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Los debates suscitados en torno a la clase media boliviana en el último tiempo podrían hacernos pensar que estamos ante una categoría cada vez más repleta, de la mano de un significante en riesgo de quedar cada vez más vacío. En su informe a la Asamblea Legislati- va por el Día del Es- tado Plurinacional, el presidente Evo Mo- rales (2018) afirmaba que la clase media se había incremen- tado en más de tres millones de personas desde el 2005, hasta llegar al 58 % de la población en 2017. Sin invocar cifras, el expresidente Carlos Mesa (2018) parecía coincidir con la abru- madora magnitud de la clase media en el país, caracterizándo- la como “árbitro del destino electoral” y “el interlocutor más importante de Boli- via”. Por su parte, el vicepresidente Ál- varo García Linera (2018a, 2018b) esgrimía una subdivisión entre una “clase media tradicional” (decadente) y una “nueva clase media” (ascendente), generando el escenario para una lucha de clases 2.0. En medio de las declaraciones políticas, se su- maron varias voces a un debate cada vez más centrífugo. Estaban quienes destacaban el perfil clasemediero de las movilizaciones de diciem- bre de 2017 (Juárez, 2018) y febrero de 2018 (Seleme, 2018); aquellos que reaccionaban frente a “incitación” (Brockmann, 2018) del vicepresidente; otros cuestionaban los contornos econó- micos y culturales de la categoría en cues- tión. A Jorge Koma- dina (2018) le olía raro que la categoría se haya convertido “en algo gelatinoso como un molusco despojado de su capa- razón”, rechazando la idea de que se pueda pensar en ella como un sujeto político con una orientación ideo- lógica marcada. Por mi parte (Villanueva, 2018), destacaba que la clase media se ha- bía convertido en una categoría en disputa, apropiada por unos y criticada por otros. A juzgar por el núme- ro de voces que se sumaron al debate, podría- mos decir que este llegó a su apogeo entre enero y febrero de 2018. Sin embargo, esta discusión se venía gestando hace ya algunos años, y se inauguró con una controversia relacionada a caracterizar a la clase media en base a la estrati- ficación por ingresos. En abril de 2016, Gonzalo La clase media imaginada por Amaru Villanueva* * Licenciado en filosofía, política y economía; maestría en ciencias sociales de internet (Universidad de Oxford). Fundador de la revista Bolivian Express, exdirector del CIS, coordinador/coautor de tres libros. Actualmente, cursa un doctorado en sociología (Universidad de Essex) y es docente universi- tario. ([email protected]) 69 Ríos, Liliana (1990). El viejo, aguatinta

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Los debates suscitados en torno a la clase media boliviana en el último tiempo podrían hacernos pensar que estamos ante una categoría cada vez más repleta, de la mano de un significante en riesgo de quedar cada vez más vacío.En su informe a la Asamblea Legislati-va por el Día del Es-tado Plurinacional, el presidente Evo Mo-rales (2018) afirmaba que la clase media se había incremen-tado en más de tres millones de personas desde el 2005, hasta llegar al 58 % de la población en 2017. Sin invocar cifras, el expresidente Carlos Mesa (2018) parecía coincidir con la abru-madora magnitud de la clase media en el país, caracterizándo-la como “árbitro del destino electoral” y “el interlocutor más importante de Boli-via”. Por su parte, el vicepresidente Ál-varo García Linera (2018a, 2018b) esgrimía una subdivisión entre una “clase media tradicional” (decadente) y una “nueva clase media” (ascendente), generando el escenario para una lucha de clases 2.0.En medio de las declaraciones políticas, se su-maron varias voces a un debate cada vez más

centrífugo. Estaban quienes destacaban el perfil clasemediero de las movilizaciones de diciem-bre de 2017 (Juárez, 2018) y febrero de 2018 (Seleme, 2018); aquellos que reaccionaban

frente a “incitación” (Brockmann, 2018) del vicepresidente; otros cuestionaban los contornos econó-micos y culturales de la categoría en cues-tión. A Jorge Koma-dina (2018) le olía raro que la categoría se haya convertido “en algo gelatinoso como un molusco despojado de su capa-razón”, rechazando la idea de que se pueda pensar en ella como un sujeto político con una orientación ideo-lógica marcada. Por mi parte (Villanueva, 2018), destacaba que la clase media se ha-bía convertido en una categoría en disputa, apropiada por unos y criticada por otros.

A juzgar por el núme-ro de voces que se sumaron al debate, podría-mos decir que este llegó a su apogeo entre enero y febrero de 2018. Sin embargo, esta discusión se venía gestando hace ya algunos años, y se inauguró con una controversia relacionada a caracterizar a la clase media en base a la estrati-ficación por ingresos. En abril de 2016, Gonzalo

La clase media imaginadapor Amaru Villanueva*

* Licenciado en filosofía, política y economía; maestría en ciencias sociales de internet (Universidad de Oxford). Fundador de la revista Bolivian Express, exdirector del CIS, coordinador/coautor de tres libros. Actualmente, cursa un doctorado en sociología (Universidad de Essex) y es docente universi-tario. ([email protected])

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Ríos, Liliana (1990). El viejo, aguatinta

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Colque cuestionaba el crecimiento de las clases medias registrado en el último Informe de Desa-rrollo Humano del PNUD (2016), tachando de “ficticia” esta expansión, debido a que el gru-po de ingresos medios bajos, en realidad estaba compuesto en buena proporción por un “estrato medio vulnerable” (Colque, 2016). También en respuesta a ese informe, Julieta Paredes consi-deraba que lo que se buscaba mediante estas ca-tegorías era despolitizar a la población, “crean-do un imaginario de desclasamiento” (Paredes, 2016). Casi dos años después, y frente a los su-cesos más recientes, añadiría en una entrevista televisada que “no se ha ampliado la clase me-dia, se ha mejorado las condiciones del pueblo” (Paredes, 2018).

