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EMILIO DÍAZ ESTÉVEZ LA SUPERACIÓN DEL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

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Page 1: LA SUPERACIÓN DEL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO. Emilio DÍAZ EST… · EMILIO DÍAZ ESTEVEZ La tesis del realismo se enuncia de la siguiente ma nera: 1.° Las cosas físicas que nos

EMILIO DÍAZ ESTÉVEZ

LA SUPERACIÓN DEL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

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LA SUPERACIÓN DEL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Pretendemos exponer —a partir de un texto de CAR-NAP en que se pretende superar la antítesis «idealismo-realismo»— nuestra posición ante el problema del cono­cimiento. Como se verá a lo largo de este trabajo, nues­tra tesis consiste en la negación de la existencia del pro­blema. Afirmamos con CARNAP —aunque por diferentes motivos— que la pregunta ante dicha antítesis no tiene sentido y vamos más allá todavía afirmando que tampoco tiene sentido la pregunta por el problema «fenomenalis-mo-objetivismo-del-en-sí»1. Al mismo tiempo, como se verá al final del trabajo, optamos por una especie de idea­lismo semejante al de HUSSERL, idealismo que no es más que una forma de esplritualismo en cuanto opuesto al materialismo. Realismo y materialismo tienden, en efecto, a identificarse, como se observa claramente en la filoso­fía marxista. Llegaremos a la conclusión de que el proble­ma del conocimiento, que es un sinsentido, adquiere sig­nificación cuando se transforma en un problema del ser (existir).

1. IDEALISMO Y REALISMO FENOMENALISMO Y OBJETIVISMO DEL EN SI

Por lo que respecta a la antítesis «idealismo-realismo», comenzamos definiendo ambos términos del mismo modo que lo hace CARNAP en Pseudoproblems in Philosophy.

1. Qué quieran designar estos términos se verá a su debido tiempo.

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La tesis del realismo se enuncia de la siguiente ma­nera:

1.° Las cosas físicas que nos rodean y yo percibo no son solamente el contenido de mi percepción sino, ade­más, existen en sí mismas. De este modo, se consagra, pues, la realidad del mundo exterior.

2.° Los cuerpos de las otras personas no sólo mues­tran perceptiblemente reacciones semejantes a las de mi propio cuerpo, sino que, además, esas otras personas tie­nen conciencia. Se consagra de este modo la realidad de lo heteropsicológico.

Las tesis del idealismo no son más que las negaciones de las del realismo. Por lo que se refiere a la segunda de estas tesis, su negación —que sólo se da en ciertas for­mas de idealismo extremo— recibe el nombre de «so-lipsismo».

Para mayor claridad, podemos enunciar las tesis del idealismo. Son las siguientes:

1.° El mundo externo no es real. Sólo son tales sus percepciones o representaciones. Se consagra así la tesis de la no realidad del mundo externo.

2.° Solamente mi propio proceso de conciencia es real. Los llamados «procesos de conciencia» de los otros no son más que meras construcciones o ficciones. Queda consa­grada, pues, la tesis de la no realidad de lo hetero­psicológico 2.

Por lo que se refiere a la antítesis «fenomenalismo-objetivismo-del-en-sí», definimos ambos términos de la manera siguiente:

La tesis del fenomenalismo se formula así: Es verdad que existe el mundo externo, pero las cosas no son en sí tal como las conocemos. Esta es, por ejemplo, la tesis de KANT,

2. Cfr. CARNAP, op. cit., in «The logical structure of the world», Routledge & Kegan Paul, London, 1967, pág. 332.

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EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

La tesis del objetivismo-del-en-sí se formula de esta manera: No sólo existe el mundo externo sino que, ade­más, las cosas son en sí tal como las conocemos.

Está claro por qué denominamos de este modo a la tesis opuesta al fenomenalismo. En efecto, dicha tesis afirma la objetividad (la veracidad) de nuestro conoci­miento de una manera tal que viene a asegurar, que las cosas son en sí tal como las conocemos.

Puede existir una gran variedad de posturas pertene­cientes al objetivismo-del-en-sí. Por ejemplo, un realista extremo empirista afirmará que las cosas son en sí tal como las percibimos sensiblemente. Por el contrario, un realista extremo platónico, dirá que existe un mundo de verdades eternas y que las cosas de ese mundo son en sí como las concebimos intelectualmente, pero no como per­cibimos sensiblemente las obscuras realidades del mundo en que nos encontramos. Este realismo platónico es com­patible con un cierto idealismo.

La tesis del fenomenalismo consagra la no veracidad de nuestras potencias cognoscitivas. Por el contrario, la tesis del objetivismo-del-en-sí afirma la veracidad de las potencias cognoscitivas, pudiéndose referir en cada caso bien a los sentidos, bien a la inteligencia.

Como no queremos introducirnos en el problema de los universales —que es más bien metafísico que episte­mológico— no consideramos las distintas posturas del objetivismo-del-en-sí. Así, dejamos en toda su vaguedad las palabras «conocer», «conocimiento» y «potencias cog­noscitivas».

Será, sin embargo, conveniente que nos detengamos en el análisis del fenomenalismo y, concretamente, del fenomenalismo de KANT en la Estética trascendental. En efecto, el fenomenalismo es una postura intermedia entre el idealismo y el realismo. Se ve de este modo que las dos antítesis del problema del conocimiento se relacio­nan entre sí.

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2. EXAMEN DEL FENOMENALISMO KANTIANO

a) El realismo de KANT.

KANT se confiesa realista ya en el principio de la Es­tética trascendental. «No hay duda —dice— de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos...?»3. Por aquí se ve que KANT

invoca el principio de casualidad para demostrar la exis­tencia en sí del mundo. Sin embargo, más tarde, pone la causalidad como uno de los conceptos o formas a priori del entendimiento4 y afirma claramente que el concepto de causa no tiene validez objetiva, sino que se funda enteramente a priori en el entendimiento, pues dicho con­cepto exige que haya un cierto A del cual se siga nece­sariamente B y los fenómenos nunca pueden dar razón de esa necesidad5.

De todos modos, KANT ataca al idealismo por otras vías, aunque suponiendo ya su solución fenomenalista al pro­blema del conocimiento.

Divide KANT el idealismo en dos especies: el idealismo dogmático de BERKELEY y el idealismo problemático de DESCARTES. El primero se funda en que el espacio, con to­das las cosas a que está adherido y como condición in­dispensable para esas mismas cosas, es algo imposible en sí. De ahí se sigue que las cosas que se dan en el es­pacio son meras imaginaciones.

Este idealismo es rechazado por KANT de manera con­tundente. «El idealismo dogmático —dice— es inevitable cuando se considera el espacio como propiedad que debe pertenecer a las cosas mismas; pues entonces el espacio,

3. KANT, Crítica de la razón pura, trad. de M. García Morente, Librería General Victoriano Suárez, Madrid, 1960, tomo I, pág. 55.

4. Cfr., op. cit., pág. 179. 5. Cfr., ibid., pág. 199.

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con todo aquello a que sirve de condición, es un absur­do». Pero enseguida añade: «El fundamento, empero, de este idealismo ha sido destruido por nosotros en la Esté­tica trascendental»6.

Por lo que se refiere al idealismo problemático de DESCARTES, es resuelto por KANT mostrando cómo la ex­periencia interna, que no es puesta en duda por DESCAR­

TES, no es posible más que suponiendo la experiencia externa7.

Concretamente, dice KANT: «tengo conciencia de mi existencia, como determinada en el tiempo. Toda deter­minación de tiempo supone algo permanente en la per­cepción» 8. «Ese permanente empero no puede ser una intuición en mí. Pues todos los fundamentos de deter­minación de mi existencia, que pueden ser hallados en mí, son representaciones y, como tales, necesitan ellas mismas un substrato permanente distinto de ellas, en relación con el cual pueda ser determinado su cambio y, por consiguiente, mi existencia en el tiempo en que ellas cambian»9. «Así, pues, la percepción de ese algo perma­nente es posible sólo por una cosa fuera de mí y no por la mera representación de una cosa fuera de mí. Por con­siguiente, la determinación de mi existencia en el tiem­po es sólo posible por la existencia de cosas reales, que yo percibo fuera de mí. Ahora bien: la conciencia en el tiempo está necesariamente unida con la existencia de las cosas fuera de mí, como condición de la determi­nación de tiempo; es decir, que la conciencia de mi pro­pia existencia es al mismo tiempo una conciencia inme­diata de la existencia de otras cosas fuera de mí» 10.

Al parecer, la crítica de KANT al idealismo problemá­tico de DESCARTES es definitiva. Pero si se reflexiona bien sobre ella, se llega a la conclusión de que solamente es

6. Ibid., pág. 368. 7. Cfr., ibid., pág. 369. 8. Ibid. 9. Ibid., pág. 47-48, en nota. 10. Ibid., pág. 369-370.

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válida si no se ponen también en duda la existencia de percepciones o realidades internas. Así, si la duda de DESCARTES se radicaliza como, por ejemplo, pretende Hus-SERL11, poniendo en duda o entre paréntesis no sólo los datos de la experiencia externa, sino también los de la experiencia interna y se concibe, como también hace HUSSERL, al ego no como la realidad del alma humana si­no como el mero polo subjetivo de la intencionalidad que es el acto de la conciencia12, entonces el argumento de KANT contra el idealismo problemático (radicalizado) ya no tiene ninguna fuerza. En efecto, a partir del cogito se puede aprehender el ego. Si realizamos una suspensión o puesta entre paréntesis absoluta y nos quedamos con el puro ego, ya no podemos decir que tengamos una expe­riencia de nosotros mismos determinada en el tiempo. Por lo pronto, el modo como se ha de concebir el ego, según HUSSERL, lo hace incapaz de ser objeto de alguna experiencia. El ego no es algo experimentable sino el puro sujeto de toda experiencia. Si se pretende considerar al ego haciéndolo objeto de alguna experiencia, entonces también debe ser puesto entre paréntesis o alcanzado por la duda universal.

De todos modos el idealismo de DESCARTES es relativo. Se trata de un idealismo problemático que es pronta­mente superado. DESCARTES es, en realidad, un realista, mientras que BERKELEY es de hecho un idealista y, como vimos, la crítica de tal idealismo, por parte de KANT, envuelve los mismos o parecidos argumentos que hacen que KANT conciba al espacio como una intuición a priori de la sensibilidad.

Como lo que nos importa es mostrar el fenomenalismo de KANT, conviene examinar su Estética trascendental, en la que KANT concluye que tanto el espacio como el tiempo son formas a priori de la sensibilidad, quedando

11. Cfr. HUSSERL, Lógica formal y trascendental, trad. de Luis Vi-lloro, Universidad nacional autónoma de México, México, 1962, pág. 240.

12. Cfr., ibid.

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la materia del conocimiento sensible como algo en sí incognoscible.

b) La Estética trascendental de KANT.

Comienza KANT por preguntarse si el espacio y el tiem­po son seres reales o relaciones entre las cosas reales o, más bien, formas puras de la intuición sensible que, por tanto, se hallan solamente en la constitución subjetiva de nuestro espíritu13.

Acerca del espacio, afirma que «no es un concepto empírico sacado de experiencias externas»u . La razón es que para que ciertas sensaciones sean referidas a algo de fuera de mí y unas al lado de las otras «hace falta que esté ya a la base la representación del espacio» 15. El es­pacio es, pues, una condición de la percepción del fenó­meno externo y no puede, por consiguiente, ser él mismo un fenómeno. Así, es considerado «como la condición de la posibilidad de los fenómenos y no como una determi­nación dependiente de éstos» 16. Se trata, por consiguiente, de una representación a priori que necesariamente está a la base de los fenómenos externos.

Las consideraciones acerca del carácter a priori del tiempo son análogas. «El tiempo no es un concepto que se derive de la experiencia» 17. No es más que una repre­sentación necesaria a priori que está a la base de todas las intuiciones y, especialmente, de las intuiciones internas.

Ahora bien, creemos que KANT incurre en un para­logismo. Por lo pronto, podemos decir que, propiamente hablando, no existe ninguna intuición sensible —sea o no a priori— del espacio. Nosotros, por la vista, percibi­mos colores y formas, pero no el espacio. El niño recién

13. Cfr. KANT, op. cit, pág. 100. 14. Ibid. 15. Ibid., pág. 101. 16. Ibid. 17. Ibid., pág. 111.

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nacido, apenas abre los ojos, y a pesar de la visión bino­cular, sólo ve manchas de colores como que pegadas a sus propios ojos. Solamente más tarde y gracias a la sen­sación de su propio cuerpo, de sus propios miembros y de la sensibilidad motriz de los mismos, es capaz de percibir distancias. Pero la distancia no es, de ningún mo­do, el espacio como condición de los cuerpos, como re­ceptáculo universal de los mismos.

En todo caso, se puede admitir que no se pueden conce­bir (no asentir») los cuerpos, si no se concibe (no ((intu­ye») el espacio como receptáculo. Pero entonces ya no hablaremos del espacio como condición para la sensibili­dad de los cuerpos (colores, formas, magnitudes, etc.) sino como condición para la concepción intelectual de los mismos cuerpos. En este caso, además, el espacio sería un concepto —a priori o no—, pero no una intuición de la sensibilidad.

Ahora bien, si lo que KANT pretende decir es que tal concepto del espacio como receptáculo universal se reve­la, a poco que se piense, como un imposible y que, por tanto, existe un concepto a priori (no una intuición) de espacio, necesario para poder concebir los cuerpos, en­tonces tenemos que conceder, por lo que se refiere a la primera de estas tesis —la imposibilidad del espacio como receptáculo universal—, que es válida incluso a la luz de la filosofía de las Escuelas.

En efecto, los escolásticos afirman que el espacio co­mo receptáculo de los cuerpos es un ente de razón, aun­que conceden que tal ente de razón tiene fundamento in re; concretamente, se funda en la realidad de las rela­ciones de distancia interna o externa entre los cuerpos.

Tal ente de razón puede ser pensado y pensado al mo­do de los entes existentes, como si fuera un ente real. En este caso se está trabajando con una ficción. Pero apenas se pretende penetrar en la esencia de tal ficción, su apa­riencia de realidad desaparece. Es lo que sucede, por ejemplo, con el caso de la ceguera. Estamos acostum­brados a hablar de ella como si fuera una cierta propiedad,

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cierta entidad que se da en algunos hombres y animales. Pero una vez que tratamos de definirla, vemos que tan sólo podemos considerarla como una privación, como la mera ausencia de una propiedad real, que es la vista.

Todo el problema queda reducido a saber si efectiva­mente no se pueden pensar los cuerpos sin pensar en un espacio como receptáculo. Si tal fuera el caso, y dado que la existencia de tal espacio se revela imposible, habría que concluir que el espacio es un concepto a priori del entendimiento que mira a las cosas sensibles y que, por tanto, nuestro entendimiento (no nuestras sensaciones) de los cuerpos está determinado por un concepto a priori no fundado en la realidad.

