la pirámide de osiris - ning · la puerta de un misterio el secreto de la gran esfinge de egipto...

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La puerta de un misterio El secreto de la Gran Esfinge de Egipto está a punto dedesvelarse al mundo. Un equipo de arqueólogos se dispone a abrir, en directo, ante lascámaras de televisión, la puerta del Salón de los Registros, la antigua biblioteca que seoculta en el interior del monumento. La conspiración de una secta Pero la jovenestudiante Macy Sharif hace un descubrimiento estremecedor: una secta religiosa estáhaciendo excavaciones clandestinas con el objeto de extraer de la antigua biblioteca lainformación necesaria para localizar la mítica pirámide de Osiris. Macy debe ponerseen contacto con las únicas personas capaces de ayudarle antes de que la hagancallar... para siempre. La tumba de un dios Nina Wilde, la célebre arqueóloga que haperdido su reputación injustamente, y su marido, Eddie Chase, antiguo militar deoperaciones especiales, tienen sus propios problemas... hasta que Macy les convencepara que emprendan la búsqueda de la pirámide, que deberán encontrar antes que lasecta enigmática del Templo Osiriano. Pero ¿cuáles son las intenciones de la secta?¿Buscan tesoros... o tienen planes más siniestros?

Andy McDermott

La pirámide de Osiris

Título original: The Cult of OsirisEditado en Gran Bretaña en 2009Edición en formato digital: 2014© Andy McDermott, 2009© traducción: Alejandro Pareja, 2014© de esta edición: Bóveda, 2014Avda. San Francisco Javier, 22ISBN ebook: 978-84-15497-66-0Editor original:3L1M45145 (v1.0)ePub base v2.1

Para mi familia y mis amigos

PrólogoGuiza (Egipto)La Gran Esfinge contemplaba con rostro impasible, deteriorado por el tiempo, a Macy Sharif,que caminaba entre sus garras de piedra inmensas. Macy, a su vez, no se dignaba dirigir una solamirada al antiguo monumento. Ya llevaba allí dos semanas, y la esfinge y las pirámides, que alprincipio le habían parecido unas maravillas imponentes, habían pasado a ser simples decoradosde fondo de un trabajo que no le había salido ni mucho menos a la altura de sus expectativas.Durante la primera semana había hecho centenares de fotos digitales y de vídeos, pero llevabadías sin tocar la cámara, que ya no le servía más que de peso muerto en el bolsillo.¿Cómo era posible que Egipto, precisamente Egipto, la hubiera desilusionado de una manera tantotal? Había oído desde su infancia los relatos que contaba su abuelo sobre la tierra donde habíanacido; relatos que hablaban de reyes y de reinas, del bien y del mal, en un país lleno demaravillas, y unos relatos que eran mejores que cualquier cuento de hadas porque, además, eranverdaderos. Era un mundo exótico, romántico, lo más opuesto que podía imaginarse Macy alCayo Vizcaíno de Miami, donde vivía gente adinerada, y ya de niña había tomado ladeterminación de llegar a conocerlo en persona algún día.Pero la realidad no había estado a la altura de su sueño.Dejó de caminar y buscó con la vista en los cobertizos que estaban junto a la garra derecha de laesfinge. Seguía sin ver ningún indicio de Berkeley.Echó una mirada a su reloj. Casi las ocho y cuarto de la tarde. A esa hora comenzaría la reunióndiaria por videoconferencia del jefe de la expedición con la Agencia Internacional delPatrimonio, de Nueva York, con lo que Macy contaría con menos tiempo todavía para alcanzar aBerkeley del que había esperado. A las ocho y media empezaría el espectáculo de luz y sonidode todas las noches, una exhibición estridente en la que se iluminaban las pirámides y la esfingecon focos de colores y con láseres. Berkeley y los miembros más destacados del equipo dearqueólogos siempre se marchaban en cuanto los altavoces retumbaban con los primeros acordes,dejando a los subordinados y a los jornaleros del país la labor mecánica de recoger las cosas yproteger la excavación.Macy ni siquiera tenía claro si Berkeley la consideraba a ella una subordinada del equipo o unasimple jornalera. Sí, era verdad que le faltaban dos años más de estudios para licenciarse, ypuede que tampoco fuera precisamente la primera de la clase; pero no por ello dejaba de serarqueóloga, más o menos. ¿Acaso no tenía derecho a hacer algo más que preparar café y acarrearescombros?Siguió caminando. La luz de los focos que se reflejaba en el rostro de la esfinge bañaba de tonosanaranjados la piel aceitunada clara de Macy. Aunque llevaba apellido egipcio, se apreciaba ensu aspecto el origen cubano de su madre. Se detuvo para ponerse en orden la coleta, y siguióparada al oír las voces apagadas de varias personas que rodeaban la garra gigante. Vio salir de laexcavación al jefe del equipo. La primera vez que había visto al doctor Logan Berkeley lo habíaconsiderado atractivo, dentro del estilo profesoril: de unos treinta y cinco años, con un buenflequillo de pelo castaño sobre la frente, rasgos refinados… Pero entonces Berkeley había abiertola boca y se había desvelado como el capullo arrogante que era.Podía aplicar igualmente esta descripción a los otros dos hombres que lo acompañaban. PaulMetz, productor de televisión, era bajito, rechoncho y barbudo, y tenía unos ojos de lujuria queclavaba con frecuencia en Macy, para disgusto de esta. A Macy le gustaba que los hombres sefijaran en ella, desde luego…, pero no todos.El otro hombre era egipcio. El doctor Iabi Hamdi era alto funcionario del Consejo Supremo deAntigüedades, el órgano del Gobierno egipcio que controlaba todas las actividades arqueológicasen el país. Hamdi, barrigudo y de cabellos ralos, era teóricamente el director de la excavación,pero al parecer se contentaba con dejar a Berkeley trabajar a sus anchas, mientras él sepreocupaba más bien de aparecer ante las cámaras de televisión. A Macy no le extrañaría nadaque, cuando se presentara al mundo por fin el Salón de los Registros, que se había tenido por unmito durante tanto tiempo, Hamdi se plantara ante los objetivos para jactarse del papel

fundamental que había desempeñado él en el descubrimiento.Lo que debatían en ese momento era precisamente esa retransmisión.—Entonces, ¿está usted ab-so-lu-ta-men-te seguro, al cien por cien, de que conseguirá abrir lapuerta en el momento preciso? —preguntaba Metz con un tono de voz que daba a entender suescepticismo.—Por última vez: abriremos la entrada de la cámara precisamente cuando he dicho —le replicóBerkeley, con frustración en la voz nasal, altiva, con acento de Nueva Inglaterra—. Sé lo que mehago. Esta no es mi primera excavación, ¿sabe usted?—Pero sí será la primera que haga delante de cincuenta millones de espectadores. Y a la cadenano le gustaría nada que el programa especial, en hora de máxima audiencia, consistiera en verlo austed picar ladrillos durante dos horas. Quieren espectáculo, y todo el mundo también. A la gentele encantan estas chorradas egipcias.Hamdi, en la duda entre intervenir en defensa de los bienes culturales de su país y seguirllevándose bien con el productor, optó por lo segundo.—Doctor Berkeley, ¿me asegura usted que seremos puntuales? —preguntó.—No se preocupe —replicó Berkeley, apretando los dientes—; de aquí a ocho días enseñaremosal mundo una cosa más increíble todavía que la Atlántida. Y, hablando de puntualidad, ya vasiendo la hora de conectarme —añadió, volviéndose hacia la oficina principal del equipo, que erauna caseta prefabricada con una antena parabólica en el techo.Parecía que el doctor no estaba de muy buen humor, pero Macy tenía que asumir ese riesgo.—Doctor Berkeley, ¿tiene usted un momento?—Lo que tarde en llegar hasta la caseta —replicó él con brusquedad y mirándola con desdén—.¿Qué hay?—Se trata de mí —dijo Macy, siguiendo sus pasos—. Había pensado que podría participar másen las labores arqueológicas propiamente dichas. Creo que he demostrado que estoy capacitadapara este trabajo.Berkeley se detuvo y se volvió hacia la joven.—¿Para este trabajo? —dijo, y soltó un suspiro sarcástico—. Con eso lo has dicho todo, ¿no teparece? Macy, la arqueología no es un trabajo. Es una vocación, es una obsesión, es una cosa quete inspira en todo momento. Si lo único que quieres es un trabajo, en el McDonald’s y en el 7-Eleven siempre están contratando gente.Macy, sorprendida por aquella hostilidad, empezó a responder:—Eso no es lo que quería decir…Berkeley la interrumpió.—Si no has participado en la excavación principal es precisamente por eso: porque no hasparticipado. ¿Qué has hecho exactamente para ganarte un puesto aquí? Todos los demássubalternos son licenciados, con muy buen historial académico, y ya tienen muchas excavacionesen sus currículums. ¿Y qué has hecho tú? —añadió, con una mueca de desprecio—. Tienescontactos, agradecidos por contribuciones benéficas. Y por buenos que sean los fines, no megusta que me endosen a estudiantes sin cualificaciones solo porque Renée Montalvo, de lasNaciones Unidas, debía un favor a tu madre. Deberías dar gracias de estar aquí, maldita sea.Ahora, ve a terminar de recoger. Llego tarde para mi videoconferencia con la profesoraRothschild.Berkeley entró en la caseta a paso vivo y cerró la puerta de un portazo.Macy, consternada, se quedó mirando a la puerta, y después se volvió y vio que Hamdi y Metz laobservaban. Hamdi, incómodo, se ajustó el pequeño lazo de la pajarita que llevaba y se volvióhacia el cobertizo que cubría la excavación principal, dejando a Macy a solas con Metz.—¿Quieres cambiar de profesión? —le dijo este, mirándola con lascivia—. Tengo los teléfonosde varias agencias de modelos.—¡Que te den! —replicó ella, frunciendo el ceño, y salió echando chispas, rodeando la esfinge.Ante ella, uno de los guardias de seguridad subía por la rampa de acceso al pozo excavado encuyo interior se alzaba la esfinge. Macy, que quería estar sola, se volvió, entró en el templo en

ruinas que estaba ante la estatua y se hundió entre las sombras, en el interior de los murosdeteriorados.Se sentó en un banco de piedra e intentó controlar sus emociones. Estaba enfadada, pero tambiénestaba disgustada. No cabía duda de que Egipto no era lo que ella había soñado. Más quemaravillas y aventuras, se había encontrado con trabajo penoso, aire contaminado, infeccionesgástricas y tipos que le silbaban, la pellizcaban y la acosaban por las calles. Y ahora su mismojefe acababa de insultarla totalmente. ¡El muy memo!Se produjo un cambio de la iluminación que dejó el templo de la esfinge sumido en unaoscuridad todavía mayor. El espectáculo de luz y sonido estaba a punto de empezar. Al cabo dedos semanas, Macy ya se había aprendido casi de memoria la narración, tan ampulosa que casiresultaba cómica. En circunstancias normales, estaría recogiendo los materiales arqueológicosdurante el espectáculo, pero aquella noche…—A la porra —murmuró, recostándose en la piedra. Que Berkeley se recogiera sus dichosasherramientas.Sefu Gamal, jefe de seguridad de la excavación, recorrió rápidamente la pasarela que transcurríaentre el templo de la esfinge y las otras ruinas, un poco menos antiguas, que estaban hacia elnordeste del templo. Al final de la pasarela había un portón con guardias. La superficie de lameseta de Guiza, antes abierta, estaba cercada desde 2008 con veinte kilómetros de altasalambradas reforzadas con acero, en parte para limitar el número de vendedores ambulantes queofrecían a los turistas baratijas y paseos en camello, y en parte por motivos de seguridad: elGobierno egipcio no quería arriesgarse a que se repitiera una matanza de turistas como la deLuxor de 1997. Ahora, la meseta estaba vigilada con centenares de cámaras de seguridad y poragentes de la Policía Turística, y todos los visitantes tenían que pasar por detectores de metales.Pero en el interior había más cercas, que no servían para proteger a los turistas de los terroristassino para proteger los tesoros de Egipto de los turistas. El acceso al interior de las pirámides selimitaba a unos pocos visitantes cada día; la esfinge misma era inaccesible casi en su totalidad, yahora que se estaban realizando en sus proximidades unas excavaciones arqueológicas de primerorden, el complejo de la esfinge estaba más custodiado todavía de lo habitual. La fosa de piedraarenisca donde se levantaba la estatua limitaba al norte con el templo, al oeste y al sur con losbarrancos de la roca viva del desierto en la que se había abierto la fosa y al este con un muromoderno de piedra sobre el que transcurría una carretera que surcaba la llanura. Normalmente,solo podía acceder allí el personal acreditado.Pero aquella noche se produciría una excepción.Gamal llegó hasta el portón y esperó a que comenzara el espectáculo de luz y sonido. Había unpar de centenares de turistas espectadores, sentados en las filas de sillas, al otro lado del templode la esfinge. Gamal habría preferido que la reunión tuviera lugar mucho más tarde, después deque hubiera concluido el último pase y cuando se hubieran marchado los turistas (y el equipo dela AIP); pero el hombre al que esperaba estaba impaciente… y tenía el genio vivo.Se acercaban los faros de un vehículo, un Mercedes todoterreno negro. Debía de ser su visitante,ya que el tráfico por la zona monumental estaba restringido desde que se había levantado lacerca. La primera persona que se bajó del vehículo no le resultaba familiar; era un occidentalenjuto, de pelo largo, con una chaqueta que parecía ser de piel de serpiente y una perilla rala queno contribuía mucho a disimular la dureza de su piel, casi escamosa también. El hombre rodeó elvehículo para abrir la puerta a otro hombre, que, como Gamal, era egipcio.Gamal atravesó el portón para salir a saludarlo.—Es un gran honor volver a verlo, señor Shaban —le dijo.Sebak Shaban no tenía tiempo para cumplidos.—La excavación va con retraso.—El doctor Berkeley ha dicho que…—No me refiero a esa excavación.Gamal disimuló su desazón mientras Shaban se volvía hacia él para mirarlo fijamente. Lesurcaba la mejilla derecha la vieja cicatriz de una quemadura, ondulada y levemente brillante,

que transcurría desde los restos de la oreja hasta el labio superior. La cicatriz le arrastraba haciaabajo el ángulo exterior del párpado inferior, dejándole a la vista los tejidos rosados relucientesdel interior del párpado. El jefe de seguridad creía saber, por sus encuentros anteriores conShaban, que este era muy consciente del efecto psicológico que ejercía su lesión sobre los demás,a los que solía presentar el lado izquierdo de su rostro, sin marcas y bastante apuesto, hasta elmomento en que quería expresar su descontento de manera gráfica, con solo girar la cabeza.—Hubo un pequeño retraso… muy pequeño —se apresuró a decir Gamal—. Se derrumbó partedel techo. Ya lo hemos apuntalado.—Enséñemelo —le ordenó Shaban, dirigiéndose hacia el portón.—Por supuesto. Acompáñeme —dijo Gamal, dirigiendo una mirada interrogante al otro hombre,que los había seguido también a través del portón.—Mi guardaespaldas —dijo Shaban—. Y amigo. El señor Diamondback1.—¿Diamondback? —repitió Gamal con extrañeza.—Bobby Diamondback —dijo el guardaespaldas con acento del sur de los Estados Unidos,tranquilo pero amenazador al mismo tiempo—. Es un nombre indio cheroqui. ¿Pasa algo?—No, nada en absoluto —repuso Gamal, pensando que el hombre más bien parecía vaquero queindio—. Por aquí, por favor —dijo, conduciéndolos a lo largo de la pasarela.Macy, que se estaba aliviando un poco la tristeza entreteniéndose en parodiar la narraciónampulosa del espectáculo, vio a Gamal. Desde el lugar donde estaba Macy, entre las sombras,solo resultaba visible la parte superior del cuerpo del hombre, que asomaba por encima del muronorte del templo.Lo acompañaban otros dos hombres; uno era un sujeto feo, con cabellos grasientos en mediamelena por detrás al estilo mullet y chaqueta de piel de serpiente, y al otro lo reconoció. Era elseñor Sharman, Shaban, o algo así. Había visto de pasada a aquel hombre de la cicatriz en lacara, al comienzo de la excavación. Tenía algo que ver con la organización religiosa quecofinanciaba el proyecto junto con la AIP. Debía de haber venido a verse con Berkeley.Los tres hombres llegaron hasta la esquina del templo menor, donde Gamal se detuvo y volvió lavista hacia la esfinge; a Macy le pareció que era casi una ojeada furtiva. El hombre de lachaqueta de piel de serpiente inspeccionó la zona con sus ojos fríos; su mirada pasó por encimade Macy y después, casi inesperadamente, retrocedió de nuevo. La muchacha sintió un escalofríoinvoluntario. No sabía por qué; tenía todo el derecho del mundo a estar allí, y no estaba haciendonada malo. Pero cuando su mente racional consiguió ordenar a su cuerpo que se tranquilizara, elhombre ya había apartado la vista de nuevo.Para sorpresa de Macy, Gamal no descendió por la rampa hacia la esfinge, sino que saltó la zanjaque separaba la rampa del nivel superior del complejo y se perdió de vista. Los otros dos losiguieron.Qué raro. El templo superior era más de mil años más moderno que su vecino más grande; eraobra del Imperio Nuevo, de hacia el año 1400 antes de Cristo, y si bien estaba relativamentemejor conservado que el templo de la esfinge, su importancia histórica era mucho menor. ¿Porqué estaría ofreciendo Gamal una visita privada? ¡Y, además, a oscuras!Macy se puso de pie y vio la parte superior de las cabezas de los hombres, que caminaban haciala entrada del templo… y pasaban de largo. Entonces se le despertó la curiosidad. Allí arriba nohabía nada más. ¿Dónde irían?Ascendió hasta salir del templo, y vio que los tres hombres rodeaban la esquina de las ruinas dela parte superior. Le sobrevino un instinto de la infancia, a lo Nancy Drew, que la impulsaba aenterarse de lo que hacían allí; pero se dominó… hasta que se oyeron gritos junto a la esfinge.Era Berkeley, que chillaba a un jornalero egipcio que había dejado caer una caja.«A la porra», pensó Macy. Si Berkeley seguía comportándose como un memo, ella no queríaestar cerca de él para nada. En vez de ello, subió por la rampa y saltó hasta el templo superior.Pasaban por encima de ella las líneas verdes de los láseres que proyectaban jeroglíficos sobre laspirámides mientras el narrador cantaba las alabanzas de Osiris, el rey dios inmortal de lasleyendas egipcias. «Sí, sí, eso ya me lo sé», susurraba Macy mientras se asomaba por la esquina

del muro del templo.Se estaban realizando unas reparaciones en el muro alto, y una parte del extremo norte de lameseta estaba cerrada al paso con mallas de plástico anaranjado. Había un par de casetaspequeñas y una estructura a modo de carpa entre montones de ladrillos y pilas de escombros. Lazona de obras tenía un aspecto tan corriente que, aunque Macy la había visto todos los días alentrar en el complejo de la esfinge, no se había fijado en ella hasta entonces. La verdad era queno parecía que allí hubiera nadie trabajando nunca.Pero ahora sí que había alguien. Además de los guardias del portón, había otras patrullas querecorrían el complejo para asegurarse de que ningún turista intentara acercarse a la esfinge paramantener un encuentro cara a cara con ella. Pero el hombre que esperaba a Gamal y a los otrosno iba de patrulla. Estaba custodiando la obra.Cambió la iluminación, y más láseres y más focos hendieron el cielo oscuro. El guardia estabacontemplando el espectáculo, y solo dejó de mirarlo cuando llegaron hasta él los visitantes.Cruzaron unas pocas palabras y los dejó pasar al otro lado de las mallas.Gamal llegó a la tienda y apartó una lona, y se apreció que en el interior había luces. Los otrosdos se colaron por la abertura, y Gamal los siguió después de echar una nueva ojeada furtivahacia atrás. Macy se refugió de un salto tras el muro del templo, preguntándose si la habría visto;pero cayó en la cuenta de que estaba siendo una tonta pues, si la había visto, ¿qué importaba?Volvió a asomarse. El guardia se paseaba con aire de aburrimiento, recorriendo el perímetrodelimitado por la cerca de mallas de plástico. Entre los bordes de la puerta de lona, Macypercibió que había movimiento en el interior de la tienda de campaña.El movimiento cesó.Macy siguió observando, pero no volvió a moverse nada. ¿Qué harían allí dentro? No parecíaque la tienda fuera lo bastante grande como para perder de vista a los tres hombres, a menos quese hubieran apretujado juntos en un extremo. Más bien parecía que la tienda estaba vacía; peroMacy no entendía cómo podía ser aquello. La tienda estaba adosada al muro alto.Pero observó también otra cosa: una leve nubecilla de humo. No; más que humo, eran gases deescape que salían del extremo de un tubo. Pero no se veía ningún generador por ninguna parte.Entonces, ¿de dónde salían los gases?A Macy ya se le había despertado un vivo interés y rodeó la esquina, agachándose para ocultarsetras un montón de tierra. Pero comprendió enseguida que su cautela era inútil: si quería llegarhasta la obra, tendría que atravesar un amplio espacio abierto y el guardia la vería sin falta, amenos que fuera ciego.Pero también podría pasar que se quedara cegado dentro de unos momentos.Macy había oído el espectáculo de luz y sonido todas las noches, y ya sabía lo que venía acontinuación. El narrador se disponía a contar la historia de Khufu, el constructor de la GranPirámide; todas las luces quedarían apagadas durante unos momentos, y después el monumentode Khufu se iluminaría a la máxima potencia.Macy cerró los ojos; esperó… Las luces se apagaron.Abrió los ojos de nuevo y corrió hacia la tienda de campaña pocos momentos antes de que laGran Pirámide se iluminara como un faro. Los altavoces emitieron música dramática yretumbante, y la Gran Pirámide se hizo visible repentinamente hacia el noroeste. Macy llegó a laentrada abierta en la cerca de malla y se detuvo, patinando, tras uno de los montones de ladrillos.Se asomó por el borde y vio que el guardia contemplaba la pirámide iluminada por los focos.Soltó un suspiro. Se sentía emocionada, por primera vez desde el día que había llegado a Egipto.No; a la llegada se había sentido, más bien, ilusionada, pero lo de ahora era una verdaderaexaltación, casi infantil. ¡Qué divertido!Miró hacia la tienda, conteniendo una risita nerviosa. Ahora que estaba más cerca, ya oía eltraqueteo de un generador; pero sonaba muy lejano y con un eco extraño. Después de cerciorarsede nuevo de que el guardia no miraba hacia ella, se acercó cautelosamente hasta la tienda.Dentro no había nadie.—¿Qué demonios…? —se preguntó Macy en voz alta mientras se colaba dentro.

Un extremo de la tienda estaba ocupado por un cubículo improvisado con tableros deconglomerado barato. Como el cubículo venía a tener un metro de ancho, Macy dudó que Gamaly los otros estuvieran hacinados allí dentro.Pero dejó de interesarse por el cubículo cuando vio lo que había al otro extremo de la tienda.En una mesa hecha con un tablero sobre caballetes estaban extendidos unos planos de obra.Macy reconoció el plano que estaba encima, que representaba el complejo de la esfinge. Pero loque le había llamado la atención no estaba en la mesa, sino más arriba, colgado de la pared de latienda. Unas fotografías grandes, en color, ampliaciones de papiros antiguos. De los mismospapiros por los que había venido ella a Egipto.El Salón de los Registros era un depósito de los antiguos conocimientos de los egipcios queestaría debajo de la esfinge y que, supuestamente, solo cedía en importancia ante la Biblioteca deAlejandría. Desde hacía mucho tiempo se sabía que aquello no era más que un mito. Pero enunas excavaciones arqueológicas realizadas en Gaza con patrocinio privado se habíandescubierto papiros en los que no solo se describía el propio Salón, sino también el modo deacceder a él: por un pasadizo que descendía, en tiempos, entre las garras de la esfinge. Cuando seconfirmó científicamente que las páginas tenían más de cuatro mil años de antigüedad, el Salónse convirtió de pronto en uno de los temas más candentes del mundo de la arqueología, y elGobierno egipcio había otorgado a la Agencia Internacional del Patrimonio la autorización queesta había presentado para llevar a cabo las excavaciones que confirmarían si era verdad lo quese decía en aquellos códices.Pero lo raro era que Macy sabía que la AIP solo había recibido tres códices.Y allí había un cuarto códice.Se acercó más, silabeando con los labios en silencio las palabras del texto mientras lo traducíapara sus adentros. Su abuelo, además de historia y mitología egipcia, le había enseñado tambiénaquella antigua lengua; Macy había terminado por elegir sus estudios influida por la afición delabuelo. El nuevo códice decía acerca del Salón de los Registros algo más de lo que sabía la AIP.No solo indicaba su ubicación, sino también su contenido. Decía algo de una cámara de losmapas; de un zodiaco que indicaba la situación de…—¿La pirámide de Osiris? —susurró Macy con incredulidad.Pero aquello no era sino uno más de los mitos que contaba su abuelo, ¿no? Osiris era unpersonaje legendario, anterior incluso a la Primera Dinastía de hace casi cinco mil años. Y lospersonajes legendarios no se hacían construir tumbas por todo lo alto; eso solo lo hacían losfaraones.Pero aquello era lo que decía el papiro. La pirámide de Osiris, la tumba del rey dios. No se dabaa entender de ninguna manera que aquello fuera un mito; parecía que el texto describía una cosatan real como el propio Salón de los Registros.—Caray —se dijo Macy, dándose cuenta del alcance de aquello. Si la pirámide de Osiris existíade verdad, también habría existido el hombre que estaba enterrado en su interior. No sería undios de leyenda sino un monarca de carne y hueso, que había quedado perdido en la noche de lostiempos hasta ahora. Si se encontrara su tumba, sería uno de los descubrimientos más grandes detoda la historia.Consultó los planos que estaban sobre la mesa. Estaba marcada claramente la situación del túnelde acceso al Salón de los Registros, que transcurría de este a oeste, así como la excavaciónrealizada por la AIP. Pero también aparecía otro túnel más largo que venía del norte.El túnel pasaba por debajo de la carretera moderna y transcurría, según advirtió Macy, justo pordebajo de la tienda de campaña donde estaba ella en esos momentos.Se volvió hacia el cubículo de madera. El panel que daba hacia ella tenía bisagras y un toscoagujero que servía de picaporte. Lo abrió con suavidad.Comprendió entonces dónde se habían metido los tres hombres. Abajo. Había una escalera demano que descendía por un pozo, iluminado con unas luces tenues que dejaban ver el fondo, amás de siete metros de profundidad. El tubo por el que salían los gases de escape del generadorsubía por un rincón del pozo, y el motor ya se oía con claridad.

Y también se oían voces. Que se acercaban.A Macy se le esfumó la emoción, que dejó paso al miedo. Alguien estaba haciendo unaexcavación secreta con la intención de llegar al Salón de los Registros antes que el equipo de laAIP. Querían encontrar la pirámide de Osiris por su cuenta.Lo que quería decir que si la pillaban allí… se encontraría metida en un buen lío.¿Qué debía hacer? ¿Decírselo a alguien…? A Berkeley, o a Hamdi. Pero había quedado claroque Gamal estaba implicado en el asunto, y lo creerían antes a él que a ella. Necesitabapruebas…Notó un peso en el bolsillo de la pernera de su pantalón. La cámara fotográfica.La sacó y la encendió. Nunca se le había hecho tan larga la espera a que se extendiera el objetivoy a que se iluminara la pantalla del aparato.Un traqueteo en el pozo. Subía alguien por la escalera de mano.Macy, con un nudo en la garganta por el pánico que la iba dominando, tomó una foto de lascuatro páginas de papiro, y apuntó después la cámara hacia abajo para recoger el plano. Clic…—¿Qué coño…?El grito había salido de abajo; el acento era estadounidense. Era el tipo de la chaqueta de piel deserpiente. Había visto el destello del flash.Otro grito. El guardia del exterior. Macy oyó el ruido sordo de sus pasos, que se dirigían hacia latienda. El traqueteo de la escalera de mano sonaba con más fuerza, más deprisa; el hombre subíaapresuradamente.Macy echó a correr.El guardia abrió de golpe la puerta de lona de la tienda… en el momento en que salía corriendoMacy, que lo apartó de un empellón y salió a la carrera hacia el templo. Macy había dejado atrásla cerca de mallas de plástico antes de que el guardia hubiera tenido tiempo de recobrar elequilibrio.—¡Eh! —gritó la muchacha, con la esperanza de que la oyera alguien del equipo de la AIP; perosu voz quedaba ahogada por el ruido de la narración del espectáculo de luz y sonido. A suespalda, Shaban gritaba, ordenando que la atraparan.El miedo la espoleaba. Rodeó las ruinas; se extendía a sus pies, en sombras, el laberinto deltemplo de la esfinge, iluminado por reflejos rojos y verdes que le daban un aspecto siniestro.Había alguien en la pasarela.—¡Doctor Hamdi! —gritó Macy—. ¡Doctor Hamdi, ayúdeme!Hamdi se detuvo con expresión de desconcierto mientras la muchacha cubría de un salto la zanjapara aterrizar ante él.—¿Qué pasa, señorita… Macy, verdad?—¡Allí atrás! —dijo Macy, jadeante—. ¡Están excavando; quieren robar el Salón de losRegistros!—¿Qué? ¿Qué dice usted?Macy miró atrás y vio que el guardia rodeaba corriendo el costado del templo superior y frenabaal ver a Hamdi hasta quedar detenido, vacilante.—¡Shaban, el tipo de la cicatriz, es el que manda! Tiene un cuarto códice… ¡Le he hecho unafoto!Pulsó un botón para hacer aparecer la imagen.—¡Mírela!El gesto de Hamdi pasó de la confusión a la consternación.—Ya veo. Acompáñeme —dijo; y la asió del brazo… y la apretó con fuerza, hasta hacerle daño.—Eh, ¿qué…? —dijo Macy, intentando liberarse. Hamdi la apretó todavía más—. ¡Suélteme!Él no le hizo caso. Apareció el tipo de la chaqueta de piel de serpiente, que gritó:—¡Tráigala aquí arriba!Hamdi arrastró a Macy hacia la zanja. Ella forcejeó, dirigiéndole golpes a la cara, pero él losdesviaba con la mano que tenía libre. El guardia corría hacia ellos…Macy disparó la cámara ante el rostro de Hamdi. Este vaciló, deslumbrado por el destello… y

Macy le asestó con el borde duro de la cámara un golpe fuerte en el caballete de la nariz. Ungolpe más, a la frente, y pudo liberarse de su mano.El guardia salvó la zanja de un salto y le cerró el camino hacia la esfinge. Ella, en cambio, corriópor la pasarela… y vio venir hacia ella a toda prisa a los dos guardias del portón del complejo.¡Estaban todos implicados en el asunto!Cambió de dirección; saltó al borde superior de la pared norte del templo de la esfinge y siguiócorriendo por él. Iba pisando las antiguas piedras, irregulares, desgastadas por los elementos.—¡Id tras ella! —gritó el estadounidense.El primer guardia subió también a la pared, siguiéndola. Los dos hombres que tenía por delantecambiaron asimismo de rumbo, con la intención de saltar la zanja que separaba el templo delnivel superior del complejo y abalanzarse sobre ella.El muro tenía más de cuatro metros de alto; era demasiada altura para bajar de un salto.En vez de ello, se arrojó de lo alto del muro en ángulo y alcanzó a duras penas la parte superiorde los restos de una columna de piedra, un metro y medio por debajo de ella; y, acto seguido,saltó de allí a la oscuridad inferior, agitando las piernas. Sintió una explosión de dolor en ambospies cuando dio con el suelo, y cayó; le salió despedido del bolsillo el teléfono móvil, además dealgunas monedas, y todo ello se perdió a lo lejos.El guardia saltó también del muro siguiendo sus pasos.En ese momento cambió de pronto la iluminación y se perdieron de vista los reflejos rojos quehabían iluminado la columna en ruinas que estaba más abajo. El hombre no encontró su partesuperior con el pie que llevaba más adelantado. Dio con la espinilla de la otra pierna en el bordede piedra, y se desplomó dando vueltas hasta llegar al duro suelo. Soltó un aullido lastimero,sujetándose la pierna lesionada.Macy tampoco se sentía mucho mejor. Se puso de pie jadeando de dolor. Estaba cerca de unpasadizo que conducía hasta una de las entradas primitivas del templo. Cojeando, con los tobillosdoloridos, se adentró en la oscuridad más profunda de la parte posterior del alto muro del este.Dobló la primera esquina y miró atrás. Había un guardia sobre el muro del norte, pero estabaprestando atención a su compañero herido. No la había visto. Dobló la segunda esquina…Y se topó con unos barrotes metálicos que le cerraban el paso.¡Mierda! Ella ya sabía que el templo estaba cerrado para los turistas con una verja; pero esta eramás alta de lo que había pensado, demasiado alta para escalarla. Vio más allá a los espectadoressentados, pero estaban contemplando la esfinge, vivamente iluminada, y no las ruinas pocoimponentes que había delante de esta, y entre el ruido in crescendo de la banda sonoraestridente no oirían sus gritos si pedía ayuda. Pero Macy oyó a su vez otros gritos. Susperseguidores ya estaban en el templo.Y ella estaba en un callejón sin salida.Los gritos sonaban más cerca.El muro interior que estaba frente a la verja era un poco menos alto que los demás y Macy vio, ala luz que llegaba entre los barrotes, que tenía donde apoyar las manos y los pies. Escaló el murorápidamente. Pensó que todas las horas que había pasado en el gimnasio entrenándose para elequipo de animadoras no habían sido tiempo perdido.Se asomó por el borde superior del muro… y vio al otro lado al tipo de la chaqueta de piel deserpiente, a solo tres metros, y a otros hombres que se dispersaban por el interior del templo.Uno llegaba corriendo a la entrada del pasadizo.Estaba atrapada…Ascendió hasta el borde superior del muro y se tendió a lo largo, conteniendo la respiración,mientras el corazón le palpitaba con fuerza. El hombre que corría dobló la esquina, llegó hasta laverja, miró a través de ella. No vio a nadie que huyera del templo; solo había turistas quecontemplaban el espectáculo, arrobados.—¿Alguien la ve? —gritó el estadounidense, que iba arrojando luz entre las columnas en ruinascon una linterna de led, pequeña pero potente. Todos los gritos de respuesta fueron negativos.Hamdi y Shaban llegaron junto a él apresuradamente.

—No puede haber salido —dijo Hamdi, que se sujetaba la nariz con una mano—. Todas lasentradas de este lado están bloqueadas.—¿Quién es? —preguntó Shaban, furioso.—Es del equipo de la AIP. Macy Sharif. No es más que una estudiante.—Por muy estudiante que sea, puede echar a perder todo el plan si sale de aquí —dijo Shaban.—Tenemos que encontrarla —añadió el estadounidense—. Enseguida.—¿Qué hará usted con ella, señor Diamondback? —le preguntó Hamdi.—¿A usted qué le parece?Sonó un ruido metálico que heló la sangre a Macy. El ruido del percutor de una pistola almontarse.—Va usted a… —empezó a decir Hamdi, pero la impresión no le permitió concluir la frase.—Lo que tengo bien clarito es que no estoy dispuesto a pasarme veinte años en una cárcelegipcia por culpa de una putilla estudiante.—Doctor Hamdi, si se escapa, Gamal y usted tendrán que hacerse cargo de Berkeley —dijoShaban—. Bobby, tenemos que mandar a gente a que vigilen su hotel, el aeropuerto, cualquiersitio donde pueda ir a pedir ayuda. ¿Es de Estados Unidos?Hamdi asintió con la cabeza.—Pues recurre a nuestros contactos de allí para enterarnos de dónde vive… y dónde vive sufamilia. Envía a gente a que vigilen sus casas, a que les intervengan los teléfonos. Tenemos quehacerla callar.—Cuente con ello —dijo Diamondback.Un segundo clic… Otra pistola.Macy se echó a temblar; el terror le producía unas náuseas que le revolvían todas las vísceras.¡Iban a matarla! Todos sus instintos la impulsaban a echar a correr; pero no se atrevió a moverse.Uno de los guardias dijo a gritos, desde el extremo sur del templo, que el pasadizo de la otraentrada estaba vacío. Diamonback dirigió la luz de su linterna hacia el otro lado del patio.—¿Y esas piedras de allí, junto al muro? —dijo—. ¿No podría haber subido por allí?Caminó hacia las piedras; el taconeo de sus botas de vaquero resonaba sobre las losas de piedra.—Acompáñalo —dijo Shaban. Macy creyó por un momento que se lo decía a Hamdi, pero se diocuenta de que hablaba a uno de los guardias.Era el mismo guardia que había entrado en el pasadizo tras ella. Entre el muro del este y ella nohabía nadie… La adrenalina pudo más que el miedo. Se incorporó de un brinco, corrió por laparte superior del muro y saltó hasta un bloque más alto.—¡Eh!Diamondback la había visto.Macy soltó una exclamación de miedo, esperando recibir un tiro…, pero el tiro no llegó. Elespectáculo de luz y sonido estaba terminando, y si sonaba un disparo, lo oirían centenares depersonas. Se subió a otro bloque y se encontró en el borde del muro este. El suelo estaba a másde seis metros por debajo de ella.Diamondback se subió con agilidad de lagarto al muro donde había estado escondida Macy. Elguardia volvió a adentrarse corriendo por el pasadizo. Macy giró, se agachó… y se dejó caer. Sedeslizó muro abajo, aferrándose convulsivamente con los dedos a las piedras desgastadas,buscando apoyos con las puntas de los pies.Se soltó.Sintió un nuevo dolor cuando se dio con el suelo y cayó de espaldas; pero el miedo le impedíadetenerse. Se levantó rodando sobre sí misma y echó a correr por la llanura polvorienta. Elpúblico ya se marchaba, y los turistas se iban concentrando en el camino que conducía a la salidamás próxima de la verja exterior.A su espalda, el guardia escalaba la valla metálica, Diamondback llegaba a la parte más elevadadel muro, la buscaba con la vista, la localizaba… y la volvía a perder, mientras ella se adentrabaentre la multitud a empellones. Alguien protestó ruidosamente, pero Macy no le hizo caso ysiguió adelante, agachada, sorteando los grupos de turistas. Si alcanzaba la salida, las primeras

casas de las afueras de El Cairo estaban a pocos metros de la valla…El guardia había saltado la verja. Diamondback aterrizó junto a él. Otros hombres corrían por lapasarela, por encima del templo. Macy avanzó más deprisa, apartando a la gente a empujones ensu prisa desesperada por alcanzar la salida. En la puerta había dos agentes uniformados de laPolicía Turística, pero todavía no habían recibido orden de detenerla. «¡Vamos, dense prisa!».Diamondback y el guardia corrían. El guardia gritó algo a los agentes, que empezaron a mirar aun lado y a otro. Algunos turistas hicieron otro tanto, deteniéndose para enterarse del motivo delalboroto.Se abrió un hueco entre la multitud. Macy lo aprovechó y salió corriendo por la puerta sin queninguno de los dos agentes hubiera tenido tiempo de reaccionar. Cuando uno saltó tras ella,Macy ya había cubierto la mitad del camino hasta el callejón oscuro que separaba los dosedificios más próximos. Llegó a un cruce y se dirigió a la derecha, adentrándose más en ellaberinto. Oía a su espalda un eco de pisadas. Dobló a la izquierda, y después otra vez a laderecha. «Que no sea un callejón sin salida, que no lo sea…».Un agujero bajo y estrecho en un muro, poco antes de un cruce. Se metió por él, impulsada porun instinto irracional. Se encontró en un patio pequeño en la parte trasera de una casa. En unaventana de un piso superior se veía una luz tenue. Solo había otra salida, una puerta que daba a lacasa misma.Se apretó contra el muro con los ojos desencajados al oír que se acercaban los pasos… peropasaron de largo, reduciendo la velocidad en el cruce. Llegaron corriendo más hombres.Taconeos. Diamondback. Macy contuvo la respiración. Si alguno se fijaba en el agujero…Echaron a correr de nuevo, tras dividirse para seguir cada uno de los callejones. Los pasos seperdieron rápidamente en la noche.Macy se derrumbó, jadeante.Pasó en el patio casi veinte minutos, esperando, y solo volvió a asomar por el agujero cuandoestuvo absolutamente segura de que no había nadie por ahí. El callejón estaba vacío, en silencio.Se orientó, y tomó el camino por el que se adentraba más en el barrio.Al cabo de diez minutos de tensión insoportable, llegó a una plazuela. Al fondo había un café,del que salía un rumor apagado de música, pero lo único en que se fijó Macy fue en la cajaamarilla, abollada, de un teléfono público que estaba montado en un poste próximo. Sin dejar devigilar la calle con desconfianza, buscó en el bolsillo las monedas que le quedaban e hizo unallamada.—Macy…, ¿eres tú?Berkeley parecía más enfadado todavía que antes.—Sí —dijo ella en voz baja—. ¡Van a robar el Salón de los Registros! Hay otro túnel; estánexcavando.Berkeley no le prestaba atención.—Macy, ¡vuelve aquí y entrégate a la policía ahora mismo!—¿Que… que me entregue? ¿Qué quiere decir? Si yo no he…—El doctor Hamdi ha accedido a no presentar denuncia por agresión; pero solo si te entregasinmediatamente y devuelves la pieza que tomaste.—¿Qué pieza? —protestó Macy, confundida—. ¡No he tomado nada!—¡El doctor Hamdi y el señor Gamal te vieron romper un fragmento de la esfinge, Macy! ¿Esque no tienes idea de lo grave que es eso? ¡Aquí han condenado a gente a diez años de cárcel pormenos! Al huir, has empeorado las cosas; pero si vuelves ahora mismo, yo haré todo lo quepueda para apaciguar a las autoridades.—¡Oiga, escúcheme! —exclamó ella—. ¡Hamdi está en el asunto, y Gamal también! ¡Vaya averlo usted mismo, hay…!—¡Macy! —gritó Berkeley—. Vuelve a la excavación ahora mismo y entrégate. De lo contrario,no podré hacer nada por ti. No hagas…Macy colgó el aparato de golpe, dominada otra vez por un terror intenso. ¿Qué demonios iba ahacer? Shaban había enviado a gente a que vigilara el hotel. Ni siquiera podría recoger sus cosas.

No tenía más que lo que llevaba puesto y lo que tuviera en los bolsillos.Y eso no era gran cosa. La cámara de fotos, un fajo pequeño de libras egipcias, unos cien dólaresamericanos. Al menos, conservaba su pasaporte y sus tarjetas de crédito: eran cosas que no sepodían dejar en la habitación del hotel.Sopesó sus posibilidades. Tanto si se entregaba ella misma como si la detenía la policía, Hamdideclararía en su contra, y sin duda tendría preparados a otros muchos testigos más. Y si laatrapaban los hombres de Shaban…Solo de pensar en ello le volvían a dar palpitaciones. Querían matarla. Y aunque consiguiera salirde Egipto, la estarían esperando en su casa, estarían vigilando a sus padres. No podía arriesgarsea implicarlos también a ellos.Y tenía que pensar también en el plan de Shaban. Si este tenía planeado robar alguna cosaconcreta y desaparecía con ella antes de que el equipo de la AIP abriese el Salón de losRegistros, nadie se enteraría jamás, ya que millones de espectadores quedarían convencidos deque Berkeley era la primera persona que entraba en la cámara desde hacía miles de años. Macytenía que avisar a alguien. Pero si Berkeley no quería hacerle caso, tendría que buscarse a otrapersona, a alguien que tuviera más posibilidades de creerla y de convencer a otros para quetomaran medidas.Macy se retiró del teléfono y se compuso la coleta con un gesto inconsciente… que, a su vez, letrajo una idea a la cabeza. Volvió a llevarse la mano al bolsillo. Además de su pasaporte, llevabaotra cosa: unas hojas de revista plegadas. Cuando las abrió, vio el rostro de una mujer atractiva,de cabellos pelirrojos, con una coleta semejante a la de Macy, que le dirigía una sonrisa.La doctora Nina Wilde. Descubridora de la Atlántida, y de más cosas. La mujer que habíaservido a Macy de inspiración, cuyo ejemplo le había dado el coraje necesario para hacer aquelviaje.Y una mujer que había anunciado grandes teorías sin que nadie la creyera… hasta que habíaquedado demostrado de manera espectacular cuánta razón tenía.Contempló el retrato. Era una posibilidad remota; la doctora Wilde ya no estaba en la AIP, a raízde alguna polémica que había tenido el año anterior. Macy se había llevado una desilusión por nohaber podido conocerla en persona. Pero debía de tener todavía la influencia necesaria paraayudarla…Si es que conseguía ponerse en contacto con ella. Que ella supiera, la doctora Wilde debía deestar en Nueva York. Y Macy, por su parte, seguía estando a menos de cuatrocientos metros de laesfinge.«Paso a paso», se dijo; y se puso en camino hacia el centro de El Cairo.

1Nueva YorkTres días más tardeNina Wilde se despertó trabajosamente, luchando a brazo partido al mismo tiempo con lassábanas que la ahogaban y con la boca pastosa propia de una resaca, para echar una mirada alreloj de la mesilla. Pasaba bastante de las diez de la mañana. «Mierda», masculló; y ya sedisponía a reñirse a sí misma por haber dejado que se le pegaran las sábanas… cuando recordóque no tenía que ir a ninguna parte.Estuvo a punto de arroparse de nuevo con la esperanza de dormirse otra vez; pero le bastó unabreve ojeada a aquel dormitorio para que se le quitaran las ganas de seguir allí. Tampoco es queel resto del apartamento estuviera mucho mejor, pero representaba un mal menor. Se puso unacamiseta y unos pantalones de chándal, se peinó con los dedos la cabellera revuelta y se dirigió ala otra habitación con paso incierto.—¿Eddie? —dijo en voz alta, bostezando—. ¿Estás aquí?No hubo respuesta. Su marido había salido, aunque le había dejado una nota en la pequeñaencimera que separaba la zona de la cocina del resto del estrecho cuarto de estar. Como decostumbre, la nota tenía el estilo lacónico de los partes militares: «Voy a trabajar. Llamarédespués. Seguramente volveré tarde. Te quiero, Eddie. Beso. P. D.: Nos hace falta leche».«Estupendo», dijo Nina con un suspiro mientras tomaba el montoncito de cartas que habíanllegado con el correo y que estaban junto a la nota. La factura de una tarjeta de crédito, que debíade ser cuantiosa. La factura de otra tarjeta de crédito, que debía de ser mayor todavía casi contoda seguridad. Publicidad, publicidad…El último sobre llevaba en un ángulo el membrete de una universidad.Aunque intentó contenerse, atisbó un rayo de esperanza y abrió el sobre con precipitación.Aquello representaba, quizá, el fin de aquella vida miserable que llevaban los dos desde hacíavarios meses.No fue así. Le bastó con ver la palabra lamentamos para saber que se trataba de una nueva cartade rechazo. El mundo académico le había vuelto la espalda. Cuando a uno le ponían la etiquetade excéntrico, era casi imposible quitársela de encima… incluso cuando resultaba que habíatenido razón desde el primer momento.Nina dejó la carta, se derrumbó en el sofá, que crujió, y soltó un nuevo suspiro. Un enemigopoderoso le había dirigido una campaña de desprestigio que a ella no solo le había costado sutrabajo, sino que le había dado fama de extravagante, a la misma altura de los que asegurabanque habían descubierto el arca de Noé, o El Dorado, o al yeti. Los descubrimientos que habíarealizado, y que habían estremecido al mundo (la Atlántida, las tumbas de Hércules y del reyArturo) de pronto ya no valían nada, ya que en el ámbito universitario, como en otros muchos, setendía más bien a la memoria a corto plazo: ¿Qué ha hecho usted por nosotros últimamente?De manera que, ahora, ella se encontraba sin trabajo, sin perspectivas… y se acercabapeligrosamente a estar sin dinero. No tenía más que a Eddie.Solo que a Eddie no lo tenía, porque él no estaba casi nunca, por las exigencias de su trabajo.En un apartamento contiguo empezó a llorar un niño de pecho. Los delgados tabiques apenasamortiguaban el ruido.—Maldita sea —murmuró Nina, cubriéndose la cara con las manos.Eddie Chase salió de un edificio con fachada de piedra arenisca, de los característicos del EastSide de Nueva York, y echó una mirada a cada lado antes de bajar los escalones hasta la calle.—Lo he visto —dijo una voz de mujer a su espalda.Eddie se volvió.—¿Qué es lo que has visto?—He visto que mirabas por si había fuera alguien que te pudiera reconocer.Amy Martin bajó los escalones haciendo ondear su melena oscura, y dio un apretón en la cinturaal inglés, que estaba algo calvo ya.—Qué mono eres.

—Tampoco es cuestión de que esto llegue a oídos de Nina, ¿no? —dijo Eddie a la mujer, másjoven que él—. Ya se lo diré yo cuando llegue el momento oportuno. Y tampoco quiero que seentere nadie más.Amy sonrió.—Pero esto te divierte. No lo niegues —dijo Amy. Se dirigió al borde de la acera, buscando untaxi—. Entonces, ¿quieres repetirlo mañana?—Sí, si puedo —le dijo Eddie—. Dependerá de si Grant Thorn me necesita o no.Amy sonrió de nuevo, sacudiendo la cabeza.—Todavía no me creo que salgas con una estrella de cine.—No es que salga con él precisamente. Soy su guardaespaldas, no su amigo del alma. Y éles… bueno, más bien bobo.—Pero un bobo que tiene un Lamborghini, ¿no? Eso está muy bien.—Sí, pero no lo aprovecha. Nunca lo lleva a más de quince por hora, porque quiere que todos lovean al volante del coche.—¿Le vas a guardar hoy las espaldas?Se acercaba un taxi; Amy le hizo una seña.—Sí; voy a recogerlo de aquí a un rato. Quiere comprarse un traje para no sé qué acto benéficoque hay esta noche, y yo tengo que cuidar de él. Como la Quinta Avenida es un sitio tanpeligroso…En el momento en que se detenía el taxi, sonó el teléfono de Eddie. Miró la pantalla: era Nina.—Bueno, ¡pásalo bien con tus amigotes de Hollywood! —dijo Amy mientras subía al auto.—Lo intentaré —dijo él, atendiendo la llamada—. Hola.—Hola —dijo Nina—. ¿Dónde estás?Eddie se había ido familiarizando de sobra con el tono apesadumbrado de Nina de los últimosmeses, pero aquella mañana tenía un cierto toque funesto adicional.—Estoy… en el gimnasio, con Grant Thorn, nada más.Una pausa.—Ah. ¿Cuándo podrás volver a casa?—¡Hasta mañana! —gritó Amy mientras se ponía en marcha el taxi. Él, un poco molesto, ladespidió con la mano.—Lo siento, no podré volver hasta muy tarde. Voy a estar con él todo el día.Un segundo ah desilusionado. Después:—¿Quién era esa?Eddie echó una rápida mirada de culpabilidad al taxi que se alejaba.—Una que iba en un taxi.—¿No estabas en el gimnasio?—Estoy esperando fuera. ¿Pasa algo malo?—No, nada —dijo Nina, soltando un suspiro—. No tiene importancia.—Para mí sí la tiene. Mira, puedo llamar a Charlie, a ver si alguien puede sustituirme.—No; está… está bien; o sea, ja, ja, nos hace falta el dinero, ¿no? —dijo. Su risa parecía más dedesesperación que de humor.—¿Estás segura? Si quieres, puedo…—No importa, Eddie. No importa —dijo ella; aunque por su voz parecía que sí importaba, ymucho.Su teléfono emitió un pitido que le comunicaba que tenía otra llamada. Echó una mirada a lapantalla y vio que era su cliente.—Lo siento, tengo que cortar. Ah, ¿has visto la nota que te dejé con lo de la leche?—Sí, la he visto. Te veré cuando vuelvas. Te quiero.—Yo también te quiero —dijo él mientras desconectaba. Estupendo. Ahora se sentía másculpable todavía por haberle mentido.Aceptó la llamada entrante.—¿Diga?

—¡Eh, el amigo Chasete! —dijo Grant Thorn con su voz relajada—. ¿Dónde te habías metido,hombre? Tenías el teléfono comunicando.—Sí; me había llamado mi mujer.—La vieja cadena, ¿eh? Es broma, hombre. No quería llamar vieja a tu mujer. Oye, ¿por qué noos invito a cenar a los dos algún día? ¿Qué te parece?—Puede estar bien —respondió Eddie sin comprometerse, bien seguro de que al actor ya se lehabría borrado de la mente todo recuerdo de aquella oferta cuando se vieran en persona—.¿Todavía quiere que lo recoja en su apartamento?—Sí. Tengo aquí a una nena; dame veinte minutos para quitármela de encima. Vale, son dosnenas. Que sea media hora. Ah, y ¿me puedes traer un cartón de zumo de naranja? Tengo la bocaseca una cosa mala.—Soy su guardaespaldas, señor Thorn, no su mayordomo —le recordó Eddie.Puede que su trabajo consistiera en velar por sus clientes, pero eso no significaba que les tuvieraque limpiar el culo.—Quizá pueda pedirle a una de las nenas que vaya a comprarlo.—¡Ay, tío! ¡No quiero que vuelvan! O sea, están buenas y todo eso, pero cuando has abierto lacaja, ya no se admiten devoluciones, ¿entiendes? Mira, tengo aquí quinientos dólares en lacartera. Son tuyos si me traes un cartón de zumo de naranja. Será como un suplemento, ¿eh?—Veré qué puedo hacer —respondió Eddie, y puso fin a la llamada. Aquella oferta sí quepensaba recordársela a Grant, a diferencia de la de la cena.Nina estaba sentada ante la mesa del cuarto de estar, taciturna, con un café solo entre las manos.Tenía abierto el ordenador portátil, que esperaba sus órdenes, pero de momento ni siquiera habíamirado el correo electrónico entrante.Tomó un sorbo de café de la taza, a modo de prueba. El café, sin leche, estaba al principiodemasiado caliente para bebérselo enseguida. Ahora que se había enfriado, estaba demasiadoamargo. Hizo una mueca, preguntándose si sería capaz de acopiar la energía necesaria para ir a latienda por leche. Cuanto más se lo pensaba, más difícil le parecía.Sonó su teléfono y la sobresaltó. Lo tomó.—¿Diga?—Hola, Nina.Una voz familiar: el profesor Roger Hogarth, compañero suyo de sus tiempos de la universidad.Habían mantenido algún contacto durante los últimos meses, aunque principalmente por correoelectrónico.—¡Hola, Roger! ¿Qué puedo hacer por ti?—Tú siempre pensando en el trabajo, ¿verdad? —respondió él en son de riña humorística—.Ahora hablaremos de eso. Pero ¿cómo estás?—Estoy… bien —dijo ella de manera inexpresiva.—¿Y el nuevo apartamento? ¿Te empieza a gustar más que cuando te mudaste?—Mejor no hablemos de eso, me parece.Una risita.—Ya veo. No te preocupes; estoy seguro de que las cosas irán a mejor. Cuando menos te loesperes, probablemente. Y hablando de cosas inesperadas… En primer lugar, ¿recuerdas que yoquería reunirme con Maureen para quejarme de ese ridículo espectáculo de feria que ha montadoen la esfinge?—¿Sí? —dijo Nina, sintiendo una punzada de ira solo por oír aquel nombre. Ya había tenidobastantes motivos para no apreciar a la profesora Maureen Rothschild, aun antes de que dichamujer se hubiera convertido en uno de los principales artífices de la caída en desgracia de Nina.—Pues bien, accedió a verme por fin. Mañana, precisamente.—¿De verdad? Estupendo.—Tuve que emplearme a fondo para convencerla, como te puedes figurar. Pero, por desgracia, lasegunda cosa inesperada es que… no puedo ir.—¿Por qué no?

—He resbalado en la escalera, y ahora estoy aquí sentado con el pie vendado como una momia.—¿Estás bien? —le preguntó ella, preocupada.—No es más que un esguince, gracias a Dios. Pero ¡qué ridículos son los peligros de la vejez!Cuando yo era joven, practicaba el salto con pértiga y el salto de altura, y no me doblé nunca niun dedo del pie. ¡Ahora, me caigo dos palmos y estoy de baja una semana!Soltó un tchs de consternación.—Entonces, ¿qué vas a hacer con lo de Maureen?—Pues bien, te llamaba por eso. Tenía la esperanza de que fueras en mi lugar.—¿Lo dices en serio? —dijo Nina, sorprendida—. ¡Si fue ella la que me despidió!—Vale, sí que puede ser… violento. Pero lo que está haciendo ella es una parodia de lo que es laarqueología. Me parece que cada vez que enciendo el televisor están poniendo un anuncio de esecirco.—Sí; los he visto —murmuró Nina. Los anuncios de la apertura en directo del Salón de losRegistros habían sido constantes durante las dos últimas semanas, y a Nina le irritaban más acada repetición.—Eso no es ciencia, es un mercantilismo descarado. Y si allí no hay nada, nos salpicará a todoslos demás profesionales de la arqueología, que quedaremos por tontos. Aunque no creo que vayaa servir para cambiar nada, alguien tiene que decir estas cosas a Maureen, por lo menos.—¿Y quieres que se lo diga yo? Lo siento, Roger. Maureen Rothschild es una de las personas alas que tengo menos ganas de ver del mundo.Hogarth hizo una pausa.—Lo comprendo —dijo por fin—. Ya había pensado que seguramente no querrías; pero teníaque intentarlo. Una persona de tu nivel tendría más posibilidades de hacerle captar el mensaje.Nina intentó contener su amargura.—Ahora mismo no tengo un nivel demasiado alto para nadie.—No te infravalores, Nina —dijo Hogarth, con un tono de riña que esta vez era más serio—.Una carrera profesional no termina por un tropiezo. Yo mismo he tenido unos cuantos.—Pero no a la altura del mío.—Ay, bueno —dijo Hogarth con un suspiro, dándose por vencido—; será cuestión de rezar porque todo este asunto no desemboque en un desastre.—Esperémoslo. Que te mejores, Roger.—Gracias. Y estoy seguro de que las cosas también mejorarán para ti.Nina se despidió y colgó, soltando un suspiro triste. El café se había quedado frío, pero ahoraestaba todavía menos animada que antes a salir del apartamento.Grant Thorn cumplió su palabra y dio a Eddie quinientos dólares por un cartón de zumo. CuandoEddie llegó al apartamento del Upper West Side, las dos nenas ya se habían marchado aunque,o bien a una se le había olvidado recoger su minúsculo tanga rosa del salón de Grant, o el actortenía un fetichismo que no querría que llegara a oídos de la prensa del cotilleo.Fuera como fuese, a Eddie tampoco le importaba: su trabajo consistía simplemente en evitar queGrant sufriera ningún daño físico. Cuando a Nina y a él los habían despedido de la AIP, Granthabía buscado trabajo recurriendo a su amplia lista de contactos, tanto de su carrera militar en elServicio Aéreo Especial, cuerpo de élite británico, como por su trabajo posterior comoguardaespaldas y agente de seguridad autónomo. Sus posibilidades habían estado limitadasporque no estaba dispuesto a pasar mucho tiempo lejos de su nueva esposa; pero, por último, unamigo lo había puesto en contacto con un hombre llamado Charlie Brooks que tenía una agenciade protección personal para los ricos y los famosos de Nueva York. Los trabajos podían ser ahoras intempestivas, pero al menos Eddie ganaba lo justo para que Nina y él salieran adelante.Aunque habían tenido que prescindir de ciertas cosas, Eddie sospechaba que volvería a oír hablarde la mayor de todas cuando llegase a su casa; pero, de momento, estaba atendiendo a su trabajo.Grant acababa de gastarse en un traje italiano más de lo que ganaba Eddie en un mes enterocuando estaba en la AIP, y la salida de tiendas no había terminado, ni mucho menos.—Vale; ya tengo ropa para el acto del alcalde de esta noche —dijo el actor, mirándose en un

espejo y haciéndose un ajuste milimétrico en el pelo engominado antes de encaminarse a lasalida.Eddie le abrió la puerta y se adelantó discretamente para comprobar que no había ningúnproblema en potencia en la Quinta Avenida. No los estaba esperando ningún admiradorenloquecido ni ningún crítico de cine enfurecido.—Entonces, vamos a ver… Ahora, a Harmann’s.—No es su estilo habitual —comentó Eddie. Aunque los trajes de esta sastrería estaban tan lejosde su presupuesto como la ropa de la tienda de la que acababan de salir, Eddie sabía que eranbastante más tradicionales.—Necesito algo que ponerme mañana, tío —le explicó Grant—. Uno no conoce a un líderreligioso todos los días.Eddie hizo un gesto de extrañeza; hasta entonces, no había visto la más mínima indicación deque su protegido tuviera nada de espiritual.—No sabía que estaba por aquí el papa.—No es el papa, tío. ¡Mejor que eso! ¡Es mi hombre, Osir!—¿Quién?—¡Jalid Osir! El del Templo Osiriano, ya sabes.—¿Esa secta?Grant dio muestras de sentirse ofendido por primera vez desde que Eddie lo había conocido.—¡No es una secta, tío! Es una religión de verdad; a mí me ha cambiado la vida. ¿Quieres seguirjoven para siempre? Ellos te pueden ayudar a conseguirlo.Se llevó las dos manos al rostro bronceado, de belleza blanda.—Yo tengo veintinueve años, ¿no? Pues no he envejecido ni un día desde que tenía veintisiete.¿Qué más pruebas necesitas, hombre?—Tiene razón, supongo —dijo Eddie sin perder la compostura. Grant daba muestras de que se lepasaba el enfado.—Entonces, esa… religión es cara, ¿eh? —preguntó Eddie.—¡No! ¡No! No es ninguna estafa. Puedes donar lo que quieras. Y si quieres comprar susmateriales, es cosa tuya.—¿Sus materiales?—Ya sabes…, las cosas con las que te enseñan a seguir el camino de la vida eterna. Libros,DVD, suplementos dietéticos, tarros de arena de Egipto auténtica… esos trastos tanimpresionantes, como pirámides pequeñas, que cargan de energía el aire de la habitación…—Entiendo —dijo Eddie, que veía confirmadas sus sospechas acerca de los fines de la secta.—Mañana voy a una reunión; tengo invitación vip. Me han avisado con poco tiempo, pero no melo pienso perder por nada. Llegar a conocer a Osir en persona es como… como para una personacorriente conocerme a mí. ¡O a Jesucristo! Va a ser genial.—Hablando de gente corriente… —dijo Eddie, conteniendo el sarcasmo.Había divisado a tres mujeres jóvenes, con aspecto de ricas, que habían visto a la estrella de ciney soltaban grititos de gusto. Se plantó ante Grant para cerrarles el paso.—Creo que podré hacerme cargo de esto, tío —dijo Grant, sonriente. Eddie se apartó, pero sindejar de vigilar de cerca mientras las mujeres se acercaban haciendo sonar los zapatos JimmyChoo.—¡Hola, señoras! ¿Qué tal?Una de las mujeres parecía al borde del sofoco y se daba aire con un bolso pequeño de Gucci,mientras las otras dos bombardeaban a Grant con alabanzas sobre su última película, refiriéndosemás concretamente a la escena en que aparecía sin más ropa que unos calzoncillos.—¿Nos podemos hacer una foto? —le preguntó una, extrayendo de su bolso un teléfono caro.—Desde luego —dijo Grant—. ¿Puedes hacer los honores, tío?Eddie tomó el teléfono e hizo un par de fotos mientras el trío de mujeres se apiñaba alrededor delactor. Parecieron encantadas con el resultado; dieron las gracias a Grant y se marcharon,ocupadas ya en enviar las fotos a todos sus contactos. La estrella las inspeccionó con la mirada

mientras se alejaban e hizo un gesto de aprobación.—Maldita sea; tenía que haberles pedido los números de teléfono, por si querían salir a tomaralgo.—¡Eh! —dijo alguien.Los dos se volvieron y vieron a dos hombres. Uno era un tipo corpulento de veintitantos años,con el pelo engominado y que llevaba puesto un polo con el cuello levantado; el otro era máspequeño y con más aspecto de debilucho, y se refugiaba detrás del primero.—Eres Grant Thorn, ¿verdad?A Eddie le bastó con ver la sonrisilla burlona del grandullón para saber lo que iba a pasar: iban ainsultar a su cliente. El hombre quería impresionar a su amigo y marcharse con una anécdota quepodría contar con orgullo en el bar durante los años venideros. Se adelantó, mientras Grantrespondía:—¿Sí?—Eres una birria, hombre —dijo el grandullón. Su sonrisilla se ensanchó—. Eres una verdaderabirria jodida. Esa película tuya última, Nitroso… Vaya mierda. Yo la vi en copia pirata, ytodavía me quedaron ganas de pedir que me devolvieran el dinero.Grant tenía el rostro petrificado con una sonrisa falsa y tensa.—Y te diré una cosa más —dijo el hombre, satisfecho por haber logrado provocarlo. Levantóuna mano con intención de clavar un dedo en el pecho de Grant.Eddie intervino.—Baja esa mano, amigo —dijo con voz tranquila a la vez que fría.El del polo estuvo a punto de clavar el dedo a Eddie, pero se contuvo al apreciar la miradaintimidatoria del inglés.—¿Qué pasa? ¿Me vas a hacer algo? —dijo.—Solo si tú quieres.En el rostro del joven se reflejó la duda, y terminó por retroceder, seguido de su amigo.—Jo, qué mayor, escondiéndose detrás de un guardaespaldas —dijo en voz alta mientras sealejaban—. ¡Sigues siendo una birria, Thorn!—¡Mariquita! —añadió su amigo, aunque en voz no muy alta.Eddie siguió vigilándolos hasta que estuvieron a una distancia prudencial de su cliente. Después,se volvió hacia Grant.—¿Quiere que los identifique?Grant, consternado, negó con la cabeza.—Uf. Algunas personas… no tienen respeto. Gracias, hombre.—Me dedico a esto, señor Thorn —dijo Eddie, encogiéndose de hombros.—Eso es.Se pusieron en marcha de nuevo.—Claro que… yo mismo podría haberle plantado cara…Eddie profirió una leve exclamación de incredulidad.—No, tío, ¡en serio! Antes de rodar Fuerza de temporal, fui a un cursillo de entrenamiento.Como las academias para especialistas de cine, ¿sabes? Pasé una semana entera aprendiendo adisparar, a conducir deprisa y a luchar al estilo krav magá. Imponente.—¿Una semana entera? —dijo Eddie—. Estoy impresionado.Grant no captó su sarcasmo.—Para seguir en la cumbre, tienes que ser bueno —dijo.Continuaron bajando por la Quinta Avenida. El actor siguió llamando la atención de la gentehasta que llegaron a Harmann’s. Para alivio de Eddie, solo se encontró con admiradores.—¡Ah de la casa! —dijo Eddie al entrar en el apartamento—. ¿Cómo van las cosas? —añadió,alzando la voz para hacerse oír entre el sonido del televisor.Tuvo su respuesta al ver una botella de vino vacía en sus tres cuartas partes.—He tenido épocas mejores —respondió Nina.—Estás bebiendo demasiado —la riñó Eddie mientras colgaba la chaqueta—. ¿Por qué está tan

fuerte la tele?—Porque es mejor que oír niños que lloran, o a la pareja de al lado, que vuelve a discutir, o lamúsica que pone a todo volumen ese imbécil con cara de mono del piso de abajo. Odio esteapartamento.Se acurrucó, metiendo la barbilla entre las rodillas.—Odio este edificio. Odio este barrio. ¡Odio todo este maldito municipio!El barrio de Blissville, en el municipio de Queens, estaba encajonado entre la autopista de LongIsland, un cementerio y un río gris y triste bordeado de edificios industriales deteriorados; yapenas cabía pensarle un nombre más impropio que el que tenía2.Eddie tomó el mando a distancia y bajó el volumen del televisor.—Ay, vamos, Queens tampoco está tan mal. Puede que no sea Manhattan, pero al menos siguesiendo Nueva York. Podría haber sido peor; podríamos haber tenido que mudarnos a NuevaJersey —añadió, intentando dar una nota de humor.No dio resultado.—No tiene gracia, Eddie —gruñó Nina—. Mi vida es una porquería total y absoluta.Volvió la vista hacia la carta que estaba en la encimera.—Esta mañana he recibido otra carta de rechazo. Además de las trescientas diecisiete que teníaya. Mi carrera ha terminado. Dalton y esos otros canallas se encargaron de ello. Me hanconvertido en un hazmerreír, Eddie, ¡en un jodido hazmerreír! Siempre que salgo me parece quela gente me mira y piensa: «Mira, es esa tía loca que se cree que ha encontrado el jardín delEdén». Nadie me toma en serio.—¿Y a quién coño le importa lo que piensen los demás? —replicó Eddie—. Si no los conoces, sino los vas a volver a ver, ¿por qué te tiene que importar? Hoy, en la Quinta Avenida, un pipioloha soltado a Grant cuatro frescas; pero él no se ha dejado estropear el día. Ni la vida.—Entre él y yo hay una cierta diferencia, Eddie —dijo Nina—. Él es estrella de cine ymillonario. Yo… no soy nada.—Calla —dijo Eddie con firmeza—. No empieces con eso otra vez. Sí que eres algo, y lo sabesde sobra. Y del presidente Dalton ya nos ocupamos. Ahora es él el jodido hazmerreír. Tuvo quedimitir, y ya no nos puede hacer nada más.—Ya hizo bastante.Un largo suspiro; la melancolía le caía encima de nuevo como un manto húmedo.—No voy a poder trabajar nunca más en arqueología.—Sí que podrás.—No podré, Eddie.—Dios, si se supone que aquí el pesimista soy yo…Eddie abrió la nevera y encontró un hueco en el lugar donde esperaba ver un cartón.—¿Has comprado leche?—No; se me olvidó.—¿Cómo? —exclamó Eddie, cerrando la nevera de golpe—. ¿Cómo se te ha podido olvidar? Tedejé una nota.—No he salido.—¿Que no has…?Eddie alzó las manos al cielo.—Hay una tienda a la vuelta de la esquina, pero ¿ni siquiera te has podido dignar ir hasta allíporque te has pasado todo el día lamentándote y viendo la televisión?—No he estado lamentándome —dijo Nina, sintiendo una punzada de rabia a través delmanto—. ¿Es que crees que lo paso bien con todo esto?—Lo que sí sé es que yo no.A Nina no le gustó su tono.—¿Qué quieres decir con eso?—¡Quiero decir que no me gusta ver deprimida a mi mujer!—¿Y qué quieres que le haga yo? —le espetó ella, poniéndose de pie—. ¡Me han quitado todo a

lo que me dedico!Señaló con una mano el televisor, en el que aparecía la cara de la Gran Esfinge: un nuevoanuncio de la apertura en directo.—Y, además, estas chorradas sensacionalistas, para restregármelo por la cara. ¡Eso no esarqueología como es debido, es un montaje publicitario! Y yo no soy la única que pienso así. Hallamado por teléfono Roger Hogarth. Quería ir a las Naciones Unidas para cantarle las verdadesa Maureen Rothschild; pero no puede ir, y me pidió que fuera yo en su lugar.—¿Y qué le has dicho tú?—Le he dicho que no, evidentemente.—¿Qué?No era, ni mucho menos, la primera vez que Eddie oía sus protestas acerca de aquellaexcavación en Egipto, y ya estaba harto.—¡Joder, Nina! Si tanto te fastidia, ¿por qué no haces algo al respecto?—¿Como qué?—¡Como decir a Maureen Rothschild que lo que está haciendo es una mierda! En vez dequedarte aquí sentada, sintiendo lástima de ti misma y quejándote cada vez que sale esecondenado anuncio. ¡Quéjate a ella! ¡Ahora que tienes la oportunidad, vete a las NacionesUnidas y dile a esa vieja bruja con todo detalle lo que piensas de todo esto!—Está bien —exclamó Nina, más que nada para hacerlo callar y quitárselo de encima—. ¡Loharé! Llamaré a Roger y le diré que he cambiado de opinión.—¡Bien! ¡Por fin! —dijo Eddie. Se dejó caer en el sofá, cuyos muelles crujieron. Después deunos momentos de silencio, alzó la vista hacia ella—. Lo siento —dijo—. No pretendíaenfadarme. Es que no me gusta nada verte así.—A mí tampoco me gusta nada estar así —respondió ella, sentándose a su lado—. Es que…—Ya lo sé —dijo él, rodeándola con un brazo—. Pero ¿sabes una cosa? Tú y yo formamos unequipo bastante bueno. Lo arreglaremos juntos. De alguna manera.—Sería más fácil si pasaras más tiempo aquí. ¡Como si las cosas no fueran lo bastante malas depor sí, apenas puedo pasar una tarde con mi marido! Estoy yo sola, con episodios viejos de CSIMiami —dijo, señalando la imagen de colores sobresaturados que aparecía en el televisor—. Teveo tan poco que empiezo a sentir, hum… cierto apego hacia David Caruso.—¿Qué? Vale, ¡tengo que pasar más tiempo en casa, desde luego!Soltó un bufido, y acarició a Nina en el cuello.—Mira, voy a hablar con Charlie —dijo—. Puede que tenga clientes a los que no les guste salirde noche.—Entonces no les hará mucha falta un guardaespaldas, ¿no? Y nos hace falta el dinero.—El dinero me toca los cojones —dijo Eddie con firmeza—. Tú eres más importante. Mañanatengo que pasarme el día entero con Grant Thorn otra vez; pero ya pensaré algo.—Entonces, ¿me voy a quedar sola con Caruso otra vez? Tendré que comprarme más pilas.Eddie hizo una mueca humorística de repugnancia.—Dios, ya estás haciendo bromas tan groseras como las mías.—Bueno, ¿no dicen que los casados acaban pareciéndose el uno al otro?Nina consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa, y echó una ojeada hacia la puerta deldormitorio.—Y ¿sabes? Hay otra cosa que se supone que hacen las parejas casadas. Hace días que…—Me encantaría —dijo él, frotándose los ojos—, pero estoy hecho polvo, de verdad. Y simañana tengo que cuidar de Grant hasta Dios sabe qué hora, tendré que dormir bien esta noche.—Ah —dijo ella, intentando disimular su desilusión—. Bueno, a lo mejor mañana por lamañana, ¿eh? Para cargarme las pilas antes de ir a las Naciones Unidas.—Tengo… que trabajar —dijo él, bostezando ostentosamente para justificar sus evasivas—.Grant se quiere comprar un traje para no sé qué acto religioso de mañana.—Teniendo en cuenta lo aficionado que es a las fiestas, no lo habría tomado por una personareligiosa.

—No es una religión de verdad; es una secta idiota. Se llama el Templo Osiriano.A Nina le sorprendió la coincidencia.—¿Ah, sí? Vaya. Son copatrocinadores de la excavación en la esfinge.—Pues, entonces, seguro que no les va mal. Hay muchos tontos con dinero.—Hay cosas que no cambian nunca.Eddie sonrió y se puso de pie.—Quiero darme una ducha antes de que nos acostemos. ¿Estás bien?Nina volvió a hundirse en el sofá.—De momento, sí. A largo plazo… no lo sé.—Ya saldrá algo —la tranquilizó él—. Estoy seguro.—¿Cómo estás tan seguro?Él no encontró respuesta.Blissville, «Villa Felicidad». (N. del T.).

2Nina levantó la vista con una sombría desazón hacia aquella gran losa de vidrio oscuro que era eledificio del Secretariado de las Naciones Unidas. Hacía más de siete meses que no lo pisaba;hacía más de siete meses que el nuevo director de la Agencia Internacional del Patrimonio lahabía suspendido (hablando con más propiedad, despedido) de malos modos, y la verdad eraque una buena parte de ella no quería volver al lugar donde se había producido su humillación.Tocó el colgante que llevaba al cuello para que le diera suerte y, armándose de valor, entró en eledificio.El trayecto en ascensor le pareció más largo de lo que recordaba, y el ascensor mismo le resultóen cierto modo más estrecho, más agobiante. Las cosas no mejoraron cuando salió y le abrieronla puerta de seguridad. Aunque se había dicho a sí misma que la zona de recepción no podíahaber cambiado en siete meses, existían las suficientes diferencias sutiles como para que leresultase poco familiar, de manera desconcertante.Pero había algo que no había cambiado: la figura que estaba tras la mesa de recepción.—¡Doctora Wilde! —exclamó Lola Gianetti, levantándose de un salto para recibirla—. ¿O sellama ahora doctora Chase?—Me sigo llamando Wilde —dijo Nina a la mujer rubia de cabello exuberante mientras seabrazaban—. He querido conservar mi apellido profesional. Aunque, si me lo hubiera cambiado,quizá me habría resultado más fácil encontrar otro trabajo.—¿Y cómo está Eddie? ¿Cómo fue la boda? —preguntó Lola, señalando el anillo que llevabaNina en la mano izquierda.—Nos casamos sobre la marcha. Y la abuela de Eddie no nos ha perdonado todavía. Habríaquerido hacer el viaje a Nueva York.Nina sonrió, pero volvió a ponerse seria para preguntar a Lola:—¿Cómo estás tú?—Recuperada, más o menos —respondió Lola, bajando la vista hacia su abdomen, donde lahabían apuñalado siete meses antes, en aquella misma sala donde estaban ahora mismo.—Debió de resultarte difícil volver al trabajo.—Fue… raro. Durante algún tiempo —dijo Lola, encogiéndose de hombros con un gesto deindiferencia algo forzada—. Pero el trabajo me gusta, así que…Titubeó; echó una ojeada hacia los despachos, y bajó la voz.—A decir verdad, ya no me gusta tanto.—¿Rothschild? —le preguntó Nina.Lola asintió con la cabeza.—Usted era una jefa mucho mejor. Ahora, lo único que importa es quién es capaz de adularlamás. Y el dinero.—Por eso he venido, en parte. Roger Hogarth no ha podido venir y me ha pedido que acudieraen su lugar. Y Eddie también me ha dado la lata para que lo hiciera.—Ya veo —dijo Lola, y volvió a sentarse ante su ordenador—. La profesora Rothschild estáhablando con el doctor Berkeley por videoconferencia, pero no suelen estar más de un cuarto dehora. Su reunión con el profesor Hogarth estaba programada para después; de modo que, cuandotermine, veré si quiere hablar con usted.—O si quiere darme los buenos días siquiera —dijo Nina.Solo de pensar en la profesora Rothschild volvía a hervirle la ira que había contenido tantotiempo. Se esforzó por reprimirla. Las posibilidades que tenía de cambiar las cosas oscilabanentre pocas y ninguna pero, ya que estaba allí, estaba decidida a decir lo que tenía que decir, y,para ello, debía tener la mente despejada.—Haré lo que pueda por convencerla. Ah, lo que me recuerda… —añadió Lola, echando unamirada a una bandeja que estaba junto al monitor—. Hay un mensaje para usted.—¿Para mí?—Sí, de una becaria…Lola repasó un montoncito de papeles.

—Aquí está. Macy Sharif. Llamó por teléfono ayer, pidiendo el número de usted. Yo no se lo di,claro está; pero le dije que le pasaría el recado. Y la verdad es que intenté llamar a su casa, perono daba línea.—Nos hemos mudado —dijo Nina lacónicamente mientras Lola le daba el papel—. ¿Quéquería?—No lo dijo. La verdad es que es una cosa rara. La gente de aquí ha estado intentando hablarcon ella. Estaba en la excavación del doctor Berkeley, pero se marchó de pronto. Nadie me haexplicado por qué, pero creo que ha podido tener líos con la Policía de Egipto. Cuesta trabajoimaginárselo… Parecía agradable, pero ¿quién sabe?—Supongo que la AIP ha estado contratando a gente cada vez peor desde que me marché yo—dijo Nina con humor negro. Echó una rápida ojeada al papel, que contenía una brevetranscripción del mensaje escrita con la letra adornada de Lola y un número de teléfono, y loplegó.—Entonces, ¿dónde vive ahora? —le preguntó Lola.A Nina se le amargó el gesto.—En Blissville. Era el único sitio que nos podíamos permitir, que estuviera en el mismo NuevaYork y no fuera una zona de guerra propiamente dicha.—Ah —dijo Lola, comprensiva—. Bueno, esto… Supongo que viene bien tener tan cerca laautopista…—Sí. Y el cementerio.Se cruzaron sendas sonrisas, y después Lola adoptó una expresión algo titubeante.—Doctora Wilde…—Llámame Nina… y dime qué hay, por favor.—Espero que no le parezca que estoy hablando más de la cuenta, pero… tengo la sensación deque usted no lo está pasando muy bien ahora mismo.—¿Y cómo se te ha ocurrido pensar una cosa así?Las dos sonrieron de nuevo.—El caso es que… había pedido tomarme libre la tarde de mañana —dijo Lola—, porque queríavisitar una galería de arte con un amigo, e íbamos a cenar juntos después. Solo que resulta que élno puede venir, de modo que… había pensado si querría venir usted.Nina estuvo a punto de rechazar la oferta sin pensárselo siquiera; pero una parte de su ser que sehabía despertado con los pinchazos de Eddie le recordó que el único plan alternativo que tenía ensu agenda era pasarse otra velada con David Caruso. De modo que preguntó a Lola:—¿Dónde está la galería?—En el Soho. Y el restaurante está en Little Italy. Es un sitio agradable; lo lleva un amigo de miprimo.—No sabía que fueras aficionada al arte.Lola se sonrojó levemente.—A la escultura. Es un hobby. Hago pajaritos, flores y otras cosas de metal y alambre. No seme da muy bien, pero había pensado que podría encontrar ideas nuevas en la galería.Nina se planteó la propuesta y tomó una decisión: sí, qué diantres. Quizá le sirviera para nopensar en cosas tristes, aunque solo fuera durante unas pocas horas.—Vale. Sí, ¿por qué no?—¡Estupendo! Le apuntaré las direcciones.Buscó un bloc de notas, pero Nina le entregó el papel donde estaba anotado el mensaje de Macy.—Toma. Salva un árbol.—Gracias.Lola escribió los datos y devolvió el papel a Nina.—¿A las tres?—A las dos, si quieres. ¡Cuanto menos tiempo pase en ese apartamento, mejor!Se abrió una puerta en el pasillo. Nina se volvió y vio salir a Maureen Rothschild, que se quedóhelada al ver a su vez a Nina en la zona de recepción. Al cabo de un momento, la profesora

caminó hacia ella con una sonrisa forzada y absolutamente falsa.—Nina.Nina respondió a la mujer mayor con la misma moneda.—Maureen.—No esperaba volver a verte por aquí. ¿Qué deseas?—Hablar contigo, de hecho.La profesora Rothschild entrecerró los ojos detrás de sus gafas.—Tengo una agenda de trabajo muy cargada, Nina. Concretamente, ahora voy a reunirme conRoger Hogarth. Estoy segura de que lo conoces.—Ah, claro que sí. Precisamente me ha pedido que lo representara yo. Está indispuesto.—Ah. Espero que no se trate de nada grave… —dijo la profesora Rothschild, sin que seapreciara el más mínimo interés en su expresión.—No, pero va a pasarse unos días sin poder andar. Y por eso me ha pedido que venga a hablarcontigo en su lugar.Nina notaba que la profesora Rothschild habría preferido negarse abiertamente; pero Hogarthestaba bien considerado en el mundillo académico, y tenía buenos contactos. No atender a unarepresentante suya podría interpretarse como un insulto… o como señal de que no se atrevía adefender su postura.—Supongo… que puedo dedicarte unos minutos —dijo por fin con gran desgana—. Como unfavor que hago a Roger.Volvió sobre sus pasos por el pasillo, y Nina, después de dedicar una rápida sonrisa a Lola, lasiguió hasta su despacho. Hasta el despacho que había sido antes de Nina. Reconoció al instanteel panorama de Manhattan, pero todo lo demás había cambiado. A Nina le volvió a caer encimacon toda su fuerza la sensación de ser una extraña.La profesora Rothschild tomó asiento tras el amplio escritorio e indicó a Nina, con gestoimpaciente, que se sentara ante ella.—¿Y bien? ¿De qué quería hablarme Roger?—De esto, precisamente.Había sobre el escritorio un folleto en papel cuché que promocionaba lo que supuestamente sería¡El evento televisivo en directo de la década! En la cubierta aparecía una imagen de la GranEsfinge de Guiza. Nina tomó el folleto.—Me parece que siempre que enciendo la televisión sale un anuncio de esto —dijo—. Sientocuriosidad por saber desde cuándo se ha convertido la AIP en un gancho para ganar audienciatelevisiva y para sectas de pirados.—La AIP no es ningún gancho para nadie, Nina —dijo la profesora Rothschild con vozrebosante de condescendencia—. Cuando conseguimos que organizaciones como el TemploOsiriano nos cofinancien, reducimos nuestros costes operativos, y nuestra parte de los ingresospor publicidad nos permitirá financiar otros muchos proyectos, así como promocionarmundialmente la imagen de la AIP. Es una situación ventajosa para todos, y es un buen negocio,pura y simplemente.—Tiene gracia: no me había dado cuenta de que la AIP era un negocio —repuso Nina.Abrió el folleto y vio un retrato de Logan Berkeley, que posaba en actitud heroica con laspirámides como telón de fondo.—¿Y has puesto a Logan al mando?—Logan era el mejor de los candidatos para la misión.—Logan es un ególatra ambicioso. ¿Qué hay de Kal Ahmet o de William Schofield? Los dostienen mucha más experiencia.—Si tengo que darte detalles, te diré que también estaban entre los preseleccionados —dijo laprofesora Rothschild con frialdad—. Pero yo elegí personalmente a Logan. Su presentación fuela que más me impresionó.«Querrás decir que fue el que más te besó el culo», pensó Nina; pero se lo guardó para sí.—¿Y a Logan no le importó viciar por completo todos los principios de la arqueología? ¿Lo

expuso así en su presentación?—¿Qué quieres decir?—Quiero decir precipitarlo todo, arrojando por la borda todas las normas de la práctica científicacuidadosa, para que la cadena pueda conseguir porcentajes altos durante la semana de lasencuestas de audiencia.—Tú eres la última que deberías atreverte a hablar de práctica científica cuidadosa, Nina—replicó la profesora Rothschild con tono cortante—. ¡Si haces memoria, recordarás que una delas causas principales de tu despido fue tu descuido absoluto de cualquier cosa que se parecieraremotamente a las prácticas adecuadas!—No estamos hablando de mí —dijo Nina, cuyo enfado se acercaba al punto de ebullición.Agitó el folleto—. Estamos hablando de que la AIP se ponga en venta. ¡La AIP se fundó paraproteger los hallazgos arqueológicos como este, no para explotarlos!—Ah, ahora entiendo para qué has venido —dijo la profesora Rothschild, formando una sonrisaburlona con sus labios delgados—. Es un último intento desesperado de autojustificarte,¿verdad? ¿Quieres aporrear los muros de tus opresores para convencerte a ti misma de que tienesrazón y de que todos los demás se equivocan?La profesora Rothschild se levantó y se inclinó hacia delante, apoyando las manos muy abiertassobre el escritorio.—¡Vuelve en ti! —dijo—. Aunque creas lo contrario, tú no eras el centro indispensable de laAIP. La organización funciona perfectamente sin ti. De hecho, funciona mejor. ¿Sabes cuántosempleados han muerto desde que te marchaste? ¡Ninguno!Nina se quedó sin aliento.—Eso es un golpe bajo, Maureen —dijo, apretando los dientes.La expresión de la profesora Rothschild dio a entender por un instante que hasta a ella misma leparecía que se había pasado de la raya. Pero aquello solo duró un momento.—Ya has dicho lo que venías a decir, Nina. Ahora, creo que será mejor para todos que temarches. Y también creo que lo mejor será que no vuelvas.Nina se levantó, apretando los puños para que la profesora Rothschild no viera que le temblabanlas manos de rabia.—Lo que estáis haciendo en Egipto avergüenza a todos los profesionales de la arqueología, y losabes.—Las dos sabemos quién es la verdadera vergüenza de la profesión —repuso la profesoraRothschild.Nina le dirigió una mirada de odio, abrió la puerta con brusquedad y salió del despacho.Al norte del edificio de las Naciones Unidas había un parque; Nina se puso a pasear por él a pasovivo. Aun cuando hubieron pasado veinte minutos, apenas se le había mitigado la rabia. Dehecho, por alguna perversión interior, quería en parte seguir alimentándola: cuando perdiera larabia, no le quedaría más que tristeza, más profunda que nunca.Pero sabía que no podía mantener vivo para siempre aquel fuego. Respiró hondo y despacio;sacó el teléfono y llamó a Eddie. Para su sorpresa, el teléfono de Eddie le salía desconectado, envez de saltar al contestador. Qué raro. Eddie no desconectaba su teléfono nunca.Esta distracción, con todo lo leve que era, le embotó un poco la rabia, y volvió a venírseleencima la depresión como un manto de niebla. No estaba de humor para hacer nada que no fueravolverse a casa, y se dirigió por la calle 42 al oeste, hacia la estación de metro de Grand Central.Cuando iba más o menos a mitad de camino, sonó su teléfono. Lo tomó vivamente, pensandoque sería Eddie; pero vio en la pantalla un número de teléfono que no le resultaba familiar. Seserenó y contestó.—¿Eres Nina? —le preguntó una voz con acento de Nueva Jersey.—¿Sí?—Soy Charlie, Charlie Brooks.Era el jefe de Eddie.—Ah, hola —dijo Nina—. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. Escucha: estoy intentando ponerme en contacto con Eddie, pero tiene elteléfono apagado. ¿Está contigo? Tengo que hablar con él de un cliente nuevo.—No; yo misma he estado intentando llamarle.—¿Ah, sí? Hum. Es raro que no esté accesible cuando no está trabajando.—¿No estaba con Grant Thorn?—No, eso será más tarde. Bueno, si hablas con él de aquí a una hora o cosa así, dile que le hellamado; de lo contrario, pasaré el trabajo a alguno de mis otros hombres.—Se lo diré —dijo Nina, y desconectó.Si Eddie no estaba trabajando, ¿qué estaba haciendo, y por qué tenía apagado el teléfono?Y, lo que era más importante…, ¿por qué le había dicho a ella que estaría todo el día con GrantThorn?En el estado de ánimo en que se encontraba, no podía evitar figurarse cosas. Y ninguna erabuena. ¿Estaría haciendo Eddie algo de lo que no quería que se enterara ella? En los últimosmeses, la relación de pareja no había sido la ideal. ¿Y si se estaba viendo con otra?Sacudió la cabeza, negándose a concebirlo. Eddie no le haría una cosa así.¿O sí?Llegó a la estación Grand Central, tomó el metro hasta Queens, y desde allí emprendió la tristecaminata al sur hasta Blissville. Por el camino, le sonó el teléfono. No era una llamada, sino unmensaje de texto. De Eddie. Con su laconismo habitual. «Siento q perdi tu llamada, estoy conuna cosa. Hablamos después. ¿Q tal en la ONU? Bss Eddie».—Superbién —dijo Nina con un suspiro.La limusina Cadillac negra rodaba apaciblemente por el Midtown de Manhattan.—Ya casi estamos, señor Thorn —dijo el conductor.—Bien, estupendo —dijo Grant.Grant llevaba puesto el traje formal que se había comprado el día anterior. Además, estaba tenso,muy lejos de su porte engreído habitual. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa.—¿Está bien? —le preguntó Eddie.—Sí, sí…, bien. Solo que, ¿sabes? Esto es una cosa grande. Más grande todavía que ganar elPremio del Público.Eddie se abstuvo de opinar al respecto, y llegaron a su destino. La iglesia del Templo Osirianoen Nueva York era, en realidad, un edificio bastante corriente del este del Midtown, sobre cuyaentrada principal había un luminoso de neón que representaba un ojo de estilo egipcio sobre untriángulo, que Eddie supuso que quería ser una pirámide. Pero si bien el edificio no tenía nada denotable, la multitud que se había reunido ante él se podía comparar con las turbas que seagolpaban ante la alfombra roja en la noche de la entrega de los Oscar.—Mucha gente —dijo Eddie.Varios hombres ataviados con chaquetas verdes oscuras hechas a medida despejaron un espaciodonde podría detenerse el Cadillac.—Es una religión en auge, hombre. O sea, ¿a quién no le interesa vivir para siempre?—Depende de con quién viva uno.La limusina se detuvo.—¿Quiere que lo espere con el coche?—No; entra conmigo, ven a ver esto. A lo mejor hasta te animas a afiliarte.Eddie tuvo el mérito de conseguir guardarse un comentario sarcástico; se bajó del coche y abrióla puerta a Grant. Cuando apareció la estrella, la multitud reaccionó con entusiasmo.—¡Hola a todos, hola! Me alegro de veros —dijo Grant, poniendo la sonrisa megavática que lehabía servido para ganar diez millones de dólares por película. Los hombres de verde formaronuna barrera humana mientras Grant se dirigía a la entrada, repartiendo apretones de manos yposando para los que le hacían fotos. Cuando se retiró la limusina, Eddie recorrió la multitud consu mirada experta en busca de cualquier indicio de amenaza; pero parecía que todo el mundo secomportaba como es debido. No obstante, apretó levemente el paso, conduciendo a Grant haciala puerta.

Pero no tardó en quedar claro que la estrella de cine no era la atracción principal de la tarde.Surgieron del edificio más hombres, una falange con chaquetas verdes que se abrió camino entrela multitud como un arado que abría un surco por la acera. Alguien gritó: «¡Es Osir!», y lamultitud se volvió como un solo hombre para ver la llegada de una limusina más larga.Si a Grant lo habían recibido con entusiasmo, lo que se produjo entonces se aproximaba másbien a la histeria. Eddie vio, divertido, que en el momento en que Grant se disponía a dar unapretón de manos, el dueño de la mano la retiraba bruscamente, dejando al actor por un instantecon cara de sorpresa y de ofendido. Los vigilantes se apostaron a ambos lados de la puerta de lalimusina.Jalid Osir salió del vehículo.Eddie captó a primera vista que Osir estaba dotado de esa cualidad especial que solo poseen unospocos afortunados: un carisma potente y natural, que quedaba de manifiesto en su manera demoverse, cómoda y llena de confianza, y en el brillo irresistible de sus ojos. Eddie supuso queOsir tendría unos cuarenta y cinco años, aunque por algún motivo tenía la impresión de que eramás viejo de lo que parecía. Y mientras que Grant era una estrella de cine, un hombre delmomento, que había triunfado por su belleza, con un poco de talento y con un gran agente, Osirparecía más bien una leyenda del cine, un hombre que brillaría más que sus rivales más jóvenesdurante varias generaciones. Eddie echó una mirada a su cliente. El rostro de Grant expresabaadmiración, combinada con un poco de envidia.—¡Hola, amigos míos! —dijo el jefe de la secta con voz retumbante, haciéndose oír entre lasaclamaciones—. Me alegro mucho de ver hoy aquí a tantos de vosotros. ¡Que la luz del dios solRa os bendiga a todos!—¡Que el espíritu de Osiris te proteja y te fortifique! —entonó la multitud como respuesta.El mismo Grant se sumó a ellos, aunque se equivocó y dijo «te fortifique y te proteja». Osiresbozó una gran sonrisa y se encaminó al edificio, hablando con sus seguidores por el camino.Eddie no pudo menos que observar que dedicaba una gran proporción de su atención a lasmujeres atractivas.Mientras tanto, se había apeado de la limusina otro hombre en el que apenas había reparado lamultitud, aunque su gesto torvo destacó inmediatamente entre las sonrisas; y el tercer hombreque salió tras él disparó las alarmas inconscientes de Eddie. Por sus rasgos, saltaba a la vista queel segundo hombre era pariente próximo de Osir (¿un hermano?), pero también quedaba claroque el primero había tenido más suerte, tanto en la lotería de la genética como en la de la propiavida; el segundo hombre tenía la cara más dura, más delgada, y marcada con una granquemadura en la mejilla derecha. Por su parte, su compañero, fuerte y delgado, de cabellosgrasientos y con chaqueta de piel de serpiente, tenía aspecto de pueblerino; pero Eddie, aladvertir su actitud y su postura atentas, comprendió al momento que había pasado por el ejército.Cuando Osir llegó a la puerta, se encontró con Grant, que lo esperaba.—¡Ah, señor Thorn! —dijo, tomando la mano del actor y apretándosela con fuerza. Sedispararon flashes entre la multitud; los dos hombres se volvieron instintivamente hacia lascámaras con las más amplias de sus sonrisas—. Me alegro de conocerte por fin.—Lo mismo digo, señor Osir —dijo Grant.—Llámame Jalid, te lo ruego. Es como si ya te conociera, por tus películas.Grant sonrió, halagado.—¿De verdad? ¡Estupendo! He intentado ver todas las tuyas, pero son difíciles de encontrar enNetflix. Pero sí que he visto Osiris y Set. Estabas impresionante en esa.Osir hizo un gesto de modestia con la mano.—Deberías visitar la casa principal del Templo Osiriano, en Suiza; allí te enseñaré las demás.Ven siempre que quieras; mi puerta estará abierta siempre. Pero ya he dejado atrás mis días deactor… Ahora tengo una nueva vocación. Y me alegro mucho de que tú… de que todos vosotros—dijo, dirigiéndose ahora a la multitud— hayáis optado por seguirme en este viaje increíble. Yasomos decenas de miles en todo el mundo, y nuestro número irá en aumento a medida que máspersonas descubran que la verdadera inmortalidad solo se puede alcanzar por medio de las

enseñanzas de Osiris. ¡Viviremos todos para siempre! —concluyó, alzando las manos.La multitud lo aclamó de nuevo.Su hermano profirió una orden con impaciencia, y los vigilantes empujaron hacia atrás a lamuchedumbre. Uno abrió la puerta, y Osir, haciendo un último saludo con la mano, entró con suscompañeros. El hombre de la chaqueta de piel de serpiente miró a Eddie con desdén.Grant llegó a la puerta, pero vaciló al advertir que Eddie no lo seguía.—¿Qué pasa?—La verdad es que estas cosas a mí no me van. Entre usted; lo esperaré.—No, hombre; pasa. Escucha lo que dice… Te cambiará la vida. Podrás invertir tuenvejecimiento; volverá a parecer que no has cumplido los cuarenta.—No he cumplido los cuarenta —le dijo Eddie con frialdad.—¿De verdad? Caray. No quería ofenderte, tío. Es que pareces más bien… aporreado.Grant, al ver que sus palabras no animaban a su guardaespaldas, cambió de opinión.—Bueno…, espérame. Vale.—Páselo bien, señor Thorn —dijo Eddie mientras Grant entraba en el edificio. Sacudió la cabezacon una sonrisa tenue. Su cliente era la prueba viviente de que siempre hay personas capaces decreerse lo que sea.Pero, al menos, parecía que el Templo Osiriano era una secta para pirados de las másinofensivas.Eddie llegó a casa varias horas más tarde. Cuando entró en el apartamento, preguntó:—¿Cómo te ha ido en la ONU?Entonces vio que la botella de vino del día estaba vacía del todo.—Ah —comentó.—Ha sido total y absolutamente horrible, maldita sea —dijo Nina, torciendo el gesto.Solo se había sentido con ánimos para llamar a Hogarth pocas horas antes, y el tener que contarlela discusión la había llenado de ira una vez más.—No conseguí nada en absoluto, y Maureen ha sido una bruja absoluta, que al final me ha hechosentirme así de pequeña —dijo, mientras levantaba una mano vacilante hacia Eddie, sosteniendoel pulgar y el índice a un par de centímetros—. No debí haber ido. Si fui, fue porque meobligaste tú.—Yo no te obligué —protestó Eddie.—¡Sí que me obligaste! ¡Prácticamente me llevaste a cuestas metida en un saco!Él sacudió la cabeza.—¡Dios! Si la Rothschild ha sido la que te ha fastidiado, ¿por qué te desahogas conmigo?—¡Porque estás aquí! —gritó ella—. Cosa rara.—Ay, por el amor de Dios —suspiró Eddie—. Ya estamos con eso otra vez. ¡Estaba trabajando!Ayer te propuse hablar con Charlie para ver la posibilidad de tener otro horario, y tú me dijisteque no.El nombre de Charlie hizo recordar a Nina otra cosa.—¿Dónde estabas esta mañana? —le preguntó—. Intenté llamarte, pero no te ponías al teléfono.—Seguramente sería porque estaba trabajando. Se supone que no debo recibir llamadaspersonales cuando estoy de guardia. Tú ya lo sabes.—Pero, cuando yo te llamé, no estabas de guardia. Me llamó por teléfono Charlie… No teencontraba, y me preguntó si yo sabía dónde estabas.Eddie titubeó, incómodo.—¿A qué hora fue eso?—Después de haber salido yo de la ONU. Hacia la una y media.—Ah, ya. Sí; estaba con Grant Thorn.—Tiene gracia —dijo Nina, aunque su expresión no tenía nada de divertida—. Charlie me dijoque no entrabas a trabajar hasta más tarde.Casi se pudo oír girar los engranajes dentro de la cabeza de Eddie.—Eso fue porque… estaba haciendo un favor a Grant. Extraoficialmente.

—¿Un favor de qué tipo?—Quería que fuera a comprarle un zumo de naranja.Al ver la expresión de desconfianza de ella, Eddie prosiguió:—¡En serio! El muy vago no era capaz de ir a pie hasta la esquina para comprárselo él mismo.—Yo creía que tenías la política de no hacer cosas así. Ya sabes, todo ese principio de soyguardaespaldas, no mayordomo.—Vale, el principio resulta meramente orientativo cuando me ofrecen pagarme quinientosdólares más.—¿Te pagó quinientos dólares para que le llevaras un zumo de naranja?Eddie se sacó de la chaqueta el fajo de billetes del día anterior y lo arrojó sobre la mesa.—¿Lo ves? La verdad es que el tipo tiene más dinero que sentido común.Nina contempló el dinero con desconfianza. Conocía a Eddie de sobra para saber que no se ledaba nada bien poner cara de póquer, y parecía que se estaba felicitando a sí mismo por lahabilidad con que había respondido. Podía ser verdad que Grant Thorn hubiera tenido un acto degenerosidad extravagante; pero allí había algo más.—Entonces, ¿qué has estado haciendo el resto del día? No se tarda tanto tiempo en comprarzumo de naranja.—No sabes la cola que había… —repuso él con una leve risita que se desvaneció ante la miradade Nina—. Sí; estuve haciendo también otra cosa. Me encontré con un amigo.La mirada de Nina se volvió más penetrante todavía.—¿Amigo, o amiga?—Es policía.Eddie disimuló su alivio cuando Nina no le comentó que se podía ser amiga y policía al mismotiempo. Lo que dijo esta, en cambio, fue:—No sabía que tenías amigos policías.—Lo siento; no sabía que tenía que darte una lista completa de todos mis amigos de todo elmundo. Yo conozco a un montón de gente.Nina no tenía claro si Eddie había pretendido recalcar el yo; pero, tal como estaba de ánimo, noestaba dispuesta a dejarlo pasar.—¿No como yo, quieres decir?—¿De dónde te has sacado eso, maldita sea? No he dicho que no tengas amigos.—Vale; porque sí que los tengo. Tengo…Reflexionó, y a lo largo de los segundos que tardó en concluir la frase se le fue ensombreciendoel rostro.—Tengo a Piper —dijo por fin.—Que se trasladó a San Francisco.—¡A Matt! Matt Trulli es amigo mío.—Y llevas meses sin hablar con él.—¡Pero es amigo! ¡Y tengo a Lola! —añadió Nina, agitando la mano con ademán triunfal—.Lola es amiga mía. Y, de hecho, voy a cenar con ella mañana. Así que sí: tengo amigos.—¡Pero si yo no he dicho que no! ¿Por qué te pones a la defensiva con esto?—Porque… porque es otra cosa que me ha estado hundiendo —reconoció ella—. Casi todos misamigos son arqueólogos o historiadores. Y desde que los medios de comunicación me hicieronpolvo, me han estado tratando como si fuera radiactiva.—Entonces, puede que ni siquiera fueran amigos de verdad de entrada —le dijo Eddie—. Y ¿porqué has saltado a la conclusión de que he estado viéndome con una amiga esta mañana? ¿Esque…? ¡Ja! ¿Es que te has creído que tengo una aventura?—No, la verdad es que no, solo que… —dijo ella, sin concluir la frase—. Sí que habría sido elremate perfecto para un día francamente horrible. Me vino el pensamiento, y no me lo quitaba deencima. Tú estás fuera a todas horas, y yo… bueno, últimamente tampoco he sido la mejorcompañera. Y, ya sabes…, hace una temporada que no tenemos sexo.—¿Cinco días es una temporada?

—Estamos recién casados…, ¡se supone que deberíamos estar teniendo sexo cada cinco minutos!—dijo ella, y volvió a dejarse caer en el sofá—. Dios —siguió diciendo—. Después de todas esasporquerías horribles que nos pasaron, yo creía que por lo menos lo de casarnos sería la únicacosa buena que nos serviría para salir adelante. Pero…—No estarás teniendo dudas, ¿verdad? —le preguntó Eddie, inquieto.—No, no, Dios mío. Es solo que… no ha sido lo que yo creía. Lo que yo esperaba que fuera.—Supongo que el matrimonio es como la vida. Las cosas siempre cambian, y tenemos queadaptarnos. Hay un dicho militar que no sé quién lo dijo, Napoleón o alguien así… «Ningún planperdura más allá del primer contacto con el enemigo».—Eso lo dijo el mariscal Helmuth von Moltke —lo enmendó Nina, consiguiendo que su maridola mirara con asombro—. Pero, si el matrimonio era el plan, ¿quién es el enemigo?—Todos y todo lo que hay fuera de esta habitación.—Esta habitación me repele.—Vale; digamos, fuera de este sofá.—Tampoco es que el sofá me encante —repuso ella. Los dos consiguieron reír, aunque sinmucho ánimo.—Bueno, escucha —dijo Eddie—, no me estoy viendo con otra, ¿de acuerdo? Ya sé lo que sepasa con una cosa así, de cuando estuve casado con Sophia. Así que no te preocupes. Ni por eso,ni por nada. Mañana, pasa un buen día solo para chicas, con Lola, y quítate todo de la cabeza. SiGrant me encarga que le compre más zumo de naranja, a lo mejor podemos permitirnos unasvacaciones —añadió, señalando el fajo de billetes.—Eso estaría bien. A algún sitio exótico.—¿A Egipto?En la televisión estaban pasando un nuevo anuncio de la retransmisión en directo de la aperturade la esfinge, para la que solo faltaban tres días.Nina soltó un resoplido.—Sí, claro. Pero creo que eso se saldría un pelo de nuestro presupuesto.Él la besó en la mejilla.—Mañana será otro día, ¿eh?

