lecturas alternativas sobre la política y el teatro

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Lecturas alternativas sobre la política y el teatro o ¿de cómo pensar lo político del teatro?

Resumen:

Este trabajo propone revisar algunas teorizaciones que se han dado en el campo del pensamiento teatral argentino a partir de la sentencia de que el teatro político ha muerto. Inscribiendo la problemática en el marco de debilitamiento de los ideales de la modernidad y las transformaciones que en nuestro contexto se operaron en torno al sentido de la política, se ponen en diálogo los discursos de Federico Irazábal, Jorge Dubatti, Lola Proaño Gómez y Eduardo Pavlovsky. En el recorrido de estas distintas lecturas me propongo analizar las diferentes conceptualizaciones de la política que han puesto en juego y sus consecuencias para el análisis de la articulación con el teatro.

This work proposes to revise some theories that have been in the field of argentinian thought about theater from the dictum that political theater is dead. Registering the problem in the context of the weakening of the ideals of modernity and the changes that were operated in our context on the meaning of politics, are put into dialogue discourses from Federico Irazabal, Jorge Dubatti, Lola Gomez Proaño and Eduardo Pavlovsky. In the course of these various readings I propose to analyze the different conceptions of politics that have been set and their implications for the analysis of the joint with the theater.

Mientras la dictadura militar comenzaba a resquebrajarse en la Argentina a la par del modelo económico implementado por Martínez de Hoz y la derrota de la guerra de Malvinas, los espacios del arte y la cultura tomaron un protagonismo inusual en la escena pública. A partir de iniciativas autónomas como Teatro Abierto o acompañando a los movimientos de derechos humanos como en el Siluetazo, los artistas participaron activamente en el movimiento de impugnación que desembocaría en el final de la dictadura. Asimismo muchos artistas fueron artífices del proceso de reinstitucionalización de la cultura que acompañó a los primeros años

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del gobierno de Raúl Alfonsín.

Paradójicamente estas articulaciones entre el campo político y artístico se dieron en el contexto más general de resquebrajamiento de los ideales de la modernidad y ascenso de los ideales posmodernos. Optimismo y desencanto se mezclaron en una trama en la que a la par de los grandes relatos se resignificaba la política.

Si lo político se había asociado durante los sesenta y setenta a la lógica amigo-enemigo, primero a partir de la metáfora de la revolución y luego a la del orden dictatorial y su contracara la resistencia; a partir de la transición democrática se articularon nuevos sentidos para la política. Desde el pensamiento político se operó una revalorización de la democracia que cobró sentido como lucha por la restitución de la política, de una nueva política centrada en las reglas de juego, el consenso y el protagonismo de la sociedad civil. De esta forma la lucha por la restitución desconflictuaba y borraba los bordes de la política. Como afirma Ricardo Forster, “al quedarnos sin Marx nos quedamos sin Shakspeare” (2008: 34).

En el marco de la crisis del marxismo y el desplazamiento de la clase como sujeto de la historia en un texto de 1985, Hal Foster se preguntaba cómo pensar lo político en el arte contemporáneo. Para el autor este proceso de dislocación entre lo cultural y lo político implicaba un cambio de posición y función del artista político: “En mayor o menor medida, todos los discursos modernos que concebían el arte como un instrumento de transformación revolucionaria suscribían al modelo marxista de la contradicción estructural” (1985: 97). En este sentido el rol del artista estaba bastante claro. Como afirmaba Walter Benjamín en El autor como productor el artista debía reflexionar sobre su posición en el proceso de producción, resistirse a la cultura apropiacionista de la burguesía y trabajar en favor de la revolución proletaria.

Estas concepciones instrumentales del arte tendieron a inspirar las prácticas de un importante sector del mundo del teatro durante los años sesenta y setenta. Sin embargo, en el contexto de dislocación que se inaugura en los ochenta el “teatro político de choque” (Dubbatti, 2006), el “teatro militante” (Verzero, 2010) o el “microsistema teatral del sesenta” (Pellettieri, 1997) entra en un proceso de revisión. La anunciada muerte del teatro político ponía en evidencia la crisis de estas formas de pensar la relación con la política, configuraciones que perdían sentido a la par que la metáfora de la revolución de desvanecía.

