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OBISPOS DicEc Hay tres palabras griegas en el Nuevo Testamento que constituyen la base de la evolución de la noción de obispo: episkopein: supervisar, vigilar, cuidar de (IPe 5,2); episkopé: posición o función de supervisión (He 1,20; 1Tim 3,1); episkopos: supervisor, vigilante, «obispo» (He 20,28; Flp 1,1; ITim 3,2; Tit 1,7; IPe 2,25). Esta última era en los tiempos del Nuevo Testamento sinónimo de preshyteros (anciano: Tit 1,5-7; ITim 3,1; 5,17; He 20,17.28), de donde viene nuestro «presbítero/sacerdote». Aunque muchos autores sostienen que presbyteros procede de la tradición judía, mientras que episkopos procede de ambiente pagano, es posible que ambas procedan de fuentes judías. En el Nuevo Testamento encontramos el plural episkopoi junto con diakonoi (Flp 1,1). El cuadro que se nos presenta en las epístolas pastorales es el de Timoteo y Tito estableciendo estructuras de autoridad para llenar el vacío dejado por la muerte de los apóstoles. Esto indicaría que Lucas en He 14,23 es anacrónico. Ni episkopos ni presbyteros aparecen en ninguna de las listas de >carismas del Nuevo Testamento; los administradores(kyhernéseis: I Cor 12,28) vienen al final de la lista de los carismas/oficios. En Tit 1,7-11 y 1Tim 3,1-7 se enumeran las cualidades que ha de tener elepiskopos. No están claras las funciones exactas propias de los presbíteros- obispos: enseñan (ITim 5,17); tienen que refutar las falsas doctrinas (Tit 1,9); el requisito de que sepan administrar bien su propia casa puede indicar que eran administradores de los bienes de la comunidad (ITim 3,3-5; cf 1Pe 5,2). En otros lugares aparece la imagen del pastor (He 20,28; IPe 5,2). Hay concordancia entre la imagen paulina del presbítero-obispo y la imagen petrina de IPe. No se les asigna ningún papel en el culto ni ninguna función en relación con la eucaristía. Lo más cercano a esto que podemos encontrar es Sant 5,14-15, donde se dice que hay que llamar a los presbíteros para que recen por los enfermos y los unjan. En las cartas de >Ignacio de Antioquía el obispo tiene una autoridad única en relación con el bautismo y la eucaristía. En el Nuevo Testamento, aparte del mandato dominical a los once (Mt 28,19; cf Mc 16,16), vemos a distintas personas

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Igreja e advento

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OBISPOS DicEc

Hay tres palabras griegas en el Nuevo Testamento que constituyen la base de la evolución de la noción de obispo: episkopein: supervisar, vigilar, cuidar de (IPe 5,2); episkopé: posición o función de supervisión (He 1,20; 1Tim 3,1); episkopos: supervisor, vigilante, «obispo» (He 20,28; Flp 1,1; ITim 3,2; Tit 1,7; IPe 2,25). Esta última era en los tiempos del Nuevo Testamento sinónimo de preshyteros (anciano: Tit 1,5-7; ITim 3,1; 5,17; He 20,17.28), de donde viene nuestro «presbítero/sacerdote». Aunque muchos autores sostienen que presbyteros procede de la tradición judía, mientras que episkopos procede de ambiente pagano, es posible que ambas procedan de fuentes judías.

En el Nuevo Testamento encontramos el plural episkopoi junto con diakonoi (Flp 1,1). El cuadro que se nos presenta en las epístolas pastorales es el de Timoteo y Tito estableciendo estructuras de autoridad para llenar el vacío dejado por la muerte de los apóstoles. Esto indicaría que Lucas en He 14,23 es anacrónico. Ni episkopos ni presbyteros aparecen en ninguna de las listas de >carismas del Nuevo Testamento; los administradores(kyhernéseis: I Cor 12,28) vienen al final de la lista de los carismas/oficios. En Tit 1,7-11 y 1Tim 3,1-7 se enumeran las cualidades que ha de tener elepiskopos. No están claras las funciones exactas propias de los presbíteros-obispos: enseñan (ITim 5,17); tienen que refutar las falsas doctrinas (Tit 1,9); el requisito de que sepan administrar bien su propia casa puede indicar que eran administradores de los bienes de la comunidad (ITim 3,3-5; cf 1Pe 5,2). En otros lugares aparece la imagen del pastor (He 20,28; IPe 5,2). Hay concordancia entre la imagen paulina del presbítero-obispo y la imagen petrina de IPe. No se les asigna ningún papel en el culto ni ninguna función en relación con la eucaristía. Lo más cercano a esto que podemos encontrar es Sant 5,14-15, donde se dice que hay que llamar a los presbíteros para que recen

por los enfermos y los unjan.

En las cartas de >Ignacio de Antioquía el obispo tiene una autoridad única en relación con el bautismo y la eucaristía. En el Nuevo Testamento, aparte del mandato dominical a los once (Mt 28,19; cf Mc 16,16), vemos a distintas personas

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bautizando (He 2,41; 8,38; 9,18; 10,48; l Cor 1,14-17). En He 13,2 encontramos a los profetas y maestros aparentementedando culto (leitourgountón), acción que puede identificarse con la de los profetas en la >Didaché: «Que los profetas den gracias (eucharistein) como quieran». Pero esta

comunidad ha de nombrar también episkopoi y diakonoi.

La estructura de las Iglesias en las cartas de Ignacio consiste en un obispo, varios presbíteros (presbyteroi) y varios diáconos (diakonoi).Habitualmente, se ha caracterizado este modelo como «episcopado monárquico», pero el término no es exacto porque el obispo no actúa solo, sino siempre con los presbíteros y diáconos. Por otro lado, es patente en Ignacio la función del obispo como centro de unidad, unidad que se funda y nutre primariamente en la eucaristía.

La >Tradición apostólica (TA) es un testimonio importantísimo de la práctica y la teología de comienzos del siglo III. Hay interpretaciones de tendencia más católica` y otras de tendencia más protestante. Pero hay que decir que el texto está en armonía con los otros testimonios tempranos que tenemos del desarrollo del episcopado. Los obispos tienen que ser elegidos por el pueblo, con cierta forma de ratificación que no se especifica (TA 2/2,2)". El pueblo pide a los obispos que impongan las manos sobre los elegidos, mientras los demás rezan en silencio para que el Espíritu descienda sobre ellos (TA 2/2,4). La oración de consagración está dirigida al Padre, que no deja que el santuario se quede sin ministros, que «conoce los corazones» y que ha elegido a su siervo para el episcopado, con el fin de que derrame sobre él el poder de su Espíritu (dynamin tou hégemonikou pneumatos: el Espíritude dirección, (TA 3/3,4). En la oración se pide que el candidato apaciente a su grey santa, sirva como sumo sacerdote, ejerza el ministerio irreprochablemente día y noche, se gane el favor de Dios y ofrezca los dones de la santa Iglesia

1>. Por el

Espíritu de sumo sacerdote (tó pneumati tó archieratikó), tendrá poder para perdonar los peéados, administrar (didonai klérous), desatar todos los vínculos por el poder conferido a los apóstoles, ofrecer un perfume agradable (TA 3/3,5). En la ordenación de los sacerdotes el obispo implora el «Espíritu de gracia y consuelo»; y en la de los >diáconos, el «Espíritu de gracia y diligencia» (TA 7/8,2 y 8/ 9,11). Es claro, por tanto, que el ministerio episcopal tiene su origen en Dios, que elige y da la potestad; y esta potestad, distinta de la de los sacerdotes y diáconos, procede del

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Espíritu Santo. Los dos títulos que se dan al obispo son «sumo sacerdote» (archiereus) y «dirigente» (proistamenos); y el verbo que se usa para describir en general el ministerio es «apacentar/alimentar» (poimainein) (TA 3/3,4). La dignidad del episcopado queda expresada en el beso de paz que recibe, «porque ha sido hecho digno de él» (TA 4/4,1). Por otro lado, en la Tradición apostólica todos los demás ministerios y oficios son constituidos por el obispo; el sacerdote es como un consejero o concejal (TA 8/9,2), pero el diácono y el subdiácono están puestos a su servicio (TA 8/9,2.4; 34/30). Aparte de los oficios o ministerios mencionados en la oración de consagración, hay algunos otros: el obispo parece ser el celebrante normal de la eucaristía (TA 4,21,22/4,23,24); preside el >agapé y el bautismo y enseña en ellos (TA 21/ 21-23); es el exorcista principal (>Exorcismo) en el bautismo (TA 20/ 20,3), y la expresión antes citada «desatar todos los vínculos», al parecer una cita de Mt 18,18, puede referirse también al exorcismo (TA 3/ 3,5); como cabeza tiene que mantener la pureza de la doctrina (TA 1/1,5; 43/38,3), y es el encargado de dar explicaciones en el bautismo (TA 21/ 23,4.14); recibe y bendice las ofrendas del pueblo (TA 5-6/5-6; 31-32/ 38,1-6). Aunque se dice que el obispo recibe el mismo Espíritu que los apóstoles, y aunque la ordenación episcopal por manos de otros obispos tiene lugar claramente a través de la voluntad divina de actuar por la autoridad dada a los apóstoles (TA 3/3), no se insiste en la continuidad de la cadena de las ordenaciones episcopales válidas". Es justo ver, con F. A. Sullivan, factores eclesiológicos, cristológicos y pneumatológicos en la apostolicidad de la fe y el ministerio tal corno aparecen en la Tradición apostólica. Hacia la época de >Cipriano (t 258) se produce un cambio decisivo en el papel del obispo, cambio que empieza a detectarse ya en las >Constituciones apostólicas. Mientras que en Ignacio el único ministro de la eucaristía era el obispo, ahora en cambio, con un buen número de cuasi-parroquias dispersas por las zonas rurales, los sacerdotes se convierten en ministros de la eucaristía y los obispos pasan a ser cada vez más administradores, aunque con un especial interés por la doctrina

". En algunos lugares, sin embargo, el cuidado y, por

encima de todo, las celebraciones eucarísticas, de las nuevas unidades administrativas, sigue correspondiendo a un obispo, denominado chórepiskopos (obispo rural que depende del obispo de la diócesis), práctica todavía vigente en la Iglesia ortodoxa. Desde el principio el obispo asiste a los concilios

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representando la fe de su Iglesia y sirviendo de vínculo con el

resto de la Iglesia católica.

Las Constituciones apostólicas, de finales del siglo IV, contienen bastantes normas de textos legales anteriores, pero en determinadas materias son más específicas: al parecer siguiendo la norma del concilio de >Nicea I, todos los obispos, o al menos tres, ordenan, y el metropolitano debe dar su consentimiento

Hay tres casos de «invalidez», aunque conviene no aplicar un lenguaje propio de una teología más desarrollada: las ordenaciones conferidas por herejes, las órdenes de los que se pasan a la herejía o al cisma, y una ordenación obtenida por nepotismo. En la Didascalia apostolorurn, que forma parte de las Constituciones apostólicas, los obispos ocupan un lugar central, dedicándose a estos la mayor parte del libro segundo. Se les da una serie de títulos: padres, señores, maestros, presidentes, profetas, doctores, etc. Siguiendo la Didascalia, dependiente a su vez de las epístolas pastorales, las Constituciones establecen detalladamente las cualidades requeridas en un obispo y su comportamiento. Se insiste mucho en el estudio de las Escrituras y en la compasión por los pobres y los pecadores arrepentidos. Ha de ser imparcial, sin adular indebidamente al rico ni despreciar ni oprimir al pobre: «Ha de ser prudente, humilde, sabedor de cómo amonestar con la doctrina del Señor, maduro en sus ideas e intereses, alguien que haya renunciado a las cosas elementales de este mundo y a todos los deseos paganos. Ha de ser capaz de gobernar, perspicaz a la hora de reconocer a los malos y precavido con ellos, pero amigos de todos, justo y prudente; todas las cualidades humanas que sean buenas, convienen al obispo». Dado que la Iglesia se ve amenazada por las herejías, se insiste en el papel doctrinal del obispo: «Ha de ser indulgente, paciente a la hora de amonestar, capaz de enseñar, diligente para meditar los libros del Señor, leyendo frecuentemente para interpretar lo mejor posible las Escrituras, exponiendo los profetas de acuerdo con el evangelio». Sus cuidados se extienden a todos, especialmente a las >viudas; ha de ser diligente en la liturgia. Su autoridad es tal que los

clérigos y los laicos le deben respeto.

La visión de Jerónimo es importante porque a menudo se malinterpreta. Jerónimo se opone a las pretensiones de algunos diáconos que quieren ponerse por encima de los

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sacerdotes. Y afirma que no pueden consagrar la eucaristía, a diferencia de los obispos y los sacerdotes, que son iguales a

este respecto.

A partir del siglo IV nos encontramos cada vez un número mayor de obispos elegidos de entre los miembros del estado monacal. Pero a finales del período patrístico y a comienzos de la Edad media se produce una asimilación entre la vida y función de la nobleza y la de los obispos, evolución que con el

tiempo llevará a la lucha de las >investiduras.

En el período escolástico hay autores importantes que tanto afirman como niegan la sacramentalidad delepiscopado. Trento distinguió tres órdenes jerárquicas, estableció la superioridad del episcopado y emprendió reformas especialmente en relación con la predicación y la residencia de los obispos". Las reformas fueron más bien fragmentarias y no brotaron de una visión del episcopado completamente unitaria, sino más bien de la convicción de que la no residencia y el compromiso excesivo en los asuntos seculares por parte de los obispos eran enteramente perjudiciales para la Iglesia y tenían que estar, por tanto, en el centro del programa de reformas. La renovación tridentina del episcopado tiene un modelo destacado en san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán (1538-1584). Después de Trento la sacramentalidad de las órdenes episcopales fue generalmente admitida, a excepción de algunos tomistas que mantenían la postura del primer santo Tomás, que no trató sin embargo sobre el

episcopado en su inacabada Summa theologiae.

El >Vaticano I sólo tuvo tiempo para hacer definiciones sobre el >papado. Bismarck trató luego de crear disensión afirmando que los obispos habían quedado radicalmente degradados por la doctrina de este concilio acerca del primado del papa. Los obispos alemanes negaron tal afirmación y aseguraron que la potestad episcopal permanecía intacta después del Vaticano I.

Su postura mereció la cordial y sentida alabanza de Pío IX.

El >Vaticano II dedicó la mayor parte del capítulo III de la constitución sobre la Iglesia al episcopado: los obispos son sucesores de los apóstoles (LG 18, 20), del colegio de los apóstoles (LG 22); los obispos reciben la plenitud del sacramento del orden y, al asumir las funciones de Cristo como maestro, pastor y pontífice, actúan en su nombre (LG 21); junto con el papa, y nunca al margen de él, los obispos

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constituyen un colegio (LG 22; >Colegialidad episcopal); cada obispo tiene a su cargo el cuidado pastoral de su propia diócesis, pero, como miembro del colegio, le compete también el cuidado de la Iglesia universal (LG 23; CD 6); todo obispo tiene la misión de enseñar (LG 25) y de santificar (LG 26) y autoridad para gobernar en nombre de Cristo (LG 27); una de las manifestaciones principales de la Iglesia es la liturgia presidida por el obispo, rodeado de su presbiterio y de los demás ministros (SC 41). El decreto sobre el oficio pastoral de los obispos desarrolla las implicaciones pastorales y prácticas del texto de la Lumen gentium: oficio de enseñar (CD 12-14); oficio de santificar (CD l5); oficio pastoral (CD 16-21); circunscripción de las diócesis (CD 22-24); obispos coadjutores y auxiliares (CD 25-26); asuntos intradiocesanos (CD 27-32); los religiosos (CD 33); asuntos interdiocesanos y en particular las >conferencias episcopales (CD 36-43). El Vaticano II apela al >sínodo de obispos (CD 5). Una de las funciones más importantes de los obispos es la enseñanza, que está revestida de autoridad en su propia diócesis (>Magisterio). Esta enseñanza no es infalible. Sin embargo, los obispos son infalibles como colegio en los casos especificados

en LG 25 (>Infalibilidad).

La tarea primaria del obispo es asegurar la unidad, la santidad y el testimonio de la Iglesia local dentro delmundo y de cara a él (cf LG 26). Pero la plenitud del sacerdocio de que goza el obispo no implica que haya que ver todos los ministerios y dones como derivados de él; él es más bien su centro de

unidad e inspiración.

