girard-los orígenes de la cultura 51-81

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Los orígenes de la cultura Conversaciones con Pierpaolo Antonello y J oao Cezar de Castro Rocha René Girard Traducción de José Luis San Miguel de Pablos E D T O R A L T R O T T A

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Page 1: Girard-Los Orígenes de La Cultura 51-81

Los orígenes de la cultura

Conversaciones con Pierpaolo Antonello y Joao Cezar de Castro Rocha

René Girard

Traducción de José Luis San Miguel de Pablos

E D T O R A L T R O T T A

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II

«UNA TEORÍA CON LA QUE SE PUEDE TRABAJAR»: EL MECANISMO MIMÉTICO

«Por fin había encontrado una teoría con la que se po­día trabajar.»

(Charles Darwin, Autobiografía)

1. Funcionamiento del mecanismo mimético

-Para una mayor claridad, nos gustaría que, en este capítulo, expusie­ra usted las principales nociones que contiene su teoría. Le pedimos, para empezar, que vuelva a definir las nociones de deseo y mecanismo mimético -tal como las desarrolla en sus libros- y que establezca la diferencia entre ambas.

-La expresión «mecanismo mimético» recubre una amplia se­rie de fenómenos: designa, de hecho, todo el proceso que se inicia partiendo del deseo mimético, sigue con la rivalidad mimética, se exaspera en la crisis mimética o sacrificial y concluye con la fase de resolución que cumple el chivo expiatorio. Para explicar esta trayec­toria, tenemos que empezar por el principio, es decir, por el deseo mimético.

Primeramente hemos de distinguir entre deseo y apetito. tI ape­tito que se siente por los alimentos o por el sexo no es todavía deseo. Es un mero asunto biológico, que se convierte en deseo cuando entra en juego la imitación de un modelo; y la presencia de dicho modelo es un factor decisivo en mi teoría. Si el deseo es mimético -10 que quiere decir imitativo-, entonces el sujeto desea el objeto poseído o deseado por aquel al que toma por modelo. El sujeto evoluciona o bien en el mismo mundo que su modelo o bien en un mundo distin­to. En este último caso, está claro que no puede poseer el objeto de

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LOS ORíGENES DE LA CULTURA

su modelo, y sólo podrá establecer con éste una mediación externa, como yo lo llamo. Si, por ejemplo, mi actor de cine preferido --con­vertido en mi modelo- y yo vivimos en lugares y medios distintos, el conflicto directo entre él y yo es imposible, pero en cambio, si vivo en el mismo medio que mi modelo, si éste es verdaderamente mi prójimo, mi «próximo», mi vecino, entonces sus objetos propios sí que son realmente accesibles para mí, y por consiguiente surge la ri­validad. A este tipo de relación mimética la llamo mediación interna, y se refuerza constantemente. A causa de la proximidad física y psí­quica entre el sujeto y el modelo, la mediación interna engendra cada vez más simetría, de modo que el sujeto tiende a imitar al modelo, en igual medida que éste, por su parte, le imita a éL Al final, el sujeto se convierte en modelo de su modelo, y el imitador se transforma en imitador de su imitador. O sea que siempre se evoluciona hacia más reciprocidad, y por tanto hacia más conflictividad. Es lo que llamo una relación de dobles l • En el fuego cruzado de la rivalidad, el objeto desaparece; muy pronto, la única obsesión de los dos rivales consiste en derrotar al contrario y no en conseguir el objeto, que pasa a ser superfluo, llegando a constituir un simple pretexto para la exasperación del conflicto. Los rivales se van volviendo cada vez más idénticos entre sí, se convierten en dobles el uno del otro. La crisis mimética siempre es una crisis de indiferenciación, que surge cuando los roles del sujeto y del modelo se reducen a esa rivalidad. La des­aparición del objeto es lo que hace posible que la misma surja, y no sólo se exaspera cada vez más sino que se extiende todo alrededor de forma contagiosa.

-Esta hipótesis contradice la concepción moderna del deseo, visto como expresión auténtica del yo. El deseo no sería, pues, algo ('perteneciente» al individuo, sino que se trataría más bien de una convergencia de apetencias y de intereses que centran fuertemente la atención del individuo sobre ciertos objetos del mundo real; y el «vec­tor» lo pondría el modelo.

-El mundo moderno es superindividualista. Se tiene la preten­sión de que el deseo es estrictamente individual, único. y tal cosa im­plicaría que el apego al objeto de deseo estaría, en cierto modo, pre­determinado. Porque si el deseo sólo es mío, si únicamente expresa mi propia naturaleza, entonces yo siempre debería desear las mismas cosas. Un deseo fijado de tal modo, no se diferencia gran cosa del ins­tinto. Para que el deseo posea una cierta movilidad -en relación, por

1. eL Choses, libro IU, cap. 1I: "El deseo sin objeto ", pp. 398-406.

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.UNA HORIA CON LA QUE SE PUEDE TRABAJAR»: El MECANISMO MIMÉTICO

un lado, con los apetitos y los instintos, y por otro, con el medio so­cial- hay que añadirle a la salsa un buen pellizco de imitación. Sólo el deseo mimético puede ser libre, verdaderamente humano, porque elige el modelo más que el objeto. El deseo mimético es lo que nos hace humanos, lo que nos permite escapar a los apetitos rutinarios, puramente animales, y construir nuestra identidad, que no puede en modo alguno crearse a partir de nada. La naturaleza mimética del de­seo es lo que nos hace capaces de adaptación, es lo que proporciona al hombre la posibilidad de aprender todo cuanto necesita saber para poder participar en su propia cultura. Esta última no se la inventa el individuo, sino que la copia.

-Lo que acaba de decir es esencial. Por ejemplo, en el caso del autismo -definido como una considerable disminución de la acti­vidad relacional-, los investigadores han acabado por comprender que la imitación es el mecanismo por el que el bebé llega a conocer algo acerca de los sentimientos de los demás. pues, la imitación la que tiende el primer puente entre uno mismo y el otro. La capacidad de los bebés para relacionar el comportamiento de las personas que los rodean con los efectos inducidos en ellos mismos por el hecho de imitarlas, es fundamental para el desarrollo ulterior de la intersubje­tividad, la comunicación y la cognición sociaf2. No poder imitar es señal de un grave déficit cultural.

-Es posible que la naturaleza mimética del deseo se nos escape, debido a que nos remitimos demasiado poco a los primeros estadios del desarrollo humano. La imitación y el aprendizaje son indisocia­bIes. Suele reservarse la palabra imitación para designar lo que se considera inauténtico, y ésta podría ser la razón de la inexistencia, dentro de las ciencias humanas, de una verdadera teoría de la acción psicológica que explique el comportamiento imitativo. En un debate sobre las hipótesis miméticas, Paul Ricoeur comparaba a la persona que presenta un comportamiento imitativo con un niño que juega, con lo cual quería dar a entender que esa persona no es enteramente

2. Cf., entre otros; A. N. Meltzoff y M. K. Moore, «Infant intersubjectivity: broadening the dialogue lO indude imitation, identity and intention», en S. Braten

Intersubjectívity, Communication and Emotion in Early Ontogeny, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, pp. 47-62; A. N. Meltzoff y M. K. Moore, "Per­sons and representation: Why infant imitation is important for meories of human devclopment», en J. Nadel y G. Butterworth (eds.), Imítation in Infancy, Cambridge Uníversity Press, Cambridge, 1999, pp. 9-35; A. N. Meltzoff y A. Gopnik, «The role of imitation in understanding persons and developing a theory of mind., en S. Baron­Cohen, H. Tager-Flusberg y D. J. Cohen (eds.), Understanding Other Minds, Oxford University Press, Oxford, 1993, pp. 335-366.

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dueña de sus acciones; y es verdad que en la imitación siempre se da un cierto grado de «inconsciencia»3. La mayor parte de las teorías, por ejemplo la de Piaget, reducen estos comportamientos a los pri­meros estadios de! desarrollo psicológico de! individuo, y raramente los aplican a la edad adulta. No nos resignamos a reconocer a los que admiramos cuando los imitamos; se diría que nos avergüenza hacer­lo. Teniendo en cuenta esta laguna en la comprensión de la mimesis, me pregunto si no sería preferible hablar de la imitación retornan­do a los principios mismos de la filosofía griega, y concretamente a Platón. Cuando éste habla de la imitación, en el diálogo República, aparece de pronto la imagen del espejo como uno de los signos de la crisis mimética, puesto que anuncia la aparición de los dobles. Platón teme a la mimesis. Presiente el peligro de conflicto que acecha detrás de ciertas prácticas imitativas, un peligro que no está limitado al ám­bito artístico sino que puede surgir en cualquier momento cuando se reúnen dos o más seres humanos4

• Pero Platón nunca se explica con claridad a este respecto.

-¿Por qué mimetismo y no imitación? -Yo utilizo las dos palabras, pero no indistintamente. En e! mi­

metismo hay un menor grado de conciencia, y en la imitación la conciencia es mayor. No quiero caer en e! exceso -y uno se arriesga a eso cuando identifica el mimetismo del deseo- de definir toda imi­tación como deseo, que es lo que, en definitiva, ha hecho el siglo xx. Es lo que hizo Freud, y de ello tomé nota en La violencia y /0 sagra­d05. Siempre que Freud ve a los niños imitar a sus padres, se imagina que todos, hasta los más pequeños, desean lo mismo que los padres. En «Más allá del principio de placer», encontramos continuamente

3. Coloquio COV&R celebrado en Saint-Denis: "Educaríon, mimesis, violence et réduction de la violence» [Educación, mimesis, violencia y reducción de la violen­cia], 27-30 de mayo de 1998. Ricoeur presentó asimismo un artículo titulado «Reli­

et violence symbolique» que se publicó en Contagian 6 (1999), pp. 1-11. 4. La imagen del espejo se encuentra sobre todo en el Alcibiades, 133 a; Timeo,

46 a-c; Sofista, 239 d. En República Platón describe la libre imitación como una ver­dadera «crisis de dobles» (libro IlI, 395e-396b). René Girard ha evocado esta misma idea en Choses, p. 27. Jacques Derrida, en La diseminación y en el capírulo «La doble sesión», hace notar algo que Platón dice en República: «Homero resulta condenable porque practica la mimesis (la diégesis mimética, no simple)>>, mientras que, por el contrario, «el otro gran padre, Parménides, es condenable por ignorar la mimesis. Si hubiera que alzar la mano contra él, sería porque su lagos, su 'tesis paternal', no te (dar cuenta de) la proliferación de dobles ('ídolos, iconos, mimemas, fantasmas') ... »

Paris, 1993, p. 229). [Cf. en castellano La diseminación, trad. de J. Martín Arancibia, Fundamentos, Madrid, 1997.]

