fragmento de estudio historia dibujada tp2

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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE FACULTAD DE ARQUITECTURA Y URBANISMO Sistemas de Representación. Diseño Grafico, Cátedra Daniel Fischer. TP2. Historia dibujada; De la ausencia Infinita, De las reglas absolutas, De las ocurrencias. . FRAGMENTO DE ESTUDIO uno (1) – TP2. Moby Dick. Escrito por Herman Melville Primera Edición 1851 PDF http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/M/Melville,%20Herman%20-%20Moby%20Dick.pdf VIDEO https://www.youtube.com/watch?v=13z4l8jvbpY&hd=1 https://www.youtube.com/watch?v=PkzxGx2NqGc&hd=1 Sólo así, embarcándose día a día en una aventura se puede vivir. No caben excusas, ni contemplaciones, ni lamentos sobre la mala fortuna. Capítulo 1 - ESPEJISMOS Mi nombre es Ismael. Hace unos años, encontrándome sin apenas dinero, se me ocurrió embarcarme y ver mundo. Pero no como pasajero, sino como tripulante, como simple marinero de proa. Esto al principio resulta un poco desagradable, ya que hay que andar saltando de un lado a otro, y lo marean a uno con órdenes y tareas desagradables, pero con el tiempo se acostumbra uno. Y por supuesto, porque se empeñan en pagarme mi trabajo, mientras que un pasajero se ha de pagar el suyo. Aún hay más: me gusta el aire puro y el ejercicio saludable. Digamos que el marinero de proa recibe más cantidad de aire puro que los oficiales, que van a popa y reciben el aire ya de segunda mano. Por último diré que había decidido embarcarme en un ballenero, ya que las ballenas me atraían irresistiblemente. Cierto que resulta una caza peligrosa, pero tiene sus compensaciones: los mares en los que esos cetáceos se mueven, la maravillosa espera, el grito foral cuando se encuentra una... El caso es que metí un par de camisas en mi viejo bolso y salí dispuesto a llegar

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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE FACULTAD DE ARQUITECTURA Y URBANISMOSistemas de Representación. Diseño Grafico, Cátedra Daniel Fischer.

TP2. Historia dibujada; De la ausencia Infinita, De las reglas absolutas, De las ocurrencias. .

FRAGMENTO DE ESTUDIO uno (1) – TP2.

Moby Dick. Escrito por Herman MelvillePrimera Edición 1851PDFhttp://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/M/Melville,%20Herman%20-%20Moby%20Dick.pdfVIDEOhttps://www.youtube.com/watch?v=13z4l8jvbpY&hd=1https://www.youtube.com/watch?v=PkzxGx2NqGc&hd=1

Sólo así, embarcándose día a día en una aventura se puede vivir. No caben excusas, ni contemplaciones, ni lamentos sobre la mala fortuna.

Capítulo 1 - ESPEJISMOS

Mi nombre es Ismael. Hace unos años, encontrándome sin apenas dinero, se meocurrió embarcarme y ver mundo. Pero no como pasajero, sino como tripulante, comosimple marinero de proa. Esto al principio resulta un poco desagradable, ya que hay queandar saltando de un lado a otro, y lo marean a uno con órdenes y tareas desagradables,pero con el tiempo se acostumbra uno.Y por supuesto, porque se empeñan en pagarme mi trabajo, mientras que unpasajero se ha de pagar el suyo. Aún hay más: me gusta el aire puro y el ejerciciosaludable. Digamos que el marinero de proa recibe más cantidad de aire puro que losoficiales, que van a popa y reciben el aire ya de segunda mano.Por último diré que había decidido embarcarme en un ballenero, ya que las ballenas meatraían irresistiblemente. Cierto que resulta una caza peligrosa, pero tiene suscompensaciones: los mares en los que esos cetáceos se mueven, la maravillosa espera,el grito foral cuando se encuentra una...El caso es que metí un par de camisas en mi viejo bolso y salí dispuesto a llegaral Cabo de Hornos o al Pacífico. Abandoné la antigua ciudad de Manhattan y llegué aNew Bedford. Era un sábado de diciembre y quedé muy defraudado cuando me enteréde que había zarpado ya el barquito para Nantucket y que no había manera de llegar aésta antes del lunes siguiente. Y yo estaba dispuesto a no embarcarme sino en un barcode Nantucket, desde donde se hicieron a la mar los primeros cazadores de ballenas, esdecir, los pieles rojas.Como tenía que pasar dos noches y un día en New Bedford, me preocupé antetodo de dónde podría comer y dormir. Era una noche oscura, fría y desolada. No conocíaa nadie y en mi bolsillo no había más que unas cuantas monedas de plata.Pasé ante «Los Arpones Cruzados», que me parecieron demasiado alegres ycaros, y lo mismo me ocurrió ante el «Mesón del Pez Espada». Aparte de ellos, el barrioaparecía casi desierto. Pero no tardé en encontrarme ante una puerta ancha y baja de laque salía una luz humeante.Y entré en el lugar. Desde los bancos. un centenar de rostros negros meexaminó: era una iglesia para gente de color. No servía. pues, para mis propósitos.Cerca ya de los muelles. oí chirriar en el aire una muestra. Miré hacia arriba y vique decía: «Mesón del Surtidor de la Ballena. Peter Coffin». El nombre resultaba pocoatrayente. «Coffin» significa ataúd, como todos saben, pero al parecer es un apellidocorriente en Nantucket.