En un primer grado de pensamiento ingenuo, la res­puesta puede ser afirmativa. Yo no puedo concebir los cuerpos si no concibo un espacio en el que los cuerpos es­tén colocados. Pero inmediatamente que salgo del nivel de la ingenuidad, me doy cuenta de que esa condición del espacio no es una condición para la existencia de los cuerpos, sino una condición puesta por los mismos cuerpos ya existente. Es decir, me doy cuenta de que el espacio no es un receptáculo universal de los cuerpos, sino que a su idea corresponde sólo la realidad de las dimensiones de los cuerpos. Me doy cuenta, en fin, de que el espacio como receptáculo es un ente de razón y de que lo que realmente existe son las distancias puestas por los cuer­pos mismos. Así, el espacio no es necesario como condi­ción para la existencia de los cuerpos, sino que es la misma existencia de éstos la que pone el fundamento real para el concepto de espacio.

Los mismos raciocinios valen acerca del tiempo. El tiempo no es una condición para el cambio, sino, al con­trario, una propiedad del cambio mismo; es decir, se­gún la definición escolástica, la medida del movimiento según el antes y el después. Nuestros sentidos, externos o internos, no necesitan de una previa representación del tiempo, en forma de concepto o de intuición, para sentir las mutaciones. Tan sólo se podrá pensar en un tiempo

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ficticio, puesto por la mente, con el objeto de concebir (no de «sentir») la realidad del cambio. Pero ese tiempo ficticio, se revela como tal a nuestro mismo pensamiento y entonces concebimos que el tiempo no es una condición del movimiento sino que es engendrado por él en cuanto lo medimos.

De este modo, el pensamiento de KANT cae por su ba­se. Su fenomenalismo carece de fundamento; nada nos asegura que el espacio y el tiempo sean intuiciones a priori de la sensibilidad que, añadidas a la materia de la sensación, den lugar a los fenómenos. Con esto, tam­poco queremos dar por sentado que el problema de la realidad de las cosas sensibles esté resuelto. ¿Quién nos garantiza que en efecto existen el espacio y el tiempo como propiedades reales de las cosas? ¿Quién nos puede asegurar que las cosas sean en sí tal como nos aparecen? Este es el problema del conocimiento en su faceta «feno-menalismo-objetivismo-del-en-sí» que, después de estudiar a KANT, no podemos considerarlo resuelto a favor de ninguna de las tesis.

3. LA SUPERACIÓN DE CARNAP

DEL PROBLEMA REALISMO-IDEALISMO

Vamos a exponer la superación de CARNAP de la an­títesis «idealismo-realismo» y, después, vamos a intentar hacer extensivos sus argumentos a la antítesis «fenomena-lismo-objetivismo-del^sn-sí». Si lo conseguimos, habremos demostrado que en CARNAP se da, implícitamente, un in­tento de superación del problema del conocimiento en su doble aspecto.

Es necesario comenzar aclarando que CARNAP no pre­tende resolver el problema «idealismo-realismo» sino, cosa que en cierto modo es más radical, superarlo, manifestan­do que se trata de un pseudoproblema. La posición de CARNAP es, pues, neutral. No adoptará ni una tesis ni la otra sino que mostrará que ambas son sinsentidos. Su

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manera de conseguir esto es decepcionante por su misma sencillez. Se trata de la siguiente:

Dos geógrafos, uno de ellos realista y el otro idealista en cuanto filósofos, son enviados a África para tratar de encontrar y describir cierta montaña acerca de la cual no se sabe a ciencia cierta si su existencia es real o me­ramente legendaria. Ambos regresarán exactamente con los mismos resultados, sean estos positivos o negativos. En efecto, en geografía, como en física, existen criterios relativos al concepto de realidad que permitirán discer­nir si la montaña es o no geográficamente real. Se trata, por supuesto, de una realidad empírica, que nada tiene que ver con lo que los filósofos llaman «realismo».

Los resultados obtenidos por los dos geógrafos no sólo serán idénticos por lo que se refiere a la existencia o no de la montaña sino también, si ésta existe, por respecto a su situación, altura, configuración, etc. Tan sólo diferi­rán entre sí, si se expresan no como geógrafos sino como filósofos. El realista dirá: «esta montaña no sólo tiene tal altura, configuración, etc., sino que además es real». El idealista dirá: «al contrario, la montaña que posee tales propiedades geográficas no es real, solamente son reales nuestros (o mí, en el caso de que se trate de un solipsista) procesos de conciencia y nuestras percepciones».

CARNAP admite también que se podrá dar una respues­ta fenomenalista. Será la siguiente: «la montaña que he­mos encontrado es un fenómeno cuyo soporte es algo real pero que no puede ser conocido por nosotros».

Ahora bien, la divergencia entre los dos geógrafos no se da en el dominio puramente empírico: en ese campo existirá completa unanimidad de criterios. Por tanto, di­cha divergencia se referirá a algo que está más allá de lo empírico y no podrá, por tanto, tener un contenido fác-tico. Siendo así, ninguno de los dos geógrafos podrá jus­tificar su tesis acerca de la realidad o no de la montaña mediante alguna experimentación, ni tampoco podrán dar al menos una indicación acerca del modo cómo podría ser realizada una experimentación de esta especie.

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El ejemplo de la montaña puede ser generalizado y aplicado a la existencia o no del mundo externo. Desde que se admite solamente el tener contenidos fácticos como criterio para el sentido de las proposiciones, ni la tesis del realismo ni la del ideaismo pueden considerarse como con sentido. Se concluye de aquí que tanto el rea­lismo como el idealismo son sinsentidos y que tal es tam­bién la condición de la pregunta que formula el proble­ma acerca de la realidad del mundo externo 18.

De la misma manera, y siguiendo los criterios de CARNAP, podemos superar el problema «fenomenalismo-obj etivismo-del-en-sí».

Si los dos geógrafos son realistas, pero uno de ellos es fenomenalista, mientras el otro es partidario del obje-tivismo-del-en-sí, coincidirán enteramente en cuanto geó­grafos, pero diferirán en cuanto filósofos. El objetivista dirá que todos los datos recogidos acerca de la montaña se dan en la montaña en sí, con absoluta independencia del conocimiento de la misma. El fenomenalista, en cam­bio, afirmará que todos esos datos pertenecen al fenómeno «montaña de tales y tales características», que a tal fenó­meno corresponderá alguna realidad en sí, pero que tal realidad será distinta del fenómeno y absolutamente in­cognoscible.

Ahora bien, si la única manera de resolver los proble­mas es la experiencia, si no existen otros criterios de veri­ficación o de falsación19, entonces la distinción de crite­rios entre ambos geógrafos no tendrá sentido. No será posible encontrar una experimentación que dé la razón a una cualquiera de las tesis opuestas.

Se tiene que concluir entonces que, según los criterios de CARNAP, el problema del conocimiento es siempre un sinsentido, tanto referido a la antítesis «idealismo-realis-

18. Cfr. CARNAT, op. cit, pág. 203-204. 19. Usamos esta palabra en vez de «falsificación» como opuesto a

«verificación», debido a que «falsificación» ya tiene un sentido deter­minado y distinto en la lengua castellana

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mo» como por orden a la cuestión «fenomenalismo-obje-tivismo-del-en-sí».

Como se ve, obviamente, el criterio de CARNAP para superar el problema del conocimiento se fundamenta en el famoso principio de verificabilidad de los neopositivis-tas lógicos. En efecto, si para que un enunciado tenga sentido es necesario que la proposición que expresa sea analítica o verificable empíricamente, entonces cualquier respuesta al problema del conocimiento en sus dos face­tas será un sinsentido. Lo mismo sucederá, por tanto, res­pecto de las preguntas que formulan el problema.

Esto nos obliga a prestar alguna atención al principio de verificabilidad. Pero, antes de eso, podemos presentar las tesis de CARNAP y sus argumentaciones desde un punto de vista diverso que, aunque también recorre a la expe­riencia como último criterio de conocimiento, tiene la ventaja de parecer aun más convincente.

En efecto, tratar de resolver el problema del conoci­miento es una pretensión inútil y destinada al fracaso. Para que yo pueda ver si el mundo exterior que percibo existe en sí y si es en sí tal como lo percibo o no existe en sí o, existiendo en sí, no es en sí tal como lo percibo, tendría que salir de mí mismo y comprobar si mi conoci­miento de la cosa corresponde a alguna cosa y si ésta es tal como se presenta a mi conocimiento. Pero al salir de mí, cosa por lo demás imposible, aun podría preguntarme si mi conocimiento acerca de mi conocimiento y sobre todo si mi nuevo conocimiento de la cosa es tal que a él corresponde algo existente y tal como yo lo conozco. De esta manera, la solución del problema del conocimien­to postularía un proceso al infinito —que, por tanto, nun­ca se podría concluir— de sucesivos actos de salir de mí mismo una y otra vez.

Así parece, en efecto, que la tesis de CARNAP es válida y que el problema del conocimiento no es más que un pseu-do-problema. Claro que, para eso, será necesario admitir el principio de verificabilidad, principio que, a su vez, plantea problemas de difícil o imposible solución.

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4. E L PRINCIPIO DE VERIFICABILIDAD

El principio de verificabilidad se puede enunciar de la siguiente manera. «Un enunciado tiene significado li­teral si y sólo si la proposición que expresa es analítica o verificable empíricamente» 20.

Este principio, casi desde el primer momento de su formulación, suscitó problemas y controversias en el seno mismo del neopositivismo. Presentemos del modo más breve posible los problemas que plantea.

a) Las dificultades en torno al principio de verificabilidad

La primera dificultad que se planteó y que, además, no fue definitivamente resuelta es la siguiente: ¿qué decir entonces de los enunciados universales de las cien­cias empíricas? Efectivamente, las proposiciones universa­les no pueden ser empíricamente verificadas.

No vamos a entrar al detalle en las diferentes solu­ciones propuestas. Nos limitaremos a presentar la más re­ciente y quizás más aceptable. Se trata de la solución propuesta por Alfred J. AYER en su libro Lenguaje, ver­dad y lógica que apareció en su primera edición inglesa en 1935. En dicha obra se sostiene que «ninguna propo­sición, fuera de las tautologías, tiene posibilidad de ser más que una hipótesis probable»21.

Ahora bien, esta opinión no salva el principio de ve­rificabilidad. Si continuamos admitiendo que fuera de las proposiciones analíticas sólo tienen sentido las empírica­mente verificables, entonces, las proposiciones universa­les de las ciencias no tendrán sentido ni siquiera como hipótesis probables, puesto que se sabe que nunca podrán

20. Alfred J. AYER, Lenguaje, verdad y lógica, trad. de Ricardo Resta, Ed. Universitaria de Buenos Aires, 1965, pág. 8. Corregimos la traducción sustituyendo en ella la palabra «sentencia» por la palabra «enunciado», que nos parece una más correcta traducción del término inglés «sentence».

21. Op. cit., pág. 45.

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ser absolutamente verificadas. A este respecto, conviene advertir que AYER reduce también a hipótesis las propo­siciones fácticas acerca de sujetos singulares. Ahora bien, no es ni siquiera necesario aclarar que el estatuto de una proposición fáctica singular por lo que respecta a su verificabilidad es distinto del de una proposición fác­tica universal. De todos modos, si seguimos la solución de AYER, lo que hacemos es restringir el principio del modo siguiente: todo enunciado que no exprese una pro­posición analítica o una proposición fáctica probable por hipótesis, es sinsentido. Pero, enunciado de este modo, el principio, o contiene un contrasentido oculto: que puede verificarse empíricamente algo que no es más que una hipó­tesis probable y que, por tanto, no siempre —como en el caso de las proposiciones universales— es una proposición veri-ficable, o, si se entiende la expresión «hipótesis probable» en su sentido más amplio, entonces el principio de veri­ficación no restringe el sentido de los enunciados al campo estricto de las proposiciones analíticas o empíricas. En efecto, la proposición «Dios existe», puede presentarse también como una hipótesis meramente probable.

Otra dificultad con respecto a la formulación del prin­cipio de verificabilidad aparece levantada por el propio AYER en la introducción a la segunda edición de la obra citada aparecida en 1945. La dificultad consiste en lo si­guiente: si se formula el principio de este modo: «Un enunciado tiene significado literal si y sólo si la propo­sición que expresa es analítica o empíricamente verifica-ble», se podrá objetar que si un enunciado expresa una proposición, entonces tiene significado literal y, si no tie­ne significado literal, entonces no expresa ninguna pro­posición22. AYER pretende resolver el problema estable­ciendo una nueva entidad entre la entidad «enunciado» (sentence) y la entidad «proposición» (proposition). Esta nueva entidad será la aserción (statement). De este modo, el principio de verificabilidad se enunciará correctamente

22. Cfr. op. cit, pág. 8.

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de la siguiente manera: «Un enunciado tiene significado literal si y sólo si la aserción que expresa es analítica o verificable empíricamente». Ahora bien, ¿en qué difiere esa nueva entidad —«aserción»— de la entidad «enun­ciado» y de la entidad «proposición»? AYER propone que se reserve la palabra «enunciado» para designar cualquier conjunto de palabras gramaticalmente significativas. Así, «César pero y» será un enunciado. Por otro lado, según AYER, todo enunciado, sea o no literalmente significativo, expresa una aserción. Así, dos enunciados recíprocamente traducibles expresarán la misma aserción. Por último, la palabra «proposición» se reservará para designar aquello que expresan los enunciados literalmente significativos23.

Pero, si las cosas son de este modo, habrá que admitir que enunciados carentes de sentido expresen alguna cosa; es decir, una aserción. Pero esto es, obviamente, un con­trasentido. O la aserción se identifica con el enunciado o es lo mismo que la proposición, pero, desde luego, no puede consistir en un tertium quid. Eso a menos que se admita que el principio de verificación no es más que una convención que establece arbitrariamente lo que, a partir de ahora, ha de entenderse por «enunciado con sig­nificación literal». En efecto, si se quiere negar el sen­tido de los enunciados de la metafísica —y esa es la intención de AYER— y se observa que ciertos enunciados metafísicos no son puramente sinsentidos pero que son, en cambio, sinsentidos según el principio de verificabili-dad, para esos enunciados cabrá admitir que expresan una aserción pero no una proposición. Pero esto será una patente arbitrariedad. Por otra parte, tampoco es lo que AYER pretende. Para AYER puede darse el caso de un enun­ciado no literalmente significativo y que, sin embargo, ex­prese algo; esto es, una aserción. Pero entre «ser literal­mente significativo» y «expresar algo» existe una identi­dad, de modo que, como hemos dicho, la noción misma de aserción, como la entiende AYER, es un contrasentido.

23. Cfr. ibid., pág. 0.

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b) El principio de verificabilidad y la autorreferencia

Otra objeción que se puede levantar contra el principio de verificabilidad se refiere a su propia autorreferencia.

En efecto, formulemos el principio de la siguiente ma­nera: «todos los enunciados que no sean ni analíticos ni empíricamente verificables son sinsentidos»24.

Ahora bien, partamos del principio que esta enuncia­ción del principio en cuestión sea correcta. Preguntaría­mos ahora «¿el principio de verificabilidad es o no es un enunciado?». La respuesta tiene que ser afirmativa, luego el principio se refiere a sí mismo, es autorreferente.

Ante esta situación caben dos posturas. La primera será la de quien admita la autorreferencia que se da cuando una proposición se refiere a una totalidad de pro­posiciones de la que ella misma forma parte como algo no carente de sentido. De este modo se podría decir con HUSSERL que el principio de contradicción es regla de sí mismo 25 en cuanto, si se niega, al mismo tiempo es afir­mado. En esta postura, la autorreferencia tiene un valor autoprobativo o autorrefutativo, como sucede, por ejem­plo, en el caso del enunciado «Todas las proposiciones son falsas» 26. Si adoptamos esta posición, el principio de veri­ficabilidad se aniquila a sí mismo, puesto que no es un enunciado ni analítico ni empíricamente verificable.

