i introducción - cpcen.org.ar pulles.pdf · destinado a la sanción de las personas físicas, que...

21
Garantías constitucionales procesales, procedimiento administrativo y potestad sancionatoria de la administración Autor/es: Por García Pullés, Fernando R.. EDA, 2007-623 [Publicado en 2007] I Introducción La construcción de los preceptos que se integran al sistema jurídico que llamamos derecho positivo obliga a concluir que la eventualidad de una sanción se integra a la norma como un elemento principal, destinado a obtener el respeto de sus imperativos (1) . Esta herramienta del Estado para asegurar el respeto de las prohibiciones directa o implícitamente contenidas en las normas y, de tal modo, la custodia de los bienes de la vida que están llamadas a proteger se traduce, pues, en una potestad sancionatoria que resultaría inherente al propio poder, en tanto “causa formal” del Estado, que “...unifica y otorga coherencia a la organización...” del pueblo en el territorio –sus causas materiales– (2) . El trabajo de los juristas en el examen de la principal especie de concreción de esta aptitud sancionatoria estatal sobre los ciudadanos se exhibe como la formidable evolución del derecho penal, jalonada por el aporte de fantásticos pensadores en el mundo entero, cuya preocupación permanente por el valor de los derechos, libertad y dignidad humanos permitió la creación de un sistema de garantías que terminó imponiéndose a los poderosos de turno, no sin atravesar continuos avatares. A la sombra de ese edificio monumental, el resguardo de otros bienes jurídicos aparentemente menos trascendentes para la sociedad y, en particular, de aquellos que hacían al orden de la vida comunitaria, quedaron en la custodia de la Administración, que –cuando se produjo la escisión de las funciones del poderreivindicó la permanencia en su órbita de una porción de aquella potestad de sancionar, que reivindicó como una facultad ínsita en su obligación de administrar. El crecimiento de esta sombra –la imagen no es sólo una referencia literariapareciera extenderse de modo inusual en los últimos tiempos. Ese desarrollo ha surgido de la traslación de especies del derecho penal al ámbito del “derecho administrativo sancionador” y la jerarquización de los poderes en materia contravencional de las comunas. Pero también tal vez por un fenómeno de insólita correspondencia con el mundo físico, ante el “atardecer” de la relevancia de las funciones de los poderes legislativos en un mundo signado por la “tecnocracia”, la “urgencia” y la ausencia de deliberación gubernativa. Una tercera razón debe sumarse a las causas anteriores: la progresión geométrica en el crecimiento de la intervención de las personas jurídicas en la economía, concretada en conductas de sus administradores que se manifiestan adoptadas claramente en procura de beneficios de los intereses de los entes ideales, enfrentado al concepto del “derecho penal clásico” de presentarse como un derecho

Upload: hoangtram

Post on 25-Sep-2018

218 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Garantías constitucionales procesales, procedimiento administrativo y potestad sancionatoria de la administración

Autor/es: Por García Pullés, Fernando R.. EDA, 2007-623 [Publicado en 2007]

I

Introducción

La construcción de los preceptos que se integran al sistema jurídico que llamamos derecho positivo obliga a concluir que la eventualidad de una sanción se integra a la norma como un elemento principal, destinado a obtener el respeto de sus imperativos(1).

Esta herramienta del Estado para asegurar el respeto de las prohibiciones directa o implícitamente contenidas en las normas y, de tal modo, la custodia de los bienes de la vida que están llamadas a proteger se traduce, pues, en una potestad sancionatoria que resultaría inherente al propio poder, en tanto “causa formal” del Estado, que “...unifica y otorga coherencia a la organización...” del pueblo en el territorio –sus causas materiales–(2).

El trabajo de los juristas en el examen de la principal especie de concreción de esta aptitud sancionatoria estatal sobre los ciudadanos se exhibe como la formidable evolución del derecho penal, jalonada por el aporte de fantásticos pensadores en el mundo entero, cuya preocupación permanente por el valor de los derechos, libertad y dignidad humanos permitió la creación de un sistema de garantías que terminó imponiéndose a los poderosos de turno, no sin atravesar continuos avatares.

A la sombra de ese edificio monumental, el resguardo de otros bienes jurídicos aparentemente menos trascendentes para la sociedad y, en particular, de aquellos que hacían al orden de la vida comunitaria, quedaron en la custodia de la Administración, que –cuando se produjo la escisión de las funciones del poder–reivindicó la permanencia en su órbita de una porción de aquella potestad de sancionar, que reivindicó como una facultad ínsita en su obligación de administrar.

El crecimiento de esta sombra –la imagen no es sólo una referencia literaria–pareciera extenderse de modo inusual en los últimos tiempos. Ese desarrollo ha surgido de la traslación de especies del derecho penal al ámbito del “derecho administrativo sancionador” y la jerarquización de los poderes en materia contravencional de las comunas. Pero también tal vez por un fenómeno de insólita correspondencia con el mundo físico, ante el “atardecer” de la relevancia de las funciones de los poderes legislativos en un mundo signado por la “tecnocracia”, la “urgencia” y la ausencia de deliberación gubernativa.

Una tercera razón debe sumarse a las causas anteriores: la progresión geométrica en el crecimiento de la intervención de las personas jurídicas en la economía, concretada en conductas de sus administradores que se manifiestan adoptadas claramente en procura de beneficios de los intereses de los entes ideales, enfrentado al concepto del “derecho penal clásico” de presentarse como un derecho

destinado a la sanción de las personas físicas, que sólo en los últimos años ha atisbado algunos giros trascendentes, límite que provocó la utilización del campo sancionador administrativo para llenar resquicios que aseguraran la “retribución” para el destinatario de los beneficios de las infracciones.

No es accidental, entonces, que los últimos años exhiban una particular exhuberancia en el ejercicio de la potestad administrativa sancionatoria, ni que en su consecuencia hayan surgido importantes trabajos jurídicos que examinan esa realidad(3).

Hoy es casi obvio que un importantísimo número de conductas, hasta ayer caracterizadas como delitos del derecho penal, han sido transportadas al ámbito infraccional. El proceso se conoce, globalmente, como despenalización, aunque también podría ser examinado desde la perspectiva contraria, como expansión del campo de ejercicio de la potestad administrativa sancionatoria.

Muchos autores han retomado los estudios de esta rama del derecho, que oportunamente se disputaran el derecho penal administrativo y el derecho administrativo sancionador, en un debate que durante algún tiempo fue relegado, pero que ahora retoma importancia.

La permanencia de la potestad sancionatoria administrativa se presenta, desde la aparición de la doctrina de los frenos y contrapesos que adjetivó a las repúblicas constitucionales de los últimos doscientos treinta años, como un nuevo problema del derecho, que pareciera destinado a minar las bases conceptuales de esa forma de gobierno, pues excede de la dialéctica Administración-Justicia.

En efecto, es preciso considerar, desde esta misma introducción y por la impronta que ello transmite a toda la materia que nos ocupa, que el problema de la potestad sancionatoria de la Administración o del derecho administrativo sancionador, al menos en lo que hoy se reconoce como tal en la República Argentina y en los antecedentes doctrinarios y jurisprudenciales de otras naciones, no se limita a la mera cuestión del traslado de una facultad judicial –la de sancionar– a la competencia de una autoridad administrativa, usualmente sujeta a la revisión de los jueces.

