la medicina y la enfermedad en la españa de galdós

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LA MEDICINA Y LA ENFERMEDAD EN LA ESPAÑA DE GALDÓS POR JOSÉ MARÍA LÓPEZ PINERO La presencia de los médicos y la medicina, la enfermedad y la muerte en la obra de Galdós ha sido detenidamente analizada, tanto por estudiosos de la obra galdosiana como por historiadores de la medicina deseosos de aprovechar desde su punto de vista una fuente de tanta importancia para la historia social de nuestro país (i). Mi propósito en el presente artículo es ofrecer una visión de con- junto de la medicina y la enfermedad en la España de Galdós, pero no sobre la base de los testimonios contenidos en sus escritos, sino de acuerdo con las investigaciones realizadas sobre fuentes médicas. Pienso que los resultados de estas últimas no sólo conciernen a los historiadores de la medicina, y que en este caso pueden tener algún interés como información complementaria para conocer el mundo del propio Galdós. I. E L PERÍODO 1868-1918 EN LA HISTORIA DE LA MEDICINA ESPAÑOLA La producción literaria de Galdós se desarrolló entre dos fechas bien significativas: 1868 (La Fontana de Oro) y 1918 (Santa Juana de Castilla). Ambas encuadran un período con personalidad propia den- tro de la historia de la medicina española, que en otros trabajos he llamado «Medicina en la sociedad española de la Revolución y la Res- tauración» (2). Dicha medicina estuvo, en primer término, condicionada por lo que había sucedido en España durante los cincuenta años anteriores, (1) Entre los estudios historicomédicos, recordaremos los de L. S. GRANJEL: «El médico galdosiano». Arch. Iber- Hist. Mod., 6, 163-176 (1954); L. GARCÍA BAI.LESTER: «El testimonio de la sociedad española en el siglo xrx acerca d4 médico y de su actividad». Medicina y sociedad en la España del siglo XIX. Ma- drid, 1964, pp. 209-282; E. AMAT y C. LEAL: «Muerte y.enfermedad en los perso- najes galdosianos». Asclepio, ij, 181-206 (1965); SCHRAIBMAN, J.: «Onirología gal- dosiana». Arch. Iber. Hist. Med., 12, 273-287 (1960). (2) Principalmente en «El saber médico en la sociedad española del si- glo xix». Medicina y sociedad en la España del siglo XIX. Madrid, 1964, pá- ginas 31-108- 664

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LA MEDICINA Y LA ENFERMEDAD EN LA ESPAÑA DE GALDÓS

P O R

JOSÉ MARÍA LÓPEZ PINERO

La presencia de los médicos y la medicina, la enfermedad y la muerte en la obra de Galdós ha sido detenidamente analizada, tanto por estudiosos de la obra galdosiana como por historiadores de la medicina deseosos de aprovechar desde su punto de vista una fuente de tanta importancia para la historia social de nuestro país (i).

Mi propósito en el presente artículo es ofrecer una visión de con­junto de la medicina y la enfermedad en la España de Galdós, pero no sobre la base de los testimonios contenidos en sus escritos, sino de acuerdo con las investigaciones realizadas sobre fuentes médicas. Pienso que los resultados de estas últimas no sólo conciernen a los historiadores de la medicina, y que en este caso pueden tener algún interés como información complementaria para conocer el mundo del propio Galdós.

I . EL PERÍODO 1868-1918 EN LA HISTORIA DE LA MEDICINA ESPAÑOLA

La producción literaria de Galdós se desarrolló entre dos fechas bien significativas: 1868 (La Fontana de Oro) y 1918 (Santa Juana de Castilla). Ambas encuadran un período con personalidad propia den­tro de la historia de la medicina española, que en otros trabajos he llamado «Medicina en la sociedad española de la Revolución y la Res­tauración» (2).

Dicha medicina estuvo, en primer término, condicionada por lo que había sucedido en España durante los cincuenta años anteriores,

(1) Entre los estudios historicomédicos, recordaremos los de L. S. GRANJEL: «El médico galdosiano». Arch. Iber- Hist. Mod., 6, 163-176 (1954); L. GARCÍA BAI.LESTER: «El testimonio de la sociedad española en el siglo xrx acerca d4 médico y de su actividad». Medicina y sociedad en la España del siglo XIX. Ma­drid, 1964, pp. 209-282; E. AMAT y C. LEAL: «Muerte y.enfermedad en los perso­najes galdosianos». Asclepio, ij, 181-206 (1965); SCHRAIBMAN, J. : «Onirología gal­dosiana». Arch. Iber. Hist. Med., 12, 273-287 (1960).

(2) Principalmente en «El saber médico en la sociedad española del si­glo xix». Medicina y sociedad en la España del siglo XIX. Madrid, 1964, pá­ginas 31-108-

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que muy esquemáticamente puede reducirse a dos hechos: el profun­do colapso que en el reinado de Fernando VII hundió el brillante nivel de la medicina española de la Ilustración, y los esfuerzos para superar tal hundimiento que se desarrollaron en la España isabelina (3).

Conviene insistir no sólo en la gravedad del colapso y en su inopor­tunidad histórica —en el resto de Europa se inició entonces el extra­ordinario despliegue de la medicina contemporánea—, sino en la pro­funda alteración que experimentaron todos los resortes que permiten la inserción de cualquier actividad científica en el seno de una colec­tividad. Los viejos historiadores liberales subrayaron que para la mi­noría entonces políticamente dominante, la medicina y sus cultivadores fueron un elemento hostil que convenía tener estrechamente vigilado (4). Pero lo grave es que la medicina y la ciencia se convirtieron en acti­vidades completamente extrañas a nuestra sociedad, a no ser en aque­llos de sus aspectos que parecían indispensables al más miope de los pragmatismos.

