jim love: tres relatos de la guerra de las malvinas

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 http://www.nervaduras.net/breves.php  JIM LOVE: TRES RELATOS DE LA GUERRA DE LAS MALVINAS U  NA FOTO FAMOSA, FECHADA EL 2 DE ABRIL DE 1982 en Port Stanley, muestra a un soldado de las Fue rza s Esp ecia les arg ent ina s conduc ien do a varios Roy al Marines man os en alt o. La guarnición inglesa en la capital de las Islas ascendía a 80 infantes; las fuerzas de ocupación se contaban por cientos. Así como su victoria en la desigual batalla de El Álamo no auguraba nada  bueno para el ejército mexicano en 1836, lo único que esa imagen podía anunciar era la derrota argentina en la Guerra de las Malvinas/Falkland (2 de abril–13 de junio de 1982). En mayo, a semanas de que estallara el conflicto (esa es su categoría según la ONU), y tras una provocación argentina en las islas Georgia, las fotografías de una tripulación británica confraternizando con un oficial argentino capturado llevaron a los periódicos de Europa la inconfundible angel face del capitán de Marina Alfredo Astiz. Muchos años después, en los 90, veteranos argentinos acusarían a los gurkas de toda clase de sevicias. En su momento, un oficial de Saint Cyr, veterano de Argelia, juzgó inevitable la derrota argentina pues, a su ver, un ejército de tortura y saqueo carecía de integridad para representar un antagonista serio. Otro veterano francés, Pierre Clostermann, el as aéreo de la Resistencia, saludó el valor de los pilotos de caza argentinos que libraron una guerra imposible contra un enemigo circunstancialmente gigantesco. Guerra –cabe recordar– proviene del verbo germánico Warren: “crear confusión.” Por supuesto que la Guerra de las Malvinas/Falkland fue lo que Borges dijo: la disputa de dos calvos por un peine; cierto, y a la vez no deja de sorprenderme cuan perentorio y opinionated suena el venerable señor frente al invierno antártico, las bengalas, los obuses. Eso que el arte recoge y no puede ser desdeñado.

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Relatos de un veterano británico de la Guerra de las Malvinas

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JIM LOVE: TRES RELATOS DE

LA GUERRA DE LAS MALVINAS

U NA FOTO  FAMOSA, FECHADA EL 2 DE  ABRIL  DE 1982 en Port Stanley, muestra a un soldado de las

Fuerzas Especiales argentinas conduciendo a varios Royal Marines manos en alto. La

guarnición inglesa en la capital de las Islas ascendía a 80 infantes; las fuerzas de ocupación se

contaban por cientos. Así como su victoria en la desigual batalla de El Álamo no auguraba nada

 bueno para el ejército mexicano en 1836, lo único que esa imagen podía anunciar era la derrota

argentina en la Guerra de las Malvinas/Falkland (2 de abril–13 de junio de 1982).

En mayo, a semanas de que estallara el conflicto (esa es su categoría según la ONU), y tras

una provocación argentina en las islas Georgia, las fotografías de una tripulación británica

confraternizando con un oficial argentino capturado llevaron a los periódicos de Europa la

inconfundible angel face del capitán de Marina Alfredo Astiz. Muchos años después, en los 90,

veteranos argentinos acusarían a los gurkas de toda clase de sevicias. En su momento, un oficial

de Saint Cyr, veterano de Argelia, juzgó inevitable la derrota argentina pues, a su ver, un

ejército de tortura y saqueo carecía de integridad para representar un antagonista serio. Otro

veterano francés, Pierre Clostermann, el as aéreo de la Resistencia, saludó el valor de los pilotosde caza argentinos que libraron una guerra imposible contra un enemigo circunstancialmente

gigantesco.

Guerra –cabe recordar– proviene del verbo germánico Warren: “crear confusión.”

Por supuesto que la Guerra de las Malvinas/Falkland fue lo que Borges dijo: la disputa de dos

calvos por un peine; cierto, y a la vez no deja de sorprenderme cuan perentorio y opinionated 

suena el venerable señor frente al invierno antártico, las bengalas, los obuses. Eso que el arte

recoge y no puede ser desdeñado.