Ello es especialmente claro cuando se advierte que algunos antecedentes jurisprudenciales han desconocido, incluso, el pretendido carácter jurisdiccional de la aplicación de sanciones administrativas, atribuyendo a dicha actividad una naturaleza idéntica a la que subyace a la emisión de los actos administrativos y separándola de la función que la Constitución atribuye a los jueces, en especial ante la inexistencia de la imparcialidad que debe calificar el ejercicio de la función jurisdiccional(4).

La temática es mucho más amplia pues, además, radica también en examinar la juridicidad de la potestad que se arroga la Administración en este campo para determinar, concretar o perfeccionar las conductas infraccionales y las sanciones que corresponderán a tales “tipos”, y para aplicar o dejar de aplicar la “retribución” prevista en el ordenamiento a su respecto.

El debate, pues, no ha de agotarse en la legitimación o no de una técnica, cual es la “atribución” de una “pre competencia” judicial a un órgano administrativo. No ha de ser la descripción de un simple combate por el monopolio o duopolio de la potestad de imponer un “castigo”. Se trata de una temática más amplia, que agrega a esta vertiente la de la facultad normativa de establecer infracciones y sanciones y hasta de la titularidad de la pretensión punitiva.

Si no se advierte esta verdadera dimensión de la potestad sancionatoria de la Administración, la tópica quedará reducida a un problema constitucional ya superado, al menos en la República Argentina, a partir del famoso precedente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso “Fernández Arias c. Poggio” dictado en 1960(5) y se soslayarán los problemas que más detenido examen jurídico reclaman por estas tierras.

El término de estas discusiones, como ocurre generalmente con los temas del derecho, pues, no es meramente académico, pero además está en juego la cuestión de la titularidad de las potestades que han de ejercerse.

Por cierto, en los países de organización federal, como es la República Argentina(6), los textos constitucionales muchas veces han reservado al gobierno federal el dictado de las llamadas “leyes de fondo”, que también suelen conocerse como “derecho común”(7), con el propósito de unificar las respuestas jurídicas a los conflictos ordinarios, aunque reservando la interpretación y aplicación de esas normas a los tribunales provinciales(8), salvo que por razones de las personas o la materia la cuestión quedara atribuida a los tribunales federales(9), de modo que la indicación de una conducta como delito supone su regulación normativa por una ley (normalmente un Código) dictada por el Congreso de la Nación, mientras que su calificación como falta o contravención reenvía su consideración normativa a las legislaturas provinciales.

Es más, todavía debería considerarse que el ámbito de regulación normativa y de jurisdicción de las “faltas y contravenciones” es de competencia “municipal” y no siempre provincial, competencia que debe ser preservada por las provincias a las “comunas” como condición de resguardo de validez de sus propias constituciones(10).

Por todo ello, la traslación de una determinada conducta, del ámbito del derecho penal, al del derecho infraccional, supone una serie de cambios importantísimos en su regulación jurídica, en los procedimientos de aplicación de las sanciones y aun en la titularidad del ius puniendi que reclaman un estudio muy detenido.

En ese contexto, es necesario abordar algunos principios del procedimiento administrativo de la República Argentina, en su encuentro con el ejercicio de potestades sancionatorias de la Administración Pública, título que presupone –desde su inicio– que algo extraño ha de surgir de ese eclipse, porque de otro modo ni siquiera deberíamos postular su análisis.

El examen deberá, necesariamente, transitar por la consideración de algunos contenidos de los dos compuestos: el procedimiento administrativo y la potestad sancionatoria de la Administración, para conocer a qué encuentro pretende

aludirse. Más tarde, me detendré en los efectos que tiene en este cruce el modo en que se presentan los campos del derecho penal y de la potestad sancionatoria de la Administración por nuestras épocas y cuáles son sus consecuencias sobre la tópica analizada, para comparar las garantías sustanciales y procesales que están en juego. Si nos queda tiempo, he de considerar tres o cuatro aspectos puntuales que, entiendo, merecen un momento de reflexión particular.

II

El procedimiento administrativo. Función

y fundamento. Crisis y necesidad

de reivindicación de su importancia

El derecho administrativo sorprende a quienes se acercan a él por primera vez, por la fuerza con que se exhibe su régimen exorbitante. Un sistema de prerrogativas y garantías que todo lo inunda, al punto que nada puede siquiera considerarse sin atender a la impronta de esta modulación especial.

Ese régimen exorbitante no es un regalo fortuito del derecho a la Administración. No ha sido una construcción dogmática, ni pragmática –a pesar de la opinión de algunos– ni meramente científica. Ni siquiera, por lo menos en mi opinión, cabe pensar en su creación como una mera deferencia del orden jurídico a favor del Estado o de la autoridad pública. Como ha explicado CARLOS BALBÍN, recientemente, va llegando la hora de no oscurecer el verdadero enfrentamiento que acontece en el ámbito del derecho administrativo, que no se da realmente entre poder y derecho, sino entre derecho y derecho, pues detrás del poder sólo existe –en realidad– el ejercicio de defensa de ciertos derechos de la colectividad que justifican, así, la postergación de los derechos individuales(11).

Creo que a esta altura de la evolución del derecho, si queremos entender el régimen de exorbitancia, y en particular el mundo de las prerrogativas en el régimen de exorbitancia, será indispensable considerar que estos privilegios dados a la Administración encuentran quicio constitucional y aun lógico, para la paz social de la organización estatal, en la permanente consideración de los derechos que protegen y las instituciones que los avalan.

En lo que hoy nos interesa, no podría hablarse de autotutela declarativa, que como todos sabemos es mucho más que la presunción de legitimidad de los actos administrativos, sin justificarla en la existencia de un procedimiento administrativo que pueda exhibirse ante los ciudadanos como verdadero instrumento del control preventivo de legalidad, ni a la autotutela ejecutiva sin vincularla estrechamente con la consecución del fin público inserta en la finalidad de todo acto administrativo.

En el contexto de estos presupuestos argumentales, debe admitirse que el procedimiento administrativo no es sólo un “corsi” con el que adormecemos nuestra pulsión letrada por el debido proceso adjetivo, sino la razón que convalida, mucho más allá de las leyes que la otorgan, la potestad de la Administración de

tutelarse por sí, en un conflicto con los ciudadanos, resolviéndolo mediante un acto que se presume legítimo, privilegio que ninguna otra autoridad pública recibe en el sistema jurídico actual.

Un año atrás, en las Jornadas Nacionales de Derecho Administrativo Argentinas, que tuvieron lugar en la ciudad de Salta, me propuse reivindicar el valor del procedimiento administrativo en el agotamiento de la vía para acceder a la sede judicial. Destaqué entonces que los ciudadanos serían claramente beneficiados si revirtiéramos el malsano criterio de hacer del procedimiento administrativo un rito para legalizar los ocasionales aciertos y menos ocasionales desaciertos de los funcionarios, y lo convirtiéramos en un análisis verdaderamente imparcial que privilegiara la juridicidad del accionar de la Administración que se cuestiona por los ciudadanos. Sostuve allí que el procedimiento administrativos es mucho más barato, sencillo, eficaz y rápido que la solución judicial que los abogados normalmente presentamos a los justiciables como idílica.

Debo volver sobre aquella misma ilusión, aunque desde otra perspectiva, para puntualizar que el procedimiento administrativo, en su conjunto y aplicado con la seriedad de quien comprende su valor institucional, es una formidable herramienta de defensa de la Administración.