En este artículo pretendo distinguir tres elemen-tos constitutivos dentro de esta serie de deba-tes. En primer lugar, analizaré algunos datos económicos a partir de los cuales se construyen narrativas y esquemas para retratar la estructura social del país. En segundo lugar, ensayaré una breve genealogía de las categorías de estratifi-cación por parte de actores políticos e institu-cionales involucrados en disputar sus contor-nos. Finalmente, abordaré las propiedades que frecuentemente se le atribuyen a la clase media, concebida como actor político, para intentar aproximarme al tema de fondo detrás de estas disputas, más allá de cambios en la estructura socioeconómica del país.

La transformación socioeconómica: del dato al discurso

Bolivia ha atravesado una serie de cambios so-cioeconómicos significativos durante la última década, frecuentemente expresados con refe-rencia a la reducción en los niveles de pobreza extrema y moderada. De acuerdo a los últimos datos publicados por el INE, la pobreza se redu-jo de 59,9 % en 2006 a 36,4 % en 2017. Corres-pondientemente, el estrato de ingresos medios se habría incrementado del 35 % al 58 %. La

expresión gráfica de estos umbrales (y sus res-pectivos cortes) sugieren que la distribución de ingresos ha cambiado en términos geométricos, pasando de una forma clásicamente piramidal, a una forma romboide, cuyo centro se ensancha por fuera de su base y su cima.

Un elemento de entrada a la discusión en tor-no a estos datos es la tendencia a enfocarse en el estrato medio como segmento consolidado y unitario. De forma análoga a la disgregación en-tre pobreza moderada y extrema, el estrato me-dio de ingresos también suele dividirse en dos segmentos. Dependiendo del analista encargado de la rotulación, la parte inferior del estrato en cuestión se puede etiquetar tanto como “ingre-sos medios bajos”, o “clase media vulnerable”, expresión que trasciende una clasificación neta-mente estadística. Estas sutiles pero significati-vas diferencias conceptuales nos dicen al menos dos cosas: en primer lugar, que la estratificación por ingresos es una aproximación que aún dis-ta de estar estandarizada; en segundo lugar, que los debates no suelen generarse a partir de las cifras, sino de los segmentos y términos con los que se construye una narrativa de estructura so-cial en base a los datos disponibles.

En menor medida existen discusiones técnicas acerca de los umbrales adecuados, o la meto-dología utilizada para construir un determinado indicador. La desigualdad económica ofrece un ejemplo sugerente de ello. De acuerdo a datos compilados por el Banco Mundial, el índice de Gini de Bolivia se redujo de 0,59 en 2005 (tiempo en el cual se disputaba el primer lugar como el país más desigual del continente), has-ta llegar a 0,45 en 2016, el último año para el cual se han publicado cifras. A pesar de que esta medida aún sitúa al país en la tercera parte de los países más desiguales del planeta, hoy está a la par con Ecuador (0,45) y registra un me-nor nivel de desigualdad de ingresos que Bra-sil (0,51), Paraguay (0,48), Colombia (0,51) y Chile (0,48)1. Otras metodologías para medir la desigualdad de ingresos retratan su reducción en términos aún más dramáticos. Un grupo de

1. Los datos para Chile y Brasil son tomados de 2015, ya que el Banco Mundial aún no ha registrado este indicador para 2016.

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economistas recientemente reportaron que en 2005, el 10 % más rico de la población gene-raba 128 veces más que el 10 % más pobre, y que hasta 2015 esta diferencia se habría reduci-do a 37 veces (Ugarte Ontiveros, Cruz Quisbert y Colque, 2016)2. Ambas formas de retratar la desigualdad se basan en datos provenientes de la Encuesta de Hogares, pero está claro que pin-tan narrativas distintas: en el primer caso una reducción del indicador en cuestión del 31 % y, en el segundo, de 346 %.

Las causas frecuentemente invocadas para ex-plicar la transformación socioeconómica son de breve enumeración: el crecimiento sosteni-do del PIB (cuyo promedio entre 2005 y 2016 supera al 5 % anual); un incremento sustancial al salario mínimo nacional (de Bs. 440 en 2005 a Bs. 2.060 en 2017, es decir de 468 %); una pujante demanda interna; y una serie de trans-ferencias directas, en forma de bonos y rentas (Pereira, Marconi y Salas, 2018).

Muchas de las discusiones se han centrado más bien en cómo referirse a los sectores medios, ya sea en su conjunto o disgregados en subestratos (Wanderley, 2018). Como respuesta a quienes

le han atribuido estos cambios de manera casi exclusiva a las políticas del gobierno actual, algunos enfoques han propuesto que las trans-formaciones socioeconómicas son producto de trayectorias educativas y laborales que datan de décadas anteriores (ver Rea Campos, 2016). Otros han sugerido que la movilidad social no ha sido estructural (Página Siete, 2018), y tam-bién han surgido preguntas relacionadas en tor-no a la sostenibilidad de estas transformaciones (Vásquez, 2018). Independientemente de medi-ciones y causas, parece existir un acuerdo gene-ralizado en que la topografía social del país se ha transformado de manera significativa en la última década.

