la ópera de los 4 gatos. abril 19 2006

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    ELISEO ALBERTO

    LA ÓPERA DE LOS CUATRO GATOS

    Novela

    Ciudad México2006 

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    Para mi hermano Rapi.

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    Dónde comienza el hombre,dímelo.

    dónde termina,con la sombra debajo,

    la sombra encima.

    ELISEO DIEGO

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    PERSONAJES

    ANTHONY (1941-1956) Hijo del actor Julián Dalmau y la flautista Elizabeth Weigant.

    ANTONIA Hija menor de Octavio y Elena.AUGUSTI VINYOLI Sastre catalán, refugiado en La Habana.

    Experto en zurcidos invisibles.Protector de la niña Cecil.Mejor amigo de Josep Dalmau.Heredero de la sastrería El Dedal.

    BONIFACIO BONILLA Taxista. Alias Boni.CATHERINE Bailarina exótica. Amante ocasional de

    Honorato Rey y Teodoro Castellanos,entre otros. Nombre artístico: Nefertiti.CECIL Niña. Protegida de Augusti Vinyoli.DANILO ROJAS Hermano menor de Ezequiel. Empleado

    de la tintorería Rialto. Joven rebelde y justiciero.

    DELFÍN BARÓ Mecánico, aficionado al boxeo.Figurante del Teatro Finisterre. Sobrinode Zamorinni.

    EL CONDE DE EROS Novelista y editor de sus propios libros.Dramaturgo principal del Finisterre.

    Entre sus novelas, se destacan: Miraquién viene (1946), La doble moral de laseñorita Martínez (1947), Leche cortada(1949), La monja del batallón (1950),Entrepiernas   (1951), Dolores (1952), Sinvergüenza  (1953) Baja pasión  y Otro viajea la luna   (1954) La Perra   y Tragaderas  (1955) y La Probadora  (1956), ésta última,como tantas otras, llevaba al escenariodel Teatro Finisterre con gran éxito de

    público —no de crítica.ELIZABETH WIEGANT Flautista norteamericana.Madre de Anthony.Primera esposa de Julián Dalmau.

    ELENA PEREIRA Ama de casa. Esposa de Octavio Tablada.Madre de Antonia, Francisca y Gabriela.

    ERSNEST HEMINGWAY Novelista norteamericano. Premio Nobelde Literatura.

    ERNESTO LECUONA Compositor y pianista cubano.Cliente de la tintorería Rialto.

    EZEQUIEL ROJAS Barítono y tintorero. Actor del Finisterre.

    Dueño de la tintorería Rialto.EULOGIO CORTÉS Reportero del Diario La Prensa.

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    FLOR SERPA Pianista y profesora de canto.Media hermana de Octavio.

    FRANCISCA Hija de Octavio y Elena.GABRIELA Hija de Octavio y Elena.GLADIS PARDO Vecina del internado de Luisa.

    HONORATO REY Modelo. Actor estrella del Finisterre.Amante de muchas.

    INGRID Secretaria particular del señor Arias.ISIDORO SALGADO Guitarrista. Padre de Boby La China. JOSEP DALMAU (1890-1949) Sastre.

    Esposo de Marina. Padre de Julián.Dueño de la sastrería El Dedal.

     JULIÁN DALMAU Actor cubano, radicado en Nueva York.Padre de Anthony. En Norteamérica, haintervenido en una docena de películas junto a actores COMO Marlon Brando, James Dean y Johnny Weissmuller. Tomó cursos de Actor Studio, bajo labatuta del maestro Lee Strasberg.

    KARL-HEINZ ZWANZIGER Barítono alemán de paso por La Habana.KID DANGER Boxeador. Récord: 216 peleas ganadas, 0

    derrotas y 0 empates y 7 anuladas.LY Mucama de la familia Lecuona.LUISA VALDÉS AMARO Actriz del Finisterre. Amor de muchos.MANUEL ARIAS Contador público y empresario teatral.

    Director General del Teatro París.

    MARINA SÁNCHEZ (1892-1930) Esposa de Josep.Madre de Julián Dalmau.MATILDE GARRIDO Madre de Boby La China. Ama de casa.

    Aficionada a la guitarra. Prostituta.NAPOLEÓN JIMÉNEZ Capitán del mercante Ofelia .OCTAVIO TABLADA Abogado. Esposo de Elena Montiel.

    Padre de Antonia, Francisca y Gabriela.Protector de Julián Dalmau.

    PANCHITO Joven cantinero del bar El Porvenir.Dueño de la peluquería La Pekinesa.

    PIETRO ZAMORINNI Mulato cubano. Tenor. Tío de Delfín Baró.Nombre artístico de Pedro Zamora.Dueño de La Traviata, taller mecánico.Como tenor, ha cantado en el TeatroColón de Buenos Aires y La Scala deMilán.Salvador Garmuño prepara un libro sobresu vida y obra, con prólogo del Conde .

    PROFESOR CONTRERAS Maestro normalista y geógrafo.Velador nocturno del Teatro París

    RAMONA GIL Soprano y ramera de fama nacional.

    Primerísima actriz del Finisterre. Tutorade Luisa y Catherine.

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    RICHARD S/A (1934-1956) Joven albañil, esposo deCatherine. Acribillado en una balacera.

    ROBERTO LUIS SALGADO También llamado Boby la China. Estilista.Actor del Finisterre. Propietario De lapeluquería La Pekinesa.

     TEODORO CASTELLANOS Dentista de la alta sociedad.Propietario del Teatro Finisterre.

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    Cuando yo vine a este mundo,nadie me estaba esperando.

    NICOLÁS GUILLÉN 

    EL MERCANTE Ofelia , de bandera panameña, cubrió la ruta

    Nueva York-La Habana sin mayores contratiempos. Entre

    otras mercancías, llevaba en sus bodegas unas mil

    quinientas cajas de whisky Jack Daniels y doce Corvettes

    convertibles, color mandarina —tan de moda en aquella

    primavera de 1957. Dos de los seis camarotes de cubierta

    estaban ocupados por el bostoniano Kid Danger, un boxeador

    de siete pies de asperezas, ojos azules y rústicos modales, y

    un actor cubano que después de veinticinco años de ausencia

    regresaba a la isla con tres objetivos precisos: cumplirle una

    promesa a su hijo Anthony, montar en el Teatro París la obra

    Cuatro gatos encerrados  (drama póstumo del escritor Howard

    Owen) y ya con la conciencia tranquila, ahorcarse al término

    de la función en medio de un vendaval de aplausos. Julián

    Dalmau era un perfeccionista —tal vez por eso decidió ser su

    propio verdugo. Quién lo haría mejor que él.

    Kid Danger prometía una bolsa de ochenta dólares por

    asalto a todo aquel que, luego de abonar una módica suma,

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    le aguantara de pie la ametralladora de golpes que disparaba

    por minuto. Los contratistas de Manhattan le habían

    asegurado que La Habana llenaba los requisitos para

    considerarla el mercado idóneo donde llenarse los bolsillos de

    billetes: afición al box, turismo en alza y noches de cabaret,

    tres anzuelos que Kid Danger no iba a dejar de morder. Ante

    su primera gira internacional, renunció por un tiempo a la

    bebida, dosificó el mujerío y triplicó la carga de los

    entrenamientos. Mañana, tarde y noche correteaba de popa a

    proa encapuchado bajo un albornoz de hule, sin dejar de

    lanzar ganchos a diestra y a siniestra con la esperanza de

    sacarle el aire al aire, su invisible rival. Los tripulantes del

    Ofelia   llegaron a aborrecerlo. Si al inicio del viaje su figura

    había resultado un atractivo adicional, pues muchos

    conocían de su fama, pronto se convirtió en una presencia

    repelente. Cansaba mirarlo. Cansaba darle de comer. Cansa-ba que no se cansara.

     Julián Dalmau se mantenía al margen del conflicto, sin

    tomar partido por una u otra causa. Desde una silla de lona,

    a la sombra de alguna pasarela, el actor hacía anotaciones en

    su traducción al español del manuscrito de Owen. Nada

    conseguía apartarlo de esa misión casi sagrada, ni siquieralas súbitas sacudidas de la marea. La única vez que se

    concedió una tregua fue la tarde que uno de los cocineros

    decidió enfrentar al antipático boxeador y el oficial Napoleón

     Jiménez, capitán del Ofelia, le pidió que fuera el árbitro de la

    pelea. Dalmau estuvo sobre el cuadrilátero los setenta

    segundos que demoró Kid Danger en anestesiar al marinero

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    con tres patadas de manos. En gesto de buena vecindad, el

    bostoniano se negó a aceptar el premio previamente

    convenido (triple ración de carbohidratos en cada comida) y

    prometió borrar aquel combate de su récord de victorias sin

    empates ni derrotas. Dalmau no intervino en los protocolos

    de la capitulación y se concentró de nuevo en sus apuntes.

     —Thank you, Man.

     —Congratulations, Kid.

    La paz lo distraía más que el oleaje. Cuando el mar

    estaba en calma, unido en la distancia a un cielo igual de

    inmóvil, Dalmau se acercaba al barandal seducido por la

    grandiosidad del océano. Si a ese mismo mar que enloquece

    cuando se deja revolcar por los ciclones no hay pescador que

    le reproche su poder de destrucción, tampoco su posterior

    mansedumbre, su candor o su coartada; si a ese mar, pensó

    Dalmau, que convierte la roca en arena nadie le echa en carasu hambre de tierra ni su sed de minerales; si a ese mar de

    resacas turbias jamás se le condena cuando secuestra a un

    inocente en la playa, con un guante de espumas, y días

    después del rapto lo deposita sobre los arrecifes entre botellas

     y latones; si a ese mar se le guarda consideración y hasta

    respeto cuando permite que naden trozos de Polo Norte comoballenas de hielo en la ruta de embrujados trasatlánticos; si a

    ese mar, pensó Dalmau, que esconde en sus entrañas

    naufragios y más naufragios no hay tribunal que lo sentencie

    ni juez que le demande la devolución de los tesoros; si a ese

    mar terrible nadie lo odia después de haber destruido

    fondeaderos y barcazas; si a ese mar errático, brutal y

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    caprichoso no se le niega un poco de clemencia, quizás a él,

    pensó Dalmau, también le podrían conceder un minuto de

    piedad cuando llegada su hora límite, la del nudo, alguien

    tuviera que descolgarlo de la cuerda —silenciada la ovación

    que celebró su muerte.