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El conflicto originó un par de libros ingleses: Two Sides of Hell (Bloomsbury, 1994), de Vince

Brambley; A Soldier’s Song (Orion Books, 1999), de Ken Lukowiak. Brambley entrevistó a sus

compañeros de armas y después cruzó el Atlántico para conversar con los soldados argentinos.

Lukowiak se decantó por el testimonio en primera persona, animado por esa entente de sencillez

y experiencia que originó a un James Herriot y las decenas, cientos de memorialistas ingleses

que no han hecho nada más, ni nada menos, que registrar sus días en prosa simple y directa. A

sabiendas o no, Lukowiak pertenece a una tradición local centenaria emparentada con la de

Samuel Peppys; y, junto con Love, le confiere una amargura inconcebible antes de The Clash.

Sí: ambos son memorialistas punk . Love, al grado de ni siquiera estar publicado en papel. Sus

cuentos pueden encontrarse tan solo en un sitio web: Britain’s Small Wars.

Cuando cobraba the Schelling of the Queen en servicio activo, Jim Love era un juerguista

escéptico del rango. Tommy a ras de suelo, sus relatos no aspiran al estatuto de la épica, ni

siquiera al de la ficción. Empero, llamarlos “testimonios” es no ver la mano que conduce la

narración, el ojo que la organiza, el oído y el tacto que le confieren su lóbrega vitalidad. Se trata

de textos densamente poblados de sensaciones, olores, temperaturas; el fuego de artillería y la

incertidumbre, la risa y el hedor de las aulagas incendiadas. Del mismo modo en que una carne

tártara se resiste a la cocina y al mismo tiempo es alta cocina, los textos de Love se resisten a la

literatura y, a la vez, la cortejan con insistencia. La de Love es una sensibilidad compleja,

 paradójica: es un soldado, es un common, es un lector de Keats; transita de lo atroz a lo fraterno,

de lo conmovido a lo despótico con soltura escalofriante.

A veces, Love parece escarbar, labrar un lapso mínimo de tiempo hasta sus últimas

implicaciones, como quien pinta en un grano de arroz, como quien talla el hueso de una fruta.

Sus relatos me recuerdan, en la tosca tenacidad de su factura, la artesanía de los presidios

mexicanos. Sus historias se abren paso hasta el lector a fuerza de acumular –voluntariosa,

machaconamente– acontecimientos e impresiones, como asentando una declaración bajo

  protesta de decir verdad, como participando de un acto jurídico. Tal parece que una

reconstrucción rigurosa de los hechos preserva una indispensable verdad interior.

En los relatos que vienen a continuación, leo literatura en su sentido más esencial y primitivo:vida –feroz, sanguinolenta– aferrada a toda costa por escrito.

PABLO MOLINET

 

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GATITO, VEN, GATITO

LLEVÁBAMOS DOS DÍAS EN UNA CASA DE PORT STANLEY. Willie era el único de la partida

que salía. Los demás decidimos permanecer en la relativa seguridad de las cuatro

 paredes. No sabíamos qué hacía Willie en sus pequeños viajes. Era asunto suyo,

quizá se había vuelto algo claustrofóbico. Después de todo, habíamos pasado

mucho tiempo al aire libre. Como fue dicho en la inmortal película  Ice Cold on

 Alex, nunca le preguntas a dónde va a un hombre con una pala a medianoche.Además, se suponía que todo había terminado, el más grande “y punto” desde

la segunda Guerra Mundial. Honestamente, quedaban muchas minas allá afuera.

Lo habíamos hecho bastante bien hasta ahora. Todos estaban enteros; por lo

menos sus cuerpos. Quién sabe qué ocurría en la cabeza de cada quién.

La casa pertenecía a una pareja de viejos. No creo que les fascinara tenernos

viviendo allí. Pero éramos los héroes conquistadores después de todo, así que no

 podían mandarnos a la chingada exactamente. Que era, estoy seguro, lo que

querían hacer. La vieja dijo que le preocupaba que su gato tuviera que comer,

 pobrecito, esa era la única razón por la que habían vuelto. Eso, y que nos las

habíamos arreglado para volar un par de casas y dejarlas todas agujereadas

durante los ataques finales. Querían ver si la suya estaba en pie.