5. Violence, pp. 249 ss.

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la palabra «imitación» (Nachahmung), y sin embargo el concepto en sí no juega el menor papel. Según lo veo yo, una de las razones de la tendencia a eludir el concepto de imitación es que, amputado de su potencial intelectual, parece «simplista», resulta un tanto decep­cionante para el apetito actual de «complejidad», que es por cierto muy mimético. Soy, por mi parte, plenamente consciente de esto, y de hecho mi primer libro ha sido víctima de esta manera de pensar. La actitud consistente en rechazar el debate sobre el concepto de imi­tación sigue predominando en nuestra cultura, y la teoría mimética reacciona en contra de ella. En su libro Le feu sacré, Régis Debray me dedica quince páginas que quieren ser feroces, pero sin tocar en ningún momento la noción de rivalidad mimética. Me relaciona con Tarde y con la tradición de la imitación anodina, que viene siendo, desde los tiempos de Aristóteles, un auténtico castigo. Volveré sobre este tema en el último capítulo.

-De todos modos, desde hace unos años, la imitación empieza a interesar en ciencias cognitivas y en neurologia6

• Los psicólogos del comportamiento aseguran que los recién nacidos imitan de un modo que no puede ser explicado ni por los condicionamientos ni por el funcionamiento de mecanismos innatos7

• Los neurólogos han descu­bierto una clase interesante de neuronas, las «neuronas espejo», que se activan cuando un individuo efectúa algún movimiento en particular o cuando observa un movimiento análogo en otra persona8•

-Sí, pero al hojear esta literatura se da uno cuenta enseguida de que la adquisición y la apropiación se perciben poquísimas veces como modos de comportamiento susceptibles de ser imitados. Las teorías de la imitación no hablan nunca de la mimesis de apropia­ción ni de la rivalidad mimética, y éste es, no obstante, el punto más importante de mi propia perspectiva. Para que resulte evidente, basta con pensar en las interacciones infantiles. El niño mantiene con los adultos una relación de mediación externa o, lo que es lo

6. Un coloquio sobre "Perspective de I'imitation. De la neuroscience cognitive aux sciences sociales» [La perspectiva de la imitación. De la neurociencia cognitiva a las ciencias ruvo lugar entre el 24 y el 26 de mayo de 2002 en la abadía de Royaumont (Francia).

7. Cf., por ejemplo, A. Meltzoff, «Foundations for developing a self: the role of imitation in relating self ro other and the value of social mirroring, social modelling and self practice in infancy», en D. Chichetti y M. Beeghly (eds.), The Self in Transi­tíon: lnfancy to Childhood, Chicago University Press, Chicago, 1990, pp. 139-164.

8. Cf., por ejemplo, G. Rizzolati, L. Fogassi y V. Gallese, «Neurophysiological mechanism underlying the understanding and imitatíon of action»: Nature Reviews Neuroscience 2/9 (2001), pp. 661-670.

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mismo, una imitación positiva, mientras que la relación que mantie­ne con los demás niños es de mediación interna, o sea, de rivalidad. No se trata tanto de una cuestión de psicología experimental como de mera observación cotidiana. El primer pensador que definió este tipo de rivalidad fue san Agustín en las Confesiones. Describe a dos niños de pecho que tienen la misma nodriza, y aunque hay suficiente leche p:1ra los dos, cada uno trata de conseguir para sí toda la leche y de evitar que le quede algo al otro9 • Aunque, en mi opinión, se trata de un ejemplo un poco mítico (¿son capaces los bebés de saber que la nodriza puede quedarse sin leche si toman mucha?, personal­mente lo dudo), es cierto que simboliza perfectamente el papel que cumple la rivalidad mimética, y no sólo entre los niños, sino para la humanidad en general.

2. Rivalidad mimética y mitos del origen

-Aunque la versatilidad del deseo, su carácter móvil, constituya un rasgo característico de la emergencia histórica del sujeto moderno -y es éste un proceso que se aceleró a partir del Renacimiento-, usted afirma con rotundidad que el deseo mimético no es una invención moderna.

-Efectivamente. Lo realmente significativo de los tiempos mo­dernos es que el abanico de modelos entre los que se puede elegir se ha vuelto mucho más amplio de lo que era antes. Aunque existan, entre los seres humanos, grandes diferencias de poder adquisiti­vo, entre nosotros ya no hay diferencias de casta o de clase social en el sentido tradicional. Toda mediación externa se ha venido abajo desde el momento en que las personas que pertenecen al nivel social más bajo desean lo mismo que tienen las que están en el nivel más alto10. Piensan que deberían poseer las mismas cosas, dado que les

9. «Yo mismo he podido ver y constatar la envidia experimentada por un niño muy pequeño: aún no hablaba y ya lanzaba negras miradas a su hermano de leche» (San Agustín, Confesiones [Alianza, Madrid, 1999]).

10. La siguiente cita, quizás algo cándida pero penetrante, de Andy Warhol ilus­tra adecuadamente lo que aquí se plantea: «Lo genial de este país es que los Estados Unidos han iniciado la tradición según la cual los consumidores más ricos compran casi siempre lo mismo que los más pobres. Cuando se ve un anuncio de Coca-Cola por la teJe, uno sabe que el presidente bebe, que Liz Taylor bebe Coca-Cola y que, por supuesto, uno mismo también bebe Coca-Cola. Una botella de Coca-Cola es lo que es, y no por tener más dinero podéis adquirír una mejor que la que se bebe el mendigo de la esquina». [Cf. en castellano A. Warhol, Mi ti/osofia, de A a B, y de B a A, Tusquets, Barcelona, 1998.]

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persigue por todas partes la misma publicidad, mientras que en el pasado la igualdad en cuanto al deseo, en cuanto a los deseos con­cretos, era algo inconcebible. El acceso a ciertos bienes y mercancías se hallaba muy limitado, estando estrictamente codificado y contro­lado por unas diferencias sociales y económicas extremadamente rígidas.

Sin embargo, el deseo y la rivalidad miméticos ya estaban presen­tes, y son fáciles de identificar detrás de los mitos y de textos religio­sos como los Vedas hindúes o la misma Biblia. Los Brahmanas, vastas compilaciones de ritos y comentarios sobre la práctica del sacrificio, son apasionantes a este respecto. Desde un punto de vista descripti­vo, ilustran a la perfección lo que yo llamo rivalidad mimética. Natu­ralmente, hay que considerar que los mitos cuentan sucesos reales, si bien deformados, es decir, que no son esas fábulas totalmente ficticias que hacen de ellos la mayoría de nuestros contemporáneos. Los mi­tos organizan un cierto saber -la palabra veda significa justamente «saber», «ciencia»-, en parte falso y en parte verdadero, acerca de todo lo que concierne al deseo y al sacrificio.

-¿Podría darnos algunos ejemplos? -La doctrine du sacrifice dans les Brahmanas, de Sylvain Lévi,

es una especie de antología razonada de los Brahmanas, que viene acompañada de numerosas citas traducidas al francés ll.

De acuerdo con dichos textos, los hombres, al igual que los dioses y los demonios, fueron creados por el sacrificio mismo, que se hizo creador en la persona de Prajapati, el dios más grande de todos. Todas las criaturas inteligentes de Prajapati están abocadas a rivalizar y, por tanto, a los sacrificios, ya que solamente el sacrificio es, como vere­mos, capaz de apaciguar las rivalidades que surgen entre las criaturas.

Interpuesto entre los dioses (Devas) y los demonios (Asuras) se encuentra siempre algún objeto cuya exclusiva posesión quieren te­ner ambos grupos. Se trata a menudo de algo gigantesco, formidable, de algo cuyas medidas se corresponden totalmente con la talla de los antagonistas. Unas veces se trata de la Tierra, otras del Sol, la Luna, etc. Dioses y demonios se disputan la creación entera. Muchas veces, el objeto en cuestión es imposible de compartir, por la inapelable razón de que se trata de algo abstracto, más que de un objeto real. Lo que se disputan los Devas y los Asuras puede ser, por ejemplo, Vac, la Voz (o más bien el Lenguaje), o puede ser también el Año, lo que quiere decir el Tiempo.

11. S. Lévi, I.a doctrine du sacrifice dans les Brahmanas, PUF, Paris, 1966.

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No obstante, en muchos casos, los dioses y los demonios se pelean por bienes fáciles de compartir. Los mismos bienes que los hombres, especialmente en la India védica, se disputan también con rudeza: el ganado, por ejemplo. Pero, igualmente en ese caso, se hace imposible compartir, pues lo que todos codician no es una pequeña cantidad de ganado, y ni siquiera una gran cantidad, sino el ganado en sí, la idea abstracta de «ganado,>. Nunca son los mismos objetos, dos veces seguidas. En efecto, en cada episodio, los Devas vencen a los Asuras gracias al sacrificio, que ejecutan mejor que sus rivales; y es esta victoria ritual lo que les asegura la posesión del objeto en disputa. Cuanto más se profundiza, más claramente se entiende que los objetos mismos no tienen importancia alguna, que no son más que simples pretextos para la rivalidad. Su plena adquisición por los dioses, que siempre salen victoriosos, significa simplemente que éstos progresan continuamente en su paciente caminar hacia la inmorta­lidad y la divinidad, que no poseían todavía en un principio ni los dioses ni los demonios. En cuanto a estos últimos, se hunden cada vez más en su carácter demoníaco a consecuencia de sus repetidas derrotas.