Por cierto, no es dudoso que en nuestro medio la litigiosidad contra el Estado ha crecido de forma desmedida. Tal vez creamos que nuestros funcionarios actuales son mucho menos respetuosos del derecho que antaño, o que los ciudadanos no toleran más las antiguas injusticias. En ambos casos habrá algo de razón, pero también un invitado ausente.

Alemania y Gran Bretaña registran un mucho más reducido número de demandas de ese tipo. Ello se debe a una combinación de tres aspectos: a) una Administración que no tiene empacho en revocar sus actos administrativos ilegítimos; b) una Jurisdicción que confía en que la Administración cumple con la máxima recién descripta y que, ante todo, se pregunta por qué en este caso no habrá habido revocación, limitando gravemente los casos de anulación judicial; y c) una ciudadanía –o mejor, una abogacía del derecho administrativo– que conoce la existencia de los dos presupuestos anteriores y rehuye el juicio a falta de razones graves para esperar un fallo favorable.

Aquí tenemos mucha litigiosidad contra el Estado, entre otros desarreglos, porque desde hace unos cuantos años, el procedimiento administrativo no es herramienta del control preventivo de legalidad, sino un mero ritual, casi de ordalía premedieval germana, en el que todos saben –de antemano– cuál será el resultado: la pretensión de legalizar el acto cuestionado y desbaratar las razones del particular. El conocimiento que los funcionarios, los abogados, los ciudadanos y los jueces tienen de este extremo conduce a anular toda “deferencia” que en el ámbito judicial pudiera tenerse hacia el poder administrador, a causa de haberse bastardeado aquel procedimiento.

Podríamos ceder a la depresión y considerar que el mal no tiene remedio. Así parece que viene sucediendo cada vez que postulamos abolir el procedimiento administrativo o convertir su necesidad en alternativa meramente voluntaria y

reemplazar el control preventivo de legalidad por el control judicial más inmediato de los actos de la Administración, en una especie de condena a muerte del procedimiento ante la Administración, por meramente ritual.

Pero me rebelo contra esa idea, creo que debemos recuperar el valor del procedimiento administrativo, porque si se respetara el fundamento y la finalidad de su creación e inserción entre las instituciones de nuestro derecho, debería reconocerse que tiene un sentido republicano indudable: a) enseña a los funcionarios a someterse continuamente a la juridicidad; b) recuerda que el ciudadano no es un contradictor, sino un “administrado” y como tal colaborador de la Administración; c) contribuye a la identificación de los ciudadanos con los fines y propósitos de la Administración y facilita el ejercicio del gobierno.

III

La potestad administrativa sancionatoria

Resultaría imposible, en breves páginas, resumir los orígenes, fundamento y alcances de la potestad sancionadora de la Administración. Además, sería un esfuerzo inútil, pues los trabajos de ALEJANDRO NIETO

(12) me parecen insuperables y no necesitan repetidores.

Para nuestro examen de hoy, baste con señalar que el ejercicio de la potestad sancionatoria que ha conservado la Administración Pública, según algunos por derecho natural de la organización(13) y según otros por mera dejación de la jurisdicción(14), constituye algo mucho más extenso que el poder que los propios jueces tienen de aplicar sanciones contenidas en las leyes.

En efecto, como ya expusiera alguna vez(15), la potestad sancionatoria de la Administración, según viene siendo aplicada por estos tiempos, contiene tres expresiones distintas, a saber: a) la posibilidad de concretar el tipo infraccional o aun los límites de la sanción a través de la “remisión reglamentaria” que realiza el legislador a través de leyes que convocan a su complementación por vía de reglamentos, cuando no se incurre en la mera cobertura legal condenada ya por la jurisprudencia(16); b) la facultad de decidir la imposición de la sanción determinado su contenido individual y c) la facultad de aplicar la sanción usando su propia fuerza y ejerciendo las prerrogativas de su régimen exorbitante, en particular, laejecutoriedad del acto administrativo.

La mera exposición de estos tres caracteres del ejercicio de la potestad sancionatoria de la Administración Pública obligan a concluir que el primero y el tercero desbordan de tal modo las condiciones de ejercicio de las potestades jurisdiccionales surgidas de las constituciones, que es dudoso pensar en que el ejercicio de aquella potestad administrativa pueda entenderse delegado de la autoridad judicial.

Justamente, la ponderación de estas circunstancias permiten pregonar, todavía, que la aplicación de las garantías del derecho penal al derecho administrativo sancionador sólo puede hacerse respetando ciertos “matices”, como ha indicado la doctrina española luego del fallo del Tribunal Supremo Español del 29 de marzo de

1990(17). Es más, NIETO ha expuesto que la aplicación de las garantías del derecho penal al derecho administrativo sancionador sólo puede postularse a partir de su elevación desde el derecho penal al derecho público y su posterior sindéresis en el ámbito del derecho administrativo.

En nuestro medio, la cuestión también ha tenido importancia. Para marcar sólo un ejemplo, valga citar el derrotero seguido por el principio de la aplicación de la ley más benigna en el campo del derecho administrativo sancionador, que fue resistido durante mucho tiempo en las infracciones cambiarias hasta llegar al célebre caso “Cristalux” del año 2006 de la Corte Suprema de Justicia(18) que sentó la buena doctrina sobre la materia.

Pero también debe atenderse a un criterio hondamente arraigado en los funcionarios administrativos y aun judiciales, que postulan mantener esas diferencias, particularmente para conservar la aplicación de regímenes como la “solidaridad” de los infractores, la responsabilidad de las personas jurídicas, la sanción sobre la base de responsabilidades “objetivas” o la aplicación de la “teoría del riesgo”. Debe denunciarse enfáticamente que ninguna de estas variables se verá conmovida por la aplicación de los principios y garantías del derecho penal, que hace mucho ha incursionado en estos temas, a partir de los estudios de la “imputabilidad objetiva” y nuevas teorías causales.

IV

El problema de la indiferenciación entre delitos

e infracciones y sus consecuencias en la especie

Pero estas dificultades iniciales se agravan cuando se repara en que, desde hace muchos años, la doctrina ha aceptado de modo ya casi pacífico que no existe diferenciación ontológica entre delitos y faltas, de modo que es el legislador quien puede incluir en una u otra categoría a una conducta determinada, registrándose el paulatino proceso de despenalización con el correlativo incremento del ámbito infraccional, según se describiera al principio.

En este campo, hace algún tiempo indiqué(19) que la evolución del derecho revela la existencia de una triple o doble categorización de las infracciones al orden jurídico, según se considere dividida en crímenes, delitos y faltas (como ocurre en los países anglosajones), o bien en delitos y faltas(20) y que desde aquel momento de clasificación inicial, los abogados y estudiosos del derecho andamos, como almas en pena, tratando de establecer alguna pauta que nos permita distinguir ontológicamente entre el concepto de delito y el de “falta” o “contravención”, que se agrava aun cuando estas dos últimas categorías, que durante mucho tiempo se consideraron de contenido equivalente, intentan escindirse, como ha auspiciado alguna doctrina alemana(21) y viene ocurriendo en el ámbito de la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires.

