las tiendas de canela fina, schulz

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LAS TIENDAS DE CANELA FINA. Bruno Schulz Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck Agosto I En el mes de julio mi padre tenía por costumbre ir a tomar las aguas a un balneario y, entonces, nos dejaba –a mi hermano mayor, a mi madre y a mí–, entregados a las jornadas del verano, esplendentes y embriagadoras. Amodorrados por aquella inagotable luminosidad, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas refulgía con un destello solar, que conservaba en su fondo, almibarada hasta los latidos del éxtasis, la pulpa de las peras doradas. En el transcurso de aquellas mañanas luminosas, Adela regresaba –cual Pomona– abrasada por el esplendor del día y, al punto, comenzaba a sacar de un cesto toda aquella belleza coloreada por el sol: las cerezas brillantes, colmadas de agua bajo su piel fina y transparente; las guindas negras y misteriosas, cuyo sabor no entregaba las promesas que parecía ofrecer su aroma; los melocotones, en cuya dorada pulpa aun perduraba ovillado el calor de largos mediodías, y, después de la poesía pura de las frutas, venían enormes trozos de carne, de una corporeidad densa y sabrosa, con el teclado del costillar de la ternera; las legumbres semejantes a plantas acuáticas, medusas muertas o moluscos: toda esa materia cruda de la comida, con su sabor incierto y anodino, los ingredientes vegetales y telúricos que desprendían un olor agreste y asilvestrado. El primer piso de aquella casa que daba a la plaza vieja era atravesado diariamente de parte a parte por el inabarcable verano: el tembloroso silencio de las capas de aire, los rectángulos de luz soñando su sueño febril sobre el suelo encerado, una melodía de organillo arrancada de la más profunda vena dorada del día, dos o tres compases de un estribillo interpretado en algún lugar por un piano –de manera recurrente y ensimismada– desvaneciéndose al sol sobre las blancas aceras, perdiéndose en el fuego profundo del día. Después de hacer la limpieza, Adela pasaba inmediatamente los estores de lino

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Autor: Bruno Schulz. Novela que relata la crónica de una familia que se precipita en la decadencia en medio del tedio, roto por las excentricidades puntuales de Jakub, el padre, un ser fatigado de su propia fascinación ante el espectáculo de la existencia.

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LAS TIENDAS DE CANELA FINA. Bruno SchulzTraduccin: Jorge Segovia y Violetta Beck

AgostoIEn el mes de julio mi padre tena por costumbre ir a tomar las aguas a un balneario y, entonces, nos dejaba a mi hermano mayor, a mi madre y a m, entregados a las jornadas del verano, esplendentes y embriagadoras. Amodorrados por aquella inagotable luminosidad, hojebamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas pginas refulga con un destello solar, que conservaba en su fondo, almibarada hasta los latidos del xtasis, la pulpa de las peras doradas.

En el transcurso de aquellas maanas luminosas, Adela regresaba cual Pomona abrasada por el esplendor del da y, al punto, comenzaba a sacar de un cesto toda aquella belleza coloreada por el sol: las cerezas brillantes, colmadas de agua bajo su piel fina y transparente; las guindas negras y misteriosas, cuyo sabor no entregaba las promesas que pareca ofrecer su aroma; los melocotones, en cuya dorada pulpa aun perduraba ovillado el calor de largos mediodas, y, despus de la poesa pura de las frutas, venan enormes trozos de carne, de una corporeidad densa y sabrosa, con el teclado del costillar de la ternera; las legumbres semejantes a plantas acuticas, medusas muertas o moluscos: toda esa materia cruda de la comida, con su sabor incierto y anodino, los ingredientes vegetales y telricos que desprendan un olor agreste y asilvestrado.

El primer piso de aquella casa que daba a la plaza vieja era atravesado diariamente de parte a parte por el inabarcable verano: el tembloroso silencio de las capas de aire, los rectngulos de luz soando su sueo febril sobre el suelo encerado, una meloda de organillo arrancada de la ms profunda vena dorada del da, dos o tres compases de un estribillo interpretado en algn lugar por un piano de manera recurrente y ensimismada desvanecindose al sol sobre las blancas aceras, perdindose en el fuego profundo del da. Despus de hacer la limpieza, Adela pasaba inmediatamente los estores de lino sumiendo las estancias en una misericorde penumbra. Los colores, entonces, descendan una octava, las habitaciones se llenaban de sombra, como sumergidas repentinamente en la luz de las profundidades marinas que pareca reflejarse en los verdes espejos del agua, y todo el calor trrido de la jornada respiraba en aquellos estores que se hinchaban ligeramente bajo el ensimismamiento del medioda.

Los sbados por la tarde mi madre me llevaba de paseo. De la penumbra del corredor se penetraba de golpe en el bao solar del da. Quienes deambulaban por la plaza, chapoteando en aquel oro, entrecerraban los ojos que parecan untados de miel, y con su labio superior alzado mostraban sus dientes y encas. Todos tenan una mueca de inclemente calor en el rostro, como si el sol les hubiese impuesto una mscara de fraternidad solar, y aquellos que se cruzaban por las calles, jvenes y viejos, mujeres y nios, al pasar se saludaban con aquella mueca bquica, emblema de un culto pagano, pintada sobre sus caras en gruesos trazos de color oropimente. La plaza vieja estaba vaca, amarilla de fuego, barrida por los clidos vientos como el desierto bblico.

Slo algunas acacias espinosas desplegaban all su claro follaje, arborescencias de verdes filigranas cuidadosamente recortadas, como en los antiguos gobelinos. Aquellos rboles estimulaban al viento, revolviendo con un gesto teatral sus copas, mostrando patticamente al inclinarse la elegancia de sus abanicos, plateados por el reverso al igual que las nobles pieles de zorro. Las viejas casas, pulidas por los das de viento, adquiran los reflejos de otras pocas: recuerdos de colores diseminados en el fondo del tiempo ocelado. Pareca como si generaciones completas de das estivales, al igual que pacientes estucadores que rascaran el revestimiento enmohecido de las viejas fachadas, hubiesen venido a romper su engaoso esmalte, poniendo al desnudo su autntica faz: la fisonoma que el destino y la vida les haba moldeado por dentro. Cegadas por la luz de la plaza vaca, las ventanas dormitaban ahora apaciblemente y los balcones confesaban al cielo su letrgica vacuidad. Los amplios umbrales abiertos rezumaban frescor y un delicado aroma a vino.

Una gavilla de nios desharrapados, escapando del sol en un rincn de la plaza, asaltaba una pared, ponindola continuamente a prueba, arrojando chapas y monedas como si el horscopo de aquellas pequeas circunferencias metlicas pudiese revelarles la naturaleza real de la misma, el jeroglfico de sus fisuras y grietas. El resto de la plaza estaba vaco. Se esperaba en cualquier momento ver avanzar bajo la sombra de las acacias, frente a la entrada del vinatero repleta de cubas, al asno del buen Samaritano llevado por el bridal y a dos servidores afanndose para bajar al enfermo de la silla recalentada, y llevarlo con gran precaucin por la fresca escalera hasta el cuarto oloroso a sabbat.

As seguamos, mi madre y yo, a lo largo de los dos lados de la plaza inundada de sol, paseando nuestras sombras dislocadas por las paredes de las casas, como sobre un teclado. Bajo nuestros pies se desplazaban poco a poco las losetas del pavimento, ora de un color rosa plido, como la piel humana, ora doradas o azules, planas y calientes, suaves como rostros solares, irreconocibles bajo el paso de los que por all deambulaban, como extraamente inexistentes.

Finalmente, al llegar a la esquina de la calle Stryjska, entrbamos en la sombra de la farmacia. Una enorme poma llena de zumo de frambuesa, colocada en su escaparate, vena a simbolizar el fresco alivio de los blsamos reparadores. Algunas casas ms all, la calle ya no lograba mantener su decorum5, como un campesino que regresando a su casa se despoja, mientras recorre el camino, de su aparente elegancia ciudadana y se transforma en un desaliado labriego.

Las pequeas casas de los suburbios se hundan en una verde arborescencia, enterradas hasta las ventanas debido a la floracin exuberante de los jardines. Olvidadas por la plenitud del da, las malas hierbas, los cardos y las flores se reproducan all copiosamente, felices por aquella pausa que les permita soar al margen del tiempo, en el lmite del da infinito. Un inmenso girasol, alzado sobre su poderoso tallo y enfermo de elefantiasis, aguardaba en su luto amarillo el fin de sus das, doblado bajo el peso de su monstruoso desarrollo. Y as, las ingenuas campanillas de los arrabales, las simples y humildes flores de percal no podan hacer nada por l, mayestticas en sus camisas rosas y blancas, insensibles al inmisericorde drama del girasol.

IILas hierbas, los cardos, las ortigas y bodiak arden crepitando en el fuego del medioda. La amodorrada siesta del jardn zumba con el estrpito de las moscas. Rastrojos dorados allan al sol como una nube de langostas, los grillos se desgaitan en la lluvia rutilante del fuego, las vainas colmadas de granos estallan en silencio expeliendo su fruto como saltamontes.

Junto a la empalizada, la espessima maleza semejante a una piel de cordero se comba, como si el jardn hubiera girado durante su sueo y su poderoso regazo respirase en el silencio de la tierra. All se expanda la feminidad desaliada del mes de agosto, proliferando en enormes lampazos de infinitas hojas velinas, abominables lenguas de verde carnosidad. All, exageradamente crecidas y toscas se hinchaban, completamente inclinadas, como repulsivas maritornes, semidevoradas por su abundante ropaje. All el jardn daba a precio vil su mercanca no seleccionada: el saco, las grandes plantas que olan a jabn, el alcohol salvaje de la menta, toda la pacotilla del mes de agosto. Pero al otro lado de la empalizada, detrs de aquel ombligo del verano en el que se desplegaba la exuberancia indmita de las hierbas, apareca un gran montn de basuras donde slo crecan los cardos. Nadie saba que all el mes de agosto haba resuelto celebrar aquel verano su gran orga pagana. Sobre aquel montn de basuras, apoyado a la empalizada y hundido entre el espeso follaje del saco, estaba el lecho de la idiota Tuja. As se la llamaba. Sobre aquel promontorio de deshechos, entre zapatillas rotas, viejas cacerolas agujereadas y los escombros se alzaba su lecho metlico, pintado de verde, afianzado sobre dos viejos ladrillos all donde le faltaba una pata.

El aire denso y caldeado pareca vibrar sobre aquel abigarramiento con el zigzagueo de los tbanos, irritados por el sol, y restallaba como agitado por invisibles crepitaciones, incitando a la locura.

