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293 La hermana vaca urante la primera quincena del mes de marzo, las operaciones entraron en calma, pero el ge- neral Pablo González, jefe del Cuerpo de Ejército del Nor- deste aprovechaba esta calma para proseguir su labor de or- ganización, aprovisionamiento de sus fuerzas, a las que iba mo- vilizando paulatinamente para encerrar en un círculo de hierro a la ciudad atrincherada de Monterrey, que era su objetivo. El armamento viejo e inservible se cambiaba por flamantes carabinas; nuevas ametralladoras se agregaban al ya respetable regimiento del mayor Federico Montes; la Brigada Blanco que- daba al mando del valientísimo y correcto coronel Abelardo Menchaca, y a todas las Divisiones del Nordeste se les enviaron grandes remesas de parque y equipos. En aquel entonces los ya célebres miembros de la ilustre palomilla, Federico Montes, Guillermo Castillo Tapia y Vi- Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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Page 1: L˚ · la verdad, Montes era el más abstinente de los tres, y como al filo de las dos de la mañana llegaban a casa de las Buchas ha-ciendo figuritas geométricas con los pies,

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La hermana vaca

urante la primera quincena del mes de marzo, las operaciones entraron en calma, pero el ge-neral Pablo González, jefe del Cuerpo de Ejército del Nor-deste aprovechaba esta calma para proseguir su labor de or-ganización, aprovisionamiento de sus fuerzas, a las que iba mo-vilizando paulatinamente para encerrar en un círculo de hierro a la ciudad atrincherada de Monterrey, que era su objetivo.

El armamento viejo e inservible se cambiaba por flamantes carabinas; nuevas ametralladoras se agregaban al ya respetable regimiento del mayor Federico Montes; la Brigada Blanco que-daba al mando del valientísimo y correcto coronel Abelardo Menchaca, y a todas las Divisiones del Nordeste se les enviaron grandes remesas de parque y equipos.

En aquel entonces los ya célebres miembros de la ilustre palomilla, Federico Montes, Guillermo Castillo Tapia y Vi-

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cente F. Escobedo, Ego, “los inseparables” habitaban y co-mían en la casa de unas señoritas muy buenas y simpáticas, cuyo nombre no recuerdo, pero a quienes llamábamos las Buchas, no sé por qué. Éstas tenían una casita muy bien arre-glada con un jardincito, en el cual se remiraban y atendían a los tres mílites revolucionarios de una manera especial y casi maternal. Ellas mismas fabricaban un chocolate calificado de maravilloso y lo ofrecían a sus huéspedes con toda gentileza, pero éstos preferían por las mañanas un buen plato de me-nudo o unos huevos rancheros, sobre todo aquellas mañanas en que amanecían “crucificados”, como decía Guillermo, que eran una mañana sí y otra también, pero a tantas instancias acerca del famoso chocolate, y aprovechando que Ego se ha-llaba ausente, Montes les dijo:

—Miren ustedes, a nosotros realmente no nos agrada mu-cho el chocolate, pero a Vicente le encanta.

—¿Y por qué no nos lo había dicho? —preguntaron las inocentes.

—Pues porque ya ven que es muy tímido y le da pena decir que a él le gusta, cuando nosotros no lo tomamos.

—Pues mañana mismo se lo llevamos a la cama —exclamó una de ellas.

Y así quedó acordado. Pero aquella noche los tres compa-ñeros visitaron la casa de Schereck y otros lugares parecidos y se colocaron una de “las de alarido y falda de fuera”, como las calificaba Guillermo, sobre todo éste y Ego, pues en honor de la verdad, Montes era el más abstinente de los tres, y como al filo de las dos de la mañana llegaban a casa de las Buchas ha-ciendo figuritas geométricas con los pies, cuando vieron junto a la barda de madera de la casita a una vaca solitaria, que en-tretenía sus ocios nocturnos en rumiar el zacate que bordeaba la banqueta. El aspecto filosófico y tristón de la vaca llamó la atención de Ego, quien se detuvo de pronto y dijo:

—¡Ah! Pobre hermana vaca que estás paciendo el escasísi-mo zacate que encuentras cabe la orilla blanquetácea, cuando

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allí dentro de nuestra casa hay sabrosos rosales, resedas y otras yerbas olorosas indudablemente gratas a tu paladar, además de que en ese hermoso portal tienes abrigo para pasar esta frígida noche marzeña—.

