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La Regenta. Tomo II Leopoldo Alas Clarín Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La Regenta. Tomo II

Leopoldo Alas Clarín

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Tomo II

—XVI—

Con Octubre muere en Vetusta el buentiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el soluna semana, pero como si fuera ya otro sol, quetiene prisa y hace sus visitas de despedida pre-ocupado con los preparativos del viaje del in-vierno. Puede decirse que es una ironía de buentiempo lo que se llama el veranillo de SanMartín. Los vetustenses no se fían de aquelloshalagos de luz y calor y se abrigan y buscan sumanera peculiar de pasar la vida a nado duran-te la estación odiosa que se prolonga hasta finesde Abril próximamente. Son anfibios que sepreparan a vivir debajo del agua la temporadaque su destino les condena a este elemento.Unos protestan todos los años haciéndose denuevas y diciendo: «¡Pero ve usted qué tiem-po!». Otros, más filósofos, se consuelan pen-sando que a las muchas lluvias se debe la ferti-

lidad y hermosura del suelo. «O el cielo o elsuelo, todo no puede ser».

Ana Ozores no era de los que se resignaban.Todos los años, al oír las campanas doblar tris-temente el día de los Santos, por la tarde, sentíauna angustia nerviosa que encontraba pábuloen los objetos exteriores, y sobre todo en laperspectiva ideal de un invierno, de otro invier-no húmedo, monótono, interminable, que em-pezaba con el clamor de aquellos bronces.

Aquel año la tristeza había aparecido a lahora de siempre.

Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la me-sa quedaban la cafetera de estaño, la taza y lacopa en que había tomado café y anís donVíctor, que ya estaba en el Casino jugando alajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía mediopuro apagado, cuya ceniza formaba repugnanteamasijo impregnado del café frío derramado.Todo esto miraba la Regenta con pena, como sifuesen ruinas de un mundo. La insignificanciade aquellos objetos que contemplaba le partía el

alma; se le figuraba que eran símbolo del uni-verso, que era así, ceniza, frialdad, un cigarroabandonado a la mitad por el hastío del fuma-dor. Además, pensaba en el marido incapaz defumar un puro entero y de querer por entero auna mujer. Ella era también como aquel ciga-rro, una cosa que no había servido para uno yque ya no podía servir para otro.

Todas estas locuras las pensaba, sin querer,con mucha formalidad. Las campanas comen-zaron a sonar con la terrible promesa de nocallarse en toda la tarde ni en toda la noche.Ana se estremeció. Aquellos martillazos esta-ban destinados a ella; aquella maldad impune,irresponsable, mecánica del bronce repercu-tiendo con tenacidad irritante, sin por qué nipara qué, sólo por la razón universal de moles-tar, creíala descargada sobre su cabeza. No eranfúnebres lamentos, las campanadas como decíaTrifón Cármenes en aquellos versos del Lábarodel día, que la doncella acababa de poner sobreel regazo de su ama; no eran fúnebres lamen-

tos, no hablaban de los muertos, sino de la tris-teza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan,tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿quécontaban aquellos tañidos? tal vez las gotas delluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruidoinexorable, y miró El Lábaro. Venía con orla deluto. El primer fondo, que, sin saber lo que hac-ía, comenzó a leer, hablaba de la brevedad de laexistencia y de los acendrados sentimientoscatólicos de la redacción. «¿Qué eran los place-res de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, elamor?». En opinión del articulista, nada; pala-bras, palabras, palabras, como había dicho Sha-kespeare. Sólo la virtud era cosa sólida. En estemundo no había que buscar la felicidad, la tie-rra no era el centro de las almas decididamente.Por todo lo cual lo más acertado era morirse; yasí, el redactor, que había comenzado lamen-tando lo solos que se quedaban los muertos, con-cluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sab-ían lo que había más allá, ya habían resuelto el

gran problema de Hamlet: to be or not to be.¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modosel articulista deseaba a los difuntos el descansoy la gloria eterna. Y firmaba: «Trifón Cárme-nes». Todas aquellas necedades ensartadas enlugares comunes; aquella retórica fiambre, sinpizca de sinceridad, aumentó la tristeza de laRegenta; esto era peor que las campanas, másmecánico, más fatal; era la fatalidad de la estu-pidez; y también ¡qué triste era ver ideas gran-des, tal vez ciertas, y frases, en su original su-blimes, allí manoseadas, pisoteadas y por mila-gros de la necedad convertidas en materia li-viana, en lodo de vulgaridad y manchadas porlas inmundicias de los tontos!... «¡Aquello eratambién un símbolo del mundo; las cosas gran-des, las ideas puras y bellas, andaban confun-didas con la prosa y la falsedad y la maldad, yno había modo de separarlas!». DespuésCármenes se presentaba en el cementerio y can-taba una elegía de tres columnas, en tercetosentreverados de silva. Ana veía los renglones

desiguales como si estuvieran en chino; sin sa-ber por qué, no podía leer; no entendía nada;aunque la inercia la obligaba a pasar por allí losojos, la atención retrocedía, y tres veces leyó loscinco primeros versos, sin saber lo que queríandecir.... Y de repente recordó que ella tambiénhabía escrito versos, y pensó que podían sermuy malos también. «¿Si habría sido ella unaTrifona? Probablemente; ¡y qué desconsoladorera tener que echar sobre sí misma el desdénque mereciera todo! ¡Y con qué entusiasmohabía escrito muchas de aquellas poesías reli-giosas, místicas, que ahora le aparecían amane-radas, rapsodias serviles de Fray Luis de Leóny San Juan de la Cruz! Y lo peor no era que losversos fueran malos, insignificantes, vulgares,vacíos... ¿y los sentimientos que los habían ins-pirado? ¿Aquella piedad lírica? ¿Había validoalgo? No mucho cuando ahora, a pesar de losesfuerzos que hacía por volver a sentir una re-acción de religiosidad.... ¿Si en el fondo no seríaella más que una literata vergonzante, a pesar

de no escribir ya versos ni prosa? ¡Sí, sí, le habíaquedado el espíritu falso, torcido de la poetisa,que por algo el buen sentido vulgar despre-cia!».

Como otras veces, Ana fue tan lejos en estevejamen de sí misma, que la exageración laobligó a retroceder y no paró hasta echar laculpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, aD. Víctor, a Frígilis, y concluyó por tenerseaquella lástima tierna y profunda que la hacíatan indulgente a ratos para con los propios de-fectos y culpas.

Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todoel vecindario de la Encimada camino del ce-menterio, que estaba hacia el Oeste, más alládel Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetus-tenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas,soldados y enjambres de chiquillos eran la ma-yoría de los transeúntes; hablaban a gritos, ges-ticulaban alegres; de fijo no pensaban en losmuertos. Niños y mujeres del pueblo pasabantambién, cargados de coronas fúnebres baratas,

de cirios flacos y otros adornos de sepultura.De vez en cuando un lacayo de librea, un mozode cordel atravesaban la plaza abrumados porel peso de colosal corona de siemprevivas, deblandones como columnas, y catafalcos portáti-les. Era el luto oficial de los ricos que sin ánimoo tiempo para visitar a sus muertos les manda-ban aquella especie de besa-la-mano. Las perso-nas decentes no llegaban al cementerio; las seño-ritas emperifolladas no tenían valor para entrarallí y se quedaban en el Espolón paseando, lu-ciendo los trapos y dejándose ver, como losdemás días del año. Tampoco se acordaban delos difuntos; pero lo disimulaban; los trajeseran obscuros, las conversaciones menos estre-pitosas que de costumbre, el gesto algo máscompuesto.... Se paseaba en el Espolón como seestá en una visita de duelo en los momentos enque no está delante ningún pariente cercano deldifunto. Reinaba una especie de discreta alegríacontenida. Si en algo se pensaba alusivo a lasolemnidad del día era en la ventaja positiva de

no contarse entre los muertos. Al más filósofovetustense se le ocurría que no somos nada,que muchos de sus conciudadanos que se pa-seaban tan tranquilos, estarían el año que vienecon los otros; cualquiera menos él.

Ana aquella tarde aborrecía más que otrosdías a los vetustenses; aquellas costumbres tra-dicionales, respetadas sin conciencia de lo quese hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas conmecánica igualdad como el rítmico volver delas frases o los gestos de un loco; aquella triste-za ambiente que no tenía grandeza, que no serefería a la suerte incierta de los muertos, sinoal aburrimiento seguro de los vivos, se le pon-ían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creíasentir la atmósfera cargada de hastío, de unhastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo quesentía a cualquier vetustense, la llamaríaromántica; a su marido no había que mentarlesemejantes penas; en seguida se alborotaba yhablaba de régimen, y de programa y de cam-

biar de vida. Todo menos apiadarse de los ner-vios o lo que fuera.

Aquel programa famoso de distracciones yplaceres formado entre Quintanar y Visitación,había empezado a caer en desuso a los pocosdías, y apenas se cumplía ya ninguna de suspartes. Al principio Ana se había dejado llevara paseo, a todos los paseos, al teatro, a la tertu-lia de Vegallana, a las excursiones campestres;pero pronto se declaró cansada y opuso unaresistencia pasiva que no pudieron vencer D.Víctor y la del Banco.

Visita encogía los hombros. «No se explicabaaquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segurade que Álvaro le parecía retebién, Álvaro segu-ía su persecución con gran maña, lo había no-tado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, elbendito D. Víctor ayudaba también sin querer...y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, dabaa entender, a su pesar, que no adelantaba unpaso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se

impuso la obligación de espiar la capilla delMagistral; se enteró bien de las tardes que sesentaba en el confesonario, y se daba una vueltapor allí, mirando por entre las rejas con disimu-lo para ver si estaba la otra. Después averiguóque la habían visto confesando por la mañana alas siete. «¡Hola! allí había gato». No presumíala del Banco las atrocidades que se le habíanpasado por la imaginación a Mesía; no pensaba,Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamo-rarse de un cura como la escandalosa Obdulia ola de Páez, tonta y maniática que despreciabalas buenas proporciones y cuando chica comíatierra; Ana era también romántica (todo lo queno era parecerse a ella lo llamaba Visita roman-ticismo), pero de otro modo; no, no había quetemer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrí-lega; pero lo que ella temía era que el Provisor,por hacer guerra al otro—las razones de puramoralidad no se le ocurrían a la del Banco—empleara su grandísimo talento en convertir ala Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era

preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renun-ciar al placer de ver a su amiga caer donde ellahabía caído; por lo menos verla padecer con latentación. Nunca se le había ocurrido que aquelespectáculo era fuente de placeres secretos in-tensos, vivos como pasión fuerte; pero ya quelo había descubierto, quería gozar aquellos ex-traños sabores picantes de la nueva golosina.Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando,o preparando las redes por lo menos, en el cotode Quintanar, Visitación sentía la gargantaapretada, la boca seca, candelillas en los ojos,fuego en las mejillas, asperezas en los labios.«Él dirá lo que quiera, pero está chiflado», pen-saba con un secreto dolor que tenía en el fondouna voluptuosidad como la produce una esen-cia muy fuerte; aquellos pinchazos que sentíaen el orgullo, y en algo más guardado, más delas entrañas, los necesitaba ya, como el viciosoel vicio que le mata, que le lastima al gozarlo;era el único placer intenso que Visitación sepermitía en aquella vida tan gastada, tan vul-

gar, de emociones repetidas. El dulce no la em-palagaba, pero ya le sabía poco a dulce; aquellanueva pasioncilla era cosa más vehemente.Quería ver a la Regenta, a la impecable, en bra-zos de D. Álvaro; y también le gustaba ver a D.Álvaro humillado ahora, por más que desearasu victoria, no por él, sino por la caída de laotra. Inventó muchos medios para hacerles ver-se y hablarse sin que ellos lo buscasen, al me-nos sin que lo buscase Ana. Paco, sin la malaintención de Visita, la ayudaba mucho en talempresa. Aunque en la primer ocasión oportu-na D. Álvaro se había hecho ofrecer por elmismo Quintanar el caserón de los Ozores, y yahabía aventurado algunas visitas, comprendióque por entonces no debía ser aquel el teatro desus tentativas, y donde se insinuaba era en elEspolón, con miradas y otros artificios de pocoresultado, o en casa de Vegallana y en las ex-cursiones al Vivero con más audacia, aunqueno mucha, pero con escasa fortuna. Ana poníatodas las fuerzas de su voluntad en demostrar a

D. Álvaro que no le temía. Le esperaba siem-pre, desafiaba sus malas artes; sin jactancia ledaba a entender que le tenía por inofensivo.

Las excursiones al Vivero se habían repetidocon frecuencia durante todo Octubre. Ana veíaa Edelmira y a Obdulia, que se había declaradomaestra de la niña colorada y fuerte, correr co-mo locas por el bosque de robles seculares per-seguidas por Paco Vegallana, Joaquín Orgaz yotros íntimos; veíalas arrojarse intrépidas al po-zo que estaba cegado y embutido con hierbaseca, y en estas y otras escenas de bucólica pi-cante llenas de alegría, misteriosos gritos, sor-presas, sustos, saltos, roces y contactos, no hab-ía encontrado más que una tentación grosera,fuerte al acercarse a ella, al tocarla, pero repug-nante de lejos, vista a sangre fría. D. Álvarohabía notado que por este camino poco sepodría adelantar, por ahora, con la Regenta.—Nada más ridículo en Vetusta que el romanti-cismo. Y se llamaba romántico todo lo que nofuese vulgar, pedestre, prosaico, callejero. Visi-

ta era el papa de aquel dogma anti-romántico.Mirar a la luna medio minuto seguido era ro-manticismo puro; contemplar en silencio lapuesta del sol... ídem; respirar con delicia elambiente embalsamado del campo a la hora dela brisa... ídem; decir algo de las estrellas...ídem; encontrar expresión amorosa en las mi-radas, sin necesidad de ponerse al habla...ídem; tener lástima de los niños pobres... ídem;comer poco... ¡oh! esto era el colmo del roman-ticismo.

—La de Páez no come garbanzos—decía Vi-sita—porque eso no es romántico.

La repugnancia que por los juegos locos delVivero sentía Anita, era romanticismo refinadoen opinión de la del Banco. Se lo decía ella adon Álvaro:

—Mira, chico, eso es hacer la tonta, la litera-ta, la mujer superior, la platónica.... Que yo meescame y no deje acercarse a esos mocosos queluego se van dando pisto al Casino con sus de-masías, no tiene nada de particular, porque... en

fin, yo me entiendo; pero ella no tiene motivopara desconfiar, porque ni Paco ni Joaquín sevan a atrever a tocarle el pelo de la ropa.... To-do eso es romanticismo, pero a mí no me la da;por aquello de «pulvisés».

En eso confiaba Mesía, en el pulvisés de Visi-ta; pero se impacientaba ante aquel romanticis-mo de la Regenta. Él creía firmemente que «nohabía más amor que uno, el material, el de lossentidos; que a él había de venir a parar aque-llo, tarde o temprano, pero temía que iba a sertarde; la Regenta tenía la cabeza a pájaros, y nohabía que aventurar ni un mal pisotón, so penade exponerse a echarlo a rodar todo».

«Además pensaba don Álvaro, el día que yome atreva, por tener ya preparado el terreno, aintentar un ataque franco, personal (era la pala-bra técnica en su arte de conquistador), no hade ser en el campo, aunque parece que es ellugar más a propósito. He notado que esta mu-jer enfrente de la naturaleza, de la bóveda estre-llada, de los montes lejanos, al aire libre, en

suma, se pone seria como un colchón, calla, y sesublimiza, allá a sus solas. Está hermosísima así,pero no hay que tocar en ella». Más de una vez,en medio del bosque del Vivero, a solas conAna, don Álvaro se había sentido en ridículo;se le había figurado que aquella señora, a quienestaba seguro de gustar en el salón del Mar-qués, allí le despreciaba. Veíala mirarle de hitoen hito, levantar después los ojos a las copas delos añosos robles, y se había dicho: «Esta mujerme está midiendo; me está comparando con losárboles y me encuentra pequeño; ¡ya lo creo!».

Lo que no sabía don Álvaro, aunque porciertos síntomas favorables lo presumiese aveces su vanidad, era que la Regenta soñabacasi todas las noches con él. Irritaba a la deQuintanar esta insistencia de sus ensueños. ¿Dequé le servía resistir en vela, luchar con valor yfuerza todo el día, llegar a creerse superior a laobsesión pecaminosa, casi a despreciar la tenta-ción, si la flaca naturaleza a sus solas, abando-nada del espíritu, se rendía a discreción, y era

masa inerte en poder del enemigo? Al desper-tar de sus pesadillas con el dejo amargo de lasmalas pasiones satisfechas, Ana se sublevabacontra leyes que no conocía, y pensaba desalen-tada y agriado el ánimo en la inutilidad de susesfuerzos, en las contradicciones que llevabadentro de sí misma. Parecíale entonces lahumanidad compuesto casual que servía dejuguete a una divinidad oculta, burlona comoun diablo. Pronto volvía la fe, que se afanaba enconservar y hasta fortificar—con el terror dequedarse a obscuras y abandonada si la perd-ía—volvía a desmoronar aquella torrecilla delorgulloso racionalismo, retoño impuro que re-nacía mil veces en aquel espíritu educado lejosde una saludable disciplina religiosa. Se humi-llaba Ana a los designios de Dios, pero no poresto desaparecía el disgusto de sí misma, ni elvalor para seguir la lucha se recobraba.... Con-tribuían estos desfallecimientos nocturnos acontener los progresos de la piedad, que el Ma-gistral procuraba despertar con gran prudencia,

temeroso de perder en un día todo el terrenoadelantado, si daba un mal paso.

Ni en la mañana en que la Regenta reconci-lió con don Fermín, antes de comulgar, ni ochodías más tarde, cuando volvió al confesonario,ni en las demás conferencias matutinas en quedeclaró al padre espiritual dudas, temores,escrúpulos, tristezas, dijo Ana aquello que aldeterminarse a rectificar su confesión general sehabía propuesto decir: no habló de la gran ten-tación que la empujaba al adulterio—así se lla-maba—mucho tiempo hacía.

Buscó subterfugios para no confesar aquello,se engañó a sí misma, y el Magistral sólo supoque Ana vivía de hecho separada de su marido,quo ad thorum, por lo que toca al tálamo, no porreyerta, ni causa alguna vergonzosa, sino porfalta de iniciativa en el esposo y de amor enella. Sí, esto lo confesó Ana, ella no amaba a sudon Víctor como una mujer debe amar al hom-bre que escogió, o le escogieron, por compañe-ro; otra cosa había: ella sentía, más y más cada

vez, gritos formidables de la naturaleza, que laarrastraban a no sabía qué abismos obscuros,donde no quería caer; sentía tristezas profun-das, caprichosas; ternura sin objeto conocido;ansiedades inefables; sequedades del ánimorepentinas, agrias y espinosas, y todo ello lavolvía loca, tenía miedo no sabía a qué, y bus-caba el amparo de la religión para luchar conlos peligros de aquel estado. Esto fue todo loque pudo saber el Magistral sobre el particular;nada de acusaciones concretas. Él tampoco seatrevía a preguntar a la Regenta lo que tratán-dose de otra hubiera sido necesariamente partede su hábil interrogatorio. Aunque la curiosi-dad le quemaba las entrañas, aguantaba la co-mezón y se contentaba con sus conjeturas: loprincipal, lo primero no era querer saber a lafuerza más de lo que ella espontáneamentequería decir; lo principal, lo primero era mos-trarse discreto, desapasionado, superior a losdefectos vulgares de la humanidad.

«En estas primeras conferencias, se decía elMagistral no se trata aún de estudiarla bien aella, sino de hacerme agradable, de imponermepor la grandeza de alma; debo hacerla mía porobra del espíritu y después... ella hablará... ysabré lo del Vivero, que me parece que no fuenada entre dos platos».

De lo que había pasado en la excursión deldía de San Francisco de Asís y en otras sucesi-vas procuró De Pas enterarse en las conversa-ciones que tuvo con su amiga fuera de la Igle-sia; dentro del cajón sagrado no había mododecoroso de preguntar ciertas menudencias auna mujer como Anita.

La Regenta agradecía al Magistral su pru-dencia, su discreción. Veía con placer que másse aplicaba el bendito varón a prepararle unavida virtuosa mediante la consabida higieneespiritual, que a escudriñar lo pasado y las tur-baciones presentes con preguntas de microsco-pio, como él las había llamado hablando deestas cosas.

«Lo principal era no violentar el espíritu in-disciplinado de la Regenta; había que hacerlasubir la cuesta de la penitencia sin que ella lonotase al principio, por una pendiente imper-ceptible, que pareciese camino llano; para estoera necesario caminar en zig-zas, hacer muchascurvas, andar mucho y subir poco... pero nohabía remedio; después, más arriba, sería otracosa; ya se le haría subir por la línea de máximapendiente». Así, con estas metáforas geométri-cas pensaba el Magistral en tal asunto, para élmuy importante, porque la idea de que se leescapase aquella penitente, aquella amiga, ledaba miedo.

Una mañana ella le habló por fin de sus en-sueños; cada palabra iba cubierta con un velo;pocas bastaron al Magistral para comprender;la interrumpió, le ahorró la molestia de rebus-car las pocas frases cultas con que cuenta nues-tro rico idioma para expresar materias escabro-sas; y aquel día pudo ser, merced a esto, la con-ferencia tan ideal y delicada en la forma como

todas las anteriores. Pero él entró en el coromenos tranquilo que solía. Arrellanado en susitial del coro alto, manoseando los relieveslúbricos de los brazos de su silla, De Pas, mien-tras los colegiales ponían el grito en el cielo,comentaba, como si rumiara, las revelacionesde la Regenta.

«¡Soñaba! la fortaleza de la vigilia desvanec-íase por la noche, y sin que ella pudiese reme-diarlo, la mortificaban visiones y sensacionesimportunas, que a tener responsabilidad deellas serían pecado cierto.... «En plata, que doñaAna soñaba con un hombre...». Don Fermín serevolvía en la silla de coro, cuyo asiento duro sele antojaba lleno de brasas y de espinas. Y entanto que el dedo índice de la mano derechafrotaba dos prominencias pequeñas y redondasdel artístico bajo-relieve, que representaba a lashijas de Lot en un pasaje bíblico, él, sin pensaren esto, es claro, procuraba arrancar a las tinie-blas de su ignorancia el secreto que tanto leimportaba: ¿con quién soñaba la Regenta? ¿Era

una persona determinada...? Y poniéndose co-lorado como una amapola en la penumbra desu asiento, que estaba en un rincón del coroalto, pensaba: ¿seré yo?

Entonces le zumbaban los oídos, y ya no oíalas voces graves del sochantre y de los salmis-tas, ni el rum rum del hebdomadario, que alláabajo gruñía recitando de mala gana los latinesde Prima.

«No, no caería en la tentación de convertiraquella dulcísima amistad naciente, que tantassensaciones nuevas y exquisitas le prometía, envulgar escándalo de las pasiones bajas de quesus enemigos le habían acusado otras veces.Verdad era que la idea de ser objeto de los en-sueños que confesaba la Regenta, le halagaba;esto no podía negarlo, ¿cómo engañarse a símismo? ¡Si apenas podía mantenerse sentadosobre la tabla dura! Pero esta delicia de la vani-dad satisfecha no tenía que ver con su propósi-to firme de buscar en Ana, en vez de groserohartazgo de los sentidos, empleo digno de la

gran actividad de su corazón, de su voluntadque se destruía ocupándose con asunto tan mi-serable como era aquella lucha con los vetus-tenses indómitos. Sí, lo que él quería era unaafición poderosa, viva, ardiente, eficaz paravencer la ambición, que le parecía ahora ridícu-la, de verse amo indiscutible de la diócesis. Yalo era, aunque discutido, y aquello debía bas-tarle.

»¿A qué aspirar a un dominio absoluto im-posible? Además, quería que su interés pordoña Ana ocupase en su alma el lugar privile-giado de aquellos otros anhelos de volar másalto, de ser obispo, jefe de la iglesia española,vicario de Cristo tal vez. Esta ambición de al-gunos momentos, descabellada, pueril, locuraque pasaba, pero que volvía, quería vencerla,para no padecer tanto, para conformarse mejorcon la vida, para no encontrar tan triste y desa-brido el mundo.... Y sólo por medio de una pa-sión noble, ideal, que un alma grande sabríacomprender, y que sólo un vetustense misera-

ble, ruin y malicioso podía considerar pecami-nosa, sólo por medio de esa pasión cabía logrartan alto y tan loable intento.—Sí, sí—concluía elMagistral: yo la salvo a ella y ella, sin saberlopor ahora, me salva a mí».

Y cantaban los del coro bajo: Deus, in ajuto-rium meum intende.

La tarde de Todos los Santos Ana creyó per-der el terreno adelantado en su curación moral;la aridez del alma de que ella se había quejadoa D. Fermín, y que este, citando a San AlfonsoLigorio, le había demostrado ser debilidadcomún, y hasta de los santos, y general duelode los místicos; esa aridez que parece inacaba-ble al sentirla, la envolvía el espíritu como unacerrazón en el océano; no le dejaba ver ni unrayo de luz del cielo.

«¡Y las campanas toca que tocarás!». Ya pen-saba que las tenía dentro del cerebro; que noeran golpes del metal sino aldabonazos de laneuralgia que quería enseñorearse de aquellamala cabeza, olla de grillos mal avenidos.

Sin que ella los provocase, acudían a sumemoria recuerdos de la niñez, fragmentos delas conversaciones de su padre, el filósofo, sen-tencias de escéptico, paradojas de pesimista,que en los tiempos lejanos en que las había oídono tenían sentido claro para ella, mas que ahorale parecían materia digna de atención.

«De lo que estaba convencida era de que enVetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero nofuese tan insoportable como decían los filósofosy los poetas tristes; pero lo que es de Vetustacon razón se podía asegurar que era el peor delos poblachones posibles». Un mes antes habíapensado que el Magistral iba a sacarla de aquelhastío, llevándola consigo, sin salir de la cate-dral, a regiones superiores, llenas de luz. «Ycapaz de hacerlo como lo decía debía de ser,porque tenía mucho talento y muchas cosasque explicar; pero ella, ella era la que caía de loalto a lo mejor, la que volvía a aquel enojo, a laaridez que le secaba el alma en aquel instante».

Ya no pasaba nadie por la Plaza Nueva; nilacayos, ni curas, ni chiquillos, ni mujeres depueblo; todos debían de estar ya en el cemente-rio o en el Espolón....

Ana vio aparecer debajo del arco de la calledel Pan, que une la plaza de este nombre con laNueva, la arrogante figura de don Álvaro Mes-ía, jinete en soberbio caballo blanco, de relu-ciente piel, crin abundante y ondeada, cuellogrueso, poderosa cerviz, cola larga y espesa.Era el animal de pura raza española, y hacíaleel jinete piafar, caracolear, revolverse, con granmaestría de la mano y la espuela; como si elcaballo mostrase toda aquella impaciencia porsu gusto, y no excitado por las ocultas manio-bras del dueño. Saludó Mesía de lejos y no va-ciló en acercarse a la Rinconada, hasta llegardebajo del balcón de la Regenta.

El estrépito de los cascos del animal sobrelas piedras, sus graciosos movimientos, la her-mosa figura del jinete llenaron la plaza de re-pente de vida y alegría, y la Regenta sintió un

soplo de frescura en el alma. ¡Qué a tiempoaparecía el galán! Algo sospechó él de tal opor-tunidad al ver en los ojos y en los labios deAna, dulce, franca y persistente sonrisa.

No le negó la delicia de anegarse en su mi-rada, y no trató de ocultar el efecto que en ellaproducía la de don Álvaro. Hablaron del caba-llo, del cementerio, de la tristeza del día, de lanecedad de aburrirse todos de común acuerdo,de lo inhabitable que era Vetusta. Ana estabalocuaz, hasta se atrevió a decir lisonjas, que sidirectamente iban con el caballo también com-prendían al jinete.

Don Álvaro estaba pasmado, y si no supieraya por experiencia que aquella fortaleza teníamuchos órdenes de murallas, y que al día si-guiente podría encontrarse con que era lo másinexpugnable lo que ahora se le antojaba bre-cha, hubiese creído llegada la ocasión de dar elataque personal, como llamaba al más brutal yejecutivo. Pero ni siquiera se atrevió a intentaracercarse, lo cual hubiera sido en todo caso

muy difícil, pues no había de dejar el caballo enla plaza. Lo que hacía era aproximarse lo másque podía al balcón, ponerse en pie sobre losestribos, estirar el cuello y hablar bajo para queella tuviese que inclinarse sobre la barandilla siquería oírle, que sí quería aquella tarde.

¡Cosa más rara! En todo estaban de acuerdo:después de tantas conversaciones se encontrabaahora con que tenían una porción de gustosidénticos. En un incidente del diálogo se acor-daron del día en que Mesía dejó a Vetusta yencontró en la carretera de Castilla a Anita quevolvía de paseo con sus tías. Se discutió la pro-babilidad de que fuese el mismo coche y elmismo asiento el que poco después ocupabaella cuando salió para Granada con su esposo....

Ana se sentía caer en un pozo, según ahon-daba, ahondaba en los ojos de aquel hombreque tenía allí debajo; le parecía que toda la san-gre se le subía a la cabeza, que las ideas se mez-claban y confundían, que las nociones moralesse deslucían, que los resortes de la voluntad se

aflojaban; y viendo como veía un peligro, ydesde luego una imprudencia en hablar así condon Álvaro, en mirarle con deleite que no seocultaba, en alabarle y abrirle el arca secreta delos deseos y los gustos, no se arrepentía de na-da de esto, y se dejaba resbalar, gozándose encaer, como si aquel placer fuese una venganzade antiguas injusticias sociales, de bromas pe-sadas de la suerte, y sobre todo de la estupidezvetustense que condenaba toda vida que nofuese la monótona, sosa y necia de los insípidosvecinos de la Encimada y la Colonia.... Anasentía deshacerse el hielo, humedecerse la ari-dez; pasaba la crisis, pero no como otras veces,no se resolvería en lágrimas de ternura abstrac-ta, ideal, en propósitos de vida santa, en an-helos de abnegación y sacrificios; no era la for-taleza, más o menos fantástica, de otras vecesquien la sacaba del desierto de los pensamien-tos secos, fríos, desabridos, infecundos; era cosanueva, era un relajamiento, algo que al dilace-rar la voluntad, al vencerla, causaba en las en-

trañas placer, como un soplo fresco que reco-rriese las venas y la médula de los huesos.

«Si ese hombre no viniese a caballo, y pudie-ra subir, y se arrojara a mis pies, en este instan-te me vencía, me vencía». Pensaba esto y casi lodecía con los ojos. Se le secaba la boca y pasabala lengua por los labios. Y como si al caballo lehiciese cosquillas aquel gesto de la señora delbalcón, saltaba y azotaba las piedras con el hie-rro; mientras las miradas del jinete eran cohetesque se encaramaban a la barandilla en que des-cansaba el pecho fuerte y bien torneado de laRegenta.

Callaron, después de haber dicho tantas co-sas. No se había hablado palabra de amor, esclaro; ni don Álvaro se había permitido galan-tería alguna directa y sobrado significativa; masno por eso dejaban de estar los dos convencidosde que por señas invisibles, por efluvios, poradivinación o como fuera, uno a otro se lo esta-ban diciendo todo; ella conocía que a don Álva-ro le estaba quemando vivo la pasión allá abajo;

que al sentirse admirado, tal vez amado enaquel momento, el agradecimiento tierno ydulce del amante y el amor irritado con elagradecimiento y con el señuelo de la ocasión lederretían; y Mesía comprendía y sentía lo queestaba pasando por Ana, aquel abandono,aquella flojedad del ánimo. «¡Lástima, pensabael caballero, que me coja tan lejos, y a caballo, ysin poder apearme decorosamente, este momen-to crítico!...». Al cual momento groseramentellamaba él para sus adentros el cuarto de hora.

No había tal cuarto de hora, o por lo menosno era aquel cuarto de la hora a que aludía elmaterialista elegante.

Todo Vetusta se aburría aquella tarde, o talse imaginaba Ana por lo menos; parecía que elmundo se iba a acabar aquel día, no por agua nifuego sino por hastío, por la gran culpa de laestupidez humana, cuando Mesía apareciendoa caballo en la plaza, vistoso, alegre, venía ainterrumpir tanta tristeza fría y cenicienta conuna nota de color vivo, de gracia y fuerza. Era

una especie de resurrección del ánimo, de laimaginación y del sentimiento la aparición deaquella arrogante figura de caballo y caballeroen una pieza, inquietos, ruidosos, llenando laplaza de repente. Era un rayo de sol en unacerrazón de la niebla, era la viva reivindicaciónde sus derechos, una protesta alegre y estrepi-tosa contra la apatía convencional, contra elsilencio de muerte de las calles y contra el ruidonecio de los campanarios....

Ello era, que sin saber por qué, Ana, nervio-sa, vio aparecer a don Álvaro como un náufra-go puede ver el buque salvador que viene asacarle de un peñón aislado en el océano. Ideasy sentimientos que ella tenía aprisionados co-mo peligrosos enemigos rompieron las ligadu-ras; y fue un motín general del alma, quehubiera asustado al Magistral de haberlo visto,lo que la Regenta sintió con deleite dentro de sí.

Don Álvaro no recordaba siquiera que laIglesia celebraba aquel día la fiesta de Todos losSantos; había salido a paseo porque le gustaba

el campo de Vetusta en Otoño y porque sentíaopresiones, ansiedades que se le quitaban acaballo, corriendo mucho, bañándose en el aireque le iba cortando el aliento en la carrera...

«¡Perfectamente! Mesía con aquella despre-ocupación, pensando en su placer, en la natura-leza, en el aire libre, era la realidad racional, lavida que se complace en sí misma; los otros, losque tocaban las campanas y conmemoraban ma-quinalmente a los muertos que tenían olvida-dos, eran las bestias de reata, la eterna Vetustaque había aplastado su existencia entera (la deAnita) con el peso de preocupaciones absurdas;la Vetusta que la había hecho infeliz.... ¡Oh,pero estaba aún a tiempo! Se sublevaba, se sub-levaba; que lo supieran sus tías difuntas; que losupiera su marido; que lo supiera la hipócritaaristocracia del pueblo, los Vegallana, los Coru-jedos... toda la clase... se sublevaba...». Así erael cuarto de hora de Anita, y no como se lo fi-guraba don Álvaro, que mientras hablaba sinpropasarse, estaba pensando en dónde podría

dejar un momento el caballo. No había modo;sin violencia, que podía echarlo todo a perder,no se podía buscar pretexto para subir a casa dela Regenta en aquel momento.

Gran satisfacción fue para don Víctor Quin-tanar, que volvía del Casino, encontrar a sumujer conversando alegremente con el simpáti-co y caballeroso don Álvaro, a quien él iba co-brando una afición que, según frase suya, «nosolía prodigar».

—Estoy por decir—aseguraba—que despuésde Frígilis, Ripamilán y Vegallana, ya es donÁlvaro el vecino a quien más aprecio.

No pudiendo dar a su amigo los golpecitosen el hombro, con que solía saludarle, los aplicóa las ancas del caballo, que se dignó a mirarvolviendo un poco la cabeza al humilde infan-te.

—Hola, hola, hipógrifo violentoque corriste parejas con el viento—

dijo don Víctor, que manifestaba a menudosu buen humor recitando versos del Príncipe de

nuestros ingenios o de algún otro de los astros deprimera magnitud.

—A propósito de teatro, don Álvaro ¿conque esta noche el buen Perales nos da por finDon Juan Tenorio?... Algunos beatos habían in-trigado para que hoy no hubiera función....¡Mayor absurdo!... El teatro es moral, cuando loes, por supuesto; además la tradición... la cos-tumbre.... Don Víctor habló largo y tendido dela moralidad en el arte, separándose a veces delhipógrifo violento que se impacientaba conaquella disertación académica.

Don Álvaro aprovechó la primera ocasiónque tuvo para suplicar a Quintanar que obliga-se a su esposa a ver el Don Juan.

—Calle usted, hombre... vergüenza da decir-lo... pero es la verdad.... Mi mujercita, por unade esas rarísimas casualidades que hay en lavida... ¡nunca ha visto ni leído el Tenorio! Sabeversos sueltos de él, como todos los españoles,pero no conoce el drama... o la comedia, lo quesea; porque, con perdón de Zorrilla, yo no sé

si.... ¡Demonio de animal, me ha metido la colapor los ojos!...

—Sepárese usted un poco, porque este nosabe estarse quieto.... Pero dice usted que Anitano ha visto el Tenorio, ¡eso es imperdonable!

Aunque a don Álvaro el drama de Zorrilla leparecía inmoral, falso, absurdo, muy malo, ysiempre decía que era mucho mejor el Don Juande Molière (que no había leído), le conveníaahora alabar el poema popular y lo hizo confrases de gacetillero agradecido.

Quintanar no le perdonaba a Zorrilla la ocu-rrencia de atar a Mejía codo con codo, y le pa-recía indigna de un caballero la aventura dedon Juan con doña Inés de Pantoja. «Así cual-quiera es conquistador». Pero fuera de estojuzgaba hermosa creación la de Zorrilla... aunquelas había mejores en nuestro teatro moderno. Adon Álvaro se le antojaba muy verosímil y muyingenioso y oportuno el expediente de sujetar adon Luis y meterse en casa de su novia en cali-dad de prometido....

Aventuras así las había él llevado a feliztérmino, y no por eso se creía deshonrado; puesel amor no se anda con libros de caballerías, yunas eran las empresas del placer, y otras las dela vanagloria; cuando se trataba de estas, lomismo él que don Juan, sabían proceder contodos los requisitos del punto de honor.—Peroesta opinión también se la calló el jefe del par-tido liberal dinástico de Vetusta, y unió susruegos a los de don Víctor para obligar a doñaAna a ir al teatro aquella noche.

—Si es una perezosa; si ya no quiere salir; siha vuelto a las andadas, a las encerronas... y...pero... ¡lo que es hoy no tienes escape!...

En fin, tanto insistieron, que Ana, puestoslos ojos en los de Mesía, prometió solemnemen-te ir al teatro.

Y fue. Entró a las ocho y cuarto (la funcióncomenzaba a las ocho) en el palco de los Vega-llana en compañía de la Marquesa, Edelmira,Paco y Quintanar.

El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo dela plaza del Pan, según le llamaba en eleganteperífrasis el gacetillero y crítico de El Lábaro, eraun antiguo corral de comedias que amenazabaruina y daba entrada gratis a todos los vientosde la rosa náutica. Si soplaba el Norte y nevaba,solían deslizarse algunos copos por la clarabo-ya de la lucerna. Al levantarse el telón pensa-ban los espectadores sensatos en la pulmonía, yalgunos de las butacas se embozaban prescin-diendo de la buena crianza. Era un axioma ve-tustense que al teatro había que ir abrigado. Lasmás distinguidas señoritas, que en el Espolón yel Paseo Grande lucían todo el año vestidos decolores alegres, blancos, rojos, azules, no lleva-ban al coliseo de la Plaza del Pan más que grisy negro y matices infinitos del castaño, a no seren los días de gran etiqueta. Los cómicos tem-blaban de frío en el escenario, dentro de la cotade malla, y las bailarinas aparecían azules ymoradas dando diente con diente debajo de lospolvos de arroz.

Las decoraciones se habían ido deteriorando,y el Ayuntamiento, donde predominaban losenemigos del arte, no pensaba en reemplazar-las. Como en la comedia que representan en elbosque los personajes del Sueño de una noche deverano, la fantasía tenía que suplir en el teatrode Vetusta las deficiencias del lienzo y delcartón. No había ya más bambalinas que las delsalón regio, que figuraban en sabia perspectivaartesonado de oro y plata, y las de cielo azul ysereno. Pero como en la mayor parte de nues-tros dramas modernos se exige sala decentementeamueblada, sin artesones ni cosa parecida, losdirectores de escena solían decidirse en talescasos por el cielo azul. A veces los telones ybastidores se hacían los remolones o precipita-ban su caída, y en una ocasión, el buen DiegoMarsilla, atado a un árbol codo con codo seencontró de repente en el camarín de doña Isa-bel de Segura, con lo que el drama se hizo inve-rosímil a todas luces. La decoración de bosquese había desplomado.

Ya estaban los vetustenses acostumbrados aestos que llamaba Ronzal anacronismos, y pa-saban por todo, en particular las personas decen-tes de palcos principales y plateas, que no ibanal teatro a ver la función, sino a mirarse y des-pellejarse de lejos. En Vetusta las señoras noquieren las butacas, que, en efecto, no son dig-nas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se de-gradan tanto las cursis y alguna dama de aldeaen tiempo de feria. Los pollos elegantes tampo-co frecuentan la sala, o patio, como se llamatodavía. Se reparten por palcos y plateas don-de, apenas recatados, fuman, ríen, alborotan,interrumpen la representación, por ser todoesto de muy buen tono y fiel imitación de loque muchos de ellos han visto en algunos tea-tros de Madrid. Las mamás desengañadasdormitan en el fondo de los palcos; las que sono se tienen por dignas de lucirse, compartencon las jóvenes la seria ocupación de ostentarsus encantos y sus vestidos obscuros mientrascon los ojos y la lengua cortan los de las demás.

En opinión de la dama vetustense, en general,el arte dramático es un pretexto para pasar treshoras cada dos noches observando los trapos ylos trapicheos de sus vecinas y amigas. Nooyen, ni ven ni entienden lo que pasa en el es-cenario; únicamente cuando los cómicos hacenmucho ruido, bien con armas de fuego, o conuna de esas anagnórisis en que todos resultanpadres e hijos de todos y enamorados de susparientes más cercanos, con los consiguientesalaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la bue-na dama de Vetusta, para ver si ha ocurridoallá dentro alguna catástrofe de verdad. No esmucho más atento ni impresionable el resto delpúblico ilustrado de la culta capital. En lo queestán casi todos de acuerdo es en que la zarzue-la es superior al verso, y la estadística demues-tra que todas las compañías de verso truenan enVetusta y se disuelven. Las partes de por mediosuelen quedarse en el pueblo y se les conoceporque les coge el invierno con ropa de verano,muy ajustada por lo general. Unos se hacen

vecinos y se dedican a coristas endémicos paratodas las óperas y zarzuelas que haya que can-tar, y otros consiguen un beneficio en que ellospasan a primeros papeles y, ayudados por va-rios jóvenes aficionados de la población repre-sentan alguna obra de empeño, ganan diez odoce duros y se van a otra provincia a tronarotra vez. Estos artistas de verso también paran aveces en la cárcel, según el gobierno que rigelos destinos de la Nación. Suele tener la culpa elempresario que no paga y además insulta elhambre de los actores. Al considerar esta malasuerte de las compañías dramáticas en Vetusta,podría creerse que el vecindario no amaba laescena, y así es en general: pero no faltan clasesenteras, la de mancebos de tienda, la de los ca-jistas, por ejemplo, que cultivan en teatros case-ros el difícil arte de Talía, y con grandes resultadossegún El Lábaro y otros periódicos locales.

Cuando Ana Ozores se sentó en el palco deVegallana, en el sitio de preferencia, que laMarquesa no quería ocupar nunca, en las plate-

as y principales hubo cuchicheos y movimien-to. La fama de hermosa que gozaba y el verlaen el teatro de tarde en tarde, explicaba, en par-te, la curiosidad general. Pero además hacíaalgunas semanas que se hablaba mucho de laRegenta, se comentaba su cambio de confesor,que por cierto coincidía con el afán del señorQuintanar, de llevar a su mujer a todas partes.Se discutía si el Magistral haría de su partido ala de Ozores, si llegaría a dominar a don Víctorpor medio de su esposa, como había hecho encasa de Carraspique. Algunos más audaces,más maliciosos, y que se creían más enterados,decían al oído de sus íntimos que no faltabaquien procurase contrarrestar la influencia delProvisor. Visitación y Paco Vegallana, que eranlos que podían hablar con fundamento, guar-daban prudente reserva; era Obdulia quien sedaba aires de saber muchas cosas que no había.

—«¡La Regenta, bah! la Regenta será comotodas....

Las demás somos tan buenas como ella... pe-ro su temperamento frío, su poco trato, su or-gullo de mujer intachable, le hacen ser menosexpansiva y por eso nadie se atreve a murmu-rar.... Pero tan buena como ella son muchas...».

Las reticencias de la Fandiño eran todavíarecibidas con desconfianza, en casi todas par-tes. Pero con motivo de condenar su mala len-gua, corría de boca en boca, el asunto de susmurmuraciones vagas y cobardes. Obduliameditaba poco lo que decía, hablaba siempreaturdida, por máquina, pensando en otra cosa;iba sacándole filo a la calumnia sin sospecharlo.Además el mayor crimen que podía haber en laRegenta, y no creía ella que a tanto llegase, eraseguir la corriente. «En Madrid y en el extranje-ro, esto es el pan nuestro de cada día; pero enVetusta fingen que se escandalizan de ciertaslibertades de la moda, las mismas que se lastoman de tapadillo, entre sustos y miedos, singracia, del modo cursi como aquí se hace todo.¡Pero qué se puede esperar de unas mujeres

que no se bañan, ni usan las esponjas más quepara lavar a los bebés!». Obdulia, cuando habla-ba con algún forastero, desahogaba su despre-cio describiendo la hipocresía anticuada y lasuciedad de las mujeres de Vetusta.

—«Créame usted, repetía, no sabe su cuerpolo que es una esponja, se lavan como gatas y sela pegan al marido como en tiempo del rey querabió. ¡Cuánta porquería y cuánta ignorancia!».

Ana, acostumbrada muchos años hacía, a lamirada curiosa, insistente y fría del público, noreparaba casi nunca en el efecto que producíasu entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro.Pero la noche de aquel día de Todos los Santos,recibió como agradable incienso el tributo es-pontáneo de admiración; y no vio en él comootras veces, curiosidad estúpida, ni envidia nimalicia. Desde la aparición de don Álvaro en laplaza, el humor de Ana había cambiado, pa-sando de la aridez y el hastío negro y frío, a unaregión de luz y calor que bañaban y penetrabantodas las cosas: aquellas bruscas transforma-

ciones del ánimo, las atribuía supersticiosamen-te a una voluntad superior, que regía la marchade los sucesos preparándolos, como expertoautor de comedias, según convenía al destinode los seres. Esta idea que no aplicaba con ente-ra fe a los demás, la creía evidente en lo que aella misma le importaba; estaba segura de queDios le daba de cuando en cuando avisos, lepresentaba coincidencias para que ella aprove-chase ocasiones, oyese lecciones y consejos. Talvez era esto lo más profundo en la fe religiosade Ana; creía en una atención directa, ostensi-ble y singular de Dios a los actos de su vida, asu destino, a sus dolores y placeres; sin estacreencia no hubiera sabido resistir las contra-riedades de una existencia triste, sosa, desca-minada, inútil. Aquellos ocho años vividos allado de un hombre que ella creía vulgar, buenode la manera más molesta del mundo, maniáti-co, insustancial; aquellos ocho años de juven-tud sin amor, sin fuego de pasión alguna, sinmás atractivo que tentaciones efímeras, recha-

zadas al aparecer, creía que no hubiera podidosufrirlos a no pensar que Dios se los habíamandado para probar el temple de su alma ytener en qué fundar la predilección con que lamiraba. Se creía en sus momentos de fe egoísta,admirada por el Ojo invisible de la Providencia.El que todo lo ve y la veía a ella, estaba satisfe-cho, y la vanidad de la Regenta necesitaba estaconvicción para no dejarse llevar de otros ins-tintos, de otras voces que arrancándola de susabstracciones, le presentaban imágenes plásti-cas de objetos del mundo, amables, llenas devida y de calor.

Cuando descubrió en el confesonario delMagistral un alma hermana, un espíritu supra-vetustense capaz de llevarla por un camino deflores y de estrellas a la región luciente de lavirtud, también creyó Ana que el hallazgo se lodebía a Dios, y como aviso celestial pensabaaprovecharlo.

Ahora, al sentir revolución repentina en lasentrañas en presencia de un gallardo jinete, que

venía a turbar con las corvetas de su caballo, elsilencio triste de un día de marasmo, la Regentano vaciló en creer lo que le decían voces interio-res de independencia, amor, alegría, voluptuo-sidad pura, bella, digna de las almas grandes.Sus horas de rebelión nunca habían sido tanseguidas. Desde aquella tarde ningún momentohabía dejado de pensar lo mismo; que era ab-surdo que la vida pasase como una muerte, queel amor era un derecho de la juventud, que Ve-tusta era un lodazal de vulgaridades, que sumarido era una especie de tutor muy respeta-ble, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo,no el fondo de su espíritu que era una especiede subsuelo, que él no sospechaba siquiera queexistiese; de aquello que don Víctor llamaba losnervios, asesorado por el doctor don Robustia-no Somoza, y que era el fondo de su ser, lo mássuyo, lo que ella era, en suma, de aquello notenía que darle cuenta. «Amaré, lo amaré todo,lloraré de amor, soñaré como quiera y conquien quiera; no pecará mi cuerpo, pero el alma

la tendré anegada en el placer de sentir esascosas prohibidas por quien no es capaz decomprenderlas». Estos pensamientos, que sent-ía Ana volar por su cerebro como un torbellino,sin poder contenerlos, como si fuesen voces deotro que retumbaban allí, la llenaban de unterror que la encantaba. Si algo en ella temía elengaño, veía el sofisma debajo de aquellagárrula turba de ideas sublevadas, que recla-maban supuestos derechos, Ana procurabaahogarlo, y como engañándose a sí misma, lavoluntad tomaba la resolución cobarde, egoísta,de «dejarse ir».

Así llegó al teatro. Había cedido a los ruegosde D. Álvaro y de D. Víctor sin saber cómo;temiendo que aquello era una cita y una pro-mesa; y sin embargo iba. Cuando se vio soladelante del espejo en su tocador, se le figuróque la Ana de enfrente le pedía cuentas; y for-mulando su pensamiento en períodos comple-tos dentro del cerebro, se dijo:

—«Bueno, voy; pero es claro que si voy mecomprometo con mi honra a no dejar que esehombre adquiera sobre mí derecho alguno; nosé lo que pasará allí, no sé hasta qué punto al-canza este aliento de libertad que ha venido derepente a inundar la sequedad de dentro; peroel ir yo al teatro es prueba de que allí no ha dehaber pacto alguno que ofenda al decoro; nosaldré de allí con menos honor que tengo».

Y después de pensar y resolver esto, se vistióy se peinó lo mejor que supo, y no volvió a po-ner en tela de juicio puntos de honra, peligros,ni compromisos de los que D. Víctor tanto gus-taba ver en versos de Calderón y de Moreto.

El palco de Vegallana era una platea conti-gua a la del proscenio, que en Vetusta llamabanbolsa, porque la separa un tabique de las otrasy queda aparte, algo escondida. La bolsa deenfrente—izquierda del actor—, era la de Mesíay otros elegantes del Casino; algunos banque-ros, un título y dos americanos, de los cuales elprincipal era D. Frutos Redondo, sin duda al-

guna. Don Frutos no perdía función; a este legustaba el verso, «el verso y tente tieso» comoél decía, y se declaraba a sí mismo, con la auto-ridad de sus millones de pesos, inteligente deprimera fuerza, en achaques de comedias y dra-mas. «¡No veo la tostada!» decía D. Frutos, quehabía aprendido esta frase poco culta y pocointeligible en los artículos de fondo de un pe-riódico serio. «No veo la tostada», decía, refi-riéndose a cualquier comedia en que no habíauna lección moral, o por lo menos no la había alalcance de Redondo; y en no viendo él la tosta-da, condenaba al autor y hasta decía que de-fraudaba a los espectadores, haciéndoles perderun tiempo precioso. De todas partes quería sa-car provecho don Frutos, y prueba de ello esque decía, por ejemplo:

«Que Manrique se enamora de Leonor, yque el conde también se enamora, y se la dispu-tan hasta que ella y el perdulario del poetaamén de la gitana, se van al otro barrio, ¿y qué?

¿qué enseña eso? ¿qué vamos aprendiendo?¿qué voy yo ganando con eso? Nada».

A pesar de D. Frutos y sus altercados decrítica dramática, la bolsa de D. Álvaro, que asíse llamaba en todas partes, era la más distingui-da, la que más atraía las miradas de las mamásy de las niñas y también las de los pollos vetus-tenses que no podían aspirar a la honra de serabonados en aquel rincón aristocrático, elegan-te, donde se reunían los hombres de mundo (enVetusta el mundo se andaba pronto) presididospor el jefe del partido liberal dinástico. La ma-yor parte de los allí congregados, habían vividoen Madrid algún tiempo y todavía imitabancostumbres, modales y gestos que habían ob-servado allá. Así es que a semejanza de los so-cios de un club madrileño, hablaban a gritos ensu palco, conversaban con los cómicos a veces,decían galanterías o desvergüenzas a coristas ybailarinas, y se burlaban de los grandes idealesrománticos que pasaban por la escena, mal ves-tidos, pero llenos de poesía. Todos eran escép-

ticos en materia de moral doméstica, no creíanen virtud de mujer nacida—salvo D. Frutos,que conservaba frescas sus creencias—, y des-preciaban el amor consagrándose con toda elalma, o mejor, con todo el cuerpo, a los amor-íos; creían que un hombre de mundo no puedevivir sin querida, y todos la tenían, más o me-nos barata; las cómicas eran la carnaza que pre-ferían para tragar el anzuelo de la lujuria rebo-zado con la vanidad de imitar costumbres co-rrompidas de pueblos grandes. Bailarinas dedesecho, cantatrices inválidas, matronas delgénero serio demasiado sentimentales en sujuventud pretérita, eran perseguidas, obsequia-das, regaladas y hasta aburridas por aquellosseductores de campanario, incapaces los másde intentar una aventura sin el amparo de subolsillo o sin contar con los humores herpéticosde la dama perseguida, o cualquier otra enfer-medad física o moral que la hiciesen fácil, traí-da y llevada.

El único conquistador serio del bando era D.Álvaro y todos le envidiaban tanto como admi-raban su fortuna y hermosa estampa. Pero na-die como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes ElEstudiante, abonado de la bolsa de enfrente, lavecina al palco de Vegallana. Trabuco era elnúcleo de la que se llamaba la otra bolsa y habíaprocurado rivalizar en elegancia, sans façon ymundo con los de Mesía. Pero a su palco con-currían elementos heterogéneos, muchos de loscuales lo echaban todo a perder; y no eranescépticos sino cínicos, ni seductores más omenos auténticos, sino compradores de carnehumana. Los abonados de esta otra bolsa eranRonzal, Foja, Páez (que además tenía palco parasu hija), Bedoya, un escribano famoso por sulujuria que le costaba mucho dinero, por su artepara descubrir vírgenes en las aldeas y por susbuenas relaciones con todas las Celestinas delpueblo; un escultor no comprendido, que nocolocaba sus estatuas y se dedicaba a especula-ciones de arqueólogo embustero; el juez de

primera instancia, que se dividía a sí mismo endos entidades, 1.º el juez, incorruptible, intrata-ble, puerco-espín sin pizca de educación, y 2.ºel hombre de sociedad, perseguidor de casadasde mala fama, consuelo de todas las que llora-ban desengaños de amores desgraciados; y treso cuatro vejetes verdes del partido conservador,concejales, que todo lo convertían en política.Pero si estos eran los que pagaban el palco, a élconcurrían cuantos socios del Casino teníanamistad con cualquiera de ellos. Ronzal habíaprotestado varias veces.—¡Señores, parece estola cazuela! había dicho a menudo, pero en balde.Allí iba Joaquinito Orgaz, y cuantos sietemesi-nos madrileños pasaban por Vetusta, y hastalos que habían nacido y crecido en el pueblo yno lucían más que un barniz de la corte. Y co-mo la bolsa del otro era respetada y sólo seatrevían a visitarla personas de posición, aRonzal le llevaban los diablos. Desde su bolsahasta se arrojaban perros-chicos a la escena,para exagerar la falta de compostura de los de

enfrente. Algunos insolentes fumaban allí avista del público y dejaban caer bolas de papelsobre alguna respetable calva de la orquesta.De vez en cuando les llamaban al orden desdeel paraíso o desde las butacas, pero ellos des-preciaban a la multitud y la miraban con airesde desafío. Hablaban con los amigos que ocu-paban las bolsas de los palcos principales, yhacían señas ostentosas y nada pulcras a ciertasseñoritas cursis que no se casaban nunca y viv-ían una juventud eterna, siempre alegres, siem-pre estrepitosas y siempre desdeñando las pre-ocupaciones del recato. Estas damas eran po-cas; la mayoría pecaban por el extremo de laseriedad insulsa, y en cuanto se veían expues-tas a la contemplación del público, tomabangestos y posturas de estatuas egipcias de laprimera época.

Cuando había estreno de algún drama o co-media muy aplaudidos en Madrid, en el palcode Ronzal se discutía a grito pelado y solía pre-dominar el criterio de un acendrado provincia-

lismo, que parecía allí lo más natural tratándosede arte. No había salido de Vetusta ningúndramaturgo ilustre, y por lo mismo se mirabacon ojeriza a los de fuera. Eso de que Madrid sequisiera imponer en todo, no lo toleraban en labolsa de Ronzal. Se llegó en alguna ocasión adeclarar que se despreciaba la comedia porquelos madrileños la habían aplaudido mucho, y«en Vetusta no se admitían imposiciones denadie», no se seguía un juicio hecho. La ópera,la ópera era el delirio de aquellos escribanos yconcejales: pagaban un dineral por oír un cuar-teto que a ellos se les antojaba contratado en elcielo y que sonaba como sillas y mesas arras-tradas por el suelo con motivo de un desestero.

—¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini!¡Qué voz de arcángel!—decía Foja, socarrón,escéptico en todo, pero creyente fanático en lamúsica de los cuartetos de ópera de lance.

—¡Oh, como el barítono Battistini, yo no heoído nada!—respondía el escribano, que esti-

maba la voz de barítono, por lo varonil, más quela del tenor y la del bajo.

—Pues más varonil es la del bajo—decía Fo-ja.

—No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ron-zal?

—Yo... distingo... si el bajo es cantante.... Pe-ro a mí no me vengan ustedes con música...¿saben ustedes lo que yo digo? «Que la músicaes el ruido que menos me incomoda.... ¡Ja! ¡ja!¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Caste-lar... ¡ja! ¡ja! ¡ja!».

El escribano reía también el chiste y los con-cejales sonreían, no por la gracia, si no por laintención.

Aunque el palco de los Marqueses tocabacon el de Ronzal, pocas veces los abonados delúltimo se atrevían a entablar conversación conlos Vegallana o quien allí estuviera convidado.Además de que el tabique intermedio dificulta-ba la conversación, los más no se atrevían, de

hecho, a dar por no existente una diferencia declases de que en teoría muchos se burlaban.

«Todos somos iguale, decían muchos bur-gueses de Vetusta, la nobleza ya no es nadie,ahora todo lo puede el dinero, el talento, el va-lor, etc., etc.»; pero a pesar de tanta alharaca, alos más se les conocía hasta en su falso despre-cio que participaban desde abajo de las preocu-paciones que mantenían los nobles desde arri-ba.

En cambio los de la bolsa de don Álvaro sa-ludaban a los Vegallana; sonreían a la Marque-sa, asestaban los gemelos a Edelmira y hacíanseñas al Marqués, y a Paco, que solían visitaraquel rincón comm'il faut.

También esto lo envidiaba Ronzal, que eraamigo político de Vegallana; pero trataba pocoa la Marquesa.

—¡Es demasiado borrico!—decía doña Rufi-na cuando le hablaban de Trabuco; y procurabatenerle alejado tratándole con frialdad ceremo-niosa.

Ronzal se vengaba diciendo que la Marque-sa era republicana y que escribía en La Flaca deBarcelona, y que había sido una cualquier cosaen su juventud. Estas calumnias le servían dedesahogo y si le preguntaban el motivo de suinquina, contestaba: «Señores, yo me debo a lacausa que defiendo, y veo con tristeza, congrande, con profunda tristeza que esa señora, laMarquesa, doña Rufina, en una palabra, des-acredita el partido conservador-dinástico deVetusta».

Después de saborear el tributo de admira-ción del público, Ana miró a la bolsa de Mesía.Allí estaba él, reluciente, armado de aquellapechera blanquísima y tersa, la envidia de lasenvidias de Trabuco. En aquel momento donJuan Tenorio arrancaba la careta del rostro desu venerable padre; Ana tuvo que mirar enton-ces a la escena, porque la inaudita demasía dedon Juan había producido buen efecto en elpúblico del paraíso que aplaudía entusiasmado.Perales, el imitador de Calvo, saludaba con

modesto ademán algo sorprendido de que se leaplaudiese en escena que no era de empeño.

—¡Mire usted el pueblo!—dijo un concejalde la otra bolsa, volviéndose a Foja, el ex-alcaldeliberal.

—¿Qué tiene el pueblo?—¡Que es un majadero! Aplaude la gran fe-

lonía de arrancar la careta a un enmascarado....—Que resulta padre—añadió Ronzal—; cir-

cunstancia agravante.—El hombre abandonado a sus instintos es

naturalmente inmoral, y como el pueblo notiene educación....

El juez aprobó con la cabeza, sin separar losojos de los gemelos con que apuntaba a Obdu-lia, vestida de negro y rojo y sentada sobre tresalmohadones en un palco contiguo al de Mesía.

Ana empezó a hacerse cargo del drama en elmomento en que Perales decía con un desdéngracioso y elegante:

Son pláticas de familiade las que nunca hice caso...

Era el cómico alto, rubio—aquella noche—flexible, elegante y suelto, lucía buena pierna, yle sentaba de perlas el traje fantástico, con pre-tensiones de arqueológico, que ceñía su figuraesbelta. Don Víctor estaba enamorado de Pera-les; él no había visto a Calvo y el imitador leparecía excelente intérprete de las comedias decapa y espada. Le había oído decir con énfasismusical las décimas de La vida es sueño, le habíaadmirado en El desdén con el desdén, declaman-do con soltura y gran meneo de brazos y pier-nas las sutiles razones que comienzan así:

Y porque veáis que es errorque haya en el mundo quien crea

que el que quiere lisonjea,escuchad lo que es amor.

y concluyen:A su propia convenienciadirige amor su fatiga,

luego es clara consecuenciaque ni con amor se obligani con su correspondencia.

Y don Víctor le reputaba excelentísimocómico. No paró hasta que se lo presentaron; ya su casa le hubiera hecho ir si su mujer fueraotra. En general don Víctor envidiaba a todo elque dejaba ver la contera de una espada debajode una capa de grana, aunque fuese en las ta-blas y sólo de noche. Conoció que Anita con-templaba con gusto los ademanes y la figura dedon Juan y se acercó a ella el buen Quintanardiciéndole al oído con voz trémula por la emo-ción:

—¿Verdad, hijita, que es un buen mozo? ¡Yqué movimientos tan artísticos de brazo y pier-na!... Dicen que eso es falso, que los hombres noandamos así... ¡Pero debiéramos andar! y asíseguramente andaríamos y gesticularíamos losespañoles en el siglo de oro, cuando éramosdueños del mundo; esto ya lo decía más altopara que lo oyeran todos los presentes. Buenoestaría que ahora que vamos a perder a Cuba,resto de nuestras grandezas, nos diéramos esosaires de señores y midiéramos el paso....

La Regenta no oía a su marido; el dramaempezaba a interesarla de veras; cuando cayóel telón, quedó con gran curiosidad y deseósaber en qué paraba la apuesta de don Juan yMejía.

En el primer entreacto D. Álvaro no se mo-vió de su asiento; de cuando en cuando mirabaa la Regenta, pero con suma discreción y pru-dencia, que ella notó y le agradeció. Dos o tresveces se sonrieron y sólo la última vez que talosaron, sorprendió aquella correspondenciaPepe Ronzal, que, como siempre, seguía la pistaa los telégrafos de su aborrecido y admiradomodelo.

Trabuco se propuso redoblar su atención,observar mucho y ser una tumba, callar comoun muerto. «¡Pero aquello era grave, muy gra-ve!». Y la envidia se lo comía.

Empezó el segundo acto y D. Álvaro notóque por aquella noche tenía un poderoso rival:el drama. Anita comenzó a comprender y sentirel valor artístico del D. Juan emprendedor, loco,

valiente y trapacero de Zorrilla; a ella tambiénla fascinaba como a la doncella de doña Ana dePantoja, y a la Trotaconventos que ofrecía elamor de Sor Inés como una mercancía.... Lacalle obscura, estrecha, la esquina, la reja dedoña Ana... los desvelos de Ciutti, las trazas deD. Juan; la arrogancia de Mejía; la traición inter-ina del Burlador, que no necesitaba, por unasola vez, dar pruebas de valor; los preparativosdiabólicos de la gran aventura, del asalto delconvento, llegaron al alma de la Regenta contodo el vigor y frescura dramáticos que tienen yque muchos no saben apreciar o porque cono-cen el drama desde antes de tener criterio parasaborearle y ya no les impresiona, o porquetienen el gusto de madera de tinteros; Ana es-taba admirada de la poesía que andaba poraquellas callejas de lienzo, que ella transforma-ba en sólidos edificios de otra edad; y admirabano menos el desdén con que se veía y oía todoaquello desde palcos y butacas; aquella nocheel paraíso, alegre, entusiasmado, le parecía mu-

cho más inteligente y culto que el señorío vetus-tense.

Ana se sentía transportada a la época de D.Juan, que se figuraba como el vago romanti-cismo arqueológico quiere que haya sido; yentonces volviendo al egoísmo de sus senti-mientos, deploraba no haber nacido cuatro ocinco siglos antes.... «Tal vez en aquella épocafuera divertida la existencia en Vetusta; habríaentonces conventos poblados de nobles y her-mosas damas, amantes atrevidos, serenatas deTrovadores en las callejas y postigos; aquellastristes, sucias y estrechas plazas y calles tendr-ían, como ahora, aspecto feo, pero las llenaría lapoesía del tiempo, y las fachadas ennegrecidaspor la humedad, las rejas de hierro, los soporta-les sombríos, las tinieblas de las rinconadas enlas noches sin luna, el fanatismo de los habitan-tes, las venganzas de vecindad, todo seríadramático, digno del verso de un Zorrilla; y nocomo ahora suciedad, prosa, fealdad desnuda».Comparar aquella Edad media soñada—ella

colocaba a D. Juan Tenorio en la Edad mediapor culpa de Perales—con los espectadores quela rodeaban a ella en aquel instante, era un tris-te despertar. Capas negras y pardas, sombrerosde copa alta absurdos, horrorosos... todo triste,todo negro, todo desmañado, sin expresión...frío... hasta D. Álvaro parecíale entonces mez-clado con la prosa común. ¡Cuánto más lehubiera admirado con el ferreruelo, la gorra yel jubón y el calzón de punto de Perales!... Des-de aquel momento vistió a su adorador con losarreos del cómico, y a este en cuanto volvió a laescena le dio el gesto y las facciones de Mesía,sin quitarle el propio andar, la voz dulce ymelódica y demás cualidades artísticas.

El tercer acto fue una revelación de poesíaapasionada para doña Ana. Al ver a doña Inésen su celda, sintió la Regenta escalofríos; la no-vicia se parecía a ella; Ana lo conoció al mismotiempo que el público; hubo un murmullo deadmiración y muchos espectadores se atrevie-ron a volver el rostro al palco de Vegallana con

disimulo. La González era cómica por amor; sehabía enamorado de Perales, que la había roba-do; casados en secreto, recorrían después todaslas provincias, y para ayuda del presupuestoconyugal la enamorada joven, que era hija depadres ricos, se decidió a pisar las tablas; imita-ba a quien Perales la había mandado imitar,pero en algunas ocasiones se atrevía a ser ori-ginal y hacía excelentes papeles de virgenamante. Era muy guapa, y con el hábito blancode novicia, la cabeza prisionera de la rígidatoca, muy coloradas las mejillas, lucientes losojos, los labios hechos fuego, las manos en pos-tura hierática y la modestia y castidad máslímpida en toda la figura, interesaba profun-damente. Decía los versos de doña Inés con vozcristalina y trémula, y en los momentos de ce-guera amorosa se dejaba llevar por la pasióncierta—porque se trataba de su marido—y lle-gaba a un realismo poético que ni Perales ni lamayor parte del público eran capaces de apre-ciar en lo mucho que valía.

Doña Ana sí; clavados los ojos en la hija delComendador, olvidada de todo lo que estabafuera de la escena, bebió con ansiedad toda lapoesía de aquella celda casta en que se estabafiltrando el amor por las paredes. «¡Pero esto esdivino!» dijo volviéndose hacia su marido,mientras pasaba la lengua por los labios secos.La carta de don Juan escondida en el libro de-voto, leída con voz temblorosa primero, conterror supersticioso después, por doña Inés,mientras Brígida acercaba su bujía al papel; laproximidad casi sobrenatural de Tenorio, elespanto que sus hechizos supuestos producenen la novicia que ya cree sentirlos, todo, todo loque pasaba allí y lo que ella adivinaba, produc-ía en Ana un efecto de magia poética, y le cos-taba trabajo contener las lágrimas que se leagolpaban a los ojos.

«¡Ay! sí, el amor era aquello, un filtro, unaatmósfera de fuego, una locura mística; huir deél era imposible; imposible gozar mayor ventu-ra que saborearle con todos sus venenos. Ana

se comparaba con la hija del Comendador; elcaserón de los Ozores era su convento, su ma-rido la regla estrecha de hastío y frialdad enque ya había profesado ocho años hacía... y donJuan... ¡don Juan aquel Mesía que también sefiltraba por las paredes, aparecía por milagro yllenaba el aire con su presencia!».

Entre el acto tercero y el cuarto don Álvarovino al palco de los marqueses.

Ana al darle la mano tuvo miedo de que élse atreviera a apretarla un poco, pero no hubotal; dio aquel tirón enérgico que él siempre da-ba, siguiendo la moda que en Madrid empeza-ba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado,eso sí, y al poco rato hablaban aislados de laconversación general.

Don Víctor había salido a los pasillos a fu-mar y disputar con los pollastres vetustensesque despreciaban el romanticismo y citaban aDumas y Sardou, repitiendo lo que habían oídoen la corte.

Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para bus-car buena embocadura a la conversación, dejócaer sobre la prosaica imaginación del petime-tre, el chorro abundante de poesía que habíabebido en el poema gallardo, fresco, exuberantede hermosura y color del maestro Zorrilla.

La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuróque el jefe del partido liberal dinástico la en-tendía, que no era como aquellos vetustensesde cal y canto que hasta se sonreían con lástimaal oír tantos versos «bonitos, sonorosos, perosin miga», según aseguró don Frutos en el pal-co de la marquesa.

A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entu-siasmo de Ana. ¡Hablar del Don Juan Tenoriocomo si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juande Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias!...No fue posible tratar cosa de provecho, y eltenorio vetustense procuró ponerse en la cuer-da de su amiga y hacerse el sentimental disimu-lado, como los hay en las comedias y en lasnovelas de Feuillet: mucho sprit que oculta un

corazón de oro que se esconde por miedo a lasespinas de la realidad... esto era el colmo de ladistinción según lo entendía don Álvaro, y asíprocuró aquella noche presentarse a la Regenta,a quien «estaba visto que había que enamorarpor todo lo alto».

Ana que se dejaba devorar por los ojos grisesdel seductor y le enseñaba sin pestañear lossuyos, dulces y apasionados, no pudo en suexaltación notar el amaneramiento, la falsedaddel idealismo copiado de su interlocutor; ape-nas le oía, hablaba ella sin cesar, creía que loque estaba diciendo él coincidía con las propiasideas; este espejismo del entusiasmo vidente,que suele aparecer en tales casos, fue lo quevalió a don Álvaro aquella noche. También lesirvió mucho su hermosura varonil y noble,ayudada por la expresión de su pasioncilla, enaquel momento irritada. Además el rostro delbuen mozo, sobre ser correcto, tenía una expre-sión espiritual y melancólica, que era puramen-te de apariencia; combinación de líneas y som-

bras, algo también las huellas de una vida mal-gastada en el vicio y el amor.—Cuando co-menzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en laboca y sonriendo a don Álvaro le dijo:

—¡Ahora, silencio! Bastante hemos charla-do... déjeme usted oír.

—Es que... no sé... si debo despedirme....—No... no... ¿por qué?—respondió ella,

arrepentida al instante de haberlo dicho.—No sé si estorbaré, si habrá sitio....—Sitio sí, porque Quintanar está en la bolsa

de ustedes... mírele usted.Era verdad; estaba allí disputando con don

Frutos, que insistía en que el Don Juan Tenoriocarecía de la miga suficiente.

Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y

mórbido, blanco y tentador con su vello negroalgo rizado y el nacimiento provocador delmoño que subía por la nuca arriba con graciosatensión y convergencia del cabello. Dudaba donÁlvaro si debía en aquella situación atreverse a

acercarse un poco más de lo acostumbrado.Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana,más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a vecesun instante. «Ella estaba aquella noche... en pun-to de caramelo» (frase simbólica en el pensamien-to de Mesía), y con todo no se atrevió. No seacercó ni más ni menos; y eso que ya no teníaallí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buenaseñora se había sublimizado tanto! y como él,por no perderla de vista, y por agradarla, sehabía hecho el romántico también, el espiritual,el místico... ¡quién diablos iba ahora a arriesgarun ataque personal y pedestre!... ¡Se había puestoaquello en una tessitura endemoniada!». Y lopeor era que no había probabilidades de hacerentrar, en mucho tiempo, a la Regenta por elaro; ¿quién iba a decirle: «bájese usted, amigamía, que todo esto es volar por los espacios ima-ginarios»? Por estas consideraciones, que le es-taban dando vergüenza, que le parecían ridícu-las al cabo, don Álvaro resistió el vehemente

deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle lapierna con sus rodillas....

Que era lo que estaba haciendo Paquito conEdelmira, su prima. La robusta virgen de aldeaparecía un carbón encendido, y mientras donJuan, de rodillas ante doña Inés, le preguntabasi no era verdad que en aquella apartada orillase respiraba mejor, ella se ahogaba y tragabasaliva, sintiendo el pataleo de su primo y oyén-dole, cerca de la oreja, palabras que parecíanchispas de fragua. Edelmira, a pesar de nohaber desmejorado, tenía los ojos rodeados deun ligero tinte obscuro. Se abanicaba sin puntode reposo y tapaba la boca con el abanicocuando en medio de una situación culminantedel drama se le antojaba a ella reírse a carcaja-das con las ocurrencias del Marquesito, quetenía unas cosas....

Para Ana el cuarto acto no ofrecía punto decomparación con los acontecimientos de supropia vida... ella aún no había llegado al cuar-to acto. «¿Representaba aquello lo porvenir?

¿Sucumbiría ella como doña Inés, caería en losbrazos de don Juan loca de amor? No lo espe-raba; creía tener valor para no entregar jamás elcuerpo, aquel miserable cuerpo que era propie-dad de don Víctor sin duda alguna. De todassuertes, ¡qué cuarto acto tan poético! El Gua-dalquivir allá abajo.... Sevilla a lo lejos.... Laquinta de don Juan, la barca debajo del balcón...la declaración a la luz de la luna.... ¡Si aquello eraromanticismo, el romanticismo era eterno!...».Doña Inés decía:

Don Juan, don Juan, yo lo implorode tu hidalga condición...

Estos versos que ha querido hacer ridículosy vulgares, manchándolos con su baba, la ne-cedad prosaica, pasándolos mil y mil veces porsus labios viscosos como vientre de sapo, sona-ron en los oídos de Ana aquella noche comofrase sublime de un amor inocente y puro quese entrega con la fe en el objeto amado, naturalen todo gran amor. Ana, entonces, no pudoevitarlo, lloró, lloró, sintiendo por aquella Inés

una compasión infinita. No era ya una escenaerótica lo que ella veía allí; era algo religioso; elalma saltaba a las ideas más altas, al sentimien-to purísimo de la caridad universal... no sabía aqué; ello era que se sentía desfallecer de tantaemoción.

Las lágrimas de la Regenta nadie las notó.Don Álvaro sólo observó que el seno se le mov-ía con más rapidez y se levantaba más al respi-rar. Se equivocó el hombre de mundo; creyóque la emoción acusada por aquel respirar vio-lento la causaba su gallarda y próxima presen-cia, creyó en un influjo puramente fisiológico ypor poco se pierde.... Buscó a tientas el pie deAna... en el mismo instante en que ella, de unaen otra, había llegado a pensar en Dios, en elamor ideal, puro, universal que abarcaba alCreador y a la criatura.... Por fortuna para él,Mesía no encontró, entre la hojarasca de lasenaguas, ningún pie de Anita, que acababa deapoyar los dos en la silla de Edelmira.

El altercado de don Juan y el Comendadorhizo a la Regenta volver a la realidad del dramay fijarse en la terquedad del buen Ulloa; comose había empeñado la imaginación exaltada encomparar lo que pasaba en Vetusta con lo quesucedía en Sevilla, sintió supersticioso miedo alver el mal en que paraban aquellas aventurasdel libertino andaluz; el pistoletazo con quedon Juan saldaba sus cuentas con el Comenda-dor le hizo temblar; fue un presentimiento te-rrible. Ana vio de repente, como a la luz de unrelámpago, a don Víctor vestido de terciopelonegro, con jubón y ferreruelo, bañado en san-gre, boca arriba, y a don Álvaro con una pistolaen la mano, enfrente del cadáver.

La Marquesa dijo después de caer el telónque ella no aguantaba más Tenorio.

—Yo me voy, hijos míos; no me gusta vercementerios ni esqueletos; demasiado tiempo lequeda a uno para eso. Adiós. Vosotros quedaossi queréis.... ¡Jesús! las once y media, no se aca-ba esto a las dos....

Ana, a quien explicó su esposo el argumentode la segunda parte del drama, prefirió llevar laimpresión de la primera que la tenía encantada,y salió con la Marquesa y Mesía.

Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.—Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa

en casa, señora Marquesa—dijo Quintanar.Mesía se despidió al dejar dentro del coche a

las damas. Entonces apretó un poco la mano deAnita que la retiró asustada.

Don Álvaro se volvió al palco del Marqués adar conversación a don Víctor. Eran panes pres-tados: Paco necesitaba que le distrajeran aQuintanar para quedarse como a solas conEdelmira; Mesía, que tantas veces había utili-zado servicios análogos del Marquesito, fue acumplir con su deber.

Además, siempre que se le ofrecía, aprove-chaba la ocasión de estrechar su amistad con elsimpático aragonés que había de ser su víctima,andando el tiempo, o poco había de poder él.

Con mil amores acogió Quintanar al buenmozo y le expuso sus ideas en punto a literatu-ra dramática, concluyendo como siempre consu teoría del honor según se entendía en el siglode oro, cuando el sol no se ponía en nuestrosdominios.

—Mire usted—decía don Víctor, a quien yaescuchaba con interés don Álvaro—mire usted,yo ordinariamente soy muy pacífico. Nadiedirá que yo, ex-regente de Audiencia, que mejubilé casi por no firmar más sentencias demuerte, nadie dirá, repito que tengo ese puntode honor quisquilloso de nuestros antepasados,que los pollastres de ahí abajo llaman inve-rosímil; pues bien, seguro estoy, me lo da elcorazón, de que si mi mujer—hipótesis absur-da—me faltase... se lo tengo dicho a TomásCrespo muchas veces... le daba una sangríasuelta.

(—¡Animal!—pensó don Álvaro.)—Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto

a su cómplice.... Por de pronto yo manejo la

espada y la pistola como un maestro; cuandoera aficionado a representar en los teatros case-ros—es decir cuando mi edad y posición socialme permitían trabajar, porque la afición aún medura—comprendiendo que era muy ridículobatirse mal en las tablas, tomé maestro de es-grima y dio la casualidad de que demostré enseguida grandes facultades para el arma blanca.Yo soy pacífico, es verdad, nunca me ha dadonadie motivo para hacerle un rasguño... perofigúrese usted... el día que.... Pues lo mismo ymucho más puedo decir de la pistola. Dondepongo el ojo... pues bien, como decía, alcómplice lo traspasaba; sí, prefiero esto; la pis-tola es del drama moderno, es prosaica; de mo-do que le mataría con arma blanca.... Pero voy ami tesis.... Mi tesis era... ¿qué?... ¿usted recuer-da?

Don Álvaro no recordaba, pero lo de mataral cómplice con arma blanca le había alarmadoun poco.

Cuando Mesía ya cerca de las tres, de vueltadel Casino, trataba de llamar al sueño imagi-nando voluptuosas escenas de amor que seprometía convertir en realidad bien pronto, allado de la Regenta, protagonista de ellas, vio derepente, y ya casi dormido, la figura vulgar ybonachona de don Víctor. Pero le vio entre losprimeros disparates del ensueño, vestido detoga y birrete, con una espada en la mano. Erala espada de Perales en el Tenorio, de enormesgavilanes.

Anita no recordaba haber soñado aquellanoche con don Álvaro. Durmió profundamente.

Al despertar, cerca de las diez, vio a su ladoa Petra, la doncella rubia y taimada, que sonre-ía discretamente.

—Mucho he dormido, ¿por qué no me hasdespertado antes?

—Como la señorita pasó mala noche....—¿Mala noche?... ¿yo?—Sí, hablaba alto, so-

ñaba a gritos....

—¿Yo?—Sí, alguna pesadilla.—¿Y tú... mehas oído desde?...

—Sí, señora no me había acostado todavía;me quedé a esperar por el señor, porque An-selmo es tan bruto que se duerme.... Vino elamo a las dos.

—Y yo he hablado alto...—Poco después dellegar el señor. Él no oyó nada; no quiso entrarpor no despertar a la señorita. Yo volví a ver sidormía... si quería algo... y creí que era unapesadilla... pero no me atreví a despertarla....

Ana se sentía fatigada. Le sabía mal la bocay temía los amagos de la jaqueca.

—¡Una pesadilla!... Pero si yo no recuerdohaber padecido....

—No, pesadilla mala... no sería... porquesonreía la señora... daba vueltas....

—Y... y... ¿qué decía?—¡Oh... qué decía! no se entendía bien... pa-

labras sueltas... nombres....

—¿Qué nombres?...—Ana preguntó esto en-cendido el rostro por el rubor—... ¿qué nom-bres?—repitió.

—Llamaba la señora... al amo.—¿Al amo?—Sí... sí, señora... decía: ¡Víctor!

¡Víctor!Ana comprendió que Petra mentía. Ella casi

siempre llamaba a su marido Quintanar.Además, la sonrisa no disimulada de la don-

cella aumentaba las sospechas de la señora.Calló y procuró ocultar su confusión.Entonces acercándose más a la cama y ba-

jando la voz Petra dijo, ya seria:—Han traído esto para la señora....—¿Una carta? ¿De quién?—preguntó en voz

trémula Ana, arrebatando el papel de manos dePetra.

«¡Si aquel loco se habría propasado!... Eraabsurdo».

Petra, después de observar la expresión desusto que se pintó en el rostro del ama, añadió:

—De parte del señor Magistral debe de ser,porque lo ha traído Teresina la doncella de do-ña Paula.

Ana afirmó con la cabeza mientras leía.Petra salió sin ruido, como una gata. Sonreía

a sus pensamientos.La carta del Magistral, escrita en papel le-

vemente perfumado, y con una cruz moradasobre la fecha, decía así:

«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendráusted en la capilla de cinco a

cinco y media. No necesitará usted esperar,porque será hoy la única

persona que confiese. Ya sabe que no me tocabahoy sentarme, pero me ha

parecido preferible avisar a usted para estatarde por razones que le

explicará su atento amigo y servidor,FERMÍN DE PAS».No decía capellán. «¡Cosa extraña! Ana se

había olvidado del Magistral desde la tardeanterior; ¡ni una vez sola, desde la aparición de

don Álvaro a caballo había pasado por su cere-bro la imagen grave y airosa del respetado,estimado y admirado padre espiritual! Y ahorase presentaba de repente dándole un susto,como sorprendiéndola en pecado de infideli-dad. Por la primera vez sintió Ana la vergüenzade su imprudente conducta. Lo que no habíadespertado en ella la presencia de don Víctor,lo despertaba la imagen de don Fermín.... Aho-ra se creía infiel de pensamiento, pero ¡cosamás rara! infiel a un hombre a quien no debíafidelidad ni podía debérsela».

«Es verdad, pensaba; habíamos quedado enque mañana temprano iría a confesar... ¡y se mehabía olvidado! y ahora él adelanta la confe-sión.... Quiere que vaya esta tarde. ¡Imposible!No estoy preparada.... Con estas ideas... conesta revolución del alma.... ¡Imposible!».

Se vistió deprisa, cogió papel que tenía elmismo olor que el del Magistral, pero más fuer-te, y escribió a don Fermín una carta muy dulcecon mano trémula, turbada, como si cometiera

una felonía. Le engañaba; le decía que se sentíamal, que había tenido la jaqueca y le suplicabaque la dispensase; que ella le avisaría....

Entregó a Petra el papel embustero y la dioorden de llevarlo a su destino inmediatamente,y sin que el señor se enterase.

Don Víctor ya había manifestado varias ve-ces su no conformidad, como él decía, conaquella frecuencia del sacramento de la confe-sión; como temía que se le tuviese por pocoenérgico, y era muy poco enérgico en su casa enefecto, alborotaba mucho cuando se enfadaba.

Para evitar el ruido, molesto aunque sin con-secuencias, Ana procuraba que su esposo no seenterase de aquellas frecuentes escapatorias a lacatedral.

«¡No podía presumir el buen señor que porsu bien eran!».

Petra había sido tomada por confidente ycómplice de estos inocentes tapadillos. Pero lacriada, fingiendo creer los motivos que alegaba

su ama para ocultar la devoción, sospechabahorrores.

Iba camino de la casa del Magistral con lamisiva y pensaba:

«Lo que yo me temía, a pares; los tiene a pa-res; uno diablo y otro santo. ¡Así en la tierra co-mo en el cielo!».

Ana estuvo todo el día inquieta, descontentade sí misma; no se arrepentía de haber puestoen peligro su honor, dando alas (siquiera fue-sen de sutil gasa espiritual) a la audacia amoro-sa de don Álvaro; no le pesaba de engañar alpobre don Víctor, porque le reservaba el cuer-po, su propiedad legítima... pero ¡pensar queno se había acordado del Magistral ni una vezen toda la noche anterior, a pesar de haber es-tado pensando y sintiendo tantas cosas subli-mes!

«Y por contera, le engañaba, le decía que es-taba enferma para excusar el verle... ¡le teníamiedo!... y hasta el estilo dulce, casi cariñoso dela carta era traidor... ¡aquello no era digno de

ella! Para don Víctor había que guardar elcuerpo, pero al Magistral ¿no había que reser-varle el alma?».

—XVII—

Al obscurecer de aquel mismo día, que era elde Difuntos, Petra anunció a la Regenta, quepaseaba en el Parque, entre los eucaliptus deFrígilis, la visita del Sr. Magistral.

—Enciende la lámpara del gabinete y anteshazle pasar a la huerta...—dijo Ana sorprendiday algo asustada.

El Magistral pasó por el patio alParque. Ana le esperaba sentada dentro del

cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía deseptiembre; no duraría mucho el buen tiempo,luego se caería el cielo hecho agua sobre Vetus-ta...».

Todo esto se dijo al principio. Ana se turbócuando el Magistral se atrevió a preguntarlepor la jaqueca.

«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicólo mejor que pudo su presencia en el Parque apesar de la jaqueca.

El Magistral confirmó su sospecha. Le habíaengañado su dulce amiga.

Estaba el clérigo pálido, le temblaba un pocola voz, y se movía sin cesar en la mecedora enque se le había invitado a sentarse.

Seguían hablando de cosas indiferentes yAna esperaba con temor que don Fermín abor-dase el motivo de su extraordinaria visita.

El caso era que el motivo... no podía expli-carse. Había sido un arranque de mal humor;una salida de tono que ya casi sentía, y cuyacausa de ningún modo podía él explicar a aque-lla señora.

El Chato, el clérigo que servía de esbirro adoña Paula, tenía el vicio de ir al teatro disfra-zado. Había cogido esta afición en sus tiemposde espionaje en el seminario; entonces el Rectorle mandaba al paraíso para delatar a los semina-ristas que allí viera; ahora el Chato iba por

cuenta propia. Había estado en el teatro la no-che anterior y había visto a la Regenta. Al díasiguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, yal comer, en un incidente de la conversación,tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.

—No creo que esa señora haya ido ayer alteatro.

—Pues yo lo sé por quien la ha visto.El Magistral se sintió herido, le dolió el amor

propio al verse en ridículo por culpa de suamiga. Era el caso que en Vetusta los beatos ytodo el mundo devoto consideraban el teatro co-mo recreo prohibido en toda la Cuaresma yalgunos otros días del año; entre ellos el de To-dos los Santos. Muchas señoras abonadas habíandejado su palco desierto la noche anterior, sinpermitir la entrada en él a nadie para señalarasí mejor su protesta. La de Páez no había ido,doña Petronila o sea El Gran Constantino, queno iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro so-brinas, tampoco les había consentido asistir.

«Y Ana, que pasaba por hija predilecta deconfesión del Magistral, por devota en ejercicio,se había presentado en el teatro en nocheprohibida, rompiendo por todo, haciendo alar-de de no respetar piadosos escrúpulos, puesprecisamente ella no frecuentaba semejantesitio.... Y precisamente aquella noche...».

El Magistral había salido de su casa disgus-tado. «A él no le importaba que fuese o no alteatro por ahora, tiempo llegaría en que seríaotra cosa; pero la gente murmuraría; don Cus-todio, el Arcediano, todos sus enemigos se bur-larían, hablarían de la escasa fuerza que el Ma-gistral ejercía sobre sus penitentes.... Temía elridículo. La culpa la tenía él que tardaba dema-siado en ir apretando los tornillos de la devo-ción a doña Ana».

Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste,al ilustre Ripamilán, disputando como si setratara de un asalto de esgrima, con aspavien-tos y manotadas al aire; su contendiente era elArcediano, el señor Mourelo, que con más cal-

ma y sonriendo, sostenía que la Regenta o noera devota de buena ley, o no debía haber ido alteatro en noche de Todos los Santos.

Ripamilán gritaba:—Señor mío, los deberessociales están por encima de todo....

El Deán se escandalizó.—¡Oh! ¡oh!—dijo—eso no, señor Arcipres-

te... los deberes religiosos... los religiosos... esoes....

Y tomó un polvo de rapé extraído con malpulso de una caja de nácar. Así solía él terminarlos períodos complicados.

—Los deberes sociales... son muy respeta-bles en efecto—dijo el canónigo pariente delMinistro, a quien la proposición había parecidoregalista, y por consiguiente digna de aproba-ción por parte de un primo del Notario mayordel reino.

—Los deberes sociales—replicó Glocestertranquilo, con almíbar en las palabras, pausa-das y subrayadas—los deberes sociales, conpermiso de usted, son respetabilísimos, pero

quiere Dios, consiente su infinita bondad queestén siempre en armonía con los deberes reli-giosos....

—¡Absurdo!—exclamó Ripamilán dando unsalto.

—¡Absurdo!—dijo el Deán, cerrando de unbofetón la caja de nácar.

—¡Absurdo!—afirmó el canónigo regalista.—Señores, los deberes no pueden contrade-

cirse; el deber social, por ser tal deber, no pue-de oponerse al deber religioso... lo dice el respe-table Taparelli....

—¿Tapa qué?—preguntó el Deán—. No mevenga usted con autores alemanes.... Este Mou-relo siempre ha sido un hereje....

—Señores, estamos fuera de la cuestión—gritó Ripamilán—el caso es....

—No estamos tal—insistió Glocester, que noquería en presencia de don Fermín sostener sutesis de la escasa religiosidad de la Regenta.

Tuvo habilidad para llevar la disputa al te-rreno filosófico, y de allí al teológico, que fue

como echarle agua al fuego. Aquellas venera-bles dignidades profesaban a la sagrada cienciaun respeto singular, que consistía en no quererhablar nunca de cosas altas.

A don Fermín le bastó lo que oyó al entraren la sacristía para comprender que se habíacomentado lo del teatro. Su mal humor fue enaumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influenciamoral había perdido crédito... y la autora detodo aquello, tenía la crueldad de negarse a unacita». Él se la había dado para decirle que nodebía confesar por las mañanas, sino de tarde,porque así no se fijaba en ellos el público de lasbeatas con atención exclusiva.... «Debe ustedconfesar entre todas, y además algunos días enque no se sabe que me siento; yo le avisaré austed y entonces... podremos hablar más porlargo». Todo esto había pensado decirle aquellatarde, y ella respondía que.... «¡estaba con ja-queca!».—En casa de Páez también le hablarondel escándalo del teatro. «Habían ido varias

damas que habían prometido no ir; y había idoAna Ozores que nunca asistía».

El Magistral salió de casa de Páez bufando;la sonrisa burlona de Olvido, que se celaba ya,le había puesto furioso....

Y sin pensar lo que hacía, se había ido dere-cho a la plaza Nueva, se había metido en laRinconada y había llamado a la puerta de laRegenta.... Por eso estaba allí.

¿Quién iba a explicar semejante motivo deuna visita?

Al ver que Ana había mentido, que estababuena y había buscado un embuste para noacudir a su cita, el mal humor de D. Fermínrayó en ira y necesitó toda la fuerza de la cos-tumbre para contenerse y seguir sonriente.

«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer?Ninguno. ¿Cómo dominarla si quería sublevar-se? No había modo. ¿Por el terror de la reli-gión? Patarata. La religión para aquella señoranunca podría ser el terror. ¿Por la persuasión,por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse

de tenerla persuadida, interesada y menosenamorada de la manera espiritual a que aspi-raba».

No había más remedio que la diplomacia.«Humíllate y ya te ensalzarás», era su máxima,que no tenía nada que ver con la promesaevangélica.

En vista de que los asuntos vulgares de con-versación llevaban trazas de sucederse hasta loinfinito, el Magistral, que no quería marcharsesin hacer algo, puso término a las palabras in-significantes con una pausa larga y una miradaprofunda y triste a la bóveda estrellada.—Estaba sentado a la entrada del cenador.

Ya había comenzado la noche, pero no hacíafrío allí, o por lo menos no lo sentían. Ana hab-ía contestado a Petra, al anunciar esta que habíaluz en el gabinete:

—Bien; allá vamos. El Magistral había dichoque si doña Ana se sentía ya bien, no era maloestar al aire libre.

El silencio de don Fermín y su mirada a lasestrellas indicaron a la dama que se iba a tratarde algo grave.

Así fue. El Magistral dijo:—Todavía no heexplicado a usted por qué pretendía yo quefuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, ypor eso he venido, además de que me interesa-ba saber cómo seguía, quería decirle que nocreo conveniente que usted confiese por la ma-ñana.

Ana preguntó el motivo con los ojos.—Hay varias razones: don Víctor, que,

según usted me ha dicho, no gusta de que us-ted frecuente la iglesia y menos de que madru-gue para ello, se alarmará menos si usted va detarde... y hasta puede no saberlo siquiera mu-chas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta,se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Co-mo se trata de una cosa inocente, no hay enga-ño ni asomo de disimulo.

—Eso es verdad.—Otra razón. Por la maña-na yo confieso pocas veces, y esta excepción

hecha ahora en favor de usted hace murmurara mis enemigos, que son muchos y de infinitasclases.

—¿Usted tiene enemigos?—¡Oh, amiga mía!cuenta las estrellas si puedes—y señaló al cie-lo—el número de mis enemigos es infinito co-mo las estrellas.

El Magistral sonrió como un mártir entrellamas.

Doña Ana sintió terribles remordimientospor haber engañado y olvidado a aquel santovarón, que era perseguido por sus virtudes y nisiquiera se quejaba. Aquella sonrisa, y la com-paración de las estrellas le llegaron al alma a laRegenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entra-ron vehementes deseos de defenderle contratodos.

—Además—prosiguió don Fermín—hay se-ñoras que se tienen por muy devotas, y caballe-ros, que se estiman muy religiosos, que se di-vierten en observar quién entra y quién sale enlas capillas de la catedral; quién confiesa a me-

nudo, quién se descuida, cuánto duran las con-fesiones... y también de esta murmuración seaprovechan los enemigos.

La Regenta se puso colorada sin saber a pun-to fijo por qué.

—De modo, amiga mía—continuó De Pasque no creía oportuno insistir en el último pun-to—de modo, que será mejor que usted acuda ala hora ordinaria, entre las demás. Y algunasveces, cuando usted tenga muchas cosas quedecir, me avisa con tiempo y le señalo hora enun día de los que no me toca confesar. Esto nolo sabrá nadie, porque no han de ser tan mise-rables que nos sigan los pasos....

A la Regenta aquello de los días excepciona-les le parecía más arriesgado que todo, pero noquiso oponerse al bendito don Fermín en nada.

—Señor, yo haré todo lo que usted diga, irécuando usted me indique; mi confianza absolu-ta está puesta en usted. A usted solo en elmundo he abierto mi corazón, usted sabe cuan-

to pienso y siento... de usted espero luz en laobscuridad que tantas veces me rodea....

Ana al llegar aquí notó que su lenguaje sehacía entonado, impropio de ella, y se detuvo;aquellas metáforas parecían mal, pero no sabíadecir de otro modo sus afanes, a no hablar conuna claridad excesiva.

El Magistral, que no pensaba en la retórica,sintió un consuelo oyendo a su amiga hablarasí.

Se animó... y habló de lo que le mortificaba.—Pues, hija mía, usando o tal vez abusando

de ese poder discrecional (sonrisa e inclinaciónde cabeza) voy a permitirme reñir a usted unpoco....

Nueva sonrisa y una mirada sostenida, delas pocas que se toleraba.

Ana tuvo un miedo pueril que la embelleciómucho, como pudo notar y notó De Pas.

—Ayer ha estado usted en el teatro. La Re-genta abrió los ojos mucho, como diciendo irre-flexivamente:—¿Y eso qué?

—Ya sabe usted que yo, en general, soyenemigo de las preocupaciones que toman porreligión muchos espíritus apocados.... A ustedno sólo le es lícito ir a los espectáculos, sino quele conviene; necesita usted distracciones; suseñor marido pide como un santo; pero ayer...era día prohibido.

—Ya no me acordaba.... Ni creía que.... Laverdad... no me pareció...

—Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero noes eso. Ayer el teatro era espectáculo tan ino-cente, para usted, como el resto del año. El casoes que la Vetusta devota, que después de todoes la nuestra, la que exagerando o no ciertasideas, se acerca más a nuestro modo de ver lascosas... esa respetable parte del pueblo miracomo un escándalo la infracción de ciertas cos-tumbres piadosas....

Ana encogió los hombros. «No entendíaaquello.... ¡Escándalo! ¡Ella que en el teatro hab-ía llegado, de idea grande en idea grande, a

sentir un entusiasmo artístico religioso que lahabía edificado!».

El Magistral, con una mirada sola, compren-dió que su cliente («él era un médico del espíri-tu») se resistía a tomar la medicina; y pensó,recordando la alegoría de la cuesta:—«No quie-re tanta pendiente, hagámosela parecida a lollano».

—Hija mía, el mal no está en que usted hayaperdido nada; su virtud de usted no peligra nimucho menos con lo hecho... pero... (vuelta altono festivo) ¿y mi orgullito de médico? Unenfermo que se me rebela... ¡ahí es nada! Se hamurmurado, se ha dicho que las hijas de confe-sión del Magistral no deben de temer su mangaestrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio, envez de rezar por los difuntos.

—¿Se ha hablado de eso?—¡Bah! En San Vi-cente, en casa de doña Petronila—que ha de-fendido a usted—y hasta en la catedral. El se-ñor Mourelo dudaba de la piedad de doña AnaOzores de Quintanar....

—¿De modo... que he sido imprudente... quehe puesto a usted en ridículo?...

—¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar!¡Esa imaginación, Anita, esa imaginación!¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo! ¡Im-prudente!... A mí no pueden ponerme en ridí-culo más actos que aquellos de que soy respon-sable, no entiendo el ridículo de otro modo...usted no ha sido imprudente, ha sido inocente,no ha pensado en las lenguas ociosas. Todo elloes nada, y figúrese usted el caso que yo haré dehablillas insustanciales.... Todo ha sido bro-ma...; para llegar a un punto más importante,que atañe a lo que nos interesa, a la curación desu espíritu de usted... en lo que depende de laparte moral. Ya sabe que yo creo que un buenmédico (no precisamente el señor Somoza, quees persona excelente y médico muy regular),podría ayudarme mucho.

Pausa. El Magistral deja de mirar a las estre-llas, acerca un poco su mecedora a la Regenta yprosigue:

—Anita, aunque en el confesonario yo meatrevo a hablar a usted como un médico delalma, no sólo como sacerdote que ata y desata,por razones muy serias, que ya conoce usted; apesar de que allí he llegado a conocer bastanteaproximadamente a la realidad, lo que pasa porusted... sin embargo, creo...—le temblaba lavoz; temía arriesgar demasiado—creo... que laeficacia de nuestras conferencias sería mayor, sialgunas veces habláramos de nuestras cosasfuera de la Iglesia.

Anita, que estaba en la obscuridad, sintiófuego en las mejillas y por la primera vez, des-de que le trataba, vio en el Magistral un hom-bre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía famaentre ciertas gentes mal pensadas de enamora-do y atrevido. En el silencio que siguió a laspalabras del Provisor, se oyó la respiración agi-tada de su amiga.

D. Fermín continuó tranquilo:—En la iglesia hay algo que impone reserva,

que impide analizar muchos puntos muy inte-

resantes; siempre tenemos prisa, y yo... no pue-do prescindir de mi carácter de juez, sin faltar ami deber en aquel sitio. Usted misma no hablaallí con la libertad y extensión que son precisaspara entender todo lo que quiere decir. Allí,además, parece ocioso hablar de lo que no especado o por lo menos camino de él; hacer lacuenta de las buenas cualidades, por ejemplo,es casi profanación, no se trata allí de eso; y, sinembargo, para nuestro objeto, eso es tambiénindispensable. Usted que ha leído, sabe perfec-tamente que muchos clérigos que han escritoacerca de las costumbres y carácter de la mujerde su tiempo, han recargado las sombras, hanllenado sus cuadros de negro... porque habla-ban de la mujer del confesonario, la que cuentasus extravíos y prefiere exagerarlos a ocultar-los, la que calla, como es allí natural, sus virtu-des, sus grandezas. Ejemplo de esto pueden ser,sin salir de España, el célebre Arcipreste deHita, Tirso de Molina y otros muchos....

Ana escuchaba con la boca un poco abierta.Aquel señor hablando con la suavidad de unarroyo que corre entre flores y arena fina, laencantaba. Ya no pensaba en las torpes calum-nias de los enemigos del Magistral; ya no seacordaba de que aquel era hombre, y se hubierasentado sin miedo, sobre sus rodillas, comohabía oído decir que hacen las señoras con loscaballeros en los tranvías de Nueva—York.

—Pues bien—prosiguió don Fermín—nosotros necesitamos toda la verdad; no la ver-dad fea sólo, sino también la hermosa. ¿Paraqué hemos de curar lo sano? ¿Para qué cortar elmiembro útil? Muchas cosas, de las que he no-tado que usted no se atreve a hablar en la capi-lla, estoy seguro de que me las expondría aquí,por ejemplo, sin inconveniente... y esas confi-dencias amistosas, familiares, son las que yoecho de menos. Además, usted necesita no sóloque la censuren, que la corrijan, sino que laanimen también, elogiando sincera y noble-mente la mucha parte buena que hay en ciertas

ideas y en los actos que usted cree completa-mente malos. Y en el confesonario no debe abu-sarse de ese análisis justo, pero en rigor, extra-ño al tribunal de la penitencia.... Y basta de ar-gumentos; usted me ha entendido desde elprimero perfectamente. Pero allá va el último,ahora que me acuerdo. De ese modo, hablandode nuestro pleito fuera de la catedral, no es pre-ciso que usted vaya a confesar muy a menudo,y nadie podrá decir si frecuenta o no frecuentael sacramento demasiado; y además, podemosdespachar más pronto la cuenta de los pecadosy pecadillos, los días de confesión.

El Magistral estaba pasmado de su audacia.Aquel plan, que no tenía preparado, que erasólo una idea vaga que había desechado milveces por temeraria, había sido un atrevimientode la pasión, que podía haber asustado a la Re-genta y hacerla sospechar de la intención de suconfesor. Después de su audacia el Magistraltemblaba, esperando las palabras de Ana.

Ingenua, entusiasmada con el proyecto, con-vencida por las razones expuestas, habló laRegenta a borbotones; como solía de tarde entarde, y dio a los motivos expuestos por suamigo, nueva fuerza con el calor de sus poéti-cas ideas.

Oh, sí, aquello era mejor; sin perjuicio decontinuar en el templo la buena tarea comen-zada, para dar a Dios lo que era de Dios, Anaaceptaba aquella amistad piadosa que se ofrecíaa oír sus confidencias, a dar consejos, a conso-larla en la aridez de alma que la atormentaba amenudo.

El Magistral oía ahora recogido en un silen-cio contemplativo; apoyaba la cabeza, oculta enla sombra, en una barra de hierro del armazónde la glorieta, en la que se enroscaban el jazmíny la madreselva; la locuacidad de Ana le sabía agloria, las palabras expansivas, llenas de partí-culas del corazón de aquella mujer, exaltada alhablar de sus tristezas con la esperanza delconsuelo, iban cayendo en el ánimo del Magis-

tral como un riego de agua perfumada; la se-quedad desaparecía, la tirantez se convertía enmuelle flojedad. «¡Habla, habla así, se decía elclérigo, bendita sea tu boca!».

No se oía más que la voz dulce de Ana, y detarde en tarde, el ruido de hojas que caían o quela brisa, apenas sensible aquella noche, removíasobre la arena de los senderos.

Ni el Magistral ni la Regenta se acordabandel tiempo.

—Sí, tiene usted cien veces razón—decíaella—yo necesito una palabra de amistad y deconsejo muchos días que siento ese desabri-miento que me arranca todas las ideas buenas ysólo me deja la tristeza y la desesperación....

—Oh, no, eso no, Anita; ¡la desesperación!¡qué palabra!

—Ayer tarde, no puede usted figurarsecómo estaba yo.

—Muy aburrida, ¿verdad? ¿Las campanas?...El Magistral sonrió...—No se ría usted: serán

los nervios, como dice Quintanar, o lo que se

quiera, pero yo estaba llena de un tedio horro-roso, que debía ser un gran pecado... si yo lopudiera remediar.

—No debe decirse así—interrumpió el Ma-gistral, poniendo en la voz la mayor suavidadque pudo—. No sería un pecado ese tedio si sepudiera remediar, sería un pecado si no se qui-siera remediar; pero a Dios gracias se quiere yse puede curar... y de eso se trata, amiga mía.

Anita, a quien las confesiones emborracha-ban, cuando sabía que entendía su confidentetodo, o casi todo lo que ella quería dar a enten-der, se decidió a decir al Magistral lo demás, loque había venido detrás del hastío de aquellatarde.... No ocultó sino lo que ella tenía porcausa puramente ocasional; no habló de donÁlvaro ni del caballo blanco.

—Otras veces—decía—aquella sequedad seconvierte en llanto, en ansia de sacrificio, enpropósitos de abnegación... usted lo sabe; peroayer, la exaltación tomó otro rumbo... yo no sé...no sé explicarlo bien... si lo digo como yo pue-

do hablar... al pie de la letra es pecado, es unarebelión, es horrible... pero tal como yo lo sentíano....

El Magistral oyó entonces lo que pasó por elalma de su amiga durante aquellas horas derevolución, que Ana reputaba ya célebres en lahistoria de su solitario espíritu. Aunque ella noexplicaba con exactitud lo que había sentido ypensado, él lo entendía perfectamente.

Más trabajo le costó adivinar cómo podíahaber llegado Ana a pensar en Dios, a sentirtierna y profunda piedad con motivo de donJuan Tenorio.

«Ana decía que acaso estaba loca, pero queaquello no era nuevo en ella; que muchas vecesle había sucedido en medio de espectáculos quenada tenían de religiosos, sentir poco a poco elinflujo de una piedad consoladora, lágrimas deamor de Dios, esperanza infinita, caridad sinlímites y una fe que era una evidencia.... Un díadespués de dar una peseta a un niño pobre pa-ra comprar un globo de goma, como otros que

acababan de repartirse otros niños, había tenidoque esconder el rostro para que no la viesenllorar; aquel llanto que era al principio muyamargo, después, por gracia de las ideas quehabían ido surgiendo en su cerebro, había sidomás dulce, y Dios había sido en su alma unavoz potente, una mano que acariciaba las aspe-rezas de dentro.... ¿Qué sabía ella? No podíaexplicarse». Y suplicaba al Magistral que la en-tendiese. «Pues la noche anterior había pasadoalgo por el estilo, al ver a la pobre novicia, a SorInés, caer en brazos de don Juan... ya veía elMagistral qué situación tan poco religiosa...pues bien, ella de una en otra, al sentir lástimade aquella inocente enamorada... había llegadoa pensar en Dios, a amar a Dios, a sentir a Diosmuy cerca... ni más ni menos que el día en queregaló a un niño pobre un globo de colores.¿Qué era aquello? Demasiado sabía ella que noera piedad verdadera, que con semejantes arre-batos nada ganaba para con Dios... pero, ¿noserían tampoco más que nervios? ¿Serían indi-

cios peligrosos de un espíritu aventurero, exal-tado, torcido desde la infancia?».

«Había de todo». El Magistral, procurandovencer la exaltación que le había comunicadosu amiga, quiso hablar con toda calma y pru-dencia. «Había de todo. Había un tesoro desentimiento que se podía aprovechar para lavirtud; pero había también un peligro. La no-che anterior el peligro había sido grande (y estolo decía sin saber palabra de la presencia dedon Álvaro en el palco de Anita) y era necesa-rio evitar la repetición de accesos por el estilo».

Había hablado la Regenta de ansiedades in-vencibles, del anhelo de volar más allá de lasestrechas paredes de su caserón, de sentir más,con más fuerza, de vivir para algo más que pa-ra vegetar como otras; había hablado tambiénde un amor universal, que no era ridículo pormás que se burlasen de él los que no lo com-prendían... había llegado a decir que sería hipó-crita si aseguraba que bastaba para colmar losanhelos que sentía el cariño suave, frío, prosai-

co, distraído de Quintanar, entregado a suscomedias, a sus colecciones, a su amigo Frígilisy a su escopeta....

—Todo aquello—añadió el Magistral des-pués de presentarlo en resumen—de puro peli-groso rayaba en pecado.

—Sí, dicho así, como yo lo he dicho, sí... perocomo lo siento, no; ¡oh! estoy segura de que, talcomo lo siento, nada de lo que he dicho es pe-cado... sentirlo; ¡peligro habrá, no lo niego, peropecado no! ¡Por lo demás (cambio de voz) di-cho... hasta es ridículo, suena a romanticismonecio, vulgar, ya lo sé... pero no es eso, no eseso!

—Es que yo no lo entiendo como usted lodice, sino como usted lo siente, amiga mía, esnecesario que usted me crea; lo entiendo comoes.... Pero así y todo, hay peligro que raya enpecado, por ser peligro.... Déjeme usted hablara mí, Anita, y verá como nos entendemos. Elpeligro que hay, decía, raya en pecado... peroañado, será pecado claramente si no se aplica

toda esa energía de su alma ardentísima a unobjeto digno de ella, digno de una mujer hon-rada, Ana. Si dejamos que vuelvan esos accesossin tenerles preparada tarea de virtud, ejerciciosano... ellos tomarán el camino de atajo, el delvicio; créalo usted, Anita. Es muy santo, muybueno que usted, con motivo de dar a un niñoun globo de colores, llegue a pensar en Dios, asentir eso que llama usted la presencia de Dios;si algo de panteísmo puede haber en lo queusted dice, no es peligroso, por tratarse de us-ted, y yo me encargaría, en todo caso, de cortarese mal de raíz; pero ahora no se trata de eso.No es santo, ni es bueno, amiga mía, que al vera un libertino en la celda de una monja... o a lamonja en casa del libertino y en sus brazos,usted se dedique a pensar en Dios, con ocasióndel abrazo de aquellos sacrílegos amantes. Esoes malo, eso es despreciar los caminos naturalesde la piedad, es despreciar con orgullo egoístala sana moral, pretendiendo, por abismos ycieno y toda clase de podredumbre, llegar a

donde los justos llegan por muy diferentes pa-sos. Dispénseme si hablo con esta severidad: eneste momento es indispensable.

Hizo una pausa el Magistral para observar siAna subía con dificultad aquella pendiente quele ponía en el camino.

Ana callaba, meditando las palabras del con-fesor, recogida, seria, abismada en sus reflexio-nes. Sin darse cuenta de ello, le agradaba aque-lla energía, complacíase en aquella oposición,estimaba más que halagos y elogios las frasesfuertes, casi duras del Magistral.

El cual prosiguió, aflojando la cuerda:—Es necesario, y urgente, muy urgente,

aprovechar esas buenas tendencias, esa predis-posición piadosa; que así la llamaré ahora, por-que no es ocasión de explicar a usted los gra-dos, caminos y descaminos de la gracia, materiadelicadísima, peligrosa.... Decía que hay queaprovechar esas tendencias a la piedad y a lacontemplación, que son en usted muy antiguas,pues ya vienen de la infancia, en beneficio de la

virtud... y por medio de cosas santas. Aquí tie-ne usted el porqué de muchas ocupaciones delcristiano, el por qué del culto externo, más visi-ble y hasta aparatoso en la religión verdaderaque en las frías confesiones protestantes. Nece-sita usted objetos que le sugieran la idea santade Dios, ocupaciones que le llenen el alma deenergía piadosa, que satisfagan sus instintos,como usted dice, de amor universal.... Puestodo eso, hija mía, se puede lograr, satisfacer ycumplir en la vida, aparentemente prosaica yhasta cursi, como la llamaría doña Obdulia, deuna mujer piadosa, de una... beata, para emple-ar la palabra fea, escandalosa. Sí, amiga mía—elMagistral reía al decir esto—lo que usted nece-sita, para calmar esa sed de amor infinito... esser beata. Y ahora soy yo el que exige que ustedme comprenda, y no me tome la letra y deje elespíritu. Hay que ser beata, es decir, no hay quecontentarse con llamarse religiosa, cristiana, yvivir como un pagano, creyendo esas vulgari-dades de que lo esencial es el fondo, que las

menudencias del culto y de la disciplina que-dan para los espíritus pequeños y comineros;no, hija mía, no, lo esencial es todo; la forma esfondo: y parece natural que Dios diga a unamujer que pretende amarle: «Hija, pues paraacordarte de mí no debes necesitar que a Zorri-lla se le haya ocurrido pintar los amores de unamonja y un libertino; ven a mi templo, y allíencontrarán los sentidos incentivo del almapara la oración, para la meditación y para esosactos de fe, esperanza y caridad que son todomi culto en resumen...».

Anita, al oír este familiar lenguaje, casi joco-so, del Magistral, con motivo de cosas tangrandes y sublimes, sintió lágrimas y risasmezcladas, y lloró riendo como Andrómaca.

La noche corría a todo correr. La torre de lacatedral, que espiaba a los interlocutores de laglorieta desde lejos, entre la niebla que empe-zaba a subir por aquel lado, dejó oír tres cam-panadas como un aviso. Le parecía que ya hab-

ían hablado bastante. Pero ellos no oyeron laseñal de la torre que vigilaba.

Petra fue la que dijo, para sí, desde la som-bra del patio:

—¡Las ocho menos cuarto! Y no llevan trazade callarse....

La doncella ardía de curiosidad, aventurabaalgunos pasos de puntillas hacia la glorieta,esquivando tropezar con las hojas secas para nohacer ruido; pero tenía miedo de ser vista yretrocedía hasta el patio, desde donde no podíaoír más que un murmullo, no palabras. Sintióque Anselmo abría la puerta del zaguán y queel amo subía. Corrió Petra a su encuentro. Si lepreguntaba por la señora, estaba dispuesta amentir, a decir que había subido al segundopiso, a los desvanes, donde quiera, a tal o cualtarea doméstica; iba preparada a ocultar la visi-ta del Magistral sin que nadie se lo hubieramandado; pero creía llegado el caso de adelan-tarse a los deseos del ama y de su amigo donFermín. «¿No le habían hecho llevar cartas sin

necesidad de que lo supiera don Víctor? ¿Pues quénecesidad había de que supiera que llevabanmás de una hora de palique en el cenador, y aobscuras?».