Sin embargo, la pregunta por esos sentidos olvidados se reactivaría en otro contexto de profunda crisis para nuestro país. A partir del 2001, un sector del campo intelectual comenzó a repreguntarse por estas articulaciones. Si el teatro político había muerto y la política ya no se podía entender en términos unidireccionales ¿como pensar la relación entre teatro y política?

Federico Irazábal (2004) en El giro político retomaba el análisis de discurso político de Eliseo Verón y afirmaba que el teatro político no ha desaparecido sino que ha mutado su forma. Distinguía dos tipos: Teatro político -Modernidad -Denuncia -Yo legislador- Tú advertido; y Teatro metapolítico -Posmodernidad -Desconstrucción -Yo intérprete –Tú deconstructor. El primero correspondería al teatro político de los setenta; y el segundo a la situación que se da a partir de los noventa. Para Irazábal no existiría ‘algo’ esencialmente político; sino que lo político constituiría una relación. Citando a Hannah Arendt afirmaba “la política se realiza en el entre” (2004: 52). Y los agentes de ese entre serían: el mundo; el texto significado y significante, el autor y el lector. La dimensión política en tanto modalidad productivo- receptiva estaría en el entre lector – texto significado. “El sujeto interpreta la obra a la vez que esa interpretación como acto lo interpreta a él como sujeto actuante y con un nivel de conciencia importante” (2004: 53). Es allí donde se produciría la conciencia crítica, la desalienación marxista o la desnaturalización gramsciana.

Si bien Irazábal desplaza de esta forma la lectura tradicional de la politicidad del teatro del mensaje o la forma al entre lector y obra, es decir, a un componente relacional, deja de lado otros “entres” y objetos de disputa. Reproduce así un modelo más ligado a la literatura que

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desconoce otro entramado de relaciones donde también se juega lo político del teatro: entre el director y el autor, entre el director y el actor, entre el autor y el actor, entre actor y público, por mencionar sólo algunas.

Este otro juego de relaciones se pone en evidencia en las lecturas de Jorge Dubatti. En Teatro y producción de sentido político en la postdictadura (2006) el autor discutía abiertamente la idea de que el teatro de la postdictadura se habría caracterizado por ser “desideologizado”, por centrar sus indagaciones en el lenguaje dando la espalda a los intereses sociales. Este tipo de lecturas como la que sostiene Rubens Bayardo (1997), afirman que el predominio de la imagen, el rechazo de la palabra y la autoreferencialidad del teatro habrían diluido lo político cultural. Sin embargo, para Dubatti no se trató de una desideologización sino del diseño de nuevos lenguajes poéticos para la función social del teatro. Afirmaba la continuidad de un teatro que tematiza y convierte en poética los problemas de la comunidad y se preocupa por incidir en ella. Es decir, el autor discute la politicidad del teatro centrando la argumentación en torno a la disputa de forma y contenido.

Sin embargo, agrega el autor, dadas las características de atomización y multiplicidad que adoptó el campo teatral argentino es necesario redefinir las relaciones entre escena y política. Así, remitiéndose a autores de teoría política -Max Weber, Michel Foucault, Norberto Bobbio, Carl Schmitt, Adolfo Vázquez Sánchez, Marcel Prélot, Mario Stoppino, Pierre Bourdieu, aunque sin detallar el aporte de teóricos tan disímiles- elabora una concepción de lo político como categoría semántica.

Sostenemos que política es toda práctica o acción textual (en los diferentes niveles del texto) o extratextual productora de sentido social en un determinado campo de poder (relación de fuerzas), en torno de las estructuras de poder y su situación en dicho campo, con el objeto de incidir en ellas, sentido que implica un ordenamiento de los agentes del campo en amigos, enemigos, neutrales o aliados potenciales (Dubatti, 2006: 49).

Política sería entonces cualquier práctica productora de sentido en un determinado campo de poder. Posiblemente la mención de lo textual y extra-textual sea para superar las visiones centradas en el texto dramático, aunque paradójicamente en su enunciación señale su vigencia.

