueno, y o no había sospechado que mamá fuese débil y estúpida. Laconsideraba fuerte y maravillosa, y a mi abuela, generosa y amable y… encierto modo, mucho mejor que mi madre, que siempre parecía estar demasiadoatareada para ocuparse de mí.

—Malcolm era uno de esos hombres que llamaban la atención a los demás,Bart. Un hombre a quien todos respetaban y temían. Cuando uno puede inspiraresa clase de respeto, es reverenciado… como un dios. No debes hablar a tuabuela de este libro. Es mejor que no lo hagas y que finjas quererla como antes.No dejes nunca que las mujeres sepan lo que piensas. Resérvate tus más sincerospensamientos.

Tal vez tenía razón. Quizá, si leía ese libro hasta el final, acabaría siendo tanlisto como Jory, y todo el mundo me admiraría.

Aquella noche sonreí en mi cama, apretando el diario de Malcolm contra mi

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corazón. Aquél sería el instrumento que me convertiría en el hombre más ricodel mundo, un hombre como Malcolm Neal Foxworth, que había vivido en unlugar lejano llamado Foxworth Hall.

Ahora tenía dos amigos; mi señora abuela, vestida de negro, y John Amos,que hablaba conmigo más de lo que nunca lo había hecho papá. ¡Caramba! Eracurioso que personas extrañas se metiesen en mi vida y empezasen a darme másque mis padres.

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AZÚCAR Y ESPECIAS

Mamá había comprado una escuela de danza que todavía llevaba el nombre desu antigua propietaria. Había conservado el nombre, Escuela de Ballet de ManeDuBois, y dejaba que sus alumnos pensaran que era Mane DuBois. Más tardeexplicó a Bart y a mí que eso era más sencillo y provechoso que cambiar elnombre. Papá pareció estar de acuerdo.

La escuela estaba situada en la planta alta de un edificio de dos pisos, en SanRafael, no lejos de donde se encontraba el consultorio médico de papá. Confrecuencia comían juntos o bien pasaban la noche en San Francisco, para asistir auna representación de ballet o ir al cine, y ahorrarse el viaje de ida y vuelta.Emma se quedaba con nosotros, y por eso no nos molestaban demasiado aquellasausencias. Sin embargo, a veces, cuando les veía llegar felices y contentos, mesentía como excluido. Entonces pensaba que no éramos tan importantes paraellos como queríamos creer.

Una noche que no podía dormir, salí silenciosamente de mi habitación, con elúnico propósito de tomar un tentempié a medianoche. Cuando me hallaba en elpasillo, cerca del cuarto de estar, oí las voces de mis padres, voces fuertes.Estaban discutiendo, y raras veces se hablaban con tal aspereza.

No supe qué hacer, si esconderme o regresar a mi habitación. Entoncesrecordé la escena del ático y pensé que, para mi conveniencia y también para lade Bart, tenía que enterarme de lo que se traían entre manos.

Mamá llevaba todavía el lindo vestido azul que se había puesto para salir acenar con papá.

—¡No sé por qué sigues oponiéndote! —exclamó, paseando arriba y abajo ylanzando furiosas miradas a papá—. Sabes tan bien como y o que Nicole no serecuperará. Si esperamos a que esté enterrada, el Estado asumirá la custodia deCindy y nos costará muchísimo conseguirla. Debemos actuar ahora. Si laacogemos ahora, nos resultará más fácil que nos cedan su tutela. Por favor,Chris, ¡cambia de opinión!

—No —replicó fríamente él—. Tenemos dos chicos, y a es suficiente. Haymuchos matrimonios jóvenes que estarán encantados de adoptar a Cindy, parejasque no tienen tanto que perder como nosotros. Si la Oficina de Adopcionesempieza a investigar…

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Mamá extendió los brazos.—¡Es lo que estoy diciendo! Si nos ocupamos de Cindy antes de que Nicole

muera, la Oficina no tendrá motivos para investigar. Esta noche visitaré a Nicolepara explicarle mis intenciones. Estoy segura de que accederá a firmar todos losdocumentos legales que sean necesarios.

—Catherine —dijo mi padrastro, con voz firme—, no puedes hacer siemprecuanto se te antoje. Nicole tal vez se recupere en unas semanas, y aunquesufriera una invalidez permanente podría desear conservar a su hija.

—¿Y qué clase de madre sería?—Eso no es de nuestra incumbencia.—¡No puede recuperarse! Lo sabes tan bien como yo… Y, lo que es más,

Christopher Doll, y a he estado en el hospital y he hablado con Nicole; ella quiereque me quede con su hija. Me acompañó el abogado Simon Daughtry y susecretario, y ella firmó los papeles que le llevé. ¿Qué puedes hacer paraimpedírmelo?

Visiblemente impresionado, mi padrastro se cubrió la cara con las manos,mientras mi madre continuaba atacándole:

—Christopher, no ocultes tu rostro. Muestra la cara y reconoce que me hasobligado a actuar así. Estabas presente la noche en que nació Bart, diciéndomecon ojos suplicantes, que Paul no sería suficiente y que al fin serías tú quientriunfaría. Si no hubieses estado allí, rogándome con tus malditos ojos azules,nunca hubiese permitido que los médicos me indujesen a firmar aquellos papelesautorizando la esterilización. Habría parido otro hijo, aunque me hubiese costadola vida. Pero tú estabas allí, y por ti cedí, ¡maldita sea! ¡Por ti!

Sollozó y se dejó caer en el suelo, encogida sobre un costado, arañando conlos dedos la gruesa alfombra. Su larga melena rubia se extendió como un abanicode oro sobre la alfombra e hizo de almohada a su mejilla. Mientras seguíallorando, le reprochaba y se reprochaba lo que ambos estaban haciendo.

Pero ¿qué estaban haciendo? Ella se tumbó sobre la espalda y extendió losbrazos. Él se descubrió la cara y, profundamente herido, la observó.

—¡Tienes razón, Christopher! ¡Tú siempre tienes razón! Sólo en una ocasiónla tuve y o, y aquella única vez habría podido salvar la vida de Cory.

Sollozando, apartó la cabeza de la de papá, que se había arrodillado junto aella y trataba de ceñirla con sus brazos. Entonces le golpeó, y me quedéboquiabierto.

—¡También tenías razón cuando me aconsejaste que no me casara conJulián! Estoy convencida de que te regocijaste cuando nuestro matrimonioterminó en un lamentable fracaso. Seguro que te encantó que Julián no hiciesenada para impedir que Yolanda Lange destruyese cuanto poseíamos. Todoocurrió como habías pronosticado, y eso te alegró. Después Bart se asfixió en elincendio que consumió Foxworth Hall. ¿También te reíste para tus adentros,

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contento de librarte de él? ¿Creíste que me arrojaría a tus brazos y olvidaría todolo que debíamos a Paul? —Su voz se elevó y se tornó más estridente—. CuandoPaul y y o éramos amantes, nunca consideré que fuese demasiado viejo para mí,hasta que empezaste a incordiarme recordándome continuamente su edad. Quizáno habría prestado ninguna atención a Amanda y a lo que me contó, si tú no mehubieses herido de manera tan cruel por querer casarme con un hombreveinticinco años mayor que y o.

Me encogí aún más. Me avergonzaba permanecer allí, escuchando, perodespués de haber oído tantas cosas. Mamá estaba alterada, como si hubieseestado guardando todo aquello durante mucho tiempo para echárselo a la cara enel momento oportuno… Y parecía que el momento oportuno había llegado. Élretrocedió ante la furia de sus palabras.

—¿Recuerdas la tarde que me casé con Paul? —prosiguió mamá—. ¿Larecuerdas? Acuérdate del momento en que me entregaste el anillo que él puso enmi dedo. Vacilaste tanto que el pastor tuvo que apresurarte en voz baja. Y durantetoda la ceremonia estuviste suplicándome con la mirada. Entonces resistí, comodebía haber resistido después de que él muriera. ¿Deseabas que muriese pronto,para poder aprovechar tu oportunidad? ¡Un deseo cumplido, Christopher Doll!¡Ganaste tú! ¡Siempre ganas tú! ¡Te sientas a esperar haciendo mientras tantotodo lo posible para confundir mi vida! Bien. ¡Aquí me tienes, exactamentedonde me querías!, en tu cama, haciendo el papel de esposa. ¿Te divierte? ¿Sí?

Se echó a llorar y entonces le propinó una fuerte bofetada. Él retrocedió, sindecir nada. Mi madre no había terminado aún:

—¿No te das cuenta de que no habría ido en busca de Bart si tú no hubiesesestado siempre rondando cerca de mí, interponiéndote entre Paul y yo, haciendoque me avergonzase de lo que mamá nos había hecho a ti y a mí? Tenía quearrebatarle a Bart, pues sólo así podía castigarla por lo que nos había hecho. Yahora, después de la ayuda que Paul nos brindó al acogernos en su hogar, notienes siquiera la decencia y la generosidad de adoptar a una pobre niña quepronto será huérfana. Te niegas incluso a pesar de que yo ya he solventado lascuestiones legales, de tal modo que las autoridades no emprenderán ningunainvestigación. Pero tú sigues queriéndome para ti solo, convencido de que doshijos son suficientes para entorpecer nuestra intimidad, y que otra criatura podríaderribar nuestro castillo de naipes.

—Cathy, por favor… —dijo él.Ella le golpeó con sus pequeños puños y volvió a increparle:—Quizá incluso dij iste que Paul y a podía hacer el amor para que sufriera

otro ataque al corazón.Mamá se apartó, jadeando, con el rostro surcado de lágrimas, mirando

fijamente a papá. Él permaneció inmóvil, encorvado como petrificado ante loque acababa de oír.

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Aunque sentí ganas de llorar, por él, por ella, por Bart y por mí, no entendíanada de lo que estaba ocurriendo. Papá empezó a temblar ostensiblemente, comosi el frío invierno hubiese entrado de forma inesperada en nuestro cuarto de estar.¿Era verdad lo que había dicho mamá? ¿Era él el único causante de todas lasmuertes que afligían nuestras vidas? Me espanté, porque y o le quería.

—Dios mío, Catherine… —dijo él al fin, irguiéndose y dirigiéndose a suhabitación—. Si es esto lo que quieres, haré mis maletas y me marcharé antes deuna hora. Confío en que estés satisfecha, ¡esta vez ganas tú!

Ella se puso en pie de un gracioso salto y corrió detrás de él. Le agarró de unbrazo y le obligó a darse la vuelta antes de rodearle la cintura con los brazos yestrecharle con fuerza.

—¡Chris! —exclamó—. ¡Perdóname! Lo lamento. No pensaba lo que decía.He sido cruel, lo sé. Te amo, siempre te he amado. Miento, engaño, digocualquier cosa para salirme con la mía. Echo siempre la culpa de todo a losdemás, incapaz, como soy, de soportar que sea mía. No te atormentes ni tesientas traicionado. Haces bien en negarme la hija de Nicole, porque siempreacabo hiriendo a quienes amo. Destruyo lo que me es más querido. Si fuese unapersona sensata, habría encontrado las palabras adecuadas para consolar aCarrie; pero no dije lo que debía, ni a ella ni tampoco a Julián.

Siguió aferrada, mientras él permanecía tieso como un poste, sincorresponder a la pasión de su abrazo, sus palabras y sus besos. Ella tomó sumano inerte e intentó abofetearse con ella y, al no lograrlo, lo hizo ella mismacon la mano que tenía libre.

—¿Por qué no me pegas, Chris? Sabe Dios que te he dado motivos suficientesesta noche. No necesito tener a Cindy si te tengo a ti y a mis hijos…

Yo habría asegurado que mi padrastro se sentía impotente ante la tremendaangustia que ella expresaba. Su histrionismo le había acorralado en un rincón,donde él prefería permanecer el tiempo suficiente para comprender su situación.Pero ella volvió al ataque, exigiendo una respuesta, y enseguida empezó alevantar de nuevo la voz:

—¿Qué te sucede ahora, Christopher Doll? Estás ahí plantado, sin decir nada,tratando de juzgarme por tu propia moral. Reconoce la verdad, ¡y o no tengomoral! Crees que no soy más que una actriz que representa un papel, igual quenuestra madre representaba el suy o. Incluso ahora, después de tantos años, eresincapaz de adivinar si estoy fingiendo o no. ¿Sabes por qué? —Su voz se hizoofensiva, cínica—. Dado que nunca te has molestado en analizar mi lamentablecaso, lo haré y o por ti. Objetivamente, Christopher, no quieres saber cómo soyen realidad. Si no estoy actuando, y la faceta que ahora te muestro es miverdadero yo, te niegas a aceptar la realidad tal como es. Porque sabes que si lohicieses, descubrirías que has entregado tu desinteresado y gran amor a unamujer cruel, exigente y absolutamente egoísta. Adelante, ¡reconoce la verdad!

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No soy una diosa, nunca lo he sido y nunca lo seré. Has sido un estúpido, Chris, altratar, durante toda tu vida, de inventar, una Cathy distinta de lo que es, y eso teconvierte también en embustero, ¿no crees?

Echó a reír, y él palideció.—Mírame, Christopher. ¿A quién te recuerdo? —Retrocedió y le miró en

silencio durante largo rato, esperando. Al ver que él no respondía, prosiguió—:Vamos, contesta. Soy como ella, ¿verdad? Como era ella aquella noche enFoxworth Hall, cuando los invitados rebullían alrededor del árbol de Navidad enel salón de baile y ella vociferaba en la biblioteca como lo hago y o ahora,proclamando a voz en grito que su padre le pegaba y le había obligado a actuarcomo lo hizo. Lástima que no estuvieses allí para verlo. Y ahora, ¡grítame, Chris!¡Pégame! Chilla como estoy chillando y o, ¡y demuestra que eres humano!

Poco a poco, él perdía la paciencia. Me asusté al pensar lo que podría ocurrira continuación. Deseaba interrumpir aquella escena, porque si él alzaba la manocontra ella, yo correría a defender a mi madre. No permitiría que la golpease.

¿Oy ó ella mi muda plegaria? El caso fue que le soltó y se dejó caer de nuevoen el suelo. Aquella disputa tan violenta me abrumaba. ¿Por qué el nombre deFoxworth Hall despertaba miedos ocultos? ¿Y quién era aquella mujer de quienhablaban que no había parado de gritar? ¿Y dónde estaba papá Paul aquella vez,cuando mamá aún no conocía a su hermano menor…? Al menos, así lo habíandicho… ¿O acaso los padres mentían?

Foxworth Hall… ¿Por qué me resultaba ese nombre tan familiar?Una vez más, él se arrodilló a su lado y la abrazó con gran ternura, y ella no

luchó para desprenderse. Los rápidos besos de papá llovían sobre su cara pálida,tratando de ahogar las palabras que salían de su boca:

—¿Cómo puedes seguir amándome, Chris, si soy tan mala? ¿Cómo puedescomprender que me comporte en ocasiones de un modo tan perverso? Sé quesoy tan malvada como ella aunque daría la vida por reparar todo el daño que nosinfligió.

Sin decir palabra, él fijó su mirada en la de ella hasta que sus respiraciones sepausaron. Y la pasión, siempre latente, se inflamó, se encendió, y una especie dedescarga eléctrica recorrió también mí piel.

Para no ver demasiado, me escabullí hacia mí habitación, conservando en lamente la turbadora visión de ambos fundidos en un abrazo rodando por el suelo,rodando una y otra vez, abrazados, como salvajes… Lo último que oí fue elsonido de una cremallera al descorrerse, no sabía si de ella o de él. Eso meintrigaba. ¿Estaba bien que una mujer desabrochara la cremallera de un hombre,aunque éste fuese su marido?

Salí al jardín. En la oscuridad, cerca del alto muro blanco, junto a una pálidaestatua de mármol, me tendí en el suelo y eché a llorar. La estatua de Rodin, Elbeso, fue lo primero que vi al levantar la cabeza. No era más que una

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reproducción, pero me indicaba muchas cosas acerca de los adultos y sussentimientos.

Yo era un chico que había creído que la integridad de mis padres erainmaculada, que su amor era como un suave y reluciente lazo de seda. Sinembargo, ahora se me mostraba desgarrado, sucio, y había dejado de brillar.¿Habían disputado muchas veces más, sin que y o lo oyese? Intenté recordar. Meparecía que nunca se habían enzarzado en una pelea tan violenta; sólo habríanmantenido breves discusiones que enseguida quedaban resueltas.

Demasiado may or para llorar, me dije. Con catorce años ya era casi adulto.Empezaba a asomar un poco de vello sobre el labio y en algún otro sitio.Sorbiendo, procurando sofocar mis sollozos, corrí al muro blanco y trepé por elroble. Cuando estuve sobre la pared, me senté en mi lugar preferido y contempléla enorme y blanca mansión, de aspecto fantasmal a la luz de la luna. Pensé unay otra vez en Bart y en quién era su padre. ¿Por qué no le habían puesto elnombre de papá Paul? Lo más natural era que un hijo llevase el nombre de supadre. ¿Por qué Bart, en vez de Paul?

Mientras me planteaba aquellas cuestiones, llegó una niebla procedente delmar que, plegándose sobre sí misma, envolvió la casa hasta que no pude verla.La niebla gris se extendía en torno a mí, fantástica, temible y misteriosa.

Provenientes de la finca vecina, oí unos ruidos extraños y ahogados. ¿Estabaalguien llorando allí? Parecían fuertes sollozos desgarrados, acompañados degemidos y breves palabras que suplicaban perdón.

¡Dios mío! ¿Estaría llorando aquella pobre anciana, igual que había llorado mimadre? ¿Qué había hecho ella? ¿Tenía todo el mundo un pasado vergonzoso queocultar? ¿Sería yo como ellos cuando fuese mayor?

« Christopher» , oí decir entre sollozos. Sobresaltado, traté de descubrir dóndese hallaba. ¿Cómo sabía el nombre de mi papá? ¿O conocía ella a otroChristopher?

Estaba seguro de que algo oscuro y amenazador había entrado en nuestrasvidas. Bart estaba más raro que de costumbre. Algo o alguien estaba influyendoen él de una manera sutil que yo no acertaba a descubrir. Fuera lo que fueseaquello que cambiaba a Bart, nada tenía que ver con mamá y con papá, pues siy o no podía comprenderlos, mucho menos podía hacerlo él. Tanto lo que existíaentre mis padres como lo que le ocurría a Bart me afectaban de tal modo quesentía todo el peso del mundo sobre mis hombros, todavía demasiado débiles paraaguantarlo.

Una tarde, después de salir de la clase de ballet, volví deliberadamentetemprano a casa. Quería averiguar qué hacía Bart cuando yo no estaba. No sehallaba en su habitación ni en el jardín; por tanto, sólo podía estar en un sitio: lacasa de al lado.

No me costó encontrarle. Para mi sorpresa, estaba dentro de la casa, sentado

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en el regazo de aquella anciana siempre vestida de negro.Contuve el aliento. El pequeño truhán se dejaba mimar. Me acerqué más a la

ventana del salón. La mujer le arrullaba suavemente, mientras él contemplaba suvelado semblante. Los grandes ojos negros de Bart rebosaban inocencia, pero suexpresión cambió súbitamente para convertirse en la de una persona mayor ytaimada.

—Tú no me quieres de verdad —dijo, con un tono muy extraño.—¡Oh! Claro que te quiero —contestó ella dulcemente—. Te quiero más de lo

que he querido a nadie en el mundo.—¿Más de lo que podrías querer a Jory?¿Por qué diablos tenía que quererme a mí? La anciana vaciló, desvió la

mirada y respondió:—Sí, tú eres para mí alguien muy, muy especial.—¿Me querrás siempre más que a nadie?—Siempre, siempre…—¿Me darás todo lo que pida, sea lo que sea?—Sí, sí… Bart, querido mío, la próxima vez que vengas, encontrarás aquí… lo

que más deseas.—¡Será mejor que así sea! —amenazó Bart con una dureza que me

sorprendió.De pronto parecía varios años mayor de lo que era. Siempre cambiaba su

manera de hablar y de andar, siempre hacía comedia, fingía.Cuando regresase a casa, se lo contaría a mamá y a papá. Bart necesitaba

amigos de su edad, no una dama anciana. No era bueno para un chico carecer deamigos con quienes jugar. Entonces me pregunté de nuevo por qué mis padresnunca invitaban a sus amigos a casa, como solían hacer los demás padres.Vivíamos solos, aislados de los vecinos, hasta que esa musulmana, o lo que fuese,llegó y se granjeó el afecto de mi hermano. Debería alegrarme por él, y, sinembargo, todo aquello me inquietaba.

Por fin, Bart se levantó.—Adiós, abuela —dijo, empleando ahora su voz normal de niño.Pero ¿por qué diablos la había llamado « abuela» ? Esperé pacientemente

hasta asegurarme de que Bart se hallaba en nuestro jardín, y entonces me dirigí ala puerta del viejo caserón y llamé con fuerza. Esperaba que el viejomayordomo recorriera renqueando el largo pasillo hasta el vestíbulo paraabrirme, pero fue la propia anciana quien aplicó un ojo a la mirilla y preguntóquién era.

—Jory Marquet Sheffield —dije, con orgullo, como habría hecho mi papá.—Jory —murmuró ella, y al instante abrió la puerta—. Entra —me invitó

alegremente, apartándose a un lado para dejarme pasar. Entre las sombras delfondo percibí a alguien que se ocultaba rápidamente—. Me complace mucho que

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hay as decidido visitarme. Tu hermano ha estado aquí y ha agotado toda nuestraprovisión de helado, pero puedo ofrecerte un refresco, pastel y bollos.

No era de extrañar que Bart no comiese nada de lo que Emma preparaba.Esa mujer le atiborraba de porquerías.

—¿Quién es usted? —pregunté, enojado—. No tiene derecho a dar de comera mi hermano.

Ella retrocedió, con aire dolorido y humilde.—Siempre le aconsejo que espere hasta después de las comidas, pero él

insiste. Por favor, no me juzgues mal sin permitir que me explique.Me invitó con un gesto a sentarme en un sillón de uno de sus lujosos salones.

Aunque quería rehusar, mi curiosidad pudo más que mi recelo.La seguí hasta lo que bien podía haber sido el enorme salón de un palacio

francés. Había un piano de cola, magníficos divanes, sillones tapizados enbrocado, un escritorio y una larga chimenea de mármol. Entonces me volví paraverla bien.

—¿Cómo se llama?Ella titubeó y respondió, con voz muy débil:—Bart me llama… abuela.—Usted no es su abuela —repliqué—. Si usted le dice que lo es, le está

confundiendo, y Dios sabe, señora, que lo peor para mi hermano es undesconcierto mayor del que ya tiene.

Un ligero rubor coloreó su frente.—Yo no tengo nietos. Estoy sola. Necesito a alguien… y Bart parece que me

aprecia…Sentí compasión por ella y me resultó difícil expresar lo que había planeado

decir. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, conseguí hablar:—No creo que venir aquí sea bueno para Bart, señora. Si yo estuviese en su

lugar, procuraría disuadirle. Él necesita amigos de su edad…Aquí se quebró mi voz, porque, ¿cómo podía decirle que era demasiado

vieja? Además dos abuelas, una en una casa de locos, y la otra chiflada por elballet, eran más que suficientes.

Al día siguiente nos comunicaron, a Bart y a mí, que Nicole había muertoaquella noche y que a partir de entonces su hija Cindy sería hermana nuestra. Mimirada se encontró con la de Bart. Papá tenía la suya fija en el plato, pero nocomía. Oí el llanto de un bebé y miré, sorprendido, alrededor.

—Es Cindy —dijo papá—. Vuestra madre y yo estábamos junto a la camade Nicole cuando murió. Sus últimas palabras fueron para pedirnos quecuidásemos de su pequeña. Cuando pensé que vosotros dos también podríaisquedaros huérfanos como Cindy, comprendí que, dado el caso, moriría mástranquilo si supiera que mis hijos serían acogidos en un buen hogar… Porconsiguiente, dejé que vuestra madre expresase lo que había querido decir desde

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el día del accidente de Nicole.Mamá se dirigió a la cocina y volvió portando en brazos una niña pequeñita,

de rizos rubios y grandes ojos azules, casi del mismo color que los suy os.—Jory, Bart, ¿no es preciosa? —Besó la redonda y sonrosada mejilla,

mientras la pequeña nos observaba con sus grandes ojos azules—. Cindy tieneexactamente dos años, dos meses y cinco días. La patrona de Nicole se alegró delibrarse de lo que consideraba una pesada carga. —Sonrió, feliz—. ¿Recuerdas,Jory, que en una ocasión me pediste una hermanita? Entonces te expliqué que nopodía tener más hijos. Bueno, por lo visto los caminos de Dios son a vecesmisteriosos. Lamento mucho lo de Nicole, que podía haber vivido ochenta años,pero se rompió la espina dorsal y tenía múltiples lesiones internas…

No terminó la frase. Yo pensé que era terriblemente triste que una lindajovencita de diecinueve años como Nicole Nickols tuviese que morir para quenosotros pudiésemos tener la hermana que yo había mencionado casualmentemucho tiempo atrás.

—¿Era Nicole paciente tuy a? —pregunté a papá.—No, hijo. Pero como era amiga y alumna de tu madre, nos informaron de

que no respondía al tratamiento médico, y corrimos al hospital para estar a sulado. Supongo que ninguno de los dos oyó sonar el teléfono a las cuatro de estamañana.

Miré con atención a mi nueva hermanita. Estaba muy linda con su pijama decolor de rosa. Unos suaves rizos orlaban su cara. Se asía con fuerza a mi madrey, después de observarnos, hundió la cabeza para hurtarse a nuestras miradas.

—Tú hacías lo mismo, Bart —dijo mi madre, dulcemente—. Cuandoescondías la cara, creías que no podíamos verte, porque tú no nos veías.

—¡Sácala de aquí! —exclamó Bart, con el semblante rojo de furor—.¡Llévatela! ¡Métela en la tumba con su madre! ¡Yo no quiero ninguna hermana!¡La odio! ¡La odio!

Todos nos quedamos mudos tras aquel inesperado estallido de ira.Entonces, mientras mamá permanecía inmóvil, demasiado impresionada

para respirar siquiera, papá agarró a Bart, que se había levantado para pegar aCindy. La cría echó a llorar, y Emma miró furiosa a mi hermano.

—Bart, nunca había oído palabras tan feas y crueles —dijo papá, cogiendo ami hermano y sentándolo sobre sus rodillas. Bart se retorció y se agitó tratandoen vano de escapar—. Ve a tu habitación y quédate allí hasta que aprendas a serun poco compasivo con el prój imo. Si estuvieses en el lugar de Cindy, te sentiríasdichoso.

Mascullando, Bart se encaminó hacia su dormitorio y pegó un portazo.Papá se volvió, recogió su maletín negro y se dispuso a salir. Dirigió una

mirada severa a mi madre.—¿Comprendes ahora por qué me oponía a adoptar a Cindy ? Sabes tan bien

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como yo que Bart siempre ha sido celoso. Una criaturita tan adorable comoCindy no habría pasado ni dos días en un orfanato sin que una pareja feliz lahubiera adoptado.

—Sí, Chris, tienes razón, como siempre. Si Cindy hubiese sido puesta bajocustodia legal, sin duda habría sido adoptada por otros. Pero entonces tú y yo nohabríamos tenido nunca una hija. Ahora, tengo una niña pequeña que merecuerda mucho a Carrie.

Papá hizo una mueca que expresaba un intenso dolor. Mamá se quedó sentadaa la mesa, con Cindy sobre la falda, y por vez primera él no la besó aldespedirse, ni ella le advirtió « ten cuidado» .

Al poco tiempo, Cindy ya me había hechizado. Correteaba de acá para allá,queriendo tocar y probar todo. Un cálido sentimiento me embargaba al ver a laniñita tan querida y mimada. Parecían madre e hija cuando ella y mamáestaban juntas, ambas vestidas de rosa, con cintas del mismo color en loscabellos; la única diferencia era que Cindy llevaba zapatitos blancos con lazo.

—Jory te enseñará a bailar cuando seas mayor.Sonreí a mamá cuando salí de casa para asistir a la clase de ballet. Mamá se

levantó rápidamente, dejó a Cindy al cuidado de Emma y se reunió conmigo ensu coche, aparcado en nuestro amplio garaje.

—Jory, creo que Bart no tardará en querer a Cindy un poco más, ¿no teparece?

Estuve a punto de decir que no, que nunca la querría, pero asentí con lacabeza para que ella no notase lo preocupado que estaba por mi hermano.

—Problemas, problemas y más problemas.—¿Qué estás murmurando, Jory?¡Vaya! No me había dado cuenta de que hablaba en voz alta.—Nada, mamá. Sólo repetía algo que oí decir a Bart la noche pasada. Habla

en sueños, mamá. Te llama y grita diciendo que te has fugado con tu amante. —Guiñé un ojo, tratando de bromear—. No sabía que tuvieses aventuras de esaclase.

Ignoró mi chistosa observación.—Jory, ¿por qué nunca me has explicado que Bart tiene pesadillas?¿Cómo podía decirle la verdad? ¿Cómo decir que estaba demasiado

encandilada con Cindy para prestar atención a nadie más? jamás, jamás hubiesedebido prestar atención a nadie más que a Bart, ni siquiera a mí.

« ¡Mamá, mamá! —oí que Bart exclamaba aquella noche, en sueños—.¿Dónde estás? ¡No me dejes solo! Por favor, mamá, ¡no me abandones! No loquieras a él más que a mí. No soy malo, no soy malo, pero no puedo evitar loque hago a veces. Mamá… ¡Mamá…!» .

Sólo los locos no pueden evitar lo que hacen. Y con una loca en la familiahabía de sobra. No necesitábamos otro bajo nuestro techo.

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No había más remedio… yo debía salvar a Bart de sí mismo. Mecorrespondía enderezar algo que se había torcido hacía ya mucho tiempo. En losmás oscuros rincones de mi mente persistían vagos e inquietantes recuerdos dealgo que me había turbado años atrás, cuando era demasiado pequeño paracomprender, para encajar las piezas del rompecabezas.

Sin embargo, gracias a que había pensado tanto en ello durante el pasado,ahora empezaba a aclararse mi memoria, y podía recordar a un hombre decabellos negros, alguien que nada tenía que ver con papá Paul. Era un hombre aquien mamá solía llamar Bart Winslow, precisamente el nombre de pila y elapellido de mi hermano.

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MI MAYOR DESEO

Era un mal bicho la pequeña Cindy. No le importaba que la viesen desnuda osentada en el orinal. Tampoco le preocupaba estar limpia y aseada. Cogía miscoches de juguete y los chupaba.

El verano dejó de ser agradable. No había nada que hacer ni ningún sitioadonde ir, excepto a la casa de al lado. La vieja seguía prometiéndome el poni,pero el caballito no aparecía. Me había estado engatusando, pero ya le enseñaríayo… No la visitaría más, y tendría que quedarse allí sentada, sola. La castigaría.La noche anterior había oído que mamá decía a papá que había visto a la ancianade negro subida a una escalera apoyada contra el muro.

—Me miraba fijamente. ¡Fijamente, Chris!Papá echó a reír.—Bueno, Cathy, ¿qué mal pueden hacer sus miradas? Es una extraña en una

tierra extraña. ¿No habría sido mejor que la hubieras saludado con la mano?Incluso podías haberte presentado.

Reí para mis adentros. La abuela no le habría respondido porque era tímidacon los desconocidos; pero no conmigo. Yo era la única persona en quienconfiaba.

Un día que me había portado mal con Cindy, me prohibieron salir de casa.Pero yo era listo y me escabullí sin que me viesen, y me introduje rápidamenteen la casa de al lado, donde era apreciado.

—¿Dónde está mi poni? —pregunté con tono exigente después de habercomprobado que el establo seguía vacío—. Me prometiste un poni… y, si no melo regalas, diré a mamá y papá que estás tratando de secuestrarme.

Tuve la impresión de que se encogía dentro de su feo vestido negro, mientrassus manos flacas y pálidas se alzaban hasta su cuello para sacar un grueso collarde perlas que casi siempre llevaba oculto.

—Mañana, Bart. Mañana se cumplirá tu may or deseo.Tropecé con John Amos cuando regresaba a casa. Me llevó a su habitación

secreta y murmuró algo sobre la « hombría» .—Las mujeres como ella nacen ricas y no necesitan cerebro —dijo John

Amos, con ojos brillantes, pero duros, entre las rendijas de sus párpados—. Siguemi consejo, muchacho, y nunca te enamores de una mujer estúpida. Y todas las

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mujeres son estúpidas. Cuando trates con ellas, debes dejar bien claro desde elprimer momento quién manda. Procura que jamás lo olviden. Ahora pasemos ala lección de hoy. ¿Quién era Malcolm Neal Foxworth?

—Mi bisabuelo, que ya está muerto, pero sigue siendo poderoso —respondísin comprender realmente qué decía.

—¿Qué más era Malcolm Neal Foxworth?—Un santo, un santo merecedor de un lugar destacado en el cielo.—Correcto. Pero di todo, sin omitir palabra.—Nunca hubo un hombre más listo que Malcolm Neal Foxworth.—Eso no es todo lo que te enseñé. Ya que lees su diario, deberías saber más

acerca de él. ¿Lo lees todos los días? Él transcribió fielmente toda su vida en estelibro. Yo lo he leído doce veces o más. Leyéndolo, se aprende y se crece. Por lotanto, debes leer el diario de tu bisabuelo hasta que seas tan inteligente y listocomo él.

—Ser listo, ¿es lo mismo que ser inteligente?—No, ¡claro que no! Ser inteligente significa no dejar que la gente sospeche

lo listo que es uno.—¿Por qué no quería Malcolm a su mamá? Lo pregunté sabiendo que ella se

había fugado de casa. ¿Odiaría yo a mi mamá si se fugase?—¿Que no quería a su madre? Por Dios, muchacho. Malcolm adoraba a su

madre hasta que ella se fugó con su amante y le abandonó. Se quedó solo con supadre, quien estaba demasiado ocupado para prestarle atención. Si siguesleyendo, pronto descubrirás por qué Malcolm empezó a despreciar a todas lasmujeres. Sigue ley endo y aumenta tus conocimientos. Así adquirirás la sabiduríade Malcolm. Él te enseñará que no debes esperar que una mujer esté a tu ladocuando más la necesitas.

—Pero mi mamá es buena —la defendí sin convicción. Ya no estaba tanseguro de que fuese verdad. ¡La vida era tan « tortuosa» ! (« Tortuosa» era lanueva palabra para ese día).

—Bueno, Bart —había dicho papá esa mañana, escribiendo cuidadosamentela palabra y explicándome su significado—. Quiero que tú y Jory encontréis lamanera de introducir hoy la palabra « tortuoso» al menos cinco veces en laconversación. Significa apartarse del camino recto, dar rodeos y apelar a malasartes.

Deletreándolo bien, ciertamente odiaba vivir en un « mundo tortuoso» .—Ahora me retiraré para que puedas seguir leyendo las palabras de

Malcolm —dijo John Amos antes de alejarse, ligeramente encorvado.Abrí el libro por la página marcada con la señal de cuero.« Hoy sólo quise probar un poco de tabaco de mi padre. Por eso llené la pipa

con la picadura que encontré en su despacho y después salí y fumé detrás delgaraje» .

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» No sé cómo se enteró. Quizá se chivó alguno de los criados, pero lo cierto esque lo supo. Sus duros ojos echaron chispas cuando me ordenó que medesnudase. Yo me encogí y lloré mientras me azotaba. Después me encerró en elático hasta que aprendiese los caminos del Señor y me arrepintiese de mispecados. Mientras me hallaba allá arriba, encontré viejas fotografías de mimadre, de cuando era niña. Era muy hermosa, dulce e inocente. ¡La odié! Deseéque muriese en aquel mismo instante, dondequiera que estuviese. Quería quesufriese como sufría yo, a causa de los verdugones que sangraban en mi espalday el ambiente asfixiante del caldeado ático sin ventilación» .

» Encontré más cosas; corsés con cintas que conseguían que el pechopareciera más abundante y hacían creer a los hombres que la mujer tenía másde lo que la naturaleza le había concedido. Entonces comprendí que nunca medejaría engañar por una mujer, por muy hermosa que fuese, pues fue la bellezaquien me encarceló en el ático y quien me azotó la espalda; porque mi padre nofue en realidad culpable de lo que hizo. Él también estaba sangrando, como y o.

Ahora sé que era verdad lo que no cesaba de oír: no podía confiarse enninguna mujer, y menos aún en las que poseían una cara hermosa y un cuerposeductor.

Alcé la vista y perdí la mirada, sin ver ni el corral ni el heno que allí había.Contemplaba solamente la cara dulce y bella de mi madre. ¿También era ellatortuosa? ¿Se fugaría un día con su « amante» , para dejarme con mi padrastro,que quería muchísimo más a Jory y a Cindy?

¿Qué haría yo entonces? ¿Me acogería mi abuela? Más tarde se lo pregunté.—Sí, querido, claro que te acogería. Cuidaría de ti, lucharía por ti y haría

cuanto pudiese por ti, porque tú eres el hijo de mi segundo marido, Bart Winslow.¿No te lo había dicho ya? Confía en mí, cree en mí y aléjate de John Amos. Suamistad no te conviene.

Hijo de su segundo marido. ¿Quería eso decir que mi mamá había estadotambién casada con él? ¿Con cuántos se había casado? Cerré los ojos y pensé enMalcolm, que desde hacía muchos años reposaba en su tumba. Cric, crac, sonabala mecedora de la abuela. Chas, chas, sonaba la tierra al caer sobre mi tumbaoscura, asfixiante, angosta y fría. El cielo… ¿dónde estaba el cielo?

—Bart, tienes los ojos empañados.—Estoy cansado, abuela, muy cansado.—Pronto tendrás lo que más deseas.Dinero, lo que más anhelaba en ese momento era dinero, montones de

billetes verdes. Entonces alguien llamó a la puerta principal. Salté del regazo demi abuela y me escondí rápidamente.

Jory corrió delante de John Amos, que le había abierto la puerta.—¿Dónde está mi hermano? —preguntó, mirando alrededor—. No me gusta

lo que le está ocurriendo, y creo que el cambio que ha experimentado está

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relacionado con sus visitas a esta casa.—Jory —dijo mi abuela, extendiendo las manos llenas de resplandecientes

joy as—, no me mires de ese modo. Yo no le hago ningún daño. Sólo le doy unpoco de helado después de las comidas. Siéntate y hablemos un poco. Pediré quetraigan refrescos.

Ignorando aquellas palabras, con el olfato de un sabueso, Jory se encaminódirectamente hacia mí y me sacó de detrás de las macetas con palmeras.

—Gracias, señora —dijo, fríamente—. Mi mamá me da cuanto necesito…Usted está transformando a Bart; por tanto, le ruego que no le permita volver aesta casa.

Ella cerró sus labios casi imperceptibles, y vi lágrimas en sus ojos cuando memarché de allí con Jory. Ya en nuestro jardín, Jory me sacudió.

—¡No vuelvas nunca allí, Bart Sheffield! ¡Ella no es tu abuela! ¡Y la mirascomo si la quisieras más que a mamá!

Algunos decían que y o, Bart Winslow Scott Sheffield, no era tan alto como losotros chicos de nueve años. Pero yo sabía que en cuanto cumpliese los diezcrecería de repente como un retoño en primavera. Muy pronto, llegaría a ser tanalto como un gigante.

—¿Por qué estás tan serio, querido? —preguntó la abuela cuando me sentésobre sus rodillas el día siguiente.

El poni aún no había llegado.—No te visitaré más —dije, enfurruñado—. Si pido de nuevo a papá un poni,

me lo regalará el día de mi cumpleaños, y ya no necesitaré el tuy o.—Bart, no habrás hablado de mí a tus padres, ¿verdad?—No, señora.—Si mientes, Dios te castigará.¿Y por qué no mentir? Todos lo hacían.—Nunca explico nada a nadie —murmuré—. Además, papá y mamá no me

quieren. Tienen a Jory y, ahora, también a Cindy. Tienen bastante con ellos dos.Ella miró en torno a sí, fijándose sobre todo en las puertas herméticamente

cerradas.—Bart, he visto que hablabas con John —susurró—. Te pedí que te

mantuvieses alejado de él porque es un viejo malvado que puede llegar a sermuy cruel. No lo olvides.

Bueno, ¿en quién podía confiar entonces? Él decía lo mismo acerca de ella.Antes, yo creía que todos los miembros de mi familia eran dignos de confianza.Pero iba aprendiendo que la gente no siempre era como aparentaba ser.

No eran cariñosos, no cuidaban bastante de los demás y, en especial, de mí.Quizá sólo la abuela se preocupaba realmente por mí, ella y John Amos. Volví asentirme confuso. ¿Era John Amos un amigo de verdad? En tal caso, mi abuelano podía serlo. Debía elegir. ¿A quién? ¿Cómo tomar una decisión tan importante?

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Entonces la abuela me abrazó y apoy ó mi cabeza en su pecho, y comprendí queera ella quien más me quería; era mi abuela de verdad.

Pero…, ¿y si no lo era? Había visto a mi abuela más de doce veces y JohnAmos era mi amigo desde hacía solo unos pocos días. Tal vez si me lo encontrabasiete veces seguidas, me traería suerte y sería bueno para mí. El siete era elnúmero de la suerte. Hasta ese momento me había llevado cinco veces a sucubil, y ya me había enseñado que las mujeres eran ruines y tortuosas.

—Bart, querido —dijo la abuelita, acercando sus secos labios a mi mejilla,junto al oído—. No tengas miedo. Olvida a John Amos y no creas nada de lo quediga. —Me acarició la cara y sonrió—. Ahora, si vas al establo y echas unamirada a su interior, encontrarás algo que todos los chicos quisieran tener y queles llenará de envidia.

Salté de su falda, salí corriendo de la habitación y no paré hasta llegar alestablo. ¡Por fin! Todos los días llevaba una manzana en el bolsillo y terrones deazúcar, por si acaso. Todas las noches rezaba para conseguir mi Pony ¡un ponique me querría más que nadie! Llegué al establo sin caerme una sola vez.Entonces, me detuve en seco, mirando defraudado. ¡Aquello no era un poni!

Sólo era un perro, un perrazo peludo que meneaba el rabo y me mirabacariñosamente, aunque y o nada había hecho para ganarme su amor. Sentí ganasde llorar. El animal estaba atado con una cuerda a un palo clavado en el suelo detierra del establo. Saltaba con entusiasmo, como si le alegrara verme… ¡Yo leodié!

Mi abuela había corrido detrás de mí y llegó sofocada y jadeando.—Bart, querido, no te disgustes. De verdad quería regalarte un poni, pero ya

te dije que entonces regresarías siempre a tu casa oliendo a caballo, y tanto Jorycomo tus padres se enterarían y no consentirían que volvieses a verme.

Me hinqué de rodillas y agaché la cabeza. Deseaba morir. Me había comidotodo aquel helado, había aguantado todos sus besos y abrazos… y ella no habíasido capaz de regalarme un poni.

—Me engañaste —balbucí, con lágrimas en los ojos—. Por tu culpa heperdido todo este tiempo, cuando podría haberlo empleado en algo mejor queestas estúpidas visitas.

Seguí despotricando sin pronunciar bien las palabras, pues después de todotodavía no era un chico mayor.

—Bart, querido, ¡no tienes idea de lo que es un san Bernardo! —dijo,cogiéndome en brazos—. Éste no es más que un cachorro, y fíjate en lo grandeque es. Pronto crecerá y será tan alto como un poni. Podrás montar en él ypasear como si fueses a caballo. ¿No sabes que en las montañas utilizan estosperros para salvar a los que se pierden en la nieve? Les atan un barrilito de coñacal cuello, y uno de estos perros puede encontrar a un hombre y salvarle la vida.¡El san Bernardo es el perro más heroico del mundo!

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No la creí. Sin embargo, observé al cachorro con mayor interés. ¿Erarealmente un cachorro? El animal tiró de la cuerda, tratando de acercarse a mí,lo que hizo que me gustase un poco más.

—¿De veras crecerá hasta ser tan grande como un poni?—Sólo tiene seis meses, Bart, y ya es casi tan grande como algunos ponis. —

Echó a reír, asió mi mano y entramos en el establo—. Mira —dijo, señalandouna silla de montar con el freno y las riendas, y un carrito rojo de dos ruedas—.Podrás montar en él o engancharlo al carrito… y te servirá de caballo o de perro,según prefieras. Lo único que necesitarás será un poco de imaginación.

—¿No me morderá?—No, ¡claro que no! Mira lo contento que está de ver un niño. Alarga una

mano y deja que huela la palma. Trátalo con cariño, aliméntalo bien, cepíllalopara que no se le enrede el pelo y evitar que los hierbajos se enganchen en él. Deese modo no sólo poseerás el perro más hermoso del mundo, sino que seconvertirá también en tu mejor amigo.

Tendí la mano, un poco temeroso, y el cachorro la lamió como si fuese unhelado. Eran como besos húmedos. Eché a reír porque me hacía cosquillas.

—Vete, abuela —ordené.Ella retrocedió de mala gana, mientras yo me arrodillaba delante del animal

para aclarar la situación desde el principio.—Ahora atiende bien —dije, con firmeza— y recuerda lo que voy a decirte.

Tú no eres un perro, sino un poni. No llevarás barrilitos de coñac a los que sepierden en la nieve; sólo me llevarás a mí. Tú eres mi poni, ¡y sólo mío!

Él me miró, como asombrado, ladeando la peluda cabeza, al tiempo que sesentaba sobre las patas traseras.

—¡No te sientes así! —grité—. Los ponis no se sientan; sólo lo hacen losperros.

—Bart —intervino mi abuela, con voz dulce—, recuerda que has de seramable con él.

No le presté atención, pues las mujeres no deben entrometerse en asuntos dehombres. John Amos me lo había dicho. Los hombres gobernaban el mundo, ylas mujeres debían callar y permanecer quietas.

Tenía que realizar un encantamiento para que el cachorro se convirtiese en unponi. En el escenario, las brujas malas sabían cómo conseguirlo. Pensé y penséen todas las escenas que había visto en los ballets, y al fin creí saber cómo sehacía.

Había que tener la nariz larga y ganchuda, la barbilla afilada y prominente,los ojos hundidos y los dedos huesudos y largos, con uñas negras de cincocentímetros. De todo ello, y o sólo tenía unos ojos malignos, negros y penetrantes,pero tal vez bastaría. Sabía cómo usar mis ojos.

Levanté los brazos sobre la cabeza, contraje los dedos como garras, encorvé

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la espalda y recité mi ensalmo:—¡Yo te bautizo con el nombre de Apple! Con esta poción mágica que te doy

y con este conjuro, ¡yo te convierto en poni! —Le ofrecí la poción mágica, queera una manzana—. Ahora eres mío, ¡únicamente mío! Sólo comerás y beberásla comida y el agua que yo te entregue. Me amarás sólo a mí, y a mí vendrás yconmigo morirás, cuando me llegue la hora. ¡Mío, Apple, mío! ¡Ahora y parasiempre… mío!

El poder de mi mágico conjuro hizo que Apple oliese la fruta que le ofrecía.Lanzó unos gemidos de aflicción y apartó el hocico, mostrando más interés por elazúcar que yo guardaba para más tarde.

—Vamos, no llores y procura comerlo todo —le reñí, mordiendo la manzanapara mostrarle cómo se hacía.

Le tendí de nuevo la fruta para que la comiese, pero él volvió de nuevo sugigantesca cabeza, blanca y dorada. Parte de su pelo tenía un color de oro roj izoque me gustó bastante. Mordí de nuevo la manzana y mastiqué, para que se diesecuenta de que despreciaba algo muy bueno.

—Bart —dijo mi abuela, con voz entrecortada—, quizá me equivoqué.Devolveré el cachorro a la tienda y compraré el poni que deseas.

La miré, miré al animal y, después hacia mi casa, reflexionando. Sin duda mifamilia advertiría el olor a caballo, si así olía un poni. En cambio, el olor a perroles parecería natural, pues pensarían que Clover, que nunca permitía que meacercase a él, había empezado a confiar en mí.

—Abuela —dije—, me quedaré con este poni. Le enseñaré a comportarsecomo un caballo. Pero si no ha aprendido antes de que viaje a Disney landia, lodevolverás, y nunca volveré a visitarte.

Entonces eché a reír, feliz, y me arrojé sobre el heno para jugar con micachorro–poni, el único cachorro–poni que había en todo el mundo. Aquel cuerpogrande y cálido tenía un tacto agradable entre mis brazos.

Miré a mi abuela y comprendí, de pronto, que John Amos estaba equivocado.Las mujeres no eran malas ni tortuosas, y me sentí aliviado al descubrir, al fin,que John Amos era el tortuoso, y que mamá y la abuela eran lo mejor que habíaen el mundo, después de Apple.

—Abuela, ¿eres realmente mi verdadera abuela? ¿Fue tu segundo marido miverdadero papá?

—Sí, es cierto —contestó ella, inclinando la cabeza—. Pero esto es un secreto,un secreto entre tú y y o. Debes prometerme que no lo contarás a nadie.

Parecía haberse encogido y parecía triste; en cambio, yo me sentía tancontento que tenía ganas de gritar. Un cachorro– poni y una abuela de verdad,que había estado casada con mi verdadero padre. ¡Dios mío, la suerte me sonreíaal fin!

Además, mi pronunciación había mejorado ahora. El cariñoso Apple y mi

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abuela habían conseguido que pronunciase bien las terminaciones de las palabrasen sólo un día, cuando mamá y papá no lo habían logrado tras muchos años deesfuerzo.

Pronto descubrí que la comida estaba muy relacionada con el amor. Cuantamás comida le daba a Apple, más me quería. Y sin necesidad de másencantamientos, era mío, sólo mío. Cuando yo llegaba por la mañana, corría ami encuentro, saltando y dando vueltas, meneando el rabo y lamiéndome lacara. Cuando lo enganchaba al carrito, se encabritaba como un caballo deverdad. Y, si le ponía la silla, trataba de librarse de ella. ¿Cuándo poseería Joryunas dotes mágicas como las mías?

—Pronto cumpliré once años —dije un día a la abuela, esperando que esehecho le inspirase.

—Diez —me corrigió—. Cumplirás diez en tu próximo aniversario.—¡Once! —insistí tercamente—. He estado todo un año diciendo que

cumpliría diez. ¡Ahora tienen que ser once!—No pretendas derrochar tu vida, Bart. El tiempo pasa demasiado deprisa.

Aférrate a tu juventud, quédate como estás.Seguí acariciando la cabeza de Apple.—Abuelita, háblame de tus hijos cuando eran pequeños. —Me pareció que se

entristecía, no por su cara, que no podía ver, sino por la manera de encoger loshombros.

—Uno se fue al cielo —murmuró, con voz quebrada—, y el otro se escapó.—¿Adónde fue? —le pregunté, pensando que quizá también yo me marcharía

allí.—Al sur —se limitó a responder, y sus hombros se encogieron aún más.—Yo también voy al sur a veces, pero odio aquel lugar. Está lleno de viejas

tumbas y abuelas viejas. Una de ellas vive encerrada en un jardín, y la otra esuna bruja de cara ruin. Tú eres mi mejor abuela.

Por entonces y a sabía que no podía ser la madre loca de papá, sino la madrede mi verdadero padre. Las mujeres cambiaban de nombre cuando cambiabande marido, y así… Entonces me di cuenta de que no sabía ninguno de susnombres. Se lo pregunté.

—Corinne Winslow —respondió, sin levantar la cabeza.Podía ver un poco de su rostro, pues la nariz alzaba el velo negro, separándolo

de las mejillas. También veía un poco sus cabellos, que eran grises y suaves, conmechones dorados. La compadecí. Sin duda sufriría mucho cuando yo me fuese.

—Iré a Disney landia, abuela. Pasaré allí una semana y celebraré una fiesta,y tendré muchos regalos de mis padres, Jory y Emma. Después viajaremostodos al este, donde pasaremos dos semanas horribles visitando…

—Lo sé —me interrumpió. Era como si sonriera con la voz—. Dos semanasperdidas, visitando viejas tumbas y abuelas viejas. Pero lo pasarás bien de todos

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modos. —Se inclinó para besarme y abrazarme con fuerza—. Mientras estésfuera, me ocuparé de Apple.

—¡No! —exclamé, temiendo que Apple la quisiera más que a mí cuando y oregresase—. Déjale en paz. Es mío. No empieces a mimarle para que seencariñe contigo.

Estuvo de acuerdo en obedecer. Le expliqué que encontraría la manera de ira Disney landia y escabullirme después para volver a cuidar de Apple. No veíamuy claro cómo lo conseguiría, y por su expresión deduje que también a ella leresultaba confuso.

Más tarde volví al establo para jugar con Apple. John Amos estaba tambiénallí, alto y flaco, mientras y o permanecía tumbado sobre el heno. Soltó de nuevoun sermón sobre lo malas que eran las mujeres y cómo inducían a los hombres apecar.

—Nadie hace nada a cambio de nada —dijo—. No creas un solo instante queella no planea algo malo para ti, Bart Winslow.

—¿Por qué me llama así?—Es tu nombre, ¿no?Sonreí y repliqué, con orgullo, que mi nombre era aún más largo.—Eso carece de importancia —repuso con impaciencia—. Presta atención,

muchacho. Ayer me preguntaste qué era el pecado, y hubiese queridoexplicártelo con precisión, pero necesitaba pensar detenidamente las palabras.Ahora ya puedo decírtelo. El pecado es lo que hacen juntos los hombres y lasmujeres cuando cierran la puerta de su dormitorio.

—¿Y por qué es tan malo el pecado?Me miró ceñudo, enseñando los dientes, y yo me eché hacia atrás sobre el

heno, deseando que se marchase y nos dejase en paz a Apple y a mí.—La mujer se vale del pecado para debilitar al hombre. Hay que enfrentarse

con los hechos. Todos los hombres tenemos un punto débil, y las mujeres sabencómo encontrarlo quitándose la ropa y empleando los placeres mundanos paraminar el vigor del hombre a través del deseo. Observa a tu propia madre, fíjateen cómo sonríe a tu padre, cómo se pinta la cara y las uñas y lleva poca ropa.Mira y verás cómo se encienden los ojos de tu padre. Cuando hacen eso, ambosestán a punto de pecar.

Tragué saliva. Sentía una especie de dolor interno. No deseaba que mispadres hiciesen cosas malas que atrajesen sobre ellos el castigo de Dios.

—Ahora, escucha de nuevo las palabras de Malcolm:« Lloré y lloré durante cinco años, después de la fuga de mi madre, que me

abandonó, dejándome con mi padre, que me odiaba porque yo era hijo de lamujer que le había herido. Me contó que ella le había sido infiel desde que secasaron, que le había engañado con muchos amantes. Por eso no podíaquererme. Le resultaba insoportable mi presencia, de modo que me encontré

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solo en aquel enorme caserón, sin nadie que se ocupase de mí. Mi padre nocesaba de decir que no había podido contraer nuevo matrimonio por mi culpa.Ninguna de sus mancebas me apreciaba. Pero todas me temían porque les dabaa entender lo que pensaba de ellas. Sabía que arderían en el fuego del infierno» .

—¿Qué es una manceba? —pregunté. A veces Malcolm me aburría.—Un alma perdida que se encamina hacia el infierno. —Me miró, echando

chispas por los ojos—. Y no creas que podrás marchar de vacaciones y dejar aApple al cuidado de otros. Si aceptas el amor de un animal, eres responsable deél durante toda la vida. Dale de comer y de beber, aséale y oblígale a hacerejercicio… ¡o Dios te castigará!

Me estremecí y miré a mi cachorro-poni, que trataba de morderse el rabo.—Hay poder en tus ojos negros, Bart, el mismo que tenía Malcolm. Dios te

ha enviado para que lleves a cabo una misión que quedó incompleta. ¡Malcolmno descansará en su tumba hasta que todos los engendros del diablo se asen en elfuego del infierno!

—El fuego del infierno —repetí estúpidamente.—Dos están ya allí, otros tres tienen que ir. Otros tres tienen que ir. La semilla

del mal se reproduce sin cesar. Sin cesar. Cuando hayas cumplido tu misión,Malcolm reposará tranquilo en su tumba.

—Reposaré tranquilo en mi tumba.—¿Qué has dicho?Yo estaba turbado. A veces fingía que yo era Malcolm. John Amos sonrió y

luego, por alguna razón, se mostró complacido. Entonces me dejó marchar.Jory vino corriendo a interrogarme.—¿Dónde has estado? ¿Qué diablos haces allí? Te he visto hablar con el viejo

mayordomo. ¿Qué te ha dicho?Me sentí como un ratón ante un león. Entonces recordé el libro de Malcolm y

cómo resolvía él situaciones similares. Puse una máscara fría sobre mi cara.—John Amos y yo compartimos secretos que no son de tu incumbencia.Jory me miró fijamente. Me alejé de él. Al pie de un frondoso árbol, mamá

mecía a Cindy en su pequeño columpio. Había que sujetar a las niñasmelindrosas para que no se cayesen. Mi madre me llamó.

—Bart, ¿dónde has estado?—¡En ninguna parte!—Bart, no me gusta que me contestes con esos aires de suficiencia.Me detuve, dispuesto a seguir los consejos de Malcolm; la fulminaría con una

mirada maliciosa. Sin embargo, observé perplejo que llevaba una blusita azul queno llegaba a la pretina de sus pantalones cortos y dejaba al descubierto elombligo. ¡Estaba mostrando su piel desnuda! En la Biblia, el Señor habíaordenado a Adán y Eva que se vistiesen y cubriesen su perversa carne. ¿Seríamamá tan pecadora como aquella malvada Corinne que se había fugado con su

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amante?—Bart, no te quedes mirando como si no me conocieses.Entonces recordé una frase de la Biblia que John Amos citaba continuamente.

Poco a poco, iba aprendiendo lo que Dios esperaba de sus criaturas.—Piensa, mamá, que el Señor ve lo que nosotros no vemos, y que castiga.Mamá se sobresaltó. Después, tragó saliva y preguntó, con voz seca:—¿Por qué dices eso?« Mira cómo tiembla» , pensé. Volví la cabeza para mirar con ira las estatuas

desnudas de aquel jardín de pecado. La perversidad de la gente desnuda impedíaque Malcolm descansara tranquilo en su tumba.

Pero yo la quería; era mi madre. A veces entraba en mi cuarto para darmelas buenas noches con un beso y se quedaba para oír mis oraciones. Antes de quellegase Cindy, era más buena y me dedicaba más tiempo. Por otro lado noparecía tener ningún « amante» .

No sabía qué hacer.—Tengo sueño, mamá —dije, y me alejé sintiendo que estaba disgustado

conmigo mismo y con el resto del mundo.¿Y si fuese verdad lo que Malcolm escribió y John Amos citaba? ¿Sería

encima mala y pecadora? ¿Seducía a los hombres para que se acercasen a ellacomo animales? Apple no era malo ni pecador, ni siquiera Clover lo era, a pesarde que no me quería.

Me detuve en la habitación de Jory, delante de su acuario de ciento diez litros.El aire producía una corriente continua de pequeñas burbujas, que subían a lasuperficie, como en la copa de champán que mamá me dejó probar una vez.

Los peces bonitos no querían vivir en mi acuario. En cambio, los de Jorynunca morían. En mi acuario vacío no había más que agua, y un barco pirata dejuguete que esparcía joyas falsas en el fondo del océano. En el de Jory las algasserpenteaban, entrando y saliendo de un pequeño castillo, y sus peces nadabanentre arrecifes de coral.

Jory lo hacía todo mejor que yo. No me gustaba seguir siendo Bart. Además,debido a las nuevas responsabilidades, Bart debía permanecer en casa yolvidarse de Disney landia.

Un animalito podía ser una carga muy pesada. Me tumbé en la cama y miréal techo. A Malcolm ya no le hacían falta su poder y su fuerza, ni su cerebro listoe inteligente. Estaba muerto y su talento no le servía para nada. Desde quealcanzó la edad adulta, nadie logró que Malcolm obrase contra su propiavoluntad. Por esa razón yo deseaba dejar de ser un niño para ser un hombre,como Malcolm, el poderoso, el mago de las finanzas.

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SOMBRAS

—Jory —dijo mamá, mientras cogíamos nuestros bártulos y nos dirigíamos alcoche—. No acierto a comprender qué le ocurre a Bart este verano. No es elmismo. ¿Qué crees que hace tanto tiempo fuera de casa?

Me sentí incómodo. Como quería proteger a Bart y dejar que mantuviera suamistad con nuestra anciana vecina, no podía explicar a mamá que aquellamujer andaba diciendo que era abuela de Bart.

—No debes preocuparte por Bart, mamá —la tranquilicé—. Diviértete conCindy. Es una niña guapa, como debiste de ser tú de pequeña.

Ella sonrió y me besó en la mejilla.—Si mis ojos no me engañan, hay otra niña guapa a quien tú admiras.Sentí que el rubor subía a mis mejillas. Melodie Richarme me atraía mucho.

Era una muchacha muy linda, de cabello de un rubio ligeramente más oscuroque el de mamá, pero con unos ojos azules tan suaves y brillantes como los deésta. Pensaba que nunca amaría a una chica que no tuviese los ojos azules.Precisamente en aquel instante apareció Melodie, que se apresuraba hacia elcoche de su padre. Me sorprendió la rapidez con que estaba convirtiéndose enmujer. Era milagrosa la forma en que el pecho plano de las niñas empezaba aadivinarse debajo de su ropa mientras se abultaban las caderas bajo la finacintura, y de pronto se mostraban diez veces más interesantes.

En cuanto llegamos a casa, mamá me envió en busca de Bart.—Si está en el otro jardín, avísame. No quiero que molestéis a esa anciana

solitaria, aunque preferiría que ella se abstuviese de subir a la escalera yhusmear por encima del muro.

Trepando, saltando y gritando, busqué hasta encontrar a Bart en aquel viejoestablo que antiguamente debieron de llamar « caballeriza» . Ahora loscompartimientos donde antaño vivían los caballos estaban desiertos. Hallé a míhermano en uno de ellos, sacando el heno con un rastrillo. Me quedé atónito, sindar crédito a mis ojos. Junto a él había un perro san Bernardo casi tan grandecomo Bart, aunque se veía claramente que no era más que un cachorro, por sumanera de jugar y de gruñir como los perros de pocos meses.

Bart bajó el rastrillo y riñó al perro:—¡Deja de saltar de esa manera, Apple! Los ponis sólo saltan obstáculos.

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Ahora, come ese heno, si quieres que mañana te lo traiga limpio.—Bart… —le llamé suavemente, apoyándome contra la pared del establo y

sonriendo al advertir su sobresalto—. Los perros no comen heno.Su rostro se congestionó.—¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Este sitio no te pertenece!—Tampoco a ti.—Vete —lloriqueó, arrojando el rastrillo y cogiendo el gran cachorro en

brazos—. Este perro es mío. Tenía que haber sido un poni y por eso hago que seaponi y perro a la vez. No te burles, ni pienses que estoy loco.

—No creo que estés loco —dije, sintiendo que se me formaba un nudo en lagarganta al verle tan trastornado.

En cierto modo, me avergonzaba de que los animales se encariñaran másconmigo que con él. Parecían intuir que él les pisaría el rabo o tropezaría conellos. En honor a la verdad, incluso yo me sentía un poco temeroso cuando metumbaba en el suelo y Bart andaba cerca.

—¿Quién te ha regalado ese cachorro?—Mi abuela —respondió, con orgullo—. Ella me quiere, Jory, me quiere más

que mamá. Y más de lo que te quiere a ti la vieja madame Marisha.Eso era lo malo de Bart. En cuanto me acercaba a él, me propinaba una

bofetada, haciendo que lamentase mis buenas intenciones.No acaricié al hermoso cachorro, aunque parecía pedírmelo. Dejé que Bart

se saliese con la suya; quizá, a fin de cuentas, había conseguido un amigo por unavez.

Sonreía satisfecho mientras volvíamos a casa.—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó. Desde luego, yo no lo estaba—. ¿No

me delatarás, Jory ? Es importante que mamá y papá no se enteren.No me gustaba ocultar secretos a mis padres, pero Bart se mostró muy

insistente, ¿y qué había de malo en que una amable anciana regalase algunascosas y un cachorro a Bart? De ese modo, él se sentía amado y feliz.

En la cocina, Emma estaba introduciendo cucharadas de cereales en la bocade Cindy. Mi madre había vestido a la pequeña con un delantalcito azul y unablusa blanca con unos conej itos de color rojo que mamá había bordado. Mimadre le había cepillado los cabellos hasta hacerlos brillar como si fuesen de oropálido y los había recogido en una cola encima de la nuca con una cinta de sedaazul. Estaba tan limpia y fresca que sentí ganas de abrazarla, pero me limité asonreír, pues no quería mostrarme efusivo en presencia de Bart para que nosintiese celos. Pero, aunque parezca extraño, Bart atraía a Cindy más que yo.Quizá se debía a que no abultaba mucho más que ella.

Mi hermano se sentó en una silla de la cocina con tal ímpetu que casi la volcó.Emma le miró y frunció el entrecejo.

—Lávate las manos y la cara, Bart Winslow, si quieres comer en mi mesa.

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—No es tu mesa —refunfuñó él, dirigiéndose al cuarto de baño, no sin antespasar las manos sucias por las paredes, dejando largas señales.

—¡Bart! ¡Quita tus sucias manos de mis paredes! —ordenó Emma, enojada.—No son tus paredes —murmuró él.Tardó una eternidad en lavarse las manos, y cuando volvió sólo las palmas

estaban limpias. Miró con disgusto la sopa y los bocadillos que había preparadoEmma.

Yo estaba acabando mi segundo bocadillo y mi segundo tazón de sopa deverduras preparada en casa, prácticamente a punto de empezar el postre,mientras Bart mordisqueaba aún la mitad de su bocadillo y no había probado lasopa.

—¿Qué os parece vuestra nueva hermanita? —preguntó Emma, limpiándolelos labios y quitándole el sucio babero—. ¿No es una muñeca?

—Sí, es muy mona —convine yo.—¡Cindy no es nuestra hermana! —objetó Bart—. No es más que una sucia

chiquilla, a quien nadie quiere, excepto nuestra madre.—Bartholomew Winslow… ¡que no vuelva a oírte decir esas cosas! —Emma

le dirigió una larga mirada de censura—. Cindy es una niña encantadora que separece tanto a tu madre que podría pasar por hija suy a.

Bart siguió mirando con rencor a Cindy, a mí, a Emma e incluso a la pared.—Odio los cabellos rubios y los labios rojos que están siempre mojados —

murmuró, y le sacó la lengua a Cindy, la cual rió y espurreó—. Si mamá no lededicase tanto tiempo, rizándole el cabello y comprándole vestidos nuevos, seríafea.

—Cindy nunca será fea —declaró Emma, mirando a la niña con admiración.Después, se inclinó para besar la linda carita de la pequeña, lo que provocó

otra terrible mueca de disgusto en la cara de Bart.Permanecí sentado, tenso y espantado. Todas las mañanas me despertaba

sabiendo que tendría que enfrentarme con un hermano que cada día se volvíamás extraño. Sin embargo, le quería, como quería a mis padres, y a fe queempezaba también a querer a Cindy. Por alguna razón, intuía que debía protegera todo el mundo, aunque ignoraba y ni siquiera sospechaba de qué.

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UNA CRIATURA DESAFIADORA

« Al diablo con Jory y con Emma» , pensaba mientras me deslizaba Por elardiente desierto de Arizona. Menos mal que Apple me quería, y también miabuela. De no ser así, mi situación habría sido desesperada. Afortunadamente, ladama vestida de negro me esperaba con los brazos abiertos para darme másbesos y abrazos de los que nunca darían a Cindy.

Me sirvió un tazón de sopa con queso por encima. Era riquísima.—¿Por qué no puedo decir a mis padres lo mucho que te quiero y lo mucho

que me quieres? Así todo estaría claro.No le conté que sospechaba que no era mi verdadera abuela y que ella sólo lo

decía para complacerme. De ese modo nos queríamos más, pues los familiarestienen forzosamente que quererse, lo que no ocurre con los extraños.

Antes de contestar mi pregunta, puso un gran camión de recogida de basuraencima de una de las mesas. Me sorprendió que ahora se mostrase triste, cuandohacía sólo un momento parecía bastante contenta.

—Tus padres me odian, Bart —murmuró débilmente—. Por favor, no leshables de mí. Es nuestro secreto.

Abrí mucho los ojos.—Entonces ¿ya los conocías?—Sí, hace mucho, muchísimo tiempo, cuando eran muy jóvenes.¡Caramba! ¿Qué les hiciste para que te odien?A mí me odiaba casi todo el mundo, y por eso no me extrañó que alguien

pudiese odiarla.Alargó una mano para coger la mía.—En ocasiones, incluso los adultos se equivocan. Yo cometí un terrible error,

y ahora lo estoy pagando caro. Todas las noches ruego a Dios que me perdone.Me estremezco cada vez que me miro al espejo. Por eso me cubro el rostro parano verlo y para que no lo vean los demás, y me siento en incómodas mecedoraspara no olvidar un solo instante todo el daño que causé a quienes más quería.

—¿Adónde fueron tus hijos?—¿Lo has olvidado? —dijo, con lágrimas en los ojos—. Huyeron de mí, eso

duele muchísimo. No huyas nunca de tus padres, Bart.¡Oh! A mí nunca se me había ocurrido escaparme. El mundo exterior era

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demasiado grande y peligroso. Prefería quedarme donde estaba seguro. Corrí aabrazarla y después fui a jugar con el camión. Entonces, John Amos entrócojeando en la habitación, y en sus ojos traslucía la ira.

—¡Señora! Los niños no se desarrollan bien si se cede a todos sus antojos.Debería saberlo.

—John —replicó ella, con altivez—, no vuelva a entrar en esta habitación sinllamar primero. Manténgase en su sitio.

Dura. Mi abuela era dura. Sonreí a John Amos, que se retiró mascullando queella no le daba ningún sitio o, al menos, no el sitio que se merecía. En cuanto hubosalido me olvidé de él y me dejé arrastrar por el hechizo de mi nuevo camión debasura y su mecanismo interior. No tardaría en descubrir su funcionamiento,aunque tal vez mi curiosidad tendría tan malas consecuencias. Debido a miperversa naturaleza, todo lo que ella me regalaba lo rompía antes de una hora.

Mi abuela suspiró y pareció afligida cuando mi camión se descompuso.Transcurrieron lentamente los largos días de verano, y John Amos siguió

enseñándome muchas cosas importantes sobre lo que tenía que hacer para serpoderoso e intrépido como Malcolm, hombre inteligente y astuto por excelencia.A su manera, John Amos resultaba fascinante, con aquella forma de arrastrar lospies, sus piernas flacas y más huesudas que las mías, su respiración sibilante, suspalabras murmuradas entre dientes, su fino bigote y su cráneo calvo, donde sóloconservaba un cabello blanco. Cualquier día se lo arrancaría. Me preguntaba porqué no le apreciaba mi abuela. Ella era el ama y, aunque podía despedirle, no lohacía. Por lo tanto, algo importante y oscuro había entre ellos.

Yo me sentía feliz en compañía de ambos; favorecido, de una parte, por miabuela, con sus lindos regalos, sus mimos y sus besos; y de otra por John Amos,que me enseñaba cómo convertirme en un hombre poderoso ante el cual sedoblegarían las mujeres. Por fin había encontrado a alguien que me quería pormí mismo a pesar de lo torpe y ruin que fuese, y empecé a sentir aquella magiaespecial de la que mamá y Jory disfrutaban. Pensé que también yo podía oír lamúsica de los colores del sol poniente. Y los suaves acordes que emitían loslimoneros. Además tenía a Apple, mi cachorro-poni Y, lo mejor de todo, prontoiría a Disney landia, porque se acercaba el día de mi cumpleaños.

Ya empezaba a ser inteligente como Malcolm, de modo que traté de pensaren la manera de conservar el cariño de Apple durante las tres semanas queestaría ausente. Me pasaba todo el día preocupado y me despertaba varias vecespor la noche. ¿Quién alimentaría a Apple y conquistaría su cariño mientras yoestuviese fuera? ¿Quién?

Me acerqué al muro y observé un melocotonero que había plantado y todavíano había arraigado. Tenía que crecer… y no lo hacía. Después miré el sitio dondehabía sembrado guisantes de olor. Allí nada aparecía, nada brotaba. Maldito.Estaba maldito. Observé, furioso, la parte del jardín que cultivaba Jory. Todas sus

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plantas estaban en plena floración. No era justo que ni siquiera las florescreciesen para mí. Gateé hasta el sitio donde crecían las malvas de Jory,aplastando petunias y verdolagas con las rodillas. ¿Qué haría Malcolm siestuviese en mi lugar? Arrancaría todas las plantas de Jory, excavaría agujeroscon el pulgar en el suelo de su propio jardín y plantaría flores en ellos.

Uno tras otro, llené los agujeros con malvas de Jory. Como no se manteníanderechas, las dispuse de forma que se apoy asen las unas en las otras. Así tuvetambién flores en mi jardín. Era un chico inteligente; tortuoso y ruin, pero listo.

Al mirar mis sucias rodillas, vi que me había desgarrado los pantalonesnuevos en la caseta que estaba construyendo para Clover. Era mi manera depedirle perdón por haberle pisado el rabo tantas veces. Clover estaba sentado enaquella galería sin perderme de vista, temeroso de dormirse mientras y oanduviese cerca de él. Pero yo no le necesitaba ya; antes sí, pero ahora teníaalgo mejor.

Los insectos me picaban en la cara. Me froté los ojos, sin importarme quemis manos estuviesen sucias de grasa después de haber traj inado en el taller delgaraje de papá. Ni siquiera mamá podría remendar el desgarrón que llegabadesde el cuello hasta el faldón de mi camisa. Me mordí el labio inferior.

Los sábados eran para divertirse, pero y o no me divertía en absoluto. No teníanada especial que hacer, a diferencia de Jory. Yo no había nacido para la danza,sino sólo para ensuciarme y producirme rasguños. Mamá tenía a Cindy, papá asus pacientes, y Emma se ocupaba de la cocina y la limpieza. A nadie leimportaba que yo me aburriese. Lancé una mirada furiosa a Clover.

—¡Tengo un perro mejor que tú! —dije, y Clover se metió en la casa y seescondió debajo de un sillón—. No eres más que un perrito de lanas francés. ¡Nosabes salvar a las personas que se pierden en la nieve! ¡No puedes llevar una sillade montar roja, ni comer heno!

Cada día mezclaba un poco más de heno en la comida de Apple, para queacabase gustándole más que la carne.

Clover pareció avergonzado. Se escondió aún más debajo del sillón y medirigió una de aquellas miradas tristes que tan nervioso me ponían. Apple nuncamiraba de ese modo.

Suspirando, me sacudí el polvo de las rodillas y las manos. Era la hora devisitar a mi cachorro. Mientras me dirigía allí, la pared blanca llamó mi atención.Necesitaba más carácter, así que cogí una piedra y empecé a golpear con ella lapared para desprender más estuco blanco. ¡Oh! ¿Y si esa muralla se extendiesemás y más? Podría llegar incluso a China, para contener las hordas de losmogoles. Me pregunté qué serían los mogoles. ¿Monos? Sí, sonaba como elnombre de unos monos, unos monos grandes y malvados que comían a la gentey estaban empeñados en una lucha cruel contra alguien. Sería estupendo ser tangrande como King-Kong, para poder pisotear las cosas que odiaba.