Bueno, tratamos de alimentar al gato un par de veces. Abrimos un par de latas

de carne  Argy,*

grandes trozos de carne en  gravy. La probamos primero, por supuesto, pero estaba demasiado condimentada para nuestros estómagos y le

hubiera dado chorrillo a cualquiera. Secretamente deseamos que le diera chorrillo

al gato también, pero no se la comió. De hecho, cuando la abuela vio lo que

tratábamos de darle a su gato, dijo que andaban bastante escasos de comida. Así

que la cargamos a ella y al viejo con todas las latas sin abrir que teníamos.

Felices con toda esa comida gratis, se olvidaron del gato.

* Argentina/Argentino. Despectivo. T.

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Al poco rato, Willie volvió de uno de sus pequeños viajes. Le dio mucha risa

cuando le contamos de la visita del viejo matrimonio y de los intentos de

alimentar al gato. A Willie no le gustaba el gato y el gato lo sabía. De hecho,

cuando veía a Willie, tiraba al monte, literalmente. Justo detrás de la casa habíauna cresta que corría por detrás del hipódromo, desde el fondo de Wireless Ridge

y Moody Brook hasta el aeropuerto de Stanley. El gato vivía allí, salvo cuando

Willie se iba de la casa, entonces se deslizaba de regreso. Lo que no sabíamos es

que era en esa cresta donde Willie había visto por primera vez al gato.

Cuando Willie consiguió parar de reír, nos explicó por qué el gato no comía

cortes argentinos y por qué se iba cada vez que Willie aparecía. La Compañía B

había limpiado la cresta y todavía quedaban cadáveres por allí. Willie había

atrapado al gato junto a uno de ellos, acicalándose. La cara del muerto, azul

grisácea, mirando iracundamente el cielo. Agujeros rojo oscuro las cuencas de

los ojos. Willie había hallado ya varios cuerpos en las mismas condiciones. Fue

hasta el tercer viaje a la cresta que sorprendió al gato arrancando los ojos de un

cadáver y comiéndoselos.

Afortunadamente para el gato, dejamos la casa al día siguiente y nos mudamos

a la escuela de Stanley. Dos camaradas del cuartel general de la compañía que

compartieron la casa con nosotros, recordaron haber despertado a medianoche,

con el gato en el pecho, mirando sus caras fijamente.

Here, Kitty! Kitty!

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CORONATION POINT

ESTABA EN LA PENDEJA, CON EL CEREBRO EN  NEUTRAL, cuando algún bastardo encendió

la luz. Seguro muchos dirán que las balas trazadoras son tan impresionantes,

maravilloso espectáculo a contemplar. Pero, gente, cuando vienen hacia ti,

cuando las ves venir, a todas y cada una, créanmelo, te cagas. Es la muerte la que

te mira fijamente a los ojos. Los cuerpos caen como bolos.

Izquierda/derecha/izquierda. Me arrojé pecho a tierra. Tórax y codos golpearon el

suelo. Luego la cara se estrelló en la hierba, el lodo, la bosta de borrego. Intenté

levantar la cabeza y sacar la cara de la mierda (eso, literal).

 No podía moverme, el pánico comenzó a instalarse. Me apalanqué con los

codos, me sacudí un poco, otra vez la cara en el piso. Dios mío, me habían dado.

Era la única explicación razonable. ¿Pero en dónde? No había dolor, ni agujeros.

Es el shock, me dijo el cerebro. No sientes nada por el shock, el dolor te pegarámás tarde. Correcto, entonces debo hallar la herida, antes de que pierda las

fuerzas que tengo. Pero no me puedo mover. Rodé a la izquierda, no fue sencillo.

Un par de moscas pasaron zumbando muy cerca de mi cabeza. Miré hacia arriba,

a mi derecha. Era como en las caricaturas, cuando la marmota o Bugs Bunny

excavan un túnel bajo los greens de un campo de golf. Pedacitos de hierba y lodo

saltaban en el aire, como en la tele, asombroso.