Si el objeto es secundario, ¿entonces qué es lo esencial en esas rivalidades? ¿Acaso el temperamento belicoso de los contrincantes, su humor pendenciero? Está meridianamente claro que ni los Devas ni los Asuras aman la paz. Los dioses -al menos, según los textos traducidos por Lévi- son tan ávidos y tan agresivos como los demo­nios o, a decir verdad, lo son más todavía puesto que se las arreglan para relanzar una rivalidad, incluso cuando las circunstancias son más propicias para que desaparezca de una vez por todas. Esto lo hace ver con claridad el ejemplo que suministra la Luna, que es uno de los objetos que desean al mismo tiempo los dioses y los demonios. A diferencia de tantos otros objetos, la Luna se puede compartir per­fectamente, al menos, según la astronomía védica. De hecho, todos los meses se reparte en una luna creciente y una luna menguante. y Prajapati -supongo que para evitar nuevas rivalidades- decide asignar la primera a los Devas y la segunda a los Asuras. ¡No cabe imaginar solución más equitativa! Pero a los dioses esta solución no les gusta. "Los dioses tuvieron un deseo: ¿cómo podríamos ganar para nosotros la parte de los Asuras? Se fueron a practicar la ado­ración y a penar [a competir en la práctica de la ascesis]. Vieron los ritos de la luna nueva y de la luna llena, los celebraron y consiguieron para ellos la parte que correspondía a los Asuras»l2.

12. 1 bid .• p. 51.

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Los dioses desobedecen, pues, a su creador y principal protector. y, lejos de ser castigados, son recompensados, pues «ven» los ritos adecuados y los ejecutan a la perfección. Como sucede siempre, la rivalidad desemboca en el sacrificio, y como siempre también, éste acaba resolviendo la querella a favor de los Devas, que se quedan con la Luna entera delante de las mismísimas narices de Prajapati.

Para entender hasta qué punto es esencial la rivalidad en todos estos relatos cortos, hay que notar, como lo hace Sylvain Lévi, el ri­gor y la constancia de los términos que sirven para designarla. En un primer grupo, la palabra consagrada es spardh, que significa exacta­mente «rivalidad»; en un segundo grupo, es samyat, que quiere decir más bien «conflicto>,13. Visiblemente, estos términos tienen un valor técnico, y a ellos debían recurrir profesores y estudiantes (brahmaca­rin) en las enseñanzas acerca de los sacrificios.

Lo que me interesa de todas estas rivalidades es el mimetismo que visiblemente las engendra, y que no cesa de exasperarlas una vez que se hace recíproco. Para captar su génesis, hay que analizar el comienzo de todos los episodios, que siempre es muy parecido; los dos grupos que forman los oponentes se hallan separados, pero no paran de observarse y en cuanto uno de ellos desea un objeto, el otro enseguida le imita. Muy pronto se hallan en presencia dos deseos en lugar de uno solo, deseos que rivalizan necesariamente ya que se dirigen hacia el mismo objeto. Y es que, en todas partes, el motor de la rivalidad es la imitación.

Esa misma imitación explica todas las simetrías y reciprocida­des que marcan nuestros relatos antes de que intervenga el sacrificio, única cosa capaz de producir una diferencia decisiva, que siempre favorece a los dioses. Los demonios son presentados como casi tan sabios como los dioses, y de hecho «casi» también tan perfectos como ellos en lo que se refiere a la práctica de los rituales, «casi» tan perfec­tos pero no enteramente, y en ello reside la única razón de que aca­ben cayendo más y más en la naturaleza demoníaca, en tanto que, pa­ralelamente, los dioses van ascendiendo hacia si las rivalidades vuelven siempre a empezar después de cada conclu­sión sacrificial, no es porque el conflicto se haya extinguido malo de forma incompleta, sino porque siempre aparecen nuevos objetos que suscitan nuevos deseos, los cuales suscitan a su vez nuevas rivalidades que son calmadas finalmente a través de nuevas intervenciones de la práctica sacrificial, una práctica que permanece indecisa largo tiempo

13. Ibid., p. 44.

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T LOS ORIGENES DE LA CULTURA

en cuanto a su resultado, pero que siempre acaba inclinando la balan­za a favor de los dioses.

Esta permanente imitación del deseo de los otros, que por todas partes encontramos en los Brahmana, no es algo reservado a los dio­ses y a los demonios, sino que se da también entre los hombres. De hecho, esta imitación caracteriza a todas las criaturas inteligentes de Prajapati. Es responsable, visiblemente, de la extrema violencia de las relaciones que se establecen entre todos los seres, los cuales deben re­currir al sacrificio para resolver sus conflictos y diferenciarse unos de otros. Los dioses son los nuevos ricos (parvenus) del sacrificio, y los Brahmanas aconsejan a los hombres que los imiten y que recurran a los servicios de los especialistas en sacrificios que son los brahmanes.

-En Veo a Satán caer como el relámpago14, afirma usted asimis­

mo que el deseo mimético y la rivalidad se nos revelan en la Biblia, en la cual se pasa de una simple descripción a una comprensión mds normativa de la imitación y del conflicto.

-Sí, y además en ella se encuentra algo que para mí es esencial, algo que es en verdad lo principal de todo. En el Génesis, el deseo está claramente representado como siendo de naturaleza mimética: Eva es incitada a comer la manzana por la serpiente, y Adán desea ese mismo objeto, a través de Eva que actúa de mediadora, en una cade­na mimética evidente. Más tarde, se da una componente esencial de envidia en el asesinato de Abel por su hermano Caín, y la envidia no es más que rivalidad mimética. Recordemos el último mandamiento del Decálogo: «No codiciarás la casa de tu prójimo, no desearás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Éxodo 20, 17)*. Este mandamiento prohíbe el deseo mimético de modo totalmente explícito. El manda­miento empieza a enumerar los objetos que no deben ser deseados, pero pronto se detiene, dado que completar semejante empresa se revela imposible. De hecho, para no omitir nada, basta con mencio­nar un denominador común: se trata de todo objeto de deseo que pertenezca a tu prójimo (tu «próximo»), a tu vecino. Yal prohibirnos desear cualquier cosa que pertenezca al «próximo» o al prójimo, lo que hace el último mandamiento es prohibir el deseo mimético. Este último mandamiento de la Ley de Dios es la prohibición esencial, la que las resume todas. Si esta prohibición puede ser respetada, las an­

14. Cf. Satan, p. 23. . La versión de la Biblia de la que se extraen las citas del texto es la de Casio­

doro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602). [N. del T.)

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teriores no supondrán ningún problema: «No matarás. No cometerás adulterio. No hurtarás. No hablarás falso testimonio contra tu pró­jimo» (Éxodo 20, 13-16). Cuatro crímenes que atentan contra quien es nuestro próximo o nuestro vecino: matarle, quitarle a su mujer, robar sus bienes, calumniarle ... Pero ¿de dónde proceden todos estos crímenes? La respuesta la da el décimo mandamiento: del deseo mi­mético. Pues no cabe interpretar de otra manera las palabras finales: «nada de cuanto pertenece a tu prójimo». Así, la noción de deseo mimético es sugerida clarísimamente en el Antiguo Testamento.

Los Evangelios dicen lo mismo, pero más en términos de imi­tación que de prohibición o proscripción. La mayoría de la gente piensa equivocadamente que el tema de la imitación se limita, en los Evangelios, a un modelo único, Jesús, que se nos propone además en un contexto no mimético. Pero tal cosa es falsa. De hecho, se está ya, y se permanece, dentro del universo sugerido por el décimo manda­miento. Jesús nos recomienda imitarle a Él, más que al prójimo, para así protegernos de rivalidades miméticasl5 • El modelo que la rivalidad mimética alienta en nosotros, no es forzosamente peor que nosotros mismos. Incluso puede ser mejor; pero si desea del mismo modo que nosotros, de manera egoísta y ávida, imitaremos también su egoís­mo, lo mismo que él imitará el nuestro, y seremos entonces pésimos modelos el uno para el otro. Modelos rivales, en suma, que siem­pre acabarán peleando entre sí, peleando cada uno con su imitador.

3. El chivo expiatorio y el orden social

-La fenomenología del deseo mimético, que acaba de esbozar; con­cierne inicialmente a las relaciones individuales; pero usted ha mos­trado con frecuencia que el deseo mimético también tiene efectos per­turbadores a gran escala, ya que puede llegar a destruir el orden social. ¿Podría volver a tocar este punto?

-Cuando la maquinaria mimética funciona alimentada por la reciprocidad violenta, por la doble imitación, acumula una energía de conflicto que, de forma natural, tiene tendencia a desplegarse y a

15. El slumdalon es literalmente el escollo, aquello que hace tropezar, la .piedra de escándalo». El término se traduce también por «tentación de pecar», «atracción a renegar de la fe», «falsa creencia», etc. Cf. Greek-English Lexicon of the New Testa­ment and Other Early Christian Literature, ed. rev. de W. F. Ardt y F. W. Gingrich, 1952.

Acerca de la noción de skandalon, y de la interpretación que de ella hace René Girard, véase infra, cap. III.

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r LOS ORíGENES DE LA CULTURA

implantarse por todas partes. El mecanismo se vuelve cada vez más atractivo -justamente en sentido mimético- para los que están cerca; si dos personas llegan a las manos por el mismo objeto, el va­lor de éste aumenta a ojos de un tercero que contempla la situación de despliegue llamativo de rivalidad; o, lo que es lo mismo, el obje­to de deseo ejerce su seducción sobre un número cada vez mayor de individuos, focalizándolos en torno suyo. Cuando la atracción mi­mética del rival crece, el objeto que se halla en el origen del conflic­to tiende progresivamente a difuminarse ... , se rompe, se destruye, en medio de la descomunal pelea de todos los que rivalizan por él. Como ya he dicho anteriormente, para que la mimesis se convierta en puro antagonismo, es preciso que el objeto desaparezca o que pase a segundo término. Cuando tal cosa ocurre, proliferan los do­bles, y la crisis mimética se extiende y se intensifica más y más. Es el fenómeno observado por el gran politólogo inglés Hobbes, que lo llamó «la lucha de todos contra todos».