La doctrina del derecho penal, argentino e internacional, ha dedicado buena parte de su tiempo a este debate. Entre quienes han abogado por la diferenciación ontológica entre los delitos y las faltas pueden recordarse a quienes fundan la

distinción en criterios naturales (como es el caso de BECARIA, CARMIGNANI,CARRARA, FEUERBACH y GOLDSHMIDT); o los que la cifran en cuestiones de antijuridicidad (como ocurre con BINDING, ALIMENA, GOLSCHMIDT, ROCCO yMANZINI); aquellos que atienden a la diversidad de riesgo (ZANARDELLI, LUCCHINI,PETROCELLI); los que reparan en el elemento subjetivo (CHAVEAU Y HÉLIE,GARUAD, BERENINI, LANZA, NEGRI, MASSARI). Entre los que niegan el carácter ontológico de la distinción se ubican los que sólo reparan en la diversa gravedad de las penas y quienes borran toda distinción material (STÜBEL, FERRI, LUCA, BISE,VIAZZI, FLORIAN, BATTAGINI, ANTOLISEI, BELING y MEZGER)(22).

FEUERBACH sostuvo que la distinción estriba en que los delitos atentan contra el derecho natural, mientras que las contravenciones son infracciones contra bienes caracterizados por la ley positiva o a derechos subjetivos del Estado a la obediencia. CARMIGNANI y CARRARA, en lo que más tarde dio en llamarse la teoría toscana y que fue seguida por JAMES GOLDSCHMIDT esencialmente, afirmaron que los delitos constituyen violaciones a la seguridad pública, mientras que las contravenciones atentan contra la prosperidad pública y son infracciones a los reglamentos del Estado que tienden al bien común(23).

TEJEDOR, MALAGARRIGA y NÚÑEZ son los representantes del criterio que sostiene la diversidad ontológica en la doctrina penal argentina clásica.

TEJEDOR afirmó que los delitos perturban directamente el orden exterior del Estado pues atacan los derechos del Estado o de los particulares y por ello son ilícitos por motivos de justicia absoluta; mientras que las faltas o contravenciones, sin encerrar directamente la violación de un derecho, tienen consecuencias desagradables para el orden público por su influencia directa sobre la seguridad, moralidad y bienestar del Estado, de modo que son ilícitos por motivos de utilidad relativa y dependen de los tiempos(24).

MALAGARRIGA, a su turno, centraba en el riesgo y en la culpabilidad el elemento diferenciador, indicando que los delitos producen una lesión jurídica, mientras que las faltas ofrecen sólo un peligro para el derecho ajeno o la tranquilidad pública(25).

En una conferencia pronunciada en la Suprema Corte de Justicia de Mendoza el 11 de octubre de 1956(26), RICARDO NÚÑEZ se inclinó a favor de la tesis de CARMIGNANI, CARRARA y GOLDSCHMIDT. Sostuvo allí que el delito tiene por objeto nuestra seguridad jurídica, mientras que la contravención, la seguridad de la actividad administrativa reguladora de la realización práctica de los derechos comprendidos en esa seguridad, agregando: “El campo de nuestros derechos es perfectamente circunscribible, por lo menos dentro de una concepción jurídico-liberal. Tenemos derecho a vivir; a la incolumnidad de nuestro cuerpo, honor, libertad, honestidad, estado, etc., en cuanto atañe a nuestra situación de individuos. Y en lo que respecta a nuestra condición de sujetos asociados, tenemos derecho a la incolumidad de la salud pública, de la fe pública, de la seguridad pública, de la administración pública, de la piedad pública. El mundo de las contravenciones es diferente; comprende una actividad represivo-preventiva resguardadora de la realización práctica de nuestros derechos...”.

Contrariamente, se volcaron a favor de aceptar una identidad ontológica o

excluir la diferenciación esencial, entre otros, SOLER, JIMÉNEZ DE AZÚA,AFTALIÓN, ZAFFARONI y MAIER.

SOLER indicó, en su hora, que “...entre delito y contravención no existe una diferencia cualitativa, sino una meramente cuantitativa (...) La crítica importa el olvido de que todo criterio ontológico de distinción no ata necesariamente al legislador, el cual hace la valoración de la acción al prohibirla, y esa valoración está determinada por condiciones más históricas que teóricas. Lo que en un tiempo aparece como condición primaria de vida social se desmonetiza luego, y viceversa, los que parecían antes meros principios de prosperidad se tornan luego una necesidad (...) No puede, pues afirmarse una distinción cualitativa prejurídica entre delito y contravención”(27).

A diferencia de lo que habría de expresar ZAFFARONI más adelante, SOLER

advirtió sobre la existencia de un poder originario de las provincias para crear figuras sancionadoras de contravenciones, sobre la base del principio: “...cuando una acción vulnere un interés cuya regulación corresponda exclusivamente a la nación, sólo la nación puede tutelarlo mediante incriminaciones (moneda, aduanas, etc.; art. 108, CN); viceversa, con relación a las facultades explícitamente reservadas por las provincias (prensa, régimen electoral, impuestos) (...) no es del todo exacto afirmar que la legislación de falta compete exclusivamente a la provincias, como tampoco lo es el decir que compete a la nación”(28).

Por su importancia en el ámbito local, cabe recordar al profesor español JIMÉNEZ

DE ASÚA, quien a partir de un examen de la legislación penal y contravencional expresaba la inadmisibilidad de la distinción que nos ocupa sobre la base de una diferencia en la clase de injusto, entre el daño y el peligro o en el elemento subjetivo, para concluir en que “...los delitos y las faltas no se diferencian cualitativa sino a lo sumo cuantitativamente”(29).

AFTALIÓN arribó a idéntica conclusión en diversos artículos y, a través de LUIS

M. RIZZI, en su Tratado de Derecho Penal Especial, en el que concluye: “La valoración de tan orientadoras construcciones, cuya índole y mérito diverso es innecesario puntualizar, nos ha demostrado el acierto de quienes propugnan la tesis de que entre ambas clases de infracciones (...) no es posible el hallazgo de notas distintivas auténticas, que eviten confundirlas o abarcarlas en un mismo concepto”(30).

Al examinar el tema, ZAFFARONI recuerda –convocando la opinión de HEINZ

MATTES– que no es posible distinguir entre orden jurídico material y orden administrativo material, como tampoco entre fines del derecho y fines de la administración (de bienestar) que corresponderían, los unos al orden jurídico y los otros al orden administrativo, pues “...el choque contra un orden jurídico no obtiene su desvalor de la afectación de un valor de orden, sino de su incompatibilidad con el fin pleno del valor perseguido por el derecho”(31).

Este autor afirma que entre delitos y faltas hay una diferencia eminentemente cuantitativa. Agrega, además, que la facultad de legislar en materia de contravenciones de policía también es del Congreso Nacional –por contenida en la delegación dispuesta por el art. 75, inc. 12– y que ante la falta de utilización de esa

facultad por aquél, las legislaturas provinciales o municipales pueden reglar la materia. Por ello, afirma que “...los códigos de faltas provinciales no pueden desconocer el principio de legalidad, la garantía del debido proceso legal, el principio de culpabilidad, etc. Igualmente rige a su respecto la limitación del art. 19 constitucional, pues sería absurdo que el Estado Nacional no pudiese desconocer la autonomía ética del hombre en su legislación penal, pero las provincias pudiesen hacerlo en la contravencional”(32).

El debate también ocupó los trabajos de los administrativistas. RAFAEL BIELSA

postulaba la diversidad ontológica entre delitos y faltas, indicando que la diferencia estriba en que el delito es un ataque al orden jurídico que la ley quiere restablecer, en tanto la contravención supone no cumplir el deber impuesto por la ley a todo administrado o vinculado con la Administración Pública por una obligación de colaborar en el interés colectivo(33).