El Vaticano II dio además algunos pasos adelante en la espinosa cuestión del nombramiento de los obispos. En la Alta Edad media los obispos eran nombrados frecuentemente por príncipes seculares. En 1215 el IV concilio de >Letrán prohibió formalmente la participación de las autoridades seculares en las elecciones episcopales. Hasta el siglo XIII los obispos eran elegidos, generalmente, por el capítulo de la catedral. A partir de entonces vemos cómo Roma va fortaleciendo cada vez más su posición: de confirmar las elecciones fue pasando a nombrar a los obispos en distintos lugares de rito latino. Al firmarse acuerdos o concordatos entre la Iglesia y las autoridades seculares, fue muy frecuente entre los siglos XV y XIX conceder a los poderes seculares potestad para nombrar o designar a los obispos: en lenguaje canónico, la cabeza del Estado confería el ius ad rem, mientras que el papa otorgaba

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el ius in re. Con una sola excepción, la última concesión de este tipo fue la otorgada a Mónaco en 1887. ElCódigo de Derecho canónico de 1917 afirmaba el principio de que la designación de obispos correspondía al papa (canon 329). Desde entonces, incluso donde era vigente la costumbre de la elección, se permitió usualmente a los canónigos elegir al obispo de una lista de tres candidatos elaborada por Roma. Entretanto, antes del Vaticano II, la Santa Sedeconsiguió algunas renuncias voluntarias al derecho de nombramiento, la mayoría de ellas en América Latina y España. En nombre de la > libertad religiosa, el Concilio reclamó para el papa el derecho y libertad de nombramiento, y expresó su deseo de que los Estados renunciaran voluntariamente a sus derechos después de una negociación (CD 20). Este derecho de la Iglesia fue confirmado en el Código de Derecho canónico de 1983 (canon 377). Todos los jefes de Estado han renunciado ya a este derecho, salvo en el caso de dos diócesis de Francia: Estrasburgo y Metz. Según las leyes comunes de la Iglesia, es el legado apostólico el encargado de presentar una lista de tres nombres a la Santa Sede con su propia recomendación (CIC 364 § 4) después de amplia consulta entre la jerarquía, el capítulo catedralicio de la diócesis vacante y a veces también entre otros miembros del clero y el laicado (CIC 377). El papa hace luego el nombramiento, después de oír la opinión de la Congregación para los obispos (7 Vaticano II). En las Iglesias católicas de Oriente son los patriarcas con sus sínodos los que nombran a los obispos, reservándose Roma el derecho a intervenir en determinados casos (OE 9). Se podría decir que el nombramiento de obispos de la Iglesia de Occidente, de rito latino, es una función que le corresponde al obispo de Roma

más como >patriarca que como papa o sumo pontífice.

El nuevo Código de Derecho canónico trata de los obispos en una larga serie de cánones situados en la sección del libro sobre pueblo de Dios que se ocupa de la Iglesia local (cánones 368-502). El Código de Derecho canónico toma algunos temas del Directorio sobre el oficio pastoral del obispo de 1973. Aunque muchos de los temas y principios del Vaticano II aparecen muy marcados, podría decirse que la tensión que se observa en el Concilio entre dos eclesiologías, la jurídica y la de comunión, en el Código de Derecho canónico está

postergada.

Tanto en el Vaticano II como en el Código de Derecho canónico hay posibilidades para el funcionamiento sinodal en

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la > Iglesia local que aún no han alcanzado expresión amplia y efectiva: sínodo diocesano, consejo pastoral, consejo presbiteral, colegio de consultores, capítulo de canónigos (>Sínodos diocesanos y concilios particulares/provinciales;

>Consejos diocesanos/pastorales/presbiterales).

Parece claro que hay cierto rechazo generalizado por parte de los obispos de rito latino a aceptar con entusiasmo las posibilidades de gobierno sinodal abiertas por el Vaticano II y las leyes ordinarias. En este punto ha faltado claramente la >recepción. Un cuerpo sinodal de orden superior es el de la conferencia episcopal, que puede ceñirse a límites nacionales o ser transnacional; este último tipo ha sido en general más

efectivo.

El sentido del episcopado puede deducirse del rito de la ordenación, especialmente de la oración de ordenación [—la segunda edición del ritual de ordenación de 1990, prescinde de la expresión consagración y usa siempre «ordenación», siguiendo la tradición más antigua—] o >epiclésis. El obispo ordenante recuerda el sacerdocio del Antiguo Testamento, y los tres obispos rezan diciendo: «Infunde ahora sobre este siervo tuyo que has elegido la fuerza que de ti procede: El espíritu de soberanía [= spiritus principales, traducción de pneuma hegemonikón, cf >Tradición apostólica]que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y él, a su vez, comunicó a los santos apóstoles, quienes establecieron la Iglesia por diversos lugares como santuario tuyo para gloria y alabanza incesante de tu nombre». Esta frase es el núcleo de la ordenación. El celebrante principal sigue implorando los dones que el recién ordenado obispo habrá de necesitar y recuerda el servicio que este está llamado a prestar a la Iglesia: pastor, sumo sacerdote irreprochable, con poder para perdonar pecados y desatar otros vínculos, alguien que ha de agradar a Dios «por la mansedumbre y dulzura de corazón, ofreciendo su vida en sacrificio».

[En síntesis, a partir del Vaticano II surgen estas cuatro orientaciones más notables: 1) el Episcopado es un servicio pastoral (LG 18, 24, 27); 2) fundado sacramentalmente (LG 21), concepción que reunifica a título de principio, orden y jurisdicción (LG 27); 3) que ejerce el triple ministerio de la palabra, los sacramentos y el pastoreo (LG 25-27), el último de los cuales —como principio organizador—incluye los dos anteriores, y da un privilegio a la predicación del Evangelio (LG

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23); 4) constituyendo un colegio con el sucesor de Pedro a su cabeza, los obispos tienen la responsabilidad de la Iglesia

entera (LG 22).]

La importancia y significación de la visita ad limina apostolorum se comprende considerando su compleja historia. Históricamente está relacionada con las peregrinaciones desde la época de la Edad media «al umbral de los apóstoles», es decir, a las tumbas de Pedro y Pablo. Su sentido canónico se origina en el siglo VIII, cuando todos los obispos consagrados en Roma tenían que visitar a su obispo. Más tarde >Gregorio VII extendió esto a todos los metropolitanos, y Sixto V lo reclamó a todos los obispos en 1584; debía ser cada 3-10 años. El Código de Derecho canónico vigente la prescribe para todos los obispos cada cinco años (CIC 400). Se trata de un ejercicio de > comunión, de un vínculo de unión entre el obispo de Roma y todos los demás obispos. Es también ocasión para el obispo de informar sobre sus diócesis; fomenta las buenas relaciones con la administración vaticana y pone al papa al tanto de la situación

de la Iglesia en el mundo.

Los símbolos principales del oficio episcopal en Occidente son el báculo y la mitra. El primero, un bastón curvado en el extremo, usado por los obispos y también por muchos abades y abadesas, puede tener su origen en los bastones de los caminantes. Pasó a ser un símbolo litúrgico a partir del siglo VII, adquiriendo luego la significación de un cayado, como símbolo del oficio pastoral. La mitra (del griego mitra, turbante), que se lleva sobre la cabeza, tiene en Oriente forma de corona y en Occidente forma de escudo. Se convirtió en parte del distintivo papal en el siglo Xl y rápidamente se extendió también a los obispos (y abades). Es un símbolo honorífico, un ornamento visual de las celebraciones litúrgicas. Los obispos pueden usar la mitra y el báculo en su propia diócesis, pero no en otras diócesis, a no ser que cuenten con el consentimiento, al menos presunto, del obispo local (CIC 390). Una serie de decretos publicados en la década de 1960 simplificó las vestiduras y símbolos pontificales.

El palio es otro símbolo de pertenencia al episcopado, en este caso propio del arzobispo u obispo de la principal diócesis de la zona, también llamado metropolita. Se trata de una vestidura litúrgica, similar a una estola, que llevan los arzobispos en las celebraciones litúrgicas dentro de su zona. Tiene su origen en

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Oriente, donde todavía lo llevan los obispos (oinophorion). En Occidente era una vestidura papal. de origen incierto, aunque anterior al siglo IX. Por entonces era obligatorio que los obispos lo solicitasen del papa. En la Edad media se consideraba un signo de que el poder del arzobispo procedía del papa; en la actualidad significa que el arzobispo ejerce su potestad en comunión con el papa. En este sentido, puede considerarse un símbolo de colegialidad (>Colegialidad

episcopal).

La teología del episcopado en las Iglesias ortodoxas está fuertemente vinculada a la tradición que se encuentra en Ignacio de Antioquía y en laTradición apostólica de Pseudo-Hipólito. El obispo es otro Cristo (alter Christus), asegurando así la unidad de la Iglesia en la eucaristía. Es también otro apóstol (alter apostolus), asegurando así la continuidad de la Iglesia en la historia. Incluso cuando el sacerdote celebra la eucaristía, ha de hacerlo con el «antimension», una vestidura que contiene reliquias y tiene representaciones de Cristo, pero que lleva también la marca del obispo. Se trata de una costumbre paralela a la del «fermentum», que entre los siglos V y Vlll se implantó en Occidente: de la misa del papa se enviaban partículas del pan consagrado a las parroquias de los alrededores. Ambas subrayan la unidad de la eucaristía y, por consiguiente, de la Iglesia.

En el movimiento ecuménico hay especiales dificultades a la hora de relacionarse las Iglesias que tienen obispos con las que no los tienen. Pero incluso las Iglesias no episcopales tienen el sentido de la episkopé, y sobre esta base el diálogo

continúa.

Obispo

I. Teología dogmática. II. Liturgia y pastoral. III. Derecho; canónico.

I TEOLOGÍA DOGMÁTICA. Etimológicamente del griego epíscopos - que en la versión de los Setenta se emplea en el sentido de «inspector» o «superintendente» (cfr. lob 20,39; 2 Reg 2,12; 2 Par 34,12-17) -, la palabra Obispo designa a quien ha recibido el grado más alto

del sacramento del Orden.

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El Conc. de Trento declaró: «Si alguien dice que los Obispos no son superiores a los presbíteros, o que no tienen poder de confirmar y ordenar, o que les es común con los presbíteros... sea anatema»; y también: «Si alguien dice que en la Iglesia Católica no hay jerarquía, establecida por ordenación divina, que consta de los Obispos, presbíteros y ministros, sea anatema» (Doctrina de sacramento ordinis, can. 6 y 7; Denz.Sch. 1776 y 1777). La fe de la Iglesia, proclamada auténtica mente por el Magisterio, norma próxima de verdad, afirma, por tanto, que por institución divina existe una jerarquía, que consta de O., presbíteros y ministros (a los que, en la terminología actualmente en uso, podría llamarse diáconos). De estos datos hemos de partir, pues, a la hora de considerar el desarrollo histórico de la institución que estamos tratando.

1. El episcopado en los primeros tiempos de la Iglesia. Los textos neotestamentarios nos describen una organización incipiente, en la que gobiernan los Apóstoles bajo Pedro; pronto sintieron, sin embargo, la necesidad de hacer partícipes de algunas de sus funciones a otros hombres, los diáconos, a quienes impusieron las manos confiriéndoles la ordenación (cfr. Act 6,1 ss.). De la misma manera, llamaron también a otros varones, que aparecen designados con el nombre de episcopoi o presbyteroi, y en algunas ocasiones con el de «pastores» (Eph 4,11), «guías» (Heb 13,7.17.24), etc. Es un hecho conocido que las palabras epíscopos y presbyteros se emplean en sentidos diversos - y con referencia a veces a las mismas personas - en distintos lugares del N.T.: así, por ej., en Act 20,17 se llama presbyteroi a los mismos que en Act 20,28 se designa como episcopoi. Es más, al hablar del Conc. de Jerusalén, se dice que a él acudieron los Apóstoles y los ancianos (presbyteroi) (cfr. Act 15,6; 16,4), sin ninguna referencia a episcopoi - fuera de los Apóstoles -, en el caso de que esta palabra tuviese el significado técnico

que hoy se atribuye a la voz Obispo.

El estudio de los textos neotestamentarios ha llevado a los autores a formular diversas hipótesis sobre los episcopoi y presbyteroi: hay quienes se inclinan a pensar que todos eran O., en el sentido actual de la palabra; para otros, eran presbíteros; finalmente,

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algunos sostienen que existía ya una distinción entre O. y presbíteros. Parece, pues, que en el N. T. las palabras a que nos estamos refiriendo no tienen un contenido técnico, y sirven para designar a miembros de la jerarquía, cualquiera que sea su grado, e incluso en ocasiones a miembros eminentes de la comunidad, aunque no hayan recibido el Orden mediante la

imposición de las manos.

La falta de precisión terminológica no quiere decir, sin embargo, que no existiese la función episcopal continuadora del poder conferido por Cristo a los Apóstoles. Los datos que poseemos indican que el gobierno de la Iglesia era ejercido por los Apóstoles, que asociaron a su ministerio a otros hombres, algunos de los cuales iban recorriendo las distintas comunidades, y son llamados a veces apóstoles (Act 14,14; Rom 16,7), mientras que otros se establecen en un lugar fijo y

ejercen su ministerio en la comunidad local.

Sobre estos últimos - los ministros estables de una comunidad - también encontramos que a veces forman como un colegio o grupo, integrado por varios presbyteroi (Act 11,30; 14,22; 15,2; 16,4; 20,17; 21,18; Tim 5,17) o episcopoi (Act 20,28; Phil 1,1; 1 Tiro 3,2-5; Tit 1,7-9), que parece dirigir, de alguna manera colegialmente, a la comunidad. Ante estos hechos, J. Colson ha planteado una hipótesis que, si bien explica algunas situaciones, no puede por ahora decirse probada, ni resuelve muchas de las dificultades que se le oponen: según este autor, en el gobierno de las comunidades fundadas por S. Pablo prevaleció la figura del presbiterio colegial, mientras que en Asia, por influjo de S. Juan, la función capital era desempeñada por una sola persona (episcopado monárquico), presidente o jefe del presbiterio.

Los documentos de la Tradición muestran con fuerza cada vez mayor dos constantes en la organización

jerárquica de la Iglesia primitiva:

a) El presbiterio, o conjunto de presbíteros adscritos a una Iglesia particular, forma una unidad estrecha con el O., y participa con él en el gobierno de la comunidad: «nada ha de hacerse - escribe S. Ignacio de Antioquía a

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comienzos del s. II - sin el Obispo y los presbíteros» (Magn. 7,1); sin embargo, a partir del s. III empieza a decaer su importancia colegial, sobre todo porque la comunidad se va ampliando, y son cada vez más los presbíteros que han de residir lejos de la sede episcopal, pues se estima improcedente consagrar a un O. para un pueblo o ciudad pequeña, cuando es suficiente un presbítero (cfr. Conc. Sardicense: Mansi 3,10). Esto llevará, por otra parte, a que los escritores vayan centrando su atención en la figura individual del presbítero, dejando paulatinamente de lado su inserción en el presbiterio, de la que sólo quedan algunos rastros en la tardía institución del cabildo catedral y en los

sínodos diocesanos.

b) De modo claro, y los testimonios son cada vez más explícitos, en todas las Iglesias particulares ejerce la función capital un O., que es el ministro central de la liturgia - en la que participa el presbiterio -, y que no sólo gobierna la comunidad que se le ha encomendado, sino que mantiene además relación con otros O. para adoptar conjuntamente disposiciones comunes en materia doctrinal y disciplinar. Por otra parte, es lógico que, en la medida en que; por exigencias de la vida misma de la Iglesia, fue desdibujándose la función colegial del presbiterio - aun sin llegar nunca a desaparecer por completo, como atestiguan especialmente los libros litúrgicos -, fuera cobrando mayor importancia en los escritos de la época la figura del O. como cabeza de la diócesis. De este modo, la figura del O. se nos presenta como presidente y director de la tarea pastoral de los presbíteros, a la vez que se van configurando como actos reservados al O. algunas funciones que le competen en exclusiva, entre las

cuales destaca la colación del sacramento del orden.

2. El episcopado en el pensamiento anterior a la escolástica. Ante la imposibilidad de detenernos aquí en el estudio de los abundantes documentos patrísticos y litúrgicos sobre el tema, nos limitaremos a añadir a los datos ya expuestos - que continuaron desarrollándose en la línea indicada - la mención de una cuestión disciplinar, que ejerció una infuencia notable en el desarrollo posterior de la doctrina sobre el episcopado: la insubordinación de los diáconos romanos, ocurrida en

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tiempos de S. Dámaso (366-384), alegando que eran iguales a los presbíteros, Para rechazar este punto de vista, el autor conocido con el nombre de Ambrosiastro adopta una posición radicalmente contraria, que le llevará a afirmar la identidad del sacerdocio de los O. y de los presbíteros: por esa razón - concluye nuestro autor -, los diáconos habrán de someterse tanto a unos como a otros. Por tanto, en el pensamiento del Ambrosiaster, el O. es solamente el primero entre los presbíteros, sucesor de los Apóstoles pero sin una gracia sacra mental particular: queda, pues, reducido el episcopado a un poder - jurisdicción, según la terminología corriente en nuestros días - que le coloca por encima del presbítero, con el que comparte, sin

embargo, el mismo e idéntico sacerdocio.

En una línea semejante, aunque con ligeras variaciones de matiz, se mueven bastantes afirmaciones de S. Jerónimo (cfr. sobre todo Epist. 146, ad Evangelum: PL 22, 1194 ss.; In Tit. 1,5: PL 26,562-563), quien llega a escribir: «si exceptuamos la ordenación, ¿qué hace el Obispo que no haga también el presbítero?», insinuando además que la reserva de la ordenación al O. se ha introducido más bien por costumbre o norma eclesiástica que por disposición divina. Esta línea de pensamiento, sin ser exclusiva, marcó una pauta que, a través de diversos Santos Padres y escritores eclesiásticos, ejerció una influencia notable en la formulación teológica de la escolástica: la reflexión tendió en efecto a centrarse prevalentemente sobre los poderes conferidos por el episcopado, con lo que el tema de la gracia sacramental pasó a un plano secundario, hasta quedar prácticamente en la penumbra.