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Primero aplastaría a los maestros, y después las escuelas, pero respetaría lasiglesias. Malcolm era temeroso de Dios, y y o no quería que Dios se enfadaseconmigo. Si fuera tan alto como ese gorila arrancaría las estrellas del cielo y lasintroduciría en mis dedos como si fuesen sortijas de brillantes, como las que miabuela llevaba. Me pondría la luna por sombrero, pero dejaría en paz al sol,podría quemarme las manos… aunque si cogiese el Empire State Building, podríaemplearlo como una cachiporra para golpear al sol y expulsarlo del universo.Entonces no habría días; sólo una noche eterna. La oscuridad era como estarciego o muerto.

—Bart —dijo una voz suave que me sobresaltó.—¡Vete! —ordené.Me estaba divirtiendo solo. ¿Y qué hacía ella, subida en aquella escalera? ¿Me

estaba espiando? Me senté de nuevo en el suelo y hurgué con un palo.—Bart —llamó—. Apple está esperándote para que le des de comer, y

necesita agua fresca. Prometiste ser un buen amo. Cuando un animal te quiere yconfía en ti, tienes que corresponderle.

No llevaba los ojos tapados; el velo sólo la cubría de la nariz hacia abajo.—Quiero unas botas de vaquero, una silla de montar auténtica, de cuero de

verdad, no de imitación, y un sombrero, unos zahones, unas espuelas, y guisantespara cocerlos en la fogata al acampar.

—¿Qué acabas de desenterrar? Asomó más la cabeza para ver mejor. ¡Quécosa más extraña! Parecía una cabeza colocada encima del muro, sin cuerpodebajo de ella.

¡Caramba…! Mira lo que estaba enterrado en el suelo; unos huesos, ¿dóndeestaría la piel? ¿Y las suaves orejas blancas?

Me eché a temblar, muy asustado, mientras trataba de explicarme:Era un tigre. Yo estaba aquí la otra noche, indefenso, y en pijama, cuando de

la oscuridad surgió ese tigre feroz de ojos verdes. Rugió y se abalanzó sobre mí.Quería comerme, pero yo agarré mi rifle sin perder un instante ¡y le metí unabala en el ojo!

Se produjo un silencio, lo que significaba que ella no me creía. Su voz eracomprensiva cuando dijo:

—Bart, eso no es el esqueleto de un tigre. Veo que hay también un poco depiel. ¿No será el gatito que y o tenía? Era un gatito que andaba perdido y recogí.Bart, ¿por qué mataste a mi gatito?

—¡Nooo! —exclamé—. ¡Yo nunca mataría un gatito! ¡Soy incapaz dehacerlo! A mí me gustan los gatos. Esto es un tigre, aunque no muy grande, laverdad. Los huesos llevan enterrados muchísimo tiempo, quizá desde antes deque y o naciese.

Ciertamente, parecían huesos de gato. Me froté los ojos para que ella no viesemis lágrimas.

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Malcolm jamás lloraría. Se mostraría duro. Me sentía confuso y no supe quéhacer. El viejo John Amos siempre me repetía que tenía que ser como Malcolmy odiar a todas las mujeres. Resolví que era mejor actuar como Malcolm, y nocomo y o, que era un ser digno de lástima. Era inútil tratar de ser King-Kong,Tarzán o Supermán; me convenía más ser Malcolm, pues tenía su libro deinstrucciones y podía seguirlas.

—Se está haciendo tarde, Bart. Apple tiene hambre y te está esperando.Estaba cansado, muy cansado.—Ahora voy —dije, con tono fatigado.¡Uf! Simular ser un viejo resultaba agotador. Era mejor volver a ser un chico.

Ser viejo significaba dedicar todo el tiempo al trabajo y esforzarse en ganardinero sin divertirse nunca. No me apresuré para llegar a casa, obligando a mispiernas a caminar despacio. Había niebla por todas partes. El verano era menoscaluroso para los viejos. « Mamá, mamá, ¿dónde estás? ¿Por qué no vienescuando te necesito? ¿Por qué no me contestas cuando te llamo? ¿Es que y a no mequieres, mamá? Mamá, ¿por qué no me ayudas?» .

Avancé trastabillando, tratando de pensar. De repente encontré la respuesta.Nadie podía quererme, porque y o no era de aquí, ni de allí. No era de ningunaparte.

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SEGUNDA PARTE

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HISTORIAS DE HORROR

Me zampé el tocino, los huevos revueltos con salsa agria y cebolletas, y unatercera tostada, mientras Bart mordisqueaba despacito, como si no tuviesedientes. Su tostada se enfriaba, en espera de que acabase de tragar el zumo denaranja, que bebía como si fuese veneno. Un viejo en su lecho de muerte habríatenido más apetito.

Me dirigió una mirada hostil antes de fijar la vista en mamá. Yo estabaconfuso. Sabía que él la quería… Entonces, ¿cómo podía mirarla de aquellamanera?

Algo extraño ocurría en la mente de Bart. ¿Dónde estaba mi tímido eintrovertido hermanito? Gradualmente, se estaba transformando en un chicoagresivo, suspicaz y cruel. Ahora observaba a papá como si éste hubiese hechoalgo malo, pero era mamá quien atraía casi todas sus miradas fulminantes.

¿Acaso no se daba cuenta de que teníamos la mejor madre del mundo? Yoquería decírselo, obligarle a ser el muchacho de antes, que murmuraba para símientras andaba de un lado para otro cazando fieras, luchando en guerras ohaciendo de vaquero. ¿Dónde habían ido a parar su amor y admiración pormamá? En cuanto se me presentó la ocasión, acorralé a Bart contra el muro deljardín.

—¿Qué diablos te sucede, Bart? ¿Por qué miras a mamá de esa manera tanruin?

—Ya no la quiero. —Se agachó, extendió horizontalmente los brazos y seconvirtió en un avión humano. Eso era normal en él—. ¡Despeja la pista! —ordenó—. ¡El avión va a despegar con rumbo a países lejanos! ¡Es la época de lacaza del canguro en Australia!

—Bart Sheffield, ¿por qué estás siempre deseando matar algo?Las alas oscilaron; el avión no llegó a arrancar. Se apagó el ruido del motor y

Bart me miró perplejo. El dulce chiquillo que había sido al principio del veranovolvió a manifestarse en sus oscuros ojos castaños.

—En realidad, no voy a matar canguros. Sólo capturaré uno pequeñín paraguardarlo en el bolsillo y esperar a que crezca.

¡Qué tonto era!—En primer lugar, no llevas en el bolsillo un biberón para que chupe el

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pequeño. —Le obligué a sentarse en un banco—. Bart, y a es hora de que tú y yohablemos de hombre a hombre. Dime, amigo, ¿qué te perturba?

—En una brillante y gran mansión situada en la cima de un monte muy alto,en plena noche mientras caía la nieve, unas llamas rojas y amarillas se elevaronmás y más. Los copos de nieve se volvieron rojos. En el enorme y viejo caserónhabía una anciana que no podía hablar ni moverse, y mi verdadero papá, que eraabogado, corrió para salvarla. Pero, no pudo hacerlo, y se quemó. ¡Se quemó…se quemó…!

Tenía visiones. Estaba chiflado. Le compadecí.—Bart —le dije, escogiendo cuidadosamente cada palabra—, sabes muy

bien que papá Paul no murió así.¿Por qué se lo había dicho de esa manera? Bart era muy pequeño cuando

falleció papá Paul. ¿Cuántos años tenía? Yo mismo recordaba muy poco deaquellos tiempos. Podía preguntárselo a mamá, pero no quería molestarla.Conduje a Bart hacia nuestra casa.

—Bart, tu verdadero papá murió cuando estaba sentado, en la galería de sucasa, leyendo el periódico. No murió en un incendio. Padecía del corazón ysufrió una trombosis coronaria. Papá nos lo explicó, ¿no te acuerdas?

Vi que sus ojos castaños se oscurecían y que sus pupilas se dilataban antes deque exclamase enfurecido:

—No me refiero a aquel papá, sino a mi verdadero papá. ¡Un papá alto yfuerte, que jamás sufrió del corazón!

—Bart, ¿quién te ha contado esa mentira?—¡Se quemó! —vociferó, dando vueltas como un hombre cegado por el

humo que buscase una salida—. John Amos me ha contado cómo ocurrió. EraNochebuena, y el árbol se incendió y se propagó el fuego. La gente chillaba,corría y pisoteaba a los que caían. La casa más grande del mundo se convirtió enuna especie de trampa para mi verdadero padre, y él murió, murió, ¡murió!

Bueno, ya había oído bastante. Iría a casa para explicarlo a mis padres.—Te diré una cosa, Bart. Si no dejas de ir a la casa de al lado y escuchar esas

mentiras y esos estúpidos cuentos, hablaré a mamá y papá de ti y nuestrosvecinos.

Él tenía los ojos fuertemente cerrados, como si tratase de visualizar algunaescena grabada en su cerebro. Parecía estar mirando hacia dentro, paradescribírmela con más detalle. Después, abrió los párpados y mostró una miradasalvaje, enloquecida.

—Preocúpate de tus malditos asuntos, Jory Marquet, si no quieres que acabecontigo. —Se agachó para coger un bate de béisbol tirado en el suelo e intentógolpearme con tal furia que me habría abierto la cabeza si no llego a esquivarlo—. Si les hablas de mí y mi abuela, te mataré cuando estés durmiendo.

Lo dijo con voz fuerte, fría y llanamente, retándome con la mirada. Tragué

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saliva mientras sentía que se me erizaban los cabellos en la nuca. ¿Le tendríamiedo? No, era imposible. De pronto perdió su gallardía y empezó a jadear yapretar las manos sobre su corazón. Sonreí, porque conocía su secreto, su manerade rehuir un verdadero enfrentamiento.

—Está bien, Bart —dije secamente—, puedes hacer lo que quieras. Pero iré aesa casa para charlar con esos viejos que te llenan la cabeza de basura.

Abandonó al instante su actitud de hombre maduro y se quedó boquiabierto.Me dirigió una mirada suplicante, pero yo giré sobre mis talones y eché a andar,seguro de que él no haría nada. Pero ¡zas! Sentí un peso sobre mi espalda y caíde bruces. Bart me había atacado. Antes de que pudiese felicitarle por su rapidezy su desacostumbrado acierto, empezó a asestarme puñetazos en la cara.

—No estarás tan guapo cuando termine.Le esquivé lo mejor que pude, advirtiendo que me golpeaba con los ojos

cerrados, a ciegas, como un niño, sollozando mientras lo hacía. Y juro, que,aunque sentí ganas de hacerlo, no pude pegar a mi hermano menor.

—Te has espantado, ¿eh? —Levantó el labio superior en una muecadesdeñosa, satisfecho de sí mismo—. Me parece que ahora ya sabes quiénmanda. Tienes menos agallas de lo que imaginabas, ¿eh?

Le empujé con fuerza y cay ó hacia atrás; pero yo era incapaz de pelearcontra un chiquillo como él, que sólo era fuerte cuando estaba irritado.

—Te hace falta una buena paliza, Bart Sheffield, y puede ser que te la dé y omismo. Piénsalo dos veces antes de volver a gastarme una broma como ésta, oserás tú quien pierda las agallas.

—Tú no eres mi hermano —aseguró, gimoteando. Toda su furia se habíadisipado—. Sólo somos medio hermanos, que es como no ser nada.

Abrumado por sus propias emociones, se frotó los ojos con los puños ycomenzó a llorar más fuerte.

—¿Lo ves? Esa vieja te imbuye de ideas tontas, que es lo que menos teconviene. Está haciendo que te vuelvas contra tu propia familia. Iré a su casapara decírselo.

—¡No te atrevas! —amenazó. Había cesado de llorar y estaba de nuevofurioso—. O me obligarás a hacer algo terrible. ¡Lo haré! ¡Te juro que lo haré! Sivas allí, ¡te arrepentirás!

Sonreí con ironía.—¿Tú y quién más conseguiréis que me arrepienta?—Sé qué quieres —dijo él. Volvía a ser un niño—. Quieres mi cachorro-poni.

Pero él no te querrá, ¡no te querrá! También deseas que mi abuela te quiera másque a mí, pero no lo lograrás. Pretendes quitármelo todo… ¡pero no podrás!

Me inspiró lástima, pero y a había descuidado demasiado tiempo mis deberes.—¡Bah! ¡Ve a chupar tu biberón! —dije, y me marché. Él chiflaba a mis

espaldas, afirmando que me arrepentiría de abusar de alguien que no podía

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defenderse.—¡Llorarás, Jory ! —me advirtió—. ¡Llorarás más de lo que has llorado en tu

vida!En el camino se alternaban las sombras y la luz de sol, y pronto Bart y su

rabieta quedaron atrás. El sol me quemaba la cabeza, y oí unas débiles pisadasdetrás de mí. Me volví y vi que Clover corría para alcanzarme. Esperéarrodillado, para cogerle cuando saltó a mis brazos, lamiéndome la cara con lamisma adoración que cuando yo tenía tres años.

Tres años. Recordé que mamá y yo vivíamos entonces en las Blue RidgeMountains de Virginia, en una casita situada en una hondonada cerca de losmontes. Evoqué a un hombre alto, de ojos oscuros que me había regalado, nosólo a Clover, sino también un gato llamado Calico y un periquito, Buttercup.Calico se marchó una noche y nunca volvió. Buttercup murió cuando yo teníasiete años. « ¿Te gustaría ser mi hijo?» , resonaba la voz del hombre en mimemoria. Aquel hombre que se llamaba, ¿cómo se llamaba? ¿Bart? ¿BartWinslow? ¡Dios mío! ¿Empezaba a darme cuenta de algo que nunca me habíapasado por la cabeza? ¿Sería mi hermano Bart hijo de aquel hombre y no depapá Paul? ¿Por qué había puesto mamá a su hijo un nombre que no era el de sumarido?

—Tienes que regresar a casa, Clover —dije, y pareció que me comprendía—. Tienes once años y no te conviene corretear bajo el sol del mediodía. Vuelve,busca un lugar fresco y espérame. ¿De acuerdo?

Meneó el rabo, dio sumisamente media vuelta y se dirigió a casa, volviéndosede vez en cuando para ver si yo le daba la espalda y la oportunidad de seguirmede nuevo. Esperé hasta que se perdió de vista en el recodo del camino y reanudémi marcha hacia la vieja y gran mansión. El pasado remoto redoblaba en micabeza como sordos tambores, recordándome sucesos que había olvidado. Elballet de la víspera de Navidad, y el apuesto caballero que me había regalado miprimer tren eléctrico. Pero alejé tales recuerdos, prefiriendo mantener intactos elconcepto sagrado de mi madre, mi amor por papá Paul y mi respeto por Chris.No, no debía indagar en exceso en mi pasado.

Si los ballets reflejaban historias verdaderas, aunque un poco exageradas, losamores iban y venían en la vida de todos. Como habría hecho mi papá, meacerqué audazmente a la verja de hierro y llamé. La pesada puerta se abrió sinhacer ruido, como las rejas de una cárcel, invitándome a entrar. Recorrí el curvopaseo casi corriendo, hasta que llegué a la puerta principal, y entonces hice sonarla campanilla y golpeé con la aldaba lo más fuerte que pude.

Aguardé con impaciencia a que llegase el extraño y viejo mayordomo.Advertí que la verja de hierro se había cerrado detrás de mí y tuve la impresiónde haber caído en una trampa. Igual que Bart aprovechaba sus fantasías paradivertirse y evadirse, empleé mis conocimientos del ballet para escribir un guión.

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Me sentía como un príncipe desgraciado y desdeñado, que carecía de poderesmágicos, que Bart poseía.

La confusión y las dudas aumentaban y minaban mi determinación. Aquellamansión no semejaba el castillo de una malvada reina de cuento de hadas, sinosólo el enorme y anticuado hogar de una anciana solitaria que necesitaba a Barttanto como él la necesitaba a ella. Pero esa mujer no podía ser su abuela; eraimposible. Su abuela estaba en Virginia, encerrada por algo horrible que habíahecho.

Reinaba el silencio alrededor, pendiente de mí, haciéndome sentir extraño. Micasa estaba llena de sonidos; de la cocina, música, los ladridos de Clover y loslloriqueos de Cindy, sin olvidar los gritos de Bart y las órdenes de Emma.

En cambio, ahí no se oía ni una mosca. Agité los pies, nervioso, pensando quequizá sería mejor renunciar a mi idea de enfrentarme con ella. Entonces vi unasombra oscura detrás de una de las ventanas cubiertas con visillos. Me estremecíy a punto estuve de marcharme, pero precisamente en ese momento seentreabrió la puerta, dejando sólo una rendija suficiente para que el mayordomoaplicase a ella uno de sus furtivos y acuosos ojos.

—Puedes pasar —dijo bruscamente—, pero no estés mucho rato. La señoraestá delicada y se cansa fácilmente.

Le pregunté cómo se llamaba ella, harto de nombrarla mentalmente como« aquella anciana» o « la mujer de negro» . El hombre hizo caso omiso de mipregunta. Aquel may ordomo me intrigaba, con su manera de arrastrar los pies,como si estuviese un poco cojo; su negro bastón que repicaba sobre elentarimado, su calva y brillante cabeza rosada y su fino bigote, que pendía en doslargos mechones a un lado y otro de sus tristes labios. Pero, por viejo que fuese ypor débil que pareciese, sabía adoptar un aire temible y siniestro.

Me indicó con una seña que entrase, pero vacilé. Sonrió cínicamente,mostrando unos dientes anormalmente grandes, demasiado iguales y amarillos.Erguí los hombros y le seguí con arrojo, pensando que aclararía la situación yconseguiría que nuestras vidas volviesen a ser felices, como antes de que ellosviviesen en esa casa que hasta entonces habíamos considerado como propia.

Desconocía que la sospecha había entrado en mi cabeza. Creía que tan sólo setrataba de curiosidad.

La habitación donde ella estaba siempre volvió a sorprenderme, aunque nopodría precisar la razón. Tal vez se debía a que las cortinas permanecían corridasen aquel espléndido día de verano. Detrás de las cortinas, las persianas de lasventanas estaban cerradas y dejaban pasar franjas de luz. Persianas y cortinasimpedían la entrada al calor y mantenían el salón inesperadamente frío. En esaparte del país, el aire acondicionado resultaba innecesario. La proximidad delPacífico mantenía fresca la atmósfera y nos obligaba a llevar suéter alatardecer, incluso en pleno verano. Pero esa casa era extrañamente fría.

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La anciana se hallaba en aquella mecedora de madera y me mirabafijamente. Su mano delgada esbozó un gesto de bienvenida, invitándome aacercarme. Pero comprendí instintivamente que aquella mujer suponía unaamenaza para mis padres, mi propia seguridad y, sobre todo, la salud mental deBart.

—No debes temerme, Jory —dijo, con voz dulce—. Mi casa es tanto tuyacomo de Bart. Siempre serás bien recibido. Siéntate y charlemos un rato.¿Tomarás conmigo una taza de té y un trozo de pastel?

« Engatusar» . Era la palabra que habíamos añadido el día anterior alvocabulario en que tanto insistía papá debíamos aprender.

« El mundo es de quienes saben hablar bien; los que escriben bien hacenfortuna» , nos había dicho.

Admito que aquella mujer trataba de engatusarme, sentada, vieja perotodavía orgullosa, en su dura mecedora.

—¿Por qué no abre las ventanas, descorre las cortinas, y permite que entre unpoco de luz y aire? —pregunté.

Sus nerviosos movimientos arrancaron destellos a las muchas piedraspreciosas que llevaba en los dedos. Rubíes, esmeraldas y brillantes titilaban contoda la gama de colores. Esas joyas parecían incongruentes al lado de aquelvulgar vestido negro y las capas de velo negro que cubrían su cabeza. Sinembargo, en esa ocasión mostraba los ojos, unos ojos azules, intensamenteazules. Sus ojos me resultaban familiares.

—El exceso de luz me daña la vista —explicó, con un ronco murmullo al verque no dejaba de mirarla.

—¿Por qué?—¿Preguntas por qué la luz daña mis ojos?—Sí.Suspiró débilmente.—Durante mucho tiempo viví aislada del mundo, encerrada en una pequeña

habitación; peor aún, encerrada dentro de mí misma. Cuando alguien se veobligado a enfrentarse consigo mismo por primera vez en la vida, retrocede acausa de la impresión. Yo retrocedí la primera vez que miré profundamente enmi interior, ante un espejo que había en mi habitación, y me espanté. Por esovivo ahora en habitaciones llenas de espejos, pero me cubro la cara para no verdemasiado, y prefiero esta penumbra, pues ya no admiro la cara que solíaadorar.

—Entonces, quite los espejos.—Te parece muy sencillo, ¿eh? Pero tú eres joven, a los jóvenes todo os

parece fácil. No quiero quitar los espejos. Los necesito aquí para que merecuerden continuamente lo que hice. Las ventanas cerradas, la atmósferacargada son mi castigo, no el tuyo. Si quieres, Jory —prosiguió, mientras y o

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guardaba silencio—, abre las ventanas y las persianas; haz que entre la luz del sol,y me quitaré los velos para que puedas mirar el rostro que yo no quiero ver; perono te resultará agradable. Mi belleza se marchitó, pero su pérdida es pequeña encomparación con todas las cosas que tuve y que perdí, todas las cosas quehubiese debido esforzarme denodadamente por conservar.

—¿Denodadamente? —pregunté. Era ésta una palabra poco significativa paramí; sólo indicaba valor.

—Sí, Jory ; hubiese debido proteger denodadamente lo que me pertenecía. Yoera cuanto ellos tenían, y los abandoné. Creía que yo estaba en lo cierto y ellos seequivocaban. Me convencía todos los días de que la razón estaba de mi parte.Rechacé sus lastimeras súplicas, peor aún, ni siquiera consideraba que fuesendignos de compasión. Estaba segura de que hacía cuanto podía por ellos, porqueles compraba muchas cosas. Llegaron a desconfiar de mí, a aborrecerme, y esome dolía más que todos los dolores que hasta entonces había sentido. Mereprochaba mi flaqueza, mi cobardía, al sentirme tontamente intimidada, cuandohubiese debido mantenerme firme y contraatacar. Tenía que haber pensadosolamente en ellos y olvidarme de lo que quería para mí. Mi única excusa es queentonces era joven, y la juventud hace a todos egoístas, incluso frente a suspropios hijos. Creía que mis necesidades eran mayores que las suy as, que y allegaría su momento y que entonces podrían hacer lo que quisieran. Sentía queera mi última oportunidad de ser feliz, y tenía que aprovecharla antes de que lamadurez me privase de mis atractivos. Amaba a un hombre joven a quien nopodía hablar de ellos.

¿Ellos? ¿A quiénes se refería?—¿Quiénes? —pregunté débilmente, deseando por alguna razón que no me lo

dijese… o que dijese lo menos posible.—Mis hijos, Jory. Mis cuatro hijos. Los tuve con mi primer marido, con quien

me casé cuando sólo tenía dieciocho años. Me habían prohibido hacerlo, pero y ole amaba. Estaba segura de que nunca encontraría un hombre más maravilloso,aunque después encontré otro que lo era tanto como él.

Yo no quería continuar oyendo su historia, pero me suplicó que me quedase.Permanecí sentado en el borde de uno de sus lindos sillones.

—Así —prosiguió—, guiada por mi miedo, permití que mi amor por unhombre no me dejase ver las necesidades de mis hijos. Les arrebaté lo que ellosnecesitaban, su libertad, y ahora, a consecuencia de ello, me duermo sollozandotodas las noches.

¿Qué podía decir yo? No comprendía de qué estaba hablando. Pensé quedebía de estar loca y que por eso no era extraño que Bart se comportase tambiéncomo un chiflado. Ella se inclinó para mirarme mejor.

—Tú eres un chico excepcionalmente guapo. Supongo que ya lo sabes.Asentí con la cabeza. Toda mi vida había oído comentarios sobre mi belleza,

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mi talento y mi atractivo. Pero lo que contaba era el talento, no la hermosura. Enmi opinión, la belleza sin talento era inútil. Sabía también que la belleza semarchitaba con los años, aunque no por eso dejaba de gustarme. Miré alrededory comprendí que aquella mujer gustaba de lo bello tanto como yo, y sinembargo…

—Lástima que esté sumida en la oscuridad y se niegue a gozar de este lugartan hermoso —me dije, sin percatarme de que hablaba en voz alta.

Ella me oyó y respondió con tono apagado:—Es un castigo más.No repliqué y seguí sentado mientras ella divagaba sobre su vida de pobre

muchacha rica que, por haber cometido el error de casarse con un tío suyo, tresaños may or que ella, había sido desheredada. Pero ¿por qué me contaba lahistoria de su vida? A mí no me interesaba. ¿Qué tenía que ver su pasado conBart? Yo había acudido a su casa para tratar de ayudar a mi hermano.

—Me casé por segunda vez. Mis cuatro hijos me odiaron por ello. —Contempló sus manos cruzadas sobre el regazo y empezó a dar vueltas a susbrillantes anillos, uno tras otro—. Los niños creen siempre que todo es fácil paralos adultos, pero eso no siempre es verdad. A los hijos les parece que una madreviuda sólo les necesita a ellos. —Suspiró—. Piensan que ellos pueden entregarleel amor suficiente porque ignoran que existen diversas clases de amor y queresulta duro para una mujer vivir sin un hombre, cuando ha estado casada.

Entonces, como si hubiese olvidado mi presencia, pareció sobresaltarse alverme.

—¡Oh! ¡Qué mala anfitriona soy, Jory ! ¿Qué te apetece tomar?—Nada, gracias. Sólo he venido para decirle que no debe invitar a Bart. No sé

qué le cuenta, ni lo que él hace aquí ahora, pero regresa a casa lleno de ideasextrañas y se porta como si estuviese desconcertado.

—¿Desconcertado? Te expresas con un lenguaje muy preciso para tu edad.—Mi padre insiste en que aprendamos una palabra nueva cada día.Se llevó las nerviosas manos al cuello y empezó a jugar con una ristra de

gruesas perlas sujeta con un broche de brillantes con forma de mariposa.—Jory, si te planteo una pregunta hipotética, ¿me contestarás…

sinceramente?Me levanté, dispuesto a marcharme.—Si tu madre o tu padre te disgustasen, te defraudasen de alguna manera,

aunque fuese en algo importante, ¿serías capaz de perdonarles?Desde luego, pensé, aunque no podía imaginar que alguna vez me

decepcionasen, ni a Bart ni a Cindy. Retrocedí hacia la puerta, mientras ellaesperaba mi respuesta.

—Sí, señora; creo que se lo perdonaría todo.—¿Incluso un homicidio? —preguntó de pronto, poniéndose también en pie—.

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¿Les perdonarías eso? No me refiero a un homicidio premeditado, sinoaccidental.

Estaba chalada, igual que su mayordomo. Yo quería salir de allí lo antesposible. Le advertí una vez más que no debía recibir a Bart.

—Si quiere que Bart conserve la cordura, ¡déjele en paz!Cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, antes de asentir e inclinar la cabeza,

comprendí que la había herido profundamente. Pero endurecí mi corazón parano pedirle disculpas. Entonces, cuando ya me marchaba, llamaron a la puerta.Yo mismo abrí y entró un transportista con una caja grande y ovalada. Fueronnecesarios dos hombres para desclavar la tapa.

—No te vay as, Jory —suplicó la anciana—. ¡Quédate! Quisiera que vieses loque hay en esta caja.

¿Qué me importaba a mí su contenido? De todos modos, me quedé dominadopor la curiosidad que suele sentir todo el mundo ante una caja cerrada.

El viejo may ordomo llegó renqueando por el pasillo, pero ella le despidióagriamente:

—¡John! ¿Acaso le he llamado? Haga el favor de permanecer en su sitiohasta que le llame.

Él le lanzó una mirada furibunda, pero volvió a su cubil, allá donde estuviese.Mientras tanto, la caja había sido abierta y los dos hombres extraían la paja

del embalaje. Después sacaron del fondo una cosa muy grande, envuelta en unamanta gris.

Era como esperar la botadura de un barco. Contuve el aliento, conexpectación, tanto más intensa cuanto que ella tenía una mirada extraña en susemblante, como si ansiase que yo viese el contenido. ¿Iba a hacerme un regalo,después de darle a Bart todo lo que éste pedía? Bart era el niño más codicioso delmundo; necesitaba el doble de cariño que la mayoría de la gente.

Abrí la boca y di un paso atrás, anonadado. Lo que acababan de descubriraquellos hombres era un cuadro al óleo.

Allí estaba mi hermosa madre, en traje blanco de etiqueta, de pie en elpenúltimo peldaño de una escalera, con su delicada mano apoyada en lamagnífica columna en que terminaba la baranda. Una cola de brillante telablanca se extendía detrás de ella. La escalera se curvaba graciosamente y seperdía en una bruma ingeniosamente dispuesta por el artista para crear unambiente dorado y resplandeciente y sugerir una mansión con aires de palacio.

—¿Sabes de quién es este retrato? —preguntó, cuando los hombres colgaronel cuadro en uno de los salones que ella parecía no frecuentar.

Asentí con la cabeza, pasmado y mudo. ¿Por qué tenía un retrato de mimadre? Esperó a que se marchasen los dos hombres, quienes sonrieron,encantados, con la espléndida propina. Yo jadeaba, oía mi propia respiración yme preguntaba por qué me sentía aturdido.

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—Jory —dijo suavemente ella, volviéndose de nuevo hacia mí—, éste es unretrato mío que mi segundo esposo encargó poco después de casarnos. Yo teníaentonces treinta y siete años.

Aquel retrato la mostraba exactamente igual a como era mi madre por aquelentonces. Tragué saliva y quise echar a correr, pues sentí de pronto una urgentenecesidad de ir al cuarto de baño; pero al mismo tiempo quería quedarme paraoír su explicación, aunque estaba paralizado por miedo a lo que pudiese contar.

—Mi segundo marido, que era más joven que yo, se llamaba BartholomewWinslow, Jory —dijo rápidamente, como para asegurarse de que la oiría antes deescapar corriendo—. Más tarde, cuando mi hija fue mayor, le sedujo y me robósu amor para herirme dándole un hijo, el hijo que yo no podía tener. Adivinasquién es ese hijo, ¿verdad?

Me levanté de un salto y retrocedí, extendiendo las manos para impedir quecontinuase explicando lo que no quería oír.

—Jory, Jory, Jory —canturreó—, ¿no te acuerdas de mí? Recuerda cuandovivíais en los montes de Virginia, piensa en aquella pequeña oficina de Correos yen la rica señora del abrigo de pieles. Tú tenías entonces unos tres años. Me vistey te acercaste sonriendo para tocar mi abrigo, y dij iste que era hermosa… ¿Note acuerdas?

—¡No! —exclamé, con una fuerza que no sentía—. No la había visto en mivida, hasta que vino a vivir aquí. ¡Todas las mujeres rubias con ojos azules separecen!

—Sí —admitió con voz entrecortada—, supongo que tienes razón. Sólo quisedivertirme un poco viendo tu expresión. No debí gastarte esta broma. Lo siento,Jory. Perdóname.

No podía seguir mirando aquellos ojos azules, tan azules. Debía irme.Volví a casa desolado, arrastrando los pies. Si no me hubiese quedado, si no

hubiese llegado aquel cuadro cuando yo estaba allí… ¿Por qué había sentido queaquella mujer representaba una amenaza para mi madre? ¿Qué habíaconseguido? « ¿Fuiste tú, mamá, quien le robó el amor de su segundo marido?¿Fuiste tú?» , me atormentaba. ¿Por qué, si no, llevaba Bart el mismo nombre queél? Todo lo que ella había explicado confirmaba las sospechas adormecidas en mimente durante tantos años. Las puertas se estaban abriendo, dejando entrarrecuerdos frescos que casi parecían enemigos.

Subí por la escalera de la galería que mamá llamaba, en broma, « la galeríaal estilo del sur, de Paul» . Ciertamente, no era el patio habitual de California.

Esta vez había algo diferente en la galería. Si hubiese estado menos turbado,quizá habría descubierto enseguida lo que faltaba. En mi estado, tardé variosminutos en advertir que Clover no estaba allí. Miré alrededor, inquieto y le llamé.

—Por el amor de Dios, Jory —se quejó Emma, desde la ventana de la cocina—, no des esas voces. Acabo de acostar a Cindy para que duerma un poco, y si

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sigues así la despertarás. Hace unos minutos vi a Clover correr hacia el jardín,persiguiendo a una mariposa.

Claro. Me sentí aliviado. Si algo rejuvenecía a mi viejo perro de aguas, eranlas mariposas amarillas. Me reuní con Emma en la cocina.

—Emma, hace tiempo que quiero preguntarte una cosa: ¿qué año se casómamá con el doctor Paul?

Estaba inclinada, mirando dentro del frigorífico y farfullando para sí:—Habría jurado que la noche pasada sobró un poco de pollo y lo guardé aquí.

Como esta noche tenemos hígado con cebolla, pensaba darle el pollo a Bart.Aunque fuesen sobras, creo que tu remilgado hermano las preferiría.

—¿Recuerdas qué año se casaron?—Tú eras entonces muy pequeño —contestó ella, sin dejar de revolver las

fiambreras.Emma era siempre vaga en lo referente a las fechas. No podía recordar su

propio cumpleaños, quizá deliberadamente.—Cuéntame una vez más cómo conoció mi madre al hermano menor del

doctor Paul… y a sabes, el que es ahora nuestro padrastro.—Sí, recuerdo a Chris. Era muy guapo, alto, y su tez estaba bronceada, pero

nunca he conocido a nadie tan apuesto como el doctor Paul, a su manera… Tupadrastro Paul era un hombre maravilloso, tan amable, tan afectuoso…

—Es curioso que mamá se enamorase del hombre mayor y no del másjoven. ¿No te resulta extraño?

Ella se irguió y se llevó una mano a la espalda que, según decía, siempre ledolía. Después se enjugó las manos en su blanco e inmaculado delantal.

—Ojalá tus padres no lleguen tarde esta noche. Ahora, ve a buscar a Bartpara que se bañe. No me gusta que tu madre le vea tan sucio.

—No has contestado a mis preguntas, Emma.Se dio la vuelta y empezó a cortar cebolletas.—Cuando quieras saber algo, Jory, pregunta a tus padres. No acudas a mí.

Quizá tú me consideres como un miembro de la familia, pero y o sé mantenermeen mi lugar. De modo que vete y déjame preparar la comida.

—Por favor, Emma, no quiero saberlo sólo por curiosidad, sino para ayudar aBart. ¿Cómo puedo hacerlo si no conozco todos los hechos?

—Jory —dijo, sonriendo cariñosamente—, alégrate de tener unos padres tanmaravillosos. Tú y Bart podéis consideraros muy afortunados. Confío en quecuando Cindy crezca se dé cuenta de la suerte que tuvo cuando tu madre decidióadoptarla.

Fuera, el día declinaba. Por más que busqué, no pude encontrar a Clover. Mesenté en la escalera posterior y contemplé, inquieto, cómo el cielo se tornabarosado y era atravesado por brillantes franjas anaranjadas y violetas. Me sentíatriste y abrumado, deseoso de que se aclarasen de una vez los misterios y la

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confusión. Y Clover, ¿dónde estaba Clover? Hasta ese momento, no me habíadado cuenta de lo mucho que significaba en mi vida, lo mucho que le añoraríacuando desapareciese para siempre. « Por favor, Dios mío, no dejes que se vayapara siempre» .

Inspeccioné el jardín una vez más. Después pensé que sería mejor entrar encasa y telefonear a los periódicos para que publicaran un anuncio. Ofreceríamosuna recompensa por un perro perdido, una recompensa tan importante que quienlo encontrase no vacilaría en devolverlo.

—¡Clover! ¡Es hora de comer! Mis voces hicieron que Bart saliese de detrásde un seto, con la ropa desgarrada y sucia. Sus ojos oscuros parecíanembrujados.

—¿Por qué gritas?—No encuentro a Clover —respondí—, y sabes que nunca se escapa. Es un

perro casero. El otro día leí que hay gente que roba perros y los vende a loslaboratorios científicos para que realicen con ellos sus experimentos. Bart,desearía morir si alguien hiciese algo tan horrible a Clover.

Me miró fijamente, como pasmado.—Nadie sería capaz de eso… ¿verdad?—Bart, tengo que encontrar a Clover. Si no vuelve pronto, me pondré

enfermo, enfermo de verdad. ¿Y si alguien le hubiese atropellado?Observé que mi hermano tragaba saliva y empezaba a temblar.—¿Te sientes mal?—He matado un lobo allí, un lobo enorme. Le he metido una bala en uno de

sus ojos rojos y malignos. Avanzaba hacia mí lamiéndose el hocico, pero yo fuimás listo y más rápido, y le maté de un tiro.

—¡Oh, vamos, Bart! —exclamé con impaciencia, francamente irritado conun chico que nunca decía la verdad—. Sabes bien que no hay lobos en estaregión.

Hasta la medianoche busqué por el vecindario, llamando a Clover. Laslágrimas nublaban mis ojos, y el llanto reprimido quebraba mi voz. Presentía queClover nunca volvería.

—Jory —dijo papá, que me había acompañado—, vámonos a dormir yseguiremos buscando por la mañana, si para entonces no ha vuelto. Y no tepreocupes demasiado. Clover es un perro viejo, pero incluso los viejos puedensentirse románticos las noches de luna llena.

¡Oh, no! Eso carecía de sentido. Hacía tiempo que Clover había dejado deperseguir a las perras. Ahora, lo único que le apetecía era tumbarse en paz dondeBart no pudiese tropezar con él o pisarle el rabo.

—Ve a la cama, papá, y deja que yo siga buscando. La clase de ballet demañana no empieza hasta las diez, de modo que puedo acostarme más tarde quetú.

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Me dio un breve abrazo, me deseó suerte y se dirigió a su habitación. Unahora más tarde, consideré que mis esfuerzos eran inútiles. Clover estaba muerto.Era lo único que podía explicar su prolongada ausencia.

Pensé que debía decir a mis padres lo que sospechaba. Me planté al borde desu cama y les miré. La luz de la luna entraba por las ventanas y caía sobre suscuerpos. Mamá y acía de costado, para arrimarse más a papá, que estabatumbado boca arriba, y apoy aba la cabeza en su pecho desnudo, mientras elbrazo de él la ceñía de modo que la mano descansaba en su cadera. La colchaestaba subida lo justo para cubrir su desnudez, lo que hizo que retrocediese,sintiéndome culpable. No debía estar allí. Dormidos, parecían vulnerables, másjóvenes de lo que eran, y eso me conmovía y hacía que me avergonzase. Mepregunté por qué sentía vergüenza. Papá me había enseñado hacía tiempo lascosas de la vida, y gracias a sus explicaciones sabía qué hacían los hombres y lasmujeres para tener hijos… o para divertirse.

Ahogué un sollozo y me volví para salir.—¿Eres tú, Chris? —preguntó mi madre, medio dormida.—Estoy aquí, querida —murmuró él—. La abuela no puede atraparnos ya.Me quedé como petrificado. Parecían dos niños. Y de nuevo salía a relucir la

abuela.—Tengo miedo, Chris, mucho miedo. Si ellos llegan a descubrirlo, ¿qué

diremos? ¿Cómo podremos explicarles…?—¡Chtst! La vida será buena con nosotros de ahora en adelante. Conserva tu

fe en Dios. Ambos hemos sido duramente castigados y Él no querrá quesuframos más.

Corrí, corrí, tuve que correr hasta mi habitación, y me eché de bruces en lacama. Sentía un vacío en mi interior y en torno a mí, en lugar del amor y laconfianza que solía sentir. Clover se había ido. Mi querido e inofensivo perrito delanas, que nunca había hecho nada malo. Y Bart había matado un lobo.

¿Qué haría Bart la próxima vez? ¿Sabía lo que yo había hecho? ¿Por eso secomportaba de un modo tan extraño? Miraba con malicia a mamá, como siquisiera herirla. Entonces volvieron a brotar las lágrimas, porque los recuerdos nopodían borrarse para siempre. Ahora sabía que Bart no era hijo del doctor Paul,sino del segundo marido de aquella anciana y por esa razón llevaba el mismonombre; era hijo de aquel hombre alto y esbelto que a veces aparecía en missueños junto al doctor Paul y mi verdadero padre, a quien sólo había visto enfotografías.

Nuestros padres nos habían mentido. ¿Por qué no nos habían dicho la verdad?¿Tan horrible era la verdad que no podían contárnosla? ¿Tan poca fe tenían ennuestro amor por ellos?

¡Oh, Dios mío! ¡Su secreto debía ser tan espantoso que nunca podríamosperdonarles!

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Y Bart podía ser peligroso, yo sabía que podía serlo. Cada día resultaba másevidente. Por la mañana quise decírselo enseguida a mamá o papá, pero llegadoel momento no me atreví a abrir la boca. Entonces supe por qué insistía papá enque aprendiésemos una palabra nueva todos los días. Se necesitaban palabrasespeciales para expresar ideas sutiles, y, por el momento, yo no había sidosuficientemente instruido para formular mis turbadas ideas y tranquilizarles almismo tiempo. ¿Y cómo podía tranquilizarles, cuando Bart estaba delante de mí,con sus negros ojos duros y malévolos?

« ¡Oh, Dios mío! —pensé—. Si estás ahí arriba, en alguna parte, y me estásmirando, escucha mi oración. Haz que mis padres tengan la paz que necesitan, demanera que no tengan que soñar por las noches en una abuela malvada. Conrazón o sin ella, sea lo que fuere lo que hayan hecho, sé que obraron lo mejorque podían» .

¿Por qué había formulado mi plegaria de tal modo? La seguridad era unapalabra que carecía ya de consistencia, como los muertos, que no eran más quesombras en mi memoria, no algo tan concreto como el odio de Bart, que crecíadía a día.

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LECCIONES

Julio, mi mes. « Concebido en el fuego, nacido en el calor» , había dicho JohnAmos cuando le anuncié que pronto cumpliría diez años. Yo no entendía quésignificaba aquella frase, aunque tampoco me importaba. Dentro de pocos díasestaría en Disney landia. Hip hip, ¡hurra! Al diablo con Jory por no estar contento,por estropear mi diversión con su cara larga y triste, y sólo porque un perritoviejo y estúpido no quería volver a casa cuando lo llamaba.

Yo estaba haciendo planes para que Apple estuviera atendido hasta quepudiese escaparme y volver junto a él después de visitar Disney landia. JohnAmos me agarró cuando fui a la casa y me subió a su habitación, situada encimadel garaje. Miré alrededor, pensando que olía a agrio, a viejo, como amedicamentos.

—Bart, siéntate en esa silla y léeme en voz alta un fragmento del diario deMalcolm. El Señor te castigará si dices que lees su libro y no lo haces.

Yo no necesitaba a Amos tanto como antes, de modo que lo observé concierto desdén, con el mismo desdén que habría mostrado Malcolm por un viejocojo que no sabía hablar sin susurrar, silbar y escupir. De todas formas me sentéy leí el diario encuadernado de cuero rojo de Malcolm.

« Mi juventud había sido malgastada en placeres terrenales y, al acercarme alos treinta, me di cuenta de que faltaba en mi vida un objetivo distinto al dinero.Religión, necesitaba la religión y la redención de todos mis pecados, pues, a pesarde los votos de mi infancia, había vuelto a desear a las mujeres, y cuanto másperversas eran más parecían gustarme. Para mí, no había espectáculo másagradable que ver cómo mujeres altivas y hermosas realizaban actos obscenosque transgredían todas las normas de la decencia. Me gustaba azotarlas, yproducir verdugones rojos en sus pieles blancas y suaves. Ver sangre, su sangre,me excitaba. Entonces comprendí que necesitaba a Dios. Tenía que salvar delinfierno mi alma inmortal» .

Levanté la cabeza, cansado de tratar de descifrar aquellas largas frases quepoco significaban para mí.

—¿Entiendes lo que te dice Malcolm, muchacho? Dice que, por mucho queodies a las mujeres, todavía puedes obtener placer de ellas, pero a un precio,muchacho, a un precio muy, muy alto. Desgraciadamente, Dios infundió deseos

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sensuales a la humanidad. Tienes que procurar mitigar los tuy os a medida que teacercas a la edad adulta. Graba esto en tu mente, de manera que no puedaborrarse de ella: las mujeres te destruirán al fin. Yo lo sé muy bien. Medestruyeron y me redujeron a la condición de criado, cuando podría haber sidomucho más.

Me levanté y me marché, harto de John Amos. Iría a ver a mi abuela, queme quería más que nadie en el mundo, incluso más que Dios. Ella me amaba porlo que yo era. Me amaba tanto que incluso mentía, como yo, para hacermecreer que era mi verdadera abuela, cuando y o sabía que eso no podía ser cierto.

El sábado era el mejor día de la semana. Mi padrastro se quedaba en casa ymamá se sentía dichosa. Debido a que ésta deseaba pasar mucho tiempo en casapara mimar a Cindy —como si Cindy le importase a alguien—, contrataba a unaestúpida ay udante para que se encargase, los sábados, de la clase de ballet. Jorytambién asistía los sábados a esa clase para poder ver a su estúpida amiguita.Regresaba a casa al mediodía para desbaratar todos mis planes. Yo planeabamuchas actividades para no aburrirme; para pasar el tiempo; cuidar de Apple,sentarme en las rodillas de mi abuela y escuchar sus canciones… Bueno, lasmañanas pasaban en un santiamén con todas las cosas que tenía que hacer.

John Amos seguía aleccionándome para que llegase a ser como Malcolm, yrealmente daba resultado. Sentía que su poder se hacía cada vez más, más fuerte.

Aquella tarde, Cindy jugaba en una piscina de plástico tan nueva que parecíarecién salida de la fábrica. La piscinita usada no era bastante buena para ella. Laniña chiflada debía tenerlo todo nuevo, incluso un traje de baño a rayas blancas yrojas, con tirantes blancos y correas rojas sobre los hombros para mantenerlo ensu sitio. ¡Y encima ella trataba de soltarse esas correas!

Jory se levantó de un salto y entró en la casa en busca de su máquina, yvolvió corriendo para fotografiar a Cindy. Clic, clic, clic. Después arrojó lacámara a mamá, que la cogió al vuelo.

—Hazme una foto con Cindy —pidió.Desde luego, le hacía ilusión que le hiciesen una foto con Cindy. Ni siquiera se

molestó en preguntarme si quería salir en ella, quizá porque siempre gesticulaba,agachaba la cabeza o sacaba la lengua. Todos decían que Bart sabía la manera deestropear una buena fotografía.

Los malditos arbustos que me rodeaban me arañaban las piernas y los brazos.Los insectos no me dejaban en paz. ¡Malditos bichos! Los sacudí a manotazos yentorné los párpados para observar a la melindrosa niña chapoteando en el agua,divirtiéndose más de lo que yo me había divertido nunca en una piscina.

Cuando tratasen de llevarme al este desde Disney landia, me escaparía yharía autostop y regresaría a casa para cuidar de Apple; exactamente lo mismoque habría hecho Malcolm. Los muertos no me echarían de menos, no lesimportaría que no fuese a depositar flores en sus tumbas. Y la antipática abuela

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de Jory se alegraría de no tenerme allí.Corrí hacia el árbol, salté el muro y me encaminé hacia el establo para ver a

Apple, que estaba haciéndose enorme. Metí una galleta para perros en su boca yse la tragó en un segundo. Después brincó y me tiró al suelo.

—Ahora te comerás esta zanahoria. Para ti es como un mondadientes.Apple olió la zanahoria, meneó el rabo, saltó y golpeó la zanahoria con la

pata. Aún no sabía jugar como un poni.Enseguida enganché a Apple a mi nuevo vehículo y corrimos por todo el

lugar.—¡Adelante! —le animaba—. ¡Tenemos que alcanzar a aquellos ladrones de

ganado! Corre más, jamelgo inútil, ¡o no llegaré a casa antes de que sirvan lacomida!

Divisé movimiento en las colinas. Miré alrededor y descubrí a unos indios queavanzaban sigilosamente hacia nosotros. ¡Cazadores de cabelleras! Nospersiguieron furiosamente hasta que los perdimos de vista en las colinas, quepronto se convirtieron en desierto. Agotados y sedientos, mi caballo y yobuscamos un oasis. Vimos un espej ismo.

Allí estaba ella, la mujer del espej ismo del oasis, vestida con negros harapos,con los pies descalzos y cubiertos de arena; contenta de darnos la bienvenida a latierra de los vivos…

—Agua —pedí, jadeando—. Necesito agua fresca y clara. —Me senté en unlujoso sillón y estiré mis largas y delgadas piernas terminadas en unas botaspolvorientas y gastadas. Me sacudí la arena de los zahones—. Que sea unacerveza —dije a la camarera de la cantina.

Me sirvió la cerveza, espumosa, oscura, y fría, demasiado fría. Cayó en miestómago como una piedra e hizo que me encogiese. Miré a la muchacha.

—¿Qué hace una chica tan linda como tú en un lugar tan asqueroso comoéste?

—Soy la maestra de la escuela local. ¿No te acuerdas de mí, Sam, el Rápido?—Bajó los párpados y pestañeó detrás del velo—. Cuando los tiempos son malos,una dama debe hacer lo que pueda para sobrevivir.

Seguía mi juego. Nadie jugaba nunca conmigo. Y resultaba agradable tener aalguien con quien jugar. Le dirigí una sonrisa amistosa.

—Cuida bien de Apple. Es tan noble que no debe morir.—Eres muy rudo, querido. Y no conviene pensar demasiado en la muerte.

Ven, siéntate en mi regazo, y deja que te cante una canción.De acuerdo. Me gustaba que me tratasen como a un niño pequeño,

acurrucado entre sus brazos, con la cabeza reclinada en su pecho, mientras ellame cantaba al oído. Cada vaivén de la mecedora me sumía en un trance másprofundo. Alcé la mirada e intenté ver a través de sus velos. ¿La quería más quea mamá? Entonces reparé en que sus velos estaban sujetos por unas pequeñas

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peinetas prendidas a sus cabellos de plata, con algunas hebras de oro.Yo no deseaba que mamá envejeciese y su pelo encaneciese. Sin embargo,

se olvidaba de mí todos los días para cuidar de Cindy ; dejaba que otros seocupasen de mí. ¿Por qué tenía que haber aparecido Cindy para estropear mivida?

—Más, por favor —murmuré cuando ella dejó de mecerse—. ¿Me quieresmás de lo que madame Marisha quiere a Jory? —pregunté.

Si me decía que sí, que mucho más, todo iría bien.—¿Quiere mucho a Jory su abuela?¿Había envidia en su voz? Me sentí furioso, ruin… Ella lo advirtió y empezó a

llenar mi cara de besos, unos besos secos por culpa del velo.—Abuelita, tengo que decirte una « coza» .—Muy bien… pero acuérdate de pronunciar bien las palabras. Di todo lo que

quieras, tengo toda la vida para escucharte.Me apartó los cabellos de la cara, tratando de arreglarlos, sin conseguirlo.—Dos días después de mi cumpleaños, viajaremos hacia Disney landia,

donde permaneceremos una semana. Después volaremos hasta donde se hallanlas tumbas. Tendremos que visitar cementerios, comprar flores y dejarlas al solpara que se marchiten. Odio las tumbas. Odio a la abuela de Jory, que no mequiere porque no puedo bailar.

Me besó de nuevo.—Bart…, di a tus padres que ha habido demasiadas tumbas en tu vida. Diles

una vez más lo mucho que te entristecen.—No quieren escucharme —repuse apenado—. No me preguntan qué me

gustaría hacer, sólo me ordenan lo que debo hacer.—Estoy segura de que te escucharán si les explicas que sueñas que estás

muerto. Entonces comprenderán que has visitado cementerios demasiadas veces.Cuéntales la verdad.

—Pero… pero… —balbucí, muy abatido—, ¡y o quiero ir a Disney landia!—Diles lo que te he dicho, y y o cuidaré de Apple.Me puse frenético. Si confiaba el cuidado de Apple a otra persona, nunca

volvería a ser mío. Sollocé porque la vida era muy triste. Mi plan de fuga nopodía fallar; era preciso que saliera bien.

Seguimos meciéndonos, y ella dijo que estábamos en un barco, navegandopor aguas turbulentas con rumbo a una hermosa isla llamada Paz. Entonces perdílas piernas, de modo que, cuando llegamos, no pude tenerme en pie. Elladesapareció. Me quedé solo, completamente solo, como si me encontrase enMarte, mientras Apple esperaba que regresase a la Tierra. ¡Pobre Apple! Alfinal, moriría.

Creí despertar… ¿Dónde estaba? ¿Por qué eran todos tan viejos? Mamá…,¿por qué te cubres la cara de negro?

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—Despierta, querido. Tienes que volver deprisa a casa antes de que tuspadres empiecen a alarmarse. Has dormido un rato. Ahora te sentirás mejor.

La mañana siguiente, y o estaba en el jardín, tratando de terminar la casetaque construía para Clover. El pobre Clover hubiese debido tener siempre casapropia, y así no habría tenido que escaparse para buscar una. Cogí del cuarto deherramientas de papá un martillo, clavos y una sierra de madera, lo llevé todo aljardín y me puse manos a la obra. La dichosa sierra no cortaba recto. La casaestaría torcida. Si Clover se quejaba, le pegaría una patada. Levanté la tablaserrada y la coloqué como techo. ¡Dichoso clavo! No se mantenía recto, y por suculpa el martillo golpeaba mi dedo pulgar. ¡El estúpido martillo no veía misdedos! Seguí golpeando. Menos mal que no sentía los pequeños dolores. Entoncesme di un golpe más fuerte y me hice daño. Sentía dolor, como cualquier chiconormal.

Jory salió corriendo de la casa y preguntó:—¿Por qué estás construy endo una casa para Clover, si hace dos semanas

que se fue? Nadie ha respondido a nuestros anuncios. Sin duda está muerto, y sino fuese así y volviese a casa, dormiría a los pies de mi cama, ¡recuérdalo!

Tonto. Tonto, era lo que en realidad él quería decir. Y Clover podía aún volver.¡Pobre Clover!

Miré de reojo y vi que Jory se enjugaba unas lágrimas.—Pasado mañana —dijo, con voz ronca—, partiremos hacia Disney landia.

Deberías estar contento.¿Estaba contento? El pulgar hinchado empezaba a dolerme más. Apple se

moriría de añoranza.Entonces se me ocurrió una idea. John Amos me había explicado que las

oraciones obraban milagros, y que Dios estaba allá arriba, en su cielo, velandopor los torpes animales y también por la gente. Mamá y papá siempre meprohibían pedir cosas en mis oraciones; sólo para los demás, nunca para mí. Poresa razón, en cuanto Jory se hubo marchado, arrojé mi martillo y corrí a un sitiodonde pudiese arrodillarme y rezar por mi cachorro-poni y Clover. Después fui aver a Apple, y rodamos juntos sobre la dorada hierba, riendo y o mientras éltrataba de ladrar y relinchar. Su lengua posaba besos húmedos en mi cara, quey o le devolvía. Cuando levantó la pata y apuntó a un rosal, me desabroché elpantalón y oriné también. Entonces se me ocurrió lo que tenía que hacer.

—No te pongas triste, Apple. Sólo estaré una semana en Disney landia, yvolveré. Esconderé tus galletas de cachorro–poni debajo del heno y dejaré elgrifo un poco abierto, de modo que el agua gotee en tu cubo. Pero no te atrevas acomer o beber lo que te den John Amos o mi abuela. No consientas que te tientencon golosinas.

Meneó el rabo para decirme que sería bueno y obedecería mis órdenes.Había hecho un buen montón de caca. La cogí y la estrujé con los dedos para

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que comprendiese que ahora yo era parte de él, y él era realmente mío. Melimpié las manos con la hierba y vi que las hormigas acudían presurosas y lasmoscas realizaban su trabajo.

—Es la hora de tu lección, Bart —dijo John Amos desde el establo, con sucalva reluciendo a la luz del sol.

Me sentí como un prisionero cuando me tumbé en el heno y miré al hombreque me dominaba con su estatura. Olía a viejo y a rancio.

—¿Sigues ley endo como es debido el diario de Malcolm? —preguntó.—Sí, señor.—¿Aprendes los caminos del Señor y rezas tus oraciones como es debido?—Sí, señor.—Quienes siguen sus pasos serán juzgados con justicia, y también quienes no

lo hacen. Te pondré un ejemplo. Había una vez una hermosa niña que habíanacido con mucha suerte; poseía cuanto podía comprar con dinero. Pero¿apreciaba lo que tenía? No, ¡no lo apreciaba! Cuando se hizo mayor, empezó atentar a los hombres con su belleza, exhibiéndose medio desnuda ante sus ojos.Era alta y fuerte, pero el Señor vio lo que hacía y la castigó, aunque tardó algúntiempo en hacerlo. El Señor, valiéndose de Malcolm, hizo que se arrastrase,llorase y rezase por su absolución, y Malcolm triunfó al fin sobre ella. Malcolmsiempre salía triunfante en definitiva…, y lo mismo tienes que hacer tú.

Bueno, a veces contaba historias muy aburridas. Nosotros teníamos gentedesnuda en el jardín, y no me tentaban.

Suspiré, deseando que me hablase de otras cosas y no solamente de Dios, yMalcolm y malditas chicas guapas.

—Desconfía de la belleza de las mujeres, Bart. Recela de las mujeres que temuestren su cuerpo sin ropa. Desconfía de todas las mujeres que te acechen, ysé como Malcolm, ¡astuto!

Por fin permitió que me marchase. Me alegré de no tener que seguirfingiendo que era como Malcolm. Lo único que me hacía sentir realmente bienera reptar por el suelo, escuchando los ruidos de la jungla en el denso follajedonde se escondían los animales salvajes, animales peligrosos, dispuestos adevorarme. Me estremecí. Me puse en pie de un salto. ¡No! Aquello no podía serlo que y o había creído que era, Dios no podía enviarme un dinosaurio. Era másalto que un rascacielos, más largo que un tren. Tenía que correr en busca de Jorypara decirle lo que merodeaba por nuestro jardín de atrás.

De pronto, un ruido atronó en la jungla, ¡delante de mí! Me detuve en seco,asustado.

Voces. ¿Serpientes que hablaban?—Chris, no me importa lo que digas. No es necesario que vuelvas a visitarla

este verano. Ya es suficiente. Hiciste cuanto pudiste por ay udarla. No puedeshacer más. Olvídala y concentra tu atención en nosotros, en tu familia.

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Miré desde detrás de un arbusto. Mis padres se hallaban en la parte másbonita del jardín, donde crecían los árboles más grandes. Mamá estaba derodillas, abonando el suelo alrededor de los rosales. Tenía buena maña para lasplantas, y él la ayudaba.

—¿Has de seguir siendo siempre una niña, Cathy? —preguntó él—. ¿Noaprenderás nunca a olvidar y perdonar? Quizá tú puedas imaginar que ella noexiste, pero yo no. Somos su única familia. —La obligó a ponerse en pie y le tapóla boca con la mano cuando ella iba a interrumpirle—. Está bien, sigue con tuodio; pero yo soy médico y juré hacer todo lo posible para aliviar a los quesufren. La enfermedad mental puede ser más devastadora que las dolenciasfísicas. Quiero que sane para que pueda abandonar aquel lugar. No me mires asíni repitas que nunca estuvo loca, que simplemente fingía. Debía de estar locapara actuar como lo hizo. Y, por lo que sabemos, los mellizos tampoco habríancrecido normalmente en circunstancias mejores. Lo mismo le sucede a Bart, queno tiene la estatura de un chico de su edad.

¡Oh! ¿No la tenía?—Cathy, ¿cómo podría sentirme tranquilo si abandonase a mi propia madre?—¡Está bien! —balbuceó mamá—. ¡Visítala! Jory, Bart, Cindy y yo nos

quedaremos con madame Marisha, o quizá volemos a Nueva York para poderencontrarme con algunos viejos amigos hasta que tú estés dispuesto a reunirtecon nosotros. —Le dirigió una sonrisa maligna—. Es decir, si todavía quieresreunirte con nosotros.

—¿A qué otro sitio podría ir? ¿A quién le importa si estoy vivo o muerto, salvoa ti y a nuestros chicos? Piensa una cosa, Cathy : el día en que vuelva la espalda ami madre, haré lo mismo con todas las mujeres, incluida tú.

Entonces ella se echó en sus brazos y le hizo todos aquellos arrumacos que y ono quería ver. Retrocedí a gatas, preguntándome qué habría querido decir mamáy por qué odiaba tanto a la madre de papá. Me sentía un poco aturdido. ¿Y si miabuela y vecina fuese realmente la madre de mi padrastro, que estaba loca y mequería sólo porque tenía que hacerlo? ¿Acaso John Amos habría dicho la verdad?

Todo era muy difícil de comprender. ¿Era Corinne la verdadera hija deMalcolm, tal como había dicho John Amos? ¿Era ella quien había tentado a JohnAmos? ¿O tal vez Malcolm había odiado a una persona hermosa y mediodesnuda? A veces me quedaba confuso después de leer el libro de Malcolm, queevocaba su infancia y escribía sus recuerdos cuando era mayor, como si suinfancia fuese más importante que su vida adulta. ¡Qué extraño! ¡Yo deseabatanto hacerme mayor!

Les oí de nuevo; venían en mi dirección. Me deslicé rápidamente por debajodel seto más próximo.

—Te amo, Chris, tanto como tú me amas a mí. A veces pienso que los dos nosqueremos demasiado. Cuando tú no estás, me despierto por la noche. Desearía

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que no fueses médico, sino un hombre que pasara todas las noches en casa.Deseo que mis hijos crezcan, pero cada día están más cerca de descubrir nuestrosecreto, y temo que no lo comprendan y nos odien.

—Lo comprenderán —dijo él.¿Cómo podía saber él que yo lo comprendería? Si no podía comprender las

cosas más sencillas, ¿cómo entender algo tan malo que hacía que mamá nopudiese dormir por la noche?

—¿No hemos sido buenos padres, Cathy? ¿No hemos hecho por ellos cuantohemos podido? Después de vivir con nosotros desde su más tierna infancia,¿cómo podrán no comprendernos? Les contaremos lo que ocurrió, expondremostodos los hechos para que se enteren de las penalidades que tuvimos que pasar.Entonces se preguntarán, como yo me pregunto tantas veces, cómo pudimosaguantar sin enloquecer.

John Amos tenía razón. Habían pecado, pues de otro modo no temerían tantoque no les comprendiésemos. ¿Cuál era el secreto? ¿Qué estaban ocultando?

Permanecí debajo del seto hasta mucho después de que mis padres entrasenen la casa. Yo había abierto diversas cavernas en los setos y, cuando estabadentro de ellas, me sentía como un animalito selvático, temeroso de que los sereshumanos nos mataran.

Malcolm estaba en mi mente; él y su cerebro tan sabio y astuto. Pensabatambién en John Amos, que me instruía acerca de Dios, la Biblia y el pecado.Sólo me sentí bien cuando pensé en Apple y mi abuela; no bien del todo, pero síun poco.

Me tumbé en el suelo y empecé a olisquear, tratando de encontrar algo quehabía enterrado la semana anterior, o quizá hacía un mes. Miré en el pequeñoestanque que había hecho construir papá para que nosotros pudiésemos observarcómo nacían los pececillos. Una vez vi cómo salían unos peces diminutos de loshuevos, ¡mientras sus padres nadaban como locos para tragarse a sus hijos!

—¡Jory ! ¡Bart! —llamó mamá desde la puerta abierta de la cocina—. ¡Eshora de comer!

Miré en el agua. Allí estaba mi cara, muy extraña, de perfil, con los pelos depunta, en lugar de ondulados y bonitos como los de Jory. Había algo de un rojooscuro en mi cara, una cara fea que no cuadraba con un hermoso jardín al queacudían los pajarillos para remojarse en un baño fantástico. Vertía lágrimas desangre. Introduje las manos en el agua y me lavé la cara. Después me senté areflexionar. Fue entonces cuando vi sangre en mi rodilla, sangre que se estabasecando en un cuajarón oscuro. En realidad, no me preocupaba, porque me dolíapoco.

¿Cómo me lo habría hecho? Paseé con la mirada por el trecho que habíarecorrido a gatas. Aquella tabla con un clavo oxidado ¿me lo habría clavado en larodilla? Volví a arrastrarme hasta allí y toqué la punta del clavo, húmeda de

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sangre. Papá llamaba « punzadas» a los agujeritos que hacía un clavo en la piel,y pensé que eso era lo que tenía. « Es muy importante que las punzadas sangrenlibremente» , decía. La mía no sangraba libremente.

Froté la punzada con el dedo para que la sangre fluyese. Las personas rarascomo y o podíamos hacer cosas horribles como ésa, mientras que las personasdelicadas como mamá se habrían mareado de haberlas hecho. La sangre de miherida era caliente y espesa.

Sin embargo, quizá no era tan raro, porque de pronto empezaba a sentir dolor,un ligero dolor.

—¡Bart! —llamó papá, desde la galería posterior—. ¡Ven inmediatamente, amenos que quieras que te zurre!

Cuando ellos estaban en el comedor no podían verme entrar por la puertacorredera del cuarto de estar, y eso fue lo que hice. Me lavé las manos en elcuarto de baño, me puse el pijama para ocultar la rodilla herida y, callado ysumiso, me reuní con mi familia a la mesa.

—Bueno, ya era hora —dijo mamá, que estaba muy linda.—Bart, ¿por qué te empeñas en crearnos dificultades cada vez que nos

sentamos a la mesa? —preguntó papá.Bajé la cabeza, no arrepentido, sino incómodo. La rodilla me dolía de verdad,

y lo que había dicho John Amos sobre que Dios castigaba a los desobedientesdebía de ser cierto. Estaba siendo juzgado, y la punzada en la rodilla era miinfierno.

Al día siguiente volví al jardín y me escondí en uno de mis refugiosespeciales. Estuve allí sentado todo el día, gozando de mi dolor, que significabaque era un chico normal y no un fenómeno. Estaba siendo castigado, como losdemás pecadores condenados al dolor. Quería saltarme la comida, pues tenía quever a Apple. No lograba recordar si había estado o no allí. Bebí un poco de aguadel estanque, con la lengua, como un gato.

Mamá había estado empaquetando cosas todo el día, sonriendo incluso por lamañana temprano, cuando había ido en primer lugar mi ropa en la maleta.

—Bart, procura ser bueno hoy, para variar. Acude puntual a las comidas, paraque papá no tenga que zurrarte antes de irte a la cama. Le disgusta castigarte,pero es la única forma de que te portes bien. Intenta comer más. Si te enfermas,no podrás disfrutar en Disney landia.

La puesta de sol cambió el azul del cielo en lindos colores. Jory saliócorriendo de casa para contemplar aquellos colores que, según él, eran comomúsica. Jory podía sentir los colores que le hacían sentirse alegre, triste, solo ymístico. Mamá también sentía los colores. Ahora que yo empezaba a sentir eldolor, quizá aprendería pronto a sentir también los colores.

Se acercaba la verdadera noche. La oscuridad podía atraer a los fantasmas.Emma tocó su campanita de cristal, llamándome para la comida. Yo quería ir,

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pero no podía.Había algo podrido en el hueco de un árbol que había detrás de mí. Me volví,

salí a gatas de mi caverna y miré en el oscuro agujero. ¡Allí había huevospodridos! ¡Puf! Metí despacio la mano, palpando lo que no podía ver. Había algoyerto, frío y peludo, una cosa muerta que llevaba un collar con púas que hirieronmi mano, como si fuese alambre espinoso. ¿Sería Clover aquella cosa muerta?

Me eché a llorar, asustado. Sospecharían que lo había hecho yo.Siempre pensaban que yo hacía todas las cosas malas. Pero en realidad y o

quería a Clover. Siempre había deseado que me quisiera más que a Jory. Ahora,el pobre perro ya no podría vivir en aquella maravillosa casita que yo terminaríaalgún día.

Jory bajó por la vereda más ancha del jardín, llamándome.—¡Sal de donde estés, Bart! No causes problemas ahora que estamos a punto

de marchar.Encontré un nuevo escondrijo que él no conocía y me tumbé boca abajo.Jory se alejó. Después apareció mi madre.—Bart, si no vienes a casa… Por favor, Bart. Siento haberte pegado esta

mañana.Me tragué las lágrimas de compasión por mí mismo. Sólo había vertido una

caja de detergente en el fregadero, intentando ay udar. ¿Cómo podía saber queuna caj ita tan pequeña formaría todo un océano de espuma? La espuma llenótoda la cocina. Luego se presentó papá:

—Bart, ven a comer. No debes estar enfadado. Sabemos que fue un accidentey te hemos perdonado. Comprendemos que sólo querías ayudar a Emma. Anda,ven.

Pero yo permanecí allí, sintiéndome culpable porque los hacía sufrir. Percibímiedo en la voz de mamá, como si realmente me quisiese, pero ¿cómo podíaquererme, si yo nunca hacía nada bien? No merecía su amor.

La rodilla me dolía mucho más. Tal vez tenía el tétanos. Los chicos delcolegio me habían contado que el tétanos hacía que se juntasen las mandíbulashasta el punto de que el enfermo no podía comer, y que los médicos tenían quearrancarle los dientes para poder introducir un tubo y darle sopa. Pronto llegaríaululando la ambulancia a nuestra calle, me meterían en ella y harían sonar lasirena hasta que llegásemos al hospital de papá. Después me ingresarían en lasala de urgencias y un cirujano enmascarado diría: « ¡Fuera esa pierna podrida yapestosa!» . Y me la cortarían, y yo me quedaría con un muñón lleno de venenoque me llevaría al ataúd.

Entonces me enterrarían en el cementerio de Clairmont, en Carolina del Sur.Tía Carrie estaría a mi lado, y al fin disfrutaría de la compañía de alguien tanpequeño como ella. Pero no sería Jory quien estuviese junto a ella, sino y o, laoveja negra de la familia. Así me había llamado John Amos una vez que se

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enojó conmigo.Tumbado sobre la espalda, con los brazos cruzados sobre el pecho como

Malcolm Neal Foxworth, mirando hacia arriba, como si esperase a que llegara ypasara el invierno y viniese el verano para que mamá, papá, Jory, Cindy yEmma acudiesen a visitar mi tumba. Pero ellos no me llevarían lindas flores. Yyo sonreiría rígidamente en la fosa, sin decirles que el musgo me gustaba muchomás que las rosas olorosas, que tenían afiladas espinas.

Mi familia se marcharía, y y o quedaría atrapado en el suelo, en las tinieblaspor toda la eternidad. Y cuando estuviese en el frío suelo, rodeado de nieve portodas partes, no necesitaría fingir que era como Malcolm Neal Foxworth. Meimaginé a Malcolm en su vejez, delicado, casi calvo y cojeando como JohnAmos, aunque un poco más guapo que John Amos, que era muy feo.

Estaba resolviendo todos los problemas de mamá, y Cindy podría vivir en pazdesde ese momento; ahora que yo estaba muerto.

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HERIDAS DE GUERRA

Llegó y pasó la hora de comer, se acercaba la de acostarnos, y Bart no habíaaparecido aún. Todos le habíamos buscado, pero yo era el que había dedicadomás tiempo porque era quien le conocía mejor.

—Jory —dijo mamá—, si no le encuentras en diez minutos, avisaré a lapolicía.

—Lo encontraré —dije, menos confiado de lo que indicaban mis palabras.No me gustaba lo que Bart estaba haciendo a nuestros padres, quienes se

esforzaban por complacerle. Sin duda no les ilusionaba en exceso visitarDisney landia por cuarta vez. Pero se lo habían prometido a Bart, quien erademasiado torpe para comprenderlo.

Además era malo. Papá y mamá deberían castigarle severamente y noconsentirle tantas travesuras. Entonces sabría, al menos, que se preocupaban lobastante por él para castigarle por su mal comportamiento.

Sin embargo, cuando les hablé de ello en un par de ocasiones, ambos medijeron que sabían por experiencia cómo podían herir a unas criaturas unospadres severos y crueles. Me resultó extraño que los dos hubiesen tenido padresigualmente despiadados, pero mi maestro solía decir que, en las personas, lospolos iguales se atraen más que los opuestos. Bastaba mirarles para saber que esoera verdad. Ambos tenían el cabello rubio, ojos azules, las cejas oscuras y laspestañas largas, negras y rizadas…, aunque mamá se las pintaba y papá lazahería por ello, pues pensaba que no lo necesitaba en absoluto.

No, no castigarían severamente a Bart aunque fuese malo, pues sabían porexperiencia el daño que eso podía causar.

Era increíble cuánto le gustaba a Bart hablar de maldad y pecado. Habíaadquirido una nueva manera de hablar, como si hubiese estado ley endo la Bibliay tomado de ella las ideas que algunos predicadores exponían a gritos desde elpúlpito. Incluso citaba pasajes de la Biblia; algo del Cantar de los Cantares, sobreel amor de un hermano por su hermana, cuyos pechos eran como…

Bueno, no me gustaba pensar en esas cosas, pues me inquietaban, más inclusoque cuando Bart decía que odiaba las tumbas, las mujeres viejas, los cementeriosy casi todo lo demás. El odio era un sentimiento que experimentaba a menudo,¡pobre chico!

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Registré su pequeña caverna en el seto y vi un pedacito de tela arrancada desu camisa. Pero no estaba allí. Cogí la tabla que había de servir de techo a lacaseta que estaba construy endo Bart y observé que había en ella un clavoherrumbroso y manchado de sangre.

¿Se habría herido con el clavo y se habría escondido en algún lugar paramorir? últimamente sólo hablaba de morir, salvo cuando lo hacía sobre los queya habían muerto. Siempre estaba arrastrándose por el suelo, husmeando comoun perro, e incluso hacía sus necesidades como los perros. Desde luego, era unchico muy raro.

—Bart, soy Jory. Si quieres quedarte ahí toda la noche, no te lo impediré ni selo diré a nuestros padres… Pero haz algún ruido para que pueda saber que estásvivo.

Nada. Nuestro jardín era grande, y estaba lleno de arbustos, árboles y matasfloridas plantadas por papá y mamá. Rodeé una camelia, ¡Dios mío! ¿Eraaquello un pie descalzo de Bart?

Allí estaba él, debajo del seto; sólo se le veían las piernas. No le habíaencontrado antes porque no era el sitio donde solía esconderse. Había oscurecidomucho, y la niebla dificultaba aún más la visión.

Le saqué con cuidado de allí, preguntándome por qué no se quejaba.Contemplé su cara enrojecida y los lúgubres ojos que me miraban fijamente.

—No me toques —gimió—. Estoy a punto de morir… Lo levanté y eché acorrer con él en brazos. Lloraba y decía que le dolía la pierna.

—Jory, en realidad no quiero morir, no quiero…Cuando papá lo introdujo en el coche, estaba inconsciente.—Es increíble —dijo papá—. Esa pierna está tres veces más hinchada de lo

que debería estar. Pido a Dios que no se haya gangrenado.Yo sabía algo de la gangrena… ¡Podía ser mortal! Bart fue ingresado

inmediatamente en el hospital y otros médicos acudieron a examinar su pierna.Quisieron obligar a papá a salir de la habitación, ya que por ética profesional losmédicos no debían tratar a miembros de su familia. Yo suponía que se debería aque estaban emocionalmente implicados.

—¡No! —protestó papá—. Es mi hijo y me quedaré para ver cómo leatienden.

Mamá no paraba de llorar, sosteniendo una mano de Bart. Yo me sentía mal,pensando que no había hecho lo bastante por él.

—Apple, Apple —gimió Bart, al abrir los ojos—. Quiero a Apple.—Chris —dijo mamá—, ¿podemos darle una manzana?—No. No puede comer en estas condiciones.Sin duda estaba muy mal. El sudor cubría su frente y su cuerpo, menudo y

delgado, empapaba las sábanas. Mamá empezó a sollozar.—Saca a tu madre de la habitación —me ordenó papá—. No quiero que vea

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todo esto.Mientras mamá gemía en la sala de espera, al final del pasillo, entré de nuevo

en la habitación de Bart y observé cómo papá le iny ectaba penicilina en unbrazo. Contuve la respiración.