Nada, hermanos, que hay que abrirle a la hermana vaca nuestra puerta, y me parece que quedaría mejor dentro de nuestro cuarto, donde le podríamos llevar las macetas que hay en el corredor para que se solazara, ¿qué les parece?

A Castillo Tapia y a Montes no les pareció de ningún modo que la hermana vaca durmiera en su habitación, pero después de mucho averiguar con Ego, se llegó al acuerdo de que le abri-rían la puerta de la barda y la dejarían entrar al jardincito para que pasara la noche.

Convención de Ferrocarrileros; grupo de funcionarios y delegados. Centro de Estudios de Historia de México, CARSO, Fondo LXVIII-3, Carpeta 1,

Documento 413.

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Como es natural, a la mañana siguiente las pobres Buchas escandalizadas en contra del rumiante y los destrozos tremen-dos que había causado en el jardín que tanto cuidaban, fue-ron a contarles a los huéspedes la atrocidad aquella, cometida según ellas creían, por algún desocupado sin vergüenza que le había abierto la puerta a la vaca. Ego, medio dormido aún, abrió un ojo, oyó la filípica, y lo volvió a cerrar haciéndose el dormido. Pero su castigo estaba cercano, porque momentos después, una de las Buchas apareció con una enorme y hu-meante taza de chocolate, diciéndole:

—Ándele, Vicentito, aquí está su chocolate, bien calientito.—Yo no quiero chocolate —contestó con la lengua estro-

pajosa por la soberbia cruda que lo aquejaba.Pero Montes saltó al quite prontamente: —Nada, hermano Ego, no seas vergonzoso, ya saben aquí

que nada te gusta más al levantarte que tu buena taza de cho-colate.

—Que chocolate ni que tus narices —decía Vicente— trái-ganme menudo.

—No, Vicentito, tómese el chocolate, que ya sabemos que le gusta mucho y se lo hemos hecho especial para usted.

Y no hubo remedio, porque Ego era caballeresco hasta los topes, tratándose de mujeres y se espetó toda la taza en presen-cia de la Bucha, que no se separó de la cama, hasta que le vio ingerir la última gota. Después de que salió la señorita, vomitó un torrente de injurias contra Guillermo y Federico, que se reían a todo trapo de la mala pasada que le habían hecho.

De pronto, o mejor dicho, inesperadamente, el general Guardiola y Aguirre, jefe de los pelones que guarnecían Nuevo Laredo, atacó con una columna de las tres armas, compuesta de más de mil hombres, a nuestras escasas guarniciones de San Ignacio y Guerrero, viéndose obligado el general Jesús Carran-za a replegarse a Ciudad Mier, pidiendo órdenes al general en jefe don Pablo González. Éste dispuso inmediatamente que salieran de Matamoros dos baterías de ametralladoras al mando

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del mayor Federico Montes y dos cañones al mando del teniente coronel Carlos Prieto, a las que debían incorporarse las ametra-lladoras de la Primera División, que llevaba Daniel Díaz Couder y los cañones que mandaba Manuel Pérez Treviño. También se libraron órdenes para que inmediatamente saliera toda la citada Primera División, comandada por el general Antonio I. Villarreal, para que en combinación con el general Carranza detuviera al enemigo que, según informes, se dirigía sobre Matamoros. Esta movilización se hizo con toda la rapidez posible y por tren con-dujeron hasta Camargo la artillería e infantería, dirigiéndose de allí a Mier, mientras que las caballerías cortaron por tierra para salir adelante de Mier. Una vez en esta plaza los generales Villarreal y Carranza esperaron dos días, 21 y 22 de marzo y el 23 por la madrugada, viendo que el enemigo no avanzaba, des-pués de conferenciar con el jefe del Cuerpo de Ejército, quien le confirió el mando de la columna a Villarreal, y después también de recibir sus instrucciones, salió rumbo a Guerrero, donde se presentó como a las 8:30 de la mañana. El enemigo no tenía puestos avanzados, por lo que los nuestros llegaron hasta las ori-llas del pueblo, donde fueron recibidos con una lluvia de balas, entablándose el combate a las nueve de la mañana.