    El tiempo estaba en su contra. Después de muchos años

    dando vueltas por el mundo, Julián Dalmau volvía a La

    Habana hecho una ruina. Hombre afable, de temperamento

    flemático, había heredado de Josep Dalmau, su padre, el don

    de la conversación y de su madre, Marina Sánchez, el de

    saber escuchar, virtudes complementarias pero no tan

    frecuentes como pudiera pensarse. Escondía su vanidad tras

    el caparazón de la modestia, sin dejar por ello de ser

    arrogante o humilde cuando debía asumir la crítica o el

    elogio. La prensa lo destacaba entre los actores más tratables

    del momento. En público podía comportarse con caballerosaseducción; ante una apetecible conquista, apelaba al imán de

    su inteligencia para levantar la dama sin esfuerzo. “Guapo no

    soy pero guapeo”, dijo al NYT . No le faltaban amigos ni

    enemigos, aunque pocos de los primeros y ninguno de los

    segundos conocían que en soledad, una vez apagadas las

    marquesinas, Dalmau se rascaba el cuero cabelludo como siel cráneo fuese una panal de avispas y sentía escalofrío en las

    tripas y se le despellejaban las manos. Dormía mal, torcido.

    Se afeitaba bajo el chorro de la ducha, de espaldas al espejo.

    No quería verse a los ojos porque las sanguíneas pupilas que

    se clavaban en las suyas desde el cristal, le recordaban el

    tartamudo pestañear de su hijo Anthony. Esa mirada

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    intermitente, de oveja moribunda, lo venía atormentando en

    cada pesadilla, como exigiéndole una disculpa tardía.

    Durante el viaje, Dalmau esperaba que La Habana sería

    apenas un telón de fondo en el tablado de la memoria, una

    ciudad hueca, carente de otras referencias que no fuesen las

    que él había elegido por voluntad cuando abandonó su casa,

    en la barriada de La Víbora, y decidió probar fortuna en

    Nueva York, sin duda el coliseo más propicio para alguien

    que soñara con ser actor de teatro. Tenía veinte años. Sólo se

    reservó tres recuerdos: el perfume a violetas que embrujaba

    la tumba de Marina Sánchez, los doce maniquíes sin cabeza

    que decoraban la sastrería El Dedal, en la Manzana de

    Gómez, y el ventear de una mata de aguacate que crecía en el

    patio del vecino y daba sombra en la ventana de su cuarto. A

    estas alturas de la vida no le quedaba pariente alguno en la

    isla, lo cual podía considerarse una ventaja pues dejaba sincultivo cualquier virus de nostalgia. Sin embargo, cuando el

    Ofelia  violó la boca de la bahía, dando inicio a las maniobras

    de atraque, un empalagoso olor a frutas le zarandeó los

    recuerdos. Nada se olvida ni se borra: el que busca,

    encuentra , le gustaba decir al sastre Josep. Entre la espada

    del miedo a esos hallazgos y la pared de una ciudad tan suyacomo ajena, Dalmau tuvo el presentimiento de que se

    adentraba en un laberinto. Nadie lo estaba esperando. A Kid

    Danger, sí.

     —Good bye, Actor.

     —Good bye, Kid.

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    Una docena de admiradoras vitoreaba el nombre del

    boxeador entre chillidos histéricos. Desde la escalerilla, a

    mitad del descenso, Julián Dalmau contemplaba el

    recibimiento no sin envidia: desnudo el torso, Kid Danger

    permitía que las muchachas calibraran su musculatura y a

    todas regalaba una sonrisa, un guiño de ojos o un beso, en

    erótica correspondencia al nivel de excitación de cada una. La

    más esbelta de ellas apenas alcanzaba a rozarle el nivel de las

    tetillas. El representante habanero del boxeador respondía las

    dudas de los periodistas, en improvisada rueda de prensa. A

    espaldas del grupo, por la lengua de una rampa, comenzó el

    desfile de los Corvettes descapotables. El capitán Napoleón

     Jiménez supervisaba el desembarco. El sol del atardecer

    rebotaba en las carrocerías, haciendo chispear luces

    mandarinas. Los estibadores cargaban al hombro las cajas de

    whisky Jack Daniels, en larga procesión de hormigas. JuliánDalmau bajó a tierra con dos maletas, bordeó el enjambre de

    fanáticos y se sentó en un muro de cemento, a la espera de

    que alguien viniese a rescatarlo —mas sólo llegó la noche, la

    misma matrona de siempre.

     —¡Taxi! —gritó. El taxi avanzaba a baja velocidad por la

    Avenida del Puerto. Al chofer no lo detuvo la voz de Dalmausino la radiante hermosura de los Corvettes.

     —Carrocería de magnesio, chasis tubular de acero,

    frenos de tambor de aluminio y un motor V8 de no sé cuántos

    de caballos de fuerza. Qué más se le puede pedir a una

    carroza —dijo el taxista. En gracioso vaivén, el péndulo de su

    mirada iba de los convertibles al rostro de nuevo pasajero,

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    como si pimponeara del asombro a la admiración sin dar

    créditos a ambos espejismos: —¡Hombre, no puede ser, usted

    es Julián Dalmau, el gran Dalmau! Suba, caramba. Maritza

    no va a creerme, qué bárbaro. ¿Dónde lo llevo? Mi taxi y yo

    estamos a su entera disposición. Me llamo Bonifacio Bonilla

    pero me dicen Boni.

     —Al Teatro París, por favor —dijo Dalmau.

    Boni estiró la mano hasta alcanzar el picaporte de la

    puerta trasera, que se abrió con el elástico accionar de sus

    dedos.

    LA HABANA corría a cuarenta kilómetros por hora tras la

    ventanilla del taxi. Los edificios pasaban de largo en

    atropellado carrusel de imágenes. ¿Cuánto puede cambiar

    una ciudad en un cuarto de siglo?, pensó Dalmau. Menos

    que yo, se dijo. En tantos años sólo había regresado a lacapital de la isla en noviembre de 1949, apenas por diez días,

     justo lo que necesitaba para asistir a los funerales de su

    padre y rematar la casa de La Víbora y El Dedal, la sastrería

    de los maniquíes hieráticos.

    Dalmau llegó un lunes en vuelo procedente de Miami, a

    bordo de un bimotor quebradizo que de milagro pudoaterrizar en medio de una repentina ventolera. A la tarde

    había conseguido un cuarto con balcón a la calle en el hotel

    más hemingweyano de La Habana, el Ambos Mundos, y no

    anochecía aún cuando entró en el recinto del Centro Español,

    donde velaban a Josep. Estaba expuesto de cuerpo entero en

    un ataúd de roble, sin tapa; traía camisa de algodón y una

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    corbata azul, los zapatos recién lustrados. Sus amigos sastres

    le habían cortado un traje de estreno. “Juliancito, tu padre

    eligió la tela y el modelo, para el viaje: lo confeccionamos en

    El Dedal, entre varios”, le dijo el único de ellos que le dio un

    abrazo al entrar en la capilla. Era un catalán sesentón, alto y

    delgado como un ciprés, lo cual hacía más pequeña la niña

    que colgaba de su mano. “Soy Augusti Vinyoli, el de los

    zurcidos invisibles. ¿Te acuerdas de mí? Vinyoli, el mejor

    amigo de Josep. Ella es Cecil: acaba de cumplir siete años.

    Necesito hablar contigo. Dame un tiempecito, anda”.

    Dalmau recordaba vagamente a Vinyoli. Por lógica de

    vida, los hijos saben que tarde o temprano llegará el

    momento de enterrar a los padres. Cualquier inversión de ese

    orden se convierte en tragedia. Llegados a ese día, el cariño

    de otros nos ampara. Vinyoli le dio abrigo. El dejo barcelonés

    de su entonación al decir los cubanísimos diminutivos(Juliancito , tiempecito)   cimbró a Dalmau desde el talón a la

    cabeza  y ya no quiso ni pudo zafarse de aquel abrazo. Hacía

    diecisiete años que él no miraba cara a cara el rostro de su

    padre: de no ser por el hilo que ataba sus labios en una

    mueca rara, podría pensarse que dormía la siesta. Llevaba

    una cinta métrica entre las manos, cruzadas al pecho, y susespejuelos bifocales en el bolsillo del saco. Un pañuelo de

    seda ocultaba el orificio de la tráquea. Habían olvidado

    cortarle los pelos de las orejas. El viento inclinaba la llama de

    las velas. También las copas de los árboles cuando, a la

    mañana siguiente, Vinyoli despedía el duelo de Josep sobre la

    tumba de Marina. El viento sacudía su traje como un

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    estandarte. La emoción le impidió leer de arriba abajo el

    discurso escrito para ese momento; en los párrafos que

    alcanzó a decir antes de quebrarse, evocó los últimos años de

    su “hermano Josep” y resaltó su ejemplar capacidad de

    sacrificio, su valentía al enfrentarse a las embestidas del

    cáncer. “Asciende tranquilo, buen hombre: yo cumpliré lo

    prometido. Recuerdos a Marina de mi parte”. Las nubes bajas

    enlutaban la escena con el aviso de una tormenta. Cecil

    perseguía una mariposa en el bosquecillo de pinos. De

    pronto, al alejarse por una callejuela del camposanto,

    Dalmau creyó oír una voz de soprano que cantaba un tango

    de Carlos Gardel.

     —No sabía que tangueaba tan bonito —dijo Boni y le

    siguió la rima: — El día que me quieras, desde el azul del cielo,

    las estrellas... 

     —¿Yo estaba cantando? —Tarareando, más bien. Y cuénteme, Dalmau, ¿conoció

    a Kid Danger? Leí en La Tarde  que pega duro. Tal vez lo rete.

    Pagan por perder. Lo distraigo. Usted siga en lo suyo...

    Dalmau siguió en lo suyo. Desde su cuarto del Ambos

    Mundos, en la esquina de las calles Obispo y Mercaderes, se

    dedicó a atender los trámites notariales, menos complicadosde lo que supuso porque Josep tuvo la precaución de dejar

    las cosas en orden y por escrito: traspasó El Dedal a Vinyoli,

    dejó a su hijo lo que se obtuviera con la venta de la casa

    (tarea que encargó de antemano a una agencia especializada)

     y heredó a beneficio de Anthony “las alcancías de mi cuenta

    bancarias, para que haga uso de ese dinero cuando alcance

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    la mayoría de edad y pueda comprender que su abuelo

    paterno lo adoró aun sin conocerlo”. El testamento de Josep

    le hizo recordar al actor que él también era padre.

    La estancia en La Habana se aletargaba entre gestiones

    rutinarias y la crudeza de los sucesivos frentes fríos que

    atormentaban el occidente de la isla. El mal tiempo no cedía.

