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1 I MITO Y ORTODOXIA

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MITO Y ORTODOXIA

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PASCUA 1976 ENTRE LOS TRINITARIOS No es fácil ordenar los apuntes de una experiencia inicia-da como antropólogo; pero que se fue convirtiendo inesperadamente en experiencia eclesial. El observador fue descubriéndose actor, no por su vestimenta litúrgica, sino por su presencia activa en una fiesta, cuya coreografía lo sumergió de pronto en la tragedia de una sociedad "sui generis". Intentaremos organizar nuestros apuntes de acuerdo a un modelo de antropología descriptiva que respete, tanto la secuencia temporal de los hechos, como el modo de manifestarse del "texto" antropológico. Planteamos al principio esta advertencia porque el conjunto de apuntes y fotografías obtenido en el lugar, guarda para nosotros, el recuerdo de un sufrimiento que va más allá de una página de folklore, en la cual los Occidentales tendemos a encerrar nuestras observaciones de universos culturales alternativos. Y es posible que sea el mismo lenguaje de Occidente el que nos impida pensar en el "otro" en su propia alteridad. La problemática presentada en esta reseña de "teología de los pueblos" (Hermenéutica, Ed. LS.5.R., Urbino, 1981) permite la elaboración de un escrito cuyo sentido de "expiación" evita presentar a los Trinitarios como víctimas, algo que ellos mismos siempre han refutado y que significaría, de todos modos, una injusticia adicional en su contra.

1. Hacia los Trinitarios. Los pocos que conocen en Cochabamba a los Trinitarios, los consideran una población indígena fuertemente anclada en el cielo festivo del calendario religioso católico. Cada año, al acercarse la Pascua y la fiesta de San Miguel (29 de septiembre), representantes de la comunidad llegan a los conventos franciscanos para solicitar la presencia de un sacerdote. No ocurre lo mismo

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para las fiestas de Navidad y Epifanía, pese a que son igualmente importantes en su ciclo festivo. Así me llegó la invitación, transmitida por uno de los franciscanos de Villa Tunari, más cercano al territorio y a las costumbres de los Trinitarios y conocedor de las dificultades que el viaje hacia ellos implicaría. Me motivaron intenciones antropológicas, pero era aceptado sólo como sacerdote, condición indispensable para llegar hasta ellos. Se esperaba que estuviera en la comunidad de los Trinitarios, San Miguel de Isiboro, desde el Domingo de Ramos y durante toda la semana pascual. El primer encuentro quedó establecido en Puerto San Pablo, desde donde los Trinitarios nos conducirían en canoa a lo largo del río hasta San Miguel de Isiboro. El viaje de Cochabamba a Villa Tunari en jeep representaba ya un privilegio respecto al transporte popular en camión, donde la gente viajaba hacinada entre la mercadería destinada al pequeño comercio en los pueblos del trópico. La carretera era asfaltada, un lujo insólito en obsequio al petróleo que, se decía, era tan abundante que bien valía la pena cambiar la geografía al ritmo del consumismo. El "Club de Leones" había dado verosimilitud a este proyecto: decían los del pueblo, aunque no pudimos comprobado, que habían construido piscinas, campos de golf y alojamientos en Villa Tunari. Esta es, en la realidad, una ciudad de "frontera" que se encuentra inmediatamente después de la última cadena de contrafuertes orientales de los Andes. A partir de ahí se abre la inmensa llanura verde del Chapare, bañada por los ríos que forman parte de la Cuenca del Amazonas. Aquí, Bolivia es la confluencia de dos vertientes geográficas y culturales: la cordillera de los Andes y la selva amazónica; la configuración incaica y la arawak-guaraní. Ambas parecen ahora presentes en Villa Tunari, unidas en la común situación de "vencidas" y relegadas a los márgenes de la vida social.

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Normales contratiempos nos impidieron encontrar en Puerto San Pablo a la delegación de los Trinitarios. No podía sorprendernos el hecho cuando sabíamos que era necesario estar dispuestos a aceptar situaciones difícilmente pondera-bles. Casi no hay presencia humana y la naturaleza invade todos los sentidos: en una orilla del río Eterasama un hombre y dos mujeres custodian en silencio azúcar y sal protegidos por el follaje; en la otra orilla dos hombres y un muchacho acomodan una pequeña carga en dos canoas. Les hablamos: sabían ya de nuestra llegada. Se acercan y nos proponen acomodarnos en las canoas junto a sus cosas. Eustaquio, el más anciano, organiza las canoas con breves gestos y en poco tiempo todo está en orden y empiezan a remar. Llueve, mas prosigue el viaje. La imposibilidad de moverse por la estrechez de la embarcación hace difícil la travesía para quien no está acostumbrado. Las anotaciones que hice en el río no registran tanto las cosas que veo y me sorprenden, cuanto las sensaciones de encontrarme en un mundo no solitario. La carretera asfalta-da, parece tener inusitadas prolongaciones en medio de esta selva verde. Fuera de nuestro trayecto, pero paralela, está la "pista", donde aterrizan helicópteros de uso exclusivo de los petroleros. Ahora no hay nadie; pero, no por ausentes, los técnicos son menos condicionantes del paisaje. La importancia del río ha sido redimensionada por la intervención civilizadora que ha destruido también sus características tradicionales: la pesca y el comercio. Recuerdo los magníficos dibujos de Alcides D'Orbigny que visitó estos lugares durante la primera mitad del siglo pasado. En el interior de una gran cabaña, el explorador está echado en una hamaca; alrededor, hombres y mujeres danzaban ofreciendo fruta tropical. Solemnes en sus plumajes y amplias vestimentas, los Yuracarés, antiguos habitantes de Villa Tunari, hoy vagabundean buscando pesca y trabajo en los asentamiento s de los nuevos colonos. También es difícil encontrar a los Sirionós, siempre

