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Presses Universitaires du Mirail La otra Author(s): Pablo MILLÁN Source: Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, No. 37 (1981), pp. 171-174 Published by: Presses Universitaires du Mirail Stable URL: http://www.jstor.org/stable/40850916 . Accessed: 15/06/2014 14:08 Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at . http://www.jstor.org/page/info/about/policies/terms.jsp . JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. . Presses Universitaires du Mirail is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien. http://www.jstor.org This content downloaded from 185.44.77.128 on Sun, 15 Jun 2014 14:08:10 PM All use subject to JSTOR Terms and Conditions

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Page 1: La otra

Presses Universitaires du Mirail

La otraAuthor(s): Pablo MILLÁNSource: Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, No. 37 (1981), pp. 171-174Published by: Presses Universitaires du MirailStable URL: http://www.jstor.org/stable/40850916 .

Accessed: 15/06/2014 14:08

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Pablo MILLÁN

La otra

Por estos rumbos dicen que la muerte avisa. En la casa nadie lo quería creer hasta que empezaron a pasar cosas que nunca antes habían pasado y hasta que mi abue se murió. San Martín de Porres, por ejemplo, que estaba colgado en una de las paredes del comedor, amaneció un día con la escoba bien rompida, perdón, rota. Y luego todos pensaron que había sido el Cacho, pues a él le encanta brincar a las cortinas y descolgarse por el respaldo de los sillones. Pero en el comedor no hay ni sillones ni cortinas, sino nomás una mesa opaca y fea. Luego se le echó la culpa al viento, que a veces se metía por el agujero del tragaluz y embarraba de polvo las orquídeas que mi mamá colocó sobre la consola el día de su cumpleaños; se volvieron grises y renegridas por el polvo que hay por estos rumbos y que es como seco y pegajoso. Antes de que se fuera con la otra a mi papá se le untaba en el pescuezo cuando llegaba del trabajo y le dejaba un collar negrote como el que tiene el Cacho. « Este polvo jijo de... », decía, y siempre se callaba ahí.

La mala suerte llegó junta, todita de una sola vez. También lo del hechizo, según mi tía Meche. Yo no sabía lo que quería decir hechi- zar pero bien que me daba cuenta, sobre todo porque lo murmuraban tan quedito a la hora de merendar. Durante la merienda se hablaba siempre de la otra. De ahí supe que era muy terca y que tenía la boca de víbora. Yo, la verdad, nunca se la he visto, ni mi mamá tampoco. Pero la tía Meche sí, porque ella vive del otro lado del canal y siempre se entera de todo, que porque en este mundo no se puede vivir sin estar enterada, dice. A veces hasta jura por Dios santito que un día se las van a pagar todas juntas; todos, la otra, mi papá y los del otro lado del canal, que siempre la andan espiando. Y yo, cuando la oigo, siento harto miedo por los otros, y sobre todo por mi papá, que al fin y al cabo no tiene la culpa de que nos hayan hechizado. Hubo un tiempo en que nos llegaban noticias de todos lados, y de tantas mi abue se fue consumiendo en su sillón de mimbre. De puras

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oídas se enteró de la otra, y yo creo que eso fue lo que le hizo daño, más que todo por haberse aguantado tanta vilis en la garganta. Estuvo un año con la voz rasposa, aunque mi mamá la obligaba a hacer buches de Astringosol y a dormir con calcetines de lana. Y ni así se le quitó. Pobre abue, tan quietecita que se veía cuando se pasaba la tarde a la orilla de la ventana para observar cómo el polvo se revolcaba por toda la calle, en remolinos grandotes que hasta parecen trompos. Desde que se cayó el San Martín de Porres, se me hizo que los veía con más solemnidad, o a lo mejor con más pacien- cia. Al poco tiempo se volvió muda y ya nadie la oyó hablar de nuevo, aunque muchas veces la vieron pelar los ojos y trazarse la señal de cruz. Pobrecita. Pero yo le digo a mi mamá que estuvo mejor que no alcanzara a oír lo de la pelea, porque entonces de puro coraje hubiera vuelto a hablar y a rasparse la garganta. Y mi mamá me regaña. Dice que por menos así no se hubiera sentido tan sola cuando la boca de víbora la insultaba. Y a mí me da mucha tristeza porque es como si yo no estuviera aquí, como si fuera uno de esos ceros a la izquierda que la maestra dice que no cuentan. Y quién sabe si sea así.

Por las tardes, cuando veo los remolinos, es cuando más me acuerdo de mi abue. Ahora ya no lloro, pero nada más me acuerdo de su cara tan pálida en medio de las azucenas y de los jazmines, sin moverse un tantito así, sin parpadear, agarrotada en un cajón de muerto que le quedaba tan chico. Se veía bonita, incluso más joven. Mi mamá le lavó el pescuezo y le puso perfumes de olor para que luego no apes- tara; la vistieron todita de blanco, como cuando se casó, y el padre Meléndez la roció con agua bendita por si las dudas. Fue una mañana con harto viento y nubarrones, en el panteón de La Inmacu- lada Concepción. De tanto aire, los jazmines y las azucenas se revol- vieron con las flores que trajo mi papá. Digo que se revolvieron por- que apenas se notaba que unas eran flores de ellos y otras de noso- tros : regadas sobre la tumba, a mí me parecían todas de un solo dueño. Pero a mi mamá no. A ella le dio una cosa que le dicen infarto y que pone a la gente como muerta. Entonces la tía Meche corrió por las sales de amoniaco y se las untó en los hoyos de la nariz para que reviviera. Y después todo se arregló. Hubo muchos gritos y malas palabras, pero no tantos como en la pelea. A mi tía Meche le oí decir palabrotas que a mi me habían prohibido repetir, y eso que yo se las decía al Pepe de pura broma. Además esa vez no me gustaron por- que sonaban mal entre tanto llanto y porque el padre Meléndez estaba también allí. Después él nos acompañó a la casa y le dijo a mi mamá que no se preocupara, que todo se iba a arreglar, y que si no se arreglaba era porque Dios lo quería. También prometió saldar cuen- tas con mi papá y hacerlo entrar en razón. Se quedó a merendar.