—¿No será alérgico a la penicilina? —preguntó otro médico.—No lo sé —dijo papá, con voz tranquila—. Nunca había sufrido una

infección grave. En su estado actual, tenemos que arriesgarnos. Ténganlo todopreparado por si se presenta una reacción alérgica. —Se dio la vuelta y me vioacurrucado en un rincón, tratando de no estorbar—. Ve con tu madre, hijo mío.Aquí no puedes ayudar.

Era incapaz de moverme. Quizá me atenazaba un sentimiento de culpa porhaber descuidado a mi hermano. Tenía que permanecer allí hasta que estuviesefuera de peligro. Pero Bart empeoró. Papá frunció el entrecejo, hizo una seña auna enfermera y llegaron otros dos médicos. Uno de ellos introdujo un tubo en lanariz de Bart. Entonces ocurrió algo tan horrible que no podía dar crédito a misojos. El cuerpo de Bart se estaba llenando de enormes ronchas muy rojas, quedebían picarle, porque sus manos iban continuamente de una a otra. Entoncespapá levantó a Bart y lo depositó en una camilla para que los enfermeros losacaran de allí.

—¡Papá! —exclamé—. ¿Adónde lo llevan? No le cortarán la pierna, ¿verdad?—No, hijo —respondió serenamente—. Tu hermano sufre una fuerte

reacción alérgica. Hay que actuar deprisa y hacerle una traqueotomía antes deque se inflamen los tej idos de su garganta y le impidan respirar.

—Chris —dijo el médico que estaba al lado de la camilla—, todo va bien.Tom ha abierto un paso para el aire. No será necesaria la traqueotomía.

Transcurrió un día, y Bart no mejoraba. Parecía que iba a arrancarse la pielde tanto rascar y que moriría a causa de otra clase de infección. Fascinado yhorrorizado, me quedé hasta muy tarde, observando cómo sus cortos e hinchadosdedos se movían convulsivamente, tratando en vano de aliviar la atormentadorapicazón. Todo su cuerpo se había puesto escarlata. Tanto la expresión de papácomo las actitudes de los otros profesionales me indicaban que su estado eragrave. Entonces vendaron las manos de Bart para que no pudiese rascarse.Después sus ojos se desorbitaron hasta el punto de parecer dos huevos rojos y suslabios se hincharon y sobresalieron seis centímetros más de lo normal.

Yo no podía creer que todo aquello se debiese solamente a una reacciónalérgica.

—¡Oh! —gimió mamá, agarrándose a papá, sin apartar sus cansados ojos deBart.

Mi hermano jamás se curaría o al menos eso parecía. Transcurrieron losdías, y no mejoró. Pasó su décimo cumpleaños en una cama de hospital, agitadoy delirante. Su cuarto viaje a Disney landia había sido cancelado, y habría que

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posponer la visita a Carolina del Sur.—Mirad —dijo papá, con un destello de esperanza en su fatigado semblante

—. Las ronchas disminuy en de tamaño.Vencido al fin ese obstáculo, pensé que Bart sanaría deprisa. Pero me

equivocaba. La pierna se había inflamado todavía más, y él resultó ser alérgico atodos los antibióticos que tenían en el hospital.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó mamá, con tal ansiedad que temípor su salud.

—Estamos haciendo cuanto podemos —respondió papá.—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? —murmuró Bart, en su

delirio.—El Señor no te ha abandonado —dijo papá.Se arrodilló junto a la cama de Bart y rezó, mientras mamá dormía en un

sofá que habían acondicionado para ella en la habitación. Ignoraba que laspíldoras que le había dado papá eran tranquilizantes, y no aspirinas para su dolorde cabeza. Estaba tan trastornada que ni siquiera advirtió la diferencia de color.

Papá me tocó la cabeza.—Ve a casa y duerme, hijo. Nada más puedes hacer; y a has hecho bastante.Me levanté despacio, envarado después de haber estado sentado tanto tiempo,

y me dirigí a la puerta. Cuando lancé una última y larga mirada a Bart, vi que seagitaba inquieto, mientras mi padre se tumbaba en el sofá al lado de mi madre.

Al día siguiente mamá se marchó precipitadamente de la clase de ballet parair al hospital, y dejó que y o siguiese practicando.

—La vida sigue, Jory. Olvida un rato los problemas de tu hermano, si es quepuedes, y reúnete más tarde con nosotros.

En cuanto se hubo marchado, se hizo una luz en mi cerebro. ¡Apple! ¡Claro!Bart no quería una manzana, sino a su perro. ¡Su cachorro-poni!

Me quité los leotardos, me vestí y llamé a mi padre desde una cabinatelefónica.

—¿Cómo está Bart? —pregunté.—No muy bien, Jory. No sé cómo decírselo a tu madre, pero el especialista

que le atiende quiere amputarle la pierna antes de que la infección le debilitemás. Yo no quiero que lo haga… Sin embargo, no podemos perder a Bart.

—¡No permitas que le corte la pierna! —exclamé, casi gritando—. Di a Bartque iré a casa y cuidaré de Apple. Pero, por favor, ¡que no le corten la pierna!

Sin duda Bart se sentiría aún más inferior si perdía una de sus piernas.—Jory, tu hermano yace en la cama y se niega a colaborar. No trata de

recuperarse. Es como si quisiera morir. No podemos tratarle con antibióticos, y lafiebre sigue aumentando. Sin embargo, tiene que haber algo que haga bajar sutemperatura.

Por vez primera en mi vida, hice autostop para regresar a casa. Una amable

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señora me dejó al pie de la colina, y corrí durante el resto del camino. CuandoBart se enterase de que Apple estaba bien, su salud mejoraría. Se estabacastigando, de la misma manera que golpeaba con los puños el tronco de un árbolcuando había roto alguna cosa. Lloré al darme cuenta de que mi hermano menorera más importante para mí de lo que jamás había pensado. Era un chiquillo unpoco chiflado y que sentía poco aprecio por sí mismo. Se ocultaba tras susficciones, contando historias fantásticas para impresionar a todos. Papá me habíadicho hacía tiempo: « … síguele la corriente, Jory» . Pero quizá se la habíamosseguido demasiado.

Me quedé boquiabierto cuando vi a Apple en el establo de la mansión. Estabaatado con una cadena a una estaca clavada en el suelo. Un plato de húmedacomida para perros estaba colocado justo fuera de su alcance.

Su pelambre espesa y áspera reflejaba su suplicio de hambre. Estabaconsumido, jadeaba y me miraba con ojos lastimeros. ¿Quién le había hechoesto? Había escarbado el suelo y tras sus vanos intentos por liberarse, el animal,que aún no era más que un cachorro grande, yacía y resollaba en el establo,donde había sido cruelmente encerrado.

—Está bien, muchacho —le tranquilicé. Fui en busca de agua fresca. Él saltósobre ella con tanto afán que tuve que retirársela. Yo sabía algo de medicina. Losperros, como las personas, tenían que beber poco a poco después de haberpasado sed durante un largo período. Después lo solté, me dirigí al estante de lasprovisiones y elegí el bote que me pareció mejor entre una larga hilera de ellos.Apple estaba hambriento en medio de la opulencia. Noté sus costillas alacariciarle. Su pelo, que había sido tan hermoso, había perdido el brillo.

Cuando hubo comido y bebido hasta saciarse, peiné su espesa pelambrera.Después, me senté en el suelo e hice que apoy ase la cabeza en mis rodillas.

—Bart volverá a tu lado, Apple. Y lo hará con sus dos piernas, te lo prometo.No sé quién te hizo esto, ni por qué; pero lo descubriré.

Me desazonaba la horrible sospecha de que la persona que tanto quería aApple podía ser la misma que le había hecho pasar hambre y fatigas. Bartrazonaba de una manera tan extraña… Quizá había pensado que si su perro sufríadurante su ausencia se alegraría mucho más de verle cuando él volviese.

¿Podía ser Bart tan despiadado y cruel? En el exterior el día de julio eramoderadamente cálido. Al acercarme a la gran mansión, oí las voces graves dedos personas. La anciana de negro y aquel viejo may ordomo que se deslizabacomo un reptil estaban sentados en el fresco patio adornado con palmerasplantadas en macetas de colores y helechos en grandes arriates de piedra.

—John, creo que deberíamos bajar de nuevo a ver cómo está el cachorro deBart. Se alegró mucho al verme esta mañana, pero no comprendí cómo podíaestar tan hambriento. ¿Por qué le tiene usted encadenado? Me parece unacrueldad en un día tan hermoso.

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—El día no es hermoso, señora —dijo el mayordomo de aspecto ruinmientras bebía cerveza, arrellanado en una de las tumbonas de su ama—. Comousted se empeña en vestir de negro, siente más calor que los demás.

—No le he preguntado su opinión sobre mi manera de vestir. Quiero saber porqué tiene a Apple encadenado.

—Porque el perro podría escaparse en busca de su joven amo —dijosarcásticamente John—. Supongo que usted no quiere que eso suceda.

—Bastaría con cerrar la puerta del establo. Voy a echar otro vistazo. Creo queestá más delgado, y parecía muy inquieto.

—Señora, si quiere usted preocuparse, hágalo por algo que valga la pena.Preocúpese de su nieto, ¡que está a punto de perder una pierna!

Ella se había incorporado en su tumbona, pero al oír aquello se recostó denuevo sobre los coj ines.

—¡Oh! ¿Está peor? ¿Ha vuelto a hablar Marta con Emma esta mañana?Suspiré, sabiendo que a Emma le gustaba chismorrear, lo que desde luego

estaba muy mal hecho. Sin embargo, creía sinceramente que no contaba nadaimportante. A mí nunca me revelaba ningún secreto, mamá no tenía tiempo deescucharla.

—Claro que hablaron —contestó el may ordomo, elevando el tono de voz—.¿Conoce usted a alguna mujer que no lo haga? Ese par utiliza cada día lasescaleras de mano para cotillear. Por lo que explica Emma, el doctor y su esposason perfectos.

—John, ¿qué averiguó Marta acerca de Bart? ¡Dígamelo!—Bueno, señora, parece que el chico se hincó un clavo oxidado en la rodilla

y ahora tiene gangrena gaseosa, una clase de gangrena que obliga a amputar elmiembro para que el enfermo no muera.

Observé fijamente desde mi escondrijo a aquellas dos personas que estabansentadas allí, hablando. La dama parecía muy trastornada, mientras que elhombre se mostraba totalmente indiferente, casi divertido por la reacción de suama.

—¡Mientes! —exclamó la mujer, al tiempo que se ponía en pie—. Mientes,John, para torturarme más. Sé que Bart se recuperará. Estoy segura. Tiene que…

Se echó a llorar. Después se quitó el velo para enjugarse las lágrimas, y y o levi la cara. No reparé esta vez en sus arrugas, sino en su expresión de sufrimiento.¿Tanto le importaba Bart? ¿Por qué se preocupaba de aquella manera por él?¿Sería realmente su abuela…? No, no podía ser. Su abuela estaba en un asilo paraenfermos mentales de Virginia.

Entonces avancé. Ella se sorprendió al verme. Luego se acordó de su caradescubierta y volvió a ponerse el velo.

—Buenos días —dije, dirigiéndome a la dama y prescindiendo del viejo alque no podía evitar aborrecer—. He oído lo que decía su mayordomo, señora, y

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es la verdad hasta cierto punto. Mi hermano está muy enfermo, pero no padeceuna gangrena tan grave. No perderá la pierna. Mi padre es un médico muybueno y no permitirá que eso suceda.

—Jory, ¿estás seguro de que Bart se pondrá bien? —preguntó, con granansiedad—. Yo le quiero mucho… No puedes saber cuánto…

Se interrumpió y bajó la cabeza, estrujándose las finas manos llenas derelucientes sortijas.

—Sí, señora —dije—. Si Bart no fuese alérgico a la mayoría de losmedicamentos que le suministran los doctores, ya habría desaparecido lainfección; pero eso no tiene mucha importancia, porque papá sabrá cómocurarle. Mi padre sabe siempre lo que hay que hacer. —Entonces me volví haciael mayordomo y traté de conferir a mi voz la autoridad propia de un adulto—. Encuanto a Apple, no hay necesidad de tenerle encadenado en un establo caldeadoy con todas las ventanas cerradas. Tampoco hace falta tener la comida y el aguacolocadas fuera de su alcance. Ignoro qué ocurre en esta casa y por qué deseahacer sufrir a un perro tan bueno, pero le aconsejo que le cuide bien, si no quiereque presente una denuncia a la Sociedad Protectora de Animales. —Dicho esto,giré en redondo y me dispuse a marcharme.

—¡Jory ! —me llamó la dama de negro—. ¡Quédate! No te vayas aún.Quiero saber más acerca de Bart.

Me volví de nuevo a mirarla.—Si quiere ay udar a mi hermano, sólo puede hacer una cosa: ¡dejarle en

paz! Cuando él vuelva, convénzale de que deje de visitarla, pero sin herir sussentimientos.

Aquella misma noche, la fiebre de Bart subió aún más. Los médicosordenaron que le envolviesen en una manta térmica, que actuaría comorefrigerador. Observé a mis padres, que se miraban y se tocaban, para infundirseánimo. Luego, ambos cogieron cubitos de hielo y frotaron con ellos los brazos ylas piernas de Bart y después su pecho; lo hacían al unísono, sin necesidad dehablar. Tragué saliva y bajé la cabeza, conmovido por su amor ycompenetración. Sentí deseos de hablarles de nuestra vecina, pero habíaprometido a Bart que no lo haría. Por primera vez en su vida, mi hermano teníaun amigo, el primer animalito que podía tolerarle. Sin embargo, cuanto mástiempo callase lo que sabía, más sufrirían mis padres a la larga. Pero ¿por quépensaba eso? ¿Cómo podía aquella anciana causar daño a mis padres?

Por alguna razón desconocida, intuía que podía hacerlo, que lo haría.Lamenté no ser un hombre adulto, capaz de tomar las decisiones adecuadas.

Mientras me adormilaba, recordé una frase que papá repetía a menudo:« Dios hace maravillas por caminos misteriosos» .

No me di cuenta de nada más hasta que papá me sacudió para despertarme.—¡Bart está mejor! —exclamó—. ¡Conservará su pierna y se recuperará!

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Poco a poco, día tras día, fue menguando aquella horrible hinchazón de lapierna, que recobró gradualmente su color normal, aunque Bart parecíaindiferente. Se pasaba el día con la mirada perdida, sin hablar.

Estábamos desayunando cuando papá se frotó los cansados ojos y nosinformó de algo increíble.

—No vas a creerlo, Cathy, pero los técnicos del laboratorio encontraron algoextraño en el cultivo que hicieron de la muestra tomada de la herida de Bart.Sospechábamos que habría herrumbre, y así era, pero no fue ésta la causante deltétanos. Encontraron también una clase de estafilococos que a menudo se hallanen las heces frescas de los animales. Es realmente un milagro que Bart conservesus dos piernas.

Mamá, pálida y exhausta, como si fuese ella la enferma, asintió con lacabeza antes de apoy arla débilmente en el hombro de mi padre.

—Si Clover anduviese todavía por aquí, sería fácil comprender que hubiesepodido…

—Ya conoces a Bart. Si hay algo sucio en un radio de un kilómetro, será élquien lo pise, se arrastre sobre ello o lo coja para ver qué es. La noche pasada,cuando empezó a delirar hablando de manzanas, le ofrecí una que habíacomprado, y la tiró al suelo sin mostrar ningún interés. —Mamá cerró los ojos yél prosiguió, mientras le daba palmadas en la espalda—. Estoy convencido deque cuando le anuncié que no iríamos al este, se alegró. —Ahora me miró a mí—. Confío en que esto no te disgustará demasiado, Jory. Tendremos que esperaral próximo verano para visitar a tu abuela, o quizá podamos hacerlo por Navidad.

Yo tenía malos pensamientos. Bart siempre se salía con la suya. Había urdidouna manera infalible para no tener que visitar viejas tumbas y a abuelas viejas.Incluso había renunciado a Disney landia. Y no era propio de Bart renunciar aalgo.

Aquella tarde me quedé a solas con mi hermano, mientras papá y mamáhablaban en el pasillo con unos amigos. Le referí a Bart la conversación quehabía oído entre la anciana y su may ordomo.

—Los dos se encontraban allí, en la terraza, Bart. Ella estaba muypreocupada por ti.

—Me quiere —murmuró con orgullo, aunque con voz muy débil—. Mequiere más que nadie… —y pareció pensarlo mejor—, salvo Apple, quizá…

« No deberías decir eso, Bart» , pensé. Pero no se lo dije porque no queríaquitarle su orgullo de haber encontrado amor fuera de su familia. Presa deconfusas emociones, observé su cara expresiva, sintiéndome envuelto en untorbellino de incertidumbres. ¿Cómo era mi hermano? Seguramente debía saberque sus padres le querían más que nadie.

—La abuela teme al viejo mayordomo —dijo—, pero yo sé cómo tratarlo.Tengo poderes ocultos, poderes de verdad.

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—Bart, ¿por qué sigues y endo allí?Se encogió de hombros y se quedó mirando la pared.—No lo sé. Me apetece ir.—Sabes que a papá no le importaría regalarte un perro. Si se lo pidieras, te

traería un cachorro igual que Apple.Me fulminó con una mirada irritada, furiosa.—No hay ningún perro igual que mi cachorro-poni. Apple es único.Cambié de tema.—¿Cómo sabes que aquella mujer tiene miedo a su mayordomo? ¿Te lo dijo

ella?—No hace falta que me lo diga. Lo sé. Él la mira con maldad, y ella lo mira

con miedo.Con miedo, igual que empezaba yo a mirar casi todas las cosas.

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VUELTA A CASA

Era agradable que mamá se preocupase tanto por mí. Pero no duraría. Ellacambiaría en cuanto yo me curase. Había pasado dos semanas en aquel apestosohospital donde quisieron cortarme una pierna y quemarla en un horno. Cada vezque miraba y comprobaba que mi pierna seguía en su sitio, me sentía feliz. ¿Quédirían mis compañeros cuando volviese al colegio y les dijera que habían estadoa punto de amputarme una pierna? Se quedarían impresionados. Estaba hecho debuena pasta, de una pasta que se negaba a pudrirse y morir. Además, no habíallorado porque también era valiente.

Recordé cómo me había cuidado papá, que parecía triste y preocupado.Quizá me quería realmente, aunque yo no fuese su hijo verdadero.

—¡Papá! —dije, cuando llegó—. Sé que tienes buenas noticias.—Me gusta verte tan despierto y contento. —Se sentó en el borde de la cama

y me abrazó antes de darme un beso enorme; desconcertante—. Sí, Bart, tengomuy buenas noticias. Tu temperatura es normal. Tu rodilla cicatriza bien. Y serhijo de un médico tiene sus ventajas. Hoy te daré de alta. Si no lo hiciese, temoque te quedarías en los huesos. En cuanto estés en casa, sé que la deliciosacomida de Emma hará que se reponga la carne sobre ellos.

Me miró cariñosamente, como si yo le importase tanto como Jory. Sentíganas de llorar.

—¿Dónde está mamá? —pregunté.—Hoy salí temprano, y tu madre se quedó en casa para preparar una fiesta

especial de bienvenida para ti. No te molesta, ¿verdad?¡Claro que me molestaba! ¡Quería que me hubiese visitado! Pero ella no se

presentó porque tenía que acicalar a la pequeña Cindy, poniéndole lazos en loscabellos. Guardé silencio y dejé que papá me llevase a su coche. Era agradablesentir el sol, regresar a casa.

En el vestíbulo, papá me puso en pie sobre mis vacilantes piernas. Miréfijamente a mamá, que primero se acercó a papá para besarle en la mejilla. Yoestaba allí, esperando que me hubiese besado antes a mí. Sabía por qué lo habíahecho. Ahora, al ver mi cuerpo flaco, mi cara fea y huesuda, me tenía miedo.Forzó una sonrisa cuando me miró. Me encogí cuando al fin se acercó a mí paracumplir su deber con un hijo que no había muerto. ¡Qué satisfacción tan fingida

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la suy a! Comprendí que no me amaba, que en realidad ya no le importaba nada.Y allí estaba también Jory, simulando que se sentía feliz porque yo había vuelto acasa, cuando yo sabía que él y todos los demás se habrían alegrado de mimuerte. Me sentí como Malcolm cuando era pequeño: no deseado, innecesario,terriblemente desgraciado.

—¡Querido Bart! —dijo mamá—. ¿Por qué pareces triste? ¿No te alegras deestar de nuevo en casa?

Me cogió en brazos e intentó besarme, pero yo aparté la cara. Percibí suexpresión afligida, pero sólo estaba fingiendo como tenía que hacer yocontinuamente.

—Es maravilloso tenerte de nuevo aquí, amor mío —mintió—. Emma y yohemos estado toda la mañana pensando qué podríamos preparar para queestuvieses contento. Como te quejabas tanto de la horrible comida del hospital,hemos cocinado todos tus platos predilectos.

Sonrió y trató de nuevo de abrazarme, pero yo no me dejaría engatusar porsus « ardides femeninos» , como decía John Amos. La buena comida y lassonrisas y los besos no eran más que ardides femeninos.

—No pongas esa cara de incredulidad, Bart. Emma y y o hemos preparadotodos tus platos predilectos. —La miré fijamente, y se ruborizó. Haciendo unesfuerzo, dijo—: Ya sabes, los que te gustan más.

Seguía empeñada en mostrarse amable. Papá se acercó y me dio un cortobastón.

—Apóyate bien en él, hasta que tu rodilla recobre la fuerza.Era divertido andar cojeando como un viejo, como Malcolm Foxworth. Me

gustaba que se interesasen por mí, que se preocupasen cuando no quería comer.Ninguno de sus obsequios sería tan bueno como lo que me regalaría mi abuela yvecina.

—Bueno, Bart —murmuró Jory durante la comida—, ¿por qué te muestrastan desagradecido? Todo el mundo procura complacerte.

—No me gusta el pastel de manzana.—Antes decías que era el que más te gustaba.—¡Nunca lo dije! Tampoco me gusta el pollo, ni el puré de patata, ni la

ensalada… ¡ni nada!—Lo creo —dijo mi hermano, enfadado y volviéndome la espalda, porque

yo era demasiado melindroso. Después alargó una mano para coger un muslo depollo de mi plato—. Bueno…, ya que tú no lo quieres, no vamos a tirarlo.

A él no le gustaba el pollo en absoluto. En mis condiciones y o y a no podíadeslizarme hasta la cocina por la noche para atiborrarme cuando nadie me veía.Que sufriesen viendo cómo me quedaba en la piel y los huesos, hasta que mellevasen a la fría y húmeda tumba. Entonces descubrirían lo mucho que meechaban de menos.

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—Por favor, Bart, trata de comer un poco —suplicó mamá—. ¿Qué tiene demalo el pastel?

La miré ceñudo y golpeé la mano de Jory cuando intentó arrebatarme untrozo de pastel.

—No me gusta el pastel sin helado encima.Me miró satisfecha y ordenó:—Emma, trae el helado.Yo aparté el plato y me hundí en mi silla.—No me encuentro bien. Necesito estar solo. No me gusta que todos se

ocupen de mí. Me quita el apetito.Parecía que papá estaba perdiendo la paciencia. No riñó a Jory por coger mi

trozo de pastel. Llevábamos sólo una hora en la mesa, y ellos y a se habíancansado de mí y lamentaban que no hubiera muerto.

—Cathy —dijo papá—, no discutas más con Bart. Si no quiere comer, que nolo haga. Ya comerá cuando le apriete el hambre.

Empezaron a gruñir mis tripas. No podía comer nada de lo que tenía delante,teniendo en cuenta que Jory se había llevado lo que más me gustaba. Seguísentado, hambriento, mientras todos se olvidaban de mí, charlaban, reían y secomportaban como si yo estuviese aún en el hospital. Me levanté y me dirigícojeando a mi habitación. Papá dijo:

—Bart, no quiero que juegues fuera de casa hasta que tu rodilla estécompletamente curada. Duerme un poco, con la pierna levantada. Más tardepodrás ver la televisión.

La televisión. ¡Vaya una forma de celebrar mi vuelta a casa! Simulandosumisión, entré en mi dormitorio y me quedé junto a la puerta para poder voceara quienes estaban en el comedor:

—¡Que nadie me moleste mientras descanso! Me habían tenido dos semanasen el hospital y, cuando por fin estaba en casa, me tendrían encerrado un tiempomás. ¡Yo les enseñaría! ¡Nadie iba a obligarme a estar encerrado durante otrahorrible semana! Pero siempre había alguien vigilándome de día y de nochehasta que, finalmente, después de seis días de cautiverio, conseguí escapar poruna ventana. Ya me había perdido buena parte del verano y mi viaje aDisney landia. No estaba dispuesto a perderme nada más.

El viejo y gran árbol junto al muro no me facilitó la labor; me costó más queotras veces trepar por él. Cuando llegase a la casa vecina me dolería la pierna. Eldolor no era tan bueno como había imaginado. La normalidad resultaba pocosatisfactoria. Jory se torció el tobillo una vez y siguió bailando, a pesar del dolor.Por tanto, yo también podía ignorarlo.

Cuando estuve encaramado al muro, miré hacia atrás para ver si me habíanseguido. No vi a nadie. A nadie le importaba que pudiese hacerme daño. Empecéa olisquear. ¿Qué era ese olor a podrido que salía del tronco hueco del roble? ¡Ah!

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Ya lo recordaba. Había algo muerto allí dentro. ¿Qué era? No me acordaba bien,mi memoria estaba confusa, como invadida por una niebla.

Sería mejor que pensara en Apple, que me olvidara de la rígida y doloridarodilla, imaginando que pertenecía a algún viejo delicado como el que Malcolmhabía llegado a ser. Mi pierna joven quería correr, pero la pierna vieja era quienmandaba en mí, apoderándose de mi mente, obligándome a apoy armepesadamente en el bastón.

¡Oh! Sería horrible encontrar al pobre Apple yaciendo muerto en el establo,convertido en un lamentable saco de pelo, piel y huesos. Yo gemiría, chillaría,odiaría a quienes habían tratado de forzarme a volar al este y abandonar a mimejor amigo. Los animales eran los únicos que sabían amar con verdaderaabnegación.

Habían transcurrido cien años desde la última vez que recorrí aquel mismocamino, y me pareció que tardaba varios más en llegar, cojeando, a la puerta delestablo. « Sobreponte —pensé—. Yergue la espina dorsal como hacía Malcolm.Prepara tus ojos para una visión espantosa, pues Apple te quiso demasiado yahora ha tenido que pagarlo con la muerte» . Nunca, nunca volvería a encontrarun amigo tan fiel como el cachorro-poni que había sido mi Apple.

Mi equilibrio nunca había sido bueno, y ahora me balanceaba a derecha eizquierda, adelante y atrás, y me sentía ofuscado y un poco loco. Noté que habíaalgo detrás de mí. Miré por encima del hombro, pero no vi a nadie, exceptoaquellas horribles formas de animales que no eran más que arbustos verdes. Losestúpidos jardineros deberían dedicarse a algo mejor, en lugar de perder eltiempo podando los arbustos, cuando había muchísimo dinero esperando a quepersonas inteligentes los recogiesen. Estaba pensando como Malcolm. John Amosse habría sentido complacido. Tenía que buscar a John Amos para que siguieseadiestrando mi cerebro.

Temiendo lo peor, me acerqué al sitio preferido de Apple. De pronto no podíaver. ¿Me habría quedado ciego? Tanteé el suelo con el bastón. Oscuridad. ¿Porqué estaba aquello tan oscuro? Avancé despacio, cauteloso. Todas las ventanasestaban cerradas. Habían dejado que el pobre Apple se muriese de hambre en laoscuridad. Sentí un nudo en la garganta y lloré sin lágrimas por el animalito queme había querido más que a su propia vida.

Haciendo un gran esfuerzo, di otro paso hacia adelante. Ver a Apple muertomarcaría mi alma, mi alma eterna que, según John Amos, debía conservarselimpia y pura si quería que me abriesen las puertas del cielo, donde Malcolm sehallaba.

Un paso más. Me detuve. Allí estaba mi Apple… ¡y no estaba muerto! Seencontraba en un compartimiento cuya ventana estaba abierta, persiguiendo unapelota roja, golpeándola con sus cascos que parecían patas de perro… ¡y su platorebosaba de comida! También había agua limpia en el cuenco. Me quedé

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plantado, temblando de pies a cabeza, mientras Apple seguía jugando, comoajeno a mi presencia. ¡Oh, no me había añorado en absoluto!

—¡Eh, tú! ¡Has estado comiendo, bebiendo y divirtiéndote! Yo estaba en laspuertas de la muerte, y a ti no te importaba. ¡Creía que me querías! Pensaba queme añorarías muchísimo. Y ahora, ni siquiera ladras para decirme que te alegrasde que haya vuelto. ¡Te odio, Apple! ¡Te odio porque no me quieres lo bastante!

Entonces Apple me vio y corrió hacia mí, saltando para poner sus patas–cascos sobre mis hombros y lamerme la cara. Movía furiosamente el rabo, perono me engañaba. Había encontrado a alguien que cuidaba de él mejor que yo.Yo nunca había conseguido que su pelo brillase tanto.

—¿Por qué no moriste de pena? —pregunté.Le miré con odio, queriendo fulminarle con los ojos. Él advirtió mi enojo, se

dejó caer sobre las cuatro patas y se quedó quieto, con el rabo entre las piernas yla cabeza gacha, mirando de reojo.

—¡Apártate de mí! ¡Tienes que sufrir tanto como y o he sufrido! ¡Entonces tealegrarás de mi regreso!

Cogí la comida y el agua y lo arrojé todo en un barril. Cogí su pelota roja y lalancé muy lejos, donde no pudiese encontrarla. Mientras tanto, Apple estaba allí,observando, sin menear el rabo. Quería que yo volviese a él, pero era demasiadotarde.

—Ahora me echarás de menos —sollocé, y me alejé tambaleándome,después de cerrar todas las ventanas y los postigos—. ¡Quédate a oscuras ymuérete de hambre! Nunca volveré, ¡nunca!

En cuanto salí a la luz del sol, me acordé del blando heno donde solíatumbarse. Volví a entrar en el establo y con una horca saqué todo el heno que allíhabía. Él empezó a tiritar tratando de acercarme el hocico. Pero no le dejé.

—¡Túmbate en el duro y frío suelo! Te dolerán todos los huesos; pero no meimporta, ¡porque y a no te quiero!

Muy irritado, me enjugué las lágrimas y me rasqué la cara.En toda mi vida sólo había tenido tres amigos: Apple, mi abuela y John Amos.

Apple había matado mi cariño, y uno de los otros dos me había traicionadoalimentándole y robándome su amor. John Amos no se habría molestado, demodo que tenía que haber sido la abuela.

Volví aturdido a casa. Aquella noche, la pierna me dolió tanto que papá tuvoque darme una píldora. Se sentó en el borde de mi cama y me retuvo entre susbrazos, haciendo que me sintiese seguro, mientras me hablaba en voz baja de losbellos sueños que tendría.

Pero fueron muy feos. Aparecieron huesos por todas partes, sangrevertiéndose en anchos ríos que arrastraban pedazos de seres humanos haciamares de fuego. Muerto. Yo estaba muerto. Había fúnebres flores sobre el altar,y personas desconocidas para mí me enviaban flores, como indicándome que se

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alegraban de mi muerte. Oí una música diabólica en el mar de fuego, haciendoque odiase la música y el ballet aún más que antes:

El sol entró por la ventana y acarició mi cara, arrancándome de las garrasdel demonio. Cuando abrí los ojos, aterrorizado por lo que quizá vería, noencontré más que a Jory, que me observaba compasivo desde los pies de lacama. Yo no quería que me compadeciesen.

—Esta noche has gritado, Bart. Siento que todavía te duela la pierna.—¡La pierna no me duele en absoluto! —le contradije.Me levanté y me dirigí cojeando a la cocina, donde mamá estaba dando de

comer a Cindy. ¡Maldita Cindy ! Emma freía tocino para mi desayuno.—Sólo café y una tostada —ordené, exigente—. No me apetece nada más.Mamá se estremeció y levantó la cara; tenía una palidez extraña.—No grites, Bart, por favor. Tú no tomas nunca café. ¿Por qué lo pides ahora?—Porque ya es hora de que me comporte como corresponde a mi edad —

contesté.Con mucha parsimonia, me senté en la silla con brazos de papá. Cuando éste

entró y me vio, no me ordenó que se la cediese, sino que se sentó en la mía, queno tenía brazos. Sirvió media taza de café, y después de añadir crema hasta elborde, me la acercó.

—¡No me gusta la crema en el café!—¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?—Lo sé.Me negué a beber el café que él había echado a perder. A Malcolm le gustaba

el café solo, y así lo tomaría y o en adelante. Por tanto, lo único que tenía delanteera una simple tostada y, si quería ser como Malcolm y tener un cerebro astuto,no debía untar la tostada con mantequilla o mermelada de fresa. Podíaproducirme una indigestión, y yo, como Malcolm, debía tener cuidado con lasindigestiones.

—Papá, ¿qué es la indigestión?—Algo que debes evitar.Sin duda era difícil tratar de ser siempre como Malcolm. Unos segundos más

tarde, papá examinaba, arrodillado, mi pierna enferma.—Tiene peor aspecto que ayer —dijo, levantando la cabeza para mirarme.

Arqueó las cejas con recelo—. Bart, no te habrás arrastrado sobre la rodillaenferma, ¿verdad?

—¡No! ¡No estoy loco! Las sábanas me arrancaron un poco de piel. Sonásperas. Odio las sábanas de algodón. Me gustan más las de seda.

Malcolm sólo dormía entre sábanas de seda.—¿Cómo lo sabes? —preguntó papá—. Nunca has tenido sábanas de seda.Empezó a curar mi rodilla, lavándola primero y vertiendo después unos

polvos blancos, antes de cubrir la herida con una gasa que sujetó con

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esparadrapo.—Ahora en serio, Bart. No quiero que te apoyes en esta rodilla. Quédate en

casa, sal al jardín o siéntate en la galería posterior, y no te arrastres por el polvo.—Es un patio —aclaré, ceñudo, para darle a entender que él no lo sabía todo.—Tienes razón, un patio. ¿Estás ahora contento?No. Yo nunca estaba contento. Después lo pensé mejor. Sí, a veces lo estaba,

sobre todo cuando fingía ser Malcolm, el más poderoso, rico y listo de loshombres. Representar el papel de Malcolm era más fácil y mejor que imitar acualquier otra persona o simular cualquier otra cosa. Por alguna razón, sabía quesi perseveraba, acabaría siendo como Malcolm: rico, poderoso y amado.

El largo y triste día transcurrió con una lentitud infinita, mientras todos mevigilaban de cerca. Llegó el crepúsculo, y mamá se dedicó a arreglarse paraestar guapa cuando llegase papá, que volvería a casa de un momento a otro.Emma estaba preparando la cena, y Jory asistía a su clase de ballet. Me escabullídel patio sin ser visto. Ya en el jardín me apresuré para que no me detuviesen.

El anochecer era misterioso, lleno de sombras largas y amenazadoras. Todaslas zumbadoras criaturas de la noche salieron y revolotearon alrededor de micabeza. Las espanté con la mano. Quería visitar a John Amos, a quien encontrésentado en su habitación, leyendo una revista que escondió rápidamente cuandoentré sin llamar.

—No debes hacer eso —dijo agriamente, sin sonreír siquiera para expresarque se alegraba de verme vivo y con mis dos piernas.

Resultaba fácil adoptar la expresión sombría de Malcolm para asustarle.—¿Dio agua y comida a Apple mientras estuve enfermo?—Claro que no —dijo seriamente—. Fue tu abuela quien le alimentó y cuidó

de él. Ya te advertí que nunca hay que confiar en que las mujeres cumplan supalabra. Corinne Foxworth no es mejor que las demás en las tretas que utilizapara convertir a los hombres en esclavos.

—Corinne Foxworth… ¿Se llama así?—Sí; ya te lo he dicho otras veces. Es hija de Malcolm, quien le puso el

nombre de su madre para recordar siempre lo falsas que son las mujeres, parano olvidar que incluso su hija podía traicionarle…, a pesar de lo mucho que laquería, demasiado, en mi opinión.

Empezaban a aburrirme los cuentos sobre las mujeres y sus tretas.—¿Por qué no se hace fijar los dientes? —pregunté, porque no me gustaba su

manera de susurrar y silbar con la dentadura postiza bailando en su boca.—¡Bravo! Has hablado como lo habría hecho Malcolm. Estás aprendiendo.

Haber estado enfermo ha sido tan bueno para tu alma, como lo fue para la suya.Ahora presta atención, Bart. Corinne es tu verdadera abuela y estuvo casada contu verdadero padre. Malcolm la quería mucho, y ella le traicionó haciendo algotan espantoso que debe ser castigada por ello.

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—¿Debe ser castigada?—Sí, severamente castigada; pero tú debes evitar que se entere de que tus

sentimientos han cambiado. Finge que sigues queriéndola, que siguesadmirándola. De esta manera, será más vulnerable.

Vete a saber qué significaba « vulnerable» . Otra palabra que tenía queaprender. Me sentía débil, y no era bueno estar débil. John Amos fue a buscar suBiblia y puso mi mano sobre la negra cubierta, agrietada y desgastada.

—Es la Biblia de Malcolm —dijo—. Me la dejó en su testamento…, aunquepodría haberme dejado algo más…

Me di cuenta de que John Amos era la única persona del mundo que todavíano me había defraudado. En él podía encontrar al verdadero amigo que y onecesitaba. Era viejo, cierto, pero también yo podía ser viejo si me lo proponía,aunque no podía sacarme los dientes de la boca y ponerlos en una taza de colormarfil.

Miré fijamente la Biblia, deseando apartar la mano, pero temeroso de lo quepudiese ocurrirme si lo hacía.

—Juro sobre esta Biblia que harás lo que Malcolm habría querido que hiciesesu bisnieto: vengarle de aquellos que más daño le causaron.

¿Cómo podía prometerle lo que él quería, si todavía seguía queriendo un pocoa mi abuela? Quizá John estaba mintiendo. Tal vez era Jory quien había dado decomer a Apple.

—¿Por qué vacilas, Bart? ¿Eres un alfeñique? ¿No tienes agallas? Observa denuevo a tu madre, fíjate en cómo utiliza su cuerpo, su cara bonita, sus besossuaves y sus abrazos, para que tu padre haga cuanto ella quiere. Date cuenta delo tarde que vuelve de su trabajo y en lo cansado que está cuando llega a casa.Pregúntate por qué. ¿Lo hace por él mismo… o por ella, para poder comprarlevestidos nuevos, abrigos de pieles, joyas y una casa grande y hermosa dondevivir? Así abusan las mujeres de los hombres, haciéndoles trabajar mientras ellasse divierten.

Tragué saliva. Mamá trabajaba, era profesora de ballet. Pero eso era másdiversión que trabajo, ¿no? ¿Compraba ella algo con su dinero? No podíarecordarlo.

—Ahora ve a ver a tu abuela, pórtate como siempre, y pronto descubrirásquién te traicionó. Yo no fui. Preséntate ante ella convencido de que eresMalcolm. Llámale Corinne y observa cómo se reflejan la culpa y la vergüenzaen su cara, cómo se pinta el miedo en sus ojos, y entonces sabrás cuál denosotros es fiel y digno de confianza.

Había jurado vengarme de quienes habían traicionado a Malcolm, pero nome sentía satisfecho de mí mismo cuando me dirigí cojeando al salón favorito demi abuela. Me quedé parado en el umbral, mirándola fijamente, y mi corazónempezó a latir con fuerza porque deseaba lanzarme en sus brazos y sentarme en

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su regazo. ¿Era justo que actuase como Malcolm, sin brindarle una oportunidadpara explicarse?

—Corinne —dije con voz ronca.—¡Oh, qué magnífico juego!Cuando no era más que Bart, no me sentía seguro. En cambio, cuando era

Malcolm, me sentía fuerte, justiciero.—¡Bart! —exclamó entusiasmada, levantándose y abriendo los brazos—.

¡Por fin has venido! Me alegro de verte de nuevo fuerte y sano. —Entoncesvaciló—. ¿Quién te ha dicho mi nombre?

—John Amos —respondí, mirándola con expresión ceñuda—. También medijo que usted había dado comida y agua a Apple mientras yo estuve enfermo.¿Es verdad?

—Sí, querido; hice cuanto pude por Apple. Te añoraba tanto que me dabalástima. No te habrás enfadado, ¿verdad?

—Usted me lo quitó —dije, llorando, como un chiquillo—. Él era el mejoramigo que tuve jamás, el único que me quería de veras, y me lo robó y ahora laquiere más a usted.

—No es verdad, Bart. Le soy simpática, pero a ti te adora. Ya no sonreía, niparecía satisfecha. Como había dicho John Amos, sabía como engatusar a lagente. Me diría más mentiras.

—No me hables de esa manera tan ruda —suplicó—. No está bien en unchico de diez años. Has estado mucho tiempo lejos, querido, y te he echado demenos. ¿No puedes mostrarme siquiera un poco de aprecio?

Súbitamente, a pesar de mi promesa, me arrojé a sus brazos y la abracé.—¡Abuela! ¡De veras que estuve muy malo de la rodilla! Sudaba tanto que

mojaba toda la cama. Me envolvieron en una manta fría y papá y mamá medieron friegas con hielo. Había un médico malo que quería cortarme la pierna,pero papá no se lo permitió. Aquel médico dijo que se alegraba de que yo nofuese hijo suyo. —Hice una pausa para recobrar aliento. Me olvidé de Malcolm—. Abuela, descubrí que papá me quiere a pesar de todo; si no, se habríaalegrado de que aquel médico me cortase la pierna.

Pareció impresionada.—Bart, ¡por el amor de Dios! ¿Cómo pudiste dudarlo? Claro que te quiere. Es

lógico que te ame. Christopher fue siempre tan amable, tan cariñoso…¿Cómo sabía que papá se llamaba Christopher? Entorné los párpados. Ella se

había llevado las manos a la boca, como si se le hubiese escapado algún secreto.Después, empezó a llorar.

Lágrimas, uno de los trucos de que se servían las mujeres para engatusar alos hombres. Puse una mano sobre la pechera de la camisa y sentí la duracubierta del libro de Malcolm sobre la piel de mi pecho. Aquel libro transmitía lafuerza de sus páginas a mi sangre. ¿Qué importaba que tuviese un cuerpo de niño,

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débil e imperfecto? ¿Qué importaba eso, si ella no tardaría en saber quién era suamo?

Tenía que regresar a casa antes de que advirtiesen mi ausencia.—Buenas noches, Corinne.La dejé llorando, y me pregunté de nuevo cómo sabía el nombre de papá.En mi jardín, comprobé una vez más el hoyo donde había plantado el

melocotonero. Todavía no había echado raíces ni brotes. No tenía suerte con lasflores, con las plantas, con nada. Sólo sabía representar al poderoso Malcolm. Lohacía mejor cada día. Sonriente y satisfecho, me metí en la cama.

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DILEMA

Bart no estaba nunca en nuestro jardín, que era donde debía estar. Subí al árbol,me senté sobre el muro, y entonces lo vi en el jardín de la dama, y husmeando elsuelo como un perro.

—¡Bart! —llamé—. Clover se marchó, pero tú no puedes ocupar su sitio.Sabía lo que él estaba haciendo. Enterraba un hueso y después olisqueaba

hasta encontrarlo. Miró hacia arriba, con los ojos nublados y desorientados yentonces… empezó a ladrar.

Le ordené que se pusiese en pie, pero él siguió jugueteando como uncachorro hasta que, de pronto, se convirtió en un viejo que arrastraba una pierna,pero no la pierna que se había dañado. ¡Estaba majareta!

—¡Camina erguido, Bart! Tienes diez años, no cien. Si andas encorvado, tequedarás así para siempre.

—Los días torcidos hacen caminos torcidos.—Esto no tiene sentido.—Y el Señor dijo: « Haz a los otros lo que ellos te hay an hecho a ti» .—Te equivocas. La verdadera cita es: « Haz a los demás lo que quisieras que

te hiciesen a ti» .Alargué una mano para ayudar a aquel chico que parecía un viejo. Bart

frunció el entrecejo, jadeó, se llevó las manos al pecho y se lamentó de que,estando tan enfermo del corazón, tuviese que trepar árboles.

—Bart, me tienes harto. Lo único que haces es crear problemas.Compadécete un poco de mamá y papá… y de mí. Será muy engorroso tenertepor hermano cuando volvamos al colegio.

Anduvo cojeando a mi lado, de vuelta a casa, todavía resollando ymascullando que era ya un maestro de las finanzas.

—Nunca hubo un cerebro más listo que el mío —murmuró.« Realmente, está chalado» , pensé. Cuando se frotó las sucias manos en unas

matas, como si quisiera limpiárselas, me quedé boquiabierto. No era propio deBart, en absoluto. Una vez más, fingía ser otra persona. Se lavó rápidamente losdientes y se metió en la cama. Entonces corrí a esconderme en un sitio desde elque pudiese oír lo que decían mis padres, que se hallaban en el cuarto de estar,bailando al son de una música suave.

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Como siempre, me invadió un sentimiento dulce y romántico al verlos enaquella actitud, al percibir la ternura con que ella le miraba, la delicadeza conque él la tocaba. Carraspeé, antes de que hiciesen algo demasiado íntimo. Sincambiar de posición, ambos me miraron con ojos inquisitivos.

—¿Qué quieres, Jory? —preguntó mamá, sin que sus ojos azules perdiesen suexpresión soñadora.

—Quisiera hablaros de Bart —dije—. Creo que hay algunas cosas que debéissaber.

Tuve la impresión de que papá se sentía aliviado, mientras mamá parecíaabatida. Ambos se sentaron en el sofá.

—Estábamos esperando que un día nos contases el secreto de Bart.No resultaría sencillo.—Bueno —empecé a decir despacio, confiando en encontrar las palabras

adecuadas—, en primer lugar, debéis saber que Bart tiene muchas pesadillas delas que despierta llorando. Siempre le ha gustado jugar a fingir, por ejemplo, quecaza fieras y otras niñerías por el estilo; pero andar a gatas husmeando el suelo,desenterrar un asqueroso y viejo hueso para llevarlo entre los dientes yenterrarlo en otra parte, creo que es pasarse de la raya.

Hice una pausa y esperé a que dijesen algo. Mamá tenía la cabeza ladeadacomo si escuchase el zumbido del viento. Papá se había inclinado y meobservaba atentamente.

—Prosigue, Jory —dijo—. No te interrumpas. No somos ciegos. Hemosadvertido el cambio que ha experimentado Bart.

Asustado por las cosas que tenía que decir, bajé la cabeza y susurré:—Varias veces estuve tentado de explicároslo, pero tuve miedo. Estabais los

dos tan preocupados por Bart, que no me atreví.—Por favor, no nos ocultes nada —dijo papá.Miré sólo a mi padre, incapaz de soportar la mirada temerosa de mamá.—La señora de la casa vecina hace muchos obsequios caros a Bart. Le ha

regalado un cachorro san Bernardo al que él llama Apple, dos pequeños treneseléctricos con un pueblo, montañas y todas las instalaciones. Ha convertido unade sus grandes habitaciones en cuarto de juego para él. También le gustaríahacerme regalos a mí, pero Bart no la deja.

Se miraron, pasmados.—¿Qué más? —preguntó papá.Tragué saliva y oí mi propia voz, extraña y ronca. Ésta era la parte peor, la

que más dolía.—Ayer estaba y o en el jardín trasero, cerca del muro… ya sabéis, donde

está aquel árbol que tiene el tronco hueco. Tenía las tijeras de podar y estabacortando ramitas, tal como tú me enseñaste, papá, cuando olí algo podrido. Elolor parecía proceder de aquel agujero del árbol. Cuando miré allí… encontré…

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—De nuevo tuve que tragar saliva antes de poder decir—: Encontré a Clover,muerto y en estado de descomposición. Cavé una fosa para él. —Me volvírápidamente de espaldas para ocultar mis lágrimas, y después les conté el final—: Descubrí un alambre apretado alrededor de su cuello. ¡Alguien había matadodeliberadamente a mi perro!

Ellos permanecieron sentados en el sofá, impresionados y con cara deespanto. Mamá pestañeó para contener las lágrimas; también ella había querido aClover. Cuando sacó su pañuelo, le temblaban las manos y entonces las cruzó,nerviosas, sobre la falda. Ni ella ni papá preguntaron quién había matado aClover. Imaginé que sospechaban lo mismo que yo.

Antes de acostarse, papá entró en mi habitación y me habló durante una hora,formulando toda clase de preguntas acerca de Bart —cómo pasaba el tiempo, adónde iba— y acerca de nuestra vecina y su may ordomo. Ahora que les habíapuesto sobre aviso, me sentía más tranquilo. Sabrían qué tenían que hacer porBart.

Aquella noche lloré por última vez por Clover, que había sido mi primer yúnico animalito mimado. Pronto habría cumplido quince años, una edad casiadulta, y las lágrimas eran sólo para los niños pequeños…, no para un hombre.

—¡Déjame en paz! —dijo Bart, cuando le pedí que no fuese a la casa vecina—. Y no vuelvas a contar historias sobre mí, o te arrepentirás.

Se aproximaba el mes de septiembre y, con él, los días escolares. Por lo visto,Bart no respondía a los tiernos y cariñosos cuidados que le prodigaban mispadres, quienes, en mi opinión, eran demasiado comprensivos.

—Escucha, Bart, y deja de simular que eres un viejo llamado Malcolm NealFoxworth, ¡quienquiera que sea! —Pero Bart era incapaz de renunciar a sufingida cojera y a la fingida dolencia cardíaca que le obligaba a jadear—. Nadieansía que mueras para heredar tu fortuna. Querido hermanito, ¡tú no tienesninguna fortuna!

—¡Tengo veinte mil diez millones cincuenta y cinco mil seiscientos cuarentay dos centavos! —Empleaba los dedos para hacer el cálculo—. No puedorecordar cuánto tengo en acciones y obligaciones, pero creo que puedes triplicarla cifra. Ningún rico sabe exactamente lo que tiene.

Me sorprendió que pudiese enunciar una cifra como aquélla. Iba a haceralgún comentario irónico, cuando Bart lanzó un alarido y se dobló por la cintura.Cayó al suelo y jadeó:

—Mis píldoras…, ¡deprisa! ¡Estoy muriendo! ¡Mi brazo izquierdo se estáquedando yerto! ¡Sálvame! ¡Envía a buscar a mis médicos!

Entonces salí de casa, me senté en una silla del jardín y me dispuse a leer unanovela. Bart estaba agotando mi paciencia. Era como vivir con Jeky ll y Hy de. Sitenía que hacer teatro, ¿por qué no elegía un papel mejor que el de un ancianocojo y enfermo del corazón?

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Bart salió también de la casa y me preguntó:—¿No te importa que me muera, Jory?—No.—¡Nunca me has querido!—Te quería más cuando te comportabas como un chico de tu edad.—¿Me creerías si te dijese que Malcolm Neal Foxworth es el padre de

nuestra anciana vecina, y que ésta es mi abuela, mi verdadera abuela?—¿Te lo dijo ella?—No. John Amos me contó algo, y ella dijo algo más. John Amos me explica

muchas cosas. Me dijo que papá Paul y papá Chris no eran hermanos, y quemamá se lo había inventado para que no descubriésemos su pecado. Dice que unhombre llamado Bartholomew Winslow fue mi verdadero padre, que murió enun incendio. Nuestra madre le sedujo.

—¿Le sedujo? —Dirigí a Bart una larga mirada escrutadora—. ¿Sabes quésignifica esa palabra?

—No. Pero sé que es algo malo, ¡realmente malo!—¿Quieres a mamá?Sus negros ojos adoptaron una expresión de inquietud. Se sentó lentamente en

el suelo y contempló sus zapatos. Debería haber contestado al instante, sinpensarlo.

—Vas a hacerme un gran favor, Bart, y también te lo harás a ti mismo. Entraen casa y cuenta a mamá y papá lo que te preocupa. Ellos lo comprenderán.Imaginas que mamá me quiere más que a ti, pero no es verdad. En su corazónhay sitio para diez hijos.

—¿Diez? —exclamó—. ¿Insinúas que mamá adoptará más criaturas?Se levantó de un salto y echó a correr, tambaleándose, como si el hecho de

fingir que era viejo le hiciese perder la poca agilidad que tenía. En mi opinión, laestancia en el hospital le había robado muchas cosas.

Fue un comportamiento ruin y poco honroso por mi parte, pero necesitaba oírlo que Bart diría a mi madre cuando se encontrasen solos. Ella estaba en lagalería posterior, ley endo un libro mientras Cindy dormitaba en su regazo.Cuando Bart subió corriendo, ella abandonó la lectura y dejó a Cindy en un sillóna su lado. Mi hermano la observaba fijamente y con ojos suplicantes.

Bart le preguntó una cosa rara:—¿Cómo te llamas?—Sabes mi nombre.—¿Empieza por C?—Sí, por supuesto —respondió ella, turbada.—Per… o pero… —farfulló Bart—. Conozco a alguien que llora cuando tú te

vas, alguien pequeño, como yo, a quien su padre, que ha dejado de quererle,encierra en armarios y otros sitios horribles. Una vez su padre le encerró en el

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ático para castigarle, un ático grande, oscuro, terrible, con ratones y sombrasfantásticas y arañas por todas partes.

Ella se quedó atónita.—¿Quién te contó todo eso?—Su madrastra tenía los cabellos rojos oscuros, pero un día él descubrió que

no era más que la manceba de su padre.Incluso desde mi escondite pude oír que mamá respiraba deprisa y fuerte,

como si el niño que se sentaba en su regazo supusiera, de repente, un peligro.—Querido, tú no sabes qué es una manceba, ¿verdad?Él tenía la mirada perdida.—Era una dama bella y esbelta, de cabellos muy oscuros, pero rojos. Ni

siquiera se había casado con el padre del niño, un padre al que no le importaba loque éste hiciese. Lo mismo le daba que llorase o se muriese.

Mi madre sonrió con labios trémulos.—Bart, creo que tienes algo de poeta. Tus frases tienen cadencia, e incluso

riman.Él frunció el entrecejo y volvió hacia ella sus ojos oscuros.—¡Desprecio a los poetas, los artistas, los músicos, los bailarines!Ella se estremeció, lo que no me extrañó, pues también y o estaba asustado.—He de preguntarte una cosa, Bart, y quiero que digas la verdad. Sea cual

sea tu respuesta, no te castigaré. ¿Hiciste algo malo a Clover?—Clover se marchó y no quiere vivir en la caseta que construí para él.Ella le apartó y se levantó rápidamente para salir de la galería. Entonces se

acordó de Cindy y retrocedió para cogerla en brazos. Yo miraba los ojos de Bart,y nada de lo que hacía mi madre servía para tranquilizarme.

Como ocurría siempre después de uno de sus « ataques» , Bart se sintiócansado y soñoliento, y se acostó sin comer. Mi madre sonrió, rió y se vistió degala para una fiesta en honor de mi padre, que había sido elegido jefe depersonal del hospital. Me asomé por la ventana y vi cómo papá, muy orgulloso,la ay udaba a subir al coche.

Más tarde, pasadas las dos, los oí entrar. Todavía no me había dormido y pudeescuchar la conversación que mantenían en el cuarto de estar.

—No comprendo a Bart en absoluto, Chris. Me asombra su manera de hablar,moverse, incluso de mirar. Me atemoriza mi propio hijo, lo que no deja de sermorboso.

—Vamos, querida, creo que exageras. Si sigue así, Bart llegará a convertirseen un gran actor.

—Chris, sé que a veces la fiebre muy alta deja secuelas en el cerebro. ¿Nohabrá dañado la fiebre parte de su cerebro?

—Mira, Cathy, Bart salió muy bien de la prueba. No debes imaginar cosas,sólo porque le hicimos aquel test. Todos los pacientes que han tenido fiebre muy

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alta son objeto de esta clase de examen.—Pero ¿no encontrasteis algo fuera de lo normal? —insistió ella.—No —contestó papá, con firmeza—. No es más que un niño normal con

muchos problemas emocionales, y nosotros, más que nadie, deberíamoscomprender lo que está sufriendo.

¿Qué significaba eso?—¡Pero a Bart no le falta nada! Su infancia no es como fue la nuestra.

Debería sentirse dichoso. ¿No hacemos cuanto podemos por él?—Sí, pero a veces no basta. Cada niño es diferente, cada niño tiene

necesidades distintas. Y es evidente que no damos a Bart lo que necesita.Mamá era propensa a las réplicas rápidas y acaloradas. Sin embargo, en esta

ocasión, permaneció sentada, callada e inmóvil, como aguardando másinformación. Cuando papá la besó en el cuello, adiviné que él quería que mamáse fuese inmediatamente a la cama. Pero ella estaba sumida en honda reflexión.Tenía la mirada fija en sus sandalias plateadas, mientras hablaba de cómo habíamuerto Clover.

—No pudo ser Bart —dijo pausadamente, como para convencerse ellamisma—, sino uno de esos sádicos que disfrutan atormentando a los animales.¿Recuerdas que leímos que había gente que lisiaba a los animales del zoo? Uno deaquéllos debió de ver a Clover…

Su voz se extinguió, porque raras veces aparecían desconocidos cerca denuestra casa.

—Chris —dijo después, con aquella mirada de temor en su semblante—, hoyBart me pilló completamente desprevenida. Me habló de un niño a quienencerraban en armarios y en un ático. Después me dijo que aquel niño sellamaba Malcolm. ¿Cómo puede saber algo de él? ¿Quién puede haberle dichoese nombre? ¿Piensas, Chris, que Bart puede haberse enterado de algún modo delo nuestro?

Me estremecí. ¿Qué había entre ellos que yo no supiese aún? Me daba cuentade que compartían un terrible secreto. Me alejé sigilosamente y después corrí ami habitación y me arrojé sobre la cama. Algo espantoso gravitaba sobrenuestras vidas. Lo sentía en la médula de mis huesos. Y Bart debía de haberlosentido también.

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LA SERPIENTE

El sol y la niebla jugaban y se hacían compañía. Entretanto, yo tenía que estarsolo, sentado en nuestro jardín. Para distraerme, contemplaba las gruesas costrasde mi rodilla. Papá me había advertido que no debía arrancarlas, pues si lo hacíame dejarían cicatrices; pero ¿qué me importaban las cicatrices? Empecé alevantar cuidadosamente el borde de una de ellas, sólo para ver qué habíadebajo. Sin embargo, no había nada, salvo una carne roja y aparentementeblanda, presta a sangrar de nuevo.

El sol ganó la partida en el cielo y calentó mi cabeza. Casi me pareció oír quese estaba friendo mi cerebro. Como no me gustaban los sesos fritos, decidítrasladarme a la sombra.

De repente, empezó a dolerme la cabeza. Me mordí el labio inferior hastahacerme sangre. No me dolía, pero más tarde se hincharía y mamá seinquietaría. Eso estaba bien. Ella se preocuparía por mí.

Yo había sido el niño mimado de mamá, objeto de grandes atenciones, hastaque aquella maldita niña apareció para ocupar mi sitio. Mamá y Jory regresaríanpronto de la clase de ballet. Lo único que les interesaba era el ballet y Cindy. Encambio, yo sabía qué era realmente importante en la vida, y lo que más contabaen ella: el dinero. Si se poseía dinero, no era necesario pensar en cómoconseguirlo; John Amos y el libro de Malcolm me lo habían enseñado.

—Bart —dijo Emma, que había llegado sin hacer ruido y se había plantadodetrás de mí—, siento que no pudieses viajar a Disney landia. En compensación,he preparado un pequeño pastel de cumpleaños, sólo para ti.

Llevaba en las manos un pequeño pastel cubierto de chocolate, con una velaen el centro. ¡Pero yo no era un niño de un año! De un golpe tiré el pastel alsuelo. Ella lanzó un grito y se echó hacia atrás, a punto de llorar.

—No eres muy agradecido ni amable, desde luego —dijo, con vozentrecortada—. ¿Por qué tienes que portarte así? Todos procuramos tratarte lomejor posible.

Le saqué la lengua. Ella suspiró y me dejó solo. Más tarde, Emma volvió aljardín con aquella estúpida niña pequeña en brazos. No era mi hermana. Yo noquería una hermana. Me escondí detrás de un árbol y miré alrededor. Emmadejó a Cindy en la piscina de plástico, y la niña empezó a patalear y chapotear

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en el agua. ¡Qué torpe era…! Ni siquiera sabía nadar. Había que ver cómo reíaEmma y celebraba sus niñerías, ¡cuando yo era incapaz de hacer el pino! Si mesentaba en aquella piscina y empezaba a chapotear con las manos y los pies,Emma diría que era muy cuco.

Creí que Emma se marcharía, pero, en cambio, se sentó en una silla yempezó a desvainar guisantes. Plum, plum, plum, hacían los verdes guisantes alcaer en el cuenco azul.

—Muy bien, querida —animaba Emma a Cindy—. Golpea el agua, muevelas lindas piernas y agita los bracitos. Así se pondrán fuertes y podrás nadar.

Yo observaba y aguardaba. Cuantos más guisantes cayesen en el cuenco,antes tendría Emma que levantarse e ir a la cocina, dejando sola a Cindy,completamente sola. Y no sabía nadar. Los gatos acechaban como yo cuandoquerrían cazar un pájaro. Lástima que no tuviese rabo para azotar con él el aire.

Cuando desgranó el último guisante, Emma se levantó. Puse mis músculos entensión, pero precisamente en ese instante, llegó mamá en su coche rojo, queestacionó delante del garaje. Emma esperó para saludarla. El primero en saltardel coche fue Jory.

—¡Hola, Emma! ¿Qué hay para comer?—Te gustará la comida, sea lo que sea —respondió Emma, dedicando

amplias sonrisas a su bello favorito. No era así como me trataba a mí, ¡la muycanalla!—. En cuanto a Bart —prosiguió—, sé que no le gustarán los guisantes, niel potaje de verduras, ni las chuletas de cordero, ni el postre. Sabe Dios lo difícilque es complacer a ese chico.

Mamá se detuvo a hablar con Emma como si no fuese una criada, y despuéscorrió a jugar con Cindy. La besó y la abrazó como si hiciera diez años que nohubiese visto a aquella imbécil.

—Mamá —canturreó Jory—, ¿por qué no nos ponemos nuestros trajes debaño y nos unimos a Cindy en su piscina?

—¡A ver quién llega antes a casa, Jory ! —retó mamá, y ambos echaron acorrer como dos chiquillos.

—Ahora sé buena y sigue jugando con tu pato de goma y tu barca —dijo lacriada a Cindy—, Emma volverá enseguida.

Alcé la cabeza antes de empezar a deslizarme sobre la panza por el suelo. Lamocosa se levantó de la piscina y se quitó el traje de baño. Desnuda y sin lamenor vergüenza, me arrojó la prenda mojada y echó a reír, incitándome con sudesnudez. Después, como molesta por mi reacción, se sentó de nuevo en el aguay miró hacia abajo, sonriendo misteriosamente para sí. ¡Perversa!¡Desvergonzada! ¡Mira que exhibirse desnuda delante de mí!

Las madres deberían enseñar a sus hijas a portarse como es debido, condecencia, con recato. Mi madre era igual que Corinne, que, según decía JohnAmos, era débil y nunca castigó con dureza suficiente a sus hijos. « Sí, Bart; tu

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abuela arruinó a sus hijos, ¡y ahora viven en pecado y desafían a Dios y susnormas morales!» .

Pensé que me correspondía a mí enseñar a Cindy qué era la decencia y eldecoro. Seguí arrastrándome. Entonces me prestó atención. Abrió mucho susojos azules, y sus carnosos y rojos labios se entreabrieron. Al principio se mostrócontenta de que al fin me hubiese decidido a compartir sus juegos infantiles, peroenseguida el temor se dibujó en sus pupilas. Se quedó inmóvil y me recordó a untímido conejo espantado por una cruel serpiente. Una serpiente. Era muchomejor ser una serpiente que un gato. « ¡Hela ahí!, dijo el Señor, cuando vio a Evaen su desnudez. Vete lejos del Edén, donde el mundo pueda apedrearte» .

Silbando y sacando la lengua a intervalos, me acerqué. El Señor habíahablado y yo le obedecía. Una madre perversa que se negaba a castigar mehabía convertido en lo que era ahora: una serpiente cruel que cumpliría elmandato del Señor, aun en contra de mi manera de ser.

Traté de aplastar mi cabeza a base de fuerza de voluntad, haciéndola máspequeña, plana, como la de los reptiles. Los ojos grandes y asustados de Cindy sellenaron de lágrimas, y la niña empezó a gimotear, mientras intentaba deslizarsesobre el borde redondeado de la pequeña piscina. El agua no era lo bastanteprofunda para que una niña pequeña pudiese ahogarse; de haber sido así, Emmano la habría dejado sola.

Pero… si una boa del Amazonas andaba suelta por allí, ¿cómo podríadefenderse una criatura de dos años?

Pasé reptando sobre el borde y serpenteé en el agua. Ella empezó a gritar:—¡Barr–tie! ¡Vete, Barr–tie!Seguí silbando, con unas « eses» más largas que las de John Amos. Enrosqué

mi cuerpo al suyo y crucé las piernas debajo de su cuello, sumergiéndola en elagua. En realidad, no podía ahogarla, pero el Señor tenía que advertir a quienespecaban. Había visto en la televisión grandes serpientes de la jungla abrir susfauces. Intenté abrir las mías, para poder tragarme entera a Cindy.

Pero, de pronto, ¡otra serpiente me apresó! Grité y solté a Cindy para noahogarme… ¡o para que no me devorasen vivo! « Señor, ¿por qué me hasabandonado?» .

—¿Qué diablos estás haciendo? —vociferó Jory, rojo de ira, sacudiéndomehasta que me dio vueltas la cabeza—. He estado observándote mientras reptabaspor el suelo para ver qué te proponías. Bart… ¿tratabas de ahogar a Cindy ?

—¡No! —respondí, jadeando—. Sólo quería castigarla un poco, no mucho.—Ya —se burló él—. Como castigaste a Clover, sólo un poco.—Yo no hice nada a Clover. Y cuido bien a Apple. No soy malo… No lo soy,

no, ¡no!—¿Por qué gritas, si eres inocente? ¡Tú le mataste! ¡Lo leo en tus ojos!Miré duramente a Jory, sintiendo una acometida de furor.

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—¡Me odias! ¡Sé que me odias! Me lancé contra él e intenté pegarle, pero nopude. Entonces bajé la cabeza, tomé impulso, arremetí y le di de lleno en elestómago. Él cay ó al suelo, doblado sobre sí mismo, y aullando de dolor. Antesde que pudiese matarme, le propiné una patada, pero sin pretender golpearledonde le di. Nunca he tenido buena puntería. ¡Oh…! Debió de dolerle mucho.

—Es innoble dar patadas en el bajo vientre —gimió, tan pálido que parecíaque iba a desmayarse—. Es luchar sucio, Bart, y también una obscenidad.

Mientras tanto, Cindy, se había recobrado lo suficiente para salir de la piscinay echar a correr, desnuda, hacia la casa, berreando a pleno pulmón.

—¡Niña perversa y pecadora! —exclamé—. ¡Todo ha sido por tu culpa! ¡Portu culpa!

Emma salió corriendo de la casa por la puerta trasera, con su delantalondeando al viento y las manos blancas de harina. Mamá, que se había puesto unbikini azul, le seguía los pasos.

—¿Qué has hecho, Bart? —preguntó, irritada, mamá. Tomó a Cindy en susbrazos y se agachó para coger una toalla que Emma había dejado caer.

—¡Mamaíta! —sollozó Cindy —. Vino una serpiente…, ¡una serpiente muygrande!

¡Increíble! Había descubierto que era y o. A fin de cuentas, quizá no era tantonta. Mamá la envolvió con la toalla y la puso de pie en el suelo. Me fulminó conla mirada en el momento en que y o me disponía a asestar otra patada a Jory, queresollaba dolorido.

—Bart…, si te atreves a dar otra patada a Jory, te pesará.Emma me miró con odio. Yo las observé a las dos. Todos me aborrecían,

todos se alegrarían de verme muerto.Magullado y dolorido, Jory intentó levantarse, y lo consiguió, aunque con

menos ligereza de la acostumbrada. Ahora era tan torpe como y o y y a noresultaba tan guapo. Pero aún tuvo fuerzas para espetarme, a voces:

—¡Estás loco, Bart! ¡Loco como una cabra!—Bart, ¡no te atrevas a arrojar esa piedra a tu hermano! —ordenó mamá, al

ver que me agachaba para coger una.—¡Qué chico tan horrible! ¡No tires eso! —intervino Emma.Giré en redondo y corrí hacia Emma para pegarle con los puños.—¡Dejad de insultarme! —dije—. ¡No soy horrible! ¡No soy malo!Mamá corrió hacia mí, me agarró y me hizo caer al suelo.—¡No vuelvas a lanzar otra piedra en tu vida, ni te atrevas a pegar a una

mujer! —Hablaba a voces, sujetando mis hombros contra el suelo.Una rabia feroz invadió mi mente, haciendo que viese a mi madre como a

todas las demás mujeres, con sus curvas seductoras y sus engaños. Malcolm losabía todo acerca de ellas y explicaba cómo habría querido aplastarles los senosa todas. Llené mis ojos con todo el odio maligno de Malcolm, y dio resultado.

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Mamá se echó a temblar, sin soltarme.—¿Qué te ocurre, Bart? No sabes lo que dices ni lo que haces. Ni siquiera

pareces el mismo.Mostré los dientes e intenté morderla, pero ella me abofeteó repetidamente,

con dureza, hasta que empecé a llorar.—Sube al ático y quédate allí, Bart Sheffield, hasta que se me ocurra qué

puedo hacer para conseguir que te portes bien.En el ático sentí miedo. Me senté en el borde de una de las dos pequeñas

camas y esperé a que ella entrase. Nunca me había zurrado. Hasta entonces, loscastigos habían consistido en unos cuantos cachetes como los de ese día. Peroahora mi situación era similar a la de Malcolm. Yo era exactamente igual queMalcolm.

Se abrió la puerta que conducía al ático y oí pisadas en la estrecha yempinada escalera. Tenía los labios apretados cuando ella se plantó ante mí,observándome desde arriba como si se esforzase en mirarme. Nunca pensé quepudiese ser tan ruin.

—Bájate los pantalones, Bart.—¡No!—Haz lo que te digo, o el castigo será mucho peor.—¡No! No puedes pegarme. Si me pones la mano encima, esperaré a que

estés en la clase de ballet y entonces pillaré a Cindy … ¡y Emma no podráimpedirlo! Puedo estar en mil sitios antes de que ella logre llegar a uno… ¡Y lapolicía no me meterá en la cárcel, porque soy menor de edad!

—Bart, estoy perdiendo la paciencia.—¡No será lo único que pierdas, si te atreves a pegarme! —vociferé.Se detuvo a tres palmos de donde y o estaba, sentado al borde de la cama. Se

llevó las pálidas manos al cuello y susurró:—¡Oh, Dios mío…! —Era como un murmullo ronco—. Debí haber pensado

que un hijo concebido en tales circunstancias podría salir así. Lamento, Bart, quetu hijo sea un monstruo.

¿Un monstruo? ¿Era y o un monstruo? No… ¡Ella era el monstruo! Estabamaltratándome como lo había hecho la madre de Malcolm, que le encerró en elático para castigarle. Entonces la odié tanto como la había amado antes.

—¡Te odio, mamá! ¡Ojalá te caigas muerta!Entonces retrocedió, con lágrimas en los ojos, dio media vuelta y echó a

correr. Pero antes de bajar por la escalera, cerró la puerta con llave para que nopudiese escapar de aquel seco y mísero ático que y o aborrecía y temía. Sinembargo, todo aquello haría que me volviese fuerte como Malcolm y tan astutocomo él. Algún día me las pagaría por haberme tratado así, cuando yo sólopretendía ser bueno y que ella me quisiera un poco más que a Cindy y a Jory.Me eché a llorar. Nada salía como y o quería.

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Fue papá quien me azotó el desnudo trasero cuando regresó a casa y oy ócuanto le contaron acerca de mí. Le admiré por ignorar mis ruegos y disculpas.

—¿Has sentido algo? —me preguntó cuando hubo terminado, mientras yo mesubía los pantalones.

Sonreí.—No. Para hacerme daño tendrías que romperme los huesos, y entonces la

policía te metería en la cárcel por maltratar a un niño.Me observó con sus severos ojos azules.—Crees que puedes más que nosotros, ¿eh? —preguntó, con tono pausado y

razonable—. Te imaginas que, por ser menor de edad, ninguna ley puedealcanzarte. Te equivocas, Bart. Vivimos en una sociedad civilizada, donde todo elmundo debe atenerse a sus normas. Nadie está fuera del alcance de la ley, nisiquiera el presidente. Y uno de los peores castigos para un niño es verseencerrado y no poder entrar y salir según su propia voluntad. —Entonces susemblante se entristeció—. Puede resultar una experiencia muy traumática.

Guardé silencio. Él prosiguió:—Tu madre y y o hemos decidido que no podemos seguir tolerando tu

comportamiento. En cuanto pueda arreglarlo, irás a diario a ver a un psiquiatra.Y si no hay más remedio, si sigues desafiándonos, te dejaremos al cuidado deunos médicos que quizá puedan enseñarte a actuar como es debido.

—No podéis hacerme eso —balbucí, aterrorizado ante la idea de que unmedicucho me encerrase entre rejas para siempre—. Si intentáis obligarme ¡memataré!

Me miró con severidad.—No te matarás, Bart. Por tanto, no te quedes ahí sentado, pensando que eres

más listo que tu madre o que y o. Nosotros nos hemos enfrentado con gentemay or y mucho peor que un niño de diez años, no lo olvides.

Más tarde, aquella noche, cuando estaba y a en la cama, oí que mamá y papádiscutían a voces, gritando como nunca.

—¿Por qué enviaste a Bart al ático, Catherine? ¿Por qué tuviste que hacerlo?¿No podías ordenarle que se quedase en su habitación hasta que llegase?

—¡No! A él le gusta estar en su habitación. Allí tiene cuanto necesita paraencontrarse a gusto, y como sabes muy bien el ático no es agradable. Obré comodebía.

—¿Obraste como debías? Cathy, ¿te das cuenta de que hablas como…?—Bueno —repuso ella, con voz helada—, ¿no te he estado diciendo siempre

que yo soy así… una zorra que sólo se preocupa de sí misma?Me llevaron a un psiquiatra el día siguiente. Me senté en una silla y me

dijeron que no me moviese. Ellos se sentaron a mi lado y así estuvimos hasta quese abrió una puerta y nos invitaron a entrar. Era una doctora quien estaba detrásde la enorme mesa. Al menos podrían haber elegido un hombre. Me

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desagradaba porque sus cabellos eran lacios y negros como los de madameMarisha cuando era joven y posaba para que la retratasen. Su blusa blancaestaba tan abultada por delante que tuve que desviar la mirada.

—Doctor Sheffield, usted y su esposa pueden esperar fuera. Hablaremos mástarde.

Miré a mis padres cuando cruzaron la puerta. Nunca me había sentido tansolo cuando aquella mujer me observó de arriba abajo con unos ojos amablesque ocultaban malos sentimientos.

—No quieres estar aquí, ¿verdad? —preguntó, y no quise darle la satisfacciónde contestar—. Soy la doctora Mary Oberman.

