javier fernández, salg 11, lo que sobra de lorenz, 06 feb 2013

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JAVIERFERNANDEZONLINE.COM PÁG. 1 Lo que sobra de Lorenz De existir un portal que lo llevara de la pasividad de su butaca a la reverberación de la duela, Élmer habría subido, lo habría tomado. Pero no existía, y reparar en ello lo acurrucó en una decepción armónica, sombría, anciana. Optó por sobrellevar la nefasta, pobrísima ejecución de la obra sin olvidar por qué se encontraba ahí; enfocarse en la llamada, chingado. Desde el malecón de Ensenada fluían soplos de viento andrajoso que atormentaban el campus, parvada de mirlos líquidos, escandalizadas voces de vidrio que parecían ir en busca de Élmer Nájera. Cada que se batía la puerta y alguien accedía a la sala, un cucurucho de aire helado sobaba a los presentes en el tobillo, con la cautela magnánima, glacial de las belugas. ¿Qué demonios querrá Lameda ahora?”, se dijo Élmer. “¿El cielo se cae si marco despuesito, no mucho, a las siete quince?” El escaso orden de los últimos días se venía desmoronando, y lo último que Élmer necesitaba era enfurecer a Lameda. Sin molestarse en deponer la manga de su enorme chamarra para consultar el reloj, calculó que serían las seis cuarenta. Llevaba rato así, echado al frente de la butaca con los codos pinchando las rodillas, las manos cubriendo nariz y boca, el rondín de la barba, abochornando su aliento. Se preguntó dónde estaría Irlanda. Forjó suposiciones lógicas: la vio pormenorizando sus motivos a un abogado, un sparring y un psiquiatra, que la naturaleza de sus líos exigía los tres perfiles. Esbozó menuda sonrisa en la oscuridad, seguro de que para hacer valer sus argumentos Irlanda tendría que jerarquizar entre los dimes y diretes de una pareja ensenadense, el mejunje de casar a una académica con un estibador; el súbito desempleo de él, la irrupción del queloide en ella; la debilidad de Élmer por el teatro, su apego a la navegación, y la esfera obtusa, tangencial de Mater Lacrimarum. También la vio gimoteando en casa de Rider, en el jardín de Cheere, telefoneando a su madre. En cada retrato la veía desaliñada y sonriente. Por un sentido de tertulia, de falsa inequidad que no conviene discutir, Élmer moldeó nuevas hipótesis sobre la ubicación de Irlanda y solo atinó un tendido espeso, caldo de mantas, citas bíblicas y rostros fuera de foco como de graderío en estadio brasileño. Pero la historia como leyó Élmer apenas el domingo en un periódico españolno es más que polvo de héroes y villanos mezclado con excrementos de rata. Así que, tragándose el enfado y las ganas de exterminar a Irlanda empezando por la sombra y terminando en el testuz clavándole un arpón, Élmer maquinó, finalmente, un retrato que dolía: la imagen espoleó su estómago con espasmos fugaces y urgentes que en un campo visual fulgurarían como

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Javier Fernández

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    Lo que sobra de Lorenz De existir un portal que lo llevara de la pasividad de su butaca a la reverberacin de la duela, lmer habra subido, lo habra tomado. Pero no exista, y reparar en ello lo acurruc en una decepcin armnica, sombra, anciana. Opt por sobrellevar la nefasta, pobrsima ejecucin de la obra sin olvidar por qu se encontraba ah; enfocarse en la llamada, chingado. Desde el malecn de Ensenada fluan soplos de viento andrajoso que atormentaban el campus, parvada de mirlos lquidos, escandalizadas voces de vidrio que parecan ir en busca de lmer Njera. Cada que se bata la puerta y alguien acceda a la sala, un cucurucho de aire helado sobaba a los presentes en el tobillo, con la cautela magnnima, glacial de las belugas. Qu demonios querr Lameda ahora?, se dijo lmer. El cielo se cae si marco despuesito, no mucho, a las siete quince? El escaso orden de los ltimos das se vena desmoronando, y lo ltimo que lmer necesitaba era enfurecer a Lameda. Sin molestarse en deponer la manga de su enorme chamarra para consultar el reloj, calcul que seran las seis cuarenta.

    Llevaba rato as, echado al frente de la butaca con los codos pinchando las rodillas, las manos cubriendo nariz y boca, el rondn de la barba, abochornando su aliento.

    Se pregunt dnde estara Irlanda. Forj suposiciones lgicas: la vio pormenorizando sus motivos a un abogado, un sparring y un psiquiatra, que la naturaleza de sus los exiga los tres perfiles. Esboz menuda sonrisa en la oscuridad, seguro de que para hacer valer sus argumentos Irlanda tendra que jerarquizar entre los dimes y diretes de una pareja ensenadense, el mejunje de casar a una acadmica con un estibador; el sbito desempleo de l, la irrupcin del queloide en ella; la debilidad de lmer por el teatro, su apego a la navegacin, y la esfera obtusa, tangencial de Mater Lacrimarum. Tambin la vio gimoteando en casa de Rider, en el jardn de Cheere, telefoneando a su madre. En cada retrato la vea desaliada y sonriente. Por un sentido de tertulia, de falsa inequidad que no conviene discutir, lmer molde nuevas hiptesis sobre la ubicacin de Irlanda y solo atin un tendido espeso, caldo de mantas, citas bblicas y rostros fuera de foco como de gradero en estadio brasileo. Pero la historia como ley lmer apenas el domingo en un peridico espaol no es ms que polvo de hroes y villanos mezclado con excrementos de rata. As que, tragndose el enfado y las ganas de exterminar a Irlanda empezando por la sombra y terminando en el testuz clavndole un arpn, lmer maquin, finalmente, un retrato que dola: la imagen espole su estmago con espasmos fugaces y urgentes que en un campo visual fulguraran como