VILLEGAS BASAVILBASO entendió que la diferencia debe hallarse en la gravedad de la infracción y que, por ello, la reacción del ordenamiento se traduce en una penalidad mayor para el delito, circunstancia que se vuelve un índice importante para saber si un hecho es juzgado en una u otra condición(34).

LINARES expresó que la distinción sólo es posible en líneas muy generales y a partir de los siguientes presupuestos: a) las contravenciones se refieren a infracciones de menor gravedad social que los delitos; b) la materia de la infracción contravencional se refiere a la falta de cooperación del ciudadano con la Administración; c) la legislación sobre penas no contravencionales es de competencia del Congreso de la Nación, mientras que la de las contravenciones corresponde a las legislaturas provinciales, agregando que también hay diferencia en el ámbito subjetivo pues en materia contravencional la culpa o dolo puede presumirse, aunque debe permitirse al imputado probar la ausencia de esos elementos subjetivos en la infracción(35).

MARIENHOFF indicó, en su momento, que “estructuralmente, no cabe fundar distinciones entre ‘delito’ y ‘falta’: ambos ofrecen, en principio, los mismos elementos constitutivos, todo ello sin perjuicio de que un hecho pueda aparejar sanción (...) sin que medie culpa de quien resulte sancionado”, indicando no obstante que si bien las provincias pueden considerar como contravención o falta a cualquier situación, hecho o conducta que no hubiera sido considerada delito por el legislador nacional e implicase una alteración efectiva del orden o las reglas jurídicas en su ámbito, sería irrazonable y nulo establecer una penalidad excesiva por una mera infracción de tipo policial(36).

En parecidos términos, CASSAGNE afirma que “...las contravenciones contienen, en estos casos, idéntica sustancia penal que los delitos, no existiendo un derecho penal subjetivo de la Administración sino del Estado”(37).

La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina también tuvo una marcada evolución en la materia. Inicialmente, pareció adherir a la tesis de la diferencia ontológica, postulando una desigualdad de naturaleza entre los bienes protegidos y atribuyendo a los delitos su enfrentamiento con disposiciones de orden moral, permanente y general(38). Tal criterio atravesó

diversas motivaciones, hasta abandonarse hacia 1946, cuando se sostuvo: “La distinción entre delitos y contravenciones o faltas no tiene una base cierta que pueda fundarse en la distinta naturaleza jurídica de cada orden de infracciones para establecer un criterio seguro que permita distinguirlos”(39).

Desde entonces, los fallos han sostenido, reiteradamente, que no existe una diferencia esencial entre el delito y la falta o la contravención. No es posible silenciar, sin embargo, que aun recientemente algunos decisorios parecieran volver sobre viejos criterios. Así, se ha expresado que “la prohibición de vender bebidas alcohólicas a menores de edad (arts. 1°, ley 24.789 y 51, ley 10, Ciudad de Buenos Aires) sólo representa una transgresión a la actividad administrativa, cuyo objeto es el bienestar público; o implica un menor disvalor moral comparado con el delito, una vulneración leve a las reglas de orden social”(40).

En algunos países, como España, este eventual problema de indiferenciación viene acotado por los contenidos del art. 25.1 de su Constitución, que impide a la Administración imponer penas privativas de libertad por infracciones administrativas, límite que el ordenamiento jurídico argentino no ha impuesto, ni respeta. Por el contrario, son variados los casos en que está prevista pena de arresto –en algunos casos sin redención por condicionalidad alguna– por la comisión de infracciones administrativas (faltas graves de tránsito, policía laboral, etc.).

Como es imaginable, la confluencia de las variables de no diferenciación entre delitos y faltas, no exclusión de las penas privativas de libertad y la matización de la traslación de garantías penales al ámbito del derecho administrativo sancionador es especialmente grave, pues el legislador podría trasladar una conducta del campo del derecho penal al del derecho sancionador, para permitir que se apliquen sanciones a su enemigo sin respetar las garantías que el derecho penal pone a su favor en aquel ámbito, acudiendo a aquel trámite de traspolación que recomendara NIETO.

Es por ello que, en su momento, sostuve que el problema de la separación entre delitos e infracciones debía considerarse desde la perspectiva del régimen jurídico circundante, postulando cuatro principios que deberían respetarse:

a) Toda infracción que pueda permitir la imposición de una pena de privación de libertad –mientras se admita este engendro que está llamado a desaparecer(41)–debe someterse al “régimen circundante” del derecho penal, sin ninguna cortapisa.

b) Mientras no exista una ley general de infracciones administrativas, cuyo cuidadoso examen de constitucionalidad deberá privilegiarse, toda exclusión de las garantías sustanciales y procesales del derecho penal debe interpretarse restrictivamente.

c) Aun con exclusión de algunas garantías penales, el debido proceso adjetivo debe examinarse de modo distinto en el ámbito de la aplicación de la potestad sancionatoria, en particular en lo relativo a la ejecutoriedad.

d) El acceso al control jurisdiccional debe someterse a criterios de amplitud mucho mayor a los que se aplican en cualquier otro ámbito de la actividad

administrativa.

V

La injerencia del sistema supranacional de derechos

Pero estas referencias son tan sólo la visión que se tiene del tema desde una primera perspectiva. Porque, desde otro lado, el sistema supranacional de derechos y garantías avanza a contrapelo de los dogmas clásicos hacia todo el orden jurídico e impone en la especie una segunda mirada, realmente alentadora.

Por cierto, según ha expresado PABLO GUTIÉRREZ COLANTUONO

recientemente(42), con cita de reiterados precedentes de la Corte Suprema, la plena vigencia de las garantías informantes del debido proceso adquiere carácter de imperativo genérico que no se detiene ante la diferencia de nombre del espacio en que se despliega la potestad estatal de imponer cargas o infligir castigos(43).

Es oportuno recordar que en el ya famoso precedente “Baena”, que la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina ha invocado repetidas veces en sus fallos como derecho directamente aplicable en nuestro orden jurídico, la Corte Interamericana, con referencia al art. 8º de la Convención Americana, sostuvo: “Es preciso tomar en cuenta que las sanciones administrativas son, como las penales, una expresión del poder punitivo del Estado y que tienen, en ocasiones, naturaleza similar a la de éstas. Unas y otras implican menoscabo, privación o alteración de los derechos de las personas, como consecuencia de una conducta ilícita. Por lo tanto, en un sistema democrático es preciso extremar las precauciones para que dichas medidas se adopten con estricto respeto a los derechos básicos de las personas y previa una cuidadosa verificación de la efectiva existencia de la conducta ilícita”(44).

Agregó allí mismo que “la justicia, realizada a través del debido proceso legal, como verdadero valor jurídicamente protegido, se debe garantizar en todo proceso disciplinario, y los Estados no pueden sustraerse de esta obligación argumentando que no se aplican las debidas garantías del art. 8° de la Convención Americana en el caso de sanciones disciplinarias y no penales. Permitirle a los Estados dicha interpretación equivaldría a dejar a su libre voluntad la aplicación o no del derecho de toda persona a un debido proceso”.

Ese criterio se reforzó más tarde en la Opinión Consultiva de la Comisión Interamericana nº 11/90, con motivo de las “Excepciones al agotamiento de los recursos internos”, del 10-8-90, en que aclaró que las garantías del art. 8º del Pacto de San José de Costa Rica son exigibles en materias vinculadas con la determinación de derechos y obligaciones civiles, laborales, fiscales o de cualquier otro carácter.