3A pesar de haberse despertado otra vez con resaca, Nina se sentía mejor de lo que se habíasentido desde hacía bastante tiempo. El mero hecho de haberse comprometido a hacer algo quese salía de su rutina deprimente le había dado algo de chispa. Cuando Eddie salió de casa parahacer de niñero de otro cliente por la ciudad, ella optó por seguir su ejemplo y pasar algúntiempo en su Manhattan natal antes de reunirse con Lola.Localizó la nota que le había dado Lola y repasó la dirección de la galería. Estaba escrito porencima el mensaje de Macy Sharif, del que no se había acordado hasta entonces. Aquel nombreno le sonaba; aquella becaria debía de haber ingresado en la AIP tras la marcha de ella.Nina recordó lo que le había dicho Lola de que Macy se había visto metida en líos con la Policíade Egipto y estuvo a punto de quitarse la nota de la cabeza; pero, movida por aquellos nuevosánimos que sentía, tuvo el impulso de prestarle atención. Iba a tardar casi un cuarto de hora enllegar a pie a la estación de metro más cercana, de modo que hacer aquella llamada le serviría, almenos, para pasar el rato. Salió del apartamento y marcó el número mientras bajaba por lasescaleras estrechas.—¿Diga?Una voz de hombre.—Hola —dijo Nina, acercando ya el pulgar al botón con el que cortaría la llamada en casonecesario—. ¿Puedo hablar con Macy Sharif?Un titubeo, seguido de una respuesta con desconfianza:—¿Quién llama?—Me llamo Nina Wilde. Me dejó un mensaje pidiéndome que le llamara.Los ruidos de fondo del otro lado de la línea quedaron amortiguados; el hombre debía de habertapado el teléfono con la mano. Hubo un breve diálogo con otra persona, seguido de un grito deemoción. Nina hizo un gesto de sorpresa. Aquella tal Macy tenía muchas ganas de hablar conella.Un golpe y un traqueteo cuando tomaron el teléfono de la mano de su dueño.—¿Oiga? ¡Oiga! Doctora Wilde, ¿está usted ahí? ¿Es usted?La mujer hablaba con acento de persona de clase alta del sur de los Estados Unidos, con un levedeje hispánico.—Sí; hola —respondió Nina mientras llegaba a la acera. Rodeó una camioneta rojaexageradamente grande que estaba aparcada ante su edificio y se dispuso a cruzar la calle—.¿Eres Macy?—¡Sí, sí, soy yo! Gracias por devolverme la llamada, doctora Wilde; es un gran honor hablar conusted. ¡De verdad! Soy una gran admiradora suya.¿Una admiradora? Nina no tenía claro cómo tomarse aquello. No se trataría de una bromapesada, ¿o sí?—Esto… gracias. ¿Dejaste en la AIP el recado de que querías hablar conmigo?—Sí. Mire, seguramente esto le parecerá raro y hasta un poco como si yo pretendiera acosarla;pero la verdad es que tengo que verla en persona. Tengo que enseñarle una cosa. Sigue viviendoen Nueva York, ¿verdad?Nina echó una ojeada a las calles que la rodeaban.—Más o menos…—Yo estoy alojada en casa de un amigo, en el East Village. ¿Hay alguna posibilidad de que nosveamos?—La verdad es que ahora mismo voy hacia Manhattan —le desveló Nina, sin pensárselo, antesde caer en la cuenta de que acababa de desperdiciar una buena oportunidad para quitarse deencima a Macy con educación—. Pero no sé si hoy tendré tiempo…—Puedo ir a verla cuando sea, donde sea… Solo tendré que robarle diez minutos de su tiempo.—¿Para qué?—Se trata de la excavación del doctor Berkeley en Egipto, junto a la esfinge.El nombre de Berkeley hizo recordar a Nina su reunión humillante del día anterior con la

profesora Rothschild, lo cual no favorecía para nada a la solicitud de Macy.—Yo no tengo nada que ver con esa excavación —dijo Nina—. Si quieres hablar del tema, teconviene más ponerte en contacto con alguien de la AIP.—No; es necesario que le enseñe esto a usted. En persona. Lo entenderá cuando lo haya visto.Doctora Wilde, por favor… Solo diez minutos. O incluso cinco. Es importantísimo.Su voz suplicante parecía absolutamente auténtica.—Mira —dijo Nina por fin—, voy a reunirme con una amiga, e iremos a cenar juntas después.Pero quizá pueda verte más tarde.El East Village era el antiguo barrio de Nina y no estaba muy lejos de donde iban a cenar Lola yella. Pensó en algún lugar que estuviera cerca de una estación de metro, para poder volverse a sucasa más tarde de la manera más cómoda posible.—En la calle 7, cerca de la Segunda Avenida, hay un café que se llama 52 Perk-Up. Si tengotiempo, te llamo y podremos vernos allí. Pero no puedo prometerte nada.—Eso sería maravilloso —dijo Macy, con evidente alivio—. Gracias, doctora Wilde. Gracias porhaber hablado conmigo.—No hay de qué. Adiós —dijo Nina, y desconectó. Ya empezaba a preguntarse si se le ocurriríaalguna excusa para librarse de Macy con delicadeza. Lo que esta tuviera que decir acerca de laexcavación de Berkeley no era problema de Nina.Pero, por otra parte, no se iba a morir por dedicarle diez minutos de su tiempo.Eddie advirtió desde la otra esquina de la manzana la larga cola de gente que esperaba ante elclub. Aunque era relativamente temprano, la gente aguardaba formada de cuatro en fondo con laesperanza de poder entrar en uno de los locales más de moda del Upper West Side.—Parece que está bastante bien, ¿eh? —dijo Grant, mientras su Lamborghini Murciélagoavanzaba despacio por la calle.El actor recurría al anonimato ostentoso del servicio de limusinas para sus desplazamientoscotidianos por Nueva York, pero cuando quería que se fijaran en él usaba un vehículo muchomás llamativo.—¡Mira qué gentío…! ¡Demonios, mira qué piernas!Bajó la ventanilla para contemplar más a sus anchas a las mujeres con minifalda que esperabanen la cola. El coche ya había llamado la atención, y cuando la gente se dio cuenta de que iba alvolante una estrella de Hollywood, la reacción casi pudo calificarse de tumulto. Grant adoptó susonrisa cara y saludó con la mano mientras daba un toquecito al acelerador, para que unafracción minúscula de los seiscientos treinta y un caballos de potencia del supercoche hicieraaullar los tubos de escape.Ante la entrada del club había una zona de acera cerrada con cordones de terciopelo: era la zonavip. Grant detuvo el coche, y acudió al instante un guardacoches que recogió las llaves y entregóa cambio una ficha al actor cuando este salió del vehículo y se plantó ante toda una galaxia deflashes de teléfonos móviles. Nadie tuvo que comprobar que su nombre figuraba en la lista vip;pero a Eddie no le brindaron el mismo tratamiento de estrella de cine. Dos porteros se plantaronante él como si se hubieran cerrado dos puertas correderas de carne.—Vale, chicos, viene conmigo —dijo Grant—. Está bien, es mi guardaespaldas.—¿Este pequeñajo? —gruñó el mayor de los dos hombretones con una sonrisita.Eddie le dirigió una mirada agresiva. Tras un instante de enfrentamiento mudo, los porteros seapartaron, y Eddie entró en el local siguiendo a Grant. A su espalda, un aullido anunciaba que elLamborghini se había puesto en marcha hacia el garaje, en esa misma calle.El interior del club estaba dispuesto en tres niveles; el más bajo era una pista de baile casisemejante a un pozo, con una zona más elevada donde estaba la larga barra del bar, iluminadacon luces de neón, que rodeaba la pista. Por encima de estos dos niveles había un miradoracristalado: la sala vip. La música retumbante era tan contemporánea y tan a la última como lospeinados exagerados del público; Eddie no tenía ni la más remota idea de cómo se llamaba elgrupo musical.—Dios, qué viejo me siento —murmuró mientras subía hacia el mirador siguiendo a Grant.

Después de haber pasado una tarde y una cena agradables con Lola, Nina estuvo a punto de nollamar a Macy; de hecho, se había olvidado por completo de su conversación anterior hasta queabrió el bolso para ver si tenía algún mensaje en el teléfono y vio la nota. Podría haberle quitadoimportancia y haberse vuelto a su casa sin más, pero se lo impidió el doble pinchazo de lacortesía y de un leve remordimiento.No tenía ningún mensaje, y volvió a marcar el número de Macy. Le respondió el mismo hombrede antes, con el mismo aire de desconfianza, hasta que oyó que Macy decía al fondo:—¿Es ella? ¡Dame el teléfono, Joey!Tras un breve forcejeo por el aparato, sonó la voz de Macy.—¿Hola? ¿Doctora Wilde? ¿Es usted?—Soy yo —le confirmó Nina.—Gracias por volver a llamar —dijo Macy con aparente alivio—. ¿Todavía puede verme?—¿Recuerdas dónde te dije?—¿En el café? Sí; Joey sabe dónde es. ¿Puede verme allí ahora mismo?—Sí…, supongo —dijo Nina, que todavía no estaba segura de si debía hacer aquello—. Puedoestar allí dentro de… ¿un cuarto de hora?—¡Estupendo! La estaré esperando, doctora Wilde. Le agradezco mucho que haga esto. Hastaahora —dijo, y colgó.Nina profirió un leve quejido de molestia, pero se puso en camino. Bien podía quitarse deencima aquello de una vez.La zona no había cambiado mucho en los dos años y medio que habían transcurrido desde queella había dejado de vivir en el East Village. Algunas tiendas y restaurantes habían cambiado depropietario, y se habían renovado algunos edificios, pero el café 52 Perk-Up tenía un aspectomuy parecido al de la última vez que había estado allí. Los cuadros de la pared del fondo eran deotros pintores locales y había caras nuevas entre los que atendían a los clientes pero, aparte deesto, el café seguía teniendo el ambiente intencionadamente bohemio de siempre.Por otra parte, era pequeño; habría tardado pocos momentos en deducir cuál de los parroquianosera Macy, aunque esta no se hubiera levantado de un salto para recibirla.—¡Doctora Wilde! ¡Hola!—Eres Macy, supongo —dijo Nina, acercándose a su mesa.Macy Sharif no era lo que ella había esperado. Había dado por supuesto que cualquiera quetuviera que ver con una excavación tan destacada como la de la esfinge sería estudiante deposgrado, como mínimo. Pero aquella muchacha que tenía delante, extremadamente atractiva, decabellos negros recogidos en una coleta, era demasiado joven para ser siquiera licenciada; quizáni hubiera cumplido los veinte años. E iba vestida más bien de vacaciones de primavera que deestudiante durante el curso; además de una falda vaquera cortísima, llevaba un top de diseñomuy ajustado que le realzaba los pechos. A Nina le pasó por la cabeza la idea algo maliciosa deque Berkeley quizá la hubiera seleccionado para su equipo por motivos ajenos a suscalificaciones académicas, pero llegó a la conclusión de que estaba siendo injusta. No sabía nadade aquella muchacha; debía concederle el beneficio de la duda, como mínimo.—¡Sí; soy yo! Hola.Macy parecía verdaderamente contenta de verla; puede que fuera, en efecto, admiradora suya.—Me alegro mucho de que Lola pudiera ponerse en contacto con usted. Intenté llamarla alnúmero de la guía de teléfonos, pero no funcionaba. Así que fui a su casa en persona; pero eladministrador del edificio me dijo que usted se había mudado a otro sitio.—Sí, hace unos meses.Nina ya estaba un poco incómoda; puede que Macy, más que admiradora, fuera fan, que al fin yal cabo viene de fanático. Pero parecía bastante normal y educada.—¿Quiere un café?—No, gracias —respondió Nina—. No me apetece nada.Había otra persona en la mesa. Era un hombre de la edad de Macy, de bronceado artificial, conun collar de gruesas cuentas de madera y con un peinado en punta que recordaba a los personajes

de los manga japoneses. El hombre miró brevemente a Nina de pies a cabeza y volvió a poner lamirada en los pechos de Macy.—Hola —dijo Nina. El joven respondió con un gruñido.—¿Está segura? —insistió Macy.Nina asintió con la cabeza.—Pues a mí me sentaría bien tomarme algo. Joey, ve a traerme un cappuccino, ¿quieres?Quiero hablar con la doctora Wilde a solas.Joey soltó otro gruñido y se levantó.—Me sentaré allí y echaré un ojo a la puerta —dijo.Nina miró a Macy con curiosidad.—¿Pasa algo que yo debería saber?—Se lo contaré enseguida. Siéntese, haga el favor.Nina se sentó frente a Macy.—Joey está vigilando por mí, nada más. Es un amigo de la universidad… Bueno, amigo conderecho a roce.Macy sonrió, y su franqueza puso algo incómoda a Nina.—Viene a ser la única persona que conozco en Nueva York. Yo soy de Miami.—Bien —dijo Nina, a quien aquello no interesaba gran cosa—. ¿Y de qué querías hablarme?Macy adoptó una postura más formal en su silla.—En primer lugar… ¿Me permite que le diga lo estupendo que ha sido que haya estado usteddispuesta a verme? Hacía siglos que quería conocerla. ¡Usted es mi heroína!—¿En serio?Nina sintió un leve calor interior. Hacía mucho tiempo que no recibía la más mínima alabanza ensu aspecto profesional.—¡Ay, totalmente! Si elegí la licenciatura de Arqueología fue por usted. Yo no sabía en quéespecializarme, la verdad; pero leí esto y pensé: guau, qué estupendo.Mientras decía esto, extrajo de su bolso varias páginas de revista, un poco ajadas, y las extendiósobre la mesa. Nina las reconoció inmediatamente: se trataba de un artículo publicado hacía cosade un año y medio, sobre su descubrimiento de la Atlántida. Una de las imágenes era un retratode ella misma, que sonreía con orgullo. Su imagen más joven llevaba el pelo recogido en lacoleta que prefería por aquella época, lo que la impulsó a levantar la vista hacia el pelo de Macy,que era muy semejante.—Esto… sí —dijo Macy con timidez, pasándose los dedos por el pelo recogido— Yo, esto…como que le tomé prestado su aspecto. Pensé que si a usted le había ido bien… Espero que no leimporte.—No; en absoluto —dijo Nina. El calor interior le asomó a las mejillas en señal de levevergüenza.Joey volvió a la mesa, dejó en ella un cappuccino y fue a sentarse en otra mesa próxima a lapuerta.—Verá: cuando leí esto —siguió contando Macy—, me di cuenta de que, guau, de que hay unmontón de cosas maravillosas por descubrir. Y cuando vi que la que las había encontrado erausted —prosiguió, tocando con un dedo el retrato de Nina—, pensé, ¡ay, Dios!, o sea, la mayoríade los arqueólogos son hombres, ¿no? Y suelen ser bastante viejos, pero usted… Usted era comouna Lara Croft en la vida real. Y yo pensé que, bueno, ¡que si usted había podido hacer aquello,yo también podría!Nina comprendía que la joven decía aquello con intención de halagarla, pero su manera deexponerlo no le seducía mucho.—Así que… ¿no tuviste claro hasta entonces lo que querías hacer? ¿No te habías tomado enserio la arqueología?Macy se encogió de hombros.—Lo más grande, lo emocionante, sí, claro. Y yo ya estaba metida en la egiptología por misabuelos, que proceden de Egipto. Mi abuelo había sido profesor, y me enseñó a leer los

jeroglíficos cuando era niña, y eso estuvo muy bien. Pero durante casi todo el primer curso,como que estuve algo distraída. Estaba en una hermandad, era animadora, de fiesta todas lasnoches… ¡Ya sabe usted lo que es!—Hum —dijo Nina, que en la universidad no había sido nada dada a las fiestas.—Pero estuve a punto de perder el curso, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía quecentrarme. En parte, porque no quería dar una desilusión a mis padres… O sea, ¡me estabanpagando los estudios ellos! Así que empecé a estudiar más, y fui mejorando las notas. Peroentonces me enteré de lo de la excavación de la AIP en la esfinge, me di cuenta de que me daríaun empujón enorme si pudiera participar en ella. Así que conseguí entrar en el equipo.—Debió de haber mucha competencia…—Ah, un montón. Pero mi madre consigue muchos fondos para obras benéficas internacionalesy tiene amigos en la ONU, así que… ¡eso me vino bien! —dijo Macy con una alegre sonrisa.—Estoy segura —dijo Nina, nada contenta de que la muchacha se hubiera ganado el puesto en laexcavación por influencias y no gracias a su trabajo duro. Aunque no se consideraba una personade las que hacen juicios de valor precipitados, tenía que reconocerse a sí misma que la primeravaloración que había hecho de Macy parecía acertada: era una chica aficionada a pasarlo bien yque contaba con su dinero y con su belleza para salir adelante en la vida.—Bueno, mira, encantada de haberte conocido y me alegro de haberte inspirado tanto; perotengo que ponerme en camino.Macy se puso seria.—¡Oh, no; espere! ¡Espere, por favor! Tengo que enseñarle una cosa.Volvió a meter precipitadamente las páginas en el bolso, y cuando sacó de nuevo la mano teníaen ella una cámara digital.—Habrá oído hablar de los códices que nos permitieron encontrar el Salón de los Registros,¿verdad?—¿Los que se encontraron en Gaza? Sí. Todavía sigo las noticias.Macy no captó el sarcasmo.—Vale, bien; pues el Templo Osiriano entregó tres páginas a la AIP, ¿no? Pues resulta que nonos dieron todas las que tenían.Apareció una imagen en la pantalla de la cámara. Nina miró con más atención y vio algo queparecía ser antiguos papiros egipcios, aunque en la pantalla de LCD los jeroglíficos se veíandemasiado pequeños para poder leerse.—¿Y las páginas son estas?—Son estas tres —dijo Macy, señalando las tres de la izquierda—. Pero esta —prosiguió,tocando la de la derecha— no la ha visto nadie nunca. Al menos, nadie de la AIP. En las tresprimeras páginas se cuenta lo que es el Salón de los Registros y cómo encontrarlo. Esta últimadice lo que hay en él.Nina la miró con incredulidad.—Y… ¿qué hay en él?—Un mapa que dice cómo encontrar la pirámide de Osiris.—¿Qué?Nina estuvo a punto de soltar una risa burlona, pero se contuvo recordando que ella misma sehabía encontrado al otro lado de un debate semejante a aquel, intentando convencer a otros de larealidad de una leyenda.—¿La pirámide de Osiris? Eso casi no llega ni a mito…, más bien es un cuento. Los pasajes enque se habla de ella en los textos egipcios antiguos se pueden contar con los dedos de una mano;y aun en esos casos solo aparece dentro de la mitología de sus dioses. No es real.—Bueno, yo tampoco creía que lo fuera —dijo Macy, picada—; pero hay alguien que sí lo cree.Alguien que va a excavar para llegar al Salón de los Registros antes que la AIP y robar el mapa.Esta vez, Nina llegó a reírse.—Debes de estar de broma. ¿Que hay alguien excavando por debajo de la esfinge al mismotiempo que la AIP? ¿En el centro turístico más visitado de todo el país, y sin que nadie se dé

cuenta?—¡Es verdad! —protestó Macy—. Han excavado un túnel en el extremo norte del complejo de laesfinge… ¡Yo lo vi!Hizo pasar las imágenes de la cámara.—Hice una foto de los planos: ¡mírela!Nina solo le dedicó una rápida ojeada.—No podrían hacer una cosa así sin llamar la atención. Los detendrían en cuanto clavaran unapala en la tierra.—No… ¡Los que mandan están implicados en el asunto! Gamal, el jefe de seguridad, y el doctorHamdi… Mire, ¿lo ve?Otra foto, esta vez una imagen ampliada de la cara de sorpresa de un hombre.—¡Los dos trabajan para un tipo del Templo Osiriano!Nina se frotó la frente.—¿Por qué me estás contando esto? Si es verdad que descubriste alguna conspiración para robaren el yacimiento, ¿por qué no se lo dijiste sin más al doctor Berkeley o a la Policía egipcia?—No sabía en quién podía confiar. El doctor Berkeley podría estar metido en el asunto también.—Logan Berkeley es muchas cosas —dijo Nina con sequedad—, pero no creo que sea un ladrón.—En todo caso, no me creyó. Ya estaba disgustado conmigo de antes, no sé por qué. Es un pocomemo.Nina no pudo contener una sonrisa sardónica; aquello, en efecto, era una de las muchas cosas.—Pues a la policía, entonces. Los egipcios se toman muy en serio el robo de restosarqueológicos.—No podía acudir a la policía.—¿Por qué no?—Era como que… querían detenerme. Creen que he robado un trozo de la esfinge y que pegué aldoctor Hamdi.—¿Qué?—¡No es cierto! Bueno… —dijo Macy, pensándoselo mejor—. Sí que es verdad que pegué aldoctor Hamdi…Nina se puso de pie.—Creo que ya he oído suficiente.—No, ¡espere, por favor!Macy se puso de pie de un salto; al otro lado de la sala, Joey hizo ademán de levantarse,observando a Nina con desconfianza.—Mire, me persiguieron, ¡querían matarme! Tuve que huir de Egipto.—Y ¿por qué has acudido a mí? ¿Por qué no se lo has dicho a la AIP?—Porque no me harían caso: creían que era una ladrona. He acudido a usted porque… Porquehabía pensado que usted me creería —dijo por fin.En su expresión se leía el abatimiento y la desilusión.Nina, a pesar suyo, sintió una punzada de simpatía hacia aquella joven. Macy podía ser unaparanoica, o simplemente víctima de una imaginación demasiado viva, pero lo cierto es quehabía pasado por mucho para reunirse con su heroína, y no se merecía que el encuentro noestuviera a la altura de sus expectativas.—Mira —dijo Nina con voz más tranquila—, ahora mismo no tengo precisamente muy buenconcepto de la AIP, pero eso no significa que no te vayan a hacer caso, ¿me entiendes? No haygente mala acechando detrás de cada esquina… Puedes dirigirte a ellos y contarles tu versión dela historia.—Supongo… —dijo Macy con tristeza.—No tienes que hacer nada ahora mismo.Nina echó una mirada a Joey, que se había tranquilizado.—Vuélvete a tu casa con tu amigo; consúltalo con la almohada, y llama a la AIP mañana por lamañana. Todo irá bien; te lo prometo.

Macy no parecía convencida, pero asintió con la cabeza con desgana y se levantó para reunirsecon Joey, cerca de la puerta.Nina volvió a sentarse, con intención de esperar a que salieran los dos antes de marcharse ellamisma. Aquel encuentro no había sido lo que ella había esperado, ni mucho menos, pero almenos había sido algo distinto, un cambio respecto de vegetar delante del televisor con la menteen blanco. Aunque aquello sería lo que le esperaba cuando volviera al apartamento. Eddieseguramente no terminaría de trabajar hasta horas más tarde. Nina soltó un suspiro.Macy y Joey se dirigieron a la salida. Antes de que llegaran a la puerta, esta se abrió.Y Macy soltó un chillido.Nina alzó la vista, sobresaltada. En la puerta estaba un hombre de aspecto grasiento, conchaqueta de piel de serpiente y perilla rala, que se movía en círculos mientras miraba a la jovencon malignidad.Macy retrocedió bruscamente.—¡Es él! ¡Es uno de ellos!—Hola otra vez, niña —dijo el hombre, ampliando su desagradable sonrisa mientras avanzaba.Joey se plantó delante de él con expresión firme…Y cayó al suelo doblado sobre sí mismo cuando el hombre le clavó en el vientre un puñetazo,reforzado con un puño americano de bronce.Los demás clientes reaccionaron con desconcierto. El hombre pasó por encima de Joey mientrasMacy huía hacia el fondo de la sala, dejando atrás a Nina.El hombre la siguió.—¡Eh!El hombre se volvió hacia Nina, que era quien había gritado… y esta le arrojó al rostro elcappuccino que no se había bebido Macy. La taza le dio en la mandíbula, y el café espumososalpicó por todas partes.Mientras el hombre retrocedía, Nina arrojó una silla hacia él de una patada.—¡Macy! ¡Corre!

4Macy apartó a una camarera de un empujón y llegó hasta una puerta que había tras el mostrador.Miró atrás y titubeó al ver a Joey, que se quejaba en voz alta.—¡No te detengas! —le ordenó Nina mientras corría tras ella.Macy pasó por la puerta. Nina la siguió. El encargado del local intentó cerrarle el paso, pero seapartó cuando ella le gritó:—¡A mí no! ¡A él! ¡Llame a la policía!El hombre de la chaqueta de piel de serpiente apartó la silla de un tirón. Macy cerró la puerta deun portazo y vio unos estantes en los que había varias cajas grandes llenas de bolsas de café engrano. Dio un tirón, y una de las cajas cayó al suelo ruidosamente.Macy llegó a una salida de incendios y salió precipitadamente por ella a un callejón…Apareció un grueso brazo que la derribó al suelo. El de la piel de serpiente les había tendido unaemboscada, y había apostado a un compinche suyo en el exterior. En otro estante había variasgruesas jarras de cafetera. Nina se apoderó de una y corrió hacia la salida de incendios. A suespalda, abrieron la puerta de una patada. La caja se arrugó, pero el café que contenía absorbió elimpacto e impidió que la puerta se abriera lo suficiente como para que pudiera entrar unapersona.Nina alcanzó la salida de incendios. Fuera, Macy estaba tendida de espaldas en el suelo, aturdida,y un hombre entre fofo y musculoso, con la cabeza afeitada, se agachaba para asirla…La jarra de cafetera produjo un clonk apagado al darle en la cabeza. El hombre soltó un gruñidode sorpresa y de dolor y retrocedió, vacilante. Nina volvió a blandir la jarra. Esta vez, se hizopedazos contra el cráneo del hombre, y se produjo una granizada de gruesos fragmentos devidrio. El hombre cayó contra un contenedor de basura. Nina tendió las manos a Macy.—Venga, ¡arriba!Macy, olvidando por un momento su miedo y su dolor ante el asombro que sentía, la miró conlos ojos muy abiertos antes de asirle las manos.—Ay… ¡Ay, Dios mío! ¡Ha sido impresionante!—Pues no me has visto con una tetera. ¡Vamos!Nina la levantó de un tirón y ambas corrieron por el callejón, saltando sobre el tipo calvo.—¿Cómo me habrá encontrado? —se lamentó Macy—. ¡Yo no le había dicho a nadie dóndeestaba, ni siquiera a mis padres! ¿Cómo habrán sabido que estaba en Nueva York?—Se lo dijiste a Lola —le recordó Nina—. Lola debió de decírselo a alguien de la AIP; estos selo dijeron a Berkeley, y Berkeley se lo dijo a… quienquiera que sea para quien trabajen esostipos.Llegaron a la calle.—Pero ¿cómo han sabido que me iba a reunir con usted?—¿Que sé yo? No soy detective.Nina vio en la calle un taxi que acababa de pasar. Corrieron tras él, mientras Nina agitaba elbrazo desesperadamente.—¡Taxi!—¿Vamos a tomar un taxi? —le preguntó Macy con incredulidad.—¡Pues sí! A menos que tú tengas un helicóptero…El vehículo se detuvo, pero Nina advirtió que no por ellas. Había una pareja bien vestida en laacera de enfrente, y el hombre tenía la mano levantada.—¡Eh, ese taxi es nuestro! —gritó Nina.El hombre asió la manija de la puerta.—Se ha parado para nosotros —dijo.—¡Es una emergencia! ¡Lo necesitamos! —exclamó Nina.Llegó hasta el vehículo y abrió de un tirón la otra puerta trasera.—¡Sube, Macy!—¿Qué diablos hacen? —chilló la mujer.—¡No las lleve, conductor!

—No quiero problemas —dijo el conductor, un hombre delgado con fuerte acento brasileño. Seasomó por su ventanilla abierta para decir a Nina—: Yo parar para este caballero y señora,¿vale? Usted esperar siguiente.La ventanilla de la puerta junto a la que estaba Nina reventó. El taxista soltó un grito de dolor;una bala le había atravesado el hombro izquierdo, llenando el parabrisas de salpicaduras desangre. Nina volvió la cabeza inmediatamente y vio a Piel de Serpiente, que estaba en la salidadel callejón con una pistola en la mano.Y las apuntaba…—¡Abajo! —gritó Nina.Macy chilló y se abalanzó de cabeza al interior del taxi, mientras el parabrisas trasero saltaba enfragmentos. Nina se arrojó a la calzada. Un poco por encima de ella, apareció un agujero de balaen el costado del coche, con un plunk de metal perforado. Saltó otra ventanilla; la mujerchillaba histéricamente. Otros viandantes huían para ponerse a salvo.El ataque cesó.El arma del pistolero era un revólver de seis tiros. Tenía que volver a cargar.Nina se levantó de un salto y abrió con energía la puerta del conductor. El brasileño estaba hechoun ovillo en su asiento, apretándose el hombro herido con la mano derecha.Balbució algo en portugués antes de volver a hablar en inglés.—¿Está loca? ¡Me han pegado un tiro!Nina apretó el botón para soltarle el cinturón de seguridad e intentó empujarlo al otro asiento.—Lo llevaré a un hospital… ¡pero muévase!—¡Quédense el taxi si quieren! —musitó el hombre bien vestido mientras echaba a correr. Suacompañante lo siguió chillando, a pasos torpes, a toda la velocidad que le permitían sus zapatosde tacón.Macy se asomó sobre el respaldo del asiento trasero.—¡Ay, ay, ay! —exclamó, señalando.—¿Qué hay? —preguntó Nina, que había conseguido por fin retirar a la fuerza del asiento delconductor al brasileño, que protestaba débilmente, y saltó a ocupar su lugar. Miró atrás y vio lacausa del terror de Macy. El pistolero había sacado una segunda arma.—¡Ay, mierda!Puso la palanca del cambio automático en Drive y dio un pisotón al acelerador.Los neumáticos, bastante desgastados, chillaron hasta que se agarraron por fin a la calzada y eltaxi se puso en marcha bruscamente. Era uno de los pocos Ford Crown Victoria que quedaban;antes habían constituido el grueso de la flota de taxis de Nueva York, pero se estabansustituyendo por vehículos híbridos menos contaminantes. A Nina le dio la impresión de que elcoche habría debido tomarse la jubilación forzosa hacía mucho tiempo; la transmisión chirriaba yhacía ruidos metálicos. Aunque, por deteriorado que estuviera, siempre correría más que unhombre a pie.Pero no que las balas.—¡Abajo! —gritó Nina.Macy volvió arrojarse al suelo del vehículo, mientras repicaban más balas contra la carroceríadel taxi. Una le pasó por encima y fue a estrellarse con un crujido contra la mampara deseguridad a prueba de balas que separaba los asientos delanteros de los traseros. Apareció unagrieta irregular en la pantalla de plexiglás.—¡Mi coche! —se lamentó el taxista, en quien había podido más por un momento el doloreconómico que el físico. Se incorporó penosamente, apretando los dientes, retiró la mano de laherida… y puso en marcha el taxímetro.Nina lo miró.—¿Está de broma?—No llevo a nadie gratis —jadeó él—. Ahora, ¡lléveme al hospital!Más ruido tras ellos; no eran tiros, sino el chirrido de neumáticos de una enorme camionetaDodge Ram, de color rojo vivo, que se había detenido de un frenazo. El hombre calvo salió del

callejón caminando pesadamente y subió a la camioneta; el pistolero vestido de piel de serpientedirigió una mirada de rabia al taxi que se alejaba, antes de volver a guardarse las armas vacías ydirigirse corriendo a la puerta trasera de la cabina. La Ram emprendió la persecución haciendorugir su motor de ocho cilindros en V, cuyo estrépito podía compararse con el de los disparos.Nina recordó entonces que ya había visto aquel vehículo característico aquel mismo día… antesu apartamento. Se habían enterado de que Macy quería ponerse en contacto con ella… y lahabían vigilado con la esperanza de que los condujese hasta su presa.—Déjese de hospital —dijo Macy—. ¡Necesitamos a la policía! ¿Dónde está la comisaría máscercana?—No lo sé —dijo el taxista. Ambas mujeres le dirigieron miradas de incredulidad—. ¡Yo solovivir aquí tres semanas!—¿Sabe usted dónde está? —preguntó Macy a Nina.—Pues… no.—¡Si me dijo que había vivido por aquí!—No tuve que ir nunca a la comisaría… ¡Nueva York tampoco es tan peligroso! Bueno, no sueleserlo.Nina esquivó a un par de coches que estaban detenidos en un semáforo e hizo un giro cerradopara dirigirse hacia el norte.—Creo que hay una en la calle 21.Macy miró los letreros de las calles.—¡Está a más de diez calles! —exclamó—. ¿Tiene teléfono? Llamaré al 911.—Sí —dijo el taxista, asintiendo con la cabeza—. Sí, buena idea, ¡llame a una ambulancia!Por delante de ellos, la calle seguía bloqueada por el tráfico. Nina dio un bandazo para pasar alotro lado de la calzada y adelantar a un camión de basura que avanzaba a paso de tortuga y, alsobrepasarlo, estuvo a punto de chocar de frente con un vehículo que venía en sentido contrario.Macy se deslizaba de un lado a otro del asiento trasero, por el que tintineaban los fragmentos decristal roto.—¡A una ambulancia, no, a la policía! ¡Eh! —exclamó Nina cuando otro taxi frenó bruscamenteante ellos. Hizo girar el volante tan deprisa como pudo, pero rozó una esquina trasera del otrovehículo y le arrancó el extremo del parachoques. Sonó un estrépito de bocinas furiosas—.¡Mierda! —dijo—. ¡Lo siento! —añadió, dirigiéndose al conductor enfadado.Buscó su teléfono en el interior de su bolso con una mano mientras se esforzaba por controlar eltaxi con la otra. Los chirridos de las gomas, tras ellos, y el brillo de los faros en el retrovisor lehicieron saber que el Dodge también había superado el cruce. Encontró el teléfono y lo pasó porla ranura de la mampara por la que pagan los clientes al taxista.—¡Toma!Macy marcó el 911 y, con prisa y con terror, describió su situación a la operadora, mientras Ninaserpenteaba entre el tráfico para no ponerse a tiro de sus perseguidores.—La policía ha dicho que nos dirijamos a la calle 21 —dijo Macy, poniendo fin a la llamada—.Van a intentar salirnos al encuentro.—Si esos gilipollas no nos alcanzan antes.A pesar de todos los esfuerzos de Nina, el Dodge los iba alcanzando. Macy intentó devolver aNina el teléfono por la ranura, pero esta la contuvo con una mano.—¡No! Ve a Contactos y llama a Eddie.—¿Quién es Eddie?—Mi marido.—¡No es el mejor momento para avisarle de que llegará usted tarde a cenar!—¡Llámale, listilla! ¡Él sabrá sacarnos de esto!Nina cruzó una mirada de inquietud con el conductor, mientras el taxi pasaba a toda velocidadpor el cruce siguiente.—O eso espero —añadió.A Eddie le habían caído mal desde el primer momento los amigos de Grant, un par de señores

mayorcitos que no se resignaban a dejar de ser universitarios juerguistas y que aprovechaban almáximo el tirón que les otorgaba ser acompañantes de una estrella de cine. Pero se reservó susopiniones mientras los veía toquetear a las chicas escasamente vestidas a las que habíanconvencido con facilidad para que pasaran con ellos a la sala vip. Eddie se limitaba a rondardiscretamente por la zona, concentrándose en su trabajo, que era quitar de en medio a losimbéciles y a los locos que su cliente no quería que se le acercaran. Los imbéciles y los locos quesí quería que se le acercaran no eran problema suyo.Sonó su teléfono. Era Nina. Eddie no debía atender llamadas personales cuando estabatrabajando. Pero Grant no se daría cuenta, ocupado como estaba en contar con la lengua losdientes de su última amiguita.—Hola, cariño, ¿qué hay?—¡Alguien quiere matarme!Eddie comprendió que no era una broma. Parecía que Nina iba en coche.—¿Dónde estás?—En el East Village, hacia la calle 12.¡Mierda! Estaba a casi medio Manhattan de distancia, a un centenar de manzanas…,prácticamente ocho kilómetros.—¿Cuántos malos son? ¿Van armados?—¡Tres, por lo menos, y sí!Eddie oyó por el teléfono un criii de neumáticos fatigados, seguido de un chillido agudo y deun coro de bocinas airadas.No era Nina la que había chillado.—¿Quién está contigo?—Una persona de la AIP, y el taxista… ¡Le han pegado un tiro!—¿Por qué no llama a una ambulancia? —preguntó la voz de un hombre que parecía dolorido,pero también enfadado.Eddie apretó los puños con frustración. Estaba demasiado lejos para ayudar a Nina en persona…No podía ofrecerle más que consejos.—¿Habéis llamado a la policía?—Sí; intentamos llegar a una comisaría.Eddie clavó los ojos en Grant; se le estaba ocurriendo una idea.—Te llamo ahora mismo —dijo—. ¡Tú procura que no te alcancen!Cortó la llamada y se acercó a paso vivo a la mesa de Grant.—Y hago mis propias escenas de acción —estaba diciendo el actor, presumiendo ante la jovenboquiabierta—. ¿Recuerdas esa escena de Nitroso, cuando corría por encima de ese camióncisterna que estallaba? Pues era yo de verdad.Estaba pasando por alto el pequeño detalle de que las bolas de fuego se habían añadido porordenador, y de que él llevaba puesto un arnés de seguridad que se había borrado digitalmente dela toma; pero Eddie optó por no explicárselo. En vez de ello, extendió la mano y dijo:—Señor Thorn, necesito su ficha del aparcamiento.Grant levantó la vista, extrañado.—¿Qué?—La ficha del aparcamiento. Démela.El actor lo miró fijamente sin comprender. Uno de sus amigos se levantó con una sonrisita deborracho.—Oiga, señor guardaespaldas, ¿por qué no se va a joder a otra parte y nos deja en…?Un instante más tarde, el hombre tenía el brazo retorcido tras la espalda y la cara contra la mesa.Grant hizo un gesto de susto.—¡La ficha! —exclamó Eddie—. ¡Ya!—Esto… ¿qué estás haciendo? —le preguntó Grant mientras buscaba la ficha.Eddie arrojó al amigo al suelo y arrebató la ficha a Grant.—Necesito su coche —dijo, mientras salía apresuradamente hacia las escaleras. Los demás

ocupantes de la sala vip no sabían bien cómo reaccionar ante aquella rápida escena de violencia.—Tío, ¡estás superdespedido! —gritó Grant, levantándose de un salto y siguiéndolo—. ¡Y novas a llevarte mi coche! ¡De eso, nada!—De eso, todo —replicó Eddie.Corrió escaleras abajo y se abrió camino entre la multitud a empujones. A su espalda sonaban losgritos de los miembros del público, que se daban cuenta de que estaba entre ellos una estrella deHollywood y se agolpaban sobre él como atraídos por una fuerza magnética.Eddie llegó a la calle y puso la ficha en manos del jefe de los aparcacoches, junto con un billetede cincuenta dólares.—El coche del señor Thorn. Deprisa.El encargado se guardó el dinero y dio instrucciones por un walkie-talkie. Eddie daba pataditasen el suelo con impaciencia. Grant no tardaría mucho tiempo en abrirse camino a la fuerza entrela multitud.El teléfono le volvió a sonar.—¡Nina! ¿Qué pasa?—¡Todavía me persiguen!—Llegaré en cuanto pueda.—¿Cuánto tardarás?Eddie oyó el bramido del motor del Lamborghini en el parking.—Poco.Se adelantó hasta el bordillo, mirando con impaciencia el parking. Se oían los ecos del motordel Lamborghini mientras el aparcacoches bajaba cuidadosamente por la rampa con el deportivo.«¡Venga, muévete, maldita sea!». Grant llegaría a la puerta en cualquier momento. ElMurciélago surgió del garaje; las luces de la calle arrancaban vivos reflejos a su carrocería decolor anaranjado bien pulido. Se detuvo ante la entrada vip y la puerta del conductor se abrióhacia arriba.Eddie tendió otro billete de cincuenta dólares para animar al aparcacoches a salir.—¡Eh!Grant había salido a la acera a paso vivo, quitándose de encima a sus admiradores.—¡Deténganlo! ¡Ese coche es mío!El aparcacoches seguía moviéndose para salir del asiento deportivo del conductor. El portero quese había burlado antes de Eddie por su corta talla se adelantó.—Vale, quietos…Eddie le clavó una rodilla en la ingle y, cuando el hombre se dobló hacia delante, le asestó en lacara un fuerte puñetazo con el que lo hizo retroceder de espaldas sobre su compañero. Los doshombres cayeron y derribaron el cordón de terciopelo. Los que estaban esperando para entrarvieron la oportunidad y corrieron hacia las puertas, y la cola degeneró de pronto en anarquía.Eddie extrajo de un tirón del Lamborghini Murciélago al aparcacoches, que estaba pasmado; loarrojó sobre los porteros, se metió en el coche y bajó la puerta. Metió una marcha, y ya sedisponía a ponerse en camino cuando Grant se plantó de un salto delante del vehículo y se puso agolpear el capó con las manos.—¡No te vas a llevar mi coche, tío!Eddie dio gas al motor e hizo avanzar el coche unos centímetros. A Grant se le enrojeció elrostro del susto, pero se mantuvo firme. Eddie cambió de táctica; miró por el estrecho retrovisorpara asegurarse de no aplastar a nadie, puso la marcha atrás y retrocedió bruscamente.Grant estuvo a punto de caer de frente cuan largo era, pero recuperó el equilibrio. Cuando Eddiese detuvo, lo alcanzó y abrió de un tirón la puerta del pasajero.—¿Qué demonios estás haciendo?—¡Alguien quiere matar a mi mujer! —gritó Eddie—. Tengo que ir con ella, deprisa… ¡Suba, oapártese!Grant optó por lo primero, y volvió a poner cara de desconcierto.—Tío… ¿En serio?

—¡En serio!—¡Mierda, tío, no me digas! Vale, ¡vamos a salvarla! —dijo Grant, con una media sonrisa quedaba a entender que ya se visualizaba a sí mismo como héroe de acción en la vida real—. ¿A quéesperas? ¡En marcha!Eddie estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico; pero, en lugar de ello, pisó a fondo elacelerador del Murciélago, que dejó atrás el club con un aullido ensordecedor de sus docecilindros en V.Nina miró atrás. La Ram seguía detrás de ellos, acercándoseles poco a poco mientras ambosvehículos serpenteaban entre el tráfico de la Tercera Avenida. La camioneta era mucho másgrande que el taxi; no era un vehículo manejable por las calles de Nueva York pero, por otraparte, era más potente… y estaba más cuidado. El Crown Victoria hacía unos ruidos como siestuvieran sueltas varias piezas importantes de la transmisión.El taxista hacía casi el mismo ruido.—¡Paren, por el amor de Dios! —gritaba—. ¡Se pueden quedar el taxi, pero déjenme a mí!—Mire… ¿Cómo se llama?—¡Ricardo!—Ricardo, ya casi hemos llegado a la comisaría —dijo Nina—. ¿De acuerdo? ¡Solo falta unamanzana!Apretó con fuerza la bocina y llevó el taxi al carril contrario para evitar a los vehículos queestaban detenidos en el cruce de la calle 20, y se estremeció del susto al ver unos faros quevenían hacia ella por la izquierda, pero el taxi pasó. Volvió a llevarlo a los carriles de la derecha.La Ram también dio un bandazo, y chocó contra un coche al que mandó hacia la acera haciendotrompos. Pero la camioneta apenas perdió velocidad; las pesadas barras parachoques rígidas quetenía ante la parrilla delantera habían absorbido la mayor parte del impacto.Macy volvió la cabeza para ver el choque.—¡Dios!—¡Aguanta!Faltaba muy poco para el cruce siguiente…¿Hacia dónde estaba la comisaría? ¿Hacia la izquierda, o hacia la derecha?La calle 21 era de sentido único; el tráfico transcurría por ella de este a oeste, a través deManhattan, y tenían cerrado el paso hacia la derecha por los vehículos que esperaban en el cruce.No les quedaba otra opción…Nina hizo un fuerte viraje a la izquierda; el taxi se inclinó sobre su suspensión.Un poco más allá del paso de peatones estaba aparcado un Porsche, y el Crown Vic derrapabahacia él.—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!Forcejeó con los mandos, advirtiendo que las ruedas traseras patinaban. Si daba un frenazo, eltaxi derraparía sin control y chocaría con el otro coche.En vez de ello, enderezó de nuevo el volante y pisó el acelerador. Las ruedas traseras chirriaron yrechinaron, sacando al taxi del derrape de un tirón; pero no a tiempo de impedir que su partetrasera chocara contra el Porsche. Hubo un crujido terrible, y el taxi perdió el parachoquestrasero.Nina enderezó el vehículo.—Lo siento —dijo a Ricardo. Este profirió un ruido de enfado.Sirenas que se acercaban. Destellos, las luces rojas y blancas de los coches de policía…En el espejo retrovisor.—¡Maldita sea!La comisaría estaba en la otra dirección y ahora se alejaban de ella, se alejaban de los que veníana ayudarlos. Macy, que miraba atrás, se alegró más que ella.—¡Sí! —exclamó con aire triunfal cuando los coches detenidos en el semáforo se apartaban paradejar pasar a la policía.Un coche patrulla del NYPD3 aceleró a través del cruce… y fue embestido por la Ram, que

doblaba la esquina ciegamente. El coche de policía se estrelló a su vez contra el Porsche y loarrugó como si fuera cartón mojado. La camioneta se liberó de los vehículos retorcidos,arrancando una rueda delantera del coche de policía, y emprendió la persecución de nuevo, conrestos retorcidos colgando de las barras parachoques como si estuviera adornado con cintas.A Macy se le desvaneció en un instante el buen ánimo.—¡No!—¿Sigues teniendo el teléfono? —le preguntó Nina a gritos.—Sí, pero…—¡Vuelve a llamar a Eddie!Macy recorrió con el dedo la lista de contactos de Nina.—¿Qué puede hacer él?—No te lo figuras. ¡Llámale y basta!Macy frunció el ceño, pero encontró el número y lo pulsó.—¡Está comunicando!—¿Qué? ¿Con quién demonios estará hablando?El Lamborghini salió con potencia de la calle 108 e hizo un brusco viraje hacia el sur. Susanchos neumáticos y su tracción a las cuatro ruedas lo mantenían bien sujeto a la calzada. Pero lafuerza centrífuga del viraje arrojó a Eddie contra la puerta. Por delante de ellos se extendía hastael infinito la larga recta de Central Park West. A su izquierda, el parque era una masa oscura.Cuando el Murciélago aceleró, las luces de las farolas y de las ventanas se convirtieron enfranjas, como si entraran en el hiperespacio. Eddie se reafirmó en el asiento irguiendo la espalda,mientras Grant le sostenía el teléfono junto a la oreja.—Haré lo que pueda —decía Amy, en esta ocasión desde su cargo oficial de agente Martin, delDepartamento de Policía de Nueva York—. Pero tardaremos algún tiempo en dar aviso a todaslas unidades… Si os dan el alto antes, os pondrán una multa por exceso de velocidad.Aquello era lo que menos preocupaba a Eddie.—Entonces, tendré que procurar que no me den el alto.—O bien, puedes procurar no ir con exceso de velocidad… Porque… ahora mismo vas conexceso de velocidad, ¿no? —preguntó Amy con desconfianza.—Un poco —reconoció él, mientras la aguja del velocímetro dejaba atrás rápidamente el cientotreinta.—¿Dónde estás?—A la altura de la calle 105… 104… 103…—¡Dios santo, Eddie! ¿No sabes lo peligroso que es eso?—Tú asegúrate de que los tuyos se enteren de que Nina es la buena y los tarados que lapersiguen son los malos, ¿vale? ¡Adiós!—Así que… ya has conducido coches rápidos antes, ¿verdad? —preguntó con cautela Grantmientras retiraba el teléfono, aferrándose al reposabrazos de cuero con la otra mano.—Sí —dijo Eddie, atendiendo a la carretera. Con el agarre y la conducción que proporcionaba elLamborghini, sortear el tráfico era una experiencia precisa, casi como un juego; pero con el másmínimo error no solo se haría trizas el Murciélago, sino que sería fácil hacer daño o inclusomatar a inocentes.—¿Como cuáles?—Lo último que he llevado tan rápido fue un Ferrari 430.—Buen coche —dijo Grant, asintiendo con aprobación—. ¿Tuyo?—¿Cree que estaría trabajando de guardaespaldas si pudiera permitirme un Ferrari?—Es verdad, hombre. Eh, ¡el autobús!, ¡el autobús!—Ya lo veo.Los carriles de sentido contrario estaban casi vacíos en las dos manzanas siguientes. Eddie rodeóbruscamente el autobús y aceleró. El Lamborghini superó sin esfuerzo los ciento sesentakilómetros por hora.Grant soltó un suspiro de alivio.

—Entonces, ese Ferrari… lo cuidaste bien, ¿no?—Quia —dijo Eddie con una sonrisita—. Quedó hecho una mierda.En el otro asiento se oyó un jadeo como si Grant hubiera intentado tragarse el suspiro anterior.—No se preocupe; cuidaré su Lambo.—Ni un rasguño, ¿vale?—Si la cosa pasa de un rasguño, seguramente usted ya no estará en condiciones de preocuparse.Dejó que el actor interpretara esto como quisiera. El teléfono volvió a sonar.—Responda, haga el favor.—¡Eddie! —gritó Nina, mientras Macy le asomaba el teléfono por la ranura—. ¿Qué estáshaciendo?—Voy de camino —dijo la voz del inglés de Yorkshire—. He contado lo que pasa a un contactomío del NYPD, y voy hacia el sur. Dirígete hacia la parte alta, iré a tu encuentro. ¿Dónde estás?—Subiendo hacia el norte por Park.Nina había doblado de la estrecha calle 21 a Park Avenue, mucho más ancha.—¿Y los malos?—¡Los tenemos detrás! —chilló Macy.No exageraba. Los faros se veían más grandes en el retrovisor; el motor de la Ram rugía comouna fiera que se abalanzara sobre ellos. Había personas asomadas por las ventanillas: el hombrecalvo en el asiento del pasajero delantero, Piel de Serpiente tras el conductor.Ambos empuñaban armas de fuego.Macy se dejó caer; el teléfono se le quedó atascado en la ranura y resbaló por fin al suelo suciodel taxi. Sonaron tiros: la detonación apagada del revólver y el tableteo rápido de una pistolaametralladora TEC-9. El taxi recibió más disparos. La mampara a prueba de balas recibió dosdescargas más; se llenó de grietas una zona del tamaño de un puño, justo por detrás de la cabezade Nina. Con un impacto más, cedería.Nina hizo un giro violento a la izquierda; el Crown Victoria dio un brusco salto al pasar sobre lamediana, entre dos árboles. Ricardo soltó un alarido de dolor.La camioneta Ram era demasiado ancha para seguirlos por el mismo hueco. Nina enderezó lamarcha y siguió de frente en sentido contrario al tráfico. Un coche tuvo que subirse bruscamentea la acera para evitar el choque frontal. Después, hizo un nuevo cambio de sentido para dirigir eltaxi hacia el oeste.La camioneta tuvo que tomar la curva más cerrada. Las ruedas traseras derraparon con fuerza,haciendo caer a Piel de Serpiente al interior… y casi arrojando a la calle al tipo calvo. El pesadovehículo dio un frenazo para que el pistolero pudiera volver a entrar por la ventanilla.Con aquella detención, se había agrandado la distancia entre los dos vehículos. Pero no mucho.Nina repasaba frenéticamente su mapa mental de Manhattan en busca de algún modo de ganardistancia de nuevo, mientras calculaba, al mismo tiempo, la manera de encontrarse con Eddie.Cruzar la Quinta y Broadway, y después hacia el norte por la Sexta Avenida.La Ram reanudó la persecución y los iba alcanzando rápidamente.El Lamborghini avanzaba hacia el sur con estrépito de motor, devorando los cinco kilómetros dela recta de Central Park West. Ya estaba cerca del fondo de la larga avenida y se aproximaba a laplaza Columbus. Eddie bailaba entre los huecos del tráfico, acelerando.—Esto… tío…, vas a tener que ir más despacio para el giro —observó Grant—. Es de un solosentido.Los vehículos que venían hacia el sur por Central Park West tenían que doblar por la calle 62,pues las dos últimas manzanas del sur eran de sentido único hacia el norte.—Es del sentido que yo diga —repuso Eddie.No tenían tiempo para dar un rodeo. Eddie miró con atención los carriles de tráfico que tenía pordelante. ¿Habría hueco?Tendría que haberlo.—Tío —dijo Grant, señalando con el dedo hacia el frente los faros delanteros que llenaban todoslos carriles—. ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! —exclamó, elevando la voz sucesivamente a medida que se

acercaban a la calle 62.Eddie, haciendo una mueca, giró.Pero no a la derecha, hacia la calle 62, sino a la izquierda, entrando por la rampa de un paso depeatones, y pasando a la ancha acera que transcurría a lo largo del muro del parque. A suderecha, dejaron atrás rápidamente una larga hilera de coches aparcados que los teníanencajonados.—¡Vas a ciento diez por la acera! —exclamó Grant, casi sin voz.—¡Sí, ya me he fijado!Eddie apretó la bocina; la gente que iba por la acera saltaba para ponerse a salvo antes de quepasara velozmente el Lamborghini.—¡Si nos detiene la policía, voy a decir que me has secuestrado, no lo dudes!Eddie no le hizo caso. Estaban en la plaza Columbus, una glorieta grande de muchos carriles.E iban a hacer el giro en sentido contrario al tráfico…Grant soltó una exclamación ahogada cuando Eddie coló el Murciélago entre dos ciclotaxis queestaban aparcados y cayó de la acera a la calzada con un golpe. Con los dientes apretados y elrostro contraído, sorteó con el Lamborghini a los vehículos que venían hacia él, cuyosconductores no daban crédito a sus ojos. Las bocinas sonaban, los neumáticos chirriaban, losfaros les pasaban velozmente por ambos lados, mientras Eddie daba bandazos con el deportivo,de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El rebufo de cada vehículo que dejaban atrásdespués de haberles pasado a un dedo producía un fus agudo.Central Park South…Giró, pisó a fondo para pasar a toda velocidad por un hueco antes de que se lo cerrara uncamión… y quedó con el camino despejado.Pero aquello solo duró un momento. Aulló una sirena, y un coche de policía que estaba en laplaza Columbus salió tras ellos.Grant miró atrás.—¡Ay, hombre! ¡Los polis!—Igual que en Nitroso, ¿eh? —dijo Eddie.Siguió pisando fuerte por Central Park South, sorteando el tráfico, e hizo un giro con chirrido deneumáticos para tomar la Séptima Avenida. La calzada estaba bastante despejada hasta TimesSquare. Aliviado, volvió a acelerar. Entre el canto in crescendo del motor, oyó una voz. Nina.—¡El teléfono! —dijo. Grant se lo acercó al oído.—¡Eddie! ¡Eddie! —decía Nina—. ¿Estás ahí?—Sí; estoy aquí. ¿Estás bien tú?—¡Todavía nos persiguen! ¿Dónde estás?Eddie hizo varios cambios de carril para evitar un bloqueo de tráfico.—En la Séptima.—¿En la Séptima?Eddie reconoció aquel tonillo mordaz: el mismo que adoptan en tal situación todos y cada uno delos neoyorquinos, que están convencidos de que son la máxima autoridad sobre cómodesplazarse por su ciudad.—¿Qué diablos haces en la Séptima? ¡Ve por Broadway!—¡Yo sé lo que me hago!—Tío, no es momento para riñas conyugales —le advirtió Grant, señalando al frente. Elresplandor de neón de Times Square se acercaba rápidamente y el tráfico se volvía más denso.—¿Dónde estás ahora? —preguntó Eddie a Nina.—En la Sexta, a la altura de la calle 30.Eddie recordó que si entraba en Broadway al sur de Times Square, se cruzaba con la SextaAvenida en Herald Square, hacia la calle 34.—¡Sigue, te alcanzaré!—¿Y qué harás entonces?—No sé… ¡algo violento! ¡Tú procura que no te alcancen!

Sin hacer caso del ¡no me digas! irónico que sonó en el teléfono, Eddie puso toda su atenciónen la calzada mientras el Lamborghini atravesaba ruidosamente Times Square. La cara de Grant,de dos pisos de alzada, los vio pasar desde un cartel que anunciaba su última película. A la alturade la calle 44 se cruzaba con ellos un flujo de tráfico, y Eddie vio más allá nuevas lucesintermitentes. Los agentes del puesto de policía que está en el extremo sur de la plaza ponían enmarcha sus coches.Aceleró, buscando un hueco…—¡Mierda! —exclamó Grant cuando el Murciélago se abalanzó hacia el tráfico de la bocacalle;el parachoques delantero de un coche les pasó tan cerca que rozó el ala trasera del Lamborghini.—¡Me dijiste que ni un rasguño, hombre; que ni un rasguño!—Eso se quita puliendo un poco —respondió Chase, intentando disimular con la broma elestremecimiento que sintió al darse cuenta de lo cerca que había estado de chocar. Pasóvelozmente ante el pequeño puesto de policía y atajó por un corto tramo de la calle 42 para entraren Broadway.Se veían en los edificios cada vez más reflejos de las luces intermitentes de colores, al irsesumando a la persecución más coches de policía. Eddie soltó una maldición entre dientesmientras miraba hacia el fondo de Broadway.¿Dónde estaba Nina?¿Dónde estaba Eddie?El taxi alcanzó el extremo inferior de Herald Square. Nina vio luces de policía a lo lejos y searriesgó a echar una ojeada Broadway arriba mientras atravesaba el cruce y seguía subiendo porla Sexta Avenida; pero volvió a ver en el retrovisor las luces, que tenía más próximas y que eranmucho más amenazadoras. Los coches de policía que los perseguían también se habían idoacercando, pero eran incapaces de adelantar a la potente camioneta.—¡Eh, allí está mi tienda! —dijo Macy. Nina volvió la vista atrás, preguntándose de quédemonios estaría hablando la muchacha—. Los Macy’s, ya sabes —explicó esta, señalando losgrandes almacenes que dejaban atrás a su izquierda4.—Sujeta el teléfono y calla —le ordenó Nina, cortante—. ¿Dónde estás ahora, Eddie?—Casi he llegado. ¿Dónde estás tú?El taxi llegó al cruce de la calle 36. Nina miró el tráfico que venía de la izquierda… y vio bajarpor Broadway a toda velocidad un deportivo de color anaranjado vivo.—Eddie, ¿vas en un coche anaranjado?—Sí, ¿por qué?—¡No te he alcanzado por poco! ¡Voy hacia el norte por la Sexta!Eddie dijo algo, pero Nina no lo oyó, pues Macy gritaba:—¡Nos alcanzan!El conductor de la camioneta había pisado a fondo, y la gran parrilla cromada se cernía sobreellos como la boca de una ballena.Y Piel de Serpiente volvía a asomarse por la ventanilla empuñando el revólver.Nina impulsó el taxi en un viraje desesperado hacia la calle 37, mientras una bala atravesaba lapuerta un poco por arriba de su muslo.Eddie oyó por el teléfono el ruido inconfundible de un impacto de bala.—¡Mierda!Tenía que volver atrás, pero ya tenía por delante dos coches del NYPD que se disponían abloquear Broadway, pues la central les habría avisado por radio de la segunda persecución a altavelocidad.Y tenía más coches de policía a su espalda…—¡Agárrese! —gritó a Grant, mientras pulsaba un botón para desactivar el control de tracción;después, pisó el embrague mientras hacía girar el volante con una mano y tiraba con fuerza delfreno de mano con la otra.El Lamborghini, a pesar de su tracción a las cuatro ruedas, no pudo mantener el agarre sobre lacalzada y derrapó haciendo un trompo de ciento ochenta grados mientras Eddie pisaba el

acelerador hasta el suelo. Al rugido del motor se sumó el chillido ensordecedor de las ruedas,que despidieron humo mientras el Murciélago saltaba hacia adelante de nuevo. Los neumáticosatormentados dejaron en el asfalto gruesas franjas negras de goma.Ante ellos, los otros coches de policía se dispusieron a cerrarles el paso… pero se apartaronapresuradamente cuando los agentes se dieron cuenta de que no iban a detenerse. Pasaron entreellos como una bala. Los dos coches patrulla que tenían detrás se pusieron uno tras otro paraseguir por el hueco al Murciélago, que daba bandazos.Los neumáticos volvieron a encontrar agarre, y el tirón repentino de la aceleración fue como unapatada en la espalda, mientras el tráfico que venía de frente se apartaba a un lado y a otro,lanzando destellos con los faros y haciendo sonar las bocinas. Estaban llegando a la calle 37.Eddie aflojó la marcha, disponiéndose a girar a la derecha para alcanzar a Nina…Un taxi amarillo destartalado irrumpió en el cruce, justo por delante de ellos.El tiempo casi se detuvo cuando Eddie reconoció a la conductora pelirroja, y Nina volvía lacabeza para mirarlo boquiabierta, mientras el Lamborghini se dirigía hacia ella con fuerte ruidode motor.Eddie movió el volante… y aceleró. El mundo volvió a desplazarse a plena velocidad mientras elLamborghini cruzaba pasando justo por delante del taxi. Le pareció oír el grito de Nina cuando ladejó atrás, pero debió de imaginárselo, pues el grito que profirió él mismo no se lo habría dejadooír.Nina, entre la subida de adrenalina que le había producido el librarse por poco de una colisión,miró por el retrovisor… y vio que la Ram chocaba de pleno con un coche de policía queperseguía a Eddie. El vehículo policial dio varias vueltas de campana calle abajo entre una lluviade cristales rotos. El impacto había llegado a afectar incluso al Dodge, que tenía el parachoquesdoblado hacia atrás a través de la parrilla del radiador y el capó arrugado hacia arriba. Tras él,otro coche de policía se detuvo derrapando; los agentes interrumpían la persecución delLamborghini para ayudar a sus compañeros.—¿Has visto eso? —dijo Macy sin aliento.—Habría sido difícil no verlo —dijo Nina—. ¡Eddie!—¿Estás bien? —le preguntó Eddie mientras Grant le sostenía el teléfono con mano temblorosa.—¡Sí! ¡Dios, casi me choco contigo!Eddie dobló al oeste por la calle 39.—Dirígete a Times Square… Yo me pondré por detrás de ti y los detendré.—¡Eddie, uno tiene una pistola ametralladora!—Ya me ocuparé yo de la pistola ametralladora… ¡Tú pisa a fondo!—¿Que te ocuparás tú de qué? —dijo Grant, abriendo mucho los ojos.Pero Eddie tenía otras cosas de que ocuparse. Por delante de él, un camión estaba entrandomarcha atrás en un almacén, bloqueando la calle. Frenó con fuerza e hizo sonar la bocina conimpaciencia.—¡Joder! ¡Ya solo falta que aparezcan los clásicos dos tipos que llevan un cristal!El camión dejó un hueco; Eddie lo rodeó y siguió a toda marcha hacia el cruce con la SéptimaAvenida.El coche de Nina atravesó aprisa el cruce, dirigiéndose hacia el norte. Si Eddie podía adelantar ala camioneta…La Ram abollada pasó por delante, rugiente, justo antes de que Eddie hiciera el giro.—¡Mierda!Se situó tras ella; las anchas luces traseras rojas le llenaban todo el campo visual. Pasabanvelozmente faros de coches por los dos lados. Como Broadway, la Séptima Avenida era desentido único, solo hacia el sur.Grant hizo un gesto de sobresalto cuando un todoterreno pasó peligrosamente cerca delMurciélago.—¡No vamos a poder adelantarlos!—¿Cómo que no? —repuso Eddie—. ¡Para eso vamos en un puto Lamborghini!

Metió una marcha más corta…Y pisó el acelerador a fondo.A la izquierda había un hueco en el tráfico… corto, pero él no necesitaba más.O eso esperaba…El Lamborghini avanzó de un salto, adelantando a la Ram como un cohete, con un aullidotriunfal, y volviendo a colocarse enseguida ante la camioneta. Eddie frenó. El conductor de lacamioneta, sorprendido, redujo la velocidad también y su vehículo dio unos bandazos; peroentonces comprendió que tenía una clara ventaja de peso y que podía quitarse de en medio aldeportivo de una embestida.Eddie aceleró de nuevo, lo justo para mantenerse por delante de la camioneta. Vio que el taxi deNina se alejaba camino de Times Square; sus luces de posición eran los únicos puntos rojos entreel mar de faros delanteros que se apartaban para dejarle paso.Y delante mismo del taxi, un autobús.Ricardo hizo un débil gesto con la mano.—Un autobús; hay un autobús.—Ya lo veo —le dijo Nina.Era un autobús turístico de dos pisos al estilo de los de Londres, con los asientos superiores aldescubierto.Venía directamente hacia ellos.—¡Hay un autobús!—¡Ya lo veo!Lanzó destellos con los faros y apretó con fuerza la bocina, pero sin levantar el pie delacelerador.—¿Qué hace? —le preguntó Ricardo.Macy contemplaba la escena con incredulidad a través de la mampara agrietada.—¡Vamos a chocar con él! —exclamó.—Se detendrá, se detendrá… —dijo Nina. Puso el otro pie sobre el freno, dispuesto a pisarlo confuerza…El conductor del autobús fue el primero que cedió, pues tenía que pensar ante todo en laseguridad de los pocos pasajeros que llevaba a bordo, en el último recorrido turístico de la noche.Patinó.—Ay, qué mal —exclamó Nina.El autobús se ladeó casi noventa grados, convertido en una barricada de metal y de vidrio. Peroun conductor que iba por el carril de la derecha vio el peligro y aceleró para apartarse, evitandoque el autobús chocase contra su coche por detrás… y dejando un espacio vacío. Nina loaprovechó.El Crown Victoria dio en el bordillo con estrépito. Ante sí no veía más que el enorme logotipodel NYPD, en la pared del puesto de policía de Times Square. Nina soltó un grito e hizo girar elvolante; el parachoques delantero rozó la pared con el logotipo mientras el coche seguía adelantepor la acera. La gente se apartaba precipitadamente; pero tenía por delante un obstáculo…—¡Mierda! —aulló Nina al chocarse con un tenderete de perritos calientes. El vendedor ya habíaechado a correr, y su carrito giraba como una peonza entre una lluvia de agua hirviendo y desalchichas voladoras, impulsado por el taxi hacia el cruce.Por fin, Nina encontró el camino despejado y giró, derrapando, hasta Broadway. Miró atrás…El autobús se detuvo por fin, oscilando… y dejó bloqueados tres carriles por delante delLamborghini.—¡Mierdaaaaa! —gritaron Eddie y Grant. La única manera de evitar una colisión era pasar pordonde había pasado Nina.Subieron a la acera con una sacudida estremecedora, y Eddie dobló bruscamente a la izquierdapara rodear el autobús, librándose por poco de chocar con el tenderete de perritos calientes queseguía girando sobre sí mismo.También Eddie miró atrás…

La camioneta Dodge Ram llegó patinando y chocó con el autobús.Lo atravesó de lado a lado; el piso inferior del autobús se abrió en una explosión de metalretorcido y de asientos que volaban. La mayoría de los pasajeros iban en el piso superior; lospocos que estaban abajo se refugiaron en ambos extremos del vehículo mientras la camionetapasaba a través de él. La camioneta se estrelló por fin en Times Square, donde se detuvo con unchirrido, volcada sobre un costado.El Lamborghini también se detuvo con un chirrido de frenos. Eddie abrió la puerta abatible, salióde un salto y cayó agazapado, para asomarse por encima del capó del deportivo. La Ram volcadatenía roto un conducto y perdía combustible; su conductor, ensangrentado, estaba tendido através del parabrisas destrozado. Otro de sus ocupantes, un hombre calvo y corpulento, habíasalido despedido y estaba tumbado cerca del tenderete de perritos calientes. Todavía empuñabaen una mano un arma, una pistola ametralladora TEC-9.La otra puerta del Lamborghini se abrió hacia arriba. Grant salió… y, para consternación deEddie, corrió directamente hacia el tipo calvo.—¡Espere! ¡Vuelva atrás! —le gritó.El actor no le hizo caso; llegó hasta el pistolero, que apenas se movía, y le quitó de la mano deuna patada la TEC-9, que fue rodando hasta chocar con ruido metálico con el Dodgeaccidentado.—¡Queda detenido en nombre de la ley! —anunció, plantando un pie sobre la espalda delhombre y adoptando una pose. Dedicó a Eddie una sonrisa—. Igual que en En nombre de la ley,¿verdad?—Imbécil —dijo Eddie entre dientes, saliendo apresuradamente de detrás del Murciélago. Pasójunto al tenderete de perritos calientes, que humeaba. Bajo su depósito de agua todavía ardía lallama azul de una bombona de gas pequeña.—Sí, hombre. Ha sido… intenso. ¡Guau!Saltó un flash en el piso superior del autobús perforado: alguien le había hecho una foto.—Así que… ¿hemos salvado a tu…?Un policía apareció de detrás del autobús, pistola en mano.—¡Quietos! —vociferó—. ¡Las manos arriba, y al suelo, ya!Eddie levantó las manos al instante. Grant, por su parte, se volvió tranquilamente hacia elpolicía.—No se preocupe, hombre. Nosotros somos los buenos. Mire —dijo, señalando con la cabeza elcartel de su película—. ¿Lo ve? ¡Soy yo!El policía le retorció un brazo tras la espalda.—¡Cállese! ¡Póngase de…!La puerta trasera de la Ram se abrió bruscamente y Diamondback asomó como impulsado por unresorte. Vio a los tres hombres y apuntó con su revólver. Eddie se abalanzó sobre Grant y loarrancó de manos del policía en el momento en que Diamondback disparaba. La bala dio alagente en el pecho. El policía se desplomó en tierra mientras la sangre le manaba a borbotones;perdió la pistola, que se deslizó hasta quedar detrás de un taxi que había quedado inmovilizado.El taxista salió huyendo.Eddie, arrastrando también a Grant, se abalanzó por encima del capó del taxi mientrasDiamondback disparaba de nuevo. El parabrisas del vehículo explotó. Dejó a Grant apoyado enla rueda delantera y advirtió la pistola del policía, que estaba cerca de la parte trasera.Diamondback bajó de la Ram de un salto. Hizo dos disparos más contra el taxi, haciendo saltarlas ventanillas, y se apoderó de la TEC-9.Eddie rodó sobre sí mismo hacia delante para llegar hasta la rueda trasera y se apoderó de lapistola, que era una automática Glock 19. Apoyó la espalda en la rueda y echó una ojeada alhombre al que debía proteger.Grant venía gateando hacia él…—¡Atrás! —gritó Eddie, abalanzándose sobre el actor, mientras Diamondback abría fuego enráfaga. Mientras Eddie derribaba a Grant de espaldas, apareció tras él, en las puertas del coche,

una sarta de agujeros de bala de bordes irregulares. Más balas impactaron en la parte delanteradel vehículo, atravesando la delgada carrocería para ir a repicar, inofensivas, en el metal macizodel motor.—¡El coche es cubierta, no es abrigo! —gritó Eddie al tembloroso Grant cuando cesó eltiroteo—. ¿No se lo enseñaron en la academia de especialistas de cine?Levantó la cabeza. El pistolero de la chaqueta de piel de serpiente se había quedado sinmunición; había dejado caer la TEC-9 y volvía a empuñar sus revólveres. Cerca de él, el calvo seponía de pie trabajosamente, con la cara surcada de cortes y magulladuras.—¡Eddie! —gritó una mujer.Este volvió la vista y vio llegar a Amy, de uniforme, que avanzaba rápidamente, semiagachada,seguida de su compañero.Diamondback volvió a disparar, obligando a todos a echarse a tierra. Su compañero sacó unapistola mientras los dos se retiraban.—¿Qué demonios pasa? —preguntó Amy.—¡Pregúntaselo a ellos! —respondió Eddie, indicando con un gesto a los pistoleros—. ¡Son losmamones que acaban de intentar matar a mi mujer!Otro disparo perforó el taxi, que escupió metralla. Grant soltó un aullido agudo, y Amy hizo ungesto de dolor.—¡NYPD! —gritó—. ¡Suelten las armas!El taxi recibió más impactos. Al estampido fuerte de los revólveres se sumó el chasquido agudode una pistola automática. Los dos hombres no aceptaban órdenes. Eddie miró por debajo delparachoques delantero del taxi y vio que se retiraban precipitadamente mientras los demáspolicías respondían al fuego. Teniendo en cuenta que ya había caído un agente y que habíapeligro para los civiles, disparaban a matar; pero Eddie necesitaba que capturaran vivo al menosa uno de los pistoleros para enterarse de por qué habían querido matar a Nina.Empuño la Glock, y disparó por debajo del coche. La bala abrió un orificio ensangrentado en eltobillo derecho del hombre calvo. Este cayó, gritando. Entrecerrando los ojos con expresiónagónica, alzó la vista a Diamondback.—¡Ayúdame! —le dijo.Diamondback le devolvió la mirada… y, sin alterarse siquiera, le pegó un tiro en la cabeza. Unestallido de sangre salpicó la calle por debajo del hombre.—¡Dios! —exclamó Amy, mientras Diamondback se refugiaba tras la Ram volcada.Entonces, se dio cuenta de lo que se disponía a hacer Eddie.—¡No! ¡Espera!Pero Eddie ya había dejado el taxi y corría hacia la camioneta con la pistola levantada. Suobjetivo estaba detrás del Dodge…, que no era más resistente a las balas que el taxi. Apuntandobajo, con la esperanza de herir a su enemigo en una pierna, barrió a disparos la camioneta desdela parte trasera hasta la cabina.Diamondback se tiró en plancha desde la parte delantera de la camioneta… y disparó.Pero no apuntaba a Eddie.El tiro dio en la bombona de gas del tenderete de perritos calientes, que estalló como una bomba.La detonación derribó a Eddie. Cuando se disipó el efecto de la sonora explosión y los policíasse hubieron recuperado de la conmoción producida por el estallido, Diamondback ya se habíaalejado a la carrera, calle 43 abajo, abriéndose paso a empujones entre la multitud que huía.Eddie apagó a manotazos un bollo para perrito caliente que ardía y se puso de pie, dolorido. Amycorrió hacia él; otros agentes corrían también, dejándolos atrás. Algunos iban a ayudar al policíaherido; los demás, a perseguir al asesino, en vano.—¿Estás bien? —le preguntó Amy.—Saldré de esta —gruñó él—. Pero ese no —añadió, echando una mirada al hombre calvo.Amy sacudió la cabeza, todavía impresionada por lo que acababa de presenciar.—¡Un asesinato a sangre fría, delante mismo de un montón de policías! Ese tipo está loco.—Puede; pero lo que hace, lo hace bien. No creo que los tuyos lo atrapen.

—Ya veremos —dijo Amy, un poco picada en su orgullo profesional… pero también otro pocoresignada.Grant se acercó a ellos; tenía la cara blanca.—Uf. Hombre. Tú… tú…Dio a Eddie un vigoroso apretón de manos. Amy enarcó las cejas con sorpresa al reconocerlo.—¡Me has salvado la vida, hombre! ¡Ahora mismo estaría muerto si no hubiera sido por ti!Eddie optó por no comentar que había sido el propio Grant el que se había convertido en blancopor su imprudencia.—Es mi trabajo.—No, hombre; en serio. Lo que quieras, cualquier cosa que necesites, me lo dices, y ya lo tienes.—¿Qué tal su Lamborghini? Es broma —aclaró, al ver en la cara de Grant que tampoco teníaque tomarse literalmente lo de cualquier cosa.—¡Hombre! —dijo Grant, contemplando el Murciélago—. No me lo creo. Me prometiste que nole harías ni un rasguño, y ¡lo has cumplido, maldita sea!El Lamborghini, aunque se había rozado varias veces, parecía impecable; la luz de los fuegosreverberaba en su carrocería reluciente.—Sí. Lo habitual es que siempre que me pongo al volante la cosa acabe en siniestro total. Estavez he debido de tener suerte.El reguero de gasolina de la camioneta Ram llegó hasta uno de los bollos que ardían.—Jodienda y… —empezó a decir Eddie, arrojando al suelo a Grant y a Amy mientras unacortina de llamas recorría el rastro de gasolina hasta llegar al depósito de combustible de lacamioneta.La Ram explotó; saltó por los aires dando volteretas… y aterrizó sobre el Murciélago,aplastándolo.—… porculienda —concluyó Eddie, incorporándose hasta quedar sentado en el suelo.Grant soltó una exclamación quejumbrosa ante aquel montón de chatarra que había costadotrescientos mil dólares. Alguien hizo otra foto desde el autobús.—¡Ay, hombre!—Estaba asegurado, ¿no? —dijo Amy.Grant fue dando muestras de tranquilizarse poco a poco.—Sí —dijo—. Eso sí… Bien dicho. Y el color tampoco me convencía mucho, en todo caso.—¡Eddie!Eddie se puso de pie al ver que Nina corría hacia él.—¡Ay, Dios mío! ¡Estás bien!—No te preocupes por mí —dijo Eddie—. Estaba preocupado por ti.Se abrazaron, y después Nina volvió la vista hacia su taxi destartalado. Macy, siguiendo lasinstrucciones de Nina, había huido; pero todavía quedaba una persona en el vehículo. Nina sedirigió a Amy.—Tienen que llamar a una ambulancia. El taxista tiene un tiro.—Creo que necesitaremos más de una ambulancia —le respondió Amy, que ya tenía la radio enla mano—. Eddie, no sé lo que ha pasado aquí, pero te aseguro que me lo vas a explicar.Miró a Nina, y después a Grant.—Y usted también, y usted… Demonios, ¡creo que tendría que detener a todo el mundo en cincomanzanas a la redonda!—¿La conoces? —preguntó Nina a Eddie.—Sí; es una amiga.Nina miró de pies a cabeza a la atractiva policía, y adoptó una expresión de mayor desconfianza.—Espera… ¿Es tu amigo policía? ¿Con quien estabas la otra mañana?—Ah… sí —reconoció él—. Ese.—¿Eres la mujer de Eddie? —le preguntó Amy.Nina asintió con la cabeza.—De acuerdo; escuchad una cosa, ¿y si hacemos todas las presentaciones en la comisaría?

NYPD: New York Police Department, Departamento de Policía de Nueva York. (N. del T.).No es más que una broma bastante infantil por parte de la muchacha; los almacenes Macy’sexisten y se llaman así desde el siglo XIX. (N. del T.).

5–Bueno —dijo Eddie dejándose caer en el sofá, a la mañana siguiente—; cuando dije «mañanaserá otro día», no estaba pensando que el día sería así.—¿Que nos perseguirían y nos dispararían? —replicó Nina—. Fue como en los viejos tiempos…precisamente de la manera que menos me gusta. Me asombra que no acabásemos en la cárcel.—Eso se lo puedes agradecer a Grant en parte. ¿Sabes a quién llamó cuando lo autorizaron ahacer una llamada telefónica? A su agente. Y este llamó a su relaciones públicas, y este alalcalde…—¿Al alcalde? —repitió Nina, sorprendida.—Sí. ¿Recuerdas ese acto benéfico de la otra noche? Se conocieron allí. Y como el alcalde sehabía deshecho en atenciones con la estrella de Hollywood del momento y se había hecho unmontón de fotos con él, habría quedado en pésimo lugar si a su nuevo amigo del alma lohubieran metido entre rejas a los dos días. Y por eso en los periódicos de hoy aparece Grantcomo héroe de acción en la vida real, en vez de aparecer su retrato policial —explicó Eddie,sonriendo sin humor—. Pero a quien más debemos es a Amy.Nina apretó los labios.—¿Por qué a ella? —preguntó.—En suma, respondió de nosotros. Cuando ese mamón de la chaqueta de piel de serpientelevantó la tapa de los sesos a otro tipo delante de medio NYPD, quedó bastante claro quiéneseran los malos; pero todavía nos habríamos visto metidos en un lío si Amy no se hubierapresentado como valedora nuestra.—Querrás decir, como valedora tuya.Eddie conocía aquel tono de voz.—Ay, Dios, ¿qué pasa?—Ya lo sabes, Eddie. Esa mujer, Amy… ¡Estabas con ella el otro día, cuando me dijiste queestabas con Grant Thorn!Eddie extendió las manos en gesto de exasperación.—¡Sí; lo reconozco! Pero no pasa nada malo… No es más que una amiga. Yo tengo amigas amontones por todo el mundo, y tú no has tenido nunca ningún problema con ellas.—¡Porque no me habías mentido sobre ellas! ¿Cuántas veces me has dicho que estabastrabajando pero te estabas viendo con ella?—No me estoy viendo con ella, joder, ¿vale? —suspiró Eddie—. No nos estamos viendo ensecreto para matarnos a polvos, si eso es lo que crees.—¿Qué quieres que crea, entonces? —le preguntó Nina.Pero antes de que hubiera podido recibir una respuesta, sonó el ronco timbre del porteroautomático. Nina se acercó al altavoz.—¿Diga?—¿Doctora Wilde? Soy Macy.—Sube.Pulsó el botón para abrir la puerta de la calle, y volvió a dirigirse a Eddie.—Ya hablaremos de esto más tarde.—No hay nada de que hablar, maldita sea —repuso él—. Me está ayudando con una cosa, ¿vale?—Entonces, ¿por qué no me pediste a mí que te ayudara? Se supone que los maridos y lasesposas están para eso, ¿sabes? Para ayudarse los unos a los otros.—No es una cosa de ese tipo.Nina se disponía a preguntar qué tipo de cosa era, entonces; pero llamaron a la puerta con losnudillos. Abrió y se encontró con Macy, que seguía llevando la ropa escasa de la noche anterior.Eddie le echó automáticamente una ojeada, y su esposa le dirigió una mirada de enfado.—Pasa, Macy —dijo Nina.—Gracias, doctora Wilde —respondió Macy al entrar en el apartamento—. Me alegro de queesté bien.—Sí, yo también me alegro. ¿Y tú, estás bien? ¿Y tu amigo?

—¿Joey? No está mal, solo un poco dolorido. Cuando hube encontrado un hotel para pasar lanoche, le llamé. Ah, aquí tiene su teléfono —dijo, devolviendo el aparato a Nina—. ¿Y ustedes?—Pasamos casi toda la noche siendo interrogados por la policía, lo que fue divertido. Por cierto,te presento a mi marido —añadió Nina, indicando a Eddie—. Eddie. Eddie Chase. Y parece quees digno de su apellido en lo que se refiere a las faldas5.Eddie, tras proferir un sonido de irritación, se dirigió a Macy.—Encantado. Sí, soy el marido de Nina… y su guardaespaldas, a tiempo parcial. Aunque no melo suele agradecer.—Encantada.Macy le dio un rápido apretón de manos y echó a Eddie una ojeada igualmente breve. Nina supolo que le pasaba por la cabeza («demasiado viejo, demasiado calvo») y esbozó una sonrisitaburlona.—Así que —prosiguió Eddie, tomando asiento—, ya que estás aquí, ¿será posible que alguienme explique por fin qué demonios pasa? Para empezar, ¿qué tiene que ver algo que hay enEgipto con que yo tuviera que birlar el Lamborghini de Grant Thorn y perseguirte por medioNueva York?—¿Conoce a Grant Thorn? —le preguntó Macy—. ¡Qué guapo es! Guau. Qué guay.—No estamos aquí para hablar de Grant Thorn —dijo Nina, advirtiendo que Eddie acababa deganar puntos ante Macy—, sino de esos tipos que querían hacerte daño. ¿Eran los mismos que tepersiguieron en Egipto?—Solo el tipo del pelo feo y la chaqueta horrible.—A mí, personalmente, la chaqueta me pareció bastante bonita —dijo Eddie, pero frunció elceño al notar que le rondaba por la cabeza un recuerdo.—¿Qué pasa? —le preguntó Nina.—He visto a alguien con esa misma chaqueta, hace poco…Arrugó el ceño todavía más, intentando evocar aquella imagen.—¡Mierda! No solo era la misma chaqueta…, ¡era el mismo tipo! Estaba en esa cosa de la sectaa la que me hizo ir Grant.—¿El Templo Osiriano?—Sí, eso es. El tipo acompañaba en una limusina al mandamás de la secta, un actor retirado. Yhabía también otro sujeto, uno la mar de feo, con una gran cicatriz de una quemadura…—¡Ay, Dios mío! —intervino Macy—. La cicatriz… ¿la tenía aquí? —preguntó, tocándose lamejilla derecha.—Sí; le cruzaba toda la cara.—¡Ese también estaba allí! —dijo a Nina, emocionada—. Estaba en la esfinge… ¡Era el jefe detodo!—¿Qué es eso de la esfinge? —preguntó Eddie—. ¿Qué es lo que buscan?—¿Te acuerdas de esos anuncios de televisión que me sacan tanto de quicio? —le preguntóNina.Él asintió con la cabeza.—Pues eso es lo que buscan.—Están intentando excavar antes que la AIP para robar lo que hay dentro —añadió Macy.—¿Y qué es lo que hay dentro?Macy sacó su cámara fotográfica.—Se lo enseñaré. ¿Puedo conectarla con eso? —dijo, indicando el ordenador portátil de Nina.Nina rebuscó en un cajón hasta encontrar un cable, y conectó la cámara a su MacBook Pro paraque Macy pudiera copiar al ordenador los ficheros en cuestión. Al cabo de un minuto, pudo verpor fin, tranquilamente y con detalle, las imágenes que antes solo había visto en miniatura en lapantalla de la cámara.—De modo que esos son los tres códices que se entregaron a la AIP…—Y ese es el que no entregaron —dijo Macy, señalando la cuarta de las antiguas páginas.Amplió la imagen.

—En esta parte se describe la entrada norte del Salón de los Registros; sería una entradareservada para los faraones, porque los egipcios daban mucha importancia a la estrella polarcomo símbolo de la realeza y de los dioses.Pasó a la foto siguiente, en la que se veían los planos del complejo de la esfinge, y señaló sobreellos los dos túneles.—Todos los demás habrían usado la entrada oriental.—La que está excavando Logan —dijo Nina, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué más dice?Macy volvió a la imagen anterior y la hizo subir por la pantalla.—Dice algo de una cámara de mapas… ¡Aquí está! En ella hay un zodiaco que, si conoces elsecreto, te indica el modo de encontrar la pirámide de Osiris.Nina volvió a sentirse escéptica.—¿Estás segura de que eso es lo que dice?Macy estuvo a punto de irritarse, pero recordó a tiempo con quién estaba hablando.—Sí, doctora Wilde; estoy segura. A mí también me pareció raro; pero es lo que dice. El zodiacoes una especie de mapa.Nina contempló la pantalla. Los tres primeros códices que hablaban del Salón de los Registroshabían resultado exactos; y, si el cuarto era igualmente fiable…—Esto podría ser una cosa inmensa. Si la pirámide de Osiris existió de verdad, daría un vuelco atodo lo que sabemos acerca de la historia egipcia.Miró a Macy.—Y está claro que esos tipos que te perseguían lo consideraban lo bastante auténtico como paramatar por ello —añadió—. ¿Qué más dice? —preguntó, volviendo de nuevo la mirada al papiro.Macy siguió leyendo.—«La tumba de Osiris, el rey dios inmortal, custodio de… del pan sagrado de la vida».—Si es inmortal, no sé cómo es que está en una tumba —observó Eddie.—La cosa es complicada —dijo Macy—. Lo asesinaron encerrándolo en un sarcófago; resucitó;lo asesinaron de nuevo; se volvió inmortal, pero sin poder volver nunca al mundo de los vivos…Es como una telenovela del mundo antiguo.—Es algo más que eso —dijo Nina con acidez—. El mito de Osiris es la base de toda la religiónegipcia. Pero ¿nos dice este texto cómo se puede encontrar la pirámide a partir del zodiaco?Macy repasó el resto del papiro.—No. Supongo que sería una cosa reservada para los sacerdotes o para quien fuera. Pero diceclaramente que el zodiaco es el mapa de la tumba.Eddie se acercó más a la pantalla.—Entonces, si esta pirámide existe de verdad, ¿qué es lo que tiene dentro, para que valga la penahacer volar medio Times Square por ello? —preguntó—. ¿Algo así como el tesoro deTutankamón?—Más que eso —le explicó Macy—. Osiris es quien aspiraban a ser todos los demás faraones…Era el rey egipcio más grande que había existido. Aunque los demás faraones pensaban que ellostambién serían dioses después de morir, ninguno se habría atrevido a querer valer más que él,porque él era el que iba a juzgar si se merecían pasar a la otra vida o no.—De modo que todos los tesoros de los faraones que se han encontrado hasta ahora valdríanmenos que lo que haya en la tumba de Osiris —dijo Nina, pensativa—. Y teniendo en cuenta lascosas tan increíbles que se han encontrado en otras tumbas…Eddie se retiró de la pantalla.—Ya tenéis el motivo, entonces —dijo—. El dinero. Muchísimo dinero. Entra en Internet—sugirió, señalando el ordenador—. Creo que tendríamos que echar una miradita a eso delTemplo Osiriano.Macy abrió el explorador y escribió la dirección del buscador Quexia.—¿No empleas Google? —le preguntó Eddie.—Esto es mejor —dijo ella, mientras introducía unos parámetros de búsqueda para el TemploOsiriano.

Apareció una nube de resultados, con el mayor en el centro. Lo pulsó, y pasaron al sitio web dela secta. Apareció un retrato retocadísimo de Jalid Osir, que les sonreía de pie ante lo que parecíaser una gran pirámide de cristal negro.—Es el tipo al que vi el otro día —dijo Eddie—. Fue famoso en Egipto como estrella de cine.Nina leyó su biografía condensada.—Y después descubrió la religión. Aunque supongo que tenía demasiado ego como para seguirla religión de otro sin más; tuvo que poner en marcha la suya propia.Según la reseña biográfica, Osir había fundado el Templo Osiriano quince años antes, y laorganización tenía ahora su sede central en Suiza y estaba establecida en más de cincuentapaíses.—Parece que debe de dar dinerillo —comentó Eddie, mientras Macy iba pasando a otras páginasdel sitio web.Parecía que las páginas dedicadas a la venta de productos eran tantas o más que las que exponíanlas creencias de la secta.Leyendo un apartado de estas últimas, Macy soltó un bufido sarcástico.—¿Cómo? ¡Eso ni siquiera es así! Osiris no era inmortal en vida… Solo lo fue cuando entró enel Reino de los Muertos.Nina leyó el resto del texto.—Ajá. Para tratarse de una secta basada en el mito de Osiris, no parece que les interesendemasiado las versiones aceptadas del mito. Parece que ese tal Osir deja de ladointencionadamente cualquier cosa que choque con lo que quiere contar él.—Con lo que quiere vender él, dirás —la enmendó Eddie, mientras se abría otra página quetenía más de catálogo que de catecismo—. Mira todas estas cosas. Dietas, planes de ejercicios,vitaminas… Sí, con todo eso se vive más tiempo; pero él le planta un dibujo de una pirámide y lovende a cinco veces el precio del supermercado, y además te obliga a tragarte un montón decharleta religiosa mientras lo usas.—Es algo más que charleta, Eddie —protestó Nina—. Aunque la gente no crea en ello ennuestros tiempos, fue la base de una civilización que perduró casi tres mil años.—Puede ser; pero este tal Osir se lo está inventando sobre la marcha. Es la típica secta, enrealidad.Mientras tanto, Macy había encontrado otra página del sitio web: los dirigentes del TemploOsiriano. Osir se reservaba el lugar más destacado, en la parte superior; pero por debajo de élaparecía el retrato más pequeño, en blanco y negro, de otro hombre cuyos rasgos se parecían alos de Osir.—Sebak Shaban —leyó Nina—. Se parecen mucho… Puede que sean hermanos.—Sí; yo también lo pensé —dijo Eddie, que recordaba haberlos vistos juntos dos días atrás—.Pero ¿cómo es que tienen apellidos diferentes?—Está claro —dijo Macy con desparpajo—. Osiris, Osir. Es como un nombre artístico.Eddie la miró con enfado, pero Macy no se dio cuenta.—Y, sí —prosiguió—: Photoshop total.El retrato de Shaban estaba tomado de manera que se le viera principalmente por el ladoizquierdo de la cara, pero la parte de su labio superior que tenía marcada en la vida real aparecíacompletamente normal en la foto.Nina levantó la vista del ordenador y se acomodó en su asiento.—¿Y estás completamente segura de que estaba al mando de lo que pasaba en la esfinge, sea loque sea?—Del todo. Era él.—¿Y el tipo de la otra noche está a sus órdenes?Macy asintió con la cabeza.—Vale; así que quieren estar seguros, segurísimos, de que no se lo cuentas a nadie.—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Macy.—Pues se lo contamos a alguien —dijo Eddie—. Está claro.

—Yo lo intenté —repuso Macy, quejumbrosa—. Pero en Egipto nadie me hacía caso. Cuandollamé por teléfono al doctor Berkeley, lo único que me dijo fue que me entregara a la policía.—¿Cómo pudiste salir de Egipto si te buscaba la policía? —le preguntó Nina.—Por Jordania. Oí que este —dijo, señalando a Shaban— decía que vigilaran los aeropuertos, demodo que no podía salir del país por ese medio. Pero llevaba encima mi pasaporte y algo dedinero, así que cuando volví a El Cairo me fui en autobús a una población pequeña de la costaoeste y convencí a un tipo para que me llevara en su barco hasta Jordania. Después, tomé otroautobús hasta Amán, me volví en avión a los Estados Unidos, ¡y aquí estoy!Nina llegó a la conclusión de que Macy era más hábil de lo que aparentaba. El propio Eddieparecía levemente impresionado por el modo en que la muchacha había conseguido daresquinazo a las autoridades.—Y, entonces, entre toda la gente a la que podías haber recurrido, acudiste a mí… —dijo Nina.—Porque sabía que usted podría ayudarme. Y me ayudó. Si usted no me hubiera salvado, aqueltipo me habría matado. Así que ¡gracias!—No hay de qué —respondió Nina, mientras Eddie soltaba un gruñido sarcástico—. Pero yaestás a salvo.—Eso espero —repuso Macy, echando una mirada de desconfianza hacia la puerta.—Creo que, después de la desbandada de anoche, los malos intentarán alejarse de Nueva Yorktodo lo que puedan —dijo Nina—. Pero, como tú estás a salvo, o eso esperamos, y tenemos lasfotos, ya podemos decir a la AIP lo que pasa. Suponiendo que Maureen Rothschild esté dispuestaa hablar conmigo siquiera —añadió, mirando a Eddie con incertidumbre.Fue fácil convencer a Lola para que dijera a la profesora Rothschild que Nina quería hablar conella por teléfono. Pero resultó bastante más difícil conseguir que la profesora atendiera lallamada. Fueron precisos tres intentos, en los que Nina fue pidiendo a Lola que le hiciera llegarsúplicas cada vez más exageradas, hasta que la profesora acabó por ponerse al aparato, muy adisgusto.—Y bien, Nina, seguro que lo que tienes que decirme es interesante —le espetó—. Después delo de anoche, me extraña que no me estés llamando desde la cárcel. Por lo que he visto en lasnoticias, hubo dos muertos, varios heridos, tremendos daños materiales y media ciudadcolapsada. Cosa de todos los días para ti, ¿verdad?Nina contuvo una respuesta ácida, forzándose a mantener una actitud diplomática.—Maureen, lo que te tengo que decir es muy importante. Es sobre la excavación en la esfinge.—¿Qué pasa con ella?—Alguien intenta robar el Salón de los Registros antes de que Logan lo abra.Hubo un breve silencio, al que siguió la respuesta explosiva e incrédula de la profesoraRothschild:—¿Qué?—Los del Templo Osiriano están detrás. Tienen una cuarta página de los códices de Gaza que noentregaron a la AIP, y se han servido de ella para localizar una segunda entrada. La estánexcavando ahora mismo.Una nueva pausa seguida esta vez, para enfado de Nina, de una risa burlona.—Gracias por confirmar mi teoría, Nina: te has vuelto loca de atar. Cuando dijiste que habíasdescubierto el jardín del Edén, ya me pareció bastante extravagante; pero esto… ¿Por qué iban arealizar una segunda excavación los del Templo Osiriano, cuando ya están ayudando a pagar laprimera?—Quizá debieras preguntárselo a ellos —refunfuñó Nina—. Pero yo tengo aquí mismo una fotodel cuarto códice, así como un plano del túnel.—Y ¿de dónde has sacado esas fotos? ¿De un sitio web de esos que aseguran que en losjeroglíficos egipcios aparecen platillos voladores?—No; me las ha dado Macy Sharif.—¿Macy Sharif? ¿La becaria?—Eso es.

—¿La becaria a la que busca la Policía egipcia por agresión y por robo de antigüedades?Nina echó una ojeada a Macy, que la miraba con inquietud.—Creo que fue víctima de un montaje —dijo—. Todo lo que pasó anoche fue porque queríanmatarla, para que no pudiera contar a nadie lo que había descubierto.La voz de la profesora Rothschild se volvió fría.—Nina, la verdad es que no tengo tiempo para escuchar teorías conspiratorias paranoicas. No mevuelvas a llamar.—Mira las fotos, por lo menos. Te las enviaré.—No te molestes —replicó la profesora Rothschild, y colgó.—Maldita sea —murmuró Nina.Envió las fotos por correo electrónico, a pesar de todo, y llamó después a Lola una vez más.—Algo me dice que la cosa no ha ido bien —le dijo Lola—. La profesora Rothschild acaba dedecirme que no le vuelva a pasar ninguna llamada tuya.—Sí; me figuré que te lo diría. Escucha: acabo de enviarle un correo electrónico con unas fotosadjuntas. Lo más probable es que ella lo borre sin mirarlo siquiera, pero te voy a enviar tambiéna ti las fotos. ¿Puedes imprimirlas y ponérselas en su bandeja de entrada, o algo así? Esimportantísimo que las vea, por lo menos.—Veré qué puedo hacer. Oye, ¿has visto lo que pasó anoche en Times Square?—Me parece que he oído algo —respondió Nina, como si la cosa no fuera con ella—. Adiós,Lola.Envió a Lola una segunda copia del mensaje, y se derrumbó por fin en su sillón.—Dios, ¡qué frustración! Si yo siguiera en la AIP, tardaría cinco minutos en encargarme de quealguien hiciera comprobaciones.—Tiene que poder hacer usted algo más —protestó Macy—. Si esos tipos se apoderan delzodiaco, descubrirán el modo de encontrar la pirámide de Osiris e irán a robarla, y nadie másllegará a enterarse. ¡Todo ese hallazgo quedará perdido para siempre! ¿Es eso lo que quiereusted?—Claro que no es lo que quiero —replicó Nina, cortante—. Pero la verdad es que tampocopuedo hacer gran cosa al respecto, ¿no es verdad? A menos que vayamos a Egipto en persona ylos atrapemos con las manos en la masa… —observó, dejando la idea en el aire.Eddie reconoció aquella expresión de Nina.—No —dijo con tono de advertencia.—Podríamos ir a Egipto.—No, no podríamos.—Sí que podríamos.—No tenemos visados.—Nuestros visados de la ONU siguen siendo válidos.—¡No tenemos dinero, maldita sea!—Tenemos tarjetas de crédito.—Que están prácticamente bloqueadas.—Yo tengo una tarjeta de crédito —intervino Macy—. Pagaré yo.Nina miró con incredulidad a aquella muchacha de diecinueve años.—¿Hablas en serio?—¡Claro! Tengo crédito a montones.—Qué gusto debe de dar —dijo Eddie entre dientes.Nina seguía dudando.—No sé cuánto cuesta ir en avión a Egipto, pero estoy segura de que no es barato. Podemoscubrir los gastos nosotros mismos.Eddie torció el gesto.—Sí, si vendemos un riñón. O dos.—No hay problema; me lo puedo permitir —dijo Macy—. Bueno, los que se lo pueden permitirson mis padres, pero es lo mismo. Mi padre es cirujano plástico y mi madre es psiquiatra; son

muy ricos. Ya me pagan todas mis cosas, en cualquier caso.—Espera un momento —dijo Nina—. Macy, ¿has contado algo de esto a tus padres?Macy puso cara compungida.—Esto… viene a ser que no. Ni siquiera saben que he vuelto a los Estados Unidos.—¡Ay, Dios mío! —exclamó Nina, horrorizada—. ¿Cómo has sido capaz de no contárselo?—¡Quería protegerlos! Ese tipo de la cicatriz en la cara dijo que iba a mandar a gente para quevigilaran nuestra casa e intervinieran los teléfonos para poder encontrarme. Si mamá y papá nose enteraban de que pasaba algo malo, no se preocuparían, y no me delatarían sin darse cuenta.—Bueno, a estas alturas ya sabrán que pasa algo malo —le dijo Nina—. Aun suponiendo que laAIP no se pusiera en contacto con ellos cuando te metiste en aquel lío, y estoy segura de que loharían, anoche tuve que contar a la policía mi reunión contigo. Habrán pedido a la AIP los datosde tus padres, y les habrán llamado.Macy palideció.—Ah. Eso… no lo había pensado.—Llámalos ahora mismo —dijo Nina, señalando el teléfono—. Que se enteren de que estás bien.Macy tomó el teléfono y marcó.—¡Hola, mamá! ¿Mamá? Mamá, tranquilízate… Estoy bien, estoy perfectamente. ¡Sí; estoybien, de verdad! Ah, que han llamado de la AIP, ¿eh? —dijo, haciendo un mohín—. ¡No, eso nofue lo que pasó, en absoluto, es una mentira total!Soltó un bufido de impaciencia.—¡Mamá! No, no puedo volver a casa; todavía no. Volveré en cuanto pueda, pero antes tengoque hacer una cosa, es muy importante. Os lo contaré todo después a papá y a ti. Ah, y si osparece que hay alguien vigilando la casa, llamad a la policía, ¿vale?Esta última recomendación provocó una reacción casi histérica, tan ruidosa que los compañerosde Macy pudieron oírla.—¡Jo, mamá! Mira, de verdad que estoy bien. Os llamaré pronto, ¿vale? Da recuerdos de miparte a todos. Mamá. ¡Mamá! He dicho que os llamaré. Vale, voy a colgar. Adiós. Adiós.Macy bajó el teléfono; parecía frustrada y nerviosa.—¡Los padres! ¡Dios! A veces son una lata…Miró entonces a Nina, y pareció, de pronto, que se sentía avergonzada.—Ay, ¡lo siento! —dijo.—¿Qué es lo que sientes? —dijo Nina, confusa.—En el artículo de Time leí que sus padres murieron cuando usted tenía mi edad,aproximadamente. No quiero que se piense que he dicho aquello refiriéndome a todos los padres.Estoy segura de que los de usted eran estupendos. Lo siento —dijo Macy, y volvió a atender alordenador portátil.—Esto… no tiene importancia —dijo Nina, sorprendida.—Qué sutileza la suya, ¿verdad? —le susurró Eddie.—Sí; creo que ella y tú os vais a llevar muy bien.—¡Pse!—Vale —dijo Macy, levantando la vista hacia ellos—. Vuelos a Egipto. ¿Quieren comidanormal o vegetariana?Chase significa en inglés «perseguir», «persecución». (N. del T.).