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    brasas. Vio a Irlanda en un motel, arrinconada por Nat, la chica tomboy que conocieron en la cena navidea del Servicio Portuario. Cada que asomaba el tpico, Irlanda zanjaba que no, que basta, son puras figuraciones tuyas, si Nat es toda miel. Oh, s, lmer saba que esas mieles canadienses son pieza de museo. La vio cinchar la mirada al trasero de Irlanda y saba que la pelirroja no iba a descansar hasta arremangarle blmer, sayola y refajo.

    El repiqueteo sobre la duela trajo a lmer de vuelta. Erradic los distractores con una serie de parpadeos, y resopl, decidido a hacer

    valer los diez, doce minutos que restaban antes de abandonar la sala y marcar a Lameda. Meti la mano en la bolsa de papel que tena entre las piernas: a mero tanteo seleccion una pop-corn de aristas cobrizas y leonadas, que trag con frialdad. Pareca improbable que el actorcillo que encarnaba al almirante Brandon Bombeck fuera capaz de afrontar el inminente dilogo con Redd Bucket. A ojos de lmer el devenir del montaje dependa proporcionalmente de esta escena, que es troncal, no solo porque exhibe a los amotinadores y posiciona a Bombeck ante la tripulacin del Burchelli sino porque hace de gozne en los acontecimientos, nudo cordial para el Segundo Acto, su favorito. Barra de esquivos, carros falcados!, rezong el protagonista pillando a Bucket. Remeros ciegos, nias en kimono!, bregaba a sus tripulantes en tono simpln, pero este no era Bombeck. El Bombeck que lmer conoce y saborea, al que se afiliara en un chasquido, pjaro furtivo que le fascina y frecuentemente tambin le desconcierta, faltaba. Dnde qued se dijo la banderola rasa, el agitador en vrtex que distingue al Burchelli? Lo que presentaban como cubierta, no remedaba siquiera un navo en desuso como los que se tiran al olvido en la zona de deshuese, unos cuarenta kilmetros al sur de Ensenada. La cubierta de un bergantn de factura germano-austriaca como el Burchelli, o la de cualquier artefacto sonante y flotante, era lo mnimo a esperar. lmer extra ste y otros equvocos. Qu fue del bauprs que repararon en Puerto Ninfa con un betn improvisado de aceite, molasa y barbas de sargazo. La angustia de la tripulacin durante la semana en que los sensores se enviciaron por el empalme de frecuencias con una lancha torpedera. La neblina enlutada del horizonte caribeo, tan fcil de emular, y la hoja de ruta robada por los compinches de Bucket, dnde estaban? No ah. No esa noche. Uno no pide gran cosa; quiere respeto, cuanto ms para Bombeck y Los mares de Kaplan. Cruzar media ciudad con este clima espantoso, asistir a una sospechosa sesin de dramaturgia y plantar el trasero en butacas que son tmpanos, tmpanos de agua puerca, digo, uno espera una ejecucin decente, un Bombeck-Bombeck. ste, empequeecido, absolutamente ninguneado, pareca capitular antes de conocer el reto, su actuacin era una trufa, casi una celada; el peor que lmer haba visto jams. Atnito, a un pelo de enfurecer, buscndole salida a un sinsabor punto menos que frustrante, lmer dedujo que el joven actor deba rondar el quinto o sexto semestre; de signos abatidos, mal copeados, acaso tuvo una mala jornada, estaba enfermo o harto, tal vez aburrido. Pareca guiarle una luz perezosa, enfrascado en enredos ajenos, afectos postizos. Ms all de defraudarlo a l, mutilaban la obra del antillano Glen Formica Jeremiah de quien lmer se asuma como profuso y leal admirador.

    El libreto de Formica Jeremiah es temerario, consecuente y brioso.

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    Temerario como la Teora Foe-Foe que considera el diente falso con que los polluelos revientan por dentro el cascarn del huevo, no para nacer sino para evitar asfixiarse, como detonante de una metfora asociativa entre voluntad y fortuna, la consecucin de un fin especfico y el xito de un proyecto entero. Consecuente, como la tribu pir-ful que adora el secreto mineral de los rboles y atribuye a la pulpa del papel Lafuma el rol de constituyente universal. Brioso, como el Third de Soft Machine.