Tuja permaneca acuclillada entre las sbanas amarillecidas y los harapos. Su descomunal cabeza est erizada de negros cabellos. Su cara se contrae como el fuelle de un acorden. Un rictus doloroso arruga esa cara en numerosos pliegues transversales, despus la sorpresa la estira de nuevo, la relaja, descubre las pequeas cuencas de los ojos y las hmedas encas con sus dientes amarillentos bajo un labio carnoso en forma de hocico. Durante las horas de aletargada modorra y calor la muchacha farfulla algo en voz baja, dormita, murmura y grue. Un espeso enjambre de moscas rodea su forma inmvil. Sbitamente, aquel cmulo de trapos rados, de harapos y deshechos comienzan a moverse como si tuvieran vida propia. Las moscas enardecidas se alejan formando un enjambre negro, entre zumbidos metlicos y reverberantes. Y mientras los harapos caen al suelo y se esparcen sobre la basura como ratas en desbandada, una forma surge de entre ellos lentamente, como con dificultad, el meollo de aquel montn de deshechos: una joven idiota, casi desnuda y de piel cobriza, semejante a una divinidad pagana, se levanta perezosamente sobre sus cortas piernas infantiles; su cuello hinchado por la ira y su cara excitada por el ardor, en la que se dibuja, como en una pintura primitiva, el arabesco de las venas colmadas de sangre, dejan escapar un grito ronco y salvaje, arrancado de todos sus bronquios, de todos los pfanos de su pecho mitad animal y mitad divino. Los cardos allan al sol, los lampazos hinchan e invocan su carne impdica, las enormes plantas sueltan una baba venenosa mientras la idiota Tuja, entre gritos sofocados, frota su pubis carnoso contra el tronco del saco que gime silencioso bajo aquella desatada concupiscencia, que lo incita irremediablemente a una fecundidad desnaturalizada.

La madre de Tuja lava los suelos de las casas del vecindario. Es una mujer pequea de piel azafranada, y es con azafrn con lo que impregna tambin los suelos, las mesas, los bancos y bales de madera de pino que limpia durante la jornada en las casas humildes. En cierta ocasin yo acompa a Adela a casa de Maryka. An era temprano cuando entramos en una pequea habitacin pintada de azul. Sobre un suelo arcilloso caa el primer sol, ambarino, en el silencio de aquella maana medida por la enojosa estridencia de un reloj de pndulo. Tendida sobre un bal de madera cubierto de paja dorma la loca Maryka, blanca como una hostia, silenciosa como un guante abandonado. Como aprovechndose de aquel sueo, el silencio ambarino trinaba, exasperante, recitando en voz alta su soliloquio de manaco. Y el tiempo de Maryka, el tiempo encerrado en su alma, la haba abandonado y galopaba, terriblemente real, a travs de la habitacin, estruendoso, vertindose desde el reloj como de un molino, semejante a la mala harina, la dbil harina, la estpida harina de los locos.

IIIEn una de esas pequeas casas, rodeada por una empalizada de color marrn, sumida en el exuberante verdor, viva la ta Agata. Al atravesar el jardn se pasaba junto a grandes bolas de cristal suspendidas de sus tallos, rosas, verdes y violetas: encerrados mundos de luces y colores, imgenes felices engarzadas en la perfeccin inaccesible de las pompas de jabn.

En la penumbra del vestbulo tapizado con grabados herrumbrosos y cegados por la vejez, encontrbamos de nuevo un olor familiar que contena, en una frmula de asombrosa simplicidad, toda la vida de aquellas gentes, el misterio de su estirpe, de su sangre y de sus destinos, confundidos inextricablemente en el transcurso cotidiano de su tiempo. La vieja y sabia puerta, cuyos sombros suspiros acompaaban las idas y venidas de aquella gente, las entradas y salidas de la madre, de las hijas y los hijos, se haba abierto ante nosotros sin ruido, como la puerta de un armario, dejndonos penetrar en su vida. Estaban sentados como a la sombra de su destino y ya no luchaban: sus primeros gestos torpes nos desvelaron su secreto. Acaso no ramos parientes suyos y estbamos ligados por la misma sangre y destino?

Los espesos tapices de terciopelo azul con incrustaciones doradas mantenan la habitacin en penumbra, pero incluso aqu el eco de ese da inmisericorde de ferragosto, aun cuando estuviese tamizado por el verdor tupido del jardn, se reflejaba todava con tonalidades de cobre sobre los marcos de los cuadros, los pomos de las puertas y los dorados bastidores. La ta Agata, sentada en un silln cerca de la pared, se levant, alta y exuberante, con su blanca carne como consumida por la herrumbre de las pecas. Nos sentamos a su lado, detenindonos por un momento al borde de su destino, algo incmodos por la pasividad con que se entregaban a nuestras miradas, y bebimos agua con jarabe de rosa, bebida extrasima que condensaba en su aroma y sabor la esencia de aquel trrido sbado. La ta Agata se quejaba. Ese era el tono habitual de su conversacin, la voz misma de aquella carne blanca y frtil que pareca desbordar de su cuerpo y tener grandes dificultades para poder mantenerse en los lmites de una forma individual, dispuesta a descomponerse, a ramificarse, a multiplicarse en familia. Era una proliferacin casi autosuficiente, una feminidad ilimitada y malsana.

Habra bastado un olor ligeramente masculino, un vago olor a tabaco, una broma algo picante, para que empezase a proliferar lujuriosamente. Sus continuas recriminaciones en contra de su esposo y de la servidumbre, su embarazosa preocupacin por los nios, todo eso no era ms que el capricho de su insatisfecha fecundidad, prolongacin natural de aquella insoportable coquetera, huraa y llorona, con la que pona a prueba constantemente a su marido. El to Marek, pequeo, encogido, con su rostro totalmente asexuado, pareca conformarse con su fracaso y permaneca inmvil a la sombra de un desprecio infinito en el que se cobijaba. En sus ojos grises lata la brasa lejana del jardn, tamizada por los cristales de la ventana. En ocasiones intentaba tmidamente hacer frente, protestar, pero la ola de omnipotencia femenina barra aquel insignificante gesto y lo aniquilaba, ahogando bajo un impetuoso flujo los dbiles sobresaltos de su virilidad.

Haba algo trgico en aquella fecundidad impdica, la miseria de una criatura luchando en el lmite de la nada y la muerte, el admirable valor de la hembra triunfando sobre la insuficiencia del macho. Pero el linaje estaba all para demostrar la razn de aquel pnico maternal, de aquella ansiedad de procrear que se agotaba en frutos malogrados, en una efmera generacin de fantasmas sin sangre ni rostro.

Al punto entr ucja, que tena una cabeza prematuramente desarrollada sobre un cuerpo an infantil de carne delicada y blanca. Me tendi una mano flcida e inmediatamente su rostro enrojeci como una peona. Infeliz porque aquellos colores traicionaban, impdicamente, los secretos de sus menstruaciones precoces, ucja parpadeaba y se sonrojaba con cualquier pregunta que se le hiciese, ya que cada una de esas preguntas poda contener una secreta alusin a su hipersensible virginidad.Emil, el mayor de mis primos, con su pequeo bigote rubio sobre un rostro inexpresivo, caminaba a lo largo y ancho de la estancia, con las manos hundidas en los grandes bolsillos de su pantaln.

Su traje elegante y costoso indicaba que haba regresado del extranjero. Sobre su rostro turbado y marchito que pareca difuminarse ms cada da, como si fuese asimilndose a una pared blanca, una plida red de venas dejaba traslucir todava los recuerdos apagados de una vida tormentosa y disipada. Era un tahr jugando a las cartas, fumaba en preciosas y largas pipas y ola extraamente a pases lejanos. Vagando por sus recuerdos, con una mirada soadora relataba extraas ancdotas cuyo hilo perda sbitamente, disipndose en el vaco.

Yo lo miraba con avidez, esperando atraer un poco su atencin para que me sacara del insufrible aburrimiento de aquella tarde. Y, en efecto, me pareci que cuando abandonaba la habitacin me haca una seal. Lo segu hasta la pieza contigua. Se haba sentado en un pequeo divn y su cabeza, calva como una bola de billar, casi tocaba sus rodillas. No pareca ser ms que un traje amplio y arrugado, abandonado con negligencia. Su rostro slo era el aura de un rostro: la vagorosa estela que un desconocido hubiera dejado en el aire al pasar. Con sus plidas manos, surcadas por finsimas venas azules, hurgaba en su cartera.

De la niebla que era su rostro surgi con dificultad un ojo torvo que me llam con una seal de malicioso entendimiento. Sent por l una desbordante simpata. Me cogi entre sus rodillas, y, desplegando unas fotos con sus manos expertas, me hizo admirar las imgenes de hombres y mujeres desnudas, en posturas ciertamente extraas. Apoyado en l, yo miraba aquellos cuerpos humanos tan delicados con inmaculados ojos que no vean nada, cuando de pronto el fluido de una oscura turbacin, que haba enrarecido el aire, me alcanz y me hizo estremecer de inquietud, sumindome en una comprensin repentina. Pero, mientras tanto, la bruma de sonrisa que se haba dibujado bajo su blando bigote, el embrin del deseo que haba hecho latir rpidamente una vena de su sien, la tensin que fij por un momento los rasgos dispersos de su cara, todo aquello haba desaparecido: y su rostro se hundi de nuevo en la nada, se olvid de si mismo, se desvaneci.

La VisitacinIPor esa poca nuestra ciudad se suma ya en las acostumbradas tonalidades cenicientas del crepsculo, se guareca bajo un oscuro brote de moho velloso y musgos del color de la herrumbre.

Inmediatamente despus de las brumas ocres de la maana el da viraba hacia un atardecer ambarino, por unos instantes transparente y dorado, como cerveza, y un poco despus se desplazaba bajo las innumerables bvedas de aquellas noches extensas y salpicadas de color. Nosotros vivamos en la plaza vieja, en una de esas casas umbras, de fachadas deslucidas y ciegas, entre las que tan difcil es distinguir unas de otras.

Y eso provocaba continuos equvocos. Si una vez se haba confundido el umbral y se suba errneamente por otra escalera, se entraba en un laberinto de alojamientos desconocidos, de verandas, de corredores inesperados que hacan olvidar poco a poco el fin inicial de nuestra entrada all, y slo al cabo de varios das, despus de extraas y tortuosas aventuras, se recordaba con remordimiento, en un amanecer sin tonos, la casa familiar.

Repleto de armarios, de hondos sofs, de espejos empaados y de palmeras artificiales de pacotilla, nuestro piso caa poco a poco en un alarmante abandono, debido sobre todo a la indolencia de mi madre, que se pasaba los das en la tienda, y a la dejadez de la bella Adela de esbeltas piernas, quien, al saberse poco vigilada, perda el tiempo en interminables toilettes, dejando por todas partes rastros de su coquetera, en forma de mechones cados, peines abandonados, zapatos y corss que se vean aqu y all. No se conoca con exactitud el nmero de habitaciones de la casa, ya que nunca se saba cules se haban alquilado a extraos. En ocasiones abramos por equivocacin una de esas estancias olvidadas y la encontrbamos vaca, su inquilino haca tiempo que se haba ido y en los cajones, cerrados desde meses atrs, siempre hallbamos algo inesperado.

Los dependientes vivan en las habitaciones de la planta baja, y, a menudo, por la noche, nos molestaban los gemidos de sus miedos nocturnos. En invierno, cuando an la noche era como boca de lobo, mi padre bajaba a esas habitaciones fras y oscuras, expulsando a los rebaos de sombras con su vela. Iba a sacar a los que roncaban de su sueo de piedra.

A la luz de la vela, se quitaban perezosamente de encima las sbanas arrugadas, y, sentados al borde de la cama, balanceaban sus pies desnudos y feos, y, con los calcetines en la mano, se abandonaban por un instante al deleite de bostezar sin reparos, prolongado hasta los lmites del ms inmenso gozo como fuertes vmitos, que el paladar apenas soportaba.

En los rincones se ocultaban, inmviles, inmensas cucarachas que parecan ms grandes debido a la sombra que sobre ellas proyectaba la vela, y esa sombra ni siquiera las abandonaba cuando aquellos troncos planos sin cabeza empezaban a correr, repentinamente, con su inslito desplazamiento de artrpodo.