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fugitivos no obstante el terror que todavía infunde su nombre. En cien años han sido destruidas casi todas las realidades salvajes. Hacia las cuatro de la tarde el río se llena de voces. En la proximidad de un recodo aparecen otras dos canoas. Los remeros están de pie, maniobrando una larga caña -la zingacon la que empujan las embarcaciones. Es la delegación de Trinitarios. Eustaquio y Jacinto, de la misma comunidad, intercambian señales con ellos. Las canoas se cruzan en un juego de movimientos repentinos: caras sonrientes y saludos de bienvenida establecen relaciones de amistad. Sólo ellos, gente de río, pueden coordinar movimientos tan rápidos para una coreografía acuática. Luego de remar todavía una hora nos detenemos en una playa. Apresuradamente los Trinitarios han construido dos refugios con ramas. También la cena está lista: arroz, tomates y fruta. La noche cae de improviso. Luces rojizas habían dado la sensación de un lento ocaso, pero era apenas un apurado atardecer. A las cinco de la mañana estamos nuevamente en la canoa, río abajo. Ya es sábado. Mi cuadernillo de notas se llena de dibujos, horribles garabatos que retratan un mundo de fantasía: inmensidad de superficies, orillas de verde altísimo y prolongado entre cielo y tierra. Mi propia mudez. Aunque estoy acostumbrándome al río, no me es tan fácil aceptar sus realidades. La acumulación de noticias histó-ricas, culturales y sociales sobre la región del Chapare inhi-ben toda espontaneidad. Así, el adentrarme en una naturale-za tan exhuberante y leer allí una historia de ayer, tan pre-sente todavía, no provoca sin embargo ninguna sensación paradisÍaca en mí. Conocedor de otras situaciones bolivianas y latinoamericanas, tiendo siempre a una lectura trágica. Y es que para los mismos Trinitarios no tiene nada de gratuito ni de festivo recorrer estos ríos: Villa Tunari -ciudad de frontera-; las dos mujeres-físicos deshechos-; Puerto San Pablo -parodia de una red económica de azúcar

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y sal-; Eustaquio-silencioso y tenso en su comportamiento servicial-; Jacinto-juventud que reproduce los gestos del abuelo-; y ahora el señor Flores y los Trinitarios en Guadalupe, patrón y siervos en una región conceptualizada y percibida como selva. Llegamos a Guadalupe al comenzar la tarde, comuni-cándose los remeros habían acercado las canoas entre sí y las conducían hacia la parte más densa de la vegetación, donde el agua era más profunda. Entreveo una senda que trepa por la orilla. Un grueso tronco sirve de apoyo y de pronto me encuentro en un pequeño llano. Delante mío está el señor Flores colonizador y aventurero. El círculo de per-sonas se amplía con los saludos hasta disolverse lentamen-te, quedando sólo los franciscanos con el colonizador. Los demás han vuelto a sus trabajos; son cerca de quince perso-nas: uno limpia el arroz, otro sierra un tronco, otro ordena los bultos, los demás dan la forma final a las cabañas ya lis-tas en su estructura principal. El señor Flores nos explica la originalidad de esta arquitectura. No se ha empleado un so-lo clavo. El armazón, de troncos ennegrecidos por el fuego, está sostenido por los ensambles. El techo es el primero en ser acabado, ahora utilizan calamina. Con el tiempo se pon-drán las paredes, cerrándolas con cañas homogéneas en su hechura. Será preciso cambiarlas después de dos o tres años, el armazón durará hasta cinco o seis. La utilización de los espacios y la disposición de las cabañas dan una idea del tipo de asentamiento: se trata de un campo de trabajo estacional para el cultivo de café, arroz, fruta. Por lo menos ésa es la etiqueta oficial. El Chapare es una zona productora de coca. El colonizador, que ha venido de Cochabamba, es el patrón y cuenta con una lancha a motor que facilita sus desplazamientos. Paga a sus trabajadores, generalmente Trinitarios, con los productos que les vende: azúcar, sal, indumentaria.

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2. Colonia y anticolonia. La abundancia del oro en los mitos sobre el "Gran Paititi" y "El Dorado", fue una imagen recurrente transmitida a los españoles por los mismos "vencidos", sea en las sierras andinas o en las llanuras y selvas. Por la común referencia geográfica a las zonas centrales del continente, la mitología reflejaba en realidad las oposiciones, las luchas, el enfrenta-miento entre los dos grandes movimientos socio-culturales de los siglos XIV y XV: los incas y los guaraníes. Guiados por sus generales, aquellos querían asegurar la periferia del imperio; en tanto que éstos, en la huella de los "héroes civilizadores" e incitados por los profetas, buscaban la "tierra sin mal", peregrinos de una salvación que los arrancará de un presente negativo. Muy pronto, sin embargo, los conquistadores definieron esas tierras como pobres e inhóspitas. Tal denominación era empleada por el Estado colonial para designar, sobre todo, a los territorios agrícolas. En las zonas vinculadas al Pacífico, la feroz realidad de la conquista se había obsesionado con la explotación minera y la agricultura de los contrafuertes an-dinos le era suficiente. Esa combinación se levantó sobre las dos instituciones económicas que generalizaron el abuso del hombre por el hombre en todo el continente: la mita, que sometía al trabajo forzado a los indígenas en las minas, y la encomienda que desarrollaba el mismo proceso en el cultivo de la tierra. En los territorios de la vertiente atlántica caren-tes de minerales, se desarrolló sobre todo la encomienda. Pero frente a ella los jesuitas -y antes de ellos algunos franciscanos-, establecieron en el siglo XVII el sistema de "reducciones". Dada la justificación religiosa de su presencia, estos territorios fueron denominados "misiones". Pero la acción que se desarrollaba en ellos era fundamentalmente de orden civil y de alguna manera alternativa al sistema económico-político establecido. Si España y Occidente justificaban sus intervenciones en nombre de la civilización, los jesuitas ignoraron y trataron