    Esta noche, en esta duela y en manos de este rebao de estudiantes, el libreto, el avaro remedo de libreto no era sino un estpido esfuerzo panfletario; un salivazo desteido y blandengue. Aquellos tripulantes que en el ideario de Formica Jeremiah transmiten hasto, contrariedad o sofoque, falsos cancerberos cuyas nicas rutinas de aseo son alisar el bigote en el ojo del arganeo, restregarse el cuello y el pecho con cascajos de hielo seco y la boca con tubrculos de carbonato, de entrada para fraguar la transpiracin en un blindaje natural contra la sal y las manas del ocano, tambin para que la hediondez, el resuello bucal no les impida follarse a una Wanda o una Ruth en la barriada del prximo archipilago; que duermen en andamios de paja, calzan botines perforados, ostentan sombreros que a duras penas se yerguen con amasijos de alambrn y no ven tierra en meses por defender los confusos votos de Bombeck, esa noche, a merced del inepto director de escena y su menesteroso equipo de coregrafos, tramoyistas y actores, parecan ir de compras. Lucan, justamente, como lo que eran: nios ahorrito, chicos Infonavit, colonos de algn fraccionamiento ensenadense cuyo estilo va del francs al ibrico y del ibrico al Tudor en la siempre cambiante cartografa del puerto, becarios de vocacin peregrina, pasantes sin cuentas por pagar en una vida haragana, ni apuro por cambiarla. Faltaba poco, chingado, una nada para largarse en pos de una caseta telefnica y marcar la secuencia numrica del celular de Lameda. Por un momento lmer consider salir del teatro y acurrucarse en un arbusto para que Adam Ant lo meara con un chorro atronador.

    En el pasillo exterior, colindante a la explanada, haba un kiosco con la inscripcin Por la realizacin plena del Hombre en tipografa de herradura blanca, no del todo blanca, color blanco perlado. Un ventarrn contorne el teatro, velndolo en suaves polgonos.

    Fue cuando, ante los dilatados ojos de lmer, se devel una hendedura al fondo del escenario. Era un resquicio largo y movedizo en el cado de las lonas, franco y piramidal, violatorio del encanto que errticamente se construa en escena. En seguida mengu, pero no lo suficiente. Por all se dejaron ver objetos de utilera, y de pronto, un par de manos blancas que hacan y deshacan. lmer maldijo aquella imperdonable distraccin; las manos maniobraban en un ambiente buclico, tan prximo a la escena y a la quinta fila desde donde lmer no les perda detalle; paralelas a ambas dimensiones. Bombeck y Bucket se agarrotaron, en espera del cue. lmer enfoc como pudo un objeto que sostenan aquellas manos, que poda ser un estuche de anillo, incluso ms pequeo que el estuche de un anillo. De ste se desprendi una recmara, por la que cay, como fina plomada, un pequeo aguijn que lanz guios a lmer.

    Por la chabacanera y la pedante soltura con que operaban las manos lmer determin que eran manos de mujer. Por el modo en que deslizaron el objeto dentado

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    horizontalmente, en direccin radial dedujo que se trataba del chasis de una tornamesa.

    Distingui el brazo tendido, en cuyo extremo chispeaba una aguja shibata.

    Fue una visin tenue y seorial, que espabil por un momento a lmer. El puntillo brillante aviv sus aos en Tijuana. Las innumerables trasnochadas en el cineclub del Soler que antes fue un billar, donde conoci a Huanma, a Jaurena, a Salvador; all escolt un tiempo a Ziga, poeta y filsofo, un verdadero desquiciado, que sola mentalizar a tres o cuatro para rumbear con l de madrugada entre los vertederos de la Avenida Internacional donde toreaban a los carros, trozaban la cuadrcula de la malla fronteriza con unas pinzas, y a veces, como para vaciar el ltimo tirn de energa, Ziga los animaba a corretear ratas, ardillas y con suerte tambin mapaches hasta que uno de ellos los malmir; a Polo, poseedor de una decena de patentes en bebidas gourmet como su Gin Protonic que preparaba en un tarro hecho de cocer polvo de obsidiana en barro caucasoide, y una delicia de Buchanans que requera depositar entre los cubos de hielo un clip oxidado en agua quina, con lo que el whiskey adquira otro carcter, cierto vrtigo como de tirolesa. A Javier, el oo de la tribu, siempre yndose a dormir temprano. All lmer se present con Mireles quien en una coyuntura angustiosa lo llev con Lameda. Tambin convivi, aunque menos, con Tato Morfn, baterista y diseador industrial que trabajaba para el corporativo de Honda en San Diego; todos en el cineclub se enorgullecan de que en una de las mesitas redondas, a mitad de un estreno de Gus Van Sant, Tato esboz el cuerpo abovedado de la Honda Capa, madre de la Pilot, y mientras se rea con Down by Law de Jim Jarmusch dio los toques primarios a un cubo concordado, slido y lleno de humor, de inusual asimetra, que el corporativo decidi atesorar y una dcada despus deriv en la Element. Eran tribus dispersas, ermitaos haik, pensadores del hachs, noctmbulos de facha trotskista y playera de Bauhaus atendidos por meseros distrados y amigables, quienes, como sus clientes, perdan el sentido del tiempo y la pasaban bomba. Algunos pernoctaban ah, hermanados, o amanecan en sitios que no reconocan del todo; aquello apuntaba ms al empirismo del Joto Acuarela y el sentido gregario de Alan Vega que a las comunas de Amon Dl. lmer asista todos los martes y algn jueves, adems de los sbados. Se dejaba perturbar por los films de Gilliam, Wenders, Lynch; en fnebre armona, los de Dario Argento. Al concluir la proyeccin, mientras los crepusculares testigos barajaban lo visto, se corran algunas mesas, se encendan anaqueles en la cocina. La sala perda solemnidad, se generalizaba un murmullo; aquello mutaba en un bar. Y Huanma era el DJ. En gran medida, la msica por la que lmer siente apego deviene de las ojivas acsticas de Huanma: pop infeccioso, folk corrupto, hip-hop resentido, jazz bronco y sepulcral. Ante el chispazo que asom por la hendedura del teln, lmer record que con Huanma aprendi a reconocer las shibata. Lo que no lleg a asimilar fue la distincin en el performance dado que las shibata tienen la punta roma. En varias ocasiones ayud a Huanma a sustituir la pastilla de su tornamesa, la cambiaban y calibraban en la cabina echando mano de llaves punta-de-sirena, desarmadores en granada y alicates de finsimos