Mencionemos un último factor: la organización eclesiástica se configura bajo bastantes aspectos según moldes semejantes a las estructuras civiles vigentes en la época, lo que facilita encuadrar la figura del O. bajo la perspectiva de dominus o señor feudal - al menos en una línea paradigmática, sin llegar, como es lógico, a acentuar este paralelismo -, con insistencia, por tanto,

en los poderes de que goza.

3. El episcopado en la exposición de la escolástica. Con

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excepción de Durando y Duns Scoto, que se inclinan hacia la sacramentalidad del episcopado, como grado diverso del sacramento del Orden, la mayor parte de los escolásticos defiende la identidad del sacerdocio de los O. y de los presbíteros, aunque sostiene también la superioridad de aquéllos en virtud de la potestad que se les ha conferido. Nos detendremos aquí a exponer los rasgos principales de la doctrina expuesta por S. Tomás de Aquino, fiel reflejo a su vez y continuación de los presupuestos establecidos por Pedro Lombardo, a quien va superando, sin embargo, hasta llegar a una síntesis original, que abrirá el camino a las investigaciones posteriores.

En un primer momento, comentando el Libro Cuarto de las Sentencias de Pedro Lombardo, S. Tomás centra su atención en la potestad de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como función fundamental del sacerdocio. Este punto de vista - cierto, sin duda alguna, y conforme con toda la Tradición - presenta, sin embargo, la dificultad de que, al contemplarlo separado de las demás funciones sacerdótales, lleva lógicamente a concluir que ya los presbíteros poseen este poder, por lo que el episcopado nada puede añadir al presbiterado en la línea del sacerdocio, aunque comporte una dignidad especial en orden a la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, de modo que exclusivamente a él le compete administrar el sacramento del Orden, y se le reserva normalmente la Confirmación. Siguiendo la terminología de la época, para S. Tomás el sacerdocio igual en este supuesto tanto para el presbítero como para el O. - supone un poder en relación al Corpus verum de Cristo (realizar la transustanciación), mientras que el episcopado sólo añade una función respecto al

Corpus mysticum (la Iglesia).

Sucesivamente, en los comentarios a las Epístolas de San Pablo, S. Tomás parece inclinarse hacia la opinión de que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, de la misma manera que el Señor designó en un principio a los Apóstoles, y más tarde a los 72 discípulos (Lc 10,1), según una tipología de la que también da testimonio Beda el Venerable. La profundización de S. Tomás sobre este tema se manifiesta especialmente en su opúsculo De perfectione

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vitae spiritualis, en el que sigue la línea iniciada en sus comentarios a Pedro Lombardo, aunque enriquecida con nuevos datos, tomados especialmente de S. Agustín, del Pseudo Dionisio, del Decreto de Graciano y también, hecho éste profundamente significativo, de los textos litúrgicos propios de la ordenación de presbíteros y Obispos. Su reflexión en este caso sienta ya las premisas para concluir que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, no ciertamente por su relación al Corpus verum de Cristo, pero sí con respecto al Cuerpo Místico. En la Summa, obra póstuma e incompleta, S. Tomás no llegó a escribir las cuestiones correspondientes al sacramento del Orden: existen, sin embargo, indicios claros de que su pensamiento había evolucionado definitivamente a partir de sus obras primeras; en diversos lugares se habla claramente de la distinción entre presbiterado y episcopado existente desde la fundación de la Iglesia, hasta el punto de que negarlo sería herético, y esta distinción se sitúa ya en el mismo sacramento (cfr.. p.ej. Sum. Th. 2-2 q184 a6 ad1;

q186 a6 ad1; 3 q67 a2).

4. El episcopado desde la escolástica hasta nuestros días. La muerte prematura de S. Tomás impidió Que la evolución de su pensamiento a que hemos hecho referencia llegase de modo claro a los autores que le siguieron, quienes, en general, centraron su atención sobre este tema en el comentario al Libro de las Sentencias, por lo que se mostraron favorables a la opinión de que el episcopado no era un grado distinto del sacramento del Orden. Las ideas de Duns Scoto y

Durando tampoco tuvieron mucho eco.

El Conc. de Trento, convocado no para dirimir cuestiones libremente discutidas entre los teólogos. sino para proclamar una vez más la fe de la Iglesia especialmente en aquellos puntos que se veían minados por la acción protestante. se limitó, en el aspecto que nos ocupa. a afirmar, como ya veíamos, que, por institución divina, existe en la. Iglesia un verdadero sacerdocio. que se confiere mediante el sacramento del Orden. que imprime en quien lo recibe un carácter indeleble y distingue por ello a los sacerdotes de los demás fieles, ya enseñar que los O. son superiores a los presbíteros. sin descender a más precisiones (cfr.

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Denz.Sch. 1763-1778). Al declararse únicamente la superioridad del episcopado en la línea jerárquica. la

cuestión siguió abierta a la investigación de los teólogos.

Es también interesante notar que en los trabajos del Conc. de Trento, se estudió la conveniencia de que siguiesen existiendo los O. llamados titulares: es decir. O. que han recibido la ordenación o consagración episcopal, pero a quienes sólo simbólicamente se atribuye una diócesis. por encontrarse ésta situada en tierra de infieles - in partibus infidelium, como se decía hasta los tiempos de León XIII en la terminología de la Curia Romana -, donde con el paso de los años se habían extinguido las comunidades cristianas. Esta figura, en un primer momento esporádica y hasta prohibida por la legislación, comenzó a darse con mayor frecuencia a partir del s. XII, momento en el cual se empezó a distinguir dos actos que hasta entonces habían estado íntimamente unidos: la ordenación y la atribución de una Iglesia particular o diócesis, para la cual recibía en concreto la consagración el Obispo. Muchos Padres del Conc. de Trento propugnaron la desaparición de esta figura, pero, por diversas circunstancias, los textos preparados al efecto no llegaron a promulgarse. Sin embargo, la discusión sobre este tema, que con distintos matices se ha venido prolongando hasta nuestros días, ha contribuido indirectamente a distinguir entre los efectos de la ordenación episcopal (sacramento) y los que siguen de

la atribución de una diócesis (misión canónica).

El Conc. Vaticano I hubo de interrumpirse antes de que se pudiera llegar a tratar la doctrina sobre el episcopado; sin embargo, el estudio de sus trabajos y documentos preparatorios hace ver que la cuestión sobre la sacramentalidad del episcopado había llegado ya a un grado de madurez que muy probablemente hubiera permitido una declaración definitiva del Concilio. Fue, sin embargo, en el Conc. Vaticano II donde se ha proclamado la sacramentalidad del episcopado - es decir, de la ordenación o consagración episcopal - como grado del sacramento del orden distinto del presbiterado: «Enseña este Santo Sínodo que por la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que tanto en el uso litúrgico de la

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Iglesia como en el testimonio de los Santos Padres se llama sumo sacerdocio, ápice del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con la función de santificar, confiere también las funciones (munera) de enseñar y gobernar, las cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del

Colegio» (Const. Lumen gentium, n° 21).

Se examinará seguidamente la perspectiva dentro de la cual el Conc. Vaticano II ha encuadrado esta enseñanza, para situar así la exposición que el mismo Concilio hace del ministerio episcopal en la Iglesia. Para ello nos serviremos fundamentalmente de los textos contenidos en el cap. III de la Const. Lumen gentium y en el Decreto Christus Dominus sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia. Consideraremos en primer lugar la función del O. con respecto a la Iglesia universal, aspecto sobre el que habremos de limitarnos a sus líneas más esenciales, por estar ya tratado en otro sitio; y, en segundo lugar, de la tarea pastoral del O. en la concreta Iglesia particular o

diócesis que le ha sido asignada.

5. Los Obispos y la Iglesia universal. Con el fin de que continuaran su misión en la tierra hasta el fin de los tiempos (cfr. Mt 28,20), Jesucristo eligió a los Apóstoles, constituyéndolos a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual está colocado S. Pedro, y confiándoles la tarea de congregar y dirigir la Iglesia universal, misión en la que quedaron plenamente confirmados al descender sobre ellos el Espíritu Santo el día de Pentecostés (cfr. Lumen gentium, 19).

Esta misión había de durar hasta el fin de los tiempos, por lo cual los Apóstoles, como lógica consecuencia del deseo de Jesucristo, tuvieron que instituir a sus sucesores que, asimismo, habrían de transmitir a otros sus funciones: estos sucesores de los Apóstoles son en primer lugar los O. (cfr. Conc. Tridentino, ses. 23, cap. 4: Denz.Sch. 1768; Conc. Vaticano I, Const. Pastor aeternus, cap. 3: Denz.Sch. 3061; Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 20). Entre los muchos testimonios de la Tradición que pueden citarse sobre este tema, bastará recoger las siguientes palabras de S. Ireneo: «Así, en el

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mundo entero, la tradición de los Apóstoles se manifiesta en cada Iglesia a los ojos de quienes quieren ver la verdad. En la Iglesia nos es dado citar a los Obispos designados por los Apóstoles, así como también a la serie de sus sucesores hasta nuestros días» (Adversus haereses 3,3,1: PG7,848A; cfr. Tertuliano, De praescriptione haereticorum 32: PL 2,52;

etc.).

La transmisión de este oficio se realiza mediante la imposición de las manos y las palabras propias del sacramento, por el ministerio de un O. (consagrante), a quien, desde los tiempos más antiguos, suelen acompañar otros dos O. (conconsagrantes). Los O. son, pues, pastores de la Iglesia como maestros de la doctrina sagrada, ministros del culto y gobernantes de la comunidad de los fieles, tarea en la cual son ayudados por los presbíteros y diáconos, quienes a su vez, y con las debidas matizaciones, pueden también decirse partícipes de la misión de los Apóstoles (cfr. Conc. Vaticano II, Lum. gent. 20; Decr. Presbyterorum ordinis, 2). La consagración episcopal confiere, por tanto, en el grado más alto de participación del sacerdocio de Jesucristo, la triple función de santificar, enseñar y regir, aunque estas dos últimas funciones no pueden, por su misma naturaleza, ejercerse fuera de la comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio Episcopal (cfr. Lum. gent. 21).

La distinción, pues, entre episcopado y presbiterado no radica en una mayor o menor potestad con respecto a la consagración eucarística ya la celebración del Sacrificio de la Misa - la más alta, sin duda, de las funciones sacerdotales, pero, al mismo tiempo, inseparable de las demás -, sino en el hecho de que el O. posee plenamente (siempre en cuanto participación del sacerdocio de Jesucristo) las tres funciones de enseñar, santificar y regir: funciones que también han recibido los presbíteros, aunque de manera subordinada, en cuanto que son cooperadores del orden Episcopal. No se trata sólo de una diferencia cuantitativa - aunque real, por otra parte -, en el sentido de que los O. puedan realizar algunos actos de que no son capaces los presbíteros (conferir la ordenación) o que éstos no desempeñan ordinariamente (administrar la Confirmación, etc.): la

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distinción radica sobre todo en una diferencia de grado en el mismo sacramento del orden, por la cual el O. - que queda además vinculado como miembro al Colegio Episcopal, siempre que se cumpla el requisito de la comunión jerárquica - recibe como propias unas funciones que, con ciertos límites, también posee el presbítero, pero únicamente en su condición de

cooperador del orden de los Obispos.

Las funciones de enseñar, santificar y regir se confieren por el sacramento del Orden para su ejercicio en la Iglesia universal, sin quedar circunscritas a una determinada diócesis o Iglesia particular. Surge así la función universal de los O., que se ejerce a través de distintas modalidades, de forma tanto colegial como individual, pero siempre en comunión jerárquica con la Cabeza y los demás miembros del Colegio Episcopal, ya que éste es un requisito indispensable para la pertenencia al Colegio (cfr. Lum. gent. 22, y Nota explicativa previa, 2°). Dentro de esta dimensión universal, la función de magisterio reviste el carácter de infalibilidad cuanto todos los O., aun esparcidos por el mundo, declaran unánimemente y en comunión con el Sucesor de Pedro una verdad de fe, proclamándola como contenida en el depósito de la Revelación (cfr. Vaticano I, Const. Dei Filius, c. 3: Denz.Sch. 3011; Vaticano II, Lum. gent. 25). Esta función de enseñar no se reduce al aspecto que acabamos de señalar, pues además los O. son los principales responsables de la predicación de la palabra de Dios (cfr. Trento, ses. 5 c. 2 y ses. 24, can. 4; Vaticano II, Lum. gent. 23-25), para proponer a todos los hombres la verdad, de acuerdo con la cual han de vivir. Ejerce también el O. la función de santificar, principalmente con la celebración del Sacrificio Eucarístico y el ministerio de los demás Sacramentos, así como también a través del cumplimiento de su misma tarea pastoral, del ejemplo de su vida santa y de su oración (cfr. Lumen gentium, 25; Christus Dominus, 15). Finalmente, el O. participa en el gobierno de la Iglesia universal, tanto en la forma más solemne de los Concilios Ecuménicos o a través de organismos menores (Sínodos patriarcales, Conferencias episcopales, Concilios particulares, etc.), como - de modo más habitual y sin la nota jurídica de la jurisdicción - mediante su solicitud por toda la Iglesia,

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que llevará a tutelar la unidad de fe y de disciplina, a promover entre los fieles el amor a la totalidad del Cuerpo Místico de Jesucristo y, finalmente, a fomentar la actividad común a toda la Iglesia, procurando de manera especial que la fe se extienda cada vez más

(cfr. Lum. gen. 23).

6. Los Obispos y las Iglesias particulares. Como hemos visto, el episcopado es ciertamente de institución divina, pero, llegados a este punto, es preciso preguntarse si la existencia de las Iglesias particulares es también de Derecho divino; o, en otras palabras, si es voluntad de Jesucristo que la Iglesia universal se estructure a través de las Iglesias particulares - delimitadas territorialmente o según otros criterios -, las cuales consten de un grupo de fieles a cuyo frente esté un O. ayudado por su presbiterio. Se ha de excluir, desde luego, que la Iglesia una e indivisible sea el resultado de la suma o confederación de la totalidad de Iglesias particulares, pero cabe considerar si, por institución de su Fundador, esa Iglesia una debe estructurarse necesariamente en un conjunto de Iglesias particulares, o si podría por el contrario estructurarse de otra manera, si así parecieran

exigirlo las circunstancias históricas.

La mayoría de los teólogos se inclinan a responder afirmativamente a la primera de las soluciones propuestas: es decir, piensan que la existencia de las Iglesias particulares no se debe sólo a una necesidad contingente de organización humana, sino que corresponde a la constitución de la Iglesia tal como ha sido querida por Jesucristo. Existen, sin embargo, casos de Iglesias particulares que durante siglos han carecido de O., o cuya función - donde los había - quedaba reducida a la liturgia, Así sucedió con la Iglesia en Irlanda, gobernada generalmente por Abades sin consagración episcopal hasta el s. XII; y el mismo fenómeno se observa en algunas comunidades orientales de maronitas. No parece, sin embargo, que deba atribuirse gran peso a estas situaciones excepcionales, frente al hecho general de que en la cabeza de las Iglesias particulares ha solido encontrarse siempre un Obispo. Esta opinión parece también corroborarse por el canon 329 § 1 del CIC, donde se lee: «Los Obispos son sucesores de los Apóstoles, y por

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institución divina están colocados al frente de iglesias peculiares (peculiaribus ecclesiis praeficiuntur), que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice».

Puede también plantearse la cuestión de si, admitiendo que las Iglesias particulares pertenecen muy probablemente a la constitución divina de la Iglesia, se ha de aplicar la misma calificación al episcopado monárquico, es decir, a la existencia de un solo O. como cabeza de la diócesis. A favor de la opinión afirmativa puede aducirse el hecho de que está avalada por la tradición ininterrumpida de la Iglesia: es cierto que algún autor ha creído encontrar rastros de un régimen colegial - de varios O. - en una misma diócesis, pero esta opinión, como hemos hecho notar, no pasa por el momento de ser una hipótesis sin pruebas ciertas que la demuestren; e incluso aunque lograse saberse con certeza que durante un cierto tiempo existió en alguna o algunas diócesis ese régimen colegial, de ese caso concreto - y desde luego excepcional - no podría deducirse una norma aplicable a la Iglesia con carácter

general.

Pasando ya a describir en concreto las funciones del O. en su diócesis hay que decir en primer lugar que un 0; obtiene el oficio capital de una diócesis mediante la misión canónica o asignación de un grupo concreto de fieles sobre los cuales ha de ejercer de manera directa su función pastoral, quedando así constituido como vicario de Cristo en esa Iglesia particular, a la que, en nombre del mismo Jesucristo, gobierna con una potestad propia, ordinaria e inmediata, que puede, sin embargo, ser circunscrita dentro de ciertos límites por el Romano Pontífice, en razón de la utilidad de la Iglesia o de los fieles (cfr. Lumen gentium, 27, Christus Dominus,

11).