El reinado de Isabel II ha de ser considerado como una «etapa in­termedia» entre el hundimiento anterior y la modesta pero efectiva recuperación de las décadas finales del siglo xix. Sin detenernos ahora en el análisis de un complejo condicionamiento socioeconómico y po­lítico, limitémonos a anotar que la medicina, como el resto de acti­vidades científicas y técnicas, no recuperó su inserción normal dentro de la sociedad española. Por el contrario, continuó siendo un elementó marginado, dependiendo su desarrollo —casi siempre de muy modes­tas proporciones— del esfuerzo particular de un hombre o, a lo sumo, de un reducido grupo. En esta realidad hemos de centrar nuestra aten­ción, porque constituye la base de toda la historia contemporánea de nuestra medicina. Como científico, el médico español será desde en­tonces un inadaptado social. En algunos casos ilustres llegará a rea­lizar una importante labor, incluso una obra de influencia universal que le valdrá relaciones y respeto por parte de los científicos de otros países. Pero dicha labor se hace siempre a espaldas de la sociedad es­pañola, que la desconoce y que, cuando tiene noticia de ella, sólo le merece, en el mejor de los casos, indiferencia.

Durante los cincuenta años que siguieron a 1868 el desarrollo de la medicina española continuó a merced de un motor tan limitado y tan frágil de continuidad como los esfuerzos individuales sumados de generación en generación. Varias son las que protagonizan este período.

(3) El trabajo citado en la nota anterior incluye una exposición amplia sobre este tema (pp. 37-90).

(4) V. por ejemplo, el libro de L. COMENGE: La Medicina en el siglo) XIX. Apuntes para la historia de la cultura médica en España. Tomo I (único publicado). Barcelona, 1914.

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Durante los años revolucionarios, los hombres pertenecientes a la «eta­pa intermedia» tienen todavía, en la mayor parte de los casos, un papel fundamental. Junto a ellos, y dominando el panorama desde la década siguiente, trabajan los médicos coetáneos de Galdós, es decir, la ge­neración de los nacidos en los años treinta y cuarenta. A ella per­tenecen figuras conocidas incluso fuera de los ambientes especializados en historiografía médica (Federico Rubio, Bartolomé Robert, José de Letamendi, Juan Giné Partagás, Aureliano Maestre de San Juan, Eze-quiel Martín de Pedro, etc.) que, a través de su magisterio personal y de las instituciones que crearon, influyeron decisivamente en la llamada «generación de sabios», es decir, en la encabezada por Cajal y en la que suele cifrarse la recuperación de nuestra medicina fini­secular.

Varias circunstancias atenuantes del desquiciamiento de la inserción social de nuestra ciencia contribuyeron a posibilitar que el trabajo de estos hombres fuera ganando, a pesar de todo, en amplitud y calidad. De forma sumaria pueden reducirse a tres: la liberación ideológica pos­terior a 1868, la tranquilidad política de la Restauración y el prestigio de las ciencias de la naturaleza durante todo el período.

Los años siguientes al 68 significan una decisiva liberación de la opresión ideológica a que se había llegado por parte de los moderados durante la mayor parte de la segunda mitad del reinado de Isabel II. Bastará citar un ejemplo: el evolucionismo biológico, mantenido por varios médicos y naturalistas durante dichos años, pero jamás defendido o utilizado públicamente, es amplia y estruendosamente discutido a partir de dicha fecha. Tal liberación dio lugar, sin embargo, a un fenómeno mucho más hondo, del que nos ocuparemos más tarde: la aparición —por primera vez en España, al menos con vigencia social— de una mentalidad que se considera desligada de todos los funda­mentos tradicionales. El radical liberalismo de estos años tuvo otra vertiente: la afirmación del principio de absoluta libertad de ense­ñanza, cuya implantación, si bien permitió la creación de institucio­nes que actuaron de avanzada científica de la medicina española, como la Escuela Libre de Medicina de Sevilla, que fundó Federico Rubio, condujo a tal anarquía en la enseñanza médica, que los propios re­volucionarios tuvieron que restringirla antes de la restauración política.

Las ventajas y los inconvenientes que ofrecía esta tiltima son, a primera vista, las opuestas a las que acabamos de exponer. El aquie-tamiento político de la Restauración trae unas condiciones de tran­quilidad y continuidad cuya importancia para el desarrollo de nuestro saber médico no necesita encomio. El conservadurismo ideológico en­tonces reinante limita notablemente la independencia del pensamiento

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científico, pero no llega a hacerla imposible, al menos en lo funda­mental, como lo demuestra que grupos independientes o disidentes realicen a contracorriente una labor de gran importancia, cuyos cri­terios acaban al final por imponerse.

