la guerra del unicornio - revista destiempos
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EDITORIAL GRUPO DESTIEMPOS
Angelina Muñiz-Huberman
LA GUERRADEL
UNICORNIO
LA GUERRADEL
UNICORNIO
Angelina Muñiz-Huberman
© 2011- Angelina Muñiz-Huberman
Derechos reservados
© 2011- Editorial Grupo Destiempos
Grupo destiempos S. R. L. de C.V. Av. Baja California 245 Piso 11 (06170) Col. Hipódromo Condesa México, Distrito Federal. www.grupodestiempos.com Primera edición e-book: Mayo 2011 ISBN 978-607-9130-06-0 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo de la editorial. EDITADO EN MÉXICO, DISTRITO FEDERAL
LA GUERRADEL
UNICORNIO
Angelina Muñiz-Huberman
A Alberto Huberman
ÍNDICE
LOS CABALLEROS DE GULES 8
DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA 17
DON ABRAHAM DE TALAMANCA 26
YUÇUF EL ALQUIMISTA 34
EL ENCUENTRO 42
LA REUNIÓN 51
LA CONVERSACIÓN 60
LA PARTIDA 69
LAS REFLEXIONES 81
YUÇUF 92
EL UNICORNIO 103
LOS TRES 114
EL REGRESO 122
EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA 130
LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS 138
MIENTRAS TANTO 146
REUNIÓN Y PARTIDA 155
EL ASEDIO 163
LA PRIMERA BATALLA 171
¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO? 179
LOS PELIGROS 188
LA GRAN BATALLA 199
LOS CABALLEROS DE
GULES
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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Los Caballeros de Gules, reunidos en concilio, lo habían
decidido. El obispo don Jerónimo los bendijo. Se persignaron
y elevaron al unísono una oración al Dios Todopoderoso. No
quedaba más remedio. Uno de ellos sería escogido para
darle la noticia al Buen Rey don Lope. Nadie quería al Buen
Rey. Ni los campesinos, ni los hidalgos, ni los clérigos. No es
que fuera un tirano, no es que fuera malvado, no es que
fuera hechizado ni demente. Es que nadie lo quería porque
soplaban nuevos vientos, y campesinos, hidalgos y clérigos
notaban ya su frescor en las frentes. Y el nuevo viento aca-
ricia y promete a cada uno su parte, a cada uno lo que
quiere, a cada uno lo suyo. Quien piensa en mejor cosecha,
quien en invertir el juego del poder, quien en afianzar su
gloria terrena y celeste.
Todos habían jurado, pero uno sería el escogido para
ir con el Buen Rey don Lope y darle la buena —para él
mala— nueva. Que nadie le quería, que se fuera ya, que
sus guardias ya no le habrían de obedecer, que nadie se
inclinaría ante él. Que los Caballeros de Gules lo habían
decidido, que el obispo don Jerónimo lo aprobaba y que
Dios —que pone y quita rey— no decía nada. Que res-
petarían su vida, la de la reina, la del príncipe, la de los
infantes y toda la parentela real, y que se llevara sus bienes,
sus tesoros, sus joyas, su espada la Bienforjada, sus arcones
de ropa, su capa de armiño, sus caballos blancos enjae-
zados, sus antiguos manuscritos, y que saliera de tierras de
Aloma y caminara por largos caminos y atravesara los Bos-
ques Frondosos y las Lagunas Ocultas y luego el Río Grande,
y subiera a los Montes de Fuego y bajara al otro lado de los
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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Montes de Fuego y penetrara en Tierra Franca. Que fueran
al destierro él, la reina, el príncipe, los infantes, toda la pa-
rentela real y los sirvientes que así lo quisieran. Que sus vidas
serían respetadas. Que así lo juraban, con sus manos al
pecho, todos y cada uno de los Caballeros de Gules.
Sólo que uno de ellos debía ser el escogido para ir a
hablar con el Buen Rey don Lope de Aloma.
Nadie se atrevía a mirar al vecino. Nadie quería seña-
lar ni ser señalado. El obispo don Jerónimo se impacientaba,
pero sabía guardar silencio. Todos los ojos convergían hacia
el dibujo de los mosaicos del suelo. El dibujo azul y blanco
de los mosaicos moriscos de la Gran Sala del Concilio de los
Caballeros de Gules. Los altos ventanales de cristal em-
plomado y las espesas cortinas de terciopelo púrpura
enmarcaban el amplio espacio de la Gran Sala. Al fondo, el
escudo de Aloma: sobre campo de Gules tres barras dora-
das, en medio el león y el cordero representando el arrojo y
la humildad, un águila asomando por la parte superior co-
mo el anhelo de conocimiento y elevación divina, con alas
extendidas a punto de emprender el vuelo.
Los Caballeros todavía estáticos, inmovilizados en
duras actitudes de piedra, no advertían el paso del tiempo.
Habían tomado una decisión, pero aún no querían cambiar
el curso de los hechos. Aún podían detener el correr de la
vida. Vivían intensamente el peso de su determinación:
sabían que ya nada sería igual, pero postergaban el paso
siguiente —como el amante el momento del placer— y se
sentían elevados a alturas de vértigo, sus capas flotando,
sus cuerpos ingrávidos, sus miembros leves, en el aire, suave-
mente balanceándose como sutil pluma de pájaro perdido.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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Y hubieran querido, los Caballeros de Gules, haber seguido
flotando per saecula saeculorum y que el momento de la
acción se retardara. Porque quien primero moviera un mús-
culo de la cara, quien primero llevara la mano hacia la
barba y la acariciara lentamente, quien primero cambiara
el peso del equilibrio de su cuerpo de un pie al otro, preci-
pitaría, de una vez y para siempre, irremediablemente, el
curso de la historia, el piafar de los caballos, los relinchos
impacientes, el batir de los tambores, el sonar de los cuer-
nos, el entrechocar de las espadas, las lanzas erectas, las
banderas y enseñas brillando al sol. Y nadie podría ya de-
tenerlos. Vendría la guerra y el asedio y el hambre y la
peste. Hermanos matarían a hermanos. La muerte pasearía
satisfecha por el campo de batalla. Los ángeles recogerían
los cuerpos inertes y enjugarían sus lágrimas. Irremediable-
mente.
Pero tampoco podían los Caballeros de Gules con-
vertirse en piedra eterna. Si habían dado el paso tendrían
que seguir camino adelante.
Y murmurando un "Ay, Dios mío", el caballero don
Álvaro de Villalba se ofreció para ir con el Buen Rey don
Lope, si los demás consentían.
El silencio se rompió en aristas de alivios irreprimidos,
cristales de sonidos rebotaron del suelo al techo y por las
cuatro paredes de la Gran Sala. Transparencias, correr de
agua, viento en los ventanales. Todo era ahora fácil. Ya
todos hablaban y todos opinaban y todos aconsejaban y
ofrecían su compañía al elegido. Pero nadie decía que
tomaría su lugar. Eso no.
El obispo don Jerónimo ya bendecía al valeroso
Caballero de Villalba. Ya todos desenvainaban sus espadas
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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y, espadas en alto, juraban lealtad. Ya descorrían las espe-
sas cortinas de púrpura. Ya entraba el sol a borbotones. Ya
relumbraban las espadas y algunas herían de luz los ojos
desprevenidos. Qué buena la alegría después del temor
vencido. Qué alivio que sea otro el escogido. Brindemos
todos. Sacad las copas y el vino de la Cava Vieja.
(Aunque en algún rincón siempre quede un resquicio
para la envidia que, primero amorfa, cobrará luego la for-
ma de la traición y que, aunque hoy no se note, irá luego
socavando a tal cual Caballero de Gules que se espantaría
si se le dijera cuál había de ser su fin.)
Se prepara, pues, don Álvaro. Revisa sus armas, ajusta
su cinturón, alisa los pliegues de su capa. Casi no suenan los
borceguíes por el corredor empedrado. Tras los arcos abier-
tos, al fondo, la tierra labrantía de Aloma y los altos trigales
despreocupados.
Se dirige don Álvaro a la Cámara Real. Lleva en la
diestra un pergamino, escrito por Gonzalo el escriba, para
entregárselo al Buen Rey don Lope. La hora ha sido señala-
da. No bien canten los gallos a la mañana siguiente, el Rey
partirá de su reino perdido. Quienes le quieran seguir no
serán estorbados, ni sus haciendas desarraigadas.
Don Álvaro se ha inclinado ante el Rey y ha puesto
en su mano el pergamino.
—Que fuérais vos, Caballero don Álvaro, el que yo
más quería. Que fuérais vos, y no otro, quien me diera la
mala herida, Caballero el que yo más quería.
—Porque me queríais y porque os quería, soy yo, Rey
Amado, y no otro, el que os trae la mala nueva.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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El Rey guarda silencio. El Caballero guarda silencio.
Se miraban a los ojos y todo se lo decían. El Rey desen-
vainaba la Bienforjada y se la entregaba al Caballero:
—Más las necesitáis vos que yo, que quien mata
habrá de ser matado, que quien traiciona habrá de ser
traicionado, y ésta es espada que sólo obedece en causa
justa. Si la merecéis os servirá. Yo también os habré herido
con el constante recuerdo.
Don Álvaro lleva la Bienforjada y pesa más de lo que
él puede soportar. Cuando entra en la Gran Sala los Caba-
lleros saben que cumplió. Por el corredor ha envejecido diez
años y las sienes le empiezan a blanquear. Entonces, los
Caballeros saben otra cosa: que él habrá de ser el Capitán
y que a él obedecerán. Lleva un signo en la frente, sus
rasgos son ahora más recios y brilla el sol en su pelo rojizo. La
Bienforjada le acompaña y sólo faltará probarla en el
campo de pelea.
(Aquel que sintió nacer la envidia y el principio de la
traición, no puede evitar pensar: "Si hubiera ido, yo sería el
capitán.")
Todos ríen y festejan: qué fácil el triunfo. Sólo el Capi-
tán medita y a solas teme las dudas. El obispo don Jerónimo
se le acerca para decirle:
—Es grande el peso del poder.
Y don Alvaro le sonríe tristemente.
Esa noche nadie puede dormir. El Caballero de
Villalba se arropa en su capa y desde el corredor, con la
Bienforjada cerca, pasa la noche en vela y quisiera hallar
respuestas en las estrellas. El resto de los Caballeros, inquie-
tos, no pueden conciliar el sueño y sus cuerpos se revuelven
en los duros camastros.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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El Rey y la Reina, abrazados, se acarician, cierran los
ojos, pero no duermen. Tampoco hablan.
Por eso, no esperan a que canten los gallos y pronto
están listos para partir. Irán a Tierra Franca, donde el herma-
no de la Reina es rey de la Costa del Sur y el clima es suave
y el mar baña las arenas.
Montan en los caballos y es interminable la comitiva.
Muchos siguen al Buen Rey a su destierro. Los Caballeros de
Gules que aún aman a su Rey, le hacen valla de honor. Una
niña arroja pétalos de flores al paso de los caballos. Es el
Caballero de VillaIba el que recibe la última mirada del Rey,
intensa, doliente, aguda. Alguien ha mirado con odio al Ca-
ballero y él no lo ha notado: el pequeño príncipe jura en su
fuero interno vengarse y regresar algún día a reclamar su
reino.
El obispo don Jerónimo, vestido de guerrero, con co-
ta de malla, espada y yelmo, bendice en silencio al Buen
Rey y le desea larga vida.
Cuentan los relatos antiguos que el Buen Rey y su
familia marcharon por campos y caminos de Aloma. Sus
vasallos salían a despedirle, le daban comida y le ofrecían
el mejor cuarto para su reposo. De las cámaras frías
sacaban frutas y carnes adobadas. De las cavas, el mejor
vino añejo que tenían. Ponían manteles de lino y la vajilla
de las grandes fiestas. Encendían las chimeneas con los
troncos más gruesos y el fuego crepitaba y se elevaba
llama sobre llama, lengua roja implacable, chispa frágil,
ceniza vana.
El Buen Rey, cerca del fuego, frota mano con mano.
La Reina, resplandecientes las mejillas, ojos de fuego, tal vez
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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piensa que no está tan desolada como debería estar. Más
triste estuvo cuando hacía el camino a la inversa y su her-
mano la traía a la corte de Aloma. Más lloró cuando
dejaba el mar y los pinos en la arena y el canto de los trova-
dores. Casi, casi se alegra. Después de tantos años. Después
de diez años. Otra vez el agua salobre. El temido viento
austral que nada perdona y a todos lados llega. Y su herma-
no, Pauluis. La copia de ella, Margueritte. Gemelos. Que
gustaban de niños cambiar vestidura, y él se hacía pasar
por ella y ella por él.
En la fuente del rosel con sus manos lavan la cara, la niña y el doncel.
Y ella aprendía a manejar la espada. Y él aprendía a
hilar. Y en el río bañaban sus cuerpos. Y a campo traviesa
cabalgaban hasta el agotamiento.
La Reina no está triste porque va a ver a Pauluis. Y el
Buen Rey don Lope, contemplándola con el fuego en el
rostro y sonriendo para sí, también sonríe y también se ale-
gra. Casi olvida su humillación y ansía ya la tranquilidad del
palacio de Granmercier.
(Tampoco ve nadie, esta vez, el fuego de odio en los
ojos del pequeño príncipe. Pequeño príncipe que va acu-
mulando resquemores y venenos, dolor en el costado, peso
en el pecho, pensamiento veloz y maligno, memoria
quemante de venganza. Pequeño príncipe que se ha preci-
pitado adulto. Que tendrá que aprender a fingir, cuando lo
que quisiera es mojarse los pies en agua de mar y sentir los
cangrejos cosquillear por la arena; no dormir en la noche
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES
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por ver la luna y las estrellas prendidas en el tapiz negro; ir a
jugar con los hijos del herrero ciego y ver saltar las chispas
con ese ritmo de monótono canto de fragua y martillo.
Pequeño príncipe, con el mundo por camino.)
DON ÁLVARO, DUQUE DE
VILLALBA
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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Procedía don Álvaro de ilustre familia, de viejos guerreros de
escudo al brazo, de lanza en ristre, de castillo bien guar-
dado, de caballos de pura sangre, de espadas de acero
cantarín, de largas y anchas tierras, de río de cauce profun-
do, de bosque espeso de viejos y fuertes pinos, álamos,
nogales.
De niño había corrido descalzo por campos recién
trillados; se había despojado de la camisa y el sol había
dorado su piel como si fuera trigo. Su pelo, ondulado y
rojizo, era sorpresa para quien lo veía por primera vez. Sus
ojos verdes, rasgados, parecían abarcar en mirada tran-
quila todo el mundo. Delgado, frágil, no pareciera que
llevara en sí la fuerza de un guerrero. Y guerrero era. De sus
hermanos el que mejor aprendió a manejar la espada, el
que más resistía, el que caminaba sin cansancio, el que no
se quejaba, el que hablaba poco.
Por eso, ya de niño don Jerónimo le había preferido.
En las tardes lo llevaba a su huerto y le explicaba los miste-
rios de la fe y el valor del buen guerrero cristiano.
En el brocal del pozo, el musgo era encaje capri-
choso salpicado de frescura. El olor de los naranjos era tan
embriagador que don Álvaro niño a veces dejaba de oír al
obispo, su mentor, y solamente se dejaba impregnar de
sonido y aroma, de luz y tonalidad. Porque las palabras del
obispo eran también ritmo acorde con el agua y el canto y
ya no significaban nada, más que parte de esferas armó-
nicas y música del cielo. Salvo cuando bajaba el trueno:
palabra desatada, loca, llena de ira de quien se descubre
no escuchado. Ruptura del encanto. Brusca palabra que
todo lo rompe.
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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Y luego, el galopar a campo traviesa en corcel des-
bocado y no tener miedo. Esa certeza, a veces, de que la
muerte aún no está cerca, de que ha distraído su oficio o
perdonado su implacabilidad. Y de algún modo saberlo, y
seguir galopando a campo traviesa en corcel desbocado,
cuando ni siquiera es reto retar a la muerte.
También, el bañar el cuerpo cansado en el frescor
del río. Primero, estremecimiento y rápido dolor de nervios y
músculos al choque del agua fría. Después, relajamiento y
placer del dolor vencido. Por fin, aceptación del temor y
del dolor que dejan de serlo. Ya no querer abandonar el
elemento líquido: el suave y alterno movimiento de brazos y
piernas y cabeza y tronco. Ya no querer salir del frescor del
río, de la ligereza del cuerpo flotando, del olvido de todo:
torpeza, exasperación, lentitud.
Primeros amores. También cabe el río. Entre los ma-
torrales y los arbustos. Hierbas y ramas que se clavan en la
piel. Tierra en el pelo. Las rodillas raspadas, casi sangrando.
Semen que fecunda doble tierra, esparcido y recogido.
También la primera presa. La ballesta que apunta al
águila altiva. Deseo de no acertar por no cortar la libertad
de una vida. Deseo de acertar por honor y gloria. División
que parte el alma en dos, que raya la línea de lo que se ha
de escoger.
Y la boda a temprana edad. Ella de blanco y él de
terciopelo negro. En la catedral, con tapices rojos y rosas a
su paso. Los grandes y los duques y toda la nobleza y el rey
don Lope tan joven como él. El obispo don Jerónimo bendi-
ciendo su unión. El coro de niños y el órgano pausado.
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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Después, tristes recuerdos. La muerte, a veces, se
adelanta y lleva de la mano a su inacabable danza a quien
mejor adornaría salones y jardines. Es que también la muer-
te se equivoca y comete desacatos. Más aprisa se vestía y
calzaba don Álvaro, cuando ya la muerte volaba con su
amada. Más corría don Álvaro para detenerla, cuando ya
la muerte huía. Insensato quien pretende detener la mano
de Dios.
Don Álvaro ha quedado marcado por la muerte y su
frente es pálida y sus manos son frías. Qué pocas veces ya
habrá de sonreír. Cómo pesará el cuerpo en noches de
insomnio con medio lecho vacío.
Los juglares que aún llevaban tierra fresca del entierro
en su calzado, contaron la historia del joven duque y su
esposa malograda. Por reinos y feudos, castillos y burgos,
entre pastores y caballeros, sayal y púrpura, corrió la triste
historia.
(Y hoy todavía don Álvaro oye —y se le estremece el
corazón— en boca de algún niño, o de un viejo cantor, los
versos del principio y fin de su amor.)
Y el joven viudo no buscó nuevos amores. Dejó que el
amor viniera a él, si así había de ser. Pero estaba solo y en
noches de luna se levantaba de la cama y se dirigía a los
campos, al bosquecillo, a fatigar su cuerpo caminando sin
rumbo. O regresaba a las caballerizas y a pelo montaba a
Durelene, hasta que los dos, sudados, se tiraban al césped.
Dicen los cantares de ciego que fue una noche, en
el bosquecillo, donde la encontró. Llevaba camisa larga de
fino tornasol, sin saya sobre saya, ni faldellín sobre faldellín.
La transparente batista y el suave encaje más bellos volvían
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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los pechos y las suaves curvas del vientre y el pubis y los
muslos. Alto cuello marfileño, firmes hombros para mandar a
brazos delicados. Columnas sus piernas y sus pies perfectos.
Suelta la rubia cabellera. Sus ojos, dardos verdes de amor.
¿Cómo recién llegada tan pronto supo que el joven
duque salía en noches de luna? ¿O le había observado
entre la comitiva que el rey don Lope envió, como el
caballero que buscaba su propia soledad? Y, tal vez, ya en-
tonces decidiera que sólo a él habría de amar.
Dicen mucho los cantares, pero algunos se mandan
callar. Es el caso que allí en el bosquecillo dicen que la
encontró. Si es verdad o si es mentira, nadie lo habrá de
saber. Dicen que el joven duque don Álvaro se había vuelto
a enamorar. Que ella lo esperaba en blancas noches de
luna, cuando el lobo aullaba y la serpiente escondía su
cabeza. Los duros cascos de Durelene se oían retumbar,
peinando el monte, sacudiendo la tierra, en alas de cele-
ridad, espoleando el ansia de su amo.
Y todo lo que había sido ternura y juego en juegos
del amor, convirtióse en pasión desbordada y en placer
que busca placer. Durante el día recordar la noche y
anticipar la noche. Olvidar los afanes y los pesares. Vivir en
cada línea del paisaje y en cada curva de la piedra o de la
madera la forma del amor. Con su mano acariciar todo
objeto, como objeto del amor. Con el pie en la alfombra o
en el duro suelo erizar el cuerpo con espasmos del amor.
Con los ojos, verlo todo en actos del amor. Con el habla,
habla que lleva pensamientos del amor.
Y todo cobra movimiento, voz, sonido, cuerpo, ma-
nos, ojos, piel, nervio, que se estremecen, que se perfilan,
que del éxtasis van sólo al éxtasis.
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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Hasta que un día la palabra de otro, de alguien que
cree conocer los principios que no son del amor, deja caer
su sonido acusador y obliga a lacerar con la culpa. Don
Álvaro se arrepiente. El obispo don Jerónimo lo recrimina.
Vienen días de penitencia y de flagelación. La carne flaca
y el espíritu vencido. Don Álvaro parte a la guerra.
No es una batalla, sino muchas. Contra moros ha
salido a pelear don Álvaro y el botín que gana se lo envía
cumplidamente al Buen Rey don Lope, y siempre para la
reina Margueritte un collar o un preciado aderezo o una
tela de fino hilo llega también, para que no olvide blancas
noches de luna. Durelene es fiel compañero de don Álvaro
y son muchas las veces en que lo ha salvado del alcance
de corcel menos veloz que él.
Don Álvaro ha ganado una espada en la pelea,
famosa espada de noble moro valiente. Es la Deseosa, lla-
mada así porque sólo desea estar en mano cálida que la
haga vibrar y que la haga sentir el espesor de la sangre.
Espada que sólo puede pertenecer a jóvenes guerreros,
amada insatisfecha que busca sin remedio el placer. Pero
don Álvaro ya no busca el placer. Ha sentido la muerte y ha
dado la muerte. La Deseosa empieza a fatigar su mano.
Quiere el refugio de un convento. Una celda donde
meditar. Una ventana que dé al campo infinito y al verdor
también infinito.
Encuadrado el paisaje en la ventana de la celda.
Vientos que soplan fuerte, y suave meneo de trigal lejano.
Cerca, el huerto plantado por mano sabia. Ciruelo, peral,
almendro, manzano. La flor tenue, blanca y breve, peque-
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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ño copo atrapado en la rama, en espera de ser fruto.
Arroyuelo que irriga la tierra, con el pie lo mueve y desvía,
como Ezequiel bíblico, el monje hortelano.
También don Álvaro necesita ahora el tacto de la
tierra. Baja al huerto y aprende del hortelano a desbrozar y
arrancar la mala hierba. Con sus manos siente las hojas y
palpa un terrón, oscuro y húmedo, con ese peso que se
acomoda en la palma y se desgrana entre los dedos. Y si
hay que cortar fruta, la torsión del antebrazo que guía a la
muñeca para que los dedos, en posición redondeada,
puedan quitar la fruta, sin herir la rama, sin herir la fruta.
Humilde ciencia del cuerpo del hombre que se vuelve a lo
que la planta y el árbol le piden.
Don Álvaro aprende del silencio y del rumor del
viento. Sale a caminar por los campos y empolva sus
sandalias y la orla del hábito. Los campesinos lo saludan
con un "Buenos días os dé Dios", y él responde con un "A
Dios os encomiendo". Oye el canto de los pájaros y como
aquel otro monje conoce la eternidad en la brevedad.
Acude a la biblioteca y busca libros sagrados, vidas de
santos, historias antiguas. Lee hasta que el sol se pone y se
despierta con el alba para seguir leyendo. El escribano, don
Gonzalo, apura su copiar para que el duque, sobre la tinta
fresca, pueda saciar su pasión de conocer. Dulce clérigo,
don Gonzalo, poeta de verso paladino, que canta a la Vir-
gen y se sorprende de los milagros. Dulce y sencillo clérigo,
día tras día sentado y copiando, letra esmerada, tetrástrofo
monorrimo de vaivén litúrgico. Dulce clérigo que también
conoce los placeres de un vaso de buen vino.
Y de vinos habla con don Álvaro, vinos de las tierras
del sur y vinos del norte, licores de frutas y de hierbas, la
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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naranja, la manzana, la uva, aprisionadas, destiladas, fer-
mentadas. Son cosas serias para hablar, y también ciencia,
ciencia del paladar.
Don Gonzalo, que entra y sale del convento, le trae
noticias al duque. Pero el duque nada quiere saber. Sólo le
ha interesado una persona de quien mucho habla el clérigo
sencillo. Un sabio que lee y estudia en una pequeña casa
de la judería.
—Don Abraham de Talamanca se contenta con sólo
leer y estudiar la palabra de Dios. Ha viajado y conoce
mundo. Muchas cosas le han pasado. Hablan de él en tono
bajo. Hay cierto secreto que yo no sé cuál es. ¿Queréis que
lo haga venir ante vos?
—No, aún no ha llegado el día. Habrá una seña que
tendré que esperar.
Noticias van y vienen. El duque es solicitado por los
Caballeros de Gules. El obispo don Jerónimo le manda una
carta. No puede olvidar quién es, ni los demás lo olvidan.
Encerrarse puede ser egoísmo. Mucho esperan de él. La
estrella del día en que nació predica grandes y únicas
hazañas. No puede despreciar el hado. Hay fuerzas, más
poderosas que su deseo de soledad, que lo han de impulsar
a actuar. Debe obedecer lo que está escrito en el libro de
Dios.
La espada no está herrumbrada ni su mano es
inválida. Durelene se ha fatigado de galopar, sin arreos y
solo, por el ancho campo. ¿Qué espera don Álvaro?
Ha llegado el momento de abandonar el hábito y
vestir cota de malla, de ajustar la espuela y probar la
armadura, que la celada y el morrión encajen perfecta-
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA
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mente. Revisar, una por una, todas las piezas. Ha llegado
también el momento de ejercitar su cuerpo: agilidad, fuer-
za, precisión en cada uno de sus músculos y de sus sentidos.
Don Álvaro siente correr su sangre de nuevo. Su rostro
está encendido. Camina erguido y seguro.
Un día ensilla a Durelene y luego de fatigar los cam-
pos, se dirige a la judería sin saber bien por qué. Parece que
don Abraham lo supiera, y que estuviera a la puerta de su
casa de piedra dorada por el sol, para esperarle a él.
Se reconocen y se miran largamente, pero no cruzan
palabra.
DON ABRAHAM DE
TALAMANCA
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
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Don Abraham ha contemplado al guerrero cristiano con
ojos escépticos, y pronto lo olvida. Es otro su mundo y otro
su pensar.
La palabra de Dios guía sus pasos. De día y de noche
busca el mensaje oculto que está en todas las cosas. Debe
conocer cada palmo de la tierra y todo lo que la habita,
toda forma de vida, de vegetal, de mineral, de animal. Sólo
conociendo la creación total podrá, apenas, entrever a
Dios. Su tarea es pequeña y nunca la habrá de terminar.
Estudia la palabra de Dios entre las palabras de la Torá.
Busca el nombre de las cosas y el nombre de Dios. Con esto
se conforma.
Ha visto partir al caballero y creía haberlo olvidado.
Pero no. De nuevo vuelve su imagen. Algo le inquieta. ¿Tal
vez que fuera armado y que se hubiera detenido en la
judería? ¿Señal tal vez de tiempos de guerra? ¿O de
incursiones de los cristianos e inicio de masacres? Él no pue-
de hacer nada. Su deber es seguir en el estudio de la
palabra divina. Aunque algo le bulle que algún día tomará
forma. Esa idea de que todas las religiones son una, como
Adonai. Adonai ejad.
Salta entonces a sus recuerdos de niño. Su padre que
le enseñó a leer en la Biblia y a estudiar la gramática y los
comentarios, después la Mishná y el Talmud. Su padre,
vestido de negro y serio, pero con suave sonrisa generosa
para los demás. Su madre, reluciente, horneando el pan y
la jalá, entonando la bendición del shabat, encendiendo
las velas. Sus padres que apenas le hablaban y nunca le
sonrieron.
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
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Huérfano a temprana edad aprendió a valerse por sí
mismo. Empezó su peregrinaje. De un pueblo a otro. De una
ciudad a otra. Siempre con su Biblia que procuraba sentirla
lo más cerca posible de su piel. Haciendo pequeños traba-
jos, aprendiendo algún oficio, moviéndose de aquí para
allá, nunca en el mismo sitio. No era piedra que criara mo-
ho. Agua de río que nunca bañaba dos veces el mismo
lugar. Y caras iban y caras venían. Algún día se sentaría a
una mesa a estudiar lo que su padre no había alcanzado a
enseñarle. Quizá, si tuviera suerte, un rabino le prestaría sus
libros y podría seguir estudiando.
Dos fuerzas, como dos polos, tiraban de él. La una, lo
inclinaba al reposo y al estudio estático. La otra, a correr
mundo e ir en busca del agua de la vida. Equilibrista, cuer-
da floja, gusto por el peligro, cáscara de nuez en alta mar,
vela al viento, tormenta, nieve, desierto. Ola de mar siempre
en alto, que no cae, como en grabados de lejanos paisajes
de Oriente. Y esta fuerza más viva lo empuja a salir de tierra
conocida y a adentrarse por nuevas tierras y mares profun-
dos, alargando así su peregrinaje.
Piensa entonces en ir en busca del Sambatión, río
legendario que si se lograba encontrar y luego cruzar, lleva-
ría al lugar donde habitaban las Diez Tribus Perdidas de
Israel. Buen motivo para salir al mundo.
Llegaban tantas noticias acerca del río y del pode-
roso reino que habían establecido las Diez Tribus Perdidas,
que bien valía la pena escuchar cuanta palabra viniese de
boca de viajero que hubiera caminado por las lejanas
tierras de Entrambasaguas. Y aunque las noticias difirieran,
ya sabría Abraham cómo interpretarlas y cómo entre las
páginas escritas por los sabios encontrar la pista que lo
llevara por buen camino hacia el río Sambatión. Algunos
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
29
rabinos y también Plinio el Viejo afirmaban que el río corría
seis días a la semana y que descansaba el sábado. En cam-
bio, Josephus Flavius, pensaba lo contrario: el Sambatión
sólo fluía en sábado y descansaba el resto de la semana.
Un viajero de tiempos antiguos, Eldad Ha-Dani, tenía otra
opinión: el Sambatión no arrastraba agua, sino piedras y
arena, y era sumamente ruidoso durante toda la semana
para el sábado descansar, cubrirse de nubes y quedar en
total silencio, por lo que nadie podía atravesarlo. Otros rela-
tos afirmaban que si se guardaba en una botella arena del
Sambatión ésta permanecía en movimiento toda la sema-
na y el sábado caía en la inmovilidad.
Abraham de Talamanca partió a Tierra Santa en
busca del Sambatio, pero, como muchos otros aventureros,
no habría de ser el primero ni tampoco el último en intentar
tal hazaña y en no cumplirla. No contaba con las guerras
que asolaban esa región y las cruentas batallas entre cristia-
nos y musulmanes. Y aunque no participó en ninguna
batalla tuvo que darse por vencido y embarcar rumbo a
Occidente de nuevo.
Durante años peregrinó por tierras de montaña y
tierras marinas. Años en los que mucho estudió y mucho
leyó. Mucho aprendió y mucho preguntó. Cayó en sus ma-
nos la Guía de los Perplejos y se dedicó a comentarla
cuidadosamente. La Guía y la Biblia fueron libros de los que
no habría de separarse y que llevaba consigo a todas
partes. Necesitaba de ellos como de una presencia física,
verlos y palparlos, tenerlos siempre a mano.
Ya para entonces Abraham había sentido el llamado
de Dios, tímido al principio, porque él era humilde y no creía
que una gran obra habría de serle encomendada. Casi se
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
30
inclinaba por rechazar el llamado. A veces, mucho peso
asusta. Entre la confusión de voces que hablaban en su
interior, fue haciéndose orden, y una más poderosa dominó
a las demás. Abraham aprendió a obedecerla y a seguir sus
dictados. Voz sin sonido, sin palabra, sin idioma. Puro con-
cepto percibido sin racionalizar, intuición relampagueante,
idea captada sin previa preparación, mente en absoluta
luz, limpia y abierta. Ejercicios de la voluntad que desbrozan
impurezas y conocimientos previos. Mente tábula rasa.
Mente en estado de amor. Mente estrella, faro, cristal.
Mente virgen que recibe a Dios.
Sin contradicción ni antítesis pudo leer a Maimónides,
para luego considerar sus propios descubrimientos cabalís-
ticos como un paso siguiente a partir de la Guía y hasta la
depuración de sus teorías más espirituales.
Después de un tiempo de ires y venires sintió, de
pronto, el llamado de la tierra de Aloma y haciendo un
breve hato con algo de ropa y sus dos libros, reemprendió
la marcha por esos caminos de Dios que cada uno va
trazando al caminar.
Como buen caminante, Abraham gusta del tacto
del pie sobre polvo, piedra y hierba. Gusta también recos-
tarse bajo frondosos árboles y sentir en su espalda la corteza
rugosa pero cálida, y, sobre todo, la sombra que premia
con frescor y suave susurro. Dormir en los pajares y recibir de
manos de una campesina una jarra de leche recién or-
deñada. O cuando llueve, encomendarse a Dios, porque
nunca se sabe qué rayo es el que habrá de fulminar.
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
31
Y así, polvos de muchos caminos y soles del mismo
cielo van curtiendo su piel, van dorando su color, y en las
comisuras de sus ojos van ahondando los surcos de la mira-
da que se concentra en el horizonte siempre lejano, siempre
a igual distancia.
Llega a tierras de Provenza donde hay gran revuelo
porque rumores van y vienen de que la reina Margueritte
regresa desterrada con su marido el Buen Rey don Lope y
sus hijos y su comitiva. Dicen que el Gran Duque Pauluis,
mellizo de Margueritte, no llora el destierro, sino que compo-
ne canciones para que los trovadores las canten el día en
que su hermana se siente a su lado en el gran salón ducal.
Son éstas, vanidades que no conmueven el alma de
don Abraham. Él busca a los sabios rabinos y con ellos ha-
bla largas horas. Un alto en el camino propicia el meditar.
Los rabinos le piden que cuente de la tierra de Judea y si es
por ahí que se halla el río de ríos, el Sambatión, o si es más
arriba, por tierras de Siria. Mucho habla don Abraham, que
tiene el don de relatar y que del detalle desprende el
interés. Todos quedan contentos, más queda don Abraham,
que es ahora el relator que ha sabido recordar y repetir
para gozo de los demás.
Pronto retoma su caminar. Atraviesa poblados, ria-
chuelos y bosques de altos pinos que llegan hasta el mar.
Un día se cruza con la comitiva real, tan despreocupada y
alborozada que no pareciera que va al destierro y al penar.
Con la mano los saluda y anticipa los pasos que van que-
dando atrás. En un recodo del camino se ha prendido su
ilusión. Olvidada entre las ramas la ha dejado don Abra-
ham. Vanidad de vanidades deshojada al andar. Qué lejos
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
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quedó el brillo y el cascabeleo de quienes acompañan al
Buen Rey. No saben que muchos ya no habrán de regresar.
Guerras en unas tierras y guerras en otras tierras los habrán
de arrastrar y a los cuatro vientos sus cadáveres se disper-
sarán. Sólo los pasos de don Abraham son firmes al caminar.
Sólo su pensamiento sabe a dónde va.
Quiere ya entrar en tierras de Rocalta porque ahora
sabe muy claro lo que hará. Y al llegar al último acantilado,
allí donde caen a pique las rocas sobre la mar, donde el
hombre puede tener pensamientos de grandeza en cuerpo
frágil, donde la idea de Dios puede revelarse, donde la
muerte puede tentar y atraer y volver esclavo, allí, Abraham
tendrá el primer llamado, la voz que viene de lo alto pero
que sólo se oye adentro, muy adentro, muy hondo, muy
lejos.
Es el atardecer y el sol manda esos últimos rayos más
luminosos aún por ser los finales que van a enverdecer más,
hojas y césped. Más se ve el verde y más el azul del cielo. Y
más las nubes también. Rayos oblicuos que van declinando
hacia la cuna y tumba cerúlea.