Quintanar no preguntó por su mujer; no eraesto nuevo en él; solía olvidarla, sobre todocuando tenía algo entre manos. Pidió luz parael despacho, se sentó a su mesa, y separandolibros y papeles, dejó encima del pupitre unenvoltorio que tenía debajo del brazo. Era unamáquina de cargar cartuchos de fusil. Acababade apostar con Frígilis que él hacía tantas doce-nas de cartuchos en una hora, y venía dispuestoa intentar la prueba. No pensaba en otra cosa.Llegó la luz. Quintanar miró con ojos penetran-tes de puro distraídos a Petra. La doncella seturbó.

—Oye.—¿Señor?...—Nada.... Oye...—¿Señor?...—¿Anda ese reloj? —Sí, señor, le hadado usted cuerda ayer....

—¿De modo que son las ocho menos diez?

—Sí, señor.... Petra temblaba, pero seguíadispuesta a mentir si le preguntaba por el ama.

—Bien; vete. Y don Víctor se puso a atacarcon rapidez cartuchos y más cartuchos.

En tanto el Magistral había explicado lata-mente lo que quería dar a entender con lo de lavida beata.

«Era ya tiempo de que Ana procurase entraren el camino de la perfección; los trabajos pre-parativos ya podían darse por hechos; si otrasiban a la iglesia, a las cofradías y demás lugaresordinarios de la vida devota con un espíriturutinario que hacía nulas respecto a la perfec-ción moral aquellas prácticas piadosas; ella,Ana, podía sacar gran utilidad para la ocupa-ción digna de su alma de aquellos mismos lu-gares y quehaceres. ¿Qué había sido Santa Te-resa? Una monja, una fundadora de conventos;¿cuántas monjas había habido que no habíanpasado de ser mujeres vulgares? La vida de unamonja puede caer en la rutina también, ser pocomeritoria a los ojos de Dios, y nada útil para

satisfacer las ansias de un alma ardiente. Y, sinembargo, a la Santa Doctora; ¿qué mundos tangrandes, qué Universo de soles no la había da-do aquella vida del claustro? La gran actividadva en nosotros mismos, si somos capaces deella. Pero hay que buscar la ocasión en las ocu-paciones de la vida buena. Era necesario queAnita frecuentase en adelante las fiestas delculto; que oyese más sermones, más misas, queasistiera a las novenas, que fuese de la sociedadde San Vicente, pero socia activa, que visitara alos enfermos y los vigilara, que entrase en elCatecismo; al principio tales ocupaciones podr-ían parecerla pesadas, insustanciales, prosaicas,desviadas del camino que conduce a la vida dela piedad acendrada, pero poco a poco iría to-mando el gusto a tan humildes menesteres; iríapenetrando los misteriosos encantos de la ora-ción, del culto público, que si parece hastafrívolo pasatiempo en las almas tibias, en elvulgo de los fieles, que están en el templo nada

más con los sentidos, es edificante espectáculopara quien siente devoción profunda».

—Verá usted—decía el Magistral—como lle-ga un día en que no necesita a Zorrilla ni poetanacido para llorar de ternura y elevarse, de unaen otra, como usted dice, hasta la idea santa deDios. ¡Tiene la Iglesia, amiga mía, tal sagacidadpara buscar el camino de las entrañas! Veráusted, verá usted cómo reconoce la sabiduríade Nuestra Madre en muchos ritos, en muchasceremonias y pompas del culto que ahora pue-den antojársele indiferentes, insignificantes.¡Nuestras fiestas! ¡Qué cosa más hermosa, que-rida hija mía! Llegará, por ejemplo, la Noche-buena y usted empleará su imaginación pode-rosa en representarse las escenas de pura poes-ía del Nacimiento de Jesús.... Volverán a serpara usted las que ya parecían vulgaridades devillancicos, grandes poemas, manantial de ter-nura, y llorará pensando en el Niño Dios.... Yusted me dirá entonces si aquellas lágrimas son

más dulces y frescas que las que anoche learrancaba el bueno de don Juan Tenorio....

—A los sermones de cualquiera, no hay paraqué ir—prosiguió De Pas—por más que a vecesla palabra de un pobre cura de aldea encierraen su sencillez tosca tesoros de verdad, ense-ñanzas lacónicas admirables, rasgos de filosofíaprofunda y sincera, parábolas nuevas dignas dela Biblia; pero como esto es pocas veces, con-viene acudir a los sermones de oradores acredi-tados. Oiga usted al señor Obispo en los díasque él quiere lucirse.... Oiga usted... a otrosbuenos predicadores que hay.... Y si no fueravanidad intolerable, añadiría óigame usted a míalgunos días de los que Dios quiere que no meexplique mal del todo. Sí, porque así como haycosas que no pueden decirse desde el púlpito,que exigen el confesonario o la conferencia fa-miliar, hay otras que piden la cátedra, que seríaridículo decirlas de silla a silla... por ejemplo,algo de lo que yo tengo que advertir a ustedrespecto de esas vagas y aparentes visiones de

Dios en idea... tocadas, hija mía, de panteísmo,sin que usted se dé cuenta de ello.

Más habló el Magistral para exponer el plande vida devota a que había de entregarse encuerpo y alma su amiga desde el día siguiente,y terminó tratando con detenimiento especial lacuestión de las lecturas.

Recomendó particularmente la vida de al-gunos santos y las obras de Santa Teresa y al-gunos místicos.

«Basta con leer la vida de la Santa Doctora yla de María de Chantal, Santa Juana Francisca,por supuesto, sabiendo leer entre líneas, paraperfeccionarse, no al principio, sino más ade-lante. Al principio es un gran peligro el des-aliento que produce la comparación entre lapropia vida y la de los santos. ¡Ay de usted sidesmaya porque ve que para Teresa son peca-dos muchos actos que usted creía dignos deelogio! Pasará usted la vergüenza de ver queera vanidad muy grande creerse buena muchoantes de serlo, tomar por voces de Dios voces

que la Santa llama del diablo... pero en estospasajes no hay que detenerse.... No hay quecomparar... hay que seguir leyendo... y cuandose haya vivido algún tiempo dentro de la disci-plina sana... vuelta a leer, y cada vez el librosabrá mejor, y dará más frutos.

»Si nos proponemos llegar a ser una SantaTeresa, ¡adiós todo! se ve la infinita distancia yno emprendemos el camino. A dónde se ha dellegar, eso Dios lo dirá después; ahora andar,andar hacia adelante es lo que importa.

»Y a todo esto ¿hemos de vestir de estame-ña, y mostrar el rostro compungido, inclinadoal suelo, y hemos de dar tormento al maridocon la inquisición en casa, y con el huir los pa-seos, y negarse al trato del mundo? Dios noslibre, Anita, Dios nos libre.... La paz del hogarno es cosa de juego.... ¿Y la salud? la salud delcuerpo, ¿dónde la dejamos? ¿Pues no se tratabade ponernos en cura? ¿No estábamos ahorahablando del espíritu y su remedio? Pues elcuerpo quiere aire libre, distracciones honestas,

y todo eso ha de continuar en el grado que senecesite y que indicarán las circunstancias.

Una ráfaga de aire frío hizo temblar a la Re-genta y arremolinó hojas secas a la entrada delcenador. El Magistral se puso en pie, como si lehubieran pinchado, y dijo con voz de susto:

—¡Caramba! debe de ser muy tarde. Noshemos entretenido aquí charlando... charlan-do...

«No le haría gracia que don Víctor los en-contrase a tales horas en el parque, dentro delcenador solos y a la luz de las estrellas...». Peroesto que pensó se guardó de decirlo. Salió de laglorieta hablando en voz alta, pero no muy alta,aparentando no temer al ruido, pero temiéndo-lo.

Ana salió tras él, ensimismada, sin acordarsede que había en el mundo maridos, ni días, ninoches, ni horas, ni sitios inconvenientes parahablar a solas con un hombre joven, guapo,robusto, aunque sea clérigo.

El Magistral, como equivocando el camino,se dirigió hacia la puerta del patio, aunque pa-recía lo natural subir por la escalera de la galer-ía y pasar por las habitaciones de Quintanar.

En el patio estaba Petra, como un centinela,en el mismo sitio en que había recibido al Pro-visor.

—¿Ha venido el señor?—preguntó la Regen-ta.

—Sí, señora—respondió en voz baja la don-cella—; está en su despacho.

—¿Quiere usted verle?—dijo Ana volvién-dose al Magistral.

Don Fermín contestó:—Con mucho gus-to...—¡Disimulan, disimulan conmigo!—, pensóPetra con rabia.

—Con mucho gusto... si no fuera tan tarde...debía estar a las ocho en palacio... y van a darlas ocho y media... no puedo detenerme... salú-dele usted de mi parte.

—Como usted quiera.—Además, estaráabismado en sus trabajos... no quiero distraer-

le... saldré por aquí... Buenas noches, señora,muy buenas noches.

—Disimulan—volvió a pensar Petra, mien-tras abría la puerta que conducía al zaguán.

Entonces, el Magistral se acercó a la Regentay deprisa y en voz baja dijo:

—Se me había olvidado advertirle que... ellugar más a propósito para... verse... es en casade doña Petronila. Ya hablaremos.

—Bien—contestó la Regenta.—Lo he pensa-do, es el mejor.—Sí, sí, tiene usted razón.

Subió Ana por la escalera principal y salió alportal don Fermín. En la puerta se detuvo, miróa Petra mientras se embozaba, y la vio con losojos fijos en el suelo, con una llave grande en lamano, esperando a que pasara él para cerrar.Parecía la estatua del sigilo. De Pas la acariciócon una palmadita familiar en el hombro y dijosonriendo:

—Ya hace fresco, muchacha. Petra le mirócara a cara y sonrió con la mayor gracia quesupo y sin perder su actitud humilde.

—¿Estás contenta con los señores?—Doña Ana es un ángel.—Ya lo creo. Adiós, hija mía, adiós; sube,

sube, que aquí hay corrientes... y estás muycoloradilla... debes de tener calor....

—Salga usted, salga usted, y por mí no tema.—Cierra ya, hija mía, puedes cerrar.—No señor, si cierro no verá usted bien has-

ta llegar a la esquina....—Muchas gracias... adiós, adiós.—Buenas noches, D. Fermín. Esto lo dijo Pe-

tra muy bajo, sacando la cabeza fuera del por-tal, y cerró con gran cuidado de no hacer cual-quier ruido.

«¡D. Fermín!» pensó el Magistral. «¿Por quéme llama esta D. Fermín? ¿Qué se habrá figu-rado? Mejor, mejor.... Sí, mejor. Conviene tener-la propicia como a la otra».

La otra era Teresina, su criada. Petra subió yse presentó en el tocador de doña Ana sin serllamada.

—¿Qué quieres?—preguntó el ama, que seestaba embozando en su chal porque sentíamucho frío.

—El señor no me ha preguntado por la seño-ra. Yo no le he dicho... que estaba aquí D.Fermín.

—¿Quién?—Don Fermín.—¡Ah! Bien, bien...¿para qué? ¿qué importa?

Petra se mordió los labios y dio media vueltamurmurando:

—¡Orgullosa! ¿si creerá que no tenemosojos?... Pues si a una no le diera la gana... peroyo lo hago por el otro....

Sí, Petra lo hacía por el otro, por el Magis-tral, a quien quería agradar a toda costa. Teníasus planes la rubia lúbrica.

Don Víctor Quintanar se presentó mediahora después a su mujer con manchas depólvora en la frente y en las mejillas.

No supo nada de la visita nocturna del Ma-gistral. «No preguntó nada: ¿para qué decírse-lo?».

A la mañana siguiente, antes de salir el sol,Frígilis entró en el Parque de Ozores por lapuerta de atrás, con la llave que él tenía para suuso particular. El amigo íntimo de Quintanar,era el dictador en aquel pueblo de árboles yarbustos. Los días que no iban de caza, el señorCrespo se los pasaba recorriendo sus dominios,que así llamaba al parque de Quintanar; poda-ba, injertaba, plantaba o trasplantaba, según lasestaciones y otras circunstancias. Estaba prohi-bido a todo el mundo, incluso al dueño delbosque, tocar en una hoja. Allí mandaba Frígilisy nadie más. En cuanto entró, se dirigió al ce-nador. Recordaba haber dejado encima de lamesa de mármol o de un banco, en fin, allí de-ntro, unas semillas preparadas para mandar acierta exposición de floricultura. Buscó, y sobreuna mecedora encontró un guante de seda mo-rada entre las semillas esparcidas y mezcladassobre la paja y por el suelo.

Soltó un taco madrugador y cogió el guantecon dos dedos, levantándolo hasta los ojos.

—¿Quién diablos ha andado aquí?—preguntó a las auras matutinas.

Guardó el guante en un bolsillo, recogió lassemillas que no había llevado el viento, y congran cuidado volvió a escoger y separar losgranos. Se trataba de una singularísima especiede pensamientos monocromos, invención suya.

Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gri-tos.

—¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!...Apareció Petra con el cabello suelto, en

chambra, y mal tapada con un mantón viejo delama. Parecía la aurora de las doradas guedejas;pero Frígilis, mal humorado, se encaró con laaurora.

—Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio deobispo entra aquí por la noche a destrozarmelas semillas?...

—¿Qué dice usted que no le entiendo?—contestó Petra desde el patio.

—Digo que ayer me retiré yo de la huertacerca del obscurecer, que dejé allá dentro unas

semillas envueltas en un papel... y ahora meencuentro la simiente revuelta con la tierra enel suelo, y sobre una butaca este guante decanónigo.... ¿Quién ha estado aquí de noche?

—¡De noche! Usted sueña, D. Tomás.—¡Ira de Dios! De noche digo....—A ver el guante...—Toma—contestó Frígi-

lis, arrojando desde lejos la prenda....—Pues... ¡está bueno! ja, ja, ja... buen canóni-

go te dé Dios.... Lo que entiende usted de mo-das, don Tomás.... ¿Pues no dice que es unguante de canónigo?...

—¿Pues de quién es?—De mi señora.... Nove usted la mano... qué chiquita... a no ser quehaya canónigas también.

—¿Y se usan ahora guantes morados?—Pues claro... con vestidos de cierto color....Frígilis encogió los hombros.—Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me

las ha echado a rodar?

—El gato, ¿qué duda tiene? el gatito peque-ño, el moreno, el mismo que habrá llevado elguante a la glorieta... ¡es lo más urraca!...

En la pajarera de Quintanar cantó un jilgue-ro.

—¡El gato! ¡El moreno!...—dijo Frígilis, mo-viendo la cabeza—qué gato... ni qué...

Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de re-pente, y volviéndose a Petra, señaló a la galería:

—¡Es mi macho! ¡es mi macho! ¿oyes? estoyseguro... ¡es mi macho!... y tu amo que decía...que su canario... que iba a cantar primero...oyes... ¿oyes? es mi macho, se lo he prestadoquince días para que lo viese vencer... ¡es mimacho!

Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedóarrobado oyendo el repiqueteo estridente, fres-co, alegre del jilguero de sus amores.

Petra escondió en el seno de nieve apretadael guante morado del Magistral.

—XVIII—

Las nubes pardas, opacas, anchas como es-tepas, venían del Oeste, tropezaban con lascrestas de Corfín, se desgarraban y deshechasen agua, caían sobre Vetusta, unas en diagona-les vertiginosas, como latigazos furibundos,como castigo bíblico; otras cachazudas, tranqui-las, en delgados hilos verticales. Pasaban y ven-ían otras, y después otras que parecían las deantes, que habían dado la vuelta al mundo paradesgarrarse en Corfín otra vez. La tierra fungo-sa se descarnaba como los huesos de Job; sobrela sierra se dejaba arrastrar por el viento pere-zoso, la niebla lenta y desmayada, semejante aun penacho de pluma gris; y toda la campiñaentumecida, desnuda, se extendía a lo lejos,inmóvil como el cadáver de un náufrago quechorrea el agua de las olas que le arrojaron a laorilla. La tristeza resignada, fatal de la piedraque la gota eterna horada, era la expresión mu-da del valle y del monte; la naturaleza muerta

parecía esperar que el agua disolviera su cuer-po inerte, inútil. La torre de la catedral aparecíaa lo lejos, entre la cerrazón, como un mástilsumergido. La desolación del campo era resig-nada, poética en su dolor silencioso; pero latristeza de la ciudad negruzca; donde la hume-dad sucia rezumaba por tejados y paredesagrietadas, parecía mezquina, repugnante, chi-llona, como canturia de pobre de solemnidad.Molestaba; no inspiraba melancolía sino untedio desesperado. Frígilis prefería mojarse acampo raso, y arrastraba consigo a Quintanarlejos de Vetusta, cerca del mar, a las praderas ymarismas solitarias de Palomares y Roca Taja-da, donde fatigaban el monte y la llanura, per-siguiendo perdices y chochas en lo espeso delos altozanos nemorosos; y en las planicies es-cuetas, melancólicos y quejumbrosos alcarava-nes, nubes de estorninos, tordos de agua, patosmarinos, y bandadas obscuras de peguetas di-ligentes. Para estas excursiones lejanas, donVíctor contaba con el beneplácito de su esposa.

Se salía al ser de día, en el tren correo, se llega-ba a Roca Tajada una hora después, y a las diezde la noche entraban en Vetusta silenciosos,cargados de ramilletes de pluma y como sopaen vino. Allá en las marismas de Palomares,don Víctor solía echar de menos el teatro. «¡Si eltren saliese dos horas antes, menos mal!». Frígi-lis no echaba de menos nada. Su devoción a lacaza, a la vida al aire libre, en el campo, en lasoledad triste y dulce, era profunda, sin rival:Quintanar compartía aquella afición con suamor a las farsas del escenario. Frígilis en elteatro se aburría y se constipaba. Tenía horror alas corrientes de aire, y no se creía seguro másque en medio de la campiña, que no tiene puer-tas.

Crespo tenía bien definida y arraigada suvocación: la naturaleza; Quintanar había llega-do a viejo sin saber «cuál era su destino en latierra», como él decía, usando el lenguaje deltiempo romántico, del que le quedaban algunosresabios. Era el espíritu del ex-regente, de blan-

da cera; fácilmente tomaba todas las formas yfácilmente las cambiaba por otras nuevas. Cre-íase hombre de energía, porque a veces usabaen casa un lenguaje imperativo, de bando mu-nicipal; pero no era, en rigor, más que una pas-ta para que otros hiciesen de él lo que quisie-ran. Así se explicaba que, siendo valiente, jamáshubiese tenido ocasión de mostrar su valor lu-chando contra una voluntad contraria. Él sos-tenía que en su casa no se hacía más que lo queél quería, y no echaba de ver que siempre aca-baba por querer lo que determinaban los de-más. Si Ana Ozores hubiera tenido un carácterdominante, don Víctor se hubiese visto en latriste condición de esclavo: por fortuna, la Re-genta dejaba al buen esposo entregado a lasveleidades de sus caprichos y se contentaba connegarle toda influencia sobre los propios gustosy aficiones. Aquel programa de diversiones,alegría, actividad bulliciosa, que había publica-do a son de trompeta Quintanar, se cumplíasólo en las partes y por el tiempo que a su es-

posa le parecían bien; si ella prefería quedar encasa, volver a sus ensueños, don Víctor quehabía prometido y hasta jurado no ceder, pocoa poco cedía; procuraba que la retirada fuesehonrosa, fingía transigir y creía a salvo suhonor de hombre enérgico y amo de su casa,permitiéndose la audacia de gruñir un poco,entre dientes, cuando ya nadie le oía. Los cria-dos le imponían su voluntad, sin que él lo sos-pechara. Hasta en el comedor se le había derro-tado. Amante, como buen aragonés, de los pla-tos fuertes, del vino espeso, de la clásica abun-dancia, había ido cediendo poco a poco, sinconocerlo, y comía ya mucho menos, y pasabapor los manjares más fantásticos que suculen-tos, que agradaban a su mujer. No era que Ani-ta se los impusiese, sino que las cocineras pre-ferían agradar al ama, porque allí veían unavoluntad seria, y en el señor sólo encontrabanun predicador que les aburría con sermonesque no entendían. Hasta en el estilo se notabaque Quintanar carecía de carácter. Hablaba

como el periódico o el libro que acababa deleer, y algunos giros, inflexiones de voz y otrascualidades de su oratoria, que parecían señalesde una manera original, no eran más que vesti-gios de aficiones y ocupaciones pasadas. Asíhablaba a veces como una sentencia del Tribu-nal Supremo, usaba en la conversación familiarel tecnicismo jurídico, y esto era lo único que enél quedaba del antiguo magistrado. No pocohabía contribuido en Quintanar a privarle deoriginalidad y resolución, el contraste de suoficio y de sus aficiones. Si para algo había na-cido, era, sin duda, para cómico de la legua, omejor, para aficionado de teatro casero. Si lasociedad estuviera constituida de modo quefuese una carrera suficiente para ganarse lavida, la de cómico aficionado, Quintanar lohubiera sido hasta la muerte y hubiera llegadoa trabajar, frase suya, tan bien como cualquierade esos otros primeros galanes que recorren lascapitales de provincia, a guisa de buhoneros.

Pero don Víctor comprendió que el cómicoen España no vive de su honrado trabajo si nose entrega a la vergüenza de servir al público elarte en las compañías de comediantes de oficio;comprendió además que él necesitaba con eltiempo crear una familia, y entró en la carrerajudicial a regañadientes. Quiso la suerte, y qui-sieron las buenas relaciones de los suyos, queQuintanar fuera ascendiendo con rapidez, y sevio magistrado y se vio regente de la Audienciade Granada, a una edad en que todavía se sent-ía capaz de representar el Alcalde de Zalamea contoda la energía que el papel exige. Pero la espi-na la llevaba en el corazón; reconocía que elcargo de magistrado es delicadísimo, grande suresponsabilidad, pero él... «era ante todo unartista». ¡Aborrecía los pleitos, amaba las tablasy no podía pisarlas dignamente! Este era el tor-cedor de su espíritu. Si le hubiese sido lícitorepresentar comedias, quizás no hubiera hechootra cosa en la vida, pero como le estaba prohi-bido por el decoro y otra porción de serias con-

sideraciones, procuraba buscar otros caminos ala comezón de ser algo más que una rueda delpoder judicial, complicada máquina; y era ca-zador, botánico, inventor, ebanista, filósofo,todo lo que querían hacer de él su amigo Frígi-lis y los vientos del azar y del capricho.

Frígilis había formado a su querido Víctor, alcabo de tantos años de trato íntimo a su imageny semejanza, en cuanto era posible. Salía Quin-tanar de la servidumbre ignorada de su domici-lio para entrar en el poder dictatorial, aunqueilustrado, de Tomás Crespo, aquel pedazo desu corazón, a quien no sabía si quería tantocomo a su Anita del alma. La simpatía habíanacido de una pasión común: la caza. Pero lacaza antes no era más que un ejercicio de hom-bre primitivo para el aragonés; cazaba sin saberlo que eran las perdices, ni las liebres y conejos,por dentro; Frígilis estudiaba la fauna y la floradel país de camino que cazaba, y además medi-taba como filósofo de la naturaleza. Crespohablaba poco, y menos en el campo; no solía

discutir, prefería sentar su opinión lacónica-mente, sin cuidarse de convencer a quien le oía.Así la influencia de la filosofía naturalista deFrígilis llegó al alma de Quintanar por aluvión:insensiblemente se le fueron pegando al cere-bro las ideas de aquel buen hombre, de quien losvetustenses decían que era un chiflado, un tonti-loco.

Frígilis despreciaba la opinión de sus paisa-nos y compadecía su pobreza de espíritu. «Lahumanidad era mala pero no tenía la culpa ella.El oidium consumía la uva, el pintón dañaba elmaíz, las patatas tenían su peste, vacas y cerdosla suya; el vetustense tenía la envidia, su oi-dium, la ignorancia su pintón, ¿qué culpa teníaél?». Frígilis disculpaba todos los extravíos,perdonaba todos los pecados, huía del contagioy procuraba librar de él a los pocos a quienquería. Visitaba pocas casas y muchas huertas;sus grandes conocimientos y práctica hábil enarboricultura y floricultura, le hacían árbitro detodos los parques y jardines del pueblo; conocía

hoja por hoja la huerta del marqués de Coruje-do, había plantado árboles en la de Vegallana,visitaba de tarde en tarde el jardín inglés dedoña Petronila; pero ni conocía de vista al GranConstantino, al obispo madre, ni había entradojamás en el gabinete de doña Rufina, ni teníacon el marqués de Corujedo más trato que eldel Casino. Se entendía con los jardineros.—Encuanto las lluvias de invierno se inauguraban,después del irónico verano de San Martín, aFrígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasabaen su recinto los días en que le reclamaban susárboles y sus flores.

Quintanar le seguía muerto de sueño, ence-rrado en su uniforme de cazador, de que se reíano poco Frígilis, quien usaba la misma ropa enel monte y en la ciudad, y los mismos zapatosblancos de suela fuerte, claveteada. Se metíanen un coche de tercera clase, entre aldeanosalegres, frescos, colorados; Quintanar dormita-ba dando cabezadas contra la tabla dura; Frígi-lis repartía o tomaba cigarros de papel, gordos;

y más decidor que en Vetusta, hablaba, jovial,expansivo, con los hijos del campo, de las cose-chas de ogaño y de las nubes de antaño; si laconversación degeneraba y caía en los pleitos,torcía el gesto y dejaba de atender, para abis-marse en la contemplación de aquella campiñatriste ahora, siempre querida para él que la co-nocía palmo a palmo.

Ana envidiaba a su marido la dicha de huirde Vetusta, de ir a mojarse a los montes y a lasmarismas, en la soledad, lejos de aquellos teja-dos de un rojo negruzco que el agua que lescaía del cielo hacía una inmundicia.

«¡Ah, sí! ella estaba dispuesta a procurar lasalvación de su alma, a buscar el camino segurode la virtud; pero ¡cuánto mejor se hubieraabierto su espíritu a estas grandezas religiosasen un escenario más digno de tan sublime poes-ía! ¡Cuán difícil era admirar la creación paraelevarse a la idea del Creador, en aquella Enci-mada taciturna, calada de humedad hasta loshuesos de piedra y madera carcomida; de calles

estrechas, cubiertas de hierba-hierba alegre enel campo, allí símbolo de abandono—, lamidassin cesar por las goteras de los tejados, demonótono y eterno ruido acompasado al salpi-car los guijarros puntiagudos!...».

No se explicaba la Regenta cómo Visitacióniba y venía de casa en casa, alegre como siem-pre, risueña, sin miedo al agua ni menos al fan-go del arroyo... sin pensar siquiera en que llov-ía, sin acordarse de que el cielo era un sudarioen vez de un manto azul, como debiera. ParaVisita era el tiempo siempre el mismo, no pen-saba en él, y sólo le servía de tópico de conver-sación en las visitas de cumplido.

La del Banco, como pajarita de las nieves,saltaba de piedra en piedra, esquivaba los char-cos, y de paso, dejaba ver el pie no mal calzado,las enaguas no muy limpias, y a veces algo deuna pantorrilla digna de mejor media.—Tampoco a Obdulia el agua la encerraba encasa, ni la entumecía: también alegre y bullicio-sa corría de portal en portal, desafiando los más

recios chaparrones, riendo a carcajadas si unagota indiscreta mojaba la garganta que palpita-ba tibia; era de ver el arte con que sus bajos, coninstintos de armiño, cruzaban todo aquel peli-gro del cieno, inmaculados, copos de nieve ca-lada, dibujos y hojarasca sonante de espuma deHolanda; tentación de Bermúdez el arqueólogoespiritualista.

Notaba Ana con tristeza y casi envidia queen general los vetustenses se resignaban singran esfuerzo con aquella vida submarina, queduraba gran parte del otoño, lo más del invier-no y casi toda la primavera. Cada cual buscabasu rincón y parecían no menos contentos queFrígilis huyendo a las llanuras vecinas del mara mojarse a sus anchas.

La Marquesa de Vegallana se levantaba mástarde si llovía más; en su lecho blindado contralos más recios ataques del frío, disfrutaba delei-tes que ella no sabía explicar, leyendo, bienarropada, novelas de viajes al polo, de cazas deosos, y otras que tenían su acción en Rusia o en

la Alemania del Norte por lo menos. El contras-te del calorcillo y la inmovilidad que ella goza-ba con los grandes fríos que habían de sufrir loshéroes de sus libros, y con los largos paseos quese daban por el globo, era el mayor placer quegozaba al cabo del año doña Rufina. Oír el aguaque azota los cristales allá fuera, y estar com-padeciéndose de un pobre niño perdido en loshielos... ¡qué delicia para un alma tierna, a sumodo, como la de la señora Marquesa!

—Yo no soy sentimental—decía ella a D. Sa-turnino Bermúdez, que la oía con la cabeza tor-cida y la sonrisa estirada con clavijas de oreja aoreja—yo no soy sentimental, es decir, no megusta la sensiblería... pero leyendo ciertas cosas,me siento bondadosa... me enternezco... lloro...pero no hago alarde de ello.

—Es el don de lágrimas, de que habla SantaTeresa, señora,—respondía el arqueólogo; ysuspiraba como echando la llave al cajón de lossecretos sentimentales.

El Marqués hacía lo que los gatos en enero.Desaparecía por temporadas de Vetusta. Decíaque iba a preparar las elecciones. Pero sus ínti-mos le habían oído, en el secreto de la confian-za, después de comer bien, a la hora de las con-fesiones, que para él no había afrodisíaco mejorque el frío. «Ni los mariscos producen en mí elefecto del agua y la nieve». Y como sus aventu-ras eran todas rurales, salía el buen Vegallana adesafiar los elementos, recorriendo las aldeas,entre lodo, hielo y nieve en su coche de camino.Y así preparaba las elecciones, buscando votospara un porvenir lejano, según frase picarescade D. Cayetano Ripamilán, siempre dispuesto aperdonar esta clase de extravíos.

La tertulia de la Marquesa veía el cielo abier-to en cuanto el tiempo se metía en agua. Losque tenían el privilegio envidiable y envidiadode penetrar en aquella estufa perfumada, ben-decían los chubascos que daban pretexto paraasistir todas las noches al gabinete de doña Ru-fina. ¿Qué habían de hacer si no? ¿A dónde

habían de ir?—En la chimenea ardían los bos-ques seculares de los dominios del Marqués;aquellas encinas feudales se carbonizaban conmajestuosos chirridos. A su calor no se conta-ban antiguas consejas, como presumía TrifónCármenes que había de suceder por fuerza entodo hogar señorial, pero se murmuraba delmundo entero, se inventaban calumnias nuevasy se amaba con toda la franqueza prosaica ysensual que, según Bermúdez, «era la carac-terística del presente momento histórico, des-nudo de toda presea ideal y poética».—El gabi-nete no era grande, eran muchos los muebles, ylos contertulios se tocaban, se rozaban, seoprimían, si no había otro remedio. ¿Quiénpensaba en los aguaceros?

En las reuniones de segundo orden, queabundaban en Vetusta, la humedad excitaba laalegría; cada cual se iba al agujero de costum-bre y era de oír, por ejemplo, la algazara conque entraban en el portal de la casa de Visita«los que la favorecían una vez por semana hon-

rando sus salones», que eran sala y gabinete;eran de oír las carcajadas, las bromas de lostertulios guarecidos bajo los paraguas que re-cibían con estrépito las duchas de los tremen-dos serpentones de hojalata.... Todos desprecia-ban el agua, pensando en los placeres esotéricosde la lotería y de las charadas representadas.

—En cuanto al «elemento devoto de Vetus-ta», (frase del Lábaro) se metían en novenas asíque el tiempo se metía en agua. El elementodevoto era todo el pueblo en llegando el maltiempo, y hasta los socios de Viernes santo, unosperdidos que se juntaban durante la Semana dePasión a comer de carne en la fonda, hasta esosacudían al templo, si bien a criticar a los predi-cadores y mirar a las muchachas. Este fervorreligioso de Vetusta comenzaba con la Novenade las Ánimas, poco popular, y la muy concu-rrida del Corazón de Jesús, no cesando hastaque se celebraba la más famosa de todas, la delos Dolores, y la poco menos favorecida de laMadre del Amor Hermoso, en el florido Mayo,

esta última. Pero además de las Novenas teníanlas almas piadosas otras muchas ocasiones dealabar a Dios y sus santos, en solemnidades tannotables como las fiestas de Pascua y las deCuaresma, especialmente en los Sermones de laAudiencia, pagados por la Territorial todos losviernes de aquel tiempo santo y de meditación,según Cármenes.

El temporal retrasó no poco el cumplimientode aquel plan de higiene moral, impuesto sua-vemente por don Fermín a su querida amiga.Ana aborrecía el lodo y la humedad; le crispabalos nervios la frialdad de la calle húmeda y su-cia, y apenas salía del sombrío caserón de losOzores. Había confesado otras dos veces antesde terminar Noviembre, pero no se había deci-dido a ir a casa de doña Petronila, ni el Magis-tral se atrevió a recordarle aquella cita. El GranConstantino sabía ya por su querido y admira-do señor De Pas, quien la visitaba más a menu-do ahora, que doña Ana deseaba ayudarla ensus santas labores y en la administración de

tantas obras piadosas como ella dirigía y paga-ba sabiamente.

—«¿Cuándo viene por acá ese ángel her-mosísimo?»—preguntaba el Obispo madre, enestilo de novena, cargado de superlativos abs-tractos.

Las beatas que servían de cuestores de pala-cio en el del Gran Constantino, las del cónclave,como las llamaba Ripamilán, esperaban conansiedad mística y con una curiosidad malignaa la nueva compañera, que tanto prestigio tra-ería con su juventud y su hermosura a la piado-sa y complicada empresa de salvar el mundo enJesús y por Jesús; pues nada menos que esto seproponían aquellas devotas de armas tomar,militantes como coraceros.

Pero Ana, sin saber por qué, sentía una vagarepugnancia cuando pensaba en ir a casa dedoña Petronila; le parecía mejor ver al Magis-tral en la iglesia, allí encontraba ella el fervorreligioso necesario para confesar sus ideas ma-las, sus deseos peligrosos. El Magistral co-

menzó a impacientarse; la Regenta no subía lacuesta, persistía en sus peligrosos anhelos pan-teísticos, que así los calificaba él, se empeñabaen que era piedad aquella ternura que sentíacon motivo de espectáculos profanos, y decla-raba francamente que las lecturas devotas lesugerían reflexiones probablemente heréticas, opor lo menos, poco a propósito para llegar a laprofunda fe que el Magistral exigía como pre-paración absolutamente indispensable para darun paso en firme. Otras veces los libros piado-sos la hacían caer en somnolencia melancólica oen una especie de marasmo intelectual que pa-recía estupidez. En cuanto a la oración, Anadecía que recitar de memoria plegarias era unejercicio inútil, soporífero, que irritaba los ner-vios; las repetía cien veces, para fijar en ellas laatención, y llegaba a sentir náuseas antes deconseguir un poco de fervor.... «Nada, nada deeso; no hay cosa peor que rezar así, respondíael Magistral; a la oración ya llegaremos; porahora en este punto basta con sus antiguas de-

vociones». Y, aunque temiendo los peligros dela fantasía de Ana, por no perder terreno, teníaque dejarla abandonarse a los espontáneosarranques de ternura piadosa que venían sinsaber cómo, a lo mejor, provocados por cual-quier accidente que ninguna relación parecíatener con las ideas religiosas. El miedo a lasexpansiones naturales de aquel espíritu ardien-te le había hecho cambiar el plan suave de losprimeros días por aquel otro expuesto en elcenador del Parque, más parecido a la ordinariadisciplina a que él sometía a los penitentes;pero ya veía don Fermín que era preciso volvera la blandura y dejar al instinto de su amigamás parte en la ardua tarea de ganar para elbien aquellos tesoros de sentimiento y de gran-deza ideal. Este sistema de la cuerda floja re-trasaba el triunfo, pero le permitía a él presen-tarse a los ojos de Ana más simpático, hablandoel lenguaje de aquella vaguedad romántica queella creía religiosidad sincera, y no pasaba deser una idolatría disimulada, según don

Fermín. No, él no se dejaba seducir por pan-teísmos, aunque fuesen tan bien parecidos co-mo el de su amiga.

De lo que él estaba seguro era del efecto pro-fundo y saludable que en semejante mujer ten-ían que producir las bellezas del culto el día enque ella las presenciara con atención y dispues-to el ánimo a las sensaciones místicas por aque-lla excitación nerviosa, de cuyos accesos tantasnoticias tenía ya el confesor diligente.

Cuando ella volvía a hablarle de aburrimien-to, del dolor del hastío, de la estupidez del aguacayendo sin cesar, él repetía: «A la iglesia, hijamía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a so-ñar allí, a pensar allí oyendo la música delórgano y de nuestra excelente capilla, oliendoel incienso del altar mayor, sintiendo el calor delos cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve,contemplando las altas bóvedas, los pilaresesbeltos, las pinturas suaves y misteriosamentepoéticas de los cristales de colores...». Poca gra-cia le hacía a don Fermín esta retórica a lo Cha-

teaubriand; siempre había creído que recomen-dar la religión por su hermosura exterior, eraofender la santidad del dogma, pero sabíahacer de tripas corazón y amoldarse a las cir-cunstancias. Además, sin que él quisiera pensaren ello, le halagaba la esperanza de encontrar amenudo en la catedral, en las Conferencias deSan Vicente, en el Catecismo, a su amiga, queallí le vería triunfante luciendo su talento, suciencia y su elegancia natural y sencilla.

Pero cada día era mayor la repugnancia deAnita a pisar la calle; la humedad le dabahorror, la tenía encogida, envuelta en unmantón, al lado de la chimenea monumentaldel comedor tétrico, horas y horas, de día y denoche. Don Víctor no paraba en casa. Si no es-taba de caza, entraba y salía, pero sin detenerse;apenas se detenía en su despacho. Le habíatomado cierto miedo. Varias máquinas de lasque estaban inventando o perfeccionando se lehabían sublevado, erizándose de inesperadasdificultades de mecánica racional. Allí estaban

cubiertos de glorioso polvo sobre la mesa deldespacho diabólicos artefactos de acero y ma-dera, esperando en posturas interinas a quedon Víctor emprendiese el estudio serio de lasmatemáticas, de todas las matemáticas, quetenía aplazado por culpa de la compañíadramática de Perales. En tanto Quintanar, unpoco avergonzado en presencia de aquellosjuguetes irónicos que se le reían en las barbas,esquivaba su despacho siempre que podía; y nicartas escribía allí. Además; las coleccionesbotánicas, mineralógicas y entomológicas yac-ían en un desorden caótico, y la pereza de em-prender la tarea penosa de volver a clasificartantas yerbas y mosquitos también le alejaba desu casa. Iba al Casino a disputar y a jugar alajedrez; hacía muchas visitas y buscaba modode no aburrirse metido en casa. «Mejor», pen-saba Ana sin querer. Su don Víctor, a quien enprincipio ella estimaba, respetaba y hasta quer-ía todo lo que era menester, a su juicio, le ibapareciendo más insustancial cada día: y cada

vez que se le ponía delante echaba a rodar losproyectos de vida piadosa que Ana poco a pocoiba acumulando en su cerebro, dispuesta a ser,en cuanto mejorase el tiempo, una beata en elsentido en que el Magistral lo había solicitado.Mientras pensaba en el marido abstracto todoiba bien; sabía ella que su deber era amarle,cuidarle, obedecerle; pero se presentaba el se-ñor Quintanar con el lazo de la corbata de sedanegra torcido, junto a una oreja; vivaracho, in-quieto, lleno de pensamientos insignificantes,ocupado en cualquier cosa baladí, tomando contodo el calor natural lo más mezquino y dignode olvido, y ella sin poder remediarlo, y conmás fuerza por causa del disimulo, sentía unrencor sordo, irracional, pero invencible por elmomento, y culpaba al universo entero del ab-surdo de estar unida para siempre con semejan-te hombre. Salía don Víctor dejando tras sí laspuertas abiertas, dando órdenes caprichosaspara que se cumplieran en su ausencia; y cuan-do Ana ya sola, pegada a la chimenea taciturna,

de figuras de yeso ahumado, quería volver a supropedéutica piadosa, a los preparativos devida virtuosa, encontraba anegada en vinagretoda aquella sentimental fábrica de su religiosi-dad, y calificaba de hipocresía toda su resigna-ción. «¡Oh no, no! ¡yo no puedo ser buena! yono sé ser buena; no puedo perdonar las flaque-zas del prójimo, o si las perdono, no puedo to-lerarlas. Ese hombre y este pueblo me llenan lavida de prosa miserable; diga lo que quiera donFermín, para volar hacen falta alas, aire...». Es-tos pensamientos la llevaban a veces tan lejosque la imagen de don Álvaro volvía a presen-tarse brindando con la protesta, con aquellaamable, brillante, dulcísima protesta de los sen-tidos poetizados, que había clavado en su co-razón con puñaladas de los ojos el elegantedandy la tarde memorable de Todos los Santos.Entonces Ana se ponía en pie, recorría el come-dor a grandes pasos, hundida la cabeza en elembozo del chal apretado al cuerpo, daba vuel-ta alrededor de la mesa oval, y acababa por

acercarse a los vidrios del balcón y apretar con-tra ellos la frente. Salía, cruzando el estradotriste, pasillos y galerías; llegaba a su gabinete ytambién allí se apretaba contra los vidrios ymiraba con ojos distraídos, muy abiertos y fijos,las ramas desnudas de los castaños de Indias, ylos soberbios eucaliptos, cubiertos de hojas lar-gas, metálicas, de un verde mate, temblorosas yresonantes. Si no llovía mucho, Frígilis solíaandar por allí; más tiempo faltaba Quintanar decasa que Frígilis de la huerta. Ana acababa porverle. «Aquel había sido su único amigo en latriste juventud, en el tiempo de la servidumbremiserable; y ahora casi le odiaba; él la habíacasado; y sin remordimiento alguno, sin pensaren aquella torpeza, se dedicaba ahora a susárboles, que podaba sin compasión, que injer-taba a su gusto, sin consultar con ellos, sin sa-ber si ellos querían aquellos tajos y aquellosinjertos...». «¡Y pensar que aquel hombre habíasido inteligente, amable! Y ahora... no era másque una máquina agrícola, unas tijeras, una

segadora mecánica, ¡a quién no embrutecía lavida de Vetusta!».

Frígilis, si veía a su querida Ana detrás delos cristales, la saludaba con una sonrisa y volv-ía a inclinarse sobre la tierra; aplastaba un cara-col, cortaba un vástago importuno, afirmaba unrodrigón y seguía adelante, arrastrando loszapatos blancos sobre la arena húmeda de lossenderos.... Y Ana veía desaparecer entre lasramas aquel sombrero redondo, flexible, siem-pre gris, aquel tapabocas de cuadros de panaeternamente colgado al cuello, aquella cazadoraparda y aquellos pantalones ni anchos ni estre-chos, ni nuevos ni viejos, de ramitos borrososde lana verde y roja alternando sobre fondonegro.

A menudo visitaban a la Regenta la del Ban-co y el Marquesito.—Paco estaba admirado dela heroica resistencia de la de Ozores; no com-prendía él que su ídolo, su don Álvaro tardasetanto en conquistar una voluntad, en rendir

una virtud, si la voluntad estaba ya conquista-da.

—«Ella está enamorada de ti, de eso estoyseguro»—decía Paco a Mesía en el Casino, aúltima hora, cuando sólo quedaban allí lostrasnochadores de oficio.

Estaban los dos sentados junto a un veladorcubierto con fina y blanca servilleta; cenabancon sendas medias botellas de Burdeos al lado,y llegaban al momento necesario de la expan-sión y las confidencias; Mesía melancólico, pa-sando a tragos la nostalgia de lo infinito, quetambién tienen los descreídos a su modo, incli-naba mustia la gallarda y fina cabeza de unrubio pálido, y parecía un poco más viejo quede ordinario. Callaba, y comía y bebía. Paco,con la boca llena, pero no por modo grosero,sino casi elegante, hablaba, brillante la pupila,rojas las mejillas, con el sombrero echado haciael cogote.

—Ella está enamorada, de eso estoy seguro...pero tú... tú no eres el de otras veces... parece

que la temes. Nunca quieres venir conmigo a sucasa... y eso que don Víctor nunca está, siempreanda con el espiritista de Frígilis por esos mon-tes.

Paco creía que Frígilis era espiritista, opiniónmuy generalizada en Vetusta.

—En su casa no se puede adelantar nada. Esuna mujer rara... histérica... hay que estudiarlabien. Dejadme a mí.

No quería confesar que se tenía por derrota-do: creía firmemente que Ana estaba entregadaal Magistral. No quería aquella conversación; sesentía ahora humillado con la protección dePaco, solicitada meses antes por él. Sin saberlo,el Marquesito le hacía daño cada vez que lehablaba de tal asunto y le proponía planes deataque y medios para entrar en la plaza porsorpresa. «¿Cuándo había necesitado él, Mesía,socorros por el estilo? ¿Cuándo había permitidoa nadie saber el cómo y a qué hora vencía a unamujer?... ¡Y esta señora le humillaba así! ¡Cómose reiría de él Visita, aunque lo disimulaba; y el

mismo Paco! ¿qué pensaría? ¡Ah Regenta, Re-genta, si venzo al fin!... ¡ya me las pagarás!».Pero ya no esperaba vencer; lidiaba desespera-do. En vano, siempre que el tiempo lo permitía,montaba en su hermoso caballo blanco de puraraza española; pasaba y repasaba la Plaza Nue-va, y algunas veces veía detrás de los cristales,en la Rinconada, a la de Quintanar, que le salu-daba amable y tranquila; pero no era el caballotalismán como él había creído, porque la escenade la tarde aquélla no se repitió nunca. «Sí, loque yo temía, no fue más que un cuarto de horaque no pude aprovechar». Creía con fe inque-brantable que ya su único recurso sería la oca-sión dificilísima, casi imposible, de un ataquebrusco, bárbaro, coincidiendo con otro cuartode hora. Pero esto no colmaba su deseo, no sa-tisfacía su amor propio, sería un placer efímeroy una venganza... ¡y además era casi imposible!Pocas veces se había atrevido a visitar a la Re-genta, que no le recibía si no estaba don Víctoren casa. Quintanar, en cambio, le abría los bra-

zos y le estrechaba con efusión, cada día másenamorado, como él decía, de aquel hermosofigurín: ¡qué arrogante primer galán en come-dia de costumbres haría el dignísimo don Álva-ro! Pero ya que las tablas no le llamasen ¿porqué no se hacía diputado a Cortes? Mesía habíanacido para algo más que cabeza de ratón; erapoco ser jefe de un partido, que nunca era po-der, en una capital de segundo orden. ¿Por quéno se iba a Madrid con un acta en el bolsillo?

Cuando le dirigía estas preguntas lisonjeras,don Álvaro inclinaba la cabeza y miraba congesto compungido a la Regenta como diciendo:

—«¡Por usted, por el amor que la tengo es-toy yo en este miserable rincón!».

—Usted es de la madera de los ministros....—Oh... don Víctor... no crea usted que eso

me halaga.... ¡Ministro! ¿Para qué? Yo no tengoambición política.... Si milito en un partido espor servir a mi país, pero la política me es an-tipática... tanta farsa... tanta mentira....

—Efectivamente, en los Estados Unidos sóloson políticos los perdidos... pero en España... esotra cosa... un hombre como usted.... Subiría midon Álvaro como la espuma.

Pero don Álvaro suspiraba y volvía los ojosa la Regenta.... Por lo demás, él seguía conside-rando que ante todo era un hombre político. Lode ir a Madrid lo dejaba para más adelante.Ahora hacía diputados desde Vetusta y se que-daba allí; pero en cuanto tuviera más blanda ala señora del ministro, él volaría, él volaría...seguro de no dar un batacazo. Estos eran susplanes. Pero además aquella resistencia de Ana,que había creído vencer si no en pocas semanasen pocos meses, era un nuevo motivo para re-trasar el cambio de vecindad.

¿Cómo ir a Madrid sin vencer a aquella mu-jer? Y aquella mujer parecía ya invencible.

Desde la noche de Todos los Santos, Mesía,vergüenza le daba confesárselo a sí mismo, nohabía adelantado un paso. Ocho días había es-tado sin conseguir hablar a solas un momento

con Ana, y cuando logró tal intento fue paraconvencerse de que aquella exaltación de latarde dichosa había pasado acaso para siempre.

Visitación se volvía loca. Su marido, el señorCuervo, y sus hijos comían los garbanzos du-ros, se lavaban sin toalla porque ella había sali-do con las llaves, como siempre, y no acababade volver. «¿Cómo había de volver si aquellaempecatada de Regenta no se daba a partido, yresistía al hombre irresistible con heroicidad deroca?». El mísero empleado del Banco retorcíael bigotillo engomado y con voz de tiple decía ala muchedumbre de sus hijos que lloraban porla sopa:

—Silencio, niños, que mamá riñe si se comesin ella.

Y la sopa se enfriaba, y al fin aparecía Visita-ción, sofocada, distraída, de mal humor. Veníade casa de Vegallana donde había conseguidoque Ana y Álvaro se hablaran a solas un mo-mento, por casualidad... que había preparadoella. ¡Pero buena conversación te dé Dios! Él

había salido mordiéndose el bigote y le habíadicho a ella, a Visita: «¡Déjame en paz! al quererdarle una broma. ¡Déjame en paz!» señal de queno daba un paso. Visitación sentía ahora unavergüenza retrospectiva; recordaba el tiempoque había ella tardado en ceder, lo comparabacon la resistencia de Ana y... se le encendían lasmejillas de cólera, de envidia, de pudor malo,falso. Algo le decía en la conciencia que el oficioque había tomado era miserable... pero buenaestaba ella para oír consejos de comedia moraly gritos interiores; aquel anhelo villano era unapasión cada día más fuerte, era de un saborcilloagridulce y picante que prefería ya a todas lasdulzuras de la confitería. Era una pasión, unacosa que recordaba la juventud, aunque almismo tiempo parecía síntoma de la vejez. Enfin, ella no trataba de resistir, y había llegado acreer que sería capaz de arrojar a su amiga a lafuerza en brazos del antiguo amante. De todosmodos, en casa de Visita faltaba la limpieza desuelo y muebles, de sala y cocina, y no era su

hogar una taza de plata, y día hubo que el ma-rido no encontró camisa en el armario y se fueal Banco... con un camisolín de su mujer, quesimulaba bien o mal un cuello marinero.

Pero tanto afán era inútil; ni Visita, ni Paco,ni los paseos a caballo de Mesía, conseguíanrendir a la Regenta. ¡Y si al menos se viera queera indiferencia aquella fortaleza! Pero, no; aleguas se veía, según los tres, que Ana estabainteresada. Esto era lo que les irritaba más, so-bre todo a Visita. Don Álvaro no hablaba deeste mal negocio con la del Banco, por más queella le hurgaba. Con Paco únicamente desaho-gaba, y pocas veces.—Pero Ana creía en uncomplot y esto la ayudaba no poco en su defen-sa. Iba de tarde en tarde a casa de Vegallana, apesar de protestas pesadas, insufribles de Quin-tanar, que repetía:

—¡Qué dirán esos señores, Anita, qué diránlos Marqueses!

Si don Álvaro perdía la esperanza, el Magis-tral tampoco estaba satisfecho. Veía muy lejos

el día de la victoria; la inercia de Ana le presen-taba cada vez nuevos obstáculos con que él nohabía contado. Además, su amor propio estabaherido. Si alguna vez había ensayado interesara su amiga descubriéndole, o por vía de ejem-plo o por alarde de confianza, algo de la propiahistoria íntima, ella había escuchado distraída,como absorta en el egoísmo de sus penas y cui-dados. Más había; aquella señora que hablabade grandes sacrificios, que pretendía vivir con-sagrada a la felicidad ajena, se negaba a violen-tar sus costumbres, saliendo de casa a menudo,pisando lodo, desafiando la lluvia; se negaba amadrugar mucho, y alegando como si se tratasede cosa santa, las exigencias de la salud, loscaprichos de sus nervios. «El madrugar muchome mata; la humedad me pone como unamáquina eléctrica». Esto era humillante para lareligión y depresivo para don Fermín; era, deotro modo, un jarro de agua que le enfriaba elalma al Provisor y le quitaba el sueño.

Una tarde entró De Pas en el confesonariocon tan mal humor, que Celedonio el monagui-llo le vio cerrar la celosía con un golpe violento.Don Fermín bajaba del campanario, donde,según solía de vez en cuando, había estado re-gistrando con su catalejo los rincones de lascasas y de las huertas. Había visto a la Regentaen el parque pasear, leyendo un libro que debíade ser la historia de Santa Juana Francisca, queél mismo le había regalado. Pues bien, Ana,después de leer cinco minutos, había arrojadoel libro con desdén sobre un banco.

—¡Oh! ¡oh! ¡estamos mal!—había exclamadoel clérigo desde la torre: conteniendo en segui-da la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas.Después habían aparecido en el parque doshombres, Mesía y Quintanar. Don Álvaro habíaestrechado la mano de la Regenta que no lahabía retirado tan pronto como debiera; «¡aun-que no fuese más que por estar viéndolos él!».Don Víctor había desaparecido y el seductor deoficio y la dama se habían ocultado poco a poco

entre los árboles, en un recodo de un sendero.El Magistral sintió entonces impulsos de arro-jarse de la torre. Lo hubiera hecho a estar segu-ro de volar sin inconveniente. Poco despuéshabía vuelto a presentarse don Víctor, el tontode don Víctor, con sombrero bajo y sin gabán,de cazadora clara, acompañado de don TomásCrespo, el del tapabocas; los dos se habían idoen busca de los otros y los cuatro juntos se pre-sentaron de nuevo, ante el objetivo del catalejoque temblaba en las manos finas y blancas delcanónigo. Don Víctor levantaba la cabeza, ex-tendía el brazo, señalaba a las nubes y dabapataditas en el suelo. Ana había desaparecidootra vez, había entrado en la casa, olvidando aSanta Juana Francisca sobre el banco, y a losdos minutos estaba otra vez allí con chal ysombrero; y los cuatro habían salido por lapuerta del parque, que abrió Frígilis con sullave. ¡Iban al campo!

Cuando don Fermín se vio encerrado entrelas cuatro tablas de su confesonario, se com-paró al criminal metido en el cepo.

Aquel día las hijas de confesión del Magis-tral le encontraron distraído, impaciente; lesentían dar vueltas en el banco, la madera delarmatoste crujía, las penitencias eran despro-porcionadas, enormes.

En vano esperó, con loca esperanza, ver a laRegenta presentarse en la capilla, por casuali-dad, por impulso repentino, como quiera quefuese, presentarse, que era lo que él quería, loque él necesitaba. Verdad era que no habíanquedado en tal cosa; ocho días faltaban para lapróxima confesión, ¿por qué había de venir?«Por que sí, por que él lo necesitaba, porquequería hablarla, decirle que aquello no estababien, que él no era un saco para dejarlo arrima-do a una pared, que la piedad no era cosa dejuego y que los libros edificantes no se tiran condesdén sobre los bancos de la huerta; ni sepierde uno entre los árboles de Frígilis sin más

ni más, en compañía de un buen mozo materia-lista y corrompido». Pero, no, no pareció por lacapilla Ana. «Sabe Dios dónde estarían. ¿Quéexpedición era aquella? Necedades de donVíctor; había levantado el brazo señalando a lasnubes; aquello parecía como responder delbuen tiempo; en efecto, la tarde estaba hermo-sa, podía asegurarse que no llovería... pero ¿yqué? ¿Era esa razón suficiente para salir con elenemigo al campo? Porque aquel era el enemi-go, sí, don Fermín volvía a sospecharlo. La Re-genta, sin embargo, jamás se había acusado deuna afición singular; hablaba de tentaciones engeneral y de ensueños lascivos, pero no confe-saba amar a un hombre determinado. Y Ana, sudulce amiga, no mentía jamás y menos en eltribunal santo. Pero entonces ¿con quién soña-ba? El Magistral recordó la dulcísima hipótesisque había acariciado algún día... y ahora seoponía esta otra que le hacía saltar dentro delcajón de celosías: supongamos que sueña con...ese caballero». Salió de la capilla furioso, sin

disimularlo apenas. Encontró en el trascoro adon Custodio y no le contestó al saludo; entróen la sacristía y amenazó al Palomo con la ce-santía, porque el gato había vuelto a ensuciarlos cajones de la ropa. Pasó después al palacio yel Obispo sufrió una fuerte reprensión de lasque en tono casi irrespetuoso, avinagrado, es-pinoso, solía enderezarle su Provisor. El buenFortunato estaba en un apuro, no tenía dineropara pagar una cuenta de un sastre que habíahecho sotanas nuevas a los familiares de S. I. Yel sastre, con las mejores maneras del mundo,pedía los cuartos en un papel sobado, lleno deletras gordas, que el Obispo tenía entre los de-dos. El alfayate llamaba serenísimo señor alprelado, pero pedía lo suyo.

Fortunato, temblorosa la voz, solicitaba unpréstamo. El Magistral se hizo rogar, y ofrecióanticipar el dinero después de humillar cienveces al buen pastor que tomaba al pie de laletra las metáforas religiosas.

«¿A qué habían venido las sotanas nuevas?Y sobre todo, ¿por qué las pagaba él, Fortunato,de su bolsillo? Si sabía que no tenía un cuarto,porque toda la paga repartía antes de cobrarla,¿por qué se comprometía?». Fortunato confesóque parecía un subteniente de los sometidos adescuento; dijo que quería salir de aquella vidade trampas.

—«Yo no sé lo que debo ya a tu madre,Fermín, ¿debe de ser un dineral?».

—«Sí, señor, un dineral, pero lo peor no esque usted nos arruine, sino que se arruina tam-bién, y lo sabe el mundo y esto es en despresti-gio de la Iglesia.... Empeñarse por los pobres....Ser un tramposo de la caridad. Hombre, porDios, ¿dónde vamos a parar? Cristo ha dicho:reparte tus bienes y sígueme, pero no ha dicho:reparte los bienes de los demás...».

—Hablas como un sabio, hijo mío, hablascomo un sabio, y si no fuera indecoroso, pedíaal ministro que me pusiera a descuento, a ver sime corregía.

Después entró en las oficinas De Pas y allítuvieron motivo para acordarse mucho tiempode la visita. Todo lo encontró mal; revolvió ex-pedientes, descubrió abusos, sacudió polvo,amenazó con suspender sueldos, negó todo loque pudo, preparó dos o tres castigos, paravarios párrocos de aldea y por fin dijo, ya en lapuerta, que «no daba un cuarto» para una sus-cripción de los marineros náufragos de Palo-mares.

—Señor—le dijo llorando un pobre pescadorde barba blanca, con un gorro catalán en la ma-no—¡señor, que este año nos morimos de ham-bre! ¡que no da para borona la costera del besu-go!...

Pero el Magistral salió sin responder siquie-ra, pensando en Ana y en Mesía; y a la mediahora, cuando paseaba por el Espolón solo y apaso largo, olvidando el compás de su marchaordinaria, le repetía en los sesos, no sabía quévoz: ¡besugo, besugo!

«¿Por qué se acordaba él del besugo?». Y en-cogió los hombros irritado también con aquellaobsesión de estúpido.

—No faltaba más que ahora me volviera lo-co.

Pasaron ocho días y a la hora señalada Anitase presentó de rodillas ante la celosía del confe-sonario.

Después de la absolución enjugó una lágri-ma que caía por su mejilla, se levantó y salió alpórtico. Allí esperó al Magistral y juntos, cercaya del obscurecer, llegaron a casa de doña Pe-tronila.

Estaba sola el Gran Constantino; repasabalas cuentas de la Madre del Amor Hermoso, consus ojazos de color de avellana asomados a loscristales de unas gafas de oro. Era muy morena,la frente muy huesuda, los párpados salientes,ceja gris espesa, como la gran mata de peloáspero que ceñía su cabeza; barba redonda ycarnosa, nariz de corrección insignificante, bocagrande, labios pálidos y gruesos. Era alta, an-

cha de hombros, y su larga viudez casta parecíahaber echado sobre su cuerpo algo como mato-rral de pureza que le daba cierto aspecto devirgen vetusta. El vestido era negro, hábito delos Dolores, con una correa de charol muy an-cha y escudo de plata chillón, ostentoso, en lamanga, ceñida a la muñeca de gañán con presi-llas de abalorios.

Estaba sentada delante de un escritorio dearmario con figuras chinescas, doradas, incrus-tadas en la madera negra. Se levantó, abrazó ala Regenta y besó la mano del Magistral. Lessuplicó, después de agradecer la sorpresa de lavisita, que la dejasen terminar aquel embrollode números; y dama y clérigo se vieron solos enel salón sombrío, de damasco verde obscuro yde papel gris y oro. Ana se sentó en el sofá, elMagistral a su lado en un sillón. Las maderasde los balcones entornados dejaban pasar rayosestrechos de la luz del día moribundo; apenasse veían Ana y De Pas. Del gabinete de la dere-cha salió un gato blanco, gordo, de cola opulen-

ta y de curvas elegantes; se acercó al sofá paso apaso, levantó la cabeza perezoso, mirando a laRegenta, dejó oír un leve y mimoso quejidogutural, y después de frotar el lomo familiar-mente contra la sotana del Provisor, salió alpasillo con lentitud, sin ruido, como si anduvie-ra entre algodones. Ana tuvo aprensión de queolía a incienso el blanquísimo gato; de todasmaneras, parecía un símbolo de la devocióndoméstica de doña Petronila. En toda la casareinaba el silencio de una caja almohadillada; elambiente era tibio y estaba ligeramente perfu-mado por algo que olía a cera y a estoraque yacaso a espliego.... Ana sentía una somnolenciadulce pero algo alarmante; se estaba allí bien,pero se temía vagamente la asfixia.

Doña Petronila tardaba. Una criada, de hábi-to negro también, entró con una lámpara anti-gua de bronce, que dejó sobre un velador des-pués de decir con voz de monja acatarrada:«¡Buenas noches!» sin levantar los ojos de laalfombra de fieltro, a cuadros verdes y grises.

Volvieron a quedar solos Ana y su confesor.Interrumpiendo un silencio de algunos mi-

nutos dijo el Magistral con una voz que se pa-recía a la del gato blanco:

—No puede usted imaginar, amiguita mía,cuánto le agradezco esta resolución....

—Hubiera usted hablado antes...—Bastantehe hablado, picarilla... —Pero no como hoy,nunca me dijo usted que era un desaire que yole hacía y que ya sabían estas señoras el negar-me a venir.... ¡Llovía tanto!... Ya sabe usted quea mí la humedad me mata, la calle mojada mehorroriza.... Yo estoy enferma... sí, señor, a pe-sar de estos colores y de esta carne, como dicedon Robustiano, estoy enferma; a veces se mefigura que soy por dentro un montón de arenaque se desmorona.... No sé cómo explicarlo...siento grietas en la vida... me divido dentro demí... me achico, me anulo.... Si usted me vierapor dentro me tendría lástima.... Pero, a pesarde todo eso, si usted me hubiese hablado comohoy antes, hubiese venido aunque fuera a nado.

Sí, don Fermín, yo seré cualquier cosa, pero nodesagradecida. Yo sé lo que debo a usted, y quenunca podré pagárselo. Una voz, una voz en eldesierto solitario en que yo vivía, no puedeusted figurarse lo que valía para mí... y la vozde usted vino tan a tiempo.... Yo no he tenidomadre, viví como usted sabe... no sé ser buena;tiene usted razón, no quiero la virtud sino espura poesía, y la poesía de la virtud parece pro-sa al que no es virtuoso... ya lo sé... Por esoquiero que usted me guíe.... Vendré a esta casa,imitaré a estas señoras, me ocuparé con la tareaque ellas me impongan.... Haré todo lo que us-ted manda; no ya por sumisión, por egoísmo,porque está visto que no sé disponer de mí;prefiero que me mande usted.... Yo quiero vol-ver a ser una niña, empezar mi educación, seralgo de una vez, seguir siempre un impulso, noir y venir como ahora.... Y además necesito cu-rarme; a veces temo volverme loca.... Ya se lohe dicho a usted; hay noches que, desvelada enla cama, procuro alejar las ideas tristes pensan-

do en Dios, en su presencia. «Si Él está aquí,¿qué importa todo?». Esto me digo, pero novale, porque, ya se lo he dicho, me saltan derepente en la cabeza, ideas antiguas, como do-lores de llagas manoseadas, ideas de rebelión,argumentos impíos, preocupaciones necias,tercas, que no sé cuándo aprendí, que vaga-mente recuerdo haber oído en mi casa, cuandovivía mi padre. Y a veces se me antoja pregun-tarme, ¿si será Dios esta idea mía y nada más,este peso doloroso que me parece sentir en elcerebro cada vez que me esfuerzo por probar-me a mí misma la presencia de Dios?...

—¡Anita, Anita... calle usted... calle usted,que se exalta! Sí, sí, hay peligro, ya lo veo, granpeligro... pero nos salvaremos, estoy seguro deello; usted es buena, el Señor está con usted... yyo daría mi vida por sacarla de esas aprensio-nes.... Todo ello es enfermedad, es flato, ner-vios... ¿qué sé yo? Pero es material, no tienenada que ver con el alma... pero el contacto esun peligro, sí, Anita; no ya por mí, por usted es

necesario entrar en la vida devota práctica....¡Las obras, las obras, amiga mía! Esto es serio,necesitamos remedios enérgicos. Si a usted lerepugnan a veces ciertas palabras, ciertas ac-ciones de estas buenas señoras, no se deje llevarpor la imaginación, no las condene ligeramente;perdone las flaquezas ajenas y piense bien, y nose cuide de apariencias.... Y ahora, hablando unpoco de mí, ¡si usted pudiera penetrar en mialma, Anita! yo sí que jamás podré pagarle estahermosa resolución de esta tarde....

—¡Habló usted de un modo!—Hablé con el alma...—Yo estaba siendo

una ingrata sin saberlo....—Pero al fin... vida nueva; ¿no es verdad,

hija mía?—Sí, sí, padre mío, vida nueva....Callaron y se miraron. Don Fermín, sin pen-

sar en contenerse, cogió una mano de la Regen-ta que estaba apoyada en un almohadón decrochet, y la oprimió entre las suyas sacudién-dola. Ana sintió fuego en el rostro, pero le pa-

reció absurdo alarmarse. Los dos se habían le-vantado, y entonces entró doña Petronila, aquien dijo De Pas sin soltar la mano de la Re-genta....

—Señora mía, llega usted a tiempo; ustedserá testigo de que la oveja ofrece solemnemen-te al pastor no separarse jamás del redil queescoge....

El Gran Constantino besó la frente de Ana.Fue un beso solemne, apretado, pero frío....

Parecía poner allí el sello de una cofradía moja-do en hielo.

—XIX—

Don Robustiano Somoza, en cuanto asoma-ba Marzo, atribuía las enfermedades de susclientes a la Primavera médica, de la que no teníamuy claro concepto; pero como su misión prin-cipal era consolar a los afligidos y solía satisfa-cerles esta explicación climatológica, el médicobuen mozo no pensaba en buscar otra. La Pri-

mavera médica fue la que postró en cama, segúndon Robustiano, a la Regenta, que se acostó unanoche de fines de Marzo con los dientes apre-tados sin querer, y la cabeza llena de fuegosartificiales. Al despertar al día siguiente, sa-liendo de sueños poblados de larvas, compren-dió que tenía fiebre.

Quintanar estaba de caza en las marismas dePalomares; no volvería hasta las diez de la no-che. Anselmo fue a llamar al médico y Petra seinstaló a la cabecera de la cama, como un perrofiel. La cocinera, Servanda, iba y venía con ta-zas de tila, silenciosa, sin disimular su indife-rencia; era nueva en la casa y venía del monte.Mucho tiempo hacía que Anita no había tenidouno de aquellos impulsos cariñosos de que sol-ía ser objeto don Víctor, pero aquel día, a latarde, sobre todo al obscurecer, lloró ocultandoel rostro, pensando en el esposo ausente.«¡Cuánto deseaba su presencia! sólo él podríaacompañarla en la soledad de enfermo queempezaba aquel día». En vano la Marquesa,

Paco, Visitación y Ripamilán acudieron presu-rosos al tener noticia del mal; a todos los recibióafablemente, sonrió a todos, pero contaba losminutos que faltaban para las diez de la noche.«¡Su Quintanar! Aquél era el verdadero amigo,el padre, la madre, todo». La Marquesa estuvopoco tiempo junto a su amiga enferma; le tocóla frente y dijo que no era nada, que tenía razónSomoza, la primavera médica... y habló de zar-zaparrilla y se despidió pronto. Paco admirabaen silencio la hermosura de Ana, cuya cabezahundida en la blancura blanda de las almo-hadas le parecía «una joya en su estuche». Ob-servó Visita que más que nunca se parecía en-tonces Ana a la Virgen de la Silla. La fiebre da-ba luz y lumbre a los ojos de la Regenta, y a surostro rosas encarnadas; y en el sonreír parecíauna santa. Paco pensó sin querer, «que estabaapetitosa». Se ofreció mucho, como su madre, ysalió. En el pasillo dio un pellizco a Petra quetraía un vaso de agua azucarada. Visita dejó lamantilla sobre el lecho de su amiga y se pre-

paró a meterse en todo, sin hacer caso del gestoimpertinente de Petra. «¿Quién se fiaba decriados? Afortunadamente estaba ella allí paratodo lo que hiciera falta».

«Por lo demás, tu Quintanar del alma hemosde confesar que tiene sus cosas; ¿a quién se leocurre irse de caza dejándote así?».

—Pero qué sabía él....—¿Pues no te quejabas ya anoche?—Ese Frígilis tiene la culpa de todo....—Y quien anda con Frígilis se vuelve loco ni

más ni menos que él. ¿No es ese Frígilis el queinjertaba gallos ingleses?

—Sí, sí, él era.—¿Y el que dice que nuestros abuelos eran

monos? Valiente mono mal educado está él...pero, mujer, si ni siquiera viste de persona de-cente.... Yo nunca le he visto el cuello de la ca-misa... ni chistera...

Somoza volvió a las ocho de la noche; a pe-sar de la primavera médica, no estaba tranqui-lo; miró la lengua a la enferma, le tomó el pul-

so, le mandó aplicar al sobaco un termómetroque sacó él del bolsillo, y contó los grados. Sepuso el doctor como una cereza.... Miró a Visitacon torvo ceño y echándose a adivinar exclamócon enojo:

—¡Estamos mal!... Aquí se ha hablado mu-cho.... Me la han aturdido, ¿verdad? ¡Como si loviera... mucha gente, de fijo... mucha conversa-ción!...

Entonces fue Visita quien sintió encendido elrostro. Somoza había adivinado. No sabía me-dicina, pero sabía con quién trataba. Recetó;censuró también a don Víctor por su intempes-tiva ausencia; dijo que un loco hacía ciento; queFrígilis sabía tanto de darwinismo como él deherrar moscas; dio dos palmaditas en la cara ala Regenta, complaciéndose en el contacto; ycerrando puertas con estrépito salió, no sindespedirse hasta mañana temprano, desde le-jos.

Visitación, mientras sentada a los pies de lacama devoraba una buena ración de dulce de

conserva, aseguraba con la boca llena que So-moza y la carabina de Ambrosio todo uno. Ladel Banco creía en la medicina casera y renega-ba de los médicos. Dos veces la había sacado aella de peligros puerperales una famosa matro-na sin matrícula ni Dios que lo fundó: «Di túque todo es farsa en este mundo. ¡Cómo decirque estás peor porque se ha procurado distraer-te! ¡animal! ¡qué sabrá él lo que es una mujernerviosa, de imaginación viva! De fijo que si noestoy yo aquí, te consumes todo el día pensan-do tristezas, y dándole vueltas a la idea de tuQuintanar ausente; 'que por qué no estará aquí,que si es buen marido, que ya no es un niñopara no reflexionar'... y qué sé yo; las cosas quese le ocurren a una en la soledad, estando malay con motivo para quejarse de alguno».

Ana estudiaba el modo de oír a Visita sin en-terarse de lo que decía, pensando en otra cosa,única manera de hacer soportable el tormentode su palique. A las diez y cuarto entró en laalcoba don Víctor, chorreando pájaros y arreos

de caza, con grandes polainas y cinturón decuero; detrás venía don Tomás Crespo, Frígilis,con sombrero gris arrugado, tapabocas de cua-dros y zapatos blancos de triple suela. Quinta-nar dejó caer al suelo un impermeable, comoManrique arroja la capa en el primer acto delTrovador; y en cuanto tal hizo, saltó a los bra-zos de su mujer, llenándole de besos la frente,sin acordarse de que había testigos.

«¡Ay, sí! aquello era el padre, la madre, elhermano, la fortaleza dulce de la caricia cono-cida, el amparo espiritual del amor casero; no,no estaba sola en el mundo, su Quintanar erasuyo». Eterna fidelidad le juró callando, en elbeso largo, intenso con que pagó los del mari-do. El bigote de don Víctor parecía una escobamojada; con la humedad que traía de las ma-rismas roció la frente de su esposa; pero ella nosintió repugnancia, y vio oro y plata en aque-llos pelos tiesos que parecían un cepillo de yer-bas hechas ceniza por la raíz y tostadas por laspuntas. También don Víctor opinó que «aquello

no sería nada», pero de todos modos, lamentóen el alma no haber venido en el tren de lascuatro y media.

—Ya lo ves, Crespo, si hubiera obedecido aaquella corazonada. Sí, señora—añadió diri-giéndose a Visita—que lo diga este, no sé porqué se me figuró que debía volver más tempra-no a casa....

—Oh, sí, de eso esté usted seguro. Hay pre-sentimientos—gritó la del Banco, que se dis-ponía a narrar tres o cuatro adivinaciones su-yas.

—Pero este tuvo la culpa.... Frígilis encogiólos hombros y tomó el pulso a la enferma, quele apretó la mano, perdonándoselo todo. Laverdad era que don Víctor había querido volvertemprano... para no perder el teatro. Pero estono se podía decir. Frígilis, en silencio, tuvo unavez más ocasión de negar la existencia de losavisos sobrenaturales.—Se había destocado ysu cabello espeso, de color montaraz, cortadopor igual, parecía una mata, una muestra de las

breñas. Cerraba los ojos grises y arrugaba elentrecejo; le enojaba la luz, tropezaba con losmuebles, olía al monte; traía pegada al cuerpola niebla de las marismas y parecía rodeado dela obscuridad y la frescura del campo. Teníaalgo de la fiera que cae en la trampa, del mur-ciélago que entra por su mal en viviendahumana llamado por la luz.... Y cerca de Ananerviosa, aprensiva, febril, semejaba el símbolode la salud queriendo contagiar con sus emana-ciones a la enferma.

Cuando quedaron solos marido y mujer,después de conseguir, no sin trabajo, que Visitarenunciara a sacrificarse quedándose a velar asu amiga, Ana volvió a solicitar los brazos delesposo y le dijo con voz en que temblaba elllanto:

—No te acuestes todavía, estoy muy asusta-diza, te necesito, estáte aquí, por Dios, Quinta-nar....

—Sí, hija, sí, pues no faltaba más...—Y solíci-to, cariñoso le ceñía el embozo de las sábanas a

la espalda sonrosada, de raso, que él no mirabasiquiera. Pero la Regenta notó luego que sumarido estaba preocupado.

—¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees queestoy peor de lo que dicen... y quieres disimu-lar....

—No, hija, no... por amor de Dios... no eseso....

—Sí, sí; te lo conozco yo; pues no temas, no;yo te aseguro que esto pasará; lo conozco yo; yasabes cómo soy, parece que me amaga una en-fermedad... y después no es nada.... Ahora, sí,estoy muy nerviosa, se me figura a lo mejor queme abandona el mundo, que me quedo sola,sola... y te necesito a ti... pero esto pasa, esto esnervioso....

—Sí, hija, claro, nervioso. Y sin poder conte-nerse se levantó diciendo:

—Vida mía, soy contigo. Y salió por la puer-ta de escape.

—A ver—gritó en el pasillo—; Petra, Ser-vanda, Anselmo, cualquiera... ¿se llevó la per-diz don Tomás?

Anselmo registró las aves muertas, deposi-tadas en la cocina, y contestó desde lejos:

—¡Sí, señor; aquí no hay perdices!—¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre

el mismo! Si es mía, si la maté yo... si estoy se-guro de que fue mi tiro.... ¡Es lo más vanido-so!... ¡Anselmo! oye esto que digo: mañana alser de día, ¿entiendes? te personas en casa dedon Tomás, y le pides de mi parte, con la ma-yor energía y seriedad, la perdiz, esté comoesté, ¿entiendes? y que no es broma, y aunqueesté pelada, que quiero que me la restituya...Suum cuique. Ana oyó los gritos y se apresuró aperdonar aquella debilidad inocente de su es-poso. «Todos los cazadores son así», pensó conla benevolencia de la fiebre incipiente.

Volvió don Víctor y la sonrisa dulce, cristia-na de su esposa, le restituyó la calma, ya que laperdiz no podía.

Hasta la una y media no concilió el sueño sumujer, y entonces y sólo entonces, pudo donVíctor disponerse a dormir.

Una vez en mangas de camisa ante su lecho,consideró que era un contratiempo serio la en-fermedad de su queridísima Ana. «Él no estabaalarmado, bien lo sabía Dios; no había peligro;si lo hubiese lo conocería en el susto, en el dolorque le estaría atormentando; no había susto, nohabía dolor, luego no había peligro. Pero habíacontratiempo; por de pronto, adiós teatro paramuchos días, y aunque se trataba ahora de unacompañía de zarzuela, que era un género híbrido,sin embargo, él confesaba que empezaba a sa-borear las bellezas suaves y sencillas de la zar-zuela seria, y había encontrado noches pasadascierto color local en Marina, y sabor de época enEl Dominó Azul, sin contar con los amores con-trarios del Juramento, que eran cosa delicada.Pero ¿y la expedición con el Gobernador de laprovincia, para inaugurar el ferrocarril econó-mico de Occidente? ¿Y las partidas de dominó

con el Ingeniero jefe en el Casino? ¿Y los paseoslargos que necesitaba para hacer bien la diges-tión?». La idea de no salir de casa en muchosdías, le aterraba.... Se acostó de muy malhumor. Apagó la luz. La obscuridad le sugirióun remordimiento. «Era un egoísta, no pensabaen su pobrecita mujer, sino en su comodidad,en sus caprichos». Y, como en desagravio, paraengañarse a sí propio, suspiró con fuerza y ex-clamó en voz alta:

—¡Pobrecita de mi alma! Y se durmió satis-fecho. Despertó con la cabeza llena de proyec-tos, como solía; pero de repente pensó en Ana,en la fiebre y se llenó su alma de tristeza cobar-de.... «¡Sabe Dios lo que sería aquello!». La boti-ca, los jaropes que él aborrecía, el miedo aequivocar las dosis, el pavor que le inspirabanlas medicinas verdosas, creyendo que podíanser veneno (para don Víctor el veneno, a pesarde sus estudios físico-químicos, siempre eraverde o amarillo), las equivocaciones y torpezasde las criadas, las horas de hastío y silencio al

pie del lecho de la enferma, las inquietudesnaturales, el estar pendiente de las palabras deSomoza, el hablar con todos los que quisieranenterarse de la misma cosa, de los grados de laenfermedad... todas estas incomodidades seaglomeraron en la imaginación de don Víctor,que escupió bilis repetidas veces, y se levantólleno de lástima de sí mismo. Fue a la alcoba desu mujer y se olvidó de repente de todo aque-llo: Ana estaba mal, había delirado; no habíanquerido despertarle, pero la señora había pasa-do una noche terrible según Petra, que habíavelado.

Somoza llegó a las ocho.—¿Qué es? ¿quétiene? ¿hay gravedad?

Don Víctor con las manos cruzadas, apreta-das, convulso, preguntaba estas cosas delantede la enferma, que aunque aletargada, oía.

El médico no contestó. Recetó y salió al ga-binete.

—¿Qué hay? ¿qué hay?—repetía allí Quin-tanar con voz trémula y muy bajo—... ¿Quéhay?

Don Robustiano le miró con desprecio, conodio y con indignación...

«¡Qué hay! ¡qué hay! eso pronto se pregun-ta»; don Robustiano no sabía lo que iba a hacer,pero parecía algo gordo por las señas; estopensó, pero dijo:

—Hay... que andar en un pie, tener muchocuidado, no dejarla en poder de criadas, ni deVisitación, que la aturde con su cháchara...; esohay.

—Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?—Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia

no puede decir que es grave... ni puede negarlo.Pero hijo, usted no entiende de esto.... ¿Se tratade una hepatitis? puede... tal vez hay gastroen-teritis... tal vez... pero hay fenómenos reflejosque engañan....

—¿De modo que no son los nervios? ¿Ni laprimavera médica?...

—Hombre, los nervios siempre andan en elajo... y la primavera... la sangre... la savia nue-va... es claro... todo influye... pero usted nopuede entender esto....

—No, señor, no puedo. En mis ratos de ociohe leído libros de medicina, conozco el Jac-coud... pero semejante lectura me daba ganasde... vamos, sentía náuseas y se me figuraba oírla sangre circular, y creía que era así... una cosacomo el depósito del Lozoya, con canales, com-puertas en el corazón....

—Bueno, bueno; por mí no disparate ustedmás. Hasta la tarde; si hay novedad, avisar. Ah,y no echarle encima demasiada ropa, ni dejar...que entre Visitación... que la aturde. ¡La cienciaprohíbe terminantemente que esa señora pro-tectora de comadronas parteras meta aquí lapata!...

Cuatro días después, don Robustiano man-daba en su lugar a un médico joven, su prote-gido; creía llegado el caso de inhibirse; ya se

sabía, él no podía asistir a las personas muyqueridas cuando llegaban a cierto estado....

El sustituto era un muchacho inteligente,muy estudioso. Declaró que la enfermedad noera grave, pero sí larga, y de convalecencia pe-nosa. No le gustaba usar los nombres vulgaresy poco exactos de las enfermedades, y emplea-ba los técnicos si le apuraban, no por ridículapedantería, sino por salir con su gusto de noenterar a los profanos de lo que no importa quesepan, y en rigor no pueden saber. Ello fue queAnita creyó que se moría, y padeció aún másque en el tiempo del mayor peligro, cuandoempezaron a decirle que estaba mejor. Al saberque había pasado seis días en aquella torpezacon intervalos de exaltación y delirio, extrañómucho que se le hubiese hecho tan corto aquellargo martirio.

La debilidad la tenía aún más que rendida,exaltada y vidriosa. Todo lo veía de un coloramarillento pálido; entre los objetos y ella, flo-taban infinitos puntos y circulillos de aire, co-

mo burbujas a veces, como polvo y como tela-rañas muy sutiles otras: si dejaba los brazostendidos sobre el embozo de su lecho y mirabalas manos flacas, surcadas por haces de azulsobre fondo blanco mate, creía de repente queaquellos dedos no eran suyos, que el moverlosno dependía de su voluntad, y el decidirse aquerer ocultar las manos, le costaba gran es-fuerzo. Sus mayores congojas eran el tomar elprimer alimento: unos caldos insípidos, desa-bridos, que don Víctor enfriaba a soplos, so-plando con fe y perseverancia, dando a enten-der su celo y su cariño en aquel modo de so-plar. El ideal del caldo, según Quintanar, nuncalo realizaban las criadas de Vetusta. De estohablaba él, mientras Ana sentía sudores morta-les que parecían sacarle de la piel la últimafuerza, y hasta el ánimo de vivir. Cerraba losojos, y dejaba de sentirse por fuera y por de-ntro; a veces se le escapaba la conciencia de suunidad, empezaba a verse repartida en mil, y elhorror dominándola producía una reacción de

energía suficiente a volverla a su yo, como a unpuerto seguro; al recobrar esta conciencia de sí,se sentía padeciendo mucho, pero casi gozabacon tal dolor, que al fin era la vida, prueba deque ella era quien era. Si don Víctor hablaba asu lado, sin querer Ana seguía entonces el pen-samiento de su esposo, y contra su deseo, laatención se fijaba en los juicios de Quintanar, yla inteligencia les aplicaba rigorosa crítica, unanálisis sutil y doloroso para la enferma, que alpulverizar a pesar suyo las sinrazones del ma-rido, padecía tormento indescriptible, en el ce-rebro según ella.

Veía al médico muy preocupado con el tron-co y sin pensar en los dolores inefables que ellasentía en lo más suyo, en algo que sería cuerpo,pero que parecía alma, según era íntimo. Todoslos días había que palpar el vientre y hacer pre-guntas relativas a las funciones más humildesde la vida animal; don Víctor, que no se fiabade su memoria, siempre reloj en mano, llevabaen un cuaderno un registro en que asentaba con

pulcras abreviaturas y con estilo gongorino, loque al médico importaba saber de estos porme-nores.

Mientras duró el temor de la gravedad, elamante esposo no pensó más que en la enfermay cumplió como bueno; si era a veces importu-no, descuidado, o poco hábil, era sin conciencia.Después empezó a aburrirse, a echar de menosla vida ordinaria, y exageraba al decir las horasque pasaba en vela. Para resistir mejor su cruz,decidió tomarle afición al oficio de enfermero ylo consiguió: llegó a ser para él tan divertidocomo hacer pórticos ojivales de marquetería, elpreparar menjurjes y pintarle el cuerpo a sumujer con yodo; soplar y limpiar caldos y con-sultar el reloj para contar los minutos y hastalos segundos; operación en que llegó a poneruna exactitud que impacientaba a Petra y aServanda. Esperaba con afán la visita del médi-co, primero para hacerse decir veinte veces queAna iba mejor, mucho mejor, y además, paragozar con la conversación alegre, ajena a todas

las enfermedades del mundo, que seguía a laparte facultativa de la visita. El sustituto deSomoza no era hablador, pero se divertía oyen-do a Quintanar, y este llegó a profesar grancariño a Benítez, que así se llamaba. El contras-te de los cuidados vulgares, insignificantes; dela alcoba estrecha y llena de una atmósfera pe-sada; de la vida monótona de casa, con losgrandes intereses de la Europa, la guerra deRusia, el aire libre, la última zarzuela, encanta-ba a don Víctor, que llevaba la conversación acosas frescas, grandes y de muchos accidentes.También le gustaba discutir con Benítez y son-dearle, como él decía. Uno de los problemasque más preocupaban al amo de la casa, era elde la pluralidad de los mundos habitados. Élcreía que sí, que había habitantes en todos losastros, la generosidad de Dios lo exigía; y citabaa Flammarión, y las cartas de Feijóo y la opi-nión de un obispo inglés, cuyo nombre no re-cordaba «Mister no sé cuántos», porque para éltodos los ingleses eran Mister.

Desde que el médico declaró que la mejoría,aunque lenta, sería continua probablemente,Quintanar, muy contento, no permitió que sedudase de aquella no interrumpida marcha enbusca de la salud. Su egoísmo candoroso, perofuerte, estaba cansado de pensar en los demás,de olvidarse a sí mismo, no quería más tiempode servidumbre, y si Ana se quejaba, su maridotorcía el gesto, y hasta llegó a hablar con vozagridulce de la paciencia y de la formalidad.

—No seamos niños, Ana; tú estás mejor, esoque tienes es efecto de la debilidad... no piensesen ello... es aprensión; la aprensión hace másvíctimas que el mal. Y repetía infaliblemente laparábola del cólera y la aprensión.

La idea de una recaída, de un estancamientosiquiera, le parecía subversiva, una maquina-ción contra su reposo. «Él no era de piedra. Nopodría resistir...».

Ya no tenía compasión de la enferma; ya nohabía allí más que nervios... y empezó a pensaren sí mismo exclusivamente. Entraba y salía a

cada momento en la alcoba de Ana; casi nuncase sentaba, y hasta llegó a fastidiarle el registrode medicinas y demás pormenores íntimos. Elmédico tuvo que entenderse con Petra. Quinta-nar inventaba sofismas y hasta mentiras paraestar fuera, en su despacho, en el Parque. «¡Quégran cosa eran el Arte y la Naturaleza! En rigortodo era uno, Dios el autor de todo». Y respira-ba don Víctor las auras de abril con placer vo-luptuoso, tragando aire a dos carrillos. Volvió acomponer sus maquinillas, soñó con nuevosinventos, y envidió a Frígilis la aclimatación delEucaliptus globulus en Vetusta.

La Regenta notó la ausencia de su marido; ladejaba sola horas y horas que a él le parecíanminutos. Cuando las congojas la anegaban enmares de tristeza, que parecían sin orillas,cuando se sentía como aislada del mundo,abandonada sin remedio, ya no llamaba aQuintanar, aunque era el único ser vivo dequien entonces se acordaba; prefería dejarletranquilo allá fuera, porque si venía le hacía

daño con aquel desdén gárrulo y absurdo delos padecimientos nerviosos.

Una tarde de color de plomo, más triste porser de primavera y parecer de invierno, la Re-genta, incorporada en el lecho, entre murallasde almohadas, sola, obscuro ya el fondo de laalcoba, donde tomaban posturas trágicas abri-gos de ella y unos pantalones que don Víctordejara allí; sin fe en el médico creyendo en nosabía qué mal incurable que no comprendíanlos doctores de Vetusta, tuvo de repente, comoun amargor del cerebro, esta idea: «Estoy solaen el mundo». Y el mundo era plomizo, amari-llento o negro según las horas, según los días; elmundo era un rumor triste, lejano, apagado,donde había canciones de niñas, monótonas,sin sentido; estrépito de ruedas que hacen tem-blar los cristales, rechinar las piedras y que sepierde a lo lejos como el gruñir de las olas ren-corosas; el mundo era una contradanza del soldando vueltas muy rápidas alrededor de latierra, y esto eran los días; nada. Las gentes

entraban y salían en su alcoba como en el esce-nario de un teatro, hablaban allí con afectadointerés y pensaban en lo de fuera: su realidadera otra, aquello la máscara. «Nadie amaba anadie. Así era el mundo y ella estaba sola».Miró a su cuerpo y le pareció tierra. «Eracómplice de los otros, también se escapaba encuanto podía; se parecía más al mundo que aella, era más del mundo que de ella». «Yo soymi alma», dijo entre dientes, y soltando lassábanas que sus manos oprimían, resbaló en ellecho, y quedó supina mientras el muro de al-mohadas se desmoronaba. Lloró con los ojoscerrados. La vida volvía entre aquellas olas delágrimas. Oyó la campana de un reloj de la ca-sa. Era la hora de una medicina. Era aquellatarde el encargado de dársela Quintanar y noaparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se in-clinó hacia la mesilla de noche. Sobre un librode pasta verde estaba un vaso. Lo tomó y bebió.Entonces leyó distraída en el lomo del librovoluminoso: Obras de Santa Teresa. I.

Se estremeció, tuvo un terror vago; acudióde repente a su memoria aquella tarde de lalectura de San Agustín en la glorieta de suhuerto, en Loreto, cuando era niña, y creyó oírvoces sobrenaturales que estallaban en su cere-bro; ahora no tenía la cándida fe de entonces.«Era una casualidad, pura casualidad la pre-sencia de aquel libro místico coincidiendo conlos pensamientos de abandono que la entristec-ían, y despertando ideas de piedad, con fuerteimpulso, con calor del alma, serias, profundas,no impuestas, sino como reveladas y acogidasal punto con abrazos del deseo.... Pero no im-portaba, fuera o no aviso del cielo, ella tomabala lección, aprovechaba la coincidencia, entend-ía el sentido profundo del azar. ¿No se quejabade que estaba sola, no había caído como desva-necida por la idea del abandono?... Pues allíestaban aquellas letras doradas: Obras de SantaTeresa. I. ¡Cuánta elocuencia en un letrero!«¡Estás sola! pues ¿y Dios?».

El pensamiento de Dios fue entonces comouna brasa metida en el corazón; todo ardió allídentro en piedad; y Ana, con irresistible ímpetude fe ostensible, viva, material, fortísima, sepuso de rodillas sobre el lecho, toda blanca; yciega por el llanto, las manos juntas temblandosobre la cabeza, balbuciente, exclamó con vozde niña enferma y amorosa:

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Señor! ¡Señor!¡Dios de mi alma!

Sintió escalofríos y ondas de mareo que sub-ían al cerebro; se apoyó en el frío estuco, y cayósin sentido sobre la colcha de damasco rojo.

A pesar de la prohibición de don Víctor, vi-no el retroceso, recayó la enferma, y se volvió alos sustos, a los apuros, a las noches en vela; elmédico volvió a ser un oráculo, los pormenoresde alcoba negocios arduos, el reloj un dictadorlacónico.

Ana tuvo aquellas noches sueños horribles.Al amanecer, cuando la luz pálida y cobarde searrastraba por el suelo, después de entrar lami-

nada por los intersticios del balcón, despertabasofocada por aquellas visiones, como náufragoque sale a la orilla.... Parecíale sentir todavía elroce de los fantasmas groseros y cínicos, cubier-tos de peste; oler hediondas emanaciones desus podredumbres, respirar en la atmósferafría, casi viscosa, de los subterráneos en que eldelirio la aprisionaba. Andrajosos vestiglosamenazándola con el contacto de sus llagaspurulentas, la obligaban, entre carcajadas, apasar una y cien veces por angosto agujeroabierto en el suelo, donde su cuerpo no cabíasin darle tormento. Entonces creía morir. Unanoche la Regenta reconoció en aquel subterrá-neo las catacumbas, según las descripcionesrománticas de Chateaubriand y Wisseman; pe-ro en vez de vírgenes de blanca túnica, vagabanpor las galerías húmedas, angostas y aplasta-das, larvas, asquerosas, descarnadas, cubiertasde casullas de oro, capas pluviales y manteosque al tocarlos eran como alas de murciélago.Ana corría, corría sin poder avanzar cuanto

anhelaba, buscando el agujero angosto, que-riendo antes destrozar en él sus carnes que su-frir el olor y el contacto de las asquerosas cará-tulas; pero al llegar a la salida, unos la pedíanbesos, otros oro, y ella ocultaba el rostro y re-partía monedas de plata y cobre, mientras oíacantar responsos a carcajadas y le salpicaba elrostro el agua sucia de los hisopos que bebíanen los charcos.

Cuando despertó se sintió anegada en sudorfrío y tuvo asco de su propio cuerpo y apren-sión de que su lecho olía como el fétido humorde los hisopos de la pesadilla...

«¿Iría a morir? ¿Eran aquellos sueños re-pugnantes emanaciones de la sepultura, el sa-bor anticipado de la tierra? ¿Y aquellos sub-terráneos y sus larvas eran imitación del infier-no? ¡El infierno! Nunca había pensado en éldespacio; era una de tantas creencias irreflexi-vas en ella como en los más de los fieles; creíaen el Infierno como en todo lo que mandabacreer la Iglesia, porque siempre que su pensa-

miento se había revelado, ella lo había someti-do con acto de pretendida fe, había dicho «creoa ciegas», tomando las palabras y la resoluciónde creer por la creencia. Pero otra cosa era enesta ocasión: el Infierno ya no era un dogmaenglobado en otros: ella había sentido su olor,su sabor... y comprendía que antes, en rigor, nocreía en el Infierno. Sí, sí, era material o lo pa-recía, ¿por qué no? ¡Qué vana se le antojabaahora a la Regenta la filosofía superficial deloptimismo bullanguero, del espiritualismo abs-tracto, bonachón, sin sentido de la realidad tris-te del mundo! ¡Había infierno! Era así... la po-dredumbre de la materia para los espíritus po-dridos.... Y ella había pecado, sí, sí, había peca-do. ¡Qué diferentes criterios el que ahora apli-caba a sus culpas, y el que el mundo solía tenery con el cual ella se había absuelto de ciertasligerezas que ya le pesaban como plomo!». Yrecordaba máximas y aforismos religiosos quehabía oído al Magistral, sin penetrar su terribleseveridad, aquel sentido lúgubre y hondo que

no parecían tener en los labios finos, suaves,llenos de silbantes sonidos del pulquérrimocanónigo.

Ya había subido el sol gran trecho del cielo,ya calentaba la mañana con tibias caricias de unAbril de Vetusta; en la casa creían postrada odormida a la Regenta y no abrían las maderasdel balcón, ni interrumpían el descanso de laenferma. Ana sentía el día en el melancólicoregalo que su mismo lecho, tantas veces aborre-cido, le prestaba en aquellas horas de la maña-na de primavera; otra vez volvía la vida a mo-verse en aquel cuerpo mustio, asolado, comocampo de batalla; la vida iba avanzando poraquel terreno de su victoria, dudosa de ellatodavía. El cerebro recobraba los dominios dela lógica, su salud; la memoria, firme, no era yaun tormento ni se mezclaba con visiones y dis-parates.

Ana, contenta de que la dejasen sola, de quela creyesen dormida o en sopor, repasaba en suconciencia aquellos pecados de que quería acu-

sarse; era relator la memoria, fiscal la imagina-ción, y poco a poco, según las olas de saludsubían en su marea, la enferma, perdido el te-rror con que despertara, oía la acusación condulce curiosidad creciente; la idea del infiernose desvanecía, como mueren las vibraciones deuna placa, lejos ya de las sensaciones de asco yterror; aquellas culpas recordadas, que eran lavida, la realidad ordinaria, pasaban por el cere-bro de Ana como un alimento, daban calor,fuerza al ánimo, y, sin que el remordimiento seextinguiera, el relato adquiría más y más in-terés.

Pasaron entonces por el recuerdo todos losdías que siguieron al entumecimiento del rigo-roso temporal, cuando el espíritu de Ana habíadejado aquella especie de vida de culebra in-vernante. Recordó la romería de San Blas, en lacarretera de la Fábrica Vieja; aquella tarde desol que era una fiesta del cielo; la torre de lacatedral allá arriba, como en la cúspide de unmonumento, encaje de piedra obscura sobre

fondo de naranja y de violeta de un cielo suave,listado, de nubes largas, estrechas, ondeadas,quietas sobre el abismo, como esperando a quese acostara el sol para cerrar el horizonte.... Sinsaber cómo, San Blas anunciaba la primavera;Ana esperaba ya aquellos días en que, con lar-gos intervalos de mal tiempo, aparece un pocode luz que arranca vibraciones de alegría y res-plandor al verde dormido de los campos vetus-tenses; aquellos días que son algo mejor queAbril y Mayo; su esperanza. Las ideas tristeshabían volado como pájaros de invierno, Anase había visto en el paseo de San Blas rodeadadel mundo, agasajada, y a su lado iba donÁlvaro Mesía, enamorado, triste de tanto amor,resignado, cariñoso sin interés, suave y tierno,sin esperanza. Algo así como el mismo encantodel día; en rigor, el invierno, nada, pero en latranquilidad y tibia y vaga alegría del ambien-te, una delicia que saboreaba con inefable gozola Regenta.

Así don Álvaro; no sería jamás suya, eso no;ese verano ardiente no vendría, ni siquiera leconsentiría hablarle claro, insistir en sus pre-tensiones; pero tenerle a su lado, sentirle querer-la, adorarla, eso sí: era dulce, era suave, era unplacer tranquilo, profundo.... Ella le miraba conllamaradas que apagaba al brotar de los ojos, lesonreía como una diosa que admite el holo-causto, pero una diosa humilde, maternal, llenade caridad y de gracia, sino de amor de fuego.Tal había sido el paseo de San Blas.

Desde aquella tarde Mesía había recobradoparte de sus esperanzas; creyó otra vez en lainfluencia del físico y se propuso estar al lado deAna la mayor cantidad de tiempo posible. Erauna villanía, pero recurrió a la ciega amistad dedon Víctor. En el Casino se sentaba a su lado,tenía la paciencia de verle jugar al dominó o alajedrez, y terminada la partida le cogía del bra-zo, y, como solía llover, paseaban por el salónlargo, el de baile, obscuro, triste, resonante bajolas pisadas de las cinco o seis parejas que lo

medían de arriba abajo a grandes pasos, quetenían por el furor de los tacones, algo de pro-testa contra el mal tiempo. Veterano del Casinohabía que llevaba andado en aquel salón cami-no suficiente para llegar a la luna. Paseaban losdos amigos, y Mesía iba entrando, entrando porel alma del jubilado regente y tomando pose-sión de todos sus rincones.

Don Víctor llegó a creer que a Mesía ya no leimportaban en el mundo más negocios que losde él, los de Quintanar, y sin miedo de aburrir-le, tardes enteras le tenía amarrado a su brazo,dando vueltas por las tablas temblonas delsalón, parándose a cada pasaje interesante delrelato o siempre que había una duda que con-sultar con el amigo. Don Álvaro sufría el tor-mento pensando en la venganza. Mucho tiem-po se había resistido su delicadeza, o lo quefuese, a emprender aquel camino subterráneo ytraidor, pero ya no podía menos. Además «¡quédiablo! mayores bellaquerías había en la histo-ria de sus aventuras».

Don Víctor se paraba, soltaba el brazo delconfidente, levantaba la cabeza para mirarlecara a cara, y decía, por ejemplo:

—Mire usted, aquí en el secreto de la...pues... contando con el sigilo de usted.... Frígilistiene también sus defectos. Yo le quiero másque un hermano, eso sí, pero él... él me tiene enpoco... créalo usted.... No me lo niegue usted, esinútil, yo le conozco mejor: me tiene en poco, secree muy superior. Yo no le niego ciertas venta-jas. Sabe más arboricultura, conoce mejor loscazaderos, es más constante que yo en el traba-jo... pero ¡tirar mejor que yo! ¡hombre por Dios!¿Y el talento mecánico? Él es torpe de dedos ytardo de ingenio.—Y don Víctor, parándoseotra vez, casi al oído de don Álvaro añadía—:Diré la palabra: ¡un rutinario!

Quintanar era inagotable en el capítulo delas quejas y de la envidia pequeña, al porme-nor, cuando se trataba de su amigo íntimo, desu Frígilis; se sentía dominado por él y desaho-gaba la colerilla sorda, cobarde, bonachona en

el fondo, en estas confidencias; Mesía era unaespecie de rival de Frígilis que asomaba; donVíctor encontraba cierta satisfacción maligna enla infidelidad incipiente.

Don Álvaro callaba y oía. Sólo cuando trata-ba don Víctor de su buena puntería se quedabaun poco preocupado. Le parecía imposible quese pudiera hablar tanto de un hombre tan in-significante como don Tomás Crespo, a quien élcreía loco de nacimiento.

Anochecía, seguía lloviendo, los mozos deservicio encendían dos o tres luces de gas en elsalón, y Quintanar conocía por esta seña y porel cansancio, que le arrancaba sudor copioso,que había hablado mucho; sentía entonces re-mordimientos, se apiadaba de Mesía, le agra-decía en el alma su silencio y atención, y le invi-taba muchas veces a tomar un vaso de cervezaalemana en su casa.

La frase era:—¿Vamos a la Rinconada? Mes-ía, callando, seguía a don Víctor.

Una intuición singular le decía al ex-regenteque pagaba bien al amigo su atención llevándo-selo a casa. ¿Por qué don Álvaro había de tenergusto en seguirle? Si se lo hubieran preguntadoa Quintanar, no hubiese podido responder.Pero se lo daba el corazón; lo había observado,sin fijarse en la observación: a Mesía le gustabaentrar en la casa de la Rinconada.

Solía llevarle al despacho, a su museo comoél decía; allí le explicaba el mecanismo de aque-llos intrincados maderos y resortes y, conven-cido de la ignorancia de su amigo, le engañabasin conciencia. Lo que no consentía don Álvaroera que se pasase revista a las colecciones deyerbas y de insectos: le mareaba el fijar sucesivay rápidamente la atención en tantas cosas inúti-les.—El único bicho que le era simpático a donÁlvaro era un pavo real disecado por Frígilis ysu amigo.—Solía acariciarle la pechuga, mien-tras Quintanar disertaba:

—Bueno—decía don Víctor—pues pasare-mos a mi gabinete, ya que usted desprecia miscolecciones.—Anselmo, la cerveza al gabinete.

El gabinete era otro museo: estaban allí lasarmas y la indumentaria. Una panoplia antiguacompleta, otras dos modernas muy brillantes ybordadas; escopetas, pistolas y trabucos de to-das épocas y tamaños llenaban las paredes y losrincones. En arcas y armarios guardaba donVíctor con el cariño de un coleccionador lostrajes de aficionado que había lucido en mejo-res tiempos. Si se entusiasmaba hablando desus marchitos laureles, abría las arcas, abría losarmarios, y seda, galones y plumas, abalorios ycintajos en mezcla de colores chillones saltabana la alfombra, y en aquel mar de recuerdos detrapo perdía la cabeza Quintanar. En una cajade latón, entre yerba, guardaba como oro enpaño, un objeto, que a primera vista se le antojóa Mesía una serpiente; en efecto, yacía enrosca-do y era verdinegro el bulto.... No había quetemer... don Víctor domaba fieras; aquello era

la cadena que él había arrastrado representan-do el Segismundo de La vida es sueño, en el pri-mer acto.

—Mire usted, amigo mío, a usted puedodecírselo; no es inmodestia; reconozco, ¿cómono? la superioridad de Perales en el teatro anti-guo, su Segismundo es una revelación, conce-do, revela mejor que el mío la filosofía del dra-ma, pero... no me gustaba su modo de arrastrarla cadena; parecía un perro con maza; yo lamanejaba con mucha mayor verosimilitud ynaturalidad; arrastraba la cadena, créame us-ted, como si no hubiese arrastrado otra cosa enmi vida. Tanto, que una noche, en Calatayud,me arrojaron todo ese hierro al escenario, comosímbolo de mi habilidad. Por poco se hunde eltablado. Guardo esa cadena como el mejor re-cuerdo de mi efímera vida artística.

Mesía esperaba la presencia de Ana y asípodía resistir la conversación de su amigo, peromuchas veces la Regenta no parecía por el ga-binete de su marido, y el galán tenía que con-

tentarse con el bock de cerveza y el teatro deCalderón y Lope.

Pero ya estaba en casa. Poco a poco fue atre-viéndose a ir a cualquier hora y Ana, sin sentir-lo, se lo encontró a su lado como un objeto fa-miliar. Iba siendo Mesía al caserón lo que Frígi-lis a la huerta.

Aquel procedimiento rastrero, de villano,debió irritarla, pero no la irritó; tuvo que confe-sar que no despreciaba ni aborrecía a don Álva-ro, a pesar de que sus intenciones eran torcidas,miserables; quería abusar de la confianza dedon Víctor. «Pero ¿y si no quería? ¿Si se conten-taba con estar cerca de ella, con verla y hablarlaa menudo y tenerla por amiga? Veríamos. Si élse propasaba, estaba segura de resistir y hastavalor sentía para echarle en cara su crimen, subajeza y arrojarle de casa».

Pasaron días y Ana cada vez estaba mástranquila. «No, no se propasaba; no hacía másque admirarla, amarla en silencio. Ni una pala-bra peligrosa, ni gesto atrevido; nada de ace-

char ocasiones, nada de buscar escenas; unahonradez cabal; el amor que respeta la honra, lapasión que se alimenta de ver y respirar el am-biente que rodea al ser amado. El placer queella sentía, también tenía que confesárselo, erael más intenso que había saboreado en su vida.Poco decir era por que ¡había gozado tan po-co!». Al sentir cerca de sí a don Álvaro, segurade que no había peligro, respiraba con delicia,dejaba el espíritu en una somnolencia moralque la tenía bajo los efectos del opio. Compara-ba ella la situación a la aventura de flotar sobremansa corriente perezosa, sombría, a la hora dela siesta; el agua va al abismo, el cuerpo flota...pero hay la seguridad de salir de la corrientecuando el peligro se acerque; basta con un es-fuerzo, dos golpes de los brazos y se está fuera,en la orilla.... Ya sabía Ana en sus adentros queaquello no estaba bien, por que ella no podíaresponder de la prudencia de don Álvaro. «Pe-ro, ¿no estaba segura de sí misma? sí ¡pues en-tonces! ¿por qué no dejarle venir a casa, con-

templarla, mostrar los cuidados de una madre,la fidelidad de un perro?». «Además, quienmandaba en casa era su marido, no era ella.¿Buscaba ella a Mesía? No. ¿Mandaba ella aQuintanar que le trajese? No. Pues bastaba.Obrar de otro modo hubiera sido alarmar alesposo sin motivo, infundir sospechas sin fun-damento, tal vez robar a don Víctor para siem-pre la paz del alma. Lo mejor era callar, estaralerta, y... gozar la tibia llama de la pasión desoslayo; que con ser poco tal calor era la másviva hoguera a que ella se había arrimado en suvida».

«Y al Magistral no se le decía nada de esto.¿Para qué? No había pecado. Había ocasión,pero no se buscaba». Además, Ana, puesto quedefendía su virtud, creía prudente ocultar todolo que fueran personalidades al confesor. «Sicrecía el peligro, hablaría. Mientras tanto, no».

Entonces fue cuando el Provisor vio con sucatalejo, desde el campanario de la catedral, lospreparativos de una expedición al campo en la

que acompañaban a la Regenta Mesía, Frígilis yQuintanar. No fue aquella sola; muchas veces,en cuanto veía un rayo de sol, a don Víctor se leantojaba aprovechar el buen tiempo y echaruna cana al aire en los ventorrillos de la carrete-ra de Castilla o en los de Vistalegre, en com-pañía de las personas que más quería en Vetus-ta, a saber: su cara esposa, Frígilis... y don Álva-ro. El pobre Ripamilán era invitado, pero decíaque si no le llevaban en coche.... «El espíritu nofaltaba, pero los huesos no tienen espíritu».

Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, loque daban los pasmados venteros: chorizostostados, chorreando sangre, unas migas, hue-vos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡me-jor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto legustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidíacon su esposa, amiga también de estas merien-das aventuradas, en las que encontraba uncondimento picante que despertaba el hambrey la alegría infantil. En aquellos altozanos serespiraba el aire como cosa nueva; se calenta-

ban a los rayos del sol con voluptuosa pereza,como si el sol de Vetusta, de allá abajo, fueramenos benéfico. Notaba Ana que en aquellaaltura, en aquel escenario, mitad pastoril, mitadde novela picaresca, entre arrieros, maritornesy señores de castillos, a lo don Quijote, se des-pertaba en ella el instinto del arte plástico y elsentido de la observación; reparaba las siluetasde árboles, gallinas, patos, cerdos, y se fijaba enlas líneas que pedían el lápiz, veía más maticesen los colores, descubría grupos artísticos,combinaciones de composición sabia y armóni-ca, y, en suma, se le revelaba la naturaleza co-mo poeta y pintor en todo lo que veía y oía, enla respuesta aguda de una aldeana o de un za-fio gañán, en los episodios de la vida del corral,en los grupos de las nubes, en la melancolía deuna mula cansada y cubierta de polvo, en lasombra de un árbol, en los reflejos de un char-co, y sobre todo en el ritmo recóndito de losfenómenos, divisibles a lo infinito, sucediéndo-se, coincidiendo, formando la trama dramática

del tiempo con una armonía superior a nuestrasfacultades perceptivas, que más se adivina quede ella se da testimonio. Este nuevo sentido deque tenía conciencia Ana en estas expedicionesa los ventorrillos altos de Vistalegre, camino deCorfín, le inundaba de visiones el cerebro y lasumía en dulce inercia en que hasta el imaginaracababa por ser una fatiga. Entonces la sacabande sus éxtasis naturalistas una atención delica-da de Mesía o una salida de buen humor in-tempestivo de Quintanar. Don Víctor creía queen el campo, sobre todo si se merienda, no sedebe hacer más que locuras; y, por supuesto,era según él indispensable que alguien se dis-frazase cambiando, por lo menos, de sombrero.Él solía en tales ocasiones buscar un aldeanoque usara la antigua montera del país; se lapedía en préstamo y se presentaba cubierto conaquel trapo de pana negra al respetable concur-so. Se reían por complacerle. Se merendaba casisiempre al aire libre, contemplando allá abajo elcaserío parduzco de Vetusta; la catedral parecía

desde allí hundida en un pozo, y muy chiquita;esbelta, pero como un juguete; detrás el humode las fábricas en la barriada de los obreros enel campo del Sol, y más allá los campos demaíz, ahora verdes con el alcacer, los prados,los bosques de castaños y robles... las colinas deun verde obscuro y la niebla, por fin, confun-diéndose con los picachos de los puertos leja-nos. Se filosofaba mientras se comía, tal vez conlos dedos, salchichón o chorizos mal tostados,queso duro, o tortillas de jamón, lo que fuese;se hablaba al descuido, lentamente, pensandoen cosas más hondas que las que se decía, conlos ojos clavados en la lontananza, detrás de lacual se vela el recuerdo, lo desconocido, la va-guedad del sueño; se hablaba de lo que era elmundo, de lo que era la sociedad, de lo que erael tiempo, de la muerte, de la otra vida, del cie-lo, de Dios; se evocaba la infancia, las fechaslejanas en que había una memoria común; y unsentimentalismo, como desprendido de la nie-bla que bajaba de Corfín, se extendía sobre los

comensales bucólicos y su filosofía de sobreme-sa.

Comenzaba la brisa; picaba un poco y teníasus peligros, pero halagaba la piel; salía unaestrella; el cuarto de luna (que a don Víctor leparecía la plegadera de oro que le habían rega-lado en Granada), tomaba color, es decir, luz.La conversación, ya perezosa, daba entonces enla astronomía y se paraba en el concepto de loinfinito; se acababa por tener un deseo vago deoír música. Entonces Quintanar recordaba quese cantaba aquella noche El Relámpago o LosMagyares; levantaba el campo, y paso a paso,volvían a la soñolienta Vetusta dejándose res-balar por la pendiente suave de la carretera.Frígilis dejaba el brazo a la Regenta, que inde-fectiblemente lo buscaba; y Mesía resignado,firme en su propósito de ser prudente mientrasfuera necesario, se emparejaba con don Víctor,que tal vez se permitía cantar a su modo el spir-to gentil o la casta diva; aunque prefería recitar

versos, sin que jamás se le olvidase decir conGóngora:

A su cabaña los guíaque el sol deja el horizonte,

y el humo de su cabañales va sirviendo de Norte.

Los sapos cantaban en los prados, el vientocuchicheaba en las ramas desnudas, que choca-ban alegres, inclinándose, preñadas ya de lasnuevas hojas; y Ana, apoyándose tranquila enel brazo fuerte del mejor amigo, olfateaba en elambiente los anuncios inefables de la primave-ra. De esto hablaban ella y Frígilis. Crespo, sa-tisfecho, tranquilo, apacible, en voz baja, comorespetando el primer sueño del campo, su ído-lo, dejaba caer sus palabras como un rocío en elalma de Ana, que entonces comprendía aquellaadoración tranquila, aquel culto poético, nadaromántico, que consagraba Frígilis a la natura-leza, sin llamarla así, por supuesto. Nada degrandes síntesis, de cuadros disolventes, de filo-sofía panteística; pormenores, historia de los

pájaros, de las plantas, de las nubes, de los as-tros; la experiencia de la vida natural llena delecciones de una observación riquísima. Elamor de Frígilis a la naturaleza era más de ma-rido que de amante, y más de madre que deotra cosa. En aquellos momentos, al volver aVetusta con Ana del brazo, se hacía elocuente,hablaba largo y sin miedo, aunque siemprepausadamente; en su voz había arrullos amoro-sos para el campo que describía, y temblaba ensus labios el agradecimiento con que oía a otrapersona palabras de cariño y de interés porárboles, pájaros y flores. Ana envidiaba en taleshoras aquella existencia de árbol inteligente, yse apoyaba y casi recostaba en Frígilis como enuna encina venerable. Y detrás venía el otro,ella lo sentía. A veces hablaba con Ana donÁlvaro y Ana contestaba con voz afable, comoen pago de su prudencia, de su paciencia y desu martirio.... «Porque, sin duda, sufrir tantotiempo a Quintanar era un martirio».

Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctorse le colgaba del brazo, levantaba los ojos alcielo y se divertía en encontrar parecidos entrelos nubarrones de la noche y las formas másvulgares de la tierra.

—«Mire usted, mire usted, aquel cúmulus eslo mismo que Ripamilán; figúreselo usted conla teja en la mano....

—»Aquel cirrus negro parece la moña de untorero...».

Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mien-tras dejaba pasar delante a don Víctor, que traíallavín, levantaba el puño cerrado sobre la cabe-za del insoportable amigo.... No descargaba elgolpe... no... pero.... «¡Ya lo descargaría!».

«¡Oh! pensaba, lo que es ahora estoy en miderecho. Ojo por ojo».