Lo que por encima de estas diferencias da uniformidad a esta época, desde nuestro punto de vista, es el gran prestigio social que a lo largo de ella alcanza lo científico. La vigencia de este prestigio se refleja muy bien en terrenos como el saber teológico, que se ve dominado por un concordismo empeñado en que «la ciencia puede y debe des­empeñar una positiva función apologética», como el derecho o la investigación histórica, que aspiran a fundamentar sus esquemas en los datos de la ciencia natural o a imitar sus métodos; como la li­teratura, en la que la ciencia pasa a convertirse en tema y el cientí­fico en protagonista, y que incluso asimila técnicas científicas, y tam­bién en otros como la política, en la que el científico y el técnico desplazan muchas funciones del jurista, del burócrata o del político profesional (5). Este prestigio de la ciencia —y dentro de ella, muy en primer término, del saber médico— es innegable que favoreció el esfuerzo de nuestros mejores médicos y científicos. No obstante, con­viene no olvidar que fue incapaz de superar la profunda crisis de la instalación de la medicina y de la ciencia en nuestra sociedad.

Muy en relación con esta vigencia social de lo científico está otro fenómeno que hay, sin embargo, que distinguir cuidadosamente de ella. Se trata, tal como antes hemos ya anotado, de la aparición, por prime­ra vez en nuestro país, de una ideología que intenta fundamentar todos sus puntos de vista en la ciencia positiva, prescindiendo de las bases tradicionales. La forma concreta, en la que aparece durante estos años suele incluir el positivismo en las relaciones entre la ciencia con la reli­gión y la filosofía; el evolucionismo, el experimentalismo y el materia­lismo como bases generales del conocimiento de la realidad, y el progre­sismo en política, que algo más tarde se une, en algunos casos, a ideas de tipo socialista. La presencia de esta ideología —cuya caracterización habría que matizar mucho más— es de extraordinaria importancia den­tro del tema que nos ocupa. Surgida en la época revolucionaria, las adversas circunstancias que encuentran en la Restauración no sólo no

(5) Cfr- entra otros, los estudios de R. SANUS : «Algunos aspectos de la apo­logética española en la segunda mitad del siglo xix». Almena, 2, 11-32 (1963); M. y R PESET REIG: «Positivismo y ciencia positiva en médicos y juristas espa­ñoles del siglo xix. Pedro Dorado Montero». Almena, a, 65-123 (1963); P. FAUS: «El positivismo decimonónico en el campo literario: Galdós». Almena, 2, 125-133 (1963); M. F. MANCEBO: «Páginas de un historiador positivista». Almena., 2, 143-145 (1963); así como el volumen IV de la Historia social y económica de España y América, dir. por J. VICÉNS VIVES (Barcelona, 1959). Desde hace algún tiempo D. NIÍÑEZ prepara un detenido análisis del positivismo en la filosofía española de este período.

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acaban con ella, sino que asisten a su expansión. Tenerla en cuenta es fundamental para explicar el profundo dualismo de la vida cultural española de estos años. Conviene, no obstante, no olvidar que aunque es la de una gran proporción de nuestros mejores científicos, no la pro­fesan ni todos los españoles consagrados entonces al cultivo de la cien­cia ni todos los que consideran a ésta como un valor superior.

II. LA CONTRIBUCIÓN DE LOS MÉDICOS ESPAÑOLES DE LA GENERACIÓN

DE GALDÓS

Para reflejar el estado de la medicina española durante este medio siglo, huelga que nos detengamos en recordar obras y figuras sobrada­mente conocidas. Vamos tan solo a caracterizar las grandes líneas de lo realizado por los médicos de la generación del Galdós, anotando exclu­sivamente algunos hechos significativos.

En anatomía macroscópica su aportación queda bien manifiesta con sólo el dato de la publicación de los primeros tratados españoles ver­daderamente originales de la centuria: el de anatomía descriptiva de Julián Calleja y el de anatomía quirúrgica de Juan Creus (6). Sin em­bargo, la gran novedad que traen estos hombres al campo morfológico es la incorporación española al trabajo y la investigación microscópica. Una mal entendida glorificación de la figura de Cajal—cuyo brillo propio no necesita de estos recursos—ha impedido sistemáticamente el conocimiento de esta realidad. Frente a la histología pura o casi pura­mente libresca del momento anterior, los miembros de esta generación crearon laboratorios, cátedras e institutos en los que el trabajo con el microscopio se convirtió en un hábito dentro de la enseñanza, la clí­nica y la investigación, si bien esta última reducida generalmente a una finalidad comprobatoria. Un primer grupo estuvo inicialmente influido por Eloy Carlos Ordóñez, residente en París y muy relacionado con la escuela de Robin. Su máxima figura fue Aureliano Maestre de San Juan, autor de una nutrida producción escrita, de la que destaca un excelente tratado de histología varias veces editado. Fue titular de la primera cátedra española de Ja disciplina, fundó la Sociedad Histo­lógica Española y el laboratorio de histología de la Facultad de Me­dicina en el que Cajal iniciaría su contacto con la anatomía micros­cópica. Discípulos suyos fueron, entre otros, Eduardo García Sola —autor

(6) Cfr.: J. M. LÓPEZ PINERO : La contribución^ de las 'generaciones inter­medias' al saber anatómico en la España del siglo XIX (en prensa); V. ESCRIBANO : «La obra anatomo-quirúrgica del doctor don Juan Creus y Manso». Libro en honor del doctor Creus y Manso. Granada, 1928, pp. 173-192; j . TOMÁS MONSERRAT: La obra médico-quirúrgica de Juan Creus y Manso, Valencia, 1967.