Retornando a la medición del segmento de in-gresos medios, es importante una discusión en mayor detalle acerca de cómo se deriva este estrato. Se define como el grupo que vive por debajo del umbral alto de ingresos y por encima de la línea de pobreza moderada.

Resulta cuando menos llamativo que la línea de pobreza se calcule de forma indirecta pero razo-nablemente inductiva (como explicaré más ade-lante) y que el estrato alto de ingresos tenga una

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Foronda Calle, Miguel (2017). El paso del tiempo

2. Cifras semejantes también fueron circuladas por el gobierno en diversas oportunidades. De acuerdo a mis propios cálculos, en base a datos registrados por el Banco Mundial, entre estos dos periodos el ingreso del 10 % más rico en relación al 10 % más pobre se habría reducido de 91 a 32 veces. La diferencia aún es notoria, pero la divergencia respecto a los anteriores cálculos nos remite a potenciales discrepancias en la metodología de cálculo.

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definición fija (como el 5 % de la población con ingresos más elevados). El estrato medio de in-gresos es la única categoría que se define de for-ma residual, mediante una resta de las anteriores dos de la totalidad de la población. De acuerdo a la ubicación geográfica, la línea de pobreza se calcula en base al ingreso necesario para cubrir las necesidades básicas (alimentarias y no ali-mentarias). En 2017, en el área urbana, esta ci-fra era de Bs. 766,70 por persona. Considerando que el salario mínimo ese año era de Bs. 2.000, implicaría que un hogar de dos personas (de las cuales solo una sea asalariada) que genere este monto mensual sería parte del estrato medio de ingresos, categoría que en tiempos recientes se viene llamando “clase media”. En este punto podríamos ponerle pausa a este disco y pregun-tarnos si consideramos coherente que una sola categoría social incluya arquitectas, abogados, vendedoras de mercado, porteros de edificio y otra serie de actores, independientemente de sus niveles educativos, seguridad ocupacional, pa-trones de consumo, o aspiraciones de vida.

En el ámbito económico, varias medidas se han ensayado para definir el estrato medio de ingresos. A modo de ilustrar el bajo consenso en torno a este tema, un compilado reciente de aproximaciones a las clases medias latinoameri-canas incluye nueve artículos entre los cuales se distinguen seis definiciones distintas (Dayton-Johnson y Heron, 2015). Por su parte, el Banco Mundial (2012) define la clase media como la población que genera ingresos de 10 a 50 dóla-res, y el OECD la define como quienes generan entre 50 % y 150 % de la media estadística de ingresos en cada país. Una definición anómala (Easterly, 2001) fija a la clase media en el 60 % de la población, constituyéndola a partir de los quintiles 2, 3 y 4 de la distribución de ingreso de cada país. Pero incluso entre economistas, los umbrales de ingresos eventualmente resul-tan insuficientes para aproximarse al segmento objetivo. Mediante una construcción híbrida, en un estudio la CEPAL incluye en esta categoría a personas en el estrato medio de ingresos, su-madas a personas del estrato bajo de ingresos, pero con “buenos” trabajos (asalariados en ocu-paciones no manuales) (Franco, Hopenhayn y

León, 2010). En el intento de construir un “índi-ce global” de clase media, incluso se ha llegado a postular que estaría compuesta por quienes son miembros de un hogar con vehículo propio (Dadush y Ali, 2012).

Sin embargo, en perspectiva histórica, la deriva-ción de las clases medias a partir de niveles de ingreso es un fenómeno relativamente recien-te. Como argumentaré en la siguiente sección, una breve genealogía de categorías de estrati-ficación nos permitiría distinguir sus orígenes dicotómicos (en base a elementos raciales y étnicos), seguidos de una aproximación marxia-na a las clases sociales (de base materialista y ocupacional), hasta desembarcar en mediciones económicas (de corte desarrollista).

Imaginarios de la estratificación

A lo largo de su historia, el territorio que hoy comprende Bolivia ha sido escenario de des-igualdades abrumadoras, cuyos vectores pue-den reconstruirse a partir de permutaciones de ingreso, ocupación, etnicidad, género y área de residencia, entre otras intersecciones. Hablar de estratificación no solo nos remite a la realidad social, sino a los discursos a través de los cua-les se retrata al país en base a sus clivajes más marcados. Para aproximarnos a las categorías y términos predominantes en distintos momentos de la historia moderna del país, debemos remi-tirnos a la imaginación política mediante la cual se esboza esta topografía social.

El historiador E. P. Thompson distingue entre nociones históricas de clase que son “reales” y empíricamente observables, y aquellas que simplemente son una categoría analítica, que devienen en un planteamiento retrospectivo de clase que ocurre únicamente “dentro de nuestras propias cabezas” (1978: 147). Para él, la “clase” debe ser vista como una categoría históricamen-te contingente. Refiriéndose a “proto-luchas de clase” en Europa durante el siglo XVIII, afirma que “si el concepto de clase no estaba disponi-ble dentro del sistema cognitivo de las personas […] luchaban sus propias batallas históricas en términos de ‘estamentos’, ‘rangos’, ‘órdenes’” (1978: 134), estas no se traducen en la existen-

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3. Entre las categorías de subestratificación figuran aquellas relacionadas al lugar de origen, residencia, tenencia de propiedad y tipo de ocupación, entre ellas “qamiris”, “originarios”, “forasteros” y “yanaconas”.

