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ISSN 0185-6200

MATHESIS

Enseñanza, pero no sólo aquella que se da, sino también aquella que se busca.

Acto de introducir las cosas en nuestro conocimiento. Mathesis es enseñar y aprender.

MATHESIS filosofía e historia de las ideas matemáticas

Director

Alejandro R. Garciadiego Universidad Nacional Autónoma de México

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Con el patrocinio de: Coordinación de Humanidades, UNAM

Coordinación de la Investigación Científica, UNAM Departamento de Matemáticas, Facultad de Ciencias, UNAM

edebé

ARTÍCULOS Carlos Alberto Cardona Suárez. Observaciones a propósito de un brillante pasaje de la geometría de Alberto Durero. (Disertaciones artísticas II). . . . . . . . 1 - 18 Roberto Flores. Fundamentos semióticos de la historiografía. . . . . . . . . . .19 - 60 FUENTES Vitruvio. Compendio de los diez libros de arquitectura. . . . . . . . . . . . . 61 - 187 PROYECTOS DE TRABAJO Alberto Saladino García. Historia y filosofía de las matemáticas en el nuevo mundo. Siglo XVIII. ¿Cómo hacer filosofía en América Latina con el desconocimiento de su historia?. . . . . . . . . . . . 189 - 204 RESEÑAS

Clifford. D. Conner. A People’s History of Science: Miners, Midwives and “Low Mechanick”s. por Tom Archibald. . . . . . . . . . 205 - 207

Tony Crilly. Arthur Cayley: Mathematician Laureate of the Victorian Age.

por Deborah Kent . . . . . . . . . . 209 - 211 INFORMACION BIBLIOGRAFICA Alberto Saladino García. Asentimientos y Retos de la historia y filosofía de las Matemáticas. . . . . . . . . . . . 213 - 217 INFORMACIÓN PARA AUTORES

Mathesis III 31 (2008) 1 - 18. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Observaciones a propósito de un brillante pasaje de la geometría de

Alberto Durero (Disertaciones artísticas. Parte II)

Carlos Alberto Cardona Suárez

Resumen Se pretende argumentar que algunos pasajes de la Geometría de Durero ilustran una dirección que bien podría considerarse intermedia entre las orientaciones de Euclides y las nuevas perspectivas de Descartes. Dure-ro enriquece el inventario de objetos geométricos y advierte, en forma incipiente, una leve perspectiva de tipo funcional. Se ilustra también cómo los métodos prácticos de la geometría de taller en la obra de Du-rero encendieron la imaginación de los matemáticos profesionales que tuvieron acceso a su obra.

Abstract It is sought to argue that some passages of Dürer´s Geometry illustrate a direction which could be considered intermediates between Euclid’s orientations and the new perspectives of Descartes. Dürer enriches the inventory of geometric objects and he notices, in incipient form, a per-spective of functional type. It is also illustrated how Dürer´s practical methods activate the imagination of professional mathematicians who had access to his work.

Palabras clave: Durero, Descartes, Kepler, geometría, pintura Key words: Dürer, Descartes, Kepler, geometry, painting. Math sub Class: 01A40 Aquellos personajes que solemos reconocer por su genio en un área parti-cular de las preocupaciones humanas, suelen sorprendernos por sus con-tribuciones en otras áreas que no se relacionan, al menos en forma directa con el campo original en el que se reconoce sin duda su genialidad. El pintor alemán se destacó especialmente por sus famosos graba-dos en madera (xilografías), por sus preciosos grabados a buril, por sus contribuciones a la antropometría y por introducir en Alemania las innovaciones propias del llamado Renacimiento Italiano. En el año de 1525 Alberto Durero escribió, con un lenguaje demasiado brusco, un curioso tratado de geometría. Pocos, sin embargo, lo recuerdan en el presente y pocos lo recordarán en el futuro por sus contribuciones efec-

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tivas al difícil arte de la geometría. No obstante lo anterior, es posible advertir en dicho tratado algunos aportes no sólo geniales, sino descon-certantes por el contexto en el que se mencionan. El propósito del presente artículo consiste en llamar la atención en torno a uno de los fragmentos de dicho tratado. Aludiremos, en primer lugar, a la importancia general del escrito de Durero, y, después, nos concentraremos en elucidar el valor que creemos detectar en el pasaje mencionado.1

I Cerca al año de 1507 Durero concibió la importancia y necesidad de escribir un vasto tratado de pintura especialmente dirigido a los jóve-nes aprendices de dicho arte. Este tratado, que finalmente nunca salió a la luz, debía comprender tres partes básicas.

1) En primer lugar, pretendía ocuparse de la elección de aquel jo-ven que podría llegar a convertirse en un pintor (basada ella en el horóscopo) y estipularía el tipo de formación que debía recibir. 2) En segundo lugar, se ocuparía del ejercicio de la pintura y ex-pondría la teoría de las proporciones, la medida del hombre, de los caballos y de los edificios; versaría también acerca de la luz, la sombra y la teoría de los colores. 3) Por último, el tratado exhibiría algunos consejos profesionales sobre el lugar en donde se debería ejercer la pintura y los honora-rios a cobrar.

Durero no tardó en advertir la complejidad de la empresa que se había propuesto y decidió (1512) restringirse al segundo apartado relaciona-do con la teoría de las proporciones del cuerpo humano. Este esfuerzo lo abandonó en 1513 y lo retomó más tarde en 1521. En el año de 1523 Durero decidió aplazar la publicación con el ánimo de llenar un vacío que el mismo pintor había detectado: la comprensión completa del tratado de las proporciones humanas exigía una comprensión igual-mente completa sobre el arte de la medida en lo concerniente a las líneas, las superficies y los cuerpos, siempre que se respetasen los métodos que los canteros practicaban cotidianamente. El tratado de la medida debe entonces concebirse como una intro-ducción metodológica para el tratado sobre las proporciones humanas. Detengámonos por un momento en el título completo del tratado y en 1. Usaremos las siglas TM para referirnos al tratado de geometría de Durero; citaremos

primero el libro con números romanos y, a continuación, la página correspondiente de la edición en español.

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algunas alusiones que saltan a la luz en forma evidente. El título com-pleto reza así: Instrucción para la medida con el compás y la regla de líneas, planos y todo tipo de cuerpos, reunida por Alberto Durero en provecho de todos los aficionados al arte, con las correspondientes figuras, impreso en el año de MDXXV.1 En la dedicatoria a su amigo Pirckheimer, Durero señala que hasta la fecha a los jóvenes pintores alemanes se les había enseñado el arte sin ningún fundamento, recu-rriendo tan sólo a la práctica diaria. Ellos, advierte el pintor y teórico, habían crecido en el más completo desconocimiento, al igual que un árbol silvestre al que no se poda. Así las cosas, Durero alcanzó a adver-tir que si bien la enseñanza tradicional podía aportar instrucciones útiles para el trabajo diario, esta enseñanza no derivaba tales instrucciones de principios generales, ni pretendía respaldarlas con hechos verificables. Algo muy diferente a lo que de hecho ya se venía dando con la instruc-ción de los jóvenes aprendices en Italia. El interés por poner en contac-to a las nuevas generaciones de pintores alemanes con los novedosos descubrimientos italianos explica, quizá, por qué Durero insistió en el uso del alemán, renunciando inicialmente a la posibilidad de que su amigo Pirckheimer preparara una edición culta en latín. El tratado de Durero puede contemplarse como una obra que ha de servir de bisagra entre dos tradiciones: la tradición práctica de los talleres alemanes y la tradición teórica de las escuelas italianas. En palabras de Erwin Panofs-ky [1982, 267]:

El ‘Unterweisung der Messung’ sirvió, por así decirlo, de puerta girato-ria entre el templo de la matemática y la plaza de mercado. Mientras familiarizaba a los toneleros y ebanistas con Euclides y Ptolomeo, fami-liarizaba también a los matemáticos profesionales con lo que podríamos llamar la ‘geometría de taller’.

Tanto Leon Battista Alberti como Filippo Brunelleschi habían concebi-do la urgente e imperiosa necesidad de estructurar, a partir de sus fun-damentos, las reglas de transformación que permitiesen reconstruir el espacio tridimensional sobre un plano bidimensional. Fue Brunelleschi el primero en aplicar la teoría euclidiana de la visión a los problemas de la representación gráfica. Gracias a sus reglas, los arquitectos contaban con instrumentos muy poderosos de representación pictórica. No obs-tante la importancia de las reglas mencionadas, los pintores tenían que hacer frente a un segundo problema: ¿cómo aplicar aquellas reglas, que funcionan en forma adecuada cuando se trata de dibujar edificios o 1. Underweysung der Messung mit dem Zirckel und Richtscheyt in Linien Ebnen und

gantzen Corporen durch Albrecht Dürer zu samen getzogen und zu nutz aller Kuns-tliehabenden mit zu gehörigen Figuren in truck gebracht im Jar MDXXV

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detalles arquitectónicos, al caso de la representación del cuerpo humano en movimiento? Este fue, precisamente, uno de los problemas que con-vocó la atención de los pintores que se preocupaban por los asuntos relacionados con los fundamentos de su actividad: Piero della Frances-ca, Leonardo Da Vinci y Alberto Durero. Así las cosas, mientras los geómetras clásicos se obsesionaban por encontrar métodos precisos para dibujar con regla y compás una clase muy compleja de polígonos y circunferencias que se cortaban de alguna manera muy peculiar, y mientras los arquitectos se ufanaban de hallar reglas precisas para dibu-jar edificios y construcciones, Durero pretendía hallar un método preci-so para dibujar con regla y compás cuerpos humanos en movimiento. No en vano muchos dibujos de figuras humanas realizados por Durero tienen en sí la huella indeleble de una delicada figura geométrica reali-zada con regla y compás, como si se tratara de la construcción compleja de un polígono regular (véase Figura 1).

Figura 1. Proporciones de un niño. The human figure by

Albrecht Dürer. P. 46.

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Así, Durero buscaba los fundamentos de su disciplina y pretendía ex-ponerlos a la nueva generación de jóvenes artistas alemanes. Creyó hallarlos en la geometría griega redescubierta por los artistas italianos. En ese orden de ideas podemos entender la advertencia con la que el artista introduce el primer libro de su Tratado de la medida [TM I, 133]:

El muy sagaz Euclides recopiló los fundamentos de la geometría. Quien los conozca bien, no tiene ninguna necesidad de lo escrito a continua-ción, pues sólo se ha escrito para los jóvenes y para aquellos a quienes nadie ha instruido con excelencia.

Dicha orientación es coherente con los elementos que hemos advertido. Sin embargo, cometeríamos una gran injusticia si aseveramos que el tratado de Durero no aporta algo nuevo. De hecho ya hemos señalado, siguiendo a Panofsky, que el tratado de Durero enriquece el ejercicio profesional de la matemática con la geometría de taller. Hay claros ejemplos que ponen en evidencia que Durero estimuló la imaginación de pensadores como Tartaglia, Benedetti, Galileo y Kepler. Estudiemos, por ejemplo, el caso de la influencia sobre Kepler. Los físicos estaban particularmente interesados en desentrañar el problema de la representación óptica. Dos obstáculos, entre otros cuan-tos, entorpecían el avance en dicho campo: i) se creía que la imagen de los objetos debía formarse en la parte anterior del ojo para evitar así cualquier inversión inexplicable; ii) se creía que la imagen como un todo estructurado debía guardar una relación inmediata con el objeto como un todo estructurado (de acuerdo a la perspectiva aristotélica, la percepción es un proceso en el que la forma del objeto percibido pasa al receptor conservándose intacta; de modo que, en cierto sentido, el re-ceptor asume las propiedades del objeto que se percibe). Kepler revolu-cionó el estudio de los fenómenos ópticos al sugerir, en primer lugar, que la imagen debía formarse en la retina aunque por tal motivo resultase ser una imagen invertida; y, en segundo lugar, que la imagen de un objeto debía concebirse como una construcción independiente punto a punto. En el segundo caso se trataba entonces de una especie de perspectiva punti-llista para el análisis de la construcción de la imagen óptica. Todos los elementos de análisis sugieren que Kepler vislumbró la segunda reco-mendación a partir de uno de los dibujos del Underweysung der Messung de Durero en donde se alude a cierto instrumento (Figura 2). Este aparato consta de una argolla clavada en la pared («Hará las veces de un ojo humano» [TM IV, 329]); un cordel que pasa por la argolla y que une en un extremo una plomada y en el otro extremo un clavo que puede ser colocado por un auxiliar en el punto del objeto

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cuya imagen se pretende construir (este cordel hará las veces de cada uno de los rayos visuales que va desde cada uno de los puntos del obje-to hasta el ojo); un marco vertical con un postigo que se puede abrir o cerrar alrededor de uno de los lados verticales del marco (este marco hará las veces del plano de Brunelleschi, o el velo de Alberti, que inter-seca la pirámide euclidiana formada por el ojo en un vértice y el objeto en la base); dos cordeles auxiliares de longitudes iguales a las dimen-siones vertical y horizontal del marco.

Figura 2. Albrecht Dürer. The complete woodscuts. P. 338.

Cuando se sitúa el clavo sobre un punto del objeto es posible determi-nar la ubicación de la proyección de este punto en el cuadro futuro. Para ello se determina el lugar por donde el cordel atraviesa el marco. Para eso se usan los dos hilos móviles que permiten determinar las coorde-nadas horizontal y vertical del punto que nos interesa.1 Una vez se fijan las coordenadas se libera el cordel inicial, se cierra el postigo y se dibu-ja el punto sobre la hoja en aquel lugar que determinen las coordenadas de los cordeles auxiliares. Este procedimiento se repite para cada punto del objeto que nos interese reproducir. Este método (geometría de taller) permite una determinación precisa de la imagen de cada uno de los pun-tos independientes de un objeto que se quiere representar en escorzo. Este fue el método que impresionó a Kepler y que le permitió recomendar una perspectiva puntillista de la construcción de imágenes ópticas en la retina de los ojos humanos (la retina haría las veces del marco vertical).2 1. Durero, obviamente, no hablaba de coordenadas. 2. Para un análisis detallado de la influencia de los grabados de Durero sobre la imagina-

ción de Kepler a propósito de sus estudios en óptica, el lector puede remitirse a la exce-lente monografía de Lindberg [1976, 178-208]. El autor, a su turno, se apoya en la di-sertación doctoral de Stracker [1970].

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El caso de Kepler ilustra una contribución del tratado de Durero en un campo de ocupación de los matemáticos profesionales. Ilustra tam-bién una aplicación interesante de la geometría de taller. Nosotros queremos concentrarnos en otro tipo de contribución positiva que puede resultar más alejada del consenso que despiertan los casos analizados. Queremos advertir en el tratado de Durero algunas ideas originales que, en cierta medida, anticiparon resultados importantes de la geometría de los siglos siguientes. Aclaramos, sin embargo, que obraremos como intérpretes que harán lo posible por poner en boca de Durero algunas ideas que posiblemente no pasaron por su mente. Queremos, en forma explícita, resaltar los pasajes que nos interesan sobre la base de lo que finalmente llegó a consolidarse algunos siglos más tarde. Ahora bien, antes de señalar con claridad las tesis que queremos defender, presenta-remos en forma sucinta la estructura del Underweysung der Messung. El tratado consta de cuatro libros. El primer libro presenta las defi-niciones que han de servir como punto de partida y se concentra en la descripción de los objetos geométricos que comportan tan sólo longi-tud. Durero se detiene tanto en la línea recta, como en las curvas alge-braicas de las que se ocuparán los geómetras del siglo XVII. Resulta particularmente interesante el tipo de construcción que el pintor reco-mienda a propósito de las secciones cónicas (este es otro caso importan-te del enriquecimiento de la matemática con métodos provenientes de la geometría de taller). El fragmento que nos interesa comentar pertenece al primer libro. El segundo libro se ocupa de las figuras bidimensiona-les. El tratado de Durero es prolífico en la recomendación de métodos para la construcción de polígonos regulares y en métodos para la cons-trucción de figuras que incrementan en una cantidad dada el área de una figura inicial. En muchos casos Durero no le aclara al lector que su método de construcción es apenas un método aproximado. No es claro, sin embargo, si Durero es consciente de la limitación que menciona-mos. Se puede citar, por ejemplo, el caso de la construcción del polígo-no regular de siete lados (heptágono) [TM II, 192];1 el caso de la segun-da construcción del pentágono que resulta equilátero, pero no equiángu-lo [TM II, 195]; el caso del eneágono [TM II, 196]. Durero propone también un método interesante para obtener una solución aproximada de la trisección del ángulo y le advierte al lector que “quien desee una mayor precisión, que la busque por vía demostrativa” [TM II, 197]. 1. Sólo hasta el siglo XIX y gracias a la algebraización completa de los problemas euclidia-

nos de construcción con regla y compás debida a Gauss, se pudo demostrar que tanto la trisección del ángulo como la construcción del heptágono, entre otros polígonos, no se pueden adelantar si nos restringimos a las exigencias de una construcción euclidiana.

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Esta advertencia de Durero muestra claramente que el pintor no debía estar del todo familiarizado con la dificultad de la empresa demostrativa que estaba recomendando. El tercer libro ilustra la aplicación de la geometría a las tareas de la arquitectura y familiariza al lector alemán con la construcción geométrica de las letras romanas. El cuarto libro, por último, se ocupa de los cuerpos tridimensionales.

II Creo que es posible defender, aligerando en cierto sentido las exigen-cias de un análisis más riguroso, que el fragmento de Durero que me interesa, recomienda un ejercicio intermedio entre la geometría de Eu-clides y la geometría de Descartes. El inventario de objetos de estudio de la geometría euclidiana está restringido a segmentos de recta, polí-gonos, circunferencias y todas aquellas construcciones que cuentan con éstos como sus últimos elementos de análisis. Aún cuando los griegos se preocuparon también por otro tipo de objetos (cónicas, espirales), estos objetos no llegaron a formar parte del inventario euclidiano; en muchos casos se estudiaban como curvas mecánicas (el caso de Arquí-medes) que, de suyo, se encontraban por fuera del escrutinio matemáti-co que debía ocuparse estrictamente de lo inmutable. Descartes, por su parte, amplió notablemente el inventario de los objetos de estudio y abrió la posibilidad de definir las curvas de estudio geométrico como aquellas construcciones para las cuales es posible concebir la regla de variación de una magnitud en función de la variación de otra magnitud. En las palabras de Descartes [1981, 295]:

[...] me parece totalmente claro que si entendemos, como generalmente se hace, por ‘geométrico’ lo que es preciso y exacto y, en segundo lu-gar, por ‘mecánico’ lo que no lo es; y así mismo, si consideramos la Geometría como una ciencia que enseña en general a conocer las medi-das de todos los cuerpos, no existe razón alguna para excluir de la mis-ma el estudio de las líneas más complejas y no el de las más simples, con tal de que puedan imaginarse descritas por un movimiento continuo o por varios movimientos sucesivos y en los que los últimos vienen de-terminados por los anteriores; pues por este medio, puede siempre te-nerse conocimiento exacto de sus medidas.

Lo único que se necesita, a juicio de Descartes, para trazar todas las líneas curvas que han de ser objeto de la geometría, es suponer que dichas curvas son el resultado de las intersecciones de dos o más líneas que se mueven entre sí. La geometría de Euclides contempla unos objetos (segmentos, cir-cunferencias, polígonos) y un método (reducción deductiva a axiomas originales). Las proposiciones acerca de los objetos mencionados han de ser aquellas que se pueden obtener por vía deductiva de los axiomas

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que se reconocen como proposiciones indemostradas. La geometría de Descartes, por su parte, contempla también unos objetos y un método. Los objetos incluyen ahora las curvas algebraicas, en tanto que el méto-do contempla la posibilidad de reducir el estudio de los objetos a la manipulación de magnitudes mensurables. En otras palabras, la inten-ción consiste en estudiar aquellas magnitudes cuyas reglas de corres-pondencia se dejan expresar bajo la forma de una expresión algebraica. El tratado de geometría de Durero, entre tanto, es un singular intento por ampliar el inventario de los objetos, incorporando la posibilidad de concentrar el estudio en las reglas de correspondencia que posibilitan la construcción de los mismos. El fragmento que citaremos deja ver una leve orientación en la dirección que Descartes impondrá a la disciplina años más tarde. Durero entrevé el futuro de la disciplina, quizá de la misma manera en que Descartes entrevé la orientación que finalmente Hilbert le dará a la geometría. En el libro I, antes del fragmento que nos interesa, Durero se encar-ga de recomendar el estudio de nuevas curvas sugiriendo métodos ele-mentales de construcción. Durero construye diferentes modelos de espirales, proyecciones de espirales, óvalos, parábolas, hipérbolas, elipses, algunas variantes de cicloides, concoides, líneas arácneas, etc. El modelo de construcción sigue, con algunas variaciones, casi siempre el mismo esquema, a saber: construir una o varias figuras que sirven de base (una recta, un cono, un triángulo, una circunferencia, etc.); produ-cir un número finito de divisiones en la figura o figuras que sirven de base;1 concebir una regla de construcción que permite señalar un nuevo punto e iterarla un número finito de veces en cada una de las divisiones indicadas en la secuencia anterior; reunir en un trazado continuo todos los puntos que han sido identificados con el procedimiento anterior. Las curvas de Durero son entonces construcciones que iteran una regla en un número finito de instancias y que recogen después este ejercicio en el trazado continuo de una curva envolvente.2 Existe, por lo tanto, un salto algo abrupto en el método cuando se pasa de una reunión discreta de puntos a una curva continua que pretende guardar en sus entrañas la regla de construcción original. El método es más claro si se ilustra con un ejemplo.

1. Durero no es muy explícito en los métodos para producir las divisiones y ello lo con-

duce en ocasiones a exigir construcciones imposibles: en ocasiones pide, por ejemplo, trisecar un ángulo arbitrario.

2. En el artículo usaremos el término envolvente de una manera laxa. Nos referimos a la curva que, a la manera de una gestalt, recoge una familia completa de puntos que han sido establecidos en virtud del seguimiento de una regla de construcción particular.

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La concha de la Figura 3 se ha trazado de la siguiente manera: i) se traza una línea horizontal cuyos extremos se marcan en a y b; ii) par-tiendo de a, se marcan diez y seis divisiones regulares en ab sin necesi-dad de abarcar hasta el extremo b; iii) se traza una línea vertical en el punto trece y se reproducen las mismas divisiones anteriores; iv) se toma una regla que conserva la magnitud de la medida de ab y se ubica de tal forma que uno de sus extremos sea el punto 1-horizontal y pase sobre el punto 1-vertical, el otro extremo de la regla ha de determinar el punto 1 de la curva; v) el procedimiento se itera diez y seis veces; vi) finalmente se traza una curva que recoge los diez y seis puntos así ob-tenidos.

Figura 3. A Durero. De la Medida. Vol I. Fig. 38. P. 171.

Después de ilustrar el método de construcción, nos ocuparemos ahora del fragmento que hemos anunciado y trataremos de ver allí una tímida insinuación que parece prefigurar tanto la orientación cartesiana de la geometría como una perspectiva de tipo funcional. Citemos inicialmen-te el fragmento [TM I, 181]:

[...] todas las líneas verticales que están colocadas con orden sobre una línea horizontal a una misma o diferente distancia, se pueden cortar de tres formas distintas, con una línea curva cóncava o convexa y con una línea oblicua larga o corta; cualquiera de ellas genera su propia corres-pondencia.

El fragmento se comprende con toda su fuerza si contemplamos con cuidado el trabajo que adelanta el pintor unas páginas atrás. En primer lugar, Durero se interesa por el tipo de relación que se puede establecer a partir de una regla particular de crecimiento o disminución de la lon-gitud de ciertos segmentos. Durero propone inicialmente construir una familia de segmentos cuyas longitudes crecen siempre en la misma

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proporción. Para ello dibuja un triángulo rectángulo abc, sobre cuya base bc se han señalado algunos puntos equidistantes (Figura 4). A continuación se trazan líneas verticales sobre estos puntos hasta interse-car la hipotenusa. Por último, Durero reúne aparte de la figura y, con-servando la equidistancia, los cinco segmentos verticales y advierte que su longitud se incrementa siempre en la misma cantidad.

Figura 4.

A continuación Durero repite el procedimiento, pero esta vez los puntos sobre el segmento bc están distribuidos de acuerdo a la siguiente regla: la longitud del segmento 23 es el doble de la longitud del segmento 12; la longitud del segmento 34 es el doble de la longitud del segmento 23; etcétera. Así las cosas, los segmentos equidistantes a la derecha crecen de acuerdo a la regla: 1, 2, 4, 8, ...(2)n-1 (Figura 5).

Figura 5.

El siguiente paso pretende darle cierto realce a la regla de crecimiento estipulada en un conjunto de segmentos que se construyen de acuerdo al método anterior, pero recogidos bajo una envolvente circular. Durero dice de estas cinco líneas (Figura 6) que ellas guardan entre sí una “re-lación particular” [TM I, p. 179] pero no agrega más acerca de la parti-cularidad mencionada. Quizá podríamos resumir así el rasgo peculiar: las longitudes de los segmentos equidistantes reunidos crecen en una proporción singular; esta proporción es tal que sus extremos superiores (siempre que los inferiores sean colineales) pueden ser recogidos bajo un arco de circunferencia.

a

b c 4 3 2 1 4 3 2 1

a

b c 4 3 2 1 4 3 2 1

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Figura 6.

Este punto es de la mayor importancia para mi análisis. Si me encuentro con un grupo de segmentos verticales equidistantes, cuyos extremos inferiores son colineales y organizados de acuerdo a la distribución de la derecha, puedo advertir a continuación que sus longitudes crecen a la izquierda con una proporción que obedece a una regla de crecimiento sencilla. No crecen en la misma cantidad porque en ese caso la envol-vente que recoge los extremos superiores sería una línea recta; tampoco crecen en la proporción 1, 2, 4, 8, ... porque en ese caso su envolvente sería similar a la de la figura 5. Crecen en la única proporción –sea cual sea– que produce una envolvente circular. Podríamos decirlo también así: no crecen en la proporción que garantizaría una envolvente recta (siempre con la misma pendiente), sino en la proporción que garantizaría una única envolvente circular (siempre con una curvatura constante). En el caso de la figura 5, ocurre que la regla de crecimiento no se ajusta ni a una única pendiente ni a una única curvatura constante. Después de estos desarrollos, Durero introduce el fragmento que ha despertado nuestro interés. Supongamos un racimo de rectas verticales equidistantes y apostadas sobre un eje horizontal. Puedo, en principio, cortar estas rectas de tres maneras diferentes. En primer lugar, puedo cortarlas con un haz de rectas que convergen a un punto a sobre la línea horizontal (Figura 7). Cada una de las rectas de este haz definirá un conjunto de puntos de corte con las verticales tales que las longitudes de los segmentos trazados desde estos puntos hasta la línea horizontal crecerán siempre en una misma cantidad. Este incremento será mayor cuanto mayor sea la inclinación de la recta del haz original.

B 4 3 2 1 C

A

B

A

4 3 2 1

A A

C B B

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A B

A B

Figura 7. En segundo lugar, puedo cortar las rectas con un haz de circunferencias de centros colineales de tal modo que el centro de cada circunferencia se encuentre sobre una vertical trazada a partir del extremo A, y que todas las circunferencias pasen por un punto que se encuentre sobre la vertical. Cada circunferencia, como en el caso anterior, definirá un conjunto de puntos de corte con las verticales. Las longitudes de los segmentos correspondientes crecen pero no lo hacen en la misma canti-dad, lo hacen cada vez con una mayor celeridad. En este caso, cuanto mayor sea el radio de la circunferencia, más lento será el crecimiento del incremento de longitudes (Figura 8).

Figura 8.

En tercer lugar, puedo cortar las rectas con un racimo de circunferen-cias de tal manera que la curva envolvente sea convexa. En este caso Durero pide que tracemos una nueva vertical que pasa por un punto B

A

A

B

B

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BA

sobre la horizontal ubicado a la derecha de las verticales iniciales. El centro de las nuevas circunferencias se ubica en algún lugar sobre la nueva vertical y por debajo de B. Para esta construcción todas las cir-cunferencias han de pasar por el punto A. Las longitudes de los segmen-tos correspondientes crecen pero no lo hacen de manera uniforme, lo hacen cada vez con una menor celeridad (Figura 9).

Figura 9. Cualquiera de las alternativas en cada una de las tres posibilidades de corte nos permite seleccionar un conjunto de segmentos verticales cu-yas longitudes, para usar los términos que emplea Durero, guardan entre sí su “propia correspondencia”. Podemos ahora ampliar los hori-zontes de las recomendaciones de Durero y forzarlo a razonar en los siguientes términos. Imaginemos un eje horizontal sobre el cual fijamos los extremos inferiores de un conjunto infinito de rayos verticales equi-distantes y dirigidos hacia arriba. Aunque Durero recomienda en el fragmento que las líneas verticales bien pueden ser equidistantes o ubicadas a diferente distancia, nos vamos a limitar únicamente a rayos verticales que guardan entre sí una distancia uniforme. Imaginemos ahora que sobre esta familia de rayos señalamos algunos puntos que se ajustan a algún tipo de regularidad (uno y sólo uno sobre cada rayo; o uno y sólo uno sobre cada rayo en una agrupación de rayos vecinos). Las longitudes de los segmentos construidos sobre los rayos verticales deben ajustarse a una regla de crecimiento o disminución. Nuestro problema consiste ahora en determinar el tipo de regularidad al que se ajustan los puntos mencionados. Tenemos, pues, dos opciones para explorar. En primer lugar, es posible que los puntos se distribuyan de tal manera que la curva envolvente posea o bien una pendiente constan-te, o bien una curvatura constante. En segundo lugar, puede ocurrir que la curva envolvente varíe tanto su pendiente como su curvatura de sec-

A B

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tor a sector. En el primer caso el problema se reduce a hallar: i) la pen-diente de la recta que contiene a todos los puntos superiores (si toma-mos como unidad la distancia que separa a los rayos verticales equidis-tantes, bien podemos reconocer que dicha pendiente establece el incre-mento en longitud de cada segmento contiguo); o, ii) el radio de la circunferencia envolvente (bien sea cóncava o convexa –de acuerdo a los términos que emplea Durero). En el primer ejemplo los puntos pue-den distribuirse a lo largo de la extensión completa del plano; en tanto que en el segundo ejemplo los puntos deben restringirse a un dominio reducido, a no ser que pensemos en una curva de curvatura nula (una línea recta). En el segundo caso el problema se reduce a: i) agrupar los puntos de tal manera que queden divididos en sectores en donde se conserva constante o bien la pendiente, o bien el radio de curvatura de la curva envolvente; y, ii) aplicar el procedimiento descrito en el primer caso a cada sector particular. Ahora bien, podemos acercar los rayos verticales tanto cuanto queramos –es decir, podemos exigir un cubri-miento completo de las posibilidades del plano– y aplicar los mismos procedimientos anteriores para concebir la posibilidad de determinar la regla de correspondencia de cualquier curva, siempre que ella se ajuste a un criterio pictórico de continuidad. En resumen. Si tenemos un conjunto de segmentos verticales que barren todo el plano y están dispuestos de tal manera que uno de sus extremos reposa sobre una horizontal común, mientras que los otros extremos están distribuidos de tal forma que las longitudes de los seg-mentos obedecen a una regla clara de crecimiento o disminución, de-terminar la propia correspondencia que los rige significa, hallar las posibles combinaciones de rectas y circunferencias cóncavas o con-vexas que permiten construir nuevamente la envolvente de los extremos que no se encuentran sobre la horizontal. Imaginemos, por ejemplo, el siguiente conjunto de segmentos verticales y asumamos que las longi-tudes de los segmentos se ajustan a algún tipo de correspondencia pro-pia (Figura 10). Desentrañar la correspondencia significa hallar la regla de construcción que haga uso de circunferencias y rectas envolventes. En este caso, los primeros puntos se pueden envolver con una circunfe-rencia cóncava (según los términos de Durero), los siguientes con una circunferencia convexa y los últimos con una recta. La recta, a su vez, podría contemplarse como una circunferencia (cóncava o convexa) con un radio de magnitud infinitamente grande (obviamente muy lejos de los alcances de Durero) (Figura 11).

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Figura 10.

Figura 11.

Los razonamientos de Durero, de hecho muy primitivos, desordenados y, en muchas ocasiones, imprecisos, pueden verse como una interesante anticipación de la recomendación de anexar, como objeto de estudio de la geometría, todas aquellas curvas que se ajustan a algún tipo particular de correspondencia intrínseca. En los términos de Descartes [1981, 297]:

[...] todos los puntos de las [curvas] que pueden llamarse geométricas, es decir, de aquellas que caen bajo alguna medida precisa y exacta [al-guna correspondencia propia], tienen necesariamente alguna relación con todos los puntos de una línea recta y esta relación puede ser expre-sada por alguna ecuación válida por todos los puntos.

No pretendo insinuar que Durero advierte en algún sentido la posibili-dad de hacer traducciones analíticas de las figuras geométricas. Tan sólo me interesa el intento de Durero de ampliar la familia de las curvas geométricas para incluir allí todas aquellas curvas cuyas ordenadas verticales encierran una regla de crecimiento que, aunque no se reco-miende su reducción a una ecuación algebraica, puede aprehenderse a través de un procedimiento de construcción que implica el uso de cir-cunferencias o rectas envolventes.

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Si bien es cierto que las construcciones de Durero están sujetas a un esquema discreto, mediante el cual se adelanta la ubicación de un con-junto finito de puntos a través de la iteración de un procedimiento –que en algunas ocasiones puede ser recursivo– y que conduce después a la recomendación final de trazar una curva envolvente, bien podemos imaginar las potencialidades de los esquemas de Durero si se concibe la posibilidad de imaginar la construcción para una secuencia infinita de puntos abigarrados. Visto así, podemos poner en boca de Durero la reco-mendación de concebir la estructura interna de una curva geométrica a partir, no de las tangentes que se pueden trazar en cada punto, sino de las circunferencias osculatrices que se pueden trazar sobre cada punto de la curva. En otras palabras, podemos tener una descripción completa de la estructura de una curva geométrica, si estamos en condiciones de describir o bien la pendiente de las rectas que mejor acompañan la curva en la vecin-dad de cada punto, o bien el radio de las circunferencias que mejor acom-pañan la curva en las vecindades de cada punto. Sea C una curva geométri-ca cualquiera, sea A un punto cualquiera sobre la curva y T la tangente a la curva trazada en el punto A (Figura 12).

Figura 12.

Podemos imaginar todas las circunferencias que pasan sobre A y son tangentes a la recta T. De todas ellas seleccionamos la circunferencia S que está más cerca de C en las vecindades de A. ¿Cómo podemos obtener dicha circunferencia? Para cada circunferencia que es tangente a T en A, y para cada intervalo que contiene a A, construimos una función que evalúa el valor absoluto de la diferencia entre el valor de la función C en cada punto del intervalo y el valor de la función-circunferencia en dicho punto. A continuación determinamos cuál es la función-circunferencia que mini-miza las diferencias anteriores en un intervalo tan pequeño como quera-

A

SFC

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mos. El inverso del radio de esta circunferencia puede tomarse como una medida de la curvatura de C en las vecindades de A.1 Así las cosas, puedo llegar a determinar la estructura completa de C, si para todos los segmentos verticales que están colocados en orden y que caen en las vecindades de cada punto sobre la curva, es posible determinar o bien la línea recta, o bien la línea cóncava o convexa que envuelve los extre-mos de dichos segmentos.

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1. En forma analítica, este radio de curvatura se puede evaluar de acuerdo a la si-

guiente expresión: ( )( )( )

321 '

"f x

rf x+

= .

Véase Yaglom [1979, 88].

Mathesis III 31 (2008) 19 - 60. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Fundamentos semióticos de la historiografía

Roberto Flores

Resumen El presente artículo aborda la noción de evento histórico desde una perspectiva semiótica, en la que busca tender un puente entre el pensa-miento de C. S. Peirce y las propuestas de la Escuela de París. Conside-ra los eventos como hechos ocurridos, como conocimiento y como con-tenido semántico del relato histórico. Se apoya en la clasificación de signos en diez tipos propuesta por Peirce, para delinear tres acercamien-tos complementarios a la semiótica de la historiografía: una centrada en el orden de los sucesos narrados, otra en el modo en que la narración de sucesos es asumida como verdad por parte del enunciador y, la tercera, en la confrontación de distintas versiones de una misma historia que permite el surgimiento de un conocimiento histórico compartido. En con-sonancia con las tesis de Ricoeur en torno a la articulación narrativa del tiempo histórico, desarrolla con un poco más de amplitud el orden de los sucesos a la luz del concepto de presuposición para dar cuenta de la se-cuencialidad y la progresión narrativa de los relatos. El examen de un breve ejemplo permite mostrar el orden presuposicional de los relatos.

Abstract

The paper presents historical events from a semiotic point of view. It in-tends to establish a bridge between the semiotics of C. S. Peirce and that of the Paris School of Semiotics. Events are considered as facts, as knowledge and as the semantic content of a story. The ten classes of signs proposed by Peirce allows to establish three complementary se-miotic approaches to historical discourse: the first one deals with the order of events as presented in specific stories; the second, with the content of a story as assumed by the enunciator; the third, as the result of the confrontation between multiple versions of the same historical episode, which permits the emergence of historical knowledge. In ac-cordance with the narrative fundaments of historical time proposed by Ricoeur, it develops the first approach, the narrated events order, in terms of presupposition between events, to account for sequentiality and narrative progression. A brief example is provided to show the pre-suppositional order narrative history.

Palabras clave: Semiótica; historiografía; C. S. Peirce; P. Ricoeur. Key Words: Semiotics; historiography; C. S. Peirce; P. Ricoeur. Math Sub Class: 00A30; 01A85.

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Si yo les pregunto en qué consiste la actualidad de un evento, ustedes me dirían que en un acaecer (happening) entonces y allí. Las especificaciones entonces y allí implican todas sus relaciones con otros existentes. La actualidad del acontecimiento parece estar en sus relaciones con el universo de existentes. C. S. Peirce

1. Introducción Al intentar descubrir los fundamentos de una semiótica de la historia, el analista se topa ineludiblemente con la noción de evento. Desde su acaecer mismo hasta su expresión en el discurso, sin olvidar que es objeto de las preocupaciones del historiador, el evento no es susceptible de un tratamiento autónomo, sino que, como señala el epígrafe, ‘impli-ca todas sus relaciones con otros existentes’. A partir de la semiótica es posible preguntarse ¿de qué existentes se trata? No son los existentes definidos por la proximidad con su acaecer, puesto que éstos ya no son, sino los existentes de otras dimensiones semióticas de la evenemencia-lidad, a saber: la ciencia y el lenguaje. No es posible apelar a las cir-cunstancias de la ocurrencia de un evento, puesto que éstas son igual-mente pasadas, sino que es preciso involucrar tanto el modo en que tuvimos conocimiento de él, como la forma en que de él nos expresa-mos. Una conquista, un descubrimiento, una migración son hechos históricos que le deben más a su condición de objetos lingüísticos y cognoscitivos que a su condición de ‘happenings’. Por lo tanto, una semiótica de la historia enfrenta el deber de reflexionar sobre la con-frontación de los tres modos de existencia del evento: en los hechos, en el lenguaje y en la historia. Los objetivos del presente trabajo son los siguientes. Primero: justificar las nociones de hecho, acontecimiento y suceso con las que aprehendemos tres dimensiones del evento, para inscribir dichas nocio-nes en una concepción dinámica de la semiosis, como es la de Peirce, y ubicar sendas problemáticas que permitan la realización de análisis concretos. Segundo: dentro de las múltiples facetas que ofrece el análisis semántico del discurso historiográfico —tales como el contenido fac-tual de la historia, sus diversas estrategias de presentación, los criterios explícitos e implícitos de interpretación, los recursos argumentativos utili-zados, entre otros— privilegiar el examen de los encadenamientos de los sucesos históricos narrados situados en el tiempo –sean éstos acciones a cargo de un agente o simples procesos, como los naturales—, que sir-

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ven de soporte factual a la comprensión histórica. De esta manera se busca entender el modo en que los sucesos se vinculan unos a otros para llegar a producir un sentido histórico global es una tarea que ha emprendido la semiótica discursiva, en la que este trabajo se inscribe. Tercero: al centrarse alrededor de la noción de suceso —a diferen-cia de otras perspectivas que se apoyan, de manera restrictiva, en la semántica de las acciones humanas e incluso, más allá, en las acciones individuales— se plantean dos tareas centrales: primero, es preciso comprender de qué manera, al interior de este tipo de discurso, se vin-culan entre ellos los sucesos relatados; segundo, a partir de lo anterior, lograr entender el modo en que un relato histórico progresa de inicio a fin. La primera cuestión puede ser llamada la ‘secuencialidad’ de este tipo de relatos y la segunda, su ‘progresión narrativa’: ambas descansan en la noción de suceso y en el esclarecimiento de las condiciones y de los límites de su conocimiento. 2. Los tres ámbitos de existencia del evento Un acercamiento ingenuo a la noción de evento histórico nos invita a hacer descansar tanto su orden como su progresión en los hechos que el relato histórico refiere y que se consideran efectivamente acaecidos; a ellos les correspondería la tarea de mostrarnos sus vínculos, motivacio-nes y causas, sin ingerencia del historiador y sin que la lengua emplea-da tenga mayor relevancia. Sin embargo, desde la perspectiva del signi-ficado vehiculado por las palabras, las frases y otras unidades del len-guaje, estamos frente a eventos narrados, que deben ser considerados exclusivamente como contenidos semánticos del discurso: es desde el discurso que los eventos obtienen su sentido, el cual se construye a través de su sucesión y el orden progresivo de sus encadenamientos. Las palabras aisladas o fuera de su contexto discursivo no son, por sí solas, capaces de proporcionar el sentido que las hace constituirse en ese tipo de totalidad que son los relatos históricos. Los eventos que se muestran en las historias son eventos ante todo legibles (o eventual-mente audibles), suponen la capacidad de ser comprendidos a partir de las palabras que los refieren. De esta manera es preciso distinguir el evento, en cuanto es narrado, del evento que acaece efectivamente en un pasado y oponerlos a un tercer avatar que corresponde a su perte-nencia en el campo de los historiadores. Esta distinción descansa en una divergencia fundamental que existe entre los tres tipos de evento basada en su pertenencia a ámbitos independientes: el lenguaje, el mundo y el conocimiento: el suceso es una de carácter lingüístico, el hecho es de

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carácter óntico y el acontecimiento es una noción cognoscitiva.1 Para poder plantear un acercamiento semiótico al acaecer de los eventos es preciso realizar esta distinción, la cual es susceptible de inscribirse en una definición bastante tradicional de la historiografía: conocimiento verdadero de los hechos del pasado obtenido a partir de fuentes, prefe-rentemente primarias, y plasmado en textos. Los tres ámbitos de la noción general de evento corresponden a tres objetos de conocimiento distintos. De modo que, conceptual y terminológicamente, es preciso distinguir entre suceso narrado, acontecimiento conocido y hecho efec-tivamente ocurrido.2 Por convención, a los eventos que ocurren en el mundo les llama-remos ‘hechos’ (H): ellos se inscriben en el tiempo de la existencia; a diferencia de la flecha temporal orientada desde el sujeto ―que va del pasado hacia el futuro, la flecha temporal de los hechos provienen del futuro, se hacen presentes al sujeto y se depositan en el pasado. Esta orientación temporal corresponde a tres de los modos de existencia semiótica: el virtual en el futuro, el realizado en el presente y el poten-cial en el pasado [cf. Fontanille 2001, 58-59). Pero los hechos pretéritos son en sí mismos inaccesibles al conocimiento. El pasado, pasado está: ningún historiador tiene acceso a aquello que se ha hundido irremedia-blemente en el ayer. El acceso a los hechos de antaño, sólo es posible de manera indirecta, a través de los restos materiales y fuentes escritas que a ellos remiten, por lo que las competencias básicas del historiador son las de lectura y escritura (dicho esto sin detrimento del trabajo arqueológico).3 El hecho acaecido es tan inaccesible como el pasado en el que se inscribe y, por ello, no es objeto directo de la semiótica. De manera que, si los hechos se hacen presentes provenientes del futuro de las posibilidades, se depositan en el pasado bajo la forma de objetos semióticos que el sujeto torna presentes mediante actos de lectura e interpretación. Al emplear la palabra ‘hecho’, o cualquiera de sus parasinónimos, para referirnos a lo sucedido en el pasado, se tiene la impresión de que 1. En términos de Ricoeur [1983, 108 y ss], el primero responde a la mimesis I, que

corresponde a la ‘pre-comprensión del mundo de la acción’, mientras que el segundo responde a la mimesis II, es decir, a su ‘configuración’ en el discurso, el tercero escapa a la aprehensión directa por parte del sujeto de conocimiento. Para evitar confusiones, cabe señalar que el inglés o el francés utilizan un único término, ‘event’ o ‘événe-ment’, respectivamente, para referirse indistintamente a las tres nociones, pero que en español es posible utilizar los tres términos distintos ya mencionados.

2. Es preciso revisar la obra de Ricoeur [2001] y [2003] para demarcar los eventos en tanto ocurridos, conocidos y narrados.

3. Al respecto considérese la posición de O’Gorman con respecto al sentido de la histo-riografía como lectura de fuentes históricas, que he comentado en Flores [1992].

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el empleo del singular, que hace de ella un nombre contable, refleja la existencia de un evento igualmente singular, identificable y aprehensi-ble como una unidad discreta del mundo. Pero el evento real se esconde detrás de la palabra y de su referente, el cual se revela como ilusorio: un ‘polvo de hechos’ [Merleau-Ponty] vela el acceso sensible a la realidad del evento. La realidad es inasible desde la palabra que lo nombra y le impone de antemano un molde, unas fronteras y un borde ilusorios. Tomemos como ejemplo el episodio de la Noche Triste en la con-quista de Tenochtitlan. Desde su denominación, éste se presenta como un ‘hecho’ distinto de otros hechos con los que se ordena y que se ins-cribe en la flecha del tiempo. Pero ¿qué sucede cuando se le quita al episodio su nombre propio y se le intenta asir en su naturaleza misma, fuera de la denominación impuesta a posteriori por la conciencia histó-rica. ¿Qué ocurre cuando se ignora el sentido de las fronteras tempora-les impuestas semánticamente por la noche y que sitúa al episodio nombrado en un lapso de tiempo acotado, distinto del día y de otras noches que le antecedieron o le siguieron y le otorgan una fecha inscrita en las efemérides? Los contornos del hecho se disuelven hasta hacerlo desaparecer de nuestra vista. Si estas interrogantes cuestionan la identi-dad de ese episodio histórico, otras tantas se plantearán para el periodo en el que se inscribe. Preguntaremos, entonces, ¿dónde empieza y dónde termina eso que llamamos la Conquista de México? Del cuestio-namiento del hecho como nombre se pasa al cuestionamiento del hecho como entidad singular y discreta que fundamenta su conocimiento, sustrato óptico de una historia positivista. No se trata de reducir el hecho a su denominación, sino de mostrar que la utilización de una denominación como identidad de un hecho es susceptible de crear la ilusión de la existencia de un hecho singular que se destaca sobre el flujo de la historia, ilusión de la discontinuidad que se erige sobre un continuo temporal. Cualquier respuesta sobre los inicios y los finales en el devenir histórico carece de pertinencia en la medida en que el devenir histórico no es el producto de la suma de entidades que, cual pilas de ladrillo, se acumulan en al tiempo. Es posible plantear un tercer cuestionamiento, además del nombre propio y de las fronteras del hecho. Si las fronteras temporales son inciertas, también lo son las múltiples facetas que nos ofrecen los epi-sodios históricos. Que tal o cual evento sea producto de múltiples y diversos órdenes causales, nadie lo niega. Pero, precisamente por esa complejidad inabarcable, es imposible reducir la existencia del hecho a la de sus causas. Que un hecho obtenga un principio de explicación sociológica, económica, ideológica, psicológica u otra es indudable.