Por aquella poca la salud de mi padre comenzaba a deteriorarse. A veces, durante las primeras semanas de ese invierno precoz, se pasaba das enteros en cama, rodeado de frascos, medicamentos y libros de cuentas que le traan de la tienda. Aquel peculiar olor acidulado de la enfermedad se depositaba, poco a poco, en el fondo de la habitacin, mientras que en los tapices de la misma pareca ms densa y oscura la trama de sus arabescos.

Al anochecer, cuando mi madre regresaba de la tienda, mi padre se animaba, predispuesto a discutir, reprochndole algn descuido en su forma de llevar las cuentas. Entonces, sus mejillas se coloreaban y su excitacin, que iba a ms, terminaba por sacarlo de quicio. Recuerdo que una vez, al despertarme en mitad de la noche, lo vi correr, descalzo y en camisn de dormir, de un extremo a otro del largo sof de cuero, manifestando de esa forma su disgusto ante mi madre, completamente desamparada.

Pero otros das estaba calmado y sereno, y se suma en sus libros, totalmente perdido en los complicados laberintos de sus clculos. Lo vuelvo a ver a la luz parpadeante de la lmpara, acodado entre los almohadones, bajo la gran cabecera labrada de la cama, con su inmensa sombra balancendose sobre la pared en una meditacin triste y silenciosa.

En ocasiones levantaba la cabeza de sus cuentas, como para tomar aliento, abra la boca, mova con desagrado su lengua seca y amarga, y miraba en torno suyo como si buscase algo.

Otras veces, y, despus de ese repertorio de gestos, descenda silenciosamente de la cama y se diriga hacia un rincn de la estancia, hasta una pared donde se encontraba el objeto que ms apreciaba: una especie de clepsidra de agua o de gran ampolla de cristal, dividida en onzas y llena de un lquido oscuro. Mi padre se una a ese aparato mediante un largo tubo de goma, como a travs de un sinuoso cordn umbilical, y, as, unido a aquel inquietante artilugio, se quedaba inmvil en su soledad. Su mirada se haca ms sombra, mientras que a su empalidecido semblante asomaba una expresin de dolor, o tal vez de culpable voluptuosidad. Despus volvan los das de silencioso trabajo, alterados de vez en cuando por solitarios monlogos. Sentado de aquella forma bajo la luz de la lmpara de petrleo, entre los almohadones de la enorme cama, y cuando la habitacin se llenaba de la oscuridad que proyectaba la umbra y se una con la amplia noche tras los cristales, mi padre, sin abandonar su ensimismamiento, vea que el espacio circundante lo rodeaba con un sin fin de pulsaciones, ruidos y silbidos. Asimismo, perciba una inmensa conjuracin de guios urdirse entre los arabescos de los tapices; y, a veces, llegaba a parecerle que aquellos arabescos se convertan, sbitamente, en orejas que escuchaban o en oscuras bocas que sonrean.

Entonces se concentraba ms en su trabajo, contaba, sumaba, volva a contar, temeroso de verse desbordado por la ira que creca en l, tratando de domear el deseo de volverse hacia atrs, repentinamente, y de atrapar con la mano un puado de aquellos ojos y orejas que la noche sembraba, que incesantemente se multiplicaban en nuevos brotes surgiendo del ombligo materno de la oscuridad. nicamente se tranquilizaba cuando, ya avanzada la noche, los tapices se marchitaban, perdan sus hojas y sus flores y dejaban entrever, a travs de sus ramas desnudas, la lejana aurora.

Entonces, entre los gorjeos de los pjaros hilvanados en los tapices, en el amanecer oropimente del invierno, caa durante algunas horas en un sueo negro y sin fondo.

Durante esos das y semanas en que pareca profundamente sumido en las complicaciones de sus cuentas corrientes, su pensamiento exploraba secretamente el laberinto de sus entraas. Entonces contena la respiracin y escuchaba. Y cuando volva a recuperar esa mirada interior, ahora ms plida y perturbada, la confortaba con una sonrisa. An no poda creerlo y rechazaba, como absurdas, aquellas fatamorganas, aquellas ilusiones que le acechaban.

Durante el da se entregaba a tristes meditaciones, a largos monlogos en voz baja, entrecortados por instantes de humor y altercados maliciosos. Pero por la noche aquellas voces se hacan ms insistentes. La exigencia era imperiosa e irresistible y nosotros le oamos hablar con Dios, ora suplicando, ora jurando o rechazando sus acuciantes pretensiones.

Hasta que una noche aquella voz se elev, ineluctable, exigiendo que mi padre le ofreciese testimonio por su boca y sus entraas. Y omos entrar en l al espritu; le omos levantarse, descarnado, agrandado en su ira de profeta, sofocado por las estruendosas palabras que expela como una mitralieza. Oamos el fragor de aquella lucha y los gemidos de mi padre, titn con la cadera rota que an se atreva a desafiar a los dioses.

Nunca vi a ningn profeta del Antiguo Testamento, pero aquel hombre abatido por la clera divina y agachado sobre un gran orinal de porcelana, envuelto entre una nube de gestos desesperados que apenas una voz spera y como extraa dominaba, me hizo comprender la ira divina de aquellos venerables santos.

Era un lenguaje tan amenazador como el del relmpago. Rasgaba el cielo con los desordenados gestos de sus brazos, y, a travs de aquellas desgarraduras, apareca el rostro de Jehov, inflamado de clera y escupiendo injurias. Aun sin mirar, yo vi cmo aquel Demiurgo amenazador, recostado sobre las tinieblas como sobre un monte Sina, agarrado con sus poderosas manos a la cornisa de la ventana, pegaba su rostro inmenso a los cristales altos contra los que aplastaba su nariz de monstruosa carnosidad.

Oa esa voz en los intervalos que haca mi padre en medio de su retahla proftica; oa, tambin, la ardiente batahola de sus labios hinchados que estremeca los cristales y se mezclaba con las amenazas, las lamentaciones y los insultos de mi propio padre. En ocasiones, las dos voces bajaban su tono hasta convertirse en un murmullo, y su querella recordaba el soliloquio montono del viento en las chimeneas nocturnas; mas, despus, volvan a explotar en una enorme algazara, en un vendaval de sollozos e insultos. Pero sbitamente la ventana se abri como un hiato negro, y un manto de oscuridad invadi la habitacin.

A la luz de un relmpago vi a mi padre como suspendido en el aire, con su camisn de dormir completamente desplegado, que, con una abominable blasfemia en su boca, arrojaba con todas sus fuerzas el contenido del orinal en las tinieblas, que zumbaban all fuera como una concha.

IIMi padre desapareca poco a poco, se marchitaba a ojos vista.

Apoyado entre los almohadones, con la cabeza salvajemente erizada de cabellos grises, hablaba consigo mismo, en voz baja, sumido en especulaciones misteriosas. Como si su personalidad se hubiese escindido en ms de un yo, diferentes y hostiles, ya que discuta enconadamente con sus interlocutores imaginarios, llevando a cabo apasionadas conversaciones, ora tratando de convencerles ora suplicndoles, y despus, como si presidiese una asamblea de accionistas, reconcilindose con dulcedumbre y habilidad. Pero, cada vez, las tormentosas asambleas en que se mostraba excesivamente apasionado se disolvan entre maldiciones e insultos. Despus vino un periodo de calma y serenidad.

Aparecieron de nuevo los grandes foliant de cuentas sobre la cama, sobre la mesa y el suelo, y a la plida luz de la lmpara reinaba una paz benedictina por encima de la sbanas blancas y de la cabeza inclinada de mi padre. Pero al anochecer, cuando mi madre regresaba de la tienda, l se animaba y la llamaba desde su habitacin para mostrarle con orgullo las hermosas calcomanas con que haba adornado el libro mayor de cuentas.

Hacia esa poca hicimos todos una observacin idntica y casi simultnea, es decir: que mi padre menguaba da a da como una nuez que se va secando dentro de la cscara.

Mas, esa lenta disminucin no iba acompaada de una debilidad general; pareca, por el contrario, que mi padre mejoraba de salud, de humor y vivacidad.

Ahora soltaba risas leves, o se alborozaba y golpeaba la madera de la cama, diciendo Entre! en diferentes tonos, durante horas y horas, sin cansarse. De vez en cuando se levantaba de la cama, suba a la parte alta del armario, y, all, agachado, ordenaba las antiguallas llenas de polvo y herrumbre.

A menudo se colocaba entre dos sillas y apoyndose en los respaldos se balanceaba de atrs hacia delante, buscando con una mirada pcara un signo de aprobacin y admiracin en nuestros semblantes. Pareca totalmente reconciliado con Dios. A veces, durante la noche, apareca tras la ventana del dormitorio el rostro del Demiurgo barbudo, como aureolado en una luz purprea de fuegos de bengala, y, entonces, deslizaba su mirada bondadosa sobre mi padre, cuyos ronquidos parecan deambular a lo lejos, en las ignotas dimensiones de los mundos del sueo.

Durante los das crepusculares de aquel invierno mi padre se hunda con frecuencia en los trasteros ms polvorientos, como si buscase en ellos, febrilmente, alguna cosa.

Y ocurra entonces que, hacia el medioda, cuando nos sentbamos a la mesa, l no daba seales de vida. Mi madre tena que llamarlo varias veces Jakub, Jakub! y golpear con la cuchara sobre la mesa para que se dignara finalmente a salir de un armario, cubierto de polvo y telaraas, con la mirada extraviada, ensimismado en asuntos que slo l conoca.Frecuentemente suba hasta la cornisa de la ventana y se asomaba por ella, en simetra perfecta con el enorme buitre disecado que colgaba al otro lado de la pared. Se mantena inmvil en aquella postura durante horas, con la mirada turbia y una malvola sonrisa en los labios, y cuando alguien entraba en la estancia, mova las manos repentinamente como si agitara unas alas y cantaba como un gallo. Poco a poco dejamos de prestar atencin a las extravagancias en que se encerraba. Liberado, segn pareca, de todas las necesidades, se pasaba semanas enteras sin probar alimento, cada vez se hunda ms en sus asuntos extraos y complicados que nosotros ramos incapaces de comprender. Inaccesible a nuestros ruegos como a nuestras reprimendas, responda con fragmentos de un monlogo interior cuyo curso no poda ser interrumpido de ninguna manera. Constantemente atareado y sobreexcitado, con sus colores enfermizos en las mejillas, no nos prestaba atencin ni tampoco nos oa.

Nos acostumbramos a su inofensiva presencia, a su silencioso encono, a aquel balbuceo infantil dirigido a su interior, y que se situaba al margen de nuestro propio tiempo. Por esa poca desapareca en ocasiones durante varios das y se perda en los rincones ms apartados, de tal modo que era imposible encontrarle.

Sus desapariciones dejaron de impresionarnos, y, cuando transcurrido un cierto tiempo reapareca, empequeecido en algunas pulgadas y ms delgado, el hecho ya no nos interesaba. Dejamos pura y simplemente de tenerlo en cuenta, pues se haba alejado totalmente de todo lo que era humano y real. Nudo tras nudo mi padre se desataba de nosotros; punto tras punto borraba los lazos que le unan a la comunidad de los hombres. Lo que an quedaba de l, aquel escaso envoltorio carnal y aquel puado de caprichos extravagantes, poda desaparecer tal vez un da u otro sin que nos disemos cuenta, al igual que aquellos desperdicios acumulados en un rincn que, cada maana, Adela bajaba en el cubo de la basura.