La única reconciliación posible, el único medio de interrumpir la crisis y salvar a la comunidad de la autodestrucción, pasa por la con­vergencia de toda esa cólera, de toda esa rabia colectiva, en una vícti­ma designada por el mimetismo mismo y adoptada de forma unánime. En plena locura de violencia mimética, surge un punto de convergen­cia bajo la forma de un miembro de la comunidad que pasa por ser la única causa del desorden. Dicho miembro es aislado primero, y final­mente masacrado por todos. No es más culpable de lo que puede serlo otro cualquiera, pero la comunidad entera está convencida de lo con­trario. El asesinato del chivo expiatorio pone punto final a la crisis, por el hecho mismo de ser unánime. El mecanismo del chivo expia­torio canaliza la violencia colectiva contra un solo miembro de la co­munidad elegido de forma arbitraria, y esta víctima se convierte en el enemigo de la comunidad entera, que queda, a la postre, reconciliada.

La naturaleza mimética del proceso es particularmente visible en los rituales, en los que se repiten todas las etapas de esta progresión. ¿Por qué el ritual suele iniciarse con un desorden introducido vo­luntariamente, con una crisis que se simula deliberadamente, como ponen de manifiesto los etnólogos, antes de desembocar en la in­molación ritual de la víctima? Porque se trata de reproducir la crisis mimética que conduce espontáneamente al mecanismo de la víctima única. Por supuesto, con la esperanza de que tal repetición renueve su poder de reconciliación.

-¿De veras piensa que la resolución victimaria viene después de la mimesis de apropiación y de la «escalada de los dobles»? ¿No po­

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dría venir provocada la crisis por circunstancias ajenas a la mimesis de apropiación, por ejemplo por una verdadera epidemia de peste? El he­cho de desconocer el fundamento biológico de la enfermedad podría hacer sentir la necesidad de encontrar un «responsable» para la crisis, y de ahí vendría el señalamiento de alguien como chivo expiatorio. Según esto, habría que separar la fenomenología del deseo mimético y de la rivalidad, de la del mecanismo sacrificial en sí.

-En efecto, la crisis puede enraizarse en una catástrofe objeti­va: epidemia, sequía prolongada, inundación ... Pero resulta que esa catástrofe suscita también una crisis mimética, es decir, una escalada de dobles que acaba desembocando en un fenómeno de chivo ex­piatorio. No habría chivo expiatorio si no se pasara de la mimesis del objeto deseado, que divide, a otra mimesis, que permite, por su parte, que se establezcan todas las alianzas posibles contra la víctima. Sobre este peculiar giro reposa, antes que nada, el mecanismo del chivo expiatorio. Lo que importa, para resolver una crisis, es pasar del deseo del objeto, que divide a los imitadores, alodio del rival, que reconcilia cuando miméticamente todos los odios se polarizan sobre una sola víctima. Tras la resolución victimaria, esta unanimidad persiste y no implica conflicto alguno, ya que la víctima única polari­za en torno a ella, siempre miméticamente, a toda la comunidad. La mimesis rivalizadora y conflictiva se transforma, espontánea y auto­máticamente, en mimesis de reconciliación. Pues si bien los rivales no pueden entenderse acerca del objeto que todos, en común, desean, en cambio sí que se entienden maravillosamente al posicionarse con­tra una víctima que todos aborrecen por igual.

-Para que el mecanismo victimario se desencadene es preciso que previamente los conflictos miméticos afecten a toda la comunidad. La rivalidad por determinados objetos se hace tan intensa que los mismos son finalmente olvidados, consumidos o destruidos, y cuando los miembros de la comunidad se enfrentan directamente, el odio mi­mético hacia uno solo de ellos acaba normalmente por reconciliar/os.

-Eso es. Al principio, las rivalidades pueden tener distintos centros de polarización, pero éstos tienden a contaminarse entre sí, volviéndose cada vez más atrayentes miméticamente, a medida que atraen a un mayor número de enemigos. Es tanto como decir que la mimesis de hostilidad es acumulativa. Acaba originando, finalmente, una última y única víctima. Al haber una sola víctima, la rabia no resurge una vez que se la ha matado, porque lo que todo el mundo aborrecía era precisamente esa víctima. Por lo tanto, hay por lo me­nos un momento en el que la paz se restablece en la comunidad, que,

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por cierto, no se atribuye a sí misma el mérito de la reconciliación, sino que la interpreta como un don gratuito que dimana de la vícti­ma que se acaba de matar por ver en ella a alguien que hacía el mal. Pero, mira por donde, ¡esa víctima «malhechora» resulta ser también bienhechora! El chivo expiatorio se convierte en divinidad en senti­do arcaico, es decir, en una deidad todopoderosa tanto para el bien como para el mal.

-¿Podría usted explicar más claramente la diferencia entre un acontecimiento mecánico y otro determinista?

-El mecanismo mimético no está determinado de antemano. El mimetismo puede elegir como chivo expiatorio a cualquier miembro del grupo, y puede también no elegir a nadie16• Tocamos aquí un punto esencial. Nunca he dicho que el mecanismo mimético obedez­ca a un determinismo. Se puede incluso suponer que algunos grupos humanos arcaicos no sobrevivieron porque sus rivalidades miméticas no produjeron ninguna víctima que los polarizara lo suficiente como para salvarles de la auto destrucción. Otros quizá no fueron capaces de ritualizar el fenómeno y de crear un sistema religioso duradero. Lo que siempre he afirmado, eso sí, es que el origen de la cultura reposa sobre el mecanismo del chivo expiatorio y que las primeras instituciones propiamente humanas consisten en la repetición, deli­berada y planificada, de ese mecanismo.

-¿La víctima debe ser escogida al azar? -No necesariamente. Eso depende, entre otras cosas, del grado

de comprensión alcanzado por los perseguidores. Y depende también de la víctima, que puede alterar el juego. Porque si, por ejemplo, alguien denuncia el mecanismo del chivo expiatorio, y éste acaba finalmente por prevalecer, ese elemento perturbador será, con toda probabilidad y por eso mismo, la víctima propiciatoria señalada. Eso fue justamente lo que pasó con el Cristo evangélico, así que yo no le considero una mera víctima de la casualidad, contrariamente a lo afirmado por Hans Urs von Balthasar en Gloria. Una estética teo­lógica. Cristo se señaló a sí mismo ante sus perseguidores, al repro­charles que se entregaran a la violencia y que condenasen a víctimas inocentes.

No se puede decir -volviendo a la cuestión que acaban ustedes de plantear- ni que la víctima es escogida al azar ni que deja de

16. Cf. acerca de esta cuestión P. Dumouchel y J.-P. Dupuy (eds.), J}auto-organi­sation. De la physique au politique, Seuil, Paris, 1983, pp. 283 ss.

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«UNA TEORíA CON LA QUE SE PUEDE TRABAJAR>: EL MECANISMO MIMÉTICO

serlo. Estudiando atentamente los mitos, nos damos cuenta de que las víctimas son con gran frecuencia personajes inválidos, seres con alguna limitación o minusvalía concreta, o bien individuos ajenos a la comunidad. Lo son, de hecho, con demasiada frecuencia como para que podamos decir que se les elige puramente al azar. El hecho de sufrir algún tipo de invalidez o de venir de otro lugar aumenta las po­sibilidades de ser seleccionado. Ahora bien, el hecho de poseer uno o varios «signos preferenciales de selección victimaria» incrementa las posibilidades de llegar a hacer de chivo expiatorio, pero sin que se pueda asegurar nunca que tal cosa sucederá efectivamente. Un párra­fo del "Siervo de Yahvé» (Isaías 53, 2-3) lo muestra bien a las claras:

[ ... J no hay parecer en él, ni hermosura; verlo hemos, mas sin atrac­tivo para que le deseemos.

Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, ex­perimentado en quebranto: y como que de él escondimos el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos.

Los signos preferencial es se ofrecen como razones para seleccio­nar a una persona concreta; y por mucho que sean razones insufi­cientes, incluso escandalosas, nos impiden hablar de azar puro y sim­ple. Las minusvalías, los rasgos externos desagradables, son tomados erróneamente por signos de culpabilidad. Por eso, en las miniaturas medievales se representa a las brujas más o menos igual que a los judíos en las caricaturas antisemitas: con rasgos deformes, jorobadas, cojas, etc. Y si se acuerdan de los dioses griegos, se darán cuenta de que muchos de ellos, lejos de ser apolos y afroditas, suelen padecer invalideces y mutilaciones, y nos son presentados como desmedrados y poco agraciados (por cierto, Luciano de Samosata escribió sobre esto una parodia titulada Tragodopodagra [Tragedia de la gota]17). Sí, con frecuencia los dioses antiguos están algo deteriorados física y moralmente, aunque ciertamente también hay un Apolo y una Venus entre ellos. No se puede, pues, establecer una regla absoluta, y el sentido común nos permite entender por qué.

-De hecho, se trata de una combinación de arbitrariedad y de necesidad.

17. Carlo Ginzburg pone de relieve el vínculo frecuentísimo que, entre los per­sonajes mitológicos, se establece entre la cojera o la mutilación de algún miembro, el crimen ritual y el reino de la muerte. No obstante, este autor no se toma en serio la teoría del chivo expiatorio. Cf. C. Ginzburg, The Night Battles. Witchcraft and }\graT­ian Cults in the Sixteenth and Seventeenth Centunes, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1983.

