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Cuando hablamos de “Historia de la Educación”, nos referimos, ante todo, a un campo disciplinar de naturaleza compleja, dinámico y en permanente construcción que forma parte del terreno de las Ciencias de la Educación e integra también el campo de la Historia. Como disciplina se conformó en el siglo XIX, como parte del proyecto educativo moderno, asociado a la escolarización de masas. Las necesidades de formación de docentes, a medida que la educación se sistematizaba y se expandía, determinaron su inclusión en los planes de estudio de las Escuelas Normales. En esta primera etapa, la disciplina fue escrita «desde el discurso pedagógico hegemónico» como parte del control estatal sobre la educación. Desde la instancia fundacional y durante largo tiempo, la Historia de la Educación no ocupó un lugar destacado dentro del quehacer historiográfico, debido, entre otras razones, a su fuerte dependencia de la Historia de la Filosofía y de la Historia de las Civilizaciones. Lo anterior condujo a la conformación de una disciplina recortada en sus contenidos y en su objeto de estudio; más que una Historia de la Educación, se trató de una historia de las instituciones, de las políticas escolares, biografías de los destacados teóricos de la educación, acontecimientos escolares, y todo ello en el marco de un enfoque fuertemente legalista. Se trataba de una mirada histórica sobre la educación, realizada desde el punto de vista de los políticos, los administradores y otras esferas fuera del sistema»3, y no desde el punto de vista de los actores de la educación (alumnos y docentes). En las últimas décadas, en un proceso de redefinición de su objeto de estudio, el campo se ha renovado. Se entendió que el anterior enfoque, centrado en las transformaciones legales y administrativas, dejaba de lado aspectos importantes de la historia pedagógica. Una característica de este proceso renovador que se ha operado, es el creciente interés por una mirada de tipo arqueológico sobre la educación, esto es, una mirada desde “adentro”, desde las instituciones y sus actores, «sobre los restos físicos que durante tiempo se consideraron indignos de ser notados, tales como los libros de texto y ejercicios de los niños, el equipo y los muebles, y los edificios escolares» Desde esta nueva perspectiva se entiende que a las ideas pedagógicas y, por tanto, a los procesos educativos no se les puede analizar aisladamente, sino que son parte de complejos sistemas filosóficos, y también son parte de condiciones sociales, políticas, económicas y culturales. Cada vez más se concibe que las instituciones educativas, sus actores y los procesos educativos en su conjunto son reflejo de escenarios socio-culturales complejos y cambiantes. Teniendo esto en cuenta para América Latina, podemos considerar el final del siglo XVIII, caracterizado por la insurgencia revolucionaria y por conflictivos procesos de reordenamiento de lo social, lo político y lo económico, como constituyente del hito fundacional, por así decir, del nacimiento de la ilustración latinoamericana y de las primeras propuestas de elaboración de un proyecto educativo responsable de concebir una nueva cultura política reproducida en la participación popular y dirigida a la emancipación política de la región. Su perspectiva se inscribía en la aportación de un papel político a la educación en la construcción y fortalecimiento de lo social como parte constitutiva de los cambios coyunturales previstos para este momento de la historia de Latinoamérica. En estos tiempos se produjo un amplio debate acerca de la educación como vía primordial de construcción de nuevos paradigmas emancipatorios para la articulación política latinoamericana. Comprenden la existencia de una dimensión pedagógica en la conformación del poder. Desde ahí urge la ruptura con los modelos colonialistas e imperialistas de educación impuestos históricamente a nuestros pueblos, cuyo enunciado equivalía a la consolidación de formas explícitas o implícitas de dominación política.