    Augusti Vinyoli le dejó un par de recados en la carpeta del

    hotel, pero Dalmau no respondió a su llamado. Quería estar

    solo. Una noche, al entrar en su habitación, descubrió un

    sobre bajo la puerta. Contenía una foto fechada seis meses

    atrás: en la imagen, Vinyoli, la niña Cecil y dos desconocidos

    posan junto a la cama sin respaldar donde descansa Josep,

    risueño. Dalmau no le dio mucha importancia al obsequio, y

    volvió a su ostracismo. Lector de Ernest Hemingway, elegía

    para almorzar los restaurantes habaneros que el escritor

    menciona en sus novelas, sin reparar en los precios del menúni en la sobreabundancia de grasa de las comidas. A la

    noche, encargaba a su cuarto tres Coca Colas, una

    hamburguesa y una ensalada de aguacate.

    Un día antes de la fecha de su regreso, Dalmau visitó La

    Víbora para finiquitar el negocio. Si el abogado y el

    comprador de la vivienda hubieran sido puntuales, si a lahora prevista hubiesen firmado el traspaso de propiedad,

    luego de aclarar civilizadamente algunos acápites dudosos, él

    no habría tenido tiempo para recorrer la casa y descubrir que

    cuando crecemos todo se empequeñece porque sólo la

    inocencia aprecia la real medida de las cosas. La encontró

    encogida, casi disgustada de seguir en el sitio de siempre. El

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    portal, un polígono donde antes se podían desplazar cuatro

    regimientos de soldaditos de plomo, se había constreñido a

    un área apenas suficiente para dar cabida a dos sillones. De

    extremo a extremo del pórtico, las arecas tendían un arco de

    ramas secas —tan corto era el espacio entre columnas y tan

    largo el abandono de las plantas. El comedor no se redujo

    más porque se lo impedía el rectángulo de la mesa. Una

    pátina de polvo sobre los muebles de la sala y los libreros del

    pasillo hizo pensar a Dalmau que la casa llevaba meses

    desocupada; si no, ¿por qué los escaparates sin ropa, la

    desnudez de los colchones, el perfecto orden de la cocina, esa

    concha de sarro bajo la gota que caía y caía segundo tras

    segundo en el lavamanos del baño? Apretó la llave y la

    zapatilla dejó de filtrar agua. Sobre la mesa del recibidor, se

    apilaba la correspondencia atrasada. Dalmau la revisó a

    golpe de vista y descubrió dos cartas suyas, entre recibos depagos pendientes. Si él acababa de enterrar a su padre,

    ¿dónde había pasado Josep la recta final de su vida? “La

    lejanía nos hace extraños”, dijo entre dientes.

    Dalmau entró en su cuarto. Sin prestar atención a los

    detalles ni reparar en otras probables desproporciones, abrió

    la ventana con la agitación de un asmático que necesitarespirar una tonelada de aire: los vecinos habían serruchado

    el aguacate. Ante ese vacío, que para él resultaba prueba

    concluyente de que no pertenecía a ninguna parte, de que en

    La Víbora o en La Habana o en Nueva York no había ni un

    árbol esperándolo, Dalmau redondeó el círculo de su

    orfandad y mandó su cubanía al carajo.

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    Del diablo son las cosas. A la llegada del abogado,

    Dalmau no discutió los pendientes notariales e hizo un

    garabato en la raya de firma. Tampoco probó la champaña

    que el comprador y su esposa descorcharon para celebrar el

    término de las negociaciones. No se llevó nada importante,

    salvo una cajita de música de su madre y las once tijeras de

    sastre que encontró envueltas en un trapo de terciopelo

    verde. Algo le dijo que debía conservar esas reliquias,

    herencia sentimental de las dos personas que más había

    llorado en la vida —él, que nunca lloraba. Pensó entregar

    aquellos amuletos a Anthony pero olvidó que era mal padre.

    Cada promesa suya caía en saco roto. El tiempo fue pasando.

    El alud del éxito se le vino encima. Una noche, muy borracho,

    en Acapulco, regaló el cofre y las tijeras a la rubia vestuarista

    que fue a entallarle el dril cien que quería ostentar en el

    cumpleaños de Johnny Weissmuller. Todo en balde.Cuando el bimotor de pasajeros calentaba pistones para

    echarse a patinar sobre la pista de despegue, Dalmau miró

    por la ventanilla y alcanzó a ver que Vinyoli y Cecil llegaban

    corriendo al mirador de la terraza, en el edificio principal del

    aeropuerto. Lloviznaba. La esbelta figura del zurcidor se

    alzaba entre el grupo de personas que habían ido a despedira los suyos. Todos decían adiós, menos él. Parecía molesto.

    Un catalán enojado es un espectáculo tremendo. La niña

    aleteaba los brazos, en graciosa ejercitación de vuelo. El

    bimotor levantó el hocico y ascendió cielo arriba entre los

    trompones del viento que estremecían el fuselaje.

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     TODO EN BALDE. Así recorría Dalmau las calles de La Ha-

    bana, a bordo del taxi de Boni, de remembranza en

    remembranza, pero con el recuerdo de su hijo Anthony

    recostado contra la nuca como una oveja muerta. Lo poco

    que alcanzó a ver fue suficiente para comprobar la

    coexistencia de dos Habanas extendidas a lo largo de la costa:

    la de siempre, colonial, republicana, divertida, de criolla

    hispanidad, y otra que buscaba altura arquitectónica en la

    edificación de una docena de rascacielos medianos que

    silueteaban el perfil de una metrópolis naciente, con vocación

    cosmopolita. Desde la cubierta del Ofelia , a una milla náutica

    del puerto, había tenido la oportunidad de apreciar ese

    contorno fugaz, reverberante, que lejos de intrigarlo lo

    confundía. De no ser por el faro de El Morro y el inequívoco

    muro del malecón, donde las parejas de hoy seguían

    besándose con el mismo impudor de las de ayer, hubierapensado que se acercaba a una ciudad desconocida,

    iluminada por un incendio de luces a mitad del mar y de la

    noche. Con el transcurrir de los días, Dalmau completaría el

    rompecabezas urbano de una isla tradicional y moderna,

    conservadora e impúdica, liberal y escrupulosa. Por lo pronto,

    se aferró a otros sentidos ya que el de la vista le provocabaun calidoscopio de estampas desenganchadas. Aún le

    quedaban muchos sustos por delante. Y lo sabía. Los sonidos

    callejeros calaban hondo. Un bolero de Vicentico Valdés en la

    vitrola del bar, el aullido de un frenazo, un diálogo de perros

    entre dos perros, la tos de un fumador, el llanto de un niño,

    los pregones del vendedor de limonada, una sirena de alarma

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     y, en paralelo la audición con el olfato, ese hedor a frutas que

    lo venía persiguiendo desde el muelle del puerto, ahora

    enganchado a la serpentina pestilente que arrastraba un

    camión de basura.

     —¿Cuánto hace que no venía por la capital?

     —Veinticinco años... menos diez días —dijo Dalmau.

     —¿Veinticinco? Mire usted, la edad de Maritza. Los

    cumple el mes que viene.

     —¿Qué son esas sirenas, Boni?

     —La policía. Andan como perros, con el colmillo afuera.

    Los estudiantes acaban de asaltar Palacio Presidencial. En

    Oriente hubo un desembarco. La política no es lo mío.

    ¿Extraña mucho La Habana? Yo soy de Santiago de Cuba y

    extraño. Así es la vida.

    Sí, Boni, la vida es así, pensó Dalmau: una extrañeza

    perpetua. De tanto esquivar una evocación nostálgica de LaHabana, escudado tras su orgullo, acabó pensando en él y en

    él. En Norteamérica había gastado su cuota de melancolía

    entre coristas exóticas, a quienes contaba delirios de

    grandeza mientras ellas se cambiaban las trusas de

    lentejuelas tras los biombos de los camerinos. A ninguna le

    interesaba oír las confesiones del actor pero fingíancomprensión como es debido. Así supieron olvidar que

    Dalmau había pasado su infancia y juventud en un barrio

    llamado La Víbora, razón delgada de su tristeza; se enteraron

    del inútil dato de que era un actor insatisfecho que detestaba

    su rostro picado de cráteres de viruela, apenas perceptibles

    bajo los polvos del maquillaje, y que hubiera querido tener

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    diez pulgadas más de estatura y veinte libras menos de peso

    para aspirar al papel del Quijote y no al de Sancho, que

    ciertamente le quedaba a la medida. Ellas recibían sus hono-

    rarios y se iban.

     —¿Quiénes se iban? —pregunto Boni.

     —No me hagas caso.

     —Qué cómico: yo también hablo solo.

    Mientras Dalmau ganaba terreno en su carrera artística

    (su talento nunca fue puesto en tela de juicio), esos reproches

    fueron perdiendo consistencia y se creyó listo para sentar

    cabeza. “Hijo, elige bien. Los Dalmau no podemos vivir solos.

    Tu madre y yo nos casamos muy jóvenes y fuimos felices

    hasta su última sonrisa. Quiero un nieto”, le escribió Josep

    desde La Víbora:  “Nada se olvida ni se borra: el que busca,

    encuentra” . Dalmau desatendió los consejos de su padre. En

    la Navidad de 1940 conoció a la flautista Elizabeth Wiegant yclaudicó ante su encanto, como rata de Hamelin. Ella lo

    condujo por el brazo hasta una de las ciento cincuenta y siete

    suites del hotel Waldorf Astoria, ansiosa por merecer el amor

    de una celebridad. Diez meses después de la boda, nació

    Anthony. El matrimonio duró tres años. Entre filmaciones,

    festivales y giras teatrales, Dalmau demoró una década envolver a ver a su hijo, cuando quizás era demasiado tarde

    para los dos.

     —Debo confesar que a mí me gusta más el Finisterre

    que el París —comentó Boni: —Divertido. Apuesto que el

    Finisterre y el Shangai son los únicos teatros abiertos en la

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    ciudad. Después del ataque a Palacio, las autoridades

    aplicaron la censura. Cerraron las universidades...

     —Sería una catástrofe. Deberíamos estrenar en tres

    semanas. Hay cartas, papeles firmados.

    Boni buscó a Dalmau en el espejo retrovisor.

     —No confíe en los papelitos.

    Dalmau sostuvo la afectuosa mirada.

     —¿Cómo me reconociste? —dijo.

     —Por las marcas de la viruela —respondió Boni.