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Pero, dado que todas esas causalidades son verdaderas, es imposible acudir a ellas para fijar la identidad factual o la explicación histórica. 1 Si la realidad histórica es asible, lo es en virtud del nombre con que puede ser designada lingüísticamente como un ‘hecho’ e identificada mediante un nombre propio. De esta manera se inicia el proceso de su aprehensión, pero esto no significa que la denominación y designación constituyen la aprehensión misma. Ella sólo se produce cuando se sigue la ruta de la comprensión y narración históricas y se enfrentan las difi-cultades que en el transcurso se presentan. Dije que el pasado, pasado está. Si el pasado subsiste sólo lo hace en el presente que es mi presente, como experiencia que me conforma y conforma a mis semejantes tanto en este momento como en el futuro. El pasado no existe como tal, sólo tiene cabida en la memoria como parte de mi experiencia presente. Como lo plantea O’Gorman [1949], el pasado existe en el acto de contarme una historia al momento de leer. Desde la perspectiva del pasado mismo, el hecho ya no existe, no sa-bemos a ciencia cierta qué paso e, incluso, si pasó; quizá lo que pasó no pasó, pero pudiera haber pasado. Ahora bien: a pesar que pudiera no haber pasado, lo que se hace es historia y no ficción. Ello quiere decir que la autenticidad de los hechos históricos no reside en la existencia pasada, que es una eventualidad, sino en su inscripción historiográfica como narración e interpretación de lo que se dice que aconteció. No se trata, pues, de diluir la historia en la ficción, sino de precisar el objeto, no real, sino intencional de la historia. Si es posible decir así, el pasado subsiste en los relatos porque esos relatos forman parte esencial del pasado, son una de las facetas imprescin-dibles de su complejidad. Hagamos una analogía con el resto arqueológi-co: la ruina frente a nosotros no es la pirámide prehispánica, sino un resto y un vestigio de lo que fue y ya no es. Pero irónicamente también es parte insoslayable de esa ciudad desaparecida que intentamos cono-cer. El vestigio es el indicio que nos permite construir un pasado, con-tenido cognoscitivo y semántico del discurso arqueológico y, en ese sentido juega el mismo papel que el documento que sirve de fuente histórica. Por ello, cuando bajo la palabra evento entendemos el cono-cimiento que se tiene de tal o cual hecho o serie de hechos hablaremos 1. De manera análoga a la imposibilidad de explicar un hecho a partir de las causas que lo

produjeron resulta igualmente inalcanzable el apelar a las consecuencias. Cabe precisar que, si bien es posible teóricamente comprobar la existencia del hecho y el juicio de verdad del documento que lo refiere a partir del examen de las consecuencias factuales que del hecho se derivan, esto resulta imposible en la práctica, puesto que supondría tener acceso a todas esas consecuencias. A esto se añade la dificultad suplementaria que, tanto causas como consecuencias, tendrían que ser interpretadas unívocamente.

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de ‘acontecimientos’ (A), para distinguirlos de los hechos mismos. El conocimiento no se inscribe en el tiempo de la misma manera que los hechos: al ser objetos cognoscitivos, los acontecimientos tiene hasta cierto punto un carácter intemporal que es propio de todo conocimiento: no así su validez, que se inserta en una época determinada y responde al avance científico de su momento, de modo que tenemos tanto conoci-mientos vigentes o presentes como conocimientos caducos o envejeci-dos: la inscripción de la validez del conocimiento histórico en el tiempo también responde a los modos de existencia semiótica en la medida en que es posible contar con conocimientos realizados, actualizados, vir-tualizados o potencializados. El acontecimiento se inscribe en las dos direcciones temporales: inscrito en la memoria, adopta el punto de vista del sujeto y se orienta hacia el futuro; inscrito en la prospectiva, adopta el punto de vista del acontecimiento que sobreviene o adviene ‘desde’ el futuro. Por último, cuando un evento se manifiesta a través del lenguaje en el discurso historiográfico, lo llamaremos un ‘suceso’ (S): no se trata de un hecho real o de un conocimiento histórico sino del contenido semán-tico de un discurso, de un significado. En ese sentido, los sucesos deben ser considerados magnitudes discursivas de una semiótica de la lengua natural, generalmente del discurso escrito (aunque aquí caben también sucesos expresados pictóricamente o mediante cualquier otro sistema semiótico que incluye prácticas discursivas tales como la arqueología: el resto material es un documento del pasado). En cuanto a la tempora-lidad del discurso histórico, ésta se manifiesta en el lenguaje de varias maneras: por una parte, a través de los procedimientos de localización temporal, responsable de demarcar los sucesos y asignar a los conteni-dos semánticos el valor de anterior, concomitante o posterior con res-pecto al acto de su enunciación; por otra, mediante la aspectualización que, en el caso de los sucesos, asigna los valores de duración o no dura-ción y de fase (incoativo, mediano o terminal) a cada suceso; los suce-sos también se inscriben en el tempo, en la velocidad con que transcu-rren, su carácter súbito o su lento despliegue, que en sus extremos se inscriben en historias evenemenciales y de larga duración.1 El suceso se distingue del conocimiento que tienen los historiado-res de la historia, de su larga duración, de los periodos históricos y de los acontecimientos señeros que dan forma al conocimiento de la histo-ria, lo que nos da otra distinción de términos y conceptos. Los aconte- 1. Al respecto, Zilberberg [en línea, p. 7] habla de un tiempo directivo, articulado alrede-

dor de la mira y la captación, un tiempo demarcativo, que responde a la anterioridad y la posterioridad, y un tiempo fórico, responsable de la largura y la brevedad.

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cimientos como conocimiento no son dados por los hechos efectiva-mente acaecidos, sino por la información de esos hechos que le llega a los historiadores a través de las fuentes documentales y de los restos materiales que estudian disciplinas como la arqueología. En ese sentido, la historiografía no se presenta como un conocimiento directo de los hechos, sino como una confrontación de sucesivas narraciones e inter-pretaciones, a través de la lectura e interpretación de las fuentes. De modo que el conocimiento de los acontecimientos es una tarea cons-tructiva que se hace a partir del lenguaje.1 De la distinción entre las tres nociones de evento se derivan dos ordenamientos: en uno, el conocimiento de un acontecimiento es ante-cedente de su narración como suceso —serie que identificamos como (H)AS—; en el otro, la narración de un suceso es la fuente del conoci-miento —serie (H)SA—. En ambos casos el hecho real es considerado un presupuesto inaccesible directamente tanto al conocimiento como a la narración: no hay referencia directa a él y, por ello, es puesto entre paréntesis. El hecho acaecido es el presupuesto del conocimiento histó-rico, puesto que ese conocimiento, para que sea considerado conoci-miento de la historia, supone que ocurrieron los hechos. El conocimien-to de los hechos sólo se expresa discursivamente; luego entonces el hecho es también el presupuesto de la narración de sucesos. Además de las distinciones anteriores, es preciso reconocer algunas relaciones entre el análisis semiótico del discurso histórico y la histo-riografía. En cuanto a las relaciones entre el suceso narrado y el hecho, es necesario partir de una definición intuitiva: un hecho es aquello que acaece, para el caso, las acciones del hombre a través del tiempo; a partir de él es posible obtener la definición de la historiografía como narración verdadera de los hechos del pasado. Bajo esta definición pudiera pensarse que el discurso histórico es la imagen de un hecho o un conjunto de hechos ocurridos en un pasado, pero esta imagen carece de un referente que permita su verificación o su fidelidad. Otra alterna-tiva es considerarlo como una imitación de su acontecer dinámico en la temporalidad. Con ello se otorga un estatuto ontológico tanto al hecho como a su devenir en el tiempo y parece concederse la posibilidad de emitir un juicio de verdad sobre la narración de sucesos desde la tempo-ralidad misma. Lejos de ser ingenua, la idea de que la temporalidad de la narración responde a la temporalidad de lo narrado ha recibido, ya desde la Edad Media, la atención de los filósofos: como en Tomás de

1. La historiografía también es un discurso argumentativo: la argumentación está al

servicio de la narración de sucesos.

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Aquino, quien concebía el discurso como un flujo discursivo análogo al devenir de las cosas en el mundo. Sin embargo, tanto el valor de la tempo-ralidad de los hechos como en la del discurso son fluctuantes tanto desde su aprehensión como desde su puesta en discurso. Con respecto a la aprehen-sión, un mismo hecho tiene fronteras temporales distintas de acuerdo al horizonte histórico en el que se le inscribe: no es lo mismo mirar el descu-brimiento de América como hecho singular que inscrito en el marco de las exploraciones europeas, especialmente españolas y portuguesas, en los siglos XV y XVI. Con respecto a la discursivización, el ritmo con que se narran los sucesos hacen alternar los tiempos breves y largos de su enun-ciación: el tempo del discurso, lo mismo se acorta para minimizar un hecho que para subrayar su carácter súbito o su contundencia. En consecuencia es preciso adoptar un punto de vista fenomenoló-gico y reconocer que existe una desproporción de origen entre el hecho acaecido y su significado en el discurso, el suceso narrado. Como lo plantea Ricoeur [1980, 10], apoyándose en Danto [1965], “una oración narrativa es una descripción posible de una acción, pero no la única”:1 es decir, en los términos aquí empleados, una narración es una, entre varias manifestaciones discursivas posibles de un mismo hecho. En ese caso, un hecho es aquello que el lenguaje ‘dice’ que ocurre en el mundo real. Por la presencia de ese decir, el hecho no puede ser sino un ‘objeto intencional’, la meta de una ‘mirada’ o de una intencio-nalidad: el relato apunta hacia la historia, así como también lo hace el conocimiento histórico; cada uno de ellos, respectivamente, posee su propia intensidad (Zilberberg —en línea— habla de ‘foria’) y direccio-nalidad que, en ambos, aunque con su mira propia, se orientan hacia el hecho. De modo que, aunque el hecho real se encuentra fuera del alcan-ce del discurso narrativo y del conocimiento histórico, en ambos casos se busca asir al hecho real como objeto intencional. Al estar fuera de alcance el hecho es una mera asunción de existencia que suponemos se ve reflejada en el acontecimiento y en el suceso: de modo que para referirnos exclusivamente al lenguaje, ‘el suceso es la imagen de ese hecho acaecido si este existiera’. En palabras de Ricoeur [1980, 19]: “La noción de evento [como hecho real, R.F.] funciona como concep-to-límite, como la idea de lo que efectivamente ocurrió, la cual, como el noumenon kantiano, es pensada pero no conocida”.2

1. «Une phrase narrative [...] est l'une des descriptions possibles d'une action, mais non la

seule» [traducción de Roberto Flores]. 2. «La notion d'événement fonctionne [...] comme concept-limite, comme l'idée de ce qui

est effectivement arrivé, laquelle comme le noumène kantien est pensée mais non connue» [traducción de Roberto Flores. Negritas en el original].

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1.1. Los signos y su ordenamiento Es posible considerar semióticamente los dos ordenamientos entre las tres nociones: en el primero, los relatos se apoyan en la existencia de conocimientos; en el segundo, los conocimientos se apoyan en la exis-tencia de relatos. Por una parte tenemos la serie (H) > A > S, que es la manera en que se concibe usualmente la gestación de un texto historiográfico: el relato histórico y su contenido semántico, los sucesos narrados, surgen de los acontecimientos que el historiador reconoce y a los que les asig-na el valor de conocimientos. El conocimiento es conocimiento de lo acaecido en la realidad. El acopio de datos sobre los hechos históricos, su selección y evaluación tienen como objetivo final producir un relato histórico, una narración de sucesos. De modo que el conocimiento personal del historiador, que obtiene al considerar el saber ya acumula-do, al seleccionarlo, compararlo y evaluarlo, es el paso intermedio pre-vio a la escritura de su visión singular de la historia. Por su parte, el hecho sirve de postulado de origen, de fundamento del conocimiento y del relato resultante: es el objeto del conocimiento, referente inaccesible tanto del acontecimiento como del suceso que lo expresa. Dentro del triángulo sígnico de Peirce, el acontecimiento ocupa la posición de interpretante con respecto a un suceso narrado que ocupa la posición de representamen, mientras que el hecho ocupa la posición de objeto. En (H)AS, A ocupa el lugar del interpretante peirceano, en la medi-da en que lo definimos a partir de la descriptibilidad de los hechos pro-puesta por Danto y Ricoeur: más adelante se verá, un hecho es descrip-tible a partir de sus consecuencias para un observador. Esta serie supo-ne la existencia del hecho histórico como condición de una relación referencial, pero esta suposición no se verifica de facto. Primero, por-que el hecho ya no existe, aunque se alegue que existió y que eso basta para garantizar su condición de objeto. Segundo, porque el hecho sólo entra en relación con el conocimiento y con el lenguaje en la medida en que sea expresado por un relato. El saber sobre la historia se obtiene tanto de testimonios de primera mano, como de fuentes primarias y secundarias, e incluso de restos materiales como el dato arqueológico. De modo que el conocimiento histórico no es cuestión de verificación referencial, sino de confrontación de fuentes o de interpretaciones. Leemos historias y con ello suponemos que obtenemos un conocimien-to de lo efectivamente acaecido. Esta suposición sustituye las exigen-cias veritativo-referenciales. La lectura se ostenta como el meollo del quehacer semiótico, análogo a la actitud del lector de una novela que suspende su conciencia de la ficción para adentrarse en la trama y em-

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beberse en ella. Por ello, hay que tomar en consideración la segunda serie. Es preciso notar que, en la serie (H) > S > A, el conocimiento no es considerado como la condición necesaria para poder elaborar un relato histórico, sino como el resultado de la escritura de la historia, su con-secuencia posible: lo que el historiador produce es susceptible de for-mar parte del acervo de conocimientos históricos de la comunidad de historiadores. En este nuevo orden, el evento que es conocido, lo que hemos llamado el acontecimiento no es concebido como lo inteligible de los hechos reales, sino como la comprensión que se obtiene a partir de la lectura de los textos historiográficos, es decir, a partir de la apre-hensión de los sucesos que son narrados. Si en la primera serie el acontecimiento, como conocimiento, ocu-paba el lugar del interpretante, en cambio, en la segunda serie, en la que la narración de sucesos es el antecedente del conocimiento histórico, el acontecimiento es lo inteligible del relato y no lo inteligible de los hechos reales. En tal caso, cuando el acontecimiento es el representa-men, el suceso será su interpretante, mientras que el hecho ―al igual que en la primera serie― ocupará el lugar de objeto. En suma, las dos series mantienen al hecho como fundamento inaccesible pero presupuesto tanto del conocimiento como del relato y, como tal independiente del ordenamiento entre la inteligibilidad de la Historia y la existencia de la historiografía. Un relato es tanto el modo de expresión de un conocimiento como la condición para que se pro-duzca ese conocimiento. La narración de sucesos debe ser, pues, conce-bida como una estructura diferenciadora y creadora del sentido. Estas consideraciones pueden parecer demasiado abstractas y sin provecho o finalidad. Sin embargo, cuando se considera el conjunto del ‘acto’ de historiar a la luz de las propuestas de Ricoeur, es notorio que, en (H)AS, el acontecimiento remite a lo inteligible del hecho sólo en la medida en que se supone la existencia de algo memorable (H) que, se supone, es recogido por el acontecimiento con mayor o menor éxito y fidelidad. Al pasar a ser historia escrita y comprendida, el aconteci-miento aparece como el contenido de la memoria, un contenido cog-noscitivo equivalente a lo inteligible del hecho, un producto de actos de memorización y de rememoración. El acontecimiento es, entonces, un producto que se sitúa como término final de la memoria y como condición del suceso: consecuencia de un hecho supuesto, también es el antecedente imprescindible para que se produzca la narración de sucesos. Si tomamos la segunda serie, aquella en que el relato es la condición de todo conocimiento histórico,

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vemos que el acontecimiento asume el papel de aquello que, dentro de un relato, conservaremos y promoveremos al rango de conocimiento histórico (la novela histórica juega precisamente con esta promoción): el acontecimiento es lo inteligible ‘del’ hecho ‘en’ el suceso; es parte del acto prefiguracional, el primero en el orden de las tres mimesis de Ricoeur (la estructura cognoscitiva universal de la acción), que condi-ciona la configuración (mimesis segunda) de los sucesos en relato, pero también forma parte de la tercera, la refiguración, tercera mimesis, que conduce tanto a la comprensión del relato como a la del pasado, es decir, a la interpretación. Por ello el acontecimiento no solamente es anterior al suceso sino que también es su consecuencia, porque al acon-tecimiento lo extraemos del relato. Bifronte, el acontecimiento mira hacia el pasado pero también hacia el lenguaje, hacia las futuras narraciones que darán cuerpo al recuerdo. Por ello, no sólo será lo memorable e inteligible del hecho, sino también lo enunciable de la historia, la condición de toda enuncia-ción o narración de sucesos. Quizá parezca que se otorga más atención al acontecimiento como signo que al suceso, pero ello se debe a que el primero gira alrededor del segundo para enmarcarlo y definir negativamente sus fronteras. Este gesto estructural inscribe a la narración de sucesos en el seno del cono-cimiento histórico e introduce en éste una diferencia: A’ > S > A”, sien-do A’ diferente de A”: no es lo mismo el conocimiento como fundamen-to cognoscitivo del discurso que como su interpretación. El suceso narrado inscrito en un relato histórico es el pivote del conocimiento histórico en su carácter no sólo de lenguaje sino también de monumento o, mejor dicho, de resto del pasado –recordemos que toda narración es también un hecho de lenguaje—, no del pasado del cual hace el relato (el hecho histórico), sino del pasado constituido por su propia enuncia-ción. Tanto para el acontecimiento como para el hecho, el suceso es una estructura transicional, el ‘en medio’ de A, pero también de H, el fin de la memoria.1 Por ello es que el suceso debe ser, pues, concebido como una estructura diferenciadora y creadora del sentido; su papel como mediador para el conocimiento histórico permite justificar el fundamento semiótico de la historiografía. Por esa razón, en lo que queda de este segundo apartado desplegaré este fundamento al mostrar el modo en que la narración de sucesos es asumida como conocimiento por parte de la enunciación.

1. Para O’Gorman [1949], la historia existe para ser narrada [cf. Flores, 1992].

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1.2 Los sucesos como signos Para que el análisis del relato histórico adquiera amplitud semiótica y no se limite a ser una descripción semántica, es preciso reconocer que los tres ámbitos de existencia del evento histórico–óntico, cognoscitivo y semántico— lo elevan al rango de signo pleno, signo genuino en Peirce, del cual el suceso, el acontecimiento y el hecho constituirán sus respectivos signos degenerados, pasos presupuestos para la constitución de la semiosis histórica plena. Tres son los signos degenerados, pero entre ellos el suceso posee un privilegio pues será preciso partir siempre de él, ya que es el único modo de manifestación de la evenemencialidad histórica. La preeminencia del suceso nos obliga a postular que su des-cripción semiótica será el primer paso del análisis, una descripción de la estructura narrativa del discurso y específica de ese tipo de unidad semántica llamada suceso. Describiremos entonces el relato histórico mediante tres paráme-tros: su orden, su enunciación y su valor como discurso. Estas tres des-cripciones se articulan como recorridos al interior de las diez categorías de signo reconocidas por Peirce y que Marty (en línea) presenta bajo la forma de una retícula que se construye a partir de relaciones de presu-posición unilateral. Las descripciones corresponden a recorridos analíti-cos parciales al interior de la retícula.

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En lo que se refiere al orden interno al discurso, se trata de reconocer la estructura de dependencias de un relato histórico específico, lo que en otros términos llamaremos, aunque con cierta redundancia, la sucesión de los sucesos que lo componen o, también, secuencialidad. Por ejem-plo, José de Acosta [1940, 364-365] narra, en su Historia natural y moral de las Indias, la reacción de Moctezuma la llegada de Cortés a las costas de Veracruz mediante cuatro sucesos encadenados: venir > ver asomar > consultar > decir

Al año siguiente, que fué a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar, la flota en que vino el Marqués del Valle, D. Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que sin falta era venido su antiguo y gran señor Quetzalcoatl.

Los sucesos se ordenan unos con respecto a otros mediante relaciones lógicas de antecedente y consecuente que constituyen la relación de presuposición definida como una relación de dependencia unilateral entre sucesos (ver adelante, el apartado 3). Al establecerse entre suce-sos, sin que otro elemento intervenga, esta relación de dependencia pertenece a la segundidad y hace de cada un suceso un índice de su ordenamiento secuencial. Así, en el relato que sirve de ejemplo, para tener una opinión sobre la llegada de los españoles, éstos tuvieron que haber llegado y ser notados previamente: un suceso no tendría sentido sin sus antecedentes ni sus consecuentes.1 La descripción de la secuencialidad de un relato exige la definición de esta relación, independientemente de su aplicación a un caso singu-lar; se requiere, pues, de un legisigno icónico (311, en la nomenclatura de Peirce) que expresa la cualidad que se desea poner en relieve y que se postula como regla o ley. Con ayuda de ese signo se toma un par de sucesos cualquiera, para el que se postula una relación diádica que se expresará mediante un diagrama parcial concreto que corresponde a un sinsigno icónico remático (211) y, más específicamente, un icono-diagrama, puesto que los sucesos considerados sólo nos interesan como entidades relacionales. Ese signo permite que un suceso remita al otro en virtud de la relación de presuposición que los une, la cual refleja una conexión causal o aspectual de los sucesos, que corresponde a un sin-

1. Es preciso distinguir cuidadosamente las relaciones de presuposición, que tienen un

fundamento lógico e inmanente al discurso, de una relación como la de causalidad: un consecuente no es una consecuencia, ni un antecedente es una causa. De hecho tanto la semiótica peirciana como la greimasiana comparten una gran desconfianza con respec-to a este último concepto.

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signo indicial remático (221: con respecto a la presuposición ver infra, el apartado 3). Este último signo manifiesta el orden presuposicional del conjunto del relato, que es un sinsigno indicial dicente (222). El recorrido permite reconocer el entramado de dependencias que afectan a todos los sucesos de un relato desde un orden local hasta un orden global, desde un par de sucesos hasta la totalidad de sucesos que com-ponen un relato. El relato tiene una existencia semiótica propia que se manifiesta en su estructura relacional interna. Pero ese relato es atribuido a un acto de enunciación que lo produce. La estructura enunciativa de un relato permite abordar la relación que mantiene el sujeto responsable de la enunciación (el enunciador) con el enunciado producido. No se trata del autor, individuo que factualmente se encuentra en el origen del relato considerado, sino de la imagen que del enunciador se produce desde el relato. La imagen es susceptible de corresponder a un indivi-duo que se manifiesta en el relato mediante el pronombre singular en primera persona; en ese caso estamos frente a un ‘Yo’ enunciador, signo del autor José de Acosta, que asume la responsabilidad de lo dicho: “Yo digo que Cortés conquistó Tenochtitlan”. Con ello el enun-ciador asume individualmente la verdad de lo que él enuncia [cf. Jean-Claude Coquet 1997]. Pero la asunción de responsabilidad es suscepti-ble de ser atribuida a una colectividad e, incluso, a un enunciador im-personal, con lo que la verdad aparece como verdad compartida: ‘Sa-bemos que Cortés conquistó Tenochtitlan’ o, también, ‘Se dice que Cortés conquistó Tenochtitlan’, equivalentes a ‘Como es sabido, Cortés conquistó Tenochtitlan’

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El relato se torna así en índice que señala al enunciador. Cuando la imagen de enunciador es la de un individuo que afirma algo y se pre-senta como un ‘Yo’, la enunciación corresponderá a un legisigno indi-cial remático (321). Este signo presenta al relato como un objeto que se conecta directamente con un ‘autor’, como si fuera rastro de él, una expresión o emanación de su individualidad. Pero, si nos situamos en la serie (H) > S > A, que sirve de fundamento a la constitución de un saber historiográfico compartido, enunciado por una comunidad, ese relato pasa a ser considerado como manifestación discursiva de un conocimiento convencional, lo que hace que el relato corresponda a un legisigno simbólico remático (331). Al representar los dos tipos de enunciación –Yo digo vs. Se dice— como una relación entre dos sig-nos, es preciso reconocer que, para el establecimiento de dicha relación se requiere de un postulado de existencia del hecho (H) del cual se habla y que corresponde a una predicación del tipo ‘Eso es o existe’, es decir, ‘La conquista de Tenochtitlan es o existe’ y que corresponde a un sinsigno indicial remático (221): en tal caso el relato sirve de indicio de la existencia del hecho al cual se refiere. Cabe señalar que las tres for-mas de asumir la enunciación del relato histórico —por parte de un individuo, impersonalmente o como un hecho objetivo independiente del enunciador— corresponden a tres formas analizadas por Jean-Claude Coquet [1997]: enunciado Yo-verdad, enunciado El-verdad y enunciado Eso-verdad.

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En el orden del conocimiento obtenido discursivamente, y de manera más evidente, una narración de sucesos, considerada ahora como un relato histórico específico, corresponderá a un símbolo remático (331), es decir, será considerada como un relato singular que se basta a sí mismo para ser comprendido por parte de un lector que conozca la lengua: una persona que leyera únicamente un libro sobre un periodo histórico podría legítimamente afirmar que conoce esa historia. Pero es claro que la historia constituye un ámbito disciplinario, objeto continuo de debates y de consensos inciertos, en el cual el relato singular se inscribe como uno de tantos documentos: en ese caso, se le considera como un símbolo dicente (332) que expresa la visión de un autor en un momento dado de su carrera o a lo largo de su obra, como una posición ideológica particular o como una visión personal del mundo. Por último el relato será considerado como parte de un argumento (333), en la medida en que esa obra y esa visión del mundo forme parte del cono-cimiento humano. Es hasta este momento que se plantea la posibilidad de considerar al discurso histórico en contraste con la ficción, puesto que, desde las estructuras narrativas empleadas en ambos tipos de relato, no hay ma-nera de establecer una diferencia entre ellos. Sin embargo al menos una diferencia es susceptible de ser postulada: si en la enunciación se pro-pone la existencia de un hecho, en el momento en que el relato es ex-presado, esta proposición de existencia requiere ser asumida como

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conocimiento y no como ficción. Las condiciones de asunción de este saber se encuentran en el proceso por el cual una narración histórica entra a formar parte, no solamente del acervo cognoscitivo de la comu-nidad de historiadores o del conocimiento de la humanidad, sino tam-bién de la experiencia del lector que sigue la exhortación de O’Gorman [1949]: “al abrir las páginas que siguen [se refiere a las cartas de Colón], olvide cuanto cree que sabe y, leyendo estas cuatro navegacio-nes portentosas; quizá lo cambie por lo que no sabe que ahora ignora”. Es el lector quien construye la propia historia al apropiársela, al inscri-birla en su memoria e integrarla en al ámbito de su experiencia –una experiencia que no por ser temporalmente lejana, deja de ser constituti-va de su identidad individual—. 1.3 El observador en la secuencialidad narrativa El suceso no es una magnitud semántica autónoma sino que depende tanto de su inscripción en el tiempo que el historiador reconoce y seña-la, como de la relación que establezca con otros sucesos dentro de un mismo relato. Esto significa que el orden secuencial de los sucesos que constituye el enunciado debe ser puesto en relación con la instancia de enunciación representada en el discurso y que fue presentada, en el apartado anterior, en términos de asunción de verdad por parte de un simulacro de enunciación. En términos semánticos, el suceso depende del relato en el que se inscribe: es el discurso el que construye al suceso y no la inversa. La condición mínima de que un suceso sea significativo es que entre en relación con al menos otro suceso. Esa relación a veces es presentada por el historiador como una relación temporal entre un suceso anterior y otro posterior y, en otros casos, como una relación de orden causal, en la medida en que un suceso determinado sea presentado discursivamen-te como la causa de otro suceso. Sin embargo, tanto la relación tempo-ral como la causal,1 derivan del reconocimiento de la relación lógica de dependencia subyacente que se establece entre un suceso antecedente y otro suceso que es considerado su consecuente. Sólo al reconocer las relaciones lógicas entre sucesos es posible decir que un suceso primero adquiere su importancia y su relevancia. Pero el suceso narrado es también un suceso interpretado, es decir, un suceso juzgado en su pertinencia histórica, es decir, con respecto a la asunción de verdad desde el simulacro de enunciación correspondiente 1. De hecho existe un cuarto ordenamiento que corresponde al orden de mención de los

sucesos en el relato, que responde al valor explicativo y argumentativo del texto histó-rico.

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al segundo diagrama del apartado anterior, pero también con respecto a su inscripción en un ámbito disciplinario, que corresponde al tercer diagrama. Por ello debe considerarse que ese suceso no sólo adquiere su sentido por la relación con su consecuente, sino también por la presen-cia de un tercer suceso formado por la intervención del enunciador que ‘observa’ y juzga los sucesos en juego. El enunciador es quien establece el vínculo entre suceso primero y suceso segundo. De este punto deriva uno de los argumentos acerca de la inaccesibilidad de los hechos del pasado: en virtud de que los sucesos narrados adquieren su sentido del relato en que el historiador los inscribe para proponerlo como un suceso relevante e interpretado, ningún testigo –incluso de primera mano— tendrá un acceso privilegiado a los hechos, en la medida en que no cuenta aún con los criterios de relevancia e interpretación que sólo el paso del tiempo proporciona. La presencia de este enunciador es insoslayable puesto que deriva de la condición esencial de todo enunciado, sea histórico o no: la exis-tencia de cualquier enunciado depende del acto de enunciación que le da origen. De modo que un suceso narrado es una magnitud discursiva de carácter relacional que adquiere su sentido por la relación que la enunciación establece entre los sucesos: el antecedente se vincula con su consecuente en virtud de una interpretación. Esta definición de suce-so se desprende de las tesis de Danto [1965] y Ricoeur [1983]: del pri-mero toma la estructura relacional del suceso; del segundo toma la inscripción del problema de la secuencialidad y progresión narrativas en las condiciones generales de la acción —y, añado, de los sucesos—, que es característica de Mimesis I y su paso a Mimesis II, que corres-ponde a la puesta en intriga, es decir, a la configuración de las acciones, y de los sucesos, en relatos. Tanto la estructura relacional de los sucesos como su secuencialidad y progresión narrativas se enmarcan dentro del análisis semiótico del discurso historiográfico como signo pleno. Sin embargo, al abordar los eventos históricos en el marco de una estructura relacional, Danto no centra su reflexión en el enunciado de sucesos, sino que se ubica en el ámbito del conocimiento histórico de los acontecimientos. Este autor establece [1965, 148 y ss] que la des-criptibilidad de un hecho, su promoción al rango de acontecimiento (A1), reside en la relación que tenga con acontecimientos posteriores (A2), que sean reconocidos como consecuencias (causales) del primero. El juicio que tornan relevante a A1 al vincularlo a A2 es obra del histo-riador por lo que, la acción de este último, debe ser tomada como un hecho (H). Este autor se sitúa en los terrenos cognoscitivo y óntico y, al

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hacerlo, ignora las relaciones semánticas entre sucesos y su dependen-cia con respecto a la enunciación enunciada.

Relevancia consecuencial. Es posible que un evento E sea considerado significativo para un historiador H cuando E tiene consecuencias que H considera de cierta importancia [Danto 1965, 134].1

Para Danto, el paso del acontecimiento al suceso —de la investigación a la escritura— no es problematizado: la narración es concebida única-mente desde su contenido informativo y, por ello, es fiel del conoci-miento, al menos como posibilidad ideal de la existencia de una ‘narra-ción pura’ [plain narrative].

Por supuesto que un relativista quisiera poder decir que todas las narra-ciones son significantes en ese sentido, en la medida que todos los his-toriadores se rigen por una especie de propósito moral y por un intento pragmático; esto sirve para determinar la clase de cosas que escriben, la manera en que lo escriben y los eventos que consideran relevantes. Sea esto verdad o no, persiste el hecho de que es posible concebir narracio-nes que no y, al menos, Ranke sostuvo que no tenía un motivo ulterior, que él estaba interesado en decir lo que realmente sucedió y, por lo tan-to, que escribía narraciones llanas [Danto 1965, 133].2

Para él, A2 no sólo es la consecuencia de A1, sino que también forma parte de su explicación. Sin embargo, cuando no se distingue el conte-nido semántico del suceso del contenido cognoscitivo se omiten las explicaciones e interpretaciones implícitas vehiculadas por el acto mis-mo de narrar. Éstas aparecen de diversas maneras: entre otras, mediante el orden de presentación de los sucesos. Confrontemos, por ejemplo, los siguientes enunciados: (1) Juan se cayó de la silla: estaba borracho; (2) Juan estaba borracho y se cayó de la silla. En el primer enunciado se presentan dos oraciones vincula-das por los dos puntos, lo que hace que la segunda oración sea presen-tada como la explicación —el estado etílico de Juan— de la primera, que narra la caída. En estricto sentido no estamos frente a una narración pura y llana, sino frente a un discurso de tipo interpretativo. La caída es el suceso directamente narrado, mientras que el segundo adquiere el 1. “Consequential Significance. An event E may be said to be significant to some histo-

rian H when E has certain consequences to which H attaches some importance” [tra-ducción de Roberto Flores. Itálicas en el original].

2. “A relativist, of course, might wish to say that all narratives are significant in this sense, since all historians are dominated by some sort of moral purpose and pragmatic intent, and this serves to determine what sorts of things they write of, the way in which they write them [subrayado de R. F.], and the events they regard as relevant. Whether this is so or not, the fact remains that we can at least conceive of narratives which do not, and Ranke, at least, claimed not to have such ulterior purpose: he was concerned to say only what really happened an, in this sense, to write a plain narrative” [traduc-ción de Roberto Flores. Itálicas en el original].

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sentido de una explicación y no simplemente de una narración. En el segundo enunciado aparece un par de oraciones coordinadas mediante la conjunción conjuntiva y, cuyo sentido permite reconocer dos signifi-cados del enunciado. En el primero de ellos, estamos frente a la narra-ción de dos sucesos independientes, cuya única relación es aditiva, propiciada por la unidad de espacio, tiempo y actor. Pero esta lectura es restrictiva, en la medida en que es posible considerar que ambos suce-sos están vinculados causalmente: en tal caso sería posible sustituir la conjunción y mediante la conjunción porque. La primera lectura se inscribe en una narración pura, en la que la secuencialidad es meramen-te aditiva, mientras que la segunda introduce una relación causal que da a la secuencialidad un carácter explicativo. En el acto mismo de denominación del acontecimiento se encuen-tra también la intervención de la enunciación, como lo mostró la polé-mica entre quienes hablan del Descubrimiento y Conquista de América y aquellos que púdicamente prefieren la denominación Encuentro de Dos Mundos. Por ello, a la luz de lo hasta ahora expresado aquí, es preciso plantear al interior mismo de la narración que el establecimiento de la relación entre un suceso S1 con su consecuente S2 se produce con las intervención del enunciador, que constituye un suceso S3. A partir de la diferencia entre (H), A y S, la descriptibilidad de A (un conocimiento anterior a su narración) no reside en su carácter de hecho, sino en su capacidad de llegar a ser el contenido semántico de una frase narrativa, es decir, en su calidad de suceso. La enunciación da un sentido, una direccionalidad y un orden a los sucesos y no la con-ciencia histórica del historiador. En consecuencia reconocemos (y en ello estoy de acuerdo) que el conocimiento de un evento histórico no corresponde a la inteligibilidad de un solo término, sino a la relación que éste mantiene con otro término para un tercero. Sólo bajo estas condiciones es posible construir un relato (narración de sucesos) que sea un objeto de conocimiento. Mi punto de divergencia con respecto a Danto es que la relación triádica no involucra hechos reales, ni estric-tamente conocimientos, sino que es el resultado de una narración: tanto S1 como S2 e, incluso, S3 son unidades semánticas que reconocemos en el discurso. Sólo por su expresión semántica (dentro de la serie (H)SA), es posible que los tres términos accedan al rango de acontecimientos conocidos. Un ejemplo claro de esta relación lo constituye la negativa de O’Gorman [1991] a aceptar la expresión ‘Descubrimiento de América’ como una denominación ‘objetiva’ de un hecho histórico, en la medida en que —de acuerdo a su argumentación— no podía haberse nombrado

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un acto del cual no se tenía conciencia. Es decir, ni el protagonista, ni ninguno de sus contemporáneos tuvo o hubiera podido tener conciencia de que el periplo de Colón constituía un descubrimiento. Semántica-mente esta palabra da por sentado que el acto que designa ocurrió ante-riormente: de manera análoga, los rayos X no pudieron ser, en su mo-mento, un descubrimiento para Roetgen. De hecho el objeto —sea un continente o una radiación— no pudo tener existencia para el hombre (existencia como signo) hasta el momento de su denominación, lo que constituye un acto de invención, más que de descubrimiento. De este modo sólo es posible describir un acontecimiento conoci-do, como puede ser la conquista del imperio azteca por los españoles, en función de los acontecimientos posteriores a los que dio lugar: la época colonial, el surgimiento de una identidad nacional mexicana, etc.; por lo que ningún observador inmediato, sería capaz de aprehender la historicidad de lo acaecido en el momento de su acontecer. Por ende, no puede establecerse una relación unívoca entre un acontecimiento que sólo es detectable a posteriori por un observador situado en otro tiem-po y una narración que varía en función de los posibles narradores, es decir, en función de los innumerables puntos de vista posibles sobre la historia. En consecuencia, las narraciones históricas serán aquellas formas variables que tornarán descriptible a un acontecimiento primero, que es considerado invariante, aunque sólo sea por el hecho de ser con-siderado como el acontecimiento de referencia. A diferencia de lo establecido por Danto, en la que el observador era considerado como el historiador, protagonista de un hecho que determina causas y consecuencias, en el caso de la narración histórica el observador es un participante directo del relato histórico, es una repre-sentación discursiva del acto de enunciación que el relato toma a su cargo. No es, pues, el historiador mismo el que se hace presente en su relato, sino una representación discursiva inscrita en el propio relato. Esta precisión no carece de importancia dado que la actividad del pro-pio historiador es tan inaccesible, desde el relato, como los hechos que refiere. A consecuencia de lo anterior, la secuencialidad de los relatos es susceptible de ser analizada como un contenido semántico. Por ello, en lo que resta de este artículo me limitaré a abordar el orden presuposi-cional de los sucesos, sin abordar más su relación con los acontecimien-tos y con los hechos.

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2. La presuposición entre sucesos. La secuencialidad tiene que ser considerada tanto en términos tempora-les, como causales y lógicos. Dada la complejidad de esta problemática me restringiré a la presentación del principio general del encadenamien-to lógico de sucesos. Este encadenamiento permite abordar, en términos semióticamente adecuados, la cuestión de los vínculos que el historia-dor, a través de su discurso, atribuye a los sucesos narrados. La delimitación de la temática tratada supone la reducción de la secuencialidad narrativa y la exclusión de temáticas como las siguien-tes:

- Dejaré el lado la cuestión de los vínculos temporales y causales. - No abordaré la distinción entre acción y suceso: desde la perspec-tiva aquí adoptada, toda acción es un suceso, aunque no todo suceso sea una acción. - Dado que no se aborda de manera directa la semántica de la ac-ción, tampoco trataré la cuestión de los participantes en la acción. - De manera que sólo tomaré al suceso como aquello que en el rela-to se dice que ocurre o sucede.

Al restringirnos de esta manera, se imponen dos operaciones de extrac-ción de los sucesos. En primer lugar, la segmentación del relato en sus secuencias constitutivas. Esta operación es necesaria porque la comple-jidad de los relatos, por más pequeños que sean, y el nivel de detalle del análisis exigen que trabajemos sobre unidades de discurso que sean manejables de manera práctica. No se toma en cuenta la segmentación del texto en oraciones porque se trata de unidades lingüísticas heterogé-neas delimitadas mediante criterios sintácticos y semánticos: aquí se atiende exclusivamente al criterio semántico. Los criterios semánticos de delimitación responden a los criterios aristotélicos de delimitación de la unidad dramática: unidad de tiempo espacio y acción. De modo que una secuencia se delimita por la permanencia de un actor o de un grupo de actores un espacio y tiempo determinados.1 En segundo lugar, la extracción de sucesos. Los sucesos que son considerados son aquellos que afectan o caen bajo la responsabilidad de los protagonistas de la historia. Lo anterior significa que el acto de proferir el discurso, el acto de enunciación —que incluye, como ya se dijo, tanto actos de observación como de interpretación— es considera-do independientemente de los sucesos narrados: son sucesos, pero aje-nos a los sucesos históricos que el discurso dice que sucedieron. A los 1. Además de ser un criterio práctico, la segmentación tiene una justificación teórica,

como se verá adelante, en la medida en que, con ella, se opera la constitución de las secuencias analizadas como unidades semánticas delimitadas.

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sucesos en los que interviene el enunciador los llamamos ‘enunciación enunciada’. A los sucesos en donde intervienen los actores protagonis-tas los llamamos, de manera un poco redundante pero explícita, ‘enun-ciado enunciado’. De modo que el análisis de la secuencialidad se res-tringe al análisis del enunciado enunciado, aunque es posible un análisis paralelo de la enunciación enunciada y de sus vínculos con el primero. Al privilegiar el encadenamiento lógico de los sucesos, se reconoce que la relación fundamental es la de presuposición, en la que un suceso consecuente requiere necesariamente de la presencia discursiva de otro suceso que sea su antecedente.1 Varios autores han reconocido la importancia de este tipo de rela-ción en el ámbito de las ciencias del lenguaje. En primer lugar, debe-mos a Hjelmslev [1980] la definición más general y abstracta del con-cepto. La presuposición forma parte de las relaciones de dependencia entre magnitudes semióticas. Estas dependencias son de varios tipos: las que se establecen en el eje sintagmático del discurso (las sucesiones) y las que pertenecen a su eje paradigmático (las sustituciones); las de-pendencias bilaterales en las que dos magnitudes se presuponen mu-tuamente y las dependencias unilaterales en las que sólo uno de los términos presupone al otro. Aquí sólo serán abordadas las presuposi-ciones sintagmáticas unilaterales en el discurso. Greimas [ver: Greimas y Courtés 1982, 316] utilizó esta tipología de dependencias para plantear un modelo de análisis narrativo; sostuvo que no era conveniente una lectura analítica de los relatos desde el inicio hasta el final en la medida en que no permitía reconocer el víncu-lo necesario de dependencia entre sucesos; en su lugar, propuso una lectura por presuposición siguiendo el eje de los antecedentes, en la que todo suceso —salvo el último— es considerado como antecedente de los sucesos consecuentes; se trata de una lectura que parte del final lógico del relato para identificar cada uno de los antecedentes hasta llegar al inicio [Greimas y Courtés 1982, 316].2 La semiótica narrativa 1. Un desarrollo más formal de la presuposición que el aquí expuesto se encuentra en

Ariza [2003] y [2007]. 2. La lectura de un relato también es susceptible de realizarse siguiendo el eje de los consecuen-

tes, es decir, yendo del inicio al final lógico del relato. Esta lectura da lugar a un modelo de análisis que fue antaño planteado por Bremond [1966] bajo el título de La lógica de los posi-bles narrativos. En dicho modelo, cada suceso tiene el estatuto de consecuente posible de un antecedente. La perspectiva aquí adoptada busca conciliar ambas orientaciones de lectura, que llamo lectura presuposicional y lectura composicional, pero haciendo que la segunda derive de la primera: desde una perspectiva analítica, es preciso leer desde el final para re-montar al inicio, antes de leer de inicio a fin: esta subordinación de un orden de lectura al otro es ciertamente anticlimático, se pierde el suspenso y el factor sorpresa, pero se gana en legilibilidad y comprensión.

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reconoce relaciones de presuposición sintagmática entre enunciados narrativos: “por término presupuesto se entenderá aquel cuya presencia es la condición necesaria para la presencia del término presuponiente, mientras que la presencia del término presuponiente no es condición necesaria para la del término presupuesto” [Greimas y Courtés 1982, 316]. Planteado en términos de las unidades narrativas que componen el esquema narrativo canónico: “en semiótica, la retrolectura del relato permite […], siguiendo el esquema narrativo, poner al día un orden lógico de presuposición entre las diferentes pruebas: la prueba glorifi-cante presupone la prueba decisiva y ésta, a su vez, presupone la prueba calificante” [Greimas y Courtés 1982, 317]. En lexicografía, específicamente dentro de los proyectos de cons-trucción de ontologías [cf. el proyecto WordNet, Miller y Fellbaum 1991, 51] reconocen un tipo específico de relación léxica, que llaman ‘presuposición hacia atrás’ [backwards presuposition]. Este tipo de relación léxica forma parte de los ‘entrañamientos’ [entailments] y se caracteriza por el hecho que ‘la actividad denotada por el verbo entra-ñado siempre antecede en el tiempo la actividad denotada por el verbo entrañante’. Algunos ejemplos de este tipo de relación son los siguien-tes: ‘atar-desatar’, ‘intentar-lograr’, ‘descomponerse-reparar’. Los auto-res aclaran que el significado del verbo presuponiente no forma parte del verbo presupuesto, puesto que entonces estaríamos frente a una sola y misma acción, en la que la relación léxica correspondería a una rela-ción meronímica (parte-todo): uno de los verbos sería un componente, fase, parte o aspecto del otro, por ejemplo en ‘ir a-llegar’. En la presuposición léxica los dos verbos tienen una existencia autónoma, lo cual quiere decir que, dado el verbo presuponiente, el presupuesto es necesario, pero que el verbo presupuesto no necesaria-mente conduce al presuponiente: es posible que un auto se descompon-ga sin que jamás sea reparado, pero si un auto es reparado es que se descompuso. El siguiente esquema representa este tipo de relación léxica, en el que la relación de presuposición está expresada en térmi-nos de relaciones lógicas que conllevan una modalización: si se toma el consecuente como el dato constatado, como en el caso de ‘reparar’, entonces el antecedente, ‘descomponerse’, es lógicamente necesario.