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    dientes, propios de un joyero. Era un rito apresurado y coloquial, lleno de sutileza, que coronaban al alinear el plato giratorio: uno activaba la marcha, el otro ajustaba las manivelas segn la posicin de una nica, gorda y pizpireta burbuja.

    Mostrando pierna, la hendedura se ampli. Los actores perdieron el hilo. Se escuch una sorda reprimenda tras el teln, que lo redujo, aunque no del todo. Tras un respingo, la mujer iba ahora resuelta, con quehaceres precisos: hurg en varios contenedores hasta extraer un LP cuya cubierta en colores primarios lmer no logr identificar. En dos, hasta en tres tiempos el disco de vinil se sent en un balancn: se exalt, y resbal.

    Un promontorio refulga a cada revolucin, como estela nocturna. Suspendida, austera, la shibata se envain a los surcos. Se produjo un medroso blizzz. Movido por un instinto delicioso, lmer se anticip a lo que estaba por escuchar.

    Estim que, dado el bagaje de Glenn Formica Jeremiah y el apego de los estudiantes por la msica electrnica, habran seleccionado un teclado profundo, de condicin serena. Fue ms all: presumi que se escuchara un Farfisa, el sosiego de un buen Farfisa o un Moog. Calcul un movimiento E-G, E-G, E-G que remonta a C. En el ltimo silencio, depur su juicio: el maridaje perfecto era Warszawa de Bowie, a volumen recio para enardecer la ejecucin, sobrecoger al auditorio, dar pie al mejor Bombeck, resarcir con un cobijo acstico a Reginald Dewain Brandonell Leeward Bombeck. Demonios: sera posible que a Irlanda le incumbiera? Haba manera de explicrselo, esto, o lo otro: el engarce con Mater Lacrimarum? Ni pensarlo Se escuch un refuego de mar abierto: de las bocinas no man msica sino una reproduccin abominable de chapuzones, jalones de viento y marea, cargantes chillidos de gaviota. Los actores volvieron en s. Cmo es que la planta docente de la UABC se alter lmer demerita, permite demeritar y envilecer con tal flagrancia a Bombeck? Bombeck subyace a cuanto sucede en Los mares de Kaplan, no solo subyace: funde. Surca y precipita. Trasciende siempre. Si el almirante avanza o pestaea es para fincar cargos a su alrededor. La ambientacin ha de abonar en ese sentido y en ningn otro. Lo que Bombeck hace, finta o deja de hacer colisiona en la cubierta del Burchelli y en quienes trasnochan en guardias de alta exigencia, colgados de los arbotantes. Una escueta ojeada del almirante cataliza el nimo de negociadores, vulgariza a mercantes, doblega a caciques que, an reaccionando con nervio, se someten a su agreste criterio en toda circunstancia y desde cualquier posicin a lo espeso y vasto, a lo largo y ancho del Reino de Kaplan. Timando a unos, fascinando a otros. Irritando en serio a cuanto emblema, rbrica o autoridad portuaria le planta cara en los puertos y destinos de su circuito mercantil, de Cartagena a Staten Island, de Dos Bocas a Fort Lauderdale, de Ensenada a Humboldt Bay. Sus palabras, lustradas a fuerza de arrecifes, nutridas de carcoma y telares de lino, delinean, trepan ellas s, mil veces trepan el puente levadizo al que aspiraba lmer, en direccin contraria a la suya: de la estricta Ensenada al horizonte de mrmol que permea el Caribe jeremiahano. De la butaca al panal frentico de Kaplan, uf, qu traslado. Entrar. Acaso entrar un momento, disociarse de todo: de Irlanda, de Huanma y de Nat, de Lameda y el telefonazo; de su incierto futuro en los astilleros; del trono de mirra y cacao de Mater Lacrimarum, por un camino a Bombeck, que no exista.

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    Cado en la butaca, lmer rode con su palma derecha el resorte de la mueca izquierda, pero no arremang; no todava.

    Mrcame el jueves, Lorenz orden Lameda. Al celular. A las puras siete. Por qu negar a los asistentes un teclado frontal, un episodio gentil aunque

    autoritario, el Warszawa que gusten. Seguro que entre los LP rescataran un pasaje de matices gruesos que permita entrever si no por convencimiento al menos por sospecha, si no por virtudes histrinicas ausentes esa noche por mero golpe esttico, la rica pulpa de Formica Jeremiah. El director argumentara que s, que claro, es mera ubicacin geogrfica, si el mar es pura miel, pero el fiasco era insalvable. lmer se pregunt si un montaje poda caer ms bajo, tornarse ms fachoso. No desde que Jim Morrison fanfarroneaba con el johnson y Yamatsuka Eye se tragaba el micrfono.