Y Abraham oye la voz. Pero todavía no puede
entenderla. Porque, ¿quién será quien descifre el significado
oculto? ¿Quién habrá de explicar la clave? ¿Quién reco-
brará los símbolos perdidos? ¿Quién interpretará la ley
cósmica? ¿Cómo se clarificará la vista ante la oscuridad?
¿Cómo encontrar la llave que abra la cerradura de la
puerta adecuada?
Pero la voz, la voz que llama vuelve a hacerlo.
¿Cómo entenderla? ¿Qué lenguaje es el suyo? Palabras
que deben significar algo. Palabras que, para el alma, son
su propio y único acceso a la revelación divina. Palabras de
LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA
33
la Torá que tienen seiscientos mil significados, uno para
cada hijo de Israel al pie del Monte Sinaí.
Esa voz que oye Abraham desde lo alto del acanti-
lado debe guardar para él su significado. Y de pronto, de
pronto, cree que lo va a aprehender. Pero el momento
pasa rápido, como sueño que no se habrá de recordar y,
aunque se esfuerce, Abraham no podrá comprender la voz.
Le quedará esa sensación de que estuvo a punto de
explicar lo inefable, de entender lo ininteligible, de abarcar
lo inabarcable, de captar el conocimiento todo del uni-
verso en una sola percepción que no se habrá de repetir. Y
esa sensación es sensación de gozo y es sensación de dolor.
No habrá quietud para su alma, a punto de comprender y
sin poder comprender.
Como si atisbara por algún resquicio y la puerta se
hubiera de abrir de par en par y la luz entrara plena, a
borbotones, y refrescara el alma en ardor y ya todo fuera
tranquilidad y paz. Fin último sosegado.
Y en lugar de la luz, el tiempo ha corrido y consigo
arrastró las tinieblas. El sol se ha puesto. En la oscuridad el
viento marino ha arreciado y suena más el oleaje. En la
oscuridad descansa la vista, despierta el oído.
YUÇUF EL ALQUIMISTA
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
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Lejos de tierras de Provenza, el sol golpeando las casas
blancas, en el silencio de la hora de la siesta, sexta hora de
los romanos, nadie se atreve a poner pie por las calles de la
hermosa Ciudad —cantada como novia en los cantares—
de Grana.
Todos descansan y los largos trajes blancos yacen sin
forma sobre arcones y alfombras. En los jardines ocultos tras
altos muros y entreveladas celosías, muwasahas de flor y
hierba, altas columnas de color y forma y sonido, dan vuelo
a la fantasía dormida, somnolienta, rezagada.
Todos descansan. Todos olvidan fatigas y esplendo-
res. Formas del amor derramadas por los resquicios. Frutas,
higos y dátiles en platones labrados. Silencio. Silencio sólo
interrumpido, quizá, por tal cual pequeño insecto que no
puede remediar su vuelo ni su zumbido. Hasta el perro sue-
ña y el pájaro en jaula de oro dormita. Amantes ya sose-
gados duermen.
Sino en una pequeña casa, la última de la calle de
los Oficios, Yuçuf, en el cuarto más alejado, donde nadie
puede entrar, trabaja. Su atanor no puede estar apagado.
Sabe que de un momento a otro habrá de cuajar la
Materia Próxima de la Obra y que entonces podrá trasva-
sarla al huevo filosofal.
Son muchos años de estudio ya. Y muchos de
experimento tras experimento. Había logrado purificar el oro
y la plata, y de la Materia Remota podría pasar a la Materia
Próxima. Recordaba Yuçuf, y esto era señal de gran augu-
rio, que el día en que había purificado el oro y la plata, que
se representa por una fuente en la que se bañan el rey y la
reina, un amigo suyo viajero le había relatado que vio, en
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
36
tierras del rey cristiano don Lope, bañarse en río de plata y
en noche de luna un noble caballero con una bella dama,
que muy bien pudieran ser los reyes, que caballos blancos
les aguardaban y ropas y mantos de terciopelo y pedrerías
quedaron esparcidos por entre plantas y arbustos.
Ésta fue gran señal para don Yuçuf. Los cielos es-
taban de su parte. El símbolo había sido encarnado. Le
quedaba por averiguar quiénes eran los dos nobles, y bajo
qué signos habían nacido. Sin apresurar los hechos de algún
modo habría de enterarse. Él no conocía los emblemas de
los cristianos. Ya encontraría quien sí los conociera.
Su amigo don Abraham, sabio lector de la Torá y del
Talmud, caminante de pie leve, que había vivido entre
cristianos y moros, que algo entendía de alquimia y que le
había ayudado a elaborar signos, él, si estuviera, sabría
quiénes eran esos dos nobles señores.
Por eso, mandaría recado con todo morisco, aljamia-
do o mozárabe que fuera a tierras lejanas que don Yuçuf
buscaba a don Abraham para materia de importante
estudio.
Pensaba Yuçuf que sobre los horóscopos de esos dos
nobles encontraría los números de la fórmula perfecta y que
podría alcanzar la Materia Próxima. Leía, mientras tanto, li-
bros de famosos maestros, y ensayaba sus procedimientos y
verificaba sus ejemplos.
A sus pies, mitad de la cara blanca y mitad negra, en
perfecta división desde el cráneo hasta el hocico, dor-
mitaba su perro Alor. Alor había aparecido, años atrás,
abandonado a la puerta de la casa. Don Yuçuf tuvo que
alimentarlo con trapos empapados en leche y lo ponía a
dormir en los rescoldos de las cenizas. Fue creciendo y
poniéndose fuerte. Era sombra y luz de don Yuçuf y a todas
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
37
partes lo seguía. Para don Yuçuf era distracción y contento.
Le hablaba y le enseñaba trucos. Acariciaba su cabeza y le
daba palmadas en el lomo.
Alor era el único que podía entrar en el cuarto de
trabajo del alquimista y había desarrollado tal habilidad
que pasaba por entre libros, aparatos, frascos y botellas, sin
nada alterar y sin nada derramar. Decían las malas lenguas
que era el ayudante de don Yuçuf. Y ayudante tal vez
fuera. Porque hay muchas clases de ayudantes, y en algu-
na podría entrar el fiel Alor, aunque fuera en la más
modesta pero nunca lo suficientemente ponderada, de
ayudante que no estorba. Así que, tal vez fuera Alor el
ayudante ideal de don Yuçuf, que escuchaba con
profunda atención pensamientos, métodos y ecuaciones, y
al no aprobar ni contradecir, sino inclinar levemente su
cabeza a un lado y a otro, obligaba a su amo a persistir en
la búsqueda y a alcanzar una mayor claridad, hasta que
llegara el día en que todo lo pudiera comprender.
Claro que Alor ya empezaba a comprender y
dibujaba con su pata en la arena los símbolos de los
elementos. Por lo pronto, oro y plata sabía dibujarlos. Cobre,
plomo, hierro, estaño y mercurio eran más difíciles, pero los
iría aprendiendo, sobre todo si recibía como premio una
galleta o un trozo de mazapán.
Era buen alumno Alor y no habría de robarle ideas,
como aquella vez que tuvo un aprendiz que venía de tierras
lejanas, más allá de las de los caballeros de Aloma, de las
de Tierra Franca y más distante aún, proveniente quizá de
las frías Tierras Nórdicas. Un joven rubio y alto, de nombre
Thorolf. Que tan rápido aprendía, que no dormía de noche
por cuidar y cambiar los líquidos de retortas y alambiques.
Que podía, incansable, invencible, repetir una y cien veces
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
38
cada paso del experimento fallido hasta descubrir el pre-
ciso momento del error. Que no se conformaba con una
prueba y hacía otra y otra y otra. Hasta llegar a la per-
fección. Perfección absoluta sólo la de la Gran Obra. Que
repetía y repetía la receta del Doblado según Moisés:
Cobre de Calis, una onza; oropimente, azufre nativo, una onza y plomo nativo, una onza; rejalgar descompuesto, una onza. Cuézase en aceite de rábano, con plomo, durante tres días. Póngase en una cubeta y colóquese sobre las brasas, hasta que el azufre haya desaparecido, entonces retírese del fuego y se encontrará el producto. De este cobre tómese una parte y tres partes de oro. Fúndase a fuego fuerte y se encontrará convertido todo en oro, con la ayuda de Dios.
Pero esto último era lo que le faltaba a Thorolf: la
ayuda de Dios. No tanto porque fuera pagano y hasta
descreído con frecuencia. Sino porque ese sutil elemento
del azar, de la suerte, de la casualidad, es dado también
por mano divina o angélica. Mano que agita las estrellas le-
vemente para que el polvo caiga luminoso sobre ciertas
cabezas. Como se lo había dicho don Yuçuf el día que
Thorolf tocó a la puerta y le pidió ser su aprendiz.
—Sí, muy bien. Trabajarás mucho. Leerás mucho.
Escribirás y practicarás. Pasarás noches en vela y días en
turbio. En sueños te vendrá la gran idea, y, al despertar, la
recordarás o no la recordarás. Y vuelta a empezar y vuelta
a soñar y vuelta a trabajar. Pero sin la ayuda de Dios, nada
lograrás.
—¿Qué es la ayuda de Dios?
—El momento del hallazgo.
Y Thorolf pensó: "Puede ocurrir o puede no ocurrir. La
vida es corta. Yo no envejeceré frente al atanor. Me saltaré
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
39
pasos. Forzaré a Dios." Y la carcajada que vibró en el silen-
cio de su interior era cosa del diablo.
Por eso, don Yuçuf ya no quiso ayudantes. Con ver al
diablo una vez basta.
Rubio y alto diablo, tan trabajador, tan persistente,
que reía a solas y discutía y hablaba consigo mismo a gritos.
Que todo lo anotaba. Páginas blancas que iban cubriéndo-
se de picuda escritura negra. Algo tramaba y sus ojos azul
transparente cerraban la penetración al interior. A veces,
don Yuçuf temía al joven Thorolf, y Thorolf lo adivinaba. Su
carcajada despertaba inquieto a Alor, pero Alor no se
movía del lugar y bajaba lentamente la cabeza y la apo-
yaba sobre las patas delanteras y sólo lo seguía con la
mirada. Thorolf exclamaba: "Tú sí me comprendes, blan-
quinegro Alor." Con lo cual, Alor retornaba su dormitar
vigilante. Yuçuf confiaba en Alor y pensaba que Thorolf no
debería ser malo.
Pero Thorolf sí tramaba algo. Tramaba encontrar la
fórmula y huir con ella a su país de múltiples islas y entradas
del mar en la tierra. Y ahí dedicarse a la magia negra. En la
noche de San Juan invocar a los espíritus que pueblan
bosques y lagos. Bailar hasta que las piernas se convirtieran
en patas de macho cabrío. Hacer el sacrificio. Beber de la
copa de vino sagrado. Beber y beber hasta la alucinación
final. Donde ya nada concuerda. Ni distancia ni espacio
son tangibles. Donde el tiempo es sólo eternidad. Qué im-
portan los colores: la luz de la luna llena todo lo argenta. De
un cuerpo mana un delgado hilo de sangre.
Con eso sueñan los azules ojos del bello joven Thorolf,
que se afana sol y luna por hallar la fórmula precisa.
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
40
Dicen que la noche que salió a escondidas, los lobos
aullaban por la serranía. Que montó en caballo negro de
largas alas de cisne y que por los cielos lo vieron volando.
Don Yuçuf lo que dice es que se llevó sus papeles más
preciados y que el blanquinegro Alor ni siquiera le avisó. Lo
que siempre habría de extrañarle.
Así que don Yuçuf tuvo que recomenzar su tarea. Lo
que Thorolf no habría de saber es que ya don Yuçuf tenía
entre sus manos el paso de la Materia Próxima y que aquel
azar esperado había ocurrido, con la noticia que le trajo el
viajero. Sólo con encontrar a Abraham de Talamanca el
círculo se cerraría y tendría los datos exactos a su alcance.
Después de todo, Thorolf se había perdido lo más importan-
te. Eso creía Yuçuf, y también él erraba.
Los caminos de la vida son inciertos y, a veces, alquí-
micos y hasta cabalísticos. Círculos concéntricos tocan otros
círculos. Tangentes entran y salen de las esferas. Radios y
diámetros dan muchas vueltas. Y hay secretos y claves y
signos.
Así Thorolf, voló más que corrió por senderos y atajos.
Lejos, muy lejos ya del Reino de Grana, al otro lado del Río
Grande, al otro lado de los Montes de Fuego, había un día
de cruzarse con don Abraham el cabalista.
Frente a frente quedaron paralizados. Rayos de los
ojos espadeaban en batalla. En el sendero estrecho, frente
a frente, no dejaba el uno pasar al otro. Primero paraliza-
dos, luego, poco a poco, levantaron una mano y la
pasaron, cada uno, delante de los ojos del otro. Imagen en
espejo. Hacían al mismo tiempo los mismos movimientos.
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA
41
Salvo los ojos, siempre estáticos en las pupilas del otro.
¿Cuánto tiempo quedaron así, el uno y el otro? ¿Eternidad
medida por la más pequeña fracción de tiempo? ¿Se-
gundos, minutos, horas, días, meses, años? ¿Y quién podría
saberlo? ¿Acaso ellos lo supieron? ¿Dios o el Diablo lo
supieron? ¿Sus cuerpos rígidos lo sintieron? Sólo sus ojos
carecían de tiempo y perdieron la noción del espacio. Se
olvidaron por completo de sí mismos. Los ojos, en cambio,
penetraban más y más en honduras que nunca hubieron
de imaginar. Cada uno vio en el otro la fascinación de su
propio y oscuro interior. Adentro, más adentro del otro, un
mundo negado se retorcía por salir, y cada uno sabía que
ése era su propio mundo. De ahí la fascinación y el deseo
de llegar al fondo. Serpientes, murciélagos, arañas, insectos,
masas informes, pequeños seres como punta de alfiler,
embriones, movimientos lentos, volcanes en erupción, la
tierra desmoronándose, los mares por todas partes, glacia-
ciones, diluvios, grandes monstruos de la naturaleza, el
caos, el desorden, la locura, sueños y pesadillas. Dios,
¿dónde está Dios para poner orden?
Nunca supieron cómo terminó ni cómo lograron se-
pararse. Thorolf no vio más al hombre que estaba frente a
él. Abraham no vio más al hombre que estaba frente a él.
Habían desaparecido.
EL ENCUENTRO
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
43
Y don Abraham va haciendo vida al caminar. Después de
Rocalta, entra en tierras de Catalá. Va en busca de los
antiguos cantors, y los joglars y los recitadors. Oye sus pala-
bras y enhebra el hilo que hilvana el discurso y el habla.
Piensa que muchas canciones han perdido el sentido y la
razón. Hay claves que ya olvidamos y todo queda como en
los recuerdos brumosos de la infancia. La canción que no
fue entendida, que para siempre quedó incompleta por
falla de la memoria del que transmite o del que la recibe.
La canción que se fue volviendo incongruente por una
mala pronunciación o una torpe asociación, o por alusión o
por exclusión. Motivos, olvidos, repeticiones, sinsentidos,
estatismos, convencionalismos, patrones, moldes, pereza,
facilidad, cuesta abajo, lo conocido, lo sabido, los viejos re-
sortes emocionales, aquí una lágrima, allá una risa.
Y, de pronto, el verso nuevo, la imagen que sorpren-
de, la palabra que arranca el corazón, la sílaba que horada
la piel, el grito de las entrañas hacia fuera. Vivas palabras
palpitantes en la palma de la mano, desangrándose, salpi-
cando, aleteando como peces fuera de la mar.
¿Qué le pasa a don Abraham? ¿Por qué las palabras
le han detenido en su caminar? ¿Por qué día tras día va de
pared en pared apoyándose, para oír los cantos y los
relatos?
Porque los cantos y los relatos cuentan la historia coti-
diana y Abraham conoce así lo que ha pasado en su
ausencia. Algunas batallas y un gran hecho: el destierro del
Buen Rey don Lope, con quien se había cruzado en el ca-
mino. La tristeza de don Álvaro de Villalba y las gestas de la
Deseosa y la Bienforjada. Los Caballeros de Gules y las
nuevas leyes que decretan. Todos viviendo en hermandad
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
44
como monjes de un monasterio. Todos labrando la tierra
con las manos fecundas. Todos comiendo pan y fruta, pues
para todos alcanzará. El trigo será bendito y manará leche
y miel del cielo y por la tierra. Nueva tierra de promisión y
Dios en lo alto para repartir.
Pero don Álvaro, llamado por los Caballeros de Gules
y por el valiente obispo don Jerónimo, tiene mucho que
hacer y que decidir. El Buen Rey se marchó. Y la bella
Margueritte con él. Quedó solo. Solo siempre ha estado don
Alvaro. Aun en el vientre de su madre estaba solo y más
solo quedó al nacer. Y mientras corrían los años, más solo se
iba quedando. Tan solo, que ya no notaba su soledad. Sólo
la soledad de los demás solos. Y cuando hubiere de morir,
solo habría de quedar.
El Buen Rey se marchó. Pero no sus partidarios. Y éstos
empiezan a murmurar. Son primero leves murmullos, susurros,
suspiros. Ni siquiera quejas o exclamaciones. Aún están
desunidos y no saben bien qué hacer.
Don Álvaro los conoce y no teme de ellos. Los Ca-
balleros de Sable partieron con el rey don Lope. También
partió el Gran Condestable Sancho Ruy, de casa plebeya,
encumbrado por la debilidad del rey. Y este Gran Condes-
table, piensa don Álvaro, duque de Villalba, sí es de temer.
Porque este Sancho Ruy no olvida su origen y no querrá
perder lo que con tanto esfuerzo adquirió. Lejos lo habrá de
mantener don Álvaro y pondrá espías por los Montes de
Fuego y los puertos de Catalá, que habrán de correr a
avisarle si un día lo ven pasar, disimulado y con disfraz.
Pues don Álvaro todo lo cuida y no pierde detalle.
Los Caballeros de Gules se han erigido en Concilio, y, por
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
45
primera vez, todos pueden discutir y opinar. Hay alegría en
este todos poder hablar, en este estrenar palabras que
antes se debían callar. Y hay quienes todavía temen y no se
atreven. Pero pronto, todos, todos, hablan sin cesar. A ser
libres todos se acostumbran. Es que libres somos todos. Sólo
por temporadas no lo somos y a esto sí que no nos acostum-
bramos. Y así, en la euforia del bien hablar, hay muchos
descuidos y hay holganzas e indiscreciones, intrigas y ma-
lentendidos, desvergüenzas e ingenuidades. Nota a nota,
los que han de ser traidores, graban los descuidos y las
negligencias, para el día en que se haya de rendir cuentas.
Don Álvaro sigue fuerte y sin temer. Así dicen los
cantares y los nuevos romances, en boca de niño y en
boca de viejo, de juglar y de doncella de blanco encaje.
Y don Abraham a todos los escucha y cada nueva
versión con su variante le agrada y sorprende. Cuando
piensa que ya es tiempo de volver a sus quehaceres, ya los
cantores difunden su llegada y el viaje en busca del
Sambatión. Y parten los cantores hacia otros reinos con re-
ciente bagaje de noticias, adelantando el recorrido de don
Abraham.
Abraham es solicitado por los rabinos y a todos cuen-
ta su viaje a la Tierra de Promisión. Cuando cumple con esta
parte, como muy bien ya lo sabía en lo alto del acantilado,
Abraham se une al grupo que estudia la Yetsirá, y al estudio
de la Yetsirá y al de los Doce Comentarios se dedica con
provecho y grande intuición. Tiene la suerte, Abraham, de
estudiar con el sabio y humilde Baruj, quien lo inicia en los
secretos de la cosmología mística y en los tres métodos de
la Cábala: Gematriá, Notarikón y Temurá. Sólo así puede
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
46
penetrar en el verdadero significado del Sefer Yetsirá. Pero
sobre los misterios de la Yetsirá, Abraham sólo podrá repetir
las oscuras palabras de su preceptor, porque el verdadero
conocimiento es secreto. Las oscuras palabras de su
preceptor sólo podrá repetir, porque la tradición se trans-
mite de boca a oído y todo ha de permanecer escrito en la
memoria. Las oscuras palabras de su preceptor, luz de la
inteligencia:
Quisiera escribir las palabras, pero no me es dado; no quisiera escribir las palabras y no puedo del todo desistir; así que, escribo, me detengo, y vuelvo a aludir a ello en párrafos posteriores; y este es mi procedimiento.
Así habría de ser también el procedimiento de
Abraham, pero aún necesitaba maduración. Y como aque-
llo que más se desea, también necesitaba una pausa antes
de dar el paso definitivo, antes de dejarse reconocer como
elegido, antes de aceptar el peso de su destino.
Fue por lo que, ya casi a punto de recibir la reve-
lación, decidió marchar a Aloma y volver a ver su pequeño
pueblo de Talamanca, y su casa y sus amigos y las piedras y
el camino. Como una fuerza irreprimible, sentía que debía,
de nuevo, interrumpir lo que ya tenía continuidad, para que
luego nada le distrajera ni ningún deseo insatisfecho fuera
pretexto para la lejanía ni la meditación. Quería cortar
amarras.
Y don Abraham, libre como pájaro que canta al
albor, con un zamarrico al hombro y su cayado de pere-
grino, retoma senderos de trilla, se acoge a frondas y
bosques coposos, toca en tal cual choza de pastor, reza en
las ermitas abandonadas y de su pan hace migas para los
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
47
otros pájaros que cantan al albor y son corona de su
cabeza al volar.
De tal modo que, por donde va don Abraham, un
cántico pajarero se vuelve celestial y un halo de sonidos lo
envuelve en santidad. Los árboles apartan sus ramas y las
hierbas le dejan pasar. Los animales todos le vienen a salu-
dar y las piedras del sendero se esconden para no estorbar.
A la sombra de un encino se ha sentado a descan-
sar. Las abejas le regalan un poquito de su miel y el arroyo
se le acerca para que pueda beber. Lengua de agua le
refresca y suave meneo de hojas le arrulla para dormir. Ha
apoyado su cabeza en el tronco y el tronco en almohada
se ha venido a convertir. Pequeños sucesos de cada día
que pocos milagros han de ser.
Y don Abraham sueña. Sueña que está al pie de una
escala de luz, hecha de transparencias de diamante, que
no se apoya en el suelo ni en parte alguna, que sube hasta
el cielo y que no se ve su fin. Don Abraham quiere acer-
carse a la escala, hecha de polvo de estrellas, pero camina
y nunca llega, a pesar de que si alargara el brazo podría
tocarla.
Luego, sin saber cómo, está ya subiendo y piensa
que si llega arriba es que ha muerto.
Pero también si llega arriba alcanzará el conoci-
miento total.
Luego despierta y sabe que su sueño es incompleto,
que la memoria le ha fallado, que no puede recordarlo
todo. Se esfuerza por rememorar el sueño y quisiera inventar
lo que ha olvidado. Siente una nostalgia no triste, más bien
alegre. Todo el día, a vuelcos del corazón, le viene ese
recuerdo de lo que olvidó y le invade cierta tranquilidad de
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
48
que había algo más profundo que, tal vez algún día, lo
llegue a descifrar.
Piensa que son ya muchas las llamadas y que no
debe desoír tanto la voz de Dios. Que su tiempo no es tan
largo; quién sabe qué recodo del camino habrá de ser el
último y habrá de encontrarlo no en la hesitación, sino en la
plena convicción.
Pero así es él y así habrá de ser. Dudar es su alimento,
posponer su ocupación. Grandes periodos de actividad, y
más grandes aún de pasividad. Pensamientos mayores y
ansias de elevación. No tener con quién hablar y a solas
meditar y meditar. Su otro dialogante lo lleva consigo, y no
sabe si se desdobla en oposición o si dos veces afirma lo
mismo. Por dentro, se siente muy poblado y voces se alzan
sobre voces. De entre ellas, haciendo un claro en el caos,
nunca sabe cómo explicar la rapidez del hallazgo: re-
lámpago, tránsito de la vida a la muerte, del dormir al
despertar, del grito del dolor, del éxtasis del placer.
Ese momento que no encaja en medida alguna del
tiempo, que se resiste, que carece de temporalidad porque
responde a un subrepticio periodo —también inmensura-
ble— de gestación, por igual indefinida e inaprehensible.
Así que don Abraham aprende a esperar esos mo-
mentos que han de traerle las respuestas que busca y
rebusca en desesperación y a solas.
Por el sendero del bosque, oye un lejano trote de
caballos. Siente curiosidad y hasta alivio: a veces, interrum-
pir los círculos del pensamiento trae cierta complacencia.
Se vislumbran cinco jinetes por el sendero. Sus largas
capas rojas los identifican como Caballeros de Gules. Dos
Caballeros adelante y dos atrás, en medio, don Álvaro solo.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
49
Don Abraham se hace a un lado del camino para dejarlos
pasar. Al pasar, se han reconocido y recuerdan cuando se
vieron por primera vez. Es ese poder de los ojos que les ha
hecho decir muchas cosas sin hablar. En don Álvaro, el
deseo de conocer a quien sabe poseedor de mundos
secretos y propios; en don Abraham, la respuesta al deseo y
la esperanza de transmitir y de crear comprensión.
Algo ha dicho don Álvaro a los Caballeros de Gules
por lo bajo. Da vuelta a su caballo y se acerca a don
Abraham.
Don Abraham no sabe si es buen signo o mal signo y
se queda quieto en su lugar.
—Sabio judío, mucho me han hablado de ti.
—Caballero cristiano, mucho he oído de ti.
—Quisiera poder hablar contigo un día, largo y ten-
dido.
—Yo ahora voy hacia Aloma. Quiero despedirme de
unos amigos antes de encerrarme a estudiar. Pasa cuando
quieras por mi casa.
—Yo voy ahora a la frontera, porque hay rumores de
que Sancho Ruy está enviando espías. Al regreso, pasaré a
hablar contigo.
—Te esperaré, caballero cristiano.
—No en balde, sabio judío.
—Ve con Dios.
—Queda con Dios.
Don Álvaro palmea el cuello de Durelene y Durelene
lo inclina suavementea un lado; con un leve tirón de riendas
y la presión de sus muslos en los ijares del fiel caballo, se da
vuelta y galopa hacia los Caballeros de Gules que en lonta-
nanza lo aguardan.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO
50
Don Abraham lo contempla irse y no se mueve del
lugar hasta que ya no lo ve ni oye el ritmo de los cascos
armoniosos.
LA REUNIÓN
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
52
Otra vez, don Abraham ha quedado sorprendido por el
encuentro con don Álvaro. Es indudable que ambos sienten
cierta atracción recíproca que provoca una especie de
esperanza, tal vez de contento, o de melancolía relegada,
de herida que ha cicatrizado y que es prodigio que ya no
duela.
Retoma su andadura don Abraham y las agujas de
los pinos que va pisando y el olor del bosque le reconfortan,
le prometen, por un momento si acaso, alivio y olvido del fin
último.
Por entre las ramas de tantos árboles, rayos de sol
escapan a ese inútil y verde encierro y sobre el suelo, en
tapices de hojarasca, van clareando imágenes y arabes-
cos. Envuelve el nunca silencioso silencio, que siempre hay
una hoja que cae o un insecto inoportuno, o cualquier otro
sonido que distrae, o ese agudo y persistente chillido que tal
vez no sea de fuera, sino propio del oído que oye y nunca
descansa. Porque las cosas suenan mientras haya oídos que
oigan. Y don Abraham oye, y todo suena.
Sonido, zumbido, resonancia, cadencia, eco, mono-
tonía, armonía, susurro, murmullo, crujido, chirrido, silbido,
chasquido, chapoteo, chapalateo, gorgoteo. Vibración de
las ondas sonoras todas.
El juego del claroscuro. Cuevas y oquedades. Luz y
sombra. Hoja brillante en el envés, opaca en el revés. Flores
invertidas de corola retorcida. Zarigüeyas de cabeza hacia
abajo. Don Abraham quisiera no salir de este mundo de
colorida y melodiosa soledad. Y es con tristeza que va
desprendiéndose del tiempo y apresurando el paso, cuan-
do muy bien deseara el lento caminar que apenas le
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
53
hiciera avanzar. Pero la fuerza que le impulsa a seguir
adelante regresa y la obedece, porque a veces pierde la
voluntad del abandono. Que hace falta voluntad para
trabajar y para descansar.
Al atardecer, reza el maariv y antes que el sol se
ponga, escucha las campanas del ángelus en alguna
ermita no muy lejana. Piensa que si apresura el paso llegará
al caer la noche con quien le dé albergue. Los últimos rayos
de Dios iluminan el cielo y se reflejan en la tierra, por hoy,
fatigada. Cuando la oscuridad cae con su gravedad im-
ponderable, una lucecita señala al caminante que alguien
habita al límite del bosque y que ha de tener el hábito de
recoger huéspedes entrenochados. Honrado leñador, co-
mo el del cuento, feliz y sin camisa, con mesa de cuadrado
pino, blanco mantel, leche y queso y pan para cenar.
Cama de edredón despojado; en la ventana, cortina de
estrellas y halo de luna. Para dormir un grillo, para despertar
un gallo.
Verdadero rincón rústico, refugio y serenidad. Donde
no llega ni un mundanal ruido, ni una inquietud palaciega.
Ni la envidia, ni la intriga, ni los celos, ni la ambición. Hay
para comer y beber. Trabajo no falta. Filosofía de quien no
aprendió a leer. Sabiduría de la naturaleza observada.
Piedra a piedra, canto a canto, arista a arista, resquicio,
hondonada, leve precipicio, suave loma, el bosque a espal-
das, el sol al frente, por arriba y por abajo Dios se pasea con
capa de todos los colores fundida en un rayo de luz y un
arco iris en la mano.
Sí, tanta beatitud, placidez, somnolencia. Pero, por
dentro, ¿qué hay adentro de los cuerpos? ¿Cuáles son los
caminos por los que circula el alma? ¿Por dónde fluyen las
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
54
emociones? ¿Por qué la lágrima se apresta a salir y la
sonrisa está a flor de labios? Los movimientos de la mano en
su lenguaje de amenazas, promesas, claudicaciones. Las
mil faces del rostro, conciliador, indiferente, torturado, dis-
tante, expuesto, desnudo, expectante, acezante. Las mil
máscaras que todo lo ocultan. Los mil recursos de la emo-
ción que se retuerce. Celos y envidia matizando toda rela-
ción de hombre con hombre. Anhelo de pureza y pantano
viperino. Luz y sombra, siempre luz y sombra.
Es hora de partir para don Abraham. Da la mano
amiga al leñador amigo. Respira profundamente la ino-
cencia de la mañana y sus pulmones se hinchen de aire
bendito.
Le espera el camino con sensación de plenitud. Sólo
siente que pierde el campo y la frescura; en cambio, allá
abajo, ya se distinguen los caseríos y la ciudad envolvente,
los humos reptantes y los hedores, la violencia y el crimen, el
engaño y la mentira. Todo el sufrimiento encerrado entre
cuatro paredes.
Abraham tiene y no tiene prisa. Encerrarse en la ciu-
dad es su penitencia. Ahí percibe los dolores y el ir y el venir
de las pasiones. También ahí tiene una mesa y papel y
pluma para escribir. A veces piensa que eso es todo lo que
desea: tener una mesa y papel y pluma para escribir. Tres
modestos objetos, si no fuera por la ambición última.
Cuando entra por las callejuelas, a un lado y a otro,
la vida empieza a bullir. Pequeños ruidos del despertar, aún
somnolientos, aún contagiados del silencio y su eco. Todo
suena más al abrir los oídos; la luz es más fuerte ante los ojos
desapercibidos. Pero hay frescura; los cuerpos olvidaron el
agobio del día anterior. Sólo para el viejo y el enfermo se
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
55
aprestan horas que matar entre dolor y dolor, penar y
penar.
Llega don Abraham a la puerta de su casa: dos
escalones de piedra, amplio portón de madera tallada, por
el muro blanco trepa la yedra.
Agrada volver a casa luego de la fatiga de los ca-
minos y de las paredes desconocidas. Nada como la cama
propia y el colchón que ya sabe la forma del cuerpo en
abandono; el olor de las sábanas crujientes y limpias; la
manta de suave lana que envuelve y acompaña al cuerpo
en sus vueltas y revueltas. Abrir los ojos al despertar y no sólo
ver, sino reconocer. Entonces, permanecer un poco más en
la cama amable, en la tibieza que confirma la vida —no
vino la muerte en sueños— y en el agradecimiento de un
nuevo día. Prolongar —con conciencia— el placer de la
holganza, el dócil descanso, la lentitud de los miembros.
Luego, días de esparcimiento y solaz. Visitas de los
amigos y los curiosos. Repetición de las historias de viajes:
maravillas, casualidades, peligros. Y con el tiempo, mejora
de los relatos, pulir aquí y allá tal cual suceso para que la
narración madure y se perfeccione: anudar cabos sueltos,
resaltar el colorido, redondear lo abrupto, tal vez olvidar, o
sustituir o modificar. Todo es posible en aras de un público
ávido de conocer lo desconocido, de vibrar en su ima-
ginación, de vivir lo que nunca se habrá de vivir. En oca-
siones, es piadoso hacer volar las esperanzas y creer que se
puede soñar despierto. Los ojos, los rostros, los casi imper-
ceptibles movimientos de las emociones a flor de piel, se
matizan con los relatos de la fantasía.
Y don Abraham es buen relator. Goza repitiendo los
cuentos y mejorándolos en cada versión. Goza haciendo
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
56
soñar porque así sus propios sueños cobran realidad y son
más fáciles de creer.
Ya don Álvaro ha regresado y ha guardado silencio
sobre su viaje, pero son más profundos los surcos de su
ceño. Necesita meditar y poner orden en sus ideas. Quizás
el principio de la traición esté empezando a tomar forma.
La confianza ya no es gratuita. Hay alguien que piensa en el
mal. Uno de los Caballeros de Gules habrá, tal vez, de
derrumbar el castillo, entregando la llave a quien haga mal
uso de ella. Goznes y bisagras del puente levadizo serán
engrasados y cuidados para que baje rápido y en silencio,
el día establecido. Don Álvaro siente pánico. No permitirá la
caída. Habrá nuevas órdenes en las guardias y vigilias. Se
redoblarán esfuerzos. Antes de comunicar la sospecha de
traición, conversará uno por uno, con los Caballeros de
Gules para descubrir el músculo de la cara o del cuerpo
que delate al traidor.
Si tuviera con quién hablar. Pero sí, sí tiene. Recuerda
al sabio judío y la promesa de ir a verlo. Un consejo, envuel-
to en un cuento alusivo, sin dar los verdaderos detalles,
podrá pedirle al cabalista. No le contará sus sospechas, sólo
trasladará a otros casos y a otras situaciones el dolor que le
aqueja, la duda que le hiere; como hiciera, antes que él, el
conde Lucanor con su fiel servidor Patronio.
Sentados en almohadones de fino bordado de hilos
azul y oro sobre tapiz de lana gruesa y grecas multicolores,
flores en arabesco, pájaros extraños, hablan y beben vino
dulce don Álvaro y don Abraham.
—Si narrara una fábula, no en busca de moraleja, sí
de consejo o, al menos, de claridad, en medio de ramajes y
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
57
oscuridad, de cierto indicio de camino que llevara a la
destrucción del mal, dime, tú que tanto has leído y has via-
jado, ¿podrías descifrar el enigma oculto? ¿Podrías, con los
leves datos que voy a darte, sacar alguna conclusión que
iluminara estas dudas que me ahogan?
—No lo sé. Es difícil saber hasta lo que se cree saber.
Todo es cuestión de fe. Más que saber, creer. Y lo que yo
crea no ha de ser lo que tú creas. Es difícil llegar a conclu-
siones y mi falta de conclusión no te servirá, no resolverá el
caso que te desasosiega. Son dos polos negativos que siem-
pre permanecerán opuestos. No habrá ley que los junte.
Dos fuerzas que no son fuerzas. Dos resistencias, dos impug-
naciones. ¿Cómo te atreves, pues, a preguntar por la luz del
camino?