Antecedente: descomponerse > Consecuente: reparar

Unidad narrativa necesaria Presuposición Unidad narrativa dada

En cambio, la relación inversa no posee el mismo estatuto modal:

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Antecedente: descomponerse > Consecuente: reparar Unidad narrativa dada Consecución Unidad narrativa posible

Interpretada de esta manera, la presuposición léxica mantiene induda-bles vínculos con la presuposición sintagmática de la gramática narrati-va, en la medida en que los elementos característicos del esquema na-rrativo canónico se ordenan mediante el vínculo: consecuente dado, antecedente necesario. Así, por ejemplo, una de las unidades narrativas más características de este esquema, el contrato, que pertenece a la fase de la manipulación, se articula mediante los enunciados ‘proposición de contrato’ > ‘aceptación’. Sin lugar a dudas, si existe una aceptación, quiere decir que previamente hubo una propuesta, por ejemplo, de ma-trimonio. No puede haber aceptación sin la propuesta previa y, en la eventualidad en que un personaje aceptara algo, sin su correspondiente propuesta, tendríamos que suponer que ese personaje malinterpretó la situación: se engañó al tomar un comportamiento ajeno como una pro-puesta. En el ámbito de la sociología cualitativa, Heise [2007, en línea] ha propuesto describir secuencias de eventos (ocurridos o nombrados) en términos de las relaciones entre eventos que sirven como prerrequisitos para que se produzcan otros eventos. Este autor propone una batería de preguntas, cuyas respuestas permiten determinar si existe un suceso es prerrequisito de otro o no. Las preguntas son las siguientes:

- Prerrequisitos: ¿___ requiere ___ o un evento similar? - Implicación: ¿La ocurrencia de ___ implica ___ o un evento simi-lar? - Causación histórica: ¿Dadas las circunstancias, ___ fue la causa de ___? - Contrafactual: Suponiendo que ___ no ocurrió. ¿___ podría haber ocurrido de cualquier manera?

Heise considera que las preguntas son mutuamente equivalentes por lo que las respuestas, de ser consistentes, deberán arrojar el mismo resul-tado. Desde un punto de vista lógico, estas preguntas plantean algunas dificultades: por ejemplo, determinar una ‘causa histórica’ exigiría tener una definición clara y distinta del concepto de causa, lo que pare-ce ser difícil, si no es que imposible. En efecto, el concepto de causali-dad es vago y no permite discriminar entre causas alternativas (¿qué causó la conquista de México?), tampoco permite identificar y recons-truir sucesos elididos (causas que no aparecen explícitamente en el relato) o proponer un orden causal jerárquico (el problema de determi-nar la causa primera). Independientemente de dichas dificultades, que

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conducirían eventualmente a invalidar el procedimiento entero, es posi-ble interpretar dos de las preguntas, prerrequisitos y contrafactual, en términos de Consecuente dado – Antecedente necesario, con lo que las dos preguntas serían reformuladas de la siguiente manera:

- Dado el consecuente ¿el antecedente tuvo que haberse producido? - Si el antecedente no se hubiera producido ¿el consecuente hubiera podido producirse?

Cuando se responde sistemáticamente a cualquiera de estas dos pregun-tas, planteadas para cada uno de los enunciados narrativos identifica-dos, se obtiene un árbol en el que las ramas se obtienen con una res-puesta afirmativa a la primera pregunta o una negativa a la segunda. Cabría aclarar, sobre todo en lo que se refiere a la pregunta contrafac-tual, que la búsqueda de antecedentes se hace en el marco mismo del texto analizado; de esta manera la búsqueda se ciñe, por un lado, a lo que el propio texto afirma que sucedió y, por el otro, se evita imaginar situaciones posibles. Esto significa que el reconocimiento de relaciones de presuposición se da dentro del relato considerado, al tomar en cuenta únicamente1 lo expresado en el propio texto, sin consideración de facto-res extra textuales. La presuposición requiere, entonces, que opere sobre un discurso cerrado, dotado de fronteras de inicio y de fin para que el análisis se produzca en la inmanencia del texto. Ahora bien: al plantear la relación de presuposición se torna posi-ble interpretar las secuencias narrativas de sucesos y la integración de series de sucesos en macro sucesos constitutivos de la estructura de los relatos. 2.1 Estructuras en los árboles de presuposición El reconocimiento de las relaciones de presuposición permite elaborar árboles cuya lectura ofrece claves para la interpretación de los relatos en términos de progresión narrativa (consecución de inicio a fin) y de orden jerárquico (integración de sucesos en macro sucesos y descompo-sición de un sucesos en fases constitutivas). En primer lugar, los árboles obtenidos presentan tres tipos de estructuras típicas, de acuerdo al número de antecedentes y consecuentes relacionados en un momento dado del relato. Estas estructuras tienen propiedades características de tipo retórico y narrativo.

1. Dicho esto sin detrimento de que, bajo ciertas condiciones, es posible reconstruir

sucesos o elementos informativos de un relato que no son explícitos. Hjelmslev [1980] llama esta reconstrucción catálisis. El procedimiento amerita consideraciones específi-cas que no serán expuestas aquí.

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Un suceso cualquiera puede tener un único antecedente y, también, un único consecuente: de manera que el árbol toma la forma de un vínculo entre sucesos que, para facilitar su identificación, llamamos estructura en I. Tales estructuras son el resultado de la enunciación de formas narrativas estereotipadas. En ese sentido son estructuras cultural y léxicamente predecibles que no plantean vicisitudes. Tales formas duran el tiempo definido por el contenido semántico de las formas lin-güísticas que las expresan (esencialmente verbos, aunque no exclusi-vamente: considérese el caso de los sustantivos deverbales, como ‘el conquistador’): despliegan tanto la permanencia de los estados como el devenir interno de las acciones que poseen intrínsecamente un fin. Los relatos así formados son susceptibles de ser interrumpidos en cualquier momento para producir una forma débil de suspenso o bien, si se siguen cursivamente producen el suspenso al filo de su lectura: en términos de la intensidad del contenido semántico estamos frente a formas átonas de narratividad. Las estructuras en I poseen un contenido semántico mono-isotópico, es decir, despliegan un contenido semántico temáticamente unitario, a cargo de uno a varios actores cuya interacción construye una única historia. Cuando un suceso tiene dos o más antecedentes se produce una ‘estructura en’ Y o estructura de confluencia. Tales estructuras son el resultado de dos casos posibles: ya sea que el consecuente sea producto de al menos dos antecedentes complementarios, cuya interacción se da bajo el modo de la cooperación y el ajuste; ya sea producto de antece-dentes contrarios o contradictorios cuya interacción se produce bajo el régimen del conflicto y el desajuste. Este último caso es el más intere-sante: un suceso antecedente ve su devenir o su permanencia interrum-pido o, al menos, desviado por la irrupción de un segundo suceso ante-cedente. El suceso que sobreviene produce una discontinuidad en el primero: en términos de isotopías se produce una confluencia de temas, generadora de efectos de sentido nuevos y sorpresivos; un suceso con-secuente adviene al relato como producto de ese sobrevenir; se trata de una forma tónica de intensidad narrativa en la que el lector no sabe qué esperar. En muchos casos la irrupción de un suceso produce un efecto instantáneo y decisivo; en tal circunstancia, los actores del relato man-tienen historias independientes que entran en contacto en el momento del sobrevenir para fusionarse en una sola historia que continuará poste-riormente. La irrupción de un suceso sorpresivo es de naturaleza esen-cialmente dinámica e introduce segmentaciones fuertes en los relatos. En términos retóricos, al producirse la fusión de dos historias distintas que poseen su propio contenido isotópico, se crean efectos de sentido

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que son susceptibles de ser interpretados como una metáfora, entendida en este caso como una fusión de dos temas distintos que son sometidos a una evaluación [Rastier 2003]. Cuando se produce la fusión, entonces es útil comparar la confluencia de dos historias (estructuras en Y) en una sola, no sólo con la metáfora, sino con la sinécdoque (presentar la parte por el todo): ambas historias constituyen partes de un todo que es el relato entero o, al menos, un macrosuceso. La confluencia de sucesos distintos produce relatos en los que los antecedentes se unen a los con-secuentes por acumulación. Finalmente, un suceso podrá ser el antecedente de dos o más con-secuentes distintos; en tal caso estamos frente a una ‘estructura en Y invertida’ o estructura de bifurcación. Los sucesos resultantes son inde-pendientes y, por lo tanto, entre ellos no se produce ninguna interac-ción. Las estructuras en Y invertida dan cuenta de la escisión de la his-toria común de al menos dos personajes en historias independientes. Por tal razón muestran el momento en que una temática monoisotópica se torna en una biisotópica o pluriisotópica. La bifurcación es suscepti-ble de plantearse gradualmente o de manera abrupta (como en un divor-cio) y conduce tanto a formas átonas o tónicas de narratividad. En cier-tos casos uno de los personajes desaparece del relato, su historia ya no es contada, aunque se insinúe su continuidad. Pero en otros, el relato alternará entre una historia y otra para mantener un vínculo planteado por el simple paralelismo de su desarrollo. Un tercer caso, aunque me-nos frecuente, es posible: se trata de un relato que mezcla sucesos fac-tuales y contrafactuales o que se construye como mundos o historias posibles de un mismo personaje. En tales casos, en la medida en que no hay interacción entre los personajes, estamos frente a relatos construi-dos por simple adición: las historias que coexisten entran en relaciones de dominancia y establecen la distinción entre forma y fondo, es decir, una de ellas permanecerá en un primer plano, mientras que la otra pa-sará a un segundo; esas relaciones no son estáticas sino que podrán ser objeto de modificaciones que Rastier [2007, 134-135] llama metamor-fismos (sustitución de una historia en primer plano por otra), transposi-ciones (paso de un historia a segundo plano o, viceversa, paso a primer plano) y metatopías (sustitución de un segundo plano por otro). Dadas las relaciones de complementariedad entre la forma y el fondo, será posible interpretar algunos relatos basados en este tipo de estructura con la figura retórica de la metonimia, en la que las dos historias constitu-yen un relato por simple contigüidad, yuxtaposición o alternancia pero sin fusionarse entre ellas.

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2.2 Ejemplo Un breve episodio, bien conocido, tomado de la Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún [1988: 839], que corresponde a la matanza de nobles mexicanos realizada por los españoles durante la conquista, permitirá ilustrar lo hasta ahora expues-to.

Estando las cosas como arriba se dixo,1 vino nueva cómo el capitán don Hernando Cortés venía con muchos españoles y con muchos indios de Cempoalla y de Tlaxcalla, todos armados y a punto de guerra, y con gran priesa. Y los mexicanos concertaron entre sí de absconderse todos, y no los salir a recebir ni de guerra ni de paz. Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéronse derechos hacia las casas reales donde esta-ban los españoles. Y los mexicanos todos estaban mirando y ascondidos que no los viesen los españoles. Y esto hacían por dar a entender que ellos no habían comenzado la guerra. Y como entró el capitán con todo la otra gentre [sic] en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios. Y luego comenzaron los mexicanos a mostrarse y a dar alaridos ya a pele-ar contra los españoles, echando saetas y dardos contra ellos. Y los es-pañoles, ansimismo, comenzaron a pelear, tirar saetas y tiros de pólvo-ra. Fueron muertos muchos de los mexicanos” [la ortografía correspon-de a la edición consultada].

Estructura en I.2 Es posible reconocer, en primer lugar, una estructura en I en el relato de las acciones de los españoles: ‘Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéronse derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles. Y como entró el capitán con todo la otra gentre en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios.’ Se trata de la estructura de un estereotipo, en la medida en que multitud de escenarios de nuestra vida cotidiana re-quieren llegar a un lugar para iniciar ahí una actividad específica: de hecho la violencia que se desencadena está ya anunciada en los preparativos de guerra, sólo los tiros de alegría representan una sorpresa para los españoles sitiados, pero su punto de vista no es desarrollado en el fragmento.

1. En ausencia de Cortés, Pedro de Alvarado había tendido una celada a la nobleza mexi-

cana; éstos reaccionaron sitiando a los españoles en lo que Sahagún llama ‘las casas grandes’. El retorno de Cortés, proveniente de Veracruz, salva in extremis a los sitia-dos.

2. Para subrayar los tipos de estructura presentes en el fragmento, no presento el árbol completo sino sólo a través de las estructuras parciales más significativas.

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El reconocimiento de estructuras I está sujeto a factores externos al relato mismo; descansa en la capacidad del analista de indicar el este-reotipo que se ve actualizado. Como ya se indicó, el fragmento que sirve de ejemplo para este tipo de estructura se apoya de una forma generalizable de desplazamiento orientado a un fin con el propósito de realizar una actividad; se trata de una forma esquemática subyacente tanto a este relato como a muchos relatos posibles. Al reconocer su esquematismo, el análisis genera una expectativa, la de ver culminadas las acciones ya entabladas. De modo que, si se respeta la estructura en I, la única manera de romper con la expectativa descansa en la interrup-ción imprevista de las acciones: se produce así una forma específica de suspenso que descansa en la no culminación de las acciones. De esta manera el lector es susceptible de apoyarse en el estereotipo para pre-ver, aunque sea de manera local, el desarrollo del relato.

Otro ejemplo claro de estructura en I se encuentra en el final del re-lato: desarrolla el estereotipo de la lucha, articulado bajo la forma de una provocación y una respuesta y que se resuelve con la derrota de uno de los antagonistas.

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Este episodio se desencadena por los tiros que realizan los españoles, lo que parece obligar a los mexicanos a salir de su escondite. El texto se organiza claramente de manera simétrica, creando un efecto de parale-lismo que el desenlace se encarga de romper.

MEXICANOS ESPAÑOLES Esconderse Mostrarse No comunicación Comunicación Prudencia (?) Atemorización Prudencia (?) Alegría Combate Combate Muerte

No sólo se trata de mostrar que, para que se produzca una pelea, es necesario que ambos contrincantes peleen y que, a los tiros de unos, responden los tiros de los otros, el paralelismo se torna más patente cuando se consideran los primeros renglones de la tabla: los mexicanos miran pero no son vistos, mientras que los españoles no los ven y son vistos; unos se esconden y los otros sueltan tiros para mostrar su alegría y mostrarse (dicho esto sin detrimento de que la actitud de los mexica-nos cambiará y al final saldrán de su escondite). Finalmente, en el ámbito emotivo, la alegría de unos contrasta con su deseo de atemorizar a los otros. Este paralelismo corresponde a una suerte de contraste entre contenidos inversos que conjugan, por un lado, la actividad con la pasi-vidad (ver/ser vistos), la reciprocidad (los tiros) y complementariedad (pelear) de algunas acciones y que, en última instancia, hacen recaer el inicio de las hostilidades en el intento fallido de atemorizar por parte de los españoles y en la respuesta inconsiderada de los mexicanos que parecen interpretar ese intento como un ataque.1 Estructuras en Y. Son dos las estructuras en Y principales en la secuencia. La primera de ellas da cuenta del desplazamiento de Cortés y sus seguidores cuando

1. En Flores [2005] he analizado un episodio similar de esta misma Historia, en la que los

españoles intentan infructuosamente atemorizar a los mexicanos para que éstos los to-men por dioses, especialmente el dios Quetzalcoatl, lo que produce, en cambio, un efecto contrario: no era Quetzalcoatl, sino ‘dioses enemigos suyos’. Tal parece que los intentos repetidos de atemorizar constituyen un pivote del relato utilizado sistemática-mente por Sahagún: esto abre la puerta para ver la visión específica del mundo de este autor.

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llegan a Tenochtitlan y se van ‘derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles’.

La dirección del desplazamiento está en función del hecho que Pedro de Alvarado se encontraba sitiado en las casas reales. De manera que la entrada en ese lugar tiene como antecedentes la llegada de Cortés y el sitio de las casas reales. Cabe señalar que esta estructura es la única en el primer párrafo del relato que opera un vínculo entre las acciones de los mexicanos y la de los españoles (es decir, antes que se desencadene la violencia). Sería posible imaginar —aunque nos pareciera absurdo— que esta relación no se produjera en el relato, de modo que la situación se prolongara indefinidamente: los mexicanos permanecieran escondi-dos y los españoles sitiados, cada uno en su lugar, sin entrar más en contacto, lo que equivaldría a que el relato se escindiera en dos relatos paralelos pero independientes. A nivel de las relaciones figurativas del espacio se establece así un contraste semántico entre ‘esconderse’ y ‘estar sitiados’: ambos estados dan cuenta de la incomunicación que existe entre el lugar del sitio y el lugar en el que los mexicanos se es-conden. Pero el texto no despliega un statu quo incierto sino que mues-tra, en la llegada de Cortés y su entrada en las casas reales las dos es-tructuras en Y que vinculan ambos relatos y resuelven violentamente la incertidumbre. En la segunda estructura en Y, un suceso irrumpe en el escenario y desencadena la lucha: ‘Y esto hacían por dar a entender que ellos no habían comenzado la guerra. Y como entró el capitán con todo la otra gente en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios. Y luego comen-zaron los mexicanos a mostrarse y a dar alaridos ya a pelear contra los españoles, echando saetas y dardos contra ellos’. Esta última estructura es la que encamina, mediando la estructura en I final, al término del fragmento, a la muerte de los mexicanos.

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Estructuras en Y invertida. He dejado al último la presentación de las estructuras en Y invertida, por ser aquellas que presentan el intríngulis del relato y son más intere-santes para el análisis. Una estructura en Y invertida presenta las acciones tanto de mexi-canos como de españoles ante la llegada de estos últimos al lugar donde sus compañeros estaban sitiados: ‘vino nueva cómo el capitán don Hernando Cortés venía con muchos españoles y con muchos indios de Cempoalla y de Tlaxcalla, todos armados y a punto de guerra, y con gran priesa. […)] Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéron-se derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles’. Como es posible ver no hay aún interacción entre los contendientes: la inde-pendencia recíproca de sus acciones permite, en especial, que los mexi-canos se retiren pragmática y cognoscitivamente del encuentro: ‘y los mexicanos todos estaban mirando y ascondidos que no los viesen los españoles’.

En el relato es notorio el afán por determinar la responsabilidad respec-tiva de los actores en la contienda. Si bien los españoles habían sido responsables del inicio de las hostilidades, el relato señala los tiros ‘en alegría […] y para atemorizar’ de los españoles lo que hace salir de su escondite a los mexicanos. De manera que no sólo debe atribuirse la responsabilidad de lo sucedido posteriormente a los españoles, sino que también involucra el temor de los mexicanos.

La atribución de la responsabilidad de los sucesos descansa en la ambivalencia de las acciones de unos y otros participantes, lo que su-pone que los sucesos no solamente deben ser considerados en su valor pragmático, sino que también adquieren un valor cognoscitivo. Por un lado los mexicanos deciden ‘no salir a recebir [a los españoles] ni de guerra ni de paz’. Esta decisión debe ser desdoblada en la medida en

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que salir a recibir en son de guerra no significa automáticamente que los recibirían en son de paz y viceversa: se trata, pues, de dos decisio-nes autónomas. El árbol de presuposiciones indica esto mediante una estructura en Y invertida que da cuenta de una ambivalencia que, aso-ciada a la decisión de los mexicanos de esconderse, se plantea a los españoles como un suceso ambiguo que les es preciso interpretar. El hecho de que los mexicanos no se muestran podría ser comprendido ya sea como una negativa a mostrarse pacíficos, como la negativa de mostrarse hostiles o como ambas negativas simultáneamente. Pero

también sería posible que los españoles interpretaran el suceso como una trampa. El fragmento no hace explícita la interpretación de los españoles, sin embargo esta ambigüedad deja libres a los españoles de ejercer su interpretación: en términos de análisis narrativo se dirá que los españoles se encuentran doblemente modalizados mediante el /poder-interpretar/ y /poder-no-interpretar/. Tal libertad opera en detri-mento de los mexicanos, pues les quita el control de las acciones. A su vez, cuando los españoles entran a las casas reales, realizan una acción que también es ambivalente, que da lugar a su representa-ción mediante una estructura en Y invertida. Sin embargo el valor semántico de esta estructura difiere del caso anterior. Los españoles entran a las casas reales disparando sus armas con el fin, dice el texto, de mostrar su alegría y también para atemorizar a sus oponentes. Este doble valor de las acciones no opera, como en el caso anterior, con el propósito de plantea una situación indefinida, sino que busca, como dice el dicho, ‘matar dos pájaros de un solo tiro’. Tal escenario se pres-ta también a que los mexicanos ejerzan libremente su hacer interpretati-vo, lo que contribuye a enturbiar la situación. Vemos, pues, que tanto de uno como de otro bando, la responsabi-lidad en el desencadenamiento de las hostilidades descansa en dos deci-siones desafortunadas que dan al adversario la iniciativa de las accio-nes: situación insostenible producto del rechazo de ambos bandos de responsabilizarse del valor cognoscitivo de las acciones que protagoni-

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zan. Si se considera que, para un fraile cronista del siglo XVI, la narra-ción de sucesos pasados constituye una Historia Moral que manifiesta los vicios y virtudes de los actores históricos y que es juzgada en térmi-nos del pecado, se entiende que la dimisión en el ejercicio de las facul-tades racionales al momento de ponderar los actos constituye un ele-mento negativo dentro de un juicio moral. Sin embargo, el texto no

indica tal juicio, o que supondría una toma de partido por parte de Sa-hagún, sino que se muestra como una narración aparentemente objetiva de lo sucedido. Habría que expandir el horizonte de la investigación para abarcar otros episodios de la misma historia, para poner de mani-fiesto la posición de cronista. No es el objetivo del presente trabajo emprender esta tarea, por lo que me he limitado a hacer los señalamien-tos necesarios para justificar las estructuras parciales de presuposición que el análisis detecta y dar los elementos semánticos que permitan su lectura e interpretación. De modo que, una vez elaborados los árboles de presuposición de cada una de las secuencias que componen un relato, es posible hacer su lectura en términos secuenciales y de progresión narrativa. 3. La progresión narrativa. En los estudios literarios es frecuente el empleo de la expresión progre-sión narrativa en términos bastante ligeros para significar, muchas veces de manera poco consistente, el modo en como se despliega una trama hacia su final, la continuidad en el encadenamiento de los sucesos constitutivos de la trama, la simplicidad de la trama, las relaciones temporales entre sucesos, la existencia de digresiones y rupturas, la articulación entre pasajes narrativos, descriptivos, explicativos, etc. Se habla de distintas formas de progresión: lineal, cíclica, fragmentada, …, cuando no se anuncia el fin de la linealidad de los relatos. Se muestran como evidencia textos señeros de autores ilustres, de Proust y Joyce al surrealismo y Borges. Pero generalmente se abandona todo intento de

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analizar cómo es que se produce el sentido de progresión de un relato que conduce a un final. Sin embargo la progresión narrativa permanece como un criterio central para el análisis de la coherencia de un relato, de su direccionali-dad. Diversas estrategias son puestas en práctica, como la evaluación de la situación final con respecto a la situación inicial, la evaluación del paso de un suceso a otro en términos de la estructura global del relato, el tránsito de un suceso a otro en términos de complicación de una situación (despliegue de una dinámica interna a una situación), tránsito de un suceso a otro con respecto a una meta, etc. Entre otras formas alternativas que tienen los relatos de construir la progresión narrativa se encuentra el orden secuencial de los sucesos: por ejemplo, su orden temporal o causal, aquella basada en la presenta-ción de distintas facetas de una situación, la asociación libre, etc. Todas ellas, sin embargo, se apoyan en mayor o menor medida en la noción de presuposición entre sucesos. Incluso la presencia de regresiones y di-gresiones en la trama o de momentos de stasis en que el relato parece no avanzar tienen su apoyo en el encadenamiento lógico de los sucesos. Lo mismo ocurre con los efectos tempo, de aceleración o ralentización del despliegue narrativo. Más allá de las evaluaciones superficiales, estéticas o pragmáticas, de cómo se llega al final de una trama, es posi-ble examinar esta noción a la luz de la secuencialidad lógica de los sucesos. La secuencialidad se reconoce al seguir el encadenamiento presu-posicional, pero al pasar a una lectura de principio a fin, de antecedente a consecuente, se crea el efecto de una progresión narrativa. Es posible examinar el contenido semántico de los sucesos así vinculados de ma-nera que sea posible examinar el modo en que se establece el tránsito de un suceso a otro. Son dos las relaciones susceptibles de ser reconocidas alrededor de la progresión narrativa: por una parte la relación causal que es posible reconocer entre dos sucesos heterogéneos y, por la otra, la vinculación de dos sucesos en apariencia heterogéneos (condición para su inscripción en el árbol presuposicional), pero semánticamente homogéneos, como fases de un suceso más amplio (macrosuceso), lo que corresponde a un vínculo aspectual entre sucesos.

4. Conclusión Tres semióticas son requeridas como fundamento de cualquier acerca-miento a la semiosis histórica:1 una semiótica narrativa que aborde 1. Además de una semiótica de la argumentación.

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tanto los fenómenos de secuencialidad, como los de duración, de fase de suceso y de causalidad; una semiótica de la enunciación que describa las condiciones de asunción de la ‘verdad’ histórica a través de las estrategias de su enunciación; una semiótica axiológica que ponga en el centro de su atención al conocimiento disciplinario como valor para el conocimiento humano. De entre ellas, la primera nos remite al examen del ‘qué’ de los relatos históricos y tiene como objeto el contenido semántico de esos relatos como conjunto ordenado de sucesos. Las otras dos abordan esos relatos como conocimiento del pasado: primero, como una propuesta de verdad emanada del propio texto y dirigida al destinatario; luego, como una confrontación cognitiva de las distintas fuentes de información histórica, que permite a los destinatarios evaluar el texto en función de otros versiones de la misma historia y, eventual-mente, aceptar o rechazar las interpretaciones de la historia contenidas en ellas. No son las únicas semióticas posibles, otras podrán examinar el contenido argumentativo, los vínculos de la historia con el mito y la leyenda o, también con la ficción, etc. Sin embargo, las tres semióticas propuestas son, a mi parecer, aquellas que abordan el relato histórico en sí mismo y no con relación con otras formas de discurso. Cabe mencionar especialmente la relación que mantiene con el relato de ficción. La tesis que implícitamente se ha sostenido aquí es que, desde el contenido semántico de los relatos históricos, no es posi-ble trazar una línea nítida de demarcación entre historia y ficción; si acaso, será posible examinar los recursos discursivos encargados de producir ‘efectos de realidad’, como postuló antaño Barthes [1984]. En tal caso, se entra en los terrenos de la veridicción (la verdad dicha, el proponer discursivamente algo como verdadero) y de la verosimilitud, ajenos a la verdad como correspondencia con la realidad. Sin entrar más en la cuestión, es posible decir que, desde la perspectiva aquí planteada, el rechazo a la verdad como correspondencia lleva a una verdad com-partida por los historiadores, aunque no sólo por ellos, a partir de la confrontación de historias. Obviamente las tres semióticas aquí indicadas tendrán contornos específicos muy peculiares y diferentes, así como difieren en cuanto a su grado de abstracción, pues, si bien los fenómenos ligados a la se-cuencialidad han sido abordados con detenimiento por la semiótica y la narratología en los últimos años, no ha sucedido lo mismo con un acer-camiento semiótico a la organización de las ciencias. No es, por lo tanto, una exigencia la que aquí ha sido planteada como un señalamien-to de derroteros que contribuyan a orientar el quehacer semiótico coti-diano.

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Las relaciones de presuposición al interior de un relato o texto específico son el indicio de las relaciones semánticas que las unidades discursivas mantienen entre ellas y que deben ser examinadas en deta-lle. Es así como los vínculos aspectuales y causales entre sucesos ad-quieren relevancia para la comprensión del sentido global del discurso analizado. Sin embargo, la presuposición también sirve de soporte a otras muchas facetas del significado, como es el análisis modal de la acción emprendido desde hace varios años por la semiótica narrativa estándar o la metodología de análisis propuesta por la semiótica tensiva en tiempos más recientes. Esta multiplicidad de acercamientos no debe confundirnos, sino mostrarnos hasta qué punto el sentido del discurso no es lineal o unidimensional, sino que presenta muchos ángulos de ataque que es preciso desarrollar. Evidentemente la multiplicidad de acercamientos no significa que todos ellos sean enteramente compati-bles, pero el sustrato analítico común, representado por la presuposi-ción, ofrece vías para su comparación y evaluación. Por otra parte, se trata de propuestas parciales, en mayor o menor grado, que requieren ser refinadas y completadas. Lo que en estas líneas se ha querido pre-sentar es el punto de partida para una reflexión acerca del concepto de suceso narrado y las problemáticas que desde él se suscitan.

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Mathesis III 31 (2008) 61 - 187. Impreso en México. Derechos reservados © 2007 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Compendio de los diez libros de arquitectura de Vitruvio.

(Primera parte)

Vitruvio

HOJA EN BLANCO

HOJA EN BLANCO

Pagina blanca

Mathesis III 31 (2008) 189 - 204. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Historia y filosofía de las matemáticas en el nuevo mundo. Siglo XVIII.

¿Cómo hacer filosofía en América Latina con el desconocimiento de su historia?

Alberto Saladino García 1. Antecedentes Los antecedentes de la historia de las matemáticas en el Nuevo Mundo proceden de la luminosa labor de las culturas mesoamericanas, en parti-cular de los olmecas y mayas, que practicaron en su sistema de numera-ción

[…] el valor de posición y la introducción de un símbolo para denotar el cero. Este sistema de numeración tiene base 20. Ellos utilizaron tres símbolos diferentes para expresar cualquier número, que son: un punto para indicar uno, una barra para indicar cinco y una figura especial en forma de caracol marino para indicar el cero [Valdivia 1996, 104].

Su lectura la efectuaron de abajo hacia arriba y para el efecto recurrie-ron al dominio de la adición, sustracción, multiplicación y división; la escritura fue vertical. De modo que con este sistema de numeración, el más sencillo aportado por el genio humano, pudieron registrar cualquier cantidad. Mas ese dominio de conocimientos matemáticos de la época pre-hispánica fue borrado por la acción de la conquista española, y en su lugar se impuso la ciencia occidental, que en el ámbito de las matemáti-cas inició, primero con el apoyo de conocimientos matemáticos para determinar posiciones astronómicas y geográficas al momento del arri-bo de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, pero su génesis y desarrollo inició formalmente con la enseñanza de temas elementales de aritmética y geometría en los diversos colegios establecidos como consecuencia de la derrota de los mexicas e incas y demás grupos aborígenes a partir de la tercera década del siglo XVI, por lo cual resulta pertinente men-cionar la labor pedagógica de Pedro de Gante y Juan de Tecto quienes fundaron el primer colegio en América, en Texcoco, en 1523, y luego la

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apertura que hizo Pedro de Gante del Colegio de San José de los Naturales, en la Ciudad de México, en 1526. Así la enseñanza y difusión de conoci-mientos matemáticos continuó su expansión y posterior consolidación. Lo notable de ese proceso de divulgación y uso del conocimiento matemático inició con la publicación del libro de Juan Diez Freile, Sumario compendioso de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Perú son necesarios a los mercaderes y todo género de tratantes. Con algunas reglas tocantes a Aritmética (México, Juan Pablos de Bressano, 1556), cuyo valor histórico es indudable por su contenido como por sus intenciones. No sólo fue el primer libro de temas de ma-temáticas impreso en América, sino fue pionero en la inclusión de te-mas de álgebra, de aritmética y geometría aplicada.1 El siglo XVII podría ser considerado el de la consolidación de la producción de temas de matemáticas. Se inaugura con los libros de Felipe Echegoyan, Tablas de reducciones de monedas y del valor de todo género de plata y oro, para el trato y contrato de los reinos de Indias (México, Imprenta de Enrico Martínez, 1603); Pedro de la Paz, Arte para aprender todo el menor de aritmética, sin Maestro (México, Juan Ruiz, 1623); Atanasio Reaton Pasamonte, Arte menor de aritméti-ca y modo de formar campos (México, Viuda de Bernardo Calderón, 1649); Benito Fernández de Belo, La breve aritmética por el más sucin-to modo, que hasta hoy se ha visto: trata en las cuentas que se pueden ofrecer para formar campos y escuadrones (México, 1675). Obviamen-te, fueron escritos otros textos, mas quedaron inéditos como los de Diego Rodríguez, Andrés de San Miguel y Carlos de Sigüenza. Además, durante este siglo aconteció la proeza de institucionalizar la enseñanza de las matemáticas mediante la intervención del merceda-rio Diego Rodríguez al lograr la autorización de la corona para la aper-tura de la cátedra de astrología y matemáticas en la Facultad de Medici-na de la Real y Pontifica Universidad de México, concretada en el año de 1637. Si bien pasó por distintos vaivenes, en esta centuria su obra fundadora la continuaron otros científicos como Ignacio Muñoz y Car-los de Sigüenza y Góngora.

1. Marco Arturo Moreno Corral y César Guevara Bravo han efectuado un análisis acucio-

so acerca del estado del arte, el dominio matemático del autor, las fuentes a las que re-currió, sus implicaciones y el contexto cultural en el que apareció la obra, Juan Diez Freile, Sumario compendioso de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Perú son necesarios a los mercaderes y todo género de tratantes. Con algunas reglas tocan-tes a Aritmética (México, Juan Pablos de Bressano, 1556), edición facsimilar de la Universidad Nacional Autónoma de México, Colección Biblioteca Mexicana Historiae Scientiarum, con estudio introductoria de Marco Arturo Moreno Corral y análisis del contenido de Julio César Guevara Bravo. México. 2006. 99 pp.

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2. Historia de las matemáticas durante el siglo XVIII La implosión de la enseñanza, la investigación, la divulgación y la vinculación de las matemáticas con los asuntos sociales aconteció a partir del siglo XVIII según lo prueba la amplia información existente y de la que he dado cuenta ya en otro trabajo [Saladino 1993, 223-242 y 1996, 159-187]. En particular porque la infraestructura educativa de los virreinatos había aumentado de manera significativa pues muchas de las ciudades coloniales hispanoamericanas contaron con universidades e instituciones de educación superior como Santo Domingo (1538), Gua-temala (1676), Lima (1551), México (1553), Cusco (1621), Santafé de Bogotá (1621), Quito (1622), Charcas –hoy Sucre- (1624), Santiago de Chile (1617), Guatemala (1676), Córdoba (1687), y durante esta centu-ria se incrementaron significativamente con la creación de instituciones que ampararon nuevos contenidos gnoseológicos, en particular la ense-ñanza de las matemáticas, como serían los casos del Colegio de Santa Rosa de Caracas (1725), la Universidad de San Jerónimo de La Habana (1728), La Universidad de San Felipe en Santiago de Chile (1738), la Universidad Tomista en Santafé de Bogotá (1768), el Real Convictorio de San Carlos de Lima (1771), la Real Academia de San Carlos (1781) y el Real Seminario de Minería (1792) en la capital de la Nueva Espa-ña, la Real Universidad de Guadalajara (1793), y la Escuela Náutica en Buenos Aires (1799). Por ejemplo cuando se creó la Universidad de San Jerónimo en La Habana, sus Estatutos consignaron, sobre matemáticas:

Que en la clase de matemáticas se ha de leer con el estilo que en la clase de gramática, para que conforme llegaren los aficionados, hallen lugar, leyendósele a unos los elementos de aritmética práctica, que son las cuatro reglas primeras, con la regla aurea: a otros la geometría elemen-tal y la práctica; a otros la trigonometría y a otros la astronomía […] [Citado por Vilaseca 1985, 196].

La cátedra de matemáticas fue inaugurada el 2 de junio de 1729 y su responsable fue el Lic. Pedro Menéndez, si bien para 1751 se sabe de la existencia dos cátedras de matemáticas aunque la segunda le fue recha-zada su aprobación, poco tiempo después se hacía constar la falta de catedráticos; en 1787 se cerró la cátedra reconocida legalmente, por falta de alumnos [Vilaseca 1985, 196-197]. En general, durante la segunda mitad del siglo XVIII, la enseñanza y cultivo de las matemáticas se encontraba en diversas instituciones de los cuatros virreinatos en una situación, no obstante las precarias condi-ciones culturales prevalecientes entonces y después, de cierto apogeo. En Nueva España desplegaron actividades de amplia resonancia al respecto la Real Academia de San Carlos, en particular, primero por

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Miguel de Constanzó y, luego, por la labor de Diego de Guadalajara Tello desde 1789 quien promovió la enseñanza moderna de muy diver-sos tópicos matemáticos; la encomiable labor del Real Seminario de Minería cuyos ejercicios y presentaciones públicas tuvieron resonancia mediante notas en las publicaciones periódicas, por ejemplo se infor-maba de un acto protagonizado por sus alumnos en el Colegio de San Pedro y San Pablo ante la presencia del Real Tribunal de Minería pues

[…] Don Joseph Mariano Ximénez, Don Miguel Alvarez Ruiz y Don Joseph María Villasante contestaron sobre trigonometría rectilínea, sec-ciones cónicas y cálculo infinitesimal, diferencial e integral con la ex-tensión que se tratan estas materias en la obra elemental de Don Juan Justo García;1

la Real y Pontificia Universidad de México, así como instituciones ubicadas en el interior del virreinato como lo serían los casos del Cole-gio de la Purísima Concepción de Guanajuato para el cual el Real Tri-bunal de Minería nombró el catedrático de matemáticas con la “[…] obligación […] de enseñar la aritmética, la geometría elemental, la trigonometría plana, el álgebra, las secciones cónicas, la geometría práctica, la estática, la hidráulica y la aerometría […]”;2 el Real y Ponti-ficio Colegio Seminario Tridentino y el Real Primitivo Colegio de San Nicolás Obispo en Valladolid y, quizá, la recién creada Real Universi-dad de Guadalajara. Otras ciudades que contaron con instituciones abocadas a la ense-ñanza de las matemáticas lo fueron, en Guatemala a través de la Real Universidad de San Carlos de Borromeo mediante la labor de José Antonio Liendo y Goicoechea, y el Colegio de San Buenaventura que tuvo como propósitos enseñar geometría, además de filosofía, geograf-ía, derecho y teología.3 Con el afán de compartir con la sociedad novohispana los temas de matemáticas que se enseñaban en las instituciones educativas, se orga-nizaron actos públicos donde los mejores alumnos eran examinados y premiados a partir de 1793. Algunos de esos ejercicios fueron publica-dos con los nombres de Exercicios públicos de los elementos de álge-bra y geometría (1793), Exercitaciones mathematicae (1797); De Re Matemática (1798). Por lo que respecta la virreinato del Perú, su tradición la mantuvie-ron viva Juan Rher, quien fungió como catedrático de Prima matemáti-

1. Gazeta de México, compendio de noticias de Nueva España, México: Imprenta de

Felipe Zúñiga y Ontiveros, Tomo VIII, N° 46, 29 de diciembre de 1797, p. 374. 2. Ibidem, T. IX, N° 10, 8 de octubre de 1798, p. 80. 3. Gazeta de Guatemala, Tomo II, N° 78, 10 de septiembre de 1798.

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ca en la Real Universidad Mayor de San Marcos hasta 1756, su sustitu-to fue el eminente científico Cosme Bueno por orden del virrey,1 y a partir de 1795 el responsable de impartirla fue Juan Barrenechea2 que, en su afán por popularizar los conocimientos matemáticos, promovie-ron actos públicos; dentro de esta tradición también contribuyeron otros personajes como Isidoro Celis “lector de filosofía y teología en el con-vento Grande de Santa María de la Caridad de Agonizantes de esta capital y autor del célebre y conocido compendio de Matemáticas y Física newtoniana.”3 En otras instituciones educativas de este virreinato se promovió la enseñanza de las matemáticas como aconteció en la propia capital con la creación, por parte del virrey Manuel de Amat y Junient del Real Convictorio de San Carlos donde introdujo el estudio de “[…] los ele-mentos de aritmética, álgebra y geometría: mandó también que se estu-diase la filosofía moderna […]”,4 el principal catedrático de filosofía y matemáticas fue José Ignacio Moreno quien además se desempeñó como su primer vicerrector. La implosión de la enseñanza de la matemática fue todo un aconte-cimiento en el Nuevo Mundo durante la segunda mitad del siglo XVIII. Lo prueban, en el virreinato de Nueva Granada, el quehacer académico de las principales instituciones educativas de la capital y la labor pione-ra de José Celestino Mutis quien dictó la conferencia inaugural del curso de matemáticas de 1762 y la reforma del plan de estudios de matemáticas que promovió en 1787 en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario. A partir de esa ambientación de la cultura matemática fue común leer noticias del quehacer académico de instituciones educativas de la capital según lo testimonian informaciones del tipo siguiente: “No lograron menos aprecio las [réplicas] que sostuvieron de aritmética y geometría […] D. Francisco Cabal y su catedrático D. Francisco Xavier García, individuos del mismo Colegio [de San Bartolomé] […]. Y el Colegio de Nuestra Señora del Rosario dio pruebas nada equívocas de que sus alumnos […] viven compenetrados de la verdad” [Rodríguez 1978b I, 210].

1. Gazeta de Lima, Lima, Imprenta de la Gazeta, N° 3, desde 9 de junio hasta 28 de julio

de 1756. 2. El Mercurio Peruano, papel periódico de Historia, literatura y noticias, Lima, Impren-

ta de los Niños Expósitos, 1790, Tomo III, N° 95, p. 140. 3. Ibidem, Tomo VIII, N° 277, p. 283. 4. “Literatura Peruana. Noticia de un acto público de filosofía y matemáticas, dedicado a

la Real Universidad de San Marcos, y breve extracto de las Tesis que ofreció sustentar el Actuante”, Ibidem, Tomo VIII, N° 277, p. 283.

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Por lo que respecta al virreinato del Río de la Plata, si bien más tardíamente, la promoción de la enseñanza de las matemáticas se inau-guró con la creación de la Escuela Náutica de Buenos Aires donde

se enseña aritmética, geometría especulativa, y práctica, trigonometría rectilínea, y esférica, cosmología, geografía, uso de los globos o esferas artificiales, hidrografía, navegación, astronomía nautica, álgebra y su aplicación a la aritmética y geometría y curvas ecnicas, cálculo diferencial e integral y mecánica. Se compone hoy esta academia de 26 alumnos.1

Algunos comentarios existentes acerca del nivel y quehacer matemático de dicha institución refieren: “[…] el álgebra se llegaba hasta la ecua-ción de segundo grado con una incógnita, ecuaciones lineales e interca-ladas. En cuanto al cálculo diferencial e integral no se sabe el grado de dificultad que alcanzó la enseñanza” [véase: Sokolovsky, 2009]. Ciertamente, los niveles de enseñanza fueron distintos y cambian-tes. Los principales textos usados como manuales fueron los libros de Benito Bails, Elementos de matemáticas (1779); Juan Justo García, Elementos de aritmética, álgebra y geometría (1782) y Tomás Vicente Tosca, Compendio matemático (1727),2 mas estuvieron acompañados con la consulta e inspiración de conocimientos modernos de matemáti-cas contenidos en las obras de Clairaut, Elementos de álgebra y Geo-metría; René Descartes, Geometría; Duhamel, Geometría subterránea elemental teórica y práctica; Leonardo Euler, Elementos de álgebra; Bernard Fontanelle, Isaac Newton, Principios matemáticos de filosofía natural, Saverien, Diccionario matemático y físico, etc. El reconocimiento de la importancia acerca de los conocimientos sobre matemáticas llevó a que su enseñanza la apoyaran agrupaciones extraescolares en recintos tradicionales como de reciente creación. Así, por ejemplo, Marco Arturo Corral [2007, 126] nos informa:

En 1754 Joaquín Velázquez de León, personaje que desempeñó un re-levante papel en el ámbito técnico-científico de la Nueva España, fundó y presidió una Academia de Matemáticas, en el Colegio de Todos los Santos de la capital novohispana. Existe información que muestra que a esa institución “concurrían muchos estudiantes aplicados a instruirse en este género de estudios”. Aunque se ha dicho que ahí se inició el estu-dio moderno de las matemáticas en México, se desconocen los conteni-

1. Telérafo Mercantil, rural, político-económico e historiográfico del Río de la Plata

(1801-1805), Buenos Aires, Imprenta de los Niños Expósitos, Tomo I, N° 24, 20 de junio de 1801, p. 222.

2. En la Biblioteca Nicolaíta se cuentan con ocho de los nueve volúmenes de la edición de 1757 según información de Carlos Eduardo Mendoza Rosales, quien además presenta el índice de sus contenidos, “Los libros de arquitectura”, Juan García Tapia (coordina-dor), Nuestros libros. Encanto de lo antiguo, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2002, pp. 217-220.

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dos de lo que ahí se enseñó. Se sabe, en cambio, que algunos criollos que luego destacaron como técnicos y científicos, asistieron a aquellas clases. Tal fue el caso de Antonio de León y Gama […].

Además de organizaciones extraacadémicas como la mencionada, otros espacios extraescolares contribuyeron a la aclimatación de la cultura matemática. Por ejemplo, en todos los virreinatos, las publicaciones periódicas dieron amplia cobertura a la difusión de noticias, exposicio-nes y reflexiones sobre temas y problemas de matemáticas. Los saldos de toda esa dinámica actividad de promoción de los cono-cimientos matemáticos lo constituyen la formación de científicos con bases rigurosas, las aplicaciones diversas de este tipo de conocimiento y la pro-ducción de textos empleados con fines pedagógicos y de divulgación acer-ca de su importancia cultural, gnoseológica, económica y social. La relación de textos escritos, algunos impresos y otros manuscri-tos, de los que tenemos noticia es la siguiente: José Saenz de Escobar, Geometría práctica y mecánica (1706); Pedro Antonio Vázquez, Apun-tes de aritmética o Aritmética elemental (1715); José Eusebio Llano y Zapata, Resolución phisico-matemathica sobre formación de los comé-ticos cuerpos y efectos que causan sus impresiones (Lima, Impreso en la Calle de San Ildephonso, 1744); Antonio de Alcalá, Problemas de geometría (1748) y Geometría fundamental (1751); Lorenzo Cabrera, Teoremas matemáticos (1746); luego los jesuitas aportaron textos que, en su mayor parte, no alcanzaron las prensas, son los casos de Diego José Abad, El nudo más intrincado de la matemática, que parece fue publicado en Ferrara y Compendio de álgebra; Francisco Javier Alegre, Elementos de geometría y Secciones cónicas (Bolonia s/f); José Celes-tino Mutis, Discurso preliminar pronunciado en la apertura del curso de matemáticas (1762), Plan provisional para la enseñanza de las matemáticas (1787) y Método matemático (s/f); Manuel Martínez de la Rueda y otros, Certamen o conclusiones matemáticas defendidas en esta Universidad de San Marcos (Lima, Imprenta Real, 1768); José Ignacio Bartolache y Díaz de Posadas, Lecciones matemáticas que en la Real Universidad de México dictaba (México, Imprenta de la Bibliote-ca Mexicana, 1769); Agustín de La Rotea, Elementos de geometría (1774); Juan Bautista Blanes, Tablas para resolver todos los problemas de trigonometría (1784) y Aritmética y álgebra aplicada a varios asun-tos de geometría, trigonometría, náutica, física, minería, cómputo ecle-siástico y astronomía (1789); Antonio León y Gama, “Carta al autor de la Gazeta de México” acerca de la propuesta sobre la solución al pro-blema de la cuadratura del círculo” (1785); Isidoro Celis, Elementa philosophiae, quipus accedunt principia matemática verae physicae,

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prorsus necesaria, ad usus academicos scholaris, ac religiosae juventu-tis collegii liman Sanctae Mariae Bonae Mortis (Madrid, Tudescos, 1787); Diego de Guadalajara, Lecciones elementales de matemáticas (México, 1790) y Representaciones del director de matemáticas D. Diego de Guadalajara, sobre el método que se propone enseñar en el curso de geometría (1792); Arithmética practica que comprende las más principales y necesarias reglas de cuentas para principiantes (Buenos Aires, Real Imprenta de los Niños Expósitos, 1792); Joseph Martínez de Lizárraga, Cuadernos de principios de Aritmética (1804); Manuel José Ruiz del Burgo, Proposiciones matemáticas que presenta a examen en público en la Real Universidad de San Marcos (Lima, Imprenta de la Real Casa de Niños Expósitos, 1794) [Saladito 1998, 120-123]; Pedro Martínez de Lizárraga, Cuadernos de principios de aritmética; Juan José Padilla, Noticias breves de las reglas de la aritmética (Guatemala, Imprenta Franciscana, s/f). Obviamente otros manuscritos esperan su rescate de los archivos o bibliotecas. Debe añadirse el hecho insólito de que en pleno siglo de Las Luces hubo una actividad de difusión sorprendente porque se editaron publi-caciones periódicas ex profeso para fomentar los conocimientos ma-temáticos, por ejemplo la labor pionera de José Ignacio Bartolache con su Mercurio volante con noticias de física y medicina (1772-1773) y Diego de Guadalajara con Advertencias y reflecciones sobre el buen uso de relojes y otros instrumentos matemáticos, físicos y mecánicos (1777), amén de que casi todas los periódicos de los últimos años de vida colonial incluyeron artículos, informaciones, notas o reseñas que evidencian el dinamismo del quehacer de las distintas ramas de las matemáticas. También cabe referir que distintas asociaciones promovieron con-cursos, premios, sesiones públicas, para impulsar el estudio de las ma-temáticas. Dos casos cito, para probarlo, “Un premio de 100 pesos al que en el examen general de matemáticas puras obtenga el primer lugar, 50 al del segundo lugar y 25 al del tercero […]” convocado por la Real Sociedad Económica de los Amigos del País de Guatemala1 y el “Pre-mio de Aritmética” convocado por la Real Sociedad Patriótica de La Habana.2 Como puede apreciarse, existió una persistente actividad orientada a aclimatar la cultura de la matemática en la que participaron gobierno, instituciones, asociaciones y personajes esparcidos en toda la geografía

1. Gazeta de Guatemala, Tomo III, N° 112, 8 de julio de 1799, p. 62. 2. Papel periódico de la Habana, N° 5, 17 de enero de 1805, p. 18.