Esta expresión de la Comisión Interamericana, interpretación auténtica del Pacto de San José que, como tal, se integra al orden constitucional argentino, con jerarquía supralegal, supone algo más que su contenido textual, porque implica afirmar que todas las garantías constitucionales del derecho penal del orden jurídico positivo argentino deben ser también consideradas propias del derecho

administrativo sancionador y, especialmente, del procedimiento utilizado para el ejercicio de tales potestades.

Por virtud de esta incorporación jurídica, ya no podremos seguir la opinión de NIETO, aquella vinculada con elevar los principios del derecho penal al derecho público para bajarlos al derecho administrativo sancionador, porque el orden jurídico positivo argentino, repito que no es una cuestión de meras opiniones doctrinarias, ha impuesto como régimen supralegal directamente aplicable al derecho administrativo sancionador aquel conjunto de garantías penales sustanciales y procesales.

Sólo para recordar los principios sentados por los precedentes de nuestro más Alto Tribunal en la especie, recuérdese que se ha decidido:

“La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pronunciada en las causas en que son parte otros estados miembros del Pacto de San José de Costa Rica, constituye una insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su competencia y en consecuencia, también para la Corte, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de protección a los derechos humanos”(45).

“Para comprender el sistema de fuentes del ordenamiento jurídico argentino no cabe reeditar discusiones doctrinarias acerca del dualismo o monismo. La Corte ha definido la cuestión en precedentes que establecieron la operatividad de los tratados sobre derechos humanos, y el carácter de fuente de interpretación que tienen las opiniones dadas por los órganos del sistema interamericano de protección de derechos humanos en casos análogos”(46).

Pero además, el criterio del tribunal ha recordado el necesario criterio expansivo en la interpretación, al decidir:

“El decidido impulso hacia la progresividad en la plena efectividad de los derechos humanos, propia de los tratados internacionales de la materia, sumado al principio pro homine, connatural con estos documentos, determinan que el intérprete deba escoger dentro de lo que la norma posibilita, el resultado que proteja en mayor medida a la persona humana. Y esta pauta se impone aun con mayor intensidad, cuando su aplicación no entrañe colisión alguna del derecho humano así interpretado, con otros valores, principios, atribuciones o derechos constitucionales”(47).

VI

Consecuencias de lo expuesto en el procedimiento administrativo destinado a la concreción

del ejercicio de potestades sancionatorias

Los argumentos expuestos reclaman un fortísimo replanteo de los principios que han de aplicarse al ejercicio de la potestad administrativa sancionatoria, tanto en el

orden sustancial como en el procedimental.

Tengo especialmente en cuenta que muchos aplicadores del derecho administrativo, entre los que se hallan queridos amigos, postulan que la traspolación de los principios y garantías del derecho penal al ámbito de la potestad administrativa sancionadora reclama una matización importante, que permita al Estado concretar el ejercicio de su poder punitivo. Argumentan, con fundamentos respetables, que el ámbito de las infracciones administrativas es el de la responsabilidad objetiva, de la responsabilidad por el riesgo creado, de la relajación del principio de legalidad y la mutación de la carga de la prueba hacia el infractor modificando el estado de inocencia.

Dos son las razones que me llevan a contradecir tales ideas. En primer lugar, la existencia de infracciones administrativas que contienen penas privativas de libertad como respuesta a las infracciones. En segundo término, la pretensión de obtener este relajamiento de los principios y garantías del derecho penal de una interpretación dogmática, pero no de una ley expresa que –aun a despecho de un eventual cuestionamiento de constitucionalidad– hubiera expresado concretamente la postergación de aquellas salvaguardas.

Creo que, como ha ocurrido con la resistencia a incorporar las garantías del ciudadano en el ámbito del derecho penal, debe también aquí evolucionarse en el criterio justificador del ius puniendi para fijar como criterio que el Estado no debe sancionar a cualquier precio, sino otorgando todas las posibilidades de defensa que permitan que la inocencia quede especialmente privilegiada, aun a riesgo de la “frustración del supuesto derecho punitivo”.

Desgraciadamente, la limitación de este trabajo no admite detenerse en el aspecto sustancial de este cambio copernicano, pero sí podemos examinar aquí el horizonte del procedimiento administrativo.

6.1. La situación actual de nuestro procedimiento administrativo sancionador. Exigencia constitucional de trascender la ausencia regulatoria y el enjambre de competencias jurisdiccionales

La situación del procedimiento administrativo sancionador en la Argentina resulta, en el estado actual de nuestro derecho positivo, un enjambre de previsiones desordenadas que hace prácticamente imposible su sistematización, y sepulta toda sana intención de rescatar o delinear principios generales que pudieran proclamarse como diferenciadores de los que regulan la aplicación de la ley penal.

Ello no sólo se debe a la oscuridad legislativa, sino también a la inexistencia de un texto omnicomprensivo del procedimiento que deben seguir las autoridades administrativas cuando pretenden aplicar sanciones a los ciudadanos. Dígase que, para el ejercicio de estas potestades, la Ley de Procedimientos Administrativos y su Reglamento, así como la ley 11.683 y otras de la misma naturaleza, resultan por demás insuficientes, extremo que redunda en una multiplicidad de principios contradictorios que gobiernan los trámites y preconfiguran la sancionabilidad del sujeto, de modos casi irreversibles(48).

Tampoco ayuda a despejar el campo la circunstancia de los diversos ámbitos

jurisdiccionales comprometidos en el control de la actividad administrativa sancionatoria.

Así, mientras el régimen aduanero, de cambios, de policía farmacológica y algunos ámbitos de los derechos de la competencia encuentran control en la Justicia en lo Penal Económico, la policía de las sociedades comerciales y de las fundaciones y asociaciones es revisable por la Justicia Comercial o Civil, respectivamente; los jueces laborales ejercen supervisión sobre la policía laboral; los jueces federales en lo civil y comercial controlan materias de obras sociales y defensa de la competencia, y los jueces en lo contencioso-administrativo algunas de las restantes materias comprometidas en el derecho administrativo sancionador, como la disciplina del empleo público, las sanciones de ética de algunas profesiones, la prestación irregular de servicios públicos, etcétera, para no considerar la división entre la Justicia de Faltas y la Justicia en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires, ambas con competencias diversificadas en la materia.

Entiendo que los padecimientos que resultan de esta orfandad legislativa y enjambre de competencias jurisdiccionales constituyen un agravio al derecho a la tutela judicial efectiva. Ello así, por cuanto los funcionarios administrativos desconocen las garantías que se encuentran en juego y por qué deben ser celosos en el respeto a los derechos que se encuentran en juego. Pero también, porque la multiplicidad de ámbitos jurisdiccionales sobre una misma materia procedimental se transforma en interpretaciones diversas sobre las mismas garantías, normalmente en desmedro de los derechos del ciudadano y aun de la seguridad jurídica en general. De allí que deba concluirse que la sanción de una ley especial para regular el procedimiento sancionador, en sede administrativa y judicial, o la unificación de las competencias jurisdiccionales para el control sobre las decisiones administrativas en la materia –que operaría como unificador de criterios para la conducción del procedimiento– constituyen exigencias derivadas, cuando menos, del preámbulo y el art. 40 del Pacto de San José de Costa Rica y, por lo tanto, cuya postergación puede generar la responsabilidad del Estado.