Sobre la naturaleza de la misión canónica en relación con las funciones conferidas por la consagración episcopal, se pensaba hasta hace poco tiempo que la consagración daba solamente la llamada potestad de orden, mientras que la jurisdicción se atribuía directamente por el Romano Pontífice, en virtud de la misión canónica. Esta opinión se ha abandonado

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actualmente, y los autores defienden diversas posturas; limitándonos a lo más común podemos decir que se tiende a sostener que la llamada potestad de jurisdicción se confiere radicalmente en la consagración episcopal, pero es preciso que se determinen las personas sobre las cuales pueda ejercerse, y esto se obtiene por la misión canónica, cuyo efecto consistiría, por tanto, en establecer la conexión entre una potestad ya existente, aunque de manera indeterminada, y el grupo de fieles en favor de los cuales ha de desempeñarse. Algunos precisan que la consagración da la potestad de jurisdicción, pero que ésta permanece, sin embargo, ligada hasta que, por la misión canónica, se determinen los fieles sobre los cuales se hará operativa. Se sostiene también que la consagración episcopal, además de conferir las funciones de contenido universal anteriormente descritas (cfr. 5), capacita también al sujeto legítimamente designado por la misión canónica para asumir el conjunto de poderes que radican en el

oficio capital diocesano.

Además del O. diocesano, puede también haber en una diócesis otros O. titulares, que desempeñen. cargos en la organización de esa determinada Iglesia particular (O. coadjutor, auxiliar, etc.). En este caso, se trata del ejercicio de funciones vicarías, en cuanto participación del oficio capital asumido por el O. diocesano, participación que, en mayor o menor grado, puede ser también ejercida por otros fieles (presbíteros, ministros inferiores o laicos), aunque éstos no podrán realizar aquellas funciones - conferir el sacramento del Orden, etc. - para las cuales se requiere haber recibido la consagración episcopal. Tampoco podrán los laicos, como es lógico, poner por obra aquellos actos que exigen la recepción del orden sagrado, etc.; en otras palabras, esta cooperación vicaria se desarrollará dentro de la línea del poder (jurisdicción) y como participación en él, dejando intacta la necesidad del sacramento del

Orden para las funciones que lo requieren.

En su propia diócesis, el O. manifiesta de manera especial la presencia de Jesucristo en la Iglesia y es vínculo de unidad: en la fe, que debe predicar con constancia; en los sacramentos y, en general, en el culto litúrgico, realizado por él personalmente o por los

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presbíteros y ministros unidos a él mediante el vínculo de la unión jerárquica; y, finalmente, en el gobierno pastoral, que siempre se ha entendido en la Iglesia como un servicio (ministerio) prestado a todos los fieles: sobre este servicio se ha dicho acertadamente que no es una mera disposición ascética separada del cumplimiento de la tarea pastoral y sobreañadida a ella, sino que radica precisamente en el recto desempeño de esa función, sabiendo conjugar la mansedumbre con la necesaria fortaleza, de modo que, por encima de todo,

sea una manifestación de verdadera caridad.

Así, como modelo por el que todos se sientan movidos e intercesor por su oración ante Dios, podrá el O. dirigir eficazmente a todos los fieles a buscar la propia santidad, viviendo en plenitud las exigencias de la doctrina de Jesucristo, y esforzándose por alcanzar la caridad perfecta, a la que están llamados todos los cristianos, según la vocación propia de cada uno (cfr. Lumen gentium, 40): «Los Obispos, elegidos para la plenitud del sacerdocio, reciben la gracia sacramental con el fin de que, por la oración, el sacrificio y la predicación, a través de todas las formas de la solicitud y del servicio episcopal ejerzan con perfección el deber de la caridad pastoral; no teman dar la vida por sus ovejas y, siendo modelo para su rebaño (cfr. I Pet 5, 3), impulsen a la Iglesia también con su ejemplo a una santidad cada vez mayor» (Lum. gent., 41).

BIBL. : P. ANCIAUX, L'épiscopat dans l'Église. Réflexions sur le ministère sacerdotal, París 1963; U. BETTI, La dottrina sull'episcopato nel Vaticano II, Roma 1968; J. COLSON, L'Évêque dans les communautés primitives, París 1951; ID, Les fonctions ecclésiales aux deux premiers siècles, París 1956; ID, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile, ed. Beauchesne 1966; Y. M.-J. CONGAR, Faits, problèmes et réflexions à propos du pouvoir et des rapports entre le presbytérat et l'épiscopat, «La Maison-Dieu»», 14 (1948) 10-128; G. D'ERCOLE, Iter storico della formazione delle norme costituzionali e della dottrina sui vescovi, presbiteri, laici nella Chiesa delle origini, Roma 1963; F. PRAT y E. VALTON, Évêques, en DTC V, 1656-1725; A.

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MICHEL, Ordre, en DTC X1,1193-1404; ID, Prêtre, en DTC X1I1,138-161; B. D. Dupuy, Églises chrétiennes et épiscopat, Vues fondamentales sur la théologie de l'Épiscopat, París 1966; I. ELDAROU, Episcopus, Studien über das Bischofsamt, Regensburg 1949; A. GARCÍA SUÁREZ, La comunión episcopal, Apéndice a Teología fundamental de A. LANG, Madrid 1966, t. 2, 369-395; M. GUERRA GÓMEZ, Episcopos y Presbyteros, Burgos 1962; I. LÉCUYER, El sacerdocio en el misterio de Cristo, Salamanca 1959; ID, Le sacrement de l'Épiscopat, «Divinitas» 1 (1957) 221-251; A. G. MARTIMORT, De I'Évêque, París 1946; KL. MÖRSDORF, Munus regendi et potestas iurisdictionis, en Acta Conventus Internationalis Cano. nistarum, Roma 1970, 199-211; G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1968; A. DEL PORTILLO, Dinamicidad y funcionalidad de las estructuras jurisdiccionales, «Ius Canonicum», 9 (1969) 305-329; ID, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970; I. A. SOUTO, El «munus regendi» como función y como poder, en Acta Conventus Internationalis Canonistarum, Roma 1970, 239-247; J. URTASUN, L 'Évêque dans I'Église et son diocèse, París 1961. Obras en colaboración: Problemas de actualidad sobre la sucesión apostólica, XVI Semana Española de Teología, Madrid 1957; Teología del Episcopado, XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963; El Colegio Episcopal, Madrid 1964; La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966; El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966; Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966; La charge pastorale des Évêques, París 1969.

J. L. GUTIÉRREZ GÓMEZ.

II. LITURGIA Y PASTORAL. Las atribuciones litúrgicas las posee el O. no en forma derivada sino fontal, ya que sólo él posee, como en su fuente, todas las funciones cultuales y santificadoras propias de la plenitud del sacramento del orden que ha recibido y que se ejercitan en la Liturgia; de modo que «el O. debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles» (Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 41). Esta eminencia de facultades litúrgicas, que distingue al O.

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del simple presbítero, se puede agrupar en estos dos puntos: I) función eminentemente sacerdotal; 2) función directora, promotora y moderada, según se establece en los documentos del Conc. Vaticano II: «Los Obispos son los principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado» (Decr.

Christus Dominus, 15).

1. El ejercicio de la plenitud del sacerdocio. El O. es el sacerdote nato de toda celebración litúrgica en su diócesis; sacerdocio pleno que ejerce habitualmente en su iglesia catedral, y en forma vicaria por los párrocos y demás sacerdotes encargados de las otras iglesias, que unidos jerárquicamente con su O. «10 hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los

fieles» (Decr. Pres byterorum ordinis, 5).

La plenitud del sacerdocio que corresponde a los O. se patentiza en el derecho y en la práctica litúrgica de dos modos: a) Reservando al O. un grupo de acciones litúrgicas importantes, como el conferir las sagradas Ordenes, consagrar los Santos Oleos en la Misa crismal del Jueves Santo, administrar el sacramento de la Confirmación como ministro ordinario, consagrar una iglesia, y cierto número de bendiciones solemnes de iglesias, oratorios y cementerios nuevos, de la primera piedra de una iglesia, etc. b) Relacionando la administración de los sacramentos por los presbíteros, u otros ministros idóneos, con el O. de la diócesis en que se administran, sea por un elemento de orden jurídico como la licencia para oír confesiones o predicar, sea por un factor de orden eucológico como la mención expresa del nombre del O. en el canon o anáfora de la Santa Misa, sea, finalmente, por un hecho de orden real-simbólico como la utilización obligatoria de los Oleos consagrados por su O. en la administración del

Bautismo, Confirmación y Unción de los enfermos.

2. La dirección y vigilancia sobre las normas litúrgicas. Al O. «ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis» (Vaticano II,

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Const. Lumen gentium, 26); conforme a este texto ya otros del citado Concilio (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 22) se ha ampliado en gran medida la autoridad litúrgica del O. (tanto singularmente, como formando parte de su respectiva Conferencia Episcopal); en la anterior legislación su autoridad se ejercía más bien en la mera vigilancia sobre el cumplimiento de las prescripciones canónicas y litúrgicas del culto (cfr. CIC, can. 1257 y 1261) y se consideraba más como un deber que como un derecho.

Según la Constitución sobre Liturgia (Sacrosanctum Concilium) cada O. particular tiene autoridad para aceptar o rechazar los casos concretos en la disciplina reformada de la comunión bajo ambas especies (n° 55), para reglamentar la disciplina de la concelebración en su diócesis (n° 57,2,1°), para determinar la forma práctica del catecumenado de adultos (n° 64), las variaciones en el rito bautismal cuando los candidatos son numerosos (n° 68), y las circunstancias particulares en las que ciertos ritos sacramentales puedan ser administrados por laicos (n° 79). La Conferencia Episcopal, por su parte, tiene autoridad para determinar la extensión del uso de la lengua vernácula en la Liturgia (n° 36;3), aprobar las traducciones de textos litúrgicos (n º 36,4), determinar las adaptaciones convenientes salvada la unidad sustancial del rito romano (n º 38-40), preparar rituales particulares (n º 63b), elaborar un rito propio del matrimonio (n° 77), adaptar el año litúrgico de acuerdo con las circunstancias de lugar (no 107), fomentar la práctica penitencial de la Cuaresma (n º 110), introducir formas musicales indígenas en la liturgia (n º 119), admitir en el culto divino otros instrumentos musicales aparte del órgano de tubos (n° 120), y adaptar a las costumbres y necesidades locales la materia y forma de los objetos y vestiduras sagradas (n º 128), todo ello, en general, de acuerdo con la Santa

Sede.

BIBL. : L. GROMIER, «Commentaire du Caeremoniale episcoporum», París 1959; J. NABUCO, Ius Pontificalium, Introductio in Caeremoniale Episcoporum, Tournai 1956; A. G. MARTIMORT, De l’Évêque, París

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1946; Fr. McMANUS, El poder jurídico del Obispo en la Constitución de la sagrada liturgia, Concilium» (Madrid 1965), 32-50; Derecho Canónico posconciliar, ed. BAC, 3 ed. Madrid 1972.

J. M. SUSTAETA ELUSTIZA.

III. DERECHO CANÓNICO. «Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge desde el principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 20). La atribución de esta misión específica sitúa al episcopado en el vértice supremo de la jerarquía eclesiástica y, así, «el Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» (Lum. gent. 26). Esta función de santificar se confiere, junto con las de enseñar y de regir, en la consagración episcopal (Lum. gent. 21). De la recepción del episcopado se origina, así, un doble efecto: 1) por una parte, la colación de unas funciones personales (que no deben confundirse con las institucionales) de enseñar, santificar y regir; 2) por otra, la incorporación al Colegio episcopal. Hay que advertir, sin embargo, que para el ejercicio de tales funciones, así como para detentar la condición de miembro del cuerpo episcopal, es preciso la comunión jerárquica con la cabeza y miembros del Colegio (Lum. gent. 21 y 22).

1. El estatuto jurídico del Obispo. Las consideraciones anteriores presentan un especial interés en orden a la delimitación jurídica de la figura del Obispo. En efecto, la atribución de las funciones reseñadas tiene carácter personal, por la que pueden ser ejercidas por cada O. singularmente sin limitación espacio-temporal, con el único requisito de la necesaria comunión jerárquica con la cabeza y cuerpo del Colegio episcopal. El O. asume, por la consagración, el derecho y el deber al ejercicio de las funciones de enseñar, santificar y regir «a todas las gentes... a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos» (Lum. gent. 24). Junto a esta misión de carácter individual, por su

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incorporación al cuerpo episcopal tienen derecho a participar en aquellas manifestaciones de carácter colegial propias del orden de los O., cuya expresión más significativa es el Conc. Ecuménico, en el que se ejercita de modo solemne la potestad suprema que este colegio posee sobre la Iglesia universal (Lum. gent. 22). La presencia en el Conc. Ecuménico es, por tanto, un derecho que compete a cada uno de los O. - con el correspondiente derecho de voz y voto -, con la única exigencia de que mantengan la comunión jerárquica con

el Colegio y su cabeza.

La función episcopal se manifiesta así en una doble vertiente: individual y colegial. La primera no se restringe al gobierno de una diócesis o iglesia particular; de suyo es una misión universal, ya que, como advierte el Conc. Vaticano II, «todos los Obispos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen, que, aunque no se ejercite por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal» (Lum. gent. 23). Esta dimensión universal de la función episcopal, propuesta por el último Concilio, significa una acentuación de la misión singular de cada O., circunscrita normalmente a la gestión diocesana. Por su parte, la función colegial se concreta en las diferentes manifestaciones colegiales del episcopado; se configura como un derecho individual de cada O. y su origen se encuentra en la consagración episcopal que, como antes se ha dicho, atribuye a cada O. la condición de miembro del Colegio.

El origen común de estas funciones - consagración episcopal - y su carácter personal permiten identificar el estatuto jurídico de los O., integrado por un conjunto de derechos y deberes derivados de su condición de O. y no del desempeño de un cargo eclesiástico determinado. Este conjunto de derechos expresan el reconocimiento del legítimo ejercicio de las funciones recibidas en la consagración episcopal en todo el ámbito de la Iglesia universal, salvo aquellas limitaciones que puedan establecerse normativamente por la autoridad suprema del Romano Pontífice. Las normas vigentes reconocen estos derechos a los O. al declarar que pueden predicar la palabra divina en todo el mundo, así

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como oír las confesiones de los fieles y absolver de los pecados, incluso reservados, celebrar el sacrificio eucarístico y distribuir la comunión sin limitaciones de tiempo ni de lugar, bendecir y erigir iglesias, oratorios, etc. (Paulo VI, Motu proprio Pastorale munus, 11,1-3 y 6-8). Por otra parte, tienen el deber de «promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor del cuerpo Místico de Cristo..., promover toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe ya la difusión de la luz de la verdad entre todos los hombres» (Lum. gent. 23). Al mismo tiempo, al producir la consagración episcopal la incorporación como un miembro de pleno derecho del colegio de los O., desde ese momento el O. tiene el derecho y el deber personal de participar en las diversas manifestaciones colegiales. El conjunto de estos derechos radicales del episcopado, a los que hay que añadir aquellos reconocidos por el derecho positivo, constituyen el estatuto jurídico de los O., que es un estatuto específico respecto al común de los clérigos, propio y personal de cada O., e independiente, por tanto, de que se detente la titularidad de un determinado oficio o cargo

eclesiástico.

2. El Obispo y la organización eclesiástica. Decíamos antes que el episcopado se encuentra en el vértice supremo de la Jerarquía eclesiástica. Hay que notar, sin embargo, que la noción de Jerarquía que aquí se utiliza se refiere a la atribución de determinadas funciones o misiones; atribución en la Iglesia, que tiene su antecedente en una gradación de consagraciones referida especialmente al sacramento del orden: episcopado, presbiterado, diaconado. Esta interferencia de los criterios personal sacramental y funcional movió a la doctrina canónica a distinguir la jerarquía de orden, basada en la condición personal, de la jerarquía de jurisdicción, basada en la titularidad de los cargos eclesiásticos: Romano Pontífice, Metropolitano, O. residencial, etc. Con esta doble línea jerárquica se pretendía distinguir la recepción, perpetua e indeleble, de unas funciones a título personal, de la asunción de unas funciones que, desde el punto de vista del titular, tenían un carácter transitorio y perdurable; en efecto, si la condición de O. no puede perderse, la condición de

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O, diocesano se pierde por remoción, traslado, renuncia,

cesación, etc.

Es evidente que la conjunción de ambas líneas jerárquicas, o mejor la conexión de ambas clases de funciones, constituye uno de los problemas cardinales para una interpretación correcta de la organización eclesiástica. Para afrontar el problema en su adecuada perspectiva, hay que partir del claro conocimiento de la existencia de dos clases de funciones: personales e institucionales, sin oscurecer esa distinción. De las primeras ya hemos hablado anteriormente: son las que derivan de la consagración sacramental. Las funciones institucionales son, en cambio, aquellas que no se atribuyen a una persona física por la sola consagración, sino que dan lugar a una institución, es decir, a la organización eclesiástica en cuanto tal. La distribución de estas funciones en orden a su ejercicio se realiza de acuerdo con determinadas técnicas - oficio eclesiástico, delegación, avocación, suplencia, etc.- y el conjunto de este proceso es lo que estructura la organización eclesiástica.