—La luz del camino es la primera pregunta. Dios
mismo tuvo que separar la luz de las tinieblas y también
anduvo a tientas hasta desenmarañar la creación. Tuvo
que dividir el mundo y se olvidó de borrar la división. Por eso
nosotros, cada día, pasamos del bien al mal, cada día
volvemos a trazar la línea y cada día nos equivocamos y no
sabemos en qué lado estamos.
—Pero si no lo sabemos, lo inventamos. De un lado,
las posibilidades; del otro, las imposibilidades. Lo permitido y
lo prohibido. Blanco y negro. El equilibrio es inestable.
Guardan silencio, porque en el silencio las palabras
que no suenan cobran mayor peso. Las palabras redon-
dean las ideas y entonces se sabe cómo expresarlas.
Aunque todo sea un juego. Juego serio, al fin, es la vida. Y la
muerte: eso no lo sabemos.
Guardan silencio y beben, saboreando el vino dulce.
Don Álvaro mira los dibujos del tapete: piensa en el borda-
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
58
dor y en qué le llevaría a escoger esos dibujos y esos
colores, en su vida dedicada a satisfacer un ansia de
belleza pura que transmitiría belleza pura a quien eligiera
ese tapiz y no otro, para goce de la vista y el tacto. Y esto le
reconforta: no todo es negrura y sinuosidades: también hay
bordadores. Y bordadoras. La que bordó los almohadones
azul y oro en los cuales se reclina: sobre fondo blanco, hilos
que dibujan diminutas y múltiples estrellas de David, entre-
lazadas con flores y frutos granados y hojas de parra. Con su
dedo sigue voluptuosamente el dibujo que, antes, manos
delicadas y blancas habían trazado y recamado. Quisiera
entonces, súbita y dolorosamente, conocer a la bordadora.
Pero le parece asunto de poca monta preguntar por ella a
don Abraham. Ya tendrá ocasión.
—Y bien, volviendo a mi fábula, no sé cómo empe-
zar. Aunque para empezar hay que hacerlo por el principio,
empezaré por el final.
—Grave error, porque el final es lo que no se sabe
nunca.
—Bien, entonces será una predicción lo que te pida.
—No, tampoco predicción puedes pedirme. Nadie
adivina, solamente Dios sabe.
—Entonces, nada más te contaré lo que me pasa.
—Sí, eso sí puedes hacer. Tú hablarás y tú oirás tus
propias palabras y de ese oír, aclararás tu pensar y la res-
puesta vendrá de ti. Yo también oiré y mi silencio será el
eco que te ayude. Así pues, cuenta.
—Si el león, como rey de los animales, piensa que al
establecer equilibrio y justicia bajo su bandera, bondad y
libertad, podrá borrar el mal y que la hiena y la pantera
olvidarán su proceder y se negarán a sí mismas para caer
en el bien, y luego el cordero y el lobo se amarán y ya no
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN
59
temerán ni el conejo, ni la liebre, ni el pájaro, ni el pequeño
insecto, ni el cervatillo, ni el potro de débiles patas. Si piensa
el león que restituir el bien es que gobierne el bien, porque
todas y cada una de las criaturas vivas serán buenas en
consecuencia. Si nada más se da a conocer el bien. Si se
quita el mal definitivamente. Si se olvida la dualidad y se
establece la unicidad. Si se elimina la posibilidad del con-
traste. Si se borran las tinieblas. Si la noche ya no existe. Si ya
no se teme a la oscuridad. Si la muerte ya no es fin y
castigo. Si la luz perdura sin sombra, dime ¿por qué la
traición surge y extiende su capa el Príncipe de las
Tinieblas?
—¿Olvidaste que la vida es ciclo y ritmo de
opuestos? ¿Olvidaste que Dios hizo el bien y en su reverso el
mal? ¿Olvidaste que blanco y negro son inseparables?
¿Olvidaste que moral y ley divina necesitan su negación
para afirmarse? ¿No comprendes que la vida sin la muerte
no sería vida? Ingenuo eres, Álvaro, en pensar en un monó-
tono reino de excelencias.
LA CONVERSACIÓN
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
61
— Y más te digo, Álvaro hermano. Entiendo tu fábula. La
traición estaba escrita el mismo día en que derrocaste al
Buen Rey don Lope. El día en que hablaste de justicia, más
se afianzó la injusticia. El día en que hablaste de igualdad,
más resaltó la desigualdad. El día en que hablaste de armo-
nía, más se oyó la falsedad.
Las palabras salían de tu boca en una forma, y
entraban en los oídos en otra. El aire sutiliza los sonidos de
tal modo que cada uno de los que te oían, sólo entendían
lo que querían entender. Si hubieras repetido mil veces una
única y misma palabra, igual ellos hubieran escuchado lo
que querían escuchar. Si hubieras movido tu boca, sin pro-
nunciar palabra alguna, simulando entonar un discurso,
también hubieran oído lo que querían oír. Nada cambia,
todo permanece, digo en oposición al sabio griego. Todo
permanece y siempre es igual y siempre lo será: una y otra
vez se repiten los mismos errores, se cometen los mismos
pecados, se cae en los mismos pozos. No podemos cambiar
la naturaleza humana: desde Adán hasta nuestros días el
abismo es uno. Rodamos de nadir en nadir y pocas veces
alcanzamos el cenit.
Vuelven a beber un trago de dulce vino, don Álvaro
y don Abraham. Vuelve don Abraham a hablar y dice:
—Olvida la fábula, Álvaro amigo, y piensa en la
realidad. Podríamos seguir así muchos días y la conversa-
ción sería inagotable, como manantial de montaña fresca.
Pero tus ojos vigilan y no descansan. Tus oídos advierten el
más débil sonido. Tus músculos están prestos a hacer saltar
tu cuerpo. ¿Cuál es la preocupación que aqueja tu alma?
¿Cuáles son los pensamientos que bullen y rebullen de uno
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
62
a otro rincón de tu mente? ¿Qué temes o qué esperas?
Habla.
Don Álvaro todavía guarda silencio. Muchas palabras
se le agolpan y tiene que ir poniendo orden. Además, es la
primera vez que va a hablar de sus temores. Sabe que ya
no puede arrepentirse y que las cosas seguirán su curso. Por
lo menos, poseer la claridad de conocer el todo y alcanzar
la resignación de su inabarcabilidad.
—Bien, hablaré. En mi mano pondré mi corazón y tú
lo recibirás.
El Rey don Lope partió al destierro. En la corte del
Gran Duque, su cuñado, encontró solaz y pequeños pla-
ceres. Se contentó con la caza y la buena mesa; con
amaestrar sus perros y pasear a caballo por entre los pinares
que bajan al mar. Su ambición se apagó y hasta daba gra-
cias por no tener mayores quehaceres. Pero no sentían así
los caballeros que le rodeaban, inactivos y sin glorias que
alcanzar. Algunos partieron a pelear en tierras lejanas y
otros pensaron en regresar a la propia. Llegaron emisarios
que pedían el perdón para sus amos y, poco a poco,
algunos regresaron. Hicieron méritos para ser bienquistos, y
tal vez lo hubieran sido. Pero otro grupo, ambicioso y deseo-
so de poder, empezó a intrigar y a enviar espías. Supe que
estos caballeros crearon una hermandad y que ahora se
llaman los Caballeros de Sable, que llevan luengas capas
negras y montan negros corceles, que se dedican a sa-
quear los pequeños poblados y a torturar y a matar en mil
formas despiadadas. Siempre eligen buena gente indefen-
sa, o viejos, o mendigos, o mujeres, o niños, o campesinos, o
gitanos desprevenidos o judíos en día de rezo. Quien los
acaudilla es el Gran Condestable, Sancho Ruy, de casa
plebeya, encumbrado por la debilidad del Rey don Lope. Y
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
63
estos Caballeros de Sable —negras sus almas, como su
nombre negro— cruzan, en hábitos disimulados, los Montes
de Fuego y van a reunirse con los caballeros ya estable-
cidos en tierras de Aloma para tratar asuntos de mucha
monta.
Como cuervos negros oscurecen el cielo y por
doquier dejan pavor y desolación. Yo mismo partí con
cuatro de mis más fieles Caballeros y crucé mi espada, la
Bienforjada, con ellos. Mas cuando creí que iban a caer
vencidos, la oscuridad nos envolvió y hubo un revoloteo de
capas, me pareció perder la memoria y luego, súbitamen-
te, se hizo la luz y ellos habían desaparecido. Mis Caballeros
y yo pensamos si habría sido un sueño o una alucinación: un
sueño repetido en cinco mentes distintas y al mismo tiempo.
Aunque no, ya entonces sabíamos que era verdad. Y
también sé ahora que los Caballeros de Sable traerán el
reino del mal y que si no acabo pronto con ellos, antes de
que sean más fuertes, nos sojuzgarán y vendrán a reinar en
nuestra tierra e instaurarán la Edad de las Tinieblas.
¿Comprendes por qué necesito tu ayuda y hasta, si como
dicen y es verdad, de tus poderes, para descifrar mensajes
ocultos y conjurar los elementos de la naturaleza?
—Sí, comprendo el peligro y me aterra aún más que
a ti el dominio del mal. Pero yo no tengo poderes ni conjuro
los elementos naturales. Yo me dedico a Dios, a pensar y
reflexionar en él y en su significado.
De tanto pensar en Dios he aprendido algo de los
hombres, creados, después de todo, a su imagen y seme-
janza. Y nada más. Pero la lucha contra el mal es también
mi preocupación y he de ayudarte en ella. Tengo un ami-
go, alquimista, de tierras lejanas, del reino de Grana, que
trabaja con elementos y mezclas y elabora pócimas y sabe
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
64
secretos del mundo oculto. Si fuéramos a verlo podría
explicarnos y predecirnos los sucesos futuros.
—Ir al reino de Grana es peligroso para mí. Podrían
reconocerme y todo se habría perdido. No es que tema la
muerte, es mi espejo y conozco todas sus caras: nació el día
en que yo nací. Pero no puedo abandonar a mi pueblo.
Sólo yo conozco el secreto y sólo yo podría guiar a mi gen-
te. Arriesgo mucho yendo al reino de Grana.
Y, sin embargo, tal vez sea la única vía franca. Sí, tal
vez podríamos intentarlo. Me prestarás algunas de tus
vestimentas, sabio Abraham, y podremos ir escoltados has-
ta la frontera por mis cuatro fieles caballeros, Gerar, Ruger,
Alán y Rolán. Si no regresáramos en siete soles, ellos saldrían
a rescatarnos. Hacia el sur nunca he incursionado; así podré
saber si los Caballeros de Sable han llegado a las fronteras
meridionales y si, por más traición, no han pensado ya en
buscar la unión con pueblos extraños. No sería la primera ni
la última vez en que por el sur habríamos de perecer. Así, mi
salida estaría justificada ante los nobles de Aloma, y el
secreto no sería aún divulgado.
—Buen estratega eres, Álvaro amigo; habré de
acompañarte y te llevaré con el alquimista. Mientras tanto,
no sé qué pensará Dios de estos mis abandonos, ires y
venires, sin hallar la paz del estudio ni el reposo de los libros.
—Nada malo, nada malo. El bien te habrá de guiar.
—Dime, ¿qué día hemos de salir? Apenas he llegado
y me dispongo a marchar de nuevo. Tengo asuntos que
arreglar, amigos con quienes hablar y, sobre todo, explicar-
le a Mara mi nueva partida cuando estaba tan contenta
de mi retorno.
— ¿Mara? ¿Quién es Mara?
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
65
—Mara, es un secreto mío que como también atañe
a ella, no puedo contarte. Sólo te diré que es hábil borda-
dora y que te has reclinado en los almohadones que ella
bordó para mí.
Aquello que se ha olvidado por la prioridad de lo
urgente, pero que, con calidez, acompañaba el fondo de
los anhelos oscuros, se enciende en flama tenue, y don
Álvaro quisiera saber más de esas manos bordadoras. La
pregunta que no quería hacer, Abraham se la respondió.
—Mara, hermoso nombre.
—Mara, triste nombre. Mara, amarga.
— ¿Quién es Mara, que me parece conocerla?
—Mara, algún día la conocerás.
—Mara, Mara, Mara, para mí es hermoso nombre.
—Para ti.
Luego vienen los detalles de la partida. Como dos
niños que imaginan un juego. Pasan a un mundo sin barre-
ras, tan libre y tan sin tiempo. Signos, disfraces, claves, señas
y contraseñas, lenguaje, palabras, colores, números y letras:
todo queda en la memoria, nada puede trasladarse al
papel. Escenas y ensayos: pequeño teatro que omite el
espectador. Elaboran, con minucia, paso a paso el re-
corrido. Imaginan obstáculos e inconvenientes y cómo
resolverlos. Piensan en quién podrá ayudarles a lo largo del
camino, quién será discreto y no preguntará el motivo del
viaje o, mejor aún, lo suponga y quede callado.
Llaman, entonces, a los cuatro fieles caballeros.
Gerar, Ruger, Alán y Rolán van llegando uno por uno. Se
sientan en los almohadones y, por el silencio, que cuelga
del aire, adivinan la gravedad del momento.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
66
Gerar es alto y delgado, cara huesuda y de pómulos
pronunciados, amplia frente y labios finos, barba corta y en
punta, tez pálida. Largas manos de largos dedos afilados.
Apenas habla, pero en sus ojos, de un gris profundo, se lee
todo. Imposible ser un traidor quien por sus ojos se delata.
Ruger, su compañero de armas, jocoserio, oscila entre la
broma y la pesadumbre. De cuerpo fuerte y musculoso, es
conocida de sobra la fuerza de su golpe al usar el
mandoble. Es duro y tierno, como hombre y niño. Quien lo
tiene por amigo sabe que es para siempre.
Alán, dubitativo, de larga cabellera negra y espesa
barba, descuidado en el vestir, quien no siempre parece
poner atención a lo que se habla y cuando se le pide su
opinión, tal semeja que diera una clave y no una respuesta.
De él se sabe poco y, a veces, inquieta su estatismo.
Rolán, excelente cantor, ducho en las artes de trovar.
Buen bebedor y dado a los placeres del buen comer. Dado
también al amor de mujeres y por ellas amado. De cuerpo
ágil, gran corredor, experto en los artificios del malabarismo
y la juglaría. Conoce todos los secretos de los cortesanos y
sabe dónde surge la primera calumnia y la última intriga.
Los cuatro, sentados en el suelo, esperan a que don
Álvaro rompa el silencio. He aquí lo que don Álvaro dice y lo
que responden los cuatro fieles caballeros. Bien oiréis lo que
habrán de acordar entre todos ellos. Conjura para el bien,
que no para el mal. Atención, pues.
Habla don Álvaro y explica las señas de peligro, que
ya sus caballeros conocen por haberle acompañado en sus
recientes andaduras. Y luego, uno por uno, van hablando
los cuatro Caballeros de Gules.
El que primero habló fue Rolán, el buen trovador,
cortesano que todo lo sabe. Bien oiréis lo que dirá:
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
67
—Yo, que escucho tras las paredes y que muchos
secretos me cuentan las bellas damas indiscretas, sé que el
momento se acerca. Hay una inquietud que se palpa en el
aire. Son muchos los nobles que han regresado y mucho
han hablado con los que se quedaron. Es grande la
inquietud y hay descontentos a quienes no les gusta ser
despojados, que sus tierras incultas pasen a manos de
campesinos zafios, que se haga la justicia y no se respeten
los fueros de los antiguos caballeros. Hasta distintos y opues-
tos nombres has adquirido, amigo fiel, Álvaro amado. Si son
los pobres los que hablan de ti, los humillados y los que
trabajan con sus manos por el pan de cada día, que han
recibido de ti valor y derechos, ellos te nombran Álvaro el
Salvador. Pero si son los otros, los nobles que fueron desterra-
dos o los que perdieron sus privilegios o los que fueron
obligados a liberar a sus siervos y a redimir a la gleba, éstos
te llaman de un nombre muy distinto: para ellos eres Álvaro
el Malquisto, o Álvaro "el que en mala hora nació". Tus
afanes de justicia en esta tierra no trajeron la felicidad.
Muchas de las parcelas que entregaste a campesinos, en
cuanto les diste la espalda, les fueron arrebatadas por los
antiguos dueños y los campesinos mandados a azotar.
Muchas cosas pasan que tú no sabes. Donde desfaces
entuertos, el odio crece y ya los nobles y los clérigos añoran
los buenos tiempos de antes, cuando las leyes les favore-
cían y eran señores de horca y cuchillo. No quise hablar
antes por no decepcionarte, pero ahora ya lo sabes.
Puedes contar conmigo para bien o para mal.
Así habló Rolán y Álvaro escuchó muy pálido y con
los puños crispados. Luego Ruger, famoso por su golpe de
mandoble, tomó la palabra de entre el silencio y agregó:
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN
68
—Quisiera llorar cuando oigo de la maldad y la
traición. ¿De qué sirve mi fuerza si no instaura la bondad?
Cuando pienso que con mi espada divido el bien del mal,
no hago sino cortar el aire en dos. Cuando creo que vigilo y
que se respeta el honor y la ley, impedimentos en mi cami-
no ciegan mi vista y nublan mi entendimiento. ¿Qué puedo
hacer para protegerte, Álvaro amigo, si no te entienden y
ya te preparan acechos y celadas?
Entonces, fue el turno de Alán, el dubitativo, que
parecía no haber escuchado y que habría de hablar en
clave:
—Muchos son los caminos de Dios, uno el que esco-
ge el hombre.
Y Gerar, el caballero de pocas palabras, asintió.
LA PARTIDA
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
70
Los cuatro Caballeros de Gules acompañan a don Álvaro al
palacio. Comienzan a prepararse para el viaje. Lo primero
es elegir las armas, mandobles, cuchillos y espadas, arcos y
flechas. La ropa apropiada, zahones y calzas de fino cuero,
sin olvidar las cotas de malla sobre la delgada camisa, ocul-
tas bajo el jubón de hilo, y la amplia capa roja de grueso
paño que les da el nombre de Gules. Alforjas con las
provisiones necesarias, galletas y alimentos que no se des-
componen envueltos en blancas telillas de hilaza, unos
cuantos quesos maduros y almojábanas, frutas secas, nue-
ces, almendras y avellanas. Corceles veloces y resistentes,
sin faltar Durelene, de ágiles cascos.
En cambio, don Abraham, ligero de equipaje, sólo
lleva su Biblia y una túnica de más, con una estrella de
David amarilla, cosida sobre la manga, como todo judío
debe llevar, para el día en que don Álvaro se disfrace y
cruce la frontera. Luego se reúnen para pensar en el mejor
camino a tierras moras y don Abraham, buen caminante,
aconseja atajos, vías escondidas y pasos rápidos que
conoce.
Don Álvaro dice a los cortesanos que sale en una
misión exploratoria, como la anterior, y es elusivo en cuanto
al rumbo que va a tomar. Sólo cuando se entrevista, a
puerta cerrada, con el obispo don Jerónimo, le cuenta su
plan y, paso por paso, le dice lo que va a hacer. Don
Jerónimo no hablará, le da su bendición y le promete, si no
regresa en el término señalado, acudir en su ayuda y enca-
bezar la marcha del rescate. Su pelo es todo blanco, mas
sus ojos relucen como llamas de nueva vida. Quisiera partir
con don Álvaro, pero sabe que los cuatro caballeros son
más ágiles y veloces que su cuerpo ya fatigado de tantas
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
71
batallas. Abraza y besa a don Álvaro y lo aparta rápido
para que no vea una lágrima que empieza a traicionarlo.
De espaldas le dice:
—Observaré el vuelo de las cornejas, si es diestro o
siniestro, para tu buena suerte.
Todo listo, de madrugada, apenas rayando el sol ho-
rizontes de trinos y verdor, los cascos de seis caballos, en la
duermevela de los habitantes de Aloma, son un leve rumor
que acompaña el inicio del despertar. Leve rumor que cae
al fondo de los sueños y ya nadie recuerda cuando el sol,
desatento, obliga a abrir los ojos y las conciencias al trabajo
del nuevo día.
Para entonces, don Álvaro y sus compañeros, a va-
rias leguas de distancia, han perfilado el camino escogido y
con trote seguro avanzan a campo abierto.
Cada uno, con el fresco de la mañana en la piel de
la cara, siente la inquietud del principio de la aventura.
Todavía es el inicio inconsciente, la esperanza despreocu-
pada, el cuerpo descansado y la mente encandilada. Sólo
don Abraham siente lo inevitable de las fuerzas del destino,
y su mano palpa la Biblia para sentirla cerca de su corazón.
También los caballos trotan sin esfuerzo y sus crines y
colas flotan al aire levemente. Sienten la presión de muslos
acerados sobre sus ijares nerviosos y aprehenden la confian-
za de los jinetes. Son un grupo vigoroso y pareciera que la
mano de Dios se extendiera sobre ellos.
Cada jinete va ensimismado en pensamientos de
abismo de sueño y olvidan el camino y no sienten sus pre-
sencias. Menos mal que los caballos van por terreno
conocido y se concentran en el aire y los olores de la maña-
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
72
na, y que agudos relinchos salpicados de gotas de aljófar
los mantiene en alerta.
Aún marchan por campos sembrados y buenos
labradores madrugadores los saludan y bendicen al paso
de sus arados. Tocan ya a maitines las campanas de una
iglesita en lo alto de un cerro. Todos se persignan, menos
don Abraham, que cristiano no es, y va entonando su rezo
de shajarit.
A media mañana se internan en un bosquecillo y
junto a una corriente de agua paran a descansar. Desen-
sillan los caballos y los dejan libres para pastar. Sacan de las
alforjas un poco de queso y pan. Beben agua del riachuelo,
refrescan sus caras y se sientan bajo la sombra de un
frondoso nogal.
Todo parece tranquilo; los pájaros cantan su cantar;
pequeños insectos se esconden entre la alta hierba; una
ardilla se asoma con ojillos interrogantes por un hueco del
tronco del nogal —buen árbol ha escogido para morar. Hay
silencio y fresco viento que hace las hojas temblar.
Casi dormitan los caballeros y don Abraham lee la
Biblia, en espera de otro llamado que ya no tiene. Él es el
primero que escucha un rumor diferente, como leves
cascos en veloz carrera. Siente una desazón y el deseo de
despabilar a los otros; al mismo tiempo, lo invade una
pesadez y una apatía que lo inmoviliza y le borra la memo-
ria. No puede ni siquiera menear la cabeza para orientar el
sonido. Sólo puede mirar al frente y entonces ve, por prime-
ra vez, una luz tan blanca y dolorosa que pasa como un
rayo —un rayo en pleno día— que no le queda sino cerrar
los ojos súbitamente, mientras el corazón se le agita en
palpitar acelerado.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
73
Cuando abre los ojos, reina la calma de hace ape-
nas un instante: ni el sonido ni la luz dejaron señas: la ardilla
asoma su cara curiosa desde el tronco del árbol. ¿Se repite
o es la misma escena en la continuidad del tiempo y del
espacio?
Los caballeros se desperezan. Recogen alforjas y
arreos. Con cuidado borran huellas de su breve parada. En-
sillan los caballos y retoman la senda trillada por el medio
del bosque.
Entonces fue la segunda seña: el leve galopar se
convirtió en un ensordecedor ruido como si mil caballos lo
hicieran. Gerar, el del breve hablar, fue quien primero
reaccionó:
—¡Fuera del camino! iEntre los árboles!
Y todos hicieron saltar a sus caballos hacia la espe-
sura, con el tiempo escaso para no rozar esa avalancha de
caballos y jinetes armados que parecían dirigirse a un abis-
mo de sombras y muerte. Mil capas negras ondeando al
aire casi golpean las caras de los Caballeros de Gules,
escondidos cabe el camino.
Y luego, el silencio absoluto. ¿Cómo tan rápido han
desaparecido Ios mil caballos negros y los jinetes de capas
negras ondeando al aIre?
Don Abraham no puede callar:
—Es la segunda seña que tenemos. La primera fue
una luz blanca y un ligero repiqueteo de cascos, como
anuncio de lo que iba a venir después. Pero no puedo creer
a mis ojos: ese ejército de negros jinetes tan veloz que corre
pareja con el viento; luego el estrépito aturdidor y el más
imponente silencio de inmediato. No puede ser. Algo está
mal. Algo no encaja. No puede ser.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
74
—No podrá ser, pero ha sido, dice Alán, afirmando. Y
todos se sorprenden porque sea Alán, el que siempre duda,
quien asevere categórico.
Vuelven al camino, cabizbajos y meditabundos. La
mañana radiante se ha nublado. Los pequeños animales
del bosque se han ocultado. Pesa el miedo en el ambiente.
Lo que no se puede explicar, inquieta a la comitiva. Dure-
lene sacude, nervioso, sus finas orejas sensibles y don Álvaro
acaricia su cuello y le habla por lo bajo.
Espolean los caballos y quieren terminar de atravesar
el bosque lo más rápido posible. Por todos lados las cosas
les hacen señas: los árboles apartan sus ramas y las hojas
parecen encogerse; los pequeños animales van quitando
piedras del camino. El sol marca el mediodía, pero los ca-
balleros ya no quieren descansar; cuanto más se aparten
de aquellos jinetes fantasmas, más seguros se sentirán. Y
siguen a todo galope aun cuando saben que fatigarán en
demasía a sus probadas cabalgaduras.
El día sólo parece no estar de su lado, y la luz
empieza a retirarse con rapidez, como si una gran capa
negra cubriera al sol. Nada puede hacerse. El tiempo nun-
ca se deja atrapar y horas largas o cortas dependen,
frágiles y volubles, de un azar.
Ya las cabalgaduras no resisten más, y la súbita no-
che pudiera hacer perder el camino a la compañía. Así que
se paran a pernoctar, sin explicarse cómo no les alcanzó el
tiempo para terminar de atravesar el bosque. Primero se
ocupan de los caballos, cansados y sudorosos. Los despojan
de arreos y monturas, bridas y alforjas. Con una manta
limpia los secan y con otra ligera, sobre el lomo, los cubren
para que no se resfríen. A cada uno le cuelgan al cuello un
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
75
zurrón con una mezcla de salvado, avena y granos. Sobre
la tierrra esparcen paja para que se acuesten a dormir. De
la bolsa de cuero que lleva las provisiones, sacan algo de
comer. Se reparten las guardias: dos horas Gerar y dos horas
Ruger, y las otras dos Rolán. La primera guardia para Gerar,
el que más aguanta, y quien habrá de vencer el deseo de
dormitar; la segunda, para Ruger, jovial, a quien no le im-
porta ser interrumpido cuando empieza a saborear el soñar;
y la tercera, para Rolán quien, como buen amador, sabe
despertar a la madrugada, en ansias de amor.
Las tres guardias tuvieron tres signos, que son también
muy dignos de mencionar.
Gerar cabeceó un momento y no supo si de veras o
en sueños, se le apareció el arcángel San Rafael, advir-
tiéndole de los peligros que iban a tener. Pero cuando
Gerar quiso preguntarle cuáles serían esos peligros, el ar-
cángel se desvaneció. Entonces Gerar se restregó los ojos y
no supo si fue de veras o en sueños, la visión de San Rafael.
Ruger, a la mitad de su guardia, bien despierto, así lo
jura, y descansado, oyó el murmullo de las hojas en danza
con el viento y distinguió las palabras: "No sigas adelante.
No sigas." Cuando se dirigió hacia la tenue voz, la mano ya
apoyada en la empuñadura de su mandoble, un remolino
de hojas secas lo envolvió y con ellas empezó a dar vueltas.
Cuando por fin las pudo apartar, entre sus dedos quedaron
las hojas secas y sintió el deseo de hacerlas crujir una a una.
Rolán, el buen amador, poeta y cortesano, bien des-
pierto, porque ya se acerca el amanecer, cree distinguir
una forma blanca entre los troncos de los árboles y aunque
no quiere dejarse arrastrar por la pendiente de la imagi-
nación, le gustaría que esa forma fuera la de una hermosa
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
76
doncella, perdida en el bosque o encantada por un hechi-
cero o atada a la cueva de un dragón y escapada en
pánico y en llanto. Quiere apartar de sí pensamientos de
mal fin y para ayudarse, con la mano pareciera alejar lo
que cree haber visto. Y entonces, la blanca forma le hace
señas amistosas y le indica que se acerque. Mucho quisiera
acercarse, pero su cuerpo no le obedece y todo él es de
piedra. Ahora el terror le desborda, piensa que ya nunca
podrá moverse y siente dolores de agujas, cuchillos y fle-
chas clavándosele por todo el cuerpo.
Cuando don Abraham le pone una mano en el
hombro, no puede reprimir un sobresalto nervioso y sus com-
pañeros ríen, porque tal parecía que fuera de piedra y que
estuviera paralizado.
Cosas raras han pasado en esa noche. Cosas inexpli-
cables. Duermevelas que semejan realidades. Sueños o
visiones cargados de indicios. Como si los elementos se con-
juraran contra este pequeño grupo de hombres de primera
fe. O como si ellos, de algún modo, se dejaran ganar por
temores y presagios.
¿O será ese deseo de no tentar lo desconocido, ese
miedo a lo nuevo, ese no querer despertar las fuerzas
internas, ese no querer enfrentar el cúmulo de pasiones y
violencias que cuidadosamente cultivamos pero que celo-
samente encerramos en oscuridad y en hambre y en sed?
Cautivos de nosotros mismos, es difícil hallar la respuesta.
Los Caballeros de Gules se están poniendo a prueba
y el camino por delante es arduo. Aún no pueden
encontrar explicaciones. Algún día las piezas del rompeca-
bezas habrán de ir armándose ellas solas, como si un hálito
divino las impulsara y fueran, una por una, encontrando su
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
77
lugar preciso. De eso se trata, de que todo encaje con
perfección.
De nuevo, la compañía se pone en pie de marcha.
La noche es exida, cabalgan a buen paso y adeliñan hacia
el final del Bosqueflorido. Oh buen Dios, guía a estos caba-
lleros de pro, que buenos cristianos son, y buen judío es
quien también sirve a Dios. Palabras son del juglar, que en
unos pocos años repetirá y que la buena gente del lugar
aprenderá.
Así, los caballeros, montando sus fieles corceles,
calzando sus espuelas, las manos prestas en las bridas
anhelan ya haber salido del Bosqueflorido, que con sus en-
cantos —si no fuera por aquel negro episodio de los negros
caballeros— quisiera atraparlos y retenerlos para siempre.
Aspiran, a pulmón pleno, el aire y el perfume de la mañana.
Están alegres y sonríen. Vuelven a la senda principal y un
poco descuidan su guardia. Sólo don Abraham presiente el
mal y no deja de mirar a uno y otro lado y hasta para atrás.
Pero lo que iba a suceder ni él lo podía prever. A lo lejos vio
una figura blanca, como un extraño y estilizado caballo, y
comprendió que ésa era la luz y la figura que en varias
ocasiones se les había insinuado. Y cuando quiso que los
demás volvieran la cabeza y vieran la esbelta imagen por
entre los troncos y la maleza, súbitamente se hizo de noche.
Rayos y relámpagos y una cortina de lluvia y un río por el
suelo los envolvió.
Cosa de gran pavor no sabían a dónde se esconder
y mucho temieron perecer.
—¡Santa Virgen María, sálvanos!, gritaron al unísono. Y
la voz de don Abraham entonó el rezo de los caminantes
perdidos y acabó con estas palabras:
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
78
—Baruj atá Adonai. Adonai melej haolam.
Mas ninguna invocación habría de salvarles, si no
fuera —o tal vez sí, a causa de la invocación— porque en la
breve luz de un rayo, don Abraham entreviera el orificio de
una caverna, y a todos llamara a gritos para allí refugiarse.
El viento y la lluvia les azotaban, pero pudieron, tras
de muchos esfuerzos, penetrar en la caverna. Pasaron las
horas y no podían moverse de donde estaban. Las ropas
empapadas y calados hasta los huesos, perdidas las provi-
siones y los caballos ateridos, mucho temieron que ahí se
acabara su jornada. Agotados y con hambre, fueron que-
dando dormidos y nadie se preocupó de hacer guardia.
Cuando se hizo el silencio y fueron despertando, sus
ropas estaban secas y una hoguera bien alimentada había
calentado sus cuerpos y reflejos rojizos se elevaban por las
paredes de roca oscura. Ya no sentían hambre ni tembla-
ban los caballeros. Un milagro se había realizado y de
rodillas dieron gracias a Dios.
Fue entonces cuando lo vieron. Ahí estaba, tras de
las buenas llamas de la hoguera: acostado, con sus patas
delanteras dobladas como en rezo también. El largo cuerno
blanco, marfil tallado, se retorcía en finas espirales. Supieron
que habían entrado en la morada del Unicornio y que éste
era un don que deberían de agradecer.
Quedaron sin palabras y sin movimiento. ¿Qué hacer
cuando un unicornio tranquilamente los mira con sus ojos
negros y les presta su morada y les deja calentarse al fuego
de su hoguera? Lo mejor es callar y esperar.
Así lo entienden todos y siguen de rodillas ante este
otro milagro. Cuentan los cantares que nunca supieron los
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
79
caballeros si fueron horas o días, o tal vez instantes, los que
pasaron: ellos sin moverse y el Unicornio contemplándolos.
Pero cuando dejó de llover y miraron hacia la entrada de la
cueva, de nuevo el sol brillaba y el aire era puro y tranquilo.
Y ocurrió el tercer milagro: al volver a mirar al Unicor-
nio, ya no estaba, ni había rastros de la hoguera. Y esta vez,
no pudieron dudar. Todos lo habían visto y él los miraba a
todos. Seguían sin poder hablar, pero poco a poco empe-
zaron a recobrar el movimiento. Sin embargo, nadie intentó
buscar al Unicornio y fue buena decisión, porque si lo hu-
bieran hecho, más se hubieran retrasado en llegar hasta el
final. Otra razón fue que un milagro no se debe destruir. Y
fue también buena razón. Razón ponderada, como bien
habréis de saber.
He aquí que salen a la luz, y la humedad en árboles y
arbustos y ortigas y agujas de pino sobre el suelo, les refres-
ca y les hace que crucen sus capas, ajustándolas lo mejor
posible a sus cuerpos, para que tampoco el suave vien-
tecillo les provoque escalofríos.
Los troncos de los árboles han quedado de dos
colores: una parte oscura, negra casi de lluvia escurrida y
con musgo proliferante; y otra seca, grisácea y rugosa, ás-
pera y desnuda. Pero aquella parte húmeda, de forma
diferente en cada árbol, es deleite de la vista y apetece
poner la mano en ella y luego llevarla a la frente, si la frente
estuviera ardiendo y enfebrecida.
De algún modo, esas manchas irregulares y ese frío
de la mañana, hacen añorar la acogedora chimenea cre-
pitante y la habitación caldeada del castillo que a los
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA
80
caballeros debiera aguardar, sentados frente al fuego y
arropados con espesa manta cálida, en la mano un buen
tazón de leche humeante.
LAS REFLEXIONES
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
82
Es hora de reflexionar para los Caballeros de Gules, que
muchas cosas les han pasado ya.
Don Álvaro, el más preocupado, piensa que si no hay
una explicación para tan raros sucesos no debiera distraer-
se y, en cambio, sí apurar el camino. Signos buenos y signos
malos han querido avisarle y todo debe tener un sentido
que él no es capaz de comprender. Cuando llegue con el
alquimista a él le preguntará la clave de los signos. Si los
Caballeros Negros son tantos como le parecieron y si son
parte del grupo de los Caballeros de Sable, el peligro es
inminente y más aún porque nadie lo sospecha. Si ya corren
por los caminos tan a sus anchas y nadie los detiene, el
momento del enfrentamiento habrá de ser cercano. Pero,
¿cómo nadie le ha avisado y todos duermen tranquila-
mente? Y de ahí pasa a reflexionar y a desear momentos
de luz y de amor, como los que tenía cuando era niño, o
cuando casó con la bella doncella de blanco, o la pasión
de haces de luna con Margueritte. Y luego se acuerda de
la bordadora que no conoce, de Mara, la que esconde un
secreto o tal vez más. Se imagina que al regreso habrá de
conocerla y que don Abraham le contará su historia. Piensa
en Mara y sabe ya que la habrá de querer y esto es un
pequeño lugar cálido dentro de su corazón. Es un pensa-
miento al cual puede volver una y otra vez, un refugio
absolutamente propio, sin puertas y sin ventanas, de blan-
cas murallas, frente a un bosque florido, arriba un cielo azul
y ese fugaz alterado palpitar del corazón que reclama sus
fueros. En medio del batallar, sabe ahora don Álvaro que el
principio del amor, cuando todo es inventar y no hay
sinsabor ni decepción, es cuidadosa flor que todo lo pide y
todo lo sabe guardar. Que tiene perfume y color y es hala-
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
83
go para la vista y el tacto y el sabor. Música también le
acompaña y así salterio y chirimía, flauta dulce, laúd moro y
viola de monja tocan armonía, altos sones y grave ilusión.
