guayabo negro

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Sobre ese caos flotaba un dolor de cabeza. Un dolor de cabeza autónomo. Luego, dentro de esa nebulosa de dolor, pero con nexos apenas perceptibles con ella, comenzó a esbozarse la personalidad consciente de Pedro Zabala. ¿Era aquello un dolor enorme a que él; Pedro Zabala, iba uncido, del cual su ser fluía; o, al contrario, todo ese dolor, toda esa angustia, toda esa tortura infame emanaban de él, precedían de él? Sintió sed, una sed aureolada de dolor, náuseas y vértigo; su conciencia individual se hizo más viva, más diferenciada: el dolor mordió en ella más hondo. Un olor acre, de orinal, penetró en la íntima encrucijada de sus sentidos: luego penetró el canto lejano de un gallo. Se palpó la cara, se exploró los bolsillos… Miríadas de imágenes, de sensaciones, de recuerdos truncos, vagos, torturantes, atravesaron su ser como atraviesa el horizonte una nube de langosta; y como si esa nube ideal trocárase de pronto en ráfaga candente que fustigara su cerebro, Pedro Zabala fue creado, reconocióse, tuvo conciencia clara de sí propio. Abrió los ojos: los luceros brillaban sobre el cielo negro. Frotóse los ojos con los dorsos de las manos; bostezó. Con un esfuerzo largo, apoyando las palmas en el suelo, incorpórese. Paseó en derredor los ojos extraviados. Se alzó, luego, dolorido; dio unos pasos, vacilante: la cabeza se le abría. Apretose las sienes con las palmas y apoyó la frente contra el muro. Su cerebro era el centro de un zumbido que, en espiral, se alejaba, se alejaba hasta extinguirse casi y luego volvía, se acercaba hasta hincarse en el propio centro de la cabeza con el silbido de un hierro al rojo vivo que sumerge rápidamente en el seno fresco de las aguas. Tortura inefable, silencio… y otra vez el zumbido empezaba a alejarse, pero ahora en línea ondeada, retorcida, vibrante… trepidante, que chispeaba, que estallaba en frases airadas, cínicas, contumeliosas… El ruido del surtidor del patio entretejía el grito de las células cerebrales, y era esa una vocería apocalíptica como el ruido de muchas cataratas. . . Y rostros congestionados de ira, de amenaza; rostros odiados, rostros temidos, rostros despreciados se le venían amenazadores, gesticulantes. . . Y él encogía, se anonadaba; y tapándose las orejas con fuerza y apretándose los párpados para no oír, para no ver, para eliminarse, se dobló flácido como un trapo, al pié del mino, en colapso irremedia- ble. “¡Orgías estúpidas! Acabarán por. . .” y su cerebro desplomóse en la nada a ese esfuerzo de ideación consciente; y un dolor fulgurante enroscándose a su cuerpo torturado llevó a los centros nerviosos la alucinación de que él era un gusano estripado sobre el pavimento. Y veía sus vértebras, sus anillos retorciéndose en una linfa espesa; y se veía allí pudriéndose eternamente; y bandadas de moscas abatían su vuelo zumbador sobre él; y las agudas trompas de los

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Sobre ese caos flotaba un dolor de cabeza

Sobre ese caos flotaba un dolor de cabeza. Un dolor de cabeza autnomo.

Luego, dentro de esa nebulosa de dolor, pero con nexos apenas perceptibles con ella, comenz a esbozarse la personalidad consciente de Pedro Zabala.

Era aquello un dolor enorme a que l; Pedro Zabala, iba uncido, del cual su ser flua; o, al contrario, todo ese dolor, toda esa angustia, toda esa tortura infame emanaban de l, precedan de l?

Sinti sed, una sed aureolada de dolor, nuseas y vrtigo; su conciencia individual se hizo ms viva, ms diferenciada: el dolor mordi en ella ms hondo. Un olor acre, de orinal, penetr en la ntima encrucijada de sus sentidos: luego penetr el canto lejano de un gallo.