Un O. puede ejercer las funciones personales que le han sido conferidas en la consagración, pero no puede ejercer ninguna función institucional si, previamente, no se le ha transmitido a través de alguna de las técnicas organizativas antes mencionadas. En consecuencia, el O., conservando las funciones recibidas en la consagración y siendo legítimo el ejercicio de las mismas, puede encontrarse al margen de la organización eclesiástica, es decir, no desempeñar ningún cargo eclesiástico; un ejemplo frecuente de este supuesto lo constituyen en la actualidad los O. dimisionarios. Para que un O. se encuentre al servicio de la organización eclesiástica es preciso que, a través de un acto jurídico, se le confiera la titularidad de un oficio o el ejercicio transitorio de determinadas funciones eclesiásticas.

3. El Obispo diocesano. Entre la variedad de oficios eclesiásticos cuya titularidad puede ser ejercida por un O., el más típico y propio de la misión episcopal es el de O. diocesano, es decir, el núcleo de funciones inherentes al oficio capital de la Iglesia particular. Se

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trata de un oficio eclesiástico en el que para ser titular se exige necesariamente la condición de O.; el carácter episcopal, en este caso, constituye un requisito de idoneidad para el desempeño del oficio. La conexión entre el oficio capital diocesano y el carácter episcopal es subrayada por el Conc. Vaticano II al declarar que «cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular» (Lum. gent. 23); el oficio episcopal constituye, así, un elemento constitucional de la Iglesia particular, sin el cual no puede constituirse ni

subsistir la comunidad diocesana.

La capitalidad diocesana corresponde «a cada uno de los Obispos, a los que se ha confiado el cuidado de cada Iglesia particular, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacientan sus ovejas en el nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y de regir» (Conc. Vaticano II, Christus Dominus, 11). En el ejercicio de su ministerio de enseñar, los O. deben anunciar el Evangelio de Cristo, «porque son los pregoneros de la fe..., los maestros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y de aplicarse a la vida... y los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando él las expone en nombre de Cristo» (Lum. gent. 25). En el ejercicio de su deber de santificar, los O. gozan de la plenitud del sacramento del Orden y son, por consiguiente, los «principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado» (Christus Dominus, 15); «toda legítima celebración de la Eucarística la dirige el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis» (Lum. gent. 26). Por último, «Ios Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y su potestad

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sagrada... Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y, ante Dios, el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto ya la organización del apostolado» (Lum. gent. 27).

La potestad del O. diocesano, necesaria para el cumplimiento de su función pastoral, se encuentra inserta en el núcleo de funciones inherentes al oficio capital delineado en la estructura constitucional de la Iglesia particular; no se adquiere en la consagración episcopal, sino como consecuencia de la investidura como titular del oficio, es decir, a través de la misión canónica que puede hacerse «ya sea por las legítimas costumbres que no hayan sido renovadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya sea por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también directamente por el mismo sucesor de Pedro; y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica» (Lum. gent. 24). La potestad del O. diocesano es, por consiguiente, una potestad subordinada al Romano Pontífice, que puede regularla, pero no suprimirla, ya que no procede del oficio primacial, sino que es propia de la Iglesia particular; por ello, «a los Obispos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, en verdad, los jefes del pueblo que gobiernan»

(Lum. gent. 27).

Obispo. Teología Dogmática.

Etimológicamente del griego epíscopos -que en la versión de los Setenta se

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emplea en el sentido de «inspector» o «superintendente» (cfr. lob 20,39; 2 Reg 2,12; 2 Par 34,12-17)-, la palabra Obispo designa a quien ha recibido el grado más alto del sacramento del Orden (v.). El Conc. de Trento declaró: «Si alguien dice que los Obispos no son superiores a los presbíteros, o que no tienen poder de confirmar y ordenar, o que les es común con los presbíteros... sea anatema»; y también: «Si alguien dice que en la Iglesia Católica no hay jerarquía, establecida por ordenación divina, que consta de los obispos, presbíteros y ministros, sea anatema» (Doctrina de sacramento ordinis, can. 6 y 7; Denz.Sch. 1776 y 1777). La fe de la Iglesia, proclamada auténticamente por el Magisterio, norma próxima de verdad, afirma, por tanto, que por institución divina existe una jerarquía, que consta de O., presbíteros (v.) y ministros (a los que, en la terminología actualmente en uso, podría llamarse diáconos, v.). De estos datos hemos de partir, pues, a la hora de considerar el desarrollo histórico de la

institución que estamos tratando.

1. El episcopado en los primeros tiempos de la Iglesia. Los textos neotestamentarios nos describen una organización incipiente, en la que gobiernan los Apóstoles (v.) bajo Pedro (v.); pronto sintieron, sin embargo, la necesidad de hacer partícipes de algunas de sus funciones a otros hombres, los diáconos, a quienes impusieron las manos confiriéndoles la ordenación (cfr. Act 6,1 ss.). De la misma manera, llamaron también a otros varones, que aparecen designados con el nombre de episcopoi o presbyteroi, y en algunas ocasiones con el de «pastores» (Eph 4,11), «guías» (Heb 13,7.17.24), etc. Es un hecho conocido que las palabras episcopos y presbyteros se emplean en sentidos diversos -y con referencia a veces a las mismas personas- en distintos lugares del N. T.: así, por ej., en Act 20,17 se llama presbyteroi a los

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mismos que en Act 20,28 se designa como episcopoi. Es más, al hablar del Conc. de Jerusalén, se dice que a él acudieron los Apóstoles y los ancianos (presbyteroi) (cfr. Act 15,6; 16,4), sin ninguna referencia a episcopoi -fuera de los Apóstoles-, en el caso de que esta palabra tuviese el significado técnico que hoy se atribuye a la voz Obispo. El estudio de los textos neotestamentarios ha llevado a los autores a formular diversas hipótesis sobre los episcopoi y presbyteroi: hay quienes se inclinan a pensar que todos eran O., en el sentido actual de la palabra; 'para otros, eran presbíteros; finalmente, algunos sostienen que existía ya una distinción entre O. y presbíteros (v.). Parece, pues, que en el N. T. las palabras a que nos estamos refiriendo no tienen un contenido técnico, y sirven para designar a miembros de la jerarquía, cualquiera que sea su grado, e incluso en ocasiones a miembros eminentes de la comunidad, aunque no hayan recibido el Orden mediante la imposición de las manos. La falta de precisión terminológica no quiere decir, sin embargo, que no existiese la función episcopal continuadora del poder conferido por Cristo a los Apóstoles (V. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; SUCESIÓN APOSTÓLICA). LOS datos que poseemos indican que el gobierno de la Iglesia era ejercido por los Apóstoles, que asociaron a su ministerio a otros hombres, algunos de los cuales iban recorriendo las distintas comunidades, y son llamados a veces apóstoles (Act 14,14; Rom 16,7), mientras que otros se establecen en un lugar fijo y ejercen su ministerio en la comunidad local. Sobre estos últimos -los ministros estables de una comunidad- también encontramos que a veces forman como un colegio o grupo (v. PRESBITERIO), integrado por varios presbyteroi (Act 11,30: 14,22; 15,2; 16,4; 20.17; 21,18; Tim 5,17) o episcopoi (Act 20,28; Phil 1,1; 1 Tim 3,2-5; Tit 1,7-9), que parece dirigir, de alguna manera

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colegialmente, a la comunidad. Ante estos hechos, J. Colson ha planteado una hipótesis que, si bien explica algunas situaciones, no puede por ahora decirse probada, ni resuelve muchas de las dificultades que se le oponen: según este autor, en el gobierno de las comunidades fundadas por S. Pablo prevaleció la figura del presbiterio colegial, mientras que en Asia, por influjo de S. Juan, la función capital era desempeñada por una sola persona (episcopado monárquico), presidente o jefe del presbiterio. Los documentos de la Tradición muestran con fuerza cada vez mayor dos constantes en la organización jerárquica de la Iglesia primitiva: a) El presbiterio, o conjunto de presbíteros adscritos a una Iglesia particular, forma una unidad estrecha con el O., y participa con 61 en el gobierno de la comunidad: «nada ha de hacerse -escribe S. Ignacio de Antioquía a comienzos del s. II- sin el Obispo y los presbíteros» (Maga. 7,1); sin embargo, a partir del s. III empieza a decaer su importancia colegial, sobre todo porque la comunidad se va ampliando, y son cada vez más los presbíteros que han de residir lejos de la sede episcopal, pues se estima improcedente consagrar a un O. para un pueblo o ciudad pequeña, cuando es suficiente un presbítero (cfr. Conc. Sardicense: Mansi 3,10). Esto llevará, por otra parte, a que los escritores vayan centrando su atención en la figura individual del presbítero (v.), dejando paulatinamente de lado su inserción en el presbiterio, de la que sólo quedan algunos rastros en la tardía institución del cabildo catedral (v.) y en los sínodos diocesanos (v.). b) De modo claro, y los testimonios son cada vez más explícitos, en todas las Iglesias particulares ejerce la función capital un O., que es el ministro central de la liturgia -en la que participa el presbiterio-, y que no sólo gobierna la comunidad que se le ha encomendado, sino que mantiene además

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relación con otros O. para adoptar conjuntamente disposiciones comunes en materia doctrinal y disciplinar (v. COLEGIALIDAD). Por otra parte, es lógico que, en la medida en que; por exigencias de la vida misma de la Iglesia, fue desdibujándose la función colegial del presbiterio -aun sin llegar nunca a desaparecer por completo, como atestiguan especialmente los libros litúrgicos-, fuera cobrando mayor importancia en los escritos de la época la figura del O. como cabeza de la diócesis. De este modo, la figura del O. se nos presenta como presidente y director de la tarea pastoral de los presbíteros, a la vez que se van configurando como actos reservados al O. algunas funciones que le competen en exclusiva, entre las cuales destaca la colación del sacramento del Orden (v. II).

2. El episcopado en el pensamiento anterior a la escolástica. Ante la imposibilidad de detenernos aquí en el estudio de los abundantes documentos patrísticos y litúrgicos sobre el tema, nos limitaremos a añadir a los datos ya expuestos -que continuaron desarrollándose en la línea indicada- la mención de una cuestión disciplinar, que ejerció una infuencia notable en el desarrollo posterior de la doctrina sobre el episcopado: la insubordinación de los diáconos romanos, ocurrida en tiempos de S. Dámaso (366-384), alegando que eran iguales a los presbíteros. Para rechazar este punto de vista, el autor conocido con el nombre de Ambrosiastro (v.) adopta una posición radicalmente contraria, que le llevará a afirmar la identidad del sacerdocio de los O. v de los presbíteros: por esa razón -concluye nuestro autor=, los diáconos habrán de someterse tanto a unos como a otros. Por tanto, en el pensamiento del Ambrosiaster, el O. es solamente el primero entre los presbíteros, sucesor de los Apóstoles pero sin una gracia sacramental particular: queda,

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pues, reducido el episcopado a un poder -jurisdicción, según la terminología corriente en nuestros días- que le coloca por encima del presbítero, con el que comparte, sin embargo, el mismo e idéntico sacerdocio. En una línea semejante, aunque con ligeras variaciones de matiz, se mueven bastantes afirmaciones de S. jerónimo (cfr. sobre todo Epist. 146, ad Evangelum: PL 22, 1194 ss.; In Tit. 1,5: PL 26,562-563), quien llega a escribir: «si exceptuamos la ordenación, ¿qué hace el Obispo que no haga también el presbítero?», insinuando además que la reserva de la ordenación al O. se ha introducida más bien por costumbre o norma eclesiástica que por disposición divina. Esta línea de pensamiento, sin ser exclusiva, marcó una pauta que, a través de diversos Santos Padres y escritores eclesiásticos, ejerció una influencia notable en la formulación teológica de la escolástica: la reflexión tendió en efecto a centrarse prevalentemente sobre los poderes conferidos por el episcopado, con lo que el tema de la gracia sacramental pasó a un plano secundario, hasta quedar prácticamente en la penumbra. Mencionemos un último factor: la organización eclesiástica se configura bajo bastantes aspectos según moldes semejantes a las estructuras civiles vigentes en la época, lo que facilita encuadrar la figura del O. bajo la perspectiva de dominus o señor feudal -al menos en una línea paradigmática, sin llegar, como es lógico, a acentuar este paralelismo-, con insistencia, por tanto, en los poderes de

que goza.

3. El episcopado en la exposición de la escolástica. Con excepción de Durando y Duns Scoto, que se inclinan hacia la sacramentalidad del episcopado, como grado diverso del sacramento del Orden, la mayor parte de los escolásticos defiende la identidad del sacerdocio de los O. y de los presbíteros, aunque sostiene también la superioridad de

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aquéllos en virtud de la potestad que se les ha conferido. Nos detendremos aquí a exponer los rasgos principales de la doctrina expuesta por S. Tomás de Aquino, fiel reflejo a su vez y continuación de los presupuestos establecidos por Pedro Lombardo, a quien va superando, sin embargo, hasta llegar a una síntesis original, que abrirá el camino a las investigaciones posteriores. En un primer momento, comentando el Libro Cuarto de las Sentencias de Pedro Lombardo, S. Tomás centra su atención en la potestad de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como función fundamental del sacerdocio. Este punto de vista -cierto, sin duda alguna, y conforme con toda la Tradición- presenta, sin embargo, la dificultad de que, al contemplarlo separado de las demás funciones sacerdótales, lleva lógicamente a concluir que ya los presbíteros poseen este poder, por lo que el episcopado nada puede añadir al presbiterado en la línea del sacerdocio, aunque comporte una dignidad especial en orden a la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, de modo que exclusivamente a él le compete administrar el sacramento del Orden, y se le reserva normalmente la Confirmación. Siguiendo la terminología de la época, para S. Tomás el sacerdocio -igual en este supuesto tanto para el presbítero como para el O.- supone un poder en relación al Corpus verum de Cristo (realizar la transustanciación), mientras que el episcopado sólo añade una función respecto al Corpus mysticum (la Iglesia). Sucesivamente, en los comentarios a las Epístolas de San Pablo, S. Tomás parece inclinarse hacia la opinión de que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, de la misma manera que el Señor designó en un principio a los Apóstoles, y más tarde a los 72 discípulos (Le, 10,1), según una tipología de la que también da testimonio Beda el Venerable. La profundización de S. Tomás sobre este tema

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se manifiesta especialmente en su opúsculo De perfectione vitae spiritualis, en el que sigue la línea iniciada en sus comentarios a Pedro Lombardo, aunque enriquecida con nuevos datos, tomados especialmente de S. Agustín, del Pseudo Dionisio, del Decreto de Graciano y también, hecho éste profundamente significativo, de los textos litúrgicos propios de la ordenación de presbíteros y Obispos. Su reflexión en este caso sienta ya las premisas para concluir que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, no ciertamente por su relación al Corpus verum de Cristo, pero sí con respecto al Cuerpo Místico. En la Summa, obra póstuma e incompleta, S. Tomás no llegó a escribir las cuestiones correspondientes al sacramento del Orden: existen, sin embargo, indicios claros de que su pensamiento había evolucionado definitivamente a partir de sus obras primeras; en diversos lugares se habla claramente de la distinción entre presbiterado y episcopado existente desde la fundación de la Iglesia, hasta el punto de que negarlo sería herético, y esta distinción se sitúa ya en el mismo sacramento (cfr., p. ej., Sum. Th. 2-2

8184 a6 adl; gl86 a6 adl; 3 q67 a2).