Según dice Dubatti no existe un “teatro político” como categoría de una poética, lo político es rizomático y en tanto tal atraviesa todas las esferas de la actividad teatral. No es posible entonces anunciar la vuelta de algo que nunca se retiró ni distinguir un teatro político de otro que no lo es, todo teatro es político aún el que no lo sabe. Por lo que es pertinente hablar de la capacidad del teatro de producir sentido y acontecimiento político en todos y cada uno de los órdenes de la actividad teatral. Siguiendo este razonamiento el teatro se relacionaría con distintos campos de poder: uno macrosocial o comunitario, otro internacional, otro microsocial (de la tribu o grupo), otro del endogrupo familiar, otro de las relaciones dentro del campo intelectual, otro de la discusión de las estéticas, de la discusión de las versiones de la historia, etc.

Acorde con este supuesto, el proyecto de investigación que coordina sobre el teatro en la postdictadura desde el Área de Artes Escénicas del Centro Cultural de la Cooperación, que constituye una visión muy legitimada dentro el campo teatral argentino, toma como unidades de análisis las micropoéticas y la capacidad única de producir sentido político de cada una de ellas. Algunas desde una práctica de construcción política más tradicional o explícita, otros desde el rescate de la memoria como tema de sus obras y otros desde la indagación en el lenguaje. En tanto “se resisten a una abstracción en común” la relación de cada grupo con lo político es tomada como unidad.

Ahora bien, a pesar de este rasgo singular de articulación política de cada micropoética

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Dubatti señala un rasgo de politicidad común para todo el teatro. En las nuevas condiciones culturales mundiales la teatralidad adquiere una nueva significación, se redefine como acontecimiento político a partir del valor de lo convivial. El convivio se define como el encuentro de un grupo de hombres y mujeres en un centro territorial, en un punto del espacio y del tiempo. Una conjunción de presencias e intercambio humano directo, sin intermediaciones ni delegaciones, es una práctica de socialización de cuerpos presentes, de afectación comunitaria, intransferible, territorial, efímera y necesariamente minoritaria. Sin el convivio, sin este encuentro de presencias, no hay teatro; y es por ello que se reconoce en el acontecimiento convivial el principio de la teatralidad.

Así el teatro como lenguaje ancestral, aurático, territorial, no mercantilizable; sería “una práctica naturalmente anticapitalista y antiimperialista, antiglobalizadora y antihegemónica” (Dubatti, 2006: 15), herramienta de resistencia contra la desterritorialización de las redes comunicacionales, contra la desauratización del hombre, contra la homogeneización cultural de la globalización, contra la insignificancia, el olvido y la trivialidad, contra el pensamiento único, contra la hegemonía del capitalismo autoritario, contra la pérdida del principio de realidad, contra la espectacularización de lo social y la pérdida de la praxis social (Dubatti, 1999).

Si bien cada micropoética se relacionaría con la política de manera singular, habría un rasgo del lenguaje teatral que en el macrocontexto cultural actual funcionaría contra-hegemónicamente. El convivio al habilitar el encuentro de presencias funcionaría contra la hegemonía capitalista.

Sin embargo, Dubatti va más allá y señala “a mayor intensidad del arte, mayor intensidad política” (2006: 11). Es decir, si bien afirma que todo teatro es político también reconoce que es posible identificar distintos grados de politicidad que irían de la mano de la capacidad metafórica del arte. Desde esta postura la mayor capacidad de producir sentido político desde el teatro estaría dada por la metáfora. A través de esta herramienta el teatro entraría a disputar en los distintos campos del poder simbólico. “Allí donde surja una metáfora artística intensa, una condensación feliz de teatralidad, ineludiblemente habrá acontecimiento político. Porque es políticamente que el hombre habita el mundo y la metáfora artística uno de los catalizadores más potentes de la dimensión política de la vida” (2006: 13).

Si bien el teatro entra a disputar políticamente con los distintos campos de poder y lo político recorre todos los órdenes de la actividad teatral, es en el lenguaje teatral, en su capacidad metafórica donde radicaría su mayor potencialidad política.

En definitiva, Dubatti apuesta a una indagación de las distintas prácticas de producción de sentido político propias de cada micropoética, como así también su ampliación a lo extratextual. Sin embargo, entiendo que al no poner las micropoéticas en relación unas con otras más que a través del concepto de multiplicidad o multicentralidad despolitiza las relaciones entre ellas. En este sentido borra el conflicto que dentro del mismo campo teatral opera por la definición de la política. De alguna manera el “todo es política” termina borrando la política.