Bien, ¿y qué?—Hay juguetes sobre aquella mesa… Coge el que quieras.Juguetes. Yo no era un niño. Le dediqué una mirada furibunda, y ella volvió la

cabeza. Noté que se sentía violenta, aunque trataba de disimularlo.—Tus padres me han dicho que te gusta imaginar situaciones. ¿Se debe eso a

que no tienes bastantes compañeros de juego?No tenía ninguno, pero no tenía por qué decírselo a aquella idiota. Habría sido

una estupidez explicarle que John Amos era mi mejor amigo. Antes lo había sidomi abuela, pero me había traicionado.

—Bart, puedes estar sentado sin decir nada, pero con ello sólo perjudicarás aquienes más te quieren y, sobre todo, a ti mismo. Tus padres desean ay udarte, ypor eso te han traído aquí. Ahora tú tienes que esforzarte en colaborar. Dime sieres feliz, si te sientes frustrado, si te gusta la vida que llevas.

No le diría ni que sí ni que no, no diría nada; ella no podía obligarme. Despuésme habló de las personas que se encierran dentro de sí mismas, y de cómo talactitud puede arruinarlas emocionalmente. Yo la escuchaba como si oyese llover.

—¿Odias a tu padre y a tu madre?No respondería.—¿Quieres a tu hermano Jory ?Jory era un buen chico, pero preferiría que fuese más torpe y feo que yo.—Tu hermana adoptada, Cindy… ¿Qué piensas de ella?Tal vez mis ojos expresaron algo, porque garabateó en su bloc.—Bart —dijo, cuando hubo terminado de escribir y dejado a un lado la

pluma, intentando que su cara adquiriese un aire maternal y amable—, si teniegas a colaborar, no tendremos más remedio que llevarte a un hospital dondemuchos médicos tratarán de conseguir que recuperes el dominio de tusemociones. No te maltratarán, pero no estarás tan bien como en tu casa. Nodispondrás de una habitación propia, ni podrás disfrutar de tus cosas, y sólo verása tus padres una hora a la semana. Por lo tanto, ¿no crees que es más convenienteque cooperes para que la situación no llegue a tal extremo? ¿Qué te ha hechocambiar y ser tan diferente de como eras el verano pasado?

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No quería que me internasen en una casa de locos, con montones de chifladosque podían ser más altos y peores que yo, y donde no podría ver a John Amos nia Apple.

¿Qué podía hacer? Recordé pasajes del libro de Malcolm que explicabancómo conseguía él que la gente creyese que estaba cediendo cuando en realidadseguía en sus trece.

Decidí empezar a llorar y disculparme. Cuando dije que lo lamentaba,incluso y o pensé que era sincero.

—Es por mamá… —dije—. Ella quiere a Jory y a Cindy más que a mí. Notengo a nadie. Me duele no tener a nadie.

Continué por ese camino. Sin embargo, a pesar de haber parloteado tanto, elladijo a mis padres que me convenía seguir visitándola durante un año o más.

—Ese chiquillo está muy confuso. —Sonrió y apoyó una mano en el hombrode mi madre—. No se culpe usted. Bart parece programado para detestarse a símismo y, aunque parezca odiarla a usted por no quererle lo bastante, en realidadse odia a sí mismo. Por esta razón cree que todos los que le quieren son unosidiotas. Desde luego, se trata de una enfermedad mental, tan real como unadolencia física, y peor en ciertos aspectos, porque Bart no puede encontrarse a símismo.

Yo estaba escondido, escuchando disimuladamente, sorprendido de oír lo queella decía.

—Él la quiere, señora Sheffield. Le profesa un amor casi religioso, y tal es asíque espera que usted sea perfecta, sabiendo al mismo tiempo que él no esmerecedor de su cariño. Sin embargo, paradójicamente, anhela que usted leconsidere como el mejor de sus hijos.

—Pero no lo comprendo —repuso mamá, apoy ando la cabeza en el hombrode papá—. ¿Cómo puede amarme y, al mismo tiempo, querer herirme tanto?

—La naturaleza humana es muy compleja. Su hijo es una muestra de ello.Lo bueno y lo malo luchan por dominar su personalidad. Percibe tal combate deforma inconsciente y ha encontrado una solución muy curiosa; identifica su ladomalo con un viejo al que llama Malcolm, uno de los muchos personajes que hainventado que le permiten considerarse mejor.

Mis padres estaban sentados, con los ojos atentos y un aire de desesperanza.Horas más tarde, antes de rezar mis oraciones de la noche, me deslicé por ellargo pasillo y escuché desde el otro lado de la puerta del dormitorio de mispadres. Mamá decía:

—Es como si tuviésemos que estar eternamente en el ático, sin podernosliberar jamás.

¿Qué tenía que ver el ático con Malcolm y conmigo? ¿Era sólo porque los doshabíamos sido enviados allá arriba como castigo?

Retrocedí a gatas, me metí en la cama, donde y ací inmóvil, temeroso de mí

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mismo y de mi « subconsciente» .Debajo de mi almohada se hallaba el diario de Malcolm, que yo asimilaba

día tras día y noche tras noche. De ese modo iba creciendo en fuerza… y enastucia.

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OSCURIDAD CRECIENTE

Al día siguiente por la tarde mamá y papá se habían acomodado en el cuarto deestar delante del fuego que yo había encendido. Olvidado por ellos, meacurruqué en el suelo, cerca de la puerta, confiando en que no me verían ypensarían que había salido, como hubiese debido hacer. No me gustaba espiarlesdeliberadamente, pero a veces era mejor saber las cosas con certeza queperderse en conjeturas.

Al principio, mamá apenas dijo nada, pero después habló de la visita a ladoctora Oberman.

—Bart me odia, Chris, también a ti y Jory y Cindy. Supongo que también haincluido a Emma en su lista, pero a mí me aborrece más que a nadie. Estáenojado conmigo porque no le dedico mi amor exclusivamente a él.

Él la estrechó sobre su pecho y la retuvo así mientras seguían hablando.Cuando expresaron su intención de ir a la habitación de Bart para ver si estabaallí, me metí rápidamente en un gabinete contiguo y esperé a que hubiesenpasado y entrado en el dormitorio de mi hermano.

—¿Ha comido? —preguntó papá.—No.Ella habló como si deseara que Bart siguiese dormido, para evitar los

problemas que suscitaba cuando estaba despierto. Pero la simple presencia deambos hizo que Bart despertase de su sueño y, sin decir una sola palabra quecorrespondiera a los cariñosos saludos de mis padres, les siguió hasta el comedor.Era la hora de comer, y había que hacerlo aunque un chico de diez añospermaneciese sentado en silencio, con el entrecejo fruncido, negándose a cruzaruna mirada con los demás.

La situación fue sumamente violenta durante la comida. Nadie se sentía agusto. Había poco apetito, e incluso Cindy se mostraba arisca. Emma tampocohablaba; se limitaba a cumplir en silencio con su obligación. Hasta el viento, quehasta entonces había soplado sin parar, amainó, y los árboles se quedaroninmóviles, con las hojas colgando, como si estuviesen heladas. De pronto, elambiente se tornó tan frío que recordé las tumbas de que siempre hablaba Bart.

Me pregunté cómo papá y mamá obligarían a Bart a asistir a las sesiones dela doctora Oberman. ¿Cómo podía alguien forzarle a hablar, siendo tan

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endiabladamente terco? Y papá, que estaba tan ocupado, tenía que robar tiempoa sus pacientes… Sólo por este hecho debería Bart comprender lo mucho que sepreocupaban de él.

—Me voy a la cama —dijo secamente Bart, levantándose de la mesa sinpedir permiso.

Salió del comedor. Nosotros seguimos sentados, como atrapados por algúnhechizo practicado por Bart.

Papá rompió el silencio.—Bart está fuera de sí. Evidentemente, algo le inquieta tanto que apenas

puede comer. Tenemos que averiguar de qué se trata.—Mamá —dije—, creo que le ayudarías mucho si esta noche fueses a la

habitación de Bart, te sentases en su cama y pasases un buen rato con él y noentrases ni en mi dormitorio ni en el de Cindy.

Me dirigió una mirada de extrañeza, como si le costase creer que la cosafuese tan sencilla. Papá estuvo de acuerdo conmigo, diciendo que nada seperdería con probar.

Entré en la habitación de Bart y advertí que él fingía dormir. Salí y permanecíjunto a papá en el pasillo, donde Bart no podía vernos. Estaba dispuesto a acudiren auxilio de mamá si a mi hermano se le ocurría hacer una trastada. Papá asiómi hombro con una mano y murmuró:

—No es más que un niño, Jory, y está trastornado. Es un poco más bajo ydelgado que la mayoría de los chicos de su edad. Esto puede ser parte delproblema. A Bart le cuesta desarrollarse más que a los demás niños.

Con los nervios en tensión, esperé que continuase:—Es sorprendente que naciese con tan pocas cualidades, sobre todo teniendo

en cuenta que su madre tiene tantas y tan buenas.Miré hacia donde estaba mamá, que contemplaba a Bart. Él se mostraba

malhumorado incluso en sueños, si en verdad estaba dormido. Entonces, ella saliócorriendo de la habitación y lanzó una mirada desesperada a papá.

—Chris, ¡le tengo miedo! Ve tú. Si despertase y me gritase, como antes, lepegaría. Querría encerrarle en el armario, o arriba, en el ático. —Se llevó ambasmanos a la boca—. No he querido decirlo —musitó.

—Claro que no. Espero que él no te haya oído. Cathy, creo que lo mejor esque tomes un par de aspirinas y te acuestes. Yo arroparé a Bart y llevaré a Jory ala cama.

Me dirigió una sonrisa burlona y yo sonreí a mi vez. Solíamos charlar por lanoche, antes de acostarme… Me aconsejaba sobre cómo resolver situacionesdifíciles. Eran conversaciones de hombre a hombre, en que no debían intervenirmujeres.

Fue papá quien tuvo el valor de acercarse a Bart y sentarse tranquilamente enel borde de su cama. Yo sabía que Bart tenía el sueño ligero, y cuando papá se

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sentó la depresión que produjo en el lecho hizo que el menudo cuerpo de Bartresbalase hasta tocar a papá. Eso hubiera sido suficiente para despertar acualquiera, aunque tuviese el sueño tan profundo como yo.

Me aproximé despacio, para comprobar si Bart estaba fingiendo. Detrás desus párpados cerrados, los globos de los ojos se movían espasmódicamente,como si estuviese observando un partido de tenis, o tal vez algo más horrible.

—Bart… despierta.Como si las palabras de papá hubiesen retumbado como un cañonazo junto a

su oído, Bart se despertó súbitamente. Se incorporó de un salto, con sus oscurosojos desorbitados y aterrorizados. Miró fijamente a papá.

—Todavía no son las ocho, hijo. Emma ha preparado un pastel de limón parapostre y lo ha dejado en el frigorífico. No me digas que no quieres una porción.Además, la tarde es magnífica. Cuando y o tenía tu edad, pensaba que elcrepúsculo era la mejor hora para jugar al aire libre; al escondite, o a las cuatroesquinas…

Bart miró fijamente a papá, como si éste hablase en una lengua extranjera.—Vamos, Bart, no estés enfurruñado. Yo te quiero, y tu madre te adora. El

hecho de que cometas alguna torpeza carece de importancia. Hay otras cosasque cuentan mucho más, como el honor y la dignidad. Deja de tratar de ser loque no eres. No tienes que pretender ser alguien superespecial, porque, a nuestrosojos, y a lo eres.

Bart siguió sentado en la cama, mirando a papá con hostilidad. ¿Por qué papáno podía ver a mi hermano como lo veía yo? ¿Era posible que un hombre taninteligente como papá estuviera tan ciego en todo lo referente al chico? ¿Acasohabía Bart abierto los ojos cuando mamá estaba en la habitación, para que ellapercibiese el odio que se dibujaba en ellos? Mamá vería siempre más allá quepapá, aunque él fuese médico.

—El verano está a punto de acabar, Bart. Y otros se comerán los pasteles delimón. Lo que puedes coger hoy, tal vez mañana y a no esté.

¿Por qué se mostraba tan amable con un chico que parecía querer matarlecon aquellos ojos como puñales?

Bart siguió sumisamente a papá cuando éste salió del dormitorio, mientras yohacía de sombra invisible de mi hermano. De pronto, Bart adelantó corriendo apapá, que había llegado al porche posterior, y retrocedió de espaldas hasta queestuvo a punto de caer por la escalera.

—Tú no eres mi padre —espetó, con rabia—, y no puedes engañarme. ¡Meodias y deseas verme muerto!

Papá se sentó pesadamente en un sillón, cerca del que ocupaba mamá, quetenía a Cindy en el regazo. Bart fue a sentarse en el columpio, y agarró confuerza las cuerdas, como si temiese caer sobre las tablas del suelo.

Todos comimos un pedazo del delicioso pastel de limón de Emma, todos

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menos Bart, que siguió sentado donde estaba y se negó a moverse. Entonces papáse levantó, diciendo que tenía que examinar a un paciente en el hospital.

Dirigió una mirada preocupada a Bart y susurró a mamá:—Afróntalo con calma, querida. No estés tan inquieta. No tardaré en volver.

Quizá Mary Oberman no sea la psiquiatra más adecuada para Bart, que parecesentir una gran animadversión contra las mujeres. Buscaré otro psiquiatra, unvarón. —Se inclinó para besarla. Ella tenía la cara levantada, y oí el suavechasquido de sus labios al encontrarse. Después se miraron a los ojos, y mepregunté qué verían en ellos—. Te quiero, Cathy. Deja de preocuparte. Todo irábien. Sobreviviremos todos.

—Sí —dijo tristemente ella, con una mirada de duda—, pero no puedo evitarinquietarme por Bart. Le noto tan confuso…

Papá se irguió y dirigió a Bart una mirada severa y escrutadora.—Sí —dijo con rotundidad—. Es como si luchase también por sobrevivir.

Observa con qué fuerza se agarra a las cuerdas, a pesar de estar a menos de trespalmos del suelo. Sencillamente, no confía o no cree en sí mismo. Tengo laimpresión de que trata de fortalecerse imaginando que es may or y más avisadopero no se da cuenta de que así no hallará la seguridad que tanto necesita. Comoniño de diez años, se siente perdido. Por tanto, hemos de encontrar a la personacapaz de ayudarle, y a que al parecer nosotros no podemos.

—Conduce con cuidado —dijo ella, como siempre, viéndole partir con losojos llenos de amor.

Decidido a quedarme para proteger a mamá y Cindy, pugné contra el sueñoque empezaba a invadirme. Cada vez que alzaba la mirada veía a Bart en elcolumpio, con sus ojos oscuros mirando vagamente al vacío, meciéndoselevemente, no más de lo que hubiese podido moverle el viento.

—Voy a acostar a Cindy, Jory —dijo mamá. Después llamó a Bart—: Eshora de acostarse. Entraré a verte dentro de unos minutos. Cepíllate los dientes ylávate las manos y la cara. Te hemos guardado una ración de pastel para que lacomas antes de lavarte los dientes.

Ninguna respuesta llegó desde el columpio, pero Bart se puso en pietorpemente, se detuvo para mirar sus pies descalzos y volvió a pararse paramirarse las manos, arreglarse el pijama y contemplar el cielo y los monteslejanos. Dentro de la casa, anduvo distraídamente de un lado a otro, levantandoun objeto, dándole la vuelta para observar la parte inferior y, depositándolo denuevo en su sitio. Un barquito veneciano de cristal retuvo su atención por uninstante; después pareció quedar petrificado ante una linda bailarina deporcelana. Era una figurita que mamá había regalado al doctor Paul después decasarse con mi padre; en muchos aspectos, esa bailarina debía parecerse amamá cuando era muy joven.

Cuidadosamente, levantó la delicada figurita con su falda de gasa flotante y

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sus frágiles y pálidos brazos y piernas. Le dio la vuelta y miró la inscripción delpie. « Limoges» se leía, y yo también la vi. Luego acarició los cabellos doradosrecogidos en suaves ondas hacia atrás y sujetos con rositas rojas.

Después, deliberadamente, la dejó caer entre sus dedos. La figura se estampócontra el suelo y se rompió en varios pedazos grandes. Avancé rápidamente,pensando que quizá podría pegarlos de manera que mamá no lo advirtiese. PeroBart pisoteó la cabeza de la bailarina y la hizo añicos.

—¡Bart! —exclamé—. ¡Eres un bruto! ¿Qué has hecho? Sabes que mamáapreciaba mucho esa figurita. No debiste hacerlo.

—¡No me ordenes qué debo y qué no debo hacer! Déjame en paz y nomenciones lo que acabas de ver. Ha sido un accidente, chico, un accidente.

¿De quién era esa voz? No era la de Bart. De nuevo estaba representando elpapel de aquel viejo. Me apresuré a buscar una escoba y un cubo para recogerlos pedazos de lo que había sido una deliciosa bailarina, confiando en que mamáno advirtiese su falta en el estante.

Cuando hube acabado, encontré a Bart observando maliciosamente a mamá,que tenía a Cindy sentada sobre sus rodillas y la estaba peinando.

Cuando mamá levantó la cabeza y se percató de que Bart la estaba mirando,percibí que palidecía y forzaba una sonrisa, pero notó algo en él que hizo que susonrisa se extinguiese incluso antes de manifestarse.

Con la rapidez del ray o, Bart corrió y arrancó a Cindy de la falda de mamá.Cindy chilló al caer al suelo, pero se puso en pie enseguida y empezó a sollozar.Corrió hacia mamá, la cual la cogió de nuevo en brazos y se irguió ante Bart.

—Bart, ¿por qué lo has hecho?Él se quedó plantado, con las piernas separadas y mirándola ceñudo. Después

salió de la habitación, sin volver la vista.—Mamá —dije, mientras ella consolaba a Cindy y la metía en la cama—,

Bart está muy mal de la cabeza. Deja que papá lo lleve a todos los psiquiatrasque quiera, pero haz que se quede aquí hasta que se hay a curado.

Oí que lloraba, pero tardó un rato en romper en sollozos.Entonces me correspondió a mí consolarla. Mientras la abrazaba, me sentí

adulto y responsable.—Jory, Jory —gimió, aferrándose a mí—, ¿por qué me odia Bart? ¿Qué le he

hecho y o?¿Qué podía decirle? Yo no sabía nada.—Quizá deberías procurar averiguar por qué es Bart tan diferente a mí; y o

preferiría morir antes de hacerte desgraciada.Me abrazó y se quedó mirando al vacío.—Jory, mi vida ha sido una serie continua de obstáculos. Tengo la impresión

de que, si algún otro hecho horrible sucede, enloqueceré, y no puedo permitir quetal cosa ocurra. La gente es muy complicada, Jory, sobre todo los adultos.

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Cuando y o tenía diez años, solía pensar que todo era fácil para los adultos, ya quetenían poder y derecho a hacer lo que quisieran. Nunca sospeché que la labor delos padres resultase tan difícil. No lo digo por ti, querido, no por ti…

Yo sabía que su vida había estado llena de acontecimientos tristes. Habíaperdido a sus padres y después a Cory, Carrie, mi padre y su segundo marido.

—El hijo de la venganza —murmuró, como hablando consigo misma—.Mientras estuve encinta de Bart, sufrí al sentirme culpable. Quería muchísimo asu padre… y, en cierta manera, contribuí a su muerte.

—Mamá —dije, con súbita inspiración—, tal vez Bart nota ese sentimiento deculpa cuando le miras, ¿no crees?

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TERCERA PARTE

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LA ERA DE MALCOLM

La luz del sol me dio en la cara y me despertó. Cuando me hube vestido, sentí depronto que no era tan viejo como Malcolm y, en cierto modo, me alegré. Pero,por otro lado, me entristecí, porque Malcolm era una persona responsable.

¿Por qué no tenía yo amigos de mi edad, como los otros chicos? Ahora queme había arrebatado a Apple, era inútil que mi abuela afirmase que me quería.Tenía que aceptar el hecho de que John Amos era mi único amigo de verdad.

Salí al jardín y anduve a gatas por allí antes de desay unar, husmeando elsuelo, oliendo los seres salvajes a quienes atemorizaba incluso a plena luz del día.El conej ito corría como un loco, aunque yo no quería hacerle daño, de veras queno quería.

Durante el desayuno, todos me observaron como si temiesen que fuese ahacer algo espantoso. Advertí que papá no preguntó a Jory cómo se encontraba.Sólo me lo preguntó a mí. Miré enfadado los cereales. ¡Tampoco me gustaban laspasas! Parecían bichitos muertos.

—Te he formulado una pregunta, Bart.Yo y a lo sabía.—Estoy bien —respondí, sin mirar a papá, que siempre se levantaba de buen

humor y nunca parecía enfurruñado como y o… y como mamá—. Me gustaríaque contrataseis una cocinera buena de verdad o, mejor aún, que mamá sequedase en casa y preparase nuestras comidas como hacen otras madres. Labazofia de Emma no es buena ni para los animales.

Jory me miró con severidad y me pegó una patada por debajo de la mesapara indicarme que tuviese el pico cerrado.

—Emma no ha cocinado tus cereales, Bart —dijo papá—. Vienen así en unacaja. Y hasta esta mañana siempre te habían gustado mucho las pasas. Inclusoquerías las de Jory. Pero si esta mañana no te apetecen por alguna razón, no lascomas. Oye, ¿por qué tienes sangre en el labio inferior?

¿La tenía? Los médicos estaban siempre viendo sangre porque cortaban a lagente.

Jory se encargó de contestar:—Estaba jugando a que era un lobo esta mañana. Eso es todo, papá. Supongo

que cuando se abalanzó sobre el conejo para clavarle los dientes, se mordió él

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mismo.Me sonrió como regodeándose con mi estupidez. Algo estaban tramando.

Estaba seguro de que algo tramaban, porque nadie me preguntó por qué jugaba aser un lobo. Se limitaban a mirarme, como si esperasen que hiciese algunalocura.

Oí que mamá y papá murmuraban más allá de la despensa; hablaban de mí.Se referían a unos médicos, a nuevos especialistas de la cabeza. ¡Pero no iría!¡No podrían obligarme!

Entonces mamá volvió la cabeza y empezó a charlar con Jory, mientras papáse dirigía al garaje y arrancaba el coche.

—Mamá, ¿ofrecerás realmente esa representación esta noche?Ella me lanzó una mirada turbada, después esbozó una sonrisa forzada y

respondió:—Por supuesto. No puedo defraudar a mis alumnos, ni a los padres y al

público que han pagado ya sus entradas.« Los tontos se desprendían pronto del dinero» , pensé.—Tendré que avisar a Melodie —dijo Jory—. Ayer le dije que era posible

que la representación fuese cancelada.Me miró como si yo tuviese la culpa de todo, incluso de que pudiesen

cancelarse las representaciones. Pero yo no asistiría, aunque se acordasen deinvitarme. No quería ver esos ballets tontos donde todo el mundo danzaba sindecir palabra. Ni siquiera bailarían El lago de los cisnes, sino el ballet más tonto yaburrido de todos: Copelia.

Papá entró de nuevo en la casa, porque había olvidado algo, como decostumbre.

—Supongo que tú representarás el papel de príncipe —dijo a Jory, que sevolvió a mirarle desdeñosamente.

—Pero bueno, papá, ¿es que no vas a aprender nunca? ¡En Copelia noaparece ningún príncipe! La mayor parte del tiempo formo parte del corps; peromamá estará formidable en su papel. Ella misma ha ideado la coreografía.

—¿Qué dices? —rugió papá, volviéndose a mirar severamente a mamá—.Cathy, ¡sabes que no puedes actuar con esa rodilla tan delicada! Me prometisteque no volverías a bailar en un escenario. Tu rodilla puede flaquear en elmomento menos pensado y hacerte caer. Una caída más y tal vez quedesinválida para toda la vida.

—Sólo esta vez —suplicó ella, como si toda su vida dependiese de volver abailar—. Sólo haré el papel de la muñeca mecánica, sentada en un sillón. ¡No teinquietes tanto por tan poca cosa!

—¡No! Si actúas esta noche y no te caes, creerás que tu rodilla estáperfectamente y querrás repetir tu éxito. Entonces quizá te lesiones la rodilla parasiempre. Con una sola caída fuerte, puedes romperte la pierna, la pelvis, la

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espalda… No sería la primera vez, ¡y tú lo sabes!—¡Nombra todos los huesos de mi cuerpo! —repuso ella. Yo pensé que si se

rompía los huesos y no podía volver a bailar tendría que quedarse conmigo encasa todo el tiempo.

—Sinceramente, Chris, ¡en ocasiones me tratas como si fuese tu esclava!Mírame. Tengo treinta y siete años, y pronto seré demasiado vieja para bailar.Deja que me sienta útil, como te sientes tú. Tengo que bailar, sólo una vez más.

—No —insistió él, pero ya con menos firmeza—. Si cedo ahora, no será laúltima vez. Querrás repetirlo…

—No voy a suplicarte, Chris. Ninguna de mis alumnas es capaz derepresentar ese papel, así que lo haré yo, tanto si te gusta como si no.

Me lanzó una mirada, como si lo que yo pensara le importase más que lo quepensara él. Yo estaba contento, muy contento… ¡porque se iba a caer! En lo másprofundo de mi ser, sabía que podía hacerla caer gracias al poder de mi voluntad.Sentado entre el público, haría un encantamiento, y entonces se convertiría en micompañera de juegos. Le enseñaría a andar a gatas y husmear el suelo como unperro o como un indio, y ella se sorprendería al descubrir lo divertido que era.

—No estoy hablando de una lesión leve, Catherine —prosiguió su odiosomarido—. Durante toda tu vida has sometido tus articulaciones a una fuertetensión, prescindiendo del dolor. Pero ya es hora de que comprendas que elbienestar de tu familia depende de tu salud.

Miré enojado a papá, lamentando que su mala memoria le hubiese hechoregresar y oír demasiado. Mamá ni siquiera pareció sorprendida de que hubiesevuelto a olvidar la cartera, a pesar de que, como médico que era, debía tenerbuena memoria. Le entregó la cartera, que él había dejado junto al plato deldesayuno, y sonrió maliciosamente.

—Cada día haces lo mismo. Vas al garaje, pones el coche en marcha yentonces te das cuenta de que no llevas tu cartera.

La sonrisa de él fue tan maliciosa como la de ella.—Sí, es verdad. Pero así tengo oportunidad de volver y oír todas las cosas que

no quieres contarme.Se metió la cartera en el bolsillo trasero del pantalón.—Chris, no me gusta contradecirte, pero no puedo ofrecer una representación

mediocre. Además, Jory tendrá ocasión de lucirse en su solo…—Por una vez en la vida, Catherine, escucha lo que te digo. Tenemos

radiografías de tu rodilla. Sabes que el cartílago está roto, y sigues padeciendo undolor crónico. Hace años que no has bailado sobre un escenario. El dolor crónicoes una cosa, y un dolor agudo, otra muy distinta. ¿Es eso lo que quieres?

—¡Oh, los médicos! —se burló ella—. Todos tenéis nociones horribles de lafragilidad del cuerpo humano. Me duele la rodilla, ¿y qué? Todos los que bailan sequejan de dolores y molestias. Cuando estaba en Carolina del Sur, los bailarines

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se quejaban, igual que en Nueva York y Londres… Ahora di, ¿qué significa paraellos el dolor? Nada, doctor, absolutamente nada que y o no pueda soportar.

—¡Cathy !—Hace más de dos años que no me duele en exceso la rodilla. ¿Acaso has

oído que me quejara, siquiera de una molestia?Tras estas palabras, papá salió de la cocina, cruzó el cuarto trastero y se

metió en el garaje.Al instante mamá echó a correr detrás de él, y yo hice lo propio tras ella,

esperando oír el final de su discusión y deseando que ganase ella. Por findisfrutaría de ella y o solo.

—¡Chris! —llamó y, abriendo la portezuela, se sentó a su lado y le rodeó elcuello con los brazos—. No te marches enojado. Te quiero, te respeto y teprometo que ésta será la última vez que baile en público. Te juro que nunca,nunca, volveré a bailar en un escenario. Sé por qué debo quedarme en casa. Losé…

Se besaron. Jamás vi a dos personas que se besaran tanto. Entonces ella seapartó, le miró dulcemente a los ojos y le acarició la mejilla, susurrando:

—Es mi primera oportunidad de bailar en público con el hijo de Julián,querido. Observa a Jory y te darás cuenta de lo mucho que se parece a su padre.He preparado impas de deux especial, en el que yo seré la muñeca mecánica yJory un soldado mecánico. Es lo mejor que he hecho jamás. Quiero que tú estésentre el público y te enorgullezcas de tu esposa y del chico. No quiero que teinquietes por mi rodilla. Sinceramente, he ensayado y no me ha dolido.

Le dio unas palmadas y le besó un poco más. Comprendí que él la quería másque a nadie en el mundo, más que a nosotros, incluso más que a sí mismo.¡Estúpido! ¡Qué estúpido era al amar tanto a una mujer!

—Está bien —dijo—. Pero tiene que ser la última vez. Tu rodilla no soportaríaaños y años de práctica. Incluso en la enseñanza, la fuerzas demasiado, tanto queotras articulaciones pueden salir perjudicadas.

Se apartó de él, se apeó del coche y dijo con voz triste:—Hace años, madame Marisha me dijo que no podría vivir sin bailar, y y o lo

negué. Ahora tendré ocasión de averiguarlo.¡Bravo! Exactamente las palabras que él necesitaba oír para que se le

ocurriese una nueva idea. Se asomó por la ventanilla y la llamó.—Cathy, ¿qué hay de ese libro que me comentaste que pensabas escribir? Es

un buen momento para empezar. —Me dirigió una larga mirada que hizo que mesintiese transparente como un cristal—. Bart, recuerda que te queremos mucho.Si sientes resentimiento contra alguien o contra algo, lo único que tienes quehacer es decírmelo o decírselo a tu madre. Estamos dispuestos a escuchar y ahacer todo lo posible para que seas feliz.

¿Feliz? Sólo podría ser feliz cuando él se hubiese alejado de su vida. Sólo

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podría ser feliz cuando ella fuese toda para mí. Entonces recordé a aquel viejo, aaquellos dos viejos, a Malcolm y a John Amos. Ninguno de ellos quería quesiguiese viva…, ninguno de ellos. Yo deseaba ser como ellos, especialmentecomo Malcolm, y por eso imaginé que él estaba en el garaje, esperando a quepapá se marchase y y o me quedase solo. A él le gustaba que y o estuviera solo,que me sintiese triste, abandonado, ruin, irritado… Y precisamente en esemomento, él estaba sonriendo.

En cuanto mamá y Jory se hubieron marchado, poco después de partir papá,Emma volvió a emprenderla conmigo, incordiándome con odio.

—Bart, ¿no puedes limpiarte esa sangre del labio? ¿Por qué has de seguirmordiéndolo? La may oría de la gente procura no hacerse daño.

¿Qué sabía ella de mí? Yo no sentía dolor cuando me mordía el labio. Y megustaba el sabor de la sangre.

—Te diré algo, Bartholomew Scott Winslow Sheffield; si fueras hijo mío,sentirías el ardor que produciría mi mano en tu trasero. Creo que te encantaatormentar a la gente y portarte mal para atraer su atención. ¡No hace falta serpsiquiatra ni tener diez diplomas para saberlo!

—¡Calla! —ordené.—No te atrevas a gritar ni a decirme que me calle. ¡No voy a aguantarte

más! Tú eres el responsable de todo lo que ocurre en esta casa. Rompiste aquellapreciosa figurita que tanto apreciaba tu madre. La encontré en el cubo de labasura, envuelta en un periódico. Puedes estar ahí sentado, con el entrecejofruncido, mirándome con tus negros y feos ojos, pero no me asustas. Tú fuistequien ató aquel alambre al cuello de Clover para matarlo. ¡Debería caerte lacara de vergüenza! Eres un niño ruin y odioso, Bart Sheffield, y no es extrañoque no tengas amigos, ¡no es extraño! Y voy a ahorrar a tus padres miles dedólares poniéndote sobre mi rodilla y zurrándote el trasero hasta que se te pongamorado. ¡No podrás sentarte cómodamente en dos semanas!

Me dominaba con su estatura, haciéndome sentir pequeño e indefenso.Hubiese preferido ser cualquiera menos y o mismo, alguien que fuese realmentefuerte.

—¡Tócame y te mataré! —amenacé con voz fría.Me puse muy tieso, con las piernas separadas, apoyando las manos en la

mesa para conservar el equilibrio. Estaba ardiendo de rabia por dentro. Ahorasabía cómo convertirme en Malcolm y cómo ser lo bastante implacable paraconseguir lo que quisiera y cuando quisiera.

Desde luego, la había asustado. Tenía los ojos desorbitados y llenos de temor.Mostré los dientes y torcí los labios en una mueca burlona.

—Mujer, ¡vete al infierno y aléjate de mí antes de que pierda la paciencia!Emma retrocedió sin decir palabra, corrió hacia el comedor y salió al pasillo

para proteger a Cindy.

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Esperé durante todo el día. Cuando Emma debió de suponer que estaríaescondido en mi agujero del seto, dejó sola a Cindy en un cajón de arena, a lasombra del enorme y viejo roble y de un lindo toldo. Nada era demasiado paraCindy, pese a que no era más que una hija adoptiva.

Rió entre dientes cuando vio que me acercaba cojeando, como si yo lepareciese gracioso y sólo estuviese fingiendo que era un viejo. Trataba deseducirme con su sonrisa, sentada allí, medio desnuda, con sólo un pantaloncitoverde y blanco. Había crecido, era más bonita y se había convertido en unamujer más, incitando maliciosamente a los hombres a hacer el mal. Traicionaríaa aquel que la amase, y también a sus hijos. Pero…, pero… si fuese fea, ¿quéhombre la querría? Si fuese fea, no tendría hijos, no podría seducir a los hombres.Yo salvaría a sus hijos del daño que pudiese causarles ella en el futuro. Loimportante era salvar a los hijos.

—Barrtee —dijo sonriendo, sentada con las piernas cruzadas de manera quepudiese ver sus braguitas de blonda debajo del pantaloncito de juego—. ¿Quieresjugar, Barrtee? ¿Quieres jugar con Cindy…?

Me alargó sus manitas rollizas. ¡Sí, estaba tratando de seducirme! Sólo teníados años y algunos meses y ya conocía todos los ardides malignos de lasmujeres.

—¡Cindy ! —llamó Emma desde la cocina. Pero como yo permanecíaagachado, no podía verme detrás de los arbustos—. ¿Estás bien?

—¡Cindy juega a castillos de arena! —respondió aquella menudencia, comosi pretendiese protegerme.

Después cogió su rojo cubo de arena preferido y me lo ofreció, junto con supala roja y amarilla.

Mi mano se cerró con más fuerza sobre el mango de mi cortaplumas.—Cindy, bonita —la arrullé aproximándome más y sonriendo dulcemente.

Ella respondió con una risita—. La bonita Cindy quiere jugar a salón de belleza…Palmoteó.—¡Ohhhh! —exclamó—. ¡Qué bien!Sus suaves cabellos rubios parecían de seda entre mis dedos. Rió cuando tiré

de ellos y deshice el lazo de su cola de caballo.—No te haré daño —le dije, mostrándole mi cortaplumas con mango de

nácar—. No grites… Estate quietecita en el salón de belleza hasta que hay aterminado.

Tenía en mi habitación la lista de palabras nuevas. Debía pronunciarlas,deletrearlas bien, y emplearlas al menos cinco veces el mismo día, para despuéscontinuar usándolas. Era preciso conocer palabras importantes para impresionara la gente, para que supiesen que y o era el más listo.

« Amedrentador» era una de ellas; significaba que uno espantaba a la gente.« Sensual» era una mala palabra. Expresaba la emoción que se siente al

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tocar a las niñas. Tenía que rechazar las cosas sensuales.Al poco rato me cansé de las palabras importantes que tenía que aprender

para que me respetasen. Me estaba hartando de fingir que era Malcolm. Lo maloera que estaba perdiendo mi verdadera personalidad. Ahora no era enteramenteBart. Sin embargo, a medida que Bart se alejaba, yo parecía mucho menosestúpido y lastimoso de lo que había sido.

Releí una página del libro de Malcolm, en que se refería a sus experienciascuando tenía la misma edad que yo. Aborrecía los lindos cabellos rubios, comolos de su madre y como serían los de su hija, aunque nada sabía de su pequeñaCorinne cuando escribió:

« Se llamaba Violet Blue, y sus cabellos me recordaban a los de mi madre.Odiaba sus cabellos. Asistíamos a la misma escuela dominical, y yo me sentabadetrás de ella y contemplaba aquellos cabellos que algún día hechizarían a unhombre y harían que éste la desease, como aquel amante había deseado a mimadre» .

» Ella me sonrió un día, esperando un cumplido, pero yo le di un chasco. Ledije que sus cabellos eran feos. Para mi sorpresa, se echó a reír. "¡Pero si son delmismo color que los tuyos!"» .

» Aquel día me afeité la cabeza… y al día siguiente agarré a Violet Blue y laderribé. Cuando se fue a casa, llorando, estaba tan calva como yo» .

Los lindos cabellos rubios que habían sido de Cindy fueron arrastrados por elviento. Ella estaba llorando en la cocina, pero no porque yo la hubiese asustado ole hubiese hecho daño, sino porque el estridente grito de Emma le dio a entenderque algo había ido mal. Ahora, los cabellos de Cindy eran como los míos: cortos,erizados y feos.

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LA ÚLTIMA DANZA

—Jory —dijo mamá, aliviada, cuando me vio entrar—, ¡gracias a Dios que hasvuelto! ¿Has almorzado bien?

Le dije que sí, que había sido un buen almuerzo, y no le importó que no lediese más explicaciones porque estaba demasiado atareada con los detalles deúltima hora. Los días que había representación transcurrían siempre igual: clasepor la mañana, ensayo por la tarde y función por la noche. Deprisa, deprisa,deprisa, y uno pensaba que el mundo dejaría de rodar si no representaba su papelcon toda la perfección que le permitían sus propias dotes, a pesar de que elmundo no se pararía aunque…

—¿Sabes, Jory? —dijo mamá, entusiasmada, en el camerino quecompartíamos los dos (ella estaba detrás de un biombo, de modo que nopodíamos vernos)—. El ballet ha sido la gran ilusión de mi vida, pero esta nocheserá sublime, ¡porque bailaré con mi hijo! Te conozco bien y hemos danzadomuchas veces juntos, pero esta noche es algo especial. Has aprendido losuficiente para bailar solo. Por favor, hazlo lo mejor que puedas para que Julián,desde el cielo, se sienta orgulloso de su único hijo.

¡Claro que bailaría lo mejor que pudiese! Siempre era así. Terminó laobertura, se encendieron las candilejas, y por fin se alzó el telón. Tras unmomento de silencio, empezó la música del primer acto, aquella música quetanto nos gustaba a mamá y a mí, que nos transportaba a aquella tierra ignotadonde todo podía ocurrir y donde siempre triunfaba un final feliz.

—Mamá, estás maravillosa, ¡más guapa que cualquiera de las otrasbailarinas!

Era verdad. Ella rió alegremente y dijo que y o sabía cómo halagar a lasmujeres y que, si continuaba así, sería el donjuán del siglo.

—Ahora escucha la música con atención, Jory. Procura que el contar lospasos no te absorba hasta el punto de hacerte olvidar la melodía. Sentir la músicaes la mejor manera de captar la magia de la danza.

Yo estaba tan excitado y tenso que pensé que podría explotar en el momentomenos pensado.

—Mamá, espero que papá esté sentado en el centro de la primera fila.Ella se encaminó hacia un punto desde el que se podía atisbar entre el público.

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En algunos sitios, los focos nos cegaban al mirar.—No está allí —dijo, tristemente—, y tampoco Bart…No tuve tiempo de contestar. Oí la señal musical y salí bailando al escenario

con los otros miembros del corps. Todo marchó perfectamente, con mamá en elbalcón, convertida en la hermosa muñeca Copelia, que parecía tan viva comopara inspirar amor a quien la viese de lejos.

Cuando concluyó el primer acto, encontré a mamá jadeando y casi sinaliento. No había dicho a papá que también representaría el papel de Swanhilda,la aldeana que amaba a Franze, a pesar de que éste se había enamoradolocamente de una muñeca mecánica. Dos papeles para mamá, ambos difíciles,tal como ella los había coreografiado. Sin duda papá le habría prohibido bailar sihubiese sabido toda la verdad sobre su última danza. ¿Había obrado yo mal alcontribuir al engaño?

—¿Cómo está tu rodilla, mamá? —pregunté, cuando vi sus muecas durante elentreacto.

—¡Está perfectamente, Jory ! —contestó con vivacidad, buscando con lamirada una vez más a papá y Bart en las butacas—. ¿Por qué no están allí? SiChris no viene a verme bailar por última vez, ¡nunca se lo perdonaré!

Entonces, momentos antes de que se iniciase el segundo acto, vi a papá yBart, sentados en la segunda fila. Habría jurado que Bart no había acudido porvoluntad propia. Sacaba hacia fuera el labio inferior, con aire enfurruñado, ymiraba fijamente el telón que se levantaría para mostrar un espectáculo degracia y de belleza… que conseguiría que frunciese más el entrecejo. La bellezay la gracia no alegraban la vida de Bart como hacían con la mía.

Tercer acto. Mamá y yo bailamos juntos: dos muñecos accionados porenormes llaves sujetas a la espalda. Empezamos con rigidez, moviendo laschirriantes articulaciones. La gran habitación donde el doctor Copehus guardabasus inventos se hallaba sumida en una misteriosa oscuridad, y las luces azulesconferían mayor dramatismo a la escena. Advertí que mamá tenía dificultades,pero no perdió un paso mientras ambos seguíamos la música y poníamos enmovimiento todos los otros juguetes mecánicos, que cobraban vida y bailabancon nosotros.

—¿Te encuentras bien, mamá? —pregunté en voz baja cuando estuvimos lobastante cerca.

—Claro —dijo, sin dejar de sonreír, porque así lo exigía su papel de muñecapintada.

Sentí miedo por ella, aunque admiré su valor. Sabía que, desde la platea, Bartnos observaba, considerándonos un par de estúpidos y sintiendo envidia denuestra gracia.

De pronto, la sonrisa forzada de mamá me indicó que estaba sufriendo unterrible dolor. Traté de bailar más cerca de ella, pero uno de los muñecos vestidos

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de payaso no cesaba de cruzarse en mi camino. Iba a ocurrir. Lo que papá habíatemido estaba a punto de suceder.

Mi madre debía ejecutar una serie de pirouettes que la llevarían en círculoalrededor del escenario. Para hacerlo, tenía que saber exactamente dóndeestaban colocados todos los demás. Cuando pasó junto a mí, alargué los brazospara asegurar su equilibrio antes de que siguiese girando. ¡Oh, Dios mío, nopodría soportarlo! Entonces comprendí que lo conseguiría; sin dolor o con él,continuaría bailando sin caerse. Contento de nuevo, di un salto en el aire y caísobre una rodilla para declarar mi amor a la muñeca de mis sueños. Después, elcorazón me dio un vuelco. ¡Una de las cintas de sus pointes se había soltado!

—¡La cinta, mamá! ¡Cuidado con la cinta de tu zapatilla izquierda! —exclamé alzando la voz por encima de la música.

Ella no me oy ó. La cinta suelta fue pisada por otro de los bailarines. Mamáperdió el equilibrio, abrió los brazos para recobrarlo, y creí que iba aconseguirlo…, pero de repente vi que su pintada sonrisa de muñeca se convertíaen muda mueca de dolor cuando su rodilla cedió y ella cay ó al suelo, en mediodel escenario.

Varios espectadores gritaron; otros se pusieron en pie para ver mejor. Quienesestábamos en el escenario seguimos bailando, mientras el director de escena sellevaba a mamá entre bastidores. Su suplente apareció y prosiguió el ballet.

Al fin cayó el telón. No esperé a saludar. Tenía que ver cuanto antes a mamá.Terriblemente asustado, corrí hasta el lugar donde se hallaban papá y mamá. Élla sostenía en sus brazos, mientras los hombres de la ambulancia vestidos deblanco, palpaban sus piernas para comprobar si había fractura en una de ellas oen las dos.

—¿Lo hice bien, Chris? —preguntó ella, con el semblante pálido por el dolor—. ¿No estropeé la representación? ¿Viste el pas de deux que ejecutamos Jory yy o?

—Sí, sí —contestó él, besándola, mirándola tiernamente y ayudando acolocarla en una camilla—. Tú y Jory habéis estado magníficos. Nunca te habíavisto bailar mejor… y Jory ha estado brillante.

—Esta vez no he sangrado —murmuró ella, antes de cerrar pesadamente losojos—. Sólo me he roto una pierna.

Lo que decía no tenía mucho sentido. Entonces observé la cara de Bart, que laestaba observando. Parecía contento, casi satisfecho. ¿Era yo injusto con él, o erasólo culpabilidad lo que expresaban sus ojos?

Lloré cuando levantaron la camilla de mamá y la introdujeron en laambulancia que la llevaría, con papá, al hospital más próximo. El padre deMelodie prometió que me dejaría en la puerta del hospital y después llevaría aBart a casa.

—Aunque estoy seguro de que Melodie preferiría que Jory se fuese a casa y

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que Bart quisiera quedarse con su madre en el hospital.Mucho más tarde, pasado el efecto de los calmantes que le habían

administrado, mamá despertó y contempló las flores que llenaban la habitación.—¡Oh, esto parece un jardín! —dijo. Sonrió débilmente y tendió los brazos

para abrazar a papá y después a mí—. Ya sé que me dirás que me lo habíasadvertido, Chris. Pero hasta que me caí bailé bien, ¿no es cierto?

—Fue la cinta de tu zapatilla —intervine, ansioso por protegerla del enojo depapá—. Si no se hubiese soltado, no te habrías caído.

—Tengo la pierna rota, ¿verdad? —preguntó a papá.—No, querida; sólo han sido los ligamentos y el cartílago, que ya han sido

recompuestos con la operación.Después se sentó en el borde de la cama y le explicó todos los detalles de su

lesión, que no era tan leve como ella hubiese preferido pensar.Mamá reflexionó en voz alta:—No puedo comprender cómo pudo soltarse esa cinta. Siempre tengo buen

cuidado en coserlas y o misma, pues de nadie más me fío…Calló, con la mirada perdida.—¿Dónde te duele ahora?—No me duele nada —respondió secamente, como si estuviese enfadada—.

¿Dónde está Bart? ¿Por qué no ha venido con vosotros?—Ya sabes cómo es. Odia los hospitales y los enfermos, tanto como aborrece

todo lo demás. Emma cuidará bien de él y Cindy. Pero queremos que vuelvaspronto a casa, de modo que haz cuanto te digan el médico y las enfermeras y noseas tan terca. Escucha y obedece.

—¿Es algo grave? —preguntó, alarmada.Yo también lo estaba. Me levanté de mi silla, sintiendo como si fuese a caer

un gran peso sobre todos nosotros.—Tu rodilla está en malas condiciones, Cathy, No quiero entrar en detalles,

pero te anuncio que tendrás que permanecer en una silla de ruedas hasta quesanen algunos ligamentos desgarrados.

—¿Una silla de ruedas? —repitió, tan abrumada como si se tratase de una sillaeléctrica—. ¿Qué me ocurre en realidad? No lo dices todo. ¡Tratas de que no meaflija!

—Lo sabrás cuando tus médicos estén seguros. Pero lo cierto es que nopodrás volver a bailar. También me han dicho que ni siquiera podrás hacerdemostraciones a tus alumnos; nada de baile, ni siquiera de salón.

Lo dijo con firmeza, pero sus ojos expresaban dolor y compasión.Ella pareció aturdida, negándose a creer que una simple caída hubiese

producido tanto daño.—¿No podré bailar…? ¿Nada en absoluto?—Nada en absoluto —repitió él—. Lo siento, Cathy, pero y a te lo advertí.

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Recuerda y cuenta las veces que has caído y te has lesionado en esa rodilla.¿Cuánto pensabas que podría aguantar? Incluso para andar tendrás que esforzartemás que antes. Ahora puedes llorar si quieres. Te hará bien desahogarte.

Ella sollozó en sus brazos, y y o me senté en una silla y lloré por dentro,sintiéndome tan desconsolado como si fuera y o quien hubiese perdido el uso demis piernas y no pudiese bailar más.

—Bueno, Jory —dijo, cuando se hubo enjugado las lágrimas, sonriendodébilmente—. Si no puedo bailar, encontraré algo mejor que hacer… aunqueDios sabe qué será.

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OTRA ABUELA

A los pocos días mamá se sintió mucho mejor. Entonces papá llevó al hospital unamáquina de escribir portátil, un grueso fajo de papel amarillo y otros utensilios deescritura. Lo depositó todo en la mesita corredera sobre la cama de mamá, ydirigió a ésta una de sus amplias y encantadoras sonrisas.

—Ahora es un buen momento para que termines ese libro que empezastehace tanto tiempo —dijo—. Consulta tus antiguos diarios y suelta todo de unavez… ¡y que se fastidien aquellos a quienes puedes dañar! Hiéreles como tehirieron a ti, como me hirieron a mí. Descárgales unos cuantos golpes, por Coryy también por Carrie. Y de pasada, danos algunos a mí, a Jory y a Bart, porquetambién los tenemos merecidos.

¿De qué estaba hablando? Se miraron largo rato y, después, ella tomó de malagana una libreta de manos de él y la abrió, de manera que pude ver los grandescaracteres de su escritura infantil.

—No sé si debo hacerlo —murmuró, con una extraña mirada en sus ojos—.Sería como revivirlo todo. Y podría retornar el dolor.

Papá sacudió la cabeza.—Haz lo que creas conveniente, Cathy. En primer lugar, debiste tener buenas

razones para empezar estos libros. Sabe Dios si encontrarás el camino para unanueva carrera más satisfactoria que la que hasta ahora has ejercido.

Me pareció imposible que la escritura pudiese sustituir a la danza, perocuando al día siguiente la visité me encontré con que estaba escribiendodesaforadamente. Tenía una mirada intensa y extraña, y en cierto modo laenvidié.

—¿Cuánto tiempo más deberé permanecer aquí? —preguntó a papá, que mehabía acompañado.

Todos la estábamos esperando: Emma, con Cindy en los brazos, y yo, queasía con fuerza la mano de Bart. Papá levantó a mamá del asiento delantero delcoche y la depositó en la silla plegable que había alquilado. Bart contempló lasilla de ruedas con repugnancia, mientras Cindy la llamaba: « ¡Mamá!¡Mamá!» . A ella no le importaba cómo llegase mamá a casa, con tal quellegase; en cambio, Bart se apartó y miró a mamá de arriba abajo, como habríamirado a una desconocida que le resultase antipática. Después dio media vuelta y

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se dirigió a la casa. Ni siquiera la había saludado. Una expresión dolorosa sedibujó en el rostro de mamá antes de llamarle:

—¡Bart! No te vayas antes de que pueda saludarte. ¿No te alegras de verme?No sabes lo mucho que te he echado de menos. Comprendo que no te gustan loshospitales, pero me entristeció que no me visitases. También sé que te desagradaesta silla de ruedas, pero no tendré que utilizarla siempre. Una fisioterapeuta meenseñó lo mucho que puede conseguirse empleando esta clase de silla…

Se interrumpió, porque la oscura y fea mirada del chico no la animaba aproseguir.

—Pareces extraña sentada en esa silla —dijo él, arrugando la frente—. ¡Nome gustas en esa silla!

Mamá rió, nerviosa.—Bueno, si he de serte sincera, tampoco a mí me parece un trono; pero

recuerda que no tendré que usarla toda la vida, sino solamente hasta que sane mirodilla. Vamos, Bart, sé bueno con tu madre. Te perdono que no me visitaras en elhospital, pero no te perdonaría que no me mostrases un poco de afecto.

Siempre con el entrecejo fruncido, Bart retrocedió al ver avanzar la silla.—¡No! ¡No me toques! —vociferó—. ¡No tenías que bailar y caerte! ¡Te

caíste porque no querías volver a casa y verme de nuevo! ¡Ahora me odiasporque corté los cabellos de Cindy ! ¡Y ahora quieres castigarme, sentándote enesa silla que no te hace ninguna falta!

Giró sobre sus talones y corrió hacia el jardín posterior por la escalera depiedra. No había subido dos peldaños cuando tropezó y se cayó. Se levantó ycorrió de nuevo, chocó contra un árbol y lanzó un grito. Su nariz sangraba.¡Habríase visto un chico más torpe!

Papá restó importancia a la rebelión de Bart y empujó hacia la casa la sillade mamá, con Cindy entusiasmada por viajar sentada en su regazo.

—No te preocupes por lo de Bart. Volverá arrepentido. Te ha añorado mucho,Cathy. Le he oído llorar por la noche. Y su nuevo psiquiatra, el doctor Hermes,considera que está mejorando, que ha perdido algo de su hostilidad.

Ella no dijo nada. Siguió acariciando los suaves y cortísimos cabellos deCindy, quien, vestida con un mono, casi parecía un chico, aunque Emma habíaanudado una cinta en un corto mechón de su cabello. Presumí que papá le habíacontado a mamá lo que Bart había hecho a Cindy, porque mamá no preguntónada.

Más tarde, cuando Bart estaba ya en la cama, fui en busca de un libro quehabía dejado en el cuarto de estar y oí a mamá hablar:

—Chris, ¿qué voy a hacer con Bart? Traté de mostrarme cariñosa yafectuosa con él, y me rechazó. Mira lo que le hizo a Cindy, una criaturaindefensa que confía en que nadie le causará ningún daño. ¿Le pegaste? ¿Lecastigaste? ¿Muestra él algún respeto por cualquiera de nosotros? Unas pocas

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semanas en el ático podrían enseñarle a ser más obediente.Me deprimí al oír a mamá hablar así. Me entristecieron tanto aquellas

palabras que tuve que apresurarme a meterme en la cama. Acostado, me quedécontemplando las paredes de las que colgaban carteles de Julián Marquetbailando con Catherine Dahl. No era la primera vez que me preguntaba cómohabía sido mi verdadero padre. ¿Había querido mucho a mi madre? ¿Le habíaamado ella? ¿Habría sido mi vida más feliz si él no hubiese muerto antes de quey o naciera?

Luego recordé a papá Paul, que había llegado después de aquel hombre deojos y cabellos negros. ¿Era realmente Bart hijo del doctor Paul, o bien era…?No me atreví a terminar la pregunta, pues el mero hecho de dudar hacía que mesintiese desleal.

Cerré los ojos, palpando una tensión horrible en el ambiente, como si hubieseuna espada suspendida, presta a caer sobre nuestras cabezas.

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, sorprendí a papá en su despachoy le dije cuanto hasta entonces había mantenido en secreto.

—Papá, debes hacer algo respecto a Bart. Me espanta. No sé cómo podemosseguir viviendo con él en casa. Parece que se esté volviendo loco… si es que nose ha vuelto y a.

Papá hundió la cabeza entre las manos.—No sé qué hacer, Jory. Enviar a Bart a otra parte sería matar a tu madre.

No imaginas lo mucho que ella ha sufrido. Dudo de que pudiese aguantar muchomás. Perder un hijo la destruiría.

—¡La salvaremos! —aseguré, apasionadamente—. Pero tenemos queimpedir que Bart visite a esos vecinos, que sólo le cuentan mentiras. Va allícontinuamente, papá, y la anciana lo sienta sobre sus rodillas y le cuenta historiasque provocan que, cuando vuelve a casa, se comporte de manera rara, fingiendoque es viejo o diciendo que odia a las mujeres. Todo es por su culpa, papá, porculpa de esa anciana vestida de negro. Si le deja en paz, Bart volverá a ser comoantes.

Papá me miró de un modo extraño, como si algo de lo que y o había dichohubiese despertado algún recuerdo en su memoria. Tenía, como siempre, lugaresadonde ir y pacientes que visitar; pero, esta vez, telefoneó al hospital y dijo quetenía un caso urgente en su casa. Y lo tenía, ¡vay a si lo tenía!

Con frecuencia miraba yo al tercer marido de mi madre y pensaba que mehabría gustado que fuese mi padre de sangre, pero en aquel momento, cuandocanceló sus compromisos para ayudar a Bart —y a mamá—, comprendí que, entodos los aspectos, era mi verdadero padre.

Aquella tarde, poco después de la comida, mamá se retiró a su habitaciónpara trabajar en el libro. Cindy estaba en la cama, y Bart en el jardín. Papá y yonos pusimos unos suéteres y salimos por la puerta principal.

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Todo estaba muy oscuro debido a la niebla y hacía un frío húmedo.Avanzamos hacia la sombría mansión con su imponente y negra verja de hierro.

—Soy el doctor Christopher Sheffield —dijo papá, acercando la boca a lacaj ita negra clavada a un lado del portal—. Deseo ver a la señora.

Mientras la puerta se abría sin ruido, me preguntó por qué no sabía el nombrede la dama. Me encogí de hombros, como si ella no tuviese nombre, ni meimportase que lo tuviera. Bart sólo la llamaba « abuela» .

Ya a la puerta de la casa, papá golpeó con la aldaba de bronce. Al cabo de unrato, oímos un ruido de pies que se arrastraban en el vestíbulo, y John AmosJackson nos franqueó la entrada.

—La señora se fatiga con facilidad —dijo John Amos Jackson. Tenía el largoy flaco rostro macilento y chupado, la mirada torva, las manos temblorosas y laespalda encorvada—. No le digan nada que pueda inquietarla.

Me llamó la atención la manera en que le miraba papá, perplejo y ceñudo,mientras el viejo calvo se alejaba arrastrando los pies, después de abrir la puertade un salón en que entramos.

La dama de negro estaba sentada en su mecedora.—Siento molestarla —dijo papá, mirándola fijamente—. Soy el doctor

Christopher Sheffield y vivo en la casa de al lado. Éste es mi hijo mayor, Jory, alque creo que usted ya conoce.

Ella parecía excitada y nerviosa cuando nos invitó a tomar asiento con ungesto. Nos sentamos en el borde de los sillones, pues no pensábamos quedarnosmucho rato. Transcurrieron unos segundos que parecieron horas antes de quepapá se inclinase para decir:

—Tiene usted una casa preciosa. —Volvió a mirar alrededor, observando loslujosos sillones y otros bellos muebles, así como los cuadros colgados en lasparedes—. Siento una extraña impresión, de déjà vu —murmuró casi para sí.

Ella bajó la cabeza cubierta con el velo negro. Extendió las manos, como sipidiese disculpas a papá por no poder expresarse de otro modo. Yo sabía quehablaba perfectamente el inglés. ¿Qué clase de comedia estaba interpretando?

Permanecía absolutamente inmóvil, a excepción de sus manos aristocráticasy cargadas de brillantes sortijas, que se alzaron para palpar las perlas que yosabía que llevaba debajo del negro vestido. Cuando papá la miró, la damaescondió rápidamente las manos.

—¿No habla usted inglés? —preguntó él con voz forzada.Ella asintió enérgicamente con la cabeza, indicando que podía comprenderlo.

Papá arqueó las cejas. De nuevo parecía confuso.—Bueno, pasando al objeto de nuestra visita, mi hijo Jory me ha dicho que

usted y mi hijo menor, Bart, se han hecho muy amigos. Jory dice que suele ustedhacer regalos caros a Bart y que le da golosinas entre las comidas. Lo lamento,señora… ¿Señora…? —Hizo una pausa, esperando que ella dijese su nombre;

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pero como seguía callada, prosiguió—: Cuando Bart vuelva a visitarla, quiero quele envíe a casa sin obsequiarle nada. Ha cometido algunas malas acciones quemerecen castigo. Su madre y yo no podemos permitir que una personadesconocida se interponga entre Bart y nuestra autoridad. Usted le mima, ynosotros pagamos las consecuencias.

Durante todo el rato, mi padre procuró verle las manos, pero ella hizo todo loposible por mantenerlas ocultas.

¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué quería papá verle las manos?¿Acaso le fascinaban sus fabulosos anillos? Nunca pensé que le gustasen lasjoy as, pues mamá las aborrecía, salvo los pendientes.

Entonces, cuando papá parecía estar contemplando una de las pinturas alóleo, las manos de la anciana subieron hacia el cuello, atraídas por el imán de lasperlas.

Papá volvió rápidamente la cabeza y cambió de tema, sorprendiéndonos a lamujer y a mí.

—Esas sortijas que lleva usted… ¡las he visto antes de ahora!Cuando ella escondió apresuradamente las manos dentro de las bocamangas,

papá se puso en pie de un salto con la rapidez del rayo. La miró fijamente, sevolvió una vez para observar la suntuosa estancia y clavó de nuevo la mirada enla mujer, que, intimidada, se encogió.

—Lo… mejor… que… puede… comprarse… con… dinero —dijopausadamente papá, separando las palabras.

Capté su actitud, pero no comprendí el sentido. Desde hacía un tiempo, y o noentendía nada.

—Nada es demasiado bueno para la elegante y aristocrática señora deBartholomew Winslow —dijo—. Esos anillos, señora Winslow, ¿por qué no hatenido la precaución de esconderlos? De no haber sido por ellos, quizá le habríaservido su disfraz, aunque lo dudo. Conozco demasiado su voz y sus gestos. Llevaropa vieja y negra, pero sus dedos brillan con los símbolos de su alta posición.¿Olvida el sufrimiento que nos causaron esos símbolos? ¿Supone que no recuerdoaquellos días interminables de soledad, frío o calor…, simbolizadas todas nuestraspenalidades por un collar de perlas y los anillos que lleva usted?

Yo estaba aturdido, pasmado. Nunca había visto a papá tan trastornado. No seexcitaba fácilmente. ¿Quién era aquella mujer a quien él conocía y y o no? ¿Porqué la había llamado señora de Bartholomew Winslow, que era precisamente elnombre de mi medio hermano? ¿Podía ser realmente abuela de Bart? Entonces¿era posible que Bart no fuese hijo de papá Paul?

Mi padre continuó increpándola:—¿Por qué, señora Winslow, por qué? ¿Pensó que podría esconderse aquí sin

que la descubriéramos? ¿Cómo puede engañar a nadie, si tanto su manera desentarse como de erguir la cabeza delatan su identidad? ¿No nos ha ocasionado

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bastante daño, a Cathy y a mí? ¿Ha tenido que volver para hacernos aún más?Debí haber adivinado que era la causante de la confusión de Bart y su extrañocomportamiento. ¿Qué le ha hecho a nuestro hijo?

—¿Nuestro hijo? —repitió ella—. ¿No querrás decir, más correctamente, elhijo de ella?

—¡Madre…! —rugió él, y me miró, como arrepentido de haber pronunciadola palabra.

Miré a ambos y pensé que aquello era extraordinario y muy extraño. Por finsu madre se había librado de su solitario encierro, y era, realmente, abuela deBart. Pero ¿por qué la había llamado él señora Winslow? Si era su madre y, portanto, madre del doctor Paul, habría tenido que llamarse señora Sheffield… ¿no?

Yo estaba reflexionando sobre todo esto cuando ella dijo:—Señor, mis anillos no son nada excepcionales. Bart me ha dicho que usted

no es su verdadero padre, de modo que haga el favor de salir de mi casa.Prometo no volver a recibir a Bart. No he venido a hacerle daño a él ni a nadie.

Me pareció observar que dirigía una mirada de advertencia a papá. Sospechéque le sugería que se marchase porque no consideraba oportuno hablar en mipresencia.

—Mi querida madre, el juego ha terminado. —Ella sollozó y se llevó lasmanos a la cara, pero él hizo caso omiso de sus lágrimas y preguntó—: ¿Cuándote permitieron salir los médicos?

—El verano pasado —murmuró ella. Bajó las manos para no enturbiar eltono suplicante de su voz—. Antes de trasladarme aquí ordené a mis abogadosque hiciesen todo lo posible para facilitaros, a ti y Cathy, la compra del trozo detierra que eligieseis. Les dije que mantuviesen mi anonimato porque sabía querechazaríais mi ayuda.

Papá se dejó caer en un sillón y se inclinó para apoy ar pesadamente loscodos en las rodillas.

¿Por qué no se alegraba de que su madre hubiera salido de aquel horriblelugar? ¿Acaso no amaba a su propia madre? ¿O temía que volviese a enloqueceren el momento menos pensado? ¿Creía que Bart había heredado su locura o quela demencia de la mujer podía contagiar a mi hermano como una enfermedadfísica? ¿Y por qué no la quería mi madre? Mirando a ambos, deseé querespondiesen a mis preguntas no formuladas, pero al tiempo temía enterarme deque Paul no había sido el padre de Bart.

Cuando papá levantó la cabeza, su rostro estaba demacrado, y unas profundasarrugas surcaban su cara, unas arrugas que y o nunca había visto.

—En conciencia, no puedo volver a llamarte madre —dijo él, con vozquebrada—. Si nos ay udaste a comprar la tierra donde se asienta nuestro hogar,te lo agradezco. Mañana mismo haré colgar un rótulo qué rece « En venta» , ynos iremos lejos de aquí, si tú te niegas a marcharte primero. No permitiré que

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alejes a mis hijos de sus padres.—De su madre —corrigió ella.—De los únicos padres que tienen —replicó él—. Hubiese debido imaginar

que vendrías. Llamé a tu médico y me informó de que te habían dado de alta,pero no me explicó cuándo ni adónde habías ido.

—¿A qué otro sitio podía ir? —preguntó, con tono lastimero, estrujándose lasenjoy adas manos.

Pareció como si fuera a alargarlas para tocarle, pero se refrenó. Incluso y opodía advertir, por cada una de sus palabras, por cada una de sus miradas, que lequería.

—Christopher —suplicó—, no tengo amigos, ni familia, ni hogar… ni adondeir, como no sea a ti y los tuyos. Lo único que me queda sois tú y Cathy y los hijosque ésta tuvo, mis nietos. ¿Vas también a arrebatármelos? Todas las noches mehinco de rodillas y rezo para que Cathy y tú me perdonéis y volváis a querermecomo antaño.

Papá parecía de acero, inconmovible, pero yo estaba a punto de llorar.—Hijo mío, hijo querido, acéptame y dime que vuelves a quererme. Y, si no

puedes, permíteme al menos vivir donde pueda ver a mis nietos de vez encuando. —Hizo una pausa, esperando que él respondiese. Como papá guardósilencio, ella prosiguió—: Esperaba que te mostrases indulgente, que aceptaras mipresencia aquí, si yo procuraba que ella no se enterase de quién soy. Pero la hevisto, he oído su voz, y también la tuya. Me escondo detrás del muro paraescuchar, y mi corazón late con fuerza y se parte de añoranza. Mis ojos se llenande lágrimas al tener que reprimir mi voz para no deciros que estoy arrepentida,que me pesa terriblemente lo que hice.

Él siguió en silencio. Había adoptado su expresión indiferente, profesional.—Christopher, con gusto daría diez años de mi vida si con ellos pudiera

reparar todo el mal que os causé. ¡Y daría diez más sólo por sentarme a vuestramesa y sentirme acogida por mis nietos!

Había lágrimas en sus ojos, y también en los míos. Mi corazón lloraba por lamadre de mi padre, y me preguntaba por qué razón mamá la odiaba tanto.

—Christopher, Christopher, ¿no comprendes por qué visto con estos harapos?Me cubro la cara, los cabellos, la figura, para que ella no me reconozca. Peromientras tanto sigo esperando, rezando para que los dos podáis perdonarme y medejéis volver a ser miembro de vuestra familia. Por favor, por favor, ¡acéptamede nuevo como madre! Si lo haces, quizá ella pueda hacerlo también.

¿Cómo podía permanecer papá allí sentado, y sin sentir la misma piedad porella que yo sentía? ¿Por qué no lloraba como yo?

—Cathy no te perdonará nunca —replicó, llanamente.Aunque pareciese extraño, ella lanzó un grito de satisfacción.—¿Quiere eso decir que tú sí que me perdonarás? Por favor, ¡di que me

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perdonas!Me eché a temblar, esperando la respuesta de él.—Madre, ¿cómo pretendes que diga que te perdono? Si lo hiciese, traicionaría

a Cathy, y eso no lo haré jamás. Permaneceremos juntos y juntos caeremos,convencidos de que obramos bien, mientras que tú seguirás sola, sintiéndoteculpable. Nada de cuanto digas o hagas podrá devolver la vida a los muertos. Ydesde que estás aquí, Bart va de mal en peor. ¿Sabes que se ha convertido en unaamenaza para Cindy, nuestra hija adoptiva?

—¡No! —exclamó ella, sacudiendo la cabeza y haciendo oscilarviolentamente sus velos—. Bart no haría daño a su hermana.

—¿Ah, no? Le rapó la cabeza con un cuchillo, señora Winslow. Y también haamenazado a su madre.

—¡No! —negó ella, más apasionadamente que antes—. ¡Bart ama a sumadre! Yo agasajo a Bart porque tú estás demasiado ocupado con tu actividadprofesional para prestarle la atención que requiere. De la misma manera que sumadre también está demasiado atareada para cuidar de que él tenga el suficientecariño. En cambio, yo satisfago sus necesidades, tratando de ocupar el sitio deunos amigos que él no tiene. Hago cuanto puedo para que sea feliz. Y simimándole y obsequiándole consigo que se sienta mejor, ¿qué mal hay en ello?Además, cuando un niño tiene todas las golosinas que es capaz de comer, prontopierde su afición por ellas. Lo sé por experiencia. Hubo un tiempo en que y o eracomo Bart; adoraba los helados, los caramelos, los pasteles y otros dulces, y sinembargo ahora no los tolero en absoluto.

Papá se levantó y me hizo una seña. Me puse en pie y me coloqué a su lado,mientras él miraba a su madre con conmiseración.

—Es una verdadera lástima que llegues demasiado tarde para reparar tusmalas acciones. Tiempo atrás, me habrían conmovido cada una de tus dulcespalabras. Ahora, tu sola presencia demuestra lo poco que te preocupa herirnos denuevo, lo que sin duda ocurrirá si te quedas.

—Por favor, Christopher —suplicó ella—. No tengo más familia que vosotros,ni a nadie que se preocupe de si estoy viva o muerta. No me niegues tu amor,pues con ello destruirás lo mejor que hay en ti, aquello que hace que seas lo queeres. Nunca fuiste como Cathy, siempre supiste entregar un poco del amor quellevas dentro; dámelo también ahora, Christopher. Así contribuirás a que Cathypueda también quererme un poco. —Sollozó y pareció encogerse—. Y, si noamor, ayúdala a sentir al menos compasión, pues admito que no me porté comodebía con mis hijos.

Papá se conmovió, pero no por mucho rato.—Ante todo, tengo que pensar en el bienestar de Bart. Nunca tuvo mucha

confianza en sí mismo, y ahora tus historias le han turbado tanto que incluso tienepesadillas. Déjale en paz. ¡Déjanos en paz! Vete, mantente apartada de nosotros,

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porque ya no te pertenecemos. Hace años, te concedimos varias oportunidadesde demostrar que nos amabas. Incluso cuando nos escapamos, pudiste haberacudido a la citación del juez y ahorrarnos el dolor de saber que nos amabas tanpoco que ni siquiera compareciste para interesarte un poco en nuestro futuro. ¡Salde nuestras vidas! Construye otra para ti, con las riquezas que obtuvistesacrificándonos, deja que Cathy y yo vivamos la vida que tantos sudores nos hacostado.

Yo estaba sumido en un mar de confusiones. ¿De qué estaba hablando? ¿Quéatrocidad había ella cometido contra sus dos hijos, Christopher y Paul, y quérelación había tenido mi madre con sus vidas, cuando ambos eran jóvenes?

Ella se levantó también alta y erguida. Después, poco a poco, muy poco apoco, se desprendió del velo que cubría su cabeza y su cara. Papá y yo nosquedamos boquiabiertos. Nunca había visto una mujer que pudiese ser tan fea ytan hermosa al mismo tiempo. Sus cicatrices daban la impresión de que un gatole hubiese arañado la cara. Tenía la mandíbula caída, a causa de la edad, y sushermosos cabellos rubios estaban surcados de mechones grises. Yo había sentidouna curiosidad enorme por ver de cerca lo que se ocultaba bajo el velo, perohubiese preferido no haberlo visto. Papá bajó la cabeza.

—¿Era preciso que hicieras eso?—Sí —respondió—. Quería que vieses lo que hice para no parecerme a

Cathy. —Señaló su mecedora de madera—. ¿Ves esta mecedora? Tengo unaigual en cada habitación de esta casa. —Señaló los cómodos sillones, con susblandos coj ines—. Me siento en sillas de madera para castigarme. Todos los díasllevo los mismos harapos negros. Hay espejos en todas las paredes que merecuerdan lo fea y vieja que me he vuelto. Quiero sufrir por los pecados quecometí contra mis hijos. Aborrezco este velo, pero continúo llevándolo. No puedover bien a través de él, pero también lo tengo merecido. Hago todo lo posible porcrearme el mismo infierno con que afligí a los de mi propia sangre, y sigocreyendo que llegará un día en que Cathy y tú reconoceréis que estoy tratandode expiar mis pecados para que podáis perdonarme y volver a mí, y formartodos de nuevo una familia. Cuando tú y Cathy seáis capaces de aceptarme,podré irme a la tumba en paz, y cuando vuelva a encontrarme con tu padre,quizá no me juzgue muy severamente.

—¡Oh! —exclamé—. ¡Yo le perdono todo lo que hizo, fuese lo que fuera!Lamento que tenga que vestir siempre de negro y ese velo. —Me volví haciapapá y le tiré del brazo—. Di que la perdonas, papá. Por favor, ¡no la hagas sufrirmás! Es tu madre, y yo siempre podría perdonar a mi madre, hiciera lo quehiciera.

Él se dirigió a la anciana como si no me hubiese oído:—Siempre supiste persuadirnos de que actuásemos como tú querías. Nunca le

había oído hablar con tal frialdad. Pero ya no soy un niño —prosiguió—. Ahora

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sé cómo resistir a tus encantos porque tengo una mujer que nunca me hadefraudado en las cosas importantes. Ella me enseñó a no ser tan crédulo comofui antaño. Tú quieres a Bart porque pretendes hacerlo tuyo. ¡Pero no tendrás aBart, porque él nos pertenece! Yo solía pensar que Cathy obró mal cuando tearrebató a Bart Winslow por venganza. Pero no obró mal, sino que hizo lo quetenía que hacer. De ese modo tenemos dos hijos en vez de uno.

—¡Christopher! —dijo, desesperada—, no querrás que el mundo se entere detu indiscreción; seguro que no lo quieres.

—También es tuya —replicó fríamente él—. Si nos delatas, te acusarás a timisma. Y recuerda que sólo éramos unos niños. ¿A quién crees que absolveríanun juez y un jurado? ¿A ti o a nosotros?

—¡Por lo que más quieras! —suplicó ella, mientras salíamos del salón y nosencaminábamos hacia la puerta principal (papá había tenido que empujarmedelante de él, porque yo la compadecía y era reacio a marcharme)—,¡quiéreme de nuevo, Christopher! ¡Deja que me redima, por favor!

Papá giró en redondo, furioso y congestionado.—No puedo perdonarte. Sólo piensas en ti misma, Y como siempre fuiste así,

no te conozco, señora Winslow. ¡Quisiera no haberte conocido nunca!« ¡Oh, papá! —pensé—. Te arrepentirás de esto. Perdónala, por favor» .—Christopher —insistió ella, y su voz débil y fina se oía vieja y quebradiza—,

cuando tú y Cathy podáis quererme de nuevo, encontraréis una vida mejor paravosotros y vuestros hijos. Podría ayudaros mucho, si me dejaseis.