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Por la puerta salía un fugitivo resplandor. Y la casa en sí era extrañísima, ya quese inclinaba hacia un lado como si el viento la empujase, y era muy vieja.Al penetrar en aquella sórdida posada, se encontraba uno en un vestíbulo querecordaba un barco desmantelado. Estaba todo ello en sombras, apenas disipadas porunas velas encendidas. La pared opuesta a la entrada se adornaba con lanzas, mazasdecoradas con dientes de marfil y otras con cabellos humanos como adornos. Una deellas, en forma de sierra, resultaba particularmente escalofriante. Había también arponesballeneros fuera de uso.Una vez pasado el vestíbulo se entraba en la sala común, con vigas de pesadaencina en el techo, y en el fondo un mostrador. Había anaqueles con recuerdos e inclusola quijada enorme de una ballena. Al entrar vi reunidos en la sala a unos cuantosmarineros jóvenes. Me dirigí al patrón y le pedí una habitación. Me dijo que la casaestaba llena y que no le quedaba una sola cama.-Pero, espere añadió de pronto-. No tendría inconveniente en compartir unacama con un ballenero, ¿verdad?Le respondí que no me gustaba compartir la cama con nadie, pero que si nohabía más remedio... y que si el ballenero no era alguien repulsivo...-Muy bien, siéntese -me respondió-. La cena estará en seguida.Me senté en el banco común, junto a un marinero joven que se dedicaba a tallarla madera del banco con un cuchillo. Poco después nos llamaron a cuatro o cinco a unasala contigua. No había fuego, hacía un fríopolar y la estancia se iluminaba solamente con dos velas.La comida fue buena carne con patatas, té y budín.-¿Dónde está ese arponero? -pregunté al dueño-. ¿Es alguno de éstos?-No. El arponero es una especie de negro, y no tardará.Terminada la cena, pasamos de nuevo a la sala común, que no tardó en llenarsede un grupo de marineros salvajes, que según dijo el dueño era la dotación delGrampuss. Acababan de desembarcar y componían una buena colección de bandidosque se lanzaron inmediatamente al mostrador, dispuestos a acabar con todas lasexistencias de licor, si es que licor podía llamarse al veneno que allí vendían.Pronto estuvieron todos borrachos, excepto uno, que se mantenía aparte. Tendríaunos seis pies de estatura, un pecho como una ataguía y hombros muy anchos. Sumusculatura era la más desarrollada que jamás viera en hombre alguno. El rostro, muyatezado y los dientes muy blancos. En la voz, aunque hablaba poco, se le notaba acentosureño. Cuando el alboroto se hizo insoportable, desapareció, y no le volví a ver hasta...que me lo encontré en un barco, pero eso pertenece a otro lugar de la historia.Sus compañeros le echaron pronto de menos y salieron en su persecucióngritando que dónde estaba Bulkington, su nombre, sin duda.La sala quedó silenciosa tras la marcha de aquellos vándalos. Mientras, yopensaba que no me gustaba dormir con nadie. Bien es cierto que los marineros duermenen el mismo cuarto, pero cada uno en su hamaca y se tapa con sus propias mantas. Portanto, cuanto más pensaba en aquel arponero, tanto más detestaba la idea de dormir conél. Era de suponer que fuera sucio y sólo de meditar en ello ya me comenzaba a picar elcuerpo.-Patrón -dije-, he cambiado de opinión. No dormiré con el arponero, sino que lo