No sabe aún si podrá alcanzar el amor y si se dejará
envolver en su constante ocupación. Tampoco sabe si será
mucho el sufrir o grande el gozar. Si el dolor —para él o para
ella o para los dos— aguardará al final del camino. O si el
contrario será su premio. Pero algo ha aprendido don
Álvaro y es a no anticipar y prefiere tan sólo cultivar la rosa
cada día y aspirar su perfume mientras la tiene consigo. Así
que vuelve al pensamiento de la ruta y de la amenaza de
los Caballeros Negros, obsesión que espanta y aleja cual-
quier otro cuidado.
Don Abraham también piensa a solas y también su
corazón se altera en latidos desacompasados. Su preocu-
pación es mayor porque ha abandonado los indicios que
Dios quería regalarle, y es como un puñado de perlas que
hubiera arrojado a un pantano. Pero no deja de intrigarle
por qué estas cosas le pasen a él. Y hasta en sus dudas se
pregunta si acaso esto fuera otro indicio más, oculto, esta
vez, en alguna clave o enigma que hubiera de descifrar.
Con su mano palpa la Biblia y aunque ya no puede
sentarse a leerla y luego a escribir, sabe que llegará el día
en que sí lo haga, y cuando con su mano la presiona contra
su piel, siente cierto alivio y cierta especie de dulzura que le
hace compañía. Es la presencia de Dios escapándose por
entre las páginas del libro. Son las páginas dictadas por la
voz divina depositadas en mano hábil, dedos que gustaron
del tacto y del grosor de la pluma mojada en negra tinta
sobre blanco pergamino. Rasgos caligráficos con el amor
del escribano que gozó pausadamente del trazo claros-
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
84
curo, de la letra hecha dibujo firme y hermoso. La palabra
escogida entre tantas otras semejantes, aquella que ha de
permanecer y que se ha de repetir por los siglos de los siglos.
El seguro oficio de quien recibió por primera vez la voz
nunca dicha hasta entonces y cuya emoción virginal
plasmó para siempre en clave alfabética. Y el maravillado
oficio del copista, asombrado, párrafo a párrafo, de lo que
puede significar la frase elegida y sopesada, mantenedor
de la tradición y, a veces, casi sintiéndose culpable por
haber cambiado una palabra por otra en el texto que iba
copiando y salvaguardando, una palabra por otra que
juzgó, humildemente, preferible. Y copias y más copias, le-
tras de mil puños, pergaminos escritos y reescritos, ojos que
no dejaron marca ni desgastaron los signos: todo quedó en
la memoria de los pueblos. Y ése es el mismo libro que
Abraham palpa a través del paño de su vestimenta y es
grande, por eso, la compañía que lleva consigo. Piensa que
también escribir sería buen oficio, si abandonara ese pisar
polvos y lodos de caminos y ese dormir a campo raso y ese
arrastrar la capa orlada de barro y ortigas y las gruesas
calzas desgastadas y la piel del rostro curtida, amenazando
ser reflejo de tierra cuarteada y la larga barba recogiendo
vientos y lluvias y, en invierno, cristales de nieve. Si aban-
donara todo eso y se acogiera a una severa celda y al
estudio y a la meditación, podría, entonces, escribir en
calma y ordenar los sucesos vividos y relatar los llamados de
Dios.
Pero he aquí que ahora está envuelto en esta, para
él, extraña aventura en unión de cinco altos caballeros
cristianos.
Si estos caballeros le protegen y protegen a su pue-
blo, valga la pena pues este deambular con ellos en busca
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
85
de la fórmula que mate el mal. Dios habrá de perdonar esta
su momentánea distracción y que todo sea para bien si
brilla la luz y se rompen las tinieblas. Que el arcángel Gabriel
restablezca la igualdad de las pesas de la balanza. Tiempo
habrá para el cabalista de sentarse a intrincar el mundo de
su saber y las claves del conocer. Dibujar de blanco trián-
gulos y esferas de donde partan rayos ocultos de mensajes
silenciosos con significado indecible. Misterio de misterios,
sólo así se alcanza el sumo conocimiento, la alta sabiduría.
He aquí que también Gerar y Ruger, Alán y Rolán se
ocupan en meditar, ya que el silencio y la calma de la
mañana invitan a quehaceres de mayor orden, en compás
con el rítmico trotar de las fieles cabalgaduras.
Gerar, el del breve hablar, muy a sus anchas se en-
cuentra cuando todos callan. Goza del silencio como se
puede gozar de la soledad y aspira a pleno pulmón el aire
mañanero. Empieza a entender el porqué de esta salida y
teme mucho por los Caballeros de Gules. Los Caballeros de
Sable, con el despliegue de fuerzas que muestran, algún
poder oculto deben tener, algún mago o hechicero los ha
de apoyar y si don Álvaro y la compañía se dirigen hacia los
reinos fronterizos, es claro que él va en busca de algún po-
der benéfico que impida que el mal se derrame como
veneno incontenible.
La aparición del Unicornio, sigue pensando Gerar,
puede ser un buen signo que contrarreste a los poderes
oscuros. Pero el Unicornio no otorga fácilmente, ni mucho
menos, sus favores. El Unicornio es la espada y la palabra de
Dios; su grito es como el sonido de pequeñas campanas de
plata; vive hasta mil años y puede, entonces, convertirse en
blanca paloma. Es incansable y ningún cazador puede
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
86
atraparlo. Salvo una casta doncella, a cuyo regazo acuda
por su propia voluntad, recline su cabeza y agradezca la
blanca mano que lo acaricia. Pero también el Unicornio
puede estar mal dispuesto hacia los hombres y puede
arremeter contra ellos, según relata San Basilio y, entonces,
hay que cuidarse de él como si fuera el propio demonio. El
Unicornio que vieron los Caballeros de Gules cuál será, ¿el
que es voz de Dios o el que se alía al diablo? Gerar no lo
puede saber y continúa su avanzar en estas reflexiones.
Ruger, que no yerra golpe con el mandoble, el que
es fiel amigo, va saltando de un pensamiento en otro. Pero
su imagen central es la de proteger a la compañía y la de
no descuidar la vigilancia. Se da cuenta que todos mar-
chan ensimismados en particulares meditaciones y que es él
el guardián que no ha de perder atención. A veces, de tan-
to pensar en los demás y de cómo aliviar sus pesadas
tareas, imagina que un día ya no podrá defenderlos y lágri-
mas se le escapan silenciosamente, porque aunque él es
alegre por naturaleza la imagen de la muerte no le aban-
dona y su inexorable danzar, llevando de la mano a pobres
y a ricos, a niños y a viejos, a pastores, a reyes y a obispos,
siempre se le representa nítidamente, desde que vio un gra-
bado del pintor de Tierras Bajas, Van Teun, quien sólo pinta
a la segadora de vidas.
Alán, el que siempre duda, tardo en dar respuestas,
dado al enigma y a la adivinanza, da vueltas y revueltas en
su cabeza a los cabos sueltos que aún no forman figura
alguna. Tiene los hilos de un tejido que aún no se teje y que
no sabe la forma que habrá de tomar. Ni siquiera están
completas las partes del acertijo; ni siquiera se ha enun-
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
87
ciado la pregunta que se habrá de enunciar. ¿Cómo
entonces seguir una pista? ¿Qué huella llevará al final? ¿Por
dónde empezar si, a la manera de un círculo, se desconoce
el principio? Dejar todo en manos de la providencia es la
única respuesta que, por ahora, se le ocurre al dubitativo
Alán.
Rolán, el buen amador, el que conoce primero las
intrigas cortesanas, piensa que un traidor debe haber en el
fondo de estos misterios. Se esfuerza por repasar hechos
atrás, a partir de aquella reunión en la Gran Sala del
Concilio, donde los Caballeros de Gules en pleno y el obis-
po don Jerónimo hubieron de decidir la expulsión del Buen
Rey don Lope y la creación del Nuevo Reino al mando de
don Álvaro de Villalba. Trata de recordar precisamente
quiénes eran los caballeros reunidos y cuáles las expresiones
de sus caras. Cuando aún nadie daba el paso para ir con la
mala nueva al Buen Rey, ¿hubo rencor o insinceridad en las
comisuras de unos labios demasiado contraídos?, ¿hubo
alguna mirada de soslayo?, ¿alguna mano se posó impa-
ciente en el puño de la espada? Y después, cuando se
supo que don Álvaro era el elegido, esos signos ¿no se
acentuaron más?, ¿no se contrayeron más los labios?,¿no
fue más pronunciada la mirada de soslayo?, ¿no se movió
más impaciente la mano sobre la espada? Pudo haber sido
uno, o más de uno. Tal vez no sabían que la traición se
gestaba en sus pechos, pero desazón y envidia sí hubieron
de sentir. Por eso, Rolán, quien gusta de observar los peque-
ños cambios imperceptibles en los rostros y en las manos, se
esfuerza por recordar si notó algo aquel día famoso. Y sí, él
sabe que notó algo, pero aún no sabe qué. Es la sensación
de un aviso que no parecía entonces importante. Es la
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
88
memoria de algo que no encajaba en el momento y en la
situación. Un desasosiego leve, un no sé qué enfadoso, un
vago malestar. Un presentimiento. Un temor. Un deseo de
que no se cumpliera el destino inexorable de las cosas. Y de
pronto lo descubre. Rolán recuerda que el cambio estaba
en la cara del duque don Álvaro, no en la de los demás. Se
da cuenta que el único que reconoció al traidor fue don
Álvaro, porque todos tenían puestos sus ojos en él y él era el
único que los miraba a todos. Así que sólo hablando con
don Álvaro —y si él no hubiera olvidado a quién miraba
cuando sus rasgos se endurecieron, espejo que lo había
reflejado— podría identificar al que tramaba la entrega y la
derrota.
Contento de haber hallado el principio de una pista,
decide no demorar más lo que ahora le bulle con inquie-
tud. Debe acercarse a don Álvaro y ayudarle a encontrar al
traidor, empezando, así, a atar los que ahora son cabos
sueltos. Si don Álvaro logra descubrir el gesto delator po-
drán, entre los dos, seguir completando la fisonomía y luego
el cuadro total de la acción.
Sin perder, pues, más tiempo, empareja su caballo
con el de don Álvaro y le pide que se aparten para tratar
un asunto.
—Dime, Álvaro, ¿recuerdas el día de la reunión en la
Gran Sala del Concilio? ¿Recuerdas los Caballeros, uno por
uno, y sus nombres? ¿Recuerdas sus rostros y las expresiones
y los gestos? ¿Notaste algo extraño en alguno de ellos?
—Sí, sí los recuerdo; pero no recuerdo nada extraño.
—Sé que va a ser difícil recordarlo. Eran muchas las
emociones y entonces no había tiempo para pensar en el
mal. Dime, ¿no sentiste una inquietud?
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
89
—Sí, inquietud sí sentí, y no una sino muchas. Esa
noche no dormí.
—Y los Caballeros. Tratemos de recordar los que
estaban. Martín Martínez de Villaril, Antón Rodríguez de Ar-
lanzón, don Buero el Viejo de Peñarriba, Alvarpérez de
Castejón, don Juan Gálvez el Joven, de Tierras Cimeras,
Pero González, hijo de Gonzalo el Buentirador, que vienen
de cerca del mar, y los hermanos Bermúdez y Calatayud, y
tantos más.
—También estaban Minaya Mináyez de Montemayor
y Ferrán Ferrández de Tierraseca, el Duque Alfons el Batalla-
dor con su séquito venido de Fontefrida y más lejos aún,
Joan Díaz de Villayedra y Muño Muñoz de Burgochico, y
qué sé yo.
—Sin olvidar al buen conde don Remont, grande
sabio y filósofo, que viajó desde Altserrat y sus veinte infati-
gables caballeros.
—Y don Luis de Cuencalta, el del buen trovar.
—Y Soto de Artúrez, el buen amigo sin par, venido de
Galla tierras, con espada y armadura reluciente de Britonia.
—YJuan de los Lobeznos, y los gemelos Paulo Martín y
Martín Paulo.
—Bien, creo que los hemos nombrado a todos. ¿Qué
recuerdas de ellos, Álvaro, en especial?
—Nada, no recuerdo nada en especial. No puedo
imaginar que uno de ellos me traicionó. No quiero imaginar
que uno me traicionó. Nada, no recuerdo nada.
—Ese no recordar nada, ese cerrarte a la duda, más
me confirma que uno era traidor. No quieres reconocerlo.
No quieres denunciarlo. Aparta ya los escrúpulos.
—Puede ser que mi engreimiento me pierda. Creo
que todos me quieren y me duele que haya un traidor.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
90
—Piensa lo contrario: que todos te envidian y que
están dispuestos a saltar sobre ti con garras de animal feroz
y daga de hombre refinado; que acechan tu menor des-
cuido y que están prestos a eliminarte sin mínima piedad;
que cualquiera te vendería al mejor postor por sentarse en
tu trono y empuñar tu cetro. Y, sobre todo, no olvides que tú
también desplazaste al Buen Rey don Lope. Algo debes
haber aprendido.
—Pues no. Parece que nada aprendí. Cada día me
siento más torpe. No me puedo enredar en el ramaje de la
maldad. Sí, yo derroqué al Buen Rey don Lope. Sí, yo ocupé
su lugar. Pero fue diferente.
—Cada nuevo rey piensa que es diferente y que él
trae la verdad y el bien.
—Sí fue diferente. Don Lope ya no sabía gobernar, y
además yo no quise ser el elegido. De algún modo se me
empujó para tomar su lugar. Fuísteis vosotros los que me es-
cogísteis. Yo ¿para qué quiero el poder? ¿Acaso lo disfruto?
Más bien es una carga, es un deber estorboso. Si yo no
encabezo la lucha contra el mal, ¿quién lo haría? Si los que
me rodean son traidores, ¿cómo los dejaría vencer? Si soy el
único —y conmigo, vosotros, fieles compañeros— que veo
el mal, y no estoy ciego, y temo su reinado como a la total
oscuridad, y me obstino en oponerme a su triunfo perverso,
¿por qué entonces no luchar?
—Bien, vas por buen camino. Ahora podrás pensar
quién fue el traidor. Ahora te concentrarás en aquel día en
la Gran Sala del Concilio. Ahora no temerás recordar. No
temerás decir su nombre.
—Aún no lo sé. Es mucho el esfuerzo, pero lo inten-
taré. Es mucho, pero lo intentaré.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES
91
El buen caballero Rolán, el buen amador, amador
también de su duque, se retira y lo deja a solas con sus
recuerdos. Sabe que la tarea es ardua y el tiempo breve.
No quiere distraerle ni instigarle mayores dudas. Bastante
tendrá que pensar y repensar consigo mismo, juez solitario,
severo y preciso.
Se aparta, pues, Rolán y se une al resto de la
comitiva, que, en silencio habían observado, sin oír, conver-
sación grave y decisiones de peso. Todos adivinaron la
fuerza del momento y todos guardaron más largo silencio.
Todos, entonces, pensaron que los sucesos tomarían nuevo
rumbo y que don Álvaro necesitaba tiempo y espacio para
otra solución que aún desconocía. Hacen alto y descansan.
Dejan a solas a Don Álvaro para que los cabos se unan y el
rompecabezas cobre significado.
Descabalgan y alivian de sus monturas a los caballos.
Preparan un breve refrigerio, con frutas y bellotas que
recogen, y agua fresca de esos riachuelos providenciales
que siempre están a mano en los bosques floridos para
alegrar, con sonido, la vista y el oído. Se recuestan en los
troncos rugosos, sólidos y acogedores que parecen estar
plantados para protección y seguridad de caminantes, y
buenos hombres, y jóvenes enamorados, y niños que jue-
gan, y nido de pájaros, y refugio de pequeños animales, y
escondrijo de tesoros. Suma, en fin, los árboles de verde
confianza.
YUÇUF
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
93
Mientras tanto, Yuçuf sigue elaborando fórmulas porque
sabe que, de un momento a otro, habrá de hallar la de la
Materia Próxima. Ha mandado aviso para encontrar a don
Abraham y no sabe que don Abraham ya va en camino
hacia él. A veces sucede así, y es bueno y es reconfortante
que quienes se buscan se encuentren. No todo ha de ser
errores y desencuentros. Bien puede haber aciertos y hallaz-
gos. Por lo menos, el deseo debe traer cierta especie de
felicidad.
También Yuçuf ha oído rumores acerca de un bello
animal que a ratos semeja ciervo por lo esbelto y, a ratos,
caballo blanco de no muy gran alzada, que aparece por
aquí y aparece por allá. Que se deja entrever en la espe-
sura de un bosque o en lo alto de una montaña. Que quien
lo ve tiene una extraña sensación de melancolía, de
nostalgia por algo que no se sabe qué es, pero que con-
suela y trae paz. Que queda marcado quien apenas lo
vislumbra y sus ojos adquieren un brillo y una profundidad
que prevén abismos y un secreto y un misterio.
Piensa Yuçuf que si se trata del Unicornio grandes
cosas habrán de pasar, tal vez batallas, o portentos nunca
antes vistos, estremecimientos de la naturaleza, muertes en
masa o extraordinarios nacimientos, auroras tintas en roja
sangre y noches oscuras y espesas que ni el más afilado
cuchillo de artífice esmerado pudiera cortar delicadamen-
te.
Muchas y grandes cosas habrán de pasar si el
Unicornio ronda estas tierras. Buenas y malas, de todo para
escoger. Milagros y catástrofes. Desdichas y alegrías. Como
la vida del hombre. El Unicornio sólo vendrá a resaltarla.
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
94
Claro que si Yuçuf viera al Unicornio gran provecho
habría de sacar. Detalles podría observar que marcarían el
paso de sus labores alquímicas. Tal vez la fase final se de-
senvolvería con facilidad. Algún rastro del Unicornio, la
huella de una pisada, polvo de su pelambre, una minúscula
arista de su cuerno habría de ser preciado tesoro para él.
Y entonces lo decide. Suspenderá su trabajo y torna-
rá la senda de la montaña hacia las blancas cumbres de
nieve. Buscará sus huellas y tratará de acercarse a él. Esta-
blecerá una relación y algo aprenderá de él. Además,
llevará a Alor el blanquinegro que tantos lenguajes conoce
y que podrá hablar con el Unicornio, sobre todo si se deja
ver del lado blanco, porque el Unicornio ama a quienes son
blancos como él.
Y está contento Yuçuf. Tiene un nuevo plan y esto le
hace estremecerse de gozo. Se frota las manos y habla en
voz alta. Alor acude y menea el rabo e inclina la cabeza a
un lado y luego al otro inquiriendo por la causa de la
alegría de su amo.
Así que Yuçuf inicia los preparativos del viaje. Primero
indaga y pregunta en el mercado quiénes han visto al bello
animal. Unas cuantas monedas en las manos apropiadas
desatan las lenguas, y las bocas hablan y las memorias se
refrescan. Va acumulando datos y pistas, algunos buenos,
otros equívocos, pero todos apuntando hacia la Montaña
de Nieve.
Un buen día resuelve no esperar más. Escoge sus
vestimentas más resistentes, sus borceguíes de suave y firme
piel; llena su alforja de nueces y otras provisiones que no se
echan a perder. Cierra su aposento con doble llave y avisa
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
95
que no habrá de regresar en un par de semanas. Alor corre
a su lado y está excitado por Ia partida.
Al llegar a las murallas de la ciudad saluda
ceremoniosamente al último centinela y sale a campo
abierto. Alor siente el aire de la libertad y corre en círculos y
salta matas y regresa con su amo para volver a alejarse a
mayor velocidad aún.
Yuçuf respira hondo y se alegra con la alegría de
Alor. Sonríe y emprende el camino con paso ligero y ágil. Ya
cerca de la falda de la Montaña de Nieve el viento arrecia
y empieza a refrescar. Cuando penetra en el bosquecillo
del costado parece como si la oscuridad lo envolviera.
Aprieta el paso y Alor ya no se aleja de su lado. Quieren los
dos atravesar pronto esta fría negrura y cobran fuerzas en
compañía.
Entonces se oye un silbido tan agudo que los ensor-
dece y los deja paralizados. Ni Yuçuf dice palabra, ni Alor
emite un ladrido. Las ramas de los árboles se agitan como
brazos sarmentosos y van rodeando al hombre y al perro.
Ellos no pueden moverse y las ramas ya los van atando y
casi estrangulando.
Hacia la mitad del bosque se empieza a formar un
claro, brillante de luz y cristalino.
Fue ahí donde lo vieron por primera vez, Yuçuf y Alor.
Sí, Yuçuf y Alor vieron al Unicornio en el claro del bosque,
camino a la Montaña de Nieve. Y quedaron fascinados,
como dos imanes, como cisnes ante el espejo, como
Narciso y el agua.
Luego Yuçuf sintió una pregunta, pero que no
sonaba.
Y la pregunta decía: "¿Por qué me buscas?"
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
96
Quiso contestarla, también sin palabras, y no pudo. El
claro se fue cerrando, las ramas se alejaban y Yuçuf y Alor
eran libres. El Unicornio ya no estaba.
Alor saltó a las piernas de Yuçuf y Yuçuf le palmeaba
en el lomo y en la cabeza. Estaban contentos porque
habían visto al Unicornio y porque el Unicornio se había
comunicado con ellos. La jornada empezaba bien y siguie-
ron camino adelante.
Ahora sabían que no sería fácil llegar al Unicornio,
pero que el Unicornio los esperaba y que en algún lugar de
la Montaña de Nieve habría de reunirse con ellos. También
comprendieron que serían puestos a prueba y que
deberían vigilar constantemente. Vigilar, y nunca abando-
narse. No pensar que se ha ganado la batalla, aunque se
saboree el triunfo. No creer que se ha alcanzado una idea
en su totalidad, sino apenas las vías que han de iluminar un
poco el pensamiento. Porque la duda siempre queda, el
conocimiento íntegro no llega. Intuimos que sabemos y
nada sabemos. Damos vueltas en torno a las ideas, pero no
penetramos en ellas. Sólo, si acaso fuera posible, el
conocimiento del no conocimiento por la inmersión abso-
luta en la idea de Dios. Abandonar la realidad, engañosa y
no comprobable, y elevarnos a la esfera de la esencia
pura. Que tal vez con la muerte podremos alcanzar.
Y bien, Yuçuf y Alor se empeñan en la búsqueda.
Sabe Yuçuf el valor de la duda y su fraccionamiento en
múltiples y pequeñas dudas nuevas. Sabe que la luz del
conocimiento no puede ser explicada y que, de pronto,
una idea es clara, sin más, como rayo en cielo tormentoso.
¿Viene la idea de una corriente de ideas flotantes,
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
97
partículas de polvo en el aire? ¿El conocimiento existe pre-
viamente y sólo falta ser descubierto, ser aprehendido? De
dar vueltas a la idea, ¿surge su forma? ¿Se materializa lo
impalpable? ¿Niega la creación la eternidad? ¿El principio
lleva al fin?
Dudas y preguntas que son compañía conocida en
Yuçuf y que tornan y retornan en infatigable ritmo de noria.
Pero ahora hay algo que hacer. Por lo pronto, seguir
adelante. Terminar de cruzar el bosquecillo e iniciar el
ascenso de la pura y tranquila Montaña de Nieve. Su cum-
bre blanca es paz para los ojos, sus laderas —de lejos,
azules; de cerca, color tierra— ya no son tan abruptas
según se acorta la distancia. Tal pareciera que un misterioso
milagro diluyera la relatividad tiempo-espacio y el resultado
se presentara sin prisa ni fatiga. Por magia de épocas de
fantasía, Yuçuf y Alor a su lado, ligeros y con el corazón
alegre, inician el ascenso. Parece que un sendero se marca
por entre la tupida maleza y por ahí toman su camino.
Parece que no fuera esfuerzo la cuesta arriba y que apenas
elevados del suelo fueran conducidos. Parece que lo inevi-
table es dejarse llevar y enfrentarse a lo que haya en la
cumbre, sea bueno o malo. Por lo tanto, Yuçuf no se
inquieta: aceptará el premio o el castigo, sacará fuerzas de
flaqueza para cualquiera de los dos.
Cuando se da cuenta de que no tiene que escoger
camino y que, muy bien puede mirar a los lados y hasta
permitirse el recreo de la vista, se pone a gozar del paisaje.
Gozo verdadero del paisaje, alegría de los colores para el
alma: verde sosegado, amarillo contraste, rojo alerta, azul
bello, blanco que todo lo cubre. Formas también, del árbol,
de la flor y de la planta. Tierra suave y piedra dura. Olores
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
98
de mil hierbas y de humedad y de viento. Sentir el sol agra-
decido en la piel y la frescura serrana. Leve eternidad del
olvido de lo cotidiano e inmersión en la naturaleza toda.
—Querido Alor, ya sabes que te hablo porque sé que
me entiendes. Sí, tus ojos me lo dicen. ¿Comprendes lo que
siento en este momento? Pienso que nada vale, sino este
presente que se escapa, sino aquello que no puede ser
definido, sino lo inabarcable, lo inasible, lo inmensurable. Tal
vez la nada, pero una nada llena por completo y por eso
confundida con la nada. Meneas la cola, Alor, sé que me
comprendes. Qué bueno es que me comprendas. Alor,
aquí en la montaña, ahora, soy feliz. ¿Sabes que es difícil
decir esto? Y sí, soy feliz. No sé lo que me espera, pero soy
feliz. Tampoco puedo definir la felicidad. Las cosas que más
me importan son las que no puedo definir. Y mejor así.
Porque definir es meter en un cajón lo que es libre y sin fin.
Siguen ascendiendo Yuçuf y Alor y el tiempo no corre
y el sol se ha parado. No hay sombras, ni ruidos, absoluto
silencio de la creación.
Llegan por fin al lugar escogido, no por ellos, sino por
alguien. Al fondo y cerrando el camino hay un alto muro
cubierto de espesa yedra. Una puerta, de nogal pulido,
impide el acceso, o lo permite, que para eso son las puer-
tas. Altas hojas de madera de una sola pieza y en medio de
cada una un grueso clavo de cabeza hexagonal. En el
centro, dos llamadores de hierro, circulares. Encuadra la
ancha puerta un marco de piedras en estrechos
rectángulos, piedras grises, porosas, de áspera arena agluti-
nada. La puerta no se apoya en el suelo, sino sobre alto
escalón, y así parece que quisiera escapar, lista también a
iniciar el vuelo. Columnas rematadas en arcos de medio
punto, con hierbas y hojas trepando a intervalos, tamizan
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
99
claroscuros por el pasaje que lleva a la puerta. Altas colum-
nas de basalto, encaladas, receptoras del sol, señas de
calidez y de seguridad.
Es un misterio la puerta. Es un abrir o cerrar lo desco-
nocido. Puede haberlo todo o nada del otro lado. Es fin o
principio. Es decisión última, límite del tiempo, entre lo
pasado y lo venidero. Ya siempre quedar afectados por el
antes y el después. Y, tal vez, la breve vacilación de si tocar
o no a la puerta, de si abrirla o no, de si atravesarla o no. La
idea de algo definitivo, de la imposibilidad del arrepenti-
miento, del absoluto corte y del inicio de lo desconocido.
Por ello, aguardar, reflexionar aún, no dar el paso. Aunque
el pasaje de entrada, sombreado, verdiclaro, túnel de luz
bordada, no agobiante, prometa nuevos mundos, agra-
dable conocimiento, hallazgo de esperados y encuentro de
buscados.
Y bien, el perro mira a su amo. Se detiene a su lado,
se sienta, y los dulces ojos profundos le interrogan. "Espera",
dice el alquimista, "espera". Y espera Alor y espera Yuçuf.
Esperan los dos, pero saben que por poco tiempo. La
verdad es que ya Yuçuf ha escogido. Escogió hace mucho
y se da cuenta de que su camino no tiene alto. Quien se
interroga no para. Quien fatiga el polvo conoce mundo.
Quien busca, halla. Sólo que Yuçuf paladea antes de
probar, posterga el placer por mejor gozarlo. Alarga breves
instantes mentales, absoluta lucidez, plena conciencia
entre el no ser y el ser. Pospone lo que ya casi sabe que es.
Se deleita en la intuición, en el pregusto del preconoci-
miento.
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
100
Alor es impaciente y da un salto y apoya sus patas
delanteras en los muslos del alquimista y le indica por todos
los modos que ya entren. Piensa Yuçuf que es llegado el
momento, que no puede retener lo que sigue su curso.
Penetra bajo los arcos de fresca sombra, aspira profun-
damente el tibio aire de la mañana y no hace caso de los
saltos alocados de Alor, que se adelanta y se regresa y le
mordisquea la mano y a veces la pierna o el pie.
Frente a la puerta Yuçuf se detiene de nuevo, pero
cuando ya su mano se acerca al llamador, aun antes de
poder tocarlo, lentamente la puerta va abriéndose y retira
su mano Yuçuf, como avergonzada de haber sido sorpren-
dida en acción indebida que debió haber imaginado.
Yuçuf entra y Alor le sigue. No piensa más Yuçuf, sólo
ve y siente. Suaves extensiones onduladas de césped tierno,
perfectos árboles para frescor apacible, el color salpicado
de flores, el olor combinado de frutos. El sonido transparente
de agua voluble y predeterminada: arroyuelo y fuente. Sim-
ple olvido total. Borrón y cuenta nueva. Nada atrás, nada
adelante. Ahora y aquí, hic et nunc, no dos, uno. Jardín del
milagro. Fuente del origen. Paraíso recobrado. Pero como
paraíso al fin, con prohibición. Que ni el paraíso se libró del
no. Conoce Yuçuf el no, es el mismo contra el que siempre
luchó:no seguir más allá, no tentar las fuerzas desconocidas,
no pretender alcanzar la Causa Primera. Y, sin embargo,
hacerlo.
Así pues, también aquí habrá un no. Un no que habrá
que descubrir, que habrá que empezar por encontrar para
luego llegar al sí. Sic et non. La fuerza que rige al hombre,
para bien y para mal.
Absorto en el deleite del prado nuevo, recoge Yuçuf
sus pensares sueltos y como pastor comedido a buen fin los
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
101
encamina. Retoma el ritmo de sus pasos y dirige su voluntad
adelante, hacia lo que sabemos que hay siempre oculto
para todos, pero aguardando ser encontrado, palacio de
cristal, no creído, sólo inventado; deseado, deseado, eter-
namente deseado, escape a todo dolor, a todo temor,
limpia cura y remedio de alma enferma y cuerpo torpe.
Paraíso de la fantasía, realidad de la imaginación. Todo es
posible en el mental palacio de la imagen. Aristas de dia-
mante que como el espejo del Faro de Alejandría, todo lo
reflejan y todo lo conocen, en sus mil refracciones ilu-
minadas.
Y bien, el palacio de cristal existe, como tú y yo, en
tanto que tú y yo existimos, no antes de nosotros, ni des-
pués. Primero la puerta, luego el jardín, al fondo el brillo del
cristal. El misterio último de lo que encierra el palacio. Y lo
que encierra el palacio es lo que tú quieres y lo que yo
quiero, lo que tú inventas y lo que yo invento. Tus cuentos,
tus historias, tus apetencias y tus meditares. Los míos
también. En fin, los nuestros. Así pues, existirán las cuevas de
Montesinos y la verdad será la pequeña verdad del sueño y
la revelación, sin medida imaginada alguna, sin peso, sin
concreción, sin lindes, totalmente libre y lanzada al espacio
cosmológico. Ese no poner límite será lo que cabrá en el
palacio, donde el eco de lo inaudible rebotará de una a
otra pared de cristal, creando un silencio de sonidos. La
esencia de las más altas y depuradas esferas, lo inasible e
indefinible, la voz impronunciable de Dios, todo lo que se
siente y no se puede expresar, la instantaneidad de las
emociones, la complejidad fugaz del pensamiento, el
arcano inescrutable de la idea, los vaivenes y los cambios,
lo inestable, el perpetuo movimiento, el péndulo, el flujo, el
LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF
102
ciclo, sol y luna. Todo allí compendiado para que, apenas
lo vislumbres, apenas lo adivines. No para que conozcas la
totalidad, ni la explicación última, que sería el morir, sino
para que la intuición parcial dé vuelo a tu inquietud y cierta
especie de certeza sosegada acompañe tu triste penar y
consuele tus horas de soledad.
Frente al palacio han llegado Yuçuf y Alor. La puerta
está abierta, o tal vez no haya puerta, que la transparencia
del cristal es la misma que la del aire.
Ya la precaución, si es que la hubo, ha quedado
atrás. Ni Yuçuf vacilará, ni Alor se intimidará. Espejos y crista-
les reflejan su caminar e imágenes multiplicadas de sus
presencias pueblan los salones espaciosos ya no vacíos, sino
colmados ahora. De algún modo, por el intrincado laberin-
to, saben dirigir sus pasos hacia donde bien saben quien
bien los espera.
EL UNICORNIO
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
104
Y los espera Él. La Fuerza Originadora. El Innominado. Que
encarna, si así lo prefiere, la más alta forma o la más
pequeña, porque de toda la naturaleza participa en sí y
tiene de todos y está en todos. Es parte y compendio.
Esencia y materia. Cristal y roca. Nube y árbol. Está en ti y
en mí, y fuera de ti y fuera de mí. Es quien despierta las
fuerzas, fuerzas del bien y fuerzas del mal. Como concepto
circular todo lo engloba y sólo así explicamos el bien como
negación del mal y el mal como negación del bien.
Yuçuf piensa que está a punto de alcanzar el Cono-
cimiento Último. Grave error, que siempre los hombres
yerran, que siempre olvidan que faltan las pruebas, y que
nunca se logró hazaña, hallazgo o desencantamiento sin
duros trabajos ni agobiantes ensayos. Una y otra vez el
intento, una y otra vez la repetición, lo que está a punto de
encontrarse y aún no se encuentra, lo que ya casi se alcan-
za, los últimos pasos hacia la cumbre, la mano ya extendida
que pareciera tocar el nimbo.
El sacudimiento de la realidad. Movimientos telúricos
agitan el frágil palacio de cristal. Todo tiembla y un in-
terminable tintineo de vidrio contra vidrio, de espejo en mil
pedazos, de reflejos rotos, de dolorosos rayos de luz difrac-
tada, se clavan en los ojos y en el cuerpo de Yuçuf. Sangra
Yuçuf y queda ciego Yuçuf. Extiende los brazos queriendo
proteger su debilidad y no sabe aún orientarse en un nuevo
mundo sin luz.
Ya no ve y la Voz le dice:
Vagarás por el mundo y contarás mi nueva: Quien me ve, ya no soporta otra vista. Quien me vio llevará la luz por dentro. Luz serás para los demás. Tendrás mi palabra y salvarás de la
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
105
oscuridad a los hombres. Vendrán guerras y tú conocerás el talismán de la paz.
Luego el silencio todo lo cubre. No sabe si moverse
Yuçuf, ¿por dónde caminar entre tanto cristal luciente de
rotas aristas? Pero Alor está ahí para salvarlo y también Alor
ha comprendido su misión. Alor se acerca y siente la mano
de Yuçuf sobre su cabeza y así caminan los dos y los crista-
les se apartan a su paso. Y los cristales se elevan por el aire
en remolino y ventisca, vuelven a fundirse y a tomar forma
precisa. De nuevo, espejos reflejan espejos y salones se
multiplican de verdad y de mentira.