Así vivía Ana, menos aburrida si no conten-ta, sin grandes remordimientos, aunque nosatisfecha de sí misma. Ni permitía a don Álva-ro acercarse, alentar esperanzas que ella susten-tase, ni le rechazaba con el categórico desdén

que la virtud, lo que se llama la virtud, exigía.Estas medias tintas de la moralidad le parecíanentonces a ella las más conformes a la flaca na-turaleza humana. «¿Por qué he de creerme másfuerte de lo que soy?».

También volvió a frecuentar la casa de Vega-llana. Fue muy bien recibida; la del Banco se lacomía a besos, le hablaba de modas, le manda-ba patrones a casa, y le recordaba visitas quetenía que pagar y a que ella la acompañaba,porque don Víctor se negaba a perder el tiempoen estos cumplidos.

—Señor—gritaba él—yo no sirvo para eso;no se me haga a mi hablar del tiempo, del malservicio de criadas, de la carestía de los comes-tibles. ¡Exíjase de mí cualquier cosa menoshacer visitas de cumplido!

—Yo soy artista, no sirvo para esas nimie-dades—decía para sus adentros.

Visitación procuraba meterle a Ana, a manosllenas, por los ojos, por la boca, por todos los

sentidos, el demonio, el mundo y la carne; elbuen tiempo la ayudaba.

La Regenta no tomaba con gran calor aque-llas diversiones, pero las prefería a su estérilsoledad, en que buscando ideas piadosas en-contraba tristezas, un hastío hondo y el renco-roso espíritu de protesta de la carne pisoteada,que bramaba en cuanto podía. «Era mejor vivircomo todos, dejarse ir, ocupar el ánimo con lospasatiempos vulgares, sosos, pero que, al fin,llenan las horas...».

En esta situación estaba cuando el Magistralle dijo en el confesonario que se perdía; que élla había visto arrojar con desdén sobre un ban-co de césped la historia de Santa Juana Francis-ca.... Aquella tarde De Pas estuvo más elocuen-te que nunca; ella comprendió que estaba sien-do una ingrata, no sólo con Dios, sino con suapóstol, aquel apóstol todo fuego, razón lumi-nosa, lengua de oro, de oro líquido.... La vozdel sacerdote vibraba, su aliento quemaba, yAna creyó oír sollozos comprimidos. «Era pre-

ciso seguirle o abandonarle; él no era el ca-pellán complaciente que sirve a los grandescomo lacayo espiritual; él era el padre del alma,el padre, ya que no se le quería oír como her-mano. Había que seguirle o dejarle». Y despuéshabía hablado de lo que él mismo sentía, de susilusiones respecto de ella. «Sí, Ana (Ana la hab-ía llamado, estaba ella segura), yo había soñadolo que parecía anunciarse desde nuestra primerentrevista, un espíritu compañero, un hermanomenor, de sexo diferente para juntar facultadesopuestas en armónica unión; yo había soñadoque ya no era Vetusta para mí cárcel fría, nisemillero de envidias que se convierten en cu-lebras, sino el lugar en que habitaba un espíritunoble, puro y delicado, que al buscarme paracaminar en la vía santa de salvación, sin saber-lo, me guiaba también por esa vía; yo esperabaque usted fuese lo que aquella historia que llo-rando me contaba, prometía... lo que usted meprometió cien veces después.... Pero no, usteddesconfía de mí, no me cree digno de su direc-

ción espiritual, y para satisfacer esas ansias deamor ideal que siente, tal vez ya busca en elmundo quien la comprenda y pueda ser su con-fidente».

—No, no—repetía Ana llorando; pero élhabía seguido hablando de su despecho, cadavez más triste, cada vez con más ardor en laspalabras y en el aliento.... Y habían concluidopor reconciliarse, por prometerse nueva vida,verdadera reforma, eficaz cambio de costum-bres; y ella exaltada le había dicho: «¿Quiereusted que hoy mismo le acompañe a casa dedoña Petronila?». «Sí, sí; eso, lo mejor es eso»,había contestado él. Y habían ido juntos sinpensar ni uno ni otro lo que hacían.

Desde aquella tarde había empezado para laRegenta la vida de la devota práctica; pero durópoco la eficacia de aquel impulso en que nohabía piedad acendrada sino gratitud, el deseode complacer al hombre que tanto trabajaba porsalvarla, y que era tan elocuente y que tantovalía. Ana a veces, no pudiendo elevar su aten-

ción a las cosas invisibles, a la contemplaciónpiadosa, procuraba preparar este viaje místicopensando en el Magistral. «¡Oh, qué grandehombre! ¡Y qué bien penetraba en el espíritu, yqué bien hablaba de lo que parece inefable, delos subterráneos de las intenciones, de las deli-cadezas del sentimiento! ¡Y cuánto le debía ella!¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lomerecía?». Las lágrimas se agolpaban a los ojosde Ana. Lloraba de gratitud y de admiración. Yno pudiendo meditar sobre cosas santas, piado-sas, poníase la mantilla y corría a la conferenciade San Vicente, o a la Junta del Corazón o alCatecismo, o a misa... donde correspondiera.Pero la fe era tibia; por allí no se iba a dondeella había deseado. Además, se conocía; sabíaque ella, de entregarse a Dios, se entregaría deveras; que mientras su devoción fuese callejera,ostentosa y distraída, ella misma la tendría enpoco, y cualquier pasión mala, pero fuerte, laharía polvo.

Mas resuelta a huir de los extremos, a sercomo todo el mundo, insistió en seguir a las demásbeatas en todos sus pasos, y aunque sin gusto,entró en todas las cofradías, fue hija y hermana,según se quiso, de cuantas juntas piadosas losolicitaron.

Dividía el tiempo entre el mundo y la igle-sia: ni más ni menos que doña Petronila, OlvidoPáez, Obdulia y en cierto modo la Marquesa. Sela vio en casa de Vegallana y en las Paulinas, enel Vivero y en el Catecismo, en el teatro y en elsermón. Casi todos los días tenían ocasión dehablar con ella, en sus respectivos círculos, elMagistral y don Álvaro, y a veces uno y otro enel mundo y uno y otro en el templo; lugareshabía en que Ana ignoraba si estaba allí encuanto mujer devota o en cuanto mujer de so-ciedad.

Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos.Los dos esperaban vencer, pero a ninguno se leacercaba la hora del triunfo.

—Esta mujer—decía don Álvaro—es peorque Troya.

—El remedio ha sido peor que la enferme-dad—pensaba don Fermín.

Ana veía en los pormenores de la vida debeata mil motivos de repugnancia; pero prefer-ía apartar de ellos la atención: no dejaba que elespíritu de contradicción buscase las debilida-des, las groserías, las miserias de aquella devo-ción exterior y bullanguera. No quería censu-rar, no quería ver.

Pero a sí misma se comparaba al cadáver delCid venciendo moros. No era ella, era su cuer-po el que llevaban de iglesia en iglesia.

Y volvió la inquietud honda y sorda a minarsu alma. Esperaba ya otra época de luchas inte-riores, de aridez y rebelión.

Una noche, después de oír un sermón so-porífero, entró en su tocador casi avergonzadade haber estado dos horas en la iglesia comouna piedra; oyendo, sin piedad y sin indigna-ción, sin lástima siquiera, necedades monóto-

nas, tristes; viendo ceremonias que nada le de-cían al alma....

—Oh, no, no—se dijo, mientras se desnuda-ba—yo no puedo seguir así...

Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendien-do los brazos hacia el techo, había añadido envoz alta, para dar más solemnidad a su protes-ta:

—¡Salvarme o perderme! pero no aniquilar-me en esta vida de idiota.... ¡Cualquier cosa...menos ser como todas esas!

Y a los pocos días cayó enferma.Cuando esta historia de su tibieza y de sus

cobardes y perezosas transacciones con elmundo pasaba por la memoria de Ana, conformas plásticas, teatrales—gracias a la saludque volvía a rodar con la sangre—, sentía ladébil convaleciente remordimientos que ella secomplacía en creer intensos, punzantes. «¡Oh!¡qué diferencia entre aquel sopor moral en quevivía pocas semanas antes, y la agudeza de suconciencia ahora, allí postrada, sin poder levan-

tar el embozo de la colcha con la mano, perocon fuerza en la voluntad para levantar el plo-mo del pecado, que la abrumaba con su pesa-dumbre!».

«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a serbuena, buena, de Dios, sólo de Dios; ya lo veríael Magistral. Y él, don Fermín, sería su maestrovivo, de carne y hueso; pero además tendríaotro; la santa doctora, la divina Teresa deJesús... que estaba allí, junto a su cabecera es-perándola amorosa, para entregarle los tesorosde su espíritu».

Ana, burlando los decretos del médico,probó en los primeros días de aquella segundaconvalecencia a leer en el libro querido: iba a élcomo un niño a una golosina. Pero no podía.Las letras saltaban, estallaban, se escondían,daban la vuelta... cambiaban de color... y lacabeza se iba.... «Esperaría, esperaría». Y dejabael libro sobre la mesilla de noche, y con deliciaque tenía mucho de voluptuosidad, se entreten-ía en imaginar que pasaban los días, que reco-

braba la energía corporal; se contemplaba en elParque, en el cenador, o en lo más espeso de laarboleda leyendo, devorando a su Santa Teresa.«¡Qué de cosas la diría ahora que ella no habíasabido comprender cuando la leyera distraída,por máquina y sin gusto!».

La impaciencia pudo más que las órdenesdel médico, y antes de dejar el lecho, cuandoempezaron a permitirle otra vez incorporarseentre almohadones, algo más fuerte ya, Anahizo nuevo ensayo y entonces encontró las le-tras firmes, quietas, compactas; el papel blancono era un abismo sin fondo, sino tersa y consis-tente superficie. Leyó; leyó siempre que pudo.En cuanto la dejaban sola, y eran largas sussoledades, los ojos se agarraban a las páginasmísticas de la Santa de Ávila, y a no ser lágri-mas de ternura ya nada turbaba aquel coloquiode dos almas a través de tres siglos.

—XX—

Don Pompeyo Guimarán, presidente dimi-sionario de la Libre Hermandad, natural de Ve-tusta, era de familia portuguesa; y don Saturni-no Bermúdez, el arqueólogo y etnógrafo, quedividía a todos sus amigos en celtas, íberos yceltíberos, sin más que mirarles el ángulo facialy a lo sumo palparles el cráneo, aseguraba quea don Pompeyo le quedaba mucho de la gentelusitana, no precisamente en el cráneo, sinomás bien en el abdomen. Don Pompeyo no de-cía que sí ni que no; cierto era que el tenía unpoco de panza, no mucho, obra de la edad y lavida sedentaria; que andaba muy tieso, porquecreía que «quien era recto como espíritu, digá-moslo así, debía serlo como físico»; pero enpunto a los vestigios de raza y nación él se de-claraba neutral: quería decir que le era indife-rente esta cuestión, toda vez que tan españolconsideraba a un portugués como a un caste-llano como a un extremeño. De modo, que

siempre que se le hablaba de tal asunto acababapor hacer una calorosa defensa de la unión ibé-rica, unión que debía iniciarse en el arte, la in-dustria y el comercio para llegar después a lapolítica.

Además ¿qué le importaban a don Pompeyoestos accidentes del nacimiento? Su inteligenciaandaba siempre por más altas regiones. Él eneste mundo era principalmente un altruista,palabreja que, preciso es confesarlo, no habíaconocido hasta que con motivo de una disputafilosófica de la que salió derrotado, el amorpropio un tanto ofendido le llevó a leer lasobras de Comte. Allí vio que los hombres sedividían en egoístas y altruistas y él, a impulsosde su buen natural, se declaró altruista de porvida; y, en efecto, se la pasó metiéndose en loque no le importaba. Tenía algunas haciendas,pocas, la mayor parte procedentes de bienesnacionales; y de su renta vivía con mujer y cua-tro hijas casaderas.

Comía sopa, cocido y principio; cada cincoaños se hacía una levita, cada tres compraba unsombrero alto lamentándose de las exigenciasde la moda, porque el viejo quedaba siempre enmuy buen uso. A esto lo llamaba él su aureamediocritas. Pudo haber sido empleado; pero«¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!».Cargos gratuitos los desempeñaba siempre quese le ofrecían, porque sus conciudadanos letenían a su disposición, sobre todo si se tratabade dar a cada uno lo suyo. A pesar de tantamodestia y parsimonia en los gastos, los mali-ciosos atribuían su exaltado liberalismo y sudescreimiento y desprecio del culto y del cleroa la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decíanlas beatas en los corrillos de San Vicente dePaúl, y los ultramontanos en la redacción de ElLábaro, claro, como lo que tiene lo debe a losdespojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo noha de aborrecer al clero si se está comiendo losbienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetadodon Pompeyo, si no despreciara tales hablillas,

«abroquelado en el santuario de su conciencia»,hubiera contestado que don Leandro Lobezno,el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, elseráfico presidente de la Juventud Católica, eramillonario gracias a los bienes nacionales quehabía comprado cierto tío a quien heredara eldon Leandro». Pero no, don Pompeyo no con-testaba. Él aborrecía el fanatismo, pero perdo-naba a los fanáticos.

«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios quesí».—Esto de que bien lo sabía Dios era unafrase hecha, como él decía, que se le escapabasin querer, porque, en verdad sea dicho, donPompeyo Guimarán no creía en Dios. No haypara qué ocultarlo. Era público y notorio. DonPompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!»decía él, las pocas veces que podía abrir el co-razón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunqueafectaba profundo dolor por la ceguedad enque, según él, vivían sus conciudadanos, el ob-servador notaba que había más orgullo y satis-facción en esta frase que verdadera pena por la

falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateís-mo por todas partes, pero nadie le seguía.

En Vetusta no se aclimataba esta planta; élera el único ejemplar, robusto, inquebrantableeso sí, pero el único. Y don Pompeyo sentíaremordimientos cuando se sorprendía desean-do que jamás cundiese la doctrina racional, salva-dora, que por tal la tenía. Todos le llamaban elAteo, pero la experiencia había convencido a losmás fanáticos de que no mordía. «Era el leónenamorado de una doncella», decía elegante-mente Glocester, «una fiera sin dientes». Hastalas más recalcitrantes beatas pasaban al ladodel Ateo sin echarle una mala maldición: eracomo un oso viejo, ciego y con bozal que andu-viese domesticado, de calle en calle, divirtiendoa los chiquillos; olía mal pero no pasaba de ahí.Sin embargo, varias veces se había pensado endarle un disgusto serio para que se convirtierao abandonase el pueblo. Esto dependía del ma-yor o menor celo apostólico de los obispos. Unohubo (después llegó a cardenal), que pensó

seriamente en excomulgar a don Pompeyo. Esterecibió la noticia en el Casino—todavía iba alCasino entonces—. Una sonrisa angelical sedibujó en su rostro: así debió de sonreír el grie-go que dijo: pega, pero escucha. La boca se lehizo agua: aquella excomunión le hacía cosqui-llas en el alma: ¡qué más podía ambicionar! Enseguida pensó en tomar una postura moraldigna de las circunstancias. Nada de aspavien-tos, nada de protestas.—Se contentó con de-cir—: El señor obispo no tiene derecho de ex-comulgar a quien no comulga; pero venga enbuen hora la excomunión... y ahí me las dentodas.

Su mujer y cuatro hijas pensaban de muydistinta manera. En vano quiso ocultarlas queel rayo amenazaba su hogar tranquilo. La casade don Pompeyo se convirtió en un mar delágrimas; hubo síncopes; doña Gertrudis cayóen cama. El infeliz Guimarán sintió terriblesremordimientos: sintió además inesperada de-bilidad en las piernas y en el espíritu. «¡No que

él se convirtiera! ¡eso jamás! pero ¡su Gertrudis,sus niñas!» y lloraba el desgraciado; y volvién-dose del lado hacia donde caía el palacio epis-copal enseñaba los puños y gritaba entre suspi-ros y sollozos:—«¡Me tienen atado, me tienenatado esos hijos de la aberración y la ceguera!¡desgraciado de mí! ¡pero más dignos de com-pasión ellos que no ven la luz del medio día, niel sol de la Justicia». Ni aun en tan amargosinstantes insultaba al obispo y demás alto clero.Tuvo que transigir; tuvo que tolerar lo que alprincipio le sublevaba sólo pensado, que sushijas se moviesen, que sus amigos pusieran enjuego sus relaciones para que el obispo se me-tiera el rayo en el bolsillo.... Se consiguió, no sintrabajo, y sin necesidad de que don Pompeyo seretractase de sus errores. Se echó tierra alateísmo de Guimarán. Él calló una temporada,pero luego volvió a la carga, incansable enaquella propaganda, que, en el fondo de sucorazón, deseaba infructuosa, por el gusto deser el único ejemplar de la, para él, preciosa

especie del ateo. Sus principales batallas lasdaba en el Casino, donde pasaba media vida(después lo abandonó por motivos poderosos.)Los vetustenses eran, en general, poco aficio-nados a la teología; ni para bien ni para mal lesagradaba hablar de las cosas de tejas arriba. Losavanzados se contentaban con atacar al clero,contar chascarrillos escandalosos en que hacíanprincipal papel curas y amas de cura; en estaamena conversación entraban también con gus-to algunos conservadores muy ortodoxos. Sicreían haber llegado demasiado lejos y temíanque alguien pudiera sospechar de su acendradareligiosidad, se añadía, después de la murmu-ración escandalosa:—«Por supuesto que estasson las excepciones.—No hay regla sin excep-ción, decía don Frutos el americano.—La ex-cepción confirma la regla, añadía Ronzal el di-putado. Y hasta había quien dijera:—Y hay quedistinguir entre la religión y sus ministros.—Ellos son hombres como nosotros...». Los avan-zados presentaban objeciones, defendían la

solidaridad del dogma y el sacerdote, y enton-ces el mismo don Pompeyo tenía que ponersede parte de los reaccionarios, hasta cierto puntoy decir:—Señores, no confundamos las cosas, elmal está en la raíz.... El clero no es malo ni bue-no; es como tiene que ser.... Al oír tal, todos selevantaban en contra, unos porque defendía alclero y otros porque atacaba el dogma. Biendecía él que estaba completamente solo, que erael único.—De aquellas discusiones, que buscabay provocaba todos los días, afirmaba él que«salía su espíritu, llamémosle así, lleno deamargura (y no era verdad, el remordimientose lo decía), lleno de amargura porque en Ve-tusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más.Mucho de intrigas, mucho de politiquilla, mu-cho de intereses materiales mal entendidos; ynada de filosofía, nada de elevar el pensamien-to a las regiones de lo ideal. Había algún erudi-to que otro, varios canonistas, tal cual juriscon-sulto, pero pensador ninguno. No había máspensador que él». «Señores, decía a gritos des-

pués de tomar café, cerca del gabinete del tresi-llo, si aquí se habla de las graves cuestiones dela inmortalidad del alma, que yo niego por su-puesto, de la Providencia, que yo niego tam-bién, o toman ustedes la cosa a broma, a guasa,como dicen ustedes, o sólo se preocupan con elaspecto utilitario, egoísta, de la cuestión: siRonzal será inmortal, si don Frutos prefiere elaniquilamiento a la vida futura sin recuerdo delo presente.... Señores ¿qué importa lo quequiera don Frutos ni lo que prefiera Ronzal? Lacuestión no es esa; la cuestión es (y contaba porlos dedos) si hay Dios o no hay Dios; si caso dehaberlo, piensa para algo en la mísera humani-dad, si...».

—«¡Chitón! ¡silencio!» gritaban desde dentrolos del tresillo; y don Pompeyo bajaba la voz, yel corro se alejaba de los tresillistas, lleno derespeto, obedientes todos, convencidos de queaquello del juego era cosa mucho más seria quelas teologías de don Pompeyo, más práctica,más respetable.—Miren ustedes, decía Ronzal,

que todavía no era sabio, yo creo todo lo quecree y confiesa la Iglesia, pero la verdad, eso deque el cielo ha de ser una contemplación eternade la Divinidad... hombre, eso es pesado.—¿Yqué? objetaba el americano don Frutos, en vozbaja también, temeroso de nuevo aviso de lostresillistas; ¿y qué? Yo me contento con pasar lavida eterna mano sobre mano. Bastante he tra-bajado en este mundo. ¡Peor sería eso que dicenque dice Alancardan, o san Cardan, o san Dia-blo! pues... que.... No sabía cómo explicarlo elpobre don Frutos. «Ello venía a ser que en mu-riéndonos íbamos a otra estrella, y de allí a otra,a pasar otra vez las de Caín, y ganarnos la vi-da». La idea de volver, en Venus o en Marte, abuscar negros al África y comprarlos y vender-los a espaldas de la ley, le parecía absurda aRedondo y le volvía loco. «¡Antes el aniquila-miento, como dice el ateo!» concluía limpiandoel copioso sudor de la frente, provocado poraquel esfuerzo intelectual, tan fuera de sushábitos.—Con esta cuestión de la inmortalidad,

era con la que abría don Pompeyo brecha en elalcázar de la fe de los socios, pero siempre con-cluían por cerrar aquella brecha con las salve-dades de rúbrica.—«Por supuesto. Dios sobretodo.... Doctores tiene la Iglesia...».

Y en último caso, don Pompeyo ya les ibaaburriendo con sus teologías. Le dejaban solo.Los tresillistas se quejaron a la junta. Tuvo quecambiar de mesa y de sala, si quiso seguir pre-dicando ateísmo.

«¡Este era el estado del libre examen en Ve-tusta!» pensaba Guimarán con tristeza mezcla-da de orgullo.

En el billar tampoco querían teología racio-nal. Don Pompeyo, más abandonado cada día,se colocaba taciturno, como Jeremías podríapararse en una plaza de Jerusalem, se colocaba,abierto de piernas, delante de la mesa pequeña,la de carambolas, y largo rato contemplaba aaquellos ilusos que pasaban las horas de labrevísima existencia, viendo chocar o no chocartres bolas de marfil. Algunas veces tropezaba la

maza de un taco con el abdomen de don Pom-peyo.

—Usted dispense, señor Guimarán.—Está usted dispensado, joven—respondía

el pensador rascándose la barba con una ironíatrágica, profunda, y sonriendo, mientras movíala cabeza dando a entender que estaba perdidoel mundo.

Aburrido de tanta superficialidad subía alcuarto del crimen, a ver a los partidarios del azar.Allí oía el nombre de Dios a cada momento,pero en términos que no le parecían nada fi-losóficos.

—¡Don Pompeyo, tiene usted razón!—gritaba un perdido al despedirse de la últimapeseta—¡tiene usted razón, no hay Providencia!

—¡Joven, no sea usted majadero, y no con-funda las cosas!

Y salía furioso del Casino. «No se podía irallí».

Cuando estalló la Revolución de Septiembre,Guimarán tuvo esperanzas de que el librepen-

samiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo erahablar mal del clero! Se creó una sociedad defilósofos... y resultó espiritista; el jefe era unestudiante madrileño que se divertía en volverlocos a unos cuantos zapateros y sastres. Salióganando la Iglesia, porque los infelices menes-trales comenzaron a ver visiones y pidieronconfesión a gritos, arrepintiéndose de sus erro-res con toda el alma. Y nada más: a eso se habíareducido la revolución religiosa en Vetusta, comono se cuente a los que comían de carne en Vier-nes Santo.

Don Pompeyo no creía en Dios, pero creía enla Justicia. En figurándosela con J mayúscula,tomaba para él cierto aire de divinidad, y sindarse cuenta de ello, era idólatra de aquellapalabra abstracta. Por la justicia se hubiera de-jado hacer tajadas.

«La Justicia le obligaba a reconocer que el ac-tual obispo de Vetusta, don Fortunato Ca-moirán, era una persona respetable, un varónvirtuoso, digno; equivocado, equivocado de

medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal?pues don Pompeyo le respetaba».

Don Pompeyo no leía, meditaba. Después delas obras de Comte (que no pudo terminar), novolvió a leer libro alguno; y en verdad, él no lostenía tampoco. Pero meditaba.

Algunas veces discutía con Frígilis, en quienreconocía la madera de un libre pensador, peromal educado. No le quería bien. «¡Ese es pan-teísta!» decía con desdén. «Ese adora la natura-leza, los animales, y los árboles especialmente...además, no es filósofo; no quiere pensar en lasgrandes cosas, sólo estudia nimiedades.... Estámuy hueco porque después de cien mil ensayosridículos, aclimató el Eucaliptus en Vetusta....¿Y qué? ¿Qué problema metafísico resuelve elEucaliptus globulus? Por lo demás yo reconoz-co que es íntegro... y que sabe... que sabe... pormás que su decantado darwinismo... y aquellalocura de injertar gallos ingleses...».

Guimarán fue varias veces derrotado porFrígilis en sus polémicas. Frígilis era apóstol

ferviente del transformismo; le parecía absurdoy hasta ridículo hacer ascos al abolengo ani-mal.... Don Pompeyo, aunque se sentía seduci-do por aquella teoría que dejaba un subido ydelicioso olor a herética y atea, no se decidía acreerse descendiente de cien orangutanes; son-reía como si le hiciesen cosquillas... pero no sedeterminaba a decir sí ni a decir no.

«Mi última afirmación es la duda.... Se mehace cuesta arriba». Pero de todas suertes suateísmo quedaba en pie; para negar a Dios conla constancia y energía con que él lo negaba, nohacía falta leer mucho, ni hacer experimentos,ni meterse a cocinero químico. «¡Mi razón medice que no hay Dios; no hay más que Justi-cia!».

Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba es-tas cosas, le miraba sonriendo con benevolen-cia; y con un poco de burla, en que había algode caridad, le decía:

—«¿Pero, señor Guimarán, tan seguro estáusted de que no hay Dios?».

—«¡Sí, señor mío! ¡mis principios son fijos!¡fijos! ¿entiende usted? Y yo no necesito mano-sear librotes y revolver tripas de cristianos y deanimales, para llegar a mi conclusión categóri-ca.... Si su ciencia de usted, después de tantaretorta, y tanto protoplasma y demás zaranda-jas, no da por resultado más que esa duda,¡guárdese la ciencia de los libros en dondequiera, que yo no la he menester!».

El honrado Guimarán daba media vuelta yse iba furioso, llena el alma de rencores y envi-dias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo ymovía la cabeza a un lado y a otro.

Si le preguntaban qué opinaba delAteo, decía:—«¿Quién, don Pompeyo? Es una buena

persona. No sabe nada, pero tiene muy buencorazón».

Guimarán juró—tenía que parar en ello—juró no poner jamás los pies en el Casino.

—«Lo que se ha hecho allí conmigo no sehace con ningún cristiano».

Tenía el estilo sembrado de frases y modis-mos puramente ortodoxos, pero protestaba enseguida contra «aquellas metáforas y solecis-mos del lenguaje».

Lo que habían hecho con él había sido cele-brar el aniversario 25 de la exaltación de PíoNono al Pontificado, colgando los tapices degala y sacando a relucir los aparatos de gas, conque iluminaban la fachada en las grandes so-lemnidades.

Don Pompeyo se dirigió a la junta en papelde oficio citando los artículos del Reglamentoque, en su opinión, «prohibían semejantesmuestras de júbilo por parte de una corpora-ción que, por su calidad de círculo de recreo, nodebía, no podía tener religión positiva determi-nada».

Y en el salón daba gritos, mientras los mozoscolgaban los tapices de los balcones; hacía as-pavientos, e invocaba la tolerancia religiosa, lalibertad de cultos y hasta la sesión del juego depelota.

—Pero, hombre—le decía Ronzal, con dese-os de pegarle—¿qué le importa a usted que elCasino cuelgue e ilumine? ¿Qué le ha hecho austed la Santidad de Pío Nono?

—¿Qué me ha hecho la Santidad?... Se lodiré a usted, sí señor, se lo diré a usted. PíoNono me era... hasta simpático... reconocía en élun hombre de buena fe.... Pero la infalibilidadha puesto entre los dos una muralla de hielo;un abismo que no se puede salvar.... ¡Un hom-bre infalible! ¿Comprende usted eso, Ronzal?

—Sí, señor, perfectamente. Es la cosa másclara....

—Pues explíquemelo usted.—Entendámonos, señor Guimarán, si usted quie-re examinarme... ¡sepa usted que yo... noaguanto ancas!...

—No se trata aquí de la grupa de nadie... si-no de que usted pruebe la infali....

—¿La infalibidad?—Sí, señor... la infalibilidad... la in... fa... li...

bi... li....

—¡Oiga usted, señor don Pompeyo, que a mílas canas no me asustan! y si usted se burla, yohago la cuestión personal....

—¿Cómo personal? ¿También usted es infa-lible?

—¡Señor Guimarán!—En resumen, señor mío....—Eso es, reasumiendo...—Yo me borro de la lista...—¡Pues tal día

hará un año!Ronzal no demostró el por qué de la infalibi-

lidad, pero don Pompeyo se borró de la listadel Casino.

Perdió aquel refugio de sus horas desocupa-das que eran muchas, y anduvo como alma enpena vagando de café en café hasta que al cabode algunos años tropezó con don Santos Bari-naga en el Restaurant y café de la Paz, donde to-das las noches el enemigo implacable del Ma-gistral se preparaba a mal morir bebiendo uncognac con honores de espíritu de vino.

Entablaron amistad que llegó a ser íntima.Don Santos había sido siempre un buen católi-co; es más, de la Iglesia vivía, pues su comercioera de objetos del culto.

Pero desde que el monopolio mal disfrazadode competencia de «La Cruz Roja» había empe-zado a labrar su ruina, iba sintiendo cada díamás vacilante el alcázar de su fe... y más vaci-lantes las piernas. Empezaba, como otros mu-chos, por negar la virtud del sacerdocio y,además—esto no se sabe que lo hayan hechootros heresiarcas—, coincidía en él aquel des-precio de los ordenados in sacris con la aficióndesmesurada al alcohol en sus varias manifes-taciones.

Poco trabajo le costó a Guimarán hacer unprosélito de don Santos. De día en día y de co-pa en copa avanzaba la impiedad en aquelespíritu; y llegó a creer que Jesucristo no eramás que una constelación; disparate que habíaleído don Pompeyo en un libro viejo quecompró en la feria. Guimarán tenía la impiedad

fría del filósofo, Barinaga los rencores del secta-rio, la ira del apóstata.

Cuando le parecía al buen tendero que ibademasiado lejos en sus negaciones, para ocultarel miedo, se ponía de pie, copa en mano, y de-cía solemnemente:

—En último caso, si me equivoco, si blasfe-mo... toda la responsabilidad caiga sobre esepillo... sobre ese rapavelas... ¡sobre ese malditodon Fermín!...

El café de la Paz era grande, frío; el gas ama-rillento y escaso parecía llenar de humo laatmósfera cargada con el de los cigarros y lascocinas; a la hora en que los dos amigos confe-renciaban estaba desierto el salón; los mozos,de chaqueta negra y mandil blanco, dormitabanpor los rincones. Un gato pardo iba y venía delmostrador a la mesa de don Santos, se le que-daba mirando largo rato, pero convencido deque no decía más que disparates, bostezaba, ydaba media vuelta.

Guimarán veía con gran satisfacción losprogresos de la impiedad en aquel espíritu lle-no de pasión; no había llegado don Santos alateísmo, «pero este era un grado de perfecciónfilosófica que tal vez le venía muy ancho al an-tiguo comerciante de cálices y patenas». DonPompeyo se contentaba con arrancarle las raí-ces y retoños de toda religión positiva. No leagradaba verle cada vez más enfrascado en elaguardiente y el cognac; pero don Santos si nobebía no daba pie con bola, no entendía palabrade lugares teológicos. Había que dejarle beber.

A las diez y media de la noche salían juntos;don Pompeyo daba el brazo a don Santos y leacompañaba hasta dejarle bastante lejos delcafé, porque si no se volvía solo. En la esquinade una calleja se despedían con largo apretónde manos, y Guimarán, sereno y satisfecho, serestituía a su hogar tranquilo donde le espera-ban su amante esposa y cuatro hijas que le ado-raban.

Don Santos quedaba solo en batalla con lasquimeras del alcohol, con nieblas en el pensa-miento y en los ojos. Su pie vacilaba; el pudorentregado a sí mismo, luchaba por encontraruna marcha y un continente decoroso; pero envano, un movimiento en zig-zag agitaba todo elcuerpo del enfermo; cada paso era un triunfo;la cabeza se tenía mal sobre los hombros... y dela faringe del borracho salían, como arrullos detórtola, gritos sofocados de protesta, de unaprotesta monótona, inarticulada, que era a sumodo expresión de una idea fija, o mejor, de unodio clavado en aquel cerebro con el martillode la manía. A todas las manchas de las pare-des, a todas las sombras de los faroles les con-taba, gruñendo, la historia de su ruina, y nohabía piedra de aquel camino, que no supiese laescandalosa leyenda de la fortuna del Magis-tral.

Si Barinaga tomó de don Pompeyo su apos-tasía, Guimarán se contagió con el odio de donSantos al Provisor y a doña Paula. «¡Era escan-

daloso, ciertamente, aquel tráfico indigno!».Los dos viejos fueron trompas de la fama con-tra la honra del Provisor. Don Santos alborotóla vecindad muchas noches; no bastó la inter-vención del sereno; llegó a dar puñadas, basto-nazos y hasta patadas en la puerta de la CruzRoja. El dueño del establecimiento se quejó a laautoridad, creció el escándalo, los enemigos delMagistral atizaron la discordia, en todas partesse gritaba: «¿Cómo se entiende? ¿van a prendera don Santos después de haberle arruinado?

¿Se atrevería la autoridad a tomar una medi-da represiva?».

En el cabildo, Glocester, el maquiavélico Ar-cediano, hablaba al oído de los canónigos «dedescrédito colectivo, de lo que la iglesia, y lacatedral sobre todo, perdían con aquellas alga-radas (frase de Glocester)». El beneficiado donCustodio apoyaba al señor Mourelo.

—¡Y si fuera eso lo peor!—decía el Arcedia-no.

Y entonces comenzaba el segundo capítulode la murmuración.

«Lo peor era que, con razón o sin ella, perono sin que las apariencias diesen motivo paralas hablillas, se decía que el Magistral queríaseducir, y en camino estaba, nada menos que ala Regenta».

—¡Hombre, eso no!—gritaba el chantre—¡ella está hecha una santa; después de su en-fermedad, desde que estuvo si la entrega o nola entrega, su vida es ejemplar. Si antes era unaseñora virtuosa, como hay muchas, ahora esuna perfecta cristiana. Está más delgadilla, máspálida, pero hermosísima... quiero decir, queedifica, que es una santa... vamos... una santa....

—Señor, yo quiero hechos... y el público nose fía de santidades... se fía de hechos....

Y Glocester citaba muchos hechos: la fre-cuencia de las confesiones de Anita Ozores, lomucho que duraban las visitas del Provisor alCaserón, las visitas de la Regenta a doña Petro-nila....

—¡Cómo! ¿Y qué? ¿qué tenemos con esas vi-sitas? ¿También va usted a creer que doña Pe-tronila se presta?...

—Señor... yo no creo ni dejo de creer... yo ci-to hechos y digo lo que dice el público.... Elescándalo crece....

Era verdad. Tal maña se daban Glocester ydon Custodio y otros señores del cabildo, algu-nos empleados de la curia eclesiástica, y entreel elemento lego Foja y don Álvaro; este pordebajo de cuerda y conteniéndose en lo que serefería a la simonía y despotismo que se acha-caba al Provisor. En el Casino tampoco sehablaba de otra cosa. Ya todos asegurabanhaber encontrado a don Santos dando patadasa la puerta de la Cruz Roja y desafiando a gri-tos al Magistral. Había bandos: unos reclama-ban la intervención de la autoridad, otros sos-tenían el derecho del pataleo de Barinaga.

El Chato iba y venía, espiaba en todas par-tes, y dos o tres veces al día entraba en casa del

Provisor a dar parte de las murmuraciones a sujefe, a doña Paula, que le pagaba bien.

La madre de don Fermín vivía en perpetuazozobra; pero no desmayaba. «Ya que él queríaperderse, allí estaba ella para salvarle». Era loprincipal visitar al Obispo, conseguir que lamurmuración, la calumnia o lo que fuese, nollegara a su Ilustrísima. Doña Paula pasabagran parte del día y de la noche en palacio. Sulugarteniente Úrsula, el ama de llaves delObispo, tenía orden de no dejar a ninguna per-sona sospechosa llegar a la cámara de su due-ño; los familiares, gente devota de doña Paula,hechuras suyas, obedecían a la misma consig-na. El Magistral, aunque le disgustaba emplear-se en tal oficio, también espiaba y vigilaba; elinstinto de conservación le obligaba a secundarlos planes de su madre.

Doña Paula y don Fermín hablaban poco; sedefendían por acuerdo tácito; empleaban elmismo sistema de resistencia sin comunicárse-lo. Estaba la madre irritada. «Su hijo la engaña-

ba, la perdía. Para ella doña Ana Ozores, ladichosa Regenta, era ya barragana (esta palabradecía en sus adentros) barragana de su Fermo.

Por allí iba a romper la soga; por allí hacíaagua el barco. Si se hablaba tanto de los abusosde la curia eclesiástica, de la Cruz Roja y de donSantos, era porque el otro negocio, el más escan-daloso, el de las faldas traía consigo los demás».Esto pensaba ella. «Lo otro es antiguo; ya nadiehacía caso de esas hablillas por viejas, por gas-tadas, pero con el escándalo nuevo, con lo deesa mala pécora, hipócrita y astuta, todo se re-nueva, todo toma importancia, y muchos pocoshacen un mucho. Si Fortunato sabe algo, creealgo, nos hundimos». Al dueño de la Cruz Rojase le prohibió oír los golpes que descargaba enla puerta todas las noches el borracho de donSantos. No se volvió a pensar en pedir auxilio ala autoridad. Se compró al sereno y se le dioorden de que evitara el ruido ante todo. Erainútil. Muchos vecinos ya esperaban con curio-

sidad maliciosa la hora del alboroto y salían alos balcones a presenciar la escena.

Pero doña Paula tenía además que seguir lospasos a su hijo.

El Chato había visto a la Regenta y al Magis-tral entrar juntos al anochecer en casa de doñaPetronila. Y ya lo sabía doña Paula. Pero tam-bién les había visto don Custodio y se lo habíadicho a Glocester y después los dos a toda Ve-tusta.

En tanto, en el café de la Paz había ya públi-co para oír a don Pompeyo y a don Santos mal-decir de las religiones positivas y especialmentedel señor Vicario general, como llamaba siem-pre a De Pas el señor Guimarán. Entre el pueblobajo corría la historia de las aras, de la ruina dedon Santos, de los millones del Magistral depo-sitados en el Banco; con tal motivo algunosobreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcaral clero en masa. A esto lo llamaban cortar porlo sano.

Los trabajadores carlistas dudaban; tenía en-tre ellos amigos el Magistral, pero si le respeta-ban por sacerdote, le temían por rico... y sospe-chaban algo. De lo que no hablaba la multitudera del asunto de las faldas. Allá cuando la Re-volución, se había dicho si tenía o no tenía donFermín aventuras en los barrios bajos; pero yanadie se acordaba por allí de tales cuentos. Losobreros que entonces llevaban la voz en la pro-paganda revolucionaria habían muerto, o hab-ían envejecido, o se habían dispersado, o esta-ban desengañados de la idea; la generaciónnueva no era clerófoba más que a ratos; eraamiga de la taberna, no del club. Se hablabasólo de revolución social; y ya se decía que loscuras no son ni más ni menos malos que losdemás burgueses. Malo era el fanatismo, pero elcapital era peor. No había en los barrios bajosun elemento de activa propaganda contra lassotanas. El Magistral era allí más despreciadoque aborrecido. Pero el escándalo de don San-tos el de los Cristos, como le llamaban; dos o

tres rasgos de despotismo en la curia eclesiásti-ca, el dineral que costaba casarse—como si an-tes no costara lo mismo—y las acciones delBanco, volvieron a encender los odios, y estavez se habló de colgar al Provisor y demás cleri-galla.

Quien más gozaba con aquella propagandade infamia, después de Glocester que la creíaobra suya exclusivamente, era don Álvaro Mes-ía. Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era elprimer hombre ¡y con faldas! que le ponía el piedelante: ¡el primer rival que le disputaba unapresa, y con trazas de llevársela!». «Tal vez se lahabía llevado ya. Tal vez la fina y corrosivalabor del confesonario había podido más quesu sistema prudente, que aquel sitio de meses ymeses, al fin del cual el arte decía que estaba larendición de la más robusta fortaleza. Yo pongoel cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por lamina?». El dandy vetustense sudaba de congojarecordando lo mucho que había padecido bajoel poder de don Víctor Quintanar, que según su

cuenta, en pocos meses de íntima amistad lehabía declamado todo el teatro de Calderón, Lo-pe, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿pa-ra qué? «Para que el diablo haga a esa señoracaer en cama, tomarle miedo a la muerte, y deamable, sensible y condescendiente (que era elprimer paso), convertirse en arisca, timorata,mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se lahabía puesto así? El Magistral, ¿qué duda cab-ía? Cuando él comenzaba a preparar la escenade la declaración, a la que había de seguir decerca la del ataque personal, cuando la próximaprimavera prometía eficaz ayuda... se encuen-tra con que la señora tiene fiebre». «La señorano recibe», y estuvo sin verla quince días. Se lepermitía llegar al gabinete, preguntarle cómoestaba... pero no entrar en la alcoba. Él habíaido a visitarla todos los días, pero como si no,no le dejaban verla. Y ¡oh rabia! el Magistral, éllo había visto, pasaba sin obstáculo, y estabasolo con ella. «La lucha era desigual». Durantela primera convalecencia, que duró pocos días,

se le permitió a él también entrar en la alcobados o tres veces, pero nunca pudo hablar a so-las con Ana. Y lo más triste había sido después;cuando la segunda arremetida del mal, que fuetan peligrosa, cedió el paso poco a poco a lasalud. Ana le recibió en su gabinete. ¡Perocómo! Por de pronto estaba bastante delgada, ypálida como una muerta. «Hermosísima, eso sí,hermosísima... pero a lo romántico. Con muje-res de aquellas carnes y de aquella sangre noluchaba él. Estaba entregada a Dios. ¡Claro!¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sincansarse». Don Álvaro calculaba, furioso deimpaciencia, cuánto tiempo tardaría aquellanaturaleza en adquirir la fuerza necesaria paravolver a sentir los impulsos sensuales, que eranla fe viva del señor Mesía y su esperanza. Tar-daría mucho. Mientras tanto él no podría em-prender nada de provecho. «Y el Magistral es-taba haciendo allí su agosto; embutiendo aquelcerebro débil de visiones celestes.... Ana eraotra para él. No le miraba jamás, y las pocas

palabras con que contestaba a las preguntas decariñoso interés, eran corteses, afables, perofrías, como cortadas por patrón. A veces se leocurría a él si se las dictaría el Magistral». Unatarde comía la Regenta en presencia de su es-poso, don Álvaro y De Pas. Le costaba lágrimascada bocado. El Magistral opinaba que a lafuerza no debía comer. Entonces Mesía tomócon mucho calor la defensa del alimento obliga-torio.

—Yo creo, con permiso de este señor canó-nigo, que lo principal aquí es sentirse bien; ypronto, para que no se apodere la anemia deese organismo....

—Oh, amigo mío—replicó el Magistral, son-riendo con mucha amabilidad—la anemia, us-ted sabe mejor que yo que puede venir a pesardel alimento.... Además, comer no es lo mismoque alimentarse....

—Pues, con permiso del señor canónigo, yoaconsejaría carne cruda, mucha carne a la ingle-sa...

«¡Oh! le corría prisa; hubiera dado sangre deun brazo por verla correr por aquellas venasque se figuraba exhaustas. ¡La vida, la fuerza atodo trance, para aquella mujer!». Hasta hablóun día don Álvaro de transfusiones. «La cienciahabía adelantado mucho en esta materia».

Somoza solía aprobar moviendo la cabeza ydiciendo:

—¡Mucho! ¡mucho! ¡oh, sí, la ciencia! ¡mu-cho!... ¡la transfusión!... ¡claro! Tenía cierto mie-do a los conocimientos médicos de don Álvaro.Aquel hombre que iba a París y traía aquellossombreros blancos y citaba a Claudio Bernard ya Pasteur... debía de saber más que él de medi-cina moderna... porque él, Somoza, no leía li-bros, ya se sabe, no tenía tiempo.

Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre,aunque poco a poco; los músculos se fortalecíany redondeaban... y la frialdad y la reserva nodesaparecían. Don Víctor siempre el mismopara su don Álvaro; seguían las confidenciasacompañadas de cerveza... pero Ana jamás se

presentaba. Si don Álvaro se atrevía a pregun-tar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudabade conversación; si el otro insistía, Quintanarsuspiraba y encogiendo los hombros decía:

—¡Déjela usted... estará rezando!—¡Rezando!... Pero tanto rezar puede matar-

la....—No... si... no reza... es decir... oración men-

tal... ¿qué sé yo?... cosas de ella. Hay que dejar-la.

Y suspiraba otra vez. Sí, había que dejarla.Pero a solas, don Álvaro se mesaba los rubios yfinos cabellos ¡quién lo diría! se llamaba animal,bestia, bruto, como si no fuera todo lo mismo, yse decía:

—¡Me he portado como un cadete! Me haperdido la timidez.... Debí dar el ataque personaluna noche que la encontré a obscuras... o aque-lla tarde del cenador....

Pero no lo había dado.... Y ahora no habíaremedio. Un día llegó Ana al extremo de retirarla mano, que él solicitaba con la suya extendi-

da. Buscó un pretexto con la habilidad rápidaque tienen las mujeres... y... no le dio la mano.No volvió a tocarle aquellos dedos suaves. Y esmás, apenas la veía.

—«¡Oh, a él, a don Álvaro Mesía le pasabaaquello! ¿Y el ridículo? ¡Qué diría Visita, quédiría Obdulia, qué diría Ronzal, qué diría elmundo entero!

»Dirían que un cura le había derrotado.¡Aquello pedía sangre! Sí, pero esta era otra».«Si don Álvaro se figuraba al Magistral vestidode levita, acudiendo a un duelo a que él le reta-ba... sentía escalofríos». Se acordaba de la prue-ba de fuerza muscular en que el canónigo lehabía vencido delante de Ana misma. Aquelvalor que él sentía ante una sotana, por la espe-ranza irreflexiva de que la mansedumbre obligaal clérigo a no devolver las bofetadas, aquelvalor desaparecía pensando en los puños dedon Fermín. «No había salida. No había másque acabar con él ayudando a Foja, ayudando a

Glocester, a todos los enemigos del tirano ecle-siástico».

Por las tardes, paseándose en el Espolón,donde ya iban quedándose a sus anchas curas ymagistrados, porque el mundanal ruido se iba ala sombra de los árboles frondosos del PaseoGrande, don Álvaro solía cruzarse con el Provi-sor; y se saludaban con grandes reverencias,pero el seglar se sentía humillado, y un ruborligero le subía a las mejillas. Se le figuraba quetodos los presentes les miraban a los dos y loscomparaban, y encontraban más fuerte, máshábil, más airoso al vencedor, al cura. DonFermín era el de siempre; arrogante en suhumildad, que más quería parecer cortesía quevirtud cristiana; sonriente, esbelto, armoniosoal andar, enfático en el sonsonete rítmico delmanteo ampuloso, pasaba desafiando el quédirán, con imperturbable sangre fría. Solíanjuntarse en el Espolón los tres mejores mozosdel Cabildo: el chantre, alto y corpulento; elpariente del ministro, más fino, más delgado,

pero muy largo también, y don Fermín, el máselegante y poco menos alto que la dignidad.Gastaban entre los tres muchas varas de pañonegro reluciente, inmaculado; eran como firmescolumnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebrescolgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje yde la seriedad del continente, don Álvaro adi-vinaba en aquel grupo una seducción para lasvetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, elprestigio de la gracia, el prestigio del talento, elprestigio de la salud, de la fuerza y de la carneque medró cuanto quiso... Él se figuraba tresmonjas hermosas, buenas mozas, que tuviesenademás talento, gracia; se las figuraba pasean-do por el Espolón... y estaba seguro de que losojos de los hombres se irían tras ellas. Pues lomismo debía de suceder trocados los sexos. Y,en efecto, en los saludos que las señoras quetodavía paseaban en el Espolón dedicaban a lostres buenos mozos del Cabildo, a las tres torresdavídicas, creía ver el Presidente del Casino

ocultos deseos, declaraciones inconscientes dela lascivia refinada y contrahecha.

Cada día aumentaba en don Álvaro la su-perstición del confesonario, cada día creía máspoderosa la influencia del cura sobre la mujerque le cuenta sus culpas. Y mirando a las da-mas que iban y venían, unas elegantes, lujosas,otras enlutadas o con hábito humilde, todasdeseando a su modo agradar, todas procurán-dolo, Mesía imaginaba secretos hilos invisiblesque iban de faldas a faldas, de la sotana a labasquiña, del cura a la hembra.

En suma, don Álvaro tenía celos, envidia yrabia. Su materialismo subrepticio era más ra-dical que nunca. «Nada, nada, fuerza y materia,no hay más que eso», pensaba.

Y si no fuera porque los partidos avanzadosnunca son poder o lo son poco tiempo, sehubiera declarado demagogo y enemigo de lareligión del Estado.

Llegó al extremo de proponer en la Junta delCasino que no se celebrara en adelante ninguna

fiesta de orden religioso colgando e iluminandolos balcones. Ronzal se opuso, pero el Presiden-te se impuso y se votó aquella abstención.¡Había triunfado al cabo don Pompeyo Gui-marán!

Don Álvaro quería que el ateo volviese alCasino, hacía falta aquel refuerzo a los que seempeñaban en deshonrar al Magistral. Foja yJoaquinito Orgaz, que capitaneaban la partidade los murmuradores, propusieron a don Álva-ro que fuera una comisión a buscar a don Pom-peyo para restituirlo al Casino, «de donde nun-ca debió haber salido». Se celebraría la restaura-ción de Guimarán con una buena cena. Paco elMarquesito, que como buen aristócrata se creíaobligado a ser religioso en la forma por lo menos,se opuso al principio a los proyectos de Foja yOrgaz, pero considerando que su amigo, suídolo Mesía deseaba tener allí al otro para quele ayudara a desacreditar al Provisor, y consi-derando que iban a divertirse de veras en elgaudeamus de la noche, falló que debía ayudar y

ayudaba a los enemigos del Magistral y seagregó a la comisión que fue a buscar a donPompeyo.

Fueron: el señor Foja, ex-alcalde, Paco Vega-llana y Joaquín Orgaz.

Los recibió el señor Guimarán en su despa-cho, lleno de periódicos y bustos de yeso, bara-tos, que representaban bien o mal a Voltaire,Rousseau, Dante, Francklin y Torcuato Tasso,por el orden de colocación sobre la cornisa delos estantes, llenos de libros viejos.

Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadrosazules y blancos, en forma de tablero de damas.Acogió a los comisionados con la amabilidadque le distinguía y ocultando mal la sorpresa.

«¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querr-ían darle alguna broma? No lo esperaba». Detodos modos el ver allí al hijo del marqués deVegallana le inundaba el alma de alegría, aun-que él no quisiera reconocerlo.

Cuando supo de lo que se trataba, por bocade Foja, tuvo que levantarse para ocultar la

emoción. Sintió que la hebilla del chaleco esta-llaba en su espalda.

—Señores—pudo decir al cabo con voz tem-blorosa—si un juramento solemne no me obli-gara a permanecer en el ostracismo que volun-tariamente me impuse hace tantos años, o me-jor dicho, que me impusieron el fanatismo y lainjusticia, si eso no fuera, yo volvería con milamores al seno de aquella sociedad de la quefuí fundador con otros seis o siete amigos. ¿Ycómo no, señores, si allí corrieron los mejoresdías, para mí, en pláticas provechosas y amenascon el elemento más culto de la población? Allíla tolerancia solía tener su asiento; y las perso-nas, los personajes en quien más arraigadasestán ciertas ideas venerables al fin, porque sonprofesadas con sinceridad y vienen hasta ciertopunto de abolengo, obligan por la raza, esosmismos personajes, entre los cuales cuento alpapá de este joven ilustrado, a mi buen amigo ycondiscípulo el excelentísimo señor marqués deVegallana, respetaban mis opiniones, como yo

las suyas. Lo que ustedes hacen ahora nunca loagradeceré yo bastante. Pero lo principal ya seha logrado; la libertad del pensamiento vuelvea brillar en el Casino.... Mi aspiración se ha rea-lizado. Ahora, por lo que a mí toca, señores,debo declarar que no puedo romper un votosolemne, un juramento... y no iré con ustedes,aunque bien quisiera.

La comisión insistió, conociendo en la carade don Pompeyo que vencerían.

Foja presentó un argumento de mucha fuer-za.

—Dice usted, señor don Pompeyo, que porsu gusto vendría con nosotros, se restituiría alCasino.

—¡Con mil amores! Esa es la palabra... merestituiría....

—Que únicamente le retrae el juramento....—Eso, el juramento solemne de no poner en

mi vida allí los pies.—¿Pero qué solemnidad ni qué castañuelas?

y usted dispense que me exprese así. El que

jura, pone a Dios por testigo; pero usted no creeen Dios... luego usted no puede jurar.

—Perfectamente—dijo Joaquinito Orgaz; dep y p y w y se puso en pie para hacer una pirue-ta flamenca.

Creía Joaquín que en casa de un ateo de pro-fesión, de un loco, en otros términos, la buenacrianza estaba de más.

Don Pompeyo se quedó mirando a Orgazasombrado de su desfachatez, mientras consi-deraba el argumento de Foja.

No tenía qué contestar.Al cabo dijo:—La verdad es... que jurar... yo

no puedo jurar... pero... metafóricamente....Además, puedo prometer por mi honor....

—Pero amigo, en aquella ocasión usted noprometió por su honor; juró usted no poner allílos pies... todo Vetusta recuerda sus palabras deusted.

Don Pompeyo sintió vapores en la cabeza aloír que todo Vetusta recordaba sus palabras.

Pero insistió, aunque más débilmente cadavez, en su negativa.

Foja guiñó el ojo al Marquesito. Empezó en-tonces este el ataque, y Guimarán no pudo re-sistir más. Se rindió.

¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata,venía a suplicarle que volviera al Casino! Oh,aquello era demasiado. No pudo sostener lafortaleza de su resolución.

—Después de todo—dijo—en el mero hechode haberse restablecido la legislación que yoinvocaba... ya puedo pisar sin desdoro aquelpavimento....

—Pues claro que puede usted pisar. Nada,nada; póngase usted la levita, que la cena espe-ra.

—¿Qué cena?—Sí, señor; se ha acordado porel elemento vencedor, por los que solicitan lapresencia de usted, obsequiarle con un banque-te... y vamos a cenar juntos unos doce amigos....

Don Pompeyo no sabía si debía aceptar....No le dejaron ser modesto; y corrió aturdido a

ponerse la levita y el sombrero de copa alta.Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor desu cuerpo un baño; un baño de agua rosada.

La presencia del Marquesito era el principalfactor de aquella alegría. «¡Oh! al fin la aristo-cracia era algo, algo más que una palabra, eraun elemento histórico, una grandeza positiva...podía haber nobleza y no haber Dios... ¿quéduda cabía?».

Una hora después en el comedor del Casinoque ocupaba una crujía del segundo piso, nolejos de la sala de juego, se sentaban a la mesapresidida por don Pompeyo Guimarán, donÁlvaro Mesía, enfrente del protagonista, y enagradable confusión después, sin pensar enpreferencias de sitio, Paco Vegallana, Orgazpadre e hijo, Foja, don Frutos Redondo (queacudía a todas las cenas fuesen del partido reli-gioso o político que fuesen), el capitán Bedoya,el coronel Fulgosio, desterrado por republica-no, famoso por sus malas pulgas y buena espa-da, un tal Juanito Reseco, que escribía en los

periódicos de Madrid y venía a Vetusta, su pa-tria, a darse tono de vez en cuando, y ademásun banquero y varios jóvenes de la bolsa deMesía, trasnochadores abonados del Casino.

Pocas veces comía en la fonda don Pompe-yo, y como sus relaciones con los poderosos dela tierra eran muy poco íntimas, casi nunca veíauna mesa bien puesta. Así le parecía digno deBaltasar aquel vulgarísimo aparato de restau-rant provinciano. El mantel adamascado, másterso que fino; los platos pesados, gruesos; deblanco mate con filete de oro; las servilletas enforma de tienda de campaña dentro de las co-pas grandes, la fila escalonada de las destina-das a los vinos; las conchas de porcelana queostentaban rojos pimientos, cárdena lengua deescarlata, húmedas aceitunas, pepinillos roza-gantes y otros entremeses; la gravedad aris-tocrática de las botellas de Burdeos, que guar-daban su aromático licor como un secreto; losreflejos de la luz quebrándose en el vino y enlas copas vacías y en los cubiertos relucientes

de plata Meneses; el centro de mesa en que seerguía un ramillete de trapo con guardia dehonor de dos floreros cilíndricos con pinturaschinescas, de cuya boca salían imitaciones gro-seras de no se sabía qué plantas, pero que a donPompeyo le recordaban la cabellera rubia yestoposa de alguna miss de circo ecuestre; lascajas de cigarros, unas de madera olorosa, otrasde latón; los talleres cursis y embarazosos car-gados con aceite y vinagre y con más especiasque un barco de Oriente...; todo contribuía adeslumbrar al buen ateo, que contemplaba son-riendo y fascinado el conjunto claro, alegre,fresco, vivo, lleno de promesas, de la mesa aúnpulcra, correcta, intacta.

Se comenzó a comer sin mucho ruido; todosse esforzaban en decir chistes. Joaquinito seburlaba del servicio y hablaba de Fornos... y deLa Taurina y el Puerto, donde se cenaba portodo lo flamenco.

Todos comían mucho, menos don Pompeyo,a quien la emoción apretaba la garganta. Desde

el segundo plato comenzó a atormentarle uncuidado. «Estoy, pensó, en el ineludible com-promiso de brindar; tengo que improvisar undiscurso». Y ya no comió bocado que le apro-vechase. Oía hablar como quien oye llover: son-reía a derecha e izquierda, contestaba con mo-nosílabos, pero él pensaba en su brindis; lasorejas se le convertían en brasas y a veces sentíanáuseas y temblor de piernas. En resumidascuentas, estaba pasando un mal rato. Él espera-ba que las cosas sucedieran así: hablaría prime-ro don Álvaro, haría un elogio de la constanciacon que él, don Pompeyo, había sostenido laidea santa de la libertad de pensamiento, yprometería en nombre de la Junta que el Casinojamás tendría religión, como no debía tenerla elEstado. Después hablarían Foja, el Marquesitoy otros, abundando en las mismas ideas... y porúltimo él, Guimarán, tendría que levantarse a...hacer el resumen. Y mientras comía y bebía pormáquina preparaba su arenga, sin poder pasardel exordio, que quería original, sin afectación,

modesto sin falsa humildad.... «Estos jóvenes...debieron haberme avisado ayer... y entoncestendría yo tiempo».

Contra lo que esperaba el ateo, la conversa-ción, al llegar el Champaña, había tomado unrumbo que no podía llevarla a los asuntos se-rios que él creía propios de aquella solemnidad.Se hablaba de mujeres. Casi todos echaban demenos la edad de las ilusiones, no por las ilu-siones, sino por la secreta fuerza, que segúnellos era su origen. Se declaraban, aun los jóve-nes, en la edad triste en que el amor es de cabe-za, pura imaginación. Sólo Paco, franco y noble,confesaba que se sentía mejor que nunca, a pe-sar de haber vivido tanto como cualquiera.

Uno de los compañeros de bolsa de Mesía,viejo verde de cincuenta años, el señor Palma,banquero, lamentaba que la juventud no fueseeterna, y con lágrimas en los ojos, de pie, conuna copa ya vacía en la mano, exponía su sis-tema filosófico de un pesimismo desgarrador,como decía el capitán Bedoya. Hubo interrup-

ciones y entonces la conversación tomó un vue-lo más alto; Guimarán se dignó prestar aten-ción. Se hablaba ya de la otra vida, y de la mo-ral, que era relativa según la opinión de la ma-yoría.

Foja, pálido, desencajado, con voz tembloro-sa, sostenía que no había moral de ningunaclase—y también se puso de pie—; que el hom-bre era un animal de costumbres; que cada cualbarría para adentro.

—Homo homini lupus—advirtió Bedoya elcapitán.

El coronel Fulgosio le miró con respeto yaprobó la proposición sin entenderla.

—Eso es la lucha por la existencia—dijo muyserio Joaquinito Orgaz.

—No hay más que materia...—añadió Foja,que sólo en sus borracheras exponía sus opi-niones filosóficas.

—Fuerza y materia—dijo Orgaz padre—quelo había oído a su hijo.

—Materia... y pesetas—rectificó Juanito Re-seco—con voz aguda, estridente y cargada deuna ironía que Orgaz padre no podía com-prender.

—Eso es—gritó el orador Palma; y siguióbrindando por todas las excelencias naturalesque él echaba de menos en su miserable cuerpode anémico incurable.

Se volvió al amor y a las mujeres, y comen-zaron las confesiones, coincidiendo con el caféy los licores, sacatrapos del corazón. Entre laceniza de los cigarros, las migas de pan, lasmanchas de salsa y vino, rodaron el nombre yel honor de muchas señoras. «Allí se podía de-cir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesíahablaba poco, era su costumbre en tales casos.Temía estas expansiones en que se toma poramigo a cualquiera y en que se dicen secretosque en vano después se querría recoger. Mien-tras los demás referían aventuras vulgares, singloria, él atento a sus pensamientos, con uncodo apoyado en la mesa y la barba apoyada en

la mano, fumaba un buen cigarro besando eltabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojosanimados, húmedos, llenos de reflejos de la luzy de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en eltecho. Las demás figuras de la cena eran vulga-res, su embriaguez no tenía dignidad, ni graciala libertad de sus posturas. Mesía estaba her-moso; se notaba mejor que nunca la esbeltez yarmonía de sus formas de buen mozo elegante;en su rostro correcto los vapores de la gula noimprimían groseras tintas, sino cierta espiritua-lidad entre melancólica y lasciva; se veía alhombre del vicio, pero sacerdote, no víctima:dominaba él a su borrachera, morigerada, seño-ril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellospobres diablos, soñaba despierto, enternecido.En aquellos momentos se creía enamorado deveras, y se creía y se sentía de veras interesante.Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sen-sualidad, pensaba, también tiene su romanti-cismo. El claire de lune es claire de lune aunque la

luna sea un cacho de hierro viejo, una herradu-ra de algún caballo del sol.

Y pasaban por su memoria y por su imagi-nación recuerdos de noches de amor, no todasclaras ni todas poéticas, pero muchas, muchasnoches de amor. Y sintió comezón de hablar, decontar sus hazañas. Este prurito era nuevo enél; no lo había sentido hasta que la Regenta lehabía humillado con su resistencia.

Dos o tres veces intervino en la algazara pa-ra dar su dictamen tan lleno de experiencia enasuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, ycallaron los demás para oírle. Entonces habló,sin poder remediarlo, para satisfacer secretoimpulso de rehabilitarse con su historia. Hablóel maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó enella los dos brazos cruzando las manos, entrecuyos dedos oprimía el cigarro, cargado conuna pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabe-za, con cierto misticismo báquico, y con los ojoslevantados a la luz de la araña, con palabrasuave, tibia, lenta, comenzó la confesión que

oían sus amigos con silencio de iglesia. Los queestaban lejos se incorporaban para escuchar,apoyándose en la mesa o en el hombro del máscercano. Recordaba el cuadro, por modo mise-rable, la Cena de Leonardo de Vinci.

La atención profunda del auditorio, el in-terés que se asomaba a las miradas y a las bocasentreabiertas, sedujeron al Tenorio de Vetusta,le halagaron y habló como podría hablar sobreel pecho de un amigo. Joaquín Orgaz y el Mar-quesito oían con recogimiento de sectario almaestro. Aquella era palabra de sabiduría.

Unas veces las aventuras eran románticas,peligrosas, de audacia y fortuna; las más pro-baban la flaqueza de la mujer, sea quien sea;otras demostraban la necesidad de prescindirde escrúpulos; muchas el buen éxito de la cons-tancia, de la astucia y de la rapidez en el ata-que.

De vez en cuando el silencio era interrumpi-do por carcajadas estrepitosas; era que unaaventura cómica alegraba al concurso, sacándo-

le de su estupor malsano y corrosivo. Entre laadmiración general serpeaba la envidia abraza-da a la lujuria: las tenias del alma. Los ojos bri-llaban secos.

El arte del seductor se extendía sobre aquelmantel, ya arrugado y sucio; anfiteatro propiodel cadáver del amor carnal.

Mesía se dejaba ver por dentro, más que porcomplacer a sus oyentes, por oírse a sí mismo,por saber que él era todavía quien era.

«Las trazas del amor eran casi siempre ma-las artes; era un soñador el que pensase otracosa. Alguna vez se le había arrojado a Mesía alos brazos una mujer loca de puro enamorada;pero estas aventuras eran muy raras. Además:si la mujer no fuera tan lasciva a ratos, las victo-rias escasearían; por amor puro se entreganpocas. Más hace la ocasión que la seducción. Laseducción debe transformarse en ocasión».

Llegó el caso de contar cómo había podidodon Álvaro vencer a la hija de un maestro de laFábrica vieja, muy honrado, que velaba por el

honor de su casa como un Argos. Angelina ten-ía padre, madre, abuela, hermanos; ella era pu-ra como un armiño.... Mesía había empezadopor seducir a los parientes. En cada casa entra-ba según lo exigía la vida de aquel hogar.

Jugaba al escondite con los niños, les fabri-caba pajaritas de papel, jugaba al dominó con laabuela, servía a la madre de devanadera, oíacon paciencia y fingida atención las lucubracio-nes socialistas y humanitarias del padre, encan-taba a todos; llegaba a ser el tertulio necesario,el paño de lágrimas, el consejero, el mejor or-namento de la casa; la llenaba con su hermosapresencia; era dulce, cariñoso, tenía blandurasde padrazo; cuidaba de los intereses domésti-cos como si fueran propios, hasta ponía pazentre los criados y los amos. Así iba entrando,entrando en el corazón de todos; los amorescon Angelina (o quien fuera, pues de talesaventuras había tenido muchas) comenzabanen secreto; y poco a poco, junto a la camilla,una mesa cubierta con gran tapete debajo del

cual hay un brasero; en el balcón al obscurecer,en cuantas ocasiones podía, se acercaba, seapretaba contra su víctima, la llenaba de deseosde él, de su arrogante belleza varonil y simpáti-ca; después hablaba de amor como en broma,con un tono de paternal amparo que parecía lamisma inocencia; y cualquier día o cualquieranoche, en una merienda en el campo, despuésde la cena de Noche-buena, mientras los demásde la familia reían alegres, descuidados, la pa-sión de Angelina llegaba al paroxismo, la oca-sión echaba el resto y la deshonra entraba en lacasa, y el amigo íntimo, el favorito de todos,salía para no volver nunca.

Los que oían a don Álvaro se figuraban pre-senciar aquellas escenas de amistad íntima,tranquilas, dulces, llenas de expansión y con-fianza; en el rostro del seductor, en sus adema-nes, en las sonrisas, en la voz, se reflejaban, porvirtud del recuerdo, la bondad suave, el airebonachón y entrañable, la franqueza sencilla,noble, familiar, la habilidad casera, todas las

artes y cualidades que hacían vencer a Mesía enlides tales.

—Otras veces, amigos, había que recurrir ala fuerza. Renunciar a una victoria que se con-sigue con los puños y sudando gotas como gar-banzos, entre arañazos y coces, es ser un plató-nico del amor, un cursi; el verdadero don Juandel siglo, y de todos los siglos tal vez, vencecomo puede; es romántico, caballeresco, pun-donoroso cuando conviene; grosero, violento,descarado, torpe si hace falta.

Nunca se le olvidaría a don Álvaro un com-bate de amor que duró tres noches, y fue másglorioso para la vencida que para el vencedor.La escena representaba una panera, casa demadera sostenida por cuatro pies de piedra,como las habitaciones palúdicas sustentadaspor troncos, y las de algunos pueblos salvajes.En la panera dormía Ramona, aldeana, y cercade su lecho de madera pintada de azul y rojo,que rechinaba a cada movimiento del jergón,

yacía la cosecha de maíz de su casería, enmontón deleznable que subía al techo.

Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si loestuviera pasando todavía, describía la obscu-ridad de la noche, las dificultades del escalo, losladridos del perro, el crujir de la ventana delcorredor al saltar el pestillo; y después las que-jas de la cama frágil, el gruñir del jergón degárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda,pero enérgica, brutal de la moza, que se de-fendía a puñadas, a patadas, con los dientes,despertando en él, decía don Álvaro, una lasci-via montaraz, desconocida, fuerte, invencible.

«Hubo momentos en que peleé, como Césaren Munda, por la vida. Era Ramona, señores,morena; su carne de cañón, dura, tersa, y aque-llos brazos que yo deseaba enlazados a micuerpo, en arrebato amoroso, me probaban sufuerza dando tortura a los míos, oprimidos,inertes. Mi deseo era más poderoso, porquetenía un incentivo más picante que la pimienta:conocía yo que Ramona gozaba, gozaba como

una loca en la refriega. Segura de no ser venci-da por la fuerza, enamorada a su modo del se-ñorito, sobre todo por su audacia, acostumbradaa tales devaneos mudos, gimnásticos, callaba,forcejeaba, mordía con deleite, magullaba convoluptuosidad bárbara, y encontraba placer desalvaje en el martirio de mis sentidos, que toca-ban su presa, y se sentían dominados por ella.La cama se hundió; rodamos por el suelo; yrodando llegamos al monte de maíz. Entoncessalió la luna; entraron sus rayos por la ventanaque yo dejara abierta, y vi a mi robusta aldeana,en pie, hundida una pierna entre los granos deoro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pe-cho. Me intimaba la muerte o la huida, ame-nazándome con una medida para áridos, cajónenorme de madera con chapas de hierro. Huí,huí por la ventana; del corredor de la panerasalté al callejón como pude, y tuve que em-prender, ya sin fuerzas, nueva lucha con el pe-rro. (Pausa.) Pero volví a la noche siguiente. Elperro ladró menos. La ventana no estaba cerra-

da, el pestillo estaba descompuesto; Ramona nodormía, me esperaba; en cuanto me sintió, des-cargó tremendo bofetón sobre mi rostro. Noimportaba. Volvimos a la lucha; los mismosincidentes; rodamos, nos anegamos en maíz; yotragué muchos granos. Y tampoco vencí aque-lla noche. Salí de allí por un armisticio, conpromesas de futura victoria. Y a la noche terce-ra luché todavía; me había engañado; el premiome costó batalla nueva, y sólo pude recogerloentre molestias sin cuento, por culpa del maízdeleznable, curioso, importuno, entremetido.Ramona, ya rendida, se quejaba también. Noshundíamos, olvidados de todo; y si no estuvie-ra mandado que lo cómico no acabe en trágico,en buena retórica, en aquel montón inquietohubieran encontrado sepultura Álvaro y Ra-mona sofocados por uno de nuestros máshumildes cereales».

Aplausos y carcajadas ahogaron la voz delnarrador. Y entonces don Álvaro, gozoso, entu-siasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con

el contraste de aventuras románticas, en que élaparecía como un caballero de la Tabla Redon-da.

Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvi-daba su exordio, interesado a su pesar en lasaventuras eróticas del frívolo Presidente delCasino. Paco Vegallana había hecho beber alateo, sin que este lo sintiera, más de lo que lajusticia manda. No estaba borracho, pero sesentía mal y a su pesar encontraba cierto deleiteen oír aquellas escenas escandalosas que enotra ocasión le hubieran indignado.

Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido dehaber hablado tanto, puso término a sus confe-siones, y volviéndose a don Pompeyo le invitóa usar de la palabra.

—Don Pompeyo—dijo, y se puso en pietambaleándose, lo cual probaba que, si no elvino, sus recuerdos le habían embriagado—donPompeyo; puesto que ésta es la hora de lasgrandes revelaciones, es preciso que usted nosdiga cuál es el fondo de su alma....

—Señores—interrumpió el ateo—el fondode mi alma lo traigo en la superficie para que elmundo se entere.

—¡Bravo! ¡bravo!—gritó el concurso.Y se vertieron y rompieron algunas copas.—Propongo—gritó Juanito Reseco, encara-

mado en una silla—que en vista de ese rasgo degenio... se le permita llamarnos de tú y estar ala recíproca.

—¡Admitido! ¡Aprobado!—Pues bien—prosiguió Juanito—; oh tú, Pompeyo, pomposoPompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensasque en Vetusta no hay más ateos que tú...

—¡Caballerito!—Pues yo soy otro; anch'io...so pittore. Sólo que tú eres un ateo progresista,un ateo fanático, un teólogo patas arriba.... Túpasas la vida mirando al cielo... pero lo mirascabeza abajo y por debajo de tus piernas. Yaunque hay contradicción aparente en eso depatas arriba y patas abajo... todo se concilia, ose resuelve la antinomia como dicen los filóso-

fos cursis, considerando que el ser bípedo no espara todos....

—Caballerito... no comprendo esa jerga fi-losófica. Antes que usted naciera, estaba yocansado de ser ateo, y si lo que usted se propo-ne es insultar mis canas, y mi consecuencia....

—Decía que eres un teólogo patas arriba;pues sabe que en el mundo civilizado ya nadiehabla de Dios ni para bien ni para mal. La cues-tión de si hay Dios o no lo hay, no se resuelve...se disuelve. Tú no puedes entender esto, perooye lo que te importa; tú, fanático de la nega-ción, morirás en el seno de la Iglesia, del quenunca debiste haber salido. Amen dico vobis.

Y cayó Juanito debajo de la mesa.A todos había indignado su discurso, menos

a Mesía que extendiendo su mano hacia él, ex-clamó:

—¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!—Ese Juanito—decía el coronel a don Frutos

el americano—me parece un gran pedante.

—Es un hambriento con más orgullo quedon Rodrigo en la horca.

Se habló de religión otra vez. Don Frutosexpuso sus creencias con una palabra aquí, otraallí, haciendo islas y continentes de vino tintosobre el mantel y suplicando con los ojos que leterminasen las cláusulas.

Insistía don Frutos en que él sentía que sualma era inmortal: había otro mundo, ademásde las Américas, otro mundo mejor al cual ibanlas almas de los que no habían robado en lascarreteras. Además Dios era misericordioso,hacía la vista gorda. Y por supuesto, quería donFrutos ir a ese mundo mejor con el recuerdo dela mala vida pasada, porque si no, ¡vaya unagracia!

—¿Para qué querrá don Frutos acordarse delo bruto que ha sido sobre la haz de la tierra?—preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.

—¡Señores—gritó Joaquín—si en la otra vidano hay cante o es cante adulterado, renuncio almás allá!

Y dio un salto sobre la mesa agarrándose auna columna y comenzó un baile flamenco conperfección clásica. No faltaron jaleadores, ysonaban las palmas mientras cantaba el medi-quillo con voz ronca y melancolía de chulo:

a coooosaque maravilla mamáver al Frascueeeelo

la pantorriiiilla mamá...Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué de-

gradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo so-bre la mesa.

—Me han embriagado con sus herejías...quiero decir... con sus blasfemias...—dijo alMarquesito, que callaba, pensando que todoaquello era muy soso sin mujeres.

Joaquín gritó:—Allá va una a la salud dedon Pompeyo.

Y comenzó una copla impía y brutal alusivaa una sagrada imagen.

—¡Alto ahí, señor mío!—exclamó indignadoel buen Guimarán al oír el penúltimo verso—.

Mi salud no necesita de semejantes indecencias:y lo que ustedes hacen con tamañas blasfemiasindecorosas es la causa, el caldo gordo del cle-ro; porque tenga usted entendido, joven inex-perto y procaz, que por el mundo han pasadomuchas religiones positivas, y hoy se ha creídoesto y mañana lo otro; pero de lo que nuncahan prescindido los pueblos cultos, ni ahora, nien la antigüedad, es de la buena crianza, y delrespeto que nos debemos todos.

—¡Bien, muy bien!—dijeron todos, inclusoJoaquín.

—Y yo estoy cansado de que se me tome amí por un iconoclasta; sí, iconoclasta soy, peroiconoclasta del vicio, apóstol de la virtud yheresiarca de las tinieblas que envuelven lainteligencia y el corazón de la humanidad.

—¡Bravo!¡bravo!—Y si por alguien se hacreído que yo puedo fraternizar con el escánda-lo, aunarme con la desfachatez y adherirme a laorgía, protesto indignado, que a muy otra cosa

he venido aquí. Y creo llegado el momento deque se hable con alguna formalidad.

—Perfectamente—interrumpió Foja—el se-ñor Guimarán ha hablado como un libro, y esoque no los lee, pero no importa, ha habladocomo el libro de su conciencia, según él dice.Aquí, señores, nos hemos reunido para celebrarla vuelta del señor Guimarán al hogar domésti-co, llamémoslo así, del Casino. Pero ¡ah! seño-res diputados, ¿por qué ha vuelto al Casino elseñor Guimarán? Tatiste question, como diceTrabuco, a quien siento no ver entre nosotros.(Aplausos, risas.) Pues ha vuelto porque noshemos emancipado de la repugnante tutela delfanatismo, y ha vuelto a fundar una sociedadcuya sesión inaugural estáis celebrando, acasosin saberlo. Esta sociedad que, desde luego, nose llamará de la templanza, se propone perse-guir a los fariseos, arrancar las caretas de loshipócritas y arrancar del cuerpo social de Ve-tusta las sanguijuelas místicas que chupan susangre. (Estrepitosos aplausos. Paco se abstiene

y piensa lo mismo que antes: que faltan chicas.)Señores... guerra al clero usurpador, invasor,inquisidor; guerra a esa parte del clero que co-mercia con las cosas santas, que se vale de sub-terráneos para entrar con sus tentáculos depólipo en las arcas de la Cruz Roja...

—¡Ahí, ahí le duele!...—A ese clero que condena a la tisis del

hambre a dignos comerciantes, a padres defamilia; a ese clero que dispersa los hogares yhunde en alcantarillas inmundas, mal llamadasceldas, a las vírgenes del Señor, y que entiendeque las entrega a Jesús entregándolas a lamuerte. (Frenéticos aplausos.) Juremos todosser trompetas del escándalo, para que tanto sea,y a tales oídos llegue, que la ruina del enemigocomún sea un hecho. Porque, señores, nadiecomo yo respeta al clero parroquial, ese clerohonrado, pobre, humilde... pero el alto clero...muera... y sobre todo... muera el señor Provi-sor... el....

—¡Muera! ¡muera!—contestaron algunos:Joaquín, el coronel, que estaba sereno, peroquería que muriese el Magistral, y otros dos otres comensales borrachos.

Cuando se levantaron de la mesa amanecía.Se había hablado mucho más; se había contadola historia del Provisor tal como la narraba laleyenda escandalosa. Convinieron, hasta losmás prudentes, en que era preciso fundar se-riamente aquella sociedad propuesta por Foja.Se acordó juntarse a cenar una vez al mes yhacer gran propaganda contra el Magistral. Alsalir, repartidos en grupos, se decían en vozbaja:

—«Todo esto lo ha preparado Mesía; donFermín es su rival y él quiere arruinarle, aniqui-larle.

—»¿Pero ¿quién llevará el gato al agua?—»¿Qué gato?—»¿O la gata?—»El Magis-

tral.—»Álvaro.—»O los dos... —»O ninguno.—»En fin—advirtió Foja—yo ni quito ni pongorey....

—»Pero ayudo a mi señor»—concluyó el co-ro.

Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgazacompañaron a don Pompeyo a su casa. Erauna mañana de Junio alegre, tibia, sonrosada.El sol anunciaba sus rayos en los colores vivosde las nubes de Oriente. Los pasos de los tras-nochadores retumbaban en las calles de la En-cimada como si anduvieran sobre una caja so-nora. Aunque no hacía frío, todos habían levan-tado el cuello de la levita o lo que fuese. DonPompeyo iba taciturno. Abrió la puerta de sucasa con su llavín; entró sin hacer ruido; y apoco cerraba los ojos, metido en su lecho, porno ver la claridad acusadora que entraba porlas rendijas de los balcones cerrados. Aquellode acostarse de día era una revolución que ma-reaba a Guimarán; dudaba ya si las leyes delmundo seguían siendo las mismas. Al cerrar losojos sintió que su lecho, siempre inmóvil, tam-bién se sublevaba bajando y subiendo. Pocodespués se creía en el Océano, encerrado en un

camarote, víctima del mareo y corriendo bo-rrasca.

Se levantó a las doce y no quiso hablar consu mujer y sus hijas de la cena, de la dichosacena. Sin embargo, aunque se prometió no ver-se en otra; pocas horas después, en el Casino,donde le recibieron con muestras de simpatía yde júbilo, ofrecía solemnemente volver a lasandadas, acudir a los gaudeamus mensuales enque se daría cuenta de los trabajos de la sociedadinnominada que había fundado inter-pocula.

Doña Paula supo por el Chato, a quien se locontó un mozo del restaurant del Casino, cuan-to se había hablado en la cena inaugural, y loque pretendían aquellos señores. Cuando elMagistral oyó a su madre que se había gritado:«Muera el Provisor» encogió los hombros, selevantó y salió de casa.

—Este chico anda tonto... yo no sé lo quetiene; parece que no está en este mundo.... ¡Oh,maldita Regenta! ¡Esa mala pécora me lo tieneembrujado!

Al mes siguiente se celebró la segunda se-sión de la Innominada; se bebió, se emborracha-ron los que solían y se dio cuenta de los traba-jos de propaganda. Foja participó que se habíaentendido en secreto con el Arcediano, donCustodio y otros enemigos capitulares (así dijo)del Provisor. Se sabían muchos escándalosnuevos; el elemento eclesiástico y el secular, decomún acuerdo para librar a Vetusta del ene-migo general, tramaban la ruina del monstruo;pronto se llegaría a poner en manos del Obispolas pruebas de aquellas prevaricaciones de to-das clases de que se acusaba a don Fermín dePas. Lo peor de todo, lo que haría saltar alObispo, era lo que se refería al abuso indecoro-so del confesonario. Se contaban horrores; enfin, ello diría.

Don Álvaro propuso que las cenas mensua-les se suspendiesen hasta el Otoño y suplicóque se guardase el más profundo secreto.Además, él, sintiéndolo, tenía que privarse enadelante de asistir a tales reuniones; su espíritu

allí quedaba, pero él, don Álvaro, por razonespoderosas, que suplicaba a los presentes respe-taran, se abstendría de acudir a tan agradablesbanquetes.

Quince días después, a mediados de Julio,entraba una tarde el Presidente del Casino en elcaserón de los Ozores. Iba a despedirse. DonVíctor le recibió en el despacho. Estaba el amode la casa en mangas de camisa, como solía encuanto llegaba el verano, aunque no tuvieramucho calor. Para él venían a ser ideas insepa-rables el estío y aquel traje ligero. Quintanar alver a don Álvaro suspiró, le tendió ambas ma-nos, después de dejar un libro negro sobre lamesa y exclamó:

—¡Oh mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato! cuán-to tiempo sin parecer por aquí...

—Vengo a despedirme. Me voy a dar unavuelta por las provincias, después a los bañosde Sobrón y a mediados de Agosto estaré devuelta en Palomares, por no perder la costum-bre.

—De modo que hasta Septiembre...—Hastafines de Septiembre no nos veremos....

Don Álvaro hablaba alto, como si quisieraque le oyesen en toda la casa.

Don Víctor lamentó aquella ausencia. Sus-piró. «Era un nuevo contratiempo, nuevo asun-to de tristeza».

Notó don Álvaro que su amigo estaba me-nos decidor que antes, que se movía y gesticu-laba menos.

—¿Ha estado usted malo?—¡Quiá! ¿quién?¿yo? ¡ni pensarlo! Pues qué, ¿tengo mala cara?Dígame usted con franqueza... ¿tengo malacara?... Pálido... ¿tal vez? ¿pálido?...

—No, no, nada de eso. Pero... se me figuraque está usted menos alegre, preocupado... quésé yo....

Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausapreguntó, con tono quejumbroso:

—¿Ha leído usted eso?—¿Qué es eso?—Kempis, la Imitación de Jesucristo...

—¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?...

—Es un libro que quita el humor. Le hace auno pensar en unas cosas... que no se le habíanocurrido nunca.... No importa. La vida, de to-das maneras, es bien triste. Vea usted. Todo espasajero. Usted se nos va.... Los marqueses sevan.... Visita se va.... Ripamilán ya se marchó...Vetusta antes de quince días se quedará sola;de la Colonia... ni un alma queda.... De la Enci-mada se ausenta lo mejor... quedan los pobres...los jornaleros... y nosotros. Nosotros no salimoseste año. ¡Y qué triste es un verano entero enVetusta! El césped del paseo grande se ponecomo un ruedo de esparto... no se ve un almapor allí, en las calles no hay más que perros ypolicías.... Mire usted, prefiero el invierno contodas sus borrascas y su agua eterna... qué séyo... a mí el frío me anima.... En fin, felices us-tedes los que se van....

Y don Víctor suspiró otra vez.—Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted

decirla adiós, verdad? Es natural.

—No... si está ocupada... no la moleste us-ted....

—No faltaba más. Ocupada... ella siempreestá ocupada... y desocupada... qué sé yo. Cosasde ella.

Salió. Don Álvaro tomó en las manos elKempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía ma-noseadas las cien primeras páginas, y llenas deregistros. Nunca había leído él aquello. Lo mi-raba como una caja explosiva. Lo dejó sobre lamesa con miedo y con ciertas precauciones.

Ana entró en el despacho. Vestía hábito delCarmen. Seguía pálida, pero había vuelto aengordar un poco. A Mesía le latió el corazón yse le apretó la garganta, con lo que se asustó nopoco.

Aquella mujer despertaba en él, ahora, unaira sorda mezclada de un deseo intenso, dolo-roso. La miraba como el descubridor de unaisla o un continente, a quien la tempestad arras-trara lejos de la orilla, tal vez para siempre, an-tes de poner el pie en tierra. «¿Qué sabía él si

jamás aquella mujer sería suya?». Su orgullo norenunciaba a ella. Pero otras voces le decían:«Renuncia para siempre a la Regenta». Ya severía. Pero era doloroso aplazar otra vez, y sab-ía Dios hasta cuándo, toda esperanza, todoproyecto de conquista.

Quería observar en el rostro de Ana la huellade una emoción, al decirle que se marchaba sinsaber cuándo volvería. Pero Ana oyó la noticiacomo distraída; ni un solo músculo de su rostrose movió.

—Nosotros—dijo—nos quedamos este vera-no en Vetusta. Yo no puedo bañarme y el médi-co me ha dicho que el aire del mar más podríahacerme daño que provecho por ahora.

—Vetusta se pone muy triste por el vera-no....

—No... no me parece.... Don Víctor los dejósolos.

Don Álvaro clavó los ojos en el rostro deAna con audacia y ella levantó los suyos, gran-des, suaves, tranquilos y miró sin miedo al se-

ductor, a la tentación de años y años. Sintió élque perdía el aplomo, creyó que iba a decir ohacer alguna atrocidad; y sin poder contenerse,se puso en pie delante de ella.

—¿Se marcha usted ya? «Si yo me arrojo asus pies ahora, ¿qué pasa aquí?» se preguntódon Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió lamano enguantada y dijo temblando:

—Anita... si usted quiere... algo para lasprovincias....

—Que usted se divierta mucho, Álvaro...—contestó ella sin asomo de ironía. Pero a él se lefiguró que se burlaba de su torpeza ridícula, desu miedo estúpido... y sintió vehementes dese-os de ahogarla. La mano de la Regenta tocó lade Mesía sin temblar, fría, seca.

Salió el buen mozo tropezando con el pavoreal disecado y después con la puerta. En elpasillo se despidió de su amigo Quintanar.

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobreel marfil caliente y amarillo puso los labios,

mientras los ojos rebosando lágrimas, buscabanel cielo azul entre las nubes pardas.

—XXI—

Ana leyó en su lecho, a escondidas de donVíctor, los cuarenta capítulos de la Vida de SantaTeresa escrita por ella misma.

Fue en aquella convalecencia larga, llena desobresaltos, de pasmos y crisis nerviosas. DonVíctor, a quien los remordimientos, durante larecaída de su mujer, habían hecho jurar quehasta verla salva, sana, jamás se apartaría deella, faltó al juramento en cuanto la creyó fuerade peligro. Un día se aventuró a dar una vueltapor el Casino; después iba a ver los periódicos:más adelante jugaba una partida de ajedrez, y«ya se sabe lo pesado que es este juego». Al fin,sin dar pretexto alguno, estaba fuera toda latarde. La casa se le caía encima. «Empezaba elcalor—porque don Víctor, en cuestión de tem-peratura, se regía por el calendario—y ya se

sabía que él no podía trabajar en su despachoen cuanto el sudor le molestaba; necesitaba elaire libre; mucho paseo, mucha naturaleza».

La Marquesa, Visitación, Obdulia, doña Pe-tronila y otras amigas que habían hecho com-pañía a la Regenta mientras duró el mal tiem-po, ahora la visitaban cada dos o tres días y lasvisitas eran breves. Hacía un sol hermoso, díasazules, sin una nube en el cielo; había queaprovechar el buen tiempo; era la época del añoen que Vetusta se anima un poco: había teatro,paseos concurridos, con música, forasteros...una exposición de minerales.—Hasta Petra pi-dió una tarde permiso a la señora para ir a verun arco de carbón que habían construido....

Ana pasaba horas y más horas en la soledadde su caserón: a su lecho llegaban los ruidoslejanos de la calle apagados, como aprensión delos sentidos. Allá abajo, en la cocina, quedabaServanda, y a veces Petra. Anselmo silbaba enel patio, acariciando un gato de Angola, su úni-co amigo.

La Regenta sentía más la soledad con talcompañía; aquellos criados indiferentes, mu-dos, respetuosos, sin cariño, le hacían echar demenos la humanidad que compadece. Petra leera antipática. La temía sin saber por qué. Paratranquilizarse un tanto, cuando las congojasnerviosas la invadían, preguntaba a la doncella:

—¿Anda don Tomás por la huerta?Si Frígilis estaba en el Parque, sentía un am-

paro cerca de sí. Se calmaba. Crespo subía unavez cada tarde a verla; pero no se sentaba casinunca. Estaba cinco minutos en el gabinete,paseando del balcón a la puerta, y se despedíacon un gruñido cariñoso.

Ana, a quien tanto molestaba aquel abando-no en los momentos de debilidad en que losnervios exaltados la mortificaban con tristeza ydesconsuelo, cuando estaba serena, sobre tododespués de dormir algunas horas o de tomaralimento con gusto, llegaba a sentir un placersutil, casi voluptuoso en aquella soledad. Elbalcón del gabinete daba al Parque: incor-

porándose en el lecho, veía detrás de los crista-les las copas de algunos árboles que brillabancon la hoja nueva, rumorosa, tersa y fresca.Gorjeos de pájaros y rayos de un sol vivo, fuer-te y alegre la hablaban de la vida de fuera, de lanaturaleza que resucitaba, con esperanza desalud y alegría para todos.

«Ella también iba a renacer, iba a resucitar,¡pero a qué mundo tan diferente! ¡Cuán otravida iba a ser de la que había sido! se preparabaa sí misma una vida de sacrificios, pero sin in-termitencias de malos pensamientos y de rebe-lión sorda y rencorosa, una vida de buenasobras, de amor a todas las criaturas, y por con-siguiente a su marido, amor en Dios y porDios». Pero entretanto, mientras no podía mo-verse de aquella prisión de sus dolores, el almavolaba siguiendo desde lejos al espíritu sutil,sencillo, a pesar de tanta sutileza, de la santaenamorada de Cristo.

Ana vivía ahora de una pasión; tenía un ído-lo y era feliz entre sobresaltos nerviosos, pun-

zadas de la carne enferma, miserias del barrohumano de que, por su desgracia, estaba hecha.A veces leyendo se mareaba; no veía las letras,tenía que cerrar los ojos, inclinar la cabeza so-bre las almohadas y dejarse desvanecer. Pero re-cobraba el sentido, y a riesgo de nuevo pasmovolvía a la lectura, a devorar aquellas páginaspor las cuales en otro tiempo su espíritu dis-traído, creyéndose, vanamente, religioso, habíapasado sin ver lo que allí estaba, con hastío,pensando que las visiones de una mística delsiglo dieciséis no podían edificar su almaaprensiva, delicada, triste.

La debilidad había aguzado y exaltado susfacultades; Ana penetraba con la razón y con elsentimiento en los más recónditos pliegues delalma mística que hablaba en aquel papel áspe-ro, de un blanco sucio, de letra borrosa y apel-mazada. Pasmábase de que el mundo entero noestuviese convertido, de que toda la humani-dad no cantara sin cesar las alabanzas de lasanta de Ávila. «Oh, bien decía aquel bendito,

dulce, triste y tierno fray Luis de León: la manode Santa Teresa, al escribir, era guiada por elEspíritu Santo, y por eso enciende el corazón dequien la saborea».

«Sí, bien encendido tenía el suyo Ana; nomás, no más ídolos en la tierra. Amar a Dios, aDios por conducto de la santa, de la adoradaheroína de tantas hazañas del espíritu, de tan-tas victorias sobre la carne».

Pensando en ella sentía a veces punzante de-seo de haber vivido en tiempo de Santa Teresa;o si no: ¡qué placer celestial si ella viviese aho-ra! Ana la hubiera buscado en el último rincóndel mundo; antes la hubiera escrito derritién-dose de amor y admiración en la carta que ledirigiese. No estaba la Regenta acostumbrada aconvertir sus arrebatos religiosos en oracionesmentales, según los prudentes consejos del Ma-gistral; su educación pagana, dislocada, confu-sa, daba extrañas formas a la piedad sincera,asomaba con todos sus resabios de incoheren-cia y ligereza después de tantos años.

Deseaba encontrar semejanzas, aunque fue-sen remotas, entre la vida de Santa Teresa y lasuya, aplicar a las circunstancias en que ella seveía los pensamientos que la mística dedicaba alas vicisitudes de su historia.

El espíritu de imitación se apoderaba de lalectora, sin darse ella cuenta de tamaño atrevi-miento.

La Santa había encontrado refuerzo de pie-dad en el Tercer Abecedario por Fr. Francisco deOsuna, y Ana mandó a Petra a las librerías abuscar aquel libro. No pareció el Tercer Abeceda-rio, el Magistral no lo tenía tampoco. Pero mejorera su suerte en lo tocante al confesor. Veinteaños lo había buscado Teresa de Jesús comoconvenía que fuera, y no parecía. Ana recorda-ba entonces a su Magistral y lloraba enterneci-da. «¡Qué grande hombre era y cuánto le debía!¿Quién sino él había sembrado aquella piedaden su alma?».

En cuanto pudo levantarse, uno de sus pri-meros cuidados fue escribir a don Fermín una

carta con que había soñado ella muchas noches,que era uno de sus caprichos de convaleciente.La escribió sin que lo supiera Quintanar, que letenía prohibidos toda clase de quebraderos de cabe-za.

De Pas visitaba a menudo a la Regenta, y es-taba encantado de los progresos que la piedadmás pura hacía en aquel espíritu. Pero ellaquería escribirle; de palabra no se atrevía a de-cir ciertas cosas íntimas, profundas; además nopodía decirlas; y sobre todo, la retórica, que eraindispensable emplear, porque a ideas grandes,grandes palabras, le parecía amanerada, falsaen la conversación, de silla a silla.

La carta, de tres pliegos, la llevó Petra a casadel Provisor; la recibió Teresina sonriente, máspálida y más delgada que meses atrás, peromás contenta. El Magistral se encerró en sudespacho para leer. Cuando su madre le llamóa comer, don Fermín se presentó con los ojosrelucientes y las mejillas como brasas. DoñaPaula miraba a su hijo y a Teresina alternati-

vamente, encogía los hombros cuando no laveían ni la doncella, que iba y venía con platosy fuentes, ni su hijo que miraba al mantel dis-traído, comiendo por máquina y muy poco.Teresina era ya toda del señorito; nada decía alama de las cartas que a don Fermín entregaba.Las traía Petra que llamaba a la puerta con señaparticular, bajaba Teresa, en silencio se besabancomo las señoritas, en ambas mejillas, cuchi-cheaban, reían sin ruido y se daban algún pe-llizco. Petra reconocía cierta superioridad en laotra, la adulaba, alababa la mata de pelo negro,los ojos de Dolorosa, el cutis y demás prendasenvidiables de su amiga. Teresina prometíafuturas ventajas a Petra, y se despedían conmás besos.

—¿Quién ha estado ahí?—preguntaba doñaPaula.

Era un pobre o uno del pueblo.—Nunca sedecía la verdad. Doña Paula no sospechabanada contra la lealtad de la doncella. Re-gistrándole el baúl, en su ausencia, había en-

contrado varias alhajas que bien valdrían dosmil reales. Había sonreído entre satisfecha yenvidiosa. «Dos mil reales valdría aquello... sí...era demasiado... era un escándalo. Si el decorolo permitiese... si no fuese por vergüenza... exi-giría que se le dejase a ella recompensar a lasgentes como merecían, sin despilfarros ociosos.El descubrimiento la satisfacía; aquello era obrasuya al fin y al cabo, pero los dos mil reales ledolían: también eran suyos».

Al día siguiente de recibir la carta, muytemprano, el Magistral salió de casa, fue al Pa-seo Grande, buscó un lugar retirado en los jar-dines que lo rodean; y sin más compañía quelos pájaros locos de alegría, y las flores que hac-ían su tocado lavándose con rocío, volvió a leeraquellos pliegos en que Ana le mandaba el co-razón desleído en retórica mística. Ya casi sabíade memoria algunos párrafos de los que le pa-recían más interesantes y para él más halagüe-ños; y como la alegría le inundaba el corazón,se sentía hecho un chiquillo aquella mañana

sonrosada de un día de fines de Mayo, nubla-do, fresco, antes de que el sol rasgara el toldoblanquecino con tonos de rosa que cubría lalontananza por Oriente.

Se puso de pie el Magistral, miró a todos la-dos por encima del seto de boj que rodeaba suescondite, y al verse solo, solo de seguro, se leocurrió mezclar a la cháchara insustancial yarmoniosa de los pájaros que saltaban de ramaen rama sobre su cabeza, su voz más dulce ymelódica, recitando aquellas palabras de espiri-tual hermosura que la Regenta le había escrito.

«Ya tengo el don de lágrimas, leyó el Magis-tral en voz alta como diciéndoselo a jilgueros ygorriones, petirrojos y demás vecinos de la en-ramada, ya lloro, amigo mío por algo más quemis penas; lloro de amor, llena el alma de lapresencia del Señor a quien usted y la santaquerida me enseñaron a conocer. No tema quevuelva la pereza a detenerme en casa olvidadade mi salvación; ya sé que la tibieza es muerte,leído tengo lo que dice nuestra querida Madre

y Maestra hablando de sus pecados: «no hacíacaso de los veniales y esto fue lo que me des-truyó». Yo ni de los mortales hice caso, y aun-que usted me advertía del peligro, seguí muchotiempo ciega; pero Dios me mandó a tiempo(creo yo que era a tiempo; ¿verdad, hermanomío?) me mandó a tiempo el mal; vi en las pe-sadillas de la fiebre el Infierno, y vilo comonuestra Santa en agujero angustioso, donde micuerpo estrujado padecía tormentos que no sepueden describir; y a mí además, por la carneaterida y erizada me pasaban llagas asquerosasunos fantasmas que eran diablos vestidos porirrisión, de clérigos, con casullas y capas plu-viales. En fin, de esto ya le hablé. Pero no sólodel terror nació mi piedad, que ahora creo queva de veras, sino también de amor de Dios, y deun deseo vehemente de seguir a millones demillones de leguas a mi modelo inmortal. Ypara decirlo todo, sepa que en mucho, en mu-cho, debo al afán de no ser ingrata esta volun-tad firme de hacerme buena. Santa Teresa vivió

muchos años sin encontrar quien pudieraguiarla como ella quería; yo, más débil, recibímás pronto amparo de Dios por mano de quienquisiera llamar mi padre y prefiere que no lellame si no hermano mío; sí, hermano mío,hermano muy querido, me complazco enllamárselo, aquí, ahora, segura del secreto, sinoídos profanos que entenderían las palabrascon la impureza ruin que ellos llevarán dentrode sí, feliz yo mil veces que a la primera oca-sión en que tuve idea de ser buena, hallé quienme ayudara a serlo. ¡Y cuánto tiempo tardé enentenderle del todo! Pero mi hermano, mi her-mano mayor querido me perdona ¿verdad? Y sinecesita pruebas, si quiere que sufra peniten-cias, hable, mande, verá como obedezco. Masno extraño haber querido tanto tiempo lo que laSanta declara haber querido también «concertarvida espiritual y contentos y gustos y pasa-tiempos sensuales». Ahora esto se acabó. Usteddirá por dónde hemos de ir; yo iré ciega. De laconfianza cariñosa de que me hablaba el otro

día, al salir yo de aquel paroxismo, estoy tam-bién enamorada, quiero también que sea comolo dijo mi hermano. Y hasta en eso seguiremos,además de esos monjes alemanes o suecos deque usted me habló, a la misma Teresa de Jesúsque, como usted sabe, con buenas palabras ycreo yo que hasta bromas alegres que tenía, conpurísima intención, con un clérigo amigo suyo,consiguió apartarle del pecado. Recuerdo loque dice: aquel confesor le tenía gran afición,pero estaba perdido por culpa de unos amoressacrílegos; habíale hechizado una mujer conmalas artes, con un idolillo puesto al cuello, yno cesó el mal hasta que la Santa, por la granafición que su confesor le tenía, logró que él leentregase el hechizo, aquel ídolo que era pren-da del amor infame; y usted sabe que ella loarrojó al río y el clérigo dejó su pecado y muriódespués libre de tan gran delito. Amistades asíayudan en la vida, que sin ellas es como undesierto, y los que de ellas pudieran sospecharson los malvados, que no han de saberlas, por-

que son incapaces de entender como se debecosa tan buena y que tanto sirve para la salva-ción de los débiles. Aquí el débil no es el confe-sor, sino la penitente; usted no tiene hechizoscolgados del cuello, ni tenemos ídolos queechar al río... yo soy la pecadora, aunqueningún hombre me hizo el mal que aquella mu-jer al clérigo hechizado; sólo quise a mi marido,y de este ya sabe usted de qué modo estoyenamorada; no con pasión que quite a Dioscosa suya, sino con el suave afecto y los tiernoscuidados que se le deben. En esto he mejoradomucho; porque fray Luis de León me enseñó ensu Perfecta casada que en cada estado la obliga-ción es diferente; en el mío mi esposo merecíamás de lo que yo le daba, pero advertida por elsabio poeta y por usted, ya voy poniendo másesmero en cuidar a mi Quintanar y en quererlecomo usted sabe que puedo. Y por cierto quehe de poner por obra un proyecto que tengo,que es convertirle poco a poco y hacerle leerlibros santos en vez de patrañas de comedias.

Algo he de conseguir, que él es dócil y ustedme ayudará. También en esto imitaré a nuestraDoctora, que puso empeño en traer a mayorpiedad a su buen padre, que ya tenía mucha...».

Estos últimos párrafos ya no los leía el Ma-gistral en voz alta, sino que había vuelto a sen-tarse y leía sin ruido y para dentro. Aunquealgunos celos tenía de Santa Teresa, de la queveía enamorada a su amiga, estaba satisfecho, yel gozo le saltaba por ojos, mejillas y labios.«Aquello era vivir; lo demás era vegetar. Anaera, al fin, todo aquello que él había soñado, loque una voz secreta le había dicho el día en queella se había acercado por primera vez a su con-fesonario». Seguía el Magistral ocultándose a símismo las ramificaciones carnales que pudieratener aquella pasión ideal que ya se confesabanlos dos hermanos; no quería pensar en esto, noquería sustos de conciencia ni peligros de otrogénero, no quería más que gozar aquella dichaque se le entraba por el alma.

Al leer lo de «hermano mayor querido», ledaba el corazón unos brincos que causabandelicia mortal, un placer doloroso que era laemoción más fuerte de su vida; pues bueno,esto bastaba, esto era el hecho, la realidad; ¿quéfalta hacía darle un nombre? Lo que importabaera la cosa, no el nombre. Además, acabaseaquello como acabase, él estaba seguro de quenada tenía que ver lo que él sentía por Ana conla vulgar satisfacción de apetitos que a él no leatormentaban. Cuando pensaba así, oyó el Ma-gistral a su espalda, detrás del árbol en que seapoyaba, al otro lado del seto, una voz de niñoque recitaba con canturia de escuela «Veritas inre est res ipsa, veritas in intellectu...» Era un semi-narista de primer año de filosofía que repasabala primera lección de la obra de texto, Balmes.El Magistral se alejó sin ser visto, pensandoentonces en los años en que él también aprend-ía que «la verdad en la cosa es la cosa misma».Ahora le importaba muy poco la cosa misma, yla verdad y todo... no quería más que hundir el

alma en aquella pasión innominada que le hac-ía olvidar el mundo entero, su ambición declérigo, las trampas sórdidas de su madre deque él era ejecutor, las calumnias, las cábalas delos enemigos, los recuerdos vergonzosos, todo,todo, menos aquel lazo de dos almas, aquellaintimidad con Ana Ozores. ¡Cuántos años hab-ían vivido cerca uno de otro sin conocerse, sinsospechar lo que les guardaba el destino! Sí, eldestino, pensaba el Magistral, no quería decirsea sí mismo la Providencia; nada de teología,nada de quebraderos de cabeza que habíanhecho de su adolescencia y primera juventudun desierto estéril por donde sólo pasaban fan-tasmas, aprensiones de loco, figuras apocalípti-cas. Bastaba para siempre de todo aquello. Niaquello ni lo que había seguido: la ceguera delos sentidos, la brutalidad de las pasiones bajas,subrepticiamente satisfechas hasta el hartazgo;esto era vergonzoso, más que por nada por elsecreto, por la hipocresía, por la sombra en quehabía ido envuelto; ahora, sin aprensión, sin

escrúpulos, sin tormentos del cerebro, la dichapresente; aquella que gozaba en una mañana deMayo cerca de Junio, contento de vivir, amigodel campo, de los pájaros, con deseos de beberrocío, de oler las rosas que formaban guirnal-das en las enramadas, de abrir los capullos tur-gentes y morder los estambres ocultos y enco-gidos en su cuna de pétalos. El Magistralarrancó un botón de rosa; con miedo de servisto; sintió placer de niño con el contacto fres-co del rocío que cubría aquel huevecillo de ro-sal; como no olía a nada más que a juventud yfrescura, los sentidos no aplacaban sus deseos,que eran ansias de morder, de gozar con el gus-to, de escudriñar misterios naturales debajo deaquellas capas de raso.... El Magistral, perdién-dose por senderos cubiertos por los árboles,bajaba hacia Vetusta cantando entre dientes, ytiraba al alto el capullo que volvía a caer en sumano, dejando en cada salto una hoja por elaire; cuando el botón ya no tuvo más que lasarrugadas e informes de dentro, don Fermín se

lo metió en la boca y mordió con apetito extra-ño, con una voluptuosidad refinada de que élno se daba cuenta.

Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Pa-lomo barría. Don Fermín le habló con cariciasen la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuán-tos sofiones inútiles había sufrido el pobre pe-rrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, suamor a la catedral; el Palomo, pasmado y agra-decido, se deshacía en cumplidos y buenas pa-labras. De Pas se acercó al facistol, hojeó loslibros grandes del rezo y hasta solfeó un pocoen voz baja, leyendo la música señalada connotas cuadradas, de un centímetro por lado.Todo estaba bien. Los órganos allá arriba ex-tendían su lengüetería en rayas verticales yhorizontales, deslumbrantes; parecían dos solescara a cara. Ángeles dorados tocaban el violíncerca de la bóveda, a la que trepaban los relie-ves platerescos de los órganos; detrás del coro,en lo alto de las naves laterales, las ventanas y

rosetones dejaban pasar la luz deshaciéndola enrojo, azul, verde y amarillo.

En un lado san Cristóbal sonreía con bocaencarnada de una cuarta, partida por un plo-mo, al Niño de la Bola, que mantenía un mun-do verde sobre su mano amarilla. En frente vioel Magistral el pesebre de Belén cuadriculadotambién por rayas opacas. Jesús sonreía a lamula y al buey en su cuna de heno color naran-ja. Don Fermín miraba todo aquello como porla primera vez de su vida. Hacía un frescoagradable en la iglesia y el olor de humedadmezclado con el de la cera le parecía fino, mis-teriosamente simbólico y a su modo voluptuo-so. Aquella mañana cumplió en el coro como elmejor, y sintió no ser hebdomadario para lucir-se. Glocester, al verle tan alegre y decidor,amable con amigos y enemigos ocultos se dijo:«¡Disimula! ¡Pues a disimulo no me ha de ganareste simoníaco!». Y se deshizo en amabilidad,cortesía y bromas lisonjeras. «Bueno era él».

—¿Ha visto usted—decía al salir de la cate-dral don Custodio—qué satisfecho está el Pro-visor?

Y contestaba Glocester, al oído del benefi-ciado:

—Es que ya no tiene vergüenza; se ha puestoel mundo por montera.

—Debe de haber pasado algo gordo...—¿Aqué crimen alude usted?

—Al de adulterio...—Ps... yo creo que... to-davía están algo verdes. Sin embargo, por él noquedará, y el crimen es el mismo....

A Glocester le disgustaba figurarse al Magis-tral vencedor de la Regenta. Era caso de envi-dia. Pero convenía suponerlo, para cargar eldelito a la cuenta de los muchos que atribuíanal enemigo.

Don Fermín, a las once, recordó que era díade conferencia en la Santa Obra del Catecismode las Niñas. Él era el director de aquella insti-tución docente y piadosa, que celebraba sussesiones en el crucero de la Iglesia de Santa

María la Blanca. Sentía el humor más apropósi-to para el caso. Con mucho gusto entró enaquel templo risueño, alegre, con sus adornosflamígeros de piedra blanca esponjosa. En me-dio del recinto se levantaba una plataforma detabla de pino, de quita y pon; sobre ella a unlado había tres filas de bancos sin respaldos, yenfrente de ellos una mesa cubierta de damascoviejo, manchado de cera, presidida por unsillón de pana roja y varios taburetes de igualpaño. El sillón era para el Magistral, los tabure-tes para los capellanes catequistas, y en los ban-cos se sentaban las niñas de siete a catorce añosque aprendían la doctrina cristiana, más algode liturgia, historia sagrada y cánticos religio-sos.

Cuando De Pas entró en el templo hubo unmurmullo en los bancos de la plataforma, se-mejante al rumor de una ráfaga que rueda so-bre las copas de los árboles.

Tomó el amado director agua bendita, ydespués de santiguarse, subió, radiante de

alegría evangélica, las gradas de la plataforma;se frotó las manos y a una niña de ocho añosque encontró de pie al paso, la sujetó suave-mente; y mientras él miraba a la bóveda ymordía el labio inferior, oprimía contra sucuerpo la cabeza rubia, y entre los dedos de lamano estrujaba, sin lastimarla, una oreja rosa-da.

—¿Qué pájaro me habrá dicho a mí que do-ña Rufinita no quiere ser buena, y enreda en laiglesia y descompone el coro cuando canta?

Carcajada general. Las niñas ríen de todo co-razón y el templo retumba devolviendo el ecode la alegría desde la bóveda blanca, llena deluz que penetra por ventanas anchas de crista-les comunes.

Todo lo que dice allí el Magistral se ríe; es unchiste. Niños y clérigos están como en su casa.Los pocos fieles esparcidos por la Iglesia sonbeatas que rezan con devoción; no se piensa enellas. A veces son espectadores de aquella alga-zara algunos adolescentes y pollos con cascarón

que tienen en los bancos de la plataforma susamores. Los catequistas, jóvenes todos, no vencon buenos ojos a tales señoritos que vienencon propósitos profanos.

El Magistral no se sentó en el sillón de lapresidencia. Prefería pasear por el tablado,haciendo eses, inclinando el cuerpo con ondu-laciones de palmera, acercándose de vez encuando a los bancos llenos de alegría para azo-tar una mejilla con suave palmada, o decir aloído de un angelito con faldas un secreto queexcita la curiosidad de todas y origina siempreuna broma de las que sabe preparar donFermín de modo que acaben en lección moral oreligiosa. También los catequistas alegres, gra-ciosos, vivarachos, van y vienen, reprenden alas educandas con palabras de miel y sonrisaspaternales, y se meten entre banco y bancomezclando lo negro de sus manteos redundan-tes con las faldas cortas de colores vivos, y elblanco de nieve de las medias que ciñen panto-rrillas de mujer a las que el traje largo no dio

todavía patente de tales. En la primera fila semueven, siempre inquietas, sobre la dura tabla,las niñas de ocho a diez años, anafroditas lasmás, hombrunas casi en gestos, líneas y contor-nos, algunas rodeadas de precoces turgencias,que sin disimulo deja ver su traje de inocentes;algo avergonzadas, sin conciencia clara de ello,de su desarrollo temprano. Mirando estos ca-pullos de mujer, don Fermín recordaba el botónde rosa que acababa de mascar, del que unfragmento arrugado se le asomaba a los labiostodavía. En las siguientes filas estaban las edu-candas de doce y trece primaveras, presumidi-llas, entonadas; y detrás de estas las señoritasque frisaban con los quince, flor y nata de lahermosura vetustense algunas de ellas, casitodas iniciadas en los misterios legendarios delamor de devaneo, muchas próximas a la trans-formación natural que revela el sexo, y dos otres, pequeñas, pálidas y recias, mujeres ya,disfrazadas de niñas, con ojos pensadores car-gados de malicia disimulada. Cuando comen-

zaban las lecciones y los ensayos de coro, lasniñas se levantaban, se repartían en seccionespor el tablado, formaban círculos, los deshac-ían, como bailarinas de ópera; y los catequistasdirigiendo aquellos remolinos ordenados, aspi-raban, entre tanta juventud verde, aromas espi-rituales de voluptuosidad quinti-esenciada concierta dentera moral que les encendía las meji-llas y los ojos, y causaba en su naturaleza ro-busta efectos análogos a los del kirschen o delajenjo.

El Magistral, como el pez en el agua, entreaquellas rosas que eran suyas y no del Ayun-tamiento como las del Paseo grande, se recreabaen los ojos de las que ya los tenían transparen-tes de malicia; y, más sutilmente, encontrabaplacer en manosear cabellos de ángeles meno-res. Llegó la hora de los discursos, después delos cánticos, en que la voz de algunas revelaba,mejor que su cuerpo, los misterios fisiológicospor que estaban pasando. Una joven de quinceaños, catorce oficialmente, se adelantó, y colo-

cada cerca de la mesa recitó con desparpajo unafilípica un tanto moderada por los eufemismosde la retórica jesuítica, contra los materialistasmodernos, que negaban la inmortalidad delalma. Era rubia, de un blanco de jaspe, de fac-ciones correctas, a excepción de la barba, queapuntaba hacia arriba; tenía el torso de mujer, ydebajo de la falda ajustada se dibujaban muslospoderosos, macizos, de curvas armoniosas, deseducción extraña. Tenía los ojos azules claros;el metal de la voz, vibrante, poco agradable,hierático en su monotonía, expresaba bien elfanatismo casi inconsciente de un alma quepreparaban para el convento. La rubia hermo-sa, con brazos de escultura griega, no entendíacabalmente lo que iba diciendo, pero adivinabael sentido de su arenga, y le daba el tono deintolerancia y de soberbia que le convenía.También ella parecía una estatua de la soberbiay de la intolerancia: una estatua hermosísima.Sus compañeras, los catequistas, el escasopúblico esparcido por la nave la oían con

asombro, sin pensar en lo que decía, sino en labelleza de su cuerpo y en el tono imponente desu voz metálica. Era la obediencia ciega de mu-jer, hablando; el símbolo del fanatismo senti-mental, la iniciación del eterno femenino en laeterna idolatría. El Magistral, con la boca abier-ta, sin sonreír ya, con las agujas de las pupilaserizadas, devoraba a miradas aquella arroganteamazona de la religión, que labraba con arte lanaturaleza, por fuera, y él por dentro, por elalma. Sí, era obra suya aquel fanatismo des-lumbrador; aquella rubia era la perla de su mu-seo de beatas; pero todavía estaba en el taller.Cuando aquel vestido gris, que no tapaba lospies elegantes y algo largos, y dejaba ver dosdedos de pierna de matrona esbelta, llegase alsuelo, la maravilla de su estudio saldría a luz, elpúblico la admiraría y para sí la guardaría laIglesia.