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haré en este banco.-Como quiera, pero la madera es bien dura y está llena de nudos y muescas. Sela cepillaré un poco.Y con una garlopa comenzó a alisarla, mientras reía como un mico. Le pedí queno se preocupase más por mí y me dejó, volviendo tras de su mostrador.El banco era un poco corto para mí, y también demasiado estrecho. Y además,por la ventana entraba una corriente de aire frío que helaría a un muerto. Mi idea noestaba resultando tan buena como pensara.-¡Al diablo el arponero! -pensé-. Y pensé también en jugársela. Acostarme antesde que llegara y echar el cerrojo a la puerta. Pero también pensé que muy probablementeel arponero echaría la puerta bajo o, lo que era peor, a la mañana siguienteme esperaría en el corredor para pedirme explicaciones, con un cuchillo en la mano.Esperé un poco. El arponero dichoso no apareció.-Patrón -pregunté-. ¿Qué clase de sujeto es ese arponero?-Pues el caso es que suele acostarse temprano -respondió-. No veo qué es lo quele haya retenido hasta tan tarde hoy, a no ser que no haya podido vender la cabeza.-¿Está usted loco? -pregunté furioso-. ¿Quiere decir que ese hombre anda por lascalles tratando de vender la cabeza?-Sí. Y bien que le dije que no podría venderla, ya que hay demasiadasexistencias.-Pero, ¿existencias de qué? -grité.-De cabezas. Hay muchas en el mundo.-Oiga, no soy ningún novato, así que no bromee.-Como usted quiera, pero le aconsejo que no le gaste bromas al arponero sobresu cabeza.-Pues, ¡se la romperé!-No, ya está rota.Creí que me estaba volviendo loco.-Patrón -dije-. Pongamos las cosas en claro. Yo vengo a su casa, y pido unacama. Usted me dice que no puede darme más que media y que la otra mitad pertenece aun arponero que está tratando de vender su cabeza por las calles. Usted está loco.-No veo por qué tiene que ponerse usted así -respondió el patrón-. El arponeroacaba de llegar del Pacífico, donde compró una partida de cabezas embalsamadas enNueva Zelanda. Las ha vendido todas menos una, que trata de vender hoy porquemañana es domingo y no parecería bonito que fuera vendiendo cabezas mientras lagente va a misa.Aclarado el misterio. Respiré tranquilo. pero pregunté si el arponero era unhombre peligroso y me respondió que pagaba puntualmente.-Y creo que ya va siendo hora de que echemos el ancla -agregó-. Vaya a sucama, que es muy buena. Sally y yo dormimos en ella en nuestra noche de bodas y haysitio en ella para dos. Por otra parte -lanzó una mirada al reloj, que marcaba las doce-,ya es domingo y tal vez el arponero haya recalado en algún lugar y no venga ya.Conque, ¿viene o no?Le seguí y me condujo a una habitación helada, pero con una cama fabulosa, enla qué podrían dormir cuatro arponeros sin molestarse.