—¿Con dinero? —preguntó él, desdeñosamente—. ¿Quieres sobornarnos?Tenemos dinero suficiente y somos bastante felices. Hemos logrado sobrevivir,hemos logrado amar, y no hemos tenido que matar a nadie para conseguir lo quetenemos.

¿Matar? ¿Había matado ella? Papá me cogió de la mano y se dirigió a lapuerta. Mientras volvíamos a casa, le dije:

—Papá, me ha parecido notar la presencia de Bart en aquel salón. Tal vezestaba escondido y escuchando. Tengo la seguridad de que estaba allí.

—Está bien —respondió, con voz cansada—. Vuelve y búscale.—Papá, ¿por qué no la perdonas? Creo que está sinceramente arrepentida de

lo que hiciera para que la odies tanto… Y es tu madre. —Sonreí y le tiré delbrazo, con la intención de que volviese atrás conmigo y le dijese que la quería—.¿No sería estupendo tener a mis dos abuelas aquí por Navidad?

Él sacudió la cabeza y echó a andar, dejando que yo regresase solo alcaserón. Pero apenas había avanzado unos pasos cuando se dio la vuelta y dijo:

—Jory, prométeme que nada dirás a tu madre de lo que ha ocurrido estanoche.

Se lo prometí, pero me sentía muy afligido por todo lo que había presenciado.Ignoraba si había oído toda la verdad sobre papá y su madre o sólo una parte de

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una vieja historia secreta que nunca me había sido contada. Hubiese queridocorrer detrás de papá y preguntarle por qué odiaba tanto a su madre, pero suexpresión me indicaba que no me lo diría. Y, por alguna extraña razón, mealegraba de no saber más.

—Si Bart está allí, tráelo a casa y mételo en su habitación, Jory. Y, por elamor de Dios, no digas nada a tu madre acerca de la mujer de la casa vecina. Yome ocuparé de ella. Se irá, y todo volverá a ser como antes.

Por ser yo como era, le creí, aunque compadecí a aquella anciana. No debíaa ésta la misma fidelidad que le debía a él, pero no pude callarme la preguntaque consideraba más importante:

—Papá, ¿qué hizo tu madre para que la odies tanto? Y si la odias, ¿por quéinsistías siempre en visitarla, contra el deseo de mamá?

Dejó perder su mirada en el vacío, y su voz llegó a mí como desde muylejos:

—Jory, temo que muy pronto conocerás la verdad. Concédeme tiempo paraencontrar las palabras adecuadas y darte la explicación que satisfará tunecesidad de saber. Debes creerme si te digo que tu madre y yo siemprepensamos contártelo, pero esperábamos a que tú y Bart fueseis mayores. Cuandooigáis nuestra historia, creo que comprenderéis por qué puedo amar y odiar a mimadre al mismo tiempo. Es triste decirlo, pero hay muchos hijos queexperimentan sentimientos contradictorios hacia la madre o el padre.

Le abracé, aunque se tratase de un acto poco varonil. Le quería, y si eso eratambién poco varonil, la hombría debía valer muy poca cosa.

—No te preocupes por Bart, papá —dije—. Le traeré a casa sano y salvo.Conseguí deslizarme por la puerta de la verja, que se cerró sin ruido detrás de

mí. Después, el silencio. Pensé que no podía haber en el mundo un lugar mássilencioso que aquél.

Me escondí rápidamente detrás de un árbol. John Amos Jackson llevaba aBart de la mano y le conducía lejos de la casa.

—Ahora ya sabes qué debes hacer, ¿verdad?—Sí, señor —salmodió Bart, como pasmado.—Sabes qué sucederá si no haces lo que te digo, ¿eh?—Sí, señor. A todos les ocurrirá algo malo, incluso a mí.—Sí, cosas malas, cosas que lamentarías.—Cosas malas que lamentaría —repitió Bart.—El hombre nace del pecado de la mujer…—El hombre nace del pecado de la mujer.—Y los que originan al pecado…—Deben sufrir.—¿Y cómo deben sufrir?—En todo y por todo; la muerte les redimirá.

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Me quedé petrificado en mi escondrijo, sin dar crédito a mis oídos. ¿Quéestaba haciendo aquel hombre a Bart?

Se alejaron y ya no pude oírles. Al asomarme, vi que Bart desaparecía alotro lado del muro, de regreso a casa. Esperé a que John Amos Jackson hubieseentrado en la casa y apagado las luces.

Entonces, súbitamente, caí en la cuenta de que no había oído ladrar a Apple.¿Y no se presumía que un perrazo como Apple tenía que ladrar para avisar a losde la casa que había un intruso en la finca? Me acerqué al establo y llamé alanimal por su nombre, pero no acudió corriendo a lamerme la cara y menear elrabo. Volví a llamarle, más fuerte. Encendí una lámpara de petróleo que estabacolgada junto a la puerta e iluminé con ella el compartimiento que servía deaposento a Apple.

Me quedé sin aliento. ¡Oh, no! ¡No! ¿Quién podría ser tan cruel como paradejar morir de hambre a un perro como aquél? ¿Y quién podía haber clavadouna horca en aquel saco de huesos cubierto de hermosa Piel, ahoraensangrentada? La sangre estaba ya seca y había adquirido un colorherrumbroso. Salí corriendo y vomité. Una hora más tarde, papá y y o cavamosuna fosa y enterramos a aquel perro tan grande al que no habían permitidoalcanzar la madurez. Los dos sabíamos que recluirían para siempre a Bart si talacción llegaba a saberse.

—No puede haber sido él —dijo papá, cuando estuvimos en casa—. Nopuedo creerlo.

Pero, ahora, yo y a podía creer cualquier cosa. « Había una anciana que vivíaen la casa de al lado, una anciana que llevaba harapos negros y cubría de negrosus cabellos. Era dos veces suegra de mamá, dos veces odiada, y mucho más» .

Lo único que yo podía hacer era preguntarme qué les había hecho a mamá ya papá. Él no me había explicado nada, a pesar de habérmelo prometido. Sinembargo, había encontrado un atisbo de solución confusa; había dado riendasuelta a mis emociones y pensado, por un instante, que ella era también miabuela, pues en el fondo de mi corazón aceptaba que Chris era un verdaderopadre para mí.

Pero, en realidad, Bart era el hijo de Paul, y por esa razón ella le quería tantoa él, y no a mí. Yo pertenecía a madame Marisha, como Bart le pertenecía aella. Eran los lazos de la sangre los que propiciaban su mutuo amor, y lamenté noser más que un nieto entenado de aquella mujer misteriosa y conmovedora queestaba convencida de que tenía que sufrir para redimir sus faltas. Pensé que mecorrespondía cuidar mejor de Bart, protegerle, guiarle, conducirle por el caminorecto.

Inmediatamente subí a echar un vistazo a Bart. Le encontré acostado,encogido sobre un costado, en la cama, con el dedo pulgar en la boca. Parecía unniño pequeño… un bebé a quien yo había hecho siempre sombra, alguien que

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continuamente había tratado de hacer lo que yo hacía a su edad, sin conseguirlonunca. No había andado antes que yo, ni hablado antes que yo, ni sonreído hastatener un año. Era como si hubiese intuido, desde el día de su nacimiento, quesiempre sería el segundo, nunca el primero. Pero por fin había encontrado a laúnica persona en el mundo para quien él sería el primero de todos. Me alegré deque Bart tuviese una abuela de verdad. Aunque siempre vestía de negro, estabaseguro de que había sido muy hermosa, más hermosa de lo que jamás habríapodido ser mi abuela Marisha en su juventud.

Sin embargo…, sin embargo…, faltaban algunas piezas del rompecabezas.John Amos Jackson…, ¿dónde encajaba? ¿Por qué una abuela y madre

amante, que ansiaba reunirse con su hijo, su nuera y su nieto, había permitidoque la acompañara aquel hombre tan odioso?

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HONRARÁS A TU MADRE

Él nunca se molestaba en echar un vistazo. Pensaba que yo estaba durmiendotranquilamente en la camita que me tenían reservada. Pero yo vi que papá salíade casa. ¿Iría a ver a mi abuela? Ojalá la dejasen todos en paz para que pudieraser mía como antes; toda para mí.

Apple se había ido al lugar adonde iban los cachorros y los ponis. « Uninmenso prado en el cielo» , me había dicho John Amos, observándomeatentamente con los ojos pálidos y brillantes, como si sospechara que había sidoyo quien le había clavado la horca. « ¿Viste a Apple muerto? ¿Le viste realmentemuerto?» . « Más tieso que un palo» , había respondido y o.

Me interné en senderos de jungla que me conducirían bajando, bajando,bajando, directamente al infierno. Debía atravesar cavernas, quebradas y simasprofundas. Tarde o temprano, encontraríamos la puerta. Sería roja. La puerta delinfierno debía ser roja, tal vez negra.

La verja se cerró de golpe. Yo sabía que mamá se hallaba en su habitaciónescribiendo a máquina aquellas páginas, como si realmente las considerase tanimportantes como la danza. No parecía molestarle estar sentada en una silla deruedas. En realidad, no parecía importarle nada, salvo cuando oía la música dedanza que Jory interpretaba. Cuando mi hermano tocaba, levantaba la cabeza, sequedaba con la mirada perdida y empezaba a seguir el compás con los pies.

—¿Qué significa « intrincado» , mamá? —había preguntado un día, cuandoella dijo que Jory tenía la habilidad de aprender rápidamente los bailes másintrincados.

—Complicado —respondió, como un diccionario.Tenía diccionarios por todas partes; pequeños, medianos y uno muy gordo,

colocado en un atril giratorio.Yo tenía que obligar a mis pies a hacer cosas intrincadas. Así lo intenté

mientras me deslizaba detrás de papá, que en ningún momento volvió la cabeza.Yo miraba continuamente por encima del hombro, a derecha e izquierda,vigilante, siempre vigilante. ¡Maldito cordón del zapato! Caí al suelo…, una vezmás. Si él oyó mi grito, no se volvió a mirar. Bien. Tenía que cumplir mi misióncomo un buen espía, o como un ladrón, un ladrón de joyas. Las damas ricasposeían muchas, muchísimas joyas. Pensé que debería practicar un poco

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mientras ella charlaba con su hijo médico, llorando y pidiéndole continuamenteque la perdonase, que tuviese compasión, que la aceptara y la quisiera de nuevo.Un latazo. Yo quería menos a papá, volvía a sentir por él lo mismo que antes deque evitara que mi pierna fuera amputada. Era malo, pues pretendía echar de allía la única abuela que y o tenía. ¿Y cuántos chicos tenían una abuela tan rica quepudiese regalarles cuanto le pedían?

—¿Adónde vas, Bart?John Amos apareció de pronto. Los ojos le brillaban en la oscuridad.—¡A usted no le importa! —respondí, como habría hecho Malcolm.Llevaba el diario contra el pecho, debajo de la camisa. El cuero rojo se

pegaba a mi piel. Estaba aprendiendo la manera de convertir la furia en dinero.—Tu padre está en la casa, hablando con tu abuela. Ahora entra allí y cumple

tu misión. Después me contarás todo lo que hayan dicho. ¿Me oyes?¿Que si le oía? Era él quien necesitaba ayuda para oír, no yo. De no haber

sido así, él mismo habría espiado aplicando el oído al ojo de la cerradura. Pero elviejo no oía bien y sólo podía atisbar. Tampoco podía inclinarse mucho, de modoque era incapaz de recoger cosas del suelo.

—Bart…, ¿no me has oído? ¿Por qué diablos te diriges a la escalera de atrás?Me volví a mirarle fijamente. Subido en el quinto escalón, era más alto que

él.—¿Cuántos años tiene, John Amos?Se encogió de hombros y frunció el entrecejo.—¿Por qué te interesa?—Nunca vi a nadie tan viejo; es todo.—El Señor castiga a quienes se muestran irrespetuosos con sus mayores.Rechinó los dientes, que produjeron un ruido como de platos tintineando en el

fregadero.—Ahora soy más alto que usted.—Yo mido 1,82… o los medía. Una estatura, muchacho, que nunca

alcanzarás a menos que te subas a una escalera.Entorné los párpados y le miré con malicia, como habría hecho Malcolm.—Llegará un día, John Amos, en que le pasaré la cabeza y los hombros. Y

usted me suplicará de rodillas, de rodillas. Señor, señor, me pedirá, permítameque me libre de esos ratones del ático. Y yo le diré: ¿Cómo puedo saber que esdigno de mi confianza? Y usted contestará: Seguiré sus pasos hasta la tumba.

Mis palabras le hicieron sonreír taimadamente.—Bart, estás aprendiendo a ser tan astuto como tu bisabuelo Malcolm. Ahora,

deja tus planes para más adelante. Ve inmediatamente donde está tu padre con tuabuela. Graba en tu memoria todas sus palabras para que puedas repetírmelasdespués.

Como un espía, me arrastré hacia una mesita portátil que había detrás de un

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lindo biombo oriental. Desde allí pasaría a un lugar oculto detrás de las macetascon palmeras.

Allí estaban los dos, hablando como solían en los últimos días; mi abuela,suplicando, y mi padre, rechazándola. Me senté y me acomodé antes de sacarmi paquete de tabaco. Los cigarrillos ay udaban cuando la vida resultabaaburrida, como en ese momento. Debía limitarme a escuchar. Los espías nuncadecían nada, y yo necesitaba acción.

Papá estaba guapo con aquel traje gris claro, igual que yo quería estarcuando creciese. Pero no crecería, ni nunca sería guapo como él. Suspiré,lamentando no ser hijo suyo de verdad.

—Señora Winslow, me prometiste que te mudarías de casa, pero veo que nohas preparado un solo paquete. Por la salud mental de Bart, por Jory, a quientambién dices querer, y sobre todo por Cathy, márchate. Ve a San Francisco. Noestá demasiado lejos. Juro que te visitaré siempre que pueda. Encontraréoportunidades para verte, y Cathy no lo sospechará siquiera.

Una lata. ¿Es que no podía decir algo diferente? ¿Por qué le preocupaba tantolo que pudiese pensar mamá de su madre? Si algún día tenía yo la desgracia decasarme, le diría a mi esposa que podía elegir entre aceptar a mi madre olargarse; largarse con mil diablos, como habría dicho Malcolm.

—¡Oh, Christopher! —gimió ella, sacando uno de sus pañuelitos de blondapara enjugarse las lágrimas—. Quiero que Cathy me perdone y poder gozar deun hueco pequeño en vuestras vidas. Si me quedo, es porque espero que ellaacabe comprendiendo que no he venido aquí para perjudicaros. Sólo pretendodaros cuanto pueda.

Papá sonrió amargamente.—Supongo que estás pensando de nuevo en cosas materiales, pero no es esto

lo que necesita un niño. Cathy y yo hemos hecho todo lo posible para que Bart sesintiese querido y deseado, pero parece que él no logra entender su relaciónconmigo. No está seguro de lo que es, de quién es y de adónde va. No tiene,como Jory, una carrera de bailarín, que le guíe en el futuro. Anda a tientas,tratando de encontrarse a sí mismo, y tú no le ay udas a conseguirlo. Mantiene supersonalidad profunda completamente reservada, se encierra en sí mismo.Adora a su madre, pero desconfía de ella porque se imagina que quiere a Jorymás que a él. Sabe que su hermano es guapo, inteligente y, sobre todo, hábil. Bartsólo es hábil en el arte de la ficción. No confía en nosotros ni en su psiquiatra.Podría mejorar, pero le falta seguridad en sí mismo.

Tuve que enjugarme una lágrima. Era duro oír hablar de mí, de lo que era y,peor aún, de lo que no era, como si me conociesen por dentro y por fuera, lo queera absurdo, porque no podían conocerme.

—¿Has oído lo que acabo de decir, señora Winslow? —vociferó papá—. Bartno acepta su propia imagen, que sólo refleja debilidad, y no habilidad, gracia y

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autoridad. Por eso lo toma todo prestado de los libros que lee, de todo lo que ve enla televisión y, a veces, incluso de los animales, y acaba imaginando que es unlobo, un perro o un gato.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gimió ella.Él le estaba contando todos mis secretos, y un secreto revelado carece de

valor.—¿No puedes adivinar por qué? Jory guarda miles de fotografías de su padre.

Bart no tiene ninguna, ni una sola.Al oír estas palabras, ella se irguió, echando chispas por los ojos.—¿Y por qué había de tener retratos de su padre? ¿Tengo yo la culpa de que

mi segundo marido no entregase fotografías suyas a su amante?Me quedé aturdido. ¿Qué significaba eso? Cierto que John Amos me había

narrado historias estrafalarias, pero yo creía que las había inventado, del mismomodo que imaginaba yo cuentos para matar el aburrimiento. Entonces, ¿eraverdad que mi mamá había sido una mala mujer que había seducido al segundomarido de mi abuela? ¿Era y o realmente hijo de aquel abogado que se llamabaBartholomew Winslow? ¡Oh, mamá! ¿Cómo podría y o nunca dejar de odiarte?

Papá volvió a adoptar aquella extraña sonrisa.—Quizá tu querido Bart pensó que no necesitaba darle su fotografía, cuando

ella disfrutaría del hombre en carne y hueso, en su propia casa y en su cama,como legítimo esposo. Antes de morir él, ella le comunicó que esperaba un hijosuy o, y él se habría divorciado de ti para ser el padre de ese hijo y conservar aCathy … No me cabe duda de ello.

Yo estaba hecho un lío, angustiado por todo lo que oía. Mi papá, mi pobrepapá, había muerto en el incendio de Foxworth Hall. John Amos era unverdadero amigo, el único que me trataba como a un adulto y me decía laverdad. Y papá Paul, cuyo retrato estaba en mi habitación, en mí mesita denoche, no había sido más que otro padrastro, como Christopher. Lloré por dentroal darme cuenta de que había perdido otro padre. Mi mirada pasó de papá a laabuela, esforzándome en averiguar qué sentía por ambos… y por mamá. No erajusto que los padres embrollasen las vidas de sus hijos incluso antes de nacer, quelas complicasen hasta el punto de que yo nunca sabría quién era en realidad.

Miré esperanzado a mi abuela, que parecía muy afligida por lo que acababade decir su hijo. Llevó sus manos blancas a la frente, perlada de gotas de sudor, yla palpó como si le doliese la cabeza. ¡Con qué facilidad podía sentir ella el dolor!¿Por qué no podía sentirlo y o?

—Muy bien, Christopher —dijo, cuando y o pensaba que callaría por noencontrar palabras—, ya has dicho lo que tenías que decir; ahora deja que habley o. Colocado ante la disy untiva de elegir entre Cathy y su hijo aún no nacido, oy o y mi fortuna, Bart se habría quedado conmigo, que era su esposa. Quizá lahabría conservado a ella como amante hasta que se hubiera cansado, pero

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entonces habría encontrado alguna manera legal de conseguir la custodia de suhijo, y habría salido de la vida de Cathy, manteniendo a aquél. Sé que no mehabría abandonado, aunque se volviese a mirar caras bonitas y cuerpos jóvenes.

Según ella, mi propio padre, mi padre de sangre, no habría querido a mamá.Las lágrimas humedecieron mis ojos. Empezó a dolerme la garganta, prueba deque, a fin de cuentas, yo era humano, y no el monstruo que había imaginado ser.Podía sentir una clase diferente de dolor, pero ni así me sentía dichoso. ¿Por quéno podía sentirme dichoso? Entonces recordé algunas de las palabras queacababa de oír: mi verdadero papá habría encontrado alguna « manera legal» dequedarse conmigo. ¿Significaba eso que me habría separado de mi madre? Esaidea tampoco me satisfacía.

La abuela siguió sentada, inmóvil. Me encogí aún más, espantado, muyespantado de lo que podría oír aún. « Papá, no reveles más secretos, no meobligues a pasar a la acción» . John Amos me forzaría a emprender algunaacción. Miré hacia atrás, con la sospecha de que él podía estar tambiénescuchando, con un vaso pegado a la pared para oír mejor.

—Bueno —dijo mi padre, con tono concluyente—, el psiquiatra de Bartmuestra un gran interés por ti, pese a que sólo sabe que eres mi madre. Mepregunto por qué te saca continuamente a relucir. Parece creer que en ti está laclave de la vida interior y secreta de Bart, como si intuyese que tú tuvistetambién una vida secreta. ¿La tuviste, madre? Cuando tu padre hizo que tesintieses menos que humana, ¿planeaste alguna clase de venganza para hacerlesufrir?

¿Qué sentido tenía eso?—No sigas —suplicó—, no sigas. Apiádate de mí, Christopher. Obré lo mejor

que pude, dadas las circunstancias. ¡Te juro que obré lo mejor que pude!—¿Ah, sí? —Echó a reír, y su risa fue como la de mamá cuando zahería a

alguien—. Cuando el medio hermano menor de tu padre llegó a Foxworth Hall, ala edad de diecisiete años, ¿sentiste una súbita inspiración? ¿Descubriste la mejormanera de castigar a tu padre por haber provocado que te despreciases? ¿Hicistetodo lo posible para que nuestro padre se enamorase de ti? ¿Lo hiciste? ¿Y no leodiabas también en cierto modo, porque se parecía a Malcolm? Yo creo que sí.Creo que lo planeaste todo para herir a tu padre de la manera más destructorapara su propia personalidad, hasta el punto de que nunca pudiese recobrarse. ¡Ycreo que lo conseguiste! Te fugaste y te casaste con su medio hermano, a quienél detestaba, y pensaste que habías triunfado doblemente. Por un lado, le habíasherido donde más le dolía, por otro tenías la manera de adquirir su enormefortuna a través de nuestro padre. Pero no salió como esperabas, ¿verdad? No heolvidado la época en que vivíamos en Gladstone, cuando sorprendí unaconversación en la que suplicabas a mi padre que entablase un pleito paraobtener lo que por derecho le pertenecía. Pero nuestro padre se negó a colaborar.

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Él te amaba y se había casado contigo por lo que él pensaba que eras, no por eldinero en que tú no dejabas de soñar.

Aturdido de nuevo, observé a mi abuela, que lloraba, y su frágil cuerpo sesacudía por los sollozos; incluso su mecedora parecía temblar. Y y o temblé ylloré también… por dentro.

—Te equivocas, te equivocas por completo, Christopher —gimió—. ¡Yoamaba a tu padre! ¡Sabes que le amaba! Le di cuatro hijos y los mejores años demi vida, le entregué lo mejor que había en mí.

—Lo mejor que había en ti era muy poco, señora Winslow, muy poco,poquísimo.

—¡Christopher! —exclamó ella, poniéndose trabajosamente en pie.Extendió las manos en gesto de impotencia, acercándose a él para mirarle a

la cara. El negro sudario que llevaba se agitaba con cada estremecimiento.Recorrió la estancia con una mirada temerosa, obligándome a encogerme másen mi oscuro rincón. Bajó la voz.

—Está bien, ya hemos hablado bastante del pasado. Convive con Cathy, peroaceptadme en vuestras vidas. Permitid que tenga a Bart como si fuese hijo mío.Vosotros tenéis a Jory y a esa niñita a quien adoptasteis. Dadme a Bart y me irélejos, tan lejos que nunca volveréis a verme ni a saber de mí. Te juro que nuncadiré a nadie lo que existe entre Cathy y tú. Haré todo lo posible por encubrirvuestro secreto…, pero dejadme a Bart, ¡por favor!, ¡por favor!

Cayó de rodillas y agarró las manos de papá. Cuando él las retiró se asió desu chaqueta.

—No me inquietes más, madre —dijo él, pero y o habría apostado a queestaba conmovido—. Cathy y yo no renunciaremos a nuestros hijos. Bart no esnuestro mayor orgullo y alegría en estos momentos, pero le queremos, lenecesitamos, y haremos todo lo necesario para que recobre su salud mental.

—Entonces, qué he de hacer, y obedeceré —suplicó ella, con las mejillassurcadas de lágrimas. Por fin logró coger sus manos huidizas y apretarlas sobresu pecho—. Dime qué he de hacer, cualquier cosa menos marcharme. Necesitoverlo, cuidarle y admirarle como él quiere. Posee unas dotes maravillosas.

Empezó a besarle las manos, mientras él trataba de retirarlas aunque no conmucho empeño, pues ella pudo retenerlas pese a sus escasas fuerzas.

—Madre, por favor… —rogó, desviando la mirada antes de sentarse ycubrirse la cara con las manos.

—Él me necesita, Christopher, más de lo que nunca me necesitó cualquierade mis hijos. Y me quiere, sé que me quiere. Cuando se sienta en mi regazo y leacuno, su semblante se alegra. Es muy joven, muy vulnerable, y le trastornantantas cosas que no acierta a comprender. Yo puedo ayudarle. Sé que puedo.

» Una voz interior me dice que ya no duraré mucho. —Había bajado muchola voz, y tuve que aguzar el oído para seguir escuchando—. Deja que lo tenga

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conmigo hasta que… Por favor, es lo último que te pide la madre a quien tantoamaste, la madre de tu infancia, Christopher, la que te cuidó cuando tuviste elsarampión, la varicela y aquellos resfriados que pillabas por pasar demasiadotiempo jugando con la nieve. ¿Te acuerdas? Yo sí, y sé que sin mis recuerdos delos buenos tiempos, jamás habría podido sobrevivir a los malos…

Le estaba venciendo. Él la miraba fijamente y sus ojos se habían ablandado.—Hace un rato dij iste que seduje a tu padre y que planeé deliberadamente

herir al mío al casarme con aquél. Te equivocas. Yo amé a tu padre desde elprimer momento que le vi. No podía dejar de amarle, como tú no pudiste dejarde amar a Cathy. Nada me queda del pasado, Chris. Lo he perdido todo. John eslo único que me queda —murmuró, como si estuviese asustada—. Es lo únicoque me queda de los tiempos de Foxworth Hall.

—Entonces, ¡él sabe quién soy y o! ¡Y quién es Bart! —Ella se inclinó yalargó una pálida mano cargada de anillos para apoy arla en la rodilla de papá,que se estremeció con su contacto.

—Ignoro qué sabe John. Él cree que todos mis hijos escaparon y se perdieronen algún lugar del mundo. Que y o sepa, ignora que Bart se apellida Winslow…Sin embargo, es tan taimado que es posible que esté al tanto de todo. —Tembló yretiró la mano, como temiendo ofenderle—. Toda la tierra que ahora nos rodeaperteneció a mi padre, de modo que John considera lógico que viniese aquí paraestablecerme en una finca que perteneció a mi familia durante muchísimos años.

Papá cabeceó.—Y tú interviniste para que pudiéramos comprar a un precio más barato

nuestro terreno, ¿verdad?—Christopher, mi padre poseía tierras en todas partes. Ahora me pertenecen.

Pero lo daría todo con tal de teneros a ti y Cathy como familia. Nadie, salvo yo,sabe nada de vosotros dos, y y o nunca diré a nadie quiénes sois. Prometo nodifamaros ni perjudicaros, ¡pero permite que me quede! ¡Deja que vuelva a sertu madre!

—¡Despide a John!Ella suspiró y después bajó la cabeza.—¡Ojalá pudiera!—¿Qué quieres decir?—¿No lo adivinas? —preguntó, levantando la cabeza gris para poder mirarle a

los ojos.—¿Chantaje?—Sí. Él también carece de familia. Aparenta no saber nada de ti y Cathy,

pero dudo de que así sea. Juró mantener en secreto mi paradero, pues hayreporteros que se echarían sobre mí si se enterasen de dónde estoy. Por esarazón, le proporciono alojamiento y mucho dinero, para asegurarme.

—Bart no está a salvo. Jory ha visto cómo John Amos le hablaba al oído. Creo

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que sabe quiénes somos.—Pero no dirá nada —replicó ella—. Hablaré con él, haré que lo comprenda.

No dirá nada. Compraré su silencio.Papá se levantó para marcharse. Por un instante, apoyó ligeramente la mano

en la cabeza de ella. Después, con aire culpable, la retiró rápidamente.—Está bien. Habla con John y ordénale que deje en paz a Bart. Procura que

Bart no se entere de que eres su abuela de verdad; haz que siga creyendo queeres una mujer de buen corazón que le necesita como amigo. ¿Podrásconcederme este pequeño favor?

—Sí, por supuesto —asintió ella, débilmente.—Y, por favor, sigue cubriéndote la cabeza con ese velo. Jory sabe que eres

mi madre…, pero, bueno, ¿quién puede suponer cuándo decidirá Cathymostrarse amigable y visitar a su nueva vecina? Antes estaba muy atareada consus clases de danza, pero ahora que tiene menos ocupaciones necesitará vergente. Una de las cosas que más le costó soportar en su juventud fue permanecerencerrada durante lo que le parecieron siglos, sin ver más que a su madre y a suabuela. Tal situación provocaba que su necesidad de relacionarse con otraspersonas aumentase.

Ella volvió a bajar la cabeza.—Lo sé. Pequé y estoy arrepentida. Quisiera poder dar marcha atrás en el

tiempo. Sin embargo, cuando me despierto, sé que me aguarda otro día desoledad, y sólo la presencia de Bart puede darme alguna esperanza.

¡Oh, Dios mío! ¿Qué había ocurrido antes de que y o naciese?—Tengo que preguntarte algo —dijo ella, en un débil murmullo—. ¿La amas

como un hombre ama a… su esposa?Él se volvió, para que ella no pudiese ver su rostro.—Eso no te importa.—Pero lo comprendería. Lo pregunto a Bart, pero él no comprende a qué me

refiero. No obstante, me dijo que compartís la misma habitación.Él se dio la vuelta, irritado.—Y la misma cama. ¿Estás ahora satisfecha?De nuevo giró sobre sus talones, pero esta vez para marcharse.Todo aquello resultaba muy extraño y tremendamente confuso. ¿Por qué

odiaba mamá a la madre de papá? ¿Y por qué preguntaba mi abuela acerca dehabitaciones y camas?

Corrí hacia mi casa sin detenerme para informar a John Amos. Mamá estabajunto a aquella dichosa barra, tratando de levantarse de su fea silla de ruedas. Meescondí y la observé. Era curioso ver sus torpes movimientos. Ahora era tantorpe como y o. Pero consiguió ponerse en pie y entonces empezó a temblar. Sucara aparecía muy pálida en el espejo, y sus cabellos eran como un marco deoro; oro fundido, caliente como el infierno, ardiente como un río de lava.

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—¿Eres tú, Bart? —me llamó—. ¿Por qué me miras de un modo tan raro? Nome caeré, si es lo que piensas. Cada día me encuentro mejor, más vigorosa. Ven,siéntate a mi lado y háblame. Cuéntame qué haces cuando no puedo verte.¿Adónde vas? Enséñame a jugar a tus juegos de imaginación. Cuando tenía tuedad, también me gustaba simular. Verás, solía soñar que era la primera bailarinamás famosa del mundo, y el llegar a conseguirlo se convirtió en lo másimportante de mi vida. Ahora sé que serlo no tenía tanta importancia, que lo queimporta más es hacer felices a nuestros seres queridos. Bart, quiero que seasfeliz…

Yo la odiaba por haber seducido a mi verdadero padre y habérselo quitado ami pobre y solitaria abuela, que además era su suegra. Y ella debía de estarcasada en aquella época con el doctor Paul Sheffield, que era hermano de Chris,pero no mi verdadero padre. Mírala, ¡tratando de reparar el abandono en que mehabía tenido! ¡Demasiado tarde! Sentí ganas de derribarla, oír cómo se rompíantodos sus huesos. ¡Había sido infiel a todos sus maridos! Pero no pude decir nadade eso. Mis piernas parecían de goma, se habían debilitado, y me desplomé,mientras unos gritos mudos sacudían mi cabeza. ¡Mujer malvada y pecadora!Tarde o temprano, se fugaría con algún amante… como había hecho la madre deMalcolm, como hacían todas las madres.

¿Y por qué no me había dicho mi abuela quién era realmente? ¿Por qué loguardaba en secreto? ¿Acaso no se había dado cuenta de que yo necesitaba unaabuela de verdad? ¡Incluso había mentido al decirme quién era mi padre! SóloJohn Amos me decía la verdad.

—Bart… ¿qué te ocurre? Parecía alarmada, y tenía motivos. Nunca, nuncame había dicho algo que no fuese mentira. Yo no podía confiar en nadie, exceptoen John Amos, que, aunque andaba arrastrando los pies y parecía viejo y raro,era sincero y se había empeñado en implantar la rectitud en el mundo.

—¿Qué te pasa, Bart? ¿No puedes decírselo a tu madre? La miré fijamente.Su mata de pelo era como una trampa dorada tendida para arruinar a loshombres, a quienes cazaba y hacía sufrir. Por su culpa. Todo era por su culpa.Había seducido a mi verdadero papá y se lo había arrebatado a la abuela.

—Bart, no te arrastres por el suelo. Levántate y usa las piernas. No eres unanimal.

Incliné la cabeza hacia atrás y lancé un aullido. Aullé con toda la rabia y todoel odio que sentía. No era justo que Dios me hubiese dado por madre a aquellamujer. No era justo que ella hubiese provocado que mi verdadero padre murieraatrapado en el fuego. Debía actuar para enderezar las cosas.

—Por favor, Bart, ¡dime qué te sucede!Apenas si podía distinguirla. Trató de apartarse un poco de la barra y tendió

las manos hacia mí, como si quisiera cogerme en sus brazos. Pero jamás dejaríaque volviese a tocarme; nunca, nunca, ¡nunca!

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—¡Te odio! —espeté, poniéndome en pie de un salto y echándome haciaatrás—. Deseo que no vuelvas a andar nunca, que te caigas y te mueras; deseoque tu casa se prenda fuego ¡y que ardas en ella junto con Cindy !

Después corrí, corrí hasta que me dolieron los costados y sentí vacío micerebro.

Me tumbé para descansar en el compartimiento de Apple. Había guardadoallí el diario de Malcolm, escondiéndolo debajo del heno seco. Lo saqué paraseguir leyendo. ¡Caramba!, cómo odiaba a las mujeres, sobre todo cuando eranbonitas. Al parecer, no se fijaba en las feas. Levanté la cabeza y perdí la mirada,meditabundo. Alicia, bonito nombre. Me pregunté por qué habría amado a Aliciamás que a Olivia. ¿Sólo porque ella tenía dieciséis años cuando se casó con elanciano padre de él, que tenía cincuenta y cinco?

Alicia le abofeteó cuando intentó besarla. Quizá Malcolm no era tan buenobesando como su padre.

Cuanto más leía, más aprendía cómo Malcolm triunfaba en todo lo que seproponía, salvo en hacerse amar por las mujeres. Por eso me convencía de queyo haría bien en dejar en paz a todas las mujeres, ya que tanto me parecía aMalcolm. Una y otra vez releía sus frases, para poder ser, como él, omnipotente.

Nombres con C. Me pregunté por qué les gustarían tanto a las mujeres losnombres que empezaban por esa letra. Catherine, Corinne, Carrie y Cindy … todoun mundo lleno de nombres que empezaban por C. Habría preferido apreciar ami abuela igual que antes. Sin embargo, ahora que sabía que era mi abuela deverdad, me gustaba menos. Debería habérmelo dicho. No era más que otrahembra mentirosa, falsa y astuta, tal como había dicho John Amos.

Percibía débilmente el olor de Apple. Le oía masticar su comida, sentía sufrío hocico acariciándome la mano…, y me eché a llorar. Lloré tan fuerte quequise morir para reunirme con él. Pero Apple debía haberme añorado más. Élme forzó a hacerlo. Su obligación era sufrir cuando yo sufría, y no lo hizo. Eramío y permitió que la abuela le alimentase y le diese de beber… En definitiva, éltuvo la culpa. Y Clover también estaba muerto, estrangulado y metido en eltronco del viejo roble.

Yo era un chico malo. Al pensar en mi maldad, me entró sueño. Soñé enApple, que me quería. Cuando me desperté, casi había anochecido. John Amosme estaba haciendo muecas, y me sonreía.

—Hola, Bart. ¿Te sientes solo en el compartimiento de Apple?Erguido delante de mí, John Amos no advirtió el heno que caía desde el piso

superior y que se enganchó en su bigote, dándole un aspecto espeluznante.—¿Cómo consiguió Malcolm todo su dinero, John Amos? —pregunté, sólo

para saber si el heno caería de su bigote cuando empezase a hablar.—Siendo más listo que los que querían impedírselo.—¿Impedirle qué?

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El heno seguía en su bigote.—Lograr lo que quería.—¿Y qué quería?—Todo, todo lo que no poseía. Y para conseguir lo que pertenece a otros, hay

que ser resuelto y despiadado.—¿Qué es ser despiadado?—Hacer lo que sea para lograr lo que se quiere.—¿Hacer cualquier cosa?—Cualquier cosa —repitió. Se inclinó rígidamente para mirarme a los ojos—.

Y no vacilar en arrollar a quienes se interponen en tu camino, incluidos losmiembros de tu propia familia, porque ellos harían lo mismo contigo sientorpecieses su camino. —Sonrió débilmente—. Sabes, por supuesto, que esemédico que está disecando tu personalidad acabará encerrándote en un asilomental. Date cuenta de lo que están haciendo tus padres; se preparan paraeliminar de sus vidas a un chiquillo que les está creando un problema demasiadograve.

Lágrimas infantiles asomaron a mis ojos. John Amos me miró, ceñudo.—No muestres flaqueza llorando como las mujeres. Tienes que ser duro,

como tu bisabuelo Malcolm. —Hizo una pausa para mirarme de arriba abajo—.Sí, has heredado muchos de sus genes. Algún día, si sigues como hasta ahora,llegarás a ser tan poderoso como Malcolm.

—¿Dónde has estado, Bart? —preguntó a voces Emma, que me mirabasiempre con cara de asco, aunque estuviese limpio—. Nunca en mi vida he vistoa un chico que pudiese ensuciarse más deprisa que tú. ¡Mírate la camisa, lospantalones, la cara y las manos!; una verdadera porquería. Cualquiera diría quehaces charcos de fango y te revuelcas en ellos.

Sin responder, me dirigí al cuarto de baño, que estaba al final del pasillo.Mamá, que estaba escribiendo en su dormitorio, levantó la cabeza.—Bart, me preguntaba adónde habrías ido. Has estado horas fuera de casa.Ése era mi problema, no el suyo.—Bart, contesta.—He estado fuera.—Eso y a lo sé. ¿Dónde?—Cerca del muro.—¿Qué estabas haciendo allí?—Cavar.—¿Para qué?—Para coger lombrices.—¿Para qué necesitas las lombrices?—Para ir a pescar.Ella suspiró.

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—Es demasiado tarde para ir a pescar, y ya sabes que no me gusta quevayas solo. Pide a tu padre que te lleve a pescar el próximo domingo.

—No querrá.—¿Cómo lo sabes?—Nunca tiene tiempo.—Lo encontrará.—No, nunca lo tiene y jamás lo tendrá.Ella suspiró de nuevo.—Tienes que ser comprensivo, Bart. Él es médico y tiene muchos pacientes.

No querrías que estuviesen desatendidos, ¿verdad?Me tenía sin cuidado. Lo único que deseaba era ir a pescar. Además, ya había

demasiada gente en el mundo…, sobre todo demasiadas mujeres. Corrí yescondí la cara en su regazo.

—No tardes en curarte, mamá. ¡Tú me llevarás a pescar! Ahora que notienes que bailar, puedes hacer todas las cosas que papá no tiene tiempo de hacer.Puedes pasar conmigo todas las horas que dedicabas a enseñar a bailar a Jory.Mamá, mamá, me arrepiento de lo que te dije —gemí—. ¡No te odio! No quieroque te caigas y mueras. A veces me siento malo y no puedo impedirlo. No dejesde quererme por lo que te dije, mamá.

Sus manos suaves, consoladoras, acariciaron mis cabellos, tratando al mismotiempo de alisarlos. Pero, si los cepillos y las lociones no servían de nada, ¿quépodía lograr ella con sus manos? Hundí más la cara en su regazo, pensando encómo me reprendería John Amos si llegaba a enterarse. Le había contado lo quele dije a mi madre y él había sonreído, complacido de que hablase comoMalcolm. « Hiciste mal, Bart —me había dicho, para confundirme—. Tienes queser astuto, hacerle creer que va a salirse con la suya. Si le dices lo que realmentesientes, encontrará la manera de frustrar nuestros propósitos. Y tenemos quereservarla para el diablo, ¿no es cierto?» .

Alcé la cabeza para mirar su linda cara, y las lágrimas anegaron mi rostrocuando recordé que ella era la personificación de la mentira. John Amos mehabía contado que mamá se casó tres veces. En realidad, no me importaba quefuese buena o mala, con tal que la tuviese para mí solo. Yo conseguiría que fuesebuena, le enseñaría a no fijarse en los hombres, salvo en mí.

Para ganar tenía que jugar bien mis cartas, sacar los ases uno a uno, tal comome había aconsejado John Amos. Debía engañarla, engañar a papá, hacerlescreer que no estaba loco. Pero me estaba haciendo un lío. Yo no estaba loco,sencillamente fingía ser Malcolm.

—¿Qué estás pensando, Bart? —me preguntó, sin dejar de acariciar miscabellos.

—No tengo a nadie con quien jugar; sólo los compañeros que me invento. Notengo nada, excepto unos genes malignos desde mi nacimiento, y en cuanto al

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ambiente que me rodea, bueno, tampoco me ayuda mucho. Papá y tú no osmerecéis tener hijos. No os merecéis nada, ¡salvo el infierno que os habéisbuscado!

La dejé sentada allí, aturdida. Me alejé, contento de hacerla desgraciada,como lo era yo por su causa. Pero ¿por qué en lugar de sentirme satisfecho y reírde alegría corrí a mi habitación, me tumbé en la cama y eché a llorar?

Entonces me acordé de Malcolm, la única persona que no necesitaba a nadie.Él era fuerte, y nunca vacilaba en tomar decisiones, aunque fuesen malas,porque sabía tergiversarlas para que pareciesen buenas. Por eso fruncí elentrecejo, encogí los hombros, me levanté y eché a andar por el pasillo,deseando lo que Malcolm habría deseado. Vi que Jory estaba bailando conMelodie y fui a la habitación de mi madre para delatarles.

—Deja lo que estás haciendo —avisé—. Jory y Melodie están pecando; sebesan… y van a hacer un niño.

Sus dedos se quedaron inmóviles sobre el teclado de la máquina de escribir.Sonrió.

—Bart, se necesita algo más que unos besos y unos abrazos para hacer unniño. Jory es un caballero y no se aprovecharía de una jovencita inocente, quepor otro lado es lo bastante decente y sensata para saber cuándo tiene que decirbasta.

No le importaba. Lo único que le importaba era aquel maldito libro queestaba escribiendo. Yo no tenía más posibilidades de que me dedicase su tiempoque cuando trabajaba en la academia. Siempre, siempre encontraba algo que leresultaba mejor que jugar conmigo.

Cerré los puños y golpeé el marco de la puerta. Ya llegaría el día en que yosería el amo y ella tendría que escucharme. Sabría con quién le convenía jugar.Había sido mejor madre cuando impartía las clases de ballet, pues al menosentonces tenía un momento libre de vez en cuando. En cambio, ahora, no hacíamás que escribir y escribir montones y montones de cuartillas.

Dejó de prestarme atención y volvió a hacer sonar la máquina de escribir,como si fuese una metralleta con que estuviese matando al mundo. Ni siquiera sepercató de que yo cogía una caja llena de cuartillas que ella había apartado a unlado al empezar a llenar otra con más papel escrito.

A John Amos le interesaría saber qué escribía mi madre, pero antes lo leeríay o, aunque necesitase consultar el diccionario a cada momento. Había palabraslargas que resultaban difíciles de comprender. « Apropiado» , sí, creía conocer susignificado.

—Buenas noches, mamá.No me oy ó, siguió escribiendo como si yo no estuviese allí.Nadie podía ignorar a Malcolm de tal modo. Cuando él hablaba, todos se

ponían sumisamente en pie. Debía, pues, convertirme en Malcolm.

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Una semana más tarde, decidí espiar a mamá y Jory. Se hallaban ante ellargo espejo, en la sala de « recuperación» , y Jory ay udaba a mamá a hacerejercicios con su pierna izquierda.

—Ahora no pienses en que puedes caerte. Estoy detrás de ti y te agarraría site flaquease la rodilla. Tómalo con calma, mamá, y pronto volverás a andarperfectamente.

No andaba perfectamente. Cada paso que daba parecía producirle dolor. Joryle asió la cintura con las manos para que no se tambalease, y ella consiguió llegaral extremo de la barra. Después esperó a que él le acercase la silla para sentarsede nuevo. Jory colocó en posición el estribo para los pies y ella levantó laspiernas.

—Cada día estás más fuerte, mamá.—Pero progreso tan despacio…—Porque estás demasiado tiempo sentada, escribiendo. Recuerda que el

médico dijo que te convenía levantarte más a menudo y estar menos ratosentada…

Ella asintió con la cabeza. Parecía agotada.—¿De quién era esa llamada desde larga distancia? ¿Por qué no quisieron

hablar conmigo?Jory sonrió y dijo:—Era mi abuela Marisha. Le escribí para explicarle que te habías caído. Ha

decidido venir para sustituirte en la escuela. ¿No es estupendo, mamá?Mamá no pareció alegrarse en absoluto. En cuanto a mí, ¡odiaba a la vieja

bruja!—Jory, debiste haberme consultado antes.—Pero mamá, ella quería que fuese una sorpresa. No pensaba decírtelo hoy,

pero me he dado cuenta de que no es muy cortés que una persona se presentecomo caída de las nubes. Sabía que tú querrías prepararte, ponerte bonita,arreglar la casa…

Mamá le miró de una manera extraña.—Dicho en otras palabras, que ahora no tengo buen aspecto y que mi casa

está hecha un desastre.Jory le dirigió una de sus encantadoras sonrisas que yo tanto aborrecía.—Tú siempre estás guapa, mamá, lo sabes; pero has adelgazado y estás

demasiado pálida. Tienes que comer más y pasar más tiempo al aire libre. A finde cuentas, las grandes novelas no se escriben en unas semanas.

Aquel mismo día, más tarde, seguí a Jory hasta el jardín y me oculté en miescondrijo especial para espiar a mamá y Jory mientras se alternaban enempujar a la odiosa Cindy en su columpio de niña pequeña. A mí nunca mepermitían hacerlo. Nadie confiaba en mí. Si el matasanos de la cabeza noconseguía nada, ¿por qué no desistían y me dejaban en paz?

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—Jory, a veces resulta un tormento oír tu música de ballet y no ser capaz debailar y expresar todas las emociones que me hace sentir. Ahora, cuando oigoque comienza una obertura, mis nervios se ponen en tensión y me estremezcointeriormente. Ansío bailar, y, cuanto más lo ansío, más necesidad tengo deescribir. Escribir me consuela, pero parece que a Bart no le gusta que lo haga, delmismo modo que antes no le gustaba que bailase. Parece que nunca seré capazde complacer a mi hijo menor.

—Bueno, mamá —dijo Jory, y sus oscuros ojos azules se mostraron tambiéntristes y preocupados—. Bart no es más que un niño que no sabe qué quiere.Tengo la impresión de que algo raro ocurre en su mente.

Yo no era raro. Los raros eran ellos, que creían que la danza y los estúpidoscuentos de hadas servían para algo, cuando todas las personas con sentido comúncomprendían que el dinero era el rey, y el dios todopoderoso.

—Yo me dedico a Bart todo lo que puedo, Jory. Trato de ser cariñosa con él,pero me rehúye. Tan pronto se aleja corriendo como viene hacia mí y hunde lacara en mi regazo para echarse a llorar. Su psiquiatra opina que se debate entre elodio y el amor que siente por mí. Y te diré confidencialmente una cosa; sucomportamiento no me ayuda a recuperarme del accidente.

Me marché. Ya había oído bastante. Había llegado el momento de entrar ensu habitación y hurtar unas páginas más de su libro. Llevaba escondidas debajode mi camisa las que John Amos me había devuelto después de haberlas leído;sólo tuve que ponerlas de nuevo en su sitio y coger otras.

Me senté en mi pequeña cueva verde del seto y empecé a leer. La estúpidaCindy reía y chillaba mientras sus dos fieles esclavos empujaban su columpio.¡Lástima que yo no tuviese nunca ocasión de columpiarla! La empujaría con talfuerza que saldría volando por encima del muro blanco y aterrizaría en la piscinade la casa de al lado, aquella piscina en que nunca había agua.

La lectura del libro de mamá era muy interesante. Uno de los capítulos setitulaba « El camino hacia la riqueza» . Aquella niña, ¿era realmente mi madre?¿Iban a encerrarla realmente, con su hermano y sus dos hermanas, en unahabitación?

Seguí leyendo hasta que declinó el día y apareció la niebla, que medificultaba hasta la respiración.

Me levanté y entré en la casa, pensando en el título de otro capítulo del libro.« El ático» , un lugar maravilloso para esconder cosas. Miré fijamente a mamá,que estaba besando a papá en los labios, chinchándole, preguntándole por suslindas enfermeras y si había encontrado ya alguna que la sustituy ese.

—¿Acaso una hermosa rubia de veinte años?Él parecía enojado.—Quisiera que no tomases a broma mi devoción, Cathy. Preferiría que no

me sometieras a bromas tontas como ésta. Te doy cuanto puedo porque te amo

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con una pasión que reconozco que es una idiotez.—¿Una idiotez? —preguntó ella.—Sí, lo es cuando tú no respondes tan apasionadamente como yo. Te

necesito, Cathy. No permitas que ese libro se interponga entre nosotros.—No te comprendo.—¡Sí, me comprendes! Nuestro pasado está cobrando vida, lo estás

despertando mientras escribes. A veces te observo y veo tu cara y las lágrimasque surcan tus mejillas hasta caer sobre el papel. Te oigo reír y pronunciar en vozalta las frases que decían Cory o Carrie. No te limitas a escribir, Cathy, lo estásreviviendo todo.

Ella bajó la cabeza, y el cabello suelto le cubrió la cara.—Sí, lo que dices es cierto. Me siento delante de la máquina y vuelvo a vivirlo

todo. Veo de nuevo el ático sombrío, la enorme y polvorienta estancia; inclusopercibo aquel silencio, más espantoso que el trueno. La soledad que padecívuelve a caer sobre mis hombros y, al levantar la cabeza, me sorprendeencontrarme en este lugar, y me pregunto por qué no están cubiertas las ventanasy cuándo entrará la abuela para sorprendernos con las cortinas descorridas. Aveces me sobresalto al ver a Bart plantado en el umbral, mirándome fijamente;tengo la impresión que es Cory, aunque no puedo explicar sus cabellos oscuros ysus ojos castaños. Entonces miro a Cindy y pienso que debería tener más edad, lamisma que el Cory de oscuros cabellos, y me siento confusa porque no puedodistinguir el pasado del presente.

—Cathy —dijo él, con tono preocupado—, tienes que dejar esto.« Sí, sí, papá, ¡oblígala a dejarlo!» .Ella lloró entre los brazos de papá, que la estrechó con fuerza contra su

corazón, murmurándole al oído dulces palabras de amor que y o no podía oír.Oscilaban sobre sus pies, como dos amantes verdaderos y perversos, como lasparejas a quienes yo espiaba en ocasiones, que hacían de las suyas en el callejónde los amantes, que no estaba muy lejos de la mansión de mi abuela.

—¿Dejarás el libro hasta que los chicos hayan crecido y estén casados…?—¡No puedo! —Percibí la angustia de su voz, como si lamentara no poder

abandonar la escritura—. Esta historia pide a gritos en mi cerebro que la saque ala luz para que la gente sepa cómo pueden ser algunas madres. Algo intuitivo ysabio me dice que, cuando la hay a plasmado en un libro y publicado para quetodos puedan leerla, me libraré de todo el odio que me inspira mamá.

Papá siguió abrazándola en silencio, meciéndola, y sus ojos azules, con lamirada perdida por encima de la cabeza apoyada sobre su pecho, parecíanatormentados.

Me escabullí de allí para jugar a solas en el jardín. Cualquier día sepresentaría la abuela de Jory, que era una vieja bruja. Yo no quería volver averla. Mamá tampoco le tenía simpatía; yo lo notaba en su nerviosismo y el

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cuidado con que escogía las palabras, como si temiera que su viva lengua pudiesedelatar sus sentimientos.

—Bart, querido —llamó suavemente mi abuela, desde el otro lado del gruesomuro blanco—. Te he estado esperando durante todo el día. Cuando no vienes,me preocupo y me siento desdichada. No estés sentado ahí, solo y enfadado.Recuerda que y o estoy aquí y que haré cuanto pueda para que seas feliz.

Corrí tan deprisa como lo permitían mis piernas. Trepé al árbol, y ella teníapreparada y a una escalera para que pudiese llegar al suelo sano y salvo, lamisma que ella utilizaba para observarnos desde el muro.

—Dejaré la escalera aquí, para que puedas usarla —murmuró, abrazándomey cubriéndome la cara de besos. Afortunadamente, se había levantado el secovelo—. No quiero que caigas y te lastimes. ¡Te quiero tanto, Bart! Cuando temiro, pienso en lo orgulloso que se habría sentido tu padre. ¡Oh, si al menoshubiese podido ver a su hijo! ¡A su guapo y brillante hijo!

¿Guapo? ¿Brillante? ¡Vaya! No sabía que y o fuese nada de eso. De todosmodos, resultaba maravilloso oírlo, me hacía creer que era tan apuesto einteligente como Jory. Ésta sí que era una abuela, la abuela que yo siempre habíadeseado tener, que me amaba a mí y a nadie más. Quizá, a fin de cuentas, JohnAmos estaba equivocado respecto a ella.

De nuevo me sentó sobre sus rodillas y dejé que me diese un helado acucharadas. Después me ofreció un bollo, un trozo de pastel de chocolate y unvaso de leche que ella misma sostuvo para que yo bebiese. Con el estómagolleno, me arrellané más cómodamente en su regazo y apoyé la cabeza contra sublando pecho, que olía a espliego.

—Corinne usaba perfume de espliego —musité, soñoliento, chupándome elpulgar—. Cántame una nana… Nunca nadie me cantó para dormirme, comomamá canta a Cindy…

« Duérmete, niño, duerme…» . Era gracioso. Mientras ella cantabadulcemente, yo tenía la impresión de tener sólo dos años, como cuando, mucho,muchísimo tiempo atrás, mamá me sentaba en su regazo y me cantaba la mismacanción.

—Despierta, querido —dijo, haciéndome cosquillas en la cara con el bordede la manga—. Es hora de que vuelvas a tu casa. Tus padres estarán preocupadosy y a han sufrido bastante para que tengan ahora que angustiarse por tu paradero.

¡Oh! Desde un rincón, John Amos había oído sus palabras; se notaba en susacuosos y pálidos ojos azules, que brillaban amenazadores. No quería a miabuela, ni a mis padres, ni a Jory, ni a Cindy. No quería a nadie, salvo a mí y aMalcolm Foxworth.

—Abuela —murmuré, escondiendo la cara de modo que él no pudiese ver elmovimiento de mis labios—, procura que John Amos no oiga que compadeces amis padres. Ayer le oí decir que no son dignos de compasión.

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Sentí que se estremecía y que se esforzaba por disimular que había advertidola presencia del hombre.

—¿Qué significa exactamente compasión? —pregunté. Suspiró y me abrazócon fuerza.

—Es una emoción que se siente cuando se comprenden las penas de otros;cuando quisieras ayudarles, pero nada puedes hacer.

—Entonces, ¿de qué sirve la compasión?—De muy poco, en realidad —dijo, con mirada triste—. Su única utilidad es

que te permite comprender que todavía eres lo bastante humano para sentirla. Y,si la compasión es buena, te impulsa a actuar para resolver los problemas de tussemejantes.

Cuando yo salía a la sombra del atardecer, John Amos me susurró al oído:—El Señor ayuda a quienes se ayudan, no lo olvides, Bart. —Volvió

gravemente las páginas del manuscrito de mi madre que y o le había entregadopara que leyese—. Ten cuidado con no mancharlas y vuelve a ponerlasexactamente donde las encontraste. Cuando haya escrito más, tráelas; gracias ala información que nos proporcionen, podrás resolver todos tus problemas. Sulibro te está diciendo la manera de conseguirlo. ¿No lo entiendes? Ella lo escribepor eso.

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DESDE EVA

Ella llegaría procedente de Greenglenna, en el estado de Carolina del Sur, allídonde las tumbas proliferaban como la mala hierba. El día menos pensado,cuando yo levantase la cabeza, vería su cara fea y ruin.

Mi propia abuela era mil veces mejor. Últimamente no se cubría la cara conel velo en algunas ocasiones. Se maquillaba un poquitín para gustarme, y loconseguía. A veces incluso se ponía un lindo vestido, pero nunca permitía queJohn Amos la viese sin el vestido negro y el velo. Sólo se acicalaba para mí.

—Bart, te lo pido por favor; no pases demasiado tiempo con John.Me había advertido muchas veces que eso le disgustaba.—No, señora, John Amos y yo no nos llevamos bien.—Me alegro. Es malo, Bart, frío, cruel y despiadado.—Sí, señora. No le gustan mucho las mujeres.—¿Te dijo eso?—Sí. Dice que está muy solo, y que usted le trata como si fuese basura y que

pasa días enteros sin hablarle.—Aléjate de John. Evítale siempre que puedas, pero no dejes de visitarme.

Sólo te tengo a ti.Dio unas palmadas en el mullido sofá, invitándome a sentarme a su lado. Yo

sabía que se sentaba en sitios cómodos siempre que John Amos se iba a la ciudad.—¿Qué hace en San Francisco? —pregunté, pues el hombre viajaba con

frecuencia allá.Ella arrugó la frente, me tomó en sus brazos y me estrechó contra la suave

seda de su vestido de color rosa.—John es viejo, pero tiene todavía muchos apetitos que debe satisfacer.—¿Y qué come? —pregunté con curiosidad, pues el viejo llevaba dentadura

postiza y le costaba incluso masticar el pollo y mucho más la carne. Por lo queyo sabía, John Amos solía comer gachas, gelatina, pan mojado con leche…

Ella rió entre dientes y me besó los cabellos.—¿Cómo está tu madre? ¿Ya anda bien?Cambiaba de tema. No quería decirme qué comía John Amos. Me aparté de

ella.—Va mejorando poco a poco; es lo que dice a papá. Pero no está muy

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animada. Cuando él no se encuentra en casa, coge un bastón a veces paraapoy arse en él. No quiere que papá se entere.

—¿Por qué?—No lo sé. Lo único que le gusta ahora es jugar con Cindy y escribir. Es lo

único que hace, ¡palabra! Para ella, escribir libros es tan excitante como bailar,aunque en ocasiones se altera y parece preocupada.

¡Oh! —murmuró débilmente—. Confiaba en que dejaría de escribir.También yo, pero no parecía probable.—La abuela de Jory vendrá pronto, muy pronto. Creo que si decide quedarse

en nuestra casa me fugaré.Volvió a exclamar « ¡oh!» como si las sorpresas le impidiesen hablar.—Bueno, abuela —dije—, no la quiero como a ti.Me marché a casa poco antes de la hora de almorzar, atiborrado de helado y

pastel. En realidad, empezaba a aborrecer los dulces. Mamá estaba en la barra,haciendo ejercicios delante del espejo, y procuré que no me viese al ocultarmedetrás de un sillón. Creo que era el único cuarto de estar del mundo que tenía unabarra al fondo, con un espejo de tres metros de largo detrás de ella.

—Bart, ¿eres tú quien se esconde detrás del sillón?—No, mamá, es Henry Lee Jones…—¿De veras? Hacía tiempo que buscaba a Henry Lee. Me alegro de haberte

encontrado, al fin, detrás de los matorrales… después de tanto buscarte, HenryLee.

Eso me hizo reír. Era un juego que solíamos practicar cuando y o erapequeño, muy muy pequeño.

—Mamá, ¿puedes llevarme hoy a pescar?—Lo siento. Estaré ocupada todo el día. Tal vez mañana.Mañana. Siempre mañana. Me escondí en un rincón oscuro, encogiéndome

de manera que nadie pudiese verme. A veces, cuando seguía a mamá en su sillade ruedas, caminaba de puntillas y con la espalda encorvada, tal como decíaJohn Amos que andaba Malcolm cuando era viejo y estaba en la cima de supoder. Y la miraba fijamente, por la mañana, por la tarde y por la noche,tratando siempre de decidir si era tan mala como decía John Amos.

—Bart. —Jory me hallaba siempre, dondequiera que me escondiese—. ¿Quéhaces ahora? Solíamos divertirnos juntos, y tú me contabas cosas. Ahora nohablas con nadie.

Mentira. Hablaba con mi abuela y John Amos. Sonreí taimadamente,torciendo los labios como hacía John Amos, y me volví para mirar a mamá, queahora andaba torpemente, como yo.

Jory se alejó y dejó que me entretuviese solo. Mi única diversión consistía enimitar a Malcolm. ¿Era realmente mamá tan pecadora? ¿Cómo podía yo hablarcon Jory como antes, si él se negaba a creer que mamá mentía acerca de la

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identidad de mi verdadero padre? Jory seguía pensando que era el doctor Paul; yno, no lo era.

Más tarde, durante la cena, mientras mamá y papá se miraban y decíantonterías que les hacían reír a ellos y también a Jory, y o miraba fijamente elmantel amarillo. ¿Por qué se empeñaban papá y mamá en poner un mantelamarillo al menos una vez a la semana? ¿Por qué insistía él en que ella debíaaprender a perdonar y a olvidar?

Entonces Jory habló:—Mamá, esta noche saldré con Melodie. Iremos al cine y después a un club

donde no sirven licores. ¿Puedo darle un beso al despedirme de ella?—Una pregunta importantísima —dijo ella, sonriendo, mientras y o seguía

sentado en mi rincón—. Sí, despídete con un beso y dile que has pasado unavelada estupenda…, y nada más.

—Sí, madre —repuso él, con un guiño burlón—. Me sé de memoria lalección. Melodie es una niña dulce e inocente, que se sentiría ofendida si abusasede ella; por lo tanto la ofenderé no abusando.

Ella hizo una mueca y él se limitó a sonreír.—¿Cómo va tu novela? —preguntó Jory antes de volver a su habitación para

abstraerse en la contemplación de la foto de Melodie que tenía sobre la mesita denoche.

Una pregunta estúpida. Ella ya había dicho que la escritura la tenía ocupadatodo el día y que nuevas ideas la despertaban por la noche, de tal modo que papáse quejaba de no poder dormir cuando ella encendía la luz. En cuanto a mí,estaba impaciente por leer la continuación. A veces pensaba que lo inventabatodo, que nada de todo aquello le había sucedido realmente. Estaba fingiendo, lomismo que yo.

—Jory, ¿has tocado mi manuscrito? —preguntó—. No encuentro unoscapítulos.

—¡Oh, mamá! Sabes que no leería lo que escribes sin tu permiso. ¿Me lo das?Echó a reír.—Algún día, cuando seas un hombre, insistiré en que leas mi libro, o mis

libros. Tal como se desarrolla la obra, creo que se publicarán en dos volúmenes.—¿De dónde sacas tus ideas?Ella se agachó para coger una vieja libreta de hojas sujetas por un alambre

en espiral.—De aquí y de mi memoria. —Hojeó rápidamente la libreta—. Mira con

qué letra más grande escribía cuando tenía doce años. Al hacerme may or, micaligrafía se hizo más regular y pequeña.

Súbitamente, Jory le quitó la libreta de las manos, corrió la ventana para leerunas líneas, y se la devolvió.

—Hay algunas faltas de ortografía —dijo para zaherirla.

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Me fastidiaba su relación; era más propia de dos amigos que de madre e hijo.Me molestaba la manía de mamá de escribir en papel pautado antes de pasar eltexto a máquina. Aborrecía sus lápices, plumas y gomas, así como los libros quehabía comprado para su nuevo proy ecto. Yo no tenía ni madre ni padre. Jamáshabía tenido un padre de verdad. No tenía a nadie, ni siquiera un animaldoméstico.

El verano estaba envejeciendo, como y o. Mis huesos se volvían frágiles, y micerebro, sabio y cínico. Pensaba que, como había escrito Malcolm en su diario,nada era tan bueno como había sido antes, y que ningún juguete meproporcionaba la satisfacción que había esperado antes de tenerlo. Incluso lamansión de mi abuela parecía menos grande que antes.

En el compartimiento de Apple, que era mi lugar predilecto para leer eldiario de Malcolm, me tumbaba sobre el heno y procuraba leer las diez páginasdiarias que me había impuesto John Amos. A veces escondía el libro entre elheno, otras lo llevaba bajo la ropa. Al empezar a leer, por la página que habíamarcado con una de las pequeñas señales de cuero que utilizaba mamá, chupabauna brizna de heno.

« Recuerdo muy bien el día que cumplí veintiocho años y, al llegar a casa,me encontré con que mi padre viudo había vuelto a casarse. Observé a la novia,que más tarde supe que sólo tenía dieciséis años, y comprendí inmediatamenteque una muchacha tan joven y hermosa se había casado con él sólo por eldinero» .

« Mi propia esposa, Olivia, nunca había sido lo que se dice una belleza, perotenía algunos aspectos atractivos cuando me casé con ella, y su padre era muyrico. De pronto descubrí que, después de haberme dado dos hijos, y a no meatraía en absoluto. Parecía fea, comparada con Alicia, mi madrastra de dieciséisaños…» .

Esa gansada amorosa y a la había leído antes. Había perdido el punto,¡maldita sea! Pero lo cierto era que solía hojear el libro y leer párrafos sueltos,saltándome trozos, sobre todo cuando Malcolm intercalaba en su historia escenasaburridas, como las de los besuqueos. Resultaba rarísimo que, odiando tanto a lasmujeres, le apeteciese besarlas.

Bueno, por fin había encontrado el punto donde había interrumpido la lectura.« Alicia dio a luz su primer hijo. Yo deseaba fervientemente que fuese una

hembra. Pero no; tuvo que ser otro varón, para disputarme la fortuna de mipadre. Recuerdo que me la quedé mirando, igual que al bebé que rebullía a sulado en la ancha cama, y odié a los dos» .

» Cuando ella me sonrió inocentemente, orgullosa de su hijo y como si éstehubiese de gustarme tanto como a su padre, le dije: « Mi querida madrastra, tuhijo no vivirá lo suficiente para heredar la fortuna de tu marido mientras yo estévivo para impedirlo» .

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« Estaba tan enojado con ella que de buen grado habría abofeteado suhermosa y astuta cara. "No quiero el dinero de tu padre, Malcolm, y mi hijotampoco lo querrá. Mi hijo se ganará la vida, no heredará dinero conseguido porotros. Yo le enseñaré los verdaderos valores de la vida… unos valores de los quetú nada sabes"» .

Me pregunté qué significaría aquello. En realidad, ¿qué eran los valores?¿Precios de venta? Centré de nuevo mi atención en el diario de Malcolm. Habíaomitido quince años en la narración. ¡Qué extraño!

Mi hija, Corinne, se parecía cada día más a la madre que me abandonócuando y o sólo tenía cinco años.

Yo la veía cambiar, desarrollarse y convertirse en mujer, y observaba susjóvenes senos, que pronto tentarían a los hombres. En cierta ocasión mesorprendió cuando los estaba mirando y se ruborizó. Eso me gustó; al menos seríarecatada. « Corinne, prométeme que no te casarás y abandonarás a tu padrecuando esté viejo y enfermo júrame que no me abandonarás nunca» .

Su cara palideció, como si temiese que volviese a enviarla al ático sirechazaba mi sencilla petición. « Toda mi fortuna, Corinne, hasta el últimocentavo, será tuya si prometes no dejarme nunca» .

» « Pero, padre, yo —quiero casarme y tener hijos» , dijo, inclinando lacabeza con profunda aflicción.

» Juró que me quería, pero leí en sus ojos que me abandonaría a la primeraoportunidad.

» Sin embargo, yo cuidaría de que no hubiese chicos ni hombres en su vida.La matricularía en un colegio sólo para señoritas, un colegio religioso y severo,donde no se permitiese a las alumnas salir con muchachos» .

Cerré el libro y me encaminé hacia casa. A mi manera de ver, Malcolm nohubiese debido casarse con Olivia ni tener hijos, aunque, pensándolo mejor, si nolo hubiese hecho, y o no habría conocido a mi abuela. Y, a pesar de que ésta erauna mentirosa y me había traicionado, todavía quería amarla y volver a confiaren ella.

Otro día leí, tumbado en el establo, algo acerca de Malcolm cuando ya teníacincuenta años. Para entonces escribía en su diario con menos regularidad.

« Hay algo pecaminoso entre mi medio hermano menor y mi hija. He hechocuanto he podido para sorprenderlos acariciándose o mirándose de maneraincitante, pero ambos son muy listos. Olivia dice que mis temores son infundados,que Corinne nunca ha sentido nada por su tío; pero Olivia es también mujer, fiel asu tortuoso sexo. Maldito sea el día en que me convenció de que recibiésemos aaquel chico en nuestro hogar. Fue un error, quizá el más grave de mi vida» .

Por lo visto, incluso Malcolm cometió algunos errores, pero solamente conmiembros de su familia. ¿Por qué no podía soportar que sus hijos fuesen músicos,ni que su hija se casara? Si y o hubiese sido Malcolm, me habría alegrado de

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librarme de ella, como me alegraría de que desapareciese Cindy.Arrojé el diario de Malcolm al suelo y lo cubrí de heno con los pies. Después

me dirigí a la mansión, lamentando que Malcolm no hubiese escrito sobre elpoder y la manera de obtenerlo, el dinero y la manera de ganarlo, y la influenciay la manera de conseguirla. Se limitaba a escribir sobre los disgustos que lecausaban sus dos hijos, su esposa y su hija, por no mencionar a aquel jovenmedio hermano a quien tanto le gustaba Corinne.

—Hola, querido —dijo mi abuela cuando entré cojeando en el salón—.¿Dónde has estado? ¿Cómo está la rodilla de tu madre?

—Mal —respondí—. Los médicos afirman que mamá nunca volverá a bailar.—¡Oh! —suspiró—. ¡Qué lástima! Lo siento.—Yo me alegro —dije—. Ni siquiera puede bailar un vals con papá, como

hacían a menudo antes en el cuarto de estar, donde nos prohibían entrar.Pareció muy triste. ¿Por qué se entristecía?—Abuela, mi mamá no quererte.—Debes cuidar más tu gramática, Bart —jadeó, enjugándose una lágrima—.

Debes decir « mi mamá no te quiere» . Pero ¿cómo puedes creer eso, si nisiquiera sabe que estoy aquí?

—A veces hablas como ella.—Siento no poder volver a verla en el escenario. Su ligereza y su gracia eran

tan maravillosas que parecía formar parte de la música. Tu madre nació para ladanza, Bart. Sé que debe sentirse perdida y vacía sin ella.

—No es verdad —respondí rápidamente—. Mamá tiene su máquina deescribir y ese libro en que trabaja todo el día y la mayor parte de la noche. Nonecesita nada más. Ella y papá están horas y horas en la cama, sobre todocuando llueve, y hablan de un viejo caserón en la montaña y de una abuela altay vieja que vestía siempre de gris. Yo me escondo en el ropero y pienso que todoes como un estúpido cuento de hadas.

Pareció impresionada.—¿Espías a tus padres? Eso no está bien, Bart. Hay que respetar la intimidad

de los may ores.Sonreí y disfruté al explicarle que, de hecho, espiaba a todo el mundo, incluso

a ella, a veces.Sus ojos azules me escrutaron durante un rato. Después sonrió.—Bromeas, ¿verdad? Estoy segura de que tus padres te han enseñado

mejores modales. Si quieres que la gente te aprecie y te respete, Bart, tienes quetratarla como quisieras que te trataran a ti. ¿Te gustaría que yo te espiase?

—¡No! —exclamé.Otro día, volví al consultorio de aquel viejo médico canoso que me obligaba a

tumbarme y cerrar los ojos para sentarse detrás de mí y formularme preguntastontas.

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—¿Quién eres hoy? ¿Bart Sheffield o Malcolm?Me negué a contestar.—¿Cuál es el apellido de Malcolm?No le importaba.—¿Qué sientes por tu madre, ahora que y a no puede volver a bailar?—Me alegro.Eso le pilló por sorpresa. Empezó a pergeñar sus notas, tan excitado que,

cuando abrí los ojos y me volví para mirarle, advertí que su rostro se habíapuesto colorado. Decidí darle más motivos de excitación.

—Quisiera que Jory cayese y se rompiese las dos rótulas. Entonces y oandaría y correría más deprisa que él, y sería en todo mejor que él. Después,cuando entrase en el salón, todos me mirarían a mí, no a él.

Esperó que siguiese hablando, pero al ver que no era así me dijoamablemente:

—Comprendo, Bart. Temes que tu madre y tu padre te quieren menos que aJory.

Me enfurecí.—¡No es cierto! ¡Ella me quiere más a mí! Pero y o no sé bailar. El baile es la

razón por la que ella se divierte con Jory y me mira malhumorada. Yo quería sermédico, pero he cambiado de idea porque mi verdadero padre no lo era, comoellos me habían dicho. Era abogado.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.No se lo diría. Eso no le importaba. Me lo había dicho John Amos, y yo había

oído también que la abuela lo decía a papá. Los abogados eran listos, muy listos.Yo también lo sería. Los bailarines no tenían un buen cerebro, sólo buenaspiernas.

—¿Quieres contarme algo más, Bart?—¡Sí! —dije levantándome del diván y agarrando su plegadera—. La noche

pasada había luna llena, y cuando me asomé a la ventana, la oí llamarme. Sentínecesidad de aullar y probar el sabor de la sangre. Corrí como un loco por elbosque, montaña arriba, y entonces surgió de la noche una mujer muy hermosa,de largos, larguísimos cabellos de oro.

—¿Y qué hiciste? —preguntó el médico cuando yo hice una pausa.—La maté y me la comí.Siguió escribiendo y, mientras tanto, cogí varios caramelos que él reservaba

para sus pacientes más jóvenes. Después cogí unos cuantos más, pensando enreservar al menos uno para mi abuela.

Cuando estuve de nuevo en casa, corrí al compartimiento de Apple y hojeé eldiario de Malcolm hacia atrás. Me había saltado algunas páginas aburridas, ynecesitaba encontrar algo. Me interesaba saber qué le empujaba hacia lasmujeres, a quienes despreciaba.

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« Había vuelto el otoño, y los árboles lucían sus brillantes colores ocres yroj izos. Seguí a Alicia por el bosque, donde ella cabalgaba con admirabledestreza. Yo me veía forzado a espolear mi caballo para seguirla al galope. Ellaestaba tan hechizada por la belleza de la estación que no parecía oír el redoble delos cascos de mi cabalgadura. Por un breve instante, la perdí de vista, tragada porla espesura. Entonces presumí que se dirigía al lago donde y o solía nadar cuandoera un muchacho, un último chapuzón antes de que llegase el invierno y el aguase volviese helada» .

Los caramelos de cereza eran los que más me gustaban. Los lamía hasta quemi lengua se ponía roja como la sangre. Era muy agradable leer y comercaramelos al mismo tiempo. Bueno, al parecer Malcolm empezó a ganar dineroy adquirir poder cuando era mucho may or que y o.

« Tal como había sospechado, ella estaba en el lago, y su magnífico cuerpoera tan inmaculado como había imaginado. ¡Y pensar que mi padre gozaba detodo aquello, mientras yo tenía que conformarme con el cuerpo frígido de unamujer que sólo podía resignarse, pero no disfrutar!» .

» Resplandeciente y chorreando, desnuda, emergió del lago y se encaminóhacia la herbosa orilla donde había dejado su ropa. Contuve el aliento mientras laobservaba bajo la luz del sol. Sus espléndidos cabellos eran como una cascada deun rojo dorado, con oscuras sombras ambarinas, y el vello del pubis era rizado ymás oscuro.