Se palp la cara, se explor los bolsillos Miradas de imgenes, de sensaciones, de recuerdos truncos, vagos, torturantes, atravesaron su ser como atraviesa el horizonte una nube de langosta; y como si esa nube ideal trocrase de pronto en rfaga candente que fustigara su cerebro, Pedro Zabala fue creado, reconocise, tuvo conciencia clara de s propio.Abri los ojos: los luceros brillaban sobre el cielo negro. Frotse los ojos con los dorsos de las manos; bostez. Con un esfuerzo largo, apoyando las palmas en el suelo, incorprese. Pase en derredor los ojos extraviados. Se alz, luego, dolorido; dio unos pasos, vacilante: la cabeza se le abra. Apretose las sienes con las palmas y apoy la frente contra el muro. Su cerebro era el centro de un zumbido que, en espiral, se alejaba, se alejaba hasta extinguirse casi y luego volva, se acercaba hasta hincarse en el propio centro de la cabeza con el silbido de un hierro al rojo vivo que sumerge rpidamente en el seno fresco de las aguas. Tortura inefable, silencio y otra vez el zumbido empezaba a alejarse, pero ahora en lnea ondeada, retorcida, vibrante trepidante, que chispeaba, que estallaba en frases airadas, cnicas, contumeliosas El ruido del surtidor del patio entreteja el grito de las clulas cerebrales, y era esa una vocera apocalptica como el ruido de muchas cataratas. . . Y rostros congestionados de ira, de amenaza; rostros odiados, rostros temidos, rostros despreciados se le venan amenazadores, gesticulantes. . . Y l encoga, se anonadaba; y tapndose las orejas con fuerza y apretndose los prpados para no or, para no ver, para eliminarse, se dobl flcido como un trapo, al pi del mino, en colapso irremediable. Orgas estpidas! Acabarn por. . . y su cerebro desplomse en la nada a ese esfuerzo de ideacin consciente; y un dolor fulgurante enroscndose a su cuerpo torturado llev a los centros nerviosos la alucinacin de que l era un gusano estripado sobre el pavimento. Y vea sus vrtebras, sus anillos retorcindose en una linfa espesa; y se vea all pudrindose eternamente; y bandadas de moscas abatan su vuelo zumbador sobre l; y las agudas trompas de los asquerosos insectos penetraban sus carnes deshechas, pero infinitamente sensitivas; y quera huir, correr, desaparecer, anonadarse. . .Una rata hizo ruido en un rincn. Pedro Zabala salto como una pelota y psose en pie. Mir a todas partes, los ojos brotados de las rbitas.- Quin, quin es? clam en los lindes del horror de cerval miedo. El corazn chapalebale en el pecho, corrale de la cabeza a los talones el temblor del pnico. Repitise el ruido ms intenso ahora. Los cabellos erizadonsele y huy en furioso escape Topeto con estrpito contra el muro de enfrente. Volvise atontado, jadeante. En el surtidor rielaba la luz de las estrellas, y a l figursele el fulgor suave, indeciso, fros ojos de espectros; y el ruido manso de las aguas airado vocero, el surtidor un monstruo apocalptico de algn negro apocalipsis de taberna y borrachera, el cual verta para el, de manera misteriosa, frases que hacan explosin en la mitad de su cabeza dolorida.- No! No! gritaba. Pero la voz implacable continuaba vertiendo su mensaje horrendo. Era su conciencia moral, proyectada al exterior por su organismo en hiperestesia lamentable, quien descargaba estos golpes de maza profticos, terribles?- Eres un miserable decale la voz del monstruo. Tus orgas agotarn tu organismo. Vendr la enfermedad, vendrn el desamparo, la desnudez, el hambre y la miseria. Y tu hijo ser un degenerado, tu hogar ser prostituido.- No! No! No! Calla! Y se retorca como un epilptico, y sus manos se tendan amenazantes. Crispadas como las zarpas de un len.Y la voz continuaba:- Y tu hogar ser derruido, aventado, y t esposa... Miserable! clam Pedro Zabala, desaferrndose de la inmovilidad en que la parlisis lo tena clavado, y abalanzndose para tapar con sus manos esa boca del infierno, para sofocar esa garganta contumeliosa, para tortura en un brazo de Hrcules ese pecho, nido de Eumnides, hervidero de iras y de afrentas. Y sus manos apretaron la incoercible y fresca columna de aguas en el surtidor, y cay de bruces, la cara entre el brocal, en donde el agua, coronada de espumas, rebosaba y hua cantarina.El zambulln despej su cabeza. Sacudi las mojadas melenas y torn a zambullir la cabeza entre las linfas benficas; y bebi de ellas; se abrev con ansia, con fruicin, con delicia. . . Sinti arcada y reves ondas amargas, detersivas que ardan sus fauces, y torn a beber. . . Invade un dulce desaliento, tumbse sobre el hmedo brocal. Y empez la rebusca. Esa horrible incursin de la memoria por entre los recuerdos borrosos, fragmentarios, de una orga de la vspera. Qu habr hecho yo? A qu amigo habr insultado?. . . Horror! Pero cmo sucedi pensaba que yo me emborrachara ayer? A ver: por la maana, a las seis, haba salido de casa con su mujer y con su hermana. Una maana fresca, limpia luminosa; una cosa linda!