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Examiné la cama y la encontré bien. En el resto del cuarto no había más que unatosca anaquelería y un biombo... También un saco marinero, que debía pertenecer alarponero, y sobre él un gran felpudo con un agujero, lo que le hacía parecer un enormeponcho indio.Encogiéndome de hombros, me desnudé y me metí en la cama. No sé si elcolchón estaba o no fabricado con guijarros, pero el caso es que no lograba conciliar elsueño.De pronto oí pasos en el corredor y la puerta se abrió. Un desconocido penetróen el aposento, con una vela en una mano y una cabeza en la otra. Sin mirar a la cama,el arponero dejó la vela y comenzó a desatar su saco. Cuando se volvió hacia mí, lepude ver la cara.¡Y qué cara! Tenía un color amarillento purpúreo, si es que ese color puedeexistir, y toda llena de cuadrados negruzcos. ¡Menudo compañero de cama!Seguramente aquellos cuadrados eran tatuajes. Mientras lo miraba con los ojosentreabiertos, sacó de su saco una especie de tomahawk, y junto con una cartera de pielde foca. colocó ambos sobre el baúl.Dentro del saco puso la cabeza se quitó el sombrero de castor y aquello meprodujo una impresión espantosa. No tenía un solo pelo en la cabeza, salvo un mechónen la frente.Aterrado, pensé incluso en saltar por la ventana, pero estábamos en un segundopiso. No soy un cobarde, mas aquel tipo imponía, de veras. Seguía desnudándose, y aldescubierto quedaron pecho y brazos, tan cuadriculados como su rostro. Era un salvajeabsolutamente abominable, él y sus malditas cabezas. ¿Y si intentaba hacerse con lamía?No habían acabado mis sorpresas. De un bolsillo del chaquetón que acababa dequitarse, sacó una figurilla deforme, jorobada y negra. Por un momento temí que fueraun auténtico bebé, pero en realidad relucía como si estuviera hecha con ébano. Setrataba sin duda de un ídolo de madera. Lo colocó entre los morillos del hogar. Luegocogió un puñado de virutas de madera, las colocó ante el idolillo y les prendió fuego.Sobre las llamas colocó un trazo de galleta marina, y tras asarla, la ofreció al ídolo.Mientras, sonidos guturales y espantables, salían de sus labios, como si orase omascullase juramentos, cualquiera sabe.Terminada esta operación, encendió el tomahawk, que era también una pipa ylanzó algunas satisfechas bocanadas de humo. Un instante después se apagó la luz y elespantajo se metió conmigo en la cama.Lancé un alarido de horror, y, sorprendido, el salvaje me palpó. Me aparté de éltodo cuanto pude y le pedí que me dejara levantarme y encender de nuevo la vela. Peroél no debió entenderme.-¿Quién aquí estar? -preguntó-. No hablar, yo matarte.-¡Patrón! -aullé pidiendo auxilio, porque el tipo no parecía dispuesto a soltarme.-¡Habla! No hablar y yo te mato -Y mientras decía esto, agitaba el tomahawkencendido, llenándolo todo de brasas y chispas.En ese momento, ¡gracias a Dios!, entró el patrón con una vela, y yo salícorriendo a su encuentro.-Pero, ¿qué le ocurre? -dijo Coffin-. Queequeg no le hará daño.

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-Pero, ¿por qué no me dijo usted que este tipo era un caníbal? -grité.-Creí que lo sabía, cuando le dije lo de las cabezas. Conque, échese a dormir.Queequeg, este tipo solo quiere dormir en tu cama. ¿Tú entender?-Bueno -asintió el salvaje lanzando una bocanada de humo-. Tú, acostarte aquí.Y apartó las ropas de la cama para mostrar sus buenas intenciones.-Patrón -dije-. Por lo menos dígale que suelte el tomahawk. ¡Es peligroso fumaren la cama!Queequeg asintió amablemente y volvió a hacerme señas de que me acostase.Parecía haber perdido todas sus agresivas intenciones. Tranquilizado, me acosté y le dijeal patrón que podía retirarse.

Y el caso es que pronto me dormí y lo hice con toda tranquilidad y muy bien.

El capítulo primero "Espejismos" de Moby Dick , que se puede leer en PDF libre  en la red, comienza así, con una apuesta a la acción sin caer en la desesperanza de la melancolía.

El tema de la novela es eminentemente enciclopédico al incluir detalladas y extensas descripciones de la caza de las ballenas en el siglo XIX y multitud de otros detalles

sobre la vida marinera de la época. Quizá por ello la novela no tuvo ningún éxito comercial en su primera publicación, aunque con posterioridad haya servido para cimentar

la reputación del autor y situarlo entre los mejores escritores estadounidenses.La frase inicial del narrador —«Call me Ishmael» en inglés, traducido al español a veces

como «Llamadme Ismael», otras veces como «Pueden ustedes llamarme Ismael»—,2 se ha convertido en una de las citas más conocidas de la literatura en lengua

inglesa. Moby-Dick es una obra de profundo simbolismo. Se suele considerar que comparte características de la alegoría y de la épica. Incluye referencias a temas tan

diversos como biología, religión,idealismo, obsesión, pragmatismo, venganza, racismo,jerarquía y política.

FRAGMENTO DE ESTUDIO dos (2) – TP2.

Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Escrito por Lewis Carrol Primera edición 1865PDFhttp://www.medicinayarte.com/img/alicia_lewis_carroll.pdf

VIDEOhttps://www.youtube.com/watch?v=ohgtAvqsqKY&hd=1https://www.youtube.com/watch?v=yJpAqAA3KzY&hd=1

Capítulo 1 - EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos.

«¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.

Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.

No había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en

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ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.

Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir.

Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecia un pozo muy profundo.

O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con desencanto, que estaba vacío. No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo.

