fernandez nona - av. 10 de julio huamachuco

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Nona Fernández

Av. 10 de julioHuamachuco

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Av. 10 de julio HuAmAcHuco© Nona Fernández S.

© uqbar editores, octubre 2007Teléfono 2247239Santiago de chile

RPi N° 165.250iSBN N° 978-956-8601-11-9

cc: 00015

dirección editorial: isabel m. Buzeta Pagecorrección de texto: césar Farah

diseño colección: caterina di Girolamodiagramación: Salgó ltda.

imprenta: Salesianos impresoresesta edición consta de 1000 ejemplares

Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las con-diciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.

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“Nada es bastante real para un fantasma.Soy en parte ese niño que cae de rodillas

dulcemente abrumado de imposibles presagiosy no he cumplido toda mi edadni llegaré a cumplirla como él

de una sola vez y para siempre”.

Enrique Lihn, “La Pieza Oscura”.

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Trece cuadras y media destinadas a entregar un repuestotan bueno como la pieza que se perdió.

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P r i m E r a Pa r t E

uN PAñuelo Rojo

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OrdenandO cOsas viejas encontré este recorte de diario. Es del invierno del ochenta y cinco, un poco antes de que cumpliéramos quince años. Las letras del reportaje están casi borradas, pero la foto se ve bien todavía. Estamos en el techo del liceo, ¿te acuerdas? Mirando a la calle con esa tremenda bandera chilena, viendo cómo la gente se amontonaba en el frontis mientras mostrábamos el lienzo que tú y yo pintamos la noche anterior en el patio de mi casa. Mira la cara que tenemos. Estábamos fe-lices ni siquiera se nota el frío que hacía esa mañana. Nunca se nos pasó por la cabeza que alguien nos tomara una foto. Pensábamos que algún periodista iba a llegar si todo salía bien, ésa era la idea, pero la verdad es que nos pilló por sorpresa el ruido de las cámaras cuando nos fotografia-ron desde la calle. Días después, cuando los pacos nos soltaron, mi papá me fue a buscar y me pasó este recorte. Yo lo guardé y con el tiempo se destiñó y por poco se deshizo. Pero aquí está todavía, resistiendo. Seguro que si no lo hubiera encontrado lo olvido todo. ¿Lo olvidaste tú?

El del pañuelo rojo en la cara soy yo, estoy casi seguro. La del pa-samontañas es la Chica Leo. El que sale de lado, con la boina y el lincha-co en la mano, es el Negro. Los que sostienen la bandera son los herma-nos Ubilla y la que mira a la cámara con la lengua afuera eres tú, Greta. Tienes puesto mi abrigo y llevas esa bufanda larga con la que jugaba a

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amarrarte. Mírate el pelo. Qué largo lo tenías. Mírate los ojos. Sí sé que apenas se ven, pero de recordarlos grises, grandes, con esa línea negra dibujada en el párpado, puedo imaginarlos otra vez en la foto.

Te echo de menos, Greta. A ti y a los demás. Seguro que si me encon-trara en la calle con alguno de ustedes no me reconocerían. A veces ni yo mismo me reconozco. No sé qué tengo que ver con ese pendejo de cara cubierta que me mira desde el recorte. Obsérvale los ojos. Es el único que está viendo a la cámara. ¿Qué estaría pensando en ese momento? ¿Acaso sabría que veinte años más tarde tú y yo lo estaríamos espiando en este pedazo de papel? A ratos lo miro y creo que quiere decirme algo. No sé qué. Demasiado tiempo y tinta desteñida nos separan. Pendejo de mierda. Seguro que por su culpa te escribo esta carta que no sé a dónde te voy a mandar.

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Hace rato que intento comerme un plato de garbanzos que yo mismo preparé. Ha sido difícil porque el teléfono suena y suena y, como no tengo nada mejor que hacer, contesto todas las llamadas. Primero fue el tipo del crédito bancario. manuel García, ése dijo que era su nombre. me hizo la última oferta del banco con tasas de interés impresionantes, esa palabra ocupó. Si yo tomo el crédito ahora, un crédito de consumo de un millón de pesos, o algo así, puedo empezar a pagarlo en seis meses más con casi un uno punto nueve por ciento de interés. La otra mujer, Gloria Díaz, llamó a continuación y me estuvo conversando sobre una estadía en Buenos aires, en pleno barrio recoleta, con todos los gastos pagados, que supuestamente me gané respondiendo una encuesta callejera hace unas semanas. El detalle de los pasajes es lo único que tendría que cubrir, pero ella misma y su agencia podrían venderme uno a un precio muy módico. andrés Leiva me ofreció un servicio de banda ancha en una promoción increíble en la que por los dos primeros meses se paga sólo uno. Y ahora Carmen Elgueta me cuenta de un seguro de vida fantástico y muy rentable que no sólo me cubre a mí en caso de una tragedia, sino que también a toda mi familia, si es que mi núcleo familiar no sobrepasa las cuatro personas.

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—No tengo familia, Carmen. mi mujer me dejó.Carmen se queda callada un momento.—Bueno, si es así, usted podría asegurar a las personas que qui-

siera. tal vez a un amigo.—No tengo amigos.Carmen vuelve a quedarse en silencio por un rato.—Podríamos considerar su situación y hacer una tarifa especial

para usted solo.—No tengo plata, Carmen. Dejé mi trabajo.—ah… Entonces, entiendo que no le interesa el servicio.—No.—muy bien, gracias por su tiempo.—me sobra, no se preocupe.Carmen cuelga. Parece que un hombre abandonado y sin trabajo

ahuyenta a la gente. a mis amigos, a mis colegas, a las vendedoras de seguro. Yo me voy a mis garbanzos y los recaliento en el micro-ondas. He tratado de prepararlos bien, que me queden blandos, pero no es fácil. Los garbanzos tienen un tiempo de cocción de-finido. ¿media hora? ¿Cuarenta minutos? La verdad es que no lo manejo, por eso esta vez me quedé al lado de la olla probándolos hasta que estuvieran a punto. Después un poco de crema y un aliño que encontré acá en el mueble. Estragón se llama. también queso rallado. mi mamá los cocinaba así. recuerdo ese olor golpeándome la nariz cuando llegaba del liceo. Corría a la mesa y me comía por lo menos un par de platos. Desde entonces que no los pruebo. Con maite, mi mujer, nunca comíamos garbanzos. Nos íbamos a puro sándwich y cuando queríamos variar pedíamos pizza, normalmente de pepperoni, o alguna otra porquería que nos trajeran a la puerta de la casa. No teníamos tiempo para cocinar. a duras penas tenía-mos tiempo para comer.

El teléfono suena. Yo lo dejo insistir seis veces mientras pienso si contesto o no. De verdad tengo hambre, no quiero hablar. Siete veces. Ocho. Nueve.

—Juan, soy yo otra vez, Carmen, la del seguro.—¿Carmen? ¿Qué pasa, Carmen?

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—¿Qué le pasa a usted?—¿a mí?—Sí. No anda bien, ¿no?Estoy preparado para recibir ofertas, no para que pregunten so-

bre mis problemas.—¿Por qué la pregunta?—tengo su ficha aquí, sus datos bancarios, sus datos personales.

Por lo que veo hasta hace poco las cosas le iban bastante bien. me impresiona que de un día para otro su situación haya cambiado de esta manera.

—¿Está preocupada por mí, Carmen?—Un poco.—¿Por qué?—Es un gesto humanitario, nada más. Si le molesta...—No, para nada. Pero... ¿quiere que le cuente, Carmen?—Sólo si a usted no le incomoda.—¿tiene tiempo?—La verdad es que no mucho.—Entonces dejémoslo para otra oportunidad. Cuando tenga

tiempo, llame.Carmen corta sin decir nada.Carmen Elgueta. ¿Para qué pregunta si no tiene tiempo de escu-

char? Una tragedia como la mía no puede explicarse en dos minu-tos. O tal vez sí, pero no con ese pie forzado. me molesta que la gen-te no se tome el tiempo. Yo me lo tomé y maite me dejó. Vivíamos quejándonos de que no teníamos un momento para estar juntos y cuando lo tuvimos se mandó a cambiar. En el fondo nadie quiere tiempo. Yo ahora, que dispongo y hago lo que quiero con el mío, pienso más. Y no es que antes no lo hiciera, simplemente es que ya no pienso idioteces. La cantidad de energía que gastaba calculando cómo organizar cada día para alcanzar a hacer todo lo que tenía que hacer, me mataba. Contaba los minutos que pasaban, corría de un lado a otro, y si llegaba a sobrarme un segundo, lo ocupaba adelan-tando algo que debía hacer después.

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Un día me fundí. No pude seguir adelante y frené en seco. Fue hace algunos meses, una mañana. maite y yo salimos de la casa muy temprano para empezar con el circuito diario, pero como para variar íbamos tarde, tuve que apretar el acelerador y tomar todos los atajos conocidos para cumplir a tiempo con la agenda. 8.30 horas: agencia Pronto Viaje, una agencia de turismo donde maite se dedica a organizar paquetes de viaje para señoras que pasean por Europa o África u Oriente medio. 9.00 horas: Banco de Chile, oficina tobalaba, trámites varios. 9.30 horas: reunión con mi editor en el diario hasta las doce.

Primero pasé a dejar a maite a su trabajo. Llegamos con dos mi-nutos de atraso. Después me detuve en la oficina del banco y entré corriendo. Saqué plata del cajero automático, pedí un talonario de cheques nuevo, hice dos depósitos y pagué las cuentas del agua, la luz, el gas y el cable. La del teléfono estaba atrasada por un día así es que tendría que hacerme un tiempo más tarde y pasar a una oficina especial. Después me compré un café y un sandwich en una esta-ción de servicio y entré rápido al auto para seguir al diario mientras desayunaba. tenía nueve minutos para llegar. mientras manejaba llamé a maite por el manos libres, le dije que se hiciera cargo de la cuenta del teléfono, que yo no iba a pagarla ese día, que no me alcanzaba el tiempo. traté de comer algo de mi sandwich mientras ella respondía, no recuerdo qué, seguro un garabato porque tampo-co le sobraban minutos para pagar cuentas. Conversaba, manejaba, masticaba con dificultad, escuchaba al tipo de la radio que informa-ba sobre el aguacero que estaba por caer, los segundos corrían y yo aún no llegaba al diario. Cuando me metí en el taco de turno en ple-no américo Vespucio, comenzó a llover tan fuerte que apenas pude ver a través del parabrisas. tuve que concentrarme mucho y cortar de golpe el teléfono para manejar entre medio del agua. No pude desayunar, no pude tomarme mi café, no pude comer mi sandwich. maite me llamó de vuelta para seguir discutiendo. Escuché el soni-do del celular insistiendo una y otra vez. Su nombre: maite, se leía en el visor rabioso y urgente. La lluvia golpeaba el techo del auto, tenía hambre, frío, sueño, y no quería estar ahí, quería estar en otro

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sitio, probablemente en mi casa, en mi cama. Y entonces, sin pen-sarlo mucho, en medio del aguacero, me detuve.

No puedo explicar qué me pasó. tampoco qué fue lo que pensé en ese momento. Puse el freno de mano, cerré las ventanas del auto, apagué la radio, desconecté el limpiaparabrisas, saqué las llaves y ahí me mantuve, comiendo mi sándwich en silencio, tomando el café ya helado. Por un segundo sentí sólo el ruido de las gotas ca-yendo por los vidrios del auto y eso me gustó. El teléfono había dejado de sonar. tampoco oía la voz de maite ni la del locutor de la radio hablando por los parlantes. Sólo la lluvia.

mi auto quedó detenido en américo Vespucio. Los vehículos circulaban por los costados y atrás comenzó a armarse una gran fila. Primero sentí las bocinas, después los gritos. apúrate, mueve el auto, qué te pasa, estúpido. De a poco, por el parabrisas empecé a ver a la gente que se acercaba con sus paraguas. Eran muchos rostros confusos de lluvia. Una masa de bufandas, gorros, pelos mojados. Preguntaban qué me ocurría. Golpeaban el vidrio de la ventana. ¿Se siente mal? ¿tuvo un ataque de algo? ¿Llamamos a una ambulancia? Yo sólo los miraba. Sus labios se contorneaban del otro lado del vidrio. Oía sus voces lejanas entremedio del repiquetear de la lluvia. Un par de pacos aparecieron y trataron de poner orden al asunto. ¿Qué le ocurre, hombre? Yo me quedé callado. me arropé con mi abrigo, moví el respaldo de mi asiento hacía atrás y me re-costé a descansar, que era lo que necesitaba.

Creo que dormí. Dormí y soñé con un recorte de diario viejo que había encontrado hace poco en la azotea de la casa. Soñé con mi propia imagen estampada en ese papel, pero la imagen de vein-te años atrás cuando yo era apenas un pendejo de quince. Soñé con ese niño que fui. Lo miraba a través del parabrisas del auto, entremedio de la lluvia y de la gente, con el rostro cubierto por un pañuelo rojo.

De pronto llegó una ambulancia. Un par de tipos descerraja-ron la puerta del auto, me sacaron y luego me llevaron a la Posta Central. Un grupo de médicos me examinó, pero como no encon-traron nada me derivaron a un psiquiatra. No sé qué diagnóstico

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habrá dado el tipo, pero el caso es que después de responder mu-chas preguntas y analizar dibujos e ilustraciones, abandoné la Posta esa misma noche. maite me fue a buscar y me llevó en taxi a la casa porque el auto estaba en un taller.

al día siguiente boté mis relojes. también mis celulares, mi agenda y mi buscapersonas. Los metí en una bolsa negra y los dejé irse en el camión de la basura que pasa todos los martes a las ocho y trece de la mañana. Después llamé al diario y les conté que tendrían que prescindir de mis servicios. mi editor no quiso soltarme, peleó mucho, con aumento de sueldo y todo, mi mantención en el equi-po, pero no acepté. maite quiso que viera un psicólogo, que tomara alguna terapia, que hiciera yoga. incluso dijo que me organizaba un paquete económico para viajar a Oriente, a Europa o a la playa, por lo menos, y así relajarme un poco, pero me negué a todo. Nadie entendía que estaba cansado, que sólo quería parar. No necesitaba vacaciones. Simplemente tenía que frenar en seco y no dar un paso más hacia adelante.

Dos meses después, maite me dejó.ahora hago lo que quiero, que no es mucho. me levanto a la

hora que abro los ojos. Como cuando tengo hambre, ordeno, lavo platos, sigo ordenando, cocino, saco a pasear a Dalí, mi perro. No trabajo, no hago vida social, no converso. Ya ni me baño. antes leía un poco. Siempre me ha gustado leer. recuerdo una colección de revistas viejas que mi mamá guardaba en el sótano de esta misma casa cuando yo era un niño. Pasé tardes enteras leyendo reportajes pasados de moda bajo la luz de esa ampolleta subterránea. Después llegó la enciclopedia azul que se ganó en la rifa de pascua. La puso en el mueble grande del comedor. Leí desde la a hasta la Z, todo cuanto había en esas páginas. recuerdo la palabra hecatombe. No sé por qué, pero se me viene a la cabeza. En ese tiempo no sabía lo que significaba y por alguna razón hasta el día de hoy tengo memoriza-do lo que leí ahí. Hecatombe: Cualquier sacrificio solemne con muchas víctimas. // Matanza de personas en una batalla, asalto, etc. // Desastre con abundancia de víctimas. Después de enterarme de qué se trataba la palabra, me dio miedo y como cábala nunca la nombré. La pen-

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saba, pero no la decía. Creo que no sirvió de mucho. Hecatombe. Hecatombe. Hecatombe.

ahora ya no tengo enciclopedias ni nada para hojear. maite se llevó todos los libros que teníamos. también se llevó el televisor y el equipo, así es que tampoco puedo matar las horas escuchando música o viendo idioteces. Echo de menos a maite, no puedo ne-garlo. a veces miro las sacarinas que dejó en el mueble o los restos de una crema de manos que todavía está sobre su velador, o su paraguas, sus llaves o las medias rotas que quedaron bajo la cama, y me entra una pena negra que no se me pasa en días. me habría gustado que me siguiera en esto, pero sé lo difícil que es. a ratos la llamo, hablamos un poco y, finalmente, terminamos discutiendo. De todas formas me gusta escucharla. Es por eso que aún mantengo el teléfono y esa línea endemoniada. Con él, por lo menos tengo la posibilidad de su voz una vez a la semana.

No sé cuánto tiempo llevo así. Podrían ser años o meses. tengo la idea de que las cosas se detuvieron en algún momento. ahí me quedé yo suspendido y todo se fue a pasar a otro lado. a un lado mejor o peor, no lo sé, pero a un lado que no tiene que ver con esta casa ni conmigo. Es como si me encontrara en un tiempo muerto, girando en banda entre estas cuatro paredes. me dedico a escuchar el silencio, que en este lugar hay mucho, fumo un poco de hierba, pienso, recuerdo cosas. Sobre todo eso: recuerdo cosas. Cosas que creía olvidadas, personas, situaciones. Es una verdadera estupidez cómo uno va desechando tanto material del disco duro. Se nece-sita tiempo y mucha concentración para recordar las cosas que de verdad quieres. mi mamá, mis amigos del liceo, los garbanzos, las enciclopedias. Greta.

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La MuraLLa. Así bautizaste a esta revista, si es que se puede llamar re-vista a este par de hojas corcheteadas. Está escrita a mano con tu letra. Tiene un artículo mío sobre el pasaje escolar y el valor histórico que siempre tuvo y que por supuesto no se estaba respetando. La verdad es que nunca se respetó, así es que finalmente no sé qué valor histórico tenía ese valor histórico. También hay un par de poemas malos de la Chica Leo —Esperanza Rebelde y Palomas Revolucionarias—, un cancionero con posturas de guitarra y una agenda con las actividades que programába-mos para la semana. Martes 13, 10.00 horas: Marcha revolucionaria hasta el Ministerio de Educación. Miércoles 14, 15.00 horas: Jornada solidaria con los pobladores del Campamento Nuevo. Jueves 15, 18.00 horas: Jornada cinematográfica de reflexión con la película La noche de los lápices. Viernes 16, 22.00 horas: Fiesta pro fondos para acciones revolucionarias. Lunes 19, 15.00 horas: Asamblea general con motivo de la organización de la gran toma revolucionaria del liceo.

El ministro salía en la tele diciendo que no habría más tomas de co-legios, que los pingüinos se iban a quedar tranquilos. Eso nos hirvió la sangre porque no éramos pingüinos sino que estudiantes y porque no era él quien iba a decidir cuándo parábamos o cuándo nos tomábamos los colegios. El Negro escribió en esta misma revista que estoy leyendo, el

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número cinco de La Muralla, que cuando las cosas no funcionaban había que detenerse y arreglarlas, así es que las tomas seguirían y los secun-darios pararíamos cuantas veces fuera necesario hasta que el sistema se arreglara. Escribía pésimo el Negro, pero algo tratabas de arreglar tú para que quedara más clara la explosión de ideas que se le venían a la cabeza cuando le bajaba la rabia, como esa vez que salió el ministro en la tele, como esa vez que planeamos la toma.

Creo que La Muralla salía una vez a la semana. Parece que la saca-bas en un mimeógrafo que le robaste a tu mamá y que instalaste ahí en el galpón de Serrano para que todos pudieran ocuparlo y hacer panfletos u otras revistas como la tuya. Ahora no recuerdo el número exacto ahí en Serrano, pero el galpón estaba como a mitad de cuadra. Era chico, helado y tenía un hoyo en medio del suelo, probablemente un pozo de ésos para arreglar autos que delataba su pasado como taller mecánico y que nos servía para esconder lo escondible, que no siempre eran panfletos y miguelitos, sino que también botellas de pisco o de cerveza o motes de marihuana o, simplemente, tabaco. La puerta de entrada era un por-tón de metal verde que crujía cada vez que lo abrían. Adentro no había nada salvo una cocinilla a gas donde preparábamos café en una olla y tu mimeógrafo o stencil o cómo se llamara ese aparato que te dejaba las manos moradas.

Greta, olor a chicle y a cigarrillo. Tu boca con una costra en la comi-sura de los labios. ¿Un herpes? ¿El frío? Te echabas una pomada hedion-da que podía ahuyentar a todos menos a mí. Tus manos de dedos sucios de tanto escribir y sacar revistas. Leo tu letra aquí en La Muralla, mis propias palabras reclamando por el alza de la micro, pero escritas con tus manos. Las palabras del Negro, los poemas de la Chica Leo, todo reescrito por ti, con tu letra. Una letra grande, clara y exasperantemente revolucionaria, como lo era todo en ese tiempo.

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el sonido sordo del timbre retumba entre las paredes. Un sólo to-que. Corto, pero certero. me despierto sobresaltado. Es de noche, hace bastante que dormía en el sillón. al incorporarme me mareo. ¿Quién puede estar tocando? Espero un momento antes de poner-me de pie. aún no abro, pero mientras me acerco a la puerta la sospecha es casi una certeza.

—¿Cómo está, Juan? ¿Puedo pasar?—Sabía que era usted, Lobos. adelante.Lobos entra y se sienta en el sillón donde yo dormía. trae su

maletín, su terno azul marino, su corbata color guinda seca. Con él siempre me pasa esto. Es como un sexto sentido que he desarrolla-do para percibirlo antes de que aparezca.

—¿Estaba durmiendo?—Un poco.—Disculpe que lo interrumpa, pero de todas formas es un poco

temprano para dormir, ¿no cree?—tenía sueño y dormí.—Qué suerte la suya.Lobos me mira intrigado. Un tipo como yo le llama mucho la

atención.

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—¿Quiere algo? tengo garbanzos, los hice yo mismo.—¿Garbanzos? No, muchas gracias. Lo mío aquí es corto y pre-

ciso, usted sabe. ¿Va a aceptar nuestra última oferta, Juan?Lobos debe tener mi edad. Parece un hombre muy seguro y en-

tero, pero sus uñas lo delatan. Se las come hasta romper sus dedos. ahora tiene sus manos tomadas. En público nunca se muestra ner-vioso, pero seguro que antes de entrar aquí venía en lo suyo porque trae los pulgares sangrando. Quizás eso es lo que huelo a lo lejos de él. Las pequeñas manchas de sangre que ensucian sus dedos.

—No. No voy a aceptarla —contesto.Lobos me mira con sorpresa.—Doblamos la oferta, Juan.—Cuando me la hizo, yo ya le había dicho que no.—Pero iba a pensarlo, Juan.—Fue usted el que me dijo que lo pensara.—¿Y después de pensarlo me dice que no?Yo asiento con la cabeza.—¡Pero, Juan, por favor, pare con esto! Disculpe que le hable

así, pero es que esta situación me tiene aburrido. Estamos esperan-do sólo su respuesta para empezar y usted sigue con lo mismo.

—Yo no quiero incomodarlo, Lobos. Sé que ésta es su pega, pero yo no voy a vender mi casa.

—Es que no puede ser tan obtuso, le estoy ofreciendo el doble del precio de esta casa y usted sigue con lo mismo. ¿Qué tiene esta casa que yo no pueda pagar?

—Es mía, aquí nací.—Y aquí se va a morir si sigue en esto. ¿Cómo va a resistir el

ruido de las demoliciones? ¿Cómo va a aguantar el polvo?—No lo sé.—mire, Juan, yo lo respeto porque conozco su trabajo y sé que

es un hombre inteligente. Pero créame que esto es una soberana pelotudez. Un verdadero suicidio.

Lobos despotrica contra mí. a ratos trata de convencerme y a ratos me insulta. Se suelta la corbata, se desordena el pelo con las manos, se masajea la cara. me pregunto cómo duerme este hombre.

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me pregunto si duerme. Una pastilla por la noche y luego una pe-sadilla, vueltas en la cama e insomnio, uñas mordidas y gotitas de sangre en sus sábanas, en su almohada. me imagino toda la presión que debe haber sobre él por este asunto. Pero qué puedo hacer yo, no es mi culpa ser la piedra de tope. Yo lo único que quiero es no vender mi casa.

—¿No tiene nada más que decirme, Juan?—No.Lobos me mira rendido. Suspira. Se muerde el labio. Está a pun-

to de comerse una de sus uñas, pero se controla.—Entonces nos vemos cuando comiencen las obras.Lobos toma su maletín y sale sin despedirse. No cierra la puerta.

Puedo verlo subir a su auto rojo, tan parecido al que tenía yo hasta hace poco. Enciende el motor. Se aleja rápidamente por la calle solitaria.