6Guiza—Eh, ¿no las habían hecho polvo los Transformers? —preguntó Eddie en son de broma.—No pienso volver a dejarte elegir la película —murmuró Nina, mientras contemplaba conadmiración los tres monumentos inmensos que se alzaban ante ellos. La Gran Pirámide de Guizaera la única de las siete maravillas del mundo antiguo que había llegado hasta nuestros días; lasdemás habían desaparecido milenios atrás, víctimas del tiempo y de las guerras. Su durabilidadse debía, en parte, a su tamaño mismo; aunque la pirámide de Khufu y sus compañeras, lapirámide de Kefrén, un poco más baja, y la pirámide de Menkaura, bastante más pequeña perotodavía enorme, habían perdido hacía mucho tiempo casi todo su recubrimiento exterior depiedra caliza blanca, sus núcleos colosales de piedra arenisca y granito se conservaban intactostras más de cuatro mil quinientos años.Macy estaba menos impresionada. Llevaba el pelo oculto bajo una gorra de béisbol y la caracubierta en parte por unas gafas de sol muy grandes, y revolvía con un pie en la arena áspera, engesto de impaciencia.—Yo ya he visto las pirámides. Tal que todos los días que pasé aquí. ¿Por qué no van a hablarcon el doctor Berkeley?—En parte, porque no está aquí todavía.Macy, temiendo que la reconocieran, no había acompañado a Nina y a Eddie al complejo de laesfinge, donde estos habían intentado convencer al equipo de la AIP para que los dejaran pasar,sin conseguirlo.—Está haciendo un programa de televisión en El Cairo, hablando de la excavación. Tardará unpar de horas en volver. Y, también en parte, porque… bueno, ¡ya que vengo hasta Egipto, no voya dejar de visitar las pirámides!Emprendieron el camino subiendo por la carretera que bordeaba el lado norte del complejo.Eddie se asomó sobre el muro para ver la zona de obras que estaba más abajo.—Ese túnel… ¿está allí abajo?—Sí —dijo Macy, asomándose junto a él—. En esa tienda —añadió, señalándola.Eddie se grabó en la memoria la situación de la tienda, y observó también que estaba mejorcustodiada de lo que había contado Macy. La vigilaban dos hombres de uniforme, aunque no erael uniforme de la Policía Turística, lo que daba a entender que eran guardias de seguridadprivados.Macy levantó la vista hacia la esfinge.—Hay más guardias que antes.—Se están asegurando de que nadie más les revienta su excavación —dijo Eddie—. Pero puedeser bueno.—¿Cómo?—Si han traído a gente nueva, será más difícil que alguno te reconozca.Eddie pasó los dedos por el borde inferior de la losa que remataba el muro, como si quisierahacerse una idea de su peso.—¿Qué hay? —le preguntó Nina.—Estoy trazando planes. Así que ¿vamos a cargarnos de energía en las pirámides?La Gran Pirámide estaba a solo unos cuatrocientos metros de la esfinge pero, por sus grandesdimensiones, ya que cada uno de los lados de su base medía más de doscientos veinticincometros, había que recorrer a pie casi el doble de distancia para llegar a la entrada de la pirámide,en su cara norte. La entrada misma, donde ya aguardaban varias docenas de personas, estabacerrada con verjas y vigilada por la Policía Turística y por guías oficiales. Solo se permitía elacceso al interior de las pirámides a un número reducido de visitantes, dos veces al día. Nina, apesar del agotamiento del vuelo de once horas desde Nueva York, se había empeñado en queestuvieran allí cuando abrieran las taquillas.Cuando abrieron la verja, Eddie cerró el paso a otras personas discretamente, aunque confirmeza, gracias a lo cual Nina y Macy fueron las primeras que ascendieron las gradas de piedra

y entraron.—Es más empinado de lo que parece en las fotos —comentó Nina.El pasadizo estrecho, de paredes lisas, descendía hacia el corazón de la pirámide a un ángulo decasi treinta grados, y el techo estaba tan bajo que resultaba incómodo.Eddie las alcanzó, sorteando en la entrada a un turista que se vio obligado a dejarle paso,molesto.—Dios, qué estrecho es esto —se quejó Eddie—. Supongo que los faraones eran todos unosretacos. Así que ¿a dónde lleva esto?—Hay dos rutas —dijo Macy—. Si sigues bajando, terminas en la primera cámara funeraria;pero es un rollo, allí no hay nada. Mientras construían la pirámide decidieron hacer otra cámaradistinta.—Aquello debió de sentar como un tiro a los arquitectos —dijo Eddie, sonriendo—. Me imaginola escena. «¿Que quiere hacer qué? Pero si ya vamos por la mitad de la obra. ¡Jodidosclientes!».Al cabo de veinte metros, el pasadizo se dividía en dos. Un camino seguía bajando, mientras queel otro, de techo más bajo todavía, ascendía a un ángulo igualmente empinado de ciento veintegrados. Aunque Nina quería explorarlo todo, optó por fiarse de la palabra de Macy y seguir lasegunda ruta. Aunque era primera hora de la mañana, el aire de los túneles era caluroso ysofocante. Nina emprendió la subida por el pasadizo, agachada; los músculos de las piernas se leresentían por la inclinación del suelo.—Entonces, ¿en este sitio había trampas? —preguntó Eddie.—¿Trampas? Qué va. Esas solo las hay en los videojuegos de Tomb Raider —dijo Macy consarcasmo.—Ah, ¿eso crees tú? —dijo Nina, suscitando una mirada de sorpresa por parte de lamuchacha—. Más te valdría leer la Revista Internacional de Arqueología de vez en cuando, envez de artículos de revistas populares.—¡Yo leo la RIA! —afirmó Macy—. Bueno, las partes interesantes.—Es interesante todo —dijo Nina, ofendida.—Claro; como que encontrar unos mondadientes mongoles del siglo XVI se puede compararcon descubrir la Atlántida…

7El pozo descendía más de seis metros hasta llegar a un túnel con paredes de piedra, en levependiente. Nina se cercioró de que no hubiera nadie esperando al fondo antes de dejarse caer.Hacia el norte, el túnel estaba bloqueado con arena compacta, pero habían excavado la arenahacia el sur para reabrir un pasadizo que llevaba miles de años sin utilizarse. Había bombillaseléctricas, colgadas del techo cada cinco metros, que se perdían de vista. Hacia la esfinge.El plano que había enseñado Macy a Nina resultaba ser exacto. El Salón de los Registros teníados entradas: una al este, la que iban a abrir dentro de poco los del equipo de la AIP, y otra alnorte, reservada para los monarcas. Los únicos que conocían la existencia de esta última eran losconspiradores del Templo Osiriano… y Berkeley no había buscado ninguna otra vía de entrada.Como tenía que cumplir un plazo exigente, y estaba deslumbrado por las estrellas, se habíaprecipitado hacia el objetivo más evidente, sin plantearse siquiera que pudiera existir otro.Era un error que podía costar caro.Eddie cayó de un salto junto a ella. Olisqueó.—Huele como si estuvieran cortando piedra.Nina percibió un tenue olor a quemado.—¿Es eso a lo que huele?—Sí. Un verano trabajé en el taller de unos marmolistas. Cortaban las lápidas con sierraseléctricas. Olía así.—¿Te dedicaste a hacer lápidas para tumbas? Cada día aprendo algo nuevo sobre ti.Eddie sonrió.—Soy el hombre del misterio, amor.Macy bajó de la escalera dando un saltito y miró a su alrededor con asombro.—Ay, Dios mío. ¡Esto es impresionante! —dijo.Frotó la arena que cubría una pared y dejó al descubierto la piedra, más oscura.—Granito rosado, probablemente de Asuán. Esta entrada debía de ser, sin duda, solo parafaraones. Era demasiado cara para que la usara nadie más.—Veo que entiendes de lo tuyo —dijo Eddie.—¡Claro que sí! —asintió Macy. Después, un poco más tímidamente, añadió—: Bueno, almenos de cosas egipcias. En lo demás no estoy tan fuerte… ¿Podemos seguir ya?—Detrás de mí —dijo Eddie con firmeza, situándose ante ella—. No sabemos lo que hay aquíabajo.Cuando habían bajado unas dos terceras partes del túnel encontraron una cosa, un generador degasolina, cuyo tubo de escape estaba canalizado hasta la superficie. Justo después del generador,el pasadizo mostraba claras señales de deterioro: el techo estaba apuntalado con gruesas vigas demadera.—Parece que está a punto de hundirse —dijo Eddie, mientras pasaba con precaución bajo lasvigas.Nina miró con más detenimiento.—Puede que ya se haya hundido; parece que tuvieron que reconstruir el techo para pasar. Handebido de estar trabajando aquí durante semanas enteras. ¿Qué haces?Macy había levantado la cámara fotográfica.—Estoy recogiendo pruebas de todo.—¡Aquí no puedes usar el flash! ¡Podrían verlo!—¡Ya lo sé, caray! Estoy tomando vídeo.La muchacha manipuló los mandos del aparato y grabó unas vistas del techo. Eddie y Ninaseguían adelante.—¡Eh! ¡Esperen!Eddie se aproximaba al final del pasadizo. Unos pilares con la superficie incrustada de arena,entre la cual se apreciaban tallas ornamentales, señalaba la entrada de una cámara. Allí resonabacon más fuerza el ruido chirriante de la sierra eléctrica.Se asomó a la sala. En lugar de bombillas en el techo, había bancos de focos potentes montados

sobre sólidos trípodes, que iluminaban la mitad occidental de una gran sala rectangular. No seveía a nadie, pero el ruido procedía de más allá de un orificio abierto en la pared occidental, pordonde se veían más luces. Eddie entró, e indicó por señas a Nina y a Macy que lo siguieran.Nina apenas podía contener su asombro.—Dios mío —susurró, contemplando las dos hileras de pilares cilíndricos que transcurrían a lolargo de la sala, los símbolos que cubrían también las paredes, las hileras de nichos conrecipientes de barro cocido cubiertos con tapas para proteger los rollos de papiro quecontenían…El Salón de los Registros. Hasta hacía poco se había creído que no era más que un mito; peroahora era completamente real. Y ella era una de las primeras personas que entraban en él desdehacía milenios.Pero no era la primera. Los aparatos modernos que se veían entre los restos antiguos dabanbuena muestra de ello. Junto a la entrada había un bloque grande montado sobre gatoshidráulicos con ruedas; era la piedra que había sellado la entrada, que los ladrones volverían aponer en su lugar cuando hubieran terminado. El suelo estaba lleno de polvo, surcado demúltiples rastros de huellas de botas.—Vaya, vaya —dijo Eddie, al ver sobre un banco de trabajo próximo a la entrada una prenda quele resultó familiar—. Eso lo conozco.—Yo también —dijo Nina al ver la chaqueta de piel de serpiente. Dirigió la vista más atrás, entrelas sombras del extremo oriental de la cámara. En el muro del fondo había otros pilares queindicaban la situación de la otra entrada, aquella por la que accederían Berkeley y su equipo.Mientras tanto, Macy fue al otro extremo de la sala, pasando ante un compresor que traqueteabay una caja eléctrica. De ellos salían cables y una manguera que entraban por el corto pasadizoque conducía a la cámara siguiente. Macy ya se disponía a entrar por el pasadizo cuando Eddie lehizo señas de que volviera atrás.—Aquí.Eddie se dirigió a una apertura oscura que estaba justo enfrente de la entrada de los faraones.Nina fue a reunirse con él. Advirtió por el camino que casi no había ninguna huella en la zonaentre la entrada y la siguiente cámara iluminada. A los ladrones solo les interesaba una parteconcreta del Salón de los Registros, y habían despreciado por completo el resto.—¿Qué hay ahí? —preguntó.—Cosas egipcias —dijo Eddie; y Nina hizo una mueca sarcástica—. Pero creo que da un rodeo yllega al otro lado. Veo algo de luz al fondo.Sacó una pequeña linterna de bolsillo y recorrió la nueva sala con su haz de luz. Aunque estacámara era menor que aquella en la que estaban, contenía la misma riqueza de conocimientosantiguos. Pero esta segunda sala había sufrido daños, quizá a causa de un terremoto; unacolumna se había hundido parcialmente y habían quedado grandes trozos dispersos por el suelo.Eddie entró. Nina lo siguió. Tras ella pasó Macy, cámara en mano. Un rectángulo de luz tenue enel muro oeste señalaba la entrada de una cuarta cámara. Al pasar a esta, vieron la parte trasera deotro banco de focos en la salida, que estaba en el ángulo noroeste. Entraron en la nueva cámara yse deslizaron a lo largo de la pared hasta las luces, que iluminaban unos escalones.Nina se asomó alrededor del trípode. Los anchos escalones de piedra ascendían… Comprendió,con un estremecimiento de emoción, que conducían hasta el interior del cuerpo de la propiaesfinge. La sala superior se había labrado en el corazón mismo de la gran estatua.Y oyó voces, entre el ruido de la maquinaria eléctrica.—¿Qué haces? —le preguntó Eddie, cuando Nina intentó adelantarlo.—Quiero ver lo que hay allí arriba.—Sí…, ¡para que te vean ellos a ti!—No; no me verán…, estarán demasiado deslumbrados por esas luces.Eddie frunció el ceño, pero la dejó pasar.La cámara en la que había estado a punto de entrar Macy antes estaba al otro lado de la base dela escalera, y dentro había más soportes con luces. Las huellas polvorientas de pisadas salían de

esta sala y subían por las escaleras. Nina se asomó a ver lo que había en la parte superior… ysintió una nueva subida de adrenalina por la emoción del descubrimiento.Combinada con el miedo.En la cámara superior se veía a varias personas, y pudo reconocer al hombre de Nueva York que,según Macy, se llamaba Diamondback, a pesar de que no llevaba puesta la chaqueta de piel deserpiente. Vio también a Hamdi, que hablaba con alguna otra persona que quedaba fuera delestrecho campo de visión de Nina. Pero todos atendían a lo mismo que había captado en primerlugar la atención de ella.Estaba en el techo. Era un zodiaco, un mapa de las estrellas de casi dos metros de diámetro, en elque estaban talladas en piedra las constelaciones, con las formas de los antiguos dioses egipcios.Nina conocía la existencia de otros (había uno en el Museo del Louvre, en París); pero, adiferencia de ellos, este conservaba la pintura original que le habían aplicado sus creadores.Pero ya no estaba completo. Lo habían desmantelado; lo habían profanado. Solo quedaba en eltecho una parte, una sección de forma aproximadamente triangular que transcurría desde el bordesur hasta un poco más allá del centro. Nina veía con claridad el perfil circular de la superficie dedonde habían retirado el resto; habían tallado con sierras eléctricas la piedra que rodeaba elzodiaco, y después habían cortado las piezas del techo con cuidado y con precisión. Un hombrecon gafas protectoras, máscara y orejeras de seguridad estaba desmontando la última pieza conuna radial eléctrica.Otro hombre con máscara trabajaba también en el techo, pero con herramientas mucho mássencillas: un martillo y un escoplo. Nina se quedó extrañada al principio, pero prontocomprendió lo que hacía el hombre: tallaba muescas en las superficies de corte perfectamenteplanas que había dejado la sierra. Tenía que eliminar todo indicio de que hubiera estado allí elzodiaco, y para ello debía dar al círculo de piedra caliza recién dejado al descubierto el mismoaspecto irregular del resto del techo. Entre tantos tesoros que se encontrarían en el Salón de losRegistros, nadie prestaría ninguna atención a una parte del techo que estaba descolorida. Ninareconoció que la operación se estaba llevando a cabo con ingenio… a pesar de lo mucho que lerepelía.El hombre al que hablaba Hamdi se adelantó y quedó visible para Nina. Esta lo reconoció por lafoto.Sebak Shaban.Advirtió también que Macy no había exagerado nada al describir la cicatriz que tenía este en lacara, pues le dominaba toda la parte derecha del rostro, desde el labio superior hasta el lóbulo dela oreja. No pudo evitar un estremecimiento al pensar en el dolor que habría tenido que soportarel hombre. Pero no por ello sintió simpatía hacia él. No dejaba de ser un ladrón que estabarobando uno de los mayores tesoros arqueológicos del mundo.El chirrido de la radial se apagó, y su operario hizo señas a un tercer hombre. Era Gamal, quehabía ayudado a sacar el cajón de la tienda. A Nina ya no le quedaba duda de lo que conteníaaquel cajón: una pieza del zodiaco. Como era imposible sacar aquel gran mapa de piedra de unasola vez por el estrecho pozo vertical, habían tenido que cortarlo en partes más manejables.Teniendo esto en cuenta, y en vista del cuidado con que desmontaban la última pieza para nodañarla, cabía pensar que los ladrones planeaban volver a montar el zodiaco. Quizá se pudieravolver a restaurar.Pero para ello era indispensable atrapar a los conspiradores.—Déjame la cámara —susurró a Macy, que le pasó el aparato—. ¿Qué hay que hacer paragrabar vídeo?—Solo hay que apretar el botón, y volver a apretarlo cuando se quiera parar.—De acuerdo.Nina sostuvo la cámara por delante del banco de luces y empezó a grabar, observando la imagenen la pantalla LCD del aparato. Para su disgusto, Shaban y Hamdi se habían vuelto para mirar elzodiaco, y solo se les veían las nucas.—¡Volveos, maldita sea! —dijo entre dientes con rabia. Si conseguía grabar una imagen clara de

sus rostros, les esperaría la cárcel por mucho tiempo.Eddie se adelantó sigilosamente hasta colocarse junto a Nina, y se esforzó por oír lo que decíanlos hombres. Hablaban en árabe; Eddie entendía algunas palabras, pero no las suficientes comopara seguir el hilo de la conversación.—¿Eso es el zodiaco? —preguntó.—Lo que queda —respondió Nina.Y la última pieza no tardaría en desaparecer. Gamal colocó bajo la pieza un soporte compuestode un marco de barras acolchadas montadas sobre un gato neumático. Accionó un mando, yresonó por toda la cámara el silbido penetrante del aire comprimido mientras el gato se extendíapoco a poco. Hamdi se tapó los oídos con los dedos y se apartó, saliendo del campo de visión dela cámara.Shaban seguía atento al gato. El marco ascendió hasta que estuvo muy cerca del zodiaco, ydespués redujo su velocidad y siguió avanzando a pasos minúsculos hasta que las almohadillasentraron en contacto con la antigua talla. El silbido del gato hidráulico cesó, para ser sustituidoenseguida por el quejido de la radial con que el hombre de la máscara empezó a seccionar denuevo la piedra. Ahora que el gato sostenía la última pieza del zodiaco, ya podían terminar decortarla del techo sin peligro. Diamondback dijo algo a Shaban, y ambos hombres se apartaron yse perdieron de vista. Nina soltó una maldición. Pero, al menos, la cámara ya estaba recogiendocon claridad el zodiaco en el momento mismo en que lo robaban. Era de esperar que aquellobastara para convencer a las autoridades egipcias.Hubo un movimiento que la obligó a refugiarse de nuevo en la sala a oscuras. Bajaba por lasescaleras un hombre musculoso, de raza blanca y cabellos grises muy cortos. Llevaba algo queparecía ser una motosierra, aunque con gruesos dientes que la distinguían de los instrumentos detrabajo habituales de los leñadores: era una herramienta especializada para cortar piedra. Elhombre, mientras descendía, iba recogiendo y enrollando el cable eléctrico de la motosierra, yfue siguiéndolo hasta adentrarse en la cámara iluminada.—Parece que están a punto de darse el piro —susurró Eddie cuando el hombre se hubo perdidode vista.—Seguramente deberíamos hacer otro tanto nosotros —dijo Nina.Puso fin a la grabación y se retiraron a través de las dos cámaras oscuras; pero tuvieron quedetenerse en la entrada que conducía a la primera sala.—Jodienda… —murmuró Eddie.El hombre estaba comprobando los gatos hidráulicos que sujetaban la losa de piedra.—Podríamos pasar corriendo y darle esquinazo —propuso Macy.—Sí; pero si lleva pistola, seremos un blanco fácil en ese túnel. Tenemos que salir sin que nadienos vea.Pero esto no tardó en parecer todavía más difícil. Diamondback entró tranquilamente en lacámara de entrada, limpiándose el polvo de la barba. El ruido de la radial cesó, y sonó en sulugar el silbido del gato que descendía. Al cabo de poco rato, Gamal y el otro hombre entraronen la sala con otro cajón, seguidos de cerca por Shaban y Hamdi.—¿Es todo? —preguntó Diamondback—. Entonces, ¿qué se hace ahora?—Ahora, lo recogemos todo —dijo Shaban. Consultó su reloj y señaló la entrada oriental—.Tenemos un poco más de cinco horas hasta que los de la AIP abran esa puerta. Lorenz, ¿cuántotiempo se tardará en sellar la entrada de los faraones?El hombre de cabellos grises, que estaba mirando los gatos, levantó la vista.—Cuando lo hayamos sacado todo, cosa de una hora para volver a dejar el bloque en posición—dijo, con acento holandés.—No puede quedar ni una huella de pisada —dijo Hamdi, mirando con nerviosismo los rastrosque surcaban el suelo polvoriento.—No quedará —dijo Shaban, indicando unas bombonas que estaban junto al compresor—.Limpiaremos los suelos con aire comprimido. Para cuando entren los de la AIP, ya se habráasentado el polvo.

Hizo una seña con la cabeza al hombre que estaba junto a Gamal.—Broma, ponte a ello.—Mierda —susurró Eddie—. Vamos a tener que salir corriendo, después de todo. En cuantovuelvan a subir a recoger su equipo, nos largamos por pies.Esperaron en la oscuridad mientras Broma empezaba a borrar con ráfagas de aire comprimido lashuellas más apartadas. Los otros hombres se apartaron de las nubes de polvo que se ibanlevantando.—¿Nos arriesgamos? —dijo Nina.—Todavía sigue ese tipo junto a la puerta —dijo Eddie observando a Lorenz, quien comprobabalos gatos—. Cuando se aparte…De pronto, Broma dejó de trabajar y se quedó mirando con extrañeza el suelo, cerca de la entradade la cámara que estaba a oscuras. Eddie comprendió el motivo inmediatamente.Había visto las huellas de los tres, recién imprimidas en el polvo.—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —susurró enérgicamente Eddie.Broma siguió las nuevas huellas hasta la entrada. Se asomó a las tinieblas, esforzándose por ver.Eddie y Nina se tiraron al suelo tras uno de los fragmentos de la columna rota. Macy se agazapótras un trozo de piedra más pequeño, mientras Broma inspeccionaba el suelo a la luz de unalinterna. Dirigió la luz a uno de los rastros de huellas y lo siguió.Era el que conducía al escondrijo de Macy.Esta, asustada, se agachó todavía más… haciendo crujir bajo la suela de su zapato un fragmentopequeño de piedra. Aunque solo había sido un leve roce, había bastado para sobresaltar a Broma.El haz de luz de la linterna se dirigió a la columna caída. El hombre dejó la bombona de airecomprimido… y sacó un cuchillo.Macy se quedó paralizada. La luz iba iluminando una parte cada vez mayor de la columna amedida que avanzaba el hombre… hasta que este encontró a la joven que se ocultaba detrás.El cuchillo subió bruscamente…¡Crack!Eddie había golpeado a Broma en la cabeza con una pieza de alfarería de cinco mil años deantigüedad, que saltó en pedazos. El hombre cayó de rodillas ante la piedra que había servido deescondrijo a Macy y Eddie le asestó una patada en la nuca, estrellándolo de cara contra la piedra.Broma cayó al suelo sin sentido.En la cámara de entrada, Shaban volvió la cabeza bruscamente al oír aquel ruido.—¿Broma? —llamó.No recibió respuesta. Hizo una seña a Lorenz.—Ve a ver.Lorenz tomó un pico y se dirigió aprisa a investigar.Nina se puso de pie de un salto.—Vamos —dijo Eddie, asiendo a Macy de la mano y siguiendo rápidamente a Nina hacia la otrapuerta.Lorenz entró en la sala y vio la linterna caída de Broma… y, junto a ella, el cuerpo sin sentido desu dueño. Alarmado, miró a uno y otro lado y percibió sobre el rectángulo tenue de luz al fondode la sala el paso de unas siluetas que huían.—¡Eh!—¡Mierda! —exclamó Nina.Atravesó corriendo la sala oscura contigua; pasó junto al trípode con el banco de luces y echóuna mirada escalera arriba. En la cámara del zodiaco no había nadie; pero por allí tampoco habíasalida. Corrió, más bien, a la última cámara, un depósito de registros menor, con cuatrocolumnas que sostenían el techo, iluminado con dos soportes más con bancos de focos. En lapared oriental había una abertura que conducía de nuevo a la cámara de entrada.Vio por la abertura a Gamal, que corría hacia ella con un martillo en la mano. Nina retrocedió, yestuvo a punto de chocarse con Eddie al pie de las escaleras.—¡Por aquí está cerrado el paso!

—¡Por allí también! —exclamó Macy, señalando hacia atrás a Lorenz, que se les venía encima.—¡Arriba! —gritó Eddie, subiendo las escaleras de tres en tres. Nina y Macy lo siguieron a todaprisa.Gamal y Lorenz llegaron a la vez al pie de las escaleras y se apresuraron a subir por ellas paraalcanzar a sus presas acorraladas… Pero volvieron a bajar con más prisa todavía, perseguidospor Eddie, que empuñaba la sierra radial chirriante.—¡Vamos, jodidos! —vociferaba, mientras corría tras ellos hasta la sala iluminada—. ¿Quiénquiere probar esto?Estaba claro que Gamal no quería probarlo, pues no dejó de correr hasta que llegó a la cámara deentrada; pero Lorenz se volvió a hacer frente a Eddie. Le lanzó un golpe con el pico, intentandoarrancarle de las manos la radial. Eddie retrocedió bruscamente y, en un nuevo golpe, la puntaafilada del pico le pasó peligrosamente cerca de la cabeza.—¡Huy!El disco giratorio de la radial producía un efecto giroscópico por el que resultaba todavía másdifícil manejar aquel aparato grande y pesado. Eddie apartó de sus pies el largo cable de la radialy la alzó, observando cuidadosamente los movimientos de Lorenz mientras los dos hombres seacechaban mutuamente, moviéndose en círculo.Lorenz se adelantó y le lanzó un golpe.Eddie esquivó el pico de metal y levantó la sierra radial. Sonó un breve ¡shhht! mientras eldisco del aparato cortaba en dos sin esfuerzo el mango del pico, cuya cabeza salió volando através de la sala. Eddie, incomodado, soltó un gruñido. Él había apuntado a las manos de Lorenz.Pero había conseguido el efecto deseado. Lorenz soltó el cabo del mango y se retiró rápidamentea la cámara de entrada. Eddie volvió la vista hacia Macy y Nina.—¡Creo que tengo esto controlado! —gritó, para hacerse oír entre el ruido de la sierragiratoria—. Vosotras dos, disponeos a correr, y yo… ¡Ay, mierda!Vio por el pasadizo a Diamondback, que estaba junto al banco de trabajo, se había puesto suchaqueta de piel de serpiente y sacaba del interior un revólver; ¡pero el peligro más inmediatoera Gamal, que volvía corriendo hacia ellos, empuñando la motosierra!

8Eddie se retiró cuando Gamal entró corriendo en la sala, seguido del cable de su arma, que seagitaba tras de él. La motosierra eléctrica era más pequeña y más ligera que la radial, y su hojacortante era mucho más larga.—¡Rodead por el otro camino! —gritó a las mujeres; pero advirtió que estas se habían separado.Nina estaba en la entrada de las escaleras; pero Macy se había precipitado y había cruzado lamitad de la sala, para quedarse petrificada cuando vio llegar la nueva amenaza. Ahora, Eddieestaba entre las dos y Gamal venía hacia él, con lo que Macy había quedado acorralada.Gamal lanzó una estocada con la motosierra hacia el vientre de Eddie. Este se protegió bajo suarma, poco manejable, y las hojas de ambos aparatos chocaron entre sí. Los dientes de lamotosierra prendieron por un momento el borde del disco de la radial, y casi se la arrancaron delas manos; el metal giratorio le pasó peligrosamente cerca de la pierna. Con un rugido deesfuerzo, volvió a alzar la sierra radial, mientras Gamal le dirigía una nueva estocada.Saltaron chispas cuando el arma de Eddie volvió a rozar la cara plana de la espada de lamotosierra antes de volverse a quedar trabada con sus dientes.El impacto violento lo arrojó de espaldas, y estuvo a punto de tropezar con la manguera de airedel gato. Gamal avanzó.Lorenz entró de nuevo en la cámara. Vio a Macy acorralada en el rincón y avanzó hacia ella conlos puños levantados.—Esto… ¡socorrito! —exclamó ella.Nina se disponía a intentar llegar hasta ella cuando vio a Diamondback, que corría hacia la salacon el revólver levantado. La muchacha volvió a arrojarse de cabeza hacia la base de lasescaleras, mientras una bala destrozaba una de las vasijas que contenían códices.Macy retrocedía hacia el soporte de luces mientras Lorenz se iba aproximando a ella. Eddie seacercó para cerrarle el paso; pero, si intentaba atacar a Lorenz, Gamal podría alcanzarlo a élfácilmente con la motosierra.La manguera…Lanzó con la sierra un golpe… no dirigido a Lorenz, sino al suelo, con el propósito de cortar lamanguera de aire. Sonó un chirrido penetrante cuando el disco de la radial talló un surco en lapiedra, pero no fue nada en comparación con el silbido ensordecedor del aire comprimido quesalió por el extremo cortado de la manguera, que empezó a saltar sin control por la cámara.La manguera dio un latigazo a Lorenz, produciéndole un corte profundo en la mejilla yarrojándole a los ojos aire a presión con arena. Lorenz soltó un alarido y se alejó de Macy,vacilante y cegado, hasta que se dio un cabezazo contra una columna. Cayó de rodillas con unquejido.Gamal se apartó de la manguera enloquecida… interponiéndose entre el revólver deDiamondback y el objetivo de este.—¡Apagad el compresor! —gritó el egipcio.—¡Rodea, sal de aquí! —dijo Eddie a Nina, indicándole que huyera a través de las cámaras aoscuras.—¡No sin ti!—¡Te alcanzaré! ¡Vamos!La manguera dejó de retorcerse de pronto y se desplomó inerte. Diamondback habíadesconectado el compresor. Nina vio que se dirigía velozmente a la puerta, con el revólverpreparado. Se volvió y echó a correr, mientras se estrellaba contra la pared un nuevo proyectilMagnum.Gamal volvió al ataque. Eddie blandió su sierra radial en un movimiento defensivo; las hojasvolvieron a rechinar y a emitir una nueva lluvia de chispas. Macy soltó un chillido y se refugiótras una columna mientras pasaban los dos hombres; Gamal estaba acorralando a su adversarioen un rincón. Macy rozó algo con el pie. Bajó la vista y vio moverse los cables de las dos sierras,que seguían a los dos combatientes que las manejaban. Le vino a la mente un recuerdo de lacámara de entrada: la caja eléctrica, donde estaban enchufados los aparatos… entre ellos, la

motosierra.Los dos cables eran de color anaranjado, pero parecía que el de la motosierra era algo másoscuro. Tomó el cable más oscuro de los dos que pasaban cerca de sus pies y tiró de él.Diamondback se disponía a perseguir a Nina, pero le atrajo la atención el combate de las dossierras. Apuntó al inglés; pero Gamal, que le daba la espalda, se interpuso sin saberlo en su líneade tiro, al lanzar un nuevo golpe a Eddie. El estadounidense apartó el dedo del gatillo, esperandocon impaciencia una nueva oportunidad para disparar.Eddie intentó asestar un corte al brazo de Gamal, pero el hombre de uniforme contraatacó confacilidad, y su motosierra cortó un pedazo de la carcasa de la radial. Eddie vaciló al recibir en elrostro algunos fragmentos de plástico. El gran peso de su aparato lo estaba agotando rápidamentey vio detrás de su rival a Diamondback, que lo seguía con el revólver. Gamal le lanzó unaestocada con la motosierra y lo obligó a retroceder. Eddie ya sentía en la nuca el calor de laslámparas.Estaba acorralado.Macy sintió que el cable ya estaba tenso. Le dio un tirón con toda la fuerza que pudo.En la cámara contigua, el enchufe saltó de la caja eléctrica…Y la sierra radial de Eddie quedó en silencio.El cable eléctrico de la motosierra no era más oscuro. Simplemente, estaba sucio; y Macy habíaasido una parte del cable de la sierra radial que también estaba mugriento.—¿Qué coño…? —gritó Eddie.Miró a Macy, que estaba agazapada con el cable en las manos y con cara de culpabilidad.—¡Macy!El disco de la radial seguía girando, pero perdía velocidad, y Gamal ya había visto suoportunidad y le lanzaba golpes con la motosierra. Eddie levantó de un tirón la herramientaapagada para usarla a modo de escudo…Los dientes de la motosierra destrozaron la carcasa de la radial y rompieron el alojamiento deleje de la sierra. El disco dentado de acero saltó por la sala como un frisby mortal. Chocó conuna columna con ruido metálico; voló hacia el pasadizo y obligó a Diamondback a tirarse deespaldas para que no lo decapitara. El disco pasó disparado por encima de él y rebotó en otracolumna de la cámara de entrada. Shaban se agachó y Hamdi soltó un grito cuando el disco pasóvolando entre los dos.Eddie arrojó hacia Gamal su arma inútil. Tenía la esperanza de que su rival cometiera el error deintentar desviar la pesada máquina con la motosierra, clavándose en la cara su propia arma; peroel jefe de seguridad esquivó el proyectil y volvió a plantar cara a su objetivo.A su objetivo indefenso.La motosierra trazó un arco, obligando a Eddie a retroceder apoyando la espalda en el soporte deluces. Gamal sonrió y adelantó la sierra directamente hacia su pecho…Macy tiró del otro cable.El tirón inesperado solo tuvo la fuerza necesaria para desviar la puntería de Gamal. La punta dela espada de la motosierra atravesó el hombro de la chaqueta de cuero de Eddie y le hizo sangre,pero la herida no bastó para impedirle asir a su enemigo, que había perdido el equilibrio, yarrojarlo hacia atrás…Sobre el soporte de luces.La motosierra cortó los focos potentes… y sus cables. Estallaron los vidrios y saltaron chispasazules y crepitantes, mientras Gamal recibía en su cuerpo toda la fuerza de la electricidad. Conlos músculos paralizados, incapaz siquiera de gritar, se derrumbó sobre el trípode. Se estabacociendo por dentro, y le salía humo por la nariz y de las cuencas de los ojos.Eddie se apartó de un salto.—La cosa tiene chispa —dijo, mientras ayudaba a levantarse a Macy, que estaba horrorizada—.¡Vamos!Nina pasó corriendo por las salas a oscuras. Vio a la luz de la linterna que había dejado caerBroma que este se estaba levantando torpemente, apoyándose en las manos, y, al salvar de un

salto la columna caída, le dio un pisotón en la espalda derribándolo de nuevo.Llegó al pasadizo corto. Shaban estaba al otro lado de la sala, frente a ella, junto a la entrada delos faraones, y Hamdi, sin aliento y pálido como un fantasma, se apoyaba en una columna máscercana. La vio y reaccionó con consternación.—¿Doctora Wilde?—Doctor Hamdi —respondió ella—. Creo que tiene que explicarnos unas cuantas cosas.Él se acercó a ella, diciendo:—Si le parece a usted que puede…Ella le asestó un puñetazo en la cara, y siguió avanzando hacia Shaban, dejando al funcionarioegipcio soltando quejidos y sujetándose la nariz con las manos. Había una palanqueta apoyada enuna columna; Nina la tomó y la empuñó como si fuera una espada. Shaban no dio muestras deinquietud; una leve sonrisa burlona le retorcía el labio deformado por la cicatriz.—No sé de qué se ríe —le dijo Nina, señalando el cajón—. No van a sacar eso de aquí.El hombre no respondió; pero echó una rápida mirada a un lado que advirtió a Nina de que algoiba mal. Volvió la cabeza hacia la salida occidental… y vio que Diamondback volvía.Apuntándola…Una bala arrancó un fragmento de piedra de un pilar, mientras Nina saltaba por delante de unsoporte de luces para ponerse a cubierto tras la columna ornamentada.—¡Mátala! —le ordenó Shaban.Eddie oyó el disparo desde la segunda cámara oscura.—Escóndete aquí —dijo a Macy, antes de pasar corriendo a la primera sala sin luz.En vista de que Broma volvía a esforzarse por ponerse de pie, lo derribó de nuevo de un pisotón;vio después el brillo de su cuchillo a la luz de la linterna, y se apoderó de él.Nina dio una patada al soporte de luces. Este, inestable por el mucho peso que cargaba alto sobreel trípode, cayó al suelo con estrépito; los focos se hicieron pedazos, y la parte oriental de la salaquedó sumida en la oscuridad. Nina corrió hasta otra columna próxima a la entrada que estabatodavía sellada. Diamondback corrió tras ella. Tras él, entró en la sala Lorenz, vacilante, consangre en la cara. Las sombras no servirían para ocultar a Nina durante mucho tiempo…Eddie entró corriendo y adivinó la situación de Nina al ver hacia dónde apuntaba Diamondbackcon su revólver.—¡Eh! —gritó Eddie.Diamondback lo vio, se volvió y disparó… mientras Eddie se refugiaba detrás de una columna.Apareció un orificio en la pared un poco por detrás de él.—¡Sacad el zodiaco de aquí! —ordenó Shaban, llamando a Lorenz por señas. Hamdi se apresuróa reunirse con él.Diamondback se iba acercando. Eddie, con la espalda apoyada en la columna, levantó elcuchillo. La preferencia del estadounidense por los revólveres significaba que solo le quedabandos tiros en el Colt Python. Cuando los hubiera gastado, y aunque tuviera un cargador rápidopara revólver, tardaría varios segundos en recargar el arma, durante los cuales quedaríavulnerable a un contraataque.Pero para ello tendría que usar las balas que le quedaban.Un ruido en la entrada próxima. Broma se había recuperado y tenía la cara contraída en unamueca de rabia. Caminó pesadamente hacia Eddie. ¡Mierda! Así solo le quedaba una vía deretirada posible… y Diamondback lo estaba esperando.Nina vio desde las sombras que a Diamondback se le iluminaba el rostro con la emoción de estara punto de matar.—¡Eddie! —gritó, y arrojó la palanqueta al pistolero con todas sus fuerzas.Le dio en el hombro. El revólver del calibre 357 Magnum detonó al contraerse el dedo deDiamondback sobre el gatillo. El impacto de la bala sobre la columna hizo que Broma seapartara de un salto, y Eddie se adentró corriendo en la oscuridad para reunirse con Nina.—¡Broma! ¡Lorenz! ¡Coged el zodiaco! —gritó Shaban, lleno de ira e impaciencia.Broma titubeó, pero atravesó la cámara para levantar un extremo del cajón. Lorenz asió el otro.

Hamdi se volvió y huyó túnel arriba, todavía con una mano en la nariz. Los dos hombres losiguieron portando el cajón.—¡Maldita sea! —dijo Nina, viendo que desaparecía el zodiaco. Después, miró a Eddie—. ¿Quépasa, quieres luchar con un cuchillo contra una pistola?—Solo le queda un tiro —repuso Eddie—. ¡Después, tendrá que luchar con los puños contra uncuchillo!Diamondback se iba acercando a ellos; pero Shaban le gritó:—¡Bobby! ¡Vámonos!—¿Y qué hay de esos dos?—Lo único que importa es el zodiaco… ¡Vámonos! ¡Derrumbaremos el túnel y los dejaremosencerrados!Nina y Eddie se cruzaron sendas miradas de inquietud.—¡Jodienda y porculienda! —dijeron al unísono.Shaban entró en el túnel. Diamondback lo siguió hasta la entrada y se instaló junto al bloque depiedra con el revólver levantado, retando a la pareja a que se dejara ver.—Dame un cacharro de esos —dijo Eddie.Nina torció el gesto al pensar en que se iba a destruir un nuevo resto arqueológico precioso, perole entregó una vasija. Eddie la levantó.Llegaron por el túnel los ecos de la voz de Shaban:—¡Bobby, vamos!Diamondback volvió la mirada hacia el sonido, solo por un instante…Eddie salió de un salto y le arrojó la vasija.Cuando Diamondback disparó, Eddie ya rodaba para ponerse a salvo tras la columna siguiente.La bala acertó a la vasija por el aire, y esta saltó en pedazos como un blanco de tiro al plato.Eddie recibió el impacto de varios fragmentos, pero no hizo caso: solo tenía una idea en lacabeza.Seis disparos.Se levantó de un salto, con la esperanza de no haberse equivocado al identificar el modelo derevólver y de que Diamondback no llevara uno de siete balas…No se había equivocado. El estadounidense se volvió y subió corriendo por el túnel.Eddie lo persiguió, pasando rápidamente bajo las sucesivas bombillas.Descubrió demasiado tarde que Diamondback llevaba un segundo revólver. Lo sacó de lachaqueta de un tirón; redujo la velocidad; se volvió…Eddie se abalanzó sobre él. Los dos hombres cayeron al suelo junto al generador, que seguía enmarcha. Diamondback levantó el arma, pero Eddie se la barrió de la mano. El pistolero decabellos lacios intentó gatear para recuperar el revólver, pero Eddie le asestó en los riñones unpuñetazo de martillo pilón que lo derribó.Pero Diamondback no estaba fuera de combate; se revolvió sobre sí mismo y clavó un codo en elpecho de Eddie. Este soltó una exclamación, al sentir la punzada de dolor en la zona que teníaresentida por haberse roto una costilla siete meses antes.Diamondback percibió el punto flaco y volvió a golpearle en el mismo lugar. Eddie cayó deespaldas contra una viga de las que sostenían el techo.El estadounidense se zafó de él, intentando ponerse de pie; pero Eddie le dio una fuerte patada enel trasero. Diamondback se tambaleó, y volvió a caer…A los pies de Shaban.Eddie levantó la vista. Shaban había recuperado el revólver, y lo apuntaba con él.Eddie rodó sobre sí mismo para refugiarse tras el generador, en el mismo momento en queShaban empezaba a disparar. El primer disparo rebotó en el suelo y se perdió por el túnel,silbando; pero el segundo dio en el generador. El aparato tembló y sus mecanismos empezaron achirriar. Las luces vacilaron. Otro disparo… y el depósito de combustible quedó perforado yempezó a caer un chorro de gasolina.—Atrás —dijo Shaban a su esbirro, esbozando una sonrisa cruel.

Diamondback se puso de pie con una risita sádica. Los dos hombres se retiraron.—Ay, mierda —susurró Eddie.Podía elegir entre morir de un disparo… o morir incinerado.Shaban disparó. El plomo ardiente inflamó los vapores del combustible, que saltó en llamas.Eddie dio un salto y echó a correr…El generador explotó. Las luces se apagaron al instante, pero Eddie seguía viendo bien,demasiado bien, pues surgió tras de él una gran bola de fuego de color anaranjado vivo que lechamuscó el pelo y la piel mientras él se arrojaba de cabeza hacia el frente.Le pasó por encima una oleada de llamas grasientas que se adherían al techo.El eco de la explosión se fue desvaneciendo, pero había en su lugar otro ruido que le inquietabamás. Era el chisporroteo siniestro de las llamas que devoraban la madera; el crujido más grave delas piedras, que indicaban que el techo deteriorado estaba cediendo…Eddie se levantó vivamente y corrió hacia la oscuridad… mientras el techo se hundía a suespalda con gran estrépito. Cruzó a tientas la cámara de entrada, envuelto en una nube de arenadensa y asfixiante.—¡Eddie! —gritó Nina entre tos y tos—. ¿Estás bien? ¡Eddie!—Estoy… estoy bien —farfulló él, y se cubrió la boca y la nariz con la camiseta.El ruido del hundimiento había cesado, y en el túnel no se oía más que el silbido de la arena quecaía.—¿Qué demonios ha pasado?—El generador estalló, deshizo los puntales. El techo se hundió.Apareció una esfera espectral de luz que resultó ser Macy, que llevaba la linterna que habíadejado caer Broma.—¿Quieres decir que estamos atrapados? —dijo—. ¡Ay, Dios mío! ¡Nos quedaremos sin aire!—Este sitio es bastante grande, de modo que estaremos bien, con tal de que a nadie le de porecharse unas carreritas —le aseguró Eddie—. O por tener un ataque de pánico.—¡Yo… yo no tengo pánico! O sea, estamos atrapados bajo la esfinge, nada más… ¿Por qué ibaa tener pánico?Nina ayudó a Eddie a ponerse de pie.—¿Estás bien? —le preguntó.—Saldré de esta… aunque le debo una buena patada a ese mamón de la melenita. Macy, dame lalinterna.Dirigió la luz por el túnel. Aunque la nube de polvo seguía siendo densa, quedaba claro que elpaso había quedado bloqueado por completo.—Uf. Excavar todo eso nos va a dar trabajo.—No nos hará falta, ¿recuerdas? —dijo Nina, y movió la mano de Eddie para iluminar elextremo oriental de la cámara. La luz cayó sobre los pilares tallados de la segunda entrada—.Solo tenemos que esperar a la hora de máxima audiencia…Berkeley procuró dominarse antes de tomar el último fragmento de piedra y de apartarlo con ungesto teatral bien estudiado.—Ya… está —dijo a la cámara que estaba a su espalda. Aunque, por la estrechez del túnel, solomedia docena de personas podrían presenciar con sus propios ojos la apertura del Salón de losRegistros, el ojo único de cristal servía las imágenes a millones de telespectadores de todo elmundo. Las palabras que pronunciara en los momentos siguientes podrían recordarse tanto comolas que dijo Neil Armstrong cuando puso por primera vez el pie en la luna.Tras entregar la piedra a otro miembro del equipo, echó una rápida mirada a su reloj: eran las4:46 de la mañana, las 9:46 de la noche en Nueva York; exactamente la hora prevista. Tomóentonces una palanqueta y volvió a mirar a la cámara.—Se ha retirado de la entrada el último resto de escombros —dijo, con el tono de seriedad yexpectación más imponente que pudo—. Entre nuestra primera imagen del legendario Salón delos Registros, bajo la esfinge, y nosotros, solo se interpone esta losa de piedra. Cuando se abra,seremos las primeras personas que entraremos allí desde hace más de cinco mil años. Nadie sabe

con exactitud qué tesoros habrá dentro… pero de una cosa podemos estar seguros: lo que veamosdetrás de esta puerta se recordará durante mucho tiempo.Berkeley vio que Metz, tras el cámara, le hacía un gesto en el sentido de que no perdiera mástiempo. Disimulando lo que le molestaba que le metieran prisa, introdujo la palanqueta en lagrieta a un lado del bloque de piedra y se volvió de nuevo hacia la cámara.—Allá vamos.Tiró de la palanqueta. Durante un momento solo se oyó el roce del metal sobre la piedra;después, la losa empezó a moverse con un rumor grave. Mientras la piedra se separaba de lapared, centímetro a centímetro, Berkeley apenas era capaz de contener su emoción. ¡Estabasucediendo ya! El Salón de los Registros, descubierto por fin… y el mundo lo estaba mirando aél. Y no a ninguno de tantos otros arqueólogos que habían deseado ardientemente encabezaraquella misión de la AIP; y desde luego que no a Nina Wilde…La losa giró levemente y dejó al descubierto una línea de oscuridad. Salió una bocanada depolvo. A Berkeley se le aceleró el corazón. Tiró con más fuerza. La losa quedó libre. La apartóde un empujón y se asomó por la apertura. El cámara se adelantó; la luz de la cámara iluminaríalo que hubiera dentro…Y encontró la cara desaliñada y cubierta de polvo de Nina Wilde.—Hola, Logan —dijo Nina, mientras a Berkeley le daba un vuelco el corazón y le caía rodandohasta llegarle a los pies y más abajo—. Bienvenido al Salón de los Registros. ¿Cómo has tardadotanto?

9–Estas personas no son más que unos vándalos y unos ladrones. ¡Habría que meterlos en lacárcel veinte años!En la voz de Hamdi había ira, pero también se apreciaba un fondo de miedo. Y a Nina no leextrañaba nada: si las autoridades egipcias descubrían alguna prueba de su participación en elrobo del zodiaco, sería a él a quien le esperarían veinte años de cárcel.Por desgracia, Nina no contaba con esas pruebas; al menos, no tenía ninguna que pudierapresentarse ante un tribunal. Cuando Eddie, Macy y ella salieron del interior de la esfinge y losdetuvieron, los que estaban encargados de hacer algo al respecto no tenían ni idea de qué hacer, yrecurrieron, en último extremo, a llevarlos al Ministerio de Cultura para que dieranexplicaciones, mientras Hamdi y Berkeley ejercían de fiscales improvisados y bastanteestridentes.Lo que sí tenían, no obstante, eran pruebas fehacientes de que, en efecto, alguien había llegado alSalón de los Registros antes que la AIP. La grabación de la cámara de Macy se había copiado aun ordenador, y ahora podía verse en una pantalla grande de televisión en el despacho delministro. La imagen estaba congelada; se veía la última sección del zodiaco todavía en el techo,y a Shaban y a Hamdi de pie ante ella. Por desgracia, con el brillo de los focos de la sala delzodiaco, los hombres apenas resultaban visibles más que como siluetas.—Los que robamos allí no fuimos nosotros —dijo Nina—. Eddie y yo llegamos al país ayer porla mañana. Pero el trabajo de excavar el túnel ha debido de durar varias semanas. Como sellevaba a cabo allí mismo, en el complejo de la esfinge, habrá tenido que contar con lacomplicidad de alguien en Guiza. ¿No le parece a usted? —preguntó por fin, mirando fijamente aHamdi.El ministro, hombre anciano, de cara larga, llamado Malakani Siddig, examinaba una fotografía.—El muerto, este tal Gamal, estaba encargado de la seguridad del lugar —dijo—. Creo quepodemos suponer prudentemente que trabajaba para los ladrones.—Fue un error recurrir a una empresa de seguridad privada —reflexionó el doctor Ismail Assad,secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades—. Deberíamos haber hecho venir alejército… o quizá, incluso, al Escuadrón Especial de Protección de Antigüedades.Eddie juntó mentalmente las iniciales.—¿El EEPA? Suena bien —comentó.—Es más probable que Gamal anduviera tras los pasos de la doctora Wilde y su banda, y que loasesinaran cuando intentó detenerlos —dijo Hamdi.Hasta el propio Berkeley recibió esta teoría con incredulidad.Assad hojeó más fotos de los materiales que habían tenido que dejar abandonados los ladrones.—Esta operación era demasiado amplia para que la llevaran a cabo entre un hombre, una mujer yuna niña.—Yo no soy una niña —protestó Macy.Nina le dio un toque en el brazo acompañado de un ¡chist!, y siguió diciendo:—Estaban implicadas al menos diez personas: los seis hombres que aparecen en el vídeo,además de los guardias de la obra y los que estaban en la puerta del complejo. Probablementefueran más. Si se proponen investigar a todos los que estaban en Guiza y podrían estarimplicados, yo le recomendaría que empezara por arriba —concluyó, mirando fijamente a Hamdide nuevo.—¡Esto es intolerable! —gritó Hamdi—. ¡Quieren implicarme a mí para desviar la atención de símismos!—Parece que tienes la voz un poco tomada, camarada —dijo Eddie.—Se diría que alguien le ha dado un golpe en la nariz —observó Nina—. ¿Dónde habrá sido? Escurioso… Aquí tengo una magulladura con forma de nariz… —añadió, mirándose los nudillos.—Señor ministro —gruñó Berkeley—, a la doctora Wilde y a su marido deberían acusarlos,como mínimo, de entrada ilegal y daños en un yacimiento arqueológico.Miró a Nina con rabia.

—No has sido capaz de dejarme disfrutar de mi momento, ¿verdad? —le dijo—. No. Has tenidoque echarlo todo a perder, para poder ser tú el centro de atención y quedarte con toda la fama.—Ay, Logan, no seas crío —le replicó Nina, cortante.Assad se recostó sobre el respaldo de su butaca.—Doctor Berkeley, antes hay que investigar otros delitos más importantes —dijo, señalando laimagen del zodiaco—. Han robado un tesoro nacional precioso… ¡delante de sus narices! Lagente se preguntará cómo es posible que usted no se enterara de que se estaba excavando unsegundo túnel delante mismo de usted.—O incluso pueden preguntarse si lo sabía —dijo Siddig, en son de amenaza velada.Berkeley dio muestras de consternación.—Pero… ¡claro que no lo sabía! ¿Por qué iba a echar por tierra mi carrera, y arriesgarme a ir a lacárcel?—La gente se arriesga a todo tipo de cosas por una cantidad suficiente de dinero —dijo Nina.Estaba convencida de que Berkeley no había estado implicado; pero no dejaba de darle ciertogusto verlo retorcerse de inquietud.Parecía que la cuestión del dinero había preocupado a Siddig.—Doctora Wilde, ¿cree usted que está implicado el Templo Osiriano?—Así es —dijo ella, y se acercó a la pantalla—. Ese hombre de la izquierda es Sebak Shaban.—Podría ser cualquiera —repuso Hamdi.—Y su amiguete de la derecha también podría ser cualquiera, ¿eh, doctor Hamdi?—Pero al doctor Hamdi no le falta razón —dijo Assad—. En el vídeo no se les ve nunca la cara.Y, con el ruido de la sierra eléctrica, no se les identifican las voces.—Es Shaban —insistió Nina—. El Templo Osiriano está detrás de esto.—El Templo Osiriano no es ni mucho menos una religión en la que yo crea, ni siquiera laapruebo —dijo Siddig—; pero realizan grandes obras benéficas en Egipto. Jalid Osir no solocontribuye a financiar proyectos arqueológicos; también hace donaciones a causas sanitarias yagrícolas. Es un hombre popular. A pesar de que prefiera vivir en el paraíso fiscal de Suiza envez de en su propio país —añadió Siddig, frunciendo levemente el ceño.Hamdi hizo un gesto teatral de repugnancia, encogiéndose de hombros.—Ahora acusa a Jalid Osir de ser un ladrón. ¿Quién será el siguiente? ¿El presidente?Assad también tenía algo que preguntar.—¿Por qué se llevaron solo el zodiaco? El resto del contenido del Salón valdría centenares demillones de dólares en el mercado negro.—No quieren el zodiaco solo por su valor monetario —dijo Nina.Pasó a otro programa en el ordenador portátil que estaba conectado a la pantalla del televisor, yapareció la foto que había tomado Macy del cuarto papiro.—Este códice, que es el que el Templo Osiriano ocultó a la AIP, dice que el zodiaco es la clavepara encontrar la pirámide de Osiris. Ese es su verdadero objetivo: los tesoros de la pirámide.Hamdi soltó una risotada sarcástica.—¿La pirámide de Osiris? Señor ministro, Ismail, ¿por qué escuchan siquiera a esta mujer? Esoes un mito, una fantasía; no es más real que el jardín del Edén —dijo, dedicando a Nina unasonrisilla malévola—. Está claro que quien crea una cosa así está mal de la cabeza.—Bueno, sí que me pareció que el tipo que lo tiene a usted a sueldo estaba un poco loco—repuso Nina.Hamdi se irguió, despechado.—¡Calumnias e injurias, falsas y sin base alguna! Y delante de unos testigos impecables, nadamenos. Doctora Wilde, la veré en los tribunales.—Ay, Iabi, siéntate —gruñó Assad. Hamdi pareció ofendido, pero obedeció a su jefe.—Doctora Wilde, le recomiendo a usted que no haga más acusaciones sin pruebas —prosiguióAssad—. Investigaremos este escándalo, y los responsables serán castigados, no le quepa duda.Pero no vamos a saltar a ninguna conclusión sin contar con indicios suficientes.—Pero para cuando terminen ustedes de buscar los indicios, los otros ya habrán birlado todo lo

que haya en la pirámide de Osiris, y no habrán dejado ni los clavos de las paredes —dijo Eddie.Siddig plantó las dos manos en su escritorio con firmeza.—Se encontrará a todos los que han intervenido en este robo, y se les hará responder ante lajusticia —afirmó.Recorrió con la mirada a todos los que tenía delante, terminando por Nina; aunque esta advirtiócon agrado que había hecho una breve pausa al llegar a Hamdi.—A todos. Ahora, retírense. Doctor Assad, tenemos mucho que hacer.Hamdi señaló a Nina, Eddie y Macy con gesto airado.—¿No los va a detener? —preguntó.—Si hiciera detener a todos los que han podido estar involucrados en esto, tendría que detener amucha gente —replicó el ministro, cortante—. ¡Y a usted también! Como ha observado ladoctora Wilde, ella llegó a Egipto ayer; pero la excavación de ese túnel ha debido de ser untrabajo de varias semanas. Ahora, retírense todos.Señaló la puerta con un movimiento de la mano. Todos se dirigieron a la salida, a excepción deMacy, que se acercó al escritorio con las manos cruzadas ante sí en actitud modosa.—Perdone usted…, señor ministro…Siddig levantó la vista hacia ella con enfado, pero suavizó enseguida el gesto al ver la expresiónde súplica y esperanza de la muchacha.—¿Qué puedo hacer por usted, jovencita?Macy dirigió la vista al ordenador personal, junto al cual estaban varios artículos procedentes delSalón de los Registros… y su cámara de fotos.—Quería saber… si sería posible que me devolvieran mi cámara fotográfica.—Me temo que es una prueba —dijo el ministro—. Lo lamento.—Oh —dijo ella, frunciendo los labios y haciendo leves pucheros—. Es que… contiene todas lasfotos y los vídeos que hice para mis abuelos. Proceden de Egipto, y querían ver el aspecto quetiene el país en nuestros tiempos…—Lo lamento —repitió Siddig—, pero no puedo devolvérsela hasta que haya concluido lainvestigación.Reflexionó un momento.—Pero… supongo que podríamos hacer una copia de la tarjeta de memoria. Para sus abuelos.Macy le dedicó una sonrisa de alegría.—¡Ay, eso sería maravilloso! Gracias, señor Siddig; ¡muchas gracias!—Haré que alguien le entregue la copia, señorita Sharif. Ahora, si nos disculpa…—Gracias —repitió Macy con una gran sonrisa, mientras se retiraba caminando de espaldas—.Es usted un tipo estupendo.La reacción de Siddig dio a entender que no estaba acostumbrado a cumplidos como aquel; perolo tomó con humor.—¿A qué ha venido eso? —dijo Nina a Macy con enfado cuando esta los alcanzó a Eddie y aella fuera del despacho.Macy sonrió, satisfecha de sí misma.—Todavía tenemos el zo-dia-coooo —canturreó—. Bueno, al menos en vídeo.—Es verdad —dijo Nina, cayendo en la cuenta. En una copia completa de la memoria de lacámara aparecería todo el contenido de la misma, incluido el vídeo de la última pieza delzodiaco—. Pero ¿cómo has sido capaz de engañarlo?—¿No ha visto las fotos de niños que tenía en su escritorio? Era demasiado viejo, con mucho,para que fueran hijos suyos. Así que supuse que era abuelo… y jugué la carta de la nietecita quetiene un detalle bonito con sus abuelos. ¡Aunque no funcionó del todo, porque lo que yo queríaera que me devolviera la cámara! Pero al menos tenemos algo.—Pero no sé de cuánto nos servirá —dijo Nina—. Lo más probable es que el zodiaco ya hayasalido del país. Y nosotros solo hemos visto una parte…, ellos lo tienen entero. Si es verdad quesirve para encontrar la pirámide de Osiris, entonces solo lo podrán utilizar ellos.—Eh, eh —la riñó Eddie—. Creía que ibas a dejarte de pesimismos. Míralo de esta manera:

encontraste el Salón de los Registros, y acabamos de salir de allí sin que nos metieran en lacárcel. Y has visitado las pirámides. ¡Es como si te hubieras tomado unas vacaciones!Nina sonrió levemente.—Puede —dijo—. Pero no sé qué podemos hacer ahora, aunque tengamos un vídeo del zodiaco.—Estaban hablando… Puede que dijeran a dónde lo llevaban —propuso Macy.—Hablaban en árabe —le recordó Nina—. Y, en todo caso, no los oíamos con el ruido de lasierra.Eddie parecía pensativo.—Conozco a alguien que quizá nos pueda ayudar con eso —dijo por fin.—¡Nina! —dijo Karima Farran, abrazándola—. Cuánto me alegro de volver a verte. Aunque laverdad es que te vi hace poco… en las noticias.Nina devolvió el abrazo a la mujer jordana.—Sí; eso no estaba preparado precisamente. Últimamente he tenido malas experiencias con losmedios de comunicación.Karima era una de las que Nina había llegado a llamar en broma las novias internacionales deEddie; eran contactos suyos de su época de militar y de mercenario, que al parecer tenían encomún unas características determinadas: gran lealtad a Eddie… y una belleza física no menosgrande. Este último detalle había producido a Nina alguna que otra punzada de celos, pero teníala confianza suficiente en Eddie para aceptar que sus amigas no eran, en efecto, nada más queamigas… a pesar de que él pudiera dar a entender algo más con sus alusiones picantes.La broma había empezado a tener mucho menos gracia desde poco tiempo atrás, cuando Eddie lehabía ocultado sus contactos con Amy en Nueva York; pero; a pesar de que Karima eraextraordinariamente atractiva, incluso para el nivel de las novias internacionales, Nina vio que notenía por qué sospechar nada malo por parte de Eddie, pues Karima había realizado el cortovuelo desde Amán a El Cairo acompañada de su propia pareja.—Este es mi novio; mejor dicho, mi prometido, Radi Bashir; lo llamamos Rad —dijo Karima,invitando a adelantarse a un hombre árabe, alto, notablemente apuesto, con una melena de pelonegro y reluciente.Eddie y Nina le dieron la mano.—Conseguí por fin que se comprometiera conmigo… poniéndoos a vosotros dos como ejemplo.—Me agotó —dijo Rad, con tono de queja humorística. Hablaba en inglés culto, con el dejeespecial de los que han estudiado en Oxford o en Cambridge—. Siempre estaba con Eddie yNina por aquí, Eddie y Nina por allá. Aunque lo que me forzó definitivamente a hacerle la granpregunta fue vuestro viaje a Siria con ella… ¡Fue la única manera que se me ocurrió de impedirque se metiera en líos!Eddie se rio.—Hazme caso, camarada: no funciona.—Aunque parece que os adelantasteis una vez más —dijo Karima, observando la alianza deEddie antes de dedicarle una sonrisita traviesa—. Y me perdí la ceremonia, por algún motivo.¿Se perdería la invitación en el correo?—Lo decidimos… más bien con poco tiempo —reconoció Nina.—Con ninguno —dijo Eddie, asintiendo con la cabeza.—Entonces, ¿os escapasteis juntos? —dijo Karima—. ¡Qué romántico!Nina soltó un resoplido.—Sí; nada es tan romántico como un paseo en taxi hasta el despacho del juez de paz deGreenwich, en Connecticut. Pero felicidades a vosotros por vuestro compromiso, en todo caso.—Y felicidades a vosotros por vuestra boda, aunque sea con un poco de retraso —dijo Karima; ymiró a Macy—. Pero supongo que pasa algo más, aparte de que aparecieras en una cámara decinco mil años de antigüedad dentro de la esfinge, ¿verdad? Qué raro —observó, enarcando unaceja—. Esto sonaría bien extraño hablando de cualquier otra persona, pero, tratándose de ti, casiresulta normal.Nina completó las presentaciones.

—Si estamos aquí es por Macy —explicó a Karima y a Rad—. Fue ella la que descubrió queintentaban robar en el Salón de los Registros.Les enseñó un DVD-R; Siddig había cumplido su palabra y les había enviado una copia delcontenido de la tarjeta de memoria.—Aquí hay un vídeo del robo mismo —dijo Nina.A Rad se le iluminaron los ojos, pero Karima le dijo en tono severo algo, en árabe, que le enfrióinmediatamente el entusiasmo.—Trabaja para una cadena de noticias —explicó Karima a Nina, mientras echaba a Rad unamirada en la que se combinaba la burla con la advertencia—. Lo que acabo de decirle es que no,que no puede contar con la exclusiva.—Estupendo. Entonces, Rad, ¿qué puedes hacer para ayudarnos?Rad buscó en su bolso de bandolera y extrajo un ordenador portátil Apple con huellas de haberviajado mucho. Lo abrió, y quedó al descubierto un teclado lleno de etiquetas adhesivas dediversos colores; indicaban los comandos abreviados para el software profesional de edición devídeo.—Más bien podrías preguntarme qué no puedo hacer.Rad se instaló a trabajar en un rincón tranquilo del bar del hotel. Los demás se pusieron tras élpara observar su labor.—Ya sé que mi colonia es irresistible, pero ¿me dejáis respirar un poco? —dijo.—Perdona —dijo Nina, apartándose un poco, pero todavía impaciente por descubrir los secretosocultos que podían encerrarse en la grabación. Hasta el momento, Rad solo había tenido un éxitolimitado en sus intentos de mejorar la imagen. La aplicación de vídeo de la cámara de Macyestaba pensada para grabar tomas cortas, publicables en Internet, pero no para rodar película dealta definición. Shaban y Hamdi solo eran visibles de espaldas o rodeados de brillos que lesoscurecían los rasgos; y, como comentó Eddie, la vida real no era como en CSI Miami. Por muypotente que fuera el software, y por muy hábil que fuera el que lo manejaba, no era posibleextraer una información digital si esa información no existía previamente.Pero Rad estaba teniendo mejor suerte con el sonido. Se puso unos auriculares e hizo sonar lagrabación en bucle, ajustando diversos filtros a cada pasada.—La sierra produce un ruido bastante constante —explicó, indicando una onda saltarina que seveía en una ventana—. No podré librarme de ella por completo; pero la puedo reducir losuficiente para que se oiga el diálogo.Karima se acercó a él.—Déjame escucharlo —le dijo.Rad se quitó uno de los auriculares y se lo entregó. Ella le pasó el pulgar por el borde antes demetérselo en el oído.—Te he visto —dijo Rad.—¿El qué?—Acabas de limpiar mi auricular.—No quiero meterme tu cera en mi oído.—¡Yo no tengo cera en los oídos!—Habláis como si ya estuvierais casados —dijo Eddie, cruzando una sonrisa con Nina—.Bueno, ¿qué dicen?Rad reprodujo de nuevo la grabación filtrada, y Karima tradujo lo que decían los dos hombres.—El de la derecha, Hamdi, está preocupado por lo que se pueda tardar en limpiar el Salón de losRegistros. Dice que cualquier sospecha recaería sobre él… No hace más que quejarse.La grabación siguió sonando algunos segundos sin que Karima añadiera nada más.—¿Qué dice ahora? —preguntó Eddie.—¡Sigue quejándose!Tras una nueva pausa, añadió:—Ah; ahora están hablando de la pirámide de Osiris. El otro hombre, Shaban… dice que aquellolos conducirá sin falta hasta ella. Quieren… No oigo bien —dijo.

El ruido de la maquinaria aumentaba, y la figura de la onda se llenaba de picos.—Rebobina, Rad. Dice… algo de planetas y de constelaciones; pero es muy difícil de entender.Quiere compararlos con algo.Rad rebobinó de nuevo la grabación. Karima fruncía el ceño, frustrada.—Hay demasiado ruido, pero creo que quiere comparar el zodiaco con la constelación de…¿Dendera, puede ser?—No hay ninguna constelación que se llame Dendera —dijo Eddie—. Al menos, que yo sepa.—Dendera no es una constelación —dijo Macy—. Es un lugar. Era una capital de provincia delAlto Egipto. Allí está el templo de Hathor…Macy no concluyó la frase, pues empezaba a entender de qué se trataba; pero Nina se le habíaadelantado.—No habla de Dendera en sí; ¡se refiere al zodiaco de Dendera!—¿Qué es el zodiaco de Dendera? —preguntó Eddie.Macy se adelantó a contestar antes que Nina.—Es un mapa estelar que está en el techo del templo de Hathor.—Al menos, estaba en el techo del templo —añadió Nina—. Lo que hay allí ahora es unareproducción; el original se lo llevó… bueno, lo robó, Napoleón, en mil setecientos noventa ytantos.Rad interrumpió la reproducción.—¿De modo que van a Dendera? Quizá podáis atraparlos todavía.Nina negó con la cabeza.—No. La reproducción es muy aproximada, pero no es exacta. Querrán comparar el zodiaco dela esfinge con el zodiaco de Dendera original.—¿Y dónde está? —preguntó Eddie.Nina sonrió.—¿Quieres ver algo de arte?

10París–Ya había pasado tiempo desde la última vez que estuvimos aquí —dijo Eddie mientras Nina,Macy y él cruzaban la Cour Napoléon, el patio central del Louvre—. ¿Cuánto hace? ¿Tres años ymedio?—Dios, cómo vuela el tiempo —suspiró Nina.Pasaron junto a la pirámide de cristal y aluminio de veintidós metros de altura que estaba en elcentro del patio y siguieron hasta el ala Sully, muy ornamentada, que estaba más allá. Había másguardias de seguridad que en la última visita de Nina; en los últimos meses se había producidouna oleada de grandes robos de arte por todo el mundo, y el Louvre había tenido que tomarmedidas disuasorias para desanimar a los ladrones que quisieran intentar algo en París.—Vale —dijo Eddie, desplegando una guía turística—; tenemos que ir a la sala 12a, en la parteegipcia. Qué típico: hay que dar toda la vuelta, maldita sea. Así que vamos a ver: a la derechaaquí; después, doblamos a la izquierda por allá; después, todo derecho…—Eddie, no vamos a pasar a la carrera por el Louvre para mirar una sola cosa y volver amarcharnos —afirmó Nina.—Sí; pero ya has visto la Mona Lisa, o sea que tampoco te vas a perder nada.Hizo un guiño a Macy para darle a entender que no pretendía más que hacer rabiar un poco a suesposa… y lo estaba consiguiendo.—En todo caso, Shaban y sus compinches ya estarán de camino hacia la pirámide de Osiris—añadió—. No tenemos tiempo de jugar a los críticos de arte.—Ignorante —dijo Nina con desprecio; pero comprendió la razón que tenía. Los tesoros de aquelgran museo seguirían estando allí la próxima vez que visitara París, pero los que estaban dentrode la pirámide de Osiris se perderían para siempre si el Templo Osiriano llegaba a ellos antes.Aun así, pudo admirar por el camino algunos de los objetos, los salones llenos de espléndidasantigüedades egipcias, desde simples papiros hasta estatuas de cuerpo entero y columnas talladasde templos. Se desquitó un poco de Eddie deteniéndose a examinar diversos objetos, obligándoloa volver atrás por ella con cada vez más impaciencia. Pero, por fin, Nina se sintió atraída comopor un imán por la curiosidad que le despertaba el zodiaco de Dendera y la importancia quepodría tener.La sala 12a era una antecámara pequeña, adjunta a una de las salas principales. En un extremo dela sala había un relieve en arenisca del templo de Amón, en Karnak; pero lo que les cautivó laatención fue lo que los estaba esperando al otro lado, o más bien en el techo.—Es una decoración más elegante que cualquier cosa que te puedas comprar en la tienda de laesquina —dijo Eddie.Nina echó la cabeza hacia atrás para contemplar la pieza. El zodiaco de Dendera era una losa depiedra de color marrón oscuro, montada casi tres metros por encima de ellos, protegida por uncristal e iluminada de modo que resaltaban los detalles de sus tallas. Era mayor que el zodiacodel Salón de los Registros, pero las figuras estilizadas de las constelaciones estaban dispuestasdel mismo modo, centradas en el polo celeste.—Bueno, veo Leo y Escorpio —dijo Eddie, indicando las formas de un león y de unescorpión—; pero hay muchas que no reconozco. Ni siquiera veo la Osa Mayor.—Está allí —dijo Macy, señalando una forma próxima al centro.—¿Cuál? ¿La pierna de cordero?—A eso es a lo que se parecía, según los antiguos egipcios —dijo Nina—. Pero aquí están casitodas las constelaciones principales: Libra, Tauro, Aries…, solo que con formas un pocodistintas. El zodiaco occidental moderno se tomó casi directamente del egipcio, cambiándosepocos nombres.Señaló una figura determinada.—Por ejemplo, Orión. Los egipcios lo identificaban con otro personaje, con una figuraimportante de su mitología. A ver si adivinas con quién.Eddie probó suerte.

—¿Con Osiris?—¡Tin! Diez puntos.Macy sacó una impresión a color de la parte del zodiaco que Nina había recogido en vídeo. Radhabía mejorado la imagen lo mejor que había podido, y les había proporcionado dos versiones:una simple ampliación del fotograma, y una copia en la que había ajustado la perspectiva porPhotoshop para que apareciera tal como se vería mirándola justo desde abajo. Como la películaoriginal era de baja calidad, las dos imágenes carecían de detalle; pero las figuras del zodiaco dela esfinge conservaban sus colores pintados, y por ello resultaba algo más fácil verlas.Macy comparó la imagen impresa con el zodiaco que tenían encima.—Se parecen bastante, pero existen algunas diferencias. Este círculo rojo de aquí no está en el deDendera.—Si es rojo, seguramente querrá representar a Marte —dedujo Nina—. No sé cuánto habráncambiado las posiciones de las constelaciones en unos pocos miles de años, pero los planetascambiarían de lugar al cabo de unas pocas semanas. Así es como se calcula cuándo se elaboró unzodiaco determinado; si Marte está en Acuario, Venus está en Capricornio, etcétera, puedes hacerque un ordenador te dé un listado de todas las fechas en que los planetas estaban en esaconfiguración exacta.Eddie consultó la reproducción en el papel impreso; miró de nuevo hacia el techo y adoptó unaexpresión pensativa. Nina se disponía a preguntarle qué había visto, pero entonces Macy chascólos dedos.—¡Huy, huy! Esto es diferente —dijo.Tocó con el dedo una figura del papel, que destacaba sobre la franja más clara de la Vía Láctea,entre el fondo más oscuro.—Creo que este tipo también es Osiris —dijo Macy—. Es verde, del mismo color de su otraconstelación.—¿Osiris era verde? —preguntó Eddie—. ¿Es que era vulcaniano o algo así?—El verde era el color que asociaban los egipcios a la nueva vida —dijo Macy—. Pero este tipono está en el zodiaco grande —añadió, señalando de nuevo la figura.Nina miró con más atención.—¿No tiene algo al lado?Junto al Osiris segundo y menor había una forma pequeña de color amarillo anaranjado.—¿Otro planeta?—No sé…Aun con la baja resolución de la imagen se apreciaba con facilidad que el símbolo de Marte eracircular; pero aquel era claramente poligonal. Tenía tres ángulos. Un triángulo. Una pirámide.—No me fastidies —dijo Macy, llegando a la misma conclusión que Nina—. No me jo…Se interrumpió, mirando a Nina con timidez.—Está bien —dijo Eddie con una sonrisa—. Puedes decir palabrotas.—¡… das! —concluyó Macy.—Debe de serlo —dijo Nina, mirando al techo para confirmarlo. Aunque el zodiaco de Denderahabía perdido la pintura hacía mucho tiempo, las figuras talladas se conservaban con todaclaridad… y en el relieve que tenían sobre sus cabezas no había ningún rastro de la figuraadicional de Osiris, ni del pequeño triángulo.—¡Cuando la posición de las estrellas en el cielo coincida exactamente con la que indica elzodiaco de la esfinge, estarás en el lugar de la pirámide de Osiris! —afirmó Nina.Observó que Eddie negaba con la cabeza.—¿Qué hay?—La cosa no funciona así —dijo él—. Sí, uno se puede orientar por las estrellas. Pero no puedesmirar al cielo sin más, comparar lo que ves con un planisferio estelar y saber si estás en el puntoexacto o no. Te haría falta un sextante y un almanaque astronómico que te indicara todas lasposiciones de los astros en ese día del año.A Nina se le deshinchó la emoción.

—Ah —dijo.—Pero hay algo más. El zodiaco que birlaron de la esfinge… Creen que es un mapa, ¿no?—Sí… —afirmó Nina, sin tener claro dónde quería ir a parar Eddie.—Pero, como he dicho, no puede ser un simple mapa estelar; así que tiene que ser un mapa deotra clase —dijo él, levantando de nuevo la vista al techo—. Lo malo es que este no es portátilprecisamente, ¿verdad? Así que, cuando salgas a buscar la pirámide, tendrás que llevarte unacopia. Pero, cuando hagas la copia… Esto te va a dejar turulata —observó, con una sonrisahumorística—. ¿Tienes lápiz y papel?Macy sacó un bloc de notas y un bolígrafo y se los ofreció a Eddie, pero este negó con la cabezade nuevo.—No, Nina; pruébalo tú. Quiero ver la cara que pones cuando lo descubras.Nina tomó el bolígrafo y el bloc, más extrañada todavía.—Vale —dijo Eddie—. Ahora, sostén el bloc al revés, sobre tu cabeza, y dibuja en él la forma dela sala.Nina, echando la cabeza atrás, dibujó un rectángulo en el papel que tenía sobre la cabeza.—Ya está; ¿ahora, qué?Eddie se dirigió a la pared del fondo de la sala, donde no había nada.—Supongamos que esta es la pared norte. Señala el norte en tu plano… pero sin dejar desostenerlo sobre tu cabeza.Nina lo hizo así; escribió una N junto a la línea de su plano que representaba la pared que teníaante sí.—Si eso es el norte, es evidente que la pared de enfrente es el sur —dijo Eddie—. Señálalotambién en el plano. Y ahora —añadió, levantando el brazo derecho y señalando la pared queestaba a ese lado—, eso significa que esta pared sería la del este, y esa última, la del oeste, ¿vale?—Sí; ya está —dijo Nina, añadiendo a su plano las letras correspondientes.Eddie volvió hacia ella con una sonrisa de expectación. Giró sobre sí mismo, señalando cadapared sucesivamente.—Norte, este, sur, oeste; NESO. Coincide con lo que has dibujado, ¿verdad?—Sí; y ¿puedo bajar ya la cabeza? Me está empezando a dar tortícolis.—Sí, claro.Nina bajó el bloc con alivio.—Vale; ahora viene lo raro. Coloca tu plano de manera que el norte señale a la pared del norte.Nina lo hizo así.—Ahora, ¿qué error tiene tu plano?Nina miró con atención su dibujo, que no era más que un rectángulo con una letra en cada lado,sin entender qué era lo que tenía que ver… hasta que cayó en la cuenta. El descubrimiento lasobresaltó como si le hubieran dado una palmada en la frente.—¡Eh!El norte estaba al norte, y el sur estaba al sur; pero, en su plano rudimentario, el este y el oesteestaban invertidos respecto de la realidad: el este estaba a la izquierda de la página, y el oeste a laderecha.—Esto… es francamente raro.—Ya te dije que te ibas a quedar turulata —dijo Eddie—. Me lo enseñó Mac cuando estabahaciendo prácticas de navegación. Es una de esas cosas que son tan evidentes que ni siquierapiensas en ellas hasta que te las señala otra persona.Macy miró el dibujo de Nina.—No lo entiendo —dijo.Eddie le entregó el cuaderno y el bolígrafo.—Vamos, pruébalo tú misma.—¿Y de qué manera nos sirve esto para encontrar la pirámide de Osiris? —preguntó Nina,mientras Macy echaba la cabeza hacia atrás y se ponía a dibujar.—¿Quieres que te diga la verdad, cariño? No tengo ni puta idea.

Los dos sonrieron.—Pero quiere decir que el zodiaco que birlaron no es un mapa corriente —prosiguió Eddie—.Puede que a Shaban y compañía les cueste trabajo interpretarlo, aun contando con todo el mapa.—Esperemos que sea así.Macy bajó el bloc; se puso a mirar alternativamente al dibujo y a las paredes, y empezó aentender.—De modo que el este y el oeste se intercambian entre sí cuando miras hacia arriba o haciaabajo… ¡Qué locura!—Sí, ¿has visto? —dijo Eddie—. No soy un vejestorio aburrido como creías tú, ¿verdad?—¡No he dicho que fueras aburrido! —protestó ella.Eddie refunfuñó, pero no tuvo tiempo de hacer ningún comentario más, pues apareció entoncesen la puerta un hombre de aspecto obsequioso, con traje de lanilla, que se puso a hablarrápidamente en francés atildado.—Lo siento, camarada —dijo Eddie en inglés, a pesar de que Nina y él dominaban el francés losuficiente para captar lo esencial de lo que decía el hombre—. Inglés. Bueno, yo soy inglés.Ellas, de Estados Unidos.—Inglés y estadounidenses. Ya veo. Espero que estén disfrutando de su visita al Louvre —dijo elhombre en inglés, aunque estaba claro que no le importaba lo más mínimo si estaban disfrutandoo no—. Pero me temo que he de pedirles que salgan de esta sala. Un visitante vip ha solicitadover el zodiaco de Dendera en privado.—¡Ay, un vip! —dijo Eddie con entusiasmo irónico—. ¡Sí, claro que nos salimos! No escuestión de que un vip tenga que compartir la sala con gente vulgar, ¿verdad?—¡Cielo santo! ¡No! —añadió Nina con voz de aristócrata altanera—. ¡No le quepa duda de quenos batiremos en retirada, para no contaminar las fosas nasales de nuestros superiores connuestros efluvios ponzoñosos!Tomó del brazo a Eddie y los dos se volvieron juntos hacia la salida.Aquello no hizo gracia al funcionario del museo, y el ataque de risa floja que le dio a Macy lehizo mucha menos.—Les pido disculpas por la molestia —les dijo con la boca pequeña, antes de dirigir la palabra aalguien que esperaba fuera.Nina y Eddie, incapaces de dominar las sonrisas, salieron, todavía del brazo, al salón principal.Sus sonrisas se desvanecieron al instante cuando se encontraron cara a cara con Sebak Shaban yBobby Diamondback.

11–Vaya, vaya —dijo Eddie, que fue el primero de los cuatro que se recuperó de la sorpresa—.Mira que encontrarnos aquí…Diamondback se llevó rápidamente la mano al interior de la chaqueta de piel de serpiente; peroShaban lo inmovilizó con una mirada brusca.—¡Bien! Mejor así —dijo Nina, procurando disimular sus nervios—. Esto no es El código DaVinci. No se pueden hacer… cosas, ya saben, en el Louvre, a plena luz del día y delante detestigos, nada menos.El funcionario miraba alternativamente a ambos grupos con incertidumbre.—¿Se conocen ustedes?—No hemos tenido el gusto de que nos presenten formalmente —dijo Nina con sarcasmo frío—.Pero sí; nos conocemos. El señor Shaban, ¿no es así? Y su encantador amigo…—Bobby Diamondback —dijo con deje sureño el compañero de Shaban—. Lamento no haberpodido terminar de ocuparme de ustedes en nuestro último encuentro. No sé si me entienden.—¿Diamondback? —dijo Eddie en son de burla—. ¡Y un huevo! No te puedes llamar así deverdad.Diamondback entrecerró los ojos con gesto amenazador.—Soy indio cheroqui, gilipollas.—¿Qué tienes, un tatarabuelo indio? ¡Si eres más blanco que yo! Y te vendría mejor llamarteVíbora Bufadora.—¿Sabes? —dijo Diamondback, sacudiendo la cabeza—. Deberías tener cuidado con lo quedices cuando te diriges a un marine. Podrían cerrarte la boca. Tal que para siempre.—Ningún marine que se precie llevaría el pelo de esa manera —replicó Eddie, despreciando lasamenazas del estadounidense y mirando sin aprecio su media melena grasienta—. Te expulsarondel cuerpo, supongo…—Eddie, cielo, ¿quieres dejar de provocar a este señor? —dijo Nina con una sonrisa forzada.—A usted sí que la conozco, doctora Wilde, naturalmente —dijo Shaban—. De hecho, creo quea estas alturas la conoce una gran parte del mundo después de su numerito en la esfinge.El funcionario la miró con sorpresa, reconociéndola.—Y también está la señorita Sharif —añadió el egipcio, al ver que Macy asomaba la cabezadesde la antecámara—. Todos están juntos. Qué oportuno.—¿Por qué seguimos aquí? —preguntó Macy a Nina en un susurro cargado de temor.Shaban dirigió a Nina una mirada maligna.—¿Qué ha venido a hacer aquí, doctora Wilde?—Lo mismo que usted, supongo —repuso Nina, echando una mirada a un portafolios de piel quellevaba Shaban bajo un brazo, y que supuso que contendría fotos del zodiaco una vez montadode nuevo—. Me interesa mucho la astrología antigua.La mirada de Shaban se volvió más dura todavía.—Interesantísima —dijo.—Desde luego. Pero la verdad es que tenemos que marcharnos. Hasta la vista… o espero quehasta nunca.—Esperen —dijo Diamondback, acercando de nuevo la mano al interior de su chaqueta—; ¿y silos acompaño a la salida?—Espera —replicó Eddie, haciendo otro tanto y confiando en que Diamondback no notara queiba desarmado—; ¿y si no nos acompañas?—Déjalo, Bobby —dijo Shaban, tocándolo en el brazo—. Quédate conmigo. Estoy seguro deque volveremos a encontrarnos con ellos. Espero que… en un entorno menos formal —añadiócon una sonrisita, sincera pero malévola.—No veo la hora —dijo Eddie, con la mano todavía cerca de su pistola inexistente.Nina y él retrocedieron mientras Macy corría a refugiarse tras ellos. Shaban y Diamondback sequedaron rígidos como estatuas, observándolos hasta que llegaron a unos escalones quedescendían hasta la sala contigua.

—¡Vamos, a correr! —dijo Eddie.Atravesaron a la carrera la sala subterránea (en la que, no sin cierta ironía, se exhibían piezasrelacionadas con Osiris), y volvieron a subir a toda prisa otros escalones que los condujeron auna cámara llena de momias, en la que entraron corriendo. Los demás visitantes les dirigieronmiradas de curiosidad. Eddie miró atrás.—No nos sigue; pero apuesto a que ya está llamando a una cuadrilla de matones —dijo, mientrasabría el plano turístico del museo—. ¿Dónde está la salida más cercana, maldita sea?Encontraron una salida y aparecieron en la Place du Louvre, al este del museo.—Dios, qué falta me hace comprarme una pistola nueva —se lamentó Eddie.Mientras tanto, Nina atendía más bien a un vehículo que estaba aparcado en una zona restringidapróxima. Era un gran todoterreno Mercedes negro, con cristales tintados.—¿Crees que es el coche de Shaban? —preguntó Nina.—Puede —dijo Eddie, mientras hacía cruzar la calle a las dos mujeres—. ¿Por qué? ¿Es quequieres hacerle unas rayas en la pintura?—No, pero había pensado que deberíamos seguirlo.—¿Ahora que acabamos de escaparnos del tipo, quiere encontrarse con él otra vez? —preguntóMacy.—No podremos encontrar la pirámide de Osiris sin ver el zodiaco completo —dijo Nina—. Y lotiene Shaban.Se refugiaron tras una esquina. Nina miró atrás. No se veía ningún indicio de que los siguieranadie.—Puede que ni siquiera sea su coche —señaló Eddie.—Bueno, pues entonces la habremos fastidiado. Pero eso de aparcar en prohibido es como muyde vip, de modo que vamos a esperar, y veremos.Resultó que era el coche de Shaban, en efecto. El egipcio de la cara marcada salió del Louvreunos diez minutos más tarde. Subió al Mercedes, acompañado de Diamondback.—¿Crees que habrá hallado el modo de encontrar la pirámide?—Solo hay una manera de descubrirlo —dijo Nina.El todoterreno se puso en marcha. Nina se acercó aprisa a la acera y levantó una mano.—¡Taxi!—Dita sea —dijo Eddie, contemplando aquella calle estrecha—. No sabía que esto estabapegando fuerte también en Francia.Nina, Eddie y Macy habían seguido en taxi al todoterreno de Shaban (después de haberconvencido al taxista de que su encargo de Suivez cette voiture! no era une blague). ElMercedes se detuvo ante un edificio que ostentaba el logotipo del Templo Osiriano, y ante elcual, como había sucedido ante el de Nueva York cuando lo había visitado Eddie con GrantThorn, había una multitud numerosa y emocionada.—¿Toda esta gente ha venido solo para ver a ese tal Osir? —preguntó Macy con incredulidad—.Ya sé que era estrella de cine, pero… ¡no me fastidies!Nina dijo al taxista que se detuviera.—Quizá deberías crearte tú también tu propia religión, a ver qué tal —respondió a Macy.La muchacha se lo pensó.—¿Podría hacer que todos mis seguidores fueran tipo bomberos musculosos y descamisados?Jóvenes, se entiende.—Pues a mí también me gustaría poner en marcha una religión así —comentó Nina.—¡Eh! —refunfuñó Eddie.Se bajaron, y vieron que Shaban y Diamondback se apeaban de su vehículo mientras varioshombres ataviados con chaquetas verdes les despejaban el paso hasta la entrada del edificio.Cuando hubieron entrado, Nina se acercó al borde de la multitud, seguida de los otros dos.—¿Y ahora, qué? —preguntó Eddie—. ¿Esperamos a que vuelvan a salir?—No lo sé —reconoció Nina—. Pero me parece que deberíamos seguirlos de cerca.Contempló la multitud.

—Y tengo que reconocer que siento verdadera curiosidad por todo este asunto del TemploOsiriano… y por qué busca Osir con tanto ahínco la pirámide de Osiris. Deberíamos intentarentrar.—Recordarás que nos conocen de vista…—Pues nos sentaremos en última fila. Aquí debe de haber unas trescientas personas. Shaban y suamigo no nos verán si no llamamos la atención. Y nadie más sabe quiénes somos.—Pero, doctora Wilde…, acaba usted de salir por televisión delante de millones de personas—observó Macy—. Y ya era bastante famosa antes de aquello.—Está bien. Quizá, si tuviésemos unos disfraces… —dijo Nina, mirando las tiendas máspróximas.—Estos disfraces son una birria —susurró Eddie cuando Nina y ella tomaban asiento en laúltima fila del salón de actos de estilo egipcio, presidido por dos grandes estatuas de Osiris, una acada lado de la entrada.—Bueno, pues siento mucho que no estuviésemos en el barrio de las tiendas de disfraces de París—cuchicheó con enfado Nina.Lo único que habían encontrado para ocultar sus rostros era unas gorras tipo béisbol, quellevaban escrito J’aime Paris por encima de la visera.El rumor inquieto de la multitud aumentó hasta convertirse en bramido. El público se puso de piey rompió a aplaudir cuando Jalid Osir salió al escenario, al otro lado de la sala, gozando de laadulación de sus seguidores. Tras él estaban de pie, en fila, otros miembros destacados delTemplo Osiriano, entre ellos Shaban y Diamondback. Eddie se caló más la gorra.—Macy ha hecho bien quedándose fuera —comentó.—Merçi, merçi —dijo Osir por fin—. Bonjour, et bienvenues! Malheureusement, mon françaisest terrible —dijo en francés, recalcando intencionadamente su mala pronunciación, con lo quehizo reír al público—, de modo que tendré que hablar por medio de un intérprete.Hizo una seña con la cabeza a un hombre que estaba en el escenario. Este se adelantó y repitió enfrancés lo que acababa de decir Osir, lo que provocó nuevas risas.A una señal suya, el público se sentó. Los demás que estaban en el escenario hicieron otro tanto,a excepción del intérprete.—Gracias a todos por haber venido —dijo Osir—. ¡Que la luz del dios sol Ra os bendiga atodos!—¡Que el espíritu de Osiris te proteja y te fortifique! —respondieron los asistentes, algunos eninglés y otros en francés.—Es, en verdad, un gran placer ver hoy aquí a tantas personas. Nuestra iglesia se refuerza concada nuevo seguidor… ¡y el mundo será un lugar mejor por la sabiduría de Osiris!Osir prosiguió su perorata entre las aclamaciones de su público. Aunque Nina consideraba queaquella iglesia era una tontería absoluta, tenía que reconocer que Osir sabía representar su papelcon un magnetismo especial. No le cabía duda de que habría llegado a alcanzar la fama enHollywood si hubiera optado por seguir su carrera de actor.Pensó también que, por otra parte, al hacer que el Templo Osiriano fuera reconocidooficialmente como religión, había conseguido lo que no conseguían ni siquiera las mayoresestrellas de Hollywood: la exención fiscal. Podía ser que fuera mucho más listo de lo queparecía.—¡Te alabamos, oh, Osiris! —exclamó Osir, alzando las manos.—¡Osiris! —entonaron a su vez inesperadamente los fieles, sobresaltando a Nina.—¡Osiris, señor de la eternidad, juez de todas las almas, el grande que nos aguarda en el Reinode los Muertos, más allá de Abidos! ¡Oh, Osiris!—¡Osiris! —entonó de nuevo la multitud. Esta vez, Nina y Eddie ya se habían hecho una idea decómo iba aquello, y se sumaron a los demás con poco entusiasmo.—Los dioses del cielo cantan tus alabanzas, y los dioses del Reino de los Muertos se inclinanante ti. Tú nos traes el pan divino que dará la inmortalidad a todos tus fieles, en esta vida y en lapróxima. Tú nos proteges de la maldad de Set, el destructor. ¡Oh, Osiris!

—¡Osiris!—¡Oh, el más grande de todos los hombres y de todos los dioses, enséñanos el camino queconduce a la vida perdurable! ¡Dirígenos para que sepamos sortear los peligros del Reino de losMuertos y llegar a tu juicio! ¡Te alabamos, oh, Osiris!La multitud entonó de nuevo el nombre del dios, cada vez con mayor fuerza y pasión. En elescenario, Osir tenía los ojos cerrados. Nina no sabía determinar si aquel hombre creía o no en loque decía; pero tenía el aspecto de un actor teatral que estuviera recibiendo la mayor ovación desu vida.No se podía decir otro tanto de su hermano. Shaban tenía el rostro frío, tenso, contraído de rabiacontenida. Eddie también se había fijado.—¿Qué le pasa a ese? —preguntó.—No lo sé —respondió Nina—; pero lo que está mal es esa oración, desde luego.—¿Por qué?—Es como una versión simplificada, supersimplificada, de una oración egipcia auténtica,adaptada para un público ignorante. Y la mitología también está mal. No es que Set fuera buenapersona precisamente, pero tampoco era como el Satán del Antiguo Egipto.Osir bajó las manos. La multitud fue quedando en silencio.—¿Quién es Set? —preguntó Eddie.—El hermano de Osiris… y el que lo mató. Tenía celos de él y quería apoderarse de su reino.Pero Set era también el paladín de Ra, el dios sol, que en el panteón de los dioses egipcios ocupaun lugar tan destacado como Osiris… y al que se llegó a venerar más que al propio Osiris enalgunas regiones del país.La mujer de mediana edad que estaba al otro lado de Eddie, irritada, chistó a Nina para hacerlacallar.Osir volvió a hablar, pero esta vez no tenía voz de predicador, sino más bien de vendedor.—Amigos míos: si seguís la orientación de Osiris, alcanzaréis la vida eterna. Y hoy he venidoaquí a deciros que, como voz de Osiris que soy, he vuelto a recibir su sabiduría paratransmitírosla. Sus palabras son mis palabras, y ahora serán también palabras vuestras. Ya estápreparado el duodécimo volumen del Libro de Osiris, y todos sus seguidores deben tenerlo ensus casas, y en sus corazones.—¿Qué es esto? ¿Un sermón, o un publirreportaje? —preguntó Nina en voz baja, mientras Osirseguía pronunciando lo que se iba convirtiendo rápidamente en una charla de ventas. Pero elpúblico se lo tragaba todo, prácticamente con las tarjetas de crédito en la mano. Nina no teníaclaro qué era lo que más le desagradaba: el charlatanismo evidente de Osir o el hecho de quetodos se estuvieran dejando convencer por él, según parecía.—Todos los libros, y muchas cosas más, estarán disponibles para vosotros antes de que salgáishoy del templo —dijo Osir, sonriendo—. Y ahora, ha llegado el momento que sé que habíaisestado esperando: ¡vuestra oportunidad de formularme personalmente las preguntas que queráissobre las enseñanzas de Osiris!Una buena parte de los miembros del público reaccionaron levantando la mano con energía. Osirse rio.—¡Ojalá tuviera tiempo de responderos a todos y a cada uno de vosotros! —dijo—. Pero, pordesgracia, tengo que regresar pronto a la sede central del Templo Osiriano para ocuparme allí devarios asuntos; y después viajaré a Mónaco para seguir difundiendo la palabra en el GranPremio… ¡y espero que todos animéis a la escudería Osiris para que se alce con la victoria!Algunos miembros de la secta que, al parecer, también eran aficionados a la Fórmula 1,estallaron en aclamaciones. Shaban dio muestras de irritación, pero guardó silencio mientras Osirles imponía silencio con gestos de la mano.—Gracias; gracias —dijo—. Y ahora haré que Gerard pase entre vosotros para que me transmitavuestras preguntas —dijo, haciendo un gesto con la cabeza al traductor.Gerard bajó por el pasillo central recorriendo con la mirada a todos los que agitaban las manoslevantadas, y ofreció por fin un micrófono a una mujer joven y bonita, de cabellos oscuros. Esta,

que parecía casi dominada por la impresión, consiguió balbucir una pregunta en francés. Eltraductor se la repitió a Osiris en inglés:—La idea del viaje por el Reino de los Muertos me da miedo. ¿Qué pasa si caigo víctima de losguardianes antes de llegar ante Osiris?Osir le dirigió una sonrisa tranquilizadora.—Los que siguen con fidelidad las palabras de Osiris no tienen nada que temer en el Reino delos Muertos —dijo—. Los guardianes solo pueden hacer daño a los que no están preparados o alos que no son dignos. Si vienes a Suiza para recibir mis enseñanzas en persona, te explicaré todolo que necesitas para llegar a Osiris, y muchas cosas más —añadió con una sonrisa más anchatodavía y con un brillo en la mirada.—¿Acaba de intentar ligársela? —susurró Eddie, mientras la joven daba las gracias de todocorazón a Osir.—Eso creo yo —dijo Nina—. Mis enseñanzas en persona, y una porra.—¡Chist! —dijo con enfado la mujer que estaba junto a Eddie.El traductor seleccionó a la persona que haría la pregunta siguiente, que fue otra mujer joven yatractiva, aunque en esta ocasión era rubia. La siguiente también era rubia, y la que siguió a esta,morena.—Creo que empiezo a notar una pauta —dijo Nina.Eddie sacudió la cabeza con una mezcla de incredulidad y admiración.—Dios. Ha descubierto el modo de hacer realidad la fantasía máxima de un hombre: hacerte ricoy que las mujeres te adoren como a un dios.A Eddie se le congeló la sonrisa al ver que Nina levantaba la mano.—¿Qué haces? —le preguntó.—Tengo una pregunta.El modo en que Osir manipulaba la mitología egipcia para su beneficio personal le molestabacada vez más a nivel profesional; pero también sentía curiosidad por saber con cuánta seriedad setomaban aquella religión sus seguidores. ¿Se trataba de un simple juego Nueva Era que lesserviría para llenar un vacío en sus vidas durante una temporada, hasta que pasaran a alguna otranovedad? ¿O lo creían en serio, de todo corazón?El traductor, en su busca de personas que quisieran hacer preguntas y que se ciñeran a unprototipo determinado, casi había llegado hasta la última fila. Y Nina daba el tipo. El traductor letendió el micrófono.—Habíamos dicho que no llamaríamos la at… Ay, en nombre del cielo —murmuró Eddie,ocultando la cara bajo la visera de la gorra de béisbol.—Yo, esto, tengo una pregunta… —dijo Nina, poniendo una voz más aguda para sonar máscomo una niña mona.Miró hacia el escenario, a Osir, pero observó también a Shaban y a Diamondback por si dabanmuestras de reconocerla.—Me preguntaba cómo podemos tener la vida eterna en este mundo y también en el siguiente…si para ir al siguiente, como que tenemos que morir en este…Muchos rostros se volvieron hacia ella; el desprecio de la multitud casi se podía palpar.La sonrisa condescendiente de Osir y la soltura con que respondió dejaba claro que ya tenía bienpreparada de antemano una respuesta a la medida de la pregunta.—Ambas vidas son una misma vida —dijo—. Cuando concluye una, comienza la otra, siempreque Osiris te haya juzgado digno de la vida eterna. La vida siguiente sigue a esta primera sininterrupción. Estas cosas se enseñan en el primer volumen del Libro de Osiris —añadió,adoptando de nuevo la voz de vendedor—. Si no lo has leído todavía, encontrarás ejemplaresdisponibles fuera de la sala.Se oyeron risas burlonas por la sala, no dirigidas al líder de la secta sino a Nina. Estaba claro queaquella iglesia no tenía mucha paciencia con los que no habían estudiado bien sus escrituras.Gerard se disponía a retirarse, pero Nina volvió a hablar.—Y tengo una pregunta sobre la mitología —dijo, esta vez con su voz normal, con un deje de

irritación por haber sido tratada con condescendencia—. ¿Cómo concuerda usted suinterpretación del relato de Osiris con la mitología egipcia tradicional? Ya sabe, me refiero aaquello de que a Osiris no le concedieron la inmortalidad hasta después de que hubo muerto eIsis lo resucitó por un breve tiempo, pero Set lo descuartizó en catorce trozos, y e hizo que unpez le devorara el pene cortado.Se levantaron murmullos de hostilidad entre el público. En el escenario, Shaban la miró depronto con ojos desencajados al darse cuenta de quién era la que estaba hablando.—Es hora de marcharnos —murmuró Eddie.Osir ya se disponía a soltar una nueva respuesta prefabricada, pero volvió la cabeza al oír algoque le decía Shaban. Enarcó las cejas.—Tenemos entre nosotros a una invitada inesperada: la doctora Nina Wilde. Estoy seguro de quetodos vosotros presenciasteis su aparición inesperada en televisión hace pocas noches.—Hola, qué tal —dijo Nina, saludando con la mano con sarcasmo mientras Eddie y ella seabrían camino hacia el pasillo central. A espaldas de Osir, Diamondback se retiró rápidamentedel escenario.—De acuerdo; si no quiere hablar de lo del pene, ¿qué le parece hablar de la relación del TemploOsiriano con el robo del zodiaco, bajo la esfinge, y de por qué están buscando la pirámide deOsiris?—No tengo idea de lo que quiere decir usted, doctora Wilde —dijo Osir, aunque todas sus dotesde actor no le bastaron para disimular la sorpresa que le produjo oír pronunciar a Nina esteúltimo nombre.Tras él, Shaban se puso de pie e hizo una señal a los hombres de las chaquetas verdes queestaban al fondo de la sala; acto seguido, se dirigió a los congregados:—¡Unos incrédulos han profanado nuestro templo! ¿Es que vais a tolerar esta afrenta?Algunos sectarios empezaron a abuchearlos; varios se pusieron de pie con cara de rabia. Osiraparentó inquietud.—Esperad…, no hay que caer en la ira —empezó a decir; pero los hombres no le hicieron caso yse dirigieron al pasillo, obedeciendo a Shaban.—Es hora de marcharnos, sin duda alguna —dijo Eddie. Se volvió hacia la salida al ver que losde las chaquetas verdes cerraban filas—. ¡Cojones! No has podido aguantarte sin soltar por esaboca, ¿verdad?—Vale; no ha sido la idea más genial de mi vida —reconoció Nina.Ya conocía la respuesta a su pregunta de con cuánta seriedad se tomaban su religión losseguidores de Osiris: con mucha.Eddie miró hacia el escenario. Diamondback avanzaba a buen paso por el pasillo central, e ibaarmado casi con toda seguridad; pero ya había varias personas entre él y ellos. Si eran capaces desalir antes de que los tuviera bien a tiro…Uno de los hombres de chaqueta verde extendió la mano para agarrar a Eddie…—¡Corre! —gritó Eddie, mientras clavaba un puño en la mandíbula del hombre.Nina saltó sobre el hombre que caía y corrió hacia la salida. Otro hombre intentó asirla, pero soloalcanzó su gorra, y se la arrancó de la cabeza. Ella le lanzó un golpe, le dio con fuerza en unamejilla, y abrió la puerta de una patada. En la antesala, ante el salón de actos, había expositoresllenos de libros, DVD y diversos chismes piramidales. Las personas que se ocupaban de losexpositores retrocedieron, sobresaltadas, al verla irrumpir bruscamente.—¡Vamos, Eddie!El hombre al que había golpeado Nina empezó a perseguirla, pero recibió una patada salvaje dela bota de Eddie en la ingle. Se derrumbó con un aullido de animal herido.Alguien agarró a Eddie de la chaqueta de cuero y tiró de él hacia atrás. Eddie asestó un puñetazoal hombre en la cara; la sangre roja le salpicó la chaqueta verde. El hombre vaciló; cayó sobre laestatua de Osiris que estaba junto a la puerta… y la atravesó, con un sonoro crujido. La figura deOsiris, aparentemente de piedra, era de fibra de vidrio y escayola. La estatua se tambaleó. Lossectarios que estaban en el pasillo central, sin atender a los gritos de Osir, que pedía orden,

reaccionaron con furia ante aquella profanación de la estatua, y corrieron hacia Eddie.Diamondback los seguía a la carrera.Eddie dio un salto y asió el brazo de la estatua; al mismo tiempo, se impulsó de una patadacontra la jamba de la puerta para derribar la figura. Se arrojó a través de la puerta abiertamientras la escultura, de casi tres metros de altura, caía con estrépito tras él y saltaba en pedazosagudos.Los sectarios se detuvieron, consternados. Diamondback se abrió paso entre ellos, mientrassacaba sus revólveres.Nina estaba junto a la salida a la calle. Eddie cerró de un portazo la puerta del templo y derribóde un tirón una mesa, mandando al suelo pilas de DVD. El expositor siguiente todavía se estabamontando, y tenía encima una caja de cartón que contenía libros, a medio desempaquetar.Habían cortado la cinta de plástico con la que había estado cerrada la caja durante el transporte;Eddie se apoderó de la cinta y corrió tras Nina.La puerta del templo se abrió bruscamente. Salió por ella uno de los hombres de verde, seguidode Diamondback, que levantaba sus revólveres…El matón pisó las cajas de DVD que estaban dispersas por el suelo; el plástico sobre el plásticoera tan resbaladizo como el hielo, y el hombre cayó. Diamondback no pudo detenerse a tiempo ytropezó con él. Cuando cayó a tierra, uno de sus revólveres se disparó. Los trabajadoresencargados de los expositores huyeron, gritando.Eddie salió corriendo tras de Nina entre las dos hojas de madera de la puerta de la calle, y lascerró de golpe. Los picaportes eran gruesos pomos de bronce desgastados por el tiempo. Eddielos rodeó varias veces con la cinta de plástico y los ató entre sí, tensando el nudo todo lo quepudo.Macy corría hacia ellos.—¡Doctora Wilde! ¿Qué ha pasado?—Que no les ha gustado que se pusieran en duda sus creencias —dijo Nina, mientras buscabacon la vista la vía de escape más rápida.Eddie ya la había localizado. Profirió un silbido agudo para avisar a las dos mujeres y se dirigióapresuradamente a la limusina de Osir, que estaba aparcada allí cerca. El conductor de lalimusina sufrió en la cara el impacto del puño de Eddie e, instantes después, el del asfalto, al serarrojado del coche a la calle.—¡Daos prisa!—¿Le vamos a robar la limusina? —exclamó Macy.Nina abrió la puerta trasera e hizo subir a Macy de un empujón.—¡Es mejor que un taxi! —dijo, y entró de cabeza tras Nina—. ¡En marcha, Eddie!Eddie pisó el acelerador a fondo. La limusina se alejó de la acera de un salto, y Eddie hizo ungiro brusco y rozó el coche que tenían aparcado delante. Por fin, tuvieron la vía libre.Nina miró atrás y vio que las puertas de madera se agitaban con violencia hasta que la cinta deplástico saltó por fin. Diamondback salió corriendo a la calle, gritándoles; pero tuvo el dominiode sí mismo suficiente para no abrir fuego delante del edificio de su jefe, en una calle concurrida.Eddie circuló a buena marcha por las calles de París durante poco más de un minuto, hasta que sedetuvo con chirrido de neumáticos cerca de una boca del metro de París.—¡Fuera todos! —gritó.Abandonaron el vehículo; pero Macy se llevó una sorpresa al ver que se alejaban corriendo de laestación, en vez de entrar en ella.—Allí es donde se creerán que nos hemos metido —explicó—. Si les flics6 están entretenidosen vigilar las estaciones de metro, no nos buscarán en un Starbucks a la vuelta de la esquina.—Estas cosas se le dan bastante bien, ¿verdad? —dijo Macy con cierta admiración.—No se me dan mal —dijo él, sonriendo, mientras doblaban una esquina y veían un cibercafé apoca distancia—. Vamos allá. No es un Starbucks, pero se le parece.Entraron en el local.Al cabo de pocos minutos pasó ante el cibercafé un coche de policía a toda velocidad y haciendo

sonar la sirena, pero aquel fue el único indicio que vieron de que hubiera una persecución.Parecía que tanto las autoridades como los del Templo Osiriano habían caído en la trampa deEddie. No obstante, este siguió en tensión, mirando por el escaparate, hasta que se hubodesvanecido el sonido.—Creo que ya se han marchado —dijo por fin, volviéndose hacia Nina y Macy.Estas habían pagado tiempo de uso en un ordenador, en un principio, para no llamar la atención,pero ya estaban consultando de nuevo en Internet el sitio web de la secta.—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Eddie.Nina también había estado planteándose aquello mismo.—No cabe duda de que Osir tiene el zodiaco, y es verdad que busca la pirámide de Osiris. Yaviste cómo reaccionó cuando los nombré.—Sí; y nosotros hemos tenido una suerte loca de haber podido salir de allí. Creo que deberíamoscontar a los egipcios lo que hemos descubierto y dejar el asunto en sus manos. El zodiaco essuyo; que se ocupen ellos de recuperarlo.—Todavía no tenemos ninguna prueba —repuso Nina—. Lo más probable es que esté en su sedecentral, en Suiza —añadió, señalando la página web del Templo Osiriano en la pantalla delordenador—; pero vamos a necesitar algo más que eso para convencer al ministro o al doctorAssad para que tomen medidas.—Hagamos lo que hagamos, tenemos que hacerlo enseguida —dijo Macy—. Si no, encontraránla pirámide y se llevarán todo lo que haya dentro.—Pero tampoco podemos hacer gran cosa por evitarlo, ¿no? —dijo Eddie, irritado—. No nosvan a dejar entrar tranquilamente en su sede central para que echemos una ojeada al trasto ese.—Bueno… Está claro que no —respondió Macy, molesta—, pero… ¡podría usted entrar sin quelo vieran! —añadió, recuperando de nuevo el entusiasmo—. Usted era de operaciones especialeso algo así, ¿no? La doctora Wilde y yo podríamos hacer algo para distraerles la atención, ymientras tanto entraría usted en plan ninja y buscaría el zodiaco.—Ay, Macy, calla —refunfuñó Nina, llevándose los dedos a las sienes.Macy se sintió extrañada y dolida.—No, de verdad, podríamos… —dijo.—Esto no es una película, ni mucho menos Eddie es un ninja. Es una idea estúpida —dijoNina—. Déjame pensar —añadió, frunciendo el ceño y frotándose la frente.—Hablando de ideas estúpidas —dijo Eddie, mientras Macy se quedaba rígida y enmudecida ensu asiento—, lo de entrar en ese templo y hablar a esos pirados de cuando le cortaron la polla asu dios ha sido bastante tonto, joder.Nina lo miró con enfado.—Sí, como que lo de picarte en plan machito con un asesino armado fue una idea brillante. Esasí que fue una buena lección de cómo no meterse en líos, Eddie.—Usted perdone, caray —exclamó él con sarcasmo—. El que va buscando líos no soy yo. ¡Yono quería hacer saltar por los aires Times Square, ni hacer trizas la esfinge, ni enzarzarme en unapelea con un montón de jodidos sectarios majaretas! Corre, ve a decírselo a los loqueros: ¡hasdescubierto una manera nueva de salir de una depresión!—A los psiquiatras no les gusta que los llamen loqueros —apuntó Macy con severidad.Nina no le hizo caso.—¡Sí, está claro! —replicó a Eddie—. ¡Lo que más falta me hacía para superar el peor momentode mi vida desde la muerte de mis padres es que me persigan a tiros!Eddie soltó un bufido en el que se combinaba la rabia con el desánimo.—Ay, me alegro de que nuestro matrimonio haya empezado con tan buen pie.—¡Creía que ni te habías fijado! —le soltó ella a su vez—. Ya que, al parecer, has encontradootras maneras de llenar tu tiempo.Eddie levantó la vista al techo y puso los ojos en blanco.—¡No me jodas! Ya tuvo que salir eso otra vez.—Pues ¿qué quieres que crea? —le preguntó Nina—. ¡Si no solo me entero de que te ves con

otra mujer, sino de que me mientes al respecto!—Ya te he dicho que entre Amy y yo no hay nada.—Entonces, ¿por qué no me cuentas lo que hacías con ella?Eddie alzó las manos al cielo.—¿Sabes qué? —exclamó—. Te lo iba a contar, aunque quería guardar el secreto hasta quellegara el momento oportuno; pero ya no me voy a molestar. Tú tampoco has prestado ningunaatención a nadie, más que a ti misma, de siete meses a esta parte, y no vas a empezar ahora.—¿Qué demonios quieres decir con eso? —le preguntó Nina.Eddie profirió una exclamación de sarcasmo.—Tú no eres la única a la que despidieron, ¿recuerdas? Yo también perdí mi trabajo. Y ya hasvisto todas las porquerías que he tenido que hacer para que saliésemos adelante los dos,trabajando a todas horas, yendo a comprar zumo de naranja para un montón de zánganos ricos yparanoicos, mientras tú no hacías otra cosa que quedarte sentada, lamentándote de haber tenidoque dejar tu dichoso Manhattan querido.—Yo no solo perdí un puesto de trabajo —gruñó Nina—. Perdí mi carrera, mi reputación… ¡Loperdí todo! ¡Y si no eres capaz de ver por qué eso me puede llegar a deprimir un poco, es quequizá no me conozcas en absoluto!—Puede que no —replicó él—. De entrada, yo no había pensado que la mujer con quien me casésería una condenada quejica.—¿Qué?—¿A que a mí no me has oído quejarme y lamentarme de la mierda que era todo? No: ¡yo movíel culo e hice lo que pude para resolverlo!—Ah, ¿es que las quinientas cartas que envié buscando trabajo no cuentan? —exclamó ella—.¡Quizá te pienses que debería haberme puesto a trabajar en un McDonald’s!Macy dio una palmada en la mesa.—Vale, ¡escuchen! —dijo—. Esto no nos sirve de nada. Tenemos que encontrar…—¡Cállate! —gritaron los dos al unísono.Macy miró a Nina y, con los labios temblorosos, se levantó de un salto y salió aprisa del local.—Mierda —dijo Eddie al cabo de un momento—. Más vale que la siga, no sea que se vaya atopar con Diamondback o con alguien así.—Adelante —dijo Nina con frialdad.Eddie sacudió la cabeza y salió tras de Macy, soltando un maldita sea.Nina miró a la pantalla. El retrato de Osir le devolvía la mirada con una gran sonrisa. Nina locontempló en silencio, reflexionando.Y tomó una decisión.Eddie y Macy regresaron al cabo de pocos minutos. Macy todavía parecía alterada, y Eddietampoco daba muestras de haber recobrado el buen humor. Nina tenía claro que lo que sedisponía a decir no les alegraría el ánimo.—Ya he decidido lo que voy a hacer —les anunció.—¿Ah, sí? No me digas —comentó Eddie con desconfianza.—Así es. El plan de Macy no era absolutamente estúpido.—Me alegro de que lo crea así —dijo Macy, sin ningún entusiasmo.—Voy a la sede central de Osir, en Suiza, como propuso ella. Pero nada de colarme sin que mevean. Le daré lo que necesita para encontrar la pirámide de Osiris.Nina se puso de pie.—Y ¿sabéis una cosa? —añadió—. Voy a entrar yo sola.