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de los territorios coloniales y más allá de las capitales virreinales. Mu-chos de esos personajes legaron impresos o manuscritos que se conser-van, pero de otros sólo sabemos por su actividad pedagógica y extraes-colar. Por ello, deben añadirse los nombres de Juan Antonio de Mendo-za y González, quien firmaba como “profesor de ciencias matemáticas y astronomía […]”, religioso que vivió en Puebla donde desempeñó su labor entre 1707 y 1728 y Lorenzo Cabrera, Juan Benito Díaz de Gama-rra en San Miguel el Grande; Diego José Abad y Agustín La Rotea cuyas actividades las desarrollaron en Querétaro; Bernardo Joseph de Pian y Escoto en Valladolid –hoy Morelia-; José Ávila Roxano, Manuel Castro, Miguel Constanzó, Pedro Gómez de la Cortina, Andrés Joseph Rodríguez, Manuel Ruiz de Tejada, Joaquín Velásquez de León, en la Ciudad de México; José Quiroga en Buenos Aires; José Antonio Lien-do y Goicoechea en Guatemala; José Fernández Pinto Alpoim y Antô-nio Pires da Silva Pontes en Río de Janeiro, etc. Con relación a las estadísticas de alumnos que asistieron a cursos de matemáticas, puede considerarse que fueron varios centenares. Para consta-tarlo basta referir que en Buenos Aires se informó de veintiséis alumnos inscritos en la Escuela Náutica en 1801 y en la Ciudad de México, sólo en el Real Seminario de Minería se cuenta con los datos siguientes: once en 1799; dieciséis en 1800; diecinueve en 1801; veinte en 1802; diecisiete en 1803; veintiuno en 1804; veinticuatro en 1805; dieciséis en 1806; trece en 1807, y veintiuno en 1808 [Aceves y Mendoza 2001, 472]. En fin, la historia de las matemáticas permite exhibir la expansión e impacto de estos tipos de conocimientos científicos a través de su insti-tucionalización, así como materia prima de reflexión, por lo que puede sustentarse que la filosofía de las matemáticas en el Nuevo Mundo tiene su génesis en el siglo XVIII. Filosofía de las matemáticas Obviamente, durante el siglo XVIII fue inexistente el uso de la expre-sión filosofía de la ciencia, y consecuentemente de filosofía de las ma-temáticas, pero algunos de los temas que tal disciplina trata sí fueron abordados entonces y ahora los podemos referir si recuperamos la con-cepción que en el Nuevo Mundo, durante esta centuria, se propaló acer-ca del ejercicio de la historia y de la filosofía de las matemáticas. En efecto, una de las principales publicaciones periódicas editadas en la última década del siglo de la ilustración difundió:

Mientras el historiador se ocupa en la narración de los sucesos […], el filósofo medita y discurre, guiado de la reflexión y de la sabiduría; y así observando en las historias tanta multitud de hechos, las más de las ve-ces contradictorios, indaga y descubre las causas que los pusieron en

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movimiento. Por este camino encuentra prodigios a cada paso: ve que las acciones más grandes son por lo común efectos de la necesidad, de la opinión, y del curso y alternativa de los tiempos.1

Entonces si la función del filósofo estriba en considerar los hechos, analizarlos y reflexionarlos críticamente para determinar el sentido de su existencia, eso puede hacerse con el cúmulo de datos históricos que sobre la enseñanza, difusión e investigación de las matemáticas aconte-cieron. Así puede reflexionarse sobre sus bases gnoseológicas, epistemoló-gicas, metodológicas, su cientificidad, compromisos sociales y alcances humanísticos, como lo sustento a continuación. 1. Concepción racionalista. La práctica de las posiciones filosóficas sobre la ciencia ponen de manifiesto el interés por coadyuvar al escla-recimiento de los fundamentos de la realidad y la principal vía lo cons-tituyó la promoción de los conocimientos matemáticos, a los que se concibió como productos genuinos de la capacidad racional, en conse-cuencia el racionalismo fue erigido en la principal posición gnoseológi-ca con la cual se respaldó la práctica y alcances de las matemáticas. De esta manera las reflexiones filosóficas sobre las matemáticas llegaron a ser presentadas como la expresión más contundente de racio-nalidad:

Un teólogo, un abogado, un médico, todos los hombres destinados al bien de la República ¿de qué le servirán si sus raciocinios son emana-ciones de una filosofía diametralmente opuesta a la razón? [...]. Sin los elementos de aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, etc., yo no sé qué hombres útiles pueda tener la patria, ni qué progresos pueda hacer la razón [Rodríguez 1978a III9, 2-3].

De esta manera aconteció el reconocimiento del racionalismo como principal amparo filosófico para el desarrollo de las matemáticas, entre otras motivaciones porque el conocimiento de las ideas cartesianas en el campo de la ciencia resultaba convincente para el fomento de la ciencia moderna. 2. El quehacer matemático otorga fundamentos epistemológicos para proceder científico. La expansión de esa expresión filosófica en el desa-rrollo de la ciencia en general y de las matemáticas en particular se prueba con obras que pueden ser consideradas como testimonios precla-ros de las reflexiones iniciales de la filosofía de las matemáticas, por

1. El Mercurio Peruano, papel periódico de Historia, literatura y noticias, Lima, Impren-

ta de los Niños Expósitos, 1790, Tomo I, N° 13, p. 116.

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ejemplo el texto de José Ignacio Bartolache y Díaz de Posadas, Leccio-nes matemáticas que en la Real Universidad de México dictaba (Méxi-co, Imprenta de la Biblioteca Mexicana, 1769), acerca del cual se ha suscrito que:

[…] la obra no es un curso de matemáticas, sino más bien es un texto epistemológico que habla del método matemático y define su alcance y limitaciones. Para justificar esos estudios, su autor dijo que esa metodo-logía podía ser aprovechada por cualquier ciencia y afirmó que de ella: “sírvense los geómetras para inquirir y enseñar metódicamente la ver-dad de definiciones, axiomas, postulados, teoremas, problemas, corola-rios, escolios y lemas.”

Nuestro personaje dio la definición precisa de cada uno de esos términos y, a lo largo de 44 páginas, disertó sobre el método en las ciencias, o método científico. Siguió, sobre todo, a René Descartes […] [Moreno Corral 2007, 136-137].

De modo que la labor orientada a fomentar la cultura matemática tuvo como fundamento a la filosofía al efectuar la demarcación del uso de conceptos, que alcanzó no sólo los tópicos de cada una de las ramas cul-tivadas entonces, sino éstas, como sucedió con la geometría a la cual se le definió como “[…] la madre de las ciencias y las artes, por cuyo medio se sujeta a exactísima medida toda especie de líneas, superficies y sólidos: es decir, cuanto hay en el universo […]“ [Rodríguez 1978c, 369-370]. 3. Perspectiva metodológica. El sabio José Celestino Mutis, patriarca de la renovación científica en el virreinato de Nueva Granada, dedicó, como pionero de la ciencia moderna, múltiples esfuerzos para la acli-matación de la enseñanza de las matemáticas, y tuvo la virtud filosófica de amparar su labor en el reconocimiento de la importancia del carácter metodológico de esta ciencia. En efecto, su magisterio lo abrió con la comprensión galileana de “[…] que el mundo era un gran libro y aun-que abierto para todos, muy pocos sabrán leerlo, por estar escrito con cifras y caracteres matemáticos” [Mutis 1982, 35]. De manera que erigió a las matemáticas en procedimiento meto-dológico para posibilitar el escudriñamiento riguroso de la realidad y, por ende, el avance del saber, al enfatizar [Mutis 1982, 39]:

Todos estos descubrimientos de la Filosofía moderna, van acompañados de los conocimientos matemáticos, sin los cuales no podrían adelantarse unas verdades de tanta importancia. Muy semejante a estos descubri-mientos es el modo de computar las alturas de los montes, y de la ele-vación de los lugares sobre el nivel del mar, descubierto en el Perú por los Académicos Franceses y por nuestros españoles Jorge Juan y Ulloa, medio el más oportuno y de que me valdré para medir la afamada altura del prodigioso Salto de Tequendama, que no está determinada. Este es

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un corto diseño de las utilidades de las matemáticas en la averiguación de la naturaleza […].

Por ello recomendó la pertinencia de otorgar una sólida formación matemática a la juventud para que contara con las bases teóricas sufi-cientes mediante las cuales incursionar creativamente en las demás ramas de las ciencias. O sea, los conocimientos matemáticos los visua-lizó como instrumento para acceder a explicaciones rigurosas de la realidad. Más aún, Mutis enseñó el método de las matemáticas como sinóni-mo de método científico en las lecciones que dictó en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario al sustentar [Mutis 1982, 125-126]:

Todo el artificio de las matemáticas, su certidumbre y solidez consisten en el admirable orden de que usan los matemáticos para enseñar sus dogmas. Nada hay en las matemáticas, que no esté fundado en pruebas extremadamente severas. El orden con que se procede en las resolucio-nes y demostraciones es tan exacto y riguroso, que nada se admite, nada se deja pasar sin prueba. Ha merecido esta ciencia por la solidez que le es muy particular, calificar todo el método exacto en cualquier materia que sea. Y este modo de proceder los matemáticos es lo que se llama método geométrico. Todo el método geométrico tiene por base fundamental tres reglas generales, cuyas verdades hacen conocer todo el mérito de aquel admi-rable método. La primera es, que de las ideas más sencillas y más generales se ha de subir a las más compuestas y menos generales. La segunda es, que en la definición de los términos nada quede os-curo, nada quede ambiguo. La tercera es, que todas las proposiciones, cuyas verdades no cons-tan a primera vista por la significación y percepción de los mismos términos con que se enuncian, se hayan de probar demostrando muchas verdades, y por medio de las definiciones supuestas, los axiomas con-cedidos y las proposiciones ya demostradas.

Lo primero que salta a la vista es la apreciación de las matemáticas como conocimiento científico paradigmático por su exactitud y su ri-gor; luego por los rasgos del proceder: la combinación de la inducción y la deducción, la conceptualización y la demostración. Entonces la concepción cultivada sobre los conocimientos matemáticos en el Nuevo Mundo durante el siglo XVIII implica aportar bases teóricas para emu-larlos. 4. Los conocimientos matemáticos confieren cientificidad. Con base en la consideración relativa al rigor metodológico como se procede en la construcción de conocimientos matemáticos, los científicos del siglo XVIII reconocieron su uso incluso como forjadores de cientificidad al proporcionar verdades sólidas:

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Desde que empecé a saludar los Elementos de Euclides y Wol-fio, siempre he mirado a las ciencias exactas como las únicas que merecen el nombre de ciencias: he visto que las verdades geométricas son las solas verdades absolutas que existen en el Mundo, después de la Revelación […].1

Esa función asignada de modelos de conocimientos es lo que sus-tenta la concepción de su amplia importancia gnoseológica como base para el progreso del saber al inspirar y posibilitar su enriquecimiento según lo apuntó el sabio Francisco José de Caldas, quien además de informar de la existencia de dos cátedras de matemáticas en Santafé de Bogota, difundió: “Los rudimentos de aritmética, geometría y trigono-metría plana, de que tenemos buenos compendios, el conocimiento de los círculos de la esfera, y de las constelaciones más notables […] [además de instrumentos propios] bastan para forjar la geografía”.2 5. El quehacer matemático promueve disciplina y rigor intelectual. Para los científicos del Nuevo Mundo fue claro que los conocimientos matemáticos tuvieron implicaciones educativas de primordial importan-cia toda vez que coadyuvarían a forjar mentalidades creativas por fo-mentar el hábito de la abstracción y la disciplina intelectual. Ese fue uno de los objetivos que le asignaron a su enseñanza. Los resultados al respecto lo testimoniaron los intelectuales más prominentes de entonces y fue difundido su valor como principal esti-mulador de la creatividad científica. José Antonio Alzate incluyó la siguiente reflexión en su Gaceta de Literatura de México: “[…] el ge-nio inventivo es el que todo lo ejecuta. Es verdad que los conocimientos matemáticos rectifican al genio, y por este motivo son sumamente úti-les; pero éste puede por sí sólo inventar, y las reglas por sí solas harán un limitado copista […].”3 O sea, los conocimientos matemáticos posibilitan la disciplina inte-lectual y, en consecuencia, la creatividad, en tanto su aprendizaje mecánico la limitan, por no decir, la frustan. 6. Los conocimientos matemáticos promueven el bienestar social. Es consabido que a la ciencia moderna le es inherente, desde su génesis, la preocupación por promover la repercusión social de sus resultados, por lo cual los desarrollos de los conocimientos matemáticos también estu- 1. Epitropo Diabitio, “Carta en que se propone una nueva conjetura, sobre los remedios

preservativos y curativos de las pasiones violentas, especialmente la del amor”, Mercu-rio Peruano, Tomo VIII, N° 245, p. 18.

2. Semanario del Nuevo Reino de Granada, Tomo I, N° 6, 7 de febrero de 1808, p. 84. 3. Gaceta de Literatura de México, Tomo II?, 25 de enero de 1791, p. 128.

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vieron orientados a impulsar esta perspectiva. Enmarcado en ella Diego de Guadalajara sustentó, según Magally Martínez Reyes [2002, 120], que:

[…]. Las matemáticas son importantes en la pintura por sus principios de perspectiva, en la escultura se utiliza la geometría de sólidos y, en general, se emplean las matemáticas en dinámica, óptica, estática e hidráulica. En su diario, Guadalajara mencionó la importancia de: La geometría en la exactitud de las medidas, la mecánica para explicar co-rrectamente la potencia motriz, la analítica que sirve en la resolución de los diversos problemas de relojería, el dibujo en función de dar propor-ción y simetría, y por último la música para brindar un sonido acorde de campanas y flautas.

De hecho en distintos textos existen amplias referencias sobre los be-neficios sociales del estudio de las matemáticas, que van más allá de los referentes tradicionales, así por ejemplo aparecieron noticias acerca de que “La Aritmética política tiene por objeto indagar y calcular el poder, la fuerza, la riqueza, o la miseria de un estado o provincia: y esta averi-guación no puede hacerse sino por medio de unas nociones exactas de la población, de las entradas y salidas de los frutos y efectos, y del consumo de estos mismos efectos y frutos”.1 Igualmente, su impacto social se intentó evidenciar sobre las am-plias y sugerentes actividades que han intentado erigirse en signos de la modernidad a través de los progresos técnicos. De este modo llegó a informarse:

Los alumnos de la Escuela de Geometría de la Academia Real de San Carlos de esta Nueva España hicieron públicamente sus tentativas con dos globos aerostáticos la noche del día 17 del corriente en el parque del Palacio, el uno de seis varas poco más de diámetro y su correspon-diente circunferencia, y el otro poco menor.2

7. A la matemática le es inherente la vocación humanista. Con cierto dejo de preocupación uno de los miembros de la Sociedad Académica de Amantes de Lima suscribió un hermoso texto para promover el estu-dio de las matemáticas donde arriesga la idea de su utilidad como profi-laxis para moderar las pasiones violentas, en especial el amor. Así la vinculación entre matemáticas y condición humana las expone en los términos siguientes:

[…]. Desde el más simple axioma de geometría hasta el abismo del cálculo, y de álgebra, se trilla un camino espacioso, lleno y claro: se pa-sa de verdad en verdad: una sirve de escala para llegar a otra, y desde esta última se descubre otra más allá que llama la atención, y no permi-

1. Gazeta de Guatemala, Tomo I, N° 19, 12 de junio de 1797, p. 148. 2. Gaceta de México, compendio de noticias de Nueva España, Tomo I, N° 47, 20 de

septiembre de 1785, pp. 392-393.

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te descansar hasta alcanzarla. Las dudas no pueden entorpecer el vuelo enérgico y seguro del entendimiento, que se halla como absorto en la inmensidad de la demostración. Un compás, una pantómetra, un a-b, son otros tantos objetos magnéticos, que atraen a todo aquel que ha lle-gado siquiera a la 30ª proporción de Euclides. La simple vista de estas cosas, el solo nombre de Newton, es capaz de auyentar todo pensamien-to extraño. En una palabra un matemático no puede estar ocioso; porque siempre busca la verdad, nunca deja de hallarla, y se enajena en medi-tarla. Por consiguiente las pasiones no encuentran en él, aquel hueco que necesitan para introducirse y fortalecerse.1

Como queda evidenciada la práctica de las matemáticas, cuyo rasgo de cientificidad es indudable, resulta útil para amortiguar las pasiones humanas, por eso puede decirse que el quehacer matemático fue conce-bido como saber profundamente humanista. De modo que se observa un profundo reconocimiento de las ma-temáticas como saber prototípico de la ciencia, de la modernidad, al exhibir su posición racionalista, su rigor conceptual, la posición para-digmática de su método de investigación, las bases teóricas con las que aporta los criterios de cientificidad a las demás ramas del conocimiento, la función forjadora de disciplina y rigor intelectual, su compromiso social para coadyuvar a la solución de la problemática existente tanto en los ámbitos culturales, económicos, gnoseológicos, políticos y socia-les, y su carácter humanista. Así los ilustrados hispanoamericanos des-plegaron reflexiones indiscutibles de temas de la filosofía de las ma-temáticas, pues el conocimiento de la historia de las matemáticas per-miten probarlo. Referencias ACEVES PASTRANA, Patricia y MENDOZA ZARAGOZA, Martha.

2001. “La institucionalización de la ciencia moderna en México: el Real Seminario de Minería”, contenido en: Martha Eugenia Rodríguez Pérez y Xóchitl Martínez Barbosa (coordinadoras), Me-dicina novohispana. Siglo XVIII. México: Academia Nacional de Medicina/Facultad de Medicina de la UNAM.

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MORENO CORRAL, Marco Arturo. 2007. Las ciencias exactas en México. Época colonial, México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

1. El Mercurio Peruano, Tomo VIII, N° 245, p. 21.

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Mathesis

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————. 1978b. Papel periódico de Santafé de Bogotá, 1791-1797. Bogotá: Banco de la República. Edición facsimilar. Tomo I, N° 25.

————. 1978c. Papel periódico de Santafé de Bogotá, 1791-1797. Bogotá: Banco de la República. Edición facsimiliar. Tomo I. Su-plemento del N° 45.

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VILASECA FORNE, Salvador. 1985. “Matemáticas y astronomía en la historia de Cuba”. Quipu. Revista Latinoamericana de Historia de la Ciencia y la Tecnología. 22: .

Mathesis III 31 (2008) 205 - 207. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

A People’s History of Science

Tom Archibald

Clifford. D. Conner. 2005. A People’s History of Science: Miners, Midwives, and “Low Mechanick”s. New York: Nationn Books. ISBN 1-56025-748-2. xiv+554 pp.

The ‘Science Wars’ in Anglo-Saxon Academia stemmed from the notion that historians of science had taken as one of their main aims the critique and destruction of the privileged character of scientific knowledge. By portraying scientists as interested players who themselves use a wide variety of human means to make their theories and practices dominant, and to give them-selves prestige and power, many writers of the past few decades have elic-ited outraged responses from certain members of the scientific community, who quite naturally saw such studies as a possibly threatening trend. How-ever, the giant size and economic importance of contemporary science protects it effectively from being harmed by the pesky gnat of critical history and broader science studies, and newly-trained scientists in the main digest a version of the ‘scientific method’ that is a kind of high school version of logical positivism. Nonetheless, this critical turn has produced some wonder-ful scholarship, even if the revisionist images of science it has articulated remain largely invisible to scientists themselves. The question of how to communicate key features of this scholarship to a broad audience natu-rally poses itself to authors writing synthetic works on the history of science, technology, and medicine. Clifford Conner’s approach in this People’s history is to follow in the footsteps of Howard Zinn, author of The People’s History of the United States. Zinn, a good old-fashioned leftist who visited Hanoi with Daniel Berrigan and played a role in the Pentagon Papers affair, took history from below as his fundamental method, and the subtitle of Con-ner’s work reveals his own debt to this approach. The result has a kind of nostalgic interest. Much of the scholarship Conner uses to create his people’s history is itself profoundly indebted to Marxist ideas, albeit indirectly. Conner remains solidly embedded in the older paradigm, as

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his credit to the originators of his approach —Boris Hessen and Edgar Zilsel— shows. His argument, that science rests on a base of craft and practical knowledge, stretching into prehistory and with the artisan as the emblematic proto-scientist, certainly has much merit in particular cases, and his presentation rests on the basis of much decent scholarship. The book is accessibly written at an early undergraduate level, well-illustrated, and equipped with a good bibliography and index. Perhaps unfortunately, the material treated is selected specifically to highlight the basic thesis that science needs to be transformed to serve the interests of the people, and that “modern science will continue to be blindly destructive as long as its operations are determined by the anarchism of market economic forces” [p. 499]. The chapter titles reveal the general direction of the discussion: ‘What ‘Greek Miracle’?’, and ‘Who Won the Scientific Revolution?’ for example. The book resonates with dark state-ments about various aspects of science, and the conclusion to be drawn is spelled out:

The sexual imagery of penetrating, torturing, and enslaving Mother Na-ture should not be dismissed as harmless figures of speech unrelated to the way seventeenth-century gentleman scientists perceived the world. The subordination of women was an essential component of their worldview […] [p. 364].

Another: [Prince Henry the Navigator]’s purpose, though refracted through the crusader’s ideology of holy war against the Muslim world, was colonial conquest and imperial glory […]. Henry did not create the important scientific knowledge for which he is often praised; he bought it. And even that gives him too much credit […]. Some of it he stole, and in the most brutal manner [p. 192].

Of course there is a great deal of truth in these and other passages, and there is a lot of merit in drawing the attention of readers who are un-aware of this and similar matters to the results of recent scholarship. It is particular refreshing to see Martin Bernal’s discussions of the racist nature of nineteenth-century classical scholarship recounted, controver-sial as they are. But it is unfortunate that the controversial nature of more of the research presented is not highlighted, since it seems to me that this weakens the impact of the book for the thoughtful reader. This reviewer has a great deal of sympathy for an account that draws attention to the accomplishments of not-so-famous or unidentifi-able ‘scientists’ of the past. And the depiction of the interests and val-ues of the players along with their learned achievements is valuable, and certainly deserves to reach a broad audience. The unrelenting po-litical tone of the work, while it may inspire some leaders, will in my

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view largely preach to the converted. Nonetheless, I think Conner’s book could be useful as an alternative reading in a history of science survey course. Ultimately, though, I think an account that used as a basis more recent frameworks for the analysis of society —more Wallerstein, less Marx, for example— would prove more useful for the twenty-first century reader.

Mathesis III 31 (2008) 209 - 211. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Arthur Cayley

Deborah Kent Tony Crilly. 2006. Arthur Cayley: Mathematician Laureate of the Vic-torian Age. Baltimore: The Johns Hopkins University Press. ISBN 0-8018-8011-4. xxiii + 610 pp.

Tony Crilly’s comprehensive and elegant work provides the first bio-graphical study of the prominent and highly prolific Victorian mathe-matician Arthur Cayley. This massive volume, a product of twenty years’ painstaking research, discusses nearly all of Cayley’s life and a majority of his mathematical work. The book opens with a story of the last family photograph of Cay-ley, an introduction that stresses the distance between Cayley’s world and our own. The text that follows depicts Cayley entirely in his own context —from his childhood years in St. Petersburg through his death in Cambridge in 1895— working all the time to bridge the gap between the reader and the increasingly distant Victorian world. Cayley received a top-notch education, first at King’s College Lon-don, and later at Trinity College, Cambridge. As a Cambridge student, Cayley distinguished himself in mathematics, becoming the top mat-hematics student —or Senior Wrangler— as well as winning the pres-tigious Smith Prize in mathematics. Crilly describes in detail intellec-tual life at the time, while establishing an understanding of Cayley’s own experience by referencing, among other sources, Cayley’s library check-out records. Crilly’s explanation of the Tripos-dominated Cam-bridge is equally thorough as it succeeds in communicating to the mod-ern reader the nature of that English university in the Victorian world. On graduation from Cambridge, Cayley traveled a bit before return-ing to London to become a barrister. It was in London that Cayley be-gan a lifelong friendship with James Joseph Sylvester, another out-standing mathematician of the day. Cayley and Sylvester collaborated extensively, primarily on the development of invariant theory, although

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both pursued a variety of mathematical interests. Eric Temple Bell would later refer to the pair as “The Invariant Twins” in his popular work Men of Mathematics. As it happens, Crilly’s biography of Cayley appeared simul-taneous to a related, and also excellent, biography of Sylvester, James Joseph Sylvester: Jewish Mathematician in a Victorian World, by Karen Parshall. Crilly and Parshall’s twin biographies investigate two very differ-ent individuals, resulting in complementary pictures of mathematical life and work in the context of Victorian Britain. Over seventeen years as a successful London lawyer, Cayley gave all his leisure time to mathematics and produced more than two hun-dred mathematical papers. These papers include many of his most sub-stantial contributions to invariant theory. Crilly devotes some time and care to treating Cayley’s practice and assumptions in this work. Cay-ley’s legendary powers of calculation and deft handling of unwieldy formulae perhaps interfered with his ability to communicate. Cayley often attributed to his audience mathematical skill they rather lacked. In 1863, Cayley returned to Cambridge with an appointment as the new chair in pure mathematics at Trinity College. The same year, Cay-ley married Susan Moline. Although they raised two children in later years, Crilly provides very little information of the Cayley’s life at home, although we learn a bit about his mountain climbing interests and love of classical culture. Cayley is, however, portrayed as an active force in defending undergraduate study of pure mathematics, working to improve the education of women, pursuing the theory of curves and surfaces, along with maintaining continued interest in invariant theory and elliptic curves. Although Cayley also applied his mathematics in the areas of chemistry and astronomy, he was England’s leading pure mathematician throughout the nineteenth century. This biography includes over one hundred pages of notes and bib-liographic information, in addition to a useful index, as well as tables of chronology and genealogy. An assortment of pictures, manuscripts, and diagrams is unfortunately grouped in the middle of the book, rather than distributed throughout as well-placed illustrations to the text. A first appendix lists several hundred members of Cayley’s community of scholars and friends with their dates and a short description of their link to Cayley. Thirty-five of these are entered in boldface as intimates in Cayley’s social circle. A second appendix provides a glossary of mat-hematical vocabulary described to aid the modern reader in navigating terms Cayley (and Sylvester) introduced to describe their expanding mathematical world.

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Crilly’s biography does not aspire to technical precision and, ac-cordingly, the level of mathematical detail in this biography will not satisfy a mathematician in search either of Cayley’s technical expertise or of an interpretation of his work in a modern context. Although a few more examples might have been helpful, the work nonetheless conveys the full and active life out of which Cayley produced the thirteen vol-umes of his collected mathematical papers. In this well-written work, Crilly has accomplished a thoroughly re-searched and historically sensitive account that not only furnishes an au-thoritative biography of Arthur Cayley, but also serves as an indispensable reference for matters related to mathematics in the Victorian age.

Mathesis III 31 (2008) 213 - 217. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Asentimiento y retos de la historia y filosofía de las matemáticas

Alberto Saladino García

Efectuar la revisión del estado del arte de la investigación, la enseñanza y la divulgación de la matemática a través del tiempo en los países latinoamericanos permite dar cuenta de su historia y al analizar sus fundamentos, conceptualizaciones e implicaciones de manera crítica se accede al ámbito de su filosofía. Estas tareas me parece que son inci-pientes en América Latina, no obstante los reiterados intentos o posibi-lidades de hacerlo. Por estas razones me resulta pertinente insistir en fundamentar y estimular la historia y la filosofía de las matemáticas en nuestros países; sólo de esta manera concretaremos el afán de develar la necesidad del cultivo de la ciencia identificada como lenguaje univer-sal, paradigma del conocimiento científico, o principal rama de las ciencias duras, por exacta y rigurosa, para coadyuvar en la consolida-ción de la actual sociedad del conocimiento y de la información, que contextualizan el neoliberalismo y la globalización. Los trabajos realizados relativos a la historia y filosofía de las ma-temáticas en América Latina que han abordado tanto la labor de ma-temáticos, instituciones educativas, analizado o rescatado obras escritas, estudiado tópicos o eventos académicos en distintos momentos de nues-tro pasado y cuestionado o explicado sus fundamentos y alcances gno-seológicos y epistemológicos me parecen han recorrido un buen trecho. En efecto, la actividad pionera en historia de las matemáticas en Latinoamérica es ya significativa como lo prueba la relación de estudio-sos por países que presento a continuación, a manera de un incipiente diagnóstico. Argentina: José Babini, Arquímedes (1948), Historia sucinta de la matemática (1952), “Leonardo matemático visual” (1952), “Las gran-des etapas del análisis infinitesimal” (1953), “Berkeley y el matemático infiel” (1953), “En el centenario de la muerte del príncipe de las ma-

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temáticas” (1955), “La matemática babilonia” (1962), “Valentín Bilbao y la primera revista matemática argentina” (1964), “Hacia la matemáti-ca moderna” (1965), Historia de las ideas modernas en matemática (1967), “Las ciencias exactas” (1968), y en colaboración con Julio Rey Pastor, Historia de la matemática (1952; México, Gedisa, 2000); Claro C. Dassen, Las matemáticas en la Argentina (1924); Edgardo Fernán-dez Stacco “Historia de la matemática en Bahía Blanca” (s/f); Manuel Fernández López, “Matemática y economía en el virreinato del Río de la Plata” (s/f); Luis A. Santaló, “La matemática en la Facultad de Cien-cias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires en el perio-do 1865-1930” (1970); Silvia Sokolovsky “Historia de la matemática en Argentina” (2008). Brasil: Amoroso Costa, As ideáis fundamentais da matemática e outros ensayos: A ciência pura (1981); C. S. Hönig y E. Comide, “Ciencias matemáticas” (1979); Shozo Motoyama, Casio Leite Vieira y Paulo Q. Marques, “A informática no Estado de Sâo Paulo. Uma análi-se histórica” (1994); Ubiratan D’Ambrosio, “An adequate historiograp-hy for non-western mathematics” (s/f) y reseña de The History of Mat-hematics from Antiquity to the Present: A Selective Bibliography de Jospeh W. Dauben” (1986); F. M. de Oliveira Castro, “A matemáticas no Brasil” (1994); Clovis Pereira da Silva, A matemática no Brasil: uma história de seu desenvolvimento (1992) y “Las matemáticas en Brasil: su desarrollo a partir de 1810” (1994). Colombia: J. Abu Abara-Pérez, I. Bermúdez-Aya y U. Ferreira-Padilla, Historia de la educación matemática en Colombia durante el periodo 1820 a 1886 (1981); Víctor Albis y C. H. Sánchez “Las publi-caciones periódicas de matemáticas en Colombia” (1973); Víctor S. Albis-González, “Un programa de investigación en la historia de la matemática de un país latinoamericano” (1984); Luis Carlos Arboleda, “Matemáticas, cultura y sociedad en Colombia” (1993), “Humboldt en la Nueva Granada. Hipsometría y territorio” (2000), “El reto de erigir una razón matemática en el país del desencanto. Ciencia y diversidad cultural en Colombia” (2003); Luis Carlos Arboleda y Maribel Patricia Anacona, “Las geometrías no euclidianas en Colombia. La apuesta euclidiana del profesor Julio Garavito (1865-1920)” (1994); Clara Helena Sánchez, Los tres grandes problemas de la geometría griega y su historia en Colombia (1994), “Algunos aspectos del patrimonio matemático colombiano. La Revista de matemáticas elementales, 1952-1967” (1994), “Matemáticas en Colombia en el siglo XIX” (1999) y Los ingenieros-matemáticos colombianos del siglo XIX y comienzos del

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XX (2007); Fernando Zalamea, “Hipótesis del continuo, definibilidad y funciones recursivas: historia de un desencuentro” (1995). Chile: Desiderio Papp “Philosphie naturales principia matemática. Newton, la ley de la gravitación universal (1642-1727)” (1987). Costa Rica: Ángel Ruiz (editor científico), Historia de las matemá-ticas en Costa Rica. Una introducción (1994) y diversos artículos apa-recidos en su país como en el extranjero. Cuba: Rolando García Blanco y otros, Cien figuras de la ciencia en Cuba (2002); Salvador Vilaseca Forné, “Matemáticas y astronomía en la historia de Cuba” (1985). Guatemala: Leonel Morales Aldana, Matemática maya. México: Elías Trabulse, “Matemáticos mexicanos del siglo XVIII” (1982); José Alarcón, Mirela Rigo, Guillermo Waldegg, “La ciencia analítica en la primera mitad del siglo XIX: el teorema del valor inter-medio” (1994); Alejandro R. Garciadiego, “Mathesis, 1985-1994: una primera retrospectiva” (1995); Julio César Guevara Bravo “Estudio del contenido matemático de la Primera Cátedra de Matemáticas en la Real y Pontifica Universidad de México” y “Sumario Compendioso: Un estudio del contenido matemático” (2006); Leticia Mayer, “Institucio-nalización de una ciencia utilitaria: la estadística en el siglo XIX” (1994); Manuel Meda Vidal “La aritmética maya” (1969); Marco Artu-ro Moreno Corral, Las ciencias exactas en México. Época colonial (2007); Alberto Saladino García “Las matemáticas en la prensa ilustra-da latinoamericana” (1993); Elías Trabulse “La geometría de lo infini-to: acerca de un manuscrito científico mexicano del siglo XVII” (1980), “Un científico mexicano del siglo XVII: Fray Diego Rodríguez y su obra” (1982). Perú: Hugo Pereyra Sánchez, “La yupana, complemento operacio-nal del quipu” (1996), María Rostworowski de Díez Canseco “Medi-ciones y cómputos en el antiguo Perú” (1981). Puerto Rico: Óscar Valdivia Gutiérrez, “Matemáticas y astronomía precolombina” (1996). Uruguay: Mario H. Otero, “Las matemáticas uruguayas y Rey Pas-tor” (1990). Venezuela: Pablo Testa, “Antecedentes y origen de la Escuela de Estadística y Ciencias Actuariales de la Universidad Central de Vene-zuela” (1991). En cuanto a los trabajos de filosofía de las matemáticas elaborados desde los países latinoamericanos, la relación, ciertamente, menos ex-tensa que las exposiciones históricas, constituyen un respaldo encomia-ble como contribuciones de filósofos, historiadores y matemáticos. Los

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testimonios al respecto los presento, igualmente por países, a continua-ción. Argentina: José Babini “¿Matemática o matemáticas?” (1937), “Las geometrías no euclidianas y la objetividad científica” (1937), “La abs-tracción y la recta” (1939), “La matemática en Descartes y el mundo exterior” (1937), “Sobre los significados múltiples de los términos matemáticos” (1940), “La matemática, ciencia desubicada” (1949), “Descartes y la matemática” (1950). Brasil. Ubiratan D’Ambrosio, “Ethnos-mathematics, the Nature of Matematics and Mathematics Education” (1994). Colombia: Luciano Mora, “Escrutinio preliminar de las matemáti-cas aplicadas en Colombia” (1977); Fernando Zalamea, “La filosofía de la matemática de Albert Lautman” (1994). Costa Rica: Ángel Ruiz Zúñiga, “Russell y los problemas del logi-cismo” (1988), Matemáticas y filosofía (1990), Historia y filosofía de las matemáticas (2003). México: Laura Benítez y José Antonio Robles (compiladores), El problema del infinito: Filosofía y matemáticas (1997); Idalia Flores de la Mota, “El infinito: diálogo entre Bertrand Russell y Jorge Luis Bor-ges” (1993); Manuel Gallardo, Disquisiciones lógico-matemáticas sobre: El concepto de número cardinal, la no validez lógica de las demostraciones del teorema de Pitágoras, las falsas antinomias de la teoría de conjuntos (1963); Alejandro Ricardo Garciadiego Dantan, Bertrand Russell y los orígenes de las paradojas de la teoría de conjun-tos (1992); Eli de Gortari, Elementos de lógica matemática (1983); Guillermo Hurtado, Proposiciones russellianas (1998); Francisco La-rroyo, Filosofía de las matemáticas (1976); José Antonio Robles, Las ideas matemáticas de George Berkeley (1993); Carlos Torres A., “La filosofía y el programa de Hilbert” (1989). Uruguay: Mario H. Otero, “De los fundamentos a la práctica ma-temática: razones de la matemática” (1991), Sobre ciertos avatares de las llamadas matemáticas puras (2003). Con el interés de fomentar la perspectiva interdisciplinaria acerca del estudio de las matemáticas desde la historia, la filosofía y la peda-gogía ha destacado la obra de varios matemáticos latinoamericanos, entre ellos el mexicano Alejandro Ricardo Garciadiego Dantan median-te su encomiable labor de editor de la única revista de historia y filosof-ía de la matemática editada en la región latinoamericana, Mathesis, que circuló a partir de 1985, cuya primera retrospectiva la efectuó en 1995, así como por su labor docente mediante su escrito “El estudio de la historia y filosofía de las matemáticas, las ciencias y la tecnología:

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licenciatura y posgrado” (1989) e “Historia de las ideas matemáticas: un manual introductorio de investigación” (1996); la del costarricense Ángel Ruiz Zúñiga tanto en sus numerosos estudios y su labor pionera en su universidad; la colombiana Clara Helena Sánchez cuya labor académica en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional de Colombia es ampliamente reconocida, etc. Me parece que la actividad descrita pone de relieve la constitución de una tradición en ciernes que debe continuar para extender la cultura matemática en nuestras sociedades puesto que coadyuvará a forjar acti-tudes científicas y por ende críticas, superar obstáculos epistemológi-cos, fortalecer la autoestima al mostrar que la vuelta al pasado tiene la impronta de permitir hacer planteamientos nuevos, etc. En esta época de desencanto y deslegitimación de la razón, el fo-mento y consolidación de los estudios inter y multidisciplinario, como lo han sido adelantadas la historia y filosofía de las matemáticas, posi-bilitan evidenciar la manifestación elocuente de lograr una comprensión más completa de la realidad, y al mismo tiempo recuperar la actitud crítica para develar los fundamentos del statu quo, del pensamiento conservador que ha venido imponiéndose y negando toda factibilidad para recuperar la esperanza. La nueva época de la ilustración, esto es de la insurrección del orden del conocimiento racional para despertar del sueño dogmático, requiere apoyarse en la expansión de la cultura ma-temática. De modo que el uso de la historia de las matemáticas aparece como imprescindible y se requiere su cultivo con base en concepciones filosó-ficas toda vez que le aporta mayor rigurosidad; en tanto la filosofía de las matemáticas debe ser fomentada con datos, informaciones y expli-caciones puntuales y ricas de la historia. Así el cultivo de la dialéctica entre historia y filosofía de las matemáticas resulta una verdadera im-pronta en los tiempos que vivimos.

Derechos Reservados © 2008 por Mathesis/UNAM (ISSN 0185-6200) Al someter un trabajo, el autor está de acuerdo en que los derechos de éste serán transferidos a la revista Mathesis (siempre y cuando sea aceptado para su publicación; sin embargo, la transmisión de los derechos no es requerida a quienes laboran para compañías que no permitan tal asignación). Por otro lado, es responsabilidad del autor obtener cualquier permiso necesario para la publicación de su ensayo. Todos los derechos de traducción, reproducción y adaptación están reservados. No se puede reproducir total o parcialmente el contenido de la presente obra, almacenarla en un sistema de recuperación de información, grabarla o trasmitirla a través de cualquier forma o por cualquier medio, ya sea éste electrónico, electrostático, mecánico, cinta magnética, fotocopiadora, microforma o cualesquiera otras formas similares. El permiso para fotocopiar especimenes para uso individual o para uso personal o interno de clientes específicos está autorizado por el editor a individuos y bibliotecas en el entendido de que una cuota de $50.00 (en México) o $5.00 USD (en el extranjero) por ensayo sea pagada directamente a Mathesis. Este consentimiento no se extiende a otros tipos de reproducción, como copiar para distribución general, para propósitos de promoción, para crear nuevas obras colectivas o para reventa. Mientras se hace todo esfuerzo porque no se trasmitan datos, opiniones o argumentos inexactos o engañosos en esta revista, tanto el impresor como los directores desean dejar claro que lo expresado en los artículos, notas, reseñas, avisos y anuncios es responsabilidad única del autor o del anunciante; por lo mismo, los directores ejecutivos, los directores asociados, los directores consultivos, (y sus respectivos empleadores y empleados), los oficiales y los agentes tampoco aceptan responsabilidad alguna sobre las consecuencias de la información vertida en esta publicación.

Los artículos que aparecen en esta revista son resumidos y clasificados en: Current Mathematical Publications, Historical Abstracts, America: History and Life, Historia Mathematica, Isis: Current Bibliography, Mathematical Reviews, MathSci y The Philosophers Index. Mathesis aparece en el índice de Revistas Científicas Mexicanas de Excelencia del CONACyT (convocatoria 1995).

El costo de la suscripción anual en México es de $200.00 (para individuos) y $400.00 (para instituciones); en el extranjero es de $35.00USD (para individuos) y $70.00USD (para instituciones), sujetos a cambio sin previo aviso. Las órdenes, acompañadas del pago correspondiente, deben hacerse a nombre de:

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I N F O R M A C I Ó N P A R A A U T O R E S M A T H E S I S

Los trabajos (original y dos copias) deben ser sometidos para publicación a los editores de Mathesis a la siguiente dirección:

Departamento de Matemáticas, cubículo # 026 Facultad de Ciencias, Ciudad Universitaria

Universidad Nacional Autónoma de México 04510 México D. F.

México Se sugiere a los autores conservar una copia para su propia referencia. Todo ensayo inédito se recibe bajo la condición de que éste ha sido sometido a publi-cación únicamente a Mathesis. El autor deberá indicar específicamente la sección de la revista (e.g. ‘artículos’, ‘notas educativas’, ‘proyectos de trabajo’, ‘noticias y avisos’, etc.) que considere más apropiada para su ensayo, con la única excepción de las secciones ‘ensayo-reseña’ y ‘reseñas’, cuyos trabajos son requeridos directamente por los directores.

Los originales deben presentarse con letra grande y clara, y escritos a doble espacio. Los márgenes han de ser más anchos que lo normal a fin de permitir espacio suficiente (una norma aproximada sería: sesenta y cinco golpes por línea y venticinco líneas por cuartilla) para anotar instrucciones que los directo-res indican a los impresores.

Mathesis recurre a la asesoría de árbitros, quienes indican la pertinencia de publicar o no dicho ensayo; por esta razón el nombre, afiliación y dirección del autor deben aparecer únicamente en la cubierta o carátula del ensayo para que su identidad se mantenga confidencial. Una vez dictaminado el ensayo, los editores sugerirán el mínimo de cambios (generalmente relacionados con el formato y estilo de la propia revista) para acelerar la impresión de éste.

El idioma oficial único de Mathesis es el español, aunque algunas reseñas (en número limitado) pueden ser presentadas a los editores en otras lenguas. Sin embargo, todos los autores deberán incluir, junto con su ensayo, un breve resu-men del objetivo de su artículo, en los idiomas español e inglés de una extensión máxima de doscientas palabras cada uno de ellos. Los autores también deberán anexar una ficha curricular (máximo de cincuenta palabras) donde anotarán su afiliación, formación académica, área de trabajo, títulos de algunas de sus publi-caciones más recientes y el tema de su proyecto actual de investigación.

Los autores tienen completa libertad en cuanto a la posible extensión del ensayo —en algunos casos, tal vez, sea necesario dividir el ensayo original en dos o tres partes debido a una longitud poco usual—. Las notas a pie de página deben estar numeradas en orden consecutivo y deberá reiniciar en cada página. La numeración de las notas dentro del texto central deberá aparecer con super-índices, por fuera de la puntuación.

Dentro de lo posible, en el caso de aquellas obras que ya hayan sido tradu-cidas de otras lenguas al español, el autor deberá citar la obra en español, la que quizá se encuentra más fácilmente a disposición de la mayoría de los lectores. La información bibliográfica relacionada con citas textuales ha de incluirse a través del texto entre corchetes de la siguiente manera: [Galileo 1975c II, 119], para indicar la cita tomada de la página 119 del segundo tomo de la obra de Galileo publicada en 1975. Añadimos siempre a la fecha de la publicación un caracter alfabético minúsculo para distinguir entre aquellas obras publicadas por un mismo autor en un mismo año.

Información para autores

La lista completa de referencias bibliográficas aparecerá al final del artículo en una única relación alfabética ordenada por autores y, dentro de este orden, observará un suborden cronológico. En el caso de libros, la referencia bibliográ-fica deberá contener los siguientes datos: Nombre completo del autor, primero su apellido paterno en mayúsculas, enseguida su nombre de pila; año de publi-cación con su propio caracter alfabético; título completo del libro subrayado (itálicas); lugar de edición (seguido por dos puntos) y nombre del editor (o casa impresora); a continuación, entre paréntesis, se puede incluir información adi-cional (e.g., el nombre de la colección a la que pertenece el texto, número de edición —en caso de no ser la primera— y año de publicación de ésta, entre otros). Todos y cada uno de estos datos deberán estar seguidos por un punto y seguido, con excepción del lugar de la edición.

En caso de ser una traducción deberá tratarse, dentro de lo posible, de indi-car inmediatamente la fuente original (entre corchetes y conteniendo los mis-mos datos, pero cambiando y normalizando el orden de los nombres del autor y trasladando el año de publicación a la posición final). Por ejemplo:

POINCARÉ, Henri. 1944a. Ciencia y Método. Madrid: Espasa Calpe. (Col. Austral # 409. Tercera edición, 1963). [Henri Poincaré. Science et Méthode. Paris: Flammarion. 1908].