La historia sagrada estaba a cargo de unamorena regordeta, de facciones finas, de expre-sión dulce, tímida y nerviosa. Apretaba con el

cuerpo del vestido tempranos frutos naturales,como si fueran una vergüenza; y más que en suoración pensaba en que los muchachos quemiraban desde abajo, podían verla las pantorri-llas, que tapaba mal la falda, a pesar de los es-fuerzos de la castidad instintiva. No pudo ter-minar la historia de los Macabeos que tenía a sucargo. Se le puso un nudo en la garganta, lezumbaron los oídos y todo el lado derecho dela cabeza se quedó de repente frío y el cutispálido. Se ponía enferma de vergüenza. Tuvoque salir de la Iglesia. El desparpajo de otrasoradoras precoces hizo olvidar la escena triste ydesairada de la niña pusilánime, que había sa-lido llorando. El Magistral reanimó también elespíritu de la escuela con chascarrillos moralesy apólogos joco-místicos. Las muchachas semorían de risa, se retorcían en los bancos, ydejaban ver a los profanos y a los catequistas,relámpagos de blancura debajo de las faldasque movían indiscretas, sin pensar en ello mu-chas, algunas sin pensar en otra cosa.

Cuando salió don Fermín de Santa María laBlanca, tenía la boca hecha agua engomada.Aquellas sensaciones, que le habían invadidopor sorpresa, le recordaban años que quedabanmuy atrás. No le gustaba aquello; era pocaformalidad. «¡Diablo de chicas!» iba pensando.De todas suertes, lo que le pasaba probaba queaún era joven, que no era por necesidad disfra-zada de idealismo por lo que se juraba serplatónico, siempre platónico, o por lo menosindefinidamente, en sus relaciones con la fiel yquerida amiga. Volvió su pensamiento a la Re-genta, y aquel vago y picante anhelo con quesaliera de la iglesia se convirtió en deseo fuertey definido de ver a doña Ana, de agradecerle sucarta y decírselo con la más eficaz elocuenciaque pudiera.

Tuvo bastante fortaleza para contener susansias y dejar para la tarde la visita. Su madrele habló como siempre, de lo que se murmura-ba, y él encogió los hombros. Oía la voz dura yseca de doña Paula anunciando, por asustarle,

el cataclismo de su fortuna, la ruina de su hon-ra, como si le hablase de los cataclismos geoló-gicos del tiempo de Noé. Le parecía que eraotro Provisor aquel de quien el público se que-jaba. «¡Ambición, simonía, soberbia, sordidez,escándalo!... ¿qué tenía él que ver con todoaquello? ¿Para qué perseguían a aquel pobredon Fermín si ya había muerto? Ahora el donFermín era otro, otro que despreciaba a susvecinos y ni siquiera se tomaba la molestia dequererlos mal. Él vivía para su pasión, que leennoblecía, que le redimía. Si le apuraban, dar-ía una campanada». El Magistral gozaba encon-trando dentro de sí semejante hombre, másfuerte que nunca, decidido a todo, enamoradode la vida que tiene guardados para sus predi-lectos estos sentimientos intensos, avasallado-res. La realidad adquiría para él nuevo sentido,era más realidad. Se acordaba de las dudas delos filósofos y los ensueños de los teólogos y ledaban lástima. Los unos negando el mundo, losotros volatilizándolo, parecíanle desocupados

dignos de compasión. «La filosofía era una ma-nera de bostezar». «La vida era lo que sentía él,él que estaba en el riñón de la actividad, delsentimiento. Una mujer deslumbrante de her-mosura por alma y cuerpo, que en una hora deconfesión le había hecho ver mundos nuevos, lellamaba ahora su hermano mayor querido, se en-tregaba a él, para ser guiada por las sendas ytrochas del misticismo apasionado, poético....Afortunadamente él tenía arte para todo: sabríaser místico, hasta donde hiciera falta, perderseen las nubes sin olvidar la tierra». Recordabaque años atrás había pensado en escribir nove-las, en hacer una sibila verdaderamente cristia-na, y una Fabiola moderna; lo había dejado, nopor sentirse con pocas facultades, sino porquele hacía daño gastar la imaginación. «Las nove-las era mejor vivirlas».

Cosas así pensaba, dando golpecitos con uncuchillo sobre una corteza de pan, mientras sumadre narraba las cábalas de Glocester y lasmaquinaciones de los conjurados del Casino.

En cuanto pudo el Magistral escapó de casa,prometiendo ir a sondear al Obispo. Tomó elcamino de la Plaza Nueva. El caserón de la Rin-conada le pareció envuelto en una aureola.

Le recibieron Ana y don Víctor en el come-dor. Ya era amigo de confianza. Durante lasdos enfermedades de la Regenta, el Magistralhabía prestado muchos servicios a don Víctor, yeste aunque le era algo antipático el Magistral,se los había agradecido. Pero ya empezabaQuintanar, que siempre había sido regalista, asospechar algo malo de la influencia del sacerdo-cio en su hogar, o sea el imperio. «El clero eraabsorbente». Sobre todo don Fermín había sidoun poco jesuita. «¡Jesuita! ¡El casuismo!... ¡ElParaguay!... ¡Caveant consules!». Aunque la cor-tesía, ley suprema, le obligaba al más fino trato,no menos que la gratitud, don Víctor estuvo unpoco frío con el canónigo, pero de modo que elotro no lo echó de ver siquiera. Notó que estor-baba allí el amo de la casa, pero nada más.

Ana afectuosa, lánguida todavía, había es-trechado la mano a su confesor, que sin darsecuenta, prolongó cuanto pudo el contacto. DonVíctor los dejó solos a eso de las seis. Le espe-raban en el Gobierno civil para una junta deganaderos. Se trataba de traer sementales delextranjero. Pero don Víctor trataba principal-mente de que le eligiesen segundo vicepresi-dente y reclamaba para Frígilis la primera se-cretaría. «Frígilis había jurado renunciarla, perono importaba; de todas suertes la elección erauna honra para ellos, aunque lo negase el sarra-ceno de Tomás». Quintanar contaba con el go-bernador. Salió.

La Regenta sonrió a don Fermín y dijo:—Dirá usted que soy una loca; ¿para qué es-

cribirle cuando podemos hablar todos los días?No pude menos. ¡Soy tan feliz! ¡y debo en tantaparte a usted mi felicidad! Quise contener aquelimpulso y no pude. A veces me reprendo a mímisma porque pienso que robo a Dios muchos

pensamientos, para consagrarlos al hombre quese sirvió escoger para salvarme.

El Magistral se sentía como estranguladopor la emoción. La Regenta hablaba ni más nimenos como él la había hecho hablar tantasveces en las novelas que se contaba a sí mismoal dormirse.

No vaciló en referir todo lo que había pasa-do por él desde que leyera aquella carta. «Elmundo sin una amistad como la suya era unpáramo inhabitable; para las almas enamoradasde lo Infinito, vivir en Vetusta la vida ordinariade los demás era como encerrarse en un cuartoestrecho con un brasero. Era el suicidio porasfixia. Pero abriendo aquella ventana que teníavistas al cielo, ya no había que temer».

La Regenta habló de Santa Teresa con entu-siasmo de idólatra; el Magistral aprobaba suadmiración, pero con menos calor que emplea-ba al hablar de ellos, de su amistad, y de la pie-dad acendrada que veía ahora en Anita. DonFermín tenía celos de la Santa de Ávila.

Además, veía a su amiga demasiado incli-nada a las especulaciones místicas, temía quecayera en el éxtasis, que tenía siempre compli-caciones nerviosas, y era preciso evitar que pu-diesen culparle a él de otra enfermedad proba-ble, si Ana seguía aquel camino peligroso.Aconsejó la actividad piadosa. «En su estado yen el tiempo en que vivía la pura contempla-ción tenía que dejar mucho espacio a las buenasobras. Si ahora sentía Anita cierta pereza derozarse otra vez con el mundo, se debía a laconvalecencia de que en rigor no había salido;pero cuando el vigor volviera por completo yano la asustaría la acción, el ir y venir; el trabajaren la obra de piedad a que se la invitaba».

Desde aquel día el Magistral influyó cuantopudo en aquel espíritu que dominaba por en-tonces, para arrancarle de la contemplación yatraerle a la vida activa. «Si se remontaba de-masiado, le olvidaría a él, que al fin era un serfinito. Santa Teresa había dicho, y Ana recorda-ba a cada momento que tenía: '...Una luz de

parecerle de poca estima todo lo que se acaba',y como don Fermín había de acabarse, le espan-taba la idea de que por eso Ana llegase a tenerleen poco».

No hubiera sido el temor vano si las cosashubiesen seguido como los primeros meses.Aunque tanto quería a su confesor, Ana mu-chas horas le olvidaba por completo como atodas las cosas del mundo.

Encerrada en su alcoba o en su tocador, queya tenía algo de oratorio, sin necesidad deestímulos exteriores, perdida en las soledadesdel alma, de rodillas o sentada al pie de su le-cho, sobre la piel de tigre, con los ojos casisiempre cerrados, gozaba la voluptuosidaddúctil de imaginar el mundo anegado en laesencia divina, hecho polvo ante ella. Veía aDios con evidencia tal, que a veces sentía dese-os vehementes de levantarse, correr a los bal-cones y predicar al mundo, mostrándole la ver-dad que ella palpaba; y entonces le costaba tra-bajo reconocer la realidad de las criaturas.

«¡Qué pequeñas eran! ¡qué frágiles! ¡cuánto mástenían de apariencia que de nada! Lo único queen ellas valía no era de ellas, era de Dios, eracosa prestada. ¡Dichas! ¡dolores! palabras nadamás; ¿cómo apreciarlos y distinguirlos si lopoco, lo nada que duraban no daba tiempo aello?». Ana recordaba la vida de unos mosqui-tos muy pequeños que crecían todas las maña-nas a la orilla del río, volaban desde la riberasobre las aguas, y en medio de ellas morían yeran pasto de unos peces que contaban todoslos días con aquel alimento. Pues así era el vivirpara todas las criaturas, un rayo de sol que secruza, para volver a la sombra de que se vino. Yestos pensamientos, que antiguamente la ator-mentaban, ahora le daban alegría. Porque elvivir era el estar sin Dios, el morir renacer enÉl, pero renunciando a sí mismo.

Y como si sus entrañas entrasen en una fun-dición, Ana sentía chisporroteos dentro de sí,fuego líquido, que la evaporaba... y llegaba a nosentir nada más que una idea pura, vaga, que

aborrecía toda determinación, que se complacíaen su simplicidad. Prolongaba cuanto podíaaquel estado; tenía horror al movimiento, a lavariedad, a la vida.

Entonces solía don Víctor asomar la cabeza,con su gorro de borla dorada, por la puerta deescape que abría con cautela, sin ruido.... Anitano le oía; y él, un poco asustado, con una emo-ción como creía que la tendría entrando en laalcoba de un muerto, se retiraba, de puntillas,con un respeto supersticioso. A dos cosas teníahorror: al magnetismo y al éxtasis. ¡Ni electrici-dad ni misticismo! Una vez le había dado unabofetada a un chusco que le había cogido por lalevita, en el gabinete de física de la Universi-dad, para hacerle entrar en una corriente eléc-trica. Don Víctor había sentido la sacudida,pero acto continuo ¡zas! había santiguado algracioso. El magnetismo, en que creía, (aunqueestaba en mantillas, según él, esta ciencia) leasustaba también; y en cuanto a ver a su DivinaMajestad, o figurársele, le parecía emoción su-

perior a sus fuerzas. «Yo no necesito de esopara creer en la Providencia. Me basta con unabuena tronada para reconocer que hay un másallá y un Juez Supremo. Al que no le convenceun rayo, no le convence nada».

«Pero respetaba la religiosidad exaltada desu esposa desde que veía que iba de veras».

Llegaba de la calle; llamaba con una aldabo-nada suave... subía la escalera procurando quesus botas no rechinasen, como solían, y pregun-taba a Petra en voz baja, con cierto misteriotriste:

—¿Y la señora? ¿dónde está?Como si preguntara ¿cómo va la enferma?—

Así andaba por todo el caserón, como si estu-viera muriendo alguno. Sin darse cuenta delporqué, don Víctor se figuraba el misticismo desu mujer como una cefalalgia muy aguda. Loprincipal era no hacer ruido. Si el gato de An-selmo mayaba abajo, en el patio, don Víctor seenfurecía, pero sin dar voces, gritaba con tim-bre apagado y gutural:

—¡A ver! ¡ese gato! ¡que se calle o que lo ma-ten!

Entraba en su despacho. Volvía entonces asus máquinas y colecciones; a veces tenía queclavar, serrar o cepillar. ¿Cómo no hacer ruido?Sobre todo, el martillo atronaba la casa. Quin-tanar lo forró con bayeta negra, como un cata-falco, y así clavaba, los martillazos apagadostenían una resonancia mate, fúnebre, de malagüero, que llenaba de melancolía a don Víctor.Los canarios, jilgueros y tordos de su pajarera,que hacían demasiado ruido, fueron encerradosbajo llave, para que no llegasen sus cánticosprofanos al tocador-oratorio de la Regenta.

Se acostumbró don Víctor de tal modo ahablar en voz baja, que hasta en la huerta, pa-seándose con Frígilis, eran sus palabras un ru-morcillo leve.

—Pero, hombre, parece que hablas con sor-dina...—decía Crespo malhumorado.

Quintanar le consultaba acerca del estado deAna.

—¿A ti qué te parece de esto?—Ps... allá ella. Sus razones tendrá.—Yo creo Tomás, aquí para interinos... que

Anita se nos hace santa, si Dios no lo remedia.A mí me asusta a veces. ¡Si vieses qué ojos encuanto se distrae! Ello sería un honor para lafamilia... indudablemente, pero... ofrece susmolestias.... Sobre todo, yo no sirvo para esto.Me da miedo lo sobrenatural. ¿Tendrá apari-ciones?

Frígilis se permitía la confianza de no con-testar a las que estimaba sandeces de su amigo.

También él pensaba en Anita. La veía mu-chas veces desde la huerta, en su gabinete, sen-tada, arrodillada, o de bruces al balcón mirandoal cielo. Ella casi nunca reparaba en él; no eracomo antes que le saludaba siempre. Aquellode Ana también era una enfermedad, y grave,sólo que él no sabía clasificarla. Era como sitratándose de un árbol, empezara a echar flo-res, y más flores, gastando en esto toda la savia;y se quedara delgado, delgado, y cada vez más

florido; después se secaban las raíces, el tronco,las ramas y los ramos, y las flores cada vez máshermosas, venían al suelo con la leña seca; y enel suelo... en el suelo... si no había un milagro,se marchitaban, se pudrían, se hacían lodo co-mo todo lo demás. Así era la enfermedad deAnita. En cuanto al contagio, que debía dehaberlo habido, él lo atribuía al Magistral. Seacordaba del guante morado. Mucho tiempo lohabía tenido olvidado, pero un día se le ocurriópreguntar a la Regenta si las señoras usabanguantes de seda morada y ella se había reído.Era, por consiguiente, un guante de canónigo.Ripamilán no los usaba casi nunca. No quedabamás canónigo probable que el Magistral; el úni-co bastante listo para meter aquellas cosas en lacabeza de Ana. Del Magistral era el guante, sinduda. Y Petra andaba en el ajo. Era encubrido-ra. ¿De qué? Esta era la cuestión. De nada malodebía de ser. Anita era virtuosa. Pero la virtudera relativa como todo; y sobre todo Anita erade carne y hueso. Frígilis no temía lo presente

si no lo futuro; lo que podía suceder. No veíauna falta sino un peligro. Algo había oído de loque se murmuraba en Vetusta, aunque en supresencia no se atrevían las malas lenguas aponer en tela de juicio el honor de los Quinta-nar. Se le miraba como hermano de don Víctor.«De todas maneras, él estaría alerta». Y seguíavelando por los árboles de don Víctor y por suhonor «tal vez en peligro».

Petra tampoco veía claro. Estaba desorienta-da. La conducta de su ama le parecía propia deuna loca. «¿A qué venía aquella santidad? ¿Aquién engañaba? ¡Oh! si no fuera porque ellaquería tener contento al Magistral, no serviríamás tiempo a la hipócrita que la utilizaba comocorreo secreto y no le daba una mala propina,ni le decía palabra de sus trapicheos ni le poníauna buena cara, a no ser aquella de beata boba-licona con que engañaba a todos».

Petra se encerraba en su cuarto. Colgada deun clavo a la cabecera de su cama de madera,tenía una cartera de viaje, sucia y vieja. Allí

guardaba con llave sus ahorros, ciertas sisas demayor cuantía, y algunos papeles que podíancomprometerla. De allí sacaba el guante mora-do del Magistral, del que a nadie había habla-do. Era una prueba, no sabía de qué, pero adi-vinaba que sin saber ella cómo ni cuándo, aque-lla prenda podía llegar a valer mucho.

«¿Y qué probaba aquel guante respecto a lasantidad de la señora? Que era una hipócrita.¡Si no fuera por el Magistral!».

Los Vegallana y sus amigos estaban asusta-dos. El Marqués creía en la santidad de Anita;la Marquesa encogía los hombros; temía por lacabeza de aquella chica. Visitación estaba vola-da, furiosa. «¡Sus planes por tierra! ¡Ana resist-ía! ¡No era de tierra como ella!». Obdulia Fan-diño no envidiaba la santidad de su amiga laRegenta, sino el ruido que metía, lo mucho que sehablaba de ella por todo el pueblo. Jamás habíahecho tanta sensación ella, la viudita, con el ves-tido más escandaloso, como Ana con su hábito

y su beatería. «¡Qué atrasado, pero qué atrasadoestaba aquel miserable lugarón!».

Entretanto Ana recobraba el apetito, la saludvolvía a borbotones. Tenía sueños castos, talesse le antojaban, sin sujeto humano, como decíaRipamilán, pero dulces, suaves. Sentía, mediodormida, a la hora de amanecer sobre todo,palpitaciones de las entrañas que eran agrada-ble cosquilleo; otras veces, como si por sus ve-nas corriese arroyo de leche y miel, se le figura-ba que el sentido del gusto, de un gusto exqui-sito, intenso, se le había trasladado al pecho,más abajo, mejor, no sabía dónde, no era en elestómago, era claro pero tampoco en el co-razón, era en el medio. Despertaba sonriendo ala luz. Su pensamiento primero, sin falta, erapara el Señor. Oía los gritos de los pájaros en lahuerta, encontraba en ellos sentido místico, y lapiedad matutina de Ana era optimista. Elmundo era bueno, Dios se recreaba en su obra.Cada día encontraba la Regenta mayor consis-tencia en la idea de las cosas finitas; ya no le

costaba tanto trabajo reconocer su realidad:volvían los seres materiales a tener para ella lapoesía inefable del dibujo; la plasticidad de loscuerpos era una especie de bienestar de la ma-teria, una prueba de la solidez del universo; yAna se sentía bien en medio de la vida. Pensabaen las armonías del mundo y veía que todo erabueno, según su género. La idea de Dios, laemoción profunda, intensa que le causaba laevidencia de la divinidad presente, no se des-lucían, no se borraban; pero Dios ya no se leaparecía en la idea de su soledad sublime, sinopresidiendo amorosamente el coro de los mun-dos, la creación infinita. Empezó a olvidar al-gunas noches la lectura de Santa Teresa. Seguíaenamorada de la Doctora sublime, pero algunasopiniones de la Santa prefería pasarlas por alto,estaban en pugna con las ideas propias; «al finno en balde habían pasado tres siglos». EmpezóAna a comprender mejor lo que el Magistral lequería decir al hablarle de actividad piadosa.

«Es verdad, se decía, no he de vivir en esteegoísmo de recrearme en Dios; necesito, sí, tra-bajar más y más en la oración mental y en lacontemplación, para ver más y más cada día enesa región de luz en que el alma penetra, pero...¿y mis hermanos? La caridad exige que se pien-se en los demás. Ya puedo, ya puedo salir, vi-vir, sacrificarme por el prójimo; ya estoy fuerte,Dios lo ha permitido».

El Magistral, mientras duraba la debilidad,le había prohibido incorporarse para rezar derodillas sus oraciones de la mañana. Pero ellaen cuanto sintió aquella bienhechora fortalezade los músculos, que es como el amor propiodel cuerpo, gozose en distender los miembrosque volvían a cubrirse de rosas pálidas, otravez repletos de vida circulante. Y sin descenderdel lecho, sobre las sábanas tibias, levementemecida por los muelles del colchón al incorpo-rarse, rezaba, toda de blanco, sumidas las rodi-llas redondas y de raso en la blandura apeteci-ble. Rezaba, y a veces en el entusiasmo de su

fervor religioso acercaba el rostro al Cristo in-clinado sobre la cabecera, y besaba las llagas dela imagen llorando a mares. Pensaba que aque-llas lágrimas dulces eran la miel mezclada quecorría dentro y ahora saltaba por los ojos enraudal inagotable. Cuando estuvo mejor, aúnmás fuerte, huyó la pereza del colchón y saltóal suelo y rezó sobre la piel de tigre. Aún queríamás dureza, y separaba la piel y sobre la mo-queta que forraba el pavimento hincaba lasrodillas. Pensó en el cilicio, lo deseó con fuegoen la carne, que quería beber el dolor descono-cido, pero el Magistral había prohibido talestormentos sabrosos.

El primer objeto a que Ana quiso aplicar sucaridad ardiente, fue la conversión de su mari-do. Santa Teresa había trabajado por la piedadde su padre, que ya era cristiano de los buenos,pero habíale ella querido más piadoso todavía.Ana se propuso emplear su celo en ganar paraDios el alma de su don Víctor, «que venía tam-bién a ser su padre».

La suavidad, la dulzura, la elocuencia, lascaricias fueron los medios, lícitos todos, queempleó con arte de maestro. Quintanar tardóen conocer que su Anita, su querida Anitaquería convertirle a la piedad verdadera. Alprincipio sólo notó que su mujer se hacía máscomunicativa, cariñosa a todas horas, comoantes lo era después de los ataques nerviosos yen ausencias o enfermedades. «¿Quería discutirpor pasar el rato? Enhorabuena; él amaba ladiscusión». Y sostenía la tesis contraria paramantener animado el debate. Pero, amigo, laRegenta había ido haciendo la cuestión perso-nal; ya no se trataba de si Cristo había redimidoa todas las Humanidades repartidas por los pla-netas, de una sola vez, o yendo de estrella enestrella a sufrir en todas muerte de cruz; ahorase trataba ya de si don Víctor confesaba muy detarde en tarde, si perdía o no muchas misas, (ysí que las perdía). «Además, los libros en queapacentaba el espíritu eran vanos; comedias,mentiras fútiles y peligrosas».

—¿Tú nunca has leído vida de santos, ver-dad?

—Sí, hija, sí, y autos sacramentales....—No es eso.... Quintanar; hablo de La Leyen-

da de Oro y del Año Cristiano de Croiset, porejemplo.

—¿Sabes, hija mía?... Yo prefiero los librosde meditación....

—Pues toma el Kempis, la Imitación de Cris-to... lee y medita.

Y se lo hizo leer. Y entre Kempis y la Regenta,y el calor que empezaba a molestarle, y laprohibición de los baños le quitaron el humoral digno magistrado. Ya no leía, al dormirse, aCalderón, sino a Job y al dichoso Kempis. «¡Va-ya unas cosas que decía aquel demonche defraile o lo que fuese! No, y lo que es razón tenía,es claro; el mundo, bien mirado, era un montónde escorias. Él no podía quejarse, en su vida nohabía habido desengaños terribles, grandescontrariedades, aparte de la muy considerablede no haber sido cómico; pero en tesis general,

el mundo estaba perdido. Y además, esto dehacerse viejo, que le tocaba a él como a cadacual, era un gravísimo inconveniente. En lamuerte no quería pensar, porque eso le poníamalo, y Dios no manda que enfermemos. Lamuerte... la muerte... él tenía así... una vaga ydisparatada esperanza de no morirse.... ¡Lamedicina progresa tanto! Y además, se podíamorir sin grandes dolores, por más que Frígilislo negaba». En fin, no quería pensar en la muer-te. Pero poco a poco Kempis fue tiznándole elalma de negro y don Víctor llegó a despreciarlas cosas por efímeras. Una tarde, en su Parque,contemplaba a Frígilis que estaba a sus piesagachado plantando cebolletas, embebecido ensu operación.

«¡Valiente filósofo era Frígilis!». Don Víctorle miraba desde la altura de su pesimismo pres-tado, y le despreciaba y compadecía. «¡Plantarcebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorioplantar árboles en general y edificar casas, queal cabo de los años mil se caen? Pues entonces,

¿para qué plantar cebolletas, si todo era un so-plo, nada?...».

«Corriente, pero aquello de disgustarse detodo era poco divertido. ¿Qué iba él a hacermano sobre mano un verano entero sin baños,ni bromas en las aguas de Termasaltas?».

«Y quedaba el rabo por desollar. La cuestiónde salvarse o no salvarse. Aquello era serio. Aél le daba el corazón que se salvaría; pero lossantos escritores presentaban como tan difícil lacosa, que ya le inquietaban ciertas dudas.... ¿Sino habría sido él toda su vida bastante bueno?Había que pensar en esto; pero ¡Dios mío! ¡él noquería quebraderos de cabeza! Ya, cuando lo dela jubilación, fundada en una enfermedad queno tenía, le había costado gran trabajo arreglarsus papeles y pedir recomendaciones, y la jubi-lación era cosa temporal... con que la salvacióndel alma, la jubilación eterna como quien decía¡apenas iba a exigir esfuerzos, expedientes, ytambién recomendaciones! Era preciso entre-

garse a su esposa para que le ayudase en tanarduo negocio».

La Regenta conoció bien pronto que donVíctor se entregaba. Aunque ella hubiera que-rido más acendrada piedad, tuvo que conten-tarse con el dolor de atrición que claramentemanifestaba su marido. Y no tuvo escrúpulo enasustarle un poco más de lo que estaba, re-cordándole las penas del Infierno, aunque estosrecursos de terror le repugnaban a ella. Quin-tanar mostraba gran empeño en sostener que elfuego de que se trataba no era material, erasimbólico.

—No es de fe—repetía—en mi opinión, creerque ese fuego es físico, material; es un símbolo,el símbolo del remordimiento.

Algo le tranquilizaba la idea de que le tosta-sen con símbolos en el caso desesperado de nosalvarse, como deseaba seriamente.

El primer esfuerzo que hizo Anita para salirde casa, tuvo por objeto llevar a su don Víctor ala Iglesia. Confesaron los dos con el Magistral.

A don Víctor al comulgar le atormentaba laidea de que no había confesado un pecadilloconsiderable: tenía sus dudas respecto de lainfalibilidad pontificia.

El canónigo Döllinger, de quien no sabíamás sino que existía y que se había separado dela Iglesia, le seducía por su tenacidad, que lerecordaba la de su tierra, Aragón, el reino másnoble y testarudo del Universo.

Los días para la Regenta se deslizaban sua-vemente.

El Magistral, su maestro, y don Víctor, sudiscípulo, eran los compañeros de su vida alparecer sosa, monótona, pero por dentro llena deemociones. Seguía encontrando en la oraciónmental delicias inefables. Dios era no menosamable como Padre de las criaturas, como Di-rector de la gran «fábrica de la inmensa arqui-tectura», que en la pura contemplación de suIdea. Además, pensaba Anita, fuera orgulloaspirar ahora a la visión de la Divinidad direc-tamente; me faltan muchos pasos, muchas mo-

radas. Ya llegaré si el Señor lo tiene así dispues-to. Ahora debo hacer lo que dice el Magistral;ya que las fuerzas vuelven a mi cuerpo, apro-vecharlas en una actividad piadosa, que es loque él llama higiene del espíritu. La ociosidadme volvería al pecado, como volvía a la mismaSanta Teresa. Si para ella tenía tan grave peligro¡qué será para mí!».

Anita recibía las pocas visitas que don Álva-ro se atrevía a hacerle, sin alterarse, tranquilaen su presencia, y tranquila después que semarchaba. Procuraba apartar de él su pensa-miento, con la conciencia de que era aquel re-cuerdo una llaga del espíritu que tocándoladolería. Tuvo valor para mostrarse fría con él,para cortar el paso a la confianza, para negarlela mano, para todo, hasta para verle despedir-se.... Pero en cuanto le vio salir tropezando,«ciego de amor y pena», creía ella, una lástimainfinita le inundó el alma, y tembló de miedo;su seno se hinchó con un suspiro... y la carneflaca tropezó con el Cristo amarillento de marfil

que el Magistral había regalado a su amiga pa-ra que lo llevase sobre el pecho.

Ana besó la imagen y volvió los ojos al cielo.—Jesús, Jesús, tú no puedes tener un rival.

Sería infame, sería asqueroso....Y recordó la ira de Jesús cuando se aparecía

a Teresa que le olvidaba.—Sería engañar a Dios, engañar al Magistral

pensar en ese hombre ni un solo instante, nisiquiera para compadecerle.... ¡Oh! ¡qué hipó-crita, qué gazmoña miserable sería yo si talhiciera! ¡Qué romanticismo del género másridículo y repugnante sería el mío, si despuésde tanta piedad que yo creí profunda, vocaciónde mi vida en adelante, volviera una pasiónprohibida a enroscarse en el corazón, o en lacarne, o donde sea!... ¡No, no! ¡Ridículo, villano,infame, vergonzoso, además de criminal! ¡Milveces no! Quiero morir, morir, Señor, antes quecaer otra vez en aquellos pensamientos quemanchan el alma y le clavan las alas al suelo,entre lodo....

Pero al día siguiente de la despedida de donÁlvaro, Ana despertó pensando en él. «Ya noestaba en Vetusta. Mejor. La terrible tentaciónle volvía la espalda, huía derrotada.... Mejor...era un favor especial de Dios».

Aquella tarde bajó al parque, a la hora enque don Álvaro se había despedido el día ante-rior.

«Veinticuatro horas hacía ya». Otras veceshabía estado días y días sin verle, y le parecíamuy tolerable la ausencia y corta. Pero estasveinticuatro horas eran de otra manera, se con-taban por minutos... que es como se cuentan lashoras. «Y bien, lo normal, lo constante, lo quedebía ser ya siempre, era aquello... el no verle....Veinticuatro horas y después otras tantas... yasí... toda la vida».

Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo es-peso de los castaños de Indias, ahora cargadosde anchas hojas y penachos blancos, podía Anarespirar una ráfaga de aire fresco. Su pensa-miento quería elevarse, volar al cielo, pero el

calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mu-cho, le derretía las alas al pensamiento y caía enla tierra, que ardía, en concepto de Ana.

Y para que no se le antojase volar más en to-da la tarde, se presentó en el parque VisitaciónOlías de Cuervo, a quien el verano sentaba bien,y dejaba lucir trajes de percal fantásticos y bara-tos. Venía alegre, vaporosa, y con las aparien-cias de un torbellino; daba gana de cerrar losojos al verla acercarse. En la calle la había que-rido abrazar un mozo de cordel. La aventura,ridícula y todo, la había rejuvenecido, habíaencendido chispas en sus ojuelos, y «¡ea! veníacon afán de abrazar ella también». Abrazó a laRegenta, se la comió a besos... y después decontarla el paso de comedia del mozo de cordel,gritó de repente:

—A propósito, ¿no te ha contado Víctor lode Álvaro?

Visita tenía cogida por las muñecas a suamiga. Estaba tomándola el pulso a su modo.

Clavó con sus ojos menudos los de Ana yrepitió:

—¿No sabes lo de Álvaro?El pulso se alteró, lo sintió ella con gran sa-

tisfacción. «A mí con santidades, pensó; pul-visés, como dijo el otro».

—¿Qué le pasa? ¿qué se ha marchado? Ya losé.

—No, no es eso.—¿Qué? ¿No se ha marcha-do?

Nueva alteración del pulso, según Visita.—Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás

cómo. Ya sabes que tenía relaciones con la se-ñora de ese que es o fue ministro, no recuerdo,en fin ya sabes quién es, ese que viene a baños aPalomares.

—Sí, sí, bien...—Pues bueno; esta mañana, loha visto medio Vetusta, al ir Mesía a tomar eltren de Madrid, el correo, el que sube... ¿estás?se encontró con esa ministra, que es muy guapapor cierto, en medio del andén. ¡Figúrate! Total,que ella bajaba para Palomares, donde ha com-

prado una especie de chalet o demonios; bueno,pues, cátate que nuestro Alvarito, en vez detomar el tren que subía, el de Madrid, toma elque baja, da órdenes a su criado, para que reco-ja corriendo el equipaje y se meta en el reserva-do que traía la ministra, un coche salón concama y demás. Y el marido no venía, por su-puesto; ella, dos criados y los bebés como diceObdulia. ¡Figúrate! Todo Vetusta, que estaba enla estación esta mañana por casualidad, se hahecho cruces. Es mucho Álvaro. ¿Pero ella?¿qué te parece de ella? A eso vamos; a lo escan-dalosas que son esas señoronas de Madrid. Yeso que esta tiene fama de virtuosa, ¡uf! ¡yo locreo!... La virtuosísima señora ministra de Gra-cia y salero... ¡pero, señor, cómo demonches sellama ese tipo de ministro!...

Ana recordaba perfectamente cómo se lla-maba aquel «tipo de ministro», pero no quisodecirlo; sintió que palidecía, por un frío demuerte que le subió al rostro; dio media vuelta,y disimulando cuanto pudo, se recostó en un

árbol. Fingió entretenerse en rayar la cortezadel tronco, y mudando de conversación, pre-guntó a Visita por un niño que tenía enfermo.

Pero Visita era tambor de marina, como de-cían ella y la Marquesa; de otro modo, que na-die se la pegaba; conoció la turbación de Ana, ycon gran júbilo, confirmó para sus adentros lateoría del pulvisés o sea de la ceniza universal.

«Ana tenía celos; luego, tenía amor; no hayhumo sin fuego».

Se despidió al poco rato; ya había dado sunoticia, ya sabía lo que quería; no era cosa deperder el tiempo; necesitaba hacer en otra parteotra buena obra por el estilo. Se marchó, comola marejada que se retira. Dejó los senderosblancos como si los hubiesen peinado. La esco-ba almidonada de enaguas y percal engomadodejó su rastro de rayas sinuosas y paralelasgrabado en la arena.

Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tenta-ción de don Álvaro, le había sabido a cosa nue-va; se le figuró un momento que aquel dolor

que sintiera al saber lo de la ministra, era másde las entrañas que sus demás penas; era undolor que la aturdía, que pedía remedio a gritosdesde dentro.... Por la primera vez, después desu enfermedad, sintió la rebelión en el alma.

«Oh, no; no quería volver a empezar. Ellaera de Jesús, lo había jurado. Pero el enemigoera fuerte, mucho más de lo que ella había creí-do. Otras veces había desafiado el peligro; aho-ra temblaba delante de él. Antes la tentaciónera bella por el contraste, por la hermosuradramática de la lucha, por el placer de la victo-ria; ahora no era más que formidable; detrás dela tentación no estaba ya sólo el placer prohibi-do, desconocido, seductor a su modo para laimaginación; estaban además el castigo, la cóle-ra de Dios, el infierno. Todo había cambiado; suvocación religiosa, su pacto serio con Jesús laobligaban de otro modo más fuerte que los la-zos demasiado sutiles del deber vagamenteadmitido por la conciencia, sin pensar en san-ción divina. Antes no quería pecar por digni-

dad, por gratitud, porque... no. Ahora el pecadoera algo más que el adulterio repugnante, era laburla, la blasfemia, el escarnio de Jesús... y erael infierno. Si caía en los lazos de la tentación,¿quién la consolaría cuando viniese el remor-dimiento tardío? ¿cómo llamar a Jesús otra vez?¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caí-do? No, no la llamaría, preferiría morir deses-perada y sola. ¿Pero después? El infierno, aque-lla verdad tremenda, sublime en su mal sintérmino».

—«Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás—exclamó en voz alta, hablando con las nubeci-llas rosadas que imitaban en el cielo las olas delmar en calma».

Aquella noche lloró la Regenta lágrimas quesalían de lo más profundo de sus entrañas, derodillas sobre la piel de tigre, con la cabezahundida en el lecho, los brazos tendidos másallá de la cabeza, las manos en cruz.

Desde el día siguiente el Magistral notó conmucha alegría, que Ana volvía su piedad del

lado por donde él quería llevarla. «Menos con-templación y más devociones, obras piadosas yculto externo, que entretiene la imaginación».

Con un entusiasmo que tenía sus remolinosque atraían las voluntades, Ana se consagró a lapiedad activa, a las obras de caridad, a la ense-ñanza, a la propaganda, a las prácticas de ladevoción complicada y bizantina, que era laque predominaba en Vetusta. Aquellas exage-raciones, que tal le habían parecido en otrotiempo, ahora las encontraba justificables, comolos amantes se explican las mil tonterías ridícu-las que se dicen a solas.

«¿No había en los amores humanos un vo-cabulario infantil, ridículo, sin sentido para losprofanos? Sí, lo había, ella no podía asegurarlopor experiencia, pero lo había leído y el corazónse lo confirmaba. Pues bien, el amor de Dios, asu manera, podía tener sus niñerías, sus nimie-dades, ridículas para las almas frías, indiferen-tes». Hasta llegó a comprender los superlativos

de letanía de doña Petronila o sea el gran Cons-tantino.

Al Magistral mismo se atrevía la Regenta ahablarle con cierto mimo, con una confianzallena de palabras de sentido nuevo y conveni-do, con un estilo que podría llamarse humo-rismo piadoso. Y además se permitía Ana inte-resarse por los bienes puramente temporales desu confesor. No le dejaba pasar debilidades,exponerse a un constipado. «¡Buena la haría-mos si usted se me muriese! todo esto, señormío, es egoísmo, ni Dios ni usted han de agra-decerlo».

Con estas palabras, y con las sonrisas que lasacompañaban, el Magistral tenía para rumiarocho días de felicidad inefable. «Sí, inefable. Élno se explicaba qué era aquello. No sospechabaque en el mundo, en el pícaro mundo se podíagozar así. A los treinta y seis años, cuando élcreía que ya nadie podía enseñarle nada, unaseñora inocente, joven, sin mundo, venía a mos-trarle un universo nuevo, donde sin más que

una sonrisita, una palabra que era como la letrade una música que había en el modo de decirla,se veía uno de repente entre los ángeles, go-zando como en el Paraíso, sin querer nada más,sin pensar en nada más. ¡Gozando, gozando ygozando!».

Ni por las mientes se le pasaba reflexionarsobre su situación. ¿Era aquello pecado? ¿Eraaquello amor del que está prohibido a un sa-cerdote? Ni para bien ni para mal se acordabadon Fermín de tales preguntas. Peor para ellassi se hubiera acordado.

—¡Usted nunca me habla de sí mismo!—ledecía Ana con tono de reconvención, una ma-ñana de Agosto, en el parque, metiéndole unarosa de Alejandría, muy grande, muy olorosa,por la boca y por los ojos. Estaban solos. Táci-tamente habían convenido en que aquellas ex-pansiones de la amistad eran inocentes. Elloseran dos ángeles puros que no tenían cuerpo.Anita estaba tan segura de que para nada en-traba en aquella amistad la carne, que ella era la

que se propasaba, la que daba primero cadapaso nuevo en el terreno resbaladizo de la in-timidad entre varón y hembra.

El Magistral con la cara llena del rocío de laflor y el corazón más fresco todavía, contestó:

—¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yotengo, por razón de mi oficio en la Iglesia mili-tante, la mitad de mi vida entregada a la ca-lumnia, al odio, a la envidia, que la devoran yhacen de ella lo que quieren: se me persigue, seme preparan asechanzas, hasta hay sociedadessecretas que tienen por objeto derribarme, co-mo ellos dicen, de lo que llaman el poder....Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Pue-do asegurar a usted que yo no pienso más queen la otra mitad de mí mismo, que es la quetraigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe,acompañada de almas nobles, santas, como lade una señora... que usted conoce... y a quienno aprecia en todo lo que vale....

Y el Magistral sonrió como un ángel, mien-tras aspiraba con delicia el perfume de rosa de

Alejandría, que Ana sin resistencia había deja-do en manos del clérigo.

Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se leperseguía, se le calumniaba... tenía enemigos...y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba bueno!».Algo había oído ella mucho tiempo hacía, perovagamente. Se acusaba al Magistral, a lo quepodía entender, de vicios tan torpes, de tanmiserables delitos, que lo grosero de la calum-nia la hacía de puro inverosímil inofensiva casi.

La Regenta había despreciado y hasta olvi-dado aquellos rumores que llegaban de tardeen tarde a sus oídos. Pero ya que el Magistralmismo se quejaba, daba a entender que aquellapersecución le dolía, era necesario saber más,procurar el consuelo de aquel corazón atribula-do, buscar remedios eficaces, ayudar al justoperseguido, calumniado, que además del justoera el padre espiritual, el hermano mayor delalma, el faro de luz mística, el guía en el caminodel cielo.

Aquella mañana de Agosto el Provisor la se-ñaló como una de las más felices de su vida.Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él,elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil,improvisó de palabra una de aquellas novelasque hubiera escrito a no robarle el tiempo ocu-paciones más serias. Se sentaron en el cenador.Don Fermín dijo, primero, sonriendo, que éltambién quería confesarse con ella. «¿Creía Anaque era perfecto? ¿Que no había pasiones deba-jo de la sotana? ¡Ay sí! Demasiado cierto erapor desgracia». La confesión del Magistral separeció a la de muchos autores que en vez decontar sus pecados aprovechan la ocasión depintarse a sí mismos como héroes, echando almundo la culpa de sus males, y quedándosecon faltas leves, por confesar algo.

De aquella confidencia, Ana sacó en limpioque el Magistral, como ella creía, era un almagrande, que no había tenido más delito quecierta vaga melancolía en la juventud y unaambición noble, elevada, en la edad viril. Pero

aquella ambición había desaparecido ante otramás grande, más pura, la de salvar las almasbuenas, la de ella por ejemplo. Ana, al oír aque-llo, cerraba los ojos para contener el llanto, y sejuraba en silencio consagrarse a procurar lafelicidad de aquel hombre a quien tanto debía,que tan grande se le mostraba, que preferíavivir cerca de ella para guiarla en el camino dela virtud, a ser obispo, cardenal, pontífice. «¡Yle calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y habíahabido tiempo en que querían ponerle en ridí-culo, por que ella, Anita, seguía entregada a lasvanidades del mundo, a pesar de ser hija deconfesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, yaverían en adelante!».

«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal,aquel afán por una buena obra, aquella abnega-ción, a que se proponía entregarse, para comba-tir la tentación cada vez más temible del re-cuerdo de Mesía, que estaba en Palomaresenamorado de la ministra?».

De Pas ya no sabía dónde iba a parar aque-llo.

Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por de-cir que le adoraba, de tal suerte, que el peligrocada día era mayor. «Aunque la pasión que élsentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar(estaba seguro de ello) ni era amor a lo profano,ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir a darno se sabía dónde. Y el Magistral estaba segurode que al menor descuido de la carne, intrusa,temible, la Regenta saltaría hacia atrás, se in-dignaría y él perdería el prestigio casi sobrena-tural de que estaba rodeado. Además, supo-niendo que aquello parase en un amor sacrílegoy adúltero, miserablemente sacrílego, por habertenido tales comienzos, ¡adiós encanto! Ya sabíaél lo que era esto. Una locura grosera de algu-nos meses. Después un dejo de remordimientomezclado de asco de sí mismo; verse despre-ciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo,y ambición vulgar y huracanes en la Curia ecle-siástica.—No, no. La Regenta debía de ser otra

cosa. Había que hacer a toda costa que aquellono pudiese degenerar en amor carnal que sesatisface. Y sobre todo, lo de antes, que la Re-genta se llamaría a engaño; era seguro».

Y después de una pausa, pensaba el Magis-tral:

«Y en último caso, ello dirá».Don Víctor estaba cada día más triste. Por

una parte aquel dolor de atrición, aquel miedoa no salvarse a pesar de ser tan bueno, de nohaber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor,aquel sudor continuo, aquellas noches sin dor-mir... la soledad de Vetusta... la yerba agostadadel Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Yademás que nadie le comprendía. Frígilis eraun estuco: en tratándose de cosas espiritualesya se sabía que no había que contar con él. Ni elverano le sofocaba, ni el invierno le encogía: eraun marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral elestío de Vetusta, aquella tristeza de calles ypaseos no les disgustaba!». Iba don Víctor alCasino: ni un alma. Algún magistrado sin vaca-

ciones que jugaba al billar con un mozo de lacasa. En el gabinete de lectura, Trifón Cármenesrepasando Ilustraciones antiguas; en el tresillo niun socio; no le quedaba más que el dominó,que le era antipático por el ruido de las fichas ypor aquello de estar sumando sin parar. Su con-tendiente de ajedrez estaba en unos baños.«¡Claro! todo el mundo se estaba bañando».Aunque don Víctor otros veranos, si bien pasa-ba junto al mar un mes, no se bañaba más quedos o tres veces, ahora echaba de menos todoslos días la frescura de las olas. En el Casino leíalos periódicos de La Costa: conciertos nocturnosal aire libre, giras campestres, regatas, de todoesto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuánta música!¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingle-ses... y el mar... el mar inmenso.... ¡Aquello eradivertirse! Don Víctor suspiraba y se volvía acasa.

—«No estaba la señora».Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la

mesilla de noche. Sin poder resistir el impulso,

Quintanar tomaba el libro, después de quitarseel chaquet de alpaca y quedarse en mangas decamisa: tomaba el libro y leía.... «¡Vuelta almiedo! a la tristeza, a la languidez espiritual.Era en efecto el mundo una lacería, como decíael texto, y sobre todo en el verano. Vetusta eraun pueblo moribundo. Aquella misma verdurade los árboles, tan desnudos en invierno, erabien venida en primavera, pero causaba ahorahastío: casi se deseaba la rama escueta, que tie-ne mejor dibujo». Hasta era capaz de hacerseartista de veras don Víctor a fuerza de triste yaburrido.

Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor,más valía que alguno lo pasara bien: él no eraegoísta».

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer ala soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allíel Kempis sangrando, probando, como tres ydos son cinco, que en el mundo nunca hay mo-tivo para estar alegre? Verdad era que su Anitaera feliz por razones más altas. Él no podía lle-

gar a tal grado de piedad. Temía a Dios, reco-nocía su grandeza, ¡es claro! ¡había hecho lasestrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vezreconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quin-tanar, seguía aburriéndose en aquel puebloabandonado, sin teatro, sin paseos, sin mar, sinregatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fue-ra por sus pájaros!».

En tanto Ana, cada día más activa, procura-ba olvidar, y muchas veces lo conseguía, lo quellamaba la tentación, que cada vez era másformidable; y cuanto más temida más fuerte.Pero huía de ella, acogíase a la piedad, y visita-ba con celo apostólico y ardiente caridad lasmoradas miserables de los pobres hacinados enpocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la re-ligión para el espíritu y la limosna para el cuer-po; solían acompañarla doña Petronila Rianza-res o alguna otra dama de su cónclave; perotambién iba sola. De cuantas ocupaciones leimponía la vida devota, esta era la que más leagradaba.

El verano robaba gran parte del contingentede aquellos ejércitos piadosos del Corazón deJesús, la Corte de María, el Catecismo, las Pau-linas y demás instituciones análogas; muchasseñoras iban a baños o a la aldea. Pero el núcleoquedaba: era el grupo numeroso y considerablede beatas ilustres que rodeaban al Gran Cons-tantino, a doña Petronila. Durante los meses delcalor disminuían bastante las limosnas, pero sehablaba mucho en las cofradías, preparando lasfiestas de Otoño y de Invierno; y además, semurmuraba un poco de las ausentes. La Regen-ta, sin entrar jamás en estos conciliábulos, losperdonaba como falta leve, «que ella, cargadade otras más graves, no tenía derecho a censu-rar».

Don Fermín y Ana se veían todos los días;en el caserón de los Ozores, unas veces, otras enel Catecismo, en la catedral, en San Vicente dePaúl, y más a menudo en casa de doña Petroni-la. El obispo madre siempre estaba ocupada; losdejaba solos en el salón obscuro, y ella, con

permiso de sus amigos, se iba a arreglar suscuentas o lo que fuese.

Vetusta era de ellos: la soledad del veranoparecía darles posesión del pueblo; hablaban enel pórtico de la catedral mucho tiempo paradespedirse, sin miedo de ser vistos; como siaquella soledad de la iglesia se extendiera atodo el pueblo. Anita encontraba la vida deVetusta más tolerable que en invierno. En esteparticular no se entendían ella y su marido.

Don Fermín hubiera deseado que la estaciónno pasara, que los ausentes se quedaran porallá. Su madre había ido a Matalerejo a cobrarrentas y preparar la recolección; a recoger in-tereses de mucho dinero esparcido por aquellasmontañas. Teresina era el ama de casa. Alegretodo el día, activa, solícita, llenaba el hogar delMagistral de cantares religiosos a los que daba,sin saber cómo, sentido profano, aire de la calle.Aquel tono alegre era más picante por el con-traste con el rostro de Dolorosa de la joven.Teresina había tomado un poco de color, y los

ojos, rodeados de ligeras sombras, eran másprofundos, más hermosos que nunca en aquellaobscuridad dulce y misteriosa de las pupilas.Amo y criada estaban contentos. La libertad lessabía a gloria. Cada cual hacía lo que quería.No estaba doña Paula, no había que dar cuen-tas a nadie. Y no faltaba nada. El señorito lotenía todo a su tiempo y en su sitio como siem-pre. Ya podía vivir sin la señora.

El Magistral salía y entraba sin temor de in-terrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no im-portaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fueraeterno el verano! Hasta sus enemigos habíancedido en la calumnia; ya no se murmurabatanto; muchos de los calumniadores veranea-ban; a los que quedaban les faltaba auditorio.Don Santos Barinaga no salía de casa, estabaenfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por eco-nomía, procuraba mantener el fuego sagradode la murmuración en el Casino, entre cuatro ocinco socios aburridos, que iban allí media horaa tomar café. En fin, parecía aquello una sus-

pensión de hostilidades. «Bien venido fuera;don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, peroprefería la paz. Sobre todo ahora, que tenía másque hacer, algo mejor y más dulce que odiar yperseguir a miserables, dignos de desprecio yde lástima».

Aquella felicidad que saboreaba De Pas co-mo un gastrónomo los bocados, aquella liber-tad, aquella pereza moral que el verano hacíamás voluptuosa para su cuerpo robusto, lossueños vagos de amor sin nombre, la deliciosarealidad de ver a la Regenta a todas horas ymirarse en sus ojos y oírla dulcísimas palabrasde una amistad misteriosa, casi mística, hacíandesear a don Fermín que el sol se detuviera otravez, que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tantriste para don Víctor, era para el Magistral eltiempo más dichoso de su vida.

Cuando oía, desde su despacho, muy tem-prano, el «Santo Dios, Santo Fuerte», que can-taba como si fueran malagueñas, Teresina, quehacía la limpieza allá fuera, tentaciones sentía

de cantar él también. No cantaba, pero se levan-taba, salía al pasillo.

—Teresina, el chocolate—gritaba alegre,frotándose las manos.

Y pasaba al comedor. La doncella, a poco,llegaba con el desayuno en reluciente jícara dechina con ramitos de oro. Cerraba tras sí lapuerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobreella el servicio, extendía la servilleta delante delseñorito... y esperaba inmóvil a su lado.

Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho enchocolate; Teresa acercaba el rostro al amo, se-parando el cuerpo de la mesa; abría la boca delabios finos y muy rojos, con gesto cómico sa-caba más de lo preciso la lengua, húmeda ycolorada; en ella depositaba el bizcocho donFermín, con dientes de perlas lo partía la cria-da, y el señorito se comía la otra mitad.

Y así todas las mañanas.

—XXII—

Alegre, rozagante, como nuevo volvió de losbaños de Termasaltas el señor Arcediano donRestituto Mourelo, dispuesto a emprender otracampaña, que esperaba fuese la última y deci-siva, «contra el despotismo del simoníaco ylascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que,apoderado del ánimo del señor Obispo, teníasojuzgada a la diócesis». Con esta perífrasisaludía al señor Provisor el diplomático Gloces-ter.

El primer disgustillo que tuvo De Pas aquelverano fue esta noticia, que le dieron en el coro,por la mañana.

«Ha llegado Glocester». «No le temía, ni a élni a nadie... ¡pero estaba tan cansado de luchary aborrecer!».

Mourelo se encontró con otros muchosmurmuradores de refresco y con los de depósitoque no estaban menos ganosos de romper elfuego contra el común enemigo. Todos ardían

en el santo entusiasmo de la maledicencia. Losque venían de las aldeas y pueblos de pesca,traían hambre de cuentos y chismes; la soledaddel campo les había abierto el apetito de lamurmuración; por aquellas montañas y vallesde la provincia, ¿de quién se iba a maldecir?«¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los cen-tros de civilización para despellejar cómoda-mente al prójimo. En los pueblos se habla maldel médico, del boticario, del cura, del alcalde;pero ellos, los vetustenses, los de la capital¿cómo han de contentarse con tan miserablecomidilla?». ¡Civis romanus sum! decía Mourelo:«Quiero murmuración digna de mí. Aplaste-mos, con la lengua, al coloso, no al médico deTermasaltas por ejemplo».

Y Foja y los demás que se habían quedado,también ansiaban la vuelta de los ausentes,para contarles las novedades y comentarlastodos juntos. La animación de Vetusta renacíaen cabildo, cofradías, casinos, calles y paseoscuando los del veraneo empezaban a aparecer.

Las amistades falsas, gastadas hasta hacerseinsoportables durante el común aburrimientode un invierno sin fin, ahora se renovaban; losque volvían encontraban gracia y talento en losque habían quedado y viceversa; todos reíanlos chistes y las picardías de todos. Poco a pocolos círculos de la murmuración se animaban, lacalumnia encendía los hornos, y los últimosque llegaban, los regazados, encontraban aque-llo hecho una gloria. «¡Qué ocurrencias, quéfina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, el ingeniovetustense!».

El Magistral fue aquel año la víctima de lasdionisíacas de la injuria; no se hablaba más quede él.

«Don Santos Barinaga, el rival mercantil deLa Cruz Roja, la víctima del monopolio ilegal yescandaloso de doña Paula y su hijo; el pobredon Santos, se moría sin remedio, según donRobustiano Somoza, el médico de la aristocra-cia cuyas ideas no eran sospechosas».

—¿Y de qué dirán ustedes que se muere?—preguntaba Foja en un corrillo, delante de lacatedral, al salir de misa de doce.

—Se morirá de borracho—contestaba Ripa-milán.

—No señor, ¡se muere de hambre!...—Se muere de aguardiente.—¡De hambre!...

Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba laciencia:

—Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa anadie; otra es su misión. Yo no niego que elalcoholismo crónico tenga parte en la enferme-dad de Barinaga, pero sus efectos, sin duda,hubieran podido cohonestarse (así decía) conuna buena alimentación. Además, hoy día elpobre don Santos ya no tiene dinero ni paraemborracharse, ya no puede beber de pura mi-seria.... Y aunque ustedes no comprendan esto,la ciencia declara que la privación del alcoholprecipita la muerte de ese hombre, enfermo porabuso del alcohol....

—¿Cómo es eso, hombre?—preguntaba elArcipreste.

—A ver explíquese usted—decía Foja.Don Robustiano sonreía; movía la cabeza

con gesto de compasión y se dignaba explicaraquello. «Don Santos, aunque se pasmasenaquellos señores, a pesar de morir envenenadopor el alcohol, necesitaba más alcohol para tiraralgunos meses más. Sin el aguardiente, que lemataba, se moriría más pronto».

—Pero don Robustiano, ¿cómo puede sereso?

—Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usteda Todd?

—¿A quién?—A Todd.—No señor.—Pues nohable usted. ¿Sabe usted lo que es el poder hi-potérmico del alcohol? Tampoco; pues cálleseusted.

¿Sabe usted con qué se come el poder dia-forético del citado alcohol? Tampoco; pues son-soniche. ¿Niega usted la acción hemostática delalcohol reconocida por Campbell y Chevrière?

Hará usted mal en negarla; se entiende, si setrata del uso interno. De modo que no sabeusted una palabra....

—Pues por eso pregunto.... Pero oiga usted,señor mío, por mucho que usted sepa y diga loque quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santaciencia, tienen derecho para calumniar a donSantos Barinaga; harto tiene el pobre con mo-rirse de hambre y de disgustos, sin que ustedpor haber leído, sabe Dios dónde y con cuántaprisa, un articulillo acerca del aguardiente,digámoslo así, se crea autorizado para insultara mi buen amigo y llamarle borrachón entérminos técnicos.

—Poco a poco—gritó Ripamilán—en eso es-toy yo conforme con la ciencia y con el señorSomoza su legítimo representante. No sé si unclavo saca otro clavo en medicina, ni si la man-cha de la borrachera con otra verde se quita,pero don Santos es un tonel en persona y tienemás espíritu de vino en el cuerpo que sangre en

las venas; es una mecha empapada en alcohol...prenda usted fuego y verá...

—Yo, señor Ripamilán, para confundir a esteprogresista trasnochado no necesito que meayude la Iglesia; me sobra y me basta con laciencia que es, en definitiva, mi religión.

Y volviéndose a Foja añadía el médico:—Oiga usted, señor decurión retirado, ¿co-

noce usted la acción del alcohol en las flegmas-ías de los bebedores? no mienta usted, porqueno la conoce.

—¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundiode hospital! ¡El embustero será usted! ¡Pueshombre! bonita manía saca el señor doctor;hacérsenos el sabio ahora. A la vejez viruelas.

—Menos insultos y más hechos.—Menos botarga y más sentido común....—Caballero miliciano, yo soy el hombre de

ciencia y usted es un doceañista en conserva....Chomel admite, y con él todo el que tenga dosdedos de frente, que en las enfermedades de los

borrachos es imprescindible la administraciónde los espirituosos....

—¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!—En medicina no hay mayores ni menores,

ni judías ni contrajudías, señor tahúr.—La menor es que sea borracho Barinaga....—De modo que si usted me niega los... pro-

dromos del mal....Don Robustiano se puso colorado al pensar

que había dicho un disparate.—Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo

defiendo a un ausente....—En fin, una palabra para concluir: ¿niega

usted que si a un borracho se le priva por com-pleto del alcohol, es lo más fácil que se presenteun decaimiento alarmante, un verdadero colap-so?...

—Mire usted, señor pedantón, si sigue ustedrompiéndome el tímpano con esas palabrotas,le cito yo a usted cincuenta mil versos y senten-cias en latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:

Ordine confectu, quisque libellus habet:quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo.Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas...

Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furio-so, gritaba; y se oía: colapso... flegmasía... car-diopatía... y el ex-alcalde, sin atender, conti-nuaba mezclando latines:

Masculino es fustis, axisturris, caulis, sanguis collis...piscis, vermis, callis follis.

El médico y el prestamista estuvieron a pun-to de venir a las manos. No se pudo averiguarde qué se moría don Santos, pero a la mediahora se corría por Vetusta que, por culpa delProvisor, se habían pegado y desafiado Foja ySomoza, y no se sabía si el mismo Ripamilánhabía recogido alguna bofetada.

Por algunos días vino a eclipsar al valetudi-nario Barinaga, que, en efecto, se consumía enla miseria, un suceso de gravedad suma, segúnGlocester y Foja y bandos respectivos: «La hijade Carraspique, sor Teresa, agonizaba en el

inmundo asilo de las Salesas, en la celda que era,según Somoza, un inodoro, por no decir todo locontrario».

Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en elmundo, sor Teresa en el convento, murió deuna tuberculosis, según Somoza, de una tisiscaseosa, según el médico de las monjas, que eradualista en materia de tisis.

Pero lo que no dudó ningún enemigo delProvisor fue que la culpa de aquella muerte latenía don Fermín, fuese lo que quiera de lospulmones de la chica.

Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetustael mismo día, aquel en que voló al cielo un ángelmás, en opinión de Trifoncito Cármenes, queseguía siendo romántico, contra los consejos dedon Cayetano.

Un periódico liberal del pueblo, El Alerta,publicaba una tras otra estas dos gacetillas, quepusieron a don Fermín de un humor endiabla-do.

«Bien venido.—De vuelta de su excursión ve-raniega ha llegado a esta capital el ilustre cau-dillo del partido liberal dinástico de Vetusta, elIlmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerososamigos que han acudido a visitar a nuestrodistinguido correligionario, que viene dispues-to a proseguir su campaña de propaganda sen-satamente liberal, así en el orden político comoen el moral y canónico y religioso. Cuente connuestro humilde apoyo para vencer los obstá-culos tradicionales que aquí opone al verdade-ro progreso un despotismo teocrático de queestá ya todo Vetusta hasta los pelos, como sedice vulgarmente».

«En paz descanse.—Ha fallecido en su celdadel convento de las Salesas la señorita doñaRosa Carraspique y Somoza, hija del conocidocapitalista ultramontano don Francisco de Asís,monja profesa con el nombre de sor Teresa.Mucho tendríamos que decir si quisiéramoshacernos eco de todos los comentarios a que hadado lugar esta desgracia inopinada. Sólo di-

remos que, en concepto de los facultativos másacreditados, no ha sido extraña a la pérdida quelamentamos la falta de condiciones higiénicasdel edificio miserable que habitan las Salesas.Pero además, se nos ocurre preguntar: ¿Es muyhigiénico que ciertos roedores se introduzcan enel seno del hogar para ir minando poco a pocoy con influencia deletérea y pseudo-religiosa, lapaz de las familias, la tranquilidad de las con-ciencias?

»Si todos los elementos liberales, sin exage-raciones, de nuestra culta capital no aúnan susesfuerzos para combatir al poderoso tirano hie-rocrático que nos oprime, pronto seremos todosvíctimas del fanatismo más torpe y descara-do.—R. I. P.».

Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo su-piera el Magistral, se decidió a tomar la plumay publicar en el Lábaro un articulejo, sin firma,defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a lagramática, maltratada por el periódico progre-sista, según el canónigo. «Aparte, decía entre

otras cosas, de que no sabemos si la monja pro-fesa es el señor Carraspique o su hija, ¿quieredecirme el periodista cascaciruelas, etc., etc...?».

Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; erasu estilo humorístico: lo conocieron todos.

En Vetusta los insultos y murmuraciones enletras de molde llamaban mucho la atención.En vano publicaba Cármenes odas y elegías,nadie las leía; pero la gacetilla más insignifican-te que pudiera molestar un poco a cualquiervecino, era leída, comentada días y días, ycuando había tiroteo de sueltos o comunicados,los habituales abonados no querían mejor diver-sión.

Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y nose habló en mucho tiempo más que de la in-fluencia deletérea del Magistral y de la muerte desor Teresa.

—Sobre su conciencia tiene esa desgracia.—Es un vampiro espiritual, que chupa la

sangre de nuestras hijas.

—Esto es una especie de contribución desangre que pagamos al fanatismo.

—Esto es una especie de tributo de las ciendoncellas.

El Magistral hubiera querido poder despre-ciar tantos disparates, tales absurdos, pero a supesar le irritaban. Creyó al principio que «supasión noble, sublime, le levantaría cien codossobre todas aquellas miserias», pero el oleaje dela falsa indignación pública salpicaba su alma,llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre;y la ira le borraba del cerebro muchas veces lasmás puras ideas, las impresiones más dulces yrisueñas. Se ponía loco de cólera, y más y másle irritaba el no poder dominar sus arrebatos.Además, el mal era cierto; no por ser desatina-da la acusación de los necios era menos pode-rosa y temible. Notaba el Magistral que su po-der se tambaleaba, que el esfuerzo de tantos ytantos miserables servía para minarle el terre-no.... En muchas casas empezaba a notar ciertareserva; dejaron de confesar con él algunas se-

ñoras de liberales, y el mismo Fortunato, elObispo, a quien tenía De Pas en un puño, seatrevía a mirarle con ojos fríos y llenos de pre-guntas que entraban por las pupilas del Magis-tral como puntas de acero.

Volvió la época del paseo en el Espolón, ydon Fermín al pasear allí su humilde arrogan-cia, su hermosa figura de buen mozo místico,observaba que ya no era aquello una marchatriunfal, un camino de gloria; en los saludos, enlas miradas, en los cuchicheos que dejabadetrás de sí, como una estela, hasta en la mane-ra de dejarle libre el paso los transeúntes, nota-ba asperezas, espinas, una sorda enemistadgeneral, algo como el miedo que está próximo atener sus peculiares valentías insolentes.

Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa,desconfiada, preparándose para una tormenta,recogiendo velas, es decir, dinero, realizandocuanto podía, cobrando deudas, con fiebre dedeshacerse de los géneros de la Cruz Roja. «Noparecía sino que se preparaba una liquidación.

¿A qué venía aquello?». Doña Paula no dabaexplicaciones. «Sabía a qué atenerse: su hijo, suFermo, estaba perdido; aquella pájara, aquellaRegenta, santurrona en pecado mortal, le teníaciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría en aquelcaserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo selo iba a llevar la trampa. Había que prepararse.Oh, podrían arrojarla de Vetusta, pero ella nose iría sin llevarse medio pueblo entre los dien-tes».

Por eso mordía con aquel furor que asustabaa su hijo.

Fermo, el señorito, pensaba a solas, en sudespacho de Fausto eclesiástico. «¡Solo, estoysolo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he dehacer? Entregarme con toda el alma a esta pa-sión noble, fuerte.... ¡Ana, Ana y nada más en elmundo! Ella también está sola, ella también menecesita.... Los dos juntos bastamos para vencera todos estos necios y malvados».

Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso,llegaba De Pas al lado de su amiga mística, ca-

da vez más hermosa, de nuevo fresca y roza-gante, de formas llenas, fuertes y armoniosas.La dulzura parecía una aureola de Anita. Lasalud había vuelto, purificada con cierta unciónde idealidad, al cuerpo de arrogante transtibe-rina de aquel modelo de madona.

Don Víctor Quintanar se había restituido asu amistad íntima con don Álvaro Mesía, encuanto regresó este de Palomares, y al pocotiempo notó el Magistral que el converso se lerebelaba. Si bien seguía creyéndose profunda-mente piadoso, don Víctor hacía distincionessospechosas entre la religión y el clero, entre elcatolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tancatólico como el primero», esta era su frase ca-da vez que decía alguna herejía o algo parecido;pero se metía a interpretar a su modo los textosdel Antiguo y Nuevo Testamento y hasta seatrevía a decir delante de curas y señoras, queel hombre virtuoso es siempre un sacerdote, yque un bosque secular es el templo más propiode la religión pura, y que Jesucristo había sido

liberal, con otros disparates. No era esto lo pe-or, sino que la Regenta y don Fermín notabanen Quintanar cierta frialdad cada vez que losveía juntos y el Magistral tuvo que fingirse dis-traído ante algunos desaires disimulados.

Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sinomuy de tarde en tarde y sólo hacía visitas decumplido, muy breves. ¿Por qué así? pregunta-ba don Víctor. Y con medias palabras, su amigole daba a entender que la Regenta le recibía conmala voluntad y que a él no le gustaba estorbar.Además, no era él solo el que se retraía. Elmismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempono hacía más que entrar y salir, ahora apenasparecía por aquella casa. Visitación también ibade tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y asíde todos los amigos y amigas; el Magistral ysólo el Magistral. Aquel buen señor «hacía elvacío» en derredor de la Regenta. Ella estabacontenta, no parecía echar de menos a nadie;pero él, don Víctor, no era de la misma opinión;quería trato, conversación, amena compañía.

Seguía confesando y comulgando cada dosmeses, pero Kempis seguía cubierto de polvoentre libros profanos; conservaba el miedo alinfierno Quintanar, «pero no quería prescindirpor completo de las ventajas positivas que leofrecía su breve existencia sobre el haz de latierra». «Y sobre todo no quería que el fanatis-mo se enseñorease de su casa». Los consejosque para excitarlo le daba Mesía, allá en el Ca-sino, los tomaba muy en cuenta don Víctor, ysiempre se estaba preparando para ponerlospor obra, pero no se atrevía. No llegaba a mássu audacia que a poner un gesto de vinagre decuando en cuando, muy de tarde en tarde, alenemigo, al Magistral; pero como este fingía nocomprender aquellas indirectas mímicas, no seadelantaba nada.

Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confe-sarlo a nadie, que él era menos enérgico de loque había creído; «no, no tenía fuerza paraoponerse al jesuitismo que había invadido suhogar». ¡Oh, por algo él vacilaba antes de con-

sentir a De Pas apoderarse del ánimo de suesposa! Sí... al fin había sido jesuita...». Quinta-nar acabó por comparar el poder del Provisoren el caserón de los Ozores, con el que tuvieronlos jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otroParaguay». Y cada día se encontraba más inca-paz de oponerse a la perniciosa influencia. Nosabía más que poner mala cara y parar poco encasa.

Con esto sólo consiguió que la Regenta y elMagistral conviniesen en verse más a menudofuera del caserón y menos veces en él. «Mejorera hablarse en casa de doña Petronila. ¿Paraqué molestar al pobre don Víctor? Ya que amis-tades nocivas le apartaban otra vez del buencamino y le envenenaban el alma con insinua-ciones malévolas, con sospechas torpes e imp-ías, más valía dejarle en paz, apartar de su vistael espectáculo inocente, mas para él poco agra-dable, de dos almas hermanas que viven uni-das, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismomás poético».

En casa de doña Petronila, en el salón debalcones discretamente entornados, de alfom-bra de fieltro gris, era donde pasaban horas yhoras los dos amigos del alma, hablando deintereses espirituales, como decía el gran Cons-tantino, sin más testigo que el gato blanco, cadavez más gordo, que iba y venía sin ruido, y sefrotaba el lomo contra las faldas de la Regenta yel manteo del Magistral, cada día más fami-liarmente.

Anita notaba en don Fermín una palidez in-teresante, grandes cercos amoratados junto alos ojos, y una fatiga en la voz y en el alientoque la ponía en cuidado.

Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía convoz de madre cariñosa que ruega al hijo de susentrañas que tome una medicina. Él respondíasonriendo, echando fuego por los ojos, «que notenía nada, que era aprensión, que no había quepensar en su cuerpo miserable».

Algunos días había en sus diálogos pausasembarazosas; el silencio se prolongaba mo-lestándoles como un hablador importuno.

Los dos guardaban un secreto. Cuando cre-ían conocerse uno a otro hasta el último rincóndel alma, estaba pensando cada cual en la malaacción que cometía callando lo que callaba.

El Magistral padecía mucho siempre queAna le hablaba de la salud que él perdía. «¡Siella supiera!».

Resuelto a que su amistad «con aquel ángelhermoso» no acabase de mala manera, en unaaventura de grosero materialismo llena de re-mordimientos y dejos repugnantes; seguro deque aquella mujer ponía en aquel lazo piadosotoda la sinceridad de un alma pura, y que de-gradarla, caso de que se pudiera, sería hacerleperder su mayor encanto; el Magistral que vivíaya nada más de esta refinada pasión que segúnél no tenía nombre, luchaba con tentacionesformidables, y sólo conseguía contrarrestar lasrebeliones súbitas y furiosas de la carne con

armisticios vergonzosos que le parecían unaespecie de infidelidad. En vano pensaba: ¿quéle importa a mi doña Ana que mi corpachón decazador montañés viva como quiera cuando meaparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella;el alma es toda suya, y nada del alma pongo alsaciar, lejos de su presencia, apetitos que ellamisma sin saberlo excita; en vano pensaba esto,porque agudos remordimientos le pinchabancada vez que Ana, solícita, dulce y sonriente lepedía con las manos en cruz que se cuidara,que no entregase todas sus horas al trabajo y ala penitencia. «¿Qué sería de ella sin él?».

—«Figurémonos que usted se me muere:¿qué va a ser de mí?».

«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Ma-gistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser unpobre cuerpo de barro que vive como el barroha de vivir. Engañar a los demás no me duele;¡pero a ella! Y no hay más remedio». Queríaque le consolase el reflexionar que por ella eratodo aquello, que por ella había él vuelto a sen-

tir con vigor las pasiones de la juventud quecreyera muertas, y que por ella, por respetar supureza, se encenagaba él en antiguos charcos;pero esta idea no le consolaba, no apagaba elremordimiento.

Algunas semanas pasaba Teresina triste, te-merosa de haber perdido su dominio sobre elseñorito; entonces era cuando el Magistral vivíaal lado de Ana libre de congojas, tranquilo ensu conciencia; pero poco a poco el tormento dela tentación reaparecía; sus ataques eran másterribles, sobre todo más peligrosos, que los delremordimiento; la castidad de Ana, su inocen-cia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fecon que creía en aquella amistad espiritual, sinmezcla de pecado, eran incentivo para la pasiónde don Fermín y hacían mayor el peligro; porque ella que no temía nada malo, vivía descui-dada sin ver que su confianza, su cariñosa soli-citud, aquella dulce intimidad, todo lo que de-cía y hacía era leña que echaba en una hoguera.Y volvía De Pas, para evitar mayores males, a

sus precauciones, que eran el contento de Tere-sina, lo que ella creía con orgullo su victoria.

Ana también tenía su secreto. Su piedad erasincera, su deseo de salvarse firme, su propósi-to de ascender de morada en morada, comodecía la santa de Ávila, serio; pero la tentacióncada día más formidable. Cuanto más horroro-so le parecía el pecado de pensar en don Álva-ro, más placer encontraba en él. Ya no dudabaque aquel hombre representaba para ella laperdición, pero tampoco que estaba enamoradade él cuanto en ella había de mundano, carnal,frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido,como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, averle a su lado horas y horas, a probarle que supresencia la dejaba impasible: no, ahora huir deél, de su sombra, de su recuerdo; era el demo-nio, era el poderoso enemigo de Jesús. No habíamás remedio que huir de él; esto era humildad,lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a lagracia debía el vivir pura todavía; abandonadaa sí misma, Ana se confesaba que sucumbiría; si

el Señor aflojara la mano un momento, donÁlvaro podría extender la suya y tomar su pre-sa. Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sinquerer, pensaba en él. Desechaba aquellos pen-samientos con todas sus fuerzas, pero volvían.¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensaríaJesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... silo supiera? A la Regenta le repugnaba, comouna villanía, como una bajeza aquella predilec-ción con que sus sentidos se recreaban en elrecuerdo de Mesía apenas se les dejaba suelta larienda un momento. ¿Por qué Mesía? El re-mordimiento que la infidelidad a Jesús desper-taba en ella, era de terror, de tristeza profunda,pero se envolvía en una vaguedad ideal que loatenuaba; el remordimiento de su infidelidad alamigo del alma, al hermano mayor, a donFermín era punzante, era el que traía aquel ascode sí misma, el tormento incomparable de tenerque despreciarse. Además, Anita no se atrevía aconfesar aquello con el Magistral. Hubiera sidohacerle mucho daño, destrozar el encanto de

sus relaciones de pura idealidad. Volvía a va-lerse de sofismas para callar en la confesiónaquella flaqueza: «ella no quería» en cuantomandaba en su pensamiento, lo apartaba de lasimágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, nopecaba voluntariamente. ¿Habría pecado invo-luntario? De esto habló un día con el Magistral,sin decirle que la consulta le importaba por ellamisma. Don Fermín contestó que la cuestiónera compleja... y le citó autores. Entre ellos re-cordó Ana que estaba Pascal en sus Provinciales;ella tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverseloca. «Oh, el ser bueno era además cuestión detalento. Tantos distingos, tantas sutilezas laaturdían». Pero siguió callando el tormento dela tentación. Arma poderosa para combatirlafue la ardiente caridad con que la Regenta seconsagró a defender y consolar a De Pas cuan-do sus enemigos desataron contra él los hura-canes de la injuria, que Ana creía de todo entodo calumniosa.

La idea de sacrificarse por salvar a aquelhombre a quien debía la redención de su espíri-tu, se apoderó de la devota. Fue como una pa-sión poderosa, de las que avasallan, y Ana laacogió con placer, porque así alimentaba elhambre de amor que sentía, de amor, que tu-viese objeto sensible, algo finito, una criatura.«Sí, sí, pensaba, yo combatiré la inclinación almal, enamorándome de este bien, de este sacri-ficio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a mo-rir por este hombre, si es preciso...». Pero nohabía modo de poner por obra tales propósitos.Ana buscaba y no encontraba manera de sacri-ficarse por el Magistral. ¿Qué podía ella hacerpara contrarrestar la violencia de la calumnia?Nada. Nada por ahora. Pero tenía esperanza;tal vez se presentaría un modo de utilizar enbeneficio del pobre mártir aquella abnegación aque estaba resuelta.... Mientras llegaba el mo-mento, no podía más que consolarle, y estosabía hacerlo de modo que el Magistral teníaque emplear esfuerzos de titán para contenerse

y no demostrarle su agradecimiento puesto derodillas y besándole los pies menudos, elegan-tes y siempre muy bien calzados.

Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio,Guimarán, El Alerta y, entre bastidores, donÁlvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajabancomo titanes por derrumbar aquella montañaque tenían encima; el poder del Magistral.

Si la muerte de sor Teresa fue un golpe quehizo temblar al Provisor en aquel alto asientoen que se le figuraban sus enemigos, y si pudopor algún tiempo dejar en la sombra al pobredon Santos Barinaga, al cabo de algunas sema-nas este volvió a brillar dentro de su aureola devíctima y la compasión fementida del públicomarrullero se volvió a él, solícita, con cuidadosde madrastra que representa la comedia de lasegunda madre. A los vetustenses, en general, lesimportaba poco la vida o la muerte de don San-tos; nadie había extendido una mano para sa-carle de su miseria; hasta seguían llamándoleborracho; pero en cambio todos se indignaban

contra el Provisor, todos maldecían al autor detanta desgracia, y quedaban muy satisfechos,creyendo, o fingiendo creer, que así la caridadquedaría contenta.

«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino,en este siglo calumniado por los enemigos detodo progreso, en este siglo materialista y co-rrompido, no se puede ya impunemente insultarlos sentimientos filantrópicos del pueblo, sinque una voz unánime se levante a protestar ennombre de la humanidad ultrajada. El pobredon Santos Barinaga, víctima del monopolioescandaloso de la Cruz Roja, muere de hambreen los desiertos almacenes donde un tiempobrillaban los vasos sagrados, patenas y copo-nes, lámparas y candeleros con otros cien obje-tos del culto; muere en aquel rincón y muere deinanición, señores, por culpa del simoniaco quetodos conocemos: muere, sí, morirá; pero el quese burla con artificios de nuestro código mer-cantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando apesar de ser sacerdote; el que mata de hambre

al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no segozará en su obra mucho tiempo, porque laindignación pública sube, sube, como la ma-rea... y acabará por tragarse al tirano!...

Pero a pesar de este discurso y otros por elestilo, a Foja no se le ocurría mandar una galli-na a don Santos para que le hiciesen caldo.

Y como él obraban todos los defensores teó-ricos del comerciante arruinado. Decían a unaque moría de hambre y nadie al visitarle le lle-vaba un pedazo de pan. Y hasta le visitabanpocos. Foja solía entrar y salir en seguida; encuanto se cercioraba de la miseria y de la en-fermedad del pobre anciano, ya tenía bastante;salía corriendo a decir pestes del otro, del Pro-visor: así creía servir a la buena causa del pro-greso y de la humanidad solidaria.

La fama bien sentada de hereje que habíaconquistado en los últimos tiempos el buen donSantos, retraía a muchas almas piadosas que debuen grado le hubieran socorrido.

Y solamente las Paulinas fueron osadas aacercarse al lecho del vejete para ofrecerle losauxilios materiales de la sociedad y los espiri-tuales de la Iglesia.

Fue en vano. «Afortunadamente decía donPompeyo Guimarán al referir el lance, afortu-nadamente estaba yo allí para evitar una indig-nidad».

Don Santos había dado plenos poderes a suamigo don Pompeyo para rechazar en su nom-bre toda sugestión del fanatismo.

Guimarán estaba muy satisfecho con «aque-lla misión delicada e importante, que exigíagrandes dotes de energía y arraigadas convic-ciones por su parte».

En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo yfrío en que yacía aquella víctima del alcoholis-mo crónico los enviados de San Vicente de Paúl,que eran doña Petronila, o sea el gran Constan-tino, y el beneficiado don Custodio, la hija deBarinaga, la beata paliducha y seca, los recibióabajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Habla-

ron los tres en voz baja; don Custodio decía laspalabras, llenas de silbidos suaves—imitacióndel Magistral—al oído de su hija de penitencia;la consolaba, y ella levantando los ojos llenosde lágrimas los fijaba como quien se acomodaen sitio conocido y frecuentado, en los delclérigo de almíbar. Subieron, de puntillas, dis-puestos a intentar un ataque contra el enemigo.

—¿Con que está arriba don Pompeyo?—preguntó en la escalera don Custodio.

—Sí; no sale de casa estos días; mi padre mearroja a mí de su lado y clama por ese herejechocho....

Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del be-neficiado y le sonó a cura. Se preparó a la de-fensa, y procuró tomar un continente digno deun libre-pensador convencido y prudentísimo.Echó las manos cruzadas a la espalda, y se pusoa medir la pobre estancia a grandes pasos,haciendo crujir la madera vieja del piso, de cas-taño comido por los gusanos. En la alcoba con-tigua, sin puerta, separada de la sala por una

cortina sucia de percal encarnado, se oían losquejidos frecuentes y la respiración fatigosa delenfermo.

—¿Quién está ahí?—preguntó don Santoscon voz débil, sin más energía que la de una iraimpotente.

—Creo que son ellos; pero no tema usted.Aquí estoy yo. Usted silencio, que no le convie-ne irritarse. Yo me basto y me sobro.

Entró el enemigo; y aunque venía de paz ydon Pompeyo se había propuesto ser muy pru-dente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, elateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:

—Dispénseme usted, señora, y dispense estedigno sacerdote católico... vienen ustedes equi-vocados; aquí no se admiten limosnas condi-cionales....

—¿Cómo condicionales?...—preguntó donCustodio, con muy buenos modos.

—No se sulfure usted, amigo mío, que otrame parece que es su misión en la tierra; mireusted como yo hablo con toda tranquilidad....

—Hombre, me parece que yo no he dicho....—Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a

mí no se me impone nadie, vista por los pies,vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemá-ticamente, pero exijo buena crianza en todapersona culta....

—Caballero, no venimos aquí a disputar,venimos a ejercer la caridad....

—Condicional...—¡Qué condicional, ni quécalabazas!—gritó doña Petronila, que no com-prendía por qué se había de tener tantos mira-mientos con un ateo loco—. Usted no tiene—añadió—autoridad alguna en esta casa; estaseñorita es hija de don Santos y con ella y con éles con quien queremos entendernos. Venimos aofrecer espontáneamente los auxilios que nues-tra sociedad presta....

—A condición de una retractación indigna,ya lo sé. Don Santos ha delegado en mí todoslos poderes de su autonomía religiosa, y en sunombre, y con los mejores modos les intimo laretirada....

Y don Pompeyo extendió una mano hacia lapuerta y estuvo un rato contemplando su brazoestirado y su energía.

Pero tuvo que bajar el brazo, porque doñaPetronila replicó que no estaba dispuesta a re-cibir órdenes de un entrometido....

—Señora, aquí los entrometidos son ustedes.No se les ha llamado, no se les quiere; aquí sólose admite la caridad que no pide cédula de co-munión.

—Nosotros tampoco pedimos cédula....—Señor cura, a mí no me venga usted con

argucias de seminario; la filosofía moderna hademostrado que el escolasticismo es un tejidode puerilidades, y yo sé a lo que vienen uste-des. Quieren comprar las arraigadas conviccio-nes de mi amigo por un plato de lentejas; unataza de caldo por la confesión de un dogma;una peseta por una apostasía... ¡esto es indigno!

—¡Pero, caballero!...—Señor cura, acabemos.Don Santos está dispuesto a morir sin confesarni comulgar, no reconoce la religión de sus ma-

yores. Estas son sus condiciones irrevocables;pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes enasistirle, cuidarle, darle el alimento y las medi-cinas que necesita?

—Pero, señor mío...—¡Ah!... ¡señor de us-ted... ya decía yo! ¿Ve usted como a mí la es-colástica no me confunde?

—Todo eso y mucho más—dijo el GranConstantino—queremos tratarlo con el intere-sado.

—Pues no será....—Pues sí será....—Señora,salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a us-tedes por las escaleras si insisten en su procazatentado....

Y don Pompeyo se colocó delante de la cor-tina de percal para cortar el paso al obispo-madre.

—¿Quién va? ¿quién va?—gritó desde de-ntro Barinaga ronco y jadeante.

—Son las Paulinas—respondió Guimarán.—¡Rayos y truenos! fuera de mi casa.... ¿No

tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego

en ellas... infames... ¿y no anda ahí un curatambién?...

—Sí, señor, anda...—¡Será el Magistral, elladrón, el rapavelas, el que me ha despojado... yvendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!... ¿pe-ro usted qué hace que no les balda a palos?Fuera de mi casa.... La justicia... ¿ya no hay jus-ticia? ¿no hay justicia para los pobres?

—Tranquilícese usted, que no es el Magis-tral.

—Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es elamo del cotarro, el presidente de las Pauli-nas?... Entre usted, entre usted, so bandido... yverá usted con qué arma digna de usted leaplasto los cascos....

—Calma, calma, amigo mío; yo me basto yme sobro para despedir con buenos modos aestos señores.

—No, no, si es el Provisor déjele usted queentre, que quiero matarle yo mismo.... ¿Quiénllora ahí?

—Es su hija de usted.—¡Ah grandísimahipocritona, si me levanto, mala pécora! la quemata a su padre de hambre, la que echa cuentasde rosario y pelos en el caldo, la que me echa enlas narices el polvo de la sala, la que se va amisa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡in-fame, si me levanto!

—Padre, por Dios, por Nuestra Señora delAmor Hermoso, tranquilícese usted.... Está aquídoña Petronila, está un señor sacerdote....

—Será tu don Custodio... el que te me ha ro-bado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, sios cojo a los dos!...

—¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí—gritó do-ña Petronila buscando la escalera.

Pero no pudieron marchar tan pronto por-que la hija de don Santos cayó desmayada. Labajaron a la tienda, para librarla de los gritosfuriosos y de las injurias de su padre. Quedó elcampo por don Pompeyo, que volvió a sus pa-seos y después fue a la cocina a espumar el pu-chero miserable de don Santos.

«Allí no había más caridad que la de él. Cier-to que no podía ser pródigo con su amigo, por-que la propia familia tan numerosa tenía ape-nas lo necesario; pero solicitud, atenciones no lefaltarían al enfermo».

Volvió a poco soplando un líquido pálido yhumeante en el que flotaban partículas decarbón.

Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole lacabeza que temblaba y sin permitirle tomar lataza con su flaca mano, que temblaba también.

De esta manera quedó el campo libre y pordon Pompeyo, el cual no pensaba más que enasegurar el triunfo de sus ideas, para lo que eranecesario estar de guardia todo el tiempo posi-ble al lado del enfermo, y así evitar que la hijade don Santos introdujese allí subrepticiamente«el elemento clerical».

Guimarán madrugaba para correr a casa deBarinaga; estaba allí casi siempre hasta la horade cenar, y esta necesidad material la despachaba

en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a sumujer, a las niñas.

—Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que meesperan....

Comía, recogía los mendrugos de pan quequedaban sobre la mesa, un poco de azúcar yotros desperdicios, se los metía en un bolsillo yechaba a correr.

Algunas noches entraba en su hogar gritan-do:

—¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco delanís, que hoy velo a don Santos.

La esposa de don Pompeyo suspiraba y en-tregaba las zapatillas suizas y el frasco delaguardiente, y el amo de la casa desaparecía.

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular,no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los so-cios librepensadores que comían de carne so-lemnemente en Semana Santa, algunos de losque asistían a las cenas secretas del Casino, losredactores del Alerta y otros muchos enemigosdel Provisor visitaban de vez en cuando a don

Santos; todos compadecían aquella miseria en-tre protestas de cólera mal comprimida. «Oh elhombre que había reducido a tal estado al se-ñor Barinaga era bien miserable, merecía lapública execración». Pero nada más. Casi nadiese atrevía a dejar allí una limosna «por noofender la susceptibilidad del enfermo». Mu-chos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.

Don Pompeyo recibía las visitas como si élfuera el amo de casa; Celestina tenía que tole-rarlo porque su padre lo exigía.

—Él es mi único hijo... descastada... mi únicopadre... mi único amigo... tú eres la que estásaquí de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!...—gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.

La enfermedad se agravó con las fuertesheladas con que terminó aquel año noviembre.

El primer día de diciembre Celestina se pro-puso, de acuerdo con don Custodio, dar elúltimo ataque para conseguir que su padreadmitiera los Sacramentos.

Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho,don Pompeyo Guimarán, que venía soplándoselos dedos, la beata le detuvo en la tienda aban-donada, fría, llena de ratones.

Empleó la joven toda clase de resortes; pidió,suplicó, se puso de rodillas con las manos encruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó:todo fue inútil.

—Hable usted con su papá—decía Gui-marán por toda contestación—. Yo no hagomás que cumplir su voluntad.

Celestina, desesperada, se acercó al lecho desu padre, lloró otra vez, de rodillas, con la ca-beza hundida en el flaco jergón, mientras donSantos repetía con voz pausada, débil, que teníauna majestad especial, compuesta de dolor,locura, abyección y miseria:

—¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hayDios en los cielos, abomino de ti y de tu cleriga-lla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tien-da, que no me dejarán un copón... ni una pate-na.... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de

perdición, no ocultes debajo del mandil... eso...eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquí!...

—¡Padre, padre, por compasión... admita us-ted los santos sacramentos!...

—Me los han robado todos... y las lámpa-ras... y tú los ayudas... eres cómplice.... ¡A lacárcel!

—Padre, señor, por compasión de su hija...los Sacramentos... tome usted... tome usted....

—No, no quiero... seamos razonables. Unapartida de sacramentos... ¿para qué? Si la to-mo... ahí se pudrirá en la tienda.... El Provisorles prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitoscuras de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infeli-ces!... Le temen... le temen.... ¡Infame! ¡Infelices!

Y don Santos se incorporó como pudo, in-clinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silen-cio.

Y repetía de tarde en tarde:—¡Infelices!... Ce-lestina salió de la alcoba sollozando.

«Su padre había perdido la cabeza. Ya nopodría confesar si no recobraba la razón... sólopor milagro de Dios».

—Ni puede, ni quiere, ni debe—exclamódon Pompeyo cruzado de brazos, inflexible,dispuesto a no dejarse enternecer por el dolorajeno.

El día de la Concepción, muy temprano, elmédico Somoza dijo que don Santos moriría alobscurecer.

El enfermo perdía el uso de la poca razónque tenía muy a menudo; se necesitaba algunaimpresión fuerte para que volviese a discurrirlo poco que sabía. La entrada de don Robustia-no, o sea de la ciencia, le hacía volver la aten-ción a lo exterior. Al medio día le anunció Ce-lestina que quería verle el señor Carraspique.Aquel honor inesperado puso al moribundomuy despierto, Carraspique, sin saludar a donPompeyo, que se quedó, siempre cruzado debrazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a lacabecera de Barinaga en compañía de un cléri-

go, el cura de la parroquia. Era este un ancianode rostro simpático, de voz dulce, hablaba conel acento del país muy pronunciado. Carraspi-que, a quien en otro tiempo había pedido dine-ro prestado don Santos, tenía alguna autoridadsobre el enfermo; no se hablaban muchos añoshacía, pero se estimaban a pesar de las ideas yde la frialdad que el tiempo había traído. Bari-naga, con buenos modos, usando un lenguajeculto, que no era ordinario en él, se negó a laspretensiones del ilustre carlista y sincero cre-yente D. Francisco Carraspique.

—«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruina-do... no quiero nada con la Iglesia.... Creo enDios... creo en Jesucristo... que era... un grandehombre... pero no quiero confesarme, señorCarraspique, y siento... darle a usted este dis-gusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de queesto que tengo... se curaría... o por lo menos...se... se... con aguardiente.... Crea usted quemuero por falta de líquidos... gaseosos... y sóli-dos....

Don Santos levantó un poco la cabeza y co-noció al cura de la parroquia.

—Don Antero... usted también... por aquí...Me alegro... así... podrá usted dar fe pública...como escribano... espiritual... digámoslo así...de esto que digo... y es todo mi testamento: quemuero, yo, Santos Barinaga... por falta de líqui-dos suficientemente... alcohólicos... que mue-ro... de... eso... que llama el señor médico....Colasa... o Colás... segundo....

Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un es-fuerzo y trayendo hacia la barba el embozosucio de la sábana rota, continuó:

—Ítem: muero por falta de tabaco.... Otrosí...muero... por falta de alimento... sano.... Y deesto tienen la culpa el señor Magistral, y miseñora hija....

—Vamos, don Santos—se atrevió a decir elcura—no aflija usted a la pobre Celesta.Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ninada de eso. Va usted a sanar en seguida.... Estatarde le traeré yo, con toda solemnidad, lo que

usted necesita, pero antes es preciso quehablemos a solas un rato. Y después... des-pués... recibirá usted el Pan del alma....

—¡El pan del cuerpo!—gritó con supremoesfuerzo el moribundo, irritado cuando pod-ía—. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!...que así me salve Dios... ¡muero de hambre! Sí,el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... dehambre!...

Fueron sus últimas palabras razonables. Po-co después empezaba el delirio. Celestina llo-raba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, sepaseaba, con los brazos cruzados, por la salamiserable, haciendo rechinar el piso. Guimaráncon los brazos cruzados también, entre la alco-ba y la sala, admiraba lo que él llamaba lamuerte del justo. Carraspique había corrido aPalacio.

Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba anteuna imagen de la Virgen, y al oír que don San-tos se negaba a recibir al Señor, y a confesar,

levantó las manos cruzadas... y con voz dulce-mente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:

—¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a esedesgraciado!...

Estaba pálido el buen Fortunato; le temblabael labio inferior, algo grueso, al balbucear susplegarias íntimas.

El Magistral se paseaba a grandes pasos, conlas manos a la espalda, en la cámara roja, cu-bierta de damasco.

Carraspique, que vestía el luto reciente de suhija, miraba a don Fermín con los ojos arrasa-dos en lágrimas.

«Don Fermín padecía», pensaba el pobredon Francisco y sin querer, con gran remordi-miento, él se alegraba un poco, gozaba el placerde una venganza... «irracional... injusta... todolo que se quiera... pero gozaba acordándose desu hija muerta».

Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedaddel tendero de enfrente era una complicación».

De Pas ya no era el mismo que sentía re-mordimientos románticos aquella noche deluna al ver a don Santos arrastrar su degrada-ción y su miseria por el arroyo; ahora no eramás que un egoísta, no vivía más que para supasión; lo que podría turbarle en el deliquio sinnombre que gozaba en presencia de Ana, esoaborrecía; lo que pudiera traer una solución alterrible conflicto, cada vez más terrible, de lossentidos enfrenados y de la eternidad pura desu pasión, eso amaba. Lo demás del mundo noexistía. «Y ahora don Santos moría escandalo-samente, moría como un perro, habría que en-terrarle en aquel pozo inmundo, desamparado,que había detrás del cementerio y que servíapara los enterramientos civiles; y de todo esto ibaa tener la culpa él, y Vetusta se le iba a echarencima». Ya empezaba el rum rum del motín, elChato venía a cada momento a decirle que lacalle de don Santos y la tienda se llenaban degente, de enemigos del Magistral... que se lellamaba asesino en los grupos—porque él obli-

gaba al Chato a decirle la verdad sin rodeos—asesino, ladrón.... El Magistral al llegar a estepasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse,golpeó el pavimento con el pie. Carraspique dioun salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, conlas manos en cruz, se acercó al Provisor.

—Por Dios, Fermo, por Dios te pido que medejes....

—¿Qué?...—Ir yo mismo; ver a ese hombre...quiero verle yo... a mí me ha de obedecer... yohe de persuadirle.... Que traigan un coche si noquieres que me vean, una tartana, un carro... loque quieras.... Voy a verle, sí, voy a verle....

—¡Locuras, señor, locuras!—rugió el Provi-sor sacudiendo la cabeza.

—¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...—No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo...

a un hereje contumaz..., absurdo....—Por lo mismo, Fermo...—¡Bueno! ¡bueno!

Los Miserables, siempre la comedia.... La escenadel Convencional, ¿no es eso? don Santos es unborracho insolente que escupiría al Obispo con

mucha frescura; don Pompeyo discutiría con SuIlustrísima si había Dios o no había Dios.... Nohay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse deaquí!

Hubo algunos momentos de silencio. Ca-rraspique, único testigo de la escena, temblabay admiraba con terror el poder del Magistral ysu energía.

«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Des-pués continuó don Fermín:

—Además, sería inútil ir allá. El señor Ca-rraspique lo ha dicho.... Barinaga ya ha perdidoel conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya nohay que hacer allí. Está ya como si hubiesemuerto.

Carraspique, aunque con mucho miedo,animado por su afán piadoso de salvar a donSantos, se atrevió a decir:

—Sin embargo, tal vez.... Se ven muchos ca-sos....

—¿Casos de qué?—preguntó el Magistralcon un tono y una mirada que parecían navajas

de afeitar—. ¿Casos de qué?—repitió porque elotro callaba.

—Puede pasar el delirio y volver a la razónel enfermo.

—No lo crea usted. Además, allí está el cu-ra... para eso está don Antero.... ¡Su Ilustrísimano puede... no saldrá de aquí!

Y no salió. El que entraba y salía era el Cha-to, Campillo, que hablaba en secreto con donFermín y volvía a la calle a recoger rumores y aespiar al enemigo. El cual se presentaba ame-nazador en la calle estrecha y empinada en quevivía don Santos, casi enfrente de la casa delMagistral. Era la calle de los Canónigos, una delas más feas y más aristocráticas de la Encima-da.

Al obscurecer de aquel día no se podía pasarsin muchos codazos y tropezones por delantede la tienda triste y desnuda de Barinaga. Susamigos, que habían aumentado prodigiosamen-te en pocas horas, interceptaban la acera y lle-

gaban hasta el arroyo divididos en grupos quecuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algu-nos otros de los socios del Casino que asistían alas cenas mensuales en que se conspiraba con-tra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba,entraba y salía en casa de don Santos, bajabacon noticias, le rodeaban los amigos.

—Está espirando.—¿Pero conserva el cono-cimiento?

—Ya lo creo, como usted y como yo. Eramentira. Barinaga moría hablando, pero sinsaber lo que decía; sus frases eran incoherentes;mezclaba su odio al Magistral con las quejascontra su hija. Unas veces se lamentaba como elrey Lear y otras blasfemaba como un carretero.

—Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algúncura? Dicen que ha venido el mismo Magis-tral....

—¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería aña-dir el sarcasmo a la... al.... No vendrá, no. Quienestá arriba es don Antero, el cura de la parro-

quia, el pobre es un bendito, un fanático dignode lástima y cree cumplir con su deber... perocomo si cantara. Don Santos era un hombre deconvicciones arraigadas.

—¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya?—preguntó uno que llegaba en aquel momento.

—No señor, no ha muerto. Digo eso, porqueya está más allá que acá.

—También don Pompeyo se ha portado conmucha energía, según dicen....

—También...—Pero estando sano es másfácil.

—Y como no va con él la cosa....—Morirá esta noche.—El médico no ha vuel-

to.—Somoza aseguraba que moriría esta tarde.—Pues por eso no ha vuelto, porque se ha

equivocado....—El cura dice que durará hasta mañana.—Y muere de hambre.—Dicen que lo ha di-

cho él mismo.—Sí, señor, fueron sus últimas palabras sen-

satas, advirtió Foja contradiciéndose.

—Dicen que dijo: «—¡El pan del cuerpo es elque yo necesito, que así me salve Dios muerode hambre!».

A Orgaz hijo se le escapó la risa, que pro-curó ahogar con el embozo de la capa.

—Sí, ríase usted, joven, que el caso es parabromas.

—Hombre, no me río del moribundo... merío de la gracia.

—Profundísima lección debía llamarla us-ted. Se muere de hambre, es un hecho; le danuna hostia consagrada, que yo respeto, que yovenero, pero no le dan un panecillo.—Así hablóun maestro de escuela perseguido por su libe-ralismo... y por el hambre.

—Yo soy tan católico como el primero—dijoun maestro de la Fábrica Vieja, de larga perillarizada y gris, socialista cristiano a su manera—soy tan católico como el primero, pero creo queal Magistral se le debería arrastrar hoy y colgar-lo de ese farol, para que viese salir el entierro....

—La verdad es, señores—observó Foja—quesi don Santos muere fuera del seno de la Iglesia,como un judío, se debe al señor Provisor.

—Es claro.—Evidente.—¿Quién lo duda?—Ydiga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sa-grado, verdad?

—Eso creo: los cánones están sangrando;quiero decir que la Sinodal está terminante.—Yse puso algo colorado, porque no sabía si loscánones sangraban o no, ni si la Sinodal habla-ba del caso.

—¡De modo que le van a enterrar como unperro!

—Eso es lo de menos—dijo el maestro de laFábrica—toda la tierra está consagrada por eltrabajo del hombre.

—Y además en muriéndose uno....—Más despacio, señores, más despacio—

interrumpió Foja que no quería desperdiciar elarma que le ponían en las manos para atacar alMagistral—. Estas cosas no se pueden juzgarfilosóficamente. Filosóficamente es claro que no

le importa a uno que le entierren donde quiera.Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra?Todos ustedes saben que el local destinado ennuestro cementerio municipal—y subrayó lapalabra—a los cadáveres no católicos, digámos-lo así...

Orgaz hijo sonrió.—Ya sé, joven, ya sé quehe cometido un lapsus. Pero no sea usted tanmaterial.

Aquel grupo de progresistas y socialistas se-rios miró en masa al mediquillo impertinentecon desprecio.

Y dijo el socialista cristiano:—Aquí lo quesobra es la materia; la letra mata, caballero, ytengo dicho mil veces que lo que sobran en Es-paña son oradores....

—Pues usted no habla mal ni poco; acuérde-se del club difunto, señor Parcerisa....

Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hom-bro al de la fábrica.

Parcerisa sonrió satisfecho. La conversaciónse extravió. Se discutió si el Ayuntamiento dis-

putaba o no con suficiente energía al Obispo laadministración del cementerio.

En tanto subían y bajaban amigas y amigos,curas y legos que iban a ver al enfermo o a suhija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celes-tina a su cuarto y allí recibía la beata a sus co-rreligionarias y a los sacerdotes que venían aconsolarla. Guimarán no dejaba entrar en lasala más que a los espíritus fuertes, o por lomenos, si no tan fuertes como él, que eso eradifícil, partidarios de dejar a un moribundo«espirar en la confesión que le parezca, o sinreligión alguna si lo considera conveniente».

—¡Muerte gloriosa!—decía don Pompeyo aloído de cualquier enemigo del Provisor quevenía a compadecerse a última hora de la mise-ria de Barinaga—. «¡Muerte gloriosa! ¡Quéenergía! ¡Qué tesón! Ni la muerte de Sócrates...porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».

Los que subían o bajaban, al pasar por latienda abandonada echaban una mirada a losdesiertos estantes y al escaparate cubierto de

polvo y cerrado por fuera con tablas viejas ydesvencijadas.

Sobre el mostrador, pintado de color de cho-colate, un velón de petróleo alumbraba mala-mente el triste almacén cuya desnudez dabafrío. Aquellos anaqueles vacíos representaban asu modo el estómago de don Santos. Las últi-mas existencias, que había tenido allí años yaños cubiertas de polvo, las había vendido porcuatro cuartos a un comerciante de aldea; con elproducto de aquella liquidación miserable hab-ía vivido y se había emborrachado en la últimaparte de su vida el pobre Barinaga. Ahora losratones roían las tablas de los estantes y la con-sunción roía las entrañas del tendero.

Murió al amanecer. Las nieblas de Corfíndormían todavía sobre los tejados y a lo largode las calles de Vetusta. La mañana estaba tem-plada y húmeda. La luz cenicienta penetrabapor todas las rendijas como un polvo pegajosoy sucio. Don Pompeyo había pasado la noche allado del moribundo, solo, completamente solo,

porque no había de contarse un perro falderoque se moría de viejo sin salir jamás de casa.Abrió Guimarán el balcón de par en par; unaráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y latriste luz del día de plomo cayó sobre la palidezdel cadáver tibio.

A las ocho se sacó a Celestina de la «casamortuoria» y el cuerpo, metido ya en su caja depino, lisa y estrecha, fue depositado sobre elmostrador de la tienda vacía, a las diez. Novolvió a parecer por allí ningún sacerdote nibeata alguna.

—Mejor—decía don Pompeyo, que se mul-tiplicaba.

—Para nada queremos cuervos—exclamabaFoja, que se multiplicaba también.

—Esto tiene que ser una manifestación—decía del ex-alcalde a muchos correligionarios yotros enemigos del Magistral reunidos en latienda, al pie del cadáver—. Esto tiene que seruna manifestación: el gobierno no nos permiteotras, aprovechemos esta coyuntura. Además,

esto es una iniquidad: ese pobre viejo ha muer-to de hambre, asesinado por los acaparadoressacrílegos de la Cruz Roja. Y para mayor des-honra y ludibrio, ahora se le niega honrada ycristiana sepultura, y habrá que enterrarle enlos escombros, allá, detrás de la tapia nueva, enaquel estercolero que dedican a los entierrosciviles esos infames....

—¡Muerto de hambre y enterrado como unperro!—exclamó el maestro de escuela perse-guido por sus ideas.

—¡Oh, hay que protestar muy alto!—¡Sí, sí!—¡Esto es una iniquidad!—¡Hay que

hacer una manifestación!Hablaban también muchos conjurados con

trazas de curiales de Palacio; eran amigos delArcediano, del implacable Mourelo, que cons-piraba desde la sombra.

—A ver usted, señor Sousa, usted que escri-be los telegramas del Alerta... es preciso quehoy retrasen ustedes un poco el número paraque haya tiempo de insertar algo....

—Sí, señor, ahora mismo voy yo a la im-prenta y con la mayor energía que permite laley, la pícara ley de imprenta, redactaré allímismo un suelto convocando a los liberales,amigos de la justicia, etc., etc.... Descuide usted,señor Foja.

—Llame usted al suelto: Entierro civil.—Sí, señor; así lo haré.—Con letras grandes.—Como puños, ya

verá usted.—Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo

liberal....—¿Vendrán los de la Fábrica?—¡Ya lo creo!—exclamó Parcerisa—. Ahora

mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto nonos lo puede prohibir el gobierno....

—Como no se alborote.... El entierro fue cer-ca del anochecer. Sólo así podían asistirlos de laFábrica.

Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diago-nales, sutiles.

La calle se cubrió de paraguas.

El Magistral, que espiaba detrás de las vi-drieras de su despacho, vio un fondo negro ypardo; y de repente, como si se alzase sobre unpavés, apareció por encima de todo una cajanegra, estrecha y larga, que al salir de la tiendase inclinó hacia adelante y se detuvo como vaci-lando. Era don Santos que salía por última vezde su casa. Parecía dudar entre desafiar el aguao volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúdentre el oleaje de seda y percal obscuro. En elbalcón que había sobre la puerta, entre las rejasasomó la cabeza de un perro de lanas negro ysucio: el Magistral lo miró con terror. El falderoestiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y sele erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los pa-raguas y volvió a esconderse. Lo habían olvi-dado en la sala, cerrada con llave por donPompeyo.

Guimarán, de levita negra presidía el duelo.Delante del féretro, en filas, iban muchos

obreros y algunos comerciantes al por menor,

con más, varios zapateros y sastres, rezandoPadrenuestros.

Guimarán había propuesto que no se dijesepalabra.

«No había muerto el gran Barinaga, aquelmártir de las ideas, dentro de ninguna confe-sión cristiana; luego era contradictorio...».

—Deje usted, deje usted—había advertidoFoja con mal gesto—. No seamos intransigen-tes, no extrememos las cosas. Es de más efectoque se rece.

—Esto no es una manifestación anti-católica—observó el maestro de escuela.

—Es anti-clerical—dijo otro liberal probado.—El tiro va contra el Provisor—manifestó

un lampiño, de la policía secreta de Glocester.Así pues, se convino que se rezaría y se rezó.

Requiescat in pace, decía Parcerisa, que rezabadelante, con voz solemne, al terminar cada ora-ción.

Y contestaban los de la fila, que llevabanhachas encendidas: Requiescat in pace.

Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pom-peyo, pero había que transigir.

«Todo aquello era una contradicción, peroVetusta no estaba preparada para un verdaderoentierro civil».

Las mujeres del pueblo, que cogían agua enlas fuentes públicas, las ribeteadoras y costure-ras que paseaban por la calle del Comercio, ypor el Boulevard, arrastrando por el lodo conperezosa marcha los pies mal calzados; lascriadas que con la cesta al brazo iban a comprarla cena, se arremolinaban al pasar el entierro ypor gran mayoría de votos condenaban el atre-vimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimode hombre) sin necesidad de curas. Algunasbuenas mozas, mal pergeñadas, alababan laidea en voz alta.

Hubo una que gritó:—¡Así, que rabien los dela pitanza!

Esta imprudencia provocó otra del lado con-trario.

—¡Anday, judíos!—exclamaba una moza delpartido azotando con un zueco la espalda demuchos de sus conocidos, peones de albañil ycanteros.

Detrás del duelo iba una escasa representa-ción del sexo débil; pero, según las de la cesta ylas de las fuentes públicas, «eran malas muje-res».

—¡Anda tú, pendón!—¿Adónde vais, pingos?Y las correligionarias de don Pompeyo reían

a carcajadas, demostrando así lo poco arraigadode sus convicciones. La noche se acercaba; elcementerio estaba lejos, y hubo que apretar elpaso.

La lluvia empezó a caer perpendicular, peroen gotas mayores, los paraguas retumbabancon estrépito lúgubre y chorreaban por todassus varillas. Los balcones se abrían y cerraban,cuajados de cabezas de curiosos.

Se miraba el espectáculo generalmente concuriosidad burlona, con algo de desprecio. «Pe-

ro por lo mismo se declaraba mayor el delitodel Magistral. Aquel pobre don Santos habíamuerto como un perro por culpa del Provisor;había renegado de la religión por culpa delProvisor, había muerto de hambre y sin sacra-mentos por culpa del Provisor».

«Y ahora los revolucionarios, que de todosacan raja, aprovechan la ocasión para haceruna de las suyas...».

«Y por culpa del Provisor...».«No se puede estirar demasiado la cuerda».«Ese hombre nos pierde a todos».Estos eran los comentarios en los balcones. Y

después de cerrarlos, continuaban dentro lascensuras. Muchas amistades perdió De Pasaquella tarde.

Sin que se supiera cómo, llegó a ser un lugarcomún, verdad evidente para Vetusta, que «Ba-rinaga había muerto como un perro por culpadel Magistral».

Los amigos que le quedaban a don Fermínreconocían que no se podía luchar, por aquellos

días a lo menos, contra aquella afirmación in-justa, pero tan generalizada.

El entierro dejó atrás la calle principal de laColonia, que estaba convertida en un lodazalde un kilómetro de largo, y empezó a subir lacuesta que terminaba en el cementerio. El aguavolvía a azotar a los del duelo en diagonales,que el viento hacía penetrar por debajo de losparaguas. Llovía a latigazos. Una nube negra,en forma de pájaro monstruoso, cubría toda laciudad y lanzaba sobre el duelo aquel cha-parrón furioso. Parecía que los arrojaba de Ve-tusta, silbándoles con las fauces del viento quesoplaba por la espalda.

Se subía la cuesta a buen paso. La percalinade que iba forrado el féretro miserable se habíaabierto por dos o tres lados; se veía la carneblanca de la madera, que chorreaba el agua. Losque conducían el cadáver le zarandeaban. Lafatiga y cierta superstición inconsciente les hab-ía hecho perder gran parte del respeto que me-recía el difunto. Todos los hachones se habían

apagado y chorreaban agua en vez de cera. Sehablaba alto en las filas.

—¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.Algunos se permitían decir chistes alusivos a

la tormenta. En el duelo había más circunspec-ción, pero todos convenían en la necesidad deapretar el paso.

Aquel furor de los elementos despertó mu-chas preocupaciones taciturnas.

Don Pompeyo llevaba los pies encharcados,y era sabido que la humedad le hacía muchodaño, le ponía nervioso y con esto se le achica-ba el ánimo.

—No hay Dios, es claro, iba pensando, perosi le hubiera, podría creerse que nos está dandoazotes con estos diablos de aguaceros.

Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma.La tapia del cementerio se destacaba en la cla-ridad plomiza del cielo como una faja negra delhorizonte. No se veía nada distintamente. Loscipreses, detrás de la tapia, se balanceaban,parecían fantasmas que se hablaban al oído,

tramando algo contra los atrevidos que se acer-caban a turbar la paz del camposanto.

En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo al-gunas dificultades para entrar. Se habían olvi-dado ciertos pormenores y la mala fe del ente-rrador—tal vez la del capellán también—poníaobstáculos reglamentarios.

—¡A ver, dónde está Foja!—gritó don Pom-peyo, que no se encontraba con ánimo para darotra batalla al obscurantismo clerical.

Foja no estaba allí. Nadie le había visto en elduelo.

Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer.«Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejadosolo».

Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por laindignación general, se impuso. El cortejo entróen el cementerio, pero no por la puerta princi-pal, sino por una especie de brecha abierta en latapia del corralón inmundo, estrecho y lleno deortigas y escajos en que se enterraba a los quemorían fuera de la Iglesia católica. Eran muy

pocos. El enterrador actual sólo recordaba treso cuatro entierros así.

El duelo se despidió sin ceremonia; a latiga-zos lo despedía el viento con disciplinas deagua helada.

Don Pompeyo Guimarán salió del cemente-rio el último. «Era su deber».

Había cerrado la noche. Se detuvo solo,completamente solo, en lo alto de la cuesta. «Asu espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúne-bre. Allí detrás quedaba el mísero amigo, aban-donado, pronto olvidado del mundo entero;estaba a flor de tierra... separado de los demásvetustenses que habían sido, por un muro queera una deshonra; perdido, como el esqueletode un rocín, entre ortigas, escajos y lodo.... Poraquella brecha penetraban perros y gatos en elcementerio civil.... A toda profanación estabaabierto.... Y allí estaba don Santos... el buenBarinaga que había vendido patenas y viriles...y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aque-llo era obra suya... de don Pompeyo; él, en el

café—restaurant de la Paz, había comenzado ademoler el alcázar de la fe... del pobre comer-ciante!...».

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Gui-marán. Se abrochó. «Había sido otra impruden-cia venir sin capa».

Entonces sintió que no sentía ya el agua....«Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillabanentre grandes espacios de sombra algunas lucespálidas, las estrellas; y entre las sombras de laciudad aparecían puntos rojizos simétricos: losfaroles.

Guimarán volvió a temblar; sintió la hume-dad de los pies de nuevo... y apretó el paso.Hubo más, se le figuró que le seguían; que aveces le tocaban sutilmente las faldas de la levi-ta y el cabello del cogote.... Y como estaba solo,seguramente solo... no tuvo inconveniente enemprender por la cuesta abajo un trote ligero,con el paraguas debajo del brazo.

«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lohubiera estábamos frescos...».

Y más abajo: «Y de todas maneras, eso deque le han de enterrar a uno de fijo, sin escape,en ese estercolero... no tiene gracia».

Y corría, sintiendo de vez en cuando esca-lofríos.

Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.«Ya lo decía él; ¡la humedad!».Deliró. «Soñaba que él era de cal y canto y

que tenía una brecha en el vientre y por allíentraban y salían gatos y perros, y alguno queotro diablejo con rabo».

—XXIII—

«Tecum principium in die virtutis tuae in splen-dorum sanctorum, ex utero ante luciferum genuite». Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; yla traducción del Eucologio decía: «Tú poseerásel principado y el imperio en el día de tu poder-ío y en medio del resplandor que brillará en tussantos: yo te he engendrado de mis entrañas

desde antes del nacimiento del lucero de lamañana».