» Entonces, ella me vio y se quedó boquiabierta. Yo había salido de miescondite sin darme cuenta» .

Afortunadamente, ella le dio una bofetada y le ordenó que se marchase. Porfin, por fin se transformaría él en el Malcolm que debía ser: astuto, duro,implacable y rico.

« Me las pagarás, Alicia. Tú y tu hijo lo pagaréis, y lo pagaréis muy caro.Nadie puede rechazarme después de haberme incitado, de haberme hecho creerque…» .

Cerré el libro y bostecé.

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MADAME MARISHA

Había llegado otra carta de mi abuela Marisha anunciando que emprendía elviaje para encargarse de las clases de ballet de mamá. « Así tendré la suerte dever a mi nieto más a menudo y beneficiarle con mi experiencia» .

Su visita no entusiasmaba mucho a mamá, y a que sus relaciones conmadame Marisha no habían sido nunca muy afectuosas, lo que siempre mehabía preocupado. Yo las amaba a ambas y me habría gustado que ellas sequisieran también.

Todos estábamos esperando que madame se presentase, medio muertos dehambre porque llevaba ya una hora de retraso. Había telefoneado para decir queno fuésemos a esperarla, ya que, por su carácter independiente, no estabaacostumbrada a los recibimientos. Sin embargo, mamá había ayudado a Emmaa preparar una cena digna de un gourmet, que se estaba ya enfriando.

—Hay que ver lo desconsiderada que es esa mujer —se lamentó papá,después de consultar su reloj por décima vez—. Si me hubiese permitido ir abuscarla al aeropuerto, a estas horas ya estaría aquí.

—¿No es una conducta extraña —preguntó mamá, con una sonrisa burlona—,en una persona que siempre insistía en la puntualidad de sus alumnos?

Por último, y después de otra hora de espera, papá cenó solo y se marchóapresuradamente al hospital. Mamá se retiró a su habitación para trabajar en sulibro hasta que llegase mi abuela.

—Bart —llamé—, ven y jugaremos a algo. ¿Qué tal una partida de damas?—¡No! —respondió, sin salir de su oscuro rincón, donde estaba agazapado,

con una mirada malévola en sus negros Ojos, que apenas pestañeaban—. ¡Ojaláse hay a caído del cielo esa vieja!

—Eso está muy mal, Bart. ¿Por qué siempre dices cosas horribles?No me contestó; siguió sentado, mirándome fijamente. Entonces sonó el

timbre de la puerta. Me levanté de un salto para abrir.Mi abuela estaba allí, sonriente y bastante desgreñada. Tenía, al menos,

setenta y cuatro años, y todo en ella era arrugado, viejo y gris. En sus cabellosalternaban el color negro azabache, el blanco. Bart decía que parecía una mofetao una vieja foca negra y sospechaba que su pelo era tan lustroso porque lo untabacon aceite. Yo pensé que era maravillosa cuando me tendió los brazos y me

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estrechó con fuerza, mientras unas lágrimas surcaban el colorete de sus mejillas.Ni siquiera miró a Bart.

—Jory, Jory, ¡qué guapo estás! —exclamó. Su moño era tan enorme quesupuse debía ser postizo.

—¿Puedo llamarle abuela cuando no estemos en clase?—Claro, claro —asintió, moviendo la cabeza como un pájaro—. Pero sólo

cuando no te oiga nadie, ¿entendido?—Ahí está Bart —dije, para recordarle que debía mostrarse cortés.Ella lo era raras veces. Además, no le gustaba Bart, ni ella le gustaba a él.

Saludó sobriamente a Bart con la cabeza y le ignoró, como si no existiese.—Me alegro mucho de poder estar unos momentos a solas contigo —dijo

madame, abrazándome de nuevo. Después me empujó hacia el sofá, donde nossentamos los dos, mientras Bart permanecía en su oscuro rincón—. Te aseguro,Jory, que, cuando me escribiste para anunciarme que no me visitarías esteverano, me puse enferma, realmente enferma. Comprendí que estaba harta dever a mi nieto sólo una vez al año y decidí vender mi academia de baile paravenir aquí a ay udar a tu madre. Desde luego, sabía que a ella no le gustaría, pero¿qué me importaba? Tener que esperar dos largos años para ver a mi nieto meresultaba insoportable.

» El vuelo ha sido espantoso —prosiguió—. Hubo turbulencias durante todo eltray ecto. Me cachearon antes de subir al avión, como si fuese una delincuente.Tuvimos que sobrevolar una y otra vez el aeropuerto, esperando nuestro turnopara aterrizar. Por fin, cuando estaba a punto de agotarse el carburante, pudimosaterrizar, aunque con cierta violencia. Por un momento temí que iba adesnucarme. ¿Y sabes lo que me pidieron por el automóvil de alquiler? Debieronde pensar que nado en oro. Como he venido para quedarme, decidí en el mismoinstante comprar un coche, no un coche nuevo, pero sí uno de segunda mano queestuviese en buenas condiciones, del tipo que le habría gustado a Julián. ¿Te hedicho alguna vez que a tu padre le gustaba reparar coches viejos para quepudiesen correr?

Me lo había explicado docenas de veces.—En fin, pagué a aquellos truhanes la exorbitante suma de ochocientos

dólares, subí a mi nuevo coche rojo y emprendí el camino de vuestra casa,guiándome con un mapa, mientras el cacharro traqueteaba y avanzaba atrompicones. Me sentía feliz porque venía al encuentro de mi amado nieto, elúnico heredero de George. Bueno, me recordaba cuando tu padre era unadolescente y venía corriendo a casa, orgulloso de llevarme a dar una vuelta ensu nuevo coche, construido aprovechando la chatarra de los vertederos de laciudad.

Sus ojos chispeantes parecían jóvenes, y ella me conquistaba de nuevo con sucariño, con sus lisonjas.

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—… y debes comprender que, como les ocurre a todas las viejas en todaspartes, cuando empiezo a rememorar el pasado surgen toda clase de recuerdosen mi mente. Tu abuelo se sintió feliz el día que nació Julián. Yo estrechaba a tupadre entre mis brazos y contemplaba a mi marido, que era muy guapo, tantocomo Julián y como tú, y a punto estuve de estallar de orgullo por haber dado aluz, a mi edad y por primera vez, sin grandes complicaciones. Tu padre fue unniño perfecto, maravilloso desde el mismo momento de nacer.

Estuve tentado de preguntarle qué edad tenía cuando nació mi padre, pero nome atreví. Sin embargo, la pregunta debió de reflejarse en mis ojos.

—La edad que tengo no es asunto de tu incumbencia —espetó, y después seinclinó para besarme de nuevo—. ¡Oh! Todavía eres más guapo de lo que era tupadre a tu edad, lo que siempre había creído imposible. Yo solía decir a Juliánque parecería aún más guapo con la piel un poco bronceada por el sol, pero élera capaz de todo para llevarme la contraria, de todo…, incluso de conservaraquella palidez enfermiza.

La tristeza nubló sus ojos. Para mi asombro, miró entonces a Bart, que estabaescuchando y, sorprendentemente, se mostraba interesado por lo que oía.

Ella llevaba todavía aquel vestido negro que parecía haberse vuelto rígido conlos años y, sobre él, lucía un viejo y apolillado bolero de piel de leopardo quehabía conocido tiempos mejores.

—En realidad, nadie conocía a tu padre, Jory, ni nadie le poseyó de veras, esdecir, nadie, salvo tu madre.

Suspiró y prosiguió, como si tuviese que contarlo todo antes de que apareciesemamá.

—Por esa razón he decidido poner todos los medios para conocer al hijo deJulián mejor de lo que le conocí a él. He resuelto también que tienes quequererme, porque nunca estuve segura de que Julián me quisiera. No paro dedecirme que el fruto nacido de la unión de mi hijo con tu madre ha de ser unbailarín maravilloso, sin ninguno de los defectos de Julián. Yo aprecio mucho a tumadre, Jory, la aprecio muchísimo, aunque ella se niegue a creerlo. Reconozcoque en ocasiones me porté mal con ella, pero tu madre lo tomó como unsentimiento verdadero, cuando sólo era irritación porque ella no parecía amar ami hijo.

Incomodado por sus palabras, me aparté de ella; ante todo, y o debía fidelidada mi madre. Advirtió mi cambio de actitud, pero continuó como si tal cosa:

—Me siento sola, Jory. Necesito estar cerca de ti, y también cerca de ella. —El remordimiento oscureció sus ojos como una sombra, añadiendo años a surostro—. Lo peor de envejecer es que te encuentras solo, y te sientes inútil,gastado.

—¡Oh, abuela! —exclamé, rodeándola con mis brazos—. No debe sentirsesola ni inútil. Nos tiene a nosotros. —La abracé más fuerte y la besé de nuevo—.

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¿No tenemos una casa muy hermosa? Puede vivir en ella con nosotros. ¿Le habíadicho que la diseñó mamá?

Madame observó el cuarto de estar con gran curiosidad.—Sí, es una casa preciosa, muy propia de Catherine. ¿Dónde está ella?—En su habitación, escribiendo.—¿Escribiendo cartas?Parecía molesta, como si mamá hubiese descuidado sus deberes de anfitriona

para atender a cosas triviales.—Mamá está escribiendo un libro, abuela.—¿Un libro? ¡Las bailarinas no escriben libros!Me levanté, sonriendo, y ejecuté unos pasos de danza, llevado por la

costumbre.—Madame, abuela, los bailarines podemos hacer cuanto nos propongamos. A

fin de cuentas, si somos capaces de soportar tantas fatigas, ¿tenemos algo quetemer?

—Las críticas —replicó madame—. Los bailarines somos ególatras. Unacrítica negativa, y tu mamá se estrellaría.

Sonreí, pensando que exageraba mucho. Mamá nunca se estrellaría, aunqueel cartero le trajese mil notas de censura.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó.—Haciendo sus visitas en los hospitales. Me pidió que le presentara sus

disculpas. Quería estar aquí para recibirla, pero usted llegó después de la horaprevista.

Lanzó un gruñido, como si la culpa fuese de él en cualquier caso.—Bueno —dijo, levantándose y contemplando la habitación con ojos más

críticos—, creo que es hora de saludar a Catherine…, aunque supongo que hadebido oír mi voz.

Tenía que haberla oído, dada su estridencia.—Mamá se enfrasca en su trabajo, abuela. A veces ni siquiera se entera

cuando la llamamos a un palmo de distancia.—¡Uf! —gruñó de nuevo. Después me siguió por el pasillo.Llamé suavemente a la puerta de mamá y la abrí con cuidado al oír algo

semejante a un « ¿Quién…?» .—Tienes una visita, mamá.Por un segundo, me pareció percibir una expresión de congoja en los ojos de

mamá, antes de que madame entrase con arrogancia en el dormitorio. La abuelase sentó antes de ser invitada en el sofá de terciopelo.

—¡Madame Marisha! —exclamó mamá—. ¡Cuánto me alegro de volver averla! Por fin se ha decidido a visitarnos, en lugar de esperar a que lo hiciéramosnosotros.

¿Por qué estaba tan nerviosa? ¿Por qué miraba continuamente las fotos que

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había sobre su mesita de noche? Eran unas viejas fotografías de papá y de papáPaul, y también había una de mi padre, en un pequeño marco ovalado y no enuno grande y de plata como las otras.

Madame también miró hacia la mesita de noche y arqueó las cejas.—Tengo muchos retratos de Julián con buenos marcos —se apresuró a

explicar mamá—, pero a Jory le gusta tenerlos en su habitación.Madame bufó de nuevo.—Tienes buen aspecto, Catherine.—Estoy bien, gracias. También usted tiene muy buen aspecto.Sus manos rebullían nerviosas sobre la falda, mientras sus pies mantenían en

continuo movimiento el sillón giratorio.—¿Cómo está tu marido?—Bien, bien. Ahora está haciendo sus visitas en los hospitales. La estuvo

esperando, pero, como se retrasaba…—Lo comprendo. Siento haber llegado tarde, pero los comerciantes de este

estado son unos ladrones. Tuve que pagar ochocientos dólares por un trozo dechatarra que ha estado perdiendo aceite durante todo el trayecto hasta llegaraquí.

Mamá bajó la cabeza. Comprendí que trataba de disimular su risa.—¿Qué más podía esperar por ochocientos dólares? —consiguió decir al fin.—Bueno, Catherine, y a sabes que Julián nunca pagó gran cosa por los coches

que tuvo. —Su voz estridente se tornó reflexiva—. Pero él sabía cómo manejar lachatarra, lo que y o ignoro. Supongo que dejé que el sentimiento se impusiera alsentido común. Debería haber comprado uno mejor que me ofrecían por mildólares, pero sabes muy bien que soy ahorradora.

Después se interesó por la rodilla de mi madre. ¿Estaba curada? ¿Cuándopodría volver a bailar?

—Está bien —contestó mamá de mala gana, pues aborrecía que lepreguntasen por la rodilla—. Sólo siento un poco de dolor cuando llueve.

—¿Y cómo está Paul? Hace tanto tiempo que no lo he visto… Recuerdo que,cuando te casaste con él, me enfadé tanto que no quería volver a veros, e inclusodejé la enseñanza durante unos años. —Miró de nuevo el retrato de papá—.¿Sigue tu hermano viviendo contigo?

Se produjo un silencio que gravitó en el aire, mientras mamá observaba elretrato de mi padrastro Chris. ¿A qué hermano se refería madame? Mamá notenía ya ningún hermano. ¿Y por qué miraba madame el retrato de papá, sipreguntaba por Cory?

—Sí, sí, desde luego —respondió mamá, aumentando con ello mi confusión—. Ahora hábleme de Greenglenna y de Clairmont. Quiero saber noticias detodos. ¿Cómo está Lorraine DuVal? ¿Con quién se casó? ¿O se marchó a NuevaYork?

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—No se ha casado, ¿verdad? —preguntó la abuela, entornando los párpados.—¿Quién?—Tu hermano.—No, no se ha casado todavía —respondió mamá, molesta otra vez. Después

sonrió—. Y ahora, madame, tengo una gran sorpresa para usted. Tenemos unahija que se llama Cindy.

—¡Ya! —gruñó madame—. Sé algo acerca de esa Cindy. —Había un brilloextraño en sus ojos—. Pero me gustaría verla y conocer algo más de esa niñamodelo. Jory me explicó en sus cartas que puede tener condiciones para ladanza.

—¡Oh, las tiene, las tiene! Quisiera que la viese con sus pequeños leotardos decolor de rosa intentando imitarnos a Jory y a mí…, bueno, a mí cuando aún podíabailar.

—Tu marido debe de tener y a bastantes años —dijo madame, sin prestaratención a las fotografías que mamá le mostraba de Cindy, que se encontraba yaen la cama.

—¿Le ha contado Jory que estoy escribiendo un libro? Es algo fascinante. Nopensé que fuese así cuando empecé, pero, después de superar el cambio, yo fuila primera sorprendida, y ahora se ha convertido más en una diversión que en untrabajo, y tan satisfactorio como la danza. —Sonrió. Movía, nerviosa, las manos,arrancando una hilaza de sus pantalones azules, estirando su suéter blanco,atusándose los cabellos o arreglando los papeles de la mesa—. Mi habitación estádesordenada. Le pido disculpas por ello. Necesito un estudio, pero en esta casa nohay espacio suficiente…

—¿Tu hermano también trabaja en el hospital?Yo seguía sentado, sin comprender a qué hermano se refería. Hacía

muchísimos años que Cory había muerto, aunque nadie yacía en su tumba, nadieen absoluto. Había una pequeña lápida al lado de la de tía Carrie, pero allí nohabía nadie…

—Supongo que tendrá hambre. Pasemos al comedor y Emma calentará losespaguetis. Recalentados saben mejor…

—¿Espaguetis? —repitió madame—. ¿No me dirás que coméis esa porquería?¿Permites que mi nieto coma almidones? Te advertí hace muchos años quedebías abstenerte de comer pasta. ¿Es que nunca aprenderás, Catherine?

Los espaguetis eran uno de mis platos preferidos, pero esa noche habíamoscenado pierna de cordero, preparada, en honor de madame, de la manera quemamá pensaba que más le gustaba. ¿Por qué había mencionado los espaguetis?Dirigí a mi madre una severa mirada y advertí que estaba atribulada y sofocada,como si fuera tan joven como Melodie, como si temiera que algo saliese mal,pero ¿qué podía ser?

Madame Marisha no comería ni dormiría en nuestra casa, pues no quería

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« ocasionar molestias» . Había alquilado ya una habitación en la ciudad, cerca dela academia de danza de mamá.

—Y, aunque tú no me lo has pedido, Catherine, me encantará quedarme ysustituirte. Vendí mi escuela en cuanto Jory me escribió contándome lo de tuaccidente.

Mamá se limitó a asentir con la cabeza, extrañamente inexpresiva.Unos días después, madame echó un vistazo al despacho de la academia que

había sido de mamá.—Lo tiene todo tan ordenado… En esto no se parece a mí. Pero pronto lo

tendré todo a mi manera.Yo la quería de un modo un poco raro, como se anhela el invierno cuando se

está en pleno verano; pero cuando el frío del invierno se mete en los huesos unoquisiera que acabase pronto. Se movía como una joven y parecía muy vieja.Cuando bailaba, casi se hubiera podido pensar que tenía dieciocho años. Suscabellos eran negros o dejaban de serlo, según el día de la semana. Descubrí, alver las ennegrecidas púas de su peine blanco, que se aplicaba cierto tinte que notardaba en desaparecer. A mí me gustaba más con el cabello blanco, queaparecía plateado a la luz de las lámparas.

—¡Eres en todo como mi Julián! —exclamó un día, con un afectoempalagoso. Había despedido ya al joven profesor que mamá había contratado—. Pero ¿por qué eres tan arrogante? ¿Te dice tu mamá que eres sensacional? Tumamá siempre ha pensado que la música es lo que más cuenta en la danza, y noes así, no lo es. La esencia del ballet es la exhibición de un cuerpo bello. Hevenido a salvarte, a enseñarte cómo hacerlo todo a la perfección. Cuando hay aacabado contigo, tendrás una técnica intachable. —Su aguda voz bajó una o dosoctavas—. He venido también porque soy vieja y no tardaré en morir, y aún noconozco a mi nieto. He de cumplir mi deber, no sólo de abuela, sino también deabuelo e incluso de padre. Catherine fue muy tonta al bailar sabiendo que surodilla podía flaquear en cualquier momento. En realidad, tu madre fue siempremuy tonta, y por eso no me extraña lo que hizo.

Sus palabras me enfurecieron.—No hable así de mi madre. Ella no es tonta, nunca lo ha sido. Hace lo que

en su opinión debe hacer. Le diré la verdad, para que la deje en paz. Bailó aquellaúltima vez porque yo le pedí y supliqué que bailase al menos una vez conmigocomo profesional. Lo hizo por mí, abuela, por mí, ¡y por ella!

Sus oj illos negros adoptaron una expresión astuta.—Jory, aprende la lección número uno de mi curso de filosofía: Nadie hace

nada por otro, si no saca de ello más para sí.Madame tiró a la papelera, como si fuesen basura, todos los pequeños

recuerdos que mamá tanto apreciaba. Después levantó una abultada bolsa demano y, al cabo de un minuto, la mesa estaba mucho más llena de trastos que

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antes.Me arrodillé inmediatamente para sacar de la papelera todas las cosas que

sabía que agradaban a mi madre.—No me quieres tanto como a tu madre —se lamentó madame, con una voz

cascada y dolida que sonaba débil y vieja.Sorprendido por la pena que reflejaba su voz, levanté la cabeza y la vi como

nunca la había visto hasta entonces: como una anciana sola y afligida, que seaferraba desesperadamente al único eslabón que la unía con la vida: y o. Me sentílleno de compasión.

—Me alegro de que esté aquí, abuela, y desde luego la quiero. No mepregunte si la quiero más que a nadie; simplemente alégrese de que la quiera,como yo me alegro de que usted me quiera por la razón que sea. —Besé suarrugada mejilla—. Llegaremos a conocernos mejor, y seré para usted el hijoque habría querido que fuese mi padre…, al menos en algunos aspectos. Por lotanto, no llore ni se sienta sola. Mi familia es la suya.

Sin embargo, las lágrimas asomaron a sus ojos y resbalaron por su rostro, ysus labios temblaron cuando me abrazó. Su voz sonó cascada y vieja:

—Julián no vino nunca a mis brazos como tú acabas de hacer. No le gustabatocar ni que le tocasen. Gracias, Jory, por quererme un poco.

Hasta ese momento, ella había sido sólo un episodio de verano para mí, unamujer que me halagaba con sus excesivas alabanzas y hacía que me sintiesecomo algo especial. Ahora estaba inquieto, al pensar que ella… quizá… habíaproyectado siempre su sombra sobre nuestras vidas.

Todo marchaba mal en nuestro hogar. Tal vez podía culpar a la vieja de lacasa de al lado. Sin embargo, ahí estaba otra anciana vestida de negro, diez vecesmás fastidiosa que la abuela de Bart, y también más dominante. Bart era un niñoque aún necesitaba un poco de control, pero yo era casi un hombre y no requeríamayores cuidados. Un tanto resentido, me desprendí de sus manos que parecíangarras y pregunté:

—Abuela, ¿por qué os empeñáis todas las abuelas en vestir de negro?—¡Qué tontería! —exclamó—. ¡No todas lo hacen! Sus ojos de azabache

eran como dos negros carbones.—Pero yo siempre la he visto a usted vestida de negro.—Y nunca me verás llevar otro color.—No lo comprendo. Oí decir a mi madre que usted vestía siempre de negro,

incluso antes de la muerte de mi abuelo, y de la de mi padre. ¿Es que siempre hallevado luto?

Rió entre dientes, desdeñosamente.—¡Ah! Ya veo. Te incomoda la ropa negra, ¿eh? Te hace sentir triste,

¿verdad? A mí, en cambio, me alegra. Vestida de negro me siento diferente.Cualquiera puede llevar vestidos de lindos colores. Sin embargo, hay que ser una

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persona especial para encontrarse a gusto sólo con ropa negra. Además, es másbarata.

Me eché a reír y me aparté aún más. Estaba seguro de que el dinero queahorraba era lo más importante para ella.

—¿Conoces a otra abuela que vista siempre de negro? —preguntó,entrecerrando los ojos y mirándome con recelo.

Sonreí y seguí retrocediendo. Ella frunció el entrecejo y se acercó a mí.Desplegué una amplia sonrisa cuando me aproximé a la puerta.

—Es estupendo que haya venido aquí, madame abuela. Sea buena conMelodie Richarme. Algún día me casaré con ella.

—¡Jory ! —exclamó—. ¡Ven aquí inmediatamente! ¿Piensas que he voladomedio mundo sólo para sustituir a tu madre? He venido por una única razón;procurar que el hijo de Julián baile en Nueva York y en todas las grandesciudades del mundo y alcance la fama y la gloria que mereció su padre. Él sevio despojado del éxito, ¡despojado!, por culpa de Catherine.

Me enfadé. Deseé herirla como me habían herido sus palabras, a pesar dehaberle mostrado mi cariño minutos antes.

—¿De qué servirían mi fama y gloria a un padre que y ace muerto en sutumba? —pregunté agriamente. Yo no era un puñado de arcilla que ella pudiesemoldear; era ya un gran bailarín, gracias a mi madre. No necesitaba que miabuela me enseñase a bailar, sino que me enseñase cómo se podía amar a unapersona odiosa, vieja y amargada—. Ya sé bailar, madame; mi madre ha sidouna excelente profesora.

Palidecí ante su mirada de desprecio, pero me sorprendió cuando se levantóy se hincó de rodillas, juntando las manos debajo de la barbilla en actitudsuplicante. Después inclinó la cabeza hacia atrás, como si mirase a Dios a lacara.

—¡Julián! —dijo, apasionadamente—. Si nos ves desde arriba, mira loorgulloso que es tu hijo de catorce años. Haré un pacto contigo. Antes de morir,quiero ver a tu hijo convertido en el bailarín más aclamado del mundo. Haré deél lo que tú pudiste haber sido si te hubieses preocupado menos de los automóvilesy las mujeres, por no mencionar tus otros vicios. Es tu hijo, Julián… ¡y en élvolverías a vivir y bailar de nuevo!

La miré fijamente, mientras se dejaba caer, agotada, en el sillón giratorio,extendiendo hacia adelante sus vigorosas piernas.

—Y ésa maldita Catherine tuvo que casarse con un médico mucho,muchísimo mayor que ella. ¿Dónde estaba su sentido común? ¿Y dónde estaba elde él? Aunque, a decir verdad, era bastante guapo y atractivo. Pero ella debíasaber que sería viejo antes de que ella alcanzara siquiera su madurez sexual.Debió haberse casado con un hombre de aproximadamente su edad.

Yo estaba plantado delante de ella, confuso y tembloroso, sintiendo que

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empezaban a abrirse unas puertas cerradas en mi mente, unas puertas quechirriaban, como si se resistieran. « No, no —decía mi mente—, cállesemadame» . Se incorporó rígidamente, y sus ojos negros me clavaron en el suelo,impidiéndome moverme, cuando lo que más deseaba era correr, escapar a todaprisa.

—¿Por qué tiemblas? —preguntó—. ¿Por qué te noto tan extraño?—¿Me nota extraño?—No contestes las preguntas con otras preguntas —me reprendió—.

Háblame de Paul, tu padrastro. Dime cómo se encuentra y qué hace. Teníaveinticinco años más que tu madre, que ahora tiene treinta y siete. Por lo tanto, éldebe tener sesenta y dos.

Tragué saliva para deshacer un nudo en mi garganta.—Sesenta y dos años no son muchos —repuse débilmente, pensando que ella

debía saberlo mejor que yo, ya que estaba en los setenta.—Para un hombre, es la vejez; para una mujer, no es más que una

prolongación de la vida.—Eso es cruel —repliqué, enojándome de nuevo con ella.—La vida es cruel, Jory, muy cruel. Mientras eres joven, debes aprovechar

de ella cuanto te ofrece, porque si esperas tiempos mejores esperarás en vano.Yo le dije muchas veces a Julián que viviese su vida y olvidase a Catherine, queestaba enamorada de aquel hombre mayor; pero él se negaba a creer que unamuchacha pudiese preferir un viejo a un hombre guapo y vigoroso como él. Y,mira cómo son las cosas, ahora es tu padre quien yace muerto en su tumba,mientras el doctor Paul Sheffield goza del amor que en derecho corresponde ami hijo, a tu padre.

Yo vertía lágrimas que ella no podía ver, ardientes lágrimas de incredulidad.¿Había mi madre mentido a madame, haciéndole creer que papá Paul vivía aún?Pero ¿por qué había de mentir? ¿Qué había de malo en casarse con Christopher,el hermano menor del doctor Paul?

—Pareces turbado, Jory. ¿Por qué?—Estoy bien, madame.—No me mientas, Jory. Puedo oler una mentira a un kilómetro de distancia, y

verla más allá de tres mil. ¿Por qué no acompaña nunca el doctor Paul a sufamilia cuando ésta viaja a su pueblo natal? ¿Por qué tu madre trae solamente asus hijos y a su hermano Christopher?

Mi corazón palpitaba con furia. El sudor pegaba la camisa a mi piel.—Madame, ¿no conoce usted al hermano menor de papá Paul?—¿Su hermano menor? ¿De qué estás hablando? —Se inclinó para mirarme a

los ojos—. Nunca supe que tuviese un hermano, ni siquiera en aquellos terriblesdías en que la primera mujer de Paul ahogó a su hijo. Todos los periódicospublicaron la noticia, y ninguno mencionó a un hermano menor. Paul Sheffield

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sólo tenía una hermana, pero ningún hermano.Estaba mareado, a punto de vomitar, a punto de chillar y correr y cometer

alguna barbaridad, como hacía Bart cuando se sentía herido o estaba trastornado.Bart… Por vez primera supe lo que era sentirse como Bart. Estaba sobre un suelomovedizo, temiendo que todo se derrumbase si me atrevía a moverme.

La corriente del tiempo fluía en mi mente, años y años de diferencia de edad;sin embargo, papá no era mucho mayor que mamá. Sólo tenía dos años y unospocos meses más. Ella había nacido en abril, y él, en noviembre; primavera yotoño. Y se parecían mucho en todo, y se entendían sin intercambiar una palabra;les bastaba una mirada.

Madame parecía estar enroscada como una serpiente en el sillón, dispuesta asaltar sobre mí… ¿O sobre mamá? Profundas arrugas se dibujaban alrededor desus ojos y sus finos y apretados labios. Buscó un paquete de cigarrillos en unbolsillo oculto de su feo vestido.

—Bueno —dijo, como si hablase consigo misma y hubiese olvidado mipresencia—, ¿cómo excusó Catherine la ausencia de Paul la última vez? Veamos,primero me telefoneó para comunicarme que la acompañaría Chris porque ladolencia cardíaca de Paul le impedía viajar. Dijo que le dejaba al cuidado de suenfermera. Me resultó extraño que se separase de él si necesitaba unaenfermera, y decidiese viajar con Chris. —Se mordió el labio inferior y lo chupósin darse cuenta—. El año pasado no me visitaron, porque a Bart no le gustabanlas viejas tumbas ni las señoras ancianas, y sospecho que yo en particular; unchico malcriado. Y este verano tampoco vinieron, porque Bart se había heridocon un clavo oxidado en la rodilla y había tenido septicemia o algo similar. Esemaldito chico cuesta más de lo que vale, y a ella le está bien empleado porolvidarse tan pronto de la muerte de Julián. Y Paul está enfermo del corazón,siempre está enfermo del corazón, pero nunca tiene un infarto fatal. Todos losveranos me pone la misma excusa: « Paul no puede viajar debido a sucorazón…» . En cambio, Chris puede viajar siempre, con corazón o sin él.

Se interrumpió bruscamente porque y o había hecho ademán de marcharme.Me esforcé en conferir a mis ojos un aire Inexpresivo y disimular unassospechas que no quería que ella advirtiese. Nunca había sentido tanto miedocomo en aquel momento, al observar sus ojos calculadores, como si estuvieraponiendo en marcha un engranaje, como si proy ectase algo que yo temía ya.

En aquel momento, se levantó de un salto, con gran agilidad.—Ponte el abrigo. Te acompañaré a tu casa. Tengo que hablar largo y tendido

con tu madre.

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LA INCREÍBLE VERDAD

—Jory —dijo madame, mientras rodábamos en su viejo y ruidoso coche endirección a mi casa—, tus padres no os cuentan gran cosa de su pasado, ¿verdad?

—Nos explican lo suficiente —respondí, muy tieso, molesto por su manera deentremeterse en lo que no le importaba—. Saben escuchar a los demás, y todo elmundo opina que su conversación es excelente.

—Saber escuchar —dijo— es la mejor manera de eludir preguntas que unopreferiría no oír.

—Mire, abuela. A mis padres les gusta la intimidad del hogar. Nos han pedido,a Bart y a mí, que no hablemos de nuestra vida hogareña con nuestros amigos, ycreo que eso propicia que una familia se mantenga unida.

—¿De veras…?—¡Sí! —contesté, realmente irritado—. ¡Yo también soy reservado!—A tu edad, hay que serlo; a la suya, no.—Madame, mi madre fue célebre por su arte, y papá es médico. Además,

mamá se ha casado tres veces. No creo que desee que su cuñada, Amanda, sepadónde vive.

—¿Por qué?—Mi tía Amanda no es muy amable; eso es todo.—Jory, ¿confías en mí?—Sí —mentí.—Entonces, cuéntame todo lo que sepas de Paul. Dime si está tan enfermo

como ella dice, o si aún sigue con vida. Dime por qué vive Christopher en vuestracasa, y si es él quien hace de padre de Bart y de ti.

¡Oh! No sabía qué responder. Prefería que siguiese hablando mientras yointentaba reunir las piezas del rompecabezas. En realidad, no quería que ellacomprendiese la situación antes que yo.

Tras una larga pausa, dijo:—Mira, después de la muerte de Julián, tu madre vivió contigo en la casa de

Paul, y luego se trasladó contigo y con su hermana menor, Carrie, a lasmontañas de Virginia. Su madre vivía allí, en una espléndida mansión. Pareceque Catherine estaba dispuesta a arruinar el segundo matrimonio de su madre. Elmarido de tu abuela materna se llamaba Bartholomew Winslow.

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Volví a sentir aquel nudo doloroso en la garganta. No le diría que Bart no erahijo de papá Paul, ¡no se lo diría!

—Abuela, si desea que siga queriéndola, por favor, no me cuente cosas feasde mi madre.

Alargó una mano flaca para estrechar la mía.—Está bien, admiro tu fidelidad. Sólo pretendía que conocieses los hechos.En aquel momento, el coche estuvo a punto de salirse de la carretera y caer

en la cuneta.—Yo sé conducir, abuela. Si está fatigada y no ve bien las señales de tráfico,

puedo llevar yo el coche. Usted podría descansar en el asiento posterior.—¿Dejar conducir a un chico de catorce años? ¿Estás loco? ¿O acaso insinúas

que no te sientes seguro conmigo al volante? Durante toda mi vida tuve quedejarme llevar por otros, primero en carreta, después en coche de caballos yluego en taxi o automóvil; pero, tres semanas antes de venir aquí, poco despuésde recibir la carta en que me contabas el accidente de tu madre, tomé leccionesde conducción a mis setenta y cuatro años, y ya ves cómo aprendí.

Por último, tras estar a punto de volcar en otras cuatro ocasiones, entramos enel paseo circular de nuestra casa. Allí estaba Bart, acechando a un animalinvisible, esgrimiendo su cortaplumas a modo de puñal, presto a saltar y matar ala fiera.

Madame lo ignoró y estacionó el coche. Me apeé rápidamente y fui a abrirsu portezuela, pero cuando quise llegar ella ya había bajado. Entretanto, Bart,detrás de ella, daba cuchilladas al aire con su cortaplumas.

—¡Muera el enemigo! ¡Mueran las ancianas vestidas de negro! ¡Mueran!¡Mueran! ¡Mueran!

Tranquilamente, como si no hubiese oído ni visto nada, madame siguiócaminando. Yo empujé a Bart a un lado y susurré:

—Si quieres que te encierren hoy mismo, sigue con esta clase de juegos.—Negro… Odio el negro… Tengo que destruir a todos los diablos negros.Guardó el cortaplumas en su bolsillo, después de doblarlo cuidadosamente y

acariciar el mango de nácar que tanto admiraba, y con motivo, pues aquel regalome había costado siete pavos.

Sin esperar respuesta a su impaciente llamada, madame entró en nuestracasa y arrojó su bolso sobre el pequeño sofá del vestíbulo. El ruido del tecleo dela máquina de escribir llegaba débilmente hasta nosotros.

—Escribiendo… —dijo ella—. Supongo que se entrega a ello con tanta pasióncomo se entregaba a la danza…

No dije nada; tampoco corrí a avisar a mamá, pues la abuela no me lo habríapermitido. Mamá pareció sorprenderse al ver de pronto a madame Marisha en suhabitación.

—¡Catherine! ¿Por qué no me dij iste que el doctor Paul Sheffield había

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muerto?Mamá enrojeció y después palideció. Inclinó la cabeza y levantó las manos

para cubrirse la cara. Pero, recobrando inmediatamente su aplomo, alzó lacabeza, miró furiosamente a madame y empezó a ordenar los papeles en unpulcro montón.

—Me alegro de volver a verla, madame Marisha, aunque habría preferidoque me anunciase su visita. Sin embargo, estoy segura de que Emma podrárepartir las chuletas de cordero de manera que pueda usted comer un par…

—No eludas mi pregunta con tonterías sobre la comida. ¿Supones que meatrevería a contaminar mi cuerpo con vuestras estúpidas chuletas de cordero? Yocomo alimentos sanos, sólo alimentos sanos.

—Jory —dijo mamá—, por si acaso Emma viese a madame, corre aavisarle que no ponga otro cubierto en la mesa.

—¿A qué viene toda esa palabrería idiota sobre chuletas de cordero? Hevenido para plantearte una pregunta importante, y tú me hablas de comida.Contesta, Catherine, ¿está muerto Paul Sheffield?

Mamá me miró y me hizo una seña para que saliese, pero yo no estabadispuesto a hacerlo. Permanecí donde estaba, desafiándola. Ella palideció aúnmás y pareció horrorizada al ver que y o, su hijo favorito, no la obedecía. Luego,como si se resignase, murmuró con voz que traslucía su confusión:

—Usted nunca preguntaba por mí ni por mi marido; por consiguiente, dedujeque sólo le interesaba Jory.

—¡Catherine!—Jory, haz el favor de salir inmediatamente de aquí. ¿O tengo que sacarte

por la fuerza?Salí un instante antes de que ella llegase a la puerta y la cerrase de golpe.Apenas si podía oír algo de lo que decían en el interior de la habitación, pero

acercando un oído a la madera conseguí oír mejor.—Madame, usted no sabe lo mucho que necesitaba a alguien en quien

confiar. Pero usted se mostraba siempre tan fría, tan distante, que pensé que nome comprendería.

Silencio. Un gruñido.—Sí, Paul murió hace años. Procuro pensar en él como si aún estuviese vivo,

aunque invisible. Traj imos aquí sus estatuas y sus bancos de mármol, para quenuestro jardín fuese como el suyo, aunque lo cierto es que no lo logramos. Sinembargo, cuando llega el crepúsculo y salgo al jardín, tengo la impresión de quele siento cerca de mí, de que todavía me ama. Estuvimos muy poco tiempocasados. Él nunca estuvo realmente bien… y por eso cuando murió me sentífrustrada al no haber podido darle los años de vida dichosa que le debía. En ciertomodo, quería compensarle por lo ocurrido con Julia, su primera esposa.

—Catherine —dijo madame, bajando la voz—, ¿quién es el hombre a quien

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tus hijos llaman padre?—Eso no le importa, madame. —Percibí cómo crecía la irritación en la voz

de mi madre—. Vivimos en un mundo diferente de aquel en que usted se crió.Usted no ha vivido mi vida, ni ha estado dentro de mi mente. Ignora lasprivaciones que pasé cuando era joven y estaba más que necesitada de afecto.No me condene con sus ojos negros y maliciosos, porque no puedecomprenderlo.

—¡Oh, Catherine! Tienes un concepto muy pobre de mi inteligencia.¿Supones que soy torpe, ciega e insensible? Sé muy bien quién es el hombre aquien mi nieto llama papá. Y no es extraño que nunca pudieses amar bastante ami Julián. Yo solía pensar que su rival era Paul; pero ahora me doy cuenta de queno era Paul la persona a quien realmente amabas, y tampoco aquelBartholomew Winslow… Era Christopher, tu hermano. A mí me importa unbledo lo que hagáis tú y tu hermano. Si te acuestas en su cama y encuentras enella la felicidad que piensas que te fue robada hace muchos años, puedo hacercomparaciones y decir que cada día ocurren cosas mucho peores que el hechode que dos hermanos finjan ser marido y mujer. Pero debo proteger a mi nieto.Él es lo primero para mí. No tienes derecho a hacer que tus hijos paguen elprecio de tu ilícita relación.

¡Oh…! ¿Qué estaba diciendo? « Mamá, haz algo, di algo, ¡haz que me sientabien de nuevo! —pensé—. Haz que vuelva a sentirme seguro y real. Di que esmentira, que no existe ese hermano al que nunca has mencionado» .

Me acurruqué en el suelo, hundiendo la cara entre las manos, negándome aoír, pero sin atreverme a marcharme.

La voz de mamá sonó tensa y ronca, como si le costase contener laslágrimas.

—No sé cómo lo descubrió, pero, por favor, trate de comprender…—Te repito que me importa un bledo, y creo que lo comprendo. Me aflige

que no pudieses amar a mi hijo, como nunca pudiste amar a ningún hombre másque a tu hermano. Lloro por Julián, que crey ó que eras un ángel de perfección,su Catherine, su Clara, su Bella Durmiente a quien jamás podría despertar. Paraél eras eso, Catherine: la personificación de todas las muñecas danzantes delballet, virgen y pura, dulce y casta, cuando en definitiva, no eres mejor que elresto de nosotras.

—¡Por favor! —suplicó mamá—. Traté de librarme de Chris. Me esforcé poramar más a Julián. Lo intenté, realmente lo intenté.

—No, no lo intentaste. Si lo hubieses intentado, lo habrías conseguido.—¡Usted no puede saberlo! —exclamó mamá, desesperada.—Catherine, tú y yo viajamos muchos años en el mismo barco y dejaste

caer trocitos y retazos de información durante todo el tray ecto. Y ahí tienes aJory, que hace cuanto puede por protegerte…

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—Pero él no lo sabe. Por favor, ¡dígame que no lo sabe!—No lo sabe. —La voz de madame se suavizó ligeramente—. Pero habla y

dice cosas sin darse cuenta. Los jóvenes son así; creen que los viejos somos tanseniles que no podemos sumar dos más dos. Piensan que podemos vivir hasta lossetenta años y no saber más de lo que saben ellos a los catorce. Suponen quetienen el monopolio de la experiencia, porque ven que nosotros no hacemos grancosa, mientras que sus vidas están llenas en todo momento, y se olvidan de quetambién nosotros fuimos jóvenes. Pero nosotros convertimos nuestros espejos enventanas, mientras que ellos, al plantarse delante del espejo, sólo contemplan supropia imagen.

—Por favor, madame, no hable tan fuerte. Bart tiene la manía de escondersepara escuchar.

La voz estridente bajó de tono, dificultando que pudiese oír.—Está bien; diré lo que tengo que decir y me marcharé. No creo que tu casa

sea lugar adecuado para un chico de la sensibilidad de Jory. Aquí la atmósfera estensa, como si pudiese explotar una bomba en el momento menos pensado. Y esevidente que tu hijo menor necesita tratamiento psiquiátrico. Estuvo a punto depincharme con un cuchillo al acercarme a esta casa.

—Bart está siempre jugando… —repuso débilmente mamá.—Pues, ¡bonita manera de jugar! Casi me rasgó el abrigo con su navaja. Y

este abrigo es casi nuevo. Será el último que lleve hasta que me muera.—Por favor, madame, no estoy de humor para hablar de la muerte.—¿Te he pedido que me compadezcas? Si así lo has creído, considéralo desde

otro punto de vista; llevaré este abrigo mientras viva. Y, antes de morir, quierover a Jory alcanzar la fama que debió conseguir Julián.

—Hago cuanto puedo —indicó mamá, con voz apenas audible, como siestuviese tremendamente cansada.

—¿Y qué puedes hacer? ¡Por todos los diablos! Vives aquí con tu hermano,exponiéndote a un escándalo público. Tarde o temprano estallará tu frágil pompade jabón. Y Jory sufrirá, víctima del vituperio de sus condiscípulos. Losperiodistas te acosarán, así como a él y a todos los de la casa. La justicia tequitará a tus hijos.

—Siéntese, se lo ruego. No siga paseando arriba y abajo.—Maldita seas, Catherine, por no escucharme. Hace muchísimo tiempo,

sospeché que acabarías sucumbiendo a la adoración de tu hermano. Inclusocuando te casaste con el doctor Paul, pensé que tú y Chris… Bueno, no importa loque y o pensara; lo cierto es que te casaste con un hombre que tenía un pie en latumba. ¿Fue por remordimiento de conciencia?

—No lo sé. Yo pensaba que le amaba y que estaba en deuda con él. Tenía milmotivos para casarme con él, la más importante de las cuales era que menecesitaba; esto habría sido ya razón suficiente.

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—Está bien, no te faltaban razones. Pero perjudicaste a mi hijo. No le diste loque necesitaba, y nunca comprendí cómo pudiste resistir tanto. Él lloraba amenudo, quejándose de que no le amabas lo bastante. Siempre decía que teníaque haber un hombre misterioso al que amabas más que a él… pero entonces yono lo creía. Era tonta, ¿no? Y él también, ¿verdad? Pero todos lo éramos cuandose trataba de ti, Catherine. Eras tan hermosa y joven, y tenías un aspecto taninocente… ¿Acaso naciste con la experiencia de una mujer vieja y astuta?¿Cómo supiste tan bien, desde tu adolescencia, cómo conseguir que un hombre teamase hasta la locura?

—A veces el amor no basta —dijo mamá con tono triste, mientras yo mesentía casi paralizado por la horrible información que estaba escuchando. Pormomentos, a cada latido de mi corazón, estaba perdiendo a la madre a quientanto amaba, y también al único padre que, con el tiempo, había llegado a querer—. ¿Cómo se enteró de lo mío con Chris? —preguntó mamá, haciendo queaumentase mi temblor.

—¿Qué importa eso? —contestó madame, y esperé que no me delatase—.Como te dije antes, no soy imbécil, Catherine. Formulé unas cuantas preguntas,escuché las respuestas de Jory, y sumé los datos. Hacía años que no veía a Paul.En cambio, Chris estaba siempre presente. Bart está al borde de la locura a causade lo que Jory me ha revelado de forma inocente, no intencionadamente, sinosólo por descuido, porque te ama. ¿Crees que puedo quedarme tranquilamentesentada y dejar que tú y tu hermano arruinéis también la vida de mi nieto? Nopermitiré que destruy áis su carrera y su salud mental. Dejarás que lleve a Joryal este conmigo donde estará a salvo, lejos de la bomba que acabará porexplotar, haciendo que vuestras vidas sean expuestas en la primera página detodos los periódicos del país.

Yo estaba mareado. Entreabrí la puerta, lo suficiente para ver que mi madreestaba pálida como la muerte. Empezó a temblar, igual que y o temblaba, pero nohabía lágrimas en sus ojos, como las había en los míos. Mamá, ¿cómo pudistevivir con tu hermano, si todo el mundo sabe que es algo malo? ¿Cómo fuistecapaz de engañarnos, a Bart y a mí? ¿Y cómo pudo Chris hacernos esto? Yosiempre había pensado que él era perfecto, bueno para ti y para nosotros.Pecado, pecado. No era extraño que Bart anduviese siempre salmodiando sobreel pecado y las penas eternas del infierno. De alguna manera, Bart lo habíaaveriguado antes que yo.

Postrado, apoyé la cabeza contra la puerta, cerrando los ojos y tratando derespirar hondo para que mi estómago dejase de gruñir y contraerse.

Mamá habló de nuevo. Era fácil advertir que se esforzaba en dominar sugenio.

—La posibilidad de perder a Bart por unos pocos meses, si es recluido en unmanicomio, casi me enloquece. Pero si perdiese también a Jory me

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enloquecería sin remedio. Amo a mis hijos, madame. Aunque usted nunca quisoreconocerlo, hice cuanto pude por Julián, a pesar de que la vida junto a él no erafácil. Usted y su marido, no y o, hicieron de él lo que fue. No fui yo quien loobligó a bailar, sabiendo que su verdadera afición era el béisbol. No fui y o quienle castigó a practicar todos los fines de semana, negándole cualquier diversión,sino usted y Georges. Sin embargo, fui yo quien sufrió las consecuencias. Élquería anularme por completo, prohibiéndome toda amistad con otros. Teníacelos de todos los hombres que me miraban y de cualquiera a quien y o mirase.¿Sabe usted lo que es vivir con un hombre que sospecha que una le engaña encuanto la pierde de vista? Y yo no le engañaba; era él quien me engañaba a mí.Yo fui fiel a Julián. Jamás consentí que otro hombre me tocase; pero él no pudodecir lo mismo. Deseaba a todas las chicas. Quería aprovecharse de ellas, darlesla patada y después volver a mí para que le estrechase en mis brazos y le dijeselo maravilloso que era. Pero yo no podía decírselo cuando apestaba a perfumede otra mujer. Entonces me pegaba, ¿lo sabía usted? Tenía que demostrarse algo.Yo no sabía qué era, pero ahora lo sé: tenía que encontrar el amor que usted lenegaba.

Me sentí aún más débil, más mareado, cuando me di cuenta de que mi abuelapalidecía. Estaba perdiendo incluso a mi verdadero padre, al que había adoradocomo a un santo.

—Sabes tergiversar los hechos, Catherine, para herir a los demás. Pero te diréalgo; Georges y yo cometimos errores con Julián, lo admito, y tú y nuestro hijopagasteis por ellos. ¿Vas a castigar a Jory de la misma manera? Permite que melo lleve a Greenglenna. Cuando estemos allí, le organizaré una actuación enNueva York. Aún conservo relaciones importantes. Conseguí formar a dosbailarines excelentes; uno se llamaba Julián, y el otro, Catherine. Yo no era mala,y tampoco lo era Georges. Quizá nuestros sueños no nos dejaron ver lo que otrosquerían, y nos empeñamos excesivamente en vivir a través de nuestro hijo. Eralo único que queríamos, Catherine: vivir a través de Julián. Ahora él está muerto,y dejó un hijo, un único hijo, el tuy o. Sin Jory, mi vida carecería de sentido. ConJory, tengo mil razones para seguir viviendo. Por una vez en tu vida, da, no tomes.

¡No! ¡No! Yo no quería ir con madame. Mamá bajó la cabeza hasta que suscabellos cayeron en forma de dos ondas de oro pálido. Se tocó la frente conmano trémula, como si volviese a aquejarla una de sus horribles jaquecas. Yo noquería abandonarla, fuese o no pecadora. Aquél era mi hogar, mi mundo, y ellacontinuaba siendo mi madre, y Chris, mi padrastro. Además, estaban Bart, Cindyy Emma. Éramos una familia; buena o mala, éramos una familia.

Por fin, mamá pareció tomar una resolución. La esperanza renació en mialma.

—Madame, apelo a su piedad, y ruego a Dios que tenga alguna. Comprendoque es posible que tenga toda la razón, pero no puedo renunciar a mi hijo

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primogénito. Jory es el único fruto bueno de mi matrimonio con Julián. Si ustedse lo lleva, me arrebatará una parte de mí misma, una parte tan importante que,si la cedo, me costará la vida. Jory me ama y quiere a Chris como podría querera su propio padre. Aunque ponga en peligro su carrera, no puedo arriesgarme aperder su amor dejando que se vaya con usted… Por favor, no me pida loimposible, madame. No puedo permitir que Jory se marche.

Madame la miró, larga y severamente, mientras mi corazón palpitaba con talfuerza que estuve seguro de que ambas lo oirían. Entonces la abuela se levantó,disponiéndose a salir.

—Ya —gruñó—. Ahora voy a hablarte con sinceridad, Catherine, y, quizá porprimera vez, te diré toda la verdad. Desde el día que te conocí, envidié tujuventud, tu belleza y, sobre todo, tu temperamento para la danza. Sé que hastransmitido a Jory tu extraordinaria habilidad. Has sido una maestra formidable.Veo mucho de ti en él, y también mucho de tu hermano. La paciencia que tieneJory, su alegre optimismo, su impulso y su buena disposición proceden de tufamilia, no de Julián. Pero también tiene algo de Julián. Ha heredado el ardor demi hijo y sus impulsivos deseos carnales. Si he de herirte para salvarle, novacilaré en hacerlo. No respetaré ni a tu hermano ni a tu hijo menor. Si no meentregas a Jory, haré cuanto pueda para destruir tu hogar. La ley me confiará lacustodia de Jory, y cuando se sepa la verdad nada podrás hacer para detenerme.Si me obligas a emprender este camino, que no es precisamente el que prefiero,me llevaré a Jory al este y no volverás a verlo.

Mamá se puso en pie, dominando a la abuela con su estatura. Nunca mehabía parecido tan alta, tan orgullosa y tan firme.

—Adelante, haga lo que guste. No cederé un ápice ni toleraré que me robe loque es mío. Nunca renunciaré a ninguno de mis hijos. Jory es mío, le parídespués de dieciocho horas de dolor. Aunque tenga que enfrentarme al mundoentero y su condena, permaneceré con la cabeza erguida y me aferraré a mishijos. Ni usted ni la ley podrán obligarme a renunciar a ellos.

Al volverse para salir, madame contempló la estancia, deteniendo la miradaen el montón de cuartillas que había sobre el pequeño escritorio de mamá.

—Algún día me darás la razón. —Su voz semejaba el ronroneo de un gato—.Te compadezco, Catherine, como compadezco a tu hermano. También sientopena por Bart, por muy salvaje que sea ese pequeño monstruo. Me inspiráislástima todos los que habitáis en esta casa, porque saldréis perjudicados. Pero nodejaré que la compasión, ni la comprensión detengan mi mano. Jory estará asalvo conmigo, con mi nombre, no con el tuy o.

—¡Salga de aquí! —ordenó mamá, que había perdido los estribos. Cogió unjarro de flores y lo arrojó contra madame—. Usted arruinó la vida de su hijo, yahora quiere arruinar la de Jory. Quiere que crea que sólo hay vida en el ballet,bailando, bailando… ¡Pero yo estoy viva! Fui bailarina, ¡y todavía sobrevivo!

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Madame miró de nuevo alrededor, como si quisiera lanzarle a su vez algúnobjeto, pero se agachó despacio para recoger el jarrón roto a sus pies.

—Te lo regalé y o. Es una ironía que lo hay as arrojado contra mí. —Parecióque algo áspero y duro se quebraba cuando de pronto miró a mamá con inusitadadulzura. Volvió a hablar con un tono extrañamente humilde—. Cuando Julián eraniño, traté de hacer por él lo que creí mejor, lo mismo que tratas tú de hacer portus hijos… y, si mi juicio fue equivocado, la intención fue buena.

—Y eso es todo, ¿eh? —replicó amargamente mamá—. Las intenciones sonsiempre buenas, razonables, pero las excusas son como la tabla de la fábula, a laque todos tratan de agarrarse para no ahogarse. Parece como si toda la vidahubiese estado agarrándome a tablas que no existen. Todas las noches, antes deacostarme con mi hermano, me digo que por esta razón nací, y me consuelopensando que todo lo malo que he hecho lo he compensado con decisiones justas.En definitiva, he dado a mi hermano la única mujer a la que podía amar, laesposa que tan desesperadamente necesitaba. Le he hecho feliz, y si eso es maloa sus ojos y a los ojos del mundo, me importa un bledo. ¡Me tiene sin cuidado loque piense el mundo!

Mi abuela seguía plantada allí, con su semblante torturado por emocionescontradictorias. Tuve la seguridad de que también ella sufría. Alargó la manodelgada y surcada de venas para tocar los cabellos de mi madre, pero la retiróantes de hacerlo, y su mirada siguió siendo fría, y no perdió el dominio de su voz.

—Repito que te compadezco, Catherine. Os compadezco a todos, pero sobretodo a Jory, porque es quien más tiene que perder.

Retrocedí rápidamente y me escondí cuando ella salió del dormitorio demamá y recorrió el pasillo, pasando por delante de Bart, que amagó un golpe consu navaja desenvainada.

—¡Bruja! ¡Vieja y negra bruja! —exclamó, levantando el labio superior enuna horrible mueca—. ¡Ojalá jamás vuelvas por aquí! ¡Nunca! ¡Nunca!

Yo estaba tan desesperado que hubiese querido meterme en un agujero ymorir. Mi madre vivía con su hermano. La mujer a quien había amado yrespetado durante toda mi vida era la peor madre que pudiera imaginarse.Ninguno de mis amigos lo creería, pero si llegaban a creerlo mi vergüenza y miridículo serían tales que no podría volver a mirarles a la cara. Entoncescomprendí algo más. Papá era mi tío carnal, no sólo tío de Bart. ¡Dios mío! ¿Quéharía yo? ¿Adónde había ido a parar? No era una relación platónica entrehermano y hermana, un matrimonio simulado para guardar las apariencias; eraincesto, eran amantes. ¡Lo sabía! ¡Lo había visto!

De pronto, todo se había tornado sórdido, feo, repugnante. ¿Por qué habíanpermitido que floreciese su amor? ¿Por qué no habían impedido que ocurriese?

Deseaba ir a su encuentro y preguntar, pero no podría enfrentarme conmamá, ni con papá cuando regresase a casa. Corrí a mi habitación y me eché

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sobre la cama, después de cerrar la puerta con cerrojo para sentirme másseguro. Cuando me llamaron para comer, dije que no tenía apetito, yo, quesiempre estaba hambriento. Mamá se acercó a la puerta y preguntó, con tonosuplicante:

—Jory, ¿has oído algo de lo que me ha dicho tu abuela?—No, madre —respondí secamente—. Creo que me he resfriado un poco;

eso es todo. Mañana estaré bien, no te preocupes.Dije eso para justificar mi voz ronca. Con todas las lágrimas que vertí, se

extinguió el niño que y o había sido hacía apenas unas horas. Me había convertidoen hombre. Me sentía viejo, frío, como si nada me importase y a. Y por vezprimera supe por qué Bart se sentía confuso y se portaba de un modo tan extraño;él debía saberlo también.

Disimuladamente, observé a mamá, que escribía en su diario encuadernadoen cuero azul, y en cuanto se me presentó la primera ocasión entré en suhabitación y leí lo que había escrito, a pesar de que era consciente de lo innoblede mi acción. Empezaba a comportarme como Bart. Pero necesitaba saber.

« Madame Marisha me ha visitado hoy, trayendo consigo todas las pesadillasque angustian mis días. Cuando duermo, me invaden otras. Después de que sehubiera marchado, sentí un pánico tan grande que mi corazón empezó a latircomo un tambor en la jungla, marcando el ritmo del último combate. Quisecorrer y esconderme, como nos escondíamos cuando estábamos encerrados enFoxworth Hall. Cuando Chris llegó a casa, le abracé con todas mis fuerzas, peronada pude explicarle. Él no advirtió mi desesperación, pues estaba demasiadocansado después de un día de trabajo agotador» .

« Más tarde me besó y se marchó para hacer sus visitas nocturnas y yo mesenté en mi habitación. Mis hijos callaban, encerrados en sus dormitorios. ¿Saben,acaso que nuestro mundo está llegando a su fin?» .

» ¿Hubiese debido yo permitir que madame se llevase a Jory y le librase delescándalo y la humillación? ¿Fui egoísta al querer retenerle por encima de todo?Y Bart, ¿qué será de Bart? ¿Y qué será de Cindy, si llega a descubrirse nuestrosecreto?» .

» De pronto tuve la impresión de hallarme de nuevo en Charlottesville, conChris y Carrie. Emprendíamos el viaje a Sarasota. Como en una película, vi aaquella mujer gorda y negra que subía trabajosamente al lento autobús, contodas sus maletas y paquetes. Henrietta Beach, la querida, querida Henny.¡Cuánto tiempo hacía que no pensaba en ella! Con sólo recordar su amplia yfranca sonrisa, sus ojos cariñosos, sus manos amables, sentí renacer cierta paz,como si me llevase de nuevo hacia Paul, el único que nos salvaría a todos» .

» Pero ¿quién puede salvarnos ahora?» .Dejé su diario con los ojos llenos de lágrimas. Fui a la habitación de Bart y le

encontré sentado en el suelo, en la oscuridad, con la espalda encorvada como un

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viejo.—Acuéstate, Bart —ordené.Pero ni se movió.

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LAS PUERTAS DEL INFIERNO

Lo sabía, lo sabía. Jory tenía que espiar y averiguar todas mis diabluras. Fingí noadvertirlo. En cuanto se apagó la luz de su habitación, saqué las últimas páginasdel relato de mamá. Sabía que era el fin, porque ella había escrito sus iniciales ysu dirección al pie de la página.

Eché a llorar sin saber por qué. Malcolm no habría sentido compasión por ellani por papá. Tenía que volverme más duro y ruin, simular que nada podíaherirme, ni por asomo, como a los demás.

Llegó la mañana y entré en la cocina, donde mamá ayudaba a Emma enpequeñas labores domésticas, amasando pasta para bollos. Hablaban de pasteles.Sin duda mamá creía que el mal podía pasar siempre inadvertido, quedar sincastigo. ¡Qué equivocada estaba!

Me senté en mi rincón, acurrucado en el suelo, con las rodillas encogidasdebajo del mentón y los brazos, huesudos, más flacos cada día, cruzados sobrelas espinillas. Miraba fijamente a mamá y papá, esperando poder leer en sumente y descubrir qué pensaban en realidad de mí, de ellos mismos y de lo queestaban haciendo. Cerré los ojos. Detrás de mis párpados, vi a mamá bailandocomo solía hacer antes de lesionarse la rodilla. El verano anterior, poco despuésde que yo volviera del hospital, una noche que no podía dormir, me dirigítambaleándome a la cocina para coger comida cuando nadie podía verme.Quería que todos se preocupasen y creyesen que estaba muriendo de hambre.Pero antes de que hubiese podido devorar los fríos muslos de pollo, mamá habíaempezado a bailar en el cuarto de estar, vestida con un traje de bailarina conmucho escote. Papá también se hallaba allí, pero éste ni siquiera me vio. Nopodía ver a nadie, excepto a ella.

Mamá estaba hermosa con su traje, girando sobre sus pies, sin dejar desonreír y coquetear con el hombre que la observaba desde la oscuridad. Leincitaba tirándole de la corbata, llevándole al centro de la estancia, obligándole adar vueltas y más vueltas, tratando de que él diera pasos de ballet. Él la abrazó yapretó sus labios sobre los de ella. Oí el sonido, húmedo y blando. Entonces ella lerodeó el cuello con los brazos. Contemplé cómo desabrochaba él todas aquellascositas oscuras que sujetaban el vestido hasta que éste se deslizó y cayó al suelo,de modo que mamá quedó con sólo el leotardo blanco, que papá no tardó en

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quitarle. Desnuda, la había desnudado. Después la levantó en sus brazos y, sinapartar los labios de su boca, la llevó a su habitación. ¡Y era su hermano!

¡Oh! No era de extrañar que John Amos dijese que debían ser castigados. Asídebía ser. ¡Zorra! ¡Puta! ¡Pecadores de mi propia sangre! Pero no se saldríancon la suy a. Tendrían que arder, arder, arder, abrasados como mi verdaderopapá, como Bartholomew Winslow.

Leí toda su historia, y entonces comprendí lo malas y ruines que pueden seralgunas madres; ocultando a sus cuatro hijos, haciendo que viviesen en una solahabitación, obligándoles a jugar en un mísero ático, donde hacía frío en invierno.Habían pasado todos aquellos años encerrados, azotados, hambrientos… Y labrea en los hermosos cabellos de oro de mi madre. Odié a Malcolm, que habíacometido tantas malas acciones contra sus propios nietos. Odié a la vieja de lacasa de al lado, que había puesto arsénico en los buñuelos azucarados. ¿Qué clasede locura era la suya?

—¿Habría envenenado también mis helados, mis dulces y mis bollos? Meestremecí y sentí náuseas. ¿Por qué no la había encerrado la policía y llevado ala silla eléctrica para que muriese en ella?

« No —murmuró una voz taimada en mi cabeza—, no llevan a la sillaeléctrica a las bellas damas, si hay abogados inteligentes que consiguen que seconsideren locos a los asesinos. Las encierran en lindos palacios rodeados deverdes colinas» . Y esta loca era la misma que papá tenía que visitar todos losveranos, y era también la madre de mamá. ¡Oh! Los pecados de papá y mamáclamaban venganza al cielo. Ciertamente, Dios les castigaría, y si no lo hacía,Malcolm cuidaría de que lo hiciese yo.

Aquella noche, al acostarme, procuré dormir. Pero seguí pensando. Papá erarealmente el hermano de mamá y por lo tanto, mi tío, y tío de Jory. « ¡Oh,mamá! No eres la santa o el ángel que Jory supone. Le dices qué puede hacer yqué no puede hacer con Melodie, y tú duermes en la misma habitación que tuhermano y cierras la puerta. Nos prohíbes entrar sin llamar cuando la puerta estácerrada. ¡Qué vergüenza! Intimidad, siempre necesitáis intimidad para hacer loque un hermano y una hermana nunca deberían hacer. ¡Incesto!» .

Los dos eran malvados, tan malvados como yo en ocasiones, tan malos comoJory cuando quería estar con Melodie, O con otras chicas… Haciendo aquellasmismas cosas vergonzosas, lo mismo que Eva hizo con Adán después de comerla manzana. Realizaban esos actos terribles que los chicos se contaban al oído enlos retretes. No quería vivir más con ellos. No quería amar a mamá ni a suhermano.

Jory también lo sabía. Yo sabía que Jory estaba enterado y que acabaría porvolverse tan loco como mamá pensaba que estaba yo. Pero yo estabaadquiriendo sentido común, como Malcolm. Los hijos de padres incestuosostenían que sufrir, como sufría yo, como sufría Jory. Cindy tendría que sufrir

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también, aunque era demasiado pequeña y torpe para conocer palabras gravescomo « incesto» .

Sin embargo, ¿por qué continuaba rogando a Dios que no amaneciese al díasiguiente? ¿Qué iba a hacer mañana? ¿Por qué quería morir esa misma noche, ysalvarme así de cometer algo aún peor que el incesto?

Otro desayuno. Odiaba aquella comida que sabía a suciedad. Observabafijamente el mantel que pronto estaría manchado, cuando volcaseaccidentalmente cualquier cosa. Jory parecía tan confuso como y o.

Transcurrieron los días, y nadie era feliz. Papá andaba de un lado para otro yparecía enfermo. Sospeché que se había dado cuenta de que nosotros losabíamos, y que mamá también. Ninguno de los dos era capaz de mirarnos a losojos ni de contestar a las preguntas de Jory. Yo nunca preguntaba nada. Un día, oíque mamá llamaba a la puerta cerrada del dormitorio de Jory.

—Déjame entrar, Jory, por favor. Sé que oíste lo que dijo madame Marishacuando estuvo aquí. Permíteme explicarte lo que ocurrió. Entonces locomprenderás y dejarás de odiarnos.

Quizá. Pero yo había leído aquel maldito libro. No era justo que la vida nosestafase negándonos unos padres honorables.

El Día de Acción de Gracias, la vieja y fea y odiosa madame Marisha sepresentó en nuestra casa, cuando no hubiese debido tener la desfachatez deaceptar invitaciones. Mamá no hubiese debido invitarla. Pensé que se regodeabaal observar cómo papá trinchaba el pavo sin sonreír una sola vez. Después miró amamá, que tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Había estado llorando. Leestaba bien empleado. A mí no me gustaba el pavo; el pollo era mucho mejor.Papá me preguntó qué trozo de carne prefería, muslo o pechuga. Fruncí elentrecejo y no respondí, pensando que su voz sonaba tan ronca que parecía estarresfriado; pero no tosía ni estornudaba, ni tenía los ojos turbios, como y o cuandome acatarraba. Y papá no estaba nunca enfermo.

Sólo Emma se mostraba contenta. Y Cindy, la odiosa Cindy.—Vamos, vamos —dijo Emma, con una amplia y alegre sonrisa que de nada

serviría—, hoy es día de alegría, de dar gracias por todos los dones recibidos,incluido el de tener una nueva hija que se sienta a nuestra mesa.

Resultaba repugnante oír aquello.Papá volvió a coger en silencio el tenedor y el cuchillo de trinchar el pavo, y

nadie sonrió. Miré a mamá, que parecía trastornada, aunque se esforzaba ensimular que todo marchaba bien. Tomó un par de bocados, luego se levantó de unsalto y salió corriendo del comedor. Oí que la puerta de su dormitorio se cerrabacon un golpe.

—Voy a ver qué le pasa —se excusó papá.—Dios mío, ¿qué le sucede a todo el mundo? —preguntó Emma, mientras la

vieja madame Marisha seguía sentada en silencio y también parecía

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malhumorada.Ella tenía parte de culpa. La miré echando chispas por los ojos, odiándola.

Aborrecí aún más a mi propia abuela, aborrecí a todo el mundo y también aCindy, e incluso pensé que quizá también Emma se había portado mal almantener la boca cerrada y permitir que se pecase de tal modo delante de suslargas narices. Jory trataba de reír y sonreír y gastaba bromas a Cindy para queriese también y comiese. Pero y o sabía que sangraba en lo más hondo de sucorazón, como sangraba yo, llorando por mi verdadero padre, que había muertoen aquel incendio. Tal vez Jory lloraba también por su verdadero padre, a quienmamá no había querido lo suficiente porque tenía un hermano a quien habíaamado en exceso.

Lamenté haberlo descubierto. ¿Por qué razón había escrito mamá aquel libro?De no ser por eso, y o no habría creído nada de lo que contaba John Amos acercade ella. Le habría considerado un embustero, un fantasioso, como y o. En cambio,ahora comprendía que él era la única persona veraz del mundo, el único que merespetaba lo bastante para decirme la verdad.

Ahogando un sollozo, me levanté de la mesa y miré a Cindy, que, sentadasobre las rodillas de Jory, reía y se entretenía con algún pequeño juguete que él lehabía regalado. A mí, nunca me regalaba nada, nadie me regalaba nada, salvo labruja vestida de negro de mi abuela, que ya no me importaba en absoluto.¡Nadie!

Un domingo, días más tarde, noté que mamá no parecía sentirse tandesgraciada, quizá porque pensaba que madame Marisha nos dejaría en paz yregresaría al este, donde debía estar. Me di cuenta de que mamá también podíafingir, igual que yo, como fingían ella y papá en su juego de casados.

Me escondí en la oscuridad, cerca de la puerta de su dormitorio, y vi que sehincaba de rodillas para rezar; una plegaria sin palabras. Me pregunté si Dios laescucharía.

De nuevo en el cuarto de estar, me agazapé en mi rincón y empecé aencender cerillas, una tras otra, manteniendo la llama tan cerca de mi cara quepodía sentir el calor. ¡Qué horrible sería tener que ser purificado y redimido porel fuego! ¡Qué horrible debió ser el momento en que el alma de mi verdaderopadre se elevó entre nubes de humo negro! Y y o era entonces una cosa muymenuda, oculta en el vientre de mi madre, algo que se llamaba « embrión» y noBart, y tal vez, lo que aún era peor, podía haber sido entonces una niña. Ojalá mipapá no me explicase tantas cosas que no quería comprender.

Empezó a dolerme la cabeza. La mano que sostenía la cerilla empezó atemblar de tal manera que acabó soltándola. Tuve que escabullirme rápidamentede allí, antes de que alguien oliese la alfombra quemada. Me reñirían, como meregañaban siempre, sin sospechar siquiera que Jory estaba fuera, haciendo algoigualmente malo.

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¿Qué era lo que siempre decía John Amos? « Tu madre fue la causante detodo lo malo que está sucediendo. Todas las cosas malas fueron por su culpa.Siempre ocurre lo mismo con las mujeres, sobre todo si son hermosas. Lasmujeres hermosas son malvadas, engañosas, pecadoras y prestas a defraudar alos hombres» .

« Sí —pensé—, mi madre y mi abuela son mujeres bellas, engañosas ypecadoras» . Mi abuela me mentía, me ocultaba quién era en realidad, memostraba su retrato de cuando era una joven hermosa y seducía a mi verdaderopadre que, en todo caso, era demasiado joven para ella. Y mi dichosa mamáhabía hecho lo mismo con mi verdadero padre. Cada vez me dolía más lacabeza.

Suspiré, pensando que lo mejor que podía hacer era seguir con mi misión deángel vengador, enviado para castigar en el lugar de Malcolm. A fin de cuentas,y o era su bisnieto, y me estaba volviendo casi tan listo como él. Cada día mecomportaba más como Malcolm, sintiendo cansancio en los huesos y dolor en losmúsculos, adquiriendo la sensación de que era tan viejo como Malcolm en susaños de may or sabiduría. Sin embargo, me fastidiaba que mi corazón latiese tandeprisa. Todas las mujeres me repugnaban, ¡todas! Tenía que hacérselo pagar, atodas y cada una de ellas. Mamá pensaba que yo no estaba enterado, que sóloJory lo sabía; pero y o también estaba allí cuando madame Marisha habíaelevado la voz lo suficiente para que todos la oy ésemos; además, había leído sulibro.

Mi dolor de cabeza iba en aumento. Ya no sabía ni quién era. ¿Malcolm?¿Bart? Sí, era Malcolm, delicado del corazón, débil de piernas y de ralos cabellos,pero ¡tan listo e inteligente!

Mi hija había sido una estúpida al ocultar a sus cuatro criaturas en el segundopiso, pensando que y o nunca lo descubriría. ¡Qué estúpida! Debió habersospechado que John me lo contaría todo. Hubiese debido saber muchas cosasque ignoraba u olvidaba. Cree que moriré pronto y que nunca subiré por aquellasescaleras. ¿Por qué tengo que subirlas, si John puede hacerlo por mí? « Espía —dije a John—, espía a mi hija. Entérate de qué hace cuando y o no puedo verla.Ella está convencida de que moriré pronto, John, y que cambiaré mi testamentopara incluirla de nuevo en él. Pero seré y o quien ría el último. No heredarán eldinero que he ganado con tanto esfuerzo. Tin, tin, tin; oy e cómo suena en mibolsillo. Es como música, la mejor de las músicas. Nunca es tarde para vencerlosa todos, y, como siempre, seré y o quien gane al final» .

Arrastrando los pies, me dirigí a la habitación de ellos, que olía a pecado. Medetuve ante la puerta cerrada. Lloraba interiormente, sin ruido, pero en esemomento debía ser Malcolm, el fuerte, el viejo, el sabio que formaba parte demí mismo. ¿Dónde se hallaban los montes nimbados de brumas azules? Ésa noera una gran mansión emplazada en la falda de una montaña. ¿Dónde se

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encontraban los criados, el gran salón de baile, la curva escalera?Estaba confuso, muy confuso. La cabeza me dolía cada vez más. Sentía que

mi rodilla palpitaba. La espalda me dolía también, y no tardaría en sufrir uninfarto.

—Yérguete, Bart —dijo aquel hombre que en realidad era mi tío. Me asustó.Di un salto y me sentí aún más confuso—. Eres demasiado joven para andar porahí renqueando como un viejo, Bart. Y tu rodilla está muy bien.

Me dio una palmada amistosa en la cabeza y abrió la puerta de su dormitorio,donde mi madre le esperaba en la cama, mirando al techo con los ojos muyabiertos. ¿Estaba llorando? ¿Acababa él de llegar de uno de sus odiosos hospitalesllenos de gérmenes?

—¡Te odio! —murmuré, furioso, tratando de fulminarle con la mirada—.Crees que estás seguro, ¿verdad? Piensas que un médico no puede ser castigado,pero Dios ha enviado al ángel negro de la venganza, para castigaros, a ti y tuhermana por todas las cosas malas que habéis hecho.

Se quedó helado, mirándome como si no me conociese. Le dediqué unamirada desafiadora. Entonces él cerró la puerta de su habitación y me condujohacia el extremo del pasillo, para que ella no pudiese oírle.

—Visitas a tu abuela todos los días, ¿no es cierto, Bart? —Parecía turbado,pero su voz seguía siendo amable y tranquila—. No debes creer todo lo que oy es.A veces la gente miente.

—¡Engendro del diablo! —espeté—. Semilla sembrada en tierra ponzoñosapara proporcionar hijos al demonio.

Me cogió del brazo con tal fuerza que me hizo daño, y me sacudió.—¡Qué nunca vuelva a oírte decir esto! Y no se te ocurra decir una palabra a

tu madre. Si lo haces, te zurraré de tal modo que nunca podrás volver a sentarte.Y la próxima vez que veas a nuestra vecina, pregúntale quién sembró todas lassemillas e hizo crecer las flores. Observa su cara cuando le hables y entoncesdistinguirás quién es el malo.

Retrocedí, pues no quería oír sus palabras. Eché a correr y tropecé con unamesa del vestíbulo, derribando una lámpara muy cara que había encima.

Ya en mi habitación, me tumbé en la cama, temblando de la cabeza a lospies, jadeando y boqueando. Sentí en el pecho un intenso dolor, como si meapretasen con argollas de hierro, estrujándome, impidiéndome respirar.Haciendo un gran esfuerzo, me volví boca arriba, contemplé el techo y empecéa llorar. Lágrimas enormes resbalaron por mi rostro y empaparon la almohada.Si hubiese mojado la cama de otra manera me habrían dado una paliza, pues unchico de diez años no podía hacer lo que era normal en un niño pequeño.