La segunda postura consiste en negar el sentido de toda proposición autorreferente. Esta es la posición de RUSSELL

24. De esta manera, obviamos la dificultad planteada por AYER. Pero nuestro modo de proceder no es correcto. Los enunciados no son ni analíticos ni empíricamente verificables, sino las proposiciones y éstas son los significata de los enunciados. La objección planteada por AYER es en realidad irresoluble.

25. Cfr. Prolegómenos a la lógica pura, en «Investigaciones lógi­cas», trad. de Manuel G. Morente y José Gaos, Revista de Occidente, Madrid, 1967, Vol. I, pág. 190-191.

26. En otro trabajo hemos desarrollado este aspecto de la autorre­ferencialidad (Cfr. La noción de paradoja y la autorreferencialidad, en «Anuario filosófico», Ed. Universidad de Navarra, S. A., Vol. V, 1972, págs. 59-96. Sin embargo, hay que reconocer que esta manera de entender la autorreferencialidad levanta problemas que deberán ser resueltos.

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quien llega a afirmar que, dada su autorreferencia, el principio «todas las proposiciones son verdaderas o fal­sas» es un sinsentido27. Es más, según el mismo RUSSELL,

es imposible eliminar el sinsentido de las proposiciones autorreferentes estableciendo de una vez por todas que no se han de entender como aplicables a sí misma. Con­cretamente, dice RUSSELL: «NO podemos decir 'Cuando ha­blo de todas las proposiciones, quiero decir todas excepto aquellas en que se alude a todas las proposiciones'; pues en esta aclaración habríamos hecho mención de las pro­posiciones en que son mencionadas todas las proposicio­nes, cosa que no nos es posible llevar a cabo con sen­tido» ».

De este modo, RUSSELL concluye que, por lo que se refiere al principio de tercero excluido, será necesario formularlo de otra manera en la que, bajo ningún as­pecto, aparezca la autorreferencia29. Ahora bien, esa for­mulación se consigue expresando el principio como un teo­rema del cálculo proposicional y usando variables prepo­sicionales. El principio lo tenemos entonces en la forma «pV—p». Pero resulta que en el cálculo proposicional, como en todos los cálculos lógicos, caben fórmulas bien formadas que no sean ni derivables ni refutables, sin que por eso el cálculo resulte incompleto. Esto es así porque las letras de proposiciones o de predicados funcionan al modo de variables libres —si comparamos estos cálculos con los no lógicos— por orden a la interpretación. Es decir, sucede con las fórmulas bien formadas del cálculo proposicional como con algunas igualdades aritméticas. Así «x + y = y + x» es una fórmula con dos variables libres y, sin embargo, es siempre válida, mientras que «x + y = z» sólo será verdadera para determinadas inter­pretaciones de las variables.

27. Cfr. La lógica matemática y su fundamentación en la teoría de los tipos, en «Lógica y conocimiento», trad. de J. Muguerza, Taurus, Madrid, 1966, págs. 77-144, pág. 84.

28. Ibid., pág. 83. 29. Cfr. ibid., pág. 84.

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Ahora bien, dada la fórmula «x + y = y + x», pode­mos cuantificar en la forma «(x) (y) (x + y = 2/ + x)», obteniendo una fórmula cerrada y derivable. Si, sin em­bargo, cuantificamos del mismo modo la fórmula «x -f y = z», obtenemos una fórmula cerrada pero refutable. Si procedemos igualmente respecto de las fórmulas bien formadas del cálculo proposicional «pV—p» y «pV q», aunque para eso tengamos que tomarnos ciertas liberta­des, obtenemos en el primer caso una fórmula cerrada en orden a la interpretación y derivable, y, en el segundo caso, una fórmula cerrada en orden a la interpretación y refutable. Pero si concebimos de este modo la expre­sión «pV—p», tendremos que será correctamente leída en la forma «para toda proposición p (o q, o r, o s, etc.) se tiene p o no p». Ahora bien, esto que acabamos de escribir es una proposición y se refiere a todas las pro­posiciones, luego será autorreferente.

Pero dejemos de lado esta cuestión. Supongamos, con­tra el pensamiento de RUSSELL en el trabajo La lógica matemática y su fundamentación en la teoría de los tipos, que es al que nos estábamos refiriendo, que cuando una proposición es aparentemente autorreferente, como en el caso del principio de tercero excluido, basta entenderlo como no autorreferente para que no sea un sinsentido. Es decir, supongamos que existe una jerarquía de lenguajes de tal modo que una proposición del lenguaje li se re­fiera solamente a las proposiciones del lenguaje 10. Con esto, podemos seguir el mismo pensamiento de RUSSELL

expresado en la introducción al Tractatus de WITTGES-

TEIN 30.

Aplicando este criterio al principio de verificabilidad, podemos admitir que éste pertenece a un metalenguaje li y que se refiere solamente a los enunciados de un len­guaje 10. Así se obvia el problema de la autorreferencia, pero aparecen nuevos problemas.

30. Cfr. Tractatus logico-philosophicus, ed. bilingüe, trad. de E. Tier­no Galván, Revista de Occidente, Madrid, 1957, pág. 25.

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En efecto, si el principio de verificabilidad no se ani­quila a sí mismo proclamando su propio sinsentido dada la autorreferencia, tendremos que admitir que sólo vale para las proposiciones del lenguaje de objetos y no del metalenguaje. En ese caso, tal principio no es capaz de eliminar toda metafísica, pues al menos ciertas proposi­ciones de la metafísica, y no las menos importantes, per­tenecen propiamente al metalenguaje. En efecto, como dice Sto. Tomás, nosotros no conocemos la existencia de Dios —cosa que podría parecer, dada la demostración de la proposición «Dios existe»— sino que tan sólo sabemos que es verdadera la proposición «Dios existe» 31. La afirmación metafísica de la existencia de Dios se sitúa, pues, para Sto. Tomás, en el metalenguaje.

Por supuesto que no podemos establecer que los enun­ciados del metalenguaje sólo tienen sentido si y sólo si son analíticos o empíricamente verificables, pues enton­ces también sería un sinsentido el principio de verifica­bilidad.

Llegamos, pues, a la conclusión de que el principio de verificabilidad es el maocimum de metafísica que se permiten los neopositivistas y que es un enunciado que carece de fundamento efectivo. La metafísica, entonces, podrá ser considerada como el campo de proposiciones meramente hipotéticas y opcionales, y entre ellas se en­contraría el principio de verificabilidad. Pero resulta que si el principio de verificabilidad carece de fundamento y es puramente opcional, entonces la negación de toda la metafísica también carece de fundamento y es arbitraria.

Ahora bien, el principio de verificabilidad nos inte­resaba en cuanto fundamento último en el que CARNAP se apoya para su superación del problema del conocimiento. Resulta entonces que si el principio carece de funda­mento, también carece de él su superación del problema del conocimiento a pesar de su apariencia de verosimi­litud.

31. Cfr. I q 3, a 4, ad 2.

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5. E L SINSENTIDO DE LAS PREGUNTAS

La superación del problema del conocimiento de CAR­NAP pierde su validez en cuanto se considera que puede haber proposiciones con sentido que no sean ni pura­mente analíticas —como las de la lógica o las de la mate­mática— ni pertenecientes a las ciencias empíricas.

En efecto, los dos geógrafos estarán de acuerdo en cuanto a los datos empíricos acerca de la montaña. Sin embargo, si se acepta la posibilidad de la metafísica y, por tanto, el sentido de las tesis del idealismo y del rea­lismo, su desacuerdo por lo que se refiere a la realidad de la montaña ha de mantenerse.

Admitiendo, en efecto, que el principio de verificabi-lidad no se puede fundamentar, hay que aceptar, al me­nos, que tengan sentido enunciados que puedan ser ve­rificados por criterios distintos de los puramente empí­ricos o, incluso, por criterios empíricos pero de modo in­directo. Este será el caso, por ejemplo, de las cinco vías de Sto. Tomás acerca de la existencia de Dios.

Ahora bien, hay que reconocer, aunque sólo sea pro­visoriamente, que por lo que se refiere al problema idea­lismo-realismo, CARNAP parece tener cierta razón.

Aunque las tesis del idealismo y del realismo no fue­sen sinsentidos, rigurosamente hablando, el argumento de CARNAP se puede considerar basado en que la pregunta que formula el problema «idealismo-realismo» (o «feno-menalismo-objetivismo-del-en-sí») es un sinsentido en cuan­to no existe ningún criterio de verificabilidad para nin­guna de las dos respuestas posibles. La pregunta sería un sinsentido en cuanto sería irrespondible.

Si esto es así, si las preguntas irrespondibles son sin­sentidos en cuanto preguntas, podemos intentar una cla­sificación de las diferentes preguntas sin sentido.

Examinemos, en primer lugar, el caso de la pregunta siguiente:

¿Hay o no hay vida humana en otros planetas, de otros sistemas solares distintos del nuestro?

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En el caso de que no haya hombres en otros planetas, la pregunta es prácticamente irrespondible, aunque en teoría se podrían examinar todos los planetas del univer­so, si, como cabe pensar, éste no es infinito, para veri­ficar que no existe en ninguno de ellos vida humana.

Ahora bien ¿esta irrespondibilidad práctica de la pre­gunta la convierte en un sinsentido? Si así fuese el sentido de la pregunta dependería en última instancia de su respondibilidad en un momento dado. Es decir, una pregunta podría ser un sinsentido en un momento y no serlo en otro. Pero, claro está, esto no resulta satis­factorio y habrá que concluir —y seguramente CARNAP

estaría de acuerdo con nosotros— que la pregunta a la que nos estamos refiriendo no es un sinsentido.

Con esto, ya hemos determinado más el carácter de sinsentido de una pregunta. Una pregunta será sinsentido si es irrespondible teóricamente. Así nos encontramos con una serie de preguntas carentes de sentido. Se trata de aquéllas que son irrespondibles no por razones fácticas sino por sí mismas; es decir, aquéllas que son irrespon­dibles metafísicamente, para usar una terminología con­sagrada por la escolástica.

Ahora bien, este es precisamente el caso de las pre­guntas paradójicas. Tales preguntas no pueden ser teórica­mente respondidas, puesto que, si se responde que es ver­dad el enunciado que resulta cuando suprimimos los sig­nos de interrogación, entonces se concluirá que es falsa y, si se responde que es falso, se concluirá que es verda­dero. Este es, por ejemplo, el caso de la siguiente pre­gunta: «¿el número richardiano es richardiano?». Si es verdad que es richardiano es falso que lo sea y, si es falso que lo sea, es verdad que es richardiano.

Pero con esta especie de preguntas no se agota el campo de las preguntas sin sentido. Una nueva especie pue­de ser la de preguntas tales que, si suprimimos los signos de interrogación, nos encontramos con un contrasentido. Es­te es el caso de la pregunta «¿El A que es B es no B?». O, si se quiere «¿El A que es B es o no es B?». Estas preguntas

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son sinsentidos en cuanto preguntas, puesto que, dada su enunciación misma, se tiene ya la respuesta.

Otra especie de preguntas sin sentido, muy semejantes a la que acabamos de exponer, es el caso de aquéllas que, si suprimimos los signos de interrogación, nos encontra­mos con una tautología. Tales preguntas son de la forma siguiente «¿A es A?». Son, como las anteriores, preguntas sin sentido en cuanto preguntas, pues una vez enuncia­das se tiene ya la respuesta.

Hemos de advertir a este respecto que, de ningún modo, una tautología ha de considerarse como un sinsen-tido o como una expresión carente de sentido. Podemos pensar que «A es A» no aporta ningún nuevo conocimien­to acerca de A, pero esto no es cierto. Como ejemplo de expresión tautológica, que efectivamente aporta un nuevo conocimiento, podemos poner la frase de Pilatos «Lo que escribí, escribí»32, que no es, como es fácil de ver, un sinsentido. La expresión de Pilatos quiere decir que lo que está escrito, está escrito de una vez por todas. Es lo mismo que se expresa en el principio de identidad, el cual, a su vez, es perfectamente convertible —mediante la definición del conectivo de la implicación— en el prin­cipio de contradicción. Este último no es evidentemente un sinsentido, sino precisamente la ley que se ha de tener en cuenta para evitar el contrasentido.

Con esto, tampoco hemos agotado el campo de las pre­guntas sin sentido. Este campo se ve enriquecido por todas aquellas especies de enunciados indicativos sin sen­tido que pueden expresarse en forma interrogativa.

Así, y para expresarnos en la terminología de HUSSERL,

tenemos el campo de las preguntas a partir de las cuales, cuando se suprimen los signos de interrogación, se obtiene una expresión carente de sentido cuanto a su forma. Este es el caso del enunciado «César pero y». Lo que en este enunciado —y en su pregunta correspondiente— se da es una ausencia de aplicación de las leyes sintácticas. Tal

32. J. 19, 22.

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enunciado, es una expresión mal formada sintácticamen­te. En ella no se ha tenido en cuenta las reglas de forma­ción del lenguaje ordinario, es decir, se trata de una expresión que viola las leyes de la sintaxis fundadas en las categorías sintácticas.

Otro caso de preguntas sin sentido son aquellas que se obtienen al añadir los signos de interrogación a un enunciado carente de sentido en cuanto a su contenido, para usar la terminología de HUSSERL. Este mismo aporta un ejemplo de tales enunciados: «la suma de los ángulos de un triángulo es igual al color rojo»33. En este caso, se da también un desorden de categorías, sólo que éstas, en vez de ser las meras categorías sintácticas, es decir, las categorías que se pueden establecer a partir de las nocio­nes de functores y de argumentos34, son las categorías en el sentido aristotélico, sean éstas ontológico-formales, on-tológico-materiales o, simplemente, categorías semánticas. De todos modos, hay que reconocer que entre las catego­rías sintácticas y las categorías de Aristóteles existe una cierta correspondencia, aunque ésta no sea total35.

Es necesario decir, sin embargo, que el sinsentido de expresiones tales como «la suma de los ángulos de un triángulo es igual al color rojo», y, por tanto, de la pre­gunta correspondiente, es diverso del de expresiones del tipo «César pero y» y de sus formulaciones en forma inte­rrogativa.

Ante la expresión «César pero y», como inmediata­mente se hace patente, no es posible entender nada. El sinsentido es— en el orden de los enunciados— equiva­lente al de las palabras mal formadas, por llamarlas así, las palabras que consisten en una concatenación de letras que no tienen significación en un lenguaje dado.

Ahora bien, el sinsentido de «la suma de los ángulos

33. HUSSERL, Lógica formal y trascendental, pág. 229. 34. Cfr. I. M. BOCHENSKI, Los métodos actuales del pensamiento,

trad. de Raimundo Drudis Baldrich, Ed. Rialp, Madrid, 1965, págs. 98^100.

35. Cfr. ibid., págs. 97-98.

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de un triángulo es igual al color rojo» no es tan evidente. Aparentemente la expresión parece significar algo, pero, a poco que se reflexione sobre ella, se concluye que no puede ser ni verdadera ni falsa y que, por tanto, es un sinsentido. Su tipo de sinsentido es semejante al de los enunciados paradójicos.