Y más adelante leía Ana con los ojos clava-dos en su devocionario: Dominus dixit ad me:Filius meus es tu, ego hodie genui te. Alleluia. ¡Sí,sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón aella... y el órgano como si entendiese lo quequería el corazón de la Regenta, dejaba escaparunos diablillos de notas alegres, revoltosas, queluego llenaban los ámbitos obscuros de la cate-dral, subían a la bóveda y pugnaban por salir ala calle, remontándose al cielo... empapando elmundo de música retozona. Decía el órgano asu manera:

Adiós, María Dolores,marcho mañana

en un barco de florespara la Habana.

y de repente, cambiaba de aire y gritaba:La casa del señor cura

nunca la vi como ahora...

y sin pizca de formalidad, se interrumpíapara cantar:

Arriba, Manolillo,abajo, Manolé,

de la quinta pasadayo te liberté;

de la que viene ahorano sé si podré...

arriba, Manolillo,Manolillo Manolé.

Y todo esto era porque hacía mil ochocientossetenta y tantos años había nacido en el portalde Belén el Niño Jesús.... ¿Qué le importaba alórgano? Y sin embargo, parecía que se volvíaloco de alegría... que perdía la cabeza y echabapor aquellos tubos cónicos, por aquellas trom-petas y cañones, chorros de notas que parecíanlucecillas para alumbrar las almas.

El templo estaba obscuro. De trecho en tre-cho, colgado de un clavo en algún pilar, unquinqué de petróleo con reverbero, interrumpíalas tinieblas que volvían a dominar poco más

adelante. No había más luz que aquella espar-cida por las naves, el trasaltar y el trascoro, ylos cirios del altar y las velas del coro que bri-llaban a lo lejos, en alto, como estrellitas. Perola música alegre botando de pilar en capilla, delpavimento a la bóveda, parecía iluminar la ca-tedral con rayos del alba.

Y no eran más que las doce. Empezaba la mi-sa del gallo.

El órgano, con motivo de la alegría cristianade aquella hora sublime, recordaba todos losaires populares clásicos en la tierra vetustense ylos que el capricho del pueblo había puesto enmoda aquellos últimos años. A la Regenta letemblaba el alma con una emoción religiosadulce, risueña, en que rebosaba una caridaduniversal; amor a todos los hombres y a todaslas criaturas... a las aves, a los brutos, a las hier-bas del campo, a los gusanos de la tierra... a lasondas del mar, a los suspiros del aire.... «Lacosa era bien clara, la religión no podía ser mássencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo

presidiendo y amando su obra maravillosa, elUniverso; el Hijo de Dios había nacido en latierra y por tal honor y divina prueba de cariño,el mundo entero se alegraba y se ennoblecía; yno importaba que hubiesen pasado tantos si-glos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tancierto como en tiempo de los Apóstoles, queDios había venido al mundo; el motivo paraestar contentos todos los seres, el mismo. Porconsiguiente, el organista hacía muy bien endeclarar dignos del templo aquellos aireshumildes, con que solía alegrarse el pueblo yque cantaban las vetustenses en sus bailes bu-lliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de can-ciones efímeras, que habían sido un poco deaire olvidado, le parecía a la Regenta una deli-cada obra de caridad por parte del músico....Recordar lo más humilde, lo que menos vale,un poco de viento que pasó... y dignificar lasemociones profanas del amor, de la alegría ju-venil, haciendo resonar sus cantares en el tem-plo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo

esto era hermoso, según Ana; la religión que loconsentía, maternal, cariñosa, artística».

«No había allí barreras, en aquel momento,entre el templo y el mundo; la naturaleza en-traba a borbotones por la puerta de la iglesia;en la música del órgano había recuerdos delverano, de las romerías alegres del campo, delos cánticos de los marineros a la orilla del mar;y había olor a tomillo y a madreselva, y olor ala playa, y olor arisco del monte, y dominándo-los a todos olor místico, de poesía inefable...que arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltabalos nervios de la Regenta.... Su pensamiento alremontarse se extraviaba y al difundirse sedesvanecía.... Apoyó la cabeza contra la panzachurrigueresca de un altar de piedra, nuevo,que era el principal de la capilla en que estaba,sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, nohacía más que sentir.

La verja de bronce dorado, que separaba lacapilla mayor del crucero, se interrumpía enambos extremos para dejar espacio a los púlpi-

tos de hierro, todos filigrana. Servían de atrilespara la Epístola y el Evangelio, sendas águilasdoradas con las alas abiertas. Ana vio apareceren el púlpito de la izquierda del altar la figurade Glocester, siempre torcida pero arrogante: larica casulla de tela briscada despedía rayosherida por la luz de los ciriales que acompaña-ban al canónigo. El Arcediano, en cuanto callóel órgano, como quien quiere interrumpir unabroma con una nota seria, leyó la epístola deSan Pablo Apóstol a Tito, capítulo segundo,dándole una intención que no tenía. Agradába-le a Glocester tener ocupada por su cuenta laatención del público, y leía despacio, señalandocon fuerza las terminaciones en us y en i y en is:por el tono que se daba al leer no parecía sinoque la epístola de San Pablo era cosa del mismoGlocester, una composicioncilla suya. El órga-no, como si hubiera oído llover, en cuanto ter-minó el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo,abrió todos sus agujeros, y volvió a regar lacatedral con chorritos de canciones alegres, el

fuelle parecía soplar en una fragua de la quesalían chispas de música retozona; ahora tocabacomo las gaitas del país, imitando el modo tos-co e incorrecto con que el gaitero jurado delAyuntamiento interpretaba el brindis de la Tra-viata y el Miserere del Trovador. Por último, ycuando ya Ripamilán asomaba la cabecita viva-racha sobre el antepecho del otro púlpito paracantar el Evangelio, el organista la emprendiócon la mandilona:

Ahora sí que estarás contentónmandilón,mandilón,mandilón.

Los carlistas y liberales que llenaban el cru-cero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risascomprimidas y en esto vio la Regenta un signode paz universal. En aquel momento, pensabaella, unidos todos ante el Dios de todos, quenacía, las diferencias políticas eran nimiedadesque se olvidaban.

Ripamilán no pudo menos de sonreír, mien-tras colocaba, con gran dificultad, el libro enque había de leer el Evangelio de San Lucas,sobre las alas del águila de hierro.

El Arcediano, en la escalera del púlpito es-peraba con los brazos cruzados sobre la panza;cerca de él y haciendo guardia estaban dos acó-litos con los ciriales; uno era Celedonio.

«¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaa-am!»... cantó Ripamilán, muerto de sueño yaprovechándose del canto llano para bostezaren la última nota.

«¡In illo tempore!»... continuó... En aqueltiempo se promulgó un edicto mandando em-padronar a todo el mundo. Fue cosa de CésarAugusto, muy aficionado a la Estadística. «Esteempadronamiento fue hecho por Cirino, quedespués fue gobernador de la Siria». Ripamilánse dormía sobre el recuerdo de Cirino, pero alllegar al empadronamiento de José se animó elArcipreste, figurándose a los santos espososcamino de Bethlehem (o mejor Belén.) «Y suce-

dió que hallándose allí le llegó a María la horade su alumbramiento; y dio a luz a su Hijoprimogénito y envolviole en pañales y recostoleen un pesebre». Ripamilán leía ahora pausa-damente, a ver si se enteraba el público. Cuan-do llegó a los pastores que estaban en vela, cui-dando sus rebaños, don Cayetano recordó sugrandísima afición a la égloga y se enterneciómuy de veras.

Más enternecida estaba la Regenta, que se-guía en su libro la sencilla y sublime narración.«¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendíaahora toda la grandeza de aquella Religión dul-ce y poética que comenzaba en una cuna y aca-baba en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzurasque le pasaban por el alma, las mieles que gus-taba su corazón, o algo que tenía un poco másabajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Yaquel Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo quecontaba lo del parto como si acabara de asistir aél! También Ripamilán estaba hermoso a sumanera».

En tanto el público empezaba a impacientar-se, se iba acabando la formalidad, y en algunosrincones se oían risas que provocaba algúnchusco. En la nave del trasaltar, la más obscura,escondidos en la sombra de los pilares y en lascapillas, algunos señoritos se divertían en echara rodar sobre el juego de damas del pavimentode mármol monedas de cobre, cuyo profanoestrépito despertaba la codicia de la gente me-nuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojoavizor la tradicional profanación, corrían traslas monedas, y al caer tantos sobre una sola enracimo de carne y andrajos, excitaban la risa delos fieles, mientras ellos se empujaban, pisabany mordían disputándose el ochavo miserable.

Pero llegaba la ronda y el racimo de pillos sedeshacía, cada cual corría por su lado. La rondala presidía el señor Magistral, de roquete y capade coro; en las manos, cruzadas sobre el vien-tre, llevaba el bonete; a derecha e izquierda,como dándole guardia caminaban con pasosolemne acólitos con sendas hachas de cera. La

ronda daba vueltas por el trascoro, las naves y eltrasaltar. Se vigilaba para evitar abusos de ma-yor cuantía. La obscuridad del templo, los ex-cesos de la colación clásica, la falta de respetoque el pueblo creía tradicional en la misa delgallo, hacían necesarias todas estas precaucio-nes.

Había otra clase de profanaciones que nopodía evitar la ronda. Apiñábase el público enel crucero, oprimiéndose unos a otros contra laverja del altar mayor, y la valla del centro, de-bajo de los púlpitos, y quedaban en el resto dela catedral muy a sus anchas los pocos que pre-ferían la comodidad al calorcillo humano deaquel montón de carne repleta. Como la reli-gión es igual para todos, allí se mezclaban to-das las clases, edades y condiciones. ObduliaFandiño, en pie, oía la misa apoyando su devo-cionario en la espalda de Pedro, el cocinero deVegallana, y en la nuca sentía la viuda el alien-to de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vezquería, impedir que los de atrás empujasen.

Para la de Fandiño la religión era esto, apretar-se, estrujarse sin distinción de clases ni sexos enlas grandes solemnidades con que la Iglesiaconmemora acontecimientos importantes deque ella, Obdulia, tenía muy confusa idea. Visi-tación estaba también allí, más cerca de la capi-lla, con la cabeza metida entre las rejas. PacoVegallana, cerca de Visitación, fingía resistir lafuerza anónima que le arrojaba, como un oleaje,sobre su prima Edelmira. La joven, roja comouna cereza, con los ojos en un San José de sudevocionario y el alma en los movimientos desu primo, procuraba huir de la valla del centrocontra la cual amenazaban aplastarla aquellasolas humanas, que allí en lo obscuro imitabanlas del mar batiendo un peñasco, en la negrurade su sombra. Todo el elemento joven de quehablaba El Lábaro en sus crónicas del pequeñí-simo gran mundo de Vetusta, estaba allí, en elcrucero de la catedral, oyendo como entre sue-ños el órgano, dirigiendo la colación de Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre tem-

blores de la pereza pinchazos de la carne. Elsueño traía impíos disparates, ideas que eranprofanaciones, y se desechaban para atenerse alos pecados veniales con que brindaba la reali-dad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distan-cia no consentía otra cosa, iban y venían en-filándose como podían en aquella selva espesade cabezas humanas. Se tosía mucho y no todaslas toses eran ingenuas. En aquella quietudsoporífera, en aquella obscuridad de pesadillahubieran permanecido aquellos caballeritos yaquellas señoritas hasta el amanecer, de buengrado. Obdulia pensaba, aunque es claro queno lo decía sino en el seno de la mayor confian-za, pensaba, que el hacer el oso, que era a lo quellamaba timarse Joaquín Orgaz, si siempre eraagradable, lo era mucho más en la iglesia, por-que allí tenía un cachet. Y para la viuda las cosascon cachet eran las mejores.

«En la inmoralidad que acusaba aquellaaglomeración de malos cristianos», estaba pen-sando precisamente don Pompeyo Guimarán,

que, mal curado de una fiebre, había consenti-do en cenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y de-más trasnochadores en el Casino y había veni-do con ellos a la misa del gallo.

«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio desu embriaguez!, pero el hecho era que estabaallí. Habían empezado por emborracharle conun licor dulce que ahora le estaba dando náu-seas, un licor que le había convertido el estó-mago en algo así como una perfumería... ¡puf!¡qué asco!; después le habían hecho comer másde la cuenta y beber, últimamente, de todo. Ycuando él se preparaba a volverse a su casa, sialguno de aquellos señores tenía la bondad deacompañarle ¡oh colmo de las bromas pesadasy ofensivas! habían dado con él en medio de lacatedral, donde no había puesto los pies hacíamuchos años. Había protestado, había queridomarcharse, pero no le dejaron, y él tampoco seatrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacíafrío».

—Señores—dijo en voz baja a don Álvaro ya Orgaz—conste que protesto, y que obedezco afuerza mayor, a la fuerza de la borrachera deustedes, al permanecer en semejante sitio.

—¡Bien, hombre, bien!—Conste que esto noes una abdicación....

—No... qué ha de ser... abdicación....—Ni una profanación. Yo respeto todas las

religiones, aunque no profeso ninguna.... ¿Quédirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... conuna compañía de borrachos matriculados? Re-conozco en el Palomo el derecho de arrojarmedel templo a latigazos o a patadas....

—Ya lo sabemos, hombre...—pudo balbuce-ar Foja—.

En resumen: don Pompeyo reconoce que élaquí representa lo mismo... que los perros enmisa.

—Comparación exacta... eso, yo aquí lomismo que un perro.... Y además esto repug-na.... Oigan ustedes a ese organista, borrachocomo ustedes probablemente: convierte el tem-

plo del Señor, llamémoslo así, en un baile decandil... en una orgía.... Señores, ¿en qué que-damos, es que ha nacido Cristo o es que ha re-sucitado el dios Pan?

—¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general....Bum Bum.

Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocandoel tambor en la cabeza de Guimarán. Y actocontinuo el mediquillo salió de la capilla obscu-ra donde se representaba tal escena, y se fue abuscar una aguja en un pajar, como él dijo, estoes, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y laencontró, emparedada entre el formidable Ron-zal y el cocinero de Paco. Joaquín dio mediavuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.

La capilla desde la que oía misa la Regentaestaba separada sólo por una verja alta de la enque se habían escondido los trasnochadores delCasino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadíaal ateo de su propósito de abandonar el templo.Pero de una capilla a otra no se distinguían laspersonas, sólo se veían bultos.

Cuando pasó la ronda fue otra cosa; lashachas de los acólitos dejaron a Anita ver a unaclaridad temblona y amarillenta la figura arro-gante del Magistral al mismo tiempo que laesbelta y graciosa de don Álvaro, que con losojos medio cerrados, semi-dormido, con la ca-beza inclinada, y cogido a la verja que separabalas capillas, parecía atender a los oficios divinoscon el recogimiento propio de un sincero cris-tiano.

El Magistral también pudo ver a la Regentay a don Álvaro, casi juntos, aunque mediabaentre ellos la verja. Le tembló el bonete en lasmanos; necesitó gran esfuerzo para continuaraquella procesión que en aquel instante le pare-ció ridícula.

Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta,ni a nadie. Estaba medio dormido en pie. Esta-ba borracho, pero en la embriaguez no era nun-ca escandaloso. Nadie sospechaba su estado.

Ana siguió viendo a don Álvaro aun des-pués que la ronda se alejó con sus luces soño-

lientas. Siguió viéndole en su cerebro; y se leantojó vestido de rojo, con un traje muy ajusta-do y muy airoso. No sabía si era aquello untraje de Mefistófeles de ópera o el de cazadorelegante, pero estaba el enemigo muy hermoso,muy hermoso.... «Y estaba allí cerca, detrás deaquella reja, ¡si daba tres pasos podía tocarla aella!». El órgano se despedía de los fieles conlas mayores locuras del repertorio; un aire queAna había oído por primera vez al lado de Mes-ía, en la romería de San Blas, aquel mismoaño.... Cerró los ojos, que se le habían llenadode lágrimas.... «¡Por dónde la tomaba ahora latentación! Se hacía sentimental, tierna, evocabarecuerdos, la autoridad de los recuerdos, queera siempre cosa sagrada, dulce, entrañable....¿Qué había pasado en aquella romería de SanBlas? Nada, y sin embargo, ahora recordandoaquella tarde, por culpa del organista, Ana veíaa don Álvaro a su lado, muerto de amor, mudode respeto, y a sí misma se veía, contenta en lomás hondo del alma... ¡ay sí, ay sí!... en unas

honduras del alma, o del cuerpo, o del infier-no... a que no llegaban las suaves pláticas delmisticismo y fraternidad de que seguía gozan-do en compañía de aquel señor canónigo queacababa de pasar por allí, con las manos cruza-das sobre el vientre, rodeado de monaguillos».

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo lacabeza, aquellas imágenes importunas y peca-minosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvoella frío y casi casi miedo a la sombra de unconfesonario en que se apoyaba. Se levantó ysalió de la catedral, que empezaba a dormirse.

El órgano se había callado como un borrachoque duerme después de alborotar el mundo.Las luces se apagaban....

En el pórtico encontró Ana al Magistral.Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz

de una cerilla que encendieron por allí. Cuandovolvió la obscuridad, De Pas se acercó a la Re-genta y con una voz dulce en que había quejasle preguntó:

—¿Se ha divertido usted en misa?

—¡Divertirme en misa!—Quiero decir... si leha gustado... lo que tocan... lo que cantan....

Notó Ana que su confesor no sabía lo quedecía.

En aquel momento salían del pórtico; en lacalle había algunos grupos de rezagados. Habíaque separarse.

—¡Buenas noches, buenas noches!—dijo elMagistral con tono de mal humor, casi con ira.

Y embozándose sin decir más, tomó a pasolargo el camino de su casa.

Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabíapor qué pero le tenía enfadado: ¿qué habíahecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozarcon recuerdos vitandos... pero... de todo eso¿cómo podía tener don Fermín noticia?... ¡Y sehabía marchado así! Una profunda lástima yuna gratitud que parecía amor invadieron elánimo de Ana en aquel instante.... «¡Oh! ¿porqué ella no podía ahora ir con aquel hombre,llamarle, consolarle... probarle que era la desiempre, que ella no le volvía la espalda como

tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espalda aél, el santo, el hombre de genio, el mártir de lapiedad... le volvían la espalda las que antes sele disputaban, y todo ¿por qué? por viles ca-lumnias. Ella no, ella creía en él... le seguiríaciega al fin del mundo; sabía que entre él y San-ta Teresa la habían salvado del infierno...». Perono se podía correr detrás de él para consolarle,para decirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado,sin ir más lejos, Petra la doncella que estaba allí,a su lado, silenciosa, sonriente, cada día másantipática, y más servicial... y más insufrible!».

Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana,se había separado discretamente dos pasos. Alver al Provisor escapar y embozarse con tantogarbo, pensó la criada:

«Están de monos» y sonrió.La Regenta tomó el camino de la Plaza Nue-

va. Iba andando medio dormida; estaba comoembriagada de sueño y música y fantasía.... Sinsaber cómo se encontró en el portal de su casapensando en el Niño Jesús, en su cuna, en el

portal de Belén. Ella se figuraba la escena comola representaba un nacimiento que había vistoaquella noche a primera hora.

Cuando se quedó sola en su tocador, se pusoa despeinarse frente al espejo; suelto el cabello,cayó sobre la espalda.

«Era verdad, ella se parecía a la Virgen: a laVirgen de la Silla... pero le faltaba el niño»; ycruzada de brazos se estuvo contemplandoalgunos segundos.

A veces tenía miedo de volverse loca. Lapiedad huía de repente, y la dominaba una pe-reza invencible de buscar el remedio para aque-lla sequedad del alma en la oración o en laslecturas piadosas. Ya meditaba pocas veces. Sise paraba a evocar pensamientos religiosos, acontemplar abstracciones sagradas, en vez deDios se le presentaba Mesía.

«Creía que había muerto aquella Ana queiba y venía de la desesperación a la esperanza,de la rebeldía a la resignación, y no había tal;estaba allí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perse-

guida, arrinconada, pero no muerta. Como SanJuan Degollado daba voces desde la cisterna enque Herodías le guardaba, la Regenta rebelde,la pecadora de pensamiento, gritaba desde elfondo de las entrañas, y sus gritos se oían portodo el cerebro. Aquella Ana prohibida era unaespecie de tenia que se comía todos los buenospropósitos de Ana la devota, la hermana humil-de y cariñosa del Magistral.

»¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción desper-taba aquella imagen! ¿Pero por qué había ser-vido el evocarla para dar tormento al cerebro?La necesidad del amor maternal se despertabaen aquella hora de vigilia con una vaguedadtierna, anhelante».

Ana se vio en su tocador en una soledad quela asustaba y daba frío.... ¡Un hijo, un hijohubiera puesto fin a tanta angustia, en todasaquellas luchas de su espíritu ocioso, que bus-caba fuera del centro natural de la vida, fueradel hogar, pábulo para el afán de amor, objetopara la sed de sacrificios!...

Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habi-taciones, atravesó el estrado, a obscuras, comosolía, dejó atrás un pasillo, el comedor, la galer-ía... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba deQuintanar. No estaba bien cerrada aquellapuerta y por un intersticio vio Ana claridad. Nodormía su marido. Se oía un rum rum de pala-bras.

«¿Con quién habla ese hombre?». Acercó laRegenta el rostro a la raya de luz y vio a donVíctor sentado en su lecho; de medio cuerpoabajo le cubría la ropa de la cama, y la parte deltorso que quedaba fuera abrigábala una cha-queta de franela roja; no usaba gorro de dormirdon Víctor por una superstición respetable; élincapaz de sospechar de su Ana la falta másleve, huía de los gorros de noche por una pre-ocupación literaria. Decía que el gorro de dor-mir era una punta que atraía los atributos de lainfidelidad conyugal. Pero aquella noche habíatenido frío, y a falta de gorro de algodón o dehilo, se había cubierto con el que usaba de día,

aquel gorro verde con larga borla de oro. Anavio y oyó que en aquel traje grotesco Quintanarleía en voz alta, a la luz de un candelabro elás-tico clavado en la pared.

Pero hacía más que leer, declamaba; y, concierto miedo de que su marido se hubiera vuel-to loco, pudo ver la Regenta que don Víctor,entusiasmado, levantaba un brazo cuya manooprimía temblorosa el puño de una espadamuy larga, de soberbios gavilanes retorcidos. Ydon Víctor leía con énfasis y esgrimía el acerobrillante, como si estuviera armando caballeroal espíritu familiar de las comedias de capa yespada.

Admitida la situación en que se creía Quin-tanar, era muy noble y verosímil acción la deazotar el aire con el limpio acero. Se trataba dedefender en hermosos versos del siglo diez ysiete a una señora que un su hermano queríadescubrir y matar, y don Víctor juraba en quin-tillas que antes le harían a él tajadas que con-

sentir, siendo como era caballero, atrocidadsemejante.

Pero como la Regenta no estaba en antece-dentes sintió el alma en los pies al considerarque aquel hombre con gorro y chaqueta de fra-nela que repartía mandobles desde la cama a launa de la noche, era su marido, la única perso-na de este mundo que tenía derecho a las cari-cias de ella, a su amor, a procurarla aquellasdelicias que ella suponía en la maternidad, quetanto echaba de menos ahora, con motivo delportal de Belén y otros recuerdos análogos.

Iba la Regenta al cuarto de su marido conánimo de conversar, si estaba despierto, dehablarle de la misa del gallo, sentada a su lado,sobre el lecho. Quería la infeliz desechar lasideas que la volvían loca, aquellas emocionescontradictorias de la piedad exaltada, y de lacarne rebelde y desabrida; quería palabras dul-ces, intimidad cordial, el calor de la familia...algo más, aunque la avergonzaba vagamente elquererlo, quería... no sabía qué... a que tenía

derecho... y encontraba a su marido declaman-do de medio cuerpo arriba, como muñeco deresortes que salta en una caja de sorpresa.... Laola de la indignación subió al rostro de la Re-genta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un pasoatrás Anita, decidiendo no entrar en el teatro desu marido... pero su falda meneó algo en el sue-lo, porque don Víctor gritó asustado:

—¡Quién anda ahí!No respondió Ana.—¿Quién anda ahí?—

repitió exaltado don Víctor, que se había asus-tado un poco a sí mismo con aquellos versosfanfarrones.

Y algo más tranquilo, dijo a poco:—¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?Una sospecha cruzó por la imaginación de

Ana; unos celos grotescos, tal los reputó, se leaparecieron casi como una forma de la tenta-ción que la perseguía.

«¿Si aquel hombre sería amante de su cria-da?».

—«¡Anselmo! ¡Anselmo!»—añadió donVíctor en el mismo tono suave y familiar.

Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada demuchas cosas, de sus sospechas, de su vagodeseo que ya se le antojaba ridículo, de su ma-rido, de sí misma...

«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos,a obscuras, a las dos de la madrugada, en buscade un imposible, de una grotesca farsa... de unabsurdo cómico... pero tan amargo para ella!...».Y Ana, sin querer, como siempre, mientras iba atientas por el salón, pero sin tropezar, pensaba:Y si ahora, por milagro, por milagro de amor,Álvaro se presentase aquí, en esta obscuridad,y me cogiese, y me abrazase por la cintura... yme dijera: tú eres mi amor...; yo infeliz, yo mi-serable, yo carne flaca, qué haría sino sucum-bir... perder el sentido en sus brazos.... «¡Sí, su-cumbir!», gritó todo dentro de ella; y desvane-cida, buscó a tientas el sofá de damasco y sobreél, tendida, medio desnuda, lloró, lloró sin sa-ber cuánto tiempo.

Una campanada del reloj del comedor ladespertó de aquella somnolencia de fiebre;tembló de frío y a tientas otra vez, el cabellopor la espalda, la bata desceñida, y abierta porel pecho, llegó Ana a su tocador; la luz de es-perma que se reflejaba en el espejo estabapróxima a extinguirse, se acababa... y Ana sevio como un hermoso fantasma flotante en elfondo obscuro de alcoba que tenía enfrente, enel cristal límpido. Sonrió a su imagen con unaamargura que le pareció diabólica... tuvo miedode sí misma... se refugió en la alcoba, y sobre lapiel de tigre dejó caer toda la ropa de que sedespojaba para dormir. En un rincón del cuartohabía dejado Petra olvidados los zorros con quelimpiaba algunos muebles que necesitaban ta-les disciplinas; y pensando ella misma en queestaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnu-da, viendo a trechos su propia carne de rasoentre la holanda, saltó al rincón, empuñó loszorros de ribetes de lana negra... y sin piedadazotó su hermosura inútil una, dos, diez ve-

ces.... Y como aquello también era ridículo,arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entróde un brinco de bacante en su lecho; y másexaltada en su cólera por la frialdad voluptuosade las sábanas, algo húmedas, mordió con furorla almohada. A fuerza de no querer pensar, porhuir de sí misma, media hora después se quedódormida.

Aquella misma mañana, a las ocho, Ana, so-la, pasaba por delante de la casa del Magistral.¿A qué había ido allí? Aquel no era camino dela catedral. Una vaga esperanza de encontrar adon Fermín, de verle al balcón, de algo que ellano podía precisar, le había hecho tomar por lacalle de los Canónigos. No topó con el suyo. Sedirigió a la catedral y se sentó sobre la tarimaque había en medio del crucero, desde el coro ala capilla del Altar mayor. Apoyada la cabezaen la valla dorada, fría como un carámbano, laRegenta estuvo oyendo misa desde lejos, re-zando oraciones que no terminaban y soñandodespierta hasta que concluyó el coro. Vio entrar

en él a su amigo, a su De Pas, a quien sonriócariñosa, con la dulzura que a él le entraba porlas entrañas como si fuera fuego; el Magistralno sonrió, pero su mirada fue intensa; durómuy poco, pero dijo muchas cosas, acusó, sequejó, inquirió, perdonó, agradeció... Y pasódon Fermín. Entró en el coro y se fue a surincón. Terminadas las horas canónicas, el Ma-gistral salió, se inclinó ante el Altar, se dirigió ala sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta,sin roquete, muceta ni capa, con manteo y elsombrero en la mano. Otra vez se miraron.

Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cin-co minutos después. Sin necesidad de decírselo,ni por señas, acudieron ambos a una cita.... Seencontraron a poco en el salón de doña Petroni-la Rianzares donde habían muchas señoras ytres clérigos. Allí se había reunido la flor y natade lo que llamaba El Alerta «el elemento levítico»de la población. Aquellas señoras de respetableaspecto las más, guapas y jóvenes algunas, ce-lebraban con alegría evangélica el natalicio de

Nuestro Señor Jesucristo como si el Hijo deMaría hubiese venido al mundo exclusivamen-te para ellas y otras cuantas personas distin-guidas. La Natividad del Señor se les antojabaalgo como una fiesta de familia. Doña Petroni-la, con una manteleta de raso negro, antiquísi-ma, mal cortada, recibía a su mundo devoto co-mo si estuviese ella de cumpleaños. Todo sevolvía allí sonrisas, apretones de manos, elo-gios mutuos, carcajadas sonoras, que reflejabanel interior contento de aquellas almas en graciade Dios. El Magistral fue recibido en triunfo.¡Qué fino! ¡qué atento! Una hora después teníaque subir al púlpito, en la catedral, a predicarun sermón de los de tabla, ¡y sin embargo acud-ía antes a dar las Pascuas a su amiga doña Pe-tronila! «¡Qué hombre! ¡qué ángel! ¡qué pico deoro! ¡qué lumbrera!».

El descrédito de don Fermín no había llega-do al círculo de doña Petronila; allí nadie du-daba de la virtud del Provisor, nadie la discut-ía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel

salón venerable, se atrevía a calumniar a aquelsanto, no se sabía, no se quería saber, pero encasa del gran Constantino nadie osaría poneren tela de juicio la santidad del Crisóstomovetustense.

Por poco tiempo consiguieron verse solosAna y don Fermín. Fue en el gabinete de doñaPetronila. Ella los encontró...; pero sonriéndolesy saludando con la mano les dijo, desde lapuerta:

—Nada, nada... venía por unos papeles.... Yavolveré...

Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿porqué se retiraba aquella señora?...» esto queríadecirle, pero un gesto del Magistral la contuvo.

—Déjela usted—dijo De Pas con un tonoimperioso que a la Regenta siempre le sonababien. Eso quería ella, que el Magistral mandase,dispusiera de ella y de sus actos.

Ana volvió hacia De Pas, que estaba cercadel balcón y le sonrió como poco antes en la

catedral. Aquella sonrisa pedía perdón y ben-decía.

Don Fermín estaba pálido, le temblaba lavoz. Estaba más delgado que por el verano. Enesto pensaba Anita.

—¡Estoy tan cansado!—dijo él y suspiró conmucha tristeza.

Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caeren una butaca.

—¡Estoy tan solo!—¿Cómo solo...? No en-tiendo.

—Mi madre me adora, ya lo sé... pero no escomo yo; ella procura mi bien por un camino...que yo no quiero seguir ya... usted sabe todoesto, Ana.

—Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿losdemás?

—Los demás... no son mi madre. No son na-da mío. ¿Qué tiene usted, Ana? ¿se pone ustedmala? ¿qué es esto? llamaré...

—No, no, de ningún modo.... Un escalofrío...un temblor... ya pasó... esto no es nada.

—¿Tendrá usted un ataque?—No... el ataque se presenta con otros

síntomas... deje usted... deje usted. Esto es frío...humedad... nada.... Callaron. De Pas vio queAna contenía el llanto que quería saltar a lacara.

—¿Qué sucede aquí? yo necesito saberlo to-do, tengo derecho... creo que tengo derecho....

Ana cayó de rodillas a los pies de su hermanomayor, y sollozando pudo decir:

—Sí, todo, todo lo sabrá usted... pero aquíno, en la Iglesia.... Mañana... temprano....

—¡No, no, esta tarde!... El Magistral se pusode pie. Sin que lo viese ella, que tenía escondi-da la cabeza entre las manos, levantó los brazosy llevó los puños crispados a los ojos. Dio dosvueltas por el gabinete. Volvió a paso largo allado de la Regenta que seguía de rodillas, so-llozando y ahogando el llanto para que no so-nase.

—Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aúnhay tiempo....

—Aquí no, no.... Ya es hora... va usted a lle-gar tarde....

—Pero ¿qué es esto... qué pasa? por cari-dad... señora... por compasión, Ana... no veusted que tiemblo como una vara verde.... Yono soy un juguete.... ¿Qué pasa... qué debo te-mer...? Ayer ese hombre estaba borracho... él yotros pasaron delante de mi casa... a las tres dela madrugada.... Orgaz le llamaba a gritos:«¡Álvaro! ¡Álvaro! aquí vive... tu rival... esodecía, tu rival...» ¡la calumnia ha llegado hastaahí!...

Ana miró espantada al Provisor.... Parecíaque no comprendía sus palabras....

—Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, yquieren separarnos, y así podrán conseguirlo...echan lodo en medio... y se acabó...

Era la primera vez que el Magistral hablabaasí. Jamás se habían acordado en sus conversa-ciones de aquel peligro, de aquella calumnia; élpensaba en ella, pero no convenía a sus planesdecir a la Regenta: yo soy hombre, tú eres mu-

jer, el mundo juzga con la malicia.... Pero ahora,sin poder contenerse, había dicho: tu rival, confuerza... aunque aquellas palabras pudiesenasustar a la Regenta.

«Sí, sí, él también era hombre, podía ser ri-val, ¿por qué no?». No se conocía; se paseabapor el gabinete como una fiera en la jaula; com-prendía que en aquel momento diría todo loque le sugiriese la pasión exaltada, el amorpropio herido.... Después le pesaría de haberhablado... pero no importaba, ahora queríadesahogar. «¡Ay! no era el Fermín de antaño».

Ana se levantó, esperó a que el Magistralllegase en sus paseos al extremo del gabinete ydijo:

—No me ha comprendido usted.... Yo soy laque está sola... usted es el ingrato.... Su madrele querrá más que yo... pero no le debe tantocomo yo.... Yo he jurado a Dios morir por ustedsi hacía falta.... El mundo entero le calumnia, lepersigue... y yo aborrezco al mundo entero yme arrojo a los pies de usted a contarle mis se-

cretos más hondos.... No sabía qué sacrificiopodría hacer por usted.... Ahora ya lo sé... Us-ted me lo ha descubierto.... Hablan de mi hon-ra... ¡miserables! yo no sospechaba que se pu-diera hablar de eso... pero bueno, que hablen...yo no quiero separarme del mártir que persi-guen con calumnias como a pedradas.... Quieroque las piedras que le hieran a usted me hierana mí... yo he de estar a sus pies hasta la muer-te.... ¡Ya sé para qué sirvo yo! ¡Ya sé para quénací yo! Para esto.... Para estar a los pies delmártir que matan a calumnias....

—¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esaseñora....

El Magistral, que ahora estaba rojo, y teníalos pómulos como brasas, se acercó a la Regen-ta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangu-lado por la pasión:

—¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde.... Y ahoraa la catedral... junto al altar de la Concepción...en frente del púlpito....

—Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo...casi todo lo que tenía que decir... está dicho....

—¡Pero ese hombre!...—De ese hombre...nada. La voz de doña Petronila se había oídocuando el Magistral avisó que llegaba. Hablabadesde lejos la señora de Rianzares, que decía:

—Allá va, allá va el señor Magistral, está enmi gabinete solo, repasando su sermón sin du-da....

Y entró cuando Ana se volvía un poco paraocultar a su amigo la confusión que él hubieraleído en el rostro de ella, a no haber tenido queatender a doña Petronila que gritaba:

—Vamos, listo, listo... que le esperan... quecreo que ha empezado la misa....

El Magistral desapareció por la puerta de laalcoba, por donde había entrado el ama de lacasa.

Miró el gran Constantino a la Regenta ytomándole la cabeza con ambas manos la besócon estrépito en la frente; y después dijo:

—¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosade Jericó!

—¡A la catedral, a la catedral!—gritaron losdel salón.

Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoroal mismo tiempo que De Pas subía con majes-tuoso paso al púlpito, donde Ripamilán cantaraal comenzar el día el Evangelio de San Lucas.

Buscaron sitio al pie del altar de la Concep-ción.

—Desde aquí se ve perfectamente—dijo do-ña Petronila.

E inclinándose hacia Ana, añadió en voz ba-ja y melosa:

—¡Mírele usted, está hoy lo que se llamahermosísimo ese apóstol de los gentiles! ¡Quéroquete! Parece de espuma.... En el nombre delPadre..., del Hijo... y del Espíritu.... Santo...

—XXIV—

—Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?

—Es muy débil... si insistimos, cederá.—¿Y si no cede, si se obstina?—Pero, ¿por qué?—Porque... es así. No sé

quién se lo ha metido por la cabeza, dice que lepongo en ridículo si no voy.... Y nos alude...habla del que tiene la culpa de esto... dice queél no es amo de su casa, que se la gobiernandesde fuera.... Y después, que la Marquesa estáya algo fría con nosotros por causa de tantosdesaires... ¡qué sé yo!

—Bien, pues si todavía se obstina... enton-ces... tendremos que ir a ese baile dichoso. Nohay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?

—Ya se sabe que a casa no le lleva....—¿Y es de etiqueta el baile?—Creo... que

sí...—¿Hay que ir escotada?—Ps... no. Aquí laetiqueta es para los hombres. Ellas van comoquieren; algunas completamente subidas.

—Nosotros iremos... subidos ¿eh?

—Sí, es claro.... ¿Cuándo toca la catedral?¿pasado? pues pasado iré a la capilla con elvestido que he de llevar al baile.

—¿Cómo puede ser eso?...—Siendo... son cosas de mujer, señor curio-

so. El cuerpo se separa de la falda... y comopienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo aconfesar... y veremos el cuello al levantar lamantilla. Y quedaremos satisfechos.

—Así lo espero. Don Fermín quedó satisfe-cho del vestido, aunque no de que fuéramos albaile. El vestido, según pudo entrever acercan-do los ojos a la celosía del confesonario, erabastante subido, no dejaba ver más que unángulo del pecho en que apenas cabía la cruzde brillantes, que Ana llevó también a la Iglesiapara que se viera cómo hacía el conjunto.

Y la Regenta fue al baile del Casino, porquecomo ella esperaba, don Víctor se empeñó «enque se fuera, y se fue».

Aquel acto de energía, verdaderamente ex-traordinario, le hacía pensar al ex-regente,

mientras subían la escalera del caserón negruz-co del Casino, que él, don Víctor, hubiera sidoun regular dictador. «Le faltaba un teatro, perono carácter. Que lo dijera su mujer, que mal desu grado subía colgada de su brazo, hermosí-sima, casi contenta, pese a todos los confesoresdel mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡Aél jesuitas!».

Era lunes de Carnaval. El día anterior, eldomingo se había discutido con mucho calor enel Casino si la sociedad abriría o no abriría sussalones aquel año. Era costumbre inveteradaque aquel círculo aristocrático (como le llamabael Alerta, a cuyos redactores no se convidabanunca, porque se empeñaban en asistir de ja-quet) diese baile, pero jamás de trajes, el lunesde Carnaval.

—¿Por qué no ha de ser este año como losdemás?—preguntaba Ronzal, que acababa dehacerse un frac en Madrid.

—Porque este año el Carnaval está muy des-animado por culpa de los Misioneros, por eso—

respondía Foja, a quien había metido en la Jun-ta directiva don Álvaro.

—La verdad es—dijo el presidente, Mesía—que nos exponemos a un desaire. La mayorparte de las señoritas comm'il faut están entre-gadas en cuerpo y alma a los jesuitas, creo quemuchas traen cilicios debajo de la camisa.

—¡Qué horror!—exclamó don Víctor, que es-taba presente, aunque no era de la Junta. (Peropor no separarse de Mesía.)

—Sí, señor, cilicios—corroboró Foja—. Ami-go, el Magistral no puede tanto. No ha conse-guido que sus hijas de confesión usen cilicios yotras invenciones diabólicas.

—Porque tampoco se lo ha propuesto—contestó Ronzal.

Don Álvaro observó que Quintanar se poníacolorado. Le había sabido mal la alusión deFoja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magis-tral; con él iba la pulla».

—Lo cierto es—continuó el ex-alcalde—quenos exponemos a un desaire, como dice muy

bien el presidente. La flor y nata de la conserva-duría, que son las que animan esto, no vendrá;las conozco bien: ahora se divierten en jugar alas santas. Ahora son místicas... zurriagazo ytente tieso, ¡ja, ja, ja!

—A mí se me ocurre una cosa—dijo Mesía—. Exploremos el terreno. Hagamos que los so-cios que tienen relaciones con las familias dis-tinguidas se enteren de si las niñas vienen o no.Si ellas asisten, las demás, las de reata, vendránde fijo, malgré todos los jesuitas y padres des-calzos del mundo.

—¡Magnífico! ¡Magnífico!—Pues nada, a trabajar, a trabajar. Cada cual

ofreció traer a quien pudiera.Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había

picado mucho, no pudo menos de decir:—Yo, señores... respondo de traer a mi mu-

jer. Esa no baila pero hace bulto.—¡Oh, gran adquisición!—dijo un socio—; si

doña Ana viene, será un gran ejemplo, porque

ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será ungran ejemplo.

—Efectivamente. Que se corra que viene laRegenta y se llenará esto con lo mejorcito.

—Señor Quintanar—dijo el ex-alcalde—se ledeclara a usted benemérito del Casino... si con-sigue traer a su señora la Regenta.

—Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa,señor Foja, una ligera insinuación mía es undecreto sancionado....

Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de lahora en que se le había ocurrido asistir a la Jun-ta.

«¿Por qué habría ofrecido él lo que no habíade cumplir?».

«Sin embargo, la palabra era palabra».Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kem-

pis, ni pensaba ya en el infierno con horror. Desu piedad pasajera sólo le quedaba la convic-ción de que son necesarias las buenas obrasademás de la fe para salvarse, y la costumbrede persignarse al levantarse, al salir de casa, al

dormir, etc., etc. Había vuelto a Calderón yLope con más entusiasmo que nunca. Se ence-rraba en su despacho o en su alcoba y recitabagrandes relaciones como él decía, de las másfamosas comedias, casi siempre con la espadaen la mano. Así le había sorprendido su mujer,sin que él lo supiera nunca, la noche de Nochebuena. Verdad es que había cenado fuerte elbuen señor y se le había ocurrido celebrar a sumodo el Nacimiento de Jesús.

Pero si la propia religiosidad había volado, ose había escondido en pliegues recónditos delalma, donde él no la encontraba, don Víctorrespetaba la piedad ajena.

«No obstante, se decía a sí mismo, animán-dose al ataque, mi mujer ya no va para santa;respeto como antes su piedad, pero ya no meda miedo; ya es una devota como otras muchas,va y viene, y no se detiene; la novena, la misa,la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya notenemos aquellas encerronas con que a mí me

asustaba, como si tuviéramos un para-rayos encasa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».

Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan decomer. Con gran sorpresa del enérgico marido«que no quería que su casa fuese un nuevo Pa-raguay» (alusión que no entendió Ana), la es-posa no resistió tanto como él esperaba; se rin-dió pronto. Pero él lo achacó a la propia energ-ía. «Comprende que yo no he de ceder y no seobstina».

Cuando Ana consultó con el Magistral encasa de doña Petronila, ya tenía dado su con-sentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canó-nigo decía non possumus.

Todo se arregló, menos la conciencia de Anaque siguió intranquila. «¿Por qué había dichoque sí después de una débil resistencia? ¿A quéiba ella al baile? Por obedecer a su marido, esclaro; pero ¿por qué estaba segura de que me-ses antes no le hubiera obedecido y ahora sí?».

No lo sabía; no quería saberlo. No queríaatormentarse más.

«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué leimportaba a ella, a la hermana de don Fermín elsanto, el mártir, que bailasen o no las mucha-chas insulsas de Vetusta en el salón estrecho ylargo del Casino? Nada, nada».

Así pensaba mientras se dejaba peinar porsu doncella y con las propias manos sujetaba lacruz de diamantes sobre el fondo blanco deaquel ángulo de carne que el cuerpo subido delvestido obscuro dejaba ver.

Ronzal, de la comisión que recibía a las se-ñoras, se apresuró, en cuanto asomaron los deQuintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regentasu brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el dere-cho pensó». Grande fue su pena al notar quePaco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que en-traba al mismo tiempo, no el brazo derecho,sino el izquierdo. De todos modos entró en elsalón triunfante con su pareja... de un minuto.Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para par-ticipar del triunfo de Ana. Las conversaciones

se suspendieron, las miradas se clavaron en lahija de la italiana. Hubo un rumor de asombro:

—¡La Regenta!—¡La Regenta!—¡Quién lo di-ría!

—¡Pobre Magistral!—¡Y qué hermosa!—¡Pero qué sencilla!...

Esta exclamación fue de Obdulia.—¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...—La virgen de la Silla...—La Venus del Nilo,

como dice Trabuco.Esto lo dijo Joaquín Orgaz. El círculo de la

nobleza se abrió para acoger en su seno a laHija pródiga de la Sociedad, como acertó a decir elbarón de la Barcaza, que in illo tempore habíaestado muy enamorado de Anita, a pesar de laseñora baronesa e hijas.

La marquesa de Vegallana, todavía de azuleléctrico, se levantó de su silla de raso carmesícon respaldo de nogal, y abrazó sin que pare-ciera mal, a su querida Anita.

—Hija, gracias a Dios, creía que era el desai-re ciento uno.

La Marquesa también había puesto empeñoen que Ana asistiera al baile y a la cena, «quetendría la élite en petit comité». Todos estos gali-cismos los había importado Mesía.

—¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina!—le decía a la Regenta cara a cara, y con voz gan-gosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, quesegún don Saturnino Bermúdez, era una bellezaojival. En efecto, parecía una torrecilla gótica,aunque, por ciertas curvas del busto, sobre tododel cuello, a la Marquesa se le antojaba «uncaballo de ajedrez».

Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas,las llamaban los plebeyos «Las tres desgracias»,y a su señor padre, barón de la Barcaza, elbarón de la Deuda flotante, aludiendo al título ya los muchos acreedores del magnate.

Solía esta familia, digna de mejores rentas,pasar gran parte del año en Madrid, y las niñas(de veintiséis años la menor) cuando estaban enpúblico ante los vetustenses fingían disimularsu desprecio de todo lo que les rodeaba. Refu-

giábanse en el círculo aristocrático, donde tam-bién entraban, por especial privilegio, Visita-ción y Obdulia, pariente de nobles. Las señori-tas de la clase media (y cuenta que en Vetustael gobernador civil y familia entraban en la aris-tocracia) se vengaban de aquel desdén mal di-simulado contándoles los huesos de la pechugaa las del barón y a otras jóvenes aristócratas.Daba la casualidad de que casi todas las niñasnobles de Vetusta eran flacas.

Ana se sentó al lado de la marquesa de Ve-gallana, única persona que le era simpática en-tre todas las del corro. Entonces anunciaba laorquesta un rigodón.

Y no fue vana su amenaza; a los dos minutosaquellos violines y violas, clarinetes y flautas, aquienes acompañaba en su laboriosa gestaciónarmónica un plano de Erard, comenzaron allenar el aire con sus acordes, como se prometíadecir en El Lábaro del día siguiente TrifónCármenes, el cual había osado preguntar a lahija segunda del barón «si le favorecía». Mal

gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, perouna seña de su padre la obligó a favorecer aTrifón, aunque se propuso no contestarle, si élse atrevía a hablar, más que con monosílabos.El barón de la Deuda Flotante creía en el poderde la prensa periódica, pero su hija no. Enfrentede esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal,el gallardo Trabuco, diputado de la comisión ymiembro de la Junta directiva del Casino. Lapechera que lucía Ronzal no podía ser más bri-llante. Estaba él orgulloso de aquella pechera,de aquel frac madrileño, de aquellas botas sintacones que eran la última moda, lo más chic,como ya empezaba a decirse en Vetusta. Perono estaba tan satisfecho de sus conocimientos yhabilidad en el arte de Terpsícore (otra frase queTrifón se proponía emplear.) Tenía a su ladoTrabuco, como pareja a Olvido Páez, que no lemiraba siquiera. Pero él no pensaba en esto,pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocabaromper la marcha; su bis a bis era Trifón, yTrifón había empezado a ponerse en movi-

miento. Trabuco sudaba antes de haber motivopara ello. A cada momento se metía los dedosde la mano derecha entre el cuello de la camisay lo que él llamaba mi pescuezo cuando «aposta-ba la cabeza» por cualquier cosa. Aquel movi-miento le parecía muy elegante y sobre todo eramuy socorrido. Mientras la de Páez daba a en-tender con su aire melancólico y aburrido quesu reino no era de este mundo, y que Ronzalhabía hecho demasiado atreviéndose a invitarlaa bailar, el diputado ponía los cinco sentidos enno equivocarse, en no pisar el vestido ni lospies a ninguna señorita y en imitar servilmentelas idas y venidas y las genuflexiones de Trifón.Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón loconocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ron-zal. La de Páez y la del barón al pasar cerca unade otra se sonreían discretamente, como di-ciendo:—¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué parde cursis nos han tocado en suerte! Pero Ron-zal, como si cantaran; pensaba en la pechera, enel cuello de la camisa, y en las colas de los ves-

tidos. A su derecha tenía Trabuco a JoaquínOrgaz que hablaba sin cesar con su pareja, unaamericana muy rica y muy perezosa. Como elsalón era estrecho y las costumbres vetustensesun poco descuidadas, las parejas, mientras noles tocaba moverse, se sentaban en la silla quetenían detrás de sí muy cerca. Ronzal, que nopodía sentarse, porque no tenía dónde, pensabaque aquello era una corruptela, y era verdad.La de Páez y la del barón apenas se tenían enpie; se dejaban caer sobre su silla respectiva,como si cada figura del rigodón fuera un viajealrededor del mundo.

Después del rigodón vino un wals. Ronzalse retiró a fumar un cigarro de papel. Él no bai-laba wals, no había podido aprender nunca.Todas las puertas del salón estaban atestadasde socios... que no tenían frac. Un frac en Ve-tusta suponía cierta posición. Muchos pollos sefiguraban que semejante prenda exigía la for-tuna de un Montecristo.

Y como el baile era de etiqueta, la más flori-da juventud se quedaba a la puerta. Unos fing-ían desdeñar el ridículo placer de dar vueltaspor allí como una peonza... para nada. Otroshacían alardes de desidia, de escepticismo, decualquier cosa que fuera incompatible con elfrac, según ellos. Y algunos, más ingenuos, con-fesaban la penuria de su presupuesto, maldec-ían de las exigencias sociales... y se reservabanpara «última hora». Porque a última hora bai-laban, pese a Ronzal, los de levita, los de jaquety hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!».

Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac ytodo lo necesario, llegó un poco tarde al salón.Se detuvo en una puerta... y... tembló. No podíaremediarlo.... La emoción de entrar en los salo-nes en día solemne era para él semejante a la deecharse al agua. Y en efecto, cualquier observa-dor hubiera dicho que aquel hombre creía estaren aquel umbral a la orilla del Océano. Contes-taba Saturno con sonrisas muy corteses a lasbromas de los envidiosos sin frac que le decían:

—¡Vamos, hombre, láncese usted... valor!—Ya... ya... voy... no si... ya voy....Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo

de la corbata, y se aseguró de que el pañueloestaba en su sitio, y... también pasó dos dedospor la tirilla de la camisola. Por último... a launa, a las dos... (a las dos se compuso el peina-do con los dedos, sin recordar que traía la cabe-za como un recluta) y después de este ademánautomático, muy frecuente en los que van aarrojarse al baño de cabeza... después de esto¡al agua! Saturno entra en el salón, saludando adiestro y siniestro, y aunque parece que supropósito es enterarse de quién está allí, en elfuero interno bien sabe él que lo que busca es unrincón de un diván o una silla, que le sirva depuerto en aquella arriesgada navegación porlos mares del gran mundo. Pero poco a poco seacostumbra al agua, es decir, al salón, y ya estáallí muy tranquilo, y baila y dice galanterías enunos párrafos tan largos y complicados, quenadie se los agradece.

Ana al principio tenía sueño. Eran las doce.No pensaba más que en lo que pasaba ante susojos. No quería reflexionar. Al entrar en el Ca-sino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro asaludarme?». Y había sentido miedo y estuvotentada a fingirse enferma para volver a casa.Pero aquella idea pasó. Álvaro no acababa deparecer por allí. La Marquesa hablaba comouna cotorra. Anita contestaba con sonrisas.... Depronto apareció Visitación la del Banco, quevestía un traje de organdí con flores de trapopor arriba y por abajo. El escote era exagerado.

—Chica, vienes escandalosa—le dijo la Mar-quesa, mientras le mordía la cara al besarla,para apagar así la risa.

Visita miró como pudo hacia donde habíamirado doña Rufina, y contestó sin turbarse:

—¡Bah, no me parece! Pero no sería extraño,porque ni tiempo he tenido para mirarme alespejo.... ¡Aquellos demonios de hijos! ¡Su pa-dre que no tiene energía, que no sabe engañar-los!... no me los podía quitar de encima.

¿Pero Ana, qué es esto? ¿tú aquí? pero feísi-ma mía, ¿qué es esto? ¿qué bula tenemos?...

Y al decir esto estaba ya la del Banco con losbrazos abiertos frente a la Regenta, y chocabanlas rodillas de una dama con las de la otra.

La que estaba de pie inclinaba el cuerpohacia atrás.

Media hora después, Visita, un poco escon-dida detrás del cortinaje de un balcón, referíauna historia a la Regenta, que la oía atenta,vuelta hacia el rincón de su amiga.

El baile se animaba, la maledicencia y los re-celos ridículos de la etiqueta fría e irracional denobles y plebeyos codeándose, dejaban el pues-to a otros vicios y pasiones. Ronzal ya no parec-ía a la de Páez un hombre tosco, sino un hombre;las del barón se humanizaban, las niñas de laclase media olvidaban los huesos que enseñabala nobleza, y pensaban en la alegría ambiente,se entregaban al baile con furor invencible, co-mo ansiando beber en aquella atmósfera per-fumada, demasiado perfumada tal vez, el licor

desconocido que pudiera saciar sus vagos an-helos. Las cursis, si eran bonitas ya no parecíancursis; ya no se pensaba en la reina del baile, enel mejor traje, en las joyas más ricas; la juventudbuscaba a la juventud, algo de amor volaba porallí; ya había miradas de fuego, sonrisas pere-zosas que presentían imposibles, celos dramáti-cos que daban al conjunto un tono de grandeza.Las niñas más recatadas, y hasta las más pare-cidas a muñecas de resorte, hacían pensar en lamujer que traían debajo de aquellos vestidosvulgares y de aquella educación falsa y desa-brida.

Ana, a las dos de la mañana se levantó de susilla por vez primera y consintió en dar unavuelta por el salón, en un intermedio del baile.Visita iba a su lado callada, pensativa, satisfe-cha de lo que acababa de hacer. Había referidoa la Regenta la historia de don Álvaro desdeprincipios del verano pasado hasta la fecha. Ladel Banco echaba fuego por ojos y mejillas. Sa-boreaba el triunfo de su elocuencia. Ana disi-

mulaba mal la impresión viva y profunda quele causaron las palabras de su amiga. «DonÁlvaro había vencido la virtud de la ministra,había sido su amante todo el verano en Palo-mares... y después se había burlado de ella, nohabía querido seguirla a Madrid». Esta era enresumen la historia. Y el final así, lo recordabaAna palabra por palabra:

«Cuando Álvaro me lo contó todo, había di-cho Visita, le pregunté, porque ya sabes quenos tratamos con mucha confianza, pues bien,le pregunté:

«Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esamujer siendo tan hermosa, influyente... y tanlista como dices? ¿Por qué no seguirla a Ma-drid?

Y Álvaro me contestó muy triste, ya sabesqué cara pone cuando habla así, me contestó:

«Pche... para amoríos basta el verano. El in-vierno es para el amor verdadero. Además, laministra, como tú la llamas, a pesar de todossus encantos no consiguió lo que yo quería...

hacerme olvidar... lo que no te importa. Y des-pués de suspirar como tú sabes que él suspira,añadió Álvaro: ¿Dejar a Vetusta? Ay, no, esono.... Y chica, palabra de honor, le dio un tem-blorcico así como un escalofrío.... Ya ves, dijoluego, queriendo sonreír, me ofrecían un distri-to, un distrito de cunero, sine cura admirable(sine cura, dijo)... apetitoso bocado... pero,¡quiá!... yo estoy atado a una cadena... y la besoen vez de morderla. Y me apretó la mano, chi-ca, y se fue yo creo que para que no le vierallorar».

Esto era lo más sustancial de las confidenciasde Visita. Ana saludaba a diestro y siniestro,hablaba con muchos amigos, pero no pensabamás que en aquella confesión de don Álvaro.«De que era verosímil respondía el efecto quesu presencia, la de Ana, había producido aque-lla noche en el Casino.... Ahora, ahora mismo,mientras se paseaba, llegaba a sus oídos el ru-mor dulce, más dulce que todos los rumores, dela alabanza contenida, de la admiración estupe-

facta... de la galantería sincera y discreta.... ¿Porqué don Álvaro no había de estar tan enamora-do como la historia de Visita daba a entender?».

—Oye, tú—dijo la del Banco, volviéndose derepente a la Regenta—¿quién será esa cadena?

—¿Qué cadena?—preguntó con voz temblo-rosa Anita.

—Bah, la que sujeta a Mesía, la mujer que letiene enamorado de veras. ¡Ah, infame! quiental hizo que tal pague.... Pero ¿quién será?

—Qué... sé yo...—¿Te atreverías tú a pre-guntárselo?

—Dios me libre.—Debe de ser casada...—¡Jesús!—Mira, esta noche le voy a sentar junto ati, a ver, si después de la cena se atreve a decír-telo.... Pregúntaselo tú misma....

—¡Visitación! tú estás loca....—Ja, ja, ja... ahí le tienes... ahí le tienes.... Ya

me contarás....La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana

y desapareció entre los grupos que dificultabanel tránsito por el salón estrecho.

La Regenta vio enfrente de sí a don Álvaro,del brazo de Quintanar, su inseparable amigo.

El frac, la corbata, la pechera, el chaleco, elpantalón, el clac de Mesía, no se parecían a lasprendas análogas de los demás. Ana vio estosin querer, sin pensar apenas en ello, pero fuelo primero que vio. Se le figuraban ya todos loscaballeros que andaban por allí, don Víctorinclusive, criados vestidos de etiqueta; todoseran camareros, el único señor Mesía. De todasmaneras estaba bien don Álvaro; de frac eracomo mejor estaba. En todas partes parecíahermoso, dominaba a todos con su arrogantefigura; allí, en el baile, debajo de aquella arañade cristal, que casi tocaba con la cabeza, eramás elegante, más bizarro, más airoso que encualquier otro sitio. El baile animado, ardiendode voluptuosidad fuerte y disimulada, era elcuadro propio para servir de fondo a la figuraque ella, la pobre Ana, había visto tantas vecesen sueños.

Todo esto pasó por el cerebro de la Regentamientras Mesía, sin ocultar la emoción que leponía pálido, se inclinaba con gracia, y alargabatímidamente una mano.

Antes que ella quisiera, Ana sintió sus dedosentre los del enemigo tentador... debajo de lapiel fina del guante la sensación fue más suave,más corrosiva. Ana la sintió llegar como unacorriente fría y vibrante a sus entrañas, másabajo del pecho. Le zumbaron los oídos, el bailese transformó de repente para ella en una fiestanueva, desconocida, de irresistible belleza, dediabólica seducción. Temió perder el sentido...y sin saber cómo, se vio colgada de un brazo deMesía.... Y entre un torbellino de faldas de colory de ropa negra, oyendo a lo lejos la maderaconstipada de los violines y los chirridos delbronce, que a ella se le antojaba música volup-tuosa, pudo comprender que la arrastrabanfuera del salón. Gritaba la Marquesa, reía a car-cajadas Obdulia, sonaba la voz gangosa de una

hija del Barón... y atrás quedaba el ruido delwals que comenzaba.

«¿A dónde la llevaban?». A cenar.—A cenar, hija mía—le dijo al oído Quinta-

nar—. ¡Y por Dios, Anita, que no se te ocurranegarte... sería un desaire!...

La Marquesa de Vegallana y su tertulia, másla del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cena-ron en el gabinete de lectura. Todo fue cosa deTrabuco. Convídesele, había dicho Mesía y lavanidad satisfecha le inspirará maravillas. Enefecto Ronzal, abusando de su cargo en la Juntadirectiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomópor asalto el gabinete de lectura, quitó periódi-cos de la mesa y puso manteles, cerró con llavela puerta, hizo que entrara el servicio por unade escape que estaba cerca del armario de li-bros, y allí pudo cenar la flor y nata de la no-bleza vetustense con sus paniaguados y amigosde confianza. Obdulia se encargó desde el pri-mer momento de premiar el celo y la actividadde Trabuco, que estaba loco de contento. Todas

las damas le felicitaron por su energía para ce-rrar aquello con llave y por el buen gusto de lamesa. Los ojos montaraces le echaban chispas,pero no se movían. Obdulia le sentó a su lado.¡Feliz Ronzal aquella noche!

Ana se encontró sentada entre la Marquesa ydon Álvaro. Enfrente don Víctor, un poco ale-gre, fingía enamorar a Visitación y recitaba ver-sos de sus poetas adorados y repetía hasta pa-recer un martillo:

¿Qué delito cometípara odiarme, ingrata fiera?quiera Dios... pero no quieraque te quiero más que a mí.

—Por Dios y por las once mil... cállese usted,Quintanar—decía la Marquesa.

Pero el otro continuaba, siempre declaman-do para su Visitación:

En fin, señora, me veosin mí, sin Dios y sin vos,

sin vos porque no os poseo...Y Visitación le tapaba la boca con las manos.

—¡Escandaloso, escandaloso! gritaba.Las de la Deuda Flotante sonreían y se mira-

ban como diciéndose:—¡Buena sociedad la dela Marquesa!

El Marqués le decía en tanto al barón:—¡Como estamos en confianza!...—¡Oh, perfectamente, perfectamente!Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a

una jamona aristócrata que estaba sola.Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima

Edelmira y «le hacía el amor por todo lo alto»,aunque a su madre no le gustaba, porque erafeo engañar a una prima.

Joaquín Orgaz había prometido cantar por loflamenco a los postres.

La cena era breve pero buena, platos fuertes,buen Burdeos, buena champaña; en fin, comodecía el Marqués, primero mar y pimienta,después fantasía y alcohol.

Todos, las baronesas inclusive, se reían delos plebeyos que allá fuera seguían bailando y

tenían que contentarse con los helados que seservían sobre las mesas de billar.

De vez en cuando daban golpes en la puertapor fuera.

—¿Quién está ahí?—gritaba Ronzal con sualabada energía.

—Mi abrigo... café con leche... tengo ahí de-ntro mi abrigo....

—Ja, ja, ja...—contestaban los de dentro.—¡Está esto que arde!—le decía Joaquín Or-

gaz a una niña del barón, que sonreía y mirabaal techo.

«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglasdel buen tono vetustense», decía el Marqués alBarón, que estaba ya como un tomate y cadavez más cerca de la jamona.

La Marquesa tenía sueño, pero así y todo legustaba la broma.

—Así debiera ser siempre—le decía a Satur-nino que estaba decidido a emborracharse parano desentonar.

—Este poblachón se va poniendo lo más so-so. ¿Verdad, pollo?

—So... sí... si... mo...—Saturno bebió una co-pa de champaña acto continuo. Lo de pollo lehabía halagado.

A la Marquesa se le ocurrió el disparate, talvez sugerido por las nieblas del sueño, de mirarmuy fijamente a Bermúdez, y ponerle unos ojosque ella sabía que in illo tempore mareaban acualquiera.

—¿Por qué no se casa usted?—preguntó do-ña Rufina seria y melancólica, al parecer.

Bermúdez sostuvo la mirada de la ilustredama y olvidó por un momento los cincuentaaños de la Marquesa. Suspiró... y en seguida sele subió la champaña a las narices, tosió, se pu-so casi negro, medio asfixiado y la Marquesatuvo que darle palmadas en la espalda.

Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vega-llana tenía los ojos cerrados y sólo los abría detarde en tarde para mirar a la Regenta y a Mes-ía.

¡El idilio senil con que soñó un instanteBermúdez se había deshecho... y eso que él yase había acordado de Ninon de Lenclós parajustificar a los ojos del mundo unas relacionescon doña Rufina!

En tanto don Álvaro le estaba refiriendo aAna la misma historia que ella había oído ya aVisita, aunque en forma muy distinta.

No había podido la Regenta resistir a la ten-tación de preguntarle si se había divertido mu-cho aquel verano....

Mesía vio el cielo abierto en aquella pregun-ta.

Supo hacerse el interesante, lo cual poco traba-jo le costaba tratándose de Ana, que cada díaiba descubriendo en él, aun sin verle, más en-cantos diabólicos.

El ruido, las luces, la algazara, la comida ex-citante, el vino, el café... el ambiente, todo con-tribuía a embotar la voluntad, a despertar lapereza y los instintos de voluptuosidad.... Anase creía próxima a una asfixia moral.... Encon-

traba a su pesar una delicia intensa en todosaquellos vulgares placeres, en aquella seduc-ción de una cena en un baile, que para los de-más era ya goce gastado.... Sentía ella más quetodos juntos los efectos de aquella atmósferaenvenenada de lascivia romántica y señoril, yella era la que tenía allí que luchar contra latentación. Había en todos sus sentidos la irrita-bilidad y la delicadeza de la piel nueva para eltacto. Todo le llegaba a las entrañas, todo eranuevo para ella. En el bouquet del vino, en elsabor del queso Gruyer, y en las chispas de lachampaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en elcontraste del pelo negro de Ronzal y su frentepálida y morena... en todo encontraba Anitaaquella noche belleza, misterioso atractivo, unvalor íntimo, una expresión amorosa....

—¡Qué colorada está Anita!—le decía Paco aVisitación por lo bajo.

—Claro, de un lado la pone así la proximi-dad de Álvaro.

—¿Y del otro?—Del otro la ponen así... lasmajaderías de su esposo que me está dandojaqueca.

En efecto, estaba inaguantable don Víctorcon sus versos, por buenos que fueran.

Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en elsalón, sintió lo que él llamaba la corazonada.Aquella cara, aquella palidez repentina le dierona entender que la noche era suya, que habíallegado el momento de arriesgar algo.

Nunca había desistido de conquistar aquellaplaza.

¡No faltaba más! Pero comprendiendo quemientras reinase en el corazón de Ana lo que élllamaba el misticismo erótico (era tan groserocomo todo esto al pensar) no podría adelantarun paso, se había retirado, había levantado elcampo hasta mejor ocasión. Además, esperabaque la ausencia, la indiferencia fingida y la his-toria de sus amores con la ministra le preparar-ían el terreno.

«Por supuesto, concluía, siempre y cuandoque la fortaleza no se haya rendido al caudillode la iglesia. Si el Magistral es aquí el amo...entonces no tengo que esperar nada... yademás, ya no vale tanto la victoria».

«Sin buscar él la ocasión, se la ofrecía aquellanoche: le habían puesto a la Regenta a su lado...la corazonada le decía que adelante... pues ade-lante. Lo primero que quería averiguar era lodel otro, si el Magistral mandaba allí».

En su narración tuvo que alterar la verdadhistórica, porque a la Regenta no se le podíahablar francamente de amores con una mujercasada («tan atrasada estaba aquella señora»),pero vino a dar a entender, como pudo, que élhabía despreciado la pasión de una mujer codi-ciada por muchos... porque... porque... para elhijo de su madre los amoríos ya no eran ni si-quiera un pasatiempo, desde que el amor lehabía caído encima del alma como un castigo.

El rostro de la dama al decir Mesía aquello yotras cosas por el estilo, todas de novela per-

fumada, le dejó ver al gallo vetustense que elMagistral no era dueño del corazón de Anita.Pero como en la anatomía humana nos encon-tramos con muchos más órganos que el co-razón, Mesía no se dio por satisfecho porquepensó: «Suponiendo que Ana esté enamoradade mí, necesito todavía saber si la carne flaca nome ha buscado un sucedáneo».

No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A estamodestia material y grosera le obligaba su filo-sofía, que cada vez le parecía más firme.

Ana sintió que un pie de don Álvaro rozabael suyo y a veces lo apretaba. No recordaba enqué momento había empezado aquel contacto;mas cuando puso en él la atención sintió unmiedo parecido al del ataque nervioso más vio-lento, pero mezclado con un placer material tanintenso, que no lo recordaba igual en su vida.El miedo, el terror era como el de aquella nocheen que vio a Mesía pasar por la calle de la Tras-lacerca, junto a la verja del parque; pero el pla-cer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte,

que le ataba como con cadenas de hierro a loque ella ya estaba juzgando crimen, caída, per-dición.

Don Álvaro habló de amor disimuladamen-te, con una melancolía bonachona, familiar, conuna pasión dulce, suave, insinuante.... Recordómil incidentes sin importancia ostensible queAna recordaba también. Ella no hablaba perooía. Los pies también seguían su diálogo; diálo-go poético sin duda, a pesar de la piel de bece-rro, porque la intensidad de la sensación en-grandecía la humildad prosaica del contacto.

Cuando Ana tuvo fuerza para separar todosu cuerpo de aquel placer del roce ligero condon Álvaro, otro peligro mayor se presentó enseguida: se oía a lo lejos la música del salón.

—¡A bailar, a bailar!—gritaron Paco, Edelmi-ra, Obdulia y Ronzal.

Para Trabuco era el paraíso aquel baile queél llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejosdel vulgo de la clase media....

Se entreabrió la puerta para oír mejor lamúsica, se separó la mesa hacia un rincón, yapretándose unas a otras las parejas, sin podermoverse del sitio que tomaban, se empezóaquel baile improvisado.

Don Víctor gritó:—Ana ¡a bailar! Álvaro,cójala usted....

No, quería abdicar su dictadura el buenQuintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Re-genta que buscó valor para negarse y no lo en-contró.

Ana había olvidado casi la polka; Mesía lallevaba como en el aire, como en un rapto; sin-tió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de cur-vas dulces, temblaba en sus brazos.

Ana callaba, no veía, no oía, no hacía másque sentir un placer que parecía fuego; aquelgozo intenso, irresistible, la espantaba; se deja-ba llevar como cuerpo muerto, como en unacatástrofe; se le figuraba que dentro de ella sehabía roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza;estaba perdida, pensaba vagamente....

El presidente del Casino en tanto, acarician-do con el deseo aquel tesoro de belleza materialque tenía en los brazos, pensaba.... «¡Es mía!¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía....Este es el primer abrazo de que ha gozado estapobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado,hipócrita, diplomático, pero un abrazo paraAnita!

—¡Qué sosos van Álvaro y Ana!—decía Ob-dulia a Ronzal, su pareja.

En aquel instante Mesía notó que la cabezade Ana caía sobre la limpia y tersa pechera queenvidiaba Trabuco. Se detuvo el buen mozo,miró a la Regenta inclinando el rostro y vio queestaba desmayada. Tenía dos lágrimas en lasmejillas pálidas, otras dos habían caído sobre latela almidonada de la pechera. Alarma general.Se suspende el baile clandestino, don Víctor seaturde, ruega a su esposa que vuelva en sí... sebusca agua, esencias... llega Somoza, pulsa a ladama, pide... un coche. Y se acuerda que Visitay Quintanar lleven a aquella señora a su casa,

bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y asífue. En cuanto Ana volvió en sí, pidiendo milperdones por haber turbado la fiesta, donVíctor, de muy mal humor, ya sin miedo, lallenó el cuerpo de pieles, la embozó, se despi-dió de la amable compañía y con la del Bancose llevó a la Regenta a la cama.

«¡El humo! ¡el calor, la falta de costumbre, lapolka después de cenar, las luces!... Cualquiercosa, en fin, aquello no valía nada. Podía conti-nuar la fiesta». Y continuó. Los del salón sehabían enterado: «A la Regenta le había dado elataque». «La habían hecho bailar a la fuerza».Pero pronto se olvidó el incidente, para comen-tar la conducta de aquellas señoras y caballerosque se encerraban en el gabinete de lectura acenar y bailar como si el Casino no fuese detodos....

A las seis de la madrugada, al despedirsePaco de Mesía con un apretón de manos, a lapuerta del Casino, el Marquesito exclamó:

—¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?

Mesía tardó en contestar; se abrochó sugabán entallado de color de ceniza, hasta elcuello; se apretó a la garganta un pañuelo deseda blanco, y al cabo dijo:

—Ps.... Veremos. Llegó a su casa, la fonda;llamó al sereno que tardó en venir; pero en vezde reñirle como solía, le dio dos palmadas en elhombro y una propina en plata.

—¡Qué contento viene el señorito!... ¿Delbaile, eh?

—Señor Roque, del baile.... Y al acostarse, aldejar en una percha una prenda de abrigo inter-ior, de franela, murmuró a media voz donÁlvaro, como hablando con el lecho, a cuyoembozo echaba mano:

—¡Lástima que la campaña me coja un pocoviejo!...

—XXV—

Al día siguiente Glocester delante del Magis-tral, sin compasión, refería en la catedral todo

lo que había sucedido en el baile. «La aristocra-cia se había encerrado en un gabinete, en elgabinete de lectura, para cenar y bailar, y doñaAna Ozores, la mismísima Regenta que viste ycalza, se había desmayado en brazos del señordon Álvaro Mesía».

El Magistral, que no había dormido aquellanoche, que esperaba noticias de Ana con fiebrede impaciencia, dio media vuelta como un re-cluta; era la primera vez que el puñal de Glo-cester, aquella lengua, le llegaba al corazón.Pálido, temblorosa la barba hasta que la sujetómordiendo el labio inferior, don Fermín miró asu enemigo con asombro y con una expresiónde dolor que llenó de alegría el alma torcida delArcediano. Aquella mirada quería decir «ven-ciste, ahora sí, ahora me ha llegado a las entra-ñas el veneno». De Pas estaba pensando que losmiserables, por viles, débiles y necios que pa-rezcan, tienen en su maldad una grandeza for-midable. «¡Aquel sapo, aquel pedazo de sotanapodrida, sabía dar aquellas puñaladas!». Des-

pués don Fermín se acordó de su madre; sumadre no le había hecho nunca traición, su ma-dre era suya, era la misma carne; Ana, la otra,una desconocida, un cuerpo extraño que se lehabía atravesado en el corazón....

Sin disimular apenas, disimulando muy malsu dolor que era el más hondo, el más frío y sinconsuelo que recordaba en su vida, salió De Pasde la sacristía, y anduvo por las naves de lacatedral vacilante, sin saber encontrar la puerta.Ignoraba a dónde quería ir, le faltaba en absolu-to la voluntad... y al notar que algunos fieles leobservaban, se dejó caer de rodillas delante delaltar de una capilla. Allí estuvo meditando loque haría. ¿Ir a casa de la Regenta? Absurdo.Sobre todo tan temprano. Pero su soledad lehorrorizaba... tenía miedo del aire libre, queríaun refugio, todo era enemigo. «Su madre, sumadre del alma». Salió del templo, corrió, entróen su casa. Doña Paula barría el comedor; unpañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre

la plata del pelo espeso y duro, como un tur-bante.

—¿Vienes del coro?—Sí, señora. Doña Paulasiguió barriendo.

Don Fermín daba vueltas alrededor de lamesa, alrededor de su madre. «Allí estaba elconsuelo único posible, allí el regazo en quellorar... allí la única compasión verdadera, allíel único contagio posible de la pena; aquel ve-neno que a él le mataba sólo sería veneno, sa-liendo de él para su madre. El deseo de partir eldolor le apretaba la garganta con angustias demuerte.... Y no podía, no podía hablar.... Erauna crueldad de su madre no adivinar los tor-mentos del hijo. Doña Paula le miraba como losdemás, como la gente con que había tropezadoen la calle, sin conocer que moría desesperado.¡Y no podía él hablar!».

—¿Qué tienes, hombre? ¿qué haces aquí? teestoy llenando de polvo la ropa nueva....

Don Fermín salió del comedor. Entró en eldespacho. Teresina hacía la cama del señorito.

No le oyó entrar porque cantaba y la hoja deljergón sacudida le llenaba de estrépito los oí-dos. El señorito como huyendo, salió del des-pacho también. Salió de casa. Llegó a la de do-ña Petronila Rianzares. «La señora estaba enmisa». Esperó paseando por la sala, con lasmanos a la espalda unas veces, otras cruzadassobre el vientre. El gato pulcro y rollizo entró ysaludó a su amigo con un conato de quejido. Yse le enredó en los pies, haciendo eses con elcuerpo. «Parecía que el gato sabía ya algo deaquella traición». El sofá donde solía sentarseAna llamó al Magistral con la voz de los re-cuerdos. En un extremo del asiento había unmuelle algo flojo, la tela estaba arrugada; allí sesentaba ella. De Pas se sentó en la butaca allado de aquella tela floja. Cerró los ojos, y unapereza de vivir que parecía sueño o sopor leembargó el ánimo. Quería detener el tiempo.Ya deseaba que tardase en volver doña Petroni-la: le asustaba la actividad, tenía miedo decualquier resolución; todo sería peor. La muerte

ya estaba en el alma. Los recuerdos lejanos bull-ían en el cerebro, como preparándose a bailar ladanza macabra del delirio de la agonía. Sintió elolor de una rosa muy grande que Ana oprimíacontra los labios de su buen amigo, de su her-mano mayor; la música de las palabras se mez-claba con el aroma de la flor en mística compo-sición.... «Ay, sí, amor, y buen amor era todoaquello.... Era un enamorado; el amor no era todolascivia, era también aquella pena del desenga-ño, aquella soledad repentina, aquel dolor dul-ce y amargo, todo junto, capaz de redimir laculpa más grave. Deber... sacerdocio... votos...castidad... todo esto le sonaba ahora a hueco:parecían palabras de una comedia. Le habíanengañado, le habían pisoteado el alma, esto eralo cierto, lo positivo, esto no lo habían inventa-do Obispos viejos: el mundo, el mundo era elque le daba aquella enseñanza. Ana era suya,ésta era la ley suprema de justicia. Ella, ellamisma lo había jurado; no se sabía para qué erasuya, pero lo era...». El Magistral se puso en pie

de repente: el tiempo volaba, lo acababa desentir él como un bofetón; podían estar conspi-rando los otros con el tiempo y contra él; tal vezestaban juntos ya a aquellas horas.... «¡Infame,infame! y le había ido a enseñar la cruz de di-amantes a la capilla... para que viese el traje enque le iba a deshonrar... sí a deshonrar... él eraallí el dueño, el esposo, el esposo espiritual...don Víctor no era más que un idiota incapaz demirar por el honor propio, ni por el ajeno...¡aquello era la mujer!».

Salió al pasillo y gritó:—¿Vino doña Petronila?—Ahora llama, contestaron. Entró la de

Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en laboca.

—Ahora mismo hay que llamarla—dijo.—¿A quién... a Ana?—Sí, ahora mismo. Don

Fermín volvió a sus paseos. No quería conver-sación. La de Rianzares, sierva de aquel hom-bre, calló y entró en el gabinete.

Pasó media hora. Sonó la campanilla de lapuerta. Ana vio al gran Constantino que abría.

—¿Qué pasa?—Don Fermín... ahí en la sa-la....

—¡Ah!... me alegro. Entró la Regenta y doñaPetronila se fue hacia la cocina, al otro extremode la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a lacriada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de sualcoba.

De Pas vio a la Regenta más hermosa quenunca: en los ojos traía fuego misterioso, en lasmejillas el color del entusiasmo, de las confe-rencias íntimas, espirituales; una aureola deuna gloria desconocida para él parecía rodear aaquella mujer que encerraba en el breve espaciode un contorno adorado todo lo que valía algoen la vida, el mundo entero, infinito, de la pa-sión única.

—¿Qué es esto?—dijo, ronco de repente, donFermín, plantado, como con raíces, en medio dela sala.

—Lo que yo quería, que nos viéramos en se-guida. Yo estoy loca, esta noche creí que memoría... ayer... hoy... no sé cuándo.... Estoy lo-ca....

Se ahogaba al hablar. De Pas sintió unalástima que le pareció vergonzosa.

—Ya lo sé todo; no necesito historias....—¿Qué es todo?—Lo de ayer... lo de hoy....

El baile, la cena; ¿qué es esto, Ana, qué es es-to?...

—¡Qué baile! ¡qué cena! no es eso.... Me em-borracharon... qué sé yo... pero no es eso.... Esque tengo miedo... aquí, Fermín, aquí, en lacabeza.... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga al-guno lástima de mí! Yo no tengo madre.... Yoestoy sola...

«Era verdad, no tenía madre como él, estabamás sola que él». Entonces el amor de donFermín sintió la lástima inefable que sólo elamor puede sentir; se acercó a la Regenta, letomó las manos.

—A ver, a ver, ¿qué ha sido? a mí me handicho... pero qué ha sido... a ver...—decía la voztrémula y congojosa del Magistral.

Ana, entre sollozos, refirió lo que podía refe-rir de sus angustias, de sus miedos, de sus tor-mentos, de aquellas horas de fiebre. «Despuésque se vio en su lecho, mil espantosas imágenesla asaltaron entre los recuerdos confusos delbaile.... Creyó que volvía a caer de repente enaquellos pozos negros del delirio en que sesentía sumergida en las noches lúgubres de suenfermedad.... Después la idea del mal quehabía hecho la había horrorizado...». Y Ana seinterrumpía al ver al Magistral quedarse lívido,y como rectificando añadía, «el mal... es decir...el no haber sido bastante buena...». La enfer-medad había sido una lección, una lección ol-vidada, y aquella mañana, al sentir en el lechola misma flaqueza, aquel desgajarse de las en-trañas, que parecían pulverizarse allá dentro,aquel desvanecerse la vida en el delirio... laconciencia había visto, como a la luz de un fo-

gonazo, horrores de vergüenza, de castigo, elespejo de la propia miseria, el reflejo del cienotriste que se lleva en el alma... y después... lalocura, sin duda la locura... un dudar de todoespantoso, repentino, obstinado, doloroso.Dios, el mismo Dios ya no era para ella más queuna idea fija, una manía, algo que se movía ensu cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el del insecto que late en las paredesy se llama el reloj de la muerte.

—Oh sí, estuve loca—seguía Anita espanta-da todavía—estuve loca una hora... ¿qué hora?un siglo.... Ya no pedía más que salud, reposo...la conciencia clara de mí misma.... Pero, ¡ay, no!Dios, mi Dios querido... yo... todo, todos des-aparecíamos. ¡Todo era polvo allá dentro!

Y los ojos de Ana fijos en el espanto, veíansobre la alfombra una imagen confusa del re-cuerdo formidable....

De Pas callaba. También él tuvo un momen-to la sensación fría del terror. La locura pasópor su imaginación como un mareo.

«¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpurainundó el rostro del clérigo. Primero había vistodesvanecerse dentro de aquella cabeza de gra-cia musical lo que él amaba debajo de aquellahermosura, el alma de la Regenta, su pensa-miento; después pensó en aquella hermosuraexterior incólume, en la esperanza de saciar suamor sin miedo de testigos, solo, solo él con uncuerpo adorado....

—¡Salvarme, quiero salvarme!—gritó Anade repente volviendo a la realidad—... quierovolver a nuestro verano, al verano dulce, tran-quilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sinfin de Dios, del cielo, del alma enamorada delas ideas de arriba... sí, quiero que mi hermanome salve, que Teresa me ilumine, que el espejode su vida no se obscurezca a mis ojos, queDios me acaricie el alma.... Fermín, esto es con-fesar... aquí... no importa el lugar; donde quie-ra... sí, confesar....

—Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo.Yo también padezco, yo también creí morirme,

aquí mismo... sentado ahí... donde otras veceshablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yosoy de carne y hueso también; yo también ne-cesito un alma hermana, pero fiel, no traidora....Sí, creí que moría....

—¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morirpor ser yo traidora, si mentía, si me mancha-ba?...

—Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto....—No, no.—Sí... sí...—No... si no digo eso... si

lo diré todo... pero ¿qué es todo? Nada.... Si...yo no fuí... si me llevaron a la fuerza... no, esono. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hayuna mujer muy mala....

—No, no acusemos a los demás.... Loshechos, quiero los hechos. Yo los diré; los sé yo.

—¿Pero qué?—Ese hombre, Mesía; Ana...¿qué pasó con ese hombre?...

Ana recogió sus fuerzas, atendió a la reali-dad, a lo que le preguntaban, con intensidad,luchando con el confesor, batiéndose por suinterés que era ocultar lo más hondo de su pen-

samiento. «Al fin aquello no era el confesona-rio; además, era caridad mentir, callar a lo me-nos lo peor».

—Yo no le amo—fue lo primero que pudodecir después que consiguió dominarse. Ya nopensaba en su locura, pensaba en defender susecreto.

—Pero anoche... hoy... no sé a qué hora...¿qué hubo?

—Bailé con él.... Fue Quintanar... lo mandóQuintanar....

—¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.Ana miró en torno.... Aquello no era la capi-

lla, a Dios gracias. Este sofisma de hipócrita eraen ella candoroso. Estaba segura de que un de-ber superior la mandaba mentir. «¿Decirle alMagistral que ella estaba enamorada de Mesía?¡Primero a su marido!».

—Bailé con él porque quiso mi marido.... Mehicieron beber... me sentí mal... estaba marea-da... me desmayé... y me llevaron a casa.

—¿El desmayo fue... en los brazos de esehombre?

—¡En brazos!... ¡Fermín!—Bien, bien.... Así... lo oí yo.... ¡Oigámoslo

todos! Quiere decirse... bailando con él....—Yo no recuerdo... tal vez...—¡Infame!...—

¡Fermín... por Dios, Fermín!Ana dio un paso atrás.—Silencio... no hay

que gritar... no hay que hacer aspavientos... yono como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yoespanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo?yo ¿quién soy? yo... ¿qué mando? Mi poder esespiritual.... Y usted esta noche no creía enDios....

—¡En mi Dios! Fermín, caridad....—Sí, usted lo ha dicho.... Y ese es el camino.

Yo sin Dios... no soy nada.... Sin Dios puedeusted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó...Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí acarcajadas.... Mesía me desprecia, me escupiráen cuanto me vea.... El padre espiritual... es un

pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy.... Mise-rable.... Me insulta porque estoy preso!...

El Magistral se sacudió dentro de la sotana,como entre cadenas, y descargó un puñetazo deHércules sobre el testero del sofá.

Después procuró recobrar la razón, se pasólas manos por la frente; requirió el manteo;buscó el sombrero de teja, se obstinó en callar,buscó a tientas la puerta y salió sin volver lacabeza.

Creyó que Ana le seguiría, le llamaría, llo-raría.... Pero pronto se sintió abandonado.Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada, nole llamaban. Desde la calle miró a los balcones.Ninguno se abría. «No le seguían ni con losojos. Aquella mujer se quedaba allí. Todo eraverdad.

Le engañaba; era una mujer. ¡Pero cuál! ¡lasuya! ¡la de su alma! ¡Sí, sí, de su alma! Para esola había querido. Pero las mujeres no entendíanesto.... La más pura quería otra cosa». Y pasa-ban por su memoria mil horrores. La carnaza

amontonada de muchos años de confesonario.La conciencia le recordó a Teresina. A Teresinapálida y sonriente que decía, dentro del cere-bro: «¿Y tú...?». «Él era hombre»; se contestaba.Y apretaba el paso. «Yo la quería para mi al-ma...». «Y su cuerpo también querías, decía laTeresina del cerebro, el cuerpo también...acuérdate». «Sí, sí... pero... esperaba... esperaríahasta morir... antes que perderla. Porque laquería entera.... Es mi mujer... la mujer de misentrañas.... ¡Y quedaba allá atrás, ya lejos, per-dida para siempre!...».

Ana, inmóvil, había visto salir al Magistralsin valor para detenerle, sin fuerzas para lla-marle. Una idea con todas sus palabras habíasonado dentro de ella, cerca de los oídos.«¡Aquel señor canónigo estaba enamorado deella!». «Sí, enamorado como un hombre, no conel amor místico, ideal, seráfico que ella se habíafigurado. Tenía celos, moría de celos.... El Ma-gistral no era el hermano mayor del alma, eraun hombre que debajo de la sotana ocultaba

pasiones, amor, celos, ira.... ¡La amaba uncanónigo!». Ana se estremeció como al contactode un cuerpo viscoso y frío. Aquel sarcasmo deamor la hizo sonreír a ella misma con amarguraque llegó hasta la boca desde las entrañas.—Supadre, don Carlos el libre pensador, se le apa-reció de repente, en mangas de camisa, dispu-tando junto a una mesa, allá en Loreto, con uncura y varios amigotes ateos, o progresistas.Recordaba Ana, como si acabara de oírlas, fra-ses de su padre y de aquellos señores: «el clerocorrompía las conciencias, el clérigo era comolos demás, el celibato eclesiástico era una care-ta». Todo esto que había oído sin entenderlovolvía a su memoria con sentido claro, preciso,y como otras tantas lecciones de la experien-cia.... ¡Querían corromperla! Aquella casa...aquel silencio... aquella doña Petronila.... Anasintió asco, vergüenza y corrió a buscar la puer-ta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa. DonVíctor atronaba el mundo a martillazos. Cons-truía un puente modelo que pensaba presentar

en la exposición de San Mateo. Ya no forraba elmartillo con bayeta, no, el hierro chocaba con-tra el hierro, el estrépito era horrísono.—«Allíera él el amo, prueba de ello que su mujer habíaido al baile: se había acabado el Paraguay, nomás misticismo; una prudente piedad heredadade nuestros mayores y basta y sobra. Por lodemás, actividad, industria y arte... mucha co-media, mucha caza, y mucho martillazo. ¡Zas,zas, zas, pum! ¡Viva la vida!». Así pensaba donVíctor, ceñida al cuerpo la bata escocesa, y cla-va que te clavarás, en su nuevo taller, en uncuartucho del piso bajo, con puerta al patio. Elsol llegaba a los pies de Quintanar arrancandochispas de los abalorios y cinta dorada de lasbabuchas semi-turcas. El carpintero silbaba, eltordo, el mejor tordo de la provincia, que Quin-tanar llevaba de habitación en habitación, sil-baba también colgada de un alambre su jaula.Ana contempló en silencio a su marido.—«¡Erasu padre! ¡Le quería como a su padre! Hasta separecía un poco a don Carlos. Aquel sol de Fe-

brero, promesa de primavera; aquel ambientefresco que convidaba a la actividad, al movi-miento; aquellos martillazos, aquellos silbidos,aquellas nubecillas ligeras que cruzaban elcuadrado azul a que servía de marco el alerodel tejado... todo aquello edificaba». «¡Aquellaera su casa, allí era ella la reina, aquella paz erasuya!». Al dejar el martillo para coger la sierradon Víctor vio a su mujer.

Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía aQuintanar. Además era un gran carpintero. Susinventos podían ser más o menos fantásticos,su mecánica idealista, pero hacía de una tablalo que quería. ¡Y qué limpieza!».

Ana alabó el arte de su marido.Él se animó: se puso colorado de satisfacción

y le prometió un costurero para la semana si-guiente. «Todo, todo, obra de mis manos».

La Regenta olvidó un momento el desencan-to de aquella mañana. Cuando volvió a su me-moria se encontró con que no era don Fermínun malvado, sino un desgraciado, pero de to-

das suertes le parecía absurdo enamorarsesiendo canónigo. En todas las combinacionesdel amor romántico había dado la imaginaciónde Ana muchas veces, menos en aquélla. «Seconcebía el amor sacrílego de un sacerdote deópera, ¡pero el de un prebendado con alzacue-llo morado!». Además la honradez protestabatambién con su repugnancia instintiva. «PeroDe Pas era digno de compasión. Doña Petronilaera la que no tenía perdón. Oh, si alguna vezvolvía ella a hablar con el Magistral, como eraprobable, porque al fin debían mediar explica-ciones, no sería ciertamente en casa de aquellavieja. ¿Qué se había propuesto aquella señora?¿Qué estaría pensando de ella, de Ana?».

Cuando volvió de la calle don Víctor muycontento, cantando trozos de zarzuela, propusoa su mujer, de repente, acceder a la súplica dela Marquesa que los había convidado a tomarcafé, después de almorzar, para ir juntos a pa-seo... a ver las máscaras.

—¡Quintanar, por Dios! Basta de broma...basta de carnaval.... No quiero más fiestas....Estoy cansada.... Ayer me hizo daño el baile...no quiero más... no quiero más.... ¿No te obe-decí ayer...? Basta por Dios, basta.

—Bueno, hija, bueno... no insisto. Y callódon Víctor, perdiendo parte de su alegría. Nose atrevió a hacer uso de aquella energía queDios le había dado. «No había para qué estirardemasiado la cuerda».

Pero él, por supuesto, fue a tomar café y apaseo.

Ana se quedó sola. Desde el balcón abiertode su tocador se oía la música lejana del PaseoGrande donde se celebraba el carnaval. Aquellamúsica confusa, que parecía ráfagas intermiten-tes, le llenó el alma de tristeza. Pensó en Mesía,el tentador, y pensó en el Magistral enamorado,celoso... indefenso. Ahora la compasión erainfinita.... Al fin había sido quien había abiertosu alma a la luz de la religión, de la virtud....Ana pensó en la fe quebrantada, agrietada, co-

mo si la hubiese sacudido un terremoto. El Ma-gistral y la fe iban demasiado unidos en suespíritu para que el desengaño no lastimara lascreencias. Además, ella siempre había amadomás que creído. Don Fermín había procuradoasegurar en ella el temor de Dios y de la Iglesia,la espiritualidad vaga y soñadora.... Pero de losdogmas había hablado poco. Ana estaba sin-tiendo que la fantasía había tenido en su piedadmás influencia de la que conviniera para la so-lidez de aquel edificio. Ya estaban lejos los díasdel misticismo supuesto, de la contemplación....Entonces estaba enferma, la lectura de SantaTeresa, la debilidad, la tristeza, le habían en-cendido el alma con visiones de pura ideali-dad.... Pero con la salud había vencido la pie-dad activa, irreflexiva; el Magistral había eclip-sado a la santa, se había hablado más de aque-lla dulce hermandad en la virtud que de Diosmismo.... Ahora comprendía muchas cosas.Don Fermín la quería para sí...

«Todo aquello era una preparación. ¿Paraqué?».

«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin vise-ra, mostrando el pecho, anunciando el golpe....No había abusado de su amistad con donVíctor, no había insistido. ¡Pero los dos la ama-ban!». La tristeza de Ana encontraba en estepensamiento un consuelo dulce sino intenso.«Ella no podría ser de ninguno; del Magistralno podía ni quería.... Le debía eterna gratitud...pero otra cosa... sería un absurdo repugnante.Daba asco. Bueno estaría empezar a querer enel mundo cerca de los treinta años... ¡y a unclérigo!... La vergüenza y algo de cólera en-cendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre es-peraría que yo... en mi vida!...».

Como aquella tarde pasó muchos días la Re-genta. Las mismas ideas cruzaban, combinadasde mil maneras, por su cerebro excitado.

Cuando sentía la presencia de Mesía en eldeseo, huía de ella avergonzada, avergonzadatambién de que no fuera un remordimiento

punzante el recuerdo del baile, sobre todo eldel contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no.Veíalo como un sueño; no se creía responsable,claramente responsable de lo que había sucedi-do aquella noche. La habían emborrachado conpalabras, con luz, con vanidad, con ruido... conchampaña.... Pero ahora sería una miserable siconsentía a don Álvaro insistir en sus provoca-ciones. No quería venderse al sofisma de latentación que le gritaba en los oídos: al fin donÁlvaro no es canónigo; si huyes de él te expo-nes a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba lahonradez. Ni del uno ni del otro seré. A donFermín le quiero con el alma, a pesar de suamor, que acaso él no puede vencer como yo nopuedo vencer la influencia de Mesía sobre missentidos; pero de no amar al Magistral de modoculpable estoy bien segura. Sí, bien segura. De-bo huir del Magistral, sí, pero más de donÁlvaro. Su pasión es ilegítima también, aunqueno repugnante y sacrílega como la del otro....¡Huiré de los dos!».

No había más refugio que el hogar. DonVíctor con su Frígilis y todos los cacharros delmuseo de manías, don Víctor con el teatro es-pañol a cuestas.

«Pero la casa tenía también su poesía». Anase esforzó en encontrársela. ¡Si tuviera hijos ledarían tanto que hacer! ¡Qué delicia! Pero nolos había. No era cosa de adoptar a un hospi-ciano. De todas suertes Ana comenzó a trabajaren casa con afán... a cuidar a don Víctor conesmero.... A los ocho días comprendió queaquello era una hipocresía mayor que todas.Las labores de su casa estaban hechas en pocotiempo. ¿Por qué fingirse a sí misma satisfechacon una actividad insuficiente, insignificante,que no distraía el pensamiento ni media hora?Don Víctor agradecía en el alma aquella solici-tud doméstica, pero en lo que tocaba a él hubie-ra preferido que las cosas siguiesen como hastaallí. Nadie le cosía un botón a su gusto más queél mismo; limpiarle el despacho era martirizarlea él, a don Víctor; la cama era inútil hacérsela

con esmero porque de todas maneras había dedescomponerla él, sacudir las almohadas y po-ner el embozo a su gusto. Cuando Ana volvió adejar los quehaceres domésticos en la antiguamarcha, don Víctor se lo agradeció en el almatambién y respiro a sus anchas. «Aquellas inje-rencias de su querida esposa eran dignas deeterno agradecimiento... pero molestas para él.Más sabe el loco en su casa...» Don Álvaro no seapresuraba. «Esta vez estaba seguro». Pero noquería brusquer—según pensaba él en francés—un ataque. «La teoría del cuarto de hora era unateoría incompleta». Algo había de eso, pero enciertos casos los cuartos de hora de una mujersólo los encuentra un buen relojero. Pensabadejar que pasara la Cuaresma. Al fin se tratabade una beata que ayunaría y comería de vigilia.Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejorocasión. El mundo, después de resucitar Nues-tro Señor Jesucristo, parece más alegre, máslícitos sus placeres; la primavera, ya adelanta-da, ayuda... las fiestas, a que él haría que don

Víctor llevase a su mujer, serían aguijones deldeseo. «¡Oh!... sí, en la Pascua nos veríamos».

«Además, quería él prepararse para la cam-paña. Estaba debilucho. Aquel verano en Palo-mares había hecho una especie de bancarrotade salud. La señora ministra había amado mu-cho. Estas exageraciones de las mujeres venci-das siempre estaban en razón directa del cua-drado de las distancias. Es decir, que cuantomás lejos estaba una mujer del vicio, más exa-gerada era cuando llegaba a caer. La Regenta, sicaía iba a ser exageradísima». Y se preparabaMesía. Leyó libros de higiene, hizo gimnasia desalón, paseó mucho a caballo. Y se negó aacompañar a Paco Vegallana en sus aventuri-llas fáciles y pagaderas a la vista. «El diabloharto de carne...» le decía Paco. Y don Álvarosonreía y se acostaba temprano. Madrugaba. ElPaseo Grande era ya todo perfumes, frescura ycánticos al amanecer. Los pájaros, saltando derama en rama preparaban los nidos para loshuevos de Abril; se diría que eran tapiceros de

la enramada que adornaban los salones delPaseo Grande para las fiestas de la primavera.Empezaba Marzo con calores de Junio; desdemuy temprano calentaba y picaba el sol. Aque-lla primavera anticipada, frecuente en Vetusta,era una burla de la naturaleza; después volvíael invierno, como en sus mejores días, con fríos,escarchas y lluvia, lluvia interminable. Perodon Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luzy calor, que no por efímero le agradaba menos;no era él de los que medían la felicidad por laduración; es más, no creía en la felicidad, con-cepto metafísico según él, creía en el placer queno se mide por el tiempo. Una mañana, en elsalón principal del Paseo Grande, solitario atales horas porque pocos confiaban en aquelanticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejosla silueta de un clérigo. Era alto, sus movimien-tos señoriles. Era el Magistral. Estaban solos enel paseo; tenían que encontrarse, iban uno en-frente del otro, por el mismo lado. Se saludaronsin hablar. Don Álvaro tuvo un poco de miedo,

de aprensión de miedo. «Si este hombre, pensó,enamorado de la Regenta, desairado por ella, sevolviera loco de repente al verme, creyéndomesu rival y se echara sobre mí a puñetazo limpioaquí, a solas...». Mesía recordaba la escena delcolumpio en la huerta de Vegallana.

El Magistral pensó por su parte al ver a donÁlvaro: «¡Si yo me arrojara sobre este hombre ycomo puedo, como estoy seguro de poder, learrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza ylas entrañas!...». Y tuvo miedo de sí mismo.Había leído que en las personas nerviosas,imágenes y aprensiones de este género provo-can los actos correspondientes. Se acordó decierto asesino de los cuentos de Edgar Poe.... Sumirada fue insolente, provocativa. Saludó comodiciendo con los ojos: «¡Toma! ahí tienes esabofetada». Pero el saludo y la mirada de Mesíaquisieron decir: «Vaya usted con Dios; no en-tiendo palabra de eso que usted me quiere de-cir».

Y siguieron cada cual por su lado, pero a lamañana siguiente no volvieron al Paseo Grandeni uno ni otro. Buscaban allí contrario objeto: elMagistral paseaba mucho para gastar fuerzasinútiles; Mesía para recobrar fuerzas perdidas yque esperaba le hiciesen mucha falta dentro depoco. Cada cual se fue a pasear en adelante porsitios extraviados. Temían otro encuentro.

Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.Como era de esperar, el invierno volvió con

todos sus rigores, riéndose a carcajadas de losincautos que se creían en plena primavera. Lospájaros se escondieron en sus agujeros y rinco-nes. Los árboles floridos padecieron los furoresde la intemperie, como engalanadas damiselasque en día de campo, vestidas con percales ale-gres, adornos vistosos y delicados de seda y tul,se ven sorprendidas por un chubasco, al airelibre, sin albergue, sin paraguas siquiera. Lasflorecillas blancas y rosadas de los frutales ca-ían muertas sobre el fango: el granizo las des-pedazaba; todo volvía atrás; aquel ensayo de

primavera temprana había salido mal; vuelta aempezar, cada mochuelo a su olivo.

Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetustase entregó con reduplicado fervor a sus devo-ciones. Los jesuitas misioneros habían pasadotambién por allí como una granizada; las floresde amor y alegría que sembrara el carnaval lasdestruyeron a penitencia limpia el Padre Maro-to, un artillero retirado que predicaba a caño-nazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, unmelifluo padre francés que pronunciaba el cas-tellano con la garganta y las narices y hablabade Gomogga y citaba las grandezas de Nínive yde Babilonia, ya perdidas, al cabo de los añosmil, como prueba de la pequeñez de las cosashumanas. Ello era que Vetusta estaba metida enun puño. Entre el agua y los jesuitas la teníantriste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto generalde la naturaleza, parda, disuelta en charcos ylodazales, más que a pensar en la brevedad dela existencia convidaba a reconocer lo poco quevale el mundo. Todo parecía que iba a disolver-

se. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus con-tornos, más que un sueño efímero, parecía unapesadilla larga, llena de imágenes sucias y pe-gajosas. El Padre Goberna, que sabía dar colorlocal a sus oraciones, no decía en Vetusta que nosomos más que un poco de polvo, sino un pocode barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.

El mal tiempo se llevó la resignación tran-quila, perezosa de Anita Ozores. Con la lluviapertinaz, machacona, volvieron antiguas apren-siones repentinas, protestas de la voluntad, yaquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Yahora no tenía al Magistral para ayudarla!

Cada día se sentía más sola, más abandona-da y ya empezaba a pensar que había sido in-justa con el Provisor pensando de él tan mal ydejándole huir desesperado con aquellas sospe-chas que llevaba clavadas en el corazón comoun dardo envenenado. «¿Por qué ella no habíasentido más aquel desengaño, aquella profana-ción de una amistad pura, desinteresada, ide-al?—Tal vez porque el ser amada, fuera por

quien fuera, no podía saberle mal aunque ellatuviese que desdeñar y hasta vituperar aquelamor. Tal vez porque sabía que el remedio deaquella separación estaba en sus manos. ¿Nopodía ella, el día tal vez próximo, en que nece-sitara consuelo espiritual, correr al confesonarioy persuadir al confesor, a don Fermín, de queella no era lo que él se figuraba?». Y acaso debíahacerlo cuanto antes. «¿Por qué había de estarpensando De Pas lo que no había? Sí, había quedecirle la verdad, esto es, la verdad de lo queno había; don Álvaro no había conseguido ma-yor favor de Ana Ozores, esto era lo cierto».

Pero antes de buscar al Magistral, Ana quisofortificar el espíritu por sí misma. Sentía la fevacilante, los sofismas vulgares de don Car-los—el libre-pensador—venían a atormentarlaa cada instante. Comenzaba por dudar de lavirtud del sacerdote y llegaba a dudar de laiglesia, de muchos dogmas.... Pero entoncescorría a la iglesia. Saltando charcos, desafiandochaparrones iba de parroquia en parroquia, de

novena en novena, y pasaba también muchotiempo en la nave fría de algún templo a la horaen que los fieles solían dejarlos desiertos. Sesentaba en un banco y meditaba. Sonaba y re-sonaba en la bóveda la tos de un viejo que re-zaba en una capilla escondida; los pasos de unmonaguillo irreverente retumbaban sobre latarima de un altar, y como un refuerzo del si-lencio llegaba a los oídos un rumor tenue de losruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y alsilencio perezoso de la iglesia, algo como unainspiración, o como un perfume de piedad quecreía ella debía desprenderse de aquellas pare-des santas, de los altares, que a la luz blanca deldía ostentaban sus santos de yeso y maderabarnizada como gastados por el roce de las ora-ciones y el humo de la cera. Aquellas imágenesa la luz del día recordaban vagamente las deco-raciones de un teatro vistas al sol y a los cómi-cos en la calle sin los esplendores del gas de lasbaterías. Pero Anita no pensaba en esto. Busca-ba allí la fe que se desmoronaba. «¿Por qué se

desmoronaba? ¿Qué tenía que ver la Iglesia conel Magistral? ¿No podía aquel señor haberseenamorado de ella... y ser verdad sin embargotodo lo que dice el dogma? Claro que sí. Perorezaba para creer. Oh, malo sería que el Magis-tral no saliese inocente de aquella prueba.... Siél, si el hermano mayor no era más que unhipócrita... había que dar la razón en muchascosas a don Carlos, al que después de todo erasu padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre quehabía llorado ella con lágrimas del corazón, elque decía que la religión es un homenaje inter-ior del hombre a Dios, a un Dios que no pode-mos imaginar como es, y que no es como dicenlas religiones positivas, sino mucho mejor, mu-cho más grande!... ¡Era su padre quien decíatodas estas herejías!». Y rezaba, rezaba porqueel meditar ya no servía para nada bueno.—Yuna voz interior severa y algo pedantesca gri-taba después de todo aquello: «Pero entendá-monos, aunque don Carlos tuviera razón, aun-que Dios sea más grande, más bueno que todo

lo que pudieran decir y pensar los libros de loshombres, no por eso perdona los pecados deque la conciencia acusa a todos. Don Álvaroestará prohibido, sea Dios como sea. El mal esel mal de todas suertes. Eso sí, se decía la Re-genta, que encontraba consuelo en esta resolu-ción; aunque la fe caiga, yo seguiré combatien-do esta pasión de mis sentidos, que seguirásiendo mala...».

Empezó a notar que el templo solitario noexcitaba su devoción; aquellas paredes frías,aquella especie de descanso de los santos a lashoras en que cesa la adoración, le recordabanpor extrañas analogías que establecía el cere-bro, enfermo acaso, le recordaban la fatiga delos reyes, la fatiga de los monstruos de ferias, lafatiga de cómicos, políticos, y cuantos serestienen por destino darse en público espectáculoa la admiración material y boquiabierta de lanecia multitud.... La iglesia sin culto activo, laiglesia descansando, llegó a parecerle a ellatambién algo como un teatro de día. El sa-

cristán y el acólito subiendo al retablo, hom-breándose con la imagen de madera, colocandolos cirios con simetría, consultando las leyes dela perspectiva, le parecían al cabo cómplices deno sabía qué engaño.... Además de todas estasaprensiones sacrílegas, tentación malsana delespíritu enfermo, causa de tanta lucha, sentía eltormento de la distracción; las oraciones co-menzaban y no concluían; el estribillo de tal ocual piadosa leyenda llegaba a darle náuseas; lasoledad se poblaba de mil imágenes, diablillosde la distracción; el silencio era enjambre deruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar eltemplo solitario. Volvió a las horas del culto.Conocía que en la nueva piedad que buscabadebían tomar parte importante los sentidos.Buscó el olor del incienso, los resplandores delaltar y de las casullas, el aleteo de la oracióncomún, el susurro del ora pro nobis de las masascatólicas, la fuerza misteriosa de la oración co-lectiva, la parsimonia sistemática del ceremo-nial, la gravedad del sacerdote en funciones, la

misteriosa vaguedad del cántico sagrado que,bajando del coro nada más, parece descenderde las nubes; las melodías del órgano que hac-ían recordar en un solo momento todas lasemociones dulces y calientes de la piedad anti-gua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullomaternal y de esperanza mística.

La novena de los Dolores tuvo aquel año enVetusta una importancia excepcional, si se hade creer lo que decía El Lábaro.

Por lo menos el templo de San Isidro, dondese celebraba, se adornó como nunca. Tal semillade piedad postiza y rumbosa habían dejado losPP. Goberna y Maroto. No se podía, como en lanovena de la Concepción, colgar el templo deazul y plata, ni colocar un templete de cartóndelante del retablo del altar mayor imitandocapilla gótica de marquetería; pero todo lo quefue compatible con los siete Dolores de la Vir-gen se hizo: el lujo fue majestuoso, triste, fúne-bre. Todo era negro y oro. La capilla de la cate-dral se trasladó en masa al coro de San Isidro

reforzada por algunas partes rezagadas de laúltima compañía de zarzuela, que había trona-do en Vetusta.—Los sermones se encomenda-ron a otro jesuita, el Padre Martínez, que vino demuy lejos y cobrando muy caro. En la mesa depetitorio, colocada frente al altar mayor a es-paldas del cancel de la puerta principal, pedíanlimosna y vendían libros devotos, medallas yescapularios las damas de más alta alcurnia, lasmás guapas y las más entrometidas.

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la cos-tumbre, trajeron su contingente respectivo altemplo que estaba todas las tardes de bote enbote. No cabía un vetustense más.

Los jóvenes laicos de la ciudad, estudianteslos más, no se distinguían ni por su excesivadevoción ni por una impiedad prematura; nopensaban en ciertas cosas; los había carlistas yliberales, pero casi todos iban a misa a ver lasmuchachas. A la novena no faltaban; se despa-rramaban por las capillas y rincones de SanIsidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte

romántico o picaresco, según el carácter, se ti-maban, como decían ellos, con las niñas casade-ras, más recatadas, mejores cristianas, pero nomenos ganosas de tener lo que ellas llamabanrelaciones. Mientras el P. Martínez repetía porcentésima vez—y ya llevaba ganados unos cin-co mil reales—que como el dolor de una madreno hay otro, y echaba, sin pizca de dolor pro-pio, sobre la imagen enlutada del altar, toda laretórica averiada de su oratoria de un barro-quismo mustio y sobado; el amor sacrílego ibay venía volando invisible por naves y capillascomo una mariposa que la primavera mandadesde el campo al pueblo para anunciar laalegría nueva.

Ana Ozores, cerca del presbiterio, arrodilla-da, recogiendo el espíritu para sumirlo enacendrada piedad, oía el rum rum lastimero delpúlpito, como el rumor lejano de un aguaceroacompañado por ayes del viento cogido entrepuertas. No oía al jesuita, oía la elocuencia si-lenciosa de aquel hecho patente, repetido siglos

y siglos en millares y millares de pueblos: lapiedad colectiva, la devoción común, aquellaelevación casi milagrosa de un pueblo enteroprosaico, empequeñecido por la pobreza y laignorancia, a las regiones de lo ideal, a la ado-ración de lo Absoluto por abstracción prodigio-sa. En esto pensaba a su modo la Regenta, yquería que aquella ola de piedad la arrastrase,quería ser molécula de aquella espuma, partí-cula de aquel polvo que una fuerza desconoci-da arrastraba por el desierto de la vida, caminode un ideal vagamente comprendido.

Calló el P. Martínez y comenzó el órgano adecir de otro modo, y mucho mejor, lo mismoque había dicho el orador de lujo. El órganoparecía sentir más de corazón las penas de Mar-ía.... Ana pensó en María, en Rossini, en la pri-mera vez que había oído, a los diez y ochoaños, en aquella misma iglesia, el Stabat Mater...Y después que el órgano dijo lo que tenía quedecir, los fieles cantaron como coro monstruobien ensayado el estribillo monótono, solemne,

de varias canciones que caían de arriba comolluvia de flores frescas. Cantaban los niños,cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. YAna, sin saber por qué, empezó a llorar. A sulado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, deseis años, sentado en el suelo junto a la falda desu madre cubierta de harapos, cantaba sin pes-tañear, fijos los ojos en la Dolorosa del altarportátil; cantaba, y de repente, por no se sabequé asociación de ideas, calló, volvió el rostro asu madre y dijo:—¡Madre, dame pan!

Cantaba un anciano junto a un confesonario,con voz temblorosa, grave y dulce... olvidadode las fatigas del trabajo a que el hambre leobligaba, contra los fueros de la vejez. Cantabatodo el pueblo y el órgano, como un padre,acompañaba el coro y le guiaba por las regionesideales de inefable tristeza consoladora, de lamúsica.

«¡Y había infames, pensó Ana, que queríanacabar con aquello! ¡Oh, no, no, yo no! Contigo,Virgen santa, siempre contigo, siempre a tus

pies; estar con los tristes, ésa es la religión eter-na, vivir llorando por las penas del mundo,amar entre lágrimas...». Y se acordó del Magis-tral. «¡Oh qué ingrata, qué cruel había sido conaquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le habíadejado!... Vetusta le insultaba, le escarnecía, ledespreciaba, después de haberle levantado untrono de admiración; y ella, ella que le debía suhonra, su religión, lo más precioso, le abando-naba y le olvidaba también.... ¿Y por qué? Talvez, casi de fijo, por aprensiones de la vanidady de la malicia torpe y grosera. ¡Ah!, porqueella estaba tocada del gusano maldito, del amorde los sentidos; porque ella estaba rendida adon Álvaro si no de hecho con el deseo—estaera la verdad—porque ella era pecadora ¿habíade serlo también el hermano de su alma, el padreespiritual querido? ¿qué pruebas tenía ella?¿No podía ser aprensión todo, no podía la va-nidad haber visto visiones? ¿Cuándo De Pas sehabía insinuado de modo que pudiera sospe-charse de su pureza? ¿No habían estado mil

veces solos, muy cerca uno de otro, no se hab-ían tocado, no había ella, tal vez con impruden-cia, aventurado caricias inocentes, someroshalagos que hubieran hecho brotar el fuego silo hubiera habido allí escondido?... ¡Y estáabandonado! Se burlan de él hasta en los perió-dicos; hasta los impíos alaban a los misioneros,para rebajar la influencia del Magistral; la moday la calumnia le han arrinconado, y yo como elvulgo miserable, me pongo a gritar también,¡crucifícale, crucifícale!... ¿Y el sacrificio quehabía prometido? ¿Aquel gran sacrificio que yoandaba buscando para pagar lo que debo a esehombre?...».

En aquel momento cesaron los cánticos delpueblo devoto; siguió silencio solemne; des-pués hubo toses, estrépito de suelas y zuecossobre la piedra resbaladiza del pavimento...una impaciencia contenida. Hacia la puertasonaba el tic, tac, de las monedas con que Visi-tación y la Marquesa golpeaban la bandeja parallamar la atención de la caridad distraída. Re-

chinaban los canceles; había en el aire un cuchi-cheo tenue. En el coro daban señales de vidaviolines y flautas con quejidos y suspiros aho-gados; se oía el ruido de las hojas del papel demúsica. Gruñó un violín. Cayeron dos golpessobre una hojalata.... Silencio otra vez.... Co-menzó el Stabat Mater.

La música sublime de Rossini exaltó más ymás la fantasía de Ana; una resolución de losnervios irritados brotó en aquel cerebro confuerza de manía: como una alucinación de lavoluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, laimagen de su resolución, «sí... ella... ella, Ana alos pies del Magistral, como María a los pies dela Cruz. El Magistral estaba crucificado tambiénpor la calumnia, por la necedad, por la envidiay el desprecio... y el pueblo asesino le volvía lasespaldas y le dejaba allí solo... y ella... ella...¡estaba haciendo lo mismo! ¡Oh, no, al Calvario,al Calvario! al pie de la cruz del que no era suhijo, sino su padre, su hermano, el hermano y elpadre del espíritu».