Lo mismo sucede con la potencialidad política del convivio que termina diluyendo las distinciones entre modos de producción, textualidades, poéticas, formas de circulación, relaciones con los partidos políticos o movimientos sociales entre otros. Al poner en el convivio un rasgo de teatralidad anticapitalista y antimperalista disuelve diferencias políticas fundamentales que los grupos deben tomar, otorgando un rasgo de legitimidad tranquilizador.

Si bien Dubatti incluye en sus reflexiones cierto entramado social que quedaba ocluido en las reflexiones de Federico Irazábal, en la misma operación termina diluyendo su operatividad política y recolocando en el centro del campo a la capacidad metáforica del lenguaje teatral.

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Lo específicamente teatral sería la metáfora y allí radicaría su mayor potencia política.

En una línea de pensamiento similar, Lola Proaño Gómez afirma que el "teatro político" ha muerto si por tal entendemos exclusivamente aquel con las características que lo definían durante las décadas del sesenta y setenta, el teatro político de choque. En las nuevas condiciones lo político se daría en el momento que el espectador se da cuenta de que ha sentido la presencia de aquello difícilmente articulable en un lenguaje lógico, aquello que en la cotidianeidad permanece usualmente invisible e indecible: percibe "la verdad estructurada como ficción" (Lacan citado en Proaño, 2008: 5). Desde este punto de vista la obra de arte operaría como una forma de conocimiento, no discursiva ni conceptual. A través del uso de la metáfora se revelarían identidades novedosas que de otra manera serían invisibles. Lo político se daría a través de un “golpe de sentido” que conduciría al espectador a cuestionar el orden naturalizado. Lo político se define entonces como “un esfuerzo efectivo y práctico - aunque no siempre consciente en el caso del teatro- destinado a someter las instituciones que se arrogan validez de hecho a la prueba de la validez de juicio” (2008: 3).

Siguiendo la distinción de Jacques Rancière entre la política y lo político Lola Proaño Gómez afirma que la política está presente en la escena en tanto conjunto de prácticas, discursos e instituciones vigentes que establecen y organizan la coexistencia humana y en este caso concretamente el teatro como institución; por otra, "lo político" está en el hecho teatral en cuanto este, valiéndose de las más diversas formas, propone modos de organización social e institucional diferentes u opuestos a los que rigen la sociedad, pone en duda la eficacia de las instituciones que rigen en el momento o descubre, en la escena, los efectos negativos de la organización política vigente. Así el “instante político” se produciría en el choque entre dos mundos y dos lógicas incompatibles, la lógica del sistema establecido ("police" según Rancière) y una lógica diferente que aunque no construya un sistema de lógica alternativa explícitamente implicaría, por defecto, la denuncia y la búsqueda de una opción. “Lo político se caracteriza entonces por un momento de irrupción, por una ruptura de sentido” (2008: 5).

Identificando lo político con la ruptura y la política con el orden Proaño Gómez encuentra en la escena el momento de quiebre, la capacidad del teatro de generar otros mundos posibles. Respecto de esto podríamos interrogar si en el contexto capitalista actual las prácticas cooperativas de producción no podrían ser pensadas también como prácticas rupturistas, desplazando lo político de la escena a las prácticas sociales asociadas al teatro. O si la escena no opera muchas veces como dispositivo del orden. En este sentido considero que cristalizar el instante político exclusivamente al instante poético nos impide pensar otras dimensiones en que la política atraviesa el teatro. Si bien esta lectura tiene la enorme virtud de poner en juego dos dimensiones fundamentales del pensamiento político, la distinción entre las prácticas de administración del orden y las que buscan impugnarlo, entre lo institucional y lo instituyente, cabe preguntarse si en la distinción entre la política y lo político no hay algo que se pierde. Si no es conveniente, como afirma Eduardo Rinesi, preservar la ambivalencia, la polisemia de la palabra “política”, no como un déficit a corregir o aclarar sino como la expresión de una tensión que la constituye. Ver en esa doble valencia de la política la capacidad descriptiva “de la tensión real sobre la que se sostiene la cosa que designa” (2005: 22).