En el camino se les junto Manuel, su cuado, y siguieron los cuatro juntos a or misa. Terminada sta, propuso l que dieran un paseo por el Morro. Se baaran en la quebrada del Juncal. Luego almorzaran huevos con chorizos donde rsula, la viuda de Anselmo. Convenido dijeron Ins su hermana y Manuel su cuado. Ellos! Cundo no! contest Matilde su mujer, mirndolos sonriente -. Pero no estn viendo que yo no puedo? Que deje al nio solo, en poder de la criada? Ven. Volveremos pronto. Pero no ves que el nio est llorando? Y cmo sabes t que est llorando? Tan bobo! Yo lo s. A ver: cmo lo sabes? Pues. . . yo lo s. Y se acab. No; dime, dime.Llevla a un lado y ella toda ruborizada y toda sonriente contle su secreto. . Se lo haban contado cuando soltera y no lo haba credo. . . Pero ahora por experiencia saba que era muy cierto. Pedro Zabala rea, rea con risa gozosa, irrestaable, de la ingenua confidencia, y queriendo que los otros compartieran su gozo, empez, entre risas, a contrselo: Que el nio est llorando, que tiene hambre, dice Matilde, porque. . . Aqu ella le tap la boca con las manos adoradas!. . . porque (Y el forcejeaba por decirlo, y sus palabras salan truncas, ahogadas). . . porque, dice ella, de sus pechos est derramndose la leche. Bobo!, bobo!, indiscreto! Ven, Ins, dejemos a sos. . . y vamonos . Y los ojos de Matilde miraban a Pedro Zabala con rencor acariciante. Esos ojos deca l cuya arcana lumbre he tratado de apagar en vano con mis besos. . .Y senta un deseo loco, irresistible de estrecharla ah mismo entre sus brazos y besarla!, besarla!. . . Los esperamos a almorzar. Cuidado no van gritles, alejndose Matilde. Mientras Ins, grave, se iba, puestos en los de Manuel los ojos bellos. Porque Manuel y ella se adoraban e iban a casarse dentro de quince das. Y es bella Ins pens Pedro Zabala ; tiene una hermosura que se impone: la belleza augusta y santa de mi madre.Sinti la sensacin aguda de contrselo a Manuel todo. De contarle que la casa que estaban terminando ah, cercana a la suya, la edificaban para ellos, su mujer y l; que eso que decan de l la construa por cuenta de un capitalista de Medelln que la destinaba a pasar en ella temporadas con su familia, era puro cuento; que ese cuadro de Cano que desde que estudiaban en la Universidad tanto l haba deseado y que cuando lo vio en la sala de esa casa, de la que iba a ser su casa, contemplaba con la alegra con que se vuelve a ver a un antiguo conocido, y con la tristeza de lo que jams quiz ha de poseerse, era suyo. Que ese decorado flamante. . . todo eso que l mismo con sus manos haba contribuido a crear, iban a ser testigos de su ventura. . . Y echndole el brazo, arranclo del lugar de donde vea an alejarse a su novia y llevlo plaza arriba.Entrronse a los apartamentos interiores de "El Len de Bronce"; tomaron asiento ante una mesita. Empezaron a hablar de su vida. Esa maana luminosa, ese ambiente recatado, el estado de sus almas, convidaban a las reminiscencias ntimas. Hablaron de sus tiempos de la Universidad adonde sus padres, a quienes uni una amistad a la suya semejante, los enviaron casi nios; de su vida en Medelln, mimada e indolente, de muchachos ricos. Luego de su ingreso a la Escuela de Minas; de sus luchas, de sus triunfos, de sus derrotas; de sus compaeros de estudio, la mayor parte muertos, ay!, tempranamente, luchando como buenos en sus labores de ingenieros, con esta naturaleza enervante y asesina. Recordaron el da angustioso en que fue llamado Pedio Zabala urgentemente porque su padre se mora. Haba ya muerto! Luego fue Manuel quien tuvo que dejar los estudios por haber venido a menos la fortuna de los suyos. La carrera de uno y otro fue truncada; pero no sus inclinaciones a las ciencias matemticas y fsicas. Asocironse, establecieron talleres de fundicin y cerrajera. De entonces ac, cuntos cambios! Quedaron totalmente hurfanos. Pedro Zabala casse con Matilde, a quien amaba desde nio; sus negocios prosperaron a golpes de inteligencia y de energa. Cmo hicieron danzar los martillos sobre el yunque sus brazos de titanes; cmo corri a los moldes chispeantes, el metal fundido de los cubilotes; cmo mordi la retemplada lima esgrimida por sus manos tenaces, el acero an ms tenaz! En veinte leguas a la redonda, no sealaba en torre alguna, las horas, un reloj que no fuese obra de ellos; no hera el aire, danzando alegre una campana que no hubiera sido fundida por ellos; no estrujaba el tallo dulce de las caas, trapiche alguno que de sus talleres no saliera. . . Y hablaban de esas cosas fraternalmente, frvidos, entrelazando sus frases como se enlazan las trepadoras en la selva; y sentan que el alcohol era luz que al penetraren sus cerebros crepitaba, y al circular en su corazn era afectos frvidos; y sus ojos se humedecan dulcemente. Ya no dialogaban: cada cual segua su monlogo sembrado de protestas de amistad eterna, de filial amor, contndoselo todo: sus secretos proyectos, sus anhelos escondidos. Cuan felices iban a ser en el futuro, marchando unidos a la conquista de la vida! Y caa cada uno en los brazos del otro, y sus corazones se juntaban clidos, viriles.