LOS PJAROSHaban llegado los das del invierno, das de un ocre calcinado y llenos de tedio. La tierra con sus tonalidades herrumbrosas haba sido cubierta por un exiguo manto de nieve, ahora perforado y disminuido. La nieve no lleg a cubrir todos los tejados, pues algunos aun seguan vindose negros y bermellones, cuyos techos de maderas arqueadas encerraban ahumados desvanes, semejantes a sombras catedrales abrazadas por nervaduras de bveda hechas de cabrios y vigas: oscuros pulmones de los vientos invernales. Cada nueva aurora desvelaba otras chimeneas, crecidas durante la noche, hinchadas por los vientos nocturnos, negros registros de rganos mefistoflicos.

A los deshollinadores les costaba desalojar a las cornejas que, como hojas negras con vida propia, se posaban al anochecer en las ramas de los rboles, cerca de la iglesia, levantando el vuelo de all con un batir de alas y regresando despus, para posarse de nuevo cada una en su rama y en su sitio, volando en bandadas por la maana: nubes de humo oscuro, copos de holln ondulantes y fantsticos que manchaban con un graznido desigual los destellos azafranados de la aurora. Los das se endurecan de fro y aburrimiento, al igual que los panes del ao pasado. Se cortaban con cuchillos mellados, con desgana, en una perezosa somnolencia.

Mi padre ya no sala de casa. Mientras encenda las estufas de carbn estudiaba la naturaleza insondable del fuego, experimentaba el gusto metlico y salado, el olor ahumado de las invernosas llamas, la fra caricia de las salamanquesas que laman el holln brillante en la gayola de la chimenea. Mi padre llevaba a cabo con esmero todo tipo de reparaciones en las partes altas de la casa. A todas horas poda vrsele encaramado, mal que bien, en lo alto de una escalera, arreglando algo en el techo, en las cornisas de las altas ventanas, en los contrapesos y cadenas de las lmparas colgantes. Utilizaba igual que los pintores la escalera como unos enormes zancos; se encontraba a gusto en aquella perspectiva de pjaro, cerca de un cielo pintado, de un techo decorado con arabescos y pjaros. Cada vez se alejaba ms de la vida prctica.

Cuando mi madre, inquieta y preocupada por su estado, se esforzaba por interesarlo en una conversacin seria sobre nuestros asuntos, sobre el pago del plazo ltimo, mi padre la escuchaba distradamente, lleno de inquietud, dejando ver un latido de crispacin en aquel semblante cuya mirada se extraviaba en algn punto. En ocasiones la interrumpa con un gesto conminatorio para correr despus hacia un rincn de la estancia y pegar su odo a una rendija del suelo, y permanecer de ese modo, a la escucha, levantando los ndices de ambas manos, dando a entender de esa manera la importancia incontestable del asunto. Por esa poca an no nos dbamos cuenta del triste fondo de sus extravagancias, el deplorable delirio que maduraba en su interior.

Mi madre no tena ninguna influencia sobre l, aunque sin embargo mi padre demostraba admiracin y sumisin hacia Adela. La limpieza de la habitacin era para l un ritual importante al que no dejaba nunca de asistir, siguiendo los quehaceres de Adela con un encontrado sentimiento de temor y voluptuosidad, atribuyendo a cada uno de sus gestos un profundo y simblico significado.Cuando Adela, con un mpetu juvenil y decidido comenzaba a pasar el cepillo de mango largo por el suelo, no poda resistirlo: las lgrimas acudan entonces a sus ojos, una leve sonrisa apareca en su semblante, y su cuerpo era sacudido por un voluptuoso espasmo. Su hipersensibilidad a las cosquillas casi lo trastornaban: bastaba que Adela agitase un dedo ante l imitando la accin de hacerle cosquillas, para que huyera lleno de un tremendo pnico, atravesando todas las habitaciones y cerrando ruidosamente las puertas tras de s. Al llegar a la ltima habitacin caa de bruces sobre la cama y se retorca all con una risa convulsa, provocada por una imagen interior que no lograba dominar. De ese modo, Adela tena sobre l una autoridad casi ilimitada.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta, por primera vez, que mostraba un inters apasionado por los animales. Al principio se trataba de una pasin tanto de artista como de cazador; quiz fuese, tambin, una profunda simpata zoolgica de una criatura por formas de vida diferentes, que le permitan experimentar en los registros no probados de la existencia. Ms tarde, el asunto adquiri un sesgo contra natura, fantstico y complicado, esencialmente pecaminoso, y que mejor sera no desvelar pblicamente.

Aquello comenz cuando hizo incubar los huevos de pjaro. Con grandes dificultades, y mucho gasto, consigui que le enviaran desde Hamburgo, desde Holanda y algunas estaciones zoolgicas africanas, huevos que dio a incubar a enormes gallinas belgas. A m tambin me apasionaba asistir al nacimiento de aquellos seres de fantsticas formas y colores. Era imposible imaginar en aquellos pequeos monstruos, cuyos enormes picos se abran, increblemente, desde el momento de nacer, con un piar glotn que sala del fondo de sus gargantas, en aquella especie de reptiles de cuerpos jorobados, dbiles y desnudos, a los futuros pavos reales, faisanes, cndores o urogallos.

Inmersa aquella camada de dragn en cestas algodonadas, los animales estiraban sobre sus delgados cuellos las ciegas cabezas, con los ojos cubiertos por una finsima telilla blanca, y contraan sus gaznates con un chillido dbil y sofocado. Mi padre, protegido con un mandil verde, se mova a lo largo de aquellos anaqueles, como un jardinero en un invernculo de cactus, y haca salir de la nada aquellas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida, aquellas neonatas barrigas que nicamente perciban el mundo exterior bajo su aspecto comestible, aquellos brotes que se dirigan a tientas y a ciegas hacia la luz. Algunas semanas ms tarde, cuando aquellos capullos ciegos de vida se abrieron a la luz, los nuevos habitantes llenaron las estancias con un gorjeo multicolor, con un piar centelleante. Se aposentaron en los rieles de las cortinas, en las cornisas de los armarios, anidaron en los arabescos y en los brazos de estao de las grandes lmparas de araa que colgaban del techo.

Cuando mi padre se pona a la tarea de estudiar los densos manuales de ornitologa y hojeaba sus lminas de colores, pareca que de aquellas pginas salan fantasmas que llenaban la habitacin con sus aleteos abigarrados, con pinceladas purpreas, escamas zafreas, verdigris y argentadas. Cuando se les echaba la comida, los pjaros formaban en el suelo un arriate oscilante, lleno de colores, una alfombra viva, que descompona su forma cada vez que alguien irrumpa en aquel espacio, dispersndose como semovientes flores, y, finalmente, acababan por instalarse en los lugares ms altos de la estancia.

Me ha quedado especialmente grabado en la memoria un cndor, enorme pjaro, con el cuello desplumado, la faz cuarteada y cubierto de excrecencias. Era un asceta delgado, un lama budista que conservaba en todo su comportamiento una imperturbable dignidad y que observaba el rgido protocolo de su noble raza. Cuando se situaba frente a mi padre, inmvil en una actitud hiertica de divinidad egipcia, con sus ojos cubiertos por un velo blanquecino que utilizaba para tapar su pupila y encerrarse en la contemplacin de su quintaesenciada soledad, pareca, con su ptreo perfil, el hermano mayor de mi padre: tanto el cuerpo como los tendones y la piel dura y cuarteada eran del mismo tejido, tenan la misma faz huesuda y reseca, las mismas rbitas profundas con su gruesa crnea. Incluso las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, con las uas muy arqueadas, se parecan a las garras del cndor. Al ver al pjaro dormido de ese modo no poda evitar la impresin de encontrarme frente a la momia reseca, aunque reducida, de mi propio padre. Creo que esa extraordinaria semejanza tampoco se le escap a mi madre, aun cuando entre nosotros nunca llegsemos a tocar ese tema. Es significativo que tanto mi padre como el cndor utilizasen el mismo orinal.

No contento con hacer incubar nuevas especies, mi padre organizaba bodas de pjaros en el desvn; llevaba all a los pretendientes, ataba en los rincones y las grietas del armazn del techo a las sumisas y lnguidas novias; finalmente, el tejado de la casa, un amplio tejado de doble declive, se convirti en un verdadero albergue de pjaros, en un arca de No que contena los distintos tipos de criaturas provenientes de los pases ms lejanos. Mucho tiempo despus de que la cra de pjaros hubiese llegado a su fin, aquella tradicin de nuestra casa se mantuvo entre las criaturas aladas, y, en la poca de las grandes migraciones primaverales, seguan abatindose sobre nuestro tejado nubes de grullas, pavos reales, pelcanos y otras especies de pjaros.

Despus de un breve perodo de esplendor, aquella hermosa empresa tom un giro lamentable. Al poco tiempo se hizo necesario trasladar a mi padre a dos habitaciones del desvn que se utilizaban como trasteros. Al amanecer, comenzaba a llegar desde all el clamor de la voz de los pjaros. A consecuencia del eco que propiciaba el espacio vaco bajo los techos, las paredes de madera de las habitaciones del desvn resonaban con la algaraba, los cantos, el batir de alas y las amorosas llamadas y gorjeos. De ese modo perdimos de vista a mi padre durante varias semanas. Pero, de vez en cuando, bajaba, y entonces podamos darnos cuenta de que haba empequeecido y adelgazado. En ocasiones, al perder el control de s mismo, saltaba de la silla y, agitando los brazos como si fuesen alas, emita un prolongado canto mientras se le velaban los ojos, despus de lo cual, turbado, una su risa a la nuestra y trataba de bromear sobre lo ocurrido.

Un da, durante una limpieza general, Adela irrumpi de manera inesperada en el reinado de pjaros de mi padre. Nada ms abrir la puerta, se vino abajo a causa del nauseabundo hedor con que los excrementos que cubran el suelo, las mesas y el resto del mobiliario impregnaban el aire. Sin dudarlo, abri la ventana y moviendo una larga escoba arremolin aquella masa de pjaros. Se form un infernal tumulto de plumas, alas y chillidos, y Adela bailaba la danza de la destruccin como una mnade enloquecida agitando el tirso que llevaba en la mano. Mi padre, tan asustado como los mismos pjaros, levantaba los brazos e intentaba emprender el vuelo. Poco a poco aquel tumulto de alas desapareci, y, en el campo de batalla, slo qued Adela, fatigada y jadeante, y mi padre, con una expresin afligida y avergonzado, dispuesto a aceptar su completa derrota.

Poco despus, mi padre descendi lentamente de sus dominios: hombre derrotado, rey en el exilio que haba perdido su trono y su reino.

LOS MANIQUES

Aquel designio de mi padre con los pjaros fue la ltima explosin de color, el ltimo y brillante gambito de caballo ejecutado por aquel improvisador contumaz, aquel estratega de la imaginacin, contra las barricadas de un invierno inane y vaco. Slo ahora me es dado comprender su herosmo solitario, la lucha en la que se empe contra el eterno aburrimiento que asolaba la ciudad. Sin respaldo de nadie, incomprendido por todos nosotros, aquel hombre fuera de lo comn defenda sin esperanza la causa de la poesa.