12SuizaMientras Nina recorría a pie la carretera corta que llegaba hasta la orilla del lago, la tensión lerevolvía el estómago. En la orilla había una puerta fortificada que protegía la entrada a la sedecentral del Templo Osiriano…, que no era como se había imaginado ella. A unos doce metrosdel borde del lago había una isla rocosa, rodeada de una alta muralla de piedra gris, sobre la quetranscurría un adarve almenado por el que paseaban hombres que montaban guardia. En losángulos se levantaban torreones circulares más altos, rematados por tejados cónicos de pizarra decolor rojo vivo. Sobre la muralla del fondo había otro tejado rectangular más grande que cubríala torre del homenaje del castillo, de estilo gótico. Entre el castillo y la orilla había un puentelevadizo de dos mitades, que en aquel momento estaban izadas.Toda aquella imagen, con el fondo de los picos de los Alpes más allá del lago azul, erapintoresca hasta decir basta… salvo por un detalle cuya incongruencia destacaba a ojos vistas.En el patio interior del castillo había una pirámide negra de cristal, tan alta que se elevaba porencima de la muralla. Era la misma estructura que Nina había visto detrás de Osir en el retrato deeste que aparecía en el sitio web del Templo Osiriano.Las pesadas vigas de madera oscura del puente levadizo se levantaban como un muro ante elarco de la puerta fortificada, impidiéndole ver el castillo que estaba más allá. A un lado había unintercomunicador, y una cámara la observaba con su ojo de cristal.El nudo que tenía Nina en el estómago se apretó todavía más. Estaba asumiendo un riesgoinmenso al presentarse allí. Pero levantó la mano y pulsó el botón del intercomunicador.—¿Sí? —dijo una voz por el altavoz del aparato.—Soy la doctora Nina Wilde —dijo Nina, mirando de frente a la cámara para asegurarse de queel vigilante la veía bien—. Diga a Jalid Osir… que quiero hacer un trato.—Doctora Wilde, he de reconocer que me sorprende verla de nuevo —le dijo Osir diez minutosmás tarde—. Cuánto más aquí.—Yo misma estoy algo sorprendida también —dijo ella, mientras la hacían pasar a un salóngrande, dentro de la torre del homenaje. El salón era un museo dedicado a un tema único.Osiris.—¿Cómo es que hablas con ella siquiera? —exclamó Shaban con voz cortante.Shaban era quien había salido a recibirla a la puerta principal, en cabeza de un pelotón dehombres de chaquetas verdes, y Nina estaba convencida de que, si hubiera sido él quienmandara, y no Osir, la habría hecho matar allí mismo.—Está claro que es una trampa —añadió Shaban—. Bobby puede acabar con ella y echarladonde no la encuentren nunca.—Debe usted perdonar a mi hermano —dijo Osir, haciendo callar a Shaban con un gesto de lamano que no sirvió sino para enfurecerlo más todavía—. Nunca ha dominado mucho las formassociales.—Sí, esa misma impresión me ha dado a mí —dijo Nina, observando más atentamente una de lasvitrinas. Contenía un códice antiguo sobre papiro, conservado cuidadosamente entre doscristales.Osir advirtió su interés.—Creo que ya sabe usted lo que es eso —le dijo.—Supongo que es la cuarta página de los códices que condujeron al descubrimiento del Salón delos Registros.—Así es. El Templo Osiriano financió una excavación arqueológica en Gaza, un poco más alláde la frontera con Egipto. Mis expertos, que también son seguidores míos, habían creído que allíse podría descubrir algo interesante. Y tenían más razón de la que me había imaginado yo.—Así que usted se quedó la última página.—A mí no me importaba que el Gobierno egipcio tomara posesión del Salón de los Registros. Esun tesoro nacional. Pero cuando me enteré de lo que había dentro —dijo, señalando el papiro—,supe que aquello me lo tenía que quedar yo. A cualquier precio.

Indicó a Nina el resto de las piezas del museo: desde figurillas talladas que representaban alantiguo dios hasta grandes losas con más jeroglíficos, que al parecer se habían cortado deparedes de piedra.—Esta es la colección privada de objetos relacionados con Osiris más importante del mundo—dijo—. Los he recopilado a lo largo de los años… pero espero que la colección no tarde enampliarse mucho más.—Cuando encuentre usted la pirámide de Osiris —dijo Nina.—En efecto. Y, al parecer, usted está dispuesta a ayudarme a conseguirlo.—Si fuera de fiar… —gruñó Shaban.—Ya veremos. Pase por aquí, doctora Wilde —dijo Osiris, acompañándola hacia una puerta.Entre los objetos del museo se apreciaba un espacio vacío que parecía del tamaño ideal parainstalar allí el zodiaco; pero a Nina no le dio tiempo a hacer ningún comentario, pues Osir la hizopasar a la sala siguiente.A pesar de que la decoración era de tema egipcio, la lujosa sala tenía un claro estilo de residenciade soltero rico, todo a base de cromados, maderas claras y cuero negro.—Haga el favor de sentarse —dijo Osir.Nina se acomodó en un mullido sofá de piel, con cojines y fundas de vellón de oveja blanca.Esperaba que Osir se sentara en el sillón que estaba enfrente; pero este, en vez de ello, se instalótambién en el sofá, junto a ella. Shaban se quedó de pie.—Y bien, ¿le apetece tomar algo? —le preguntó Osir con una sonrisa.—No, muchas gracias.—Entonces, espero que no le importe que yo sí me haga servir alguna cosa.Sobre una mesa de café de vidrio había un elegante intercomunicador. Osir pulsó un botón ydijo:—¿Fiona? Mi café de costumbre, por favor.Echó una mirada a Shaban, pero este torció el gesto y negó con la cabeza.—Solo uno, por favor —dijo Osir.Se recostó en el sofá y extendió un brazo sobre el respaldo, casi tocando el hombro de Nina conla punta de los dedos.—Y bien, doctora Wilde… ¿O puedo tutearla?—Bueno, supongo… —dijo ella, insegura.—Llámame Jalid, si quieres. Como te sientas más cómoda.—Vale…, Jalid —dijo ella, consiguiendo esbozar una tenue sonrisa, que Osir le devolviómultiplicada.—Entonces, Nina…, querías proponerme un trato. Me interesaría mucho oír tu propuesta.La sonrisa seguía presente, pero ya era más bien la propia de un hombre de negocios.—A mí también —observó Shaban con frialdad.—Vamos a poner todas las cartas sobre la mesa —dijo Nina—. Tienes el zodiaco del interior dela esfinge… Tú lo sabes, y yo lo sé.Osir miró a Shaban.—La hemos registrado —le dijo este—. No lleva micrófonos ni cables; solo un teléfono.—A mí me interesa tanto como a vosotros que nadie más se entere de esto —les dijo Nina—. Asíque, el zodiaco… ¿lo tienes?—Sí, lo tengo —dijo Osir.—Ajá, ¡has confesado! ¡Te pillé! —dijo, señalando a Osir con un dedo acusador… Pero lo bajóenseguida, dedicando una sonrisa al enfadado Shaban—. Como en Psych.Osir se rio por lo bajo.—Creo que me vas a caer bien, Nina. Pero sí: tengo el zodiaco.—Y piensas emplearlo para localizar la pirámide de Osiris, ¿verdad?—Estás en lo cierto una vez más.—Suelo estarlo.—Salvo con lo del jardín del Edén —dijo Shaban con mala intención.

Nina le echó una mirada de desagrado.—No, hasta en eso estaba en lo cierto. Solo que me hundieron del todo unos que querían guardarel secreto de su existencia. Y este es uno de los motivos por los que he acudido a ti —prosiguió,mirando de nuevo a Osir—. Puedo ayudarte a encontrar la pirámide de Osiris… pero quiero miparte.A Osir le tembló una ceja, en gesto de extrañeza.—No había esperado que la célebre Nina Wilde fuera tan… interesada.—Me he vuelto así hace poco. Todavía tengo que acostumbrarme.—No la creo —dijo Shaban.—Sí; nadie me cree últimamente—dijo Nina con voz cortante—. ¿Sabes por qué he acudido avosotros? Porque esos canallas de la AIP me han hundido la vida. Destrozaron mi carreraprofesional y me quitaron todo lo que tenía importancia para mí.—¿Y qué hay de tu marido? —le preguntó Osir.Nina esbozó una sonrisa sarcástica.—Eddie y yo estamos… descansando el uno del otro. Reñimos… por esto, por la idea de que yoviniera a veros. Dijo que él no lo consentiría, y yo supe que no podría hacerle cambiar deopinión. Nunca cambia de opinión. De modo que he venido sola.—Y ¿por qué te decidiste a venir?—Por todo —dijo—. ¡Por todo! —repitió con más amargura—. ¡Me habían convertido en unhazmerreír, en el hazmerreír de todos! Y estoy harta. ¡Que los jodan a los de la AIP!La vehemencia de aquel arrebato pareció sorprender a Osir, y hasta al propio Shaban.—¿Quieres que te diga la verdad? Pues la verdad es que disfruté mucho haciendo quedar a laAIP como una pandilla de gilipollas incompetentes delante de millones de espectadores. Que loszurzan. Ya les he quitado el gusto de descubrir el Salón de los Registros, y ahora quiero rematarla tarea con la pirámide de Osiris. Ya no me importa nada, con tal de que me paguen bien.—No habrá problema con el dinero —dijo Osir, con voz de preocuparse por ella, a la vez quetranquilizadora. Le tocó suavemente el hombro; ella no se apartó—. Pero ¿estás segura de lo dedejar a tu marido?El tono de Osir daba a entender que aprobaba aquella decisión.—Mi marido… —dijo Nina, casi con un gruñido—. Mi marido me saca de quicio a veces. Esinflexible, y puritano y… y es un idealista. Es un idealista en un mundo pragmático. Pues bien,ahora voy a ser pragmática yo. Me he cansado de quedarme sentada, esperando a que el mundose apiade de mí. Si todo el mundo sale adelante a base de jugar según las reglas del sistema,pues… yo también quiero mi parte, maldita sea.Nina bajó la vista hacia sus manos y añadió con voz más baja:—Si a Eddie no le gusta… que se vaya al infierno.Jadeaba, y tenía las mejillas sonrojadas; se dio cuenta de que aquella rabia suya era auténtica,pues había dejado aflorar los resentimientos que se había estado guardando dentro.Tras un momento de silencio, Nina volvió a levantar la vista hacia Osir, y vio que la estabaobservando atentamente con sus ojos oscuros. La estaba analizando como hace un actor con otro.Estaba juzgando su actuación.Si consideraba que Nina estaba fingiendo, la entregaría a su hermano…En la cara de Osir apareció una amplia sonrisa.—Creo que podemos hacer tratos, Nina. Si es que tienes algo que ofrecerme.—Lo tengo —respondió ella, aliviada—. He llegado a algunas conclusiones sobre la ubicaciónde la pirámide.—¿Cómo? —intervino Shaban—. ¡Si ni siquiera llegasteis a ver todo el zodiaco!—Vi lo suficiente. A ver si estoy en lo cierto… Estáis buscando el modo de leer el zodiaco comosi fuera un mapa.—No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir eso —observó Shaban con sorna.—Puede que no…, pero ¿y si deduzco también que no habéis conseguido encontrar ningunarelación entre lo que veis en vuestro mapa estelar y el mundo real?

Shaban apretó los labios de un modo que dejaba claro que Nina estaba en lo cierto. Osir asintiócon la cabeza.—¿Y tú sí?—Ya lo he dicho: es una de mis deducciones. Y esta primera os la daré de balde. Para demostrarque lo de ayudaros va en serio. A partir de aquí, tendréis que pagar.Osir le dedicó una nueva sonrisita.—Me gustaría saber lo que puedes haber descubierto sin siquiera haber visto todo el zodiaco—dijo.—En realidad, es bastante sencillo.Les explicó entonces lo que le había enseñado a ella Eddie en el Louvre: que cuando un mapa seexpone en el techo, está invertido de izquierda a derecha respecto de un mapa pensado para versede manera convencional.—Aunque no lo sé con certeza, me atrevería a decir que no habéis montado el zodiaco en eltecho.—Una nueva deducción correcta —dijo Osir.Miró a Shaban y sacudió la cabeza.—Tú has estado en el ejército. ¿Es que no prestaste atención en las clases de lectura de mapas?—le reprochó.—No poníamos los mapas en el techo —replicó, procurando contener la ira, que le cubría dearrugas la superficie de la cicatriz próxima a la boca—. Y, además, siempre se ha dado porsupuesto que el listo eras tú, hermano.—Yo también lo suponía —repuso Osir.Llamaron a la puerta, y Osir volvió la cabeza.—Adelante. ¡Ah, Fiona!Entró una mujer de unos veinticinco años, rubia, bonita y de curvas marcadas, que llevaba unatacita de café humeante y de fuerte aroma. Tras dirigir a Nina una mirada de desconfianza,ofreció la bebida a Osir con una sonrisa.Osir le devolvió la sonrisa y le hizo una suave caricia en el antebrazo antes de tomar la taza.—Perfecto, como siempre, querida. Gracias.Fiona sonrió de nuevo y se marchó; mientras se alejaba, Osir le contemplaba el trasero sin elmenor disimulo. Se recostó en su asiento y olió el café antes de tomar un trago.—Sí que es curioso. Puedo permitirme cualquier lujo, de cualquier parte del mundo…, pero, poralgún motivo, para mí no hay mejor café que una taza de saada egipcio.Shaban profirió una exclamación de desprecio.—Con todas las cosas de las que puedes sentir nostalgia, ¿te tiene que dar por ese mejunje?—¿Qué quieres que te diga? Uno no elige las cosas que más le gustan…, las cosas lo eligen auno. De modo que más vale disfrutar de ellas sin sentirse culpable.Volvió a degustar el café con gesto de satisfacción.—A mí no me parece que Osiris diría una cosa así —comentó Nina.—Lo hermoso de Osiris es que su historia se puede interpretar de muchas maneras. Como túmisma señalaste en París.—¿Estás diciendo que te vas inventando las cosas a la medida de tus necesidades?Una risa sardónica.—¡Eres tan deslenguada como mi hermano, Nina! Pero piensa lo que quieras… No puedo hacercomentarios al respecto.Shaban no compartía la despreocupación de Osir.—¡Jalid! —exclamó—. Ha estado trabajando en nuestra contra desde el primer momento, ¿yahora cambia de planes y abandona a su propio marido para venir aquí? ¿Crees de verdad quequiere ayudarnos? Es una trampa.—Tendría que ser francamente estúpida para venir aquí por mi cuenta si la cosa no fuera en serio—repuso Nina—. Teniendo en cuenta que tu amiguito de piel de serpiente, y tú mismo, queréismatarme.

—Me temo que Sebak y sus hombres pueden pecar un poco de… exceso de celo cuando se tratade proteger los intereses del Templo —dijo Osir—. Espero que aceptes mis disculpas. Nuncapretendí que se hiciera daño a nadie. Lo único que quería era sacar el zodiaco del Salón de losRegistros antes de que la AIP lo abriera, para poder encontrar la pirámide de Osiris sinintromisiones.—¿Por qué quieres encontrar la pirámide? —le preguntó ella—. ¿Qué es lo que contiene quetiene tanta importancia para ti?Osir apuró su café, se puso de pie y ofreció una mano a Nina. Ella titubeó, pero se la tomó.—Te lo enseñaré.—¡Jalid! —susurró Shaban con rabia, en clara señal de advertencia.Osir lo miró con enfado.—Serás mi hermano, Sebak, pero en el Templo Osiriano mando yo. ¡No lo olvides!La furia de Shaban ya era tal que se le veía temblar de rabia, pero consiguió guardar silenciomientras Osir volvía a dirigirse a Nina.—Te vuelvo a pedir disculpas. ¿Tienes un hermano menor que tú? ¿O una hermana menor?—No —dijo ella—. Pero Eddie, mi marido, es hermano menor.—Entonces, ya sabrás algo de la rivalidad entre hermanos.—Sí, podría decirse que sí.Nina había visto pocas veces a la hermana de Eddie; aunque los dos hermanos Chase, antesreñidos, se habían reconciliado hasta cierto punto, la relación entre ambos seguía teniendo susasperezas.Osir sonrió.—El hijo mayor tiene el deber de ocuparse de su hermano —dijo—; de velar por él cuandonecesita apoyo. Y, a veces, de enmendar los errores de su hermano cuando este se deja llevar porsu carácter impulsivo.Este último comentario iba dirigido claramente a Shaban, que volvió a torcer el gesto con rabiacallada.—Pero, vamos —prosiguió Osir, llevando a Nina hacia la puerta—. Verás por ti misma por quéestoy buscando la pirámide de Osiris.

13Osir condujo a Nina a través de la torre del homenaje hasta llegar al patio, seguidos ambos porShaban. Al entrar, Nina había pasado junto a la pirámide de cristal negro y el helipuertocontiguo; pero solo ahora pudo dedicar toda su atención a la estructura. Al observarla desde labase, la superficie desnuda e inclinada y las aristas convergentes engañaban al sentido de laperspectiva, de modo que resultaba difícil hacerse una idea de su tamaño verdadero. Pero eramás alta que cualquiera de los torreones del castillo, que medían unos veinticinco metros dealtura.—¿Una pirámide en Suiza? —comentó ella cuando se acercaban—. Está un poco fuera de lugar.Así era, como mínimo: a diferencia de la pirámide de cristal del Louvre, la construcción de Osirestaba absolutamente desproporcionada en relación con su entorno, y dominaba todo el castillo.—Yo creo que encaja bien en el paisaje —respondió Osir—. Es una de las muchas cosas buenasque tiene Suiza. Aunque he de reconocer que si vine aquí en un primer momento fue por elsistema fiscal.—Yo creía que las religiones estaban exentas de pagar impuestos… —dijo Nina; había estado apunto de decir las sectas en vez de las religiones, pero optó por no provocar a Osir.—En la mayoría de los países lo están… después de ser aceptadas como legítimas; y eso cuestamucho tiempo y trabajo. Yo fundé el Templo Osiriano hace quince años, pero solo hace cincoque ha empezado a extenderse por el mundo. Pero tengo otras inversiones que, por desgracia, noestán exentas de impuestos… a menos que uno tenga su sede central en Suiza y contrate a unoscontables muy hábiles y muy bien pagados.La zona despejada del patio ante la pirámide, que estaba vacía a la llegada de Nina, estabaocupada ahora por unos treinta hombres que vestían camisetas y calzones negros y hacíangimnasia. Diamondback, que por una vez no llevaba puesta su chaqueta de piel de serpiente,daba las órdenes como un sargento instructor. Shaban se desvió para intercambiar unas brevespalabras con el estadounidense, quien miró a Nina con odio; mientras hablaba Shaban, todos loshombres se pusieron firmes.—Parece que tenéis un pequeño ejército privado —dijo Nina.—Fue idea de Sebak —dijo Osir, mientras su hermano volvía a unirse a ellos—. Paraprotegernos. El Templo atrae a veces actos violentos…, como quizá hayas visto por ti misma—añadió, sonriendo.Llegaron a la pirámide. Las puertas de cristal integradas en su superficie se deslizaron para dejaral descubierto un elegante vestíbulo en el interior. Las personas que estaban dentro hicieronrespetuosas reverencias a Osir, mientras este acompañaba a Nina hasta un ascensor. Lodesconcertante era que las paredes anterior y posterior del ascensor estaban inclinadas en elmismo ángulo de la cara de la pirámide; el ascensor tenía perfil de paralelogramo, y ascendíasiguiendo el mismo ángulo oblicuo. Era un empleo muy poco eficiente del espacio, pues deaquella manera solo podía entrar un número reducido de personas en la cabina, a pesar de sugran volumen; pero Nina sospechó que a su anfitrión le interesaban más las formas que lafuncionalidad.Shaban entró en el ascensor tras ellos y siguió observando a Nina con frialdad durante laascensión. Las paredes de cristal permitieron a Nina contemplar algunas partes del interior de lapirámide mientras subían. La más imponente era una cámara enorme: un templo. Pero, adiferencia de la sala que había visto ella en París, en esta los jeroglíficos estaban tallados conláser en paneles de cristal, y las altas estatuas de dioses egipcios estaban cromadas y relucientes.—Esta es la sede central del Templo Osiriano —anunció Osir con orgullo—. También es la sedecentral del Grupo de Inversiones Osiris, S. A. Tiene oficinas más corrientes en Ginebra y enotras ciudades, pero todas se dirigen desde aquí.—¿Llevas una religión y una empresa desde un mismo edificio?—Las dos cosas se parecen más de lo que podrías figurarte —repuso él, sonriendo—. Lafidelización del cliente, la cuota de mercado, la rentabilidad de la inversión…, todos estosaspectos son cruciales.

El alto salón se perdió de vista, y el ascensor pasó ante dos niveles de oficinas antes dedetenerse.Nina percibió en el ambiente un olor fuerte y característico, el de la levadura.—Aquí huele como si tuvieses también una panadería.Osir se rio.—No exactamente. Pero el pan ha desempeñado un papel importante en mi vida. Mi padre erapanadero, ¿sabes? Yo me crie haciendo pan. Él pensaba que yo llevaría adelante el negocio…—comentó Osir mientras salían del ascensor; durante unos momentos dio la impresión de que sehabía dejado llevar por la nostalgia.—Sí —dijo con sarcasmo Shaban, que ya había superado su ataque de ira—. Estoy seguro deque preferirías con mucho estar amasando pan a vivir en un castillo suizo.—El destino tenía otros planes. Por aquí, Nina, por favor.Entró por una puerta siguiendo a Osir. El olor penetrante de la levadura se hizo más fuerte.Accedieron a una habitación cuya pared del fondo era de vidrio reforzado, por el que se podíaver una sala que ocupaba la cúspide de la pirámide y que parecía una combinación de cocina ylaboratorio. Trabajaban allí varias personas que llevaban batas blancas y mascarillas; unos conordenadores y con microscopios, otros atendían hornos y grandes cubas de acero reluciente.—Vale —dijo Nina, que ya no entendía nada—. ¿Y esto es…?—Esto es la causa por la que estoy buscando la pirámide de Osiris —dijo Osir—. ¿Qué sabes delos telómeros?Nina abrió los ojos con asombro, sorprendida por aquel giro brusco de la conversación.—Esto… Tienen algo que ver con las células, pero no sé nada más —reconoció—. Soyarqueóloga, no bióloga.—Ay, Nina, uno no debe limitar el alcance de sus conocimientos —la reprendió Osir, sacudiendola cabeza—. Mírame a mí. Yo era panadero; me hice actor; después, me hice empresario, ydespués, líder religioso… Pero también me he convertido, a un modesto nivel, en experto en elestudio de la prolongación de la vida.—¿La prolongación de la vida? —repitió Nina, procurando disimular su escepticismo.—Sí. En última instancia, es el objetivo fundamental del Templo Osiriano: evitar elenvejecimiento, evitar la muerte. Hacernos tan inmortales como Osiris. Empecé a interesarme…a obsesionarme por ello cuando era actor. Más que actor: estrella de cine. Quizá no hayaalcanzado la fama mundial de las estrellas de Hollywood —dijo, con una sonrisa de falsamodestia—, pero es bien cierto que todo el mundo en Egipto conocía mi cara cuando yo era másjoven.—Y querías que siguiera pareciendo joven.—¡Por supuesto! ¿No lo querrías tú?—No sé… —dijo Nina—. Cuando yo tenía veinte años era más bien feúcha. Prefiero el aspectoque tengo ahora que soy algo mayor.—¡Entonces, eres una mujer muy afortunada… y muy poco común! —dijo Osir, riendo—. Perolo único que quiere decir eso es que estás contenta tal como eres ahora. A cada momento quepasa, te estás alejando de esa imagen… y tu propio cuerpo trabaja en tu contra. Cada una de lascélulas de tu cuerpo se está destruyendo a sí misma poco a poco, sin que tú puedas hacer nadapor evitarlo. A menos… —añadió, señalando las cubas con un gesto dramático del brazo—, amenos que puedas detener la autodestrucción de tu cuerpo… e invertirla.—Entonces, ¿se trata de eso? —le preguntó ella—. ¿Estás preparando un… un elixir de lainmortalidad?Nina no había podido disimular el escepticismo en su voz en esta ocasión.—Ya conozco ese tonillo —dijo Osir, no con reproche, sino con resignación—. Pero sí: eso es loque intento hacer. Me gusta mi vida… ¡y quiero que me siga gustando! Empecé con tratamientossencillos, tales como las dietas y los programas de ejercicios; después, pasé a las vitaminas, a losantioxidantes, a las hormonas…—Las que vendes a los seguidores del Templo Osiriano.

—Sí. Cada sucursal del Templo compra los productos a las empresas subsidiarias del GIO entodo el mundo, que las producen bajo licencia de la empresa matriz. Pero… —siguió explicandocon un brillo en los ojos— lo bueno es que las licencias cuestan más que el precio de mayoristaal que venden los productos las subsidiarias a los Templos. De modo que, sobre el papel, todaslas empresas subsidiarias operan con pérdidas…—Y, si operan con pérdidas, no pagan impuestos sobre los beneficios de sociedades.—Exactamente. Mientras tanto, los templos venden los productos con beneficios, pero tampocopagan impuestos porque son organizaciones religiosas. En realidad es mucho más complicadoque todo esto, claro está; ¡ya te he dicho que tengo un equipo muy caro de contables y deabogados que se encargan de que no me alcancen los recaudadores de impuestos! Pero todo eslegal. Al menos, es legal según la letra de la ley.—Es un sistema imponente —dijo Nina; aunque le habían venido a la cabeza otros adjetivos,entre los que destacaba el de turbio.—Gracias —dijo Osir, que parecía sinceramente satisfecho—. Pero acabé por darme cuenta deque aquellos tratamientos solo podían servir hasta cierto punto, por un hecho genético sencillo.Los telómeros forman parte de los cromosomas que están en todas las células del cuerpo, soncomo una especie de tapón en el extremo del cromosoma. Cada vez que se replica la célula, lostelómeros se acortan un poco más. Son un mecanismo de control: sirven para evitar que lascélulas se repliquen de manera incontrolada, como sucede en el cáncer; pero también tienen undefecto.Nina lo entendió.—Si se acortan cada vez que se replican, acabarán por agotarse del todo —dijo.—Así es. Y cuando sucede esto, la célula envejece… y muere. Es un proceso constante einexorable. Por muy sana que sea la vida de una persona, lleva incorporada en el cuerpo unafecha de caducidad. Pero hay una manera de cambiar todo esto —añadió Osir, mirando hacia ellaboratorio.—¿Con levadura?—Con un tipo de levadura muy especial. ¿Sabías que solo se ha clasificado un uno por ciento detodas las especies de levaduras que existen? Son unos microorganismos muy sencillos, perotambién son muy variados. Algunas levaduras pueden servir para elaborar biocombustibles;otras, para disgregar sustancias químicas peligrosas o para introducir dosis de medicamentos enzonas concretas del cuerpo; y, naturalmente —añadió con una sonrisa—, hay otras que solosirven para hacer pan. Y la que yo busco es una de estas.Nina lo miró con extrañeza.—¿Quieres encontrar la pirámide de Osiris… para poder hacer pan?—¡Ah! Te has creído que estoy… ¿cómo lo dirían en Estados Unidos? ¡Majareta, eso es!—exclamó, riendo de nuevo—. No es un pan cualquiera, Nina —dijo, poniéndose más serio, másintenso—. Es un pan especial; un pan que estaba reservado para los antiguos monarcas deEgipto… y para los dioses. El pan de Osiris.Estas palabras hicieron recordar algo a Nina.—Espera un momento —dijo—. Macy dijo que el códice que no entregaste a la AIP decía algodel pan de la vida.Osir asintió con la cabeza.—El códice que me dio a conocer la pirámide de Osiris… y lo que hay en ella. Hay tesoros, sí;está el sarcófago del propio Osiris… Pero el objeto más valioso que contiene su tumba estambién el más sencillo. El pan. La levadura. La levadura que convirtió a un hombre corriente enuna leyenda inmortal.—¿Estás diciendo que esa levadura lo volvió inmortal?Osir negó con la cabeza.—No en el sentido en que nosotros emplearíamos el término. ¿Cuál era la esperanza de vida enel Antiguo Egipto? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco, a lo sumo? A una persona que alcanzaralos setenta la considerarían increíblemente anciana; y si esa persona era un rey, lo tendrían por

inmortal.—Puedo aceptarlo —dijo Nina, un poco a regañadientes—; pero ¿cómo podría servirle lalevadura para vivir tanto tiempo?—Como ya he dicho, hay muchos tipos distintos de levaduras.Osir señalo a un científico con barba que trabajaba ante un ordenador.—El doctor Kralj y su equipo están elaborando la secuencia del código genético de determinadostipos de levaduras, y buscan la que ellos consideran que es la secuencia ideal. Puede que ladescubran mañana mismo… y, en tal caso, yo no tardaría en convertirme en el hombre más ricodel mundo. O bien, puede suceder que la búsqueda dure cien años; y, para entonces, yo habrémuerto, por mucho que siga mis propias enseñanzas. De manera que prefiero encontrar la cepaoriginal, que está en la pirámide de Osiris.—¿Crees, entonces, que la levadura que empleaban para hacer el pan especial y privado deOsiris es una especie de… no sé, de cepa mutante que prolonga la vida?—No todas las levaduras son buenas. Algunas son organismos patógenos cuyas esporas puedeninfectar el cuerpo humano, o son portadoras de virus. Pero la levadura que se empleaba paraelaborar el pan de Osiris era distinta. Es portadora… pero no de un virus. Porta una enzimallamada telomerasa, que repara y reabastece los telómeros.Nina vio cómo casaban todas las piezas.—Los rellena —dijo ella—; les impide que se acorten cuando se replican las células.Abrió los ojos con admiración cuando comprendió todas las consecuencias de aquello.—Las células vivirían para siempre —añadió—. No morirían nunca.—Y los que la comieran también vivirían para siempre —concluyó Osir con una sonrisatriunfal—. La levadura aportaba la enzima que reabastecía las células de Osiris y le desacelerabael envejecimiento, o incluso se lo detenía del todo. A ojos de su pueblo, se hizo inmortal.—Y si los faraones sabían que comiendo ese pan se vivía más tiempo, se lo reservarían paraellos solos, naturalmente —observó Nina.Pero se le ocurrió una cosa que le hizo fruncir el ceño.—No obstante, ¿la levadura no moriría al cocerse el pan?—Mi hermano y yo entendemos un poco de panadería —replicó Shaban con desdén sarcástico.—Las temperaturas que se alcanzaban en los hornos de adobe que se empleaban en el AntiguoEgipto eran imprevisibles —le explicó Osir—. A veces, la levadura sobrevivía de algunamanera. Y si los panaderos sabían que la levadura era la clave de la larga vida, procurarían quesobreviviera tanta levadura como fuera posible. Quizá el pan no estuviera tan sabroso —añadiócon una sonrisa irónica—; pero ¿qué importa eso, si a cambio se tiene la vida eterna?—Tampoco sería eterna —observó Nina—. Todavía podías morirte de una enfermedad, o tepodía atropellar un camello. El Antiguo Egipto estaba lleno de peligros.—Pero el rey sabio sabe guardarse de los peligros —dijo Osir—. Y Osiris era el rey más sabio detodos. De lo contrario, no lo habrían hecho dios.—Así que ¿piensas encontrar su tumba y cultivar una nueva cepa de la levadura?—Sí. Las esporas de levadura son capaces de sobrevivir por un tiempo indefinido. Aunque lossacerdotes no hubieran dejado en la tumba pan para que Osiris se alimentara en la otra vida,todavía quedarían restos en los vasos canópicos donde depositaron sus órganos. Estoy seguro deque encontraremos muestras, de una manera o de otra. La cepa original se ha perdido en eltiempo, como tantas otras cosas, pero aquí podremos hacerla vivir de nuevo —añadió, mirandohacia el laboratorio—. Y, con un poco de modificación genética, hará de mí un personaje tanvenerado como el propio Osiris.Nina lo miró con desconfianza.—¿Modificación genética? —preguntó.Shaban tenía la boca contraída con severidad.—Creo que ya le has contado lo suficiente, hermano —dijo.Osir le dirigió una mirada de irritación, pero esta vez le hizo caso.—A Sebak no le falta razón —dijo a Nina, recobrando la afabilidad condescendiente—. Nuestros

pequeños secretos industriales no vienen al caso. Baste decir que ofrecer al mundo lainmortalidad aportará grandes beneficios.—Sí; estoy segura de que serás muy rico y muy poderoso. Solo que… —añadió con una sonrisade astucia, con la que procuraba disimular su desprecio— solo que no puedes hacer nadamientras no encuentres la pirámide de Osiris. Y con esto volvemos a nuestro trato. Como ya hedicho, quiero mi parte. Teniendo en cuenta lo que puedes ganar, pienso que sería justo hablar demillones. De millones de dólares, quiero decir; no de millones de libras egipcias.Shaban soltó un bufido de indignación, pero Osir asintió con la cabeza.—Si me ayudas a conseguir lo que quiero, también tú serás muy bien recompensada.—Me alegro de oírlo —dijo Nina—. ¿Hay trato, entonces? —añadió, tendiéndole una mano.—Jalid, ¡no estarás hablando en serio! —protestó Shaban—. ¡Quiere engañarte! ¿Por qué no mehaces caso?Osir miró fijamente a su hermano.—Porque estoy dispuesto a asumir el riesgo de suponer que está diciendo la verdad. Ese es tuproblema, Sebak: nunca has sido jugador. Solo te atreves a actuar cuando estás seguro del éxito.Pero yo asumo riesgos… A veces pierdo, pero cuando gano… ¡este es el premio! —exclamó,señalando la pirámide que los rodeaba—. Si no se corren riesgos, no se consigue nunca nada.—El riesgo es grande —dijo Shaban con enfado.—Pero yo voy a asumirlo —dijo Osir.Se volvió hacia Nina.—Nina, estoy dispuesto a aceptar tu palabra —le dijo—. Encuéntrame la pirámide de Osiris ytendrás todo lo que quieras.Le tendió la mano. Pero cuando Nina se disponía a estrechársela, Osir la levantó de pronto,apuntándola al corazón con el índice.—Pero, si intentas engañarme… —le dijo, dirigiendo a Shaban una mirada significativa.—La encontraré —dijo ella, sin dejar de tenderle la mano a su vez.Al cabo de un momento, Osir sonrió y estrechó la mano a Nina.—Entonces, tenemos trato —dijo—. Excelente.Shaban apartó la vista, disgustado.Nina se liberó de la mano de Osir.—De acuerdo, entonces —dijo—. Si me enseñáis el zodiaco…—No está aquí —dijo Osir con una risita.Nina sintió un escalofrío.—¿Cómo?—Como tengo cosas que hacer en Mónaco, mi gente está montando el zodiaco en mi yate:quiero estar presente mientras se descifran sus secretos. Tú vendrás conmigo —dijo a Nina—.¡Es un yate muy bonito! —añadió, al ver su cara de incertidumbre.—No tendrías pensado reunirte con nadie más, ¿verdad? —le preguntó Shaban con desconfianzade depredador—. ¿Con tu marido, por ejemplo?—Ay, Dios, no. Ese pesado —respondió Nina, haciendo un gesto de desprecio con la mano.Se dirigió de nuevo a Osir.—Entonces, decías que tienes un yate, ¿no?Macy se paseaba de un lado a otro, junto al coche alquilado, mirando con angustia hacia elcastillo, sobre el lago, en busca de alguna señal de movimiento… o de Nina. No vio ninguna delas dos cosas. Más paseos… hasta que, por último, no pudo soportarlo más y abrió la puerta delcoche.—¿Cómo es capaz de quedarse allí sentado sin más?—Porque es más cómodo que estar de pie… —propuso Eddie.—¡Usted ya me entiende! ¡Su esposa está allí dentro! ¿Por qué no se preocupa por ella?—Sí que me preocupo por ella.—¡Pues no lo parece! ¿Qué pasa, se trata de la célebre flema británica?—Pasa y siéntate.

Macy, enfadada, subió al coche y cerró la puerta de un portazo.Pero la verdad era que, en efecto, Eddie estaba preocupado por Nina. Como ya le había dicho enParís, ir a verse con Osir en persona no solo era meterse en la jaula de los leones, sino llevarpuesta, además, una chaqueta hecha de carne y una camiseta que dijera Leoncitos a mí.Pero ella le había presentado, a su vez, sus argumentos: que permitir que Osir saqueara lapirámide de Osiris sería una tragedia para la arqueología; que el que una secta peligrosa sehiciera con una inmensa fortuna tenía que ser malo; que si él mismo no quería desquitarse unpoco después de todo lo que les habían hecho pasar Osir y Shaban. Eddie no pudo negar que estoúltimo tenía su encanto. Aquello no quería decir que le gustara el plan de Nina. Pero ahora queya estaba en marcha, no les quedaba más opción que esperar.—¿Cómo lo soporta? —le preguntó Macy, interrumpiendo el silencio.—¿Cómo soporto qué?—Esperar… sin más.—Tampoco puedo hacer gran cosa, ¿no? Y tú fuiste la primera que apoyaste su idea de meterseallí, maldita sea. ¿Es que te habías creído que iba a llamar a la puerta tranquilamente, a decirles«hola, he venido a ver vuestro zodiaco» y a volver a marcharse al rato?—¡Pero ya lleva más de dos horas allí metida! Ay, Dios mío, ¿y si le ha pasado algo? Puede queesté…—No lo está —dijo Eddie con firmeza, con la esperanza de no equivocarse—. Vale, ¿quieres quete explique cómo soy capaz de soportar el estar esperando de esta manera? Porque estoyacostumbrado.—¿Qué quiere decir?—El trabajo de soldado no solo consiste en ir por ahí pegando tiros a la gente. Durante elnoventa y nueve por ciento del tiempo, es un coñazo. Vas a un sitio y te pones a esperar a quepase algo. Lo que suele pasar es que al final te dan orden de ir a otro sitio, y una vez allí te tienesque poner a esperar otra vez.—Entonces, ¿qué hace uno para entretenerse?—Nada. Y ¿sabes por qué?Macy negó con la cabeza, intrigada.—Porque, cuando haces algo para distraerte del aburrimiento, también te distraes de lo que sesupone que estás esperando.—Y ¿qué es eso?—La acción —dijo Eddie con una leve sonrisa—. Si te pones a charlar con tus compañeros, o aoír música en tu iPod, o lo que sea… será entonces cuando asome algún gilipollas con su AK yte reviente la cabeza de un tiro… Y tú no lo habrás visto venir siquiera.—Ah —comentó Macy.Parecía que aquella perspectiva no le entusiasmaba.—Así que sí; cuando estás en zona de combate, esperar sin hacer nada es una lata. Pero por esolo soporto; porque así, cuando llegue a pasar algo, estaré preparado para lo que venga.—Entendido —dijo Macy—. Aunque, la verdad, creo que yo no tengo madera de soldado. Unmomento… —añadió, ladeando la cabeza—. Entonces, ¿por qué está usted charlando conmigoahora mismo?Eddie sonrió.—Porque esto no es zona de combate. De momento —comentó, echando una mirada hacia elcastillo.Macy no supo qué responder a aquello, pero el zumbido del teléfono de Eddie hizo olvidar aambos el tema inmediatamente. Eddie activó el altavoz del aparato.—¡Nina! ¿Estás bien?La respuesta fue un cuchicheo precipitado.—Sí. Creo que Osir me ha creído.—¿Solo crees?—Bueno, ¡no me hizo matar allí mismo! Escucha, no puedo hablar mucho tiempo… Estoy en el

baño, y sospecharían.—¿Ha visto el zodiaco? —preguntó Macy.—No; no está aquí.Eddie miró a Macy con desánimo.—Jod…—No empieces —dijo Nina, interrumpiéndolo—. Está en su yate, en Mónaco. Vamos allí. Tieneun jet privado en el aeropuerto de Ginebra.—¿Y cómo voy a dar contigo si estás en un condenado barco?—¡No lo sé! Tal vez pueda… Maldita sea, ¡tengo que cortar! ¡Hasta pronto, te quiero, adiós!—Yo también te quiero —dijo Eddie cuando la comunicación ya se había cortado. Miró a Macy,que se había llevado una mano a la boca en gesto de preocupación.—Bueno, qué estupendo, joder.—Sabe… ¿sabe que usted no quería que ella se metiera allí, y que yo no decía más que «no;tenemos que encontrar la pirámide antes que él»? —dijo Macy—. Bueno, pues ahora pienso que,vale, que quizá me equivocaba.—Ya es un poco tarde —refunfuñó Eddie.Dio un puñetazo al volante.—Mierda —exclamó—. Mónaco está a más de quinientos kilómetros. Tardaremos cinco horascomo mínimo en llegar allí pasando por los condenados Alpes. Seguramente más, con todo eltráfico de los que van a ver el Gran Premio de Fórmula 1.Eddie percibió el ruido lejano de un helicóptero que subía por el valle y se dirigía al castillo.—Y ellos tardarán menos de una hora en llegar.—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Macy.—Llegar allí lo más deprisa posible y esperar a que ella nos llame —dijo Eddie con seriedad,encendiendo el motor del coche—. No podemos hacer otra cosa.Salió a la carretera e hizo girar el coche, con un crujido de gravilla bajo las ruedas, paraemprender el camino del sur.

14MónacoAunque el Principado de Mónaco no es, ni mucho menos, el único microestado que figura comoun punto en el mapa de Europa, sí que es el más rico de ellos con diferencia, al menos en cuantoa renta per cápita; y también es el más lleno de glamour. El minúsculo país, gracias a suubicación en la Riviera Francesa, cerca de la frontera italiana, goza de un clima cálido,subtropical; y su monarquía y sus casinos le aportan un aire de lujo y riqueza… Sin olvidar sucarácter de paraíso fiscal, que atrae como un imán a los superricos.Pero podría afirmarse que lo que lo hace más famoso es su Gran Premio de Fórmula 1, que secelebra todos los años, en el que vehículos que cuestan millones recorren con estrépito las callestortuosas a más de doscientos noventa kilómetros por hora. Desde la cubierta de proa del enormeyate de Osir, el Barca Solar, que estaba fondeado en alta mar, ante el rompeolas exterior deMónaco, Nina no alcanzaba a ver la sesión de entrenamientos del sábado, en la que los pilotos sepreparaban para la carrera del domingo; pero sí podía oírla, pues los edificios devolvían los ecosdel rugido de los motores de ultraalto rendimiento cuando los coches volaban por el paseo delpuerto, antes de volver a girar hacia el interior de la ciudad y de subir la pendiente empinadahasta llegar a la plaza del Casino.—Caray, esto debe de resultar molesto para el que viva allí y quiera oír la televisión.El líder de la secta estaba mirando un televisor, precisamente.—Creo que cualquiera que viva en Mónaco puede permitirse marcharse de vacaciones unasemana al año si no le gusta el ruido de los coches de carreras —dijo, con los ojos clavados enuna retransmisión en directo de los entrenamientos—. Pero cualquiera que… ¡No! —exclamó depronto, y musitó una maldición en árabe.—¿Alguien ha hecho una vuelta en mejor tiempo que Virtanen? —preguntó con indiferenciaburlona Shaban, que estaba echado allí cerca en una tumbona.Osir lo miró con rabia.—¡Por más de una décima de segundo! A este paso, tendremos suerte si uno de nuestros cochessale en la primera mitad de la parrilla.—No deberíamos tener coches allí. Es un gasto enorme.—Contribuye a dar a conocer por todo el mundo el nombre del Templo Osiriano —dijo Osir—.A mí me parece que vale la pena… y no voy a volver a discutirlo contigo, Sebak.El hermano de Osir torció el gesto, se puso de pie y se retiró al interior del yate.Nina dejó de contemplar el panorama soleado de la ciudad para mirar a Osir.—Sabes, yo no pensaba que estaba permitido que las religiones patrocinaran escuderías.—El Templo Osiriano no está patrocinando nada, técnicamente —dijo, sin dejar de atender a lapantalla—. Todo el dinero proviene del Grupo de Inversiones Osiris.Aparecieron en la pantalla nuevas cifras.—¡Ah, eso está mejor! Con eso saldremos en tercera fila.—Patrocinar escuderías de Fórmula 1, sufragar este yate inmenso… El Templo Osiriano es másbien distinto de las demás religiones, ¿no?Osir la miró por encima de sus gafas de sol.—Parece que no lo apruebas, Nina.Nina se encogió de hombros.—No es asunto mío —dijo—. Solo comentaba…—Mis contables, que son muy listos, han descubierto el modo de que el Barca Solar no mecueste absolutamente nada, gracias a unas empresas subsidiarias que tienen pérdidas y a unoscontratos de venta al GIO con arrendamiento posterior hábilmente redactados. Y, ya que lotengo, mejor será que lo disfrute. Y tú también puedes disfrutarlo.Osir pulsó un botón de intercomunicación que tenía en el reposabrazos de su tumbona.—¿Nadia? Dos martinis, por favor.—A mí no me apetece tomar nada —dijo Nina, levantando una mano.—Insisto. En un día tan hermoso como este, debes gozar al máximo con cada uno de tus

sentidos.—Yo preferiría estar trabajando con el zodiaco.—Cuando esté preparado —repuso él, para desilusión de Nina—. Mis expertos se estánasegurando de que se monte con toda la perfección posible. Todavía tardarán unas horas; pero yono quiero que se pierda la más mínima indicación.Nina, sin poderse contener, replicó:—Entonces, quizá deberías haberlo dejado en el techo del Salón de los Registros.—Ahora ya está claro que no lo apruebas —dijo él con una sonrisa burlona.—Yo habría optado por no trasladarlo…, sobre todo, si tenemos en cuenta que tu hermano y esegilipollas de Diamondback quisieron matarme para conseguirlo.Al decir esto, Nina echó una mirada ponzoñosa a la cubierta superior. Allí estaba Diamondback,apoyado en la barandilla y vigilándola discretamente.—Pero ya está hecho —prosiguió Nina—. De modo que más me vale beneficiarme de ello.—Y te beneficiarás, Nina. Nos beneficiaremos los dos.Osir sonrió, y se volvió ante la llegada de una joven jamaicana en biquini que traía una bandeja.—Gracias, Nadia.Nadia entregó a Nina y a Osir los vasos, en los que tintineaban los cubitos de hielo.—¿Desea alguna cosa más? —preguntó con tono sugerente.—¡Siempre, querida! —dijo Osir con una sonrisa—. Pero ahora no. Quizá después de la fiesta enel casino.Cuando la joven se volvió para marcharse, Osir le asestó en el trasero algo entre roce y palmada,haciéndole soltar una risita.—¿Tienes a algún tipo musculoso en bañador para mí? —le preguntó Nina. Desde que habíasubido a bordo, ya había visto a varias mujeres, igualmente ligeras de ropa, además de a muchosguardias de chaqueta verde, algunos de ellos armados con subfusiles ametralladores MP7 consilenciador.—Estoy seguro de que podremos organizar algo.Nina tuvo la sensación de que Osir no hablaba en broma.—Así que, dime —dijo, tanto para cambiar de tema como para hacer tiempo hasta que pudierapedir permiso para ir al baño sin llamar la atención. Su primer intento de ponerse en contacto conEddie desde el yate había fracasado, ya que en el baño en que había entrado no había ningunacobertura de móvil—. ¿Cómo puede llegar un hombre de ser panadero a fundar su propiareligión? Pasando por ser estrella de cine, además.Osir se incorporó en su asiento y bajó el volumen del televisor de pantalla plana, gozando de laoportunidad de hablar de su tema favorito: de sí mismo.—Recordarás que dije en Suiza que me gusta asumir riesgos, ¿verdad? Pues bien, me hice actorporque asumí un riesgo. Yo tenía solo catorce años y estaban rodando una película en mi pueblo.Desde el momento en que vi a los actores y al equipo de rodaje, supe que yo tenía que formarparte de aquello… como fuera. Pero solo iban a rodar tres días en exteriores, y después sevolverían a los estudios. Así que yo me escapaba de la escuela cada día y rondaba por el lugardel rodaje; y entre toma y toma charlaba con la gente, incluso con Fadil, el primer actor. Intentéconvencer a Sebak para que viniera conmigo, él tenía doce años, pero tenía miedo de que loatraparan, y temía que nuestro padre se enfadara.—¿Y se enfadó?—Ya lo creo —dijo Osir con una sonrisa—. Pero ya llegaré a eso. El último día, estaban rodandouna escena en que la pareja principal se bajaba de un coche y entraba en un hotel, y tenían queponer algunos extras al fondo. Como una de las personas de las que me había hecho amigo yoera el ayudante de dirección, me llamó para que hiciera de extra.—Y así empezó una carrera en el cine —dijo Nina. A pesar de toda la desconfianza que leinspiraba Osir, no podía menos que apreciar sus dotes de narrador, con su voz sonora y su rostroexpresivo.—No exactamente —dijo él—. Lo de faltar a la escuela no fue más que un riesgo pequeño. El

riesgo grande lo asumí cuando dije una frase durante la toma, por mi cuenta y riesgo.—¡Huy! Supongo que el director se enfadaría mucho.Osir volvió a sonreír, pero ya no miraba a Nina, sino que tenía la mirada perdida en el cielo.—Todavía lo recuerdo… A Fadil le costaba trabajo sacar del coche una maleta grande. Advertíque el director estaba a punto de decir ¡corten!, de manera que me adelanté y dije: «¿Ayudo alcaballero con la maleta? Solo serán diez piastras», y le tendí la mano como si fuera Oliver Twist.—¿Y qué pasó?—El director se quedó tan sorprendido que se le olvidó decir corten —contó Osir, riendo—; yFadil, que ya me conocía, improvisó en vez de enfadarse. Dijo: «¡Te daré veinte si llevas todaslas maletas de la señora!». Todos se rieron, y el director decidió usar la toma en la película.¡Hasta me pagaron! No adivinarás cuánto.—¿Veinte piastras?—Me las dio Fadil, de su bolsillo. Y ese fue el riesgo que asumí, y aquella fue mi primeraaparición en la pantalla. Sebak me tuvo una envidia increíble, claro está, y contó a mis padres loque había hecho yo. Y sí: mi padre se enfadó mucho. Pero al cabo de unos días recibió una cartadel director. Al ver las tomas de exteriores, el director había pensado que en una escena posteriorde la película podría ampliarse mi pequeña intervención de una manera que contribuía acaracterizar el personaje de Fadil. Pero, para ello, me necesitaba a mí… y pedía a mi padre sipodía ir yo a El Cairo para rodar la nueva escena.—Caray —dijo Nina, impresionada—. Sí que te salió bien.—Más de lo que podría haber soñado nunca. Costó un poco de trabajo convencer a mi padre,pero me salí con la mía; ¡ser el primogénito tiene sus ventajas! De modo que fui a El Cairo y,para trabajar en los estudios, tenía que firmar un contrato. Yo me llamaba Jalid Shaban; pero yaexistía otro actor con el mismo nombre, y me pidieron que escogiera un nombre artístico. Yoelegí el de Osir… por Osiris, claro está. Pensé que me traería suerte.—Y así fue.—Desde luego que sí. Cuando tenía dieciséis años ya trabajaba de actor con regularidad; alprincipio hacía papelitos, pero iba aprendiendo y haciendo amigos, tanto entre los actores comoentre los que estaban detrás de las cámaras. A los dieciocho ya había protagonizado mi primerapelícula, que tuvo bastante éxito, dentro de lo que es normal en Egipto. Los estudios queríanmás; pero a mí me tocaba hacer mis tres años de servicio militar. De modo que el director de losestudios, que tenía amigos en las altas esferas, movió algunos hilos.Nina tomó un trago de su martini.—¿Y te libraste de hacer el servicio militar?Osir asintió con la cabeza.—Yo estaba dispuesto a hacerlo, pero me alegré de librarme. ¡Con lo bien que lo estaba pasando!Solo tenía dieciocho años, y ya era famoso, ganaba mucho dinero, viajaba… y conocía a muchasmujeres hermosas.Osir sonreía abiertamente; pero, para sorpresa de Nina, la sonrisa se le borró en un momento.—Con todo esto, Sebak me tenía cada vez más envidia… y entonces sufrió su accidente.—¿Qué le pasó? —preguntó Nina—. O sea, salta a la vista que se quemó; pero…—Fue en el ejército —dijo Osir, sacudiendo la cabeza con tristeza—. A diferencia de mí, Shabantuvo que ingresar a filas. Aquello ya lo tenía molesto de por sí. Después, cuando solo llevabaunas semanas de servicio militar, un camión en el que iba sufrió un accidente y se incendió. Pasódos meses en el hospital, con graves quemaduras en un lado de la cara y más… Y, después, loobligaron a volver a su unidad para terminar de cumplir sus tres años de servicio. Estabaamargado, y con razón.—No me extraña.Tras aquella revelación, Nina no veía a Sebak Shaban con más simpatía, pero al menos podíacomprender su inquina constante contra el mundo.—Cuando Sebak salió del ejército, yo fui fiel a mi deber de hermano mayor y me ocupé de él. Ledi trabajo como ayudante mío; y, cuando establecí el Templo Osiriano, le asigné un puesto

importante en él.—¿Cómo estableciste el Templo Osiriano? Que yo sepa, no existen manuales que expliquencómo fundar una religión.Osir se rio por lo bajo.—Hace dieciocho años rodé una película titulada Osiris y Set. Yo hacía el papel de Osiris…¡Supongo que así lo quiso el destino! La película tuvo mucho éxito; hasta se exhibió un poco enlos Estados Unidos, cosa muy rara para una película egipcia. Gracias a ello, fui durante algúntiempo la máxima estrella de Egipto. Todos me conocían; a todos les interesaba lo que yodecía… Era como si me veneraran, como me habían venerado en el papel de Osiris en lapelícula.Miró a Nina con complicidad, haciendo tintinear el hielo en su vaso.—Tú has sido famosa… en otro campo, pero sabes lo que es. Y sabes que es… adictivo.—Yo no diría tanto.—Ay, Nina —repuso él con una sonrisa significativa—. La primera vez que te viste entelevisión, la primera vez que te viste retratada en la portada de una revista…, ¿no te emocionó?El mundo te miraba, te escuchaba. No hay sensación igual a esa. Y nadie es inmune a su canto desirena…, ¡ni siquiera una científica! No me dirás que, después de haber conocido esas alturas, note importa volver a caer en la oscuridad.—A mí no me importaría, mientras sea una oscuridad con dinero —dijo Nina, representando supapel.Pero tuvo que reconocer para sus adentros, a disgusto suyo, que Osir tenía cierto grado de razón.Osir advirtió las dudas de Nina, y sonrió de nuevo.—Pues, por lo que a mí respecta, yo quería más. No solo como actor; ni siquiera como estrella decine. Quería que me amaran… aquí —dijo, dándose un golpe en el corazón—. Que la gentecreyera en mí; que me siguieran.—¿Que te veneraran?—¿Qué quieres que te diga? —repuso él, alzando las manos al cielo en gesto de disculpahumorística—. Sí; quería que me veneraran. De modo que dejé el trabajo de actor y fundé elTemplo Osiriano… y, más discretamente, fundé también la empresa que sería más tarde el GIO.—Asumiendo otro riesgo —dijo Nina.—El mayor de mi vida. Al fin y al cabo, soy musulmán —dijo, y Nina advirtió que lo decía enpresente—, y para los seguidores más fundamentalistas del islam, que, por desgracia, tienen cadavez más fuerza en Egipto, la apostasía es un crimen que debe castigarse con la muerte. Recibíbastantes amenazas. Y por eso encomendé a Sebak la tarea de protegerme, a mí y a todo elTemplo Osiriano. Y hace muy bien su trabajo.—Demasiado bien, quizá —dijo Nina.Vio que Shaban estaba en la cubierta superior, hablando con Diamondback y con una manoapoyada en el hombro de este.—Te pido disculpas de nuevo. Las cosas se nos escaparon de las manos.Vio en la pantalla algo que le llamó la atención, y pulsó inmediatamente el botón que activaba elvolumen.—¡El segundo mejor tiempo! ¡Estamos en primera línea de parrilla!Volvió a mirar a Nina.—Me disculpo una vez más —le dijo—, pero es una noticia magnífica.—No te preocupes —dijo ella, dejando el vaso—. En todo caso, tengo que dejarte un momento.Entró en el interior del barco, en busca de otro cuarto de baño.—¿Dónde estás? —le preguntó Eddie al ponerse al teléfono.—En Mónaco —respondió Nina con un susurro—. Estoy en su yate. O barco. O lo que sea, no séla diferencia. ¿Dónde estáis vosotros?—En Italia, en una autostrada.Eddie circulaba a gran velocidad, superando en treinta kilómetros por hora el límite oficial deciento treinta; pero, como estaba en Italia, todavía había conductores locales impacientes que lo

adelantaban.—¿En Italia? ¿Qué demonios hacéis allí?—Es el camino más corto para ir a Mónaco. Yo siempre había querido ir allí, a ver el GranPremio de Fórmula 1; pero no de esta manera… ¿Y tú? ¿Has visto el zodiaco?—Todavía no. La gente de Osir aún lo está montando; no terminarán hasta esta noche.—Mierda —murmuró él—. Casi había esperado que ya lo tuvieras resuelto todo.A Eddie se le ocurrió una cosa.—Ese barco… ¿está en el puerto? —preguntó.—No; está en alta mar.—¡Jodienda y porculienda! Entonces, ¿cómo vas a salir de allí?—Sí; yo misma me lo estaba preguntando. Pero, escucha: Osir ha dicho que esta noche asistirá auna fiesta en un casino. Creo que quiere llevarme a mí también.—¿A una fiesta? ¿Sabes en qué casino?—No, pero tiene algo que ver con su escudería de Fórmula 1, así que no será difícil encontrarlo.Quizá podríais alquilar un bote y seguirnos cuando volvamos a su barco. El barco se llama BarcaSolar. Ay, mierda, viene alguien. ¡Adiós!—Adiós —dijo Eddie; pero de nuevo no le había dado tiempo a decirlo antes de que sonara elclic de la desconexión.—¿Está bien? —le preguntó Macy.—Sí; pero está a bordo de su condenado yate, y algo me dice que no nos va a resultar nada fácilalquilar un bote la noche previa al evento más importante del año.—¿Qué era eso de una fiesta?Eddie se rio por lo bajo con sarcasmo.—Parece que eso te interesa. ¿Es que te apetece ir?—No. Bueno, no lo sé. ¿Qué tipo de fiesta es?—Algo de su escudería de Fórmula 1.A Macy se le iluminó el rostro.—¡Ay! ¿Pilotos de carreras? Tenemos que ir sin falta.—No vamos a hacer una visita de sociedad —le recordó Eddie—. Además, tampoco vamosvestidos como para ir a una fiesta de gala en un casino elegante —observó, indicando con ungesto de la cabeza los vaqueros, la camiseta y la chaqueta de cuero que llevaba él, y la blusa ylos pantalones militares arrugados de ella.Macy sonrió y sacó su tarjeta de crédito.—¿Hay que vestirse para salir de noche en Montecarlo? Genial.

15A pesar de toda la fama y el glamour de Montecarlo, el ambiente de la mayoría de sus casinoses mucho más corriente de lo que cabría esperar. Aunque la imagen que dan muchas películas (yla que quiere fomentar la Oficina Turística de Montecarlo) es de caballeros de esmoquin, damascon diamantes y fortunas ganadas a una carta o con un giro de la ruleta, lo que más se ve, enrealidad, son hileras y más hileras de máquinas tragaperras informatizadas. Mónaco, como LasVegas, ha descubierto que, si bien los jugadores más adinerados quedan bien en la gran pantalla,en realidad se pueden sacar muchos más beneficios de un flujo constante de turistas corrientesque no dominan en profundidad los juegos de azar, y que llegan dispuestos a saciar su hambre ysu sed en los caros restaurantes y bares de los propios casinos.Pero el último establecimiento que había abierto sus puertas en el principado había optado porreconstruir la fantasía idealizada de lo que había sido la Riviera en otros tiempos. El Casinod’Azur era una vuelta intencionada a los tiempos en que pertenecer a la jet set era algo con loque la gran mayoría solo podía soñar , y no, como ahora, una actividad casi cotidiana en la quehay que soportar comidas escuetas y que te confisquen el cortaúñas. Las máquinas tragaperrasseguían estando presentes, pero de manera relativamente discreta, y los juegos de azar mástradicionales ocupaban el primer plano y el lugar más destacado.Nina miró a su alrededor cuando entró con Osir en una de las salas principales del casino.Aunque no era nada aficionada al juego (a lo más que llegaba era a comprarse un billete delotería de vez en cuando), no pudo menos que dejarse impresionar por la labor de los arquitectosy los decoradores. El D’Azur era un homenaje rococó a aquella época en que Mónaco habíaempezado a atraer a los ricos y a los aficionados a jugarse el dinero, y no se había reparado engastos a la hora de decorarlo con la máxima autenticidad, desde las arañas de cristal suspendidasa baja altura hasta las mesas de juego de maderas nobles, lacadas en tonos oscuros.—Caray —dijo Nina—. Este lugar tiene un aspecto impresionante.—Y tú también, Nina —dijo Osir.Nina sintió que se sonrojaba a pesar suyo. Por una parte, se sentía rara y estúpida, vestida comoiba con un traje de noche de seda azul, y con un elegante peinado con moño alto. Por otra parte,no podía negarse lo emocionante que era salir una noche a una fiesta en Mónaco… por muchoque la compañía no fuera de su gusto. En el séquito de Osir, además de varios guardaespaldascorpulentos, figuraban también Shaban y Diamondback. Este último se había avenido aregañadientes a complementar con una corbata su chaqueta de piel de serpiente, para cumplir conlas normas de etiqueta de la velada.—Gracias —dijo Nina.El propio Osir estaba muy apuesto con su esmoquin blanco. Con su porte lleno de aplomo yseguridad en sí mismo no había el menor peligro de que lo tomaran por un camarero. Condujo aNina entre las mesas de juego hasta unas puertas laterales. Allí, un miembro del personal delcasino lo reconoció y les permitió el paso.Las puertas daban a un patio. Uno de los lados de este daba a la plaza del Casino y al circuito decarreras, del que solo lo separaba una cerca ligera de cordones. Ahora que habían terminado losentrenamientos oficiales, la pista se había abierto de nuevo al tráfico; se había retirado una partede los guardarraíles para permitir el acceso al casino. Nina observó a los transeúntes con laesperanza de ver a Eddie, pero no vio ningún rastro de él ni de Macy.Un ruido ensordecedor llamó la atención de todos. Acababan de poner en marcha el motor de unmonoplaza de Fórmula 1, con los colores verde y oro de la escudería Osiris; el joven piloto,rubio y de rasgos aguileños, pisaba el acelerador mientras dedicaba una sonrisa a Osir.—¡Damas y caballeros! ¡Parece que uno de los pilotos está impaciente por comenzar la carrera!—proclamó Osir con voz resonante, despertando risas entre los asistentes a la fiesta. Se acercó alcoche y dio la mano al piloto—. ¡Saluden todos a Mikko Virtanen…, que no solo estoy segurode que ganará el Gran Premio de mañana, sino de que pronto será campeón mundial!Los invitados lo aclamaron; el ruido del motor se redujo al rumor del ralentí, y Osir se puso apronunciar un discurso, en calidad de patrocinador principal de la escudería. Nina volvió la vista

hacia la plaza del Casino. Seguía sin ver a Eddie. Se volvió de nuevo hacia Osir… y descubrióque había aparecido ante ella Diamondback, que le dedicaba una sonrisa burlona.—¿Buscaba usted a alguien, señorita? —le preguntó Diamondback.—A cualquiera que no sea usted.—Ay, qué mala pata. Pues va a seguir viéndome, porque el señor Shaban me ha encargado quesiga de cerca a la invitada especial del señor Osir y que me asegure de que no se mete en… líos.—Le aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en ningún lío —replicó ella conacidez—. Y menos con el señor Osir.—Se va a llevar una gran desilusión cuando se entere —dijo Diamondback, riendo, antes devolver a reunirse con Shaban, quien observaba a Nina con evidente desconfianza.Osir concluyó su discurso y, después de cruzar frases de cumplido con algunos invitados, volviócon Nina.—Aquí fuera hay un poco de ruido —dijo—. Creo que habrá más silencio en el salón de baile.Nina se quedó algo sorprendida cuando Osir la tomó de la mano para acompañarla hasta el otrolado del patio, pero no protestó. Shaban, Diamondback y los guardaespaldas los siguieron,mientras el monoplaza volvía a revolucionar el motor.Aun entre el ruido propio de una tarde animada en la plaza del Casino, Eddie pudo oír el rugidocaracterístico de un motor de ocho cilindros en V, que procedía del Casino d’Azur.—Parece que es aquí.Mientras cruzaban la calle, Macy miraba el edificio con inquietud.—Espero que la doctora Wilde esté bien —dijo.—Debería estarlo, al menos de momento. Osir no la habría traído aquí si ella no lo hubieraconvencido de que es capaz de interpretar el zodiaco. Lo difícil será sacarla cuando lo hayahecho.—Entonces, ¿cuál es el plan?—Encontrarla. Después… ya te lo iré diciendo a medida que se me ocurra.—Eso no me llena de confianza.Eddie sonrió.—Confía en mí. Ya he hecho cosas así antes.—Y ¿cómo han salido?—Suelen terminar con explosiones de helicópteros.Macy soltó una risita, pero se puso seria de pronto.—No lo ha dicho en broma, ¿verdad?—Tú acuérdate de tirarte al suelo cuando yo te lo diga.Llegaron a la entrada del casino.—Muy bien —dijo Eddie—, ¿tienes tu pasaporte?El derecho de admisión a los casinos de Mónaco se ciñe a reglamentos estrictos. Los ciudadanosdel país, los monegascos, tienen prohibido el acceso a esas mismas instituciones de las que suGobierno obtiene una buena parte de sus ingresos. Y también había que tener en cuenta lasnormas de etiqueta; pero Eddie y Macy ya iban vestidos para la ocasión. Él llevaba un esmoquinnegro; ella, un minivestido escotado, de una tela muy ceñida, con visos y reflejos metálicos.Eddie le había pedido que eligiera algo que no llamara la atención, pero Macy se había limitadoa alegar que, ya que pagaba ella, no estaba dispuesta a dejarse ver con ropa birriosa.La muchacha entregó su pasaporte a Eddie.—Tenga —le dijo—. ¿Me lo puede guardar? Casi no me cabe en el bolso.—Nunca he entendido esa costumbre de las mujeres —repuso Eddie—. Siempre acarreáis unmontón de trastos, pero tenéis que meterlos en un bolso del tamaño del escroto de un hámster.Mientras decía esto, abrió el pasaporte por mera curiosidad para ver la foto de Macy…, pero vioen la página otra cosa que le hizo soltar una carcajada.—¡No, no lea eso! —chilló Macy, pero ya era tarde. Eddie había leído su nombre completo.—¿Macarena? ¿Te llamas Macarena de verdad? —dijo él, alegremente—. Como la de…—Tarareó unas cuantas notas desafinadas, hizo un breve paso de baile y exclamó por fin—: ¡Ay,

Macarena!—¡Calle! ¡Ya! —exclamó Macy, cortante—. Odio esa canción. Salió cuando yo era niña, y mivida fue un infierno desde entonces. Así que me llamo Macy y nada más, ¿vale? No me llameeso otro, o le doy una patada en el trasero.Macy se dio cuenta de a quién estaba amenazando, y se lo pensó mejor.—Vale —añadió—. Eso no va a pasar; pero me enfadaré mucho con usted. Y tampoco se lo digaa la doctora Wilde.—Ni soñarlo —dijo Eddie, aunque ya estaba tramando cuál sería la manera más divertida dedecírselo a Nina.Enseñó los pasaportes de ambos a los porteros, y se le ocurrió preguntarles por dónde se iba a lafiesta de la escudería Osiris. Se lo señalaron. Siguiendo las indicaciones, llegaron ambos a la salade juego. Eddie oía el motor del monoplaza de carreras en el exterior, a pesar de que las altasventanas estaban cerradas y cubiertas con cortinas, según la costumbre invariable de los casinos,que siempre procuran aislar a los jugadores de los ciclos del día y de la noche para que pierdan lanoción del tiempo mientras juegan.Ante la puerta que daba al patio había otros dos porteros que les impidieron el paso, con cortesíapero con firmeza, al ver que no tenían invitación. Eddie miró entre ellos y no vio rastro de Ninani de Osir, aunque sí advirtió que la gente iba pasando por una puerta hacia otra parte del casino.Eddie vio, tras las hileras de máquinas tragaperras que estaban dispuestas a lo largo de la paredde la sala, otra salida, en la que montaban guardia otros dos empleados del casino. Por lasituación de las puertas, supuso que daban a la sala donde entraban desde el patio los invitados.Cuando Macy y él pasaron por delante, oyeron música al otro lado.—La fiesta debe de ser allí dentro —dijo, mientras se dirigían hacia el fondo de la sala de juego.En un rincón había una puerta, y vio que entraba por ella un empleado del casino. En la puerta nohabía teclado para clave ni cerradura con tarjeta magnética; se abría con un llavín corriente, porlo que no debía de dar acceso a ninguna de las zonas seguras donde se manejaba el dinero.—Voy a colarme en la fiesta —dijo.—Ah, yo soy experta en eso —dijo Macy—. Lo sigo.—No, no me sigues —repuso Eddie; y, al ver que Macy se disponía a objetar, le explicó—: Osirdebe de tener allí a su propia gente de seguridad, y no quiero darles la oportunidad de que teatrapen. Si pasa algo estando aquí, al menos puedes montar un escándalo. No se atreverán ahacer nada en público.—¿Y si lo atrapan a usted?—Lo lamentarían. Espera aquí y estate atenta por si vuelvo.Aquello molestó a Macy, pero la muchacha se quedó donde estaba mientras Eddie se apartaba,fingiendo interesarse por una partida de blackjack en una mesa próxima, sin dejar de observar lapuerta del rincón.Al cabo de poco rato, la puerta volvió a abrirse y entró otra empleada del casino. Eddie esperó aque hubiera pasado, y se coló rápidamente tras ella en el pasillo posterior. Este conducía por unlado a las cocinas del casino; por el otro, una puerta de servicio semejante a la anterior daba alsalón de baile.Entreabrió esta última puerta y atisbó por la rendija. Vio que en el salón había cien personas omás. Algunas jugaban en mesas de juego que había también allí; otras conversaban. Unas pocasparejas bailaban el vals en una zona despejada ante la que tocaba un cuarteto de cuerda.Eddie se puso tenso cuando percibió a Diamondback, inconfundible con su chaqueta de piel deserpiente. Si Diamondback estaba allí, seguramente también estaría Shaban; lo que quería decir,a su vez…—Allí estás, canalla —musitó Eddie.Osir estaba sentado ante una mesa de blackjack… y Nina estaba a su lado, vestida de gran gala.Eddie entró y se adelantó, rodeando a las parejas que bailaban. Vio que Diamondback, y tambiénShaban, estaban a varios metros del jefe de la secta, conversando con otro grupo. Cerca de Osirhabía varios grandullones trajeados. Serían guardaespaldas, pero no reconocerían a Eddie. Este

se dirigió a la mesa, procurando que hubiera gente entre Shaban y él.Nina tenía en la mano tres cartas que sumaban dieciocho puntos. Osir, a su lado, se habíaplantado con diecinueve, mientras que la carta vuelta del crupier era un rey. Los otros dosjugadores de la mesa se habían pasado. Nina fruncía los labios.—Hum —dijo—. Difícil decisión.—Las probabilidades están en tu contra —le dijo Osir.—No sé… Esta noche me parece que tengo suerte.Nina dio un golpecito en la mesa y dijo:—Carta.El crupier le dio otra carta. Un tres.—¡Veintiuno! —anunció Nina con alegría—. ¿Qué te parece?El crupier volvió su carta oculta; era una jota. Entregó a Nina más fichas, que se sumaron a sumontón.Osir se rio.—Esta noche tienes mucha suerte.—Ah, no tanta. Cuando era niña, mi madre me enseñó a jugar… Empiezo a recordar todo eso decuándo hay que plantarse y cuándo hay que pedir carta. Además, las matemáticas se me danbien.Osir le echó una mirada de astucia.—¿Estás confesando que cuentas las cartas, Nina? Eso no le parecerá bien al casino.Nina había hecho eso mismo: aunque en el zapato había cuatro barajas, ya se habían jugado lascartas suficientes para que Nina hubiera sido capaz de calcular que la proporción de cartas depocos puntos era relativamente alta, lo que le permitía afinar su estrategia. Pero pensó que Osirno tenía por qué enterarse de las dotes que tenía ella para el cálculo mental.—Ni soñarlo —le dijo—. Además, es tu fiesta… y tu dinero. Las reglas las pones tú.—Hay cosas que son tan ciertas en la vida como en las cartas —observó Osir.Indicó al crupier con un gesto que repartiera las cartas para una nueva partida.—Vaya, vaya —dijo tras la espalda de Nina una voz áspera, en inglés con acento de Yorkshire—.¿Puede jugar quien quiera?Cayeron sobre la mesa varios billetes de cincuenta euros.Nina se volvió.—¡Eddie! —exclamó con alegría; pero recordó entonces que debía aparentar todo lo contrario.Con la esperanza de que su efusión se hubiera interpretado como sorpresa, adoptó un tonoestridente e iracundo.—¿Qué demonios haces aquí, hijo de perra?Eddie abrió mucho los ojos, desconcertado.—¿Eh? —balbució.—Después de lo que me dijiste en París…Nina se puso de pie y se encaró con él.—Puedes irte al infierno, hipócrita, canalla.La confusión del gesto de Eddie dejó paso a una expresión de dolor profundo… hasta querecordó por fin que el plan de Nina exigía a esta representar un papel, por lo que él debía hacer lomismo.—No… esto… no estoy dispuesto a dejarte. A mí no me deja tirado nadie. ¡Nadie!Osir indicó a sus guardaespaldas que se acercaran con un leve movimiento de la cabeza. Miró aEddie, al que al parecer reconocía vagamente.—Nina, ¿quién es este… caballero?—Mi marido —gruñó Nina—. Mi futuro exmarido.—Eddie Chase —dijo Eddie a Osir—. Y a ti ya te conozco.La mirada de Osir indicó que lo recordaba por fin.—Del Templo Osiriano de París. Claro.Shaban y Diamondback llegaron a toda prisa.

—¡Jalid! —dijo Shaban por lo bajo a su hermano, con rabia—. ¡Ya te dije que no podíamosfiarnos de ella!—Su presencia me molesta tanto como a vosotros —dijo Nina.Diamondback se adelantó.—Entonces, quizá debamos acompañarlo hasta la calle —dijo.Osir alzó una mano, sonriente.—No, no —dijo—. El señor Chase quería jugar al blackjack, y yo no privaría nunca a nadie deese gusto.Indicó con un gesto la silla que estaba al otro lado de Nina. El hombre que la ocupaba se levantóinmediatamente y se retiró.—Tome asiento, haga el favor.—Jalid, ¿no te puedes librar de él sin más? —protestó Nina.—Después del largo viaje que ha hecho para venir hasta aquí, sería una grosería echarlo a lacalle. Además —añadió Osir, observando atentamente a Eddie mientras este ocupaba el asientoque le ofrecían—, tengo curiosidad por saber qué clase de hombre es el que puede creerse dueñode tu corazón.—Si intentas algo con ella, te enterarás —dijo Eddie.Nina soltó un suspiro teatral.—Eddie, no estás haciendo más que el ridículo —le dijo—. Ya te he dicho que no quiero verte;¿por qué no eres capaz de dejarlo de una vez?—Porque eres mi mujer, y debes hacer lo que yo te diga. Amarlo, respetarlo, obedecerlo;¿recuerdas?Nina le clavó en el tobillo la punta aguda de su zapato; él le dio un empujón con el hombro pararecordarle que debía llevarle la corriente.—Entonces, ¿vamos a jugar a las veintiuna o qué? —dijo Eddie, recogiendo sus fichas.—La apuesta mínima es de cincuenta euros.Osir hizo una seña con la cabeza al crupier, y este empezó a repartir cartas.—La verdad es que todo esto tiene mucho de James Bond, ¿no? —dijo Eddie—. Echar unapartida de cartas con el cerebro…, rodeado de sus esbirros —añadió, alzando la vista haciaShaban y Diamondback.—Mi hermano no tiene nada de esbirro —replicó Osir con afabilidad, mientras miraba suscartas. Un rey y un cuatro: catorce puntos. La carta vuelta del crupier era un diez.—Carta —dijo.Un seis.—Me planto.Nina tenía un tres y un cinco.—Carta —pidió; y pidió otra, tras haber recibido otro cinco. La cuarta carta era un siete.—Me planto.Le tocó entonces a Eddie, que tenía una jota y un seis.—Carta.Otro seis.—Ay, pollas.El último jugador que estaba en la mesa se pasó también. El crupier enseñó su carta oculta: unsiete. Por las reglas del blackjack tenía que quedarse plantado con diecisiete puntos, lo quesignificaba que Nina y Osir ganaban sus apuestas.—Quizá el blackjack no sea su juego, señor Chase —dijo Osir con sorna.—Ha sido una mano de calentamiento, nada más.Empezaron otra mano, y Eddie volvió a pasarse con su tercera carta.—¡Cojones!Osir se rio.—Esto recuerda más a Austin Powers que a James Bond, ¿no le parece?—A la tercera va la vencida.

Jugaron una mano más.—¡Me cago en todo!—Creo que deberías retirarte, de verdad —dijo Nina entre dientes, con la horrible sensación deque a cada mano se les iba volando una buena parte del dinero que necesitaban para pagar elalquiler de su apartamento.—Si no he hecho más que empezar…—¡Sí! ¡Empezar a perder!Las dos cartas que recibió Eddie en la mano siguiente eran un as y una dama: blackjack. Sonrió.—Creo que con veintiuno no se pierde.Pero el crupier también tenía blackjack natural.—Eh, espera, ¿qué pasa? —protestó Eddie al ver que le apartaban las fichas a un lado—. ¡Hasido empate!—Debería haber hecho la apuesta con seguro —dijo Osir, sin preocuparse por haber perdido lamano él también—. Ahora tiene usted un push: su apuesta se suma a la mano siguiente.—Ya lo sabía —dijo por fin Eddie, tras un silencio incómodo. Jugó la mano siguiente, y volvió apasarse.—¡Jodienda y porculienda!Eddie miró el espacio vacío donde había estado su montoncito de fichas, y volvió la vistadespués a los múltiples montones que tenía Osir delante.—No podrías hacerme un favor, ¿verdad?—Ya se lo he hecho —dijo Osir, significativamente. Volvió la vista al oír que el cuarteto decuerda empezaba a tocar una nueva pieza.—¡Ah! ¡Un tango!Se puso de pie y tendió una mano a Nina.—¿Quieres bailar conmigo?Nina se quedó paralizada; no por la propuesta de Osir en sí, sino por los momentos de vergüenzaque le provocaba en situaciones sociales como aquella.—Yo, esto… no sé bailar el tango. No sé bailar nada.—No te preocupes —dijo Osir con firmeza—. Yo te llevaré; solo tienes que seguirme.La condujo hacia la pista de baile sin darle tiempo de protestar.Eddie se levantó, pero dos de los matones de Osir le cerraron el paso.—¡Eh! ¡Nina, tengo que hablar contigo!Nina captó lo que le había querido dar a entender Eddie, y le respondió a su vez con doblesentido.—¡Tendrás que aguantarte por ahora!Aunque se daba cuenta de la ridiculez de pensar en aquello, teniendo en cuenta las cuestionesmucho más importantes de las que tenía que preocuparse, Nina se sintió más tímida que nuncacuando vio que el resto de las parejas se habían retirado de la pista. Y Osir era el anfitrión de lafiesta, razón de más para que los asistentes se fijaran más todavía en ella y en su pareja de baile.—Si tocaran la conga… podría arreglármelas, más o menos —dijo.—Confía en mí —dijo él. La llevó hasta el centro de la pista, ciñéndole la cintura con fuerza conun brazo mientras sostenía con el otro la mano extendida de Nina—. Solo tienes que mirarme alos ojos, y tu cuerpo te seguirá.Y, dicho esto, empezaron a moverse.Nina apenas pudo contener un aullido de susto cuando Osir empezó a moverla ágilmente por lapista.—Ay, Dios —decía sin aliento, esforzándose por seguir los pasos de él, aunque fueraremotamente. Lo único positivo venía a ser que el vestido largo que llevaba le ocultaba en partela falta de coordinación de los pies—. ¡No puedo hacer esto!—¡Cuánta negatividad! Me sorprende —dijo Osir, con los ojos clavados en los de ella—.Después de todo lo que has conseguido, ¿te da miedo un simple baile?—No; lo que me da miedo es hacer el ridículo.

Osir se rio.—¿Por qué? ¿Te importa algo la opinión de estas personas, a las que no conoces siquiera? ¿Esque podrían decir algo peor que lo que has tenido que soportar durante los últimos meses?—Al tipo no le falta razón —dijo Eddie, que se había plantado al lado de ambos y los seguía apaso vivo—. Y yo te digo siempre lo mismo, o sea que no es posible que estemos equivocadoslos dos. ¿Cambio de pareja?—No faltaba más —dijo el egipcio. Soltó a Nina con un movimiento elegante y retrocedió.Shaban acudió aprisa a su lado.—Trabajan juntos —le dijo—. ¡Te lo dije!Osir negó con la cabeza, con una sonrisa que puso furioso a su hermano.—Veremos lo que pasa —dijo.—Eddie, ¿qué haces? —le susurró Nina cuando la tomó en sus brazos—. ¡Si tú no sabes bailar!—¿Quién lo ha dicho? —repuso él. Echó una ojeada al cuarteto, y volvió a mirar a Nina a losojos—. Por una cabeza. Un tango. Está tirado.—¿Qué? ¿Desde cuándo…? ¡Aaah!Eddie se puso en movimiento al ritmo de la música, llevando a Nina. Esta advirtió, con asombro,que Eddie daba muestras de saber lo que hacía.—¿Cuándo has aprendido a bailar? ¡Ni siquiera soportas estar delante cuando ponen Mira quiénbaila!—¿Te acuerdas de esas mañanas que pasaba con Amy?—¿Con Amy? —dijo Nina frunciendo el ceño, e intentó apartar de sí a Eddie—. ¿La mujerpolicía?—¡Eh, eh! —susurró él, sujetándola con fuerza—. Amy iba a clases de baile, y yo laacompañaba.—Ah, ¿ahora se llama eso clases de baile?—No, ¡eran clases de baile de verdad! Agárrate fuerte: ¡marchando un ocho adelante!—¿Un qué…? —empezó a decir Nina; y entonces Eddie la giró bruscamente sobre sí misma,para volverla de nuevo a su posición original. Nina taconeaba desenfrenadamente sobre la pista.Al terminar el paso quedaron cara con cara.—¡Eh! —exclamó Nina—. Entonces, ¿cuándo…?¿Por qué has aprendido a bailar? ¡Si el baile note gusta nada!—Quería darte una sorpresa. En la fiesta de bodas.—¿Qué fiesta de bodas?—¡La que iba a organizar en cuanto tuviera algo de dinero, para poder celebrarlo con nuestrafamilia y con nuestros amigos, en vez de solo con el juez de paz! Ya sé que es un poco tarde,pero quería hacer algo bonito por ti.—Ay, Dios mío —dijo Nina, impresionada—. ¿Has llegado a aprender a bailar solo por mí?Qué… ¡qué tierno!—Ojo —le advirtió él—. No sonrías. Se supone que nos odiamos.Nina cerró la boca con fuerza, intentando sustituir su sonrisa inoportuna por una cara de enfado.—Pero ¿por qué pensaste en lo de bailar, precisamente?—Porque de los tres DVD que tienes, más o menos, dos son de baile. Dirty Dancing, El amorestá en el aire…—Eddie, todo esto es muy bonito y muy romántico, pero el que me guste ver bailar no significaque lo sepa hacer.Eddie se sorprendió.—¡Yo creía que sabías!—¡Pues tienes delante la prueba palpable de que no sé!Nina siguió con torpeza un giro de Eddie y vio que Osir continuaba observándolos… cada vezcon mayor desconfianza.—Escucha: el zodiaco estará preparado para cuando volvamos a su yate. Hemos venido del yatea Mónaco en un bote, lancha o como se llame; está en el muelle doce, en el puerto. No tiene

pérdida; está pintado con los mismos colores que sus coches de carreras. Si puedes seguirlo hastael yate…—¡No pienso dejarte con él! ¡Ya está pensando que lo has engañado!—Es la única manera de encontrar la pirámide. Tienes que salir de aquí.Se le ocurrió una idea.—Dame una bofetada.Eddie se quedó consternado.—¡No pienso darte una bofetada, maldita sea!—Tenemos que convencerlo de que hemos roto.Nina dejó de hablar a media voz y subió el tono para hacerse oír entre el sonido de la música,mientras forcejeaba para liberarse de las manos de Eddie.—¡Hijo de perra! —exclamó—. ¡Ya había terminado contigo, y ahora he terminado contigodoblemente!«Dame una bofetada», añadió entre dientes al ver que Osir y Shaban acudían hacia ellos.—¡So… so gilipollas, inglesito pichacorta!Eddie hizo una mueca de incredulidad y desaliento… y le dio una bofetada. El golpe no fuefuerte, pero resonó lo suficiente para llamar la atención de todos los presentes.—Perdón —murmuró.—¡Perdón! —respondió ella con la misma discreción, antes de apartarlo de sí de un empujón.Los músicos del cuarteto de cuerda advirtieron el alboroto y dejaron de tocar a la mitad de uncompás.Osir se interpuso entre los dos.—Creo que debería usted marcharse, señor Chase.—¿Sabes lo que te digo? ¡Anda y guárdatela! —replicó Eddie con sorna—. En todo caso, estafiesta es una birria.Shaban y Diamondback acudieron a toda prisa.—Lo acompañaremos a la salida —anunció Shaban.Los guardaespaldas avanzaron pesadamente entre la multitud hasta rodear a Eddie.—Por la puerta de atrás —dijo Shaban.—Quítame las jodidas manos de encima —dijo Eddie cuando un matón trajeado lo asió por laparte alta del brazo. Se liberó de un tirón, pero otro hombre lo sujetó por el otro lado.—Por mí, pueden tirarlo al mar en el puerto —gritó Nina, aterrorizada por dentro al pensar queShaban seguramente tenía pensado algo mucho peor—. ¡Lárgate de aquí de una vez, Eddie!Eddie no pretendía otra cosa. El primer matón volvió a asirle el brazo, y entre los dos loobligaron a caminar hasta la puerta de servicio, seguidos de cerca por Shaban y Diamondback.Este último lucía una sonrisa de expectación.Eddie sabía que, en cuanto lo apartaran de la vista de los clientes y de los empleados del casino,se encontraría en gran inferioridad numérica y de armas, pues suponía que, además deDiamondback, otros miembros del equipo de seguridad de Osir portarían armas de fuego.Faltaban seis metros para la puerta… tres metros… Era un cuello de botella natural: si los dosmatones intentaban pasar a la vez, sin dejar de sujetarlo, los movimientos de ambos quedarían lobastante restringidos como para darle a él la oportunidad de hacer algo. Pero ellos ya lo estaríanesperando, si tenían un mínimo de preparación.Cuando estaban a punto de llegar a la puerta, esta se abrió. Salió por ella un camarero quellevaba una bandeja con varias botellas de vinos caros.Era un hombre bastante grande, pesado…Mientras los dos matones lo seguían sujetando de los brazos con firmeza, Eddie alzó de prontolos pies del suelo y asestó una fuerte patada en el vientre al camarero.El desventurado cayó de espaldas, y las botellas volaron por el aire; pero la tercera ley deNewton no falló, y, por reacción, los dos hombres que tenían sujeto a Eddie también salierondespedidos hacia atrás. Chocaron contra Shaban y Diamondback. Los cinco cayeron al suelo enun montón confuso…

Y Eddie estaba encima de todos.Se soltó los brazos de dos tirones, dio un codazo en la ingle a uno de los hombres y fue rodandohasta una mesa de blackjack. Su vía de salida ideal sería la puerta de servicio… Pero antes deque hubiera tenido tiempo de pasar corriendo por ella, esta se cerró y se oyó saltar la cerradura.Eddie no tenía tiempo de registrar al camarero derribado para quitarle su llave.—¡Cabrón! —le espetó Diamondback. El estadounidense consiguió quitarse de encima alguardaespaldas, que se movía torpemente, y echó la mano a su revólver.Eddie tomó de la mesa una máquina de barajar y disparó hacia la cara de Diamondback unchorro de naipes, que volaban como polillas furiosas. Diamondback levantó la manobruscamente para protegerse los ojos, y el revólver a medio sacar cayó a la alfombra con ruidometálico. Eddie le arrojó la máquina a la cabeza y le acertó de pleno, y echó a correr hacia laentrada de la sala principal.Mientras se abría camino a empujones entre los sorprendidos invitados a la fiesta, Eddie searriesgó a echar una mirada a Nina, y, cuando alcanzaba las puertas, vio que esta se apresuraba areprimir una sonrisa entusiasta con la que le quería decir ¡Vamos, Eddie!

16Cuando Eddie irrumpió en la sala de juego, los dos hombres que montaban guardia al otro ladode la puerta reaccionaron al percibir la conmoción. Eddie hizo retroceder a uno de un puñetazo,pero el segundo se abalanzó sobre el alborotador con intención de inmovilizarlo…Pero, de pronto, cayó de bruces al suelo, con un golpe sonoro. Eddie entró en la sala saltandosobre él y se encontró con Macy, que estaba al otro lado de la puerta y tenía todavía adelantadoun pie, con el que había puesto la zancadilla al empleado.—Gracias —le dijo Eddie moviendo los labios en silencio.Macy se dispuso a seguirlo, pero él negó firmemente con la cabeza y le indicó por señas que seperdiera entre el público antes de que nadie se diera cuenta de que estaban juntos. Ya le resultaríabastante difícil huir del casino a él solo.Macy se retiró, contra su voluntad, mientras Eddie corría por la sala entre los jugadoressobresaltados. Tras él, Shaban chillaba órdenes y los otros dos guardaespaldas de Osir loperseguían con fuertes pisadas. Los dos empleados que estaban apostados en la puerta que dabaal patio acudieron también a cerrar el paso a Eddie, sorteando las mesas de juego. Eddie llegabaa la puerta principal… pero entonces irrumpió por ella el personal de seguridad del casino,todavía charlando por los walkie-talkies. Todas las zonas de juego estaban muy vigiladas concámaras para detectar los posibles fraudes, ya fuera por parte de los jugadores o de los propiosempleados; se había dado la alarma a la primera señal de una alteración del orden.Eddie estaba acorralado. Tenía que producir una distracción…Una mujer con el uniforme de los empleados del casino llevaba una bandeja de fichas a una mesade ruleta. Eddie corrió hacia ella… y propinó una patada a la bandeja. El contenido saltó por losaires y cayó sobre las mesas próximas como una granizada multicolor.Aquello desencadenó inmediatamente la confusión.Cada ficha valía entre unos pocos euros y decenas de miles… y todos los presentes seabalanzaron inmediatamente a apoderarse de estas últimas. Una mujer soltó un grito cuando elhombre que estaba a su lado la hizo caer de su taburete, y se oyó un estrépito de vidrios alderribarse un carrito de bebidas. Una crupier de blackjack chilló al ver caer su mesa con unanueva lluvia de fichas, que se dispersaron por el suelo. Los dos guardaespaldas quedaronatrapados entre el mar de manos codiciosas.El alboroto, que era casi un tumulto, también había separado a Eddie de los guardias deseguridad… y de las salidas. Apartó a la multitud a empujones en busca de una nueva vía deescape.—¡Atrapad a ese canalla! —rugió Diamondback, irrumpiendo en la sala con otro guardaespaldasde Osir. Llevaba la pistola en la mano, y la rabia le hacía olvidar toda idea de guardar lasapariencias.Eddie seguía avanzando con dificultad. Golpeó con el pie algo sólido. Era una botella dechampán, del carrito derribado. Se agachó a recogerla para usarla a modo de garrote (siempresería mejor que ir desarmado), y vio acto seguido una vía despejada que le permitiría salir deentre aquella turba, enloquecida por el dinero: por debajo de una mesa de ruleta.Rodó bajo la mesa y siguió avanzando de rodillas con toda la prisa posible, mientras arrancabacon las manos el papel de plata y desataba el alambre que sujetaba el corcho de la botella. Oyó asu espalda unos gritos en francés en el sentido en que los guardias de seguridad le habían perdidola pista. Surgió de debajo de la mesa y se levantó de un salto.El guardaespaldas de Osir apartó con brutalidad de su camino a un hombre, que soltó un quejido.Diamondback lo seguía de cerca. Cuando los dos hombres rodearon la mesa de ruleta e iban acaer sobre Eddie, este empujó el corcho con el dedo…¡Pop!El corcho salió despedido de la botella, seguido de un surtidor chispeante, y dio alguardaespaldas de lleno en un ojo. El hombre chilló, llevándose una mano al ojo, mientras elchampán lo bañaba. Diamondback intentó apartarlo a un lado, extendiendo el brazo sobre elhombro del guardaespaldas y apuntando…

Eddie le arrojó la botella, que seguía soltando champán. Acertó con la base en el revólver deDiamondback, que salió despedido y cayó en la mesa de ruleta. El arma rebotó en el tapete verdey aterrizó en el pozo de la rueda, donde quedó contenida por el cerco de madera de la partesuperior.Diamondback soltó un gruñido y empujó al guardaespaldas semicegado hacia Eddie, que vacilóal caerle encima el hombre; después, se lanzó en plancha sobre la mesa para recuperar su Colt. Elarma, que giraba con la ruleta, quedó fuera de su alcance. Diamondback avanzó impulsándosecon un codo; volvió a adelantar la mano…Eddie arrojó a un lado al guardaespaldas y se abalanzó, también él, sobre la mesa, clavando uncodo en el espinazo del otro hombre.Diamondback aulló de dolor; la mano le tembló, y no fue capaz de alcanzar el revólver cuandoeste le pasó cerca con un nuevo giro de la ruleta. Eddie asió a Diamondback y lo arrastró haciaatrás de un tirón, alejándolo de la rueda; acto seguido, le dio un puñetazo en la cabeza y se arrojóél mismo hacia el arma.Cerró la mano en el vacío: el revólver había seguido girando.Recibió en el cráneo el golpe de un puño, que lo cegó momentáneamente. El revólver Pythonvolvió a pasar cerca de ambos. Diamondback asestó a Eddie un nuevo golpe en la nuca,estampándole la cara contra el tapete de juego. Antes de que Eddie hubiera tenido tiempo devolver la vista de nuevo, su adversario giró sobre sí mismo, le dio una patada en el costado y lohizo rodar, apartándolo de la rueda de la ruleta entre una lluvia de fichas.Diamondback afirmó con fuerza contra el tapete una de sus botas de vaquero y se impulsó haciaadelante por la mesa. Dejó caer una mano en la ruleta y la detuvo bruscamente.Eddie vio que Diamondback cerraba la mano por fin sobre el revólver. El estadounidense, con supatada, había alejado a Eddie demasiado como para poder darle un puñetazo eficaz. Eddienecesitaba urgentemente un arma para alcanzarlo.La raqueta del crupier…La tomó y golpeó con ella a su rival. La raqueta se partió en dos.El mango del instrumento era de madera blanda, pintada de negro. Diamondback le dedicó unamirada burlona: apenas había notado el golpe. Hizo girar el revólver en la mano hasta tenerapuntado a Eddie…Eddie le clavó en la ingle la punta del mango roto de la raqueta.Aquello sí que lo notó Diamondback, que lo miró con ojos desencajados. Eddie vio laoportunidad; lo asió de las solapas escamosas y le asestó en la cara un cabezazo como un golpede martillo pilón. Acto seguido, le arrancó el revólver de la mano y se puso de pie sobre la mesapara otear el entorno.El desorden se había extendido a la totalidad de la sala; algunas personas intentaban huir,mientras otras acudían aprisa de los rincones más apartados con la esperanza de apoderarse dealguna ficha antes de que hubieran desaparecido todas.Alguien gritó al ver el revólver. Eddie miró a su alrededor.Entraban corriendo más vigilantes de seguridad. Tenía que salir de allí. Pero estaban cubiertastodas las puertas de salida.Solo le quedaban las ventanas.Bajó de la mesa de un salto y corrió hacia la puerta que daba al patio. Un vigilante se interpusoante él; no tardó en cambiar de actitud en cuanto vio dirigirse hacia él el cañón del revólver. PeroEddie no tenía ninguna intención de disparar. Aunque hubiera contado con algo más de seistristes balas, no estaba dispuesto a abrirse camino a tiros en un edificio lleno de turistasinocentes. Rodeó una mesa de dados y alzó la vista al techo ricamente adornado, del quecolgaban las lámparas de araña…De detrás de una hilera de máquinas tragaperras apareció otro de los hombres de Osir. Eddie hizoun quiebro justo a tiempo de evitar que el hombre le hiciera un placaje; pero el guardaespaldascorpulento consiguió asirlo de la cintura. Los dos siguieron corriendo; Eddie lanzaba codazos ala cabeza del hombre, pero el matón no lo soltaba, empeñado en estrellarlo contra el primer

obstáculo sólido que se encontrasen.Y este resultó ser otra máquina tragaperras que estaba justo por delante de ellos. Eddie, en vez deintentar esquivarla, pasó el brazo con fuerza sobre el cuello del hombre y se encaminódirectamente hacia la máquina. El guardaespaldas comprendió demasiado tarde sus intenciones eintentó detenerse, pero Eddie había dado la vuelta a la situación y lo arrastraba hacia una colisiónmuy dolorosa…La pantalla de vídeo de la máquina se hizo pedazos al chocar contra ella de cabeza elguardaespaldas. Eddie retrocedió mientras saltaban chispas por el orificio… y mientras lamáquina, haciendo sonar una alegre musiquilla, dejaba caer en la bandeja una cascada de fichas.—Te ha tocado el especial, camarada —dijo Eddie al hombre, que había quedado inconsciente.Estaba a unos doce metros de la ventana acortinada más próxima… y a unos diez de un trío deguardias de seguridad que se dirigían hacia él con fuertes pisadas. Sirviéndose del cuerpo caídodel guardaespaldas a modo de escalón, subió hasta la repisa superior de la hilera de máquinastragaperras y corrió por ella. Los guardias intentaron agarrarlo de las piernas cuando pasóvelozmente a su lado, pero no pudieron evitar que Eddie diera un gran brinco desde la últimamáquina y se colgase de una araña.Osciló con la lámpara hacia la ventana, acompañado de un tintineo armonioso de cristales.Las cortinas se descolgaron y envolvieron a Eddie en su caída, sirviéndole de envoltorioprotector contra los vidrios rotos. Como iba a ciegas, llegó al suelo sufriendo un duro golpe yrodó sobre sí mismo varias veces. A su alrededor caía una lluvia de fragmentos de cristal agudos.Eddie se desembarazó de las cortinas y se puso de pie, dolorido. Los asistentes a la fiesta lomiraban boquiabiertos.—No se preocupen por mí —dijo con voz ronca—. Venía a ver el…Vio entonces el monoplaza verde y dorado que estaba en el centro del patio, con el motor todavíaencendido al ralentí. El piloto, semilevantado, intentaba enterarse de lo sucedido mirando porencima del alerón trasero.—… el coche —concluyó Eddie.Corrió hacia el vehículo. El piloto lo miraba, confuso. Eddie lo reconoció: era un finlandésllamado Mikko Virtanen.—Perdona, camarada —dijo Eddie, sacándolo de la cabina de un tirón.Se echó el revólver al bolsillo y saltó al compartimento estrecho, donde quedó tendido enposición, casi paralelo al suelo.—¡Buena suerte en la carrera! —dijo a modo de despedida.Los técnicos del equipo, que se habían quedado paralizados, reaccionaron al ver que robaban elcoche a su piloto estrella y corrieron hacia él; pero Eddie ya había tirado de la palanca paradesembragar. Pulsó el mando del volante para meter la primera… y pisó el acelerador.La reacción del coche no se parecía a nada que hubiera conocido él hasta entonces. Sin casco niprotectores para los oídos, el rugido del motor era casi ensordecedor, y el fuerte acelerón le hizogolpear con la cabeza el arco antivuelco, que no estaba acolchado, con tanta fuerza que vio lasestrellas.La gente saltaba para evitar a Eddie cuando este los apuntaba con el morro de su vehículo; unade las enormes ruedas delanteras rozó una mesa y envió una lluvia de canapés a los cuatrovientos. Eddie apuntó hacia la calle y cerró los ojos cuando chocó contra la valla ligera…Osir salió corriendo del salón de baile, seguido por Nina, justo a tiempo de ver cómo elmonoplaza rompía el cordón y salía a la plaza del Casino.—Zarba! —exclamó Osir, casi sin aliento—. ¡Detenedlo! ¡Que alguien lo detenga!Shaban y Diamondback salieron a toda prisa del casino. Este último, ensangrentado, empuñó susegundo revólver Colt y apuntó con él al coche; pero un chillido frenético de Osir le contuvo eldedo con el que ya apretaba el gatillo.—¡No! ¡Aquí no! ¡Seguidlo! ¡Vamos, Sebak!Después de obsequiar a Nina con una mirada furiosa, Shaban echó a correr tras el coche, seguidopor Diamondback y por uno de los guardaespaldas de Osir. Los miembros de la seguridad del

casino irrumpieron en el patio, pero llegaban demasiado tarde para hacer nada, aparte demoverse de un lado a otro sumidos en la confusión. Macy apareció en la puerta, pero Nina leordenó con un gesto que volviera a entrar en el casino.Osir se volvió hacia Nina.—¡Tu marido acaba de robar un coche de carreras de un millón de dólares!—Sí —replicó ella, fingiendo estar igualmente enfurecida—. Es otra costumbre suya quetambién me saca de quicio: ¡no respeta para nada las cosas de los demás!Osir sacudió la cabeza con desánimo.—Al menos, no es más que el coche de demostración —dijo—. Y no llegará lejos, ya que no espiloto profesional.Eddie había tardado poco tiempo en darse cuenta de que pilotar un coche de carreras eramuchísimo más difícil de lo que parecía. Era como si el acelerador, duro y pesado, enviarainstantáneamente a las ruedas traseras varios centenares de caballos de potencia al menor roce,haciendo que la parte trasera del vehículo diera grandes bandazos. Al estar fríos los neumáticos,y al ir demasiado despacio como para que los alerones generaran fuerza de agarre, aquello erasemejante a conducir sobre una pista de hielo.Peor todavía: aunque ya estaba en la pista donde se celebraban las carreras, en aquellosmomentos estaba abierta al tráfico general… y el tráfico general le venía de frente. Iba por elcircuito en sentido contrario. Para colmo, como iba sentado tan cerca del suelo, tenía a la alturade la vista los haces de luz de los faros de los coches, que lo deslumbraban.Dio un volantazo y esquivó por poco el morro monolítico de un Bentley, pero un extremo delalerón delantero rozó el guardarraíles del borde de la calzada y saltó en fragmentos de fibra decarbono, agudos como hojas de afeitar. Eddie forcejeaba con el volante, procurando avanzar enlínea recta sin atender a la batería de faros que le lanzaban destellos desenfrenados deadvertencia. Llegó a la Avenue d’Ostende y bajó por la cuesta hacia el puerto. Ya iba por una víade doble sentido, pero tampoco le servía de mucho, ya que por allí había más tráfico todavía. Sele venía encima la parte trasera de un Range Rover; frenó, y se deslizó hacia adelante en lacabina al bloquearse las ruedas. Notó que el motor amenazaba con calarse, y volvió a pisar elacelerador. Demasiado fuerte.El coche dio un salto hacia adelante, y Eddie se llevó un nuevo golpe en la cabeza. El otro ladodel alerón delantero se destrozó contra la rueda trasera del Range Rover, y los fragmentos seincrustaron en la goma.Eddie se apartó de un volantazo del gran todoterreno, mientras a este le reventaba el neumático ycaía sobre la llanta de aleación.—¡Perdone!Pero los trozos de fibra de carbono también habían deteriorado el neumático del propiomonoplaza, cuya rueda delantera se bamboleaba mientras Eddie sorteaba a otro coche. Estabaperdiendo el poco control que había tenido. Y entre el ruido ensordecedor del motor oía otracosa… Sirenas. Venía la policía. No les costaría mucho trabajo localizar su coche entre losdemás vehículos.Tenía que llegar al puerto antes de que lo alcanzaran. Los demás vehículos casi le impedían verla calle que tenía por delante, pero distinguía lo justo para advertir que llegaba al fondo de lacuesta. Y recordó, por las retransmisiones que había visto por televisión, que allí estaba laprimera curva después de la salida.Una curva cerrada.—Ay, mierda —jadeó.Aunque iba en primera, circulaba a casi ochenta por hora, sorteando en zigzag el tráfico hacia lacurva de Sainte Devote. Y en la curva misma, que en circunstancias normales era un cruce muytransitado, había mucho tráfico.Creyó ver una vía despejada; apuntó el vehículo hacia ella…Con un fuss de nitrógeno a alta presión, el neumático delantero dañado saltó de la llanta.El monoplaza patinó y quedó casi perpendicular a la marcha, hasta que su rueda trasera golpeó a

un Ferrari y el vehículo de Eddie salió despedido a través del cruce haciendo locas piruetas.Eddie lo veía todo borroso, pero advertía que un guardarraíles se le iba acercando más a cadavuelta.Se preparó para el golpe…El coche chocó de costado contra el guardarraíles, y las partes de su carrocería diseñadas paraabsorber los impactos quedaron aplanadas. Rebotó hacia el cruce, girando todavía sobre símismo, despidiendo restos. Los coches hacían bruscas maniobras para evitar aquel montón dechatarra que giraba. Una camioneta grande patinó y se dirigió en línea recta hacia el coche deEddie…Ambos vehículos se detuvieron a la vez. El coche de carreras tenía el morro encajado bajo elparachoques delantero de la camioneta.Eddie se incorporó soltando un quejido. El golpe contra el borde de la cabina le había dejado elhombro como si se lo hubieran golpeado con un bate de béisbol. Pero el diseño de seguridad delmonoplaza había cumplido su misión: Eddie podría salir del choque por su pie. Aunque fueracojeando. La cabeza le daba vueltas. Salió de la cabina y se orientó. El largo arco de la recta desalida y meta se extendía hacia el sur. Hacia el puerto.—C’est James Bond! —gritó alguien.Eddie se dio cuenta de que había atraído a una multitud, lo cual no era de extrañar que sucedieracuando un hombre vestido de esmoquin destrozaba un Fórmula 1 en pleno Mónaco.El conductor del Ferrari contemplaba horrorizado la gran abolladura que había sufrido su cocheen un costado.—¡Mande la factura a la escudería Osiris! —le gritó Eddie, antes de correr hasta el espacioabierto más próximo entre las barreras. Se abrió camino entre los curiosos y se perdió de vistaentre la multitud mientras llegaba el primer coche de policía.—¿Que ha destrozado el coche? —decía Osir, consternado. Shaban acababa de llamarle porteléfono para darle novedades—. ¿Lo habéis encontrado?La respuesta fue negativa.—Entonces, ¿lo ha atrapado la policía, al menos?La misma respuesta.—Vaya, ¡maravilloso!Aunque a Nina le resultaba difícil disimular su júbilo, dijo con desprecio:—Ese hombre destroza todo lo que toca… Las relaciones de pareja, las vidas…, los coches decarreras…—Ahora entiendo por qué te quieres librar de él —dijo Osir por lo bajo, antes de seguir con suconversación telefónica.—Sí, me vuelvo al Barca Solar. Sí; con la doctora Wilde. No, yo… Sebak, no quiero volver aoírte hablar de eso. Llévate a toda la gente que puedas. La policía también lo estará buscando;escucha su radio. Quiero que lo encuentren.Oyó la respuesta de Shaban.—Solo si es absolutamente necesario —dijo a su vez—. No quiero más problemas con lasautoridades esta noche. Atrapadlo y llevadlo al yate.—¿No lo vais a matar? —le preguntó Nina cuando puso fin a la conversación.—Esto ya va a ser difícil de explicar de por sí —respondió Osir, indicando los restos de lafiesta—. ¡No quiero encender la televisión y ver en el telediario que se llevan detenido a Sebakpor haber asesinado a tu marido!—Entonces, ¿qué vais a hacer con Eddie cuando lo encontréis?—El Mediterráneo es muy grande, y muy profundo.—Ah… estupendo. Así me ahorraré un abogado para el divorcio.Osir rio con frialdad.—Bueno, creo que la fiesta ha terminado —dijo—. No sé si el zodiaco estará preparado ya, perobien podemos ir a enterarnos. Déjame unos minutos para que me despida de la gente.Se acercó a hablar con un grupo de personas, tan lleno de cordialidad como si se la activara a

voluntad con un interruptor. Nina aprovechó para acercarse a la puerta. Vio a Macy entre loscuriosos y le indicó por señas que se acercara.—¿Dónde está Eddie? —le preguntó Macy—. ¿Está bien?—De momento. Se escapó… en un coche de carreras.Macy sonrió.—Su marido es un tipo bastante impresionante, ¿sabe?—Sí, yo prefiero creerlo así —dijo Nina.Volvió la vista hacia el patio. Osir seguía enfrascado en su conversación.—Mira, aunque te parezca raro, este es seguramente el sitio más seguro para ti —dijo a Macy—.Shaban y su amiguito han salido a buscar a Eddie, y Osir va a llevarme al yate para ver elzodiaco.—Estupendo; pero ¿qué hago cuando cierre este sitio? Aun suponiendo que quedaranhabitaciones de hotel libres, yo no podría tomar ninguna. ¡Eddie tiene mi pasaporte!—Eso no es precisamente lo que más me preocupa ahora, Macy.Una nueva mirada atrás. Osir la estaba buscando.—Ya se te ocurrirá alguna cosa —siguió diciendo Nina—. Pero me tengo que marchar. Si niEddie ni yo podemos ponernos en contacto contigo, hay un hotel al otro lado de la plaza.Espéranos en el vestíbulo; vendremos a buscarte.Aquella situación no contentaba a Macy, pero esta asintió con la cabeza.—Buena suerte, doctora Wilde —dijo—. Tenga cuidado.—Tú también.Nina volvió a adentrarse en el patio y se acercó a Osir.—¿Estás preparado para marcharnos?—Viene el coche a llevarnos al puerto —respondió Osir—. Tendrá que dar un rodeo. ¡Pareceque ha habido un accidente de tráfico en Sainte Devote! —añadió, dirigiendo al resto de suscompañeros una sonrisa de complicidad.La broma provocó algunas risas patibularias.Osir tomó a Nina del brazo y entró con ella en el casino. Mientras los vigilantes se apartabanpara dejarlos pasar, Macy se coló en el patio, y se retiró aprisa de las puertas antes de que ladetectara el personal del casino. La fiesta se iba deshinchando, desde que su centro de interésprincipal se había perdido de vista entre una nube de humo de neumáticos quemados.Pero Macy observó otro centro de interés: un hombre rubio, apuesto, con un mono de piloto decarreras, que hablaba agitadamente con otros dos hombres mayores. Supuso que era el piloto, yse acercó a él caminando airosamente.—¿Qué ha pasado?Virtanen le echó una rápida ojeada… y la miró con más atención al percibir que era una mujerjoven y hermosa que no iba colgada del brazo de ningún hombre maduro patrocinador delequipo.—Ha sido terrible —contó con tono lúgubre—. Me robó el coche… ¡un hombre que llevaba unapistola! Yo intenté detenerlo, pero se escapó.Sus compañeros levantaron los ojos al cielo, pero no quisieron llevar la contraria a la estrella delequipo.—¡Dios mío! ¿Estás bien?—Unos rasguños. Mañana podré pilotar, sin duda. Pero creo que me vuelvo ya al hotel. Amenos… que quieras tomarte algo conmigo antes —propuso a Macy con expresión sugerente.—Con mucho gusto —respondió ella con una gran sonrisa.