    Harto, con el cogote seco, lmer se incorpor. Un humor pestfero obnubilaba su juicio. Cay ruidosamente la bolsa de pop-corn. Sin hacer por ella, lmer se desliz al pasillo

    lateral exagerando el paso, para hacer notar que alguien abandonaba el recinto. Reprob con la cabeza, pensando: Hay virtuosos y hay especialistas. No se consideraba lo uno ni lo otro, pero saba reconocerlos. En el entrecejo del pasillo, los anhel: cunto le gustara que emergieran para dignificar, al menos para encarrilar aquello. Sensible como estaba, con el puo de los que lo tena mosqueado, exhal un espeso caudal.

    Un chillido de gaviota en la grabacin, uno en especfico fue abrasivo y superior; tost al resto. lmer conjetur que el ave grit por la urgencia de un demencial efecto migratorio, o bien que alguien pate sus genitales donde quiera que los escondiera. Le divirti la idea; y opt por tolerar. Fue tan sencillo. La sola disposicin le dio a ganar paciencia: se port incluso generoso, absolviendo de un plumazo a los actores torpemente dirigidos, peor ataviados. Antes de salir, dedic una ojeada al escenario, pues lo que sigue le encanta: cuando todos se alistan para ejecutar a Bucket sobre la plataforma por la que l mismo encauz a un montn de subversivos en el ltimo lustro, ste se detiene. Ya no lucha, ni sufre. Uno jura que el traidor va a jadear de rabia, maldecir la sentencia o incluso rezar: en cambio, con mueca enftica mira a los asistentes como si esperara descubrir en ellos un nmero mgico, se acuclilla y con los grilletes que lo inhabilitan talla una silueta de delfn en la cubierta. Levanta un oloroso aserrn; alude a las tortugas marinas, majaderas, solitarias, y conmemora el mstil de su entraable Dandelion como el abrazo de todas las guilas. lmer conoce el pasaje de memoria; siempre le pareci un toque de dramaturgia genial. Nadie pareci notarlo o agradecerlo.

    Hubo una ltima pifia: el flacucho que sostena a Bucket se distrae para alisar los pliegues del overol y recorrer la hebilla del cinto, cobrando algunas risas. No es que a lmer le agradara, pero reaccion liviano, digamos que hasta cachondo.

    La shibata se alz, decapitando gaviotas, congelando actores. Imbciles gru lmer. Apenas sali del teatro, percibi el toque laqueado del mar en el rompiente. Algunos

    autos abonaban a la placidez del malecn. Descubri que en la baha pastaba un gigantesco crucero, de cuyo balcn iluminado en rfagas violetas escurra el ratatatatata de I feel love.

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    Ensenada bostez un anochecer aletargado, de aguas bajas. lmer lo musicaliz con el galimatas de una slide guitar.

    Camin por un sinuoso andn entre las jardineras del campus, en el predio que antes fue el Hotel Riviera de Ensenada. Las jardineras acopiaban especies desrticas, tan exuberantes como hostiles; los pocos arbustos se podaban en canal, sin autntico oficio, ms bien por distraccin de Don Joel.

    Don Joel patrulla los corredores y umbras del campus blandiendo tremendas tijeras, con andar desgarbado y grave, como de conjurado. Lo escoltan Adam Ant, el schnauzer que justifica cien veces su finta de pillo, y Negro, un pastor alemn ciego, de tute desdeoso, pelaje luengo, negro con algn manchn. Durante clases, Don Joel encerraba a los perros en un depsito enrejado, abocado a echar voces a los catedrticos que buscaban cajn de estacionamiento. Apenas oscureca, los liberaba. Adam Ant no dejaba de correr, aguijoneado por un alma insurgente que a veces le pertenece, a veces no. Negro era otra cosa. Corpulento, derrotado, tirado al frente an en la vejez, sola echarse a pocos metros de donde anduviera Don Joel atento a sobresaltos que lo ponan alerta, desconfiado de cada oscuro punto cardinal, sacudido por fantasmas. El triunvirato seoreaba entre lamentos, jadeos y estatutarias meadas. Como ex alumno y visitante asiduo al teatro, lmer conoca a Don Joel. De toparse con Adam Ant y el Negro esperaba que le permitieran atravesar los pasillos y jardines en busca de una caseta en servicio. Aceler, forzado a adivinar lo que querra Lameda; un flujo de aluminio, de aluminio lquido vaciado a inhspitos desages pic a lmer en el pecho, narcotizando su paso. De seguir en la butaca, sta habra exhalado plooouf-fh Cul era, dnde estaba sintetiz lmer la caseta telefnica ms prxima? No cont con la del vestbulo del teatro, estropeada hace semanas. Haba dos en Leyes y dos en Ingeniera, que descart pues a esa hora se solan cotizar bien: no quiso arriesgarse a esperar turno. Detrs del mdulo de Administracin haba otra, en un recodo de pobre ventilacin que estara bajo penumbras. Buscando privacidad, se dirigi all.