6.2. Las garantías constitucionales concretas que corresponde aplicar

En este cuadro, cuáles son las garantías procedimentales que ya no pueden soslayarse en el procedimiento administrativo sancionador y cómo conciliarlas con las instituciones vigentes, si ello fuera posible. Hagamos un repaso, lo más breve posible, desde el examen que los propios penalistas hacen de las garantías constitucionales en el proceso penal. Ellos aluden a la siguiente clasificación, que debe “adecuarse” a nuestros problemas:

a) Garantía de Juez Natural: con sus expresiones: jurisdicción y competencia e imparcialidad. Estos requisitos surgen de la Constitución Nacional, del art. 8º del Pacto de San José de Costa Rica y de los conocidos Fallos “Zenzerovich”(49) y su modificación en “Llerena”(50), ambos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina.

Ambas manifestaciones del principio son de importancia capital en nuestro

procedimiento administrativo sancionador.

a.1. Es imprescindible establecer como garantía que el órgano administrativo que decida la aplicación de sanciones sea un órgano de carácter permanente y no político. Es más, debería exigirse que se trate de un órgano cuyos funcionarios gocen de estabilidad, aunque más no sea, de la estabilidad del empleado público permanente. Tal vez correspondería la formación de órganos especiales con independencia funcional, como ocurriera con los abogados del Estado en la ley 12.954 hace sesenta años.

a.2. Es exigencia constitucional que el órgano que juzgue la conducta sea imparcial. Aludo con ello a muchísimas expresiones, pero particularmente a dos: i. El órgano que decida la aplicación de la sanción no puede ser el mismo que genera la norma de alcance general que concreta el tipo infraccional o la sanción por remisión reglamentaria y ii. El órgano aplicador no puede sufragar sus necesidades ni los sueldos o adicionales de sus funcionarios o empleados con el resultado de las multas que impone(51).

b) Procedimiento regular: que alberga entre sus contenidos esenciales:

b.1. La publicidad del proceso. Debe establecerse como uno de los requisitos básicos del procedimiento sancionador. Los Tratados incorporados a la Constitución contemplan al respecto dos principios fundamentales, a saber:

– que la información o comunicación del hecho debe efectuarse antes de la realización de cualquier acto procesal en el que intervenga el imputado y

– que el contenido de esta información debe comprender tanto el relato histórico del hecho atribuido como las pruebas existentes contra el imputado, preceptos que deben extenderse sin reparos al ámbito de las sanciones administrativas.

Parece inadmisible que postulemos la publicidad como transparencia para los ciudadanos ajenos al trámite, en el contexto del decreto 1172/03 y pretendamos negarla al eventual destinatario de una sanción administrativa.

Sé que podrá decirse que en algunos casos la reserva es necesaria para el éxito de la investigación, pero para tales casos, que son los menos, se encuentra la salida de la declaración fundada de la reserva de actuaciones, en los términos del art. 38 y sigs. del Reglamento de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.

b.2. La prohibición de forzar o presumir la declaración contra sí mismo. La garantía, reconocida por sucesivos fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, entre los que cabe mencionar “Montenegro”, “Franco”, “Ruiz” y “Daray”, no sólo debe predicarse respecto de las citaciones a declarar, sino también con relación a aquellos casos en que se pretende presumir reconocimientos de culpa o participación por el sólo hecho de la incomparecencia o el incumplimiento de cargas procedimentales. Aun admitiendo los efectos –que deben ser atenuados– de la presunción de legalidad de las actas infraccionales, la prueba de cargo jamás podrá resultar legítima si se intenta sostener únicamente en la inactividad del

enjuiciado.

b.3. El respeto a la defensa en juicio. Este aspecto propone una enorme variedad de contenidos, entre los que elegiré sólo algunos para el procedimiento administrativo sancionador:

i. Deberá establecerse un sistema acusatorio(52), en el que alguien ejerza la llamada “acción administrativa” y el órgano aplicador se limite a sancionar o absolver. Ello supondrá un límite de sancionabilidad que no podrá ser alterado por el órgano decisor y también la adhesión al principio de la prohibición de la reformatio in pejus.

¿Por qué deberíamos admitir que el sistema acusatorio, que hace también a la imparcialidad del aplicador del derecho es sólo predicable en el ámbito del proceso penal, a la luz de esta interpretación de contenidos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, a que hiciéramos referencia más arriba?

Entiendo indispensable que se cree en el ámbito de la Administración, o aun mejor fuera de ella, un organismo que tenga a su cargo velar por los intereses de la legalidad. Tal vez sería una buena oportunidad para dotar de competencias complementarias a la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas.

ii. Será necesario organizar un sistema de defensa letrada gratuita y obligatoria, sustituyéndose especialmente el criterio contenido en el art. 1º, inc. f), apart. 1) de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.

Por cierto, sabido es que el patrocinio letrado no es exigido en el procedimiento administrativo, salvo que se actúe por apoderado y se ventilen cuestiones jurídicas.Pues bien, este aparente beneficio, se vuelve un riesgo inadmisible en el ámbito de la aplicación de potestades sancionatorias, en que la defensa no debe entenderse sólo como un derecho del ciudadano sino como un deber prestacional del propio Estado, que se desprende de una jurisprudencia pacífica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación(53).

iii. Deberá advertirse que el derecho a ofrecer y producir pruebas no puede postergarse por la supuesta impertinencia o inatendibilidad de la prueba ofrecida.

Todos conocemos el modo en que la Administración, como regla, rechaza los ofrecimientos probatorios de los ciudadanos en el procedimiento administrativo, acudiendo a la dogmática fórmula de la “innecesariedad” o “sobreabundancia”. En todos los campos debe criticarse tal proceder, pero en el que ahora nos ocupa, tal corruptela administrativa debe denunciarse por contraria a las normas constitucionales vigentes.

iv. La requisitoria o acusación debe constar en un acto procedimental independiente y debe cumplir el requisito de la concreción.

En este sentido, sostiene JULIO MAIER, al tratar los “Fundamentos Constitucionales del Derecho Procesal Penal Argentino”(54), que la base del derecho a defenderse reposa en la posibilidad de contestar a cada uno de los

extremos de la imputación. Agrega allí: “...Para que la posibilidad de ser oído sea un medio eficiente de ejercicio del derecho de defensa, la imputación, no puede reposar en una atribución más o menos vaga o confusa de malicia o enemistad con el orden jurídico, esto es en un relato impreciso y desordenado de la acción u omisión que se pone a cargo del imputado, y mucho menos en una abstracción (...), acudiendo al nombre de la infracción, sino que por el contrario debe tener como presupuesto la afirmación clara, precisa y circunstanciada de un hecho concreto,

singular, de la vida de una persona...”. “...Ello significa describir un acontecimiento –que se supone real– con todas las circunstancias de modo, tiempo y lugar que lo ubiquen en el mundo de los hechos (temporal y espacialmente) y le proporcionen su materialidad concreta (...) De otro modo, quien es oído no podrá ensayar una defensa eficiente, pues no podrá negar o afirmar elementos concretos...”.

v. Será necesario establecer el derecho concreto a recurrir de la sanción en sede administrativa, aclarando que no puede ser restringido por la existencia de recursos judiciales directos, que sólo pueden interpretarse como otorgantes de una opción adicional a favor del ciudadano, esto es: de seguir en sede administrativa o acudir a la vía judicial, pues el control judicial no puede suplir la obligación de la Administración de hacer control preventivo de legalidad y control jerárquico sobre sus actos. Así se asegurará también el principio del doble conforme contenido en el Pacto de San José. Además, deberá admitirse que la apertura a prueba en el ámbito del recurso directo no puede desestimarse sin especialísimas razones, pues de otro modo el aparente beneficio del recurso directo se convierte en una trampa.