Entonces vi que la sección superior de mi antena y al menos la mitad de la

siguiente estaban atoradas en el suelo. Estúpido: Por eso no me podía mover. No

me habían dado, era el radio. El porrazo que sentí esa milésima de segundo antes

de dar contra el suelo fue el peso del radio golpeándome. Me puse muy feliz y reí

como idiota. ¿Y ahora qué? Esa era la cuestión. Miré hacia atrás, donde las

trazadoras habían hecho su personificación de Bugs Bunny. Nadie se movía y la

ametralladora continuó su barrido hacia la izquierda.

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De repente, uno de los bolos se levantó de un salto y comenzó a correr en

zigzag, agachándose, serpenteando. Pensé: “Te vas a morir, bastardo loco.”

Bailoteó. Siguió corriendo, bastardo trastornado. Sí… Así que me prometí que, si

él hacía quince metros, me levantaría y correría también. La ametralladora sedetuvo y cambió de dirección. Resplandores amarillos/blancos se dirigían hacia

el fugitivo, cortando el quieto aire matinal. A pesar de ello no se escuchaba más

sonido, hasta ahora, que el de las moscas. Parecía haber muchísimas,

seguramente por la mierda de borrego. Bueno, pensé, si hace treinta metros,

definitivamente me echo a correr. Mientras miraba, resbalé hacia atrás (más

como reacción ante las balas) y conseguí liberar la antena.

El corredor cayó, el artillero intentó ver qué pasaba. Dejé de respirar. Todo se

detuvo. Podía visualizar al  Argy en puntas, mirando por encima del cerrojo,

detrás del cañón, a ver si había bajado a uno.

  No. Bolo número uno se arrastraba como condenado hacia un pliegue del

terreno. Se deslizó en la hondonada y se perdió de vista. Yo estaba de pie y me

desplazaba con pesantez hacia adelante. Los cuerpos se movían en una multitud

de direcciones. Uno de ellos hizo encabronar al artillero  Argy, que comenzó a

disparar de nuevo. Pero era como aplastar una mosca sobre la mesa. ¡Y falló!

Ahora el aire estaba lleno de moscas y él no sabía por cuál decidirse. A mí no. Mi

cerebro gritaba, a mí no. Escoge a otro. Lo estaba haciendo bien, había aulagas

tupidas y amarillas enfrente de mí. El elemento infantil volvió a mi cerebro. La

aulaga te ocultará, ve hacia la aulaga. No seas tonto, corta y pica como la

chingada. Me podía lastimar.

El radio. Si avanzaba hacia atrás, el peso del radio en mi mochila Bergen mellevaría a través del matorral de aulaga y fuera de vista. Sí. Una idea poca madre.

Hagámoslo. Me movía más rápido mientras eso ocurría. Supongo que poquita

adrenalina y mucho miedo hacen eso.

Medio salté, medio giré en el aire mientras me acercaba a la aulaga. Traté de

mantener la cabeza erguida, pero mi espalda se arqueaba. Como te enseñaban en

la escuela, la técnica de salto de altura Philsbury Flop, de los 70. No era estilo.

Era el peso del radio en mi Bergen, que tiraba de mí. Pegué en la aulaga. Reboté.

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Luego volví a rebotar. Me chingué brazos y piernas en las hojas cortantes y

espinosas. Nada. Sólo me los chingué. Me quedé tirado como tortuga bocarriba

en un colchón ortopédico. Balanceándome. El artillero desvió su arma en

dirección mía. Hice lo único que podía hacer. Reírme. No podía hacer otra cosa.Creo que las carcajadas fueron cambiando a grandes sollozos atormentados,

 porque de veras estaba perdiendo el control cuando las ramas altas me golpearon

y caí al matorral.

Reconozco que el artillero  Argy también debe haberse desternillado de risa.

Porque falló sus tiros, todos demasiado altos. La realidad se había instalado de

nuevo en su sitio. Yo estaba otra vez en la mierda (borrego, por supuesto). El

hedor se elevaba a las alturas, pero las bolitas endurecidas se me hundían en las

rodillas. Me arrastraba por un túnel (hecho evidentemente por los borregos

locales), tan rápido como un hombre que sólo intenta ocultarse en un prominente

matorral de aulaga amarilla. Esconderse, digo, de varios cientos de individuos

armados con ametralladoras que pueden demoler la proverbial letrina de ladrillo

en menos de cinco minutos. Qué imbécil. Sólo deseaba que ninguno de los

muchachos me hubiera visto, si no, me darían carrilla una semana entera.