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asimismo de una obra muy amplia—y Leopoldo López García, primer maestro de Pío del Río-Ortega. Junto a Maestre de San Juan y sus dis­cípulos, que representan una histología de tipo docente, otros médicos de esta generación se centraron más bien en las aplicaciones de la histopatología a los problemas clínicos. Los más dignos de recuerdo son el cirujano Federico Rubio y varios de sus colaboradores en la Escuela Libre de Medicina de Sevilla y en el Instituto de Terapéutica Opera­toria de Madrid: el otorrino Rafael Ariza, el ginecólogo Eugenio Gu­tiérrez, etc. El ambiente creado por estos dos grupos fue el punto de partida de la obra genial de Santiago Ramón y Cajal. Como figura intermedia entre ambas generaciones' es justo recordar la labor de Luis Simarro Lacabra, que inició a Cajal en la técnica cromoargén-tica de Golgi y que ideó el método fotográfico de tinción, base del nitrato de plata reducido de Cajal. Tal es la realidad histórica frente a las gratuitas y habituales imágenes de un Cajal salido de la nada. Sin restar un ápice a la genialidad personal de la obra del gran investigador, su conocimiento debe contribuir a evitar la inclinación nacional al «espíritu de lotería» del que hablaba Unamuno (7).

La propia «generación de sabios» será la encargada de introducir en España la investigación en otra disciplina morfológica: la antropología física. Es suficiente citar el nombre insigne de Federico Olóriz y Agui­lera para expresar la altura conseguida. Al mismo terreno se sumaron también investigadores procedentes de la ciencias naturales: Antón Ferrandis, Aranzadi y Luis de Hoyos son, sin duda, los más destaca­dos (8). El evolucionismo biológico completa asimismo en las últimas décadas del siglo su penetración en la anatomía que se estudia en Es­paña: recordemos el interés de Cajal hacia el problema.. Contribuyó a ello la labor de difusión que realizaron algunos autores, como, por ejemplo, la que llevó a cabo en su juventud el catedrático de la dis­ciplina en Valencia y discípulo directo de Haeckel, Peregrín Casanova Ciurana, así como la larga vigencia entre nosotros de traducciones de textos en tal sentido orientados, muy en primer término la del tratado de Testut (9).

La recuperación de la fisiología es algo más tardía que la del saber

(7) Cfr. R. MARCO CUÉLLAR : IJX morjología microscópica normal y patológica en la España del siglo XIX, anterior a Cajal. Tesis de Valencia, 1967; M. L. T E -RRADA, R. MARCO y J. A. CAMPOS : «Nota previa acerca de la histología española anterior a Cajal». Actas I Cong. Esp. Hist. Med. Madrid, 1963, pp. 495-501; R. MAR­CO CUÉLLAR: «E. C. Ordóñez, histólogo hispano del siglo xix anterior a Ramón y Cajal». Asclepio, 20, 171-190 (1968).

(8) Cfr. L. HOYOS SAINZ : Nota para la historia- de las ciencias antzapológicés en España. Madrid, 1912-

(9) Cfr. los estudios de T. F. GLICK: «La recepción del darvinismo en España» y «Un homenaje valenciano a Darwin en el centenario de su nacimiento (1909)». Ambos en Actas III Cong. Esp. Hist. Med. Valencia, 1969.

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morfológico. Aunque traducido y difundido desde la etapa anterior lo mejor de la producción europea, la experimentación fisiológica es un hábito que tarda en arraigar entre nosotros. Es cierto que una vez más existen ejemplos aislados de autores que la cultivan tempranamente, pero la verdad es que la generación de Galdós no acertó a crear para la fisiología experimental ni el clima ni las instituciones que hemos visto creó para la histología (10). Los primeros1 fisiólogos de tipo europeo no pertenecen, por tanto, a la misma, sino que son coetáneos de Caja!. Destaquemos entre los que realizaron una obra con repercusión fuera de España los nombres de José Gómez Ocaña y Ramón Turró (i i).

Tanto en las ciencias médicas básicas como en las discipilinas clíni­cas, una de las principales contribuciones de los médicos españoles coe­táneos de Galdós fue la creación de instituciones de todas clases a las que su esfuerzo personal dio, en una gran mayoría de casos, auténtica vida. Los miembros de la «generación de sabios» se formaron en ellas y más tarde dieron continuidad a las existentes y fundaron otras nuevas, dando lugar al conjunto de centros en el que se desarrolló un innegable renacimiento científico de nuestra medicina. La distancia respecto de la situación europea seguía siendo, no obstante, considerable, no sólo por la densidad y altura de estas instituciones, sino sobre todo por su dependencia, que tantas veces hemos ya anotado, de mia dedicación personal. Desde otro punto de vista, conviene tener en cuenta que el movimiento ideológico surgido en el 68 intentó en la Restauración crear sus propias instituciones científicas, claramente enfrentadas con las ofi­ciales. Tal intento fracasó en esta forma concreta: basta recordar el des­tino del Museo Antropológico de Pedro González de Velasco y de la Escuela Libre de Medicina que allí intentó crear, o el hundimiento de la Universidad que al principio quiso fundar la Institución Libre de Enseñanza (12). Pero a la larga influyó poderosamente en la orienta­ción de la vida científica de los centros oficiales o privados, consiguiendo incluso crear alguna institución al amparo de lo oficial —el Instituto de Técnica Operatoria de Federico Rubio, por ejemplo— y pesando asi­mismo en la nueva etapa que a principio de siglo significó la Junta de Ampliación de Estudios y las instituciones que de ella dependían.

(10) Cfr. J. M. LÓPEZ PINERO: «La obra de Claude Bernard en la España del siglo xix». Bol. Soc. {Esp. Hist- Med., 6, 32-38 (1966).