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de suprimir esta arma ideológica. El modelo del misionero itinerante del primer momento, fue sustituido por la organización estable de un núcleo que recordaba a la ciudad medieval y que se basaba en una agricultura de tipo intensivo. Desde estos presupuestos económicos, la "reducción" fue organizada como entidad sociológica de acuerdo a su correspondiente infraestructura de relaciones sociales. La palabra misma, "reducciones", expresaba este esfuerzo de pasar -"reducir" - de las estructuras indígenas a las occidentales. Los padres jesuitas permanecían como últimos responsables de la jerarquía espiritual y civil de la reducción, caracterizada por la absoluta preeminencia de lo público sobre lo privado; por la primacía de la economía colectiva sobre la individual; y por tales justificativos, los instrumentos de trabajo, las semillas y el ganado eran, como la tierra, "Tupa-mbae", "cosa de Dios". La interconexión y vinculación entre las varias reducciones, les otorgaba un poder de tipo regional y permitía la organización autónoma de los indígenas frente al Estado central. La característica defensiva, que adquirieron después y que les permitía armarse, dieron a la conciencia indígena un sentido de apropiación con respecto a las mismas reducciones. Así lucharon también contra los encomenderos blancos y mestizos, que querían usurpar sus tierras, y contra los mamelucos, esclavistas brasileños que reclutaban por la fuerza mano de obra para plantaciones de cacao y algodón. Desde el Paraguay y la Argentina, siguiendo la línea de las tierras "pobres e inhóspitas", los jesuitas llegaron a los te-rritorios orientales de Bolivia. En pocos años, hacia fines del siglo XVII o comienzos del XVIII, llenaron de entidades "civiles" aquellas regiones, incorporándolas a la historia como los territorios de Moxos y Chiquitos. Las tierras del mitológico oro tomaron otras denominaciones de riqueza bajo el gobierno de estos religiosos. El sistema implantado era típicamente occidental e introducía en las estructuras indígenas preexistentes un proceso de

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aculturación inevitable. Sin subestimar los aspectos pedagógicos inherentes, el sistema reduccional logró credibilidad entre los indígenas debido a la violencia, práctica e institucional, que existía en todo el Estado colonial. Del "cristianizar civilizando" surgió, en los terri-torios de Moxos y Chiquitos, una realidad anticolonial por excelencia. Ahí se demostraba que el indígena tenía todas las capacidades para asumir un proceso de aculturación y de guiado, convirtiéndose en protagonista de su propio destino. Las tierras "pobres e inhóspitas" se transformaron en emblema de riqueza económica, social y artística. El Estado colonial tuvo que acudir a los indios de las reducciones para embellecer sus casas, conventos, iglesias y alcaldías. La reacción a la riqueza y a la metodología de los jesuitas será la que provoque su expulsión del territorio latinoamericano en 1767. La presencia de los nuevos administradores civiles en las reducciones, y por tanto su integración al Estado colonial, destruyó rápidamente el sistema que, por naturaleza, era incompatible con las instituciones y relaciones coloniales. El sistema reduccional se había mantenido mientras permaneció periférico y en tanto los lazos de los jesuitas con el Papa se sobreponían al poder de los soberanos españoles. La Audiencia de Charcas -hoy Bolivia-, apoderándose de Moxos y Chiquitos trató de mantener la organización anterior. Pero ni los administradores ni los sacerdotes tenían la ética de los jesuitas. El excedente económico de la producción agrícola dejó de estar al servicio de la entidad indígena, formando parte de una entidad explotadora más vasta. Se aceleró el empobrecimiento general de aquellas regiones impo-niéndoseles el principio de la colonización directa, ejecutada sobre todo desde la independencia de Bolivia. La nomenclatura tradicional y colectivista de los jesuitas no coincidía con las denominaciones privadas del nuevo có-digo civil inspirado en la revolución francesa. Las tierras, sin nombre individual, se convirtieron en tierras de nadie y

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fueron reconocidas con nuevos propietarios. Los habitantes de las reducciones se dispersaron en la búsqueda de un sustento diario por los centros económicos vigentes, convirtiéndose en peones de los buscadores de goma. Al desaparecer la institución que mantenía el ethos de los indígenas, se produjo un vacío institucional en el que los indios fueron nuevamente tipificados como "bestias", "primitivos", "salvajes" y por tanto, "despreciadores de la civilización". Se quebraron las solidaridades comunitarias y las relaciones entre grupos, pues sólo se reconocían en la topografía de las reducciones. y aunque permanecieron algunas estructuras sociales, de autoridad y de cultura, no podían enfrentar al nuevo poder, ante el cual eran impotentes. Incluso la denominación de Trinitarios no resulta de la historia de una etnia específica: es la historia de los territorios nor-orientales de Bolivia. Trinitarios deriva del nombre de la reducción, la Santísima Trinidad que pasó también a designar a la actual capital del De-partamento del Beni. La historia de los Trinitarios, por tanto, debe ser referida a las connotaciones geográficas, residenciales y culturales de aquellas regiones. El nombre adquirió particular resonancia al comenzar este siglo cuando se produjeron intensos conflictos con los blancos y mestizos presentes en las zonas para explotar la goma, la madera y las grandes estancias. La tragedia puede ser reconstruida. Pero la historiografía "civilizada" tiende a caer en el engaño de retranscribir siempre la suya. Los indígenas nunca han escrito, y cuando dejaron huellas de su pasado lo hicieron oralmente o describiéndolo en sus ritos y costumbres. En este caso, la historia que llevaron consigo los Trinitarios encuentra testimonio en las partituras musicales que el "jefe" de los músicos de San Miguel de Isiboro guarda en una caja que custodia en su cabaña. Siguiendo la tradición jesuita, él sigue tocando el violín que construye y arregla con sus manos. El violín pasará a sus discípulos con las

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transcripciones musicales. Las anotaciones de los diferentes maestros de capilla permiten reconstruir el largo peregrinaje: "2 de Marzo de 1896, San Francisco; 1° de Febrero de 1904, Trinidad; 7 de Junio de 1907, San Francisco; 15 de Abril de 1925, San Lorenzo; 10 de Marzo de 1940, San Francisco Javier". Estas anotaciones hechas sobre las copias musicales, ya muy incompletas como tales, son continuadas en la memoria del "capitán grande" de San Miguel de Isiboro. En 1951 partieron de Trinidad. Después de San Lorenzo y San Javier se establecieron en Asunta, sobre el río Sécure. Pasando la cadena de colinas de los Yungas se ubicaron en Covendo. En este trayecto quedaron destruidas 20 de las 80 familias. Los muertos fueron 57, sobre todo niños y mujeres. En Covendo no pudieron" congeniar" con los Chimanes "porque eran salvajes". En 1967, desde Covendo y retomando el Sécure vinieron a Ichoa, llegando en 1972 a San Miguel de Isiboro donde ya se había establecido antes otro grupo de Trinitarios. 3. Fugitivos y residentes. Superadas con habilidad las "Bocas del Chapare" y después de haber remontado la corriente del Isiboro con la "zinga", llegamos a San Miguel, oculto en la selva tal como la ecología indígena suele construir sus asentamientos. Con sus casas de caña, la disposición urbana de San Miguel de Isiboro es de forma rectangular, semejante a la de todos los pueblos del Oriente boliviano. Tiene al centro una gran pla-za, flanqueada al sur por la iglesia, al norte por la alcaldía y a los lados, en una o más filas, por las viviendas. Una cruz, enclavada en el centro de la plaza, anima este orden espa-cial: las cuatro esquinas son equidistantes de este punto. La cercanía del río no ha modificado el esquema general, sino que el río mismo ha sido integrado como variante arquitec-tónica en el paisaje urbanístico. La economía de subsistencia se basa en el cultivo del "chaco", la pesca y la caza según el principio de "todos