Miré alrededor, para averiguar cuántos más habían conseguido hallar abrigo, al

 pie de la ladera de un promontorio conocido como Darwin Hill. Después de una

rápida revisión, llegué a la conclusión de que sólo yo lo había conseguido. De

espaldas a la colina, sólo tenía el mar a la derecha y nada más. A mi izquierda

estaban los malos (y me quedo corto; después fueron descritos como conscriptos

 jóvenes, maltratados y subalimentados. No era así desde donde me tocó verlos).

Quizá ya avanzaban colina arriba, sin mí. No había que pensarlo más, debíaascender la colina. Pero la ausencia de resguardo podía ser un pequeño problema.

Habrá qué arrastrarse. Era una idea, y brillante. Así que comencé a arrastrarme

colina arriba, armado con mi radio y mi confiable metralleta Stirling 9 mm.

Después de sepa Dios cuánto tiempo, noté que estaba muy cerca de la cima. Lo

que quería decir que me iba a volver visible por todo mundo en la isla. Y

 probablemente debería ponerme de pie. Honestamente, estaba exhausto hasta la

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chingada. Me detuve a descansar y observé hacia mi derecha, donde se veía un

montón de humo y el sonido de armas de mano pesadas en el viento.

Pero no había nadie cerca. Revisé el flanco izquierdo, llegué a igual

conclusión que cuando estaba al pie de la colina: estaba solo. Correcto.Revisé el cargador de mi arma, me cercioré de que el cerrojo no estuviera

obstruido y me preparé para un asalto de un solo hombre a la cumbre de la

colina. Después, se me ocurrió un plan mejor. Estaba solo aquí arriba. En el

flanco derecho por lo menos había mucha gente. Así que me dirigí hacia allá,

hacia el humo y los disparos. Si me iba a morir, que no fuera a solas. Quería, por 

lo menos, ver una cara amistosa. Alguien conocido. Y fui a buscar a los

compañeros.

Coronation Point

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DARWIN HILL

LAS  CADÁVERES  YACÍAN  EN  HILERAS, AL  FONDO  DE  LA  COLINA, a la izquierda de la

hondonada,* cerca del Puesto de Auxilio del Regimiento. Me arrastré de vuelta a

las aulagas en llamas, por ver si calentaban. El humo y el hedor se colaban en la

ropa y en todo el cuerpo para quedarse allí por siempre. Nos sentamos en

grupitos, sombríos por la muerte del oficial al mando, de otros oficiales y

compañeros. Los heridos yacían aún donde cayeron. Lejos de la batalla,

atendidos ya por sus camaradas, esperaban la evacuación calladamente. Dinger 

 prestó primeros auxilios a Monster Adams con todos los botiquines a mano. Más

tarde obtendría una mención por tratamiento de heridos bajo fuego.

Dimos toda nuestra ropa caliente extra a los heridos; los dejamos vestidos con

una mezcla variopinta de pantalones/chamarras de forro térmico e impermeables.

Otros yacían en cuestas inaccesibles, expuestas al fuego enemigo; imposiblerescatarlos o administrarles primeros auxilios. Nos enseñaron que era mejor dejar 

a los heridos, luchar hasta capturar el objetivo y después volver, contar bajas y

vendar heridas. Desdichadamente, no conseguíamos avanzar más allá de donde

los heridos habían caído. Nos detenían las posiciones profundas de las trincheras

argentinas.