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LOS ORIGEN ES DE LA CULTURA

-Ciertamente. Cuando no hay ninguna señal que propicie una victimización determinada, se designará de todas maneras un chivo expiatorio. En el momento decisivo, algo será interpretado como un signo, iy puede ser cualquier cosa! Entonces, todo el mundo pensará que se ha encontrado al culpable. En cierto modo, el mecanismo del chivo expiatorio funciona como una falsa ciencia, un gran descubri­miente> o una cosa que se revela de repente y que cada cual puede constatar en los ojos de sus vecinos, y es así como se refuerza la cer­teza que tiene la masa. Hocart se refiere a una especie de fetichismo ingenuo focalizado por un objeto físico que se considera una prue­ba directa18 • Valga como ejemplo Fedra, la protagonista del Hipólito de Eurípides. Se suicida después de haber acusado de violación a su yerno. Pero ¿por qué Teseo se deja convencer tan fácilmente de la culpabilidad de Hipólito? Porque Fedra exhibe la espada de éste como prueba. Asimismo, en el relato bíblico de José, la mujer de Pu­tifar guarda la túnica de aquél como supuesta prueba de que el joven había intentado tener relaciones sexuales con ella. Hay, por tanto, un objeto físico que da la impresión de constituir una prueba evidente, ila prueba de cargo número uno, por así decir!

-Para explicar la «escalada», una situación que forma parte del mecanismo del chivo expiatorio, se podría decir que ésta supone la colectivización del fenómeno de los dobles, que ya hemos visto a es­cala individual, y que conduce a la indiferenciación del grupo social entero. Dicha indiferenciación reflejaría entonces, a nivel social, el mecanismo de la emergencia de los dobles.

-Sí. Cuanto más indiferenciadas se vuelven las personas, más fácil es decidir que una cualquiera de ellas es culpable. El término dobles es, en sí mismo, un símbolo de desimbolizacón y significa in­diferenciación, ausencia de cualquier diferencia. Los gemelos míticos son una buena metáfora de esto y han desempeñado un gran papel en mi descubrimiento del mecanismo del chivo expiatorio. Recuerdo mi lectura de Lévi-Strauss: en su teoría, todo es diferencia, hasta el punto de que, para él, hay diferencias incluso entre los gemelos. Sin embargo, éstos son una negación lógica de la diferencia, cosa que Lévi-Strauss no tiene en cuenta. En la línea de Saussure, afirma que el lenguaje no puede expresar la ausencia de diferencia. Pero con el

18. «En términos generales, el historiador parte de un prejuicio sumamente fre­cuente que no es otro que confiar ciegamente en los testimonios directos, en los escri­tos, en los testigos oculares, en las monedas, en las ruinas ... » (A. M. Hocart, Kings and Councillors, University of Chicago Press, Chicago, 1970). Véase, sobre este mismo

tema, infra, cap. V.

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lenguaje nos referimos también a la indiferenciación, para eso sirven precisamente los gemelos; y, por cierto, la metáfora que materiali­zan es tomada extraordinariamente en serio en ciertas sociedades, en las que se los mata. (Si bien otras sociedades son conscientes de que los gemelos biológicos no tienen nada que ver con el proceso de indiferenciación social, por lo que no los estigmatizan.) Éste es un punto importante de la crítica que le hago a Lévi-Strauss, quien, por lo demás, no ha dejado de aportar una cierta contribución al descubrimiento de lo que son realmente los gemelos. Para que se les tenga miedo es preciso que se les conceda una cierta preeminencia en materia de indiferenciación. iDe manera que las culturas primitivas sí que pueden hablar de indiferenciación, por mucho que se diga que el lenguaje es incapaz de hacerlo, por principio! Pero resulta que el lenguaje es un instrumento mucho más astuto y con muchísima más «picardía» de lo que imagina Lévi-Strauss; y que es también mucho más capaz de realismo, en consecuencia, de lo que predica el nihilis­mo neo-saussunano.

-Esto lo posibilita el hecho de que el mecanismo del chivo expia­torio sea anterior a cualquier clase de orden cultural y, en particular, al lenguaje mismo. De hecho, es este mecanismo el que permite que se desarrolle la cultura.

-Entonces la cuestión es cómo se desarrolla la cultura. Y la res­puesta es que lo hace a través del ritual. Para intentar impedir los epi­sodios imprevisibles -y frecuentes- de violencia mimética, las cul­turas organizan momentos de violencia planificados, controlados, en fechas fijas, ritualizados. Repitiendo sin cesar el mismo mecanismo del chivo expiatorio, sobre víctimas de recambio, el rituál se convierte en una forma de aprendizaje. Y dado que es la resolución de una crisis, intervendrá siempre en el instante mismo de la crisis mimética. Así es como llega a transformarse en una institución que calma, que hace entrar en razón, cualquier forma de crisis, como puede ser la crisis de la adolescencia, con los ritos de paso; la crisis de la muerte, que se resuelve a partir de los ritos funerarios; la crisis de la enfermedad, a la que da una salida la medicina ritual. No importa demasiado que la crisis sea real o imaginaria, ya que una crisis imaginaria también pue­de generar una catástrofe auténtica. Por lo tanto, cabe entender los rituales de dos maneras: como los entendía la Ilustración, para la que si por todas partes hay rituales es porque también «los sacerdotes em­baucadores, ávidos de dinero y de poder» están por todas partes e im­ponen sus abracadabras a las buenas gentes excesivamente crédulas; o bien de una segunda manera que, constatando el carácter absurdo de

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la explicación anterior, parte de observar que los sacerdotes no pue­den existir con anterioridad a la invención de la cultura, de modo que lo religioso tiene que venir primero y, lejos de ser algo irrisorio, cons­tituye el origen de toda cultura. La humanidad es hija de lo religioso.

-Hocart apoya la segunda hipótesis cuando dice lo siguiente: «Los rituales son muy poco apreciados por nuestros intelectuales. La mayoría los identifican con el clericalismo, por el que sienten muy escasas simpatías. Esto hace que tengan asimismo escasa disposición a admitir que instituciones como las que integran una administra­ción moderna, instituciones que ellos aprueban y que les parecen eminentemente racionales, hayan nacido de esa superstición que es, para ellos, el ritual. Nuestros intelectuales creen que sólo los intereses económicos pueden originar una cosa tan sólida como el Estado. Sin embargo, si pusieran un poco de atención, no les sena difícil percibir, pululando en torno suyo, comunidades unidas por un interés ritual común; y se darían cuenta de que el fervor ritual es una argamasa más sólida que las ambiciones económicas, puesto que un ritual implica una regla moral, mientras que lo económico es una regla de provecho egoísta que, más que unir, divide»19.

-Se trata ciertamente de un texto admirable, pero todavía no lo bastante radical. Pienso que aquí viene como anillo al dedo la historia de Caín y Abel. Dicha historia revela que Caín es el fundador de la primera cultura, aunque el texto bíblico no mencione ningún acto es­pecífico de fundación. ¿Qué encontramos exactamente? Lo primero de todo, el crimen, es decir, el asesinato de Abel; e inmediatamente después, la ley contra el crimen: «Cierto que cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado» (Génesis 4, 15). Ahora bien, esta ley representa la fundación de la cultura, puesto que la pena capital es ya el asesinato ritual de que estamos hablando, y la prueba de ello la tenemos en la lapidación, que establece el Levítico, y que es una forma de ejecución estrictamente codificada en la que participa toda la comunidad. Y en cuanto la pena capital queda establecida, el ase­sinato original se repite siempre de la misma manera, lo que significa que todo el mundo participa de él, sin que nadie sea responsable. La cultura, bajo sus diferentes aspectos, emerge de un asesinato que es al mismo tiempo un proto-ritual: y vemos que, aparte de esta insti­tucionalización legal, la Biblia dice también que la domesticación de animales, la música y la técnica surgieron a partir de Caín y de su estirpe (Génesis 4, 20-22).

19. A. M. Hocart, Kings and CouncilloTs, cit., cap. III.

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-Es también, exactamente, el mito de Prometeo, tal como lo cuenta Esquilo.

-En efecto, Promete o es la víctima sacrificial que primero es muerta y luego devorada incesantemente, evocando con ello las prác­ticas de canibalismo (si pensamos en el águila que, sin cesar, le roe el hígado), en una repetición indefinida del sacrificio. Como víctima sacrificial, es «responsable» de la invención de la cultura, y se le re­presenta como la matriz de la que emergen el lenguaje, las ciencias y la técnica.

4. El desconocimiento

-Para subrayar la continuidad estructural de los fenómenos sociales a la que acabamos de referirnos --a pesar de sus diferencias históricas evidentes-, podríamos decir que así como el deseo mimético no es precisamente una invención moderna, el mecanismo del chivo expia­torio no se encuentra sólo en los rituales primitivos y en las sociedades antiguas, sino que está presente también en el mundo de hoy.

-Es cierto, y para darnos plenamente cuenta de ello, debemos partir una vez más del deseo mimético. La paradoja que semejante deseo representa es que parece estar firmemente ligado al objeto, que el deseante parece firmemente decidido a conseguir ese objeto y no otro cualquiera, siendo así que muy pronto pasa, en realidad, a comportarse de un modo oportunista. Y cuando el deseo mimético se vuelve oportunista -es decir, pasa a proyectarse sobre cualquier otra cosa que encuentra-, entonces las personas a las que atormenta se enfocan paradójicamente sobre modelos sustitutivos y también sobre adversarios sustitutivos. La era de los escándalos, en la que vivimos, constituye justamente un «desplazamiento» de este tipo. Todo gran escándalo colectivo viene de un skandalon entre dos «vecinos» bí­blicos, varias veces multiplicado. Déjenme repetirles que skandalon significa, en los Evangelios, «rivalidad mimética»; y que, por consi­guiente, es la misma cosa que esa ambición vacía, ese antagonismo, esa ridícula agresividad que cada cual siente hacia el otro y que es recíproca; yesos malos sentimientos proceden del hecho -de lo más simple- de que con frecuencia nuestros deseos se frustran. Cuando un skandalon que se da a pequeña escala se hace oportunista, tiende a converger con el gran escándalo televisivo, y aquel que lo vive se siente confortado por el hecho de que su indignación la comparte muchísima gente. Es tanto como decir que la mimesis, en lugar de apuntar sólo hacia nuestro vecino, hacia nuestro prójimo, nuestro

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rival mimético personal, pasa a desplegar un movimiento lateral que nos coloca frente a un síntoma de crisis en aumento, de contagio creciente. El escándalo mayor se traga a los más pequeños, hasta que no queda más que uno solo, e igualmente una sola víctima; es enton­ces cuando emerge el mecanismo del chivo expiatorio. La creciente animosidad que sienten las gentes, unas contra otras, a causa de la dimensión cada vez mayor de los grupos entre los que se establece la rivalidad mimética, culmina en un enorme resentimiento dirigido contra un solo elemento escogido al azar en el seno de la sociedad misma. Los judíos en Alemania, cuando el nazismo; Dreyfus en Fran­cia, a finales del siglo XIX; los inmigrantes africanos en la Europa de hoy; los musulmanes, al producirse los últimos acontecimientos terroristas.