Con esto aun no están agotadas las especies de pre­guntas sin sentido. Cabe pensar todavía en las preguntas obtenidas al añadir los signos de interrogación a expre­siones de tal modo ambiguas que no tienen un sentido definido y que, por tanto, pueden ser consideradas como sinsentidos. Se trata de las expresiones supuestamente me­tafísicas contra las que se ceban los neopositivistas. Este es el caso de «lo absoluto es real» o de «la nada ano­nada». Se hace difícil entender qué es lo que en la pri­mera de estas expresiones se entiende por «lo absoluto». Por otra parte, el predicado «ser real» no ayuda nada —antes al contrario— para descifrar su contenido signi­ficativo. Lo mismo sucede con «la nada anonada». Si la nada no es ¿cómo puede hacer algo, aunque ese «algo» sea anonadar?

Hay que aclarar que tales expresiones tienen un sen­tido peculiar. Se trata de expresiones que parecen perte­necer más bien al lenguaje poético que al lenguaje ordi­nario, científico o filosófico. Sean, por ejemplo, los dos versos con que comienza el poema Oficina y denuncia de la obra Un poeta en Nueva York de GARCÍA LORCA:

Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato.

Si esta expresión se pretende analizar con los criterios que se aplican al lenguaje ordinario o científico, habrá que concluir que se trata de un sinsentido.

En efecto, ¿cómo puede haber debajo de las multiplica­ciones una gota de sangre de pato? Se habla, además, de «las multiplicaciones», es decir, no de una multiplicación, sino de todas ellas. Por tanto, hay que pensar que las multiplicaciones están todas reunidas, cosa que es un

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absurdo. Por otra parte, las multiplicaciones constituirán algo que se puede levantar. No el papel en que están es­critas, sino las mismas multiplicaciones. Ahora bien, que una multiplicación se pueda levantar de manera que de­bajo de ella se encuentre una gota de sangre de pato es por lo menos tan sinsentido como «la suma de los ángu­los de un triángulo es igual al color rojo».

Pero, desde otro punto de vista, la expresión tiene sentido, es decir, tiene contenido, aunque éste sea tal que —como corresponde al lenguaje poético— sea indis­cernible de su misma forma36.

Pues bien, lo mismo sucede con respecto a algunas expresiones supuestamente metafísicas, tales como «lo absoluto es real» o la «nada anonada». Se trata de expre­siones ambiguas, imprecisas, carentes de un sentido defi­nido, pero que, como las expresiones poéticas, tienen un contenido y un contenido inseparable de su forma. Porque ¿qué quiere decir «lo Absoluto es real»? La respuesta sólo puede ser ésta: «lo Absoluto es real» no quiere decir más que lo Absoluto es real.

Aun cabe añadir otra especie de preguntas sin sentido. Se trata de las preguntas que se obtienen al añadir a un enunciado circular los signos de interrogación. Sostene­mos, con RUSSELL, que los enunciados circulares —los que se refieren a sí mismo y sólo a sí mismo— son sinsentidos, aunque no suscribimos la tesis de que el enunciado auto-rreferente, que se refiere a sí mismo en cuanto se dice de una totalidad de proposiciones de la que él mismo forma parte, sea un sinsentido37.

Podemos ahora clasificar las diferentes especies de pre­guntas sin sentido a que nos hemos referido, partiendo del

36. Cfr. J. Miguel IBÁÑEZ LANGLOIS, La creación poética, ed. Rialp, Madrid, 1964, págs. 58-59.

37. Cfr. Emilio DÍAZ ESTÉVEZ, op. cit., págs. 79-85. La aserción de que todo enunciado circular en el sentido definido en el texto es un sinsentido ha de ser probada, dada la supuesta circularidad de la proposición indecidible de GOEDEL y el enunciado que presenta BETH en su libro The foundations of mathematics, North-Holland p.c, Ams-terdam, 1965, pág. 486.

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más patente y dejando para el final aquellas preguntas que sólo son sinsentidos en cuanto preguntas. La clasifica­ción la hacemos a través de los ejemplos con que hemos ilustrado nuestro estudio. Cada especie de pregunta sin sentido, constituirá un determinado tipo que designare­mos mediante una letra mayúscula del alfabeto latino.

La clasificación es la siguiente:

A.—«¿César pero y?». B.—«¿La suma de los ángulos de un triángulo es igual

al color rojo?». C.—«¿El número richardiano es dichardiano?». D.—«¿A dice que A es B?». E.—«¿Lo Absoluto es real? F.—«¿El A que no es B es B?». G.—«¿A es A?».

Queda patente que el tipo de sinsentido que se puede atribuir a expresiones supuestamente metafísicas —habría que admitirlas al menos como expresiones poéticas— es el tipo E. «Sinsentido» es aquí ambigüedad, equivocidad, imprecisión; es decir, ausencia de un sentido definido.

Ahora bien, con esto no queremos indicar que las pre­guntas que plantean el problema del conocimiento sean sinsentidos de este tipo. El tipo a que pertenecen, si es que son ciertamente sinsentidos, lo veremos más adelante.

Por ahora, conviene que nos detengamos a examinar otros intentos de superación —o de solución neutralista— del problema del conocimiento, distintos del de CARNAP.

Nos referimos, concretamente, a la superación del proble­ma del conocimiento en el seno de la filosofía fenómeno-lógica.

6. LA FENOMENOLOGÍA DE HUSSERL

Y EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

HUSSERL es un pensador que en cierto modo supera la antítesis idealismo-realismo, y un filósofo que se sitúa ante el problema del conocimiento para darle solución.

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Nos interesa tanto una cosa como la otra. Luego vere­mos, además, cómo ambas actitudes no son incompatibles. Por lo tanto, podemos decir que, si HUSSERL supera la antí­tesis «idealismo-realismo» —y se refiere a un realismo es­pecial; a saber, el empirismo—, lo hace de modo diferente al de CARNAP. Para éste la pregunta misma no tiene sen­tido; para HUSSERL, en cambio, lo que sucede es que re­chaza tanto la solución realista —empirista— como la idealista.

a) La posición neutralista de HUSSERL ante el proble­ma realismo-idealismo

Propiamente hablando, la antítesis ante la que HUSSERL

escoge la posición neutralista —ni una ni otra— es la antítesis «empirismo-idealismo». Ahora bien, el empiris­mo es, como dice HUSSERL «un realismo teórico-práctico que quiere hacer valer en contra de todos los 'ídolos', en contra de los poderes de la tradición y la superstición, de los principios de toda índole, rudimentarios y refina­dos, los derechos de la razón autónoma como única auto­ridad en las cuestiones que se refieren a la verdad. Juz­gar sobre las cosas racional o científicamente quiere de­cir dirigirse por las cosas mismas, o retroceder desde los dichos y las opiniones hasta las cosas mismas interro­gándolas tales cuales se den en sí mismas y rechazando a un lado todos los principios extraños a ellas»38.

Ahora bien, el realismo empirista es inaceptable para HUSSERL porque conduce al escepticismo, tesis que se en­cuentra ya defendida en los Prolegómenos a la lógica pura.

Allí afirma HUSSERL que el empirismo es tan absurdo como el escepticismo extremo: «anula la posibilidad de una justificación del conocimiento mediato; y por ende

38. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía feno­menología, trad. de José Gaos, Fondo de cultura económica, Mé­xico, 1962, pág. 48.

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anula su propia posibilidad como teoría científicamente fundada»39. En efecto, como declara más adelante, «el empirismo extremo, que no concede en el fondo plena confianza sino a los juicios empíricos particulares..., re­nuncia eo ipso a la posibilidad de justificar racionalmen­te el conocimiento mediato» 40. Pero parecido juicio puede hacerse, todavía según HUSSERL, acerca de un empirismo moderado que, como el de HUME, «trate de salvar, como justificado a priori la esfera de la lógica y de la mate­mática y sólo entrega al empirismo las ciencias de hechos. También esta posición epistemológica se revela insosteni­ble e incluso absurda». En efecto, «los juicios mediatos sobre hechos... no admiten, con toda universalidad, nin­guna justificación racional, sino sólo una explicación psi­cológica. Basta plantear la cuestión de cuál sea la justi­ficación racional de los juicios psicológicos... en que se apoya esta misma teoría y de los argumentos de hecho que ella misma emplea, para reconocer la evidente pugna entre el sentido de la proposición que la teoría quiere demostrar y el sentido de las derivaciones que pretende emplear para ello. Las premisas psicológicas de la teoría son ellas mismas juicios mediatos sobre hechos; carecen, pues, de toda justificación racional, según la tesis que se trata de probar»41. Así pues, el empirismo conduce al escepticismo.

Ahora bien, «el escepticismo —dice HUSSERL— se anula a sí mismo por el contrasentido que entraña» 42. Por tan­to, el empirismo conduce a una contradicción. «Basta preguntar al empirista por la fuente de validez de sus tesis generales (por ejemplo 'todo pensar válido se funda en la experiencia, en cuanto ésta es la única intuición en que se da algo') para que se enrede en un contrasentido fácil de exhibir. La experiencia directa sólo da, en efecto,

39. Investigaciones lógicas, Vol. I, pág. 114. 40. Ibid., pág. 115. 41. Ibid., pág. 116 42. Ideas..., págs. 50-51.

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cosas y casos singulares, nunca universales; pero eso no basta. A la evidencia esencial no puede apelar, puesto que la niega; apelará, pues, a la inducción y, en general, al complejo de raciocinios indirectos por medio de los cuales llega la ciencia empírica a sus proposiciones gene­rales. Pero... ¿qué pasa con los principios de los racioci­nios..., por ejemplo, qué pasa con los principios silogísti­cos, el principio de 'la igualdad entre sí de dos cosas iguales a una tercera', etc....?»43.

Esta objeción puede parecer no válida para el empi­rismo del neopositivismo lógico o para el empirismo mo­derado. En ambos casos se retira de la esfera de los hechos los principios lógicos y matemáticos. Sin embargo, las objeciones de HUSSERL se revelan claramente válidas contra toda especie de empirismo o de positivismo. Si nos fijamos concretamente en el neopositivismo lógico, vemos que su peculiar empirismo radica en el principio de verificabilidad. Ahora bien ¿cómo es posible admitir como con sentido las proposiciones analíticas junto con las empíricas? Se podrá responder que las proposiciones analíticas son a priori y, por tanto, no descansan en la experiencia. Pero, en ese caso ¿por qué no admitir una metafísica de proposiciones a priori sean o no analíticas? A su vez, como ya vimos, el mismo principio ni es ana­lítico ni verificable empíricamente, de donde, siguiendo los caminos de HUSSERL, se puede decir que se anula a sí mismo o, mejor dicho, que se autoestablece como un sinsentido.

Pero HUSSERL señala también las obscuridades del lado idealista, afirmando así su posición neutral frente al problema en cuestión. Añadamos aquí, antes de exponer la refutación del idealismo por parte de HUSSERL, que el realismo empirista no es más que el realismo llevado has­ta sus últimas consecuencias. En efecto, si admitimos la realidad esencial o ideal de las cosas no nos situamos en un realismo puro, sino en un realismo idealista, un rea-

43. Ibid., pág. 51.

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lismo que acabaría afirmando como real la entidad inte­ligible de las cosas y del mundo y posponiendo la reali­dad sensible de las mismas. Así, lo que CARNAP hace al superar la antítesis «idealismo-realismo» es, en cierto modo, pronunciarse a favor del empirismo. En este sen­tido, su negación de la existencia del problema no es tal, sino una solución extrafilosófica, ingenua, podríamos de­cir, que hace coincidir lo real con lo empíricamente veri-ficable.

HUSSERL critica al idealismo en cuanto en él «no se llega a tener por medio de la reflexión una clara con­ciencia de que hay algo que es una intuición pura, como una forma de darse algo en que se dan originariamente esencias como objetos..., no se reconoce que también todo juicio intelectualmente evidente, en especial las verdades absolutamente universales, caen bajo el concepto de intui­ción en que se da algo... Sin duda se habla de evidencia, pero, en lugar de ponerla, como evidencia intelectual, en relaciones esenciales con la visión corriente, se habla de un sentimiento de evidencia que, como un místico index veri, prestaría al juicio una coloración afectiva... Estos presuntos sentimientos de evidencia... no son sino senti­mientos teóricamente inventados» u.

b) La solución de HUSSERL del problema del conoci­miento

Aunque HUSSERL niegue tanto el empirismo como el idealismo, su filosofía es un planteamiento y una solu­ción nueva del problema del conocimiento.

En efecto, en la Lógica formal y trascendental y en las Meditaciones cartesianas, HUSSERL se plantea el pro­blema del conocimiento de modo semejante a como se lo pone DESCARTES aunque para resolverlo de modo total­mente diverso.

44. Ibid., pág. 53.

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La solución de dicho problema para HUSSERL comienza por una epojé, un poner entre paréntesis la existencia de las cosas para quedarnos solamente con su eidos o esen­cia. Así, con palabras de ZUBIRI, «en lugar del puro he­cho, tenemos el eidos. Si en este rojo de hecho, prescindo de que sea 'de hecho' rojo, me quedo tan sólo con 'lo' rojo»45. De este modo, al prescindir de que una cosa sea de hecho tal, se prescinde de la existencia misma de la cosa, se pone entre paréntesis, practicando la epojé o reducción.

Esta reducción es primeramente fenomenológica, pues el mundo, puesta entre paréntesis su existencia, queda reducido a puro fenómeno; es decir, queda reducido a no ser sino lo que me aparece y en tanto que me aparece. Al mismo tiempo, es una reducción eidética, puesto que al prescindir de la existencia de las cosas me quedo con sus eidos. Por último, la reducción es también trascen­dental y en un doble sentido. Primero, en cuanto el fe­nómeno en su irrealidad, una vez suspendido el carácter de existencia, sólo se da en una conciencia y por el acto mismo de esa conciencia que es la reducción. Segundo, en cuanto la conciencia revela una subjetividad trascen­dental y en cuanto ella misma, una vez realizada la re­ducción, es la que, por así decirlo, pone las cosas46.

Así, el planteamiento del problema del conocimiento en HUSSERL es, como hemos dicho, semejante al de DES­

CARTES. Este duda de todo, aquél simplemente pone entre paréntesis. El principio de solución también parece seme­jante. DESCARTES parte del ego cogito y HUSSERL procede a partir del ego-cogito-cogitatum como estructura de la in­tencionalidad. Pero, a pesar de eso, las diferencias son profundas. Se puede decir que HUSSERL reprocha a DES­

CARTES el no haber reparado que toda cogitatio, aun puesta

45. Cinco lecciones de filosofía, Sociedad de estudios y publicacio­nes, Madrid, 1963, pág. 226.

46. Cfr. ZUBIRI, op. cit, pág. 226-227.

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en duda su presunta verdad, tiene un cogitatum propio que, en cuanto cogitatum, es un objeto sui generis. Pero DESCARTES resbala sobre esta circunstancia para ir de la cogitatio al ego47. Este error de DESCARTES se fundamenta en que él postula de hecho la validez del mundo real y concibe el cogito como un medio de justificar este presu­puesto. De ahí que pase del cogito, a través de la veraci­dad divina, al mundo real; en vez de pasar inmediata­mente del cogito al cogitatum*8.