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tenemos igual" que además de regular las relaciones, tiene un sentido de nostalgia del lejano "Tupa-mbae" -bienes de la comunidad-o No existen actividades terciarias remuneradas ni intercambios en moneda; el dinero es adquirido a través del trabajo estacional fuera de la comunidad y sirve sólo para aprovisionamiento s extra-comunitarios. Las familias poseen también animales domésticos, pero los Trinitarios rechazan una ampliación de esta actividad: ella no debe salir del marco de la economía doméstica. La cría del ganado, por otra parte, se hace imposible por falta de condiciones adecuadas. No existen relaciones con otros grupos étnicos ni se las desea. Los "otros" son descritos comúnmente como "prohi-bidos" por sus características "salvajes". Pero el odio mayor se manifiesta respecto a los "carayanas" (los blancos), a los que se atribuyen la astucia, la injusticia y el super-poder económico. La pertenencia al grupo no está conceptualizada desde el punto de vista étnico o histórico, sino desde la adhesión a los dogmas católicos, explicitados como verdades de los Trinitarios. Su legitimación está elaborada sobre la base de la enseñanza del"padre" -el sacerdote-, de la tradición y de la referencia a los santos, cuyas imágenes, de hechura artes anal, llevan consigo. El momento cultural trinitario, y por tanto su inserción en los cánones de la civilización occidental, coincide con la aceptación del catolicismo, que corresponde, como hecho determinante, a la presencia de los padres Jesuitas. Su continuidad étnica, en cambio, su segunda dimensión cultural que los mantendría todavía "salvajes", la hacen remontar a los "Guayochos". A éstos los describen en términos de moradores de los territorios nordorientales. En realidad la "guayochería" era un movimiento de rebelión encabezado por el jefe Guayocho que actuó en Trinidad en el año 1887. De la rebelión y de su posterior masacre también tienen memoria.

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El sistema de identidad y oposición cultural parece disminuir cuando se examina la organización institucional del poder. La comunidad sufre una profunda división por el hecho de que incluye dos presencias de autoridad que suelen estar también en oposición entre sí. La corriente civilizada, que hace jefe al "corregidor", y la indígena que tiene su líder en el "capitán grande". Más que de presencias, debiera hablarse de configuraciones sociales que poseen una infraestructura de legitimaciones propias y referidas a dos diferentes tradiciones. La corriente representada por el corregidor es la más acorde con la legislación boliviana y goza por tanto de una capacidad de contratación con los poderes regionales y estatales; la otra sólo usufructúa del apoyo que le dan sus adeptos. La referencia a la ley boliviana o a la tradición trinitaria polariza el conflicto ideológico, y también la conformación histórica. La corriente del corregidor es la primera que se ha instalado en San Miguel de Isiboro mientras que la del "capitán grande" es la que ha mantenido una resistencia más activa en los diferentes momentos de su peregrinar. Esta corriente ha asumido modelos más agresivos frente a los "carayanas" y al Estado boliviano que es considerado más como interlocutor que como representante. Las dos corrientes participan con igual derecho en las de-cisiones comunitarias, aunque se mantenga una distinción. Las reglas democráticas son observadas escrupulosamente y los conflictos a nivel de política general son sostenidos sólo por los representantes que tienen derecho a ingresar en la alcaldía. Pero en la misma alcaldía, se vislumbran las diferencias, figuradas por la primera y segunda fila de los participantes: Primera fila: corregidor, cacique, intendente, alcalde, juez de paz, albacea. Segunda fila: capitán grande, cacique, teniente, alcalde, juez de justicia, policía.

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La organización dual, impuesta ya desde el sistema colo-nial, está presente en todas las comunidades indígenas boli-vianas. Más que por un principio de tolerancia, esta co-existencia de estructuras socio-culturales estaba orientada a disminuir la autoridad autóctona, relegándola a dirimir sólo conflictos internos. Igual dualidad fue obligada también en las comunidades de la selva cuando fueron expulsados los padres jesuitas que garantizaban la existencia del régimen reduccional. La peculiaridad de la organización jesuita fue la de intro-ducir un sistema social con contenidos mixtos: articular la instancia "salvaje" y la "civilizada" en un modelo nuevo tanto para la una como para la otra. Para equilibrar las dos inserciones que podían ser armonizadas sólo en un proceso anticolonial, los jesuitas no aceptaron ningún personaje ni institución del Estado colonial. Cuando fue impuesta la dualidad, la comunidad "trinitaria" elaboró una articulación diferente de la sociedad civil, legitimando parte de las prácticas sociales en la institución de la alcaldía y parte en la institución religiosa del templo. Será por tanto el templo el que mantendrá unidas las infraestructuras comunitarias en su especificidad trinitaria y por ello más genuinamente indígenas. Los grandes espacios de esta inserción los ocupan los "apóstoles", nombrados durante la función litúrgica del Jueves Santo de cada año y las "mamas", también nombradas en las mismas circunstancias. Esta última institución agrupa a mujeres de edad superior a los cincuenta años, dedicadas a la actividad asistencial y educativa en la comunidad; los "apóstoles", en cambio son responsables de las "parcialidades" que representan la división del trabajo dentro de la misma comunidad. Estas "parcialidades" son: 1. los sacristanes; 2. los músicos; 3. los encargados de la ganadería; 4. los carpinteros; 5. los re colectores de miel; 6. los encargados de la comida; 7. los cortadores de árboles; 8. los herreros; 9. los sastres; 10. los