En el caso de un artículo contenido en una revista, la referencia debe contener los siguientes datos: Nombre del autor; fecha de publicación; título del artículo, entre comillas; título de la revista subrayado (itálicas); número del volumen, (en negritas), seguido por dos puntos; y, finalmente, el número de las páginas entre las que está comprendida la mencionada referencia. Por ejemplo:

PALTER, Robert. 1987a. ‘‘Saving Newton's text: Documents, Readers, and Ways of the World’’. Studies in History and Philosophy of Science 18: 385-439.

Para el caso de un ensayo contenido en un libro o colección de ensayos deberá seguirse el modelo indicado por el siguiente ejemplo:

DAUBEN, Joseph. 1984a. ‘‘El desarrollo de la teoría de conjuntos cantoriana’’, contenido en: Ivor Grattan-Guinness (editor). Del cálculo a la teoría de conjuntos, 1630-1910. Una introduc-ción histórica. Madrid: Alianza Editorial. (Col. Alianza Universidad # 387. Traducción de Ma-riano Martínez Pérez). Pp. 235-282. [Ivor Grattan-Guinness (editor). From Calculus to Set The-ory, 1630-1910. An Introductory History. London: Duckworth. 1980].

Es también importante marcar con claridad —a fin de evitar al impresor cualquier tipo de confusión— todos aquellos símbolos, ecuaciones y fórmulas matemáticas; alfabetos poco usuales; fórmulas químicas y físicas, caracteres especiales y acentos diacríticos. También es publicable un reducido número de dibujos o esquemas, los cuales deben ser reproducibles directamente de la copia enviada por el autor; en este caso sólo es posible imprimir motivos a línea en blanco y negro y no en medio tono. El material gráfico deber estar separado del texto con la respectiva indica-ción, señalando dónde ha de ser incluido cada uno de los diagramas.

Una vez aprobada, revisada y corregida, el autor debe enviar la versión fi-nal de su ensayo impresa, y capturada en disco o CD, utilizando alguno de los siguientes procesadores de palabras para IBM-PC: Microsoft Word, Word Perfect; o enviar un archivo ‘adjunto’ dentro de un mensaje electrónico a la dirección: [email protected]

Finalmente, ya publicada la revista, el autor recibirá veinticinco sobretiros de su trabajo, sin cargo alguno, para su uso personal.

MATHESIS filosofía e historia de las ideas matemáticas

FINALIDAD Y NATURALEZA: Mathesis busca promover la creación de nuevo conocimiento que sea relevante —a través de la publicación de ensayos de investigación original y de proveer un foro de discusión abierta— en historia y filosofía de las ideas matemáticas. El enfoque multidisciplinario, internacional y multiétnico propone estrechar las relaciones académicas de un espectro muy amplio de colegas provenientes de una gran variedad de formaciones sociales. Mathesis no está comprometida con escuela o método alguno. No define una perspectiva, sino una disciplina. Mathesis está abierta a todos los puntos de vista, a todos los enfoques, a todos los métodos y a todos los aspectos de la historia y filosofía de las ideas matemáticas. Mathesis subyace dentro de un marco conceptual lo más amplio posible que contempla el estudio de la historia de las ideas matemáticas en todos los países del mundo (tanto las matemáticas occidentales tradicionales como las no tradicionales) y en todas las épocas (desde el origen del hombre hasta nuestros días), incluyendo etnomatemáticas, arqueoastronomía, matemáticas puras y aplicadas (y el desarrollo de los usos de ambas), escuelas de pensamiento, estilos matemáticos, estadística, probabilidad, enseñanza, ciencias actuariales, investigación de operaciones, ciencias de la computación (incluyendo política administrativa, ‘hardware’ —desde el ábaco hasta la computadora— y ‘software’ —e.g., algoritmos, lenguaje, notación y tablas—), cibernética, comunicación de las matemáticas (sistemas de información y bibliografías, entre otras), biografías de matemáticos, historiadores y filósofos, organizaciones e instituciones, historiografía, y cualquier aspecto que ilumine el desarrollo de las ideas matemáticas dentro de un contexto intelectual, cultural, político, económico y social. Desde el punto de vista filosófico, Mathesis comprende el estudio de la lógica, del método y el análisis de los conceptos matemáticos. Por su carácter multidisciplinario, Mathesis contempla el estudio de la historia y la filosofía de otras disciplinas —e.g., ciencias del hombre (antropología, psicología, pedagogía, entre otras), ciencias exactas (física, astronomía, química, y demás), ciencias naturales (biología, medicina, etc.), ciencias sociales (sociología, teoría política, relaciones internacionales, entre otras), humanidades (filosofía, leyes, etc.) y artes (literatura, pintura y escultura, y demás)— cuando su análisis, ya sea histórico o filosófico, arroje nueva luz sobre el entendimiento de los conceptos que conforman el ámbito matemático. En breve, a través de Mathesis se intenta estrechar más el apoyo mutuo entre los aspectos humanísticos de las ideas matemáticas y toda disciplina académica en la búsqueda común por una mejor comprensión del mundo que nos rodea. La revista se publica, primordialmente, en lengua vernácula, como se acostumbra en la disciplina, en un intento por profesionalizar estos estudios en los países de habla española. PERIODICIDAD: la revista se publica dos veces al año, en los meses de junio y diciembre. Cada volumen anual contiene un número aproximado de quinientas páginas.

ESTRUCTURA: la revista está integrada por las siguientes secciones, que no necesariamente aparecen en todos los fascículos:

Artículos. Incluye ensayos originales y panorámicos, tanto en historia como en filosofía. Los artículos históricos y filosóficos deben incluir nuevos datos provenientes de fuentes primarias, análisis inéditos de datos ya conocidos, reseñas de trabajos históricos y filosóficos previos, evaluaciones de trabajos recientes de investigación histórica y filosófica, manuscritos originales inéditos, traducciones o reimpresiones de materiales inaccesibles al común de los lectores y bibliografías anotadas y comentadas.

Clásicos matemáticos. Presenta traducciones al español de trabajos pasados que se consideran paradigmáticos en la disciplina. Estas traducciones (e.g. Descartes y Cantor, entre otros) se realizan directamente del lenguaje original y están precedidas por textos introductorios que explican la naturaleza y relevancia de su contenido.

Nuestros fundamentales. Presenta traducciones al español de trabajos históricos y/o filosóficos ‘recientes’ que se consideran primordiales —ya sea por su originalidad, trascendencia y/o relevancia— en la formación de nuestra comunidad.

Notas educativas. Comprende la publicación de breves artículos, notas y noticias sobre diversos programas y cursos en las dos áreas mencionadas. En esta sección se incluyen ensayos que discuten los usos de la historia y la filosofía en educación matemática.

Proyectos de trabajo. Contiene información de proyectos académicos en preparación o en pleno desarrollo, incluyendo temas de tesis, retos, preguntas y respuestas.

Noticias y avisos. Informa a los lectores de congresos, reuniones, conferencias, invitaciones, notas necrológicas y otros eventos de interés que realice la comunidad de filósofos e historiadores.

Ensayo-reseña. Presenta reseñas extensas que intentan, en detalle, inspeccionar trabajos contemporáneos y pasados. Los ensayos están dedicados a algunas obras que se consideran clásicas en estas disciplinas.

Reseñas. Presenta revisiones críticas de obras, tanto pasadas como actuales, que conforman estas materias.

Fuentes. Informa a los lectores de los acervos de bibliotecas y archivos de instituciones de países hispanohablantes para facilitar la localización de libros y revistas. También propone describir el contenido de las distintas revistas que se publican o se han publicado en lengua española (e.g., Matemáticas y Enseñanza, Ciencia y Desarrollo, Investigación Científica, Historia Mexicana, Naturaleza, Revista de Occidente, etc.).

Información bibliográfica. Ofrece a los lectores la información bibliográfica que les permita mantenerse al día en el conocimiento de las más recientes publicaciones.

Mathesis III 31 (2008) 213 - 217. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Asentimiento y retos de la historia y filosofía de las matemáticas

Alberto Saladino García

Efectuar la revisión del estado del arte de la investigación, la enseñanza y la divulgación de la matemática a través del tiempo en los países latinoamericanos permite dar cuenta de su historia y al analizar sus fundamentos, conceptualizaciones e implicaciones de manera crítica se accede al ámbito de su filosofía. Estas tareas me parece que son inci-pientes en América Latina, no obstante los reiterados intentos o posibi-lidades de hacerlo. Por estas razones me resulta pertinente insistir en fundamentar y estimular la historia y la filosofía de las matemáticas en nuestros países; sólo de esta manera concretaremos el afán de develar la necesidad del cultivo de la ciencia identificada como lenguaje univer-sal, paradigma del conocimiento científico, o principal rama de las ciencias duras, por exacta y rigurosa, para coadyuvar en la consolida-ción de la actual sociedad del conocimiento y de la información, que contextualizan el neoliberalismo y la globalización. Los trabajos realizados relativos a la historia y filosofía de las ma-temáticas en América Latina que han abordado tanto la labor de ma-temáticos, instituciones educativas, analizado o rescatado obras escritas, estudiado tópicos o eventos académicos en distintos momentos de nues-tro pasado y cuestionado o explicado sus fundamentos y alcances gno-seológicos y epistemológicos me parecen han recorrido un buen trecho. En efecto, la actividad pionera en historia de las matemáticas en Latinoamérica es ya significativa como lo prueba la relación de estudio-sos por países que presento a continuación, a manera de un incipiente diagnóstico. Argentina: José Babini, Arquímedes (1948), Historia sucinta de la matemática (1952), “Leonardo matemático visual” (1952), “Las gran-des etapas del análisis infinitesimal” (1953), “Berkeley y el matemático infiel” (1953), “En el centenario de la muerte del príncipe de las ma-

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Mathesis

temáticas” (1955), “La matemática babilonia” (1962), “Valentín Bilbao y la primera revista matemática argentina” (1964), “Hacia la matemáti-ca moderna” (1965), Historia de las ideas modernas en matemática (1967), “Las ciencias exactas” (1968), y en colaboración con Julio Rey Pastor, Historia de la matemática (1952; México, Gedisa, 2000); Claro C. Dassen, Las matemáticas en la Argentina (1924); Edgardo Fernán-dez Stacco “Historia de la matemática en Bahía Blanca” (s/f); Manuel Fernández López, “Matemática y economía en el virreinato del Río de la Plata” (s/f); Luis A. Santaló, “La matemática en la Facultad de Cien-cias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires en el perio-do 1865-1930” (1970); Silvia Sokolovsky “Historia de la matemática en Argentina” (2008). Brasil: Amoroso Costa, As ideáis fundamentais da matemática e outros ensayos: A ciência pura (1981); C. S. Hönig y E. Comide, “Ciencias matemáticas” (1979); Shozo Motoyama, Casio Leite Vieira y Paulo Q. Marques, “A informática no Estado de Sâo Paulo. Uma análi-se histórica” (1994); Ubiratan D’Ambrosio, “An adequate historiograp-hy for non-western mathematics” (s/f) y reseña de The History of Mat-hematics from Antiquity to the Present: A Selective Bibliography de Jospeh W. Dauben” (1986); F. M. de Oliveira Castro, “A matemáticas no Brasil” (1994); Clovis Pereira da Silva, A matemática no Brasil: uma história de seu desenvolvimento (1992) y “Las matemáticas en Brasil: su desarrollo a partir de 1810” (1994). Colombia: J. Abu Abara-Pérez, I. Bermúdez-Aya y U. Ferreira-Padilla, Historia de la educación matemática en Colombia durante el periodo 1820 a 1886 (1981); Víctor Albis y C. H. Sánchez “Las publi-caciones periódicas de matemáticas en Colombia” (1973); Víctor S. Albis-González, “Un programa de investigación en la historia de la matemática de un país latinoamericano” (1984); Luis Carlos Arboleda, “Matemáticas, cultura y sociedad en Colombia” (1993), “Humboldt en la Nueva Granada. Hipsometría y territorio” (2000), “El reto de erigir una razón matemática en el país del desencanto. Ciencia y diversidad cultural en Colombia” (2003); Luis Carlos Arboleda y Maribel Patricia Anacona, “Las geometrías no euclidianas en Colombia. La apuesta euclidiana del profesor Julio Garavito (1865-1920)” (1994); Clara Helena Sánchez, Los tres grandes problemas de la geometría griega y su historia en Colombia (1994), “Algunos aspectos del patrimonio matemático colombiano. La Revista de matemáticas elementales, 1952-1967” (1994), “Matemáticas en Colombia en el siglo XIX” (1999) y Los ingenieros-matemáticos colombianos del siglo XIX y comienzos del

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XX (2007); Fernando Zalamea, “Hipótesis del continuo, definibilidad y funciones recursivas: historia de un desencuentro” (1995). Chile: Desiderio Papp “Philosphie naturales principia matemática. Newton, la ley de la gravitación universal (1642-1727)” (1987). Costa Rica: Ángel Ruiz (editor científico), Historia de las matemá-ticas en Costa Rica. Una introducción (1994) y diversos artículos apa-recidos en su país como en el extranjero. Cuba: Rolando García Blanco y otros, Cien figuras de la ciencia en Cuba (2002); Salvador Vilaseca Forné, “Matemáticas y astronomía en la historia de Cuba” (1985). Guatemala: Leonel Morales Aldana, Matemática maya. México: Elías Trabulse, “Matemáticos mexicanos del siglo XVIII” (1982); José Alarcón, Mirela Rigo, Guillermo Waldegg, “La ciencia analítica en la primera mitad del siglo XIX: el teorema del valor inter-medio” (1994); Alejandro R. Garciadiego, “Mathesis, 1985-1994: una primera retrospectiva” (1995); Julio César Guevara Bravo “Estudio del contenido matemático de la Primera Cátedra de Matemáticas en la Real y Pontifica Universidad de México” y “Sumario Compendioso: Un estudio del contenido matemático” (2006); Leticia Mayer, “Institucio-nalización de una ciencia utilitaria: la estadística en el siglo XIX” (1994); Manuel Meda Vidal “La aritmética maya” (1969); Marco Artu-ro Moreno Corral, Las ciencias exactas en México. Época colonial (2007); Alberto Saladino García “Las matemáticas en la prensa ilustra-da latinoamericana” (1993); Elías Trabulse “La geometría de lo infini-to: acerca de un manuscrito científico mexicano del siglo XVII” (1980), “Un científico mexicano del siglo XVII: Fray Diego Rodríguez y su obra” (1982). Perú: Hugo Pereyra Sánchez, “La yupana, complemento operacio-nal del quipu” (1996), María Rostworowski de Díez Canseco “Medi-ciones y cómputos en el antiguo Perú” (1981). Puerto Rico: Óscar Valdivia Gutiérrez, “Matemáticas y astronomía precolombina” (1996). Uruguay: Mario H. Otero, “Las matemáticas uruguayas y Rey Pas-tor” (1990). Venezuela: Pablo Testa, “Antecedentes y origen de la Escuela de Estadística y Ciencias Actuariales de la Universidad Central de Vene-zuela” (1991). En cuanto a los trabajos de filosofía de las matemáticas elaborados desde los países latinoamericanos, la relación, ciertamente, menos ex-tensa que las exposiciones históricas, constituyen un respaldo encomia-ble como contribuciones de filósofos, historiadores y matemáticos. Los

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testimonios al respecto los presento, igualmente por países, a continua-ción. Argentina: José Babini “¿Matemática o matemáticas?” (1937), “Las geometrías no euclidianas y la objetividad científica” (1937), “La abs-tracción y la recta” (1939), “La matemática en Descartes y el mundo exterior” (1937), “Sobre los significados múltiples de los términos matemáticos” (1940), “La matemática, ciencia desubicada” (1949), “Descartes y la matemática” (1950). Brasil. Ubiratan D’Ambrosio, “Ethnos-mathematics, the Nature of Matematics and Mathematics Education” (1994). Colombia: Luciano Mora, “Escrutinio preliminar de las matemáti-cas aplicadas en Colombia” (1977); Fernando Zalamea, “La filosofía de la matemática de Albert Lautman” (1994). Costa Rica: Ángel Ruiz Zúñiga, “Russell y los problemas del logi-cismo” (1988), Matemáticas y filosofía (1990), Historia y filosofía de las matemáticas (2003). México: Laura Benítez y José Antonio Robles (compiladores), El problema del infinito: Filosofía y matemáticas (1997); Idalia Flores de la Mota, “El infinito: diálogo entre Bertrand Russell y Jorge Luis Bor-ges” (1993); Manuel Gallardo, Disquisiciones lógico-matemáticas sobre: El concepto de número cardinal, la no validez lógica de las demostraciones del teorema de Pitágoras, las falsas antinomias de la teoría de conjuntos (1963); Alejandro Ricardo Garciadiego Dantan, Bertrand Russell y los orígenes de las paradojas de la teoría de conjun-tos (1992); Eli de Gortari, Elementos de lógica matemática (1983); Guillermo Hurtado, Proposiciones russellianas (1998); Francisco La-rroyo, Filosofía de las matemáticas (1976); José Antonio Robles, Las ideas matemáticas de George Berkeley (1993); Carlos Torres A., “La filosofía y el programa de Hilbert” (1989). Uruguay: Mario H. Otero, “De los fundamentos a la práctica ma-temática: razones de la matemática” (1991), Sobre ciertos avatares de las llamadas matemáticas puras (2003). Con el interés de fomentar la perspectiva interdisciplinaria acerca del estudio de las matemáticas desde la historia, la filosofía y la peda-gogía ha destacado la obra de varios matemáticos latinoamericanos, entre ellos el mexicano Alejandro Ricardo Garciadiego Dantan median-te su encomiable labor de editor de la única revista de historia y filosof-ía de la matemática editada en la región latinoamericana, Mathesis, que circuló a partir de 1985, cuya primera retrospectiva la efectuó en 1995, así como por su labor docente mediante su escrito “El estudio de la historia y filosofía de las matemáticas, las ciencias y la tecnología:

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licenciatura y posgrado” (1989) e “Historia de las ideas matemáticas: un manual introductorio de investigación” (1996); la del costarricense Ángel Ruiz Zúñiga tanto en sus numerosos estudios y su labor pionera en su universidad; la colombiana Clara Helena Sánchez cuya labor académica en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional de Colombia es ampliamente reconocida, etc. Me parece que la actividad descrita pone de relieve la constitución de una tradición en ciernes que debe continuar para extender la cultura matemática en nuestras sociedades puesto que coadyuvará a forjar acti-tudes científicas y por ende críticas, superar obstáculos epistemológi-cos, fortalecer la autoestima al mostrar que la vuelta al pasado tiene la impronta de permitir hacer planteamientos nuevos, etc. En esta época de desencanto y deslegitimación de la razón, el fo-mento y consolidación de los estudios inter y multidisciplinario, como lo han sido adelantadas la historia y filosofía de las matemáticas, posi-bilitan evidenciar la manifestación elocuente de lograr una comprensión más completa de la realidad, y al mismo tiempo recuperar la actitud crítica para develar los fundamentos del statu quo, del pensamiento conservador que ha venido imponiéndose y negando toda factibilidad para recuperar la esperanza. La nueva época de la ilustración, esto es de la insurrección del orden del conocimiento racional para despertar del sueño dogmático, requiere apoyarse en la expansión de la cultura ma-temática. De modo que el uso de la historia de las matemáticas aparece como imprescindible y se requiere su cultivo con base en concepciones filosó-ficas toda vez que le aporta mayor rigurosidad; en tanto la filosofía de las matemáticas debe ser fomentada con datos, informaciones y expli-caciones puntuales y ricas de la historia. Así el cultivo de la dialéctica entre historia y filosofía de las matemáticas resulta una verdadera im-pronta en los tiempos que vivimos.

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Mathesis III 31 (2008) 189 - 204. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Historia y filosofía de las matemáticas en el nuevo mundo. Siglo XVIII.

¿Cómo hacer filosofía en América Latina con el desconocimiento de su historia?

Alberto Saladino García 1. Antecedentes Los antecedentes de la historia de las matemáticas en el Nuevo Mundo proceden de la luminosa labor de las culturas mesoamericanas, en parti-cular de los olmecas y mayas, que practicaron en su sistema de numera-ción

[…] el valor de posición y la introducción de un símbolo para denotar el cero. Este sistema de numeración tiene base 20. Ellos utilizaron tres símbolos diferentes para expresar cualquier número, que son: un punto para indicar uno, una barra para indicar cinco y una figura especial en forma de caracol marino para indicar el cero [Valdivia 1996, 104].

Su lectura la efectuaron de abajo hacia arriba y para el efecto recurrie-ron al dominio de la adición, sustracción, multiplicación y división; la escritura fue vertical. De modo que con este sistema de numeración, el más sencillo aportado por el genio humano, pudieron registrar cualquier cantidad. Mas ese dominio de conocimientos matemáticos de la época pre-hispánica fue borrado por la acción de la conquista española, y en su lugar se impuso la ciencia occidental, que en el ámbito de las matemáti-cas inició, primero con el apoyo de conocimientos matemáticos para determinar posiciones astronómicas y geográficas al momento del arri-bo de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, pero su génesis y desarrollo inició formalmente con la enseñanza de temas elementales de aritmética y geometría en los diversos colegios establecidos como consecuencia de la derrota de los mexicas e incas y demás grupos aborígenes a partir de la tercera década del siglo XVI, por lo cual resulta pertinente men-cionar la labor pedagógica de Pedro de Gante y Juan de Tecto quienes fundaron el primer colegio en América, en Texcoco, en 1523, y luego la

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apertura que hizo Pedro de Gante del Colegio de San José de los Naturales, en la Ciudad de México, en 1526. Así la enseñanza y difusión de conoci-mientos matemáticos continuó su expansión y posterior consolidación. Lo notable de ese proceso de divulgación y uso del conocimiento matemático inició con la publicación del libro de Juan Diez Freile, Sumario compendioso de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Perú son necesarios a los mercaderes y todo género de tratantes. Con algunas reglas tocantes a Aritmética (México, Juan Pablos de Bressano, 1556), cuyo valor histórico es indudable por su contenido como por sus intenciones. No sólo fue el primer libro de temas de ma-temáticas impreso en América, sino fue pionero en la inclusión de te-mas de álgebra, de aritmética y geometría aplicada.1 El siglo XVII podría ser considerado el de la consolidación de la producción de temas de matemáticas. Se inaugura con los libros de Felipe Echegoyan, Tablas de reducciones de monedas y del valor de todo género de plata y oro, para el trato y contrato de los reinos de Indias (México, Imprenta de Enrico Martínez, 1603); Pedro de la Paz, Arte para aprender todo el menor de aritmética, sin Maestro (México, Juan Ruiz, 1623); Atanasio Reaton Pasamonte, Arte menor de aritméti-ca y modo de formar campos (México, Viuda de Bernardo Calderón, 1649); Benito Fernández de Belo, La breve aritmética por el más sucin-to modo, que hasta hoy se ha visto: trata en las cuentas que se pueden ofrecer para formar campos y escuadrones (México, 1675). Obviamen-te, fueron escritos otros textos, mas quedaron inéditos como los de Diego Rodríguez, Andrés de San Miguel y Carlos de Sigüenza. Además, durante este siglo aconteció la proeza de institucionalizar la enseñanza de las matemáticas mediante la intervención del merceda-rio Diego Rodríguez al lograr la autorización de la corona para la aper-tura de la cátedra de astrología y matemáticas en la Facultad de Medici-na de la Real y Pontifica Universidad de México, concretada en el año de 1637. Si bien pasó por distintos vaivenes, en esta centuria su obra fundadora la continuaron otros científicos como Ignacio Muñoz y Car-los de Sigüenza y Góngora.

1. Marco Arturo Moreno Corral y César Guevara Bravo han efectuado un análisis acucio-

so acerca del estado del arte, el dominio matemático del autor, las fuentes a las que re-currió, sus implicaciones y el contexto cultural en el que apareció la obra, Juan Diez Freile, Sumario compendioso de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Perú son necesarios a los mercaderes y todo género de tratantes. Con algunas reglas tocan-tes a Aritmética (México, Juan Pablos de Bressano, 1556), edición facsimilar de la Universidad Nacional Autónoma de México, Colección Biblioteca Mexicana Historiae Scientiarum, con estudio introductoria de Marco Arturo Moreno Corral y análisis del contenido de Julio César Guevara Bravo. México. 2006. 99 pp.

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2. Historia de las matemáticas durante el siglo XVIII La implosión de la enseñanza, la investigación, la divulgación y la vinculación de las matemáticas con los asuntos sociales aconteció a partir del siglo XVIII según lo prueba la amplia información existente y de la que he dado cuenta ya en otro trabajo [Saladino 1993, 223-242 y 1996, 159-187]. En particular porque la infraestructura educativa de los virreinatos había aumentado de manera significativa pues muchas de las ciudades coloniales hispanoamericanas contaron con universidades e instituciones de educación superior como Santo Domingo (1538), Gua-temala (1676), Lima (1551), México (1553), Cusco (1621), Santafé de Bogotá (1621), Quito (1622), Charcas –hoy Sucre- (1624), Santiago de Chile (1617), Guatemala (1676), Córdoba (1687), y durante esta centu-ria se incrementaron significativamente con la creación de instituciones que ampararon nuevos contenidos gnoseológicos, en particular la ense-ñanza de las matemáticas, como serían los casos del Colegio de Santa Rosa de Caracas (1725), la Universidad de San Jerónimo de La Habana (1728), La Universidad de San Felipe en Santiago de Chile (1738), la Universidad Tomista en Santafé de Bogotá (1768), el Real Convictorio de San Carlos de Lima (1771), la Real Academia de San Carlos (1781) y el Real Seminario de Minería (1792) en la capital de la Nueva Espa-ña, la Real Universidad de Guadalajara (1793), y la Escuela Náutica en Buenos Aires (1799). Por ejemplo cuando se creó la Universidad de San Jerónimo en La Habana, sus Estatutos consignaron, sobre matemáticas:

Que en la clase de matemáticas se ha de leer con el estilo que en la clase de gramática, para que conforme llegaren los aficionados, hallen lugar, leyendósele a unos los elementos de aritmética práctica, que son las cuatro reglas primeras, con la regla aurea: a otros la geometría elemen-tal y la práctica; a otros la trigonometría y a otros la astronomía […] [Citado por Vilaseca 1985, 196].

La cátedra de matemáticas fue inaugurada el 2 de junio de 1729 y su responsable fue el Lic. Pedro Menéndez, si bien para 1751 se sabe de la existencia dos cátedras de matemáticas aunque la segunda le fue recha-zada su aprobación, poco tiempo después se hacía constar la falta de catedráticos; en 1787 se cerró la cátedra reconocida legalmente, por falta de alumnos [Vilaseca 1985, 196-197]. En general, durante la segunda mitad del siglo XVIII, la enseñanza y cultivo de las matemáticas se encontraba en diversas instituciones de los cuatros virreinatos en una situación, no obstante las precarias condi-ciones culturales prevalecientes entonces y después, de cierto apogeo. En Nueva España desplegaron actividades de amplia resonancia al respecto la Real Academia de San Carlos, en particular, primero por

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Miguel de Constanzó y, luego, por la labor de Diego de Guadalajara Tello desde 1789 quien promovió la enseñanza moderna de muy diver-sos tópicos matemáticos; la encomiable labor del Real Seminario de Minería cuyos ejercicios y presentaciones públicas tuvieron resonancia mediante notas en las publicaciones periódicas, por ejemplo se infor-maba de un acto protagonizado por sus alumnos en el Colegio de San Pedro y San Pablo ante la presencia del Real Tribunal de Minería pues

[…] Don Joseph Mariano Ximénez, Don Miguel Alvarez Ruiz y Don Joseph María Villasante contestaron sobre trigonometría rectilínea, sec-ciones cónicas y cálculo infinitesimal, diferencial e integral con la ex-tensión que se tratan estas materias en la obra elemental de Don Juan Justo García;1

la Real y Pontificia Universidad de México, así como instituciones ubicadas en el interior del virreinato como lo serían los casos del Cole-gio de la Purísima Concepción de Guanajuato para el cual el Real Tri-bunal de Minería nombró el catedrático de matemáticas con la “[…] obligación […] de enseñar la aritmética, la geometría elemental, la trigonometría plana, el álgebra, las secciones cónicas, la geometría práctica, la estática, la hidráulica y la aerometría […]”;2 el Real y Ponti-ficio Colegio Seminario Tridentino y el Real Primitivo Colegio de San Nicolás Obispo en Valladolid y, quizá, la recién creada Real Universi-dad de Guadalajara. Otras ciudades que contaron con instituciones abocadas a la ense-ñanza de las matemáticas lo fueron, en Guatemala a través de la Real Universidad de San Carlos de Borromeo mediante la labor de José Antonio Liendo y Goicoechea, y el Colegio de San Buenaventura que tuvo como propósitos enseñar geometría, además de filosofía, geograf-ía, derecho y teología.3 Con el afán de compartir con la sociedad novohispana los temas de matemáticas que se enseñaban en las instituciones educativas, se orga-nizaron actos públicos donde los mejores alumnos eran examinados y premiados a partir de 1793. Algunos de esos ejercicios fueron publica-dos con los nombres de Exercicios públicos de los elementos de álge-bra y geometría (1793), Exercitaciones mathematicae (1797); De Re Matemática (1798). Por lo que respecta la virreinato del Perú, su tradición la mantuvie-ron viva Juan Rher, quien fungió como catedrático de Prima matemáti-

1. Gazeta de México, compendio de noticias de Nueva España, México: Imprenta de

Felipe Zúñiga y Ontiveros, Tomo VIII, N° 46, 29 de diciembre de 1797, p. 374. 2. Ibidem, T. IX, N° 10, 8 de octubre de 1798, p. 80. 3. Gazeta de Guatemala, Tomo II, N° 78, 10 de septiembre de 1798.

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ca en la Real Universidad Mayor de San Marcos hasta 1756, su sustitu-to fue el eminente científico Cosme Bueno por orden del virrey,1 y a partir de 1795 el responsable de impartirla fue Juan Barrenechea2 que, en su afán por popularizar los conocimientos matemáticos, promovie-ron actos públicos; dentro de esta tradición también contribuyeron otros personajes como Isidoro Celis “lector de filosofía y teología en el con-vento Grande de Santa María de la Caridad de Agonizantes de esta capital y autor del célebre y conocido compendio de Matemáticas y Física newtoniana.”3 En otras instituciones educativas de este virreinato se promovió la enseñanza de las matemáticas como aconteció en la propia capital con la creación, por parte del virrey Manuel de Amat y Junient del Real Convictorio de San Carlos donde introdujo el estudio de “[…] los ele-mentos de aritmética, álgebra y geometría: mandó también que se estu-diase la filosofía moderna […]”,4 el principal catedrático de filosofía y matemáticas fue José Ignacio Moreno quien además se desempeñó como su primer vicerrector. La implosión de la enseñanza de la matemática fue todo un aconte-cimiento en el Nuevo Mundo durante la segunda mitad del siglo XVIII. Lo prueban, en el virreinato de Nueva Granada, el quehacer académico de las principales instituciones educativas de la capital y la labor pione-ra de José Celestino Mutis quien dictó la conferencia inaugural del curso de matemáticas de 1762 y la reforma del plan de estudios de matemáticas que promovió en 1787 en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario. A partir de esa ambientación de la cultura matemática fue común leer noticias del quehacer académico de instituciones educativas de la capital según lo testimonian informaciones del tipo siguiente: “No lograron menos aprecio las [réplicas] que sostuvieron de aritmética y geometría […] D. Francisco Cabal y su catedrático D. Francisco Xavier García, individuos del mismo Colegio [de San Bartolomé] […]. Y el Colegio de Nuestra Señora del Rosario dio pruebas nada equívocas de que sus alumnos […] viven compenetrados de la verdad” [Rodríguez 1978b I, 210].

1. Gazeta de Lima, Lima, Imprenta de la Gazeta, N° 3, desde 9 de junio hasta 28 de julio

de 1756. 2. El Mercurio Peruano, papel periódico de Historia, literatura y noticias, Lima, Impren-

ta de los Niños Expósitos, 1790, Tomo III, N° 95, p. 140. 3. Ibidem, Tomo VIII, N° 277, p. 283. 4. “Literatura Peruana. Noticia de un acto público de filosofía y matemáticas, dedicado a

la Real Universidad de San Marcos, y breve extracto de las Tesis que ofreció sustentar el Actuante”, Ibidem, Tomo VIII, N° 277, p. 283.

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Por lo que respecta al virreinato del Río de la Plata, si bien más tardíamente, la promoción de la enseñanza de las matemáticas se inau-guró con la creación de la Escuela Náutica de Buenos Aires donde

se enseña aritmética, geometría especulativa, y práctica, trigonometría rectilínea, y esférica, cosmología, geografía, uso de los globos o esferas artificiales, hidrografía, navegación, astronomía nautica, álgebra y su aplicación a la aritmética y geometría y curvas ecnicas, cálculo diferencial e integral y mecánica. Se compone hoy esta academia de 26 alumnos.1

Algunos comentarios existentes acerca del nivel y quehacer matemático de dicha institución refieren: “[…] el álgebra se llegaba hasta la ecua-ción de segundo grado con una incógnita, ecuaciones lineales e interca-ladas. En cuanto al cálculo diferencial e integral no se sabe el grado de dificultad que alcanzó la enseñanza” [véase: Sokolovsky, 2009]. Ciertamente, los niveles de enseñanza fueron distintos y cambian-tes. Los principales textos usados como manuales fueron los libros de Benito Bails, Elementos de matemáticas (1779); Juan Justo García, Elementos de aritmética, álgebra y geometría (1782) y Tomás Vicente Tosca, Compendio matemático (1727),2 mas estuvieron acompañados con la consulta e inspiración de conocimientos modernos de matemáti-cas contenidos en las obras de Clairaut, Elementos de álgebra y Geo-metría; René Descartes, Geometría; Duhamel, Geometría subterránea elemental teórica y práctica; Leonardo Euler, Elementos de álgebra; Bernard Fontanelle, Isaac Newton, Principios matemáticos de filosofía natural, Saverien, Diccionario matemático y físico, etc. El reconocimiento de la importancia acerca de los conocimientos sobre matemáticas llevó a que su enseñanza la apoyaran agrupaciones extraescolares en recintos tradicionales como de reciente creación. Así, por ejemplo, Marco Arturo Corral [2007, 126] nos informa:

En 1754 Joaquín Velázquez de León, personaje que desempeñó un re-levante papel en el ámbito técnico-científico de la Nueva España, fundó y presidió una Academia de Matemáticas, en el Colegio de Todos los Santos de la capital novohispana. Existe información que muestra que a esa institución “concurrían muchos estudiantes aplicados a instruirse en este género de estudios”. Aunque se ha dicho que ahí se inició el estu-dio moderno de las matemáticas en México, se desconocen los conteni-

1. Telérafo Mercantil, rural, político-económico e historiográfico del Río de la Plata

(1801-1805), Buenos Aires, Imprenta de los Niños Expósitos, Tomo I, N° 24, 20 de junio de 1801, p. 222.

2. En la Biblioteca Nicolaíta se cuentan con ocho de los nueve volúmenes de la edición de 1757 según información de Carlos Eduardo Mendoza Rosales, quien además presenta el índice de sus contenidos, “Los libros de arquitectura”, Juan García Tapia (coordina-dor), Nuestros libros. Encanto de lo antiguo, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2002, pp. 217-220.

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dos de lo que ahí se enseñó. Se sabe, en cambio, que algunos criollos que luego destacaron como técnicos y científicos, asistieron a aquellas clases. Tal fue el caso de Antonio de León y Gama […].

Además de organizaciones extraacadémicas como la mencionada, otros espacios extraescolares contribuyeron a la aclimatación de la cultura matemática. Por ejemplo, en todos los virreinatos, las publicaciones periódicas dieron amplia cobertura a la difusión de noticias, exposicio-nes y reflexiones sobre temas y problemas de matemáticas. Los saldos de toda esa dinámica actividad de promoción de los cono-cimientos matemáticos lo constituyen la formación de científicos con bases rigurosas, las aplicaciones diversas de este tipo de conocimiento y la pro-ducción de textos empleados con fines pedagógicos y de divulgación acer-ca de su importancia cultural, gnoseológica, económica y social. La relación de textos escritos, algunos impresos y otros manuscri-tos, de los que tenemos noticia es la siguiente: José Saenz de Escobar, Geometría práctica y mecánica (1706); Pedro Antonio Vázquez, Apun-tes de aritmética o Aritmética elemental (1715); José Eusebio Llano y Zapata, Resolución phisico-matemathica sobre formación de los comé-ticos cuerpos y efectos que causan sus impresiones (Lima, Impreso en la Calle de San Ildephonso, 1744); Antonio de Alcalá, Problemas de geometría (1748) y Geometría fundamental (1751); Lorenzo Cabrera, Teoremas matemáticos (1746); luego los jesuitas aportaron textos que, en su mayor parte, no alcanzaron las prensas, son los casos de Diego José Abad, El nudo más intrincado de la matemática, que parece fue publicado en Ferrara y Compendio de álgebra; Francisco Javier Alegre, Elementos de geometría y Secciones cónicas (Bolonia s/f); José Celes-tino Mutis, Discurso preliminar pronunciado en la apertura del curso de matemáticas (1762), Plan provisional para la enseñanza de las matemáticas (1787) y Método matemático (s/f); Manuel Martínez de la Rueda y otros, Certamen o conclusiones matemáticas defendidas en esta Universidad de San Marcos (Lima, Imprenta Real, 1768); José Ignacio Bartolache y Díaz de Posadas, Lecciones matemáticas que en la Real Universidad de México dictaba (México, Imprenta de la Bibliote-ca Mexicana, 1769); Agustín de La Rotea, Elementos de geometría (1774); Juan Bautista Blanes, Tablas para resolver todos los problemas de trigonometría (1784) y Aritmética y álgebra aplicada a varios asun-tos de geometría, trigonometría, náutica, física, minería, cómputo ecle-siástico y astronomía (1789); Antonio León y Gama, “Carta al autor de la Gazeta de México” acerca de la propuesta sobre la solución al pro-blema de la cuadratura del círculo” (1785); Isidoro Celis, Elementa philosophiae, quipus accedunt principia matemática verae physicae,

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prorsus necesaria, ad usus academicos scholaris, ac religiosae juventu-tis collegii liman Sanctae Mariae Bonae Mortis (Madrid, Tudescos, 1787); Diego de Guadalajara, Lecciones elementales de matemáticas (México, 1790) y Representaciones del director de matemáticas D. Diego de Guadalajara, sobre el método que se propone enseñar en el curso de geometría (1792); Arithmética practica que comprende las más principales y necesarias reglas de cuentas para principiantes (Buenos Aires, Real Imprenta de los Niños Expósitos, 1792); Joseph Martínez de Lizárraga, Cuadernos de principios de Aritmética (1804); Manuel José Ruiz del Burgo, Proposiciones matemáticas que presenta a examen en público en la Real Universidad de San Marcos (Lima, Imprenta de la Real Casa de Niños Expósitos, 1794) [Saladito 1998, 120-123]; Pedro Martínez de Lizárraga, Cuadernos de principios de aritmética; Juan José Padilla, Noticias breves de las reglas de la aritmética (Guatemala, Imprenta Franciscana, s/f). Obviamente otros manuscritos esperan su rescate de los archivos o bibliotecas. Debe añadirse el hecho insólito de que en pleno siglo de Las Luces hubo una actividad de difusión sorprendente porque se editaron publi-caciones periódicas ex profeso para fomentar los conocimientos ma-temáticos, por ejemplo la labor pionera de José Ignacio Bartolache con su Mercurio volante con noticias de física y medicina (1772-1773) y Diego de Guadalajara con Advertencias y reflecciones sobre el buen uso de relojes y otros instrumentos matemáticos, físicos y mecánicos (1777), amén de que casi todas los periódicos de los últimos años de vida colonial incluyeron artículos, informaciones, notas o reseñas que evidencian el dinamismo del quehacer de las distintas ramas de las matemáticas. También cabe referir que distintas asociaciones promovieron con-cursos, premios, sesiones públicas, para impulsar el estudio de las ma-temáticas. Dos casos cito, para probarlo, “Un premio de 100 pesos al que en el examen general de matemáticas puras obtenga el primer lugar, 50 al del segundo lugar y 25 al del tercero […]” convocado por la Real Sociedad Económica de los Amigos del País de Guatemala1 y el “Pre-mio de Aritmética” convocado por la Real Sociedad Patriótica de La Habana.2 Como puede apreciarse, existió una persistente actividad orientada a aclimatar la cultura de la matemática en la que participaron gobierno, instituciones, asociaciones y personajes esparcidos en toda la geografía

1. Gazeta de Guatemala, Tomo III, N° 112, 8 de julio de 1799, p. 62. 2. Papel periódico de la Habana, N° 5, 17 de enero de 1805, p. 18.

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de los territorios coloniales y más allá de las capitales virreinales. Mu-chos de esos personajes legaron impresos o manuscritos que se conser-van, pero de otros sólo sabemos por su actividad pedagógica y extraes-colar. Por ello, deben añadirse los nombres de Juan Antonio de Mendo-za y González, quien firmaba como “profesor de ciencias matemáticas y astronomía […]”, religioso que vivió en Puebla donde desempeñó su labor entre 1707 y 1728 y Lorenzo Cabrera, Juan Benito Díaz de Gama-rra en San Miguel el Grande; Diego José Abad y Agustín La Rotea cuyas actividades las desarrollaron en Querétaro; Bernardo Joseph de Pian y Escoto en Valladolid –hoy Morelia-; José Ávila Roxano, Manuel Castro, Miguel Constanzó, Pedro Gómez de la Cortina, Andrés Joseph Rodríguez, Manuel Ruiz de Tejada, Joaquín Velásquez de León, en la Ciudad de México; José Quiroga en Buenos Aires; José Antonio Lien-do y Goicoechea en Guatemala; José Fernández Pinto Alpoim y Antô-nio Pires da Silva Pontes en Río de Janeiro, etc. Con relación a las estadísticas de alumnos que asistieron a cursos de matemáticas, puede considerarse que fueron varios centenares. Para consta-tarlo basta referir que en Buenos Aires se informó de veintiséis alumnos inscritos en la Escuela Náutica en 1801 y en la Ciudad de México, sólo en el Real Seminario de Minería se cuenta con los datos siguientes: once en 1799; dieciséis en 1800; diecinueve en 1801; veinte en 1802; diecisiete en 1803; veintiuno en 1804; veinticuatro en 1805; dieciséis en 1806; trece en 1807, y veintiuno en 1808 [Aceves y Mendoza 2001, 472]. En fin, la historia de las matemáticas permite exhibir la expansión e impacto de estos tipos de conocimientos científicos a través de su insti-tucionalización, así como materia prima de reflexión, por lo que puede sustentarse que la filosofía de las matemáticas en el Nuevo Mundo tiene su génesis en el siglo XVIII. Filosofía de las matemáticas Obviamente, durante el siglo XVIII fue inexistente el uso de la expre-sión filosofía de la ciencia, y consecuentemente de filosofía de las ma-temáticas, pero algunos de los temas que tal disciplina trata sí fueron abordados entonces y ahora los podemos referir si recuperamos la con-cepción que en el Nuevo Mundo, durante esta centuria, se propaló acer-ca del ejercicio de la historia y de la filosofía de las matemáticas. En efecto, una de las principales publicaciones periódicas editadas en la última década del siglo de la ilustración difundió:

Mientras el historiador se ocupa en la narración de los sucesos […], el filósofo medita y discurre, guiado de la reflexión y de la sabiduría; y así observando en las historias tanta multitud de hechos, las más de las ve-ces contradictorios, indaga y descubre las causas que los pusieron en

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movimiento. Por este camino encuentra prodigios a cada paso: ve que las acciones más grandes son por lo común efectos de la necesidad, de la opinión, y del curso y alternativa de los tiempos.1

Entonces si la función del filósofo estriba en considerar los hechos, analizarlos y reflexionarlos críticamente para determinar el sentido de su existencia, eso puede hacerse con el cúmulo de datos históricos que sobre la enseñanza, difusión e investigación de las matemáticas aconte-cieron. Así puede reflexionarse sobre sus bases gnoseológicas, epistemoló-gicas, metodológicas, su cientificidad, compromisos sociales y alcances humanísticos, como lo sustento a continuación. 1. Concepción racionalista. La práctica de las posiciones filosóficas sobre la ciencia ponen de manifiesto el interés por coadyuvar al escla-recimiento de los fundamentos de la realidad y la principal vía lo cons-tituyó la promoción de los conocimientos matemáticos, a los que se concibió como productos genuinos de la capacidad racional, en conse-cuencia el racionalismo fue erigido en la principal posición gnoseológi-ca con la cual se respaldó la práctica y alcances de las matemáticas. De esta manera las reflexiones filosóficas sobre las matemáticas llegaron a ser presentadas como la expresión más contundente de racio-nalidad:

Un teólogo, un abogado, un médico, todos los hombres destinados al bien de la República ¿de qué le servirán si sus raciocinios son emana-ciones de una filosofía diametralmente opuesta a la razón? [...]. Sin los elementos de aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, etc., yo no sé qué hombres útiles pueda tener la patria, ni qué progresos pueda hacer la razón [Rodríguez 1978a III9, 2-3].

De esta manera aconteció el reconocimiento del racionalismo como principal amparo filosófico para el desarrollo de las matemáticas, entre otras motivaciones porque el conocimiento de las ideas cartesianas en el campo de la ciencia resultaba convincente para el fomento de la ciencia moderna. 2. El quehacer matemático otorga fundamentos epistemológicos para proceder científico. La expansión de esa expresión filosófica en el desa-rrollo de la ciencia en general y de las matemáticas en particular se prueba con obras que pueden ser consideradas como testimonios precla-ros de las reflexiones iniciales de la filosofía de las matemáticas, por

1. El Mercurio Peruano, papel periódico de Historia, literatura y noticias, Lima, Impren-

ta de los Niños Expósitos, 1790, Tomo I, N° 13, p. 116.

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ejemplo el texto de José Ignacio Bartolache y Díaz de Posadas, Leccio-nes matemáticas que en la Real Universidad de México dictaba (Méxi-co, Imprenta de la Biblioteca Mexicana, 1769), acerca del cual se ha suscrito que:

[…] la obra no es un curso de matemáticas, sino más bien es un texto epistemológico que habla del método matemático y define su alcance y limitaciones. Para justificar esos estudios, su autor dijo que esa metodo-logía podía ser aprovechada por cualquier ciencia y afirmó que de ella: “sírvense los geómetras para inquirir y enseñar metódicamente la ver-dad de definiciones, axiomas, postulados, teoremas, problemas, corola-rios, escolios y lemas.”

Nuestro personaje dio la definición precisa de cada uno de esos términos y, a lo largo de 44 páginas, disertó sobre el método en las ciencias, o método científico. Siguió, sobre todo, a René Descartes […] [Moreno Corral 2007, 136-137].