Alor guía a su amo y lo lleva a un cuarto. Cuarto,
cuyas cuatro paredes son de nogal, con espeso tapiz de
intrincado tejido que ya no ve Yuçuf, y ricos muebles con
telas suaves y acojinadas, y un lecho grande, mullido, de
crispantes sábanas de holanda y acomodaticio edredón
de finas plumas de ave. Yuçuf todo lo toca. Yuçuf todo lo
palpa y aprende a amar las yemas de sus dedos. Recorre el
cuarto y aprende a mover los pies sabiamente y ama su
cuerpo todo que tan dócil inicia el aprendizaje. Una sola
cosa que toca es dura y fría: la jofaina con agua de rosas.
Busca con las manos porque sabe que habrá cerca una
toalla. Luego que la encuentra la humedece en el agua, se
desnuda y refresca y limpia su cuerpo. Camina hacia el
lecho ansiado y se desliza entre las sábanas bienolientes
que crujen ante el contacto con su piel, y en movimiento
sinuoso acomoda el edredón y su cabeza halla reposo en
la almohada confortante y acogedora de cuitas. A sus pies,
ya Alor se ha echado y en duermevela habrá de vigilar su
sueño.
Vienen días de descanso y meditación. De múltiples
silencios y aprendizajes. Pero la Voz no vuelve a sonar y la
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
106
profecía no sabe cómo interpretarla Yuçuf. Espera alguna
señal. Y, sin embargo, no está inquieto. Ha aceptado lo que
el destino le guardaba y no se rebela ni se esconde, ni se
goza en su dolor. Tal parece que el aprendizaje de los otros
sentidos, aguzados por la pérdida de uno de ellos, fuera
cosa de entretenimiento para el sabio alquimista. Así se
siente en desafío por saber distinguir los diferentes niveles de
cada sonido, la intensidad de los olores, la calidad de
objetos al tacto, el grado del gusto y del sabor. Mucho le
ayuda Alor, que ya no se despega de su lado y le va
indicando el camino y eligiendo la senda más fácil y llana.
Recorren los dos el palacio. Se reflejan unilateralmen-
te en espejos bruñidos y cristales relucientes. El espejo de
cristal no recoge el espejo del ojo. Pasean por el jardín y
Yuçuf va reconociendo el olor de cada flor y de la planta y
del fruto. Con la mano toca la fresca hierba primero y luego
el rugoso tronco de árbol. Y siente deleite en esta su piel
cuyas terminaciones nerviosas han despertado de una
somnolencia cómoda y son ahora ejemplo de vigilia, ojos
del cuerpo, órganos de la inteligencia y reliquia de nueva
memoria. No se cansa de tocar, una a una todas las cosas
que le rodean. No sólo el espesor o la suavidad advierte,
sino la forma precisa, y se da cuenta cuán engañosa la
vista era, cuán vanamente superficial, cuán fría y lejana.
Que pretendía abarcarlo todo y nada profundizaba. A ojo
de pájaro. Apariencias engañan.
Y así, cuentan los romances, que Yuçuf olvidó el
mundo y el propósito de su viaje a la Montaña de Nieve.
Luego, ejercitó su oído y hasta el menor rumor, el leve
susurro, el ínfimo murmullo aprendió a discernir en el ahora
sonoro mundo que había subido de volumen. Lo que no
escuchaba aún era el mensaje que se guardaba para él. Y
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
107
tampoco, agregan los cantares, esto le inquietaba para
nada.
El olfato le dirigía o le apartaba de lugares
agradables o desagradables y muchas presencias podía re-
conocer o desconocer. Y tampoco le preocupaba el
tiempo que empleaba en estos sus descubrimientos. No se
sabe si fueron muchos los días que pasó en placidez de
nuevas sensaciones, o si pocos fueron los días.
Pero como todo llega a su término y también el
placer displace y el descansar cansa y el cuerpo busca el
contrario de su signo, así también —y aún más fuerte-
mente— el espíritu busca el cambio y se renueva en la
diferencia.
Entonces supo Yuçuf que el momento había llegado.
Que ya estaba listo para el siguiente paso en este camino
de opuestos equívocos. Regresó del jardín al palacio y
buscó en todas las habitaciones y esperó a ser llamado.
Y fue llamado, porque no en balde había sido
guiado hasta ahí. Resonó por los desiertos pasillos leve trote
de cascos ligeros. Se reflejó en los espejos imagen única —
que ya ojos no daban duplicidad— y el trote fue cada vez
más sonoro y Yuçuf comprendió que era llamado. Orientó
su oído hacia el trote y Alor lo guió por el laberinto siempre
cambiante. Llegaron a la sala de los mil espejos y
aguardaron. Alor sí lo vio, y Yuçuf lo adivinó. Fue como
cuando lo conocieron por primera vez. Se hizo mayor el
silencio y se oyeron las palabras que no sonaban:
Tendrás el Vaso del Unicornio. Será talismán que te otorgue, Yuçuf, porque has sido el elegido. Traerás la paz, luego de la muerte y la destrucción.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
108
El silencio no fue tan oprimente y de nuevo resonó el
leve trote. Yuçuf quiso hablar antes de perder al Unicornio.
Quiso pasar su mano por la cabeza de pequeña forma.
Quiso alguna prueba y se quedó totalmente desolado.
Desolado, pero lleno también de un aire envolvente
que le hacía respirar profundo y que le embargaba de
alegría. Casi se sentía flotar, ligero como una nube, trans-
parente, como agua en mano, viento en los cabellos, suave
armonía del hombre en las esferas. Integración al todo.
Absorción de la vida por todos los poros. Brevedad.
Instantaneidad. Pero no fugacidad. Quedará para siempre
guardado en la memoria el momento del Conocimiento y
será piedra de toque de evocación.
En seguida hay que reaccionar. Despertar del sueño
de la Revelación. Y pronto, porque hay mucho que hacer. Y
sí, estar dispuesto a hacerlo todo. Pero, por dónde empezar,
qué hacer, qué orden seguir. Tranquilidad. Las cosas ven-
drán a su tiempo. El camino se irá haciendo al andar.
Ay, Yuçuf, cuántas cosas dependerán de ti. Mucho
se te pedirá y mucho tendrás que hacer. Ponte ya en
marcha que otros te buscan y traen noticias para ti. Que lo
que tú aún no sabes ya otros saben. Regresa al mundo,
Yuçuf, no te deleites en el descanso. No creas que te
regodearás por ser el elegido, porque el elegido es el
menos libre: ahora eres de los demás. Serás el servidor, el
infatigable caminante, el hombre sin casa. Abandonarás tu
refugio en la tierra, tu bella Ciudad de Grana, tus instrumen-
tos, tus redomas y el atanor. Tu búsqueda de la Materia
Próxima quedará en suspenso, el dato que te faltaba pue-
de ser que lo encuentres pero ya será tarde para tu
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
109
experimento. Yuçuf, tu vida será diferente. Nuevos rumbos
te aguardan. Toma fuerzas, Yuçuf, ciego alquimista, que
mucho se espera de ti.
Yuçuf regresa a su habitación y al recostarse en el
lecho para poner orden en sus pensamientos y meditar,
tranquilo de cuerpo, nota un pequeño objeto a su lado. Lo
coge entre sus manos y lo palpa cuidadosamente. Es de un
material delicado, frágil y duro a la vez y de tacto frío. Tan
suave, sin poro alguno que desalise su superficie, que es
placer recorrerlo con los dedos y comprobar una y otra vez
su forma inusitada de vaso ritual. Y lo comprende Yuçuf. Es
el Vaso del Unicornio. El Vaso del Unicornio. Por fin lo tiene
para él. Recostado en la cama lo apoya en su pecho y de
todo se olvida y se queda dormido. Tal vez sueñe prodigios
y maravillas, pero qué más prodigios y maravillas que los
que le ocurren estando despierto. Al olvido del olvido van a
parar imágenes traspuestas de reales objetos ya invertidos,
ya contrarios, ya desrealizados. En añoranza de muerte el
descanso es alivio y la calma todo lo cubre.
Al abrir los ojos ya sabe lo que tiene que hacer.
Guarda el Vaso del Unicornio junto a su pecho y nerviosa-
mente su mano vuelve a palparlo para comprobar que
sigue ahí, aunque apenas acabe de haber sido colocado.
Y así siempre le queda el movimiento irreprimible de la
mano que busca asegurarse de lo que, sin embargo, sabe
seguro.
Camina por última vez por pasillos y corredores de
altos espejos inútiles y siente un adiós en el aire. Por el jardín,
ventalles de olores le acompañan. La gran puerta de ma-
dera se abre a su paso y el posible arrepentimiento de
abandonar un paraíso ya no lo es, pues la incertidumbre de
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
110
lo desconocido no le causa miedo, sino al contrario, le inci-
ta a enfrentarse consigo mismo y a conocer cuál ha de ser
su medida en otra actividad que no sea la habitual.
De regreso, siempre los caminos son más cortos, y la
imagen invertida del paisaje no la siente ni esfuerza a su
cerebro, no más afectado por la luz.
Una vez adentro de la ciudad nadie nota que hay un
cambio en él. Que es más fácil seguir pensando igual y
seguir viendo lo mismo. Que es más fácil ser ciego con ojos
que ven, que ciego con ojos que no ven.
A su casa se encamina el alquimista y llega a buena
hora para la comida. Nadie le ha echado de menos. Le
preguntan de su paseo como si hubiera salido esa misma
mañana y no parecen darse cuenta que muchos días ha
que falta de la casa. El alquimista prefiere no aclarar la
situación y empieza a considerar lo extraño como natural y
lo diferente como normal. En su laboratorio todo está como
lo dejó. El atanor sigue encendido y las llamas dan calor al
rostro de Yuçuf. Alor va a acostarse a los pies del atanor y
extiende sus cuatro patas, el cuerpo de costado y la
cabeza ladeada en un total goce de simple naturaleza.
Yuçuf saca entonces el Vaso del Unicornio y acari-
ciandolo tiene la idea de utilizarlo para sus mezclas y
pócimas. No sabe si está bien hacerlo. Pero una vez que la
idea surge es difícil desecharla sin antes ponerla a prueba.
Busca a tientas entre los frascos de azufre nativo, de
arsénico blanco, de plata. Repite de nuevo las mezclas y
destilados hasta colectar las tres fracciones: agua de lluvia,
aceite de rábano y aceite de ricino que le han de llevar a
la Materia Próxima. Todo lo tiene a punto ya y un impulso
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
111
que le impide detenerse, aun cuando fuera malo, le hace
transferir la mezcla al Vaso Único.
Y el milagro ocurre, la mezcla se convierte en iosis y
se logra la purificación final. Pero Yuçuf no puede asomarse
al Vaso, como tantos otros alquimistas a sus vasijas, rever-
beros o sublimadores. El deleite de la trasmutación de los
metales y del sinfín arcoiris en ebullición no lo contempla.
Sólo por el burbujeo adivina el cambio de uno a otro matiz
de color, el amarillo pálido, el dorado oscuro, el verdinegro,
el púrpura y, finalmente, el blanco. Ahora, no sabe dónde
decantar el destilado por temor a destruir o corroer el Vaso
del Unicornio. Busca con las manos, ayer hábiles hoy torpes,
el crisol donde depositarlo. Luego limpia con cuidado el
Vaso y lo guarda lejos de la vista de quienes ven.
Tranquilo ya y satisfecho piensa en acostarse un rato
a dormir. Le embarga el buen sueño de quien lo tiene mere-
cido, bien sea por el cansancio, bien por haber alcanzado
algún grado más en el diario ascenso del alma. Y sueña.
Sueña lo que ha de pasar.
Como Jacob dormido al pie de la escala, con
ángeles se enfrenta y lucha toda la noche. Y en verdad es
noche de lucha. Más aún de guerra. De guerra y de
muerte. Muerte de dos hermanos que el uno al otro se
arrancan y despedazan los miembros. He aquí lo que sueña
Yuçuf en una noche en que pensó que el dormir sería
premio.
De dos laderas opuestas, en bello campo
florido, bajaban dos hermanos convergien-
do hacia el mismo lugar. Y aunque debían
reunirse en el centro y darse un abrazo de
comunión, según iban bajando se encona-
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
112
ban el uno contra el otro y sus ojos
chispeaban furia y espumarajos de saliva
ahogaban sus bocas. No se sabe quién fue
el primero en lanzar una piedra, pero la
frente del contrario empezó a sangrar. Y
tampoco se sabe quién sacó primero la
espada, ni quién la blandió primero amena-
zante. Ya el odio cegaba sus ojos y no se
reconocían ni recordaban que habían na-
cido del mismo vientre, que bebieron la
misma leche, que oyeron las mismas pri-
meras palabras, que jugaron los mismos
primeros juegos. Que el mismo padre les
enseñó a forjar y blandir la espada y la mis-
ma madre a amar las estrellas y el calor de
la chimenea en frías noches de invierno.
Y luego, como por encanto, pero
también esperadamente, tras de cada
hermano empezaron a emerger soldados
armados, de lento paso y de impenetrable
armadura, cada uno con una lanza, bos-
ques de hierro deshojados, sólo la punta
anunciando flores de sangre abierta. Y na-
da podía hacerse. Aún antes de que
empezara la batalla y cuando por un
momento relámpago los hermanos quisie-
ron evitarla, ya los soldados eran tantos y
tan monótonamente insistente su marcha
que ni el más leve resquicio de razón hu-
biera penetrado entre sus acerados filos.
Y el florido campo anunciaba púrpu-
ras y hedores. El silencio, agonías. El aire
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO
113
puro de la mañana, aves funestas de carro-
ña. El sol, un atardecer de rojas nubes
rasgadas. El cielo, tumba de muertes in-
constantes.
LOS TRES
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
115
Luego del breve descanso y del más ligero almuerzo, don
Álvaro, don Abraham, Gerar, Ruger, Alán y Rolán, ya cerca
de la Ciudad de Grana, deciden el paso a dar. Cambia
don Álvaro su traje de gran duque por el hábito desgastado
que don Abraham guardaba en su alforja. Calculan llegar
al anochecer para que su entrada sea vista por poca gente
y levante menos curiosidad. Afuera quedará la compañía
que sólo habrá de actuar si al término del tercer día no
regresan don Álvaro y don Abraham.
Cuando brilla la primera estrella, se separa en dos el
grupo. Abraham y Álvaro se adelantan a pie y luego de
pasado un rato, les sigue a prudente distancia Ruger, listo a
intervenir, en caso de peligro. Pero al llegar a la entrada de
la ciudad, apenas un instante previo a que las puertas fue-
ran cerradas, ya Ruger no se deja ver y los dos hombres han
quedado librados a su destino.
Se dirigen al barrio del límite sur, donde está la casa
de Yuçuf el alquimista. Llegan a buena hora y al tocar la
aldaba les contesta Alor ladrando.
Yuçuf y Abraham se abrazan largo rato.
—Sabes, Abraham, que mucho he pensado en ti y
que llegas cuando más te necesito.
—Lo mismo digo yo de ti, Yuçuf, y por eso he venido
a verte.
—Sí, cosas han pasado y cosas pasarán. Los astros
van a conjugarse. Las piedras van a germinar. Pero dime,
¿quién es el amigo que te acompaña?
—Hombre de mucho valor que todo lo ha arriesgado
por venir a ti.
—Es una pena que no pueda ver su cara, ni sus
rasgos, ni su porte, porque sabrás, amigo Abraham, que la
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
116
luz de Dios cegó mi luz. Pero si pudiera tocar su cara y oír su
voz.
—Puedes tocar mi cara, sabio Yuçuf, y ya oyes mi
voz.
—Cara y voz nobles que desmienten el áspero sayal.
Algo ocultas, caballero, y algo te preocupa.
—Pero Yuçuf, amigo, dime ¿por qué esperabas mi
llegada?
—Te esperaba, Abraham, y te mandé avisos. Sólo tú
podrías ayudarme a calcular una fecha que me diera la
conjunción de los astros y el influjo de las piedras. Pero todo
quedó interrumpido, y ahora, ciego, no sé qué podré hacer.
—Cuéntame, ¿qué sucedió?
—¿Qué habría de suceder? Que mi búsqueda me
llevó hasta el punto donde ya no podía seguir adelante.
Que tanto ambicioné conocer que me topé con alta pared
que me aprisionó. Que mientras más me elevé, más profun-
da la caída fue. Que cuando a punto estuve de entender
la Idea Generadora, en cristales se me desbarataron con-
ceptos y raciocinios. Que ya la mente alcanzaba la total
comprensión con la misma facilidad con que la mano coge
la fruta del árbol a su alcance. Que ya las palabras se
habían ordenado en discurso lógico a la manera de calei-
doscopio irrepetible. Que cuando todo lo vi claro, todo se
me oscureció.
Y así, los tres se sientan a hablar y cada uno relata sus
recientes sucederes. A sus pies, Alor, fiel tapete, dormita
apacible.
¿Qué más decir? ¿Qué más hacer? ¿Qué contar de
tres que intuyen el destino de los hombres, que pueden
adivinar lo que se avecina, que lo temen y aún no saben
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
117
cómo remediarlo? Que de ellos depende el bien y el mal y
que aunque eligen el bien no encuentran el modo de
hacerlo reinar y perdurar. Que se debaten entre los límites
del lenguaje y que con las palabras modifícan la realidad.
Que ante los hechos tratan de encontrar la fórmula que
todo lo incluya y todo lo explique. Uno por uno analizan los
sucesos, y de las apariciones y multiplicación de los Caba-
lleros Negros empiezan a inferir posibles conclusiones.
Resalta lo obvio, lo más sencillo de todo y se alejan de la
interpretación metafísica para acudir a las más elementales
proposiciones. Así surge el pensamiento práctico y la idea
inmediata. El problema es atacado con armas lógicas y el
punto de apoyo aristotélico habrá de mover al mundo.
Deciden trazar un plan de acción.
Y he aquí a los tres hombres, el de ciencia, el filósofo
y el guerrero empeñados en comun hazaña, sentados a la
misma mesa y preocupados por el fin del mundo. La des-
trucción que ven avecinarse no es una ni la primera. En ella
está toda la destrucción y todas las destrucciones de
épocas pasadas y de épocas venideras.
Los tres encarnan una síntesis plurimoral y se constitu-
yen, heroicamente, en defensores del bien. Émulos de
profetas, anuncios de idealistas, ingenuamente creen en sí
mismos. Aún piensan con fe en la salvación y en la
redención. Ayudémosles a seguir creyendo. Creamos tam-
bién nosotros. Es, después de todo, un espejismo o es esas
imágenes que, según cómo las veamos, representan un
objeto u otro objeto, alternando el enfoque de los ojos. Ver
el cristal de la ventana o ver el bosque tras del cristal. Vivir
en este mundo real o en el otro interior e imaginario y
traspasarlo con la mirada. Hacia dentro o hacia fuera. Ser la
misma persona y estar en diferentes situaciones. ¿Ser la
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
118
misma o ser otras personas? ¿Esquizofrenia racional o no
racional?
A falta de respuestas, preguntas a la sorpresa y a la
maravilla. El eterno por qué y para qué con tantas diferen-
tes variaciones. Siendo el tema uno, las interpretaciones, las
ejecuciones, las realizaciones son movimiento perpetuo,
cambio incesante, multiplicación de matices, combinación
de tonos y semitonos, cromatismos armónicos o desar-
mónicos, figuras geometrizables, puntos y líneas infinitos,
círculos concéntricos de menor a mayor, infatigables, mate-
máticas a toda dimensión, figura dentro de figura, dentro
de figura, dentro de figura, dentro de figura, ad infinitum. Y
de pronto, poner un punto, porque falta el aire y hasta la
pluma necesita reposar, y los dedos se empiezan a enga-
rrotar y los músculos duelen. El alto en el camino para con
más fuerza retomar la ruta.
Cada uno de los tres hombres tiene su preocupación
primera y ésta sale en la discusión y a veces divierte el
verdadero camino y las palabras fácilmente se desvían del
pensamiento lógico y a nada concreto se llega. Qué
traicioneras las palabras, cómo enmascaran las ideas y los
pensamientos y, sobre todo, oh dolor, los sentimientos. Por-
que lo más puro hay que expresarlo y es ésa la mayor de las
imposibilidades. ¿Quién puede hablar de amor? ¿O de
muerte? ¿O de melancolía? Nadie. Porque las palabras no
lo abarcan en su totalidad. Hay mucho más oculto tras de
ellas. Así, los tres no siempre expresan lo que sienten, o lo
que piensan, o lo que saben. Pero sí sienten, sí piensan, sí
saben.
A veces, los silencios pueblan más que los hablares. Y
son silencios de peso. Silencios de memorias abatidas.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
119
Entrecruzamientos de tantas ideas y sensaciones. La Materia
Próxima, el Vaso del Unicornio, la Palabra de Dios, la Guerra
sin Fin. Sin luz, en busca de la luz, entre la luz y las tinieblas.
Más allá y más acá. Lo próximo y lo distante. Lo alcanzable
y lo buscado. La respuesta y la pregunta. Todo para los tres
se expresa igual pero significa diferente. Las palabras son las
mismas, el contenido es uno para cada uno. La total rela-
tividad. ¿Dónde están las reglas? ¿Dónde quedaron las
normas? ¿Y si no hubiera? ¿Si todo fuera dar vueltas a los
pensamientos, norias incesantes y agua que se escapa?
¿Qué es lo que puede ser atrapado? Nada, absolutamente
nada. Todo fluye, todo cambia, no hay definiciones. Sólo ro-
zamos la cáscara de las cosas, el resto es adivinación, es
intuir que entendemos, es casi penetrar en el misterio,
reflejos de imágenes, espejismos en alto espejo, música in-
transferible, lo inasible, lo etéreo, la idea de Dios, el sin fondo
mundo interno, los yos vueltos del revés, ese hundirnos en
nosotros mismos y perdernos en la maraña, ese recogernos,
luego, y ordenarnos, y renacer. Muertes y vidas en cada
silencio, en cada minuto.
Ese ir y venir de épocas a épocas, del pasado al
presente, de nuestro ayer al hoy, y casi no dejar nada para
mañana. Esa íntegra irrealidad del mañana y, sin embargo,
tener que pensarlo y, por eso, más angustiarnos, porque no
existe, porque intimida, porque guarda la muerte. Mejor
pensar ayer, o mejor aún, hoy, para todo abarcarlo. Que-
darnos siempre aquí.
Los tres, como retrato fijo, han quedado estáticos en
el olvido o en el quehacer de la mente. Alor dormido les
hace añorar el sueño y esa tranquilidad del músculo
relajado.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
120
(—Abraham me ayudará a encontrar la conjunción
de los astros.
—No te abandono, te sigo buscando, Nombre de
Dios.
—Reforzar las defensas por caminos y puertos.
—Si Mercurio, hombre-mujer, da la clave.
—Después que lo sepa, no poder pronunciarlo.
—Trazar la estrategia, ejercitar a mis hombres.
—Pero, ¿a qué han venido a verme?
—Yo no empiezo. Que hable él.
—Tendré que contarlo todo, si no cómo obtendré su
consejo. Ellos guardan silencio. Yo debo empezar a hablar.)
Y bien, don Álvaro, duque de Villalba, Gran Caballe-
ro de Gules, hoy regente, toma la palabra. Las palabras
fluyen, a veces bien hilvanadas, a veces entrecortadas, a
veces sin dolor, a veces difíciles. La expresión puede ser
clara, concisa, exacta. Pero los sentimientos la matizan,
miedo, inseguridad, duda, precaución, discreción, intimida-
ción. La dificultad de acoplar la idea a su emisión. El
problema de cómo va a ser interpretado el mensaje. Qué
decir, cómo decirlo y luego qué entender. Aunque, a ve-
ces, a buen entendedor pocas palabras basten. Entonces,
lo que no se dice, lo ausente, es más importante que lo que
se dice, lo presente.
Dicen las crónicas, cuentan los romances, que
aquella reunión de los tres, en secreto y a solas, mucho sig-
nificó para lo que luego habría de pasar. Entre otras cosas
allí se trató del Unicornio y de sus apariciones a cada uno
de ellos. Yuçuf ya no pudo guardar el secreto y pensó que
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES
121
debía sacrificar su oculto tesoro y entregárselo a don Álva-
ro, quien sí sabría cómo utilizarlo. Mucho se alegró de haber
probado ya su efectividad, y supo, entonces, que él, al
igual que Abraham, debía posponer su obra y ahora em-
peñarse en la de más urgente necesidad. Sacó, pues, su
preciado Vaso del Unicornio y sintiéndolo y acariciándolo
por última vez, se lo dio de un impulso a don Álvaro.
—Será tu fortaleza. Será tu idea. Los pensamientos
tomarán forma y la representación se lanzará hacia fuera.
Lo que se gesta nacerá. Sabrás lo que buscas. Los signos se
aclararán. Las estrellas se conjugarán. El gran crisol fundirá
los metales preciosos. Será lo que tendrá que ser. Empiezo a
unir los hilos. Empiezo a imaginar el diseño. La gran tela del
mundo en el telar de Dios. Delicados hilos que nos mueven.
A cada quien el suyo. Hilos delgados. Hilos fuertes. De seda
torzal. De simple hilaza. De algodón. O de esparto. Poco a
poco los hilos toman su lugar. Los colores se mezclan. Las
figuras surgen. A veces reconocibles. A veces imprecisas. O
geométricas. O dulces. Desleídas. Brillantes. Tan exactas co-
mo árbol en óptica invertida. Tan imaginadas como todo lo
que hacemos y pensamos. Las figuras surgen en el gran
telar de Dios.
EL REGRESO
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
123
Don Álvaro no lo puede creer. Que sea tal su suerte que
tenga en su poder el Vaso del Unicornio. El gozo interno se
le derrama. ¿Por qué él? ¿Y por qué tan sin esfuerzo? Yuçuf
quedó ciego y es él quien tiene ahora el Vaso preciado. Es
él quien tiene ahora el poder en sus manos. No es que lo
hubiera dudado, pero el destino será, en parte, manejado
por él. Y, de pronto, sabe que ha sido el elegido, el que
tomará las decisiones, de quien dependerán aciertos y erro-
res, vidas y muertes, altibajos del sufrir y del gozar. Es, por un
lado, perderse a sí, para pasar a ser parte de los demás.
Posponer la soledad y la intimidad, encerrarlas más hondo
aún, para el cambio por la preocupación externa. Es, por el
otro, un esfuerzo de proyección de fuerzas, una concentra-
ción de los intereses generales sobre cualquier otra labor.
Es ya no deleitarse en la contemplación interna.
Dirigir la acción, tomar las decisiones. Pasar, rápidamente, a
la actuación. No se quiere, pues, detener más don Álvaro y
cada momento se le vuelve valor precioso y ya se impa-
cienta por el regreso. Sabe que ha terminado su quehacer
en la Ciudad de Grana y con el alquimista. Siente dejarlo
por el alto tesoro que le ha entregado, pero para
preservarlo y hacer buen uso de él debe partir de inme-
diato. Da un apretado y largo abrazo a Yuçuf y se despide
con dolor, aunque ya sus sentimientos no cuenten. Se
inclina a acariciar a Alor y, tal vez, a ocultar de este modo
su turbación. Habla un rato con Abraham y le explica la
premura de su regreso. Le dice también que él puede
escoger acompañarle o quedarse con Yuçuf y preparar su
partida con más calma para dentro de unos días. Pero que
él los quiere a su lado, que no tarden mucho en unírsele
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
124
porque cosas graves habrán de pasar y no quiere quedar
separado de ellos.
No sabe, entonces, que lo que dice es profético. Que
fuerza el acaecer por unas palabras suyas. Que las cosas
deben dejarse fluir por su curso natural. Que contranatura
es contra natura. Que cada pequeña palabra es palabra
dada al viento y al azar. Je sème a tout vent. Que las
palabras también se siembran y prenden y fructifican, en
tierra propia y en tierra ajena.
Se separan los tres hombres. Siente un impulso
Abraham de seguir al caballero, pero se reprime al ver a su
amigo ciego que más lo necesita. Y se queda.
Otro día, parte al amanecer el Caballero de Villalba.
Llena el alma de entusiasmo desbordable, a punto parecie-
ra de elevarse a otras regiones. Mas a él no le es dado el
puro afán metafísico. Él ha de quedar atado, muy atado a
la tierra. Él ha de dirigir los asuntos de este mundo. Terrenal.
Carnal. Fatal. Balanza y fiel. Espada y guerra. Los asuntos de
cada día. La lucha contra el Enemigo.
Camina el Caballero de Villalba. Cruza la puerta de
la bella ciudad al pie de la falda de cumbre nevada. Y
camina el Caballero. Entre los árboles ya lo ha visto Ruger y
sale a su encuentro. No hablan una palabra y Ruger
acelera su paso al paso precipitado del Caballero. Gerar,
Alán y Rolán esperan más adelante. Tampoco cambia pa-
labra con ellos. Monta en su corcel, acaricia su cuello
musculoso y sólo dice:
—Regresamos a marcha forzada.
Todos montan y parten más veloces que cualquier
viento o tempestad y con la excitación de que algo grave
se juega, más veloces espolean a sus cabalgaduras. Y este
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
125
momento es bueno. Éste del peligro adivinado, pero aún no
sentido. El pregusto de la muerte heroica. El silencio del mo-
mento ponderoso. Lo que ya no puede ser evitado. Lo que
ya no se aplaza. Lo que ya no se menciona. La danza del
guerrero empieza en la música del aire. Con silbidos y
aceros fríos.
Por donde pasan apenas reconocen paisajes vistos al
revés, el árbol que estaba a la derecha, está a la izquierda,
oriente es occidente y norte, sur.
Y de pronto, ya no puede guardar silencio el
Caballero y al acampar esa noche habla con sus cuatro
fieles acompañantes.
—Fue grande lo que me esperaba en Ciudad de
Grana. Nunca me lo hubiera imaginado. El alquimista dio
sus ojos por lo que vio y a cambio recibió el gran don. Y el
don me lo entregó, igual que si fuera una flor cortada del
prado. Tengo yo aquí y acaricio con mi mano, cuando
quiero, el Vaso del Unicornio. El Vaso del Unicornio es ahora
mío y me siento poseído por él. No me desprenderé de él ni
tampoco lo enseñaré a nadie. Sólo mis fieles compañeros
guardarán el secreto.
El Vaso del Unicornio fue puesto ante la vista de
Gerar y de Ruger, de Alán y de Rolán. Y el Vaso brilló como
espejo de mil espejos. Y vieron cómo aparecía en medio de
ellos, blanco de luz, el Unicornio, cómo se sentaba en el
centro del círculo, sus patas delanteras dobladas, su cuerno
inclinado ante don Álvaro. Don Álvaro tuvo, entonces, un
deseo irreprimible de acariciar su cabeza y así lo hizo. El
Unicornio le miró a los ojos y Unicornio y Caballero hicieron
un pacto. Fue tiempo inmensurable el que corrió. Largo o
corto, fue imposible de saber. Todo pasó en un relámpago y
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
126
antes ni siquiera de poder reaccionar, el Unicornio había
desaparecido. Sólo un leve trote por sonido.
Fue suficiente para los Caballeros de Gules. Nueva
fuerza les habría de acompañar.
Cayó entonces la noche oscura y más oscura aún
porque fuerzas negras se apiñaban en desorden, de una y
otra parte, en forma retorcida y con dominio. Los Caballeros
durmieron bien. El pavor no les rozó y la negrura alivió
espesamente su soñar. La negrura fue avanzando por el
camino. Llegó a los poblados y los cubrió y los atemorizó.
Fueron pesadillas para hombres y mujeres y niños. Lamentos
y susurros en la noche. Gritos y sobresaltos. Constante
aullido de los perros. Relinchos inquietos de los caballos.
Viento despierto que sofoca. Aire que falta y gargantas que
se asfixian. Todos dicen: "qué pasa, qué pasa". Pero nadie
sabe la respuesta. Anhelan el nuevo día y que todo se
aclare entonces.
El nuevo día también le llega a los Caballeros
durmientes, cuyo primer deseo es retomar camino y llegar al
castillo en seguida. Don Álvaro se acuerda de Mara y, por
un momento, añora olvidarlo todo. Al cruzar el primer
poblado nota signos de inquietud en la gente. Una anciana
corre al paso de don Álvaro y le hace señas de que se
detenga. Besa su mano y le dice: "Eres el elegido. Sálvanos."
Pareciera una señal, pues de todos lados los hombres
rodean a los Caballeros.
—Hay un mal que se avecina.
—Tráenos tú el mensaje.
—Altos Caballeros deben tener la explicación.
—Explicadnos, Caballeros, qué nos pasa y por qué
este dolor.
—Hay quien ya no ve. Hay quien grita toda la noche.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
127
—Los niños ya no juegan.
—Las doncellas no cantan.
—Los pastores no pastorean.
—¿Qué nos pasa y qué nos duele?
Don Álvaro siente el dolor y la fatiga y lo que no se
puede responder. Su mano, que acaba de tocar el Vaso, se
levanta y para todos es una bendición. Vuelve la tran-
quilidad a los ojos y los ceños se despejan. La anciana se
dirige a los hombres:
—Es él. Es él. Es él.
Y todos gritan:
—El elegido.
El círculo se rompe. Los Caballeros cruzan el pueblo a
paso lento, mientras la gente cae de rodillas. En las últimas
casas ya unos niños juegan ensimismados. La hermana
mayor ya canta.
Retoman el trote y luego el galope. La urgencia por
llegar cada vez es mayor.
Se alejan del poblado y, de nuevo, el silencio de Dios
se siente entre los árboles, entre los corazones. El viento, más
que fresco, cristal punzante, azota los rostros, se entremete
por barbas, agita cabelleras y a las manos que sostienen
firmemente las bridas parece volverlas de hielo. Luego, las
breves gotas de lluvia son casi un alivio, y los Caballeros
cubren sus cabezas con las capuchas. Llegan, sin haberse
mojado mucho, al techo y muro de los restos de un
pequeño castillo derruido, o, tal vez, su construcción in-
terrumpida, pero abandonado, en fin; ahora sólo refugio de
caminantes, por las huellas en piedras calcinadas de
fogatas propiciadoras de cómodo calor o de combustible
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
128
para el alimento. Secan sus capas los Caballeros y frotan sus
manos al fuego que ha sido encendido.
Cuando escampa, vuelven a su ruta y penetran en
un bosquecillo de apretados chopos y tupidos arbustos. El
paso se vuelve penoso y tardo. Ramas van entretejiéndose
sobre sus cabezas y oscurece de día. Troncos y varas van
cercando sus cuerpos, rozándolos, raspándolos, prensándo-
los. Frondas se enredan en sus cuellos y a punto están de
asfixiarlos. Álvaro toca el Vaso del Unicornio y el maleficio se
deshace. Los ramajes se desbaratan y se contraen, tal
parece que tuvieran miedo.
En el cIaro del bosque algo les esperaba que iba a
romper sus corazones. Y no lo saben, ni menos lo esperan,
pero ahí está aguardándoles. Al principio no lo compren-
den, ni entienden que oculta un significado sólo para ellos.
Es un ciervo, hermoso ciervo, de complicada cornamenta,
aterciopelados tonos café en su lomo y más tenues, casi
blancos, en su vientre. Pezuñas de negro pulido. Alternas
orejas nerviosas. Ojos de tibia mirada.
Y, sin embargo, rompecabezas engañoso, algo no
encaja en el lugar. Todo simula tiesura acartonada. El ciervo
está estático. Sus colores desvaídos. Sin movimiento. Sus
orejas rígidas. Sus ojos fijos. Su mirada opaca.
Entonces lo comprenden los Caballeros. Su vista se
vuelve más cuidadosa. Como si quisieran ordenar la pieza
equívoca del rompecabezas. Todo lo repasan en un
instante. Hasta que lo descubren. La negra flecha. La negra
flecha en el bosque de álamos negros. El mismo negro de
los Caballeros de Sable. Negro que derrama rojo. La flecha
en el centro del corazón del ciervo. Don Álvaro mira a sus
compañeros y rápidamente en torno. Están expuestos. No
tienen protección. Quieren ocultarse entre los árboles pero
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO
129
ya es tarde. Tupida lluvia de flechas negras se clava a su
alrededor. Desmontan y corren a guarecerse apenas tras
del cuerpo del ciervo muerto. Sin poder contestar. Espadas
y mandobles contra quién, si no sale nadie a pelear. Y el
claro va volviéndose una empalizada de flechas y el ciervo
parece prisionero, las rejas saliendo de su cuerpo
profanado. No queda nada por hacer. Esperar y ver en qué
acaba esto. Sólo Ruger no puede quedarse quieto. Ruger el
batallador, el que no yerra golpe. Ruger el fiel guerrero.