Cada una de las adquisiciones ms altas de la psiquis del hombre culto iba, al influjo del alcohol, exaltndose hasta el paroxismo, hasta la parlisis definitiva; flotaba un instante, rgida, y luego se hunda en el ocano de lo inconsciente.

Ya no les quedaba de hombres sino lo instintivo irreductible. Cada influjo de la vida exterior, cada fenmeno fisiolgico suficientemente intenso, agitaba las delicadas maquinas, sin gobierno ya, de sus organismos psquicos, produciendo un reflejo que determinaba un cambio de individualidad, y cada uno de ellos iba encarnando por ms o menos tiempo, en sucesin interminable, por misteriosas sendas atvicas llegado, a alguno de sus antepasados, a alguno de los infinitos que han contribuido a la existencia decida ser humano. Y cada uno de esos cambios de personalidad iba dibujndose y borrndose en las mviles fisonomas: ya era el ancestral salvaje, carbal, borracho de chicha y sangre humana, junto a su pira que se extingue; ya el aventurero sin entraas que en Flandes humeante o en el boho del indio americano roba y viola; ya el presidiario, de Ceuta fugitivo, que viene a fundar un hogar en Amrica remota; ya el negro que amarrado en las bodegas del buque negrero forja proyectos de venganza contra los que le vendieron y contra los que le compraron, contra la tierra y contra el cielo, en su odio negro; ya el bucanero, de oro y de crmenes hidrpico; ya el hroe; ya el santo; ya el alcahuete; ya el falsario. Por que quin es, entre los infinitos seres que han urdido la tela de la vida de una raza, de las razas todas, el que no ha contribuido a la existencia de cada ser humano? Ese es el mar pavoroso, arcano, cuyo oleaje sentimos golpear contra el cerebro en nuestras horas de locura.Pero cuando nos turba la embriaguez entonces por la brecha abierta en nuestra personalidad, irrumpe la procesin de los fantasmas del pasado, se sustituyen a nosotros, empuan el cetro de la vida, mandan, ordenan, y sus rasiones son las nuestras, y su ancestral crueldad y su dureza resucitan en nosotros, y omos entrechocarse lanzas y macanas, espadas y broqueles, gritos de guerra y relinchos de caballos, y el olor de la sangre nos embriaga, y nuestras manos se cierran como garras, y las mandbulas se aprietan como mandbulas de tigre, y el brazo homicida avanza, hiere. Y quin es el que hiere? Qu juez, qu tribunal osara decirlo?Afortunadamente, en el grado de civilizacin en donde estamos, nuestras leyes en vez de castigar al criminal a quien el alcohol ha enloquecido, castigan a los envenenadores que lo producen o lo venden. Afortunadamente los hombres ilustres que nos gobiernan y nos guan apartan con horror esos dineros manchados de sangre y con degeneracin irremediable. Afortunadamente!Y entrecerrados los prpados, los labios cados, inconscientes ya, pero an en pies vacilantes, Pedro Zabala y Manuel prosiguen apurando vasos de alcohol en serie interminable. Pero hasta qu hora, bebimos? Qu ha pasado all? se preguntaba Pedro Zabala acurrucado sobre el brocal del surtidor. Sus recuerdos iban hasta cierto punto despus, nada recordaba. Eso de que lo hubieran trado a la crcel, nada significaba: muchas veces le haba acontecido. Porque en la crcel estaba: haca rato que lo comprendiera. Pero l recordaba que don Lucas Zapata haba estado con ellos, con l y con Manuel. Tambin recordaba que Jaime Garca y su primo Toms habanse mezclado a su orga bulliciosa. Y luego? Debi de ser que l no quiso retirarse, que no quiso irse a casa de ningn amigo, que se empe en que lo trajeran all. El era terco. Y cmo lo era! Muchas veces pasrele otro tanto.