    Las marcas de la viruela. Amigo de Marlon Brando y Ja-

    mes Dean, discípulo de Lee Strasberg, el cubano había

    conseguido participar en doce filmes de relevancia. Quizás de

    ahí nació su fama. Los productores de la industria del cine

    tenían en cuenta su profesionalismo y disciplina, dos virtudes

    de enorme valía pues la genialidad sin contrapesos puede ser

    señal de malacrianza. Contar con Dalmau en la nómina deintérpretes era un privilegio, “un problema menos” para

    cualquier director de cine. El cubano había comenzado a

    descartar proyectos. Dos revistas de circulación internacional

    le habían dedicados portadas a todo color, destello

    publicitario una popularidad en ascenso. Grande fue su

    asombro al enterarse de que en la sociedad habanera eraconsiderado una leyenda, si daba fe a lo que afirmaba el

    señor Manuel Arias al cursarle la invitación de estrenar una

    obra en el Teatro París, “la que usted elija, maestro Dalmau,

    con los gastos pagos y una simbólica comisión por taquilla:

    somos pobres, no lo oculto. Aquí lo admiramos por igual

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     proletarios y burgueses. Perdone la rojilla emoción con que

    escribo. La Habana lo espera con los brazos abiertos”. 

     —¿A qué huele, Boni?

     —A pecado. Unas quince cuadras adelante queda el

    barrio de las putas: cuando sudan, huele. Misión cumplida:

    llegamos al París. Un día podré contarle a mis nietos de este

    encuentro. Suerte.

     —Saludos a Maritza.

     —Ella no va a creerme, pero serán dados.

     —¿Por qué no?

     —¡Ay!, ni le cuento. Es una historia triste con cojones...

    El taxi de Boni se alejó por la calle, como arrastrando

    los pies de los neumáticos. “¿Quién será Maritza?”, pensó

    Dalmau.

    LA CALLE olía a kerosén. Boni no se equivocó: el París estaríacerrado hasta nuevo aviso, según se informaba en un

    pasquín que alguien había pegado en el cristal de la taquilla.

    Al pie del cartel, una consigna de barricadas se iba borrando

    poco a poco: “Pan Y LiBRos”. Por la temblorosa caligrafía y el

    abuso de mayúsculas, podía apreciarse la urgencia del

    reclamo, seguramente escrito por un estudiante de pulso justo. Dalmau intentó espantar cualquiera señal de

    pesimismo y se entretuvo en detallar el teatro. Una lectura de

    la cartelera sugería el típico repertorio universitario que se

    interesa por igual en obras clásicas y de vanguardia, desde

    Casa de muñecas  y La muerte de un viajante hasta Esperando

    a Godot , un hito del teatro de la post-guerra estrenado tres

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    años antes en Paris. Dadas las dimensiones del vestíbulo, era

    de suponer un escenario estrecho, tal vez profundo, y una

    platea de trescientas butacas sin palcos laterales. Justo lo

    que buscaba: a fin de cuentas, sólo daría una función. Al

    menos así lo imaginó Dalmau, deseoso como estaba de

    pensar de una manera positiva. Comenzaba a inquietarse.

    Le picaban las manos. De haberse cancelado el proyecto

    o pospuesto la fecha del estreno, de seguro le habrían dicho.

    Un telegrama demora segundos en cruzar de un punto a otro

    del planeta. Los hombres de teatro saben que esos

    contratiempos son frecuentes, a veces inevitables porque el

    arranque de un montaje resulta el momento más frágil de la

    producción. El mercante Ofelia   había llegado a La Habana

    con tres horas y media de retraso, lo cual explicaría e incluso

     justificaría cualquier desencuentro. ¿Justificar qué? ¿La

    descortesía? No. Nada. El señor Arias pudo preguntar en laCapitanía del Puerto sobre las estimaciones de llegada o

    salida de los buques. Alguien tendría el dato, si no ¿cómo

    dieron semejante recibimiento a Kid Danger? Allí estaba el

    representante del boxeador, él lo vio, atendiendo las dudas de

    los periodistas. A fuerza de ser justo, Dalmau no había

     jugado muy limpio que se diga. Desde que le llegara lainvitación de viajar a La Habana para dirigir y protagonizar la

    obra de su preferencia, sin otras restricciones que no fuesen

    las monetarias, él se había puesto a trabajar en el drama del

    difunto Owen sin reconocer conscientemente que estaba

    preparando su funeral. Cuando la idea ganó en claridad,

    hasta convertirse en una obsesión, se sintió un estafador.

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    Había pactado una temporada de veinte funciones de Cuatro

    gatos encerrados  y, por supuesto, no dijo al señor Arias que

    terminaría la misma noche del estreno. Entonces oyó ladrar

    un perro.

    Al otro lado de la ventanilla, en el cubículo del boletaje,

    un velador daba de comer a su perro un hueso de ternera. El

    viejo estaba a horcajadas sobre un taburete de cuero.

    Hablaba solo, o quizás a la mascota. Dalmau arañó el cristal.

    El velador alzó la vista. Había fuego en sus ojos, como si la

    súbita aparición del forastero hubiera avivado las ascuas de

    un malestar reciente.

     —A ver, ¿y ahora qué pasó?

     —Disculpe. Soy Julián Dalmau, actor.

     —Viene por lo de la alfombra, ¿verdad? —dijo el viejo y

    dio la espalda. Dalmau tuvo la impresión de que le hablaba

    por la nuca. —No. Tengo cita con el señor Manuel Arias.

     —Dígame, señor, piense: ¿qué coño gana mi perro con

    cagar y mear la dichosa alfombra persa? ¿Tengo cara de

    mentiroso?

    “Dígame, señor, piense:  ¿qué coño gana mi perro con

    cagar y mear la dichosa alfombra persa? ¿Tengo cara dementiroso?”   era la última frase que Julián Dalmau hubiera

    pensado oír durante su estancia en La Habana.

     —Las alfombras orientales son caras —dijo por decir.

     —Algo me informó el señor Manuel Arias de que

    perteneció a un maharajá persa, si mal no recuerdo. Persa o

    sirio. De por ahí.

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     —Hay alfombras que vuelan —dijo Dalmau.

     —¡Cómo que vuelan!

     —En Las mil y una noches , por ejemplo.

     —Usted no sabe con quién está hablando.

     —No se ofenda.

     —Soy maestro normalista, geógrafo y radioaficionado.

    Fui líder sindical. ¿Se está burlando de mí?

     —De ninguna manera.

     —Mire, mejor al grano: el señor Arias se fue del país

    hace una semana. Salió pitando. La policía anda tras él. Días

    antes del asalto a Palacio, los muchachos se reunieron en

    este teatro y lo dejaron pintarrajeado. Yo dije: profesor

    Contreras, profesor Contreras, cabila, nadie te ha dado vela

    en este entierro.

     —¿Profesor Contreras?

     —El profesor Contreras soy yo. Eso sí: mi perro no seensució en la alfombra.

     —¿Por qué habría de hacerlo?

     —Jamás entra en la oficina del señor Arias.

     —Seguro tiene un sitio para cagar.

     —En el parque de aquí al lado. Su rinconcito.

     —Como debe de ser. —¿Sabe quién es el único que gana con este enredo? Sí,

    ese mismito: Evaristo Solís.

    Dalmau disfrutaba de aquel diálogo sin sentido.

     —¿Quién es Evaristo? Ahora sí no entiendo nada.

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     —Evaristo, hombre, el velador anterior, el bizco. ¿No

    cree? Siempre he sospechado que él inventó lo del mojón y la

    meada para echarle la culpa a Lucas.

     —¿Y quién es Lucas?

     —Mi perro, señor, quién va a ser...

    Lucas roía su hueso de ternera. El viejo masticaba las

    uñas de su mano derecha. Dalmau comenzó a morderse la

    cutícula del meñique izquierdo.

     —Tengo tremendo berrinche —dijo Contreras.

    Dalmau lanzó una última pregunta, antes de perderlo:

     —¿Hay algún bar cerca?

     —¿Un bar? —repitió el viejo en un bostezo y regresó al

    taburete. —En la esquina a la derecha, tres cuadras adelante,

    encuentra uno famoso. Allí se reúne un ejército de lúmpenes,

    después de cada función. Pregúntele a cualquiera por El

    Porvenir. De Damasco, sí, el Maharajá era de Siria.Dalmau cargó sus maletas y se encaminó hacia El

    Porvenir.

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    ...soy un animal arcaico,inevitablemente condenado a la extinción. 

     JUAN CARLOS GARCÍA 

    DOCE VENTILADORES de techo movían el aire de El

    Porvenir, antiguo estanco de tabaco convertido en bar que

    aún olía a picadura cuando el sol pegaba en sus paredes. Un

    trío cantaba un bolero. Los arpegios de las guitarras se

    amalgamaban con la bulla. Gritería. Voces altisonantes. Jugadores de dominó, concentrados en la partida. Risotadas.

    El calor era insoportable; el vaho, espeso. Las camisas de los

    parroquianos sudaban almidones resinosos. Las aspas

    giratorias no alcanzaban difuminar los cirros de nicotina que

    nublaban el cielo del local. Dos muchachas aspiraban puros

    de Vueltabajo en una mesa: sus pechos se inflaban bajo las

    trasparentes blusas. Dados de cubilete: dos negritos, tres

    gallegos, cuatro cundangos al tiro. La madera transpira a

    medianoche los vapores acumulados durante el día; las

    columnas de hormigón armado, por el contrario, a la mañana

    destilan fríos de luna. “El infierno debe ser un horno muy

    húmedo", pensó Dalmau mientras buscaba un sitio

    disponible. Justo cuando los músicos terminaron su ronda,

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    ocupó una banqueta de la barra, entre dos bebedores

    solitarios.

    El mulato de la derecha dormitaba sobre su antebrazo,

    por lo que Dalmau no alcanzó a ver su cara en el espejo del

    mostrador; no obstante, la combinación de un agrio tufillo a

    bayas de enebro con la fragancia del ramo de gladiolos que

    presionaba entre sus piernas, le hizo pensar que el susodicho

    ahogaba en ginebra un suplicio de amores. Enfardado en una

    gabardina negra, de cuello rígido, su figura recordaba la de

    un gallinazo desplumado sobre el techo de un establo. El

    vestuario, sumado a su afición por la olorosa bebida, le

    concedían un toque extravagante. Los cubanos suelen

    detestar la ginebra por su "sabor a perfume" y sólo llevan

    gabardina cuando amenaza lluvia. De repente, sin ton ni son,

    su mano derecha se desprendía del vaso y solfeaba en el aire

    compases mudos; segundos después comenzaba a tararear,entre jabonaduras de saliva, algunos de los parlamentos que

    escribiera el romano Arrigo Baito para el Otelo  de Giussepe

    Verdi, hasta que la mano izquierda rescataba a su gemela y

    la hacía descender a la tabla.