La tarea de mi padre era semejante a la de un fantstico molino en cuyas tolvas caan las horas vacas, para salir de su engranaje, despus, como especias perfumadas, colmadas de los ms ocelados colores de Oriente. Aunque, una vez acostumbrados al inslito malabarismo de aquel prestidigitador metafsico, en poco o nada valorbamos su magia excelsa que nos salvaba de tantas noches y das infaustos. Por lo dems, nunca censuramos el ciego vandalismo de Adela. Ms bien al contrario, sentamos algo parecido a una baja atisfaccin al ver que haba puesto coto a exuberancias que aprecibamos sin reservas, mas cuya responsabilidad, prfidamente, no queramos compartir.

Quiz en esa traicin haba a su vez un secreto homenaje a la triunfante Adela, a la que vagorosamente atribuamos una cierta misin proveniente de fuerzas superiores. As, traicionado por todos, mi padre abandon sin lucha los escenarios de su reciente gloria. Sin cruzar las armas, entreg al enemigo los dominios de su antiguo esplendor. Exiliado voluntario, se retir a una habitacin vaca al fondo del corredor y all se encerr en su soledad. Acabamos por olvidarlo.

Volvi a sitiarnos la grisura fnebre de la ciudad, que, aqu y all, lo invada todo; en las ventanas floreca el umbroso tapiz de la aurora y la lepra de los crepsculos: piel vellosa de largas noches invernales. Los tapices de la casa, antao acogedores jardines de los vuelos reverberantes de los pjaros, se haban espesado, sumindose en la aridez de desolados monlogos. Las lmparas ennegrecan y se marchitaban como viejos cardos. Colgaban ahora abatidas y sarcsticas y sus colgaduras resonaban suavemente cuando alguien, a tientas, se abra paso a travs de la estancia en penumbra. Adela adorn, intilmente, los brazos de las lmparas con velas de colores: vanos placebos, plida memoria de las esplendentes luminarias que hace mucho tiempo alumbraron sus jardines suspendidos en el aire.

Ah! Dnde estaban aquellos brotes gorjeantes, aquellos raudsimos y fantsticos parpadeos de las lmparas, de las cuales como tartas mgicas, levantaban el vuelo fantasmas alados que removan el aire como esotricos naipes, dispersndose en aplausos coloridos, en escamas de azur, de verde pavorreal y verde papagayo y metlicas, dibujando arcos y arabescos, trazos destellantes, abanicos policromados, aleteos incandescentes que despus del vuelo an persistan en el aire reverberante de fulguraciones? Todava quedaban algunos ecos y huellas de aquellos colores en las profundidades del aura marchita, pero nadie se decida a perforar con la msica de la flauta las turbias capas del aire.

Aquellas semanas transcurrieron bajo el signo de una extraa somnolencia. Las camas, que permanecan sin hacer durante todo el da, rebosantes de sbanas y mantas que los pesados sueos haban aplastado y arrugado, semejaban embarcaciones dispuestas a barquear los laberintos hmedos de una Venecia oscura y sin estrellas. Al despuntar la aurora, Adela nos traa el caf. Nos vestamos perezosamente en las fras habitaciones, a la luz de una vela reflejada muchas veces en los negros cristales de las ventanas. Aquellas eran maanas de un ajetreo desordenado, de errticas bsquedas en cajones y armarios. Toda la casa resonaba con el runrn de las zapatillas de Adela.

Los dependientes encendan las linternas de aceite, reciban de manos de mi madre las pesadas llaves de la tienda y salan a la oscuridad densa y reverberante. Mi madre empleaba largo tiempo en su aseo personal. Las velas se consuman en los candelabros. Adela desapareca en las habitaciones del fondo de la casa o en el desvn donde colgaba la ropa lavada, y no resultaba fcil llamarla. El fuego del hogar, todava dbil, opaco y ondulante lama en el cuello de la chimenea las costras fras de un brillante holln.

Al apagarse las velas, la habitacin se suma en la oscuridad. An sin terminar de vestirnos, con las cabezas apoyadas sobre el mantel entre los restos del desayuno, volvamos a adormecernos. Permanecamos as, como si nuestras caras se hundiesen en aquella protectora oscuridad vellosa, semejante a un vientre que respiraba con contracciones, mientras nosotros fluamos hacia una nada sin estrellas. Entonces, consegua despertarnos el ruidoso trajn de Adela mientras haca la limpieza. Mi madre an no haba finalizado con su aseo. Antes de que hubiese concluido con su peinado, los dependientes ya haban regresado a almorzar.

La umbrosidad que se extenda en la plaza viraba al oro viejo. En algn momento, pudiera parecernos que de aquellos vaporosos registros de tonalidades amieladas y ambarinas, salan los matices ms esplendentes de la tarde. Pero el instante feliz pasaba, y, despus, aquel espejismo apenas insinuado volva a difuminarse, aquella germinacin casi madura de da se suma otra vez, impotente, en la grisura cotidiana.

Nos sentbamos a la mesa; los dependientes se frotaban las manos enrojecidas por el fro, y, de manera inesperada, la prosa de sus conversaciones nos acercaba el verdadero da: un martes anodino y vaco, sin tradicin ni rostro. Mas, cuando se trajo a la mesa una fuente con dos grandes pescados cubiertos por una gelatina transparente, extendidos uno cerca del otro y dispuestos como en el signo zodiacal, encontrbamos en ellos el emblema de aquel da, la potestad de un martes annimo; y entonces lo repartamos apresuradamente, ya aliviados porque el da, finalmente, haba encontrado su autntica fisonoma.

Los dependientes coman, llenos de uncin y cumpliendo con el ceremonial del calendario. El olor de la pimienta impregnaba el comedor. Y, despus de limpiar con el pan los restos de gelatina que an haba en los platos, reflexionando sobre la herldica de los das siguientes, cuando en la fuente ya slo quedaban las cabezas con ojos cocidos, todos sentamos que nuestras fuerzas aunadas haban vencido la resistencia del da y que lo dems careca de importancia.

Adela saba bien qu hacer con aquellos restos. Hasta el crepsculo ira liquidndolos de una forma enrgica, entre una barahnda de cacerolas y chorros de agua fra, mientras que mi madre dormitaba en el divn. Entre tanto, en el comedor se preparaba el decorado de la noche. Polda y Paulina, las costureras, instalaban lo mejor que podan los accesorios de su oficio.

Llevaban con ellas una dama silenciosa, criatura de tela y estopa, que tena una bola de madera negra a modo de cabeza. Aun cuando estaba colocada en un rincn, entre la puerta y la estufa, aquella serena divinidad campaba por sus dominios. Esttica, vigilaba en silencio el trabajo de las muchachas. Acoga con un aire crtico y sin benevolencia sus esfuerzos para complacerla, cuando arrodilladas frente a ella le probaban retales hilvanados con hilo blanco. Atentas y pacientes servan a aquel dolo ensimismado al que nada poda contentar. Era un moloch implacable, como slo pueden serlo los moloch femeninos, que las haca trabajar sin descanso.

Delgadas, rpidas como bobinas soltando el hilo, manipulaban con ademanes grciles aquel montn de pao y seda, y, entre el sonido metlico de sus tijeras se aplicaban en cortar aquellos tejidos de colores; finalmente, hacan ronronear la mquina de coser, accionando el pedal con sus charolados zapatitos de pacotilla. En torno suyo se esparcan en el suelo retales, trozos y jirones multicolores como cscaras o mondas escupidas por dos grandes papagayos mal enseados y derrochadores.

Despreocupadas, las muchachas hundan sus pies en aquellos escombros de un posible carnaval, de una mascarada nunca llevada a cabo. Entonces, con una risa nerviosa sacudan sus faldas para desprender los trozos de hilacha adheridos, acariciando los espejos con la mirada. Su alma y la magia hbil de sus manos no estaban en aquellas tristes telas que abandonaban sobre la mesa, sino en los cientos de retales, en aquellos residuos ligeros y maleables con los que hubiesen podido sumergir a la ciudad en un vendaval de nieve tornasolada.

En ocasiones se sentan, de pronto, demasiado sofocadas por el calor y abran la ventana para percibir, al menos, en su impaciente soledad y su sed de acontecimientos el rostro annimo de la noche pegadoal cristal. Ambas ofrecan al aire fresco de la noche que hinchaba las cortinas sus febriles mejillas, y descubran sus ardientes escotes rivales que se odiaban dispuestas a pelear por aquel Pierrot que un soplo nocturno traera hasta la ventana.

Ah, qu poco exigan a la realidad! Todo lo tenan dentro de s mismas. Les habra bastado un Pierrot relleno de serrn, una o dos palabras que estaban aguardando desde siempre, para entrar finalmente en el rol largamente ensayado, colgado hace mucho tiempo de sus labios, lleno de una amargura terrible y dulce, colmado de impulsos pasionales como las pginas de una novela de amor devorada durante la noche, con las lgrimas resbalando por sus mejillas afiebradas.

En cierta ocasin y durante la ausencia de Adela, mi padre como de costumbre, deambulando de noche por la casa, sorprendi aquella silenciosa escena nocturna. Se detuvo por un momento, con la lmpara en la mano, bajo el dintel de la puerta que daba al comedor, como magnetizado ante aquella escena febril y sensible, aquel idilio de polvo de arroz, carmneo papel de seda y atropina, plena de colorido, que tena como fondo mstico la noche invernal que respiraba tras las cortinas de la ventana. Ajustndose las gafas dio algunos pasos y gir en torno a las muchachas, mientras proyectaba sobre ellas la luz de la lmpara. Una corriente de aire penetraba a travs de la puerta que no haba cerrado, agitando las cortinas; las jvenes, mientras se dejaban contemplar, movan su cintura de manera sensual; el esmalte de sus ojos brillaba como el charol de sus zapatos y las hebillas de sus ligas bajo las faldas levantadas por el viento. Los retales comenzaron a deslizarse hacia la puerta entreabierta, como ratas que corriesen por el suelo. Mientras examinaba atentamente a las muchachas, que seguan sofocadas, mi padre murmur:Genus avium si no me equivoco, scansores o pistacci dignas del mayor inters.

Aquel encuentro fortuito marc el inicio de una serie de veladas durante las cuales, mi padre, con su extraordinaria personalidad, logr fascinar rpidamente a las dos jovencitas. Para corresponder a la conversacin espiritual y galante con que llenaba el vaco de sus veladas, las muchachas consentan que aquel apasionado investigador estudiara la estructura de sus banales cuerpos.

Aquello ocurra durante la conversacin, de manera tan elegante y solemne que despojaba de ambigedad los momentos ms comprometidos. Al deslizar la media de la rodilla de Paulina y al estudiar con una amorosa mirada la construccin pura y noble de la pierna, mi padre deca:Qu encantadora y feliz es la forma de ser que habis elegido! Qu hermosa y simple es la tesis que expresis mediante vuestra existencia! Y adems, con qu maestra y delicadeza llevis a cabo ese cometido! Si me atreviese a perder el respeto por el Creador, y quisiera criticar su obra le dira: Menos fondo y ms forma. Ah! De qu modo aliviara al mundo una disminucin del fondo. Un poco ms de modestia en los proyectos, ms sencillez en las pretensiones y el mundo sera perfecto, seores Demiurgos.