Ríos, Liliana (1989). Dibujo a tinta

cia de clases como tal, a menos que el concepto se reduzca a un tropo heu-rístico. La diseminación de ideologías igualitarias trajo consigo una serie de instituciones, partidos, y discursos que harían mención explícita a las clases sociales en Europa durante el siglo XIX, pero que aún tardarían décadas en instalarse en Bolivia.

Visto de este modo, hablar de clases sociales no solo nos remite a una es-tructura social de un momento deter-minado, sino a una forma de inter-pretar la misma mediante categorías conceptuales. Entonces, correspon-dería preguntarse ¿cómo se concebía la estructura social en Bolivia antes de la llegada de las categorías de cla-se marxistas al país? El clivaje quizá más profundo y duradero consiste en la clásica distinción entre “indios” y “no-indios”, diferencia racial institu-cionalizada durante el periodo colo-nial. La etnohistoriadora Olivia Harris (1995) destacaba que la categoría del “indio” fue inicialmente establecida como una categoría tributaria y admi-nistrativa, mediante la cual se fijaban obligaciones de la población nativa hacia el Estado colonial (sin tomar en cuenta que se trataba de un grupo di-verso y acaso internamente estratificado)3. A lo largo del siglo XIX, diferencias entre indios y mestizos criollos se acrecentaron como diferen-cias ya no administrativas, sino raciales y cultu-rales. A la vez surgieron grupos que desestabi-lizaban la dicotomía racial; artesanos y obreros urbanos formaban parte de un segmento medio indeterminado, pero aún fuertemente ligado a la población india. Estos dieron paso a la confi-guración de polos de mestizaje (criollo e indio) que a su vez generaron categorías de hibridez subalterna, como la del “cholo”. A causa de la alta correlación entre estatus étnico y ocupacio-nal (Barragán, 2009), Harris (1995: 361) propu-

so que la dinámica entre “indios” y “mestizos” únicamente se aproximaba a la relación entre clases sociales. Desde entonces, y hasta la se-gunda mitad del siglo XX, Harris argumentaba que la categoría del “indio” adicionalmente iría crecientemente acompañada de participación li-mitada en el mercado, altos niveles pobreza, y trabajo agrario-rural de subsistencia.

Si bien los discursos de estratificación más ade-lante gravitarían hacia un imaginario de clases sociales, no darían fin a la distinción dicotómica entre “indios” y “no indios” en varias esferas. Este esquema encontraría eco, por ejemplo, en la ya conocida división que para Reinaga (1969) perduraba entre “las dos Bolivias”. En este sen-

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tido, los discursos en torno a la estructura social pueden verse como una serie de continuidades solapadas, cuyos clivajes entran y salen de uso en el lenguaje político e intelectual predominan-tes en distintas épocas.

Las aproximaciones que hacían uso explícito de la clase social como categoría llegaron a Bolivia con cierto rezago. El socialismo tuvo una llega-da embrionaria al país a mediados del siglo XIX, como consecuencia de ideas igualitarias que se fueron irradiando desde Europa. Por ejemplo, en 1855 el presidente Manuel Isidoro Belzu predi-caba su ideología en base a una contraposición entre “las masas populares” y la “oligarquía” (Schelchkov, 2016: 24). Pero el socialismo y el marxismo recién se empezarían a instalar en Bolivia a principios del siglo XX, con la funda-ción efímera del Partido Socialista en 1914, se-

guido del Partido Obrero Socialista (POS) en 1919. Más adelante se fundaría un nuevo Partido Socialista en 1927 (Shchelchkov y Stefanoni, 2016), marcando el asentamien-to de estas ideas en el país como parte del sistema de partidos. En las siguientes déca-das, tanto el PIR (fundado en 1936) como el POR (fundado en 1940) continuaban refiriéndose al “problema del indio”, pero iban más allá de los clásicos términos ra-cializados de este debate, demandando que los campesinos formaran una vanguardia revolucionaria en coalición con trabajado-res y clases medias (Klein, 2011: 198). Para ese entonces, las clases medias se referían difusamente a criollos y mestizos urbanos, en ocupaciones no-manuales, y con cierto nivel educativo; en resumen, una serie de atributos capaces de demarcarlos claramen-te de los sectores populares.

La revolución de 1952 no fue tanto el ini-cio como el desenlace de una serie de cam-bios profundos en las ideas políticas acerca de la composición social y étnica del país. Para ese entonces, el esquema predominan-te durante la época colonial se había reem-plazado con otro modelo postulado, ya no en términos raciales, sino ocupacionales. El clivaje principal propuesto por el MNR

se esgrimía entre una “oligarquía” (ligada a la rosca y la “antinación”) y “el pueblo” (de com-posición tripartita, formada por clases medias, obreros y campesinos).