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que vigilan el río; 11. los adivinos; 12. los que abren sendas. Las denominaciones más propiamente "salvajes" se re-fieren a las parcialidades 5; 7; 10; 11 Y 12 -a diferencia de las otras, éstas son expresadas en lengua trinitaria: koiñonos, coclionos, chukñonos, kosilionos-. La división del trabajo en la reducción es por tanto esencialmente integradora del momento "salvaje" como práctica histórica y como práctica social. La integración de las prácticas civilizadas no era por tanto de dependencia de las unas con respecto a las otras, sino coordinadas con las preocupaciones de la comunidad. La comunidad salvaje pasaba de una actividad considerada en grandes espacios -el así llamado nomadismo- a la de residencia estable con agricultura intensiva. Así "los que talan árboles", "los que vigilan el río", "los que abren sendas" y los "adivinos" (todas, actividades salvajes: quemar la tierra como preparación de la siembra; disciplinar la actividad de la pesca según los tipos de fauna y productividad estacional del río, prácticas de la medicina, el hecho de saber moverse en la selva) son recuperados en función de una identidad la-boral en la organización trinitaria. La legitimación "templo" une así la conciencia "salvaje" y la conciencia "civilizada" en la identidad de la reducción, resguardándola de las intervenciones de la organización estatal. 4. La "Loma Santa". Esta estructura social con sus vacíos de institución y de prácticas, tiene un reflejo evidente en la misma pobreza de la arquitectura de San Miguel de Isiboro. Su consistencia no está en la actual organización comunitaria, sino en el recuerdo de la reducción: un modelo que ahora se afirma como símbolo. San Miguel como tal, vive en base a una extraña idea de autarquía de clausura y apertura al mismo tiempo. El pueblo, encerrado entre la selva interminable y el río, que son también posibilidad de subsistencia y de

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comunicación, guarda su centro en la plaza, que con el templo y la alcaldía conjuntamente asume el sentido de fragmentos y de totalidad. La misma arquitectura, en su esencialidad y pobreza, constituye la mediación simbólica capaz de mantener en el juego de espacios "vacíos" y de "prácticas" inexistentes, la representación de una comunidad activa. La identidad de los Trinitarios, por tanto, se da y se reen-cuentra en la memoria de la reducción. La funcionalidad de esta imagen es clarísima: siendo católicos, son ciudadanos del estado boliviano; siendo civilizados, se diferencian de los grupos étnicos presentes en la zona y considerados salvajes; y siendo trinitaria s continúan el distanciamiento de los "carayanas". Su esfuerzo ha sido el de proclamar estas características y al mismo tiempo de hacerlas creíbles a través de la mediación de algunos signos. La comunidad se había organizado para mantener vivo este estado mental a nivel de conciencia tanto individual como colectiva. El vacío y la escasez de las actividades fue sustituido por la simbología religiosa que se había apropiado de toda la articulación de la vida cotidiana. El control social se ejercía sólo a través de una dinámica sacral, que retranscribía todo en una praxis de espacios "permitidos" y espacios "prohibidos". La selva era el gran espacio prohibido: las actividades de caza y pesca estaban sometidas al ritual establecido por el tiempo y por las solidaridades de grupo; la selva era desorden y lugar de ambigüedad cuando no estaba sometida a esta normatividad. Un gran sentido de culpabilidad traducía una casuística de comportamientos no visibles por la comunidad. La única zona que escapaba a esta lógica y donde lo "prohibido" adquiría tolerancia, para expresarlo sobre todo en términos de juego, era el río. Aquí los comportamientos eran menos culpados: lugar que servía a las prácticas de "lavar", "lavarse", de "tiempo de ocio" y de "novedad", no inhibía prácticas inusitadas; pequeños y grandes, hombres y

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mujeres estaban en la promiscuidad más completa, mante-niendo en ciertas situaciones una actitud lúdico-sexual. Era suficiente sin embargo, la presencia del P. Diego, para que también aquí se restableciera el control sagrado. La articulación de sentido que el P. Diego provocaba, venía expresada en términos de legitimación social "bajo norma", criterio que diferenciaba al "civilizado" del "salvaje", las relaciones matrimoniales aprobadas de las "ilícitas". Lo "bajo norma" correspondía por tanto al ámbito de la ortodoxia católica, de la cual el P. Diego era al mismo tiempo representante y sometido. En realidad se manifestaba una disyunción entre motivaciones y palabras. Si las últimas -solemnes en su proclamación- expresaban la ortodoxia más perfecta, en las coreografía del conjunto -bailes y vestidos- las motivaciones se reconectaban con el mundo salvaje. La sola presencia del sacerdote recomponía motivaciones y palabras en una visión teocrática que se remontaba al universo cultural de la reducción. El gran mito de la "tierra sin mal" se encarnaba en la re-ducción, concebida como salvación frente a los "carayanas". Los Trinitarios transmiten el mito de la búsqueda de la "Loma Santa". Es el mismo catequista el que lo evoca. El está encargado de la educación religiosa de los niños. A las seis de la mañana, en los días no laborales, les enseña oraciones, prácticas católicas, sacramentos y organización cristiana de la comunidad. Afirma que enseña la fe para que los Trinitarios no se desalienten. A este punto introduce la descripción de la "Loma Santa": en una colina, rodeada por una inmensa llanura, vive un viejo que espera a los Trinitarios, actualmente sufridos por ser peones de los "carayanas". El viejo puede ser indistintamente fuerza de Dios o el mismo San Miguel en persona. La premisa para alcanzado es la austeridad de la vida, vivir la fe "trinitaria" y esperar que él hable. Entonces los Trinitarios tendrán que partir. La existencia de la "Loma Santa" ha sido predicada por los ancianos -"los Guayochos", sus antepasados- que

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eran muy buenos, valientes guerreros, aunque salvajes. Se convirtieron al catolicismo, hablaron "trinitaria" y se rebelaron contra los "carayanas". Sólo los ancianos conocen la existencia de la "Loma Santa" y no se debe hablar de ésta a los niños; ellos mismos se darán cuenta cuando el viejo los llame. También a mi me piden que no lo cuente. ¿Acaso estoy siendo iniciado en el mesianismo "trinitaria"? Esta nota milenarista se añade a la versión original de la "Loma Santa". El "vacío" y las "prácticas" inexistentes han operado la transformación de sentido, ya no indicando sen-deros de salvación terrenal, sino una imagen de quietud. La "ortodoxia" ha recubierto los silencios y las faltas de las in-tenciones socio-políticas, acentuando la salvación como pura espera, centrándola en la figura del "viejo" y poniendo en segundo orden las características de "lugar". La situa-ción y la posición diferentes en la proclamación del mito han articulado de manera también distinta los elementos in-ternos. La "tierra sin mal", despojada de los contenidos de subversión ya no es pensamiento negativo respecto al "sta-tus qua" de la sociedad. Los profetas guaraníes proclama-ron en el mito de la de "tierra sin mal" una real posición de contrapoder en su sociedad en los siglos XIV Y XV -entre los Chiriguanos también en el siglo XVIII-. En efecto, se mantenían al margen de la vida de grupo, daban vueltas en los territorios enemigos y se declaraban "vírgenes", manifestando su desacuerdo, rompiendo con las alianzas formales de la sociedad; como contrapartida, daban la seguridad mágica -las flechas no tocarían a los guerreros- y prometían la creación de nuevas solidaridades, formulando apocalípticamente su mensaje. Puedo hablar también con el brujo o curandero, personaje que restablece la salud, aunque de status social ambiguo. Ligado a la cultura indígena, su arte sigue los percances de la afirmación o negación del universo "salvaje" o "civilizado". Ha aceptado el diálogo con mucha reticencia.