De modo que la labor orientada a fomentar la cultura matemática tuvo como fundamento a la filosofía al efectuar la demarcación del uso de conceptos, que alcanzó no sólo los tópicos de cada una de las ramas cul-tivadas entonces, sino éstas, como sucedió con la geometría a la cual se le definió como “[…] la madre de las ciencias y las artes, por cuyo medio se sujeta a exactísima medida toda especie de líneas, superficies y sólidos: es decir, cuanto hay en el universo […]“ [Rodríguez 1978c, 369-370]. 3. Perspectiva metodológica. El sabio José Celestino Mutis, patriarca de la renovación científica en el virreinato de Nueva Granada, dedicó, como pionero de la ciencia moderna, múltiples esfuerzos para la acli-matación de la enseñanza de las matemáticas, y tuvo la virtud filosófica de amparar su labor en el reconocimiento de la importancia del carácter metodológico de esta ciencia. En efecto, su magisterio lo abrió con la comprensión galileana de “[…] que el mundo era un gran libro y aun-que abierto para todos, muy pocos sabrán leerlo, por estar escrito con cifras y caracteres matemáticos” [Mutis 1982, 35]. De manera que erigió a las matemáticas en procedimiento meto-dológico para posibilitar el escudriñamiento riguroso de la realidad y, por ende, el avance del saber, al enfatizar [Mutis 1982, 39]:

Todos estos descubrimientos de la Filosofía moderna, van acompañados de los conocimientos matemáticos, sin los cuales no podrían adelantarse unas verdades de tanta importancia. Muy semejante a estos descubri-mientos es el modo de computar las alturas de los montes, y de la ele-vación de los lugares sobre el nivel del mar, descubierto en el Perú por los Académicos Franceses y por nuestros españoles Jorge Juan y Ulloa, medio el más oportuno y de que me valdré para medir la afamada altura del prodigioso Salto de Tequendama, que no está determinada. Este es

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un corto diseño de las utilidades de las matemáticas en la averiguación de la naturaleza […].

Por ello recomendó la pertinencia de otorgar una sólida formación matemática a la juventud para que contara con las bases teóricas sufi-cientes mediante las cuales incursionar creativamente en las demás ramas de las ciencias. O sea, los conocimientos matemáticos los visua-lizó como instrumento para acceder a explicaciones rigurosas de la realidad. Más aún, Mutis enseñó el método de las matemáticas como sinóni-mo de método científico en las lecciones que dictó en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario al sustentar [Mutis 1982, 125-126]:

Todo el artificio de las matemáticas, su certidumbre y solidez consisten en el admirable orden de que usan los matemáticos para enseñar sus dogmas. Nada hay en las matemáticas, que no esté fundado en pruebas extremadamente severas. El orden con que se procede en las resolucio-nes y demostraciones es tan exacto y riguroso, que nada se admite, nada se deja pasar sin prueba. Ha merecido esta ciencia por la solidez que le es muy particular, calificar todo el método exacto en cualquier materia que sea. Y este modo de proceder los matemáticos es lo que se llama método geométrico. Todo el método geométrico tiene por base fundamental tres reglas generales, cuyas verdades hacen conocer todo el mérito de aquel admi-rable método. La primera es, que de las ideas más sencillas y más generales se ha de subir a las más compuestas y menos generales. La segunda es, que en la definición de los términos nada quede os-curo, nada quede ambiguo. La tercera es, que todas las proposiciones, cuyas verdades no cons-tan a primera vista por la significación y percepción de los mismos términos con que se enuncian, se hayan de probar demostrando muchas verdades, y por medio de las definiciones supuestas, los axiomas con-cedidos y las proposiciones ya demostradas.

Lo primero que salta a la vista es la apreciación de las matemáticas como conocimiento científico paradigmático por su exactitud y su ri-gor; luego por los rasgos del proceder: la combinación de la inducción y la deducción, la conceptualización y la demostración. Entonces la concepción cultivada sobre los conocimientos matemáticos en el Nuevo Mundo durante el siglo XVIII implica aportar bases teóricas para emu-larlos. 4. Los conocimientos matemáticos confieren cientificidad. Con base en la consideración relativa al rigor metodológico como se procede en la construcción de conocimientos matemáticos, los científicos del siglo XVIII reconocieron su uso incluso como forjadores de cientificidad al proporcionar verdades sólidas:

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Desde que empecé a saludar los Elementos de Euclides y Wol-fio, siempre he mirado a las ciencias exactas como las únicas que merecen el nombre de ciencias: he visto que las verdades geométricas son las solas verdades absolutas que existen en el Mundo, después de la Revelación […].1

Esa función asignada de modelos de conocimientos es lo que sus-tenta la concepción de su amplia importancia gnoseológica como base para el progreso del saber al inspirar y posibilitar su enriquecimiento según lo apuntó el sabio Francisco José de Caldas, quien además de informar de la existencia de dos cátedras de matemáticas en Santafé de Bogota, difundió: “Los rudimentos de aritmética, geometría y trigono-metría plana, de que tenemos buenos compendios, el conocimiento de los círculos de la esfera, y de las constelaciones más notables […] [además de instrumentos propios] bastan para forjar la geografía”.2 5. El quehacer matemático promueve disciplina y rigor intelectual. Para los científicos del Nuevo Mundo fue claro que los conocimientos matemáticos tuvieron implicaciones educativas de primordial importan-cia toda vez que coadyuvarían a forjar mentalidades creativas por fo-mentar el hábito de la abstracción y la disciplina intelectual. Ese fue uno de los objetivos que le asignaron a su enseñanza. Los resultados al respecto lo testimoniaron los intelectuales más prominentes de entonces y fue difundido su valor como principal esti-mulador de la creatividad científica. José Antonio Alzate incluyó la siguiente reflexión en su Gaceta de Literatura de México: “[…] el ge-nio inventivo es el que todo lo ejecuta. Es verdad que los conocimientos matemáticos rectifican al genio, y por este motivo son sumamente úti-les; pero éste puede por sí sólo inventar, y las reglas por sí solas harán un limitado copista […].”3 O sea, los conocimientos matemáticos posibilitan la disciplina inte-lectual y, en consecuencia, la creatividad, en tanto su aprendizaje mecánico la limitan, por no decir, la frustan. 6. Los conocimientos matemáticos promueven el bienestar social. Es consabido que a la ciencia moderna le es inherente, desde su génesis, la preocupación por promover la repercusión social de sus resultados, por lo cual los desarrollos de los conocimientos matemáticos también estu- 1. Epitropo Diabitio, “Carta en que se propone una nueva conjetura, sobre los remedios

preservativos y curativos de las pasiones violentas, especialmente la del amor”, Mercu-rio Peruano, Tomo VIII, N° 245, p. 18.

2. Semanario del Nuevo Reino de Granada, Tomo I, N° 6, 7 de febrero de 1808, p. 84. 3. Gaceta de Literatura de México, Tomo II?, 25 de enero de 1791, p. 128.

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vieron orientados a impulsar esta perspectiva. Enmarcado en ella Diego de Guadalajara sustentó, según Magally Martínez Reyes [2002, 120], que:

[…]. Las matemáticas son importantes en la pintura por sus principios de perspectiva, en la escultura se utiliza la geometría de sólidos y, en general, se emplean las matemáticas en dinámica, óptica, estática e hidráulica. En su diario, Guadalajara mencionó la importancia de: La geometría en la exactitud de las medidas, la mecánica para explicar co-rrectamente la potencia motriz, la analítica que sirve en la resolución de los diversos problemas de relojería, el dibujo en función de dar propor-ción y simetría, y por último la música para brindar un sonido acorde de campanas y flautas.

De hecho en distintos textos existen amplias referencias sobre los be-neficios sociales del estudio de las matemáticas, que van más allá de los referentes tradicionales, así por ejemplo aparecieron noticias acerca de que “La Aritmética política tiene por objeto indagar y calcular el poder, la fuerza, la riqueza, o la miseria de un estado o provincia: y esta averi-guación no puede hacerse sino por medio de unas nociones exactas de la población, de las entradas y salidas de los frutos y efectos, y del consumo de estos mismos efectos y frutos”.1 Igualmente, su impacto social se intentó evidenciar sobre las am-plias y sugerentes actividades que han intentado erigirse en signos de la modernidad a través de los progresos técnicos. De este modo llegó a informarse:

Los alumnos de la Escuela de Geometría de la Academia Real de San Carlos de esta Nueva España hicieron públicamente sus tentativas con dos globos aerostáticos la noche del día 17 del corriente en el parque del Palacio, el uno de seis varas poco más de diámetro y su correspon-diente circunferencia, y el otro poco menor.2

7. A la matemática le es inherente la vocación humanista. Con cierto dejo de preocupación uno de los miembros de la Sociedad Académica de Amantes de Lima suscribió un hermoso texto para promover el estu-dio de las matemáticas donde arriesga la idea de su utilidad como profi-laxis para moderar las pasiones violentas, en especial el amor. Así la vinculación entre matemáticas y condición humana las expone en los términos siguientes:

[…]. Desde el más simple axioma de geometría hasta el abismo del cálculo, y de álgebra, se trilla un camino espacioso, lleno y claro: se pa-sa de verdad en verdad: una sirve de escala para llegar a otra, y desde esta última se descubre otra más allá que llama la atención, y no permi-

1. Gazeta de Guatemala, Tomo I, N° 19, 12 de junio de 1797, p. 148. 2. Gaceta de México, compendio de noticias de Nueva España, Tomo I, N° 47, 20 de

septiembre de 1785, pp. 392-393.

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te descansar hasta alcanzarla. Las dudas no pueden entorpecer el vuelo enérgico y seguro del entendimiento, que se halla como absorto en la inmensidad de la demostración. Un compás, una pantómetra, un a-b, son otros tantos objetos magnéticos, que atraen a todo aquel que ha lle-gado siquiera a la 30ª proporción de Euclides. La simple vista de estas cosas, el solo nombre de Newton, es capaz de auyentar todo pensamien-to extraño. En una palabra un matemático no puede estar ocioso; porque siempre busca la verdad, nunca deja de hallarla, y se enajena en medi-tarla. Por consiguiente las pasiones no encuentran en él, aquel hueco que necesitan para introducirse y fortalecerse.1

Como queda evidenciada la práctica de las matemáticas, cuyo rasgo de cientificidad es indudable, resulta útil para amortiguar las pasiones humanas, por eso puede decirse que el quehacer matemático fue conce-bido como saber profundamente humanista. De modo que se observa un profundo reconocimiento de las ma-temáticas como saber prototípico de la ciencia, de la modernidad, al exhibir su posición racionalista, su rigor conceptual, la posición para-digmática de su método de investigación, las bases teóricas con las que aporta los criterios de cientificidad a las demás ramas del conocimiento, la función forjadora de disciplina y rigor intelectual, su compromiso social para coadyuvar a la solución de la problemática existente tanto en los ámbitos culturales, económicos, gnoseológicos, políticos y socia-les, y su carácter humanista. Así los ilustrados hispanoamericanos des-plegaron reflexiones indiscutibles de temas de la filosofía de las ma-temáticas, pues el conocimiento de la historia de las matemáticas per-miten probarlo. Referencias ACEVES PASTRANA, Patricia y MENDOZA ZARAGOZA, Martha.

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Mathesis III 31 (2008) 1 - 18. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Observaciones a propósito de un brillante pasaje de la geometría de

Alberto Durero (Disertaciones artísticas. Parte II)

Carlos Alberto Cardona Suárez

Resumen Se pretende argumentar que algunos pasajes de la Geometría de Durero ilustran una dirección que bien podría considerarse intermedia entre las orientaciones de Euclides y las nuevas perspectivas de Descartes. Dure-ro enriquece el inventario de objetos geométricos y advierte, en forma incipiente, una leve perspectiva de tipo funcional. Se ilustra también cómo los métodos prácticos de la geometría de taller en la obra de Du-rero encendieron la imaginación de los matemáticos profesionales que tuvieron acceso a su obra.

Abstract It is sought to argue that some passages of Dürer´s Geometry illustrate a direction which could be considered intermediates between Euclid’s orientations and the new perspectives of Descartes. Dürer enriches the inventory of geometric objects and he notices, in incipient form, a per-spective of functional type. It is also illustrated how Dürer´s practical methods activate the imagination of professional mathematicians who had access to his work.

Palabras clave: Durero, Descartes, Kepler, geometría, pintura Key words: Dürer, Descartes, Kepler, geometry, painting. Math sub Class: 01A40 Aquellos personajes que solemos reconocer por su genio en un área parti-cular de las preocupaciones humanas, suelen sorprendernos por sus con-tribuciones en otras áreas que no se relacionan, al menos en forma directa con el campo original en el que se reconoce sin duda su genialidad. El pintor alemán se destacó especialmente por sus famosos graba-dos en madera (xilografías), por sus preciosos grabados a buril, por sus contribuciones a la antropometría y por introducir en Alemania las innovaciones propias del llamado Renacimiento Italiano. En el año de 1525 Alberto Durero escribió, con un lenguaje demasiado brusco, un curioso tratado de geometría. Pocos, sin embargo, lo recuerdan en el presente y pocos lo recordarán en el futuro por sus contribuciones efec-

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tivas al difícil arte de la geometría. No obstante lo anterior, es posible advertir en dicho tratado algunos aportes no sólo geniales, sino descon-certantes por el contexto en el que se mencionan. El propósito del presente artículo consiste en llamar la atención en torno a uno de los fragmentos de dicho tratado. Aludiremos, en primer lugar, a la importancia general del escrito de Durero, y, después, nos concentraremos en elucidar el valor que creemos detectar en el pasaje mencionado.1

I Cerca al año de 1507 Durero concibió la importancia y necesidad de escribir un vasto tratado de pintura especialmente dirigido a los jóve-nes aprendices de dicho arte. Este tratado, que finalmente nunca salió a la luz, debía comprender tres partes básicas.

1) En primer lugar, pretendía ocuparse de la elección de aquel jo-ven que podría llegar a convertirse en un pintor (basada ella en el horóscopo) y estipularía el tipo de formación que debía recibir. 2) En segundo lugar, se ocuparía del ejercicio de la pintura y ex-pondría la teoría de las proporciones, la medida del hombre, de los caballos y de los edificios; versaría también acerca de la luz, la sombra y la teoría de los colores. 3) Por último, el tratado exhibiría algunos consejos profesionales sobre el lugar en donde se debería ejercer la pintura y los honora-rios a cobrar.

Durero no tardó en advertir la complejidad de la empresa que se había propuesto y decidió (1512) restringirse al segundo apartado relaciona-do con la teoría de las proporciones del cuerpo humano. Este esfuerzo lo abandonó en 1513 y lo retomó más tarde en 1521. En el año de 1523 Durero decidió aplazar la publicación con el ánimo de llenar un vacío que el mismo pintor había detectado: la comprensión completa del tratado de las proporciones humanas exigía una comprensión igual-mente completa sobre el arte de la medida en lo concerniente a las líneas, las superficies y los cuerpos, siempre que se respetasen los métodos que los canteros practicaban cotidianamente. El tratado de la medida debe entonces concebirse como una intro-ducción metodológica para el tratado sobre las proporciones humanas. Detengámonos por un momento en el título completo del tratado y en 1. Usaremos las siglas TM para referirnos al tratado de geometría de Durero; citaremos

primero el libro con números romanos y, a continuación, la página correspondiente de la edición en español.

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algunas alusiones que saltan a la luz en forma evidente. El título com-pleto reza así: Instrucción para la medida con el compás y la regla de líneas, planos y todo tipo de cuerpos, reunida por Alberto Durero en provecho de todos los aficionados al arte, con las correspondientes figuras, impreso en el año de MDXXV.1 En la dedicatoria a su amigo Pirckheimer, Durero señala que hasta la fecha a los jóvenes pintores alemanes se les había enseñado el arte sin ningún fundamento, recu-rriendo tan sólo a la práctica diaria. Ellos, advierte el pintor y teórico, habían crecido en el más completo desconocimiento, al igual que un árbol silvestre al que no se poda. Así las cosas, Durero alcanzó a adver-tir que si bien la enseñanza tradicional podía aportar instrucciones útiles para el trabajo diario, esta enseñanza no derivaba tales instrucciones de principios generales, ni pretendía respaldarlas con hechos verificables. Algo muy diferente a lo que de hecho ya se venía dando con la instruc-ción de los jóvenes aprendices en Italia. El interés por poner en contac-to a las nuevas generaciones de pintores alemanes con los novedosos descubrimientos italianos explica, quizá, por qué Durero insistió en el uso del alemán, renunciando inicialmente a la posibilidad de que su amigo Pirckheimer preparara una edición culta en latín. El tratado de Durero puede contemplarse como una obra que ha de servir de bisagra entre dos tradiciones: la tradición práctica de los talleres alemanes y la tradición teórica de las escuelas italianas. En palabras de Erwin Panofs-ky [1982, 267]:

El ‘Unterweisung der Messung’ sirvió, por así decirlo, de puerta girato-ria entre el templo de la matemática y la plaza de mercado. Mientras familiarizaba a los toneleros y ebanistas con Euclides y Ptolomeo, fami-liarizaba también a los matemáticos profesionales con lo que podríamos llamar la ‘geometría de taller’.

Tanto Leon Battista Alberti como Filippo Brunelleschi habían concebi-do la urgente e imperiosa necesidad de estructurar, a partir de sus fun-damentos, las reglas de transformación que permitiesen reconstruir el espacio tridimensional sobre un plano bidimensional. Fue Brunelleschi el primero en aplicar la teoría euclidiana de la visión a los problemas de la representación gráfica. Gracias a sus reglas, los arquitectos contaban con instrumentos muy poderosos de representación pictórica. No obs-tante la importancia de las reglas mencionadas, los pintores tenían que hacer frente a un segundo problema: ¿cómo aplicar aquellas reglas, que funcionan en forma adecuada cuando se trata de dibujar edificios o 1. Underweysung der Messung mit dem Zirckel und Richtscheyt in Linien Ebnen und

gantzen Corporen durch Albrecht Dürer zu samen getzogen und zu nutz aller Kuns-tliehabenden mit zu gehörigen Figuren in truck gebracht im Jar MDXXV

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detalles arquitectónicos, al caso de la representación del cuerpo humano en movimiento? Este fue, precisamente, uno de los problemas que con-vocó la atención de los pintores que se preocupaban por los asuntos relacionados con los fundamentos de su actividad: Piero della Frances-ca, Leonardo Da Vinci y Alberto Durero. Así las cosas, mientras los geómetras clásicos se obsesionaban por encontrar métodos precisos para dibujar con regla y compás una clase muy compleja de polígonos y circunferencias que se cortaban de alguna manera muy peculiar, y mientras los arquitectos se ufanaban de hallar reglas precisas para dibu-jar edificios y construcciones, Durero pretendía hallar un método preci-so para dibujar con regla y compás cuerpos humanos en movimiento. No en vano muchos dibujos de figuras humanas realizados por Durero tienen en sí la huella indeleble de una delicada figura geométrica reali-zada con regla y compás, como si se tratara de la construcción compleja de un polígono regular (véase Figura 1).

Figura 1. Proporciones de un niño. The human figure by

Albrecht Dürer. P. 46.

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Así, Durero buscaba los fundamentos de su disciplina y pretendía ex-ponerlos a la nueva generación de jóvenes artistas alemanes. Creyó hallarlos en la geometría griega redescubierta por los artistas italianos. En ese orden de ideas podemos entender la advertencia con la que el artista introduce el primer libro de su Tratado de la medida [TM I, 133]:

El muy sagaz Euclides recopiló los fundamentos de la geometría. Quien los conozca bien, no tiene ninguna necesidad de lo escrito a continua-ción, pues sólo se ha escrito para los jóvenes y para aquellos a quienes nadie ha instruido con excelencia.

Dicha orientación es coherente con los elementos que hemos advertido. Sin embargo, cometeríamos una gran injusticia si aseveramos que el tratado de Durero no aporta algo nuevo. De hecho ya hemos señalado, siguiendo a Panofsky, que el tratado de Durero enriquece el ejercicio profesional de la matemática con la geometría de taller. Hay claros ejemplos que ponen en evidencia que Durero estimuló la imaginación de pensadores como Tartaglia, Benedetti, Galileo y Kepler. Estudiemos, por ejemplo, el caso de la influencia sobre Kepler. Los físicos estaban particularmente interesados en desentrañar el problema de la representación óptica. Dos obstáculos, entre otros cuan-tos, entorpecían el avance en dicho campo: i) se creía que la imagen de los objetos debía formarse en la parte anterior del ojo para evitar así cualquier inversión inexplicable; ii) se creía que la imagen como un todo estructurado debía guardar una relación inmediata con el objeto como un todo estructurado (de acuerdo a la perspectiva aristotélica, la percepción es un proceso en el que la forma del objeto percibido pasa al receptor conservándose intacta; de modo que, en cierto sentido, el re-ceptor asume las propiedades del objeto que se percibe). Kepler revolu-cionó el estudio de los fenómenos ópticos al sugerir, en primer lugar, que la imagen debía formarse en la retina aunque por tal motivo resultase ser una imagen invertida; y, en segundo lugar, que la imagen de un objeto debía concebirse como una construcción independiente punto a punto. En el segundo caso se trataba entonces de una especie de perspectiva punti-llista para el análisis de la construcción de la imagen óptica. Todos los elementos de análisis sugieren que Kepler vislumbró la segunda reco-mendación a partir de uno de los dibujos del Underweysung der Messung de Durero en donde se alude a cierto instrumento (Figura 2). Este aparato consta de una argolla clavada en la pared («Hará las veces de un ojo humano» [TM IV, 329]); un cordel que pasa por la argolla y que une en un extremo una plomada y en el otro extremo un clavo que puede ser colocado por un auxiliar en el punto del objeto

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cuya imagen se pretende construir (este cordel hará las veces de cada uno de los rayos visuales que va desde cada uno de los puntos del obje-to hasta el ojo); un marco vertical con un postigo que se puede abrir o cerrar alrededor de uno de los lados verticales del marco (este marco hará las veces del plano de Brunelleschi, o el velo de Alberti, que inter-seca la pirámide euclidiana formada por el ojo en un vértice y el objeto en la base); dos cordeles auxiliares de longitudes iguales a las dimen-siones vertical y horizontal del marco.

Figura 2. Albrecht Dürer. The complete woodscuts. P. 338.

Cuando se sitúa el clavo sobre un punto del objeto es posible determi-nar la ubicación de la proyección de este punto en el cuadro futuro. Para ello se determina el lugar por donde el cordel atraviesa el marco. Para eso se usan los dos hilos móviles que permiten determinar las coorde-nadas horizontal y vertical del punto que nos interesa.1 Una vez se fijan las coordenadas se libera el cordel inicial, se cierra el postigo y se dibu-ja el punto sobre la hoja en aquel lugar que determinen las coordenadas de los cordeles auxiliares. Este procedimiento se repite para cada punto del objeto que nos interese reproducir. Este método (geometría de taller) permite una determinación precisa de la imagen de cada uno de los pun-tos independientes de un objeto que se quiere representar en escorzo. Este fue el método que impresionó a Kepler y que le permitió recomendar una perspectiva puntillista de la construcción de imágenes ópticas en la retina de los ojos humanos (la retina haría las veces del marco vertical).2 1. Durero, obviamente, no hablaba de coordenadas. 2. Para un análisis detallado de la influencia de los grabados de Durero sobre la imagina-

ción de Kepler a propósito de sus estudios en óptica, el lector puede remitirse a la exce-lente monografía de Lindberg [1976, 178-208]. El autor, a su turno, se apoya en la di-sertación doctoral de Stracker [1970].

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El caso de Kepler ilustra una contribución del tratado de Durero en un campo de ocupación de los matemáticos profesionales. Ilustra tam-bién una aplicación interesante de la geometría de taller. Nosotros queremos concentrarnos en otro tipo de contribución positiva que puede resultar más alejada del consenso que despiertan los casos analizados. Queremos advertir en el tratado de Durero algunas ideas originales que, en cierta medida, anticiparon resultados importantes de la geometría de los siglos siguientes. Aclaramos, sin embargo, que obraremos como intérpretes que harán lo posible por poner en boca de Durero algunas ideas que posiblemente no pasaron por su mente. Queremos, en forma explícita, resaltar los pasajes que nos interesan sobre la base de lo que finalmente llegó a consolidarse algunos siglos más tarde. Ahora bien, antes de señalar con claridad las tesis que queremos defender, presenta-remos en forma sucinta la estructura del Underweysung der Messung. El tratado consta de cuatro libros. El primer libro presenta las defi-niciones que han de servir como punto de partida y se concentra en la descripción de los objetos geométricos que comportan tan sólo longi-tud. Durero se detiene tanto en la línea recta, como en las curvas alge-braicas de las que se ocuparán los geómetras del siglo XVII. Resulta particularmente interesante el tipo de construcción que el pintor reco-mienda a propósito de las secciones cónicas (este es otro caso importan-te del enriquecimiento de la matemática con métodos provenientes de la geometría de taller). El fragmento que nos interesa comentar pertenece al primer libro. El segundo libro se ocupa de las figuras bidimensiona-les. El tratado de Durero es prolífico en la recomendación de métodos para la construcción de polígonos regulares y en métodos para la cons-trucción de figuras que incrementan en una cantidad dada el área de una figura inicial. En muchos casos Durero no le aclara al lector que su método de construcción es apenas un método aproximado. No es claro, sin embargo, si Durero es consciente de la limitación que menciona-mos. Se puede citar, por ejemplo, el caso de la construcción del polígo-no regular de siete lados (heptágono) [TM II, 192];1 el caso de la segun-da construcción del pentágono que resulta equilátero, pero no equiángu-lo [TM II, 195]; el caso del eneágono [TM II, 196]. Durero propone también un método interesante para obtener una solución aproximada de la trisección del ángulo y le advierte al lector que “quien desee una mayor precisión, que la busque por vía demostrativa” [TM II, 197]. 1. Sólo hasta el siglo XIX y gracias a la algebraización completa de los problemas euclidia-

nos de construcción con regla y compás debida a Gauss, se pudo demostrar que tanto la trisección del ángulo como la construcción del heptágono, entre otros polígonos, no se pueden adelantar si nos restringimos a las exigencias de una construcción euclidiana.

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Esta advertencia de Durero muestra claramente que el pintor no debía estar del todo familiarizado con la dificultad de la empresa demostrativa que estaba recomendando. El tercer libro ilustra la aplicación de la geometría a las tareas de la arquitectura y familiariza al lector alemán con la construcción geométrica de las letras romanas. El cuarto libro, por último, se ocupa de los cuerpos tridimensionales.

II Creo que es posible defender, aligerando en cierto sentido las exigen-cias de un análisis más riguroso, que el fragmento de Durero que me interesa, recomienda un ejercicio intermedio entre la geometría de Eu-clides y la geometría de Descartes. El inventario de objetos de estudio de la geometría euclidiana está restringido a segmentos de recta, polí-gonos, circunferencias y todas aquellas construcciones que cuentan con éstos como sus últimos elementos de análisis. Aún cuando los griegos se preocuparon también por otro tipo de objetos (cónicas, espirales), estos objetos no llegaron a formar parte del inventario euclidiano; en muchos casos se estudiaban como curvas mecánicas (el caso de Arquí-medes) que, de suyo, se encontraban por fuera del escrutinio matemáti-co que debía ocuparse estrictamente de lo inmutable. Descartes, por su parte, amplió notablemente el inventario de los objetos de estudio y abrió la posibilidad de definir las curvas de estudio geométrico como aquellas construcciones para las cuales es posible concebir la regla de variación de una magnitud en función de la variación de otra magnitud. En las palabras de Descartes [1981, 295]:

[...] me parece totalmente claro que si entendemos, como generalmente se hace, por ‘geométrico’ lo que es preciso y exacto y, en segundo lu-gar, por ‘mecánico’ lo que no lo es; y así mismo, si consideramos la Geometría como una ciencia que enseña en general a conocer las medi-das de todos los cuerpos, no existe razón alguna para excluir de la mis-ma el estudio de las líneas más complejas y no el de las más simples, con tal de que puedan imaginarse descritas por un movimiento continuo o por varios movimientos sucesivos y en los que los últimos vienen de-terminados por los anteriores; pues por este medio, puede siempre te-nerse conocimiento exacto de sus medidas.

Lo único que se necesita, a juicio de Descartes, para trazar todas las líneas curvas que han de ser objeto de la geometría, es suponer que dichas curvas son el resultado de las intersecciones de dos o más líneas que se mueven entre sí. La geometría de Euclides contempla unos objetos (segmentos, cir-cunferencias, polígonos) y un método (reducción deductiva a axiomas originales). Las proposiciones acerca de los objetos mencionados han de ser aquellas que se pueden obtener por vía deductiva de los axiomas

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que se reconocen como proposiciones indemostradas. La geometría de Descartes, por su parte, contempla también unos objetos y un método. Los objetos incluyen ahora las curvas algebraicas, en tanto que el méto-do contempla la posibilidad de reducir el estudio de los objetos a la manipulación de magnitudes mensurables. En otras palabras, la inten-ción consiste en estudiar aquellas magnitudes cuyas reglas de corres-pondencia se dejan expresar bajo la forma de una expresión algebraica. El tratado de geometría de Durero, entre tanto, es un singular intento por ampliar el inventario de los objetos, incorporando la posibilidad de concentrar el estudio en las reglas de correspondencia que posibilitan la construcción de los mismos. El fragmento que citaremos deja ver una leve orientación en la dirección que Descartes impondrá a la disciplina años más tarde. Durero entrevé el futuro de la disciplina, quizá de la misma manera en que Descartes entrevé la orientación que finalmente Hilbert le dará a la geometría. En el libro I, antes del fragmento que nos interesa, Durero se encar-ga de recomendar el estudio de nuevas curvas sugiriendo métodos ele-mentales de construcción. Durero construye diferentes modelos de espirales, proyecciones de espirales, óvalos, parábolas, hipérbolas, elipses, algunas variantes de cicloides, concoides, líneas arácneas, etc. El modelo de construcción sigue, con algunas variaciones, casi siempre el mismo esquema, a saber: construir una o varias figuras que sirven de base (una recta, un cono, un triángulo, una circunferencia, etc.); produ-cir un número finito de divisiones en la figura o figuras que sirven de base;1 concebir una regla de construcción que permite señalar un nuevo punto e iterarla un número finito de veces en cada una de las divisiones indicadas en la secuencia anterior; reunir en un trazado continuo todos los puntos que han sido identificados con el procedimiento anterior. Las curvas de Durero son entonces construcciones que iteran una regla en un número finito de instancias y que recogen después este ejercicio en el trazado continuo de una curva envolvente.2 Existe, por lo tanto, un salto algo abrupto en el método cuando se pasa de una reunión discreta de puntos a una curva continua que pretende guardar en sus entrañas la regla de construcción original. El método es más claro si se ilustra con un ejemplo.

1. Durero no es muy explícito en los métodos para producir las divisiones y ello lo con-

duce en ocasiones a exigir construcciones imposibles: en ocasiones pide, por ejemplo, trisecar un ángulo arbitrario.

2. En el artículo usaremos el término envolvente de una manera laxa. Nos referimos a la curva que, a la manera de una gestalt, recoge una familia completa de puntos que han sido establecidos en virtud del seguimiento de una regla de construcción particular.

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La concha de la Figura 3 se ha trazado de la siguiente manera: i) se traza una línea horizontal cuyos extremos se marcan en a y b; ii) par-tiendo de a, se marcan diez y seis divisiones regulares en ab sin necesi-dad de abarcar hasta el extremo b; iii) se traza una línea vertical en el punto trece y se reproducen las mismas divisiones anteriores; iv) se toma una regla que conserva la magnitud de la medida de ab y se ubica de tal forma que uno de sus extremos sea el punto 1-horizontal y pase sobre el punto 1-vertical, el otro extremo de la regla ha de determinar el punto 1 de la curva; v) el procedimiento se itera diez y seis veces; vi) finalmente se traza una curva que recoge los diez y seis puntos así ob-tenidos.

Figura 3. A Durero. De la Medida. Vol I. Fig. 38. P. 171.

Después de ilustrar el método de construcción, nos ocuparemos ahora del fragmento que hemos anunciado y trataremos de ver allí una tímida insinuación que parece prefigurar tanto la orientación cartesiana de la geometría como una perspectiva de tipo funcional. Citemos inicialmen-te el fragmento [TM I, 181]:

[...] todas las líneas verticales que están colocadas con orden sobre una línea horizontal a una misma o diferente distancia, se pueden cortar de tres formas distintas, con una línea curva cóncava o convexa y con una línea oblicua larga o corta; cualquiera de ellas genera su propia corres-pondencia.

El fragmento se comprende con toda su fuerza si contemplamos con cuidado el trabajo que adelanta el pintor unas páginas atrás. En primer lugar, Durero se interesa por el tipo de relación que se puede establecer a partir de una regla particular de crecimiento o disminución de la lon-gitud de ciertos segmentos. Durero propone inicialmente construir una familia de segmentos cuyas longitudes crecen siempre en la misma

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proporción. Para ello dibuja un triángulo rectángulo abc, sobre cuya base bc se han señalado algunos puntos equidistantes (Figura 4). A continuación se trazan líneas verticales sobre estos puntos hasta interse-car la hipotenusa. Por último, Durero reúne aparte de la figura y, con-servando la equidistancia, los cinco segmentos verticales y advierte que su longitud se incrementa siempre en la misma cantidad.

Figura 4.

A continuación Durero repite el procedimiento, pero esta vez los puntos sobre el segmento bc están distribuidos de acuerdo a la siguiente regla: la longitud del segmento 23 es el doble de la longitud del segmento 12; la longitud del segmento 34 es el doble de la longitud del segmento 23; etcétera. Así las cosas, los segmentos equidistantes a la derecha crecen de acuerdo a la regla: 1, 2, 4, 8, ...(2)n-1 (Figura 5).

Figura 5.

El siguiente paso pretende darle cierto realce a la regla de crecimiento estipulada en un conjunto de segmentos que se construyen de acuerdo al método anterior, pero recogidos bajo una envolvente circular. Durero dice de estas cinco líneas (Figura 6) que ellas guardan entre sí una “re-lación particular” [TM I, p. 179] pero no agrega más acerca de la parti-cularidad mencionada. Quizá podríamos resumir así el rasgo peculiar: las longitudes de los segmentos equidistantes reunidos crecen en una proporción singular; esta proporción es tal que sus extremos superiores (siempre que los inferiores sean colineales) pueden ser recogidos bajo un arco de circunferencia.

a

b c 4 3 2 1 4 3 2 1

a

b c 4 3 2 1 4 3 2 1

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Figura 6.

Este punto es de la mayor importancia para mi análisis. Si me encuentro con un grupo de segmentos verticales equidistantes, cuyos extremos inferiores son colineales y organizados de acuerdo a la distribución de la derecha, puedo advertir a continuación que sus longitudes crecen a la izquierda con una proporción que obedece a una regla de crecimiento sencilla. No crecen en la misma cantidad porque en ese caso la envol-vente que recoge los extremos superiores sería una línea recta; tampoco crecen en la proporción 1, 2, 4, 8, ... porque en ese caso su envolvente sería similar a la de la figura 5. Crecen en la única proporción –sea cual sea– que produce una envolvente circular. Podríamos decirlo también así: no crecen en la proporción que garantizaría una envolvente recta (siempre con la misma pendiente), sino en la proporción que garantizaría una única envolvente circular (siempre con una curvatura constante). En el caso de la figura 5, ocurre que la regla de crecimiento no se ajusta ni a una única pendiente ni a una única curvatura constante. Después de estos desarrollos, Durero introduce el fragmento que ha despertado nuestro interés. Supongamos un racimo de rectas verticales equidistantes y apostadas sobre un eje horizontal. Puedo, en principio, cortar estas rectas de tres maneras diferentes. En primer lugar, puedo cortarlas con un haz de rectas que convergen a un punto a sobre la línea horizontal (Figura 7). Cada una de las rectas de este haz definirá un conjunto de puntos de corte con las verticales tales que las longitudes de los segmentos trazados desde estos puntos hasta la línea horizontal crecerán siempre en una misma cantidad. Este incremento será mayor cuanto mayor sea la inclinación de la recta del haz original.

B 4 3 2 1 C

A

B

A

4 3 2 1

A A

C B B

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A B

A B

Figura 7. En segundo lugar, puedo cortar las rectas con un haz de circunferencias de centros colineales de tal modo que el centro de cada circunferencia se encuentre sobre una vertical trazada a partir del extremo A, y que todas las circunferencias pasen por un punto que se encuentre sobre la vertical. Cada circunferencia, como en el caso anterior, definirá un conjunto de puntos de corte con las verticales. Las longitudes de los segmentos correspondientes crecen pero no lo hacen en la misma canti-dad, lo hacen cada vez con una mayor celeridad. En este caso, cuanto mayor sea el radio de la circunferencia, más lento será el crecimiento del incremento de longitudes (Figura 8).

Figura 8.

En tercer lugar, puedo cortar las rectas con un racimo de circunferen-cias de tal manera que la curva envolvente sea convexa. En este caso Durero pide que tracemos una nueva vertical que pasa por un punto B

A

A

B

B

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BA

sobre la horizontal ubicado a la derecha de las verticales iniciales. El centro de las nuevas circunferencias se ubica en algún lugar sobre la nueva vertical y por debajo de B. Para esta construcción todas las cir-cunferencias han de pasar por el punto A. Las longitudes de los segmen-tos correspondientes crecen pero no lo hacen de manera uniforme, lo hacen cada vez con una menor celeridad (Figura 9).

Figura 9. Cualquiera de las alternativas en cada una de las tres posibilidades de corte nos permite seleccionar un conjunto de segmentos verticales cu-yas longitudes, para usar los términos que emplea Durero, guardan entre sí su “propia correspondencia”. Podemos ahora ampliar los hori-zontes de las recomendaciones de Durero y forzarlo a razonar en los siguientes términos. Imaginemos un eje horizontal sobre el cual fijamos los extremos inferiores de un conjunto infinito de rayos verticales equi-distantes y dirigidos hacia arriba. Aunque Durero recomienda en el fragmento que las líneas verticales bien pueden ser equidistantes o ubicadas a diferente distancia, nos vamos a limitar únicamente a rayos verticales que guardan entre sí una distancia uniforme. Imaginemos ahora que sobre esta familia de rayos señalamos algunos puntos que se ajustan a algún tipo de regularidad (uno y sólo uno sobre cada rayo; o uno y sólo uno sobre cada rayo en una agrupación de rayos vecinos). Las longitudes de los segmentos construidos sobre los rayos verticales deben ajustarse a una regla de crecimiento o disminución. Nuestro problema consiste ahora en determinar el tipo de regularidad al que se ajustan los puntos mencionados. Tenemos, pues, dos opciones para explorar. En primer lugar, es posible que los puntos se distribuyan de tal manera que la curva envolvente posea o bien una pendiente constan-te, o bien una curvatura constante. En segundo lugar, puede ocurrir que la curva envolvente varíe tanto su pendiente como su curvatura de sec-

A B

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tor a sector. En el primer caso el problema se reduce a hallar: i) la pen-diente de la recta que contiene a todos los puntos superiores (si toma-mos como unidad la distancia que separa a los rayos verticales equidis-tantes, bien podemos reconocer que dicha pendiente establece el incre-mento en longitud de cada segmento contiguo); o, ii) el radio de la circunferencia envolvente (bien sea cóncava o convexa –de acuerdo a los términos que emplea Durero). En el primer ejemplo los puntos pue-den distribuirse a lo largo de la extensión completa del plano; en tanto que en el segundo ejemplo los puntos deben restringirse a un dominio reducido, a no ser que pensemos en una curva de curvatura nula (una línea recta). En el segundo caso el problema se reduce a: i) agrupar los puntos de tal manera que queden divididos en sectores en donde se conserva constante o bien la pendiente, o bien el radio de curvatura de la curva envolvente; y, ii) aplicar el procedimiento descrito en el primer caso a cada sector particular. Ahora bien, podemos acercar los rayos verticales tanto cuanto queramos –es decir, podemos exigir un cubri-miento completo de las posibilidades del plano– y aplicar los mismos procedimientos anteriores para concebir la posibilidad de determinar la regla de correspondencia de cualquier curva, siempre que ella se ajuste a un criterio pictórico de continuidad. En resumen. Si tenemos un conjunto de segmentos verticales que barren todo el plano y están dispuestos de tal manera que uno de sus extremos reposa sobre una horizontal común, mientras que los otros extremos están distribuidos de tal forma que las longitudes de los seg-mentos obedecen a una regla clara de crecimiento o disminución, de-terminar la propia correspondencia que los rige significa, hallar las posibles combinaciones de rectas y circunferencias cóncavas o con-vexas que permiten construir nuevamente la envolvente de los extremos que no se encuentran sobre la horizontal. Imaginemos, por ejemplo, el siguiente conjunto de segmentos verticales y asumamos que las longi-tudes de los segmentos se ajustan a algún tipo de correspondencia pro-pia (Figura 10). Desentrañar la correspondencia significa hallar la regla de construcción que haga uso de circunferencias y rectas envolventes. En este caso, los primeros puntos se pueden envolver con una circunfe-rencia cóncava (según los términos de Durero), los siguientes con una circunferencia convexa y los últimos con una recta. La recta, a su vez, podría contemplarse como una circunferencia (cóncava o convexa) con un radio de magnitud infinitamente grande (obviamente muy lejos de los alcances de Durero) (Figura 11).

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Figura 10.

Figura 11.

Los razonamientos de Durero, de hecho muy primitivos, desordenados y, en muchas ocasiones, imprecisos, pueden verse como una interesante anticipación de la recomendación de anexar, como objeto de estudio de la geometría, todas aquellas curvas que se ajustan a algún tipo particular de correspondencia intrínseca. En los términos de Descartes [1981, 297]:

[...] todos los puntos de las [curvas] que pueden llamarse geométricas, es decir, de aquellas que caen bajo alguna medida precisa y exacta [al-guna correspondencia propia], tienen necesariamente alguna relación con todos los puntos de una línea recta y esta relación puede ser expre-sada por alguna ecuación válida por todos los puntos.

No pretendo insinuar que Durero advierte en algún sentido la posibili-dad de hacer traducciones analíticas de las figuras geométricas. Tan sólo me interesa el intento de Durero de ampliar la familia de las curvas geométricas para incluir allí todas aquellas curvas cuyas ordenadas verticales encierran una regla de crecimiento que, aunque no se reco-miende su reducción a una ecuación algebraica, puede aprehenderse a través de un procedimiento de construcción que implica el uso de cir-cunferencias o rectas envolventes.

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Si bien es cierto que las construcciones de Durero están sujetas a un esquema discreto, mediante el cual se adelanta la ubicación de un con-junto finito de puntos a través de la iteración de un procedimiento –que en algunas ocasiones puede ser recursivo– y que conduce después a la recomendación final de trazar una curva envolvente, bien podemos imaginar las potencialidades de los esquemas de Durero si se concibe la posibilidad de imaginar la construcción para una secuencia infinita de puntos abigarrados. Visto así, podemos poner en boca de Durero la reco-mendación de concebir la estructura interna de una curva geométrica a partir, no de las tangentes que se pueden trazar en cada punto, sino de las circunferencias osculatrices que se pueden trazar sobre cada punto de la curva. En otras palabras, podemos tener una descripción completa de la estructura de una curva geométrica, si estamos en condiciones de describir o bien la pendiente de las rectas que mejor acompañan la curva en la vecin-dad de cada punto, o bien el radio de las circunferencias que mejor acom-pañan la curva en las vecindades de cada punto. Sea C una curva geométri-ca cualquiera, sea A un punto cualquiera sobre la curva y T la tangente a la curva trazada en el punto A (Figura 12).

Figura 12.

Podemos imaginar todas las circunferencias que pasan sobre A y son tangentes a la recta T. De todas ellas seleccionamos la circunferencia S que está más cerca de C en las vecindades de A. ¿Cómo podemos obtener dicha circunferencia? Para cada circunferencia que es tangente a T en A, y para cada intervalo que contiene a A, construimos una función que evalúa el valor absoluto de la diferencia entre el valor de la función C en cada punto del intervalo y el valor de la función-circunferencia en dicho punto. A continuación determinamos cuál es la función-circunferencia que mini-miza las diferencias anteriores en un intervalo tan pequeño como quera-

A

SFC

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mos. El inverso del radio de esta circunferencia puede tomarse como una medida de la curvatura de C en las vecindades de A.1 Así las cosas, puedo llegar a determinar la estructura completa de C, si para todos los segmentos verticales que están colocados en orden y que caen en las vecindades de cada punto sobre la curva, es posible determinar o bien la línea recta, o bien la línea cóncava o convexa que envuelve los extre-mos de dichos segmentos.

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1. En forma analítica, este radio de curvatura se puede evaluar de acuerdo a la si-

guiente expresión: ( )( )( )

321 '

"f x

rf x+

= .

Véase Yaglom [1979, 88].

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ARTÍCULOS Carlos Alberto Cardona Suárez. Observaciones a propósito de un brillante pasaje de la geometría de Alberto Durero. (Disertaciones artísticas II). . . . . . . . 1 - 18 Roberto Flores. Fundamentos semióticos de la historiografía. . . . . . . . . . .19 - 60 FUENTES Vitruvio. Compendio de los diez libros de arquitectura. . . . . . . . . . . . . 61 - 187 PROYECTOS DE TRABAJO Alberto Saladino García. Historia y filosofía de las matemáticas en el nuevo mundo. Siglo XVIII. ¿Cómo hacer filosofía en América Latina con el desconocimiento de su historia?. . . . . . . . . . . . 189 - 204 RESEÑAS

Clifford. D. Conner. A People’s History of Science: Miners, Midwives and “Low Mechanick”s. por Tom Archibald. . . . . . . . . . 205 - 207

Tony Crilly. Arthur Cayley: Mathematician Laureate of the Victorian Age.

por Deborah Kent . . . . . . . . . . 209 - 211 INFORMACION BIBLIOGRAFICA Alberto Saladino García. Asentimientos y Retos de la historia y filosofía de las Matemáticas. . . . . . . . . . . . 213 - 217 INFORMACIÓN PARA AUTORES

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POINCARÉ, Henri. 1944a. Ciencia y Método. Madrid: Espasa Calpe. (Col. Austral # 409. Tercera edición, 1963). [Henri Poincaré. Science et Méthode. Paris: Flammarion. 1908].

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Mathesis III 31 (2008) 209 - 211. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Arthur Cayley

Deborah Kent Tony Crilly. 2006. Arthur Cayley: Mathematician Laureate of the Vic-torian Age. Baltimore: The Johns Hopkins University Press. ISBN 0-8018-8011-4. xxiii + 610 pp.