Pasando de estar agrupados bajo la categoría ra-cial de “indios”, los trabajadores agrarios (sobre todo en tierras altas) gradualmente se convir-tieron en “campesinos”, indistintamente de su origen étnico, dentro de los discursos políticos predominantes del momento. El proyecto nacio-nalista implicaba una marcha inexorable hacia la asimilación ciudadana, de la mano de una reforma educativa y el sufragio universal. La Revolución aspiraba a llevar adelante un pro-yecto de unificación en torno al mínimo común denominador del mestizaje. Este giro discursivo intentaría apartar a las categorías de raza y etni-cidad como ejes a partir de los cuales compren-der la estructura social del país. El énfasis en

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Foronda Calle, Miguel (2017). Contraste urbano

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4. Término acuñado por John Williamson en 1989 (ver Williamson, 2004). 5. El economista Martin Ravallion observó en 1990 que las líneas de pobreza de muchos de los países más pobres convergían cerca de US$

1,02. Siguiendo su recomendación, el Banco Mundial adoptó este umbral de pobreza absoluta, como primera línea internacional de pobreza (IPL). Esta medida permaneció hasta 2008, cuando el Banco Mundial la cambió por US$ 1,25 a niveles de paridad de poder adquisitivo (PPP) de 2005, y nuevamente en 2015 a US$ 1,90, en base a un PPP ajustado a 2011. Lo que puede resultar sorprendente de semejantes ajustes técnicos es que, de la noche a la mañana, cientos de millones de personas en todo el mundo entran y salen de la pobreza mediante una extraña alquimia estadística, sin la más mínima modificación material en sus condiciones de vida.

(...) los discursos en torno a la estructura social pueden verse como una serie de continuidades solapadas, cuyos clivajes entran y salen de uso en el lenguaje político e intelectual predominantes en distintas épocas.

la categoría social del campesinado tuvo como efecto implantar a la clase social (qua ocupa-ción) como parte central en el esquema de es-tratificación oficial. Esta consiguió su más clara cristalización en la COB, agrupando a distintos sectores obreros y agrarios, entre ellos “mine-ros, fabriles, ferroviarios, bancarios, gráficos, empleados de comercio e industria, constructo-res, panificadores, campesinos” (COB, 1952). ¿En qué momento entonces se comienza a con-cebir a la clase ya no en términos de categorías ocupacionales, sino de niveles de ingreso?

En 1982, luego de dieciocho años de dictaduras militares, la hiperinflación y la crisis económica eran algunos de los desafíos más serios a ser en-frentados por los nuevos gobiernos democrática-mente electos. Al igual que muchos otros países en busca de salida a sus adversidades económi-cas, el gobierno de Víctor Paz Estenssoro ce-dió frente a la presión para aceptar un programa de ajuste estructural, como parte de lo que más tarde se conocería como el Consenso de Wash-ington4. Los diez condicionamientos impuestos para el rescate financiero involucraban una serie de medidas a ser implementadas, que podrían resumirse en un cóctel de austeridad, privatiza-ción y liberalización. Crucialmente, suponían el “reordenamiento de las prioridades del gas-

to público”, incluyendo redireccionar subsidios hacia la provisión de servicios ostensiblemen-te “pro-pobre y pro-crecimiento” (Williamson, 2004: 3). Este último punto es central a esta breve genealogía, pues sugiere que las prescrip-ciones no solo estaban predicadas en base a la generación de condiciones económicas que ayu-den a los Estados a salir de su estado de crisis y endeudamiento, sino a mejorar las condiciones de vida de un segmento definido a partir de su ni-vel de ingresos, y bajo el monitoreo continuo de organismos multilaterales. Como relata Hickel:

(…) hoy, el discurso predominante acerca de la pobreza solo se remonta a 1990, por la línea de base utilizada por los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODMs), o incluso a 1981, cuando el Banco Mundial publicó sus primeras estadísticas económicas. (2017)5

Si bien la Alianza para el Progreso ya había creado un plano de cooperación internacional basada en un discurso desarrollista en la década del 60 (incluyendo objetivos relacionados a un crecimiento per cápita de 2,5 %, y una reducción indeterminada en la desigualdad de ingresos) (Lowenthal, 1991), la medición estandarizada de la pobreza no llegaría hasta la década del 80.

El primer estudio de distribución de ingresos en Bolivia fue realizado por la Misión Musgrave en 1975. En 1979 el Programa Regional de Em-pleo para América Latina y el Caribe (PREALC) actualizaría esta estimación al incluir datos del censo de 1976. En la década del 80, Rolando Morales publicaría junto a sus colaboradores (Morales, Aguilar y Pinto, 1984) un estudio pionero que, combinando una distribución de ingreso con un umbral de ingresos mínimos, fue el primero que se propondría dimensionar a la población pobre e indigente. En la década del 90 llegarían estudios en mayor profundidad (PNUD, 1990) que combinaban formas direc-

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tas (necesidades básicas insatisfechas o NBI) e indirectas (línea de pobreza o LP) para medir la pobreza. Luego de la realización del censo de 1992, uno de los estudios más relevantes de este periodo (INE-UDAPSO-UPP, 1995) tam-bién basaría buena parte de su enfoque en las NBI. No se llegaría a un consenso respecto a las mediciones de la pobreza, que seguirían ensa-yándose por un tiempo; incluso años más tarde documentos oficiales (UDAPE, 2003) usaban un enfoque con tres líneas de pobreza: extre-ma, moderada baja, y moderada alta, en base a una aproximación (Foster, Greer y Thorbecke, 1984) que al día de hoy comienza a caer en des-uso. La pobreza se había convertido en un ob-jeto técnico de estudio, útil para el seguimiento y evaluación de la incidencia de políticas públi-cas, sin señales de que pudiera concebirse como una categoría social con atributos culturales o políticos.