En unos días van a llegar las máquinas, las grúas y todo será polvo, ruido y ni el cielo podrá verse desde mi patio. En menos de un mes comienzan a construir un centro comercial. La empresa de Lobos compró las ocho manzanas colindantes. Durante un tiempo estuvo ofreciendo plata casa por casa hasta que logró echarse al bol-sillo a todos. Supongo que les ofreció un buen billete porque nadie lo pensó mucho y en menos de una semana vi llegar a un montón de camiones de mudanza. La gente se fue de aquí rápidamente como si hubiese caído una plaga de la que había que arrancar. Las cuadras quedaron desiertas. Hasta los viejos del almacén de la esquina y los italianos de la panadería se fueron. El quiosco de la plaza cerró y la misma plaza de juegos ahora parece un lugar fantasma, sin niños y con los resbalines oxidados por la lluvia.

El liceo en el que estudié, a dos cuadras de mi casa, está conver-tido en una ruina. Hace unos años se trasladaron de aquí dejando el edificio abandonado y Lobos disfrutó tragándoselo a precio de hue-vo. ahora una cadena gruesa se encuentra puesta en la reja de en-trada impidiendo el paso a los que ya no quieren pasar. En el frontis todavía está escrito con letras de metal oxidado el nombre del liceo. a diario yo paseo por ahí y por el resto del barrio con mi perro.

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Caminamos por las calles vacías y contemplamos la debacle. La ma-leza ha crecido rápida en los antejardines, las flores se han secado. Las hojas de los árboles caen amontonándose y tapando los alcan-tarillados porque ya nadie las barre. algunas cuentas aún llegan a las casas y se acumulan junto a las rejas. Los vidrios de las ventanas están sucios de polvo, nadie se asoma a través de ellos. a veces es-pío hacia dentro de las casas con la idea de que veré a alguien, de que escucharé algún sonido, una radio, una enceradora, los gritos de algún cabro chico, pero nunca pasa nada. Sólo silencio.

imagino que ocurrió una gran tragedia, una matanza, una peste negra que hizo desaparecer a la gente y dejó sólo las construcciones en pie. Los vestigios de una civilización que ya no existe, que mu-rió. Quizás el que yo era huyó en un camión de flete, como el resto, y el que está aquí, sobreviviente de la hecatombe, mutó la piel como una culebra y quedó convertido en esto que soy. Único habitante en ocho cuadras a la redonda, viviendo en una especie de isla en la que nadie quiere estar.

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La asaMbLea estaba citada a las tres de la tarde. El primero en llegar fue Pizarro con toda su gente. Saludaron y se sentaron atrás porque eran medio desconfiados. Aparecían sólo para las cosas grandes. Se decía que eran todos amarillentos, ¿te acuerdas? Pero la verdad es que era un mis-terio porque a veces tenían actitudes marxistas e incluso a Pizarro se le rumoreaba cierto coqueteo con la Jota. Nos perdíamos con ellos, no sabíamos cómo tratarlos, pero el caso es que igual servían porque eran varios y hacían número. Después llegó Riquelme que había sido de la IC, después socialista y finalmente había visto la luz, según él, y se había me-tido a la Jota, por lo que todo su centro de alumnos era jotoso. La Chica Leo, que se había paseado por todos los partidos, apareció con sus minas del liceo de minas y los hermanos Ubilla llegaron con toda la prole que los seguía siempre. Lo que más nos sorprendió fue la llegada de Peña y sus compañeros. Eran de un colegio chico y no tenían ninguna propuesta política. Siempre cuestionaban las acciones que tomábamos, pero ahora estaban todos ahí, desde Peña, el presidente del centro de alumnos, hasta la Juana Ibáñez, la tesorera.

Esa vez el galpón se llenó como nunca. Tuvimos una convocatoria increíble. La olla de café se hizo poca y estuvimos conversando hasta muy tarde, armando el petitorio que nos parecía conveniente. Todos opi-

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naban. El exceso democrático nos jugaba en contra porque hasta el más tonto se creía con derecho a cuestionar y a hablar sobre la toma. Pizarro fue el primero en desentonar. Tomó la palabra y dijo que a él le parecía que la toma no tenía que ser en el liceo, sino que en su colegio, que era chico y particular, que estaba en la cresta del mundo, donde a duras pe-nas llegaban ellos a clases, cuando iban. Yo, que trataba de ser respetuo-so, le expliqué que necesitábamos un lugar más central donde todos los compañeros pudieran llegar fácilmente y también un colegio más emble-mático, como lo era nuestro liceo. Pero cuando dije eso la cosa empezó a ponerse oscura. Pizarro se enojó y reclamó que qué tenía de emblemático el liceo, que era viejo y grande, pero que de emblemático ya no le que-daba nada. Entonces el Negro, que entre tú y la Chica Leo lo mantenían callado para el democrático desarrollo de la asamblea, salió con una de sus puteadas de antología que terminó de calentar el ambiente. De dónde saliste ahuevonado que vamos a tomarnos un colegio particular y pituco como el tuyo, donde a todos los mijitos ricos los van a dejar en transporte escolar hasta que salen de cuarto medio, sapo, fascista, reaccionario. Y de vuelta: resentido de mierda, que te picai porque tenís que tomar micro y cagarte de frío por la mañana, te creís revolucionario porque soi negro y feo y pobre. Insultos iban y venían. La gente de Pizarro demostró que algo de marxistas eran porque finalmente se fueron a los combos. Los de Riquelme salieron a defender al Negro, que no era ni tan negro ni tan feo, pero igual de jotoso que ellos y la pelea se agudizó. Tú me mirabas muerta de la risa, mientras yo veía cómo la toma se nos aguaba en medio de ese enjambre de combos.

Lo que puso fin al asunto fue lo más insólito de la asamblea. En me-dio de la pelotera, Pizarro agarró al Negro y le gritó que no se hiciera el huevón, que lo de ellos no era un asunto revolucionario, que admitiera de una vez que lo que más le picaba era que él se había tirado a la Chica Leo en la fiesta del viernes. Muy insurrecto y frentista sería, muy compañero, muy sedicioso, pero finalmente la Chica Leo no lo pescaba ni en bajada.

Silencio. Todos nos quedamos callados, la pelea paró en seco. El Negro quedó mudo. Era cierto que era el más exaltado de todos, proba-blemente el más comprometido, de hecho había estado en cinco colegios en los dos últimos años por el puro gusto de ir movilizando a la gente,

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también trabajaba mucho en las poblaciones, todos lo admirábamos y tenía harto éxito con las minas, pero la Chica Leo, la única que le movía las hormonas de verdad, no lo tomaba en cuenta. Era cierto, lo sabíamos, pero nadie decía nada.

En el galpón la Chica Leo miró a Pizarro con odio. Caminó hasta él lenta y furibunda. Todos la observábamos expectantes. Cuando llegó a su lado le pegó una cachetada tan fuerte que casi lo botó al suelo. ¿Soi huevón o te hacís? le dijo, y Pizarro se quedó callado mientras el Negro los miraba igual de silencioso. Dejémonos de estupideces y sigamos con la asamblea, compañeros, dijo la Chica, y todos le hicieron caso porque la verdad es que no valía la pena seguir gastando tanta energía revolu-cionaria en cahuines de ese tipo.

Convenimos día, hora y lugar para la toma. Con un plano del liceo dibujado en una pizarra, armamos un plan de ataque. También conve-nimos en hacer algunos contactos con la prensa y planteamos un largo petitorio. Después de horas de debate, finalmente, y por primera vez, más allá de los partidos y las hormonas, estábamos todos de acuerdo.

El resto fue sacar unas cajas de vino del hoyo del galpón, tomar y fumar hasta tarde. Pizarro volvió a agarrarse a la Chica Leo, mientras el Negro los miraba y se emborrachaba. Riquelme se puso a guitarrear con el Ubilla grande y el Ubilla chico entró al ataque contigo. Te metía conversa, te tocaba el pelo. De lejos me pediste auxilio. Yo fui al rescate y no sé cómo te libré del cargoseo del chico. Fue ahí que te miré los ojos de-lineados con esa raya negra y te dije que eran lindos. Tú contestaste que te cargaban porque eran claros y no negros como los de una verdadera revolucionaria. Yo argumenté que la revolución no tenía color y nos me-timos en una discusión dialéctica sobre el color de los ojos de la gente y su relación con no recuerdo qué, el alma, el caos, Trotsky, la lucha de clases. Y de repente estábamos abrazados. De repente tus ojos estaban frente a los míos, muy cerca, tanto que se hacían uno solo, grande, gris. Entonces me besaste o te besé yo, no recuerdo. Y cuando ya fue lo suficientemente tarde como para que pasara la última micro, nos fuimos rápido a la casa porque tu mamá podía enojarse y porque mañana teníamos prueba de matemáticas y algo había que estudiar.

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mi mata de mariHuana se llama maite. Le puse así en honor a la última mujer que habitó esta casa y mi vida. Cuando la riego, le hablo. Dalí me mira confundido, debe creer que enloquecí por completo, pero siempre termina acompañándome y mirando la mata como quien mira a una antigua dueña con cariño. Hace poco la trasladé a un lu-gar más seco, donde le da el sol durante casi todo el día, y es increí-ble cómo ha crecido en tan poco tiempo. Se ha puesto fuerte y yo diría que más efectiva. El mismo Dalí lo ha comprobado. Cuando fumo le paso un par de hojas para que las mastique y al cabo de un rato comienza a caminar lento, a reaccionar tarde cuando lo llamo. Luego a los dos nos baja un hambre endemoniada que no logramos sacarnos ni con un kilo de pan.

Dalí. Quien iba a decir que ese quiltro flaco y chico que me tiraron una mañana por la reja iba a terminar siendo mi único com-pañero. Una conexión especial se ha instalado entre los dos y estoy seguro de que entiende todo lo que me pasa. Duerme conmigo en mi cama, come conmigo en la casa, pasea junto a mí por las tardes, me escucha, me mira, me cuida. Esto sería difícil sin él. muy difícil. a ratos lo miro y pienso que es mi madre. Hay algo en sus ojos, en la manera como me lame la cara o las manos. Otras veces me

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recuerda a mi padre. Sobre todo cuando ladra fuerte y se enoja y se manda a cambiar si me ve haciendo algo que no le gusta.

Hace unos días me acompañó al frontis del liceo. Estábamos paseando por ahí y yo me quedé parado en la reja mirando hacia dentro, tentado con la idea de pasarme y entrar, que es algo que he querido desde hace mucho sin atreverme. Debo haber estado ahí bastante rato. miraba la maleza del antejardín, la mampara cerrada, el mural que todavía se encuentra en una de las paredes de afuera, pero ahora sin noticias, sin nada que mostrar salvo un papel muy desteñido que dice algo así como: nos fuimos a Las Condes o a Lo Cañas, nunca he podido ver bien, pero es algo con C. Luego apunta una dirección y un teléfono, que definitivamente están borrados. mirando hacia adentro podía imaginar el pasillo lleno de niños. Podía escuchar el timbre de cambio de hora, recordarme una ma-ñana cualquiera entrando apurado, con el cuaderno bajo el brazo, vistiendo mi gamulán y mi suéter azul tejido por alguna de mis tías. Dalí se paseaba inquieto a mi lado mientras yo me mantenía inmóvil frente a la reja. De pronto él, como aburrido de tanta espe-ra, me tiró de la manga, me mordió el puño y me empujó. Entra, me dijo, no te quedes afuera, si tanto miras, mejor entra. Yo lo miré descolocado. Entendí perfecto lo que quería decirme, pero no estaba seguro de poder hacerlo. Entra, me ladró otra vez y volvió a empujarme. Yo miré la reja, la cadena oxidada que está puesta ahí. Calculé que si me encaramaba en ella podría pasar perfectamente con un solo salto y aventurarme hacia adentro. Quizás romper el vi-drio de la mampara o forzar la cerradura, o buscar otra entrada por alguna ventana. Por un momento pensé que era posible. además Dalí ladraba con esos ladridos secos que a veces da y que son órde-nes certeras que, por muy adulto, amo y hombre que soy, no puedo dejar de cumplir.

me encaramé en la reja. Puse un pie en la cadena, luego el otro. Subí una pierna, me afirmé para pasar la otra, pero cuando vi que mi cuerpo estaba entrando, que casi me encontraba en terreno liceano otra vez, algo me pasó. Un escalofrío sacudió mi colum-na, una descarga helada que me apanicó por completo. me quedé

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inmóvil mirando hacia adentro. Sentí que las manos me sudaban, que la respiración se me agitaba, que el corazón me latía a punto de escapárseme por la boca. tuve miedo. En cuanto recuperé un poco el control, salté y puse los pies en el suelo volviendo a la calle y a mí mismo.

Por supuesto que a Dalí no le pareció bien. me ladró molesto mientras yo, como un huevón, le daba explicaciones. No puedo, qué quieres que haga, me da susto, ya no estoy para estas cosas. Él rugió como a veces lo hace, me miró decepcionado, se dio media vuelta y salió corriendo para desaparecer por la calle. Después de esa tarde no regresó en una semana completa. Sólo volví a verlo una mañana de lluvia. Yo horneaba pan y él entró para acomodarse bajo la mesa. No me miró. Pasó de largo y ahí se quedó callado, sin dar explicaciones, sin hablar del tema.

mi padre era igual. Cuando me fue a buscar esa vez que caí preso por la toma del liceo, me miró en silencio y me llevó a la casa sin decir una sola palabra. al llegar se detuvo aquí afuera, me pasó el recorte de diario en el que aparecemos con la bandera, me abrazó apretado por un rato largo y cuando me soltó pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. Luego me miró y me pegó una cachetada seca. Bájate ahora, dijo, y yo obedecí algo mareado por el golpe. Pendejo de mierda, lo escuché que murmuraba triste y ra-bioso. Cuando ya estuve fuera del auto, encendió el motor y se fue. regresó una semana después y nunca más habló del asunto.

carmen elgueta llegó a mi casa esta tarde. Yo venía con Dalí después de un paseo cuando me la encontré parada frente a mi puerta con su maletín azul en la mano. al comienzo no sabía que era ella, por supuesto. Sólo vi a una mujer junto a mi casa y como vivo en un barrio fantasma, cualquier persona que ande por estos lados me llama la atención.

—Juan, es usted, ¿no?reconocí su voz de inmediato.—¿Carmen?

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—Sí. Soy Carmen Elgueta, la mujer del seguro. ¿Se acuerda de mí?

—Por supuesto. ¿Cómo llegó hasta acá?—Por su ficha. tengo todos sus datos.—ah, mi ficha... ¿Y en qué puedo ayudarla?—La última vez que hablamos yo no tenía mucho tiempo para

escuchar su historia, pero ahora la situación es distinta. ¿todavía quiere contarme lo que le pasó?

Carmen Elgueta debía ser una terrorista de las ventas de seguro si era capaz de llegar hasta mi casa a interceptarme personalmente. Por el asunto de la nueva construcción bloquearon el tránsito de la calle y ningún tipo de locomoción llega hasta acá. El paradero de micro más próximo está a diez cuadras y los taxis ya no entran. Carmen había hecho un gran esfuerzo por visitarme. Lo mínimo que podía hacer era ofrecerle pasar adelante y darle una taza de té.

—Su mujer lo dejó, ¿no?Carmen se sentó en el sillón igual como lo hacía Lobos cada vez

que se aparecía. traía un traje azul marino y una blusa color guinda seca. Yo le llevé su taza de té y agregué algunas galletas que yo mis-mo había preparado la tarde anterior.

—¿Cómo sabe lo de mi mujer?—Usted me lo dijo el otro día. además sale en su ficha.—¿mi ficha? ¿Qué más sale en mi ficha?—Prácticamente todo. Pero no le puedo hablar de eso.Carmen saboreó el té y las galletas. Era una prueba de fuego para

mí, eran las primeras galletas que horneaba.—Buenas sus galletas. ¿Qué marca son? ¿Dónde las compró?—No tienen marca, no las compré. Las hice yo.Carmen miró las galletas sorprendida y siguió comiendo mien-

tras me hablaba.—Su mujer, maría teresa Linderos Solís, cambió de dirección y

de cuenta corriente. al parecer vive con una persona. Un hombre.Carmen me miró a los ojos. Quería ver cómo reaccionaba.—No, eso no es cierto. Ella vive sola.—¿Seguro?

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—Completamente, hace sólo unos meses que se fue de aquí.—Entonces puede que haya algún error en su ficha.—¿también tiene su ficha?—tenemos las fichas de todos.Carmen me explicó que a través de las cuentas bancarias, de las

tarjetas de crédito, de los expedientes policiales, médicos, y algunas otras fuentes no confesables, elaboraban la ficha personal de cada individuo. a veces la información demora en ordenarse, como pasó conmigo, pero finalmente todo se ajusta. así es como ya estaba al tanto de que maite vivía en otro sitio, de que yo había dejado mi trabajo en el diario, de que mi cuenta corriente iba disminuyendo lenta, pero inexorablemente, de que un psiquiatra me había evalua-do, de que tuve que dar explicaciones a los carabineros de la quinta comisaría de Santiago por el incidente de américo Vespucio, de que había estado preso cuando era escolar y de varias otras cosas más.

—Si sabe todo, ¿a qué vino entonces, Carmen?—me preocupa su situación, Juan.—Eso no es cierto. Lo que yo haga o deje de hacer no le importa

a nadie.—Yo seguía muy atenta sus artículos y sus reportajes en el

diario.—¿me va a decir que usted es una admiradora?—No, no lo soy. Francamente lo último que escribió era bastan-

te malo, pero por mi trabajo y por su ficha yo leía todo lo que usted publicaba. incluso ese libro de poemas que una vez autoeditó.

—¿De verdad?—“Soriasis”, así se llamaba, ¿no?Carmen manejaba mi vida bastante bien, probablemente mejor

que yo. La situación comenzó a irritarme.—¿Qué quiere, Carmen? Si todo esto es por un seguro, usted

debe saber mejor que yo que no estoy en condiciones de pagar nada.

—Sólo quiero que recapacite en su manera de actuar.—Pero qué le importa a usted cómo actúe yo.

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—Usted está siendo muy egoísta, Juan. mucha gente sufre las consecuencias de su caprichos depresivos. Discúlpeme que lo diga así, tan crudamente.

—¿mucha gente? Por favor, ¿qué gente? ¿me podría mostrar sus fichas?

—Lobos, por ejemplo.—¿Lobos? ¿Usted conoce a Lobos?—Por supuesto que lo conozco. ¿Con quién cree que está

asegurado?—¿Él la mandó para acá?—Él no tiene idea de esto. Si estoy acá es porque estoy preocu-

pada por usted. Ya se lo dije.—Esto es ridículo, Carmen. Ya tuve que dar demasiadas expli-

caciones a mi mujer y a todos, como para que además tenga que lidiar con usted.

Carmen se puso de pie y caminó con paso firme por el living.—¿Usted sabe cuándo empiezan las obras de Lobos, Juan?—Luego. No sé cuándo, en un par de semanas.Carmen me miró a los ojos.—mañana.—¿mañana?—Sí, mañana. Y todavía estamos a tiempo de salvar su casa.—mi casa no está en peligro. No pueden tocarla.—Pero usted sí está en peligro. Vivir en medio de una demoli-

ción es imposible. Nadie sobrevive a eso.—He sobrevivido a cosas peores.—¿a qué?No respondí. Carmen se sentó a mi lado y me habló con

urgencia.—Juan, no sea tonto, si estoy acá es porque puedo ofrecerle la

manera de salvarse de esto.me tomó una de las manos. me miró fijo a los ojos.—aseguremos su casa, todavía es tiempo.—Finalmente se trataba de esto.

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—Cualquier cosa que le pase, cualquier accidente que haya en medio de la demolición, y lo habrá, se lo aseguro, podremos cobrar-lo a Lobos. Ésta puede ser su tabla de salvación.

—Yo no necesito dinero. Si fuera así, habría vendido la casa.—Con esto que le ofrezco puede quedarse con su casa y con el

dinero.—Que no necesito dinero, le digo.Carmen volvió a ponerse de pie y caminó alrededor mío.—¿Usted sabe cuánto le queda en su cuenta corriente?—más o menos.—Bueno, le informo que le quedan ciento doce mil pesos. ¿Hasta

cuándo le va a durar esa plata?—No sé, dígamelo usted. Parece que maneja mis cuentas mejor

que yo.—Juan, no sea obtuso, y discúlpeme que le hable así, pero es

que ésta es la única salvación que le está quedando.—No voy a gastar la poca plata que tengo en seguros.—No tiene que gastar nada. Sólo comprométase con nosotros y

nos pagará cuando tengamos que cobrarle a Lobos.—¿Y si no me pasa nada?—Le pasará, créame, no hay ninguna duda.—¿Cómo lo sabe? ¿Está en mi ficha?Carmen se quedó en silencio por un breve segundo. Luego dejó

de mirarme y se volteó incómoda.—No puedo hablar de eso —dijo—. Sólo le insisto que asegure

su casa y asegúrese usted. Le prometo que no se va a arrepentir. Cualquier daño, por mínimo que sea, tendrá que ser indemnizado y así usted va a disfrutar de su casa y de su plata.

Yo miré a Carmen mareado con tanta información y antes de que pudiera contestarle, ella me tapó la boca con una de sus manos.

—Pero no me responda ahora. Piénselo y llámeme cuando tenga una respuesta segura.

Carmen me pasó una tarjeta con sus datos y dejó otra sobre la mesa. Por si llegaba a perderla, dijo.

—Hasta luego, Juan. Espero su llamada.

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Carmen sacó un par de galletas más del plato y salió. Yo la acom-pañé a la puerta y afirmé a Dalí que ladraba como un poseso cuan-do ella pasó a su lado. Luego la miré un rato mientras se alejaba por la calle. al llegar a la esquina se detuvo y se volvió hacia mí.

—Qué pena que todo esto vaya a desaparecer. Era un barrio bonito, ¿no?

Yo sólo asentí con la cabeza. Ella retomó su camino hasta per-derse en el vacío.

¿será cierto que maite está viviendo con alguien? No puedo creerlo. apenas han pasado unos meses desde que me dejó. Yo sé que no tengo derecho a pedirle nada, pero es que sigue siendo mi mujer. No nos hemos divorciado, ni siquiera hemos conversado del asun-to. Es más, yo creía que estábamos bien. Separados, pero conecta-dos. todo esto es raro. Carmen parecía muy convencida de cada palabra que dijo, incluso nunca se equivocó cuando habló de mí. ¿Por qué entonces se equivocaría con maite?

Dalí corretea y ladra mientras me columpio en este juego oxida-do que cruje y cruje como en un lamento. a Dalí no le gusta venir a la plaza. Se pone nervioso con el chirriar de los metales. además está el liceo ahí en frente, tan vacío como el resto de las casas, pero más viejo y más triste. Seguro que Dalí lo ve y se acuerda de los niños. años atrás, cuando todavía funcionaba, los pendejos salían a media tarde y él se venía a corretear con ellos, meneaba la cola y estaba mucho rato aquí en la plaza jugando con los niños que le hacían fiesta al pobre, que nunca ha tenido un dueño menor de treinta años que comparta con él como un verdadero socio. Si con maite hubiéramos tenido hijos, Dalí habría sido el más feliz. Pero no los tuvimos. No hubo tiempo para eso. maite quería afirmarse en la agencia, tenía miedo de que la echaran si se embarazaba como había pasado con dos de sus compañeras. Las pobres se habían ido guatonas a su prenatal y cuando querían volver, algo pasaba; un res-quicio legal, una cláusula en el contrato, alguna justificación bien

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calculada que las dejaba afuera para siempre. maite le tenía terror a eso. Por eso nunca tuvimos hijos.

aunque tal vez no era ésa la razón. Quizás había otra cosa, algo como lo que Carmen insinuó o más bien me dijo con todas sus letras: maría teresa Linderos Solís cambió de dirección y de cuenta corriente, al parecer vive con alguien. Un hombre.