Además HUSSERL afirma que DESCARTES ha confundido el ego con la realidad del alma humana, cuando en rea­lidad el ego no es más que el mero polo subjetivo de la intencionalidad, que es el acto de conciencia, y la reali­dad del alma humana es un objeto de conocimiento, un cogitatum49.

Por último, y eso tiene menos interés para nosotros, HUSSERL reprocha a DESCARTES el no haber acertado con el sentido trascendental del ego descubierto por él, puesto que aun admite el a priori de la causalidad y el presu­puesto ingenuo de las evidencias lógicas50.

La estructura ego-cogito-cogitatum obliga a HUSSERL

a una triple reflexión: la reflexión noemática sobre el cogitatum, la reflexión noética sobre el cogito y, final­mente, la reflexión última sobre el ego 51.

En la última reflexión es donde el mundo y los objetos externos vuelven a recuperar la existencia puesta entre paréntesis en la primera reflexión. La reflexión noemá­tica sobre el cogitatum coincide, en efecto, con el primer nivel de la reducción fenomenológica, en donde es puesta

47. Cfr. ibid., pág. 222. 48. Cfr. Quintín LAUER, Phénoménologie de Husserl, Presses uni-

versitaires de France, París, 1955, pág. 269. 49. Cfr. Lógica formal y trascendental, pág. 240. 50. Cfr. ibid., pág. 238-239. 51. Cfr. A. DE MURALT, La idea de la fenomenología, trad. de Ricardo

Guerra, Universidad nacional autónoma de México, México, 1963, pág. 281.

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entre paréntesis la existencia del mundo y éste es redu­cido a la condición de puro fenómeno52.

En la Lógica formal y trascendental muestra HUSSERL

cómo el mundo recobra su carácter de existencia, pero de una existencia relativa y presunta. En efecto, lo que se conoce con necesidad apodíctica es la existencia del ego. Yo «existo para mí con necesidad apodíctica», dice expresamente HUSSERL. En cambio, el mundo en cuanto es constituido por el ego —pues la cogitatio es la misma conciencia y por ésta, que es siempre conciencia de, el ego pone al mundo— «aunque existe —dice HUSSERL— con­tinuamente para mí en la corriente de mi experiencia coherente, aunque exista sin duda alguna (nunca podría sustentar una duda sobre una existencia que cualquier experiencia confirma), sólo tiene el sentido de una exis­tencia presunta y conserva este sentido con necesidad esencial. El mundo real sólo existe con la presunción, constantemente sostenida, de que la experiencia conti­nuará transcurriendo con el mismo estilo constitutivo» 53. Obviamente, esa existencia será también relativa, es de­cir, relativa a la del ego, en cuanto es el ego el que en cierto sentido, constituye el mundo.

De esta manera resuelve HUSSERL el problema «idea­lismo-realismo». Por lo que se refiere a la antítesis «feno-menalismo-objetivismo-del-en-sí», la misma reducción eidé-tica resuelve el problema.

Está claro, pues, que la solución de HUSSERL al pro­blema del conocimiento consiste en la adopción de un idealismo de nuevo cuño. Se trata de un idealismo sólo en el sentido de una aprioridad del ser esencial respecto de la realidad de hecho y en el sentido de que la con­ciencia pura es el ser objetivo y todo otro ser objetivo se funda intencionalmente en el ser de la conciencia, en la existencia apodícticamente evidente del ego5*.

52. Cfr. ibid., pág. 282. 53. Lógica formal y trascendental, pág. 262. 54. Cfr. ZUBIRI, op. cit., pág. 254.

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7. LA FENOMENOLOGÍA EXISTENCIAL

Y EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Si en HUSSERL encontramos una posición neutralista y una solución al problema del conocimiento, en la fenome­nología existencial el problema aparece plenamente supe­rado. De todos modos, ya en HUSSERL se encuentran ciertos pensamientos que apuntan en esa dirección55.

MERLEAU-PONTY, en el prólogo de su Fenomenología de la percepción, comienza interrogándose por el ser de la fenomenología y dando de ésta dos definiciones aparente­mente contradictorias; la primera, que se aplica perfecta­mente a la filosofía de HUSSERL y la segunda, que se debe al pensamiento de HEIDEGGER quien, a su vez, se apoya sobre algunas observaciones de HUSSERL en su último pe­ríodo acerca del Lebenswelt o mundo de la vida.

La primera definición es ésta: «la fenomenología es el estudio de las esencias, y todos los problemas, según ella, se reducen a definir esencias» 56.

La segunda definición es ésta: «la fenomenología es... una filosofía que vuelve a colocar las esencias en la exis­tencia y considera que no se puede comprender al hombre y al mundo sino a partir de su 'facticidad'» 57.

Las dos definiciones no son contradictorias más que apa­rentemente. Al final de su vida, HUSSERL piensa que el Lebenswelt, el mundo que se opone al de la ciencia físico-matemática58, el mismo mundo de la actitud natural, pero desnudado de su ingenuidad y concebido como cons­tituido por la conciencia59, es el objeto último de la filosofía fenomenológica60. Ahora bien, el Lebenswelt es

55. Cfr. LAUER, op. cit., pág. 373-374. 56. Op. cit., trad. de Emilio Uranga; Fondo de cultura económica,

México, 1957, pág. V. 57. Ibid. 58. Cfr. MURALT, op. cit., pág. 264. 59. Cfr. ibid., pág. 269-273. 60. Cfr. ibid., pág. 267-268.

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el término final de toda la fenomenología, el término de la reducción de la ciencia y de la lógica61.

Así, la reducción fenomenológica adquiere un nuevo sentido que es adoptado por los fenomenólogos existen-cíales. La reducción fenomenológica significa, en cierto modo, un volver al principio. En efecto, «es una contra­dicción reemplazar la experiencia corriente de todos los días por la de las ciencias físicas, como lo es también suplir el mundo de la experiencia cotidiana con un sis­tema de significados constituidos por una ciencia. La re­flexión filosófica exige una vuelta a la experiencia ori­ginal, al mundo original despojado de la supraestructura de teorías que le agregan las ciencias»62.

Por otra parte, existe en la fenomenología de HUSSERL

un aspecto que hace comprensible su evolución hacia una fenomenología existencial. Se trata del hecho, a que ya hemos aludido, de que lo único que existe, o que sabemos que existe, con evidencia apodíetica es el hombre o, para ser más exactos, el puro ego del hombre. De aquí que HEIDEGGER llame al hombre «existencia» o «lo exis­tente», es decir, el Dasein. Ahora bien, esto hace que la fenomenología, que en HUSSERL era esencial, dada su re­ducción eidética, se transforme en existencial. En efecto, la definición del hombre como existencia nos obliga a concebir como mundo real al mundo en el que el hombre está involucrado como sujeto63.

Pero una fenomenología existencial no es opuesta, sino complementaria, de la fenomenología esencial: «el énfa­sis que se da a la existencia implica precisamente poner de relieve la importancia atribuida a la idea clásica de esencia, pues cuando el filósofo de la existencia llama existencia al hombre, quiere expresar el punto de vista

61. Ibid., págs. 253 y 265-266. 62. Cfr. W. LUYPEN, Fenomenología existencial, trad. de Pedro Mar­

tín y de la Cámara; ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires 1967, págs. 103-104. 63. Cfr. ibid., pág. 34.

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de que ser-consciente-en-el-mundo constituye la esencia del hombre»64.

En todo caso, entre la fenomenología existencial y la de HUSSERL habrá que admitir, como única y esencial diferencia, el hecho de que para HUSSERL la atención se dirige principalmente a las cosas mismas, mientras que la fenomenología existencial se presenta, como es patente en HEIDEGGER, como una ontología antropológica, como si la ciencia del hombre ocupara el lugar de la antigua on­tología.

Por lo que respecta al problema del conocimiento, la posición de la fenomenología existencial es clara.

Por lo pronto, la pretensión de probar la realidad de un mundo exterior a partir de la conciencia de un mundo interior se vuelve superflua, tan pronto como se concibe al sujeto como existente, como inmerso en el mundo. No tiene sentido preguntrase si hay un mundo real, pues el mundo es precisamente aquello sin cuya realidad el hom­bre no es existencia y, por tanto, no es hombre65.

Esto es obvio, si se piensa que la estructura ego-cogito-cogitatum es fácilmente convertible en la estructura co-gitatum-cogito-ego. Es el ego el que pone al mundo, pero el ego es precisamente tal, y por tanto existente, en cuanto pone al mundo. Si no hubiera mundo puesto por el ego, no podríamos afirmar la existencia del ego mismo.

Claro está que esta superación del problema «idealis­mo-realismo», supone que no tiene sentido hablar de mundos existentes sin el hombre. La palabra «hay» no puede tener otro significado que haber-para-el-hombre66. Esto se encuentra ya claramente afirmado en HUSSERL

-—de ahí su idealismo— cuando dice que «el a priori sub­jetivo es lo que precede al ser de Dios, del mundo y de todas y cada una de las cosas que son para mí, el sujeto pensante»67.

64. Ibid., pág. 32. 65. Cfr. ibid., pág. 35. 66. Cfr. ibid., pág. 36. 67. Lógica formal v trascendental, pág. 261.

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Pero esto no quiere decir que el ego invente o incluso cree al mundo. El mismo HUSSERL tiene el cuidado de afirmar que el hecho de que sea el ego el que ponga a Dios no puede considerarse una blasfemia. Lo que se quiere decir tan solo es que Dios es para mí lo que es, a partir de mi propia operación de conciencia68; y la verdad es que siempre que afirmo o pruebo que Dios existe, afirmo o pruebo que existe algo en sí pero que es para mí. Este, y no puede ser otro, es el sentido de las pruebas de la existencia de Dios. Con ellas lo que hacemos es demostrar que sin la idea de un Dios exis­tente, no tiene sentido el mundo en que vivimos, no tiene sentido mi propia existencia; en otras palabras, que Dios existe para mí con necesidad, pero con una necesidad derivada en última instancia del hecho incontrovertible de la existencia de mi ego trascendental.

Por otra parte, la estructura de la intencionalidad, esto es, la estructura del acto de conciencia, conduce, cuan­do se reflexiona sobre ella, a una superación del problema «idealismo-realismo». Lo que es evidente es que la con­ciencia, siendo siempre conciencia de, existe, o es, con­juntamente con la cosa de que es conciencia69 y, por tanto, es comunicación con la realidad. En efecto, «si la intencionalidad excluye la inmanencia pura de la con­ciencia, si se dice que la conciencia no es jamás con­ciencia de la conciencia misma sino que lo es siempre de aquello que no es la propia conciencia, ya no es posible plantear la cuestión de si la conciencia perceptiva capta o no la realidad, es decir, si lo que percibe es realmente» 70.

Sin embargo, estos argumentos no sirven para restau­rar la posición realista, sino para instaurar una posición neutra respecto del realismo y del idealismo.

Por una parte, es cierto que toda evidencia y toda verdad siempre vuelve al propio darse de lo percibido tal cual es. Pero, por otra parte, la idea de intenciona-

68. Cfr. ibid. 69. Cfr. LYUPEN, op. cit., pág. 94. 70. Ibid., pág. 95.

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(6 2007 Servicio de Pubiiceciones ds la Unirecsidad de Navarra

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ta aquella clasificación, podemos analizar las preguntas que plantea el problema del conocimiento, para ver si son o no sinsentidos.

Nos referimos en este epígrafe solamente al problema «idealismo-realismo». La pregunta que se plantea el pro­blema puede formularse de la siguiente manera:

1. ¿Existe el mundo externo?

Para que esta pregunta no sea un sinsentido del tipo E, es necesario que precisemos el significado de «mundo ex­terno». En cuanto a la palabra «existe» la damos por entendida con precisión, aunque más tarde la analizare­mos convenientemente. Si algún problema se levanta por relación a esta palabra es precisamente en cuanto se puede o no aplicar al mundo externo. Volvemos, pues, a lo mismo: ¿qué se entiende por «mundo externo»?

Se puede dar la siguiente respuesta: el mundo externo es el no interno. Pero, en ese caso, ¿qué se entiende por «mundo interno»? O, dicho de otro modo, ¿qué cosas tie­nen existencia en el mundo interno? La respuesta es in­mediata: mi mismo acto de conocer, de sentir, de querer, etc., son actos y realidades de mi mundo interno. Más aún, ellos son los que lo constituyen.

Ahora bien, por lo que se refiere al problema «idea­lismo-realismo», no existe válidamente ninguna diferen­cia entre las cosas externas e internas. Ambas son cosas que denominamos reales, por lo menos dentro de una ac­titud ingenua. Tan real es esta silla como mi ver la silla o, si se prefiere, como la impresión que la silla produce en mi retina. En efecto, la misma inteligencia que conoce tal cosa externa es la que, por reflexión, conoce su propio conocer y es capaz de describirlo, mediante introspección, del mismo modo que es capaz de describir el mundo de las cosas externas.

Llegamos a la conclusión, por tanto, de que la noción de lo externo como lo no interno no es satisfactoria, o, mejor dicho, que la pregunta 1 no es una buena formu-

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lación del problema «idealismo-realismo». Si lo fuese, el problema quedaría resuelto totalmente, pero, dadas nuestras reflexiones lo que sucede es lo inverso; es decir, que el problema se radicaliza. Ya no se trata de saber si existen o no las cosas del mundo externo sino también, y por la misma razón, si existen las del mundo interno. En todo caso sólo podríamos considerar como más allá de toda pregunta la existencia del ego como lo entiende HUSSERL, es decir, como mero polo subjetivo del acto de conciencia. La pregunta tiene, pues, que ser tal que se pueda referir tanto a las cosas internas como a las ex­ternas. Formulamos así la pregunta siguiente:

2. ¿Existen cosas que no sean puramente entes de razón?

La pregunta se formula de modo negativo y así resulta más correcta. Tengamos en cuenta que nos vimos obliga­dos a definir el mundo externo por oposición al interno.

Ahora bien, ¿qué son esas cosas, si es que existen, que no son entes de razón? Y, por tanto, ¿qué entendemos por «ente de razón»?

No nos vamos a meter en disquisiciones metafísicas o lógicas acerca de la noción de ente de razón y de sus es­pecies. Nos basta responder de un modo genérico y apun­tar una serie de ejemplos escogidos al azar.

Ente de razón es aquél cuyo ser objetivo se agota en el mismo acto de ser pensado o de ser conocido. Es aquello que sólo tiene existencia objetiva en el conocimiento. Así, entes de razón son las quimeras, las ficciones, las negacio­nes y las privaciones, las relaciones de razón de segunda intención —tales como «ser sujeto de una proposición»—, etcétera.

El problema se pone en cuanto intentamos distinguir el ente de razón del ente no puramente de razón; es decir, del ente real. Por lo pronto, el ente de razón tiene, como el ente real, una cierta existencia objetiva (más adelante la llamaremos «objetual»), aunque, según de-

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cimos, sólo la tiene en el entendimiento. Ahora bien ¿puede ser pensable que algo tenga existencia objetiva independientemente del entendimiento? En principio, pa­rece que no, dada la noción de «objeto». Objeto es sola­mente lo que es objeto de conocimiento para alguien; es decir, lo que el conocimiento proyecta fuera de sí y lo pone frente a sí. Este es el sentido etimológico de la palabra «objeto», ob-iectum.