    Con cierta razn, sopes si antes de marcar a Lameda deba llamar a Irlanda. Tomar el junco por el canuto, explicar las cosas por ensima vez. Pero cules, exactamente cules. Y para qu. Lleg a la caseta. Con la bocina del telfono en mano, el nmero de Irlanda en la punta de los dedos,

    prefiri no intentarlo. Los silencios entre lmer e Irlanda se venan acumulando en una monumental creatura lista para embestir, fuera de tiempo, apaada y ebria, tipo Did you miss me? de los Young Gods. lmer cay en cuenta de que no haba depositado moneda ni tarjeta; devolvi la bocina a su sitio. Sinti que caa en una discreta zona de transicin.

    El edificio de Administracin fue quedando vaco. Aqu andamos, oiga, qu dice carraspe Don Joel. Observaba a lmer desde un trecho escasamente iluminado, con el cepillo de jardn

    como quien porta un bculo. Adam And se arrim a lmer; olisque sus pantalones.

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    Negro asom desde el trono que configuraban dos arbustos: la opacidad de sus ojos denot a lmer.

    Don Joelito, aqu noms objet lmer. Oiga, tiene la hora? El crucero presuma una viva crin de nen. Don Joel le ech un vistazo. Las siete estim, sin mirar a lmer. Las siete pasaditas. S, verdad. Las siete. Ey. Don Joel blandi el bculo, y se alej. Los perros le siguieron; uno, despus el otro. Con sensacin de deshonra, lmer meti la mano en el compartimento interior de

    su chamarra y extrajo una tarjeta Telmex envuelta en celofn. Repas mentalmente el celular de Lameda. A ver, seis siete tres El resto de la secuencia titube como refugiados en un ghetto. Seis siete tres, cincuenta y dos, veintiocho? No logr hilarla. No con la soltura de antes. Cincuenta y dos, veintids? Desvisti la tarjeta telefnica con aspavientos encarnizados, e inhal, hasta sentir que se hinchaba. Record la fea manera en que el fro afectaba a Irlanda; an arrebujada por un montn de prendas, esa noche el friazo acentuara las proporciones del queloide.

    Marcar a Lameda y portar un queloide. Gansadas difcilmente subsanables. Paralelas, txicas. Era como si su voluntad, derrochada por el escarnio de los estudiantes a uno de los

    mejores libretos de Formica Jeremiah, pendieran de minsculos hilos que sostienen, sin nimo de sostener, algo grotesco e inestable. Ay, Lorenz, reprochara Irlanda, de estar all con l. Mi nmero, ni cundo; el de Lameda, hasta dormido lo marcas. Su respuesta sera: A este paso, mujer, saldremos todos mongos. Por supuesto: era seis siete tres, cincuenta y ocho, veintids.

    lmer saba que Lameda precipitara las cosas. Aunque no saba qu cosas s, qu cosas no. Pens en el lacerado vientre de Irlanda. Y en la vuelta de Mater Lacrimarum.

    Desde que lmer conoci a Irlanda, lo supo. Dos veces intent decrselo. Le falt voluntad. No hall palabras justas, palabras que fueran justas y tiles. En ambas ocasiones fren en su boca, ya salivada, el sinfn de espigas y pas para explicarse: tena clarsimo que solo sera capaz con pas. A su entender, las facciones snap-shot de Irlanda la emparentan con la masa preada, cnica de Mater Lacrimarum.

    De qu manera. Es que de qu manera decrselo sin parecer estpido. A pocos das de haberse presentado, viajaron a Mexicali en el Corolla que les prest

    Lameda. Rodeados de una densa neblina se vieron forzados a parar en un recodo de la Rumorosa, para ajustar los faros. Era ya tarde. Debi ser en septiembre, tal vez octubre, pues venteaba un fulgor seco, endurecido por el verano que termina. Mientras lmer

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    aplicaba golpes a puo cerrado a ambos faros, tensaba cables y recombinaba fusibles con resultados mixtos, Irlanda se plant en la orilla del desfiladero y comenz a gritar como una loca, con retorcida voz de pjaro. Quizs cantaba. La noche reprob su escndalo con un eco parcial, un coro fracturado. Dio la impresin a lmer de que la lechosa oscuridad se subyugaba a Irlanda con un halo aturdido, de infinito tambor; bajo el eco, haba un silencio bravo. lmer desestim tener que conducir sin luces en una de las carreteras ms peligrosas del pas; se aproxim a Irlanda, presto a hablar. Ella lo mir con las pupilas sucias, ofuscadas. lmer no pudo.