¿Prefería tener diez años u ochenta? ¿Quién hacía que me sintiese tan viejo?¿Acaso Dios? ¿Eran aquellos niños ocultos en el ático, que reían y reían, tratandode divertirse pese a su situación, los que me impulsaban a demostrar que

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Malcolm era el más listo y que ellos no se saldrían con la suya, por más queaquél yaciese bajo tierra?

« Mamá se ha ido y me ha abandonado. Esta vez me ha dejado para siempre.Mamá se ha ido y me ha abandonado. Y ahora no sé cómo acabar lo queempecé…» .

Me sumí en un sueño agitado. El niño pequeño seguía llorando, mientras elviejo lo arrojaba al cubo de la basura, para ser quemado en un vertedero fuerade los límites de la ciudad.

Pues los hijos de los pecadores, los hijos del incesto, tenían que ser castigadostambién. Incluso yo, que me estaba muriendo en un cubo de basura.

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LA CÓLERA DE LOS JUSTOS

La lluvia caía como una rociada de balas disparadas por Dios. Yo observaba enuna de las ventanas de atrás cómo golpeaba el agua las caras de las estatuas demármol, castigándolas por su desnudez y sus pecados. Esperaba que Jory llegasea casa y me buscase.

Mal, ambos lo pasábamos muy mal por vivir con unos padres que no erantales.

Entró mamá, que había salido de compras, sonriente y con el rostro colorado,sacudiéndose el agua de los cabellos y saludando a Emma, como si todomarchase a la perfección. Depositó los paquetes sobre una silla, se quitó el abrigoy dijo que tenía la impresión de que iba a pifiar un resfriado.

—Me fastidia la lluvia, Emma. ¡Hola, Bart! No te había visto. ¿Dónde hasestado? ¿Me has echado de menos?

No contesté. No tenía por qué hablarle. No era necesario que me mostrase nicortés ni amable, ni siquiera limpio. Podía hacer lo que me viniera en gana,como ellos, para quienes los mandamientos de Dios nada significaban. Ahoratampoco significaban nada para mí.

—Esta Navidad será estupenda, Bart —dijo mamá, mirando a Cindy, quenecesitaba más vestidos nuevos—. Será nuestra primera Navidad con Cindy. Lasmejores familias suelen tener hijos de ambos sexos, y así los chicos puedenconocer a las chicas y viceversa. —Abrazó a Cindy —. Cindy, no sabes loafortunada que eres al tener dos hermanos may ores y espléndidos que teadorarán cuando crezcas y te conviertas en una verdadera belleza, si es que no teadoran ya ahora.

¡Caray ! Si ella supiese… Pero, como había dicho Malcolm, las mujereshermosas eran estúpidas. Miré a Emma, que no era hermosa ni lo había sidonunca. ¿Sería ella más inteligente? ¿Leería en mi interior?

Emma levantó la cabeza y me miró a los ojos. Me estremecí. Sí, las mujeresfeas eran más listas. Sabían que el mundo no era bello por el mero hecho de quealgunas mujeres lo fuesen durante un tiempo.

—Bart, no me has dicho qué has pedido a Santa Claus.La miré con severidad. Ella sabía cuál era mi may or deseo.—¡Un poni! —exclamé.

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Saqué el cortaplumas que me había regalado Jory y empecé a limpiarme lasuñas. Mamá me miró fijamente a mí y a continuación los cabellos cortos deCindy, que empezaban a ser bonitos de nuevo.

—Guarda este cuchillo, Bart. Me pone nerviosa. Podrías cortarte sin querer.Entonces estornudó y volvió a estornudar. Sus estornudos llegaban siempre de

tres en tres. Sacó un pañuelo del bolso y se sonó, contaminando el aire limpio conlos sucios gérmenes del catarro.

Jory llegó cuando y a había anochecido, calado hasta los huesos y con aireafligido. Se encerró en su habitación dando un portazo. Sonreí al ver que mamáfruncía el entrecejo, pues su hij ito preferido tampoco la quería ya. Estabaobteniendo el fruto de sus malas acciones.

Seguía lloviendo. Observé a mamá, sus ojos grandes, su pálido semblante ylos cabellos desgreñados alrededor de la cara, y pensé que algunos hombres laencontrarían hermosa. Arranqué un pelo de mi cabeza, sujeté una punta con losdientes y tiré de él con la mano hasta que se tensó. Mi navaja lo partió fácilmentepor la mitad.

—Un buen cuchillo —dije—, afilado como una navaja de afeitar. Con él sepodrían cortar piernas, brazos, cabellos…

Sonreí al ver la cara de susto que ponía mi madre. Era poderoso, me sentíapoderoso. John Amos tenía razón. Las mujeres no eran más que tímidos ytemerosos remedos de los hombres.

La lluvia arreció. El viento soplaba en torno a la casa, aullando de un modoextraño. La noche era fría, oscura y fría. No cesó de llover en toda la noche ycontinuó por la mañana. Emma se marchó, porque era jueves y tenía que visitara una amiga.

—Cuídese, señora —dijo a mamá en el garaje—. Tiene mal aspecto. Elhecho de que no tenga fiebre no quiere decir que no pueda empeorar suresfriado. Bart, pórtate bien y no disgustes a tu madre.

Salí del garaje y me dirigí a la cocina. Sin saber cómo, mi mano se convirtióen el ala de un avión y arrojó al suelo varios platos del desayuno. Vi mi tazón decereales con pasas, las cuales parecían insectos en un mar de crema…

—Bart, ¿lo has hecho adrede?—Sí, mamá. Tú siempre dices que todo lo hago adrede, y esta vez he querido

darte la razón.Cogí mi vaso de leche, que apenas había bebido, y se lo lancé a la cara. Erré

el blanco por unos centímetros, porque ella se agachó rápidamente.—¿Cómo te has atrevido, Bart? Cuando llegue tu padre se lo diré, y te

castigará severamente.Sí, y a sabía qué haría. Me zurraría el trasero y me soltaría un sermón sobre la

obediencia y el respeto debido a la madre. Pero sus azotes no me dolerían, nioiría sus lecciones. Podía expulsar a papá de mi mente y dar entrada en ella a

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Malcolm.—¿Por qué no me pegas tú, mamá? Vamos, quiero ver qué haces tú para

castigarme.Levanté mi cuchillo, resuelto a clavárselo si osaba aproximarse más. ¿Iba a

desmayarse?—Bart, ¿cómo puedes portarte así, sabiendo que hoy no me encuentro bien?

Prometiste a tu padre que serías bueno. ¿Qué he hecho yo para que meaborrezcas tanto?

Esbocé una sonrisa llena de significado.—¿De dónde has sacado ese cuchillo? No es el cortaplumas que te regaló

Jory.—Me lo entregó la anciana señora de la casa de al lado. Me concede cuanto

pido. Si le dijese que quiero una escopeta o una espada, me la compraría. Ella escomo tú, débil, y está ansiosa por complacerme, a pesar de que no hay una solamujer en el mundo que pueda complacerme jamás.

Advertí verdadero terror en sus ojos. Se acercó más a Cindy, que estaba en susillita alta, enredando con su galleta y su vaso de leche, mojando la galleta hastaque se ablandaba y tratando de llevársela a la boca antes de que se desprendieseel trozo mojado. Pero a ella no la reñían.

—Bart, ve inmediatamente a tu habitación. Cierra la puerta por dentro y y o lacerraré por fuera. No quiero volver a verte hasta que llegue tu padre. Y y a quedesprecias el desayuno no te mereces la comida.

—No puedes darme órdenes. Si lo haces, contaré a todo el mundo lo quehacéis tú y tu marido. Explicaré que, siendo hermano y hermana, vivís enpecado. ¡Fornicando! —« Fornicar» era una buena palabra de Malcolm.

Se tambaleó y se llevó las manos a la cara. Se limpió la nariz, metió elpañuelo en el bolsillo del pantalón y cogió a Cindy en brazos.

—¿Qué piensas hacer, ramera? ¿Escudarte en Cindy? De nada te servirá.Acabaré con las dos… Y la policía no podrá tocarme porque sólo tengo diez años,sólo diez, diez diez… —y seguí repitiendo el número, como si fuera un discorayado.

La voz de John Amos resonaba en mis oídos, indicando qué debía hacer.Hablé como en sueños:—Hace mucho tiempo, hubo en Londres un hombre llamado Jack el

Destripador que mataba prostitutas. Yo también mato a las rameras, y a lashermanas malas que no distinguen el bien del mal. Mamá, te mostraré cómodesea Dios que seas castigada por cometer incesto.

Pálida, débil y temblorosa como un conejo, demasiado espantada paramoverse, seguía plantada allí, con Cindy en brazos, esperando, mientras yo meacercaba a ella más y más, blandiendo mi cuchillo.

—Bart —dijo, con voz más firme—, no sé quién te habrá contado esos

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chismes, pero si nos dañas, a mí o a Cindy, Dios te lo hará pagar, aunque lapolicía no te lleve a la cárcel o la silla eléctrica.

Amenazas, vanas amenazas. John Amos me había dicho que un chico de miedad podía hacer lo que quisiera, sin que la policía pudiese castigarle.

—¿Es hermano tuy o el hombre con quien vives? ¿Lo es? —pregunté—. Si memientes, moriréis las dos.

—Tranquilízate, Bart. ¿No recuerdas que pronto estaremos en Navidad? Noquerrás que te alejen de aquí y perderte todos los juguetes que Santa Clausdejará para ti al pie del árbol.

—¡Santa Claus no existe! —exclamé, furioso porque ella pensaba que aúncreía y o en esas tonterías.

—Antes me querías. Nunca me lo expresaste con palabras, pero y o lo leía entus ojos. ¿Por qué has cambiado, Bart? ¿Qué te he hecho para que me odies? Dilopara que pueda mejorar.

Ahí estaba ella, tratando de engatusarme momentos antes de su muerte y suredención. Dios se apiadaría de ella cuando hubiese sido sacrificada, humillada.

Entorné los párpados y levanté el cuchillo, afilado como una navaja. No melo había entregado mi abuela, sino John Amos, poco después de que llegara laanciana bruja Marisha.

—Soy el ángel exterminador —dije, con mi trémula voz de viejo— y hevenido para hacer justicia, porque la humanidad no ha descubierto todavía tuspecados.

Cambió la posición de Cindy y se volvió para proteger a la niña con su cuerpocuando y o las atacase. Entonces, mientras yo observaba lo que hacía, levantó lapierna derecha y me pegó una fuerte patada en la muñeca. El cuchillo saliódespedido. Corrí para cogerlo, pero ella fue más rápida y lo empujó con el piedebajo del tablero. Me arrojé al suelo para buscarlo, pero ella aprovechó aquelmomento para dejar a Cindy, se abalanzó sobre mí y me retorció un brazo sobrela espalda. Agarrándome del pelo con la otra mano, me obligó a levantarme.

—Bueno, ahora veremos quién manda aquí y quién será el castigado.Me empujó y tiró de mí, sin soltarme el brazo ni los pelos, hasta meterme en

mi habitación y arrojarme al suelo. Antes de que pudiese ponerme en pie, cerróla puerta y oí girar la llave en la cerradura. Me había encerrado.

—¡Zorra, déjame salir! Déjame salir o prenderé fuego a la casa. Todosarderemos, arderemos, arderemos.

La oí jadear, apoy ada contra la puerta cerrada de mi dormitorio. Busqué lascerillas y las velas que guardaba en mi habitación. Habían desaparecido. Todasmis cerillas, todas mis velas, incluso el encendedor que había hurtado a JohnAmos.

—¡Ladrona! —rugí—. ¡En esta casa no hay más que ladrones, estafadores,putas y embusteros! ¡Todos vais detrás de mi dinero! Pensáis que moriré hoy,

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mañana, la semana próxima o el mes próximo…, ¡pero viviré hasta que os vea atodos muertos, mamá! ¡Viviré hasta que hay an muerto todos los ratones delático!

Echó a correr por el pasillo. Oí los débiles chasquidos de sus zapatillas deseda. Me asusté. No sabía qué hacer. ¿No me había aconsejado John Amos queesperase hasta la noche de Navidad, para que todo coincidiese con el incendio deFoxworth Hall? « Hazlo todo igual, pero de un modo diferente» , me había dicho.

—Mamá —musité, arrodillado en el suelo, llorando—. No. No quería decirninguna de esas cosas tan terribles. Por favor, mamá, no te vayas y meabandones. No quiero estar solo. Detesto lo que me ocurre, mamá. ¿Por quétuviste que fingir que estabas casada con tu hermano? ¿Por qué no pudistelimitarte a convivir con él y con nosotros de una manera decente? —sollocé,espantado de mí mismo cuando me sentía ruin.

Ella no necesitaba cerrar la puerta cuando tenía a Cindy consigo, ¿verdad?Nunca confiaba en que y o hiciese lo debido. Pero eso se debía a que era tanincapaz de ay udarse ella misma como de ayudarme a mí. Había nacido mala yhermosa, y sólo a través de la muerte Dios podría redimir su alma pecadora.Suspiré y me levanté, dispuesto a hacer lo que pudiese para salvarla del desastreen que había convertido su vida… y la nuestra.

—¡Mamá! ¡Abre la puerta! ¡Me mataré si no lo haces! Lo sé todo de ti, de loque estáis haciendo tú y tu hermano. Los vecinos me explicaron cómo fuevuestra infancia, y por tu libro me he enterado de todo lo demás. Ábreme si noquieres encontrarme muerto cuando entres.

Se acercó a la puerta y la abrió. Me miró fijamente a la cara, mientras selimpiaba la nariz y se mesaba los cabellos.

—¿Has dicho que los vecinos te lo contaron todo? ¿Quiénes son esos vecinos?—Ya lo sabrás cuando veas a esa mujer —dije taimadamente, sintiéndome

de nuevo ruin. ¿Por qué tenía que aferrarse siempre a esa maldita Cindy? Mehabía parido a mí, no a esa mocosa—. También vive allí un viejo que lo sabe todode vosotros y los días que pasasteis en aquel ático. Ve y habla con ellos, mamá, yy a no te alegrarás tanto de tener una hija.

Se quedó boquiabierta, y una mirada de horror se dibujó en sus ojos azules,que parecieron oscuros, muy oscuros.

—Por favor, Bart, no digas mentiras.—Yo nunca miento; no hago como tú —dije. Empezó a temblar con tal

intensidad que casi dejó caer a Cindy. Fue una lástima que no sucediera, aunqueno se habría hecho mucho daño al caer sobre la alfombra.

—Espérame aquí —dijo dirigiéndose al ropero—. Por una vez en la vida,obedece. Siéntate a ver la televisión; come todos los caramelos que quieras, peroquédate en casa y no salgas fuera.

Se disponía a ir a la casa vecina. Sentí pánico. Temía que no regresara, que no

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se salvara, que tal vez todo aquello fuese un juego inventado por John Amos, unjuego que podía no ser tal. Pero no debía pensar eso, pues Dios estaba del lado deJohn Amos; tenía que estarlo, ya que él no pecaba.

Con su impermeable de invierno y botas blancos, mamá cogió en brazos aCindy, a quien también había abrigado.

—Sé buen chico, Bart, y no olvides nunca que te quiero. Volveré antes de diezminutos, aunque sólo Dios sabe qué puede saber de mí esa mujer de negro.

Dirigí una rápida mirada avergonzada a su pálido y preocupado semblante.Mamá se derrumbaría cuando se encontrase con mi abuela, que era su propiamadre. Tendrían que ponerle una camisa de fuerza, y nunca volvería a verla.

¿Por qué no me alegraba de que Dios la estuviese ya castigando, de que sehubiera iniciado así su redención? Volvía a dolerme la cabeza. Sentí náuseas. Laspiernas se negaban a obedecer, como si cada una de ellas cargara con unenorme peso. Sin embargo conseguí acercarme al armario ropero en elmomento en que mi madre cerraba la puerta de la casa.

« Mamá —exclamaba mi alma—, no te vayas, dejándome solo. Nadieexcepto tú me querrá en sus brazos. Nadie me querrá, mamá. Por favor, novayas allí…, no dejes que John Amos te vea» . Hubiese debido callar. Debí habersupuesto que ella no se quedaría, donde estábamos seguros. Me puse mi abrigo ycorrí hacia las ventanas para ver cómo caminaba con Cindy bajo el viento y lalluvia fría; como si ella, una simple mujer, pudiese enfrentarse con Dios y sucólera terrible.

En cuanto desapareció de mi vista, salí de la casa y empecé a seguirla. Eseabrigo nuevo que me había comprado, ¿significaba que ella me quería deverdad? « No —respondió el sabio que moraba en mi cerebro—, no significanada» . Regalos, juguetes y vestidos eran cosas fáciles de dar, cosas que todos lospadres proporcionaban a sus hijos, aunque pusiesen arsénico en buñuelosazucarados. En cambio, los padres regalaban a sus hijos lo más importante: laseguridad.

Suspiré cansadamente, esperando que algún día, en alguna parte, encontraríaa la madre que me correspondía, una madre que estuviese a mi lado parasiempre, que comprendiera que yo lo hacía todo lo mejor que podía.

En el exterior, el viento ciñó el impermeable a mi cuerpo y azotó mi cara congotas de lluvia. Vislumbré a mamá a unos diez metros delante de mí,esforzándose por sujetar a Cindy, que trataba de liberarse y volver corriendo acasa, mientras se quejaba:

—¡No me gusta la lluvia! ¡Llévame a casa! ¡No quiero ir, mamá!Mamá trataba de consolarla sin dejar de andar, intentando al mismo tiempo

mantener la capucha sobre su cabeza; pero al fin renunció a resguardarse delagua, poniendo todo su empeño en que Cindy se mojase lo menos posible. Notardaron en quedar sus cabellos pegados a la cabeza, como lo estaban los míos,

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pues nunca me gustó cubrirme con una capucha, y a que ésta me asustabacuando me miraba al espejo.

Mamá resbaló en el barro y estuvo a punto de caer. Pero recobró elequilibrio. Cindy gritó y le golpeó la cara con sus pequeños puños.

—¡A casa! ¡Quiero volver a casa!Corrí más deprisa, cuando advertí que ella no miraba hacia atrás. Toda su

atención estaba concentrada en el sinuoso camino.—¡Estate quieta, Cindy !Muros altos, púas de hierro, sólida verja, caj itas mágicas para hablar por

ellas, voces débiles que respondían…, mientras soplaba el viento. La intimidad nosignificaba nada para Dios ni para el viento, nada en absoluto.

Oí la voz de mamá, que alzaba la voz para que la oyesen por encima de losaullidos del viento y la lluvia:

—Soy Catherine Sheffield. Vivo en la casa contigua y soy la madre de Bart.Quiero entrar para hablar con la señora de la casa.

Sólo se escuchó el viento. Después mamá insistió:—Necesito verla y, si tengo que saltar la verja, —lo haré. Entraré de la

manera que sea, de modo que abra la puerta y ahórreme el trabajo.Me detuve y esperé, jadeando, sintiendo que el corazón me dolía. Poco a

poco se abrió la enorme puerta de hierro.Por un instante, deseé gritar: « ¡No! ¡No caigas en la trampa, mamá!» . En

realidad, no se me había ocurrido que pudiese haber una trampa, aunque intuíaque, estando por medio John Amos y el Malcolm que y o llevaba dentro, nadabueno podía pasar a mamá dentro de la casa de mi abuela. Crucé la puerta de laverja antes de que acabase de cerrarse, lentamente. Sonaba como las puertas deuna cárcel.

Ella avanzaba trabajosamente, mientras Cindy no paraba de chillar y dellorar. Cuando llegaron a la entrada de la casa, las dos debían de estar caladashasta los huesos, como lo estaba y o, a pesar de que tenía las dos manos librespara ceñirme el impermeable.

Mamá tropezó al subir la escalinata, y asió con más fuerza a Cindy, quetodavía trataba de soltarse. Levantó la mandíbula de la cabeza de león de broncede la aldaba y golpeó con fuerza.

John Amos la estaba esperando, pues abrió inmediatamente e hizo unaprofunda reverencia, como si recibiese a una reina. Entonces corrí, corrí lo másdeprisa que pude para no perderme nada. Entré rápidamente por la puerta lateraly me deslicé por el pasillo hacia el montaplatos…, esperando que ella seencontrase en aquella habitación, pues, mi escondite de detrás de las macetas depalmeras ya no ofrecía seguridad. Jory me había descubierto allí una vez ypodría volver a hacerlo.

Me metí en el montaplatos, dejando el abrigo en el suelo, y entreabrí la

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puerta, dejando sólo una rendija. Probablemente mamá estaba aún en elvestíbulo, quitándose el abrigo mojado y las embarradas botas blancas.

Entonces apareció en el umbral, despojada del abrigo y las botas. Yo no habíatenido tiempo de comprobar si mi abuela estaba en su mecedora; pero sí, allíestaba.

Se levantó rígidamente, ocultando las manos temblorosas detrás de la espalda,con la cabeza y la may or parte del rostro cubiertos por el velo.

Mi parte débil e infantil sintió ganas de llorar al ver a mamá entrando en lahabitación, con Cindy aún en brazos. Le había quitado el impermeable, y lapequeña estaba completamente seca, mientras que los cabellos de mamá sepegaban a su cabeza y su cara. Su enrojecido semblante parecía febril, y denuevo tuve ganas de llorar. ¿Y si Dios la fulminaba en ese mismo instante?¿Querría condenarla realmente al fuego del infierno?

—Le pido disculpas por esta visita intempestiva —dijo mamá, en lugar deacometerla de inmediato como yo había supuesto—, pero necesito que conteste aunas preguntas. ¿Quién es usted? ¿Qué le ha contado a mi hijo menor? Él me hadicho cosas terribles que, según él, usted le había explicado. No la conozco yusted no me conoce; por lo tanto, ¿cómo ha podido contarle esas mentiras?

Mi abuela guardaba silencio. Siguió mirando a mamá y después observó aCindy. Señaló un sillón y cabeceó, como excusándose. ¿Por qué no hablaba?

—Una hermosa habitación —dijo mamá, mirando los bellos muebles.Una expresión turbada se mostró en sus ojos, y pareció sonreír forzadamente.

Dejó a Cindy en el suelo, procurando no soltarla de la mano. Pero Cindy queríaexplorar y ver todas aquellas cosas bonitas.

—No la entretendré más de lo estrictamente necesario —prosiguió mamá, sinperder de vista a Cindy, que todo lo tocaba—. Estoy acatarrada y me apeteceacostarme temprano, pero he de saber qué le ha estado diciendo a mi hijo paraque éste me colme de insultos terribles. Ya no me respeta como madre. Cuandome lo hay a explicado, Cindy y yo nos marcharemos.

Mi abuela asintió con la cabeza, manteniendo baja la mirada, como si fueseen realidad una mujer árabe. Mamá la miraba de una manera extraña, como sicreyera que era una extranjera que no comprendía bien el inglés. Mamá se sentócerca del fuego, mientras Cindy lo hacía en el suelo elevado de la chimenea,junto a las piernas de aquélla.

—Como ésta es una zona muy poco poblada, cuando Bart me dijo quenuestra vecina le había contado aquellas cosas, supe enseguida que se refería austed. ¿Quién es? ¿Por qué quiere que mi hijo se vuelva contra mí? ¿Qué le hehecho y o?

La mujer de negro siguió sin contestar. Mamá se inclinó para observar másde cerca a mi abuela. ¿Sospechaba y a algo? ¿Era capaz de descubrir quién era, apesar del velo y el holgado vestido negro?

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—Bueno, yo y a me he presentado. Sea tan amable de decirme su nombre.Silencio. La anciana se limitó a mover tímidamente la cabeza.—¡Oh! Creo que sé lo que ocurre —dijo mamá, frunciendo el entrecejo con

perplej idad—. No habla inglés, ¿verdad?La mujer sacudió la cabeza. Se acentuó el fruncimiento de mamá.—No lo comprendo. Parece entender lo que le digo, pero no me responde. Y

no puede ser muda, o no habría contado tantas mentiras a mi hijo.El tiempo se desgranaba en un fuerte tictac. Nunca había oído sonar tan

fuerte el reloj que había encima de la repisa de mármol. Mi abuelita sebalanceaba en la mecedora como si se hubiese propuesto no hablar ni alzar lacabeza.

Mamá empezaba a impacientarse. De pronto, Cindy se levantó de un salto yfue a coger un gatito de porcelana.

—Deja eso, Cindy. Cindy obedeció de mala gana y volvió a depositarcuidadosamente el gato sobre la mesa de mármol. Después, al verse privada delgatito, buscó con la mirada algo con que entretenerse. Observó el arco que seabría a la habitación contigua y corrió en aquella dirección. Mamá se levantó yse apresuró para impedir que Cindy rondase de un lado a otro. Cindy, como yo,tenía la manía de examinarlo todo, aunque rompía menos cosas.

—¡No entres ahí! —exclamó mi abuela, poniéndose en pie. Mi madre sevolvió despacio, como aturdida, olvidándose de Cindy. Había palidecido y teníamuy abiertos los ojos azules, mirando fijamente a la mujer de negro, que nopudo evitar que sus manos nerviosas hurgasen debajo del cuello de su vestidonegro y sacasen una sarta de perlas que empezó a retorcer entre sus dedos.

—Esa voz me resulta familiar. La abuela no respondió. —He visto esos anillosantes. ¿De dónde los ha sacado? Mi abuela se encogió de hombros,desesperadamente, y soltó las perlas, que volvieron a esconderse debajo delvestido negro.

—De una casa de empeños —contestó, con voz ronca, y empleando unaentonación extranjera—. Segunda mano.

Mamá entornó los párpados y siguió escrutando a aquella mujer que no erauna desconocida. Contuve la respiración, preguntándome qué sucedería cuandodescubriese la verdad. No me cabía duda de que mamá la descubriría, pues meconstaba que no se dejaba engañar fácilmente.

Como si sus rodillas flaqueasen de pronto, mamá se sentó pesadamente en unsillón que había junto a ella, sin preocuparse de que su vestido estuviese aúnmojado y de que Cindy hubiese pasado a la habitación contigua.

—Ya veo que conoce un poco el idioma inglés —dijo mi madre,pausadamente. En el momento en que entré en esta habitación, fue como si eltiempo hubiese retrocedido y hubiese retornado a mi infancia. Su gusto coincidecon el que tenía mi madre en cuanto a los muebles y los colores. Al ver sus

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sillones tapizados en brocado o terciopelo, y el reloj que hay encima de la repisade la chimenea, pensé que esta estancia habría agradado muchísimo a mamá.Incluso esos anillos que lleva en los dedos se parecen a los que ella solía llevar.¿Los encontró en una casa de empeños?

—La decoración de este salón gustaría a muchas mujeres, y también lasjoyas —repuso la dama de negro.

—Tiene usted una voz extraña…, ¿señora…? La dama vestida de negro seencogió otra vez de hombros.

Mamá se levantó para ir a buscar a Cindy a la habitación contigua. Contuve elaliento. El retrato estaba allí. Lo vería. Pero no debió de mirar alrededor, porquevolvió al cabo de un segundo tirando de Cindy, a la que siguió sujetando confuerza cuando se situó junto a la chimenea.

—¡Qué casa tan curiosa! Si cerrase los ojos, juraría que estaba contemplandoFoxworth Hall, tal como lo veía desde el balcón.

Mi abuela tenía los ojos oscuros, muy oscuros.—¿Lleva usted perlas? Pensé que veía perlas entre sus dedos cuando se llevó

las manos al cuello. Esos anillos son muy hermosos. Pero, ya que los muestra,¿por qué no enseña también las perlas?

Otro encogimiento de hombros de la abuela. Tirando siempre de Cindy,mamá se acercó a aquella mujer a la que y o no quería ya considerar como miabuela.

—Estando en esta habitación numerosos recuerdos acuden a mi mente —dijomamá—. Recuerdo la Nochebuena en que Foxworth Hall ardió hasta loscimientos. La noche era fría, y nevaba, pero se iluminó como cuando secelebran las fiestas de la Independencia. Me arranqué todos los anillos de losdedos y arrojé la joy a de brillantes y esmeraldas a la espesa capa de nieve.Pensé que nadie la encontraría…, pero ahora veo, señora, ¡qué lleva el mismoanillo con una esmeralda que yo tiré! Más tarde, Chris recogió todas las joyas,¡porque pertenecían a su madre! ¡A su preciosa madre!

—Estoy mareada. Márchese —murmuró la triste figura, vestida de negro, depie, en medio del salón, lejos de la mecedora que podía atraparla. Pero estaba y aatrapada.

—¡Tú! —exclamó mi madre—. ¡Tenía que haberme dado cuenta enseguida!Tu collar de perlas con una mariposa de brillantes como cierre es único. —Después de una breve pausa, prosiguió—: ¡Claro que estás mareada! ¡Sé quiéneres! Ahora todo cobra sentido. ¿Cómo te atreves a entrar de nuevo en mi vida?Después de todo lo que nos hiciste, vuelves para continuar tu obra. Te odio. Teodio por todo el daño que nos causaste y que nunca tuve ocasión de hacertepagar. Quitarte a Bart no fue suficiente. Ahora puedo hacer algo más.

Soltó la mano de Cindy, se abalanzó sobre mi abuela y la agarró, mientrasésta retrocedía y trataba de rechazarla. Pero mi madre era más vigorosa.

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Excitado y sin aliento, observé a las dos mujeres enlazadas.Mi abuela logró desprenderse y pareció no saber qué hacer. Entonces Cindy

lanzó un aullido aterrorizado y echó a llorar.—¡Mamá! ¡Volvamos a casa! En aquel momento se abrió la puerta y John

Amos entró renqueando en el salón. Cuando mi madre se disponía a atacar denuevo, el hombre colocó una mano huesuda sobre el hombro de mi abuela.Nunca hasta entonces lo había visto tocarla.

—Señora Sheffield —dijo, con su voz sibilante—, le hemos franqueadocortésmente la entrada, y ahora pretende usted maltratar a mi esposa, que estádelicada de salud desde hace varios años. Soy John Amos Jackson, y ésta es miesposa, la señora Jackson.

Mamá se quedó pasmada, mirando fijamente al may ordomo.—John Amos Jackson —repitió mi madre, muy despacio, como paladeando

las palabras—. Conozco ese nombre. Precisamente ayer, al releer mimanuscrito, pensé que tenía que cambiarlo ligeramente. ¡Usted es el John Amosque fue mayordomo de Foxworth Hall! Recuerdo su calva y cómo brillaba bajola luz de las lámparas.

Se volvió y alargó una mano para asir la de Cindy. Bueno, eso fue lo que yocreí, pero en realidad lo que hizo fue arrancar el velo que cubría la cara de miabuela.

—¡Madre! —exclamó—. Hace meses que debí sospecharlo. Desde elmomento en que entré en esta casa, percibí tu presencia en el perfume, loscolores y el estilo de tus muebles. Fuiste lo bastante lista para cubrir de negro tucuerpo y tu rostro, pero lo bastante estúpida para llevar tus joyas. ¡Siempre fuisteuna imbécil! ¿Fue tu locura o tu estupidez lo que te hizo pensar que yo podíahaber olvidado tu perfume y tus joyas?

Se echó a reír, furiosa e histéricamente, y empezó a dar vueltas alrededor dela anciana, de manera que John Amos, temeroso de lo que pudiese hacer, setambaleaba y trataba de sujetarla antes de que la atacase de nuevo.

Mírala… ¡Ahora estaba bailando! Giraba entorno a la abuela, extendiendo lamano para pegarle en la cara, y mientras hacía piruetas, decía:

—Debía haber sospechado que eras tú. Desde que llegaste, Bart ha estadocomo loco. No podías dejarnos en paz, ¿verdad? Tenías que venir para destruir loque Chris y yo habíamos conseguido juntos: ser felices por primera vez. Ahora lohas destrozado todo. Has conseguido que Bart enloquezca para que tengan querecluirle como te recluyeron a ti. ¡Cuánto te odio por esto! ¡Y cuánto te odio porotras muchas razones! Cory, Carrie y, ahora, Bart… ¿que nunca dejarás dehacernos daño?

Rodeó con su pierna la de mi abuela por detrás de la rodilla, haciéndoleperder el equilibrio y, en el momento que mi abuela cayó al suelo como unmontón de harapos negros, se arrojó sobre ella y le arrancó el collar de perlas

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con su cierre de brillantes. Tiró del hilo del collar, y lo rompió. Las perlas seesparcieron por la alfombra oriental, que las engulló silenciosamente.

John Amos cogió con rudeza a mamá, obligándola a ponerse en pie. La sujetóy la sacudió, haciendo que su cabeza oscilase como un badajo.

—Recoja las perlas, señora Sheffield —ordenó, con voz dura, maligna y, depronto, muy firme.

Me sorprendió que tratase a mi madre con tal tosquedad. Pensé que si Jory sehallase en mi situación lucharía con John Amos para salvar a mamá. Pero yo nosabía si debía hacerlo. Dios nos miraba desde arriba y deseaba que mamásufriese por sus pecados; si yo la salvaba ¿qué me haría a mí? Además, Jory eramás corpulento que yo. Por otro lado, papá siempre decía que todo ocurría parabien. Por lo tanto, era más conveniente dejar que pasara lo que tuviese que pasar,por muy atribulado que me sintiese.

A fin de cuentas, mamá no necesitaba mi ayuda. Echó la cabeza hacia atrásy golpeó con el cráneo los dientes postizos del hombre. Oí que éstos se partían yvi que ella se desembarazaba de él. Entonces John la persiguió con más encono.Iba a matarla, ¡iba a convertirse en el instrumento de la cólera de Dios!

Con más rapidez de la que yo habría sido capaz, mamá levantó una rodilla yle dio de lleno en el bajo vientre. John Amos gritó, se dobló, apretándose la partedolorida, cayó al suelo y rodó sobre la alfombra.

—¡Maldita seas!—¡Maldito seas tú, John Amos Jackson! —replicó mi madre—. No te atrevas

a tocarme otra vez, ¡o te sacaré los ojos!Mi abuela se había levantado y se balanceaba insegura en el centro de la

estancia, tratando de cubrirse de nuevo la cara con el velo desgarrado. La manode mi madre alcanzó su mejilla y mi abuela cayó en la mecedora.

—¡Maldita seas tú también, Corinne Foxworth! Confiaba en no volver a verte.Confiaba en que murieses en aquella « casa de reposo» y me ahorrases laangustia de verte de nuevo y oír esa voz que antaño me era tan querida. Peronunca he tenido suerte. Debía saber que no serías lo bastante considerada paradejarnos en paz a Chris y a mí. Eres como tu padre, aferrándotedesesperadamente a una vida que no vale la pena vivir.

¡Oh! Ignoraba que mi madre tuviese tan mal genio. Era como yo. Estabaimpresionado, espantado, mirando cómo se lanzaba sobre mi vieja abuela,volcando la mecedora para caer las dos al suelo, mientras John Amos seguíagimiendo, quizá para no recuperarse nunca. A los pocos momentos, mamá estabasentada a horcajadas sobre mi abuela, quitándole los brillantes y costosos anillos.Mi abuela trataba débilmente de defender su cuerpo y sus joyas.

—Por piedad, Cathy, no me hagas esto —suplicaba.—¡Tú! ¡Cuánto había deseado verte así, tumbada en el suelo y suplicándome!

Me equivoqué, hoy es mi día de suerte, por fin se me presenta la oportunidad de

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hacerte pagar todo el mal que nos causaste. Mira y verás lo que hago con tuspreciosos anillos. —Levantó el brazo y, con fiero gesto, lanzó las sortijas alfurioso fuego del hogar—. ¡Mira, mira! ¡Ya está! Debí haber hecho esto la nocheen que murió Bart.

Con una expresión de triunfo en el semblante, cogió a Cindy en brazos, corrióhacia el armario del vestíbulo, puso el impermeable a Cindy y agarró el suyo ylas botas que antes se había quitado.

John Amos se había levantado del suelo, mascullando algo sobre aquelengendro del diablo que hubiese debido morir cuando estaba encerrada y eraincapaz de defenderse.

—¡Maldita gata del infierno! ¡Debieron haberte matado antes de que pudiesescrear más semillas del diablo!

Oí las palabras de John Amos, aunque tal vez mamá no las oy ó.Salí de mi escondrijo sin ser visto por mi abuela, que seguía llorando, como

un muñeco de trapo, sobre el suelo…Mamá se había puesto las botas y el impermeable blanco, pero se acercó de

nuevo a la puerta, temblando, y miró a la mujer que yacía en el suelo:—¿Qué has dicho, John Amos Jackson? ¿Me has llamado engendro del diablo

y gata del infierno? ¡Dímelo a la cara! Vamos, ¡repítelo! Repítelo ahora que soyuna mujer, y no una niña asustada, ahora que mis piernas y mis brazos sonfuertes, y los tuyos débiles. No pienses que podrás librarte de mí tan fácilmente;porque no soy vieja y débil. Y y a no tengo miedo.

Él avanzó hacia ella, empuñando un atizador que debió de coger de lachimenea. Mamá empezó a reír, pensando sin duda que era un estúpido y unenemigo fácil. Se agachó rápidamente y después le largó una patada en eltrasero con su pierna buena, haciéndole caer de bruces y gritar, enfurecido.

Yo también grité. ¡Eso estaba mal! Eso no era lo que John Amos y yohabíamos planeado para llevar a cabo la venganza de Dios. Él no debía tratar deherirla. Entonces, mamá me vio. Abrió sus ojos azules, palideció y pareció queiba a derrumbarse.

—¡Bart…!—Fue John Amos quien me dijo qué tenía que hacer —murmuré.Mamá se volvió hacia mi abuela.—Mira lo que has hecho. Has vuelto a mi propio hijo contra mí. Eres capaz

de todo, incluso de matar. Envenenaste a Cory, envenenaste la mente de Carriehasta el punto de arrastrarla al suicidio, mataste a Bart Winslow cuando leincitaste a que se metiera entre las llamas para salvar a una maldita vieja que nomerecía vivir… y ahora envenenas la mente de mi hijo para que me desprecie.Escapaste a la justicia simulando que estabas loca. Pero no lo estabas cuandoprendiste fuego a Foxworth Hall. Fue el truco más astuto de tu vida, pero hallegado la hora de mi venganza.

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Dichas estas palabras, corrió hacia la chimenea, cogió la pequeña pala,apartó la pantalla y empezó a esparcir ascuas rojas sobre la alfombra oriental.Cuando ésta comenzó a humear, me llamó.

—Ponte el impermeable, Bart. Volveremos a casa y nos marcharemos tanlejos que no podrá volver a encontrarnos, ¡nunca!

Grité. Mi abuela gritó. Pero mi madre estaba demasiado atareadaabrochando el abrigo de Cindy para darse cuenta de que John Amos había asidode nuevo el atizador. Me quedé petrificado y, cuando me disponía a lanzar otrogrito para prevenirla, el atizador cay ó sobre su cabeza. Mamá se desplomó en elsuelo como una muñeca de trapo.

—¡Imbécil! —exclamó mi abuela—. ¡Puedes haberla matado!Los acontecimientos se desarrollaban demasiado aprisa. Todo iba mal. No

había que herir a mamá. Quise decirlo, pero me quedé boquiabierto al ver elrostro contraído de John Amos y sus labios torcidos en un rictus mientras seacercaba a mi abuela.

—Cathy, Cathy —gemía ésta, hincada de rodillas y acunando la cabeza de mimadre—, no mueras. Yo te quiero, siempre te he querido. Nunca deseé quemurieseis ninguno de vosotros. Nun…

El golpe fue tan fuerte que mi abuela cay ó de bruces sobre el cuerpo de mimadre.

La cabeza me daba vueltas. Cindy chillaba.—¡John Amos! —grité—. ¡Dios no quería esto!Se volvió hacia mí, sonriendo confiadamente.—Sí lo quería, Bart. Dios me habló anoche y me explicó qué debía hacer. ¿No

oíste decir a tu madre que se marcharía lejos? Y no habría podido llevarse a unchico tan indócil como tú, ¿verdad? ¿No crees que antes te habría encerrado enun manicomio? Después habría desaparecido y nunca más habrías vuelto a verla,Bart. Como tu bisabuelo, habrías quedado abandonado para siempre. Te habríanencerrado como a tu abuela, y no la habrías visto más. Así de cruel es la vidapara aquellos que tratan de obrar bien. Yo, sólo yo, procuro cuidarte y librarte deuna reclusión mucho peor que la cárcel.

Reclusión, reclusión… Sonaba como veneno.—¿Me escuchas, Bart? ¿Has oído lo que te he dicho? ¿Comprendes que lo

único que quiero es salvarlas a las dos, por ti?Lo miré fijamente; en realidad, no comprendía nada.—Sí, Bart; en lugar de uno, tendrás dos recuerdos.No sabía qué o a quién creer. Contemplé a las dos mujeres en el suelo: mi

mamá y mi abuela caída y cruzada sobre el delicado cuerpo de mi madre. Derepente, se me ocurrió una idea que acudió a mi mente como un alud aplastante;yo amaba a aquellas dos mujeres, las quería más que a nadie en el mundo. Siperdía a ambas, o a una de ellas, ya no valdría la pena seguir viviendo. ¿Eran tan

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malvadas, como decía Jon Amos? ¿Me castigaría Dios si impedía que fuesenredimidas por el fuego?

Delante de mí se hallaba John Amos, el único que había sido totalmentesincero conmigo desde el principio, explicándome quién era mi verdadero padre,quién mi verdadera abuela, y lo sabio y astuto que fue Malcolm.

Le miré a los oj illos, pidiendo instrucciones. Dios estaba detrás de John Amos,pues, de no haber sido así, no habría vivido tantos años.

Sonrió, me acarició la barbilla, y me estremecí. No me gustaba que metocasen, a pesar de que ni siquiera podía sentir el contacto.

—Ahora, escucha atentamente, Bart. Ante todo, tienes que llevar a Cindy acasa. Después amenázala con cortarle la lengua si se niega a jurar que nocontará nada a nadie. ¿Crees que lo hará?

Asentí con la cabeza. Tenía que obligar a Cindy a jurarlo.—¿No harás daño a mamá y la abuela?—Por supuesto que no, Bart. Sólo las ocultaré para que estén seguras. Podrás

verlas siempre que quieras. Pero no digas una palabra a ese hombre que se hacepasar por tu padre. Ni una sola palabra. Recuerda que él quiere echarte de sucasa y hacer que te encierren. Supone que tú también estás loco. Si no, ¿por quéte habría llevado a los psiquiatras?

Tragué saliva; me dolía la garganta. No sabía qué tenía que hacer. Pero JohnAmos sí lo sabía.

—Ahora ve a tu casa con Cindy y procura que mantenga cerrado el pico.Enciérrate en tu habitación y hazte el tonto; tú no sabes nada. Y recuerda, tienesque amenazar a tu hermanita para que no se le escape una palabra.

—Ella no es mi hermanita —musité.—¿Qué importa eso? —preguntó, enfadado—. Haz lo que te he dicho.

Obedece las instrucciones ciegamente, como Dios quiere que creamos en Él. Ynunca reveles a tu padre que conoces su secreto, ni se lo digas a tu hermano. Nodigas a nadie que tienes la menor idea del paradero de tu madre. Hazte el tonto.Tienes condiciones para ello.

¿Qué insinuaba? ¿Se estaba burlando de mí? Fruncí el entrecejo y echéchispas por los ojos, imitando a Malcolm.

—Mire lo que le digo, John Amos. La Tierra se sostendría sobre la punta deun alfiler antes de que usted consiguiera aventajarme en inteligencia. Por lotanto, no se burle de mí ni suponga que soy tonto, pues al final acabarévenciendo. Y siempre ganaré, aun después de muerto.

La impresión de poder llenó todo mi cuerpo. Nunca me había sentido taninteligente. Contemplé a las dos mujeres a quienes amaba. Sí, Dios había queridoque ocurriese de ese modo. Me concedía dos madres que serían siempre mías, ynunca volvería a sentirme solo.

—Ahora, mantén la boca cerrada, y no digas a papá ni a Jory una sola

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palabra de lo que has visto —expliqué a Cindy cuando estuvimos los dos en lacocina de nuestra casa—. Si lo haces, te cortaré la lengua. Y no querrás que te lacorte, ¿verdad?

Su carita estaba mojada por la lluvia y las lágrimas, y también manchada ysucia. Se quedó boquiabierta con los ojos como platos y, temblando como unbebé, dejó que le pusiese el pijama y la acostase. Yo tuve siempre los ojoscerrados, para que la visión del cuerpo de la niña no hiciese que me avergonzasey la odiase aún más.

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¿DÓNDE ESTÁ MAMÁ?

Tenía que reñir a una persona, alguien que parecía haber desencadenado untemporal que no cesaba y arruinaba nuestras vidas. Papá y y o habíamos habladomucho acerca de ello, pero la situación era aún muy tirante, y me sentíasumamente confuso. ¿Por qué había tenido que venir y armar todo ese lío? Nopude contener por más tiempo mi ira y, al terminar la clase de ballet, me dirigí aldespacho de madame Marisha.

—La odio, madame, por todas las atrocidades que dijo a mi mamá. Desdeaquel día, todo va de mal en peor. Déjela en paz de ahora en adelante, o novolverá a verme. ¿Viajó desde tan lejos sólo para hacerla enfermar? Ahora nopuede bailar, y ésa es ya suficiente desgracia. Si no cesa usted de crearproblemas, tampoco yo bailaré. Huiré muy lejos y nunca volverá a verme, puesal destrozar las vidas de mis padres ha conseguido destrozar también la mía y lade Bart.

Palideció y de repente me pareció muy vieja.—Hablas como tu padre. Y Julián solía mirarme de la misma manera con sus

ojos oscuros.—Yo la quería.—¿Me querías…?—Sí, y cuando pensaba que me apreciaba y que apreciaba a mis padres,

creía que la danza era lo más maravilloso del mundo. Ahora ya no lo creo.Estaba anonadada, como si le hubiese clavado un puñal en el corazón. Se

apoyó contra la pared y se habría caído si yo no me hubiese apresurado asostenerla.

—Por lo que más quieras, Jory —suplicó, jadeando—, no huy as nunca. Nodejes de bailar. Si lo hicieses, mi vida carecería de sentido, y Georges y Juliánhabrían vivido para nada. No se lo arrebates todo a mis seres amados y perdidos.

Estaba tan confuso que no supe qué decir. Por eso empecé a correr, comohacía Bart siempre que las cosas se ponían demasiado difíciles.

Melodie me llamó:—¡Jory ! ¿Adónde vas con tanta prisa? Habíamos acordado tomar un refresco

juntos.Seguí corriendo. Ya no me importaba ni nadie ni nada. Mi vida había sido

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completamente destruida. Mis padres no estaban casados. ¿Cómo podían estarlo?¿Qué sacerdote o qué juez casaría a dos hermanos?

Cuando llegué a la acera caminé más despacio. Me encaminé hacia unparque público para sentarme en un banco verde. Allí estuve mucho rato,cabizbajo, contemplando mis pies; pies de bailarín, vigorosos y curtidos,preparados para la actuación profesional. ¿Qué haría cuando fuese mayor? Dehecho no quería ser médico, aunque había dicho lo contrario en varias ocasionespara complacer al hombre a quien amaba como a un padre. ¡Qué tontería! ¿Porqué trataba de engañarme, si para mí no podía haber vida sin la danza? Sicastigaba a madame, mi madre y mi padrastro, que en realidad sólo era mi tío,me castigaría aún más a mi mismo.

Me levanté y miré alrededor y, al ver a todos aquellos viejos solitariossentados en el parque, me pregunté si algún día sería como ellos. « No —pensé—. Yo sabré reconocer mi error cuando lo cometa. Sabré pedir perdón» .

Madame Marisha estaba en su despacho, con la cabeza apoyada sobre lasfinas manos. Abrí la puerta con cuidado para no hacer ruido y entré. Sinembargo, me oy ó y levantó la cabeza, y vi lágrimas en sus ojos, que se llenaronde alegría al verme. No mencionó todo lo ocurrido media hora antes.

—Tengo un obsequio para tu madre —dijo, con su habitual voz estridente.Abrió un cajón de la mesa y sacó una caj ita dorada y sujeta con una cinta deseda roja—. Para Catherine —añadió, sin mirarme a los ojos—. Tienes toda larazón. Estaba dispuesta a apartarte de tus padres porque pensaba que era lomejor para ti. Ahora comprendo que sólo pensaba en mi interés, no en el tuyo.Los hijos pertenecen a sus madres, no a sus abuelas. —Sonrió con amargura,contemplando la linda caj ita dorada—. Bombones Lady Godiva. Tu madre sevolvía loca por ellos cuando vivía en Nueva York y trabajaba en la compañía demadame Zolta. Entonces no podía comer bombones de chocolate para noengordar aunque ella quemaba más calorías que las demás cuando bailaba, yosólo le permitía comer un bombón una vez a la semana. Ahora que ya no puedebailar, puede comer hasta hartarse.

Ésa era una frase de Bart.—Mamá tiene un fuerte resfriado —expliqué—. Gracias por los caramelos y

por lo que acaba de decir. Sé que mamá se sentirá mejor al saber que no piensasepararme de ella. —Entonces le guiñé un ojo y besé su seca mejilla—.Además, ¿no se da cuenta de que pueden tenerme las dos? Si usted no esmezquina, ella tampoco lo será. Mamá es maravillosa. Ni una sola vez me contóque hubiese problemas entre ustedes dos. —Me senté en la única silla deldespacho y crucé las piernas—. Tengo miedo, madame. Todo anda mal ennuestra casa. Bart está más raro cada día, mamá, cada vez más fastidiada con sucatarro, y papá parece desgraciado. Clover está muerto. Emma ha dejado desonreír. Se acerca la Navidad, y nada preparamos para celebrarla. Si esto sigue

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así, creo que yo también enloqueceré.—¡Ah! —exclamó ella, volviendo a su antiguo talante—. La vida es siempre

así: veinte minutos de aflicción por dos segundos de alegría. Por tanto, agradecesiempre y aprecia estos dos segundos; aprecia todo lo bueno que puedasencontrar, sea cual fuere su coste.

Mi sonrisa era falsa. Por dentro, estaba realmente deprimido. Sus cínicaspalabras de poco me servían.

—¿Ha de ser forzosamente así? —pregunté.—Jory —dijo, acercando más a mí su cara—, piensa una cosa. Si no

existiesen las sombras, ¿cómo podríamos ver la luz del sol?Sentado en el oscuro despacho, me dejé apaciguar un poco por esa filosofía

barata.—Está bien, comprendo qué quiere usted decir, madame, y, si usted es

incapaz de decir que lo siente, lo digo yo.—Yo también lo siento. —Murmuró, como si le hubiese herido mi

observación.La abracé con fuerza; habíamos llegado a una especie de compromiso.Durante todo el trayecto de vuelta a casa, llevé la caja de caramelos sobre

mis rodillas, deseando abrirla.—Papá —dije, con tono vacilante—, madame me ha dado estos caramelos

para mamá, supongo que como muestra de reconciliación.Me miró y sonrió.—Muy amable de su parte.—Me parece muy extraño que a mamá le dure tanto el catarro. Nunca se ha

sentido mal más de un par de días. ¿No crees que parece muy fatigada?—Escribe demasiado —refunfuñó, observando el intenso tráfico, accionando

los limpiaparabrisas e inclinándose para ver mejor una señal de tráfico—. Ojaládejase de llover. La lluvia siempre la inquieta. No se acuesta hasta las cuatro dela mañana y, en cuanto amanece, empieza a escribir a mano y no a máquinapara no despertarme. Cuando uno se empeña en trabajar noche y día, algo tieneque ceder, y lo que cede es la salud. Primero, aquella caída, ahora, este catarro.—Me miró de reojo—. Además, está Bart con sus problemas, y tú con los tuy os.Ahora conoces nuestro secreto, Jory. Tu madre y y o hemos hablado de ello, y túy yo hemos charlado también durante muchas horas. ¿No puedes perdonarnos?¿No he conseguido que lo comprendas?

Bajé la cabeza, avergonzado.—Trato de comprender.—¿Tratas? ¿Tan difícil te resulta? ¿No te ha contado cómo era nuestra vida,

allá arriba, encerrados los cuatro en una habitación, descubriendo, en nuestraadolescencia, que no teníamos a nadie más…?

—Pero, papá, cuando huisteis y encontrasteis un nuevo hogar en la casa del

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doctor Paul, ¿no pudiste hallar otra mujer? ¿Por qué tenía que ser ella?Suspiró y apretó los labios.—Creo haberte explicado qué sentía entonces por las mujeres. Tu madre

siempre me apoy aba cuando la necesitaba. Nuestra propia madre nos habíatraicionado. Cuando se es joven, se fijan ideas muy fuertes en la mente. Sientohaberte perjudicado al ser incapaz de amar a alguien que no fuese ella.

¿Qué podía decir? No lo entendía. El mundo está lleno de jóvenes hermosas.Entonces pensé en Melodie. Si ella muriese, ¿podría yo amar a otra? Reflexionéal respecto, mientras papá guardaba silencio, con el semblante sombrío, y lalluvia seguía cay endo, cayendo con fuerza. Era como si él pudiese leer mispensamientos. Pues sí, aunque yo tuviese la desgracia de perder a Melodie,seguiría viviendo y, en definitiva, encontraría a otra que ocupase su lugar.Cualquier cosa era mejor que…

—Sé qué estás pensando, Jory. Yo estuve años y años planteándome por quétenía que ser mi hermana y nadie más. Quizá se debía a que había perdido la feen todas las mujeres, después de lo que nos estaba haciendo nuestra madre, ysólo mi hermana podía darme consuelo. Ella fue la única que impidió que mederrumbase durante aquellos largos años de privaciones. Fue la única que logróconvertir una sola habitación en toda una casa. Era como una madre para Cory yCarrie. Gracias a ella, que adornaba la mesa, hacía las camas, lavaba la ropa enla bañera y la colgaba para que se secara, aquella habitación parecía un hogar.Pero sobre todo fue su manera de bailar en el ático lo que hizo que la amase y leentregase para siempre mi corazón, pues mientras la observaba desde la sombratenía la impresión de que sólo bailaba para mí. Pensaba que ella me convertía enel príncipe de sus sueños, como y o la hacía princesa de los míos. En aquellaépoca yo era muy romántico, incluso más que ella. Tu madre no es como lamayoría de las mujeres, Jory. Podía vivir odiando, y medrar a pesar de ello; yono podía hacerlo. Yo tenía que amar o morir.

» Cuando huimos de Foxworth Hall, ella coqueteó con Paul para que éste lalibrase de mí. Después se casó con tu padre, porque Amanda, la hermana dePaul, le contó una mentira. Fue una buena esposa para tu padre, pero cuando élmurió en un accidente se refugió en las montañas de Virginia para realizar suvenganza, consistente, entre otras cosas, en quitarle a su madre su segundomarido. Como has descubierto, Bart es hijo del marido de mi madre, no de Paul,tal como os dij imos a ti y a él. Teníamos que mentir para protegeros.

» Después de casarse con Paul y de morir éste, tu madre volvió a mí. Yohabía esperado todos aquellos años, sabiendo por alguna razón, que ella acabaríasiendo mía si conservaba mi fe y no apagaba la llama de mi primer amor. Paraella era fácil amar a otros hombres. Para mí, resultaba imposible encontrar otramujer que pudiese comparársele. Se adueñó de mí cuando yo teníaaproximadamente tu edad, Jory. Ten cuidado con tu primer amor, pues nunca

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podrás olvidarlo» .Lancé un largo suspiro contenido, pensando que la vida nada tenía que ver

con los cuentos de hadas de los ballets, ni con los seriales de televisión. El amorno llegaba y se iba con las estaciones, tal como yo esperaba que ocurriese.

El viaje de vuelta a casa parecía prolongarse eternamente. Papá tenía queconducir despacio y con cuidado. De vez en cuanto echaba un vistazo al reloj . Yomiraba por la ventanilla. En todas partes había adornos navideños. En losescaparates de las tiendas se exhibían árboles de Navidad alegrementeiluminados. Yo contemplaba con añoranza aquellos escaparates, diez veces másrománticos bajo la lluvia. Ojalá pudiésemos retroceder al año anterior; ojalápudiésemos seguir disfrutando de aquella felicidad que había parecidopermanente; ojalá la anciana de la casa contigua no hubiese entrado en nuestrasvidas para estropear lo que y o entonces creía perfecto; ojalá madame Marishano hubiese aparecido para entremeterse en las vidas de mis padres, revelandounos secretos que era mucho mejor ocultar. Pero lo peor era que aquellas dosmujeres habían destruido el orgullo que sentía por mis padres. A pesar de misesfuerzos, aborrecía lo que estaban haciendo, lo que habían hecho, exponiéndoseal escándalo, arriesgándose a arruinar mi vida, la de Bart y también la de Cindy,y todo porque un hombre no había podido encontrar otra mujer a quien amar. Yaquella mujer única debió haber alentado de alguna manera la fidelidad y laesperanza de su hermano.

—Jory —dijo papá, al acercarnos a nuestra casa—, tu madre se queja de vezen cuando de haber extraviado unos capítulos. Ella no es descuidada con lostrabajos que considera importantes. Sospecho que tú has sacado capítulos enterosdel cajón de su mesa para leerlos…

¿Tenía que decir la verdad? Bart fue el primero en sustraer páginas de sumanuscrito. Sin embargo, mi moral no me había impedido leerlas también,aunque no había llegado hasta el final. Por alguna razón, no había podido pasardel momento en que el hermano abusaba de su hermana, imponiéndole suvoluntad. Que el hombre que estaba a mi lado hubiese podido violar a suhermana cuando ésta tenía solamente quince años, era algo que escapaba a micomprensión, a mi capacidad de compadecerle, por muy desesperada quehubiese sido su necesidad y muy singulares las circunstancias que le habíaninducido a cometer un acto tan perverso. Ciertamente, ella no debía sacarlo a laluz pública.

—¿Te he perdido, Jory ?Volví despacio la mirada en su dirección, sintiéndome aturdido y débil,

deseando no ver el tormento que claramente traslucía su rostro. Podía decir sí…o no.

—Creo que no hace falta que me contestes —dijo papá, secamente—. Tusilencio es suficiente, y lo lamento. Te quiero como a un hijo, y esperaba que me

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quisieras lo bastante para comprender. Pensábamos explicártelo cuando fueses losuficientemente mayor para hacerte cargo de nuestra situación. Cathy hubiesedebido cerrar bajo llave sus borradores y no confiar en que aquello no interesaríaa sus dos hijos.

—Pero aquello es una novela, ficción, ¿verdad? —pregunté, esperanzado—.Tiene que serlo. Ninguna madre podría hacer algo así a sus hijos…

Y abrí la portezuela y me apresuré hacia la casa, antes de que él pudieseresponder.

Abrí los labios para llamar a mamá, pero cerré la boca, pues me resultabamás fácil evitarla.

Generalmente, cuando llegaba a casa, corría por el jardín, dando saltos yhaciendo piruetas, y los días lluviosos, pasaba la may or parte del tiempo junto ala barra. En cambio, ese día me acomodé en un sillón del cuarto de estar, delantedel aparato de televisión, apreté el botón del mando a distancia y me dediqué aver un tonto pero entretenido serial.

—¡Cathy ! —llamó papá al entrar—. ¿Dónde estás? ¿Por qué no habíacanturreado el « recíbeme con besos, ya que me adoras» de costumbre? ¿Habríapensado que era una estupidez ahora que nosotros ya sabíamos qué pasaba?

—¿Has saludado a tu madre? —preguntó.—No la he visto.—¿Dónde está Bart?—No lo he buscado.Me dirigió una mirada suplicante y después se encaminó hacia la habitación

que compartía con su « esposa» .—Cathy, Cathy —oí que llamaba—, ¿dónde estás?Segundos después, me siguió a la cocina, buscándola, pero ella no aparecía.

Empezó a correr de una habitación a otra, hasta que, por fin, llamó a la puerta deBart.

—Bart, ¿estás ahí?Tras un largo silencio, se oy ó una voz renuente y enfurruñada:—Sí, estoy aquí. ¿Dónde podría estar, con la puerta cerrada?—Entonces, ábrela y sal.—Mamá la cerró por fuera para que no pudiese salir.Me senté, disponiéndome a contemplar el espectáculo sin intervenir en él y

preguntándome cómo podría sobrevivir y desarrollarme normalmente si mesentía tan desgraciado.

Papá era de esos hombres que tienen un duplicado de todas las llaves, demodo que Bart no tardó en salir para ser sometido a un interrogatorio.

—¿Qué hiciste para que tu madre te encerrase y se marchase?—¡No hice nada!—Tienes que haber hecho algo que la haya enfurecido.

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Bart sonrió taimadamente y no respondió. Yo les miré, inquieto y asustado.—Bart, si has hecho algo para perjudicar a tu madre, no te saldrás de rositas.

Hablo en serio.—Yo no hago nada para perjudicarla —replicó Bart, muy irritado—. Es ella

la que siempre está pinchándome. No me quiere. Sólo quiere a Cindy.—Cindy —repitió papá, acordándose de pronto de la niña. Se dirigió a su linda

habitación, y a los pocos minutos volvió con la pequeña.—¿Dónde está tu madre, Bart?—¿Cómo puedo saberlo? Ella me encerró.A pesar mío, no me desentendí del problema.—Papá, mamá aparcó el coche en el garaje hace unos días, y madame nos

traía a casa; por consiguiente, no puede haber ido muy lejos.—Lo sé. Ella me dijo que se habían averiado los frenos. —Dirigió una mirada

escrutadora a Bart—. ¿Es cierto que no sabes dónde está tu madre, Bart?—No puedo ver a través de las paredes.—¿Te dijo adónde iba?—A mí nadie me dice nada.De pronto, Cindy gimoteó:—Mamá salió cuando llovía… Nos mojamos las dos…Bart giró en redondo, fulminándola con la mirada. Ella se quedó como

petrificada y empezó a temblar.Papá levantó a Cindy y, sonriendo, la sentó sobre sus rodillas.—Eres un encanto, Cindy. Ahora, piénsalo bien y di adónde fue mamá.Cindy tembló con más intensidad y miró fijamente a Bart, incapaz de hablar.—Por favor, Cindy, mírame a mí, no a Bart. Estoy aquí para protegerte. Bart

no puede hacerte ningún daño, estando yo aquí. Bart, no le pongas esa cara a tuhermana.

—Cindy salió cuando llovía, papá, y mamá tuvo que ir a buscarla. Cuandovolvió, estaba calada y tosía. Entonces dije algo y ella se enfadó, me llevó a micuarto y cerró la puerta.

—Bueno, creo que esto explica los cabellos enmarañados y húmedos deCindy —dijo papá.

Pero no pareció tranquilizarse. Dejó a Cindy en el suelo y empezó atelefonear a todas las amigas de mamá. También llamó a madame Marisha, quedijo que acudiría enseguida.

Después habló con Emma, que no volvería hasta mañana, debido a latormenta. Pensé cómo conseguiría mi abuela conducir bajo aquel diluvio. Inclusocon buen tiempo, no podía considerársela una conductora segura.

—Miremos en todas las habitaciones, papá, incluso en el ático —sugerílevantándome de un salto y corriendo al cuarto ropero—. Tal vez subió allí parabailar, como hace algunas veces, y quedó encerrada por accidente o se durmió

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en una de las camas, qué sé y o.Dije las últimas palabras con poca convicción, advirtiendo que papá me

miraba de una manera extraña.Cuando mi padre se disponía a subir por la escalera del ático detrás de mí,

Cindy lanzó un fuerte grito de espanto.Él retrocedió al instante y cogió a la niña para llevarla con nosotros. Bart

había sacado un nuevo cortaplumas del bolsillo y pelaba con él una larga ramitade árbol. Al parecer, quería quitarle toda la corteza para hacer una vara lisa.Cindy no apartaba los ojos del cuchillo y la varita.

Papá, Cindy y yo registramos toda la casa; buscamos en el ático, losarmarios, debajo de las camas, en todas partes, y mamá no aparecía.

—Esto es impropio de Cathy —observó papá, muy preocupado—. Sobretodo, sé que no habría dejado a Cindy sola con Bart. Algo grave ha sucedido.

Entonces pensé en Bart, que nos había estado mirando mientras pulía lavarilla que muy bien podría servir para azotarle las nalgas.

—Papá —murmuré, mientras él, plantado de nuevo en el centro de suhabitación, miraba alrededor con ojos aturdidos—, ¿por qué hemos de creer queBart ignora adónde ha ido mamá? Es muy mentiroso. Y últimamente, se hacomportado de un modo muy extraño.

Fuimos en busca de Bart. Papá seguía sin soltar a Cindy. Pero Bart no estaba,se había marchado. Papá y yo nos miramos. Él sacudió la cabeza. Examiné lahabitación con la vista, consciente de que Bart podía estar escondido detrás de unsillón o agazapado en un rincón oscuro, o quizá bajo la lluvia, representando elpapel de un animal.

Pero la tormenta había arreciado. Su cueva del seto no impediría que seempapase. Incluso él tenía el sentido común suficiente para no exponerse al fríoy la humedad.

Mi cabeza era un torbellino, y me sentía furioso, como la tormenta. Nadahabía hecho para merecer tanta inquietud y, sin embargo, estaba en medio deella, sufriendo con papá, mamá, Cindy … y quizá también con Bart.

—¿Me odias ahora, Jory? —preguntó papá—. ¿Opinas que tu madre y y ocausamos todo esto, y que hemos de pagar por ello? ¿Consideras injusto que túpagues también? Si es así, te diré que yo pienso lo mismo. Quizá la vida de tumadre habría sido mejor, y también la tuya y la de Bart, si me hubiesemarchado lejos y la hubiese dejado en casa de Paul hasta que ella encontraseotro hombre. Pero la amaba, como la amo ahora y siempre la amaré. No puedoimaginar la vida sin ella.

Me separé tristemente de él. Por lo visto, los grandes amores eran así:destruían cuanto se cruzaba en su camino.

Me tumbé en la cama y lloré. Al cabo de un rato, me incorporé y mepregunté de nuevo dónde estaría mamá. Por primera vez comprendí que podía

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estar en peligro. Ella no habría abandonado así a papá. Algo terrible tenía quehaberle ocurrido, para no estar ahora poniendo la mesa, como hacía todos losjueves, que eran los días libres de Emma. Los jueves eran días muy especialespara ellos, por razones que ahora empezaba a comprender.

El jueves era el día en que las doncellas de Foxworth Hall iban a la ciudad; eljueves era el día en que mamá y papá podían salir por la ventana del ático paratumbarse en el tejado, hablar y mirarse, y allí, en aquel sitio alto y solitario, sehabían enamorado locamente, sin darse cuenta.

Pero ahora sabía que mamá se había casado dos veces, intentando siempreescapar del pecaminoso amor que también ella sentía.

Me levanté resueltamente. Tenía que encontrar a Bart. Cuando lo encontrase,sabría dónde se hallaba mi madre.

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MIS RECUERDOS DEL ÁTICO

En la enorme cocina de la mansión, John Amos lo controlaba todo. Las doncellasy la cocinera traj inaban.

—La señora ha tenido que salir temprano —les dijo—. Ahora tenéis queempaquetar toda la ropa que necesitará para su viaje a Hawai, y deprisa. Lottie,quiero que lleves sus maletas al aeropuerto y cuides de facturarlas. No te quedesahí parada, mirándome como una idiota. Entiendes inglés, ¿no? ¡Obedece!

Bueno, también sabía mostrarse brutal cuando quería. Las mujeres salieroncorriendo en varias direcciones, como pajarillos asustados, y nos quedamossolos. Él me miró sonriendo y mostrando su rota dentadura.

—¿Has cumplido tu misión?Era como en las películas. Tragué saliva para deshacer un nudo que tenía en

la garganta.—No saben dónde está mamá. Están preocupados y no paran de hacer

preguntas para averiguarlo.—No te inquietes por ellos —repuso con aquella extraña voz de viejo que

hacía que me preguntase cómo le había elegido Dios para un trabajo tan especial—. Yo me ocuparé de todo hasta que Dios me dé a entender que tu madre y tuabuela han sido redimidas y se han salvado del fuego del infierno. Vuelve a casay estate quieto.

Empezó a arderme la cabeza, cada vez con más fuerza.—Usted dijo que mi mamá sería mi recuerdo del ático. Y ahora ni siquiera

me dice dónde la ha metido. He mirado en el ático, y ellas no están allí. Si no medice dónde están, le contaré a mi padre lo que ha hecho.

—¿Lo que he hecho? —repitió con una mueca burlona—. Querrás decir loque hiciste, Bart Winslow Sheffield. ¿Has podido pensar por un instante que, contus antecedentes psiquiátricos, iban a creerte y declararte inocente? No, la leycaería sobre ti, te declararían culpable y te encerrarían.

Cuando percibió la furia de Malcolm en mis ojos, trató de sonreír.—Vamos, Bart, sólo he querido probarte, ver hasta qué punto eres capaz de

flaquear y perder tu valor. Pero eres fuerte y posees el poder de los justos, comolo tuvo tu bisabuelo Malcolm. Y ahora ha llegado el momento de que lodemuestres, pues tú te encargarás de ellas, de tu madre y tu abuela. Gobernarás

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sus vidas, las alimentarás si quieres, o dejarás que mueran de hambre si tal es tudeseo. Pero has de tener cuidado. Debes guardar el secreto hasta que… Bueno,no olvides nunca que tu padre y tu hermano sospecharán, y pueden traicionarte siles das el menor indicio de lo que estás haciendo.

La gente siempre sospechaba de mí. Si se rompía algo, yo era el responsable.Si se atascaba el retrete, era porque yo había arrojado demasiado papel en él. Simamá perdía una joya, también yo tenía la culpa. Todo lo malo que sucedía enmi casa era culpa mía. Ahora les demostraría cómo se habían equivocado alnegarme su cariño.

—Pan y agua —dije—. Pan y agua es comida suficiente para las mujeresinfieles a sus maridos y sus hijos.

—Muy bien, muy bien —murmuró John Amos. Me guió por la estrechaescalera del sótano, alumbrándose con una pequeña linterna, cuya luzproyectaba sombras fantasmagóricas en las paredes. Empecé a sudar un poco.Hacía tiempo, cuando aquella casa nos pertenecía a Jory y a mí, habíainspeccionado todos sus rincones, todos sus escondrijos. Pero ahí era dondemoraban los fantasmas, donde siempre me sentía inquieto. Por esa razón mepegué a los talones de John Amos, temeroso de que se separase un metro de mí.

—Registrarán esto —susurré con voz apenas audible, temiendo despertarcosas dormidas.

—No, no encontrarán el sitio donde las escondí —respondió John Amos. Rióentre dientes—. Tu padre creerá que están en el ático. ¿Y por qué no habrían deestar allí? Sería la venganza perfecta. Pero nunca encontrarán la linda y pequeñajaula que dejaron los albañiles al levantar una nueva pared para reforzar labodega.

La bodega parecía mucho peor que el ático. Quizá no sería tan espantosa,pero hacía mucho frío y estaba muy oscuro.

John Amos quitó unas telarañas, apartó a un lado unos viejos muebles, y porúltimo llegamos a una puerta de tablas difícil de abrir.

—Entra y mira por la gatera que hay al pie de esa puerta —dijo—. Tu abuelarecogió un gatito extraviado, que desapareció poco después de que empezaras avenir a la casa. Tenía su refugio aquí, y tu abuela hizo que abriese ese agujero enla puerta para que el gato pudiese entrar y salir cuando quisiera.

La luz de la linterna le daba el aspecto de un muerto resucitado. Tuve miedode que cerrase la puerta detrás de mí. Nunca habría podido salir por la estrechagatera.

—No, entre usted primero en la bodega —ordené, como habría hechoMalcolm.

De momento, no se movió. Quizá también temió que le dejase encerrado.Pero al cabo de un momento me dirigió una larga mirada y entró despacio en labodega. Dejó la linterna sobre uno de los estantes y empezó a tirar de la

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estantería del fondo, donde había muchas botellas de vino cubiertas de polvo.Por fin se abrió con un chasquido. Aquello olía muy mal. Me tapé la nariz.

John Amos levantó su linterna para que pudiese ver mejor a las dos prisioneras.¡Oh, oh! Mamá, abuela…¡Qué lastimoso aspecto el de mamá, tumbada en el húmedo suelo de

cemento, con la cabeza apoyada en el regazo de mi abuela! Ambas levantaron lacabeza y se cubrieron los ojos, para resguardarlos de la brillante luz que invadíade pronto su oscura celda infernal.

—¿Quién es? —preguntó débilmente mamá—. ¿Eres tú, Chris? ¿Nos hasencontrado?

¿Se había quedado mamá ciega? ¿Cómo podía confundir a John Amos conpapá? Y si se había quedado ciega y vuelto loca, ¿consideraría Dios que ése eracastigo suficiente?

Entonces habló mi abuela.—Sé que eres tú, John. Déjanos salir ahora mismo. ¿Me has oído? ¡Déjanos

salir inmediatamente!John Amos echó a reír. Yo no sabía qué hacer, pero Malcolm acudió en mi

ayuda y me lo indicó.—Deme la llave, John Amos —ordené con severidad—. Suba por la escalera

y deje que yo dé el pan y el agua a las prisioneras.¿Por qué me obedeció? ¿Creía realmente que yo era tan fuerte como

Malcolm? Esperé hasta que se perdió de vista, y después cerré la otra puerta concerrojo para que no pudiese deslizarse detrás de mí.

Sintiéndome más como Malcolm que como Bart, avancé a gatas, empujandola bandeja de plata con media hogaza de pan y una jarra de agua, que tambiénera de plata. No me sorprendió el lujoso servicio para una comida carcelaria,pues mi abuela siempre hacía así las cosas, con elegancia.

Volví a cerrar la puerta falsa. Ahora sólo parecía una estantería más, llena deviejas botellas polvorientas. Tendiéndome boca abajo en el suelo, alargué unbrazo por debajo del estante inferior y moví una portezuela que se abría haciadentro y hacia fuera. ¿Cómo podía gustarle a aquel gatito un lugar tan oscuro?

—Pan y agua —dije con voz dura, empujando rápidamente la bandeja.Después cerré la portezuela y la aseguré con un ladrillo, para que no pudiesen

abrirla y verme.Me quedé para escuchar. Oí que mi madre gemía y llamaba a Chris.

Entonces me asombró cuando dijo:—¡Mamá! ¿Dónde ha ido mamá, Chris? No nos ha visitado en mucho tiempo,

y los meses pasan, y los gemelos no crecen.—Cathy, Cathy, querida —dijo mi abuela—, deja de pensar en el pasado. Por

favor, aguanta, come y bebe para conservar las fuerzas. Chris vendrá a salvarnosa las dos.

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—Cory, deja de repetir esta tonada. Estoy harta de tus canciones. ¿Por quéescribes unas canciones tan tristes? La noche terminará, seguro. Chris, di a Coryque pronto amanecerá.

Entonces oí sollozos. ¿De mi abuela?—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿Es así como ha de acabar todo? ¿Es que no

puedo hacer nada a derechas? Esta vez pensaba que saldría bien. Por favor, Diosmío, no permitas que decepcione a todos.

Escuché cómo rezaba en voz alta; rogaba que mi madre sanase, que su hijollegase y las encontrase antes de que fuese demasiado tarde. Repetía las mismaspalabras una y otra vez, mientras mi madre formulaba preguntas sin sentido.

Permanecí sentado, escuchando, durante largo rato. Noté que mis piernas seentumecían y me dolían; me sentí viejo y cansado en mi interior, como siestuviese encerrado con ellas, loco, hambriento, dolorido, muriéndome.