Separado del cuerpo principal durante el asalto a Darwin Hill, conseguí

reagruparme después de un tiempo. Ayudaba a detectar blancos para un par de

ametralladoras de propósito general con los binoculares láser que conseguimos a

 bordo del Norland . Dinger, PJ y yo nos agenciamos también granadas enemigas;

estaban dispersas por todas partes en las posiciones tomadas. Negras, de bakelita,

con dos fusibles. Los seguros retirados, las espoletas se mantenían en posición

* No se trata de un término paisajístico, sino militar. En una configuracióngeográfica entendida como campo de batalla, “hondonada” (gully ) equivale

a re-entrant , una línea de combate frente a una salient , que no es una“saliente” en el sentido castellano, sino un accidente del terreno que, por suelevación, expone a una fuerza al fuego de su contraria. T.

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con ligas. Nos las habíamos arreglado para acumular una cantidad considerable y

esperábamos con avidez la ocasión de usarlas.

Poco después de que el capitán adjunto Woods muriera encabezando un nuevo

asalto a las trincheras enemigas vimos a un oficial argentino arrojar una de esasgranadas. Voló unas cuantas pulgadas, arqueándose en el aire, se encendió y

cubrió el cuerpo del oficial con fósforo ardiente. Lo volvió una bola de fuego.

Los fusibles habían valido madres desde ese día y desde el anterior. Nos

vaciamos los bolsillos y las cartucheras cautelosamente. Hacíamos pequeñas

  pilas con las granadas culpables, para que los ingenieros las desactivaran o

detonaran sin riesgo. Regadas en nuestras líneas, había también cantidades

considerables de granadas inglesas que tampoco detonaron. No les envidiaba a

los ingenieros la tarea.

Eventualmente, los muchachos capturaron o quitaron de en medio la hilera de

trincheras enemigas que se nos interponía. La cima de Darwin Hill era plana

durante unos doscientos metros, después otra fila de matas de aulaga y luego otra

vez hacia abajo, hacia el aeródromo y el poblado de Goosegreen. La hilera de

aulagas impedía la vista de la cima. Pero la pendiente hacia el poblado, salvo por 

algunas quebradas, estaba con todo el culo de fuera. Los artilleros antiaéreos

enemigos volvieron sus armas contra la pendiente y la cresta de la colina.

Barrieron alegremente de izquierda a derecha y de regreso cada pedazo expuesto

de terreno. Sus 50 y 47 mm cobraron pesada cuota a nuestras tropas en avance.

Dinger y el capitán Watson desaparecieron en la cuesta, entre la bruma

humeante. Ya habían matado al capitán Dent cuando se dirigía a la misma parte

de la hondonada. Honestamente, yo no esperaba volver a ver a ninguno.El encargado de señales del oficial al mando, otros tres y yo fuimos colina

arriba, para traer de regreso a H, el oficial al mando, y evacuarlo en un

helicóptero. Estaba muerto cuando lo hallamos. Sentado, la chamarra forrada

 puesta, las manos aferrando el estómago, en la cara una expresión ligeramente

aturdida, en choque. Los pantalones sueltos para administrar el baño salino. Lo

cargamos sin mucha ceremonia sobre el techo de acero corrugado de una

trinchera. Guardábamos esperanzas de que los médicos obraran un milagro. Por 

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desgracia, el techo de la trinchera se dividió en dos como la compuerta de un

  bombardero. Debimos parar e improvisar otra camilla con fusiles FAL e

impermeables. Cuando llegamos a la posición principal, otros lo llevaron al

Puesto de Auxilio del Regimiento.Bajo la dirección del sargento mayor de la compañía, Colin Price, PJ, algunos

más y yo comenzamos a revisar/limpiar de muertos las trincheras enemigas y a

  juntar munición. Nos estábamos quedando cortos. Retiré el techo de acero

corrugado de la primera trinchera, con PJ cubriéndome. Mientas quitaba el

segundo tramo, vimos dos cuerpos. Uno yacía bocabajo, en el límite izquierdo de

la trinchera. El otro estaba en posición semisentada, a la derecha, con un gran

agujero en la pierna derecha. Más o menos donde debería estar la rótula. Llevaba

uno de esos ridículos sombreros de perro policía que nos habían advertido que no

usáramos pues podían ocasionar una situación de blue on blue.* Barbilla contra

 pecho, la palidez azul grisácea de la muerte llenaba su cara. Con un movimiento

de cabeza, le dije a PJ que nos acercáramos y salté a la trinchera. Me acomodé el

arma en la espalda. Necesitaba las dos manos. PJ me cubría y de cualquier 

manera no había gran espacio.