    Haca un par de aos del segundo fallo. Fue un sbado ordinario en su departamento. Haban comprado boletos para una exhibicin de drags que se cancel. Les sorprendi contar con tantas horas libres, as que cortaron cubos de queso, dispusieron aceitunas, hirvieron t, bregaron un mp3 con muestras de bellum techno. Con el nimo vestido de holanes, Irlanda confi a lmer lances de su niez que rara vez salan a flote; tonific la voz a un andamio estrepitoso y primordial que acaso podran ejecutar siete colricas marimbas: hablamos de un fado hecho trizas, malsano y estremecedor. Escuchndola, lmer cristaliz con nuevo ardor el smil entre Irlanda y la Lacrimarum. Era cuestin de decir, de decirle: Sostn esa rabia, mujer, mantenla cerca. Atac a lmer una comezn en la frente; ser porque en ese momento una caravana de remolques Fruehauf pas por la carretera en un crepitar geolgico, o ser por los quevedo que lmer llevaba en la nariz, de armazn grueso. Era nefasto en elucubraciones. Superpuso en el paladar un arpegio agrario, fraternal, pero apenas lo tradujo en un bobo, descendente lamento que se esfum en blancas, mudas esquirlas. lmer la tom contra el CD player, liquidndolo a distancia. La noche es una escuela, Lorenz, asever Irlanda, y fue a encender el televisor. Cacharon un captulo ya empezado de Supernatural. Ella subray la asiduidad con que Sam Winchester identifica el baptisterio maldito en el Bronx. lmer no tena nimos de nada; adems le vino mal que Dean Winchester machacara con un mazo a ciertos goblins.

    No hubo una tercera vez. lmer inhum eso que, de tan simple, era angustiante. Adam Ant emergi por ah, con el hacha del rostro alzada. Atribua a s mismo el perogrullo de las Mac. Supe lo tuyo, Lorenz carg Lameda. Cmo eres bitch. Ahora que, si esa noche lmer abra la boca, en el remoto caso de marcar primero al

    celular de Irlanda y acaudillar una carga de audacia, un nuevo lote lingstico, palabras de veras recias para decrselo, valdra la pena? Tena sentido exponer la frgil, desarraigada sensacin de que Mater Lacrimarum y ella fluan del mismo pantanal, manaban de la misma remocin de escombros, dolosas, esculpidas? Era una vil suposicin, una ruta de agua, vapor que el silencio disipa, que el tiempo no condensa. Irlanda, cobriza ensenadense, y la Mater neoyorquina, abjurada reina del basalto: cicatriz en una, carroa en la otra. Haba que hallar a Irlanda de modo, encomendarse a la ciencia, la magia, la pausa y la entonacin para amartillar un torpedo, un zarpazo nico. Sufragar la noticia (Mira, eres como esa bruja), y enseguida, con el revs del sable, soltar un silogismo suficientemente difano para cauterizar la herida.

    El margen de error era total.

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    lmer no se senta capaz. Simplemente no lo era. Eso s; semejanzas, haba. Qu tal si algo, lo que fuera, trae de vuelta a Mater

    Lacrimarum cada que Irlanda no est de humor: lmer sinti pnico. No era religioso, pero tema que los corajes de Irlanda avivaran en el puerto una vigilia oculta, un cortejo selvtico y areo para aupar, como se apa una soberana y sauda madrpora, a Mater Lacrimarum, y entonces s, Ensenada iba a tener que vrselas con ella. Comprobar a base de tormentos por qu vive enraizada en la memoria del Hombre.

    lmer evoc el queloide con una pizca de abnegacin. S; deba llamar a Irlanda. Tranquilizarla. Andaba furiosa hace meses. Desde la ciruga.

    Como el hijo que nunca tuvieron, en la ciruga naci el queloide. Irlanda consideraba aborrecible llevar esa pepita justo encima del ombligo. Fsil de cacahuate, ancho y rosado como el envs de un beso. lmer todava se pregunta cmo pudo ignorarlo tantos meses; se abrazaban poco, se tocaban de vez en cuando y en plan fugaz, revisndose poco. No obstante, adverta algo en el caminar de Irlanda, no en su actitud: tibia y templada, sino en la sospechosa complexin de su mujer, nada particular; un cruce de dianas, cadenciosos vaivenes. Caminaba raro. Tal vez era el cabello, pautado en inslitos brillos, cepillado a tirones hasta cubrir media espalda; tal vez no. Es que caminaba raro. l inclinaba el rostro para observarla: haba un quiebre que no lograba computar, no era pleno, ni concluyente.

    Raro, caminaba raro. Irlanda caminaba igual, cierto? Acaso caminaba demasiado igual que antes. Lo que lmer no supo, de lo que se enter en un abrazo, con la franqueza de un

    pase de coca que hace presente, de pronto, y encendido, un hueso de durazno en el ncleo del ser, fue que Irlanda vena sumando arrestos para someterse a un tummy tuck. Animada por sus incondicionales Rider y Cheere husme acerca del procedimiento, ley testimonios, ponder ofertas. Se las ingeni para viajar a Tijuana haca un ao, a un supuesto simposio binacional para evitar contacto con lmer, y se refugi en una clnica de la Zona Ro para combarse el vientre. El mdico la hipnotiz con pbulos de dermatologa, ptica, jurisprudencia y sentido comn divinamente enchufados. Con el arrojo equivalente a una consagracin religiosa, Irlanda dio el paso, a costa de la American Express: el paquete inclua estancia por una noche, cirujano, anestesilogo, enfermera 24/7, almuerzo, cremas para la piel, brochure ilustrado y una postal del antes-y-despus. El voucher se acompaaba con envoltorios de Certs, cuantos que ella quisiera. El vientre de Irlanda amain; das despus, en el lapsus de recuperacin asom la habichuela leonada. Indolencia del mdico, antojo de la naturaleza? Vindolo con ternura, el queloide semejaba un violn. Minsculo violn subcutneo, nuez emergente.

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    Media sonrisa de nio. Despus Irlanda tante otra operacin, ahora correctiva. Solo un pinchazo. Rider se la hizo y mrala.