Dalí se me instala aquí al lado y me mira como presintiendo lo que pienso. Seguro que este humor negro que me invade debe tener mal olor. Pero no. No voy a pensar huevadas, Dalí, tranquilo. Lo que haga mi mujer, o mi ex mujer, no es problema mío. Yo salto de este columpio y me muevo un poco como para sacudirme los malos pensamientos. Si maite quiere seguir desangrándose en esa agencia, lamiéndole el culo a esas viejas bigotudas es problema de ella. Yo sólo camino a mi casa. Si quiere matarse trabajando antes que estar conmigo, antes que tener un hijo, antes que cualquier cosa, es cues-tión de ella. Si quiere meterse con uno u otro huevón, no es asunto mío. además no voy a creer lo primero que me digan. Yo estaba bien aquí, tranquilo, sin perturbaciones, pero aparece esta mujer y me dice que Lobos llega con sus máquinas mañana. No en un mes más, no en un par de semanas, sino que mañana. Y no sé por qué, pero estoy corriendo. Corro tan rápido como puedo hasta mi casa. Llega Carmen Elgueta y me dice que esta plaza se va a ir abajo junto a todo lo demás. El liceo, la panadería, el almacén, los antejardines, las calles, los árboles, las rejas, los semáforos viejos, los faroles de la luz, los paraderos de micro, todo. Hasta el más mínimo rincón de este barrio donde crecí se va a ir a la mierda. Dalí me ladra mo-lesto como sabiendo lo que voy a hacer. Llega Carmen, me saca de mí mismo, me devuelve los miedos y me dice que maite está con otro, y a mí, que no me debiera importar, me importa, cresta, me importa. abro la puerta de la casa, tengo miedo, rabia, y quisiera pegarle a alguien. tomo el teléfono y Dalí me ladra mientras marco los números. todo esto es culpa de esa maldita Carmen Elgueta y del endemoniado Lobos y de la maricona de maite.

—¿aló, maite?—¿Qué pasa, Juan?

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La voz de maite resuena entre el ruido de la agencia. tazas de café, teléfonos sonando, voces.

—¿Por qué no me dijiste que estabas con alguien?maite se queda en silencio. La escucho respirar del otro lado.—¿Qué...?—¡Qué por qué no me dijiste que estabas con alguien!Una mujer de voz ronca le dice algo y ella me deja colgado un

buen rato en la línea. Espera que de aburrido corte, pero no lo haré.

—Perdona, pero estoy llena de pega acá, no tengo tiempo para conversar.

—Contéstame, maite.—No me siento bien, Juan. Estoy cansada, hablemos otro día.—No sé si habrá otro día. mañana llega Lobos y botan todo.—¿mañana? ¿Y crees que te va a pasar algo?—No lo sé. ¿Cómo te sentirías si todo lo que te rodea va a ser

demolido?—No seas melodramático. Sal de esa casa y asunto arreglado.

además ¿qué te puede pasar?—¿te interesa lo que me pase?maite se queda en silencio. Yo espero una respuesta del otro

lado.—Juan, hablemos después, ¿ya?—¿Estás con alguien sí o no?—¡Por qué tengo que decirte lo que hago!—No quiero saber lo que haces, quiero saber si estás con al-

guien, nada más.—¡Qué te importa!—¿Quién es?—mira, Juan, si decidiste vivir en penitencia, recluirte en esa

especie de autoexilio en el que te metiste, no vengas a pedir noticias mías ahora.

maite cuelga con fuerza. El golpe me retumba en el oído. No me da oportunidad de responder. Yo miro su foto ahí en el mueble de la entrada. Está vestida de blanco, con un moño que le aprieta

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los sesos, un ramo de flores secas o plásticas entre las manos y un huevón de terno azul colgado a su brazo, que soy yo, por supuesto. tenemos cara de chiste y no sé por qué nos reímos tanto si nin-guno de los dos quería casarse. Fue mi suegro el que nos hinchó hasta sacarnos el sí como un verdadero sacerdote. Viejo de mierda que se murió un par de años después dejándonos cazados, así con zeta, con esa foto instalada en el medio de la casa como un seguro contra la hecatombe, como una garantía de que aquí no iba a pasar nada malo. Y yo, el estúpido, me lo creí, porque a maite la quería, y aunque me hubiera dejado solo en esto, igual la sentía conmigo. Era como un cable a tierra, una parte de mí que seguía funcionando en el mundo de los vivos. Por eso guardaba el teléfono y esa maldita línea que lo único bueno que tiene es la posibilidad de oír a maite una vez a la semana. Yo, el imbécil, pensaba que la había cagado, cuando en realidad era ella la que me tenía con la mierda hasta el cuello desde hace quién sabe cuánto tiempo.

Otra vez marco y le hablo.—Es el tipo del piso de arriba, ¿no? Ese tarado con el que te

quedabas tomando café cuando llegaba a buscarte.—Déjame tranquila, Juan. No me llames más.—¿Es él?—Voy a cortar, Juan.—¡Yo sabía que ese imbécil te estaba hueveando! ¡Si era cosa de

verte la cara cuando estabas con él! ¡maricón! ¡maricona!—Si llamaste para insultarme, entonces dejemos esto hasta

aquí.—No tuve ni tiempo para darme cuenta de que me estabas ca-

gando con ése, ¿cómo se llama? ¿martín? Nombre de boxeador, nunca se me olvida.

—No sigas con esto, Juan, por favor.—Por eso te gustaba tanto que llegara tarde, que trabajara hasta

la hora de la hueva. Por eso nunca reclamaste si tenía reuniones en la noche o si tenía que irme a reportear alguna pelotudez fue-ra. Claro, así podrías estar con ese marcial. ahora entiendo el de-sastre que debe haber sido para ti que yo dejara la pega. Estabas

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condenada a estar conmigo, a conversarme por la noche, a comerte un pedazo de pizza o lo que fuera viéndome la cara mientras que-rías estar con ese tarado. ¿Cómo se llama? ¿max? ¿Cómo chucha se llama ese imbécil?

maite se queda en silencio un buen rato. No me responde, no habla, apenas escucho que respira.

—¡Contéstame, maite!maite cuelga. Desaparece el ruido de la agencia. El café, los pla-

tos, las cucharas revolviendo, las voces que conversan. El sonido sordo de la línea muda me golpea el oído. Estoy solo. ahora sí que estoy solo. No hay vuelta atrás. El silencio de maite resuena en mi cabeza. Solo. Dalí me mira enojado. ¿Qué te pasa, viejo? ¿tampoco me quieres? ¿también te vas a ir con otro? toda la casa sonando a silencio. Las paredes, el techo agrietado, el parquet suelto, Dalí, los restos de una marraqueta y una paila de huevo sobre la mesa del comedor. Si la soledad suena de alguna forma, debe ser así, sin la voz de maite, sin la posibilidad de su voz, sin ruido, sin volumen. En silencio.

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tiradOs en eL sueLO sobre esta misma alfombra, con las manos sucias de tanto pintar lienzos, esa noche tú me hablaste seria. Tenías miedo, tu barbilla tiritaba casi imperceptiblemente. Tuve un sueño raro, dijiste. Soñé con ese viejo del saco del que nos hablaban cuando éramos chicos, ¿te acuerdas? En mi sueño estábamos encerrados ahí, en su saco. Tú, el Negro y varios compañeros más. Todo era oscuro. Se escuchaban gritos y llantos. Yo me abrazaba al primer cuerpo que tenía a mi lado, que podría haber sido el tuyo, Juan, o el del Negro, o el de cualquiera porque no veía nada. Lloraba despacito. No me parecía una actitud muy revolucionaria estar meándome de miedo mientras otros gritaban fuerte y resistían para que alguien nos sacara de ese pozo de arpillera, que en mi sueño parecía un calabozo, una cárcel, una cámara de tortura.

Cuando terminaste de hablar yo no supe qué responder. Me quedé en silencio mirándote. Después no recuerdo lo que hicimos. Creo que estu-vimos tirados en la alfombra un rato más y luego llamamos al Negro y a la Chica Leo y les preguntamos si estaban listos para mañana, porque al otro día de madrugada, apenas se asomara el sol, empezaba la toma. Todos estábamos un poco nerviosos, de seguro que por eso la idea del viejo del saco te nublaba la cabeza. La Chica y el Negro tenían las cosas listas, cadenas, miguelitos, linchacos, todo ya instalado en la mochila. El

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Negro nos pidió que lleváramos una bandera chilena y yo le dije que nos podíamos robar la del mismo liceo que era tan grande como una sábana. Nos reímos, bromeamos y finalmente colgamos, quedándonos tú y yo solos una vez más.

Te miré a la cara y descubrí algo nuevo. No puedo especificar qué. Quizás una mueca distinta, una expresión que antes no había visto. Era algo inquietante y aterrador. Por tu mirada pude entender que observa-bas lo mismo en mí, pero no dijimos ninguna palabra sobre eso, como quien guarda un secreto vergonzoso que no se debe revelar. Luego tomas-te tu mochila y te fui a dejar a la micro. Ahí fue que te presté mi abrigo porque hacía mucho frío. El vaho nos salía por la boca. En el paradero nos dimos un beso largo, como si estuviéramos despidiéndonos de algo importante. Luego te vi partir en el asiento de atrás, con esa mueca ex-traña y nueva, mientras el frío me hacía doler tanto los huesos que tuve que quedarme sentado por un rato largo.

Una polilla se daba porrazos contra la ampolleta del farol que me ilu-minaba. Chocaba en el cristal y luego volvía a intentarlo con más fuerza. La ampolleta estaba ardiendo, pero la polilla no lo sabía. Finalmente, el bicho cayó calcinado junto a mis pies. Lo miré retorcerse en el suelo. Su cuerpo se deshizo en un montón de cenizas.

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creo que esto es un sueño. De otra manera no me explico cómo lle-gué aquí. Estoy en Diez de Julio, en el medio de una calle larga llena de espejos de auto. Cada espejo es ofrecido insistentemente por un vendedor. Los llevan en las manos, me los muestran una y otra vez. Yo no quiero comprar ninguno, pero es tanto lo que me hinchan que parece que sólo podré librarme de ellos si me llevo cualquiera. Compre uno, caserito, no se va a arrepentir. Éstos son nuevos, le pueden durar mucho tiempo sin quebrarse, una buena elección lo puede salvar de siete años de mala suerte.

Ya que estoy aquí, doy un paseo mirando los ejemplares que me ofrecen. No puedo hacer otra cosa, si caí acá, debo vitrinear y com-prar. Hay espejos de todos los precios y tamaños. Puedo ver mi cara reflejada en cada uno de ellos. Distintas versiones de mí mismo. Un Juan grande a cinco mil pesos. Uno más chico, a dos mil. Uno bien económico a quinientos. Ninguna de mis versiones estampadas en el vidrio me hace gracia. En todas me veo ojeroso, flaco, con el pelo largo, sucio, con la chaqueta llena de manchas y los dientes amari-llos de tanto fumar.

De pronto el rostro de alguien me llama desde un espejo. Es un espejo retrovisor que se encuentra en las manos de un tipo more-

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no. El tipo me lo ofrece con entusiasmo, pero no es por eso que me acerco. al primer vistazo creo reconocer al que me nombra. tiene unos quince años y la cara cubierta con su pañuelo rojo. El espejo desde donde me habla es pequeño y su rostro se pierde un poco en el vidrio, pero es él, no hay dudas. Golpea el vidrio desde el otro lado pidiendo que lo saque de ahí. Llévame contigo, me dice, y en cuanto lo hace yo le pregunto al vendedor el valor del espejo, porque esto es una orden que no puedo dejar de cumplir. El tipo moreno me responde que cuesta cinco mil y yo le reclamo que es muy caro, pero él sentencia que el precio es inamovible. Usted no paga por el espejo, caserito. Usted paga por lo que ve en él.

No tengo ganas de pelear. Hace rato que decidí dejar de discutir por tonteras, así es que voy a comprarlo cueste lo que cueste. El pendejo me mira desde el otro lado mientras yo me registro los bolsillos, seguro de tener un billete escondido en algún sitio, pero por más intentos que hago, no encuentro nada. No tengo plata. Este es uno de esos sueños angustiosos en los que uno no va a dar nun-ca con lo que quiere. me acerco al pendejo y le hablo al otro lado del espejo para explicarle. Disculpa, pero no voy a poder llevarte conmigo porque no tengo plata. ¿me entiendes? Él no responde, pero me mira con ojos furiosos. Esto es sólo un sueño, le digo. Es cosa de esperar un poco, de aguantar un rato más y todo se habrá acabado.

Siempre que sueño pienso así. Los sueños son sólo sueños y hay que resistir hasta que terminen. Pero este niño no sabe ni de sueños ni de esperas. Comienza a golpear el vidrio con rabia y me mira con los ojos hinchados. Perdóname, por favor, perdóname, le digo, pero creo que no me escucha. Él escribe con su dedo índice una frase en el espejo: ¿Cómo llegué acá? ¿Dónde estoy? Yo sólo lo miro. No puedo hacer otra cosa. No puedo robar el espejo. No puedo quebrarlo y sacarlo de ahí dentro. ¿O sí?

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el timbre suena en mi casa. Es un toque largo e insistente. Los espe-jos, los vendedores y la calle entera, se van al carajo, tal como lo había predicho. ¿Qué hora es? tarde, muy tarde. Veo la luna en-marcada en la ventana trasera, calculo que ya deben ser cerca de las cinco de la mañana o quizás más. Dalí ladra con fuerza allá afuera. Está inquieto, se mueve de un lado a otro, corre alrededor de la casa. El timbre vuelve a sonar. ¿Quién puede ser a esta hora? me acerco a la puerta algo mareado y al abrirla no encuentro a nadie. miro hacia fuera, salgo a la calle, me asomo para ver si alguien anda por ahí, pero no veo nada.

—¿Hay alguien ahí?Sólo el ruido de una sirena se escucha a lo lejos. Nadie visible.

Nadie que dé la cara. Es el colmo que me despierten para esto. Es una verdadera mariconada.

—¡No tienen nada mejor que hacer que jugar al rin raja en un barrio vacío! ¡aquí no hay nadie! ¡Estamos todos muertos!

mi grito queda retumbando entre las casas de en frente. Dalí me ladra, sigue corriendo y aullando. ¿Qué pasa, viejo? ¿también te despertaron? Seguro que es algún pendejo de mierda de algún barrio cercano. Seguro que no tienen padres como la gente que se hagan cargo de ellos. Viven en la calle, peluseando el día entero, con la cabeza llena de pelotudeces.

Entro a la casa y me tiro al sillón a tratar de dormir, pero ahora es el teléfono el que suena. Esto es un verdadero complot.

—¿aló, Juan?—¿Carmen?No puedo creerlo. Esta mujer se volvió completamente loca.

¿Por qué me llama a esta hora?—¿tiene una respuesta a lo que hablamos, Juan?—¿Qué?—Qué si ya sabe lo que hará.—Carmen, no tengo idea de la hora que es, pero sé que es tarde,

muy tarde.—Justamente por eso lo llamo. Ya no podemos esperar más.

Lobos está por llegar.

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—¿ahora?—ahora, Juan.El timbre suena con fuerza una vez más. Es un toque insistente.

alguien se ha pegado en el timbre y no lo suelta.—¿Qué pasa ahí, Juan?—No sé.—¿Pero qué ruido es ése?—El timbre. Parece que a algún pendejo se le ocurrió venir a ha-

cerme tallas a esta hora. Discúlpeme, pero la voy a tener que dejar. Hablemos después.

Cuelgo sin que Carmen alcance a decir nada y voy corriendo a abrir la puerta para sorprender al bromista. Nadie. Ni una silueta. Ni el olor de alguien. Ni la remota pista de una sombra. Nadie. Sólo Dalí corriendo alrededor de la casa y aullando como un loco. adentro el teléfono suena otra vez.

—Carmen, por favor, deje de huevearme.—Es Lobos, estoy segura. Lo está amedrentando.—¿Para qué?—Para que deje la casa. Lo más probable es que quiera terminar

con usted.—No sea peliculera, Carmen.—Lo digo en serio, Juan. Ésta es su última oportunidad. Deme

una respuesta y lo salvamos.—¿De qué?—¡De Lobos!Esta mujer agotó mi paciencia. No quiero escucharla más. tomo

el cable del teléfono y lo desconecto. El auricular queda mudo, sin posibilidad de comunicación. Hace mucho rato que debí haberlo hecho. Carmen Elgueta. maldita Carmen Elgueta. Cree que asus-tándome puede comprarme. El puto miedo por el que hay que ven-derle el alma al diablo.

Un ruido fuerte sacude el techo de mi casa. Es como si alguien se paseara allá arriba. No sé por qué, pero cierro la puerta rápidamente. Nunca lo hago, pero esta vez pongo el pestillo y echo llave. ¿Qué pasa afuera, Dalí? ¿Es un gato? Dalí se ha quedado callado. Lo siento

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moverse, caminar alrededor de la casa, pero por alguna razón ya no ladra. Otra vez escucho los pasos. No son gatos ni ratones ni pájaros. alguien se encuentra en el techo de mi casa y no soy yo ni mi perro, los únicos habitantes de este territorio fantasma. ¿Quién es? ¿Qué pretende con este jueguito? ¿asustarme?

tomo una escoba y me subo a una silla. me ubico justamente bajo el lugar donde oí los pasos. Golpeo un par de veces el techo, pero no siento ninguna reacción del otro lado. Quizás son efectiva-mente pendejos ociosos que juegan con el único vecino de la zona. tocaron el timbre y se escondieron en el techo para ver cómo me cago de miedo. Si tuviera televisión la encendería para no oír los ruidos, si tuviera radio escucharía algo. Pero no tengo nada. apago la luz y me acerco a la ventana. miro entre las cortinas, de reojo hacia fuera, intentando ver algo, pero antes de que lo haga vuelvo a escuchar los pasos. Esta vez Dalí ladra con fuerza. Vuelve a gritar, a correr y a aullar. ¿Quién está ahí? ¿Qué quiere? No aguanto más. Conecto el teléfono y llamo.

—Perdona que te moleste, maite, pero es que hay alguien en el techo.

—¿Qué?—Que hay alguien en el techo. Hace un rato tocó el timbre y

ahora se esconde allá arriba.maite se queda en silencio un momento. La escucho respirar

agitada desde el otro lado.—¿Para eso me llamas?—Sí.—Juan, es de madrugada, en una hora más me tengo que levan-

tar para correr a la pega y tú me despiertas porque hay alguien en tu techo. Discúlpame, pero te voy a tener que cortar.

—Es Lobos.—¿Lobos? ¿Qué necesidad tiene Lobos de ir a meterse a tu

techo?—No lo sé.—¿Juan, le tienes miedo a Lobos?No sé qué contestarle. Cualquier cosa que diga suena ridícula.

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—¿Por qué no te vienes un rato, maite?—¿Qué...?—Es que no quiero estar solo, ese tipo del techo me puso

nervioso.—¿me estás hueveando?mierda, estoy todo mojado de sudor. me siento mal, me duelen

los huesos, el cuerpo entero, siento que crezco, que me achico.—Juan, lamento mucho que se te haya subido alguien al techo,

pero yo aquí estoy durmiendo.La lámpara comienza a moverse casi imperceptiblemente en el

techo. Oigo vibrar los vidrios de las ventanas, los vasos de la vitrina, las botellas vacías de la cocina. De golpe el retrato de nuestro matri-monio se cae al suelo desde el mueble.

—Está temblando, maite.—No.—Sí, está temblando.Dalí ladra. rasguña la puerta, quiere que salga. ahora entiendo

sus gritos desesperados desde hace tanto rato.—Estoy en un décimo piso y aquí no se me mueve ni un pelo,

Juan.—¡Lobos!—¿Qué?—Es Lobos con sus máquinas y sus grúas.—Juan, estás enloqueciendo con tanto encierro.—Se acerca. Llegó el momento.alguien salta del techo. Puedo ver su silueta por la ventana. No

sé si es Lobos, no sé quién mierda es, pero el tipo salta y sale por la reja corriendo hacia la calle. Dalí ladra y lo sigue.

—¿Juan, estás ahí?—tengo que colgarte, maite.—Espera un poco...—Qué pena que no estés aquí conmigo.Cuelgo el teléfono y abro para ver a Dalí que se aleja detrás de

una sombra por la calle. Los primeros rayos del sol iluminan un

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poco el barrio y puedo observarlos bien. Una silueta oscura corre ágilmente delante de mi perro. ¿Quién es?

—¡Dalí! ¡Dalí!Perro maricón que me deja solo justo ahora. La tierra se mueve,

todo lo que me rodea tiembla y el muy desgraciado se va detrás del primero que se le aparece.

—¡Dalí!Corre hacia la plaza. Se detiene cuando me escucha. me mira y

me pega un par de ladridos como llamándome. Hace rato que Dalí y yo nos entendemos, pero ¿qué mierda es lo que me dice ahora? todo vibra a mi alrededor. Los árboles, los faroles, los vidrios de las casas. La luz fría de esta hora enmarca el barrio con un color tan inquietante que siento que los huesos se me recogen. me achico, disminuyo, estoy casi seguro. Dalí me ladra, me llama, y yo voy, corro por la calle a la plaza porque a estas alturas él es el único en el que puedo confiar. me trago el miedo a Lobos, a las máquinas, al tipo del techo, al temblor y a la hecatombe.

Llego a la plaza. Dalí me espera. Está feliz, mueve la cola. Ladra y se instala en el frontis de mi viejo liceo. aúlla hacia arriba como si quisiera mostrarme algo, como si de eso se tratara todo esto y no del desastre que está quedando a nuestro alrededor. Yo sigo su llamado, hago lo que me pide, miro hacia el techo, alzo la vista, y por fin en-tiendo lo que Dalí me ha querido enseñar desde hace tanto.

Está ahí. La escasa luz de la madrugada lo ilumina. Parece una sombra, el negativo de una foto vieja. Hace equilibrio para no caerse. Ha puesto una bandera chilena colgando de una viga y un lienzo que de seguro pintó él mismo en el patio de su propia casa una noche de éstas. Un pañuelo rojo le cubre la cara. Sólo puedo ver sus ojos que me miran concentrados. De golpe los tiempos se mezclan y escucho las sirenas de los pacos, los gritos de mis com-pañeros y mi propia voz por altoparlante, advirtiendo con fuerza que de ahí, del techo, no nos sacaban ni cagando.

Esta vez lo hago. No tengo dudas. Salto la reja y entro al liceo. todo tiembla, pero ya no tengo miedo. Siento las máquinas, las ex-cavadoras y las grúas acercándose como un camión de pacos, como

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un guanaco tirando su agua tóxica. Voy a resistir. Y no me importa si esta vez sólo me acompaña mi perro. Que las máquinas boten las casas, las calles, mi barrio entero. Que se vengan abajo todos los muros, pero a mí, de acá, no me sacan ni cagando.

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S E G U N D a Pa r t E

lA PiezA oScuRA i

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¿cómo llegué acá? ¿En qué momento me sumergí? No veo nada. Presiento un pozo ciego, un túnel negro que no conduce a nin-gún lugar. ¿Fui yo el que me lancé o algo me tragó? ¿Quién me tragó? Estoy en las vísceras de una bestia extrañamente conocida. identifico el sonido familiar del pulso de su corazón, del palpitar de la sangre en sus venas. reconozco el olor de lo que respira, de lo que piensa. ¿Dónde estoy? ¿Hay alguien allá afuera? ¿alguien me puede sacar de aquí?

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t E r C E r a Pa r t E

el PAlAcio del RePueSTo

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los muertos viven. mi furgón es una prueba de eso. He rearmado su esqueleto a punta de voluntad rastreando cada una de sus piezas como un buitre. He olfateado la carroña y he volado en busca de sus huesos por armadurías, talleres mecánicos, tiendas de repuestos, cementerios de autos, comisarías, casas de remate. Este espejo es la última pieza que le falta. Hace mucho que quería comprarlo, pero como no tenía la plata, me conformaba con sólo mirar desde el otro lado de la vitrina del Palacio del repuesto. Durante meses estuvo colgado ahí. Por suerte nadie se interesó en él. Era de una micro de recorrido que hace un par de años se dio vuelta camino a la costa. El chofer pituteaba los fines de semana llevando hogares de menores a la playa. Los niños iban felices cantando una canción tonta cuando la rueda lateral izquierda se desprendió de su eje y en menos de un segundo la micro se volcó. De los cuarenta y cuatro niños que viajaban, murieron dieciocho. Diecisiete por los golpes del impacto y uno por infarto. En la carretera construyeron una animita a la que sus familiares acuden hasta el día de hoy. En el lugar pueden verse juguetes de todas las especies. Pelotas, muñecas Barbies, peluches, payasos. Un remolino plástico que gira con el viento. algunos tran-seúntes se persignan cuando pasan frente al altar de colores y otros

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hasta se detienen a encender una vela. De la micro no se pudo res-catar mucho salvo el espejo lateral derecho. La pieza fue robada de la décima comisaría de San antonio y siguiendo un camino oscuro fue a dar al Palacio del repuesto. aquí se exhibió en la fachada un buen tiempo hasta que ahora lo compro y me lo envuelven en una hoja de papel de diario del día de ayer.