Ahora bien, podemos distinguir dos especies de objetos de conocimiento o, mejor dicho, dos especies de objetivi­dad. Para eso nos remitimos a la distinción de HUSSERL

entre Gegenstánlichkeit y Objektivitát. La primera, que traducimos por «objetividad», es la objetividad propia de las cosas materiales, aunque también se puede hablar —HUSSERL lo hace— de la Gegenstándlichkeit de las irrea­lidades. La segunda, que traducimos por «objetualidad», es la propiedad que tiene el objeto de conocimiento en cuanto puro objeto, connotando —al menos, para HUS­

SERL— la no existencia real del mismo 74. Pero, al recurrir a esta distinción husserliana, hemos

tenido que volver a usar una expresión cuyo sentido no es todavía claro. Hemos dicho que la Objektivitát —para HUSSERL— connota la no existencia real del objeto. Pero ¿qué quiere decir «existencia real»?

Como hablamos de objetos, la existencia real es algo que tiene que darse en el mismo objeto de conocimiento y formando parte del mismo. Aquí conviene invertir, en cierto modo, los usos que hace HUSSERL de las palabras que hemos traducido por «objetividad» y por «objetuali­dad». De esta manera, estaremos, además, más de acuerdo con el significado intuitivo de estos dos vocablos en la lengua castellana. «Objetividad» y «Objetualidad» tendrán los mismos significados antes referidos, pero la objetivi­dad no se referirá a los entes de razón o irrealidades, sino solamente a los que tienen existencia real. Por el con-

74. Cfr. MURALT, op. cit., pág. 133-134.

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trario, la objetualidad se referirá a todo objeto de cono­cimiento, sea el ente real o el ente de razón.

Teniendo esto en cuenta, diremos que hay objetos que se presentan a la conciencia no sólo con objetualidad sino también con objetividad. Esos son los objetos que tienen —o acerca de los cuales decimos que tienen— exis­tencia real.

Ahora bien, ¿qué es en el objeto objetivo —no sólo objetual—, la objetividad? Dado que la objetividad es propia de algunos objetos, diremos que en ellos hay algo que los hace ser objetivos. Esta objetividad será una pro­piedad de tales objetos y, como hablamos de objetos y no de cosas, será una nota, pues los objetos de pensamiento o de conocimiento se constituyen mediante notas. Esta nota no será otra que la nota de trascendencia o indepen­dencia respecto de la conciencia. Diremos así que un objeto es real, que tiene objetividad, cuando se presenta con la nota de trascendencia respecto de la conciencia.

Aun el más extremista de los idealistas tendrá que reconocer que ciertos objetos se presentan a la conciencia con esta nota de trascendencia, mientras que otros obje­tos —los entes de razón— no se presentan con esta nota o, incluso, se presentan con la nota de dependencia res­pecto de la conciencia.

El hecho de que existan objetos que se presentan a la conciencia con independencia respecto de la misma no invalida, por lo pronto, el planteamiento de la fenome­nología existencial por lo que se refiere al conocimiento. Aunque estos fenomenólogos afirman, siguiendo a Hus-SERL, que sin ego y sin conciencia no hay mundo, con eso no quieren decir más que la conciencia es la que pone al mundo, pero no que lo haga. Como dice LUYPEN «el hecho de que el mundo aparezca en el conocimiento en forma independiente de la conciencia sólo significa que la conciencia no puede ser la causa eficiente del mundo» 75.

Con esto, no queremos decir que desde este momento

75. La fenomenología es un humanismo, pág. 25-26.

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afirmemos con los fenomenólogos que la conciencia ponga al mundo Eso, en todo caso, podrá ser concluido y acla­rado con nuestras reflexiones posteriores.

Volvamos ahora a la pregunta 2 y tratemos de formu­larla de nuevo teniendo en cuenta nuestras elucidaciones acerca de lo que significa «no ser ente de razón». La pregunta se podrá, entonces, formular del modo siguiente:

3. ¿Existen objetos que presentan la nota de trascen­dencia respecto de la conciencia?

La respuesta es, evidentemente, afirmativa. Pero se nos podría acusar de haber camuflado la cuestión. Tal acusa­ción no dejará, en cierto modo, de ser acertada. Ya he­mos dejado de hablar de cosas externas y de entes rea­les; es decir, ya no estamos planteando el problema del conocimiento por lo que se refiere a la existencia del mundo, sino sólo refiriéndonos a la existencia de objetos —como tales objetos, no como cosas— que poseen una nota determinada. Nuestra pregunta 3 será válida, sin embargo, si la enunciamos del modo siguiente:

4. ¿El mundo externo es realmente trascendente a mi conciencia?

Ante esta pregunta, debemos interrogarnos por el sen­tido de «ser realmente». Cuando yo digo que A es real­mente B, lo que afirmo es que B se predica con verdad de A.

Ahora bien, si tenemos esto en cuenta, y sin entrar por ahora en detalles acerca de la noción de «verdad», pode­mos transformar la pregunta 4, dadas nuestras disquisi­ciones acerca del mundo externo. Como vimos, el mundo externo ha de ser entendido como el mundo de los obje­tos que se presentan con la nota de trascendencia. La pregunta quedará formulada del modo siguiente:

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5 ¿Lo que presenta la nota de trascendencia respecto de la conciencia es verdaderamente trascendente a la conciencia?

Ahora bien, si nosotros decimos de un objeto que es trascendente respecto de la conciencia, lo único que afir­mamos es que ese objeto tiene la nota de trascendencia respecto de la conciencia. Por otra parte, cuando decimos que un predicado B se predica con verdad de un sujeto A, lo único que afirmamos es que, de una vez por todas, A es B.

Teniendo esto en cuenta, la pregunta 5 queda transfor­mada de la siguiente manera:

6. ¿Lo que presenta la nota de trascendencia respecto de la conciencia presenta la nota de trascendencia respecto de la conciencia?

Ahora bien, 6 es una pregunta sinsentido del tipo G. En efecto, 6 es una pregunta tautológica y su respuesta viene dada en la misma pregunta. No tiene, pues, sentido en cuanto pregunta.

¿Quiere esto decir que el realista está en la verdad mientras que el idealista labora en el error?

El realista afirma que lo que tiene la nota de trascen­dencia es realmente trascendente, y subraya el «realmen­te». Ahora bien, como hemos visto, por mucho que se insista en el «realmente» esta palabra sólo significa que un predicado se afirma una vez por todas de un sujeto. Sin embargo, el realista, en cuanto subraya el «ser real­mente», pretende que exista una trascendencia en los objetos que sea algo más que la simple tenencia de la nota de trascendencia. Pero si esto es así, como en los objetos sólo hay notas, la teoría del realista no sólo no es una tautología sino que aboca en una contradicción, en cuanto viene a afirmar que la nota de trascendencia no es sin más la nota de trascendencia. En efecto, hablando de objetos sólo se puede hablar de notas de los objetos

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y no de propiedades en sí, entre otras cosas porque el objeto, en cuanto tal objeto, por definición, no es sino sólo ante mi conciencia. Así, las propiedades del objeto serán notas y la trascendencia del objeto no será sino una nota más del mismo. Por otra parte, es obvio que no podemos tratar al objeto prescindiendo de su carácter de objeto y considerándolo como algo en sí. O bien, cuando hacemos tal cosa, lo único que afirmamos es que dicho objeto posee la nota de trascendencia. Además, no pode­mos hurtarnos a esta identidad entre tener trascendencia y tener la nota de trascendencia, indicando que hablamos de cosas, y no puramente de objetos. Una cosa, en todo caso, sólo será una especie de objetos, concretamente aque­llos que caen bajo nuestra aprehensión sensible y por el hecho mismo de ser objetos de los sentidos no tienen ni más ni menos realidad en sí —si no es que tienen menos— que los objetos de conocimiento intelectual.

9. E L SINSENTIDO DEL PROBLEMA

DEL CONOCIMIENTO POR RESPECTO A LA ANTÍTESIS

«FENOMENALISMO-OBJETIVISMO-DEL-EN-SI»

a) Primer enunciado de la pregunta y primera acla­ración.

La pregunta ante el problema «fenomenalismo-objeti-vismo-del-en-sí» se puede formular de la siguiente manera:

1. ¿Las cosas son en si tal como las conocemos?

Como es obvio, una vez superada la antítesis ((idealis­mo-realismo», esta pregunta se pone dada la posibilidad del error. Según esto, podemos preguntarnos, y a eso se refiere la pregunta 7, si el error se da siempre o no se da siempre.

Analicemos la pregunta. Por lo pronto, y para que 7

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no sea un sinsentido del tipo E, tenemos que interro­garnos por la significación del «ser-en-sí».

Es evidente que «ser-en-sí» significa lo mismo que ser independientemente de mi propia conciencia. Pero como aquí no nos preguntamos si la cosa es o no es en sí, sino si es en sí tal como la conocemos, y como nuestro conocimiento se expresa en predicaciones, cuando nos planteamos la pregunta 7, queremos saber si las cosas tie­nen en sí los predicados que les atribuimos; es decir, si cada predicado de la cosa es independiente de mi con­ciencia en cuanto predicado de tal cosa. Ahora bien ¿qué se puede decir cuando se pregunta, se afirma o se niega que un predicado de una cosa es de esa cosa indepen­dientemente de mi conciencia? Como un predicado no es un algo real que está añadido a la cosa, sino más bien la representación intelectual de lo que contribuye a la constitución de la cosa en su totalidad76, resulta que, cuando se habla de independencia por relación a la con­ciencia de un predicado en cuanto dicho de una cosa, sólo nos podemos estar refiriendo a la nota de trascendencia respecto a la conciencia que presenta tal predicado en cuanto de tal cosa. Es decir, hay predicados —los predi­cados reales— que al atribuirse a un sujeto presentan la nota de trascendencia a la conciencia respecto de ese su­jeto; pero hay otros predicados —los predicados de ra­zón— que no presentan tal nota aun cuando los predique­mos con verdad de la cosa misma. Así, si decimos «Pedro es ciego», y esto es verdadero, no por eso afirmamos que la ceguera tenga alguna entidad (en Pedro) independien­temente de mi conciencia. La ceguera es una privación y las privaciones se dan porque algo no existe, pero no suponen una propiedad real en el sujeto. Así, a poco que se reflexione sobre la predicación «Pedro es ciego», ve­mos que, aun siendo verdadera, la ceguera no presenta

76. Un conjunto sustancia-accidente forma una unidad entitativa. En efecto, el accidente no existe en sí sino en la sustancia. De suyo el accidente no existe. Por eso dice Sto. Tomás acerca del accidente que es más bien del ente que ente (Cfr. I, q 5, a 5, ad 2).

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la nota de trascendencia a la conciencia en cuanto pre­dicada de Pedro.

b) Situación peculiar del predicado «existe»

Atendiendo a lo dicho, comprendemos el estatuto es­pecial del predicado «existe», que tanto ha preocupado a los filósofos. En efecto, considerar al «existe» como un predicado más implicaría la admisión de la validez del argumento ontológico.

Supongamos que ante un objeto dado a la sensación decimos que existe. Supongamos, todavía más, que las sensaciones mediante las que percibimos el objeto sean de tal modo vagas que nuestro conocimiento no se atreve a predicar de ese objeto que sea de este o de aquel color, que tenga esta o aquella figura o, incluso, que sea o no un cuerpo. Aun en este caso extremo diremos —señalan­do mediante esa vaga sensación—: «esto existe». Pero ¿qué es lo que digo cuando afirmo de tal «esto» que existe? Nada más, exclusivamente, que hay un algo con la nota de trascendencia respecto de mi conciencia.

Desde este punto de vista, se puede concluir que el «existe» no es, hablando con propiedad, ningún predicado, sino la trascendencia a la conciencia de un sujeto o de una serie de predicados respecto de un sujeto; es decir, en este segundo caso, la nota de trascendencia que presenta un conjunto de predicados que configuran un sujeto. Así, cuando decimos «Pedro existe», y Pe­dro no es algo meramente señalado sino que tiene ya un contenido intelectual; es decir, que constituye lo que los escolásticos llaman un concepto singular, lo que hace­mos es conferir la nota de trascendencia respecto a la conciencia de ese conjunto de notas que constituye el con­cepto singular de Pedro.

De este modo, podría pensarse que «existe» no es un predicado de cosas sino un predicado de predicados. Pero más justo sería decir que «existe» es tan sólo una nota de trascendencia que se adhiere a la nota que cada predicado es respecto de la cosa, pero no para afirmar solamente la

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trascendencia del predicado, sino la trascendencia del pre­dicado en cuanto predicado de tal sujeto.

En este sentido PÉREZ BALLESTAR acierta cuando afirma que «así como es propio de las proposiciones el ser verda­deras o falsas, es propio de las nociones el tener 'existen­cia' o Vacuidad'» 77 y cuando asegura que «el 'es' de se­gundo adyacente se refiere a nombres, descripciones o sig­nos y significata en general, indicando que poseen un de-signatum es decir, que el término afectado no es un mero jlatus vocis o que el concepto afectado no carece de ob­jeto material))78. Razón tiene, incluso, cuando afirma que el predicado «existe)) es un predicado metalógico y al sos­tener que «las proposiciones 'S es' y 'S no es' pertenecen a un lenguaje respecto al cual el de su S es un lenguaje objeto))79. Pero solamente si, como el mismo PÉREZ BALLES­

TAR hace notar, no se hace con eso un flaco servicio a la metafísica en cuanto se quita de su órbita la noción de existencia para pasarla a la de la semántica, pues en rea­lidad el predicado «existe)) puede ser metalógico y semán­tico, pero la metalógica, en cuanto se ocupa del funda­mento in re de las entidades lógicas, no es tan forastera a la metafísica como pudiera parecer a simple vista80.

De todos modos, nosotros observamos el predicado «existen bajo un ángulo diverso. Para nosotros, como ya hemos hecho notar, no se trata exactamente de un pre­dicado de predicados sino de una nota de trascendencia a la conciencia que se adhiere a la nota que cada predi­cado es en cuanto la cosa se configura como un haz de tales predicados. Así, lo que existe no son los predicados en sí, sino los predicados predicándose de sus sujetos y en cuanto se predican.

77. La interpretación metalógica de las proposiciones existenciales, en «Convivium», n.o 17-18, Barcelona, 1964, págs. 64-88, pág. 80.

78. Ibid 79. Ibid., pág. 81. 80. Cfr. ibid., pág. 87-88.

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c) Nuevas formulaciones de la pregunta y nuevas aclaraciones

Si tenemos en cuenta estas aclaraciones, podemos for­mular la pregunta 7 de la siguiente manera:

8. ¿Cada predicado que se dice de un sujeto y que se presenta con la nota de trascendencia a la concien­cia en cuanto dicho de ese sujeto es realmente trascendente a la conciencia en cuanto dicho de tal sujeto?

Por supuesto, lo predicados que se dicen de un sujeto que no se presenta con la nota de trascendencia a la con­ciencia —un ente de razón— no se dicen de ese sujeto con la nota de trascendencia. Los entes de razón son crea­ciones de la mente y así como ellos no son trascendentes a la conciencia, tampoco lo son los predicados que se le atribuyen en cuanto se predican.

Ante la pregunta 8 tendríamos que volver a interro­garnos por el sentido de «ser realmente». Pero ya vimos que esta expresión no quiere decir más que predicarse con verdad.