    El odio a Lamela viene desde que el mundo es mundo. Hace diecisis generaciones, hace tres Mxicos. Les llamo?, pura madre, se sublev lmer, y colg; el golpe quebr el silencio en Mi menor. Con ambas manos empuadas en los bolsillos de su enorme chamarra, gir para encaminarse al teatro... Se oblig a frenar, por un bicho rarsimo que caminaba a sus pies. No supo lo que era y evit pisarlo.

    Las biznagas de espinoso casco encapsulan la austeridad del desierto. Los esplndidos regazos del maguey, la derraman. Cuando Irlanda se vuelca y enfurece es una entidad ruin. Hiede a lechuga hervida. A

    pura sal terregosa. Sus palabras son un groove furibundo y aciago tipo Eruption de Innerzone Orchestra, rutinas cuidadosamente perdigadas que sumergen a Occidente en la cloaca. En tanto, Mater Lacrimarum sabe ser Avalyn I de Slowdive, mentolada, chica tribal. Su furia contraviene las catorce verdades del desierto. Transcurre la noche devorando avispas y ratas canguro, hasta que le asedia un aburrimiento espantoso, de corte pastoral, que cercena con varios mordiscos a un tramo de Freeway. Mater Lacrimarum entra al recibidor de un viejo hotel: timbra la campanita.

    Un minuto despus, lmer ocupaba la misma butaca. Al sentarse pisote algunas pop-corn.

    Iba a pique el Segundo Acto. Bombeck estaba sentado en un barril, con un astrolabio en las manos. Por la destartalada hendedura del teln, las manos blancas descansaban una sobre la otra, no completamente inmviles, con leves afectaciones; era como si otro par de manos invisibles las gobernaran. Bombeck salt del barril y dio un golpe seco en la duela. lmer not que el actor pareca haber ganado certeza: el chico empin el rostro hacia los concurrentes, dej pasar un instante, y sentenci:

    Tierra... Opus y Tierra. No lo hizo mal. El eplogo facilita el amarre entre Bombeck y los sobrevivientes de Puerto Escamilla.

    Era un silencioso fluir de empatas, ademanes de concordia ms o menos evidentes, un pulcro ir y venir del camarote al castillo, de las escalinatas al proscenio, sin alharacas ni dilogos. Un pasaje abstracto que, como lmer saba, pocas veces cuaja en las adaptaciones a Formica Jeremiah. Para su sorpresa, los jvenes cumplieron. Se movan acompasados, sin pasar desapercibidos ni atraer foco, en guardia por una pieza musical que dara el cerrojazo; pero sta tard en llegar. Todos en el reparto, compartiendo la culpa, saldaron el compromiso en silencio; ste tocaba o abrazaba a aquel, uno ajustaba la pulsera, otro sofocaba un quinqu; se alinearon bandanas, se ampararon ganzas.

    Como para reivindicarse con los abatidos asistentes, la shibata liber un impass largo, quizs demasiado largo, que dio paso a una parbola lenta y obstinada. Era una marcha; el principio de lo que lmer consider una marcha, de pronto arrasada por notas incomunicadas, tal vez demasiado altas. Arreci una estampida percutora, maciza, dirase que hasta blica. Cuerdas, el cosquilleo de un piano, chispas y dilataciones, campanas,

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    una flauta. Amn de ser una muy, pero que muy buena cancin, tras bambalinas la juzgaron en sentido opuesto, pues se le castig, mengundola. lmer contrajo el rostro como quien se muerde el medianero de la lengua. Tras un sbito y vibrante staccato la pieza subi tres rayitas y asom el coro. lmer conoca esa voz, esa letra. Se describe a una nia que duerme sobre el csped, se alude a flores y a la caduca obstinacin por un credo-nodriza. Era Mercury Rev. No haca mucho lmer la descubri en un sitio web recomendado por Huanma que conmemoraba los treinta aos del punk sinfnico.

    El bicho que cruz caminos con lmer rode el teatro. Media hora despus abandon el campus por el acceso principal. Se dej ver en la banqueta: tena cola, ms bien tena apndice. Uno poda jurar que la creatura tena rabo. Agitaba cada aberrante extremidad con garbosa elegancia, no por presuncin sino con pleno sentido utilitario; poseedora de un fuselaje tremendo que el mundo iba a aprender a respetar. Tena seis patas: turnaba dos, luego otras dos, siempre un par distinto. Se zanganeaba con el formal temperamento de los maestros de msica. Despeda un tufo sureo, boscoso, que espantaba a los perros. Su paso cifraba una ciega manivela de pliegues y enlutados dobleces, armado a base de sucios conectes, rancios orificios. La cabeza era aovada, con dos brillos longitudinales que le daban aspecto de cpula: qu viejo jardn buscaba?, a qu gris aspiraba? Amenaz con volar, con breves alusiones que estremecieron el juego de alas: al vibrar, insinuaban una neptuniana cola de caballo. Por la avenida franque una caravana de vehculos desnudos, hechizos y entubados, que raj un enorme charco.

    Pero al bicho le vali madre. Se perdi en la alcantarilla como hacen los guiol.

    Lo que sobra de Lorenz Relato de

    Javier Fernndez Acvez 2013