Levantse vacilante. Sonaron las cinco en la torre de la iglesia. Empezaba a verse claro. Fue a una puerta que en el fondo del patio se vea. Abrila. Daba a una reja, y la reja daba al campo.Desde all vea Pedro Zabala todo el paisaje del oriente, que desde la altura en donde est su pueblo edificado alcanza a dominarse, como una masa uniforme, negra, limitada hacia lo alto por el contorno gracioso de la cordillera, dibujndose enrgico sobre el cielo azul plido. A cada instante el cielo era ms luminoso y era ms claro el paisaje. Como chispas lucan, aqu y all, los fogones de los hogares campesinos. Ascenda como un himno la batalladora clarinada de los gallos. El cielo tornse suavemente rseo, y al beso de la luz que desde l llova dulcemente, por la faz del paisaje, espectral antes, comenzaron a circular los colores de la vida. Y del fondo de las frondas resucitadas ya y vivientes, surgi polfono, rtmico y divino, el canto de los turpiales y los mirlos, de los cucaracheros y sinsontes. Muri disuelta sobre la lumbre de los cielos la estrella de la maraa. El linde de la cordillera con el cielo luci como el interior de las caras coles de la mar remota: era la aurora.Y el fulgor inefable fue creciendo hasta cubrir todo el cielo desde ah visible. Y no hubo jirn de tenue nube que no fuera de oro y rosa, de mrice y de fuego. . .Y pareca que lo que ascenda lentamente por detrs de la distante cordillera desde las profundidades del espacio, lo que el mundo esperaba palpitante, lo que iba a aparece sobre el oriente, no fuese el globo gneo del sol sino todas las flores de los jardines de Granada y de Ecbatana, de Bagdad y Babilonia; los clices todos que brotan, lujuriosos, Ganges y Amazonas; las orqudeas todas de los Andes portentosos, pero vivientes, con vivir supraterreno, con luz propia, unidos en ramilletes desbordantes y abarcados por los brazos "redondos de una mujer rsea y blanca en desnudez gloriosa, Venus tal vez, Venus Urania, la celeste Venus que, naciendo esta vez, no del seno de las aguas sino del fondo de los cielos, iba a surgir sobre las cordilleras del oriente.