4. El episcopado desde la escolástica hasta nuestros días. La muerte prematura de S. Tomás impidió aue la evolución de su pensamiento a que hemos hecho referencia llegase de modo claro a los autores que le siguieron, quienes, en general, centraron su atención sobre este tema en el comentario al Libro de las Sentencias, por lo que se mostraron favorables a la opinión de que el episcopado no era un grado distinto del sacramento del Orden. Las ideas de Duns Scoto y Durando tampoco tuvieron mucho eco. El Conc. de Trento (v.), convocado no para dirimir cuestiones libremente discutidas entre los teólogos, sino para proclamar una vez más la fe de la Iglesia especialmente en

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aquellos puntos que se veían minados por la acción protestante, se limitó, en el aspecto que nos ocupa, a afirmar, como ya veíamos, que, por institución divina, existe en la- Iglesia un verdadero sacerdocio, que se confiere mediante el sacramento del Orden, que imprime en quien lo recibe un carácter indeleble y distingue por ello a los sacerdotes de los demás fieles, y a enseñar que los O. son superiores a los presbíteros, sin descender a más precisiones (cfr. Denz.Sch. 1763-1778). Al declararse únicamente la superioridad del episcopado en la línea jerárquica, la cuestión siguió abierta a la investigación de los teólogos. Es también interesante notar que en los trabajos del Conc. de Trento, se estudió la conveniencia de que siguiesen existiendo los O. llamados titulares: es decir, O. que han recibido la ordenación o consagración episcopal, pero a quienes sólo simbólicamente se atribuye una diócesis, por encontrarse ésta situada en tierra de infieles -in partibus infidelium, como se decía hasta los tiempos de León XIII en la terminología de la Curia Romana-, donde con el paso de los años se habían extinguido las comunidades cristianas. Esta figura, en un primer momento esporádica y hasta prohibida por la legislación, comenzó a darse con mayor frecuencia a partir del s. XII, momento en el cual se empezó a distinguir dos actos que hasta entonces habían estado íntimamente unidos: la ordenación y la atribución de una Iglesia particular o diócesis, para la cual recibía en concreto la consagración el Obispo. Muchos Padres del Conc. de Trento propugnaron la desaparición de esta figura, pero, por diversas circunstancias, los textos preparados al efecto no llegaron a promulgarse. Sin embargo, la discusión sobre este tema, que con distintos matices se ha venido prolongando hasta nuestros días, ha contribuido indirectamente a distinguir entre los efectos de la ordenación episcopal

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(sacramento) y los que siguen de la atribución de una diócesis (misión canónica). El Conc. Vaticano I (v.) hubo de interrumpirse antes de que se pudiera llegar a tratar la doctrina sobre el episcopado; sin embargo, el estudio de sus trabajos y documentos preparatorios hace ver que la cuestión sobre la sacramentalidad del episcopado había llegado ya a un grado de madurez que muy probablemente hubiera permitido una declaración definitiva del Concilio. Fue, sin embargo, en el Conc. Vaticano II (v.) donde se ha proclamado la sacramentalidad del episcopado -es decir, de la ordenación o consagración episcopal- como grado del sacramento del orden distinto del presbiterado: «Enseña este Santo Sínodo que por la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que tanto en el uso litúrgico de la Iglesia como en el testimonio de los Santos Padres se llama sumo sacerdocio, ápice del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con la función de santificar, confiere también las funciones (munera) de enseñar y gobernar, las cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Const. Lumen gentium, n° 21). Se examinará seguidamente la perspectiva dentro de la cual el Conc. Vaticano II ha encuadrado esta enseñanza, para situar así la exposición que el mismo Concilio hace del ministerio episcopal en la Iglesia. Para ello nos serviremos fundamentalmente de los textos contenidos en el cap. III de la Const. Lumen gentium y en el Decreto Christus Dominus sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia. Consideraremos en primer lugar la función del O. con respecto a la Iglesia universal, aspecto sobre el que habremos de limitarnos a sus líneas más esenciales, por estar ya tratado en otro sitio (v. COLEGIALIDAD); y, en segundo lugar, de

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la tarea pastoral del O. en la concreta Iglesia

particular o diócesis que le ha sido asignada.

5. Los Obispos y la Iglesia universal. Con el fin de que continuaran su misión en la tierra hasta el fin de los tiempos (cfr. Mt 28,20), Jesucristo eligió a los Apóstoles (v.), constituyéndolos a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual está colocado S. Pedro (v.), y confiándoles la tarea de congregar y dirigir la Iglesia universal, misión en la que quedaron plenamente confirmados al descender sobre ellos el Espíritu Santo el día de Pentecostés (cfr. Lumen gentium, 19). Esta misión había de durar hasta el fin de los tiempos, por lo cual los Apóstoles, como lógica consecuencia del deseo de Jesucristo, tuvieron que instituir a sus sucesores que, asimismo, habrían de transmitir a otros sus funciones: estos sucesores de los Apóstoles son en primer lugar los O. (cfr. Conc. Tridentino, ses. 23, cap. 4: Denz.Sch. 1768; Conc. Vaticano I, Const. Pastor aeternus, cap. 3: Denz.Sch. 3061; Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 20). Entre los muchos testimonios de la Tradición que pueden citarse sobre este tema, bastará recoger las siguientes palabras de S. Ireneo: «Así, en el mundo entero, la tradición de los Apóstoles se manifiesta en. cada Iglesia a los ojos de quienes quieren ver la verdad. En la Iglesia nos es dado citar a los Obispos designados por los Apóstoles, así como también a la serie de sus sucesores hasta nuestros días» (Adversus haereses 3,3,1: PG 7,848A; cfr. Tertuliano, De praescriptione haereticorum 32: PL 2,52; etc.). La transmisión de este oficio se realiza mediante la imposición de las manos y las palabras propias del sacramento, por el ministerio de un O. (consagrante), a quien, desde los tiempos más antiguos, suelen acompañar otros dos O. (conconsagrantes; v. ii). Los O. son, pues, pastores de la Iglesia como maestros de la doctrina sagrada, ministros del culto y gobernantes de la

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comunidad de los fieles, tarea en la cual son ayudados por los presbíteros (v.) y diáconos (v.), quienes a su vez, y con las debidas matizaciones, pueden también decirse partícipes de la misión de los Apóstoles (cfr. Conc. Vaticano II, Lum. gent. 20; Decr. Presbyterorum ordinis, 2). La consagra- ción episcopal confiere, por tanto, en el grado más alto de participación del sacerdocio de Jesucristo, la triple función de santificar, enseñar y regir, aunque estas dos últimas funciones no pueden, por su misma naturaleza, ejercerse fuera de la comunión jerárquica con la Cabeza (v. PAPA) y los miembros del Colegio Episcopal (cfr. Lum. gent. 21). La distinción, pues, entre episcopado y presbiterado no radica en una mayor o menor potestad con respecto a la consagración eucarística y a la celebración del Sacrificio de la Misa -la más alta, sin duda, de las funciones sacerdotales, pero, al mismo tiempo, inseparable de las demás-, sino en el hecho de que el O. posee plenamente (siempre en cuanto participación del sacerdocio de Jesucristo) las tres funciones de enseñar, santificar y regir: funciones que también han recibido los presbíteros (v.), aunque de manera subordinada, en cuanto que son cooperadores del Orden Episcopal. No se trata sólo de una diferencia cuantitativa -aunque real, por otra parte-, en el sentido de que los O. puedan realizar algunos actos de que no son capaces los presbíteros (conferir la Ordenación) o que éstos no desempeñan ordinariamente (administrar la Confirmación, etc.): la distinción radica sobre todo en una diferencia de grado en el mismo sacramento del Orden, por la cual el O. -que queda además vinculado como miembro al Colegio Episcopal, siempre que se cumpla el requisito de la comunión jerárquica- recibe como propias unas funciones que, con ciertos límites, también posee el presbítero, pero únicamente en su condición de cooperador

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del orden de los Obispos. Las funciones de enseñar, santificar y regir se confieren por el sacramento del Orden para su ejercicio en la Iglesia universal, sin quedar circunscritas a una determinada diócesis o Iglesia particular. Surge así la función universal de los O., que se ejerce a través de distintas modalidades, de forma tanto colegial como individual, pero siempre en comunión jerárquica con la Cabeza y los demás miembros del Colegio Episcopal, ya que éste es un requisito indispensable para la pertenencia al Colegio (cfr. Lum. gent. 22, y Nota explicativa previa, 2°). Dentro de esta dimensión universal, la función de magisterio (v.) reviste el carácter de infalibilidad (v.) cuanto todos los O., aun esparcidos por el mundo, declaran unánimemente y en comunión con el Sucesor de Pedro una verdad de fe, proclamándola como contenida en el depósito de la Revelación (cfr. Vaticano I, Const. Dei Filius, c. 3: Denz.Sch. 3011; Vaticano II, Lum. gent. 25). Esta función de enseñar no se reduce al aspecto que acabamos de señalar, pues además los O. son los principales responsables de la predicación (v.) de la palabra de Dios (cfr. Trento, ses. 5 c. 2 y ses. 24, can. 4; Vaticano II, Lum. gent. 23-25), para proponer a todos los hombres la verdad, de acuerdo con la cual han de vivir. Ejerce también el O. la función de santificar, principalmente con la celebración del Sacrificio Eucarístico y el ministerio de los demás Sacramentos, así como también a través del cumplimiento de su misma tarea pastoral, del ejemplo de su vida santa y de su oración (cfr. Lumen gentium, 25; Christus Dominus, 15). Finalmente, el O. participa en el gobierno de la Iglesia universal, tanto en la forma más solemne de los Concilios Ecuménicos (v.) o a través de organismos menores (Sínodos patriarcales, Conferencias episcopales, Concilios particulares, etc.), como -de modo más habitual y sin la nota jurídica de la

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jurisdicciónmediante su solicitud por toda la Iglesia, que llevará a tutelar la unidad de fe y de disciplina, a promover entre los fieles el amor a la totalidad del Cuerpo Místico de Jesucristo y, finalmente, a fomentar la actividad común a toda la Iglesia, procurando de manera especial que la fe se extienda cada vez más

(cfr. Lum. gen. 23).

6. Los Obispos y las Iglesias particulares. Como hemos visto, el episcopado es ciertamente de institución divina, pero, llegados a este punto, es preciso preguntarse si la existencia de las Iglesias particulares es también de Derecho divino; o, en otras palabras, si es voluntad de Jesucristo que la Iglesia universal se estructure a través de las Iglesias particulares -delimitadas territorialmente o según otros criterios (v. DIÓCESIS)-, las cuales consten de un grupo de fieles a cuyo frente esté un O. ayudado por su presbiterio (v.). Se ha de excluir, desde luego, que la Iglesia una e indivisible sea el resultado de la suma o confederación de la totalidad de Iglesias particulares, pero cabe considerar si, por institución de su Fundador, esa Iglesia una debe estructurarse necesariamente en un conjunto de Iglesias particulares, o si podría por el contrario estructurarse de otra manera, si así parecieran exigirlo las circunstancias históricas. La mayoría de los teólogos se inclinan a responder afirmativamente a la primera de las soluciones propuestas: es decir, piensan que la existencia de las Iglesias particulares no se debe sólo a una necesidad contingente de organización humana, sino que corresponde a la constitución de la Iglesia tal como ha sido querida por Jesucristo. Existen, sin embargo, casos de Iglesias particulares que durante siglos han carecido de O., o cuya función -donde los había- quedaba reducida a la liturgia. Así sucedió con la Iglesia en Irlanda,

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gobernada generalmente por Abades (v. MONASTERIO) sin consagración episcopal hasta el s. XII; y el mismo fenómeno se observa en algunas comunidades orientales de maronitas (v.). No parece, sin embargo, que deba atribuirse gran peso a estas situaciones excepcionales, frente al hecho general de que en la cabeza de las Iglesias particulares ha solido encontrarse siempre un Obispo. Esta opinión parece también corroborarse por el canon 329 § 1 del CIC, donde se lee: «Los Obispos son sucesores de los Apóstoles, y por institución divina están colocados al frente de iglesias peculiares (peculiaribus ecclesüs praeficiuntur), que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice» (v. t. IGLESIA III, 7 y IV, 3). Puede también plantearse la cuestión de si, admitiendo que las Iglesias particulares pertenecen muy probablemente a la constitución divina de la Iglesia, se ha de aplicar la misma calificación al episcopado monárquico, es decir, a la existencia de un solo O. como cabeza de la diócesis. A favor de la opinión-afirmativa puede aducirse el hecho de que está avalada por la tradición ininterrumpida de la Iglesia: es cierto que algún autor ha creído encontrar rastros de un régimen colegial -de varios O.- en una misma diócesis, pero esta opinión, como hemos hecho notar, no pasa por el momento de ser una hipótesis sin pruebas ciertas que la demuestren; e incluso aunque lograse saberse con certeza que durante un cierto tiempo existió en alguna o algunas diócesis ese régimen colegial, de ese caso concreto -y desde luego excepcional- no podría deducirse una norma aplicable a la Iglesia con carácter general. Pasando ya a describir en concreto las funciones del O. en su diócesis hay que decir en primer lugar que un O. obtiene el oficio capital de una diócesis mediante la misión canónica o asignación de un grupo concreto

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de fieles sobre los cuales ha de ejercer de manera directa su función pastoral, quedando así constituido como vicario de Cristo en esa Iglesia particular, a la que, en nombre del mismo Jesucristo, gobierna con una potestad propia, ordinaria e inmediata, que puede, sin embargo, ser circunscrita dentro de ciertos límites por el Romano Pontífice, en razón de la utilidad de la Iglesia o de los fieles (cfr. Lumen gentium, 27, Christus Dominus, II). Sobre la naturaleza de la misión canónica en relación con las funciones conferidas por la consagración episcopal, se pensaba hasta hace poco tiempo que la consagración daba solamente la llamada potestad de orden, mientras que la jurisdicción se atribuía directamente por el Romano Pontífice, en virtud de la misión canónica. Esta opinión se ha abandonado actualmente, y los autores defienden diversas posturas; limitándonos a lo más común podemos decir que se tiende a sostener que la llamada potestad de jurisdicción se confiere radicalmente en la consagración episcopal, pero es preciso que se determinen las personas sobre las cuales pueda ejercerse, y esto se obtiene por lá misión canónica, cuyo efecto consistiría, por tanto, en establecer la conexión entre una potestad ya existente, aunque de manera indeterminada, y el grupo de fieles en favor de los cuales ha de desempeñarse. Algunos precisan que la consagración da la potestad de jurisdicción, pero que ésta permanece, sin embargo, ligada hasta que, por la misión canónica, se determinen los fieles sobre los cuales se hará operativa. Se sostiene también que la consagración episcopal, además de conferir las funciones de contenido universal anteriormente descritas (cfr. 5), capacita también al sujeto legítimamente designado por la misión canónica para asumir el conjunto de poderes que radican en el oficio capital diocesano. Además del O. - diocesano, puede también haber en una diócesis otros O. titulares, que

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desempeñen- cargos en la organización de esa determinada Iglesia particular (O. coadjutor, auxiliar, etc.). En este caso, se trata del ejercicio de funciones vicarias, en cuanto participación del oficio capital asumido por el O. diocesano, participación que, en mayor o menor grado, puede ser también ejercida por otros fieles (presbíteros, ministros inferiores o laicos), aunque éstos no podrán realizar aquellas funciones -conferir el sacramento del Orden, etc.para las cuales se requiere haber recibido la consagración episcopal. Tampoco podrán los laicos, como es lógico, poner por obra aquellos actos que exigen la recepción del orden sagrado, etc.; en otras palabras, esta cooperación vicaria se desarrollará dentro de la línea del poder (jurisdicción) y como participación en él, dejando intacta la necesidad del sacramento del Orden para las funciones que lo requieren. En su propia diócesis, el O. manifiesta de manera especial la presencia de Jesucristo en la Iglesia y es vínculo de unidad: en la fe, que debe predicar con constancia (V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; CARTA PASTORAL); en los sacramentos y, en general, en el culto litúrgico, realizado por él personalmente o por los presbíteros y ministros unidos a él mediante el vínculo de la unión jerárquica (v. II); y, finalmente, en el gobierno pastoral, que siempre se ha entendido en la Iglesia como un servicio (ministerio) prestado a todos los fieles: sobre este servicio se ha dicho acertadamente que no es una mera disposición ascética separada del cumplimiento de la tarea pastoral y sobreañadida a ella, sino que radica precisamente en el recto desempeño de esa función, sabiendo conjugar la mansedumbre con la necesaria fortaleza, de modo que, por encima de todo, sea una manifestación de verdadera caridad (v. PASTORAL, ACTIVIDAD). Así, como modelo por el que todos se sientan movidos e intercesor por su oración ante Dios,

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podrá el O. dirigir eficazmente a todos los fieles a buscar la propia santidad, viviendo en plenitud las exigencias de la doctrina de Jesucristo, y esforzándose por alcanzar la caridad perfecta, a la que están llamados todos los cristianos, según la vocación propia de cada uno (cfr. Lumen gentium, 40): «Los Obispos, elegidos para la plenitud del sacerdocio, reciben la gracia sacramental con el fin de que, por la oración, el sacrificio y la predicación, a través de todas las formas de la solicitud y del servicio episcopal ejerzan con perfección el deber de la caridad pastoral; no teman dar la vida por sus ovejas y, siendo modelo para su rebaño (cfr. 1 Pet 5, 3), impulsen a la Iglesia también con su ejemplo a una santidad cada vez mayor» (Lum. gent.,

41).

EVANGELIOS DOMINGO 1º DE ADVIENTO

Ciclo A: Mt 24, 37-44

HOMILÍA

Pascasio Radberto, Exposición sobre el evangelio de san

Mateo (Lib 11, cap 24: PL 120, 799-800)

Velad, para estar preparados

Velad, porque no sabéis el día ni la hora. Siendo una recomendación que a todos afecta, la expresa como si solamente se refiriera a los hombres de aquel entonces. Es lo que ocurre con muchos otros pasajes que leemos en las Escrituras. Y de tal modo atañe a todos lo así expresado, que a cada uno le llega el último día y para cada cual es el fin del mundo el momento mismo de su muerte. Por eso es

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necesario que cada uno parta de este mundo tal cual ha de ser juzgado aquel día. En consecuencia, todo hombre debe cuidar de no dejarse seducir ni abandonar la vigilancia, no sea que el día de la venida del Señor lo encuentre

desprevenido.

Y aquel día encontrará desprevenido a quien hallare desprevenido el último día de su vida. Pienso que los apóstoles estaban convencidos de que el Señor no iba a presentarse en sus días para el juicio final; y sin embargo, ¿quién dudará de que ellos cuidaron de no dejarse seducir, de que no abandonaron la vigilancia y de que observaron todo lo que a todos fue recomendado, para que el Señor los hallara preparados? Por esta razón, debemos tener siempre presente una doble venida de Cristo: una, cuando aparezca de nuevo y hayamos de dar cuenta de todos nuestros actos; otra diaria, cuando a todas horas visita nuestras conciencias y viene a nosotros, para que cuando viniere, nos encuentre

preparados.