17A oscuras, la costa de Mónaco parecía una ampliación de la ciudad misma; los costosos yatesque estaban atracados en fila a lo largo de los embarcaderos relucían como si fueran edificios.Nina miraba inquieta a uno y otro lado mientras Osir la conducía hasta la lancha del Barca Solar,que estaba pintada con sus colores característicos. Había albergado la esperanza de ver por losalrededores a Eddie, que estaría esperando a que zarpara la lancha para seguirla hasta el barco alque pertenecía. Pero entre la gente que subía a los palacios flotantes no vio su familiar figuracorpulenta, ni había nadie observándolos discretamente desde un muelle cercano.¿Lo habría atrapado la policía? ¿O, peor todavía, Shaban?Descartó esta última idea terrible en cuanto le vino a la cabeza. Si Shaban hubiera encontrado aEddie, habrían informado a Osir. Pero la ausencia de Eddie seguía inquietándola; entre otrascosas porque, sin él, Nina tendría que arreglárselas por su cuenta para escaparse del yate de Osir.Teniendo en cuenta que el Barca Solar estaba fondeado a casi un kilómetro de la costa, la opciónde volver a nado no le parecía nada atractiva.Subieron a la lancha, y Osir dio una orden al piloto. La embarcación se puso en marcha conruido de motor diésel. Aunque hacía una noche templada, a bordo de la lancha descubierta senotaba el fresco de la brisa. Nina se frotó los brazos desnudos.—Toma —dijo Osir. Se quitó la chaqueta y la echó sobre los hombros de Nina.—Gracias —dijo ella mecánicamente; aunque no quiso revelarle que, si se estremecía, no erasolo por el viento.Pasaron ante más yates lujosos y avanzaron entre los muelles que marcaban los límites de laparte interior del Port Hercule. Tenían por delante los rompeolas del puerto exterior y, más allá,la oscuridad del Mediterráneo. La lancha se desvió del rumbo que conducía a la salida delpuerto, desplazada, al parecer, por una corriente más fuerte de lo habitual, y el piloto tuvo queajustar el rumbo; pero no tardaron en dejar atrás los largos espigones de hormigón, y salieron amar abierto.Nina llegó a la conclusión de que la idea de nadar le estaba pareciendo menos atractiva todavía.Más allá de los rompeolas, la mar estaba agitada, y la lancha saltaba entre las olas levantandograndes salpicaduras de espuma. La cadena de un ancla azotaba el casco a cada sacudida. Ninadirigió la vista hacia la costa. Las luces de Mónaco brillaban sobre el fondo de los montes que lorodeaban. Era un panorama espectacular… pero Nina, llena de inquietudes, no era capaz deapreciarlo.Había otros muchos buques fondeados en alta mar, pero el Barca Solar destacaba por su tamaño,incluso comparado con otros megayates. La lancha atracó junto a su popa, donde habían bajadohasta el nivel del agua una plataforma de atraque tan amplia que tenía sitio para un par delanchas motoras rápidas y varias motos acuáticas. Un marinero amarró la embarcación, y Osirdio la mano a Nina para ayudarla a subir a cubierta.—Quiero agradecerte tu compañía —le dijo Osir—. Aunque las cosas no hayan salido del todotal como yo esperaba.—El gusto es mío —respondió Nina—. Y… esto… te pido disculpas por mi marido. Ojaláhubiera podido convencerlo de que viera las cosas como yo. Todo habría resultado muchomenos… digamos, menos costoso.—No tienes por qué cargar tú con la culpa de sus actos —le aseguró él—. En cuanto al dinero,no tendrá importancia cuando hayamos descubierto la pirámide de Osiris.—En tal caso, será mejor que vayamos a ver el zodiaco, ¿no? —propuso Nina.Subieron al yate y se dirigieron a una de las cubiertas superiores. Osir la condujo hasta unapuerta.—Espera en mi camarote, haz el favor —le dijo—. Voy a ver si el zodiaco está preparado.El camarote de Osir resultó ser mayor que todo el apartamento de Nina; más grande todavía si secontaba el cuarto de baño adjunto y los amplios vestidores. Contaba también con techo deespejos sobre la inmensa cama. La decoración era tan de soltero millonario como la de la casa deOsir en Suiza; solo faltaba una piel de tigre en el suelo para que el cuadro fuera perfecto.

—Qué… elegante —consiguió decir Nina.Osir sonrió mientras se dirigía hacia otra puerta, al fondo de la sala.—Ponte cómoda —le dijo—. Solo tardaré un momento.Nina se sentó en el borde de la cama y, mientras esperaba, se quitó los zapatos con la punta delos pies y se puso a juguetear con su vestido largo. Osir regresó al poco rato, con una sonrisa másamplia todavía. Pulsó una palanca que había sobre la puerta y retiró unos paneles plegables paradejar a la vista otra sala grande contigua.—Está preparado.Nina atravesó la habitación. Miró más allá de Osir…Y vio por primera vez el zodiaco completamente montado.Aunque Nina no sabía a quién había encomendado Osir la labor de restaurarlo, tenía quereconocer que habían hecho un trabajo absolutamente magnífico. El disco, de algo menos de dosmetros de diámetro, estaba instalado sobre un soporte circular de poca altura, bajo una gruesacapa protectora de Lexan, transparente y a prueba de balas. Solo al acercarse hasta el bordemismo de la pieza percibió Nina algún vestigio de los cortes que se habían realizado pararetirarlo del Salón de los Registros.Visto en su totalidad, el zodiaco era espectacular. Era menor que el que estaba en el Louvre, perosuperaba a este por sus colores vibrantes. Al haber estado sellado en el interior de la esfinge,protegido de los elementos, la pintura que hacía resaltar cada constelación sobre el fondo oscurose había conservado casi intacta. El cielo estaba dividido en dos por una línea gruesa y sinuosade color azul claro. Nina supuso que sería la Vía Láctea.Vio señalados otros elementos: el punto rojo que había visto en la foto de Macy, y que era Martecasi con toda seguridad, y círculos que representaban a otros planetas. Pero dirigióinmediatamente su atención al triángulo amarillo que estaba junto a la figura pequeña de Osiris.Una pirámide. La pirámide de Osiris.Se inclinó para verla más de cerca. Junto al triángulo había pintado algo que apenas sedistinguía, en caracteres muy pequeños. Jeroglíficos.Nina, emocionada, volvió la vista hacia Osir.—¿Has visto estos jeroglíficos?—Por supuesto —dijo él, acercándose a una mesa grande, en la que había un ordenador portátil,y tomó un texto salido de una impresora—. Los hice traducir cuando el zodiaco estaba todavíadesmontado. Son instrucciones para llegar a un punto. El problema es que no sé cuál es el puntode partida. No lo sabe nadie. Por eso necesito tus ideas.Entregó a Nina la traducción. Ella la leyó en voz alta:—«El segundo ojo de Osiris mira al camino que va al desfiladero de plata. Más allá de su final,un atur hacia Mercurio, está la tumba del rey dios inmortal». El atur es una unidad egipcia dedistancia, ¿verdad?—Once mil veinticinco metros.Nina realizó al instante el cálculo mental para traducir esta distancia al sistema anglosajón.—Seis millas coma ochenta y cinco —dijo.Osir enarcó una ceja en gesto de sorpresa.—Ya te he dicho que se me dan bien las matemáticas —comentó Nina—. De manera que lapirámide está a poco más de once kilómetros desde el final del desfiladero de plata, en direccióna Mercurio, que es… supongo que es uno de los planetas que aparecen en el zodiaco.—Pues, de hecho, no lo es. Los planetas que están en el zodiaco son Marte, Venus y Júpiter—dijo Osir, señalándolos sucesivamente—. Pero hemos tomado las posiciones de estos y, apartir de ellas, hemos calculado cuál sería la situación de Mercurio. Habría estado… aquí —dijo,señalando un punto determinado, a la derecha de la pirámide.—Así que a unos once kilómetros al este del final del desfiladero. Solo que, como el mapa estáinvertido, porque lo estamos mirando desde arriba y no desde abajo —observó Nina, señalandoun espejo de la pared con un gesto de la cabeza—, en realidad serían once kilómetros al oeste.Aquello agradó a Osir.

—Por lo que lo único que tenemos que hacer es encontrar el desfiladero de plata —dijo.—Y, para ello, antes debemos encontrar el segundo ojo de Osiris. ¿Dónde está su primer ojo?—En el zodiaco hay dos figuras de Osiris —le recordó él—. ¿Es posible que señalen el caminoentre ambos?Nina se inclinó para examinarlas de cerca. Ambas figuras estaban representadas de perfil, comoera habitual en el arte egipcio, y solo se veía un ojo de cada una; pero las tallas eran de tamañoreducido y los ojos no eran más que simples puntos. Nina trazó una línea imaginaria entre losojos de las dos figuras; pero la línea no pasaba cerca de la pirámide ni parecía que apuntase anada en especial.—El ojo de Osiris también es un símbolo, ¿no es así? —preguntó Nina.Osir asintió.—Es una señal de protección —dijo—. Se encuentra en los templos, en las tumbas… Se suponeque te ayuda a guiarte a través del Reino de los Muertos.—Entonces, es bastante corriente. No nos servirá para afinar la búsqueda —dijo Nina.Siguió observando el zodiaco, pensativa.—¿Es posible que el desfiladero de plata sea una pista? —preguntó—. Para los antiguosegipcios, la plata valía más que el oro. ¿Había minas de plata en el período predinástico?—No lo sé. ¡La historiadora eres tú, no yo!—Es verdad. Habrá que investigar esto más a fondo. Tenemos que consultar las bases de datosarqueológicas…Calló de pronto, pues comprendió que se estaba dejando llevar por la emoción profesional, que laimpulsaba a resolver aquel enigma sin tener en cuenta que, si lo hacía así, estaría ayudando a lapersona misma a la que quería impedírselo.—¿Estás bien? —le preguntó Osir.—Estoy… cansada, nada más —dijo ella—. Ha sido un día muy agitado.Osir sonrió.—Te pido disculpas —le dijo—. No es necesario resolver este acertijo en una sola noche.Además, la carrera es mañana, y esperaba que me acompañaras a verla.—Parece interesante —dijo ella; aunque, en realidad, la idea de ver pasar coches ruidososdurante un par de horas no le seducía en absoluto.—Estupendo. Entonces, ¿te tomas antes una copa de champán conmigo?—Ah… la verdad es que debería acostarme ya —repuso Nina, que quería quedarse a solas paraintentar ponerse en contacto con Eddie.—Una sola copa, por favor —insistió Osir—. Tengo en el cuarto de al lado una botella deVeuve-Clicquot… Sería una pena tener que bebérmela a solas.—¿Y qué hay de tus… jóvenes amigas? —repuso Nina, aunque había estado a punto de decirnenas.—¿Mis seguidoras? Son encantadoras todas ellas, pero a veces prefiero una compañía másintelectual —dijo Osir, haciendo un gesto de hastío con la cabeza—. Prefiero estar con unapersona que también tenga historias que contar. Como tú, cuando descubriste la Atlántida. Solouna copa… —repitió, sonriendo de nuevo.Tres copas más tarde, Nina estaba de rodillas sobre la cama de Osir, con el vestido extendido asu alrededor como un círculo de seda.—De modo que yo me había quedado atrapada en aquella plataforma con Excalibur, y Jackestaba poniendo en marcha el generador para poder desencadenar una guerra, y entonces…¡bum! Eddie había montado una trampa con una granada de mano. Y, después, todo el barcoempezó a estallar, como en una película de James Bond. Tuvimos que escaparnos en esa cosaque era como un planeador a reacción… Estuvimos a punto de morir congelados, hasta queaterrizamos en un barco pesquero. ¡Y qué mal olía!—Tu vida ha sido más aventurera que la mía, si cabe —dijo Osir, que estaba echado a su lado—.Y es innegable que la fortuna está de tu parte.—Si tuviera tanta suerte, no me habrían pegado un tiro —dijo ella—. Mira esto.

Se subió la falda para dejar al descubierto la cicatriz circular de una herida de bala que tenía en elmuslo derecho. Osir puso ojos de admiración al ver la pierna desnuda a pocos palmos de su cara.—Y tampoco me habrían destrozado la vida ni la carrera profesional —concluyó Nina.—Ya no tienes que preocuparte más por eso, Nina —le aseguró él—. Cuando hayamosencontrado la pirámide de Osiris, tu vida será… todo lo que tú quieras que sea. Y, además, serámuy larga.Nina apuró su copa.—¿Tendré derecho a un suministro gratis de por vida del Pan de la Longevidad de Jalid?—preguntó.—Tendrás todo lo que quieras.—Me alegro.Nina pensó entonces en el laboratorio del castillo suizo, y frunció el ceño.—Pero ¿será seguro? —preguntó—. Dijiste que estaba modificado genéticamente.Osir soltó una leve risa.—Claro que será seguro. ¡Lo comeré yo mismo! No: se modificará genéticamente la levadurapara hacerla exactamente como yo quiero.—¿Y cómo es eso? ¿O te gritará tu hermano si me lo cuentas?Una nueva risa burlona.—¡A veces da la impresión de que Sebak se cree que es él quien manda en el Templo, y no yo!No; mi hermano se estaba pasando de cauto, como siempre. Las modificaciones genéticasservirán, en parte, para que podamos patentar y obtener los derechos de propiedad del nuevoorganismo a nivel internacional… Al fin y al cabo, las levaduras son muy fáciles de cultivar. Yno quiero que cualquiera pueda cocerse su propio pan de Osiris: tendrán que venir por él alTemplo Osiriano. Y, además…Osir había adoptado una expresión más astuta, con lo que su rostro apuesto adquirióinesperadamente un aspecto zorruno.—Además, no quiero que ese pan regenere las células del cuerpo demasiado bien. No me bastacon que la gente lo compre una vez al año. Tendrán que comprarlo una vez al mes; o, mejortodavía, todas las semanas.—Da la impresión de que quieres que la gente adquiera dependencia.Osir se encogió de hombros.—¿Qué importa gastar un poco de dinero cada semana, si se está comprando la inmortalidad?Más vale dárselo al Templo Osiriano que gastárselo en tabaco, en alcohol o en drogas. Al fin y alcabo, nosotros damos mucho a causas benéficas.«Será en países en que el Templo Osiriano quiere conseguir favores políticos», pensó Nina.—Entonces, ¿es eso lo que quieres? —le preguntó—. ¿Elegir quién podrá ser inmortal?—Parece muy propio, ¿no te parece? —observó Osir—. Osiris decidía quién obtenía la vidaeterna. Yo no hago más que seguir sus pasos. En todo caso, creo que el mundo acabará por tenermuy buen concepto del hombre que le trajo la inmortalidad.Osir apuró su copa.—¿Más champán?Nina miró su copa vacía.—Ay —dijo—. Ha durado poco. La verdad es que no debería…—Abriré otra botella —dijo él.Tomó la copa de Nina y bajó de la cama.Nina se echó y cerró los ojos.—Gracias, Jalid.—Es un placer —dijo él, con una sonrisita que expresaba la expectación con que esperaba otrotipo de placeres. Tomó otra botella de una nevera que estaba bajo un mostrador de mármol, ypasó después al baño.—Discúlpame un momento.Cerró la puerta y se admiró en el espejo antes de desvestirse, conservando solo sus calzoncillos

de seda. Se puso un batín, también de seda; se echó un chorrito de colonia, y volvió a entrar en eldormitorio.Vio con deleite que las luces estaban amortiguadas y que una silueta incitante lo esperaba bajolas lujosas sábanas. Se subió al pie de la cama y fue ascendiendo poco a poco.—Veo que te has puesto cómoda…Retiró suavemente las sábanas… y vio que le devolvía la sonrisa Eddie Chase.—Prepara los morritos, donjuán —dijo Eddie, plantándole en la cara el revólver deDiamondback.

18Osir se apartó, sobresaltado, mientras Eddie se incorporaba.—¿Cómo… cómo has entrado aquí? —le preguntó, sin que quedara claro si podía en él más elmiedo o la indignación.—Sí; yo misma me lo estaba preguntando —dijo Nina desde la sala del zodiaco, donde le habíaindicado Eddie sin palabras que se escondiera cuando se había colado en la cabina.Sin dejar de apuntar a Osir, Eddie retiró las sábanas y se puso de pie. Tenía la ropa empapada.—Busqué su lancha en el puerto, donde me dijiste. Después, la alcancé nadando por debajo delembarcadero, y me agarré a la cadena del ancla. Y solo me quedó aguantar hasta que llegamosaquí.Osir echó una mirada de rabia a Nina, sintiéndose traicionado.—¡Entonces, sigues con él! ¡Sebak tenía razón!—Ya te digo —dijo Nina—. Como que me iba a compinchar de verdad con el gurú engañabobosque había intentado matarme. ¿Qué hacemos ahora? —añadió, mirando a Eddie.Este indicó a Osir con un gesto que pasara al baño.—Para empezar, lo ataremos y lo haremos callar. Después, nos enteramos de dónde está esapirámide; y, por último, nos damos el piro y la encontramos. ¿Te hace el plan?Nina asintió con la cabeza.—Muy bien, galán —dijo Eddie, acercándose a Osir—. Pasa ahí dentro.El egipcio perforaba a Nina con la mirada.—Verdaderamente, no quería que nadie se hiciera daño —dijo con rabia—. Pero ahora haréexcepciones con mucho gusto.—Cierra el pico, gilipollas —dijo Eddie.Empujó a Osir al interior del cuarto de baño. Este rozó con el codo un estante, del que cayeronvarios artículos de tocador.—Ponte de rodillas y mete la cabeza en el retrete como si fueras a vomitar. ¡Ya!Apretó el revólver contra la cabeza de Osir mientras este se arrodillaba ante la taza del retrete.Después, le quitó el cinturón del batín.—Nina, átale las manos al desagüe.Eddie no dejó de apoyar con firmeza el revólver contra la cabeza de Osir, mientras Nina atabalas muñecas de este al tubo del desagüe del retrete.—Ahora, busca algo para atarle los pies.Nina volvió al camarote y regresó con una colección de corbatas sobre el brazo.—Elige color —dijo.Eddie arrugó una corbata hasta hacerla una bola y se la metió en la boca a Osir, que no dejaba deprotestar; después, la sujetó con una segunda corbata. Empleó una tercera para atar entre sí lostobillos de su prisionero, y fijó después el otro extremo de la corbata a una cañería de la parteinferior del lavabo.—Ahora, escucha, Tutankamón —dijo, dando a Osir un golpecito en la cabeza con elrevólver—. Al primer ruido que hagas, te mando por el retrete para que te reúnas con tusantepasados. ¿Entendido?Osir, que tenía la boca llena de la mordaza improvisada, solo pudo emitir un gorgorito furioso.—Bien —dijo Eddie.Salió del baño; cerró con llave la puerta del camarote y se reunió con Nina ante el zodiaco.—Entonces, ¿has encontrado la pirámide?—Todavía no —reconoció ella.—Bueno, pues ¿cuánto tardarás?—No tengo ni idea.—A lo mejor, si hubieras estado trabajando en ello en vez de empinar el codo con los espumososde Osir…Nina le dirigió una mirada de irritación.—No empieces, Eddie.

—Y, ya que hablamos de eso, ¿qué estaba pasando cuando entré yo? ¡Estabas echada en la camacon la falda subida hasta las bragas! Porque… llevas bragas, ¿verdad? —le preguntó con cara deinquietud.—¿Qué parte de no empieces te cuesta tanto entender? —le replicó Nina, cortante.—Bueno, creo que él ya estaba empezando en serio…Nina dio una fuerte palmada sobre la superficie de Lexan.—¡Por Dios, Eddie! Le estaba dando carrete para poder echar una mirada a esta cosa…, así quelo menos que puedes hacer es callarte y dejarme trabajar. Allí hay unas notas que escribieron lossuyos —dijo, señalando la mesa—. ¿Me haces el favor de traérmelas?—Más vale que mañana no andes en postura de egipcia —dijo por lo bajo Eddie mientrasrecogía las notas.Contenían muchos datos sobre el zodiaco. Una estimación de la fecha en que se había elaborado,en función de las posiciones de los planetas (a Nina le hizo gracia que hubieran calculado hastael mes, octubre del 3567 antes de Cristo, y le llamó la atención que aquello confirmara demanera indirecta la teoría de Macy según la cual la esfinge era anterior a la construcción de lapirámide de Khufu); los nombres de las diversas constelaciones; un análisis químico de laspinturas; las dimensiones del zodiaco con precisión milimétrica; el tipo de piedra en que estabatallado…—No sirve de nada —murmuró, hojeando más páginas.Eddie, que había regresado al camarote para montar guardia mientras Nina leía las notas, volvióa entrar.—¿Qué hay?—Aquí lo dice todo acerca del zodiaco… menos lo que necesito saber. Los jeroglíficos dicencómo se llega a la pirámide de Osiris… cuando ya se dispone de otros datos. La gente de Osir hacalculado la posición de Mercurio, que era una de las indicaciones…, pero no conocemos lasotras.—¿Cuáles son las otras?—Un lugar llamado el desfiladero de plata, que no tenemos idea de cómo encontrarlo, y elsegundo ojo de Osiris. Y ni siquiera sabemos dónde está el primer ojo de Osiris, cuánto menos elsegundo.Nina empezó a pasearse alrededor del zodiaco, con la esperanza de que un punto de vista nuevo,en sentido literal, le permitiera ver algo más de sus secretos. No le vino ninguna inspiración.—¿Qué es lo que estoy pasando por alto?—Si son cosas egipcias, puede que Macy lo sepa —dijo Eddie, llevándose la mano al interior dela chaqueta del esmoquin—. ¿La viste?—Sí; le dije que nos esperara.—Espero que haya encontrado un hotel… Ese vestido suyo de papel de plata no la abrigarámucho… ¡Ay, cojones!Eddie había metido los pasaportes y su teléfono en una bolsa de plástico para protegerlos delagua del mar, pero esta no era tan hermética como había esperado él. Los pasaportes estabanmojados, pero tendrían arreglo poniéndolos a secar. Sin embargo, el teléfono dejaba caer de sucarcasa un goteo patético de agua.—Espero que sigas teniendo tu teléfono.—Sí —dijo Nina—; pero está con mis cosas, dos pisos más abajo. Y no quiero salir a rondar porel barco si no es indispensable, y menos ahora, que tenemos atado al dueño en el retrete. Sialguien sospecha algo, este será el primer sitio donde acudirán.—Supongo que tendrás que apañártelas sin Macy, entonces.Nina volvió a repasar las notas, buscando infructuosamente cualquier indicación que se lepudiera haber pasado por alto; después, acudió a un estante donde había varios libros de consultasobre el Antiguo Egipto. Buscó en los índices por materias cualquier alusión al desfiladero deplata o al ojo de Osiris. No se hablaba para nada del primero; había varias menciones delsegundo, pero solo en el contexto de la simbología egipcia; no había ningún dato que lo

relacionara con ningún lugar concreto del mundo real.—No lo entiendo —suspiró Nina al cabo de un rato, volviendo de nuevo al zodiaco—. ¿Dóndenos dice que vayamos? Tiene que estar relacionado de alguna manera con las estrellas…Tenemos las constelaciones, la Vía Láctea, los planetas… ¿Cómo se relaciona todo entre sí? Esdecir, la pirámide está señalada aquí mismo, con indicaciones sobre cómo llegar hasta ella; pero¿cuál es el punto de partida?—No lo sé —dijo Eddie, encogiéndose de hombros—. Lo único que sé yo de Egipto es lo que vien La momia.—Y tampoco es una fuente muy fidedigna.—Puede que no. Pero te diré una cosa: eso que hay allí no es la Vía Láctea.Nina miró la línea de color azul claro.—¿No?—No; no tiene la forma. Yo sé el aspecto que tiene la Vía Láctea, y no es así.—De acuerdo; si no es la Vía Láctea, ¿qué es? ¿Qué otra cosa podrían haber puesto en un mapaestelar?A Eddie se le ocurrió una idea.—Es que no es un mapa estelar —dijo, acercándose al espejo—. Tiene estrellas, pero esa no es lacuestión.Eddie miró con atención el reflejo en el espejo, y le asomó al rostro una sonrisa deentendimiento.—Mira.Tomó del estante un atlas y pasó las páginas, mientras Nina miraba el zodiaco reflejado.—¿Qué es lo que se supone que debo ver? —le preguntó.—Esto —dijo Eddie.Abrió el atlas por la página donde aparecía un mapa concreto: el de Egipto. Recorrió la hoja conun dedo, siguiendo de norte a sur el curso de un río.—¿Te recuerda algo?Nina miró el mapa; miró el reflejo del zodiaco en el espejo; volvió a mirar el mapa…—Es la misma forma —advirtió—. ¡Ay, Dios mío! ¡Es el Nilo!—Si montas el zodiaco en el techo, concuerda con la forma del Nilo, proyectada hacia arriba, porasí decirlo —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Pero, si lo ves como si fuera un mapa normal,está invertido.Nina regresó aprisa al zodiaco, barriendo las notas con la mano para poder observar el curso delrío.—Así que esto es el delta del Nilo, al norte; lo que significa que el otro extremo… Trae aquí elmapa, Eddie.—No me has dicho la palabra mágica —repuso él; pero entregó el atlas a Nina, que lo comparócon la línea pintada.Aun teniendo en cuenta el efecto de inversión, existían diferencias.—El delta no es igual —observó Eddie—. En el mapa antiguo hay más ríos.—El Nilo tenía más bocas antiguamente; algunas se fueron cegando —le dijo Nina, distraída,mientras atendía a otro punto que estaba mucho más arriba, siguiendo el curso del río—. ¡Mira!¡Mira esto! Este gran meandro del río, donde rodea el valle de los Reyes… —exclamó,emocionada, mientras daba golpecitos en el Lexan—. Esta figura de Osiris, la que no estaba en elzodiaco de Dendera… ¡mira dónde tiene el ojo!Eddie invirtió mentalmente el zodiaco para ajustarlo al mapa. La cabeza de la figura de Osirisestaba situada en un punto al oeste del río, cerca de un recodo que hacía en su curso hacia elnorte.—Y ¿qué hay allí ahora? Una población que se llama… Al Balyana.—Allí hay mucho más que eso —dijo Nina—. Era uno de los lugares más importantes de Egipto.Volvió a la mesa casi dando saltos, agitando su vestido al aire, para tomar un libro grande, llenode hermosas ilustraciones fotográficas. Después de encontrar la página correspondiente, corrió

de nuevo a enseñársela a Eddie.—Abidos —dijo—. ¡La ciudad de Osiris!En las fotografías se veían varias estructuras grandes, en ruinas.—Parece que van a tener que llamar a los albañiles —bromeó Eddie.—Cuando hayamos terminado nosotros —dijo Nina, leyendo rápidamente el texto—. Debe dehaber algo que indique el camino hacia ese desfiladero de plata. Cuando lo hayamosencontrado, estaremos a solo once kilómetros de la pirámide.—¿Qué es lo que tenemos que encontrar?—El segundo ojo de Osiris. Creo que es una pista doble. Aquí, en el zodiaco, está el ojo delsegundo Osiris, que nos dice que vayamos a Abidos…, pero los jeroglíficos decían que elsegundo ojo mira al camino del cañón. El ojo del zodiaco no es más que un punto; no miranada. Yo supongo que en Abidos está en alguna parte el símbolo concreto del ojo de Osiris, yque estará orientado hacia la dirección en que tendremos que ir. Pero no tengo idea de en quéparte de Abidos estará… Quizá lo sepa Macy.—Entonces, lo mejor será que bajemos de este barco y que la encontremos —dijo Eddie,mientras miraba atentamente el zodiaco.Nina conocía aquella mirada suya.—No. De ninguna manera —le dijo.—¿De ninguna manera, qué?—¡No vas a destrozar el zodiaco!—Así, Osir y los suyos no podrán encontrar la pirámide.—Ya tienen todas las pistas; solo que no han sido lo bastante listos como para entenderlas. Si lodejamos intacto, será posible devolverlo a Egipto.—Solo si detienen aquí al amigo Ramsés —dijo Eddie, apuntando hacia el baño con el pulgar.—Si llegamos a la pirámide antes que él, podremos ponerlo en evidencia a él y todo lo que hahecho.—La verdad es que solo le faltaba quitarse ese batín para ponerse en evidencia…—Ay, deja el temita —refunfuñó Nina.Se quitó los pasadores del pelo y se deshizo el moño, para hacerse de nuevo una coleta.—Todavía tengo que recoger mis cosas —dijo.Eddie sacó el revólver.—Yo voy a comprobar primero que tu novio sigue adorando al gran dios Señor Roca, y despuésnos marchamos.Osir seguía donde lo habían dejado. Eddie clavó la punta del revólver en la espalda del egipcio,que estaba enfurecido, y comprobó que seguía bien atado al desagüe.—Vale —dijo al volver al dormitorio—; vamos…Alguien llamó a la puerta.Eddie levantó el revólver al instante.—¡Mierda! —susurró Nina a su lado, petrificada—. ¿Qué hacemos?—¡Chist!Osir profería desde el baño gruñidos apagados. Eddie volvió a entrar corriendo y le dio unapatada.—¡Tú, a callar!—¡Jalid! —dijo una voz impaciente desde el exterior. Era Shaban—. Jalid, sé que estás ahídentro. Déjame pasar.El picaporte se movía.Nina lo miró… y se abalanzó sobre la cama, haciendo crujir con fuerza los muelles. Antes de queEddie hubiera tenido tiempo de preguntarle qué hacía, Nina empezó a jadear y a gritar, fingiendoque estaba en pleno éxtasis.—Ay… ay… ay… Dios… sí… sigue… sí… más… ¡ah!El picaporte dejó de moverse y Shaban se alejó, tras soltar un bufido de asco que se oyóperfectamente. Nina siguió con su actuación tipo Meg Ryan hasta que estuvo segura de que

Shaban ya no la oía. Después, saltó de la cama.—No me jodas —dijo Eddie con una sonrisita—. Digo, al revés… ¡Me has puesto a cien!—Pues sigue así hasta que estemos en tierra firme. Y a solas.Nina se acercó a la puerta y escuchó. Fuera no se oía nada.—Creo que ya está todo despejado.Eddie acudió a su lado y entreabrió la puerta. En el pasillo no había nadie.—¿Hacia dónde?—A la derecha —dijo Nina—, y doblando la primera esquina. Hay unas escaleras.Eddie salió rápidamente, con el revólver preparado. No había nadie. A la izquierda, unas puertasde cristal ahumado daban a una de las cubiertas superiores; se veían a través de los cristales lasluces de Mónaco. Se dirigió a la derecha y se asomó por la esquina. Tampoco había nadie. Lasescaleras que le había dicho Nina estaban a unos nueve metros.—Vale; despejado.Nina lo siguió, muy consciente de los crujidos que producía su vestido largo a cada paso,claramente perceptibles entre el silencio del yate, con sus materiales aislantes.—Por esto visto siempre de Dockers —susurró.—Si te pusieras minifalda, como te pido yo constantemente…Eddie se detuvo ante las escaleras. Se oía una conversación lejana en la cubierta superior, perono tardó en quedar claro que los que hablaban no se iban aproximando a ellos. Eddie empezó abajar.—Has dicho dos pisos más abajo, ¿verdad?Cuando llegaron al piso que buscaban, oyeron música. Era un ritmo de música pop que sonabaen un camarote. Pasaron por delante de puntillas y se dirigieron al camarote de Nina. Esta nohabía cerrado la puerta con llave, y los dos se colaron dentro.Nina se quitó rápidamente el vestido, se puso su ropa habitual y recogió sus pocos efectospersonales.—¿Llamo a Macy? —preguntó, con el teléfono en la mano.—Cuando hayamos salido del barco —dijo Eddie.—¿Y cómo vamos a volver a tierra firme?—Birlando un bote.Eddie se asomó al pasillo.—Está bien; vamos —dijo.Volvieron hacia las escaleras, acercándose al camarote donde sonaba la música. Tendrían quepasar por delante, subir un piso, y habrían llegado a la cubierta principal; una vez allí, solotendrían que evitar dejarse ver hasta llegar a los botes. Era sencillo.O no.Se abrió la puerta del camarote y la música se oyó con más fuerza. Salió una mujer joven, rubia,que llevaba dos copas vacías… y que se encontró con que la apuntaban con un revólver entreceja y ceja.La mujer soltó un chillido y volvió atrás de un salto, y un hombre profirió un grito de sorpresa.Nina y Eddie se miraron mutuamente.—¡Corre! —gritó Eddie.Subieron corriendo por las escaleras. Cuando llegaban al piso siguiente, sonó con estrépito untimbre de alarma. Nina oyó nuevas voces más arriba. La alarma inesperada había tomadodesprevenidos a los miembros de la tripulación de Osir, pero reaccionarían en cuestión desegundos.Eddie se puso en cabeza mientras corrían pasillo abajo. Vieron ante ellos otra puerta de cristalahumado que conducía a la cubierta de popa. Alguien gritó a su espalda.No tenían tiempo de detenerse a abrir la puerta. En vez de ello, Eddie le disparó un solo tiro. Elcristal se hizo añicos y cayó al suelo en una cascada de fragmentos oscuros. Pasaron sobre losrestos, que crujían bajo sus pies, y salieron corriendo a la cubierta.Estaba vacía. Más adelante, otras escaleras bajaban a la plataforma de atraque.

—¿Qué bote? —preguntó Nina mientras corrían hacia la plataforma.—¡El que tenga las llaves puestas! —respondió Eddie, mirando atrás.Vio que salía alguien por una puerta a la cubierta superior y disparó otro tiro para hacerloretroceder.Nina bajó apresuradamente por las escaleras empinadas, mientras Eddie se quedaba agazapado, acubierto, en lo alto de las mismas. Las motos acuáticas, pequeñas y desprotegidas, no leconvencieron. Las lanchas motoras rápidas serían más veloces; pero la lancha de servicio delBarca Solar tenía puesta todavía la llave de contacto.Subió a bordo.—¡Vamos, Eddie!Eddie volvió la cabeza y vio el burbujeo que producía el motor de la lancha.—¡Suelta la amarra! —gritó.Tras el disparo que había realizado Eddie, la tripulación se movía con más cautela, y ningunoquería ser el primero en ponerse a tiro.Pero aquello no podía durar. En cuanto llegaran Shaban o Diamondback, ordenarían un asaltogeneral al embarcadero. Y con las cuatro balas que le quedaban a Eddie, tendría pocasposibilidades de defender la posición.Miró de nuevo a Nina. Esta seguía desatando los cabos.Salieron corriendo a la cubierta superior dos hombres que se arrojaron al suelo en direccionesopuestas. Eddie disparó a uno, pero falló. Le quedaban tres balas.—¡Eddie!La lancha estaba libre. Nina saltó a ponerse al timón.—¡Ponte en marcha! —gritó él.Nina negó con la cabeza. No estaba dispuesta a dejar atrás a Eddie.—¡Te alcanzaré! —volvió a gritar este—. ¡Tú pon en marcha el condenado trasto!El rumor del motor se convirtió en rugido. Eddie se volvió para bajar las escaleras de un salto…Diamondback irrumpió por la puerta de cristal rota. Eddie le disparó otro tiro, pero falló pormucho, pues el estadounidense se arrojó de cabeza para ponerse a cubierto. Dos balas.Asomó por el borde de la cubierta superior el cañón oscuro de un MP7, con su visor láserencendido. El hilo delgado de luz roja se desplazó hacia Eddie… pero saltó trazando figurasdesenfrenadas cuando este arrebató el arma de manos del tirador de un disparo.Una bala.—¡Jodidos revólveres! —maldijo Eddie.Aunque su vieja pistola automática Wildey tenía limitada la capacidad del cargador por el granvolumen de sus proyectiles del calibre 50, todavía aceptaba más de las seis balas del revólver. AEddie le quedaba una sola bala para varios objetivos. Era hora de marcharse.Saltó y aterrizó ruidosamente en el embarcadero. La lancha empezaba a apartarse, pero Ninatodavía no estaba dispuesta a apretar el acelerador mientras Eddie no estuviera a bordo. Este seincorporó, se volvió, echó a correr a toda velocidad para tomar carrerilla…Un vivo dolor le estalló en un lado de la cabeza.El impacto doloroso fue tan abrumador que Eddie cayó derribado, sin llegar a alcanzar el bordedel embarcadero. Se llevó una mano a la herida. Le escocía atrozmente, y sintió sangre en lapalma de la mano, pero no notó los restos de carne y de hueso que saltan de un cráneo humanocon un impacto de bala directo. El disparo de revólver lo había rozado, abriéndole una brechajusto por encima de la oreja izquierda.Si hubiera echado a correr con el otro pie, si hubiera cargado el peso a la izquierda y no a laderecha, estaría muerto. Y su esposa se habría quedado viuda. Miró a Nina con los ojoscontraídos de dolor, y vio que esta lo miraba a su vez, horrorizada. Le hizo señas desesperadascon la mano.—¡Vete de aquí! ¡Vete!Nina tardó un instante en sobreponerse al miedo que sentía por él…, un instante que fuedemasiado largo. El punto rojo de un visor láser recorrió la embarcación y se detuvo en el pecho

de Nina.Nina retiró la mano del acelerador sin hacer ningún movimiento brusco.Eddie oyó que se aproximaba un taconeo de botas de vaquero. Volvió la cabeza dolorosamente yvio que había dejado caer el revólver a poco más de medio metro. Bajó una mano que lo recogió.—Me parece que esto es mío —dijo Diamondback.—Por mí, puedes quedarte esa mierda —gruñó Eddie—. Solo le queda una bala.—No necesito más.Un leve ruido metálico del gatillo; el tambor rotó para dejar la última bala bajo el percutor, yalevantado…—¡No! —dijo una voz que era casi un grito.Era Osir.—¡Idiota! ¡Te van a ver!Eddie oyó que Diamondback murmuraba «¿Y qué? Que se jodan…»; pero el percutor delrevólver volvió a su sitio con un clic suave. El Barca Solar no era la única embarcación de lujoque estaba fondeada en aguas de Mónaco. El ruido de los disparos ya debía de haber llamado laatención a los ocupantes de otros yates.—¡Llevadlos donde no los vean! ¡Enseguida! —ordenó Osir.Shaban acudió junto a su hermano.—Tenemos que matarlos —le dijo—. Deberías haberme hecho caso…—Ya lo sé; ya lo sé. Los mataremos. Pero aquí no. Si se presenta la Policía de Mónaco ainvestigar por los disparos y tenemos el barco lleno de cadáveres…Amarraron de nuevo la lancha en pocos momentos, y llevaron a Nina al embarcadero a punta depistola. Osir le dedicó una mirada de desagrado especialmente intensa.—Yo no quería hacer esto —le dijo—, pero no me has dejado otra opción. Mañana, cuando estebarco haya zarpado de Mónaco, después de la carrera… moriréis los dos.

19–¿Sabes una cosa, camarada? Estás siendo muy mal anfitrión —dijo Eddie.El eco devolvía su voz.—Míralo por el lado bueno —dijo Nina, levantando la vista hacia Osir—. Al menos, ha tirado dela cadena.El jefe de la secta, con sarcasmo, había optado por atar a Nina y a Eddie en el mismo lugardonde ellos lo habían tenido atado a él, el cuarto de baño de su camarote. Nina tenía las manosamarradas a una cañería de la parte inferior del lavabo, y Eddie había terminado en la mismaposición que había tenido Osir, con las muñecas sujetas al tubo de desagüe del retrete y la cabezasobre la taza. Pero ellos no estaban atados con corbatas, sino con cuerdas. Les habían dejadolibres las piernas, pero esto no les había servido de nada de momento, pues les habían puesto aun guardia de seguridad para que los vigilara toda la noche, mientras Osir y los suyos estudiabanel zodiaco.—¿No estás cómodo, Chase? —preguntó Osir a Eddie—. Qué pena.Shaban, que estaba junto a él, frotándose los ojos, dijo:—Jalid, no estamos avanzando con el zodiaco. Estamos perdiendo el tiempo.—La respuesta está allí —dijo Osir—. Si ella la ha encontrado, nosotros también podremosencontrarla.Shaban miró a Nina con desprecio.—Lástima que no los estuvieras escuchando cuando lo descubrió —dijo a Osir—. Si sabenencontrar la pirámide, deberíamos haberlos torturado para sacarles la información.Una nueva mirada de desprecio, esta vez dirigida a Osir.—Si no tuvieras tanto miedo de manchar de sangre tus sábanas de seda…Osir hizo un gesto de rabia.—¡Cállate, Sebak! —dijo—. Encontraremos la pirámide por nuestra cuenta. No hace falta causardolor sin necesidad.—¿Qué sabes tú lo que es el dolor? —repuso Shaban, acercándose a su hermano hasta casiclavarle el rostro en el suyo, con una mueca que le contraía la piel de la cicatriz que le surcaba lagarganta.Hubo un silencio incómodo entre los dos, hasta que Osir retrocedió un poco.—Encontraremos la pirámide por nuestra cuenta —repitió—. Y a estos dos los… enterraremosen alta mar. Pero antes tenemos otro asunto…, la carrera.—Ve tú —dijo Shaban con desdén—. Yo me quedaré aquí y… discutiré educadamente laubicación de la pirámide con la doctora Wilde —anunció con una sonrisa cruel.Nina se puso tensa.Osir negó con la cabeza.—Te esperan allí, conmigo.—Pues diles que estoy enfermo.—¡Sebak! Esto es por el Templo… ¡Tú te vienes conmigo! —dijo Osir, mirando fijamente a suhermano.En esta ocasión fue el hermano menor el que cedió, aunque tenía tensos los tendones del cuello.—Vigílalos hasta que volvamos —dijo Osir al guardia.Este asintió con la cabeza y, cuando Osir y Shaban se marcharon, se instaló en una silla ante lapuerta del baño.—¿A qué hora termina la carrera? —preguntó Nina a Eddie.—A las cuatro. ¿Qué hora es ahora?Nina cambió de postura trabajosamente para mirarse el reloj.—Van a ser las diez.—¡Eh! —gritó el guardia, levantando el MP7—. ¡Quietos! ¡Y callados!Nina volvió a quedar arrodillada y se puso a observar al guardia. Al cabo de unos minutos, esteempezó a prestarles menos atención; dejó de apuntar con el fusil a los prisioneros, y recorría conla vista con curiosidad el suntuoso camarote.

Nina aprovechó la distracción del guardia para volver la cabeza. Vio en un rincón unas tijeritasde uñas, que eran uno de los artículos que había hecho caer Osir cuando Eddie lo había metido ala fuerza en el cuarto de baño. Nina ya se había fijado en ellas mientras la ataban. Pero comotenía las manos fuertemente ligadas a la cañería, solo alcanzaría las tijeritas con los pies… y auneso no sería posible sin que el guardia se diera cuenta.Tenía seis horas para buscar el modo de hacerlo…La primera ocasión llegó al cabo de casi cuatro horas de incomodidad.El guardia también era aficionado a la Fórmula 1. Cuando se acercaba la hora del comienzo de lacarrera, encendió un televisor grande de plasma. La pantalla estaba en una pared, dispuesta de talmodo que el guardia tuvo que apartar la silla un poco más del baño para poder ver a la vez lapantalla y a sus prisioneros, repartiendo la atención entre ambas cosas.—¿Estás bien? —susurró Nina. El sonido del televisor, que retransmitía los ruidos de la parrillade salida, le cubría la voz.—Las rodillas me están matando, joder —dijo la voz de Eddie, con ecos cavernosos—. Pero almenos hay una cosa buena: no tengo sed.—Qué cochinada, Eddie —dijo ella, arrugando la nariz.Volvió la vista hacia el guardia; este echaba miradas hacia el baño, pero estaba claro que lacarrera le interesaba más.—Escucha —dijo—: allí hay unas tijeras. Voy a intentar enviártelas de una patada cuando noesté mirando el tipo de fuera.Eddie volvió la cabeza cuanto pudo.—Si me las puedes acercar a las piernas, yo puedo intentar mandarlas tras la taza con la rodilla—dijo—. Pero no puedo mover las manos gran cosa. Si van a parar demasiado lejos, la hemosjodido.—Entonces, tendremos que hacerlo bien a la primera, ¿no? —dijo ella, dirigiéndole una débilsonrisa. Él se la devolvió.—Hazlo cuando den la salida —dijo Eddie—. En la primera curva de Mónaco suele haber lío; lamayoría de la gente mira más que nada para ver los choques.—Solo necesitaré unos segundos —dijo Nina.Observó al guardia; aunque les dirigía alguna mirada de cuando en cuando, en general estabaatento al televisor. Los comentaristas hablaban en francés, pero Nina entendía lo suficiente paraenterarse de que los vehículos estaban dando la vuelta de calentamiento antes de la salida de lacarrera propiamente dicha.Muy despacio, Nina cargó su peso sobre una rodilla y deslizó la otra pierna sacándola de debajode su cuerpo. Sintió un hormigueo doloroso en los músculos. El guardia la miró. Nina se quedóparalizada, temiendo que el guardia hubiera visto lo que hacía, y acto seguido empezó a doblarexageradamente el cuello hacia un lado como para aliviarse el agarrotamiento. El guardia fruncióel ceño, pero volvió a atender al televisor.Los comentaristas hablaban con más pasión, mientras los coches iban ocupando sus lugares en laparrilla de salida. Nina estiró la pierna tanto como se atrevió.—¿Preparado? —susurró.Eddie se levantó levemente sobre las puntas de los pies.Los pilotos estaban en posición. El guardia se inclinó hacia delante, mirando la pantalla conentusiasmo. Los motores se revolucionaron al encenderse las luces de salida.—Un, deux, trois, quatre, cinq… —decía el comentarista; y, tras una pausa expectante, dijo—:Allez!El ruido de motores adquirió proporciones de estrépito politónico, y los coches saltaron de laparrilla.—C’est Virtanen, Virtanen! —gritaba el comentarista. El guardia casi se levantó de su asientocon la emoción de ver que iba en cabeza el piloto estrella de la escudería Osiris.—Oh! Oh! Mollard s’est écrasé!Alguien se había estrellado al tomar la primera curva. El guardia se levantó de un salto… y Nina

agitó la pierna, impulsando las tijeritas con el pie.A pesar de lo mucho que pasaba en la gran pantalla de televisión, el guardia no pudo menos queadvertir de reojo aquel movimiento repentino. Se volvió bruscamente, con el fusil levantado…mientras Eddie dejaba caer las piernas y cubría las tijeras. El guardia irrumpió en el bañoapuntando a Nina con el MP7.—¡He dicho que no te muevas!—¡Un calambre! —sollozó Nina, sin mentir, mientras flexionaba la pierna—. ¡Tengo uncalambre; me duele! ¡No dispare! ¡No dispare!—¡Abajo otra vez!Nina obedeció. El guardia, clavándole la punta del fusil, se inclinó para cerciorarse de que seguíaatada; después se acercó a revisar también las ataduras de Eddie. Todo seguía bien atado.—Quietos —les ordenó; y volvió a salir al camarote. Después de echar unas cuantas miradas dedesconfianza más al camarote, volvió a atender a la carrera.—¿Lo tienes? —susurró Nina.Eddie levantó la pierna derecha y dejó a la vista las tijeritas de uñas que ocultaba debajo.Despacio, con cuidado, volvió a bajar la pierna y arrastró las tijeras hacia delante unoscentímetros. Después, elevó la pierna para volverla a su posición original y repetir de nuevo elmovimiento. Al cabo de un breve rato ya tenía las tijeras a la altura de la rodilla.—Ahora viene lo más difícil —musitó.Extendió la pierna hacia un lado.—Bueno, allá va.Hizo un movimiento brusco con la rodilla hacia delante.Las tijeras se deslizaron por el suelo pulido y chocaron con la pared del fondo. Eddie torció elgesto; pero el sonido del televisor había amortiguado el leve ruido. Intentó alcanzar las tijerascon la punta de los dedos.Le faltaban unos milímetros.—¡Cojones! —gruñó. La cuerda que le sujetaba las muñecas al tubo estaba fijada en un recodo;no podía deslizar las manos para acercarlas más. Y si intentaba levantar el cuerpo para empujarlas muñecas a través de las ligaduras, el guardia lo vería.Tenía que arriesgarse. Se izó hacia arriba, levantando el trasero en el aire.La postura era algo desairada, pero dio resultado. Gracias al peso añadido, pudo adelantar lasmuñecas poco a poco a través de las ataduras, mientras las agitaba. El rozamiento le quemaba lapiel y le arrancaba los pelos, pero cada vez tenía los dedos más cerca de las tijeras, más cerca…—¡Eh!El guardia entró corriendo en el baño… en el mismo momento en que Eddie alcanzaba las tijerascon la punta de los dedos. El inglés se apoderó de ellas y las conservó en su puño cerrado.—¡Vuelve abajo!—¡Ay, vamos, joder! —exclamó Eddie sin aliento mientras el hombre le asestaba una patada—.Llevo así todo el día, ¡voy a estallar! ¡Tengo que mear!—¡Pues estás en el sitio oportuno! —dijo el guardia, soltando una risotada.Sin dejar de reírse por lo bajo, volvió a comprobar las cuerdas. Una vez seguro de que seguíanbien atadas, regresó a su asiento.—¿Estás bien? —preguntó Nina por lo bajo.—No me ha venido bien para el dolor de espalda; pero tengo las tijeras.Manipuló con dificultad las tijeras entre las manos, las abrió al máximo y presionó uno de losfilos contra la cuerda.—Pero esto puede tardar su tiempo —advirtió.Eddie empezó a aplicar a las tijeras un movimiento de vaivén. Era un trabajo lento, por elpequeño tamaño del filo y por lo agarrotadas que tenía las manos; pero las hebras de la cuerdaempezaron a desgastarse por fin y a ceder. Transcurrieron diez minutos…, veinte. El guardiaseguía absorto en la carrera: Virtanen libraba una dura batalla para mantener la posición decabeza. Pasó media hora. Ya había transcurrido más de un cuarto de la carrera, y el regreso de

Osir y de Shaban se iba acercando.Eddie soltó un leve gruñido.—¿Eddie? —susurró Nina—. ¿Lo has conseguido?—Sí —respondió él, sin perder las tijeritas, que le colgaban de un dedo, mientras tiraba de lacuerda con el pulgar. La vuelta de cuerda cortada se soltó. Eddie liberó la muñeca y se desatórápidamente la otra mano.—Lo malo es que seguimos atrapados en un baño, vigilados por un hombre que tiene un fusil.¿Puedes hacerlo entrar aquí?—Lo intentaré —dijo Nina.Nina volvió a levantar la pierna y soltó un quejido contenido. El guardia, molesto por lainterrupción, se puso de pie.—¡Te he dicho que te estés quieta! —dijo, entrando en el baño.—Por favor —dijo ella con un rictus de dolor—, ¡me duele mucho la pierna! ¡Ya no aguantomás!—No tendrás que aguantar mucho más —replicó el guardia con una sonrisa sardónica,obligándola a ponerse de rodillas de nuevo de un empujón. Examinó las cuerdas de las muñecasde Nina, y se agachó después a revisar las ataduras de Eddie.No estaban.Eddie subió la mano bruscamente, con fuerza brutal, y le clavó las tijeras en el ojo por la punta.Estas tenían poco más de dos centímetros de hoja desde la punta hasta la charnela, pero noimportó: las tijeras enteras se hundieron en el cráneo del guardia. El dolor y el susto lo dejaronparalizado, dando a Eddie el tiempo suficiente para rodar sobre un costado, asir al guardia de lacamisa y darle un tirón hacia abajo. El cráneo del hombre chocó con la palanca de la cisterna,produciendo un crujido horrible, y el guardia se derrumbó sobre el retrete entre convulsiones.Eddie empujó la cabeza del guardia, con la cara hacia abajo, al interior de la taza, en la que corríael agua. Se apoderó del MP7 y desató rápidamente a Nina.—Usar y tirar —dijo con una sonrisita.Nina puso cara de paciencia.—¿Está muerto?—¿Con lo que lleva encima? Eso espero.La cisterna terminó de vaciarse, y el agua que rodeaba la cabeza semisumergida del hombreempezó a adquirir un color rosado. Eddie lo observó durante unos momentos para cerciorarse deque no le salían burbujas de la boca ni de la nariz. Después, revisó el MP7. Tenía el cargadorlleno: veinte balas.—Esto ya está mejor. Se acabó el hacer el paripé con revólveres como si estuviésemos en eljodido siglo XIX.

20Osir estaba plantado ante el ventanal del palco vip, casi apretando la cara contra el cristal,mientras pasaban ante él con estrépito los monoplazas que lideraban la carrera…, y MikkoVirtanen iba en cabeza.—¡Bien! —exclamó, agitando el puño.Aquella era solo la segunda temporada en que el GIO ejercía de patrocinador principal de laescudería que antes se llamaba Monarch y que había sido de segunda fila, pero los resultadoshablaban solos y una victoria en Mónaco, el gran premio más prestigioso de todos, aportaría alTemplo Osiriano una publicidad inmensa.Shaban estaba sentado tras Osir y apenas prestaba atención a la carrera. Sonó su teléfono y, trasescuchar durante varios segundos la voz frenética que le hablaba por el aparato, se levantó de unsalto.—¡Jalid!—Ahora no —dijo Osir, haciendo un gesto de desinterés con la mano.—Jalid. El yate —insistió Shaban, con una voz de rabia con la que consiguió que su hermanodejara de prestar atención a la carrera.—¿Qué pasa?Shaban se llevó a Osir aparte del resto de los ocupantes del palco.—La Wilde y Chase se han escapado.—¿Qué? —exclamó Osir con cara de aflicción.—Han matado a varios de los nuestros y han robado una moto acuática.—¿Cuándo… cuándo ha sido eso?—Hace unos momentos… Acaban de salir.Osir intentó hacer valer su autoridad trazando un plan de acción, pero solo consiguió decir:—Tenemos que detenerlos…—Yo me encargaré —dijo Shaban, apartándose de él y llevándose el teléfono al oído.Osir lo tocó en el hombro.—Con discreción. Sin líos. Aquí no —le dijo, casi suplicante.—Eso depende de ellos —replicó Shaban—. Envía tras ellos a todos los hombres de quedispongas —siguió diciendo, hablando al capitán del Barca Solar—. Que la lancha salga acerrarles el paso en el puerto. Si es preciso, persíguelos con el yate mismo. Hay que detenerlos…cueste lo que cueste.Cerró el teléfono con brusquedad y salió a toda prisa, no sin antes dedicar a Osir una mirada dedesaprobación.La mar abierta ante Mónaco estaba lo bastante picada como para que una embarcación de pocaeslora se agitara bastante; y si se trataba de una tan pequeña como una moto acuática, eraprácticamente como ir en una montaña rusa.—¡Jesús! —chilló Nina cuando la Kawasaki, tras superar la cresta de una ola, voló por el aire uninstante hasta volver a caer pesadamente en el seno—. ¿Es que no puedes seguir pegado al agua?—Solo si quieres que nos alcancen —repuso Eddie, mientras volvía la vista atrás.Ya había zarpado del Barca Solar otra moto acuática que venía tras ellos; acababan de arriar alagua una de las lanchas rápidas para perseguirlos… y el propio yate estaba arrancando losmotores; se veía bajo la proa el bullir de la espuma que producían los propulsores transversalesque hacían virar el barco.—Ah, ¡genial! ¡El tipo tiene su armada propia!Una ola volvió a arrojarlos hacia el cielo, y Eddie hizo todo lo posible por no zozobrar al volvera caer en el agua. Se cernía ante ellos otro yate de grandes dimensiones. Eddie hizo un virajeforzado para rodear su popa, y puso rumbo a la bocana del puerto, más allá de la flotilla delujosas embarcaciones de recreo.Nina miró atrás. La moto acuática les iba dando alcance, y la lancha rápida también reducíadistancias rápidamente.—Creo que ese tipo es mejor piloto que tú —dijo, al ver que la segunda moto acuática surcaba

limpiamente una ola alta sin perder velocidad.—Cómo me revientan los presumidos —refunfuñó Eddie, al ver que el segundo piloto notardaría en alcanzarlos… y que iba armado. Vio pasar una rápida mancha de color más allá deuna fila de yates fondeados. Le bastó un breve atisbo para saber lo que era, y viró hacia ello.—¿Qué haces? —le preguntó Nina, alarmada, al ver que se iban alejando de la bocana delpuerto. Su perseguidor viró también, y se acercaba a ellos con intención de cerrarles el paso.—¡Cuando yo diga abajo, baja la cabeza! ¡Pero bien bajada!Se dirigían casi hacia la proa del primer yate de la fila.—¡Vas a chocar!—No; quiero pasarle cerca…, pero vamos a pasar más cerca todavía de otra cosa.—¿Qué pretendes…? ¡Caray!Había aparecido tras el yate una lancha rápida de color rojo y blanco que surcaba el agua conestrépito en paralelo a la fila de buques.El hombre que iba en la otra moto acuática alzó su arma…—¡Abajo! —gritó Eddie, dejándose caer cuanto pudo tras el manillar. Nina hizo lo mismo.La moto acuática dejó atrás velozmente el yate y estuvo a punto de chocar con la popa de lalancha rápida; pero pasó sobre su estela… y bajo un cable con el que la embarcación arrastraba aun esquiador acuático. El cable les pasó a pocos centímetros por encima de las cabezas.Su perseguidor hizo un viraje para seguirlos pasando también por detrás de la lancha rápida. Elcable de arrastre quedaba parcialmente oculto por la espuma, y lo vio demasiado tarde.El cable le dio justo por debajo de la barbilla. La veloz moto acuática siguió avanzando, mientrasel hombre era arrancado de su asiento con un crujido de vértebras rotas y trazaba una volteretasobre el cable para zambullirse por fin en el agua. El esquiador acuático chocó con el cadáver; seelevó por el aire como si hubiera subido por una rampa, y cayó después aparatosamente hastaquedar detenido por la resistencia del agua.Eddie volvió a poner rumbo a la bocana del puerto. La motora rápida del Barca Solar iba trasellos sorteando los barcos fondeados.Salió entonces del puerto a toda velocidad otra embarcación, de color verde y dorado. Era lalancha del yate, con dos hombres a bordo. Tras rodear la punta del espigón exterior, hizo unviraje brusco y se dirigió hacia ellos.Les estaba cortando la retirada.Eddie tomó una decisión en una fracción de segundo y volvió a dirigir la moto acuática hacia laflotilla de millonarios. Las embarcaciones mayores tenían más potencia, pero su moto acuáticaKawasaki las superaba en manejabilidad. Si era capaz de sortear los yates inmóviles, podríasacarles la delantera necesaria para alcanzar el puerto antes que ellos.¡Mierda!Su plan no serviría. El Barca Solar avanzaba a toda máquina hacia la entrada del puerto. Si Eddieperdía tiempo intentando dar esquinazo a las dos embarcaciones menores, el yate les cerraría elpaso.Tras ellos, la motora rápida les iba ganando terreno rápidamente. La lancha de servicio del yatetambién aceleraba, azotando las olas con fuerza.Tenía cerradas todas las vías de escape… a menos que se inventara una nueva.Nina se aferró con más fuerza a Eddie mientras este hacía un nuevo viraje con la moto acuáticapara poner rumbo directo a la lancha.—¡Ojo! ¡Ojo! —gritó Nina, señalando con un dedo la embarcación que se aproximabarápidamente—. ¡Los malos!—¡Ya lo sé!—¡Pues apártate de ellos!—¡Confía en mí! —dijo Eddie, que iba haciendo eses, en busca de la ola perfecta.Uno de los tripulantes de la lancha se puso de pie, aferrándose con una mano al parabrisasmientras los apuntaba con el arma que empuñaba en la otra.Eddie vio ante ellos un seno profundo entre dos olas y, tras este, la cresta marcada de una ola a

punto de romper, alineada perfectamente con la lancha.—¡Agárrate!Se adentró en el seno y accionó el acelerador al máximo mientras la moto acuática ascendíahasta la cresta de la ola.Y saltó del agua.El pistolero ya se disponía a disparar cuando la moto acuática descendió hasta perderse de vistabajo la proa de su lancha… para aparecer después volando por los aires y aterrizar en la proa.Eddie, aferrándose al manillar con todas sus fuerzas, se inclinó hacia un lado, arrastrandoconsigo a Nina y volcando la moto acuática, que patinó sobre un costado por el puente de lalancha. La parte inferior de la pequeña embarcación destrozó el parabrisas y se deslizó sobre laborda de la lancha. Por el camino, aplastó al piloto contra su asiento y dirigió al pistolero unchorro de agua del propulsor de la moto acuática, que lo derribó como el golpe de un bate debéisbol.La moto acuática cayó por la popa al mar con un fuerte golpe. Nina consiguió no salir despedidagracias a que se aferraba a Eddie con fuerza desesperada. La turbina de la Kawasaki tosió yvaciló, hasta que se cebó de nuevo de agua y la moto volvió a avanzar bruscamente.La lancha seguía avanzando a toda máquina, pero sin rumbo: el piloto había muerto. El pistoleroconsiguió llegar al puesto de mando, alcanzó la rueda del timón y le dio un tirón para virar…Y se puso directamente en la derrota de la motora rápida, que viró para evitar una colisiónfrontal.La motora desgarró la borda de la lancha, y ambas embarcaciones estallaron en una nube defragmentos de madera y de fibra de vidrio. Cayó una lluvia de restos ardientes sobre los yatespróximos.Nina volvió la vista para contemplar el aparatoso siniestro, pero Eddie tenía puesta la atención enlo que tenían por delante. El Barca Solar estaba casi en la bocana del puerto.—¡Sujétate!Nina vio a varios hombres con chaquetas verdes en la cubierta principal del yate… y todos ibanarmados.—¡Nos van a disparar! —exclamó.Eddie puso la moto acuática en paralelo respecto del rompeolas.—¡Dispárales tú a ellos primero! —dijo a Nina.—¡Es imposible que les acierte!—Tampoco es necesario. ¡Es solo para que se agachen y no nos acierten a nosotros!Nina alzó el MP7 para apuntar hacia el barco que se les acercaba rápidamente.—¡Ay, Dios, las armas de fuego no son lo mío! —dijo, mientras apretaba el gatillo con cara desusto.El fusil le saltó en la mano; el tableteo rápido del cerrojo sonaba casi tan fuerte a cada disparocomo la tos silbante del silenciador. Empuñando el arma con una sola mano, y desde unaembarcación que daba saltos, le resultaba casi imposible apuntar; pero aquello tampoco teníamayor importancia cuando el blanco era del tamaño del Barca Solar. En las superficies blancas einmaculadas del barco apareció un surco de puntos negros, y una ventana saltó en pedazos. Loshombres se arrojaron de bruces a la cubierta.—¡Alto! ¡Alto! —dijo Eddie—. ¡Guárdate unas cuantas!Se iban acercando rápidamente al final del espigón. Eddie imprimió a la moto acuática un virajebrutal hacia la izquierda y pasó a pocos centímetros del hormigón.Se encontraron ante el puerto. Mónaco se extendía al frente y a ambos lados, iluminado por elsol. Eddie puso rumbo al puerto interior. El puerto exterior tenía muelles elevados, pensados parabarcos mercantes y trasatlánticos, y no para pequeñas embarcaciones de recreo. Tenían quedesembarcar en un muelle de baja altura.Nina miró atrás.—¡Ay, mierda! —exclamó. Tenían directamente tras ellos al Barca Solar, cuya proa tajaba elagua como un cuchillo gigante. Y les iba dando alcance.

—¡Más deprisa! ¡Más deprisa! ¡En serio, ve más deprisa!—¡Esto es una moto de agua, no una moto GP! —protestó Eddie—. ¡Si alguien asoma la cabezapor la borda, vuélasela de un tiro!Nina se volvió sobre su asiento en postura forzada, apuntando el fusil hacia la proa del barco quese cernía sobre ellos. Vio asomarse por la amura de babor a un hombre, y que este localizaba lamoto acuática. Nina le disparó un par de tiros, y el hombre se agachó rápidamente y se perdió devista.Llegaron al puerto interior, y Eddie viró con la intención de tomar tierra en el ángulo noroeste;pero advirtió una nueva amenaza que venía hacia ellos a toda máquina. Esta vez no se trataba dela gente de Osir; era una embarcación de la policía, que hacía sonar ruidosamente la sirena. Elalboroto producido en las aguas próximas al puerto había levantado la alarma, como era deesperar. Un agente gritaba por un megáfono la orden de que ambas embarcaciones se detuvieran.—¡Jodienda y porculienda!—¿Tienes algún amigo en la Policía de Mónaco? —preguntó Nina a Eddie como último recurso.El silencio de este tuvo valor de respuesta.—¡Me lo temía!Aparecieron sobre la borda de proa más figuras que apuntaban hacia abajo con sus fusiles deasalto.Nina se adelantó a disparar. Un hombre se retiró precipitadamente; otro recibió un tiro en elhombro. Este giró hacia atrás, apretando el gatillo con el dedo convulsivamente… y enviandohacia la parte frontal de la superestructura del barco una ráfaga de balas capaces de atravesarblindajes.El ventanal del puente de mando saltó hecho añicos… y detrás de este, el capitán, que iba altimón, recibió un tiro en plena frente. Se derrumbó, muerto, sobre el panel de mandos. El peso desu cuerpo activó al máximo el acelerador; y, como todos los demás miembros de la tripulaciónestaban en cubierta, intentando abatir a Nina y a Eddie, no había nadie que tomara el mando ensu lugar…La embarcación de la policía alteró el rumbo para salir al paso de los fugitivos. Eddie se colóágilmente tras ella, y la moto acuática saltó del agua cuando alcanzó las olas de la estela. Eddievio en la popa a un agente que levantaba un rifle.—¡Abajo! —advirtió a Nina, mientras miraba atrás para ver en qué momento iba a disparar elhombre.Pero este ya no los apuntaba. Antes bien, se apresuraba a saltar de la embarcación al agua,mientras sus compañeros hacían otro tanto desde la popa.Momentos más tarde, el Barca Solar embistió a la lancha de la policía, mucho menor, y la partióen dos. Los depósitos de combustible de la embarcación destrozada explotaron, y el yate surcó labola de fuego mientras seguía ciegamente a la moto acuática. Las llamas recorrieron su cubiertadelantera y uno de los hombres de Osir saltó a las aguas del puerto.—¡Jesús! —exclamó Nina—. ¿Es que están locos?Eddie volvió a virar, apuntando a un paso estrecho entre los muelles abarrotados. El yate no lossiguió.—Creo que no hay nadie al timón.—¿Cómo? —dijo Nina—. ¡Pero si yo solo he herido a uno!—¡Eh, que yo no me quejo!El Barca Solar pasó por detrás de ellos. Sus tripulantes ya habían olvidado toda intención dedisparar a los fugitivos y, sin pensar más que en salvar la vida, se arrojaban de cabeza al agua. Elyate se dirigía a toda máquina a un grupo de embarcaciones menores, aunque también de granlujo, que estaban fondeadas en el ángulo del puerto, y cuyos ocupantes habían dejado de prontode atender a la carrera que tenían delante al ver que se les venía encima aquel monstruo gigante.La gente huía a tierra por las pasarelas, entre gritos.—Prepárate para echar a correr —dijo Eddie a Nina—. ¡En cuanto lleguemos a tierra, salimospor pies, y no paramos en un kilómetro!

La moto acuática ascendió por la rampa; el hormigón le raspaba ruidosamente la quilla. Teníanpor delante los guardarraíles del circuito de Fórmula 1, que transcurría a lo largo del paseomarítimo. Eddie tiró de los mandos, pero la Kawasaki, fuera del agua, era incontrolable. Chocócontra las planchas de metal ondulado, arrojando a sus dos pasajeros dolorosamente contra elmanillar.Un comisario de carrera que estaba allí cerca vio la colisión inesperada, y echó a correr haciaellos…, pero se quedó paralizado, atónito, cuando el Barca Solar, cuya proa quemada despedíauna humareda, empezó a embestir a las embarcaciones del puerto a unos cincuenta kilómetrospor hora. Destrozaba los yates menores, reduciendo a llamaradas y a fragmentos lo que habíacostado muchos millones. Un barco mayor volcó de costado, y el megayate ascendió por encimade él para caer por fin sobre el muelle. La proa deshecha del Barca Solar partió en dos losguardarraíles, y el barco patinó sobre la pista de carreras como un muro de acero, chirriandohasta detenerse por fin, varado, ante una tribuna de espectadores.Mikko Virtanen seguía en cabeza y daba gas al salir de la chicana del extremo norte del puerto…Pero donde esperaba ver una curva se encontró con un inmenso muro blanco. Los comisarios decarrera reaccionaron por fin e hicieron ondear frenéticamente las banderas de peligro; pero erademasiado tarde para el finlandés.Este pisó el freno a fondo. Su monoplaza pasó patinando ante Nina y Eddie e hizo un trompo,hasta que se estrelló por fin por su parte trasera con el casco del barco. Otro millón de dólares dematerial de la escudería Osiris quedó reducido a chatarra, y los restos del vehículo retrocedieronpor la pista, girando sobre sí mismos, hasta detenerse por fin. También en esta ocasión entró enjuego la buena labor de los diseñadores del coche, y Virtanen, aturdido pero ileso, se subió lavisera del casco con mano insegura y contempló con estupor a la gente que lo miraba a su vez aél por encima de la barrera.Nina dio un codazo a Eddie.—¿No decías que echásemos a correr en cuanto llegásemos a tierra?—¿Eh? Ah, sí.Los dos se alejaron de aquel lugar a toda velocidad, mientras iban llegando apresuradamente máscomisarios de carrera.—¿Eso es obra de ustedes? —preguntó Macy, asombrada, indicando un televisor en el queaparecía una toma desde un helicóptero del yate varado en tierra—. ¡Caray! ¡Ahí debe de habercomo cien millones de dólares en barcos destrozados!—Ya le dije a Osir que esto le iba a costar —dijo Nina, volviendo la vista con desconfianza a unlado y otro del vestíbulo del hotel.Las vallas que rodeaban el circuito estaban diseñadas para evitar que entrasen los espectadores, yno les había resultado difícil salir; pero durante el camino de vuelta a la plaza del Casino loshabía acosado la inquietud constante de que la policía los anduviera buscando. No los habíareconocido nadie, de momento, pues hasta pocos instantes antes del impacto espectacular delBarca Solar con la costa, las cámaras habían atendido exclusivamente a la carrera y no al puerto;pero Nina seguía deseando salir lo antes posible del principado. Como mínimo, habría variascompañías de seguros furiosas que estarían pidiendo a gritos sus pellejos.—Pero lo siento por Mikko. Pobrecillo. Estaba convencido de que iba a ganar.Eddie miró a Macy con extrañeza.—Espera… ¿Has hablado con Mikko Virtanen?Macy sonrió.—He hecho algo más que hablar con él…Al leer en las caras de Nina y de Eddie que estos empezaban a hacerse cargo de lo que queríadecir, añadió:—¿Qué pasa? No iba a pasarme toda la noche andando por la calle cuando cerrara el casino. ¿Dedónde creen que he sacado esto? —preguntó, exhibiendo la costosa chaqueta de cuero suave, conlos colores de la escudería Osiris, que llevaba sobre su vestido de tela brillante.—No se la habrás birlado, ¿verdad? —le preguntó Eddie.

—¡Claro que no! —replicó ella, ofendida—. Fue un regalo. En la pista es rápido, ¿saben? Peroen la cama…—Vale, entendido —se apresuró a decir Nina.—Por cierto, hiciste un buen trabajo en el casino —dijo Eddie a Macy—. Si no hubieras puestola zancadilla a ese grandullón, me habría derribado.Macy sonrió.—Recordé lo que me dijeron de que tenía que estar siempre preparada para la acción; y supuseque, con ustedes dos, siempre hay acción.—Por desgracia —dijo Nina, haciendo una mueca—. Pero eso es lo de menos. Ahora tenemosque ocuparnos de cosas más importantes.Se sacó del bolsillo la foto del zodiaco y se la enseñó a Macy. Aunque la foto estaba arrugada, laimagen estaba todavía lo bastante clara como para que se apreciaran los detalles del relievepintado.—Creo que he descubierto dónde está la pirámide —dijo Nina—. Está en alguna parte cerca deAbidos.Hizo a Macy un rápido resumen de su razonamiento.Macy observó la foto con asombro.—Eso tendría sentido —dijo—. Se decía que la tumba de Osiris estaba en Abidos. Nadie la haencontrado, pero lo cierto es que los egipcios creían que estaba allí cerca. Todos los faraones dela Primera Dinastía se hicieron enterrar allí para poder estar cerca de Osiris. ¿Cree que lapirámide está hacia el oeste?Nina asintió con la cabeza.—Pues eso también concuerda. Supuestamente, para entrar en el Reino de los Muertos, losdifuntos se dirigían al desierto occidental, allí donde se ponía el sol.—¿Y lo del segundo ojo de Osiris? ¿Te suena de algo?Macy arrugó la frente, pensativa.—¿El segundo ojo? No sé… A menos que… —dijo, abriendo mucho los ojos oscuros—. ¡Amenos que sea algo que esté en el Osireión!—¿En el qué? —preguntó Eddie.—En el Osireión. Es un edificio; se supone que es una reproducción de la tumba de Osiris.—Una segunda tumba —dijo Nina, cayendo en la cuenta—. Un segundo ojo. Y, si mira en ladirección del desfiladero de plata…—… habremos encontrado la pirámide —concluyó Eddie—. Así que ¡vamos otra vez a la otraorilla del Mediterráneo!—Tengan la seguridad de que colaboraré con las autoridades para descubrir al responsable deesta catástrofe —decía Osir a los entrevistadores—. Este ha sido un día terrible para el deporte,para la escudería Osiris, para Mikko Virtanen… y para mí mismo, como se pueden figurar.—¿Qué nos dice de las informaciones según las cuales se produjo un tiroteo en su yate? —lepreguntó el periodista, encantado de poder presentar una noticia más apasionante que la crónicadeportiva.Osir tuvo que poner en juego todas sus dotes de actor para mantener el gesto inexpresivo.—De eso no sé nada, solo lo que me ha dicho la Policía monegasca. Muchas gracias, y perdonen.Se retiró al interior del palco vip; mientras cerraba la puerta, el periodista seguía disparándolepreguntas.Dentro del palco lo estaban esperando Shaban y Diamondback.—¿Y bien? —les preguntó Osir en tono perentorio.—La Wilde y Chase han debido de escapar —dijo Shaban, apesadumbrado—. La Policía deMónaco no los ha atrapado; y dudo que los atrapen ya, teniendo en cuenta que solo tardarían diezminutos en alcanzar la frontera.—¿Y el yate? ¿Se ha salvado el zodiaco?—Sí; al menos nos queda eso. Me he ocupado de que lo envíen a Suiza cuando la policía terminede investigar y nos dé vía libre.

—Dios mío —dijo Osir, sacudiendo la cabeza mientras tomaba asiento—. ¿Cómo es posible quese hayan escapado?—¡Porque fuiste blando! —le espetó Shaban, con una furia que sobresaltó a su hermano—. ¡Telo advertí! Esa mujer te sedujo, y te traicionó. Te dije que la matases, pero tú te negaste… ¡yahora, ya ves lo que ha pasado!Osir se puso de pie de nuevo de un salto y amenazó a Shaban con un dedo.—No me hables de esa manera…—¡Es todo culpa tuya! —rugió Shaban, haciendo vacilar a Osir—. Yo hago todo lo que puedopor proteger al Templo… ¡pero las cosas han llegado demasiado lejos como para que me pongaslímites! Si quieres encontrar la pirámide de Osiris… y que sea tuya… eso costará sangre. Ya hacostado sangre. Y, como tú no me dejaste hacer lo que había que hacer, ¡ha costado la sangre denuestros seguidores, en vez de la de nuestros enemigos!Shaban puso una mano sobre el hombro de Osir y siguió hablándole con voz un poco más suave.—¿No te das cuenta, Jalid? Si no lo conseguimos todo, no nos quedará nada…, y eso no lo voy aconsentir. Déjame hacer lo que hay que hacer. Tenemos que encontrar a la doctora Wilde antesde que localice la pirámide… y matarla. Sabes que tengo razón.—Sí —dijo Osir, a su pesar—. Sí, tienes razón. Lo siento. Debería haberte escuchado, hermano.Shaban asintió con la cabeza, con la satisfacción reflejada en el rostro marcado por la cicatriz.—Entonces, estamos conformes —dijo—. Los encontramos, los matamos, y nos quedamos conla pirámide.—Conforme —dijo Osir.—Solo hay un problemita —dijo entonces Diamondback, con voz llena de sarcasmo—. Que nosabemos dónde van, ni tampoco sabemos dónde está la pirámide.—Necesitamos a un experto —dijo Shaban—. A una persona que conozca a fondo toda lahistoria de Egipto.—¿Hamdi? —propuso Osir.Shaban negó con la cabeza.—Hamdi es poco más que un bibliotecario con ínfulas. Necesitamos a alguien de categoríamundial…Le vino entonces una idea que le inspiró una sonrisa malévola.—Y que sea una persona que tenga cuentas pendientes con Nina Wilde —añadió.Tomó su teléfono y seleccionó un número, el de la sede central del Templo Osiriano, en Suiza.—Aquí Sebak Shaban. Necesito que se pongan en contacto con la Agencia Internacional delPatrimonio, en Nueva York, y que les digan… que les digan que quiero hablar con el doctorLogan Berkeley.

21EgiptoEl viaje de vuelta a Egipto, que en un principio había parecido sencillo, no había tardado enconvertirse en una experiencia mucho más penosa de lo esperado.Al intentar sacar billetes para un vuelo desde Niza, Macy descubrió, con gran disgusto por suparte, que le habían anulado la tarjeta de crédito. Sus padres le habían cerrado el grifo.En el transcurso de una tormentosa conversación telefónica con su casa, le dejaron claro que solole activarían de nuevo el crédito si accedía a volverse inmediatamente a Miami. Nina le apuntóque, ahora que ya sabían que Abidos era la clave para encontrar la pirámide de Osiris, Macy yahabía cumplido su labor y podía regresar a los Estados Unidos; pero aquello no sentó nada bien ala muchacha.Eddie consiguió aliviar la tensión que había surgido entre las dos mujeres pergeñando unitinerario que podrían permitirse, a duras penas, con la economía apurada de Nina y él. Fueron deNiza a Atenas en un vuelo de bajo coste; de allí a Chipre, y de Chipre navegaron hasta PuertoSaíd, en Egipto, en un transbordador que iba a paso de tortuga. Después tuvieron que hacer portierra un viaje lento y agotador, en tren, hasta la población de Sohag. Con los nervios a flor depiel, recorrieron los últimos kilómetros en un todoterreno alquilado, y llegaron por fin a sudestino a los tres días de haber partido de Mónaco.Si en El Cairo el calor era molesto, en Abidos, que estaba quinientos kilómetros más al sur, alborde del Sahara, era casi un suplicio. La temperatura pasaba con creces de los cuarenta gradoscentígrados, y la brisa que corría no servía de gran alivio, pues estaba cargada de arena gruesa yabrasiva. Aunque todavía era de mañana, Nina ya iba por su segunda botella de agua.Eddie, como era habitual en él, apenas daba muestras de que le afectara el medio ambiente, yseguía con la chaqueta de cuero puesta. Su única concesión al sol abrasador era un sombrero detela blanda con que se protegía la cabeza, que tiraba a calva.—Podría ser peor, cielo —apuntó—. Al menos, es un calor seco.—Ja, ja, qué divertido —replicó Nina con voz cortante.Con lo pálida que tenía la piel, tenía que ir cubierta; y, a diferencia de su marido, sudaba a mares.—Dios, cómo odio los desiertos —comentó—. ¿Por qué estarán siempre las mejores ruinas enestos parajes dejados de la mano de Dios?No obstante, y a pesar de su pésimo humor, a Nina no dejaba de impresionarle lo que los estabaaguardando. Los restos de la antigua ciudad de Abidos se extendían por una amplia superficie, ysus templos majestuosos contrastaban vivamente con la aldea sórdida que estaba en lasproximidades. Pero cuando se hallaron ante la estructura que habían venido a ver, ya habíandejado atrás por completo el mundo moderno, tanto en sentido figurado como literal, pues, apartede los restos semienterrados del Osireión, no se veía nada más que la desolación estéril y losbarrancos lejanos del desierto occidental.Estaban casi solos; cuando llegaron, se acababa de marchar un autocar de turistas que visitabanel Alto Egipto haciendo paradas fugaces en cada lugar. Se encontraron con una pareja de policíasque rondaba por allí (en teoría, no estaba permitido visitar las ruinas sin vigilancia), pero losconvencieron, con una propina de por medio, para que se volvieran a pasar unas horas en elpueblo.—De modo que ¿qué es lo que buscas? —preguntó Nina a Macy—. La experta eres tú.—Bueno, yo no diría tanto —repuso Macy con falsa modestia.—Pues eres lo más parecido que tenemos —dijo Nina para zanjar la cuestión—. Entonces, ¿quétenemos aquí?Macy se volvió hacia la estructura que tenían a sus espaldas, y que era mucho mayor y estabamejor conservada.—Ese es el templo de Seti, o de Sethos —dijo—, construido por su hijo, Ramsés II, hacia el1300 antes de Cristo. Lo más interesante es su estructura arquitectónica, que es absolutamenteúnica. Todos los demás templos egipcios están trazados en línea recta, ¿no? Se entra por lapuerta, y las salas están una detrás de otra. Pero este tiene otro cuerpo —observó, señalando una

sección del templo que estaba a su derecha.—A mí no me importan dos cuerpos en vez de uno —dijo Eddie.Nina lo hizo callar.—¿A qué se debe esa forma? —preguntó a Macy.La muchacha volvió a mirar hacia la parte principal del Osireión.—Se supone que el templo de Seti y el Osireión se construyeron al mismo tiempo. Al menos, eslo que dicen la mayoría de los libros. Y también lo decía mi catedrático. Pero la verdad es que yono lo veía lógico, y resultó que algunos arqueólogos pensaban lo mismo que yo. O sea, ¿por quévas a doblar el templo por la mitad para esquivar otro edificio, si los dos se están construyendo ala vez? Tampoco es que les faltara sitio para poner el segundo un poco más allá —concluyó,señalando el desierto vacío que se extendía más allá de las ruinas.—¿De manera que hay otra teoría? —preguntó Nina.Macy asintió con la cabeza.—Algunos creen que el Osireión ya estaba aquí mucho antes del 1300 antes de Cristo. Estabaenterrado en la arena, pero Ramsés lo descubrió cuando se estaba construyendo el templo deSeti. Las obras de este templo ya estaban demasiado avanzadas para abandonarlas; pero Ramséstampoco quería derribar el Osireión…, de manera que lo que hizo fue cambiar los planes, paraque el templo nuevo estuviera en ángulo.—¿Y por qué le interesaba tanto conservarlo? —preguntó Eddie.Nina sabía la respuesta.—Porque era una copia de la tumba del propio Osiris —dijo—. Habían olvidado siglos atrás laubicación de la tumba primitiva; pero comprendieron que habían encontrado lo que más seaproximaba.—Y, si estaban en lo cierto, el ojo de Osiris estará en algún lugar de su interior —añadió Macy.—Que apunta hacia su pirámide. Así que lo único que tenemos que hacer… es encontrarlo.Llegaron al Osireión a través de las arenas pedregosas. El lugar era prácticamente un foso, unaserie de muros escalonados que descendían hasta la estructura excavada. En comparación con laelegancia ornamental del templo de Seti, las ruinas que habían quedado al descubierto eran de unestilo casi brutalista, a base de bloques de granito pálido sin adornos. El suelo del salón principal,de unos treinta metros de largo, estaba sumergido bajo una capa de agua estancada y verdosa.Eddie torció el gesto con desagrado.—Cuando vine al dichoso Sahara, no esperaba tener que mojarme los pies. Si lo llego a saber,me traigo las botas de agua.—No está tan profunda —dijo Nina, terminando de bajar los escalones que conducían al edificiopropiamente dicho—. O eso espero…Metió con cuidado una bota en el agua turbia, cubierta de una capa de algas, y descubrió quetenía un par de dedos de profundidad.—Ag —dijo—. Menos mal que no hemos venido durante la estación de lluvias.Cuando Macy y Eddie llegaron a su lado, Nina se volvió a observar un pasadizo oscuro quearrancaba de una abertura del extremo noroccidental.—¿Adónde conduce eso?—Es un túnel que iba hasta la entrada norte —respondió Macy, tras consultar un plano quefiguraba en su guía.Eddie se asomó al interior forzando la vista.—Ahora no va a ninguna parte… El otro extremo está cegado. Espero que eso del ojo no esté allídentro.Se dirigió hasta el otro extremo del salón, chapoteando.—Se me ha ocurrido una cosa —dijo—. Si se supone que ese ojo mira hacia la pirámide, y lapirámide está hacia el oeste, en alguna parte, entonces estará en uno de los muros orientales,¿no?—El caballero del sombrero cutre tiene razón —dijo Macy, cruzando una sonrisa con Eddie.Nina se quitó la mochila, sacó una linterna y caminó por el agua hasta una abertura del muro.

Ascendía hasta ella una rampa que salía del agua; la pequeña cámara que estaba tras la aberturaestaba seca. Nina entró, y pestañeó hasta que los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Lasparedes de la cámara, como las de la sala exterior, estaban desnudas, sin adornos.Eddie y Macy entraron tras ella.—¿Has visto algo?—Todavía no —dijo Nina, que barría cuidadosamente las paredes con la luz de la linterna enbusca de cualquier indicio de tallas o señales. Mientras tanto, Macy sacó también otra linterna yse puso a explorar la cámara de manera mucho menos metódica, moviendo al azar el haz de luzde su linterna.—¿Quieres estarte quieta? —le pidió Nina—. Agitando la luz sin más no encontrarás nada.Tenemos que hacer una búsqueda por partes…—¡Ajá! ¡Lo encontré! —la interrumpió Macy. Había fijado la luz de su linterna en un puntoconcreto, en la parte alta de la pared del fondo.—¿Lo ve? Un ojo de Osiris. ¡Soy la monda!—Así me gusta más a mí la arqueología —dijo Eddie, al ver un símbolo tallado en la piedra—.Sin tanto rollo ni dar tantas vueltas a las cosas.A Nina se le agotó por fin la paciencia.—¡Haced el favor de tomaros esto en serio los dos, maldita sea! —gritó.Las paredes de la cámara devolvieron los ecos de su voz.—No sería un rollo si mi trabajo te interesase en lo más mínimo —dijo a Eddie, para dirigirseacto seguido a Macy—. Y tú, si es verdad que quieres ser arqueóloga, empieza a comportartecomo tal. ¡O a comportarte como una persona adulta, por lo menos!Eddie puso cara de sarcasmo.—Ay, la voz de estricta institutriz —dijo—. Me encanta.Macy, por su parte, se quedó compungida por la riña que se había llevado.—Pero… pero si lo he encontrado… —dijo, señalando el símbolo.—¡Por pura casualidad! —dijo Nina, cortante—. Y, por no ser metódica, hiciste exactamente lomismo que hizo Logan en la esfinge: precipitarte hacia la pieza más evidente, pasandocompletamente por alto cualquier otra cosa que pudiera tener importancia.—Pero si no hay nada más —dijo Eddie, indicando las paredes desnudas que los rodeaban.—Esa no es la cuestión —repuso Nina; y volvió a dirigirse a Macy—. Estás llevando esto comosi fuera una excursión de estudio del instituto de secundaria… ¡y te estás comportando como sifueras una de las animadoras, soltando risitas al fondo del autobús con los chicos deportistas!Macy entrecerró con enfado los ojos oscuros.—Y supongo que usted se sentaba siempre en primera fila, con los profesores… —dijo.—Pues sí, mira por dónde —dijo Nina, sorprendida por aquella respuesta desafiante—, pero noestamos hablando de mí; estamos hablando del trabajo. Si queremos encontrar la pirámide,tenemos que trabajar con profesionalidad.—Y usted se piensa que yo no lo hago, ¿no es así, doctora Wilde? Pues perdone que le diga queusted no estaría aquí siquiera si no hubiera sido por mí. Fui yo quien me enteré de la existenciade la otra entrada de acceso al Salón de los Registros. Fui yo quien conseguí que pudiésemosentrar en el complejo de la esfinge…—¡A base de lucir las tetas!Macy pareció ofendida.—Usted se cree que no soy más que una niña mona, ¿verdad? ¡No me toma en serio porqueestoy buena y no saco sobresaliente en todo!—¡Eres tú la que no te tomas esto en serio!Eddie se adelantó para interponerse entre las dos.—¿Esto? —preguntó Macy.—¡Todo esto! —exclamó Nina, agitando las manos para indicar el conjunto de la antiguaestructura que los rodeaba—. ¡Todo! ¡Todo tiene importancia, pero a veces parece que yo soy laúnica persona del mundo a la que le importa!

Macy adoptó un tono mordaz.—Ah, ya veo… ¡Todo el mundo de la arqueología gira alrededor de usted! El doctor Berkeleytenía razón cuando dijo que usted tenía que ser siempre el centro de atención.Sacó las páginas de revista plegada y las agitó ante los ojos de Nina.—Cuando leí esto por primera vez, pensé que usted era muy lista y muy interesante, ¿sabe? Queera una persona francamente especial. Pero la verdad es que es como todo el mundo.Se acercó a la entrada a paso vivo y arrojó las páginas al exterior.—Todo tiene que depender de usted —concluyó, ya más desilusionada que enfadada.—Eso no es verdad —insistió Nina, que ya estaba a la defensiva—. No me importa llevarme ono la fama.—Pero le gustaba…Nina se lo pensó un momento.—Claro que me gustaba —dijo por fin—. Pero si hago lo que hago, no es por eso. Lo hagoporque… ¡porque tengo que hacerlo!Dijo esto último casi con la voz de quien hace una confesión.—¿Tienes que hacerlo? —preguntó Eddie, con cierta expresión de sorpresa.—Sí. Es… es quien soy. Mis padres dedicaron sus vidas a la labor de desvelar al mundo laverdad acerca del pasado… no para que unos pocos pudieran beneficiarse de estosconocimientos, sino para todos. Y a eso me dedico yo también.Calló un momento, casi sin atreverse a confesar sus sentimientos.—Y… si no puedo hacer eso, ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué me queda?—Me tienes a mí —dijo Eddie.—Ya lo sé. Pero…Fue incapaz de mirar a la cara a Eddie por unos instantes. Por último, le dirigió una mirada tristey avergonzada.—¿Y si eso no es suficiente? —concluyó.Se produjo un silencio incómodo que llenó la cámara. Macy bajaba la vista y se miraba los pies,desazonada, y Nina volvía a sentirse incapaz de mirar a Eddie a la cara.—Bueno… sabes… —dijo Eddie por fin, consiguiendo esbozar una tenue sonrisa—, la verdad esque nunca te había considerado la típica ama de casa poco aficionada a salir.—Lo siento —dijo Nina en voz baja.Él la rodeó con los brazos.—No hace falta.—¿No estás enfadado conmigo?—¡Lo único que me enfada es que no hayas sacado a relucir todo esto hace siglos! —afirmóEddie, sonriendo más abiertamente—. ¿Conque era eso lo que te ha estado preocupando todoeste tiempo? ¿Qué te pensabas, que no eras capaz de dedicarte a otra cosa que no fuera laarqueología?Nina asintió con la cabeza.—Eso viene a ser —dijo.—¡Pues eso es una jodida tontería! —exclamó Eddie, riendo—. Eres la persona más lista queconozco, y puedes hacer todo lo que quieras. Hasta bailar —añadió, dirigiéndole una miradasignificativa—. Lo único que tienes que hacer es proponértelo.—Supongo…—Así que ¿qué es lo que quieres hacer ahora mismo?Nina no respondió en un primer momento. Por fin, uno de los ángulos de la boca le ascendiómuy levemente.—Se me ocurre una cosa que querría hacer —dijo—, pero no podemos hacerla delante de Macy.Eddie sonrió alegremente.—Que se apunte si quiere… ¡Me las puedo arreglar en un trío!—¡Eddie! —exclamó Nina, dándole un leve puñetazo en el brazo. Macy abrió mucho los ojos.Eddie se rio por lo bajo.

—Joder, qué fácil es picarte. Aunque somos marido y mujer, todavía no sabes cuándo estoy decoña.Nina carraspeó.—Bueno, pues solo por eso, vamos a hacer la otra cosa que me apetece mucho ahora mismo.Que es encontrar la pirámide de Osiris.Miró en primer lugar el símbolo tallado en la pared, y volvió después la vista hacia Macy, queestaba en la entrada.—Pero, para ello, tenemos que volver a ser un equipo. Lamento haber saltado de esa maneracontra ti, Macy. No debería haberlo hecho… Ha sido una falta de profesionalidad. Y, además,tienes razón: si no hubiera sido por ti, no podríamos haber hecho esto. Nada de esto.Macy, aunque todavía parecía algo enfurruñada, aceptó las disculpas.—Y puede que yo me haya puesto algo borde —dijo a su vez—. Así que… perdone, doctoraWilde.—Gracias —dijo esta—. Y llámame Nina —añadió al cabo de un momento—. Ya es hora de quenos tuteemos.La muchacha alegró un poco la cara.—Vale…, Nina —dijo; y volvió a adentrarse en la cámara.—Entonces… ¿qué tenemos? —preguntó Eddie.Lo que había descubierto Macy no parecía nada especial a primera vista. Era un símbolo demenos de cinco centímetros de altura, tallado en la pared de piedra, casi a la altura del techo. Setrataba de la representación estilizada de un ojo, la misma forma que figuraba en el logotipo delTemplo Osiriano.Eddie consultó una brújula.—Vale, así que mira hacia… el rumbo doscientos diez grados —dijo.Sacó un mapa y lo extendió sobre el suelo de piedra.—Estamos buscando un desfiladero en esa dirección, ¿no es así?—Sí; el desfiladero de plata —le confirmó Nina.Eddie, sirviéndose de la brújula, dispuso el mapa con la misma orientación del mundo real.—En esa dirección hay bastantes desfiladeros en el desierto —dijo—. ¿Qué decía el zodiaco,exactamente?—Solo que el segundo ojo de Osiris mira al camino del desfiladero de plata. Cabe pensar quemira al comienzo del desfiladero, pues el resto de los jeroglíficos decían dónde hay que ir cuandose llega al final del mismo.—Vale; de modo que estamos buscando la entrada de un desfiladero —dijo Eddie.Estudió con más atención las líneas de nivel del mapa, que se apiñaban en las zonas donde loscursos de agua habían abierto desfiladeros al descender desde los terrenos de más altura relativadel desierto.—Aquí —dijo por fin, dando un golpecito con el dedo en un punto del mapa—. Este desfiladeroconduce hasta una llanura amplia y despejada, y su entrada está justo en línea con el ojo.Empieza aquí —dijo, con otro golpecito—; así que, haciendo once kilómetros al oeste,llegamos… aquí.Nina se acercó para ver mejor. En el punto que señalaba Eddie no había nada. Literalmente,nada: hasta las líneas de nivel estaban tan distantes entre sí que la zona debía de serprácticamente llana.—Si ese es el desfiladero bueno —observó Nina.—Está a unos veinticinco kilómetros de aquí, y el terreno no es muy malo. Podemos ir en elcoche, si vamos con cuidado.Nina contempló en el mapa la gran extensión vacía. No parecía probable que hubiera allí unapirámide desconocida, pero ella ya había descubierto otros yacimientos increíbles en entornostan desolados como aquel.—Empezaremos por revisar ese desfiladero —dijo—; y si parece que es el bueno, lo seguiremosy veremos si es verdad que conduce hasta la pirámide de Osiris.

—¡Tiene que ser verdad! —dijo Macy, emocionada, mientras se ponía de pie—. Todoconcuerda. ¡Tiene que estar allí!—Es mejor que encontremos primero esa cosa condenada y lo celebremos después —la previnoEddie.—¡La encontraremos! ¡Estoy segura! ¡Ay, Dios mío! ¡Vamos a ser famosos! Vale, tú ya eresfamosa, pero ¡yo también lo seré!Salió al exterior apresuradamente, y se detuvo por el camino a recoger las páginas dispersas de larevista, volviendo la vista hacia Nina con un poco de apuro.—¡Si el desfiladero está a solo veinticinco kilómetros, llegaremos enseguida! —dijo.—Esta chica no ha ido nunca en coche por el desierto, ¿verdad? —comentó Eddie, mientrasMacy atravesaba el salón principal, chapoteando. Observó que Nina contemplaba a la joven conuna expresión intermedia entre la nostalgia y la envidia.—¿Qué hay?—Yo también tenía ese entusiasmo en tiempos —dijo Nina—. Lo echo de menos, en ciertomodo.—Todavía tienes ese entusiasmo —repuso Eddie mientras plegaba el mapa—. Dios, cuando teda por una cosa, no te puedo hacer callar de ninguna manera.—No… Lo que quiero decir… —dijo Nina, y soltó otro suspiro—. Solo tengo doce años másque ella, pero es como si tuviese muchos más. ¿Dónde demonios ha ido a parar ese tiempo?—No te me irás a deprimir otra vez, ¿verdad? —dijo Eddie, en son de riña cariñosa—. Ya hetenido que aguantar bastante de eso últimamente.—Sí, vale; gracias por tu comprensión.—No, en serio: si aquí hay alguien que se tendría que deprimir, ese sería yo. De aquí a un par deaños cumpliré los cuarenta. ¡Cuarenta! Eso ya es ser viejo, crecidito y todas esas cosas.—A mí no me parece que vayas a crecer ya más…—¡Bah! —exclamó Eddie, y los dos salieron de la cámara, siguiendo los pasos de Macy.El Land Rover Defender destartalado iba abriéndose camino por el desierto abrasado por el sol.El viejo cuatro por cuatro no tenía aire acondicionado, y en la cabina hacía un calor mareante, apesar de que llevaban las ventanillas abiertas y el ventilador al máximo. Eddie conducía elvehículo, que tenía el volante a la derecha, y se defendía del calor tomando tragos frecuentes desu botella de agua. Nina, por su parte, procuraba moverse lo menos posible.Macy iba entre los dos, en el asiento central; no parecía que le afectara la temperatura, y casidaba botes de impaciencia.—¿Falta mucho? —preguntó, mirando el GPS que estaba sobre el salpicadero.—Un kilómetro y pico —dijo Eddie—. Y como lo vuelvas a preguntar, terminas el viaje a pie,maldita sea.Ante ellos, entre la viva luz de la lejanía, iba surgiendo una forma. Era un barranco que seextendía de un lado a otro del horizonte, tallado por las inundaciones del Nilo durante millonesde años. Pero cuando estuvieron más cerca, Nina detectó en su superficie rocosa un tajo oscuro,una sombra bajo el sol implacable.—¿Ves eso, Eddie? Podría ser nuestro desfiladero.—Podría ser —asintió él, y se dirigió hacia aquel lugar.Se detuvieron en la entrada del desfiladero. Nina bajó del vehículo y se puso una gorra debéisbol. Se alegró de librarse del calor agotador del Land Rover, aunque fuera a costa de quedarexpuesta a toda la furia de los rayos del sol. Vio en las paredes del desfiladero algo que le llamóla atención.—Mirad esto —dijo.La superficie rocosa era de arenisca gris amarillenta, que brillaba con fuerza a la luz del sol; perohabía zonas en que la luz reflejada era todavía más viva y reluciente.—¿Eso es plata? —preguntó Eddie, al ver unos hilos finos que surcaban la piedra.Macy se bajó las gafas de sol para ver mejor.—Supongo que así se explica el nombre —dijo—. ¿Crees que hay más?