Amaneci. Tocados del sol, brillaron blancos los muros de su casa.Y pens con angustia: Insomne me ha esperado all tras esas tapias mi mujer la noche entera. Ahora se levanta; ahora, alzando al cielo las manos y ojos bellos, reza ferviente y por m reza. Puesta ahora a la ventana explora la distancia. Cuntas veces en las horas eternas del que espera, habr credo or mis pasos en la sombra!. . . Y sinti, al imaginrsela, el temblor inconfundible, la sacudida torturante a la vez y voluptuosa que termina siempre en l la evocacin de esa mujer para l nica en la vida. Jams haba logrado permanecer sereno ante su presencia o su recuerdo. Mirbala siempre como si la viese en el seno de limpia onda removida, o como a travs del aire difano que ondea y vibra pulsado por las lenguas de una llama. Y sinti el deseo imperioso de ir a ella. Ah!, el grito clido; ah!, la alegra de su llegada brillando en esos ojos, y la fragancia de ese cuerpo esbelto, firme, mrbido y divino, y sobre esa boca en llama su beso penetrante, detenido por la firmeza sbita de los dientes deslumbradores y perfectos, cuyos bordes tienen diafanidades azulinas. . . Y su hijo luego; su hijo!, ese rollo de alegra y carnes duras. . .Y arrojadas luego esas ropas infectas con alcohol vertido, sumir el ardoroso cuerpo entre las fras linfas del bao pavimentado con baldosas esmaltadas. Y, despus, vestidas limpias telas olorosas a retama, baja a la colmena de los talleres resonantes, y embriagado con la accin, empuar l y Manuel sendos martillos de a diez kilos, y alternadamente, sobre el chispeante hierro que un obrero hace danzar sobre el yunque, tin tan, tin tan. . . hasta sentir por la frente, por el pecho, por la espalda, por los brazos, correr en ondas el sudor benfico que aliviara el organismo de este alcohol oxidado y pestilente que lo asfixia, que lo roe. S; no ms alcohol!... Lo juro! El estudio, el trabajo y el amor; y tu amor!. . .Y t entusiasta, alegre, gil, paseaba el pavimento a largos pasos. Volvi a la reja. Por la calle de enfrente cruzaban unas beatas camino de la iglesia. All, por la vuelta, el azadn al hombro, desfilaba silencioso un grupo de braceros. Vio luego a un hombre que suba por el sendero del prado. Reconocilo: era Jesusito, el hermano del cura. Mira, Jesusito gritle.Detuvos ste sin contestar. Mira: vas al Alcalde; oyes? Y le dices que no sea dormiln. Que stas no son horas de tenerme aqu; oyes? Que venga l o enve pronto a sacarme de aqu. Jesusito, sin alzar a mirarlo, sigui adelante en su camino. Y mira.Torn a detenerse Jesusito. Vas tambin a Manuel, mi cuado.

Por ah lo encuentras en casa de algn amigo; debe estar durmiendo; lo buscan, lo haces despertar, yo te pago, y me le dices que se venga, que no sea sinvergenza; que stas no son horas de estarse dormido un hombre de pelo en pecho como l; que recuerde que tenemos un mar de cosas que hacer hoy.Sigui Jesusito su camino. Ahora, a arreglar la toilette s, seor se deca terminando de componerse el nudo de la corbata vamos a jugrsela a esos perezosos . Y frotndose las manos, pensaba con placer: me escondo all en aquel rincn oscuro. Ellos entran a buscarme, y al no hallarme siguen a la parte interior del edificio; y entonces yo, en puntillas, salgo, cierro la puerta con la llave que de seguro dejarn en la cerradura, y. . . por aqu que es ms derecho.