(11) Entre la ya numerosa bibliografía consagrada a Gómez Ocaña y a Turró destaca el estudio de A. Ruiz GALARRETA : «José Gómez Ocaña. Su vida y su obra». Arch. Iber. Hist. Med., 10, 379-496 (1958), y los trabajos de diferentes autores dedicados a Turró en el volumen 16 (1926) de la Rev. Hig. San. Pecuaria.

(12) Acerca de Pedro González de Velasco, véase la biografía de A. PULIDO: El Dr. Velasco. Madrid, 1894. Entre la numerosa literatura dedicada a la Insti­tución Libre de Enseñanza, el conocido libro de Cacho Viu es el que mejor estudia el intento de fundar una universidad, aunque sin un mínimo de atención hacia los aspectos médicos y científicos.

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La comunicación con Europa mejora también considerablemente. A los medios de que ya disponía durante la etapa anterior—principal­mente el periodismo médico y las traducciones— se une otro que al­canza auténtico peso en manos de los médicos de la generación de Galdós: el viaje de estudios al extranjero. Una gran proporción de los mejores miembros de la misma gastan su dinero en desplazamientos a Francia, Alemania o Inglaterra para estudiar el funcionamiento de sus grandes centros médicos y para convertirse en discípulos de sus más importantes figuias. Esta costumbre la continúan e incluso la amplían sus sucesores, los de la generación nacida en torno a 1850. Nada ilustra mejor la importancia que tuvo este proceso que la consulta de las treinta o cuarenta biografías de los miembros más influyentes de estas generaciones. La superación de este nivel de iniciativas puramente per­sonales no la conseguirá la sociedad española hasta que, a principios de este siglo, comience la Junta de Ampliación de Estudios a enviar sus primeros pensionados al extranjero. Al cabo de un siglo, y dentro de unas dimensiones mucho más modestas, sobre todo dado el cam­bio de circunstancias, se había recuperado un mecanismo ampliamente utilizado por la sociedad española de la Ilustración.

Otro ángulo de la comunicación científica que interesa resaltar es el desplazamiento hacia Alemania del interés de nuestros médicos. El prestigio de la medicina germánica —como en general el de su ciencia y el de su cultura—.fue tal, que durante años será una posición de pri­vilegio para un médico español conocerla y poderla manejar directa­mente. A ese contacto directo contribuyen también las traducciones y la prensa, cuyo desarrollo es auténticamente floreciente en esta época. No han sido todavía debidamente estudiados los adelantados de este proceso de introducción en España de la medicina alemana; destaque­mos los nombres de Gaspar Sentiñón en Barcelona, de Rafael Ariza en Sevilla y Madrid y de Ramón Várela de la Iglesia en Santiago.

En patología y clínica interna, los médicos de la generación de Galdós introdujeron en España dos corrientes fundamentales: la pato­logía celular y la fisiopatología. Figuras muy destacadas entre los de­fensores de las ideas de Virchow fueron el madrileño Andrés del Busto y el barcelonés Bartolomé Robert. El primero, catedrático de Obste­tricia en Madrid, fue el auténtico paladín del celularismo en el seno de varias instituciones médicas españoles, siendo dignas de recuerdo sus memorias acerca de las leyes de la materia y de la vida y sobre el destino de la doctrina celular. La ideología científica de Robert fue menos unilateral. Desde su cátedra de patología médica de Barcelona desplegó una amplia labor de docencia y de publicación en la que in­fluyó de modo muy central la obra de Virchow, pero en la que pesa-

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ron también los puntos de vista fisiopatológicos y más tarde los de la nueva bacteriología (13).

La mentalidad fisiopatológica encontró su principal núcleo español en una serie de notables internistas de los hospitales madrileños, que inauguró la sólida obra clínica de Ezequiel Martín de Pedro, principal responsable de la introducción en nuestro país de la termometría y la esfigmografía como métodos habituales de exploración, y autor, entre otras cosas, de un excelente tratado de piretología. Su teoría fisiopato­lógica del tétanos, basada en los trabajos experimentales de Claude Bernard, tuvo auténtica resonancia europea (14).

En el polo opuesto a la solidez como clínicos y patólogos de Robert y Martín de Pedro hay que situar la producción de José de Letamendi y Matías Nieto y Serrano, cuyas especulaciones carentes de rigor y aje­nas a todo apoyo objetivo centraron la reacción al dominante positi­vismo (15).

La tercera gran mentalidad de la medicina decimonónica, la etiopa-tológica, se desarrolló en España, como en el resto de Europa, ligada al crecimiento de la bacteriología. En nuestro país no faltó información acerca de lo realizado en la etapa anterior a Pasteur, e incluso algunos autores aislados participaron en la indagación micrográfica. Joaquín Balcells, por ejemplo, realizó en 1854 una serie de investigaciones mi­croscópicas en torno a un «briozoario» como presunto agente del có­lera (16). Los trabajos de Pasteur, de Koch y de sus respectivas escue­las, llegaron asimismo muy prontamente a conocimiento de los médi­cos españoles. Todo ello no impidió que la mayor parte de ellos, como en el resto de los países europeos, acogiera todas estas novedades con profunda desconfianza. La doctrina bacteriológica acabaría por impo­nerse en nuestro país después de la gran polémica en torno a la vacu­nación anticolérica de Ferrán en 1885, en la que sirvió de trasfondo

(x3) Cfr- Los trabajos de R. MARCO CUÉLLAR citados en la nota 7. (14) Cfr. los estudios de J. M. RODRIGO GÓMEZ: «La introducción en España

de la mentalidad fisiopatológica: E. Mavtín de Pedro» y «El problema de la pa­togenia del tétanos en la obra de E. Martín de Pedro», ambos en Actas III Cong. Esp. Hist. Med. Valencia, 1969.