Hoy es la última vez que piso este barrio de repuestos. Ha sido tanto el tiempo que he pasado recorriendo estas calles buscando las piezas que necesitaba, que nunca pensé que llegaría este mo-mento. todos los días me bajé de la 567 en la esquina de Diez de Julio con madrid y caminé cincuenta y tres pasos hasta llegar al Palacio del repuesto. aquí me detuve tantas veces a mirar la fa-chada. manubrios, antenas, tuercas de todos los tamaños, gomas, metales. Un sector importante del Palacio del repuesto está desti-nado a los parachoques. Otro a los focos. Los hay de color naranjo, rojo, amarillo y blanco. Los focos son los repuestos que más salen. Lo sé porque a veces deben vender hasta los que se encuentran en la fachada a modo de exhibición. Los repuestos del Palacio del repuesto son innumerables. Si alguien ha quebrado un espejo, si le han robado las tapas de las ruedas, los parabrisas, los parlantes de la radio, la antena, si ha chocado un foco, abollado una puerta, si ha hecho mierda el tapabarro, en El Palacio del repuesto, y si no es allí, en cualquier casa de Diez de Julio encontrará el acceso-rio que necesita. La Casa de la Citrola, El reino del tapabarro, El rincón de la tuerca, el Castillo del Espejo. trece cuadras y media destinadas a entregar un repuesto tan bueno como la pieza que se perdió.

Una vez soñé con este lugar. me encontraba en una calle larga llena de espejos. Cada espejo era ofrecido insistentemente por un vendedor. Los llevaban en las manos y los mostraban una y otra vez. Yo no quería comprar ninguno, pero era tanto lo que hinchaban que parecía que sólo podía librarme de ellos si me llevaba cualquie-ra. Compre uno, caserita, no se va a arrepentir, éstos son nuevos, le pueden durar mucho tiempo sin quebrarse, una buena elección la puede salvar de siete años de mala suerte.

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Parada en el medio de la calle me paseaba mirando los ejempla-res. Los había de todos los precios y tamaños. Podía ver mi cara re-flejada en cada uno de ellos. Distintas versiones de mí misma. Una Greta grande a cinco mil pesos. Una más chica a dos mil. Una bien económica a quinientos.

De pronto el rostro de una niña me llamó desde un espejo. Era un espejo retrovisor que se encontraba en las manos de un tipo moreno. El tipo lo ofrecía con entusiasmo, pero no fue por eso que me acerqué. al primer vistazo pensé que la niña era mi hija. Es que era una niña chica, de unos cinco o seis años, y con una voz que me sonaba familiar. El espejo desde donde me llamaba era pequeño y el rostro de la criatura se perdía un poco en el vidrio. Una vez cerca, me di cuenta de que no era mi hija. Se parecía a alguien, pero no lograba saber a quién. movía sus manitos del otro lado pidiendo que la tomara. Llévame contigo, me dijo. Yo le pregunté al vende-dor el valor del espejo en el que estaba la criatura y el tipo moreno me respondió que costaba cinco mil. Le reclamé que era muy caro, pero el tipo sentenció que el precio era inamovible. Usted no paga por el espejo, caserita, usted paga por lo que ve en él.

Yo no quise pelear más y dispuesta a comprarlo busqué en mi bolsillo algo de plata mientras la niña me miraba desde el otro lado con la nariz pegada al vidrio. me registré por completo, segura de tener un billete escondido en algún lado, pero por más intentos que hice, no encontré nada. Es el colmo que ni para un sueño me alcan-ce, pensé, y me acerqué a la niña para explicarle. No podré llevarte conmigo porque no tengo plata, le dije. La niña no respondió nada, pero hizo un puchero tímido que casi me mató de tristeza. Esto es sólo un sueño, le dije. Es cosa de esperar un poco, de aguantar un rato más y todo se habrá acabado.

Siempre que sueño pienso eso, que los sueños son sólo sueños y que hay que resistir hasta que terminen. Pero la niña, que no sabía ni de sueños ni de esperas, se echó a llorar mientras me miraba triste desde el otro lado del espejo. Yo quería consolarla, tocarla, hacerle entender que no era para tanto el problema, pero el vidrio helado no me lo permitía. Ella escribió con su dedo índice una frase

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en el espejo: ¿Dónde estoy? ¿Hay alguien allá afuera? ¿Alguien me pue-de sacar de aquí?

El llanto de la niña me acompañó hasta que desperté temprano por la mañana. Ese mismo día me levanté y tomé por primera vez la 567 para bajarme en la esquina de Diez de Julio Huamachuco con madrid. Desde entonces no ha pasado un solo día sin que yo no pise estas calles de repuestos buscando su carita en algún espejo del barrio.

La última noche que estuve con mi hija la hice dormir con un cuento. Era esa historia del par de hermanos que se pierden en el bosque. Para no olvidar el camino a casa lanzan migas de pan a medida que caminan, pero los pájaros se las comen y los niños pierden toda orientación. Se quedan encerrados entre los árboles sin saber cómo volver a su casa, sin tener idea de cómo salir del bosque. a menudo imagino a mi hija buscando esas migas de pan. Yo misma las he buscado. He recorrido todas las calles, to-das las tiendas, he golpeado todas las puertas, me he dado contra todas las paredes tratando de hallar alguna de ellas hasta que lo logré. Fue aquí afuera, al frente del Palacio del repuesto. Venía caminando por la vereda, había estado dando vueltas sin rumbo cuando lo vi colgando de un alambre en la vitrina junto a otras piezas. Era un manubrio. Un manubrio mediano, más grande que el de un auto, más bien como el de un furgón de pasajeros, como el de un transporte escolar. Lo vi escondido, camuflándose entre el resto de las cosas, tratando de pasar inadvertido, pero sus in-tentos no sirvieron de nada, porque verlo y reconocerlo fueron una misma cosa.

Sentí náuseas. Era él. todavía traía puesta esa calcomanía deste-ñida que alguna vez mi hija llevó de regalo una mañana y pegó en su centro, en el lugar de la bocina. I love Chile, decía. De golpe sentí las voces de los niños, sus gritos destemplados desde los asientos de atrás, la música estridente de la radio que seguramente Luis, el conductor, ponía a todo volumen para no escuchar las peleas infantiles y así poder manejar tranquilo. Vi ese manubrio y sentí que las piernas se me doblaban. Comencé a sudar helado. Creí que

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me desmayaba, el suelo se movía de un lado a otro. ¿Le pasa algo, señora? me dijo un tipo que ofrecía limpia parabrisas en la calle, y yo le contesté que no, que estaba bien, que era sólo un mareo, que iba a detenerme un rato y ya estaba. Otro que vendía espejos me ofreció agua, un asiento, algo de comer, pero a punta de negativas los ahuyenté a los dos. me mantuve quieta en la vereda afirmada de un poste de luz. respiré profundo mientras leía una y otra vez ese I love Chile que colgaba de un alambre.

En cuanto me recuperé entré a la tienda y pedí que me lo envol-vieran. Pagué con un cheque y luego de caminar sin rumbo me metí a un local. me senté en la barra a tomar cerveza, a fumar y a mirarlo durante horas. Estaba ahí, conmigo, era él. Había sobrevivido a la hecatombe.

Cuando le comenté mi idea a max, mi marido, él creyó que esta-ba loca. me miró desconcertado como quien mira a un niño o a un desequilibrado mental.

—¿me estás hueveando?—No.Él se tomó un trago de lo que tenía en el vaso. Probablemente

whisky o ron o pisco, a estas alturas ya no recuerdo bien, y luego respiró profundo tratando de calmarse. Estoy segura.

—¿Y para qué quieres rearmar el furgón?—No lo sé.—¿Cómo que no sabes? Si me sales con semejante pelotudez por

lo menos puedes tratar de justificarte, ¿no crees?—Es que no tengo razones, sólo quiero hacerlo.max se tomó otro trago. Luego se puso de pie y caminó de un

lado a otro.—¿te tomaste tus pastillas? —preguntó.—Creo que sí.—¿Creo que sí?—Sí.—¿Quieres que llamemos a la doctora?—No.max dejó su vaso y tomó el teléfono.

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—Vamos a llamarla. No debimos salirnos de la terapia, no debi-mos cagarnos con eso.

mientras max esperaba una respuesta del otro lado, puse el ma-nubrio sobre la mesa del comedor y lo saqué de la bolsa plástica en la que estaba.

—mira lo que encontré —dije.max lo vio y colgó el teléfono de golpe. Vi su cara contrayéndose en

una mueca extraña. La barbilla le tiritaba casi imperceptiblemente.—¿Qué es eso?—tú sabes lo que es.—¿Y es...? ¿Es?Yo asentí con la cabeza. max se acercó lentamente sin dejar de

mirarlo. Seguro que los niños y sus risas y sus gritos también le penaron en ese momento.

—¿De... dónde lo sacaste?—De una tienda de Diez de Julio Huamachuco. El Palacio del

repuesto, se llama.—¿Pero cómo llegó ahí?—No sé.max hizo el intento de tomarlo, pero antes de que sus dedos lo

tocaran se arrepintió, como si el manubrio pudiera haber dado un salto para atacarlo. max volvió al teléfono de un solo movimiento.

—Voy a llamar a la doctora.—No quiero a la doctora.—me importa una hueva, la voy a llamar igual.—¡No quiero doctoras ni pastillas ni terapias! ¡Sólo quiero rear-

mar ese furgón! ¿te cuesta tanto entenderlo?Sí. Le costaba. Es que hace mucho que ni él ni yo éramos los

mismos. Después de la hecatombe que nos sacudió, mutamos la piel como una culebra y el resultado era ese par en el que nos ha-bíamos transformado. max se hacía el duro, no hablaba nunca de la niña y cada vez que yo la mencionaba me hacía callar y salía rápido con cualquier cosa. Que buscara pega, que tirara currículum, que la plata, que las cuentas, que no iba a mantenerme de por vida. Huevadas, puras huevadas. Como si encontrar pega fuera muy fácil.

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Cuando creí que podía retomar mi trabajo, lo hice. Fui al colegio, entré a la sala de clases, caminé por el pasillo de bancos hasta mi escritorio junto al pizarrón, saludé a los niños, como lo hacía siem-pre, pero cuando empecé a pasar la lista y escuché cada una de sus voces respondiendo a mi llamado, me fui a negro. Quedé paralizada frente a todos, muda y tiesa, mientras sentía cómo se me mojaban los calzones y un hilo de orina me corría por entre las piernas.

—max, ven a buscarme —le dije por teléfono unos minutos des-pués desde la sala de profesores.

—¿Por qué?—No me preguntes razones, sólo ven.—¿Pasó algo?—tráeme un par de calzones limpios de la cómoda. me acabo

de mear.¿De qué sirve una profesora que se mea de pánico cada vez que

ve a un niño? Extraño el colegio, las clases y a todos mis colegas, y hasta siento ganas de volver, pero sé que es imposible. La sola idea de enfrentarme a los niños me mata. todos esos pendejos corriendo de un lado a otro, riéndose o llorando por cualquier cosa.

a menudo sueño con niños. Primero despertaba con el estómago hecho un nudo, pero ahora comprendo que es un sueño, que aca-bará en algún momento y que no debo angustiarme. Pero eso max nunca lo entendió. Para él las cosas debían seguir funcionando no importaba el precio. Si estábamos hechos mierda, si teníamos que marearnos de tanta terapia, si debíamos tirarnos de los pelos para levantarnos cada mañana, no importaba, había que hacerlo. Él vivía empastillándose, tomando whisky o pisco o lo que fuera, trabajan-do como enfermo, corriendo de un lado a otro, inventándose pega, haciendo una y otra estupidez para mantenerse ocupado. Supongo que era su forma de asumir las cosas.

Una noche llegué tarde de la terapia. Había ido sola. Después de mucho discutirlo decidimos retomarla juntos, pero él no llegó a la sesión. Cuando salí de la consulta me fui a un bar y luego de un par de horas de fumar y tomar cerveza me volví a la casa. Eran cerca de las once. al entrar vi todo muy oscuro. Su auto estaba estacionado

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frente a la reja, pero era extraño que no hubiera luces encendidas, o que la televisión o la radio no estuvieran sonando a todo volumen.

al abrir la puerta un perfume a flor me golpeó la nariz. Era un aroma dulce y agrio que llenaba el espacio. Desde el segundo piso pude ver que se asomaba una luz tenue que no había vislumbrado desde afuera, probablemente la lámpara pequeña de la pieza de la Greta chica. Era raro. Hace mucho que no encendíamos esa luz. Hace mucho que no entrábamos a esa pieza.

—max, ¿estás ahí? —grité, pero no tuve respuesta.a tientas me acerqué a la escalera y traté de subir, pero antes

de llegar al tercer escalón, pisé un bulto blando. alguien se quejó desde el suelo. reconocí ese quejido.

—Levántate, max.Encendí la luz de la escalera y lo vi. Estaba tirado en pelotas, con

una botella de pisco a medio tomar en una de sus manos. restos de vómito le manchaban la barba. No pude aguantarme y le pegué una patada en las costillas.

—Levántate.max abrió los ojos con dificultad y sonrió tranquilo.—Llegaste, Greta.—¿Por qué me hiciste ir sola a esa puta terapia?max no escuchaba, tenía la cabeza puesta en otro sitio.—te estaba esperando —me dijo—. te tengo una sorpresa.a duras penas entendí lo que hablaba. Lo vi pararse y subir la

escalera con dificultad. Cada dos escalones se tropezaba y volvía a ponerse en pie. Se afirmaba de la baranda, de la pared. Finalmente, cuando llegó arriba, me invitó a seguirlo.

—Ven, te va a gustar.Subí la escalera. Por cada paso que ascendía el perfume a flor se

tornaba más fuerte. max se detuvo en el marco de la puerta de la niña. Efectivamente era su lámpara la que estaba encendida. Una vez que él llegó me extendió la mano para que lo acompañara. Su sombra se hizo larga y oscura ahí en el suelo del pasillo. Yo no lo toqué, pero di el par de pasos necesarios para detenerme a su lado y ver lo que vi.

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La pieza de mi hija estaba ocupada. En el suelo, sobre la al-fombra azul estampada con los tres ositos, había un montón de ramos de violetas deshojados. En la cama, profundamente dormi-da y tapada con las colchas amarillas y las sábanas floreadas que alguna vez compré en una tienda infantil, había una niña. Debía tener unos doce años, quizás un poco más, o menos, no lo sé. Era rubia y crespa como mi hija y tenía algo así como un herpes en la comisura de la boca. Una especie de plaqueta rojiza con un grupo de pequeñas ampollas que de seguro debía picarle mucho cuando estaba despierta.

—Dime si no es igual —me dijo max.Nos quedamos en silencio durante un largo rato. Sólo la respi-

ración de la niña llenaba el espacio. Yo no sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer. me mantuve quieta, mirando concentrada a esa pequeña intrusa, observándola muda y con respeto como quien le reza a un muerto joven. Luego de un rato, max se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Le tomó una de las manos con cuidado y me miró con una complicidad que me dio asco.

—¡Suéltala! —le dije.De golpe se me armó el cuadro de lo que había ocurrido. Era

clarísimo.—Que la sueltes, te digo.max de noche, manejando en el auto. max algo borracho, no

tanto como ahora, pero sí con un par de tragos en el cuerpo, los su-ficientes como para olvidar la culpa de una terapia no asistida. max mareado, fumando, deambulando sin destino fijo. max detenién-dose en la luz roja de alguna esquina, seguro una esquina céntrica, algo como avenida Suecia con la Costanera, donde alguna pendeja le ofrece un ramo de flores por un par de monedas, específicamente un ramo de violetas. max mirándola fijamente. Sus ojos, su pelo crespo, el herpes de su boca. max hipnotizado, con una mezcla de hambre, sed y ganas. max abriendo el vidrio, tirándole a la niña su tufo vinagre y preguntando los precios, pidiéndole un ramo para él, o tal vez todos los ramos a cambio de que lo siga, de que lo acompañe en el auto. Y la niña dudando, sacando cuentas, viendo

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si es rentable, hablando de precios, sumando con sus dedos, hasta que después de un par de luces rojas y algunos bocinazos del resto de los autos, la chica accede a seguirlo a cambio de que le compre todas sus flores y le pague un poco más.

max llegando con la niña a la casa. abriendo la reja y la puer-ta con dificultad. Los dos entrando con los ramos de flores. max ofreciéndole un trago, o quizás un vaso de jugo o de leche o un plato de comida, o quizás nada, sólo haciendo las cosas rápido, sin mayores trámites. max sacándole la ropa, bajándole los calzones, tomándola de las caderas, apretando sus nalgas. max soltándose el cinturón, abriendo el cierre de sus pantalones, lamiéndole los pechos diminutos.

—Sal de esta pieza, max. No la toques.max revolcándose con la pendeja en la alfombra. manoseándola

torpe, borracho, con olor a trago y vómito. La niña haciendo lo suyo, resistiendo por plata o por hambre o por lo que sea, pero manteniéndose firme a cada embestida de la lengua traposa de max. O quizás no, putita de mierda, quizás disfrutando de la saliva vi-nagre, de las manos ásperas, del sudor de este lobo viejo. Y luego el cansancio y el sueño y max tomándola dormida y llevándola por las escaleras hasta la pieza de arriba. max acostándola en la cama, arropándola y dejándole las flores en el suelo como quien deja una ofrenda en una lápida. max encendiendo la luz baja de la pieza para que en la noche la niña pueda ver el camino al baño o a nuestro dormitorio y no se caiga o se pegue con algún mueble. max besán-dola en la frente y saliendo y bajando y emborrachándose y vomi-tando hasta caer en pelotas en la escalera.

—¡Por la cresta! ¡Sal de aquí, te digo!Grité tan fuerte que la niña se sacudió entre las sábanas, pero

aún así no despertó. max me miraba con sus ojos idos, como en otra parte, sin reacción ni respuesta. me abalancé sobré él y lo levanté de la cama. Lo empujé a la pared y ahí se quedó en pe-lotas, callado, observándome, desafiándome con esa neutralidad silenciosa.

—¿Qué hiciste?

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max no respondió. Yo le pegué en el pecho desnudo. Primero fue un combo certero. Le enterré la argolla de matrimonio en la piel, se la dejé estampada en un rasguño. Después fueron manota-zos descontrolados, sin ningún sentido. Lo arañé, le tiré los pelos, se los arranqué. Le di golpes hasta que ya no pude más, hasta que me dolieron las manos, los brazos, el cuerpo entero, y caí de rodillas en la alfombra de los tres osos.

max me miraba de pie. Quiero creer que sus ojos estaban hú-medos, que aguantaba el llanto y la rabia, las ganas de pegarme, gritarme y putearme también, pero la verdad es que no lo sé. Sus ojos casi muertos, como una máquina desconfigurada. Sí recuerdo bien que su pecho estaba herido. Él no lo sentía, estoy segura, se encontraba completamente anestesiado al dolor y ni todos mis ras-guños, ni todos mis golpes podrían haberlo hecho reaccionar. Un par de hilos de sangre le caían del pezón derecho. rodaban por su estómago, por su vientre y por su sexo hasta gotear en el piso en una de las orejas del menor de los ositos.

—Estás ensuciando todo —le dije.Él miró la mancha roja que dejaba en la alfombra. Yo pensé que

no tenía ningún quitamanchas lo suficientemente bueno para des-hacerme de eso.

—Perdóname —dijo, y salió de la pieza.max fue a nuestro dormitorio, supongo que se vistió porque lue-

go de un rato lo escuché cerrar la puerta de la casa y encender el motor del auto para alejarse por la calle rápidamente. Yo fui al baño y saqué una pomada que guardo hace años en el botiquín. Se la apliqué en el labio a la niña dormida. Es un ungüento para sanar los herpes, o más bien para llevarlos mejor, porque cuando uno ya los tiene metidos en el cuerpo no hay remedio que los cure. Se puede anestesiar un poco la situación y mantenerlos a raya, pero nunca sacárselos de encima. Nunca.

al día siguiente me fui de la casa. tomé la poca plata que tenía y me vine a instalar a una pensión de este barrio. Cuando salí, tem-prano por la mañana, recuerdo que la niña ya no estaba en la cama de mi hija. Se había llevado su ropa, las flores y la pomada para los

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herpes. La pieza estaba tal cual como antes, porque ella se preocupó de hacer la cama y ordenar un poco. Sólo quedaba de esa noche la mancha de sangre que max dejó en la alfombra. recuerdo que la miré aliviada porque ya no iba a tener que limpiarla.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Pueden ser años, no lo sé. ahora las cosas son tan distintas. De max no he sabido mu-cho, sólo que sigue en la casa, tomando, trabajando y levantando niñitas de la calle. De mí puedo decir que me quedé acá, registran-do en la chatarra algo que me pudiera ser útil. Pero ahora todo se acaba. abandono El Palacio del repuesto con mi última compra y así me despido de este barrio de tuercas. me gusta creer que llevo en este espejo a esa niña con la que soñé alguna vez, la que me metió en todo esto, tan parecida a mi Greta chica, tan parecida a esa pendeja de las flores. La imagino feliz, sin llantos, sin herpes, acompañándome risueña.

La niña. Última pieza de mi rompecabezas. Espejo envuelto en una hoja de diario del día de ayer.

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la nocHe del 24 de mayo de 2001 Carolina montes moreno, maría Gracia Solar Serrano y Luciana Ferrer Donoso, todas de trece años, compañeras del octavo básico B del instituto Claretiano de Vitacura, asistieron a la celebración de cumpleaños número trece de una com-pañera de curso en una discoteca del sector alto de la ciudad. Cuando el reloj marcó las tres de la mañana, mario Fernández Fernández, cuarenta y un años, casado, dos hijos, domiciliado en el paradero veinte de avenida La Florida, llegó a las puertas del local en el que se encontraban las menores y estacionó su taxi, un Nissan Sentra, modelo Ex 1.8, con el firme propósito de llevarlas a sus respecti-vos domicilios, tal como había convenido con sus padres. Desde el interior del auto, mario sacó su teléfono celular y llamó al número de Carolina montes moreno reportando su llegada. Luego de cua-renta largos minutos de espera, mario volvió a llamar y mantuvo un breve diálogo con Carolina en el que argumentó la preocupación que seguramente debían tener sus padres debido a la hora que era. Carolina montes moreno contestó que se encontraba en problemas con maría Gracia Solar Serrano, que de tan borracha no se tenía en pie, y con Luciana Ferrer Donoso, que no quería abandonar el lugar ni al joven con el que permanecía en un rincón de la fiesta.

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Luego de la conversación con la menor, mario Fernández Fernández decidió llamar a los padres de las jóvenes para alertar sobre el atraso y pedir consejo, pero no obtuvo respuesta de nin-guno. al día siguiente argumentarían frente a carabineros que se encontraban durmiendo y que ésa era la razón por la cual no res-pondieron a los llamados del taxista. Sin respuesta de los padres, mario Fernández Fernández decidió tomar cartas en el asunto y se bajó de su auto dirigiéndose al recinto para sacar a las tres menores.

Carolina montes moreno se encontraba en la puerta esperán-dolo y lo condujo al baño de mujeres donde maría Gracia Solar vomitaba y lloraba abrazada a una taza de wáter. mario Fernández Fernández humedeció su pañuelo y después mojó la cara de la joven para que ésta se sintiera mejor. trató de conversar con ella y averiguar los motivos del llanto, pero ni la propia maría Gracia los tenía claros y sólo respondía que la embargaba una gran pena, una pena enorme que la hacía llorar y vomitar. Fernández Fernández le tomó la mano a la joven y estuvo con ella consolándola de nada hasta que ésta logró recomponerse un poco. Luego la puso de pie y la tomó en sus brazos para llevarla al taxi. En el momento de depositarla en el asiento posterior, maría Gracia volvió a vomitar, ensuciando el pantalón de mario y el tapiz recién cambiado del auto.

Luego de dejar a las dos jóvenes en el vehículo, mario Fernández Fernández volvió al local para hacerse cargo de Luciana Ferrer Donoso. al entrar a la discoteca no fue difícil reconocerla porque la menor estaba bailando sobre un cubo junto a un muchacho algo mayor que ella y se disponía a despojarse de las prendas superio-res de su vestimenta frente a los aplausos y vítores del resto de los presentes. antes de que la joven se sacara el sostén o brasier, como extrañamente lo llamó Fernández, el taxista procedió a tomarla de una muñeca con fuerza y a bajarla del cubo. Luciana se resistió argumentando que Fernández Fernández era un roto, que no de-bía tocarla, que le importaba que lo hubieran mandado sus papás, viejos de mierda, no estoy ni ahí. mario Fernández, acostumbrado a

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estos incidentes, tomó a la niña en brazos y en contra de sus deseos la llevó hasta el taxi. allí la vistió con dificultad gracias a la colabo-ración de Carolina montes moreno.