Pone su mano en el brazo de don Álvaro y un dedo de la
otra sobre sus labios indicándole silencio, Harpócrates bata-
llador. Lo comprende Gerar, el de las pocas palabras, y
mirando también a don Álvaro sin hablar le dice que tiene
que ir para cuidar a Ruger que ya se arrastra hacia la
negrura de los árboles.
EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE
MADERA
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
131
Quedan don Álvaro, Alán y Rolán. Las espadas prestas,
esperando por dónde surgirán sus enemigos. Las andana-
das de flechas van repitiéndose, incansables, mecánicas,
tapizando todo hueco del claro. ¿Cuántos hombres serán y
cuántas armas tendrán? ¿Por qué las desperdician y no
salen ya a combatir?, se pregunta don Álvaro y se sigue
preguntando: ¿o será que quieren agotarnos por la
inmovilidad y por el pánico? Don Álvaro da vueltas y vueltas
a la idea de que ahí hay algo fuera de lugar y decide
hacer una prueba sencilla. Busca entre la tierra alguna
piedrecilla y cuando la tiene, la arroja con fuerza y veloz-
mente hacia un lado del claro. De inmediato todas las
flechas se dirigen hacia ese lugar. Decide probar por según-
da vez don Álvaro y tira otra piedrecilla en la dirección
opuesta. Sucede lo mismo, las flechas cambian de dire-
cción y van a clavarse allí. Lo sorprendente es la reacción
tan rápida al mínimo impulso. La perfecta coordinación de
los enemigos. Su infalibilidad, su precisión. Su deseo no sólo
de matar, sino de rematar. Fría exactitud mecánica nunca
vista.
¿Y hasta cuándo duraría esa limpia exhibición de
fuerzas? ¿Qué podría hacerse para escapar? Tal vez,
esperar a la noche, y en la oscuridad intentar huir. Esperar,
además, el regreso de Gerar y Ruger, y conocer lo que
hayan averiguado.
Mientras tanto, Gerar y Ruger van arrastrándose
silenciosamente por detrás de los árboles, para descubrir la
magnitud de los enemigos. Por un buen trecho no encon-
traron nada, a pesar de que notaban el silbido de las
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
132
flechas por arriba de sus cabezas. Se internaron más para
llegar por la espalda de los enemigos y tampoco encon-
traron nada. Decidieron seguir circundando hasta darle la
vuelta al claro. Sin embargo, no se topaban con ser viviente
alguno ni con obstáculo que les impidiera el paso. Empe-
zaban a sentirse bastante extrañados cuando a Gerar se le
ocurrió treparse a un árbol para tratar de vislumbrar desde
lo alto. Y fue entonces que lo descubrió. Claro que al princi-
pio no entendía lo que era. Entre las ramas y disimulado con
otras ramas adicionales había un raro artefacto descono-
cido. Observándolo más detenidamente lo que vio Gerar
no lo podía creer. Era una construcción de madera en la
que estaba montada una especie de máquina o catapulta
que funcionaba sola, de la cual salían esos cientos de
flechas indiscriminadoras. Bajó Gerar a toda prisa del árbol,
le contó a Ruger lo que había visto y se subieron los dos a
otros árboles en donde fueron encontrando los mismos
artefactos. No salían de su sorpresa ni podían explicarse qué
era eso. Pero debían encontrar a quien los manejaba y
destruir esos mecanismos que en una guerra serían tan
poderosos. Descendieron ágilmente y prosiguieron en su
búsqueda.
Un poco más adelante vieron una figura. Parecía
solitaria. Parada ante otra máquina diferente a la de los
árboles estaba ensimismada manejando un tablero, apre-
tando botones y tirando de palancas. Gerar y Ruger no
sabían qué pensar pero presintieron que tenían que matar
a ese hombre. Ruger dispuso su mandoble. Se fue
acercando, paso a paso por la espalda, mientras Gerar le
cubría el flanco izquierdo. El golpe del mandoble debía
haber desplomado instantáneamente al hombre. Nadie
podía resistir la fuerza de los poderosos brazos de Ruger.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
133
Pero el hombre seguía inmutable, ensimismado en los
botones y palancas del nunca antes visto artefacto. Ruger
volvió a levantar el mandoble y a descargarlo aún con
mayor fuerza, no una, sino varias veces. No pasó nada.
Entonces Gerar se acercó al hombre y lo tocó y vio que
tenía una armadura de hierro tan espeso como nunca
había conocido. Ruger no entendía lo que pasaba.
—Déjalo, dijo Gerar, no sé qué tiene este hombre o
qué le pasa.
—No es hombre. Nadie puede resistir mis golpes, ni
aun con armadura. No es hombre.
—Pero entonces, ¿qué es?
—No sé, pero no es hombre.
—Quitémosle de aquí, parece pegado al artefacto.
Con gran esfuerzo lo levantaron Gerar y Ruger.
Empezaron a quitarle la armadura de piezas tan bien
encajadas y compactas que parecía que fuera un hombre
de hierro. Y eso es lo que era en verdad. Un hombre de
hierro, sin músculos, sin nervios, sin entrañas. Un indestructible
hombre de hierro, hecho de capa sobre capa metálica,
como el fino trabajo de un joyero que hubiera creado una
pieza única, perfecta, pulida, labrada en sutil prueba de la
imaginación.
Quedaron maravillados Gerar y Ruger. Tan fascina-
dos que cometieron el primer error. La belleza del hombre-
máquina les hizo olvidar su poder destructivo, dirigido a
acabar con ellos. Y al olvidar, solamente dejaron desarma-
do, pero no destruido al Hombre de Hierro. Se acercaron
entonces al aparato de botones y palancas y comprendie-
ron que éste era el que dirigía los lanzaflechas de los
árboles, y lo llamaron el Ordenador. Pero aquí cometieron el
segundo error y fue que Ruger se lanzó con ira contra el
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
134
Ordenador y lo destrozó a golpes de mandoble. Sin que
pudieran comprender cómo, el Hombre de Hierro reunió sus
piezas sueltas, quedó armado de nuevo, y tiró del brazo
derecho de Ruger hasta que lo desencajó del hombro y le
dislocó el húmero. Gerar, el de las reacciones rápidas, se
arrojó sobre el Hombre de Hierro, empezó a deshacerlo otra
vez mientras los gritos de dolor de Ruger eran insoportables.
Para entonces, don Álvaro y sus dos compañeros han
notado que ya no se disparan flechas y han empezado a
internarse por el lugar donde desaparecieron Gerar y Ruger.
Caminan un trecho cuando ven que Gerar se mueve
dificultosamente con el peso de Ruger, desvanecido, sobre
su espalda. Corren a ayudarlo mientras él les explica que no
se acerquen al lugar de donde viene y que deben escapar
a toda velocidad. Agrega que no hay peligro en regresar al
claro, que traigan las cabalgaduras y que amarren el cuer-
po de Ruger a su caballo.
Poco después todos salen de estampía. No le han
preguntado a Gerar lo que pasó, porque la preocupación
reflejada en su rostro les ha impuesto un silencio sobre-
cogedor.
Galopan hasta llegar al próximo poblado, donde, sin
desmontar, preguntan por el médico judío y se dirigen a su
casa. Se produce alboroto y excitación para dejar pasar a
estos grandes señores, necesitados de ayuda. Un niño se
adelanta corriendo para ir a avisar a don Isaac que es re-
querido de urgencia. Don Isaac se prepara para recibir a los
ilustres visitantes y repasa con la vista nerviosamente que
todo esté en orden en su cuarto de operaciones.
Los Caballeros desmontan y bajan con cuidado al
quejumbroso Ruger. Lo acuestan en el camastro y lo dejan
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
135
en manos del médico. Don Isaac le desnuda el torso y al ver
el mal estado del brazo, de inmediato pide a los Caballeros
que le ayuden a colocarlo en el suelo. Se descalza luego y
sentándose en el piso apoya su pie derecho con fuerza en
la axila derecha de Ruger, tira del brazo hasta que nota un
crujido y el brazo vuelve a encajar en su lugar. Pero el dolor
es tal, que de nuevo pierde el conocimiento Ruger. Don
Isaac trae vendas e inmoviliza sobre el pecho el brazo
malherido.
—No se puede hacer más cuando se ha roto el
ligamento. Deberá tener reposo y permanecer vendado
una temporada. Poco a poco recuperará parte del
movimiento del brazo, pero hasta cierta altura. Ya no podrá
usar el mandoble. Deberá evitar movimientos bruscos, pues
de lo contrario volverá a salirse de lugar el brazo. Cuando
despierte, los dolores serán más fuertes y entonces le daré
un brebaje que calmará el dolor y le permitirá dormir. No se
puede hacer más.
—¿Entonces no podrá venir con nosotros?
—No.
Parlamentan don Álvaro y los Caballeros. Deciden
separarse. Gerar se quedará a cuidar de Ruger y los otros
tres partirán de inmediato.
Colocan a Ruger sobre el camastro y Gerar empieza
a quitarse las armas para sentarse a su lado y atenderlo.
Antes de partir, don Álvaro da una bolsa de mone-
das a don Isaac para que no escatime nada en el cuidado
de su Caballero. Cambia unas palabras con Gerar, quien le
relata los maravillosos hechos que vio en el bosque, las
máquinas extrañas y el temible Hombre de Hierro. Don
Álvaro se queda muy preocupado, pero no puede entrete-
nerse ya. Sale de la casa del médico con sus compañeros.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
136
Montan, y al poco rato, ni el eco de los cascos resuena por
las callejuelas. Se han perdido en el horizonte, empequeñe-
ciéndose sus figuras rápidamente.
Gerar está inquieto. Sabe que tiene que velar por
Ruger, pero él hubiera querido partir con los demás. Se
pone a repasar lo que ocurrió en el claro y a tratar de
encontrar alguna explicación. Piensa que los días que pase
ahí le servirán para encontrar la solución a esos extraños
sucesos. Por ahora, como él también está agotado se
acuesta a dormir. No despierta sino hasta el día siguiente y
se encuentra con la sonrisa de Ruger.
—¿Quién está cuidando a quién? Bien que dormías
mientras yo sufría.
Hablan largo rato hasta que don Isaac entra en el
cuarto, le administra la medicina a Ruger y le pide que esté
tranquilo. Don Isaac les confiesa que cuando llegaron, él los
confundió con una banda de aterrorizantes Caballeros de
Negro que están creando pavor en las poblaciones
vecinas. Pero que al ver a don Álvaro y el color de las
capas, se serenó. Entonces Gerar, el de las pocas palabras,
se ve tentado de hablar y preguntar.
—Dime, don Isaac, ¿qué es lo que sabes de esos
Caballeros Negros?
—Poco y mucho. No sé de dónde vienen, ni quiénes
son. Pero lo que hacen no es bueno. Son el mal por sí
mismo. Matan a pastores y rebaños por placer. Violan niñas.
Torturan ancianos. Tienen una obsesión refinada por el dolor
y la muerte. Les gusta contemplar lo que dura la agonía de
un hombre atravesado por cien flechas negras, ninguna
clavada en un centro vital. Pero ver correr los hilillos de
sangre es máxima excitación para ellos. Y se dice que
LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA
137
siempre exclaman: "Así correrá la sangre de los Caballeros
de Gules." Tienen mucho odio. Y es bueno que me lo hayas
preguntado, porque ahora sé que tú eres un Caballero de
Gules y ahora estás avisado de que grandes y temibles
cosas habrán de suceder.
LOS CAMPOS Y LOS
PELIGROS
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
139
A los pocos días, don Isaac se aparece con dos visitantes en
busca de descanso. La alegría de Gerar al ver que uno de
ellos es don Abraham el cabalista, se desborda en abrazos
y buenos deseos. Adivina que el otro es Yuçuf, y los saltos de
impaciencia del tercer visitante, Alor, completan la escena
de saludos y paz. Salam.
—Las cosas empeoran, amigo Abraham, cuenta
Gerar. Nuestro mejor Caballero de Gules ya no podrá usar
su brazo. Las cosas que he visto me tienen obsesionado. Los
Caballeros de Sable son el Mal.
—¿Qué es lo que has visto?
—La Máquina del Mal y el Hombre de Hierro. Artefac-
tos bélicos que matarán cientos de valientes guerreros que
no podrán ni siquiera pelear. Lanzaflechas manejados por el
Hombre de Hierro que se descargan ininterrumpidamente y
que no hay modo de destruir, porque el Hombre de Hierro
es de hierro, no es un hombre. Es una figura de aspecto
humano que se mueve como un hombre, pero que no tiene
carne, ni sangre, ni huesos. Todo es de hierro. ¿Cómo
puedes destruirlo?
—Pues habrá un modo. Para cada veneno hay un
contra-veneno. Para cada mal, su curación. Para lo negro,
lo blanco. Para lo malo, lo bueno. Para la máquina, la
contramáquina. Tendremos que pensarlo bien pero encon-
traremos la solución. La encontraremos.
—Estoy tan sorprendido que no reacciono ni pienso.
Yo, que siempre pensaba con exactitud.
—Ya te calmarás. Todos te ayudaremos a pensar. Lo
primero será comprender qué son esas máquinas y ese
Hombre. Cómo funcionan y quién las inventó.
—Pertenecen, de seguro, a los Caballeros de Sable.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
140
—Eso no lo sabemos. Tal vez sean el producto de otra
potencia mayor. Algún engendro diabólico. Algo que es-
capa a nuestra mente, algo que no podremos entender. El
bien como el mal.
—Es tan importante que estemos todos junto a don
Álvaro. Nos necesita. Será muy difícil decidir muchas cosas.
—Por eso debemos partir pronto. Propongo que sal-
gamos mañana, si don Isaac cree que ya puede viajar
Ruger.
—Sería mejor esperar unos días, pero yo también
estoy muy preocupado y me asusta lo que se avecina.
Entran con Ruger y, luego de los saludos, le dicen
que saldrán al día siguiente. Para Ruger es buena noticia,
pues no soporta la inmovilidad y quisiera estar ya en el
castillo. El resto del día Gerar prepara la partida y trae dos
caballos más para don Abraham y don Yuçuf. Apenas
rayando el sol se despiden de don Isaac quien les bendice
con la oración del caminante:
Que nos guíes, oh Dios, mi Dios y Dios de nuestros padres, hacia la paz. Que nos lleves al lugar de nuestros deseos, a la vida, a la alegría y a la paz. Sálvanos de la mano de nuestros enemigos, de quienes se ocultan, de ladrones y de bestias malas en el camino. Sálvanos de todo mal que pueda aparecer en el mundo. Oye nuestra súplica, porque eres Dios que oye la oración y la súplica. Alabado seas, oh Dios, que atiendes la oración.
Aprovechan las primeras horas, frescas y despejadas,
para adelantar camino. Gerar escoge atajos con tal de
ganarle al tiempo, tiempo relativo. Ruger disimula su dolor y
aprieta el brazo vendado contra el cuerpo. Abraham vuel-
ve a sus meditaciones y a la búsqueda de la palabra de
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
141
Dios. Yuçuf, dulcemente triste, acaricia a Alor acomodado
en la montura como otro jinete más. Este Alor, tan humano,
que a todo se adapta y nada pareciera sorprenderle.
Devoran millas y atraviesan poblados. Ya no quieren
detenerse ni preguntar por los males de los Caballeros de
Sable. La desdicha tiembla en el aire. El temor aísla a las
personas. Nadie se atreve a salir de sus casas. Hay un silen-
cio y un nerviosismo que presagian la oscuridad de la
tormenta. El cielo se encapota.
En muchas partes todo parece abandonado. El
arado sobre el surco. Las vacas en el establo. Los rebaños
en el monte. Los animales menores rondando libres por los
campos. Los árboles sobrecargados de fruto. La mies sin
cortar. La hoz en el pajar. Puertas y ventanas cerradas. El
miedo colgando de cada esquina.
Sienten dolor los cuatro viajeros. Que una tierra
alegre, que supo deshacerse del mal Buen Rey don Lope, y
que vivió años de paz, esté ahora tan tristemente abando-
nada y que esas fuerzas negras vayan dominando tan
irremediablemente, palmo a palmo, el reino, los vasallos, los
campos, los animales.
Como si se iniciara otra era. Un corte, un abismo. De
la bonanza a la catástrofe. Y no saben por qué los cuatro
viajeros, pero en el fondo, esperan lo peor. Intuyen que su
esfuerzo será inútil, y quieren luchar contra esta convicción.
Cabalgan ensimismados en sus pensamientos. Por eso, en el
silencio, fue más alarmante la súbita aparición de cuatro
Caballeros de Sable con sus espadas al aire. Rápidamente,
don Abraham tomó las bridas del caballo de Yuçuf y lo
desvió hacia un rincón, siendo ellos los dos desarmados.
Gerar se abalanzó contra los enemigos y Ruger, con la
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
142
izquierda sola, trató de usar el mandoble. Fue entonces
caso de admiración, que cantaron trovadores y juglares,
cómo los dos Caballeros se defendieron. Cómo Gerar
empleó la velocidad y el movimiento continuo para no dar
respiro a los enemigos y cómo Ruger, con una sola mano,
pudo asestar dos golpes de mandoble y matar a dos Ca-
balleros. Mientras, Gerar, en una de sus vueltas rápidas
arrojó su lanza con tan perfecta puntería que se clavó en
mitad del pecho del tercer Caballero de Sable que fue des-
plomándose lentamente, en su cara el rictus del dolor sor-
prendido. Y el cuarto, furioso, se arrojó contra Gerar que
esquivó el golpe, pero que no pudo evitar que la espada se
enterrara en el cuello de su corcel, cayendo los dos por
tierra. En tanto que Gerar trataba de zafarse del peso
muerto del caballo y la sangre teñía sus ropas, ya se dispo-
nía de nuevo el otro para asestarle el golpe final, cuando
por la espalda Ruger se acercaba a toda velocidad y el
tercer golpe de su mandoble acabó con la vida del último
de los Caballeros de Sable.
Así lo contaron viejos romances y crónicas antiguas.
En los tiempos de don Álvaro, dos de sus Caballeros, uno de
ellos herido, acabaron con los cuatro mensajeros de la
muerte. Mensajeros de la muerte, porque en el jubón de
uno, encontraron un pergamino enrollado con estas pala-
bras: "La destrucción será total."
No se detienen más los viajeros, a pesar del
cansancio de Ruger y de que la sangre del corcel empapa
las vestiduras de Gerar y se confunde con el rojo de la
capa. Siguen su veloz carrera, Gerar en nueva cabalgadu-
ra, tomada de uno de los caballeros muertos.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
143
Al ir a cruzar el Puente Alto, algo hace a Gerar
detener su caballo y escudriñar la otra orilla. Los demás, que
también se han parado, miran en la misma dirección. Y
entonces lo descubren. Hay un grupo de Caballeros Negros,
ocultos entre la maleza. Mas cuando se disponen a atacar,
llega la contraorden y los Caballeros Negros, veloces jinetes,
se esfuman en la lejanía mientras los Caballeros Rojos
apenas se reponen de la agilidad y perfecta coordinación
de sus enemigos.
Se aprestan a cruzar el Puente Alto, cuando Alor se
lanza del regazo de su amo, se para frente al puente,
ladrando, ladrando y reculando.
—Algo pasa, dice Yuçuf. Su ladrido es de adverten-
cia y de miedo. Algo hay ahí. Tendrán que dejarse guiar por
Alor porque él sabe algo.
Gerar y Ruger desmontan y siguen la mirada de Alor
para descubrir qué le inquieta. Pero nada ven. Blanquine-
gro Alor, blanco o negro, según de qué lado lo veas, se da
cuenta que los hombres no son tan inteligentes y que no lo
comprenden, que sus instintos son más lentos y menos
agudos y que hay que ayudarles más. ¿Cómo? Pues
arriesgándose y corriendo un breve tramo del Puente Alto
para luego regresar instantáneamente y observar lo que
pasa.
Y, en efecto, pasa. Con el leve peso del frágil cuerpo
de Alor ha sido suficiente. El Puente Alto empieza a despren-
derse y a poco ya está estrellado al fondo de la cañada.
Ahora comprenden los amigos por qué esta vez los
enemigos expusieron sus espaldas. Querían desatar la per-
secución y la muerte segura entre los peñascos del río.
Ruger palmotea la cabeza y el lomo de Alor.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
144
—Gracias, Alor. Nos has salvado.
Y ahora, Alor agradece que le agradezcan. Sus ojos
se humedecen más y salta una y otra vez en el aire,
estremeciendo su cuerpo.
En seguida regresa al lado de su amo, porque
necesita que él le apruebe y ansía sus caricias.
No queda más remedio que alargar camino siguien-
do el curso del río y tratar de vadearlo donde las aguas no
sean profundas. Ahora pueden descansar un rato. Los
enemigos de atrás quedaron muertos y los de adelante
piensan que ellos murieron. Luego cuentan con un peque-
ño respiro y se sentarán a la sombra de los cipreses para
reponer sus fuerzas. Ruger siente sordos dolores en su
hombro y Gerar quiere lavar su cuerpo de la sangre seca
de su caballo.
Es el atardecer y Yuçuf se postra en tierra en
dirección a la Meca y entona sus rezos. Abraham repite el
maariv y pide perdón por sus pecados. Gerar y Ruger
recuerdan que es el toque del ángelus y se persignan y
guardan un silencio meditativo.
Esa noche duermen tranquilos. El clima es agradable
y el fresco murmullo del río, allá abajo, arrulla su sueño y tal
parece que ya no hubiera temores ni guerra incipiente.
Al amanecer siguiente y al abrir los ojos, por un
brevísimo instante, no recuerdan nada, como si fueran
cuatro amigos, de paseo por los llanos y los montes. O
como si desearan ser eso. O como si quisieran que algún día
fuera así.
Y descansan por un poco. Quieren prolongar el
reposo antes de ponerse en pie y volver al quehacer y a la
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS
145
brega. Y cada uno piensa en lo suyo y no quiere que el otro
sepa que ya despertó.
(—¿Sanará alguna vez mi brazo? ¿Podré usar el
mandoble? Ahora me duele tanto el otro brazo como el
enfermo. ¿Seré un inválido? No lo soportaría.
—Qué amanecer tranquilo. La vida sigue su vida y
nuestros pequeños afanes no importan. Sólo el nombre de
Dios.
—¿Cuántas veces será efectivo el Vaso del
Unicornio? ¿Habrá desgaste de la Materia?
—Ellos sueñan. Sólo yo debo vigilar. Pero a veces me
canso. También ansío una cama blanda y un dormir sereno
y un cuerpo de mujer a mi lado. Sí, lo deseo mucho.
Después de todo, ¿quién quiere la guerra? Son ellos los que
la han traído. Son ellos los que nos roban el reposo del
guerrero.)
MIENTRAS TANTO
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
147
Don Álvaro, en el castillo, ha reunido su Consejo y organiza
la defensa y adiestra a sus guerreros.
El mismo día que llegó, pasó por la casa de Mara,
que Abraham se lo había pedido, y le dijo que volvería en
la noche.
Esa noche habló con ella, la única persona a la que
le estaba contando todo. Ella escuchaba y le daba de
beber licor de frutas. Donde puso más atención fue en la
descripción del Unicornio, y varias veces le hizo repetir
cómo era, su color albísimo, su forma estilizada, sus ojos
negros y de mirar profundo. Luego, don Alvaro le enseñó el
Vaso del Unicornio y Mara pasó suavemente los dedos por
su superficie, ya no lisa, sino exquisitamente labrada. Al
contacto con su piel, despedía destellos y resaltaba en
pureza el labrado en relieve, el horror al vacío, ni un
resquicio sin figura alguna, símbolos, imágenes, líneas
ramificadas, flores estilizadas, geometría en círculos, trián-
gulos, rombos, trapecios.
Mara siente la fascinación del Vaso y el Vaso en sus
manos se anima. Pero don Álvaro lo guarda, advierte la
reacción de ella y quiere evitar algo oscuro que podría
suceder. No sabe qué. Pero algo. Mara no puede volver a
ser ella el resto de la noche. Su mirada vaga y apenas
pronuncia monosílabos. Parece lejana y ajena a este
mundo. Ni siquiera pregunta por don Abraham. Ni siquiera
le extraña que el gran Duque de Villalba haya pasado por
su casa a hablar con ella. Sólo su corazón se precipita
cuando don Álvaro se despide y en un impulso toma su
mano y la besa. Luego vuelve a su estado somnoliento.
Don Álvaro acaricia su rostro. Sale de la casa y regresa al
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
148
castillo. Ha sido la primera vez que ve a Mara y ha sido
como si siempre la hubiera conocido.
Le espera la reunión del Consejo y los Caballeros de
Gules ya le aguardan impacientes, pues las noticias de
algún modo se han tamizado y los rumores son muchos e
insuficientes. El obispo don Jerónimo aquieta los ánimos. La
atmósfera es intranquila y alterante. Suben y bajan voces y
opiniones. Marejadas de tonos rebotan en las paredes. Ru-
mor ininteligible. Sordo sonar de palabras repetidas. Mismas
palabras. Preguntas, sobre todo.
Silencio súbito. Frase cortada. Palabra a la mitad.
Ojos hacia una dirección. Silencio súbito cuando entra don
Álvaro en la Gran Sala del Concilio. Y mayor silencio,
porque don Álvaro guarda silencio. Y luego empieza a
hablar.
—Cosas terribles pasan. Cosas que no podemos de-
jar que pasen. No se puede dejar que la noche mate al
día. Que la sangre corra fuera de cauce y en desgarrones
ya no se respete al cuerpo. Que las armas tomen el lugar
de los arados. Que la mente piense en el mal, en la tortura,
en el dolor. Que el cristal opaque su transparencia. Que el
agua se tiña de negro. Que las tinieblas cubran el cielo.
Que el hombre esté contra el hombre. Que el caos domine
al orden. Que la palabra sea la mentira. Ya no podemos
permanecer en silencio, ni quedarnos quietos, ni llevar el
índice a los labios. Seríamos cómplices también. Estaríamos
con las fuerzas del mal. Apoyaríamos la destrucción, el
retroceso, la negación. Quienes quieren cegarnos, quienes
quieren atarnos, quienes quieren volvernos a la condición
de no-hombres. Quienes hasta escogen el negro como
símbolo, color de sus vestimentas, color de sus ca-
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
149
balgaduras, color de sus almas. Quienes cambian a Dios
por no-Dios. A la razón por la sinrazón. A la vida por la
muerte. A la libertad por el terror. Al paisaje por el abismo.
A la nube por el trueno. Al árbol por la lanza. Perdidos
están. En sí llevan su destrucción. El mal rebotara hacia
ellos. La flecha se revertirá. El puñal buscará su corazón y el
veneno corromperá su interior.
Quizá nos sorprendan al principio. Quizá nos lleven
ventaja. Se nos habrán adelantado con la espada en alto
y perderemos tiempo desenvainando la nuestra. Vendrán
años de privación, oscuros y míseros. Pero al final será
nuestro el triunfo. Aún no sabemos de un día en que no
saliera el sol.
Guardó de nuevo silencio don Álvaro y así los
Caballeros de Gules pudieron meditar en sus palabras.
Pero, al poco, retomó la palabra:
—No podemos quedarnos quietos ni cruzarnos de
brazos. Hoy mismo empieza nuestro entrenamiento. Los días
de tranquilo reposar terminaron. Cada uno de los Caballe-
ros de Gules reunirá a su gente más fiel. Los herreros no
descansarán forjando cuchillos, puñales, hachas, lanzas,
picas, alabardas, en fin, todo tipo de arma. Yo también
tengo conmigo un arma poderosa, secreta aún, pero que
nos dará aliento y nos habrá de proteger. Sabed que la
fuerza de Dios está con nosotros y que se habrá de
manifestar si la razón siempre nos asiste. Si no dejamos de
lado la voz serena y la vista limpia. Si no desfallecemos. Si
somos puros y creemos en nuestra fuerza interior. No queda
más remedio, a las armas, pues. Ya que queremos la paz, a
las armas, pues.
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
150
Entonces el obispo don Jerónimo se adelantó, ben-
dijo a don Álvaro, duque de Villalba y a los Caballeros de
Gules y bien oiréis lo que habló. Así dijo el obispo don
Jerónimo:
—Las primeras heridas yo las haré. Me daréis ese
honor. En el nombre de Dios mi espada será tinta en
sangre. Este honor yo os demando al entrar en batalla.
Cada caballero principal fue hablando por turno.
Martín Martínez de Villaril, Antón Rodríguez de Arlanzón,
don Buero el Viejo de Peñarriba, Alvarpérez de Castejón,
don Juan Gálvez el Joven, de Tierras Cimeras; Pero
González, hijo de Gonzalo el Buentirador, que viene de
cerca del mar; y los hermanos Bermúdez y Calatayud, y
tantos más. También hablaron Minaya Mináyez de Monte-
mayor, Ferrán Ferrández de Tierraseca, el Duque Alfons el
Batallador, Joan Díaz de Villayedra, Muño Muñoz de Burgo-
chico, el buen conde don Remont, don Luis de Cuencalta,
Soto de Artúrez, el buen amigo sin par, Juan de los
Lobeznos, los gemelos Paulo Martín y Martín Paulo, y ya
paramos de contar.
Todos han de coincidir en que la guerra ya no
puede posponerse. No es posible recibir golpes y no con-
testar. Dejar morir inocentes y no imponer la justicia. Que el
retroceso impida la búsqueda de la luz. Es ya un deber salir
a dar la batalla. Si por las armas hay que defender la
verdad y la razón, por las armas se defenderán. No pueden
cruzarse de brazos y dejar que sus hijos sean llevados al
cautiverio y a la esclavitud. A las armas, pues, por la
libertad.
De lo que no habló don Álvaro fue del Hombre de
Hierro ni del lanzaflechas, ni del Ordenador. Pensó que aún
no había llegado el momento. Quería enardecer y no
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
151
preocupar. Y cuando Alán, el dubitativo, en un aparte le
preguntó por qué había silenciado el conocimiento de las
armas terroríficas, ni mencionado el Vaso del Unicornio, don
Álvaro con un gesto tajante le indicó que callara. Cerca,
otro caballero parecía escuchar lo que hablaban, pero
antes de que pudieran verle la cara se mezcló entre los
demás y no pudieron identificarlo.
Rolán, el buen amador, se les unió:
—Quisiera que ya Gerar y Ruger estuvieran aquí.
Mucho me disgustaría si quedaran separados y no
pudieran llegar a nosotros. También Abraham y Yuçuf están
lejos y no me gusta la separación. No sabemos qué puede
pasar.
—Esperar, sólo esperar nos resta, agrega Alán, y no
desesperar.
El murmullo de los Caballeros de Gules reunidos
empieza de nuevo a aumentar. Como oleaje ascendente.
Como rumor de rocas despeñadas. Truenos desatados.
Gallos rivales al amanecer. Y sube y sube, para rebotar
contra el techo y luego, tan insoportable el ruido, que
todos se interrumpen, en media palabra, en media frase,
en media idea —que improbablemente habrá de ser
completada. El silencio súbito, por segunda vez, que se
impone a todos, sorprende y más silencia, y unos a otros se
miran para saber de dónde ha venido. Pero como lo
inexplicable corre el riesgo de ser olvidado —ni razones, ni
causas que lo aclaren—, la media palabra, la media idea,
toman su inicio en una nueva expresión y la unidad
perdida, si no igual, de algún modo se completa, y si hubo
lugar para el arrepentimiento en ese mínimo espacio de
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
152
tiempo, ya no se insiste ni se trata de recobrar la mitad
faltante.
Quedan los Caballeros de Gules de verse al alborear
del día siguiente en el patio de armas. Cada uno se va
retirando con su silencio a cuestas y su preocupación a
flote.
Junto a don Álvaro sólo están Alán y Rolán. Saben
que no podía ser otra la determinación. Y, sin embargo,
pesan y sopesan los riesgos. Aún cuentan con un margen
de tiempo en que podrían arrepentirse y dar marcha atrás.
Pero este pensamiento se desecha, y pronto, porque ya la
duda no debe tener lugar. Si ha sido dado el primer paso,
la marcha no debe interrumpirse. La vida, de algún modo,
seguirá adelante. Lo que ellos hagan es parte de ese
proceso. Mejor no pensar más y actuar, en cambio.
Se separan y va cada uno a sus habitaciones. Hay
cosas que poner en orden.
Alán, a solas, duda. Nunca puede dejar de dudar.
Le cuesta tanto esfuerzo tomar una decisión. Por eso, es
mejor para él enfrentarse a lo inevitable. Que el paso ya
haya sido dado. Pero aún así, a solas, duda. Sabe que en el
momento de la lucha se dejará arrastrar y que será buen
guerrero, aunque por dentro todo sean preguntas y
vacilaciones, oscuridades y oleajes. Nunca podrá dejar de
lado el mar de fondo que le acompaña. La eterna pre-
gunta de si vale la pena cualquier acción. De si debe o no
empeñarse en batalla, propia o general, el hombre que
vive. De si el tiempo ha llegado o no. De si los hechos están
escritos o no. De si pueden alterarse. De si la eternidad
cabe en la palma de la mano. Y de si la debemos cerrar o
no. Ir al frente o no ir, ¿cambiaría en algo los sucesos?
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
153
¿Cuenta o no el pequeño tornillo del engranaje, el breve
clavo de la herradura? Dormir, siempre será buen remedio
dormir. Y soñar si se puede. A solas, Alán con sus dudas.
Rolán, el buen amador, en vísperas de lo inevitable,
toma una resolución. Qué mejor que pasar la noche, no a
solas, con tormentos y desvelos. No a solas, no. En grata y
placentera compañía. Con fembra plaçentera haber
ayuntamiento. Y para ello, nadie mejor que la fermosa
dama doña Endrina. Doña Endrina, que bien comprende y
bien sabe amar. A sus brazos acude Rolán y ceñidos a su
cuello siente al mismo tiempo el deseo de ella y el suyo.
Pezones erectos y miembro despierto. Manos que rápidas
quitan prendas y sayas. Suave resbalar de ropajes por el
suelo. Cama de cálidas sábanas. Espalda y pecho. La
columna todo lo soporta. Piernas que se buscan. Todo
músculo alerta. La piel extensa. Poros ávidos. Vello. Axilas.
Yemas de los dedos. Uñas. Humedad. Calor. Suavidad.
Reconfortante. Relajante. Gran amor por la creación toda.
Gratitud que resbala hacia el sueño conciliador.
Don Álvaro, duque de Villalba, también busca algún
consuelo entre las cuatro paredes de sus habitaciones. Ni
se sienta ni se acuesta. Se apoya en un bargueño y
contempla la extensión del cuarto. Va pasando la vista
sobre los muebles, los objetos, los escasos, pero escogidos
adornos. No piensa. Deja, nada más, que corra el tiempo.
Lentamente. En abandono. En inercia. Vuelve los ojos al
ventanal y esto le consuela. Los árboles al fondo. La
tranquila naturaleza. El silencio y la oscuridad. Las hojas que
se agitan al leve viento. El frío afuera y el calor adentro. De
este lado, todo es tranquilo. Aún no hay heridas, ni hambre,
LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO
154
ni pobreza. Eso vendrá después. Los muertos no se cuentan
por miles y las voces aún hablan y cantan. Sobre todo,
pueden oírse risas de niños. Aún.
Los ojos de don Álvaro recorren, otra vez, uno a uno,
los objetos de la habitación. Qué honda tristeza siente. Qué
sensación de arrepentimiento, de caída al vacío, sin nada
a qué aferrarse, sin punto en qué apoyarse.
REUNIÓN Y PARTIDA
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
156
En pie, y listos para emprender la marcha, Abraham y
Yuçuf, Gerar y Ruger sacuden sueños y nostalgias y sólo an-
sían reunirse con don Álvaro y el resto de los Caballeros de
Gules. Siguen el curso del río y antes de que lIegue a la mar,
que es el morir, encuentran lugar por donde cruzarlo.