Siendo así, la pregunta 8 se transforma en la siguiente:

9. ¿Cada predicado que se dice de un sujeto y que se presenta con la nota de trascendencia a la con­ciencia en cuanto se dice de tal sujeto es verda­deramente trascendente a la conciencia respecto del sujeto de que se predica?

La pregunta 9 es semejante a la pregunta 5 del epí­grafe anterior y, además, reductible a ella. Lo único que tenemos que hacer es sustituir en 5 la expresión genérica «lo que presenta la nota de trascendencia» por la expre­sión específica «cada predicado que se dice de un sujeto y que se presenta con la nota de trascendencia en cuanto dicho de ese sujeto».

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En efecto, el problema «fenomenalismo-objetivismo-del-en-sí» es en todo semejante al problema «idealismo-rea­lismo».

La única diferencia estriba en que en el segundo caso nos preguntamos por la trascendencia del mundo tomado en su totalidad, mientras que en el primero nos interro­gamos por la trascendencia de cada predicado dicho de un sujeto y en cuanto dicho de él. Si un predicado se presenta con la nota de trascendencia respecto de un su­jeto, podemos decir —sometiéndonos a la ambigüedad que caracteriza cualquier respuesta acerca del problema del conocimiento— que ese predicado es real respecto de la cosa designada por el sujeto e incluso que, por respecto a tal predicado, la cosa es en sí tal como la conocemos, pero, claro está, suponiendo que tenga sentido hablar de un «ser en sí» de la cosa.

Ahora bien, del mismo modo que la pregunta 5 se transforma en la pregunta 6, la pregunta 9 se convierte en la siguiente:

10. ¿Cada predicado que se dice de un sujeto y que se presenta con la nota de trascendencia en rela­ción a la conciencia en cuanto se dice de ese su­jeto se presenta con la nota de trascendencia a la conciencia respecto de ese sujeto?

Pero resulta que en la pregunta 10 se da ya la res­puesta. Se trata, en efecto, de una pregunta sin sentido en cuanto pregunta, de un sinsentido del tipo G. Afirmar, ciertamente, de un predicado que es trascendente en cuan­to dicho de su sujeto no es otra cosa que decir que tal predicado se presenta con la nota de trascendencia en cuanto se dice de tal sujeto. Por otra parte, cuando deci­mos «A es verdaderamente B», lo único que hacemos, como ya hemos visto, es afirmar de una vez por todas que A es B.

Que en efecto es lo mismo para un predicado ser tras­cendente a la conciencia respecto de un sujeto que tener

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la nota de trascendencia respecto de este sujeto, es obvio, si tenemos en cuenta que hablamos de predicados y no de una entidad tal como podría ser la propiedad real. Ade­más, no podemos pasar de los predicados a las propieda­des como si se tratase de entidades diversas. Cuando de­cimos que tal cosa tiene tal propiedad real lo único que hacemos es afirmar que de dicha cosa como sujeto se puede predicar un determinado predicado que se presenta a la conciencia con la nota de trascendencia a la misma en cuanto dicho de tal sujeto. Por otra parte, no tiene sentido distinguir los predicados reales o predicados trascendentes a la conciencia de los predicados que se presentan con la nota de trascendencia en cuanto predi­cados de un determinado sujeto. El predicado es un con­cepto, una nota o un complejo de notas y, como concepto, no puede existir en sí sino solamente en el conocimiento. Así, la noción de predicado trascendente a la conciencia respecto de un sujeto se ha de entender siempre como predicado con la nota de trascendencia en cuanto dicho de su sujeto.

También podemos hablar, en efecto, de propiedades reales que las cosas tienen. Pero, en este caso, lo que hacemos es concebir que a cada predicado corresponde una propiedad y que ésta es real y pertenece a la cosa si y sólo si el predicado se presenta con la nota de tras­cendencia en cuanto dicho del sujeto que nombra a la cosa.

d) Los predicados sensibles y la nota de trascenden­cia a la conciencia

Claro está que existen diferentes especies de predica­dos y que, por consiguiente, su estatuto epistemológico será distinto. Así, por ejemplo, podemos distinguir entre los predicados sensibles —como el color, el sonido, el olor, etc.— y los predicados inteligibles.

Pues bien, cuando afirmamos que tal sujeto posee un predicado sensible no hacemos exactamente lo mismo que cuando atribuimos un predicado inteligible a un deter­minado sujeto. En el primer caso, como, por ejemplo, en

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el enunciado «esto que tengo delante de mí es rojo», se trata obviamente de una predicación, de un acto de com­posición de la mente y, por tanto, de un acto intelectual. Pero este acto de conocimiento intelectual se refiere in­mediatamente a un acto de conocimiento sensible, de modo que, si abstraemos de esta referencia a lo sensible, en el entendimiento sólo persiste el predicado «existe» tal como lo hemos definido más arriba como una nota de trascendencia unida a algo vacío. Siendo así, el inte­lecto no afirma que tal objeto presente a los sentidos tenga un predicado o una nota —la rojez— la cual es a su vez inteligida y afirmada, junto con la nota de tras­cendencia, de tal sujeto. En efecto, la rojez no es propia­mente inteligida, sino solamente sentida. Así, cada vez que el intelecto pretende pensar en la rojez —como cuan­do se pregunta por la causa de la sensación de lo rojo— su pensamiento no consiste en otra cosa que en una pura remisión a la sensación de rojez, cosa que no sucede con los predicados inteligibles, pues, si siempre se da una cierta remisión a una sensación o imagen sensible, la conversio ad phantasmata de que habla Sto. TOMÁS81, la relación entre la imagen correspondiente y lo inteligido es diversa en cada caso. En el caso de un predicado o conjunto de predicados inteligibles —como es obvio en el caso del concepto «Dios»—, a una intelección pura y siempre la misma pueden corresponder diferentes y hasta arbitrarias imágenes sensibles, mientras que en el caso de un predicado sensible, toda su intelección descansa —además de en la aprehensión de la nota «existe» como añadida a las notas sensibles— en la pura remisión a la imagen; de ahí que ésta tenga que ser siempre la misma, como es patente en el caso de la rojez, pues aunque exis­tan diversas tonalidades de lo rojo —rojo pálido, rojo púrpura, etc.— en cada caso la sensación a que se remite el intelecto corresponde a una tonalidad determinada.

Claro que al hablar de conceptos inteligibles hemos

81. Cfr. I, q 84, a 7.

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puesto un caso extremo. Pero algo parecido sucede cuando aquello en lo que se piensa es de suyo sensible-inteligible, como es el caso del concepto «hombre».

En este caso, a la intelección del concepto puede acom­pañar, por lo pronto, la imagen visual o auditiva de la palabra hombre, <?osa que en el caso de la rojez, aunque pueda darse en cierto modo, no es, por así decirlo, conve­niente, porque entonces no se tendría ningún conocimien­to de ninguna especie acerca de lo rojo. También puede suceder que al concepto «hombre» corresponda la imagen más o menos difusa de un hombre, pero lo que pensamos no es esa imagen misma y la prueba es que mientras el concepto «hombre permanece idéntico —como cuando se concibe como animal racional— su representación en la fantasía puede ser diversa. Podemos imaginar un hombre alto o bajo, joven o viejo, gordo o delgado, etc., pero en cada caso sabemos que lo inteligido en «hombre» no tiene nada que ver con la altura, la edad o el estado de salud. Esto indica, precisamente, que el concepto «hom­bre» prescinde de las sensaciones concretas respecto de los hombres singulares. Se trata, pues, de un concepto abstracto y, como tal, no está ligado necesariamente a una determinada imagen. Exactamente lo contrario de lo que sucede con tal tonalidad de rojo o tal olor o sonido.

Por tanto, está claramente determinada la distinción entre los predicados sensibles y los predicados inteligibles y su relación a la sensación en cada caso. Pero ¿en qué afecta esto a su estatuto epistemológico?

La respuesta es sencilla. Cuando el predicado es sen­sible, como su intelección consiste en un puro entender que algo existe y en una concomitante remisión a la sen­sación, la nota de trascendencia a la conciencia del pre­dicado respecto del sujeto no es conocida por la inteli­gencia misma, sino, si esto puede decirse, solamente por el sentido. El entendimiento sólo aprehende la nota de tras­cendencia de algo —un sujeto vacío—, es decir, la exis­tencia, pero no la nota de trascendencia del predicado sensible respecto del sujeto. Es decir, el intelecto asegura

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que algo existe y remite a una sensación, pero no asegura, por decirlo de algún modo, que lo rojo, por ejemplo, existe de hecho en el sujeto. En este caso, por tanto, las cualidades sensibles, y tanto las primarias como las se­cundarias, no gozan estrictamente hablando de una nota intelectual de trascendencia. No se presentan a la concien­cia en cuanto dichas de tal sujeto. Solamente se puede decir que se presentan a la conciencia sensible con la única comprensión que el sentido pueda tener de la trascen­dencia a la conciencia respecto de un sujeto.

Pero el sentido no puede tener una comprensión per­fecta de lo que sea la nota de trascendencia relativamente a las cualidades sensibles. La nota de trascendencia com­prendida por el sentido sólo está en que éste ve rojo, por ejemplo, lo que ve rojo; lo cual no quiere decir que la cosa sea realmente roja: puede suceder que simplemente lo parezca en cuanto está vista bajo una luz de ese color.

El mismo sentido ni siquiera puede juzgar si la cosa es roja en sí (usamos esta expresión para mayor brevedad) o no es roja en sí. El único que puede juzgar si una cosa tiene la cualidad sensible de la rojez bajo una luz artifi­cial o bajo la luz natural es el entendimiento, puesto que sólo el entendimiento es capaz de comprender las rela­ciones. Pero aun cuando se compruebe que la cosa es roja ? la luz natural, el entendimiento no confiere a la rojez la nota intelectual de trascendencia a la conciencia en cuanto esta rojez se dice de tal sujeto, sino, en todo caso, confiere la correspondiente nota de trascendencia en el orden de lo sensible. Así, el entendimiento puede decir que la cosa aparece roja (incluso a la luz natural), pero no que lo rojo sea una propiedad que haya que atribuir a la cosa en sí. Efectivamente, el rojo o la rojez no es algo inteligido y no puede, por tanto, conllevar la nota inteligible de trascendencia a la conciencia respecto de un sujeto, sino, en todo caso, la nota inteligible de la nota sensible de trascendencia. Pero esta nota sensible de tras­cendencia no es más que la objetualidad con que el sen­tido mira a su objeto. En efecto, en el orden de lo pura-

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mente sensible no cabe distinguir la objetividad de la objetualidad.

Esta distinción que hacemos entre los predicados sen­sibles e inteligibles no da la razón a KANT por lo que se refiere a su Estética trascendental. Los predicados sensibles traen al menos la nota inteligible de la nota sensible de trascendencia o, lo que es lo mismo, la nota inteligible de la objetualidad de los datos sensibles respecto del sentido.

Además, los predicados sensibles se pueden reducir de una manera u otra a predicados inteligibles. Por lo que ?e refiere a las cualidades primarias, esto resulta obvio, puesto que se puede dar de ellas una inteligibilidad ma­temática, anque la matematicidad que se entiende no es la misma que la que se siente. Sucede lo mismo por lo que se refiere a las cualidades secundarias. Por ejemplo, tal color será una serie de vibraciones electromagnéticas de una determinada longitud de onda. También de este modo, y pasando por lo mensurable, se obtiene una inte­ligibilidad matemática.

e) El significado de «-predicarse con verdad)}

Nuestra manera de superar el problema del conoci­miento, en su doble faceta, consiste en identificar el tener la nota de trascendencia con el predicarse con verdad dicha nota de trascendencia.

Ahora bien ¿qué quiere decir que un predicado se pre­dica con verdad? Entramos en el problema de la verdad, la cual, por tanto, deberá ser definida.

Por lo pronto, comencemos con la definición (por lla­marla de algún modo) que ofrece TARSKI en un trabajo de suma importancia para el tema de la verdad. La defi­nición es ésta:

«Xa nieve es blanca' es un enunciado verdadero si y sólo si la nieve es blanca» 82.

82. The concept of truth in formalized languages, in «Logic, Se-

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No nos interesa entrar en disquisiciones demasiado profundas acerca de esta definición. Basta decir que el primer enunciado «la nieve es blanca» que aparece entre­comillado es el nombre metalingüístico del enunciado del lenguaje de objetos «la nieve es blanca». El segundo enunciado «la nieve es blanca», que no aparece entreco­millado, es una traducción metalingüística del enunciado del lenguaje de objetos «la nieve es blanca». No se pre­senta, por tanto, ni siquiera como el mismo enunciado ya verificado, pues por eso aparece en la definición la expresión «es un enunciado verdadero si y sólo si».

A pesar de esto, la definición de TARSKI es correcta, pues cuando decimos «'A es B' es verdad» sólo queremos decir que A es B, aunque afirmando con más fuerza que el predicado B conviene a sujeto A.

Ahora bien, si esto es así, entonces la proposición «la nota de trascendencia de un predicado respecto de un sujeto no se predica con verdad de tal predicado por orden a tal sujeto», afirmada para todas las predicaciones posibles, es una contradicción. En efecto, «predicarse con verdad» es simplemente predicarse de una vez por todas.

Por otra parte, la definición de la verdad de TRASKI

concuerda con la definición tradicional «adaequatio inte-llectus ad rem» y, como veremos, partiendo de esta últi­ma, también llegamos a una contradicción, si continuamos negando en general que el tener la nota de trascendencia respecto de un sujeto no es garante de que el predicado sea en verdad trascendente en cuanto dicho de tal sujeto.

El sentido de la definición clásica de verdad se puede obtener analizando cada una de las palabras que la com­ponen. Aquí no podemos hacer un análisis exhaustivo —cosa que sería tema para toda una monografía— y damos por supuesto el sentido de «adaequatio», adecuación.

En cuanto a «intellectus», aparece en la definición en lugar de la significación de un enunciado. No se refiere

mantics, Metamathematics», At The Clarendon press, Oxford, 1956, págs. 152-278, pág. 156.

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pues a la inteligencia del hombre, sino al contenido sig­nificativo de un enunciado, esto es, a la proposición83.

Ahora podemos entender el significado de «rem». La res es precisamente el designatum de un término o, en este caso, de un enunciado. Es decir, la res es lo que po­demos denominar «un hecho». Ese hecho puede ser o no directamente observable. Si fuéramos empiristas, negaría­mos que existiese una verdad que no fuese la adecuación de una proposición a un hecho observable. Pero el empi­rismo, como ya hemos visto a lo largo de este trabajo, ha de considerarse superado. Por tanto, podemos admitir que la res es un hecho observable directa o indirectamente e incluso, si se quiere, no observable de ninguna de las ma­neras; pero en ese caso deberá haber un medio de verifi­cación de la proposición que lo designa. Así, hablamos de constatación de los hechos, de comprobación de las hipó­tesis y le demostración de las tesis o de los teoremas, en el sentido más amplio de la palabra, siendo éstos propo­siciones analíticas o sintéticas, a priori o a posteriori, me­diatas o inmediatas. ((Constatación», «comprobación» y «demostración», son nombres concretos que asume el con­cepto general de «verificación».

El intellectus adecuado a una res así entendida, será una proposición en la cual, mediante su adecuación a la res^ se garantiza que tal sujeto tiene tal predicado.