Una vez que las tres menores se encontraban sentadas y vestidas en el asiento posterior del taxi, mario procedió a encender el motor y a alejarse del lugar rumbo a la casa de cada una de las jóvenes. mientras manejaba intentó llamar nuevamente a los padres para po-nerlos sobre aviso del atraso, pero su llamada no obtuvo respuesta. Siendo cerca de las cuatro y media de la mañana, los padres conti-nuaban durmiendo y ningún llamado que tuviera que ver con sus hijas, o con lo que fuera, los despertó.

al llegar a una rotonda, maría Gracia se mareó y vomitó sobre la blusa de Luciana. Luciana se molestó mucho con el incidente y argumentó que no soportaba el olor y que debía bajarse. En un arranque de asco, Luciana Ferrer Donoso intentó abrir la puer-ta del Nissan cuando éste se encontraba en movimiento. Como Fernández había previsto una situación así, antes de partir con las tres menores desde la discoteca, activó los seguros infantiles de las puertas traseras impidiendo que éstas pudieran ser abiertas desde el interior. Luciana, comprendiendo la situación, comenzó a impre-car a Fernández Fernández diciendo que le abriera la puerta, que no podía obligarla a estar ahí, que no soportaba ese olor a vómito de la tonta huevona de la maría Gracia y que se iba a arrepentir si no le abría, picante de mierda. Fernández Fernández hizo oídos sordos y mantuvo su vista fija en el camino en el que se avecinaban algunas curvas. La joven Luciana Ferrer entró en un ataque de ner-vios que sus compañeras no pudieron aplacar pese a sus variados intentos. Cállate huevona, cállate tú, huevona, y un nuevo vómito, y más asco y más neurosis, y me quiero bajar, ábranme la puerta, te voy a acusar a mi papá, roto culiao, ábreme la puerta, y Luciana Ferrer se abalanza sobre Fernández Fernández con el objetivo de que éste le abra la puerta o detenga el auto, o tal vez sin ningún ob-jetivo claro, y Fernández Fernández hace su mejor esfuerzo, pero pierde el control del vehículo cuando las curvas ya no se avecinan, si no que más bien están por debajo de los neumáticos, y el taxi se

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vuelca y patina sobre su techo de lata sacando chispas en el suelo hasta estrellarse contra un muro de cemento.

De los cuatro pasajeros del taxi sólo sobrevivieron dos: Luciana Ferrer Donoso y mario Fernández Fernández. Carolina montes moreno y maría Gracia Solar Serrano murieron en el impacto. Los cuerpos de las jóvenes fueron trasladados directamente al instituto médico legal de Santiago, mientras que Luciana y mario fueron a dar de urgencia a la Posta Central. Luciana perdió su pierna derecha a la altura de la rodilla y mario Fernández Fernández se encuentra cumpliendo condena en la cárcel pública. Los padres de las jóve-nes determinaron que él era el responsable de los hechos y luego de dos años de litigio lograron encarcelarlo por el cuasi delito de homicidio.

Del Nissan Sentra, modelo Ex 1.8, no quedó mucho. Sus res-tos estuvieron abandonados durante largo tiempo en el patio de la tercera comisaría de Lo Barnechea. De él pude extraer los asien-tos delanteros, recién tapizados y sin rastros de vómito. ahora esos asientos son parte de mi furgón.

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no sé cuanto tiempo llevo en esta pensión. Probablemente años. Si saco las cuentas me pierdo. El tiempo es tan raro, a ratos languide-ce y se estira como un chicle derretido y a ratos es tan pragmático. Últimamente es más bien como un chicle. tengo la sensación de que han sido días pegajosos y largos los que he estado aquí en esta pieza. me he levantado tantas veces para ir a la pega que encontré en el café de la esquina. He salido a buscar pedazos de mi furgón, he deambulado por el barrio, he visitado el garage para luego venir a encerrarme entre estas cuatro paredes y revisar revistas, diarios y noticias de la crónica roja. Han pasado días, meses, probablemente años. Por mi pelo podría hacer un cálculo. ahora es largo y me cae más allá de la cintura. Nunca lo corté. Podría decir que he estado aquí lo que mi pelo ha demorado en crecer desde el cuello hasta mis caderas. En tanto rato debí acumular muchas cosas, pero la verdad es que tengo lo mismo que traje cuando llegué. Este abrigo, esta maleta, la foto de mi hija y dos o tres cachureos más.

—¿Se puede?marisol, la dueña o administradora o lo que sea de este lugar, gol-

pea la puerta. Yo le digo que pase, que está abierto y ella se asoma con su cara perfectamente maquillada y su cigarrillo a medio fumar.

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—Disculpa que te hinche, pero es la mujer del seguro —dice con su voz ronca de tanto tabaco.

—¿Otra vez?—Es la tercera que se aparece esta semana. ¿Qué le digo?—Que no estoy.—Disculpa, Greta, pero si te exaspera a ti, imagínate lo que me

las hincha a mí que soy la que da la cara.Ella tiene razón. Entonces le digo que la haga pasar, que yo

me las arreglo y antes de que marisol le avise, ya tengo a Carmen Elgueta instalada en el sillón de mimbre de mi pieza.

—¿Se va a alguna parte, Greta?Carmen se sienta cerca de la ventana. La luz rojiza del anuncio

de neumáticos del local de enfrente le ilumina el cuerpo.—Disculpe que sea tan impertinente con mi pregunta, pero

como la veo haciendo maletas.Carmen observa curiosa el escuálido cargamento que ordeno.

¿Cuántas veces hemos estado así? Ella sentada en ese sillón y yo aquí en la pieza, haciendo cualquier cosa, movilizándome de un lado a otro con tal de no escuchar su discurso monótono y aburri-do. a veces pienso en su vida, en cómo es, en quién es y no logro imaginar nada. Seguro que sus días son sólo esto, sentarse frente a personas como yo y hostigarlas hasta el cansancio, hasta que pa-guen, hasta que den un sí y caigan en la trampa.

—me voy de viaje.—¿De paseo?—No, de viaje.Siempre que Carmen me mira y me habla lo hace así, tal cual

como ahora, como si estuviera viendo a un niño o a un desequili-brado mental.

—¿Se va de la ciudad?—más o menos.—Por eso dejó su trabajo en el café.—¿Cómo lo sabe?—Por su ficha.

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Sí. Por supuesto. ¿Qué dirá mi ficha ahora? Profesora cesante, camarera improvisada, psicópata de las piezas de auto, huevona ociosa que termina sus días viajando en un furgón resucitado.

—¿Y antes de irse me va a dar una respuesta, Greta?—Yo ya le di mi respuesta.—Sí, pero de eso ha pasado mucho tiempo.Es verdad. Lo del tiempo me marea, pero de todas formas puedo

distinguir cuando ha pasado un período largo y ahora ha sido así. La primera vez que Carmen me visitó yo aún vivía en mi casa y de eso hace mucho. No se cuánto. mucho. apareció una noche en que max y yo volvíamos de la terapia. Se presentó dándonos su pesar por lo ocurrido y diciéndonos que ella estaba ahí para ayudarnos. Soy Carmen Elgueta, de la compañía de seguros. Sé perfectamente lo que les ha ocurrido y estoy aquí para ayudarlos, dijo. max la miró de arriba abajo, seguro la encontró bonita, porque lo es, y la hizo pasar. Le ofreció un trago de algo, lo que hubiera, le gustaba alcoho-lizar a todo el mundo, y luego la escuchó atento sentado en uno de los sillones del living. Ella quería saber por qué no aceptábamos la indemnización de la compañía de seguros y también quería involu-crarnos en una demanda en contra de Luis Gutiérrez, el conductor del furgón del transporte escolar. No queremos que esto vuelva a repetirse, dijo. No queremos que hombres como él nos hagan per-der a nuestros niños.

—mi respuesta es la misma que le di esa vez, Carmen.Carmen se pone de pie, la luz roja del neón de enfrente deja de

iluminarla.—Pero iba a pensarlo, Greta.—Fue usted la que me pidió que lo pensara.—¿Y después de pensarlo me dice que no?Yo asiento con la cabeza.—¡Pero, Greta, por favor, pare con esto! Discúlpeme que le hable

así, pero es que esta situación me tiene nerviosa. Estamos esperando sólo su respuesta para empezar y usted sigue con lo mismo.

—Yo no quiero incomodarla, Carmen. Sé que ésta es su pega, pero yo no voy a participar de esa demanda.

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—Es que no puede ser tan obtusa, además de ofrecerle un precio importante de indemnización en caso de ganar el juicio, esto es una forma de hacer justicia.

—No hable huevadas, Carmen.—No son huevadas.Carmen respira profundo, camina por la pieza y luego vuelve a

suspirar cansada hasta detenerse frente a mí y buscar mis ojos.—Su marido aceptó, ¿sabía?—¿max?—Sí. Y no sólo eso, también recibió el dinero del seguro que

ustedes habían rechazado. ¿Qué le parece?—No le creo.—Créame. Su marido parece estar muy necesitado

últimamente.—No puede ser, él tiene un buen trabajo.—Sí, pero por lo visto con eso no le alcanza ahora que va a ser

padre.Una descarga eléctrica me recorre la columna. Es leve, pero debo

sentarme si no quiero caer al suelo.—¿Qué le pasa, Greta? ¿Se siente bien?No. me siento algo mareada. trato de respirar profundamente,

de no perder el control.—Discúlpeme, yo pensé que usted manejaba esta noticia.maricón. Lo recuerdo de pie en la pieza de mi hija, con el pecho

sangrando. maricón. Lo recuerdo con esa mirada perdida, con la barba hedionda a vómito.

—¿Está segura de lo que me dice, Carmen?—Por supuesto. todo está en su ficha.Carmen se sienta junto a mí y me toma la mano derecha. me

corre el pelo de la cara, me acaricia la frente con sus dedos de uñas largas, como si quisiera consolarme de algo, como si pudiera parti-cipar de esto.

—¿Usted vio a su hija después de lo que pasó?No puedo creer que esta mujer me esté preguntando esto.—Yo sí la vi —dice.

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Estoy mareada, pero no lo suficiente como para no ponerme de pie y alejar mi mano de la suya.

—No fue de morbosa, Greta. La vi porque es mi trabajo. Yo debo chequear las cosas que ocurren.

—No quiero hablar de esto, Carmen.—Yo tampoco, pero usted me obliga.Carmen se acerca nuevamente. Vuelve a tomarme la mano.—Yo vi cómo quedó ese furgón, vi a su hija y al resto de los

niños y le aseguro que si usted también los hubiera visto tampoco querría que las cosas quedaran así.

Esta mujer está loca.—Salga de aquí, Carmen.—Greta, por favor.Yo me acerco a la ventana y le doy la espalda. Veo los neones rojos

ofreciendo neumáticos. allá a lo lejos, está El Palacio del repuesto. Carmen me mira en silencio, siento sus ojos en mi nuca.

—me pregunto qué pensará su hija de todo esto. ¿Estará de acuerdo con la decisión que usted ha tomado?

—Váyase.Carmen da uno de esos suspiros a los que me tiene acostumbra-

da. toma su cartera, su maletín y avanza hasta la puerta. La abre lentamente, antes de salir se voltea para hablarme por última vez.

—Lo único que buscamos es que lo que pasó no se repita, Greta. No queremos que nadie nos quite a nuestros niños.

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la madrugada del 5 de marzo de 2003 una pequeña niña aparece degollada en la maleta de un Citroën CX patente Ut 34217 en el sector del Parque O’Higgins, frente a las boleterías del centro de diversiones infantiles Fantasilandia, entre la avenida Beaucheff y la tribuna de la elipse. El cuerpo de la víctima presentaba heridas pro-fundas en la zona del cuello, inferidas con arma blanca.

El hallazgo del cadáver ocurrió a las seis de la mañana. El guardia de turno de Fantasilandia, ricardo tapia Bustos, cuarenta años, do-miciliado en Peñalolén, encontró el Citroën CX estacionado frente a la reja del parque. El suceso poco común le llamó la atención y por este motivo se acercó con curiosidad al vehículo, descubriendo que la maleta de éste se encontraba a medio abrir. al levantar del todo la compuerta, ricardo tapia Bustos pudo ver el cuerpo degollado de la niña. impactado con el hallazgo, tapia Bustos dio aviso de in-mediato a carabineros quienes, transcurrido el mediodía, lograron identificar a la víctima con el nombre de amalia Silva rodríguez, de tres años de edad, domiciliada en la calle roberto Espinoza, a quien se buscaba desde la noche anterior a raíz de una denuncia hecha por su padrastro Pablo méndez Castro a la cuarta comisaría de carabineros.

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a los pocos minutos de ser identificado el cuerpo, la madre de la menor, regina rodríguez Pereira, treinta y dos años, domiciliada en roberto Espinoza, y su esposo, Pablo méndez Castro, treinta y seis años, domiciliado en el mismo inmueble, acudieron al llamado de carabineros. Captó la atención de la policía la tranquilidad de estas dos personas al contemplar el cadáver de la niña con la garganta cortada. Fue esta extraña situación la que dio pie para descubrir al autor del crimen.

El primero en ser interrogado fue ricardo tapia Bustos, guardia de Fantasilandia, quien declaró lo ya narrado anteriormente. La se-gunda en ser interrogada fue Emilia Contreras Peredo, cincuenta y tres años, comerciante, domiciliada en la calle aldunate, dueña del Citroën CX. Su declaración fue simple y concisa. Luego de una jor-nada de trabajo en la tienda familiar de artículos plásticos El Bichito de Goma, Emilia Contreras Peredo retornó a su hogar y estacionó su auto frente a su casa como lo hace todas las noches. No se enteró de que su vehículo había sido sustraído, hasta que recibió una llama-da de carabineros a las siete de la mañana del día siguiente, anun-ciándole que un auto con sus documentos se encontraba frente a Fantasilandia con el cadáver de una niña degollada en el maletero.

La tercera en ser interrogada fue la madre de la menor, regina rodríguez Pereira, quien a los pocos minutos de ser sometida a este proceso, declaró entre lágrimas que el autor del crimen era su ma-rido, Pablo méndez Castro. méndez Castro fue expuesto al mismo tránsito, confesando rápida y fríamente su terrible delito.

La narración de méndez Castro fue larga y detallada. En ella expresó que desde hace bastante tiempo venía planeando la muerte de su hijastra, a quien odiaba profundamente, ya que, según dijo, era la causa de las desavenencias con su mujer, regina rodríguez Pereira. La cabra chica era enferma de hinchapelotas, declaró. Nos sacaba los choros del canasto todo el día, no nos dejaba ni culiar tranquilos, pendeja de la concha de su madre, me tenía chato.

La tarde del cuatro de marzo de 2003, poco después de las diecinueve horas, Castro méndez llevó a la pequeña amalia a pa-sear al Parque O’Higgins con el firme propósito de deshacerse de

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ella. Caminaron por entre los árboles y esperando que oscureciera, méndez Castro le ofreció a amalia ir a Fantasilandia, a ese lugar de juegos luminosos que la niña miraba siempre desde la reja sin poder entrar porque no tenían los medios económicos para hacerlo. La menor, que no sospechaba ni comprendía la situación, avanzó entusiasmada con la esperanza de que por fin entraría al parque de diversiones. Sin embargo, siendo ya de noche, la entrada se encon-traba cerrada y sólo pudieron llegar hasta la reja y mirar los juegos vacíos desde el exterior. La niña, acostumbrada al rito de observar desde afuera, se quedó allí, quieta, concentrada en un carrusel que no andaba, en una montaña rusa alta y silenciosa, en un tobogán desierto. Viéndola así, Castro méndez consideró que ése era el mo-mento esperado y sacando un cortaplumas que había afilado pre-meditadamente, tomó a la niña por la espalda y empezó a cortarle el cuello con gran fuerza. La menor gritó instintivamente a lo que Castro méndez o méndez Castro, como sea, declaró haber ente-rrado con mayor profundidad la hoja asesina, socavando en una herida de la cual manaba sangre a borbotones. En pocos segundos, que para Castro méndez parecieron horas, la menor dejó de gritar y expiró.

Luego de mirar a la niña unos instantes y de asegurarse de que estaba completamente muerta, Castro méndez o viceversa, limpió el cortaplumas y sus manos en el pasto, y tomó el camino hasta su casa dejando el cuerpo inerte de la pequeña amalia frente a la reja de los juegos infantiles. al llegar a su domicilio en roberto Espinoza, Castro méndez llamó a carabineros denunciando la des-aparición de su hijastra amalia Silva rodríguez con el propósito de despistar la posible atención de las autoridades sobre él. Luego de colgar, por alguna razón inexplicable, Castro méndez sintió pánico. De pronto temió que alguien descubriera el cuerpo de la niña y pudiera implicarlo en el crimen. Por este motivo fue que resolvió volver al lugar de los hechos y esconderlo rápidamente.

Siendo cerca de las doce de la noche, Castro méndez tomó el mismo camino por el que había andado hacía unas horas. al pasar por la calle aldunate sustrajo el Citroën CX del frontis de la casa

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de la, en ese momento dormida, señora Emilia Contreras Peredo. Con el auto llegó hasta el lugar del crimen y tomó en sus brazos a la niña para depositarla en el maletero del vehículo. Castro méndez se disponía a huir con el auto y el cadáver cuando un grupo de jóvenes, posiblemente universitarios de la Escuela de ingeniería de la Universidad de Chile, que se encuentra muy cerca, pasaron por el lugar. El asesino no lo pensó dos veces y corrió por el Parque imaginando que lo descubrirían. Castro méndez, o méndez Castro, llegó nuevamente a su casa, pero esta vez no salió más hasta que recibió el aviso de la cuarta comisaría de carabineros informándole que habían encontrado el cuerpo sin vida de su hijastra, amalia Silva rodríguez.

El Citroën CX fue a dar a una casa de compra venta automotriz luego de variados e infructuosos intentos de venderlo por parte de su dueña, Emilia Contreras Peredo. En la casa de compra y venta tampoco tuvo buena suerte. Luego de dos años de estar allí, Emilia, quien no quería el automóvil por ningún motivo después de los escabrosos acontecimientos ocurridos en él, decidió venderlo a una desarmaduría. allí el auto fue desmantelado y de él adquirí los fo-cos delanteros y traseros. ahora esos focos viajarán conmigo en mi furgón.

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el taller está vacío. En el centro del galpón, tal como lo habíamos acordado, el mecánico dejó el furgón listo y con las llaves puestas. El espejo que compré resultó ser muy grande, pero no importa. igual se ve bien. Es que todo lo que el furgón lleva está desajustado, torcido y eso, por lo menos para mí, le da un encanto especial. Nada fue hecho a su medida. El pobre es una especie de Frankestein, un engendro armado con un poco de todo. Su carrocería fue pintada de amarillo, como debe ser. En el techo lleva un cartel plástico, algo derretido y recientemente reparado, que rescaté de un choque me-nor, en el que se puede leer: Escolares.

abro la puerta izquierda trasera, una de las pocas piezas origina-les, al igual que el manubrio y las gomas del suelo. me asomo, huelo el olor de la pintura fresca, del detergente con el que limpiaron los tapices de los asientos, todos distintos, todos sacados de otros cuer-pos. Dejo mi maleta, la instalo en el lugar donde viajaba la Greta chica, en el mismo donde ella dejaba su mochila, y luego cierro para ir a sentarme en el puesto del conductor. me pregunto qué habrá pensado Luis Gutiérrez esa madrugada cuando se sentó aquí, tal como lo hago yo. me pregunto qué pasó por su cabeza cuando encendió el motor y se dispuso a iniciar su recorrido.

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Giro la llave. aprieto el acelerador. El motor vive. Su ruido re-tumba entre las paredes de este galpón desierto.

El último día que pasé con la Greta chica fue un día de mierda. Luego comenzaban las vacaciones de invierno y yo estaba llena de trabajo en el colegio. Esa tarde había llegado más temprano a la casa. Estaba sentada en el comedor corrigiendo pruebas y trabajos, haciendo los informes de fin de semestre, evaluando los avances de los niños, su comportamiento en clases, su actitud con los profe-sores, con sus compañeros, poniendo conceptos idiotas que final-mente no hablaban de nada. Bueno, muy Bueno, regular, malo, muy malo.

El transporte escolar llegó como a las seis de la tarde a la puerta de la casa. El sonido de la bocina avisando su llegada me descom-puso. No había terminado de trabajar, todavía me quedaba mucho por hacer y con la niña en la casa era imposible avanzar algo. La Greta chica salió del furgón por la puerta del lado izquierdo. Bajó su mochila, se despidió de los niños que gritaban desde adentro y luego entró por la reja mientras el transporte volvía a tocar la bocina y se alejaba por la calle.

ahora hago sonar esa bocina aquí en el taller vacío. El sonido no es igual. Es más grave porque proviene de un camión, fue lo mejor que encontré, pero de todas formas se le parece. Dos toques. así era la seña. Yo los escuchaba y sabía que ella había llegado. mi Greta chica. El pelo desordenado en un par de trenzas desarmadas, las rodillas rotas, con un par de costras. Los cordones de los zapatos sueltos, los mocos colgando, las manos sucias con pintura de color azul. La Greta chica. Seis años y tres meses. Sus piernas corriendo rápido hacia mí, su boca gritando, tirándose a mi cuello y exigiendo un beso, un abrazo, una revista, un dulce, o lo que sea que le hubie-se llevado de regalo. Hoy día te vas a quedar con las ganas porque no tuve plata para comprar nada, le digo, y ella responde que no importa, que mañana le llevo algo que valga por dos. Entonces max aparece en el auto en la fachada de la casa. Se estaciona tocando la bocina con fuerza y haciendo señas con las manos. Llega más tem-prano porque hay partido del Colo y la U, dice. Se baja risueño y

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la Greta chica se le tira encima. max la toma en brazos y entramos juntos los tres a la casa.

max. Se ve bien con su cuerpo de antes. No es ese flaco ojeroso con olor a trago que dejé de ver, sino que este hombre grande, de manos gruesas, de brazos firmes y piernas fibrosas. El que no toma-ba, el que jugaba pichanga los domingos por la mañana.

Los tres sentados a la mesa tomando un café con leche, comien-do marraquetas con palta y queso, calentando unas sopaipillas so-bre la estufa mientras la pantalla del televisor muestra un partido de fútbol. La Greta chica amenazando con ir a acostarse y luego max desvistiéndola para bañarla rápidamente en la tina mientras transcurre el entretiempo. La niña chapoteando en el agua, mojan-do los azulejos del suelo, riendo a grito pelado con cada embestida del jabón. Yo sentada en la mesa del comedor con las pruebas del colegio, tratando de concentrarme en ellas y gritando al segundo piso que se callen, que estoy trabajando, que no griten tanto. La Greta chica bajando en pijamas, a pata pelada y pidiendo un beso de buenas noches. max mirándome con el ceño fruncido para que me haga cargo de acostarla y él pueda ver el segundo tiempo, y yo tomándola en brazos, subiéndola a su cama, acostándola entre sus sábanas floreadas compradas hace tan poco en una tienda infantil. Yo arropando a la Greta chica con cuidado, acuñándole bien las fra-zadas porque es inquieta y se destapa por la noche. Luego sentada en su cama, improvisando un cuento conocido para que se duerma pronto y yo pueda seguir corrigiendo esas pruebas endemoniadas.

Es el colmo que max no se haga cargo de la pendeja y me deje terminar la pega tranquila. Él siempre ha sido así, se desentiende, se hace el huevón y me deja con lo más difícil. Cuando la Greta chica era guagua él se daba por satisfecho sacándole un par de flatos de vez en cuando y el resto era todo para mí. La teta de turno, los pa-ñales cagados, el reflujo, el olor a vómito impregnado en la yema de los dedos, el insomnio de la Greta chica, las mudas de medianoche porque la cría era cagona como ella sola y se le cocía el poto de puro mirárselo. Es max el que debería estar haciéndola dormir ahora y no viendo ese puto partido. ayer me tocó a mí. anteayer también.

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¿Por qué cresta me tiene que tocar todos los días hacer dormir a esta pendeja?