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Cuando hablamos de “Historia de la Educación”, nos referimos, ante todo, a un campo disciplinar de naturaleza compleja, dinámico y en permanente construcción que forma parte del terreno de las Ciencias de la Educación e integra también el campo de la Historia. Como disciplina se conformó en el siglo XIX, como parte del proyecto educativo moderno, asociado a la escolarización de masas. Las necesidades de formación de docentes, a medida que la educación se sistematizaba y se expandía, determinaron su inclusión en los planes de estudio de las Escuelas Normales. En esta primera etapa, la disciplina fue escrita «desde el discurso pedagógico hegemónico» como parte del control estatal sobre la educación.Desde la instancia fundacional y durante largo tiempo, la Historia de la Educación no ocupó un lugar destacado dentro del quehacer historiográfico, debido, entre otras razones, a su fuerte dependencia de la Historia de la Filosofía y de la Historia de las Civilizaciones. Lo anterior condujo a la conformación de una disciplina recortada en sus contenidos y en su objeto de estudio; más que una Historia de la Educación, se trató de una historia de las instituciones, de las políticas escolares, biografías de los destacados teóricos de la educación, acontecimientos escolares, y todo ello en el marco de un enfoque fuertemente legalista. Se trataba de una mirada histórica sobre la educación, realizada desde el punto de vista de los políticos, los administradores y otras esferas fuera del sistema»3, y no desde el punto de vista de los actores de la educación (alumnos y docentes). En las últimas décadas, en un proceso de redefinición de su objeto de estudio, el campo se ha renovado. Se entendió que el anterior enfoque, centrado en las transformaciones legales y administrativas, dejaba de lado aspectos importantes de la historia pedagógica. Una característica de este proceso renovador que se ha operado, es el creciente interés por una mirada de tipo arqueológico sobre la educación, esto es, una mirada desde “adentro”, desde las instituciones y sus actores, «sobre los restos físicos que durante tiempo se consideraron indignos de ser notados, tales como los libros de texto y ejercicios de los niños, el equipo y los muebles, y los edificios escolares» Desde esta nueva perspectiva se entiende que a las ideas pedagógicas y, por tanto, a los procesos educativos no se les puede analizar aisladamente, sino que son parte de complejos sistemas filosóficos, y también son parte de condiciones sociales, políticas, económicas y culturales. Cada vez más se concibe que las instituciones educativas, sus actores y los procesos educativos en su conjunto son reflejo de escenarios socio-culturales complejos y cambiantes. Teniendo esto en cuenta para América Latina, podemos considerar el final del siglo XVIII, caracterizado por la insurgencia revolucionaria y por conflictivos procesos de reordenamiento de lo social, lo político y lo económico, como constituyente del hito fundacional, por así decir, del nacimiento de la ilustración latinoamericana y de las primeras propuestas de elaboración de un proyecto educativo responsable de concebir una nueva cultura política reproducida en la participación popular y dirigida a la emancipación política de la región. Su perspectiva se inscribía en la aportación de un papel político a la educación en la construcción y fortalecimiento de lo social como parte constitutiva de los cambios coyunturales previstos para este momento de la historia de Latinoamérica. En estos tiempos se produjo un amplio debate acerca de la educación como vía primordial de construcción de nuevos paradigmas emancipatorios para la articulación política latinoamericana. Comprenden la existencia de una dimensión pedagógica en la conformación del poder. Desde ahí urge la ruptura con los modelos colonialistas e imperialistas de educación impuestos históricamente a nuestros pueblos, cuyo enunciado equivalía a la consolidación de formas explícitas o implícitas de dominación política. Adriana Puiggrós, dentro de una de las vertientes del diálogo con la trayectoria del pensamiento pedagógico latinoamericano plantea la necesidad de una deconstrucción de las categorías que han permitido interpretar la historia de la educación en la región, sobre todo en la escena fundadora de nuestra educación y sus fines políticos para la conquista de América Latina. Puiggrós afirma que el transcurso de implantación de los sistemas educativos modernos latinoamericanos subsidió no sólo una forma particular de dominación desde un modelo educativo dominante, sino el proceso de consolidación de una hegemonía basada en la demarcación de un campo simbólico e ideológico que se impone con vistas a homogeneizar el pensamiento social y, así, mantener la supremacía de determinados grupos establecidos en el poder. Problematizando el debate, vale la pena cuestionarse: ¿Qué implicaciones están presentes en la asunción de una identidad que se construye desde los referentes del dominador? ¿Qué otras formas de dominación son implantadas a partir de la imposición de una identidad desvinculada y ajena de los elementos constitutivos de la otra historia de Latinoamérica? ¿Cómo se podría recuperar o inscribir el tema del Poder Popular como alternativa política cuando el campo simbólico ya está referenciado desde otros parámetros socio-culturales y políticos?Tales cuestionamientos en diálogo con las reflexiones de Puiggrós apuntan hacia dos posiciones en pugna en el marco de una historiografía pedagógica latinoamericana: un primer modelo que se enmarca en la historia tradicional y otro basado en la historia social. La primera posición es propia de la historiografía educativa tradicional, cuyo discurso se sostiene por una concepción teleológica de la historia de la educación en América Latina, fuertemente positivista y cuyo transcurso histórico es lineal y definitivo. El parámetro ordenador de la historia tradicional excluye lo alternativo como elemento también perteneciente a la trama socio-política y, en especial, educativo-pedagógica de la región. Al excluir lo alternativo, niega la conflictividad y la lucha que son partes constitutivas de la historia latinoamericana. El rol político asumido por la historiografía tradicional se enmarca en el intento de aleccionar nuestra sociedad a partir de los referentes simbólicos propios de la ideología dominante y sus grupos políticos.

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En contraposición a la historiografía tradicional está la historia social, cuya vertiente historiográfica estructura su mirada analítica desde una comprensión de la historia a partir de las idiosincrasias de su formación socio-cultural y del carácter de sus conflictos políticos constitutivos y recurrentes. El modelo historiográfico propuesto prioriza la interpretación y dilucidación de las tramas presentes en las relaciones establecidas entre el proyecto moderno planteado al continente y las alternativas ejercidas por sujetos anónimos y al margen del sistema político oficial.