«La Virgen le decía que sí, que estaba bienhecho; que aquella resolución era digna de uncristiano. Donde quiera que hay una cruz conun muerto, se puede llorar al pie, sin pensar enlo que era el que está allí colgado; mejor sepodrá llorar al pie de la cruz de un mártir. Has-ta del mal ladrón le estaba dando lástima enaquel momento. ¡Cuánta mayor lástima le daríadel Magistral que, según ella, no era ladrón, nimalo ni bueno!». La forma del sacrificio, el día,la ocasión, todo estaba señalado: se juró no vol-verse atrás; aquella exaltación era lo que ellanecesitaba para poder vivir; si más tarde el can-sancio, la relajación de aquellas fibras tirantestraían a su ánimo la cobardía, los reparos mun-danales, prosaicos, el miedo al qué dirán, noharía caso... iría derecha a su propósito sin vaci-lar, sin deliberar más. Haría lo que había re-suelto. Y tranquila, segura de sí misma, volviósu pensamiento a la Madre Dolorosa, y searrojó a las olas de la música triste con unarranque de suicida.... Sí, quería matar dentro

de ella la duda, la pena, la frialdad, la influen-cia del mundo necio, circunspecto, mirado...quería volver al fuego de la pasión, que era suambiente.

—XXVI—

Desde el día en que presidió el entierro dedon Santos Barinaga, don Pompeyo no volvió atener hora buena, de salud completa. Los esca-lofríos que le hicieron temblar en el cementerioy se repitieron, cada vez más fuertes, durante laenfermedad que siguió a la gran mojadura,volvían de cuando en cuando. Guimarán estabatriste sin cesar; aquel sol de Justicia que adora-ba, tenía sus eclipses y el espectáculo de lamaldad ambiente desanimaba al buen ateo has-ta el punto de hacerle dudar del progreso defi-nitivo de la Humanidad. «Laurent decía bien,estábamos nosotros mucho más adelantadosque los bárbaros. ¡Pero había cada pillo todavía!¿Y la amistad? La amistad era cosa perdida».

Paquito Vegallana, Álvaro Mesía, JoaquinitoOrgaz, el respetable, o al parecer respetableseñor Foja, que se decían tan amigos suyos, lehabían engañado como a un chino; se habíanburlado de él. Eran unos libertinos que renega-ban en sus comilonas de la religión positivapara seducirle a él y librarse del miedo del in-fierno. Don Pompeyo rompió bruscamente susrelaciones con todos aquellos «espíritus frívo-los» y no volvió a poner los pies en el Casino.Tomó esta resolución el día de Navidad, cuan-do supo que por Vetusta se corría que él, donPompeyo Guimarán, el hombre que más respe-taba todos los cultos, sin creer en ninguno, hab-ía profanado la catedral oyendo borracho laMisa del gallo. Se llegó a decir que había lleva-do al templo, debajo de la capa, una botella deanís del mono.... «¡Del mono!... ¡él... don Pom-peyo!...». No volvió al Casino. «Aquellos infa-mes que le habían embriagado o poco menos,obligándole después a penetrar en el templo,eran muy capaces de haber inventado en se-

guida la calumnia con que querían perderle.¿Qué autoridad iba a tener en adelante aquelateísmo que se emborrachaba para celebrar lasfiestas del cristianismo, y que asistía a los san-tos oficios a blasfemar y hacer eses por las res-petables naves de la basílica?».

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el en-tierro civil de Barinaga y la consiguiente ojerizaque gran parte del pueblo había tomado al se-ñor Magistral!».

«No, no quería más luchas religiosas. Ya ibasiendo viejo para tamañas empresas. Mejor eracallar, vivir en paz con todos». La muerte deBarinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morircomo un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatrohijas!».

Se hizo misántropo. Siempre salía solo, alobscurecer, y volvía pronto a casa.

Una noche le llamó la atención un ruido decolmena que venía de la parte de la catedral.Oyó cohetes. ¿Qué era aquello? La torre estabailuminada con vasos y faroles a la veneciana. A

sus pies, en el atrio estrecho y corto, de resba-ladizo pavimento de piedra, cerrado por verjade hierro tosco y fuerte, se agolpaba una multi-tud confusa, como un montón de gusanos ne-gros. De aquel fermento humano brotaban,como burbujas, gritos, carcajadas, y un zumbi-do sordo que parecía el ruido de la marea de unmar lejano.

Don Pompeyo, que daba diente con diente,de frío con fiebre, se detuvo en lo más alto de lacalle de la Rúa para contemplar aquella mu-chedumbre apiñada a los pies de la torre, en tanestrecho recinto, cuando podía extenderse a susanchas por toda la plazuela. «Ya sabía lo queera. Los católicos celebraban un aniversario reli-gioso. ¿Pero cómo? ¡Oh ludibrio!». Don Pom-peyo se acercó al atrio: observó desde fuera. Lomejor y lo peor de Vetusta estaba allí amonto-nado; las chalequeras, los armeros, la flor y natadel paseo del Boulevard, aquel gran mundo delandrajo, con sus hedores de miseria, se codeabainsolente y vocinglero con la Vetusta elegante

del Espolón y de los bailes del Casino: y paracolmo del escándalo, según don Pompeyo, socapa de celebrar una fiesta religiosa la juventuddorada del clero vetustense, todos aquellos«licenciados de seminario» como él los llamabacon pésima intención, «¡paseaban también porallí, apretados, prensados, con sus manteos ytodo, en aquel embutido de carne lasciva, aobscuras, casi sin aire que respirar, sin más re-creo que el poco honesto de sentir el roce de laespecie, el instinto del rebaño, mejor, de la pia-ra!». Y separando los ojos «de aquella podre-dumbre en fermento, de aquella gusanera in-consciente», volviolos Guimarán a lo alto, y miróa la torre que con un punto de luz roja señalabaal cielo.... «¡Aquí no hay nada cristiano, pensó,más que ese montón de piedras!».

Huyó de la catedral, triste, aprensivo, du-dando de la Humanidad, de la Justicia, delProgreso... y apretando los dientes para que nochocasen los de arriba con los de abajo. Entróen su casa.... Pidió tila, se acostó... y al verse

rodeado de su mujer y de sus hijas que le echa-ban sobre el cuerpo cuantas mantas había encasa, el ateo empedernido sintió una dulce ter-nura nerviosa, un calorcillo confortante y sedijo: «Al fin, hay una religión, la del hogar».

A la mañana siguiente despertó a toda la ca-sa a campanillazos. «Se sentía mal. Que llama-sen a Somoza». Somoza dijo que aquello no eranada. Ocho días después propuso a la señorade Guimarán el arduo problema de lo que allíse llamaba «la preparación del enfermo». «Hab-ía que prepararle», ¿a qué? «A bien morir».

De las cuatro hijas de don Pompeyo dos sedesmayaron en compañía de su madre al oír lanoticia.

Las otras dos, más fuertes, deliberaron.¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quiénproponía a su señor padre que recibiera losSacramentos?

Se lo propuso la hija mayor, Agapita.

—Papá, tú que eres tan bueno, ¿querríasdarme un disgusto, dárselo a mamá, sobre to-do, que te quiere tanto... y es tan religiosa?...

—No prosigas, Agapita querida—dijo el en-fermo con voz meliflua, débil, mimosa—. Ya sélo que pides. Que confiese. Está bien, hija mía.¿Cómo ha de ser? Hace días que esperaba estemomento. El señor de Somoza es tan angelicalque no quería darme un susto; pero yo conocíaque esto iba mal. He pensado mucho en voso-tras, en la necesidad de complaceros. Sólo ospido una cosa... que venga el señor Magistral.Quiero que me oiga en confesión el señor DePas; necesito que me oiga, y que me perdone.

Agapita lloró sobre el pecho flaco de su pa-dre. Desde la sala habían oído el diálogo Somo-za y la hija menor de Guimarán, Perpetua. Me-dia hora después toda Vetusta sabía el milagro.«¡El Ateo llamaba al Magistral para que le ayu-dara a bien morir!».

Don Fermín estaba en cama. Su madre echa-da a los pies del lecho, como un perro, gruñía

en cuanto olfateaba la presencia de algún im-portuno. El Magistral se quejaba de neuralgia;el ruido menor le sonaba a patadas en la cabe-za. Doña Paula había prohibido los ruidos, to-dos los ruidos. Se andaba de puntillas y se pro-curaba volar.

Teresina creyó que el recado de las señoritasde Guimarán era cosa grave, y merecía la penade infringir la regla general.

—Están ahí de parte de la señora y señoritasde Guimarán....

—¡De Guimarán!—dijo el Magistral que es-taba despierto, aunque tenía los ojos cerrados.

—¡De Guimarán! Tú estás loca...—dijo doñaPaula muy bajo.

—Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo,que se está muriendo y quiere que le vaya aconfesar el señorito.

Hijo y Madre dieron un salto; doña Paulaquedó en pie, don Fermín sentado en su lecho.

Se hizo entrar a la criada de Guimarán y re-petir el recado.

La criada lloraba y describía entre suspirosla tristeza de la familia y el consuelo que eraver al señor pedir los Santos Sacramentos.

El Magistral y doña Paula se consultaron conlos ojos. Se entendieron.

—¿Te hará daño?—No. Que voy ahora mismo.—Salid. Que el señorito está muy enfermo,

pero que lo primero es lo primero y que va alláahora mismo.

Quedaron solos hijo y madre.—¿Será unabroma de ese tunante?

—No señora; es un pobre diablo. Tenía queacabar así. Pero yo no sabía que estaba enfer-mo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudadopor su madre, que buscó en el fondo de un baúlla ropa de más abrigo.

—¿Fermo, y si tú te pones malo de veras... esdecir, de cuidado?...

—No, no, no. Deje usted. Esto no admite es-pera... y mi cabeza sí. Es preciso llegar allá an-tes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted?

—Sí, claro; tienes razón.Callaron. El Magistral se cogió a la pared y

al hombro de su madre para tenerse en pie.En su despacho se sentó un momento.—¿Mandamos por un coche?...—Sí, es claro;

ya debía estar hecho eso. A Benito, aquí en laesquina....

Entró Teresa.—Esta carta para el señorito.Doña Paula la tomó, no conoció la letra del

sobre.Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra

de una mano temblorosa....—¿De quién es?—preguntó la madre al ver

que Fermín palidecía.—No sé... ya la veré después. Ahora al co-

che... a ver a Guimarán....Y se puso de pies, escondió la carta en un

bolsillo interior, y se dirigió a la puerta con pa-so firme.

Doña Paula, aunque sospechaba, no sabíaqué, no se atrevió esta vez a insistir. Le dabalástima de aquel hijo que enfermo, triste, tal vezdesesperado, iba por ella a continuar la historiade su grandeza, de sus ganancias; iba a rescatarel crédito perdido buscando un milagro de losmás sonados, de los más eficaces y provecho-sos, un milagro de conversión. «Era un héroe».«¡Cuánto había padecido durante aquella cua-resma!». Ella, doña Paula, había acabado poradivinar que su hijo y la Regenta no se veíanya; habían reñido por lo visto. Al principio elegoísmo de la madre triunfó y se alegró deaquel rompimiento que suponía. Conoció quesu hijo no se humillaría jamás a pedir una re-conciliación, que antes moriría desesperadocomo un perro, allí, en aquel lecho donde habíacaído al cabo, después de pasear la cólera com-primida por toda Vetusta y sus alrededores, dedía y de noche. Pero la desesperación taciturnade su Fermo, complicada con una enfermedadmisteriosa, de mal aspecto, que podía parar en

locura, asustó a la madre que adoraba a su mo-do al hijo; y noche hubo en que, mientras vela-ba el dolor de su Fermo pensó en mil absurdos,en milagros de madre, en ir ella misma a buscara la infame que tenía la culpa de aquello, y de-gollarla, o traerla arrastrando por los malditoscabellos, allí, al pie de aquella cama, a velarcomo ella, a llorar como ella, a salvar a su hijo atoda costa, a costa de la fama, de la salvación,de todo, a salvarle o morir con él.... De estasideas absurdas, que rechazaba después el buensentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda,reconcentrada, y una aspiración vaga a formarun proyecto extraño, una intriga para cazar a laRegenta y hacerla servir para lo que Fermo qui-siera... y después matarla o arrancarle la len-gua....

Los primeros días, después de separarseAna y De Pas, era el Magistral quien pregunta-ba más a menudo a Teresina, afectando indife-rencia, pero sin que su madre le oyera: «¿Hahabido algún recado, alguna carta para mí?».

Después, también doña Paula, a solas también,preguntaba a la doncella, con voz gutural, es-trangulada: «¿Han traído algún recado... algúnpapel... para el señorito?».

No, no habían traído nada. La cuaresmahabía pasado así, había comenzado la semanade Dolores, estaba concluyendo... y nada.

«Debe de ser de ella», pensó doña Paulacuando vio el papel que presentó Teresina. Sin-tió ira y placer a un tiempo.

El Magistral sentía en los oídos huracanes.Temía caerse. Pero estaba dispuesto a salir.También se juró negarse a leer la carta delantede su madre, aunque ella lo pidiera puesta encruz. «Aquella carta era de él, de él solo». Llegóel coche. Una carretela vieja, desvencijada, tira-da por un caballo negro y otro blanco, ambosdesfallecidos de hambre y sucios.

Doña Paula, que había acompañado a su hijohasta el portal, dijo con énfasis al cochero:

—A casa de don Pompeyo Guimarán... yasabes....

—Sí, sí... Dobló el coche la esquina; donFermín corrió un cristal y gritó:

—Despacio, al paso. Miró la carta de Ana.Rompió el sobre con dedos que temblaban yleyó aquellas letras de tinta rosada que saltabany se confundían enganchadas unas con otras.Adivinó más que descifró los caracteres que seevaporaban ante su vista débil.

«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirleperdón y jurarle que soy digna de su cariñosoamparo; Dios ha querido iluminarme otra vez;la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiereque yo le busque a usted, que le llame. Pensé enir yo misma a su casa. Pero temo que sea indis-creción. Sin embargo, iré, a pesar de todo, si esverdad que está usted enfermo y que no puedesalir. ¿Dónde le podré hablar? Estoy segura deque por caridad a lo menos no dejará sin res-puesta mi carta. Y si la deja, allá voy. Su mejoramiga, su esclava, según ha jurado y sabrácumplir.—ANA».

De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensósiquiera en esto; miró al cielo, iba a obscurecer.Cogió con mano febril la blusa azul del cocheroque volvió la cabeza.

—¿Qué hay señorito?—A la Plaza Nueva... a la Rinconada....—Sí, ya sé... pero ¿ahora?—Sí, ahora mismo, y a escape.El coche siguió al paso. «Si está don Víctor,

que no lo quiera Dios, basta con que Ana memire, con que me vea allí... Si no está... mejor.Entonces hablaré, hablaré...».

Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas,don Fermín dejó caer la cabeza sobre el sobadoreps azul del testero y en aquel rincón obscurodel coche, ocultando el rostro en las manos queardían, lloró como un niño, sin vergüenza deaquellas lágrimas de que él solo sabría.

No estaba don Víctor en casa.El Magistral estuvo en el caserón de los Ozo-

res desde las siete hasta más de las ocho y me-dia. Cuando salió, el cochero dormía en el pes-

cante. Había encendido los faroles del coche yesperaba, seguro de cobrar caro aquel sueño.Don Fermín entró en casa de don Pompeyo alas nueve menos cuarto. La sala estaba llena decuras y seglares devotos. Todas las hijas deGuimarán salieron al encuentro del Provisor,cuyo rostro relucía con una palidez que parecíasobrenatural. Se hubiera dicho que le rodeabauna aureola.

Tres veces se había mandado aviso a casadel Magistral para que viniera en seguida. DonPompeyo quería confesar, pero con De Pas ysólo con De Pas: decía que sólo al Magistralquería decir sus pecados y declarar sus errores;que una voz interior le pedía con fuerza inven-cible que llamara al Magistral y sólo al Magis-tral.

Doña Paula contestaba que su hijo había sa-lido a las siete, en coche, en cuanto había reci-bido aviso, que había ido derecho a casa deGuimarán. Pero como no llegaba, se repetían

los recados. Doña Paula estaba furiosa. ¿Quéera de su hijo? ¿Qué nueva locura era aquella?

Al fin las de Guimarán, en vista de que elProvisor no parecía, llamaron al Arcediano, adon Custodio, al cura de la parroquia, y a otrosclérigos que más o menos trataban al enfermo.Todo inútil. Él quería al Magistral; la voz inter-ior se lo pedía a gritos. Glocester al lado deaquel lecho de muerte se moría de envidia yestaba verde de ira, aunque sonreía comosiempre.

—Pero, señor don Pompeyo, hágase ustedcargo de que todos somos sacerdotes del Cruci-ficado... y siendo sincera su conversión de us-ted....

—Sí señor, sincera; yo nunca he engañado anadie. Yo quiero reconciliarme con la iglesia,morir en su seno, si está de Dios que muera....

—Oh, no, eso no...—Tal creo yo; pero de to-das suertes... quiero volver al redil... de mismayores... pero ha de ser con ayuda del señor

don Fermín; tengo motivos poderosos paraexigir esto, son voces de mi conciencia....

—Oh, muy respetable... muy respetable....Pero si ese señor Magistral no parece....

—Si no parece, cuando el peligro sea mayor,confesaré con cualquiera de ustedes. Entre tan-to quiero esperarle. Estoy decidido a esperar.

El cura de la parroquia no consiguió másque el Arcediano. De don Custodio no hay quehablar. Todos aquellos señores sacerdotes «es-taban allí en ridículo», según opinión de Glo-cester. La verdad era que un color se les iba yotro se les venía.

—¿Será esto un complot?—dijo Mourelo aloído de don Custodio.

Después de tanto hacerse esperar llegó elMagistral.

Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfojunto a su padre.

De Pas parecía un santo bajado del cielo; unaalegría de arcángel satisfecho brillaba en surostro hermoso, fuerte en que había reflejos de

una juventud de aldeano robusto y fino de fac-ciones; era la juventud de la pasión, rozaganteen aquel momento. Mientras Guimarán estre-chaba la mano enguantada del Provisor, este,sin poder traer su pensamiento a la realidadpresente, seguía saboreando la escena de dulcí-sima reconciliación en que acababa de repre-sentar papel tan importante. «¡Ana era suyaotra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodi-llas, llorando.... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevo-cable propósito de hacer ver a toda Vetusta enocasión solemne que la Regenta era sierva de suconfesor, que creía en él con fe ciega!...». Alrecordar esto, con todos los pormenores de lagran prueba ofrecida por Ana, don Fermín sin-tió que le temblaban las piernas; era el desfalle-cimiento de aquel deleite que él llamaba moral,pero que le llegaba a los huesos en forma desoplo caliente. Pidió una silla. Se sentó al ladodel enfermo y por primera vez vio lo que teníadelante; un rostro pálido, avellanado, todo hue-sos y pellejo que parecía pergamino claro. Los

ojos de Guimarán tenían una humedad relu-ciente, estaban muy abiertos, miraban a losabismos de ideas en que se perdía aquel cere-bro enfermo, y parecían dos ventanas a que seasomaba el asombro mudo.

Quedaron solos el enfermo y el confesor.De Pas se acordó de su madre, de los Jesui-

tas, de Barinaga, de Glocester, de Mesía, deFoja, del Obispo, y aunque con repugnancia sedecidió a sacar todo el partido posible de aque-lla conversión que se le venía a las manos. Enun solo día ¡cuánta felicidad! Ana y la influen-cia que se habían separado de él volvían a untiempo; Ana más humilde que nunca, la in-fluencia con cierto carácter sobrenatural. Sí, élestaba seguro de ello, conocía a los vetustenses;un entierro les había hecho despreciar a su tira-no, otro entierro les haría arrodillarse a suspies, fanatizados unos, asustados por lo menoslos demás. Mientras hablaba con don Pompeyode la religión, de sus dulzuras, de la necesidadde una Iglesia que se funde en revelaciones

positivas, el Magistral preparaba todo un planpara sacar provecho de su victoria.... Ya queaquel tontiloco se le metía entre los dedos, nosería en vano. Los otros tontos, los que creíanque Guimarán era ateo de puro malvado y depuro sabio, mirarían aquella conquista comocosa muy seria, como una ganancia de incalcu-lable valor para la Iglesia.

«¡El ateo! Aunque todos le tenían por in-ofensivo, creían los más en su maldad ingénitay en una misteriosa superioridad diabólica. Yaquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a lospies del señor espiritual de Vetusta.... ¡Oh! ¡quégran efecto teatral!... No, no sería él bobo, sumadre tenía razón, había que sacar provecho....Y después, aquello no era más que una prepa-ración para otro triunfo más importante; ¿no sehabía dicho que hasta la Regenta le abandona-ba? Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regen-ta...». Don Fermín se ahogaba de placer, de or-gullo; se le atragantaban las pasiones mientras

don Pompeyo tosía, y entre esputo y esputo deflema decía con voz débil:

—Puede usted creer... señor Magistral... queha sido un milagro esto... sí, un milagro.... Hevisto coros de ángeles, he pensado en el NiñoDios... metidito en su cuna... en el portal deBelem... y he sentido una ternura... así... comopaternal... ¡qué sé yo!... ¡Eso es sublime, donFermín... sublime.... Dios en una cuna... y yociego... que negaba!... pero dice usted bien.... Yome he pasado la vida pensando en Dios,hablando de Él... sólo que al revés... todo loentendía al revés....

Y continuaba su discurso incoherente, inte-rrumpido por toses y por sollozos.

Después el Magistral le hizo callar y escu-charle.

Habló mucho y bien don Fermín. Era nece-sario para obtener el perdón de Dios que donPompeyo, antes de sanar, porque sin duda sa-naría—y eso pensaba él también—diese unejemplo edificante de piedad. Su conversión

debía ser solemne, para escarmiento de pícarosy enseñanza saludable de los creyentes tibios.

—Puede usted hacer un gran beneficio a laIglesia, a quien tantos males ha hecho....

—Pues usted dirá... don Fermín... yo soy es-clavo de su voluntad.... Quiero el perdón deDios y el de usted... el de usted a quien tanto heofendido haciéndome eco de calumnias.... Ycrea usted que yo no le quería a usted mal, perocomo mi propósito era combatir el fanatismo, alclero en general... y además Barinaga sólo asípodía ser conquistado.... ¡Oh Barinaga! ¡infelizdon Santos! ¿Estará en el infierno, verdad, donFermín? ¡Infeliz! ¡Y por mi culpa!

—Quién sabe.... Los designios de Dios soninescrutables.... Y además, puede contarse consu bondad infinita.... ¡Quién sabe!... Lo princi-pal es que nosotros demos ahora un notableejemplo de piedad acendrada.... Esta lecciónpuede traer muchas conversiones detrás de sí.¡Ah, don Pompeyo, no sabe usted cuánto puede

ganar la Religión con lo que usted ha hecho ypiensa hacer!...

A la mañana siguiente toda Vetusta edifica-da se preparaba a acompañar el Viático que porla tarde debía ser administrado al señor Gui-marán. Era Domingo de Ramos. No se respira-ba por las calles del pueblo más que religión.

—¡El papel Provisor sube!—decía Foja furio-so al oído de Glocester, a quien encontró en elatrio de la catedral, al salir de misa.

—¡Esto es un complot!—Lo que es un idiotaese don Pompeyo.

—No, un complot.... La verdad era que elpapel Provisor subía mucho más de lo que pod-ían sus enemigos figurarse.

Así como no se explicaba fácilmente por quéel descrédito había sido tan grande y en tanpoco tiempo, tampoco ahora podía nadie darsecuenta de cómo en pocas horas el espíritu de laopinión se había vuelto en favor del Magistral,hasta el punto de que ya nadie se atrevía delan-te de gente a recordar sus vicios y pecados; y

no se hablaba más que de la conversión mila-grosa que había hecho.

No importaba que Mourelo gritase en todaspartes:

—Pero si no fue él, si fue un arranque es-pontáneo del ateo.... Si así hacen todos los espí-ritus fuertes cuando les llega su hora....

Nadie hacía caso del murmurador. «Milagrosí lo había, pero lo había hecho el Magistral».Ya nadie dudaba esto. «Era un gran hombre,había que reconocerlo».—Doña Paula, por me-dio del Chato y otros ayudantes, doña Petroni-la, su cónclave, Ripamilán, el mismo Obispo,que había abrazado al Magistral en la catedralpoco después de bendecir las palmas, todosestos, y otros muchos, eran propagandistasentusiastas de la gloria reciente, fresca de donFermín, de su triunfo palmario sobre las hues-tes de Satán.

Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo deMesía que habló con el ex-alcalde, desistieronde contrarrestar la poderosa corriente de la

opinión, favorable hasta no poder más, a donFermín.

«Más valía esperar; ya pasaría aquella rachay volvería toda Vetusta a ver al milagroso donFermín de Pas tal como era, en toda su horribledesnudez».

Después que comulgó don Pompeyo con to-da la solemnidad requerida por las circunstan-cias, teniendo a su lado al cura de cabecera, a donFermín y a Somoza, el médico, Vetusta entera,que había acudido a la casa y a las puertas de lacasa del converso, se esparció por todo el recin-to de la ciudad haciéndose lenguas de la uncióncon que moría el ateo, a quien ahora todos con-cedían un talento extraordinario y una sabidur-ía descomunal, y pregonando el celo apostólicodel Provisor, su tacto, su influencia evangélica,que parecía cosa de magia o de milagro.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo jun-ta de médicos. Somoza se había equivocadocomo solía. Don Pompeyo estaba enfermo de

muerte, pero podía durar muchos días: erafuerte... no había más que oírle hablar.

Somoza mantuvo su opinión con energíaheroica. «Cierto que podía durar algunos díasmás de los que él había anunciado, el señorGuimarán; pero la ciencia no podía menos dedeclarar que la muerte era inminente. Podíadurar, sí, el enfermo, mil y mil veces sí, pero¿debido a qué? Indudablemente a la influenciamoral de los Sacramentos. No que él, don Ro-bustiano Somoza, hombre científico ante todo,creyese en la eficacia material de la religión:pero sin incurrir en un fanatismo que pugnabacon todas sus convicciones de hombre de cien-cia, como tenía dicho, podía admitir y admitía,aleccionado por la experiencia, que lo psíquicoinfluye en lo físico y viceversa, y que la conver-sión repentina de don Pompeyo podría haberdeterminado una variación en el curso naturalde su enfermedad... todo lo cual era extraño a laciencia médica como tal y sin más».

En efecto, don Pompeyo duró hasta el miér-coles Santo.

Trifón Cármenes, desde el día en que se su-po la conversión de Guimarán, concibió la em-pecatada idea de consagrar una hoja literaria dellábaro al importantísimo suceso. Pero había queesperar a que el enfermo saliese de peligro o sefuera al otro mundo. Esto último era lo másprobable y lo que más convenía a los planes deCármenes, el cual desde el domingo de Ramostenía a punto de terminar una larguísima com-posición poética en que se cantaba la muerte delateo felizmente restituido a la fe de Cristo. Laoda elegíaca, o elegía a secas, lo que fuera, queTrifón no lo sabía, comenzaba así:

¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?El poeta iba y venía de la casa mortuoria co-

mo él la llamaba ya para sus adentros, a la re-dacción, de la redacción a la casa mortuoria.

—¿Cómo está?—preguntaba en voz muy ba-ja, desde el portal.

La criada contestaba:—Sigue lo mismo. YTrifón corría, se encerraba con su elegía y con-tinuaba escribiendo:

¡Duda fatal, incertidumbre impía!...Parada en el umbral, la Parca fierani ceja ni adelanta en su porfía;como sombra de horror, calla y espera...

Pasaban algunas horas, volvía a presentarseTrifón en casa del moribundo; con voz melifluay tenue decía:

—¿Cómo sigue don Pompeyo?—Algo recargado—le contestaban. Volvía a

escape a la redacción, anhelante, «había quetrabajar con ahínco, podía morirse aquel señory la poesía quedar sin el último pergeño...». Yescribía con pulso febril:

Mas ¡ay! en vano fue; del almo cielola sentencia se cumple; inexorable...

No sabía Trifón lo que significaba almo, esdecir, no lo sabía a punto fijo, pero le sonababien.

Cuando la criada de Guimarán le contestaba:«Que el señor había pasado mejor la noche»,Cármenes, sin darse cuenta de ello, torcía elgesto, y sentía una impresión desagradableparecida a la que experimentaba cuando llega-ba a convencerse de que un periódico de Ma-drid no le publicaría los versos que le habíaremitido. Él no quería mal a nadie, pero lo cier-to era que, una vez tan adelantada la elegía,don Pompeyo le iba a hacer un flaco servicio sino se moría cuanto antes.

Murió. Murió el miércoles Santo. El Magis-tral y Trifón respiraron. También respiró So-moza. Los tres hubieran quedado en ridículo asuceder otra cosa. En cuanto a Cármenes, ter-minó sus versos de esta suerte:

No le lloréis. Del bronce los tañidoshimnos de gloria son; la Iglesia santale recogió en su seno... etc.

Al pobre Trifón le salían los versos monta-dos unos sobre otros: igual defecto tenía en losdedos de los pies.

El entierro del ateo fue una solemnidad co-mo pocas. Acompañaron a la última morada elcadáver del finado las autoridades civiles y mili-tares; una comisión del Cabildo presidida porel Deán, la Audiencia, la Universidad, yademás cuantos se preciaban de buenos o ma-los católicos. La viuda y las huérfanas recibíanespecial favor y consuelo con aquella públicamanifestación de simpatía. El Magistral ibapresidiendo el duelo de familia: no era parientedel difunto, pero le había sacado de las garrasdel Demonio, según Glocester, que se quedó enla sala capitular murmurando. «Aquello másque el entierro de un cristiano fue la apoteosispagana del pío, felice, triunfador Vicario gene-ral». En efecto, el pueblo se lo enseñaba con eldedo: «Aquel es, aquel es, decía la muchedum-bre señalando al Apóstol, al Magistral».

Los milagros que doña Paula había hechocorrer entre las masas impresionables e ilitera-tas no son para dichos. El mismo señor Obispo,en su último sermón a las beatas pobres y clase

de tropa, criadas de servicio, etc., etc., habíaaludido al triunfo de aquel hijo predilecto de laIglesia....

—No habrá más remedio que agachar la ca-beza y dejar pasar el temporal—decía Foja.

Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fondatodos los viernes Santos.

«¡Aquel don Pompeyo les había desacredi-tado!

»¡Vaya un libre-pensador!»¡Era un gallina! »¡Murió loco! »¡Le dieron

hechizos! »¿Qué hechizos? Morfina.»El clero, milagros del clero...»Le convirtieron con opio... »La debilidad

hace sola esos milagros...»Sobre todo era un badulaque...».El jueves Santo llegó con una noticia que

había de hacer época en los anales de Vetusta,anales que por cierto escribía con gran cachazaun profesor del Instituto, autor también deunos comentarios acerca de la jota Aragonesa.

En casa de Vegallana la tal noticia estalló co-mo una bomba. Volvía la Marquesa, toda de ne-gro, de pedir en la mesa de Santa María conVisitación; volvía también Obdulia Fandiñoque había pedido en San Pedro, a la hora enque visitaban los monumentos los oficiales de laguarnición; y todas aquellas señoras, en el ga-binete de la Marquesa reunidas, escuchabanpasmadas lo que solemnemente decía el granConstantino, doña Petronila Rianzares, quehabía recaudado veinte duros en la mesa depetitorio de San Isidro. Y decía el obispo-madre:

—Sí, señora Marquesa, no se haga usted cru-ces, Anita está resuelta a dar este gran ejemploa la ciudad y al mundo....

—Pero Quintanar... no lo consentirá...—Ya ha consentido... a regañadientes, por

supuesto. Ana le ha hecho comprender que setrataba de un voto sagrado, y que impedirlecumplir su promesa sería un acto de despotis-mo que ella no perdonaría jamás....

—¿Y el pobre calzonazos dio su permiso?—dijo Visita, colorada de indignación—. ¡Quémaridos de la isla de San Balandrán!—añadióacordándose del suyo.

La Marquesa no acababa de santiguarse.«Aquello no era piedad, no era religión; eralocura, simplemente locura. La devoción racio-nal, ilustrada, de buen tono, era aquella otra,pedir para el Hospital a las corporaciones yparticulares a las puertas del templo, regalarestandartes bordados a la parroquia; ¡pero ves-tirse de mamarracho y darse en espectáculo!...».

—¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera que laoyera a usted la tomaría por una demagoga,por una Suñera.

—Pues yo, ¿qué he dicho?—¿Pues le parece a usted poco? llamar ma-

marracho a una nazarena...La Marquesa encogió los hombros y volvió a

santiguarse. Obdulia tenía la boca seca y losojos inflamados. Sentía una inmensa curiosidady cierta envidia vaga...

«¡Ana iba a darse en espectáculo!» cierto, esaera la frase. ¿Qué más hubiera querido ella, lade Fandiño, que darse en espectáculo, quehacerse mirar y contemplar por toda Vetusta?

—¿Y el traje? ¿cómo es el traje? ¿sabe us-ted...?

—¿Pues no he de saber?—contestó doña Pe-tronila, orgullosa porque estaba enterada detodo—. Ana llevará túnica talar morada, deterciopelo, con franja marrón foncé....

—¿Marrón foncé?—objetó Obdulia—... nodice bien... oro sería mejor.

—¿Qué sabe usted de esas cosas?... Yo mis-ma he dirigido el trabajo de la modista; Anatampoco entiende de eso y me ha dejado a mí elcuidado de todos los pormenores.

—¿Y la túnica es de vuelo?—Un poco...—¿Y cola?—No, ras con ras...—

¿Y calzado? ¿sandalias...?—¡Calzado! ¿qué calzado? El pie desnudo....—¡Descalza!—gritaron las tres damas.

—Pues claro, hijas, ahí está la gracia.... Anaha ofrecido ir descalza....

—¿Y si llueve?—¿Y las piedras?—Pero se vaa destrozar la piel... —Esa mujer está loca...—¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esasdiabluras?

—¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted!Diabluras un voto como este, un ejemplo tancristiano, de humildad tan edificante....

—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso?¿Dónde ha visto ella eso?...

—Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y enotros pueblos de los muchos que ha recorrido....Y aunque no lo hubiera visto, siempre seríameritorio exponerse a los sarcasmos de los imp-íos, y a las burlas disimuladas de los fariseos yde las fariseas... que fue justamente lo que hizoel Señor por nosotros pecadores.

—¡Descalza!—repetía asombrada Obdulia.—La envidia crecía en su pecho. «Oh, lo que esesto—pensaba—indudablemente tiene cachet.

Sale de lo vulgar, es una boutade, es algo... de unbuen tono superfino...».

El Marqués entró en aquel momento condon Víctor colgado del brazo.

Vegallana venía consolando al mísero Quin-tanar, que no ocultaba su tristeza, su decai-miento de ánimo.

Doña Petronila se despidió antes de que elatribulado ex-regente pudiera echarle el tantode culpa que la correspondía en aquella aven-tura que él reputaba una desgracia.

—Vamos a ver, Quintanar—preguntó laMarquesa con verdadero interés y mucha cu-riosidad....

—Señora... mi querida Rufina... esto es... quecomo dice el poeta...

¡No podían vencerme... y me vencieron...!—Déjese usted de versos, alma de Dios....

¿Quién le ha metido a Ana eso en la cabeza?—¿Quién había de ser? Santa Teresa... digo...

no... el Paraguay.

—¿El Para...?—No, no es eso. No sé lo queme digo.... Quiero decir.... Señores, mi mujerestá loca.... Yo creo que está loca.... Lo he dichomil veces.... El caso es... que cuando yo creíatenerla dominada, cuando yo creía que el misti-cismo y el Provisor eran agua pasada que nomovía molino... cuando yo no dudaba de mipoder discrecional en mi hogar... a lo mejor¡zas! mi mujer me viene con la embajada de laprocesión.

—Pero si en Vetusta jamás ha hecho eso na-die....

—Sí tal—dijo el Marqués—. Todos los añosva en el entierro de Cristo, Vinagre, o sea donBelisario Zumarri, el maestro más sanguinariode Vetusta, vestido de nazareno y con una cruza cuestas....

—Pero, Marqués, no compare usted a mimujer con Vinagre.

—No, si yo no comparo...—Pero, señores,señores, digo yo—repetía doña Rufina—¿cuándo ha visto Ana que una señora fuese en

el Entierro detrás de la urna con hábito, o loque sea, de nazareno?...

—Sí, verlo, sí lo ha visto. Lo hemos visto enZaragoza... por ejemplo. Pero yo no sé si aque-llas eran señoras de verdad....

—Y además, no irían descalzas—dijo Obdu-lia.

—¡Descalzas! ¿y mi mujer va a ir descalza?¡Ira de Dios! ¡eso sí que no!... ¡Pardiez!

Gran trabajo costó contener la indignacióncolérica de don Víctor. El cual, más calmado, sevolvió a casa, y entre tener otra explicación consu señora o encerrarse en un significativo silen-cio, prefirió encerrarse en el silencio... y en eldespacho.

«A sí mismo no se podía engañar. Com-prendía que la resolución de Ana era irrevoca-ble».

El Viernes Santo amaneció plomizo; el Ma-gistral muy temprano, en cuanto fue de día, seasomó al balcón a consultar las nubes. «¿Llo-vería? Hubiera dado años de vida porque el sol

barriera aquel toldo ceniciento y se asomara ailuminar cara a cara y sin rebozo aquel día desu triunfo.... ¡Dos días de triunfo! ¡El miércolesel entierro del ateo convertido, el viernes elentierro de Cristo, y en ambos él, don Fermíntriunfante, lleno de gloria, Vetusta admirada,sometida, los enemigos tragando polvo, disper-sos y aniquilados!».

También Ana miró al cielo muy de mañana,y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lodeseaba y le remordía la conciencia de este de-seo. Estaba asustada de su propia obra. «Yo soyuna loca—pensaba—tomo resoluciones extre-mas en los momentos de la exaltación y des-pués tengo que cumplirlas cuando el ánimodecaído, casi inerte, no tiene fuerza para que-rer». Recordaba que de rodillas ante el Magis-tral le había ofrecido aquel sacrificio, aquellaprueba pública y solemne de su adhesión a él,al perseguido, al calumniado. Se le había ocu-rrido aquella tremenda traza de mortificaciónpropia en la novena de los Dolores, oyendo el

Stabat Mater de Rossini, figurándose con calen-turienta fantasía la escena del Calvario, viendoa María a los pies de su hijo, dum pendebat filius,como decía la letra. Había recordado, como porinspiración, que ella había visto en Zaragoza auna mujer vestida de Nazareno, caminar des-calza detrás de la urna de cristal que encerrabala imagen supina del Señor, y sin pensarlo más,había resuelto, se había jurado a sí misma ca-minar así, a la vista del pueblo entero, por to-das las calles de Vetusta detrás de Jesús muer-to, cerca de aquel Magistral que padecía tam-bién muerte de cruz, calumniado, despreciadopor todos... y hasta por ella misma.... Y ya nohabía remedio, don Fermín, después de unaoposición no muy obstinada, había accedido yaceptaba la prueba de fidelidad espiritual deAna; doña Petronila, a quien ya no miraba co-mo tercera repugnante de aventuras sacrílegas,se había ofrecido a preparar el traje y todos lospormenores del sacrificio... «¡Y ahora, cuandoera llegado el día, cuando se acercaba la hora,

se le ocurría a ella dudar, temer, desear que seabrieran las cataratas del cielo y se inundara elmundo para evitar el trance de la procesión!».

Ana pensaba también en su Quintanar. Todoaquello era por él, cierto; era preciso agarrarse ala piedad para conservar el honor, pero ¿nohabía otra manera de ser piadosa? ¿No habíasido un arrebato de locura aquella promesa?¿No iba a estar en ridículo aquel marido quetenía que ver a su esposa descalza, vestida demorado, pisando el lodo de todas las calles dela Encimada, dándose en espectáculo a la malicia,a la envidia, a todos los pecados capitales, quecontemplarían desde aceras y balcones aquelcuadro vivo que ella iba a representar? BuscabaAna el fuego del entusiasmo, el frenesí de laabnegación que hacía ocho días, en la iglesia,oyendo música, le habían sugerido aquel pro-yecto; pero el entusiasmo, el frenesí, no volvían;ni la fe siquiera la acompañaba. El miedo a losojos de Vetusta, a la malicia boquiabierta, ladominaba por completo; ya no creía, ni dejaba

de creer; no pensaba ni en Dios, ni en Cristo, nien María, ni siquiera en la eficacia de su sacrifi-cio para restaurar la fama del Magistral: nopensaba más que en el escándalo de aquella ex-hibición. «Sí, escándalo era; la mujer de su casa,la esposa honesta, protestaba dentro de Anacontra el espectáculo próximo.... No, no estabasegura de que su abnegación fuese buena si-quiera; acaso era una desfachatez; la paz de sucasa, el recato del hogar, lo decían con silenciosolemne...» y Ana sudaba de congoja.... «¡Loque había prometido!».

No llovió. El toldo gris del cielo continuóechado sobre el pueblo todo el día. Una horaantes de obscurecer salió la procesión del Entie-rro de la iglesia de San Isidro.

—«¡Ya llega, ya llega!»—murmuraban lossocios del Casino apiñados en los balcones,codeándose, pisándose, estrujándose, losmúsculos del cuello en tensión, por el afán dever mejor el extraño espectáculo, de contemplara su sabor a la dama hermosa, a la perla de Ve-

tusta, rodeada de curas y monagos, a pie y des-calza, vestida de nazareno, ni más ni menosque el señor Vinagre, el cruelísimo maestro deescuela.

Como una ola de admiración precedía alfúnebre cortejo; antes de llegar la procesión auna calle, ya se sabía en ella, por las apretadasfilas de las aceras, por la muchedumbre aso-mada a ventanas y balcones que «la Regentavenía guapísima, pálida, como la Virgen a cu-yos pies caminaba». No se hablaba de otra cosa,no se pensaba en otra cosa. Cristo tendido en sulecho, bajo cristales, su Madre de negro, atrave-sada por siete espadas, que venía detrás, nomerecían la atención del pueblo devoto; se es-peraba a la Regenta, se la devoraba con losojos.... En frente del Casino, en los balcones dela Real Audiencia, otro palacio churriguerescode piedra obscura, estaban, detrás de colgadu-ras carmesí y oro, la gobernadora civil, la mili-tar, la presidenta, la Marquesa, Visitación, Ob-dulia, las del barón y otras muchas damas de la

llamada aristocracia por la humilde y envidiosaclase media. Obdulia estaba pálida de emoción.Se moría de envidia. «¡El pueblo entero pen-diente de los pasos, de los movimientos, deltraje de Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Yvenía descalza! ¡Los pies blanquísimos, desnu-dos, admirados y compadecidos por multitudinmensa!». Esto era para la de Fandiño el belloideal de la coquetería.

Jamás sus desnudos hombros, sus brazos demarfil sirviendo de fondo a negro encaje bor-dado y bien ceñido; jamás su espalda de curvasvertiginosas, su pecho alto y fornido, y exube-rante y tentador, habían atraído así, ni con cienleguas, la atención y la admiración de un pue-blo entero, por más que los luciera en bailes,teatros, paseos y también procesiones.... ¡Todaaquella carne blanca, dura, turgente, significa-tiva, principal, era menos por razón de las cir-cunstancias, que dos pies descalzos que apenasse podían entrever de vez en cuando debajo delterciopelo morado de la nazarena! «Y era natu-

ral; todo Vetusta, seguía pensando Obdulia,tiene ahora entre ceja y ceja esos pies descalzos,¿por qué? porque hay un cachet distinguidísimoen el modo de la exhibición, porque... esto escuestión de escenario». «¿Cuándo llegará?» pre-guntaba la viuda, lamiéndose los labios, inva-dida de una envidia admiradora, y sintiendoextraños dejos de una especie de lujuria bestial,disparatada, inexplicable por lo absurda. SentíaObdulia en aquel momento así... un deseo va-go... de... de... ser hombre.

Hombre era, y muy hombre, el maestro deescuela Vinagre, don Belisario, que se disfraza-ba de Nazareno en tan solemne día, según cos-tumbre inveterada y era el más terrible Hero-des de primeras letras los demás días del año.Todos los chiquillos de su escuela, que le abo-rrecían de corazón, se agolpaban en calles, pla-zas y balcones, a ver pasar al señor maestro,con su cruz de cartón al hombro y su corona deespinas al natural, que le pinchaban efectiva-mente, como se conocía por el movimiento de

las cejas y la expresión dolorosa de las arrugasde la frente. Deseaban los muchachos cordial-mente que aquellas espinas le atravesasen elcráneo. El entierro de Cristo era la venganza detoda la escuela.

Vinagre, en su afán de mortificar a cuantasgeneraciones pasaban por su mano, se gozabaen lastimar a la suya, en su propia persona.Pero no sólo el prurito de darse tormento comoa cada hijo de vecino, le había inspirado aquelladiablura de coronarse de espinas y dar un gus-tazo a los recentales de su rebaño pedagógico,sino que era gran parte en aquella exhibiciónanual la pícara vanidad. El saber que una vez alaño, él, Vinagre, don Belisario, era objeto de laespectación general, le llenaba el alma de gloria.Nadie se había atrevido a seguir su ejemplo; élera el único Nazareno de la población y gozabade este privilegio tranquilamente muchos añoshacía.

La competencia de doña Ana Ozores en vezde molestarle le colmó de orgullo. Sin enco-

mendarse a Dios ni al diablo, en cuanto la viosalir de San Isidro, se emparejó con ella, la sa-ludó muy cortésmente, y con su cruz a cuestasy todo supo demostrar que él era ante todo, yaun camino del Calvario, un cumplido caballe-ro; si había charcos él era el que se metía porellos para evitar el fango a los pies desnudos yde nácar de aquella ilustre señora, su compañe-ra. Ana iba como ciega, no oía ni entendía tam-poco, pero la presencia grotesca de aquel com-pañero inesperado la hizo ruborizarse y sintiódeseos locos de echar a correr. «La habían en-gañado, nada le habían dicho de aquella carica-tura que iba a llevar al lado». «Oh, si ella tuvie-se todavía aquel espíritu sinceramente piadosode otro tiempo, esta nueva mortificación, esteescarnio, esta saturación de ridículo le hubieraagradado, porque así el sacrificio era mayor, lafuerza de su abnegación sublime».

Vinagre admiró como todo el pueblo, espe-cialmente el pueblo bajo, los pies descalzos dela Regenta. En cuanto a él lucía deslumbradora

bota de charol, con perdón de la propiedadhistórica. Demasiado sabía Vinagre que las bo-tas de charol no existían en tiempo de Augusto,ni aunque existieran las había de llevar Jesús alCalvario; pero él no era más que un devoto, undevoto que en todo el año no tenía ocasión delucirse; había que perdonarle la vanidad deostentar en aquella ocasión sus botas como es-pejos, que sólo se calzaba en tan solemne día.

«¡Ya llegan, ya llegan! repitieron los del Ca-sino y las señoras de la Audiencia cuando laprocesión llegaba de verdad. Ahora no era unrumor falso, eran ellos, era el Entierro».

Cesaron los comentarios en los balcones.Todas las almas, más o menos ruines, se

asomaron a los ojos.Ni un solo vetustense allí presente pensaba

en Dios en tal instante.El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había

muerto.Visitación, la del Banco, en vez de mirar co-

mo todos hacia la calle estrecha por donde ya

asomaban los pendones tristes y desmayados,las cruces y ciriales, observaba el gesto de donÁlvaro Mesía, que estaba solo, al parecer, en elúltimo balcón de la fachada del Casino, en el dela esquina. Todo de negro, abrochada la levitaceñida hasta el cuello, don Álvaro, pálido,mordía de rato en rato el puro habano que teníaen la boca, sonreía a veces y se volvía de cuan-do en cuando a contestar a un interlocutor, in-visible para Visita.

Era don Víctor Quintanar. Los dos amigos sehabían encerrado en la secretaría del Casino, aruegos del ex-regente, que quería ver, sin servisto, lo que él llamaba la subida al Calvario de sudignidad. Detrás de Mesía, que daba buenasombra, temblando sin saber por qué, impa-ciente, casi con fiebre, Quintanar se disponía aver todo lo que pudiera.

—Mire usted—decía—si yo tuviera aquí unabomba Orsini... se la arrojaba sin inconvenienteal señor Magistral cuando pase triunfante porahí debajo. ¡Secuestrador!

—Calma, don Víctor, calma; esto es el prin-cipio del fin. Estoy seguro de que Ana estámuerta de vergüenza a estas horas. Nos la hanfanatizado, ¿qué le hemos de hacer? pero yaabrirá los ojos; el exceso del mal traerá el reme-dio.... Ese hombre ha querido estirar demasiadola cuerda; claro que esto es un gran triunfo paraél... pero Ana tendrá que ver al cabo que hasido instrumento del orgullo de ese hombre.

—¡Eso, instrumento, vil instrumento! La lle-va ahí como un triunfador romano a una escla-va... detrás del carro de su gloria....

Don Víctor se embrollaba en estas alegorías,pero lo cierto era que él se figuraba a donFermín de Pas, en medio de la procesión, y depie en un carro de cartón, como él había vistoentrar al barítono en el escenario del Real, unanoche que cantaba el Poliuto.

Don Álvaro no fingía su buen humor. Estabaun poco excitado, pero no se sentía vencido; élse atenía a sus experiencias. «Aquel clérigo nohabía tocado en la Regenta, estaba seguro».

Sonreía de todo corazón, sonreía a sus pensa-mientos, a sus planes. «Claro que les molestabaa los nervios aquel espectáculo en que aparen-temente el rival se mostraba triunfando a laromana, según don Víctor, pero... no había to-cado en ella».

Quintanar, desde su escondite, vio asomarentre los balaustres negros del balcón una cruzdorada, remate de un pendón viejo y venerable.Se puso de pies sobre la silla, siempre sin poderser visto desde la calle, y reconoció a Celedoniocon una cruz de plata entre los brazos.

Mesía, dejando detrás de sí a su amigo,ocupó el medio del balcón, arrogante y desa-fiando las miradas de los clérigos que pasabandebajo de él.

Los tambores vibraban fúnebres, tristes, em-peñados en resucitar un dolor muerto hacíadiez y nueve siglos; a don Víctor sí le sonabaaquello a himno de muerte; se le figuraba yaque llevaban a su mujer al patíbulo.

El redoble del parche se destacaba en un si-lencio igual y monótono.

En la calle estrecha, de casas obscuras, se an-ticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachasencendidas, se perdían a lo lejos hacia arriba,mostrando la luz amarillenta de los pábilos,como un rosario de cuenta, doradas, roto a tre-chos. En los cristales de las tiendas cerradas yde algunos balcones, se reflejaban las llamasmovibles, subían y bajaban en contorsionesfantásticas, como sombras lucientes, en confu-sión de aquelarre. Aquella multitud silenciosa,aquellos pasos sin ruido, aquellos rostros sinexpresión de los colegiales de blancas albas quealumbraban con cera la calle triste, daban alconjunto apariencia de ensueño. No parecíanseres vivos aquellos seminaristas cubiertos deblanco y negro, pálidos unos, con cercos mora-dos en los ojos, otros morenos, casi negros, depelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocu-pados con la idea fija del aburrimiento, máqui-nas de hacer religión, reclutas de una leva for-

zosa del hambre y de la holgazanería. Iban aenterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sinpensar en Él; a cumplir con el oficio. Despuésvenían en las filas clérigos con manteo, milita-res, zapateros, y sastres vestidos de señores,algunos carlistas, cinco o seis concejales, contraje de señores también. Iba allí Zapico, eldueño ostensible de la Cruz Roja, esclavo dedoña Paula. El Cristo tendido en un lecho debatista, sudaba gotas de barniz. Parecía habermuerto de consunción. A pesar de la miseriadel arte, la estatua supina, por la grandeza delsímbolo infundía respeto religioso.... Represen-taba a través de tantos siglos un duelo sublime.Detrás venía la Madre. Alta, escuálida, de ne-gro, pálida como el hijo, con cara de muertacomo él. Fija la mirada de idiota en las piedrasde la calle, la impericia del artífice había dado,sin saberlo, a aquel rostro la expresión mudadel dolor espantado, del dolor que rebosa delsufrimiento. María llevaba siete espadas clava-das en el pecho. Pero no daba señales de sentir-

las; no sentía más que la muerte que llevabadelante. Se tambaleaba sobre las andas. Tam-bién esto era natural. Desde su altura dominabala muchedumbre, pero no la veía. La Madre deJesús no miraba a los vetustenses.... Don ÁlvaroMesía, al pasar cerca de sus pies la Dolorosatuvo miedo, dio un paso atrás en vez de arrodi-llarse. El choque de aquella imagen del dolorinfinito con los pensamientos de don Álvaro,todos profanación y lujuria, le espantó a élmismo. Estaba pensando que Ana, después deaquella locura que cometía por el confesor, porDe Pas, haría otras mayores por el amante, porMesía.

Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre,un paso más adelante, a los pies de la Virgenenlutada, detrás de la urna de Jesús muerto.También Ana parecía de madera pintada; supalidez era como un barniz. Sus ojos no veían.A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en lospies, que pisaban las piedras y el lodo un calordoloroso; cuidaba de que no asomasen debajo

de la túnica morada; pero a veces se veían.Aquellos pies desnudos eran para ella la des-nudez de todo el cuerpo y de toda el alma.«¡Ella era una loca que había caído en una espe-cie de prostitución singular!; no sabía por qué,pero pensaba que después de aquel paseo a lavergüenza ya no había honor en su casa. Allíiba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística,la fatua, la loca, la loca sin vergüenza». Ni unsolo pensamiento de piedad vino en su ayudaen todo el camino. El pensamiento no le dabamás que vinagre en aquel calvario de su recato.Hasta recordaba textos de Fray Luis de León enla Perfecta Casada, que, según ella, condenabanlo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad,no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómi-ca, soy lo que mi marido». Si alguna vez seatrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentíahielo en el alma. «La Madre de Jesús no la mi-raba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolorcierto; ella, María, iba allí porque delante lleva-ba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».

Según el Magistral, iba pregonando su glo-ria. Don Fermín no presidía este entierro comoel del miércoles, pero celebraba con él su nuevotriunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su ladoen la tila derecha, entre otros señores canóni-gos, con roquete, muceta y capa; empuñaba elcirio apagado, como un cetro. «Él era el amo detodo aquello. Él, a pesar de las calumnias desus enemigos había convertido al gran ateo deVetusta haciéndole morir en el seno de la Igle-sia; él llevaba allí, a su lado, prisionera con ca-denas invisibles a la señora más admirada porsu hermosura y grandeza de alma en toda Ve-tusta; iba la Regenta edificando al pueblo ente-ro con su humildad, con aquel sacrificio de lacarne flaca, de las preocupaciones mundanas, yera esto por él, se le debía a él sólo. ¿No se decíaque los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que losMisioneros podían más que él con sus hijas deconfesión? Pues allí tenían prueba de lo contra-rio. ¿Los jesuitas obligaban a las vírgenes vetus-tenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los

más floridos pies del pueblo y los arrastrabapor el lodo... allí estaban, asomando a vecesdebajo de aquel terciopelo morado, entre elfango. ¿Quién podía más?». Y después de lassugestiones del orgullo, los temblores cardíacosde la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómoserían en adelante sus relaciones con Ana?».Don Fermín se estremecía. «Por de pronto mu-cha cautela. Tal vez el día en que dejé la puertaabierta a los celos la asusté y por eso tardó envolver a buscarme. Cautela por ahora... des-pués... ello dirá». De Pas sentía que lo poco declérigo que quedaba en su alma desaparecía. Secomparaba a sí mismo a una concha vacía arro-jada a la arena por las olas. «Él era la cáscara deun sacerdote».

Al pasar delante del Casino, frente al balcónde Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie.Pero don Fermín levantó los ojos y sintió eltopetazo de su mirada con la de don Álvaro; elcual reculó otra vez, como al pasar la Virgen, yde pálido pasó a lívido. La mirada del Magis-

tral fue altanera, provocativa, sarcástica en suhumildad y dulzura aparentes: quería decir¡Vae Victis! La de Mesía no reconocía la victo-ria; reconocía una ventaja pasajera... fue discre-ta, suavemente irónica, no quería decir: «Ven-ciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie es dicho-so». De Pas comprendió, con ira, que el delbalcón no se daba por vencido.

—¡Va hermosísima!—decían en tanto las se-ñoras del balcón de la Audiencia.

—¡Hermosísima!—¡Pero se necesita valor!—Amigo, es una santa.—Yo creo que va muer-ta—dijo Obdulia—; ¡qué pálida! ¡qué parada!parece de escayola.

—Yo creo que va muerta de vergüenza—dijo al oído de la Marquesa, Visita.

Doña Rufina suspiraba con aires de compa-sión. Y advirtió:

—Lo de ir descalza ha sido una barbaridad.Va a estar en cama ocho días con los pieshechos migas.

La baronesa de La Deuda Flotante, definiti-vamente domiciliada en Vetusta, se atrevió adecir encogiendo los hombros:

—Dígase lo que se quiera; estos extremos noson propios... de personas decentes.

El Marqués apoyó la idea muy eruditamen-te.

—Eso es piedad de transtiberina.—Justo—dijo la baronesa, sin recordar en aquel instantelo que era una transtiberina.

Como en la Audiencia, en todos los balconesde la carrera, después de pasar la procesión yhaber contemplado y admirado la hermosura yla valentía de la Regenta, se murmuraba ya y seencontraba inconvenientes graves en aquel«rasgo de inaudito atrevimiento».

Foja en el Casino, lejos de Mesía y donVíctor, decía pestes del Magistral y la Regenta.«Todo eso es indigno. No sirve más que paradar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regentalo pagarán los curas de aldea. Además, la mujercasada la pierna quebrada y en casa».

—Sin contar—añadía Joaquín Orgaz—conque esto se presta a exageraciones y abusos. Elaño que viene vamos a ver a Obdulia Fandiñodescalza de pie... y pierna, del brazo de Vina-gre.

Se rió mucho la gracia. Pero también se notóque Orgaz decía aquello porque no había saca-do nada de sus pretensiones amorosas, o por lomenos, no había sacado bastante.

El populacho religioso admiraba sin peros nidistingos la humildad de aquella señora.«Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Empa-rejarse, como un cualquiera, con el señor Vina-gre el nazareno; y recorrer descalza todo elpueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».

En cuanto a don Víctor, al pasar debajo desu balcón el Magistral y Ana preguntó a Mesía:

—¿Están ya ahí?—Sí, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el

cuello... y asomó la cabeza.... Lo vio todo. Dioun salto atrás.

—¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatiza-do!

Sintió escalofríos. En aquel instante la cha-ranga del batallón que iba de escolta comenzó arepetir una marcha fúnebre.

Al pobre Quintanar se le escaparon doslágrimas. Se le figuró al oír aquella música queestaba viudo, que aquello era el entierro de sumujer.

—Ánimo, don Víctor—le dijo Mesía vol-viéndose a él, y dejando el balcón—. Ya vanlejos.

—No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace da-ño!

—Ánimo.... Todo esto pasará...Y apoyó Mesía una mano en el hombro del

viejo.El cual, agradecido, enternecido, se puso en

pie; procuró ceñir con los brazos la espalda y elpecho del amigo, y exclamó con voz solemne yde sollozo:

—¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antesque esto, prefiero verla en brazos de un aman-te!

—Sí, mil veces, sí—añadió—¡búsquenle unamante, sedúzcanmela; todo antes que verla enbrazos del fanatismo!...

Y estrechó, con calor, la mano que don Álva-ro le ofrecía.

La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El chin,chin de los platillos, el rum rum del bombo serv-ían de marco a las palabras grandilocuentes deQuintanar.

—¡Qué sería del hombre en estas tormentasde la vida, si la amistad no ofreciera al pobrenáufrago una tabla donde apoyarse!

—¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom!—¡Sí,amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada!...

—Puede usted contar con mi firme amistad,don Víctor; para las ocasiones son los hom-bres....

—Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted elbalcón, porque se me figura que tengo esebombo maldito dentro de la cabeza!

—XXVII—

—¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedorha dado las diez.... ¿Te parece que subamos?...

—Espera un poco; espera que suene la horaen la catedral.

—¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí,muchacha? ¿Se oye el reloj de la torre desdeaquí?... Mira que es media legua larga....

—Pues sí, se oye, en estas noches tranquilasya lo creo que se oye. ¿Nunca lo habías notado?Espera cinco minutos y oirás las campanadas...tristes y apagadas por la distancia....

—La verdad es que la noche está hermosa....—Parece de Agosto.—Cuando contemplo el

cielo,de innumerables luces rodeado

y miro hacia el suelo...

perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo amis versos....

—¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muyhermoso. La Noche Serena ya lo creo. Hace llorardulcemente. Cuando yo era niña y empezaba aleer versos, mi autor predilecto era ese.

El recuerdo de Fray Luis de León pasó comouna nubecilla por el pensamiento de Ana quesintió un poco de melancolía amarga. Sacudióla cabeza, se puso en pie y dijo:

—Dame el brazo, Quintanar; vamos a daruna vuelta por la galería de los perales, mien-tras la señora torre de la catedral se decide acantar la hora....

—Con mil amores, mia sposa cara.La pareja se escondió bajo la bóveda no muy

alta de una galería de perales franceses en es-paldar. La luna atravesaba a trechos el follajenuevo y sembraba de charcos de luz el suelo alo largo del obscuro camino.

—Mayo se despide con una espléndida no-che—dijo Ana, apoyándose con fuerza en elbrazo de su marido.

—Es verdad; hoy se acaba Mayo. MañanaJunio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a tipescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí enpasando la Pumarada de Chusquin.

—Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visi-ta algunos veranos antes de ir al mar.

—Justo, ese... pues el río Soto lleva truchasexquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieresque escriba a Frígilis, que nos mande dos cañascon todos sus accesorios?

—Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo

de su mujer que colgaba del suyo, y la tomó lamano como un tenor de ópera. Y cantó:

Lasciami, lasciamioh lasciami partir...

Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alum-braba las narices. Miró a su esposa, que tam-bién volvió el rostro hacia su marido.

—¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas?Qué mal los cantaba aquel tenor de Vallado-lid.... Pero oye... mira que idea... hermosaidea.... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí,junto al estanque, figúrate a Gayarre o a Masinicantando... en esta noche tranquila, en este si-lencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóve-da... oyendo... oyendo.... Las óperas deberíancantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora?Música nada más que música.... El panoramahermoso... la brisa... el follaje... la luna... puesesto con acompañamiento de un buen cuarte-to... y ¡el paraíso! Oh, los versos... los versos aveces no dicen tanto como el pentagrama. Estoypor la canción, por la poesía que se acompañaen efecto de la lira o de la forminge.... ¿Tú sabeslo que era la forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento grie-go a su buen esposo.

—Chica, eres una erudita. Otra nubecillapasó por la frente de Ana.

El reloj de la catedral, a media legua del Vi-vero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenan-do el aire de melancolía.

—Pues es verdad que se oye—dijo Quinta-nar.

Y después de un silencio, comentario de lahora, añadió:

—¿Vamos a cenar?—¡A cenar!—gritó Ana. Ysoltando el brazo de don Víctor corrió, levan-tando un poco la falda de la matinée que vestía,hasta perderse en la obscuridad de la bóveda.Quintanar la siguió dando voces:

—Espera, espera... loca, que puedes trope-zar.

Cuando salió a la claridad, con el cielo portecho, vio en lo alto de la escalinata de mármol,con una mano apoyada en el cancel dorado dela puerta de la casa, a su querida esposa queextendía el brazo derecho hacia la luna, con unaflor entre los dedos.

—Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto deluna hago?...

—¡Magnífico! Magnífica estatua... originalpensamiento... oye: «La Aurora suplica a Dianaque apresure el curso de la noche...».

Ana aplaudió y atravesó el umbral. DonVíctor entró detrás diciéndose a sí mismo envoz alta:

—¡Hija mía! Es otra.... Ese Benítez me la hasalvado.... Es otra.... ¡Hija de mi alma!

Cenaron en la vajilla de los marqueses. Losdos tenían muy buen apetito. Ana hablaba aveces con la boca llena, inclinándose haciaQuintanar que sonreía, mascaba con fuerza, ymientras blandía un cuchillo aprobaba con lacabeza.

—La casa es alegre hasta de noche—dijo ella.Y añadió:—Toma, móndame esa manzana....—«Móndame la manzana, móndame la

manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya....Y se atragantó con la risa.—¿Qué tienes,

hombre?—Es de una zarzuela.... De una zar-zuela de un académico.... Verás... se trata de lamarquesa de Pompadour: un señor Beltrand

anda en su busca; en un molino encuentra unaaldeana... y como es natural se ponen a cenarjuntos, y a comer manzanas por más señas.

—Como tú y yo .—Justo. Pues bueno, la al-deana, como es natural también, coge un cuchi-llo.

—Para matar a Beltrand....—No, para mondar la manzana....—Eso ya es inverosímil.—Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta.

La orquesta se eriza de espanto con todos susviolines en trémolo y pitando con todos susclarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:

(Cantando y puesto en pie)¡Cielos! monda la manzana;

¡es la marquesade Pompadour!...¡de Pompadour!...

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón eldisparate del académico y la gracia de su mari-do. «La verdad era que Quintanar parecíaotro».

Petra sirvió el té.—¿Ha vuelto Anselmo deVetusta?—preguntó el amo.

—Sí, señor, hace una hora....—¿Ha traído los cartuchos?—Sí, señor.—¿Y el alpiste?—Sí, señor.—Pues

dile que mañana muy temprano tiene que vol-ver a la ciudad, con un recado para el señorCrespo. Deja... voy yo mismo a enterarle.... Es-cribiré dos letras; ¿no te parece, Ana? ese An-selmo es tan bruto....

Salió el amo del comedor. Petra dijo, mien-tras levantaba el mantel:

—Si la señorita quiere algo... yo tambiénpienso ir mañana al ser de día a Vetusta... tengoque ver a la planchadora... si quiere que llevealgún recado... a la señora Marquesa... o....

—Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta no-che sobre la mesa del gabinete y tú las cogerásmañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.

—Descuide usted. Una hora después donVíctor dormía en una alcoba espaciosa, estuca-da, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana

escribía con pluma rápida y que parecía silbardulcemente al correr sobre el papel satinado.

—No tardes; no escribas mucho, que te pue-de hacer daño. Ya sabes lo que dice Benítez.

—Sí, ya sé; calla y duerme.Ana escribió primero a su médico, que era

en la actualidad el antiguo sustituto de Somoza.Benítez, el joven de pocas palabras y muchosestudios, observador y taciturno, había permi-tido a su enferma, a la Regenta, que escribiera,si este ejercicio la distraía, a ciertas horas en quela aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbameusted a mí, por ejemplo, de vez en cuando, di-ciéndome lo que sabe que importa para mi plei-to. Pero si se siente mal de esas aprensionesdichosas no me dé pormenores, bastan genera-lidades...».

Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada másque buenas noticias. Ya no hay aprensiones: yano veo hormigas en el aire, ni burbujas, ni nadade eso; hablo de ello sin miedo de que vuelvanlas visiones: me siento capaz de leer a Mauds-

ley y a Luys, con todas sus figuras de sesos ydemás interioridades, sin asco ni miedo. Hablode mi temor a la locura con Quintanar como dela manía de un extraño. Estoy segura de misalud. Gracias, amigo mío; a usted se la debo. Sino me prohibiera usted filosofar, aquí le expli-caría por qué estoy segura de que debo al plande vida que me impuso la felicidad inefable deesta salud serena, de este placer refinado devivir con sangre pura y corriente en medio dela atmósfera saludable... pero nada de retórica;recuerdo cuánto le disgustan las frases.... Enfin, estoy como un reloj, que es la expresión queusted prefiere. El régimen respetado con reli-giosa escrupulosidad. El miedo guarda la viña,seré esclava de la higiene. Todo menos volver alas andadas. Continúo mi diario, en el cual nome permito el lujo de perderme en psicologíasya que usted lo prohíbe también. Todos los díasescribo algo, pero poco. Ya ve que en todo leobedezco. Adiós. No retarde su visita. Quinta-nar le saluda... roncando. Ronca, es un hecho.

En aquel tiempo la Regenta hubiera mirado estocomo una desgracia suya, que le mandaba ex-profeso el destino para ponerla a prueba. ¡Unmarido que ronca! Horror... basta. Veo quetuerce usted el gesto. Perdón. No más cháchara.A Frígilis que venga con usted o antes. Diga loque quiera mi esposo, si Crespo no viene a pre-pararme la caña y a convencer a las truchas deque se dejen pescar no haremos nada. Adiósotra vez. La esclava de su régimen, q. b. s. m.,

Anita Ozores de Quintanar».Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se

puso a continuar otra que había empezado aescribir por la mañana.

Ahora la pluma corría menos, se detenía enlos perfiles.

Por un capricho la Regenta procuraba imitarla letra de la carta a que contestaba y que teníadelante de los ojos.

«...No se queje de que soy demasiado breveen mis explicaciones. Ya le tengo dicho, amigomío, que Benítez me prohíbe, y creo que con

razón, analizar mucho, estudiar todos los por-menores de mi pensamiento. No ya el hacerlo,sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar misideas, me da la aprensión de volver a sentiraquella horrorosa debilidad del cerebro.... Nohablemos más de esto. Bastante hago si le escri-bo, pues prohibido me lo tienen. Pero en-tendámonos. Lo prohibido no es escribir a us-ted. ¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escri-bir mucho, sea a quien sea, y sobre todo deasuntos serios.

»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé.Fermín, no lo sé.

»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Peroquien manda, manda. Benítez es enérgico,habla poco pero bien; ha prometido curarme sise le obedece, abandonarme si se le engaña o sedesprecian sus mandatos. Estoy decidida aobedecer. Usted me lo ha dicho siempre: loprimero es que tengamos salud.

»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, milveces no. Yo le convenceré cuando vuelva.

»¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez esdemasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quin-tanar o a Benítez el daño que me hace, sana ytodo, repetir oraciones!... Que en mis cartas nohablo más que de don Víctor y del médico. ¿Pe-ro de qué quiere que le hable? Aquí no veo másque a mi marido; y Benítez me acaba de salvarla vida, tal vez la razón.... Ya sé que a usted nole gusta que yo hable de mis miedos de vol-verme loca... pero es verdad, los tuve y le hablode ellos, para que me ayude a agradecer almédico (de quien tanto hablo) mi salvación inte-lectual. ¿Para qué me hubiera querido mi her-mano mayor del alma, sin el alma, o con el almaobscurecida por la locura?...

»¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? Noy no. No se acabó nada. A su tiempo volverátodo. Menos el visitar a doña Petronila. No mepregunte usted por qué, pero estoy resuelta ano volver a casa de esa señora. Y... nada más.No puedo ser más larga. Me está prohibido (¡otra

vez!). Acabo de cenar. Su más fiel amiga y peni-tente agradecida.

Ana Ozores».«P. D.—¿Qué se conoce que tengo buen

humor? También es verdad. Me lo da la salud.Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que austed le pesa de mi buen humor, a juzgar por eltono con que lo dice. Perdón por todas las fal-tas».

Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas pa-labras; meditó y volvió a escribirlas encima delo tachado.

Y mientras pasaba la lengua por la goma delsobre, moviendo la cabeza a derecha e izquier-da, encogió los hombros y dijo a media voz:

—No tiene por qué ofenderse. Se acostó enel lecho blanco y alegre que estaba junto al deQuintanar.

El viejo madrugaba más que Ana, y salía a lahuerta a esperarla. A las ocho tomaban juntos elchocolate en el invernáculo que él llamaba concierto orgullo enfático la serre.

—¡Si esto fuera nuestro!...—pensaba a vecesQuintanar contemplando las plantas exóticasde los anaqueles atestados y de los jarronesetruscos y japoneses más o menos auténticos.

La Regenta no pensaba en los títulos de pro-piedad del Vivero; gozaba de la naturaleza, dela salud y del relativo lujo que habían acumu-lado los Vegallana en su famosa quinta, sinfijarse en nada más que gozar. Vivía allí comoen un baño, en cuya eficacia creía.

Don Víctor salió de la huerta y atravesandoprados, pumaradas y tierras de maíz, buscóentre las casuchas vecinas la bajada al río Soto,y por su orilla el lugar más a propósito parasentar sus reales y pescar, en cuanto volvieseAnselmo con los trastos necesarios.

Ana, durante las horas del calor, que ya erarespetable, subió a su gabinete, y después deleer un poco, tendida sobre el lecho blanco, seacercó al escritorio de palisandro, y hojeó sulibro de memorias. Siempre hacía lo mismo;

antes de empezar a escribir en él repasaba al-gunas páginas, a saltos....

Leyó la primera que casi sabía de memoria.La leyó con cariño de artista. Decía así, en letrasólo para Ana inteligible, nerviosa y rapidísi-ma:

«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Bení-tez lo consiente».

Memorias de Juan García, podría decir algúnchusco.... Pero como esto no ha de leerlo nadiemás que yo.... ¿Qué es ridículo? ¡Qué ha de ser!Más ridículo sería abstenerme de escribir (yaque es ejercicio que me agrada y no me hacedaño, tomado con medida), sólo porque si losupiera el mundo me llamaría cursilona, litera-ta... o romántica, como dice Visita. A Dios gra-cias, estos miedos al qué dirán ya han pasado.La salud me ha hecho más independiente. So-bre todo ¿qué han de decir si nadie ha de leer-lo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letracuando escribo deprisa. Estoy sola, completa-mente sola. Hablo conmigo misma, secreto ab-

soluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar conDios, con los pájaros, con la sangre sana y fres-ca que siento correr dentro de mí. Empecemospor un himno. Hagamos versos en prosa. «¡Sa-lud, salve! A ti debo las ideas nuevas, este vigordel alma, este olvido de larvas y aprensiones...y el equilibrio del ánimo, que me trajo la calmaapetecida...». Suspendo el himno porque Quin-tanar jura que se muere de hambre y me llamadesde abajo, desde el comedor, con una aceitu-na en la boca.... ¡Ya bajo, ya bajo!... ¡Allá voy!..

El Vivero, Mayo 1... Llueve, son las cinco dela tarde y ha llovido todo el día. In illo tempore,me tendría yo por desgraciada sin más que es-to. Pensaría en la pequeñez—y la humedad—de las cosas humanas, en el gran aburrimientouniversal, etc., etc.... Y ahora encuentro naturaly hasta muy divertido que llueva. ¿Qué es elagua que cae sobre esas colinas, esos prados yesos bosques? El tocado de la naturaleza. Ma-ñana el sol sacará lustre a toda esa verdura mo-

jada. Y además, aquí en el campo, la lluvia esuna música. Mientras Quintanar duerme lasiesta (costumbre nueva) y ronca (achaque an-tiguo y digno de respeto) yo abro la ventana yoigo

el rumor de la lluviasobre las hojas

y el ruido de las alasde las palomas

que se esponjan sobre los tejadillos de su pa-lomar cuadrado, entrando y saliendo por lasventanas angostas. Ese palomar tiene algo deserrallo o de casa de vecindad, según se mire.La vida común con sus horas de hastío, de des-cuido, de pereza pública se refleja en las postu-ras de esas palomas, en sus pasos cortos, en elsacudir de las alas. Hay parejas que se juntanpor costumbre, por deber, pero se aburren comosi cada cual estuviese en el desierto. De repenteel macho, supongo que será el macho, tiene unaidea, un remordimiento, improvisa una pasiónque está muy lejos de sentir, y besa a la hembra, y

hace la rueda y canta el rucutucua y se eriza deplumas.... Ella, sorprendida, sin sacudir la pe-reza corresponde con tibias caricias, y a poco,ambos fatigados, soñolientos, encontrando enla molicie de mojarse inmóviles, inflados, ma-yor voluptuosidad que en los devaneos, vuel-ven a su quietismo, tranquilos, sin rencores, sinengaño, sin quejarse de la mutua displicencia.¡Racionales palomas!—Quintanar ronca; yoescribo.... Pie atrás. Esto no iba bien. Había algode ironía; la ironía siempre tiene algo de bilis....Los amargos abren el apetito... pero más valetenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.

Llueve todavía. No importa. Todo el diluviono me arrancaría hoy un gesto de impaciencia.La ventana está cerrada, los regueros del aguaresbalando por el cristal me borran el paisaje.Víctor ha salido con Frígilis (segunda visita delbuen Crespo, el único grande hombre que co-nozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón dePepa—el casero de los marqueses—recorren,

como cobijados en una tienda de campaña, elbosque de encinas que mi marido llama siem-pre seculares. Van a comprobar no sé qué expe-rimento de química, invención de Frígilis,según él. Dios les haga felices y les conserve lospies secos. Hoy me siento inclinada a la histo-ria, a los recuerdos. No los temo. Poco más decinco semanas han pasado y ya me parece de lahistoria antigua todo aquello.

¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prosti-tuida de un modo extraño (aquí la letra de laRegenta se hace casi indescifrable para ellamisma.) ¡Todo Vetusta me había visto los piesdesnudos, en medio de una procesión, casi casidel brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los piesabrasados por dolores que me avergonzaban,inmóvil en una butaca! Llamé a Somoza que seexcusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso,frío; pero comprendí que me observaba conatención cuando yo no le miraba. Debía de cre-er que yo me iba volviendo loca. Él lo niega,dice que todo aquello lo explica la exaltación

religiosa y la exquisita moralidad con que de-cidí sacrificarme al bien del que creía ofendidopor mis pensamientos y desaires. Benítez cuan-do se decide a hablar parece también un confe-sor. Yo le he dicho secretos de mi vida interiorcomo quien revela síntomas de una enferme-dad. Conocía yo cuando le hablaba de estascosas, que él, a pesar de su rostro impasible, meestaba aprendiendo de memoria.... El mal subióde los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé ca-ma... y sentí aquel terror... aquel terror pánico ala locura. De esto no quiero hablar ni conmigomisma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recor-dar la Casta diva... con un dedo».

Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas.En ellas había escrito la historia de los días quesiguieron al de la procesión, famosa en los ana-les de Vetusta. Sí, se había creído prostituida;aquella publicidad devota le parecía una espe-cie de sacrificio babilónico, algo como entregar-se en el templo de Belo para la vigilia misterio-

sa. Además sentía vergüenza; aquello habíasido como lo de ser literata, una cosa ridícula,que acababa por parecérselo a ella misma. Noosaba pisar la calle. En todos los transeúntesadivinaba burlas; cualquier murmuración ibacon ella, en los corrillos se le antojaba que co-mentaban su locura. «Había sido ridícula, habíahecho una tontería»; esta idea fija la atormenta-ba. Si quería huir de ella, se la recordaba sincesar el dolor de sus pies, que ardían, comoabrasados de vergüenza; aquellos pies que hab-ían sido del público, desnudos una tarde ente-ra.

Si quería consolarse con la religión y el am-paro del Magistral, su mal era mayor, porquesentía que la fe, la fe vigorosa, puramente orto-doxa, se derretía dentro de su alma. En cuantoa Santa Teresa había concluido por no poderleerla; prefería esto al tormento del análisisirreverente a que ella, Ana, se entregaba sinquerer al verse cara a cara con las ideas y lasfrases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella

compasión intensa que la había arrojado otravez a las plantas de aquel hombre ya no existía.Los triunfos habían desvanecido acaso a donFermín. De todas suertes, Ana ya no le teníalástima; le veía triunfante abusar tal vez de lavictoria, humillar al enemigo...; ahora veía ellaclaro; por lo menos no veía tan turbio comoantes. Ella había sido tal vez un instrumento enmanos de su hermano mayor. Cierto que de Pasno había vuelto a manifestar con movimientospatéticos que le descubrieran, ni celos, ni amor,ni cosa parecida; Ana le observaba con miradasde inquisidor, de las que algo le remordía laconciencia, y sin embargo no pudo notarsíntomas de pasión mundana. ¿Veía ella mal?¿Disimulaba él bien? ¿O era que no había nada?Ello fue que la devoción antigua no volvió, quela fe se desmoronaba, que las antiguas teoríasque sin darse entonces cuenta de ellas habíaoído a su padre, Ana las sentía dentro de sí.

Un panteísmo vago, poético, bonachón yromántico, o mejor, un deísmo campestre, a lo

Rousseau, sentimental y optimista a la larga,aunque tristón y un poco fosco; esto, todo estomezclado era lo que encontraba ahora Ana de-ntro de sí y lo que se empeñaba en que fueratodavía pura religión cristiana. No quería ellani apostatar, ni filosofar siquiera; también estole parecía ridículo, pero sin querer las ideas, lasprotestas, las censuras venían en tropel a sumente y a su corazón. Esto era nuevo tormento.A pesar de todo seguía confesando a menudocon don Fermín. Le guardaba ahora una fideli-dad consuetudinaria; temía los remordimientossi faltaba a lo que creía deber a aquel hombre.Temía sobre todo que si rompía sus relacionesdevotas con él, volviese una reacción de lásti-ma, arrepentimiento y piedad imaginaria que laarrastrase a otra locura como la del viernes San-to. Tantas ideas y sentimientos encontrados, lavida retirada, y la conciencia de que en ella algopadecía y se rebelaba y amenazaba estallar,fueron concausas que trajeron las crisis nervio-

sas que estaba curando Benítez lo mejor quepodía.

Con toda el alma había creído Ana que iba avolverse loca. A una exaltación sentimentalsucedía un marasmo del espíritu que causabaatonía moral; la horrorizaba pensar que en talesdías eran indiferentes para ella virtud y crimen,pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decíaella, se le hacía migajas en el cerebro y entoncessentía un abandono ambiente y una flaqueza dela voluntad que la atormentaban y producíanpánico; el extremo de la tortura era el despreciode la lógica, la duda de las leyes del pensa-miento y de la palabra, y por último el desva-necimiento de la conciencia de su unidad; creíala Regenta que sus facultades morales se sepa-raban, que dentro de ella ya no había nadie quefuese ella, Ana, principal y genuinamente... ytras esto el vértigo, el terror, que traía la reac-ción con gritos y pasmos periféricos».

Por muchos días lo olvidó todo para no pen-sar más que en su salud; la horrorizaba la idea

de la locura y el miedo del dolor desconocido,extraño, del cerebro descompuesto. Llamó aBenítez con toda el alma, y principio de la curafue este mismo afán y el obedecer ciegamentelas prescripciones del médico.

Si algo dijo este de alimentos, ejercicio y has-ta baños, lo más y lo principal lo encomendó alcambio de vida, a la distracción, al aire libre, ala alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al cam-po, al campo! fue el grito de salvación, y Ana yQuintanar (que buen susto había llevado tam-bién), gritaron sin cesar desde la mañana a lanoche: ¡Al campo, al campo!

Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no ten-ían en la provincia de Vetusta una quinta derecreo. Don Víctor continuaba siendo propieta-rio en Aragón.

Ana en un arranque de valor, de un valormucho más heroico de lo que podía suponer sumarido, se atrevió a decir:

—Quintanar, ¿qué te parece esta idea...? ir-nos a pasar unos meses, hasta que vuelva elinvierno....

—¿A dónde?—A tu tierra, a la Almunia dedon Godino.

Don Víctor dio un salto.—¡Hija, por Dios!...ya soy viejo para un traqueteo tan grande demis pobres huesos.... ¡La Almunia!... ¡con milamores... en otro tiempo, pero ahora! Yo amo lapatria, es claro, soy aragonés de corazón, y digolo que el poeta, que es muy feliz el que no havisto

más río que el de su patria;pero yo soy a estas horas más vetustense que

otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, elpríncipe Esquilache:

Porque es la patria al que dichoso fueredonde se nace no, donde se quiere.

¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamosa parar.... Y además separarnos de Frígilis... dedon Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡im-posible!

No se pensó más en ello. Ana en el fondo delalma, se alegró de lo muy vetustense que eraaquel aragonés.

Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyóhaber cumplido con su deber en este punto.

Pero ¿a dónde irían a pasar aquellos mesesde campo que Benítez exigía como condiciónindispensable para la salud de Ana?

Un día se hablaba de esto en casa de Vega-llana. Estaban presentes a más de Quintanar ylos Marqueses, Álvaro y Paco.

—El médico—decía el ex-regente—exige quela aldea a donde vayamos ofrezca una porciónde circunstancias difíciles de reunir.

—Veamos—dijo de Marqués.—Ha de estarcerca de Vetusta para que Benítez pueda hacer-nos frecuentes visitas y para trasladar a Anapronto a la ciudad en caso de apuro; ha de serbastante cómoda, amena, ofrecer un paisajealegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca,leche de vacas... ¡qué sé yo!

Don Álvaro tuvo una inspiración en aquelmomento. Se acercó al oído de Paco y dijo:

—¡El Vivero! Paco adivinó y admiró. «¡Sóloel genio tenía aquellas revelaciones!».

Sin pensar en que secundaba planes mefis-tofélicos, dijo en voz baja:

—Papá, no conozco más quinta que reúnalas condiciones de Benítez que una... que está anuestra disposición....

Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo,dijeron los Marqueses y su hijo:

—¡El Vivero!—¡Bravo, bravo, eureka!—repetía el Marqués—. Paco tiene razón, ¡al Vi-vero! se van ustedes al Vivero.

Y la Marquesa:—¡Hermosa idea! ¡Qué gusto!Y nos veremos a menudo antes de irnos a ba-ños....

Don Víctor protestó.—¡Cómo el Vivero! ¿Yustedes?

—Nosotros no vamos este año.—O iremosmucho más tarde.—Y cuando vayamos cabre-mos todos.—Allí hemos dormido, cada cual

con entera independencia, más de veinte per-sonas—advirtió Álvaro.

—Es claro; aquello es un convento.—No sehable más, no se hable más.

—¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi deli-cadeza?

A pesar de la delicadeza de don Víctor,quedó decretado que su mujer y él y los criadosque quisieran llevar, irían a pasar aquellos me-ses que pedía Benítez en el Vivero, donde ser-ían dueños absolutos.... Nada, nada, los Mar-queses no admitieron objeciones.

—«¿No eran parientes?».—«Cierto que sí»—tuvo que responder, muy

orgulloso, Quintanar.Ana al saber la noticia, comprendió que

aquello era todo lo contrario de irse a la Almu-nia de don Godino. Pero no quiso pensar en lospeligros que la estancia en el Vivero podía te-ner. Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin em-bargo, sin investigar las causas de ello, sintiódurante todo aquel día una alegría de niña sa-

tisfecha en sus gustos más vivos, y aún másintenso fue su placer al despertar a la mañanasiguiente con este pensamiento: «Voy al Viveroa hacer vida de aldeana, a correr, respirar, en-gordar... alegrar la vida... allí el sol, el agua co-rriente, el follaje... la salud...» y como un acom-pañamiento musical que encantaba toda aque-lla perspectiva, Ana sentía una indecisa espe-ranza que era como un sabor con perfumes...una esperanza... no quería pensar de qué... Peroello era que el mundo parecía alegrarse, que laidea del Vivero la fortificaba como un placerpositivo, de los que se gozan cuando duran lasilusiones. «Aquel Benítez la estaba rejuvene-ciendo».

Después de las hojas del libro de memoriasque se referían, a su modo, a la materia que vareseñada brevemente, Ana encontró, y en ellase detuvo, la página en que rápidamente habíareflejado sus impresiones al entrar en el Viveroen un día de Abril que parecía de Junio, alegre,ardiente, despejado.

Leyó con deleite aquella página, no recreán-dose en el estilo, sino en los recuerdos. Decía:

«El Romero y el Clavel torcieron de repente;el landó se dobló sin ruido, nos sacudió un po-co, dejamos la carretera de Santianes y las rue-das rebotaron sobre la grava nueva de la carre-tera estrecha del Vivero; los sauces, como unalluvia de yerba suspendida en el aire, nos hac-ían cosquillas con las puntas de sus ramas, flo-tando sobre la frente como cabello movido porel viento. Se abrió la gran puerta de la cercavieja, y los caballos arrancaron chispas del pisoempedrado de la quintana vieja, despertandocon el ruido resonancias en el silencio del pala-ción cerrado y vacío. Por mi gusto nos hubié-ramos quedado a vivir en aquella casa inmensa,con dos torres de piedra parda y soportales concolumnas... pero el coche siguió al trote; elMarqués tiene la vanidad de hacer que la en-trada al Vivero habitable sea por aquí, por de-lante de la antigua mansión señorial.... Las rue-

das vuelven a callar, como enfundadas, Romeroy Clavel machacan sin estrépito con los cascosbriosos la arena tersa, blanca y blanda de laavenida ancha y flanqueada de pretil demármol con macetas y rosetones de verduraexótica.

La casa nueva nos sonríe enfrente y delantede la coquetona marquesina de la entrada nosdetenemos; silencio general... un momento.Habla el sol... nosotros gozamos; la limpieza, lacorrección, la elegancia parecen allí obra de lanaturaleza, y el follaje, el esplendor de su ver-dura, los susurros del aire discreto, la hermosu-ra de la perspectiva, los vuelos graciosos demiles de pájaros, parecen importación del lujo;riqueza y naturaleza se juntan allí; el sol, corte-sano del confort, alumbra más.... ¡Cosa extraña!Yo no había visto el Vivero hasta ahora, lo quese llama ver, hasta ahora nunca había com-prendido esta armonía íntima del lujo y delcampo. Está bien así. Debe haber rincones en la

tierra en que no haya nada feo, ni pobre ni tris-te.

Paco y la Marquesa, que han venido a dar-nos posesión del Vivero, comen con nosotros yde tarde, al caer el sol, se vuelven a Vetusta.

Ya estamos solos. Examino toda la casa. Enel piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca,galería de costura sobre el jardín, rodeada decristales, el comedor con paso a la estufa por laescalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! To-do es cristal, flores, plantas de hojas gigantes-cas, de colores fuertes, raros. Lo que me agradamás es el capricho del Marqués en el piso prin-cipal; una galería con cierre de cristales rodeatodo el edificio. He dado dos vueltas a todo elcorredor como si nunca hubiera visto el Vivero.¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor,más elegante, más poético? Quintanar está en-cantado, y se me figura que tiene un poco deenvidia.

Vida excelente. La primavera entró en mialma. Madrugo. El baño me fortifica y me ale-gra el espíritu. Tendida en la pila, con la manoen el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, yla fantasía como en sopor se detiene en imáge-nes plásticas tranquilas y suaves. Despuéstiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa alcalor de mi cuerpo, contenta de la vida quesiento circular por mis venas. La cabeza estáfirme; jamás vienen a mortificarme ideas suti-les, alambicadas.... Pienso poco, vagamente, ylos pormenores de los accidentes ordinariosque me rodean absorben lo mejor de mi aten-ción. Benítez puede estar satisfecho. Así la sa-lud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozardel placer dulce de vegetar al sol.

Y sin embargo hay horas en que las vibra-ciones de las cosas me hablan de una músicarecóndita de ideas sentimientos. ¿Qué es estaesperanza de un bien incierto? A veces se meantoja todo el Vivero escenario de una comedia

o de una novela.... Entonces me parece mássolitario el bosque, más solitario el palacio. Estasoledad parece meditabunda. Está todo en si-lencio reflexivo, recordando los ruidos de laalegría y del placer que latieron aquí, o pre-parándose a retumbar con la algazara de fiestasvenideras.... Insisto en ello, hay aquí algo deescenario antes de la comedia. Los vetustensesque tienen la dicha de ser convidados a las ex-cursiones del Vivero son los personajes de lasescenas que aquí se representan.... Obdulia,Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito, Álvaro... ytantos otros han hablado aquí, han cantado,corrido, jugado, bailado... reído sobre todo.... Yalgo olfateo de la alegría pasada o algo presien-to de la alegría futura. Sí, Quintanar dice bien,esto es el paraíso, ¿qué nos falta a nosotros enél? Según Quintanar, nada más que música....Oh, pues por música que no quede. Corro alsalón a tocar la donna é movile, con el dedo índi-ce, mi único dedo músico. ¡Qué cursi es esto

según Obdulia!... ¡Una dama que no sabe tocarel piano más que con un dedo!

Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómome cuida! ¡qué agasajos, qué mimos! Pareceotro. Piensa más en mí que en la marquetería.¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay almaque no tenga su poesía en el fondo. Su alegríaes demasiado bulliciosa, pero es sincera. Yo nopodría vivir aquí sin él. Imagínole ausente, meveo aquí sola y tengo miedo y siento la sole-dad.... Luego no me estorba, luego su compañíame agrada.

Petra, la misma Petra, me gusta aquí en elcampo.

Se viste como las aldeanas del país, cantacon ellas en la quintana, se mete en la danza ytoca la trompa con maestría. Ayer, al morir eldía, junto a la Puerta Vieja tocaba, con la len-güeta de hierro vibrando entre sus labios, losaires del país monótonos y de dulce tristeza.

Pepe, el casero, cantaba cantares andalucesconvertidos en vetustenses... y Petra tañía latrompa quejumbrosa, y yo sentía lágrimas dul-ces dentro del pecho... y la vaga esperanzavolvía a iluminar mi espíritu. Cuanto más tristela lengüeta de la trompa, más esperanza, másalegría dentro de mí. Todo esto es salud, nadamás que salud.

He traído al Vivero algunos libros de mi pa-dre. Hacía muchos años que no los había abier-to. Quintanar los tenía en los cajones más altosde sus estantes.

¡Qué impresiones! He encontrado entre lashojas de una Mitología ilustrada, pedacitos deyerba de Loreto... eran polvo; papeles escritosen que reconocí mis garabatos de niña... y unmarinero dibujado por mi pluma que, según laleyenda que tiene al pie, era Germán.

Probablemente Benítez condenaría este afánde leer y me prohibiría la desmedida afición.

¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estoslibros que apenas entendía en Loreto! Los dio-ses, los héroes, la vida al aire libre, el arte porreligión, un cielo lleno de pasiones humanas, elcontento de este mundo... el olvido de las tris-tezas hondas, del porvenir incierto... un pueblojoven, sano en suma.... Quisiera saber dibujarpara dar formas a estas imágenes de la Mitolog-ía que me asedian».

Ana, después de leer estas y otras páginas,escribió sus impresiones de aquellos días. DonVíctor vino a interrumpirla para anunciarle queya había instalado su tienda de campaña a laorilla del río, en el paraje más ameno y fresco,junto a una mancha de sombra en el agua,donde infaliblemente habría truchas.

Desde aquella tarde pescaron. Pescaron po-co, pero muy alabado. Ana leía sentada en subanqueta de lona blanca con franjas azules,mientras sujetaba la caña con la mano izquier-

da, sin más fuerza que la necesaria para que lacorriente no la llevase.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a medialegua de Vetusta en compañía de su Quintanar,dejaba a las truchas escapar muertas de risa, suimaginación, vuelta a los tiempos y a los para-jes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba losperfumes de las rosas del Tempé, volaba al Es-camandro, subía al Taigeto y saltaba de isla enisla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sici-lia....

Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, re-corriendo la India, o bien navegando en el bar-co prodigioso de cuyo mástil floreciente pend-ían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltarde repente a la prosaica orilla del Soto, llamadapor la voz del ex-regente que gritaba:

—¡Pero muchacha, que te están comiendo elcebo!

No importaba; Ana era feliz y Quintanartambién. «¡Parece otro!» se decía ella. «¡Pareceotra!» pensaba él.

El tiempo volaba. Junio se metió en calor.Vetusta en verano es una Andalucía en prima-vera. Ana todas las mañanas, por la fresca re-corría la huerta y sacudía las ramas cargadas decerezas acompañada de don Víctor, Pepe elcasero y Petra; llenaban grandes cestas, forra-das con hojas de higuera, de aquellos coraleshúmedos y relucientes; y la Regenta sentía sin-gular voluptuosidad sana y risueña al pasar lafinísima mano blanca por las cerezas apiñadassobre la verdura de las hojas anchas y borda-das. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa delMarqués y a veces a las de sus amigos. Unamañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban dela más colorada fruta un canastillo de pajablanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos.De pronto dijo:

—¿Para quién es esto?—Para don Álvaro—contestó Petra.

—Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda—añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veíaen lontananza.

Ana sintió que su mano temblaba sobre lascerezas y aquel contacto le pareció de repentemás dulce y voluptuoso.

Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sinpensar lo que hacía, sin poder contenerse, comouna colegiala enamorada, besó con fuego lapaja blanca del canastillo. Besó las cerezas tam-bién... y hasta mordió una que dejó allí, señala-da apenas por la huella de dos dientes.

Y asustada de su desfachatez pensó todo eldía en la aventura, sin vergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!».La víspera de San Pedro, por la noche, el

Magistral recibió un B. L. M. del marqués deVegallana invitándole a pasar el día siguiente,desde la hora en que le dejasen libre sus debe-res de la catedral, en el Vivero en compañía delos dueños de la quinta y de sus actuales inqui-linos los señores de Quintanar, más otros mu-chos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a laparroquia rural de San Pedro de Santianes; Pe-pe el casero era aquel año factor de la fiesta de

la parroquia, y pensaba echar la casa por laventana, «para no dejar mal al señor Marqués».

Anita, en la postdata de su última carta de-cía al confesor:

«El Marqués me ha dicho que piensa invitara usted a la romería de San Pedro. Somos noso-tros los factores... Supongo que no faltará usted.Sería un solemne desaire».

«No, no faltaré, pensaba don Fermín dandovueltas en la cama. Ojalá tuviera valor parafaltar, para despreciaros, para olvidarlo todo...pero ya estoy cansado de luchar con esta maldi-ta obsesión que me vence siempre. Sí, si he deacabar por ir, si estoy seguro de que al fin he detomar el camino del Vivero, más vale ahorrar-me el tormento de la batalla y declararme ven-cido. Iré».

Y no pudo dormir una hora seguida en todala noche. Pero esto era achaque antiguo ya.Desde que Anita «había vuelto a engañarle» donFermín no gozaba hora de sosiego.

Como el Marqués no le había invitado ahacer el viaje en su coche, lo cual tal vez indica-ba cierta frialdad premeditada, que De Pasfingía no sentir, tuvo el señor canónigo que iren persona a alquilar una berlina. Mandó que leesperase fuera del Espolón a las diez en punto.Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a lasnueve y media ya estaba en medio de la carre-tera de Santianes o del Vivero paseándola a loancho, agitado, pálido, de un humor de mildiablos.

«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro.¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». Laberlina tardaba. De Pas daba pataditas de im-paciencia. Por fin llegó el coche destartalado,sucio, a paso de tortuga.

—¡Al Vivero, a escape!—gritó don Fermíndejándose caer como un plomo sobre el asientoduro que crujió.

Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al ai-re, el caballo extenuado saltó sobre la carreterados o tres minutos, y como si aquello fuese una

falta de formalidad indigna de sus años, queeran muchos, volvió al paso perezoso sin pro-testa de nadie.

El Magistral recordó que en aquella mismaberlina u otro coche de la misma casa por lomenos, pocas semanas antes iba él llorando dealegría, llena el alma de esperanzas, de proyec-tos que le hacían cosquillas en los sentidos y enlo más profundo de las entrañas. Y ahora unpresentimiento le decía que todo había acaba-do, que Ana ya no era suya, que iba a perderla,y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que siestaba allí Mesía, como era casi seguro, todaslas ventajas eran del petimetre. Vestía el Provi-sor balandrán de alpaca fina con botones muypequeños, de esclavina cortada en forma dealas de murciélago. Tenía algo su traje del queluce Mefistófeles en el Fausto en el acto de laserenata. Había deliberado mucho tiempo asolas: ¿qué ropa llevaría? Cada vez le pesabamás la sotana y le abrumaba más el manteo. Elsombrero de teja larga era odioso; demasiado

corto era cursi, ridículo, parecía cosa de donCustodio; muy cerrado, antiguo, muy abierto,indigno de un Vicario general. ¿Iría de levita?¡Vade retro! No, el cura de levita se conviertepor fuerza en cura de aldea o en clérigo liberal.El Magistral muy pocas veces recurría a tal in-dumentaria. Oh, si le fuera lícito vestir su trajede cazador, su zamarra ceñida, su pantalónfuerte y apretado al muslo, sus botas de mon-tar, su chambergo, entonces sí, iría de paisano,y la vanidad le decía que en tal caso no tendríaque temer el parangón con el arrogante mozo aquien aborrecía. Sí, a quien aborrecía. DonFermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No da-ba nombre a su pasión, pero reconocía todossus derechos y estaba muy lejos de sentir re-mordimientos. «Él era cura, cura, una cosa ridí-cula, puestas las cosas en el estado a que habíanllegado». Había comprendido que Ana sentíarepugnancia ante el canónigo en cuanto elcanónigo quería demostrarle que además erahombre. «¡Y sí era hombre vive Dios que era

hombre, y tanto y más que el otro; capaz dedeshacerle entre sus brazos, de arrojarle tanalto como una pelota!...». Dejaba de pensar ensus tristezas y en su cólera. Miraba como tontolos accidentes del paisaje, los palos del telégrafoque iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvoque levantar los vidrios de las ventanillas por-que el polvo le sofocaba. El sol le aburría y lepicaba; no había cortinas. El viaje se hacía in-terminable. Aquella media legua se había esti-rado indefinidamente. «El Marqués se habíaportado como un grosero no ofreciéndole unasiento en su coche. La culpa la tenía él quehabía aceptado el convite. ¿Pero qué remedio?».

Oyó el estrépito de cascos de caballo quemachacaba la grava reciente detrás de la berli-na. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes yreconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron algalope de dos hermosos caballos blancos, depura raza española.

Ellos no le vieron; el placer de la carrera losllevaba absortos y no repararon en la mísera

berlina que seguía al paso. Incapaz de toda no-ble emulación, el mísero jaco de alquiler siguiócaminando lo menos posible, seguro de que lafelicidad no estaba en el término de ningunacarrera de este mundo. Para comer mal siemprese llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. Elcochero debía de ser discípulo del caballo.

Cuando el Magistral llegó al Vivero no habíaningún convidado en la casa, ni los Marqueses,ni los de Quintanar estaban tampoco.

Petra se le presentó vestida de aldeana, conuna coquetería provocativa, luciendo rizos deoro sobre la cabeza, el dengue de pana sujetoatrás, sobre el justillo de ramos de seda escarla-ta muy apretado al cuerpo esbelto; la saya debayeta verde de mucho vuelo cubría otra rojaque se vislumbraba cerca de los pies calzadoscon botas de tela. Estaba hermosa y segura deello. Sonrió al Magistral, y dijo:

—Los señores están en San Pedro.—Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muer-

to de sed y....

La aldeana fingida sirvió en la glorieta deljardín al Magistral un refresco delicioso queimprovisó con arte.

—Dios te lo pague, Petrica. Y hablaron.Hablaron de la vida que hacían allí los señores.

Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡quéalegre! ¡qué revoltosa! nada de encerrarse en lacapilla horas y horas, nada de rezar siglos ysiglos, nada de leer a su Santa Teresa eternida-des.... Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un ro-ble.

—¿El señorito Paco vino?—preguntó de re-pente De Pas.

—Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaronél y el señorito Álvaro, a caballo, a escape; to-maron un refresco como usted, y corrieron aSan Pedro.... Creo que no habían oído misa yquisieron coger la de la fiesta....

En aquel momento, hacia oriente sonaron es-trepitosos estallidos de cohetes cargados dedinamita.

—Ya están al alzar—dijo la doncella.

Petra observaba con el rabillo del ojo la im-paciencia del Magistral, que preguntó:

—¿La iglesia está cerca, creo, saliendo porahí por el bosque, verdad?

—Sí, señor; pero hay tres callejas que se cru-zan y puede darse en el río en vez de... si quiereusted ir, le acompañaré yo misma; ahora notengo nada que hacer allá dentro....

—Si eres tan amable.... Petra echó a andardelante del Magistral. Por un postigo salieronde la huerta y entraron en el bosque de corpu-lentas encinas y robles retorcidos y ásperos.Ocupaba el bosque las laderas de una loma y elaltozano, que era lo más espeso. Subía un repe-cho y don Fermín veía los bajos irisados de chi-llona bayeta que mostraba sin miedo Petra, másalgo de la muy bordada falda blanca y de unamedia de seda calada, refinada coquetería quequitaba propiedad al traje y por lo mismo ledaba picante atractivo.

—¡Qué calor, don Fermín!—decía la rubia,enjugando el sudor de la frente con pañuelo debatista barata.

—Mucho, rubita, mucho—respondía el Ma-gistral, desabrochándose el maldito balandrány soplando con fuerza.

—Y eso que a usted la fatiga no debe rendir-le, que allá en Matalerejo tengo entendido quecorre como un gamo por los vericuetos....

—¿Quién te lo ha dicho a ti?—¡Bah! Teresina...—¿Sois amigas, eh?—

Mucho. Silencio. Los dos meditan. El canónigoreanuda el diálogo.

—No creas; yo, aquí donde me ves, soy unaldeano; juego a los bolos que ya ya....

Petra se detuvo y se volvió para ver a donFermín que hacía el ademán de arrojar una bolade roble por la cóncava bolera adelante....

Rió la doncella y continuando la marcha, di-jo:

—No, que es usted fuerte no necesita decir-lo: bien a la vista está.

Callaron otra vez. Detrás de la loma, y yamás cerca, estallaron cohetes de dinamita y enseguida la gaita y el tamboril de timbre temblo-roso, apagadas las voces por la distancia, reso-naron al través de la hojarasca del bosque.

La gaita hablaba a las entrañas del Provisory de Petra, ambos aldeanos. Volvieron a mirar-se y a sonreírse.

—Ya vuelven—dijo Petra, deteniéndose denuevo.

—¿Llegamos tarde?—Sí, señor; la comitiva tomará el camino de

la calleja de abajo y cuando lleguemos nosotrosa la iglesia, ya estarán en el Vivero....

—De modo....—De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay,

don Fermín, perdóneme usted este paseo... estamolestia!...

—No, hija, no hay de qué... al contrario....Aquí se está bien... esta sombra... pero yo estoyalgo cansado... y con tu permiso... entre aque-llas raíces, sobre aquel montón verde y fresco

de yerba segada... ¿eh? ¿qué te parece? voy asentarme un rato....

Y lo hizo como lo dijo. Petra, sin atreverse asentarse y sin querer dejar el puesto, miró alsuelo ruborosa, hizo movimientos felinos, y sepuso a retorcer una punta del delantal....

—¿Cansado? ¡bah!—se atrevió a decir—unmozo como usted....

La gaita y el tambor llenaban las bóvedasverdes con sus chorretadas, alegres ahora, lue-go melancólicas, cargadas siempre de idealesperfumes campestres, de recuerdos amables.

El Magistral mordía yerbas largas y ásperasy meditaba con una sonrisa amarga entre loslabios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que seofrecía, que le caía en la boca, allí... desprecia-do... y el imposible codiciado... cuanto más im-posible, más codiciado.... Sin embargo, paraque fuese menos ridícula su situación en el Vi-vero, le parecía muy oportuno poner por obralo que meditaba. Y además, a él le convenía

tener de su parte a la doncella de la Regenta,hacerla suya, completamente suya...».

—Petra....—¿Señor?—gritó ella fingiendo susto.—¿Quieres crecer? Pues bastante buena mo-

za eres. Mira, no seas tonta... si no tienes prisa...puedes sentarte.... Así como así, yo quisierapreguntarte... algunas cositas respecto de....

—Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquíde fijo no pasa nadie; porque, sobre que pocagente atraviesa el bosque para ir a la iglesia, losque van siguen la trocha casa del leñador; esmuy fresca y tiene asientos muy cómodos.

—Mejor que mejor. Hablaremos más a gus-to. Vamos allá.

Se levantó y emprendieron la marcha. Sub-ían en silencio. El monte se hacía más espeso.

La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos,como una aprensión de ruido.

Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejócaer sobre la yerba, algo distante de donFermín; y encarnada como su saya bajera, se

atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios ydecidores.

El Magistral se sentó dentro de la cabaña.Hablaron. Por algo don Fermín temía el

momento de encontrarse con la comitiva, comodecía Petra. Cuando media hora después entra-ba solo por el postigo del bosque en la huerta,lo primero que vio fue a la Regenta metida enel pozo seco, cargado de yerba, y a su lado adon Álvaro que se defendía y la defendía de losataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco,Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellostodo el heno que podían robar a puñados deuna vara de yerba, que se erguía en la próximapomarada de Pepe el casero.

El Marqués gritaba desde la galería del pri-mer piso:

—¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros,que destrozáis la yerba de Pepe.... ¿Qué va acenar el ganado? ¡Locos!...—Pepe, no lejos delpozo, vestido con los trapos de cristianar, másuna corbata negra que había creído digna de un

factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba lacabeza y sonreía gozoso....

—Deje, señor, deje que rebrinquen los señori-tos, que la erba yo la apañaré... en sin perjui-cio....

La Regenta, con la cabeza cubierta de heno,con los ojos medio cerrados, no pudo ver alMagistral hasta que se acabó la broma y le tocósalir del pozo... con ayuda de don Álvaro y losque estaban fuera.

No se avergonzó de que su confesor lahubiera visto en tal situación.... Le saludó ama-ble, bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visitay con Edelmira a correr por la huerta, seguidasde Paco, Joaquín, don Álvaro y don Víctor.

Del Magistral se apoderó el Marqués que lellevó al salón donde estaban la Marquesa, lagobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor,que no quería correr con aquellos locos; el Barón,Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería co-rrer, Benítez el médico de Anita, y otros vetus-tenses ilustres.

—Mire usted, señor Provisor—dijo Vegalla-na—; la fiesta se ha dividido en dos partes: co-mo Pepe es el factor, ha convidado a todos loscuras de la comarca, catorce salvo error; yo leshe propuesto venirse a comer aquí con noso-tros, pero como algunos de ellos son cerriles,comprendí que preferían verse libres de damasy caballeretes de la ciudad y se les ha puesto sumesa en el palacio viejo, donde yo piensoacompañarlos. Ahora bien, yo proponía a Ri-pamilán que viniese conmigo, pero él no quie-re.... Si usted fuese tan amable que me acompa-ñara, aquellos buenos párrocos se creerían hon-rados infinitamente... ¡ya ve usted, como ustedes el señor Vicario general!...

No hubo más remedio. El Magistral tuvoque comer con el Marqués y los curas en el pa-lacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de lamesa de aldea, aún vestida de aldeana del país, ycolorada, echando chispas de oro de los rizosde la frente, y chispas de brasa de los ojos vi-

vos, elocuentes, llenos de una alegría malignaque robaba los corazones de los aldeanos y dealgunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resis-tir más, se escapó como pudo y volvió a la casanueva, donde la algazara había llegado a serestrépito de los diablos. En el momento de en-trar él, don Víctor (con una montera picona en lacabeza) cantaba un dúo con Ripamilán, rejuve-necido, junto al piano, que tocaba como sabíadon Álvaro, con un puro en la boca, zarande-ando el cuerpo y cerrando y abriendo los ojosbrillantes que el humo del cigarro cegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa,la gobernadora y la Baronesa paseaban por lahuerta; la gente joven, Obdulia, Visita, Ana,Edelmira y la niña del Barón, corrían solas porel bosque.

Se las oía gritar, desde la galería de cristales.Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aque-llas carcajadas y chillidos a los hombres.

Así lo comprendió Joaquín que propuso aPaco dejar el concierto de Quintanar y don Ca-yetano y correr detrás de aquellas.

—Deja, luego—decía Paco, que gozaba mu-cho con las canciones antiquísimas de Ripa-milán y ya se iba cansando a ratos de su prima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se queda-ron roncos, que fue pronto, se dejó el piano y secumplieron los deseos de Orgaz. Él, Paco, Mes-ía y Bermúdez salieron de la casa y entraron enel bosque. «Ya no se oían los gritos de aquellas».«¿Se habrían escondido?». «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».«¡Magnífico! ¡magnífico!».Se dispersaron y pronto dejaron de verse

unos a otros.Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó

sobre la yerba. Un encuentro a solas con cual-quiera de aquellas señoras y señoritas en unbosque espeso de encinas seculares, le parecíauna situación que exigía una oratoria especialde la que él no se sentía capaz. Y, sin embargo,

¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntimacon Obdulia o con Ana sobre la verde alfombra!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripa-milán, don Víctor, el gobernador, Benítez yotros señores graves. Benítez era joven, peroprefería hacer la digestión sentado y fumandoun buen cigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el huecode un balcón y De Pas pudo oír el diálogo queentablaron.

—¡Oh! no puede figurarse usted cuánto ledebo.

—¿A mí, don Víctor?—Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué

salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones,la devoción exagerada, las aprensiones, losnervios... las locuras... como aquella de la pro-cesión.... Oh, cada vez que me acuerdo se mecrispan los... pues nada, ya no hay nada deaquello. Ella misma está avergonzada de lopasado. Se ha convencido de que la santidad yano es cosa de este siglo. Este es el siglo de las

luces, no es el siglo de los santos. ¿No opinausted lo mismo, señor Benítez?

—Sí señor—dijo el médico sonriendo y chu-pando su cigarro.

—¿De modo que usted opina que mi mujerestá curada del todo?... ¿radicalmente?...

—Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma;se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía securaba sin más que cambiar de vida; pero noera enfermedad... por eso no puede decirse conexactitud que se ha curado... por lo demás... esamisma exaltación de la alegría, ese optimismo,ese olvido sistemático de sus antiguas apren-siones... no son más que el reverso de la mismamedalla.

—¿Cómo? usted me asusta.—Pues no hay por qué. Doña Ana es así; ex-

tremosa... viva... exaltada... necesita mucha ac-tividad, algo que la estimule... necesita....

Benítez mascaba el cigarro y miraba a donVíctor, que abría mucho los ojos, con expresiónmisteriosa de lástima un poco burlesca.

—¿Qué necesita?—Eso... un estímulo fuerte,algo que le ocupe la atención con... fuerza...;una actividad... grande... en fin, eso... que esextremosa por temperamento.... Ayer era místi-ca, estaba enamorada del cielo; ahora comebien, se pasea al aire libre entre árboles y flo-res... y tiene el amor de la vida alegre, de lanaturaleza, la manía de la salud....

—Es verdad; no habla más que de la salud lapobrecita.

—¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?—¿Por qué? por esos extremos... por esos

estímulos que necesita....—¿Y eso qué importa? Su temperamento

exige todo eso....—¿De modo que usted cree que ayer era de-

vota, exageradamente devota porque... tal vezhabía quien influía en su espíritu en cierto sen-tido?...

—Justo. Es muy probable. Don Víctor, atur-dido como solía, hablaba sin miedo de ser oído,sin ver al Magistral, que fingiendo leer un pe-

riódico y a ratos atender a Ripamilán, se esfor-zaba en no perder ni una palabra del diálogodel balcón.

—¿De modo... que el cambio de Anita se de-be a... otra influencia?... ¿su pasión por el cam-po, por la alegría, por las distracciones se de-be... a un nuevo influjo?

—Sí señor; es un aforismo médico: ubi irrita-tio ibi fluxus.

—¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi...fluxus!

¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo...¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitis-mo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nue-va influencia... esta nueva irritatio que pudié-ramos decir?...

—Pues es bien claro. Nosotros. El nuevorégimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... losalimentos sanos... la leche... el aire... el heno... eltufillo del establo... la brisa de la mañana... etc.,etc.

—Basta, basta; comprendido... la higiene... laleche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡Demodo que Ana está salvada!

—Sí señor.—¿Porque esta nueva exageraciónno puede llevarnos a nada malo?...

Benítez escupió un pedazo del puro, quehabía roto con los dientes, y contestó con lamisma sonrisa de antes:

—A nada.—¡Santa Bárbara!—gritó Quinta-nar cerrando los ojos y poniéndose en pie de unsalto.

Y tras el relámpago, que le había deslum-brado, retumbó un trueno que hizo temblar lasparedes. Cesaron todas las conversaciones, to-dos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctorestaban pálidos. Eran dos hombres valientes deveras que se echaban a temblar en cuanto sona-ba un trueno.

Ripamilán, aunque algo sordo de algunosaños acá, había oído perfectamente la descargade las nubes y ya se sentía mal. No tenía bas-tante confianza para pedir un colchón con que

taparse la cabeza, según acostumbraba hacer ensu casa.

Todos los convidados, menos los dos miedo-sos, se acercaron a los balcones para ver llover.Caía el agua a torrentes. Allá al extremo de lahuerta se veía a la Marquesa y a las señoras quela acompañaban refugiadas bajo la cúpula delBelvedere que dominaba el paisaje, en una es-quina del predio, junto a la tapia.

—¿Y los chicos?—preguntó Ripamilán asus-tado, fingiendo temer por los demás.

Llamaba los chicos a los que habían salido albosque.

—¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay quebuscarlos.... Se van a poner perdidos—exclamóQuintanar, acordándose de su mujer, lleno deremordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, perocallaba. Estaba pasando un purgatorio y aque-llo era ya el colmo. «Los otros en el bosque... yel cielo cayendo a cántaros sobre ellos.... ¡A qué

cosas no estaría obligando la galantería de donÁlvaro en aquel momento!».

—Es preciso ir a buscarlos—decía el gober-nador.

—Hay que llevarles paraguas...—Y el caso esque la Marquesa está sitiada por el chubascoallá abajo y no puede disponer....

—Y el Marqués está con sus curas en el pala-cio viejo y no puede venir y mandar....

Y se deliberó largamente qué se haría.—Hay que salvar a los náufragos—dijo el

Barón a guisa de chiste.El Magistral, que había salido del salón, se

presentó con dos paraguas grandes de aldea,verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor,diciendo:

—Vamos, Quintanar, usted que es cazador...y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y leinsultaba llamándole con las agujas de las pupi-las idiota, Juan Lanas y cosas peores.

—¡Bravo, bravo!—gritaron aquellos señores,que aplaudían el heroísmo ajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con elrelámpago, estalló sobre la casa y puso pálidosa los más valientes.

—¡Vamos, vamos, pronto!—gritó el Magis-tral, cuya palidez no la causaba la tormenta. Eltrueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte,a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y desu miserable condición de clérigo.

—Pero... don Fermín—se atrevió a decirQuintanar—por lo mismo que soy cazador...conozco el peligro.... El árbol atrae el rayo....Ahí arriba también hay laureles, el laurel llamala electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pe-ro el laurel!...

—¿Qué quiere usted decir? ¿Que los partaun rayo a los otros? No ve usted que con ellosestá doña Ana....

—Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe conalgún criado... con Anselmo...? Usted va a mo-jarse el balandrán... y la sotana....

—¡Al monte! ¡don Víctor, al monte!—rugióel Provisor.

Y la voz terrible fue apagada por un truenomás horrísono que los anteriores.

—Señores—dijo Ripamilán que estaba es-condido en una alcoba—. No se apuren uste-des, los chicos deben de estar a techo.

—¿Cómo a techo?...—Sí, Fermín, no se asus-te usted. A techo... en la casa del leñador queusted no conoce; es una cabaña rústica, que elMarqués se hizo construir con cañas y céspedallá arriba, en lo más espeso del monte....

El Magistral no quiso oír más. Salió con unparaguas bajo el brazo y dejó caer el otro a lospies de don Víctor.

El cual recogió el arma defensiva, que llamóescudo para sus adentros, y siguió sin chistar«al loco del Magistral», sin explicarse por quése empeñaba en que fueran ellos a buscar a laRegenta y no los criados.

Tampoco los señores del salón comprendíanaquello; y sonreían con discreta y apenas dibu-

jada malicia al decir que era un misterio la con-ducta del Magistral.

—Tenía razón don Víctor—advirtió elbarón—¿por qué no habían de haber ido loscriados?

—Además—dijo el gobernador—eso pareceuna lección a todos nosotros, especialmente austed que tiene por allá a su hija....

El trueno que estalló en aquel instante se leantojó a Ripamilán que había metido cien rayosen la casa.

El miedo ya era general.—Ea, ea, señores—dijo el Arcipreste desde la alcoba—a rezar to-can; yo voy a rezar con permiso de ustedes... Innomine Patris...

—XXVIII—

—¿Adónde van ustedes?—gritaba la Mar-quesa desde el Belvedere al Magistral y a donVíctor que uno tras otro, a veinte pasos de dis-tancia, corrían por el bosque, calados ya hasta

los huesos, chorreando el agua por todos lospliegues de la ropa y por las alas del sombrero.

—¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva es-te hombre! contestó don Víctor sin dar muchasvoces, furioso, empeñado en abrir el paraguasque tropezaba con las ramas y se enredaba enlas zarzas.

La Marquesa continuaba vociferando, yhablaba por señas, pero don Víctor ya no laentendía y don Fermín ni la oía siquiera.

—Pero aguarde usted, santo varón; espereusted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿adónde me lleva usted?

Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquelsanto varón, porque continuaba subiendo apaso largo, sin mirar hacia atrás un momento.

De rama a rama, de tronco a tronco, en todasdirecciones subían y bajaban hilos de araña quese le metían por ojos y boca al ex-regente, queescupía y se sacudía las telas sutilísimas conasco y rabia.

—¡Esto es un telar!—gritaba, y se envolvíaen los hilos como si fueran cables, procurabaevitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hino-jos, blasfemando, contra su costumbre.

—También es ocurrencia de chicos venir almonte a divertirse.... Si no hay más que arañasy espinas.... Don Fermín, espere usted por lasonce mil... de a caballo, que yo me pierdo y mecaigo.

Un trueno le contestó y le hizo arrodillarsecon el susto.

No osó blasfemar otra vez.—¡Don Fermín!¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de lahumanidad!

De Pas se detuvo, se volvió, le miró desdearriba con lástima y disimulando la ira, y le dijolo menos malo de cuanto se le ocurría:

—Parece mentira que sea usted cazador.—Soy cazador en seco, compadre, pero esto

es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas seme meten en el estómago... y sobre todo a míme gustan las acciones heroicas que tienen al-

guna utilidad. Nisi utile est id quod facimus, stultaest gloria ha dicho Baglivio. ¿A dónde vamosnosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?

—A buscar a doña Ana que estará... ponién-dose perdida....

—¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son ton-tos? De fijo están a techo.... ¿Cree usted que hande estar papando... arañas y nadando comonosotros? ¿Además no tienen pies para volver-se a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted queles llevamos paraguas; ¿y para qué sirven losparaguas?

El Magistral se puso colorado. En efecto, losparaguas no servían de nada en el bosque.

—Haga usted lo que quiera—dijo—yo sigo.—Eso es darme una lección—replicó don

Víctor algo picado y continuando también laascensión penosa.

—No señor.—Sí señor; eso... es ser más pa-pista que el Papa. Me parece a mí que mi mujerme importa más a mí que a nadie.... Y usted

dispense este lenguaje... pero, francamente, estoha sido una quijotada.

Quintanar comprendió que aquello era unainsolencia, pero estaba furioso y no quiso reco-gerla.

El primer impulso de don Fermín fue des-cargar el puño del paraguas sobre la cabeza deaquel hombre que se le antojaba idiota en aque-lla ocasión; pero se contuvo por multitud deconsideraciones... y continuó subiendo en silen-cio.

A lo que iba, iba; todos aquellos insultos lesonaban como le sonarían a un náufrago losque le arrojasen desde tierra.... Dos ideas lleva-ba clavadas en el cerebro con clavos de fuego:Ubi irritatio ibi fluxus decía una; y la otra: ¡es-tarán en la casa del leñador! No creía el Provi-sor en una Providencia que aprovecha juegosde la suerte, combinaciones de teatro para darlecciones, pero supersticiosamente enlazaba elrecuerdo de la mañana, de su paseo y conver-sación con Petra, con las escenas también cam-

pestres en que temía groseramente ver enreda-da a la Regenta.

«¡Ubi irritatio ibi fluxus!» iba pensando; esverdad, es verdad... he estado ciego... la mujersiempre es mujer, la más pura... es mujer... y yofuí un majadero desde el primer día.... Y ahoraes tarde... y la perdí por completo. Y ese infa-me....

Echó a correr monte arriba. «¡Pero ese hom-bre está loco!», pensaba Quintanar, que le segu-ía jadeante, con un palmo de lengua colgando ya veinte pasos otra vez.

El Magistral procuraba orientarse, recordarpor dónde había bajado pocas horas antes de lacasa del leñador. Se perdía, confundía las seña-les, iba y venía... y don Víctor detrás, librándosede las arañas como de leones, de sus hilos comode cadenas.

«Lo mejor es subir por la máxima pendiente,ello está hacia lo más alto... pero arriba hay me-seta, vaya usted a buscar...».

Se detuvo. Como si nada hubiera dicho donVíctor, con cara amable y voz dulce y suplican-te advirtió:

—Señor Quintanar, si queremos dar conellos tenemos que separarnos; hágame usted elfavor de subir por ahí, por la derecha....

Don Víctor se negó, pero el Magistral insis-tiendo, y con alusiones embozadas al miedopositivo de su compañero, logró picar otra vezsu amor propio y le obligó a torcer por la dere-cha.

Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subiócorriendo cuanto podía, tropezando con tron-cos y zarzas, ramas caídas y ramas pendien-tes.... Iba ciego; le daba el corazón, que reventa-ba de celos, de cólera, que iba a sorprender adon Álvaro y a la Regenta en coloquio amorosocuando menos. «¿Por qué? ¿No era lo probableque estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita,Obdulia y los demás que habían subido al bos-que?». No, no, gritaba el presentimiento. Y ra-zonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de

estas aventuras, ya habrá él aprovechado laocasión, ya se habrá dado trazas para quedarsea solas con ella. Paco y Joaquín no habrán pues-to obstáculos, habrán procurado lo mismo paraquedarse con Obdulia y Edelmira respectiva-mente. Visitación los habrá ayudado. Bermú-dez es un idiota... de fijo están solos. Y vuelta acorrer cuanto podía, tropezando sin cesar,arrastrando con dificultad el balandrán empa-pado que pesaba arrobas, la sotana desgarradaa trechos y cubierta de lodo y telarañas moja-das. También él llevaba la boca y los ojos en-vueltos en hilos pegajosos, tenues, entremeti-dos.

Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Lostruenos, todavía formidables, retumbaban yamás lejos. Se había equivocado, no estaba haciaaquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha,separando con dificultad las espinas de cienplantas ariscas, que le cerraban el paso. Al finvio entre las ramas la caseta rústica.... Alguiense movía dentro.... Corrió como un loco, sin

saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo queesperaba..., dispuesto a matar si era preciso...ciego....

—¡Jinojo! que me ha dado usted un susto...—gritó don Víctor, que descansaba allí dentro,sobre un banco rústico, mientras retorcía confuerza el sombrero flexible que chorreaba unacatarata de agua clara.

—¡No están!—dijo el Magistral sin pensar enla sospecha que podían despertar su aspecto, suconducta, su voz trémula, todo lo que delatabaa voces su pasión, sus celos, su indignación demarido ultrajado, absurda en él.

Pero don Víctor también estaba preocupado.No le faltaba motivo.

—Mire usted lo que me encontrado aquí—dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, unaliga de seda roja con hebilla de plata.

—¿Qué es eso?—preguntó De Pas, sin poderocultar su ansiedad.—¡Una liga de mi mujer!—contestó aquel marido tranquilo como tal, perosorprendido con el hallazgo por lo raro.

—¡Una liga de su mujer! El Magistral abrióla boca estupefacto, admirando la estupidez deaquel hombre que aún no sospechaba nada.

—Es decir—continuó Quintanar—una ligaque fue de mi mujer, pero que me consta queya no es suya.... Sé que no le sirven... desde queha engordado con los aires de la aldea... con laleche... etc., y que se las ha regalado a su donce-lla... a Petra. De modo que esta liga... es de Pe-tra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me pre-ocupa.... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perderlas ligas? Por esto estoy preocupado, y he creí-do oportuno dar a usted estas explicaciones....Al fin es de mi casa, está a mi servicio y meimporta su honra.... Y estoy seguro, esta liga esde Petra.

Don Fermín estaba rojo de vergüenza, losentía él. Todo aquello, que había podido sertrágico, se había convertido en una aventuracómica, ridícula, y el remordimiento de lo gro-tesco empezó a pincharle el cerebro con boto-nazos de jaqueca.... Por fortuna don Víctor,

según observó también De Pas, no estaba paraatender a la vergüenza de los demás, pensabaen la suya; se había puesto también muy colo-rado. Comprendió el Magistral por qué torci-dos senderos conocía el ex-regente las ligas desu mujer.

También Quintanar tenía, además de ver-güenza, celos.

No podía saber De Pas hasta qué punto hab-ía llegado la debilidad de don Víctor, que sedecía a sí mismo: «Probablemente este clérigo,malicioso como todos, estará sospechando... loque no ha habido».

Lo cierto era que don Víctor, al cabo, habíacedido hasta cierto punto a las insinuaciones dePetra.

Pero acordándose de lo que debía a su espo-sa, de lo que se debía a sí mismo, de lo que deb-ía a sus años, y de otra porción de deudas, ysobre todo, por fatalidad de su destino quenunca le había permitido llevar a término natu-ral cierta clase de empresas, era lo cierto que

había retrocedido en aquel camino de perdicióndesde el día en que una tentativa de seducciónse le frustó, por fingido pudor de la criada. «Nohabía, en suma, llegado a ser dueño de los en-cantos de su doncella, pero en aquellos prime-ros y últimos escarceos amorosos había podidoadquirir la convicción de que la Regenta le hab-ía regalado a Petra unas ligas que el amanteesposo le había regalado a ella».

«¿Por qué se le había ido la lengua delantedel Magistral?».

«No podía explicárselo, los celos, si así pod-ían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lodemás, él despreciaba a la rubia lúbrica en elfondo del alma... y sólo en un momento deexaltación... de la mente, había podido...».

La tempestad ya estaba lejos... los árbolescontinuaban chorreando el agua de las nubes,pero el cielo empezaba a llenarse de azul.

Por decir algo, don Víctor dijo:

—Verá usted como esto repite a la noche....Por allá abajo viene otro mal semblante... mireusted por entre aquellas ramas....

Vamos a bajar antes que vuelva el agua—advirtió De Pas, que hubiera querido estar cin-co estados bajo tierra.

Los dos se tenían miedo.Los dos bajaron silenciosos, pensando en la

liga de Petra.Antes de llegar a la huerta se encontraron

con Pepe el casero que los llamó de lejos, entrelos árboles.

—Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor...por aquí.

—¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna des-gracia?

—¿Qué desgracia? no señor, que los señori-tos y las señoritas ya estaban en casa muy tran-quilos cuando ustedes estarían llegando a mi-tad del monte... apenas se han mojado.... Yosalí, por orden de la señora Marquesa, en subusca apenas comenzó a llover.... Fui con el

carro y el toldo encerado a la calleja de Arreodonde sabía yo que el señorito Paco había deparecer, porque aquel es el camino más corto yla casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos....En casa de Chinto estaban todas las señoritas,que no se habían mojado apenas... porque en elmonte cuando empieza el chaparrón se estácomo a techo.... De modo que todos están encasa muertos de risa, menos la señora doñaAnita que teme por usted y... por este señorcura....

—¿Pero y la señora Marquesa cómo no nosadvirtió?...

—Pues si dice que le llamaba a usted a vocesy que usted no hacía caso, y que ella le decíaque ya había salido el carro....

Y Pepe se reía a carcajadas.—No ha sido ma-la broma, je, je.... Probecicos y da lástima ver-les... sobre todo este señor cura está hecho uneciomo, perdonando la comparanza, es una so-pa.... Anda, anda, y cómo se le ha ponío too elmelindrán este... y la sotana parece un charco....

Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor semiraban y se encontraban aspecto de náufra-gos.

—Anden, anden, ángeles de Dios, que lamojadura puede llegar a los huesos y darles unromantismo....

—Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.—La señorita Ana ya tié preparada ropa ca-

liente pa usté y creo que no falta pa este señorcura: y si no, yo tengo una camisa fina quepodría ponérsela una princesa....

El Magistral en vez de entrar en la huertapor el postigo por donde habían salido, diovuelta a la muralla y entró en las cocheras, dedonde hizo sacar su miserable berlina de alqui-ler.

Don Víctor no le vio siquiera separarse de él.Tan absorto iba.

Encontró el Magistral al Marqués que noquería dejarle marchar en aquel estado....

—Pero si va usted a coger una pulmonía....Múdese usted.... Ahí habrá ropa....

No hubo modo de convencerle.—Despídame usted de la Marquesa. En una ca-rrera estoy en mi casa....

Y dejó el Vivero, no tan a escape como élhubiera querido, sino a un trote falso que pocoa poco se fue convirtiendo en un paso menosque regular.

—Pero, hombre, castigue usted a ese ani-mal—gritaba don Fermín al cochero—. Mireusted que voy calado hasta los huesos... y quie-ro llegar pronto a mi casa.

El cochero, ante la perspectiva de una pro-pina, descargó dos tremendos latigazos sobrelos lomos del rocín, que vino a pagar así la iraconcentrada por tantas horas en el pecho delProvisor. Aquellos latigazos los hubiera des-cargado el canónigo de buen grado sobre elrostro de Mesía.

Cuando el miserable y desvencijado vehícu-lo llegaba a las primeras casas de los arrabalesde Vetusta, obscurecía. La noche, según habíaanunciado don Víctor, amenazaba con nueva

tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes par-das que se ennegrecían poco a poco. Ya se ve-ían relámpagos extensos en el horizonte porNorte y Oeste, y de tarde en tarde zumbabarodando un trueno allá muy lejos.

Don Fermín llevaba el alma sofocada dehastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada!pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el con-suelo de compadecerse; merecido tenía todoaquello; el mundo era como el confesonario lomostraba, un montón de basura; las pasionesnobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocres-ía del vicio.... Buena prueba era él mismo, que apesar de sentirse enamorado por modo angéli-co, caía una y otra vez en groseras aventuras, ysatisfacía como un miserable los apetitos másbajos. Y al fin Teresina... era de su casa, peroPetra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpa-ba con los sofismas del maquiavelismo, de laconveniencia de tener de su parte a la criada.«Con unas cuantas monedas de oro hubieraconseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro

miserable y además un estúpido que merecíacuanto mal le viniera encima, como él, comoAna lo merecían también, como lo merecía elmundo entero que era un lodazal.... ¡Oh, aque-llos relámpagos debían quemar el mundo ente-ro si se quería hacer justicia de una vez!».

Lo que más le irritaba era que su concienciale envolvía a él también en el general despre-cio.... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y élcomo todo».

«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irrita-tio... es decir que Ana caería en brazos de donÁlvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y tantomisticismo, y tanto hermano mayor del alma...¿para qué había servido? Farsa, hipocresía,hipocresía inconsciente, como la propia, comola del universo entero...».

El Magistral daba diente con diente. El frío lehizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.

«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme en-trar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah!una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a

sus anchas.... Podrán, si quieren, cometer sustorpezas delante del mismo idiota del marido....Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí elofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que lapreveo, que la huelo en el aire... no él que no lave aun puesta delante de los ojos...».

Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, atodo correr, volver furioso al Vivero a sorpren-der «lo que el presentimiento le daba por segu-ro, lo que no había pasado tal vez en el bosque,pero lo que estaría pasando en la casa... entreaquellos borrachos disimulados y aquellas da-mas lascivas, locas y encubridoras...».

Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvióde acompañamiento a la cólera del canónigo.

—«¡Eso! ¡eso!—rugió mientras abría la por-tezuela y se apeaba frente a su casa—. ¡Estosólo se arregla con rayos!».

Y entró en su casa después de pagar al co-chero.

Los rayos que quería le esperaban arribadispuestos a estallar sobre su cabeza.

Cuando se acostó aquella noche, pensabaque en su vida había tenido tan formidable re-yerta con su señora madre, ni había visto jamása doña Paula ostentar mayores parches de seboen las sienes.

Y al dormirse, la última idea que le persegu-ía, la que más le atormentaba con sus punza-das, era la del ridículo.

«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horro-rosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y...la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnan-te sotana...».

Los últimos pensamientos del Magistral fue-ron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió,rendido por tanta fatiga.

Allá en el Vivero los convidados habíanpuesto a mal tiempo buena cara, y mientras enel palacio viejo los curas rurales, el Marqués, yalgunos otros señores de Vetusta jugaban altresillo a primera hora y más tarde al monte,que llamaba el clero del campo la santina, en lacasa nueva todas las damas y los caballeros que

habían querido correr por los prados en la ro-mería, procuraban divertirse como podían y sebailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se ju-gaba al escondite por toda la casa. Ya se sabíaque al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación,Obdulia y Edelmira también, eran las que co-nocían mejor los lugares más escondidos,dónde había puertas de escape, y todo lo queexigían aquellos juegos infantiles a que se en-tregaban, sin pensar en los muchos años quetenían varias de aquellas personas tan alegres.

A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfoburlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos,querían coronarlo, pero él prefirió correr a sucuarto para mudarse de pies a cabeza.

Entró con él la Regenta para ayudarle.—¿Y don Fermín?—preguntó.—Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y

perdona—contestó Quintanar de mal humor,mientras se mudaba los calcetines.

Y refirió a su mujer todo lo que les había su-cedido, menos el hallazgo de la liga.

Ana convino en que De Pas había llevado lagalantería a un extremo ridículo, sobre todoridículo, en un sacerdote.

—¿A quién le importará más mi mujer, a él oa mí?—repetía a cada instante el marido, comosupremo argumento contra el Magistral.

«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro,ese hombre... tiene celos, celos de amante... y loque ha hecho hoy ha sido una imprudencia....Debo huir de él, tiene razón Álvaro».

Mesía y Paco, en los días anteriores, habíanvenido varias veces al Vivero, a caballo; Mesíahabía encontrado a la Regenta expansiva, ale-gre, confiada: y sin hablar palabra de amor pu-do conseguir que ella escuchase consejos que éljuraba higiénicos principalmente.

«El misticismo era una exaltación nerviosa».En eso estaba Ana también, asustada todavía

con los recuerdos de sus aprensiones.«Además, el Magistral no era un místico; lo

menos malo que se podía pensar de él era que

se proponía ganar a las señoras de categoríapara adquirir más y más influencia».

Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto,ya sus confidencias habían sido muy íntimas.

De amor no se hablaba; Mesía, aunque contrabajo, respetaba a la Regenta hasta el puntode no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agra-decía y, como en tiempo antiguo, procurabaaturdirse, no pensar en los peligros de aquellaamistad; y lo conseguía mejor que antes.

«Mi salud, pensaba, exige que yo sea comotodas: basta para siempre de cavilaciones ypropósitos quijotescos y excesivos: quiero paz,quiero calma... seré como todas. Mi honor nopadecerá... pero los escrúpulos me volverían ala locura, a las aprensiones horrorosas...».

Y temblaba recordando las tristezas y los te-rrores pasados.

La pasión, menos vocinglera que antes, su-brepticia, seguía minando el terreno, y a lospocos latidos de la conciencia contestaba consofismas.

Cuando Quintanar refirió los pasos impru-dentes del Magistral, Ana sintió por un mo-mento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo con-fesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿nopodría haber sospechado o de don Álvaro o delcanónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claroque todo aquello eran celos? ¡No faltaba más!¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un cléri-go!».

Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se lepresentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Alfin aquello estaba dentro de las leyes naturalesy sociales... a lo menos era cosa menos repug-nante... menos ridícula; no, lo que es ridículo,nada... ¡pero un canónigo!...».

Y le parecía que el pecado de querer a unMesía era ya poco menos que nada, sobre todosi servía para huir de los amores de un Magis-tral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señorcura?».

No se acordaba la Regenta ahora de aquellodel «hermano mayor del alma», ni de la leña

que ella, sin mala intención, sin asomo de co-quetería, había arrojado al fuego de que ahorase avergonzaba. La pasión, que ahora halagabacon su nueva vida, vencedora, próxima a esta-llar, le sugería sofisma tras sofisma para encon-trar repugnante, odiosa, criminal la conductadel Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.

El cual, aquella misma mañana en el pozolleno de yerba, antes en el patio de la iglesia,por las callejas, cuando venían detrás del tam-bor y de la gaita, en el bosque, después en elcarro de Pepe, donde venían juntos, casi senta-da ella encima de él, sin poder remediarlo, mástarde en el salón, en todas partes y en todo eldía le había estado dejando ver que la adoraba,«pero no se lo había dicho, por respeto... a fuer-za de quererla tanto».

Y comparando proceder con proceder, Anitaencontraba abominable el del clérigo.

Y le faltó tiempo para decírselo a don Álva-ro.

En tono confidencial, que al lechuguino lesupo a gloria, le fue diciendo, cuando pudohablarle sin que los oyeran:

—¿Qué le parece a usted la conducta delMagistral?

¿Que le había de parecer a don Álvaro?¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, donÁlvaro, tenía dicho? Que no había que fiarsedel Provisor, etc., etc.

—«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco,loco... eso se lo conocí yo hace mucho tiempo...porque... porque...».

Y Álvaro sonreía de un modo que lo decíatodo perfectamente, y hasta con acompaña-miento de una música dulcísima que la Regentacreía oír dentro de sus entrañas; una músicaque le salía de los ojos y de la boca.... «¡qué sab-ía ella! pero aquello era una delicia mucho másfuerte que todas las del misticismo».

Cuando hablaban así, como otros dos herma-nos del alma, empezaba la noche, retumbabanlos truenos lejanos y vibraban en el cielo los

relámpagos que a don Fermín le sorprendieronal entrar en Vetusta. Ana y Mesía estaban solosapoyados en el antepecho de la galería del pri-mer piso, en una esquina de aquel corredor decristales que daba vuelta a toda la casa. La ma-yor parte de los convidados abajo, en el salón,se preparaban a volver a Vetusta, otros prefer-ían aceptar la hospitalidad que los Marquesesles ofrecían en el Vivero por aquella noche. To-do era abajo ruido, movimiento, órdenes confu-sas, broma, vacilaciones, unos que se quedabany de repente preferían emprender el viaje, otrosque se preparaban a ocupar un asiento en uncoche y volvían a la casa prefiriendo «dormiren el suelo aunque fuera». Ripamilán desdeluego aceptó la cama que le ofreció la Marquesa«para él solo».

—Vuelve la tormenta y yo no quiero bromascon la electricidad; me consta que la carrera deun coche atrae el rayo.... Me quedo, me quedo.

Las baronesas prefirieron desafiar la tempes-tad. El Barón quería más quedarse, pero tuvo

que seguirlas. También se metió en el coche elgobernador, pero su esposa se quedó con losMarqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visita-ción, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se que-daban.

Mientras abajo se trataban a gritos y con idasy venidas tan arduas materias, Edelmira, Ob-dulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locospor el corredor del primer piso. Visitación esta-ba un poco borracha, no tanto por lo que habíabebido como por lo que había alborotado; Ob-dulia decía que tenía un clavo en la sien: habíabebido mucho más, pero el torbellino del baile,las emociones fuertes del escondite la manten-ían en pie firme de puro excitada. Edelmira,maestra ya en el arte de divertirse al estilo de lacasa de sus tíos, estaba como una amapola yreía y gozaba con estrépito; su alegría era co-municativa y simpática. Paco la pellizcaba sincompasión y ella despedazaba los brazos dePaco; Joaquín Orgaz, que había conseguidoaquella tarde algunas ventajas positivas en el

amor siempre efímero de Obdulia, pellizcabatambién; y había carreras, tropezones, voces,aprietos, saltos, sustos, sorpresas. Ahora, mien-tras Ana y Álvaro hablaban asomados a la ga-lería, sin miedo al agua que les salpicaba el ros-tro ni a los relámpagos que rasgaban el hori-zonte negro enfrente de sus ojos, los demás, enla obscuridad del corredor estrecho jugaban aun juego de niños que se llamaba en Vetusta elcachipote, y que consiste en esconder un pañue-lo convertido en látigo y buscarlo por las señasconocidas de: frío y caliente. El que lo encuen-tra corre detrás de los otros a latigazos hastallegar a la madre. Este juego inocente daba oca-sión a multitud de sabrosos incidentes entreaquellos jugadores todos malicia. A menudodos manos, una de hembra y otra de varón,buscaban en el mismo agujero el cachipote; losque corrían se atropellaban, y la verdad históri-ca exige que se declare, por más que parezcainverosímil, que muy a menudo aquellos chicosque corrían como locos todos juntos por la es-

trecha galería, huyendo del látigo, caían al sue-lo en confuso montón, mientras el zurriago lesmedía las espaldas.

Y mientras abajo sonaba el ruido confuso ygárrulo de las despedidas y preparativos demarcha, y detrás el estrépito de los que corríanen la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde,el bramido del trueno, la Regenta, sin notar lasgotas de agua en el rostro, o encontrando deli-ciosa aquella frescura, oía por la primera vez desu vida una declaración de amor apasionadapero respetuosa, discreta, toda idealismo, llenade salvedades y eufemismos que las circuns-tancias y el estado de Ana exigían, con lo cualcrecía su encanto, irresistible para aquella mu-jer que sentía las emociones de los quince añosal frisar con los treinta.

No tenía valor, ni aun deseo de mandar adon Álvaro que se callase, que se reportase, quemirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bas-tante se contenía para lo mucho que asegurabasentir y sentiría de fijo».

«No, no, que no calle, que hable toda la vi-da», decía el alma entera. Y Ana, encendida lamejilla, cerca de la cual hablaba el presidentedel Casino, no pensaba en tal instante ni en queella era casada, ni en que había sido mística, nisiquiera en que había maridos y Magistrales enel mundo. Se sentía caer en un abismo de flores.Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.

Para lo único que le quedaba un poco deconciencia, fuera de lo presente, era para com-parar las delicias que estaba gozando con lasque había encontrado en la meditación religio-sa. En esta última había un esfuerzo doloroso,una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermi-zo, una exaltación malsana; y en lo que estabapasando ahora ella era pasiva, no había esfuer-zo, no había frialdad, no había más que placer,salud, fuerza, nada de abstracción, nada detener que figurarse algo ausente, delicia positi-va, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sintrascender a nada más que a la esperanza de

que durase eternamente. «No, por allí no se ibaa la locura».

Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada,ni siquiera una respuesta; es más, lloraba, sinllorar por supuesto, «de pura gratitud, sóloporque le oían». «¡Había callado tanto tiempo!¿Que había mil preocupaciones, millones deobstáculos que se oponían a su felicidad? Ya losabía él; pero él no pedía más que lástima, y ladicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír yde no ser tenido por un libertino vulgar, necio,que era lo que el vulgo estúpido había queridohacer de él».

Siempre le había gustado mucho a Ana quellamasen al vulgo estúpido; para ella la señal dela distinción espiritual estaba en el desprecio delvulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta estedefecto, tal vez heredado de su padre: que paradistinguirse de la masa de los creyentes, necesita-ba recurrir a la teoría hoy muy generalizada delvulgo idiota, de la bestialidad humana, etc., etcéte-ra.

Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamentemanejar este resorte: era él capaz de despreciar,llegado el caso, al mismo sol del medio día si seoponía a sus pasiones. «Todo era preocupación,pequeñez de ánimo.... Pero, ¿tenía él derechopara que Ana siguiera sus ideas y despreciaselas maliciosas y groseras aprensiones del vul-go? Oh, no; ya sabía que la letra estaba contraél.... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablabade amor a una señora que era de otro, ante loshombres.... Ya lo sabía, sí; no exigía que Ana sehiciese superior a tantas tradiciones, leyes ycostumbres, lugares comunes y rutinas como lecondenaban; claro que había en el mundo mu-jeres, virtuosas como la que más, que ya sabíana qué atenerse respecto de la letra de la ley mo-ral que condenaba aquel amor de Mesía; pero¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos,que había pasado su juventud en un pueblocomo Vetusta, podía pedirla que se dignasesiquiera alentar su pasión con una esperanza?Oh, no; demasiado sabía que no... bastaba con

que le oyera. ¡Cuántos años había estado sinquerer oírle! ¡Y lo que él había padecido!... Pe-ro, en fin, de esto ya no había que acordarse. Eldolor había sido infinito... infinito... pero todolo compensaba la felicidad de aquel momento.Callaba Ana, oía... ¿pues qué más dicha podíaél ambicionar?...».

A la luz de un relámpago, la Regenta vio losojos de Álvaro brillantes y envueltos en hume-dad de lágrimas.

También tenía las mejillas húmedas.... Ellano pensó que esto podía ser agua del cielo.

«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombremás hermoso que ella había visto, el compañerode sus sueños, el que debió haberlo sido de suvida!...».

«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento?¿Porque ella no le interrumpía? ¡Si él supiera...si él supiera que no podía ni hablar!...».

Ana sentía un placer puramente material, pen-saba ella, en aquel sitio de sus entrañas que noera el vientre ni el corazón, sino en el medio. Sí,

el placer era puramente material, pero su intensi-dad le hacía grandioso, sublime. «Cuando segozaba tanto, debía de haber derecho a gozar».

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargadala mina, suplicó que se le dijera algo, por ejem-plo, si se le perdonaba aquella declaración, si sele quería mal, si se había puesto en ridículo... sise burlaba de él, etc., Ana, separándose del rocede aquel brazo que la abrasaba, con un mohínde niña, pero sin asomo de coquetería, arisca,como un animal débil y montaraz herido, sequejó... se quejó con un sonido gutural, hondo,mimoso, de víctima noble, suave. Fue su queji-do como un estertor de la virtud que expirabaen aquel espíritu solitario hasta entonces....

Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... laabrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar:

—¿A qué jugáis, locos...?—Ahora ya a nada.... Jugábamos al cachipo-

te, pero Paco y Edelmira están allá en la esqui-na del otro frente disputando sobre quién tiene

más fuerza, si ella o él.... Ven, ven, verás quépuños los de Edelmira.

En la más obscura de las galerías, en unrincón, amontonados estaban los demás com-pañeros de broma; Edelmira y Paco espalda conespalda, como se baila a veces la muñeira, sobretodo en el teatro, medían sus fuerzas.... Pacoresistía con dificultad el empuje violento de suprima, que gozando lo que ella y el diablo sab-ían, se incrustaba en la carne de su primo, másblanda que la suya, empeñada en vencerle yhacerle andar hacia adelante mientras ella an-daba hacia atrás. Al cabo Edelmira venció, yPaco, silbado por los presentes, propuso lucharde frente, con las manos apoyadas en los hom-bros del contrario. Así se hizo y esta vez vencióPaco.

Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia;Visita se atrevió a medir con la Regenta susfuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álva-ro, que no tenía con quién luchar, se le vino a lamemoria la escena del columpio en que le ven-

ció el maldito De Pas.... «Pero ahora le teníadebajo de los pies».

«Más valía maña que fuerza».Siguieron los ejercicios corporales; el ruido

del agua, la luz de los relámpagos, los truenoslejanos, la obscuridad ambiente, los vapores dela comida, la estrechez del corredor, todo losanimaba, los arrojaba a la alegría aldeana, a losjuegos brutales de la lascivia subrepticia, mode-rados en ellos por instintos de la educación.Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los pu-ñetazos de las mujeres en la cabeza de los varo-nes. Ana jamás había asistido a escenas seme-jantes; ella y don Álvaro no tomaban parte acti-va en la broma al principio, pero al fin le tocó ala Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, aeste varios de Obdulia y Visita, y, sin pensarlo,Ana en la general contienda más de una vezsintió su espalda oprimida por la de Álvaro, yaunque huía el contacto delicioso, de un saborespecial, en cuanto lo notaba, el contacto volvía,y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nue-

vas del todo, una inquietud alarmante, sofoca-ciones repentinas y una especie de sed de todoel cuerpo que hasta le quitaba la conciencia decuanto no fuese aquel rincón obscuro, estrecho,donde cantaban, reían, saltaban.... Como unamúsica lejana, dulcísima en su suavidad, recor-daba todos los pormenores de la declaraciónamorosa de Mesía....

Fatigados con tanto movimiento y alardesde fuerza, choques y excitaciones vanas, Paco yJoaquín, antes que Edelmira, Obdulia y Visita,dejaron de correr y enredar; y muy serios, con lamelancolía del cansancio, se pusieron a con-templar la luna que apareció en el horizontecomo una linterna en el campo de batalla de lasnubes, que yacían desgarradas por el cielo.

Paco, con regular voz de barítono, cantó pe-dazos de Favorita y de Sonámbula y Joaquín saliópor malagueñas, como él decía; en su voz habíauna tristeza que contrastaba con la alegría quele brillaba en los ojos, clavados en los de Obdu-lia, quien aquella noche se había propuesto dar

el premio de sus favores, no el principal, algénero flamenco. Por fortuna Joaquín se con-formaba con el accèsit.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantarel Spirto gentil y subió. Le daba ahora por lamúsica. Cantar óperas, a su modo, y oír cantara los que afinaban más que él, era su delicia poraquella temporada, y si todo esto se hacía a laluz de la luna, miel sobre hojuelas.

Todos en un grupo, respirando el fresco dela noche, contemplando la luna que salía por labóveda desgarrando jirones de nubes de formacaprichosa, cantaban a la vez o por turno yhablaban en voz baja, como respetando la ma-jestad de la naturaleza dormida, con languidezdel cuerpo y del alma.

Don Víctor era más soñador que ninguno delos presentes. Se acercó a Mesía, consiguió en-tablar conversación particular con él; y comoencontró a su amigo más atento que nunca, máscordial, más afectuoso, no tardó en abrirle elalma de par en par.

Cuando ya los otros se habían cansado de laluna y de las óperas y las malagueñas, donVíctor, que había comido bien y merendadocon frecuentes libaciones, seguía abriendo elpecho ante la atención de Mesía, atención mu-da, intachable.

—Mire usted—decía el viejo—yo no sé cómosoy, pero sin creerme un Tenorio, siempre hesido afortunado en mis tentativas amorosas;pocas veces las mujeres con quien me he atre-vido a ser audaz, han tomado a mal mis demas-ías... pero debo decirlo todo: no sé por qué ti-bieza o encogimiento de carácter, por frialdadde la sangre o por lo que sea, la mayor parte demis aventuras se han quedado a medio cami-no.... No tengo el don de la constancia.

—Pues es indispensable.—Ya lo veo; pero nolo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos; hetenido más de diez mujeres medio rendidas... ymuy pocas, tal vez ninguna puedo decir quehaya sido mía, lo que se llama mía.... Sin ir máslejos....

Don Víctor, en el seno de la amistad, segurode que Mesía había de ser un pozo, le refirió laspersecuciones de que había sido víctima, lasprovocaciones lascivas de Petra; y confesó queal fin, después de resistir mucho tiempo, años,como un José... habíase cegado en un momen-to... y había jugado el todo por el todo. Peronada, lo de siempre; bastó que la muchachaopusiera la resistencia que el fingido pudorexigía, para que él, seguro de vencer, enfriara,cejase en su descabellado propósito, contentán-dose con pequeños favores y con el conoci-miento exacto de la hermosura que ya no habíade poseer.

Y de una en otra vino a declarar el hallazgode la liga, aunque sin decir que había sido de sumujer. Le parecía una debilidad indigna de unmarido «de mundo» regalarle ligas a su señora.Pidió consejo a Mesía respecto de su conductafutura con Petra.

—¿Debo despedirla?—¿Tiene usted celos?—No señor; yo no soy el perro del hortelano...

aunque he de confesar que algo me disgustó enel primer momento el descubrir aquella pruebade su liviandad.

—Pero ¿está usted seguro de que la liga esde Petra?

—Ah, sí; estoy absolutamente seguro.Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin

trazas de dejarlo.La alcoba en que dormían Ana y don Víctor

tenía una ventana a la galería precisamente dellado en que estaban conversando los dos ami-gos.

La Regenta abrió de repente las vidrieras yllamó a su marido.

—Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?Los dos amigos se volvieron. Quintanar ten-

ía los ojos inflamados y las mejillas encendi-das.... Sus confidencias le habían rejuveneci-do....

—¿Pero qué hora es, hija mía?

—Muy tarde.... Ya sabes que en la aldea nosrecogemos temprano. Los Marqueses ya estánrecogidos.

Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa aEdelmira, que duerme en su cuarto.

—Bobadas de mamá—dijo Paco del malhumor—apareciendo por un extremo de la ga-lería. Edelmira prefería dormir con Obdulia,como es natural... y ahora doña Rufina la hacíaacostarse en su misma alcoba.... Bobadas....Tonterías de mamá...

—Buena está Obdulia para dormir con na-die—dijo Visita que venía del cuarto contiguoal de Ana.

—¿Pues qué tiene?—Yo creo que una mica,una borrachera de mil cosas, de ruido, de fatigay hasta de vino... qué sé yo; ello es que está enla cama dando ayes y dice que allí no se acuestanadie, que quiere dormir sola... yo me voy jun-to a ella; voy a poner mi cama al lado de la su-ya.... Buenas noches....

Y acercándose a la ventana sujetó a la Re-genta por los hombros, le habló al oído, le llenóde besos estrepitosos la cara y corrió a su cuar-to, haciendo antes una mueca de conmiseraciónburlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo ytristón, rondaba por los pasillos.

—Vamos, vamos, ya ves que todos se reti-ran. Víctor, a la cama.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su trajesencillo de la hora de acostarse.

—¿Y ustedes?—dijo Quintanar.—Nosotros—respondió Paco—nos hemos

quedado sin cama porque a la señora goberna-dora le dio el capricho de tener miedo a lostruenos y quedarse a dormir....

—¿De modo?...—preguntó Ana risueña.—Que dormiremos en un sofá.—Vaya, vaya,

pues buenas noches.—Espera un poco, tonta, mira qué buena no-

che está... hablemos aquí un poco....—Yo no tengo sueño; tiene razón Paco;

hablemos—dijo don Víctor, que había entrado

en su cuarto y se había puesto las zapatillas y elgorro de borla de oro.

—¿Cómo hablar? no señor..., a la cama....Y Ana, coqueta sin querer, amenazó gracio-

sa, provocativa, con cerrar las ventanas y lascontraventanas....

Mesía con un mohín le suplicó que espera-se....

Y hablando en tono confidencial, comentan-do los sucesos del día, las bromas, los juegos,estuvieron a la luz de la luna cerca de una horatodavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquíny Álvaro en la galería....

Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a suAnita alegre, expansiva, y allí, cerca del propiolecho, a los amigos jóvenes en cuya compañíase sentía él joven también, ¿qué mayor dicha?Ni la sombra de una sospecha se le asomaba alalma al noble ex-regente. Ya todo era silencioen la casa, todos dormían, y sólo en aquelrincón de la galería, junto a aquella ventanaabierta había el ruido suave de un cuchicheo.

Hablaban a veces dos o tres a un tiempo, perotodos en voz baja que parecía dar más intimi-dad e interés a lo que se decían. Ana esquivabaunas veces las miradas de don Álvaro, que fu-maba apoyando un codo muy cerca de los deAnita, también reclinada sobre el antepecho.Otras veces, las más, los ojos se clavaban en losojos y sin que nadie pudiera remediarlo se de-cían amores, cada vez más elocuentes.

Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayoy con envidia y codicia al interior de la alco-ba.... Ana sorprendió alguna de aquellas mira-das rápidas y compadeció al enamorado galán,sin tomar a mal su curiosidad indiscreta. DonVíctor no llevaba traza de poner fin al palique yAna misma se creyó en el caso de decir:

—Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, aden-tro, adentro.

Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaroy de los pollos. Paco y Joaquín desaparecieronen lo obscuro del corredor. Quintanar ya estabade espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en

mangas de camisa. Don Álvaro no se movía; yvio a la Regenta detrás de los cristales, cerrandopausadamente las maderas; y ella en medio, enel hueco de luz, mirándole seria, dulce... y des-pués cuando ya sólo quedaba un intersticio lemiró risueña, juguetona. Volvió a abrir otropoco... y volvió a verle todo el rostro.

—Adiós, adiós, dormir bien—dijo Ana,detrás de las vidrieras; y cerró las contraventa-nas de golpe y corrió el pestillo.

Como la romería de San Pedro hubo muchasdurante el mes de julio por los alrededores delVivero. A casi todas asistieron los Marqueses ysus amigos. Quintanar y señora esperaban a losde Vetusta en la quinta; y unas veces a pie,otras en coche, se emprendía la marcha, se re-corría aquellas aldeas pintorescas, se oían aque-llos cánticos, monótonos, pero siempre agrada-bles, dulces y melancólicos de la danza indíge-na, y se volvía al obscurecer, comiendo avella-nas y cantando, entre labriegos y campesinasretozonas, confundidos señores y colonos en

una mezcla que enternecía a don Víctor, el cualdecía: «Vea usted, si se pudieran realizar laigualdad y la fraternidad... no había cosa mejorni más poética».

Mesía y Paco no faltaban ni a una de estasexcursiones; pero, además, solían visitar a laRegenta cada tres o cuatro días. A veces Ana yQuintanar, después de comer, a eso de las cua-tro de la tarde, salían a la carretera de Santianesa esperar a sus amigos. La soledad le iba pe-sando un poco a don Víctor y aquellas visitaslas agradecía en el alma. Ana al divisar allálejos, en el extremo de la cinta larga y estrechade carretera las siluetas de los dos poderososcaballos blancos de Mesía y Vegallana, sentíaun placer que se le antojaba infantil... y se poníanerviosa de ansiedad, que crecía según se acer-caban los bultos y se aclaraban las figuras decaballos y jinetes.

Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca adecir nada a don Álvaro alusivo a sus preten-siones amorosas: le dejaban hacer; conocían en

la cara de gloria del Tenorio que esperaba eltriunfo, que tal vez lo estaba tocando, y com-prendían que el pudor, la vergüenza, mejordicho, exigía un silencio absoluto respecto delcaso. Don Álvaro agradecía «la delicadeza» desus cómplices y callaba también, tranquilo ysatisfecho.

A fines del mes comenzó la dispersión gene-ral; todos los que tenían cuatro cuartos, y mu-chos que no los tenían, dejaron la capital y bus-caron la frescura de la playa.

Don Víctor, loco de contento, salió del Vive-ro con su mujer y con Petra y se instaló en elpuerto mejor de la provincia, La Costa, villafloreciente más rica que Vetusta, emporio delcabotaje y vestida muy a la moda. Otros añosQuintanar pasaba el mes de Agosto en Paloma-res, a donde iban también Visita, Obdulia yalguna vez los Marqueses y Mesía.

—¡Dos años hace que no he veraneado!—decía Quintanar alegre como un chiquillo.

La Regenta prefirió La Costa a Palomaresporque el Magistral había suplicado que no sefuera a baños, y que si el médico lo exigía quepor lo menos no se fuera a Palomares. No quisoAna contradecir este deseo del confesor y tran-sigió.

«Iremos a La Costa» dijo en la carta en quecontestó a don Fermín. Tenía éste pésima ideade los efectos morales de los baños de todo elCantábrico, y especialmente de los baños dePalomares. La mayor parte de los penitentesvolvían de aquel pueblo de pesca con la con-ciencia llena de pecadillos que, si tratándose deotros casi le hacían sonreír, en la Regenta lehubieran hecho muy poca gracia.

Comprendía don Fermín que su influenciaiba disminuyendo, que la fe de Ana se entibia-ba y en cambio crecía la desconfianza en ella; ycomo perder del todo a su Regenta era idea quele asustaba, dando tormento al orgullo, a loscelos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, ymantenía su poder espiritual claudicante «con

puntales de tolerancia y estribos de paciencia».La ira la desahogaba sobre el Obispo y con lacuria eclesiástica. Cada vez era su poder mayory más cruel su tiranía. Las ventajas de donÁlvaro en el ánimo de Ana las pagaba el cleroparroquial, aquel clero que Foja decía respetartanto.

También Ana prefería aquel modus vivendi;no quería volver a las andadas, temía que vi-niesen la compasión y los remordimientos y lasaprensiones a molestarla y al fin hacerla caerenferma, si por completo rompía con el Provi-sor.

«Me conozco, pensaba; sé que, después detodo, le tengo cierto cariño, y si abandonase suamistad, una voz insufrible me había de estargritando siempre en favor suyo. Mejor es esto;ya que él disimula, y finge no ver este cambio,y ya no se queja como al principio, dejémoslotodo así; quiero paz, paz, no más batallas aquídentro».

Don Álvaro, en el tono confidencial que hab-ía adoptado después de su declaración, habíavenido a indicar vagamente que no conveníairritar a don Fermín, que él le creía capaz dehacer daño siempre de un modo o de otro. Ana,aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícitoen este particular, comprendía lo que su amigo,nuevo hermano, quería decir y aprobaba su pru-dencia.

Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse ainsinuar aquel deseo que en otro tiempo hubie-ra sido impuesto en un decreto sin exposiciónde motivos.

Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular,pasó cinco días en Palomares, después se corrióa San Sebastián, y el día de Nuestra Señora deAgosto se presentó en La Costa, en un vapor deBilbao, nuevo y reluciente.

A don Víctor le gustaba mucho, por unatemporada, la vida de fonda. Se había instaladoen la más lujosa, de más movimiento y ruido,situada en el muelle. Allá se fue también Mesía,

accediendo a los ruegos de su amigo el ex-regente.

Veinte días después volvían los tres juntos aVetusta; Benítez felicitó a la Regenta por sunotable mejoría; ahora si que estaba la saludasegurada; ¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué sóli-damente robusta volvía!

A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar,si no hay como el mar, y la mesa redonda, y lacasa de baños, y los paseos por el muelle, y losconciertos al aire libre... y los teatros y circos!».¡Qué contento estaba con la vida Quintanar! Sumujer era una joya; la más hermosa de la pro-vincia, como había sido siempre, pero ademásahora suya, completamente suya, y de unhumor nuevo, alegre, activo, como el que Diosle había otorgado a él....

—¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Bení-tez?

—Magnífico, magnífico también; hecho unpollo.

—¡Ya lo creo!—¿Y este galápago? Este galá-pago que ya va siendo viejo, ¿qué tal?—Y dabapalmaditas en la espalda de Mesía—. Este síque parece un chiquillo.

Y volviéndose a Frígilis que estaba presente,algo triste y desmejorado, añadía Quintanar:

—En cambio tú vas a escape para Villavie-ja.... Y eso que tanto tono sabes darte con tuhigiene, y tu vida de árbol secular. No, lo quees al siglo no llegas, carcamal....

Y abrazaba y daba palmadas en la espaldatambién a su Frígilis para que no tuviera celosde Mesía. Quintanar era feliz; quería que lofueran todos los suyos, su mujer, sus criados, ylos amigos, hasta los conocidos, el mundo ente-ro.

Si Mesía le preguntaba en broma:—¿Qué tal Kempis? ¿Qué dice de esto Kem-

pis?El otro contestaba:—¿Quién? ¡QuéKempis ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer

obras en el caserón. Voy a blanquear el patio y

los pasillos, a empapelar el comedor y picar lapiedra de la fachada. Verán ustedes qué her-mosa queda la piedra amarillenta después quela piquemos. No quiero obscuridad, no quieronegruras, no quiero tristezas.

Mesía había convencido a la Regenta de quedon Víctor, en rigor, venía a ser una cosa así...como un padre. Siempre había pensado ellaalgo por el estilo.

Sin embargo, se le debía el honor; y a pesarde tanta intimidad, de aquel amor confesadoimplícitamente, Ana podía decir que don Álva-ro no había puesto sus labios en aquella pielcon cuyo contacto soñaba de fijo.

Mesía no se daba prisa. «Aquella casada noera como otras; había que conquistarla como auna virgen; en rigor él era su primer amor y losataques brutales la hubieran asustado, le hubie-ran robado mil ilusiones. Además a él tambiénle rejuvenecía aquella situación de amor plató-nico, de intimidad dulcísima en que sólo élhablaba de amor con la boca y ambos con los

ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo yno era deshonesto y grosero».

«Así como así el verano siempre le tenía unpoco lánguido y desmadejado. Calculaba él,con aquella frivolidad afectada y natural almismo tiempo de materialista práctico, calcula-ba que allá para el invierno él se sentiría fuertecomo un roble y la Regenta estaría suave ydócil como una malva. Además, una barbari-dad podía, si no echarlo todo a perder, retrasarlas cosas, darles un giro menos picante y sabro-so que el que llevaban. Ello diría, ello diría y nohabía de tardar».

Y en tanto la vida era una delicia. El madurodon Juan que, como él decía, était déjà sur leretour, se sentía transformado por la juventud yla pasión vehemente y soñadora de Anita. Norecordaba don Álvaro haber deseado tanto auna mujer ni haber gozado con los amoresplatónicos, según él llamaba a todos los no con-sumados, como estaba gozando entonces.

La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sent-ía el mareo de la caída en las entrañas, pero sialgunos días al despertar en vez de pensamien-tos alegres encontraba, entre un poco de bilis,ideas tristes, algo como un remordimiento,pronto se curaba con la nueva metafísica natu-ralista que ella, sin darse cuenta de ello, habíacreado a última hora para satisfacer su afáninvencible de llevar siempre a la abstracción, alas generalidades, los sucesos de su vida.

Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones,tenía poco tiempo para ellas. Toda la vida eradiversión, excursiones, comidas alegres, teatros,paseos. Entre la casa de los Marqueses y la deQuintanar se había establecido una especie deconvivencia de que participaban Obdulia, Visi-ta, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigosíntimos.

Se iba al Vivero muy a menudo; se corría porel bosque, por la galería que rodeaba la casa,por la huerta, por la orilla del río. Todos parec-ían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la

Regenta, eran esclavas de sus caprichos, se lacomían a besos; juraban que eran felices vién-dola tan tratable, tan humanizada. Y jamás unaalusión picaresca, ni una pregunta indiscreta, niuna sorpresa importuna. Nadie hablaba allí delpeligro que sólo ignoraba Quintanar. Muchasveces, cuando una tormenta como la de SanPedro descargaba sobre el Vivero, se quedabaallí toda la comitiva a pasar la noche. Ana seencontraba, sin buscarlo, pero sin esquivar lasocasiones, en contacto con Álvaro, apretadacontra él en coches, palcos, bailes, bosques, mu-chas veces cada semana.

Un día de Noviembre, de los pocos buenosdel Veranillo de San Martín, se emprendió laúltima excursión, por aquel año, al Vivero.

La alegría era extremada, nerviosa. Aquelloschicos, como seguía llamándolos Ripamilán,también expedicionario a pesar de los años,aquellos chicos que tenían en la quinta de Ve-gallana los mejores recuerdos de sus juegosalegres, se despedían con pesar de aquel rincón

de sus primaveras y sus otoños. Querían sabo-rear hasta la última gota de alegría loca en lalibertad del campo, en las confidencias secretasy picantes del bosque. Jamás Visita hizo la niñade mejor buena fe, jamás Obdulia consintió aJoaquín más tonterías, según su vocabulario lle-no de eufemismos; Edelmira y Paco hicieronunas paces rotas ocho días antes; hasta los vie-jos cantaron, bailaron un minué y corrieron porel bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayóal río, pretendiendo saltarlo de un brinco porcierto paraje estrecho.

Ana y Álvaro, al darse la mano por la maña-na, al subir al coche, se encontraron en la piel yen la sangre impresiones nuevas. La noche an-terior Álvaro había dicho que él se quería mo-rir. No pedía nada, pero se quería morir. Anaen todo el camino de Vetusta al Vivero no dijomás que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy esel último día».

Después de comer, a todos los amantes delVivero les preocupó la idea de que la tarde ser-

ía muy corta. Joaquín y Obdulia sabían quetodo el mundo era patria: «¡pero como allí!»Edelmira y Paco suspiraban también por susescondites de la quinta, que iban a dejar muypronto.... Antes del último arranque de locura,de las últimas carreras por el bosque y de laúltima alegría hubo un cuarto de hora de me-lancolía... de cansancio mezclado de tristeza. Latarde iba a ser corta y la última. Visita se sentóal piano y tocó la polka de Salacia, un bailefantástico de gran espectáculo que se represen-taba aquellas noches en Vetusta. Salacia, la hijadel mar, sacaba a sus hermanas del océano y nose sabe por qué a las bacantes a bailar en la pla-ya una danza infernal; Ana recordó la impre-sión que aquella polka había causado en sussentidos.... «¡Las bacantes! Asia... los tirsos, lapiel de tigre de Baco».—Ana sabía mucho deestos recuerdos mitológicos y pronto había de-jado de ver el pobre aparato escénico del teatrode Vetusta y las bailarinas prosaicas y no todasbien formadas, para trasladarse a la imaginada

región de Oriente donde su fantasía, a mediasilustrada, veía bosques misteriosos, carrerasfrenéticas de las bacantes enloquecidas por lamúsica estridente y por las libaciones de perpe-tua orgía, al aire libre. ¡La bacante! la fanáticade la naturaleza, ebria de los juegos de su vidalozana y salvaje; el placer sin tregua, el placersin medida, sin miedo; aquella carrera desen-frenada por los campos libres, saltando abis-mos, cayendo con delicia en lo desconocido, enel peligro incierto de precipicios y enramadastraidoras y exuberantes.... Mientras Visita re-cordaba de mala manera en el piano aquellahumilde polka de Salacia, que tenía de bueno loque tenía de copia, la Regenta dejaba bailar ensu cerebro todos aquellos fantasmas de sus lec-turas, de sus sueños y de su pasión irritada.

De pronto se le antojó mirar una Ilustraciónque estaba sobre un centro de sala. «La últimaflor» decía la leyenda de un grabado en queclavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, unamujer, hermosa, de unos treinta años, aspiraba

con frenesí y oprimía contra su rostro una flor...la última....

—¡Ea, ea, al monte!—gritó en aquel momen-to Obdulia desde la huerta—¡al monte, al mon-te! a despedirse de los árboles....

Visitación azotó con fuerza las teclas violen-tando el compás de su polka... y en seguidacerró el piano con ímpetu:

—¡Al monte! ¡al monte!—gritaron de arribay de abajo.

Y salieron por el postigo a despedirse de ro-bles, encinas, espinos, zarzas, helechos, y de layerba fresca y verde de la otoñada.

Aquella noche se prolongó la fiesta en Ve-tusta; era la despedida del buen tiempo; el in-vierno iba a volver, el diluvio estaba a la puer-ta.... Y se improvisó una cena para todos aque-llos señores. Muchos a las doce, después debailar y cantar y alborotar, ya tenían apetito; sehabía comido temprano; otros no hicieron másque probar golosinas y beber. Como la noche sehabía quedado tan serena y templada que pa-

recía de las primeras de Septiembre, se cenó enla estufa nueva que se inauguró en este día; eragrande, alta, confortable, construida por mode-lo de París. Don Álvaro, inteligente en la mate-ria, dijo que se parecía, en pequeño, a la de laprincesa Matilde. ¡Cómo envidió Obdulia aqueldato! Y sintió orgullo. ¡Un hombre que habíasido su amante podía hablar de la serre de laprincesa Matilde!

Se cenó allí. En el salón amarillo, donde sehabía bailado después de volver a Vetusta, me-diante algunos tertulios de refresco, se apaga-ban solas las velas de esperma, en los candela-bros, corriéndose por culpa del viento que de-jaba pasar un balcón abierto. Los criados nohabían apagado más que la araña de cristal. Lassillas estaban en desorden; sobre la alfombrayacían dos o tres libros, pedazos de papel, ba-rro del Vivero, hojas de flores, y una rota deBegonia, como un pedazo de brocado viejo.Parecía el salón fatigado. Las figuras de loscromos finos y provocativos de la Marquesa

reían con sus posturas de falsa gracia violentasy amaneradas. Todo era allí ausencia de hones-tidad; los muebles sin orden, en posturas inusi-tadas, parecían amotinados, amenazando con-tar a los sordos lo que sabían y callaban tantosaños hacía. El sofá de ancho asiento amarillo,más prudente y con más experiencia que todo,callaba, conservando su puesto.

Una ráfaga de viento apagó la última luzque alumbraba el cuadro solitario. El reloj de lacatedral dio las doce. Se abrió la puerta delsalón y pasaron dos bultos. Las pisadas lasapagó en seguida la alfombra. Por toda clari-dad la poca de la calle, producto de la lunanueva y de un farol de enfrente, adulación delmunicipio nuevo a la casa del Marqués. Alabrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de laservidumbre en la cocina; carcajadas y el run,run de una guitarra tañida con timidez y ciertorespeto a los amos; este rumor se mezclaba conotro más apagado, el que venía de la huerta,atravesaba los cristales de la estufa y llegaba al

salón como murmullo de un barrio populosolejano.

Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, queebrio de confidencias perseguía a su amigoíntimo con el relato de las aventuras de su ju-ventud, allá en la Almunia de don Godino.

Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñolien-to y soñador; no oía a don Víctor, oía la voz deldeseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy,ahora, aquí, aquí mismo!».

Y en tanto el ex-regente, a quien aquellassombras del salón y aquella discreta luz delfarol de enfrente y del cuarto de luna parecíanmuy a propósito para confesar sus picardíaseróticas, continuaba el relato, para decir decuando en cuando, a manera de estribillo:

—¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que porfin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese us-ted.... Lo de siempre, me faltó la constancia, ladecisión, el entusiasmo... y me quedé a mediamiel, amigo mío. No sé qué es esto; siempre

sucede lo mismo... en el momento crítico mefalta el valor... y estoy por decir que el deseo....

Una vez, al repetir esta canción don Víctor, aMesía se le antojó atender; oyó lo de quedarse amedia miel, lo de faltarle el valor... y con su-prema resolución, casi con ira pensó:

—Este idiota me está avergonzando, sin sa-berlo.... Ya que él lo quiere, que sea.... Esta no-che se acaba esto.... Y si puedo, aquí mismo....

Poco después, los dos amigos, cansado hastael mismo don Víctor de confesiones, volvierona la mesa, donde reinaba la dulce fraternidadde las buenas digestiones después de las cenasgrandiosas. No estaba allí Anita.

Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sinque nadie pensara en si salía o no, y entró denuevo en el caserón. En la cocina seguía la al-gazara. Lo demás todo era silencio. Volvió alsalón. No había nadie. «No podía ser». Entró enel gabinete de la Marquesa.... Tampoco vio en-tre las sombras ningún cuerpo humano. Todoera sillas y butacas. Sobre ellas ningún bulto de

mujer. «No podía ser». Con aquella fe en suscorazonadas, que era toda su religión, Álvarobuscó más en lo obscuro... llegó al balcón en-tornado; lo abrió...

—¡Ana!—¡Jesús!

—XXIX—

«El día de Navidad venga usted a comer elpavo con nosotros. Me lo han mandado deLeón lleno de nueces. Será cosa exquisita.Además, tengo vino de mi tierra, un Valdiñónque se masca...».

Mesía no faltó a su promesa, y el día de Na-vidad comió en el caserón de los Ozores. Elsalón estaba ahora empapelado de azul y oro acuadros; la gran chimenea churrigueresca sehabía conservado con sus ondulantes sirenas deabultado seno de yeso. Don Víctor se contentócon pintar de un blanco gris discreto, como éldecía, todas aquellas cornisas, volutas, acantos,escocias y hojarasca.

A los postres, el amo de la casa se quedópensativo. Seguía con la mirada disimulada-mente las idas y venidas de Petra, que servía ala mesa. Después del café pudo notar donÁlvaro que su amigo estaba impaciente. Desdeaquel verano, desde que habían vivido juntosen la fonda de La Costa, don Víctor se habíaacostumbrado a la comensalía de don Álvaro;le encontraba a la mesa más decidor y simpáti-co que en ninguna otra parte y le convidaba acomer a menudo. Pero otras veces, después decharlar cuanto quería, Quintanar solía levantar-se, dar una vuelta por el Parque, vestirse, siem-pre cantando, y dejar así media hora larga solosa Anita y a su amigo. Y ahora no, no se movía.Ana y Álvaro se miraban, preguntándose conlos ojos qué novedad sería aquella.

La Regenta se inclinó un instante para reco-ger una servilleta del suelo, y don Víctor hizo aMesía una seña que quería decir claramente:

—Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.Mesía encogió los hombros.

Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo adon Álvaro, este, sin verlo Quintanar, apuntó ala puerta sin mover más que los ojos.

Ana salió en seguida.—¡Gracias a Dios!—dijo su marido, respirando con fuerza—. Creíque no se marchaba hoy esa muchacha.

Ni siquiera recordaba que otras veces quiense marchaba era él.

—Ahora podremos hablar.—Usted dirá—respondió tranquilamente Álvaro, chupando suhabano y tapándose la cara con el humo, segúnsu costumbre de enturbiar el aire cuando le con-venía.

«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensócon un vago recelo, que no se explicaba siquie-ra.

Don Víctor acercó su silla a la del otro, ytomó el tono de las grandes revelaciones.

—Actualmente—dijo—todo me sonríe. Soyfeliz en mi hogar, no entro ni salgo en la vidapública; ya no temo la invasión absorbente de

la iglesia, cuya influencia deletérea... pero esaPetra me parece que me quiere dar un disgusto.

Movimiento de sobresalto en Mesía.—Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las

andadas?—He vuelto y no he vuelto.... Quiero decir...

ha habido escarceos... explicaciones... treguas...promesas de respetar... lo que esa grandísimatunanta no quiere que le respeten... en suma:ella está picada porque yo prefiero la tranquili-dad de mi hogar, la pureza de mi lecho, de mitálamo... como si dijéramos, a la satisfacción deefímeros placeres.... ¿Me entiende usted? Fingeque se alborota por defender su honor que, enresumidas cuentas, aquí nadie se atreve a ame-nazar seriamente, y lo que en rigor la irrita, esmi frialdad....

—¿Pero qué hace? vamos a ver....—Mire usted, Álvaro, por nada de este

mundo daría yo un disgusto a mi Anita, que esahora modelo de esposas; siempre fue buena,

pero antes tenía sus caprichos, ya recuerda us-ted....

—Sí, sí... al grano.—Ahora la pobrecita coin-cide con mis gustos en todo. Por aquí, digo, ypor aquí se va. Hasta le ha pasado aquella exal-tación un poco selvática, aquel amor excesivo alos placeres bucólicos, aquella exclusiva pre-ocupación de la salud al aire libre, del ejercicio,de la higiene en suma.... Todos los extremosson malos, y Benítez me tenía dicho que la ver-dadera curación de Ana vendría cuando se laviese menos atenta a la salud de su cuerpo, sinvolver, ni por pienso, al cuidado excesivo yloco de su alma. ¡Aquello era lo peor!

—Pero... no me dice usted...—Allá voy; Anavive ahora en un equilibrio que es garantía dela salud por la que tanto tiempo hemos suspi-rado; ya no hay nervios, quiero decir, ya no nosda aquellos sustos; no tiene jamás veleidadesde santa, ni me llena la casa de sotanas... en fin,es otra, y la paz que ahora disfruto no quiero

perderla a ningún precio. Ahora bien.... Petra...puede y creo que quiere comprometernos.

—Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?—Comprometer la paz de esta casa; temo

que quiere dominarnos prevaliéndose de misituación falsa, falsísima... lo confieso. ¿Nocomprende usted que para Ana tendría que serun golpe terrible cualquier revelación de esa...ramerilla hipócrita?

—¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted cla-ro y pronto!—gritó Mesía impaciente, más inte-resado en el asunto de lo que su amigo podíasuponer.

—Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede?Mucho. Petra sabe que yo quiero evitar a todacosta un disgusto a mi mujer, porque temo quecualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodary volviéramos a las andadas. Un desengaño, miescasa fidelidad descubierta, de fijo la volveríaa sus antiguas cavilaciones, a su desprecio delmundo, buscaría consuelo en la religión y ahíteníamos al señor Magistral otra vez.... ¡Antes

que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar atoda costa que Ana sepa que yo, en momentode ceguera intelectual y sensual fuí capaz desolicitar los favores de esa scortum, como lasllama don Saturnino.

—Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si,después de todo, no hay nada que saber....

—Sí; lo que hay basta para clavarle un puñala la pobrecita. La conozco yo.... Y sobre todo, siPetra dice lo que hay, mi esposa pensará lo de-más, lo que no hay.—¿Pero Petra?... Acabe us-ted. ¿Ha dicho algo? ¿Ha amenazado con de-cir?...

—Esa es la cuestión. Habla gordo, es inso-lente, trabaja poco, no admite riñas y aspira aponerse en un pie de igualdad absurdo....

—Absurdo...—Y la infame ¿con quién creeráusted que está más altiva, más soberbia, másinsolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural.¡Pues no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, conAna!

Desde la nube de humo en que estaba en-vuelto, don Álvaro contestó:

—¡Ya se comprende... quiere hacerle a ustedla forzosa; tal vez celos!

—Eso digo yo.... «Sufre que tu mujer oiga in-solencias a la que quisiste hacer tu concubina...o se lo cuento todo». Este es el lenguaje de laconducta de esa meretriz solapada. Ahora bien:un consejo; solución; ¿qué hago? ¿sufrir en si-lencio? Absurdo. Además, puede acabársele lapaciencia a Anita, que si ha aguantado hastaahora es por lo mucho que le queda de cuandofue casi santa.... Pero si Ana se incomoda, sisospecha... si... ¡triste de mí!

—Calma, hombre, calma.—¿Qué hacemos,Álvaro, qué hacemos?

—Es muy sencillo.—¡Sencillo!—Sí, hay queechar a Petra de esta casa.

Don Víctor saltó en su silla.—Eso es cortar el nudo...—Pues no hay más

solución. Echarla.

Don Víctor expuso las dificultades y los pe-ligros del remedio, pero don Álvaro prometióallanarlo todo. «Él sabía cómo se trataba a estagente. Daba la casualidad feliz de que en lafonda en que él vivía como niño mimado hacíatantos años, se necesitaba una muchacha paraservir a los huéspedes. Petra era que ni pintadapara el caso; a ella la halagaría la proposición;se la haría el mismo don Álvaro, y si por casoextraño resistía, él sabría amenazarla de suerteque...» etc., etc. En fin, don Víctor lo dejó enmanos de su amigo y se fue al Casino, algo mástranquilo.

—¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?—Sí, hombre, a arreglarlo todo.En cuanto don Víctor cerró de un golpe la

puerta de la escalera, Ana entró asustada en elcomedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a reco-ger el servicio del café y calló fingiendo leer ElLábaro. Salió la doncella y Ana dijo:

—¿Qué hay, Álvaro?...

—Hay, que ya no te queda pretexto para ne-garme que venga de noche.

—No te entiendo...—Petra marcha de estacasa. Adiós espías.

—¡Petra! ¿qué marcha Petra?—Sí, él me ha encargado de despedirla; dice

que es insolente, que te trata mal....—¡Dios mío! ¿ha notado él?...—Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma...

por donde no quema....Mesía explicó a la Regenta el caso. La había

enterado de todo y de mucho más. Las tentati-vas del mísero don Víctor eran para la Regenta,gracias a las calumnias de Álvaro, delitos con-sumados. Pero ella no atribuía a esto la insolen-cia de la criada; temía que hubiese descubiertosus amores con Mesía y que aquella soberbia,aquel desafío constante de sus miradas, de sussonrisas y de sus gestos fuese amenaza de reve-lar a don Víctor su secreto.

—Ya ves como no era lo que tú temías,aprensiva.... Es muy posible, probable que la

pobre chica no sospeche nada, que su atrevi-miento no sea más que una amenaza al amo....

Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba.«¡Aquel marido a quien ella había sacrificado lomejor de la vida, no sólo era un maníaco, unhombre frío para ella, insustancial, sino queperseguía a las criadas de noche por los pasi-llos, las sorprendía en su cuarto, les veía lasligas!... ¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habíande ser celos? Era asco; y una especie de remor-dimiento retrospectivo por haber sacrificado asemejante hombre la vida. Sí, la vida, que era lajuventud».

«Álvaro—seguía pensando Ana—habíahecho mal en revelarle aquellas miserias, enhacer traición a Quintanar, por indigno queeste fuera, y sobre todo en avergonzarla a ellacon las aventuras ridículas y repugnantes delviejo». Pero como tenía empeño en limpiar detoda culpa a su Mesía, a su señor, al hombre aquien se había entregado en cuerpo y en almapor toda la vida, según ella, pronto le disculpaba,

reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aque-llo por amor, por arrojar del pensamiento de suAna todo escrúpulo, todo miramiento que pu-diera atarla al viejo que había hecho de lo mejorde su vida un desierto de tristeza».

«Tampoco le agradaba a Anita ver a suÁlvaro metido en aquellos cuidados domésti-cos de despedir criadas; y menos encontrarletan experto en el asunto; todo aquello, de puroprosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué re-medio? Álvaro lo hacía por ella, por gozartranquilamente de aquella felicidad que tantosaños de martirio le había costado...».

Estos y todos los demás lunares que en Mes-ía le obligaba a descubrir de poco acá el endia-blado espíritu de análisis, camino de la locurasegún ella, procuraba Ana convertirlos en otrastantas estrellas luminosas de pura hermosura.Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder adon Álvaro, temblaba horrorizada, como enotro tiempo cuando temía perder a Jesús.

Las primeras palabras de amor que Ana, yavencida, se atrevió a murmurar con voz apa-sionada y tierna al oído de su vencedor, no eldía de la rendición, mucho después, fueronpara pedirle el juramento de la constancia...

«Para siempre, Álvaro, para siempre, júra-melo; si no es para siempre, esto es un bochor-no, es un crimen infame, villano...».

Mesía había jurado, y seguía jurando todoslos días, una eternidad de amores.

La idea de la soledad después de aquello, leparecía a la Regenta más horrorosa que en untiempo se le antojara la imagen del Infierno.

Con amor se podía vivir donde quiera, comoquiera, sin pensar más que en el amor mismo...;pero sin él... volverían los fantasmas negros queella a veces sentía rebullir allá en el fondo de sucabeza, como si asomaran en un horizonte muylejano, cual primeras sombras de una nocheeterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabar-se el amor, aquella pasión absorbente, fuerte,

nueva, que gozaba por la primera vez en lavida, sería para ella comenzar la locura.

«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería locade fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoysin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pien-so más que en quererte».

Esto solía decir ella en brazos de su amante,gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fueal principio real, grande, molesta para Mesía,pero que al desaparecer no dejó en su lugarfingimiento. Ana se entregaba al amor parasentir con toda la vehemencia de su tempera-mento, y con una especie de furor que grose-ramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasa-da.

Él estuvo el primer mes asustado. Si los pri-meros días renegaba del miedo, de la ignoran-cia y de los escrúpulos (absurdos en una mujercasada de treinta años, según la filosofía del Pre-sidente del Casino), pronto vio tan colmada lamedida de sus deseos, que llegó a inquietarle«otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido

más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio aquien la edad empezaba a dar algunos disgus-tos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetus-ta, le adoraba; y le adoraba por él, por su per-sona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces,si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella letapaba la boca con la mano y le decía en éxtasisde amor: «No hables». Mesía no echaba esto amala parte; también él reconocía que lo mejorera callar, dejarse adorar por buen mozo.¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta,gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues lamisma ignorancia de Ana y la fuerza de su pa-sión y las circunstancias de su vida anterior ylas condiciones de su temperamento y la de suhermosura facilitaban estos alambicados gocesdel gallo, corrido y gastado, pero capaz de mo-rir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta feli-cidad, Mesía estaba intranquilo.

—Está usted desmejorado—le decía Somoza.—Cuidado—repetía Visitación.

Y él mismo notaba que su rostro perdía lalozana apariencia que había recobrado en aque-llos meses de buena vida, de ejercicio y absti-nencia que él, prudentemente, había observadoantes de dar el ataque decisivo a la fortaleza dela Regenta.

«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había al-go que hacía crac de cuando en cuando. Habíapolilla por allá dentro. Y lo que él temía no erala enfermedad por la enfermedad, la vejez porla vejez; no; era buen soldado del amor, héroedel placer, sabría morir en el campo de batalla.Su inquietud era por otro motivo. Morir, bue-no; pero decaer y decaer en presencia de Anaera horroroso; era ridículo y era infame. Sí; élfaltaba a su juramento envejeciendo, perdiendofuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pa-sadas en que decadencias pasajeras, producidaspor excesos de placer, le habían obligado a re-currir a expedientes bochornosos, buenos parareferirlos entre carcajadas en el Casino, a últimahora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochado-

res, para referirlos después de pasados, cuandoel vigor volvía y ya las trazas cómicas no erannecesarias; pero expedientes odiosos como lamiseria y sus engaños. Aquel fingir juventud,virilidad, constancia en el amor corporal, parec-íale a don Álvaro semejante a los recursos de lapobreza ostentosa que describe Quevedo en elGran Tacaño. Él también había sido más de unavez, después de pródigo, el Gran Tacaño delamor.... Pero las trazas antiguas serían imposi-bles ahora, si llegara el caso de necesitarlas....«No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobreAna, tenía derecho a una juventud eterna e in-agotable». Pero estas ideas tristes, aprensionesde la edad, venían de tarde en tarde; lo más deltiempo semejante inquietud dejaba libre al Te-norio vetustense gozando de aquellos amoresque reputaba la gloria más alta de su vida. Porsu parte se confesaba todo lo enamorado que élpodía estarlo de quien no fuese don ÁlvaroMesía. Después del Presidente del Casinoningún ser de la tierra le parecía más digno de

adoración que su dócil Ana, su Ana frenética deamor, como él había esperado siempre aun enlos días de mayor apartamiento. Don Álvaro nose confesaba a sí mismo, que había habido untiempo en que perdiera la esperanza de vencera la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!

Mejor que nunca lo conoció cuando huboque dar la gran batalla para trasladar al caserónde los Ozores el nido del amor adúltero. Ana seopuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro,por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos díasa las súplicas del amante que se quejaba de lopoco y deprisa y sin comodidad que gozaba desu amor. Casi siempre se veían en casa de Ve-gallana; allí eran sus cariños furtivos, precipi-tados; pero el reposado dominio de horas yhoras de voluptuosa intimidad no era posibleconseguirlo, si no se buscaba lugar menos ex-puesto a sobresaltos, intermitencias y disimu-los. Ana se negaba a acudir a un rincón deamores que Álvaro prometía buscar; el mismoÁlvaro confesaba que era difícil encontrar se-

mejante rincón seguro en un pueblo tan atrasadocomo Vetusta. Además, el lugar que él pudieraencontrar, al cabo tenía que parecerle repug-nante a ella; y como en Ana la imaginación in-fluía tanto, el desprecio del albergue podía lle-varla a la repugnancia del adulterio.... No habíamás remedio que tomar por asilo el caserón delos Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo,lo más cómodo. Comprendía Álvaro los escrú-pulos de Ana, pero se propuso vencerlos y losvenció. Sin embargo, si los obstáculos del ordenpuramente moral, los escrúpulos místicos, comose decía Álvaro con frase tan impropia comohorriblemente grosera, se dejaron a un lado, afuerza de pasión, los inconvenientes materiales,las precauciones del miedo opusieron dificul-tades de más importancia. A don Álvaro se leocurría que sin tener de su parte a una criada, ala doncella mejor, era todo sino imposible muydifícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer aAnita su idea; la vio siempre desconfiada, mos-trando antipatía mal oculta hacia Petra, y com-

prendió además que era muy nueva la Regentaen esta clase de aventuras, para llegar al cinis-mo de ampararse de domésticas, y menos sa-biendo de ellas que eran solicitadas por su ma-rido.

Pero otra cosa era conquistar a la criada sinque lo supiera el ama. ¿No era Petra muy ten-tada de la risa? La aventura de la liga y otras deque él tenía noticia ¿no probaban que era muyfácil interesar en su favor a aquella muchacha?Sí. Y dicho y hecho. En ausencia de Ana y dedon Víctor, detrás de la puerta, en los pasillos,donde podía, don Álvaro comenzó el ataque dePetra que se rindió mucho más pronto de loque él esperaba. Pero había un inconvenientemuy grave. A la chica se le ocurrió ser, o fingir-se, desinteresada, preferir los locos juegos delamor a las propinas, ofrecer sus servicios, condiscretísimas medias palabras y buenas obras, acambio de un cariño que Mesía no estaba encircunstancias de prodigar. «¡Pobre Ana, quésabía ella de todas estas complicaciones!». No

sabía tampoco don Álvaro tanto como él creía.Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitir-se el lujo de servirle bien a él sin pensar en elinterés, sin más pago que el del amor con que elgallo vetustense ya no podía ser manirroto: noera Petra enemiga del vil metal, ni la ambiciónde mejorar de suerte y hasta de esfera, como ellasabía decir, era floja pasión en su alma, concu-piscente de arriba abajo; pero en Mesía no bus-caba ella esto; le quería por buen mozo, porburlarse a su modo del ama, a quien aborrecía«por hipócrita, por guapetona y por orgullosa»;le quería por vanidad, y en cuanto a servirle enlo que él deseaba, también a ella le conveníapor satisfacer su pasión favorita, después de lalujuria acaso, por satisfacer sus venganzas.Vengábase protegiendo ahora los amores deMesía y Ana, «del idiota de don Víctor» que seponía a comprometer a las muchachas sin saberde la misa la media; vengábase de la mismaRegenta que caía, caía, gracias a ella, en un agu-jero sin fondo, que estaba, sin saberlo la hipo-

critona en poder de su criada, la cual el día quele conviniese podía descubrirlo todo. Teníaentre sus uñas a la señora ¿qué más quería ella?Todas las noches pasaba unas cuantas horas, lahonra y tal vez la vida del amo, pendiente deun hilo que tenía ella, Petra, en la mano, y siella quería, si a ella se le antojaba, ¡zas! todo seaplastaba de repente... ardía el mundo. Y comosi esto en vez de un placer, en vez de una gloriafuese para Petra una carga, un trabajo, el mejormozo de Vetusta le pagaba el servicio con amo-res de señorito que eran los que ella había sabo-reado siempre con más delicia, por un instintode señorío que siempre la había dominado.Pero además gozaba de otra venganza más su-culenta que todas estas la endiablada moza. ¿Yel Magistral? El Magistral la había querido en-gañar, la había hecho suya; ella se había entre-gado creyendo pasar en seguida a la plaza quemás envidiaba en Vetusta, la de Teresina. Petrasabía lo bien que colocaba doña Paula a todaslas que eran por algún tiempo doncellas en su

casa. Teresina, a quien esperaba para muypronto una colocación de señorona allá en ciertaadministración de bienes del amo, casada conun buen mozo, Teresina la había enterado de loque ella no había podido observar y adivinar, lehabía abierto los ojos y llenado la boca de agua;Petra comprendía que la casa del Magistral erael camino más seguro para llegar a casarse y serseñora o poco menos.... La ocasión había llega-do; después de la romería de San Pedro creíaella que todo era cuestión de semanas, de espe-rar una oportunidad; Teresina saldría prontobien colocada y entraría ella en su puesto....Pero no fue así; el Magistral no volvió a solici-tar a Petra; cuando tuvo que hablarla, no fuepara asuntos que a ella directamente le impor-tasen, fue... ¡qué vergüenza! para comprarlacomo espía. Cierto es que el Provisor le prome-tió para muy pronto la plaza de Teresina, contodas las ventajas que su amiga disfrutaba e ibaa disfrutar; pero de todas suertes a ella se lahabía engañado; o mejor, se había engañado

ella; pero esto no quería reconocerlo la orgullo-sa rubia. Era el caso que, en su opinión, el Ma-gistral era amante de doña Ana hacía muchotiempo, y que la escena del bosque del Viverola interpretó la vanidad de la criada como unavictoria de su belleza que había hecho caer enpecado de inconstancia al canónigo. Creyó Pe-tra que don Fermín la quería a ella ahora des-pués de haber querido a su ama. Caprichos asíhabía visto ella muchos. Cuando se convencióde que don Fermín, por mucho que disimulase,estaba enamorado como un loco de la Regenta,furioso de celos, y de que no había sido suamante ni con cien leguas, y de que a ella, aPetra, sólo la había querido por instrumento, laira, la envidia, la soberbia, la lujuria se subleva-ron dentro de ella saltando como sierpes; perolas acalló por de pronto, disimuló, y por enton-ces sólo dio satisfacción a la avaricia. Aceptó lasproposiciones del canónigo. Ella entraría encasa de don Fermín el día que fuese necesariosalir del caserón de los Ozores, pero entre tanto

prestaría allí sus servicios bien pagada, mejorpagada de lo que podía pensar. El canónigosabría todo lo que pasaba; si doña Ana recibíavisitas, quién entraba cuando no estaba donVíctor o se quedaba después de salir el amo,etc., etcétera.

Petra prometió decir todo lo que hubiera.Fingió no recordar siquiera ciertas promesas deotro orden que a don Fermín se le habían esca-pado en el calor de la improvisación en aquelladichosa mañana del Vivero, de que estabaavergonzado. Cuando vio don Fermín a Petratan propicia para servirle por dinero, sintió másy más haber comenzado por el camino absurdo,vergonzoso de una seducción... ridícula. Aque-lla aventura que le recordaba las de antaño, lesonrojaba ahora, porque contradecía en ciertomodo aquel andamiaje de sofismas con que seexplicaba su pasión por la Regenta. «El amorpurísimo que yo tengo, todo lo disculpa». «¿Pe-ro ese amor se aviene con aventuras como ladel bosque? Claro que no», le decía la concien-

cia. Por eso le repugnaba Petra ahora. Pero nohabía más remedio que valerse de ella.

Petra era feliz en aquella vida de intrigascomplicadas de que ella sola tenía el cabo. Porahora a quien servía con lealtad era a Mesía;este pagaba en amor, aunque era algo remisopara el pago, y ella le ayudaba cuanto podía,porque ayudarle era satisfacer los propios de-seos: hundir al ama, tenerla en un puño, y bur-larse sangrientamente, del idiota del amo y delindino del canónigo. Para más adelante se re-servaba la astuta moza el derecho de vender adon Álvaro y ayudar a su señor, al que pagaba,al que había de hacerla a ella señorona, a donFermín. ¿Cuándo había de ser esto? Ello diría.Si don Álvaro no se portaba bien, podía ocurrirel caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba,o si Teresina dejaba la plaza y por miedo deque otra la ocupase le convenía correr a ella,también podía convenir echarlo a rodar todo.Entre tanto don Fermín no sabía por Petra nadamás que noticias vagas, suficientes para tenerle

toda la vida sobre espinas, para hacerle vivircomo un loco furioso que tenía además el tor-mento de disimular sus furores delante delmundo, y de doña Paula singularmente.

De modo que si don Álvaro podía decir conrazón: ¡Pobre Ana, que no sabe nada de esto!también Petra podía exclamar: ¡Pobre donÁlvaro, que no sabe ni la cuarta parte de lo quetanto le importa!

El presidente del Casino de Vetusta no tuvoinconveniente en engañar a la Regenta. Era,según él, muy justo respetar los escrúpulos deaquella adúltera primeriza (otra frase groseradel seductor), que no podía avenirse a tomarpor encubridora a Petra; pero también era equi-tativo que él, sin decírselo a doña Ana, fingien-do desconfiar también de la doncella, aprove-chase los servicios de esta, preciosos en talescircunstancias. La cuestión era entrar todas lasnoches en la habitación de la Regenta por elbalcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrec-ía serias dificultades. ¿A dónde daba el balcón

del tocador? Al parque. ¿Cómo se podía entraren el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía lallave de la puerta? Una, Frígilis; con esta nohabía que contar. ¿Y la otra?

Don Víctor. Esta podía sustraérsele, pero Pe-tra dijo que a tanto no se comprometía, queaquello de andar llaves en el ajo era delicado ypodía comprometerla. Lo mejor era que el se-ñorito saltase por la pared. Justamente donÁlvaro tenía las piernas muy largas. De estamanera la comedia se representaba mejor; se-gura doña Ana de que don Álvaro saltaba porel muro, no podía sospechar tan fácilmente quetenía cómplices dentro de casa. Después llegarbajo el balcón, trepar por la reja del piso bajo yencaramarse en la barandilla de hierro era cosafácil para tan buen mozo.

Todo esto lo hacía don Álvaro sin la ayudadirecta, inmediata de Petra, y doña Ana encon-traba así muy verosímil todo lo que su amantedecía de su industria para entrar en el cuarto deella. Para lo que servía Petra era para vigilar,

para evitar que don Álvaro pudiera ser sor-prendido al entrar o al salir, y para darse talestrazas que doña Ana creyese que ella, la donce-lla, no había estado durante toda la noche encircunstancias de poder notar la presencia delamante. Estaba además allí para dar el grito dealarma si llegaba el caso, y para combinar lashoras. En el servicio de Petra había algo de laresponsabilidad de un jefe de estación de ferro-carril. Don Álvaro sabía, porque don Víctor selo había confesado, que el ex-regente y Frígilis,en cuanto llegaba el tiempo, salían de caza mu-cho más temprano de lo que Ana creía. Petraera la encargada de despertar al amo, porqueAnselmo se dormía sin falta y no cumplía sucometido: Frígilis llegaba al parque a la horaconvenida, ladraba... y bajaba don Víctor. Llegóa quejarse don Tomás de que sus ladridos nosiempre despertaban al amo ni a la doncella, deque se le hacía esperar mucho tiempo, y paraevitar reyertas y plantones, se acordó queCrespo y Quintanar acudiesen al parque a la

misma hora sin necesidad de ladrar a nadie.Para mayor seguridad don Víctor compró unreloj despertador que sonaba como un terremo-to y con este aviso automático, como él decía,acudió en adelante a la hora señalada para lacita. Casi todas las mañanas Quintanar y Cres-po llegaban al Parque a la misma hora. El trenque los llevaba a las marismas y montes de Pa-lomares salía este año un poco más tarde y nonecesitaban levantarse antes del ser de día.

Todo esto necesitó saber don Álvaro para noexponerse a un choque en la vía con Frígilis ocon el mismísimo don Víctor. Este mismo, sinsaber lo que hacía, le enteró de sus horas desalida; y lo demás que necesitaba saber de lospormenores se lo refirió Petra. Así pues no hab-ía miedo. Lo de saltar la tapia ofreció algunasdificultades; pero una noche, por la parte defuera en la solitaria calleja de Traslacerca, elTenorio preparó removiendo piedras y quitan-do cal, dos o tres estribos muy disimulados enel muro, hacia la esquina; hizo también con

disimulo fingidas grietas o resquicios que lepermitieron apoyarse y ayudar la ascensión, yquedó así vencido el principal obstáculo. Por laparte de dentro todo fue como coser y cantar.Un tonel viejo arrimado al descuido a la pared,y los restos de una espaldera, fueron escalonessuficientes, sin que nadie pudiese notarlo, parasubir y bajar don Álvaro por la parte del par-que con toda la prisa que pudieran aconsejarlas circunstancias. Aquella escalera disimulada,la comparaba don Álvaro con esas cajas de ceri-llas que ostentan la popular leyenda, ¿dóndeestá la pastora? ¿dónde estaba la escala? Des-pués de verla una vez no se veía otra cosa; peroal que no se la mostraban no se le aparecía ella.

No faltaba más que lo peor, persuadir a laRegenta a que abriera el balcón. Como a ella nose le podía hablar de las garantías de seguridadque don Álvaro tenía dentro de casa, nada opoco se podía oponer a sus argumentos relati-vos a las sospechas probables de la antipáticaPetra. Pero al fin don Álvaro que había triunfa-

do de lo más, triunfó de lo menos: llegó a com-prender Ana que era imposible, y tal vez ridí-culo, negarse a recibir en su alcoba a un hom-bre a quien se había entregado ella por comple-to. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, oex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más lacastidad de la esposa misma? Entre estos so-fismas y la pasión y la constancia en el pedirdieron la victoria a Mesía, que si no pudo aca-llar los sobresaltos de Ana, quien a cada ruidocreía sentir el espionaje de Petra, conseguía amenudo hacerla olvidarse de todo para gozardel delirio amoroso en que él sabía envolverla,como en una nube envenenada con opio.

Y así pasaban los días, asustada Ana de quetan poco después de la caída fuese ella capaz derecibir a un hombre en su alcoba, ella, que tan-tos años había sabido luchar antes de caer.

Aquella tarde de Navidad, después de reco-ger el servicio del café, Petra salió de casa y sedirigió a la del Magistral.

La recibió doña Paula. Eran ahora muy bue-nas amigas. La madre del Provisor conocía laestrecha simpatía que existía entre Teresina y ladoncella de la Regenta; y por la actual criadadel señorito, de su hijo, sabía que en el ánimo deFermín, Petra era la persona destinada a susti-tuir a Teresa el día, próximo ya, en que estaalcanzara el premio consabido de salir de allícasada para administrar ciertos bienes de losProvisores.

Doña Paula, que entendía a medias palabras,y aun sin necesidad de ellas, ganosa de satisfa-cer aquel deseo de su hijo, según su políticaconstante, y de satisfacerle de una manera pul-cra, intachable en la forma, anticipándose a él,había resuelto tomar la iniciativa y ofrecer aPetra ella misma aquel puesto que la rubialúbrica tanto ambicionaba. La proposición sehizo aquella tarde. Teresina iba a salir de casade un día a otro. Petra aceptó sin titubear, tem-blando de alegría. Hasta que estuvo en el ca-serón de vuelta, no se le ocurrió pensar que

aquella felicidad suya acarreaba la desgracia demuchos, y hasta cierto punto su propio daño.Adiós amores con don Álvaro, amores cada vezmás escasos, más escatimados por el libertinogracioso, que iba menudeando las propinas yencareciendo las caricias, pero al fin amores se-ñoritos, que la tenían orgullosa. ¿Qué hacer?No cabía duda, ser prudente, coger el codiciadofruto, entrar en aquella canonjía, en casa delMagistral. Para esto era preciso echar a rodartodo lo demás, romper aquel hilo que ella teníaen la mano y del que estaban colgadas la honra,la tranquilidad, tal vez la vida de varias perso-nas. Al pensar esto Petra se encogió de hom-bros. Se le figuró ver que caía la Regenta y seaplastaba, que caía el Magistral y se aplastaba,que caía don Víctor y se convertía en tortilla,que el mismo don Álvaro rodaba por el suelohecho añicos. No importaba. Había llegado elmomento. Si perdía la ocasión, la vacante deTeresina, podía entrar otra y adiós señorío futu-ro. No había más remedio que ocupar la plaza

inmediatamente. Pero entonces había quedecírselo todo al Provisor, porque en saliendode aquella casa ya no podía ser espía, ni ayudaral que la pagaba a abrir los ojos de aquel estú-pido de don Víctor, que, como era natural,querría vengarse, castigar a los culpables; quesería lo que necesitaba el canónigo, puesto queél no podía con sus manteos al hombro ir adesafiar a don Álvaro. Petra discurría perfec-tamente en estas materias, porque leía folleti-nes, la colección de Las Novedades, que dejara enun desván doña Anuncia, y sabía quién desafíaa quién, llegado el caso de descubrirse los amo-res de una señora casada. El que desafía es elmarido, no un pretendiente desairado, y muchomenos siendo cura. No había duda, el Magistralla necesitaba a ella en el caserón llegado elmomento crítico... si salía antes y después no leservía, podía echarla de casa por inútil. Habíaque hacerlo todo pronto, inmediatamente. ¿Yqué iba a hacer? Una traición, eso desde luego,pero ¿cómo...?

En esto pensaba cuando entró en el come-dor, ya al obscurecer, a preparar la lámpara.Sintió que la sujetaban por la cintura y le dabanun beso en la nuca.

«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que leaguardaba!».

Don Álvaro, después de su conversación conAna, la había hecho retirarse y se había queda-do solo en el comedor para «dar el ataque» aPetra y proponerle, entre caricias, de que cadadía le pesaba más, el cambio de amos. No eracierto que hubiese vacante en la fonda, pero allíera él amo y se crearía la vacante. Con toda ladiplomacia que pudo emplear un hombre quese creía principalmente político y era seductorde oficio, ofreció a la doncella la nueva posi-ción, «que sería divertidísima, y lucrativa comopocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Anatambién, cada cual por su motivo, y él, donÁlvaro, sería mucho mejor servido si Petra con-sentía en salir de la casa.

«Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tra-tar a la señora con altivez, con insolencia; esto,que es feo de por sí, la asustó a ella haciéndolecreer que sabes algo y que abusas de tu secreto;le asustó a él que teme que vas a cantar, y meperjudica a mí, como comprendes, porque... yaves... estando asustada ella... recelosa... pagoyo. A ti ya no te necesito en esta casa, porqueyo entro y salgo ya sin guías... y allá en casa...en la fonda puedes sernos útil.... Además...».

Además, don Álvaro comprendía que ya nopodía pagar a Petra sus servicios con amor,porque cada día era más urgente economizarlo;y llevando a la chica a la fonda, allí otros hués-pedes hambrientos de esta clase de bocados ladistraerían y él cumpliría con propinas en ade-lante. En suma, ya le estorbaba Petra en el ca-serón de los Ozores por muchos conceptos.Pero a ella no se le podían dar tales razones.

—Señorito—dijo Petra, que a pesar de su re-solución reciente, sintió en el orgullo una heri-da de tres pulgadas—no necesita apurarse tan-

to para convencerme de que debo irme de estacasa.

—No, hija, lo que es, si tú lo tomas por don-de quema, yo no insisto.

—No señor, si no me deja usted explicar-me.... Si yo quiero salir de aquí; si precisamen-te... pero en cuanto a lo de irme a la fonda, noseñor. Una cosa es que una tenga sus caprichosy una buena voluntad, ¿entiende usted? y otracosa que a una la regalen a los amigos, y la lle-ven y la traigan... y....

—Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tubien....

Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levanta-ba.

Pero la astuta moza, que sabía contenerse,cuando era por su bien, se reprimió, y cam-biando el tono, y el estilo se disculpó, disimulóel enojo, y dijo que todo estaba perfectamente,y que ella misma pediría la soldada, y se iríatan contenta, no a la fonda, sino a otra casa; unaproporción que tenía, y que no podía decir to-

davía cuál era. Por lo demás, tan amigos, y si elseñorito, don Álvaro, la necesitaba, allí la tenía,porque la ley era ley; y en lo tocante a callar, unsepulcro. Que ella lo había hecho por afición auna persona, que no había por qué ocultarlo, ypor lástima de otra, casada con un viejo chocho,inútil y chiflao que era una compasión.

Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le con-sintió nuevas caricias de gratitud que él se juróserían las últimas, por lo de la economía, que letenía maniático.

Don Víctor supo aquella noche en el Casinoque al día siguiente Petra pediría la cuenta, semarcharía.

¡Oh placer! Quintanar respiró con fuerza defuelle y abrazó a su amigo. «Le debía algo me-jor que la vida, la tranquilidad de su hogardoméstico».

Trabajaba don Fermín en su despacho, en-vueltos los pies en el mantón viejo de su madre;escribía a la luz blanquecina y monótona de lamañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó

los ojos y vio en medio del umbral a doña Pau-la, pálida, más pálida que solía.

—¿Qué hay, madre?—Está ahí esa Petra, lade Quintanar, que quiere hablarte.

—¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué horaes?

—Las nueve.... Dice que es cosa urgente....Parece que viene asustada... le tiembla la voz....

El Magistral se puso del color de su madre, yen pie como por máquina:

—Que entre, que entre.... Doña Paula diomedia vuelta y salió al pasillo. Antes acarició asu hijo con una mirada de compasión de ma-dre.

—Entra... dijo a Petra que, toda de negro,esperaba, con la cabeza inclinada sobre el pe-cho.

Doña Paula quería comerse con los ojos elsecreto de la criada. ¿Qué sería? Dudó un mo-mento... estuvo casi resuelta a preguntar... perose contuvo y dijo otra vez:

—Anda, hija mía, entra. «Hija mía—pensóPetra—esta me quiere en casa; segura es misuerte».

—¿Qué hay?—gritó el Magistral acercándo-se a la criada, como queriendo salir al paso a lasnoticias....

Petra vio que estaban solos... y se echó a llo-rar.

Don Fermín hizo un gesto de impaciencia,que no vio Petra, porque tenía los ojos humilla-dos. Había querido hablar el canónigo, pero nohabía podido; sentía en la garganta manos dehierro, y por el espinazo y las piernas sacudi-mientos y un temblor tenue, frío y constante.

—¡Pronto! ¿qué pasa?...—pudo preguntar alcabo.

Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitabaque la oyese en confesión, que no sabía si erauna buena obra o un pecado lo que iba a hacer,que ella quería servirle a él, servir a su amo,servir a Dios, que al fin religión era también el

interés del prójimo, pero... temía... no sabía sidebía....

—¡Habla!... ¡habla!... te digo que hablespronto... ¿qué hay, Petra?... ¿qué hay?...—DonFermín, con disimulo, apoyó una mano en lamesa. Hubo una pausa—. Habla, por Dios....

—¿En confesión?—Petra, habla... pronto...—Señor, yo he prometido decir a usted... todo....

—Sí, todo, habla.—Pero ahora no sé... no sé...si debo....

Don Fermín corrió a la puerta, la cerró pordentro, y volviéndose rápido y con ademándescompuesto, gritó, sujetando con fuerza elbrazo de la criada:

—¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yolas palabras!

Petra le miró cara a cara, fingiendo humil-dad y miedo; «quería ver el gesto que poníaaquel canónigo al saber que la señorona se lapegaba».

Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella,con sus propios ojos, lo que jamás hubiera creí-

do. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaroque de día no se separaba de don Víctor... en-traba de noche en el cuarto de la señora por elbalcón y no salía de allí hasta el amanecer. Ellale había visto una noche, creyendo que soñaba,porque se había puesto a espiar creyendo asídesvanecer ciertas sospechas, pero ¡ay! era ver-dad, era verdad.... Aquel infame había perver-tido a la señorita, una santa.... ¡Bien temía donFermín!...».

Petra seguía hablando, pero hacía rato queDe Pas no la oía.

En cuanto comprendió de qué se trataba, an-tes de oír las frases crudas con que pintó la ru-bia lúbrica el asalto del caserón de los Ozorespor el Tenorio vetustense, don Fermín giró so-bre los talones, como si fuera a caer desploma-do, dio dos pasos inciertos y llegó al balcóncontra cuyos cristales apoyó la frente. Parecíamirar a la calle. Pero tenía los ojos cerrados.

Oía a Petra sin entender bien su palique, lemolestaba el ruido de la voz aguda y lacrimosa,

no lo que decía, que ya no llegaba a la atencióndel canónigo; quería mandarla callar, pero nopodía, no podía hablar, no podía moverse....

Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló,se oyeron nada más los ruidos apagados de lacalle; las ruedas de un coche que corría muylejos, la voz de un mercader ambulante quepregonaba a grito limpio paños de manos yencajes finos.

El Magistral estaba pensando que el cristalhelado que oprimía su frente parecía un cuchi-llo que le iba cercenando los sesos; y pensabaademás que su madre al meterle por la cabezauna sotana le había hecho tan desgraciado, tanmiserable, que él era en el mundo lo único dig-no de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera decomparar al clérigo con el eunuco se le fue me-tiendo también por el cerebro con la humedaddel cristal helado. «Sí, él era como un eunucoenamorado, un objeto digno de risa, una cosarepugnante de puro ridícula.... Su mujer, laRegenta, que era su mujer, su legítima mujer,

no ante Dios, no ante los hombres, ante ellosdos, ante él sobre todo, ante su amor, ante suvoluntad de hierro, ante todas las ternuras desu alma, la Regenta, su hermana del alma, sumujer, su esposa, su humilde esposa... le habíaengañado, le había deshonrado, como otra mu-jer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre,ansias de apretar el cuello al infame, de ahogar-le entre sus brazos, seguro de poder hacerlo,seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, dereducirle a cachos, a polvo, a viento; él atadopor los pies con un trapo ignominioso, como unpresidiario, como una cabra, como un rocínlibre en los prados, él, misérrimo cura, ludibriode hombre disfrazado de anafrodita, él teníaque callar, morderse la lengua, las manos, elalma, todo lo suyo, nada del otro, nada del in-fame, del cobarde que le escupía en la cara por-que él tenía las manos atadas.... ¿Quién le teníasujeto? El mundo entero.... Veinte siglos de re-ligión, millones de espíritus ciegos, perezosos,que no veían el absurdo porque no les dolía a

ellos, que llamaban grandeza, abnegación, vir-tud a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio,y sobre todo cruel... cruel.... Cientos de papas,docenas de concilios, miles de pueblos, millo-nes de piedras de catedrales y cruces y conven-tos... toda la historia, toda la civilización, unmundo de plomo, yacían sobre él, sobre susbrazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes....Ana que le había consagrado el alma, una fide-lidad de un amor sobrehumano, le engañabacomo a un marido idiota, carnal y grosero.... ¡Ledejaba para entregarse a un miserable lechu-guino, a un fatuo, a un elegante de similor, a unhombre de yeso... a una estatua hueca!... Y nisiquiera lástima le podía tener el mundo, ni sumadre que creía adorarle, podía darle consuelo,el consuelo de sus brazos y sus lágrimas.... Si élse estuviera muriendo, su madre estaría a suspies mesándose el cabello, llorando desespera-da; y para aquello, que era mucho peor quemorirse, mucho peor que condenarse... su ma-dre no tenía llanto, abrazos, desesperación, ni

miradas siquiera... Él no podía hablar, ella nopodía adivinar, no debía.... No había más queun deber supremo, el disimulo; silencio... ¡niuna queja, ni un movimiento! Quería correr,buscar a los traidores, matarlos... ¿sí? pues si-lencio... ni una mano había que mover, ni unpie fuera de casa.... Dentro de un rato sí, ¡a coroa coro! ¡Tal vez a decir misa... a recibir a Dios!».El Provisor sintió una carcajada de Lucifer de-ntro del cuerpo; sí, el diablo se le había reído enlas entrañas... ¡y aquella risa profunda, que ten-ía raíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba...y le asfixiaba!...

Abrió el balcón de un puñetazo y el aire fríoy húmedo le trajo la idea lejana de la realidad, yoyó la tos discreta de Petra, que aguardaba allí,detrás, clavándole los ojos en la nuca.

Cerró el balcón don Fermín, volviose y mirócon ojos de idiota a la rubia que enjugabalágrimas villanas. «¿No necesitaba un instru-mento para luchar, para hacer daño? Aquel erael único que tenía».

Petra callaba inmóvil, esperando servir a sudueño.

Gozaba voluptuosa delicia viendo padeceral canónigo, pero quería más, quería continuarsu obra, que la mandasen clavar en el alma desu ama, de la orgullosa señorona, todas aque-llas agujas que acababa de hundir en las carnesdel clérigo loco.

Una voz lenta, ronca, mate, que no parecíahaber sonado en el despacho, voz de ventrílo-cuo, preguntó:

—¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?—¿Yo?... dejar aquella casa, señor... «¿No

quiere ser franco?—pensó Petra—pues quepadezca; él vendrá a buscarme donde quieroque me busque». Dejar aquella casa—repitió—¿qué he de hacer? Yo no quiero ayudar con misilencio a la vergüenza del amo; remediarlo nopuedo, pero puedo salir de aquella casa.

—¿Y a ti... no te importa el honor de donVíctor? Así agradeces el pan... que comiste tan-tos años....

—Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?—En saliendo nada.—Pues me echan.—

¿Ellos?—Sí, ellos; ayer el señorito Álvaro, quees el que manda allí... porque el amo está ciego,ve por sus ojos: el señorito Álvaro me puso depatitas en la calle. Hoy debo despedirme. Meofreció colocación en la fonda; pero yo prefieroquedar en la calle....

—Vendrás a esta casa, Petra—dijo la voz decaverna, con esfuerzos inútiles por ser dulce.

Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella talcaridad, etc., etc.?».

Aquella ternura facilitó el tratado; cediendocada cual un poco de su tesón, se fueron acer-cando al infame convenio, a la intriga asquero-sa y vil; al principio fingiendo pulcritud, invo-cando santos intereses, después olvidando estasfórmulas; y por fin el Magistral ofreció a la mo-za asegurar su suerte, colmar su ambición, yella poner ante los ojos de Quintanar su ver-güenza de modo tan evidente, tan palpable queaquel señor, si corría sangre de hombre por su

cuerpo, tuviese que castigar a los traidores co-mo tenían bien merecido.

Al terminar aquella conferencia hablabancomo dos cómplices de un crimen difícil. ElMagistral excusaba palabras, pero no las queaclaraban su proyecto. «¿Qué iba a hacer Petrapara poner a la vista del estúpido Quintanaraquella vergüenza? ¿Revelaciones? no podíanhacérsele. ¿Anónimos? eran expuestos...».«¡Qué! no señor, nada de eso; ha de verlo él»,repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, conplacer de artista.

Había allí dos criminales apasionados, yningún testigo de la ignominia; cada cual veíasu venganza, no el crimen del otro ni la ver-güenza del pacto.

Cuando Petra salió de casa del Magistral, es-te sintió dentro de sí un hombre nuevo; elhombre que hería de muerte por venganza, elcriminal, el ciego por la pasión, «el asesino, sí,el asesino; la otra era su instrumento, el asesinoél. Y no le pesaba, no... cien muertes, cien muer-

tes para los infames». «¿Qué haría don Víctor?¿De qué comedia antigua se acordaría paravengar su ultraje cumplidamente? ¿La mataríaa ella primero? ¿Iría antes a buscarle a él?...».

Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctory Frígilis debían tomar el tren de Roca—Tajadaa las ocho cincuenta para estar en las Marismasde Palomares a las nueve y media próxima-mente. Algo tarde era para comenzar la perse-cución de los patos y alcaravanes, pero no hab-ía de establecer la empresa un tren especialpara los cazadores. Así que se madrugaba me-nos que otros años. Quintanar preparaba sureloj despertador de suerte que le llamase conun estrépito horrísono a las ocho en punto. Enun decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al par-que donde solía esperar dos o tres minutos aFrígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto yen el viaje a la estación se empleaba el tiemponecesario para llegar algunos minutos antes dela salida del tren mixto.

De un sueño dulce y profundo, poco fre-cuente en él, despertó Quintanar aquella ma-ñana con más susto que solía, aturdido por elestridente repique de aquel estertor metálico,rápido y descompasado. Venció con gran traba-jo la pereza, bostezó muchas veces, y al decidir-se a saltar del lecho no lo hizo sin que el cuerpoencogido protestara del madrugón importuno.El sueño y la pereza le decían que parecía mástemprano que otros días, que el despertadormentía como un deslenguado, que no debía deser ni con mucho la hora que la esfera rezaba.No hizo caso de tales sofismas el cazador, y sindejar de abrir la boca y estirar los brazos se di-rigió al lavabo y de buenas a primeras zam-bulló la cabeza en agua fría. Así contestaba donVíctor a las sugestiones de la mísera carne quepretendía volverse a las ociosas plumas.

Cuando ya tenía las ideas más despejadas, re-conoció imparcialmente que la pereza aquellamañana no se quejaba de vicio. «Debía de seren efecto bastante más temprano de lo que de-

cía el reloj. Sin embargo, él estaba seguro deque el despertador no adelantaba y de que porsu propia mano le había dado cuerda y puésto-le en la hora la mañana anterior. Y con todo,debía de ser más temprano de lo que allí decía;no podían ser las ocho, ni siquiera las siete, selo decía el sueño que volvía, a pesar de lasabluciones, y con más autoridad se lo decía laescasa luz del día». «El orto del sol hoy debe deser a las siete y veinte, minuto arriba o abajo;pues bien, el sol no ha salido todavía, es indu-dable; cierto que la niebla espesísima y las nu-bes cenicientas y pesadas que cubren el cielohacen la mañana muy obscura, pero no impor-ta, el sol no ha salido todavía, es demasiadaobscuridad esta, no deben de ser ni siquiera lassiete». No podía consultar el reloj de bolsillo,porque el día anterior al darle cuerda le habíaencontrado roto el muelle real.

«Lo mejor será llamar».Salió a los pasillos en zapatillas.

—¡Petra! ¡Petra!—dijo, queriendo dar vocessin hacer ruido.

—Petra, Petra.... ¡Qué diablos! cómo ha decontestar si ya no está en casa... la pícara cos-tumbre, el hombre es un animal de costumbres.

Suspiró don Víctor. Se alegraba en el almade verse libre de aquel testigo y semi-víctimade sus flaquezas; pero, así y todo, al recordarahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía unaextraña y poética melancolía. «¡Cosas del co-razón humano!».

—¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Ansel-mo!

Nadie respondía.—No hay duda, es muytemprano. No es hora de levantarse los criadossiquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelan-tado el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder endos días!... Cuando entra la desgracia por unacasa....

Don Víctor volvió a dudar. ¿No podíanhaberse dormido los criados? ¿No podía aque-lla escasez de luz originarse de la densidad de

las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadiehabía podido tocar en él? ¿Y quién iba a tenerinterés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirsesemejante broma? Quintanar pasó a la convic-ción contraria; se le antojó que bien podían serlas ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco delanís, bebió un trago según acostumbraba cuan-do salía de caza aquel enemigo mortal del cho-colate, y echándose al hombro el saco de lasprovisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a lahuerta por la escalera del corredor pisando depuntillas, como siempre, por no turbar el silen-cio de la casa. «Pero a los criados ya los com-pondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora nohabía tiempo para nada.... Frígilis debía de es-tar ya en el Parque esperándole impaciente...».

—Pues señor, si en efecto son las ocho no hevisto día más obscuro en mi vida. Y sin embar-go, la niebla no es muy densa... no... ni el cieloestá muy cargado.... No lo entiendo.

Llegó Quintanar al cenador que era el lugarde cita.... ¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí.

¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta alhombro, y salió de la glorieta.

En aquel momento el reloj de la catedral,como si bostezara dio tres campanadas. DonVíctor se detuvo pensativo, apoyó la culata desu escopeta en la arena húmeda del sendero yexclamó:

—¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Sonlas ocho menos cuarto o las siete menos cuarto?¡Esta obscuridad!...

Sin saber por qué sintió una angustia extra-ña, «también él tenía nervios, por lo visto». Sincomprender la causa, le preocupaba y le moles-taba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué in-certidumbre? Estaba antes obcecado; aquellaluz no podía ser la de las ocho, eran las sietemenos cuarto, aquello era el crepúsculo matu-tino, ahora estaba seguro.... Pero entonces¿quién le había adelantado el despertador másde una hora? ¿Quién y para qué? Y sobre todo,¿por qué este accidente sin importancia le lle-

gaba tan adentro? ¿qué presentía? ¿por quécreía que iba a ponerse malo?...».

Había echado a andar otra vez; iba en direc-ción a la casa, que se veía entre las ramas des-hojadas de los árboles, apiñados por aquellaparte. Oyó un ruido que le pareció el de unbalcón que abrían con cautela; dio dos pasosmás entre los troncos que le impedían saberqué era aquello, y al fin vio que cerraban unbalcón de su casa y que un hombre que parecíamuy largo se descolgaba, sujeto a las barras ybuscando con los pies la reja de una ventanadel piso bajo para apoyarse en ella y despuéssaltar sobre un montón de tierra.

«El balcón era el de Anita».El hombre se embozó en una capa de vueltas

de grana y esquivando la arena de los senderos,saltando de uno a otro cuadro de flores, y co-rriendo después sobre el césped a brincos, llegóa la muralla, a la esquina que daba a la callejade Traslacerca; de un salto se puso sobre unapipa medio podrida que estaba allá arrincona-

da, y haciendo escala de unos restos de palosde espaldar clavados entre la piedra, llegó, gra-cias a unas piernas muy largas, a verse a caba-llo sobre el muro.

Don Víctor le había seguido de lejos, entrelos árboles; había levantado el gatillo de la es-copeta sin pensar en ello, por instinto, como enla caza, pero no había apuntado al fugitivo.«Antes quería conocerle». No se contentaba conadivinarle.

A pesar de la escasa luz del crepúsculo,cuando aquel hombre estuvo a caballo en latapia, el dueño del parque ya no pudo dudar.

«¡Es Álvaro!» pensó don Víctor, y se echó elarma a la cara.

Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja,inclinado el rostro, atento sólo a buscar las pie-dras y resquicios que le servían de estribos enaquel descendimiento.

«¡Es Álvaro!» pensó otra vez don Víctor, quetenía la cabeza de su amigo al extremo delcañón de la escopeta.

«Él estaba entre árboles; aunque el otro mi-rase hacia el parque no le vería. Podía esperar,podía reflexionar, tiempo había, era tiro seguro;cuando el otro se moviera para descolgarse...entonces».

«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no sepodía vivir, con aquel cañón que pesaba quin-tales, mundos de plomo y aquel frío que comíael cuerpo y el alma no se podía vivir.... Mejorsuerte hubiera sido estar al otro extremo delcañón, allí sobre la tapia.... Sí, sí; él hubieracambiado de sitio. Y eso que el otro iba a mo-rir».

«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto!¿Caería en el parque o a la calleja?...».

No cayó; descendió sin prisa del lado deTraslacerca, tranquilo, acostumbrado a tal esca-lo, conocido ya de las piedras del muro. DonVíctor le vio desaparecer sin dejar la puntería ysin osar mover el dedo que apoyaba en el gati-llo; ya estaba Mesía en la calleja y su amigoseguía apuntando al cielo.

—¡Miserable! ¡debí matarle!—gritó donVíctor cuando ya no era tiempo; y como si leremordiera la conciencia, corrió a la puerta delparque, la abrió, salió a la calleja y corrió haciala esquina de la tapia por donde había saltadosu enemigo. No se veía a nadie. Quintanar seacercó a la pared y vio en sus piedras y resqui-cios la escalera de su deshonra.