Sinti en el exterior ruido de voces. Luego oy que abran, inquieto, alegre, como si fuese un nio espiando, feliz, la hora de llevar a cabo inocente travesura.Las dos hojas del carcomido portaln se abrieron con estrpito, y, lentamente, pesadamente, andando de lado en dos filas paralelas, de frente a l la una, la otra dndole la espalda, llevando en medio un objeto pesado, un arcn, un. . . desde el lugar en donde estaba l no vea lo que fuese penetraron hasta diez hombres. Tras ellos entr un grupo de gendarmes: reconocilos. "Son, se dijo, los que vigilan la Seccin del presidio que construye el puente sobre el ro". Luego, llevando un rollo de papeles, el secretario del Alcalde del lugar, acompaado del Cojo Crdenas, el tinterillo recin establecido en el lugar, los cuales se instalaron ante una mesa que de un rincn trajeron dos agentes. Los que llevaban el objeto pesado detuvironse al frente de ellos. Entonces vio Pedro Zabala lo que era tendido sobre una tarima desnuda, estaba un hombre. El no poda verle la cara, se lo impeda uno de los conductores, pero en la inerte quietud de aquel reposo se adivinaba en l a un moribundo, quizs a un muerto. Que traigan al reo dijo solemne el Cojo Crdenas. Ya s lo que es pens Pedro Zabala ; algn muerto en ria que hubo anoche en las minas del Saltillo. Esos mineros son el diablo. . . S; eso debe ser, pues en casos semejantes mi to Antonio, el Alcalde, se hace reemplazar por el suplente, por este Cojo facineroso es el desquite que el buen to se toma de este tipo, que la minora del Consejo nos impuso, que nos odia cordialmente; que sera capaz de ahorcarnos a todos. . . si pudiese. Nada tengo que hacer yo aqu, y Matilde me espera.Y dirigise a paso vivo a la puerta. Al salir a la calle sintise cogido de golpe por la espalda y detenido; sinti que dos, diez, veinte manos frreas hacan presa en l, y sin darse de s cuenta, estaba en pie, delante de la mesa en cuyo extremo opuesto, erguido en su asiento, mirbale insolente el Cojo Crdenas; en tanto que dos esbirros sujetaban sus muecas con cadenas en los extremos de garrotes policacos puestas. Las cuales retorcan lentamente, con rabia muda, con crueldad inicua.Borbollaba en su pecho ira sangrienta, plido el rostro, extraviada la mirada, los labios temblorosos. Seor secretario oy que deca el Cojo Crdenas, con solemnidad de melodrama . Srvase dar lectura al artculo 25 de la Constitucin de la Repblica."Artculo 25 ley el secretario . Nadie podr ser obligado, en asunto criminal, correccional o de polica, a declarar contra s mismo o contra sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad". Oy usted? Entiende usted, Zabala, por qu se le va a interrogar sin juramento? pregunt el Cojo Crdenas, clavando en l ojos de odio. Zabala!; y me dice Zabala a secas ese miserable!Y lentamente, socarronamente, complacindose en el martirio que infliga, continu Crdenas: Conoci usted, Zabala, al hombre cuyo cadver reposa ah, mira, ah, tras usted, en esa camilla?Los esbirros, con un movimiento lento, cruel, calculadamente cruel, hicieron dar a Pedro Zabala media vuelta, hasta colocarle frente por frente del cadver.No quiero mirarlo y permaneci largo espacio desafiando altanero con los ojos a toda esa muchedumbre miserable que siempre viera con l solcita, obsequiosa, abyecta, y que ahora, sin saber por qu, tornbase siniestra. Improviso sus ojos tropezaron con el cadver y se quedaron fijos, inmviles, desmesuradamente abiertos, trgicamente abiertos. Pero era verdad lo que vea? No era una pesadilla? Esa cabeza que caa con la laxitud definitiva de la muerte, ese rostro exange, bello, que estaba ah viendo; ese pecho que la camisa desgarrada dejaba al descubierto, ese pecho marcado virilmente con negro islote de vello corto, suave. . .? S: era l, Manuel, su amigo de la infancia y de la vida, su compaero, su hermano, la mitad de su existencia! Conoce usted continu el Cojo Crdenas conoce usted, Zabala este cuchillo? Mire, ste Y un agente coloc bajo sus ojos el arma mencionada.Zabala se qued mirndolo. Pero qu es esto? pens . No es ste el cuchillo que trajera l la maana anterior, envuelto en unos peridicos y que ahora lo recordaba claramente haba colocado sobre una mesita de la cantina de "El Len de Bronce", para ser enviado a uno de sus agentes como regalo; el cuchillo que Manuel mismo forja de acero selecto y cuyo mango de plata l repuj con bellsimos relieves?Mirlo atentamente.

Sobre la bruida lmina, empaando su brillantez, se extenda un velo como de albmina traslcida y reseca, estriada, de apenas perceptibles vnulas, que se unan hacia la agua punta en una mancha de sangre renegrida.Maquinalmente compar el ancho de la hoja del cuchillo con el de la herida roja y estrecha que se vea en el lado izquierdo del pecho de Manuel.