—Debe de haber más —opinó Nina—. Por eso les valdría la pena venir hasta aquí. En Egiptoapenas hay ningún yacimiento de plata, y por eso se le daba tanto valor antiguamente. El queencontrara una veta de plata se haría muy rico.Eddie alzó la vista por las paredes del desfiladero, que ascendían en ángulo empinado. El fondoera arenoso y lo bastante ancho para que pasara el Land Rover, sin más obstáculos que algunaspiedras caídas aquí y allá.—¿Crees que puede quedar algo? —preguntó—. A lo mejor podríamos arañar una poca, comopara hacernos una tacita de plata o algo así.—Ya veremos —dijo Nina, sonriendo ante aquella ocurrencia.Regresaron al todoterreno. Eddie empezó a subir cuidadosamente con el Defender por eldesfiladero, y quedaron a la sombra. Al cabo de poco trecho, la ascensión se hizo más empinaday las revueltas eran más cerradas.Nina vio algo a un lado y pidió a Eddie que parara.—Creo que esa es nuestra mina de plata —dijo.Se habían excavado en la cara del acantilado varias oquedades de forma aproximadamenterectangular.—Pero creo que tendrás que aguantarte sin la tacita de plata. Ya se han llevado lo mejor.—Vaya, mala pata. Pero sí que debemos de estar en el sitio bueno.—Ya os lo dije —dijo Macy—. Solo tenemos que seguir la dirección de Mercurio desde elzodiaco, y lo encontraremos.—No sé —dijo Eddie con escepticismo—. Me puedo creer que haya un templo enterrado en laarena, incluso algo que sea del tamaño de la esfinge…, pero ¿una pirámide? La verdad es que esdifícil pasarlas por alto.Puso en marcha el Land Rover otra vez. El terreno se volvió más inclinado todavía; las paredesdel desfiladero se iban estrechando. El Defender dobló otro recodo, y entraron en un canalestrecho a través del cual no se veía más que el cielo abierto. Habían llegado al final deldesfiladero.Cuando salieron del acantilado, Eddie detuvo el vehículo, consultó su brújula y el GPS y señalóun rumbo.—El zodiaco decía que había que ir hacia allí. Macy, en mi mochila hay unos prismáticos, ¿melos alcanzas?Macy se los entregó.—¿Ves la pirámide? —le preguntó.—Veo, veo… una cosita que empieza por… A.—¿Airámide?—Arena —apuntó Nina, con más realismo.Eddie asintió con la cabeza.—Iba a decir arenales a manta, pero te has acercado. ¿A qué distancia se supone que está?—A un atur. Once kilómetros y veinticinco metros —dijo Nina.Eddie miró a uno y otro lado, sin encontrar nada.—No se ve nada puntiagudo, desde luego.Introdujo en el GPS unas nuevas coordenadas.—Si está allí, esto nos conducirá al sitio exacto.Volvieron a ponerse en marcha, y la amplia llanura vacía se abrió alrededor de ellos. Ninavigilaba el GPS, en cuya pantalla aparecía el contador de la distancia que faltaba. Cincokilómetros, cuatro, tres… y seguía sin aparecer nada visible al frente, ni apreciarse ningúnmonumento perdido que surgiera de entre las dunas. Miró a Macy. A la joven se le iba apagandola ilusión del rostro a ojos vistas, casi a cada metro que avanzaban.Un kilómetro y medio. Seguía sin verse nada. Eddie echó otra mirada a Nina, advirtiéndole consu expresión de que se preparara para llevarse una desilusión. Un kilómetro. Menos. El paisajeque tenían por delante no se distinguía en nada del que habían dejado atrás.El GPS pitó.

—Aquí es —dijo Eddie, deteniendo el Land Rover—. Ya estamos.Macy se apeó de un salto y miró a su alrededor, pero solo vio el desierto, vacío e interminable.—Yo… no lo entiendo —dijo, mientras corría al otro lado del todoterreno, como si esperara verun panorama diferente desde allí—. Hemos seguido todas las pistas; hemos encontrado eldesfiladero de plata… ¿Por qué no está aquí?Nina le puso una mano en el hombro para consolarla, mientras Eddie se subía al techo del LandRover para otear desde allí la llanura que los rodeaba.—Eh, no te preocupes —dijo Nina—. Todavía pueden quedar partes por debajo de la arena.—¿Solo partes?—La arqueología suele ser así. Es raro, rarísimo, encontrar un yacimiento nuevo que esté intacto.—Pero cuando los encuentras tú, sí que están intactos —dijo Macy.Nina advirtió, con sorpresa y consternación, que la muchacha estaba al borde de las lágrimas.—Eh, eh, ¿qué pasa? —le dijo—. ¡Si ni siquiera hemos empezado a explorar la zona! Todavíapodemos encontrar algo.—No; no encontraremos nada —balbució Macy—. Aquí no hay nada. Os he hecho perder eltiempo… a vosotros, y a todo el mundo. Casi os han matado a los dos por mi culpa, ¡y todo paranada! ¡Ay, Dios mío, lo siento!—Qué… ¿qué es lo que sientes? —le preguntó Nina, sin saber qué otra cosa decir—. ¿Por quéestás tan afectada, Macy?—Porque… ¡porque el doctor Berkeley tenía razón en lo que decía de mí! Igual que micatedrático, y que mis profesores en el instituto… y que tú.—¿En qué tenía razón?Macy no fue capaz de mirarla a los ojos. Le rodaban las lágrimas por las mejillas.—En que… que yo… que yo no valgo para nada —consiguió decir.—¡Sí que vales! —dijo Nina, impresionada por aquella pérdida de confianza tan absoluta yrepentina de la joven—. ¿Por qué dices eso?—Porque es verdad. Nunca en la vida he tenido que trabajar para ganarme nada. Siempre hetenido todo lo que quería, porque era rica, guapa y simpática, y la gente me lo hacía todo. —Bajóla cabeza con honda tristeza—. Y por una vez, por una vez que me esfuerzo, que me esfuerzo almáximo para demostrar que soy capaz de conseguir algo por mí misma… ¡fracaso por completo,y fallo a todo el mundo! Os he fallado a vosotros.—No nos has fallado —dijo Nina—. No, de verdad. Tú misma lo dijiste: si no hubiera sido porti, Osir se habría escapado con el zodiaco y no se habría enterado nadie. Y has conseguido cosaspor ti misma. Conseguiste un puesto en la excavación.—Solo gracias a que a mi madre le debían favores. Ay, Dios…Levantó por fin la cabeza.—Yo quería ser como tú, porque pensaba que eras interesante. No me había dado cuenta decuánto habías trabajado, de cuánto habías aguantado. Me creí que, si intentaba ser como tú, mevendría todo solo, como me ha pasado siempre… Pero me equivoqué; y ahora estamos en estesitio horrible y jodido, sin haber sacado nada en limpio. ¡Nada!A Nina no se le ocurrió nada que decirle. En vez de ello, abrazó a la joven, que sollozaba,intentando darle algún consuelo.—Lo siento —murmuraba Macy—. Lo siento de verdad.—No tienes por qué disculparte de nada —le aseguró Nina—. Y todavía tenemos que explorar lazona. Puede que haya algo que encontrar.—No lo habrá —dijo Macy con tristeza.—¡Eh! —exclamó Eddie, saltando del techo del Land Rover—. Se acabó el jodido derrotismo,¿vale? Acabo de hacer que mi mujer supere un ataque, y no estoy dispuesto a aguantar que otrame salga con lo mismo.Nina se dispuso a reñirle por su falta de sensibilidad, pero entonces se dio cuenta de que el ánimode Eddie había cambiado: aquella actitud desagradable suya no era más que una fachada con laque preparaba una sorpresa.

—¿Qué hay? —le preguntó, en vez de reñirlo—. Ya me conozco esa cara tuya: ¡tienes algo!—Sí; tengo algo. No es una pirámide, pero está hecho por el hombre. Hacia allí —dijo,señalando al noroeste.Nina no veía nada, aparte de más arena y rocas.—¿Dónde? —preguntó.Eddie le pasó los prismáticos y volvió a señalar.—¿Ves esas rocas, las que tienen una forma como de L?—Sí —dijo Nina—. ¿Y qué?—Pues que no son rocas.En la imagen ampliada se apreciaba algo nuevo. Había dos piedras grandes. Una estaba tendidaen el suelo, y tocaba la base de otra cuya punta asomaba de entre la arena.Piedras… de bordes rectos. No eran rocas.Eran bloques tallados.Del mismo tamaño y color que los que se habían empleado para construir el Osireión.—¡Dios mío! —exclamó Nina con voz entrecortada—. ¡Es un edificio!—O los restos, por lo menos —dijo Eddie.Macy miraba alternativamente a Nina y a Eddie, preguntándose si le estarían gastando unabroma cruel, hasta que se convenció por fin de que no era así.—Esperad…, ¿habéis encontrado algo? ¿Hay allí algo de verdad?—Nos habíamos desviado un poco, nada más —le dijo Nina, entregándole los prismáticos yseñalándole las ruinas. Macy soltó una leve exclamación al verlas.—¿Lo ves? ¿No te había dicho que no te desanimaras?Macy se secó los ojos.—Bueno… bueno…, ¿a qué estamos esperando? —dijo, intentando esbozar una sonrisavacilante que no tardó en volverse auténtica. Se subió al Land Rover.—¡Venga, vamos! —exclamó.—¡Caray! —dijo Nina, divertida—. Ojalá tuviera yo esa capacidad de recuperación.—Tampoco se te da tan mal —le dijo Eddie, pasándole un brazo por los hombros.Las dos piedras resultaron ser los restos de una estructura pequeña, de unos cuatro metros porcuatro. El resto de sus muros apenas asomaba por encima de la arena. Dado el grosor de losbloques, el interior sería más pequeño todavía. Si se hubiera tratado de una vivienda, habría sidomás reducida que un calabozo estrecho.Pero Nina propuso otra teoría.—Es una señal. Como aquí no hay puntos de referencia naturales, tuvieron que construir unoartificial. Pero ¿qué es lo que señala?Macy examinó los bloques de piedra en busca de nuevas pistas.—Puede que aquí se encuentren más instrucciones —dijo.Nina negó con la cabeza.—En el texto del zodiaco decía que, cuando se sale del desfiladero de plata, el punto siguiente yaes la pirámide misma.—Entonces, ¿dónde está? —preguntó Eddie—. No es posible que esté enterrada, ¿verdad? O sea,esto todavía asoma; así que, a menos que sea la pirámide más pequeña del mundo, deberíamospoder ver algo.—Si no la enterraron intencionadamente —dijo Nina. Pero descartó la idea; para enterrar porcompleto una pirámide, aunque fuera pequeña, haría falta una cantidad fabulosa de arena.Pero aquel tenía que ser el lugar correcto. Para encontrar el desfiladero había que tener unconocimiento especializado sobre el Osireión, que solo poseerían unas pocas personas; y loscálculos astronómicos necesarios para determinar la dirección del último tramo del viaje estaríanal alcance de muchos menos todavía. La pirámide tenía que estar allí.Entonces, ¿por qué no la veían?Tenían que remitirse de nuevo al zodiaco. Nina sacó la foto del antiguo relieve de la que se habíaapoderado.

—¿Practicando un poco la astrología? —dijo Eddie.—Estoy segura de que aquí debe de haber alguna pista más.Macy bajó de las piedras de un salto para estudiar la imagen junto a Nina.—¿Hacia dónde está el norte? —preguntó Nina.Eddie consultó su brújula e indicó el norte. Nina alineó el zodiaco en consecuencia… y, después,volvió el papel y lo sostuvo sobre su cabeza.—Así es como había que leerlo —dijo—. Mirándolo desde abajo… y orientado hacia el norte.La clave está aquí; está en el mapa, está… ¡aquí!Bajó bruscamente el plano, manteniéndolo orientado, de manera que el norte, que antes habíaestaba delante de ella, quedó al pie de la página.—¡La señal de la pirámide! ¿La veis?—Sí —dijo Eddie—, pero ¿y qué? No es más que un triángulo.—Puede; pero ¿hacia dónde apunta?—Hacia abajo —dijo Macy.La muchacha empezó a hacerse cargo de las consecuencias al cabo de un momento.—¡No puede ser! —exclamó.—Sí puede ser —dijo Nina, sonriente.Eddie miró el mapa arrugando la frente.—Vale, ¿qué es lo que me estoy perdiendo?—La pirámide del zodiaco está al revés —le dijo Nina—. ¿No lo ves? Es una pirámideinvertida… y los que construyeron el mapa iban en serio. Estaban representando lo que hay aquíen realidad.Macy se había contagiado de la emoción de Nina.—En algunas pinturas en tumbas, como en la de Ramsés VI, el Reino de los Muertos egipcioaparece representado como un reflejo invertido, que está inmediatamente por debajo del nuestro—dijo la muchacha—. Puede que construyeran la pirámide de Osiris invertida, para que fuerauna versión en el Reino de los Muertos de las pirámides verdaderas… No; esperad, eso no tienesentido. Si el zodiaco que estaba dentro de la esfinge es más antiguo que la pirámide de Kefrén,también tendría que ser más antiguo que todas las demás pirámides.—No es que la pirámide de Osiris fuera una copia invertida de las demás pirámides—comprendió Nina, sin aliento—. Es que las demás pirámides son copias invertidas de lapirámide de Osiris. ¡Las construían sobre la superficie para imitar la tumba de Osiris en el Reinode los Muertos! Por eso se tomaban tanto trabajo para reproducir esa forma.—Un momento —dijo Eddie—. ¿Estás diciendo que construyeron esta pirámide del revés?Nina sacó del suelo un puñado de arena, dejando un hoyo de forma aproximadamente cónica.—Excavaron un agujero —dijo—, y construyeron la pirámide dentro; pusieron la punta abajo, yfueron subiendo. O puede que pusieran la pared de cada capa sucesivamente, para excavardespués y seguir con la capa inferior, y construyeran así las paredes exteriores para rellenardespués el interior de la pirámide. No lo sé. Pero no sería más difícil que construir la GranPirámide. Puede que fuera más fácil, incluso: no tenían que levantar piedras, solo que bajarlas.La fuerza de la gravedad les favorecía.—Así que ¿ahora estamos encima de la pirámide?—Hay una manera de descubrirlo —respondió Nina.Volvió al Defender y sacó tres palas.—A trabajar.—¿Dónde? —preguntó Macy.—Allí dentro —dijo Nina, indicando el interior de las ruinas—. Creo que es algo más que unaseñal: es una entrada.Se pusieron a cavar. Bajo aquel sol abrasador, el trabajo era lento, y tenían que detenerse confrecuencia para beber agua; pero al cabo de un rato Eddie tocó algo duro con la pala.—Déjame ver —dijo Nina, retirando la arena con las manos desnudas.Quedó al descubierto una losa plana de piedra.

—Puede que no sea más que el suelo de este edificio —advirtió Eddie.—No lo creo. Venga, vamos a despejar el resto.Volvieron al trabajo. Nina estaba tan impaciente que ya ni siquiera se detenía a descansar.Cuando hubieron terminado, había quedado bastante despejada una superficie de unos dosmetros por dos. Nina limpió con las manos algo más de la arena gruesa que la cubría, y encontróuna grieta estrecha, a cosa de treinta centímetros de la pared. Siguió la grieta con el dedo: teníaforma cuadrada.—Podría ser la piedra que cubre la entrada.Macy encontró otra cosa en el centro de la losa.—¿Os suena? —dijo, retirando más arena. En la piedra había quedado al descubierto un símbolotallado.El ojo de Osiris.—Supongo que estamos en el sitio bueno, entonces —dijo Eddie—. Así que ¿ahora, qué?Las dos mujeres lo miraron.—Ah, claro —suspiró él—. Me toca levantar un bloque de piedra de dos toneladas. Qué gusto.Pero, antes, salió del pozo recién excavado y regresó al Land Rover a recoger más material.Cuando volvió a saltar al pozo, provisto de una palanqueta larga, señaló a Nina.—Tú, bebe más agua. No voy a consentir que te me caigas, ¿vale?—Vale —refunfuñó Nina, que prácticamente se había olvidado del calor.Tomó su botella de agua, mientras Eddie examinaba los bordes de la losa.Eddie localizó la parte donde la grieta era más ancha, y metió la palanqueta. La empujó,haciendo un gran esfuerzo. Sonó un crujido, y la losa se movió un poco.—No es tan pesada como creí —dijo Eddie—. Solo me dará una hernia pequeña. Nina, en elLand Rover hay unas cuñas de metal; tráelas, haz el favor.Nina las encontró y las trajo. Mientras Eddie levantaba poco a poco la losa, haciendo palanca,Nina fue insertando poco a poco en la grieta las cuñas metálicas para que la losa no pudieravolver a caer. Al cabo de poco apareció una línea estrecha de oscuridad por debajo del bordeinferior de la losa. Eddie acercó el Land Rover y se sirvió del cabrestante del vehículo para subirmás la losa. Esta estaba apoyada en un reborde interior de piedra. Eddie, resoplando, la empujóhasta que superó su punto de equilibrio. La losa cayó hacia atrás y dio un golpe sonoro contra lapared.—Ya está —dijo Eddie, limpiándose el polvo de las palmas de la mano con gesto teatral—.Estaba chupado.—Un poco… demasiado chupado —dijo Macy, asomándose al agujero—. En todas las demáspirámides, las entradas estaban ocultas.Nina había pensado lo mismo.—O bien pensaban que esto solo lo encontraría quien tuviera derecho a estar aquí… o este no esel único obstáculo —dijo.—Espero que no quieras decir lo que creo que quieres decir —gruñó Eddie.—Me temo que puede que sí, cielo.Macy no entendía nada.—¿De qué estáis hablando?—No tardaremos en enterarnos —dijo Nina.Recogieron su material y, tras intercambiar miradas de desconfianza, descendieron por elagujero… y se convirtieron en las primeras personas que entraban en la pirámide de Osiris desdehacía más de seis mil años.

22El suelo de la cámara de entrada estaba a unos dos metros y medio por debajo de la apertura.Justo debajo de esta había caído algo de arena; pero, más allá, todo estaba limpio. Casidemasiado limpio. El aire parecía estancado.Desde que se había sellado la tumba, allí no se había movido nada, y el tiempo se había quedadodetenido… o agazapado, al acecho, esperando la llegada de algún insensato que osara romper elsilencio eterno.Macy iluminó las paredes con una linterna, y apreciaron que aquella cámara era algo más ampliaque la estructura superior.—Jeroglíficos —dijo, acercándose más—. Huy.—¿Qué pasa? —le preguntó Nina, llegando a su lado—. ¿Los puedes leer?—Más o menos; pero tienen un aspecto raro. Deben de ser antiquísimos.—Pero son hermosos —dijo Nina, recorriendo poco a poco la pared blanca con la luz de sulinterna.Los jeroglíficos estaban tan nítidos y tan llenos de color como el día en que los habían pintado.Entre el texto se veían figuras de la mitología egipcia. Nina reconoció a varias: el dios sol Ra,creador de todas las cosas; Nut, diosa del cielo, que inclinaba su cuerpo desnudo para formar unabóveda sobre toda la tierra.Pero faltaba un dios. La figura clave de la antigua religión egipcia brillaba por su ausencia.—No está Osiris.—Ni tampoco Horus —añadió Macy—. Ni Set, ni Isis. Ni siquiera Anubis; y, como este es eldios de las tumbas, cabría esperar verlo por aquí.—Todos ellos fueron contemporáneos de Osiris, o hijos suyos —razonó Nina—. No los habíandivinizado todavía. Lo que significa que es verdad que este lugar es anterior al Imperio Antiguo:a Osiris y a los demás ya los adoraban como dioses en el 3000 antes de Cristo.—Tenía razón yo —dijo Macy—. ¡Qué lista soy!Eddie exploraba otra parte de la cámara.—Aquí hay una puerta —dijo.Un par de pilastras decoradas indicaban la salida.—Hay unas escaleras. Bastante empinadas.—Vamos a esperar un poco —dijo Nina—. En esta sala podríamos enterarnos de cosas útiles.Macy examinaba los textos.—Qué raro —dijo—. Son listas de todas las pruebas por las que tienen que pasar los reciénmuertos en su viaje por el Reino de los Muertos. Igual que en los Textos de las Pirámides y enlos Textos de los Sarcófagos.—Deben de ser muy alegres —comentó Eddie.—Son versiones más antiguas del Libro de los Muertos egipcio —le explicó Nina.—Ah, ideal para leer en la cama. ¿Quien lo escribió, Stephen Kingamón?Macy soltó una risita, y volvió a dirigir su atención a las paredes.—Lo que no entiendo es que, en los demás textos, todas estas cosas son, sobre todo, oracionesque te dicen cómo debes superar cada uno de los arit, o sea, de las regiones, del Reino de losMuertos. Son como instrucciones: si no has pecado, y si haces lo que dice en los textos,superarás todas las pruebas hasta llegar a encontrarte con Osiris. Pero esto de aquí está escrito deotra manera.—¿En qué sentido? —preguntó Nina.Macy señaló una de las secciones de jeroglíficos.—Aquí habla del primer arit de la Casa de Osiris. Cuando entras, tienes que afrontar a laSeñora de los Temblores, que es una de los custodios del Reino de los Muertos. Pero lo únicoque viene a decir aquí es que más te vale no encontrártela, que es la «señora de la destrucción».En el Libro de los Muertos se dice también que salvará de la destrucción a la persona que estárecorriendo el Reino de los Muertos si esta hace bien las cosas. Lo recuerdo porque me gustó laidea de ser la señora de la destrucción. Muy jevi.

—De eso de hacer de señora de la destrucción tú entiendes mucho, ¿verdad? —dijo Eddie,tocando a Nina con el codo.—Solo por casualidad —repuso ella, molesta—. Pero ¿en este texto no aparece la segunda parte?—Yo no la veo —dijo Macy—. Tiene más de advertencia que de oración. No dice nada de lo quehay que hacer para atravesar el arit.—¡Ay, madre! —se lamentó Nina, mirando a Eddie—. Ya sabes lo que da a entender eso,¿verdad?—Trampas —dijeron los dos al unísono.Nina se llevó una mano a la cara.—Quisiera por una vez, por una sola vez, encontrarme un yacimiento arqueológico increíble queno esté lleno de aparatos mortales tipo los grandes inventos del tebeo —se lamentó—. ¡Que nohaya techos que se caen, ni aparatos que te aplastan, ni condenados querubines que me ataquencon una espada!—¿Querubines? —preguntó Macy, intrigada—. ¿De esos que son ángeles?—Es una larga historia —dijo Eddie—. Vale; de manera que tenemos que pasar por la Señora delos Temblores. ¿Qué más?Macy pasó varios minutos investigando los jeroglíficos.—El Lago de Fuego… o el Devorador por el Fuego; está hablando de lo mismo —explicó—. LaSeñora de las Lluvias. La Señora del Poder, que «pisotea a los que no deben estar aquí»… Huy.La Diosa de la Voz Sonora.—Nina, ¡hablan de ti! —intervino Eddie.—Sí; bueno, es verdad que soy una diosa.—Si queréis, me retiro —dijo Macy, malhumorada; pero siguió leyendo el texto antiguo—. Asíque tenemos a la Diosa de la Voz Sonora, al Descuartizador Sangriento, y lo último que hayantes de llegar a Osiris es el Cortacabezas. Muy sutil. En el Libro de los Muertos se habla detodos ellos; pero estas descripciones que hay aquí son un poco rarillas.—Es al revés —dijo Nina, pensativa—. Las oraciones del Libro de los Muertos proceden deestos textos…, esta es su fuente. Las trampas que se construyeron para proteger la tumba deOsiris acabaron por integrarse en las creencias religiosas.—Puede que nosotros necesitemos algo más que oraciones para pasar por algo que se llama elJodido Descuartizador —dijo Eddie, iluminando con su linterna el pasadizo que descendía enpendiente—. ¿No dice nada que nos pueda servir?—Parece que no —respondió Macy—. El resto del texto viene a ser tipo ¡Qué estupendo esOsiris! Y muchas maldiciones. «Si profanáis la tumba de Osiris, sufriréis mil muertes penosas»,tararí, tarará.—Yo no quiero sufrir ni una sola muerte penosa —dijo Nina, llegando junto a Eddie.El pasadizo también estaba decorado, y nuevos dioses egipcios vigilaban, amenazadores, al quese atreviera a cruzarlo.—¿Crees que podremos pasar? —preguntó a Eddie.—Depende de en qué condiciones se encuentren las trampas —respondió este—. Parece queaquí no ha entrado nadie antes de nosotros, o sea que no podemos contar con que Lara ni Indianalas hayan hecho saltar. Pero con todo el tiempo que ha pasado, puede que ya no funcionen.—Sí, claro…, como que me creo que vamos a tener suerte por una vez —comentó Nina, y volvióla vista hacia Macy—. ¿Qué opinas tú?La muchacha pareció sorprendida de que la consultaran.—¿Yo? No sé; la decisión es tuya.—Pero tu vida es tuya —repuso Nina.Macy reflexionó.—Ya que he llegado hasta aquí… —dijo— y que sigo sana y salva, gracias a vosotros dos…,¡adelante!Se dispuso a bajar por los escalones, pero Eddie la sujetó.—Con una condición —le dijo, obligándola a retroceder—. Irás por detrás de nosotros, ¿de

acuerdo?El pasadizo descendía adentrándose en el interior de la pirámide invertida. Tenía dos recodos denoventa grados, y llegaba por fin a un par de pilastras ornamentadas que señalaban la entrada deuna nueva cámara.—Es el primer arit —dijo Macy, inquieta.Eddie dirigió la luz de su linterna a la oscuridad.—Es grande —dijo—. Y profundo.—¿Un pozo? —preguntó Nina.—Eso mismo.Eddie avanzó con precaución hasta pasar a una repisa estrecha. El techo estaba a unos diezmetros por encima de sus cabezas, y el pozo descendía hasta perderse de vista, sin que la luz dela linterna de Eddie alcanzara el fondo. Dos grandes tuberías, hechas con chapas de cobreoxidadas, trabajadas a martillo, descendían por la pared del fondo, en la que estaba pintada unafigura femenina gigante. Pero a Eddie le interesaba más otro objeto, una viga larga de piedra queatravesaba el pozo y por la que se podía cruzar hasta la repisa del otro lado.—No parece seguro —dijo Nina.La viga medía menos de treinta centímetros de ancho, y estaba posada de manera precaria.Eddie se desplazó para observar mejor los lados de la viga.—Y tanto. Mira esas cosas —dijo.Iluminó el lado opuesto de la viga, que tenía labrados unos gruesos salientes; se veían tambiénunos mecanismos integrados en la repisa opuesta: dos grandes ruedas dentadas de piedra.Cuando Nina dirigió la luz de su linterna por encima de las ruedas dentadas, se vio un brillometálico apagado.—Están conectadas a algo que hay allí arriba.Había una gran piedra cilíndrica suspendida de una cadena que pasaba por una polea.—Creo que hemos encontrado a nuestra Señora de los Temblores —dijo Eddie—. El contrapesocae tirando de la cadena y hace girar las ruedas dentadas; y estas chocan con esos bultos delpuente y lo sacuden.—Entonces, ¿cómo se activa el mecanismo? —preguntó Macy.—Lo activamos nosotros —dijo Nina con una sonrisa seria—. El puente debe de tener undisparador. Si se pone encima demasiado peso, todo empieza a temblar como loco.—Entonces, ¿cómo vamos a cruzar?—Agarrándonos bien fuerte —dijo Eddie, sacando de su mochila una cuerda—. Solo hay unacantidad dada de cadena; de modo que, cuando el contrapeso llegue al final, el mecanismo sedetendrá. Si me ato al puente, no me pasará nada.Nina no lo veía tan claro.—¿Y si se cae todo el puente y te arrastra?—¡Entonces, moriré como el capitán Kirk!Al ver que Nina seguía descontenta, Eddie añadió:—Solo podemos elegir entre eso o quedarnos aquí, lamentándonos de no habernos traído unatabla de seis metros.—Pero te vas a agarrar fuerte; muy muy fuerte, ¿de acuerdo?Eddie pasó el cabo de la cuerda alrededor del puente, hizo un lazo y se ató la cuerda a la cintura.—Vale; allá vamos —murmuró, apoyando un pie en la losa con precaución.No sucedió nada. El puente de piedra parecía seguro y sólido. Eddie se arrodilló; empujó el lazodel extremo de la cuerda a lo largo de la losa, cosa de medio metro, y avanzó él mismo,gateando, para repetir el proceso de nuevo.Llegó a la mitad; a las tres cuartas partes… El puente se movió.—Ay, mierda —exclamó, aferrándose con fuerza a la piedra mientras la cadena hacía un ruidometálico…Pero se detuvo. Los eslabones tintinearon, y quedaron por fin en silencio.—¿Qué ha pasado? —le gritó Nina, angustiada.

Eddie levantó la cabeza.—No lo sé, ¡pero no me quejo! —dijo.Atravesó rápidamente los últimos metros; se desató y miró lo que había por allí. Por una paredsubía una gran grieta. Se habían desprendido varios trozos de piedra, y uno había quedadoalojado bajo uno de los dientes de una rueda dentada, impidiendo que girara. Eddie tocó la piedrapara asegurarse de que estaba bien incrustada. Se movía un poco, pero la presión la sujetabafirmemente en su lugar.—Pasad de una en una, a gatas —dijo—. Y despacio.Nina fue la primera que cruzó el puente de piedra, y Macy la siguió.—¿Habrá sido por un terremoto? —se preguntó Nina al examinar la grieta—. O puede que nohayan sido más que las tensiones estructurales.—Estos constructores egipcios… —dijo Eddie en broma, mientras ayudaba a Macy a ponerse depie.—¿Los vas a comparar con los británicos? —replicó la muchacha, indignada—. ¿Tenéis algoque haya aguantado miles de años en pie?—¿Qué te parece Stonehenge?—Vale —dijo Macy, con cara de contrariedad—. Aceptado. ¡Pero no es tan guay como laspirámides!Nina vio otro pasadizo que descendía a partir de la salida. Este no tenía escalones, sino unarampa.—¿Qué era lo que había en el arit siguiente? —preguntó.—El Lago de Fuego —le recordó Macy—. O el Devorador por el Fuego.—O sea, fuego, de una manera u otra —dijo Eddie—. Estupendo. Lo que nos hacía falta, sobretodo en un lugar cerrado.—Esta última trampa estaba averiada —dijo Nina, señalando la piedra que bloqueaba elmecanismo—. Quizá volvamos a tener suerte.Eddie, que empezaba a bajar por la rampa, soltó un lamento.—¿Por qué has tenido que decir eso? ¡Ya lo has gafado!La rampa era tan inclinada que era complicado bajar por ella, y tenían que avanzar despacio. Elpasadizo daba más giros de noventa grados; Nina comprendió que iban haciendo un recorridoaproximadamente en espiral, y se preguntó si las tuberías que habían visto en el túnel estaríanconectadas con otra cámara inferior. Por fin, encontraron unas nuevas pilastras ornamentadasque señalaban la entrada de otra sala.Eddie olfateó el aire.—Huele raro —dijo—. No tengo claro lo que es; pero no me gusta.Iluminó la cámara. Esta era rectangular, grande, y tenía otra salida al fondo. Las paredes seacercaban progresivamente a medida que ascendían hasta el techo, que estaba a unos cuatrometros y medio de altura. En el techo había varios orificios. Uno era grande, con aspecto dechimenea; pero los que despertaron las sospechas de Eddie fueron otros orificios menores.Estaba claro que estaban dispuestos para que cayera algo por ellos.Aparte de un relieve que representaba a un dios con cabeza de galgo, que los miraba desde unade las paredes, los únicos objetos que había en la sala eran varios cuencos de cobre de formaesférica. Justo delante de ellos había en el suelo polvoriento un agujero cuadrado, de casi unmetro de lado, que resultó ser un estanque que contenía un líquido. Ante la puerta del fondohabía otro estanque igual. El resto del suelo, entre los dos estanques, era ligeramente más bajoque la parte donde estaban ellos de pie; era perfectamente llano y liso, y cubría la cámara en todasu anchura.—Ay, aquí hay que buscar los siete errores —dijo Nina.Saltaba a la vista que era una nueva trampa, pero ella no veía el peligro.—¿Dónde está el fuego? —preguntó.—Quizá se haya apagado —propuso Macy con optimismo, adelantándose para ver mejor lafigura del dios de aspecto canino.

—Quieta —le advirtió Eddie, agachándose ante el estanque y metiendo un dedo en el líquido conprecaución.—No es más que agua —dijo. Iluminó el estanque con su linterna, y vio que solo estaba cerradopor tres lados—. Debe de tener poco más de un metro de hondo —dijo—. Parece que estáconectado con el agujero que hay al otro lado.—¿Un túnel? —dijo Nina—. Qué raro. ¿Por qué no cruzar la sala andando sin más?—¿De veras te has creído que va a ser tan sencillo?—Ni por un momento. ¿Qué es eso?Nina iluminó con su linterna algo que había entre el agujero y la zona más baja; era un finocordel negro, tenso como la cuerda de un arco, que iba del suelo al techo.—Algo que no pienso tocar —dijo Eddie.Iluminó con su luz el interior del túnel.—Pasa por dentro —dijo—. Si quieres pasar por el túnel, lo tienes que romper.—Y a mí me parece que eso sería una idea malísima —dijo Nina—; ¿a ti no?Nina dirigió su atención al centro de la sala, y observó que subían más cordeles hacia el techo…y que faltaba algo.—¿Veis lo que falta?—¿Qué? —preguntó Macy, acercándose al borde del pequeño escalón.—Las grietas. No hay ninguna línea que indique los bordes de las diversas losas. Es como si todoel suelo fuera un solo bloque de piedra gigante.Eddie examinó las paredes.—Los bloques más grandes que hay aquí parece que miden unos dos por tres metros —dijo—.Pero ese suelo tiene sus buenos nueve metros de largo. No puede estar hecho de una sola losa,¿verdad?—No me parece posible —dijo Nina, mirando a un lado y a otro… y vio que Macy se disponía apisarlo a modo de prueba.—No; espera…Macy apoyó el pie en el suelo… y lo atravesó.Soltó un alarido, y estuvo a punto de caerse hacia delante, pero Nina la sujetó.—¿Qué demonios es esto? —preguntó Macy con voz entrecortada, mientras retrocedía saltandosobre el otro pie. Unos hilos viscosos se extendían entre la suela de su bota y el agujero que sehabía abierto en lo que antes parecía piedra sólida, y que se iba cerrando de nuevo poco a poco.Macy intentó limpiarse aquella sustancia rascándose la suela.—¡Qué asco! ¿Qué es esto?—Petróleo —dijo Eddie, llegando junto a ella.Metió la mano en lo que resultaba ser un estanque grande, oculto bajo una capa de arena. Cuandosacó los dedos, le goteó lentamente la misma sustancia viscosa.—Esta porquería flota encima del agua; y después le echaron por encima toda esta arena paraque pareciera un suelo sólido.Nina levantó la vista hacia los orificios del techo.—Y apuesto a que si rompes esos cordeles, allí arriba hay algo que se prende y cae sobre elpetróleo —dijo—. Y ¡zas! Ladrones de tumbas fritos.Macy se frotaba la suela de la bota contra el suelo, asqueada.—Entonces, ¿cómo se pasa sin que salte la trampa? —preguntó.—Buceando por debajo —dijo Eddie, señalando el estanque de agua, que estaba libre depetróleo—. El fuego solo estará en la superficie.—No puede ser tan fácil —dijo Nina, observando con desconfianza el falso suelo. Vio losextraños cuencos de cobre e iluminó el interior de uno.—¡Ajá!—¿Qué es? —le preguntó Macy.—Hay algo dentro —dijo Nina.Metió la mano en el cuenco esférico y empuñó un asa que tenía este, fijada a su fondo…,

aunque, al levantarlo, comprendió que no era el fondo, sino la parte superior.—¿Sabéis lo que creo que es esto?Se lo puso sobre la cabeza hasta que le llegó a los hombros.—¡Es un casco de buceo! —anunció, con voz que resonaba en el interior del recipiente.Eddie le dio un golpecito con los nudillos, y ella soltó una exclamación de protesta.—Allí dentro no habrá mucho aire —dijo Eddie.Nina volvió a quitárselo.—No hace falta. Lo suficiente para cruzar la sala —dijo, señalando el estanque—. No creo quelos dos agujeros estén conectados entre sí por un túnel; no son más que vías para entrar y salirdel estanque sin tocar el petróleo. Cuando el borde del casco se sumerja bajo la superficie,quedará atrapado dentro aire, que te permite respirar; y entonces, mientras no lo levantes tantocomo para que te entre petróleo, no te quemas. Después, sigues por el túnel hasta llegar alestanque de agua del otro extremo, sales, y ¡ya está! Has cruzado.Eddie examinaba otra esfera con escepticismo.—Es muy delgado; no protegerá del calor durante mucho tiempo —dijo.—Es la única manera de pasar sin quedarse frito. Estoy bastante segura de que habrá algo paraque la gente no pueda bucear sin más hasta el otro lado por debajo del petróleo. Creo que no nosqueda otra opción —concluyó Nina, levantando el primitivo casco de buzo.Eddie sacudió la cabeza profiriendo un ruido de consternación, pero accedió.—Vale. Pero voy yo primero.—No. Voy yo primera —insistió Nina—. Si allí abajo hay obstáculos y me doy con ellos, tendrásque decirme tú hacia dónde debo ir.—¿Estás segura de lo que haces?—No —reconoció ella, acercándose al estanque de agua. Sumergió un pie, titubeando; después,armándose de valor, se metió en el agua por completo.—Ay, ag… Acabo de caer en la cuenta de que esta agua ha estado aquí estancada durante milesde años.—Pues no te la bebas —dijo Eddie—. ¡Aunque, aquí en Egipto, eso se puede decir de toda elagua!Nina se puso en cuclillas cuidadosamente hasta que solo le asomaba la cabeza de la superficie;después levantó una mano para tomar el casco que le ofrecía Eddie y agarró con fuerza el asaque tenía este en el interior.—Es tu última oportunidad para dejarme ir a mí en tu lugar —dijo Eddie.—Me las arreglaré —respondió ella mientras tomaba la esfera.—Eso espero.Nina se apoyó el casco en los hombros y se sumergió.Le sorprendió lo difícil que era mantenerlo sumergido, pues tendía a flotar. Cuando el aire delinterior se comprimió por la presión, el nivel del agua ascendió de manera alarmante, pero sedetuvo un poco por debajo de la nariz de Nina. Esta, bien consciente de lo limitado que tenía eloxígeno, se sumergió cuanto pudo y entró en el túnel arrastrándose. El casco iba rozando eltecho.Sintió que algo le tocaba el pecho; algo que se resistió un momento… y desapareció.Había roto el cordel.Eddie y Macy reaccionaron alarmados al oír los ecos de unos roces que salían del techo.—¿Qué es eso? —preguntó Macy, intentando determinar de dónde provenían.—Suena como un encendedor… —empezó a decir Eddie… y entonces cayó en la cuenta de loque significaba aquello.—¡Mierda! —exclamó— ¡Nina, vas a tener fuego en cualquier momento!Miró al techo, horrorizado, mientras el ruido se generalizaba. Antiguas ruedas de piedra frotabancontra piezas de metal de las que saltaban chispas…Se veía la luz de las llamas por los orificios pequeños.Cayó algo de uno de ellos; era un trapo que desprendía un hilillo de humo gris. Solo se había

prendido un fragmento del trapo; apenas se veía brillar una leve ascua…Pero fue suficiente.El trapo cayó a la superficie, levantando ondas en el petróleo cubierto de polvo. Durante unmomento no pasó nada; después, saltó una llama que se extendió rápidamente en todasdirecciones. Caían más trapos. Muchos no ardían, pues las chispas no habían prendido en eltejido; pero bastó con unos pocos para que la superficie de todo el estanque saltara enllamaradas.Un lago de fuego, tal como habían advertido los jeroglíficos. Y Nina estaba dentro.Nina salió del corto túnel. El eco de su respiración y la oscuridad casi completa habían resultadodesazonadores; pero no tanto, ni mucho menos, como lo fue la luz repentina. El fondo delestanque se iluminó de luz anaranjada ondulante al arder el petróleo que flotaba en la superficie,y Nina sintió el calor casi inmediatamente; el asa que sostenía con la mano se calentaba a unavelocidad alarmante.—Ay, mierda —se dijo—. Ha sido un error. Grandísimo.Obligada a ir agachada, solo conseguía arrastrarse hacia delante torpemente; el agua le frenabalos movimientos, que parecían una pesadilla a cámara lenta.Pero aquello no era una pesadilla. Era verdad.Eddie, descorazonado, veía que el fuego rodeaba la esfera que se desplazaba lentamente. CuandoNina había salido a la superficie, se le había pegado petróleo, y este también había prendido, conlo que el casco se había convertido en una antorcha esférica.—¡Jesús! ¡Nina, da la vuelta! ¡Vuelve al túnel!Pero ella apenas lo oía; el chisporroteo de las llamas absorbía todos los demás sonidos. Siguióadelante tan deprisa como pudo, llena de temor. El estanque solo tenía nueve metros de largo. Notardaría tanto tiempo en atravesarlo.¿O sí?Otro paso, y otro más. El agua le llegaba a los orificios de la nariz, atragantándola. Asomándosepor el fondo abierto de la esfera, advirtió que en el fondo había unas señales. Jeroglíficos; entreellos, el ojo de Osiris. Estaban allí para algo, casi con toda seguridad, pero Nina no tenía tiempode pensar para qué.El calor que llegaba por el asa empezaba a resultar incómodo. Todavía no era doloroso, pero notardaría en serlo…El casco chocó contra algo con ruido metálico.Nina, asustada, estuvo a punto de soltar la esfera. Volvió a tirar de ella hacia abajo y avanzótanteando hacia delante con la otra mano, para encontrarse con un bloque de piedra que subíacasi hasta la superficie. Tal como se había temido, los constructores de la pirámide se habíanasegurado de que nadie pudiera bucear sin más, sin obstáculos, por debajo del fuego.Se desplazó hacia la izquierda, moviéndose de lado como los cangrejos, y buscando a tientas elborde del bloque. Sus dedos solo encontraban piedra lisa. Un par de pasos más. Todavía nada. Seforzó a sí misma a respirar más despacio, intentando conservar el poco aire de que disponía.Ay, Dios… ¿Y si los egipcios habían construido un laberinto? Si entraba en un callejón sinsalida…Tenía que haber un camino para pasar. Si los constructores hubieran querido que nadie llegarahasta la tumba de Osiris, podrían haberse limitado a cegar todos los túneles. Pero los elegidos,los sacerdotes que habían convertido a un rey en dios, conocerían el camino. Lo único que teníaque hacer ella era encontrarlo.Deprisa. Muy deprisa. Los jeroglíficos.Conteniendo la respiración, sumergió la cabeza en el agua. Las señales del suelo se veían,temblorosas, a la luz infernal de la superficie. Nina no tenía idea de lo que decían; pero elsímbolo del ojo de Osiris aparecía repetidamente, y cada uno de los ojos la miraba, hierático, consu pupila oscura.Salvo uno de ellos.La pupila de uno de los ojos miraba hacia la izquierda, a lo largo de la losa de piedra.

Ella lo siguió, con la mano todavía extendida. El asa casi le producía verdadero dolor. Flexionólos dedos, intentando aplazar el momento en que el calor sería imposible de soportar.Su otra mano seguía palpando piedra lisa, que se extendía más y más…¡Una esquina!Se asió del borde, tirando de él para rodearlo. Miró hacia abajo y vio otro ojo de Osiris; estemiraba hacia arriba, es decir, hacia la pared del fondo de la cámara. Nina siguió en esa dirección,avivando el paso. Un segundo ojo que miraba hacia arriba, y después otro más que volvía aenviarla hacia la derecha.Aunque el humo del petróleo ardiente ascendía por la chimenea, la temperatura de la sala iba enaumento. Eddie, con los brazos levantados para protegerse la cara del calor, veía que la esfera decobre se iba deslizando entre las llamas, moviéndose aparentemente al azar. Ya había cubiertomás de la mitad del camino, pero no podía quedarle mucho aire.Nina ya dedicaba toda su atención a seguir el rastro de los ojos. El aire estaba cada vez másviciado… y más caliente.Otro ojo. Hacia delante. Los dedos le dolían cada vez más. ¿Faltaría mucho? Sentía en el pechouna opresión mayor a cada bocanada de aire, y la iba invadiendo una sensación de mareo.Un ojo más, que la dirigía hacia la derecha. Los dedos le quemaban; el temblor de la manosacudía la esfera. Se escapó una burbuja de aire por debajo del borde, y en su lugar ascendió elnivel del agua dentro del casco.El ojo siguiente miraba hacia arriba… y Nina atisbó una sombra por delante de ella.¡El segundo túnel!Volvió a tirar de la esfera para sumergirla por debajo de la superficie, agachándose todo lo quepudo para conseguir entrar por el bajo pasadizo. El casco repicaba como una campana cuandochocaba contra la piedra. Unos pasos más…El aire interior lanzó con fuerza la esfera hacia arriba cuando Nina llegó al final del túnel y susdedos quemados soltaron el asa. El agua estancada le azotó la cara. Tosió, intentando ponerse depie. Sentía las piernas como si fueran de goma. Cayó contra un lado del pequeño estanque,buscando débilmente con las manos el borde superior. Lo encontró. Se subió de un tirón, y tomóuna gran bocanada de aire cuando llegó a la superficie.—¡Lo ha conseguido! —gritó Macy.—Gracias a Dios —dijo Eddie—. ¡Nina! ¿Estás bien?Nina captó la voz de Eddie entre el rumor y el chisporroteo del fuego.—Superbién —dijo con voz ronca, dedicándole débilmente un saludo con los pulgares haciaarriba—. Hay un camino por el fondo del estanque —les dijo—. Los ojos de Osiris van mirandohacia donde tenéis que ir. ¡Solo tenéis que seguirlos!Eddie se frotó una oreja.—¿Te has enterado? —preguntó a Macy.—Hay que seguir el camino hacia donde miran los ojos de Osiris en el fondo del estanque —leexplicó Macy—. ¿No la has oído?—Me fallan un poco los oídos —reconoció él—. Demasiadas explosiones.Eddie inspeccionó el estanque. Se apreciaba claramente el camino que había seguido Nina, pueshabía dejado un rastro zigzagueante de petróleo agitado.—Yo iré primero —dijo a Macy, entregándole uno de los cascos—. Tú ven detrás de mí, y no tesueltes de mi chaqueta.Se metió en el estanque; respiró hondo varias veces para hiperventilarse de oxígeno, y por fin sesumergió y llegó al corto túnel caminando en cuclillas por el fondo. Macy, después de titubear,se sumergió tras él y se asió del faldón de la chaqueta de Eddie.Como ya sabían lo que tenían que buscar, pudieron hacer la travesía más deprisa que Nina,aunque el asa del interior del casco de Eddie ya estaba dolorosamente caliente para cuando estellegó al último estanque. Se puso de pie y echó a un lado la esfera, respirando hondo, mientrasNina lo ayudaba a salir.—Ay, leche —dijo, mientras agitaba en el agua los dedos chamuscados—. Y es la mano de

cascármela, para colmo.—Ay, Eddie —lo riñó Nina—. En todo caso, tendrás que arreglártelas conmigo.—Bueno, ya tenemos la lumbre; solo nos falta una buena alfombra…Macy salió bruscamente del agua.—¡Ay, Dios mío! —dijo, jadeante, mirando con rabia el lago de llamas.El petróleo flotante ya se había consumido en gran parte, y el fuego se iba apagando.—¿Qué canalla retorcido se habrá inventado una cosa como esta? —se preguntó Macy.—Es como para preguntárselo —dijo Nina, mientras constataba que su linterna sumergible habíacumplido con lo que prometía su fabricante—. Pero ¿sabes lo que me preocupa de verdad?—¿Qué?—Que todavía nos quedan cinco arits por delante.—Me muero de ganas —dijo Eddie con ironía, pasándose las manos por la ropa para extraerle elagua—. Entonces, ¿qué toca ahora?—La Señora de las Lluvias —dijo Macy, haciendo otro tanto.—Estupendo. Por si no nos habíamos mojado bastante.Todavía empapados, entraron en el siguiente pasadizo descendente.

23El túnel seguía bajando en espiral, adentrándose en las profundidades de las pirámides. Lasparedes estaban adornadas con las figuras de más dioses egipcios, que advertían a los intrusos dela muerte segura que les esperaba.A Nina le preocupaban las amenazas físicas más que las sobrenaturales. Sus dolorosasexperiencias le habían enseñado que cuanto más grandiosa e importante era una construcciónantigua, más ingeniosas y malignas eran las trampas que la protegían.Y la pirámide de Osiris era grandiosa y muy importante…Vio a la luz de su linterna las pilastras que anunciaban el nuevo arit, pero no había tras ellasninguna cámara nueva, y el pasadizo empinado seguía descendiendo.—Acabo de darme cuenta de una cosa —dijo Eddie—. Esto nos lleva justo debajo de la saladonde acabamos de estar.Nina reconstruyó mentalmente las vueltas que habían dado.—¿Crees que eso nos dará problemas? —preguntó a Eddie.—Bueno, la trampa siguiente va de lluvias, y tenemos encima un estanque grande lleno de agua.—Bien observado —dijo Nina.Esta dirigió la luz de su linterna al techo. A diferencia de las paredes, cubiertas de pinturas, eltecho eran meros bloques de piedra desnuda.—No veo ningún agujero —comentó.Eddie lo examinó a su vez.—El techo parece que está en regla… pero eso es nuevo —observó.Dirigió la luz hacia el suelo. Junto a la base de la pared transcurrían a cada lado sendos canaleshundidos, de unos diez centímetros de ancho y un poco más de hondo.—Parecen desagües —observó Macy.—Más arriba no hay nada que se les parezca —observó Eddie, mirando más allá de laspilastras—. Sí; creo que nos vamos a volver a mojar.—Pero ¿qué va a pasar? —preguntó Nina—. ¿Se va a convertir todo esto en un tobogán acuáticogigante y mortal?—No les des ideas —dijo Macy con inquietud, mirando de reojo a los dioses que los observaban.—Pues esta es la única vía de bajada —dijo Eddie—, de manera que ya nos enteraremos, tarde otemprano. A menos que quieras volver atrás… Pero ¿qué estoy diciendo? Contigo, eso ni sepregunta.—Sería una pena rendirnos después de haber llegado hasta aquí —observó Nina con unasonrisa—. Además, la primera trampa estaba estropeada, y hemos pasado la segunda sin grandesdificultades.—¡Ah, claro! —exclamó Eddie con indignación, enseñando la mano que tenía enrojecida—.¡Nadar por un lago de fuego estaba tirado!—Bueno, ha sido un poco difícil. Pero hemos pasado cosas peores. Nos irá bien, con tal de queno perdamos la cabeza.Macy levantó un dedo.—Te acuerdas de que la última trampa se llamaba el Cortacabezas, ¿no? —dijo.—¡Pues nos agacharemos! —dijo Nina.Iluminó la rampa con la linterna. El pasadizo seguía en línea recta durante un trecho más bienlargo.—Tendremos mucho cuidado e iremos despacio, ¿vale? —añadió.Eddie le apoyó una mano en el hombro húmedo.—De acuerdo, caladita. Pero yo voy primero, sin discusión, ¿vale?—Adelante, empapadito —respondió ella, dándole una palmada en el trasero.—Idos a la cama —refunfuñó Macy—. ¡O meteos en un sarcófago!Nina y Eddie soltaron gruñidos de protesta.—¿Qué pasa? —repuso Macy—. ¿Es que solo él tiene derecho a hacer bromas?—Es que las mías tienen gracia —dijo Eddie, mientras empezaba a descender por la rampa.

—Eso es discutible, cielo —dijo Nina, siguiéndolo.—Bah.Eddie se puso cada vez más serio a medida que avanzaba, iluminando alternativamente con sulinterna el suelo y el techo. Vio algo que le llamó la atención, y se detuvo.—Vaya, vaya —dijo, señalando una parte del techo—. Las grietas entre los bloques se vanagrandando.Nina pasó un dedo por una de las junturas. Cayó un polvo fino.—La argamasa está deshecha —dijo.Macy se mordió el labio.—Justo lo que más te conviene cuando tienes encima unos bloques gigantes de piedra, ¿no?—dijo.—Ve muy despacio —recomendó Nina a Eddie cuando este se puso en marcha de nuevo.Eddie asintió con la cabeza, observando que lo que parecía ser una construcción chapuceraproseguía a lo largo del techo… y también del suelo.—No sé de qué va esa Señora de las Lluvias —dijo—, pero creo que está a punto de mearnosencima en cualquier momento.La losa que pisaba Eddie cedió levemente. Todos se quedaron inmóviles. Se oyeron tras lasparedes unos leves chasquidos, como una reacción en cadena que iba ascendiendo hasta activarun disparador definitivo…Un chasquido sordo, como de un golpe de metal sobre madera…, seguido de un rumorinconfundible.Agua.—Cojones…Eddie no tuvo tiempo de decir más. Empezaron a caer torrentes de agua entre las grietas deltecho.El chaparrón caía por una sección del techo de unos nueve metros de largo y, aunque ibacobrando fuerza, no tenía ni con mucho la violencia necesaria para arrastrar a nadie por la rampa.—No lo entiendo —dijo Nina—. Esto no puede hacer daño a nadie.—La trampa no es esto —dijo Eddie, alarmado. Señaló hacia abajo, por el pasadizo—. ¡Latrampa es eso!Nina vio que las grietas del suelo se agrandaban rápidamente al correr sobre ellas el agua.—Ay, mierda —dijo—. Olvidaos de lo que dije de ir despacio. ¡A correr!La sustancia que unía los bloques entre sí no era cemento ni argamasa. Era una mezcla de arenay cal fina que apenas tenía la fuerza suficiente para sujetarlo todo… y que ahora ibadesapareciendo rápidamente, a medida que el torrente de agua disolvía la cal y arrastraba laarena. Las losas se movían, chocando unas con otras, mientras los tres exploradores corrían sobreellas; se hundían…Y caían.Al desaparecer la leve ligadura que mantenía unidas las losas, el suelo también desapareció. Laslosas caían a un pozo profundo que había debajo.Y al caer cada losa, el conjunto de las que quedaban se debilitaba más aún.Eddie advirtió que los desagües seguían intactos, pero eran demasiado estrechos para ir por ellos,y mucho menos corriendo.—¡Adelantadme! —gritó.Él era el más pesado de los tres. Si se hundía con el suelo, se hundirían todos.—¡No puedo! —gritó Nina tras él—. Tú sigue, ¡sigue!El tramo superior del suelo trucado se derrumbó por el pozo con un estrépito colosal. Lainundación se convirtió en catarata y cayó también por el pozo; pero el daño ya estaba hecho.Las piedras que quedaban iban cayendo al vacío una tras otra, como una onda que ibaalcanzando a las figuras que corrían.—¡Allí! —gritó Eddie.El agua que había corrido por la rampa había dejado al descubierto la última hilera de bloques

debilitados… y, tras estos, el suelo tenía una solidez tranquilizadora.—¡Vamos! ¡Unos metros más!Eddie se arrojó hacia delante de cabeza, mientras los bloques que pisaba temblaban, y cayópesadamente más allá del tramo de suelo deshecho. Nina también dio un gran salto, cayó sobresu marido y estuvo a punto de perder el equilibrio.Macy, que iba tras ella, empezó a saltar…, pero las últimas losas cayeron bajo sus pies. Chilló,pero el chillido se cortó en seco cuando la muchacha, que no había alcanzado el suelo sólido, segolpeó bruscamente contra el borde del pozo recién abierto.Su linterna cayó rodando por el pasadizo, mientras ella intentaba desesperadamente asirse alsuelo húmedo, y buscaba en vano en la pared desnuda un apoyo para los pies. Se le deslizaronpor el borde los codos, las muñecas…Eddie la asió de la mano en el momento mismo en que se soltaba.—¡Nina! —exclamó con dolor cuando el peso de Macy le aplastó los nudillos contra el borde depiedra—. ¡Sujétala de la otra mano!Nina volvió a subir la rampa corriendo al ver que Macy estaba colgada y agitaba el otro brazo ylas piernas. Le tendió una mano.La joven levantó la vista hacia ella, aterrorizada.—¡No me dejéis caer, por favor! —dijo.—No te vas a caer —le aseguró Nina. Tocó con sus dedos los de Macy… pero se le escaparon.—Vamos, Nina —suplicó Eddie, a quien se le estaba soltando la mano de la muchacha.Nina se puso de rodillas, se asomó sobre el abismo… y se echó hacia delante.Esta vez atrapó la muñeca de Macy. Forzándose, casi perdiendo el equilibrio, tiró de ella haciaarriba… aliviando la presión que sufría Eddie, lo suficiente como para que este pudiera poner enjuego su otro brazo.—¡La tengo! —gritó él—. ¡Tira!Nina, inclinándose hacia atrás, tiró con todas sus fuerzas. Eddie se irguió penosamente y laarrastró hacia arriba. Macy superó el borde, y los tres cayeron sobre la piedra sólida; Macyaterrizó sobre Eddie.Nina se incorporó hasta quedar sentada.—¿Estás bien? —preguntó a Macy, que asintió con la cabeza—. Bien. Pues, ahora, bájate deencima de mi marido.Macy tenía el pecho sobre la cara de Eddie.—Yo estoy muy a gusto —bromeó este con voz ahogada; pero ayudó a la muchacha a bajarse.—Gracias —susurró esta, temblorosa.Un leve rumor de crujidos les hizo alzar la vista a todos.—No nos des las gracias todavía —dijo Nina.Dirigió la luz de su linterna al techo y vio que caía agua entre más grietas que tenían por encima.—¡Vamos!Se incorporaron todos de un salto y corrieron pendiente abajo.Toda una sección del techo se derrumbó ruidosamente sobre la parte de suelo donde acababan deestar… seguida de miles de litros de agua, al derramarse el contenido restante del estanque de laparte superior. El diluvio cayó por el pasadizo tras ellos.Era imposible dejarlo atrás…El torbellino turbulento alcanzó a Macy y la hizo caer contra Nina y Eddie, que también fueronarrastrados con ella por el pasadizo. Iban chocando dolorosamente contra las paredes y el suelo,y los fragmentos de las piedras rotas los bombardeaban.Y a pesar del estruendo de las aguas bulliciosas, se apreciaba un sonido nuevo: un martilleorítmico, cada vez más fuerte…El primer frente de la inundación había arrastrado la linterna de Macy, que giraba ante elloscomo una punta luminosa. Eddie vio un movimiento, algo que ascendía más allá de otra parejade pilastras… y, después, la luz desapareció, aplastada, al caer sobre ella el objeto con unestrépito monstruoso.

—¡Mierda! —gritó, al ver que estaban siendo arrastrados inexorablemente hacia aquello—.¡Agarraos a mí!Nina se asió a un brazo de Eddie y Macy a una pierna, mientras él clavaba el talón del otro pie enuno de los desagües. El torrente era demasiado fuerte como para poder frenar del todo, peropodría perder la velocidad justa para pasar entre las pilastras mientras el triturador ascendía.Suponiendo que aquel breve atisbo le hubiera permitido hacerse una idea precisa de su ritmo…Un nuevo golpe resonante. Eddie levantó el pie. Los tres pasaron velozmente entre las pilastras ycayeron sobre un suelo llano.Algo enorme caía hacia la cabeza de Eddie…El triturador cayó ruidosamente dos dedos por detrás de él, mientras el agua lo arrastraba a lacámara siguiente. La sala era mucho más ancha que el pasadizo, y las aguas, antes encajonadas,perdieron su fuerza al dispersarse. Los tres practicantes involuntarios del tobogán quedarondepositados en el suelo, tosiendo y agitándose como peces fuera del agua.El triturador seguía machacando, cada vez más despacio. Nina recuperó su linterna y la dirigióhacia el origen del ruido. Era un bloque de piedra que tenía pintada la figura de una mujer quelevantaba los pies como si estuviera pisoteando hormigas. Los desagües habían canalizado elagua de la inundación hacia un par de norias; estas no tenían la fuerza suficiente para mover eltriturador por sí mismas, pero habrían servido para poner en marcha algún otro mecanismo.—Supongo que esa es la Señora del Poder —dijo Nina, mientras se retiraba de la cara loscabellos mojados—. Y es verdad que intenta «pisotear a los que no deben estar aquí».—A mí no me van las mujeres de pies grandes —dijo Eddie con voz cansada.Las herramientas pesadas que llevaba en la mochila se le habían clavado en la espalda y lohabían dejado magullado.—¿Estáis bien?Macy se puso de pie mientras el triturador se detenía, temblando.—Yo no me encuentro muy bien —reconoció.Levantó las manos, que no dejaban de temblar.—Ay, Dios, creo que voy a vomitar.Eddie se plantó ante ella y le puso las manos en la parte superior de los brazos.—Eh, estás bien —le dijo—. Y no vas a vomitar. ¿Sabes por qué?Ella lo miró a los ojos, dudosa.—No…—¡Porque me vomitarías encima! Y entonces nos diríamos cuatro cosas, y eso sería malo paratodos. Así que vas a estar bien —concluyó Eddie, sonriendo.Macy tardó unos momentos en sonreírle a su vez. Su sonrisa, aunque apagada, era auténtica.Nina, por su parte, sonrió también.—Todo va bien, Macy —le dijo—. Hemos superado esta trampa… que, en realidad, eran dos.—Sí; pero todavía quedan otras tres —les recordó la muchacha con voz sombría.—De momento, ganamos cuatro a cero —dijo Eddie, mientras buscaba la salida siguiente.Había otro pasadizo que descendía, esta vez con escalones.—Y apuesto a que podemos quedar siete a cero —añadió—. ¡Ese tal Osiris se puede meter lastrampas por el culo momificado!Una amplia sonrisa se asomó al rostro de Macy.—Vale, así que el arit siguiente era la Diosa de la Voz Sonora, ¿verdad? —preguntó Nina.Macy asintió—. ¡Pues vamos a ver si gritamos más que ella!En la entrada de la pirámide invertida no había más movimiento que el de la arena empujada porla brisa. El Land Rover esperaba en silencio el regreso de sus pasajeros, y ningún sonido alterabala soledad del desierto.De pronto… llegó un ruido procedente del nordeste.El ruido iba en aumento.Apareció en el horizonte una nube de polvo agitado entre la calina rutilante. Pero no era unatormenta de arena. Era demasiado pequeña, y se desplazaba con rumbo fijo. Directamente hacia

las ruinas.Se hizo visible algo entre el aire turbio, una forma gris y negra con aspecto de losa. El ruidoaumentaba; era un rugido monótono de motores potentes y un chirrido de hélices que giraban.Pero no era una aeronave.Sebak Shaban oteaba a través de los ventanales del puente de mando del enorme aerodeslizador,que era un vehículo de asalto de clase Zubr, diseñado para transportar carros de combate y otrosvehículos acorazados sobre casi cualquier terreno. Los egipcios, después de haber visto lasposibilidades de los cuatro Zubr que habían adquirido la Marina griega, habían decidido pocotiempo atrás seguir el ejemplo de su nación amiga y rival de la orilla opuesta del Mediterráneo, yhabían comprado a Rusia dos de los enormes vehículos.Oficialmente, aquel Zubr estaba en período de pruebas antes de pasar al servicio activo. El hechode que se encontrara a casi cien kilómetros de distancia del polígono militar aislado en eldesierto donde debían realizarse dichas pruebas era responsabilidad de otro de los hombres queiban en el puente de mando.—Esto me gusta mucho —dijo Shaban al general Tarik Jalil—. Cuando el plan haya terminadocon éxito, quizá podrías prestarnos uno para el Templo. Aunque no tengo claro dónde loaparcaríamos.—¡Puedes aparcarlo donde quieras, amigo mío! —dijo Jalil, de buen humor—. Y, por si alguiense queja, está provisto de lanzacohetes y de ametralladoras Gatling —añadió, señalando con ungesto de la cabeza las torretas de la cubierta de proa, por debajo de ellos—. Es sorprendente lopoco que tarda la gente en callarse cuando se les apunta con una ametralladora de seis cañones.—La amenaza de muerte siempre es convincente, ¿verdad? —comentó Shaban; y amboshombres se cruzaron sonrisas ladinas de complicidad—. ¿Cuánto falta?—Poco menos de dos kilómetros —dijo el piloto.—Bien.Shaban entró en la sala de armas que estaba detrás del puente de mando y anunció:—Nos aproximamos a las coordenadas.En la sala de armas, además de un miembro de la tripulación del Zubr, estaban Osir,Diamondback, el doctor Hamdi… y el último fichaje del grupo.—Doctor Berkeley —dijo Osir al arqueólogo de la AIP—, ¿está usted absolutamente seguro deque son las correctas?—Todo lo seguro que puedo estar —dijo Logan Berkeley, molesto por que se dudara de él—. Lapirámide invertida del zodiaco, la línea que representaba al Nilo, el símbolo del Osireión, laposición de Mercurio en relación con el final del desfiladero… Todo concuerda.Señaló su ordenador portátil, que tenía abierta una ventana en la que se veía una imagen desatélite del desierto sobre la que aparecían líneas que indicaban distancias y rumbos, y otra conuna foto del ojo de Osiris en el Osireión, tomada de la inmensa base de datos que poseía la AIPsobre Egipto.—O la pirámide de Osiris está aquí, o está en alguna parte donde no se podrá encontrar nunca.—Espero que sea lo primero —dijo Shaban, con cierto matiz de amenaza.Berkeley se molestó todavía más.—Cumpliré con la misión para la que me pagan —replicó, cortante—; de manera que no tienenpor qué amenazarme. Tiene gracia —prosiguió, mirando a Osir—. Si hubieran intentadocomprarme hace una semana, no habría accedido de ninguna manera. Pero, ahora… ahora quierosacar algo en limpio del fiasco de la esfinge.Contrajo la cara con rabia.—Yo debía haber salido en las primeras páginas de todos los periódicos del mundo; pero esaperra de Nina Wilde me convirtió en un hazmerreír. Al menos, el dinero me consolará un poco.El oficial de armas llamó a Jalil y le señaló algo en un monitor. Osir enarcó una ceja consorpresa.—Tiene gracia que haya mencionado usted a la doctora Wilde —dijo.—¿Por qué?

—Porque creo que se le ha adelantado otra vez.En la pantalla aparecía la imagen recogida por uno de los sistemas de dirección de tiro delaerodeslizador. El Land Rover habría saltado a la vista entre la llanura desierta aun suponiendoque el ordenador no hubiera centrado en él el cursor del sistema.—¿Cómo? ¡Maldita sea! —exclamó Berkeley, mirando el monitor con ira.A Diamondback se le escapó una risita.—¿Quién es esa doctora Wilde? —preguntó Jalil.—Una competidora —le dijo Osir, observando las ruinas con más detenimiento—. Pero puedeque nos haya hecho un favor. Allí no hay nadie, de modo que debe de haber encontrado el modode entrar. ¡Ya no tendremos que emplear todos estos bulldozers y excavadoras que hemostraído!Salió al puente de mando, y Jalil, Shaban y Diamondback lo siguieron. Ante ellos, el vacío decolor amarillo pálido del desierto quedaba interrumpido por una mancha de color que era elDefender. El piloto bajó la palanca del acelerador para desacelerar el aerodeslizador dequinientas toneladas, y las tres inmensas hélices que tenía sobre la popa perdieron velocidad.—Sus hombres… ¿son de toda confianza? —preguntó Osir a Jalil en voz baja—. Si llegara aoídos del Gobierno una sola palabra de esto…—Yo respondo de Tarik —dijo Shaban con firmeza—. Le debo la vida.—Y yo respondo de mis hombres —añadió Jalil—. Aunque llevamos una tripulación reducida,los he seleccionado yo mismo con cuidado. Guardarán tu secreto… por lo que pagas, claro está.—Bien —dijo Osir, y volvió a contemplar las ruinas mientras el Zubr se detenía entreoscilaciones, para quedar posado sobre su enorme colchón de goma hinchado con aire,levantando una gran nube de arena.—Vamos a encontrar a Osiris… y a Nina Wilde —dijo Osir.

24–Caray —dijo Nina, dirigiendo su linterna hacia arriba pero sin llegar a ver el fondo de aquelgran vacío que se alzaba sobre ella—. Esto sí que es alto.—¿Sabes dónde estamos? —dijo Eddie, señalando las dos tuberías que bajaban por la pared delfondo—. Estamos justo debajo de aquel puente. Si la trampa hubiera funcionado y nos hubierahecho caer, habríamos venido a parar aquí. Es una caída de sesenta metros, como mínimo. Chof.Nina intentaba representarse mentalmente la pirámide en su conjunto.—Jo —dijo—. Esto debe de ser tan grande como la Gran Pirámide. O puede que mayor.—Así se explicaría por qué nadie intentó superar la pirámide de Khufu —dijo Macy,pensativa—. Si la Gran Pirámide era casi tan grande como la de Osiris, pero sin llegar aigualarla, ningún otro faraón podría construir un monumento mayor que el de Khufu sin ofendera Osiris. Y nadie se atrevería a hacer eso.—¿O sea, que las pirámides no eran más que un concurso gigante de quién la tenía más grande?—preguntó Eddie—. Parece que la gente no ha cambiado gran cosa en cinco mil años, ¿verdad?Observó las tuberías. Estaban conectadas entre sí, y una de ellas se estrechaba considerablementepor la base, para abrirse después en forma cónica por debajo de una ancha ranura occidental.Tenía pintada una cara de mujer, y la apertura era su boca.—Es como el tubo de un órgano —advirtió Nina—. Deben de inyectarle aire de algunamanera… y de ahí es de donde debe de salir la voz sonora.—Si dejaran caer algo por el otro tubo, haría efecto de pistón —observó Eddie.Cerca de los tubos había otro pasadizo, en este caso cerrado con un portón de barras de metal.—Déjame que lo adivine —prosiguió Eddie—: si intentas abrir la puerta, salta la trampa, y entoda la sala hay más ruido que en un concierto de Led Zeppelin.—¿Quién es ese? —preguntó Macy.—Led Zeppelin, el grupo…Haciendo caso omiso de la cara de incomprensión de la muchacha, Eddie se acercó a la abertura.—Ten cuidado, Eddie —lo previno Nina.—No te preocupes; no la pienso mover. Solo quiero buscar el resorte.—No, quiero decir que puede que el portón no sea…Una losa se movió al pisarla Eddie.—… el resorte —concluyó Nina.—¡Entrad en el otro túnel! —gritó Eddie, volviéndose para salir por donde habían entrado…Un segundo portón cayó de golpe ante la entrada, sobresaltando a Macy. Apenas se habíadesvanecido el ruido del golpe cuando empezó a surgir otro sonido, una nota profunda, lúgubre,que se iba haciendo cada vez más fuerte.Y más, y más.Salía un chorro de aire por la ranura; el sonido resonaba por toda la longitud del tubo y volvíareflejado, amplificado. Vibraba toda la sala, el polvo bailaba sobre el suelo, la pintura y el yesode las paredes se cuarteaban.Y el sonido afectaba también a los que estaban en la cámara.—¡Dios! —dijo Nina con voz entrecortada, con una sensación creciente de náuseas en el tórax.Los órganos de su cuerpo vibraban en sintonía con aquella nota grave y retumbante. Intentó abrirel portón que había caído, pero este no se movía.Eddie no tuvo más suerte con el otro portón. Se dirigió a los tubos.—¡Tapadlo! ¡Metedle algo!Nina apenas lo oía entre el estrépito ensordecedor, pero captó la idea. Se quitó la mochila, vaciósu contenido e hizo una bola con el saco de nailon. Macy hizo otro tanto. Eddie ya estaba ante eltubo, haciendo una mueca de incomodidad mientras metía a la fuerza por la ranura su chaqueta ysu propia mochila vacía. El tono de la nota cambió levemente; el aire que se escapaba chirriabade manera estridente al obstruírsele la salida.Las mujeres acudieron junto a él recorriendo a trompicones el suelo que temblaba. Él tomó lasbolsas apretadas de sus mochilas y las metió en la ranura. Nina dejó caer su mochila y se tapó los

oídos con las dos manos, pero no sirvió de nada. El sonido estaba dentro de ella, e intentabahacerla pedazos desde dentro.Estaba teniendo el mismo efecto sobre la pirámide. Caían por el pozo cascotes que sedestrozaban al chocar con el suelo de piedra; al principio eran pequeños, pero las grietas que seiban abriendo en las paredes presagiaban que caerían después trozos mayores.Eddie no podía protegerse los oídos, y el ruido le estaba resultando un tormento, pero se alivióun poco cuando metió los tapones improvisados por la ranura para bloquear el tubo. Los tubos deórgano están cerrados en su parte superior; el aire solo se escapa por la ranura. Si era capaz detaponarla por completo…Las vibraciones empezaron a mitigarse. A Eddie le bastaría con sujetarlo todo como estaba ysoportar el ruido hasta que a la máquina se le agotara la reserva de aire…Un temblor metálico subió por el tubo al aumentar la presión… y volvió a descender. Unabocanada de aire comprimido golpeó la abertura con fuerza de martillo pilón, haciendo que eltapón saliera disparado por la ranura y derribando a Eddie al suelo. Después de un carraspeoestremecedor, como si se estuviera aclarando la garganta un gigante, la terrible nota grave volvióa sonar con todo su volumen. Caían fragmentos de yeso de la pared, y hasta las losas del suelo seagrietaban.El ruido era tan abrumador que Nina apenas era capaz de pensar. El haz de luz de la linterna quehabía dejado caer iluminaba la base de los tubos. El intento de taponar la boca había sido inútil;pero tenía que existir otro medio…Entre su confusión, consiguió recordar algo que había dicho Eddie.Había dos tubos, y uno contenía un pistón que, al caer, comprimía el aire. El aire mismo hacía decojín que frenaba la caída del pistón, pues solo podía escapar por un orificio relativamentepequeño; y el estrechamiento en forma de reloj de arena que había al fondo del tubo de órganorestringía el paso del aire todavía más.Nina comprendió lo que debía hacer.De entre las herramientas que había sacado Eddie de su mochila, tomó un mazo. Con los oídosdestapados, el sonido resultaba insoportable. Gritó, pero ni siquiera pudo oír su propio grito. Unapiedra suelta que caía le dio en el brazo. A su alrededor caían más cascotes, y en la pared habíauna grieta que iba ascendiendo.Asestó un golpe con el mazo.Acertó en el estrechamiento, y rasgó el metal. La grieta profirió un chillido penetrante. Nina ledio otro golpe, y otro más… y el tubo se rompió.Salió un chorro de aire, y la terrible nota grave perdió volumen. Nina volvió a golpear el tubo,intentando cerrar el paso del aire a la parte que emitía el sonido. El metal se dobló sobre la roturadel tubo.La nota se fue apagando.Nina retrocedió, sintiendo todavía un fuerte zumbido en los oídos. El chorro de aire que escapabadel tubo todavía rugía como el motor de un reactor… y había otro sonido, un tan, tan, tanmetálico que se iba acercando rápidamente.Eddie la arrastró hacia atrás de un tirón, en el momento en que reventaba el fondo del otro tubo.Algo que había dentro se estrelló contra el suelo con tanta fuerza que abrió un cráter en las losas.Era el pistón. Cuando el aire pudo salir libremente del tubo, el pistón dejó de tener freno y habíacaído a plomo, con la aceleración propia de la fuerza de la gravedad.Unos pocos fragmentos que habían quedado retrasados llegaron al suelo, y terminó por fin lalluvia de restos. El silencio y la quietud eran casi desconcertantes. Nina se limpió el polvo de lacara y miró a Eddie. Este movía la boca en silencio.¡Ay, Dios! Se había quedado sorda…—Es una broma —dijo Eddie, sonriendo.Nina le dio un golpe.—¡Canalla!—Eh, creo que estamos bien —dijo él.

Hizo chascar los dedos junto a uno de sus oídos.—Mierda —comentó—; no oigo bien.—¿Y te extraña, después de lo que hemos pasado? —repuso Nina. Recuperó su linterna yencontró a Macy.—¿Estás bien? —le preguntó.Macy se retiró las manos de los oídos poco a poco.—Jo —dijo—. Mis padres tenían razón… Hay veces que la música puede llegar a estardemasiado alta.Nina ayudó a Eddie a levantarse.—Vamos a probar esos portones —dijo él.Se dirigió a la puerta de salida e intentó levantar el portón, poniendo en juego sus fuerzas. Erapesado, pero se movía. Cuando hubieron recogido todo el material, izó el portón lo suficientepara que pasaran Nina y Macy por debajo; después, las dos lo sujetaron mientras pasaba él.Eddie se volvió a contemplar los restos de la trampa.—Van cinco; faltan dos —dijo.—Sí, pero las dos últimas deben de ser muy malas, según sus nombres —observó Macy—. ElDescuartizador y el Cortacabezas… No me suenan nada bien.—Podremos con ellos —dijo Nina, animada extraordinariamente por el hecho de haber salidovivos de todo lo anterior—. Y después… nos encontraremos con Osiris.Empezaron a descender por el pasadizo siguiente.A más de sesenta metros por encima de ellos, Osir, que encabezaba su propia expedición, llegabaa la Señora de los Temblores. El aire de la sala estaba lleno del polvo que había levantado elsonido del tubo enorme.—Creo que hemos encontrado el origen de aquel ruido —dijo, iluminando la pared opuesta delpozo con una linterna potente.Los demás miembros de su grupo salieron tras él a la repisa de piedra. Aunque había entre ellosvarios hombres con uniformes de tipo militar, y que llevaban armas y correajes con diversosequipos, no eran soldados. Jalil acompañaba a Osir por curiosidad, pero había optado por dejar asus propios hombres a bordo del aerodeslizador. Los hombres armados eran miembros delTemplo Osiriano; pertenecían al cuerpo de seguridad personal de Shaban.Shaban se asomó al pozo profundo.—Debe de ser una trampa de alguna especie. La Wilde, Chase y la muchacha deben de haberlaactivado. No sé qué prefiero, hermano —dijo con una sonrisilla malévola—. Sería divertido quese mataran haciendo saltar una trampa para que después pudiésemos pasar nosotros sin peligro;pero, por otra parte, también prefiero que sobrevivan… para poder matarlos yo mismo.—Lo único que importa es que no puedan salir —dijo Osir—. ¿Qué cree usted que es esta sala?—preguntó a Berkeley.—Los jeroglíficos de la cámara de entrada daban a entender claramente que cada uno de los arittiene una trampa. Yo supongo que esta sería la Señora de los Temblores —dijo, señalando una delas grandes ruedas dentadas—. La Wilde y los otros han debido de activarla al cruzar… perosobrevivieron.—¿No se cayeron? —preguntó Hamdi.—Ese ruido que ha sonado… creo que podemos suponer sin peligro de equivocarnos que era laDiosa de la Voz Sonora, que es el quinto arit. Habrán llegado hasta allí, como mínimo.—Lo que quiere decir que nos habrán dejado libre el camino —dijo Osir; y subió al puente.—Estás… ¿estás seguro de que no hay peligro? —preguntó Hamdi, lleno de inquietud.Osir dio otro paso. El puente seguía firme.—O bien la trampa ha saltado ya, o está estropeada.—Pasa tú primero, Jalid —dijo Shaban mientras su hermano salvaba el puente. Cuando hubollegado a la repisa opuesta, indicó a los demás que lo siguieran.La rueda dentada crujió; la piedra que la tenía trabada se movió un poco, pero nadie lo observó.Una nueva pareja de pilastras anunciaba el sexto arit.

—Vale —dijo Nina, deteniéndose ante la entrada—. El Descuartizador Sangriento, ¿eh? Creoque, si esto sale mal, no lo arreglaremos con unas tiritas, de modo que vamos a pensar el modode que no salga mal.Eddie y ella arrojaron la luz de sus linternas a través de la entrada. El pasadizo que tenían pordelante era llano, y estaba adornado con las imágenes ya familiares de los dioses egipcios que losmiraban con desaprobación, y con las lúgubres advertencias sobre el destino que aguardaba a losintrusos… Pero también había algo nuevo.Algo muy amenazador. En las paredes había múltiples ranuras horizontales, cuyos bordesinferiores y superiores estaban recubiertos de planchas de hierro de color rojizo por la oxidación.Eddie dirigió su linterna a la ranura más próxima. Dentro había algo, otra pieza de metal larga,montada sobre una bisagra en un extremo; pero el borde de esta pieza era mucho más delgado.—Vale —dijo Eddie—. Dentro de los agujeros hay hojas cortantes. Entendido. Si bajamos por eltúnel, saltan y nos cortan en pedacitos.—Están bastante oxidadas —dijo Macy—. A lo mejor no funcionan.—No estarás dispuesta a jugarte la vida a que no funcionan, ¿verdad? —le dijo Nina.La longitud de cada ranura era un poco inferior a la anchura del pasadizo, de manera que noquedaba sitio para esquivar las hojas pegándose a la pared opuesta; aunque, por otra parte, erantantas las ranuras que había a ambos lados, que era prácticamente inconcebible encontrar algúnlugar de refugio.—¿Cómo demonios se supone que hay que cruzar?Eddie sacó el mazo y se puso en cuclillas con el brazo estirado hacia delante para dar golpecitosen el suelo un poco más allá de las pilastras. Nina puso cara de susto, esperando con temor elmomento en que saltaría de la pared una hoja cortante; pero no pasó nada. Eddie se adelantó unpoco más y volvió a probar, también sin resultado.—El resorte debe de estar más adelante, en alguna parte —dijo, poniéndose de pie—. Para que tepille justo en el medio cuando salte.La pared del fondo estaba a sus buenos doce metros de distancia, y, por otra parte, no se veíamás que un recodo, y el túnel proseguía hacia un lado.—Tiene que haber alguna manera de pasar sin activarlo —dijo Nina.Eddie levantó el mazo.—Dejad que pruebe una cosa.Arrojó entre las pilastras el mazo, que cayó un par de metros más allá de la entrada. Las hojas nose movieron.—Vale; hasta allí es seguro, por lo menos. Probablemente.Se adelantó a recoger el mazo.—¿Dices probablemente y te metes sin más? —le gritó Nina cuando volvió con el pesadomartillo—. Y ¿qué piensas hacer? ¿Recorrer todo el camino tirándolo medio metro más allá cadavez? No tenemos la seguridad de que vayas a acertar al resorte; y, a menos que seas un maestrodel bumerán y yo no me haya enterado, tampoco podremos hacerle rodear esa esquina del fondo.—Vale. ¿Qué propones tú, entonces? —le preguntó él—. No podemos entrar andando sin más enesa cosa condenada, visualizando que volamos, para pesar menos y no dispararlo.—No andaremos —dijo Macy, estudiando los jeroglíficos con más detenimiento—. Creo quedebemos correr. En este texto hay otra advertencia más de que nos espera una muerte horrible,tararí, tarará… pero termina diciendo algo así como «corred hacia Osiris». O puede que sea«apresuraos». «Apresuraos hacia Osiris».—¿Que dejaron una pista? —dijo Nina, sorprendida—. En los otros arits no había ninguna.—Son solo unos pocos caracteres más —dijo Macy, señalándolos al pie de un párrafo detexto—. Todo lo demás es igual a lo que hemos visto por el camino. Es fácil pasarlo por alto.Puede que hubiera otros, pero que no nos hayamos fijado en ellos.—¿Así que lo que tenemos que hacer es salir pitando por el pasillo? —dijo Eddie, iluminando elpasadizo de nuevo—. Es un poco arriesgado… No sabemos lo que habrá a la vuelta de esaesquina.

—El Cortacabezas, probablemente.—Ah, sí… Qué alivio…Eddie volvió a echar el mazo en su mochila y se armó de valor.—Está bien —dijo—. De modo que tenemos que correr como egipcios. ¿Preparada? —preguntó,mirando a su mujer.—Vamos a ello —dijo Nina.—Si salgo de esta hecho cubitos de caldo, te voy a dar una patada en el culo en la otra vida. ¿Ytú, Macy?Macy asintió con la cabeza.—De acuerdo. Tres… dos… uno… ¡ya!Cruzaron el umbral a la carrera. Las hojas no se movieron.Nina iluminaba con su linterna uno de los lados del pasadizo, y Eddie el otro, mientras amboscorrían seguidos de cerca por Macy. Tres metros, seis… entre el eco de sus pasos. Nueve metros,y se acercaban ya a la esquina.Una losa cedió bajo el pie de Nina con un crujido y levantando polvo. El miedo le puso elcorazón en un puño, pero todavía no se movía nada en las paredes.Pero sonaba algo a sus espaldas. Un martilleo sordo, de algún mecanismo que giraba y producíagolpes repetidos de metal contra metal.Como una cuenta atrás.—Corred a tope —dijo Eddie, jadeante, reduciendo la velocidad cuando llegó a la esquina paradejar que lo adelantaran las mujeres.Levantó la linterna y echó una mirada atrás…¡Ksang!Cerca de la entrada saltaban de las ranuras hileras de hojas oxidadas; algunas iban hacia delantey otras hacia atrás, para partir en dos a cualquiera que tuviera la desgracia de quedar atrapadoentre ellas. El tiempo y la corrosión habían hecho mella, y algunas de las espadas se rompían osaltaban de las bisagras para estrellarse contra la pared opuesta; pero su efecto seguía siendo tanmortal como habían esperado los que habían construido la trampa.Y se acercaban.—¡Mierdaaaaa! —gritó Eddie, volviendo a correr a toda velocidad tras Nina y Macy, mientrassaltaban más hojas afiladas, una tras otra, como una ola de muerte que los perseguía por el túnel.—¡Corre-corre-corred!A Nina no le hizo falta ver lo que pasaba para apretar el paso todavía más; el sonido que se lesacercaba rápidamente ya era lo bastante terrorífico de por sí. Vio a la luz de su linterna lo quecreyó en un primer momento que era el final del pasadizo, pero advirtió enseguida que laspilastras ornamentadas señalaban la entrada del arit siguiente.El Cortacabezas.De la sartén al fuego.El frente de hojas que saltaban llegó a la esquina, la rodeó y siguió avanzando sin pausa hacia lostres que corrían. Y los iba alcanzando.Nina vio algo en las paredes que estaban más allá de las pilastras. Nuevas ranuras… Pero estavez solo había una a cada lado, a la altura aproximada del cuello.Y corrían directamente hacia ellas.Ni siquiera le dio tiempo de avisar a gritos a Eddie y a Macy: estos casi habían llegado a laspilastras, y la oleada de hojas de hierro se les venía encima…Nina levantó los brazos para pasarlos por los hombros de sus sorprendidos compañeros… ylevantó los pies del suelo. El peso añadido hizo tropezar a Macy y caer, y Nina, a su vez, arrastróa Eddie. Los tres cruzaron la entrada siguiente a trompicones… en el momento mismo en quesalían de las paredes que tenían delante dos grandes discos giratorios que se movían hacia atrás yque les pasaron justo por encima de las cabezas, mientras ellos caían.—¡Qué hijos de perra! —balbució Nina mientras salía a gatas de debajo de las hojas de sierragiratorias—. ¡Lo del nombre iba en serio!

Eddie esperó en el suelo a que los dos discos dejaran de girar; después, se puso de pie, regresóhasta la entrada y probó a empujar una de las espadas. Esperaba encontrar resistencia, pero lahoja se movió libremente, aunque rechinando, sobre su bisagra oxidada. El mecanismo se habíaroto con el esfuerzo de saltar después de seis milenios.—Al menos, podremos volver —dijo Eddie.—Lo hemos conseguido —dijo Macy, jadeante—. Hemos pasado la última trampa. —Titubeó—.Porque era la última, ¿verdad?—Sí, si los jeroglíficos decían la verdad —le aseguró Nina. Aun así, la propia Nina todavía semovía con cierta cautela. Tenían delante una nueva revuelta, a partir de la cual el pasadizodescendía.Nina se asomó por la esquina. Había unos escalones que descendían un tramo corto y llegaban aotro par de pilastras.Pero no eran pilastras del mismo tipo de las que habían señalizado los sucesivos arits. Estas eranmuy distintas.Y magníficas.—¡Ay, tenéis que ver esto! —dijo en voz baja, apenas respirando, a pesar del esfuerzo que habíarealizado poco antes.Macy lo contempló boquiabierta, y hasta el propio Eddie se quedó impresionado.—Muy majo —dijo Eddie.Las pilastras estaban talladas con la figura de un dios egipcio; las figuras eran simétricas yestaban frente a frente. Pero no se trataba de ninguna de las figuras que los habían observadomientras descendían hasta el corazón de la pirámide. Este era otro personaje, un hombre quellevaba en la cabeza un tocado alto y portaba en una mano un cayado y en la otra un flagelo.Tenía el cuerpo envuelto en vendas apretadas, como las de las momias, pero tenía a la vista lacara; su piel era del verde cardenillo del cobre oxidado. Ambas figuras estaban ricamenteadornadas con placas finas de oro y de plata.Osiris.Entre las estatuas gemelas estaba la entrada a una cámara oscura. Nina levantó su linterna.Dentro se apreciaba el brillo de más oro y plata, de tesoros que estaban amontonados a lo largode las paredes; pero Nina tenía la vista clavada en lo que estaba tendido en el centro de la gransala: un objeto grande, redondeado, revestido de plata pura.Un sarcófago.Nina avanzó despacio, observando a las dos figuras por si daban señales de alguna última trampatraicionera. No la había. Habían llegado a su meta, a la cámara última.—Lo hemos encontrado —dijo Nina, mirando con asombro a Eddie y a Macy—. Hemosencontrado la tumba de Osiris.

25Entraron en la cámara, cuya forma y dimensiones concordaban con las del Osireión, yrecorrieron con la luz de sus linternas los objetos y los tesoros que contenía. Estos iban desde loasombroso hasta lo cotidiano: estatuas relucientes de oro puro junto a sencillas sillas de madera;una barca de tamaño natural con una máscara de plata y oro de Osiris en la proa, sobre la que sehabían dejado apoyados varios haces de lanzas. Era un hallazgo que superaba incluso a la tumbade Tutankamón. Este célebre faraón había sido un monarca relativamente poco importante delImperio Nuevo, hace menos de tres mil quinientos años, pero Osiris era la encarnación de unmito; era una piedra angular de la civilización egipcia, con casi el doble de antigüedad queTutankamón. Y ellos eran los primeros que llegaban hasta él.Nina examinó el sarcófago. La tapa representaba al hombre que estaba en el interior, a tamañomayor del natural. La cara tallada en plata miraba al techo con serenidad y tenía muy abiertos losojos, con los bordes marcados con kohl.—La ejecución es absolutamente increíble —susurró Nina—. Todo esto lo es —añadió,indicando los objetos que los rodeaban—. No me había imaginado nunca que los egipciospredinásticos estuvieran tan avanzados.—Es como la Atlántida —dijo Macy—. También ellos estaban muy avanzados para su época,pero no lo sabía nadie. Hasta que tú la encontraste.Nina le dedicó una sonrisa.—Macy, esto es más bien un descubrimiento conjunto, ¿sabes?Macy puso cara de felicidad.—No está mal para una estudiante que solo saca aprobadillos, ¿eh? —dijo.Eddie observó con más detenimiento un conjunto de figurillas de madera pintadas,representaciones simbólicas de los criados que servirían a su rey en la otra vida; miró despuésuna estatuilla más basta tallada en una piedra extraña de color morado, y pasó por fin al otro ladodel sarcófago.—Muy bien; ahora que hemos encontrado todo esto, ¿qué hacemos?—En circunstancias normales, diría que fotografiar, catalogar y examinar, por ese orden —dijoNina—; pero estas no son exactamente unas circunstancias normales. Lo primero que tenemosque hacer es protegerlo. Tendremos que ponernos en contacto con el doctor Assad, del CSA.—¿Y qué hay de ese pan que estaba buscando Osir? —preguntó Eddie.Se puso a buscar cualquier cosa que pudiera parecer comida. En una mesilla de madera habíaalgo que en tiempos podían haber sido hogazas de pan, pero que habían quedado reducidas apolvo mohoso.—No creo que esto le dé para hacerse unos bocatas. ¿Hay algo más?—Mira abajo —le dijo Nina.Eddie así lo hizo, y vio que en la base del ataúd había un nicho que contenía un bote de cerámicade unos veinticinco centímetros de altura.—Son vasos canópicos. Los egipcios guardaban en ellos los órganos vitales del cuerpo, que seextraían durante el proceso de momificación. Osir cree que encontrará esporas de levadura en elsistema digestivo.Macy vio otro bote en el suelo, junto a Nina, y se acercó después a la cabeza del sarcófago,donde encontró un tercero.—Aquí hay otro —dijo—; y debería haber otro bajo los pies.Eddie lo comprobó, y asintió con la cabeza.—Hay uno en cada uno de los puntos cardinales —dijo Macy—. Este tiene cabeza de mono, debabuino… Es el dios Hapi. Eso significa que contiene los pulmones de Osiris.Se disponía a tomar el recipiente, pero cayó entonces en la cuenta de lo que acababa de decir, yse contuvo.—¡Qué asco! —exclamó.—¿A qué corresponde cada uno de los vasos canópicos? —le preguntó Nina.—Hapi representaba el norte, de modo que…

Macy reflexionó, determinando los puntos cardinales.—El que está de tu lado debería ser un chacal; ese es Duamutef.Nina dirigió su linterna al recipiente, y vio que la tapa pintada tenía, en efecto, la forma de unacabeza de chacal, de largas orejas.—Ajá —dijo.—Ese sería el estómago —dijo Macy—. El que está enfrente será un halcón; ese es Qebehsenuf.¿O era Qebehsunef? Supongo que estas son las cosas que pasan cuando un idioma no tienevocales. En todo caso, ese contendrá sus intestinos.—Encantador —dijo Eddie—. Un bote lleno de tripas.—Y el que está al sur, bajo sus pies, deberá tener aspecto de un tipo cualquiera, porque Imsetiera un dios humano. Eso será el hígado de Osiris.Eddie chascó los labios.—Eso me gusta más. ¿Tenemos unas buenas habas para acompañarlo?—Tiene seis mil años, Eddie —le advirtió Nina con una sonrisa—. Y no hemos traídobicarbonato.—Entonces, pasaré. Así que, si lo que busca Osir son estos botes, ¿qué hacemos con ellos? ¿Losdestrozamos?—Preferiría con mucho que se abstuvieran de hacerlo —dijo Osir desde la entrada.El susto hizo dar un salto a Nina, y Macy soltó un gritito. Los tres se volvieron y vieron a Osirrecostado en una de las figuras de Osiris, casi con aire de despreocupación. A su lado estabaShaban, que los apuntaba con una pistola, en actitud que no tenía nada de despreocupada.Osir se adelantó, y se vio entonces que habían descendido silenciosamente por los escalones máspersonas, entre ellos Diamondback y Hamdi.—Esto es más increíble de lo que había imaginado —dijo Osir, contemplando el contenido de lacámara—. Y, ahora, es todo mío.—No, desde luego que no —replicó Nina en tono cortante.—Hemos llegado los primeros —dijo Eddie—. El que encuentra una cosa, se la queda.Shaban les indicó que se apartaran del sarcófago.—Yo tengo otra cosa que se van a encontrar y a quedar. Una bala.Osir se acercó al ataúd de plata y tomó el vaso canópico de sus pies.—Y aquí están los órganos del propio Osiris. Tal como yo dije, doctora Wilde.Nina se disponía a replicar; pero entonces entró otra persona.—¿Logan? —dijo Nina con asombro—. ¡Canalla! ¿O sea, que ahora trabajas al servicio de estospayasos?Berkeley la miró con frialdad.—Esta costumbre tuya ya me empieza a tener harto, Nina. Hago un gran descubrimiento, yresulta que tú has llegado antes. Al menos, esta vez no me has hecho quedar como un imbécilabsoluto, en televisión y en directo.—Ay, bua, qué penita —dijo Nina en son de burla, haciendo como que se secaba una lágrima—.Al pobre Logancito le han quitado su gran momento, de modo que él se vuelve en contra detodas las creencias que yo creía que tenía, y se vende a un puñado de pirados de una absurdareligión falsa.Shaban contrajo con rabia la cara cubierta de cicatrices y apuntó a Nina con su pistola; pero Osirsacudió la cabeza.—Aquí, no. No quiero profanar la tumba —dijo.Osir dejó el vaso canópico y rodeó el sarcófago despacio.—Cuatro vasos… El hígado, los intestinos, los pulmones… y el estómago.Levantó, casi con veneración, el vaso cuya tapa representaba una cabeza de chacal.—Aquí se encierra la clave de la vida eterna, doctora Wilde —dijo—. Este recipiente contieneesporas de la levadura que sirvió para hacer el pan de Osiris. Solo necesito una muestra, yentonces el secreto será mío. La cultivaré, la poseeré y la controlaré.—Eso, suponiendo que haya allí alguna espora —dijo Nina—. Puede que Osiris no hubiera

comido pan antes de morir. Puede que el pan estuviera muy cocido y que las células de levaduramurieran. Puede que te hayas tomado todo este trabajo para nada.—Para nada, no —dijo Osir, encogiéndose de hombros—. Pase lo que pase, tendré la tumba.Pero para eso he hecho venir al doctor Kralj.A una señal suya, acudió a su lado un hombre con barba. Nina tardó unos momentos enreconocerlo. Era uno de los científicos que había visto en Suiza, trabajando en el laboratorio conlos cultivos de levadura.—Hay dos vasos canópicos que nos pueden indicar si tiene razón usted, doctora Wilde, o si latengo yo. El vaso de Duamutef —dijo, levantando el recipiente con cabeza de chacal—, y el vasode Qebehsenuf. Estoy dispuesto a sacrificar uno para descubrir lo que hay en el otro. DoctorKralj, ¿qué sería más conveniente para su análisis? ¿Los intestinos o el estómago?—Lo que esté en los intestinos, habrá pasado por el proceso digestivo —dijo el científicoserbio—. Si están presentes esporas que hayan sobrevivido a ese proceso, entonces será tantomás probable que haya más en el estómago. De modo que, sí: los intestinos.—Pues ¡adelante!Kralj recogió el recipiente con cabeza de halcón.—No… ¡espere! —le suplicó Nina—. Ese vaso canópico es un objeto de valor históricoinmenso. Si lo abre, quizá lo destruya.Se volvió hacia Berkeley.—Logan, esto no te puede dejar indiferente…Comprendió que le había hecho mella, pues Berkeley no podía disimular la duda en su rostro;pero se quedó callado.—No sé cuánto te están pagando, pero ¿vale la pena? —le preguntó Nina.—El doctor Berkeley sabe cuándo le están proponiendo un buen negocio —dijo Osir, mientrasKralj montaba una mesilla plegable sobre la que puso el vaso canópico y sacaba más materialesde un maletín.—Es una pena que no lo supiera usted —prosiguió Osir—. Si no me hubiera traicionado, ahoramismo también estaríamos juntos en esta sala… Solo que usted no estaría presa, sino dirigiendola expedición.Shaban tenía encañonados a Nina, a Eddie y a Macy, y dos de sus hombres armados se habíansumado a él empuñando sus fusiles MP7. Todos los demás observaban al doctor Kralj, quetrabajaba con el vaso canópico. Empezó por disponer una hilera de frasquitos que conteníanlíquidos incoloros, además de unos tubos de ensayo y un microscopio portátil. Después, examinóla tapa tallada del recipiente y empleó un punzón metálico para retirar la resina negra que lasellaba. Cuando la hubo quitado toda, miró a Osir, y este asintió con la cabeza.El doctor Kralj hizo girar la tapa cuidadosamente. Las dos piezas de cerámica antigua rozaronuna con otra… y después, tras romperse con un leve chasquido los últimos restos del sello, sesepararon.—Uf, mierda —dijo Eddie, cuando un olor apestoso invadió la cámara—. Y nunca mejor dicho.¡Por el olor, lo último que se comió fue un kebab!Nina contuvo la repugnancia que sentía.—Pero significa que el sello ha aguantado —dijo—. El contenido se ha conservado durante todoeste tiempo.Kralj examinó el interior del vaso con una linterna tipo bolígrafo. Dentro, se veía brillar algo.Vertió en el recipiente tres de los frascos; revolvió la mezcla y, sirviéndose de una pipeta grande,extrajo una muestra del amasijo oscuro resultante. Vertió la muestra en un tubo de ensayo, y leañadió el contenido del último frasco.—Esto tardará unos minutos —dijo a Osir mientras cerraba herméticamente el tubo de ensayo—.Si hay esporas, el análisis las mostrará.—Entonces, aprovecharemos el rato —observó Osir.Hizo una señal a uno de los hombres armados.—Abrid el sarcófago.

—Por Dios —dijo Nina, consternada—. Esto va de mal en peor. ¿Es que vais a hacerle laautopsia a la momia?—¿Eso es lo que más te preocupa? —le preguntó Macy, sin perder de vista los fusiles.El ataúd, como los vasos canópicos, estaba sellado con una mezcla negra y espesa de resina ybetún. Uno de los hombres de Osir llevaba una sierra de disco pequeña, que empleó para cortarla capa protectora mientras iba rodeando el sarcófago. Lo seguía otro hombre con un taladroeléctrico con cabeza abrasiva, con la que iba raspando el sello para abrirlo siguiendo el corte.Tardaron unos minutos en rodear por entero el sarcófago.—¡Abridlo! —ordenó Osiris.Acudieron otros dos hombres al sarcófago, y entre los cuatro montaron unos gatos a cada lado eintrodujeron pinzas de acero cromado en la grieta que había quedado al descubierto bajo la tapa.—Preparados, señor —dijo uno de los hombres.Osir, después de dedicar a Nina una mirada de satisfacción, asintió con la cabeza.—Adelante.Los cuatro hombres hicieron funcionar los gatos. El metal crujió; el sello crepitaba y saltaba.Una de las pinzas resbaló un poco e hizo una muesca en el metal del sarcófago, provocando ungesto de dolor por parte de Nina.—¡Vamos! —gritó Shaban con impaciencia—. ¡Más fuerte!Los hombres redoblaron sus esfuerzos, aplicando todas sus fuerzas para elevar la pesada tapa.Sonó un chirrido más profundo en el interior del sarcófago y acto seguido, este se abrió con unasacudida. Los hombres, gruñendo por el esfuerzo, elevaron la figura de plata de Osiris hasta lamáxima extensión de los gatos… y dejaron al descubierto otra figura en el interior del sarcófago.Pero esta no era una escultura. Era el propio Osiris.O lo que quedaba de él. El cuerpo estaba momificado, vendado estrechamente en un sudariodescolorido, con los brazos plegados sobre el pecho. Tenía la cabeza cubierta por una máscarafuneraria de oro y plata, cuya forma imitaba el rostro que cubría. En comparación con lascélebres máscaras funerarias de faraones como Tutankamón y Psusenes, esta erasorprendentemente modesta, y carecía de los tocados complicados de las otras. Si la máscara erauna representación precisa del monarca difunto, Osiris había tenido un aspectosorprendentemente juvenil para tratarse de una persona tan poderosa y tan venerada.Todos se acercaron a contemplarlo, y hasta el propio Kralj levantó la vista de su trabajo. Elreceptáculo interior donde yacía el cuerpo se había tallado ajustándolo casi con toda exactitud ala forma de este, con menos de un centímetro de holgura alrededor del cuerpo. La tapa tambiéntenía labrada en el metal sólido una concavidad a la medida.Osir bajó la vista para contemplar al hombre cuyo nombre había tomado.—Osiris —susurró—. El rey dios, que otorga la vida eterna…—Casi parece que te lo crees —dijo Nina en son de burla.—Hace solo un mes, ¿habría creído usted que Osiris era algo más que un mito? —repuso él—.Puede que aquí haya más verdad de la que pensábamos ninguno de los dos.—No será tu versión de la verdad. Ya sabes, esa que colocas a tus seguidores, adaptada paratontos.—¿Y quién puede decir que mi interpretación del relato de Osiris es menos válida que cualquierotra? —dijo Osir con petulancia—. De hecho, yo diría que esto la hace más válida que otras—añadió, señalando a la momia—. He encontrado la tumba de Osiris porque estaba destinado aencontrarla. Esto demuestra que yo poseo verdaderamente el espíritu de Osiris. ¿No le parece austed?—No; ni tampoco te lo parecería a ti si fueras sincero con los ingenuos que te dan su dinero.Osir se limitó a reírse por lo bajo, pero Nina advirtió que Shaban volvía a tensar el rostro una vezmás.Antes de que Nina hubiera tenido tiempo de hacer un comentario al respecto, Kralj levantó lacabeza de su microscopio.—¡Señor Osir! —dijo.