«¡Vaya! », pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! ¡Ni siquiera lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.)

Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer?

--Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya --dijo en voz alta--. Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad...

Como veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas en las clases de la escuela, y aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso.

--Sí, está debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado.

Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a empezar.

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--¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia?

Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que esto es posible?

--¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte.

Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez.

--¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?

Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cual de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.

Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a tiempo para oírle decir, mientras doblaba un recodo:

--¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!

Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Habia puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí.

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De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal macizo. No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura. Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que ajustaba bien.

Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día, que había empezado a pensar que casi nada era en realidad imposible.

De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «BEBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.

Está muy bien eso de decir «BEBEME», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aqtrello por las buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para ver si lleva o no la indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras cosas desagradables, sólo por no haber querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba nunca que, si bebes mucho de una botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.

Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», así que Alicia se atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.

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--¡Qué sensación más extraña! --dijo Alicia--. Me debo estar encogiendo como un telescopio.

Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber visto nunca una cosa así.

Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la llavecita de oro, y, cuando volvió a la mesa para recogerla, descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a llorar.

«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. «¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!», pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola persona como Dios manda!»

Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «COMEME», deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa.»

Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué dirección se iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto que la vida discurriese por cauces normales.

Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del pastelito.

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Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas  (Alice's Adventures in Wonderland), a menudo abreviado como Alicia en el país

de las maravillas, es una obra de literatura creada por el matemático, lógico y escritor británico Charles Lutwidge Dodgson, más

conocido bajo el seudónimo de Lewis Carroll. El cuento está lleno de alusiones satíricas a los amigos de Dodgson, la educación inglesa

y temas políticos de la época. El País de las Maravillas que se describe en la historia es creado básicamente a través de juegos con

la lógica, de una forma tan especial que la obra ha llegado a tener popularidad en los más variados ambientes, desde niños o

matemáticos hasta psiconautas.

En esta obra aparecen algunos de los personajes más famosos de Carroll, como elConejo Blanco, El Sombrerero, la Oruga azul, el Gato

de Cheshire o la Reina de Corazones;1 quienes han cobrado importancia suficiente para ser reconocidos fuera del mundo de Alicia.

FRAGMENTO DE ESTUDIO tres (3) – TP2.

Hansel y Gretel. Escrito por los Hermanos Grim.Primera Edición 1812 y 1815PDFhttp://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/hanselygretel.pdf

VIDEOhttps://www.youtube.com/watch?v=0J1sM7oqjZA&hd=1https://www.youtube.com/results?search_query=Cuentos+de+los+Hermanos+Grimm+-+Hansel+y+Gretel+-+Espa%C3%B1olhttps://www.youtube.com/watch?v=NidH3m7bctQ&hd=1https://www.youtube.com/watch?v=Sa94aUN6LAU&hd=1

Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa  del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencer al débil hombre de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

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TP2. Historia dibujada; De la ausencia Infinita, De las reglas absolutas, De las ocurrencias. .

-No llores, querida hermanita -decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando éstos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

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En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta -dijo la bruja-, mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno.

Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos y les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

Argumento del cuento de los Hermanos Grimm

Hansel y Gretel eran los hijos de un pobre leñador. Eran una familia tan pobre que una noche la madrastra convence al padre de abandonar a los niños en el bosque, dado

que ya no tenían con qué alimentarlos. Hansel oyó esto, por lo que salió de su casa a buscar piedras, con las cuales marcó un camino al día siguiente cuando se dirigían

al bosque.

Hansel y Gretel se durmieron, y apenas salió la Luna comenzaron a caminar siguiendo el camino que Hansel había marcado con las piedras anteriormente. Por la mañana

llegaron a su casa. Su madrastra, sorprendida por el hecho decide que la próxima vez llevarán a los niños aún más adentro en el bosque, para que no puedan salir de allí

y regresar. Hansel, que otra vez escuchó las discusiones de sus padres, decide salir a juntar piedras nuevamente, pero esta vez no pudo, ya que la puerta estaba cerrada

con llave.

En la mañana que fueron al bosque, Hansel marcó un camino tirando migas del pedazo de pan que su madrastra le había dado, solo que esta vez cuando salió la Luna no

pudieron volver porque los pájaros se habían comido el pan.