As se expresaba mi padre en el preciso momento en que su mano extraa la media de la blanca pierna de Paulina. Mas, inesperadamente, Adela apareci en la puerta del comedor con la bandeja de la cena. Aquel era el primer encuentro entre esos dos polos opuestos despus de la derrota en el episodio de los pjaros. La circunstancia de la que ramos testigos nos llen de inquietud: resultaba muy incmodo tener que asistir a una nueva humillacin de mi padre, que ya haba sido puesto a prueba tantas veces. Mi padre, que estaba arrodillado, se levant lleno de turbacin y con las mejillas coloreadas por flujos de rubor. Aunque Adela, de modo inesperado, se mostr a la altura de las circunstancias. Se acerc a mi padre sonriendo y con un dedo le golpe suavemente en la nariz. Ante ese gesto, Polda y Paulina aplaudieron y brincaron alegremente, y, agarrndose a los brazos de mi padre, lo llevaron entre pasos de baile alrededor de la mesa. De esa manera, gracias al buen corazn de las chicas, el germen de un desagradable conflicto se disip en medio de una alegra compartida.

As comenzaron los curiosos y enigmticos exordios que mi padre, inspirado por el encanto de ese pequeo e inocente auditorio, pronunci durante las siguientes semanas de aquel precoz invierno. Habr que subrayar, pues, la forma en que todas las cosas, al entrar en contacto con aquel hombre extraordinario, volvan en cierto modo a la raz de su existencia, reconstruan su fenomenologa hasta su ncleo metafsico y regresaban, por as decirlo, a su idea primigenia, para alejarse al punto y derivar hacia las regiones ms oscuras, azarosas y ambiguas que denominaremos, para simplificar, las regiones de la Gran Hereja. Nuestro heresiarca deambulaba entre las cosas como un magnetizador, contaminndolas y hechizndolas con su peligrosa seduccin.

Acaso debera decir que Paulina fue tambin su vctima? Durante aquellos das ella se convirti en su alumna, su discpula, as como en el objeto de sus experimentos. Tratar de exponer, con toda la prudencia necesaria, y eludiendo el escndalo, la doctrina sumamente heterodoxa que se apoder de mi padre y domin todos sus actos durante largos meses.

TRATADO DE LOS MANIQUES O SEGUNDO LIBRO DEL GNESIS

El Demiurgo dijo mi padre no tuvo la Gracia de la creacin; la creacin es una potestad de todos los espritus. La fecundidad de la materia es ilimitada, posee una fuerza vital inagotable, y, al mismo tiempo, un poder de seduccin que nos lleva a moldearla. En el corazn oscuro y recndito de la materia se esbozan sonrisas indefinidas, se crean tensiones y se concentran las formas larvarias. La materia late ante las posibilidades interminables que la atraviesan como vagorosos estremecimientos. Mientras espera un soplo de vida, la materia reverbera sin cesar y nos tienta con un sin fin de formas dulces y maleables, nacidas de sus oscuros delirios.

Carente de iniciativa propia, de lujuriosa maleabilidad, voluble como una mujer, dcil ante cualquier impulso, la materia es una tierra de nadie abierta a toda clase de charlatanera y diletantismos, a los abusos y las manipulaciones demirgicas ms equvocas. La materia es el elemento ms pasivo y desamparado del cosmos. Cualquiera puede moldearla a su antojo. Todos los componentes de la materia son transitorios e inestables, propicios a la regresin y la disolucin.

No hay nada pecaminoso en limitar la vida a formas nuevas y diferentes. La destruccin no es pecado. Muchas veces es una violencia necesaria respecto a las formas rebeldes y osificadas y que han perdido inters. En el campo de un experimento arriesgado y fascinante, quiz pudiese considerarse como una virtud. He aqu, tal vez, el punto de partida de una novsima apologa del sadismo. Mi padre glorificaba, incansable, ese extraordinario elemento que es la materia.

No hay materia muerta nos instrua, la muerte solamente es una apariencia bajo la que se ocultan formas de vida an desconocidas. La magnitud de sus formas es infinita, y sus matices inagotables. El Demiurgo estaba en posesin de esenciales y extraordinarios arcanos de creacin. Gracias a ellos, cre un sin fin de especies con capacidad para reproducirse por s mismas. No sabemos si tales arcanos podrn ser reconstruidos algn da. Aunque no sera de todo punto necesario, puesto que si esos inmemoria les procedimientos nos fuesen prohibidos de una vez para siempre, nos quedaran otros mtodos ilegales, una infinidad de procedimientos herticos y pecaminosos. A medida que mi padre pasaba de esas generalidades cosmognicas a consideraciones que le afectaban ms ntimamente, su voz bajaba de tono hasta convertirse en un penetrante susurro, su exordio se haca poco a poco difcil y confuso, y se perda por regiones cada vez ms inciertas y arriesgadas. Su gesticulacin adquira entonces una solemnidad esotrica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente, y la inquietante astucia de su mirada se haca insoportable. Paralizaba a sus interlocutores seducindolos con aquellas miradas, violaba con su cnica expresin sus pensamientos ms ntimos y vergonzosos, hasta que alcanzaba el ms lejano rincn de los mismos, los pona contra la espada y la pared y los cosquilleaba con un dedo de irona, y finalmente consegua de ellos una luz de comprensin y risa, la risa de la aceptacin y la entrega, el signo visible de la capitulacin.

Las muchachas permanecan sentadas, inmviles; la lmpara humeaba. La ropa haba resbalado haca ya rato de la mquina de coser, que segua funcionando intilmente, cosiendo el hilo que la noche invernal desarrollaba inmisericorde y sin fin.

Hemos vivido demasiado tiempo bajo el terror de la perfeccin inalcanzable del Demiurgo deca mi padre, durante un tiempo demasiado largo la perfecccin de su obra ha paralizado nuestra propia creacin. Pero no queremos competir con l. No tenemos la ambicin de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia y baja esfera, deseamos el privilegio de la creacin, el placer creativo, deseamos en una palabra la demiurgia.

No s en nombre de quin mi padre proclamaba tales reivindicaciones, qu comunidad o corporacin, secta u orden le ofreca un leal amparo que acababa impregnando sus palabras de una proftica gravedad. En cuanto a nosotros, estbamos lejos de las aspiraciones demirgicas. Sin embargo, mi padre desarrollaba el programa de aquella segunda demiurgia, de aquel Gnesis heterodoxo que deba oponerse abiertamente al orden existente.

Nosotros no aspiramos deca, a obras de largo aliento, a seres duraderos. Nuestras criaturas no sern hroes de novelas de muchos volmenes. Sus papeles sern cortos, lapidarios, sus caracteres sin profundidad. En ocasiones nicamente los llamaremos a la vida para que ejecuten un solo gesto o pronuncien una sola palabra. Lo admitimos abiertamente: no insistiremos en la duracin o en la solidez de la ejecucin, y nuestras criaturas sern casi provisionales, hechas para no servir ms que una vez. Si fuesen seres humanos les daremos, por ejemplo, la mitad del rostro, una pierna, una mano, la que le ser necesaria para su papel. Sera pedante preocuparse por la otra innecesaria pierna. Por detrs podra, simplemente, hacerse un hilvn o pintarlos de blanco. Nosotros pondremos toda nuestra ambicin en este soberbio lema: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada accin, llamaremos a la vida a una diferente criatura humana. Tal es nuestro antojo, y ese ser un mundo concebido a nuestro gusto. El Demiurgo amaba los materiales refinados, soberbios y complicados; nosotros damos preferencia a la pacotilla. Sencillamente estamos seducidos, cautivados por la baratija, la fruslera y la pacotilla. Comprendis preguntaba mi padre el profundo sentido de esa debilidad, de esa pasin por los trozos de papel de colores, por el papier mch, por la laca, la estopa y el serrn? se es continu con una dolorosa sonrisa nuestro amor por la materia en s, por lo que sta tiene de moldeable y poroso, por su ineluctable consistencia mstica. El Demiurgo, ese gran seor y artista, hace la materia invisible al hacerla desaparecer bajo los ojos de la vida; nosotros, al contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su torpeza de golem. Nos gusta ver en cada uno de sus gestos, en cada uno de sus movimientos, su pesado esfuerzo, su inercia y su dulce torpeza.

Las muchachas se quedaban fascinadas, mirndole con ojos estticos, como de porcelana. Al ver sus rostros tensos y paralizados por la atencin, y sus mejillas afiebradas, resultaba difcil saber si eran criaturas del primero o del segundo Gnesis de la creacin.

En una palabra dijo mi padre, queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniqu.

Al llegar a este punto, y para ser fieles al relato, debemos mencionar un pequeo e insignificante incidente que se produjo en ese momento, y al que no dimos ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de sentido en esta serie de acontecimientos, ese incidente poda interpretarse como una especie de automatismo fragmentario carente de causas y efectos, como una especie de malicia del objeto, trasladada al terreno psquico. Aconsejamos al lector que no le haga ms caso que nosotros. As, pues, en el momento en que mi padre pronunciaba la palabra maniqu, Adela mir su reloj y cruz una mirada de entendimiento con Polda. Entonces arrastr su silla hacia delante, y, sin levantarse, alz el borde del vestido dejando ver poco a poco un pie enfundado en seda negra, rgido como si fuese la cabeza de una serpiente.

Adela permaneci en esa posicin durante toda la escena tensa, pestaeando con sus enormes ojos, que la atropina agrandaba an ms, entre Polda y Paulina; las tres miraron a mi padre con ojos muy abiertos. ste tosi, call, se inclin hacia delante y enrojeci. En un segundo, su rostro, que hasta entonces era vibrante y proftico, adquiri una expresin de humildad.

l, el inspirado heresiarca, hace un instante posedo por un aura de exaltacin, se haba replegado sbitamente sobre s mismo, descompuesto y encogido. Quiz haba sido sustituido por otro hombre. Ese otro permaneca sentado y rgido, muy enardecido, con la mirada baja. Polda se acerc y se inclin frente a l. Y mientras le daba golpecitos en la espalda le dijo con un suave tono alentador:Seor Jakub, razone, seor Jakub, hgame caso, seor Jakub, no sea obstinado Por favor, seor Jakub, por favor!

El zapato de Adela, que segua estirado, se mova con un ligero temblor y brillaba como la lengua de una serpiente. Mi padre, con la mirada siempre baja, se levant lentamente, dio un paso de autmata y cay de rodillas. La lmpara silbaba en el silencio. En los tapices de las paredes se cruzaban elocuentes miradas, se murmuraban palabras de doble filo en el aire, maliciosos pensamientos

La noche siguiente, mi padre volvi con renovado entusiasmo a tratar su oscuro y complejo tema. El mapa de sus arrugas se haba enriquecido y dejaba ver una refinada astucia. A cada lnea de su rostro asomaba la irona. Pero a veces, la inspiracin extenda el delta de sus arrugas que, sacudidas por la fuerza de su palabra, formaban volutas silenciosas que se perdan en las profundidades de la noche invernal.