(15) Sobre Letamendi existe una bibliografía desproporcionadamente amplia, en la que no son infrecuentes trabajos realizados con total desconocimiento de las normas más elementales de la crítica histórica. Muv valiosos son. por el contrario, otros como los publicados por T. CARRERAS ARTÁU : Estudios sobre médicos-filósofos españoles del siglo XIX. Barcelona, 1952; S. PALAFOX: «Vida, semblanza y obra del Doctor Letamendi». Arch. Iber. Hist. Med., 3, 441-173 (1951) y «La antropología médica en la obra de Letamendi». Arch. Iber. Hist. Med., 6, 211-281 (1954); J. RIERA : «Letamendi y Turró: romanticismo y positivismo en la medicina cata­lana del siglo xix». Asclepio, ij, 117-154 (1965); J. PFAAEZ: «Letamendi: ecos y facetas del hombre y su obra». Fol. Clin. ínter., iy, 3-11 (1967).

La obra de Nieto y Serrano, en cambio, no ha tenido hasta el momento el amplio estudio que sobradamente merece.

(16) Cfr. F. Ac.un.AR BULTO: «El descubrimiento del vibrión colérico por J. Balcells Pascual (1854)». Actas 1 Cong. Esp. Hist. Med. Madrid, 1963, pp. 289-293.

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más o menos abiertamente confesado. Las aportaciones originales es­pañolas a la nueva disciplina fueron realizadas por varios miembros de la generación de Cajal, en especial por Jaime Ferrán y Ramón Turró (17), mientras otros, como Vicente Llórente se preocuparon de incorporar con prontitud los principales logros extranjeros (18).

El papel de crear instituciones que hemos afirmado como propio de los médicos de la generación de Galdós, se cumple de forma paradig­mática en el terreno de la cirugía en la vida y en la obra de Federico Rubio (19), fundador de la Escuela Libre de Medicina de Sevilla y del Instituto de Terapéutica Quirúrgica de Madrid. La labor que estos centros desarrollaron significó la seria asimilación por parte de la ciru­gía española de todas las novedades doctrinales y técnicas de la época. El mismo sentido tuvo la actividad de Juan Creus y Manso, el más valioso representante de la cirugía universitaria española entre los coe­táneos de Rubio (20). Ambos realizaron además una serie de notables innovaciones originales, en su mayor parte desarrolladas por las gran­des figuras quirúrgicas de la generación de Cajal (José Ribera, Alejan­dro San Martín, Salvador Cardenal, etc.).

Otro proceso de enorme trascendencia que protagonizaron los mé­dicos de la generación de Galdós fue la cristalización definitiva de las especialidades en nuestro país. El Instituto de Federico Rubio fue una de las matrices del especialismo quirúrgico: el recuerdo del otorrino Ariza, del urólogo Suénder y del ginecólogo Gutiérrez es suficiente­mente expresivo. Al lado de ellos, en diferentes ciudades y centros, hombres como el dermatólogo Olavide, el ginecólogo Campa, los psi­quíatras Esquerdo y Giné Partagás, el oftalmólogo Delgado Jugo y el pediatra Benavente fueron los auténticos iniciadores de sus especiali­dades en España (ai).

(17) Cfr. F. AGUILAR BULTO: Historia de la vacunación anticolérica de Ferrán. Tesis de Valencia, 1968 (incluye amplias referencias de fuentes y bibliografía se­cundaria). Sobre Turró, véase la nota 11.

(18) Cfr. E. GARCÍA DEL REAL: Historia de la medicina en España. Madrid, 1921, pp. 1014-17, que reproduce datos de Salcedo Ginestal.

(19) No disponemos todavía de un estudio adecuado a la extraordinaria impor­tancia de la obra de Federico Rubio. Entre los trabajos publicados, recordaremos: E. GUTIÉRREZ: Biografía del Excmo. e limo. Sr, D. Federico Rubio y Galí. Madrid, 1903; G. SÁNCHEZ DE LA CUESTA : Ideario y grandeza de don Federico Rubio. Se­villa, 1949; J. ALVAREZ SIERRA: El doctor don Federico Rubio. Vida y obra de un cirujano genial. Madrid, 1947.

(ao) Cfr. el libro de J. TOMÁS MONSERRAT citado en la nota 6. (21) No es posible citar aquí ni siquiera una selección de la abundante biblio­

grafía dedicada a estas figuras y a la historia de las especialidades médicas en España- Remito por ello al excelente índice de L. S. GRANJEL: - Bibliografía his­tórica de la Medicina española 1 volúmenes. Salamanca, 1965-66.

673 CUADERNOS. 250-252.—43

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ÍII. LA ENFERMEDAD EN LA ESPAÑA DE GALDÓS

Para terminar esta somera visión de conjunto, nos resta únicamente ofrecer alguna información acerca de las enfermedades que hacían pa­decer y morir a los habitantes de la España de Galdós (22).