Después de dos días perdidos en el bosque, cuando ya no sabían más que hacer, los niños se detienen a escuchar el canto de un pájaro blanco al cual luego siguen hasta

llegar a una casita hecha de pan de jengibre, pastel y azúcar moreno. Hansel y Gretel empezaron a comer, pero lo que no sabían era que esta casita era la trampa de una

vieja bruja para encerrarlos y luego comérselos.

Esta vieja bruja decide encerrar a Hansel y tomar a Gretel como criada. Todas las mañanas la bruja hacía que Hansel sacara el dedo por entre los barrotes del establo

para comprobar que había engordado, pero éste la engañaba sacando un hueso que había recogido del suelo.

Un día, la bruja decide comerse a Hansel y manda a Gretel a comprobar que el horno estuviese listo para cocinar. La niña se da cuenta de la trampa y logra que la bruja

se meta en el horno. Al instante, Gretel empuja a la bruja y cierra el horno.

Tras la muerte de la bruja, los niños toman de la casa perlas y piedras preciosas y parten a reencontrarse con su padre, cuya mujer había muerto.

Su vida de miseria por fin había terminado, desde ese día la familia no sufrió más hambre y todos vivieron juntos y felices para siempre.

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FRAGMENTO DE ESTUDIO cuatro (4) – TP2.

Los viajes de GulliverJonathan SwiftPrimera Edición 1851PDF

http://www.editorialjuventud.es/guias/Ficha%20LOS%20VIAJES%20DE%20GULLIVER.pdf

VIDEOhttp://www.youtube.com/watch?v=E2J6sQhJKUshttp://www.youtube.com/watch?v=C0jakPGf7QYhttp://www.youtube.com/watch?v=_TydrtwJBWM

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con mister James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a mister Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.

Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro mister Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó mister Bates, mi maestro, por quien fui recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con la señorita Mary Burton, hija segunda de mister Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria.

El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a

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Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera.

No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho.

El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Solo podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mí alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que

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sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas.

Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme con la mano izquierda. Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco de ante que no pudieron atravesar.

Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente. En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo sería suficiente adversario para el mayor ejército que pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las estaquillas y los cordeles, vi. un tablado que levantaba de la tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir; desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad, pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una sílaba.

Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san. (Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual pude volverme a la derecha y observar la persona y el ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le acompañaban, de los cuales uno era un paje que le sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado, dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador y pude distinguir en su discurso muchos períodos de amenaza y otros de promesas, piedad y

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cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso, alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono -llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestras de asombro y maravilla por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió

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bastante bien, porque movió la cabeza a modo de desaprobación y colocó la mano en posición que me descubría que había de llevárseme como prisionero. No obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen trato. Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé que el número de mis enemigos había crecido, hice demostraciones de que podían disponer de mí a su talante. Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí una gritería general, en que se repetían frecuentemente las palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor muy agradable y que en pocos minutos me quitó por completo el escozor causado por las flechas. Estas circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y no es de extrañar, porque los médicos, de orden del emperador, habían echado una poción narcótica en los toneles de vino.

A lo que parece, en el mismo momento en que me encontraron durmiendo en el suelo, después de haber llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con un propio al emperador, y éste determinó en consejo que yo fuese atado en el modo que he referido -lo que fue realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase una máquina para llevarme a la capital.

Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente, al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a la primera sensación de escozor, sensación que podía haber excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto, después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no hubiesen podido esperar merced.

Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo y el estímulo del emperador, que es un famoso protector de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de largo, en los mismos bosques donde se producen las maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para disponerla mayor de las máquinas hasta entonces construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según parece, emprendió la marcha cuatro horas después de haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la principal dificultad era alzarme y colocarme en este vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas con que los trabajadores

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me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas. Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de distancia.

Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente.

Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo.

En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte.

Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar no

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pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.

Los viajes de Gulliver es una novela de Jonathan Swift, publicada en 1726. Aunque se la ha considerado con frecuencia una obra infantil, en realidad es una sátira feroz de la sociedad y la condición humana, camuflada como un libro de viajes por países pintorescos (un género bastante común en la época). protagonista, el capitán Lemuel Gulliver, se encuentra en situaciones paradójicas: es un gigante entre enanos, un enano entre gigantes y un ser humano avergonzado de su condición en una tierra poblada por caballos sabios que son más humanos que los propios hombres y desconfían, con razón, de éstos. La obra se considera un clásico de la literatura universal y ha inspirado numerosas adaptaciones y versiones. El libro se volvió famoso tan pronto como fue publicado.

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