    El caballero de la izquierda saboreaba su mala suerte

    con deleite de vampiro, a sorbos breves; aquella botella devino tinto debía durar hasta que cerraran el bar. Habanero

    presentable, llevaba por atuendo un saco de excelente boto-

    nadura, corbata de rombos morados y pantalón de casimir,

    azul oscuro, con hilos plateados. Un anillo de oro encarecía

    su dedo matrimonial. Dalmau reparó en el amuleto de

    compromiso cuando el hombre se lo quitó con un jaloneo

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    discreto y lo echó en la copa, para comprobar a trasluz cómo

    se hundía por gravedad, en vinolento naufragio. "¡Por

    Gabriela, Francisca y Antonia!", dijo y se apuró el vino. Con

    ademán de joyero extrajo el anillo de su boca, ensartado

    ahora en la punta de la lengua. "Salud, don Octavio",

    respondió el cantinero. El muchacho lo atendía por su

    nombre, apellido y profesión: “Abogado Tablada, lo veo esta

    noche más triste que ayer”.

    Dalmau se sentía a gusto entre aquellos dos perdedores

    que no reclamaban atención y sabían soportar sus

    respectivas cruces sin hacer alarde de cuánto les pesaban en

    los riñones o en la conciencia. Se disponía a calcular la suma

     y resta de sus desgracias, cuando el cantinero le dijo a

    quemarropa:

     —Soy Panchito, para servirte. ¿Qué quieres beber?

    Dalmau se oyó decir: —El veneno más barato que tengas.

     —¡Uy! Conozco bien esa sed, ¿verdad abogado? —.

    Octavio hizo un gruñido de aceptación. Panchito buscó en el

    anaquel una botella de etiqueta verde. —Seguro se trata de

    un asunto de faldas, ¿no? Ron de Bahamas. Dos cucharadas

    de este purgante y fuera catarro. Mira, ayer vino eldegenerado que me bajó a Dulce, mi novia. Bueno, mi ex-

    novia...

     —Pancho, ¿qué pasó con nuestras cervezas? —gritó una

    muchacha desde el extremo de la barra.

     —Ya voy, Luisita —dijo el cantinero y se disculpó ante

    Dalmau—. Candela, la Luisita Valdés. El que está a su lado,

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    es su bacán: Honorato Rey, la estrella de la compañía por lo

    grandota que la tiene. Al flaquito le dicen Boby la China.

    Peluquera. Tremendo ganso. Los tres actúan en el Finisterre,

    con eso te lo digo todo. Les llevo sus cervezas y regreso a

    contarte del tipo que me tumbó a Dulce. Nos dimos tremenda

    entrada a trompones en el callejón de atrás. ¿Sabes quién

    nos apartó? El Conde de Eros, el de la barbita, que esa noche

    estaba aquí celebrando las cien primeras funciones de La

    Probadora . Si no me hubiera sucedido a mí, te juro que no lo

    creería.

    Dalmau intentó concentrarse nuevamente en sus

    problemas. Interrogantes no faltaban; respuestas, sí. ¿Cómo

    pasar inadvertido en una ciudad donde cada compatriota se

    sentía en la obligación de contar su drama personal, en

    monólogos confianzudos? Imposible. ¿Quién sería Maritza?

    ¿Y Dulce? Sabe Dios. ¿Y ese tal Conde de Eros, el de labarbita? En Cuba, ¿no hay derecho a la intimidad? No: Cuba

    es así. Fresca. Atrevida. Pobre Boni, buen muchacho, pero

    triste a morir. ¿Por qué le cagaron la alfombra al Maharajá de

    Damasco? Por venganza. ¿Lucas o Evaristo Solís? El profesor

    Contreras, viejo líder sindical, no quiso involucrarse con los

    muchachos de la asamblea estudiantil: debe padecer deúlceras. ¿Cuánto demoraría el señor Arias? Averigua. Se fue

    sin decir ni jota. Paticas, ¿para qué las quiero? ¿Luisa Valdés,

    Honorato Rey, Boby la China? ¿Actores? ¿Teatro Finisterre?

    Pan y Libros, bonita consigna. “Mejor no regreses a contarme,

    Panchito”, pensó Dalmau: él buscaba un patíbulo no un

    confesionario. "Y de mí, ¿qué?", se preguntó en voz baja.

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     —¿Me hablaba? —dijo Octavio.

     —No. Sacaba cuentas —dijo Dalmau.

    ¿Qué hacer?... Dalmau no descartaba la idea de volver a

    Nueva York y esperar por una nueva oportunidad para

    montar Cuatro gatos encerrados . El mercante Ofelia  

    permanecería semanas en puerto. Si favor con favor se paga,

    el capitán Napoleón Jiménez no iba a negarle un camarote

    después de haberle cumplido en la fugaz pelea de Kid Danger

    contra el cocinero. Pero, ¿quién lo esperaba en Nueva York?

    ¡Ni un árbol! Dos jueves antes de viajar a La Habana, tuvo la

    precaución de actualizar su testamento. Al pasar revista de

    sus afectos, comprendió que su andar sobre la tierra había

    sido tan intrascendente que no tenía a quién heredar su

    patrimonio. Lo hizo a favor de la flautista Elizabeth Wiegant,

    la persona que con más derecho se alegraría de su muerte y

    la única capaz de apreciar el simbolismo de la horca. No, nohabía vuelta atrás: se quedaba en Cuba. Por lo pronto, podía

    alojarse en el hotel Ambos Mundos, donde tan corteses

    fueron durante su viaje anterior. La chequera cubriría los

    gastos de hospedaje y su Seguro de Vida, los de

    enterramiento —pues planeaba suicidarse de modo que la

    ejecución se entendiera como un accidente de trabajo.Después de conseguir hospedaje, necesitaba verificar el

    estado de la tumba de los Dalmau-Sánchez y exhumar los

    huesos de Josep y Marina para abrirle espacio a un nuevo

    ataúd: el suyo. ¿Qué hacer?

     —Le brindo de mi vino —dijo entonces don Octavio—.

    Vino francés, cosecha de colección, anterior a la Segunda

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    Guerra Mundial. Después, todo el vino de Europa me supo a

    pólvora.

    Octavio le tendió la mano.

     —Disculpe, lo estaba mirando desde hace rato. ¿Usted

    es Julián Dalmau?

     —Lo que queda de él.

     —No sabe cuánto lo admiro. Soy Octavio Tablada,

    abogado. Y si no es una pregunta indiscreta, ¿qué hace en

    este basurero?

     —Acabo de naufragar —dijo Dalmau.

     —¿Cómo es eso?

    Dalmau contó uno a uno sus desencuentros, incluida la

    fuga del empresario Manuel Arias.

     —¿Manolito? Lo conozco. Yo me ocupo de que ese falso

    bolchevique cumpla su palabra o si no le cobro lo que me

    debe, de seguro mucho más de lo que le adeuda a usted. Meofrezco como su representante, sin compromisos. ¿Le

    reservaron hotel? Dígame que no. Se hospedará en casa.

    Dígame que sí. Tengo una mujer encantadora, tres hijas, seis

    cuartos vacíos y un patio con ocho palmas reales, seis matas

    de guayaba y una de aguacate, recién parida.

    En ese momento, el borracho de la derecha resucitó deentre los muertos, reacomodó el cuello de la gabardina y se

    escudó tras el ramo de gladiolos como si no quisiera ser

    reconocido.

     —Pancho, me voy por atrás. Te pago otro día, a mi

    regreso —dijo. Los habituales del bar usaban la puerta

    trasera como vía de escape.

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    Octavio lo detuvo por el hombro:

     —¿Cómo anda, don Zamorinni?

     —En Buenos Aires, Octavio, en Buenos Aires.

     —No demore, tenor. Se le extraña.

     —Saludos a Flor.

    Zamorinni se abrió paso entre los parroquianos que a

    esa hora se daban de codazos en El Porvenir.

    Luisita lo reconoció por su andar de pájaro.

     —¡Qué milagro, mulato!

     —Lo siento, Luisa. Estoy en Argentina. Vuelvo mañana.

     —Papi, tienes que pasar por la peluquería a contarte la

    pasa. Pareces un mendigo, mi amor —dijo la China.

     —Tremenda borrachera, maestro —exclamó Honorato.

    Zamorinni no era hombre que se avergonzase de sus

    mentiras. Puesto de pie, por sana curiosidad, Dalmau

    alcanzó a ver el momento en que el tenor abandonaba ElPorvenir por la salida del fondo. La punta de la gabardina se

    trabó entre el marco, la puerta y el risoteo de los clientes que

    presenciaban su más clara torpeza de la noche. Desde la

    acera, Zamorinni jalaba la tela. Honorato acudió en su ayuda:

    abrió la cerradura y el tenor acabó de nalgas en la calle,

    sobre los adoquines. Sin embargo, segundos después, alpasar de perfil detrás del ventanal, el mulato agitaba el mazo

    de gladiolos a manera de “adiós”, como si no le lastimaran las

    burlas de sus camaradas de parranda. Y no por noble sino

    por manso.

     —Vamos a casa, Dalmau, a mi  teatro —dijo Octavio.

     —De dónde rayos salió ese loco —exclamó Dalmau.

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     —Del hambre —dijo Panchito.

    PIETRO ZAMORINNI era su nombre de tenor. Se llamaba

    Pedro J. Zamora Pimentel, iba a cumplir cincuenta años y

    vivía en una casa de madera y techo de tejas a dos aguas en

    el barrio de Santos Suárez. La vivienda compartía un patio de

    plátanos con un taller automotor, también de su propiedad:

    La Traviata. De una mata de caimito colgaban dos panales de

    abejas. En una de las esquinas del fondo, había un gallinero

    abandonado. El sobrino de Zamorinni, el joven Delfín Baró, le

    ayudaba a reparar las gomas ponchadas, siempre y cuando

    pudiera levantarse del catre en las mañanas porque cada

    función lo dejaba exhausto: era figurante del Finisterre, un

    trabajo agotador. En el tocadiscos del taller se escuchaba a

    cualquier hora la voz de Enrico Carusso o la de María Callas,

    arias de Alexander Borodin o de Giacomo Puccini, alguna delas seis sinfonías altisonantes de Serguei Prokofiev, en

    grabaciones gastadas de tanto rodar sobre el plato del RCA

    Víctor. “La música de Mozart hará madurar los platanitos”,

    dijo Zamorinni a su sobrino una tarde de marzo que

    escuchaban Don  Giovanni  y el viento de la primera semana de

    cuaresma sacudía el platanal.Zamorinni era un enamorado de la ópera sin desdorar

    los boleros, del ballet antes que de la rumba y de la música

    de cámara por encima de la folclórica. Tres veces a la semana

    dejaba La Traviata a cargo de Delfín, se ponía su gabardina

    negra ("mi uniforme de tenor") y tomaba clases de canto en

    casa de Flor Serpa, pianista de habanera reputación y

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    valenciana cordura que les montaba a sus alumnos arias de

    ópera y trozos de zarzuelas madrileñas. Media hermana de

    Octavio, la maestra hubiera merecido una estatua en plaza

    pública pues gracias a su rigor pedagógico había consumado

    el milagro de que sus “muchachos” prosperaran en una

    carrera que dejaba cero margen para la mediocridad: “o

    cantas o aquí no cantas”, amenazaba la pianista con blanda

    rudeza.