Encontramos un magnífico ejemplo literario de este fenómeno en el Julio César de Shakespeare y, más concretamente, en la des­cripción del reclutamiento mimético de los conspiradores20

• Uno de ellos, Ligario, está loco, no sabe ni lo que dice. Pero la idea de matar a Julio César le hace revivir, su animosidad cristaliza sobre el perso­naje célebre. Se olvida de todo lo demás porque ahora cuenta con un punto fijo hacia el que dirigir su odio. ¡Menudo progreso! Por desgracia, las nueve décimas partes de la política acaban en eso. Lo que la gente llama «espíritu de partido» no es otra cosa que el hecho de escoger el mismo chivo expiatorio que tus vecinos, que los que comparten tu manera de pensar. No obstante, a causa de la revela­ción por el cristianismo de la inocencia fundamental de las víctimas y de lo arbitrario de la acusación que lanza contra ellas, en nuestros días esta polarización del odio queda pronto desenmascarada, por lo que la resolución unánime fracasa.

Ya he hablado del cristianismo, pero aun quisiera decir algo acer­ca del lugar que ocupa en la historia del mecanismo con el que nos estamos ocupando, incluso si los lectores conocen ya mi posición. Resumiendo: antes de la aparición del judaísmo y del cristianismo, el mecanismo del chivo expiatorio era aceptado y legitimado, de un modo u otro, simplemente porque no se era consciente de él. Des­pués de todo, a través de él se alcanzaba el objetivo de devolver la paz a la comunidad, que antes se debatía presa del caos mimético. Sucede que justamente todas las religiones arcaicas basan sus rituales en la reiteración del asesinato fundacional. En otras palabras, consideran que el chivo expiatorio es el responsable del estallido de la crisis. Pero

20. Cf. W. Shakespeare, Julio César, acto II, escena 1. Cf. también Shakespeare, pp. 308-309.

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el cristianismo, por el contrario, lo que hace es denunciar, en la figura de Jesús, el mecanismo del chivo expiatorio, dejando al descubierto lo que realmente es: un simple asesinato de una víctima inocente, a la que se mata con el fin de que se restablezca la paz en una comunidad violenta. Es en ese momento cuando se nos revela plenamente en qué consiste el mecanismo del chivo expiatorio.

-Esto nos lleva al desconocimiento, concepto central en su teo­ría mimética. Ha dicho usted que «el proceso sacrificial exige un cierto grado de desconocimiento». Si es que el mecanismo del chivo expia­torio ha de conducir a la recuperación de la cohesión, entonces la inocencia de la víctima debe ser ocultada, de forma que permita a la comunidad entera unirse en la creencia de la culpabilidad de la vícti­ma. Acaba usted de señalar que desde el momento en que los actores del proceso entienden su mecanismo, saben cómo funciona, éste se derrumba y pierde su capacidad de reconciliar a la comunidad. Henri Atlan lamenta que usted no plantee nunca esta proposición' funda­mental como problema, sino simplemente como una evidencia21

-No he insistido bastante sobre el carácter inconsciente de este mecanismo. Se trata de un punto de mi teoría sencillo pero crucial. Consideremos, por ejemplo, el célebre affaire Dreyfus. Cualquiera de los que estaban en contra de Dreyfus creía firmemente que éste era culpable. Imagínense que uno de ustedes es un francés del año 1894 y que está inquieto por la situación del Ejército y por los alemanes. Si un buen día se convence de que Dreyfus es inocente, su tranquilidad interior, la justa cólera que sentía gracias a contar con la culpabilidad de Dreyfus, no podrán ya mantenerse, se derrumbarán. ¡Hay que entender esto! No es lo mismo estar en contra de Dreyfus que estar a su favor. Tengo la impresión de que Atlan, a pesar de toda su sutileza intelectual, ha entendido mal lo que yo decía. Asimismo la mayoría de los teólogos que han leído Las cosas ocultas desde la fundación del mundo no han captado bien el problema que allí planteo. Al­gunos críticos han llegado a decir que si hay una religión del chivo expiatorio, no puede ser otra que el cristianismo, ¡puesto que los Evangelios hablan explícitamente de tal fenómeno! Mi respuesta es de lo más sencilla: precisamente porque se presenta a Jesús como un chivo expiatorio, el cristianismo, como religión, no puede fundarse sobre el proceso que focaliza el chivo expiatorio, sino que es, muy al contrario, una auténtica denuncia del mismo. La razón debería resul­tar evidente para todo el mundo: si se piensa que el chivo expiatorio

21. H. Atlan, «Violence fondatrice et référent divin», en P. Dumouchel (ed.), Vio­lence et vérité. Autour de René Girard, Grasset, Paris, 1985, pp. 434-450.

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LOS ORíGENES DE LA CULTURA

es culpable, no va uno a dirigirse devotamente a él, diciendo «chivo expiatorio mío». Y si Francia escogió a Dreyfus como chivo expiato­rio, nadie en Francia podía reconocer en aquel affaire un simple me­canismo que se había puesto en funcionamiento. Todo el mundo se contentaba con repetir que Dreyfus era culpable. Desde el momento en que se reconoce la inocencia de la víctima, ya no se puede aplicar la violencia contra ella, y el cristianismo es justamente una manera -y además una manera muy explícita- de decir que la víctima es inocente. El papel clave del desconocimiento en todo el proceso del chivo expiatorio es «paradójico» y evidente al mismo tiempo. Es el desconocimiento lo que le permite a cada cual mantener viva la ilu­sión de que la víctima es realmente culpable y que merece, por eso, ser castigada. Para poder tener un chivo expiatorio no hay que ver la verdad, y por lo tanto no hay que representarse a la víctima como tal «chivo expiatorio», sino como alguien a quien se condena con toda justicia, como se hace en la mitología. No olviden que el parricidio y el incesto de Edipo se consideran enteramente reales. Tener un chivo expiatorio es no saber que se tiene.

-En el Julio César de Shakespeare hay un discurso de Bruto real­mente notable. En él se formula, dos veces, ese mismo principio: «Sea­mos, Cayo, sacrificadores, no carniceros»; «[ ... ] el hombre común verá / en nuestra gesta una purga, no un crimen»22. ¿Cómo lo analiza usted?

-Bruto exalta aquí la diferencia entre la violencia legítima del sacrificio y la ilegítima de la guerra civil, pero ni él mismo ni sus com­pañeros de conspiración pueden hacerse realmente creíbles como sa­crificadores. Bruto sabe muy bien lo que está haciendo, y también sabe que, para hacer finalmente el bien, deberá sostener que no se trató de un asesinato. Para decirlo con mi vocabulario: este texto desenmascara el desconocimiento, el cual es indispensable para que la muerte del chivo expiatorio tenga lugar. Es preciso ejecutar el ase­sinato de un modo tan sublime que no parezca un asesinato. Se trata de un texto asombrosamente lúcido, y propone una visión casi insos­tenible. La mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda. Esto muestra una comprensión del sacrificio, por parte de Shakespeare, muy superior a la de la antropología moderna.

-¿Por qué ha optado por el término «desconocimiento» en lugar de por el de «inconsciencia»23, que se utiliza más hoy en día?

22. W. Shakespeare,julio César, acto 11, escena 1, líneas 166 y 180. René Girard analiza este pasaje en Shakespeare, pp. 338-354.

23. Jean-Pierre Dupuy ha desarrollado esta noción en «Totalisation et méconnais­sanee», en P. Dumouchel (ed.), Violenee et vérité, cit., pp. 110-135.

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-Es porque la palabra «inconsciente» puede evocar, en el lector, las farragosas teorías freudianas. Utilizo «desconocimiento» porque es totalmente cierto que el mecanismo del chivo expiatorio desco­noce su propio carácter injusto, aunque sin que, por ello, se deje de saber que lo que se hace es dar muerte a alguien. Pienso también que la naturaleza inconsciente de la violencia sacrificial se revela con toda claridad en el Nuevo Testamento, y en particular en el evangelio de Lucas: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (23,34). Hay que tomarse esta frase al pie de la letra, y la prueba está en una afirmación equivalente que está en los Hechos de los Apósto­les; Pedro se dirige a gentes que han tomado parte en la crucifixión, diciéndoles: «Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho» (Hechos 3, 17)24. La palabra ignorancia significa literalmen­te «no saber», de acuerdo con su etimología griega. Hoy se emplea mucho lo de inconsciente. Pero no estoy de acuerdo, personalmente, con anteponerle el artículo determinado, en decir el inconsciente, ya que esto implica un esencialismo del que desconfío. Porque hay efectivamente una ausencia de conciencia en el proceso del chivo expiatorio, y esta ausencia es tan esencial como lo es el inconsciente para Freud; pero no se trata de lo mismo, es un fenómeno más colec­tivo que individual.

-¿Puede explicar un poco más la crítica que hace usted del con­cepto freudiano de inconsciente?

-Soy hostil a la idea de un aparato psíquico identificable. La noción de inconsciencia es indispensable, pero la del inconsciente, que sería una especie de caja negra, se ha mostrado engañosa. Como ya he señalado, es muy cierto que yo habría debido insistir más, an­teriormente, en la naturaleza inconsciente del mecanismo del chivo expiatorio, pero me niego a encerrar esta noción en un inconsciente con vida propia, siguiéndole los pasos a Sigmund Freud.

-¿Piensa que cuanto más mimética es una persona, mayor es su desconocimiento?