Ahora bien, la única garantía de que tal predicado convenga a tal sujeto la da el mismo conocimiento, sea éste una constatación, una comprobación o una demos­tración.

Siendo así, y volviendo al caso concreto de la nota de trascendencia de los predicados dichos de determinados sujetos, se concluye que la única garantía de que tal pre­dicado sea verdaderamente trascendente dicho de un su­jeto consiste en que el conocimiento aprehenda la nota de trascendencia de dicho predicado respecto de tal sujeto.

83. Entendemos por «enunciado» el mero signo oral o escrito y por «proposición» su significatum, pero no su designatum.

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Por tanto la afirmación de que un predicado puede presentar la nota de trascendencia sin que eso implique, en general, que sea trascendente es contradictoria.

f) El problema del error y la trascendencia respecto a la conciencia

Hemos tenido el cuidado de intercalar en el último pá­rrafo la expresión «en general». En efecto, de otro modo se nos podría objetar que cuando constatamos, comproba­mos o demostramos erróneamente, atribuimos la nota de trascendencia a lo que no tiene tal trascendencia. Efecti­vamente, el hecho del error es una de las causas, aunque no la única ni la más importante, de la existencia del pro­blema del conocimiento. Sin embargo, como veremos en­seguida, este hecho no implica el divorcio entre la nota de trascendencia y la trascendencia misma.

En efecto, supongamos que hemos constatado un he­cho, comprobado una hipótesis o demostrado una propo­sición, pero que o nosotros mismos, debido al cauce que a partir de ahí toman nuestros pensamientos, o alguien fuera de nosotros, tuviera dudas acerca de si nuestra cons­tatación, comprobación o demostración es o no errónea. En ese caso, sucederá que junto a la nota de trascenden­cia de un predicado respecto de un sujeto debemos poner un interrogante; es decir que admitimos que tal predicado tenga dicha nota o que quizás no la tenga. De todas ma­neras, el único proceso para salir de la duda, o del error mismo si ese es el caso, será realizar una nueva consta­tación, comprobación o demostración más detallada o, más simplemente, someter a verificación la constatación, com­probación o demostración ya realizadas. Será necesario que realicemos esta nueva verificación de modo defini­tivo, cosa que no es en manera alguna imposible. Las demostraciones pueden ser verificadas aplicándoles con todo cuidado las leyes y reglas de la lógica. En cuanto a los hechos y a las hipótesis pueden ser verificados de una vez por codas, basándonos en la confianza que tenemos que dar a nuestros modos de conocimiento, realizando consta-

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taciones o comprobaciones desde todos los posibles pun­tos de vista.

Un caso posible de error, para poner un ejemplo, puede ser la alucinación. Se puede dar incluso que el alucinado, aun después de salir de su estado, continúe afirmando que vio y que oyó y que las cosas eran tal como las veía y oía. Pero aun en este caso extremo tenemos la falsación efectuada sobre los juicios expresados por el alucinado por personas sanas o, para mayor seguridad, por un mé­dico que constate de modo científico que el paciente no se hallaba en un estado de normalidad.

El problema del error no debe, pues, afectar a la filo­sofía misma, sino que se debe dejar a la lógica, cuando se trata de demostraciones, o bien a la ciencia médica, cuando se trata de alucinaciones o fenómenos semejantes, o bien a la propia constatación del sujeto mismo que se equivocó, debido a la oscuridad, si ese era el caso y si se trataba de una percepción visual, o debido a cualquier ilusión óptica: siempre se encuentra un medio para com­probar que las ilusiones ópticas son verdaderas ilusiones, de modo que no corresponden a la realidad. Además, en los casos de ilusiones ópticas o de algo entrevisto en la obscuridad, el individuo que las padece suele ya poner en duda su propio conocimiento, con lo que no atribuye de modo definitivo, sino sólo provisorio, la nota de tras­cendencia de tal predicado en cuanto dicho de tal sujeto.

10. LA RAZÓN DE SER DE LA EXISTENCIA

DEL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

EN LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

Una vez superado el problema del conocimiento; es decir una vez demostrado el sinsentido de las preguntas ante las antítesis «idealismo-realismo», «fenomenalismo-objetivismo-del-en-sí», nos encontramos con un nuevo pro­blema; a saber, la necesidad de justificar la existencia del problema del conocimiento en la historia de la filosofía sobre todo a partir de DESCARTES.

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EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Nosotros no podemos proceder como los neopositivistas que rechazan de un plumazo el sentido de la metafísica, siendo así que los filósofos, desde el principio del filosofar, se han planteado cuestiones metafísicas, han creído resol­verlas y han sido entendidos por otros filósofos o por es­tudiosos de la filosofía.

Nos acogemos más bien a otro principio que, paradóji­camente, aparece formulado por un positivista lógico y precisamente al mismo tiempo que declara la tesis del sinsentido de la metafísica. En efecto, Otto NEURATH dice en su artículo Sociología en jisicalismo que «la posibilidad de la ciencia se demuestra por la existencia de la ciencia misma» 84.

Pues bien, referido este principio al problema del cono­cimiento, tendremos que admitir que tal problema, aunque como hemos visto sea un sinsentido, es de alguna manera posible o. lo que es lo mismo, que tiene una cierta razón de ser.

Por lo que se refiere a la antítesis «idealismo-realismo», podemos aventurar la hipótesis de que su razón de ser estriba en la precariedad de la existencia del mundo ob­servable, o mejor dicho, en la patencia de tal precariedad o contingencia.

En efecto, cuando, como es el caso, las cosas no se muestran ser de un modo absoluto, cuando su existir coexiste con la posibilidad de su no existir, resulta que no encontramos en las cosas mismas una fundamentación o justificación tajante de su existencia.

Por respecto a la antítesis «fenomenalismo-objetivis-mo-del-en-sí», la razón de ser del problema es semejante. El fenomenalismo cree que el mundo existe, pero no cree que existan, que sean trascendentes a la conciencia, las notas o predicados con las que se presentan las cosas del mundo. En efecto, no ya tales cosas sino sus mismos pre-

84. Op. cit., en «El positivismo lógico», compilado por A. J. AYER, trad. de L. Aldama y otros, Fondo de cultura económica, México, 1965, págs. 287-322, pág. 290.

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dicados presentan un carácter de contingencia, de preca­riedad en la existencia, que induce al menos a poner la hipótesis de que en la realidad no existen.

De esta manera, el problema del conocimiento se trans­forma en el problema del ser de las cosas y, en este as­pecto, ya tiene sentido. Dicho problema se formularía de la siguiente manera: «¿Cómo es posible que las cosas del mundo, las cosas contigentes, existan?» Y también «¿Cuál puede ser la causa o fundamentación de su existencia?». Si tal causa no fuera hallada —y dada la contingencia de las cosas es patente que no tienen en sí mismas la causa de su existir— sería necesario concluir que el mundo que nos aparece a la conciencia no existe o que, por lo menos, no existe tal como se nos presenta.

El problema del conocimiento queda así convertido en un problema metafísico y, precisamente, en el problema metafísico fundamental según la concepción de la meta­física de LEIBNIZ O de HEIDEGGER: «¿Por qué el ser y no más bien la nada?». Dicha formulación del problema pue­de parecer una pregunta sin sentido del tipo E. En efecto, ¿qué querrá decir «más bien la nada»? ¿cómo puede pen­sarse si quiera en la posibilidad de que la nada exista? Por lo pronto, decir ya que el ser es, que el existir existe, puede parecer un sinsentido semejante al de la expresión «el correr corre». El correr ni corre ni no corre, el comer ni come ni no come, etc. Todas estas expresiones no son más que sinsentidos. De ahí cabría concluir que del exis­tir no se puede predicar, ni verdadera ni falsamente, el predicado «existe», a no ser que éste sea un verbo muy especial y el único que se pueda decir de sí mismo.

De todas estas elucidaciones, parece enteramente sa­tisfactoria la tesis que afirma que el problema metafísico de LEIBNIZ es un sinsentido. En realidad no se sabe qué es lo que se pregunta cuando se dice «¿por qué el ser y no más bien la nada?».

Sin embargo, esta pregunta ya tiene sentido si la for­mulamos de otra manera, por lo demás más de acuerdo con la filosofía aristotélico-tomista. La pregunta sería ésta:

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«¿Cuál es el fundamento del existir de las cosas? ¿Cómo es posible que las cosas existan no teniendo en sí mismas, pues son contingentes, la causa de su existir?».

Se observa ya que el problema del conocimiento no es más que una formulación camuflada —y en sí misma sin sentido— del problema del fundamento mismo de la entidad de los entes que caen bajo nuestra experiencia.

Ahora bien, éste es según nos parece —y aquí no po­demos demostrarlo porque eso daría pie a otro estudio en el que tendríamos que entrar en discusión con JAEGER— el problema que se plantea la Metafísica de ARISTÓTELES.

Toda ella se puede concebir como una búsqueda del ente. Así, se parte de cada una de las cosas a que llamamos «ente» hasta llegar a la oúcría, el ente por excelencia den­tro de los que caen bajo nuestra experinecia. Pero con esto el problema no está resuelto. Las oúcríca o sustancias observables son todavía contingentes, son entes per se, pero no entes a se. En ese caso será necesario encontrar un sustancia que sea ente a se y que, de este modo, sea la causa última de la entidad de todas las cosas. Este ente a se deberá ser su misma entidad, es decir, deberá existir por sí mismo y será Dios.

Por otra parte, en la filosofía de ARISTÓTELES encon­tramos algo semejante a la epojé de HUSSERL, de modo que el proceso de la filosofía aristotélica, aunque diverso, es comparable al de la de HUSSERL. Las relaciones y dife­rencias son las siguientes:

1.° Lo que en HUSSERL es problema del conocimiento en ARISTÓTELES es problema del ser. 2.° Lo que en HUSSERL es fundamento de la existencia del mundo, la existencia del ego, en ARISTÓTELES es la existencia de Dios. 3.° Lo que en HUSSERL es poner entre paréntesis, en ARISTÓTE­

LES es proceder suspendiendo el juicio. Así, la Física de ARISTÓTELES es una ciencia obviamente anterior —no ya en su redacción sino en su ordenación lógica— a la Meta­física. En el libro VIII de la Física, ARISTÓTELES llega a concluir la existencia del motor inmóvil. En este mo­mento se ha pasado ya del umbral de la metafísica. En la

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Metafísica, en efecto, se advierte desde el principio la preocupación por la fundamentación de la entidad.

Por otra parte, tanto la Física como la Metafísica es­tudian el ente real y, en principio, el ente que es inte-ligido a partir de los datos de la sensibilidad. Ahora bien, la Física se fija en la mobilidad del ente, como algo pro­pio de las entes observables, pero su objeto es siempre el ente móvil en su totalidad. Aquí es donde ARISTÓTELES

practica una especie de epojé o suspensión del juicio. En efecto, en la Física, donde se pretende estudiar el ente móvil, se polariza el estudio en la misma mobilidad, de modo que, si luego en la Metafísica no se pudiese justi­ficar la entidad misma, todas las conclusiones de la Física caerían por tierra. Ahora bien, en la Metafísica es donde se pone en cuestión el juicio que estaba suspendido, dan­do razón de la entidad de los entes que caen bajo nuestra experiencia. Entonces, y sólo entonces, adquieren valor to­das las conclusiones de la Física.

Por lo demás, también las conclusiones de la Metafí­sica, o de la misma Física corroborada por la Metafísica, son en cierto modo semejantes a las de HUSSERL. Este, como hemos visto, llega a una especie de idealismo, pero este idealismo —la prioridad de la esencia respecto de los hechos— se encuentra también en ARISTÓTELES. En este aspecto, ARISTÓTELES se muestra discípulo de PLATÓN. Es cierto que las ideas, como tantas veces se ha dicho, ya no están para ARISTÓTELES en un mundo aparte, sino confi­gurando las cosas de este mundo material. Ahora bien, no es verdad, aristotélicamente hablando, que las formas reciban su apoyatura en cuanto a la existencia en la ma­teria. Al contrario, la materia no puede existir por sí misma sino por la forma, que es el sujeto del existir de la cosa y, por tanto, la causa misma de la existencia de la materia, si se puede hablar de existencia referida a la materia.

Así, si concebimos el idealismo a la manera de HUSSERL

o incluso a la manera de los marxistas, esto es, identi­ficando el idealismo con el esplritualismo y el realismo

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con el materialismo, entonces, ARISTÓTELES es también un idealista. Según su filosofía, lo que existe no es propia y primeramente lo que vemos y tocamos, es decir, los predicados sensibles, sino las formas inteligibles. Si que­remos investigar de modo sensible acerca de la existencia de lo que vemos y tocamos, llega un momento en que esa existencia se desvanece y nos encontramos con que lo que existe es lo inteligible y que, en todo caso, lo inteli­gible confiere una cierta entidad a lo sensible en cuanto lo funda.

A conclusiones semejantes llegan los científicos de nues­tro tiempo. Ha sucedido que al querer investigar sensi­blemente acerca de la materia, ésta se les ha escapado, llegando entonces a la conclusión de que la realidad fí­sica no es más que un haz de fórmulas matemáticas. Aho­ra bien, esas fórmulas matemáticas son objetos inteligi­bles y puramente tales, pues no se trata de relaciones entre sujetos materiales, sino de puras relaciones inteli­gibles.

Por eso, hace unos años, en una conferencia dada en Atenas bajo el título de La ley natural y la estructura de la materia, HEISENBERG se preguntaba cuál era el filósofo de la antigüedad griega que tenía razón a la luz de la física moderna, si el materialista DEMÓCRITO O el espiri­tualista PLATÓN. Acababa concluyendo que era PLATÓN el que estaba en lo cierto y, concretamente, por lo que se puede deducir de la conferencia de HEISENBERG, el PLATÓN

del Timeo; es decir, precisamente el PLATÓN que es se­guido más de cerca por ARISTÓTELES85.

Por último, hemos de referirnos a la distinción fun­damental entre la solución de HUSSERL al problema del conocimiento y la de ARISTÓTELES al problema del ser. Para HUSSERL el máximo existente es el puro polo subje­tivo de la conciencia: el ego trascendental. En cambio,

85. Cfr. Werner HEISENBERG, La ley natural y la estructura de la materia, en «Folia humanística», ed. Glarma, Barcelona, tomo VII, págs. 769-783.

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para ARISTÓTELES, el máximo existente no se encuentra en la subjetividad sino en la objetividad (aunque en cier­to modo en cuanto es la inteligencia que se entiende se encuentra en una subjetividad) y es el mismo Dios.

Esta diversidad de soluciones se debe a los diversos ámbitos de planteamiento del problema. HUSSERL tenía que concluir necesariamente en lo máximamente cono­cido para nosotros. Por el contrario, en una metafísica de cuño aristotélico se concluye en lo máximamente ente y máximamente cognoscible en sí.

De todos modos, una vez que HUSSERL resuelve el pro­blema y concluye: «existo para mí con necesidad apo-díctica» 86, se puede plantear el problema mismo de la fun­damentación de la consistencia en el existir del ego. Dado que, si es verdad que existo para mí con necesidad apo-díctica, también observo que mi propia existencia no es necesaria y que, por tanto, se exige una fundamentación de dicha existencia y, por consiguiente, una solución al problema del ser.

86. Lógica formal y trascendental, pág. 262.

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