«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora noveía más que eso; ¡y cuántas veces había pasadopor allí sin sospechar que por aquella tapia sesubía a la alcoba de la Regenta!. Volvió al par-que; reconoció la pared por aquel lado. La pipamedio podrida arrimada al muro, como al des-cuido, los palos del espaldar roto formaban otraescala; aquella la veía todos los días veinte ve-ces y hasta ahora no había reparado lo que era:¡una escala! Aquello le parecía símbolo de suvida: bien claras estaban en ella las señales desu deshonra, los pasos de la traición; aquellaamistad fingida, aquel sufrirle comedias y con-fidencias, aquel malquistarle con el señor Ma-

gistral... todo aquello era otra escala y él no lahabía visto nunca, y ahora no veía otra cosa».

«¿Y Ana? ¡Ana! Aquella estaba allí, en casa,en el lecho; la tenía en sus manos, podía matar-la, debía matarla. Ya que al otro le había perdo-nado la vida... por horas, nada más que porhoras, ¿por qué no empezaba por ella? Sí, sí, yaiba, ya iba; estaba resuelto, era claro, había quematar, ¿quién lo dudaba? pero antes... antesquería meditar, necesitaba calcular... sí, las con-secuencias del delito... porque al fin era deli-to...». «Ellos eran unos infames, habían enga-ñado al esposo, al amigo... pero él iba a ser unasesino, digno de disculpa, todo lo que se quie-ra, pero asesino».

Se sentó en un banco de piedra. Pero se le-vantó en seguida: el frío del asiento le habíallegado a los huesos; y sentía una extraña pere-za su cuerpo, un egoísmo material que le pare-ció a don Víctor indigno de él y de las circuns-tancias. Tenía mucho frío y mucho sueño; sinquerer, pensaba en esto con claridad, mientras

las ideas que se referían a su desgracia, a sudeshonra, a su vergüenza, se mostraban rea-cias, huían, se confundían y se negaban a orde-narse en forma de raciocinio.

Entró en el cenador y se sentó en una mece-dora. Desde allí se veía el balcón de donde hab-ía saltado don Álvaro.

El reloj de la catedral dio las siete.Aquellas campanadas fijaron en la cabeza

aturdida de Quintanar la triste realidad.... «Lehabían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra, sinduda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! unavenganza bien cumplida. Ahora le parecía ab-surdo haber tomado la poca luz del alba pordía nublado. Y si Petra no hubiera adelantadoel reloj o si él no lo hubiese creído, tal vez igno-raría toda la vida la desgracia horrible... aquelladesgracia que había acabado con la felicidadpara siempre. La pereza de ser desgraciado, depadecer, unida a la pereza del cuerpo que pedíaa gritos colchones y sábanas calientes, entumec-ían el ánimo de don Víctor que no quería mo-

verse, ni sentir, ni pensar, ni vivir siquiera. Laactividad le horrorizaba.... ¡Oh, qué bien si separase el tiempo! Pero no, no se paraba; corría,le arrastraba consigo; le gritaba: muévete; hazalgo, tu deber; aquí de tus promesas, mata,quema, vocifera, anuncia al mundo tu vengan-za, despídete de la tranquilidad para siempre,busca energía en el fondo del sueño, de los bos-tezos arranca los apóstrofes del honor ultraja-do, representa tu papel, ahora te toca a ti, ahorano es Perales quien trabaja, eres tú, no es Cal-derón quien inventa casos de honor, es la vida,es tu pícara suerte, es el mundo miserable quete parecía tan alegre, hecho para divertirse yrecitar versos.... Anda, anda, corre, sube, mata ala dama, después desafía al galán y mátaletambién... no hay otro camino. ¡Y a todo estosin poder menear pie ni mano, muerto de sue-ño, aborreciendo la vigilia que presentaba talesmiserias, tanta desgracia, que iba a durar yasiempre!».

«Pero había llegado la suya. Aquel era sudrama de capa y espada. Los había en el mun-do también. ¡Pero qué feos eran, qué horroro-sos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasenaquellas traiciones, aquellas muertes, aquellosrencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo erael hombre! ¿Por qué recrearse en aquellas tris-tezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuan-do eran propias? ¡Y él, el miserable, hombreindigno, cobarde, estaba filosofando y su honorsin vengar todavía!... ¡Había que empezar, vo-laba el tiempo!... ¡Otro tormento! ¡el orden de lafunción, el orden de la trama! ¿Por dónde iba aempezar, qué iba a decir; qué iba a hacer, cómola mataba a ella, cómo le buscaba a él?».

El reloj de la catedral dio las siete y media.De un brinco se puso Quintanar en pie.—¡Media hora! media hora en un minuto; y

no he oído el cuarto....Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto....Don Víctor tuvo conciencia clara de que su

voluntad estaba inerte, no podía resolver. Se

despreció profundamente, pero más profundoque el desprecio fue el consuelo que sintió alcomprender que no tenía valor para matar anadie, así, tan de repente.

—O subo y la mato ahora mismo, antes quellegue Tomás, o ya no la mato hoy....

Volvió a caer sentado en la mecedora, y ali-viada su angustia con la laxitud del ánimo, queya no luchaba con la impotencia de la voluntad,recobró parte de su vigor el sentimiento, y eldolor de la traición le pinchó por la vez primeracon fuerza bastante para arrancarle lágrimas.

Lloró como un anciano, y pensó en que ya loera. Jamás se le había ocurrido tal idea. Su tem-peramento le engañaba, fingiendo una juven-tud sin fin; la desgracia al herirle de repente ledesteñía, como un chubasco, todas las canas delespíritu.

«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, yle engañaban, se burlaban de él. Llegaba laedad en que iba a necesitar una compañera,como un báculo... y el báculo se le rompía en

las manos, la compañera le hacía traición, iba aestar solo... solo; le abandonaban la mujer y elamigo...».

El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a supensamiento ideas más naturales y oportunasque las que despertara, entre fantasmas de fie-bre y de insomnio, la indignación contrahechapor las lecturas románticas y combatida por lapereza, el egoísmo y la flaqueza del carácter.

No sentía celos, no sentía en aquel momentola vergüenza de la deshonra, no pensaba ya enel mundo, en el ridículo que sobre él caería;pensaba en la traición, sentía el engaño deaquella Ana a quien había dado su honor, suvida, todo. ¡Ay, ahora veía que su cariño eramás hondo de lo que él mismo creyera; queríalamás ahora que nunca, pero claramente sentíaque no era aquel amor de amante, amor de es-poso enamorado, sino como de amigo tierno, yde padre... sí, de padre dulce, indulgente y de-seoso de cuidados y atenciones!

«¡Matarla!—eso se decía pronto—¡pero ma-tarla!... Bah, bah... los cómicos matan en segui-da, los poetas también, porque no matan deveras... pero una persona honrada, un cristianono mata así, de repente, sin morirse él de dolor,a las personas a quien vive unido con todos loslazos del cariño, de la costumbre.... Su Ana eracomo su hija.... Y él sentía su deshonra como lasiente un padre, quería castigar, quería vengar-se, pero matar era mucho. No, no tendría valorni hoy ni mañana, ni nunca, ¿para qué engañar-se a sí mismo? Mata el que se ciega, el que abo-rrece, él no estaba ciego, no aborrecía, estabatriste hasta la muerte, ahogándose entre lágri-mas heladas; sentía la herida, comprendía todolo ingrata que era ella, pero no la aborrecía, noquería, no podría matarla. Al otro sí; Álvarotenía que morir; pero frente a frente, en duelo,no de un tiro, no; con una espada lo mataría,aquello era más noble, más digno de él. Frígilistenía que encargarse de todo. Pero ¿cuándo?¿ahora? ¿en cuanto llegase? No... tampoco se

atrevía a decírselo así, de repente. Después dehablar con alma humana de tan vergonzosodescubrimiento, ya no había modo de volverseatrás, esto es, de cambiar de resolución, deaplazar ni modificar la venganza. En cuantoalguien lo supiera había que proceder de prisa,con violencia; lo exigía así el mundo, las ideasdel honor; él era al fin un marido burlado.... Y aella habría que llevarla a un convento. Y él, sevolvería a su tierra, si no le mataba Mesía; seescondería en La Almunia de don Godino».

Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo queAna, meses antes, le proponía un viaje a LaAlmunia. «¡Tal vez si él hubiera aceptado, sehubiese evitado aquella desgracia... irreparable!Sí, irreparable, ¿qué duda cabía?».

«¿Y Petra? ¡Maldita sea! Petra.... ¡Es ellaquien me hace tan desgraciado, quien me arrojaen este pozo obscuro de tristeza, de donde yano saldré aunque mate al mundo entero; aun-que haga pedazos a Mesía y entierre viva a la

pobre Ana!... ¡Ay, Ana también va a ser bieninfeliz!».

La catedral dio ocho campanadas. «¡Lasocho! Ahora debía yo despertar... y no sabríanada».

Este pensamiento le avergonzó. En su cere-bro estalló la palabra grosera con que el vulgomal hablado nombra a los maridos que toleransu deshonra... y la ira volvió a encenderse en supecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tier-no.... «¡Venganza! ¡venganza!—se dijo—o soyun miserable, un ser digno de desprecio...».

Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabezay vio a su lado a Frígilis.

—¡Hola! parece que se ha madrugado—dijoCrespo, que gustaba de ser siempre el primero.

—Vamos, vamos—contestó don Víctor, vol-viendo a levantarse y después de colgar la es-copeta del hombro.

La presencia de Frígilis le había asustado;sacó fuerzas de flaqueza para tomar un partidode repente. Se resolvió por fin. Resolvió callar,

disimular, ir a caza. «Allá en los prados de lasmarismas, cuando se quedara solo en acecho,en todo aquel día triste que iba a ser tan largo,meditaría... y a la vuelta, a la vuelta acasotendría ya formado su plan, y consultaría conTomás y le mandaría a desafiar al otro, si eraesto lo que procedía. Por ahora callar, disimu-lar. Aquello no podía echarse a volar así comoquiera. El descubrimiento que debía a Petra noera para revelado sin su cuenta y razón. AFrígilis podía decírsele todo, pero a su tiempo».

Salieron del Parque. El mismo Quintanarcerró la verja con su llave. Crespo iba delante.Miró don Víctor hacia el fondo de la huerta,hacia el caserón que ya le parecía otro... «¿Quéhacía? ¿Era un cobarde aplazando su vengan-za? No, porque... ellos no sospechaban nada, noescaparían, no había miedo. Silencio y disimu-lo, esto hacía falta ahora. Y reflexionar mucho.Cualquier cosa que hiciera ¡iba a ser tan gra-ve!». Le acongojaba la idea de la inmensa res-ponsabilidad de sus próximos actos. El sentir

que de su voluntad siempre tornadiza, impre-sionable y débil iban ahora a depender sucesostan importantes, la suerte de varias personas, lesumía en una especie de pánico taciturno ydesesperado. Veleidades tenía de llamar aFrígilis, decírselo todo, ponerlo en sus manostodo.... «Frígilis, aunque era un soñador, llega-do el caso tenía mejor sentido que él; sabría sermás práctico.... ¿Qué haría?».

Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Ycallar. Para hablar siempre era tiempo.

La mañana seguía cenicienta; nubes y másnubes plomizas salían como de un telar de lospicos y mesetas del Corfín, caían sobre la sierra,se arrastraban por sus cumbres, resbalabanhacia Vetusta y llenaban el espacio de una tris-teza gris, muda y sorda.

«No hace frío», observó Frígilis al llegar a laestación. No llevaba más abrigo que su bufandaa cuadros. Pero decía él que su cazadora valíapor la piel de un proboscidio. No le entrabanbalas ni catarros.

En cambio Quintanar, ceñido al cuerpo elcapotón espeso, tenía que hacer esfuerzos parano dar diente con diente.—¡No, no hace muchofrío!—dijo, por miedo de delatarse.

«Afortunadamente éste es un sonámbuloque no se fija nunca en si los demás tienen carade risa o cara de vinagre. Debo de estar pálido,desencajado... pero este egoísta no ve nada deeso».

Entraron en un coche de tercera. En su mis-mo banco Frígilis encontró antiguos conocidos.Eran dos ganaderos que volvían de Castilla ydespués de hacer noche en Vetusta buscaban elamor de su hogar allá en la aldea. Crespo, comosi no hubiera en el mundo penas, ni amigos quese ahogaban en ellas, alegre, con aquel insultan-te regocijo que le inspiraba a él la helada en lasmañanas más frías del año, frotaba las manos yhablaba del precio de las reses, y de las ventajasde la parcería, locuaz, como nunca se le veía enVetusta. Parecía que, según el tren se alejaba delos tejados de un rojo sucio, casi pardo de la

ciudad triste, sumida en sueño y en niebla, elalma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a sugusto aquel pulmón de hierro.

«No sospechaba aquel ciego, tan inoportu-namente alegre y decidor, que su amigo, sumejor amigo, al romper la marcha el tren habíatenido tentaciones de arrojarse al andén; y des-pués, de tirarse por la ventanilla a la vía, y co-rrer, correr desalado a Vetusta, entrar en el ca-serón de los Ozores y coser a puñaladas el pe-cho de una infame...».

Sí, todo esto había querido hacer don Víctorque se sintió morir de vergüenza y de cóleracontra los infames adúlteros y contra sí mismo,en cuanto notó que el tren se movía y le alejabadel lugar del crimen, de su deshonra y de suvenganza necesaria...

«¡Soy un miserable, soy un miserable!» gri-taba por dentro Quintanar mientras el tren vo-laba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos,que detrás de las lomas y de los árboles desnu-dos ya sólo se veía la torre de la catedral, como

un gallardete negro destacándose en el fondoblanquecino de Corfín, envuelto por la nieblaque el sol tibio iluminaba de soslayo.

«Huyo de mi deshonra, en vez de lavar laafrenta, huyo de ella... esto no tiene nombre,¡oh!... sí lo tiene...». Y ¡zas! el nombre que teníaaquello, según Quintanar, estallaba como uncohete de dinamita en el cerebro del pobre vie-jo.

«¡Soy un tal, soy un tal!» y se lo decía a símismo con todas sus letras, y tan alto que leparecía imposible que no le oyeran todos lospresentes.

«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le sil-baba a él; y él no tenía el valor de arrojarse atierra, de volver al pueblo... iba a tardar más dedoce horas en ver el caserón, ¡aplazaba su ven-ganza más de doce horas!...».

Pasaron un túnel y no quedó ya nada de Ve-tusta ni de su paisaje. Era otro panorama; esta-ban a espaldas de la sierra; montes rojizos, lo-mas monótonas como oleaje simétrico se ex-

tendían cerrando el horizonte a la izquierda dela vía. El cielo estaba obscuro por aquel lado,bajas las nubes, que como grandes sacos deropa sucia se deshilachaban sobre las colinas delontananza; a la derecha campos de maíz, ahoravacíos, enseñaban la tierra, negra con la hume-dad; entre las manchas de las tierras desnudasaparecían el monte bajo, de trecho en trecho, laspomaradas ahora tristes con sus manzanos sinhojas, con sus ramos afilados, que parecíanmanos y dedos de esqueleto. Por aquel lado elcielo prometía despejarse, la niebla hacía pali-decer las nubes altas y delgadas que empeza-ban a rasgarse. Sobre el horizonte, hacia el mar,se extendía una franja lechosa, uniforme y deun matiz constante. Sobre los castañares quesemejaban ruinas y mostraban descubiertos losque eran en verano misterios de su follaje, so-bre los bosques de robles y sobre los camposdesnudos y las pomaradas tristes pasaban decuando en cuando en triángulo macedónicobandadas de cuervos, que iban hacia el mar,

como náufragos de la niebla, silenciosos a ratos,y a ratos lamentándose con graznar lúgubreque llegaba a la tierra apagado, como una quejasubterránea.

Mientras Frígilis hablaba de la convenienciade abandonar el cultivo del maíz y de cultivarlos prados con intensidad, don Víctor, apoyadala cabeza sobre la tabla dura del coche de terce-ra miraba al cielo pardo y veía desaparecer en-tre la niebla una falange de cuervos por aqueldesierto de aire. Ya parecían polvos de impren-ta, después aprensión de la vista, después nada.

«¡Lugarejo, dos minutos!» gritó una vozrápida y ronca.

Don Víctor asomó la cabeza por la ventani-lla. La estación, triste cabaña muy pintada dechocolate y muerta de frío, estaba al alcance desu mano o poco más distante. Sobre la puerta,asomada a una ventana una mujer rubia, comode treinta años, daba de mamar a un niño.

«Es la mujer del jefe. Viven en este desierto.Felices ellos» pensó Quintanar.

Pasó el jefe de la estación que parecía unpordiosero. Era joven; más joven que la mujerde la ventana parecía.

«Se querrán. Ella por lo menos le será fiel».Después de esta conjetura don Víctor se dejó

caer otra vez en su asiento. Cerró los ojos, tapóel rostro cuanto pudo con una mano. El trenvolvió a moverse. El ruido del hierro y de lamadera y la trepidación uniforme eran comocanción que atraía el sueño. Quintanar, sin pen-sar en ello, medía el ritmo de las ruedas pesa-das y crujientes con el compás de una marchaque cantaba su tordo, aquel tordo orgullo de lacasa.... Después midió el paso del tren con losde cierta polka... y después se quedó dormido.

Media hora después llegaban a la estaciónen que dejaban el tren para tomar a pie la carre-tera que los conducía a las marismas de Palo-mares.

Don Víctor despertó asustado, gracias a ungolpe que le dio en el hombro Frígilis.

Había soñado mil disparates inconexos; élmismo, vestido de canónigo con traje de coro,casaba en la iglesia parroquial del Vivero a donÁlvaro y a la Regenta. Y don Álvaro estaba entraje de clérigo también, pero con bigote y peri-lla.... Después los tres juntos se habían puesto acantar el Barbero, la escena del piano; él, donVíctor, se había adelantado a las baterías paradecir con voz cascada:

Quando la mia Rosina... el público de las bu-tacas había graznado al oírle como un solo es-pectador.... Todas las butacas estaban llenas decuervos que abrían el pico mucho y retorcían elpescuezo con ondulaciones de culebra.... «Unapesadilla» pensó Quintanar, y entre dormido ydespierto emprendía la marcha a pie por lacarretera de Palomares abajo. Estaban en Ro-ca—Tajada; a la derecha, a pico, se elevaba elmonte Arco partido por aquel desfiladero; es-trecha garganta por donde sólo cabían la angos-ta carretera y el río Abroño que se cruzaban en

mitad de la hoz pasando el camino, perpendi-cular al río, por un puente de piedra blanca.

Después de almorzar en Roca—Tajada, en lataberna de Matiella, estanquero y albañil, gran-de amigo de Frígilis, los dos amigos cazadoresdejaron el camino real, y por prados fangososde hierba alta, de un verde obscuro, llegaronotra vez a las orillas del Abroño, allí más ancho,rodeado de juncos y arena, rizado por las ondasverdes que le mandaba el mar ya vecino.

Frígilis y Quintanar pasaron el río en unabarca, comenzaron a subir una colina coronadapor una aldea de casas blancas separadas porpomaradas y laureles, pinos de copa redonda yancha y álamos esbeltos. El verde de los pinaresy de los laureles y de algunos naranjos de lashuertas, sobre el verde más claro de las prade-ras en declive, limpias y como recortadas contijeras, alegraba la cumbre resaltando bajo elcielo lechoso y entre las paredes blancas, que secomían toda la luz del día, difusa y como cer-nida a través de las nubes delgadas. Según sub-

ían por la falda de la loma que era como primerescalón para la colina, el terreno se afirmaba, lahierba aclaraba su color y menguaba. Frígilis sedetuvo y contempló el monte Arco que teníaenfrente, el río ondulante que quedaba debajo yla franja del mar, azulada con pintas blancas,que se veía en un rincón del horizonte, en apa-riencia más alto que el río, como una paredobscura que subía hacia las nubes.

Quintanar se sentó sobre una peña que deja-ba descubierta el prado. De la parte de Areo,cruzando sobre el río a mucha altura, vieronvenir un bando de tordos de agua. Cuandoestuvieron a tiro Frígilis disparó los de su esco-peta con tan mala suerte, que no consiguió másque dispersar las apretadas filas.

—¡Tira tú, bobo!—gritó Crespo furioso.Quintanar se levantó, apuntó, disparó y cua-

tro tordos de agua cayeron heridos por los per-digones que, según pensó en aquel instante donVíctor, debía tener en los sesos el amigo traidor,el infame don Álvaro.

«Sí, aquel tiro era el de Álvaro, los tordos,inocentes, caían a pares, y el ladrón de su honravivía». Y ¡cosa extraña! cuando allá en el par-que había estado apuntando a la cabeza deMesía, no recordaba que el cartucho mortíferotenía carga de perdigón; suponíalo lleno depostas o de balas.

Muy contra su voluntad, a pesar de la des-gracia que tenía encima, el cazador sintió elplacer de la vanidad satisfecha. «Frígilis habíadisparado dos tiros y... nada; disparaba él unosolo y... cuatro.... Sí, cuatro, allí estaban, san-grando sobre el prado, mezclando las gotasrojas con la escarcha blanca de la hierba».

Media hora después Frígilis tomaba el des-quite matando un soberbio pato marino. Quin-tanar, por gusto, mató un cuervo que no reco-gió.

Cazaron hasta las doce, hora de comer susfiambres. Los perros de Frígilis se aburrían.Aquella caza en que ellos representaban un

papel secundario, les parecía una vergüenza;bostezaban y obedecían mal a la voz del amo.

Después de comer los fiambres y de beberregulares tragos, don Víctor sintió su pena conintensidad cuatro veces mayor. Todo lo veíaclaro, toda la trascendencia de su descubri-miento del amanecer se le aparecía como untratado clásico de historia. Lo que había suce-dido, lo que iba a suceder, lo veía como en unpanorama. Y sentía comezón de hablar y ansiasde llorar. ¿Por qué no abría el pecho al amigodel alma, al verdadero, al único? No se lo abrió.«No era tiempo».

Para perseguir un bando de peguetas quevolaba de prado en prado, siempre alerta, sesepararon. Aquellos pajarracos no se comían,pero Frígilis les tenía declarada la guerra por-que se burlaban de los cazadores con una espe-cie de ironía, de sarcasmo que parecía racional.Esperaban, fingían estar descuidados, disimula-ban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar, es-condido tras un seto... volaban los condenados

gritando como brujas sorprendidas en aquela-rre. Por eso los perseguía tenaz, irritado.

Se separaron. Si las peguetas iban por un la-do al escapar del prado que cubrían tiñéndolode negro, se encontraban con la descarga deCrespo; si tomaban por el otro lado, disparabadon Víctor.

El cual se quedó solo, sobre una loma domi-nando el valle. El sol no había conseguido disi-par la niebla; se le vislumbraba detrás de untoldo blanquecino, como si fuera una luna deteatro hecha con un poco de aceite sobre unpapel. A lo lejos gritaban las agoreras aves deinvierno, que después aparecían bajo las nubes,volando fuera de tiro, sin miedo al cazador,pero tristes, cansadas de la vida, suponía Quin-tanar.

«El campo estaba melancólico. El inviernoparecía una desnudez. Y a pesar de todo, ¡quéhermosa era la naturaleza! ¡qué tranquilamentereposaba!... ¡Los hombres, los hombres eran losque habían engendrado los odios, las traiciones,

las leyes convencionales que atan a la desgraciael corazón!». La filosofía de Frígilis, aquel pen-sador agrónomo que despreciaba la sociedadcon sus falsos principios, con sus preocupacio-nes, exageraciones y violencias, se le presentó aQuintanar, a quien el cuerpo repleto le pedíasiesta, como la filosofía verdadera, la sabiduríaúnica, eterna. «Vetusta quedaba allá, detrás demontes y montes, ¿qué era comparada con elancho mundo? Nada; un punto. Y todas lasciudades, y todos los agujeros donde el hom-bre, esa hormiga, fabricaba su albergue, ¿quéeran comparados con los bosques vírgenes, losdesiertos, las cordilleras, los vastos mares?...Nada. Y las leyes de honor, las preocupacionesde la vida social todas, ¿qué eran al lado de lasgrandes y fijas y naturales leyes a que obedec-ían los astros en el cielo, las olas en el mar, elfuego bajo la tierra, la savia circulando por lasplantas?».

Vivos deseos sintió Quintanar por un mo-mento de echar raíces y ramas, y llenarse de

musgo como un roble secular de aquellos queveía coronando las cimas del monte Areo. «Ve-getar era mucho mejor que vivir».

Oyó un tiro lejano, después el estrépito delas peguetas que volaban riéndose con estriden-tes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. Nose movió. Que se fueran al diablo. Él estabapensando en Tomás Kempis. Sí, Kempis, aquien había olvidado, tenía razón; donde quie-ra estaba la cruz. «Arregla, decía el sabio asceta,arregla y ordena todas las cosas según tu modode ver y según tu voluntad, y verás que siem-pre tienes algo que padecer de grado o porfuerza; siempre hallarás la cruz».

Y también recordaba lo de: «Algunas vecesparecerá que Dios te deja, otras veces serásmortificado por el prójimo; y lo que es más,muchas veces te serás molesto a ti mismo».

«Sí, el prójimo me mortifica, y yo mismo memolesto, me hago daño hasta sangrar el alma....No sé lo que debo hacer, ni lo que debo pensarsiquiera. Anita me engaña, es una infame sí...

pero ¿y yo? ¿No la engaño yo a ella? ¿Con quéderecho uní mi frialdad de viejo distraído ysoso a los ardores y a los sueños de su juventudromántica y extremosa? ¿Y por qué alegué de-rechos de mi edad para no servir como soldadodel matrimonio y pretendí después batirmecomo contrabandista del adulterio? ¿Dejará deser adulterio el del hombre también, digan loque quieran las leyes?».

Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero nopodía otra cosa. Comprendía que aquellas me-ditaciones le alejaban de su venganza, que en elfondo del alma él no quería ya vengarse, queríacastigar como un juez recto y salvar su honor,nada más. Y esto mismo le irritaba. Despuésvolvía la lástima tierna de sí mismo, la imagende la vejez solitaria... y los alcaravanes, allá enel cielo gris, iban cantando sus ayes como quienrecita el Kempis en una lengua desconocida.

«Sí, la tristeza era universal; todo el mundoera podredumbre; el ser humano lo más podri-do de todo».

Y siempre sacaba en consecuencia que él nosabía lo que debía hacer, ni siquiera lo que deb-ía pensar, ni aun lo que debía sentir.

«De todas suertes, las comedias de capa yespada mentían como bellacas; el mundo no eralo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesael cuerpo sin darle tiempo más que para recitaruna rendondilla. Los hombres honrados y cris-tianos no matan tanto ni tan deprisa».

De noche, en el tren, cuando volvían solos aVetusta en un coche de segunda, por miedo alfrío de los de tercera, Frígilis que miraba el pai-saje triste a la luz de la luna, que aquella vezhabía podido más que el sol y había roto lasnubes, Frígilis sintió un suspiro como un barre-no detrás de sí, y volvió la cabeza diciendo:

—¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te hevisto preocupado, tristón... ¿qué pasa?

La lamparilla del techo que alumbraba dosdepartamentos, apenas rompía las tinieblas deaquel coche que parecía caja de muerto.

Frígilis no podía ver bien el rostro de donVíctor, pero le oyó, de repente, llorar como unchiquillo, y sintió la cabeza fuerte y blanca deQuintanar apoyada en el hombro del amigo. Sí,se apoyaba el pobre viejo con cariño, confianza,y con la fuerza con que se deja caer un muerto.Parecía aquello la abdicación de su pensamien-to, de toda iniciativa.

—Tomás, necesito que me aconsejes. Soymuy desgraciado; escucha...

—XXX—

—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas ahacer.

—¿Tú no entras?—No, no.... Tengo prisa, tengo que hacer.—¡Me dejas solo ahora!—Volveré si quieres... pero... mejor te acos-

tabas pronto. Mañana vendré temprano.—Te advierto que no te he dicho que sí.—Bueno, bueno... adiós.

—Espera, espera... no me dejes solo... todav-ía. No te he dicho que sí; tal vez... lo piense másy... me decida por seguir el camino opuesto.

—Pero por de pronto, Víctor, prudencia, di-simulo.... Es decir, si no quieres exponerte auna desgracia. Ya lo sabes....

—¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, unaimpresión fuerte....

—Eso; puede matarla.—¡Está enferma!—Sí, más de lo que tú crees.—¡Está enferma! Y un susto, un susto gran-

de... puede matarla.—Eso, así como suena.—Y yo debo subir, y guardar para mí todos

estos rencores, toda esta hiel tragármela... ydisimular, y hablar con ella para que no sospe-che y no se asuste... y no se me muera de repen-te....

—Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.—Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice

mejor que se hace; y comprende que ese al-

dabón me inspire miedo, explícate la razón quetengo para tenerle el mismo asco que si fuerade hierro líquido....

Calló a esto Frígilis.Llegaban de la estación; estaban en el portal

del caserón de los Ozores, que apenas alum-braba a pedazos el farol dorado pendiente deltecho.

Quintanar no tenía valor para subir a su ca-sa. No quería llamar. «Iban a abrirle, iba a salirella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreírcomo siempre, tal vez a ponerle la frente cercade los labios para que la besara.... Y él tendríaque sonreír, y besar y callar... y acostarse tansereno como todas las noches.... Tomás debíacomprender que aquello era demasiado...».

Y además, las revelaciones de Frígilis respec-to a la salud de Ana le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza.«Aquella alegría, aquella exaltación que la hab-ían llevado... al crimen, a la infamia de una trai-ción... eran una enfermedad; Ana podía morir

de repente cualquier día; una impresión extra-ordinaria lo mismo de dolor que de alegría,mejor si era dolorosa, podía matarla en pocashoras...». Esto había contestado Frígilis a la his-toria de su amigo. A Mesía fusilémosle, habíadicho, si eso te consuela; pero hay que esperar,hay que evitar el escándalo, y sobre todo hayque evitar el susto, el espanto que sobrecogeríaa tu mujer si tú entraras en su alcoba como losmaridos de teatro.... Ana, culpable según lasleyes divinas y humanas, no lo era tanto enconcepto de Frígilis que mereciera la muerte.

—¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quieroeso!—había interrumpido don Víctor al oír esto.

Pero Frígilis había replicado:—Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo.

Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo nodigo que la perdones, que esa sea la única solu-ción; pero confiesa que el perdonar es una solu-ción también.

—Perdonarla es transigir con la deshonra....—Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?

—Sí, de todo corazón, más cada día.... Comoque ya no veo más refugio para mi alma que lareligión....

—Bueno, pues si eres cristiano ya veremos sidebes perdonar o no. Pero no se trata de estotodavía; se trata de no cortar el camino alperdón, antes de ver si conviene, dando a tumujer esa puñalada mortal al entrar en su cuar-to y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para queella conteste: «¡Jesús mil veces!» y caiga redon-da. Yo no sé si diría «Jesús mil veces» pero deque caería estoy seguro. Y ya ves, antes de ma-tarla hay que ver si tenemos derecho para ello.

—No, yo no le tengo; me lo dice la concien-cia....

—Y dice perfectamente. Ni yo tengo derechopara aconsejarte nada trágico. Cuando te casécon ella, porque yo te casé, Víctor, bien te acor-darás, creí hacer la felicidad de ambos....

—Y no parecía que te habías equivocado. Lamía la habías hecho. La de ella... durante másde diez años pareció que también.

—Sí, pareció; pero la procesión andaba pordentro....

Diez años fue buena: la vida es corta.... Nofue tan poco.

—Mira, Frígilis, tu filosofía no es para conso-lar a un marido en mi situación.... Ya sé yo todolo que tú puedes decirme, y mucho más.... Esono es consolarme....

—Ni yo creo que tu situación admita con-suelos más que el del tiempo y la reflexión lentay larga.... Pero ahora no se trata de ti, se trata deella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con unflorete o con una espada a Mesía? Sea; pero hayque ver cuándo y cómo. Hay que tener calma.Después de lo que sabes de la enfermedad deAna, secreto que Benítez me impuso y querompo por lo apurado del caso, después desaber que puede sucumbir ante una revelaciónsemejante....

—¿Pero no es peor hacer lo que hace, quesaber que yo lo sé? ¿Quién te asegura a ti que

no me despreciará, que no procurará huir conel otro?

—¡Víctor, no seas majadero! El otro... es unzascandil. No hizo más que esperar que cayerael fruto de maduro.... Ella no está enamoradade Mesía.... En cuanto vea que es un cobarde yque la abandona antes que pelear por ella... ledespreciará, le maldecirá... y en cambio los re-mordimientos la volverán a ti, a quien siemprequiso.

—¡Que quiso!—Sí, más que a un padre.¿Qué mejor prueba quieres que todo lo pasado?¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... tam-bién tuvo que sufrir ataques... creo yo, de otrolado... de... pero en fin, de esto no hablemos.¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porquete quería... porque te quiere... te quiere mu-cho....

—¡Y me vende!—¡Te vende! ¡te vende!... Enfin, no hablemos de eso... ya has dicho que noquieres mis filosofías. Ello es, que si armas arri-

ba una escena de honor ultrajado, en seguidahay otra de entierro.

—¡Hombre dices las cosas de un modo!...—La verdad. Un drama completo. Pero en

último caso, si tan irritado estás, si tan ciego teves, si no puedes atender a razones, ni a tu con-ciencia que bien claro te habla; llama, sube,alborota, quema la casa.... O no hagas tanto,que bastará con que la espantes con tu noticiapara que Ana caiga de espaldas y le estalle de-ntro una de esas cosas en que tú no crees, peroque son para la vida como los alambres para eltelégrafo. Si estás furioso, si no puedes conte-nerte, también tú tendrás disculpa hagas lo quehagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienesperdón de Dios.

Esto último lo dijo Crespo con voz solemne,grave, vibrante que hizo a su amigo estreme-cerse.

Después de este diálogo, parte del cual man-tuvieron por el camino de la estación a casa, yparte dentro del portal, fue cuando Quintanar

se acercó a la puerta para coger el aldabón, ycuando Frígilis exclamó:

—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas ahacer.

Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctorcuanto antes para correr en busca de don Álva-ro y advertirle de que Quintanar sabía su trai-ción, para que se abstuviera de asaltar el par-que aquella noche y acudir a la cita, si la teníacomo era de suponer. Pensaba Crespo que aVíctor no se le había ocurrido, como no se leocurrieron otras tantas cosas, que aquella nochese repetiría la escena de la anterior, que debíade ser ya antigua costumbre; podía don Álvaro,que no había visto a su víctima cuando le ace-chaba en el parque, volver a las andadas, sor-prenderle Quintanar, y entonces era imposibleevitar una tragedia. Además, Frígilis tenía laconvicción de que don Álvaro escaparía de Ve-tusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba adesafiarle. No le faltaban motivos para creermuy cobarde al don Juan Tenorio.

«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».Por fin, después de prometer de nuevo di-

simular, ocultar su dolor, su ira, lo que fuera,pero sólo por aquella noche, llamó el dignoregente jubilado con el mismo aldabonazoenérgico y conciso con que hacía retumbar elpatio, cuando la casa era honrada y el jefe defamilia respetado y tal vez querido.

—¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano!—dijo Frígilis librándose de la mano trémula quele sujetaba un brazo.

—«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarsesolo—; es la única persona que me quiere en elmundo... y es egoísta!».

Se abrió la puerta. Vaciló un momento.... Sele figuró que del patio salía una corriente deaire helado....

Entró, y al volverse hacia el portal, para ce-rrar la puerta que dejaba atrás; vio que entrabaen su casa un fantasma negro, largo; que paso apaso, por el portal adelante, se acercaba a él yque se le quitaba el sombrero que era de teja.

—¡Mi señor don Víctor!—dijo una voz melo-sa y temblona.

—¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magis-tral!... Un temblor frío, como precursor de unsíncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente,mientras añadía, procurando una voz serena:

—¿A qué debo... a estas horas... la honra...?¿qué pasa?... ¿Alguna desgracia?...

«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se pre-guntó De Pas que parecía un desenterrado.

Miró a don Víctor a la luz del farol de la es-calera y le vio desencajado el rostro; y donVíctor a él le vio tan pálido y con ojos tales quele tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedodel mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistralno había hablado, no había hecho más que es-trechar la mano de don Víctor e invitarle con unademán gracioso y enérgico al par, a subiraquella escalera.

—Pero ¿qué pasa?—repitió don Víctor envoz baja en el primer descanso.

—¿Viene usted de caza?—contestó el otrocon voz débil.

—Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede?Hace tanto tiempo... y a estas horas....

—Al despacho, al despacho.... No hay quealarmarse... al despacho....

Anselmo alumbraba por los pasillos del ca-serón a su amo a quien seguía el Magistral.

—«No pregunta por Ana»—pensó De Pas.—La señora no ha oído llamar, está en su to-

cador... ¿quiere el señor que la avise?—preguntó Anselmo.

—¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Ma-gistral quiere hablarme a solas...—y se volvió elamo de la casa al decir esto.

—Bien, sí; al despacho... entremos en sudespacho....

Entraron. El temblor de Quintanar era ya vi-sible. «¿Qué iba a decirle aquel hombre? ¿A quévenía?...».

Anselmo encendió dos luces de esperma ysalió.

—Oye, si la señora pregunta por mí, que allávoy... que estoy ocupado... que me espere en sucuarto.... ¿No es eso? ¿No quiere usted que es-temos solos?

El Magistral aprobó con la cabeza, mientrasclavaba los ojos en la puerta por donde salíaAnselmo.

«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿quéiba a decir? Terrible trance; tenía que decir algoy ni una idea remota le acudía para darle luz;no sabía absolutamente nada de lo que podíaconvenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntarantes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era la cues-tión... según lo que supiera, así él debía hablar...pero no, no era esto... había que comenzar porexplicarse. Buen apuro». Estaba el Magistralcomo si don Víctor le hubiera sorprendido allí,en su despacho, robándole los candeleros deplata en que ardían las velas.

Quintanar daba diente con diente y pregun-taba con los ojos muy abiertos y pasmados.

—«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilasbrillantes y en aquel momento sin más expre-sión que un tono interrogante.

«Había que hablar».—¿Tendría usted... por ahí... un poquito de

agua?...—dijo don Fermín, que se ahogaba, yque no podía separar la lengua del cielo de laboca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en unvaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaballena de polvo, sabía mal. Don Fermín nohubiera extrañado que supiera a vinagre. Esta-ba en el calvario. Había entrado en aquella casaporque no había podido menos: sabía que nece-sitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar suvenganza, pero ignoraba cómo. «Estaba, cercade las diez de la noche, en el despacho del ma-rido de la mujer que le engañaba a él, a De Pas,y al marido; ¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir?Por la memoria excitada del Magistral pasarontodas las estaciones de aquel día de Pasión.Mientras bebía el vaso de agua, y se limpiaba

los labios pálidos y estrechos, sentía pasar lasemociones de aquel día por su cerebro, comoun amargor de purga. Por la mañana habíadespertado con fiebre, había llamado a su ma-dre asustado y como no podía explicarle la cau-sa de su mal había preferido fingirse sano, ylevantarse y salir. Las calles, las gentes brilla-ban a sus ojos como un resplandor amarillentode cirios lejanos; los pasos y las voces sonabanapagados, los cuerpos sólidos parecían todoshuecos; todo parecía tener la fragilidad delsueño. Antojábasele una crueldad de fiera, unegoísmo de piedra, la indiferencia universal;¿por qué hablaban todos los vetustenses de mily mil asuntos que a él no le importaban, y porqué nadie adivinaba su dolor, ni le compadecía,ni le ayudaba a maldecir a los traidores y a cas-tigarlos? Había salido de las calles y había pa-seado en el paseo de Verano, ahora triste con suarena húmeda bordada por las huellas del aguacorriente, con sus árboles desnudos y helados.Había paseado pisando con ira, con pasos lar-

gos, como si quisiera rasgar la sotana con lasrodillas; aquella sotana que se le enredaba entrelas piernas, que era un sarcasmo de la suerte,un trapo de carnaval colgado al cuello.

«Él, él era el marido, pensaba, y no aquelidiota, que aún no había matado a nadie (y yaera medio día) y que debía de saberlo tododesde las siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa!Don Víctor tenía el derecho de vengarse y notenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad dematar y comer lo muerto, y no tenía el dere-cho.... Era un clérigo, un canónigo, un preben-dado. Otras tantas carcajadas de la suerte quese le reía desde todas partes». En aquellos mo-mentos don Fermín tenía en la cabeza toda unamitología de divinidades burlonas que se con-juraban contra aquel miserable Magistral deVetusta.

La sotana, azotada por las piernas vigorosas,decía: ras, ras, ras; como una cadena estridenteque no ha de romperse.

Sin saber cómo, De Pas había pasado delantede la fonda de Mesía. «Sabía él que don Álvaroestaba en casa, en la cama. Si, como temía, donVíctor no le había cerrado la salida del parquede los Ozores, si nada había ocurrido, en el le-cho estaba don Álvaro tranquilo, descansandodel placer. Podía subir, entrar en su cuarto, yahogarle allí... en la cama, entre las almo-hadas.... Y era lo que debía hacer; si no lo hacíaera un cobarde; temía a su madre, al mundo, ala justicia.... Temía el escándalo, la novedad deser un criminal descubierto; le sujetaba la iner-cia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras...era un cobarde: un hombre de corazón subía,mataba. Y si el mundo, si los necios vetusten-ses, y su madre y el obispo y el papa, pregun-taban ¿por qué? él respondía a gritos, desde elpúlpito si hacía falta: Idiotas ¿que, por qué ma-to? Por que me han robado a mi mujer, porqueme ha engañado mi mujer, porque yo habíarespetado el cuerpo de esa infame para conser-var su alma, y ella, prostituta como todas las

mujeres, me roba el alma porque no le he to-mado también el cuerpo.... Los mato a los dosporque olvidé lo que oí al médico de ella, ol-vidé que ubi irritatio ibi fluxus, olvidé ser conella tan grosero como con otras, olvidé que sucarne divina era carne humana; tuve miedo asu pudor y su pudor me la pega; la creí cuerposanto y la podredumbre de su cuerpo me estáenvenenando el alma.... Mato porque me en-gañó; porque sus ojos se clavaban en los míos yme llamaban hermano mayor del alma alcompás de sus labios que también lo decíansonriendo, mato porque debo, mato porquepuedo, porque soy fuerte, porque soy hombre...porque soy fiera...».

Pero no mató. Se acercó a la portería y pre-guntó... por el señor obispo de Nauplia, queestaba de paso en Vetusta.

—Ha salido—le dijeron. Y don Fermín sinver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó alportero.

Y volvió a su casa. Se encerró en el despa-cho. Dijo que no estaba para nadie y se paseópor la estrecha habitación como por una jaula.

Se sentó, escribió dos pliegos. Era una cartaa la Regenta. Leyó lo escrito y lo rasgó todo encien pedazos. Volvió a pasear y volvió a escri-bir, y a rasgar y a cada momento clavaba lasuñas en la cabeza.

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gem-ía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unasveces parecían aquellos regueros tortuosos yestrechos de tinta fina, la cloaca de las inmun-dicias que tenía el Magistral en el alma: la so-berbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada yprovocada, salían a borbotones, como podre-dumbre líquida y espesa. La pasión hablabaentonces con el murmullo ronco y gutural de labasura corriente y encauzada. Otras veces sequejaba el idealismo fantástico del clérigo comouna tórtola; recordaba sin rencor, como en unaelegía, los días de la amistad suave, tierna,íntima, de las sonrisas que prometían eterna

fidelidad de los espíritus; de las citas para elcielo, de las promesas fervientes, de las dulcesconfianzas; recordaba aquellas mañanas de unverano, entre flores y rocío, místicas esperanzasy sabrosa plática, felicidad presente comparablea la futura. Pero entre los quejidos de tórtola elviento volvía a bramar sacudiendo la enrama-da, volvía a rugir el huracán, estallaba el truenoy un sarcasmo cruel y grosero rasgaba el papelcomo el cielo negro un rayo. «¡Y por quién de-jaba Ana la salvación del alma, la compañía delos santos y la amistad de un corazón fiel y con-fiado...! ¡por un don Juan de similor, por unelegantón de aldea, por un parisién de tempo-rada, por un busto hermoso, por un Narcisoestúpido, por un egoísta de yeso, por un almaque ni en el infierno la querrían de puro insus-tancial, sosa y hueca!...». «Pero ya comprendíaél la causa de aquel amor; era la impura lasci-via, se había enamorado de la carne fofa, y demenos todavía, de la ropa del sastre, de losprimores de la planchadora, de la habilidad del

zapatero, de la estampa del caballo, de las ne-cedades de la fama, de los escándalos del liber-tino, del capricho, de la ociosidad, del polvo,del aire.... Hipócrita... hipócrita... lasciva, con-denada sin remedio, por vil, por indigna, porembustera, por falsa, por...» y al llegar aquí eracuando furioso contra sí mismo, rasgaba aque-llos papeles el Magistral, airado porque no sab-ía escribir de modo que insultara, que matara,que despedazara, sin insultar, sin matar, sindespedazar con las palabras. «Aquello no podíamandarse bajo un sobre a una mujer, por másque la mujer lo mereciera todo. No, era másnoble sacar de una vaina un puñal y herir, queherir con aquellas letras de veneno escondidasbajo un sobre perfumado».

Pero escribía otra vez, procuraba reportarse,y al cabo la indignación, la franqueza necesariaa su pasión estallaban por otro lado; y entoncesera él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo,engañando al mundo entero. «Sí, sí, decía, yome lo negaba a mí mismo, pero te quería para

mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sinsaberlo, como respiro sin pensar en ello, queríaposeerte, llegar a enseñarte que el amor, nues-tro amor, debía ser lo primero; que lo demásera mentira, cosa de niños, conversación inútil;que era lo único real, lo único serio el querer-me, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; yarrojar yo la máscara, y la ropa negra, y serquien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser:sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías?¿por eso me engañaste? Pues mira, a tu amantepuedo deshacerle de un golpe; me tiene miedo,sábelo, hasta cuando le miro; si me viera endespoblado, solos frente a frente, escaparía demí... Yo soy tu esposo; me lo has prometido decien maneras; tu don Víctor no es nadie; míralecomo no se queja: yo soy tu dueño, tú me lojuraste a tu modo; mandaba en tu alma que eslo principal; toda eres mía, sobre todo porque tequiero como tu miserable vetustense y el ara-gonés no te pueden querer, ¿qué saben ellos,Anita, de estas cosas que sabemos tú y yo...? Sí,

tú las sabías también... y las olvidastes... por uncacho de carne fofa, relamida por todas las mu-jeres malas del pueblo.... Besas la carne de laorgía, los labios que pasaron por todas laspústulas del adulterio, por todas las heridas delestupro, por...».

Y don Fermín rasgó también esta carta, y enmil pedazos más que todas las otras. No acer-taba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos ynegros, y el piso parecía nevado; y sobre aque-llas ruinas de su indignación artística se pasea-ba furioso, deseando algo más suculento parala ira y la venganza que la tinta y el papel mu-do y frío.

Salió otra vez de casa; paseó por los soporta-les que había en la Plaza Nueva, enfrente de lacasa de los Ozores.

«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubiertoalgo don Víctor? No; si hubiera habido algo, yase sabría. Don Víctor habría disparado su esco-peta sobre don Álvaro, o se estaría concertando

un desafío y ya se sabría; no se sabía nada, na-da; luego nada había sucedido».

Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró elMagistral en el zaguán obscuro del caserón dela Rinconada. Quería saber algo, espiar los rui-dos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué ibaél allí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casadonde en otro tiempo tanto valía su consejo,tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie lellamaba. No debía entrar». No entró. «Además,iba pensando mientras se alejaba, si yo me veofrente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese ma-rido indigno, de sangre de horchata, la perdo-na, yo... yo no la perdono y si la tuviera entremis manos, al alcance de ellas siquiera.... SabeDios lo que haría. No, no debo entrar en esacasa; me perdería, los perdería a todos».

Y volvió a la suya. Doña Paula entró en eldespacho. Hablaron de los negocios del comer-cio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosasmás; pero nada se dijo de lo que preocupaba alhijo y a la madre.

—«No se podía hablar de aquello» pensabaél.

—«No se podía hablar de aquello, ni a solas»pensaba ella.

La madre lo sabía todo. Había comprado elsecreto a Petra.

Además, ya ella, por su servicio de policíasecreta, y por lo que observaba directamente,había llegado a comprender que su hijo habíaperdido su poder sobre la Regenta. Si antes lamaldecía porque la creía querida de su Fermo,ahora la aborrecía porque el desprecio, la burla,el engaño, la herían a ella también. ¡Despreciara su hijo, abandonarle por un barbilindo mustiocomo don Álvaro! El orgullo de la madre dababrincos de cólera dentro de doña Paula. «Suhijo era lo mejor del mundo. Era pecado ena-morarse de él, porque era clérigo; pero mayorpecado era engañarle, clavarle aquellas espinasen el alma.... ¡Y pensar que no había modo devengarse! No, no lo había». Y lo que más temíadoña Paula era que el Magistral no pudiera

sufrir sus celos, su ira, y cometiese algún delitoescandaloso.

La desesperaba la imposibilidad de conso-larle, de aconsejarle.

A doña Paula se le ocurría un medio de cas-tigar a los infames, sobre todo al barbilindoagostado; este medio era divulgar el crimen,propalar el ominoso adulterio, y excitar al donQuijote de don Víctor para que saliera lanza enristre a matar a don Álvaro.

«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo,

observaba todos los gestos de su hijo, aquellapalidez, aquella voz ronca, aquel temblor demanos, aquel ir y venir por el despacho.

«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle elmodo de vengarse! Sí, bien merecía aquel hijode las entrañas que se le arrancasen aquellasespinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo!¡Había sido tan hábil para conservar y engran-decer el prestigio que le disputaban!». Desdeque doña Paula vio que «no estallaba un escán-

dalo», que don Fermín mostraba discreción ycautela incomparables en sus extrañas relacio-nes con la Regenta, se lo perdonó todo y dejóde molestarle con sus amonestaciones. Y des-pués del triunfo de su hijo sobre la impiedadrepresentada en don Pompeyo Guimarán, des-pués de aquella conversión gloriosa, su madrele admiraba con nuevo fervor y procuraba ayu-darle en la satisfacción de sus deseos íntimos,guardando siempre los miramientos que exigíalo que ella reputaba decencia.

No, no se podía hablar de aquello que tantoimportaba a los dos; y al fin doña Paula dejósolo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desdeallí, en vela, se propuso espiar los pasos de suhijo, que continuaba moviéndose abajo: le oíaella vagamente.

Sí, don Fermín, que cerró la puerta del des-pacho con llave en cuanto se quedó solo, semovía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían pro-yectos disparatados, crímenes de tragedia, perolos desechaba en seguida. «Estaba atado por

todas partes». Cualquier atrocidad de las que sele ocurrían, que podía ser sublime en otro, en élse le antojaba, ante todo, grotesca, ridícula.

Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo.La idea de maníaco de que estaba vestido demáscara llegó a ser una obsesión intolerable.Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse,corrió a un armario, sacó de él su traje de caza-dor, que solía usar algunos años allá en Matale-rejo, para perseguir alimañas por los vericue-tos; y se transformó el clérigo en dos minutosen un montañés esbelto, fornido, que lucíaapuesto talle con aquella ropa parda ceñida alcuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil,lleno de juventud todavía. Se miró al espejo.«Aquello ya era un hombre». La Regenta nuncale había visto así.

«En el armario había un cuchillo de monta-ña».

Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto decuero negro. La hoja relucía, el filo señaladopor rayos luminosos, parecía tener una expre-

sión de armonía con la pasión del clérigo. ElMagistral le encontraba una música al filo insi-nuante.

«Podía salir de casa, ya era de noche, nochecerrada, ya habría poca gente por las calles,nadie le reconocería con aquel traje de cazadormontañés; podía ir a esperar a don Álvaro a lacalleja de Traslacerca, a la esquina por dondedecía Petra que le había visto trepar una noche.Don Álvaro, si don Víctor no había descubiertonada o si no sabía que don Víctor le había des-cubierto, volvería otra vez, como todas las no-ches acaso... y él, don Fermín, podía esperarleal pie de la tapia, en la calleja, en la obscuri-dad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole aluchar, vencerle, derribarle, matarle.... ¡Para esoserviría aquel cuchillo!».

Doña Paula se movió arriba. Crujieron lastablas del techo.

Como si las ideas de la madre se hubiesenfiltrado por la madera y caído en el cerebro delhijo, don Fermín pensó de repente:

«Pero, no, todos estos son disparates; yo nopuedo asesinar con un puñal a ese infame.... Notengo el valor de ese género. Estas son neceda-des de novela. ¿Para qué pensar en lo que no hede hacer nunca? No hay más remedio que utili-zar el valor y las ideas románticas y caballeres-cas de don Víctor; guardaré el cuchillo, mi es-pada tiene que ser la lengua...».

Y don Fermín se despojó del chaquetón par-do, dejó el sombrero de anchas alas, desciñó elcinto negro, guardó todas estas prendas, más elcuchillo, en el armario y se vistió la sotana y elmanteo, como una armadura. «Sí, aquella erasu loriga, aquéllos sus arreos».

«Ahora mismo; voy a verle ahora mismo. Siel muy idiota fue a cazar a Palomares, a estashoras debe de estar de vuelta o llegando; es lahora del tren. Voy a su casa...».

Y salió. «Si mi madre me sale al paso le diréque me espera un enfermo, que quiere confesarconmigo sin falta...».

En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajódoña Paula corriendo.

—¿A dónde vas? Él dijo su mentira. Y ellafingió creerla y le dejó marchar, porque adivinóen el rostro, en la voz, en todo, que su hijo noiba ciego, no iba a dar escándalo.

«Acaso se le había ocurrido lo mismo que aella».

Y don Fermín de Pas llegó al caserón de losOzores, vio a don Tomás Crespo desaparecerpor la plaza, entró en el portal y se decidió asaludar a don Víctor, que abría la puerta, y su-bió con él; y estaba dispuesto a hablarle, a pre-guntarle, a aconsejarle... a insinuarle la vengan-za necesaria... y no sabía cómo empezar.

Cuando acabó de beber el vaso de agua quesabía a polvo, el Magistral aún no sabía lo queiba a decir.

Pero los ojos de Quintanar seguían pregun-tando pasmados, y don Fermín habló...

—Amigo mío, lucho entre el deseo de satis-facer la impaciencia de usted y el temor de no

acertar con la embocadura del asunto que esespinoso, y por desgracia, por mucho que sesuavice la expresión, de poco agradable acce-so....

—Al grano, señor Magistral.—La hora de mivisita, el hacer yo pocas a esta casa hace algúntiempo; todo esto contribuirá...

—Sí, señor, contribuye...; pero adelante.¿Qué pasa, don Fermín? ¡Por los clavos de Cris-to!

—De Cristo tengo yo que hablarle a ustedtambién, y de sus clavos, y de sus espinas y dela cruz....

—Por compasión...—Don Víctor, yo necesitoantes de hablar que usted me declare el estadode su ánimo....

—¿Qué quiere usted decir?—Está usted pálido, visiblemente preocupa-

do, bajo el peso de un gran disgusto, sin duda;lo he notado al entrar, a la luz del farol de laescalera....

—Y usted también... está.

La voz de Quintanar temblaba.—Pues esoquiero saber; si usted conoce la causa de mivisita, en parte a lo menos, podré ahorrarme eldisgusto de abordar los preliminares enojosí-simos de una cuestión....

—Pero, ¿de qué se trata? ¡por las once mil!...—Señor Quintanar, usted es buen cristiano,

yo sacerdote; si usted tiene algo que... decir...algún consejo que buscar.... Yo también vengo ahablarle a usted de lo que sé como sacerdote,pero la conciencia de quien me lo comunicóexige precisamente que yo dé este paso....

Don Víctor se puso en pie de un salto.En aquel momento estaba muy satisfecho de

sí mismo el Magistral, porque acababa de verclaro. Ya sabía qué camino era el suyo.

—¿Una persona... que le manda a usted ve-nir a estas horas a mi casa?...

—Don Víctor, confiéseme usted si usted sabealgo de un asunto que le interesa muchísimo, ysi el saberlo es la causa de esa alteración de susemblante.... Necesito empezar por aquí.

—Sí, señor; hoy sé algo que no sabía ayer...que me importa muchísimo ¡ya lo creo! másque la vida.... Pero, si usted no habla más claro,yo no sé si debo... si puedo....

—Ahora, sí; ahora ya puedo hablar más cla-ro.

—Una persona... decía usted....—Una persona que ha protegido un... cri-

men que perjudica a usted... ha acudido arre-pentida al tribunal de la penitencia a confesarsu complicidad bochornosa... y a decirme quela conciencia la había acusado, y que por medi-da perentoria de reparación... había puesto enpoder de usted el descubrimiento de esa... in-famia.... Pero temiendo nuevas desgracias, porsu manera torpe de proceder... se apresuraba adeclararme lo que había, para ver si podíanevitarse más crímenes... que al cabo, crimensería una violencia... una venganza sangrien-ta....

Don Fermín se interrumpió para callar, res-petando así el dolor de don Víctor, que se había

dejado caer sobre un sofá, y apretaba la cabezaentre las manos.

—¿Petra... ha sido Petra?—dijo don Víctorpreguntando con el tono especial del que yasabe lo mismo que pregunta.

—La infeliz no comprendió al principio quesu conducta podía causar nuevos estragos. Y aeso vengo yo, don Víctor, a impedirlos si estiempo.... En nombre del Crucificado, donVíctor, ¿qué ha sucedido aquí?

—Nada, ¡pero aún estamos a tiempo!—contestó el marido burlado, puesto en pie, conlos puños apretados, avergonzado, como si seviera en camisa en medio de la plaza; furiosoante la idea de que no había habido allí nada,ningún crimen cuyo autor debía ser él, segúnexigían las leyes del honor... y del teatro.—Nada, nada... pero habrá, habrá sangre.... ¿Yusted lo sabe? ¿Esa mujer ha divulgado mi des-honra?... Eso ha sido también una venganza, noes arrepentimiento; es venganza... pero estoimporta poco. ¡Lo que importa es que el mundo

sabe!... ¡Desgraciado Quintanar! ¡Mísero demí!...

Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo,que volvía a sentir el mismo sueño soporíferoque le había encogido el ánimo por la mañana.

«El mundo sabe»—había dicho don Víctor—y estas palabras sugirieron a don Fermín otramentira provechosa.

Pero antes dijo:—Don Víctor, no extraño queen su dolor usted no tenga tiempo ni fuerzapara reflexionar... pero yo no he dicho que elmundo supiera... yo no soy el mundo; soy unconfesor.

—¿Pero cree usted que Petra no habrá di-cho?...

—Petra no; pero... por desgracia...—Además,lo que importa aquí es mi honra, no que elmundo sepa o ignore.... De todas maneras,pronto sabrá de mi venganza y se podrá enterarde todo.

Y se puso a dar vueltas por el despacho.De Pas se levantó también.

—Por desgracia—continuó—la maledicenciase ha apoderado hace tiempo de ciertos rumo-res, de algo aparente....

Don Víctor rugió al gritar:—¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿esto más? ¿El

mundo dice?... ¿Vetusta entera habla?...Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándo-

se las canas.Don Fermín, mientras el otro se entregaba a

los arranques mímicos de su dolor, de su ver-güenza, habló largo y tendido del asunto. «Sí,por desgracia, hacía meses ya, desde el verano,desde antes acaso, se murmuraba de la con-fianza y de la frecuencia con que don Álvaroentraba en el palacio de los Ozores. Esto era lopeor, después de la desgracia en sí misma. Eralo peor porque el Magistral, que conocía lasexaltadas ideas de don Víctor respecto al honor,temía que obedeciendo a impulsos disculpa-bles, pero no justos, y sordo a la voz de la reli-gión, se arrojase a tomar venganza terrible, so-bre todo de don Álvaro, cuyo crimen no podía

ser más repugnante y digno de castigo. Pero,amigo, aunque él, el Magistral, como hombre yhombre de experiencia, se explicaba la ve-hemente cólera que debía de dominar a donVíctor, y comprendía, y disculpaba hasta ciertopunto, sus deseos de pronta y terrible vengan-za; si tal hacía como hombre, en cuanto sacer-dote de una religión de paz y de perdón, teníaque aconsejar y procurar, en cuanto pudiese, lasuavidad, los procedimientos que la moral re-comienda para tales casos». Don Víctor, con elrostro entre las manos hacía signos de protesta;negaba como si quisiese arrancarse la cabezadel tronco.

«Pero qué le diría, o le podría decir Quinta-nar al Magistral, que él no comprendiera.... Sí,sí, mirando las cosas como las mira el mundo,aquello pedía sangre, es más, no ya sólo porsatisfacer el deseo de vengarse, hasta para po-der vivir entre las gentes con lo que llama elmundo decoro, era necesario, según las leyessociales, según lo que las costumbres y las ideas

corrientes exigían, que don Víctor buscase aMesía, le desafiase, le matase si posible le era, osi le cogía in fraganti en el delito, o cerca de él,que le sacrificase sin miramientos, con justiciapronta. Así lo habían hecho varones esclareci-dos que eran asombro del mundo y se veíancantados y alabados en poemas y tragedias.Todo esto lo sabía el Magistral perfectamente».Y en efecto, con tal calor y elocuencia exponía«las razones que, desde el punto de vista mun-dano, aconsejaban el derramamiento de san-gre» que después, cuando recordaba que teníaque defender el partido contrario, el de caridad,perdón y amor al prójimo, olvido de los agra-vios y conformidad con la cruz; cansado ya porlos esfuerzos anteriores era otro el Magistral, sevolvía premioso, decía con frialdad vulgarida-des de sermón de aldea. Su propósito no lo pe-netraba don Víctor, pero sentía los efectos de laperfidia del canónigo. «Sí», pensaba el ex-regente, mientras el Magistral volvía a enume-rar los sacrificios de amor propio, pundonor y

otras muchas cosas que exigía la religión a unbuen cristiano a quien su mujer engañaba: «sí,he estado ciego, me he portado indignamente,he debido matar a Mesía de una perdigonada,sobre la tapia, o si no correr en seguida a sucasa y obligarle a batirse a muerte acto conti-nuo; el mundo lo sabe todo, Vetusta entera metiene por... un... por un...» y saltaba don Víctorcerca del techo al oírse a sí mismo en el cerebrola vergonzosa palabra.

Y entonces las frases frías, desmadejadas,con que el Magistral recomendaba el perdón, elolvido, le sonaban a hueco, a retórica vana:«Aquel santo varón no sabía lo que era un ul-traje de aquella especie; ni lo que exigía la so-ciedad».

Para que el clérigo le dejase en paz y no lecansase más con sus sermones sosos y despro-vistos de vida, de unción, don Víctor fingióceder; y dijo que no haría ningún disparate, quemeditaría, que procuraría armonizar las exi-

gencias de su honor y aquello que la religión lepedía....

Entonces se alarmó don Fermín; creyó quehabía perdido terreno, y volvió a la carga. Convivos colores pintó el desprecio que el mundoarroja sobre el marido que perdona y que lamalicia cree que consiente....

Don Víctor, oyendo al Magistral, se figurabael hombre más despreciable del mundo si nohacía una que fuese sonada.... «Oh, sí, cuantoantes... en cuanto fuera de día daría sus pasos,mandaría dos padrinos a don Álvaro; había quematarle».

Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendola exaltación de la ira pintada en el magistrado.«Sí, había hombre; la máquina estaba dispuesta;el cañón con que él, don Fermín, iba a dispararsu odio de muerte, ya estaba cargado hasta laboca».

Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a lapared, en un rincón...

«Ya no había qué hacer allí». El Magistral sedespidió. Pero al salir, al llegar a la puerta, sevolvió de repente y con ademán solemne, comosacerdote de ópera, exclamó:

—Exijo a usted, como padre espiritual quehe sido y creo que soy todavía, de usted, le ex-ijo en nombre de Dios... que... si esta... noche...sorprendiera usted... algún nuevo... atentado...si ese infame, que ignora que usted lo sabe to-do, volviera esta noche.... Yo sé que es muchopedir... pero un asesinato no tiene jamás dis-culpa a los ojos de Dios, aunque la tenga a losdel mundo.... Evite usted que ese hombre pue-da llegar aquí... pero... ¡nada de sangre, donVíctor, nada de sangre en nombre de la quevertió por todos el Crucificado!...

«¡Es verdad, pensó don Víctor cuando sequedó solo, es verdad! ¿Y yo, estúpido, tonto,no había dado en ello? Ese hombre debe volveresta noche.... ¡Y yo, por no matarla a ella con elsusto, iba a dejar que otra vez... otra vez!... ¡Yno pensaba en ello!...».

Se abrió la puerta y entró la Regenta.Venía pálida, vestía un peinador blanco, y

no hacía ruido al andar. Sus ojos parecían másgrandes que nunca, y miraban con una fijezaque daba escalofríos. A lo menos los sintió donVíctor, que dio un paso atrás, y tuvo terror,como en presencia de un fantasma. Antes queen la traición de aquella mujer pensó en el granpeligro que corría la vida de Ana, si una emo-ción fuerte la espantaba. No le pareció su mujera don Víctor, le pareció la Traviata en la escenaen que muere cantando. Sintió el pobre viejouna compasión supersticiosa; aquel ser vaporo-so que se le aparecía de repente en silencio,pisando como un fantasma, lo quería él enaquel instante con amor de padre que teme porla vida de su hija, y lo temía al mismo tiempocomo a cosa del otro mundo.... «¡Qué fácil eraasesinar con una palabra a la pobrecita enfer-ma, que acaso no era responsable de su delito!Oh, no, lo que es a ella no la mataría, ni con

puñal, ni con bala, ni con palabras fulminan-tes...».

—¿Quién estaba ahí?—preguntó Ana tran-quila.

—El Magistral—respondió don Víctor, quesuponía a su mujer enterada de lo mismo quepreguntaba.

Ana se turbó.—¿A qué venía... a estashoras?—preguntó disimulando sus temores.

—¿A qué? Cosas de política.... Eso del obis-po y el gobernador... lo de las votaciones quecorre prisa... en fin... cosas de política.

La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarsea su marido, que no la buscó tampoco para dar-le el beso en la frente con que solían despedirsetodas las noches.

Respiró Quintanar cuando se vio solo.«Aquello había salido bien. No se había descu-bierto. Anita no había podido sospechar.... Ten-ía la conciencia tranquila, señal de que habíahecho bien por lo pronto».

Pidió el té que era su cena los días de caza yde comida de fiambre; dio orden a los criadosde acostarse, y a las once y media, de puntillasy sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras,bajó al parque en zapatillas, armado de escope-ta. La había cargado con postas.

«¡Oh, sí! el Magistral le había sugerido, sinquerer, una buena idea. ¿Qué no hubiera san-gre, eh? Oh, lo que es como volviese aquellanoche... ¡moría don Álvaro! Y que ardiera elmundo. Que se asustara Ana, que cayera re-donda, que le prendieran a él.... Cualquier co-sa... pero como volviera, moría». Así como pocoantes había sentido la conciencia tranquila alcontener su cólera delante de Ana, ahora sesentía satisfecho ante su resolución de matar alladrón de su honra si volvía.

La noche era obscura, el frío intenso. DonVíctor no tuvo más remedio que volver a sucuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, oque el otro tuviera tiempo de venir y escalar elbalcón entre tanto... pero a cuerpo no se podía

estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisaque pudo, a buscar la capa, y bien embozadovolvió a su puesto de centinela en el cenador,desde el cual veía el perfil de la tapia, des-tacándose borrosa en el cielo negro; y veríatambién el balcón del tocador si se abría paradar paso a don Álvaro.

Oyó las doce, la una, las dos... no oyó lastres, porque debió de dormitar un poco, aun-que él se lo negaba a sí mismo.... Y a las cuatrono pudo resistir ya el frío y el sueño; y deliran-te, sin conciencia de sí mismo ni del mundoambiente, tropezando en todo, subió a su cuar-to, buscó la cama a tientas, se desnudó pormáquina, se envolvió entre las sábanas y sequedó dormido en un sopor de fiebre lleno defantasmas ardientes, de monstruos dolorosos.

Aquella tarde no asistieron al Casino a lahora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal,ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.

Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio:

—Señores, cuando yo digo que hay gato....—¿Qué gato?—preguntó don Frutos Redon-

do el americano.Estaban, como siempre a tal hora, en la sala

contigua al gabinete rojo, el del tresillo.Todos los presentes rodearon a Foja que

añadió:—Noten ustedes que hoy no han venido ni

Ronzal, ni el capitán ni el coronel. Ciertos sonlos toros. Cuando el río suena....

—Pero ¿qué suena?—preguntó Orgaz padre,que algo sabía.

Joaquinito, que se daba aires de saber mu-chas cosas, dijo:

—Nada, señores, yo digo a ustedes que nohay nada....

—Pues con permiso de usted yo sé que haygrandes novedades. Lo sé de buena tinta....Quintanar debe de haber mandado a estashoras sus padrinos a don Álvaro.

—¡Padrinos! ¿por qué?—preguntó Redondo.

—¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiadosabe usted por qué. La verdad es que aquelloera un escándalo.

Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don

Víctor que había consentido tanto tiempo aque-lla desvergüenza.

—¿Pero qué sabe usted si consentía? No sab-ía nada. Y si ahora desafía al otro, será que des-cubrió algo....

—O que se ha cansado de aguantar...—O nohabrá tal desafío.

Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Alobscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a in-terrogarle al principio. Foja se cansó de serprudente y preguntó a Trabuco dándole ungolpecito en el hombro:

—¿Es usted padrino?—¿Padrino de qué?—dijo Ronzal con ceño adusto, aire misterioso, ycomo hombre prudentísimo que opone un mu-ro de hielo a una indiscreción.

—Padrino del duelo a muerte entre Mesía yQuintanar....

—¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabrade... quiero decir... yo no sé... yo niego.... Esusted un mentecato y un hablador insustancial¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen atratar al café?

—¿Ven ustedes? Lo que yo decía—gritó Fojatriunfante sin hacer caso de los insultos.

Ronzal negó, se obstinó en callar; pero seconocía que le costaba grandes esfuerzos.

Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joa-quinito Orgaz, aparte, pero de modo que looyeran los demás:

—¿Sabe usted si don Pedro el picador tienetodavía sables de...?

Y lo demás lo dijo en voz baja.Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto

de disgusto y salió del Casino, diciendo:—Adiós, señores.—¿Ven ustedes? Lo que yo

decía. Duelo tenemos. Aquellos señores se de-clararon en sesión permanente. Los mozos en-

cendieron el gas, y continuó el tertulín de latarde empalmándose con el de la noche. Algu-nos fueron a cenar y volvieron. A las ocho entodo el Casino no se hablaba más que del due-lo. Los del billar dejaron los tacos para venir ala sala de las mentiras a cazar noticias; hasta losde arriba, los del cuarto del crimen, que solíandejar que pasaran revoluciones sin darse porentendidos, mandaron sus emisarios abajo parasaber lo que ocurría.

Un desafío en Vetusta era un acontecimientode los más extraordinarios. De tarde en tardealgunos señoritos se daban de bofetadas en elEspolón, en algún sitio público, pero no pasabade ahí. Los insultos no tenían jamás consecuen-cias. Nunca había habido en Vetusta una salade armas. Hacía años, un comandante retiradohabía querido ganarse la vida dando leccionesde sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre,Ronzal y otros varios comenzaron con granafición a dejarse dar de palos, pero pronto se

cansaron y el comandante tuvo que dedicarse apedir un duro prestado a cualquiera.

No se recordaba en la población más quedos desafíos en que se hubiera llegado al terre-no; uno de Mesía, allá, muchos años atrás,cuando era muy joven; había sido padrino delcontrario Frígilis, único vetustense que asistióal lance.

Nunca había querido decir lo que había pa-sado allí, pero era lo cierto que ni Mesía ni suadversario habían guardado cama un solo díadespués del duelo.

El otro desafío había sido entre un jefeeconómico y un cajero por cuestiones de la caja.Sobre si sacaste tú o saqué yo. Se habían batidoa primera sangre. El cajero había recibido unarañazo en el cuello, porque el jefe económicodaba sablazos horizontales con el propósito dedegollar al contrario. Y no había más desafíosllevados al terreno en las crónicas vetustenses.

Se discutió mucho aquella noche, para pasarel rato mientras llegaban noticias, sobre la legi-

timidad de esta costumbre bárbara que habíamosheredado de la Edad media.

Orgaz padre, que era algo erudito, aunquede oficio escribano, aseguró que el duelo eraresto de las ordalías.

Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni or-dalías ni san ordalías le hacían a él batirse. Élacudía al juez si le ofendían, y si no había mo-do, ventilaba la cuestión a palos.—Eso de queme mate un espadachín, que no ha tenido quetrabajar para ganarse la comida, no lo consen-tirá el hijo de mi madre.

—Sin embargo—decía Orgaz padre—haycircunstancias... el honor... la sociedad.... Ya veusted, Fígaro condena el duelo, y confiesa queél se batiría llegado el caso.

—Es que yo no soy un mal barbero, señormío—gritó don Frutos—tengo algo que perder.

Hubo que explicarle a don Frutos quién eraFígaro; pero aún después de enterado, Redon-do, que sudaba ya de tanto discutir y gritar,

vociferó diciendo, que de todas maneras, al quele desafiase, él le rompía el alma....

—Pues yo—dijo el ex-alcalde—a la justiciame atengo... una querella criminal, la ley estáterminante....

—Pues yo—exclamó solemnemente Orgazpadre, puesto en pie y con voz temblorosa—yono hago nada de eso. Al que me desafíe, si esun diestro, le obligo a aceptar un duelo en lascondiciones siguientes: (Atención general.) Ados pasos de distancia (se coloca, midiendo dospasos largos, enfrente de don Frutos que sepone muy serio y erguido) una pistola cargada,y otra no cargada. (Orgaz palidece ante la ideade que aquello pudiera suceder como lo cuen-ta.) Una, dos, tres (da las tres palmadas) ¡plun!¡y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga!Así me bato yo. La cuestión no es ser diestro, estener valor.

—¡Bravo, bravo! ¡eso, eso!—gritó gran partedel concurso, como si oyera aquello por prime-ra vez.

Siempre que se hablaba de desafíos decían lomismo que aquel día Foja, don Frutos, Orgaz yotros caballeros.

En vano esperaron los socios noticias. En to-da la noche no parecieron por allí ni Ronzal, niFulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eranlos padrinos, amén de Frígilis.

Era verdad. Por más que Crespo encargó elsecreto más absoluto a todas las personas quetuvieron que intervenir en el triste negocio, nose sabe cómo, aunque se sospecha que por cul-pa de Ronzal, pronto corrió por Vetusta el ru-mor de lo cierto. Petra y Ronzal habían sido losindiscretos. Petra, por venganza, por malaíndole, había hablado, había dicho a algunaamiga lo de su antigua ama. «¿Que por qué hab-ía dejado aquella casa? Por tal y por cual». Tra-buco, a quien la honra de merecer la confianzade Quintanar había llenado de vanidad, nohabía podido resistir la tentación de dejartransparentarse su secreto. Ello era que en todoVetusta no se hablaba de otra cosa.

El Gobernador decía en su casa que no se lehablase de aquello, que su deber de autoridadestaba en abierta contradicción con su deber decaballero, que debía tener oídos de mercader,ojos de topo, y los tendría....

Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no sesabía nada.

—¿Era una papa lo del duelo?—preguntabaFoja en el Casino.

Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que losabía todo por el Marquesito.

—No, no era broma; la cosa iba de veras.Duelo a muerte.

Pero los padrinos se habían portado mal,eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronelFulgosio que decía tener el código del honor enla punta de los dedos: no parecían armas, sehabía hablado del sable primero, pero no parec-ían sables de desafío; no había en Vetusta sa-bles así, o no querían darlos los que los tenían.Se había recurrido a la pistola... y tampoco pa-recían pistolas a propósito. «Yo creo—añadía

Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto esinverosímil y que Frígilis quiere dar largas alasunto a ver si convence a Mesía y lo hace mar-charse de Vetusta».

—¡Qué indignidad!—gritó Foja.—Pues ésa había sido la primera solución.

La misma noche del día en que, al parecer (estose cuenta por lo menos) don Víctor descubriósu deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le su-plicó que saliera del pueblo cuanto antes. Mesíase lo contó ce por be a Paco.

—Bueno, ¿y qué más?—Nada, que Mesía, como era natural, se

opuso; dijo que Quintanar y todo Vetusta pod-ían atribuir a miedo su ausencia.—Pero Frígilis,que tiene cierta influencia sobre don Álvaro, leobligó a darle palabra de honor de que al díasiguiente tomaría el tren de Madrid. Parece serque Quintanar tuvo en sus manos la vida deÁlvaro; que pudo matarle de un tiro y no lemató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos delmarido ultrajado para obligar a Mesía a huir.

«Eso no es cobardía—dice que le dijo—eso eshacerse justicia a sí mismo, usted merece lamuerte por su traición y yo le conmutó la penapor el destierro».

—¿Eso dijo Crespo?—Eso.—¡Miren Frígi-lis!—Tiene mucha confianza con Álvaro, que lerespeta mucho.

—Bueno, ¿y qué más?—Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día

siguiente, ayer por la mañana, cuando estabaya nuestro don Juan haciendo el equipaje paralargarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal enson de desafío. Parece ser que muy tempranodon Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar aTrabuco para ir juntos a desafiar al burlador;Frígilis no tuvo más remedio que obedecer,porque al saber Quintanar que el otro pensabaescapar, amenazó con seguirle al fin del mundoy llamarle cobarde en los periódicos, en la ca-lle.... Estaba furioso.

—¡Claro, las comedias!—Ello es, que Frígilistuvo que devolver a Álvaro la promesa de huiry mandarle buscar padrinos.

—¿Y Mesía?—Es claro; dejó el viaje y buscópadrinos; querían que yo fuese uno (mentira)pero después... como yo soy muy amigo deambos... en fin, se buscó otros... y no parecían....Sólo Fulgosio, que siempre se presta a talesenredos... y Bedoya, que al fin es militar....

En general, Joaquinito estaba bien enterado.Mesía se lo había dicho todo al Marquesito quehabía ido a verle a la fonda.

Lo que no le había dicho era que él teníamucho miedo; que así como se alegraba de verrotas aquellas relaciones que iban a acabar conla poca salud que le quedaba y a dejarle en ridí-culo a los mismos ojos de Ana, le horrorizaba laidea de verse frente a frente de don Víctor conuna espada o una pistola en la mano.

La proposición primera de Frígilis la aceptóinmediatamente.

«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derechoiba él a procurar la muerte del hombre que lehabía perdonado la vida aquella mañana y aquien él había robado la honra? Huiría; al díasiguiente, sin falta tomaría el tren».

Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué ate-nerse respecto del valor de Álvaro.

Como que había sido testigo de aquel duelomisterioso, a que aludían los socios del Casino.Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sidoretado a singular combate por un forastero;todos los padrinos eran de la guarnición menosFrígilis, único vetustense que presenció el lan-ce. El duelo era a sable, en el Montico, en unaarboleda, de tarde, cerca del obscurecer. Mesíay su adversario estaban en mangas de camisa(se acordaba Frígilis como si hubiese sido el díaanterior), estaban en mangas de camisa, sableen mano... ambos pálidos y temblando de frío yde miedo. El cielo encapotado amenazaba des-plomarse en torrentes de lluvia. Los dos comba-tientes miraban a las nubes. Frígilis comprendió

lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y alprimer choque de los aceros estalló un trueno yempezaron a caer gotas como puños. Mesía ysu adversario temblaban como las ramas de losárboles que batía el viento.... Tan grande fue elchaparrón que los padrinos suspendieron elduelo... que no se continuó. «No habían ido abatirse contra los elementos». Mesía quedóincólume y Crespo implícitamente le dio segu-ridades de que guardaría el secreto de aqueltrance ridículo y de la cobardía del Tenoriovetustense.

Recordando todo esto, Frígilis trató como unzapato a Mesía aquella noche memorable enque le intimó la huida. Pero—decía bien Joa-quín Orgaz—al día siguiente tuvo que devolversu palabra a don Álvaro. Ya no debía huir.Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonésy no cejaría.

«No sé quién me le ha cambiado. Anocheparecía resuelto o poco menos a una soluciónpacífica, se contentaba con que usted desapare-

ciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré alseñor de Ronzal, que está presente, al lado dellecho de mi amigo».

Ronzal saludó. Mesía se había puesto muypálido. Estaba metiendo ropa blanca en unmundo y suspendió la tarea.

—De modo que...—Que tiene usted que bus-car padrinos.

A Frígilis le había disgustado que donVíctor, sin consultar con él, hubiese llamado aRonzal. Quintanar creía en la energía del dipu-tado por Pernueces y sabía que no estimaba adon Álvaro. Según el ex-magistrado, era unbuen padrino. Error, según Frígilis.

Lo peor fue que no hubo modo de disuadir aQuintanar.

«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mideshonra es pública, que la reparación lo sea, yademás terrible y rápida».

«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».

«No importa. Mejor. Si ustedes no van adesafiar a ese hombre, me levanto y busco yomismo otros padrinos».

No hubo más remedio. Mesía, a regañadien-tes, y ocultando el pavor como podía, buscó susdos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Perono parecían sables útiles. Además, surgierondificultades sobre ciertos pormenores. Y asípasó un día.

Al siguiente por la mañana se acordó que sebatieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Sealegró de que fuese el duelo a pistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.Y pasó otro día. Don Víctor se levantó al si-

guiente después de pasar setenta horas en lacama, con fiebre un día entero, impaciente aratos, angustiado otros, y siempre disimulandoen presencia de Ana, que le cuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, conla debilidad que sucedió a la calentura vinieron

accesos de melancolía, y meditaciones filosófi-co-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimoaflojaba, no por amor a la vida propia, que nocreía en gran peligro ante don Álvaro, sino pormiedo a los remordimientos. Cuando supo lode las pistolas, resolvió no matar a su contrario.«Le dejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro noera probable que le hiriese a él tirando a veintepasos; tendría que ser por una casualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesíahabía cumplido su palabra, dada a Frígilis, dedespedirse por escrito para un viaje electoral,urgentísimo y breve; sin que Ana sospechasepor lo menos que se trataba de la vida o lamuerte de su esposo y de su amante, salió decasa don Víctor por la puerta del parque acom-pañado de Frígilis, a la hora en que solían ir decaza.

En la calleja de Traslacerca les esperabaRonzal. La mañana estaba fría y la helada sobrela hierba imitaba una somera nevada.

En la carretera de Santianes les esperaba uncoche; dentro de él estaba Benítez, el médico deAna. Al verle don Víctor palideció, pero en na-da más se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje,a las tapias del Vivero. Se apearon, y rodeandola quinta del Marqués, entraron en el bosque derobles donde meses antes don Víctor había bus-cado a su mujer ayudado del Magistral.«¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no hab-ía comprendido entonces!». No importaba; laverdad era que del furor que en su corazónhabía hecho estragos después de la visita noc-turna de don Fermín, ya no quedaban más querestos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro,ya no se figuraba imposible la vida mientras nomuriese aquel hombre: la filosofía y la religióntriunfaban en el ánimo de don Víctor. Estabadecidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí habíauna meseta, y en un claro sitio suficiente paramedir más de treinta pasos. Las últimas condi-

ciones del duelo eran estas: veinticinco pasos,pudiendo avanzar cinco cada cual. Valía apun-tar en los intervalos de las palmadas que hab-ían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgo-sio, el coronel, nunca había presenciado unduelo a pistola, aunque él aseguraba haber asis-tido a muchos, y Ronzal y Bedoya en su vidahabían intervenido en semejantes negocios.Frígilis sólo había visto el duelo frustrado deMesía. Aquellas condiciones las había copiadoel coronel de una novela francesa que le habíaprestado Bedoya. Lo único original allí era queFulgosio juraba que su honor de soldado no lepermitía autorizar un simulacro de desafío, yque el duelo a pistola y a tal distancia y a la vozde mando sin apuntar y entre dos primerizos,pues primerizo era también Mesía a pistola,sería la carabina de Ambrosio.

Bedoya pensó que don Víctor era buen tira-dor, pero no se atrevió a presentar objeciones asu colega. La parte contraria tampoco tuvo na-da que decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del due-lo, don Víctor y los suyos encontraron solo elterreno. Quince minutos después aparecieronentre los árboles desnudos don Álvaro y suspadrinos, más el señor don Robustiano Somo-za. Mesía estaba hermoso con su palidez mate,y su traje negro cerrado, elegante y pulquérri-mo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas alver a su enemigo. En aquel instante hubieragritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!...como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía mie-do, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amargaera la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a dispararsobre aquel guapo mozo que hubiera hechofeliz a Anita, si diez años antes la hubiera ena-morado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estashoras tranquilo en el Tribunal Supremo o en LaAlmunia de don Godino!... Todo aquello dematarse era absurdo.... Pero no había remedio.La prueba era que ya le llamaban, ya le poníanla pistola fría en la mano...».

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendouna casualidad, la de que Mesía tuviera valorpara disparar y, por casualidad también, herir aVíctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar aldejarle en su puesto de honor.

Y se separaron testigos y médicos a buenadistancia, porque todos temían una bala perdida.Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta ideaaumentó su pavor; recordó que aquella piedadsólo le acudía en las enfermedades graves, en lasoledad de su lecho de solterón....

Frígilis estaba asustado del valor de aquelhombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo habíallegado hasta allí.

Pensando en esto, y mientras apuntaba adon Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerzapara apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápi-das y en seguida una detonación. La bala deQuintanar quemó el pantalón ajustado del pe-timetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extrañaen el corazón; era robusto, la sangre bulló de-ntro con energía. El instinto de conservacióndespertó con ímpetu. «Había que defenderse. Siel otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era donVíctor, el gran cazador!».

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. Enaquel instante se sintió tan bravo como cual-quiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba fir-me; creía tener la cabeza de don Víctor apoyadaen la boca de su pistola; suavemente oprimió elgatillo frío y... creyó que se le había escapado eltiro. «No, no había sido él quien había dispara-do, había sido la corazonada».

Ello era que don Víctor Quintanar se arras-traba sobre la hierba cubierta de escarcha, ymordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la veji-ga, que estaba llena.

Esto lo supieron poco después los médicos,en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó,como se pudo, el cuerpo inerte del digno ma-

gistrado. Yacía don Víctor en la misma camadonde meses antes había dormido con el dulcesueño de los niños.

Alrededor del lecho estaban los dos médi-cos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en losojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosiolleno de remordimientos. Bedoya había acom-pañado a Mesía, que pocas horas después to-maba el tren de Madrid, tres días más tarde delo que Frígilis había pensado.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la bocaabierta, en pie, pasmado y triste, esperabaórdenes en la habitación contigua a la del mori-bundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los pu-ños al cielo, creyéndose solo.

—¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese benditodel Señor?...

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera;y como hablando consigo mismo dijo:

—La vejiga llena.... La peritonitis de... no séquién.... Eso dicen ellos.

—¿La qué, señor?

—Nada... ¡que se muere de fijo!Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a

obscuras para llorar a solas.Poco después Pepe vio salir al coronel Ful-

gosio y detrás a Somoza el médico.—¿Y trasladarle a Vetusta?...—decía el mili-

tar.—¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Mo-

rirá esta tarde de fijo.Somoza solía equivocarse, anticipando la

muerte a sus enfermos.Esta vez se equivocó dándole a don Víctor

más tiempo de vida del que le otorgó la bala dedon Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

El mes de Mayo fue digno de su nombreaquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

Las nubes eternas del Corfín habían vertidotodos sus humores en Marzo y en Abril. Losvetustenses salían a la calle como el cuervo deNoé pudo salir del arca, y todos se explicaban

que no hubiera vuelto. Después de dos mesespasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver elcielo azul, respirar aire y pasearse por pradosverdes cubiertos de belloritas que parecen chis-pas del sol!

Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudoconseguir que Ana pusiera el pie en la calle.

—Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabeusted lo que ha dicho Benítez, que es indispen-sable el ejercicio, que esos nervios no se ca-llarán mientras no se los saque a tomar el aire, aver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea ustedrazonable... tenga usted caridad... consigomisma. Saldremos muy temprano al amanecersi usted quiere; ¡está el paseo grande tan her-moso a tales horas! O si no al obscurecer, a to-mar el fresco, por una carretera.... Por Dios,hija, va usted a enfermar otra vez.

—No, no salgo...—y Ana movía la cabezacomo los ciegos—. Por Dios, don Tomás, no meatormenten, no me atormenten con ese empe-ño.... Ya saldré más adelante... no sé cuándo.

Ahora me horroriza la idea de la calle.... ¡Oh,no, por Dios... no! por Dios me dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilistenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida yla muerte, un mes entero en el lecho sin salirdel peligro, dos meses convaleciente, padecien-do ataques nerviosos de formas extrañas, que aella misma le parecían enfermedades nuevascada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quin-tanar estaba herido allá en las marismas de Pa-lomares, que se le había disparado la escopetay.... Pero Ana, espantada, adivinando la ver-dad, había exigido que se la llevase a las ma-rismas de Palomares inmediatamente....

—«No podía ser, no había tren hasta el díasiguiente...».

—«Pues un coche, un coche.... Se me engaña;si eso fuera cierto, usted estaría al lado deVíctor...».

Frígilis explicó su presencia lo menos malque pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Anase dispuso a salir sola, a correr en busca de suVíctor.... Hubo que decirle una verdad; lamuerte de su esposo. Quiso verle muerto, perono pudo moverse; cayó sin sentido y despertóen el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla en-gañada, atribuyendo la desgracia a un acciden-te de la caza. Pero Ana creía la verdad, no loque le decían; la ausencia de Mesía y la muertede Víctor se lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe,en ausencia de Frígilis, Anselmo entregó a suama una carta en que don Álvaro explicabadesde Madrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en laalcoba de Ana, la llamó en vano dos, tres ve-ces.... Pidió luz asustado y vio a su amiga comomuerta, supina, y sobre el embozo de la cama elpliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a lavida con antiespasmódicos a la Regenta y rece-taba nuevas medicinas para combatir peligrosnuevos, complicaciones del sistema nervioso,Frígilis en el tocador leía la carta del que siem-pre llamaba ya para sus adentros cobarde ase-sino; y después de leer el papel asqueroso, loarrugaba entre sus puños de labrador y decíacon voz ronca:

—¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota! DonÁlvaro en aquel papel que olía a mujerzuela,hablaba con frases románticas e incorrectas desu crimen, de la muerte de Quintanar, de laceguera de la pasión. «Había huido porque...».

—¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mítambién, cobarde!—se dijo Frígilis.

«Había huido porque el remordimiento learrastró lejos de ella... Pero que el amor le man-daba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debíavolver? ¿O que debían juntarse en otra parte, enMadrid por ejemplo?». Todo era falso, frío, ne-cio, en aquel papel escrito por un egoísta inca-

paz de amar de veras a los demás, y no menosinepto para saber ser digno en las circunstan-cias en que la suerte y sus crímenes le habíanpuesto.

Ana, que no había podido terminar la lectu-ra de la carta, que había caído sobre la almo-hada como muerta en cuanto vio en aquellosrenglones fangosos la confirmación terminantede sus sospechas, no pudo por entonces pensaren la pequeñez de aquel espíritu miserable quealbergaba el cuerpo gallardo que ella habíacreído amar de veras, del que sus sentidos hab-ían estado realmente enamorados a su modo.No, en esto no pensó la Regenta hasta muchomás tarde.

En el delirio de la enfermedad grave y largaque Benítez combatió desesperado, lo queatormentaba el cerebro de Ana era el remordi-miento mezclado con los disparates plásticos dela fiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvoel pánico de la locura, la horrorosa aprensión

de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vezeste terror superior a todo espanto, la hizo pro-curar el reposo y seguir las prescripciones deaquel médico frío, siempre fiel, siempre atento,siempre inteligente.

Días enteros estuvo sin pensar en su adulte-rio ni en Quintanar; pero esto fue al principiode la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió asentir el amor de la vida, a la que se agarrabacomo un náufrago cansado de luchar con eloleaje de la muerte obscura y amarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reaparecióel fantasma del crimen. ¡Oh, qué evidente era elmal! Ella estaba condenada. Esto era claro comola luz. Pero a ratos, meditando, pensando en sudelito, en su doble delito, en la muerte de Quin-tanar sobre todo, al remordimiento, que era unacosa sólida en la conciencia, un mal palpable,una desesperación definida, evidente, se mez-claba, como una niebla que pasa delante de uncuerpo, un vago terror más temible que el in-fierno, el terror de la locura, la aprensión de

perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro sucrimen; no sabía quién, discutía dentro de ella,inventaba sofismas sin contestación, que noaliviaban el dolor del remordimiento, pero hac-ían dudar de todo, de que hubiera justicia,crímenes, piedad, Dios, lógica, alma.... Ana.«No, no hay nada, decía aquel tormento delcerebro; no hay más que un juego de dolores,un choque de contrasentidos que pueden hacerque padezcas infinitamente; no hay razón paraque tenga límites esta tortura del espíritu, queduda de todo, de sí mismo también, pero no deldolor que es lo único que llega al que dentro deti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es,pero que padece, pues padeces».

Estas logomaquias de la voz interior, para laenferma eran claras, porque no hablaba así ensus adentros sino en vista de lo que experimen-taba; todo esto lo pensaba porque lo observabadentro de sí: llegaba a no creer más que en sudolor.

Y era como un consuelo, como respirar airepuro, sentir tierra bajo los pies, volver a la luz,el salir de este caos doloroso y volver a la evi-dencia de la vida, de la lógica, del orden y laconsistencia del mundo; aunque fuera paravolver a encontrar el recuerdo de un adulterioinfame y de un marido burlado, herido por labala de un miserable cobarde que huía de unmuerto y no había huido del crimen.

Y este mismo placer, esta complacenciaegoísta, que ella no podía evitar, que la sentíaaun repugnándole sentirla, era nuevo remor-dimiento.

Se sorprendía sintiendo un bienestar confu-so cuando funcionaba en ella la lógica regular-mente y creía en las leyes morales y se veíacriminal, claramente criminal, según principiosque su razón acataba. Esto era horrible, pero alfin era vivir en tierra firme, no sobre la masaenferma movediza de disparates del caprichointelectual, no en una especie de terremoto inter-

ior que era lo peor que podía traer la sensaciónal cerebro.

Ana explicó todo esto a Benítez como pudo,eludiendo el referirse a sus remordimientos.

Pero él comprendió lo que decía y lo que ca-llaba y declaró que el principal deber por en-tonces era librarse del peligro de la muerte.

—¿Quiere usted un suicidio?—¡Oh, no, esono!—Pues si no hemos de suicidarnos, tenemosque cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exi-ge otra vez... todo lo contrario de lo que ustedhace. Usted señora cree que es deber suyoatormentarse recordando, amando lo que fue...y aborreciendo lo que no debió haber sido....Todo esto sería muy bueno si usted tuvierafuerzas para soportar ese teje maneje del pen-samiento. No las tiene usted. Olvido, paz, silen-cio interior, conversación con el mundo, con laprimavera que empieza y que viene a ayudar-nos a vivir.... Yo le prometo a usted que el díaen que la vea fuera de todo cuidado, sana ysalva, le diré, si usted quiere: Anita, ahora ya

tiene usted bastante salud para empezar a dar-se tormento a sí misma.

Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.Y nadie más hablaba, porque Anselmo ape-

nas sabía hablar, Servanda iba y venía comouna estatua de movimiento... y los demás ve-tustenses no entraban en el caserón de los Ozo-res después de la muerte de don Víctor.

No entraban. Vetusta la noble estaba escan-dalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara dehipócrita compunción, se ocultaban los buenosvetustenses el íntimo placer que les causabaaquel gran escándalo que era como una novela, algoque interrumpía la monotonía eterna de la ciu-dad triste. Pero ostensiblemente pocos se ale-graban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Unadulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido,un ex-regente de Audiencia muerto de un pis-toletazo en la vejiga! En Vetusta, ni aun en losdías de revolución había habido tiros. No habíacostado a nadie un cartucho la conquista de losderechos inalienables del hombre. Aquel tiro de

Mesía, del que tenía la culpa la Regenta, rompíala tradición pacífica del crimen silencioso, mo-rigerado y precavido. «Ya se sabía que muchasdamas principales de la Encimada y de la Co-lonia engañaban o habían engañado o estaban apunto de engañar a su respectivo esposo, ¡perono a tiros!». La envidia que hasta allí se habíadisfrazado de admiración, salió a la calle contoda la amarillez de sus carnes. Y resultó queenvidiaban en secreto la hermosura y la famade virtuosa de la Regenta no sólo VisitaciónOlías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baro-nesa de la Deuda Flotante, sino también la Go-bernadora, y la de Páez y la señora de Carras-pique y la de Rianzares o sea el Gran Constan-tino, y las criadas de la Marquesa y toda la aris-tocracia, y toda la clase media y hasta las muje-res del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesamisma, aquella doña Rufina tan liberal que contanta magnanimidad se absolvía a sí misma delas ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mu-jeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despe-llejaban muchos hombres con alma como la deaquellas mujeres. Glocester en el cabildo, donCustodio a su lado, hablaban de escándalo, dehipocresía, de perversión, de extravíos babiló-nicos; y en el Casino, Ronzal. Foja, los Orgazechaban lodo con las dos manos sobre la honradifunta de aquella pobre viuda encerrada entrecuatro paredes.

Obdulia Fandiño, pocas horas después desaberse en el pueblo la catástrofe, había salido ala calle con su sombrero más grande y su vesti-do más apretado a las piernas y sus faldas máscrujientes, a tomar el aire de la maledicencia, aolfatear el escándalo, a saborear el dejo del cri-men que pasaba de boca en boca como una go-losina que lamían todos, disimulando el placerde aquella dulzura pegajosa.

«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfan-tes de la Fandiño. Todas somos iguales».

Y sus labios decían:—¡Pobre Ana! ¡Perdidasin remedio! ¿Con qué cara se ha de presentaren público? ¡Como era tan romántica! Hastauna cosa... como esa, tuvo que salirle a ella así...a cañonazos, para que se enterase todo el mun-do.

—¿Se acuerdan ustedes del paseo de ViernesSanto?—preguntaba el barón.

—Sí, comparen ustedes.... ¡Quién lo diría!...—Yo lo diría—exclamaba la Marquesa—. A

mí ya me dio mala espina aquella desfachatez...aquello de ir enseñando los pies descalzos...malorum signum.

—Sí, malorum signum—repetía la baronesa,como si dijera: et cum spiritu tuo.

—¡Y sobre todo el escándalo!—añadía doñaRufina indignada, después de una pausa.

—¡El escándalo!—repetía el coro.—¡La imprudencia, la torpeza!—¡Eso!

¡Eso!—¡Pobre don Víctor!—Sí, pobre, y Dios lehaya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.

—Merecidísimo.—Miren ustedes que aque-lla amistad tan íntima....

—Era escandalosa.—Aquello era...—¡Nauseabundo! Esto lo dijo el Marqués de Ve-gallana, que tenía en la aldea todos sus hijosilegítimos.

Obdulia asistía a tales conversaciones comoa un triunfo de su fama. Ella no había dadonunca escándalos por el estilo. Toda Vetustasabía quién era Obdulia... pero ella no habíadado ningún escándalo.

Sí, sí, el escándalo era lo peor, aquel duelofunesto también era una complicación. Mesíahabía huido y vivía en Madrid.... Ya se hablabade sus amores reanudados con la Ministra dePalomares.... Vetusta había perdido dos de suspersonajes más importantes... por culpa de Anay su torpeza.

Y se la castigó rompiendo con ella toda clasede relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquierael Marquesito, a quien se le había pasado porlas mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquelcordón sanitario fue esta:

—¡Es necesario aislarla.... Nada, nada de tra-to con la hija de la bailarina italiana!

El honor de haber resucitado esta frase per-teneció a la baronesa de la Barcaza.

Si Ripamilán hubiera podido salir de su ca-sa, no hubiera respetado aquel acuerdo crueldel gran mundo. Pero el pobre don Cayetanohabía caído en su lecho para no levantarse. Allívivió, siempre contento, dos años más.

Acabó su peregrinación en la tierra cantandoy recitando versos de Villegas.

La Regenta no tuvo que cerrar la puerta delcaserón a nadie, como se había prometido, porque nadie vino a verla, se supo que estaba muymala, y los más caritativos se contentaron conpreguntar a los criados y a Benítez cómo iba laenferma, a quien solían llamar esa desgraciada.

Ana prefería aquella soledad; ella la hubieraexigido si no se hubiera adelantado Vetusta asus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, vol-

vió a pensar en el mundo que la rodeaba, en losaños futuros, sintió el hielo ambiente y saboreóla amargura de aquella maldad universal.«¡Todos la abandonaban! Lo merecía, pero... detodas maneras ¡qué malvados eran todos aque-llos vetustenses que ella había despreciadosiempre, hasta cuando la adulaban y mima-ban!».

La viuda de Quintanar resolvió seguir hastadonde pudiera los consejos de Benítez. Pensabalo menos posible en sus remordimientos, en susoledad, en el porvenir triste, monótono en sunegrura.

En cuanto se lo permitió la fortaleza delcuerpo redivivo trabajó en obras de aguja, y seempeñó, con voluntad de hierro, en encontrarlegracia al punto de crochet y al de media.

Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen;todo raciocinio la llevaba a pensar en sus des-gracias; el caso era no discurrir. Y a ratos loconseguía. Entonces se le figuraba que lo mejorde su alma se dormía, mientras quedaba en ella

despierto el espíritu suficiente para ser tan mu-jer como tantas otras.

Llegó a explicarse aquellas tardes eternasque pasaba Anselmo en el patio, sentado encuclillas y acariciando al gato. Callar, vivir, sinhacer más que sentirse bien y dejar pasar lashoras, esto era algo, tal vez lo mejor. Por allídebía de irse a la muerte.... Y Ana iba sin mie-do. El morir no la asustaba, lo que quería eramorir sin desvanecerse en aquellas locuras dela debilidad de su cerebro....

Cuando Benítez la sorprendía en estas horasde calma triste y muda, le preguntaba Ana conuna sonrisa de moribunda:

—¿Está usted contento?Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el

médico:—Bien, Ana, bien.... Me agrada que sea us-

ted obediente....Pero cuando se quedaban solos Benítez y

Crespo, el doctor decía:

—No me gusta Ana...—Pues yo la veo muytranquila a ratos....

—Sí, pues por eso... no me gusta. Hay queobligarla a distraerse.

Y Frígilis se propuso conseguir que se distra-jera.

Y por eso la rogaba que saliese con él a pa-seo cuando llegó aquel Mayo risueño, seco,templado, sin nubes, pocas veces gozado enVetusta.

Pero como no consiguió nada, como Anita lepedía con las manos en cruz que la dejasen enpaz, tranquila en su caserón, Crespo resolviódivertir a su pobre amiga en su misma casa.

«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a losárboles y a las flores!».

Por ensayar nada se perdía. Ensayó.Ana, por complacerle, le escuchaba con los

ojos fijos en él, sonriente, y bajaba al parquecuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilisllegó a entusiasmarse, y una tarde contó la his-

toria de su gran triunfo, la aclimatación delEucaliptus globulus en la región vetustense.

Durante la enfermedad de su amiga, donTomás Crespo, desconfiando del celo de An-selmo y de Servanda, y sin pedir permiso anadie, se instaló en el caserón de los Ozores.Trasladó su lecho de la posada en que vivíadesde el año sesenta, a los bajos del caserón. Eltocador y la alcoba de Ana estaban encima delcuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menoraparato posible, sin molestar a nadie se instalópara velar a la Regenta y acudir al menor peli-gro.

Comía y cenaba en la posada, pero dormíaen el caserón.

Esto no lo supo Anita hasta que, ya convale-ciente, se quejó un día de aquella soledad. Con-fesó que de noche tenía a veces miedo. Y po-niéndose como un tomate el buen Frígilis advir-tió tímidamente que hacía más de mes y medioél se había tomado la libertad de venirse a

dormir debajo de la Regenta. Los criados teníanorden de no decírselo a la señora.

Desde que esto supo Ana se creyó menos so-la en sus noches tristes. Roto el secreto, Frígilistosía fuerte abajo a propósito, para que le oyeraAna, como diciendo: «No temas, estoy yoaquí».

Pero como la malicia lo sabe todo, tambiénsupo esto Vetusta. Se dijo que Frígilis se habíametido a vivir de pupilo en casa de la Regenta,en el caserón nobilísimo de los Ozores.

Y decían unos:—Será una obra de caridad.La pobre estará mal de recursos y con la ayudade Frígilis... podrá ir tirando.

Y el gran mundo echaba por los dedos lacuenta de lo que le habría quedado a Anita.«No debía de haberle quedado nada».

—Ella rentas no las tiene.—Las de su mari-do, las de don Víctor allá en Aragón no le per-tenecen.

—La viudedad no la habrá pedido....—¡Sería ignominioso!...

—¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella...causa de la muerte del digno magistrado!

—Sería indigno.—Indigno.—Y ya no está bien que viva en el caserón de

los Ozores.—Claro, porque aunque se lo regaló su es-

poso, según dicen, él fue quien se lo compró alas tías de Ana, y no con bienes gananciales,sino vendiendo tierras en la Almunia.

—Sea como sea, ella no debía vivir en esa ca-sa.

—De modo que no se sabe de qué vive.—Vivirá de eso. De mantener en su casa a

Frígilis, que pagará bien.—Eso sí, porque él es un chiflado, que no

tiene escrúpulos... pero es bueno.—Bueno... relativamente—decía el Marqués

que con la gota que le empezaba a molestar ibaechando una moralidad severa y un humornegro como un carbón.

Y recordando aquel gerundio que tanto efec-to había hecho en otra ocasión, resumía dicien-do:

—De todas maneras, eso de vivir bajo elmismo techo que cobija a la viuda infiel de sumejor amigo es... ¡es nauseabundo!

Y nadie se atrevía a negarlo.Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertu-

lia de los Vegallana, habían atormentado tam-bién a la Regenta. En cuanto se sintió bastantefuerte para salir a la huerta, se atrevió a decir aFrígilis lo que la atormentaba tiempo atrás.

—Yo... quisiera salir de esta casa.... Esta ca-sa... en rigor... no es mía.... Es de los herederosde Víctor, de su hermana doña Paquita, quetiene hijos... y....

Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende!Todo lo había arreglado él ya. Había escrito aZaragoza y la doña Paquita se había contentadocon lo de la Almunia. «Bastante era. El caserónera de Ana legalmente y moralmente».

Ana cedió porque no tenía ya energía paracontrariar una voluntad fuerte.

Con más ahínco se negó a firmar los docu-mentos que Frígilis le presentó, cuando se pro-puso pedir la viudedad que correspondía a laRegenta.

—¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morirde hambre!

Y en efecto, sí, el hambre, una pobreza tristey molesta amenazaba a la viuda si no solicitabasus derechos pasivos.

Ana dijo que prefería reclamar la orfandadque le pertenecía como hija de militar.

—Échele usted un galgo.... Si eso no valdránada.... Y no sé si podríamos....

Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo,falsificó la firma de Ana, y después de algunosmeses le presentó la primera paga de viuda.

Y era tal la necesidad; tan imposible que porotro camino tuviera ella lo suficiente para vivir,que la Regenta, después de llorar y rehusar cien

veces, aceptó el dinero triste de la viudez y enadelante firmó ella los documentos.

Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tris-tes. «Aquella voluntad se moría, pensaba Cres-po; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedirlimosna.... Ahora cede... por no luchar».

Y se le caían las lágrimas.«Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...».«Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro

cuartos no es vergonzoso... a ella se lo parece...pero no lo es.... Ese dinero es suyo».

Así vivía Ana. Benítez desde que desapare-ció el peligro inminente, visitó menos a la viu-da.

Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez ten-ían cariño al ama, pero eran incapaces de mos-trarlo. Obedecían y servían como sombras. Lehacía más compañía el gato que ellos.

Frígilis era el amigo constante, el compañerode sus tristezas.

Hablaba poco. Pero a ella la consolaba elpensar: «está Crespo ahí».

Paso a paso volvía la salud a enseñorearsedel cuerpo siempre hermoso de Ana Ozores.

Y con algo de remordimiento de conciencia,sentía de nuevo apego a la vida, deseo de acti-vidad. Llegó un día en que ya no le bastó vege-tar al lado de Frígilis, viéndole sembrar y plan-tar en la huerta y oyendo sus apologías del Eu-caliptus.

Se había prometido no salir de casa, y la casaempezaba a parecerle una cárcel demasiadoestrecha.

Una mañana despertó pensando que aquelaño no había cumplido con la Iglesia. Además yapodía salir de su caserón triste para ir a misa.Sí, iría a misa en adelante, muy temprano, muytapada, con velo espeso, a la capilla de la Victo-ria que estaba allí cerca.

Y también iría a confesar.Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbra-

da ya a no pensar en aquellas grandes cosas quela volvían loca, Anita Ozores volvió a lasprácticas religiosas, jurándose a sí misma no

dejarse vencer ya jamás por aquel misticismofalso que era su vergüenza. «La visión deDios.... Santa Teresa.... Todo aquello había pa-sado para no volver.... Ya no le atormentaba elterror del infierno, aunque se creía perdida porsu pecado, pero tampoco la consolaban aque-llos estallidos de amor ideal que en otro tiempole daban la evidencia de lo sobrenatural y divi-no».

Ahora nada; huir del dolor y del pensamien-to. Pero aquella piedad mecánica, aquel rezar yoír misa como las demás le parecía bien, le pa-recía la religión compatible con el marasmo desu alma. Y además, sin darse cuenta de ello, lareligión vulgar (que así la llamaba para susadentros), le daba un pretexto para faltar a supromesa de no salir jamás de casa.

Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba elviento Sur perezoso y caliente, Ana salió delcaserón de los Ozores y con el velo tupido so-bre el rostro, toda de negro, entró en la catedral

solitaria y silenciosa. Ya había terminado elcoro.

Algunos canónigos y beneficiados ocupabansus respectivos confesonarios esparcidos porlas capillas laterales y en los intercolumnios delábside, en el trasaltar.

¡Cuánto tiempo hacía que ella no entrabaallí!

Como quien vuelve a la patria, Ana sintiólágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué tristeera lo que la decía el templo hablando conbóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas...hablando con todo lo que contenía a los recuer-dos de la Regenta!...

Aquel olor singular de la catedral, que no separecía a ningún otro, olor fresco y de una vo-luptuosidad íntima, le llegaba al alma, le parec-ía música sorda que penetraba en el corazón sinpasar por los oídos.

«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorarcomo una Magdalena a los pies de Jesús!».

Y por la vez primera, después de tantotiempo, sintió dentro de la cabeza aquel estalli-do que le parecía siempre voz sobrenatural,sintió en sus entrañas aquella ascensión de laternura que subía hasta la garganta y producíaun amago de estrangulación deliciosa.... Salie-ron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Anaentró en la capilla obscura donde tantas vecesel Magistral le había hablado del cielo y delamor de las almas.

«¿Quién la había traído allí? No lo sabía. Ibaa confesar con cualquiera y sin saber cómo seencontraba a dos pasos del confesonario deaquel hermano mayor del alma, a quien habíacalumniado el mundo por culpa de ella y aquien ella misma, aconsejada por los sofismasde la pasión grosera que la había tenido ciega,había calumniado también pensando que aquelcariño del sacerdote era amor brutal, amor co-mo el de Álvaro, el infame, cuando tal vez erapuro afecto que ella no había comprendido porculpa de la propia torpeza».

«Volver a aquella amistad ¿era un sueño? Elimpulso que la había arrojado dentro de la ca-pilla ¿era voz de lo alto o capricho del histeris-mo, de aquella maldita enfermedad que a vecesera lo más íntimo de su deseo y de su pensa-miento, ella misma?». Ana pidió de todo co-razón a Dios, a quien claramente creía ver en talinstante, le pidió que fuera voz Suya aquella,que el Magistral fuera el hermano del alma enquien tanto tiempo había creído y no el solici-tante lascivo que le había pintado Mesía el in-fame. Ana oró, con fervor, como en los días desu piedad exaltada; creyó posible volver a la fey al amor de Dios y de la vida, salir del limbode aquella somnolencia espiritual que era peorque el infierno; creyó salvarse cogida a aquellatabla de aquel cajón sagrado que tantos sueñosy dolores suyos sabía....

La escasa claridad que llegaba de la nave ylos destellos amarillentos y misteriosos de lalámpara de la capilla se mezclaban en el rostroanémico de aquel Jesús del altar, siempre triste

y pálido, que tenía concentrada la vida de esta-tua en los ojos de cristal que reflejaban una ideainmóvil, eterna.... Cuatro o cinco bultos negrosllenaban la capilla. En el confesonario sonaba elcuchicheo de una beata como rumor de moscasen verano vagando por el aire.

El Magistral estaba en su sitio. Al entrar laRegenta en la capilla, la reconoció a pesar delmanto. Oía distraído la cháchara de la peniten-te; miraba a la verja de la entrada, y de prontoaquel perfil conocido y amado, se había presen-tado como en un sueño. El talle, el contorno detoda la figura, la genuflexión ante el altar, otrasseñales que sólo él recordaba y reconocía, legritaron como una explosión en el cerebro:

—¡Es Ana! La beata de la celosía continuabael rum rum de sus pecados. El Magistral no laoía, oía los rugidos de su pasión que vocifera-ban dentro.

Cuando calló la beata volvió a la realidad elclérigo, y como una máquina de echar bendi-ciones desató las culpas de la devota, y con la

misma mano hizo señas a otra para que se acer-case a la celosía vacante.

Ana había resuelto acercarse también, levan-tar el velo ante la red de tablillas oblicuas, y através de aquellos agujeros pedir el perdón deDios y el del hermano del alma, y si el perdónno era posible, pedir la penitencia sin elperdón, pedir a fe perdida o adormecida oquebrantada, no sabía qué, pedir la fe aunquefuera con el terror del infierno.... Quería llorarallí, donde había llorado tantas veces, unas conamargura, otras sonriendo de placer entre laslágrimas; quería encontrar al Magistral deaquellos días en que ella le juzgaba emisario deDios, quería fe, quería caridad... y después elcastigo de sus pecados, si más castigo merecíaque aquella obscuridad y aquel sopor del al-ma....

El confesonario crujía de cuando en cuando,como si le rechinaran los huesos.

El Magistral dio otra absolución y llamó conla mano a otra beata.... La capilla se iba que-

dando despejada. Cuatro o cinco bultos negros,todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, derato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta,sobre la tarima del altar, y el Provisor dentrodel confesonario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí de-ntro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir,la seña que la llamase a la celosía....

Pero el confesonario callaba. La mano noaparecía, ya no crujía la madera.

Jesús de talla, con los labios pálidos entre-abiertos y la mirada de cristal fija, parecía do-minado por el espanto, como si esperase unaescena trágica inminente.

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror ex-traño....

Pasaban segundos, algunos minutos muylargos, y la mano no llamaba....

La Regenta, que estaba de rodillas, se pusoen pie con un valor nervioso que en las grandes

crisis le acudía... y se atrevió a dar un pasohacia el confesonario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío,y brotó de su centro una figura negra, larga.Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido,unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, ató-nitos como los del Jesús del altar....

El Magistral extendió un brazo, dio un pasode asesino hacia la Regenta, que horrorizadaretrocedió hasta tropezar con la tarima. Anaquiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayósentada en la madera, abierta la boca, los ojosespantados, las manos extendidas hacia elenemigo, que el terror le decía que iba a asesi-narla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos so-bre el vientre. No podía hablar, ni quería.Temblábale todo el cuerpo, volvió a extenderlos brazos hacia Ana... dio otro paso adelante...y después clavándose las uñas en el cuello, diomedia vuelta, como si fuera a caer desplomado,y con piernas débiles y temblonas salió de la

capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacófuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, pro-curó no tropezar con los pilares y llegó a la sa-cristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de brucessobre el pavimento de mármol blanco y negro;cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de lospilares y de las bóvedas se iban juntando y de-jaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y es-cuálido, con la sotana corta y sucia, venía decapilla en capilla cerrando verjas. Las llaves delmanojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró conestrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haberoído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja ymiró hacia el fondo de la capilla, escudriñandoen la obscuridad. Debajo de la lámpara se lefiguró ver una sombra mayor que otras veces....

Y entonces redobló la atención y oyó un ru-mor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta des-mayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, unaperversión de la perversión de su lascivia: y porgozar un placer extraño, o por probar si lo go-zaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de laRegenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas deun delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientreviscoso y frío de un sapo.

FIN DE LA NOVELA