    El trío de discípulos al que pertenecía Zamorinni era sin

    dudas el más pintoresco. El tintorero-barítono Ezequiel Rojas

    poseía una voz envidiable aunque con graves problemas de

    dicción. Su principal obstáculo radicaba en su incapacidad

    para fingir la fonética del alemán, el francés o el italiano. Por

    consejo de Flor, su repertorio se fue inclinando hacia el

    cancionero nacional, un terreno donde contadísimos

    vocalistas podían igualarle su sensibilidad a la hora deinterpretar a Eliseo Grenet o Ernesto Lecuona. “Por algo

    suceden las cosas. La vida compensa tristezas con amor”, le

    dijo la pianista el día que Ezequiel desistió de aprenderse

    Tristán e Isolda , de Richard Wagner. Y así fue: su pasión por

    la zarzuela María La O   le regaló una sorpresa inesperada.

    Ansioso por contar la historia de ese encuentro casual, que loviró al revés como guante de dama, el tintorero visitó a un

    novelista apodado el Conde de Eros, amigo de su hermano

    Danilo. Una corazonada le dijo que podía confiar en él. Llegó

    a Regla al atardecer. El Conde paseaba por el muelle. Se

    sentaron en un café.

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    “Tres meses atrás, mientras revisaba en casa la

    contabilidad de la tintorería, encontré un cheque firmado por

    Ernesto Lecuona. El recibo temblaba en mis manos con la

    calentura de una carta de amor”, dijo Ezequiel. Al lente de

    una lupa, amplió la caligrafía como quien intenta descifrar un

    papiro: sin duda, Ernesto Lecuona había estampado el

    nombre de Ernesto Lecuona. La exageración óptica de la

    realidad le ayudó a comparar y entender qué tan pequeño él

    era ante la simple vocal de un genio. El amanecer lo sorpren-

    dió en la mesa del comedor, donde enmarcaba el documento

    bancario; luego habría de colgarlo en una pared del cuarto,

    lejos de la ventana para que la luz no borrara la firma. A

    partir de ese momento, hizo saber a su hermano Danilo,

    empleado ocasional de la tintorería Rialto, que él “y nadie

    más que yo” se ocuparía del ajuar del músico. Vivía pendiente

    de las idas y venidas de Ly, la mucama china que laboraba encasa de los Lecuona. El barítono se estremecía de felicidad

    cuando planchaba alguno de los esmoquin de concierto;

    acariciaba las acolchonadas hombreras de los trajes, antes de

    aplicarles el hierro caliente, y casi nunca tenía que rociar

    gotas de agua para ablandar el paño “porque bastaba con las

    de mis lagrimales”, comentó al Conde. Un viernes de lluvia,Lecuona se adelantó a la chinita por alguna razón que

    Ezequiel no supo, y fue en persona por el traje que debía lucir

    esa noche de gala. Durante tres minutos, el músico escuchó

    cantar al tintorero un trozo de su zarzuela María La O . La voz

    que brotaba a borbotones desde la trastienda ¿le encendería

    de rubor la cara? Cuando perchero en mano, Ezequiel salió al

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    mostrador para entregar el esmoquin aún humeante, seguro

    de que Ly venía por el encargo, tuvo delante de sí a un

    hombre con cara de niño, perfectamente peinado bajo una

    redecilla de gomina. La chaqueta de cuero cubría sus brazos

    hasta las articulaciones de las muñecas, demasiado frágiles

    para soportar aquellas manos tan blancas que parecían de

    cera, y le vio los dedos de falanges augustas y las uñas,

    compactas y recortadas. Por un segundo las visualizó a

    galope sobre el teclado de un piano tan colosal que abarcaba

    el ancho de la calle, de esquina a esquina. “¡Ernesto

    Lecuona!”, dijo Ezequiel en un susurro “que vació de adjetivos

    mis pulmones”. Puesta en evidencia su capacidad de ternura,

    el compositor fingió soplarse la nariz para romper el hechizo:

    lloriqueaba. La naturaleza estaba en sintonía con la escena,

    el cielo tormentoso y el local a oscuras, el diluvio y los

    vapores de las calderas, “los relámpagos y el fogaje de micorazón, Conde, ambos palpitantes”. Sólo los unía esa percha

    de caoba que pasaban de pulgar a meñique —y las miradas

    de ambos que al fingir indiferencia, lejos de esquivarse, se

    buscaban. “Qué lindo me cantas, tintorero: Dios te guarde”,

    dijo Lecuona y, para ponerse a salvo, pues si el aguacero

    arreciaba no tendría dónde esconder su excitación, abandonóla tienda sin darse cuenta de que había olvidado pagar el

    servicio. “Anteayer regresó Ly con un cargamento de trajes

    sucios, entre ellos aquel esmoquin de hombreras esponjosas.

    A la noche, lo tendí sobre mi cama, apagué la luz y me acosté

    a su lado sin atreverme a rozarle el puño, a pesar de que el

    deseo me tentaba”. El Conde palmeó su mano: “¡Ay!,

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    Ezequiel: eres un tierno. ¿Seguro no fue un sueño?”, dijo.

    “Mejor así, ¿verdad? Total”, dijo el tintorero. “Saludos a

    Danilo”. El Conde pagó la cuenta del café y lo acompañó a

    cruzar la bahía, en viaje de ida y vuelta.

    Otra discípula de Flor Serpa era la bayamesa Ramona

    Gil, una soprano de buen busto que (a juicio del mulato

    Zamorinni) hacía reír las rosas   cuando entonaba los versos

    del poeta veneciano Francesco María Piave, letrista principal

    de Giussepe Verdi. Había descubierto sus cualidades vocales

    en el entierro de su bebé, muerto a los dieciséis días de

    nacido, cuando esa mañana de noviembre se sorprendió

    abrazada a uno de los pinos del cementerio Colón y para

    sacarse dolores del pecho comenzó a gorjear un tango de

    Carlos Gardel ante el desconcierto de los dos padres posibles

    de la criatura. El día que me quieras, desde el azul del cielo... 

    Mujer de navaja en el liguero, Ramona protegía suprivacidad bajo el candado de la pudicia. Sólo Ezequiel,

    Zamorinni y el Conde estaban enterados de que vivía en un

    apartamento de la calle Compostela, esquina Espada, a cien

    metros de la Loma del Ángel. Zamorinni, además, conocía de

    su adoración por los gatos y los domingos le dejaba al pie de

    la puerta una bolsa de sardinas congeladas. Los inquilinosdel edificio la estimaban por su intachable conducta: "la del

    cuarto piso" jamás dio motivo de queja ni desató escándalo

    alguno, aunque a los vecinos de las plantas bajas les hubiera

    gustado que participase de tarde en tarde en las fiestas del

    barrio pues apreciaban su voz, que sólo podían oír cuando

    ella cantaba desde la bañadera Oh sole mío..., del romano

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    Eduardo Di Capua. La canción, que caía en cascada, les

    endulzaba el desayuno.

    En tres ocasiones, Ramona quiso abandonar la putería y

    probar fortuna en otra parte, primero como falsa gitana que

    leía el tarot en un circo llamado Cinco Estrellas, luego se hizo

    pasar por enfermera en un asilo de ancianos y, por último,

    apeló a sus conocimientos de corte y costura con la

    esperanza de echar para adelante, pero a cada intento le llegó

    el fracaso porque sus pesimistas predicciones incomodaron al

    dueño de la carpa, y le horrorizaba ver la sangre en las

    narices de los viejos decrépitos y como modista ni hablar,

    como modista sencillamente se moría de hambre. Los ecos de

    su mala fama habían llegado de rebote hasta su natal

    provincia de Bayamo, en el oriente de la isla, así que también

    se quedó sin retaguardia. Resignada a su destino, en octubre

    de 1956 retornó cabizbaja al oficio de hacer hombres a loshombres, para satisfacción de los donjuanes que aún la

    esperaban con las portañuelas abiertas. "El que nació para

    tamal, del cielo le caen las hojas. Soy buena para andar

    desnuda", dijo al Conde la mañana que él y Zamorinni la

    acompañaron a visitar la tumba del bebé, al cumplirse siete

    años de su muerte. “Pedro, no me compres más sardinas:ayer tuve que deshacerme de mis cinco gatos. Donde come

    una, mi amor, no comen seis”. Ramona jamás llevó un

    hombre a su casa, menos al dormitorio, aun si le gustaba.

    Prefería atenderlos en hoteles neutrales o a domicilio para no

    contaminar su espacio con recuerdos que podían acabar

    siendo bochornosos. Por ningún motivo se empachaba de sus

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    perversiones —sí de la potencia de su voz. “Don divino”, decía

    Zamorinni.

    Los duetos de Ramona y Ezequiel llegaron a alcanzar

    registros conmovedores —como si apartados del libreto

    original, confesaran los quebrantos de sus vidas y no las

    anodinas existencias de un barbero de Sevilla o de la esclava

    Aída, hija del Rey de Etiopía. No siempre pero a veces,

    después de un dúo particularmente desolado, se abrazaban

    en la terraza de la pianista, a doce metros sobre el nivel de la

    calle Aramburu, y se quedaban calladitos, quietos, la mente

    en blanco, porque en esos momentos de fragilidad extrema la

    diva era para el tintorero, y él para ella, la única tabla de

    consuelo.

    Pietro Zamorinni los había convencido de que asistieran

    a las clases de Flor Serpa aun cuando supiera que para

    Ramona y Ezequiel resultaba un esfuerzo extraordinario puesambos pertenecían al elenco del Teatro Finisterre. La soprano

    todavía actuaba de "puta fornicante" y, en funciones

    privadas, se dejaba penetrar por Honorato Rey o por Delfín

    Baró o por quien fuese, incluso por el esforzado Ezequiel, que

    siempre le pedía perdón cuando la atravesaba con su

    estándar pero resistente miembro. Gracias a su autoridad omagisterio, quizás también a la contundencia de sus carnes,

    Ramona seguía asumiendo roles de altos rangos crediticios.

    La élite de sus admiradores la consideraba una diosa: ni

    siquiera en noches poco afortunadas (que las hubo, por

    supuesto), sus fanáticos le negaron el aplauso. No era secreto

    sino mérito que llegó al Finisterre siendo una adolescente y

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    que en ese teatrucho había perdido no sólo a su hijo y su

    reputación sino, además, los campesinos encantos de su

    cuerpo —menos los de sus tetas, monumentales y firmes

    como en la lejana noche de su debut.