Estos años corresponden, en primer término, al final de la era epide­miológica en nuestro país. En 1870 sufrió España la última invasión de importancia de fiebre amarilla, que afectó principalmente a Barcelona, donde produjo 1.270 muertes y a Alicante, la ciudad en la que causó 1.380 fallecimientos (23). La auténtica despedida de las epidemias clási­cas en nuestra península fue, sin embargo, el cólera de 1885. Ocasionó en muy pocos meses la elevada cifra de 120.254 muertos, es decir, casi un siete por mil del total de la población española. Asoló con especial intensidad a la provincia de Valencia, en la que invadió más de dos­cientos pueblos, produciendo 21.613 defunciones. En segundo lugar, re­sultaron también notablemente afectadas las provincias de Murcia y Zaragoza y la Andalucía oriental (24).

Yugulado un nuevo brote de cólera en 1890, la sociedad española pudo tomar conciencia de la importancia colectiva que tenían otras enfermedades, de manifestación menos espectacular pero cuyo peso era tan grande o mayor' que el de las grandes epidemias clásicas.

Tras numerosas iniciativas de tipo particular o local, la estadística demográfíco-sanitaria oficial se inició a nivel nacional en nuestro país en 1880. Tras dos décadas de una labor desigual y discontinua, mejoró decisivamente en 1900, al quedar encargado de su realización el Insti­tuto Geográfico y Estadístico.

Con todas sus deficiencias, estas estadísticas ofrecen por vez primera información de conjunto sobre las enfermedades de las que mueren los españoles. En los años ochenta encabezan la lista las enfermedades agu-

(22) Una exposición amplia de este tema, en nuestro libro: J. M. LÓPEZ PINERO, L. GARCÍA BALLESTER y M. L. TERRADA: La enfermedad en la sociedad española del siglo XIX (en prensa).

(23) Entre los textos consagrados a esta epidemia destaca por su especial importancia la Memoria histórico-científica sobre la epidemia de fiebre amarilla sufrida en Barcelona en 1870... publicada por la Academia de Medicina de dicha ciudad (Barcelona, 187a). Cfr. también el estudio histórico de C. Rico AVELLO: «Fiebre amarilla en España. Epidemiología histórica». Rev. San. Hig. Publ., 27, 29-87 (1953).

(24) De los innumerables escritos dedicados por los médicos de la época a esta epidemia, recordaremos únicamente la gran obra de P. HAUSER : Estudios epidemio­lógicos relativos a la epidemiología y profilaxis del cólera, basados en numerosas estadísticas, hechos y observaciones recogidos durante la epidemia colérica de 1884-8$ en España... 3 volúmenes -f- atlas, Madrid, 1887, así como el volumen VII (1889) del Boletín Mensual de Estadística Demográfico-sanitaria. El estudio histórico de P. FAUS SEVILLA, «Epidemias y sociedad en la España del siglo xix. El cólera de 1886 en Valencia y la vacunación Ferrán». Medicina y sociedad en la España del siglo XIX. Madrid, 1964, pp. 285-486, incluye muy amplias referencias de fuentes y bibliografía secundaria.

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das nerviosas, respiratorias y digestivas, que ocasionan juntas más de un tercio de los fallecimientos. Destaca también la tuberculosis pul­monar y las enfermedades infecciosas agudas, en especial la difteria, la viruela y el sarampión (25).

En la primera década del siglo, descienden notablemente las tasas de mortalidad de las enfermedades infecciosas agudas, en especial las de la viruela y la difteria, aunque comparativamente las cifras españolas figuren entre las más elevadas de Europa. Por el contrario, la tuber­culosis pulmonar mantiene e incluso aumenta su importancia. Como causas de muerte continúan en cabeza las enfermedades agudas ner­viosas, respiratorias y digestivas, junto a nuevo epígrafe introducido en las estadísticas a partir de 1900: las afecciones cardiovasculares (26).

La sociedad española no se preocupa, por supuesto, por las enfer­medades en razón directa del puesto que ocupan en las estadísticas de mortalidad específica. Por motivos muy complejos, la tuberculosis pul­monar fue quizá la primera afección que llegó a despertar la con­ciencia de lo que significaba una «enfermedad social». Desaparecidas las epidemias coléricas, durante un largo período se destacará de formas muy distintas y por parte de personas de muy diferente condición que la tuberculosis es un grave problema colectivo, una «peste lenta» o «blanca». Al terminar el siglo, el higienista Comenge recordaba que entre 1873 y 1889 había causado en Barcelona más de 28.000 muertes y que esta cifra era prácticamente el doble de la correspondiente a las cuatro últimas epidemias de cólera (27).

La temprana vigencia de la tuberculosis como «enfermedad social» explica que sirviera como ninguna otra para destacar lo que Pierreville llamó la «desigualdad humana ante la enfermedad y la muerte». A finales de siglo el proletariado urbano pasó de ser considerado víctima propicia de las epidemias coléricas a ser visto como víctima de la tuberculosis. Esta conciencia desborda por completo los límites de las publicaciones médicas: miseria y tuberculosis son en estos años térmi­nos sinónimos para sociólogos, literatos y políticos y argumentos obliga­dos en los discursos y escritos de las cabezas del movimiento prole­tario.

Si la tuberculosis es la enfermedad urbana por excelencia, el palu-

(25) La principal fuente es la colección del Boletín Mensual de Estadística Demográfico-sanitaria de la Península e islas adyacentes. 7 volúmenes. Madrid, 1879-1889. Muy desigual e incompleto es, por el contrario, el contenido del Boletín de Sanidad, 18 volúmenes. Madrid, 1888-1897.

(26) Los datos procedentes del Instituto Geográfico y Estadístico fueron mi­nuciosamente analizados por P. HAUSER : Geografía médica de la Península Ibérica, 3 volúmenes, Madrid, 1912.