Figuras del panptico, mis queridas seoritas comenz mi padre, acaso parodias de los maniquesdel Calvario,s Mas, a pesar de que ofrezcan esa imagen no os atrevis a menospreciarlas. La materia no sabe de bromas, sino que ms bien est imbuida de una desolada gravedad. Quin, pues, se atrevera a pensar que podemos tratarla con ligereza, que podemos moldearla a imagen y semejanza de nuestra idea, y que semejante idea no impregna y penetra al instante su naturaleza como si fuese su propio destino o una ineluctable fatalidad? Acaso sents ese dolor, ese sufrimiento oscuro que no encuentra escapatoria, encerrado en ese maniqu, que no sabe por qu la materia es como es ni por qu sta debe permanecer bajo esa forma impuesta y paradjica? Comprendis el poder de la expresin, de la forma, de la apariencia, la arbitraria tirana impuesta sobre una materia indefensa a la que dominan como si se hubiesen convertido en su tirnica, desptica alma? Vosotras dais a cualquier cabeza de trapo y estopa una expresin de furor y la dejis as, con ese furor, con esa convulsin, con ese estigma, encerrada de una vez para siempre en una ciega maldad para la que no hay escapatoria. La multitud re de esa parodia. Sera mejor que lloraseis, seoritas, sobre vuestro propio destino, al ver esa materia prisionera, oprimida, que no sabe ni quin es, ni por qu ni a qu conduce esa actitud que se le ha impuesto para siempre.

La muchedumbre re. Comprendis el terrible sadismo, la subyugante y demirgica crueldad de esa risa? En verdad os imploro que lloremos, mis queridas seoritas, por nuestro propio destino, al contemplar el infortunio de la materia violada, contra la que se ha cometido un terrible desafuero. De ah proviene la honda tristeza de todos los golems fantoches, de todos los maniques trgicamente ensimismados en sus ridculas muecas.

Ved al anarquista Luccheni, el asesino de la emperatriz Elisabeth; ved a la reina Draga de Serbia, demonaca e infeliz; ved a ese joven genial, esperanza y orgullo de su linaje, al que perdi la funesta costumbre del onanismo. Oh!, irona de esos nombres, de esas apariencias.

Hay verdaderamente algo de la reina Draga en esa figura de cera, acaso su doble o la ms remota sombra de su ser? Esa semejanza, ese fingimiento y ese nombre acaban por imponerse a nosotros y nos impiden que nos preguntemos quin es esa infortunada figura para s misma. Sin embargo, debe ser alguien, jovencitas, alguien annimo, insumiso, infeliz, que nunca haya odo hablar en su sojuzgada existencia de la reina Draga

Habis odo, durante las noches, los terribles gritos de esos maniques de cera encerrados en barracas de feria, el lastimoso coro de esos fantoches de madera y porcelana que golpean con el puo las paredes de su crcel?

En el rostro de mi padre, alterado por el horror de aquellas visiones que conjuraba desde la oscuridad, se form una espiral de arrugas, un torbellino que se iba haciendo cada vez ms profundo y en cuyo fondo arda el ojo amenazador de un profeta. Su pelo se haba erizado extraamente: la barba, las verrugas, los lunares y tambin la nariz mostraban aquella hirsuta floracin. Permaneca rgido, con los ojos ardiendo, temblando de una agitacin interna, como un autmata cuyo mecanismo se ha bloqueado y se detiene en punto muerto.

Adela se levant de la silla y nos pidi que no hicisemos mucho caso de lo que iba a ocurrir. Se acerc a mi padre, y, con las manos en las caderas, en una pose de gran determinacin, dijo sin miramientos Las muchachas permanecieron sentadas, con la mirada clavada en el suelo en un extrao abandono

CONCLUSINUna de las noches siguientes mi padre continu as su exordio:Cuando anunci mi tratado sobre los maniques, realmente no quera hablar de la encarnacin de esas profanas figuras, no quera hablar, jovencitas, de esas tristes parodias que son los frutos de un comn y vulgar abuso, sino que tena en mente algo muy distinto.

Aqu, mi padre comenz a desarrollar ante nosotros el epgrafe de aquella generatio aequivoca con la que soaba: una especie de seres slo semiorgnicos, una clase de seudofauna y seudoflora, resultado de una fantstica fermentacin de la materia. Eran creaciones que, tan slo en apariencia, recordaban a criaturas vivas como crustceos, vertebrados o cefalpodos. Aunque en realidad esa apariencia resultaba engaosa: se trataba de criaturas amorfas, carentes de estructura interna, productos de la tendencia imitativa de la materia que, dotada de memoria, repite por la fuerza de la costumbre las formas ya aceptadas. La posibilidad morfolgica de la materia es limitada, y una cierta cantidad de formas se repite una y otra vez en distintos niveles de la existencia.

Esas criaturas con capacidad de movimiento, sensibles a los estmulos, y an lejos de la verdadera vida, podran conseguirse suspendiendo ciertos coloides complejos en una solucin de sal culinaria. Esos coloides, al cabo de algunos das, adquiriran forma y se organizaran en precipitaciones de substancias que recordaran a criaturas de una fauna inferior. En las criaturas concebidas de ese modo, se podran observar los procesos de respiracin y metabolismo, pero el anlisis qumico no revelara en ellas ningn rastro de albmina ni de compuestos carbnicos.

Aunque, sin embargo, esas formas primarias resultaban insignificantes, comparadas con la variedad y exuberancia de las seudofloras y seudofaunas que suelen aparecer a veces en ambientes ms propicios. Esa clase de ambiente reina en aejas estancias impregnadas de emanaciones que all han destilado seres y acontecimientos; atmsferas desgastadas, saturadas por la materia de que estn hechos los sueos humanos; escombros en los que abunda el humus del recuerdo, de la aoranza y del tedio innombrable. En tal suelo, esa vegetacin imitativa germinaba raudamente y de forma casi vaporosa; en un parasitismo abundante y efmero produca generaciones de corta vida, que, tras una brillante floracin, se extinguan y marchitaban.

En tales estancias los tapices han de estar carcomidos y agotados por la alternancia inmisericorde detantos sonidos y ecos; no resulta nada extrao, pues, que se dejen llevar hacia lejanos y oscuro delirios. La mdula de los muebles, y su sustancia, han de estar relajadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones ms perversas: es entonces cuando sobre ese suelo enfermo, agotado y salvaje, madura y se expande una fantstica erupcin, un moho exuberante de colores abigarrados.

Como sabis deca mi padre, en las antiguas casas hay habitaciones que estn completamente olvidadas. Sin que nadie ponga el pie en ellas durante meses, se debilitan entre sus viejas paredes, y a veces ocurre que se encierran en s mismas, se cubren de ladrillos, y, finalmente, se pierden irremediablemente para nuestra memoria, abandonan poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a las mismas, situadas en el rellano de una incierta escalera de servicio, pueden escapar durante tanto tiempo a la atencin de los habitantes que llegan a fundirse y penetrar en la pared, donde se borran sus huellas, al desaparecer en el complicado dibujo de lneas y grietas de la misma.

En cierta ocasin, una maana hacia el final del invierno continu mi padre, despus de muchos meses de ausencia, penetr en uno de esos corredores olvidados, y qued sorprendido por el aspecto de aquellas estancias.

De todas las grietas del suelo, de todas las cornisas y vanos brotaban finos tallos que llenaban el aire gris con una orla reverberante de hojas afiligranadas, de una inigualable proliferacin que evocaba un tibio invernadero lleno de susurros y parpadeantes brillos: una falsa y gloriosa primavera. En torno a la cama, bajo la lmpara, a lo largo de los armarios crecan matas de tiernos arbustos que, en lo alto, diseminaban sus luminosas coronas y fuentes de hojas enlazadas, rociando clorofila, que se abra paso hasta el cielo pintado del techo. En un rpido proceso de floracin, enormes flores blancas y rosas se haban abierto entre la arborescencia, brotaban en un abrir y cerrar de ojos, mostrando su pulpa rosa, y, tras derramar sus ptalos, comenzaban despus a marchitarse raudamente.

Yo me senta feliz continuaba mi padre viendo aquella floracin inesperada que colmaba el aire con un delicado susurro, con un murmullo suave, cayendo como confeti arcoirisado a travs de las delgadas vainas de las ramas.

Yo poda ver cmo el temblor del aire, la fermentacin de una atmsfera tan rica haban provocado aquel florecimiento precoz y lujuriante, y, finalmente, aquel deshojamiento de las fantsticas adelfas, que, en grandes racimos de plidas flores rosas, haban llenado la estancia y dejaban caer sus hojas dulcemente como ptalos de nieve.

Antes de la cada de la noche concluy mi padre no quedaba ni rastro de aquella esplndida floracin. Esa visin quimrica era una fatamorgana, una mistificacin, un ejemplo de la extraa simulacin de la materia que haba dado origen a una apariencia de vida. Mi padre ese da estaba extraamente animado, y su mirada incisiva e irnica expresaba vivacidad y astucia. Despus, sbitamente ms serio, se puso a analizar la infinita diversidad de formas y matices que poda revestir la materia polimorfa. Estaba fascinado por las formas extremas, dudosas y problemticas, como el ectoplasma de los mediums, o la seudomateria, la emanacin catalptica del cerebro que, en algunos casos, se derramaba de la boca de la persona en trance y cubra toda la mesa, llenando la estancia con un enrarecido tejido flotante, con una pasta astral en el lmite entre el cuerpo y el espritu.Quin sabe deca cuntas formas existen de vida fragmentaria, doliente, mutilada, como la vida artificial de las mesas y armarios violentamente clavados, maderas crucificadas, silenciosos mrtires del cruel ingenio humano. Dramticos trasplantes de razas de rboles incompatibles y hostiles entre s, fundidos en una personalidad nica y desdichada.

Cunto sufrimiento acumulado hay en esas barnizadas vetas, en esas venas y nudos de nuestros viejos y familiares armarios. Quin sabr reconocer en ellos los antiguos rasgos, las sonrisas, las miradas cepilladas y pulidas hasta perder totalmente su identidad.

El rostro de mi padre, al decir eso, se disolvi en una pensativa red de arrugas, que recordaban a una vieja madera, llena de nudos y vetas, de la que se hubiesen pulido todos los recuerdos. Por un momento cremos que mi padre se sumira en un estado de postracin, como a veces le ocurre, pero se recuper enseguida y continu diciendo:Algunas tribus mticas tenan por costumbre embalsamar a sus muertos. Los cuerpos y las cabezas eran dispuestos sobre las paredes, a modo de incrustacin: en la sala haba un padre disecado; bajo la mesa, la esposa curtida como una piel haca de alfombra. Conoc a cierto capitn que tena en su camarote una lmpara melusina hecha por embalsamadores malayos del cuerpo de su amante asesinada. En la cabeza tena unas enormes astas de ciervo. En la tranquilidad del camarote, aquella cabeza con astas, colgada del techo, pestaeaba; en su boca a medio abrir brillaba una burbuja de saliva que estallaba con susurros. Los pulpos, tortugas y enormes cangrejos, colgados de las vigas del techo como si fuesen candelabros o lmparas de araa, agitaban en aquel silencio sus patas interminablemente, y caminaban, caminaban, sin moverse

El rostro de mi padre adquiri una expresin de abatimiento y tristeza, mientras su pensamiento, quin sabe a causa de qu extraas asociaciones, le indujo a una nueva digresin.Acaso debera silenciar deca en voz baja que mi hermano, a consecuencia de una larga e incurable enfermedad, poco a poco se fue quedando reducido a no ser ms que un nudo de tripas, y que mi pobre prima tena que llevarlo da y noche entre mantillas, cantndole nanas a aquella infeliz criatura en las noches de invierno. Puede haber algo ms triste que un ser humano reducido a tubo o goma de enema? Qu desilusin para sus padres, qu confusin para sus sentimientos, qu perdidas esperanzas puestas en aquel joven prometedor! Sin embargo, el fiel amor de mi pobre prima lo acompa incluso en aquella transformacin.