—Me voy —musité—. No me gusta este lugar.No había nadie en casa, y y a era de noche. Podría abrir el frigorífico y robar

comida. Estaba zampando la segunda lonja de jamón cuando madame Marishaentró en la cocina.

—Buenas noches, Bart. ¿Dónde están tu padre y Jory ?Encogí los hombros. Nadie me explicaba nada. No sabía cómo papá y Jory

se habían marchado dejando a Cindy sola conmigo. Entonces oí gritar a Emma,en otra habitación.

—Hola, madame Marisha. El doctor Sheffield me dijo que llegaría usted deun momento a otro. Lamento que se haya tomado tanta molestia. En cuanto supeque Cathy había desaparecido, no pude quedarme donde estaba. Tenía que saberqué le había ocurrido. Estaba tan enferma, tan febril… No hubiera debidomarcharme. —Entonces Emma me vio—. ¡Bart! ¡Diablo de chico! ¿Cómo haspodido aumentar la angustia de tu padre, desapareciendo también? Eres malo, ¡yme jugaría la cabeza a que sabes algo sobre el paradero de tu madre!

Las dos mujeres me miraron enojadas, odiándome con sus ojos malignos.Eché a correr. Corrí porque sabía que pronto estaría llorando, y no quería quenadie me viese llorar, y menos ahora…, pues tenía que comportarme comoMalcolm, el despiadado.

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LA BÚSQ UEDA

La noche era infernal. Llovía como cuando Noé estaba construyendo su arca. Elviento zumbaba, aullaba y parecía querer decirnos algo; era como una músicasalvaje que azotase el cerebro. Yo caminaba al lado de papá, lo cual no resultabanada fácil, pues aún no tenía las piernas tan largas como él. Papá tenía los puñoscerrados, y y o cerré también los míos, dispuesto a luchar junto a él en casonecesario.

—Jory —dijo papá, sin aflojar el paso—, ¿con qué frecuencia viene Bart aesta casa?

En aquel momento llegamos a la verja de hierro y él se inclinó para hablarpor la caj ita que transmitiría su voz al interior de la casa.

—No lo sé —contesté, afligido—. Bart solía confiar en mí, pero ahora noconfía en nadie. Ya no me cuenta qué hace.

La enorme puerta negra se abrió muy despacio. Las dos hojas merecordaron un par de manos esqueléticas que nos invitasen a entrar en nuestrastumbas. Me estremecí, al pensar que me estaba volviendo loco como Bart. Tuveque correr para alcanzar a papá.

—Tengo que decirte algo. —Alcé la voz para que me oy ese a pesar del fuerteviento—. Cuando me enteré de que eras hermano de mamá y tío nuestro, creíque os odiaba a ambos, que nunca podría perdonaros la vergüenza y la confusiónque me habíais producido. Pensé que se secarían mis sentimientos y jamáspodría querer y confiar en nadie. Pero ahora que mamá no está, sé que siemprela querré, y también a ti. No podría odiaros aunque me esforzara.

Él se volvió en la oscuridad, bajo la espesa lluvia, y me abrazó, apretando conla mano mi cabeza contra su corazón.

—Jory, no sabes cuánto he deseado oírte decir que no nos odias. Siempreesperé que comprenderías cuando te lo explicásemos. Teníamos previstodecírtelo cuando fueses mayor. Pensábamos, quizá sin razón, que debíamosaguardar unos años más. Sin embargo, ya que lo has descubierto por ti mismo y,a pesar de todo, puedes seguir queriéndonos, tal vez más adelante llegarás acomprender.

Me acerqué más a papá al reanudar nuestro camino hacia la sombríamansión. Sentía que había surgido entre nosotros un nuevo lazo, más firme que el

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que antes nos unía. En cierto modo, era más mi padre, porque teníamos muchasangre en común; era de mi sangre, pensé, tío mío y de Bart, cuando siemprehabía creído que sólo lo era de Bart, lo cual, me había hecho sentir un pococeloso. Pero ¿por qué no se habían dado cuenta de que yo era más maduro de loque correspondía a mi edad, y que lo habría comprendido si me hubiesen dichoque mamá había tenido amoríos con el padre de Bart…? Creo…, creo que lohabría comprendido.

Llegamos a la entrada de la casa. Antes de que papá pudiese asir la aldaba, seabrió la hoja izquierda de la puerta y apareció el mayordomo, John AmosJackson.

—Estoy haciendo el equipaje —dijo a modo de saludo, con el entrecejofruncido y hosco el semblante—. Mi esposa ha partido ya hacia Hawai, y aúnme queda mucho por hacer aquí. Me reuniré con ella en cuanto haya terminado.No puedo recibir visitas de los vecinos.

—¿Su esposa? —exclamó papá, con tal asombro que me contagió.Una expresión taimada brilló y se extinguió en los ojos acuosos del

mayordomo.—Sí, doctor Christopher Sheffield, la señora Winslow es ahora mi esposa.Pensé que papá se desplomaría de la impresión.—Necesito verla. No le creo. Habría tenido que perder la cabeza para

casarse con usted.—Yo no miento —replicó el lúgubre y feo mayordomo—. Aunque es cierto

que ella perdió la cabeza. Hay mujeres que no pueden vivir sin un hombre querija sus negocios. Y yo soy eso, el apoyo que ella necesitaba.

—No le creo —repitió papá—. ¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi esposa? ¿Nola ha visto?

El mayordomo sonrió.—¿A su esposa, señor? Me basta con la mía para tener que cuidar de la suya.

Ayer, con este tiempo horrible, mi esposa partió con una de las doncellas. Mepidió que me reuniese con ella más tarde, después de hacer lo necesario paracerrar la casa. A pesar del trabajo y el dinero que costó reparar y amueblar estamansión, al fin deseó trasladarse a otro lugar.

Papá se quedó mirando fijamente a John Amos Jackson. Yo pensaba quedebíamos marcharnos, pero papá parecía haber echado raíces en el suelo.

—Usted sabe quién soy, ¿verdad, John? No lo niegue. Lo leo en sus ojos.Usted es el mayordomo que le hacía el amor a la doncella Alivie cuando yo,oculto detrás del sofá, oí que le hablaba del arsénico en buñuelos azucarados paramatar a los ratones del desván.

—No sé de qué está hablando —repuso el mayordomo. Dejé de mirarle paramirar a papá. Lástima que no hubiese terminado de leer el manuscrito de mamá.Las cosas eran aún más complicadas de lo que suponía.

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—John, quizá se ha casado usted con mi madre o tal vez está mintiendo. Entodo caso, creo que sabe dónde se encuentra mi esposa, y ahora empiezotambién a preocuparme por mi madre. No me cierre el paso. Voy a registrar lacasa desde el tejado hasta los cimientos.

—Usted no puede darme órdenes —murmuró el may ordomo, palideciendo—. Podría llamar a la policía…

—Pero no lo hará. Y si quiere, hágalo; llámeles. Voy a registrar la casa, John,y nada podrá impedírmelo.

El viejo mayordomo se apartó, encogiéndose de hombros.—Adelante, pues, haga lo que quiera. Pero nada encontrará.Papá y yo iniciamos el registro. Yo conocía la casa, sus rincones y

escondrijos, mucho mejor que él. Papá dijo que seguramente estarían en elático, pero nada había allí, salvo trastos viejos cubiertos de polvo.

Volvimos al salón, donde se hallaba la dura mecedora de madera de la mujera quien él llamaba madre. Me senté en ella y la encontré muy incómoda. Papápaseó inquieto por la estancia y se detuvo en el arco que conducía a la habitacióncontigua, el otro salón, donde estaba colgado el gran retrato al óleo.

—Si Cathy estuvo aquí, tuvo que ver eso; y es posible que viniese, si Bart ledijo algo.

Mientras me columpiaba en la mecedora, ésta, debido al movimiento, seacercó un poco a la chimenea cuyo fuego se estaba apagando. Algo cruj iódebajo de uno de los balancines. Papá lo oy ó y se agachó para coger algo. Erauna perla.

Hincó en ella los dientes y sonrió con amargura.—Una de las perlas del collar de mi madre. Lo lleva siempre, como llevaba

siempre nuestra abuela su broche de brillantes. Dudo de que mi madre hay a idoa alguna parte sin sus perlas.

Pasamos otra hora registrando la casa e interrogando a la doncella y lacocinera mexicanas, que no comprendían muy bien el inglés. Todo esfuerzoresultó inútil.

—Volveré, John Amos Jackson —dijo papá, abriendo la puerta de la entrada—, y la próxima vez me acompañará la policía.

—Como usted guste, doctor —dijo el may ordomo, con una sonrisa maliciosa.—Papá, no podemos informar a la policía…, ¿verdad?—Lo haremos si es necesario. Pero esperemos al menos hasta mañana. Él no

se atreverá a causar ningún daño a Cathy o mi madre para no verse entre rejas.—Papá, apostaría a que Bart sabe qué ocurre. Es muy amigo de John Amos.Le expliqué lo que decía Bart, hablando consigo mismo, cuando creía que

nadie le oía. También hablaba en sueños y cuando andaba por ahí representandosus comedias. Parecía que hablar consigo mismo era lo más importante en lavida de Bart.

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—Está bien, Jory, comprendo lo que dices. Tengo una idea que espero que déresultado. Puedes desempeñar un papel muy importante; por tanto, prestaatención. Mañana por la mañana, fingirás que vas al colegio. Yo te dejaré encuanto salgamos a la carretera. Entonces regresarás corriendo a casa,asegurándote de que Bart no te vea. Por mi parte, trataré de averiguar si mimadre partió realmente hacia Hawai, y si realmente está casada con ese horribleviejo.

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SUSURROS

Preguntas, preguntas, no paraban de formularme preguntas.Yo no sabía nada, nada. No tenía la culpa. ¿Por qué me interrogaban? Los

niños chiflados no responden correctamente. « Mamá se ha ido porque siempreme odió, incluso cuando yo era muy pequeño» .

Aquella noche, cortesanas, rameras y mujeres de mala vida fueron a bailaren mi cabeza. Me desperté. Oí que la lluvia tamborileaba en el tejado, y que elviento soplaba contra mi ventana.

Me dormí de nuevo y soñé que era como tía Carrie, que no creció losuficiente. Soñé que rezaba y rezaba, hasta que un día Dios me dejaba crecertanto que mi cabeza tocaba el cielo. Al mirar hacia abajo vi unos hombresmenudos que corrían como hormigas, huyendo, porque me tenían miedo. Meeché a reír y me adentré en el océano, levantando olas tan grandes queinundaban las ciudades. Más chillidos. Aquellos a quienes no había aplastado seahogaban. Me senté, y el océano me cubrió hasta la cintura. Empecé a llorar, ymis lágrimas eran tan enormes que provocaron que subiese aún más el nivel delagua, y lo único que podía ver alrededor era mi propio reflejo y lo guapo queera. Cuando ya no quedaba una sola niña o mujer con vida para quererme yadmirarme, yo era hermoso, alto y fuerte.

Conté mis sueños a John Amos, quien asintió con la cabeza y dijo que, cuandoera joven, también aparecían en sus sueños muchachas a quienes él hubiesedeseado amar. Pero ellas le rechazaban cuando se fijaban en la longitud de sunariz.

—Tenía otros atributos que no podía mostrarles, pero ellas no me dieronnunca una oportunidad, ni una sola oportunidad.

A la mañana siguiente, Jory salió con papá. Me resultaría fácil escapar a lavigilancia de Emma y madame Marisha, porque estaban demasiado atareadascon Cindy. Eso me dio ocasión de escabullirme hacia la casa de al lado. Anduvedisimuladamente hasta que vi a John Amos, que estaba embalando las bellaslámparas, los cuadros y otros objetos de valor.

—La plata debe ser envuelta en plástico impermeable —dijo a una de lasdoncellas—, y tened cuidado con la porcelana y el cristal. Cuando lleguen loshombres de la agencia de mudanzas, ordenadles que coloquen primero los

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muebles mejores, pues yo tendré trabajo en otra parte.La doncella más linda frunció el entrecejo.—¿Por qué nos vamos, señor Jackson? Yo creía que a la señora le gustaba esta

casa. Nunca mencionó que fuésemos a trasladarnos.—Tu señora cambia fácilmente de opinión. Ha tomado esta decisión a causa

del niño chiflado de la casa de al lado, ese pequeño que viene aquícontinuamente. Ha llegado a hacerse insoportable. Mató al perro que ella le habíaregalado. No lo sabíais, ¿verdad?

La doncella abrió la boca, horrorizada.—No, creíamos que el perro estaba en la casa del chico…—¡Ese rapaz es peligroso! Por esa razón tiene que marcharse la señora…

Más de una vez le amenazó de muerte. Está sometido a tratamiento psiquiátrico.Las doncellas se miraron, pasmadas y llevándose un dedo a la sien. ¿Loco

yo? Ahora sí que lo estaba, debido a las mentiras que John Amos contaba acercade mí.

Esperé a que se quedase solo y se sentara ante el lujoso escritorio donde miabuela guardaba su talonario de cheques. Se levantó de un salto al verme entrar.

—No debes presentarte tan sigilosamente, Bart. Haz algún ruido cuandoentres; carraspea, tose…, haz algo para anunciar tu presencia.

—He oído lo que ha dicho a las doncellas. ¡Yo no estoy loco!—Claro que no —dijo—. Pero algo tenía que decirles, ¿no? De otro modo,

habrían sospechado. Ahora se imaginan que tu abuela ha viajado a Hawai…Me sentí aturdido, plantado allí, agitando los dedos de los pies dentro de los

zapatos, a los que miraba fijamente.—John Amos… ¿puedo dar hoy unos bocadillos a mamá y mi abuelita?—No. Todavía no pueden tener hambre.Sabía que diría eso. Entonces me ignoró. Empezó a repasar los talonarios, las

libretas de ahorro y los recibos mientras reía entre dientes. Encontró una llavecitacon la que abrió un pequeño cajón que había en el fondo de uno de loscompartimientos.

—La muy estúpida pensaba que no sabía dónde guardaba su llave…Dejé que se divirtiese con las cosas de mi abuela y bajé al sótano donde se

hallaban los ratones enjaulados. Me sentía mejor si pensaba que sólo eranratones.

Mi mamá gemía y lloriqueaba a causa del frío. Miré hacia el interior y vi quehabían encendido una vela que yo había metido allí junto con una caja de cerillaspara poder ver qué estaban haciendo. Mamá parecía menuda y blanca. Tenía lacabeza reclinada sobre la falda de la abuela, que le enjugaba el rostro con untrozo de tela que debía de haber rasgado de una prenda interior, pues había unapuntilla en uno de sus desgarrados bordes.

—Cathy querida, hija mía, escucha por favor. Tengo que hablar ahora, pues

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no volveré a tener oportunidad de hacerlo. Admito que cometí muchos errores yque permití que mi padre me atormentase hasta que no logré distinguir lo buenode lo malo, ni el camino que había de seguir. Es cierto que puse arsénico envuestros buñuelos azucarados, creyendo que sólo enfermaríais un poco y podríasacaros uno a uno de allí. No quería que muriese ninguno de vosotros. Juro que osquería a los cuatro. Llevé a Cory a mi automóvil, y murió en el momento en quelo dejaba en el asiento posterior y le abrigaba con dos mantas. Me acometió elpánico. No sabía qué hacer. No podía acudir a la policía, y me sentíaavergonzada, culpable.

Sacudió a mi madre, mientras yo empezaba a temblar.—Cathy, hija mía, despierta y escucha, por favor —suplicó. Mamá se había

despertado y parecía tratar de enfocar su mirada—. Querida, no creo que Bartmatase al perro que y o le regalé. Él quería a Apple. Creo que fue John quien lohizo, consciente de que echarían la culpa a Bart y le considerarían loco ypeligroso. Así, cuando nosotras desapareciésemos, la policía culparía también aBart. Creo que John estranguló al perrito de Jory, y mató también a mi gato.

Tras una breve pausa, prosiguió:—Bart se siente muy solo y está confuso, Cathy, pero no es peligroso. Le

gusta fingir que lo es, y de esta manera se convence de que será un hombrepoderoso. Quien representa un peligro es John. Me odia. Yo no me enteré hastahace unos pocos años de que, si no hubiese regresado a Foxworth Hall después dela muerte de tu padre, John habría heredado toda la fortuna de los Foxworth. Mipadre confiaba en John más que en cualquier otra persona, tal vez porque los dosse parecían mucho. Sin embargo, cuando yo volví se olvidó de John. Le borró desu testamento y me declaró única heredera. ¿Me escuchas, Cathy?

—Mamá, ¿eres tú, mamá? —preguntó mi madre, con vocecilla de niñaenferma—. Mamá, ¿por qué no miras a los gemelos cuando vienes a verme?¿Por qué no te das cuenta de que no crecen como debieran? ¿O acaso no quieresverlo? ¿Los ignoras para no sentirte avergonzada y culpable?

—¡Oh, Cathy ! —exclamó la abuela—. ¡Si supieses cuánto me hieren tuspalabras después de tantos años! ¿Tan profunda fue tu herida que jamáscicatrizará? ¿Y la de Chris? No es de extrañar que tú y tu hermano… Lo siento.Mi dolor es tan grande que no puedo resistirlo.

Pero, al cabo de unos momentos, se sobrepuso y siguió diciendo, con lo queella llamaba « desesperada urgencia» .

—Aunque estés delirando y no puedas comprender del todo, tengo quehablar, o no viviré para contarte todo. Cuando John Amos era un joven de unosveinticinco años, me deseaba furiosamente, aunque y o sólo tenía diez. Seescondía en los rincones para espiarme y después despotricaba contra mí ante mipadre, interpretando del modo más retorcido mis actos más inocentes. Yo nopodía decir a mis padres que lo que contaba John era mentira, porque nunca me

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creían; le creían a él. Se negaban a reconocer que una niña podía ser víctima dehombres mayores, incluso de parientes may ores. John era primo tercero de mimadre, y el único miembro de la familia de ésta que mi padre podía soportar.Creo que, después de la muerte de mis dos hermanos may ores, mi padre leconvenció de que, si un día defraudaba yo su confianza él saldría beneficiado.Ése era el método que mi padre empleaba para sacar lo máximo posible de cadacual: hacer concebir ilusiones que se desvanecían cuando se tendía la mano. Johnambicionaba también la fortuna de mi madre, y ellos le animaban a creer quepodría heredar. Le consideraban un santo. John adoptaba siempre un aire piadoso,simulaba ser devoto, y mientras tanto seducía a todas las doncellas jóvenes yguapas que entraban al servicio de Foxworth Hall. Mis padres nunca sospecharonde él. Sólo veían maldad en los actos de sus hijos. ¿Comprendes ahora por quéme odia John? ¿Comprendes por qué odiaba también a mis hijos? Él habría sido elbeneficiario de todo si y o me hubiese quedado en Gladstone.

» Un día, oí que, en el vestíbulo de atrás, le susurraba a tu hijo Bart que yohabía engatusado a mi padre con « ardides femeninos» para que desheredase asu único amigo, a su más fiel confidente.

Entonces mi abuela empezó a llorar. Me estremecí de la cabeza a los pies ysentí un dolor profundo en mi interior, por todo lo que estaba averiguando. ¿Habíasido también Malcolm un malvado? ¿En quién podía confiar ahora? ¿Se valía JohnAmos de « ardides masculinos» , como había empleado mi abuela los suy osfemeninos? ¿Era todo el mundo tan perverso como mi abuela y mamá? ¿EstabaDios de mi parte, de la de ella, o de la de John?

—Mamá, ¿todavía estás aquí, mamá?—Sí, querida, estoy aquí, y aquí estaré para cuidar de ti como nunca lo he

hecho. Esta vez seré la madre que hubiera debido ser siempre. Esta vez ossalvaré, ¡a ti y Chris!

—¿Quién eres? —preguntó mi madre, irguiéndose y empujando a mi abuela—. ¡Oh! —exclamó—. ¡Eres tú! No tuviste bastante con matar a Cory y Carrie,que has regresado para matarme también. Entonces tendrás a Chris para ti sola;será tuy o, sólo tuy o…

Se le quebró la voz y se echó a llorar. Después empezó a gritar como siestuviese loca, dando rienda suelta a todo el odio que sentía por su madre.

—¿Por qué no mueres, Corinne Foxworth…? ¿Por qué no mueres de una vez?Me fui. No podía soportarlo. Ambas eran diabólicas. Pero ¿por qué me dolía

tanto?

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EL DETECTIVE

Tal como habíamos planeado, me marché con papá en su coche en dirección alcolegio; pero me apeé en la carretera que conducía a nuestra casa.

—Ahora tómalo con calma, Jory. No hagas nada que suponga un riesgo paratu vida, y evita que Bart o ese mayordomo adviertan tus intenciones. Pueden serpeligrosos, no lo olvides. —Me abrazó con fuerza, como si temiera que pudiesecometer alguna estupidez—. Ahora escucha con atención. Iré a ver al psiquiatrade Bart para contarle lo que ha ocurrido. Después comprobaré en el aeropuerto simi madre ha tomado algún avión, aunque Dios sabe que no es probable. Que dosmujeres desaparezcan el mismo día es demasiada coincidencia.

Yo tenía que decirlo. Por mucho que luego me odiara por ello, tenía quedecirlo.

—Papá, ¿has pensado que Bart pudo…? Bueno, ya sabes… Clover fueestrangulado con un alambre. Apple fue privado de comida y murió cuando leclavaron una horca. ¿Sabemos acaso lo que es capaz de hacer?

Me dio unas palmadas en el hombro.—Sí, desde luego lo he pensado. Pero no puedo imaginarme a Bart venciendo

a tu madre por la fuerza. Ella es muy vigorosa, aunque esté acatarrada. Eso es loque más me preocupa, Jory. Tenía una temperatura de más de treinta y nueve, yla fiebre debilita. Debí haberme quedado en casa para cuidar de ella. La mujerque se casa con un médico es una tonta —concluy ó, como si hubiese olvidado mipresencia.

Mientras tanto, el motor roncaba suavemente. Papá inclinó la cabeza sobresus manos apoyadas en el volante.

—Papá, ve a comprobar esos vuelos. Yo me ocuparé de lo que suceda aquí.—Y añadí, con una confianza tal vez excesiva—: Además, madame Marisha estáaquí también, y ya sabes cómo es. Bart no hará ninguna trastada estando ellacerca.

Papá sonrió, como si le hubiese infundido la seguridad que necesitaba, yarrancó, agitando la mano y dejándome plantado allí, mientras y o mepreguntaba qué tenía que hacer. La fuerte lluvia del día anterior se habíaconvertido en llovizna molesta y fría, pero soportable.

De nuevo en casa, me escondí detrás de unos arbustos mojados, mientras

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Bart, sentado en la cocina, se negaba a desayunar.—Aborrezco tu comida —dijo, malhumorado.Me sorprendió oír con tal claridad su voz. Después sonreí, comprendiendo que

aquello nada tenía de fantástico. Se debía a que el sistema de intercomunicaciónestaba conectado. Con frecuencia los recaderos llamaban a la puerta posterior enlugar de recorrer el paseo que conducía a la entrada principal. La sala dondedesay unábamos no estaba lejos del panel con docenas de botones. Recordé que,cuando nuestra casa fue construida, mamá se empeñó en que hubiera « músicaen todas las habitaciones, para que las tareas de la casa resulten menosaburridas» . Entonces oí la voz estridente de madame:

—Bart, ¿qué hay de malo en tus cereales?—No me gustan los cereales con pasas.—Entonces, no te comas las pasas.—Se mezcla con lo otro.—Tonterías. Si no tomas tu desayuno, tampoco habrá comida para ti. Y, si no

comes, tampoco cenarás. Y a un chico de diez años no le conviene irse a la camacon hambre.

—¡Usted no puede matarme de hambre! —exclamó Bart—. ¡Ésta es micasa! ¡Usted es una forastera! ¡Váyase!

—Pues no me iré. Me quedaré hasta que tu madre regrese sana y salva. Y novuelvas a levantarme la voz, si no quieres que te ponga sobre mis rodillas y teazote el trasero hasta que chilles pidiendo perdón.

—No me hará daño —se burló él. Y era verdad. Los azotes no preocupaban aBart, porque las puntas de sus nervios no llegaban a la superficie de la piel.

—Gracias por decírmelo —repuso madame, con mucho aplomo—. Entoncespensaré en un castigo mejor, como, por ejemplo, que te quedes en casa,encerrado en tu habitación.

Yo miré a la ventana. Bart seguía sentado, con una misteriosa sonrisa en susemblante.

—Emma —ordenó madame—, llévese el plato de Bart, la taza y también elzumo de naranja. Bart, vete a tu habitación y no vuelvas a decir una palabrahasta que estés dispuesto a volver a la mesa y comer sin quejarte.

—Una bruja, una bruja negra vino a vivir en nuestra casa —canturreó Bart,mientras se alejaba.

Pero no fue a su habitación, sino que salió por la puerta del garaje,aprovechando un momento en que madame no miraba. Desde allí se encaminóhacia el muro del jardín y al viejo roble por el que treparía para pasar al otrolado.

Corrí lo más deprisa que pude detrás de él. Pero, ya en la mansión, le perdíde vista. ¿Dónde había ido Bart? Miré a diestro y siniestro. ¿Había desaparecidoescaleras arriba o había bajado al sótano? Me fastidiaba aquella casa, con su

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laberinto de largos corredores, con tantos nichos entre las paredes, donde podíanhaber escondido a mamá. Generalmente, los constructores dejaban espacioslibres para que se acondicionaran como gabinetes o alacenas. Yo tenía la certezade que en aquella casa había puertas secretas, pero ya había registrado todos susescondrijos. Era inútil volver a revisarlos.

De pronto oí un ruido de pisadas. Bart estaba detrás de mí. Tenía los ojosvidriosos, y la mirada, perdida. Resultaba increíble que no me hubiese visto.

Le seguí en silencio, pensando que me llevaría al lugar donde se hallabanocultas mamá y su madre. Desgraciadamente, se dirigió a nuestra casa.Aturdido, descorazonado, le seguí de lejos, sintiendo que había decepcionado ami padre y también a él.

A la hora del almuerzo, papá llegó a casa, cansado y con aire afligido.—¿Has tenido suerte, Jory ?—No. ¿Y tú?—Tampoco. Mi madre no salió para Hawai. He preguntado en todas las líneas

aéreas. Jory, tanto Cathy como mi madre tienen que estar en la casa de al lado.Tuve una idea.—Papá, ¿por qué no hablas largo y tendido con Bart? No le increpes ni le

riñas; háblale con dulzura. Alábale por ser bueno con Cindy, hazle saber lo muchoque te interesas por él. Yo sé que está detrás de todo esto, pues estácontinuamente mascullando que él es el ángel vengador del Señor.

Papá no dijo nada. En silencio fue a buscar a Bart para ver qué podía hacerpara que el niño que se sentía desdeñado se considerase necesario, si no era y ademasiado tarde.

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LA ÚLTIMA CENA

Más tarde, volví a bajar al sótano con John Amos.—Corinne —dijo suavemente John Amos, inclinándose con dificultad. Torpe

como y o, se arrodilló, abrió la portezuela y miró por ella—. Quiero que tú y tuhija sepáis que ésta será vuestra última cena; por tanto, he procurado que seabuena. —Levantó la tapa de la tetera de plata y escupió dentro de ella. Despuésvertió el caliente líquido en finas tazas de porcelana.

—Una para ti y una para tu hija —dijo.Introdujo una taza con su platito por el agujero y después el otro juego. Luego

cogió un plato con bocadillos que parecían rancios y que, cuando el plato resbalóde su mano, cay eron sobre el sucio suelo de la bodega.

Recogió los pequeños triángulos y les quitó el polvo frotándolos contra lapernera de su pantalón; a continuación volvió a poner en su sitio la carne que sehabía caído y metió el plato por la portezuela.

—Ahí tienes, Corinne Foxworth —dijo John Amos—. Confío en que te gustenestos delicados bocadillos, ¡perra! Creí en tu palabra cuando te casaste conmigo,pensando que serías realmente mi esposa y, aunque no lo has sido de la maneraque yo esperaba, acabaré heredando lo que en derecho me corresponde. Por finhe conseguido destruiros, a ti y los tuyos, como Malcolm quería destruir a todostus engendros del diablo.

¿Por qué odiaba tanto a mi abuela? Quizá ella no tenía la culpa. Tal vez a ellale ocurría lo mismo que a mí, que a veces no podía evitar hacer cosas malas.¿Por qué perjudicaban todos a los demás, alegando la « herencia» como excusa?

—¡Exhibías tu belleza ante mí! —exclamó el furioso viejo—,atormentándome cuando eras niña, incitándome cuando entraste en laadolescencia, pensando que podías divertirte conmigo y que yo nunca te causaríadaño. Después, cuando te casaste con tu tío y volviste para apoderarte de miherencia, me trataste como si fuese un mueble más de la casa.

Bueno, ¿dónde está ahora tu arrogancia, Corinne Foxworth? ¿Te sientesorgullosa, sentada sobre tus propias heces, sosteniendo sobre tu sucia falda lacabeza de tu hija moribunda? Al fin he conseguido que te arrastres por el suelo,¿no? Te he vencido en tu propio juego, te he robado el cariño de Bart, que ahorarecela de ti y confía en mí. Ya no puedes emplear tus ardides femeninos. Es

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demasiado tarde. Te odio, Corinne Foxworth. Tuve que pagar a las mujeres conquienes iba e imaginar que en cada una de ellas te tenía a ti; pero eso ya pasó. Heganado. Y aunque tengo setenta y tres años, todavía viviré cinco o seis más, conlujo suficiente para compensar todos los años que sufrí en tus manos.

Mi abuela sollozaba en silencio. Yo lloraba también, preguntándome quiéntendría razón, si él o ella.

John Amos decía cosas terribles, palabrotas como las que los niños escribíanen las paredes de los retretes. Los hombres mayores no debían hablar así, ymenos en presencia de mi abuela y mi mamá.

—¡John! —dijo mi abuela—. ¿Acaso no es ya suficiente? Déjanos salir, yseré tu esposa tal como tú quieres; pero no aflijas más a mi hija. Está enferma.Tendría que estar en un hospital. Si nos dejas morir aquí te acusarán de asesinato.

John Amos se echó a reír y empezó a subir pesadamente la escalera.Yo no podía moverme. Estaba petrificado, tan confuso que no podía distinguir

el bien del mal.—¡Bart! —llamó mi abuela—. Corre en busca de tu padre y dile dónde

estamos. ¡Corre! ¡Corre!Pero y o estaba atolondrado. No sabía qué hacer.—Por favor, Bart —suplicó—. Ve a decirle a tu padre dónde estamos.Malcolm… ¿Era su fantasma quien estaba en el rincón, mirándome con

semblante sombrío? Pasé una mano tiznada por mis ojos nublados. ¡Qué oscuroestaba todo! Fingí que salía, pero volví atrás. Quería saber toda la verdad.

La fina voz de mi madre brotó de la oscuridad, increpando a aquella viejaque era su madre y abuela mía.

—¡Oh, sí, madre! Entendí todo lo que dij iste. Cuando nos llevaste a FoxworthHall y nos encerraste allí, no teníamos posibilidad de salvación. Y ahora, muchosaños después de aquello moriremos sólo porque ese viejo y loco mayordomo noheredó la fortuna que esperaba y que le fue prometida años atrás por un hombreque está muerto… Si crees algo de esto, es que estás tan loca como él.

—Cathy, no niegues la verdad, sólo porque me odias. Lo que te he dicho escierto. ¿No ves cómo ha utilizado John a tu hijo, el hijo de mi Bart? ¿No te dascuenta de cuán perfecta es su venganza? Servirse del hijo del hombre a quienodiaba, el hombre que, según él, le había desplazado, porque habría podido ser élquien se casara conmigo, si mi padre me hubiese obligado. ¡Oh! No sabes cómoinsistía papá en que me casara con John y dejara que éste obtuviese la mitad desu fortuna… No sospechaba, o tal vez sí, que John la quería toda para él. Y si tú yyo morimos no culparán a John, sino a Bart. Fue John quien mató a Clover ydespués a Apple. Es John quien sueña en disfrutar del poder y las riquezas deMalcolm. Siempre está murmurando para sí; lo oigo, no me engaña miimaginación.

—Como Bart —farfulló mamá, con voz extraña—. Bart está siempre

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simulando que es viejo y enclenque, pero poderoso y rico. ¡Pobre Bart! Pero ¿yJory…? ¿Se ha apoderado también de él? ¿Dónde está Jory ?

¿Por qué me compadecía a mí, y no a Jory? Me levanté y me marché de allí.¿Estaba yo también loco, como él? ¿Era en el fondo un asesino, como él?

Nada sabía de mí mismo. Tenía la mente nublada, lo veía todo borroso. Sinembargo conseguí mover mis pesadas piernas y subir aquellos viejos peldaños.

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LA ESPERA

Él era el único padre a quien podía recordar bien, y le quería aún más por eso.Me tendió la mano, me indicó lo que haríamos a continuación. Le seguí, como lehabría seguido ciegamente a cualquier parte, pues ahora comprendía lo muchoque significaba para mí, y que algo bueno tenía que salir de aquella horriblesituación.

Entramos de nuevo en la casa vecina. No habíamos visto a Bart en toda latarde. Fui un estúpido al permitir que me burlase y se escabullese de la casa,aprovechando que yo observaba las monerías que hacía Cindy al tratar de bailarcomo y o.

Hacía veinticuatro horas que mamá había desaparecido. El viejomay ordomo nos franqueó la entrada, apartándose y mirándonos ceñudo.

—Mi madre no partió hacia Hawai —afirmó papá, dirigiéndole una miradasevera y fría.

—¿No? Nunca se pueden prever sus actos. Tal vez hay a decidido visitar aalguna amiga. Aquí no las tiene.

—Fuma usted cigarrillos caros —observó secamente mi padre—. Recuerdoaquella noche que, cuando yo tenía diecisiete años, me escondí detrás del sofádonde se hallaba usted con la doncella Livvy …, y fumaba los mismos cigarrillos.¿Son franceses?

—Exacto —admitió John Amos Jackson, con una sonrisa burlona—. El viejoMalcolm Neal Foxworth me contagió esta afición…

—Trata usted de imitar a mi abuelo.—¿De veras?—Sí, creo que sí. Cuando registré esta casa la última vez, abrí un armario que

estaba repleto de trajes caros de hombre. ¿Son suyos?—Recuerde que estoy casado con Corinne Foxworth.—¿Cómo la coaccionó para que se casara con usted?El viejo sonrió de nuevo.—Hay mujeres que, si no tienen un hombre en la casa, no se sienten seguras.

Se casó conmigo para tener compañía. Como habrá podido ver, me trata aúncomo a un criado.

—No lo creo —replicó mi padre, escrutando con los ojos entornados al

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mayordomo que vestía un traje nuevo—. Me parece que usted quiso asegurarsesu futuro para cuando muriese mi madre.

—Su teoría resulta muy interesante —replicó John Amos Jackson, aplastandola colilla del cigarrillo—. Bueno, yo tengo intención de marcharme también.Volaré a Virginia, donde esperaré a que mi esposa se reúna conmigo, cuando sehaya cansado de sus anfitriones. Su hija la arruinó socialmente en Virginia, haceaños, como debe usted saber. Pero ella desea ir allí, a pesar de todo.

—¿Por qué?John Amos Jackson sonrió ampliamente.—Están reconstruyendo Foxworth Hall, doctor Sheffield. Foxworth Hall

renacerá de sus cenizas… ¡cómo la fabulosa ave Fénix!Papá vaciló, sin dejar de mirar la colilla.—Foxworth Hall —dijo, pasmado—. ¿Cuándo será?—La obra está casi terminada —respondió John Amos Jackson, satisfecho—.

Pronto reinaré en la que fue sede de Malcolm, y su arrogante y bella hija reinaráa mi lado. —Rió como un loco, regodeándose con la turbación de mi padre—. Laoperarán para disimular las cicatrices de su rostro, y ella erguirá de nuevo lacabeza. Se teñirá el cabello, que volverá a ser rubio, y se sentará frente a mí enla mesa del comedor. Un primo mío estará de pie detrás de mí, donde antañoestuve yo. Todo volverá a ser como antes, aunque ahora yo seré el amo y señor.

A papá le daba vueltas la cabeza.—Usted no reinará en parte alguna, salvo en la cárcel —dijo, antes de dar

media vuelta y salir de la casa.—Papá —dije, cuando estuvimos de nuevo en la nuestra—, ¿crees cuanto nos

ha contado ese may ordomo?—Todavía no lo sé. Sé que es más astuto de lo que había supuesto. Cuando yo

era chico y vivía en Foxworth Hall, miraba su cabeza calva y nunca se meocurrió que tuviese el menor poder. Parecía un criado como otro cualquiera. Sinembargo, ahora me doy cuenta de que urdió sus planes hace tiempo y que creellegado el momento de la venganza.

—¿De la venganza?—¿No comprendes que ese hombre está loco, Jory? Me dij iste que Bart

imitaba a un hombre al que llamaba Malcolm y que murió hace muchos años.Pero a quien imita realmente Bart es a John Amos Jackson, que a su vez imita ami abuelo, Malcolm Foxworth, que, pese a estar muerto, gravita sobre nuestrasvidas.

—¿Cómo lo sabes? ¿Viste alguna vez a tu abuelo?—Sólo una vez, Jory —dijo, con tono triste y reflexivo—. Yo tenía entonces

catorce años, los mismos que tú tienes ahora. Tu madre y y o nos escondimos enun arca muy grande del segundo piso y contemplamos el salón de baile.Malcolm Foxworth estaba sentado en una silla de ruedas. Estaba lejos de nosotros

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y no alcancé a oír su voz. Pero nuestra madre solía repetir lo que él decía acercadel pecado, citando la Biblia y hablando del infierno y el día del juicio final.

Llegó la noche. Encendimos todas las luces de la casa, esperando iluminar asíel camino a mamá y también a Bart. Emma y madame acostaron temprano aCindy.

Después Emma volvió a la cocina, y madame entró en el cuarto de estar y sesentó en un sillón delante de papá. Al cabo de un momento, Bart entró y seacurrucó en un rincón.

—¿Dónde has estado durante tanto tiempo? —preguntó papá, incorporándoseen su sillón y dirigiendo a Bart una mirada larga y extraña.

Madame fijó también en Bart sus negros Ojos. Bart ignoró a ambos ycontinuó proyectando sombras en la pared con las manos retorcidas en rarasposiciones.

La televisión estaba encendida, aunque nadie la veía. Un coro de muchachoscantaba villancicos. Me sentía agotado después de haber tratado de seguir a Bartdurante todo el día y, sobre todo, me inquietaba lo que le hubiese podido ocurrir amamá y lo que nos ocurriría a nosotros…

Resolví buscar evasión en el sueño y me levanté para irme a la cama, peromadame se llevó un dedo a los labios e indicó a papá con una seña que prestaseatención a lo que murmuraba Bart, mientras representaba el fantástico papel deun anciano hablando con un chiquillo.

—Grandes males aguardan a quienes desafían las ley es de Dios —salmodió,como hipnotizado—. Los malos que no van a la iglesia los domingos, que nollevan a ella a sus hijos, que cometen actos incestuosos acabarán todos en elinfierno, donde arderán eternamente, y los demonios atormentarán sus almasinmortales. Los malos sólo pueden ser redimidos por el fuego. Sólo por el fuegopodrán salvarse del infierno y el diablo.

Escalofriante, realmente escalofriante. Papá no pudo dominar por mástiempo su impaciencia e irritación.

—¡Bart! ¿Quién te dijo todas estas tonterías? Mi hermano se puso en pie de unsalto, y sus oscuros ojos castaños miraron al vacío.

—« Habla cuando te hablen» , dijo el sabio al niño inocente. El niño dice a suvez: « La gente mala que comete pecados tendrá un horrible final» .

—¿Quién te dijo esto?—El viejo desde su tumba. El viejo me quiere más que a Jory, que se entrega

a danzas pecaminosas. El viejo odia a los que bailan. El viejo dice que y o soy lapersona adecuada para gobernar en su lugar.

Papá le escuchaba con atención. Recordé lo que había aconsejado elpsiquiatra de Bart:

« Síganle la corriente; finjan creer cuanto él diga, por ridículo que sea. Noolviden que sólo tiene diez años y que, a esa edad, los niños pueden creer casi

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todo; por consiguiente, dejen que se exprese de la única manera segura que haencontrado hasta ahora. Cuando habla « el viejo» , es su propio hijo quienexpresa sus más profundas preocupaciones» .

—Bart —dijo papá—, escucha atentamente. Si tu madre no supiese nadar yse estuviese ahogando, y yo no me hubiese dado cuenta, ¿me avisarías para queme lanzara al agua para salvarla?

Cualquier hijo habría contestado al instante que sí, pero Bart reflexionó, con elentrecejo fruncido, y sopesando una respuesta que hubiese debido brotarespontáneamente.

Por fin contestó:—Nada tendría que hacer para salvar a mamá de ahogarse, si mamá fuese

pura y estuviese sin pecado, Dios la salvaría.

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EL DÍA DEL JUICIO

Nadie me comprendía, ni comprendía lo que yo trataba de hacer. Resultaba inútilintentar explicarlo. Tenía que hacerlo todo por mi cuenta. Me apartaba de papá,Jory, y todos los que me consideraban malo e innecesario en sus vidas. Tal comohabía llegado, podía irme, y todos se quedarían tan tranquilos. Ignoraban que meproponía reparar todas las cosas malas que habían hecho antes de que y onaciera, y todas las que habían hecho después.

Pecado. El mundo estaba lleno de pecado y pecadores. Yo no tenía la culpade que mamá tuviese que ser castigada, aunque me extrañaba un poco que Diosno incluyese a papá en el castigo.

John Amos me había dicho que los hombres estaban destinados a los mejoresactos, actos heroicos, como ir a la guerra y realizar hazañas. No importaba queperdiesen los brazos y las piernas, pues ese sufrimiento era muchísimo másllevadero que el que Dios había reservado a las mujeres.

Tendría que reflexionar a fondo sobre el tema. ¿Y si las puertas del cielo no seabrían para recibir el alma purificada de mamá? « Ve, y no peques más» , diríayo, si fuese Dios. Golpeé con mi cayado de oro el suelo de oro del cielo, y lancéuna piedra enorme a las profundidades, para que, cuando se partiese,apareciesen escritos en ella mis veinte mandamientos (diez eran pocos). Mepregunté cómo podría abrir las aguas del Pacífico para que todos los justospudiesen escapar de los paganos que les pisaban los talones.

Al meditar sobre todo esto sentí que me daba vueltas la cabeza, mis piernasflaqueaban y se me enfriaban las manos y los pies. « Mamá, ¿por qué tuviste queser tan mala? ¿Por qué tuviste que vivir con tu hermano, arrojando sobre mí lacarga de tu muerte?» .

Jory estaba al otro lado de mi puerta, espiándome. Sabía que era él. Siempreestaba husmeando, tratando de averiguar lo que yo me proponía. Le ignoraría yconcentraría toda mi atención en las últimas horas de mamá. Ella y la abuelahabían de tener buena comida para su último ágape. Todos los reos podían comerlo que quisieran antes de morir. Tenía que ser justo con mamá y mi abuela. ¿Cuálera su comida favorita? Yo prefería los emparedados; quizá también lesgustarían. Emparedados, pastel y helado; no estaría mal. En cuanto todos sehubiesen acostado, les llevaría su última cena.

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Llegó la negra noche. Se apagaron todas las luces. Pronto reinaría el silencio,un profundo silencio. ¿Qué era aquello? ¿Eran ronquidos lo que se oía en lahabitación de los invitados, contigua a la de Jory? La vieja madame Marisharoncaba. ¡Qué desagradable!

Puse unos trozos de pavo entre rebanadas del pan de queso que elaborabaEmma. Metí también dos raciones de pastel de cerezas y un trozo de helado enmi bolsa, y me dirigí a aquella casa, que era como una ballena blanca, sin hacermás ruido que un ratón.

Bajé la empinada escalera que conducía a la bodega, donde ratas, ratones yarañas campaban por sus respetos, y dos mujeres lloraban, gemían y mellamaban. Me sentí importante. Empujé la puerta diminuta que había bajo elúltimo estante cargado de botellas e introduje la bolsa de las golosinas.

La luz de la vela que les había dado era muy débil, parpadeaba y proy ectabapálidas formas que no parecían reales. Mi abuela trataba de calmar a mi madre,que la increpaba de continuo.

—Quítame las manos de encima, señora Winslow. Durante un tiempo volví asentirme como una niña y me alegré de que estuvieses conmigo en estaoscuridad; pero ahora recuerdo. ¿Cuánto le pagas a tu mayordomo para que mehaga esto? ¿Y por qué estás tú aquí?

—Cathy, Cathy, John me golpeó en la cabeza, igual que a ti. También meodia. ¿No oíste lo que te expliqué?

—Sí, lo oí. Fue como una pesadilla. Utilizaste los mismos argumentos quesolía emplear Chris para justificar tu comportamiento. Aunque finge que te odia,siempre he sabido que en el fondo te quiere, a pesar de todo lo que hiciste.Conserva un poco de su fe en ti, pero es estúpido en su lealtad a las mujeres.Primero te la brindó a ti, ahora, a mí.

Me alegré de conocer tantas palabras importantes; así podría algún díaescribir mi propio diario y explicar a todo el mundo cómo había salvado a mamádel fuego del infierno.

Vi unas pajas en los cabellos de mamá, que ya no eran tan hermosos. Laspajas procedían del establo donde había morado Apple. Ni siquiera me habíanagradecido que hubiese convertido su prisión en un lugar más cómodo y caliente,gracias al heno que había introducido allí mientras ellas dormían.

—Cathy, ¿amas realmente a tu hermano? ¿No te has limitado a valerte de él?Mi mamá pareció casi loca cuando respondió:—¡Sí, le amo! Tú hiciste que le amase. Tú fuiste la responsable de que

viviésemos avergonzados y sintiéndonos culpables, temiendo el día en quenuestros hijos descubrieran la verdad. Ahora ya lo saben, ¡por tu culpa!

—Por culpa de John —murmuró la abuela—. Yo sólo vine aquí paraay udaros, para estar cerca de vosotros, para compartir un poco vuestras vidas.Pero deja de sentirte culpable; arroja la vergüenza y el remordimiento sobre mí.

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Los acepto como míos, sólo míos. Tienes razón, siempre tuviste razón aljuzgarme, Cathy. Soy débil, tonta, y siempre me equivoco al tomar misdecisiones. Cuando las tomo, creo que hago bien, pero siempre resulta que heoptado por lo peor.

Mamá se apaciguó. Se echó hacia atrás y contempló fijamente a su madre.—Esa cara… ¿por qué te destrozaste la cara?Mi abuela bajó la cabeza. Parecía haber envejecido diez años en un solo y

largo, larguísimo día.—Cuando Bart murió, quería morir. Quise destruir mi belleza, para que

ningún hombre volviese a desearme. Además, no quería mirarme al espejo yver que tú me estabas mirando, porque también te odié durante mucho tiempo.Pero cuando Chris me visitaba cada verano, me hablaba de ti, haciéndomecomprender cuáles fueron tus sentimientos hacia mi marido. Me dijo que túamabas realmente a Bart, que debiste haber abortado a causa de tu salud, peroque te negaste a hacerlo. Querías conservar aquel hijo. Y te lo agradezco, Cathy.Te doy gracias por darme otro Bart, pues es mío como nunca lo será Jory.

¡Oh! ¡Las dos me querían! Mamá había arriesgado su salud para darme lavida. La abuela había dejado de odiar a mamá, por mi causa. Al parecer, no eratan malo como suponía.

—Por favor, Cathy, perdóname —suplicó mi abuelita—. Dilo, di al menosuna vez que me perdonas. Necesito oírlo de tus labios. Christopher me quería, medefendía, pero tú no me dejabas dormir, atormentándome incluso durante miluna de miel con Bart, y tu rostro y los rostros de los dos gemelos, siguentorturándome todavía. Christopher será siempre mío, y tuyo, pero devuélveme ami hija.

Mi madre gritó. Lanzó unos gritos fuertes, estridentes, locos. Se abalanzósobre mi abuela, golpeándola con los puños.

—¡No! ¡Nunca podré decir lo que tú quieres! Derribó la vela, que prendiófuego al heno. Unos periódicos viejos que empleaban para calentarse seencendieron también, y mi madre y mi abuela empezaron a golpear las llamascon las manos para apagarlas.

—¡Bart! —exclamó mi abuela—. Si estás ahí y puedes oírnos, ¡corre enbusca de ayuda! ¡Telefonea a los bomberos! ¡Díselo a tu padre! Apresúrate,Bart, o tu madre morirá en este horno… ¡y Dios nunca te perdonará que hay asayudado a John Amos a matarnos!

¿Qué? ¿Estaba y o ayudando a John Amos, o a Dios? Subí como un loco por laescalera de la bodega y salí al garaje, donde John Amos cargaba su equipaje enel segundo de los negros automóviles. El otro había partido ya, llevando a lasdoncellas a lugar seguro.

Cerró de golpe el maletero, se volvió a mí, sonriente, y dijo:—Bueno, ésta es la noche señalada. A las doce en punto, no lo olvides. Baja

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por la escalera con cuidado y enciende la mecha.—¿Aquella mecha que huele tan mal?—Sí. Está empapada en gasolina. —No me gustó su olor, y por eso la tiré. No

quise que tomasen su última cena en un lugar apestoso.—¿Qué estás diciendo? ¿Les has dado de comer? Giró sobre sus talones, como

si fuese a pegarme, y entonces Jory surgió de alguna parte y saltó sobre JohnAmos. El viejo cayó de espalda, con Jory a horcajadas sobre él. Papá entrócorriendo en el garaje.

—Bart, vimos cómo preparabas los bocadillos, cortabas el pastel y cogías elhelado. Ahora di, ¿dónde están tu madre y tu abuela?

Yo no sabía qué hacer.—¡Papá! —exclamó Jory —. ¡Huelo a humo!—¿Dónde están, Bart?John Amos dijo a papá:—¡Llévese a ese loco fuera de aquí! ¡Él y sus cerillas! Ha provocado un

incendio. Siempre está haciendo locuras, como cuando mató a aquel cachorroque tanto le quería. No es de extrañar que Corinne se espantase y huy ese, sindecirme adónde iba. —Vertió lágrimas auténticas y se sonó la nariz—. ¡Oh, Diosmío…! Ojalá nunca hubiésemos venido a vivir en esta casa. Advertí a Corinneque esto no traería nada bueno.

¡Mentiras! ¡Me estaba acusando! ¡Nada de lo que decía era verdad!—¡Usted lo hizo todo! ¡Usted es quien está loco, John Amos! —Como habría

hecho Malcolm, corrí hacia él y le propiné una patada—. ¡Muere, John Amos!¡Muere y redímete con la muerte!

Alguien me asió y me apartó a un lado. Papá me tenía en sus brazos y tratabade calmarme.

—Tu madre, ¿dónde está tu madre? ¿Dónde está el fuego? Una nube rojaenturbiaba mis ojos, pero metí la mano en el bolsillo del pantalón y entregué lallave a mi padre.

—Están en la bodega —dije, con voz apagada—, esperando a que el fuegoacabe con ellas, como ellas acabaron con Foxworth Hall. Así lo quiso Malcolm…Todos los ratones del ático tenían que arder y dejar de reproducir su contaminadaespecie.

Estaba fuera de mí, observando el terror y el pasmo en los ojos de mi padre,que intentaba escrutar en los míos… Pero nada leería de ellos, porque y o noestaba allí. No sabía dónde estaba. Ni me importaba.

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LA REDENCIÓN

Fuego. La casa estaba ardiendo. Yo continuaba sentado a horcajadas sobre JohnAmos, que pugnaba por librarse de mí, pero pronto comprendió que tenía las deperder.

—No podrá escapar, viejo malvado. Usted envenenó la mente de mihermano, le hizo pensar cosas horribles. Pido a Dios que se pudra en la celda deuna cárcel por todo lo que ha hecho.

Mientras, papá corrió para auxiliar a mamá y la madre de ésta, seguido porBart, que le indicaba a gritos el camino de la bodega.

—¡Apártate de mí, muchacho! —ordenó John Amos Jackson—. Tu hermanoestá loco, ¡es peligroso! Mató de hambre a aquel pobre cachorro y lo remató conuna horca. ¿Haría una cosa así un chico que estuviese cuerdo?

—¿Y por qué no impidió usted que lo hiciese, si lo estaba viendo?—Porque… porque… —farfulló el viejo—, se habría vuelto contra mí como

una fiera. Ese chico está tan loco como su abuela. Mi esposa lo vio enterrar elcadáver de su gatito. Pregúntaselo a ella.

Sus palabras empezaban a causarme cierto efecto. Bart estaba perturbado,pero ¿podía ser un asesino?

—Bart habla en sueños, viejo. Repite como un loro cuanto oye durante el día.Cita fragmentos de la Biblia y dice frases que no podría pronunciar si alguien nose las enseñase.

—¡No seas tonto! Él no sabe quién es. ¿Acaso no puedes verlo? Se imaginaque es su bisabuelo Malcolm Foxworth y, como Malcolm, ¡siente el impulso dematar hasta el último miembro del clan Foxworth!

En aquel momento vi que mi padre entraba tambaleándose en el garaje,llevando en brazos a mamá, mientras la madre de ésta, sucia y harapienta,seguía sus pasos. Me levanté de un salto y me dirigí hacia ellos.

—Mamá, ¡oh, mamá! —exclamé, en un arrebato de alegría, al ver queestaba viva.

Su aspecto era lamentable; sucia, pálida y delgada… Pero, gracias a Dios,¡estaba viva! Y conservaba el conocimiento.

—¿Dónde está Bart? —murmuró.Después de formular esta pregunta, se desmayó y quedó inerte en los brazos

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de papá. Mientras buscaba a Bart, advertí que John Amos Jackson se habíaperdido de vista.

—Papá… —dije, para alertarle. En ese mismo instante, el mayordomosurgió de entre las sombras del garaje, blandiendo una pesada pala, que descargósobre la cabeza de papá. Silenciosamente, sin un gemido, papá se desplomó,llevando todavía a mamá en brazos. El mayordomo volvió a levantar la pala,como si pretendiera matarle… y quizá también a mamá. Corrí y le aticé unapatada con la pierna derecha, como no la había dado nunca. La pala salióvolando y cuando John Amos se volvió para enfrentarse conmigo, le propiné unpuntapié en mitad de la barriga. Lanzó un gemido y cayó al suelo.

Pero Bart…, ¿dónde estaba Bart?—Jory —dijo la anciana—, saca a tus padres del garaje lo más deprisa que

puedas. Llévales lejos, para que no les alcance la explosión si el fuego llega hastala gasolina que tenemos aquí. ¡Pronto! —Iba a protestar, pero ella me atajó—.Encontraré a Bart. Encárgate de tus padres.

Fue fácil cargar con mamá y correr a un lugar seguro donde dejarla, pero nolo fue tanto arrastrar a papá tirando de sus hombros y dejarlo al pie de un árboljunto a ella. Pero lo conseguí. Observé que salía humo por varias ventanas de lacasa. Mi hermano estaba allí, dentro, y también mi abuela.

John Amos Jackson se había recobrado y había entrado en la casa incendiada.Le vi en la cocina, luchando con mi abuela. La estaba abofeteando con violencia.Corrí en auxilio de la anciana, aunque el humo enturbiaba mi visión.

—¡No te saldrás con la tuya, John! —exclamó ella, mientras él intentabaestrangularla.

Tropecé con una silla volcada, pero me levanté rápidamente. En esemomento ella golpeaba la sien del viejo con un pesado cenicero de cristalveneciano. John Amos cayó al suelo, como un pájaro abatido de un disparo deescopeta.

Entonces vi a Bart en el salón, tratando de descolgar aquel enorme retrato.—Mamá —decía, lloriqueando—, tengo que salvar a mamá. Te sacaré de

aquí, mamá, no temas. Soy tan valiente como Jory, tan valiente como él, y nopermitiré que te quemes. John Amos mentía; él no sabe qué quiere Dios, él no losabe…

—Bart —dijo dulcemente mi abuela. ¡Cuánto se parecía su voz a la de mimadre!—. Estoy aquí. Puedes salvarme a mi, no un retrato. —Avanzó cojeandoostensiblemente, y sospeché que habría tropezado y se habría dislocado untobillo, porque, a cada paso que daba, su rostro se contraía en una mueca de dolor—. Por favor, querido, tenemos que salir los dos de esta casa.

Él sacudió la cabeza.—Debo salvar a mamá. ¡Tú no eres mi mamá!—Pero yo sí —dijo otra voz, en el umbral de otra puerta. Abrí mucho los ojos

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al ver a mi madre plantada allí, asiéndose débilmente al montante de la puerta—.Deja el retrato, querido, y saldremos todos de esta casa.

Bart la miró y miró a su abuela, todavía aferrado al pesado retrato que nuncapodría sacar de allí.

—Tengo que salvar a mi mamá, aunque ella me odie —musitó Bart, y tirandodel enorme cuadro—. Ya no me importa que quiera más a Jory y Cindy. Debohacer una buena acción para demostrar a todos que no soy malo ni estoy loco.

Mamá corrió hacia él y llenó de besos su sucia cara, mientras la habitación sellenaba de humo.

—¡Jory ! —exclamó mi abuela—. Llama a los bomberos. Llévate a Bart deaquí, y yo sacaré a tu madre de la casa.

Pero mamá se negaba a marcharse. Parecía haber olvidado el peligro quesuponía permanecer en una casa llena de humo, con el fuego rugiendo bajo suspies. Mientras yo telefoneaba a los bomberos, les informaba de lo que ocurría yles daba la dirección, mamá se había hincado de rodillas y estrechaba a Bartentre sus brazos.

—Bart, querido, si no puedes aceptar a Cindy como hermana y vivir feliz conella, renunciaré a Cindy.

Él aflojó los dedos que sujetaban el cuadro y abrió mucho los ojos.—No, no lo harías…—Te juro que sí. Tú eres hijo mío, fruto de mi amor por tu padre…—¿Quisiste realmente a papá? —preguntó él, con incredulidad—. ¿Le amaste

de veras, a pesar de seducirle y matarle?Lancé un gruñido y cogí de un brazo a Bart.—Vamos, marchémonos de aquí mientras estemos a tiempo.—Te juro que sí. Tú eres hijo mío, fruto de mi amor por tu padre…Arrastré a Bart hacia la puerta lateral que él solía utilizar para entrar a

hurtadillas en la casa y, al volver la vista atrás, vi que mi abuela tiraba de mamá,que parecía a punto de desmayarse.

Después de salir de la casa y haber obligado a Bart a reunirse con papá al piedel árbol donde yo le había dejado, vi que mamá se había derrumbado en brazosde su madre, haciendo que ésta retrocediese tambaleándose; el humo lasenvolvió a ambas.

—¡Oh, Dios mío! ¿Está Cathy todavía en la casa? —preguntó papá,enjugándose la sangre que no dejaba de fluir de la profunda herida que tenía enun lado de su cabeza.

—Mamá va a morir, ¡lo sé! —dijo Bart, corriendo hacia la casa. Le seguí yle hice caer. Luchó conmigo como un loco—. ¡Mamá! ¡Tengo que salvar amamá! ¡Suéltame, Jory, por favor!

—No necesitas hacerlo. Su madre la salvará —aseguré, mirando por encimadel hombro, sin soltarle, para impedir que volviese a la casa incendiada.

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De pronto llegaron Emma y madame Marisha, que nos agarraron a Bart y amí y nos condujeron hacia papá, que había logrado ponerse en pie.

Como un ciego, como andando a tientas, papá se dirigió a la casa y llamó:—¡Cathy ! ¿Dónde estás? ¡Sal de ahí! ¡Voy a buscarte, Cathy !Entonces mamá fue empujada violentamente a través de una de las

contraventanas que daban al patio. Corrí a levantarla para llevarla junto a papá.—Ninguno de los dos moriréis —dije, con un nudo en la garganta—. Vuestra

madre ha salvado al menos a uno de sus hijos.Pero el aire se llenó de gritos. ¡El vestido negro de mi abuela estaba ardiendo!

La vi como en una pesadilla, intentando apagar las llamas con las manos.—¡Échate al suelo y rueda por él! —aconsejó papá, que soltó a mamá con

tanta prisa que ésta cayó al suelo.Corrió hacia su madre, la cogió y la hizo rodar por el suelo. Ella jadeaba y

boqueaba mientras él trataba de sofocar las llamas. Una larga y enloquecidamirada de terror fue seguida en el rostro de la anciana por una extraña expresiónde paz. Se quedó inmóvil, con aquella expresión en su cara. Papá lanzó un grito yse agachó para auscultarle el pecho.

—Mamá —sollozó—, no te mueras antes de que haya podido decirte que…Mamá, no te mueras…

Pero la abuela había muerto. Incluso y o lo sabía, por los ojos vidriosos queparecían mirar fijamente el cielo estrellado de aquella noche de invierno.

—Su corazón —dijo papá, con los ojos nublados—. Igual que su padre…Cuando la hice rodar por el suelo, pareció que el corazón iba a saltarle del pecho.Y ahora está muerta. Pero murió por salvar a su hija.

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JORY

Todas las sombras que nublaron mis días juveniles, todas las preguntas y lasdudas que no me atrevía a formular, han sido ahora eliminadas, como lastelarañas que se forman en los rincones.

Cuando volvimos del entierro de nuestra abuela, pensé que la vida seguiríacomo antes y que pocas cosas habrían cambiado.

Sin embargo, se han producido muchos cambios. Ha menguado el peso quecargaban los hombros de Bart, que es de nuevo el niño callado y sumiso que eraantes, todavía un tanto descontento de sí mismo. Su psiquiatra opina que superarágradualmente este sentimiento, si se le da cariño y tiene amigos de su edad conquienes jugar.

Ahora mismo, mientras escribo esto, miro a través de la ventana abierta yveo a Bart jugar con el poni Shetland, que nuestros padres le regalaron porNavidad. Al menos ha visto cumplido « su may or deseo» .

Observo a menudo cómo mira a su poni y al cachorro san Bernardo que papále compró también. Después vuelve la cabeza y se queda mirando fijamente lasruinas de la mansión. Nunca hablamos de la abuela, la abuela de nuestro veranoperdido. Tampoco nunca pronunciamos el nombre de John Amos Jackson, nimencionamos a Apple o a Clover. No podemos poner en peligro la salud y lafelicidad de un chiquillo inestable que trata de encontrar su camino en un mundoque no es siempre como el de los cuentos de hadas.

El otro día nos cruzamos en la calle con una mujer árabe auténtica. Bart sedio la vuelta para mirarla, con una intensa expresión de añoranza en sus ojososcuros. Ahora sé que, a pesar de lo que nuestra abuela pudiese haber sido, Bartla amaba…, y que, por tanto, no podía haber sido tan mala como yo creía al leerel libro de mamá. Bart la quería, pese a ser un niño vulnerable y sometido a lasintrigas de John Amos.

John Amos recibió su merecido y, como mi abuela, yace en su tumba, enVirginia, hogar de sus antepasados que se establecieron en lo que los libros dehistoria denominan « la colonia perdida» . De nada le sirvieron sus intrigas y susmaquinaciones. Si, dondequiera que esté, puede pensar, me pregunto qué sentiráal saber el contenido del último testamento de mi abuela. Quizá se revolvió en sutumba cuando el abogado declaró que nuestra abuela había legado toda la fortuna

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de los Foxworth a Jory Janus Marquet, a Bartholomew Scott Winslow Sheffield y,sorprendentemente, también a Cyntia Jane Nickols, aunque ninguno de nosotrosera, « legalmente» , pariente suyo por la sangre. Toda aquella gran cantidad dedinero lo recibiríamos al cumplir los veinticinco años. Entretanto, papá y mamáserían administradores de la fortuna.

Si quisiéramos, o si quisieran mis padres, podríamos vivir con gran esplendor,pero continuamos morando en la misma casa de madera, con las estatuas demármol en el jardín que la rodea y que cada año aparece más frondoso.

Bart se muestra ahora exageradamente pulcro. Por la noche, no se acuestahasta que ha ordenado su habitación y colocado cada cosa en su sitio. Mis padresse miran cuando él se empeña en hacer esto, y percibo miedo en sus ojos. Mepregunto si Malcolm Neal Foxworth sería excepcionalmente pulcro y ordenado.

Una mañana, poco después de Navidad, cuando ya le había entregado suponi, Bart dictó su ley a mamá y papá:

—Si queréis conservar a Cindy, no podéis seguir viviendo como marido ymujer, contaminando mi vida con vuestro pecado. Tú tendrás que dormir en mihabitación, papá, y mamá tendrá que dormir sola el resto de su vida.

Mis padres no replicaron; se quedaron mirándolo hasta que enrojeció y diomedia vuelta, murmurando:

—Lo siento… Yo no soy Malcolm, ¿verdad? Sólo soy yo. Muy poca cosa.Bart es un verdadero Foxworth, de pies a cabeza; según dice, reinará en

Foxworth Hall, después de haberlo reconstruido.—Y tú podrás seguir bailando como un loco hasta que tengas cuarenta años

—dijo una vez, enfadado porque yo acariciaba a su poni—, ¡pero nunca serás tanrico como y o! Cuando yo tenga cuarenta años, te superaré, porque las piernassirven de poco cuando uno envejece, y el cerebro cuenta más, ¡un millón deveces más!

¡Seré el actor más grande de todos los tiempos! —declaró en otra ocasión,con arrogancia, pasando de sumiso a agresivo, sólo porque tenía aquel librito rojoen las manos—. Y, cuando me harte del escenario y la pantalla, dedicaré mitalento a los negocios, y todos los que no me hay an admirado como actor sepondrán en pie y aplaudirán mi talento para acumular dinero.

Representar: era todo lo que seguía haciendo, porque no era más que unchiquillo que apenas hablaba, salvo consigo mismo. Sin embargo, cuando estoytumbado despierto por la noche, pensando cuanto ocurrió antes de que él y yonaciésemos, me digo que debió de existir alguna razón para que brotaran rosas delas ruinas, ¿no? Me preocupan las mujeres a quienes Bart pisoteará paraconseguir sus propósitos. ¿Será tan despiadado como lo fue nuestro bisabuelo, sólopara acrecentar su gran fortuna? ¿Y cuántos sufrirán a causa de aquellos fatídicosverano, otoño e invierno, de cuando yo tenía catorce años?

Mañana le cogeré de la mano y le conduciré al jardín para contemplar la

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reproducción de El beso de Rodin, y quizá entonces comprenderá que Dios creóal hombre y la mujer para que se amasen físicamente, y que el amor no especado, sino algo natural.

Ojalá vea Bart algún día la vida a mi manera, y sepa que el amor,independientemente de su forma y sus manifestaciones, merece siempre lapena, por muy alto que sea el precio.

Entre el amor y el dinero, yo elegiré siempre el amor. Pero la danza es loprimero. Y cuando Bart sea viejo y canoso, y se siente en Foxworth Hall paracontar sus miles de millones, yo estaré con mi esposa y mis hijos gozando con losfelices recuerdos de cuando era joven, guapo y gentil, y veía la luz de lascandilejas delante de mí, y escuchaba los aplausos entusiastas; entonces sabréque he cumplido mi destino.

Yo, Jory Janus Marquet, seguiré la tradición de mi familia.

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BART

No me conocen ni me comprenden mejor que antes. Jory me mira concompasión, como si yo fuese diferente del resto de los humanos. Lamenta que nome guste la misma música que a él, o cualquier clase de música, y que loscolores no sugieran imágenes en mi cerebro ni creen música en el aire. Piensaque nunca hallaré satisfacción en nada. Pero sí que la encontraré. Sabré cuál esel futuro que me corresponde, pues ésa fue la verdadera razón por la que Diosme envió a mi abuela, John Amos y Malcolm, para que me guiasen en micamino. Vinieron para mostrarme la manera de salvar a mis padres de lacondenación eterna.

Observo noche y día a papá y mamá, y me deslizo en su habitación,temiendo sorprenderles en alguna acción perversa. Pero sólo duermenplácidamente y, para alivio mío, los ojos de ella no se mueven rápidamentedebajo de sus párpados cerrados. Ya no tiene pesadillas. Y, cuando nos sentamosa desay unar, miro a mi padre a los ojos, que brillan más azules porque logrócortar el lazo que le unía a su hermana.

Y he sido yo quien les ha salvado. Sí, Jory me compadece, pero algún día,cuando los dos seamos mayores y más avisados, y y o haya encontrado laspalabras adecuadas, le diré algo que Malcolm escribió en su libro: « Tiene quehaber oscuridad para que se haga la luz» .

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EPÍLOGO

Recuerdo vivamente lo que ocurrió antes de que volásemos a Greenglenna paraenterrar a mi madre al lado de su segundo marido. Fue Bart quien insistió en quesu abuela debía dormir su sueño eterno junto al verdadero padre de él,Bartholomew Winslow. Todos lloramos, incluso Emma y, sorprendentemente,madame Marisha, a pesar de que yo nunca había esperado que llegara el día enque madame lloraría por un miembro de mi familia.

Cuando cayó la primera paletada de tierra húmeda sobre el ataúd, evoqué eldía en que, cuando tenía yo doce años, papá fue depositado en su tumba mientrasmamá asía con fuerza mi mano y la de Chris, y los dos mellizos se agarraban alas nuestras. Y ahora, al oír el ruido de la tierra sobre el féretro de caoba,exclamé algo que había retenido durante mucho tiempo, demasiado tiempo.Brotó de lo más hondo de mi ser, borrando los años y llevándome de nuevo a lainfancia, cuando tanto necesitaba el apoyo de mis padres.

—Mamá, ¡te perdono! ¡Te perdono! ¡Todavía te quiero! ¿Puedes oírme desdeel lugar donde te encuentras? Dios mío, haz que ella sepa que la perdono.

Entonces me eché a llorar y me refugié en los brazos de mi hermano. Habríadicho algo más a mi madre el día de su entierro, pero Bart estaba allí,mirándome con sus ojos oscuros y centelleantes, ordenándome que fuese fuerte,que me apartase del hombre a quien amaba. Pero ¿cómo podía hacerlo, sabiendoque con ello le destruiría?

Seguimos viviendo en la casa contigua a las ruinas de la mansión donde mimadre murió para salvar mi vida, pero y a no es como antes de que viniera ellacon su malvado may ordomo, que inculcó a Bart creencias de fanático y leentregó aquel diario de Malcolm Foxworth. Yo quiero a Bart, Dios sabe que lequiero, pero cuando veo sus ojos negros e implacables en la oscuridad, meestremezco y me pregunto por qué busqué yo tanto la venganza, si tenía a Chrispara salvarme.

La noche pasada, Jory y Melodie bailaron una representación admirable deRomeo y Julieta. Temblé al ver la cínica sonrisa de Bart, como si tuviese más decien años y hubiese presenciado anteriormente todo aquello, y hubiese de serquien consiguiese, en definitiva, cuanto quería. Bart ha encontrado siempre lamanera de convertirse en el centro de atención de los demás.

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Por la noche entra a hurtadillas en nuestro dormitorio, porque ha aprendido aabrir las cerraduras, y nos contempla fijamente a Chris y a mí, mientras yo finjodormir, manteniéndome quieta y conteniendo la respiración hasta que semarcha, temerosa de que el mal que habitó en Malcolm reviva en mi hijomenor, y que, tarde o temprano, se repita la historia.

—Hoy he recibido una carta de mi agente literario —susurré al oído demadame Marisha, mientras Jory y Melodie cambiaban sus trajes por ropa decalle—. Ha encontrado un editor que hace una oferta por mi libro, por mi primerlibro. No es una fortuna, pero voy a aceptar.

Madame me dirigió una de sus largas y escrutadoras miradas, que me hacensentir inquieta y vulnerable, como si ella pudiese ver a través de mí.

—Bueno, Catherine, sé que harás lo que quieras, sin reparar en lasconsecuencias ni las protestas que yo, o cualquier otra persona, pueda hacerte.

Sabía a quién se refería, porque él me miró furiosamente, como indicándomeque debía guardar mis secretos y no revelarlos a todo el mundo. Pero Bart nopodía regir todos mis actos.

—Serás rica y famosa, aunque no como yo había esperado cuando teníasquince años —prosiguió madame, que era ahora mi más querida confidente—,pues nada hay imposible para los que tienen voluntad, empuje, dedicación ydeterminación.

Sonreí forzadamente, temerosa de volver a mirar a Bart, y fijé la mirada enmi hijo may or, que era el astro de la velada. Estaba segura de que, cuando sepublicasen mis libros y saliesen todos los esqueletos de los armarios de losFoxworth, alejaría la sombra y destruiría el fantasma de Malcolm NealFoxworth, que nunca, nunca, volvería a gobernarme.

Me llevé nerviosamente las manos al cuello para tocar las perlas invisiblesque solían adornar el de mi madre, pero que jamás habían adornado el mío.Volví a decirme que nada se perdería con probar. El mal medraba en las oscurassombras de la mentira, pero no podía sobrevivir bajo la luz brillante de la verdad,por increíble que esto pudiese parecer a los que se negaban a creer.

Temblando, me aparté de Bart y me acerqué un poco más a Chris, que echóun brazo sobre mi hombro cuando ceñí su cintura. Entonces me sentí a salvo, asalvo. Ahora podía mirar a Bart y sonreír; ahora podía tender la mano a Cindy ytratar de alcanzar la de Bart. Pero éste se apartó, rechazando integrarse en lacadena que y o quería formar en nuestra familia: uno para todos, y todos parauno.

Quisiera terminar diciendo que ya no lloro por la noche, que ya no tengopesadillas en que aparezca mi abuela subiendo la escalera con el deseo de sertestigo de las malas acciones que no cometíamos. Pero quiero decir que sólopuedo estar agradecida a los tallos espinosos de las plantas del ático que lograronproducir al menos unas pocas rosas, rosas verdaderas, de esas que florecen bajo

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el sol.Quisiera concluir con esto, pero no puedo. En todo caso, he crecido lo

suficiente en años y prudencia para aceptar las monedas de oro que me sonofrecidas, y nunca, nunca, daré la vuelta a lo que brilla para buscar su ladodeslucido.

Buscad, y encontraréis.Por alguna razón, levanté entonces la cabeza. Bart estaba sentado de nuevo en

un rincón sombrío, sosteniendo en las manos un volumen rojo con tapas de cueroy adornos dorados. Leía en silencio, moviendo los labios como si diese forma alas palabras de un bisabuelo a quien jamás había conocido.

Me estremecí, pues el diario de Malcolm se había quemado en el incendio. Ellibro que Bart tenía en las manos era una imitación barata, y todas sus páginasestaban en blanco.

Pero eso no importaba.

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VIRGINIA CLEO ANDREWS (6 de junio 1923 – 19 diciembre 1986). Nació enPortsmouth, Virginia, la más joven y única hija de la familia Andrews. En suadolescencia, sufrió una caída en las escaleras de su escuela, lo cual le dañóseveramente la espalda. Las cirugías que se le practicaron dieron como resultadoun tipo de artritis que la dejó en silla de ruedas la may or parte de su vida. Sinembargo, Andrews, que siempre fue una prometedora artista, fue capaz determinar una carrera de cuatro años por correo y muy pronto se convirtió en unaexitosa artista comercial, ilustradora y pintora y un tiempo después comenzó aescribir.

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Notas

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[1] Juego de palabras entre Richarme y rich arms (brazos ricos). (N. del T.) . <<

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[2] Juego de palabras entre deaf (sordo) y dead (muerto). (N. del T). <<

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[3] Apple significa manzana en inglés. (N. del T.) . <<