vi. Deberá preverse la extensión oficiosa de los efectos de un fallo absolutorio posterior a los infractores sancionados en el mismo acto administrativo, que no lo recurrieran, cuando el recurso de otros prosperara por razones comunicables a los demás. En este orden de ideas, cabe recordar que el art. 441 del cód. procesal penal establece que los fallos dictados a raíz de los recursos planteados por un coimputado favorecerán a los demás, siempre que los motivos en que se basen no sean exclusivamente personales y que la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de explicitar que “...la norma extensiva de los efectos favorables de la apelación que de la condena hubiere articulado alguno de los coprocesados (...) consagra un principio de equidad respecto de quienes no hubieren logrado, por diversos motivos, impugnar oportunamente la condena...”(55).

c) Estado de inocencia: algunos penalistas no aluden a la presunción de inocencia, sino al estado de inocencia, indicándolo como una condición que no se agota en una mera consideración aislada, pues acompaña al destinatario de una acción penal, desde la primera incriminación hasta que se encuentre firme el fallo de condena. En su contexto, aunque en el ámbito del ejercicio de potestades sancionatorias, será necesario considerar:

i) Legalidad, pruebas legales y presunciones admisibles.

Deberá conciliarse la presunción de legalidad del acto con la regla de la prueba a cargo del acusador. ¿Es posible esta conciliación? Sí lo es. Bastará con recordar que las actas de constatación de infracciones deben ser tenidas como principio de prueba, que puede ser refutado. Se trata de una de las pruebas de cargo y no la

única prueba hábil y ello también resulta de ser la presunción de legalidad, que contiene la de veracidad sobre los hechos, una presunción iuris tantum.

En este contexto, deberá admitirse expresamente la regla in dubio pro reo como base de la valoración probatoria para el dictado del acto sancionador.

ii) Supresión de la ejecutoriedad, en los propios términos del art. 12 de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.

En el caso de sanciones privativas de la libertad debe excluirse el principio de “ejecutoriedad de los actos administrativos sancionatorios” y supeditarse su aplicación al resultado judicial de la revisión judicial oficiosa, por aplicación del principio de presunción de inocencia, antes considerado implícito en el art. 18 de la Constitución Nacional, hoy expresamente contenido en los Tratados y, en particular, en el Pacto de San José de Costa Rica. Este principio debe ser expresado sin excepción de ninguna especie.

Creo necesario tener en cuenta que una pacífica jurisprudencia de la Corte Suprema establece que la libertad es un bien no renunciable por imperativo constitucional y que, por tanto, ninguna ficción legal podría justificar tener por renunciado ese derecho(56).

Pero el principio debe también extenderse a las otras sanciones, por aplicación del “Estado de inocencia”, que impide conciliar la aplicación de la pena con la pendencia de un control administrativo o judicial sobre el procedimiento sancionador.

Ello no implica perjudicar al interés público. En primer lugar, deberá demostrarse o invocarse fundadamente que el cumplimiento de la sanción impuesta, aunque no esté firme, viene exigido por el interés público en cada caso, recordando que interés público e interés fiscal no siempre coinciden.

En segundo lugar deberá aclararse por qué ese interés no se salva con una medida cautelar patrimonial y exige de modo impostergable el cumplimiento de la sanción, extremo a mi juicio poco probable.

iii) La proscripción del double jeopardy, o doble persecución sancionatoria por la misma falta también debe ser integrada al procedimiento sancionador.

Recuérdese que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sostenido, en materia típicamente extensible al ámbito del derecho administrativo sancionador, que “la prohibición de la doble persecución penal no veda únicamente la aplicación de una nueva sanción por un hecho anteriomente penado, sino también la exposición al riesgo de que ello ocurra mediante un nuevo sometimiento a juicio de quien ya lo ha sufrido por el mismo hecho”(57).

VII

Conclusiones

Éstas son algunas de las garantías que el procedimiento administrativo sancionador debería incorporar, diferenciándose en la interpretación contextuada del debido proceso, del procedimiento administrativo general.

La evolución del derecho reclama, en nuestros lares, iniciar con pequeños o grandes pasos, como ocurriera con el fallo “Cristalux”, un significativo avance en la determinación del régimen jurídico circundante de las sanciones administrativas, que es un eufemismo para referirse a la protección de los derechos del ciudadano en ese ámbito.

Sigo pensando, como hace un año en aquellas Jornadas de Salta, que el procedimiento administrativo no debe morir ni ser reemplazado por un utópico y romántico acceso inmediato a la Justicia, porque allí también está la esencia de la Administración, pero también que es necesario reponer su real condición herramental.

Tal vez, para los que pregonan su muerte, será el momento de recordar, con SARAMAGO, que hasta la misma muerte puede arrepentirse de sus convocatorias.

Valga recordar el final de sus Intermitencias de la muerte, cuando –como siempre ocurre– la carta con que la muerte avisaría de su deceso, dirigida a un violonchelista, no pudo entregarse y, por ello, éste no murió. La muerte se enojó tanto que buscó métodos para notificar al moroso en morir y finalmente decidió tomar la forma de una mujer e ir a conocerle. Allí quedó prendada de su música. Entonces, después de una velada de ensueño, el violonchelista dijo a la mujer: “‘Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel’, y la mujer respondió: ‘No, me quedaré contigo’, y le ofreció la boca. Entraron en el dormitorio, se desnudaron y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. El se durmió, ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una cerilla, ella que podría deshacer el papel con la mirada... y era una simple cerilla la que hacía arder la cara de la muerte, ésa que sólo la muerte podía destruir. La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre y, sin comprender lo que estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie”.

VOCES: ADMINISTRACIÓN PÚBLICA - PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO -

SANCIONES ADMINISTRATIVAS - CONSTITUCIÓN NACIONAL - DERECHO ADMINISTRATIVO

ED BÚSQUEDAS

----- Original Message ----- From: Dr. Pablo Gutierrez Colantuono To: [email protected] Sent: Wednesday, March 10, 2010 9:21 AM Subject: pedido

Me podrian enviar estos articulos? Desde ya muchas gracias.

PAblo.

Bianchi, Alberto B. ¿Tiene fundamentos constitucionales el

agotamiento de la instancia administrativa?, Revista Jurídica La Ley, Buenos Aires, 1995.

Bianchi, Alberto, Entre el agotamiento de la instancia y el plazo de caducidad. (¿A quién protege el procedimiento administrativo?), en AA.VV, Cuestiones de Procedimiento Administrativo, Rap, Buenos Aires, 2006.

Cassagne, Juan C., Acerca de la conexión y diferencias entre el procedimiento administrativo y el proceso civil, Revista Jurídica La Ley, Buenos Aires, 1990.

García Pulles, Fernando R., Garantías constitucionales procesales, procedimiento administrativo y potestad sancionatoria de la administración, Revista El Derecho. Suplemento de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 2007.

García Pullés, Fernando R., ¿Es el agotamiento de la vía administrativa inconciliable con el derecho a la tutela judicial efectiva?, Revista Argentina del Régimen de la Administración Pública, Nº 348, Buenos Aires, 2007.

Pérez Hualde, Alejandro, Reflexiones sobre neoconstitucionalismo y derecho administrativo, Revista Jurídica La Ley, Suplemento de Derecho administrativo, Buenos Aires, 2007.