Me agaché de nuevo en el fondo de la trinchera. Cuando me incliné hacia

delante, el cadáver abrió los ojos. Me fui de nalgas. Frenéticamente traté de

agarrar la cacha de mi metralleta pero no pude. Estaba entre mi espalda y el

  parapeto. El argentino levantó las manos, con las palmas extendidas, para

mostrar que no traía armas, gritando. Pedía a su mamá y pedía clemencia. Lo que

salvó su vida fue que algo cayó en la trinchera, un golpe de metal contra metal.

Vi sus manos abiertas, pensé  granada y abandoné la trinchera en un momento.Sin pensarlo ya estaba afuera, rodando ladera abajo, gritando “granada”. Pasé

 justo entre las piernas arqueadas de PJ; al grito de “granada” él también huyó

rodando de la cima.

 No hubo explosión, ni más sonido que los gritos del soldado en la trinchera.

Regresamos. Juzgándola segura, salté adentro. El argentino no traía armas. Se

volvió obvio, su fusil estaba al otro extremo de la trinchera, cerca del cuerpo de

* “Fuego amigo”. T.

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su amigo. Su propio oficial le había disparado en la rodilla, para impedirle la

huida. Pero el oficial sí que se había largado, de vuelta a la seguridad de

Goosegreen. Había dejado a los otros sin líder, a su destino, contra el avance de

los paracaidistas, los paras británicos. Todos los enemigos fueron llevados colinaabajo, al Puesto de Ayuda del Regimiento, para clasificarlos. Los muertos fueron

acomodados en hileras, junto a los nuestros.

Mientras tanto, Dinger había vuelto de las crestas frontales. PJ y yo regresamos

 para tomar su lugar, con el capitán Watson. El mayor Rice, comandante de

 batería estaba allí con su gente, evaluando las condiciones. Ahora tenía el mando

del batallón, pues era el oficial de mayor rango. PJ fue a las aulagas, donde

estaban el capitán Watson y el mayor Rice. Me fui con Bob McGoldrick, el

oficial de señales del comandante, que estaba sentado en un pequeño pliegue del

terreno, hirviendo agua. Directamente detrás de nosotros había un Royal Marine

con un blowpipe, un misil tierra–aire portátil.

Aunque por debajo de los disparos de 50 y 47, estábamos sujetos a fuego de

mortero y de howitzer de 105 mm. Parecía esporádico de momento, pero cayeron

un par de izquierdos y un par de derechos de 105. Y uno nuevo que nos voló por 

encima. Un método típico de ajuste de fuego de artillería. Un tiro le había

atravesado a Bob el casco. Él, como yo, todavía llevaba uno viejo, de acero, de

 para, le teníamos más fe a estos que a los nuevos, de plástico. El resto de

nosotros venía de regreso desde la cresta y se dirigía a buena velocidad hacia la

 pendiente del otro lado.

Bob no necesitaba órdenes, así que también estaba juntando sus tiliches,

mientras se aseguraba de no desperdiciar su agua caliente. Había poca todavía.Así que no podíamos tirarla. Además, estaba casi lista para beberse. Llamamos al

marine solitario, que se erguía en un pequeño claro entre las aulagas, recortado

contra el cielo, sobre la cresta. Se alcanzaba a ver su blowpipe al hombro. A

 pesar de la distancia, escuchamos el  pop de la placa frontal, vimos el arma

sacudirse. El marine atacaba una o varias de las naves que aún despegaban del

aeródromo en Goosegreen. Hubo una explosión y un penacho de humo negro

creció en el aire. Llamamos al marine de nuevo, le dijimos que ya nos íbamos,

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5/9/2018 Jim Love: tres relatos de la Guerra de las Malvinas - slidepdf.com

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 pero él daba de brincos y movía los brazos. Ejecutaba una pequeña danza de

victoria para sí mismo. Le había dado a uno. Nos dimos la vuelta y fuimos con

los demás; los 105 silbaban en dirección nuestra.

Era, aún, el primer día de la batalla por Darwin y Goosegreen.Darwin Hill

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