Todo el ataque se verificó por la parte oriente de Guerrero, pues al norte lo limita el Río Bravo, que como es bien sabido es la línea divisoria con Estados Unidos y por el sur-oeste pasa otro río que impedía a los nuestros extenderse, siendo esta la causa de que el combate durara tanto tiempo, ya que se luchó desde la hora indicada hasta las seis de la tarde, en que los mochos de Guardiola y Aguirre fueron desalojados y desbaratada por completo su columna. Se recogieron más de doscientos prisio-neros; una infinidad de muertos y heridos, y una gran parte de la oficialidad y tropas se pasaron a territorio americano, dejando hasta sus mujeres, las que fueron tratadas con toda clase de miramientos, permitiéndoseles que pasaran a reunirse con ellos. El botín de guerra fue también muy grande, pues se recogieron grandes cantidades de armamento y parque.

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Guardiola y Aguirre huyó con una corta cantidad de gente y sus ametralladoras y se encerró nuevamente en Nuevo Lare-do.

En aquella jornada, las tropas mandadas por el general Vi-llarreal estaban compuestas por los regimientos bajo el mando directo de los jefes, teniente coronel Reynaldo Garza, tenien-tes coroneles Enrique Navarro, Julio Soto, Ildefonso M. Cas-tro y Jesús Ramírez Quintanilla; y en su Estado Mayor iban el teniente coronel José E. Santos, los capitanes David G. Ber-langa, Camerino Arciniega, y otros que ya he nombrado, y el teniente Eduardo Garza y Francisco Castrejón. La artillería pesada la llevaba el mayor Carlos Prieto y las ametralladoras, las servía el mayor Federico Montes llevando al capitán Daniel Díaz Couder y a los tenientes Manuel Aponte, Alfredo López Prado, Victoriano Sarmiento y Juan C. Zertuche, que ya era capitán e iba encargado de la sección de historia, como en otra ocasión he dicho.

El general D. Jesús Carranza tenía su Estado Mayor com-puesto por su jefe, el mayor Manuel Caballero, los capitanes Ismael Rueda, Tomás Rodríguez, y Bulmaro Guzmán y los te-nientes Simón Díaz y Enrique Garza y las escasas fuerzas a sus órdenes eran mandadas por los mayores Antonio López y Juan H. Palacios.

El combate de Guerrero fue reñido, pues los pelones se defendieron valientemente y hubo un momento en que la ar-tillería de Montes casi se vio envuelta por un ataque enemigo, que lo obligó a retroceder de sus posiciones, pero entonces el capitán David G. Berlanga, valiente hasta la temeridad, con solo veinte hombres que pidió al general Villarreal, voló en su auxilio y se recuperó nuevamente la posición.

En otra de las fases de la lucha, el general Carranza, usan-do de una vieja estratagema ranchera, mandó a algunos de sus hombres que “echaran las rastras”. Este acto consiste en atar ramas de mezquite o huizache a las reatas y arrastrarlas a ca-beza de silla, levantando inmensas polvaredas para hacer creer

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al enemigo que llegan refuerzos de caballería o que los contin-gentes de esta arma son muy grandes. Pero desgraciadamente, los de las rastras que hacían una terrible polvareda, iban a parar hasta muy cerca de donde estaba el mayor Prieto con su arti-llería gruesa, por cuyo motivo, los “mochos” les localizaron o mejor dicho, dirigieron sus tiros de artillería y ametralladoras hacia el lugar donde morían las polvaredas, haciéndole daño a Prieto y sus artilleros, que sufrían un bombardeo continuo. Y aquel heroico y silencioso soldado, con su parsimonia acos-tumbrada, se dirigió a donde estaba José E. Santos, diciéndole con su voz serena y pausada:

—Mi teniente coronel… Considero urgente… Se sirva us-ted mandar decir… a don Jesús que… mande a sus gentes que ya no sigan… jorobando… con sus ramitas… o que las mande por otro lado… porque si no me acaban… los artilleros y las mulas…

Este triunfo tan definitivo, que aniquiló una columna ene-miga, obligó a Guardiola a permanecer inactivo en Nuevo La-redo atrincherado detrás de sus loberas y parapetos, mientras nuestras fuerzas volvían a ocupar sus posiciones de San Ignacio y los rancheros cercanos a aquella plaza, y el general Villarreal con sus tropas regresaba a territorio de Nuevo León, avanzán-dolas hasta Cerralvo.

Y entonces el Cuartel General de Matamoros, continuan-do su plan de aislamiento a la ciudad de Monterrey, donde se apoyaba el grueso del ejército enemigo, ordena a los coroneles licenciado Pablo A. de la Garza, que llevaba como segundo al valeroso Carlos Osuna, y a Ernesto Santoscoy, que operen en un radio de cuarenta kilómetros al oriente y sur de la capital de Nuevo León, y como consecuencia el día 25 de marzo cae en poder de estos jefes la Villa de Santiago, después de un san-griento combate, en que se distinguieron sus fuerzas.

El general Francisco Coss, que después de haber entregado el mando de sus tropas, se había presentado en Matamoros, fue repuesto en su careo y confirmado su grado de brigadier,

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y después de entregársele municiones y equipos suficientes recibió la comisión de operar en los municipios de Galeana, Nuevo León, y Arteaga y Ramos Arizpe, de Coahuila, con la misión especial de interrumpir las comunicaciones entre Salti-llo y Monterrey, y mantener distraída la atención del enemigo en el radio de su mando. Este jefe salió inmediatamente des-pués de recibir sus instrucciones a cumplir con su comisión.

Al general J. Agustín Castro, después de haber sido tam-bién repuesto en el mando de su División, se le ordenó que se movilizara de donde se encontraba, dirigiéndose a cooperar al asedio de Monterrey, para lo cual se dispuso que avanzara hasta acamparse en el pueblo de General Terán y la Hacienda de La Concepción, y que una vez allí, rindiera parte para co-municarle instrucciones.

Pero antes de terminar este relato, recordaremos un hecho gracioso ocurrido al retirarse las fuerzas del general Villarreal de Guerrero, con rumbo a Nuevo León.

Es el caso que tanto Villarreal como don Jesús Carranza ordenaron que se prohibiera a las tropas y oficialidad embria-garse, pues es de saberse que entre el botín que se recogió en el combate contra Guardiola y Aguirre fueron capturados una gran cantidad de barriles de cerveza y barricas de vino, que pro-bablemente los “mochos” habían traído y también requisado en los pueblos que ocuparon por breve tiempo, y los jefes men-cionados dispusieron que fueran recogidos y todo su contenido derramado, para que nadie lo tomara, pero cuando caminaba el general Villarreal con su Estado Mayor, ya rumbo a sus nuevos acuartelamientos, llevando una parte de sus tropas por delante y otras detrás, encontró a varios soldados borrachos y más adelan-te, vio un carro cargado con barricas de mezcal.

Esto lo disgustó profundamente y dirigiéndose a Santos, su jefe de Estado Mayor, le dijo con mucha seriedad:

—Oiga usted Santos, esa es una manifiesta desobediencia a mis órdenes.

—¿Cuál? —preguntó éste.

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—Ese carro cargado de barricas de mezcal y esos soldados borrachos. ¿No ordené que tiraran todas las barricas de vino y cerveza que se recogieron en Guerrero?

—Sí, señor —respondió el aludido—. Usted y don Jesús ordenaron que las tiraran, pero según parece los que van ade-lante las tiraron y los que vienen atrás las están levantando.

Se sonrió el general Villarreal, pero dijo: —Qué las vuelvan a tirar y que los de atrás no las levanten.

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