-Creo que lo mejor es responder con una paradoja. Cuanto más mimética es una persona, más acusado es su desconocimiento, pero también son mayores sus posibilidades de conocimiento. Tengo la impresión de que los grandes escritores que se han ocupado del de­seo mimético son todos ellos hipermiméticos. En los casos de Dos­

24. Cf. Satan, pp. 198-199. Entre los primeros manuscritos de los Evangelios, los hay que no contienen esta célebre frase que recoge Lucas.

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LOS ORIGENES DE LA CULTURA

toievski y Proust, se da una ruptura nítida entre la mediocridad de sus primeras obras, que son tentativas de autojustificación, y la grandeza de las últimas, que son, todas ellas, auténticas caídas del ego, en el mismo sentido en que lo es también el último libro de Camus. En mi opinión, La caída es un libro sobre la mala fe del escritor moder­no, que condena la creación entera para justificarse a sí mismo, para construirse una fortaleza de superioridad moral ilusoria.

-¿Cómo definiría a una persona «hipermimética»? -Escritores como Proust o Shakespeare escriben acerca de sí

mismos, es evidente. Fíjese, en el caso de Proust, en el relato que hace de la relación del narrador con Albertine. ¡Aquí los mecanismos del deseo mimético se hacen visibles de forma caricaturesca! Él ama a Albertine cuando ella está ausente, y deja de amarla cuando está presente. y esto no ocurre solamente una o dos veces, sino tantas que a uno le da la impresión de ser testigo de un experimento de laboratorio. Alguien hipermimético está mejor situado que las demás personas para reconocer que existe un deseo --que no es suyo más que en apariencia- que le manipula. Es algo bastante próximo a la posesión demoníaca que aparece en los Evangelios.

-¿Entonces esa persona manifiesta una sensibilidad especial ha­cia el mecanismo mimético?

-Sí. Existen, en mi opinión, dos clases de seres hipermiméticos: los totalmente ciegos a su propio mimetismo y los lúcidos. En Dos­toievski -y esto vale también, en gran medida, para el Proust de Jean Santeuil- es muy interesante el hecho de que, en sus primeros tex­tos, es completamente ciego para todo cuanto se refiere a sí mismo. Sólo habla el deseo mimético. Leyendo su correspondencia, uno se da cuenta de que es casi intercambiable con las novelas de su primer período. Pero luego, de repente, en Memorias del subsuelo, Dostoie­vski se vuelve prodigiosamente lúcido hacia sí mism025

• No obstante, no llega a develar el mecanismo mimético tan claramente como pudo hacerlo un Shakespeare. Dostoievski aparece, en muchos aspectos, prácticamente idéntico al gran escritor inglés, pero aun así Shakes­peare conoce mejor el mecanismo y su poder de regeneración de las sociedades arcaicas. Está claro que Dostoievski no se aproxima tanto como Shakespeare a nuestra investigación antropológica actual. El sueño de una noche de verano es «demasiado» hasta para escritores

25. Cf., para un análisis en profundidad del tema, R. Gírard, Dostoievski: du double al'unité, Plon, París, 1963.

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como George Orwell, que no han entendido ni una sola palabra de dicha pieza y que han llegado a acusar a Shakespeare ... ¡de superfi­cial! Y es que Orwell no percibe la altura inmensa a la que se alza esta obra por encima del conjunto de los personajes y sus pequeñas idas y venidas lúdicas. La dimensión creativa, llena hasta rebosar de poten­cial generativo, que posee, a él se le escapa por completo.

5. La mimesis cultural y el papel del objeto

-Tras esta explicación general del mecanismo mimético, desearíamos que volviese a tocar la cuestión del «objeto» en su teoría, profundizan­do un poco más. Por ejemplo, ha dicho usted que a partir del momen­to en que un apetito se transforma en deseo, ya está contaminado por un modelo. El deseo es, pues, una construcción enteramente social. Parece entonces que, de acuerdo con su teoría, no queda mucho sitio para las necesidades básicas.

-De nuevo tengo que establecer una distinción esencial: apetito no implica imitación. Si usted se está asfixiando, tiene un gran «ape­tito», unas «ganas locas», de respirar, yen eso no interviene ninguna clase de imitación, ¡se trata de algo puramente fisiológico! Lo mismo que tampoco está imitando a nadie uno que busca desesperadamente agua en el desierto. Empero, en este mundo nuestro, todos los mo­delos sociales y culturales proclaman sin tregua a los cuatro vientos lo que «está de moda» en materia de alimentación y de bebida. Toda forma de apetito sufre, pues, una inflexión debida a unos modelos que, cuando los estamos siguiendo, nos dan la paradójica impresión de que «seguimos siendo nosotros mismos».

Cuanto más cruel y más brutal es una sociedad, más se enraíza la violencia en alguna necesidad pura. Tampoco se debe excluir, pues, la posibilidad de una violencia totalmente ajena al deseo mimético, allí donde falta lo más necesario. No obstante, incluso si se está al nivel de las necesidades básicas, cuando entra en juego una rivalidad a pro­pósito de un objeto cualquiera, se carga forzosamente de contenido mimético. Y en tales casos, siempre interviene cierta mediación so­cial. Los marxistas están convencidos de que ciertos sentimientos son específicamente sociales por el hecho de que aparecen en una clase social bien definida. Para ellos, el deseo mimético es una especie de pasatiempo aristocrático, un lujo. A esta afirmación, yo respondo que sí, ¡naturalmente que es un lujo! Es un hecho que antes de la llegada de la Modernidad, solamente los nobles podían permitírselo. Don Quijote es un hidalgo, es decir, un hijodalgo, un «hijo de alguien», un hombre, pues, con tiempo para el ocio, un aristócrata en suma. Es

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evidente que en tiempos de escasez las clases inferiores tienen, sobre todo, necesidades y apetitos que satisfacer. Véanse, por ejemplo, los fabliaux* que describen, lo más a menudo, apetitos físicos. De modo que los marxistas tienen razón en parte, y si la teoría mimética negase el papel de la necesidad pura y simple, sería una concepción falaz. Aunque no deja de ser verdad que el mimetismo puede florecer tam­bién incluso en medio de una miseria extrema, en seres que se hallan «especialmente dotados» para él. Véase, a título de ejemplo, el esno­bismo de la señora Marmeladov, en Crimen y castigo de Dostoievski.

-Por eso no estd usted de acuerdo con la lectura que hace de su obra Lucien Scubla, cuando escribe que «la rivalidad mimética es la única fuente de violencia»26.

-Estoy de acuerdo en lo esencial, pero lo cierto es que esa for­mulación desvaloriza excesivamente los apetitos y las necesidades objetivas. Los apetitos pueden desencadenar conflictos y, una vez iniciados, esos conflictos pueden, por así decir, embeberse de mime­tismo. Es probable que todo proceso violento que dura mucho, se embeba, se penetre, de mimetismo. En nuestros días, todo el mundo se preocupa por «los actos de violencia», es decir, por la violencia que golpea al azar, como la que se asocia con robos, agresiones o viola­ciones, en el anonimato de las grandes urbes. Esto parece ser lo que más le inquieta a la gente en nuestras sociedades de la abundancia. Es ésta una violencia separada de todo contexto relacional, que no tiene, por tanto, ni antecedente ni continuación en el tiempo. Y sin embargo, los especialistas destacan que las agresiones cometidas al azar no constituyen la principal causa de violencia en el mundo. Los comportamientos violentos surgen sobre todo entre personas que se conocen, incluso desde hace mucho tiemp027. La historia de la vio­lencia es principalmente mimética, como comprobamos en el caso desolador de la violencia doméstica. Esta clase de crimen es mucho más común que los que se cometen implicando a personas que no tienen nada que ver entre ellas. Una agresión a alguien en la calle no es un acto directamente mimético, puesto que no existe una relación

Fábulas o romances populares franceses del final de la Edad Media. [N. del 1:) 26. L. Scubla, .Contribution ala théorie du sacrifice», en M. Deguy y J.-P.

(eds.), René Girard et le probleme du mal, Grasset, París, 1982, p. 105. 27. Un informe reciente de la OMS sobre las muertes violentas realizado en

ochenta países muestra que la mítad son suicidios y que la mayoría de los homicidios se cometen en el seno de la familia. Sólo la quinta parte de las muertes víolentas son causadas por la guerra anualmente. Cf. World Report on Violence and Health, World Health Organization Publicatíon, Geneve, 2002.

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mimética entre el agresor y la víctima. Pero por detrás de ese ataque fortuito, debe haber --desde el punto de vista de la víctima- relacio­nes miméticas en la historia personal del agresor o en sus relaciones con la sociedad en general, las cuales no son visibles inicialmente, pero que sí pueden ser identificadas y exploradas.

-Debemos insistir también en el hecho de que la mimesis no tie­ne únicamente efectos perturbadores, como en el caso de la mimesis de apropiaci6n. Se encuentra igualmente en el origen de la transmi­sión cultural.

-He insistido sobre todo en el aspecto de rivalidad y de con­flicto que se asocia a la mimesis28• Y si he procedido así es porque he llegado a concebir los mecanismos miméticos analizando novelas, en las que es esencial la representación de las relaciones conflictivas. La mimesis «mala» predomina por tanto en mi obra. Sin embargo, en las relaciones entre seres humanos reales, la que predomina es la mime­sis «buena», naturalmente. Sin ella, no habría educación, transmisión cultural ni relaciones pacíficas.

-Algunas teonas, como la de RichardDawkins, insisten en la mime­sis positiva. Habria que estudiar especificamente la noción de «meme», unidad minima de transmisión cultural, que propone este autor29

-Dawkins carece de la más elemental noción de rivalidad mimé­tica, de la crisis que la misma desencadena, del chivo expiatorio y de los demás factores que articulan la teoría mimética.

-¿Quiere usted decir que la institucionalizaci6n de los estudios literarios contribuye a disimular el mecanismo del deseo mimético?