Llamo a max, pero él responde que está ocupado, que prepara la lonchera de la Greta chica para el día siguiente, que está metiendo manzanas y galletas, que no puede. La Greta chica, que no sabe de excusas ni de trabajo pendiente ni de pruebas por corregir, exige su cuento y grita saliéndose de la cama, saltando sobre el colchón, reclamando que quiere a su papi también, que los dos debemos estar ahí acompañándola. Cabra mal criada, debimos haberle dado un hermano o una hermana para que hueveara menos. Y vuelta a acostarla de nuevo, otra vez las frazadas, otra vez a arroparla bien porque hace frío y los mocos y la tos en invierno son insufribles y no dejan dormir a nadie, y quédate tranquila que aquí te va tu maldito cuento: esta era una vez un par de hermanos gritones y desordenados que sus padres abandonaron en el bosque para vivir tranquilos de una vez por todas.

abro las compuertas metálicas del galpón y salgo a la calle en mi transporte escolar. Es raro manejarlo. Las cosas desde aquí se ven de otra forma. De la forma de quien conduce, de quien guía. De verdad me gustaría saber qué fue lo que pensó Luis, el conductor, cuando tomó el manubrio esa mañana. ¿Habrá tenido algún presa-gio, por tímido y pobre que fuera? Yo no lo tuve. ahora tampoco lo tengo. Es que no hay presagios ni avisos que valgan. Sólo hay mala cueva y de ésa siempre me ha sobrado.

la primera parada era a las siete de la mañana en la casa de los her-manos Pinto acevedo, de cinco, ocho y diez años, en la comuna de macul. La bocina sonaba dos veces en medio de la noche, porque todavía estaba oscuro, y los niños salían rápido y se subían al fur-gón a inaugurar el recorrido, normalmente con parte del desayuno en las manos, una hallulla tostada a medio masticar, un queque, una caja de jugo o leche. Dos bocinazos más y el recorrido seguía rumbo a la Villa Olímpica, donde a las siete quince se subía matilde Carreño López de ocho años y sus vecinos los hermanos torres

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Cepeda, de seis y diez. Los hermanos Pinto acevedo le hacían un hueco a sus compañeros en la cabina de atrás y así continuaba el itinerario hasta irarrázaval con Pedro de Valdivia, donde a las siete treinta minutos la bocina sonaba dos veces más para avisarle a las hermanas reveco moscoso que debían salir. Las mellizas, de cinco años, aparecían llorando todas las mañanas porque no querían ir al colegio y dejar a su madre, pero ésta, que tenía bastante qué hacer, las empujaba al furgón y cerraba la puerta a la fuerza haciendo oídos sordos, mientras el conductor ya tocaba la bocina un par de veces más para retirarse.

a las siete y cuarenta minutos el furgón se detenía aquí, donde estoy ahora, en la reja de mi casa. El conductor tocaba la bocina así, tal como la estoy tocando ahora, y de esa puerta de madera, que en este momento permanece cerrada, aparecía una niña de seis años y tres meses acompañada de su madre, que caminaba con ella hasta el transporte y la dejaba en el asiento de atrás junto a los otros niños, lo más rápido posible porque estaba apurada y debía partir a su trabajo en cinco minutos más. Un beso en la mejilla. Un saludo por el vidrio de la ventana y un suspiro aliviado porque por lo menos se avecinaban unas cuantas horas de calma.

Dos toques de bocina. así era, pero ahora pueden ser más. Quizás cuatro. Quizás diez. toco. Uno, dos. toco, toco y toco hasta que alguien salga por esa puerta de madera. Es hora de despertar-se, de abrir los ojos. toco y toco, hasta que un hombre en pijamas se asoma. Un hombre ojeroso, flaco y de seguro con olor a trago. Un hombre que mira mi furgón extrañado, sin entender nada. Un hombre gris que sale de la casa, camina hasta la reja descalzo, con cara de asombro, con el pelo revuelto y el sueño todavía pegado a las pestañas. Un tipo que se acerca hasta aquí, hasta la misma ventana abierta por la que estoy espiándolo y abre y cierra los ojos un par de veces con la secreta esperanza de que esta aparición en-demoniada, que soy yo, se esfume como a veces lo hacen los malos sueños.

—¿Qué mierda es esto, Greta?—¿Por qué no me dijiste que ibas a tener un hijo?

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max me mira confundido. No esperaba verme, no esperaba este furgón, no esperaba esta pregunta.

—¿Qué?—¿Que por qué no me dijiste que ibas a tener un hijo?max busca una respuesta. Esto realmente lo supera. Lo sé.—¿Y por qué tendría que decírtelo?—¿Vas a tener un hijo sí o no?—¡Por qué tengo que decirte lo que hago!—No quiero saber lo que haces, quiero saber si vas a tener un

hijo, nada más.—¡Qué te importa!—¿De quién es?—mira, Greta, si decidiste mandarte a cambiar y vivir en pe-

nitencia en esa pensión de mala muerte en la que te metiste, no vengas a pedir noticias mías ahora.

max se da media vuelta y camina hasta la casa dando por ter-minada la conversación. Yo abro la puerta y bajo rápido del furgón para detenerlo antes de que entre.

—¿De quién es? ¿La conozco?—Déjame tranquilo.—¡Se trata de un hijo, max, quiero saber!max entra, cierra la reja y ahora camina hacia la puerta de ma-

dera. Yo me quedo aquí, junto a los barrotes de fierro, mirándolo alejarse, dejándome atrás.

—Es esa mina de tu pega, ¿no? ¿La del piso de abajo? Esa mujer con la que te quedabas tomando café cuando llegaba a buscarte.

—No grites, vas a despertar a todo el barrio.—¿Está ahí? ¿En mi cama?—¡Cállate!—¿Es ella?max no responde.—¡Yo sabía que esa mina te estaba hueveando! ¡Si era cosa de

verte la cara cuando habías estado con ella!max entra y desaparece por la puerta.

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—¿Cómo pudiste? —grito fuerte para despertar a quien tenga acostada en mi cama. Yo no tenía tiempo ni energía para darme cuenta de que me estabas cagando con ésa, ¿cómo se llamaba? ¿magdalena? Nombre de puta, nunca se me olvidó.

—¡Por la cresta, Greta, cállate!max vuelve a asomarse.—Por eso no te importó que me fuera de aquí. Nunca me pe-

diste que volviera, nunca hiciste el más mínimo intento de traerme de vuelta. Yo podría haberme muerto y tú ni te hubieras enterado. Claro, si estabas feliz y tranquilo con esa marta. ahora entiendo el desastre que debe haber sido para ti que yo dejara la pega en el colegio, que tuviera tiempo para ir a buscarte a la oficina, para es-perarte. ahora entiendo todo. Los reclamos por la plata, la plegaria constante para que tirara currículum, para que trabajara, para que saliera. Huevadas, puras huevadas. Y yo la imbécil pensaba que tu mal genio era por lo de la niña, creía que eso te tenía así, nunca imaginé el asco que sentías al tenerme a tu lado. Estabas condenado a estar conmigo, a conversarme por la noche, a comerte un pedazo de pizza o lo que fuera viéndome la cara a mí mientras querías estar con esa puta. ¿Cómo se llama? ¿maite? ¿Cómo chucha se llama esa imbécil?

max se queda mirándome en silencio un buen rato. No me res-ponde, no habla, apenas escucho que respira. Otra vez ahí, de pie, callado, con los ojos yéndose a negro.

—¡Contéstame, max!Él suspira y responde apenas, casi en un susurro.—Yo también perdí a mi hija, Greta. No tienes derecho a hablar-

me así.max se da vuelta sobre sus pies descalzos. Lentamente, con el

peso de años encima, da un par de pasos hacia dentro y cierra con calma. Desaparece. Escucho que del otro lado hace girar la llave como si quisiera asegurarse de que yo no empuje la puerta hasta echarla abajo. max. alguna vez me quisiste, estoy segura. alguna vez nos casamos, tuvimos una hija y hasta creo que fuimos felices por un rato en esta casa con reja y puerta de madera, sin olor a

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trago, sin terapias, sin pastillas ni insomnio. ahora nos separa un mar de distancia. Kilómetros de agua sucia de tiempo y mujeres y piezas de auto usadas y un hijo nuevo, tu hijo nuevo, un repuesto más, como todos los que encontré para mi furgón en avenida Diez de Julio Huamachuco.

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la mañana del diez de julio de 2004 Luis Eugenio Gutiérrez ahumada, cuarenta y seis años, separado, cuatro hijas, domiciliado en la co-muna de macul, encendió el motor de su furgón Kia Besta, patente CL 34658 y salió temprano, alrededor de las seis cuarenta y cinco, a realizar el primer recorrido del día de traslado de escolares. Con un título de laboratorista dental, quince años de carrera, cinco de cesantía en su rubro, y una separación desastrosa que lo obligó a mantener dos casas y cuatro hijas menores de dieciocho años, Luis Eugenio Gutiérrez ahumada decidió invertir sus únicos ahorros en un furgón que le permitiera ganarse la vida en algo. Primero barajó la posibilidad de hacer traslados de mercadería a almacenes, pero como el pago no era rentable desistió de la idea. Luego surgió la posibilidad de acarrear pollos y gallinas de una granja del Cajón del maipo a una central avícola, y también la de movilizar perros callejeros para la perrera municipal, pero en ambos casos se reque-ría acondicionar mejor el vehículo y para ello Gutiérrez ahumada no disponía de más capital. Finalmente, en el colegio de una de sus hijas le dieron la idea de ocupar el furgón en el transporte de escolares. No había que invertir mucho, sólo tenía que ser puntual y responsable con los niños, por lo que a Luis Eugenio Gutiérrez

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ahumada la sugerencia le pareció excelente. En una semana tenía licencia de conductor y un cartel de transporte escolar instalado en el techo de su furgón.

al comienzo realizó dos recorridos. Uno, muy temprano en la mañana, trasladando niños desde su hogar al colegio, y luego el segundo, a eso de las cuatro de la tarde, recogiendo a los mismos menores en el establecimiento educacional y devolviéndolos a sus casas. todo marchó muy bien durante el primer año, pero luego las exigencias monetarias de su familia, y en especial las de su ex mujer, crecieron vertiginosamente y de esta forma los recorridos de Gutiérrez ahumada tuvieron que hacerse más largos y más rá-pidos de manera directamente proporcional al incremento de las necesidades de sus cinco mujeres. mientras más niños entraran en el vehículo, más rentable era el recorrido. Y mientras más rentable era el recorrido, más a fondo Gutiérrez ahumada debía apretar el pedal del acelerador.

a los dos recorridos originales, Luis Eugenio Gutiérrez ahumada agregó dos más. Uno realizado a media mañana trasladando menores a un colegio diferencial para niños con síndrome de down, y otro por la tarde, cerca de las seis, recogiendo a los mismos infantes.

así, la vida del conductor se volvió inquieta, por decir lo menos, y programada segundo a segundo. Desde las seis de la mañana con cuarenta y cinco minutos, momento en el que ponía en marcha el motor de su Kia Besta, todo lo que se venía por delante ya estaba cuidadosamente cronometrado. Como un recorrido trazado con piezas de dominó, Gutiérrez ahumada apretaba por primera vez el acelerador y desde entonces una a una las piezas blancas iban cayendo y botando a las siguientes, sucediéndose unas a otras en un devenir de calles, luces verdes, atajos, discos pares y niños arriba y puertas que se abren, se cierran y toques de bocinas, saludos y des-pedidas sin fin. terminaba el primer recorrido e inmediatamente comenzaba el otro y luego el otro y finalmente el otro. Cuando eran las siete de la tarde con treinta y seis minutos, Gutiérrez ahumada entregaba al último niño y sólo entonces podía ir a su casa, esta-cionar su furgón y comer por primera vez algo después del rápido

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desayuno de la madrugada. Luego miraba un poco las noticias de la televisión y se dormía apurado para al otro día volver a despertar a las cinco y cuarto, en medio de la noche, y volver a lo mismo, y lo mismo, y lo mismo.

De esta forma, la mañana del diez de julio de 2004, Gutiérrez ahumada ejecutó su rutina de la misma manera que lo hacía todos los días. Se levantó, encendió la radio y escuchó un programa de medicina alternativa en el que enumeraban los efectos curativos de la baba de caracol. mientras el doctor o lo que fuera hablaba, Gutiérrez se fue al baño, meó dos veces seguidas, se duchó, se afei-tó, se vistió con ropa gruesa porque a esa hora hace más frío que nunca, desayunó rápidamente una marraqueta recalentada del día de ayer, con huevo y jamón y café con leche, luego cerró la puerta de la casa para subirse al transporte y partir con el recorrido. todo iba muy normal. todo era exacto al resto de los días salvo por un breve detalle: la llamada de Doris andrea Prado Quintana, su ex mujer.

Estando Gutiérrez ahumada a punto de encender el motor de su furgón, Doris andrea lo llamó para recriminarle el atraso sufrido por el cheque que mes a mes Gutiérrez ahumada le entregaba para el mantenimiento de sus hijas. Siendo diez de julio, el cheque debía haber llegado diez días atrás. Que cómo es posible que te hayai atrasado, le dijo. Yo no puedo contestar esa pelotudez cuando tengo que pagar el arriendo o el colegio o las cuentas, ya me gustaría atra-sarme a mí un solo día mientras te cuido a las cabras chicas, linda la huevá, es lo único que me faltaba escuchar. Y antes de poner fin a la conversación, Gutiérrez ahumada cortó el teléfono celular y lo apagó para no ser interrumpido en medio de su trabajo.

En vez de salir a las seis cuarenta y cinco minutos de la mañana, debido a la desagradable llamada, Gutiérrez ahumada dejó su casa con diez minutos de atraso. En vez de llegar a las siete a la casa de los hermanos Pinto acevedo, llegó a las siete diez, cuando los niños ya habían terminado de desayunar y ya no llevaban restos de comi-da en sus manos y hasta habían alcanzado a lavarse los dientes antes de partir al colegio. a la Villa Olímpica, Gutiérrez ahumada llegó

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a las siete veinticinco, cuando matilde Carreño López lo esperaba afuera jugando con sus vecinos los hermanos torres Cepeda, que ya se habían despeinado, desordenado y ensuciado las manos una vez más. a las siete treinta y cinco, Gutiérrez ahumada se estacionó frente a la casa de las mellizas reveco moscoso, donde su madre se encontraba muy molesta porque en su trabajo la esperaban y porque un atraso como éste le podía costar la pega. acaso tú me vai a mantener a las niñitas si me echan, le dijo, y Luis Eugenio no se hizo mala sangre y tocó la bocina un par de veces más para irse lo más rápido posible a terminar su recorrido.

a las siete cincuenta minutos Luis Eugenio Gutiérrez ahumada se detuvo en la puerta de mi casa. Yo lo esperaba afuera con la Greta chica, lista para irme a tomar el colectivo apenas mi hija se subiera al transporte, porque tenía que estar en el colegio a las ocho para entregar todos esos informes y esas pruebas que había tenido que corregir hasta las cuatro de la mañana. Cuando la puerta del trans-porte se abrió, la Greta chica se subió de un salto. Se sentó junto a las mellizas reveco moscoso, que todavía lloraban, dejó su mochila en el suelo, en el rincón donde la ubicaba siempre, y antes de que nos despidiéramos de un beso, yo misma interrumpí el rito y cerré la puerta izquierda del furgón para que se fueran luego y no se atra-saran ni me atrasaran más.

mentiría si dijera que recuerdo algo especial de ese momento. No sé, que mi hija me miró a través del vidrio y me tiró un beso distinto, o que vi en sus ojos algo raro, o que la miré alejarse has-ta que el furgón dobló por la esquina como presintiendo lo que se venía. Nada de eso es cierto. La Greta chica se fue como todos los días, probablemente conversando con alguno de los niños del transporte y no me dio bola. Yo sí que recuerdo haber cerrado la puerta. Estaba muy nerviosa y apurada. tomé el colectivo tarde, llegué mal y tuve que excusarme, tal como me lo temía, y no pensé en mi hija ni un solo segundo hasta que recibí la llamada de max a eso de las nueve.

Para Gutiérrez ahumada, en el transporte escolar todo funcio-naba a destiempo. Exactamente a diez minutos de destiempo. Los

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niños lucían más chascones, más desordenados, un poco más su-cios de lo habitual. La ruta tampoco era la misma diez minutos después. Los semáforos verdes de las siete cincuenta estaban en rojo a las ocho de la mañana. Los atajos ya no eran atajos y las calles sin congestión se encontraban completamente copadas. En pocos minutos el paisaje cambió por completo, como también lo hizo la suerte, por lo menos la suerte de los niños.

La rutina es un círculo que gira y te protege, pero también te atrapa en una trampa de la que es imposible salir. Si ya no quieres o no puedes seguir girando, te caes a un hoyo negro y desapareces. Ése es el castigo. La rutina baila en un son que envuelve y que tiene sus leyes y sus pasos establecidos que no puedes ni debes infringir. Si hay que pagar un cheque a fin de mes, tienes que hacerlo. Si hay que partir a las seis cuarenta y cinco, debes ser puntual, la rutina no espera. Si no te subes, te caes, o más bien te botan. Es demasiado lo que está en juego, una maquinaria excesiva y tremenda donde cada pieza mueve a la otra y a la otra, como en el recorrido blanco del dominó, y si alguna se sale del juego, si alguna deja de bailar, todo puede irse a la mierda. Por eso no debes dejar de pagar. Por eso no puedes llegar tarde al paradero, no puedes hacer esperar diez minutos, no debes, no puedes, no puedes, y el castigo está ahí, a la vuelta de la esquina, en el trayecto que quieres tomar para acortar la ruta, para ahorrar minutos, para llegar más pronto, para no atra-sarte más, para que no se note el error que cometiste.

Y así, Luis Eugenio Gutiérrez ahumada dobla para tomar una calle que nunca tomó. Se sale del recorrido original para hacer algo que nunca hace, y avenida tobalaba, inédita en su ruta, aparece despejada, como una tabla de salvación, y Gutiérrez ahumada aprieta el acelerador con fuerza porque estos diez minutos que ha perdido le atrasan todos los recorridos del día y eso le puede costar la pega y el cheque de fin de mes, o de mediados de mes a esta al-tura, para sus niñitas.

En el transporte los niños se mueven inquietos. al parecer com-prenden el atraso y el nerviosismo del conductor. Las mellizas llo-ran. Siempre lo hacen, no es éste el momento para dejar de hacerlo.

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Los hermanos Pinto acevedo pelean como nunca, esta vez por las láminas de un álbum infantil de superhéroes japoneses. La Greta chica y matilde cantan una canción tonta mientras golpean sus ma-nos entre sí en un juego extraño que nunca comprendí, sem, sem, sem, me su, me subo a la mesa, tomo mamadera, mi mamá me pega, me subo a la micro, me caigo de poto, y más palabras inco-herentes, que en ese momento deben haber resultado insoportables tratando de llevar el furgón a mayor velocidad.

Luis Eugenio Gutiérrez ahumada enciende la radio, tal como lo hace cada vez que los niños se vuelven muy intranquilos y él necesita dejar de escucharlos para concentrarse. Nuevamente el programa de medicina alternativa. Esta vez el médico habla de los beneficios de una pulsera metálica hecha con una fusión extraña de hierros, la pulsera de los siete poderes, un objeto mágico que te inmu-niza, te cura y te protege de todo mal al mismo tiempo. Gutiérrez ahumada que, por supuesto ya tiene la pulsera desde hace mucho en su muñeca izquierda, escucha concentrado y por un momento los gritos de los niños desaparecen en su cabeza bajo el compás de las palabras del médico, así puede avanzar rápido, sin el cuidado que lo caracteriza en sus trayectos, pero a pocos minutos de volver a doblar en una esquina y de retomar la ruta original, algo pasa. Un perro cruza la calle sin permiso. Un quiltro negro y flaco, sin correa, un don nadie, un incivilizado que no sabe que para cruzar hay que ir a la esquina y esperar la luz verde. Y Gutiérrez ahumada, que lo ve encima y no quiere cargar con la muerte de un perro en sus hombros, aprieta el pedal del freno con fuerza y gira el manubrio de I love Chile en una maniobra torpe, pero bien intencionada, y la Kia Besta se desestabiliza por completo y se da vuelta una, dos, tres veces, rompiendo sus vidrios, sus espejos, sus focos, haciendo mierda su carrocería, hasta caer al canal San Carlos, golpearse con fuerza en el fondo y detenerse definitivamente sobre su techo de lata achurrascada.

Eso fue todo. El perro se estacionó en medio de la calle y miró la maniobra hasta que terminó. Luego se subió a la vereda y con-tinuó su recorrido. Del transporte escolar no quedó mucho. Un

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grupo de niños muertos entre los fierros retorcidos y un conductor semi inconsciente que fue llevado de urgencia a la Posta Central. Luis Eugenio Gutiérrez ahumada perdió la visión producto de los vidrios del parabrisas que se incrustaron en sus ojos. Ya no puede conducir ningún vehículo. Su mujer y sus hijas lo van a ver una vez al mes a su casa donde vive solo en muy malas condiciones. La compañía de seguros en la que trabaja Carmen Elgueta tramita una demanda en su contra por el cargo de cuasi delito de homicidio.

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en la cuenta de la luz aparecen distintos rostros de niños perdidos. Son niños que han desaparecido de sus casas en extrañas circuns-tancias. Sus padres, en un intento desesperado por encontrarlos, publican sus fotografías allí con el objetivo de que si alguien los ve, pueda dar alguna información. Yo siempre los observo bien y trato de memorizar sus caras. Detalles que me ayuden a reconocerlos en caso de que viera a alguno por la calle.

Hay un niño que siempre aparece y que me llama mucho la atención. Su nombre es Jonathan Leiva Leiva y se perdió en el año 1998 cuando tenía seis años, los mismos años que tenía mi hija cuando murió. Jonathan vivía con su madre, Gloria Luisa Leiva López, de cuarenta años, asesora del hogar, o mejor dicho emplea-da doméstica o nana de una casa del sector alto de la ciudad, allá en La Dehesa. todos los días Gloria Luisa se levantaba a las cinco de la mañana y dejaba el desayuno preparado para su hijo antes de salir a trabajar. tostaba una marraqueta y la untaba de margarina, servía una taza de té con leche que cubría con un plato para que no se enfriara tanto, y cuando ya estaba lista para ir a tomar la micro que la trasladaría desde Pajaritos hasta La Dehesa, cruzando toda la ciudad en una hora y quince minutos, con la misión de llegar a

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tiempo a levantar niños ajenos, despertaba al pequeño Jonathan, lo saludaba y se despedía al mismo tiempo.

El niño, acostumbrado al rito, se incorporaba una vez que su ma-dre abandonaba la casa. iba al baño, meaba, se lavaba la cara, las manos y luego, con cada vez menos dificultad, se sacaba el pijama y se ponía el uniforme escolar. Una vez vestido, Jonathan ordenaba la ropa de la cama en la que dormía con su madre y se iba a la cocina donde lo esperaba su desayuno. ahí se sentaba en la mesa de mantel de hule floreado, corría el plato que cubría su té con leche, con la cuchara le sacaba la nata que se había formado en la superficie, y to-maba su desayuno solo y con calma. Cuando ya estaba listo, Jonathan dejaba la taza y el plato sobre el mueble de la cocina, para ir a ponerse el abrigo que le habían regalado los patrones de su madre en la última navidad, tomar su bolsón y salir de la casa. El niño cerraba la puerta con su propia llave. Dos vueltas a la izquierda. Luego emprendía el camino a la escuela que quedaba a seis cuadras de su casa.

Un día Gloria Luisa Leiva López llegó del trabajo a eso de las diez de la noche, como normalmente lo hacía, y en lugar de que su hijo le abriera la puerta de la casa, encontró la chapa asegurada con las dos vueltas hacia la izquierda. adentro no estaba el pequeño Jonathan con su pijama ya puesto, listo para dormir. En su lugar, sólo había migas de marraqueta en el hule de la mesa.

Gloria Luisa se volvió loca de nervios y miedo y trató de rastrear a su hijo por todas partes. El panadero de la esquina le dijo que lo había visto pasar en la mañana a la hora de siempre, con su mo-chila y los zapatos desabrochados, camino a la escuela. El diarero del quiosco le contó que lo había saludado y que el niño parecía especialmente feliz, pero sólo hasta ahí, hasta dos cuadras de la casa había registro de su hijo. Ese día Jonathan no llegó a la escuela. El portero no lo vio entrar. La tía del primero B, marilú Briones acosta, no lo puso presente en la lista, porque el niño no contestó al llama-do. Jonathan no cantó en el coro con el resto de sus compañeros, no jugó a la pelota en el recreo. La bandeja con su almuerzo no fue servida en los comedores. Nadie peleó con él, nadie le copió en la prueba, nadie lo vio.

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Ha pasado mucho tiempo y Gloria Luisa Leiva López busca a su hijo hasta el día de hoy. Yo me enteré de los detalles de su caso por un reportaje que leí en una revista. así mismo averigüé su dirección y fui a verla por pura curiosidad. Llegué un día domingo por la tarde. Ella me hizo pasar y me sirvió una taza de té con galletas de agua. Se mostró amable porque yo le hablé de la Greta chica, de lo que me había pasado y seguro que eso la hizo conectarse conmigo como yo lo hice con ella cuando la vi en la revista. Gloria Luisa pa-recía tener veinte años más de los que había cumplido hace un par de días, como ella misma me confesó. Su pelo era completamente blanco y su rostro estaba arrugado y seco como una pasa. mientras comíamos, Gloria Luisa me habló de una teoría que ha elaborado en todos estos años de espera y búsqueda.