La etapa neoliberal incluyó la implantación de un nuevo tropo acerca de la desigualdad social basada en la estratificación a partir de niveles de ingreso. De forma posterior, también se instala-ron mediciones de pobreza y desarrollo humano que incorporarían carencias relacionadas a la educación, salud y nivel de vida6. Esto no quiere decir que los imaginarios de composición social en base a vectores étnicos u ocupacionales des-aparecieron del radar; simplemente fueron des-plazados gradual e imperceptiblemente dentro de los discursos institucionales predominantes. La transposición más significativa estaba basada en la suplantación de la clase como función de alguna categoría ocupacional, a la clase como función del nivel de ingresos.

Planteado de manera más constructivista (pero quizá no tan constructiva), podría decirse que la pobreza, como hoy la conocemos en Bolivia, se inventó en la primera mitad de la década del 80. No me refiero, por supuesto, a la hambruna y formas diversas de precariedad que plagan la historia de la humanidad hasta el día presente, sino a un discurso capaz de medir y monitorear este fenómeno a partir de un determinado nivel

de ingresos. Tampoco es mi intención detener-me en un repaso de la pobreza y su medición; si la menciono en estos párrafos es debido a que está íntimamente relacionada con el segmento que nos concierne. Dada la enorme preponde-rancia de la pobreza como proporción de la po-blación (independientemente de los métodos de medición), los estudios de estratificación ante-riormente mencionados se enfocaban de forma casi exclusiva en esta categoría.

Esta tendencia es corroborada explícitamente por el Informe de Desarrollo Humano de 2010: “en el estudio de los problemas sociales en esas décadas se privilegió el análisis de la pobreza al margen de las estructuras sociales” (PNUD, 2010: 58). Este estudio rompe con las tenden-cias anteriores al retratar cómo, de 1999 a 2007, el país atraviesa un punto de inflexión mediante el cual el estrato medio de ingresos sobrepasa por primera vez la tercera parte de la población nacional (PNUD, 2010: 113), hecho que cataliza un análisis más detenido acerca de este sector. Y silenciosamente nace con la pobreza su gemela siamesa llamada “estrato medio de ingresos”, a partir de la cual hoy se ha derivado una “clase media” como segmento socioeconómico. Un segundo punto de inflexión ocurriría entre 2010 y 2012, cuando este mismo estrato sobrepasaría la mitad de la población, hasta llegar al 58 % en 2017.

Las clases medias como circunscripción imaginada

La genealogía conceptual ensayada en la ante-rior sección se ha enfocado principalmente en discursos políticos e institucionales. Si bien es-tos pueden tener una relación iterativa (y has-ta recíproca) con formas de autoidentificación (ver Hacking, 2004), en el fondo no llegan a retratar cómo las personas viven las relaciones de pertenencia, estatus y desigualdad en sus vi-das cotidianas y en sus propios términos. Una pregunta central para cualquier esquema de es-tratificación consiste en preguntarse si “las ca-

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6. El IPH-1 fue adoptado por el PNUD en 1998 y, posteriormente, fue reemplazado con el índice de pobreza multidimensional en 2010.

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7. Este número se disgrega en 66 % para la población adulta (19 % como “clase media alta” y 47 % como “clase media baja”) y 78 % entre los jóvenes encuestados (de 12 a 17 años; 36 % como “clase media alta” y 42 % como “clase media baja”). Debe tomarse a la población adulta como segmento de referencia para los demás países de la región, para los cuales no existen datos de una encuesta realizada a jóvenes.

8. De acuerdo al Banco Mundial, en 2013 el 70 % de los alteños se autodefinían como clase media (2013).9. Datos tomados de la sexta ola de la EMV (2010-2014), dado que no existen aún datos consolidados para la séptima ola, aún en curso (2016-

2020).

tegorías constitutivas son entes únicamente nominales, o si tie-nen un significado real para las personas involucradas” (Grusky, 2004). O yendo aún más lejos, E. P. Thompson argumentaba que “la clase [social] es definida por los hombres tal y como viven su propia historia y, al final, esta es la única definición” (1963: 11). Tratándose de subjetividades fragmentarias, considero que no existe una aproximación meto-dológica que pueda ofrecer una explicación generalizada de lo que significa hoy la clase social en Bolivia, especialmente en base a sus dimensiones socio-culturales. Sin embargo, existen datos que nos pueden dar un par de hilos a partir de los cuales em-pezar a desenredar esta madeja.

La Encuesta Mundial de Valores (EMV), reali-zada por primera vez en el país en 2017, reporta que hasta un 69 % de los bolivianos se autoi-dentifican como clase media7, un porcentaje aún más alto que el segmento de ingresos medios (58 %), que desde ya para algunas personas (Colque, 2016; Paredes, 2016, 2018) sobredi-mensiona el tamaño de la clase media8. Sería un exceso suponer que el porcentaje refleja iden-tidades internalizadas, en tanto no surgen de una autoidentificación espontánea, sino como respuestas a una encuesta con categorías prede-finidas. De todos modos, es sugerente que la ci-fra (aun tomando en cuenta el margen de error), sea tan elevada en relación al promedio mun-dial (57 %), o a comparación de otros países en la región, entre los cuales figuran Perú (55 %), Argentina (60 %) y Brasil (40 %)9. Este es un dato que amerita un estudio más detallado, pero

algunas explicaciones pueden esbozarse: la es-tigmatización que hoy trae pertenecer a uno de los extremos del espectro social en Bolivia, los componentes fuertemente aspiracionales rela-cionados a la pertenencia de clase, y la marcada trayectoria de ascenso socioeconómico de quie-nes han percibido un cambio marcado respecto a una previa situación de subalternidad.