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Es un personaje oculto, sobre todo desde que ha llegado un enfermero contratado por el Estado boliviano. Todavía se le consulta porque conoce el secreto de las yerbas. Un poco achacoso y avejentado, es la imagen emblemática de esta sociedad. Los espacios abiertos tanto geográficos como de hábitat y de cosmogonía habían formado un tejido de motivaciones de la "tierra sin mal"; reducidos éstos, la dimensión vertical se acentúa sobre la horizontal. 5. La vida del rito. Desde el domingo de Ramos al Miércoles Santo, los Tri-nitarios están ocupados en preparar la gran Liturgia Pascual. Todos los representantes de las familias participan en la limpieza del poblado, en el arreglo de la Iglesia, de la plaza y de la alcaldía. También se ha hecho aprovisionamiento de comida. Parece que desde el miércoles por la tarde hasta el Domingo de Pascua, todos deberán suspender las actividades cotidianas para insertarse en el tiempo sagrado. Nada puede ser derogado y el énfasis de la preparación quiere mostrar la disponibilidad hacia los acontecimientos religiosos. Han regresado también los trabajadores estacionales; los que han llegado de Trinidad emplearon siete días de canoa. San Miguel recogía a todos los habitantes, 80 núcleos familiares, 646 personas. Este regreso servía también para definir las alianzas de la comunidad; el carácter implícito del "bajo norma" venía autorizado con la fórmula más solemne, por la presencia del sacerdote. El P. Diego estaba muy atareado con las prácticas burocrá-ticas; pero, por respeto a las costumbres de la comunidad, no quiso imponerse en todo lo que normalmente se pensaba sin el sacerdote. Así, fue el sacristán quien asistió a los ritos de sepultura de un niño, muerto el martes en la noche. De madrugada, las campanas tocaron a duelo. El P. Diego y yo estábamos en el río, estupefactos ante el rojo del sol que se reflejaba en el agua rompiéndose en nuestras manos

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mientras nos lavábamos. Comentábamos la extraña sensación que nos causaba aquel sol mañanero. La gente, en cambio salía y regresaba a la cabaña. Un saludo de rigor y después el silencio. Quedaba en el aire sólo esa tristeza que venía de la iglesia. Con mucha más razón, ya que no se trataba de la niña anémica y ciega a la que el P. Diego había admistrado los sacramentos de los enfermos, sino de su hermanito. La acción litúrgica se realizó frente a la iglesia. Serían las once de la mañana; el cuerpecito, tendido sobre algunas maderas estaba rodeado por los músicos y la mirada de todos: el violín tocaba y tras él se cantaba en latín, portugués, trinitario y español. El sacristán había esparcido también abundante incienso. Se trataba de un niño y su muerte expresaba el cansancio de la vida: ahora era, se decía, un "angelito". En la tarde del mismo día empezarían los grandes ritos pascuales, ritos que eran la vida de un día. 5.1- Miércoles: iglesia y alcaldía. Horas 19 en la Alcaldía. Allí se habían reunido los "sa-cristanes" y las autoridades civiles. Estas últimas acompaña-das por el ritmo de un tambor, por tres veces barrieron el pi-so con una bandera negra. Primero el corregidor, luego el capitán grande. Después fueron a la iglesia donde los esperaba el P. Diego, vestido con los ornamentos litúrgicos. En la iglesia, el más anciano de los apóstoles, anunció al pueblo los acontecimientos que se recordarían en los próximos días. Se repitió el gesto de la bandera. Luego se formó una procesión alrededor de la plaza. En cada esquina, frente a los altares la bandera barría el piso, era el signo de sometimiento de lo civil. El sacerdote, no obstante encontrarse en un orden jerárquico que le asignaba honor, no intervenía. Los músicos y los sacristanes imponían los ritos y la praxis a seguir. El actor principal era la bandera, sostenida siempre por autoridades civiles, que dialogaba con los signos religiosos. Era la reelaboración de un juego simbólico: lo humano humillado por lo divino.

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La comunidad se reconocía en estos gestos y, regresando a la iglesia repetía expresiones de fe. A los que se iban, en la puerta, el más anciano de los" apóstoles" recordaba con pro-funda conmoción los hechos de la pasión. La ceremonia terminó regresando a la alcaldía donde fue anunciado un régimen de austeridad: se imponía una absoluta abstinencia de bebidas alcohólicas en los días de preparación pascua!. 5.2- Jueves: "apóstoles y "mamas". La liturgia del miércoles había establecido la prioridad del templo respecto a la alcaldía. En definitiva había asumido a ambos. Era un desafío. Por esto la liturgia del jueves no sólo fue proclamación de un evento cristiano sino también una nueva propuesta de organización de los Trinitarios. La interlocutora de los grandes ritos era la sociedad. En ella el pensamiento trinitaria había puesto siempre la posibilidad de la salvación concreta proclamada por el mito. Los momentos del día eran destacados por la normatividad litúrgica pre-conciliar. Pero estaban presentes muchas variantes. Las celebraciones fueron trasladadas a la tarde y a la noche. En la mañana se adornó el templo que fue recu-bierto por un cúmulo de hojas. Una corona de flores, de co-lor amarillo rojizo, hacía resaltar nuevas líneas arquitectónicas tanto externas como internas. Aquí las esquinas y el altar constituían un espacio redondo en la arquitectura rectangular de la iglesia. En la parte posterior del altar no estaban tendidos los ornamentos del sacerdote, sino las camijetas las largas y anchas túnicas blancas comunes a todas las reducciones- que habrían vestido los" apóstoles". La acción litúrgica sufrió también una disyunción de lugar: un tiempo en la iglesia para la celebración eucarística, un segundo tiempo en la plaza. Aquí, más que en la memoria evangélica, los gestos eran concretos y reflejados en los" apóstoles" y las "mamas". Eran ellos los que establecían una conexión directa con la abundancia y la fiesta, expresada en el templo, y que la