¿De qué me sirve, en efecto, conocer el día del juicio si soy consciente de mis muchos pecados?, ¿conocer si viene o cuándo viene el Señor, si antes no viniere a mi alma y retornare a mi espíritu?, ¿si antes no vive Cristo en mí y me habla? Sólo entonces será su venida un bien para mí, si primero Cristo vive en mí y yo vivo en Cristo. Y sólo entonces vendrá a mí, como en una segunda venida, cuando, muerto para el mundo, pueda en cierto modo hacer mía aquella expresión: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Considera asimismo estas palabras de Cristo: Porque muchos vendrán usando mi nombre. Sólo el anticristo y sus secuaces se arrogan falsamente el nombre de Cristo, pero sin las obras de Cristo, sin sus palabras de verdad, sin su sabiduría. En ninguna parte de la Escritura hallarás que el Señor haya usado esta expresión y haya dicho: Yo soy el Cristo. Le bastaba mostrar con su doctrina y sus milagros lo que era realmente, pues las obras del Padre que realizaba, la doctrina que enseñaba y su poder gritaban: Yo soy el Cristo con más eficacia que si mil voces lo pregonaran. Cristo, que yo sepa, jamás se atribuyó verbalmente este título: lo hizo realizando las obras del Padre y enseñando la ley del amor. En cambio, los falsos cristos, careciendo de

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esta ley del amor, proclamaban de palabra ser lo que no

eran.

RESPONSORIO Hch 17, 30-31; 14, 16 R./ Así pues, pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, * Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia. V./ En las generaciones pasadas, Dios permitió que cada pueblo anduviera por su camino. R./ Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia.

Ciclo B: Mc 13, 33-37

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 18 (1-2: CCL 61, 245-246)

A Dios no le gusta condenar, sino salvar

Viene nuestro Dios, y no callará. Cristo, el Señor, Dios nuestro e Hijo de Dios, en su primera venida se presentó veladamente, pero en su segunda venida aparecerá manifiestamente. Al presentarse veladamente, sólo se dio a conocer a sus siervos; cuando aparezca manifiestamente, se dará a conocer a buenos y malos. Al presentarse veladamente, vino para ser juzgado; cuando aparezca manifiestamente, vendrá para juzgar. Finalmente, cuando era juzgado guardó silencio, y de este su silencio había predicho el profeta: Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Pero viene nuestro Dios, y no callará. Guardó silencio cuando era juzgado, pero no lo guardará cuando venga para juzgar. En realidad, ni aun ahora guarda silencio si hay quien le escuche; pero se dijo: Entonces no callará, cuando reconozcan su voz incluso los que ahora la desprecian.

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Actualmente, cuando se recitan los mandamientos de Dios, hay quienes se echan a reír. Y como, de momento, lo que Dios ha prometido no es visible ni se comprueba el cumplimiento de sus amenazas, se hace burla de sus preceptos. Por ahora, incluso los malos disfrutan de lo que el mundo llama felicidad: en tanto que la llamada infelicidad de este mundo la sufren incluso los buenos.

Los hombres que creen en las realidades presentes, pero no en las futuras, observan que los bienes y los males de la vida presente son participados indistintamente por buenos y malos. Si anhelan las riquezas, ven que entre los ricos los hay pésimos y los hay hombres de bien. Y si sienten pánico ante la pobreza y las miserias de este mundo, observan asimismo que en estas miserias se debaten no sólo los buenos, sino también los malos. Y se dicen para sus adentros que Dios no se ocupa ni gobierna las cosas humanas, sino que las ha completamente abandonado al azar en el profundo abismo de este mundo, ni se preocupa en absoluto de nosotros. Y de ahí pasan a desdeñar los

mandamientos, al no ver manifestación alguna del juicio.

Pero aun ahora debe cada cual reflexionar que, cuando Dios quiere, ve y condena sin dilación, y, cuando quiere, usa de paciencia. Y ¿por qué así? Pues porque si al presente jamás ejerciera su poder judicial, se llegaría a la conclusión de que Dios no existe; y si todo lo juzgara ahora, no reservaría nada para el juicio final. La razón de diferir muchas cosas hasta el juicio final y de juzgar otras enseguida, es para que aquellos a quienes se les concede una tregua teman y se conviertan. Pues a Dios no le gusta condenar, sino salvar; por eso usa de paciencia con los malos, para hacer de los malos buenos. Dice el Apóstol, que Dios revela su reprobación de toda impiedad, y pagará

a cada uno según sus obras.

Y al despectivo lo amonesta, lo corrige y le dice: ¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia? Porque es bueno contigo, porque es tolerante, porque te hace merced de su paciencia, porque te da largas y no te quita de en medio, desprecias y tienes en nada el juicio de Dios, ignorando que esa bondad de Dios es para empujarte a la conversión. Con la dureza de tu corazón impenitente te estás almacenando castigos para el día del

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castigo cuando se revelará el justo juicio de Dios pagando a

cada uno según sus obras.

RESPONSORIO Is 30, 18; Heb 9, 28 R./ El Señor espera el momento de apiadarse, se pone en pie para compadecerse; porque el Señor es un Dios de la justicia: * dichosos los que esperan en él. V./ Aparecerá para salvar a los que lo esperan. R./ Dichosos los que esperan en él.

Ciclo C: Lc 21, 25-28.34-36

HOMILÍA

San Bernardo de Claraval, Sermón 4 en el Adviento del

Señor (1, 3-4: Opera omnia, edit. cister. 4, 1966, 182-185)

Aguardamos al Salvador

Justo es, hermanos, que celebréis con toda devoción el Adviento del Señor, deleitados por tanta consolación, asombrados por tanta dignación, inflamados con tanta dilección. Pero no penséis únicamente en la primera venida, cuando el Señor viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido, sino también en la segunda, cuando volverá y nos llevará consigo. ¡Ojalá hagáis objeto de vuestras continuas meditaciones estas dos venidas, rumiando en vuestros corazones cuánto nos dio en la primera y cuánto nos ha

prometido en la segunda!

Ha llegado el momento, hermanos, de que el juicio empiece por la casa de Dios. ¿Cuál será el final de los que no han obedecido al evangelio de Dios? ¿Cuál será el juicio a que serán sometidos los que en este juicio no resucitan? Porque quienes se muestran reacios a dejarse juzgar por el juicio presente, en el que el jefe del mundo este es echado fuera, que esperen o, mejor, que teman al Juez quien, juntamente con su jefe, los arrojará también a ellos fuera. En cambio nosotros, si nos sometemos ya ahora a un justo juicio, aguardemos seguros un Salvador: el Señor

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Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa. Entonces los justos brillarán, de modo que puedan ver tanto los doctos como los indoctos: brillarán como el sol en el Reino de su

Padre.

Cuando venga el Salvador transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, a condición sin embargo de que nuestro corazón esté previamente transformado y configurado a la humildad de su corazón. Por eso decía también: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Considera atentamente en estas palabras que existen dos tipos de humildad: la del conocimiento y la de la voluntad, llamada aquí humildad del corazón. Mediante la primera conocemos lo poco que somos, y la aprendemos por nosotros mismos y a través de nuestra propia debilidad; mediante la segunda pisoteamos la gloria del mundo, y la aprendemos de aquel que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo; que buscado para proclamarlo rey, huye; buscado para ser cubierto de ultrajes y condenado al ignominioso suplicio de la cruz, voluntariamente se ofreció a sí mismo.

RESPONSORIO Lc, 21, 34-35; Dt 32,35 R./ Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. * Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder. V./ El día de su ruina se acerca, y se precipita su destino. R./ Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder.

EVANGELIOS DOMINGO 2º DE ADVIENTO

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Ciclo A: Mt 3, 1-12

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 109 (1; PL 38,636)

Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos

Hemos escuchado el evangelio y en el evangelio al Señor descubriendo la ceguera de quienes son capaces de interpretar el aspecto del cielo, pero son incapaces de discernir el tiempo de la fe en un reino de los cielos que está ya llegando. Les decía esto a los judíos, pero sus palabras nos afectan también a nosotros. Y el mismo Jesucristo comenzó así la predicación de su evangelio: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Igualmente, Juan el Bautista, su Precursor, comenzó así: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Y ahora corrige el Señor a los que se niegan a convertirse, próximo ya el Reino de los cielos. El Reino de los cielos —como él mismo dice— no vendrá espectacularmente. Y añade: El Reino de Dios está dentro de vosotros.

Que cada cual reciba con prudencia las admoniciones del preceptor, si no quiere perder la hora de misericordia del Salvador, misericordia que se otorga en la presente coyuntura, en que al género humano se le ofrece el perdón. Precisamente al hombre se le brinda el perdón para que se convierta y no haya a quien condenar. Eso lo ha de decidir Dios cuando llegue el fin del mundo; pero de momento nos hallamos en el tiempo de la fe. Si el fin del mundo encontrará o no aquí a alguno de nosotros, lo ignoro; posiblemente no encuentre a ninguno. Lo cierto es que el tiempo de cada uno de nosotros está cercano, pues somos mortales. Andamos en medio de peligros. Nos asustan más las caídas que si fuésemos de vidrio. ¿Y hay algo más frágil que un vaso de cristal? Y sin embargo se conserva y dura siglos. Y aunque pueda temerse la caída de un vaso de

cristal, no hay miedo de que le afecte la vejez o la fiebre.

Somos, por tanto, más frágiles que el cristal porque debido indudablemente a nuestra propia fragilidad, cada día nos acecha el temor de los numerosos y continuos accidentes inherentes a la condición humana; y aunque estos temores

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no lleguen a materializarse, el tiempo corre: y el hombre que puede evitar un golpe, ¿podrá también evitar la muerte? Y si logra sustraerse a los peligros exteriores, ¿logrará evitar asimismo los que vienen de dentro? Unas veces sonlos virus que se multiplican en el interior del hombre, otras es la enfermedad que súbitamente se abate sobre nosotros; y aun cuando logre verse libre de estas taras, acabará

finalmente por llegarle la vejez, sin moratoria posible.

RESPONSORIO Jer 4, 7-8.9; Rom 11, 26 R./¡Señor. actúa por el honor de tu nombre! Ciertamente son muchas nuestras rebeldías, hemos pecado contra ti. * Oh esperanza de Israel, su salvador en el tiempo de la angustia, ¡no nos abandones! V./ Está escrito: Llegará de Sión el Libertador; alejará los crímenes de Jacob; y ésta será la alianza que haré con ellos cuando perdone sus pecados. R./ Oh esperanza de Israel, su salvador en el tiempo de la angustia, ¡no nos abandones!

Ciclo B: Mc 1, 1-8

HOMILÍA

Orígenes, Homilía 22 sobre el evangelio de san Lucas (1-2: SC 87, 301-302)

Allanad los senderos del Señor

Veamos qué es lo que se predica a la venida de Cristo. Para comenzar, hallamos escrito de Juan: Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Lo que sigue se refiere expresamente al Señor y Salvador. Pues fue él y no Juan quien elevó los valles.Que cada uno considere lo que era antes de acceder a la fe, y caerá en la cuenta de que era un valle profundo, un valle escarpado, un valle que se precipitaba al abismo.

Mas cuando vino el Señor Jesús y envió el Espíritu Santo como lugarteniente suyo, todos los valles se elevaron. Se

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elevaron gracias a las buenas obras y a los frutos del Espíritu Santo. La caridad no consiente que subsistan en ti valles; y si además posees la paz, la paciencia y la bondad, no sólo dejarás de ser valle, sino que comenzarás a ser

«montaña» de Dios.

Diariamente podemos comprobar cómo estas palabras: elévense los valles, encuentran su plena realización en los paganos; y cómo en el pueblo de Israel, despojado ahora de su antigua grandeza, se cumplen estas otras: Desciendan los montes y las colinas. Este pueblo fue en otro tiempo un monte y una colina, y ha sido abatido y desmantelado. Por haber caído ellos, la salvación ha pasado a los gentiles, para dar envidia a Israel.Ahora bien, si dijeras que estos montes y colinas abatidos son las potencias enemigas que se yerguen contra los mortales, no dices ningún despropósito. En efecto, para que estos valles de que hablamos sean allanados, necesario será realizar una labor de desmonte en las potencias adversas, montes y

colinas.

Pero veamos si la profecía siguiente, relativa a la venida de Cristo, ha tenido también su cumplimiento. Dice en efecto: Que lo torcido se enderece. Cada uno de nosotros estaba torcido —digo que estaba, en el supuesto de que todavía no continúe en el error–, y, por la venida de Cristo a nuestra alma, ha quedado enderezado todo lo torcido. Porque ¿de qué te serviría que Cristo haya venido un día en la carne, si no viniera también a tu alma? Oremos para que su venida sea una realidad diaria en nuestras vidas y podamos exclamar: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien

vive en mí.

Vino, pues, mi Señor Jesús y limó tus asperezas y todo lo escabroso lo igualó, para trazar en ti un camino expedito, por el que Dios Padre pudiera llegar a ti con comodidad y dignamente, y Cristo el Señor pudiera fijar en ti su morada y decirte: Mi Padre y yo vendremos a él y haremos morada en

él.

RESPONSORIO Cf. Jn 1, 6-7; Lc 1, 17; Mc 1, 4 R./ Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba

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Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, * para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. V./ Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. R./ Para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.

Ciclo C: Lc 3, 1-6

HOMILIA

San Bernardo de Claraval, Sermón 1 en el Adviento del

Señor (9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)

Todos verán la salvación de Dios

Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al

crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a

cabo el censo del mundo entero.

Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar

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diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se

acerca.

No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada

uno de los hombres.

RESPONSORIO Lc 3, 3.6; Heb 10, 37 R./ Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: * Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios! V./ Un poquito de tiempo todavía y el que viene llegará sin retraso. R./ Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios!

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DOMINGO III DE ADVIENTO

Si este domingo coincide con el día 17 de diciembre, la primera y la

segunda lecturas se toman del día 17; el evangelio y la homilía son los

propios del domingo III.

PRIMERA LECTURA

Del libro de Rut 4, 1-22

La boda

Booz fue a la plaza del pueblo y se sentó allí. En aquel momento pasaba

por allí el pariente del que había hablado Booz. Lo llamó:

—Oye, ven y siéntate aquí.

El otro llegó y se sentó.

Booz reunió a diez concejales y les dijo:

Sentaos aquí.

Y se sentaron.

Entonces Booz dijo al otro:

Mira, la tierra que era de nuestro pariente Elimélec la pone en venta

Noemí, la que volvió de la campiña de Moab. He querido ponerte al tanto y

decirte: «Cómprala ante los aquí presentes, los concejales, si es que quieres

rescatarla, y si no, házmelo saber; porque tú eres el primero con derecho a

rescatarla y yo vengo después de ti».

El otro dijo:

–La compro.

Booz prosiguió:

–Al comprarle esa tierra a Noemí adquieres también a Rut, la moabita,

esposa del difunto, con el fin de conservar el apellido del difunto en su

heredad.

Entonces el otro dijo:

—No puedo hacerlo, porque perjudicaría a mis herederos. Te cedo mi

derecho; a mí no me es posible.

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Antiguamente había esta costumbre en Israel, cuando se trataba de rescate

o de permuta: para cerrar el trato se quitaba uno la sandalia y se la daba al

otro. Así se hacían los tratos en Israel.

Así que el otro dijo a Booz:

Cómpralo tú.

Se quitó la sandalia y se la dio. Y entonces Booz dijo a los concejales y a

la gente:

—Os tomo hoy por testigos de que adquiero todas las posesiones de

Elimélec, Kilión y Majlón, con el fin de conservar el apellido del difunto

en su heredad, para que no desaparezca el apellido del difunto entre sus

parientes y paisanos. ¿Sois testigos?

Todos los allí presentes respondieron:

—Somos testigos.

Y los concejales añadieron:

—¡Que a la mujer que va a entrar en tu casa la haga el Señor como Raquel

y Lía, las dos que construyeron la casa de Israel! ¡Que tenga riqueza en

Efrata y renombre en Belén! ¡Que por los hijos que el Señor te dé de esta

joven tu casa sea como la de Fares, el hijo que Tamar dio a Judá!

Así fue como Booz se casó con Rut. Se unió a ella; el Señor hizo que Rut

concibiera y diera a luz un hijo. Las mujeres dijeron a Noemí:

—Bendito sea Dios, que te ha dado hoy quien responda por ti. El nombre

del difunto se pronunciará en Israel. Y el niño te será un descanso y una

ayuda en tu vejez; pues te lo ha dado a luz tu nuera, la que tanto te quiere,

que te vale más que siete hijos.

Noemí tomó al niño, lo puso en su regazo y se encargó de criarlo. Las

vecinas le buscaban un nombre, diciendo:

—¡Noemí ha tenido un niño!

Y le pusieron por nombre Obed. Fue el padre de Jesé, padre de David.

Lista de los descendientes de Fares: Fares engendró a Esrón, Esrón

engendró a Arán, Arán engendró a Aminadab, Aminadab engendró a

Naasón, Naasón engendró a Salmón, Salmón engendró a Booz, Booz

engendró a Obed, Obed engendró a Jesé y Jesé engendró a David.