-Desde luego. Es, por lo demás, lo mismo que afirma Sandor Goodheart en Sacrificing Commentary [El sacrificio del comenta­riopo. Según él, la verdadera función de la crítica es reconducir la literatura al redil de un individualismo convencional, lo que permite enmascarar el deseo mimético. La crítica literaria tiene una función social que siempre consiste en reorientar la literatura hacia una ex­presión media aceptable, más que afrontar el abismo que se abre en­tre la visión de un gran escritor y la visión común. Esa crítica debería ayudar a revelar la naturaleza mimética del deseo, más que contribuir

28. Cf. Choses, pp. 16-20. 29. R. Dawkins, El gen egoísta [trad. de j. Robles y j. Tola, Salvat, Barcelona,

2000). 30. S. Goodheart, Sacrificing Commentary: Reading the End of Literature, Johns

Hopkins University Press, Baltimore, 1996.

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a ocultarla con sus monsergas sobre la originalidad y la novedad, que se invocan permanentemente como una fórmula de encantamiento totalmente huera.

-Volviendo sobre la definición de mimesis, ¿no cree que su plan­teamiento ganaría en claridad estableciendo una distinción entre «mi­mesis cultural» y «mimesis de apropiación»31?

-No lo creo. Lo que produce esa impresión es que, nueve veces sobre diez, la imitación cultural no implica rivalidad. Pero no por ello deja de ser una mimesis de apropiación. Si yo imito su acento, sus modales, y también su saber, leyendo los mismos libros que usted, de ello no se derivará ninguna tensión de rivalidad entre nosotros, pues se trata de unos comportamientos eminentemente susceptibles de ser compartidos. Incluso usted se sentirá halagado por el hecho de que alguien le tome como modelo. Pero todo eso no obsta para que la mimesis cultural pueda convertirse también en fuente de rivalidad. Si el autor de un descubrimiento científico que todavía no ha sido publicado, se lo comunica a un admirador, y éste, después de haberlo entendido y asimilado, lo presenta como hallazgo suyo, lo más pro­bable es que el verdadero descubridor se vuelva contra él, y además con toda justicia.

-De acuerdo con la explicación antropológica que propone, el objeto cumple a menudo una función desencadenante de la mimesis de apropiación. Pero ¿no juega también el objeto un papel fundamen­tal en la «mimesis cultural tranquila»? Recuperando cierta perspectiva histórica, la que se ha denominado «hipótesis de la caza como factor de hominización» viene a plantear que se constituyen grupos sociales, tanto de animales como de seres humanos, a partir de «la cooperación para la caza y el reparto de la carne»32.

-Es muy cierto, pero no hay que olvidar que a ese «buen" objeto se le da muerte. Desde mi punto de vista, la caza siempre posee una

31. En un contexto diferente, Leonardo BoH trata el mismo tema: «Sigo creyen­do que habría que subrayar más el otro polo del deseo mimético. Estoy refiriéndome al deseo que, a lo largo de la historia, ha aportado algo bueno. Está, por un lado, un mecanismo mimético que produce víctimas y que crea una cultura histórica fundada sobre ellas. Pero, por otro -y al mismo tiempo--, existe un deseo englobante orienta a un 'mimetismo solidario', destinado a hacer posible, en el seno de la la generación de bondad y de vida»; d. H. Assmann (ed.), René Girard com Teólogos da Libertat;ao. Un diálogo sobre idolos e sacrificios, Vozes, Petrópolis, 1991, pp. 56-57.

32. W. Burkert, «The problem of ritual killing», en R. Hamerton-Kelly (ed.), Vio­lent Origins. Ritual Killing and Cultural Formation, Stanford University Press, Stan­

1987, p. 164.

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dimensión sacrificial, aparte de una dimensión social que no es crea­da únicamente por la necesidad que se tiene de contar con carne, el producto de la caza, lo mismo que la religión tampoco es engendrada únicamente por el miedo y la admiración que inspiran los animales salvajes. Pienso que toda forma de cooperación compleja se esta­blece sobre la base de una especie de orden cultural, que a su vez se funda sobre el mecanismo de la victimizaciÓn. En esto consiste, a fin de cuentas, mi hipótesis sobre el origen de la cultura. Y desde luego lo poco que conocemos acerca de los cazadores prehistóricos y su mundo sugiere ya una organización cultural compleja.

-Por supuesto, reconocemos la originalidad de sus plantea­mientos. Usted pone al descubierto la dimensión de apropiación de la mimesis, y explica el papel fundamental del objeto concreto en la generación de esa perturbación. Sin embargo, y tal como afirman Jean-Pierre Dupuy y Paul Dumouchel, el objeto caracteristico de la sociedad de consumo no se deja definir exclusivamente en el contexto de la mimesis de apropiación; y genera también formas de controlar la explosión de la rivalidad mimética.

-La interpretación de la sociedad actual que proponen Dupuy y Dumouchel me parece básicamente correcta, sólo que un poco op­timista. Según ellos, la sociedad de consumo constituye un modo de desactivar la rivalidad mimética, de reducir su potencial conflictivo. Vale, en cierto modo es verdad. Apañárselas para que los mismos objetos, las mismas mercancías, sean accesibles para todos, supone reducir las ocasiones de conflicto y rivalidad entre individuos. Sin embargo, cuando tal sistema se hace permanente, las personas acaban por desinteresarse de unos objetos que resultan, precisamente, dema­siado accesibles, y que además son, todos ellos, idénticos. Hace falta, claro está, que transcurra cierto tiempo para que ese «desgaste» lle­gue a producirse, pero indefectiblemente acaba teniendo lugar. Viene a ser tanto como decir que por el hecho de hacer que los objetos sean demasiado fáciles de conseguir, la sociedad de consumo está labrando su propia destrucción. Como ocurre con todo mecanismo sacrificial, esta sociedad necesita «reinventarse» de vez en cuando. Para poder sobrevivir, tiene que estar todo el tiempo inventando cacharros tec­nológicos novedosos. Y la sociedad de mercado devora los recursos del planeta, más o menos como pasaba con los antiguos aztecas, cuyo número de víctimas aumentaba sin cesar. Toda «medicina» sacrificial va perdiendo eficacia con el tiempo.

-¿Cómo interpretar entonces la afirmación de Dupuy, de que

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«el objeto es una auténtica creación del deseo mimético» y que «es la integración de todas las determinaciones miméticas concurrentes lo que le hace surgir de la nada: ni se crea a partir de la pura libertad, ni es tampoco la focalización de un ciego determinismo»]]?

-Decir esto es, en mi opinión, ir demasiado lejos. De ser verdad, no percibiríamos nada más que aquellos objetos que deseamos, y no es así. El mundo está repleto de objetos que nos estorban y nos abu­rren enormemente. y, muchas veces, los objetos más deliberadamen­te producidos para seducirnos son los que antes nos cansan. A estas alturas, ir de compras consiste, las más de las veces, en disponer de una buena cantidad de objetos para tirar a la basura casi sin solución de continuidad. Con una mano se compran los objetos y con la otra se tiran. ¡y esto ocurre en un mundo en el que la mitad de la huma­nidad pasa hambre!

-Vivimos, pues, en un mundo en el que el problema ya no es tener un determinado objeto, sino más bien cambiarlo.

-La sociedad de consumo se convierte, casi siempre, en un sistema de intercambio de signos y no de objetos reales. Nuestros contemporáneos suelen vivir en un mundo minimalista y anoréxico, desde el momento en que el mundo en el que el consumo era un signo externo de riqueza ha perdido todo atractivo. Hay que estar muy demacrado o parecer un subversivo para tener un aire realmen­te cool, como diría Thomas Frank34

• El único problema es que todo el mundo tira de los mismos hilos, con lo que todos acabamos, una vez más, reuniéndonos en torno a lo mismo. En último extremo, la sociedad de consumo se transforma en una mística, en la medida en que nos procura unos objetos que ya sabemos de antemano que no van a satisfacer nuestros anhelos35• Ella puede corrompernos, es de­

33. J.-P. Dupuy, «Mimésis et morphogenese», en M. Deguy y J.-P. Dupuy (eds.), René Girard et le prob/eme du mal, cit., p. 232.

34. T. Frank, The Conquest of Cool: Business Culture, Counterculture, and the Rise of Hip Consumerism, University of Chicago Press, Chicago, 1997. Frank afirma que existe un importante fenómeno de marketing iniciado en los años sesenta que denomina commodification of discontent, lo que significa que a la gente se le vende signos externos de su rechazo hacia el sistema mismo que se los vende.

35. Jean-Pierre Dupuy habla también del capitalismo como del más «espiritual>, de los mundos, pues su preocupación no es estrictamente material como afirmaba Max Weber en su análisis sociológico. No se trata en el capitalismo de promover la adqui­sición pura y simple de objetos, sino que está basado en la envidia, siendo los objetos signos de esa misma envidia en los que el papel del mediador, o del otro, siempre está presente. Cf. J.-P. Dupuy, «Le signe et I'envie», en M. Deguy y J.-P. Dupuy (eds.), René Girard et le prob/eme du mal, cit., p. 74.

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cir, llevarnos a ejercer las más variadas actividades inútiles o perjudi­ciales, pero también nos hace tomar conciencia de nuestra necesidad de algo enteramente diferente. De algo que la sociedad de consumo misma jamás nos podrá dar.

-Al mismo tiempo, hay que observar que el incremento de la mediación interna en la sociedad contemporánea no induce necesa­riamente crisis miméticas. Nuestra sociedad se muestra capaz de ab­sorber grandes dosis de indiferenciación. Cuando vemos lo que pasaba en las sociedades primitivas, llegamos a preguntarnos si una buena víctima expiatoria no podría servir para reconstituir un mundo en el que, por lo menos, se pudiera vivir. ¿No permite acaso el cadáver de la víctima restaurar en los dobles el precedente nivel de diferenciación?

-No, pienso que tal cosa no es posible hoy en día. Aquí hay que diferenciar las sociedades actuales de las primitivas. El mundo moderno puede definirse como una serie de crisis miméticas cada vez más intensas, pero no susceptibles de resolución mediante el me­canismo del chivo expiatorio. Y cuando tratemos del cristianismo, veremos por qué.

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