    Ezequiel Rojas era el candidato perfecto para interpretar

    el personaje del Gallego y no había obra en que no se

    enfrentara a Delfín o a Boby, figuras indispensables del teatro

    bufo: el gallego bodeguero, el negrito bailarín y el chino de la

    fonda. Siendo un hombre más bien apocado, su

    transformación resultaba asombrosa: de repente, desistía de

    su natural retraimiento y se dejaba encarnar por el gamberro

    que escondía bajo la piel. Rara vez participaba en cuadros de

    sexo en vivo —no tan frecuentes como la mala honra del

    teatro sugería—, pero cuando debía suplir a algún camarada

    enfermo, se lo tomaba en serio y lo hacía de manera

    convincente. Los espectadores de las filas delanteras sequedaban estupefactos ante el realismo de la templada, que

    solía prolongarse mucho más de lo previsto en los ensayos.

    La dramaturgia del Conde se basaba fundamentalmente

    en los argumentos de sus novelas, una literatura de

    acrobacias filológicas siempre en el filo de una seudo-

    pornografía sustentada a su vez en el vigor de la escritura ylos contrapuntos del vocabulario. Al subir a escena, la

    representación física de la anécdota y la oralidad de lo

    narrado despojaban al texto teatral de ese poder de

    sugerencia que es intrínseco a la palabra leída, tan distinta a

    la escuchada. Sin duda, el erotismo del Conde era el sello de

    distinción del Finisterre pero no alcanzaba para garantizar en

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    su totalidad las solicitudes de una cartelera que requería la

    complacencia de un público participante, tampoco las

    demandas de un mercado demasiado calenturiento para las

    finezas de la lengua castellana. Con el objetivo de conservar

    la clientela, dada la competencia de otros teatros menos

    escrupulosos (por ejemplo, el turístico Shangai, en el barrio

    chino, tan frecuentado por Marlon Brando), el dentista

     Teodoro Castellano, accionista mayoritario del Finisterre,

    tuvo a bien programar variedades de fornicación in situ , de

    recia exclusividad y alto costo, en atención a una clase

    media-alta de líbido exacerbado —que no era puritana, como

    alguien supondría, y que ante un programa atractivo podía

    llenar la platea de espectadores con cuello y corbata. Según

    fuese los requerimientos del montaje, la tribu del Finisterre

    podía oscilar entre diez y quince comediantes de ambos

    sexos. Los fines de semana, cuando se programaban tresfunciones (mediodía, tarde y noche) se hacía imprescindible

    contar con dos repartos pues las exigencias sexuales dejaban

    sin elasticidad a los actores.

    Flor Serpa nunca supo bien a bien de los oficios de sus

    “muchachos” hasta la tarde que conoció a Julián Dalmau en

    la fiesta que ella dio en honor de Pietro Zamorinni al regresode su gira por Buenos Aires. La pianista imponía por ley de

    obligatorio cumplimiento la prohibición de hurgar ni un

    milímetro en la intimidad de los alumnos —o en la suya, que

    guardaba como alhaja en caja fuerte. Cada cual con su tema.

    Allí se iba a vocalizar. A cantar. A olvidar. De haberse

    enterado antes, seguramente los habría acurrucado en un

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    abrazo que jamás sería de piedad sino más bien de

    deslumbramiento. “Yo tampoco soy una santa”, dijo semanas

    más tarde al Conde en el vestíbulo del Finisterre, luego de

    que Ramona y Ezequiel le dedicasen el ensayo general de

    Cuatro gatos encerrados , y la pianista entendiera lo que su

    corazón desde hacía rato sospechaba: que al menos tres

    personas en este mundo la querían.

     —Incluyo a Zamorinni en el paquete —dijo.

     —Y con justicia. A Dios lo que es de Dios, y a Pedrito lo

    que es de Pedrito —dijo el Conde.

    LOS GUSTOS y amistades de Pietro Zamorinni hacían de él

    un mulato atípico, poco convencional e incluso sospechoso

    ante los ojos de aquellos que preferían la regla de un prejuicio

    a la excepción que lo confirma y al mismo tiempo lo invalida.

    ¿Un negro tenor? ¿Un mecánico operático? ¿El Réquiem   de Johannes Brahms en una ponchera de Santos Suárez? La

     Traviata, ¿un taller automotor? ¿Cómo ese mequetrefe de

    pasas estiradas con peine caliente se atrevía a decir que

    viajaba a Buenos Aires el próximo domingo, y en prueba de

    su patraña mostraba un telegrama donde supuestamente lo

    invitaban a cantar Otelo  en el Teatro Colón, si el lunes se leveía ahogado en alcohol y a la pregunta de cómo anda, don

    Zamorinni  respondía que estaba en Argentina sin haber salido

    nunca de la isla? Y para colmo, al regreso “de la gira

    bonaerense” sus compinches lo recibían como si fuera el

     Juan Manuel Fangio de los cantantes líricos. Puestos a

    mistificar, nunca faltaba alguno que divulgara las apócrifas

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    críticas de El Clarín o La Nación que el mulato hacía escribir

    al Conde para, pegadas en un álbum de cartulinas amarillas,

    darle legitimidad a sus cuentos de hadas. Tales infracciones

    de las normas tuvieron una consecuencia ruin y otra

    compasiva: la ruin, que muchos de los cuerdos que

    presumían tener los pies sobre la tierra lo considerasen un

    loco de remate y, la benevolente, que los locos de buena fe le

    perdonaran su ingenuidad sin detenerse a pensar si eran

    reales sus mentiras o falsas sus verdades. Gústele a quien le

    guste y pésele a quien le pese, dormido sobre su antebrazo en

    la barra de El Porvenir, Zamorinni cantaba Otelo   a mano

    alzada, rematando en silencio su quimérica tournée por

    Buenos Aires. Lo demás era la realidad. Los hombres sin

    imaginación jamás han aceptado los beneficios de la fantasía.

    “Ver para creer”, afirman sin aventurarse a invertir los

    términos de la ecuación: “creer para ver”. De eso se trata, dela ilusión como arte de fe, pero también de esperanza y, por

    qué no, de caridad.

    El Conde de Eros ha reflexionado sobre el asunto en su

    novela Baja pasión (1954), que por algo dedicó a Pedro J.

    Zamora Pimentel. "¿Acaso estás obligado a ser Don Quijote y,

    a caballo, andar por las manchas del planeta, repartiendo justicia a dos manos?" , pregunta al recordar el episodio del

    molino de viento, para líneas abajo responder que no, que na-

    die puede exigirte imitar lo inimitable ni emular al iluminado

    que confunde un cono de piedras con un gigante. “No. El

    genio es irrepetible: por eso sufre. Pero, ¿y Sancho Panza?

    ¿Era bobo o se hacía el bobo? Ni lo uno ni lo otro. Ante el

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    absurdo de aquel desigual combate, el gordito escudero, esa

     pulga humana, despreciada en un lugar de La Mancha de cuyo

    nombre no quiero acordarme, el torpe Sancho Panza decide

    seguir a su ídolo, aun cuando sabe que el monstruo no era tal:

    un molino no puede ser otra cosa que un molino, ¿o de qué

    mundo hablamos? ¿Por qué no detuvo a Quijano, si estaba a

     punto de desbarrancarse en el acantilado de la demencia

     plena?  Después de cuatro o cinco explicaciones delirantes, el

    Conde se decide por una de elemental sapiencia. Nos dice: 

    Porque Quijano se había convertido en Quijote (simple,

    ¿verdad?) y seres como él necesitan seguidores leales. La

    excepcionalidad de Panza, su casta y no su campechanía,

    hace de él un fiel representante de ese hormiguero que

    llamamos pueblo, masa. La defensa de la lealtad como

    sentimiento esencial del hombre, es la enseñanza primera de

    un pecador de la enjundia de don Miguel de Cervantes ySaavedra".  Así las cosas, lo menos que los amigos podían

    hacer por Pietro Zamorinni, en justa correspondencia a su

    generosidad y por respeto a su fronterizo candor, era

    agradecerle con aplausos la valentía de arriesgarse a triunfar

    sin chance alguno en un mundo saturado de cuerdos,

    sensatos... — ...y comemierdas como yo —dijo Octavio al terminar

    de contarle a Dalmau las historias de sus amigos: —Bienve-

    nido a casa.

     —Es un palacio —comentó Dalmau.

    La mansión de los Tablada tenía puntal alto y columnas

    de granito. Aun de noche, los reguiletes de tres surtidores

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    regaban los canteros de rosas. El jardín, iluminado por

    faroles de pantallas metálicas, siempre parecía recién llovido

    por el rocío. Dalmau embolsó un bocado de agua en la palma

    de su mano y se refrescó la cara. Dos hileras de palmas

    reales delimitaban la propiedad, que ocupaba media

    manzana en la zona más pudiente del Vedado. Un manto de

    musgo subía por las paredes exteriores hasta alcanzar el

    techo, “de tejas verdes, portuguesas”, aclaró Octavio: “Mis

    suegros son de Lisboa”. Cuatro balcones calaban el florido

    edredón. Desde la terraza, se oía el lagrimear de las lámparas

    de araña. En el interior de la vivienda, de estancias tan

    amplias como salones de baile, una escalera de mármol

    perfectamente trazada conducía a la segunda planta, treinta

     y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco escalones arriba —con-

    tó Dalmau. La luz de la luna encendía un vitral que a su vez

    se reflejaba en el piso, facilitando el ascenso. Soplaba elviento de la quinta semana de cuaresma.

     —Dalmau, aquí tienes tu cuarto. Mañana conocerás a

    Elena Pereira, la dueña de este palacio lusitano, y a nuestras

    niñas: Gabriela, Francisca y Antonia, de nueve, siete y cuatro

    años. ¿Tienes hijos?

    En ese momento tronó la voz de Elena: —¿Ahora qué amigo se te murió? El mes pasado

    enterraste a dos. Tú nada más dime hasta cuándo.

    Elena estaba bajo el marco de la puerta, en pijama y

    gorra de dormir.

     —Elena, por favor, vengo con Julián Dalmau.

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    El cuerpo de Octavio ocultaba a Dalmau, que había

    comenzado a abrir sus maletas. En gesto pacificador, el actor

    se puso en pie e hizo un saludo a Elena.

     —Haberme avisado. Perdón la facha. ¡Dios! Qué

    vergüenza... Siéntase como en su casa.

    Octavio, dueño de la situación, pasó un brazo sobre los

    hombros de su esposa y se despidió de Dalmau.

     —Julián, te esperamos a desayunar. Cierro la puerta.

    Descansa, que falta te hace —dijo.