RESPONSORIO

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R./ Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme y viviréis. * Sellaré con

vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David.

V./ Le daré una posteridad perpetua y un trono duradero como el cielo.

R./ Sellaré con vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David.

SEGUNDA LECTURA

San Agustín, obispo, Comentario sobre los salmos (Sal 118, 81; Sermón

20,1)

Me consumo ansiando tu salvación, espero en tu palabra (Sal 118, 81).

Bueno es este consumirse, pues indica deseo del bien que aún no se ha

conseguido pero la anhela avidísima y vehementísimamente. ¿Y quién dice

esto? El linaje elegido, el sacerdocio real, la gente santa, el pueblo de

adquisición (1Pe 2,9); y lo dice desde el origen del género humano hasta el

fin de los siglos, en aquellos que en su respectivo tiempo vivieron, viven y

vivirán aquí deseando el cielo.

Testigo de esto es el anciano Simeón, el cual, habiendo tomado en sus

manos al Señor siendo niño, dijo: Ahora, Señor, puedes según tu palabra,

dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu

salvación (Lc 2,29-30). Dios lo había vaticinado que no moriría antes de

ver al Cristo Señor (cf. Lc 2,26). El mismo deseo que tuvo este anciano ha

de creerse que lo tuvieron todos los santos de los tiempos pasados. De aquí

que el mismo Señor dijo a sus discípulos: Muchos profetas y reyes

desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y

no lo oyeron (Mt 13,17); de suerte que también de ellos es esta voz: Me

consumo ansiando tu salvación.

Luego ni entonces cesó este deseo de los santos, ni cesa ahora hasta el fin

de los siglos en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, hasta tanto que venga

el Deseado de todas las gentes (Ag 2,8 vulg), como se prometió por el

profeta Ageo. Por esto dice el apóstol: Solo me resta la corona de justicia,

la cual me dará el Señor, justo juez, en aquel día; y no solamente a mí,

sino también a todos los que aman su manifestación (2Tim 4,8). Así, pues,

este deseo del que ahora tratamos procede del amor de su manifestación, de

la cual dice a sí mismo: Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, entonces

también vosotros apareceréis juntamente con él, en la gloria (Col 3,4).

Luego en los primeros tiempos de la Iglesia, antes del parto de la Virgen,

hubo santos que desearon la venida de su encarnación, y en los tiempos

actuales, contados a partir desde que subió al cielo, hay santos que anhelan

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su manifestación o aparición, en la que ha de juzgar a los vivos y a los

muertos.

Este deseo de la Iglesia no ha cesado ni por un momento desde el principio

de los siglos, ni cesará hasta el fin de ellos, fuera del tiempo en que el

Verbo, hecho hombre, permaneció en este mundo tratando con sus

discípulos. Por eso, en las palabras del salmo, se oye la voz de todo el

cuerpo de Cristo que gime en este mundo: Me consumo ansiando tu

salvación, espero en tu palabra. Esta palabra es la promesa. Y es esta la

esperanza que hace aguardar con paciencia lo que los creyentes no ven

todavía.

RESPONSORIO

R./ He aquí que vendrá el Señor, mi Dios, y todos sus santos con él; aquel

día brillará una gran luz, y aguas vivas saldrán de Jerusalén: * el Señor será

rey sobre toda la tierra.

V./ He aquí que él vendrá con potencia, y tendrá en su mano el reino, el

poder y el dominio.

R./ El Señor será rey sobre toda la tierra.

(o bien)

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib

3, t 4: PG 70, 802-803)

Cristo es el sol de justicia y la luz verdadera

Cristo es el sol de justicia y la luz verdadera. La sagrada Escritura compara

al Bautista con una lámpara. Pues si contemplas la luz divina e inefable, si

te fijas en aquel inmenso y misterioso esplendor, con razón la medida de la

mente humana puede ser comparada a una lamparita, aunque esté colmada

de luz y sabiduría. Qué signifique: Preparad el camino al Señor, allanad sus

senderos, lo explica cuando añade: Elévense los valles, desciendan los

montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale.

Pues hay vías públicas y senderos casi impracticables, escarpados e

inaccesibles, que obligan unas veces a subir montes y colinas y otras a

bajar de ellos, ora te ponen al borde de precipicios, ora te hacen escalar

altísimas montañas. Pero si estos lugares señeros y abruptos se abajan y se

rellenan las cavidades profundas, entonces sí, entonces lo torcido se

endereza totalmente, los campos se allanan y los caminos, antes escarpados

y tortuosos, se hacen transitables. Esto es, pero a nivel espiritual, lo que

hace el poder de nuestro Salvador.

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Podríamos decir que en otro tiempo a los hombres les estaba vedado el

acceso a una vida eximia, y poco trillado el sendero del comportamiento

evangélico, pues su alma era prisionera de las apetencias mundanas y

terrenas y estaba sometida a los impulsos —impulsos nefandos— de la

carne. Mas una vez que se hizo hombre y carne —como dice la Escritura—

, en la carne destruyó el pecado, y abatió a los soberanos, autoridades y

poderes que dominan este mundo. A nosotros nos igualó el camino, un

camino aptísimo para correr por las sendas de la piedad, un camino sin

cuestas arriba ni bajadas pronunciadas, sin baches ni altibajos, sino

realmente liso y llano.

Se ha enderezado lo torcido. Y no sólo eso, sino que se revelará —dice—

la gloria del Señor, y todos verán la salvación de Dios. Ha hablado la boca

del Señor. ¿Pero por qué razones o de qué manera dice que va a revelarse la

gloria de Dios? Pues Cristo era y es el Verbo unigénito de Dios, en cuanto

que existía como Dios y nació de Dios Padre de modo misterioso, y en su

divina majestad está por encima de todo principado, potestad, fuerza y

dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este

mundo, sino en el futuro. El es el Señor de la gloria y hemos contemplado

su gloria, gloria que antes no conocíamos, cuando hecho hombre como

nosotros según el designio divino, se declaró igual a Dios Padre en el

poder, en el obrar y en la gloria: sostiene el universo con su palabra

poderosa, obra milagros con facilidad, impera a los elementos, resucita

muertos y realiza sin esfuerzo otras maravillas.

Así pues, se ha revelado la gloria del Señor y todos han contemplado la

salvación de Dios, a saber, del Padre, que nos envió desde el cielo al Hijo

como salvador y redentor. No pudiendo la ley llevar nada a la perfección y

como los sacrificios rituales eran incapaces dé purificar los pecados, en

Cristo llegamos a la perfección y, libres de toda mancha, se nos hace el

honor del espíritu de adopción. Esta gracia que tenemos en Cristo, en

cuanto a la finalidad y a la voluntad del depositario, tiene la intención de

difundirse a toda carne, es decir, a todos los hombres.

RESPONSORIO Cf. Za 14, 5. 8. 9

R./ He aquí que vendrá el Señor, mi Dios, y todos sus santos con él; aquel

día brillará una gran luz y aguas vivas saldrán de Jerusalén: * El Señor

será rey sobre toda la tierra.

V./ He aquí que él vendrá con potencia, y tendrá en su mano el reino, el

poder y el dominio.

R./ El Señor será rey sobre toda la tierra.

ORACIÓN

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Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento

de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y

poder celebrarla con alegría desbordante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu

Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por

los siglos de los siglos. Amén.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS

Ciclo A: Mt 11, 2-11

HOMILÍA

San Ambrosio de Milán, Exposición sobre el evangelio de san Lucas (Lib 5, 93-95.99-102.109: CCL 14, 165-166.167-

168.171-177)

¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». No es sencilla la comprensión de estas sencillas palabras, o de lo contrario este texto estaría en contradicción con lo dicho anteriormente. ¿Cómo, en efecto, puede Juan afirmar aquí que desconoce a quien anteriormente había reconocido por revelación de Dios Padre? ¿Cómo es que entonces conoció al que previamente desconocía mientras que ahora parece desconocer al que ya antes conocía? Yo —dice— no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo...». Y Juan dio fe al oráculo, reconoció al revelado, adoró al bautizado y profetizó al enviado Y concluye: Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el elegido de Dios. ¿Cómo, pues, aceptar siquiera la posibilidad de que un profeta tan grande haya podido equivocarse, hasta el punto de no considerar aún como Hijo de Dios a aquel de quien había afirmado: Éste es

el que quita el pecado del mundo?

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Así pues, ya que la interpretación literal es contradictoria, busquemos el sentido espiritual. Juan –lo hemos dicho ya– era tipo de la ley, precursora de Cristo. Y es correcto afirmar que la ley –aherrojada materialmente como estaba en los corazones de los sin fe, como en cárceles privadas de la luz eterna, y constreñida por entrañas fecundas en sufrimientos e insensatez– era incapaz de llevar a pleno cumplimiento el testimonio de la divina economía sin la garantía del evangelio. Por eso, envía Juan a Cristo dos de sus discípulos, para conseguir un suplemento de sabiduría,

dado que Cristo es la plenitud de la ley.

Además, sabiendo el Señor que nadie puede tener una fe plena sin el evangelio —ya que si la fe comienza en el antiguo Testamento no se consuma sino en el nuevo—, a la pregunta sobre su propia identidad, responde no con palabras, sino con hechos. Id —dice

— a anunciar a Juan lo

que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Y sin embargo, estos ejemplos aducidos por el Señor no son aún los definitivos: la plenificación de la fe es la cruz del Señor, su muerte, su sepultura. Por eso, completa sus anteriores afirmaciones añadiendo: ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí! Es verdad que la cruz se presta a ser motivo de escándalo incluso para los elegidos, pero no lo es menos que no existe mayor testimonio de una persona divina, nada hay más sobrehumano que la íntegra oblación de uno solo por la salvación del mundo; este solo hecho lo acredita plenamente como Señor. Por lo demás, así es cómo Juan lo designa: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. En realidad, esta respuesta no va únicamente dirigida a aquellos dos hombres, discípulos de Juan: va dirigida a todos nosotros, para que creamos en Cristo en

base a los hechos.

Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Pero, ¿cómo es que querían ver a Juan en el desierto, si estaba encerrado en la cárcel? El Señor propone a nuestra imitación a aquel que le había preparado el camino no sólo precediéndolo en el nacimiento según la carne y anunciándolo con la fe, sino también anticipándosele con su gloriosa pasión. Más que profeta, sí, ya que es él quien cierra la serie de los profetas; más que

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profeta, ya que muchos desearon ver a quien éste profetizó,

a quien éste contempló, a quien éste bautizó.

RESPONSORIO Is 35, 4-6; Mt 11,5 R./ Dios viene a salvarnos; entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. * Entonces el cojo saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. V./ Los ciegos recuperan la vista, los tullidos caminan, los leprosos son curados, los sordos oyen. R./ Entonces el cojo saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo.

Ciclo B: Jn 1, 6-8.19-28

HOMILÍA

Ruperto de Deutz, Tratado sobre las obras del Espíritu

Santo (Lib III, cap 3: SC 165, 26-28)

En medio de vosotros hay uno que no conocéis

El bautismo de Juan es el bautismo del siervo; el bautismo de Cristo es el bautismo del Señor. El bautismo de Juan es un bautismo de conversión; el bautismo de Cristo es un bautismo para el perdón de los pecados. Mediante el bautismo de Juan, Cristo fue manifestado; mediante su propio bautismo, es decir, mediante su pasión, Cristo fue glorificado. Juan habla así de su bautismo: Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. Por lo que a Cristo se refiere, una vez recibido el bautismo de Juan, habla así de su bautismo: Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! Finalmente, mediante el bautismo de Juan el pueblo se preparaba para el bautismo de Cristo; mediante el bautismo de Cristo el pueblo se capacita para el reino de Dios.

No cabe duda de que los que fueron bautizados con el bautismo de Juan –de Juan que decía al pueblo que

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creyesen en el que iba a venir después–, y salieron de esta vida antes de la pasión de Cristo, una vez que Cristo fue bautizado en su pasión, fueron absueltos de sus pecados por graves que fueran, entraron con él en el paraíso y con él vieron el reino de Dios. En cambio, los que despreciaron el plan de Dios para con ellos y, sin haber recibido el bautismo de Juan, abandonaron la luz de esta vida antes del susodicho bautismo de la pasión de Cristo, de nada les sirvió el antiguo remedio de la circuncisión; como tampoco les aprovechó la pasión de Cristo ni fueron sacados del infierno, porque no pertenecían al número de aquellos de

quienes decía Cristo: Y por ellos me consagro yo.

Por otra parte, tampoco conviene olvidar que quienes recibieron el bautismo de Juan y sobrevivieron al momento en que, glorificado Jesús, fue predicado el evangelio de su bautismo, si no lo recibieron, si no juzgaron necesario ser bautizados con su bautismo, de nada les valió el haber recibido el bautismo de Juan. Consciente de ello el apóstol Pablo, habiendo encontrado unos discípulos, les preguntó: ¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Y de nuevo: Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? –se sobreentiende: si ni siquiera habéis oído hablar de un Espíritu Santo—, respondiendo ellos: El bautismo de Juan, les dijo: El bautismo de Juan era signo de conversión, y él decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después, es decir, en Jesús. Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las

manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo.

¡Qué enorme diferencia entre el bautismo del siervo, en el que ni mención se hacía del Espíritu Santo, y el bautismo del Señor que no se confiere sino en el nombre del Espíritu Santo, a la vez que en el nombre del Padre y del Hijo, y en el que se otorga el Espíritu Santo para el perdón de los pecados! Luego bajo un nombre común, ambas realidades son denominadas bautismo; mas a pesar de la identidad de

nombre el sentido profundo es muy diferente.

RESPONSORIO Jn 1, 29-30. 27; Mt 3, 11 R./ Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: Después de mí viene un

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hombre superior a mí porque era antes que yo, * al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia. V./ Yo bautizo con agua: él os bautizará en Espíritu Santo. R./ Al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia.

Ciclo C: Lc 3, 10-18

HOMILÍA

Orígenes, Homilía 26 sobre el evangelio de san Lucas (3-

5: SC 87, 341-343)

Seamos un edificio sólido, que ninguna tormenta

consiga derribar

El bautismo de Jesús es un bautismo en Espíritu Santo y fuego. Si eres santo, serás bautizado en el Espíritu, si pecador, serás sumergido en el fuego. Un mismo e idéntico bautismo se convertirá para los indignos y pecadores en fuego de condenación, mientras que a los santos, a los que con fe íntegra se convierten al Señor, se les otorgará la

gracia del Espíritu Santo y la salvación.

Ahora bien, aquel de quien se afirma que bautiza con Espíritu Santo y fuego, tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la

paja en una hoguera que no se apaga.

Quisiera descubrir la razón por la que nuestro Señor tiene la horca y cuál es ese viento que, al soplar, dispersa por doquier la leve paja, mientras que el grano de trigo cae por su propio peso en un mismo lugar: de hecho, sin el viento

no es posible separar el trigo de la paja.

Pienso que aquí el viento designa las tentaciones que, en el confuso acervo de los creyentes, demuestran quiénes son la paja, y quiénes son grano. Pues cuando tu alma ha sucumbido a una tentación, no es que la tentación te convierta en paja, sino que, siendo como eras paja, esto es, ligero e incrédulo, la tentación ha puesto al descubierto tu verdadero ser. Y por el contrario, cuando valientemente soportas las tentaciones, no es que la tentación te haga fiel y paciente, sino que esas virtudes de paciencia y fortaleza,

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que albergabas en la intimidad, han salido a relucir con la prueba: «¿Piensas –dice el Señor– que al hablarte así tenía yo otra finalidad sino la de manifestar tu justicia?». Y en otro lugar: Te he hecho pasar hambre para afligirte, para ponerte

a prueba y conocer tus intenciones.

De idéntica forma, la tempestad no permite que se mantenga en pie un edificio construido sobre arena; por tanto, si te dispones a construir, construye sobre roca. La tempestad desencadenada no logrará derrumbar lo cimentado sobre roca; pero lo cimentado sobre arena se tambalea, demostrando así que no está bien cimentado. Por consiguiente, antes que se desate la tormenta, antes de que arrecien los vientos, y los ríos salgan de madre, mientras aún está todo en calma, centremos toda nuestra atención en los cimientos de la construcción, edifiquemos nuestra casa con los variados y sólidos sillares de los divinos preceptos, de modo que, cuando se cebe la persecución y arrecie la tormenta suscitada contra los cristianos, podamos demostrar que nuestro edificio está construido sobre la roca,

que es Cristo Jesús.

Y si alguien –no lo quiera Dios– llegare a negarlo, piense éste tal que no negó a Cristo en el momento en que se visibilizó la negación, sino que llevaba en sí inveterados los gérmenes y las raíces de la negación: en el momento de la negación se hizo patente su realidad interior, saliendo a la

luz pública.

Oremos, pues, al Señor para que seamos un edificio sólido, que ninguna tormenta consiga derribar, cimentado sobre la roca, es decir, sobre nuestro Señor Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Amén.

RESPONSORIO Mt 3, 11 R./ El que viene después de mí es más poderoso que yo y yo no soy digno ni de llevarle las sandalias. * Él os bautizará en Espíritu santo y fuego. V./ Juan rindió testimonio, diciendo: R./ Él os bautizará en Espíritu santo y fuego.

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