Tony Crilly’s comprehensive and elegant work provides the first bio-graphical study of the prominent and highly prolific Victorian mathe-matician Arthur Cayley. This massive volume, a product of twenty years’ painstaking research, discusses nearly all of Cayley’s life and a majority of his mathematical work. The book opens with a story of the last family photograph of Cay-ley, an introduction that stresses the distance between Cayley’s world and our own. The text that follows depicts Cayley entirely in his own context —from his childhood years in St. Petersburg through his death in Cambridge in 1895— working all the time to bridge the gap between the reader and the increasingly distant Victorian world. Cayley received a top-notch education, first at King’s College Lon-don, and later at Trinity College, Cambridge. As a Cambridge student, Cayley distinguished himself in mathematics, becoming the top mat-hematics student —or Senior Wrangler— as well as winning the pres-tigious Smith Prize in mathematics. Crilly describes in detail intellec-tual life at the time, while establishing an understanding of Cayley’s own experience by referencing, among other sources, Cayley’s library check-out records. Crilly’s explanation of the Tripos-dominated Cam-bridge is equally thorough as it succeeds in communicating to the mod-ern reader the nature of that English university in the Victorian world. On graduation from Cambridge, Cayley traveled a bit before return-ing to London to become a barrister. It was in London that Cayley be-gan a lifelong friendship with James Joseph Sylvester, another out-standing mathematician of the day. Cayley and Sylvester collaborated extensively, primarily on the development of invariant theory, although

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both pursued a variety of mathematical interests. Eric Temple Bell would later refer to the pair as “The Invariant Twins” in his popular work Men of Mathematics. As it happens, Crilly’s biography of Cayley appeared simul-taneous to a related, and also excellent, biography of Sylvester, James Joseph Sylvester: Jewish Mathematician in a Victorian World, by Karen Parshall. Crilly and Parshall’s twin biographies investigate two very differ-ent individuals, resulting in complementary pictures of mathematical life and work in the context of Victorian Britain. Over seventeen years as a successful London lawyer, Cayley gave all his leisure time to mathematics and produced more than two hun-dred mathematical papers. These papers include many of his most sub-stantial contributions to invariant theory. Crilly devotes some time and care to treating Cayley’s practice and assumptions in this work. Cay-ley’s legendary powers of calculation and deft handling of unwieldy formulae perhaps interfered with his ability to communicate. Cayley often attributed to his audience mathematical skill they rather lacked. In 1863, Cayley returned to Cambridge with an appointment as the new chair in pure mathematics at Trinity College. The same year, Cay-ley married Susan Moline. Although they raised two children in later years, Crilly provides very little information of the Cayley’s life at home, although we learn a bit about his mountain climbing interests and love of classical culture. Cayley is, however, portrayed as an active force in defending undergraduate study of pure mathematics, working to improve the education of women, pursuing the theory of curves and surfaces, along with maintaining continued interest in invariant theory and elliptic curves. Although Cayley also applied his mathematics in the areas of chemistry and astronomy, he was England’s leading pure mathematician throughout the nineteenth century. This biography includes over one hundred pages of notes and bib-liographic information, in addition to a useful index, as well as tables of chronology and genealogy. An assortment of pictures, manuscripts, and diagrams is unfortunately grouped in the middle of the book, rather than distributed throughout as well-placed illustrations to the text. A first appendix lists several hundred members of Cayley’s community of scholars and friends with their dates and a short description of their link to Cayley. Thirty-five of these are entered in boldface as intimates in Cayley’s social circle. A second appendix provides a glossary of mat-hematical vocabulary described to aid the modern reader in navigating terms Cayley (and Sylvester) introduced to describe their expanding mathematical world.

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Crilly’s biography does not aspire to technical precision and, ac-cordingly, the level of mathematical detail in this biography will not satisfy a mathematician in search either of Cayley’s technical expertise or of an interpretation of his work in a modern context. Although a few more examples might have been helpful, the work nonetheless conveys the full and active life out of which Cayley produced the thirteen vol-umes of his collected mathematical papers. In this well-written work, Crilly has accomplished a thoroughly re-searched and historically sensitive account that not only furnishes an au-thoritative biography of Arthur Cayley, but also serves as an indispensable reference for matters related to mathematics in the Victorian age.

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Mathesis III 31 (2008) 205 - 207. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

A People’s History of Science

Tom Archibald

Clifford. D. Conner. 2005. A People’s History of Science: Miners, Midwives, and “Low Mechanick”s. New York: Nationn Books. ISBN 1-56025-748-2. xiv+554 pp.

The ‘Science Wars’ in Anglo-Saxon Academia stemmed from the notion that historians of science had taken as one of their main aims the critique and destruction of the privileged character of scientific knowledge. By portraying scientists as interested players who themselves use a wide variety of human means to make their theories and practices dominant, and to give them-selves prestige and power, many writers of the past few decades have elic-ited outraged responses from certain members of the scientific community, who quite naturally saw such studies as a possibly threatening trend. How-ever, the giant size and economic importance of contemporary science protects it effectively from being harmed by the pesky gnat of critical history and broader science studies, and newly-trained scientists in the main digest a version of the ‘scientific method’ that is a kind of high school version of logical positivism. Nonetheless, this critical turn has produced some wonder-ful scholarship, even if the revisionist images of science it has articulated remain largely invisible to scientists themselves. The question of how to communicate key features of this scholarship to a broad audience natu-rally poses itself to authors writing synthetic works on the history of science, technology, and medicine. Clifford Conner’s approach in this People’s history is to follow in the footsteps of Howard Zinn, author of The People’s History of the United States. Zinn, a good old-fashioned leftist who visited Hanoi with Daniel Berrigan and played a role in the Pentagon Papers affair, took history from below as his fundamental method, and the subtitle of Con-ner’s work reveals his own debt to this approach. The result has a kind of nostalgic interest. Much of the scholarship Conner uses to create his people’s history is itself profoundly indebted to Marxist ideas, albeit indirectly. Conner remains solidly embedded in the older paradigm, as

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his credit to the originators of his approach —Boris Hessen and Edgar Zilsel— shows. His argument, that science rests on a base of craft and practical knowledge, stretching into prehistory and with the artisan as the emblematic proto-scientist, certainly has much merit in particular cases, and his presentation rests on the basis of much decent scholarship. The book is accessibly written at an early undergraduate level, well-illustrated, and equipped with a good bibliography and index. Perhaps unfortunately, the material treated is selected specifically to highlight the basic thesis that science needs to be transformed to serve the interests of the people, and that “modern science will continue to be blindly destructive as long as its operations are determined by the anarchism of market economic forces” [p. 499]. The chapter titles reveal the general direction of the discussion: ‘What ‘Greek Miracle’?’, and ‘Who Won the Scientific Revolution?’ for example. The book resonates with dark state-ments about various aspects of science, and the conclusion to be drawn is spelled out:

The sexual imagery of penetrating, torturing, and enslaving Mother Na-ture should not be dismissed as harmless figures of speech unrelated to the way seventeenth-century gentleman scientists perceived the world. The subordination of women was an essential component of their worldview […] [p. 364].

Another: [Prince Henry the Navigator]’s purpose, though refracted through the crusader’s ideology of holy war against the Muslim world, was colonial conquest and imperial glory […]. Henry did not create the important scientific knowledge for which he is often praised; he bought it. And even that gives him too much credit […]. Some of it he stole, and in the most brutal manner [p. 192].

Of course there is a great deal of truth in these and other passages, and there is a lot of merit in drawing the attention of readers who are un-aware of this and similar matters to the results of recent scholarship. It is particular refreshing to see Martin Bernal’s discussions of the racist nature of nineteenth-century classical scholarship recounted, controver-sial as they are. But it is unfortunate that the controversial nature of more of the research presented is not highlighted, since it seems to me that this weakens the impact of the book for the thoughtful reader. This reviewer has a great deal of sympathy for an account that draws attention to the accomplishments of not-so-famous or unidentifi-able ‘scientists’ of the past. And the depiction of the interests and val-ues of the players along with their learned achievements is valuable, and certainly deserves to reach a broad audience. The unrelenting po-litical tone of the work, while it may inspire some leaders, will in my

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view largely preach to the converted. Nonetheless, I think Conner’s book could be useful as an alternative reading in a history of science survey course. Ultimately, though, I think an account that used as a basis more recent frameworks for the analysis of society —more Wallerstein, less Marx, for example— would prove more useful for the twenty-first century reader.

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Mathesis III 31 (2008) 19 - 60. Impreso en México. Derechos reservados © 2008 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Fundamentos semióticos de la historiografía

Roberto Flores

Resumen El presente artículo aborda la noción de evento histórico desde una perspectiva semiótica, en la que busca tender un puente entre el pensa-miento de C. S. Peirce y las propuestas de la Escuela de París. Conside-ra los eventos como hechos ocurridos, como conocimiento y como con-tenido semántico del relato histórico. Se apoya en la clasificación de signos en diez tipos propuesta por Peirce, para delinear tres acercamien-tos complementarios a la semiótica de la historiografía: una centrada en el orden de los sucesos narrados, otra en el modo en que la narración de sucesos es asumida como verdad por parte del enunciador y, la tercera, en la confrontación de distintas versiones de una misma historia que permite el surgimiento de un conocimiento histórico compartido. En con-sonancia con las tesis de Ricoeur en torno a la articulación narrativa del tiempo histórico, desarrolla con un poco más de amplitud el orden de los sucesos a la luz del concepto de presuposición para dar cuenta de la se-cuencialidad y la progresión narrativa de los relatos. El examen de un breve ejemplo permite mostrar el orden presuposicional de los relatos.

Abstract

The paper presents historical events from a semiotic point of view. It in-tends to establish a bridge between the semiotics of C. S. Peirce and that of the Paris School of Semiotics. Events are considered as facts, as knowledge and as the semantic content of a story. The ten classes of signs proposed by Peirce allows to establish three complementary se-miotic approaches to historical discourse: the first one deals with the order of events as presented in specific stories; the second, with the content of a story as assumed by the enunciator; the third, as the result of the confrontation between multiple versions of the same historical episode, which permits the emergence of historical knowledge. In ac-cordance with the narrative fundaments of historical time proposed by Ricoeur, it develops the first approach, the narrated events order, in terms of presupposition between events, to account for sequentiality and narrative progression. A brief example is provided to show the pre-suppositional order narrative history.

Palabras clave: Semiótica; historiografía; C. S. Peirce; P. Ricoeur. Key Words: Semiotics; historiography; C. S. Peirce; P. Ricoeur. Math Sub Class: 00A30; 01A85.

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Si yo les pregunto en qué consiste la actualidad de un evento, ustedes me dirían que en un acaecer (happening) entonces y allí. Las especificaciones entonces y allí implican todas sus relaciones con otros existentes. La actualidad del acontecimiento parece estar en sus relaciones con el universo de existentes. C. S. Peirce

1. Introducción Al intentar descubrir los fundamentos de una semiótica de la historia, el analista se topa ineludiblemente con la noción de evento. Desde su acaecer mismo hasta su expresión en el discurso, sin olvidar que es objeto de las preocupaciones del historiador, el evento no es susceptible de un tratamiento autónomo, sino que, como señala el epígrafe, ‘impli-ca todas sus relaciones con otros existentes’. A partir de la semiótica es posible preguntarse ¿de qué existentes se trata? No son los existentes definidos por la proximidad con su acaecer, puesto que éstos ya no son, sino los existentes de otras dimensiones semióticas de la evenemencia-lidad, a saber: la ciencia y el lenguaje. No es posible apelar a las cir-cunstancias de la ocurrencia de un evento, puesto que éstas son igual-mente pasadas, sino que es preciso involucrar tanto el modo en que tuvimos conocimiento de él, como la forma en que de él nos expresa-mos. Una conquista, un descubrimiento, una migración son hechos históricos que le deben más a su condición de objetos lingüísticos y cognoscitivos que a su condición de ‘happenings’. Por lo tanto, una semiótica de la historia enfrenta el deber de reflexionar sobre la con-frontación de los tres modos de existencia del evento: en los hechos, en el lenguaje y en la historia. Los objetivos del presente trabajo son los siguientes. Primero: justificar las nociones de hecho, acontecimiento y suceso con las que aprehendemos tres dimensiones del evento, para inscribir dichas nocio-nes en una concepción dinámica de la semiosis, como es la de Peirce, y ubicar sendas problemáticas que permitan la realización de análisis concretos. Segundo: dentro de las múltiples facetas que ofrece el análisis semántico del discurso historiográfico —tales como el contenido fac-tual de la historia, sus diversas estrategias de presentación, los criterios explícitos e implícitos de interpretación, los recursos argumentativos utili-zados, entre otros— privilegiar el examen de los encadenamientos de los sucesos históricos narrados situados en el tiempo –sean éstos acciones a cargo de un agente o simples procesos, como los naturales—, que sir-

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ven de soporte factual a la comprensión histórica. De esta manera se busca entender el modo en que los sucesos se vinculan unos a otros para llegar a producir un sentido histórico global es una tarea que ha emprendido la semiótica discursiva, en la que este trabajo se inscribe. Tercero: al centrarse alrededor de la noción de suceso —a diferen-cia de otras perspectivas que se apoyan, de manera restrictiva, en la semántica de las acciones humanas e incluso, más allá, en las acciones individuales— se plantean dos tareas centrales: primero, es preciso comprender de qué manera, al interior de este tipo de discurso, se vin-culan entre ellos los sucesos relatados; segundo, a partir de lo anterior, lograr entender el modo en que un relato histórico progresa de inicio a fin. La primera cuestión puede ser llamada la ‘secuencialidad’ de este tipo de relatos y la segunda, su ‘progresión narrativa’: ambas descansan en la noción de suceso y en el esclarecimiento de las condiciones y de los límites de su conocimiento. 2. Los tres ámbitos de existencia del evento Un acercamiento ingenuo a la noción de evento histórico nos invita a hacer descansar tanto su orden como su progresión en los hechos que el relato histórico refiere y que se consideran efectivamente acaecidos; a ellos les correspondería la tarea de mostrarnos sus vínculos, motivacio-nes y causas, sin ingerencia del historiador y sin que la lengua emplea-da tenga mayor relevancia. Sin embargo, desde la perspectiva del signi-ficado vehiculado por las palabras, las frases y otras unidades del len-guaje, estamos frente a eventos narrados, que deben ser considerados exclusivamente como contenidos semánticos del discurso: es desde el discurso que los eventos obtienen su sentido, el cual se construye a través de su sucesión y el orden progresivo de sus encadenamientos. Las palabras aisladas o fuera de su contexto discursivo no son, por sí solas, capaces de proporcionar el sentido que las hace constituirse en ese tipo de totalidad que son los relatos históricos. Los eventos que se muestran en las historias son eventos ante todo legibles (o eventual-mente audibles), suponen la capacidad de ser comprendidos a partir de las palabras que los refieren. De esta manera es preciso distinguir el evento, en cuanto es narrado, del evento que acaece efectivamente en un pasado y oponerlos a un tercer avatar que corresponde a su perte-nencia en el campo de los historiadores. Esta distinción descansa en una divergencia fundamental que existe entre los tres tipos de evento basada en su pertenencia a ámbitos independientes: el lenguaje, el mundo y el conocimiento: el suceso es una de carácter lingüístico, el hecho es de

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carácter óntico y el acontecimiento es una noción cognoscitiva.1 Para poder plantear un acercamiento semiótico al acaecer de los eventos es preciso realizar esta distinción, la cual es susceptible de inscribirse en una definición bastante tradicional de la historiografía: conocimiento verdadero de los hechos del pasado obtenido a partir de fuentes, prefe-rentemente primarias, y plasmado en textos. Los tres ámbitos de la noción general de evento corresponden a tres objetos de conocimiento distintos. De modo que, conceptual y terminológicamente, es preciso distinguir entre suceso narrado, acontecimiento conocido y hecho efec-tivamente ocurrido.2 Por convención, a los eventos que ocurren en el mundo les llama-remos ‘hechos’ (H): ellos se inscriben en el tiempo de la existencia; a diferencia de la flecha temporal orientada desde el sujeto ―que va del pasado hacia el futuro, la flecha temporal de los hechos provienen del futuro, se hacen presentes al sujeto y se depositan en el pasado. Esta orientación temporal corresponde a tres de los modos de existencia semiótica: el virtual en el futuro, el realizado en el presente y el poten-cial en el pasado [cf. Fontanille 2001, 58-59). Pero los hechos pretéritos son en sí mismos inaccesibles al conocimiento. El pasado, pasado está: ningún historiador tiene acceso a aquello que se ha hundido irremedia-blemente en el ayer. El acceso a los hechos de antaño, sólo es posible de manera indirecta, a través de los restos materiales y fuentes escritas que a ellos remiten, por lo que las competencias básicas del historiador son las de lectura y escritura (dicho esto sin detrimento del trabajo arqueológico).3 El hecho acaecido es tan inaccesible como el pasado en el que se inscribe y, por ello, no es objeto directo de la semiótica. De manera que, si los hechos se hacen presentes provenientes del futuro de las posibilidades, se depositan en el pasado bajo la forma de objetos semióticos que el sujeto torna presentes mediante actos de lectura e interpretación. Al emplear la palabra ‘hecho’, o cualquiera de sus parasinónimos, para referirnos a lo sucedido en el pasado, se tiene la impresión de que 1. En términos de Ricoeur [1983, 108 y ss], el primero responde a la mimesis I, que

corresponde a la ‘pre-comprensión del mundo de la acción’, mientras que el segundo responde a la mimesis II, es decir, a su ‘configuración’ en el discurso, el tercero escapa a la aprehensión directa por parte del sujeto de conocimiento. Para evitar confusiones, cabe señalar que el inglés o el francés utilizan un único término, ‘event’ o ‘événe-ment’, respectivamente, para referirse indistintamente a las tres nociones, pero que en español es posible utilizar los tres términos distintos ya mencionados.

2. Es preciso revisar la obra de Ricoeur [2001] y [2003] para demarcar los eventos en tanto ocurridos, conocidos y narrados.

3. Al respecto considérese la posición de O’Gorman con respecto al sentido de la histo-riografía como lectura de fuentes históricas, que he comentado en Flores [1992].

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el empleo del singular, que hace de ella un nombre contable, refleja la existencia de un evento igualmente singular, identificable y aprehensi-ble como una unidad discreta del mundo. Pero el evento real se esconde detrás de la palabra y de su referente, el cual se revela como ilusorio: un ‘polvo de hechos’ [Merleau-Ponty] vela el acceso sensible a la realidad del evento. La realidad es inasible desde la palabra que lo nombra y le impone de antemano un molde, unas fronteras y un borde ilusorios. Tomemos como ejemplo el episodio de la Noche Triste en la con-quista de Tenochtitlan. Desde su denominación, éste se presenta como un ‘hecho’ distinto de otros hechos con los que se ordena y que se ins-cribe en la flecha del tiempo. Pero ¿qué sucede cuando se le quita al episodio su nombre propio y se le intenta asir en su naturaleza misma, fuera de la denominación impuesta a posteriori por la conciencia histó-rica. ¿Qué ocurre cuando se ignora el sentido de las fronteras tempora-les impuestas semánticamente por la noche y que sitúa al episodio nombrado en un lapso de tiempo acotado, distinto del día y de otras noches que le antecedieron o le siguieron y le otorgan una fecha inscrita en las efemérides? Los contornos del hecho se disuelven hasta hacerlo desaparecer de nuestra vista. Si estas interrogantes cuestionan la identi-dad de ese episodio histórico, otras tantas se plantearán para el periodo en el que se inscribe. Preguntaremos, entonces, ¿dónde empieza y dónde termina eso que llamamos la Conquista de México? Del cuestio-namiento del hecho como nombre se pasa al cuestionamiento del hecho como entidad singular y discreta que fundamenta su conocimiento, sustrato óptico de una historia positivista. No se trata de reducir el hecho a su denominación, sino de mostrar que la utilización de una denominación como identidad de un hecho es susceptible de crear la ilusión de la existencia de un hecho singular que se destaca sobre el flujo de la historia, ilusión de la discontinuidad que se erige sobre un continuo temporal. Cualquier respuesta sobre los inicios y los finales en el devenir histórico carece de pertinencia en la medida en que el devenir histórico no es el producto de la suma de entidades que, cual pilas de ladrillo, se acumulan en al tiempo. Es posible plantear un tercer cuestionamiento, además del nombre propio y de las fronteras del hecho. Si las fronteras temporales son inciertas, también lo son las múltiples facetas que nos ofrecen los epi-sodios históricos. Que tal o cual evento sea producto de múltiples y diversos órdenes causales, nadie lo niega. Pero, precisamente por esa complejidad inabarcable, es imposible reducir la existencia del hecho a la de sus causas. Que un hecho obtenga un principio de explicación sociológica, económica, ideológica, psicológica u otra es indudable.

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Pero, dado que todas esas causalidades son verdaderas, es imposible acudir a ellas para fijar la identidad factual o la explicación histórica. 1 Si la realidad histórica es asible, lo es en virtud del nombre con que puede ser designada lingüísticamente como un ‘hecho’ e identificada mediante un nombre propio. De esta manera se inicia el proceso de su aprehensión, pero esto no significa que la denominación y designación constituyen la aprehensión misma. Ella sólo se produce cuando se sigue la ruta de la comprensión y narración históricas y se enfrentan las difi-cultades que en el transcurso se presentan. Dije que el pasado, pasado está. Si el pasado subsiste sólo lo hace en el presente que es mi presente, como experiencia que me conforma y conforma a mis semejantes tanto en este momento como en el futuro. El pasado no existe como tal, sólo tiene cabida en la memoria como parte de mi experiencia presente. Como lo plantea O’Gorman [1949], el pasado existe en el acto de contarme una historia al momento de leer. Desde la perspectiva del pasado mismo, el hecho ya no existe, no sa-bemos a ciencia cierta qué paso e, incluso, si pasó; quizá lo que pasó no pasó, pero pudiera haber pasado. Ahora bien: a pesar que pudiera no haber pasado, lo que se hace es historia y no ficción. Ello quiere decir que la autenticidad de los hechos históricos no reside en la existencia pasada, que es una eventualidad, sino en su inscripción historiográfica como narración e interpretación de lo que se dice que aconteció. No se trata, pues, de diluir la historia en la ficción, sino de precisar el objeto, no real, sino intencional de la historia. Si es posible decir así, el pasado subsiste en los relatos porque esos relatos forman parte esencial del pasado, son una de las facetas imprescin-dibles de su complejidad. Hagamos una analogía con el resto arqueológi-co: la ruina frente a nosotros no es la pirámide prehispánica, sino un resto y un vestigio de lo que fue y ya no es. Pero irónicamente también es parte insoslayable de esa ciudad desaparecida que intentamos cono-cer. El vestigio es el indicio que nos permite construir un pasado, con-tenido cognoscitivo y semántico del discurso arqueológico y, en ese sentido juega el mismo papel que el documento que sirve de fuente histórica. Por ello, cuando bajo la palabra evento entendemos el cono-cimiento que se tiene de tal o cual hecho o serie de hechos hablaremos 1. De manera análoga a la imposibilidad de explicar un hecho a partir de las causas que lo

produjeron resulta igualmente inalcanzable el apelar a las consecuencias. Cabe precisar que, si bien es posible teóricamente comprobar la existencia del hecho y el juicio de verdad del documento que lo refiere a partir del examen de las consecuencias factuales que del hecho se derivan, esto resulta imposible en la práctica, puesto que supondría tener acceso a todas esas consecuencias. A esto se añade la dificultad suplementaria que, tanto causas como consecuencias, tendrían que ser interpretadas unívocamente.

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de ‘acontecimientos’ (A), para distinguirlos de los hechos mismos. El conocimiento no se inscribe en el tiempo de la misma manera que los hechos: al ser objetos cognoscitivos, los acontecimientos tiene hasta cierto punto un carácter intemporal que es propio de todo conocimiento: no así su validez, que se inserta en una época determinada y responde al avance científico de su momento, de modo que tenemos tanto conoci-mientos vigentes o presentes como conocimientos caducos o envejeci-dos: la inscripción de la validez del conocimiento histórico en el tiempo también responde a los modos de existencia semiótica en la medida en que es posible contar con conocimientos realizados, actualizados, vir-tualizados o potencializados. El acontecimiento se inscribe en las dos direcciones temporales: inscrito en la memoria, adopta el punto de vista del sujeto y se orienta hacia el futuro; inscrito en la prospectiva, adopta el punto de vista del acontecimiento que sobreviene o adviene ‘desde’ el futuro. Por último, cuando un evento se manifiesta a través del lenguaje en el discurso historiográfico, lo llamaremos un ‘suceso’ (S): no se trata de un hecho real o de un conocimiento histórico sino del contenido semán-tico de un discurso, de un significado. En ese sentido, los sucesos deben ser considerados magnitudes discursivas de una semiótica de la lengua natural, generalmente del discurso escrito (aunque aquí caben también sucesos expresados pictóricamente o mediante cualquier otro sistema semiótico que incluye prácticas discursivas tales como la arqueología: el resto material es un documento del pasado). En cuanto a la tempora-lidad del discurso histórico, ésta se manifiesta en el lenguaje de varias maneras: por una parte, a través de los procedimientos de localización temporal, responsable de demarcar los sucesos y asignar a los conteni-dos semánticos el valor de anterior, concomitante o posterior con res-pecto al acto de su enunciación; por otra, mediante la aspectualización que, en el caso de los sucesos, asigna los valores de duración o no dura-ción y de fase (incoativo, mediano o terminal) a cada suceso; los suce-sos también se inscriben en el tempo, en la velocidad con que transcu-rren, su carácter súbito o su lento despliegue, que en sus extremos se inscriben en historias evenemenciales y de larga duración.1 El suceso se distingue del conocimiento que tienen los historiado-res de la historia, de su larga duración, de los periodos históricos y de los acontecimientos señeros que dan forma al conocimiento de la histo-ria, lo que nos da otra distinción de términos y conceptos. Los aconte- 1. Al respecto, Zilberberg [en línea, p. 7] habla de un tiempo directivo, articulado alrede-

dor de la mira y la captación, un tiempo demarcativo, que responde a la anterioridad y la posterioridad, y un tiempo fórico, responsable de la largura y la brevedad.

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cimientos como conocimiento no son dados por los hechos efectiva-mente acaecidos, sino por la información de esos hechos que le llega a los historiadores a través de las fuentes documentales y de los restos materiales que estudian disciplinas como la arqueología. En ese sentido, la historiografía no se presenta como un conocimiento directo de los hechos, sino como una confrontación de sucesivas narraciones e inter-pretaciones, a través de la lectura e interpretación de las fuentes. De modo que el conocimiento de los acontecimientos es una tarea cons-tructiva que se hace a partir del lenguaje.1 De la distinción entre las tres nociones de evento se derivan dos ordenamientos: en uno, el conocimiento de un acontecimiento es ante-cedente de su narración como suceso —serie que identificamos como (H)AS—; en el otro, la narración de un suceso es la fuente del conoci-miento —serie (H)SA—. En ambos casos el hecho real es considerado un presupuesto inaccesible directamente tanto al conocimiento como a la narración: no hay referencia directa a él y, por ello, es puesto entre paréntesis. El hecho acaecido es el presupuesto del conocimiento histó-rico, puesto que ese conocimiento, para que sea considerado conoci-miento de la historia, supone que ocurrieron los hechos. El conocimien-to de los hechos sólo se expresa discursivamente; luego entonces el hecho es también el presupuesto de la narración de sucesos. Además de las distinciones anteriores, es preciso reconocer algunas relaciones entre el análisis semiótico del discurso histórico y la histo-riografía. En cuanto a las relaciones entre el suceso narrado y el hecho, es necesario partir de una definición intuitiva: un hecho es aquello que acaece, para el caso, las acciones del hombre a través del tiempo; a partir de él es posible obtener la definición de la historiografía como narración verdadera de los hechos del pasado. Bajo esta definición pudiera pensarse que el discurso histórico es la imagen de un hecho o un conjunto de hechos ocurridos en un pasado, pero esta imagen carece de un referente que permita su verificación o su fidelidad. Otra alterna-tiva es considerarlo como una imitación de su acontecer dinámico en la temporalidad. Con ello se otorga un estatuto ontológico tanto al hecho como a su devenir en el tiempo y parece concederse la posibilidad de emitir un juicio de verdad sobre la narración de sucesos desde la tempo-ralidad misma. Lejos de ser ingenua, la idea de que la temporalidad de la narración responde a la temporalidad de lo narrado ha recibido, ya desde la Edad Media, la atención de los filósofos: como en Tomás de

1. La historiografía también es un discurso argumentativo: la argumentación está al

servicio de la narración de sucesos.

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Aquino, quien concebía el discurso como un flujo discursivo análogo al devenir de las cosas en el mundo. Sin embargo, tanto el valor de la tempo-ralidad de los hechos como en la del discurso son fluctuantes tanto desde su aprehensión como desde su puesta en discurso. Con respecto a la aprehen-sión, un mismo hecho tiene fronteras temporales distintas de acuerdo al horizonte histórico en el que se le inscribe: no es lo mismo mirar el descu-brimiento de América como hecho singular que inscrito en el marco de las exploraciones europeas, especialmente españolas y portuguesas, en los siglos XV y XVI. Con respecto a la discursivización, el ritmo con que se narran los sucesos hacen alternar los tiempos breves y largos de su enun-ciación: el tempo del discurso, lo mismo se acorta para minimizar un hecho que para subrayar su carácter súbito o su contundencia. En consecuencia es preciso adoptar un punto de vista fenomenoló-gico y reconocer que existe una desproporción de origen entre el hecho acaecido y su significado en el discurso, el suceso narrado. Como lo plantea Ricoeur [1980, 10], apoyándose en Danto [1965], “una oración narrativa es una descripción posible de una acción, pero no la única”:1 es decir, en los términos aquí empleados, una narración es una, entre varias manifestaciones discursivas posibles de un mismo hecho. En ese caso, un hecho es aquello que el lenguaje ‘dice’ que ocurre en el mundo real. Por la presencia de ese decir, el hecho no puede ser sino un ‘objeto intencional’, la meta de una ‘mirada’ o de una intencio-nalidad: el relato apunta hacia la historia, así como también lo hace el conocimiento histórico; cada uno de ellos, respectivamente, posee su propia intensidad (Zilberberg —en línea— habla de ‘foria’) y direccio-nalidad que, en ambos, aunque con su mira propia, se orientan hacia el hecho. De modo que, aunque el hecho real se encuentra fuera del alcan-ce del discurso narrativo y del conocimiento histórico, en ambos casos se busca asir al hecho real como objeto intencional. Al estar fuera de alcance el hecho es una mera asunción de existencia que suponemos se ve reflejada en el acontecimiento y en el suceso: de modo que para referirnos exclusivamente al lenguaje, ‘el suceso es la imagen de ese hecho acaecido si este existiera’. En palabras de Ricoeur [1980, 19]: “La noción de evento [como hecho real, R.F.] funciona como concep-to-límite, como la idea de lo que efectivamente ocurrió, la cual, como el noumenon kantiano, es pensada pero no conocida”.2

1. «Une phrase narrative [...] est l'une des descriptions possibles d'une action, mais non la

seule» [traducción de Roberto Flores]. 2. «La notion d'événement fonctionne [...] comme concept-limite, comme l'idée de ce qui

est effectivement arrivé, laquelle comme le noumène kantien est pensée mais non connue» [traducción de Roberto Flores. Negritas en el original].

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1.1. Los signos y su ordenamiento Es posible considerar semióticamente los dos ordenamientos entre las tres nociones: en el primero, los relatos se apoyan en la existencia de conocimientos; en el segundo, los conocimientos se apoyan en la exis-tencia de relatos. Por una parte tenemos la serie (H) > A > S, que es la manera en que se concibe usualmente la gestación de un texto historiográfico: el relato histórico y su contenido semántico, los sucesos narrados, surgen de los acontecimientos que el historiador reconoce y a los que les asig-na el valor de conocimientos. El conocimiento es conocimiento de lo acaecido en la realidad. El acopio de datos sobre los hechos históricos, su selección y evaluación tienen como objetivo final producir un relato histórico, una narración de sucesos. De modo que el conocimiento personal del historiador, que obtiene al considerar el saber ya acumula-do, al seleccionarlo, compararlo y evaluarlo, es el paso intermedio pre-vio a la escritura de su visión singular de la historia. Por su parte, el hecho sirve de postulado de origen, de fundamento del conocimiento y del relato resultante: es el objeto del conocimiento, referente inaccesible tanto del acontecimiento como del suceso que lo expresa. Dentro del triángulo sígnico de Peirce, el acontecimiento ocupa la posición de interpretante con respecto a un suceso narrado que ocupa la posición de representamen, mientras que el hecho ocupa la posición de objeto. En (H)AS, A ocupa el lugar del interpretante peirceano, en la medi-da en que lo definimos a partir de la descriptibilidad de los hechos pro-puesta por Danto y Ricoeur: más adelante se verá, un hecho es descrip-tible a partir de sus consecuencias para un observador. Esta serie supo-ne la existencia del hecho histórico como condición de una relación referencial, pero esta suposición no se verifica de facto. Primero, por-que el hecho ya no existe, aunque se alegue que existió y que eso basta para garantizar su condición de objeto. Segundo, porque el hecho sólo entra en relación con el conocimiento y con el lenguaje en la medida en que sea expresado por un relato. El saber sobre la historia se obtiene tanto de testimonios de primera mano, como de fuentes primarias y secundarias, e incluso de restos materiales como el dato arqueológico. De modo que el conocimiento histórico no es cuestión de verificación referencial, sino de confrontación de fuentes o de interpretaciones. Leemos historias y con ello suponemos que obtenemos un conocimien-to de lo efectivamente acaecido. Esta suposición sustituye las exigen-cias veritativo-referenciales. La lectura se ostenta como el meollo del quehacer semiótico, análogo a la actitud del lector de una novela que suspende su conciencia de la ficción para adentrarse en la trama y em-

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beberse en ella. Por ello, hay que tomar en consideración la segunda serie. Es preciso notar que, en la serie (H) > S > A, el conocimiento no es considerado como la condición necesaria para poder elaborar un relato histórico, sino como el resultado de la escritura de la historia, su con-secuencia posible: lo que el historiador produce es susceptible de for-mar parte del acervo de conocimientos históricos de la comunidad de historiadores. En este nuevo orden, el evento que es conocido, lo que hemos llamado el acontecimiento no es concebido como lo inteligible de los hechos reales, sino como la comprensión que se obtiene a partir de la lectura de los textos historiográficos, es decir, a partir de la apre-hensión de los sucesos que son narrados. Si en la primera serie el acontecimiento, como conocimiento, ocu-paba el lugar del interpretante, en cambio, en la segunda serie, en la que la narración de sucesos es el antecedente del conocimiento histórico, el acontecimiento es lo inteligible del relato y no lo inteligible de los hechos reales. En tal caso, cuando el acontecimiento es el representa-men, el suceso será su interpretante, mientras que el hecho ―al igual que en la primera serie― ocupará el lugar de objeto. En suma, las dos series mantienen al hecho como fundamento inaccesible pero presupuesto tanto del conocimiento como del relato y, como tal independiente del ordenamiento entre la inteligibilidad de la Historia y la existencia de la historiografía. Un relato es tanto el modo de expresión de un conocimiento como la condición para que se pro-duzca ese conocimiento. La narración de sucesos debe ser, pues, conce-bida como una estructura diferenciadora y creadora del sentido. Estas consideraciones pueden parecer demasiado abstractas y sin provecho o finalidad. Sin embargo, cuando se considera el conjunto del ‘acto’ de historiar a la luz de las propuestas de Ricoeur, es notorio que, en (H)AS, el acontecimiento remite a lo inteligible del hecho sólo en la medida en que se supone la existencia de algo memorable (H) que, se supone, es recogido por el acontecimiento con mayor o menor éxito y fidelidad. Al pasar a ser historia escrita y comprendida, el aconteci-miento aparece como el contenido de la memoria, un contenido cog-noscitivo equivalente a lo inteligible del hecho, un producto de actos de memorización y de rememoración. El acontecimiento es, entonces, un producto que se sitúa como término final de la memoria y como condición del suceso: consecuencia de un hecho supuesto, también es el antecedente imprescindible para que se produzca la narración de sucesos. Si tomamos la segunda serie, aquella en que el relato es la condición de todo conocimiento histórico,

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vemos que el acontecimiento asume el papel de aquello que, dentro de un relato, conservaremos y promoveremos al rango de conocimiento histórico (la novela histórica juega precisamente con esta promoción): el acontecimiento es lo inteligible ‘del’ hecho ‘en’ el suceso; es parte del acto prefiguracional, el primero en el orden de las tres mimesis de Ricoeur (la estructura cognoscitiva universal de la acción), que condi-ciona la configuración (mimesis segunda) de los sucesos en relato, pero también forma parte de la tercera, la refiguración, tercera mimesis, que conduce tanto a la comprensión del relato como a la del pasado, es decir, a la interpretación. Por ello el acontecimiento no solamente es anterior al suceso sino que también es su consecuencia, porque al acon-tecimiento lo extraemos del relato. Bifronte, el acontecimiento mira hacia el pasado pero también hacia el lenguaje, hacia las futuras narraciones que darán cuerpo al recuerdo. Por ello, no sólo será lo memorable e inteligible del hecho, sino también lo enunciable de la historia, la condición de toda enuncia-ción o narración de sucesos. Quizá parezca que se otorga más atención al acontecimiento como signo que al suceso, pero ello se debe a que el primero gira alrededor del segundo para enmarcarlo y definir negativamente sus fronteras. Este gesto estructural inscribe a la narración de sucesos en el seno del cono-cimiento histórico e introduce en éste una diferencia: A’ > S > A”, sien-do A’ diferente de A”: no es lo mismo el conocimiento como fundamen-to cognoscitivo del discurso que como su interpretación. El suceso narrado inscrito en un relato histórico es el pivote del conocimiento histórico en su carácter no sólo de lenguaje sino también de monumento o, mejor dicho, de resto del pasado –recordemos que toda narración es también un hecho de lenguaje—, no del pasado del cual hace el relato (el hecho histórico), sino del pasado constituido por su propia enuncia-ción. Tanto para el acontecimiento como para el hecho, el suceso es una estructura transicional, el ‘en medio’ de A, pero también de H, el fin de la memoria.1 Por ello es que el suceso debe ser, pues, concebido como una estructura diferenciadora y creadora del sentido; su papel como mediador para el conocimiento histórico permite justificar el fundamento semiótico de la historiografía. Por esa razón, en lo que queda de este segundo apartado desplegaré este fundamento al mostrar el modo en que la narración de sucesos es asumida como conocimiento por parte de la enunciación.

1. Para O’Gorman [1949], la historia existe para ser narrada [cf. Flores, 1992].

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1.2 Los sucesos como signos Para que el análisis del relato histórico adquiera amplitud semiótica y no se limite a ser una descripción semántica, es preciso reconocer que los tres ámbitos de existencia del evento histórico–óntico, cognoscitivo y semántico— lo elevan al rango de signo pleno, signo genuino en Peirce, del cual el suceso, el acontecimiento y el hecho constituirán sus respectivos signos degenerados, pasos presupuestos para la constitución de la semiosis histórica plena. Tres son los signos degenerados, pero entre ellos el suceso posee un privilegio pues será preciso partir siempre de él, ya que es el único modo de manifestación de la evenemencialidad histórica. La preeminencia del suceso nos obliga a postular que su des-cripción semiótica será el primer paso del análisis, una descripción de la estructura narrativa del discurso y específica de ese tipo de unidad semántica llamada suceso. Describiremos entonces el relato histórico mediante tres paráme-tros: su orden, su enunciación y su valor como discurso. Estas tres des-cripciones se articulan como recorridos al interior de las diez categorías de signo reconocidas por Peirce y que Marty (en línea) presenta bajo la forma de una retícula que se construye a partir de relaciones de presu-posición unilateral. Las descripciones corresponden a recorridos analíti-cos parciales al interior de la retícula.

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En lo que se refiere al orden interno al discurso, se trata de reconocer la estructura de dependencias de un relato histórico específico, lo que en otros términos llamaremos, aunque con cierta redundancia, la sucesión de los sucesos que lo componen o, también, secuencialidad. Por ejem-plo, José de Acosta [1940, 364-365] narra, en su Historia natural y moral de las Indias, la reacción de Moctezuma la llegada de Cortés a las costas de Veracruz mediante cuatro sucesos encadenados: venir > ver asomar > consultar > decir

Al año siguiente, que fué a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar, la flota en que vino el Marqués del Valle, D. Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que sin falta era venido su antiguo y gran señor Quetzalcoatl.

Los sucesos se ordenan unos con respecto a otros mediante relaciones lógicas de antecedente y consecuente que constituyen la relación de presuposición definida como una relación de dependencia unilateral entre sucesos (ver adelante, el apartado 3). Al establecerse entre suce-sos, sin que otro elemento intervenga, esta relación de dependencia pertenece a la segundidad y hace de cada un suceso un índice de su ordenamiento secuencial. Así, en el relato que sirve de ejemplo, para tener una opinión sobre la llegada de los españoles, éstos tuvieron que haber llegado y ser notados previamente: un suceso no tendría sentido sin sus antecedentes ni sus consecuentes.1 La descripción de la secuencialidad de un relato exige la definición de esta relación, independientemente de su aplicación a un caso singu-lar; se requiere, pues, de un legisigno icónico (311, en la nomenclatura de Peirce) que expresa la cualidad que se desea poner en relieve y que se postula como regla o ley. Con ayuda de ese signo se toma un par de sucesos cualquiera, para el que se postula una relación diádica que se expresará mediante un diagrama parcial concreto que corresponde a un sinsigno icónico remático (211) y, más específicamente, un icono-diagrama, puesto que los sucesos considerados sólo nos interesan como entidades relacionales. Ese signo permite que un suceso remita al otro en virtud de la relación de presuposición que los une, la cual refleja una conexión causal o aspectual de los sucesos, que corresponde a un sin-

1. Es preciso distinguir cuidadosamente las relaciones de presuposición, que tienen un

fundamento lógico e inmanente al discurso, de una relación como la de causalidad: un consecuente no es una consecuencia, ni un antecedente es una causa. De hecho tanto la semiótica peirciana como la greimasiana comparten una gran desconfianza con respec-to a este último concepto.

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signo indicial remático (221: con respecto a la presuposición ver infra, el apartado 3). Este último signo manifiesta el orden presuposicional del conjunto del relato, que es un sinsigno indicial dicente (222). El recorrido permite reconocer el entramado de dependencias que afectan a todos los sucesos de un relato desde un orden local hasta un orden global, desde un par de sucesos hasta la totalidad de sucesos que com-ponen un relato. El relato tiene una existencia semiótica propia que se manifiesta en su estructura relacional interna. Pero ese relato es atribuido a un acto de enunciación que lo produce. La estructura enunciativa de un relato permite abordar la relación que mantiene el sujeto responsable de la enunciación (el enunciador) con el enunciado producido. No se trata del autor, individuo que factualmente se encuentra en el origen del relato considerado, sino de la imagen que del enunciador se produce desde el relato. La imagen es susceptible de corresponder a un indivi-duo que se manifiesta en el relato mediante el pronombre singular en primera persona; en ese caso estamos frente a un ‘Yo’ enunciador, signo del autor José de Acosta, que asume la responsabilidad de lo dicho: “Yo digo que Cortés conquistó Tenochtitlan”. Con ello el enun-ciador asume individualmente la verdad de lo que él enuncia [cf. Jean-Claude Coquet 1997]. Pero la asunción de responsabilidad es suscepti-ble de ser atribuida a una colectividad e, incluso, a un enunciador im-personal, con lo que la verdad aparece como verdad compartida: ‘Sa-bemos que Cortés conquistó Tenochtitlan’ o, también, ‘Se dice que Cortés conquistó Tenochtitlan’, equivalentes a ‘Como es sabido, Cortés conquistó Tenochtitlan’

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El relato se torna así en índice que señala al enunciador. Cuando la imagen de enunciador es la de un individuo que afirma algo y se pre-senta como un ‘Yo’, la enunciación corresponderá a un legisigno indi-cial remático (321). Este signo presenta al relato como un objeto que se conecta directamente con un ‘autor’, como si fuera rastro de él, una expresión o emanación de su individualidad. Pero, si nos situamos en la serie (H) > S > A, que sirve de fundamento a la constitución de un saber historiográfico compartido, enunciado por una comunidad, ese relato pasa a ser considerado como manifestación discursiva de un conocimiento convencional, lo que hace que el relato corresponda a un legisigno simbólico remático (331). Al representar los dos tipos de enunciación –Yo digo vs. Se dice— como una relación entre dos sig-nos, es preciso reconocer que, para el establecimiento de dicha relación se requiere de un postulado de existencia del hecho (H) del cual se habla y que corresponde a una predicación del tipo ‘Eso es o existe’, es decir, ‘La conquista de Tenochtitlan es o existe’ y que corresponde a un sinsigno indicial remático (221): en tal caso el relato sirve de indicio de la existencia del hecho al cual se refiere. Cabe señalar que las tres for-mas de asumir la enunciación del relato histórico —por parte de un individuo, impersonalmente o como un hecho objetivo independiente del enunciador— corresponden a tres formas analizadas por Jean-Claude Coquet [1997]: enunciado Yo-verdad, enunciado El-verdad y enunciado Eso-verdad.

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En el orden del conocimiento obtenido discursivamente, y de manera más evidente, una narración de sucesos, considerada ahora como un relato histórico específico, corresponderá a un símbolo remático (331), es decir, será considerada como un relato singular que se basta a sí mismo para ser comprendido por parte de un lector que conozca la lengua: una persona que leyera únicamente un libro sobre un periodo histórico podría legítimamente afirmar que conoce esa historia. Pero es claro que la historia constituye un ámbito disciplinario, objeto continuo de debates y de consensos inciertos, en el cual el relato singular se inscribe como uno de tantos documentos: en ese caso, se le considera como un símbolo dicente (332) que expresa la visión de un autor en un momento dado de su carrera o a lo largo de su obra, como una posición ideológica particular o como una visión personal del mundo. Por último el relato será considerado como parte de un argumento (333), en la medida en que esa obra y esa visión del mundo forme parte del cono-cimiento humano. Es hasta este momento que se plantea la posibilidad de considerar al discurso histórico en contraste con la ficción, puesto que, desde las estructuras narrativas empleadas en ambos tipos de relato, no hay ma-nera de establecer una diferencia entre ellos. Sin embargo al menos una diferencia es susceptible de ser postulada: si en la enunciación se pro-pone la existencia de un hecho, en el momento en que el relato es ex-presado, esta proposición de existencia requiere ser asumida como

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conocimiento y no como ficción. Las condiciones de asunción de este saber se encuentran en el proceso por el cual una narración histórica entra a formar parte, no solamente del acervo cognoscitivo de la comu-nidad de historiadores o del conocimiento de la humanidad, sino tam-bién de la experiencia del lector que sigue la exhortación de O’Gorman [1949]: “al abrir las páginas que siguen [se refiere a las cartas de Colón], olvide cuanto cree que sabe y, leyendo estas cuatro navegacio-nes portentosas; quizá lo cambie por lo que no sabe que ahora ignora”. Es el lector quien construye la propia historia al apropiársela, al inscri-birla en su memoria e integrarla en al ámbito de su experiencia –una experiencia que no por ser temporalmente lejana, deja de ser constituti-va de su identidad individual—. 1.3 El observador en la secuencialidad narrativa El suceso no es una magnitud semántica autónoma sino que depende tanto de su inscripción en el tiempo que el historiador reconoce y seña-la, como de la relación que establezca con otros sucesos dentro de un mismo relato. Esto significa que el orden secuencial de los sucesos que constituye el enunciado debe ser puesto en relación con la instancia de enunciación representada en el discurso y que fue presentada, en el apartado anterior, en términos de asunción de verdad por parte de un simulacro de enunciación. En términos semánticos, el suceso depende del relato en el que se inscribe: es el discurso el que construye al suceso y no la inversa. La condición mínima de que un suceso sea significativo es que entre en relación con al menos otro suceso. Esa relación a veces es presentada por el historiador como una relación temporal entre un suceso anterior y otro posterior y, en otros casos, como una relación de orden causal, en la medida en que un suceso determinado sea presentado discursivamen-te como la causa de otro suceso. Sin embargo, tanto la relación tempo-ral como la causal,1 derivan del reconocimiento de la relación lógica de dependencia subyacente que se establece entre un suceso antecedente y otro suceso que es considerado su consecuente. Sólo al reconocer las relaciones lógicas entre sucesos es posible decir que un suceso primero adquiere su importancia y su relevancia. Pero el suceso narrado es también un suceso interpretado, es decir, un suceso juzgado en su pertinencia histórica, es decir, con respecto a la asunción de verdad desde el simulacro de enunciación correspondiente 1. De hecho existe un cuarto ordenamiento que corresponde al orden de mención de los

sucesos en el relato, que responde al valor explicativo y argumentativo del texto histó-rico.