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proponían nuevamente como institución en la visibilidad de la plaza, cuyos alrededores estaban vacíos por la cena de los apóstoles. Estos, sentados en las mesas, invitaban a las personas a compartir lo que había sido preparado para ello. Todos disfrutaron un poco de esa abundancia. La plaza expresaba una conexión entre contenidos interiores y exteriores: intercambios económicos, solidaridades civiles y proyección de un destino común. Terminada la cena, llamados por dos matracas que recorrieron la plaza, todos regresaron a la iglesia. Desde allí a un gesto del celebrante, los apóstoles se retiraron a una casa para discutir. Mientras tanto, en la iglesia, las "mamas" cantaban y en la plaza se desarrollaba una danza con 18 linternas y 26 símbolos de la pasión, izados a largos palos que iban de la iglesia a la plaza.

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5.3- Viernes: en el gran silencio de los macheteros. El lector se habrá dado cuenta cómo dos procesos cultu-rales se han desarrollado entrelazándose: uno de acultura-ción y adaptación a la nomenclatura occidental, el otro de endoculturación y apropiación del cristianismo. Este último estaba presente en todo lo que podía ser definido como paralitúrgico respecto a la liturgia formal católica. La articulación de sentido de los ritos estaba más ligada a la paraliturgia que a la liturgia como tal. No era difícil para el antropólogo distinguir, a través de la mediación de los signos, una vez, el universo religioso salvaje y otra el occidental; sin duda alguna también la presencia del conflicto entre ambos que diversificaba la participación de los actores y la respuesta comunitaria. El viernes era claramente una apropiación indígena del tema de la muerte y la resurrección. La confirmación llegó también por el tipo de resonancia psicológica que se provocaba en las personas. Invitadas a hablar, preferían explicar el evento religioso describiéndolo en términos típicamente indígenas: el pecado era la ruptura de la solidaridad cósmica donde las plantas hablaban con los peces, el diablo era provocador de desórdenes, manifestados en el agua turbia; y las enfermedades, producto de un maleficio. En la mañana, en la iglesia, los músicos acompañados por violines, habían cantado la pasión subdividida en versículos; una estrofa era cantada por el pueblo. Repetía: "tatavore, yo-voimi; tatavore, yovoiñasi": -Señor, ten piedad; Señor, ten piedad de nosotros-o Afuera en la plaza y en las casas, estaba prohibido hacer cualquier cosa, inclusive encender el fuego y muchas personas, en especial "apóstoles" y "mamas", mante-nían el ayuno más estricto. En la tarde, el Vía Crucis. Pero, la noche fue la gloria de los macheteros. Cuatro bai-larines, vestidos con camijetas blancas, los tobillos envueltos por dos collares de cascabeles, un casco con grandes plumas

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verticales en la cabeza, erguidos ante la alcaldía, habían em-pezado a bailar a las diez de la noche. Las cadencias resonan-tes de los pies se articulaban con los movimientos de todo el cuerpo, que ora se contorsionaba, ora daba vueltas sobre sí mismo, mientras que el gran machete, que esgrimían, descri-bía intenciones de guerra salvaje. Su danza dialogaba con la melodía continua de una flauta acompañada por la cadencia de un tambor. Lucharon hasta el alba. En las cabañas estaban despiertos admirando a los guerreros que se destacaban por lo claro de la vestimenta y del plumaje en el desierto de aquella plaza. Se escucharon las notas que dividían silencio y canto, ambos igualmente percibid os. En aquella imagen la contraposición entre cielo y tierra se disolvía porque los ma-cheteros habían bailado para el uno y para la otra. Eran, al mismo tiempo destino y lugar de lucha. 5.4- La Pascua: "alegría de los indigenales". El sábado en la mañana ya era la resurrección. Se encendió un fuego en la puerta de la iglesia; de ahí lo tomaron las familias llevándolo después a sus casas. El fuego, para los Trinitarios, no tenía connotaciones negativas: servía a las actividades domésticas y expresaba salud física. Al mismo tiempo, el lienzo que cubría el altar de la iglesia fue retirado. Después se empezó a trabajar para reconstruir la simbología de la abundancia, como el Jueves Santo. Sacristanes y encargados de la ceremonia estuvieron trabajando hasta el inicio de la Misa de Resurrección, celebrada alrededor de las once de la mañana. A las nueve de la noche, en la alcaldía, un grupo de danza-rines, sin ningún acompañamiento bailó frente a un altar im-provisado. Los cascabeles de sus pies, sacudidos por sus pa-sos, eran su única música. Luego salieron juntos y fueron la guía del pueblo que tras ellos formó una procesión. También las mujeres bailaban con simples movimientos de los pies. Cuando todos se encaminaron hacia la iglesia, se adhirieron también los macheteros; convocados por el tambor y la flauta

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repetían su himno de guerra. Los bailarines que precedían in-terrumpían de cuando en cuando la danza gritando ¡Aleluya! La plaza era un coro de melodías. Frente a la iglesia se detuvo el cortejo dejando un espacio abierto. En él entraron los macheteros y fue una sola música. Retornando el orden anterior, la procesión se fue de la iglesia a la alcaldía. Allí se repitió la danza entre los primeros danzarines y los machete-ros. y luego también los macheteros, soberbios, se mezclaron con el pueblo: los pasos de danza, para alegría de los Trinita-rios, involucraban a todos. El domingo fue la Pascua de Resurección. Misa y celebra-ción de los matrimonios en la mañana; en la tarde se realiza-ría la fiesta también con alcohol. Después del gran rito, no-sotros retornaríamos a la agitación de la vida de ciudad; la comunidad de los Trinitarios, a la angustia de siempre. Dos canoas nos llevarían más allá de la selva, sobre la carretera hacia Cochabamba. A las cuatro de la tarde la comunidad nos acompaña de la "casa del padre" -nuestra cabaña- a la orilla del río. A petición mía están presentes los macheteros; no visten las camijetas; pero el casco de plumas, la música, los movimientos y las expresiones son los de antes. Los sacerdotes son objeto de coreografía. Sin necesidad de precauciones bajo a la canoa. En el agua alta la embarcación da un salto. Aparece el catequista, vestido de trapos y cubierto de follaje. La gente grita desde la orilla: "es el paya-so". Aparece y desaparece siempre más lejos. Su alegría quiere cerrar la fiesta. ¿Imágenes de agua turbia o de paz re-establecida entre las plantas y los peces? A la figura del "padre", que esparce lo sagrado, se contrapone lo demoníaco. Poco después, sin lo "bajo norma" presente, el alcohol añadirá razones a la fiesta. 6. Los ritos de 10 cotidiano. El corregidor había venido con nosotros. En el pueblo de Eterasama vende a bajo precio las pieles de animales. Su proyecto es llegar a Cochabamba. Los saludos marcan la