Ni una gota de sangre debi verter la herida pensaba, contemplando los pliegues de la blanca camisa sobre el an ms blanca o pecho rebujada . La sangre de las rotas arterias debi derramarse al interior en cogulo asesino, produciendo una muerte instantnea.Se mir las manos. Pero por qu esa pesquisa? Se mir los puos, la pechen. Qu vio, qu descubri, qu recelo penetr su alma?Tornse an ms plido y comenz a temblar como azoque rebullido. Y en l iba penetrando el terror que en los horizontes de la tragedia griega precede en las almas de los Orestes y de los Edipos, de los marcados por los decretos del Destino a la llegada de las Erinnias vengadoras. Fue que en su ser agitado hasta los cimientos subi de lo inconsciente hasta los campos de la conciencia el recuerdo de la tremenda noche precedente, recuerdos fragmentarios de la lucha salvaje, de ira delirante?S: l haba sido el asesino!Y las Furias tomaron posesin de su ser ntegro; y agitando sus teas fulgurantes alumbraron el fondo total de su memoria. Y lo vio todo. Se vio a s mismo tratando entre locas carcajadas de hacer apurar a Manuel, que desfallecido yace en un sof, una botella de brandy. Manuel forcejea, se debate, protesta, ahogndose, sin poder arrancarse la botella que l con los presentes, borrachos como ellos, mantena fija como una mordaza. Levantase Manuel y en los paroxismos de la asfixia, con sacudida enrgica, logra desasirse y, colrico, ciego de alcohol, de dolor, de ira, azota su rostro con sonora bofetada. Luego, relmpagos sangrientos, lumbradas de infierno arman su brazo y su cuchillo va a clavarse en el pecho de su hermano. Despus. . . nada! La sacudida debi de ser tan formidable, que una parlisis cerebral absoluta poseylo hasta el instante en que despertara esa maana, entre las visiones y los dolores de pesadillas lacerantes.Por qu al despertar no record nada? Por qu su imaginacin en las horas precedentes se haba complacido, irnica, en fingirle la prxima dicha del amor y de la vida?

Ante esa realidad irremediable tumbse, desplomse su animo en marasmo definitivo, irremediable; y en medio de su confusin y su vergenza no osaba afrontar las miradas de esa muchedumbre que instantes hace desafiaba; y sus ojos buscaban en el techo y en el muro un lugar dnde posarse.La muchedumbre, que en el portal se amontonaba, agitse un momento. Vease que algo la henda, que algo avanzaba en su seno. Abrise luego en dos alas, respetuosa, y en el crculo vaco junto al cadver surgieron dos damas en luctuosa palidez. Ellas! dije con espantada voz. Pedro Zabala.

Pero por qu vendran? Sabanlo acaso ellas? Dijronles que el medico oficial procedera dentro de poco a la autopsia y queran verlo, ver a su Manuel, antes que eso, que ese horror, deshiciese en repugnantes guiapos la divina armona de ese pedazo de sus almas? Queran pero, qu tienen que ver los corazones a quienes el dolor estruja, estriga, con la divina armona de ese pedazo de sus almas? Queran. . . pero, qu tienen qu ver los corazones a quienes el dolor estruja, estriega, con lgicas mezquinas?Arrojndose Matilde clida, vehemente, de rodillas al lado del cadver:Mel, Melito nio mo clamaba besndole en la frente, en las mejillas, en el pecho, en la garganta.Ins, cohibida, virginal, amarga, detvose en pie junto al cadver.

Pedro sinti sus entraas desgarrarse, y como se sacude una montaa cuando un volcn en su interior revienta, sacudise. Los eslabones de la cadena que sujetaban sus muecas, volaron hechos trizas. Y arrancando de manos de un agente el pual homicida, dirigilo a su corazn, a ese pobre corazn ha poco dulce y caliente nido de ilusiones y ventura, y ahora ventregada de vboras voraces.Veinte manos agarraron su mueca, y entre el tumulto de la brega sus ojos se cruzaron con los de Ins y de Matilde que, desoladas, anhelantes, le miraban. . . Qu pas en el instante de ese choque fugaz por las almas de esos tres infelices, de esos tres crucificados del Destino?- Djenme! Permtanmele ustedes! Pero por qu no me dejan? rogaba Pedro persuasivo . No comprendo por qu no dejan ustedes que me d la muerte. Pero para qu quieren que yo viva?Ah, no comprenda el pobre mozo en su razonar sencillo, honrado, amargo! Si su voluntad al herir no gui su mano; si eso que le condujo a la locura, al homicidio, a ese abismo de horror, es algo que la fuerza misma omnipotente que lo atrapa ahora entre sus frreos engranajes, utiliza, explota, reglamenta, goza. . . Y si eso es lo mismo que le ha tornado imposible la existencia, y para l, continuar viviendo es un martirio insoportable, entonces, para qu lo ahorran? Para qu lo guardan? Para qu prolongan su tortura? Esa es dicen la vindicta de la sociedad. Vindicta!Pero de qu se venga el monstruo ese?