    Ya a solas, Dalmau buscó en la maleta la fotografía de

    su hijo y la recostó contra el espejo de la cómoda, entre dos

    frascos azules. Luego se tumbó sobre la cama con la ropa que

    traía puesta —pero sin zapatos, cinturón ni calcetines. El

    cansancio era tanto que esa vez, a diferencias de otras, no

    pensó que Anthony lo miraba desde algún resquicio de la

    noche. Dalmau durmió en paz, arrullado por un sonido queen la vigilia del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de

    una canción de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad,

    cuando la brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas

    pegan unas contra otras y entonces suenan como

    castañuelas de hojalata.

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    ...en estas soledades apartado,alguien, afín, pregunta por tu suerte. 

     THOMAS GRAY 

    EL CONDE de Eros agitaba la prueba de galera recién

    impresa para acelerar cuanto antes el proceso de secado. Le

    urgía leer aquel texto en voz alta y con entonación precisa,

    ejercicio de oratoria que a la postre legitimaba la grandeza o

    sencillez de la palabra, la hondura o liviandad de lo pensado.

    La tinta estaba viscosa. El plomo se derretía en una cubeta

    alta, enganchada al linotipo como frasco de suero en cama de

    enfermo, y desde allí caía por gravedad a través de una red de

    tubitos cobrizos hasta llenar el molde de cada línea y fundir

    la frase, el párrafo, la página, el capítulo, la novela que

    escribía directamente en el teclado, envuelto en un cúmulo de

    gases tóxicos. Al entintar la galera con el rodillo, la perfección

    de la escritura resultaba asombrosa: ni una falta de

    ortografía, ni un error de concordancias, ni una coma

    atravesada en el camino. El Conde había colocado su Minerva

    de Pedal en la esquina más aireada de la sala, entre las

    puertas de dos balcones —desde donde podía ver los tejados

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    del pueblito de Regla y las chimeneas de las industrias

    distantes. Zamorinni envolvía regalos en la mesa del

    comedor.

     —Lees, ¿si o no? —dijo el mulato.

     —Espera, tiene que secarse —rebatió el Conde. Sus

    manos actuaban por su cuenta, desobedientes. En un

    descuido, la hoja entintada rozó su cara y le grabó media

    capitular en la mejilla, mas una vocal en la sien y una jota

    tan escurridiza que desde su labio inferior se fue chorreando

    hasta estampar una mancha muy agria en su garganta.

     Tosió, tosió, tosió tres veces antes botar un escupitajo de

    saliva negra y verificar, con un chasquido, que sus cuerdas

    vocales se encontraban tensas, afinadas, listas para iniciar la

    lectura. "Habréis de conocer que estuve vivo/ por una sombra

    que tendrá mi frente", dijo al limpiarse la boca con el delantal,

    sin reconocer la autoría de Eugenio Florit, poeta amigo. Elnovelista no podía ocultar su excitación.

     —Acaba de leer, me entró sueño —dijo Zamorinni.

    El Conde se bebió un litro de leche a pico de botella.

     —Antes, te tengo algunas preguntas. Por ejemplo,

    ¿cuántas funciones diste en Buenos Aires? Necesito datos,

    Pedro, para no caer en contradicciones. Fechas, repertorio,figuras del reparto. A ver,¿quién dirigió la Orquesta

    Sinfónica? ¿El maestro Jacobo Jaramillo, como siempre?

    Colombiano, ¿no?

     —Cuatro. Cuatro funciones, digo.

     —Yo menciono de nuevo a la soprano Thelma Verbisnki

    en el papel de Desdémona.

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     —Es la que conozco. Tengo un disco de ella.

     —Dime el nombre de un barítono para Yago.

     —Ezequiel Rojas.

     —¡Cómo que Ezequiel! Recapacita...

     —Inventa uno. Total, Conde, nadie nos cree. Debo

    ocuparme del platanal. Hay como diez racimos pintones.

     —Así no se puede. No hagas más difícil las cosas. Tengo

    el título pero necesitamos un encabezado de impacto.

     —¿Qué te parece “en gran noche, el tenor Zamorinni nos

    regaló una velada digna del precio de las entradas”?

     —Ni muerto. Pedro, resulta lastimoso mencionar el

    dinero en un comentario de arte. 

     —Puede ser. Ando turulato.

     —No me digas que te preocupan tus plátanos.

     —Delfín no da abastos con la ponchera. ¿Qué me

    preguntaste? Ah, si: Jaramillo es de Medellín. —Mírame.

     —Nada, boberías. ¿Qué hacía Octavio en El Porvenir a

    esas horas? No lo vi llegar. Yo me caía de borracho.

     —¿Qué hacía? Lo mismo que tú: matar el tiempo. Qué

    importa el abogado Tablada. Todos te queremos.

     —Octavio y Luisita y Honorato y Boby y la madre de lostomates. Media Habana. Y para colmo, ¡yo con un ramo de

    gladiolos!

     —¿Para quién, las flores?

     —Sabes la respuesta: para Ramona. No bebo más

    ginebra. Ésta es mi última gira. Se acabó. Bueno lo bueno

    pero no lo demasiado. ¡Ay!, me duelen las nalgas. Qué

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    trancazo me di. Esos adoquines son de hierro. Me voy a pelar

    con Boby. No me estiraré la pasa: adiós, peine caliente. Me

    pelo al rape. Me preocupan las abejas del patio. Debo arreglar

    el gallinero.

     —Arregla el gallinero. Pélate, ráscate las nalgas, quema

    los panales, de acuerdo, viejo, pero no te rindas.

     —¡Ay!, Conde: estoy desbaratado.

     —Qué va a ser de nosotros si ninguno triunfa. ¿No en-

    tiendes? Tampoco es tan difícil de entender.

     —No sé, Conde, no sé. No me preguntes esas cosas.

     —Mírame. Escúchame. Abre las entendederas. Tus

    recitales son curativos. ¿Okei? Los necesitamos. Nos

    alimentan.

     —Los platanitos alimentan: el canto, es hambre.

     —Aquí el filósofo soy yo.

     —Estoy triste. Ayer me picó una abeja —dijo Zamorinni. —Te lo digo con el corazón: Pedro es a Quijano lo que

    Pietro al Quijote. Déjanos ser tus Sanchos.

     —Palabras, viejo, palabrería barata.

     —De eso vivo, mulato.

     —Y vives más recondenado que el carajo, como yo.

     —No te soporto triste. —Me voy.

     —Usted no se va a ningún lado. Escuche, tenor.

    El Conde se apuntaló los espejuelos en la canal de la

    nariz, afiló la punta de su barba y se dispuso a leer la nueva

    crítica de Salvador Garduño, columnista oficial de El Clarín

    de Buenos Aires, sin duda el personaje menos verosímil de

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    los cientos que había creado en su carrera de narrador

    sórdido, incluidos los siete astronautas de la novela Otro viaje

    a la luna , su gran fracaso editorial. Pesimista, traqueteado

    por la resaca de la ginebra, en el fondo o desde el fondo Pietro

    Zamorinni moría de ganas por enterarse cómo le habría ido

    en Argentina durante su temporada, aun cuando había

    decidido que sería la última. Garduño, el doble periodístico

    del Conde, siempre lo trataba con displicencia, así que no

    temía una valoración negativa. Lo que le intrigaba era saber

    el tamaño de su éxito. Luego de dos semanas de mentiras,

    llegaba el momento de recibir aplausos por escrito. El titular

    de la nota hacía presuponer una crítica sustanciosa: Rompe

    Pietro Zamorinni una copa de bacará con un Do de pecho .

     —¿Una? ¿Y por qué no tres? —dijo Zamorinni.

     —Porque no.

     —Dos, Conde... —Bueno, dos, con tal de que te animes.

    El Conde defendía a capa y espada el postulado de que

    la credibilidad (no la verdad en estado puro) era condición

    indispensable del periodismo. Aún se arrepentía de haberse

    visto tan débil cuando, un año antes y a propuesta del tenor,

    hizo repicar las campanas de la Iglesia Metropolitana de laSantísima Trinidad, catedral de Buenos Aires, con un Re

    Mayor que Zamorinni lanzó en pleno día desde el cruce de las

    calles Rivadavia y San Martín. Aquel desacierto mereció las

    burlas de los entendidos, entre ellos las de Eulogio Cortés,

    cronista del diario La Tarde , y las de un barítono alemán, de

    paso por La Habana, quien con prusiana superioridad invitó

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    al dueño de La Traviata a que repitiera la hazaña ante el

    campanario de Los Santos Pasionistas, congregación que lo

    había traído desde Berlín para interpretar el Ave María   de

    Schubert en la boda de unos banqueros. "Un ario

    desenmascara a Zamorinni: un mulato entre la espada y la

     pared", fue la frase elegida por Eulogio Cortés para divulgar el

    duelo en la sección de sociales de La Tarde .

     —Entre la espada y la pared, ¡la espada! —dijo el Conde

    en aquela ocasión: —Si te recuestas al muro, mulato, estás

    liquidado: si hay que morir, que sea peleando.

    El Conde anotaría en su libreta el nombre del barítono,

    Karl-Heinz Zwanziger, decidido a ridiculizarlo en su próximo

    libro. Tal vez le serviría para bautizar a algunos de los nazis

    sin patrón que se escondían como cucarachas en las islas del

    Caribe —tema de El día que la banda de música se fue a la

    guerra , proyecto en turno. Incluso llegó a redactar unarranque de novela, muy a su estilo: “Karl-Heinz Zwanziger,

    maquinista del submarino SR-13, se enamoró del primer negro

    que vio en Jamaica: fue un flechazo en la tabla de su moral. Al

    descubrirlo bajo un salto de agua, desnudo y crudo, supo que

    el final del Tercer Reich no era una derrota, como él y los otros

    seis sobrevivientes del SR-13 habían pensado horas atrás al presenciar desde la costa el hundimiento de la nave. Al menos

     para él, representaba la ocasión de vivir un sueño por tantos

    años dormido: el de ser Marlene Dietricht. Tenía las piernas

    largas y lampiñas, como ella. Aquella isla de cocos parecía

    igual de virgen que él. Primero debería desaparecer del mapa a

    sus seis camaradas de infortunio para que luego no fueran por

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    ahí con el cuento de su mariconería. Gracias a Dios, Karl-Heinz

    Zwanziger había logrado rescatar del submarino un

    lanzallamas francés”.

    EL CONDE de Eros no era hacedor de pequeñeces. Encaraba

    cada reto literario con rigor y sencillez, sin establecer

    distingos volorativos entre uno y otro encargo. Escritor de

    mano segura, ensamblaba los vocablos con meticulosidad y

    nunca se permitía la travesura de un gerundio mal conjugado

    o un adverbio perezoso o una preposición inexacta. Su

    vocabulario resultaba infinito. Los motores de los verbos

    aceleraban acciones trepidantes. Para él, el secreto de la

    narrat