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PABLO MILLAN : LA OTRA 173

Como a las siete me mandaron al cuarto a cuidar al Pepe y a la Raqui para que no oyera las cosas que sólo incumben a los mayores y que son las que siempre platican con el padre Meléndez. La tía Meche nos trajo el café con leche a la cama y después de rezar el Ave María dizque nos dormimos pero no era cierto, porque yo estuve escuchando todo lo que decían de la otra y de que ya tenía un hijo que ahora resulta ser nuestro hermanito.

Desde entonces ya han pasado muchas cosas que mi mamá no me da permiso contar, pues por estos rumbos no se puede decir secretos aunque también es muy difícil guardarlos. De todos modos yo no tengo con quien platicar ni a quien contárselos, más que al Cacho. Pero parece que a él ni le interesan, y menos cuando está arañando las cortinas o trepándose por los sillones. Lo malo es que ya sólo queda un sillón, el de mimbre, y es con el que se divierte el Cacho. Desde que unos señores que nunca había visto se llevaron casi todos los muebles, la casa se ve más vacía, como deshabitada. Cargaron con todo, hasta con la consola y las orquídeas de plástico que no olían a nada pero que tenían su lado bonito. Sólo nos dejaron la cuna del Pepe y de la Raqui y una cama que ahora es de todos. La mía la desmantelaron toda y ahora duermo con mi mamá, y las dos nos hacemos bolita para protegernos del viento que por las noches sopla como con rabia. Y los niños chillan mucho desde que dan las diez, quizás porque el viento les da miedo o porque en esta casa hay más cosas de las que uno ve. Unos dicen que la otra se puede desdo- blar en dos y estar en dos lugares distintos a la vez. Pasadas las diez la sentimos caminar por el jardín que está afuera. También se oyen aullidos largototes, como de coyote. Y si el viento sopla más duro, los aullidos rebotan en las paredes y hasta parecen voces. Entonces sabemos que la otra anda por ahí, de un lugar para otro, aunque no se atreve a entrar porque mi mamá ha colgado manojos de ajos en las puertas y palmitas en forma de cruz, que siempre aullentan a los espantos. Eso mismo decía mientras los iba colgando y mientras yo se los pasaba; las bolitas de los ojos le brillaban como desde hace mucho no le habían brillado, y entre plática y plática cantaba una canción que se llama « La que se fue » y que nunca antes había can- tado. Yo le daba las palmitas y los ajos y ella las cubría de bendicio- nes, una por una, hasta que la casa quedó completamente repleta y oliendo muy extraño. Aún tenemos el incienso que nos dio el padre Meléndez y el San Martín de Porres que tiene la escoba rompida, digo, rota. Pero a veces los niños lo usan para jugar a las muñecas, aunque yo les he dicho miles de veces que no lo hagan. El Pepe y la Raqui (le dicen así porque nació como raquítica) están todavía muy chiquitos, y con el Cacho es con el único con quien me entiendo. En las tardes

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los dos jugamos en casa, mientras oímos llorar a mi mamá desde el cuarto grande. No lo dejo que maulle o que haga ruido, sino solamen- te nos metemos los dos detrás del sillón de mimbre y jugamos a con- tarnos cosas en secreto. Hasta ahora nadie sabe lo que nos contamos porque lo decimos tan quedito que no se oye ni una sola palabra. Es más bien como si lo imagináramos, como si los dos estuviéramos aguantándonos las ganas de contarlo.

Desde que se fue mi papá, la casa está siempre callada, nada más con los sollozos de mi mamá y el silbido del viento. Estamos como de luto, creo. Afuera hay dos moños negros, del mismo color que los vestidos de mi mamá y de la tía Meche. Oí que uno es para mi abue- lita y el otro para mi papá. También dicen que Luisito ya camina y que se parece mucho a mi papá, como si del palo hubieran sacado la astilla. Pero eso es lo que dicen afuera. Suena chistoso, pero aquí en la casa ya nadie habla sobre eso, ni me regañan si le digo al Pepe que mi papá ya nos abandonó, y que él, ahora, es huerfanito de padre como la Raqui y yo. Pero yo ya ni hablo ni digo nada, pues cuando lo hago se oye un eco que resuena hasta el comedor, igualito al que se forma en la quebrada de Potzotlan. Lo único que todavía está igual es el polvo que aún se mete por el agujero del tragaluz y que ya no embarra nada más que las paredes. Pero con los rayos del sol se ven muy bonitos los puntitos de colores que se van desparramando por toda la casa, aunque al final le dan tono entre gris y café oscuro, que es bastante difícil de limpiar. Yo creo que sería mejor poner periódicos sobre el tragaluz o irnos a vivir a otra parte, lejos del polvo, a un lugar donde no haya ni viento, ni malos espíritus, ni seño- ras que se roben a los papás. Eso es lo que pienso yo, y tal vez lo que pensaría el Cacho si pudiera hablar, si pudiera entender lo que le cuento y no sólo se quedara así mirándome con la cabeza incli- nada y con esos ojos de color tan raro.

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