Yo sé que esta cuestión le puede sonar deschavetada, pero yo le he dado muchas vueltas, ¿sabe? Lo que pasa es que una sobrina le dijo a mi cuñada, que le dijera a mi hermano, que me dijera a mí, que parece que había visto a mi Jonathan en un auto negro con un tipo grande y rubio. Parece que fue camino al sur, cerca de Parral donde está ese alemán y su villa endemoniada. Sabe de quién estoy hablando, ¿no?, del viejo nazi que se dedicó a lavar cerebros y a aprovecharse de cabros chicos.

Cuando Gloria Luisa me dijo esto, yo me quedé muda. No supe qué responder y preferí escucharla sin interrumpir. Yo traté de ave-riguar, siguió. traté de seguirle la pista a mi Jonathan y al auto y al rubio, pero no encontré nada. Desde entonces que leo cuanta cosa pillo de ese tipo, del alemán. Él llegó en los años sesenta, ¿sabe?, se mandó a cambiar de su país porque allá lo tenían bien fichado y se vino con un grupo de viejos cochinos, igual que él, a instalarse en un fundo de Parral. ahí armó una especie de ciudad con colegios, hospitales, aeropuertos, caminos, carnicerías, fábricas, mataderos, canales de televisión y radio, y cuanta cosa se le ocurría. Las leyes las ponía él, todo funcionaba a su pinta. El lugar era re encacha-do, parecía un pueblo de esos de cuento. todo era perfecto, muy limpio y ordenado. Los colonos tan rubiecitos, tan lindos, con los cachetitos rojos, sanitos de puro kuchen y strudel, con ese aire medio

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inocentón que tienen los alemanes, o por lo menos esos que viven ahí. Era tan bonito todo, que los campesinos del sector se andu-vieron volviendo medios locos de puro tenerlos tan cerca y, como atontados con el brillo de la villa, le entregaban sus hijos al alemán, confiados en que en este lugar precioso su futuro iba a ser mejor. mire que es tonta la gente, ¿no? La ignorancia, ése es el peor pecado que uno puede cometer. Por eso a uno lo hacen tonto tan fácil, por-que uno no sabe y confía y quiere creer y cree y al final se perjudica solo no más. Y así fue como muchos cabecitas negras de allá del sur entraron con la idea de ocupar esas instalaciones tan encachadas y de tener una mejor educación, pero los pobrecitos niños rápida-mente se dieron cuenta de que el nazi los quería para puro hacerlos trabajar como chinos, como verdaderos esclavos, y por las noches bajarles los pantalones y tirárselos cada vez que se le diera la gana. Los pobrecitos niños entraron, pero de allí nunca más salieron.

Yo he leído mucho, me dijo Gloria Luisa. Yo sé. Estuve averi-guando y hasta quise ir a esa villa, porque tengo parientes allá en el sur, pero cuando llegué no me dejaron entrar. Es que nadie entra así tan fácil. El nazi hizo un hoyo, ¿sabe? Cuando los milicos se fueron del poder y a él se le puso complicada la cosa, cuando lo cacharon porque ya la cochinada era mucha, y los pacos, los políticos y los periodistas quisieron agarrarlo por asqueroso, él fabricó este hoyo profundo del que le hablaba. Es un hoyo inmenso que comunica el sur con todo el resto de Chile. Un túnel largo y oscuro, una cueva grande donde cabe mucha gente. allá abajo se fue a esconder el alemán y se llevó a los niños. todos están ahí. En esa especie de subterráneo en el que armó otro país debajo de éste. Los tiene, jun-to a un grupo de huevones asquerosos que lo atienden, sometidos a quién sabe qué clase de juegos. Viejo cochino. Él es el responsable de todo, ¿sabe? No hay que culparse por lo que le pasó al hijo de uno. No. No hay que martirizarse pensando que uno lo hizo mal, que uno no estuvo cuando debió estar, que no dijo o hizo lo co-rrecto, no. No hay que pensar que uno es mal padre. No hay que culpar a la nana que no cuidó bien al niño, o al señor del transporte que no lo recogió cuando debía, o a la vecina o a la abuela o a la tía

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o a quién sea que quedó de cuidarlo cuando uno no pudo. No hay que culpar a la tele, a los pacos, a los políticos. No hay que culpar a la economía, al gobierno, o a los gringos, no. La culpa de todo la tiene el nazi. Él se llevó a los niños. Nuestros hijos han crecido en la oscuridad, ¿sabe? En un país escondido que limita con las cloacas y los desagües, ¿sabe? Los cabros chicos están bajo nuestros pies, son la piedra de tope y cargan sobre sus hombros todo lo que somos, nuestras rabias, nuestros miedos. Pobres criaturas que viven como verdaderas ratas allá abajo entre la mugre y los mojones, y deam-bulan de allá para acá, espiándonos por las alcantarillas con sus ojos diminutos y asustados, sin entender nuestro andar rabioso. Los pobrecitos ratones nos miran a escondidas rogando silenciosamente que no los olvidemos. Hay que hacer algo, ¿sabe? Hay que buscar la manera de entrar a ese hoyo y rescatarlos antes de que sea dema-siado tarde. Ojalá algún día el gobierno se ponga los pantalones y encuentre una manera de sacarlos de ahí.

ahora que estoy en mi furgón, frente a este canal en el que mi hija terminó degollada por las latas, pienso en ese hoyo y en ese lugar oculto del que Gloria Luisa me hablaba. Pienso en los niños perdidos. Pienso en la oscuridad de un pozo de arpillera, mezcla de calabozo y de sala de torturas, con el que alguna vez soñé cuando apenas tenía quince años. ¿Y si mi hija de verdad estuviera allí?

Vuelvo a encender el motor y retrocedo. tobalaba se encuen-tra vacía en este momento. Como por un hechizo extraño todo se ha detenido, el tiempo, el tránsito, los semáforos. Sólo estoy yo, mi camioneta y el canal donde ocurrió todo. Esa puerta de entra-da a las catacumbas, al subterráneo. La posibilidad de mi hija, del reencuentro. Son las ocho dos minutos. Es la hora. allá voy. Pongo primera en la caja de cambio y aprieto el acelerador hasta el final. Los neumáticos de mi furgón crujen en el pavimento como en un grito. Vuelo por la calle. Sólo veo el canal frente a mis ojos. El fin del recorrido.

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¿qué pasa? el motor se detiene. No sé por qué, simplemente se detie-ne. Estoy a un metro o menos del canal y este furgón deja de andar. Hago contacto nuevamente, pero el motor no funciona. Se queja con voz ahogada, sin ánimo de intentarlo otra vez. Silencio. ahora sólo escucho el crujir suave de las latas y mi corazón bombean-do sangre con fuerza. Estoy entera. Estoy viva. ¿Qué está pasando? mi destino era el canal, sentir los fierros, los vidrios explotando, y no esto de estar a un metro de distancia mirando cómo corren las aguas frente a mi nariz.

aprieto el embrague, giro la llave, vuelvo a hacer contacto, le pego al manubrio, le vuelvo a pegar al manubrio, pero nada fun-ciona. Nada. me bajo de un salto y doy un portazo con fuerza y no puedo evitar pegarle una patada a uno de los neumáticos de adelante, y furgón de la reconchadetumadre que me juegas chueco otra vez, qué te costaba un metro más de energía, un metro más de contacto, un puto metro y quedábamos listos.

Una bocina me sorprende. Un auto se cruza y se estaciona a mi lado. La puerta de vidrios ahumados se abre, alguien baja pre-ocupado. ¿Quién es? No. No puedo creerlo. Carmen Elgueta. Es Carmen otra vez.

—¿Está bien, Greta?Estoy muerta y esto es el infierno.—¿Qué le pasa? ¿Se quedó en pana?—¡Qué quiere, Carmen! No me deja ni morir tranquila.—No diga huevadas, discúlpeme que le hable así, pero supongo

que no era eso lo que estaba buscando.—¿Qué quiere, Carmen? Ya le dije que no me interesan sus de-

mandas ni sus platas.—No se trata de eso.—¿Y de qué se trata?—Es que necesitaba hablar con usted.—Son las ocho dos minutos de la mañana. Nadie quiere hablar

con nadie a esta hora.Esta mujer está realmente loca. más que yo. ahora toma una

carpeta desde el interior de su auto y de ella saca una hoja que me

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muestra preocupada. Es una hoja impresa con una fotografía. al parecer es una de sus fichas.

—¿Conoce a este hombre, Greta?Sí, creo que sí. Un poco más arrugado, con unas cuantas canas y

kilos de más, pero sí, creo que lo conozco.—Se llama Juan andrés acuña Bustamante. ¿Lo conoce?—Sí, éramos compañeros en el liceo. Estudié con él.—Hace un par de horas este tipo desapareció. Se esfumó desde

una azotea.—¿Cómo se iba a esfumar? Nadie desaparece de ninguna parte.—Lo vieron, Greta. Sólo quedó de él la ropa que llevaba puesta

y un montón de cartas para usted.—¿Para mí? Pero si no nos vemos hace más de veinte años.—Bueno, qué puedo decirle. El tipo le escribió casi a diario du-

rante el último tiempo.No puede ser. Hace años que no recibo una carta de nadie. Hace

años que no sé de Juan.—Yo no sé qué le pasó a su amigo, Greta, pero seguro que es

serio.Carmen me toma de las manos, como suele hacer cuando va a

decir algo tremendo.—tengo la impresión de que este hombre la necesita, Greta. Si

usted no se hace cargo, no sé quién pueda hacerlo.Definitivamente esto es el infierno y esta mujer su regenta. Veo

mi furgón en pie sobre el pavimento. El manubrio centrándolo todo. I love Chile, leo. I love Chile.

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C U a r t a Pa r t E

lA PiezA oScuRA i i

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¿por qué nadie responde? ¿Estoy muerto y no me enteré? Escucho voces a lo lejos. tengo la impresión de que quieren advertirme sobre algo, pero prefiero no imaginar qué. ¿Dónde estoy? No veo nada. No hay luz aquí. Sólo siento mi cuerpo húmedo y la certeza de estar secretamente acompañado por presencias extrañas. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Hay alguien allá afuera? ¿alguien me puede sacar de aquí?

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q U i N t a Pa r t E

KiNdeRHAuS

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eL día de La tOMa te LLaMé en cuanto abrí los ojos. Eran cerca de las cinco de la mañana, la luna aún estaba en el cielo, a punto de irse, enmarcada en la ventana trasera de mi casa. Quería despertarte, asegurarme de ser el primero en darte los buenos días, pero me dijiste que no habías pegado un ojo en toda la noche, que te habías dedicado a escuchar música y a leer un libro de poesía de Cardenal o de Guillén, no recuerdo cuál. Ya estabas vestida, con el uniforme puesto, con la mochila lista y con mi abrigo sobre los hombros. Quedamos de juntarnos en la plaza, frente al liceo, con el resto de la gente y nos despedimos nerviosos. Yo me vestí muy rápido, me tomé un vaso de leche sin calentar y le escribí una nota a mis padres, diciéndoles que los quería mucho, que no se enojaran por lo que iba a hacer. Dejé la nota sobre la mesa del comedor, me comí un par de galletas de chocolate y me fui con el lienzo que habíamos pintado, mi pañuelo rojo y mi mochila a cuestas.

Afuera aún era de noche. La calle se encontraba helada, oscura, hú-meda de tanta niebla. Mientras caminaba no pude ver mucho. Seguía la ruta de memoria, como un topo ciego, avanzando a puro olfato. De pronto, por la vereda de enfrente, intuí la presencia de alguien. Pasos urgentes, cortos, acelerados, como los de un animal pequeño que se es-condía. Primero me asusté. Busqué con la vista y me pareció ver una

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sombra, un bulto negro movilizándose a pocos metros. Luego la luz del farol de la esquina lo delató y pude ver a un escolar caminando a hurta-dillas. Después vi a otro adelantarme rápidamente No lo conocía bien, pero creo que era alguien del colegio de Pizarro. El tipo me miró cuando pasó a mi lado, me hizo un gesto cómplice y siguió su camino perdiéndose en la niebla. Al rato vino otro, y luego otro. De a poco fui escuchando muchos pasos. Bototos, mocasines, zapatillas, tacones percutiendo en el pavimento. Por un minuto la calle me pareció menos lúgubre. Tuve la vaga sensación de no estar solo. No sabía quiénes eran, pero aguardaban mis movimientos, me vigilaban, como yo a ellos. Atentos, alertas. Todos movilizándonos al mismo punto.

Cuando llegué a la plaza, la niebla se dispersó un poco y pude ver. El lugar estaba lleno de gente. Los compañeros aparecían sigilosos desde to-das las esquinas, caminaban secretamente con sus mochilas, con sus pa-ñuelos, con sus banderas, hasta llegar a instalarse frente al liceo. Éramos muchos. Más de lo que esperábamos. Yo te busqué con la vista, pero no lograba dar contigo entre tantas cabezas y brazos que se agitaban. De pronto escuché tu voz y te vi junto a la Chica Leo, las dos encaramadas sobre un par de resbalines. Avancé como pude, haciéndole el quite al res-to, hasta que llegué a tu lado. Tú te lanzaste por el metal y nos abraza-mos felices, como si hubiéramos estado en medio de una película mala.

El Negro se subió de pie a un columpio y comenzó a llamar a la gen-te. Se reía mucho. No podía creer que fuéramos tantos. Esto es insólito, compañeros, nunca pensamos que íbamos a tener esta convocatoria. Se escucharon un par de gritos combativos, que acallamos rápido para no poner en alerta a nadie dentro del liceo, y comenzamos a organizarnos para entrar. Los Ubilla llevaban el grupo de choque, ¿te acuerdas? Ellos, con toda su gente, entrarían primero que nadie y abrirían el paso para el resto. ¿Listos, compañeros?, preguntó el Negro a los Ubilla. Ellos res-pondieron serios, encapuchados, con cadenas y linchacos, que sí, que le diéramos no más, que no dejáramos pasar más tiempo. El Negro nos miró a todos y con un silbato dio la orden para empezar.

Los Ubilla entraron al liceo gritando, dispuestos a todo, pero adentro Fernando, el portero, y don Raúl, uno de los auxiliares, se quedaron tan helados que no opusieron ninguna resistencia. Sólo la Luchita Osorio,

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que atendía el casino, agarró a carterazos al Ubilla chico. Suéltame, cabro de mierda, qué tengo que ver yo con estas payasadas. Pizarro y la Chica Leo llevaban la brigada roja que debía reducir a todo el personal en la sala de profesores. La tarea no fue difícil, los profes cooperaron y hasta apoyaron lo que se estaba haciendo. Tengan cuidado con las cosas, cabros, que si rompen algo los únicos perjudicados vamos a ser nosotros. Algunas auxiliares entraron en ataque de pánico al comienzo, pero la Chica Leo les hizo unas agüitas calientes y les conversó un buen rato explicándoles todo, hasta que las viejas quedaron bien conformes y no gritaron más.

La secretaria del pelao Torres, el rector, lo llamó a su casa para avi-sarle lo que estaba pasando. El tipo se había enfermado, estaba en cama, así es que se libró de la gloriosa entrada a su oficina que habíamos pre-parado. Igual exigió hablar con alguno de nosotros por teléfono así que fui yo. Puse mi pañuelo rojo sobre el auricular e improvisé una voz grave que lo despistara, que no le diera oportunidad de ubicarme y que ade-más, lo atemorizara. Aló, dije, aquí el representante del movimiento. ¿Qué está pasando, Acuña?, contestó el pelao Torres. Yo me quedé mudo. ¿Usted tiene que ver con esto, Acuña? Responda. Inmediatamente saqué el pañuelo del teléfono y volví a mi voz de siempre. Le contesté que sí, le expliqué la situación. Le conté qué era lo que buscábamos con la toma, que teníamos un pliego de peticiones largo y que adentro había mucha gente de otros colegios, que no era sólo una idea de nosotros. ¿Usted es huevón o se hace, Acuña? ¿Se da cuenta de que están haciendo puras pendejadas? Discúlpeme, rector, pero no voy a dejar que me hable a ga-rabatos, yo no le he faltado el respeto. ¿Qué no me ha faltado el respeto, Acuña? Usted entra con su gente a punta de patadas, me encierra a todos los viejos, me debe estar quebrando vidrios, rayando paredes, dejándome la mansa embarrada, ¿y tiene la patudez de decirme que no me está faltando el respeto? ¡Váyase un ratito a la cresta, Acuña!

Hablamos o habló mucho rato. No recuerdo qué, pero el caso es que cuando llegué al patio a informar de mi conversación con Torres había un movimiento tremendo, ¿te acuerdas? Parecía una verdadera fiesta. Unas minas se pusieron a hacer una ronda de puro contentas y Riquelme instaló una radio en el patio a todo volumen, primero con breakdance y

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después con las noticias, para ver si aparecía algo sobre nosotros, porque él mismo se había encargado de llamar a la prensa desde la oficina del rector. Parados en un balcón, el Negro y Pizarro le explicaban la situa-ción a todos los alumnos del liceo que habían llegado a clases como cual-quier día y que no sabían lo que estaba pasando. Pizarro les advirtió que los que no querían quedarse tenían que abandonar el lugar en ese mismo momento. Pero nadie quiso irse y la fiesta siguió un buen rato.

Cuando la euforia declinó un poco, el Negro dio la orden para que su-biéramos al techo. Agarramos todos los bancos y sillas que pudimos y nos atrincheramos arriba. Colgamos el lienzo que habíamos pintado, pusi-mos nuestra bandera y ahí nos quedamos, celebrando la toma en la cima del liceo. Fue entonces cuando empezó a llegar la gente. Aparecieron los periodistas y escuchamos el sonido de una cámara fotográfica apuntan-do hacia nosotros. Fue la primera foto que nos sacaron porque después vinieron muchas más. Al otro día aparecimos en todos los diarios con ti-tulares que nos dejaban como pendejos vandálicos que destruían colegios por el puro gusto de hinchar las pelotas.

Los pacos se demoraron en llegar. Eran cerca de las diez de la mañana cuando apareció la primera cuca. Se mantuvieron lejos durante mucho rato. Miraban hacia arriba y hacia dentro del liceo. Hablaban por radio, quién sabe qué conversarían tanto. De a poco empezaron a llegar más pacos, pero ninguno hacía nada. Yo deduje que estaban hablando por radio con la mismísima Moneda o con el Ministerio del Interior. Seguro que no sabían qué hacer con nosotros, éramos puros menores de edad, la situación no era fácil de manejar para ellos. Una hora más tarde, desde una micro de pacos, se escuchó la voz del altoparlante. Jóvenes, van a tener que abandonar el liceo ahora. El Negro, furibundo y dispuesto a contestar, agarró el altavoz que teníamos nosotros, pero entre tú y la Chica Leo se lo quitaron para que no se mandara una desatinada. Yo lo tomé mientras ustedes seguían peleando con él. Les dije a los pacos que para salir y abandonar la toma del liceo teníamos un pliego de peticio-nes que debían ser cumplidas. Los pacos me dijeron que nos podíamos meter el pliego por donde mejor nos cupiera y que saliéramos de una buena vez si no queríamos que ellos entraran a la fuerza. De aquí no nos sacan ni cagando, grité, y el grito se hizo general. Todos corearon lo

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mismo durante mucho rato, al punto de que los pacos se replegaron y no volvieron a insistir.

Ahí nos vino un nuevo ataque de euforia. Yo me entusiasmé y me puse a hablar por altavoz como malo de la cabeza. No recuerdo qué habré dicho, pero lo que sí tengo claro es que en ese momento fue cuando hici-mos públicas nuestras peticiones a la gente que se había juntado abajo. Escondido detrás de mi pañuelo le hablé a los periodistas y a los apode-rados, pero en medio de esos cinco minutos de fama divisé a mi mamá y a mi papá a lo lejos, entremedio de mi público improvisado, y ahí me vino el ataque de pánico.

Me quedé callado en medio de una frase. Yo tenía el rostro cubierto, pero seguro que ellos me reconocerían por la voz, por mi gamulán, por la ropa. Sentí espanto de que gritaran algo, me hicieran callar públicamen-te y todos se rieran, incluyéndote. No me importaban los pacos, pero sí lo que pudieran hacer mis padres. Me van a sacar la cresta, pensé mientras los divisaba desde allá arriba. Tú notaste mi silencio angustioso y me pegaste un codazo. Yo reaccioné y volví a mi discurso tratando de no mi-rar la cara preocupada de mi mamá. Fueron momentos largos, pero por suerte no pasó nada, ellos se mantuvieron en silencio, mirando y hasta asintiendo mis palabras.

Cuando llegó el mediodía a todos nos dio hambre. Tú dijiste que había dos opciones: o irnos contra la Luchita Osorio y comernos sus completos del casino, o fregarnos al Flaco Ruiz del quiosco y sacarle todo, absoluta-mente todo, menos su plata, por supuesto. La opción B fue la más apro-bada porque el Flaco tenía pasteles, papas fritas, queques, sandwichs y muchas porquerías más, así es que le rompimos sus candados y abrimos el quiosco. Tú administraste la mercadería con la Juana Ibáñez, pero la verdad es que fue un tremendo despelote, porque además del hambre, saquear el quiosco era la fantasía oculta de todos. No recuerdo qué me comí. Probablemente un berlín y un jugo o una lata de bebida, no lo sé, pero el caso es que estábamos en eso cuando Riquelme gritó que los pacos iban a entrar.

Con Peña y el Negro subimos. Desde arriba comprobamos que efec-tivamente los pacos se estaban formando frente al liceo con sus escudos, sus cascos y sus lumas. Un par de ellos se acercaba a la reja a cortar las

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cadenas para entrar. El Negro dio la orden para que nos replegáramos en el patio. Todos bajamos corriendo y nos distribuimos por el lugar mezclándonos con el resto de los compañeros. Los pacos no podían saber quiénes eran los verdaderos subversivos y quiénes los alumnos del liceo que no tenían nada que ver con la organización de la toma, así es que nos camuflamos tratando de pasar inadvertidos mientras ellos entraban con fuerza y se enfrentaban a un patio lleno de alumnos que los miraban muertos de miedo sin levantar ni una ceja.

Éramos cerca de quinientos los que estábamos ahí. Distinguir entre unos y otros era imposible. Ya, jóvenes, los que armaron esto que vengan acá al centro porque o sino los vamos a llevar a todos presos. Nosotros sabíamos que eso era imposible. En las micros no cabían quinientas per-sonas, tampoco tenían dónde meternos, no íbamos a ser tan ingenuos como para entregarnos así como así. Ya, señores, cooperen si no quieren que esto se ponga feo, dijeron los pacos. Y se puso.

Como nadie les hizo caso, empezaron a revisar las insignias del liceo de cada uno de los compañeros para ubicar a los que no eran de ahí. La Chica Leo fue la primera en caer. Era fácil porque tenía la insignia de su liceo de minas por todos lados. En el jumper, en el chaleco, en la casaca, un exceso de entusiasmo que le costó caro porque los pacos la identifi-caron rápidamente. Aquí hay una, gritó el paco más grande y la Chica lo miró tratando de disimular su espanto. ¿Así que te gusta el hueveo, pendeja de mierda? Entre cuatro la agarraron del pelo y la tiraron en el medio del patio. La Chica trató de defenderse, pero no sirvió de mucho porque en menos de un segundo le pegaron hasta dejarla botada en el suelo, con la nariz completamente ensangrentada.

Deben haber sido segundos. Fue tan rápido que no alcanzamos a darnos ni cuenta. Recuerdo que te vi de lejos, tú llorabas con la boca abierta. El Negro, que estaba contigo, saltó entremedio de todos. Pacos culiados, fascistas de mierda, no se dan cuenta de que es una mujer, ¿así le pegarían a sus hijas? Y antes de que siguiera hablando, lo redujeron a lumazos hasta dejarlo tirado en el suelo junto a la Chica, que le seguía sangrando la nariz. Los esposaron y, con una pata de paco arriba de la espalda de cada uno, quedaron completamente inmovilizados. Si no se

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entregan, esto va a pasar con todos. Tenemos mucho tiempo para sacar-les las re chucha con calma a uno por uno.