De ahí en adelante, redoblan la marcha y se
proponen no descansar hasta ver tierras de Aloma. Por
montes y valIes, atajos y vías rectas, por lo alto y lo bajo, de-
voran legua tras legua. El ansia pone alas a sus caballos y
llega el momento en que desde un cerro contemplan a sus
pies el Valle Rico de Aloma.
Según se van acercando al castillo observan movi-
mientos desacostumbrados. Los campesinos no labran la
tierra y, en cambio, cavan zanjas. Otros cortan árboles y
troncos. Grupos de soldados recorren nerviosamente los
campos y sacan sus armas y las blanden y practican y dan
gritos de guerra.
A la entrada del pueblo los martilleos de los herreros
no descansan un minuto y el rojo de las fraguas ha incen-
diado sus caras y sus torsos. Las mujeres amasan pan y los
niños corren de un lado a otro cargando harina y sacos con
granos y comida. Hombres y viejos zurcen sus ropas y re-
miendan sus calzados. Los caballos son cepillados y bien
alimentados. Hay mucha excitación y hasta parecería que
cierto toque de alegría insensata invadiera el ambiente.
Los viajeros son vistos con curiosidad, pero al ser
reconocidos, sus nombres, del susurro al grito, son repetidos
y alzados con el eco. No es de extrañar, pues, que don Ál-
varo saliera al camino a recibirlos, que Mara entreabriera la
puerta para ver a don Abraham, Y que Alán y Rolán se
precipitaran hacia los recién llegados.
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
157
Los abrazos fueron fuertes y contenidos, como her-
manos o amantes que se reencontraran. Los rostros, con
honda sonrisa, los ojos húmedos, los dedos clavados en los
brazos del otro. Ni una palabra, ni una palabra pueden
decir de la emoción, y aunque la dijeran, otra, muy otra
sería de la que hubieran querido decir. Por eso, vuelven a
abrazarse y guardan silencio.
Hacen a pie el camino por el pueblo, entre espon-
tánea valla de quienes salen de sus casas para verlos
reunidos y cobrar así, más fortaleza y convicción de lucha.
Ya don Álvaro no está solo, sus cuatro Caballeros de Gules,
Alán y Rolán, Gerar y Ruger, están a su lado. Y la Compañía,
es también la compañía del pueblo, de los campesinos, de
los soldados, de las mujeres, de los niños, de los hombres
todos que han presenciado la escena de la reunión.
Abraham toma a Yuçuf de la mano, se separa de los
Caballeros y se dirige a su casa. Una vez llegados, descan-
san un buen rato y sólo despiertan cuando Mara, que les ha
traído algo de comer, cierra la puerta y se aleja. Vuelven a
dormitar un rato más para volver a despertar y esta vez sí ir
a comer de lo que Mara les trajo.
Es un breve momento de tranquilidad. Tal parece
que olvidaron los peligros pasados y las amenazas por venir.
Saborean la comida y le dan los restos a Alor, que también
sabe apreciar un buen guiso. Y como si no tuvieran otra
cosa qué hacer vuelven a retomar el sueño y no despiertan
sino a la madrugada del día siguiente, cuando acuciosos
gallos compiten con el sol para que el hombre abra ojos y
oídos.
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
158
Los cuatro Caballeros, tras los espesos y elevados
muros del castillo, son más afortunados en el arte de dormir
y desesperan a don Álvaro que ya quiere hablar con ellos y
que ha mucho que está despierto, sin gallo ni luz que se lo
atribuyan primero, que es su dormir ligero y breve.
A media mañana, ya todos reunidos, intercambian
breves relatos de los sucesos en que no estuvieron presentes
unos y otros. Las noticias de la guerra van acercándose y
aunque quisieran posponerla ya no es posible la pasividad.
Piensa don Álvaro que llegó el momento de salir al encuen-
tro de los invasores. Todo está listo y preparado. Manda
llamar al grupo de exploradores y les ordena marcar la van-
guardia. Se apresta la defensa del castillo y se refuerzan las
guardias. Las contraseñas se transmiten en un soplo de voz.
Todo está listo para la partida.
Don Álvaro desaparece del febril bullicio y por unas
horas no se sabe de él. Se ha alejado de los muros de la
ciudad rumbo a los trigales. Será su último momento de paz.
Se interna entre las altas espigas y en medio del campo se
recuesta, cara al cielo, los brazos doblados bajo la cabeza,
pensando en no pensar. Y así se queda, tendido, largo rato,
sintiendo el aire rozar las espigas y los espárragos trigueros,
alargando de vez en vez una mano para arrancar una
brizna de hierba y mordisquearla sacándole el fresco jugo.
Sin más que hacer. En absoluta fusión con la tierra y el
paisaje. Tal vez en total olvido y absoluta felicidad.
Cuentan que luego se le vio ir a la casa de Mara. Eso
fue lo que importó para los demás. Pero que pasara un
largo rato con Abraham y Yuçuf, eso no fue mencionado
por nadie, ni consta en las crónicas. A veces, el detalle
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
159
verdaderamente importante es el que escapa a la aten-
ción de los demás. Así, lo que hablaron o dijeron nunca se
supo ni pudo ser averiguado. Que fue crucial para el
desarrollo de los sucesos siguientes tampoco fue conocido.
Pero todos podemos suponerlo y dejar margen libre al
pensamiento.
Cuando regresó al castillo la inquietud de su
ausencia fue bálsamo curativo con su presencia, y nadie le
interrogó ni le recriminó.
Todo estaba listo para el comienzo. En la sala del
Concilio aguardaban los Caballeros, todos de guerra
vestidos, con armas, cotas de malla y aceros relucientes. La
orden era esperada y la orden fue dada.
Hubo júbilo y distensión. Ya la paciencia no sopor-
taba y el honor tenía que ser desmancillado. Con paso
seguro, don Álvaro al trente, salieron los Caballeros hacia el
patio de armas. Montaron los caballos, ondearon las
banderas y los estandartes, sonaron las trompetas y los que
se quedaron miraban con tristeza y envidia a los que se
iban. Al pasar por el pueblo no hubo quien no estuviera a la
puerta de su casa.
Don Álvaro, por un momento detuvo a su cabalga-
dura, Durelene, para dar la mano a don Abraham y a don
Yuçuf, mientras Alor daba vueltas agitadamente, saltando y
ladrando. Mara, cerca, no pudo reprimirse más y corrió
hacia don Álvaro que ya avanzaba de nuevo y sólo pudo
besar levemente su pie en el estribo y sentir el roce de la
mano de él en su pelo.
Ya se marchan los Caballeros. Ya se van marchando.
Dejan llorando a más de una doncella. Dejan con lágrimas
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
160
a más de una enamorada. Las manos se agitan y los
pañuelos son blancos. Más de una promesa que habrá de
cumplirse. Más de una promesa que no habrá de cumplirse.
Que si habrá quienes regresen. Que si habrá quienes no
regresen. Que si inválidos, mutilados o, simplemente, muer-
tos. Y las doncellas esperarán. Y algunas serán fieles y otras
no. Pasarán los meses. Pasarán los años. Se olvidarán los
rostros.
—Madre, la mi madre, dime de qué color eran los
ojos de mi lindo amor. ¿Cuál el color de sus cabellos? ¿Cuál
el tono de su voz y el matiz de su piel? Dime, madre, la mi
madre, cómo era mi lindo amor. Dime, cuál fue el árbol de
las promesas y el río en que nos bañamos, la flor que cortó
para mí y el pañuelo que le bordé.
—Hija, la mi hija. Ya no llores más, que el árbol de las
promesas un rayo lo secó. El río en que te bañabas, sus
aguas desvió. La flor, ha mucho que se marchitó. Y el
pañuelito que bordaste, tinto en sangre quedó.
—Madre, la mi madre, dime, cómo era mi lindo amor.
Dime cómo era, para irlo a buscar. Que si él no viene yo por
él iré. Subiré a los montes y bajaré a los valles. Y si muerto
está, con mis manos lo desenterraré y acostada junto a él a
su lado me dormiré. Madre, la mi madre, dime por eso,
cómo era mi lindo amor.
—Hija, la mi hija, ya no tienes lindo amor. Busca uno
nuevo, que el otro muerto está, con una lanza clavada en
medio del corazón.
—Madre, la mi madre, dame acá ese puñal, que ya
no es vida sin mi lindo amor.
Pero no sólo las doncellas han quedado solas y sin
calor. Los Caballeros encargados de la defensa del castillo
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
161
sienten no ir a pelear. Y quien más lo siente es Ruger, Ruger
que no ha podido marchar porque su brazo ha quedado
torpe y ya no podrá usar el mandoble. Ruger siente un
vacío que nada podrá llenar, un hueco y un frío que le han
quitado el deseo de vivir. Pero Ruger, una vez que ha salido
el último de los Caballeros, manda cerrar los portones y
levar el puente. Asigna las guardias en los torreones y da
órdenes para la defensa del castillo.
Abraham le está esperando:
—El castillo es el nido y su defensa es primordial. Don
Álvaro te encargó su más preciado don y no debes
entristecerte.
—No, no es eso. Yo lo sé. También aquí tendré que
pelear. Pero yo quería estar al lado de él. Pienso a veces
que es frágil y que yo lo protegería.
—No creas que es tan frágil. Ahora ya no lo es.
Olvidas que tiene el Vaso del Unicornio. En cambio, dejó
aquí, bajo tu custodia a Mara.
—Sí, a Mara, y a ti y a don Yuçuf. Sí.
—Entonces, date cuenta que para él eres tú más
importante y que no te dejó por inválido. Si hubiera pensa-
do así, te habría llevado con él para que murieras con
honor en batalla.
—Sí, tal vez tienes razón. Tal vez me encargó de lo
más difícil. Ahora me doy cuenta. El grupo de los Caballeros
de Sable que burlamos en el puente, muy bien pueden
estar planeando regresar con refuerzos y atacar el castillo,
creyéndolo mal guarnecido. Es verdad, tengo mucho que
hacer y no puedo permitirme el ocio de la tristeza. Gracias,
Abraham, me has abierto los ojos.
—Gracias a ti, Ruger, que quisiste recibir la luz.
LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA
162
Caminan despacio los dos y sumidos en silencio.
Abraham se dirige a casa de Mara. Ruger reúne a sus
capitanes y van a la Sala del Concilio. Tienen mucho que
pensar y mucho que decidir.
Así pasa la tarde, con apacibilidad, sin desasosiego,
el sol mullidamente hundiéndose en el horizonte.
Abraham se sienta ante sus libros y como si fuera
ajeno al debatir humano, hundido en ellos, su mente se
esfuerza por comprender fórmulas y frases, por alcanzar el
secreto de la expresión difícil y oculta, por descifrar lo que
otros escribieron, por llegar al pensamiento envuelto en es-
pesas capas de lenguaje. Se interna por ese campo del
quehacer mental que libra batallas tan a fondo como las
de los más temibles guerreros enfrascados en obtener el
triunfo.
EL ASEDIO
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
164
Y bien, pasan los días y los que quedaron en el castillo aún
no reciben noticias de batalla alguna. La vida sigue en
aparente calma y la tensión va relajándose. Los campesinos
vuelven a las tareas cotidianas y empiezan a preparar la
tierra para una nueva siembra. Los rebaños son llevados a
pastar tras las lomas verdes. Junto al río se ve a las mujeres
lavando la ropa y, en un remanso, a algún niño que ha
querido probar suerte y lanza su frágil caña por si peces
desprevenidos pican, para convertirse luego en piadosa
cena. Los soldados, por un momento, olvidan su actitud
marcial, aflojan los músculos y hasta se apoyan en la pared.
El sol, tibio y con luz clara de mañana, es halago y
caricia para planta, animal y hombre. Nada inquieta, nada
preocupa. No sopla viento. No hay eco ni ruido. El silencio
todo lo cubre. Nada se escucha. Ni un sonido. Ni un
zumbido.
Ruger, en el patio de armas, se queda paralizado por
el silencio y siente un miedo que nunca había sentido.
Luego de perder preciosos segundos en este estatismo
aterrorizante, cuando logra vencer el sopor y la apatía y
obliga a su cuerpo, tras de un esforzado acto de voluntad,
a moverse, vuela, más que corre, hacia la torre del
homenaje. Al llegar, ya sabe que es tarde y sólo se lo
confirman los guardias en grotescas poses con flechas
negras clavadas en el corazón. Sabe Ruger lo que luego
vendrá. La oscuridad total, la destrucción y la muerte.
El sol se pone súbito y con la negrura viene el frío. Ya
es tarde para levar el puente y tampoco pueden ya
cerrarse las puertas. Como plaga, como langosta, como
hormigas, tupida y metódicamente, surgidos no se sabe de
dónde, miles de Caballeros de Sable irrumpen en el castillo
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
165
emitiendo alaridos de pánico, incendiando y matando a su
paso.
Los soldados que se oponen disparan flechas,
blanden espadas y mandobles, arrojan lanzas. Pero ninguna
da en el blanco ni va a clavarse en cuerpo enemigo. No
parece que hubiera capitán que los guiara, sino que todos
actúan de un mismo modo y que no se les pudiera detener
de manera alguna.
Los soldados del castillo, sin saber qué hacer, dejan
de disparar y van cayendo heridos de muerte, uno tras otro.
Las capas negras ondean al correr de los caballos y el rojo
del fuego va dando luz y calor de nuevo.
Y, entonces, tan rápido como entraron, desaparecen
los Caballeros de Sable. La nube de oscuridad que ocultó al
sol, se desvanece, y con la luz, el horror es mayor. Por las
piedras corren ríos de sangre. Cuerpos mutilados y aún
palpitantes. El fuego retorciendo y ahumando. Gritos de los
que agonizan. Terror en los rostros. ¿Quién podría ayudar y
apagar el fuego? Pocos quedan con fuerza para hacerlo.
El ruido se va acallando. La calma puede regresar. El
sol vuelve a salir y las nubes negras se disuelven por el
horizonte. Hay luz y calor de nuevo. Si no fuera por el espan-
to de muerte que se ve, pareciera la misma mañana
plácida, cada quien en su tarea cotidiana, los campesinos,
los pastores, las mujeres en el río, el pez picando el anzuelo
y el niño estremecido de alegría. Pero lo que ha sido
interrumpido ya no vuelve a su ritmo. La vida segada ya no
renace. No hay quien pueda parar la sangre. No hay ceniza
que vuelva a ser forma, ni parte que vuelva a ser todo. Un
mundo roto es un mundo roto. Los fragmentos ya no podrán
ser unidos.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
166
No obstante, de algún modo, resquicios de vida
siempre perduran. La semilla que no se quemó en el
granero incendiado. La brizna de hierba oculta bajo tierra.
El leve animal escondido en algún hueco. El niño o la mujer
que huyeron a una cueva.
Cuando ya es grande el silencio y las piedras han
recobrado calor, empiezan los cautelosos movimientos de
quien queda con vida. Tal vez un soldado, bajo un montón
de cadáveres, inicie penosamente su retorno al sol. Del
fondo de una casa, de la cámara más apartada que
pudiera hallarse, una mujer y unos niños se decidan a salir al
exterior. Habrá quien levante con lenta precaución la tapa
de un arcón y acostumbrando sus ojos a la claridad y no
viendo peligro alguno, se incorpore súbito y salte de su
encierro. Y así, poco a poco, los que hayan quedado con
vida acudirán a salvar y a ayudar a los heridos y a los
dolientes, y se esmerarán por apagar el fuego.
Será entonces cuando lo vean. Brillará su blancura y
destacará su forma perfecta. Aparecerá y desaparecerá
tan velozmente que apenas podrán creer lo que sus ojos
vieron. Pero sí, todos lo han sentido y lo saben. Estaba allí,
entre el fuego y no se consumía por las llamas. Entre las
cenizas, sin tiznarse. Entre la sangre, sin mancharse. Entre los
muertos, sin corromperse.
Los que vieron al Unicornio comprendieron porqué el
fuego se apagó, y la sangre dejó de correr y los rostros
convulsos adquirieron la placidez de la muerte. Mara, que
también lo ha visto, tiende la mano hacia él y por un
brevísimo instante el Unicornio casi se detiene ante ella,
pero retoma su ligero galope y se pierde en la distancia.
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
167
Yuçuf, a su lado, al oírle pasar sale corriendo tras él y
tropezándose grita: "Espera, espera, espera".
Mientras, Abraham busca por todas partes a Ruger.
Nadie lo ha visto, ni sabe dónde está. Ni entre los heridos, ni
entre los muertos. Cuentan que lo vieron peleando a morir,
y que su brazo derecho, salido de nuevo del hombro,
colgaba dolorosamente a lo largo de su cuerpo. Pero nadie
vio más. Y Abraham prosigue en su búsqueda. Abraham lo
buscará y lo buscará y no cejará hasta no dar con él.
Luego de varios días, cuando los muertos han sido
enterrados, las piedras lavadas y se oye el golpeteo de los
carpinteros aserrando, martillando, clavando, aún sigue
Abraham buscando a Ruger. La duda quedará. ¿O se
habrá convertido en ceniza su cuerpo?
Mandan emisarios a don Álvaro para relatarle la triste
nueva y pedirle refuerzos para proteger el castillo. Ahora,
son los campesinos y los pastores los que hacen las guar-
dias, pues ya no hay soldados que se valgan por sí. Cada
uno de los sobrevivientes aprende a cuidarse y a cuidar del
otro. Pero el miedo ha invadido los corazones y se
manifiesta en sobresaltos o en temblores o en pesadillas o
en insomnios. Sólo los que vieron al Unicornio guardan aún
cierta dosis de esperanza. Mara, Abraham, Yuçuf.
Pero he aquí que desatada la madeja del mal ya no
hay modo de volver a enmarañarla. Y una desgracia trae a
otra y a otra y a otra. No como las cerezas, sino como las
uvas. Espesos racimos engarzados. Y no de dulce sabor
cristalino. Agraz, todo se vuelve agraz.
Una madrugada, cuando más tranquilo el cuerpo
reposa, y el aire también duerme, y los amantes yacen
fatigados, atacan de nuevo los sañudos Caballeros de
Sable. Matan a los guardias. Hacen astillas las puertas de los
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
168
durmientes. Atraviesan el foso y trepan por las paredes
como animales prensiles. Llevan cargando en hombros un
bulto. Vienen emitiendo alaridos pavorosos. No hay qué
hacer y todo es parálisis.
En la mitad del patio del homenaje arrojan el bulto y
luego escapan por donde han venido. Es afrenta sobre
afrenta. Ni siquiera se detienen a pelear por considerar que
ya no hay nada que hacer ahí.
Quien se acercó al bulto arrojado dio tal grito de
espanto y fue tal su dolor que desde entonces quedó loco
de por vida y repitió para siempre, obsesivamente: "No. No.
No."
Hubieran sido irreconocibles los restos del cuerpo
destrozado de Ruger, a no ser por la cabeza intacta y
separada del tronco. Así Abraham, que tanto buscaba a
Ruger lo encontró por fin y sólo pudo consolarse con el
Shemá Israel.
Cubrió los restos y no dejó que nadie los viera y
cayera en la locura del primer hombre o en la perenne
pesadilla que nunca habría de abandonarle. Se alejó con
los restos y donde nadie lo vio, quizás al pie de un fuerte
encino en lo alto de una loma, lo enterró y lo dejó
descansar en paz entre el olor de la hierba y el canto del
pájaro.
Cuando bajó, ya era otra su cara y la pregunta
desafiante a Dios marcó en profundidad sus ojos y en agu-
dez los altos pómulos. En mayores silencios sus palabras y en
ausencias de la realidad su presencia. En frecuentes paseos
solitarios, siempre hacia aquel encino y en caricias a Alor
que ya no se separaba de él.
No podía hablar Abraham. No quería tampoco. No
tenía palabras y no soportaba la voz de otros. Lo que otros
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
169
decían o contaban era para él aire en el vacío, viento en la
tempestad, gota en el torrente. Y le molestaba, le moles-
taba el sonido de las palabras, que no era sonido, sino
ruido, desagradable ruido sin sentido, extraños ruidos y
grotescos movimientos de los rostros al pronunciar. Y las
risas, qué cosa tan horrible las risas, rictus deformantes,
guturizaciones, restos ancestrales de oscuras cuevas,
músculos sin control, voluntad y razón perdidas, lo bestial
que no es de las bestias, hyaena ridente.
De nuevo, la búsqueda de Dios, tras la pérdida.
¿Dónde, dónde? ¿Dónde te escondes? ¿En qué monte o
en qué valle? Porque en el hombre no estás. ¿En qué cielo
o en qué infierno? Porque en los demás no estás. ¿En qué
imagen o en qué pensamiento? Dios mío, te me escapas, te
me vas. ¿Es que sólo estarás en la nieve de la montaña o en
la inmensidad del mar? ¿En aquello que no puede ser
alterado, ni importa, ni sirve para nada? ¿Es que eres sólo
un punto imaginado en el horizonte? ¿Una pura imagen
mental? Lejos, muy lejos estás, en indiferencia, en soledad,
en abandono total. Sentado a la vera de no sé qué camino
inexplicable. Y yo, por más que trato de acercarme, por
más que amo tu idea y deseo tu presencia, te me escapas
en imposibles, en tenues, en frágiles, en inalcanzables. No
hay cómo definirte, ni cómo desdefinirte. Pero cuando más
te necesitamos, menos te comprendemos. Cuando la
muerte nos asedia, más te desvaneces. Cuando nos arran-
cas la vida y el amor, te negamos y te execramos. Porque,
¿qué puedes ofrecernos cuando todo nos lo quitas? Sí,
también todo nos lo das, pero nunca recordamos haberlo
pedido. ¿Quién pidió vivir? ¿Quién pidió morir? El ciclo
puedo comprenderlo. Principio y fin. Círculo. Los tajos son los
LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO
170
que no entiendo, los desgarramientos, la tortura, el inútil
sufrimiento. La muerte que asedia, compañera fiel desde el
origen. Vigilante, cuidadosa, esmerada, alerta, anotando
errores y caídas, sumando y restando días, riendo y llorando,
premiando y castigando. Con la mano plena y la mano
vacua. Transparente y opaca. Ciega y clarividente. Inmiseri-
corde. Implacable. Infalible. La certeza de Dios. La perfecta
ronda. Todo lo que es duda se aclara. ¿Por qué lo permites,
Dios?
LA PRIMERA BATALLA
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
172
Los instigadores, los sublevados, los Caballeros de Sable
contaban con una lucha breve. Una o dos batallas crucia-
les y todo caería en sus manos, como árbol al que se
sacude para recibir el fruto. Por eso habían creado
confusión y desorden, pánico y temores, amenazas y tortu-
ras. Contaban también con poderosas fuerzas provenientes
de extrañas tierras junto con las del caído rey don Lope.
Adentro, también había traidores que se les iban uniendo.
Sus armas eran poderosas y desconocidas. Sus ansias de
dominio y destrucción, inagotables. Con lo que no conta-
ban era con la fuerza especial que acompañaba a los
Caballeros de Gules, con el talismán secreto, con el amor
de los vasallos a don Álvaro, con la defensa de la tierra
palmo a palmo, y con la certeza de los desesperados.
Afincados en datos concretos y reales, los Caballeros
de Sable se sentían seguros. Pero, justamente lo imprevisible
y la desesperación del que va a perderlo todo, así como lo
abstracto, no entraron en sus perfectos cálculos. Y esto fue
lo que desbarató su maquinaria atroz. Aunque aún faltaba
para el final esperable.
La madrugada previa a la gran batalla fueron
sorprendidos los Caballeros de Sable. Fue su primera y única
sorpresa. Luego habrían de cuidarse todavía más. Los
Caballeros de Gules, al mando de don Álvaro, desde la
noche anterior habían avistado a las tropas enemigas
acampadas al otro lado del Gran Río. Así pues, en las
primeras horas del amanecer, la avanzada del ejército de
don Álvaro empezó a cruzar las aguas del Gran Río.
Penetraron en las filas enemigas y avanzaron prodigiosa-
mente, atacando y desbaratando cuanto se encontraban
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
173
a su paso. Mientras, los que quedaron atrás iban constru-
yendo puentes temporales para cruzar el resto del ejército,
las armas, los carromatos y los aprovisionamientos.
Pronto reaccionaron los Caballeros de Sable y su jefe,
el Gran Condestable, Sancho Ruy, ya reconocido por don
Álvaro, mandó destruir los pontones improvisados. Para ello,
hizo que se cavaran aceleradamente diques, a fin de que
la crecida del río arrastrara hombres y pertrechos. Pero más
aprisa destruía, más aprisa se construía. La batalla se convir-
tió en una lucha por defender los puentes y por desbara-
tarlos. Pasmosos eran los esfuerzos de los dos lados y la vista
apenas distinguía cuál era el bando ganador, si es que lo
había. Quienes habían logrado cruzar el río fueron enviados
al mando de Gerar para impedir que se siguieran cavando
diques.
Al principio, el poderoso empuje de las fuerzas de los
Caballeros de Gules obtuvo ventaja. Los pontones lograron
mantenerse y el resto de las fuerzas pudieron pasar. Ya del
otro lado, se reorganizaron en grupos de ataque y penetra-
ron por en medio de los enemigos para partirlos en dos.
Pronto, los Caballeros de Sable comprendieron que recupe-
rarían la ventaja si iniciaban un movimiento envolvente y
aglutinaban a los incautos sin dejarles posibilidad de pelear.
Además contaban con las temibles Águilas Negras, capa-
ces de oscurecer el sol, como ya lo habían hecho en el
castillo de Aloma.
Gerar adivinó los planes de los enemigos y pensó en
utilizar lo que parecía derrota en punto de apoyo para
resistir el embate de los Negros. En tres puntos críticos,
dejando el río a un flanco, se colocaron Alán, Rolán y Ge-
rar. Al centro, don Álvaro dirigía los movimientos. La batalla
fue a muerte. Por un lado, la ceguera de la destrucción. Por
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
174
otro, el ansia de sobrevivir. Espadas centelleantes, ojos enfe-
brecidos, rostros sudorosos, cabellos revueltos. Los gritos de
dolor, de rabia, de ímpetu. Los relinchos de los caballos. La
tierra teñida de rojo. Tanto mundo roto. Y luego la oscu-
ridad. Batir de alas de las Águilas Negras y lluvia de puñales
sobre cuerpos a merced.
El círculo de los Caballeros de Gules se va estrechan-
do. Casi tocan espalda con espalda. No es posible ya la
defensa. Pero no se rendirán. Preferirán la muerte. Elegirán
la herida.
Caen cuerpos. La tierra ya no soporta el peso cálido
desmayado. El ruido va disminuyendo. Ya no tanto chocar
de espadas, golpe seco de mandobles, zumbido de balles-
tas. Ya no tanto. Ya no tanto. Y cuando don Álvaro ve que
sus tres Caballeros están en primera fila, decide que ha
llegado el momento. Saca el Vaso del Unicornio y tomándo-
lo fuertemente entre sus dos manos, lo eleva por encima de
su cabeza, hacia el cielo y pide en silencio que todo
acabe.
Y todo acaba. Los enemigos han retrocedido espan-
tados ante la albura del Vaso. Las Águilas se han alejado y
una paloma blanca vuela sobre el campo. Las espadas
descienden, pero aún la tensión endurece los músculos.
Esperan órdenes de los capitanes. No se atreven a creer
que una pausa aliviará el cansancio que sólo ahora empie-
zan a notar.
Mucho hay que hacer. Recoger a los muertos.
Atender a los heridos. Protegerse de un nuevo ataque. Todo
por orden se va haciendo. Queda un pequeño destaca-
mento con este encargo. El grueso de las fuerzas son
reunidas por don Álvaro y arengadas para seguir la batalla.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
175
Manda, entonces, perseguir a los que huyen. Espolean los
caballos y, sin piedad, arremeten contra la retaguardia.
Es mucha la furia y, por fin, antes que termine el día,
puede don Álvaro considerar que ha ganado la primera
batalla, si bien sabe que no es la última.
El regreso hacia el Gran Río es lento, olor a sangre y a
sudor, polvo pegado al rostro. Manos torpes, engarrotadas,
casi mecánicamente llevando las riendas. El sol a las espal-
das, ya no ciega y calienta poco.
Hay cierto orden de muerte en el campamento.
Antes de ir a descansar, don Álvaro visita a los heridos que
parecen revivir y ya no dolerles tanto los cortes y las faltas.
Y luego, la distensión breve, muy breve, para volver al
pensar, al imaginar, al prever el próximo paso del enemigo y
el propio también.
Caen las tinieblas con rapidez inesperada. Sin sentirlo,
de pronto ya no está el sol y aún los tonos dorados y
rosados luchan por entre nubes negras y espesas. A trechos,
el engaño de una apertura luminosa, olvidada del retiro
total, pareciera anunciar un retorno esperanzador. Pero la
fuerza es negra y el dominio oscuro; el olvido largo y la luz
lejana.
¿Cómo dormir? ¿Cómo soñar? Si la inquietud palpita
en el corazón y el sobresalto abre los ojos. Siglos de luchas y
vigilias, insomnios veloces, pesadillas a caballo. Errores, múl-
tiples errores dirigen las vidas y las historias. La injusticia es la
vida: no hay premio para el bueno, ni castigo para el malo.
La lágrima y la risa distorsionan el rostro. Siempre placer y
dolor tan cerca, tan confundibles. Velas que se encienden y
se apagan. Por un buen sábado, por una vida que nace y
por otra que muere. Todo se entrelaza, se entreteje, se
entretiene. Ningún cabo queda suelto. Todo es parte de
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
176
todo. Todo depende de todo. Nadie está solo. El cosmos
rodea, el cosmos envuelve. La historia del cosmos es la
historia del hombre. Hormigas que agitan el hormiguero.
Fino montículo de arena, vuelta gris, vuelta porosa. Agujero
sin fin que pudiera marcar el día preciso del sol.
Van y vienen los aires del ventalle de los cedros que
no hay y de los álamos añorados. Todo ese cúmulo de lo
que se intuye y no se conoce, ¿es también conocimiento?
¿Lo que no se ha visto, es también experiencia? El pino y la
nieve, el león y el ciervo, la montaña y el lago. Y sobre todo
el mar. El mar que se escapa y se hunde y se riza. Y está
lejos y no llegamos a él. Todo lo que no tenemos, ¿lo
poseemos en fin? ¿Amamos, sin amar? ¿Hablamos, sin ha-
blar? ¿Pensamos, sin pensar?
Van y vienen palabras. Lenguajes perdidos. Memoria
intocable. Recovecos refugios. Escondrijos bienamados.
Silencios colmados. Busca y busca la soledad. Amada
soledad tranquila que se puebla de toda compañía. Com-
pañía elegida, llamada y desechada. En soledad, la mayor
compañía; en compañía, el mayor olvido. Solo me pierdo
entre los demás y solo me encuentro conmigo. Por eso,
ansiado rincón oscuro, rincón de luz. Rincón hacia adentro,
en cualquier lugar, en cualquier rincón.
Y bien, el pensar lleva al dormir y, de pronto, se
pierde la idea en un vacío, en una luz interrumpida. Hay un
corte imperceptible, que no ha dejado marca, que ha
tomado por sorpresa y que pasa sin dejar cicatriz. Es el ama-
necer y sí ha habido descanso y sí ha habido olvido. Tanto
que no se recuerda.
Con el amanecer, las preocupaciones, las disposi-
ciones. La vida que sigue. Los ruidos del despertar. La
pérdida de la soledad. Ya no soy yo. Ya somos todos. De
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
177
todos. Para todos. Con todos. Ante todos. Tras todos. Cerca
de todos. Lejos de todos. Sobre todos. Bajo todos. Todos
todos.
Pero el fluir del pensamiento debe ser interrumpido. El
regodeo en el propio pensar y pensarse es lujo no permitido
por los demás. Es envidia y es imposibilidad de alcanzar. Ahí
donde se intuye que aflora, acuden los medios imagina-
tivos, desde los más burdos hasta los más sutiles, para cortar,
para suspender, para impedir que quien se interiorice y se
atreva a vivir en mundos abstractos, sea apartado de esa
instancia de aislamiento y de iluminación. Pero la ilumina-
ción de algún modo perdura. Aun la torpe interrupción y
vuelta al quehacer diario no opaca los rayos.
Es él, es Gerar quien se atreve a levantar la cortina
del pensamiento y de la tienda ducal. Sus noticias, son
noticias albas. El albo Unicornio ha sido visto rondando a lo
lejos como si cuidara a los soldados y a los Caballeros de
Gules. Pareciera querer acercarse a la compañía acampa-
da. Pareciera querer guardar su frontera y avisar de mínimos
peligros. Es tranquilizante su hermosura. Devuelve fe y pie-
dad a los hombres. Es mensaje de paz. Olvido de guerra.
Tímido amor virginal. Quienes lo ven sonríen y ya no serán
derrotados. Al saber don Álvaro su presencia decide ir a
buscarlo. A paso lento se acerca al lugar donde ha sido
entrevisto.
Entre los árboles le espera el Unicornio, tan quieto,
que semejara de cristal.
Don Álvaro le habla sin pronunciar palabra y la
respuesta también la recibe en silencio y se graba en su
mente. Don Álvaro está lleno de temores, no sabe cómo
acabará la guerra ni cuántos de sus hombres morirán. Lo
LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA
178
que más teme es el dolor y el sufrimiento, el amor interrumpi-
do y la muerte triunfante. El Unicornio trata de explicarle
que esos son temores pequeños, que, a veces, el bien toma
formas desesperadas y sus caminos parecen sinuosos. Su
lucha está por encima de los sucesos humanos. Debe
comprender que ha sido llamado a acciones más grandes
que una batalla o un soldado herido, un amigo muerto y su
amada lejana. Es poco aún lo que conoce. Pocas las
muertes y los dolores. Aún queda mucho y peor. Pero el
Unicornio estará a su lado para ayudarle en su lucha. Si eso
es consuelo, será consuelo.
Si puede creer en lo que no se ve, ni oye, ni advierte
de modo alguno que no sea el sensorial, podrá comprender
esa otra medida de intelección indefinible que lo conducirá
al conocimiento máximo.
¿QUÉ ES EL
CONOCIMIENTO?
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
180
Don Álvaro ha quedado dormido bajo un árbol.
Don Álvaro se interroga.
Don Álvaro tal vez sueña.
Y sueña que aspira al conocimiento de la totalidad.
¿Será posible? ¿Será posible, no ya conocerlo todo, sino
una infinitesimal partícula de una sola cosa? No, probable-
mente no. Pero todo hombre se lo ha planteado alguna vez
en su vida. El campesino al mirar al cielo en busca de señas
favorables o dañinas para su cosecha. El amante en los ojos
de su amada. El juglar con las palabras huidizas. El soldado
al filo de su espada. El niño ante el trozo de juguete roto.
Y más, más aún se lo han preguntado. Muchos más.
Sabios y filósofos, gobernantes y sacerdotes, hombres y mu-
jeres de aquí y de allá. De todas partes y en todo tiempo. La
pregunta no deja de dar vueltas. Si don Álvaro sueña, eso
no importa. La pregunta no deja de dar vueltas. Y los sueños
no importan. Tal vez los sueños sean la mejor respuesta, por
lo menos la respuesta más espontánea. Y la más clara o la
más crítica, que viene a ser lo mismo. Porque la respuesta y
la pregunta guardan la misma igualdad. Ecuación de
valores idénticos. Ley de la equidad. Por lo menos en teoría
sí funciona. Bueno, en teoría todo funciona. El problema es
la práctica. El problema es lo imprevisible. Lo circunstancial.
Lo no aprendido. La sorpresa. La sorprendente sorpresa.
Bien, vayamos por pasos. ¿Conocimiento general o
conocimiento individual? Pero, mejor dicho: ¿acaso co-
nocimiento? Conocimiento podría ser acumulación de
experiencias. Podría ser intuiciones sin analizar. Podría ser no
conocimiento. Podría no ser. ¿Acaso la razón tiene razón?
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
181
Acierto y error. ¿En qué se basan? ¿Puede estable-
cerse la verdad? Yo digo una cosa. Tú otra. Decimos los dos
la verdad. He ahí que la verdad no puede comprobarse. Y
tantos siglos de luchar por ella. Tantos libros escritos. Y poe-
mas, poemas también.
La búsqueda de la verdad lleva a la búsqueda de
Dios. Si existiera una verdad absoluta, existiría Dios. Si se
encontrara esa verdad absoluta, se encontraría a Dios.