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al segundo diagrama del apartado anterior, pero también con respecto a su inscripción en un ámbito disciplinario, que corresponde al tercer diagrama. Por ello debe considerarse que ese suceso no sólo adquiere su sentido por la relación con su consecuente, sino también por la presen-cia de un tercer suceso formado por la intervención del enunciador que ‘observa’ y juzga los sucesos en juego. El enunciador es quien establece el vínculo entre suceso primero y suceso segundo. De este punto deriva uno de los argumentos acerca de la inaccesibilidad de los hechos del pasado: en virtud de que los sucesos narrados adquieren su sentido del relato en que el historiador los inscribe para proponerlo como un suceso relevante e interpretado, ningún testigo –incluso de primera mano— tendrá un acceso privilegiado a los hechos, en la medida en que no cuenta aún con los criterios de relevancia e interpretación que sólo el paso del tiempo proporciona. La presencia de este enunciador es insoslayable puesto que deriva de la condición esencial de todo enunciado, sea histórico o no: la exis-tencia de cualquier enunciado depende del acto de enunciación que le da origen. De modo que un suceso narrado es una magnitud discursiva de carácter relacional que adquiere su sentido por la relación que la enunciación establece entre los sucesos: el antecedente se vincula con su consecuente en virtud de una interpretación. Esta definición de suce-so se desprende de las tesis de Danto [1965] y Ricoeur [1983]: del pri-mero toma la estructura relacional del suceso; del segundo toma la inscripción del problema de la secuencialidad y progresión narrativas en las condiciones generales de la acción —y, añado, de los sucesos—, que es característica de Mimesis I y su paso a Mimesis II, que corres-ponde a la puesta en intriga, es decir, a la configuración de las acciones, y de los sucesos, en relatos. Tanto la estructura relacional de los sucesos como su secuencialidad y progresión narrativas se enmarcan dentro del análisis semiótico del discurso historiográfico como signo pleno. Sin embargo, al abordar los eventos históricos en el marco de una estructura relacional, Danto no centra su reflexión en el enunciado de sucesos, sino que se ubica en el ámbito del conocimiento histórico de los acontecimientos. Este autor establece [1965, 148 y ss] que la des-criptibilidad de un hecho, su promoción al rango de acontecimiento (A1), reside en la relación que tenga con acontecimientos posteriores (A2), que sean reconocidos como consecuencias (causales) del primero. El juicio que tornan relevante a A1 al vincularlo a A2 es obra del histo-riador por lo que, la acción de este último, debe ser tomada como un hecho (H). Este autor se sitúa en los terrenos cognoscitivo y óntico y, al

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hacerlo, ignora las relaciones semánticas entre sucesos y su dependen-cia con respecto a la enunciación enunciada.

Relevancia consecuencial. Es posible que un evento E sea considerado significativo para un historiador H cuando E tiene consecuencias que H considera de cierta importancia [Danto 1965, 134].1

Para Danto, el paso del acontecimiento al suceso —de la investigación a la escritura— no es problematizado: la narración es concebida única-mente desde su contenido informativo y, por ello, es fiel del conoci-miento, al menos como posibilidad ideal de la existencia de una ‘narra-ción pura’ [plain narrative].

Por supuesto que un relativista quisiera poder decir que todas las narra-ciones son significantes en ese sentido, en la medida que todos los his-toriadores se rigen por una especie de propósito moral y por un intento pragmático; esto sirve para determinar la clase de cosas que escriben, la manera en que lo escriben y los eventos que consideran relevantes. Sea esto verdad o no, persiste el hecho de que es posible concebir narracio-nes que no y, al menos, Ranke sostuvo que no tenía un motivo ulterior, que él estaba interesado en decir lo que realmente sucedió y, por lo tan-to, que escribía narraciones llanas [Danto 1965, 133].2

Para él, A2 no sólo es la consecuencia de A1, sino que también forma parte de su explicación. Sin embargo, cuando no se distingue el conte-nido semántico del suceso del contenido cognoscitivo se omiten las explicaciones e interpretaciones implícitas vehiculadas por el acto mis-mo de narrar. Éstas aparecen de diversas maneras: entre otras, mediante el orden de presentación de los sucesos. Confrontemos, por ejemplo, los siguientes enunciados: (1) Juan se cayó de la silla: estaba borracho; (2) Juan estaba borracho y se cayó de la silla. En el primer enunciado se presentan dos oraciones vincula-das por los dos puntos, lo que hace que la segunda oración sea presen-tada como la explicación —el estado etílico de Juan— de la primera, que narra la caída. En estricto sentido no estamos frente a una narración pura y llana, sino frente a un discurso de tipo interpretativo. La caída es el suceso directamente narrado, mientras que el segundo adquiere el 1. “Consequential Significance. An event E may be said to be significant to some histo-

rian H when E has certain consequences to which H attaches some importance” [tra-ducción de Roberto Flores. Itálicas en el original].

2. “A relativist, of course, might wish to say that all narratives are significant in this sense, since all historians are dominated by some sort of moral purpose and pragmatic intent, and this serves to determine what sorts of things they write of, the way in which they write them [subrayado de R. F.], and the events they regard as relevant. Whether this is so or not, the fact remains that we can at least conceive of narratives which do not, and Ranke, at least, claimed not to have such ulterior purpose: he was concerned to say only what really happened an, in this sense, to write a plain narrative” [traduc-ción de Roberto Flores. Itálicas en el original].

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sentido de una explicación y no simplemente de una narración. En el segundo enunciado aparece un par de oraciones coordinadas mediante la conjunción conjuntiva y, cuyo sentido permite reconocer dos signifi-cados del enunciado. En el primero de ellos, estamos frente a la narra-ción de dos sucesos independientes, cuya única relación es aditiva, propiciada por la unidad de espacio, tiempo y actor. Pero esta lectura es restrictiva, en la medida en que es posible considerar que ambos suce-sos están vinculados causalmente: en tal caso sería posible sustituir la conjunción y mediante la conjunción porque. La primera lectura se inscribe en una narración pura, en la que la secuencialidad es meramen-te aditiva, mientras que la segunda introduce una relación causal que da a la secuencialidad un carácter explicativo. En el acto mismo de denominación del acontecimiento se encuen-tra también la intervención de la enunciación, como lo mostró la polé-mica entre quienes hablan del Descubrimiento y Conquista de América y aquellos que púdicamente prefieren la denominación Encuentro de Dos Mundos. Por ello, a la luz de lo hasta ahora expresado aquí, es preciso plantear al interior mismo de la narración que el establecimiento de la relación entre un suceso S1 con su consecuente S2 se produce con las intervención del enunciador, que constituye un suceso S3. A partir de la diferencia entre (H), A y S, la descriptibilidad de A (un conocimiento anterior a su narración) no reside en su carácter de hecho, sino en su capacidad de llegar a ser el contenido semántico de una frase narrativa, es decir, en su calidad de suceso. La enunciación da un sentido, una direccionalidad y un orden a los sucesos y no la con-ciencia histórica del historiador. En consecuencia reconocemos (y en ello estoy de acuerdo) que el conocimiento de un evento histórico no corresponde a la inteligibilidad de un solo término, sino a la relación que éste mantiene con otro término para un tercero. Sólo bajo estas condiciones es posible construir un relato (narración de sucesos) que sea un objeto de conocimiento. Mi punto de divergencia con respecto a Danto es que la relación triádica no involucra hechos reales, ni estric-tamente conocimientos, sino que es el resultado de una narración: tanto S1 como S2 e, incluso, S3 son unidades semánticas que reconocemos en el discurso. Sólo por su expresión semántica (dentro de la serie (H)SA), es posible que los tres términos accedan al rango de acontecimientos conocidos. Un ejemplo claro de esta relación lo constituye la negativa de O’Gorman [1991] a aceptar la expresión ‘Descubrimiento de América’ como una denominación ‘objetiva’ de un hecho histórico, en la medida en que —de acuerdo a su argumentación— no podía haberse nombrado

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un acto del cual no se tenía conciencia. Es decir, ni el protagonista, ni ninguno de sus contemporáneos tuvo o hubiera podido tener conciencia de que el periplo de Colón constituía un descubrimiento. Semántica-mente esta palabra da por sentado que el acto que designa ocurrió ante-riormente: de manera análoga, los rayos X no pudieron ser, en su mo-mento, un descubrimiento para Roetgen. De hecho el objeto —sea un continente o una radiación— no pudo tener existencia para el hombre (existencia como signo) hasta el momento de su denominación, lo que constituye un acto de invención, más que de descubrimiento. De este modo sólo es posible describir un acontecimiento conoci-do, como puede ser la conquista del imperio azteca por los españoles, en función de los acontecimientos posteriores a los que dio lugar: la época colonial, el surgimiento de una identidad nacional mexicana, etc.; por lo que ningún observador inmediato, sería capaz de aprehender la historicidad de lo acaecido en el momento de su acontecer. Por ende, no puede establecerse una relación unívoca entre un acontecimiento que sólo es detectable a posteriori por un observador situado en otro tiem-po y una narración que varía en función de los posibles narradores, es decir, en función de los innumerables puntos de vista posibles sobre la historia. En consecuencia, las narraciones históricas serán aquellas formas variables que tornarán descriptible a un acontecimiento primero, que es considerado invariante, aunque sólo sea por el hecho de ser con-siderado como el acontecimiento de referencia. A diferencia de lo establecido por Danto, en la que el observador era considerado como el historiador, protagonista de un hecho que determina causas y consecuencias, en el caso de la narración histórica el observador es un participante directo del relato histórico, es una repre-sentación discursiva del acto de enunciación que el relato toma a su cargo. No es, pues, el historiador mismo el que se hace presente en su relato, sino una representación discursiva inscrita en el propio relato. Esta precisión no carece de importancia dado que la actividad del pro-pio historiador es tan inaccesible, desde el relato, como los hechos que refiere. A consecuencia de lo anterior, la secuencialidad de los relatos es susceptible de ser analizada como un contenido semántico. Por ello, en lo que resta de este artículo me limitaré a abordar el orden presuposi-cional de los sucesos, sin abordar más su relación con los acontecimien-tos y con los hechos.

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2. La presuposición entre sucesos. La secuencialidad tiene que ser considerada tanto en términos tempora-les, como causales y lógicos. Dada la complejidad de esta problemática me restringiré a la presentación del principio general del encadenamien-to lógico de sucesos. Este encadenamiento permite abordar, en términos semióticamente adecuados, la cuestión de los vínculos que el historia-dor, a través de su discurso, atribuye a los sucesos narrados. La delimitación de la temática tratada supone la reducción de la secuencialidad narrativa y la exclusión de temáticas como las siguien-tes:

- Dejaré el lado la cuestión de los vínculos temporales y causales. - No abordaré la distinción entre acción y suceso: desde la perspec-tiva aquí adoptada, toda acción es un suceso, aunque no todo suceso sea una acción. - Dado que no se aborda de manera directa la semántica de la ac-ción, tampoco trataré la cuestión de los participantes en la acción. - De manera que sólo tomaré al suceso como aquello que en el rela-to se dice que ocurre o sucede.

Al restringirnos de esta manera, se imponen dos operaciones de extrac-ción de los sucesos. En primer lugar, la segmentación del relato en sus secuencias constitutivas. Esta operación es necesaria porque la comple-jidad de los relatos, por más pequeños que sean, y el nivel de detalle del análisis exigen que trabajemos sobre unidades de discurso que sean manejables de manera práctica. No se toma en cuenta la segmentación del texto en oraciones porque se trata de unidades lingüísticas heterogé-neas delimitadas mediante criterios sintácticos y semánticos: aquí se atiende exclusivamente al criterio semántico. Los criterios semánticos de delimitación responden a los criterios aristotélicos de delimitación de la unidad dramática: unidad de tiempo espacio y acción. De modo que una secuencia se delimita por la permanencia de un actor o de un grupo de actores un espacio y tiempo determinados.1 En segundo lugar, la extracción de sucesos. Los sucesos que son considerados son aquellos que afectan o caen bajo la responsabilidad de los protagonistas de la historia. Lo anterior significa que el acto de proferir el discurso, el acto de enunciación —que incluye, como ya se dijo, tanto actos de observación como de interpretación— es considera-do independientemente de los sucesos narrados: son sucesos, pero aje-nos a los sucesos históricos que el discurso dice que sucedieron. A los 1. Además de ser un criterio práctico, la segmentación tiene una justificación teórica,

como se verá adelante, en la medida en que, con ella, se opera la constitución de las secuencias analizadas como unidades semánticas delimitadas.

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sucesos en los que interviene el enunciador los llamamos ‘enunciación enunciada’. A los sucesos en donde intervienen los actores protagonis-tas los llamamos, de manera un poco redundante pero explícita, ‘enun-ciado enunciado’. De modo que el análisis de la secuencialidad se res-tringe al análisis del enunciado enunciado, aunque es posible un análisis paralelo de la enunciación enunciada y de sus vínculos con el primero. Al privilegiar el encadenamiento lógico de los sucesos, se reconoce que la relación fundamental es la de presuposición, en la que un suceso consecuente requiere necesariamente de la presencia discursiva de otro suceso que sea su antecedente.1 Varios autores han reconocido la importancia de este tipo de rela-ción en el ámbito de las ciencias del lenguaje. En primer lugar, debe-mos a Hjelmslev [1980] la definición más general y abstracta del con-cepto. La presuposición forma parte de las relaciones de dependencia entre magnitudes semióticas. Estas dependencias son de varios tipos: las que se establecen en el eje sintagmático del discurso (las sucesiones) y las que pertenecen a su eje paradigmático (las sustituciones); las de-pendencias bilaterales en las que dos magnitudes se presuponen mu-tuamente y las dependencias unilaterales en las que sólo uno de los términos presupone al otro. Aquí sólo serán abordadas las presuposi-ciones sintagmáticas unilaterales en el discurso. Greimas [ver: Greimas y Courtés 1982, 316] utilizó esta tipología de dependencias para plantear un modelo de análisis narrativo; sostuvo que no era conveniente una lectura analítica de los relatos desde el inicio hasta el final en la medida en que no permitía reconocer el víncu-lo necesario de dependencia entre sucesos; en su lugar, propuso una lectura por presuposición siguiendo el eje de los antecedentes, en la que todo suceso —salvo el último— es considerado como antecedente de los sucesos consecuentes; se trata de una lectura que parte del final lógico del relato para identificar cada uno de los antecedentes hasta llegar al inicio [Greimas y Courtés 1982, 316].2 La semiótica narrativa 1. Un desarrollo más formal de la presuposición que el aquí expuesto se encuentra en

Ariza [2003] y [2007]. 2. La lectura de un relato también es susceptible de realizarse siguiendo el eje de los consecuen-

tes, es decir, yendo del inicio al final lógico del relato. Esta lectura da lugar a un modelo de análisis que fue antaño planteado por Bremond [1966] bajo el título de La lógica de los posi-bles narrativos. En dicho modelo, cada suceso tiene el estatuto de consecuente posible de un antecedente. La perspectiva aquí adoptada busca conciliar ambas orientaciones de lectura, que llamo lectura presuposicional y lectura composicional, pero haciendo que la segunda derive de la primera: desde una perspectiva analítica, es preciso leer desde el final para re-montar al inicio, antes de leer de inicio a fin: esta subordinación de un orden de lectura al otro es ciertamente anticlimático, se pierde el suspenso y el factor sorpresa, pero se gana en legilibilidad y comprensión.

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reconoce relaciones de presuposición sintagmática entre enunciados narrativos: “por término presupuesto se entenderá aquel cuya presencia es la condición necesaria para la presencia del término presuponiente, mientras que la presencia del término presuponiente no es condición necesaria para la del término presupuesto” [Greimas y Courtés 1982, 316]. Planteado en términos de las unidades narrativas que componen el esquema narrativo canónico: “en semiótica, la retrolectura del relato permite […], siguiendo el esquema narrativo, poner al día un orden lógico de presuposición entre las diferentes pruebas: la prueba glorifi-cante presupone la prueba decisiva y ésta, a su vez, presupone la prueba calificante” [Greimas y Courtés 1982, 317]. En lexicografía, específicamente dentro de los proyectos de cons-trucción de ontologías [cf. el proyecto WordNet, Miller y Fellbaum 1991, 51] reconocen un tipo específico de relación léxica, que llaman ‘presuposición hacia atrás’ [backwards presuposition]. Este tipo de relación léxica forma parte de los ‘entrañamientos’ [entailments] y se caracteriza por el hecho que ‘la actividad denotada por el verbo entra-ñado siempre antecede en el tiempo la actividad denotada por el verbo entrañante’. Algunos ejemplos de este tipo de relación son los siguien-tes: ‘atar-desatar’, ‘intentar-lograr’, ‘descomponerse-reparar’. Los auto-res aclaran que el significado del verbo presuponiente no forma parte del verbo presupuesto, puesto que entonces estaríamos frente a una sola y misma acción, en la que la relación léxica correspondería a una rela-ción meronímica (parte-todo): uno de los verbos sería un componente, fase, parte o aspecto del otro, por ejemplo en ‘ir a-llegar’. En la presuposición léxica los dos verbos tienen una existencia autónoma, lo cual quiere decir que, dado el verbo presuponiente, el presupuesto es necesario, pero que el verbo presupuesto no necesaria-mente conduce al presuponiente: es posible que un auto se descompon-ga sin que jamás sea reparado, pero si un auto es reparado es que se descompuso. El siguiente esquema representa este tipo de relación léxica, en el que la relación de presuposición está expresada en térmi-nos de relaciones lógicas que conllevan una modalización: si se toma el consecuente como el dato constatado, como en el caso de ‘reparar’, entonces el antecedente, ‘descomponerse’, es lógicamente necesario.

Antecedente: descomponerse > Consecuente: reparar

Unidad narrativa necesaria Presuposición Unidad narrativa dada

En cambio, la relación inversa no posee el mismo estatuto modal:

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Antecedente: descomponerse > Consecuente: reparar Unidad narrativa dada Consecución Unidad narrativa posible

Interpretada de esta manera, la presuposición léxica mantiene induda-bles vínculos con la presuposición sintagmática de la gramática narrati-va, en la medida en que los elementos característicos del esquema na-rrativo canónico se ordenan mediante el vínculo: consecuente dado, antecedente necesario. Así, por ejemplo, una de las unidades narrativas más características de este esquema, el contrato, que pertenece a la fase de la manipulación, se articula mediante los enunciados ‘proposición de contrato’ > ‘aceptación’. Sin lugar a dudas, si existe una aceptación, quiere decir que previamente hubo una propuesta, por ejemplo, de ma-trimonio. No puede haber aceptación sin la propuesta previa y, en la eventualidad en que un personaje aceptara algo, sin su correspondiente propuesta, tendríamos que suponer que ese personaje malinterpretó la situación: se engañó al tomar un comportamiento ajeno como una pro-puesta. En el ámbito de la sociología cualitativa, Heise [2007, en línea] ha propuesto describir secuencias de eventos (ocurridos o nombrados) en términos de las relaciones entre eventos que sirven como prerrequisitos para que se produzcan otros eventos. Este autor propone una batería de preguntas, cuyas respuestas permiten determinar si existe un suceso es prerrequisito de otro o no. Las preguntas son las siguientes:

- Prerrequisitos: ¿___ requiere ___ o un evento similar? - Implicación: ¿La ocurrencia de ___ implica ___ o un evento simi-lar? - Causación histórica: ¿Dadas las circunstancias, ___ fue la causa de ___? - Contrafactual: Suponiendo que ___ no ocurrió. ¿___ podría haber ocurrido de cualquier manera?

Heise considera que las preguntas son mutuamente equivalentes por lo que las respuestas, de ser consistentes, deberán arrojar el mismo resul-tado. Desde un punto de vista lógico, estas preguntas plantean algunas dificultades: por ejemplo, determinar una ‘causa histórica’ exigiría tener una definición clara y distinta del concepto de causa, lo que pare-ce ser difícil, si no es que imposible. En efecto, el concepto de causali-dad es vago y no permite discriminar entre causas alternativas (¿qué causó la conquista de México?), tampoco permite identificar y recons-truir sucesos elididos (causas que no aparecen explícitamente en el relato) o proponer un orden causal jerárquico (el problema de determi-nar la causa primera). Independientemente de dichas dificultades, que

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conducirían eventualmente a invalidar el procedimiento entero, es posi-ble interpretar dos de las preguntas, prerrequisitos y contrafactual, en términos de Consecuente dado – Antecedente necesario, con lo que las dos preguntas serían reformuladas de la siguiente manera:

- Dado el consecuente ¿el antecedente tuvo que haberse producido? - Si el antecedente no se hubiera producido ¿el consecuente hubiera podido producirse?

Cuando se responde sistemáticamente a cualquiera de estas dos pregun-tas, planteadas para cada uno de los enunciados narrativos identifica-dos, se obtiene un árbol en el que las ramas se obtienen con una res-puesta afirmativa a la primera pregunta o una negativa a la segunda. Cabría aclarar, sobre todo en lo que se refiere a la pregunta contrafac-tual, que la búsqueda de antecedentes se hace en el marco mismo del texto analizado; de esta manera la búsqueda se ciñe, por un lado, a lo que el propio texto afirma que sucedió y, por el otro, se evita imaginar situaciones posibles. Esto significa que el reconocimiento de relaciones de presuposición se da dentro del relato considerado, al tomar en cuenta únicamente1 lo expresado en el propio texto, sin consideración de facto-res extra textuales. La presuposición requiere, entonces, que opere sobre un discurso cerrado, dotado de fronteras de inicio y de fin para que el análisis se produzca en la inmanencia del texto. Ahora bien: al plantear la relación de presuposición se torna posi-ble interpretar las secuencias narrativas de sucesos y la integración de series de sucesos en macro sucesos constitutivos de la estructura de los relatos. 2.1 Estructuras en los árboles de presuposición El reconocimiento de las relaciones de presuposición permite elaborar árboles cuya lectura ofrece claves para la interpretación de los relatos en términos de progresión narrativa (consecución de inicio a fin) y de orden jerárquico (integración de sucesos en macro sucesos y descompo-sición de un sucesos en fases constitutivas). En primer lugar, los árboles obtenidos presentan tres tipos de estructuras típicas, de acuerdo al número de antecedentes y consecuentes relacionados en un momento dado del relato. Estas estructuras tienen propiedades características de tipo retórico y narrativo.

1. Dicho esto sin detrimento de que, bajo ciertas condiciones, es posible reconstruir

sucesos o elementos informativos de un relato que no son explícitos. Hjelmslev [1980] llama esta reconstrucción catálisis. El procedimiento amerita consideraciones específi-cas que no serán expuestas aquí.

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Un suceso cualquiera puede tener un único antecedente y, también, un único consecuente: de manera que el árbol toma la forma de un vínculo entre sucesos que, para facilitar su identificación, llamamos estructura en I. Tales estructuras son el resultado de la enunciación de formas narrativas estereotipadas. En ese sentido son estructuras cultural y léxicamente predecibles que no plantean vicisitudes. Tales formas duran el tiempo definido por el contenido semántico de las formas lin-güísticas que las expresan (esencialmente verbos, aunque no exclusi-vamente: considérese el caso de los sustantivos deverbales, como ‘el conquistador’): despliegan tanto la permanencia de los estados como el devenir interno de las acciones que poseen intrínsecamente un fin. Los relatos así formados son susceptibles de ser interrumpidos en cualquier momento para producir una forma débil de suspenso o bien, si se siguen cursivamente producen el suspenso al filo de su lectura: en términos de la intensidad del contenido semántico estamos frente a formas átonas de narratividad. Las estructuras en I poseen un contenido semántico mono-isotópico, es decir, despliegan un contenido semántico temáticamente unitario, a cargo de uno a varios actores cuya interacción construye una única historia. Cuando un suceso tiene dos o más antecedentes se produce una ‘estructura en’ Y o estructura de confluencia. Tales estructuras son el resultado de dos casos posibles: ya sea que el consecuente sea producto de al menos dos antecedentes complementarios, cuya interacción se da bajo el modo de la cooperación y el ajuste; ya sea producto de antece-dentes contrarios o contradictorios cuya interacción se produce bajo el régimen del conflicto y el desajuste. Este último caso es el más intere-sante: un suceso antecedente ve su devenir o su permanencia interrum-pido o, al menos, desviado por la irrupción de un segundo suceso ante-cedente. El suceso que sobreviene produce una discontinuidad en el primero: en términos de isotopías se produce una confluencia de temas, generadora de efectos de sentido nuevos y sorpresivos; un suceso con-secuente adviene al relato como producto de ese sobrevenir; se trata de una forma tónica de intensidad narrativa en la que el lector no sabe qué esperar. En muchos casos la irrupción de un suceso produce un efecto instantáneo y decisivo; en tal circunstancia, los actores del relato man-tienen historias independientes que entran en contacto en el momento del sobrevenir para fusionarse en una sola historia que continuará poste-riormente. La irrupción de un suceso sorpresivo es de naturaleza esen-cialmente dinámica e introduce segmentaciones fuertes en los relatos. En términos retóricos, al producirse la fusión de dos historias distintas que poseen su propio contenido isotópico, se crean efectos de sentido

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que son susceptibles de ser interpretados como una metáfora, entendida en este caso como una fusión de dos temas distintos que son sometidos a una evaluación [Rastier 2003]. Cuando se produce la fusión, entonces es útil comparar la confluencia de dos historias (estructuras en Y) en una sola, no sólo con la metáfora, sino con la sinécdoque (presentar la parte por el todo): ambas historias constituyen partes de un todo que es el relato entero o, al menos, un macrosuceso. La confluencia de sucesos distintos produce relatos en los que los antecedentes se unen a los con-secuentes por acumulación. Finalmente, un suceso podrá ser el antecedente de dos o más con-secuentes distintos; en tal caso estamos frente a una ‘estructura en Y invertida’ o estructura de bifurcación. Los sucesos resultantes son inde-pendientes y, por lo tanto, entre ellos no se produce ninguna interac-ción. Las estructuras en Y invertida dan cuenta de la escisión de la his-toria común de al menos dos personajes en historias independientes. Por tal razón muestran el momento en que una temática monoisotópica se torna en una biisotópica o pluriisotópica. La bifurcación es suscepti-ble de plantearse gradualmente o de manera abrupta (como en un divor-cio) y conduce tanto a formas átonas o tónicas de narratividad. En cier-tos casos uno de los personajes desaparece del relato, su historia ya no es contada, aunque se insinúe su continuidad. Pero en otros, el relato alternará entre una historia y otra para mantener un vínculo planteado por el simple paralelismo de su desarrollo. Un tercer caso, aunque me-nos frecuente, es posible: se trata de un relato que mezcla sucesos fac-tuales y contrafactuales o que se construye como mundos o historias posibles de un mismo personaje. En tales casos, en la medida en que no hay interacción entre los personajes, estamos frente a relatos construi-dos por simple adición: las historias que coexisten entran en relaciones de dominancia y establecen la distinción entre forma y fondo, es decir, una de ellas permanecerá en un primer plano, mientras que la otra pa-sará a un segundo; esas relaciones no son estáticas sino que podrán ser objeto de modificaciones que Rastier [2007, 134-135] llama metamor-fismos (sustitución de una historia en primer plano por otra), transposi-ciones (paso de un historia a segundo plano o, viceversa, paso a primer plano) y metatopías (sustitución de un segundo plano por otro). Dadas las relaciones de complementariedad entre la forma y el fondo, será posible interpretar algunos relatos basados en este tipo de estructura con la figura retórica de la metonimia, en la que las dos historias constitu-yen un relato por simple contigüidad, yuxtaposición o alternancia pero sin fusionarse entre ellas.

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2.2 Ejemplo Un breve episodio, bien conocido, tomado de la Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún [1988: 839], que corresponde a la matanza de nobles mexicanos realizada por los españoles durante la conquista, permitirá ilustrar lo hasta ahora expues-to.

Estando las cosas como arriba se dixo,1 vino nueva cómo el capitán don Hernando Cortés venía con muchos españoles y con muchos indios de Cempoalla y de Tlaxcalla, todos armados y a punto de guerra, y con gran priesa. Y los mexicanos concertaron entre sí de absconderse todos, y no los salir a recebir ni de guerra ni de paz. Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéronse derechos hacia las casas reales donde esta-ban los españoles. Y los mexicanos todos estaban mirando y ascondidos que no los viesen los españoles. Y esto hacían por dar a entender que ellos no habían comenzado la guerra. Y como entró el capitán con todo la otra gentre [sic] en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios. Y luego comenzaron los mexicanos a mostrarse y a dar alaridos ya a pele-ar contra los españoles, echando saetas y dardos contra ellos. Y los es-pañoles, ansimismo, comenzaron a pelear, tirar saetas y tiros de pólvo-ra. Fueron muertos muchos de los mexicanos” [la ortografía correspon-de a la edición consultada].

Estructura en I.2 Es posible reconocer, en primer lugar, una estructura en I en el relato de las acciones de los españoles: ‘Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéronse derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles. Y como entró el capitán con todo la otra gentre en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios.’ Se trata de la estructura de un estereotipo, en la medida en que multitud de escenarios de nuestra vida cotidiana re-quieren llegar a un lugar para iniciar ahí una actividad específica: de hecho la violencia que se desencadena está ya anunciada en los preparativos de guerra, sólo los tiros de alegría representan una sorpresa para los españoles sitiados, pero su punto de vista no es desarrollado en el fragmento.

1. En ausencia de Cortés, Pedro de Alvarado había tendido una celada a la nobleza mexi-

cana; éstos reaccionaron sitiando a los españoles en lo que Sahagún llama ‘las casas grandes’. El retorno de Cortés, proveniente de Veracruz, salva in extremis a los sitia-dos.

2. Para subrayar los tipos de estructura presentes en el fragmento, no presento el árbol completo sino sólo a través de las estructuras parciales más significativas.

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El reconocimiento de estructuras I está sujeto a factores externos al relato mismo; descansa en la capacidad del analista de indicar el este-reotipo que se ve actualizado. Como ya se indicó, el fragmento que sirve de ejemplo para este tipo de estructura se apoya de una forma generalizable de desplazamiento orientado a un fin con el propósito de realizar una actividad; se trata de una forma esquemática subyacente tanto a este relato como a muchos relatos posibles. Al reconocer su esquematismo, el análisis genera una expectativa, la de ver culminadas las acciones ya entabladas. De modo que, si se respeta la estructura en I, la única manera de romper con la expectativa descansa en la interrup-ción imprevista de las acciones: se produce así una forma específica de suspenso que descansa en la no culminación de las acciones. De esta manera el lector es susceptible de apoyarse en el estereotipo para pre-ver, aunque sea de manera local, el desarrollo del relato.

Otro ejemplo claro de estructura en I se encuentra en el final del re-lato: desarrolla el estereotipo de la lucha, articulado bajo la forma de una provocación y una respuesta y que se resuelve con la derrota de uno de los antagonistas.

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Este episodio se desencadena por los tiros que realizan los españoles, lo que parece obligar a los mexicanos a salir de su escondite. El texto se organiza claramente de manera simétrica, creando un efecto de parale-lismo que el desenlace se encarga de romper.

MEXICANOS ESPAÑOLES Esconderse Mostrarse No comunicación Comunicación Prudencia (?) Atemorización Prudencia (?) Alegría Combate Combate Muerte

No sólo se trata de mostrar que, para que se produzca una pelea, es necesario que ambos contrincantes peleen y que, a los tiros de unos, responden los tiros de los otros, el paralelismo se torna más patente cuando se consideran los primeros renglones de la tabla: los mexicanos miran pero no son vistos, mientras que los españoles no los ven y son vistos; unos se esconden y los otros sueltan tiros para mostrar su alegría y mostrarse (dicho esto sin detrimento de que la actitud de los mexica-nos cambiará y al final saldrán de su escondite). Finalmente, en el ámbito emotivo, la alegría de unos contrasta con su deseo de atemorizar a los otros. Este paralelismo corresponde a una suerte de contraste entre contenidos inversos que conjugan, por un lado, la actividad con la pasi-vidad (ver/ser vistos), la reciprocidad (los tiros) y complementariedad (pelear) de algunas acciones y que, en última instancia, hacen recaer el inicio de las hostilidades en el intento fallido de atemorizar por parte de los españoles y en la respuesta inconsiderada de los mexicanos que parecen interpretar ese intento como un ataque.1 Estructuras en Y. Son dos las estructuras en Y principales en la secuencia. La primera de ellas da cuenta del desplazamiento de Cortés y sus seguidores cuando

1. En Flores [2005] he analizado un episodio similar de esta misma Historia, en la que los

españoles intentan infructuosamente atemorizar a los mexicanos para que éstos los to-men por dioses, especialmente el dios Quetzalcoatl, lo que produce, en cambio, un efecto contrario: no era Quetzalcoatl, sino ‘dioses enemigos suyos’. Tal parece que los intentos repetidos de atemorizar constituyen un pivote del relato utilizado sistemática-mente por Sahagún: esto abre la puerta para ver la visión específica del mundo de este autor.

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llegan a Tenochtitlan y se van ‘derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles’.

La dirección del desplazamiento está en función del hecho que Pedro de Alvarado se encontraba sitiado en las casas reales. De manera que la entrada en ese lugar tiene como antecedentes la llegada de Cortés y el sitio de las casas reales. Cabe señalar que esta estructura es la única en el primer párrafo del relato que opera un vínculo entre las acciones de los mexicanos y la de los españoles (es decir, antes que se desencadene la violencia). Sería posible imaginar —aunque nos pareciera absurdo— que esta relación no se produjera en el relato, de modo que la situación se prolongara indefinidamente: los mexicanos permanecieran escondi-dos y los españoles sitiados, cada uno en su lugar, sin entrar más en contacto, lo que equivaldría a que el relato se escindiera en dos relatos paralelos pero independientes. A nivel de las relaciones figurativas del espacio se establece así un contraste semántico entre ‘esconderse’ y ‘estar sitiados’: ambos estados dan cuenta de la incomunicación que existe entre el lugar del sitio y el lugar en el que los mexicanos se es-conden. Pero el texto no despliega un statu quo incierto sino que mues-tra, en la llegada de Cortés y su entrada en las casas reales las dos es-tructuras en Y que vinculan ambos relatos y resuelven violentamente la incertidumbre. En la segunda estructura en Y, un suceso irrumpe en el escenario y desencadena la lucha: ‘Y esto hacían por dar a entender que ellos no habían comenzado la guerra. Y como entró el capitán con todo la otra gente en las casas reales, comenzaron a soltar los tiros en alegría de los que habían llegado y para atemorizar a los contrarios. Y luego comen-zaron los mexicanos a mostrarse y a dar alaridos ya a pelear contra los españoles, echando saetas y dardos contra ellos’. Esta última estructura es la que encamina, mediando la estructura en I final, al término del fragmento, a la muerte de los mexicanos.

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Estructuras en Y invertida. He dejado al último la presentación de las estructuras en Y invertida, por ser aquellas que presentan el intríngulis del relato y son más intere-santes para el análisis. Una estructura en Y invertida presenta las acciones tanto de mexi-canos como de españoles ante la llegada de estos últimos al lugar donde sus compañeros estaban sitiados: ‘vino nueva cómo el capitán don Hernando Cortés venía con muchos españoles y con muchos indios de Cempoalla y de Tlaxcalla, todos armados y a punto de guerra, y con gran priesa. […)] Y los españoles, con todos los demás amigos, fuéron-se derechos hacia las casas reales donde estaban los españoles’. Como es posible ver no hay aún interacción entre los contendientes: la inde-pendencia recíproca de sus acciones permite, en especial, que los mexi-canos se retiren pragmática y cognoscitivamente del encuentro: ‘y los mexicanos todos estaban mirando y ascondidos que no los viesen los españoles’.

En el relato es notorio el afán por determinar la responsabilidad respec-tiva de los actores en la contienda. Si bien los españoles habían sido responsables del inicio de las hostilidades, el relato señala los tiros ‘en alegría […] y para atemorizar’ de los españoles lo que hace salir de su escondite a los mexicanos. De manera que no sólo debe atribuirse la responsabilidad de lo sucedido posteriormente a los españoles, sino que también involucra el temor de los mexicanos.

La atribución de la responsabilidad de los sucesos descansa en la ambivalencia de las acciones de unos y otros participantes, lo que su-pone que los sucesos no solamente deben ser considerados en su valor pragmático, sino que también adquieren un valor cognoscitivo. Por un lado los mexicanos deciden ‘no salir a recebir [a los españoles] ni de guerra ni de paz’. Esta decisión debe ser desdoblada en la medida en

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que salir a recibir en son de guerra no significa automáticamente que los recibirían en son de paz y viceversa: se trata, pues, de dos decisio-nes autónomas. El árbol de presuposiciones indica esto mediante una estructura en Y invertida que da cuenta de una ambivalencia que, aso-ciada a la decisión de los mexicanos de esconderse, se plantea a los españoles como un suceso ambiguo que les es preciso interpretar. El hecho de que los mexicanos no se muestran podría ser comprendido ya sea como una negativa a mostrarse pacíficos, como la negativa de mostrarse hostiles o como ambas negativas simultáneamente. Pero

también sería posible que los españoles interpretaran el suceso como una trampa. El fragmento no hace explícita la interpretación de los españoles, sin embargo esta ambigüedad deja libres a los españoles de ejercer su interpretación: en términos de análisis narrativo se dirá que los españoles se encuentran doblemente modalizados mediante el /poder-interpretar/ y /poder-no-interpretar/. Tal libertad opera en detri-mento de los mexicanos, pues les quita el control de las acciones. A su vez, cuando los españoles entran a las casas reales, realizan una acción que también es ambivalente, que da lugar a su representa-ción mediante una estructura en Y invertida. Sin embargo el valor semántico de esta estructura difiere del caso anterior. Los españoles entran a las casas reales disparando sus armas con el fin, dice el texto, de mostrar su alegría y también para atemorizar a sus oponentes. Este doble valor de las acciones no opera, como en el caso anterior, con el propósito de plantea una situación indefinida, sino que busca, como dice el dicho, ‘matar dos pájaros de un solo tiro’. Tal escenario se pres-ta también a que los mexicanos ejerzan libremente su hacer interpretati-vo, lo que contribuye a enturbiar la situación. Vemos, pues, que tanto de uno como de otro bando, la responsabi-lidad en el desencadenamiento de las hostilidades descansa en dos deci-siones desafortunadas que dan al adversario la iniciativa de las accio-nes: situación insostenible producto del rechazo de ambos bandos de responsabilizarse del valor cognoscitivo de las acciones que protagoni-

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zan. Si se considera que, para un fraile cronista del siglo XVI, la narra-ción de sucesos pasados constituye una Historia Moral que manifiesta los vicios y virtudes de los actores históricos y que es juzgada en térmi-nos del pecado, se entiende que la dimisión en el ejercicio de las facul-tades racionales al momento de ponderar los actos constituye un ele-mento negativo dentro de un juicio moral. Sin embargo, el texto no

indica tal juicio, o que supondría una toma de partido por parte de Sa-hagún, sino que se muestra como una narración aparentemente objetiva de lo sucedido. Habría que expandir el horizonte de la investigación para abarcar otros episodios de la misma historia, para poner de mani-fiesto la posición de cronista. No es el objetivo del presente trabajo emprender esta tarea, por lo que me he limitado a hacer los señalamien-tos necesarios para justificar las estructuras parciales de presuposición que el análisis detecta y dar los elementos semánticos que permitan su lectura e interpretación. De modo que, una vez elaborados los árboles de presuposición de cada una de las secuencias que componen un relato, es posible hacer su lectura en términos secuenciales y de progresión narrativa. 3. La progresión narrativa. En los estudios literarios es frecuente el empleo de la expresión progre-sión narrativa en términos bastante ligeros para significar, muchas veces de manera poco consistente, el modo en como se despliega una trama hacia su final, la continuidad en el encadenamiento de los sucesos constitutivos de la trama, la simplicidad de la trama, las relaciones temporales entre sucesos, la existencia de digresiones y rupturas, la articulación entre pasajes narrativos, descriptivos, explicativos, etc. Se habla de distintas formas de progresión: lineal, cíclica, fragmentada, …, cuando no se anuncia el fin de la linealidad de los relatos. Se muestran como evidencia textos señeros de autores ilustres, de Proust y Joyce al surrealismo y Borges. Pero generalmente se abandona todo intento de

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analizar cómo es que se produce el sentido de progresión de un relato que conduce a un final. Sin embargo la progresión narrativa permanece como un criterio central para el análisis de la coherencia de un relato, de su direccionali-dad. Diversas estrategias son puestas en práctica, como la evaluación de la situación final con respecto a la situación inicial, la evaluación del paso de un suceso a otro en términos de la estructura global del relato, el tránsito de un suceso a otro en términos de complicación de una situación (despliegue de una dinámica interna a una situación), tránsito de un suceso a otro con respecto a una meta, etc. Entre otras formas alternativas que tienen los relatos de construir la progresión narrativa se encuentra el orden secuencial de los sucesos: por ejemplo, su orden temporal o causal, aquella basada en la presenta-ción de distintas facetas de una situación, la asociación libre, etc. Todas ellas, sin embargo, se apoyan en mayor o menor medida en la noción de presuposición entre sucesos. Incluso la presencia de regresiones y di-gresiones en la trama o de momentos de stasis en que el relato parece no avanzar tienen su apoyo en el encadenamiento lógico de los sucesos. Lo mismo ocurre con los efectos tempo, de aceleración o ralentización del despliegue narrativo. Más allá de las evaluaciones superficiales, estéticas o pragmáticas, de cómo se llega al final de una trama, es posi-ble examinar esta noción a la luz de la secuencialidad lógica de los sucesos. La secuencialidad se reconoce al seguir el encadenamiento presu-posicional, pero al pasar a una lectura de principio a fin, de antecedente a consecuente, se crea el efecto de una progresión narrativa. Es posible examinar el contenido semántico de los sucesos así vinculados de ma-nera que sea posible examinar el modo en que se establece el tránsito de un suceso a otro. Son dos las relaciones susceptibles de ser reconocidas alrededor de la progresión narrativa: por una parte la relación causal que es posible reconocer entre dos sucesos heterogéneos y, por la otra, la vinculación de dos sucesos en apariencia heterogéneos (condición para su inscripción en el árbol presuposicional), pero semánticamente homogéneos, como fases de un suceso más amplio (macrosuceso), lo que corresponde a un vínculo aspectual entre sucesos.

4. Conclusión Tres semióticas son requeridas como fundamento de cualquier acerca-miento a la semiosis histórica:1 una semiótica narrativa que aborde 1. Además de una semiótica de la argumentación.

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tanto los fenómenos de secuencialidad, como los de duración, de fase de suceso y de causalidad; una semiótica de la enunciación que describa las condiciones de asunción de la ‘verdad’ histórica a través de las estrategias de su enunciación; una semiótica axiológica que ponga en el centro de su atención al conocimiento disciplinario como valor para el conocimiento humano. De entre ellas, la primera nos remite al examen del ‘qué’ de los relatos históricos y tiene como objeto el contenido semántico de esos relatos como conjunto ordenado de sucesos. Las otras dos abordan esos relatos como conocimiento del pasado: primero, como una propuesta de verdad emanada del propio texto y dirigida al destinatario; luego, como una confrontación cognitiva de las distintas fuentes de información histórica, que permite a los destinatarios evaluar el texto en función de otros versiones de la misma historia y, eventual-mente, aceptar o rechazar las interpretaciones de la historia contenidas en ellas. No son las únicas semióticas posibles, otras podrán examinar el contenido argumentativo, los vínculos de la historia con el mito y la leyenda o, también con la ficción, etc. Sin embargo, las tres semióticas propuestas son, a mi parecer, aquellas que abordan el relato histórico en sí mismo y no con relación con otras formas de discurso. Cabe mencionar especialmente la relación que mantiene con el relato de ficción. La tesis que implícitamente se ha sostenido aquí es que, desde el contenido semántico de los relatos históricos, no es posi-ble trazar una línea nítida de demarcación entre historia y ficción; si acaso, será posible examinar los recursos discursivos encargados de producir ‘efectos de realidad’, como postuló antaño Barthes [1984]. En tal caso, se entra en los terrenos de la veridicción (la verdad dicha, el proponer discursivamente algo como verdadero) y de la verosimilitud, ajenos a la verdad como correspondencia con la realidad. Sin entrar más en la cuestión, es posible decir que, desde la perspectiva aquí planteada, el rechazo a la verdad como correspondencia lleva a una verdad com-partida por los historiadores, aunque no sólo por ellos, a partir de la confrontación de historias. Obviamente las tres semióticas aquí indicadas tendrán contornos específicos muy peculiares y diferentes, así como difieren en cuanto a su grado de abstracción, pues, si bien los fenómenos ligados a la se-cuencialidad han sido abordados con detenimiento por la semiótica y la narratología en los últimos años, no ha sucedido lo mismo con un acer-camiento semiótico a la organización de las ciencias. No es, por lo tanto, una exigencia la que aquí ha sido planteada como un señalamien-to de derroteros que contribuyan a orientar el quehacer semiótico coti-diano.

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Las relaciones de presuposición al interior de un relato o texto específico son el indicio de las relaciones semánticas que las unidades discursivas mantienen entre ellas y que deben ser examinadas en deta-lle. Es así como los vínculos aspectuales y causales entre sucesos ad-quieren relevancia para la comprensión del sentido global del discurso analizado. Sin embargo, la presuposición también sirve de soporte a otras muchas facetas del significado, como es el análisis modal de la acción emprendido desde hace varios años por la semiótica narrativa estándar o la metodología de análisis propuesta por la semiótica tensiva en tiempos más recientes. Esta multiplicidad de acercamientos no debe confundirnos, sino mostrarnos hasta qué punto el sentido del discurso no es lineal o unidimensional, sino que presenta muchos ángulos de ataque que es preciso desarrollar. Evidentemente la multiplicidad de acercamientos no significa que todos ellos sean enteramente compati-bles, pero el sustrato analítico común, representado por la presuposi-ción, ofrece vías para su comparación y evaluación. Por otra parte, se trata de propuestas parciales, en mayor o menor grado, que requieren ser refinadas y completadas. Lo que en estas líneas se ha querido pre-sentar es el punto de partida para una reflexión acerca del concepto de suceso narrado y las problemáticas que desde él se suscitan.

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Mathesis III 31 (2008) 61 - 187. Impreso en México. Derechos reservados © 2007 por UNAM (ISSN 0185-6200)

Compendio de los diez libros de arquitectura de Vitruvio.

(Primera parte)

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