Me aventuro a decir que más allá de las catego-rías de clase que recurrentemente afirman aque-llos actores involucrados en esta disputa discur-siva (políticos, instituciones, intelectuales) para referirse a terceros, los esquemas cognitivos que configuran la vida cotidiana de las personas pa-san por otros vectores identitarios relacionados al estatus social. Este se conjuga mediante com-ponentes diversos: fenotípicos, de vestimenta, educativos, geográficos, culturales, e incluso ligados al apellido. Entonces, ¿en qué queda este concepto gelatinoso? A riesgo de diluirse

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Foronda Calle, Miguel (2017). Desesperación

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(o incluso evaporarse) podríamos acercarlo a los debates coyunturales en Bolivia a partir de una aproximación tradicional, como un grupo socialmente diferenciado cuyos miembros com-parten intereses económicos tendientes a ser re-flejados en orientaciones políticas.

El debate clásico en torno a las clases medias latinoamericanas se inaugura con la publicación del libro Political Change in Latin America (Jo-hnson, 1958). Partiendo de una examinación de tendencias políticas en la primera mitad del siglo XX, el autor argumentaba que “grupos interme-dios” en la región habían comenzado a cambiar su orientación política, pasando de ser clientelas de viejas élites, para formar nuevas alianzas o “amalgamas” con “elementos trabajadores”10. Proponía que este viraje alteraría el equilibrio de poder y traería consigo el potencial para transformaciones progresistas. Investigadores como Pike (1963) más adelante cuestionarían las premisas de este enfoque, argumentando que las clases medias chilenas continuaban ligadas a las élites mediante sus aspiraciones de consumo y pertenencia, y que habían erigido una barrera

psicológica que les impedía tener una alianza genuina con la clase trabajadora. Por su parte, Wagley (1964) también dudaba de la solidez de las nuevas alianzas entre sectores, notando la tendencia de la clase media a sentirse incómoda frente al poder creciente de las masas urbanas y rurales. Velando por su estabilidad, observó que en el caso brasilero las clases medias fueron aquiescentes frente a los gobiernos militares, incluso llegando a apoyar abiertamente los gol-pes de Estado. No obstante, se había instalado un debate en torno a las clases medias y su rol político en la región. A través de su expansión se pensaba que jugarían un papel cada vez más importante en dirimir entre los intereses pola-rizados que confrontaban a las élites y grupos subalternos. Entre quienes estudiaban el rol de las clases medias en los procesos democráticos, existía un relativo consenso respecto a su cre-ciente importancia. Lo que generaba ambiva-lencia era el resultado que estas transformacio-nes sociales tendrían en resultados electorales, pues no estaba claro si producirían gobiernos de carácter más progresista o conservador. Samuel P. Huntington (1968) llegó a ver en las clases

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Foronda Calle, Miguel (2018). Perspectiva indígena

10. Es sugerente que Johnson haya evadido deliberadamente referirse a las “clases” sociales en su análisis, dado su agnosticismo respecto a estas categorías, que incluso en su tiempo eran objeto de disputas discursivas.

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medias un potencial revolucionario, pero pre-decía que a medida que envejecen, también se tornan más conservadoras.

En otras partes del mundo, la relación entre clase social y orientación política (medida a través del voto) fue estudiada con vigor desde la década del 50. Estudios tempranos percibían una clara correlación entre el voto de trabajadores ma-nuales por partidos de izquierda (Alford, 1963), pero en años recientes se ha sumado la eviden-cia empírica de que esta correlación está en des-censo, al menos en democracias “occidentales” (Jansen, Evans y Graaf, 2013). Varias explica-ciones se han propuesto para esta tendencia, in-cluyendo cambios en los tamaños relativos de las clases sociales (generalmente definidas ocu-pacionalmente), y en sus atributos económicos (con una decreciente correlación entre nivel de ingresos y tipo de ocupación). Adicionalmente, un cierto grado de convergencia y dispersión entre las propuestas sociales y económicas de partidos a lo largo del espectro político han he-cho más difícil una separación simple entre par-tidos de “izquierda” y de “derecha” en países diversos. Aparte de transformaciones complejas en la oferta política y demanda ciudadana, el tema latente de la heterogeneidad dentro de las categorías de clase (medidas a partir del ingre-so) es quizá el más relevante a las discusiones contemporáneas en Bolivia.

Si bien es posible aglutinar dentro de la “cla-se media” (o cualquier otro rótulo) a quienes pueden satisfacer sus necesidades básicas (ali-mentarias y no alimentarias), me es difícil ima-ginar una serie de intereses comunes entre los supuestos miembros de este club sin membre-sía. Si suponemos que está compuesto por cerca al 58 % de la población, sería una perogrulla-da suponer que en términos numéricos pueda concebirse como “árbitro del destino electoral” (Mesa, 2018), por su simple y abrumadora ma-yoría como parte de la ciudadanía. O más que una perogrullada, considero que la clase media se refiere a una aglutinación expansiva acompa-ñada de un significante cada vez más vacío. Este grupo fácilmente incorpora una serie de actores con diversas modalidades ocupacionales (servi-dores públicos, contrabandistas, transportistas,

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médicos, cocaleros, etc.), en cuyos intereses es más fácil encontrar relaciones de contraposición que armonía.