Por eso, seguimos buscando, por tantos caminos, en-
tre el polvo y los recuerdos de otras pisadas. Y a veces nos
desviamos y la flor de la orilla nos distrae y nos perfuma. Nos
sentamos a descansar y levemente podemos olvidar.
Pero siempre hay una llamada, una campana, un
latido: y de nuevo, vuelta a caminar. ¿Por qué no dejamos
de caminar? Qué cómodo quedarnos sentados, sin nada
qué hacer, contemplando el aire transparente y pensando
en todas las cosas. Sí, en todas las cosas que nos gustan. No
en guerras. No en vanidades. No en abstrusas equivoca-
ciones. En lo que nos gusta. En la luz. En el sol. En el mar. En
el cielo y en la tierra.
Qué agradable vida la retirada. Lejos de todo ruido y
de mundanales cuidados. ¿Por qué no somos todos mon-
jes? Todos dedicados a la retribuidora tarea de dejar volar
nuestros pensamientos. A veces hacerlos regresar, a veces
perderlos por el lejano horizonte.
Qué agradable el dulce no hacer nada. Sentados a
la vera del camino, viendo pasar la vida y viendo también
pasar la muerte.
Pero esos temperamentos tan seriamente sentencio-
sos, de tan alta virtud y ejemplar comportamiento, como
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
182
don Álvaro y don Abraham y don Yuçuf, no tienen tiempo
para sentarse a la vera del camino. Aunque, en todo caso,
don Abraham y don Yuçuf sí tengan ese tiempo. Como ellos
son hombres de pensar les es propio sentarse a la vera del
camino. Pero don Álvaro, don Álvaro es hombre de actuar y
nada debe detenerlo.
Por eso, a veces se escapa. Se escapa sin que nadie
sepa a dónde va. Esos son sus pequeños momentos de
soledad, lo que no consta en las crónicas y relatos, lo que
puede inventarse, lo que la historia desconoce. Y por
desconocido, totalmente dado a la libre imaginación.
Sale don Álvaro de las páginas de apretada letra y
camina por el aire. Decíamos que sueña. Y en sueños o en
el aire se le aparece un Caballero Negro. Con él dialoga:
—Don Álvaro de Villalba, Gran Duque, Caballero de
Gules, te vengo a saludar.
—Caballero de Sable, Sancho has de ser, Sancho
Ruy.
—¿Importan los nombres? ¿Es ése el conocimiento
que te preocupa? Para matar no hace falta conocer los
nombres.
—Para vivir sí.
—Vida, vida. Esa no es verdad alguna. La única
verdad es la muerte.
—Muerte, muerte. Deja de ser verdad. Porque no es
nada.
—Al contrario. Lo es todo. Todo para la muerte. Todo
para su fin.
—Al fin ya nada puedes hacer. Lo que importa es el
principio y el medio. El largo medio antes del fin.
—Error tras error. Sólo cuenta el silencio oscuro.
—Pues no. Sólo cuenta la palabra y la luz.
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
183
—Pues tampoco. Porque sin la oscuridad no hay luz.
¿Te imaginas una eternidad toda de luz?
—Sí, y también un mundo sin dolor y sin llanto y sin
temor.
—¿Y cómo lo reconocerías si no tuvieras su opuesto?
—¿Por qué hacen falta opuestos?
—Para medir, para comparar. Para lo que te preocu-
pa: para conocer.
—Pero yo puedo querer un mundo perfecto.
—Ese es tu grave error. ¿O es que crees que la
perfección es la felicidad?
—¿Y lo es la imperfección?
—Por lo menos, te diviertes más.
—Sí, te divierte el mal, y matar y destruir. Pero no te
divierte el vuelo de una paloma o el río que corre a la mar.
—No. Borra la poesía.
—Entonces, borra al hombre.
—Entonces, dibuja de nuevo al hombre.
Y la imagen del Caballero Negro se desvanece.
Humo en el humo. Ceniza en la ceniza. Polvo en el polvo.
Nada en la nada. Y con él, sus secretos. La alta fuerza po-
derosa que ha permitido la creación de los Hombres de
Hierro, de los pájaros y las tinieblas del mal, de la multiplica-
ción de los Caballeros de Sable. Ninguna explicación podrá
ser dada. Las cosas quedarán así.
El Unicornio está ahora frente a don Álvaro. Es tan
bello y perfecto que sería alivio tocar su cabeza. Si se
dejara. Don Álvaro teme que huya si lo toca. Adelanta
despaciosamente la mano. Sacude la cabeza el Unicornio y
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
184
don Álvaro duda. Pero decide seguir el movimiento. Tal vez
el Unicornio se deje acariciar. Tal vez sí. Tal vez no.
Don Álvaro toca al Unicornio, y, por primera vez, sabe
lo que es tocar algo vivo y palpitante. Nunca lo había
sentido. Ni cuando acarició a las mujeres que amó. Y es
sensación extraña. Difícil esfuerzo atreverse a posar la mano
en otra piel, en otro cuerpo. La respuesta de la otra piel. Su
calor. Su presión. Su tacto. La vida sorprendida. El músculo.
El nervio. La sangre. El hueso. Formas del conocimiento
también. Pero el Unicornio tiene que darle confianza a don
Álvaro. Y se la da. Del sueño o del no sueño, don Álvaro no
olvidará este tacto palpitante. Será después recuerdo y
recuerdo agradable, sonrisa irreprimible, pequeño secreto
que da fuerza.
Y ahí queda ese imaginar de un lado a otro. Que si
bajo la sombra de un árbol, que si en el fondo de un río, o
en profunda cueva subterránea. Paredes de cristal y espe-
sor de humo. ¿Pero lo sabe todo don Álvaro? No, claro que
no, saber es difícil, casi imposible, todo lo más, adivinar,
intuir, atar cabos sutiles y delgados. Y creer que se sabe.
Cuando se cree que se sabe se puede actuar.
Y sí, cosas que preocupan a don Álvaro, pero que
aún no conoce, llevan sus pensamientos de aquí para allá.
Desconoce la fuerza de su enemigo. El tamaño del ejército
y la clase de armas. Tiene algunas muestras, lo suficiente
para alarmarse. Aquellas temibles máquinas y el Hombre de
Hierro. Pero, ¿habrá sido un sueño? ¿Por qué no vuelven a
aparecer? Y si aparecen antes de que él pueda remediar la
situación, ¿cuántos hombres habrán muerto?
De esas penumbras del pensar o del soñar surgen los
chispazos del conocimiento. Sin previo análisis, ni método, ni
técnica. Mera iluminación instantánea. Todo lo que estaba
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
185
disperso se une en secuencia lógica, como soplo mágico
que ordenara el rompecabezas desbaratado. Hálito divino
que insuflara vida y armonía.
Sí, pero primero fue el caos y las tinieblas. Del caos y
de las tinieblas, el paso al orden y a la luz fue breve destello,
sonido de flauta que construyera grave, alta pirámide.
Música que elevara las piedras y el lodo en la escala del
ascenso espiritual. Internos movimientos de ondas cerebra-
les. Fuerza impalpable. Adivinación de las palabras. Pala-
bras que se ordenan en la forma del pensamiento adecua-
do. Exactas palabras encuentran la idea. La conciencia
lingüística del hombre heredada de generación en gene-
ración. Se construye el nuevo pensamiento sobre lo ya
creado. Se acumula la experiencia de la palabra. Junto
con la primera palabra se transmiten ocultos códigos y
culturas ancestrales. Una palabra no es una, sino mil ya.
Y de esas palabras que se van ordenando, que don
Álvaro fuerza a ordenarse, habrá de surgir la idea que
explique el origen de las cosas.
El origen puede estar en oscuras luchas por alcanzar
el dominio, por ejercer el poder, por deseo desmedido de
equiparación a la divinidad. Si el hombre no puede ser dios,
sí puede ser demonio. Si no crea, destruye; y por opuesto,
atrae.
Don Álvaro comprende de pronto. Esta primera
batalla apenas es un leve aviso de lo que será la verdadera
lucha. Y él ya ha cometido un error. Mientras los Caballeros
de Sable no mostraron el alcance de sus fuerzas, él se
delató con el poder del Vaso del Unicornio. Ellos ya saben
hasta dónde llega su capacidad, pero él desconoce la de
ellos. La ventaja la tienen los otros y ya no habrá modo de
sorprenderlos. Estarán preparando su defensa, mientras que
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
186
él aún la ignora. De eso sirve el conocimiento: de poner los
límites a lo desconocido.
Despierta, don Álvaro. Sí, despierta tú. Si has dormido,
despierta. Hay ruidos, hay intuiciones, hay un palpitar de
corazón. Escoge tu destino. Si lo aceptaste el día que te
eligieron, no dudes ya. Para ti no es el pensar ni el divagar.
Tú no eres para ti. Tú no importas. Ni lo que sientes, ni lo que
quieres. Nadie te ve como quien eres, sino como el papel
que representas. No eres tú, sino la imagen en el espejo. El
reflejo es lo que ven los demás. Por eso ya no soportas ver tu
imagen.
Has desterrado los espejos y aun en el agua del río,
con tu mano la agitas, para no verte, para no ver lo que no
te pertenece. Antinarciso.
Te desagradan los rasgos duros que han marcado tu
rostro. ¿Por qué ya no encuentras el rostro puro del
muchacho recién casado? ¿Del niño, a quien el obispo don
Jerónimo enseñaba? ¿Del amante dado al amor?
No tengas piedad por ti, ni empieces a recordar lo
que ya no eres. No eres tu pasado. Eres hoy, tu presente.
Aunque quisieras detenerlo.
Olvida.
Tus ayeres escaparon.
No puedes dar marcha atrás y la fuerza que te
empuja, como de lo alto de una cima hacia lo profundo de
un abismo, ya no te deja descansar ni hacer una pausa.
Aquel dulce fluir del tiempo cuando de niño ibas a
pescar al río, hoy es un revuelto torbellino que se precipita a
un fin inexorable.
LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?
187
Cada vez sientes más cerca la muerte, que tu tiempo
se ha escapado y que en las manos no tienes nada. Y te
desesperas y no sabes lo que has hecho bien ni cuáles
fueron tus errores. Qué debiste aceptar y qué desechar.
Quisieras hacer un balance y quisieras no hacerlo.
Todo para, pues, en el conocimiento. Pero en el
conocimiento que es la seguridad del desconocimiento.
Porque sabes que vas a morir y no sabes qué es el morir.
Única certeza ignorada.
Entonces te preguntas: ¿Por qué no callo ya? ¿Por
qué no dejo de pensar? Si el fin lo conozco, olvídelo, goce
el día, corte la rosa, haga de la fugacidad perfume instan-
táneo, de la luz, rayo inasible, de la gota, frescura para el
labio, del recuerdo, olvido absoluto.
Y nada más me dedique a contemplar el azul del
cielo. Vivir. No pensar más.
LOS PELIGROS
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS
189
El despertar es brusco. Algo alerta a don Álvaro. Crujir de
hojas. Respirar fatigoso. Se siente rodeado. Está rodeado.
¿Qué le queda, sino sacar la Bienforjada y proteger contra
el tronco su espalda?
Salen embozadas sombras negras, con espadas en
alto, a lento paso, todas convergiendo hacia él.
—Creíste que era sueño, Álvaro, y no era sueño sino
realidad. El mal no es sueño. El mal es lo único real. Morirás y
el Vaso del Unicornio será nuestro y el Unicornio será negro.
Las tinieblas cubrirán la tierra. Ya no más preocupaciones.
Todo será el mal.
Los Caballeros Negros, paso a paso, se acercan a
don Álvaro. Atacan lentamente, pero don Álvaro, veloz y
fuerte, salta de uno en uno y no se da respiro. Los Caballe-
ros caen y se levantan torpemente. No parecen heridos y
sus movimientos son todos iguales y al unísono. Si uno
levanta la espada, todos la levantan. Si uno la baja, todos
la bajan. Don Álvaro está avisado. Son de nuevo los Hom-
bres de Hierro y aunque no pueda matarlos, sí podrá
burlarlos. Los atrae hacia el árbol protector, y cuando todos
levantan las espadas, escabulle su cuerpo y las espadas se
clavan en el tronco. Siente causarle este dolor al árbol,
porque el árbol ha gemido y astillas han volado por el aire.
Pero él ha podido escapar y corriendo velozmente llega al
campamento.
Sus Caballeros lo acogen y al preguntarle si está bien,
don Álvaro se palpa y nota que ha perdido el Vaso del Uni-
cornio. Comprende entonces la trampa. Esos Hombres de
Hierro no pretendieron otra cosa sino distraerlo para poder
robarle el Vaso.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS
190
Reúne a sus Caballeros, monta en Durelene y se lan-
za a la persecución. Cuando llegan al árbol hay un vacÍo y
una calma como si nada hubiera pasado. Deciden seguir
adelante don Álvaro, Gerar, Alán y Rolán y diez Caballeros
más. El resto se regresa para alistar a los soldados y partir
todos en recuperación del Vaso del Unicornio.
Don Álvaro y sus compañeros corren más que el
viento. Sus cabalgaduras van cubiertas de sudor y de espu-
marajos de saliva, pero parecen no sentir el esfuerzo. Pene-
tran en territorio desconocido, sin que nada les detenga.
A lo lejos hay un gran fuego, una columna de fuego
que se eleva al cielo, y hacia ella se dirigen los Caballeros
de Gules. El terreno se vuelve difícil, lleno de piedras de
todos tamaños y ya no pueden ir al galope. Su paso se
vuelve lento y con tropezones. De pronto, empieza a caer
sobre ellos una lluvia de piedras que los golpea sin
misericordia. Tratan de protegerse con sus escudos, pero no
pueden evitar la mayor parte de los golpes.
Y luego se hace la calma. Ahora están frente a un
pantano y temen que si lo cruzan se hundirán. Se dividen en
dos grupos e intentan encontrar un lugar para vadearlo. Ahí
donde parece menos profundo se arriesgan don Álvaro y
Gerar y Alán y Rolán y los Caballeros restantes. El barro
pegajoso va adhiriéndose a sus cuerpos y sus movimientos
son lentos y pesados. Pareciera que una fuerza tirara de
ellos y, sin embargo, si pudieran seguir avanzando y resistie-
ran esa fuerza, llegarían al otro lado.
La columna de fuego está cada vez más cerca, y
hacia ella se dirigen los Caballeros de Gules. De repente, ya
no es cenagoso el suelo y se sienten firmes y más ligeros.
LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS
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Tan ligeros, ahora, que parece como si se elevaran
del suelo. Y no sólo parece, es así. Han perdido el contacto
con el terreno y gravitan sin peso por el aire y son arras-
trados de un lado a otro, sin rumbo, sin orden, sin voluntad.
Leve estría de algodón. Pluma débil de pájaro breve. Cristal
de nieve errado. Y flotan y flotan. Más alto. Más bajo. Sin
rumbo. Sin orden. Sin voluntad. Sin miedo. Sin angustia. Fata-
lmente. Lentamente. Erráticamente. Las formas se alejan y
la columna de fuego queda allá abajo. Si pudieran, de
algún modo, dirigir el movimiento. Entonces descubren que
con sólo el pensamiento cambia la gravitación. Si piensan
en bajar, bajan. Si piensan en subir, suben. Primero se
embelesan con el descubrimiento y hasta gustan de pro-
barlo. Y luego, reaccionan. Si con el pensamiento pueden
alterar leyes de la naturaleza, aplícanlo, pues, al deseo de
descender y de pisar de nuevo tierra firme. Y van y vienen,
hasta que, con suavidad, están ya en el suelo.
Pero han bajado para caer en otro peligro. Están en
el centro de la columna de fuego. Fuego y calor les rodea y
les asfixia. Espolean las cabalgaduras para atravesar lo más
rápido posible el cerco ígneo.Y también lo atraviesan, quien
con más quemaduras, quien con menos, pero todos marca-
dos por el fuego.
Luego viene la calma. Parece que ya no hubiera más
pruebas, más señales de la muerte. Y el silencio todo lo
cubre. Absoluto silencio. Total. Nada. Ni un breve leve son.
Nada.
Si no fuera por un pajarcico que empezara a trinar. Y
con el trino y el canto, la melodía; y de la melodía, la ar-
monía. Y la armonía es ya vida. Caos atrás. Esperanza
adelante.
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Después de todo no son sino respiros para seguir por
el camino. Cualquier apertura en la nube, rayo estrecho de
luz, esbozo de sonrisa, inicio de deshielo, brote de
primavera, gota de lluvia en tierra seca, es agradecimiento
de la vida, tónico del cuerpo y refuerzo de la voluntad.
Con lo cual se sigue adelante. Y de eso se trata. De
pequeños respiros en el largo jadear. De breves descansos
en el largo cansar.
De olvidos en el recordar.
De ausencias en las presencias.
De dar vuelta a las páginas sin leer el libro.
Y apenas repuestos, otra vez el luchar y el batallar, el
estado de alerta y la vigilia constante.
A lo lejos, un ejército ordenado marcha hacia los
Caballeros. Inútil enfrentarse a ellos. Sus movimientos mecá-
nicos hacen pensar que se trata de los Hombres de Hierro.
Sólo queda esconderse en algún declive del terreno y de-
jarlos pasar.
Marchan como un solo hombre y levantan la pierna
sin doblar la rodilla, balanceando un brazo y el otro
estático. La vista al frente. El corazón sin palpitar. El cerebro
sin pensar. ¿Dónde irán? ¿Quién lo sabe? A destruir. A
deshacer. A imponer las tinieblas y el dolor.
Por donde pasan, se oscurece el día. Enormes pája-
ros de pesadas alas negras sobrevuelan sus cabezas y sólo
se oye el monótono paso de su marcha temible. Todo es
hierro. Todo es frío. Todo es máquina.
Don Álvaro cambia sus planes. Manda a cinco de los
Caballeros por distintos caminos a avisar al ejército. Se
queda con sus fieles compañeros y otros cinco Caballeros y
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decide regresar al castillo. Piensa en armar al pueblo, a los
campesinos y a los pastores, para enfrentarse a los Caba-
lleros Negros.
Adeliña don Álvaro hacia el castillo y no sabe lo que
ahí le espera. El mensajero que le habían enviado nunca
llegó y desconoce don Álvaro la muerte de Ruger y de
tanto Caballero de Gules.
Por atajos y senderos, a marchas forzadas, adelanta
camino don Álvaro y sus fieles Gerar, Alán y Rolán. No
entienden por qué misterio ni avistan más enemigos ni son
atacados por sorpresa. Tal parece que los campos estuvie-
ran desolados y el ancho mundo abandonado: ellos los
solos habitantes, silencio en derredor.
Así devoran distancias y pronto están en tierras de
Aloma. Ya no son los campos cultivados ni las casas encala-
das. No hay centinelas ni guardias armados. La muralla del
castillo está desierta. Don Álvaro teme lo peor. No sólo
teme, está seguro. Presiona con las rodillas los flancos de
Durelene y Durelene siente también la ansiedad de llegar a
su lugar. Los cascos de Ios caballos resuenan por las calle-
juelas. Tal vez alguien se ha asomado a una ventana, pero
con temor. Don Álvaro se dirige hacia la casa de don
Abraham y ya desde lejos adivina que él está a la puerta. Es
un alivio saber que él está ahí. Pero ¿y los demás?, ¿quiénes
aún sobrevivirán?
—¿Mara?
—Sí. Mara está aquí.
—¿Yuçuf?
—También él está aquí.
—¿Y Ruger, mi amigo, el que no yerra golpe?
—Ruger, tu amigo, tu fiel compañero.
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—Sí, Ruger.
—No, Ruger no.
Don Álvaro no preguntó más. Salió como loco y no
quiso ver ni a Mara, ni a Yuçuf, ni a Abraham. Corrió a sus
habitaciones y se encerró. Gerar, Alán y Rolán se quedaron
con Abraham y rostros de hombres recios se empaparon de
sal de lágrimas.
Fueron luego a buscar a don Álvaro y se encontraron
con la puerta cerrada. No quisieron tocar. Se sentaron
afuera a esperar.
Juglares de tierras de Aloma cuentan que siete días
lloró don Álvaro a Ruger. Que siete días lloró Gerar a Ruger.
Que siete días lloró Alán a Ruger. Que siete días lloró Rolán a
Ruger. Siete días. Siete días. Y luego ni uno más. Ni uno más.
La guerra debe seguir. La vida también debe seguir.
La muerte sigue.
Don Álvaro recupera a tiempo forzado el tiempo
perdido. Reúne a los campesinos, a los pastores, a los niños
que puedan cargar un arma. En el patio del homenaje les
arenga. Todos deben luchar. Todos deben aprender a blan-
dir, a arrojar, espadas, hachas, puñales, ballestas, lanzas,
flechas.
Todo el día, mañana y tarde, los hombres se ejercitan
y aprenden el arte de matar. Los campos se han
abandonado y los rebaños apacientan sueltos.
Cuando está listo el primer contingente, don Álvaro lo
manda con uno de sus Caballeros a unirse al ejército. Y
luego otro, y otro. Los grupos se van volviendo compactos y
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cada hombre trae a uno nuevo, de más allá de las
montañas, o de pueblos lejanos, o de allende el río.
Crece y crece el ejército. Ya es difícil mantener inac-
tivos a los hombres. Aunque algunos han aprendido de los
herreros y fabrican y fabrican más armas, no todos ocupan
su tiempo y empiezan a desear que haya batallas, que
haya muertes, y sangre, y sudor, y hierro.
Sorprende el estatismo del enemigo, pero ha
ayudado a que los Caballeros de Gules se perfeccionen, a
que el juego sea más difícil.
Lo que no saben los Caballeros de Gules es qué esta-
rán haciendo los Caballeros de Sable y cómo se estarán
perfeccionando ellos.
En el campo de Sancho Ruy los preparativos son
masivos. Hombres y máquinas no paran en su quehacer.
Sancho Ruy ha reclutado ejércitos de otras naciones y la
cantidad de armas que posee es incontable. Dicen que un
sabio de Tierras Nórdicas, un alquimista o mago, de nombre
tal vez Thorolf, ha encontrado un poderoso elemento más
fuerte que el fuego, capaz de destruir en minutos todo un
castillo, de volar puentes y fortalezas, de aniquilar ejércitos y
pueblos.
Si esto es así, ¿qué podrá lograr don Álvaro con sus
hombres fieles, sus campesinos, sus pastores, sus armas sim-
ples? Que hasta ha perdido el Vaso del Unicornio y que no
puede enfrentar al mal sino el bien, vana ilusión, reverso del
espejo, abstracción total.
Si Yuçuf hubiera alcanzado su fórmula final. Si el dato
no le hubiera sido robado por su discípulo. Si pudiera ahora
ponerse a trabajar. Pero cómo, cómo si está ciego. Claro
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que alguien podría ayudarle. Alguien podría ayudarle.
Abraham, por ejemplo. O Mara.
Y eso, eso es lo que hay que hacer.
Yuçuf pide sus instrumentos. Instala en un cuarto
alejado un nuevo laboratorio. Le traen el atanor y las retor-
tas y los alambiques. Azufre, mercurio, oro, plomo. Abraham
anota las fórmulas que le dicta Yuçuf y Mara hace las
mezclas con calma y paciencia. Alor está alegre de nuevo
y salta y mueve la cola y se mete por entre las piernas y se
acuesta al pie del atanor como fiel vigilante.
Casi pareciera ambiente de fiesta. Hay movimiento y
hay esperanza.
Mientras, don Álvaro no puede ya retener a sus
soldados. La espera de la batalla impacienta y hace perder
energías. Está a punto de lanzarse a fondo, pero Yuçuf le
pide unos días más para llegar al extremo final.
Yuçuf trabaja día y noche. Tiene que alcanzar la
forma perfecta y, una vez alcanzada, destruirla. De la fisión
última, la catástrofe que desintegre toda forma viva, toda
obra creada. Un proceso lento para un fin rápido. La
construcción de la destrucción del mundo. Yuçuf mucho ha
meditado y mucho ha sopesado formas del bien y formas
del mal. Ha alcanzado una conclusión: el mal obliga al bien
a utilizar sus formas. El bien, para triunfar, lleva en sí la
destrucción. Si vis pax, para bellum. El principio de la paz o
el principio de la guerra. El principio del fuerte, del
poderoso, del que no tiene miedo. Fuera la moral. Fuera las
distinciones. Hay que destruir el mal. Hay que matar para
vivir. La guerra para la paz. Si vis pax ... Al final queda el
mal.
Así que no más remordimientos. Se trata de la razón o
de la sinrazón. Simplemente escoger. Y Yuçuf escogió.
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Como tuvieron que escoger Álvaro y Abraham y los Ca-
balleros de Gules. Como todos tenemos que escoger. ¿Qué
mundo se quiere preservar? ¿Qué queremos salvar? ¿Qué
guerra se va a ganar?
Luego, las despedidas. Noche franca para los solda-
dos. Los Caballeros se recogen a tiempo. El obispo don
Jerónimo oficia misa temprana.
Don Álvaro va a ver a Mara. Mara le espera. Se ha
vestido toda de blanco. Alto cuello de encajes. Alfajas
entre el tocado. Espesa seda y cola larga que se arrastra
por el suelo. Orla de armiño. Fino tul en el pecho que trans-
parenta cristal suave. Recién bañada. Aceites perfumados.
Ungüentos y bálsamos.
Don Álvaro y Mara no necesitan hablar. Tiembla
Mara cuando don Álvaro toca sus hombros con sus manos.
El lecho espera con espesas mantas y sábanas de
holanda bordadas. Almohadones de alba pluma de ganso.
"A batallas de amor campo de pluma."
El fino vestido para yacer en el suelo. El complicado
peinado para soltar el pelo. Los frágiles perfumes para
dejarlos entre las telas. Horas de arreglo desbaratadas en
minutos. Tanto adorno para llegar al desnudo.
Y no hablan don Álvaro y Mara. Es otro su lenguaje.
Mucho más profundo y lejano que el limitante de las pa-
labras. ¿Quién puede hablar en el amor? ¿Quién puede
hablar después del amor? ¿Qué poeta lo pudo cantar?
Nadie, nadie lo puede mencionar.
Círculo perfecto.
Ni principio ni fin.
Luz de estrella.
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Piedra de río rodada.
Dorado amanecer.
Agua que calma la sed.
Pérdida y encuentro en otro mundo apenas intuido.
Silencio.
Cantos de gallo despiertan a quienes van a una
nueva mañana.
LA GRAN BATALLA
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Ya crieban los albores —e vinie la mañana ixie el sol, — Dios, qué fermoso apuntava.
Adeliñan para Ia batalla, don Álvaro y los Caballeros. Avan-
zan en silencio pero seguros. Piafan los caballos y la marcha
de la infantería es regular y constante. Hay ritmo y hay
empuje. Entrechoques metálicos.
Por los caminos, grupos de hombres van uniéndose,
con las armas que han podido encontrar y provisiones y
pertrechos. Van engrosando las filas y el ejército va au-
mentando. Cantan cantos de paz y añoranza del fuego del
hogar. Cantos de amor de doncella junto al río y bajo el
árbol. No parece que fueran a la guerra, sino a las faenas
del campo, al sol y al aire. Al estrépito del día y a la sordera
de la noche.
Hay algo mal en estas fuerzas. Algo fuera de lugar.
Algo que no está como debiera estar. Algún mecanismo no
dominado.
Error, muchos errores podrían preverse. Tanto
entusiasmo no es convincente. Pero, ¿qué puede hacerse?
¿Cómo evitar lo que está condenado? ¿Cómo corregir o
modificar lo que ya camina a su destino?
A pasos rápidos no es la muerte la que se acerca a
ellos, sino ellos a la muerte.
Es la gran batalla la que se aproxima.
Las líneas de soldados y voluntarios van estrechán-
dose. Codo con codo van marchando. Aliento con aliento.
Una sola respiración, un solo pensar. La vista fija adelante.
Los músculos preparados. Las armas prontas. Sólo falta una
señal. Un leve movimiento de advertencia. Un roce
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inusitado de hojas. Un paso que rompa el ritmo de la mar-
cha. Una voz a destiempo.
Y llega el momento. Porque lo que está previéndose,
sucede. Si hay indicios más vale no desdeñarlos. No desoír lo
que la prudencia dicta. A pesar de esa indolencia que, a
veces, lleva, casi como alivio, a descuidar y a desatender.
A desear que el mal suceda, porque el resto aburre y la
inactividad cansa.
Así, el mal golpea más a sus anchas y la destrucción
puede ser total. También a veces se añora la destrucción
total, el fuego purificador. El fin del mundo.
Estalla. Todo estalla alrededor. En llamas. Piedras
vomitadas de no se sabe qué entrañas oscuras y repulsivas.
Piedras ígneas. Miembros volando por los aires. Nada que
detenga el hecho último. Muertes y despedazamientos.
Absurdas posturas de cuerpos inánimes. Grotescos desca-
bezamientos. Las vísceras por los suelos y la sangre no
pudiendo ser embebida por la tierra. Cadáveres amontona-
dos. Nada concuerda. El calor de la vida se desplaza al
calor del fuego de la muerte. Se derriten las lanzas y las
picas. Ni un arma ha podido ser utilizada. Después de todo,
la sorpresa impidió cualquier reacción. La sorpresa y la
rapidez de ese fuego y esas piedras destructoras.
Cuando creyeron que iban a pelear contra hombres,
aun Hombres de Hierro, podían pensar en el uso de los
cuerpos y la precisión y la fuerza de las armas.
Pero los Caballeros de Sable son impecables y no
emplean dos veces la misma táctica. Sólo los ingenuos. Los
que creen en la paz y en la justicia y en la bondad.
Dos teorías irreconciliables, una con ventaja.
Así pues, don Álvaro no sabe a dónde mirar. No hay
lugar donde ponga los ojos que no sea muerte y destru-
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cción. No hay lugar hacia donde correr a protegerse. Los
nombres de sus Caballeros ya son sólo nombres y nadie
acude a sus órdenes.
Se hace el silencio y don Álvaro pasea su vista por el
campo de muertos. Las llamas crepitan suavemente ahora
y con piedad van consumiendo los cuerpos. El hedor es
insoportable. La pureza del fuego irrita.
De lo alto de un árbol una carcajada inhumana
hunde a don Álvaro en el pavor.
—¿Quién es? ¿Quién se atreve a reírse?
—Yo, Thorolf. Yo, Thorolf. El aprendiz de alquimista. El
que robó las fórmulas secretas a Yuçuf. Yo, Thorolf, con el
Vaso del Unicornio robado obtuve el polvo sagrado de la
destrucción. Yo, Thorolf. Yo, Thorolf.
Y Thorolf salta de las ramas del árbol y continúa:
—Todo esto es mi obra. Mi Magnum Opus. Lo que no
pudo alcanzar el devoto Yuçuf. Lo que tuvo miedo de
descubrir y en lo que aún trabaja, pero que nunca logrará.
Porque nunca quiso aceptar que del bien saldría el mal. Del
Vaso del Unicornio molido. Sí, ya no existe más el Vaso del
Unicornio. Vendí mi secreto no a los buenos, sino a los malos,
a quienes sí iban a utilizarlo. Quería ver funcionando mi
fuerza. Lo logré. Nadie podrá volver a la vida. Por fin será el
reino de las tinieblas, sin remordimientos, sin culpas, sin
dudas. Se acabará la división. Todo será uno. No habrá dife-
rencias. Será eterna la igualdad. No habrá sufrimiento. No
habrá nada. Será el fin de toda comparación. Afortunada-
mente.
Y mientras hablaba, su figura iba creciendo y sus
carcajadas subían y subían de tono. Don Álvaro tapaba
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con desesperación sus oídos y anhelaba él también caer
muerto.
Así como apareció, Thorolf desapareció. Pero don
Álvaro seguía en el mismo lugar. Estático. Paralizado. Mudo
y con la vista fija en tanta desolación.
Todos muertos. ¿Cómo era posible que sólo él
quedara con vida?
Se arrojó al suelo y tomó sobre sí la tarea de ir
revisando uno por uno los cuerpos, por si encontrara restos
de palpitar. Siquiera alguien a quien pudiera salvar.
Nada. Todos muertos. Imposible reconocer los miem-
bros dispersos. A veces, un girón de tela, un resto de arma,
alguna forma determinada, parecía recordar algo que
hubiera palpitado escasos momentos anteriores.
¿Qué hacer en medio de la destrucción total?
¿Oraciones fúnebres? ¿Elegías? ¿Lamentos? No, nada. Eso
queda para los vivos. Para la tranquilidad de los sobrevivien-
tes. Pero cuando nadie ha sobrevivido. Cuando no hay
esperanza. Cuando la tierra es yerma. Cuando reina la
confusión total. El despego. La inutilidad. Cuando sólo que-
da un recuerdo, aquel recuerdo de las últimas palabras del
ya olvidado Buen Rey don Lope, advirtiendo el fin. Y nada
más.
Un ligero trote ni siquiera sobresalta a don Álvaro.
Quiere él también unirse a los sin vida. Que la muerte venga
por él. Pero no es la muerte, es la vida, que también es
tenaz.
Es el Unicornio que, triste, ladea su cabeza y la apoya
en las manos de don Álvaro. Y don Álvaro, los ojos húmedos
de lágrimas, mira al Unicornio.
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Como en otras ocasiones, dialogan sin pronunciar
palabra. Llegan a un acuerdo, por doloroso que sea. Debe
cumplirse el rito. Debe reintegrarse la esperanza a los
dolientes. Debe haber sacrificio si se quiere la continuidad.
Cada uno sabe lo que tiene que hacer. El destino se
cumple.
Regresan hacia el castillo. Atrás no queda nada. Por
el camino, soledad y páramo. Silencio también.
Ante el portón, los pocos que se asoman retroceden
maravillados. No pueden imaginar la destrucción total.
Tampoco comprenden que el Unicornio trote mansamente
al lado de don Álvaro.
Mara abandona su quehacer y algo la impele a ir
afuera. Lo sabe, en cuanto pisa el empedrado. El Unicornio
viene por ella. Y si viene eso quiere decir que nunca más
deberá ver a don Álvaro.
El precio del sacrificio es que ella se dedique al
cuidado del Unicornio domado y nunca más vea o hable
con mortal alguno.
Quisiera rebelarse y, en cambio, correr hacia don
Álvaro. ¿Por qué siempre el sacrificio? ¿Por qué no ser libre?
¿Por qué el deber pesa como castigo sobre los hombros?
Frente a frente, don Álvaro y Mara. Sabe Mara lo que
don Álvaro le pide. Y porque se lo pide, sin siquiera hablar,
es ya un consuelo para el inconsolable dolor de la
separación. Lo que no puede Mara es evitar extender la
mano para tocar la mano de don Álvaro y llevarse para
siempre el recuerdo de su piel, de su calor, de su fuerza.
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Eso es todo. Mejor no ahondar en el dolor. Guardarlo
todo adentro, muy adentro y callar, que las palabras todo
lo estropean.
Luego Mara pone su mano sobre la cabeza del
Unicornio e inician suavemente su largo peregrinaje hacia la
Montaña de Nieve de donde ya no saldrán más.
Queda solo don Álvaro y no deja de ver las dos
figuras hasta que desaparecen por completo en el hori-
zonte. Las lágrimas que hasta entonces humedecían sus
ojos, ya no se reprimen y se desbordan lentamente y van
cayendo sobre su jubón, su ropaje todo, al suelo.
Inmóvil. Inmóvil. Estatua viva. De cristal. De cristal
transparente y de roca fuerte. Así va quedándose don
Álvaro.
Abraham y Yuçuf también han acudido al lugar.
Abraham ya no tendrá por qué buscar más el
nombre de Dios.
Yuçuf siente un golpe de luz dolorosa en sus ojos y al
intentar cubrírselos, se da cuenta de que ha recobrado la
vista. No sabe para qué.
Alor ladra y salta sin que nadie le haga caso. Alor es
el único que se atreve. Alor husmea el aire. Alor sale
corriendo, bien sabe en qué dirección.
Tal vez alcance a la Doncella y al Unicornio.
Este libro fue editado por EDITORIAL GRUPO DESTIEMPOS en la Ciudad de México.
www.grupodestiempos.com
Mayo de 2011.