Osir se acercó a él.—¿Cuál es el resultado del análisis? —le preguntó.Kralj extrajo cuidadosamente del microscopio un portaobjetos.—El resultado del análisis —dijo, emocionado— es… positivo. Hay presencia de esporas de unacepa de levadura.Osir apenas fue capaz de contener su regocijo.—¡Ah! ¡Sí! ¡Sí! —exclamó, mientras agitaba los puños con alegría—. ¡Yo tenía razón. Lahistoria del pan de Osiris era cierta… y me va a hacer rico, Sebak! ¡Increíblemente rico!Asió a su hermano de los hombros y lo agitó, mientras repetía:—¡Rico!Shaban parecía asqueado.—Dinero. ¿Es que es lo único que te interesa?—Claro que no —replicó Osir con una sonrisita—. ¡También está el sexo! —añadió, con unfalso susurro; y concluyó con una carcajada.—Eres patético —dijo Shaban con frialdad—. Eres la vergüenza de la familia, y una ofensa paralos dioses. Y yo no voy a seguir consistiendo que perdure esa ofensa.Levantó la pistola… y apuntó al pecho de su hermano.Al principio pareció que Osir no se daba cuenta de lo que pasaba, pues su mente se negaba aaceptar lo que veían sus ojos.—¿Qué haces, Sebak? —preguntó por fin con una media risa, que se disipó en cuanto miró lacara de Shaban y no vio en ella más que rabia y odio—. Sebak…, ¿qué es esto?—Esto es el final, hermano mío —le espetó Shaban—. Has gozado de tus placeres; ¡has tenidotodo lo que no te has ganado nunca y lo que no has merecido nunca!Empujó a Osir hacia atrás, contra el sarcófago.El miedo invadió a Osir cuando comprendió que su hermano hablaba con una seriedad mortal.Miró con desesperación a los hombres armados.—Quitadle… quitadle la pistola, alguno.Los hombres lo miraban a su vez con caras pétreas.—¡Ayudadme!—No son tus seguidores —le hizo saber Shaban con una leve sonrisa de desprecio—. Son míos.Todos tus seguidores me venerarán ahora a mí… o morirán.Berkeley retrocedió con inquietud.—Qué… ¿qué pasa aquí?—Lo que pasa aquí, doctor Berkeley —dijo Shaban—, es que estoy tomando posesión del puestoque me corresponde como jefe del Templo. ¡Estoy haciendo valer mis derechos!Miró con rabia a la momia que estaba detrás de Osir… y le escupió.—Osiris… ¡Bah! —exclamó—. ¡Set era el hermano más grande; pero Osiris lo reprimió, pormiedo!Ya hablaba a gritos, soltando espumarajos por la boca.—¡Ese tiempo ha terminado! ¡Ya ha llegado mi hora! ¡Estoy tomando lo que es mío!Su voz ascendió hasta convertirse en un alarido de demente.—¡Soy Set! ¡He renacido!Osir lo miraba horrorizado.—¿Qué… qué te pasa? —le preguntó, sin aliento—. Tú no eres Set… ¡y yo no soy Osiris!Somos… ¡somos los hijos de un panadero, Sebak! No ha renacido nadie… ¡No es verdad! ¡Yome lo inventé todo! Y tú lo sabes: ¡estabas conmigo cuando me lo inventé!—Cuando se invoca a un dios, se hace realidad a ese dios —dijo Shaban, que había recobrado depronto una calma estremecedora—. Se hacen realidad todos. Tus seguidores te veneran como aOsiris, de modo que eres Osiris. Yo soy el hermano de Osiris…, de modo que soy Set. Soy eldios de la oscuridad, del caos, de la muerte… ¡y ha llegado mi hora de reinar!—Te… ¡te has vuelto loco! —balbució Osir—. ¿Qué te ha pasado?La rabia volvió a invadir a Shaban.

—¿Que qué me ha pasado? ¡Solo tú eres capaz de no saberlo, Jalid! Durante toda la vida de losdos, a ti te lo han dado todo, y a mí nada. Eras el hijo favorito, y yo era el segundón. Ganaste lafama y la fortuna a fuerza de mañas, y a mí me obligaron a servir en el ejército. Tú tenías dineroy mujeres, ¡y yo me quemé vivo!Se abrió la camisa de un tirón, dejando al descubierto el pecho. Tenía en él unas cicatrices tanrepugnantes como la de la cara, y las lesiones se extendían hacia la parte inferior del cuerpo.—Si Jalil no me hubiera sacado de los restos del accidente, me habría muerto. ¿Y viniste siquieraa verme al hospital? ¡No!—Parece que aquí hay un caso de celos del hermano mayor —susurró Nina a Eddie.—Lo que parece es que aquí hay un caso de locura muy jodida —susurró él a su vez.—Yo estaba… rodando en exteriores —dijo Osir, a modo de disculpa desesperada—. No podíaausentarme.—¿Durante dos meses enteros? —gruñó Shaban—. ¡No! Yo sé lo que estabas haciendo. ¡Estabasviajando por el mundo y acostándote con putas!A Osir todavía le quedaba un poco de ánimo para plantar cara a su hermano.—Ah, ahora lo entiendo. Si me tenías tanta envidia, no era por el dinero ni por la fama. ¡Esporque el fuego te dejó estropeado como hombre!La rabia que estalló dentro de Shaban fue tan intensa que este ni siquiera fue capaz de hablar. Envez de ello, golpeó con su pistola el rostro de su hermano, mandando un rastro de sangre sobre latapa del ataúd. Macy soltó una exclamación, y hasta el propio Eddie se sobresaltó.Osir se derrumbó, llevándose las manos a la cabeza. Shaban consiguió dominarse, haciendo unesfuerzo.—Sacad eso de allí —dijo a Diamondback, señalando a la momia con un dedo.Diamondback y uno de los hombres armados metieron las manos en el sarcófago. Antes de queNina hubiera tenido tiempo siquiera de protestar por aquella profanación, extrajeron el cuerpo desu receptáculo y lo arrojaron al suelo sin miramientos. La máscara funeraria saltó de su sitio yquedó al descubierto la cara consumida, sin ojos, del cadáver. Shaban apuntó a su hermano conla pistola.—Entra —le ordenó.Osir lo miró atónito, tan asombrado como dolido.—¿Qué?—¡Entra en el sarcófago! ¡Ya!—¡Ay, Dios mío! —dijo Nina al comprender de qué se trataba—. Jalid, ¡está reproduciendo laverdadera historia de Osiris y Set! ¡Cuando Set engañó a Osiris haciendo que este se metiera enun sarcófago y lo encerró en él!Shaban dirigió a Nina una sonrisa malévola.—Me alegro de que aquí haya alguien que conozca la historia verdadera —dijo.—¿También le vas a cortar la polla y se la vas a echar a un pez para que se la zampe? —lepreguntó Eddie.—Esta vez no tendré que cortarlo en catorce pedazos. Mi hermano no tiene a una Isis para que loresucite.Volvió a mirar a Osir.—¡Entra!Osir se resistía con firmeza.—El Templo Osiriano no te seguirá, Sebak. ¡Veneran a Osiris, y no a Set!—Te equivocas, hermano —dijo Shaban, señalando con orgullo a los hombres armados—.Mientras tú te dedicabas a beber, a jugar y a estar con mujeres, yo buscaba a los verdaderoscreyentes del Templo, sin que tú te dieras cuenta de ello nunca. A mí no me hacía falta ser unaestrella de cine. Me los gané a base de fuerza y de energía. Se han comprometido a seguirme; ylos demás harán lo mismo… o pagarán las consecuencias.—¿Qué consecuencias? —le preguntó Osir.—Kralj y los demás científicos no estaban trabajando para ti, sino para mí. La levadura que

servía para elaborar el pan de Osiris puede hacer algo más que dar la vida eterna a los que yoconsidere dignos de ello. ¡Puede acarrear la muerte a los que se me opongan!Nina miró a Eddie con inquietud.—En el laboratorio, en Suiza… estaban hablando de modificar genéticamente la levadura —dijo.—Así es, doctora Wilde —dijo Shaban—. Mis seguidores diseminarán las esporas por todo elmundo. Las echarán en los cultivos, en los piensos del ganado, incluso en el agua. El que nocoma el pan de Set… —añadió, esbozando una breve sonrisa triunfal al pronunciar su nuevonombre—, el que no adore a su nuevo dios, morirá, envenenado por sus propias células.—Estás loco —dijo Osir en voz baja—. ¿Y te extrañas de que nuestro padre me prefiriera a mí?La alusión a su padre volvió a espolear la ira de Shaban.—¡Entra en el ataúd! ¡Entra! ¡Entra!Golpeó a Osir una y otra vez con la pistola, y gritó por fin una orden:—¡Metedlo allí! ¡Ya!Cuatro hombres asieron a Osir, que forcejeaba, y lo echaron a la fuerza en el receptáculo delsarcófago. Le faltaban sus buenos quince centímetros para tener la altura de Osir, y también eramás estrecho que él. Intentó liberarse, pero Shaban le clavó la pistola en el pecho brutalmente.Osir se retorció de dolor, sin aliento.—¡Yo soy Set! —chilló Shaban—. ¡Y estoy tomando lo que es mío!Liberó los gatos.Osir no consiguió proferir más que un suspiro de terror antes de que cayera sobre él la pesadatapa de metal, produciendo un estrépito retumbante… y un crujido terrible de huesos rotos de lospies y los brazos de Osir que asomaban. Del ataúd de plata empezó a manar sangre.Shaban seguía golpeando la tapa, abollando con su pistola el metal precioso.—¡Yo soy Set! —rugía—. ¡Yo soy el dios!—No —dijo Nina, consternada y asqueada—. Osir tenía razón. Estás loco.Shaban se volvió de pronto, llevando el dedo al gatillo mientras la furia le tensaba todos lostendones del cuerpo…Pero no disparó.—Nina —se apresuró a decir Eddie—, si un tipo que tiene una pistola dice que es un dios… ¡sele lleva la corriente!Shaban respiró hondo, vacilante…, y retrocedió.—No —dijo, forzándose a sí mismo a tranquilizarse—. No; mi hermano tenía razón. Nodebemos profanar esta tumba. Osiris ha vuelto a su ataúd, como le corresponde. Pero, vosotros…—añadió, contemplando con desprecio a Nina, a Chase y a Macy—, vosotros no os merecéismorir en la tumba de un dios.Rodeó el sarcófago y ordenó a sus hombres:—Llevadlos a la superficie, y matadlos a tiros.Recogió el vaso canópico con cabeza de chacal y preguntó:—¿Dónde está la caja?Mientras Diamondback y los demás hombres armados obligaban a Macy, a Nina y a Eddie adirigirse hacia la entrada, otro de los hombres se volvió y dejó a la vista una sólida caja hecha demateriales compuestos, resistente a los impactos, que llevaba a la espalda. Soltó el cierre delarnés del pecho, se quitó de encima la caja y la abrió. Se vio que la caja estaba forrada por dentrode una gruesa capa de espuma viscoelástica de poliuretano amarilla. Shaban introdujocuidadosamente el vaso canópico, presionándolo contra la capa inferior, y después bajó despaciola tapa hasta que saltaron los pestillos y quedó cerrada.—Protégela aunque te cueste la vida, Hashem —dijo Shaban al hombre armado—. Kralj,quédese con él. No lo pierda de vista.El científico asintió con la cabeza, esperando a que Hashem terminara de volver a ponerse elarnés con el que transportaba la caja a modo de mochila.Shaban se volvió, y vio que Berkeley y Hamdi seguían mirando fijamente el sarcófagoensangrentado.

—Caballeros, espero que no haya ningún problema —les dijo.—Ninguno en absoluto —dijo Hamdi con voz aguda y temblorosa—. Tienes todo mi apoyo,como siempre. Me encargaré de que el CSA no descubra nunca la existencia de este lugar. Seránuestro secreto… Mejor dicho, será tu secreto —se enmendó inmediatamente.—Bien. ¿Y usted, doctor Berkeley?—Ah, yo, esto… —balbució Berkeley—. Yo sí. Estoy con ustedes.—Me alegro de oírlo —dijo Shaban, dedicándole una sonrisa amenazadora—. Ahora, volvamosal aerodeslizador. Dejemos este lugar para los muertos.Mientras Berkeley y Hamdi se dirigían rápidamente a la salida, Shaban se plantó ante elsarcófago.—Adiós, hermano mío —susurró; y se volvió también él hacia la salida, para dejar la tumba porfin en su estado de silencio eterno.

26–Está completamente loco —dijo Nina a Jalil, mientras el militar egipcio caminaba por elpasadizo ante ella—. No es posible que se crea usted en serio que es la reencarnación de Set.—Lo que yo crea no tiene importancia —replicó Jalil—. Lo que importa es lo que crea él… ycree que, dándome mucho dinero, puede saldar la deuda que tiene conmigo por haberle salvadola vida. También me ha prometido un cargo relevante si su plan tiene éxito… y, aunque no lotenga, yo ya sería rico. Y por eso pensé: ¿por qué no?—¿Porque es un psicópata? ¡Si su plan sale adelante, morirán millones de personas!—En estos tiempos, siempre nos están hablando de los peligros de la explosión demográfica—dijo Jalil, encogiéndose de hombros.El grupo se detuvo. Después de volver a ascender por el interior de la pirámide, salvando el pozoque había abierto la Señora de las Lluvias por una cuerda suspendida del techo con anclajes deescalada, habían llegado a la parte superior del enorme pozo vertical.—¿Qué vamos a hacer? —susurró a Nina Macy, cada vez más aterrorizada—. Ya casi hemosllegado a la superficie, y… ¡y nos van a matar!—No nos van a matar —dijo Nina—. Saldremos de esta.No obstante, a pesar de sus palabras animosas, tenía por dentro tanto miedo como la propiaMacy. Estaban desarmados, en inferioridad numérica… y se les habían acabado lasposibilidades. Volvió la vista hacia Eddie, con la esperanza de leer en su rostro alguna indicaciónde que este hubiera tramado ya algún plan. Pero la expresión de Eddie era adusta, sin másmatices.Al llegar al paso estrecho, todos se amontonaron. Hashem, el hombre armado que llevaba la caja,fue el primero que subió al puente de piedra.—Vamos; deprisa —gruñó Shaban.Kralj, después de dirigir a Shaban una mirada de inseguridad, siguió a Hashem a pocos pasos dedistancia. Diamondback clavó la boca de su fusil en la espalda de Nina y de Macy. Estas,vacilantes, subieron al estrecho puente. Su peso añadido hizo crujir la cadena. Subieron tras ellosmás hombres armados.Cuando Eddie se disponía a subir al puente, echó una mirada a la cadena… y bajó de pronto lavista hacia la rueda dentada que estaba junto a la viga.Y a la piedra que estaba alojada bajo esta.—Nina —dijo en voz alta—, ¿te acuerdas de cuando entramos?Nina volvió la vista hacia él, y Macy hizo otro tanto.—Pues a alguien le van a dar los temblores… —añadió Eddie.Nina abrió mucho los ojos.—Macy, ¡agárrate! —exclamó.Eddie retiró la piedra de una patada.El peso del gran contrapeso cilíndrico, liberado por fin, arrastró la cadena por la polea… e hizogirar las ruedas dentadas.Nina y Macy se abrazaron con fuerza al puente de piedra, mientras los dientes de las ruedasgolpeaban los salientes que había a cada lado de la viga de piedra, agitándola violentamente.Hashem, que era el que estaba más lejos de la rueda impulsora, vaciló; dejó caer su fusil y searrojó hacia la repisa opuesta. Se agarró del borde, buscando a tientas un asidero.Kralj no tuvo tanta suerte. El movimiento lo tomó completamente desprevenido, y se desplomópor el pozo con un alarido de terror que devolvía el eco. Detrás de Macy, dos hombres armadosfueron arrojados al vacío, y un tercero, tras intentar desesperadamente asirse al puente,desapareció también entre las tinieblas inferiores.El último hombre que estaba sobre el puente consiguió saltar de espaldas, y, al chocar contraEddie y Diamondback, mandó al resto del grupo rodando por la rampa descendente del pasadizo.Eddie se quitó de encima al hombre y asestó a Diamondback un puñetazo en el estómago.—¡Nina! —gritó mientas se ponía de pie de un salto—. ¡Cruza! ¡Sal de aquí!Nina ya iba avanzando poco a poco, seguida de Macy.

—¿Y tú? —le gritó ella a su vez—. ¡Ven!Pero el extremo del puente del lado de Eddie se agitaba con demasiada fuerza como para podersubirse encima. En vez de ello, Eddie clavó una bota en el vientre del miembro de la secta ybuscó su fusil. El MP7 había caído cerca del borde de la repisa. Se arrojó hacia él…Entonces sonó el estampido del revólver de Diamondback. El estadounidense había disparado sinapenas apuntar… pero no se había desviado mucho. La bala arrancó del antebrazo musculoso deEddie un fragmento de carne del tamaño de la punta de un dedo. Eddie soltó un rugido de dolor yse llevó la otra mano a la herida, renunciando a todo propósito de alcanzar el fusil mientras setambaleaba al borde del abismo.—¡Eddie! —gritó Nina.—¡Sal de aquí! —gritó él—. ¡Hazte con el vaso!Nina volvió la vista y vio que Hashem seguía asido del borde de la repisa de piedra, a un par demetros de distancia. Todavía llevaba a la espalda la caja. Nina alcanzó a gatas la superficie sóliday se plantó de pie ante el hombre. Este había conseguido superar con los hombros la altura delborde del abismo, pero la caja pesada que llevaba a la espalda lo desequilibraba, y no encontrabaun asidero lo bastante sólido como para ascender más.—¡Dame la caja y te subiré! —le gritó Nina.Asió la mochila, y descubrió que estaba unida firmemente a los correajes en que el hombreportaba el resto de su material. Nina pensó que el hombre no sería tan estúpido como paraponerse a pelear con ella en la situación tan precaria en que se hallaba, y tiró de la caja.Él la asió de un tobillo.—¡No me fastidies! —dijo ella.Él la miró con desprecio y la cogió del mismo tobillo con la otra mano, con lo que consiguió tirarcon la fuerza necesaria para obligarla a adelantar la pierna. Nina cayó al suelo y aterrizó sobre eltrasero. Él la asió de la pantorrilla con una mano.Macy había llegado por fin al final del puente y, tras ponerse de pie de un salto, empezó a asestarpatadas al hombre en los brazos.—¡Suéltala! —gritó.—¡No!¡Coge la caja! —dijo Nina. Retrajo el otro pie y miró a los ojos al sectario.—No me obligues a hacer esto —le dijo.Este, como única respuesta, la miró con determinación iracunda, mientras seguía izándose,clavando los dedos en la pierna de Nina hasta hacerle daño.La expresión de Nina se endureció.—Tú lo has querido —dijo.Clavó la bota con fuerza en la cara de Hashem. Este volvió la cabeza hacia atrás, y sus manos seresbalaron por la pierna de Nina… hasta cerrarse por fin de nuevo sobre su tobillo, apretándolacomo una prensa y arrastrándola hacia el borde con su peso.Macy asió la caja, pero no fue capaz de soltarla de los correajes. Tiró de las correas, intentandosoltarlas.Nina volvió a propinar al hombre otra patada; el crujido de la nariz de este, al romperse, se oyóaun entre el estrépito que producían los golpes de la trampa.—¡Suélta-me-de-una-vez! ¡Gilipollas! —chillaba Nina, acompañando cada palabra con un nuevogolpe.Hashem, a pesar de su dolor, se aferraba a ella con la fuerza que le impartía su fanatismo. Seguíatirando de la pierna, acercando a Nina más y más a cada tirón al abismo sin fondo.Tras otra patada de Nina, al hombre se le soltó una mano; pero se la llevó a los correajes delpecho, sacó de una funda un cuchillo y se dispuso a clavarlo en la pierna de Nina…Esta le propinó otra patada.Esta vez, no en la cara del hombre, sino en su otra mano.El dolor que se produjo Nina a sí misma al darse en la espinilla con el talón de la bota fueintenso… pero no era comparable con el latigazo de un dedo al romperse. El cuchillo cayó alsuelo con ruido metálico mientras el sectario profería por fin un grito, alejándose rápidamente a

medida que la gravedad lo atraía hacia el borde… en el momento mismo en que Macy conseguíasoltar el cierre de los correajes. El hombre se deslizó entre el arnés y se perdió de vista en elvacío, sin dejar de chillar durante toda su caída.Macy cayó de espaldas sobre el trasero y dejó caer la caja al borde del pozo. Nina, con elcorazón desbocado, miró hacia el otro lado del puente que saltaba. Diamondback teníainmovilizado a punta de pistola a Eddie, que estaba herido, y los demás miembros de su grupo seiban poniendo de pie trabajosamente.Nina comprendió que Shaban se serviría de Eddie a modo de rehén, obligándola a entregar elvaso canópico a cambio de la vida de él… para matarlo después, igualmente. Y lo mismosucedería si Nina arrojaba la caja al pozo de una patada.Solo le quedaba una opción. Era la misma opción que había tomado Eddie en una situaciónsemejante, poco después de que se hubieran conocido los dos, solo que con los papelesinvertidos. Si quería salvarlo…Tenía que abandonarlo.Nina se puso de pie de un salto, se apoderó del cuchillo caído y levantó del suelo la caja dandoun tirón a los correajes a los que estaba unida.—¡Tenemos que marcharnos! —dijo.Macy la miró, atónita.—Pero… ¿y Eddie?—¡Corre!Aferrándose a la caja con los dos brazos, Nina entró corriendo en el pasadizo. Macy, después dedirigir una última mirada de desesperación a Eddie, corrió tras Nina al ver aparecer los cañonesde las armas de fuego. A su espalda, las balas arrancaron pedazos de piedra de las paredes.Shaban estaba rojo de ira.—¡Matadlos! ¡Matadlos! —gritaba; y tomó un MP7 de manos de uno de sus hombres paradisparar en persona el resto de la munición del cargador.Pero las mujeres se habían marchado. Con un alarido incoherente de furia pura, arrojó el arma alsuelo con tanta fuerza que las cachas de plástico del pistolete saltaron hechas pedazos. Apretandolos puños, alzó los ojos y vio a Eddie.El inglés creyó por un momento que Shaban lo iba a arrojar al abismo personalmente antes deque tuviera tiempo de recuperar un cierto grado de dominio de sí mismo.—¡Pegadle un tiro! —ordenó Shaban. Diamondback sonrió.—¡Espera, Sebak! —gritó Jalil.Diamondback vaciló al oír el tono autoritario de la voz del militar, mientras Shaban se volvíabruscamente para mirar con enfado a aquel que lo contradecía inesperadamente.—Este hombre puede servirte para negociar a cambio del vaso —dijo Jalil—. La mujer no lodestruirá mientras crea que puede recuperarlo.Shaban respiró hondo varias veces, todavía temblando de ira volcánica.—Tienes razón —dijo por fin—. Gracias por haberme detenido, amigo mío.—Siempre he velado por tus intereses… —dijo Jalil—. Y por los míos, claro está —añadió conuna sonrisilla.—Así que ¿no vamos a matarlo? —preguntó Diamondback, desilusionado.—Claro que sí —gruñó Shaban—. En cuanto tengamos el vaso.—Entonces, viviré para cumplir los cien años —dijo Eddie, sin dejar de apretarse el brazoherido—. No la atraparéis nunca. Volverá a Abidos; contará al Gobierno egipcio lo sucedido… yentonces, camarada, la habrás jodido.—No lo creo —dijo Shaban, mientras un matiz levísimo de humor le arrugaba el rostro marcado.La cadena se detuvo por fin con un último tirón, y los hombres armados restantes atravesaron elpuente aprisa.—No sabes cómo hemos venido hasta aquí, ¿verdad? —preguntó Shaban a Eddie.—¿Qué demonios es eso? —dijo Macy, boquiabierta, cuando Nina y ella salieron por fin delinterior de la pirámide subiendo por una escalera de mano y miraron a su alrededor con los ojos

entrecerrados por el resplandor del sol del desierto.—Nada bueno.A unos noventa metros de ellas estaba detenido un enorme aerodeslizador militar, con la rampade desembarco delantera bajada, con un portón abierto como una boca inmensa y estúpida. Jalilhabía proporcionado a Shaban algo más que apoyo moral.—Pero si llegamos hasta el desfiladero, no podrán seguirnos de ninguna manera —añadió Nina.Se puso al volante, depositó la caja en el asiento delantero central y volvió a guardar el cuchilloen su vaina, fijada a los correajes de la caja.Macy subió al asiento del otro lado.—Pero ¿qué pasa con Eddie? —protestó, mientras Nina ponía el motor en marcha—. ¡Lo van amatar! ¡Puede que lo hayan matado ya!Nina se apartó de las ruinas dando marcha atrás y giró, poniendo rumbo hacia el este.—Mientras crean que les puede servir para recuperar el vaso, lo mantendrán con vida —dijoNina.—¿Y hasta cuándo se creerán eso?—¡Espero que más tiempo que el que tarde yo en pensar el modo de rescatarlo!Macy, insatisfecha con aquella respuesta, revisó la caja, comprobando que no había sufridodaños, y acto seguido la ciñó con un cinturón de seguridad para mantenerla en su lugar.—¡Caray! —exclamó con voz aguda, al ver algo más que colgaba de los correajes—. ¡Aquí haydos granadas de mano!—No las toques —le advirtió Nina.—Pero ¡se están moviendo, y chocan una con otra! ¿Y si explotan?—No pasará nada mientras no les saques las anillas.Nina sonrió, recordando la ocasión en que Eddie le había enseñado aquella misma lección a ella.Después, volvió a centrar su atención en la llanura desierta que tenía delante.Cuando Shaban y los suyos salieron de la pirámide, el piloto del Zubr los estaba esperando. Elhombre explicó rápidamente la situación a Jalil en árabe, y señaló hacia el este. Eddie vio unrastro de polvo que se perdía entre la luz cegadora de la distancia.—Ya os dije que no la alcanzaríais.—Mi aerodeslizador alcanza cuarenta nudos sobre cualquier superficie —le dijo Jalil conorgullo, señalando el vehículo gigante con un gesto de la cabeza—. ¿Puede hacer lo mismovuestro cacharro?—Quizás no; pero ¿pasa el vuestro por un desfiladero de seis metros de ancho?—No hará falta —dijo Diamondback con su acento sureño—. Tenemos otros juguetes.A una orden de Shaban, todos los hombres armados corrieron hacia el Zubr.—Todavía la alcanzaremos —dijo a los demás, indicándoles que subieran también—. Y meencargaré de que tú lo veas todo en primera fila —dijo por fin a Eddie, dedicándole una sonrisatorva y cruel.Se pusieron en camino hacia el aerodeslizador. Diamondback obligaba a avanzar a Eddiegolpeándolo en la espalda con la punta de su revólver. Cuando habían cubierto las tres cuartaspartes del camino, se oyeron ecos de motores que rugían en el interior del aparato. Salieronbruscamente por la puerta de la bodega de carga del Zubr un par de vehículos pequeños quedescendieron por la rampa a toda prisa, levantaron sendas nubes de arena al llegar a tierra yemprendieron con agilidad la persecución del Land Rover. Eddie los reconoció; eran vehículosligeros de asalto, buggies areneros militarizados que eran poco más que un bastidor abierto concuatro ruedas, un motor potente… y una ametralladora montada en una torreta por encima delconductor. No eran ni atractivos ni cómodos, pero Eddie sabía que sí eran una cosa, incluso porla arena del desierto: veloces.Mucho más veloces que el Defender.—Comienza la persecución —anunció Shaban—. Lo que es una lástima es lo poco que durará—añadió, dedicando a Eddie otra sonrisa malévola.Subieron por la rampa. La bodega del Zubr era austera, absolutamente práctica, una simple caja

de metal con la capacidad suficiente para alojar tres carros de combate o a más de trescientossoldados con todo su equipo. En aquella ocasión contenía varias excavadoras y palas mecánicasde color amarillo sucio, además de otro buggy arenero y algunos palés de material y deprovisiones para las operaciones en el desierto. Eddie supuso que los del Templo Osiriano habíanprevisto tener que excavar mucho más para encontrar la pirámide.Jalil se dirigió a un panel de control del que tomó un teléfono para llamar al puente de mando.Dio una orden. A los pocos segundos, resonó en el espacio abierto de la bodega el lamento increscendo de las turbinas, al ponerse en marcha los motores principales del Zubr, seguido delzumbido más sonoro de los cuatro inmensos ventiladores de sustentación que estaban detrás delos largos mamparos de la bodega. El vehículo osciló a medida que se iba bombeando bajo sufaldón el aire que lo hacía ascender del suelo entre una nube turbulenta de arena.Jalil manipuló un mando para elevar la rampa. Los sistemas hidráulicos suspiraron, y la cuña demetal se cerró con un golpe resonante. El viento amainó, pero el ruido se volvió más fuerteincluso al alcanzar los motores toda su potencia.Diamondback subió por la escalerilla que estaba en el centro de la bodega y esperó a que Eddiesubiera tras él para llegar al nivel de la superestructura de la nave, de espacios estrechos. CuandoEddie hubo llegado arriba, el estadounidense lo lanzó contra una pared y le llevó los brazos a laespalda. El dolor de la herida de bala arrancó un quejido a Eddie.—Esto tenía que habértelo hecho en la pirámide —dijo Diamondback mientras le ataba lasmuñecas con una brida de plástico—. Te habría costado trabajo cruzar el pozo por aquellacuerda; pero yo habría pasado un buen rato viendo cómo lo intentabas.Lo empujó hacia una puerta. Eddie probó discretamente sus ligaduras. Estaban demasiado tensaspara que pudiera zafar las manos; las muescas del plástico se le clavaban en la piel. Tenía queencontrar alguna otra manera de liberarse.Si es que la había.—Huy, huy —dijo Macy, mirando por el parabrisas trasero del Land Rover—. ¡Nos atacan conbuggies areneros!Nina miró en el retrovisor y vio dos formas negras que saltaban por el desierto tras ellas. Solotardó un momento en advertir que las iban alcanzando. Deprisa. Miró al frente, buscando algoque pudiera servirles. En la llanura desierta no había más que arena que formaba pequeñas dunasonduladas; todavía estaban a varios kilómetros del desfiladero.Echó una ojeada a los correajes con material que estaban unidos a la caja. Un cuchillo y dosgranadas de mano. Si Eddie estuviera allí, seguramente hubiera improvisado con todo ello algunaarma ingeniosa, al estilo MacGyver; pero como Nina dudaba que los pilotos de los vehículos quelas perseguían se acercaran lo suficiente como para clavarles el cuchillo, solo le quedaba laopción de arrojarles las granadas. Y si ellos la veían arrojarlas, les bastaría con esquivarlas paraponerse a salvo.Se le ocurrió una idea que le pareció ridícula de puro sencilla. Pero era la única posibilidad quetenían.Si era capaz de salirse con ello.Volvió a recorrer con la vista el desierto, de manera más apremiante. Necesitaba una duna quefuera lo bastante grande…Macy soltó un chillido y bajó la cabeza cuando apareció en la arena una hilera de impactos debala que levantaban sendos surtidores de polvo, acercándose cada vez más al Land Rover. Ninadescendió cuanto pudo en su asiento, haciendo girar el volante; pero fue demasiado tarde. Elparabrisas trasero saltó en fragmentos, y aparecieron agujeros en los costados de aluminio delDefender.Otro tableteo de disparos, al sumarse al ataque el artillero del segundo vehículo. Mientras Ninaviraba el rumbo de nuevo, las adelantaron las líneas anaranjadas, ardientes, de las balastrazadoras. Sabía que no podría evitar durante mucho tiempo el punto de mira de losperseguidores…Hubo más ruido de metal rasgado cuando una nueva salva de balas atravesó la carrocería del

Land Rover. El parabrisas delantero se llenó de grietas, y la ventanilla que estaba junto a Ninasaltó al entrar en la cabina una bala trazadora ardiente. Si hubiera venido cinco centímetros másabajo, le habría dado en la cabeza.Dio un volantazo, y el Land Rover derrapó por la arena y estuvo a punto de volcar. Saltaron dosagujeros en el respaldo del asiento central delantero, un poco por encima de la caja. Macy soltóun grito.Nina enderezó el rumbo, y los VLA giraron para seguirla. Nina miró al frente. Había una duna;una duna larga, en suave zigzag, rematada por un borde anguloso tallado por el viento. Eraperfecta… si la alcanzaban.Retrovisor. Uno de los buggies estaba justo detrás de ellas, a menos de doscientos metros, yseguía las huellas de sus ruedas.—¡Ponte al volante! —gritó Nina.—¿Qué? —dijo Macy, mirándola con incredulidad.—¡Ponte al volante, conduce tú! —repitió Nina, indicándole por señas que se acercara al asientodel conductor.Macy hizo lo que le pedía, mientras le preguntaba:—¿Qué estás haciendo?Nina clavó el pie izquierdo en el acelerador y se levantó sobre el asiento para pasar por encimade Macy. Vio por el retrovisor que el VLA que tenían más cerca iba acelerando, acortando ladistancia para tenerlas a tiro con toda seguridad. El segundo buggy había dejado de dispararpara no dar a su compañero.—Pon el pie en el acelerador y coge el volante, nada más —dijo Nina. Macy obedeció, pasandotrabajosamente por debajo de Nina—. ¡He tenido una idea!En la sala de armas del Zubr, Eddie miraba por encima del oficial de tiro las pantallas de losmonitores para seguir la persecución.Una persecución que casi había concluido. Los ordenadores de control de tiro del Zubrmostraban en pantalla la distancia, el rumbo y la velocidad de los tres vehículos junto a loscursores que los seguían, y la distancia en metros del VLA que iba en cabeza se iba igualandorápidamente a la del Land Rover de Nina.Junto a él, Shaban dio un puñetazo en la consola al ver que el buggy más adelantado volvía adisparar.—¡A la conductora! —gritó al oficial de tiro—. ¡Diles que apunten a la conductora! ¡Nopodemos correr el riesgo de romper el vaso!El hombre que estaba sentado ante la consola transmitió la orden.—¿La caja es a prueba de balas? —preguntó Hamdi con inquietud.—Lo sería ante una bala de pistola —le dijo Jalil—. Pero ante una ametralladora… no lo sé.—Pues tendrás que comprobarlo cuando la recuperemos, Hamdi —dijo Shaban; y miró condesprecio al doctor Berkeley—. Me parece que al doctor Berkeley le tiemblan demasiado lasmanos.También Eddie miró a Berkeley, que estaba en un rincón, pálido y mareado.—Te lo estás pensando mejor, ¿verdad? —le dijo con frialdad—. La cosa no tiene tanta graciacuando están disparando a una conocida tuya. Pero, oye, ¡a ti te pagan, al menos!—Cierra el pico —dijo Diamondback, empujándolo contra una consola.En la pantalla, el Land Rover ascendía por una duna; el VLA lo seguía de cerca, y el artillero deeste apuntaba cuidadosamente…Nina pasó a la parte trasera del Land Rover, llevándose una de las granadas de mano.—¡Sigue recto! —ordenó a Macy, mientras ella se acercaba gateando a la puerta trasera delvehículo—. Avísame cuando estemos a punto de llegar a la cumbre.—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Macy, mirando atrás… y viendo que el buggy les ibacomiendo el terreno rápidamente, al perder velocidad el Defender en la subida de la duna. Clavólos dos pies en el acelerador.—¡Tú avísame! —dijo Nina, mirando por la ventanilla trasera, que tenía el cristal roto. El primer

VLA seguía avanzando por las huellas del Land Rover, rugiente, a menos de noventa metros pordetrás de ellas… Ochenta metros…Se asió de la manivela de la puerta y pasó el pulgar de la otra mano por la anilla del pasador de lagranada de mano.—Vamos, vamos —decía, mientras veía acercarse al buggy arenero. Estaba ya tan cerca quedistinguía los rostros del piloto y del artillero, en los que se leía el ansia y la impaciencia con quese disponían a asestarles los disparos definitivos.—¡Estamos arriba! —gritó Macy.Nina extrajo el pasador de la granada de mano con un tirón del pulgar y la palanca saltó,montando la espoleta.Confiaba en que fuera de las de cinco segundos de retardo.El Land Rover dio un fuerte cabeceo en la cumbre de la duna, al pasar de una ladera a la opuesta.El VLA se perdió de vista tras la cresta.Nina sacó el brazo por la ventanilla rota… y dejó caer la granada de mano entre las huellas de lasruedas del Land Rover.Nina rodó por la zona de carga del vehículo hasta quedar apoyada en los respaldos de losasientos, mientras el todoterreno se deslizaba ladera abajo, ganando velocidad. No sabía si lapuerta trasera la protegería; pero no tenía otra cosa. El VLA apareció por la cresta de la duna,con el motor aullando y saltando por el aire… y cayó sobre la granada de mano en el momentoen que esta explotaba. El buggy salió despedido por el aire de nuevo, dando una vuelta decampana entre una erupción de arenilla y de metralla afilada como una hoja de afeitar. Cayó atierra en posición invertida, y la torreta de la ametralladora y su ocupante, gravemente herido,quedaron clavados en la arena como la estaca de una tienda de campaña.Nina se quitó las manos de los oídos y miró atrás. El VLA era un montón de chatarra ardiente;pero el segundo buggy seguía en perfecto estado, y apareció dando un salto sobre la cresta de laduna.Y el truco no le iba a servir una segunda vez.

27Shaban vio la columna de humo en la pantalla.—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué ha sido?—Eso ha sido mi mujer —replicó Eddie con una sonrisa.El egipcio tensó el rostro y propinó a Eddie un puñetazo en el estómago.—¡Perseguidlas! —gritó a los pilotos que estaban en el puente de mando.Se dirigió después al oficial de tiro.—Diles que apunten solo a la conductora. ¡Si destruyen el vaso, las mataré yo mismo enpersona!El oficial transmitió la orden, alegrándose para sus adentros de que su jefe fuera Jalil y noShaban.El aerodeslizador viró para seguir al Land Rover, dando un bandazo que hizo vacilar a todos losque iban a bordo.—¡A toda marcha! —vociferaba Shaban—. ¡Atrapadlas!Mientras pasaba de nuevo a los asientos delanteros, Nina vio que el segundo VLA las ibaalcanzando rápidamente, siguiéndolas en paralelo. Ya las tenían a tiro desde el buggy, perodebía de haber algún motivo por el que el artillero se abstenía de disparar.—No están disparando —dijo.—¡Lo dices como si eso fuera malo! —protestó Macy.—Lo será dentro de poco —comprendió Nina—. Quieren acercarse más… ¡para dispararnos anosotras, y no solo al coche!—¡Ah, estupendo! ¡Me gusta el toque personal!Nina vio a lo lejos el aerodeslizador, que venía hacia ellas a toda marcha, pero no le prestóatención. Tenían otra amenaza que las acosaba mucho más de cerca. El VLA se puso a la alturadel Land Rover y empezó a acercárseles reduciendo la distancia en paralelo, con la ametralladoradispuesta.En la pantalla de dirección de tiro, el Land Rover y el VLA estaban lado con lado. El operadorde tiro tocó una palanca tipo joystick. El cursor que rodeaba el vehículo de Nina y Macy sevolvió rojo, y el radar empezó a seguir automáticamente al todoterreno.Eddie se forzó a apartar la vista, a mirar a las demás personas que estaban presentes en la cabina.Shaban tenía los ojos clavados en la pantalla, con pasión e impaciencia, mientras que laexpresión de Diamondback hacía pensar que este veía un partido de fútbol americano y esperabaver al quarterback de su equipo sortear las líneas de la defensa rival y anotar un ensayo. Hamdiparecía pensativo, y Berkeley apartaba la vista, como si no quisiera presenciar las consecuenciasde su cambio de bando. Jalil y el oficial de tiro observaban la imagen con impasibilidad deprofesionales.Lo que quería decir… que nadie lo miraba a él.Como Eddie tenía las manos atadas a la espalda, los demás no lo consideraban peligroso… y,como la sala de armas era estrecha, Diamondback había tenido que bajar su arma mientras todosse apiñaban alrededor de los monitores.Eddie miró de reojo una vez más a Diamondback antes de pasar a la acción…Por mucho que intentaba Macy huir del vehículo ligero de asalto, el Land Rover carecía de lavelocidad y de la agilidad necesarias. El buggy estaba a menos de treinta metros y seguíaacercándose; el artillero apuntaba a la conductora con la ametralladora M60…El artillero del VLA se veía en la pantalla como una silueta sobre el fondo del desierto.Apuntaba, y su postura dio a entender que se disponía a abrir fuego…Eddie unió las manos… y se arrojó de espaldas contra Diamondback, clavando los puños en laingle del estadounidense.Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, lanzó un rodillazo a la sien del oficial de tiro, alque derribó de su asiento. Se volvió rápidamente y empujó la palanca de mando con las manosatadas; después, giró sobre sí mismo de nuevo y dio un golpe con la frente en un grupo debotones.

Eran los disparadores de las ametralladoras Gatling AK-630 del Zubr. Al tocar la palanca, Eddiehabía desplazado el cursor de dirección de tiro desde el Land Rover hasta el VLA, y las dostorretas de forma cónica que estaban montadas sobre la ancha cubierta principal habíanobedecido la orden y habían apuntado a su nuevo objetivo. Y habían abierto fuego.El ruido de las ametralladoras era casi doloroso aun desde dentro de la sala de armas, que notenía ventanas al exterior. Las dos armas, de seis cañones cada una, escupían más de ochentaproyectiles explosivos de treinta milímetros cada segundo, produciendo un tableteoensordecedor, como de una sierra mecánica. La granizada de metal no se limitó a detener elVLA: lo borró del mapa. El buggy y sus ocupantes quedaron hechos trizas, y las AK-630seguían disparando, esperando recibir de un operador humano la confirmación de que el objetivohabía quedado destruido.La confirmación tardó varios segundos en producirse, pues Eddie continuaba forcejeando ylanzando patadas, intentando que en la sala de armas siguiera reinando el caos durante el mayortiempo posible. Por fin, Diamondback lo arrojó sobre una consola asestándole un cabezazocontra el metal. El zumbido penetrante de las ametralladoras se detuvo cuando el oficial de tiro,todavía aturdido, dio una palmada sobre los mandos.Diamondback levantó a Eddie de un tirón y le clavó el revólver en la barbilla… pero lo tuvo queretirar, mientras Shaban, chillando de furia y frustración, propinaba al inglés indefenso variospuñetazos en el rostro. Dio un último golpe a Eddie en el vientre, y por fin lo arrojó sobre lacubierta del puente de mando, donde quedó tendido.El egipcio lo siguió a toda prisa y le dio una patada en el pecho. A continuación, señaló lasventanillas con una mano y exclamó:—¡Seguidlas!Macy miraba los restos del VLA, boquiabierta.—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó.—¡Eddie! —dijo Nina.Nina, volviendo la vista hacia el aerodeslizador que las seguía, sintió una nueva oleada deesperanza. ¡Eddie seguía vivo! El Zubr no había disparado sin más al Land Rover, lo quedemostraba que Shaban estaba empeñado en no dañar el vaso canópico. Y aquello leproporcionaba a ella una posibilidad de rescatar a su marido.La posibilidad era remota… pero tenía que aprovecharla.—Vuelve atrás —dijo a Macy.Esta la miró sin entender.—¡Vuelve atrás! —repitió Nina—. ¡Dirígete al aerodeslizador!—¿Estás majareta? —dijo Macy con asombro—. ¿Es que no has visto lo que le ha pasado a esebuggy? ¡El trocito más grande que ha quedado es como un tanga mío!—¡No nos dispararán!«Eso espero», pensó Nina, aunque no lo dijo en voz alta.—¡Vamos, vuelve atrás! —repitió.Macy, muy a su pesar, hizo volver atrás el Land Rover trazando una amplia curva.—¿Te acuerdas que te dije que me parecías muy lista? —dijo a Nina—. Pues espero no habermeequivocado.Nina, sin hacerle caso, procuraba reunir todo lo necesario para su plan de acción improvisado.Observó la granada de mano, el cuchillo en su vaina… y abrió los cierres de la caja.—¿Y qué haces ahora? —le preguntó Macy.Nina abrió la caja y dejó al descubierto el vaso canópico, que reposaba en su lecho de espumaviscoelástica. Al desaparecer la presión de la tapa, el vaso iba ascendiendo a medida que elbloque de espuma inferior recuperaba su forma primitiva. Nina desenvainó el cuchillo y recortóuna esquina de la espuma de poliuretano, desprendiendo de esta un bloque irregular de unos diezcentímetros de lado. Después, volvió a cerrar la caja.—Estoy igualando las posibilidades.—¡Vuelven hacia nosotros! —anunció el piloto del Zubr.

—¿Qué? —dijo Shaban, mirando con ira por las ventanillas del puente de mando.En efecto, el Land Rover avanzaba directamente hacia el aerodeslizador.—¡Nos ataca!—¿Con qué? —repuso Jalil.—¡Con las granadas de mano que quitó a Hashem!El piloto profirió una exclamación burlona.—Una granada de mano no nos puede hacer ningún daño —dijo—. El casco está blindado. Lomás que puede hacer es rasgar el faldón, y está dividido en compartimentos estancos. Soloconseguiría deshinchar un compartimento, y no todo el colchón de aire.—Entonces, ¿qué se propone?Hamdi se asomó por la puerta del puente de mando.—Quizá haya entrado en razón y quiera rendirse… —apuntó, esperanzado.Shaban miró a Eddie, que seguía tendido en el suelo, hecho un ovillo por el dolor, y custodiadopor dos soldados a los que había llamado Jalil.—Si se parece en algo a su marido, lo dudo —dijo Shaban—. Ponedlo de pie.Diamondback levantó a Eddie de un tirón y lo empujó contra el mamparo de popa.Jalil observó el todoterreno que se les acercaba.—Podríamos disparar al motor, obligarlas a que se detuvieran.Shaban negó con la cabeza.—Podríamos destruir el vaso. Si ella quiere venir hacia nosotros por voluntad propia, veamos loque tiene pensado. Si se trata de un truco, le costará la vida. Y a este también —añadió,dirigiendo una mirada de amenaza a Eddie.El aerodeslizador que tenían delante era como una losa negra y gris, y su superestructura sealzaba sobre la superficie llana del puente principal como la vela de un submarino. Y seagrandaba rápidamente.—¡Ay, Dios! ¿Qué estamos haciendo? —se lamentó Macy al ver las ametralladoras.Nina se puso los correajes, con la caja suspendida a la espalda como una mochila.—Cuando yo te diga, da un volantazo —dijo a Macy.Se puso en cuclillas en el asiento del pasajero.—Preparada…—¡Esa cosa es inmensa! —protestó Macy—. ¿Y si nos atropella?—Cuento contigo para que eso no pase.—¡Ah, me dejas más tranquila! —replicó Macy.El Zubr se cernía ante ellas, cada vez más grande, y más que un vehículo parecía un edificio quese hubiera soltado de sus cimientos de alguna manera. El rugido de sus hélices agitaba el aire.Nina sacó el cuchillo. El aerodeslizador se les echaba encima a toda velocidad, levantandotormentas de arena artificiales que le salían de debajo de los faldones.—Preparada… lista… ¡ya!Macy giró bruscamente el volante, dirigiendo el Land Rover para que pasara ante la banda deestribor del Zubr que venía contra ellas. Nina seguía agazapada, esperando el momentooportuno.Shaban vio que el Defender se desviaba de su rumbo aparentemente suicida.—¡Virad! ¡Seguidla! —gritó, mientras el todoterreno se perdía de vista entre la nube de arenaque estaba a la derecha del Zubr.Jalil abrió la escotilla de acceso al borde adelantado del puente del ala de estribor, ordenando porseñas a un soldado que hiciera lo mismo por el lado de babor, por si el Land Rover intentabarodearlos hasta dejarlos atrás.—¡No las veo; están entre la arena! —dijo.—¡Encontradlas! —chilló Shaban.El piloto movió el timón y los alerones que estaban bajo las tres enormes hélices de la popa,haciendo virar bruscamente la nave hacia la derecha.La gruesa arena entraba con fuerza por las ventanillas rotas del Land Rover, azotando la piel de

Nina. Esta aguantó en posición, entrecerrando los ojos para mirar entre la nube agitada.El aerodeslizador era una masa oscura que tenían a la derecha y que iba virando para seguirlas.—¡Sigue girando! —gritó a Macy—. ¡Alcánzalo!Aunque la lluvia de arena cegaba en parte a Macy, la muchacha volteó el volante e hizo girar elLand Rover en curva cerrada hacia el Zubr. El radio de giro del todoterreno era mucho más cortoque el del enorme vehículo de transporte, lo que le permitió atajar la amplia curva que trazaba elZurb… y situarse junto a su costado.A tan corta distancia, el ruido era abrumador, y la tormenta de arena resultaba dolorosafísicamente. Pero Nina tenía que acercarse todavía más. El faldón lateral del aerodeslizador secernía junto a ellas como una pared negra temblorosa de goma reforzada. Nina abrió de unempujón la puerta del Land Rover. El aire la golpeó con fuerza.Levantó el cuchillo…La desesperación creciente de Shaban no pudo menos que arrancar una sonrisa a Eddie, a pesarde que este tenía la cara clavada contra el mamparo.—¿Dónde están? —chillaba el líder de la secta, buscando a sus enemigas, corriendo del puentede un ala al del ala opuesta.El estrépito era peor que nunca; pero el azote del chorro de arena a presión se alivió un pococuando el Land Rover se situó al lado mismo del aerodeslizador, y la mayor parte de la corrientede aire pasaba ya por debajo del todoterreno. Nina veía claramente la goma negra, a un metro ymedio de distancia… a un metro…Saltó.Tras salir despedida del Defender, chocó contra el faldón… y le clavó el cuchillo.Surgió alrededor de la hoja un chorro de aire acompañado de un silbido penetrante; pero elcuchillo se mantuvo clavado, con Nina suspendida de la empuñadura, forzando los tendones delbrazo. Lanzó patadas al faldón, que cedió lo justo para que sus botas tuvieran algo de agarre,permitiéndole subir lo justo para asir el cuchillo con ambas manos.Miró atrás. Macy, aunque a regañadientes, había seguido el plan de Nina y se había retirado entrela nube de polvo para apartarse al máximo del aerodeslizador.El suelo pasaba velozmente bajo ella. El Zubr, aun girando, todavía avanzaba a más de cincuentakilómetros por hora. Y lo único que impedía caer a Nina era el mango del cuchillo del que ibaasida.Se esforzó por ascender, sintiendo cómo se deformaban bajo su peso las capas de goma y detejido. El borde inferior del casco estaba a solo unos sesenta centímetros por encima de ella.Nina estaba suspendida hacia la mitad del aerodeslizador, casi a la altura del puente de mando,que estaba a tres cubiertas por encima de ella. Cerca de ella, a algo menos de dos metros hacia unlado, había unos escalones de metal que subían hasta la estrecha cubierta lateral.Aferrándose con fuerza al cuchillo, Nina levantó el brazo derecho cuanto pudo, intentandoalcanzar el borde del casco. Lo tenía a dos palmos de la punta de los dedos. Clavó los pies en lagoma curvada para conseguir más tracción, mientras volvía a asir el mango del cuchillo con lasdos manos y se impulsaba hacia arriba. El cuchillo se movió; su filo estaba cortando el faldón.—¡Mierda! —dijo Nina con un jadeo, mientras se volvía más fuerte el aullido del aire queescapaba a presión. Si el agujero se agrandaba mucho, el cuchillo ya no se sujetaría… y Ninacaería.Intentó asir el casco de nuevo, levantando la mano con más desesperación que antes…, perotodavía le faltaban cinco centímetros.—¡Allí está! —exclamó el piloto, señalando.Shaban vio que el Land Rover salía de la nube y se dirigía velozmente hacia el este por eldesierto.—¡Seguidlas! —ordenó.El piloto puso el Zubr en rumbo de persecución.Al virar el aerodeslizador, el faldón que tenía debajo Nina ondeaba. El cuchillo volvió amoverse, agrandando el corte. Nina sintió que cedía.

Con un gran esfuerzo, se apoyó en la empuñadura y lanzó la mano derecha hacia arriba…Alcanzó con la punta de los dedos el borde duro del metal. Lo asió. Soltó la empuñadura,izándose. El cuchillo saltó del agujero, impulsado por el aire a presión. Nina se desplazó hacia unlado, buscando los escalones metálicos. Estirándose en un último esfuerzo, alcanzó con la manoel escalón inferior.El copiloto advirtió que parpadeaba una luz de advertencia.—¡Señor! Hay una fuga en el faldón.—¿Dónde? —le preguntó el piloto.—Banda de estribor, sección central.Jalil miró hacia abajo desde el puente del ala… y vio que Nina subía por la escalerilla hacia lacubierta lateral.—¡La Wilde está a bordo! —gritó, sacando la pistola.Shaban corrió hasta él.—¡No dispares! —le dijo.Jalil lo miró con sorpresa.—¡Lleva la caja! Si cae, podría romperse el vaso. Envía a tu tripulación para que la atrapen.Nina llegó a lo alto de la escalera y se perdió de vista bajo el borde de la cubierta principal. Jalil,tras soltar una maldición, fue a impartir órdenes por el sistema de megafonía interna. Shaban sedirigió a Eddie.—¡Se habrá creído que puede rescatarte! —le dijo.—Es lista la moza —replicó Eddie.—No es tan lista —replicó Diamondback con desprecio—. Subirse a este aparato sin tenermanera de volver a salir… No parece que sea premio Nobel.—Tampoco es que esté plantando cara a unas lumbreras —dijo Eddie, ganándose con estaréplica un puñetazo en los riñones.A pesar de la confianza que aparentaba Eddie, no dejaba de estar preocupado. Nina ibadesarmada y estaba en inferioridad numérica. ¿Qué demonios tendría pensado?Nina se puso de pie sobre la cubierta lateral, orientándose. Era una pasarela estrecha que recorríacasi toda la banda del aerodeslizador. Tenía varias escotillas de acceso al interior de la nave, unade las cuales estaba muy cerca de ella. Había otra escalerilla que subía hasta la enorme cubiertaprincipal del Zubr; pero en aquella extensión abierta de metal, cuya superficie era casi la mitadde la de un campo de fútbol, no tendría ningún modo de ponerse a cubierto; y Nina quería pasardesapercibida el máximo tiempo posible…Se abrió una portezuela a popa y salieron dos hombres de la sala de máquinas. Corrieron haciaella.¡Y ella que había querido pasar desapercibida!Se coló rápidamente por la escotilla más cercana y la cerró de golpe. Se encontraba en un pasilloestrecho y muy ruidoso. La escotilla tenía por dentro un mecanismo de cierre, y en su superficiemetálica recubierta de pintura había escrito algo con letras del alfabeto cirílico, además de unapegatina en la que figuraba un texto en árabe y las palabras inglesas NBC Seal. Nina sabía, porhabérselo enseñado Eddie, que NBC no era el nombre de una cadena de televisiónestadounidense, sino que eran las iniciales inglesas que correspondían a los términos atómica,biológica y química, las modalidades de la llamada guerra ABQ. Es decir, que el interior de lanave podía quedar sellado para proteger a su tripulación de las armas de destrucción masiva.Nina tiró de una palanca que hizo correr un pesado pestillo, y dejó bloqueado este moviendo unamanivela más pequeña, pintada de rojo.El estruendo que sonaba tras la mampara de popa le hizo saber que se encontraba junto a uno delos ventiladores de sustentación del aerodeslizador. Se dirigió rápidamente al otro extremo delpasillo. En la mampara del lado de proa había una puerta por la que se accedía a un camarotelleno de literas muy estrechas y apiñadas. Era el alojamiento de la tripulación. A Nina no lepareció el mejor sitio para dormir, teniendo en cuenta el ruido; pero aquello no era lo que más lepreocupaba en aquel momento. Vio otra escotilla que conducía a la cubierta lateral.

Oyó golpes a su espalda: los tripulantes habían llegado a la escotilla por la que había entrado ellae intentaban abrirla. Solo tardarían un momento en darse cuenta de que estaba cerrada desdedentro, y entonces se dirigirían a la siguiente…Nina atravesó a la carrera el camarote de literas de la tripulación y corrió el pestillo de laescotilla, en el mismo momento en que alguien intentaba abrirlo desde fuera.La escotilla abierta más cercana estaba más atrás, junto a la sala de máquinas. Nina disponía deltiempo que le hacía falta.Se desabrochó los correajes; puso la caja sobre una cama y la abrió.Jalil escuchó el aviso que le pasaron por el intercomunicador.—Está en uno de los camarotes de estribor —dijo a Shaban—. Ha cerrado las escotillasexteriores; pero no tiene muchos sitios donde meterse.Shaban asintió con la cabeza.—Hamdi, en cuanto tengamos la caja, quiero que compruebes si el vaso ha sufrido algún daño—dijo.—Necesitaré algo de espacio —dijo Hamdi, entrando en el puente de mando.Detrás de los puestos de los dos pilotos había una mesilla de metal para mapas. Shaban ladespejó, arrojando los mapas al suelo.—Aquí tienes —dijo.Se volvió a Diamondback.—Ve por ella. No hagas nada que pudiera estropear la caja. Tráela aquí, y nada más.A Diamondback no pareció agradarle aquella orden implícita de no disparar a Nina, pero asintiócon la cabeza; puso a un soldado a cargo de Eddie y salió del puente de mando.El líder de la secta tomó el micrófono del sistema de megafonía interna de la nave.—¡Doctora Wilde!Nina, con la caja a la espalda, abrió con precaución una escotilla y se asomó a la bodega decarga. Tenía ante ella otro buggy arenero, un modelo de uso civil, sin armamento, que estabaanclado a anillas de la cubierta, entre un par de excavadoras sucias con tracción de oruga.Cuando se disponía a salir, sonó en unos altavoces la voz de Shaban.—¡Doctora Wilde! Sé que me oye. Entréguese, y entréguenos el vaso. De lo contrario, mataré asu marido.Se oyó un ruido confuso, seguido de la voz de Eddie, que decía:—Hola, cariño.A pesar de la tensión de la situación, Nina no pudo reprimir una breve sonrisa al oír su voz. Laesperanza que la había movido a correr aquel riesgo se había cumplido: en efecto, Shaban seestaba sirviendo de Eddie para negociar con ella.El tiempo que Eddie, y que ella misma, pudieran seguir con vida dependía por completo de la irade Shaban. Si este decidía ajustar cuentas con ellos antes de revisar su trofeo…—No te preocupes por mí —añadió rápidamente Eddie—. Tú rompe ese jodido cacharro y…Se oyó un golpe sordo, seguido de un gruñido ronco de dolor.—Tráigame el vaso canópico, doctora Wilde —dijo Shaban—. Ahora mismo.La megafonía enmudeció.Nina se armó de valor y se adentró en la bodega; rodeó los vehículos y apareció ante ellos conlos brazos en alto mientras algunos miembros de la tripulación irrumpían por una escotilla.Corrieron hasta ella y la sujetaron con rudeza.En la escalerilla del centro de la amplia bodega sonó el ruido metálico que producían unas botasde vaquero.Diamondback.—Vaya, qué mierda —dijo mientras caminaba hacia ella, contoneándose—. Había esperado quedieras un poco más de pelea. Siempre me ha gustado poner a las perras en su sitio.Después de mirarla con ojos lascivos, señaló la escalerilla con su revólver.—Vamos, muévete.Nina, rodeada de soldados, caminó hasta la escalerilla. Diamondback subió el primero y le indicó

que lo siguiera. Nina subió hasta la cubierta superior. De esta arrancaba una escalera metálicaempinada hacia el nivel siguiente. Desde el final de esta última, un pasadizo corto y sin ventanasconducía hasta el puente de mando.Allí los esperaba Shaban… y también Eddie, al que sostenía un soldado contra la pared delfondo, cerca de la escotilla abierta que daba al puente del ala de babor.—¡Nina! Ay… joder —exclamó Eddie.Su primer movimiento de alegría dejó paso al desaliento cuando vio que Nina se había traído lacaja que contenía el vaso canópico.—¡Te dije que rompieses ese trasto!—Lo hago para salvarte la vida, Eddie —dijo ella—. Igual que cuando tú me rescataste del barcode Jack Mitchell.Eddie puso cara de desconcierto.—¿No te acuerdas de cuando bajaste a la bodega? —siguió recordando ella, procurandoexpresarle con sutileza lo que quería decir, sin que lo entendieran sus captores.Era demasiada sutileza. Eddie seguía con expresión de perplejidad.La expresión de Shaban, por su parte, era de codicia.—Deje la caja, doctora Wilde —dijo, señalando la mesa de mapas—. Con mucho cuidado.¡Doctor Hamdi!Hamdi entró a paso vivo, sacando pecho y dándose importancia. Entró con dificultad parasituarse entre la mesa y los pilotos, de frente a los demás, mientras Nina se descolgaba de loshombros la caja.—No parece deteriorada —anunció Hamdi cuando Wilde hubo dejado la caja en la mesa.—Apartadla —dijo Shaban.Diamondback empujó a Nina hasta el mamparo de estribor. Nina vio a Berkeley, que estaba en lasala de armas, y lo miró con desdén. Él apartó la vista, avergonzado.—Ahora, abre la caja.Hamdi desabrochó con gran cuidado uno de los cierres; después, hizo lo propio con el otro. Supúblico se apiñó más a su alrededor. Nina buscó con la vista a Eddie, que estaba al otro lado delpuente de mando, con la esperanza de que sus miradas se cruzaran para poder darle unaindicación silenciosa; pero entre los dos se interponía un soldado.Hamdi puso una mano en la tapa con ademán teatral y la levantó.Sonó un chasquido metálico. Saltó del interior de la caja un bloque irregular de espumaviscoelástica, y por debajo de ella salió despedida una pieza de metal de forma curva, que girabasobre sí misma hasta quedar detenida sobre la mesa.Todos abrieron mucho los ojos al reconocer aquel objeto: era la palanca de una granada de mano.El trozo de espuma viscoelástica la había sujetado en su lugar mientras Nina le quitabacuidadosamente la anilla, para cerrar después la caja. Al desaparecer la presión de la espuma,había saltado la palanca.Con lo que quedaba activada la espoleta que haría estallar la granada al cabo de cinco segundos.Quedaban cuatro segundos.El puente de mando se convirtió de pronto en un torbellino de movimiento frenético. Shaban,que era el que estaba más cerca de la caja, se volvió buscando una salida. Diamondback lo arrojóa la sala de armas y se tiró sobre él. Jalil se refugió bajo la sólida mesa de metal y se cubrió losoídos con las manos. Un soldado corrió hacia las escaleras, y el hombre que custodiaba a Eddieabandonó a su prisionero y se tiró al suelo cuan largo era.Tres.Las miradas de Nina y Eddie se cruzaron durante un milisegundo, desde los extremos opuestosde la sala…, e inmediatamente ambos saltaron en direcciones opuestas, por las escotillas quedaban a los puentes de las alas.Dos.El cerebro aturdido de Hamdi captó por fin la verdadera naturaleza de aquel objeto ovalado decolor verde mate que se había encontrado donde esperaba ver el vaso canópico. Soltó un quejido

y se volvió con intención de huir, pero se encontró las posibles vías de salida cerradas por lospilotos que, aterrorizados, intentaban levantarse de sus asientos.Uno…Eddie chocó contra la barandilla del puente del ala y vio que tenía casi justo por debajo la ampliaabertura circular y las aspas giratorias de un ventilador de sustentación. No era buen camino parasaltar. En lugar de ello, se tiró, rodando sobre sí mismo, por encima de la barrera que daba apopa. Como todavía llevaba las manos atadas a la espalda con la brida de plástico, no tuvomanera de amortiguar el golpe doloroso que se dio al caer.Nina, al otro lado del puente de mando, salvó de un salto la barandilla…La granada de mano explotó.

28Las paredes de la caja reforzada donde estaba la granada de mano canalizaron la onda expansivahacia arriba y en sentido horizontal, a la altura de la cintura de un hombre. Los dos pilotosmurieron al instante, hechos pedazos por los fragmentos de metal afilados como hojas de afeitar.Hamdi fue arrojado violentamente de espaldas y atravesó el vidrio de una ventana hasta caerpesadamente sobre la cubierta principal, más abajo, donde quedó desmadejado.El soldado que había buscado la escalera solo había logrado llegar hasta la puerta, donde recibióen la espalda una lluvia de metralla cortante. Los demás que estaban en la sala se libraron delefecto directo de la onda expansiva, pero la detonación los había dejado desorientados y casisordos.La puerta de la escotilla del ala de babor saltó arrancada de sus bisagras. Cayó girando sobre símisma… hasta que fue absorbida por las grandes fauces del ventilador de sustentación.Las aspas del ventilador, semejantes a los álabes de la turbina de un motor de reacción, serompieron al machacar la puerta. Saltaron volando en todas direcciones fragmentos afilados deaspas. Eddie rodó sobre sí mismo para aplastar la cara contra la cubierta mientras una lluvia defragmentos azotaba la superestructura, por encima de él. La puerta destrozada entró girando porel torbellino interior del pozo vertical… y entonces se produjo un estampido terrible que hizotemblar la cubierta. La puerta había bloqueado el eje del ventilador, y el movimiento de torsiónde la maquinaria había pasado de cuarenta mil revoluciones por minuto a cero en unmilisegundo, con lo que todo el mecanismo se había hecho trizas.Los daños no se redujeron al ventilador.El eje estaba conectado directamente a una de las turbinas de gas generadoras de energía queestaban en la sala de máquinas de babor. Las repercusiones se retransmitieron a lo largo delaerodeslizador, averiando más equipos y llenando de fragmentos mortales los espacios de la zonade máquinas. La turbina estalló, y se produjo una bola de fuego que hizo saltar las escotillas.El Zubr había perdido una cuarta parte de su empuje ascensional y oscilaba sobre sí mismo, conla parte delantera escorada hacia babor. Empezó a perder el rumbo.Y estando muertos los pilotos, y los mandos destrozados por la granada de mano, no había nadieque pudiera detenerlo.Eddie, con el cuerpo dolorido por la caída, se esforzó por sentarse. Aunque ya no lo teníanprisionero, seguía con las manos atadas a la espalda. Tenía que liberarse…Vio cerca de él una pieza de metal puntiaguda, que tenía adherido a un extremo un trozo dematerial aislante que ardía. La buscó a tientas con la mano izquierda.Cuando lo tomó, sintió que la piel le ardía. El metal estaba caliente todavía. Pero soportó el dolorhaciendo una mueca, y apoyó el extremo ardiente contra la brida de plástico.En la sala de armas, Diamondback se levantó de encima de su jefe. Berkeley estaba en un rincón,cubriéndose los oídos con las manos. El oficial de tiro estaba derrumbado sobre su consola, conuna esquirla metálica incrustada en una herida que tenía en el cuello.Diamondback, después de recuperar su revólver, ayudó a Shaban a levantarse.—¿Estás bien? —le preguntó.—Eso creo —dijo Shaban, todavía mareado. Después, contrajo la cara con furia—. ¡Esa perra haintentado matarme! —gritó—. ¡Seguidla! ¡Matadla!—¿Y qué hay del vaso? Ha debido de…—¡Matadla! —chilló Shaban. Diamonback se estremeció, y se apresuró a volver al puente demando.La sala estaba llena de humo, y las consolas ardían. Jalil salió de debajo de la mesa, tosiendo.Aunque la mesa se había deformado, había tenido la solidez suficiente para proteger a Jalil de ladetonación. El soldado que estaba junto a la escotilla de babor apenas mantenía la consciencia, ysangraba por varias heridas de metralla. Jalil se dispuso a reconocer las lesiones del soldado;pero Diamondback señaló con firmeza la escotilla con un dedo.—¡Persigue a Chase! Yo iré por la mujer…—Pero este hombre necesita…

Shaban apareció en la puerta.—Tarik, te pagaré el doble —le dijo—. Pero ¡mátalos!Jalil titubeó, pero se dirigió a la escotilla, mientras Diamondback corría hasta el puente del ala deestribor para otear desde allí.Nina estaba en la cubierta inferior, junto al ventilador de sustentación. En el momento en queDiamondback levantaba el revólver, Nina lo vio y echó a correr. Una bala rozó el borde de latoma de aire circular que estaba tras ella, de treinta centímetros de altura.La cubierta era una extensión de metal desnuda, sin más abrigo que la torreta de la ametralladoraGatling, hacia la proa; y Nina no podría alcanzarla sin recibir un tiro en la espalda.Solo tenía una vía posible…Mientras Diamondback volvía a disparar, Nina se abalanzó hacia la barandilla del borde de lacubierta. El proyectil rebotó en el suelo, escupiendo fragmentos de pintura que alcanzaron a Ninaen la cara mientras esta rodaba sobre sí misma para colarse por debajo de la barandilla, de dondecayó a la estrecha pasarela inferior. Otra bala le pasó silbando cerca; ella retrocediódolorosamente para ponerse a cubierto.Diamondback la perdió de vista.—¡Mierda! —dijo con rabia, mientras corría hacia la escalera.En el puente del ala de babor, Jalil observaba desde lo alto el gran orificio de entrada de aire delventilador de sustentación que había quedado destrozado. Vio a Eddie; llevó la mano a la pistolaque portaba al cinto…Eddie, con la piel cubierta de ampollas, presionaba con más fuerza el metal contra la brida.Sintió que cedía; el plástico se estiró, primero, y después se rompió. Eddie se levantó de unsalto… y percibió de reojo un movimiento, la figura de alguien que empuñaba un arma en elbalcón que asomaba por encima de él.Se dejó llevar por su instinto y por su formación. Arrojó hacia arriba el trozo de metal y corrióhacia popa, mientras un grito sobresaltado le confirmaba que había dado en el blanco. Si eracapaz de rodear la superestructura antes de que Jalil se hubiera recuperado, estaría a salvo demomento…¡Disparos!Salía de la cubierta una lluvia de balas que le cortaban la retirada. Se tiró al suelo junto alventilador de sustentación de popa, gateando alrededor de la toma de aire en un intentodesesperado de ponerse a cubierto. Pero el borde era demasiado bajo para protegerlo. Jalil pusoel punto de mira en la figura semiexpuesta y apretó el gatillo.La bala voló hacia Eddie… pero, de pronto, se desvió hacia abajo, absorbida por el enormeventilador. Eddie levantó la cabeza y sintió el potente efecto de absorción del aire que elventilador arrastraba al pozo. Mientras ese remolino estuviera entre los dos hombres, Jalil notenía ninguna posibilidad de alcanzarlo de un tiro.El general lo comprendió al mismo tiempo que Eddie. Bajó de un salto a la cubierta principal.Eddie gateó alrededor de la toma de aire, dispuesto a echarse a correr hacia la superestructura;pero Jalil ya había levantado de nuevo la pistola y avanzaba mientras tenía cubierto el espaciopor donde tendría que pasar Eddie.Estaba atrapado.Nina, soltando un quejido por el dolor que le producía la dura caída, se puso de pietrabajosamente y vio que estaba cerca de la primera escotilla por la que había entrado en elaerodeslizador. Alguien la había abierto, y la pesada puerta oscilaba perezosamente sobre susbisagras.Después de comprobar que el pasadizo estaba vacío, Nina entró. El camarote de la tripulacióntambién estaba desocupado. Se dirigió a la cama en la que había escondido el vaso canópicodespués de montar la trampa en la caja. Ahora que Eddie estaba libre, Nina ya tenía todas lascartas en la mano: en cuanto los dos hubieran podido salir del Zubr y estuvieran a salvo, podríadestruir el contenido del vaso, poniendo fin a cualquier esperanza que siguiera albergandoShaban de llevar a cabo su plan loco.

Solo le faltaba encontrar a Eddie.Macy, que seguía conduciendo a toda velocidad por el desierto hacia el desfiladero, volvió lavista hacia el aerodeslizador que la perseguía… y descubrió con sorpresa que ya no lo teníadetrás. Se había desviado hacia un lado. A la nave inmensa le había pasado algo gordo: despedíauna columna de humo y había llamas cerca de su popa.Supo que aquello sería obra de Nina y Eddie. Una de las suyas.Pero Macy no tenía ningún indicio de que Nina y Eddie hubieran desembarcado de aquel giganteveloz. Y advirtió que, si el aerodeslizador seguía manteniendo su nuevo rumbo, no llegaría aldesfiladero, sino que seguiría desplazándose por la llanura.Hasta los altos barrancos que había al final de esta.—¡Ay, mierda! —dijo, contrariada.Berkeley salió al puente con paso vacilante y vio con horror los cuerpos de los pilotos,destrozados por la metralla.—¡Dios! ¿Qué ha pasado? —preguntó.—No se preocupe —dijo Shaban—. Tenemos que encontrar a la Wilde… y el vaso.Shaban ya había pensado que Nina no debía de haber montado la trampa con la granada de manohasta después de haberse subido al aerodeslizador, pues habría sido demasiado arriesgado dar elsalto llevando a la espalda la trampa, que podía activarse con un movimiento brusco. Lo quequería decir…—Ha debido de esconderlo. Vamos.—Yo, esto…El arqueólogo no era capaz de apartar la mirada de los cadáveres.—… no me siento muy bien —dijo.Shaban lo arrojó de un empujón contra el mamparo.—¡Si quieres seguir vivo, harás lo que te diga! —le dijo con desprecio, arrastrándolo hacia lasescaleras.Eddie, que seguía acurrucado bajo el ventilador de sustentación, se asomó por el borde de lacubierta en busca de una vía de escape. No tenía suerte. Por una escotilla que estaba hacia proarespecto de su posición salían las llamas de la sala de máquinas dañada, avivadas por el viento, yel calor y el humo tóxico le cerraban el paso por la pasarela hacia el resto de la nave.Jalil trotaba hacia él empuñando su pistola automática. Tardaría pocos segundos en tener a Eddiea tiro. A este no le quedaban muchas opciones…, pero más valía hacer cualquier cosa quequedarse esperando a que le pegaran un tiro.Corrió hacia la popa. Las tres hélices enormes se cernían sobre él. Sus aspas eran como una nubeque zumbaba dentro de las rejillas circulares. Tras los pilones que sujetaban las góndolas de losmotores podría quizá ponerse a cubierto, o incluso encontrar un modo de volver a entrar en elinterior de la nave para buscar a Nina…Demasiado lento. Jalil dejó atrás el ventilador de sustentación; apuntó…Llegó desde la superestructura el aullido agudo, ululante, de una sirena. Alguien había llegado ala conclusión de que el incendio de la sala de máquinas estaba fuera de control, y había hechosonar la alarma como señal de que se abandonara la nave. El aullido penetrante sobresaltó a Jalilen el momento en que disparaba. La bala le pasó cerca a Eddie, tan cerca que llegó a sentir sucalor.El peine de la pistola quedó bloqueado hacia atrás. Sin munición. El egipcio buscó un cargadorlleno; pero Eddie ya se arrojaba sobre él. No tenía tiempo de recargar…En lugar de ello, Jalil llevó la mano hacia otra arma.Eddie se detuvo bruscamente cuando Jalil intentó clavarle un cuchillo en el pecho. El militarvolvió a lanzarle otra cuchillada, esta vez dirigida a la cara. Eddie intentó asirlo de la muñeca,pero Jalil hizo girar la hoja para atravesar la manga de Eddie y clavársela en la muñeca, que yaestaba herida.El inglés retiró la mano con dolor y recibió una patada brutal en el estómago. Sin respiración,retrocedió, vacilante, hasta darse con algo que le llegaba a la altura de la cintura.

La parte inferior de la rejilla de la hélice.Eddie inclinó el cuerpo hacia atrás; las aspas gigantes casi le absorbían la cabeza. Se apartó deun tirón hacia delante… cuando Jalil le lanzaba una puñalada al corazón.Eddie sujetó el brazo del otro hombre, bloqueando el ataque cuando la punta del cuchillo estabaa punto de alcanzarle el pecho; pero el ímpetu de Jalil volvió a arrojarlo contra la rejilla. Elvendaval que rodeaba a ambos hombres los obligaba a entrecerrar los ojos, que los dos teníanpuestos en el cuchillo.Jalil lo acercaba a la fuerza a la garganta de su adversario. Eddie, que tenía el antebrazodoblemente herido, no podía contenerlo con todas sus fuerzas. Intentó apartarlo de sí pero soloconsiguió desviarlo hacia un lado. La punta del cuchillo le penetró la chaqueta… y fueahondando, a medida que Jalil impulsaba el cuchillo hacia abajo.Eddie soltó un grito cuando la punta le alcanzó la clavícula. Jalil sonrió y siguió empujando conmás fuerza todavía, acercándose más…Eddie adelantó la cabeza bruscamente. No tenía el ángulo adecuado para asestar a Jalil un buencabezazo, pero, en lugar de ello, cerró con fuerza las mandíbulas sobre su nariz.El general profirió un chillido y tiró del cuchillo, intentando apartarse; pero Eddie había hechobuena presa. Apretó los dientes, y se produjo un crujido húmedo y repelente de cartílago roto.Jalil tenía bloqueados los dos orificios nasales, y la sangre que le manó de pronto solo podíasalirle por la garganta. Se atragantó y escupió sangre sobre el pecho de Eddie, casi olvidándosedel cuchillo en su intento desesperado de librarse del dolor.Eddie se negaba a soltarlo, y seguía mordiendo la carne como un fox terrier. Se produjo unnuevo chasquido desagradable… y Jalil cayó de espaldas, con un agujero ensangrentado dondehabía tenido la punta de la nariz. Eddie escupió el trozo de piel y cartílago, que dio al egipcio enel ojo; y después, soltando un rugido, se echó sobre el hombro el brazo de Jalil.Hacia la hélice.El cuchillo saltó de la mano del militar con un ruido metálico… seguido de un chasquido,cuando la hélice rebanó a este la primera falange del dedo índice, dejando al descubierto unapunta aguda de hueso. Jalil soltó un alarido. Eddie le asestó dos fuertes golpes al estómago,seguidos de un uppercut que lo hizo retroceder, tambaleante.Estaban junto a la barandilla lateral. El modo más rápido de concluir la pelea sería arrojando alegipcio por la borda…Agarró a Jalil…, pero quedó casi cegado cuando este le lanzó un contragolpe inesperado,intentando clavar en el ojo de Eddie la punta de su dedo cortado. El hueso afilado le rasgó la cejamientras apartaba bruscamente la cabeza.El dedo volvió a clavársele, produciéndole un corte en la mejilla; y la otra mano de Jalil le rodeóla garganta con fuerza, con los tendones tensos como cables de acero. El egipcio escupió mássangre, acompañada de una horrible maldición en árabe. Eddie tenía un brazo herido, peronecesitaba las dos manos para evitar que Jalil le clavara el dedo en el sentido más literal deltérmino, lo que le permitiría empujarlo hacia atrás, hacia la hélice.—¡Te mataré! —gritó Jalil, atragantándose con la sangre, con los ojos desencajados de furiaenloquecida—. ¡Te mataré, y mis perros se comerán tus huevos, y después me tiraré a tu mujer,y…!Eddie soltó el brazo de su enemigo con una mano, recibiendo un rasguño de la punta de hueso enla sien al vencer Jalil la resistencia de su brazo herido; pero bajó el brazo sano entre las piernasdel egipcio para asirlo de la ingle. A Jalil se le desencajaron los ojos todavía más cuando Eddie,a quien también daba fuerzas su propia rabia, lo lanzó hacia arriba.La aspiración de la hélice, que tenía fuerza de temporal, lo absorbió. El rápido giro de las aspasle machacó el cráneo al instante. El interior de la rejilla metálica quedó coloreado por unaneblina roja. El cuerpo sin cabeza volvió a caer sobre Eddie, deslizándose, hasta quedar tendidoen la cubierta.Eddie se agachó para evitar el fuerte viento.—¡No pierdas la cabeza, camarada! Huy, demasiado tarde —musitó, mientras registraba el

cadáver.Después de darle la patada, el egipcio se había guardado de nuevo la pistola en la funda. Eddie sela quitó, tomó también un cargador lleno y cargó el arma. Miró a su alrededor mientras selimpiaba la sangre de la cara. Había varios miembros de la tripulación sobre la cubierta, peroninguno se preocupaba de él ni de su difunto jefe militar; en vez de ello, buscaban el modo dedesembarcar del aerodeslizador sin control. Uno de los hombres salvó la barandilla e intentódeslizarse por el faldón de goma hasta llegar a tierra; pero rebotó en el faldón y cayó dandovolteretas entre la tormenta de polvo, a un ángulo con el que tenía muchas posibilidades deromperse el cuello. Sus camaradas llegaron a la conclusión de que debían pensar otra cosa, yentraron apresuradamente en la nave de nuevo.Eddie, empuñando la pistola, se puso a buscar también una vía de entrada.Macy seguía con el Land Rover al aerodeslizador a duras penas, pero ya veía entre la calina unalínea marcada a lo largo del horizonte que tenía al frente.El barranco.Al Zubr solo le quedaban unos minutos para su destrucción total.Macy había visto a varias personas a bordo, pero ninguna de ellas era Eddie ni Nina.—¡Vamos! —decía, acercándose con el Land Rover—. ¡Bajaos ya de ese trasto!Nina, aferrada con fuerza al vaso canópico, se asomó a la bodega y vio con horror que había unincendio que se extendía a partir de una puerta de la parte trasera, a babor. En el interior delamplio espacio de la bodega había varios hombres que se mantenían a una distancia prudencialde las llamas mientras otro manipulaba un panel de control. Las rampas delantera y traseradescendieron; el viento cargado de arena que surcó la bodega despejó el humo de la popa… pero,al mismo tiempo, avivó las llamas.Uno de los hombres corrió hacia la parte trasera de la bodega. Habrían tenido más posibilidadesde salvarse saltando desde la popa del aerodeslizador… si no hubiera sido por el incendio. Larampa era más estrecha que la bodega; salía del lado de babor, y las llamas crecientes la barrían.El tripulante se protegió la cara con las manos… y echó a correr hacia el cuadrado de luz queindicaba la salida.Calculó mal. Salió de la escotilla una gran llamarada que le prendió fuego. El hombre se perdióde vista entre la tormenta de arena, agitando los brazos y las piernas en llamas.La vía de escape de la rampa de proa tampoco satisfizo a los hombres que quedaban. Un soldado,valiente o temerario, saltó de la rampa a la carrera intentando alcanzar el faldón para trepar por élhasta el costado. Nina, al ver las reacciones de sus compañeros, comprendió que no había tenidoéxito. Pero estos, que tenían que elegir entre caer bajo la enorme nave o sucumbir a las llamas,optaron por arriesgarse, y fueron saltando de la rampa uno tras otro.Cuando hubo salido el último, Nina entró en la bodega y se dirigió al buggy arenero parainspeccionar sus anclajes. Si era capaz de soltarlo, el vehículo quizá tuviera la velocidadsuficiente para salir por la rampa trasera sin incendiarse.Oyó un ruido metálico de pisadas que bajaban por la escalera. No tenía tiempo de volver hasta laescotilla. Se escondió, gateando, bajo la excavadora que estaba detrás del buggy, y pudo atisbara Shaban y a Berkeley, que bajaban a la bodega.—¡Encuentra el vaso! —le ordenó Shaban, señalando hacia popa.—Allí atrás hay un incendio grande —adujo Berkeley.—¡Pues no te metas en él! Revisa los bulldozers, mira a ver si se ha escondido dentro dealguno. O debajo.—¿Y usted? —preguntó Berkeley a Shaban, que se dirigía al buggy arenero.—Este será nuestro modo de salir. ¡Vamos, busca!Nina se puso tensa, pero vio con alivio que Berkeley se acercaba a una de las excavadoras queestaban al otro lado de la bodega. Se deslizó hacia la parte trasera de la máquina bajo la cualestaba escondida. Cerca de ella había otra escotilla abierta… Si era capaz de llegar hasta ella sinque la vieran…El incendio iba en aumento al ir prendiendo en la grasa y en el combustible que se habían

derramado sobre la cubierta. Berkeley terminó de revisar el primer bulldozer y pasó al queestaba detrás.La puerta estaba a unos cinco metros. Nina volvió la cabeza para mirar atrás, y advirtió los piesde Shaban, que estaba junto al buggy, soltando la última correa.Estaba de espaldas a ella. Quizá pudiera llegar hasta la puerta si saltaba en ese momento… y siBerkeley no la veía. El arqueólogo había subido a revisar la cabina del bulldozer, y le daba laespalda.Era su oportunidad.Salió deslizándose, y se disponía a correr hacia la puerta cuando Berkeley saltó de la cabina y sevolvió.La vio.Se miraron a los ojos a través de la bodega. Nina se quedó paralizada. Una sola palabra deBerkeley alertaría al jefe de la secta…La palabra no se pronunció.Berkeley pestañeó, y puso después una cara exageradamente inexpresiva. Se volvió de nuevo yse puso a registrar por segunda vez la cabina del bulldozer.Nina le dio las gracias en silencio, y se dispuso de nuevo a correr…—¿Qué pasa? —gritó Shaban, haciendo temblar tanto a Nina como a Berkeley. Había advertidoel momento de indecisión de científico.—No… no estoy seguro —balbució Berkeley; pero Shaban ya se acercaba a grandes zancadashacia el lugar donde estaba Nina.Esta se puso de pie de un salto, sosteniendo el vaso canópico sobre la cabeza.—¡No te muevas, o lo destrozo!Shaban se detuvo y extendió las manos.—Démelo, doctora Wilde.—¡Ni pensarlo!Nina retrocedió y miró de reojo hacia el incendio, cada vez mayor.—¿Qué te parece si metemos tu pan en el horno? ¿Eh?—¡No! —exclamó Shaban.Avanzó un paso más, atormentado entre el impulso de recuperar el vaso canópico y el miedo aque se destruyera.—Démelo y… y le perdonaré la vida.Nina seguía retrocediendo.—¿Cómo? ¿Para poder emplearlo para matar a millones de personas? De ningún modo. Esto seha terminado, gilipollas.Shaban apartó los ojos de Nina y volvió la vista hacia la pared lateral de la bodega.—Tiene usted razón. Se ha terminado —dijo.—¡Nina! —gritó Berkeley para prevenirla. Pero era demasiado tarde. Diamondback apareció porla escotilla abierta y se abalanzó sobre Nina.Ambos cayeron sobre la cubierta, y a Nina se le escapó el vaso. Diamondback consiguió a duraspenas amortiguarlo por debajo con la punta de los dedos para evitar que se rompiera; pero no fuecapaz de detenerlo. El vaso rodó hacia el fuego…, pero se detuvo cuando chocó con una de lasanillas de anclaje de la carga.Shaban soltó un hondo suspiro al ver que el vaso estaba a salvo. Se dirigió a recogerlo.—Mátala —dijo, tajante.—Con mucho gusto —respondió Diamondback.Obligó a Nina a subir la cabeza tirándole de la coleta, mientras buscaba el revólver con la otramano en el interior de su chaqueta de piel de serpiente…Se abrió bruscamente otra puerta, y todos volvieron la cabeza hacia ella.Eddie entró de un salto, empuñando el arma de Jalil. Apuntó inmediatamente al enemigo querepresentaba el peligro más inminente, Diamondback; pero el estadounidense levantó más a Ninade un tirón, arrancándole un grito de dolor, para servirse de ella como escudo humano. Shaban se

apresuró a refugiarse tras la excavadora más próxima. Berkeley, al otro lado de la bodega, hizootro tanto, acurrucándose en la pala de otra excavadora.—Eddie —dijo Nina con voz entrecortada, horrorizada al ver la cantidad de sangre que tenía sumarido en la cara y en la ropa—. Ay, Dios mío…—Hola, cariño —dijo Eddie; y volvió la vista hacia Diamondback.—Tú, Víbora Bufadora —le dijo—, voy a contar hasta tres para que la sueltes.Diamondback apoyó el revólver en la cabeza de Nina.—Y yo voy a contar hasta dos para que sueltes esa arma.—¡Dispara al vaso, Eddie! —dijo Nina—. ¡Si lo destruyes, no tienen nada!Eddie echó una mirada a un lado y localizó el vaso canópico.—¡Si haces eso, ella morirá, Chase! —gritó Shaban, indicando con un gesto a su guardaespaldasque no disparara… de momento. Diamondback reaccionó obligando a Nina a ponerse de rodillas,mientras él seguía en cuclillas tras ella, y forzándola a retroceder sobre las rodillas, alejándose deEddie.Eddie los seguía despacio, sin dejar de tenerlos apuntados. Estaban en un punto muerto.Diamondback sabía que, si mataba a Nina, él también moriría un segundo después; pero Eddieno podía disparar sin correr el riesgo de dar a Nina. Lo único que podía hacer era verlosretroceder, hasta que estuvieron cerca de la puerta abierta.—¡Sebak! —gritó el estadounidense—. ¿Ese bulldozer tiene las llaves puestas?Shaban comprendió al momento lo que tenía pensado Diamondback y se dirigió hacia la cabinade la excavadora, con la cabeza baja para no ponerse a tiro de Eddie. Se asomó al interior. Seoyó el ruido agudo del motor de arranque, seguido del sonido más grave del motor diésel, queentró en funcionamiento.—No sé lo que estáis haciendo, pero cortadlo de una jodida vez —le advirtió Eddie; perotampoco podía hacer nada por evitarlo.Diamondback, que seguía encañonando a Nina en la cabeza, se buscó en un bolsillo una brida deplástico. La pasó por una anilla de anclaje de carga y metió la punta de la brida por el cierre:después, asió la mano de Nina y se la metió a la fuerza en la anilla de plástico para cerrar por finesta de un tirón, apretándola al máximo.Nina soltó un quejido cuando la superficie dentada interior de la brida se le clavó con fuerza enla muñeca. Estaba atada firmemente a la anilla, con el brazo doblado a la espalda en posturadolorosa.—No vas a ninguna parte —le susurró Diamondback al oído con voz pausada.Mientras tanto, Shaban había conseguido hacerse una idea aproximada del manejo de laexcavadora. Movió una palanca para hacer elevarse la pala dentada de la excavadora respecto delsuelo de la bodega, y a continuación tomó una llave inglesa grande que había encontrado en unacaja de herramientas y la metió a presión de manera que apretara el pedal del acelerador de lamáquina. El motor rugió, y el tubo de escape empezó a vomitar humo pardo y grasiento; pero laexcavadora no se movió. No tenía metida ninguna marcha.De momento.Levantó la vista… y vio una cosa por la puerta abierta de la rampa delantera. La línea del bordedel barranco, ante ellos. A poco más de un kilómetro.El Zubr llegaría allí en menos de dos minutos.Eddie miraba alternativamente a Diamondback y a Shaban, y empezó a comprender el planhorrible de los dos. Ahora tenía bien a tiro al jefe de la secta, pero, en cuanto moviera la pistolapara apuntarlo, Diamondback tendría el instante que necesitaba para apuntarlo a él a su vez ydispararle.El vaso canópico daba golpes contra la anilla; estaba aproximadamente a la misma distancia deEddie que Nina.Shaban advirtió sus miradas.—¿Qué eliges, Chase? ¿Detenerme o salvar a tu esposa? ¡Solo puedes hacer una de las doscosas!

Shaban puso la palanca de cambios en la marcha atrás más corta… y saltó del bulldozer paraponerse a salvo mientras este se ponía en movimiento hacia atrás.La máquina se desplazó menos de medio metro, y se detuvo bruscamente cuando se tensaron lascadenas con las que estaba anclada a la cubierta. Pero los anclajes solo estaban pensados parasujetar el bulldozer mientras estaba en marcha el aerodeslizador, y no para resistirse a toda lafuerza motriz de la máquina, de varios centenares de caballos. Las orugas tractoras de aceroproducían un sonido horrible contra el suelo; las anillas de sujeción de la carga crujían y sedeformaban, y la excavadora empezó a liberarse a la fuerza.Diamondback se mantuvo firme en su lugar, detrás de Nina, observando de reojo el vehículochirriante que tenía a cuatro metros de distancia.—¡Vale, adelante! —gritó a Eddie—. ¡Te toca a ti mover pieza!Eddie echó una ojeada al vaso canópico. ¿Podría arrojarlo al fuego de una patada antes de quequedara libre el bulldozer?Pero, si le tocaba elegir entre dos opciones, sabía que solo había una posible.Saltó una anilla. Los demás anclajes quedaron sometidos a una tensión excesiva, y tardaronmenos de un segundo en romperse. El bulldozer empezó a retroceder lentamente.Hacia Nina.Diamondback se apartó de ella rodando sobre sí mismo y arrojándose hacia el lado opuesto delbulldozer. Eddie abrió fuego, pero sus dos disparos dieron en el costado de la máquina con ruidometálico, sin ningún efecto.Corrió hacia Nina, que se esforzaba desesperadamente por soltarse el brazo. La excavadoraseguía retrocediendo inexorablemente; estaba a dos metros de Nina… a un metro y medio…Eddie sabía que no podría soltarse a tiempo por sí misma de ningún modo… y apoyó la bala enla anilla metálica.Apretó el gatillo. La bala partió en dos la brida de plástico, rebotó en la anilla y le arrancó aEddie de la mano la pistola. La llamarada del disparo quemó a Nina en el brazo. Nina gritó; peroEddie ya había tirado de ella hacia atrás cuando la excavadora pasó por encima de la anillaabollada.Se pusieron a salvo rodando sobre sí mismos mientras la gran máquina pasaba ante ellospesadamente, pero todavía no estaban fuera de peligro. Shaban pasó corriendo ante ellos, enbusca del vaso canópico. Diamondback iba a pocos pasos por detrás de él, con la pistolalevantada. Eddie buscó con la vista su propia arma…Desapareció bajo la oruga del bulldozer, con ruido de metal aplastado.Eddie tiró de Nina para llevarla consigo tras la máquina, que se desplazaba lentamente.Diamondback disparó; la bala arrancó un pedazo de la carrocería pintada de amarillo. Elestadounidense ya se disponía a correr tras ellos cuando cayó en la cuenta de que existía un atajo,y subió de un salto a la máquina con intención de pasar a la cabina.Pero Eddie ya estaba allí.Se abalanzó sobre él por encima del asiento, y ambos hombres cayeron pesadamente al suelo dela bodega. El revólver se deslizó por el suelo.Shaban llegó hasta el vaso y lo recogió rápidamente, sintiendo un momento de alivio absoluto alver que no estaba deteriorado y seguía bien sellado. Corrió de nuevo hacia el buggy arenero.Berkeley se asomó desde su escondrijo; el jefe de la secta le dirigió una mirada torva, y elprofesor se retiró de nuevo, asustado.Eddie asestó a Diamondback un puñetazo… con el brazo que tenía herido, provocándose casitanto dolor a sí mismo como a su adversario. El estadounidense advirtió que Eddie flaqueaba, ylo asió con fuerza del antebrazo, clavándole los dedos en la herida de bala. Eddie soltó un grito yretrocedió con un movimiento convulsivo, que brindó a Diamondback la oportunidad deapartarlo de una patada. El bulldozer pasó rodando junto a ellos.Nina se subió a la cabina de la máquina. Retiró de una patada la llave inglesa que sujetaba elacelerador y empujó la palanca de cambios para poner el punto muerto. El bulldozer se detuvocon un traqueteo, muy cerca del incendio que se iba extendiendo en la parte posterior de la

bodega. Nina vio que, delante de la excavadora, Diamondback clavaba un codo en el pecho deEddie. Detrás de estos dos vio que Shaban se subía al buggy arenero; y, más allá, por la puertaabierta de la rampa delantera, vio…¡El barranco!Diamondback volvió a golpear a Eddie en las costillas, y se levantó de un salto para buscar surevólver. Estaba delante del bulldozer. Se apoderó de él, se puso de pie y se volvió para pegarun tiro a Eddie…Pero se quedó petrificado al ver que el buggy arenero se ponía en marcha con chirrido deneumáticos. Iba al volante Shaban, que sujetaba contra el pecho con una mano el vaso canópico.—¡Sebak! ¡Espérame! —gritó el estadounidense; pero su voz se perdía entre el rugido del vientoy de los motores.Eddie se incorporó hasta quedar sentado. Diamondback se sobrepuso al disgusto de que lohubiera abandonado su compinche, y apuntó…Nina empujó la palanca de cambios del bulldozer.La máquina avanzó de un tirón… y la pala dio un fuerte golpe en la espalda al estadounidense. ADiamondback le salió despedido de la mano el revólver, que fue a aterrizar en la pala de acero dela excavadora. Avanzó hacia Eddie, tambaleándose…, pero cayó de espaldas de nuevo al recibiren la cara el impacto de un puño.Eddie lo golpeó otra vez, y otra. Diamondback escupió sangre. Eddie, tras encogerse sobre símismo para cobrar impulso, asestó a su rival un uppercut en la barbilla que lo hizo caer contrael borde de la pala. Los dientes metálicos le desgarraron por detrás la chaqueta de piel deserpiente.Pero Diamondback no estaba acabado. Vio su revólver en la pala; intentó cogerlo…Y subió por los aires cuando Nina levantó la pala de la excavadora.Con el peso de Diamondback, su chaqueta había quedado bien fijada a los dientes de acero, y elhombre estaba suspendido, impotente. Intentó despojarse de la prenda, pero no podía liberarselos brazos.Cuando se detuvo el bulldozer, Eddie dio a Diamondback un último puñetazo en el estómago, ymiró después hacia proa.Shaban bajaba por la rampa con el buggy arenero.El resistente vehículo todoterreno cayó a tierra con brusquedad, y el egipcio se vio impulsadocontra su cinturón de seguridad. Consiguió a duras penas mantener el control del vehículo conuna mano mientras sujetaba el vaso canópico con la otra. El Zubr le fue ganando terreno duranteunos instantes; el borde delantero de la rampa parecía una pala gigantesca dispuesta a recogerlimpiamente al buggy… pero Shaban se apartó, dando un brusco giro a un lado. Elaerodeslizador pasó junto a él entre su nube de polvo.Directamente hacia el barranco.Macy vio que el buggy arenero se apartaba de la nave y advirtió quién era el que lo conducía.Si Shaban se había escapado, ¿dónde estaban Nina y Eddie? ¿Estarían…?No. Macy se negaba a aceptar aquella posibilidad. Ellos no la habían abandonado, y ellatampoco los abandonaría a ellos.Apretando los dientes, redujo a una marcha inferior y pisó el acelerador a fondo. La aguja delradiador estaba en la zona roja; el viejo Land Rover se estaba calentando demasiado, peroconseguía empezar a adelantar al aerodeslizador.Nina corrió hasta Eddie.—¿Estás bien? —le preguntó, viendo sus muchas heridas.—Esto se arregla con un mes de reposo en las Maldivas —dijo él con voz ronca, mientras seaferraba el brazo con la otra mano para cortar la hemorragia.Haciendo caso omiso de Diamondback, que blasfemaba y pataleaba, Eddie inspeccionó labodega, y vio la escotilla que conducía a la sala de máquinas de estribor.—Tenemos que frenar este cacharro —dijo—. Quizá podamos echar algo al motor…—¡No hay tiempo! —exclamó Nina, señalando con el dedo hacia la rampa delantera—. ¡Nos

vamos a caer por un barranco!—¿Qué? ¡Mierda!Eddie siguió buscando con más urgencia. El incendio de la rampa posterior era ya pavoroso; y siintentaban saltar desde proa, el aerodeslizador los barrería.No tenían escapatoria…Un fuerte golpe metálico los hizo volverse… y vieron que el Land Rover destartalado ascendíamarcha atrás, cabeceando, por la rampa delantera. Macy se había puesto delante mismo del Zubry había dado un frenazo, para que el aerodeslizador se la tragara como una ballena que se traga auna sardina. Volvió a frenar con fuerza, y el todoterreno patinó y quedó con el morro hacia Eddiey Nina. Macy se incorporó en el asiento del conductor, aturdida; pero el desconcierto de suexpresión dejó paso a la alegría cuando vio a sus amigos.—¡Vamos! ¡Subid! —les gritó.Ambos corrieron hacia el Defender, lleno de orificios de bala.—¡Logan! ¡Mueve el culo! —gritó Nina.Berkeley salió de su escondrijo y se precipitó hacia el Land Rover. Todos se amontonaron en elinterior del vehículo.Eddie vio por primera vez, por el portón de proa, el borde del precipicio que se les venía encima.Estaban tan cerca que el Land Rover no tendría tiempo de ponerse a salvo.—¡A la rampa posterior! ¡Vamos! —gritó.—¡Está incendiada! —protestó Berkeley.—¡Vamos!Macy metió la marcha del Land Rover y dirigió el vehículo entre las dos filas de maquinariapasada. Vio las grandes llamaradas.—¡Jesús! —dijo.—¡Pasa a través! —gritó Eddie.Diamondback seguía colgado de la pala de la excavadora, pero había conseguido volverse losuficiente para alcanzar su revólver.—¡Adelante!Diamondback apuntó con el revólver a la conductora del Land Rover, mientras el vehículoavanzaba hacia él a toda velocidad.El miedo le paralizó el dedo sobre el gatillo. Atendiendo únicamente a recuperar su arma, nohabía visto el barranco al que se iban acercando…, pero entonces lo vio.Sobreponiéndose al susto, disparó, pero había perdido una fracción de segundo. La bala atravesóel techo del Land Rover, por encima de la cabeza de Macy. El Defender pasó junto a él.Nina miró atrás.—¡No lo vamos a conseguir!El Land Rover estaba diseñado pensando en la solidez, no en la capacidad de aceleración.—¡Lo conseguiremos! —repuso Eddie, abrazándola con fuerza.Pasaron ante la última excavadora; las llamas se alzaban ante ellos mientras Macy variaba elrumbo para apuntar hacia la rampa.—¡Aunque creo que deberíamos bajar la cabeza! —añadió Eddie.Se agacharon todo lo que pudieron mientras el Land Rover se adentraba en el incendio. Laslenguas de fuego los buscaban con ansia asomándose por las ventanillas rotas.Alcanzaron la rampa…El Zubr llegó al barranco.Cuando el faldón del aerodeslizador se asomó sobre el vacío, una enorme bocanada de aire apresión levantó la arena y las piedras sueltas dejando al descubierto la roca desnuda. Al haberquedado sin sustentación la proa de la nave, el inmenso vehículo dio una sacudida violenta, porel choque del fondo del casco contra el borde de piedra. La nave, todavía impulsada haciadelante por sus tres hélices gigantescas, se bamboleaba como un balancín… hasta que superó elpunto de equilibrio. Todo lo que había en su interior y que no estaba fijo o anclado se deslizóhacia delante.

Incluido el bulldozer del que estaba suspendido Diamondback.Este soltó un alarido cuando la excavadora se empezó a desplazar, chirriando, por el suelo de labodega. La máquina saltó al vacío y cayó en picado, con Diamondback atrapado en la pala comosi fuera un adorno del capó capaz de chillar.Las treinta toneladas de acero se estrellaron al fondo del precipicio… seguidas de otrasquinientas toneladas de metal, o más, del aerodeslizador, que cayeron encima. El Zubr explotócon una detonación que hizo temblar la tierra, y ascendió de sus restos una nube en forma dehongo.Hacia el Land Rover.El todoterreno no había alcanzado la velocidad suficiente para contrarrestar el impulso haciaadelante del aerodeslizador cuando saltó de su popa, y había patinado hacia atrás hasta quedardetenido con las ruedas traseras sobre el borde del precipicio. Las ruedas delanteras girabaninútilmente, pues no tocaban el suelo, y la parte trasera del vehículo iba descendiendo…Aunque el duro aterrizaje había dejado semiaturdida a Nina, esta se hizo cargo del peligro… y searrojó contra el salpicadero.El desplazamiento de su peso fue el justo para que la parte delantera del Defender volviera adescender. Las ruedas encontraron agarre y tiraron del vehículo hasta que las ruedas traserasllegaron a tierra firme con una sacudida estremecedora. La bola de fuego que subía del fondo delbarranco pasó tras el Land Rover y le incendió una de las ruedas. El todoterreno, todavía sumidoen la nube de arena, consiguió avanzar unos diez metros más, hasta que la rueda incendiadareventó. Macy lo detuvo bruscamente.El polvo se fue asentando. Todos salieron del Land Rover, tosiendo. Berkeley miró a Nina,tembloroso.—Gracias por haberme esperado —dijo.—Y tú, gracias por… haber intentado ayudarme, más o menos, supongo —le dijo Nina a su vez,no muy convencida.Berkeley pareció aliviado y tendió una mano a Nina.—¿Sin rencor? —le dijo.Para sorpresa de Macy y de Eddie, Nina le tomó la mano y se la sacudió una vez… y, actoseguido, le dio un puñetazo en la cara.Berkeley cayó al suelo de culo, aturdido.—¡Con rencor, la verdad! —le espetó Nina—. ¡Toma eso por haberme vendido antes deayudarme, hijo de perra!Eddie contuvo a Nina antes de que pudiera lanzarle otro golpe.—¿Qué hay de Shaban? —preguntó Macy, buscándolo con la mirada. Pero el buggy arenero sehabía perdido de vista hacía mucho tiempo.—¡Mierda! —dijo Nina, volviendo a pensar en temas más importantes que la cuestión deBerkeley—. ¡Shaban se ha llevado el vaso! ¿Cómo vamos a alcanzarlo?—No podemos —le dijo Eddie—. Nos lleva mucha ventaja… y supongo que podrá llamar aalguien para que lo recoja en helicóptero. Ese buggy tenía teléfono por satélite.—¿De manera que ha ganado? —preguntó Macy, horrorizada—. ¿Se va a salir con la suya,después de todo lo que hemos pasado?—No —dijo Nina—. De ninguna manera. Yo no lo voy a consentir.Se quedó pensativa, mirando en la dirección en la que se había perdido de vista el egipcio.—Tenemos que volver a Abidos —dijo por fin.Pareció que tanto Eddie como Macy se disponían a hacer comentarios burlones sobre lo evidenteque resultaba el plan de Nina.—Ni se os ocurra —se adelantó ella—. Dije que teníamos que ponernos en contacto con lasautoridades. Pues sigue siendo así.—En tal caso, más vale que cambiemos esa rueda —dijo Eddie, indicando el neumático traseroincendiado del Land Rover—. Es un camino larguísimo para hacerlo a pie.El helicóptero egipcio Mil Mi-8 llegaba desde el oeste, y su silueta destacaba sobre el gran disco

rojo del sol poniente que rozaba el horizonte. La aeronave levantó un remolino de arena al tomartierra cerca del Osireión de Abidos. Nina, Eddie y Macy estaban de pie junto al Land Roverdestartalado. Berkeley, taciturno, esperaba sentado en el asiento trasero. Todos se protegieron losojos de la nube de polvo con las manos. Se abrieron las escotillas y saltaron a tierra seishombres. Cinco eran militares, pero sus uniformes no tenían el color tostado habitual de lasfuerzas armadas egipcias. Llevaban los tonos más oscuros, de camuflaje, de una unidad deoperaciones especiales.El sexto hombre era un civil, el doctor Ismail Assad, secretario general del Consejo Supremo deAntigüedades.—Doctora Wilde… —dijo cuando llegó al Land Rover.—Doctor Assad… —respondió Nina a su vez, y volvió la vista hacia la zona del desierto de laque había llegado el helicóptero.—Algo me dice que, antes de venir aquí, habrá usted echado una ojeada en las coordenadas deGPS que le di por teléfono —dijo al doctor.—Así es. Era… increíble —dijo este, sacudiendo la cabeza, casi con incredulidad—. Y eso quesolo he tenido tiempo de examinar la cámara de entrada. ¿Hay mucho más?—Mucho —dijo Macy—. Hasta llegar al fondo, donde está la tumba de Osiris.—Increíble —repitió Assad—. He dejado allí, para custodiar el yacimiento, a un equipo delEscuadrón Especial de Protección de Antigüedades —añadió, señalando a los soldados con ungesto de la cabeza—. El CSA enviará una expedición completa a la mayor brevedad posible.—Shaban no volverá allí —le advirtió Eddie—. Ya tiene lo que quería.—Sí; ese vaso canópico del que me ha hablado usted —dijo Assad a Nina—. ¿Lo dice en serio?¿Cree usted que Shaban va a emplearlo para crear un arma biológica?—Eso cree él, al menos —respondió Nina—. Y tiene a su disposición los recursos del TemploOsiriano… Bueno, supongo que desde ahora se llamará Templo Setiano. Por lo que vi en Suiza,es posible que lo consiga.—Puede ser —dijo Assad, frunciendo el ceño—; pero la cuestión de las armas de destrucciónmasiva se sale un poco de mi terreno. Y, sin pruebas, no puedo solicitar a las autoridadessuperiores que tomen medidas.—Pero hay otra cosa que sí entra en su terreno —dijo Nina—. El zodiaco de la esfinge. Estoysegura de que lo tendrá Shaban. Osir lo debió de enviar a Suiza de nuevo. Hasta le teníapreparado un sitio en su colección de recuerdos de Osiris.—Si Shaban tiene el zodiaco, estaría justificado de sobra tomar medidas —reflexionó Assad—.Al fin y al cabo, es ciudadano egipcio… y a nuestro Gobierno no le gustan nada los ladrones depiezas arqueológicas.—¿Enviaría usted a estos para que lo extraditasen? —le preguntó Eddie, mirando a los soldados.—Me temo que no puedo hacer comentarios sobre la cuestión de si el EEPA ha realizadomisiones fuera del país —repuso el egipcio, con una sonrisa leve pero significativa.—Y si, de paso, también descubre usted pruebas de que está elaborando armas biológicas…bueno, entonces tendría que hacer algo al respecto, ¿no? —dijo Nina.—Supongo que tendría. Pero antes necesitaría pruebas de que Shaban tiene el zodiaco.Nina miró a Eddie.—Para eso, habría que volver a entrar en la sede central del Templo Osiriano…—¿Cómo vais a conseguirlo? —preguntó Macy—. O sea, ya hemos visto ese sitio. Es como unafortaleza… ¡Porque es una fortaleza, tal como suena! Esta vez no os dejarán entrartranquilamente.—Puede que no —dijo Eddie, pensativo—. Pero hay otra persona a quien quizá sí dejen entrar…

29SuizaLuces suaves bañaron los altos muros del castillo cuando se desvaneció tras las montañas alpinasel último brillo del sol poniente. La pirámide que dominaba el patio aquirió un nuevo relievecuando se encendieron las filas de luces led azules que recorrían sus bordes. La construcción decristal negro se convirtió en una silueta de neón rematada por un haz de luz intensa queiluminaba el cielo hacia la estrella polar: era un faro que apuntaba a los antiguos dioses egipcios.Por la orilla del lago se acercaban otras luces, que avanzaron por la corta lengua de tierra que seadentraba hacia el castillo y se detuvieron ante la puerta fortificada. Era un grácil Mercedesnegro, clase S, con cristales tintados, casi tan oscuros como la pintura de la carrocería. Pero laventanilla que descendió suavemente para responder a la voz del intercomunicador no fue la delconductor; en vez de aquella, bajó la ventanilla trasera para hacer visible al único pasajero.—¡Eh, hola! —dijo Grant Thorn, obsequiando a las cámaras con su sonrisa de estrella de cine—.Jalid Osir me invitó a visitar el Templo Osiriano. ¡Y aquí estoy!—¿Qué lo trae por aquí, señor Thorn? —dijo Shaban, con una cortesía empalagosa que apenasdisimulaba su desprecio… y su desconfianza.Grant se instaló cómodamente en el sofá tapizado en piel del salón de Osir.—Había venido a Suiza para verme con algunos de los inversores de mi nueva película… Hayque tener contentos a los del dinero, ¿verdad? —comentó con una sonrisita—. Y, ya que estabapor aquí, pensé que tomaría la palabra al señor Osir, que me invitó a que viésemos juntos laspelículas que hizo en sus tiempos. ¿Está por aquí?—Mi hermano… no está en el país —dijo Shaban.—¡Ay, hombre! ¿Cuándo volverá?Shaban esbozó una sonrisa aviesa.—Tardará algún tiempo en volver. Pero usted no habrá hecho el viaje en vano. Esta noche secelebra en el Templo una ceremonia especial… y usted asistirá. Si demuestra su fe y su lealtad,recibirá su recompensa.—Estupendo —dijo Grant—. Pero, si no está aquí el señor Osir, ¿quién va a dirigir laceremonia?—Yo estoy al mando —respondió Shaban con una sonrisa más amplia, aderezada con ciertoorgullo.Llamó alguien a la puerta. Entró un hombre corpulento, de cabellos grises. Era Lorenz, quetodavía lucía en el rostro las contusiones que había recibido en la pelea en el Salón de losRegistros.—Está llegando el primer autobús —anunció.Shaban asintió con la cabeza, y se dirigió de nuevo a Grant.—Tengo que prepararme para la ceremonia —le dijo—. Espere aquí. Vendrá alguien aacompañarlo.—Lo espero con impaciencia —dijo Grant, mientras se marchaban los dos hombres.Aguardó unos segundos, y se sacó del bolsillo un teléfono móvil. Un teléfono que tenía la líneaabierta.—¿Habéis recibido eso?—Está recibido —dijo Nina, que llevaba puestos unos auriculares inalámbricos con micrófono.Valle arriba, a ochocientos metros, estaban detenidos dos todoterreno Mitsubishi Montero y unfurgón cerrado. En la amplia caja del furgón había sitio suficiente para transportar el zodiaco dedos metros de diámetro; pero de momento estaba sirviendo de puesto de mando improvisadopara un equipo de diez soldados del Escuadrón Especial de Protección de Antigüedades delGobierno egipcio.—¿De qué ceremonia se trata? —preguntó Assad, que estaba al mando de la unidad.Nina solo pudo encogerse de hombros, y a Macy tampoco se le ocurrió ninguna ideaaprovechable. Assad frunció el ceño y se volvió hacia uno de sus hombres.—Ha dicho algo de un autobús. Ve a ver si hay algún vehículo que se dirija al castillo.