Incluso en el intento de distinguir entre una clase media “tradicional” y una “nueva”, la dis-tinción no es estrictamente equivalente con los subestratos del estrato medio de ingresos “altos” y “bajos”/“vulnerables”. El clivaje popular/tra-dicional ciertamente es de relevancia, a pesar de corresponder a un imaginario de estratificación que se aproxima a un constructo multidimen-sional (digamos, de corte Bourdieuano), antes que a un concepto de clase concebido a partir del nivel de ingresos. En un intento de dotar de sustancia a cada subestrato, se podría hacer un intento de definir su composición a partir de tra-yectorias sociales mediante las cuales grupos de-terminados ganan, mantienen, o pierden formas de privilegio y distinción. Un tema pendiente para la investigación social en Bolivia consiste en dimensionar empíricamente estos grupos. A pesar de que existen importantes avances cua-litativos en la caracterización de grupos en as-censo (ver Rea Campos, 2016; Tassi, Hinojosa, y Canaviri, 2015), no he podido evidenciar una aproximación semejante a grupos relacionados a una “clase media tradicional”. Es de interés particular comprender hasta qué punto un cliva-je de este tipo puede sostenerse inductivamente en base a vectores étnicos, ocupacionales y edu-cativos, como punto de contraste a la estratifica-ción por ingresos. Un siguiente paso consistirá

Si bien es posible aglutinar dentro de la “clase media” (o cualquier otro rótulo) a quienes pueden satisfacer sus necesidades básicas (alimentarias y no alimentarias), me es difícil imaginar una serie de intereses comunes entre los supuestos miembros de este club sin membresía.

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en investigar en qué medida los grupos en cues-tión tienen intereses contrapuestos.

Es previsible que transformaciones tectónicas en la estructura social encuentren expresión en sucesos como aquellos suscitados en el Mega-Center a principios del año 2015, con la llega-da de residentes alteños al barrio de Irpavi (ver Maclean, 2018). En este escenario, pulsiones reaccionarias se exacerban en la medida que grupos se sienten invadidos o desplazados. A pesar de periódicas tensiones de este tipo, consi-dero que no se presenta necesariamente el esce-nario para una “lucha de clases”, al menos en su sentido clásico. La disputa no es por los medios de producción, sino por los espacios simbólicos donde se reproduce la distinción social. Pero existen fenómenos que pueden tender a aplacar las luchas sociales visibles (al menos por parte

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de quienes tienen una trayectoria ascenden-te), en la medida en que la distinción social a través del consumo tradicionalmente ha sido aspiracional y basada en el mimetismo antes que la confrontación (Veblen, [1899] 2009).

También existe la posibilidad que las trayec-torias de ascenso social de las “nuevas clases medias” sean predominantemente divergen-tes, ocupando espacios económicos y simbó-licos propios, y dando lugar a grupos de élite paralelos.

El clivaje puede ser conceptualmente con-tencioso, pero considero que el ejercicio de disgregación de las “clases medias” en subes-tratos es pertinente en la medida que van to-mando forma categorías sociales con rasgos más distintivos y con composición menos he-terogénea. Un ejercicio posterior involucrará descifrar si estas distintas aproximaciones a la clase social ayudan a distinguir orientacio-nes políticas colectivas, tema que abordaré en otro artículo (Villanueva Rance, 2018 [en edición]).

***********

Refiriéndose a las clases medias británicas, el historiador Dror Wahrman (1995) exami-naba los procesos mediante los cuales este grupo ingresaba en el imaginario social y po-

lítico entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Proponía que la creación de esta categoría estaba más ligada a transformaciones discursivas, que a cambios subyacentes en la es-tructura social. Un proceso análogo ocurriría en Argentina en el siglo XX, dando lugar a la in-ternalización generalizada de esta clase, en dis-cursos tanto cotidianos como políticos (Adamo-vsky, 2009). Si adoptamos un enfoque similar, quizá podamos discernir entre transformaciones sociales aceleradas (que ciertamente dan mucho de qué hablar), y una reconfiguración en los es-quemas a partir de los cuales se construye a los sujetos sociales en un determinado momento histórico.

Las clases medias en Bolivia pueden pensarse como una circunscripción imaginada sobre las cuales se intenta proyectar o inferir una serie de

Foronda Calle, Miguel (2017). Duelo

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atributos e intereses políticos. Invocarlas impli-ca ejercicios estadísticos, nominativos y retóri-cos, algunos de los cuales he intentado exami-nar en este artículo. Quienes han protagonizado este análisis no son los segmentos en cuestión, sino políticos, instituciones y analistas, entre los cuales por supuesto me incluyo. Por lo tanto, este debate dice más de todos nosotros y cómo ajustamos nuestras categorías de análisis para acercarnos a la realidad social, que acerca de

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las personas a quienes hacen referencia estas etiquetas. A pesar de los altos (pero tenues) ni-veles de autoidentificación con la clase media, no he encontrado evidencia de que esta sea una categoría que se invoque de manera espontá-nea, menos aún exaltada como bandera política por parte de movimientos ciudadanos. La clase media prolifera como categoría de análisis en la opinión publicada, antes que como identidad social diferenciada en la opinión pública.

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