(27) L. COMENGE: «La tuberculosis en Barcelona». Gac. Med. Catal., 75, 257-265 (1892).

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dismo es el principal problema sanitario de nuestro campesinado. Con anterioridad incluso al siglo xix habían sido estudiados sus focos más importantes: el extremeño, el litoral atlántico meridional, las cuencas del Guadalquivir, del alto Guadiana y del Segura, y el litoral valen­ciano. Pero solamente a comienzos de la presente centuria se estudiaría científicamente el problema en toda su magnitud. En 1912, por ejemplo, la Inspección General de Sanidad del campo calculó en un cuarto de millón el número de palúdicos existentes en todo el territorio español y en casi tres millones y medio el número de días de trabajo perdidos por esta enfermedad. Anotemos que en dichas fechas el paludismo era en Europa occidental un problema casi exclusivo de España e Italia (28).

Otra de las «enfermedades sociales» de mayor relieve en la España de Galdós fue la difteria. La acumulación de su mortalidad en las clases más pobres era tan acusada como la tuberculosa. En,el Madrid de 1887 y 1888 el higienista Luis Marco comprobó que los veinticinco barrios más pobres reunieron más de la mitad de las muertes por difteria pro­ducidas en la ciudad, mientras que en el otro extremo, los veinticinco barrios más ricos apenas contribuyeron con un cinco por ciento de los fallecimientos. Solamente uno de los barrios pobres —el de Chamberí— superó notablemente la mortalidad total por difteria de los veinticinco barrios ricos (29).

Como antes hemos dicho, la mortalidad por difteria bajó muy nota­blemente en España a comienzos del presente siglo. De una media anual superior a las mil defunciones en los años ochenta, se pasó a otra inferior a los cien fallecimientos. Tan espectacular descenso se de­bió principalmente a la difusión del suero antidiftérico, gracias a los esfuerzos de Vicente Llórente y otros higienistas.

Algo parecido sucedió con la mortalidad de la viruela, mantenida en tasas muy superiores a las del resto de Europa, debido a la ausencia de una organización eficaz de la vacunación. Aunque en 1871 se fundó en Madrid el Instituto Nacional de Vacunación, su actuación fue tan desacertada que apenas consiguió otra cosa que estorbar la labor que realizaban anteriormente centros locales, especialmente en Valencia, Barcelona y Sevilla. La situación sólo empezó a cambiar al crearse en 1899 el Instituto de Sueroterapia, Vacunación y Bacteriología, o Insti­tuto Central de Higiene, y declararse obligatoria la vacunación tres años más tarde (30).

También eran las cifras españolas las más elevadas de la Europa

(28) Cfr- especialmente: G. PITTALUGA y cois.: Investigaciones y estudios sobre el paludismo en España. Barcelona, 1903; P. HAUSER : Op. cit. (en la¡ nota 26).

(29) L. MARCO : La difteria en España y en Madrid, Madrid, 1888. (30) Cfr. S. TERUEL PIERA : Medio siglo de medicina española a través de la

labor del Instituto Médico Valenciano. Tesis de Valencia, 1967.

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occidental en lo tocante a la mortalidad por fiebre tifoidea. Mantenida

por unas deficientes condiciones de saneamiento, esta enfermedad afec­

taba por igual a los estratos más necesitados de las ciudades y de las

zonas rurales (31).

La sociedad española en la que vivió Galdós estuvo asimismo pre­

ocupada por otras enfermedades como las psiquiátricas y las venéreas,

pero, sin que tal interés condujera a estudios serios desde ángulos es­

tadísticos o medicosociales, ni tampoco a incorporarse a las nuevas co­

rrientes asistenciales y preventivas. El perfil arcaico de nuestro país

desde el punto de vista sanitario lo confirma también la presencia, como

problemas, de afecciones del tipo de la lepra, el tracoma y las enfer­

medades carenciales (pelagra, bocio y cretinismo).

Por muy brillantes que fueran algunas de las contribuciones de nues­

tros mejores médicos, en la realidad española tenía que reflejarse la ra­

dical limitación que significaba la anormal inserción de la medicina

y del resto de actividades científicas y técnicas en nuestra sociedad.

No puede negarse que en numerosos aspectos hubo una auténtica recu­

peración respecto a la primera mitad del siglo. Pero existen problemas

básicos que los esfuerzos de una minoría, por muy activa e inteligente

que sea, no puede solucionar. Baste un ejemplo: en 1887 había en

España 117 profesionales sanitarios por cada cien mil habitantes, mien­

tras que en 1797 había 129. Es decir, que la asistencia médica española

—medido con éste o con otros parámetros—no había recuperado toda­

vía a finales del siglo xix el nivel que consiguió en los mejores años de

la Ilustración (32).

JOSÉ M a LÓPEZ PINERO Cátedra de Historia de la Medicina Universidad de VALENCIA

(31) Dos fuentes de gran importancia sobre el tema son: J. MONNMENEU: Las enfermedades infecciosas en Madrid. Madrid, 1894; L. COMENCÉ: «Estudios demográficos de Barcelona-). Gac. Med. Catal-, 22-24 (1899-1901) passim. Contiene interesantes referencias históricas el libro de L. CLARAMUNT: Lluita contra la febre tifoidea a Catalunya. Barcelona, 1933.

(32) Cfr. J. M. LÓPEZ PINERO, L. GARCÍA BALLESTER y M. L. TERRADA: «El número y la distribución de los médicos en la España del siglo xix. Med. Esp., 62, 239-248 (1969).

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