Ah!, no puedo ms, no puedo seguir oyendo eso, gimi Polda inclinndose en su silla. Hazlo callar, Adela!

Las muchachas se levantaron. Adela se acerc a mi padre y agit el dedo como para hacerle cosquillas. Mi padre mud de expresin, se call, y, con un sbito temor comenz a retroceder ante el dedo de Adela. Ella lo sigui, amenazndolo con su dedo hasta que lo hizo salir, paso a paso, de la estancia. Paulina bostez, desperezndose. Ella y Polda, apoyadas una en otra, se miraron a los ojos con una sonrisa.

LA NOCHE DE LA GRAN ESTACINDe todos es sabido que tras una serie de aos normales y corrientes nacen a veces en el seno del tiempo otros aos, inslitos y desnaturalizados, aos en los que crece, como un sexto dedo de la mano, un falso mes: el mes decimotercero. Y decimos que es falso, porque en muy raras ocasiones alcanza la madurez, y, como los nios engendrados tardamente, ese mes se rezaga en su crecimiento mes jorobado, brote que se marchita hacia la mitad de su desarrollo, y ms imaginario que real.As, de ello debemos culpar a la incontinencia senil del verano, a su lujuriosa y tarda vitalidad. En ocasiones sucede que, una vez transcurrido el mes de agosto, el viejo tronco del esto sigue eyectando, como por costumbre, desde el fondo de su carcoma esos das-brotes tardos, das-cizaa, yermos y estpidos, y por aadidura ofrece sin venir a cuento das-mazorca, vacos e incomestibles, blancos, sorprendidos e intiles.Tales das brotan irregulares y desiguales, malformes y unidos entre s como los dedos de una nfima mano necrosada, apenas insinuados y doblados sobre s mismos. Hay quien compara tambin esos das con los apcrifos hilvanados de manera subrepticia entre los captulos del gran libro del ao, con los palimpsestos introducidos secretamente entre sus pliegos, o bien con esas pginas en blanco, sobre las que los ojos saciados de lecturas y colmados de contenido pueden derramar imgenes y colores, cada vez ms palidecidos, para desvanecerse finalmente en la nada antes de que una vez ms se impliquen en los laberintos de nuevas historias y nuevos captulos.Ah, esa vieja novela amarillecida del ao, ese inmenso y devastado libro del calendario! Ese libro permanece olvidado en los archivos del tiempo, mientras su contenido sigue creciendo entre las tapas, alimentado por el incesante monlogo de los meses, por la invasin prodigiosa de las ficciones, la fabulacin y los delirios que sin pausa brotan en su interior. Ah, al compilar esos relatos, al ordenar esas historias acerca de mi padre en los gastados mrgenes del texto, acaso no abrigo la secreta esperanza de que pasen a formar parte algn da imperceptiblemente, de las pginas amarillecidas del ms esplndido Libro, que, poco a poco se va haciendo jirones, de que participen de la urdimbre y el gran murmullo de sus pginas donde acabarn absorbidas?Aquello que vamos a narrar ocurri en ese mes decimotercero, mes suplementario, y, en cierto sentido, falso mes de ese ao, sobre algunas pginas en blanco de la gran crnica del calendario.Las maanas entonces eran extraamente frescas y desabridas. En el tranquilo discurrir de ese tiempo ms fro, que pona en el aire un olor completamente nuevo y una diferente consistencia en la luz, se poda reconocer que habamos entrado en otro ciclo de das, en una nueva era del Ao del Seor. Bajo esos nuevos cielos la voz resonaba clara, como en una casa nueva y an vaca, con olores a barniz y pintura, a cosas recin desenvueltas y todava no usadas. Con una extraa emocin se ensayaba el nuevo eco, se probaba con curiosidad, como se hace con un pastel una fresca maana de roco antes de un viaje. Mi padre estaba una vez ms en la trastienda, sentado en el bur de una exigua pieza, diseccionada como un panal de numerosas celdillas de ficheros, que rebosaba de capas de papel, cartas y facturas. Del roce de las hojas de papel, del incesante hojear de pginas creca la existencia vaca y cuadriculada de aquel cubculo, del continuo desplazamiento de pliegos se reflejaba en el aire a partir de un sin fin de nombres comerciales, una apoteosis en forma de ciudad industrial, a vista de pjaro, erizada de humeantes chimeneas, rodeada de innumerables rtulos y apresada en los pomposos rasgos de los et y Comp.Mi padre se encontraba all como en una pajarera, sentado en un alto taburete, y los palomares-ficheros zureaban con los pliegos de papel y todos los nidos y jaulas estaban llenos del gorjeo de las cifras. El fondo de la espaciosa tienda se iba haciendo da tras da ms oscuro, a la vez que se enriqueca con nuevas provisiones de paos, cheviots, terciopelos y panas.Sobre los sombros anaqueles graneros, silos de frescor y abigarrado colorido maceraba poco a poco aquella provisin de paos y aumentaba el capital aejo del otoo. All creca y maduraba y se diseminaba, cada vez ms expansiva, hasta que los anaqueles llegaron a parecer filas de paraso de un enorme teatro. Cada maana, se vea aumentada por nuevas entregas de material que en cajas y fardos portaban sobre sus colosales hombros mozos barbudos y jadeantes, que transpiraban un aura otoal mezclada con vodka. Los dependientes sacaban aquellas nuevas provisiones de abigarrados colores, y, con las mismas, llenaban todos los recovecos de los altos anaqueles. Aquello conformaba una inmensa gama de todos los colores otoales, colocados por capas, saturada de matices, que suban y bajaban de tono como en una escala musical, a travs de las octavas de color. Empezaba en la parte ms baja, ensayando tmidamente los semitonos desvados de la contralto, pasaba al color ceniciento de la lejana, al verde y azur de los gobelinos, y, despus, ascendiendo en acordes cada vez ms amplios, llegaba a los oscuros azul marino, al ndigo de las selvas lejanas y al suave aterciopelado de los rumorosos parques, y, finalmente, a travs de todos los ocres, sanguinas, bermejos y sepias, entraba en la susurrante umbrosidad de los jardines que se marchitan, y descenda hasta el oscuro olor de las setas, el aliento de la carcoma en el fondo de la noche otoal, el acompaamiento de los bajos ms oscuros.Mi padre pasaba revista a ese arsenal de tejidos otoales, calmaba e impona silencio sobre aquella mole, sobre su fuerza creciente y el an domeado caudal de la Estacin. Deseaba mantener intacta el mayor tiempo posible aquella provisin almacenada de colores. Tema romper aquel precinto de seguridad del otoo, cambiarlo por dinero. Aunque presenta que el viento otoal y devastador un viento tibio, llegara en algn momento, arreciando sobre los armarios que cedern entonces irremediablemente, y que nada podra contener los arroyos de colores que en un instante acabaran inundando toda la ciudad.Se acercaba el momento de la Gran Estacin. Las calles se animaban. A las seis de la tarde la ciudad adquira un ambiente febril, las casas con el sol poniente se revestan de una tonalidad carmes, la gente deambulaba animada por un fuego interior, que pona en sus rostros colores vivos, y una fiebre festiva, bella y maliciosa haca brillar sus ojos. Las calles recnditas de la ciudad, los silenciosos callejones que ya perdan el pulso de las horas, estaban vacos. Tan slo los nios se entregaban a sus juegos bajo los balcones de las plazoletas, de manera ruidosa y alocada, hasta perder el aliento. Acercaban a sus labios pequeos globos a fin de llenarlos de aire, sugestionndose con la posibilidad de llegar a una metamorfosis fantstica de ellos mismos, ora como mscaras de pavos enardecidos, ora como mscaras de estpidos gallos rojos, mscaras coloreadas del otoo, tan ilusorias como disparatadas. Pareca que hinchados y piando, iban a levantarse en el aire formando una larga trenza de colores, y que volaran sobre la ciudad como bandadas de pjaros migratorios: extraa y fantstica flotilla de papel de seda y tiempo otoal. O, tal vez, en medio de una algaraba, se desplazaran sobre pequeos carros chirriantes, cuyos ejes, radios y ruedas sonaban con un colorido traqueteo. Colmados con sus gritos, esos pequeos carros descendan por la empinada calle hasta el ro oropimentado por el atardecer, en el que acababan destrozndose con estruendo y finalmente quedaban reducidos a discos, estacas y varillas.Y mientras los juegos de los nios se hacan cada vez ms ruidosos y embrollados, mientras la ciudad era tomada por un sombro color prpura, todo comenz sbitamente a marchitarse y ennegrecer exudando un crepsculo alucinatorio que locontaminaba todo. Esa epidemia del crepsculo se expanda rauda, venenosa y traidora, y todo lo que entraba en contacto con ella acababa por contaminarse, y bastaba con que slo rozara algo para que se pudriese, convirtindose en un montn de ceniza y humus. La gente hua del crepsculo en medio de un pnico sombro, mas aquella inmisericorde lepra les alcanzaba y haca surgir en sus frentes brotes oscuros, y entonces perdan sus rostros que caan al suelo y se convertan en manchas grandes y amorfas, y, si proseguan su huida, lo hacan ya sin rasgos, sin ojos, perdiendo por el camino mscara tras mscara, de tal modo que el crepsculo bulla de esas larvas abandonadas, que se dispersaban en el aire mientras huan desesperadamente. Entonces todo comenz a cubrirse con una corteza negra y carcomida, de ptridas costras de oscuridad. Mientras bajo el cielo todo se descompona raudamente entre el pnico, diluyndose en un silencioso nirvana, en la mismsima bveda celeste surga un iluminado arrebol, estremecindose con la apagada meloda de un sin fin de campanillas, palpitando por el vuelo de una bandada de invisibles alondras, que volaban juntas hacia un solo infinito innombrable y plateado. Despus, caa sbitamente la noche una noche sin fondo e ilimitada, atravesada por rfagas de viento. Esa noche laberntica desvelaba nidos luminosos: tiendas grandes linternas de colores, colmadas de mercanca y del rumor de los clientes. A travs de los iluminados cristales de esas linternas se poda seguir el ruidoso y extrao ceremonial de las compras otoales.La gran noche otoal y ondulante, crecida de sombras, dilatada por los vientos, contena en sus pliegues oscuros bolsillos luminosos, saquitos con chucheras abigarradas, chocolatinas de colores, pastelillos y baratijas coloniales. Esos tenderetes y casetas, armados con cajas de confitera, de interiores forrados con envoltorios de chocolate, abarrotados de pastillas de jabn y vistosa pacotilla, de doradas frusleras, de argentadas papelinas, de trompetas, barquillos y pastillas de menta, eran el punto de encuentro con la frivolidad, como alegres cascabeles diseminados sobre el tejido de la inabarcable noche laberntica sacudida por los vientos.La abigarrada muchedumbre se desplazaba a travs de la oscuridad, en confusa batahola, entre el rumor de miles de pasos y el susurro de miles de bocas: peregrinaje hormigueante y enmaraado por las arterias de la ciudad otoal. As discurra ese ro, crecido de algazara, de sombras miradas, miradas de soslayo, y maliciosas, de conversaciones entrecortadas, enorme babel de chismorreos, risas y tumulto. Pareca como si cabezas de otoales y secas adormideras cabezas-cascabel, hombres-matraca, perdiendo ya sus semillas, se hubiesen puesto en movimiento. Mi padre se mova nervioso por la tienda iluminada, con rubor en las mejillas y los ojos brillantes, y escuchaba. Los leja