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separación. Su figura solitaria, se relaciona con la del trinitario que poco antes de morir me había entregado un cuadrito que representaba a San Antonio, pintado en azul. Dos imágenes que relaciono a la de San Miguel de Isiboro: segmento de vida, los dos, segmento de realidad social, su pueblo. La grandeza del rito es ella misma una realidad separada: gesta una simbología que no corresponde a una secuencia temporal continua, sino de sólo tres días. La abundancia y la coreografía de los ritos eran "códigos" para hacer recordar. Los "apóstoles" y las "mamas" no se referían a la "Tupa-mbae" sino a una lógica simbólica institucional. En esta perspectiva se resuelve también el caso de un "apóstol" demás, en el Jueves Santo. Uno de ellos, en efecto, por ser considerado concubino -vivía en la selva y no era fácil encontrarlo- fue excluido de los" doce" con la presen-tación de otro nombre. El rechazado, contra toda previsión, la misma mañana del jueves se presentó al P Diego, quien por su parte anunció que el impedimento no existía. En el proyecto de una reelección general de los "apóstoles" no parecía conveniente la exclusión de uno, lo cual implicaba por otro lado, la del nuevo "apóstol". De la lógica numérica se pasó a la del conjunto del Cenáculo en el momento de la Ultima Cena (que incluía a Jesús). Para reconstruir la correspondencia completa con esa situación fue aceptado el número trece. También el criterio de lo "bajo norma" era sólo un transmitir contenidos del pasado y en la práctica se decidía sólo sobre el matrimonio. Esto, más que norma de sexualidad, significaba relacionarse con los padrinos, como alianza arti-ficial de consanguinidad. "Me ha ligado", decían. El padre de la mujer donaba al esposo: machete, hacha, pala, zapatos, pantalón, camisa; mientras que la madre del novio daba a la novia: cinta, collares, aretes, hamaca. Lo necesario para establecer una familia con una precisa indicación de los diferentes roles. "Todos tienen que casarse" expresaba el sentimiento del matrimonio como obligación de asumir la

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responsabilidad última para la supervivencia de los Trinitarios. Las mismas familias deciden la pareja del matrimonio. Las decisiones individuales no deben sobrepasar las premisas de la comunidad. Sólo el intercambio de las mujeres a través del matrimonio es el "bien" sobre el cual San Miguel de Isiboro puede programar su identidad. En el mismo rito la mujer -descalza, vestida con una tela artesanal apretada en las caderas y abierta en el pecho, más amplia de las caderas a la rodilla, collares de semillas secas en las muñecas y en el cuello, los cabellos atados con un cordón con diseños geométricos- expresa la conjunción con el universo indígena. Los jóvenes trabajadores estacionales, no llevan signos "trinitarios" en su cuerpo. Este despojo es ya incapaz de dar significados apropiados a las situaciones. El cementerio, en plena selva y fuera del radio urbano de San Miguel, lo hemos visitado el Viernes Santo. En el verde, el arbusto de hojas perennes que lo custodia, forma con su color una mancha de rojo intenso bajo la cual se esconden los muertos. Esa mancha roja, más que dimensión de memoria expresa provocación: voluntad de sobrevivir. Sin un cuidado continuo este arbusto, así como los muertos, desaparecería en la maleza de la selva. El universo religioso está en la imposibilidad de suplir estas carencias. Para sustituir la acción del sacerdote, la co-munidad ha fundado la validez de sus ritos en una distinción: ritos "de agua" y ritos "de óleo". Cada domingo se celebra la santa "misa" que consiste sólo en la lectura de páginas bíblicas. El lazo con la oficialidad religiosa es mantenido únicamente por el calendario que marca el tiempo sacro y los nominativos del santoral católico. Se recurre a éste para cada bautizo. A la "artificialidad" del calendario se añade la de la presencia del sacerdote, presente por" gentileza" y por disponibilidad momentánea que toma, sin embargo, el tiempo de una semana entre ríos y senderos.

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Por la conciencia que tienen de la relación entre templo y sacerdote, aun desarrollando una paraliturgia muy rica en expresiones, los Trinitarios cumplen sus ritos en la puerta del templo. Así, el universo sacramental, en el momento mismo en que actúa, gesta una experiencia de escisión entre actos mentales y actos prácticos. La dinámica del templo vacío opera, por tanto, una acción negativa y en el mejor de los casos, de rebote que ha despojado de manifestaciones socio-políticas la "tierra sin mal". Su traducción a "Loma Santa" refleja como un espejo, la realidad solitaria y soleada de un deseo que produce una simbología exclusivamente mental. Por ello la "Tupa-mbae", ligada a la ortodoxia del universo religioso, vivía, sin embargo, en un contexto vaciado de otras praxis sociales. Pero ella misma, ya era incierta y no significaba más la mediación entre lo "civilizado" y lo "sal-vaje". El vértigo milenarista derivaba sobre todo de esta in-certidumbre. Lo que quedaba como cohesión interna de los Trinitarios era la reacción contra los" carayanas"; rencor que hacía angustiosos los senderos hacia la "Loma Santa". Atentos a percibir cualquier noticia sobre ella -una vez hasta por la radio, en San Borja, los Trinitarios creyeron oir sobre la "Loma Santa"- para ellos el mito de la "tierra sin mal" no representaba el aquietamiento del odio, pero sí ciertamente el de los sufrimientos seculares. Chapare, Pascua 1978.