Al igual que Proaño Gómez, Eduardo Pavlovsky define lo político en la capacidad de crear otros mundos posibles, es decir, en el componente rupturista, sin embargo, no lo ancla exclusivamente en la capacidad metafórica del teatro. Para Pavlovsky con la caída del socialismo habría una producción permanente de subjetividad que tendería a una estandarización muy global de maneras de pensar. La ruptura de la solidaridad y el sentido de ciertas utopías, la agudización de la introspección y el narcisismo, el mirar hacia adentro olvidando siempre el afuera, la muerte de la política militante, definirían esta era del vacío. Recuperando a Félix Guattari propone encontrar territorios de producción de subjetividad por los bordes, espacios donde crear otras opciones existenciales. Esos espacios formarían lo que él denomina lo micropolítico, es decir espacios de producción de subjetividad diferentes de los impuestos habitualmente. “Son espacios experimentales de búsqueda, de estudio, de creación, de hallazgos de nuevos tipos de solidaridad, de nuevas formas de ser en los grupos,

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nuevos territorios existenciales a inventar“(1997: 28).

Si bien Dubatti a partir del concepto de convivio ponía de relieve la dimensión social del teatro, excluía aquellas prácticas que suceden antes y después del encuentro con el público. A diferencia de esto, Pavlovsky pone sobre la mesa las prácticas internas de los grupos y con ellas las prácticas de exploración, investigación y socialización hasta ahora excluidas en los discursos que venimos recorriendo. Lo político radicaría entonces en la posibilidad de crear otras formas de sociabilidad y subjetividad diferentes al sistema liberal dominante.

Si lo micropolítico se define en relación rupturistas con un orden hegemónico, pensar desde esta matriz nos llevaría entonces a pensar precisamente en esta tensión en la que se define el espacio para la política. Un espacio siempre móvil, dinámico, construido en torno a la tensión entre orden y ruptura. Tensión que no podemos anclar exclusivamente en el contenido de una obra, tampoco en su forma o búsqueda de lenguaje, ni en el modo de producción o los circuitos de circulación. Sino en el espacio siempre móvil de esas disputas.

En este sentido existe un conjunto de trabajos que, sin bien no teorizan sobre la relación entre teatro y política como los discursos que vengo analizando, están ensayando en su práctica investigativa nuevas maneras de pensar esta articulación. Sin dejar de lado lo textual estarían incluyendo otras dimensiones que la práctica teatral en su especificidad habilitaría. Tal es el caso de la investigación de Marcela Bidegain (2006) sobre los grupos de Teatro Comunitario, o la de Patricia Devesa (2008) sobre el teatro movimiento, o las preguntas que traza Araceli Arreche (2010) sobre el teatro callejero y las sugerentes reflexiones de Carlos Fos (2010) sobre el teatro libertario y socialista. También en el tratamiento del tema de la memoria y la identidad que se viene desarrollando en los últimos años desde distintos sectores del campo intelectual se manifiestan estos desplazamientos de los paradigmas tradicionales de lectura. Lorena Verzero(2010) en este sentido ha iniciado una original revisión de las lecturas del teatro de los setenta a partir de la conceptualización de un “teatro militante” conjugando una multiplicidad de dimensiones tales como los textos dramáticos, las estéticas, las prácticas militantes o las vinculaciones con los partidos políticos.

Estas investigaciones, sin tener necesariamente una misma matriz teórica, comparten ciertos rasgos: buscan superar las visiones centradas exclusivamente en el contenido o la forma, son profundamente contextuales, reconocen un lugar para la teoría muy próximo a la práctica, tienen una clara pretensión crítica y apuestan a una mirada multidisciplinar atenta a la especificidad teatral.

Creo que estos desplazamientos teóricos y epistemológicos que se vienen ensayando abren un horizonte más atento a captar y problematizar la dinámica política del teatro. Un pensamiento móvil, capaz de trazar más y mejores formas de pensar las complejas dimensiones que atraviesan al teatro. Ya que, como dice Emilio De Ipola, no consigue pensar la política ni el que la considera exclusivamente como un subsistema social ni el que la concibe apenas como el momento de ruptura, sino sólo el que “osa emprender la ardua travesía del laberinto que ambas metáforas dibujan en el dominio huidizo e irrepresentable de lo social” (2001: 12).

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latinoamericano. Nº17. Buenos Aires

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Por: Logiódice, María Julia para www.revistaafuera.com | Año VI Número 11 | Mayo 2012