El soldado, vestido de negro, asintió con la cabeza y bajó del furgón de un salto.—Los EEPA solo van preparados para un golpe de mano por sorpresa —dijo Assad—. Si allíhay más gente de la que esperábamos…—¿Qué queréis que haga? —preguntó Grant—. Ese chisme, el zodiaco, está en una sala llena decosas egipcias… Lo vi al entrar.Assad sacudió la cabeza.—No podemos hacer nada mientras no tengamos pruebas visibles de que Shaban tiene el zodiacoen su poder —dijo—. El ministro nos lo dejó muy claro. Esta operación, tal como estamos, yapuede desencadenar un conflicto diplomático.—Deberíamos haber dado a Grant una cámara de fotos —dijo Macy.—Creo que eso podría haberlos hecho sospechar un pelín —observó Nina—. Grant, creo que, demomento, lo mejor es que te quedes en el sitio. No cortes la comunicación; si hay algúnproblema, te avisaremos para que intentes salir de allí.—¿Escaparme de un castillo? Eh, eso ya lo hice en Condición extrema —le dijo Grant, tantranquilo.—Bueno; pues aquí tienes que hacerlo bien en la primera toma, de modo que ten cuidado.—Entendido —dijo Grant, y se guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo.El soldado volvió a subir al furgón.—Acaba de llegar un autobús —dijo a Assad—. Están bajando el puente levadizo para dejarlopasar. He observado la carretera del lago, y vienen más.—Esta ceremonia debe de ser una cosa grande —dijo Nina, preocupada—. ¿Qué hacemos?Assad volvió a fruncir el ceño, pensativo.—Hemos venido hasta aquí para determinar si Shaban tiene el zodiaco. Empezaremos porobtener la prueba.Nina asintió con la cabeza.—¿Eddie? —dijo por el micrófono.El Mercedes de Grant estaba estacionado en un aparcamiento a un lado de la pirámide, cerca delmuro que rodeaba el patio. Cuando habían llevado a Grant en presencia de Shaban, su conductorse había quedado en el interior del vehículo de cristales tintados.El conductor era Eddie Chase.—Aquí estoy —respondió, poniéndose a su vez un auricular pequeño en una oreja, semejante alos auriculares de Bluetooth, pero con una pequeña cámara de vídeo montada a un lado—. ¿Cuáles la situación?Nina le comunicó lo que le había dicho Grant. Eddie miró hacia la puerta del castillo, más allá dela pirámide, y vio que descendían las dos mitades del puente levadizo. Cuando se juntaron, seoyó un golpe apagado y ruido de cadenas, y acto seguido entró despacio un autocar. A juzgar porel número de caras que atisbó Eddie por las ventanillas, el gran vehículo estaba completamentelleno de pasajeros. El autocar se detuvo al otro lado del aparcamiento.—Jo —dijo Nina, al ver bajar a los pasajeros por medio de la cámara de Eddie—. Son muchos…y vienen más autobuses. ¿Cómo vas a colarte en la torre con tanta gente por allí?—Está chupado —le dijo Eddie.Había estado observando por el techo solar del coche a los guardias que vigilaban desde lasalmenas; y estos atendían ahora a la multitud que salía del autocar. Eddie se deslizó hasta elasiento del copiloto, abrió la puerta sin hacer ruido y salió discretamente. Había aparcado elMercedes a propósito junto a un todoterreno grande; se quedó agazapado entre las sombras,completamente inmóvil, hasta haberse cerciorado de que nadie lo había visto salir del coche. Unavez convencido de ello, avanzó hasta que pudo ver todo el patio.Tenía delante una de las caras laterales desnudas de la pirámide. El autocar estaba más lejos, a laizquierda. A su derecha había un jardincillo; los arbustos y los árboles podían ayudarlo aocultarse para alcanzar la entrada lateral de la torre del homenaje.—Vale; creo que puedo entrar sin que me vean. ¿En qué piso está el zodiaco?—En el tercero —dijo Nina.

—¿Contando la planta baja, como hacéis los americanos, o sin contarla? —le preguntó Eddie.Sonrió al percibir el leve suspiro de Nina. Siempre podía contar con las diferencias de expresiónentre el inglés británico y el estadounidense para pincharla un poco.—Contando la planta baja, claro está.—O sea, en el segundo para un inglés. Vale.Salvó el espacio que lo separaba del coche siguiente y se agazapó tras este, observando lasalmenas, el patio…Se quedó paralizado.¡Shaban!El jefe de la secta había salido por la puerta principal de la torre del homenaje y se dirigía haciala pirámide, acompañado de tres hombres. Eddie reconoció a dos de ellos. Eran Broma y Lorenz,que al parecer habían heredado de Diamondback el cargo de guardaespaldas de Shaban. Noconocía al tercero, que portaba un recipiente cilíndrico de metal.Pero Nina sí lo había reconocido.—Eddie, ese tipo de gafas es uno de los científicos que vi en el laboratorio —le dijo por elauricular.A Eddie le interesaba más el objeto que portaba el hombre. En la superficie de acero inoxidablehabía grabado un símbolo. Cuando los cuatro hombres se aproximaron a la pirámide, Eddie forzóla vista para observarlo mejor.Los hombres se perdieron de vista tras el ángulo de la estructura, bordeado de luces azules. PeroEddie ya había visto suficiente. Había reconocido el símbolo, que conocía por la formación quehabía recibido para la guerra ABQ cuando estaba en el SAS.Tres pares de cuernos curvos, dispuestos en forma de círculo.Peligro biológico. El cilindro era un frasco sellado. Para el transporte de un agente biológico.Eddie contuvo un estremecimiento involuntario. El contenido de aquel cilindro no representabauna amenaza inmediata; si fuera así, Shaban y sus seguidores llevarían trajes ABQ. Pero,teniendo en cuenta lo que había dicho el egipcio en la tumba, existía la posibilidad de que seprodujera un daño enorme… y Eddie tampoco podía saber si los cuatro hombres ya se habíaninmunizado de alguna manera.Él ya había frustrado un ataque biológico, cuatro años antes. Ahora tenía que hacer lo mismo.—Oye, Eddie…, ¿dónde vas? —le preguntó Nina cuando volvió a retirarse entre la sombra deltodoterreno.—Voy a reventar ese laboratorio. Está en lo más alto de la pirámide, ¿verdad?—No… ¡No hemos venido para eso, señor Chase! —balbució Assad—. Nuestra prioridad esencontrar el zodiaco.—Mi prioridad es asegurarme de que un jodido loco que se cree que es un dios egipcio no sepone a diseminar esporas asesinas por el mundo.Eddie vio que los adeptos de la secta se encaminaban hacia el acceso por el que acababa de pasarShaban. Se preguntó por qué no empleaban las puertas más cercanas de la pirámide, las queestaban en la cara que daba al puente levadizo; pero llegó a la conclusión de que aquello no teníaimportancia. Lo que sí importaba era que le proporcionarían un modo de entrar.Assad y Nina seguían protestando; pero él, sin hacerles caso, observó con más atención a lossectarios recién llegados. A diferencia de las multitudes que había visto en las reuniones delTemplo Osiriano de Nueva York y de París, en las que había gente de ambos sexos y dediferentes edades, aquel grupo estaba compuesto principalmente por hombres jóvenes, aunque denacionalidades diversas. ¿Serían los seguidores personales que tenía Shaban en todo el mundo?Se desplazó, agachado, hasta ocultarse detrás de otro coche que estaba más cerca de la pirámide.Una vez allí, se llevó la mano al micrófono de la oreja.—Vale, tengo que cortar —dijo—. No me van a dejar entrar allí tan tranquilo con una cámara enla cabeza.—Eddie, no… —dijo Nina; pero Eddie ya se había quitado el micrófono de la oreja y se lo habíacolgado de la parte inferior de la chaqueta, donde no llamaba la atención.

Pasaba ante él el grupo de unas cincuenta personas, con más guardias de chaqueta verde encabeza y a la retaguardia. Los sectarios conversaban mucho entre ellos; se apreciaba en sus vocesun tono de emoción, de impaciencia, pero teñido también de algo más que Eddie solo pudointerpretar como satisfacción. No sabía en qué consistiría la ceremonia, pero ya tenía el aire decelebración de una victoria.Eddie echó una mirada a las almenas, otra a los guardias que iban a retaguardia, esperando a quela multitud les bloqueara en parte la línea de visión…, y se puso de pie y empezó a caminartranquilamente al mismo paso del grupo, como si acabara de bajarse del coche.Estaba tenso, preparado para pelear o para huir en cualquier momento. Como ya estaba dentrodel castillo, suponía que los sectarios no pondrían en duda que tenía derecho a estar allí; pero silos matones que seguían al grupo consideraban que era un intruso…Nadie dio ninguna voz de alarma. Un joven lo miró con cierta curiosidad, pero reemprendióenseguida la conversación que mantenía con otro. Eddie, aliviado pero todavía atento, entró en lapirámide con el resto del grupo.En el vestíbulo no había rastro de Shaban ni de los hombres que lo acompañaban. Lo que síhabía era más guardias.—Todos esperarán aquí. El templo se abrirá dentro de poco rato —anunció uno de ellos, alzandola voz para hacerse oír entre el barullo de los sectarios que llenaban el lugar. Otro repitió lasmismas instrucciones en francés y en árabe.Eddie rondaba por el exterior de la multitud, observando las salidas. Había un ascensor de cristalque subía en sentido oblicuo; unas puertas de cristal esmerilado grandes, que supuso que seríanla entrada del templo, con otras dos puertas menores a cada lado. No era posible que el ascensorfuera la única vía de acceso a los pisos superiores. Tenía que haber unas escaleras en algunaparte.Algunos minutos más tarde entró otro grupo de seguidores de la secta. Y, después, otro más. Elvestíbulo no tardó en estar lleno de gente a rebosar. Cuando los del primer grupo se desplazaronpara hacer sitio a los recién llegados, Eddie procuró quedarse junto a una de las puertas laterales.Había un guardia allí cerca, pero bastaría con una breve distracción…La ocasión llegó cuando se abrieron las puertas del templo. Todos se volvieron instintivamente amirarlas y se apiñaron hacia ellas… y Eddie se coló por la puerta lateral sin que lo vieran.Conducía a una caja de escalera, como había esperado él. Dada la pendiente de la fachada, cadatramo ascendía formando ángulos extraños con el anterior, como si fuera un cuadro de Escher.Eddie volvió a ponerse el auricular mientras empezaba a ascender hacia la cúspide de lapirámide.—¡Eddie! —exclamó Nina con impaciencia cuando el monitor empezó a mostrar por finimágenes que no eran de la bragueta de su marido—. ¡Ya era hora, maldita sea! ¿Qué pasa?—Parece que Shaban está reuniendo a los fieles.—Sí; ya lo hemos visto. Tres autocares. Lo que te pregunto es qué pasa contigo. ¿Qué demonioshaces?—Ya te lo dije… Voy a quitar de en medio ese laboratorio.—¿Con qué? No tienes explosivos… ¡Ni siquiera llevas pistola!—Creo que me las arreglaré.El tono de despreocupación de Eddie produjo un gesto de inquietud a uno de los miembros delEEPA que acompañaban a Assad.—¿Qué pasa? —le preguntó Assad.El soldado se dirigió apresuradamente a una de las cajas de material que estaban apiladas en lafurgoneta… y masculló una maldición en árabe.—Señor, faltan dos paquetes de C-4.—¿C-4? —preguntó Macy, mientras Assad miraba al soldado, boquiabierto.—Explosivos —le explicó Nina. Macy se apartó prudentemente de la caja.—Ah, sí; se los tomé prestados mientras estaban montando sus aparatos —les explicó Eddie, contanta tranquilidad como si se hubiera limitado a coger un lápiz sin permiso.

—¡Chase! —gritó Assad—. ¡Salga de allí inmediatamente! No puede emplear explosivos allídentro… ¡Provocaría un incidente diplomático catastrófico!—Entonces, ¿para qué traían explosivos, de entrada? —intervino Nina, apoyando a Eddie a pesarde que compartía el punto de vista del egipcio.—Para… un caso de necesidad… —repuso el egipcio, turbado.—Pues esto es un caso de bastante necesidad —dijo Eddie—. Y si Shaban ha convertido esaporquería en un arma biológica, la diplomacia será lo que menos nos tendrá que preocupar. Si laquito de en medio ahora mismo, problema resuelto. Así que iré al piso de arriba, pondré estascargas, recogeré a Grant y volaré este sitio por los aires, y nadie se enterará siquiera de que heestado aquí…Se vio por la pantalla que Eddie alcanzaba el nivel superior de las oficinas…, que se abría ante éluna puerta… y que un guardia se quedaba paralizado por la sorpresa al encontrarse con el inglés.—… o no —concluyó Eddie mientras el guardia y él se miraban fijamente. El otro hombre serehízo e intentó asir a Eddie, pero este le dio un puñetazo con los nudillos en la garganta y lohizo retroceder.El hombre lanzó un golpe dirigido a los ojos de Eddie, pero este retiró bruscamente la cabeza yclavó la bota en la ingle del guardia sectario; acto seguido, le asestó en la cara un puñetazo tanfuerte que la nuca le dio con fuerza contra la puerta. El guardia se deslizó al suelo, sin sentido.Eddie lo arrastró al interior. En las oficinas solo había luces mitigadas; tras las paredes de cristalse veía el brillo de algún que otro salvapantallas de ordenador. Los empleados del Grupo deInversiones Osiris y del Templo Osiriano habían terminado su jornada laboral y se habíanretirado o entraban al templo con el resto de los miembros de la secta.—¡Eddie! ¿Estás bien? —le preguntó Nina.—Sí; bien —respondió él.Arrastró al hombre inconsciente hasta un rincón apartado y lo examinó. Venía a tener lacomplexión física de Eddie, y era solo un poco más alto que él…—¿Conoce Nina esta faceta tuya, Eddie? —preguntó Macy cuando la cámara que llevaba este ala altura de los ojos mostró que estaba despojando de la chaqueta y de los pantalones al guardiainerte.—Qué gracia tiene la niña —dijo él. La imagen cambió bruscamente; la cámara apuntaba altecho.—¿Qué haces? —preguntó Nina.—No quiero que Macy se asuste si ve lo que tengo en los pantalones.Macy, que ya estaba acostumbrada a aquellas alusiones por parte de Eddie, se limitó a respondercon un suspiro de exasperación.—Me parece que no hay nada que le pueda asustar —dijo Nina con una sonrisa.—¡Bah!—El que tendrías que estar asustado eres tú —prosiguió Nina con énfasis—. Si te atrapan, tematarán.La cámara volvió a apuntar al frente. La imagen de la mano de Eddie, que ahora portaba unapistola, llenó la pantalla.—Que lo intenten.—¡Lo intentarán, Eddie! No corras riesgos absurdos.—Ya me conoces, cielo.—¡Sí; y quiero seguir conociéndote! Ten cuidado, ¿vale?—Lo tendré. Señor Assad…—¿Sí? —dijo Assad.—Prepare a sus chicos. De una manera o de otra, aquí va a haber movimiento… y van anecesitar algo más que gas lacrimógeno y balas irritantes.—Ya veo —dijo Assad, a disgusto. Hizo un gesto con la cabeza a los miembros del EEPA, yestos abrieron más cajas, de las que sacaron subfusiles FN P90.—Más materiales que traíamos para un caso de necesidad… —dijo a Nina y a Macy—. Espero

vehementemente que no tengamos que emplearlos, señor Chase.—Eso dependerá de Shaban, ¿no?La Eddie-cam picó hacia abajo para mostrar que el inglés se deslizaba la pistola en el bolsillointerior de su nueva chaqueta verde, y tomaba después los dos paquetes de C-4 con su detonador,activado por radio, para guardárselos difícilmente en los estrechos bolsillos exteriores de laprenda.—Buena suerte —le susurró Nina, mientras Eddie se disponía a salir.Eddie regresó a la escalera. No se oía ninguna actividad en la planta superior ni en la inferior. Nosabía de cuánto tiempo disponía hasta que echaran en falta al guardia, de modo que subió haciala planta superior sin más dilación.Solo podía seguir un camino, que lo condujo hasta el ascensor. Había un hombre esperando atomarlo. Cuando apareció Eddie por la puerta, el hombre le echó una mirada distraída… y,después, volvió a mirarlo con cierta curiosidad. Eddie disimuló su inquietud; no parecía que elhombre estuviera alarmado, sino solo un poco extrañado por el aspecto de Eddie. Este saludó alhombre con un movimiento de cabeza, sin volverse del todo hacia el hombre para que no le vierael auricular. El ascensor llegó precisamente cuando Eddie pasaba por delante; el hombre subió ala cabina sin mirar atrás.Cuando Eddie entró en la sala siguiente, percibió un fuerte olor a levadura.—Esto huele como el sobaco de un panadero —dijo.La pared del fondo era de cristal, y Eddie podía ver lo que había detrás. El laboratorio estabajusto por debajo de la cúspide de la pirámide; las paredes convergían casi en un punto. En lo másalto estaba el faro que enviaba su haz de luz hacia la estrella polar.En la cámara solo estaba una persona, que, de espaldas a Eddie, examinaba un objeto dispuestosobre un banco de trabajo.Se trataba de un objeto entre otros muchos, todos idénticos entre sí. Eran más frascos herméticosde acero, todos con el símbolo de peligro biológico.—Mierda —susurró—. ¿Veis eso? ¡Debe de haber cincuenta de esas cosas jodidas!—Ay, Dios mío —dijo Nina en voz baja—. El gran acto de Shaban es algo más que una simpleceremonia…, es una puesta en marcha. Ha hecho venir a sus seguidores de todo el mundo… ¡yles va a entregar las esporas, para que se las lleven!—¿Tan pronto? —preguntó Assad con incredulidad—. ¡Si solo hace cuatro días que salió de latumba!Eddie inspeccionó el laboratorio, observando las grandes cubas en las que se cultivaba lalevadura, y los hornos en los que se secaba y se extraían las esporas. El vaso canópico, yaabierto, estaba en una vitrina.—Los multimillonarios psicópatas no suelen perder el tiempo cuando les interesan estas cosas,¿verdad? —repuso Eddie.Observó que los hornos estaban alimentados por grandes bombonas de gas comprimido. Aquelsería un buen lugar para provocar una explosión…Si podía llegar hasta las bombonas. La puerta de acceso al interior del laboratorio tenía cerradurade seguridad activada por tarjeta, y sus ventanales estaban diseñados a prueba de peligrobiológico… Un disparo de pistola no les produciría más que un rasguño.Oyó que Macy preguntaba «¿Cómo va a entrar?». Pero él ya se dirigía hacia la puerta. Levantó lamano…Y llamó con los nudillos.El vidrio triple de la puerta absorbía el sonido. Eddie llamó con más fuerza, hasta que consiguióllamar la atención al científico.—Abra la puerta —dijo Eddie, marcando claramente las palabras con los labios y haciendo señasal científico para que se acercara.El hombre frunció el ceño, pero se acercó a la puerta. Dijo algo, pero su voz apenas se oía através del cristal. Eddie tenía nociones de lectura de labios, pero no entendió lo que le decía elcientífico, y supuso que este le hablaba en una lengua distinta del inglés. A pesar de ello, le

sonrió y asintió con la cabeza.El hombre volvió a fruncir el ceño, desconcertado, y pasó su tarjeta por la ranura de la cerradura.La puerta se abrió sola, deslizándose.—Hola, ¿qué tal? —dijo Eddie en inglés.El científico, al oírlo, le habló a su vez en inglés, con fuerte acento alemán.—¿Qué decía? —le preguntó.—Le decía «la has jodido» —replicó Eddie.Sin dar al hombre más tiempo que el justo para que pusiera cara de sorpresa, Eddie lo arrastróhacia delante de un tirón para golpearle la cabeza contra la jamba de la puerta. El científico sederrumbó.—Esto… ¿vas a dejarlo ahí sin más? —preguntó Nina a Eddie, mientras este echaba al hombreinconsciente tras una mesa de laboratorio—. O sea, si vas a poner allí una bomba…—Estaba preparando un arma biológica; ¡que se joda!Eddie se imaginó la cara de desaprobación que acompañaba al silencio helado de su esposa, y seablandó un poco.—Vale…, me lo llevaré abajo cuando me marche. ¿Contenta?—Solo estaré contenta cuando hayas salido de allí sano y salvo.Eddie sonrió. Dirigió entonces su atención a las bombonas de gas. Entre ellas había un espaciovacío. Tomó uno de los bloques de C-4, del tamaño de un paquete de cigarrillos; activó sucircuito detonador e introdujo el explosivo en el hueco.—Hum…—¿Qué hay? —preguntó Nina.—Demasiado visible. Espera.Los grandes hornos de acero, junto a las bombonas, estaban abiertos. Eddie metió la mano hastael fondo de uno de ellos y tanteó bajo el tubo perforado del gas. Había grasa y hollín, peroparecía que había sitio suficiente. Tras activar el segundo bloque de explosivo, lo metió a presiónhasta que quedo invisible.—Ya está.—¿Y ahora, qué?—Ahora —dijo Eddie, asiendo al científico de los brazos—, me largo de la pirámide, aprieto elbotón y mando este sitio a tomar por culo.—¿Y toda la gente que está en el templo? —preguntó Macy—. ¿No quedarán aplastados?—Me dan ganas de decir que se jodan ellos también; pero hay un par de pisos de por medio —lerespondió Eddie mientras arrastraba al hombre hacia la puerta—. Estas cargas de C-4 no son lobastante grandes como para derrumbar todo el edificio, a menos que esté construido a base depapel de fumar y palillos de dientes. Pero la parte de arriba ya no terminará en una punta tanbonita; eso no.—Lo que tienes que procurar es que no te pille dentro —dijo Nina—. Y no te olvides de Grant.—Eh, sigue siendo cliente, técnicamente —repuso Eddie, mientras abría la puerta con la tarjetadel científico y arrastraba a este hasta el exterior—. Si perdiera a un cliente, se iba a resentirmucho mi reputación profesional, ¿no?Cruzó la sala de espaldas y abrió la puerta con el trasero para pasar al intercambiador delascensor.Sonaron unas notas. Llegaba el ascensor.Eddie soltó el cuerpo del científico sin sentido y se volvió rápidamente, sacando la pistola…Demasiado tarde.Había llegado por las escaleras una pareja de guardias que lo apuntaban con sus armas, y otrosdos hombres armados salieron precipitadamente del ascensor. Eran Broma y Lorenz.Eddie, que sabía que no tenía nada que hacer en un enfrentamiento a tiros contra cuatro, se quedóinmóvil y dejó caer su pistola.—A la mierda— dijo.—Chase… —dijo Shaban, adelantándose entre sus dos guardaespaldas, con la cara marcada en

un rictus de ira… y de deleite sádico—. Llegas justo a tiempo para participar en nuestraceremonia…

30Nina, que contemplaba con horror la pantalla, vio que la cara de Shaban aumentaba hasta llenartoda la imagen… que, un momento más tarde, quedó negra.—¡Mierda! —dijo, sin aliento—. ¡Tenemos que sacarlo de allí!—Yo no puedo —dijo Assad, consternado—. Los EEPA no tienen autorización para intervenirmientras no sepamos que el zodiaco está allí.—Grant ha dicho que estaba —protestó Macy—. ¿Es que no basta con eso?—No; necesitamos pruebas visuales… ¡y su marido había ido allí a buscarlas! —replicó Assad aNina, cortante.—¡Maldita sea!Nina corrió hasta la puerta trasera del camión, que estaba abierta, y contempló, impotente, elcastillo del que la separaban las aguas del lago. Después, recordó algo y cambió el canal de susauriculares para conectar con el teléfono.—¡Grant! ¿Me oyes? ¡Grant!Se oyó un crujido de telas, y después:—Sí; aquí estoy.—¡Grant, han atrapado a Eddie! Tienes que salir de allí…A Nina se le ocurrió una idea.—¡Tu teléfono! Si haces una foto del zodiaco, los egipcios podrán intervenir.—Espera…, ¿que han atrapado a Eddie? ¡Mierda!La voz del actor, normalmente tranquila y relajada, había adquirido un tono próximo al terror.—¡Grant! ¡Grant! ¡Escucha! —gritó Nina—. ¡Entra en la sala de la colección, haz una foto delzodiaco, y podremos rescataros a Eddie y a ti!Nina echó una mirada a Assad para que este le confirmara que bastaría con una foto tomada conel teléfono móvil. Assad asintió con la cabeza.—Vale… Rescate. Buena idea —dijo Grant.Nina oyó los pasos del actor, que cruzaba el salón; después, el golpe brusco de la tela contra elauricular, al guardarse este el teléfono en el bolsillo de pronto.—¡Mierda, viene alguien!Se oyó el sonido de una puerta que se abría, y una voz:—¿Señor Thorn?—¿S… sí?—La ceremonia está a punto de comenzar. Venga con nosotros.—¿Que vaya con ustedes tres? —dijo Grant—. Claro. Mi propia escolta personal, ¿eh? Qué bien.Nina comprendió lo que le quería dar a entender Grant: estando rodeado por tres hombres, nopodría tomar una foto del zodiaco.Y, sin la foto… Eddie y Grant tendrían que valerse por sí mismos.Uno de los guardias salió precipitadamente del laboratorio.—Hemos encontrado esto —dijo, mostrando una carga de C-4.Shaban ya tenía en la mano el detonador por radio que acababan de quitar sus hombres a Eddie,y lo inspeccionó.—¿Explosivos? Qué poco sutil. Pero tampoco es de extrañar, viniendo de ti.—Procuro ser siempre yo mismo —dijo Eddie, esforzándose por no volver la vista hacia elhorno. La segunda carga sería más difícil de encontrar; y, como solo había un detonador, Shabanpodría creer que solo había una carga explosiva.Pero aunque no encontraran la otra bomba, aquello no cambiaría gran cosa. El explosivo plásticoC-4 era un compuesto muy estable, que solo podía explotar sometido a un calor muy fuerteacompañado de una sacudida física, como las que producía la cápsula detonadora que llevabadentro. Para destruir el laboratorio, Eddie necesitaría el detonador por radio para destruir ellaboratorio. Y no parecía probable que Shaban estuviera dispuesto a devolvérselo.—¿Cómo te has enterado de que yo estaba aquí? —preguntó al egipcio, para distraerlo de lacuestión del detonador. Todavía había una oportunidad, mientras a Shaban no se le ocurriera

destruir el aparato.Shaban señaló la chaqueta verde que llevaba puesta Eddie y que no le sentaba nada bien.—Por el mal corte de tu ropa. Siempre me empeñé en que las fuerzas de seguridad del Templo sehicieran los uniformes a la medida. A Jalid le gustaba porque todos iban así más elegantes; perotiene otra ventaja. En cuanto hay un intruso, se le detecta con facilidad.—Bien pensado, Cara Doble.Shaban apretó los dientes, pero, haciendo un esfuerzo, se abstuvo de reaccionar personalmente alinsulto; en vez de ello, hizo una señal con la cabeza a Broma. Este golpeó a Eddie con su pistolay lo hizo caer de rodillas.—¡Ay! ¡Mamón!—Le habría dicho que te pegara un tiro; pero tengo pensada otra cosa mejor.A Eddie no le sonó aquello nada bien, pero guardó silencio mientras lo ponían de pie a tirones.El otro hombre salió del laboratorio.—No he encontrado nada más —anunció.Shaban contempló la carga de explosivo C-4.—Con esto habría bastado.Volvió a inspeccionar el detonador; le extrajo la batería, arrojó el aparato al suelo y lo aplastócon un tacón.—Mierda —murmuró Eddie.Ya solo le quedaba una manera de activar el explosivo oculto, manualmente; pero la explosión selo llevaría a él también. La carga no tenía temporizador.El egipcio interpretó su expresión.—¿No tenías plan B? Qué pena —dijo, y sonrió con frialdad—. Has venido desde muy lejos paraestar presente en mi ceremonia. Y ahora… podrás participar en ella.A Eddie le ataron las manos a la espalda y lo condujeron hasta el templo a punta de pistola.Este era mucho más imponente que el auditorio de París. Las puertas por las que habían idoentrando los sectarios visitantes conducían a una escalera de vidrio y acero que descendía hastaun foso enorme, semejante a una cancha deportiva, situado bajo el nivel del suelo. Centenares depersonas llenaban aquel espacio profundo.Se había dejado libre un pasillo central, flanqueado por hombres de verde que hacían el efecto deuna guardia de honor. Al fondo del pasillo había otras escaleras más estrechas que subían hastauna ancha plataforma, a modo de pasarela, que avanzaba desde la parte frontal de un escenariode mármol. En las cuatro esquinas de la plataforma avanzada había cuatro estatuas relucientes,cromadas, de dioses egipcios. Las paredes eran paneles de cristal esmerilado adornadas conjeroglíficos, tallados al láser. El aspecto general de aquel lugar hacía pensar en una combinacióndelirante de rocódromo y tienda de informática.Shaban, Lorenz y Broma habían tomado otro camino por la pirámide, dejando a los guardias quellevasen a Eddie hasta el foso, a lo largo del pasillo y subiendo por las escaleras, sin barandilla,hasta el escenario. Los adeptos de la secta, que habían advertido que era un prisionero, loabucheaban y pedían su sangre a gritos. Eddie vio algo que, a pesar de estar adornado a base decristal y metal cromado, tenía el aspecto inquietante de un altar para sacrificios, y tuvo lasensación desagradable de que los sectarios esperaban ver correr su sangre en el sentido másliteral.Sus guardianes se lo llevaron a un lado y se pusieron a esperar, con lo que Eddie tuvo ocasión debuscar con la vista las posibles vías de escape. Las únicas opciones eran volver a bajar al foso,las salidas a ambos lados del escenario… y unas puertas dobles que estaban en el centro de lapared del fondo. Esta entrada estaba flanqueada por una pareja de estatuas todavía mayores. Lasestatuas tenían el cuerpo de Osiris, y eran semejantes a las que Eddie había visto ante la tumbadel rey dios; pero las cabezas eran distintas. Habían decapitado recientemente a las figuras, y leshabían sustituido las cabezas por el rostro alargado de una bestia extraña y temible, un cruce dechacal y caballo.La cara de Set.

Shaban había dejado su impronta en el templo sin pérdida de tiempo. Eddie comprendió entoncestambién por qué habían obligado a los seguidores de la secta a emplear la entrada más apartada.Las puertas dobles daban al norte, que era el punto cardinal que los egipcios reservaban para losmonarcas. Cuando Osir diseñó el templo, había introducido aquel elemento para hacer másefecto…, pero su hermano creía en ello.Pasaron algunos minutos, y la impaciencia de la multitud iba en aumento. De pronto, las luces seamortiguaron.—¡Set! ¡Set! ¡Set! —entonaban los sectarios, agitando al aire los puños levantados—. ¡Set! ¡Set!¡Set!Las puertas se abrieron.Shaban salió al escenario, iluminado por las luces de los focos que lo seguían. Cuando sedespidió de Eddie, llevaba puesto un traje caro, pero discreto. Pero la ropa que llevaba ahora nobrillaba por su sutileza. Se había puesto unas vestiduras verdes y negras que eran una adaptaciónmoderna de los ropajes de los monarcas egipcios, y un tocado complicado que también era unaversión estilizada de los que llevaban los faraones tradicionales. Tras él, en penumbra, estabanBroma y Lorenz.Los sectarios enloquecieron, gritando «¡Set!» una y otra vez y dando pisotones tan fuertes que eltablado del escenario temblaba. Shaban recibió la adulación de sus seguidores tal como la habíarecibido su hermano en tiempos, y después alzó las manos. El tumulto se acalló en pocosmomentos.—¡Sirvientes de Set! —dijo, con una voz que retumbó en los altavoces.El tocado contenía también un micrófono.—¡Bienvenidos! Ha llegado por fin el día. Se terminaron las vaguedades sin valor de Osiris. Yano está. ¡Yo soy, por fin, el líder verdadero! ¡Soy Set renacido! ¡Y voy a enseñar al mundo elpoder de un dios verdadero!La reacción de la multitud fue todavía más frenética que antes. Hasta los guardias que rodeaban aEddie se dejaban arrastrar por el momento, aunque cuando Eddie tanteó sus ataduras, comprobóque no llegaban a olvidarse de su misión en el escenario. Uno de los guardias le clavó una pistolaen la espalda, mientras Shaban volvía a pedir silencio.Se acercó el científico que había cruzado antes el patio acompañando al jefe de la secta, yportando el mismo frasco sellado. Se lo entregó a Shaban con una reverencia, y se retiró.—Esta es la semilla de nuestro poder —dijo Shaban, con voz más moderada—. Este es el mediopor el que el Templo de Set difundirá por el mundo mi voluntad. En este recipiente está lamuerte —añadió, subiendo paulatinamente la voz mientras levantaba el frasco por encima de sucabeza—. La muerte para los que se nos oponen. La muerte para los infieles. ¡La muerte para losque se nieguen a inclinarse ante el poder de Set!La multitud volvió a entonar el nombre de Set dando pisotones en el suelo…, aunque Eddieobservó que con un poco menos de fuerza que antes. Era posible que entre ellos hubiera algunosque no aceptaran al cien por cien el plan de un genocidio a escala mundial…Shaban bajó el frasco.—Este recipiente no es más que el primero. Cuando os marchéis, os llevaréis muchos más. Pocoa poco, de manera invisible, difundiréis por el mundo sus contenidos. Cuando nuestros enemigoslleguen a darse cuenta de lo que hemos hecho, será demasiado tarde… Ya habrán consumido estamuerte. Solo tendrán una manera de sobrevivir: ¡jurando obediencia y adoración al Templo deSet! Vosotros, mis seguidores, estaréis a salvo: el pan de Set os protegerá.Había alzado de nuevo la voz, y concluyó casi a gritos:—Pero solo lo recibirán los que sean dignos… ¡Todos los demás morirán! ¡Ha comenzado elreinado de Set!Surgió del foso un nuevo estallido de aclamaciones…, pero esta vez se percibió claramente quealgunos grupos expresaban bastante menos entusiasmo. El jefe de la secta devolvió el frasco alcientífico, y plantó cara a la multitud una vez más… pero, en esta ocasión, Eddie reconoció en lacara de Shaban una tensión que ya empezaba a resultarle familiar, que manifestaba una ira a flor

de piel y apenas reprimida.—Sé que algunos de vosotros podéis estar vacilando —dijo, con voz casi suave, tranquilizadora.Quizá Shaban no tuviera las dotes de orador de su hermano, pero no cabía duda de que había idoaprendiendo de él.—Si tenéis dudas, ahora es el momento de expresarlas. Vamos…, adelantaos —dijo, señalandolas escaleras que subían al escenario—. Yo pondré fin a vuestros temores.Aunque sonreía, sus ojos tenían la frialdad de los de un cocodrilo.—¡No salgáis! —gritó Eddie, viendo que algunos miembros de la secta se dirigían al pasillocentral; pero un golpe de la pistola del guardia lo hizo caer de rodillas. Su voz quedó ahogadaentre los murmullos de la multitud. La mayoría de los asistentes miraban con desconfianza,incluso con hostilidad, a los que habían aceptado la propuesta de Shaban.Se reunieron en el pasillo, titubeantes, unos doce hombres.—¿No hay más? —preguntó Shaban, que seguía ocultando sus emociones con una voz tranquilay una sonrisa falsa. Recorrió la multitud con la vista en busca de algún indicio más dedescontento. Cuando no vio ninguno, frunció los labios, desvelando sus verdaderos sentimientos.—¡Pues traedme a esos! —vociferó.Los guardias que custodiaban ambos lados del pasillo estaban preparados para aquel momento.Entraron en acción repentinamente; cayeron sobre los disidentes como dos oleadas verdes, y losderribaron a puñetazos y a patadas. Cuando cesó el tumulto, los doce hombres ensangrentadosfueron arrastrados escaleras arriba por tres hombres cada uno. El resto de la multitud empezó aproferir unos aullidos horribles, que se hicieron más fuertes y más bestiales cuando llevaronhasta el altar a las víctimas quejumbrosas.Shaban contempló con desprecio a los escépticos, y se volvió de nuevo hacia sus seguidores.—Me habéis aceptado como vuestro líder… ¡Como vuestro dios! No hay lugar para las dudas,no hay lugar para el miedo… Os doy la vida eterna; ¡a cambio, os exijo obediencia eterna! ¡Yosoy vuestro dios! ¡Yo soy Set!La multitud gritó:—¡Set! ¡Set! ¡Set!Se situó tras el altar y tomó un cuchillo largo, temible. Hizo una señal a los guardias que teníamás cerca, y estos arrastraron a su prisionero y lo levantaron hasta dejarlo sobre el pedestal consuperficie de vidrio. El desventurado pedía auxilio a gritos, pero no se le oía entre los chillidosde la multitud.Shaban alzó el cuchillo a la luz de los focos y empezó a entonar una oración siniestra. Suspalabras, amplificadas por los altavoces, resonaban en toda la sala.—Te rindo homenaje, oh, Ra, señor del cielo. Yo soy tu paladín, el que lleva a cabo tu voluntaden este mundo. Tu luz recae sobre la gran madre Nut, cuyas manos abarcan el cielo que noscubre, y sobre el gran padre Geb, cuyo cuerpo llena la tierra que pisamos. Yo soy tu hijo, tusiervo…, tu guerrero.Levantó más la hoja.—Con sangre, muestro mi valía —anunció—. Con sangre, mato a tus enemigos. ¡Con sangre,reclamo el lugar que me corresponde como monarca de este mundo, y del otro, por toda laeternidad! ¡Los que no crean, sufrirán! ¡Los que se opongan, caerán! ¡Yo soy Set, señor deldesierto, amo de la oscuridad, dios de la muerte! ¡Yo soy Set!La turba que se apiñaba en el foso emprendió de nuevo su cántico terrible, alzando rítmicamentelos puños hacia el cielo al unísono. Eddie localizó a Grant, que presenciaba el rito, horrorizado alprever su desenlace inevitable, pero demasiado atenazado por el miedo para luchar o para huir.—¡Yo soy Set! —repitió Shaban—. ¡He matado al cobarde de Osiris, y ahora, con sangre, asumoel dominio de todas las cosas! ¡Yo soy Set! ¡Set! ¡Set!Bajó el cuchillo de golpe.Brotó sangre del pecho del hombre, al que tenían inmovilizado los guardias mientras Shaban leasestaba una puñalada tras otra. El hombre se retorcía, tuvo unas convulsiones… y quedóinmóvil por fin. Eddie contemplaba aquel espectáculo, turbado.

Pero Shaban no había terminado. Con las ropas salpicadas de puntos rojos de los que caían gotas,corrió hacia el prisionero siguiente, con la cara iluminada de gozo vesánico.—¡Yo soy el que trae la muerte! —gritó, lanzando al hombre una cuchillada con la que lodegolló, cubriéndole el pecho de un río carmesí. Los otros hombres forcejeaban y gritaban; peroestaban sujetos con tanta firmeza que no pudieron evitar recibir en sus carnes el cuchillo.—¡Esto es lo que espera a los que dudan! ¡Los que me sigan, vivirán para siempre! ¡Todos losdemás, morirán!—¡Jesús! —exclamó Nina, palideciendo, mientras oía las locuras de Shaban por medio delteléfono de Grant. Macy, con los ojos muy abiertos, se cubría la boca con las dos manos.—¡Los está matando!Nina se volvió a Assad.—¡Envíe allí a sus hombres!El egipcio tenía el rostro cubierto de gotas de sudor.—Yo… yo no tengo autoridad —dijo, a la desesperada—. Tengo que llamar al ministro.—¡No hay tiempo! Tenemos que… Ay, mierda… —dijo Nina, interrumpiéndose al oír queShaban volvía a hablar.—Grant Thorn —decía el jefe de la secta. El nombre resonaba por todo el templo—. ¿Quierehacer el favor de pasar al frente Grant Thorn? ¡Señor Thorn!—Aquí… aquí estoy —dijo Grant con voz ronca. Tenía la boca tan seca como el polvo.—Bien —dijo Shaban con una sonrisilla malévola—. Estoy seguro de que todos los presentesconocen al señor Thorn…La sonrisa se volvió más siniestra.—Pero… el señor Thorn era seguidor de mi hermano. Ha llegado el momento de ver si estádispuesto a comprometerse con su nuevo dios.—Ah… ¡Claro! —dijo Grant.Se aclaró la garganta.—Me… ¡me comprometo a adorarte, oh, Set! ¡Del todo!—Necesitaré algo más que meras palabras —dijo Shaban—. Suba aquí.Grant titubeó, pero un par de matones lo empujaron hacia delante. Subió las escaleras,tembloroso. Cuando llegó arriba, desvió la vista, mirando alternativamente a Eddie, a lasestatuas, al techo…, donde fuera, con tal de evitar los ojos fríos de Shaban y los cadáveresensangrentados que rodeaban el altar.—Le voy a conceder a usted un gran honor, señor Thorn —dijo Shaban, acercándose a él.Llevaba todavía en la mano el cuchillo, que goteaba sangre. Grant retrocedió instintivamente,apartándose de la punta del arma.—Todos habéis visto la suerte que aguarda a los que no obedecen mi voluntad. Ahora…Set volvió la vista hacia Eddie, y esbozó de nuevo su sonrisilla sádica.—… ahora, veréis la suerte que aguarda a los enemigos de Set.—¿Una mamada de una supermodelo? —preguntó Eddie a gritos en señal de desafío, con lo quese ganó un fuerte golpe en la cabeza.Shaban lo miró con desprecio.—Este hombre se ha enfrentado a nosotros —dijo, señalándolo—. Ha intentado destruirnos. ¡Haintentado privaros de la vida eterna!La multitud lo abucheó.—Solo puede haber un castigo: ¡la muerte!Dicho esto, Set se volvió hacia Grant, levantando el cuchillo ante el rostro del actor.—Y usted, señor Thorn, demostrará su lealtad hacia el Templo de Set… matándolo.Grant movió los labios en silencio, hasta que consiguió articular con voz temerosa:—Oh, no; yo… esto… en realidad, el honor le corresponde a usted…—Insisto —dijo Shaban con voz helada—. Y ya sabe usted lo que pasa a aquellos que noobedecen la voluntad de Set —añadió, empujando con el pie uno de los cadáveres.Set puso el cuchillo en manos del actor, que lo tomó muy a su pesar; se retiró rápidamente para

ponerse fuera de su alcance, e hizo una señal a los guardias que custodiaban a Eddie.—¡Llevadlo al altar!—¡Van a matar a Eddie! —gritó Nina a Assad—. ¡Haga algo!El egipcio se encontraba en la disyuntiva entre la necesidad de hacer algo y las restricciones quele imponían las órdenes que debía obedecer. Manoseaba su teléfono con nerviosismo.—¡Joder! —exclamó Nina.Impotente, airada y asustada, corrió a la puerta del camión y miró hacia el castillo.El puente levadizo seguía bajado.Nina saltó a tierra. Sin atender a Macy, que la llamaba, corrió hasta el más próximo de lostodoterreno Mitsubishi Montero del equipo. El gran vehículo estaba bien preparado paramisiones sobre cualquier superficie, con neumáticos de altas prestaciones, suspensión alta,cabrestante y un parachoques de barras en la parte delantera. Las dos puertas del lado delconductor estaban abiertas, y uno de los hombres del EEPA estaba sentado de lado en el asientodel volante, con los pies en el suelo, fumándose un cigarrillo mientras esperaba la señal de entraren acción.Nina se la transmitió de un modo que el hombre no se esperaba.—¡Eh!El militar levantó la vista… y Nina le dio un puñetazo, golpeándole la cabeza contra el marco dela puerta. El hombre quedó más confuso que dolorido; pero su desconcierto bastó a Nina parahacerlo bajar del vehículo de un tirón. Los otros miembros del EEPA que estaban allí cercareaccionaron, sorprendidos. Nina subió al interior del vehículo de un salto, encendió el motor ymetió una marcha.—¡Espera!Macy se abalanzó de cabeza al interior por la puerta trasera, que seguía abierta.—¡Sal de aquí, Macy! —chilló Nina, mientras hacía una brusca maniobra para rodear el camióncon el todoterreno. Cuando pasaron ante Assad, este les gritó que se detuvieran.—¡Voy contigo! —dijo Macy.—¡De eso, nada! ¡Podrían matarte!—¡Ya me voy acostumbrando! Además…Asomó entre los asientos delanteros la boca de un arma de gran calibre. Nina tuvo unmovimiento de sorpresa.—Esto podría venir bien —concluyó Macy.—¡Si eso no es siquiera un arma de fuego propiamente dicha! —repuso Nina.El arma de aspecto extraño era una Arwen 37, una escopeta de gran calibre que emplean lasunidades antidisturbios, provista de un grueso tambor giratorio en el que llevaba cinco botes degas lacrimógeno.Macy retiró la Arwen.—Bueno, pues ¡si quieres otra cosa, tendrás que volver por ella! —replicó.Eso no iba a ser posible. El Montero avanzaba a toda velocidad por la carretera que bordeaba ellago. Nina, que todavía llevaba puestos los cascos inalámbricos, seguía oyendo lo que pasabadentro del templo. A juzgar por las palabrotas de Eddie, este seguía vivo.Pero sonaba otra voz que la dejaba helada hasta la médula de los huesos.—Te rindo homenaje, oh, Ra…Nina pisó el acelerador más a fondo todavía.Grant, desesperado, miraba alternativamente a Eddie y a Shaban, mientras el líder de la sectaseguía pronunciando su oración asesina. Mientras hablaba, sus seguidores aguardaban conimpaciencia el desenlace mortal, entonando el nombre del dios siniestro.La mayoría de los guardias habían regresado al foso, pero se habían quedado cuatro quesujetaban a Eddie sobre el altar de los sacrificios.—¡Eh! ¡Caramarcada! —gritaba este—. ¿Te vas a consolar con todo esto de que se te quemarala polla?La única respuesta de Shaban fue un temblor furioso, pero uno de los guardias clavó un codo en

el vientre de Eddie. El inglés soltó un suspiro ahogado de dolor…—Con sangre, muestro mi valía…El Mitsubishi llegó a la carretera de acceso al castillo; Nina tomó la curva derrapando, entre unalluvia de gravilla suelta. Macy se deslizó sobre el asiento trasero, soltando un grito de susto.—Huy, huy, huy… —dijo Nina.Tenían delante la puerta fortificada que se levantaba al borde del lago… pero el puente levadizoacababa de empezar a subir. La habían visto llegar.Macy se incorporó en su asiento.—¡No vamos a pasar! —gritó.—Tenemos que pasar —le dijo Nina con firmeza.Volvió a pisar el acelerador hasta el suelo, y el vehículo se lanzó a toda velocidad por el cortotramo de carretera. Las dos mitades del puente levadizo se separaron; ascendieron veinticincocentímetros, medio metro…Nina seguía oyendo la oración de Set, entre el rugido del motor y las súplicas aterrorizadas deMacy, que le pedía que frenara.—¡Yo soy Set, señor del desierto, amo de la oscuridad, dios de la muerte!Grant sostenía sobre Eddie el cuchillo con manos temblorosas. Intentó retroceder… y sintió quese le clavaba en el espinazo la pistola de otro guardia.Shaban le clavó una mirada malévola.—¡He matado al cobarde de Osiris, y ahora, con sangre, asumo el dominio de todas las cosas!—¡Nos vamos a matar! —chillaba Macy.Nina asió con fuerza el volante, sin apartar la vista del puente levadizo. La mitad más próximadel puente ya se había elevado veinticinco grados, y seguía ascendiendo.Nina no se detuvo.El Mitsubishi alcanzó el puente levadizo con una sacudida estremecedora… y siguió subiendopor él. Saltó por el extremo elevado; voló sobre el vacío y aterrizó al otro lado con un impactoque hizo saltar en pedazos dos de las ventanillas laterales. Macy soltó un alarido.Los airbags delanteros se dispararon, arrojando a Nina de espaldas contra su asiento de maneradolorosa; pero ella ya había visto la pirámide, que estaba al frente, y dirigió el coche hacia ella.Seguía sonando en sus oídos la voz de Set.—¡Yo soy Set! ¡Set! ¡Set!—¡Set… y partido! —exclamó Nina.El Montero atravesó la fachada de cristal de la pirámide.

31Eddie miró a Grant a la cara. Leyó en sus ojos que el actor no iba a clavarle el cuchillo en elpecho.Y eso era bueno.Pero también era malo, porque significaba que los seguidores de Shaban los matarían a los dos.E inmovilizado como estaba sobre la mesa, con las manos atadas a la espalda, Eddie no podíahacer nada por evitarlo…¡Bum!Todos los que estaban sobre el escenario se volvieron para ver el origen del ruido… y, con unestrépito colosal de vidrios rotos, el Mitsubishi entró bruscamente a través de la puerta doble.Y siguió adelante en línea recta, hacia el altar.Lorenz se abalanzó sobre Shaban para apartarlo del camino del todoterreno. Broma se puso asalvo rodando sobre sí mismo hacia el otro lado. Los guardias que sujetaban a Eddie sedispersaron.El Montero viró, derrapando, para esquivar el altar; pero no pudo frenar a tiempo para evitar lacolisión con una de las estatuas. El grueso parachoques de barras del todoterreno arrancó untrozo de las piernas de la figura cromada, que se bamboleó; estuvo a punto de caer en el foso…pero, tras una nueva oscilación, cayó por fin hacia el otro lado. Su peso hizo pedazos el suelo demármol… y también al científico. El frasco salió despedido, girando sobre sí mismo.La estatua caída siguió rodando, y destrozó el altar en el mismo momento en que Eddie se poníaa salvo levantándose de un salto y empujando también a Grant, que estaba aturdido. La figurasiguió rodando sobre el final del escenario, aplastando a otro guardia… y, después, la escalera sehundió bajo su peso, mandando despedidos por los aires a los demás hombres. Los adeptos de lasecta gritaban y corrían hacia atrás para no ser aplastados.Eddie se incorporó hasta quedar sentado. Esperaba ver dentro del Montero abollado a algúnmiembro del EEPA, y se llevó una sorpresa, aunque agradable, al descubrir que quien iba alvolante era Nina.—¡Eso sí que es manera de colarse en una fiesta! —le dijo a voces.—¡Vamos, Eddie! —le gritó ella a su vez.Pero Nina adoptó inmediatamente una expresión de alarma.—¡Cuidado! —exclamó.Broma encañonaba a Eddie con una pistola.En el interior del todoterreno sonó una detonación apagada… y se vio pasar volando por elescenario algo que golpeó a Broma en el pecho con un crujido, y que le rompió el esternón. Elhombre cayó de espaldas al foso, mientras el objeto que lo había herido rebotaba y saltaba por elmármol con ruido metálico y emitiendo una nube de humo blanco.Solo que era algo más que humo. Eddie notó una sensación de picor y de ardor en los ojos y enla nariz. Gas lacrimógeno. Volvió la vista hacia el Montero y vio que Macy empuñaba unaArwen 37 a través de la ventanilla rota.—¡Contened la respiración! —advirtió Eddie—. ¡Grant, córtame la atadura!El desconcertado Grant recordó que tenía un cuchillo en la mano. Aplicó la hoja ensangrentada ala brida con que estaba atado Eddie y la cortó con movimiento de sierra hasta que saltó. Eddie sequitó la atadura de plástico y se puso de pie. El gas lacrimógeno se iba acumulando en elescenario, y densas nubes blancas le estorbaban la visión; pero fue capaz de percibir a Shaban ya Lorenz, que seguían en el suelo junto a una de las estatuas.Observó el foso. Las escaleras habían quedado destruidas, y los sectarios no podían alcanzar elescenario directamente; pero tenían otra salida…—¡Mierda!Algunos de los seguidores de Shaban ya habían llegado a la misma conclusión, y se dirigían a lasescaleras del lado opuesto del templo. Si salían, Eddie y sus compañeros quedarían en unainferioridad numérica abrumadora, y lo más probable era que aquella turba los hiciera pedazos.Eddie corrió al todoterreno.

—¡Dame eso! —dijo a Macy, arrancándole la Arwen de las manos; y disparó por encima delfoso los cuatro botes de humo que quedaban, apuntando a las otras escaleras. La multitudretrocedió inmediatamente; los sectarios tosían y se llevaban las manos a la cara, intentandolibrarse del gas irritante.—¡Sube! —gritó Nina desde el todoterreno.—¡No! ¡Bajad vosotras! —repuso él—. Ese gas no los detendrá mucho tiempo… ¡Tenemos quedejarlos atrapados ahí abajo!—¿Cómo?—Con el coche.—Pero ¡nos hará falta para salir de aquí!—¿Han subido el puente levadizo?—Sí; pero…—¡Entonces, no tendremos tiempo de bajarlo antes de que esa cuadrilla se nos eche encimacomo unos condenados zombis! ¡Venga, muévete! ¡Tú también, Macy!Macy se bajó del Mitsubishi por su lado y Nina por el otro, mientras Eddie se inclinaba sobre elasiento del pasajero.—Esto le funcionó a Shaban; espero que nos funcione a nosotros —murmuró, mientras metíauna marcha al Mitsubishi… y bloqueaba el acelerador con la escopeta antidisturbios descargada.El todoterreno avanzó rugiendo hacia las escaleras rotas, mientras Eddie se ponía a salvosaltando de espaldas desde el vehículo para rodar sobre sí mismo. Cayó dolorosamente sobre losrestos del altar derruido y se deslizó por el suelo de mármol…Grant se arrojó hacia él y lo asió del brazo cuando estaba a punto de caer al foso. Eddie quedócon las piernas colgando sobre el borde.Los adeptos de la secta se dispersaron, entre gritos, cuando el Mitsubishi cayó aparatosamentehasta su nivel. El pasillo central seguía más o menos despejado, debido a algún efecto deobediencia colectiva, aunque el vehículo mandó despedidos hacia los lados a un par de matonesde chaqueta verde cuando siguió avanzando por el foso, cabeceando con fuerza por los rebotesde la suspensión.Se perdió de vista entre la nube espesa de gas lacrimógeno. Resonó en el salón otro estrépitoenorme de metal y vidrios rotos. El todoterreno había llegado a las escaleras opuestas, habíaascendido hasta la mitad de las mismas y había asomado sobre la nube irritante, como unaballena que salta sobre la superficie del mar para volver a caer en ella.Eddie trepó de nuevo al escenario.—Gracias, camarada —dijo a Grant.Ahora que habían quedado destruidas ambas escaleras, los sectarios estaban atrapados en el foso.—Así que ¿te gusta la acción de verdad? —preguntó Eddie.Grant seguía algo conmocionado.—Yo, esto… prefiero la versión de Hollywood —dijo.—Bueno; entonces, procuraremos que vuelvas allá. Vamos.Rodearon el altar roto. Seguía extendiéndose la nube de gas lacrimógeno del primer bote, queobligaba a Nina a retroceder hacia ellos.—¿Dónde está Macy? —le preguntó Eddie, buscándola con la vista, alarmado.A Nina le lloraban los ojos. Los vapores irritantes le estaban atacando las mucosas.—Allí dentro —dijo sin aliento, señalando los vapores más densos.—Macy, ¿me oyes? —gritó Eddie.Oyó una tos femenina en alguna parte, en el interior de la nube.—Vale; tenemos que cruzarla. Contened la respiración, cubríos los ojos y la nariz y sujetaos a mí—dijo, tendiéndoles las manos.Grant también sufría los efectos de las sustancias químicas lacrimógenas, y hacía muecas dedesagrado.—¿Tú no lo notas? —preguntó el actor a Eddie, mientras Nina y él se sujetaban de sus manos.—Quia; esto es flojillo. En el SAS, en los entrenamientos, te meten en habitaciones con cosas

mucho peores. Te acostumbras, como a la comida picante india. Vale; ¿preparados?Ambos asintieron con la cabeza, tapándose la nariz con la otra mano.—¡Vamos!Se adentró corriendo en la nube, tirando de Nina y de Grant. Los ojos le empezaron a llorar amares inmediatamente, y en la piel que tenía expuesta sentía como si le estuvieran clavandoagujas ardientes. Su entrenamiento lo había vuelto más resistente a los efectos del gaslacrimógeno que la mayoría de las personas, pero tampoco estaba inmunizado, y hacía variosaños que no se entrenaba. Pero siguió adelante, hasta que alcanzaron aire más limpio al otro lado.¿Dónde estaba Macy?Los límites de la niebla eran irregulares. A pesar de la leve brisa que entraba por las puertasrotas, había zonas donde perduraba el humo con insistencia. Eddie oyó otra tos, y percibió unafigura semivelada por la niebla.—¡Macy! ¡Por aquí! ¡Ven!Soltó a Grant y a Nina y se dirigió hacia ella.Pestañeó para limpiarse de los ojos las lágrimas ardientes. Ya veía dos formas entre la neblina.—¡Macy!Era demasiado tarde.Al adquirir más nitidez la segunda figura, resultó ser Shaban. El egipcio se apoderó de Macy porla espalda y le apoyó una pistola en la cabeza, con intención de servirse de ella como escudohumano…, pero, entonces, descubrió que sus adversarios iban desarmados.Nina arrastró a Grant para refugiarse ambos tras una de las estatuas que seguían en pie, mientrasEddie se arrojaba de cabeza al único refugio que tenía a su alcance, la nube de gas lacrimógeno.Mientras se adentraba en la densa niebla, rodando sobre sí mismo, pasó sobre él una bala quetrazó un remolino en el humo. Shaban, tras perder de vista a Eddie, disparó hacia Nina y Grantdos tiros más, que hicieron saltar fragmentos de la estatua. Después, volvió a apoyar el cañón delarma en la cabeza de Macy, arrancando un grito a esta, que se quemó con el metal caliente, y tiróde la muchacha para obligarla a retroceder.—¡Lorenz! ¡Coge el frasco! —gritó.Nina se arriesgó a asomarse un momento por el borde de la estatua, y vio que el recipiente deacero inoxidable estaba tendido al otro lado del escenario. Lorenz lo recogió y miró a Shaban,esperando nuevas órdenes.—¡Ve al helicóptero! —gritó el egipcio mientras se retiraba, arrastrando consigo a Macy, que sedebatía.Eddie surgió repentinamente del interior de la nube para refugiarse tras la estatua que estaba máspróxima a Shaban y a su esbirro. Shaban disparó de nuevo, y la bala rebotó contra la estatuacromada.—¡Si me seguís, la mataré! —les advirtió cuando alcanzó la salida lateral. Lorenz abrió lapuerta, y salieron por ella caminando de espaldas.Eddie soltó una tos desgarradora.—¡Dios! —dijo, casi ahogado y frotándose los ojos—. ¡Han debido de cambiar la malditafórmula desde mi último entrenamiento con gas!Nina corrió hasta él, seguida de Grant.—¿Qué vamos a hacer ahora? —le preguntó.—Para empezar, vamos a dejar a este en un lugar seguro —dijo Eddie, indicando al actor con unmovimiento de la cabeza—. Después, bajar ese puente levadizo para que puedan entrar Assad ysus chicos.—¿Y tú?—Yo voy a buscar a Macy.La corriente de aire había despejado el humo del escenario lo suficiente para que Eddiepercibiera algo entre los restos: una pistola que había dejado caer uno de los guardias. Larecogió… y se la entregó a Nina, para sorpresa de esta.—Dispara a todo lo que veas verde.

—¿Por qué no te la llevas tú?—Porque todavía pueden quedar guardias en la puerta.—No voy a la puerta… Voy contigo.—No; tú tienes que proteger a Grant.—¡Eh! —intervino Grant, aparentemente ofendido—. Me sé cuidar solo, hombre.—¿Has disparado alguna vez una pistola de verdad? —le preguntó Eddie.—Pues sí.—¿Apuntando a a una persona?—No. Un momento… ¿Ella sí? —preguntó Grant, poniendo cara de sorpresa.—Demasiadas veces —dijo Nina—. Escucha, Eddie, tienes que…—No tenemos tiempo para discusiones, joder —dijo Eddie, cortante, mientras echaba a corrertras Shaban—. ¡Tú baja ese puente!Llegó a la salida y, cuando ya se disponía a salir él también, miró atrás y dijo:—Ah, ¡y gracias por haberme rescatado! Y, ahora, ¡mueve el culo!—No hay de qué —dijo Nina con una sonrisa.Se volvió hacia Grant.—Vale, vámonos —le dijo.Los dos echaron a correr hacia las puertas.—¿Es verdad que has disparado a personas? —le preguntó Grant por el camino.—Me temo que sí. Y una vez atravesé a un tipo con una espada.—Caray.Llegaron a un vestíbulo pequeño que tenía el suelo cubierto de los vidrios rotos que habíasembrado el Mitsubishi al entrar. Por el gran orificio abierto en la fachada exterior se veía elpuente levadizo, que seguía levantado.—¿Te han ofrecido algo por los derechos de tu biografía? —le preguntó Grant—. ¡Sería unagran película!—Sí; pero ¿quién representaría a mi personaje?Nina se asomó al exterior. No se veía a nadie.—Vamos a sacarte de aquí —dijo—. ¡Después, podré ir a buscar a mi marido!La salida lateral daba a un pasillo que transcurría a lo largo de la base de la fachada oriental de lapirámide. Eddie corrió por él hasta llegar al vestíbulo por el que había entrado al edificio.No había rastro de Shaban, de Lorenz ni de Macy. Ni de nadie más. Todos los seguidores deShaban se habían reunido en el templo a oír los delirios de su deidad, y seguían atrapados en elfoso.Atravesó el vestíbulo. Las puertas exteriores se abrieron, deslizándose, al acercarse él, y le llegóel sonido del motor de un helicóptero. Parecía que iba alcanzando las revoluciones necesariaspara despegar. Y en cuanto la aeronave hubiera despegado del castillo, Macy no sería para losfugitivos más que un peso muerto… en el sentido más literal.Echando una rápida ojeada desde la puerta, descubrió el helicóptero. Era un Eurocopter EC130para seis pasajeros, de líneas gráciles, posado en el helipuerto que estaba en un rincón del patio.Lorenz ocupaba el asiento delantero, junto al piloto; tras ellos estaban Shaban y Macy. Un brillometálico hizo saber a Eddie que Lorenz llevaba la pistola; llevaba abierta la puerta delhelicóptero para disparar a cualquiera que intentara acercárseles.Eddie tenía que rodearlos para llegar por el lado del piloto, donde Lorenz no lo tendría a tiro.Podría conseguirlo antes de que despegara la aeronave, si corría lo suficiente… y suponiendoque Lorenz no fuera un tirador de primera.Respiró hondo… y echó a correr.Nina y Grant alcanzaron la puerta del castillo. Se había construido un anexo, adosado a laestructura primitiva; era una caseta con cristales reflectantes. Se trataba de un puesto deseguridad. Era casi seguro que los mandos del puente levadizo estarían en el interior.Nina fue la primera que llegó a la puerta de la caseta y la abrió de un tirón, en el mismomomento en que le llegaban los ecos de disparos que sonaban en el lado opuesto de la pirámide.

Miró atrás instintivamente. Eddie…Dentro de la caseta, un ruido. Nina se volvió y vio a un guardia que sacaba una pistola. Saltó deespaldas… y chocó con Grant, que intentaba entrar tras ella. El actor se tambaleó, pero mantuvoel equilibrio; sin embargo, Nina tropezó y cayó de espaldas, perdiendo la pistola que llevaba enla mano.El guardia corrió hacia ella. Nina intentó levantarse, pero ya tenía encima al guardia, que, de pieante ella, le apuntaba a la cabeza con su pistola…Un movimiento confuso, repentino, y la automática del guardia saltó por el aire. Grant habíadado un salto y había propinado una patada alta a la mano del hombre. Aterrizó con un pie acada lado de Nina y se giró para dar un codazo en el pecho del guardia, seguido de un golpe en lacara con el dorso de la mano. El hombre vaciló.Grant dedicó a Nina una sonrisa.—¡Es krav magá, hombre! Aprendí estos golpes para una película.Nina no estaba impresionada.—Esto no es una película —repuso—, ¡y ese no ha caído!—¿Qué?Grant volvió la vista… y vio que el guardia seguía en pie, con una mano en la nariz dolorida yuna expresión de rabia creciente en el rostro.—Pero… ¡si siempre funciona en los rodajes!—Porque son especialistas, imbécil… ¡Aaah!Nina se apartó con rapidez, mientras el guardia, enfurecido, se abalanzaba sobre Grant,derribándolo al suelo, y echaba las manos al cuello del actor.Resonó en el patio otro tiro, y uno de los paneles de cristal de la pirámide se hizo añicos detrásde Eddie, que corría con todas sus fuerzas con la intención de pasar por delante del helicóptero.Lorenz, que ya sacaba medio cuerpo de la cabina para apuntarlo, tendría que saltar a tierra odisparar a través del parabrisas del helicóptero si quería seguir teniéndolo a tiro; y ambasopciones eran muy poco probables, teniendo en cuenta que el aparato había alcanzado casi lasrevoluciones necesarias para el despegue.Por lo tanto, tendría que dispararle un último tiro.Eddie se abalanzó al suelo y rodó sobre sí mismo mientras el holandés disparaba de nuevo. Labala arrancó esquirlas de una losa del suelo. Sin pausa, Eddie volvió a ponerse de pie de un saltoy siguió corriendo, trazando un círculo, hacia el lado del piloto…El helicóptero despegó.Eddie siguió corriendo, entrecerrando los ojos para protegerse del fuerte viento que levantabanlas aspas. La aeronave ascendía a plena potencia; en menos de un segundo, sus patines yaestaban a casi dos metros del suelo, y subían a toda velocidad.Eddie saltó.Una mano se quedó corta por un par de centímetros; pero aferró la otra al patín de aterrizaje,mientras el helicóptero viraba.El peso de Eddie hizo que la aeronave se ladeara, y sus ocupantes advirtieron al instante quellevaban a otro pasajero.—¡Hazlo caer! —ordenó Shaban al piloto.Mientras Eddie se izaba a pulso para asirse con la otra mano… el helicóptero cabeceóbruscamente, intentando obligarlo a soltarse.El guardia golpeó la cabeza de Grant contra el suelo y le apretó el cuello con más fuerza. El actorhizo una mueca, con los ojos desencajados.—Tus películas… ¡son una birria! —gruñó el hombre.Grant intentaba farfullar una réplica al guardia, al tiempo que le lanzaba golpes; pero no eracapaz de alcanzarlo de lleno. El hombre le clavaba los pulgares en el cuello, presionándole laarteria carótida…—¡Eh!El guardia volvió la cabeza… y Nina le propinó una patada en la cara. El hombre cayó de encima

de Grant, escupiendo sangre y fragmentos de esmalte dental. Pero no estaba fuera de combate.Percibió la pistola de Nina, en el suelo, y gateó hacia ella.La pistola del guardia había caído más lejos. Nina se arrojó hacia ella, y aterrizó dolorosamente;pero alcanzó el arma y se volvió hacia su adversario.Este la estaba apuntando…Nina disparó primero. Apareció un agujero sangriento en la chaqueta verde del hombre, quehabía recibido un disparo en el estómago. Soltó un alarido. El dolor insoportable le hizo olvidartoda idea de disparar a su vez.—¡Jesús! —exclamó Grant—. ¡Le has pegado un tiro!—¡Ya te digo! ¡Coge la pistola!Mientras Grant, aturdido, se acercaba gateando al hombre y le quitaba la pistola de la manotemblorosa, Nina entró corriendo en la caseta. Había pantallas de circuito cerrado por las que seveía la puerta principal, el puente levadizo y la carretera al otro lado del lago. Nina vio en estaúltima el furgón del EEPA y el otro Montero, que esperaban poder pasar.¿Dónde estaban los mandos del puente levadizo? Los encontró: era un panel en una pared.Movió la palanca a la posición de abajo y presionó con fuerza un botón verde. Zumbó unaseñal acústica, seguida del quejido de un motor; después, ambos ruidos quedaron ahogados porel ruido metálico de las cadenas, al ir descendiendo el puente levadizo. Nina corrió de nuevo alexterior y vio que el helicóptero aparecía, ascendiendo irregularmente tras la pirámide de cristal.Alguien colgaba de los patines.Eddie.El piloto movió bruscamente hacia un lado la palanca de paso cíclico del helicóptero. La nave seescoró, desviándose hacia una de las torres del castillo, hasta que el piloto volvió a mover lapalanca para contrarrestar la maniobra repentina. Los pasajeros se sacudían con fuerza en susasientos, y algo chocó contra el fuselaje bajo la ventanilla del lado del piloto. Macy soltó unchillido.—¿Se ha caído? —preguntó Shaban.El piloto se asomó para ver mejor el patín…La puerta se abrió bruscamente.Irrumpió en la cabina un remolino ensordecedor del aire del rotor, que entraba por la puerta…seguido de Eddie. Este había aprovechado la escora del helicóptero para alzarse y pasar laspiernas sobre el patín, lo que le había permitido después alcanzar la manivela de la puerta. Elpiloto, sobresaltado, recibió un puñetazo salvaje en la cara, y antes de que hubiera tenido tiempode recuperarse, Eddie se había instalado en el interior a la fuerza y le aplicaba al cuello una llaveestranguladora.—¡Pégale un tiro! —vociferó Shaban.Lorenz levantó la pistola… pero Eddie golpeó de nuevo al piloto, que forcejeaba, y lo interpusoen la línea de tiro. El holandés profirió una maldición mientras buscaba el modo de apuntar aEddie…Eddie tiró hacia atrás de la palanca de paso cíclico.El helicóptero alzó bruscamente el morro, derribando a todos sus ocupantes hacia atrás. Sonaronbocinas y timbres de alarma: avisos automáticos del peligro de entrar en pérdida. El EC130volaba ahora hacia atrás… y descendía rápidamente. Las palas del rotor, por su ángulodemasiado inclinado, no generaban la sustentación suficiente para conservar la altura.Eddie vio de reojo que se acercaban rápidamente a la pirámide.Soltó la palanca. El piloto la empujó hacia delante de golpe y pisó un pedal de mando de alerón,en un intento desesperado de recobrar el control antes de que el helicóptero se estrellara contra lapirámide. El EC130 picó hacia delante, girando sobre sí mismo. La fuerza centrífuga impulsó aEddie hacia el exterior; solo se mantuvo a bordo por la fuerza con que sujetaba al piloto.Buscó a tientas otro asidero… y encontró la hebilla del arnés del piloto.Presionó con el pulgar el botón de liberación.El piloto profirió un grito ahogado de terror cuando los cinturones saltaron y quedaron sueltos.

Ya solo se mantenía en su asiento por la fuerza con que se asía de los mandos. La pirámide pasójunto a ellos en trayectoria circular; la cola del helicóptero estuvo a medio metro de rozar elcristal oscuro.—¡Baja! —rugió Eddie—. ¡Ya!—¡Sube! —vociferó Shaban.Este se desabrochó, a su vez, el cinturón de seguridad, y se inclinó hacia delante en la cabinapara tirar del brazo de Eddie, con el propósito de liberar al piloto.Macy clavó el codo en la cara del egipcio. Este retrocedió bruscamente, perdiendo el tocado quetodavía llevaba en la cabeza.Lorenz apuntó a Macy con su pistola.Eddie volvió a empuñar los mandos.Nina, horrorizada, vio que el helicóptero giraba sobre sí mismo como borracho, perdía altura yvolvía a perderse de vista tras la pirámide.—¡Ay, Dios mío!Grant se había puesto de pie y se frotaba la garganta.—Uf, no quisiera estar en ese cacharro. ¿Dónde está Eddie?—¿Dónde crees? —dijo Nina, mirando al actor con cara de angustia.El furgón pasó velozmente ante ellos y se detuvo dando un frenazo, seguido del Montero. Assadsaltó de este último, mientras sus soldados se desplegaban, y miró con curiosidad al guardia, queya estaba inconsciente.—¡Doctora Wilde! ¿Dónde está el zodiaco? —preguntó.Nina señaló la torre del homenaje.—Tercer piso —dijo—. Pero, escuche: ¡todos los de la secta están atrapados en la pirámide!Tienen que impedirles salir hasta que lleguen las autoridades. Si alguno se escapa con lasesporas…Assad se encontraba en un compromiso; pero asintió con la cabeza a pesar suyo.—Voy a dividir a los EEPA en dos grupos; uno que se ocupe del zodiaco y otro que…El helicóptero volvió a hacerse visible, todavía girando sobre sí mismo y bamboleándose.—¿Qué es eso, en nombre de Alá?—Shaban va a bordo… ¡y Eddie y Macy también!El EC130 descendió tras la pirámide una vez más. Nina, impotente, se quedó mirando hacia ellugar donde se había perdido de vista… y, acto seguido, se subió de un salto en el Monterovacío.—¡Doctora Wilde, espere! ¡Pare! —gritó Assad mientras el Mitsubishi arrancaba hacia elhelicóptero, sin que Nina se molestara siquiera en cerrar la puerta—. ¡No me haga esto otra vez!El Eurocopter estaba a solo seis metros de altura sobre el patio; el piloto, colgado de la punta delos dedos de la palanca de paso colectivo que estaba entre los dos asientos, era incapaz de darmás potencia.Eddie mantenía su sólida presa al cuello del hombre. Había impedido que Lorenz disparara aMacy al tirar de los controles; pero el holandés ya se estaba recuperando de los efectos deaquella rotación desenfrenada.Y Shaban también. Macy intentó darle otro golpe; pero este la asió del brazo y se lo retorcióhacia atrás y hacia arriba. Sonó un crujido en el hombro de la muchacha, y esta gritó. El egipciola empujó contra la puerta. Macy soltó un quejido de dolor.Se oyó el chasquido metálico de otro cierre de cinturón de seguridad, y Lorenz se inclinó haciadelante, rodeando al piloto con la pistola para tener a tiro a Eddie. Este le asió el arma con lamano que tenía libre, intentando desviar el cañón de su cuerpo.Los dos hombres forcejearon, y el pulso que mantenían les hacía temblar las manos; pero Lorenztenía mejor apoyo. Eddie, soltando un gruñido con el esfuerzo, levantó un pie del patín delhelicóptero y lo metió en la cabina, entrando a la fuerza.La pistola, temblorosa, apuntaba al piloto. Si Lorenz disparaba, estaría firmando su propiasentencia de muerte. Eddie empujó con más fuerza.

Shaban, con ojos que ardían de furia, se impulsó hacia delante y le clavó un puño en la cara.Eddie retrocedió, soltando la pistola… y al piloto.Cayó… y se golpeó dolorosamente contra el patín de la aeronave. Tenía el pie enredado en elcinturón de seguridad. Colgaba cabeza abajo, a menos de tres metros del suelo… ¡y elhelicóptero, que seguía cayendo, estaba a punto de aplastarlo!Nina viró bruscamente para rodear el ángulo de la pirámide… y vio ante ella el helicóptero, queseguía girando sobre sí mismo y perdiendo altura…Y se le venía encima.—¡Mierda! —chilló, pisando con fuerza el freno y arrojándose por la puerta abierta, mientras elEC130 caía sobre el todoterreno girando como una semilla de arce.El piloto, jadeante, se incorporó en su asiento… y se estremeció al ver lo cerca que estaba delsuelo. Pisó con fuerza el otro pedal de mando del alerón, para contrarrestar la rotación delaparato, e hizo girar el acelerador para aumentar la potencia.Eddie llegó a rozar el suelo con las manos extendidas; pero, entonces, el helicóptero seestabilizó. Mientras el aparato lo arrastraba por el aire, vio a Nina, tendida en el suelo junto alsegundo todoterreno del EEPA.El Montero…Nina se levantó de un salto.—¡Eddie! —gritó, mientras el aparato volvía a la normalidad y quedaba estático, flotando sobreel patio.—¡El cable! —le gritó él a su vez—. ¡Tíramelo!—¿Qué?Eddie señaló con ambas manos la parte frontal del Mitsubishi.—¡El cable del cabrestante! ¡Tíralo!El todoterreno llevaba montado en la parte frontal un sistema de cabrestante eléctrico, en el queestaba enrollado un cable de acero de cuarenta y cinco metros de largo, con un gancho al final.Nina corrió hacia él mientras el EC130 volvía a acercarse a ella. Movió la palanca dedesembrague para que el tambor del cabrestante girara libremente; asió el gancho con una manoy tiró con la otra para sacar una cierta longitud de cable.—¡Sácanos de aquí! —gritó Shaban.El piloto aumentó la potencia. El helicóptero volvió a ascender.Nina alzó la vista hacia Eddie mientras este pasaba sobre ella. Se miraron a los ojos. No sabía sihabía sacado una extensión suficiente de cable; pero era la única oportunidad que tenía desalvarlo. Eddie le tendió las manos.Ella le arrojó el gancho, poniendo en juego hasta la última fibra de su fuerza.El cable trazó un arco hacia él, sacudido por la corriente descendente de las aspas del aparato.Eddie se estiró… lo buscó con las manos…Y cerró las manos.Rodeó con el extremo del dedo índice la punta misma del gancho. Lo levantó y consiguiósujetarlo con ambas manos…Ya se había extendido todo el cable que había sacado Nina del cabrestante. El cable se tensó, y eltambor chirriaba al irse soltando más cable.El tambor giraba más aprisa. Nina levantó la vista. El helicóptero ascendía cada vez más deprisa.Eddie, esforzándose, moviendo el pie que tenía sujeto por el cinturón de seguridad retorcido, sedobló por la cintura. No alcanzaba el patín. Tiró con más fuerza soltando un rugido, haciendocrujir su cuerpo; pero la tensión del cable le impedía llegar.El piloto retiró un momento la mano del cíclico para cerrar la puerta de su lado, pero había algoque la obstruía. Volviendo a poner la mano en la palanca, echó una mirada al arnés tenso quecolgaba junto a su asiento.—¡Sigue aquí!—¡Lorenz! ¡Asómate y pégale un tiro! —vociferó Shaban.Lorenz lo miró con incertidumbre.

—¿Que me asome?—¡Está colgado del patín de aterrizaje! ¡Dispara por debajo de nosotros! —dijo Shaban,apuntando al suelo con furia.El holandés parecía menos animado que nunca; pero obedeció, y se volvió para asirse con fuerzade una de las correas de su cinturón de seguridad antes de abrir el pestillo de la puerta de su lado.Nina miraba alternativamente, con angustia, al helicóptero y al cabrestante. Ya casi había salidotodo el cable.Lorenz abrió la puerta de un empujón y se asomó, estirando el cuello para mirar por debajo delfuselaje del EC130. Localizó la figura que colgaba por el otro lado de la aeronave y se adelantómás, mientras apuntaba.Eddie dio un último tirón desesperado, mientras Lorenz lo ponía en su punto de mira…El gancho llegó al patín.Una fracción de segundo más tarde, el cable llegó al final del tambor. El Mitsubishi dio un saltoviolento, y Nina retrocedió.Por encima de ella, la fuerte sacudida que se produjo cuando el helicóptero detuvo su ascensiónbruscamente arrojó hacia arriba a Shaban y al piloto. Este último se dio con la cabeza contra lacarlinga. Macy, que seguía sujeta, soltó un grito cuando se sintió arrojada contra el arnés.Los dos hombres que estaban fuera de la cabina sufrieron efectos más extremos.Eddie, que un momento antes se esforzaba por alcanzar el patín de aterrizaje, se vio arrojado depronto contra él. Rodeó el tubo de metal con los brazos en un movimiento puramente instintivo,y se quedó aferrado a él.Lorenz tuvo menos suerte. La mano en que llevaba la pistola le dio en el borde del marco de lapuerta; el arma cayó al interior de la cabina, y el hombre fue despedido hacia arriba…La cabeza le rozó las aspas del aparato.Una lluvia roja y gris salpicó la ventana delantera del aparato, y el hombre cayó. Le faltaba laparte superior del cráneo, cortado limpiamente un poco por encima de los ojos. El cuerpo cayódando vueltas hasta estrellarse en las duras piedras, cincuenta metros más abajo.El piloto, aturdido, cayó sobre el panel de mandos y empujó con el cuerpo la palanca del cíclico.El helicóptero se ladeaba hacia la pirámide, atrapado por el cable como un pez espada que saltasobre el mar, prendido en el anzuelo.Nina profirió una exclamación y se apartó, al ver que el todoterreno seguía al aparato. ElEurocopter no tenía la potencia suficiente para elevar las dos toneladas y media del Montero;pero sí que podía arrastrarlo.Eddie levantó la pierna que tenía libre y rodeó con ella el patín. Echó una mirada hacia abajo. Elaparato estaba por encima de la pirámide, y se dirigía hacia el haz de luz que salía de su cúspidepara surcar el cielo.Sacudió el otro pie para soltarse del cinturón de seguridad, y se izó a pulso sobre el patín. Seasomó por la ventanilla y vio que el piloto estaba sentado en su asiento, aunque con aspecto deestar mareado, y Macy estaba tras él, con la cara contraída de dolor y llevándose la mano a unhombro.Shaban estaba junto a Macy, inclinado y buscando algo al pie del asiento. Eddie creyó en unprimer momento que estaría intentando recuperar el frasco de las esporas; pero advirtió entoncesque el cilindro de acero estaba junto al egipcio, en un asiento vacío.Solo descubrió lo que buscaba Shaban cuando este lo encontró y se incorporó bruscamente,apuntando a Eddie con la pistola…Macy le dio un golpe en el brazo en el momento en que apretaba el gatillo.Las ventanillas laterales quedaron oscurecidas por un estallido de sangre. La bala había acertadoa quemarropa al piloto y le había volado la mitad de la cabeza. Su cuerpo se agitóespasmódicamente, pisando con fuerza uno de los pedales de control de los alerones. Elhelicóptero empezó a girar violentamente.La puerta del piloto se abrió. Eddie subió a la cabina a pulso pasando por encima del cadáver.Shaban había sido arrojado hacia el lado opuesto de la cabina. Seguía empuñando la pistola en

una mano, y buscaba convulsivamente un asidero con la otra.La cabina se llenó de una luz cegadora cuando el helicóptero, todavía girando, pasó por el haz deluz de la pirámide. Eddie pestañeó, deslumbrado por un breve instante. La luz desapareció… yEddie vio la pistola de Shaban, que le apuntaba a la cara.En tierra, el Mitsubishi atravesó con estrépito la fachada de cristal de la pirámide… y el cable sequedó enganchado en la armazón de acero del edificio. El impacto hizo caer a Eddie al asientovacío de la parte delantera, y arrojó a Shaban contra la puerta.Esta se abrió.La furia que habían expresado los ojos de Shaban dejó paso al terror, mientras intentaba asirse almarco de la puerta. La pistola que llevaba en la mano se disparó, y la bala abrió un orificio en elmamparo trasero. Shaban soltó el arma para poder sujetarse mejor. La pistola cayó a la pirámideque tenían debajo.En la consola sonaban timbres de alarma apremiantes y parpadeaban luces rojas. Eddie les echóuna mirada y vio que uno de los indicadores caía rápidamente. La presión del aceite. La balahabía deteriorado el motor.El EC130 dio una nueva sacudida, tirando del cable. El frasco de acero inoxidable rodó por losasientos traseros. Tanto Eddie como Shaban lo miraron, y después se miraron el uno al otro.Salvarlo, o destruirlo…Eddie trepó sobre el asiento mientras Shaban se volvía a introducir en la cabina. El jefe de lasecta fue el primero que alcanzó el frasco; lo tomó del asa bruscamente y asestó con él un golpeviolento en la sien a Eddie. Una nueva explosión silenciosa de luz llenó la cabina cuando elhelicóptero volvió a pasar por el haz, incapaz de liberarse del cable del todoterreno.Shaban sujetaba el cilindro con fuerza contra su pecho mientras lanzaba patadas a Eddie.—¡Tú no eres nada! —chillaba—. ¡No puedes vencerme! ¡Yo soy un dios!Eddie vio que el otro hombre estaba asido firmemente del marco de la puerta, con tanta fuerzaque le blanqueaban los nudillos.—¡Si eres un dios, a ver qué tal se te da volar! —le dijo con sorna.Dio un puñetazo con todas sus fuerzas a Shaban en la mano.Eddie sintió en los dedos una erupción de dolor; se le abrió la piel y le crujieron lasarticulaciones…, pero aquello no era nada comparado con lo que sintió Shaban al quedarleaplastada la mano contra el metal de bordes agudos. Se le quebró la falange más larga del dedomedio. Se soltó, profiriendo un grito… y Eddie clavó el puño ensangrentado en la cara marcadadel egipcio.El Eurocopter volvió a entrar en el haz de luz cegadora… y Shaban cayó.Aferrado todavía al frasco, se desplomó casi veinticinco metros, entre el chorro de luzdeslumbrante…, y chocó contra la cúspide de la pirámide, con un crujido de vértebras rotas.Eddie observó la figura desmadejada que bloqueaba el haz de luz. La punta de la cúspide de lapirámide le asomaba por el vientre.—¿Me has entendido? —gritó Eddie.Pero Shaban no había muerto todavía.Aunque le manaba a raudales la sangre por la enorme herida que lo atravesaba, tuvo la fuerzajusta para levantar una mano e intentar abrir el recipiente… y dispersar al viento su contenidomortal.Eddie ya no lo miraba. Había tenido que dirigir su atención a las señales de alarma, cada vez másruidosas, que emitía el cuadro de mandos. La presión del aceite caía rápidamente y ya estaba enla zona roja.Se volvió hacia la parte trasera de la cabina. El dolor de la mano le arrancó una mueca.—¡Macy! ¿Estás bien?—Me… me ha dislocado el hombro, maldita sea —dijo la muchacha, que apretaba los dientes—.¿Puedes hacer aterrizar este cacharro?—No.—¿Qué? Pero… ¡si yo creía que eras un supersoldado de primera! ¿Me estás diciendo que no

sabes pilotar un helicóptero?—Siempre he querido aprender —respondió él, mientras soltaba el arnés de seguridad de lamuchacha.Después, se inclinó sobre ella para abrir la puerta.Macy lo miró boquiabierta.—¿Qué haces?—Tendremos que saltar.—Pero ¡si estamos a kilómetros del suelo!—No por mucho tiempo.Un estrépito que salía del compartimento del motor ahogaba el ruido de las bocinas de alarma.—Cuando yo te diga que…El eje de transmisión se rompió. Resonó contra el mamparo una granizada de golpes metálicos.El helicóptero cayó.—¡Salta! ¡Salta! ¡Salta! —rugió Eddie.El rotor seguía girando, amortiguando la caída; pero, sin motor y sin piloto, el descenso mortaldel EC130 solo duraría unos pocos segundos. Eddie arrojó del aparato de un empujón a Macy,que chillaba, y saltó tras ella.Cayeron… tres metros, seis metros… y aterrizaron en la fachada inclinada de la pirámide.El vidrio reforzado se cuarteó… pero no se rompió. Eddie se deslizó por la cubierta, sintiendoque le ardían todos los nervios por el duro golpe. Macy caía a su lado dando tumbos.Shaban hacía girar la tapa. Solo le faltaba un leve movimiento más para abrir el recipiente.Pero se quedó petrificado cuando sus ojos, aturdidos por el dolor, vieron que se le venía encimael helicóptero.Chilló…El EC130 se desplomó pesadamente sobre la cúspide de la pirámide… y la atravesó, cayendo enel interior del laboratorio entre vidrio pulverizado y fragmentos de metal. Dio en el suelo yexplotó. Una onda expansiva ardiente golpeó toda la sala.Y alcanzó la carga oculta de C-4.El explosivo detonó, destrozando a su vez la bombona de gas. Una ola de fuego colosalconsumió el laboratorio, y el tercio superior de la pirámide estalló como si esta fuera un volcánde cristal que entrara en erupción.Eddie y Macy ya habían bajado más de la mitad de la fachada. Eddie miró hacia abajo y vio aNina, que huía de la explosión, y también el Mitsubishi, semihundido en la pared de cristal.—¡Salta! —gritó.Macy, a pesar de su dolor, consiguió clavar los talones en el vidrio, mientras Eddie hacía lomismo. Se desvió hacia la derecha, y Eddie hacia la izquierda, y pasaron cada uno por un ladodel Montero…Cayeron al suelo.Eddie sintió un nuevo estallido de dolor en las piernas cuando cayó rodando y dando botes por elpatio. Oyó un nuevo grito de Macy, y se arrojó sobre ella, protegiéndola con su cuerpo de lalluvia de vidrios rotos. A medida que caían más restos, saltaban rotas más ventanas.El ruido se fue apagando.Eddie, magullado y sangrando, levantó la cabeza. En su rostro se reflejaba el dolor que lerecorría el cuerpo. La cúspide de la pirámide había desaparecido, devorada por las llamas. Lasesporas mortales habían quedado destruidas.—¡Eddie!El movimiento de volver la cabeza le produjo un nuevo dolor; pero sintió un cierto alivio al verque Nina corría hacia él.—¡Dios! ¿Estás bien? —le preguntó ella.—Ya te lo diré cuando vea si sigo teniendo las piernas pegadas al cuerpo —respondió él con vozronca—. Y tú, Macy, ¿estás bien?—No —respondió la muchacha en voz muy baja.

Nina y Eddie se miraron con inquietud.—Pero… creo que estaré bien. Con el tiempo.Eddie intentó reírse; pero lo que le salió fue una tos.—Otra jodida explosión de helicóptero —dijo—. Es como si estuviera en una película de las deGrant. Y él, ¿está bien?—Eso parece —dijo Nina, al ver aparecer al actor tras un ángulo de la pirámide, acompañado deAssad y de un miembro del EEPA.Los saludó con la mano, y alzó la vista hacia la cúspide en llamas del edificio.—Es una buena manera de cortar una infección por levaduras —comentó—. Demasiado radicalquizá; pero parece que ha dado resultado.—Más vale, maldita sea —gruñó Eddie, levantándose de encima del cuerpo de Macy—. Con unacarga de C-4 y un helicóptero explotado… todo lo que hubiera allí dentro tiene que estar bienquemado.Nina enarcó las cejas.—Ay… —dijo.—¿Qué pasa?—Me acabo de dar cuenta de que… has acabado con las esporas de Shaban; pero también hasquemado el pan de Osiris. La fuente de la vida eterna.Después de pensar en ello unos momentos, Nina añadió:—En todo caso, ¿quién quiere vivir para siempre?Eddie se puso de pie trabajosamente y la rodeó con un brazo.—Depende de con quién vivas —dijo.

EpílogoNueva YorkTres semanas despuésNina se bajó de la limusina y alzó la vista hacia la losa de cristal oscuro que era el edificio delSecretariado de las Naciones Unidas. A diferencia de su visita anterior, no sentía la más mínimainquietud. Muy al contrario. En esta ocasión, Eddie y ella venían a recibir un homenaje.El primer promotor de la ceremonia había sido el Gobierno egipcio. El descubrimiento de unapirámide en el desierto occidental, y la noticia de que esta contenía la tumba del mismísimoOsiris, lo que daba un vuelco a los estudios sobre la antigua mitología del país, significaba que laegiptología se convertiría durante los años siguientes en el campo de estudio más candente detoda la arqueología. Como mínimo, los ingresos por turismo tendrían un auge espectacular.En vista de ello, los egipcios habían pedido a las Naciones Unidas que reconocieran los méritosde Nina y Eddie al descubrir la pirámide de Osiris…, así como al frustrar los planes de Shaban.Nina pensó en lo paradójico que resultaba que sus relaciones con la AIP hubieran culminadotodo un ciclo. En un principio, la agencia se había establecido, en gran medida, para ocultar alpúblico la verdad sobre un intento de asesinato a escala inimaginable. Ahora, esa mismaorganización que la había despedido fulminantemente ocho meses atrás se veía obligada asuplicarle su ayuda en la investigación de una nueva trama genocida.A pesar de todo ello, vaciló al llegar a la entrada.—¿Estás bien? —le preguntó Eddie.—Sí. Solo que… las dos últimas veces que vine a la ONU, Maureen Rothschild me puso devuelta y media.—Esta vez solo te dará la vuelta para besarte el culo —le aseguró él.—Bien dicho —dijo Nina, sonriendo—. ¿Sería de mala educación por mi parte restregarle por lacara que yo tenía razón y que ella se equivocaba?—Seguramente. Pero yo prefiero pasarme la buena educación por los cojones.Niina le dio un beso, y entraron los dos.Resultó que Nina no pudo decir nada a la Rothschild, con buena educación ni con mala. Aunquereconoció a varios miembros destacados de la AIP entre los representantes y funcionarios de laONU y demás invitados, además de al profesor Hogarth, la directora de la agencia brillaba por suausencia.Pero Nina no tardó en olvidarse de aquel desprecio mientras el embajador egipcio ante la ONU,al que acompañaba el doctor Ismail Assad, cantaba sus alabanzas.—Y, gracias a la doctora Wilde y a su marido —concluyó el embajador—, no solo se hadescubierto en Egipto el hallazgo arqueológico más increíble de los últimos cien años, sino queha sido posible protegerlo.El embajador señaló con la cabeza unas grandes ampliaciones fotográficas del interior de latumba. Se había extraído del sarcófago el cuerpo aplastado de Osir, y se había depositado denuevo la momia en el lugar de reposo que le correspondía por derecho.—Por desgracia, la tumba de Osiris sufrió algunos desperfectos; pero su contenido no ha sidosaqueado. Con el tiempo, el mundo entero podrá contemplar estos tesoros nacionales increíbles.De modo que, doctora Wilde, señor Chase…, les doy las gracias en nombre del pueblo egipcio.Una oleada de aplausos recorrió la sala mientras el embajador daba la mano a Nina y a Eddie.—Gracias —dijo Nina, que se había puesto ante el micrófono—. Gracias, señor embajador,doctor Assad… ¡y pueblo egipcio, claro está!El público rio con amabilidad.—Pero hay otra persona a la que debemos dar las gracias, pues sin su valor y su determinaciónno habríamos llegado a saber siquiera de la existencia de la pirámide de Osiris. Por tanto,Macy… —dijo, señalándola—. Macy Sharif, ¿quieres hacer el favor de ponerte de pie?Macy estaba en la segunda fila, entre su padre y su madre. La joven, que normalmente no teníanada de vergonzosa, se sonrojó al recibir los aplausos.—Cuando Macy se licencie, si el Departamento de Egiptología de la AIP está contratando

personal, yo la recomendaría de todo corazón, si es que mi recomendación tiene algún valor—añadió Nina.Cuando se acallaron los aplausos, Macy se volvió a sentar con alivio.—Pero lo que nos enseña todo este caso es lo prudentes que debemos ser los arqueólogos y loshistoriadores. Cuando realizamos estos descubrimientos maravillosos, es muy fácil dejarnosarrastrar por los sueños de fama y fortuna… y, sí: reconozco que yo misma he seguido esecamino. Pero lo que sucedió aquí se debió a que todo se redujo a una cuestión de dinero… No,no de dinero; a una cuestión de alcanzar el premio cuanto antes. Alguien quería algo con tantoahínco que tomó atajos para alcanzarlo. Y eso estuvo a punto de conducir a un desastre. Asípues, espero que esto sirva de advertencia de lo que puede pasar cuando se da más importancia aldinero que a la ciencia.El aplauso fue algo más tibio esta vez, y se veían algunas caras francamente incómodas.Nina no había venido con la intención de reprender a nadie en su intervención, pero habíadecidido sobre la marcha que a la porra: tenía que decirlo. Se volvió hacia su marido.—¿Quieres añadir algo, Eddie?—No se me dan bien los discursos —dijo él, encogiéndose de hombros—. Solo que me alegro dehaber sido útil… ¡Ah! Y que sería estupendo que alguien nos pagara los gastos del viaje.El público se rio.—Hay una cosa más —dijo Assad.Un asistente le entregó una caja de madera pulida.—En muestra de agradecimiento por el descubrimiento de la pirámide de Osiris, el ConsejoSupremo de Antigüedades ha decidido hacer entrega de una cosa a la AIP. Digamos que se tratade un préstamo.Abrió la caja, y se vio que contenía una estatuilla. Era una figura humana tallada rudamente, enuna piedra poco común de color morado. Nina no la reconoció, y Eddie tardó un momento enrecordar que la había visto antes, en la tumba de Osiris.—Me avergüenza un poco reconocerlo, dado mi cargo —bromeó Assad—; pero el caso es queno hemos sido capaces de identificarlo, de momento. No concuerda con ningún otro objetoencontrado en la pirámide de Osiris, ni en ninguna otra parte. ¡Puede que la AIP tenga mejorsuerte!Entregó la caja a Nina, que quedó algo sorprendida, mientras el público volvía a aplaudir.—Esto… yo ya no pertenezco a la AIP, ¿no lo recuerda usted? —le dijo Nina a media voz.—Pero si ellos… Ah.El embajador comprendió que su compatriota había tenido un desliz, y se apresuró a tomar elmicrófono para dar las gracias a todos por su asistencia, dejando a Nina con la duda de qué era loque había empezado a decir Assad. Uno de los funcionarios de la ONU más destacados entre lospresentes, un inglés llamado Sebastian Penrose, al que Nina había tratado varias veces en laépoca en que se estaba formando la AIP, se levantó de su asiento y llamó por señas a Nina y aEddie. Estos acudieron, y Nina miró al funcionario con desconfianza.—Vale, ¿qué pasa aquí?—Me temo que alguien se ha precipitado un poco —respondió Penrose.Hizo una seña a un funcionario de la AIP, que salió al estrado.—Queríamos haber debatido esto con ustedes después de la ceremonia.—¿Qué es lo que querían debatir? —dijo Eddie.—Su vuelta a la AIP.—¿Qué? —exclamó Nina con incredulidad sarcástica—. ¿Después de habernos despedido?—Técnicamente, no fue un despido, sino una suspensión de empleo y sueldo a la espera de unainvestigación oficial —dijo Penrose con suavidad—. Y estoy, hum, bien seguro de que, a la luzdel resultado final de la investigación, se recomendará el reingreso, cobrando todos los atrasos ydemás beneficios, así como una indemnización.—Sí, claro. Ya me figuro que a Maureen Rothschild le parecerá bien…—La profesora Rothschild ya no está en la AIP —dijo Penrose.

Nina se sorprendió.—¿Por qué no? —preguntó.—Presentó su dimisión ayer. Por una parte, por las acusaciones criminales que han presentadolos egipcios contra el doctor Berkeley. Gracias a la declaración de usted, según la cual el doctorse arrepintió, es posible que lo traten con cierta tolerancia; pero, teniendo en cuenta que todos losdemás conspiradores han muerto, necesitan un chivo expiatorio. Como había sido la doctora laque había designado personalmente al profesor como director de la excavación en Guiza, esto laha dejado en muy mal lugar a ella, y es señal de poco acierto. Que también pone en tela de juicioel resto de sus decisiones…, tales como la de suspenderlos a ustedes.—Y ¿cuál es la otra parte? —preguntó Eddie.—Por otra parte, usted, doctora Wilde, le había enviado un correo electrónico en el que leexplicaba cómo se iba a llevar a cabo el robo en el Salón de los Registros, antes de que estesucediera…, pero la profesora no le hizo caso. De hecho, borró el mensaje; pero resultó que otrapersona tenía una copia.—Recuérdame que envíe a Lola un gran regalo de agradecimiento —dijo Nina—. Así quequieren que vuelva. Y ¿qué pasa con Eddie?—El señor Chase recuperará también su puesto, claro está. Y hay otra cuestión: ahora que ya noestá la profesora Rothschild, la AIP se encuentra sin director. Usted tiene la experiencia queadquirió cuando ejerció de directora en funciones…Eddie le dio un codazo.—Eh, no está mal —le dijo—. ¡No solo quieren que vuelvas, sino que te ofrecen un ascenso!—Pero ¿nos interesa a nosotros volver? —le preguntó ella; aunque la respuesta se leíaclaramente en sus ojos.Eddie sonrió.—La oferta seguirá en pie —dijo Penrose, y entregó a Nina su tarjeta—. Al menos, durantealgún tiempo. Llámenme cuando hayan tomado una decisión.Les dio la mano a los dos y se marchó, seguido por el funcionario que llevaba la caja.—Bueno… maldita sea —dijo Eddie—. Es que no se las pueden arreglar sin nosotros, ¿verdad?—Eh, esto ya se nos da muy bien a estas alturas. Pero ¿sabes qué es lo más importante? ¡Quepodremos volver a vivir en Manhattan!Eddie alzó los ojos al cielo en broma.—Estupendo… Alquileres absurdos, multitudes, ruido, tráfico…—¡No veo la hora!—Bah —dijo Eddie con humor—. Pero sí que hay una cosa buena… ¡Podré pagar esa fiesta deboda!—Podremos pagarla entre los dos —lo corrigió Nina—. Y puede que yo te acompañe a las clasesde baile.Bajaron del escenario, y salieron a su encuentro Macy y los padres de esta.—Así que ¿de qué os ha estado hablando? —les preguntó Macy, una vez hechas laspresentaciones.—Nos estaba haciendo una oferta.—¿Una oferta de trabajo? —preguntó Macy, emocionada—. ¡Ay, Dios mío, qué estupendo!¿Vais a aceptarla?—Bueeeeeno —dijo Eddie, encogiéndose de hombros de manera exagerada—. Todavía no lohemos pensado del todo…—Pero ¿recuerdas que te he recomendado para un puesto en la AIP cuando te hayas licenciado?—dijo Nina.Macy asintió con la cabeza.—Pues creo que podría afirmar, sin temor a equivocarme, que el puesto será tuyo, si lo deseas.A la muchacha se le iluminó el rostro.—¿De verdad? Ay, ¡guau! Entonces, procuraré interesarme por algo más, aparte de por laegiptología. Hasta por los mondadientes mongoles. ¡Gracias! —exclamó, abrazando a Nina.

Eddie las observó un momento.—Entonces, ¿puedo intervenir yo también, y hacemos el trío por fin?—¡Eddie! —gritaron ambas mujeres.Macy se sonrojó e hizo un gesto a Eddie para recordarle que sus padres estaban a un metro. Pero,después, lo abrazó a él también.—Entonces, ¿qué vais a hacer ahora? —preguntó Macy cuando se separaron.—Todavía no lo sé —dijo Nina, y sonrió—. Pero creo que vamos a estar muy ocupados.