Un punto central en los aportes de Puiggrós se refiere a las formas de nombrar al “otro” en el campo del discurso historiográfico. La historiografía tradicional establece un parámetro dicotómico para representar el conjunto de las relaciones construidas históricamente en Latinoamérica. Tal abordaje produjo una pérdida de la especificidad de los vínculos históricos, políticos y, fundamentalmente, socio-culturales, sirviendo a la elaboración de una historia latinoamericana cuyos referentes se reducen a dos representaciones aceptables: los conquistadores/dominadores y los conquistados/dominados. El resultado inmediato de esta lectura y explicación dicotómica de nuestro continente es la profunda negación de la “otredad” y sus referentes directos, es decir la multiplicidad, la pluralidad, la multiculturalidad, lo heterogéneo, como parte constitutiva de la sociedad latinoamericana. Esta negación condujo a diluciones de las posibilidades de conformación de una historiografía social que visibilizara múltiples sujetos, dotados de un carácter pluricultural responsable por la diversidad de experiencias y prácticas que se mantuvieron vivas (a pesar de la colonización) y que todavía se expresan en el ámbito de las relaciones socio-culturales, políticas y, especialmente, educativas.

En el marco de una historia de la educación latinoamericana significó una generalización de sus procesos educativos y una descontextualización de los sujetos partícipes del conjunto de experiencias educativas en curso en la región. La peligrosidad de una dominación desde el campo simbólico e ideológico se evidencia por su avance silencioso y por su dimensión de alcance. Desde que se inauguran las primeras instituciones educativas, esencialmente, se intenta aplastar la existencia del “otro” y de su subjetividad, subordinándolo no sólo por el uso de la fuerza física, a ejemplo de la esclavitud en nuestro continente, sino a partir de procesos de aculturación sumamente profundos, extinguiendo lenguas originarias – y toda una cosmovisión subyacentes a ellas – e imponiendo la lengua y la religión del conquistador, con el conjunto de sus referentes ordenadores. Españoles y portugueses, aunque difiriendo en algunos métodos, supieron muy tempranamente que la colonización se podría ejercer de manera más exitosa cuando se logra dominar desde el campo de las ideas. Y aunque se sucedieron procesos independentistas y se conformasen los primeros Estados-naciones en el continente, los siglos XIX y XX explicitaron muy bien esta forma velada de supremacía, principalmente con la organización del sistema escolar que sería vigente en los países de la región y con la llegada del positivismo en las universidades latinoamericanas, seguida por la consolidación de la ciencia moderna.

Lo que podemos afirmar es que el aparato educativo oficialmente instaurado a lo largo de estos siglos, sirvió muchísimo para que se garantizase el pleno funcionamiento del modelo capitalista de producción en el continente. Además, sobrepuso conceptos políticos al funcionamiento del Estado y de la democracia, tratando de adecuar la agenda política vigente en Latinoamérica a los anhelos de desarrollo económico impuestos por las potencias económicas. Pero la emergencia de teorías pedagógicas enmarcadas en el referente de la Educación Popular (Freire, 1975; Illich, 1985) y de experiencias que claman por una Educación Libertaria a partir de pedagogías alternativas, expresan la postura opuesta a lo dictado históricamente por la educación oficial. En la praxis político-pedagógica y educativa de estos sujetos se abre el espacio para que se construya la pregunta por el sujeto pedagógico latinoamericano y sus señas particulares.

En definitiva, vemos como hay un riesgo constante de conformación de perspectivas teóricas que van legitimando todo un campo simbólico que justifica la supremacía política, económica y cultural de un grupo social sobre otro en nuestro continente. Así como una paulatina negación de la existencia de subjetividades distintas, oscureciendo las miradas analíticas y volviendo invisibles las conflictividades y las sublevaciones que se sucedieron (y todavía se suceden) en Latinoamérica. Es por esto que el historiador de la educación latinoamericana debe considerar muy importante registrar en su discurso el desarrollo desigual, asincrónico y combinado de la evolución de las relaciones y sistemas educacionales, es decir de la Historia de la Educación, así entendida por Puiggrós: como el conjunto de relaciones en proceso, que está caracterizado por sus articulaciones múltiples e históricamente variables. Cabe aclarar que para la autora, el registrar las diferencias, y no solo las continuidades, en los tiempos históricos de la educación latinoamericana, no quiere decir que sea legítimo construir historias paralelas como si hubiera sucedido una historia de la educación de los sectores dominantes y otra de los dominados sino que más bien la idea de introducir distintas temporalidades es dar cuenta justamente, de tales conflictos.