Riquelme me miró desde el rincón donde estaba. Yo te miré a ti. Tú miraste al Ubilla grande, el Ubilla grande miró al Ubilla chico, que a su vez miró a Pizarro, que a su vez miró a Peña, que a su vez miró a la Juana Ibáñez. No recuerdo quién dio el primer paso, pero todos camina-mos al centro casi al mismo tiempo, seguidos por las minas del liceo de minas de la Chica Leo y por la gente de Pizarro, de Riquelme y de los Ubilla. Éramos como cien. Los pacos saltaron rápidos a agarrarnos del pelo. Nos pegaron un par de lumazos, pero no fue nada comparado con los golpes que le habían dado a la Chica y al Negro. Después de eso nos pusieron de pie y nos llevaron en fila a las micros que estaban estacio-nadas afuera.

Salimos por un túnel de pacos que no nos dejó ver mucho. Adentro nos acomodamos como pudimos, bien apretados todos. El motor partió. Comenzó el viaje. El liceo quedó atrás con el resto de los compañeros, con los profes, con la gente que se había juntado afuera, con mis padres mirando desde el frontis. Yo te observé sin hablar. Tenías el pelo desorde-nado y esa mueca extraña que la noche anterior había aparecido en tu cara. Te veías distinta. Luego vi esa misma mueca en el rostro de todos mis compañeros. Tuve la sensación de haber caído en una trampa, de haber seguido como ratas una música hechicera. Caímos, pensé. Nos agarraron. La toma había terminado.

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un pantalón de tela color plomo. Una camisa blanca con dos boto-nes de menos. Un suéter de lana azul tejido a mano con la insignia del liceo cosida en el pecho. Un gamulán gastado con la misma insignia en uno de sus bolsillos. Un par de bototos negros. Dos calcetines del mismo color. Unos calzoncillos de algodón celeste, un pañuelo rojo, una pulsera de hilo y una gran bandera chilena ra-jada. Una cajetilla con tres cigarrillos arrugados marca Life. todo se encontraba, muy bien dispuesto y ordenado, en una caja de cartón. Lo habían bajado del techo del liceo y Carmen me lo pasó, como quien le entrega las cenizas de un muerto a sus familiares.

—¿reconoce estas cosas, Greta?Esa pulsera de hilo la había tejido yo misma. Juan eligió los co-

lores, rojo y negro, y en una clase de física, donde nunca entendí nada, me dediqué a trenzarla hasta que estuvo lista.

—¿Las reconoce?Ese pañuelo rojo lo recuerdo en su cara, tapándola y dejando al

descubierto sólo sus ojos. Ese suéter azul se lo había tejido alguien, no sé quién, y yo lo encontraba tan feo. miré el liceo ahí, enfrente mío, cercado por huinchas plásticas que decían: Peligro. miré la plaza oxidada y vieja donde tantas veces me columpié y me senté

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a leer, fumar, conversar o guitarrear. Vi esas máquinas grises esta-cionadas en la calle. Vi las grúas, los camiones, las señalizaciones fosforescentes, los obreros de casco amarillo paseándose por todos lados, mirándonos con desconfianza. Vi esta caja con la ropa de Juan sobre mis manos.

—Disculpe, Carmen, pero ¿qué es esto? ¿Una broma?—Por supuesto que no. No voy a tomar a la chacota la desapa-

rición de una persona.—Pero estas cosas son de un escolar, no de un hombre de más

de treinta años.—No me pida explicaciones, Greta, porque no las tengo.Las máquinas llegaron temprano por la mañana para comenzar

con las obras. Los operarios se acercaban al liceo para demolerlo cuando vieron a un tipo parado en el techo con una bandera chilena instalada en el frontis. El jefe de obras, intentó parlamentar con él, pero el tipo se negó a bajar y permaneció arriba gritando que de ahí no lo sacaban ni cagando. Los operarios no sabían cómo continuar, pero una orden superior les indicó que siguieran con el trabajo, que un buen susto iba a ahuyentar al intruso. Los operarios volvieron a sus máquinas, encendieron los motores, y en cuanto se disponían a dar un primer golpe suave al edificio, el tipo del techo se esfumó. Se evaporó. Desapareció. Carmen llegó minutos después y fue la primera y última en escuchar esta versión.

—¿Su familia sabe de esto? —pregunté.—No tiene familia. Sólo su mujer y ella no quiso ni

escucharme.—¿Está casado?—Ella dejó la casa y se fue con otro. Sus padres murieron, no

tiene hermanos ni amigos ni colegas, porque dejó su trabajo hace bastante. tampoco tiene vecinos, como podrá darse cuenta. La ver-dad es que Juan no tiene a nadie, salvo a usted. Porque supongo que por algo le escribió todas esas cartas.

La panadería de la esquina estaba cerrada. Una cortina metá-lica con un par de candados gruesos la clausuraban. La fuente de soda a la que íbamos a comer churrascos y lomitos con palta a la

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hora de almuerzo, ya no tenía sus sillas plásticas afuera en la calle. Sólo los precios indicados con pintura roja aún podían leerse en el muro gastado. Papas fritas: $500. Paila de huevos con marra-queta: $500. Lomito palta tomate: $1000. Barros luco: $1000. Barros jarpa: $800. Completo: $500. Completo especial: $700. Bebidas: $400. Cervezas: $500. El jardín infantil de enfrente ya no estaba. Los Pitufos, así se llamaba, y era un jardín subvencionado, con niños que salían a jugar a la plaza en una larga fila, tomados unos de los otros por el cinturón de sus delantales. De vez en cuando les hacíamos una visita e íbamos a guitarrear y a jugar con ellos. En la misma casa ahora se veían los restos de una oficina de computación.

—Supongo que dio aviso a carabineros.—Lo hice, pero los únicos testigos de lo que pasó rápidamente

cambiaron su versión de los hechos —me contestó Carmen.—¿Cómo?—a la constructora no le conviene este asunto, así es que ahora

no van a hablar, ésa es la nueva orden. Dicen que nunca vieron nada allá arriba. Como están las cosas ahora, Juan no ha desaparecido para nadie, salvo para usted y para mí, que sabemos la verdad.

—¿Qué verdad?—Que no está, que se esfumó. Que dejó esas ropas viejas tiradas

allá en el techo.Había una peluquería al final de la calle. tenían muebles an-

tiguos, espejos grandes, azulejos blancos y negros por el suelo y las paredes. Los peluqueros deben haber tenido cerca de ochenta años en ese tiempo y por cien o doscientos pesos nos cortaban el pelo una vez al mes. El rulo de Oro, así se llamaba, y a nosotros nos daba risa porque los viejos que atendían eran pelados como un huevo. a veces los encontrábamos en la fuente de soda, nos tomábamos alguna cerveza o una bebida con ellos y nos hablaban por horas, como suelen hacer los viejos. Eran un par de herma-nos. Eran ex alumnos del liceo. Creo que aguirre o arcos era el apellido, algo con a. al lado de la peluquería había una pastelería pequeña de una señora muy alta y flaca de apellido yugoslavo, que

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en el invierno hacía sopaipillas y calzones rotos. Los dejaba a un precio muy barato, especial para escolares, decía. también hacía berlines, palmeras, churros. En la otra esquina estaba el bazar y la fotocopiadora. ahí vendían esos lápices bic verdes de punta fina que me gustaba ocupar. Vendían también tarjetas, pergaminos, li-bretas, témpera, pinceles y esos plumones fosforescentes con los que nos pintábamos las uñas en las clases de química.

Estuve mucho rato ahí parada en la plaza observándolo todo. Carmen hablaba tratando de responder todas las preguntas que ella misma se hacía. De pronto el jefe de obras, un tipo viejo, con casco, carpetas y teléfonos a cuestas, nos comunicó que continuarían con lo suyo, que debíamos retirarnos del lugar. Carmen me ofreció ir a la casa de Juan para seguir conversando tranquilas y así fue como caminamos por la calle hasta el único sitio del barrio que las má-quinas no pueden tocar.

2050, ése es el número. Ver la casa me sacudió bastante. No sólo por enfrentarme a un lugar tan lleno de recuerdos, sino porque es raro ver un sitio familiar cercado con mallas y huinchas plásti-cas de color fosforescente. No tocar. No tocar. No tocar. La pobre me pareció un enfermo contagioso. Blanca, vieja, deteriorada, pero en pie aún, delirando de fiebre, seguro que con tercianas y otros síntomas.

—¿Usted cree que a Juan le hicieron algo, Carmen?—Usted misma lo dijo, nadie desaparece así como así.al entrar nos recibió un perro. El perro ladraba con fuerza, pero

olió la caja con las cosas de Juan que yo traía entre las manos y alguna deducción debe haber hecho, porque bajó la guardia, nos dejó pasar y al rato hasta se me acomodó entre las piernas. La casa adentro se veía muy parecida a lo que recordaba. Sólo había algunas modificaciones que marcaban la diferencia. Fotos nuevas, electrodo-mésticos, un sillón rojo, una lámpara de pie y un escritorio con un computador grande que antes no estaba. El papel mural de flores fue reemplazado por pintura y el parquet de los dormitorios ahora había sido cubierto por una gastada alfombra.

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recorrí la casa lentamente con el perro siguiéndome pieza por pieza. Carmen me esperó respetuosa en el comedor mientras fuma-ba y comía unas galletas que había sobre un plato en la mesa.

—Las hace él. Pruébelas, son buenísimas.No tenía ganas de comer. No tenía ganas de nada. La verdad es

que no entendía cómo las cosas se habían torcido tanto como para que yo estuviera ahí en ese momento, en la casa de Juan, con su perro, sus galletas y sus platos de cerámica china, los mismos que ocupaba su madre.

—¿Y las cartas?Carmen se acercó a un mueble y abrió un cajón del que sacó un

montón de sobres.—Estaban en el escritorio, pero me tomé la libertad de guardar-

las aquí. No sé por qué lo hice.Eran cerca de veinte. todas perfectamente selladas, con mi nom-

bre en el sobre, pero sin dirección. Greta, decían. Estaban escritas a mano, con un lápiz color negro. reconocí la letra de Juan en cada una de ellas. No sé cuánto tiempo estuve mirándolas de pie. Fue tanto, que Carmen Elgueta dejó la casa sin que me diera cuenta. Si se despidió o dijo algo, nunca lo supe. Yo sólo miraba esos sobres mientras afuera se escuchaba el ruido insoportable y constante de la demolición. Golpes, máquinas, gritos, motores. al cabo de un rato, cuando descubrí que estaba sola, me senté en el sillón. ahí estuve mirando el techo y pensando, no recuerdo en qué, quizás en las viejas cornisas, o en la lámpara de lágrimas que sigue colgando aquí arriba. De pronto el ruido de las obras se apagó y la luz del día comenzó a irse. El perro de Juan estaba recostado entre mis piernas, a ratos me lamía las manos cariñoso como si lleváramos años de conocernos. me incorporé. Cuando tuve valor fui a la mesa y tomé las cartas.

algo se congela dentro de un sobre cerrado. El aire del momen-to, el olor de la tinta, el perfume de quien escribe. algo queda atra-pado en el papel y al liberarlo puede tomar la forma de una caricia o una bofetada. Yo sentí un temblor suave recorriéndome los brazos, el pecho y la nuca antes de enfrentarme a ese riesgo. abrí el primer

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sobre con delicadeza. Saqué el papel blanco y perfectamente dobla-do. De golpe recordé la mano zurda de Juan, con esa pulsera de hilo rojo y negro, escribiendo sobre la hoja cuadriculada de algún cua-derno, redactando alguna frase, quizás copiando un poema malo para regalármelo después, y todo eso fue una caricia y una bofetada al mismo tiempo. Leí las primeras frases. Observé con cuidado cada letra. Una a, una m, una J. todo en la carta se volvía excesivamente familiar. Sus palabras, su forma de elaborar las frases. me pregunté dónde habían ido a parar las cartas que alguna vez me había escrito cuando éramos niños. ¿Dónde las había guardado? ¿Las había guar-dado? ¿Cómo fue que las olvidé?

tardé el día completo en leer carta por carta. Había recortes de diarios viejos, algunas fotos, boletos de micro, un pase escolar del año ochenta y cuatro, una revista de esas que hacíamos a mano. La muralla, así se llamaba. Un arsenal de recuerdos añejos, recopilados con cuidado y envasados en esos sobres celestes. La letra de Juan aparecía tan clara que me estremecía de sólo mirarla. Era él detrás de cada palabra. Un recuerdo llamaba al otro. Y el rompecabezas se fue armando con menos dificultad de la que esperaba. De pronto tuve las cosas más claras, y lo vi aquí, sentado en el escritorio, diva-gando y escribiéndome.

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Las MicrOs se detuvierOn en la comisaría. Ahí nos bajaron a todos y nos ficharon. Dimos nuestros nombres, cédulas de identidad, direcciones, te-léfonos y huellas digitales. Luego nos separaron, nos vendaron los ojos y entramos en una oscuridad total de la que me costó años salir. A lo mejor éramos muy pendejos, o a lo mejor nos cagaron bien cagados, no lo sé, pero el caso es que no supimos ver las pocas garantías que tuvimos y fi-nalmente terminamos como ellos querían, separados, silenciosos y medio muertos. Ha pasado tanto tiempo y recién ahora vengo a caer en cuenta. Ahora que no hay cómo reparar las cosas. Ahora que estamos todos tan lejos y no sé dónde encontrarte para decírtelo.

GRETA. Escribo tu nombre así, con mayúsculas, haciendo un llama-do urgente sobre esta página en blanco. Greta. Me concentro todo lo que puedo, trato de rearmarte en medio de estas cuatro paredes y te perfilo aquí, sentada en uno de estos sillones, mirándome a la cara con tus ojos grises, sonriéndome feliz, o quizás no, quizás escuchando desconcertada cómo los recuerdos se me arremolinan unos sobre otros. El tuyo más que ninguno.

Greta. Quisiera tanto sentir el sonido del timbre y verte entrar por el marco de la puerta con tu guitarra al hombro. Observar tu silueta flaca y azul instalándose una vez más aquí bajo mi techo. Sentirte respirar,

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hablar, reír, llorar o rabiar, lo que tú quieras. Aparece, Greta. Tu imagen sigue siendo un respiro. Ahora aquí, en medio de este vacío, reencon-trándome con todo, he caminado mentalmente por cada recorrido que hicimos juntos. Del liceo a la plaza, de la plaza al galpón de Serrano, del galpón a mi pieza. He rehecho cada momento compartido. Nuestras conversaciones en el paradero de la micro, las noches en tu pieza con esas paredes tapizadas de afiches y pergaminos, el sonido de tu guitarra, la primera vez que toqué tus pechos y tú te reíste porque te daba cosquillas y no te aguantabas las carcajadas. Esas tardes en que nos quedábamos en silencio, besándonos hasta asfixiarnos, hasta que los labios se nos par-tían y teníamos que usar mantequilla de cacao para disimular tanta calentura. Los sábados con tu hermana y tu mamá, los panqueques con mermelada a la hora de once, los helados de almendra y canela, tu olor a chicle, tu vestido verde, tus calzones de algodón, tu ombligo, el gusto de tu sexo, y cada vez que pienso en ti, por alguna razón se me asoma del bolsillo el recibo de una deuda pendiente.

No sé cómo no pensé en todo esto antes. Hicieron bien su pega, Greta. Nos desarmaron. Nos marearon con tanto olor a flor seca y cementerio. Nos dejaron funcionando a punta de antidepresivos, calmantes, ansio-líticos y pastillas para dormir, despertar y funcionar. Nos injertaron un reloj en la muñeca y nos dejaron corriendo apurados de un lado a otro sin tener tiempo para pensar. Entre tanta carrera estúpida olvidamos lo importante y sólo ahora, que me detuve, tú y el resto de las imágenes regresan a mí, me inspiran y me vuelven el alma al cuerpo otra vez. Es como si recién me hubiera sacado esa venda sucia que me pusieron en la comisaría sobre los ojos. Lástima que ya sea tan tarde. Lástima que ya no estés y sólo tenga que conformarme con verte en la foto desteñida de un recorte de diario del año ochenta y cinco.

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un recuerdo puede diluirse con el tiempo y dejar sólo la sensación, la idea. Fragmentos de Juan, ángulos de tu nuca, primer plano de tu boca, de tu pelo liso y sucio. Con dificultad puedo armarte en mi cabeza. tengo una impresión vaga de lo que era tu olor, el sonido de tus palabras. Es raro, pero estando en esta casa donde todo me re-mite a ti, las ganas de verte me dejan vacía, sin posibilidad de confi-gurarte por completo en mi memoria. tengo curiosidad de tu cara, de tus manos, de tu voz. ¿Cómo hablarás ahora? trato de hacerme una idea cuando miro tus fotos colgadas aquí en los pasillos, pero es difícil. miro tu ropa, escucho el crujir de la madera que pisabas. Los recuerdos se ordenan, las imágenes vuelven y se confrontan con lo que encuentro acá. Cada cosa me cuenta algo nuevo o viejo sobre ti. todo está lleno de significado, cada cenicero, cada boleta, cada frasco de remedios.

Cuando la Greta chica murió pasé meses sin mover nada en la casa. Sólo ocupábamos lo estrictamente necesario. tenía la idea de que si todo seguía tal cual como ella lo había dejado, algo de mi hija estaría conmigo en cada cosa. recuerdo que esa mañana, luego de recibir la llamada de max en el colegio, corrimos al lugar del accidente, pero cuando llegamos, sólo quedaba la camioneta en el

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medio del canal, una grúa que trataba de sacarla y muchos carabi-neros, bomberos y personas que observaban. Los cuerpos de los niños ya habían sido trasladados al instituto médico Legal. miré esa camioneta incrédula. No podía ser la misma en la que yo había dejado a mi hija hacía tan poco tiempo. Había un error. Sin duda que tenía que haber un error.

tomamos el auto como un par de autómatas y todo el trayecto hasta el instituto médico Legal fui pensando que estábamos hacien-do algo equivocado. La camioneta que habíamos visto estrellada en el canal no era la misma, los niños eran otros, y mi Greta estaba en clases en ese momento, posiblemente trabajando con plasticina y no en una camilla helada de ese edificio tan negro y tan frío. al entrar una de las mujeres que estaba ahí nos pidió que reconociéra-mos el cuerpo de la niña. Ni max ni yo podíamos hacerlo, los dos estábamos temblando, paralizados, ninguno tomó la iniciativa. La mujer eligió a max y sin consultarlo lo llevó con ella por un pasillo. Hacía tanto frío. tanto. me senté a esperar en una banca de pintura descascarada. Desde allí pude ver cómo los padres del resto de los niños llegaban con sus caras desencajadas, sin querer entender lo que hacían ahí. La misma mujer los recibía y uno a uno iban pasan-do adentro. mientras esperábamos, la mamá de las mellizas reveco moscoso se sentó a mi lado y me tomó una mano. Yo no la cono-cía bien, pero acepté su contacto. Los papás de la matilde Carreño López llegaron junto a sus vecinos los torres Cepeda. Nadie habla-ba. Nadie comentaba nada. Sólo la madre de los hermanos Pinto acevedo lloraba en nombre de todos los que la acompañábamos mudos. al cabo de un rato max salió de adentro con el rostro páli-do. Entre sus manos traía una caja de cartón. Yo lo miré acercarse. Él llegó junto a mí y me mostró lo que le habían dado. Eran cosas de la Greta. Su zapato izquierdo, un cuaderno, su estuche y restos de un pote plástico con la colación que él mismo había guardado la noche anterior.

mucho más tarde cuando volvimos a la casa intoxicados de tanto café y calmantes, nos encontramos con un lugar lleno de cosas de nuestra hija. antes no lo habíamos notado, pero de pronto la casa

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estaba inundada de ella. Cada objeto cobró sentido. El rompecabe-zas que había dejado a medio armar en la mesa del living. Sus libros para colorear y sus lápices en el comedor. Un juego de cocina, con tazas, platos, ollas y cucharones, que guardaba a un lado del refrige-rador. Su cepillo de dientes, su toalla, su bata de baño. Los dibujos que colgaban de las paredes del pasillo. Sus fotografías. Su pieza completa, con la cama deshecha, con la almohada aún marcada con un círculo de saliva y su guatero con forma de luna todavía tibio. todo nos remitía a la Greta chica. Esa noche dormí en su cama, tratando de llenarme de ese olorcito a vinagre que le salía del cuello empapando las sábanas. tomé su pijama, lo abracé y así estuve mu-chas noches. Cada rastro que quedó de ella lo respeté como quien venera señales sagradas. Cada cabello que descubrí, cada rayado en la pared, cada juguete desparramado por la casa, todo fue detenido en el tiempo y establecido en un nuevo orden inamovible. Fue max el que después de unos meses, y siguiendo los consejos de la tera-peuta, decidió sacar el rompecabezas inconcluso que se encontraba sobre la mesa y guardarlo en su caja. Fue entonces cuando supe que no nos quedaba mucho tiempo juntos.

ahora siento una sensación parecida, pero menos dolorosa. me paseo como un ánima por tu casa, trato de mover y de ocupar lo estrictamente necesario. miro tus fotos colgadas en los pasillos como miraba las de mi hija. Es una verdadera galería la que hay aquí. recuerdo que tus padres instauraron esta idea y llenaban todo con tus mejores momentos desde el día en que naciste en adelante. ahora esas fotos no están, pero en su lugar hay otras. te veo en un lago sureño, seguro que de vacaciones, pescando con una caña. te veo junto a tu mujer, en una ceremonia de algo, quizás una premia-ción, los dos muy formales y tú con una especie de estatuilla en la mano. Luego te veo en una playa caribeña, tomando una piña cola-da, tirado en la arena. te veo sentado en el living leyendo un diario. Luego frente al computador, riendo a la cámara, con un par de lentes que nunca antes vi. me hago una idea de lo que pasó en estos años en los que no estuve cuando miro tus fotos, pero te ves tan distinto. Busco al Juan que yo conocí, pero me cuesta encontrarlo.

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He dormido en tu cama. Es raro dormir ahí porque es una cama matrimonial, de seguro la cama que tenías con tu mujer. El primer día ocupé las sábanas azules que estaban puestas y traté de recono-cer algún olor familiar en ellas, pero no encontré nada. En el velador había un vaso con agua que miré durante mucho rato tratando de encontrar una huella velada en su superficie. imaginaba tus manos y tu boca bebiendo de él por la noche. Bajo la almohada descubrí una camiseta vieja y un par de calzoncillos largos que hasta hoy ocupo para dormir. también he usado tus camisas, tus pantalones y tus suéteres. Hace años que no compraba ropa y la tuya me ha veni-do muy bien. Un poco grande quizás, pero la verdad es que en este barrio de fantasmas da lo mismo lo que uno lleve puesto. me miro al espejo y hay algo tuyo en mi imagen. Eso me acompaña, me gus-ta. tus zapatos no me quedan. Es lo único que definitivamente se ha mantenido ahí, tal cual como tú los dejaste dentro del armario. tampoco he tocado tu escritorio, que ahora está en la que antes era tu pieza, ni tu computador ni la azotea ni ninguno de los cajones de ninguno de los muebles.

No hay libros ni música en esta casa. me pregunto en qué ocu-parías tu tiempo. ¿En el computador? ¿Dando paseos? Seguro que en el jardín, porque pese al desastre que se ha vuelto todo con el polvo y los escombros, sigue siendo tan ordenado y bonito como lo llevaba tu madre. tu otra ocupación debe haber sido la mata de ma-rihuana que se encuentra en un rincón del patio y que no existía en mis tiempos. te cuento que está grande y ni se entera de que todo se cae a su alrededor. Pero lo más importante en tus días aquí en la casa debe haber sido Gaudí. te informo que así bauticé a tu perro: Gaudí. Probé con otros nombres, pero ninguno le acomodaba. Lo llamé Bartolo, aurelio, José ramón, Patricio, alex, un sin fin de po-sibilidades, pero nunca se daba por aludido. Esta mañana, mientras veía una postal vieja que alguien te envió desde Barcelona y en la que aparecía esa casa grande como armada de huesos que hizo el arquitecto catalán, se me ocurrió gritarle a tu perro ese nombre y por primera vez, se volteó, meneó su cola y se acercó.

Gaudí. ¿te gusta? Ese es el nombre de mi nuevo compañero.

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La Greta chica siempre quiso un perro y yo nunca se lo permití. Ya me parecía bastante tener que hacerme cargo de la casa, de max, de ella y de un curso entero de niños, como para además agregar un perro. ahora me arrepiento. Gaudí es bueno y con un ejemplar como él las cosas no habrían ido mal. me lame los pies, las manos, duerme junto a mí y me despierta por la mañana con un par de la-dridos suaves. Quizás es porque llevo tu ropa y el pobre se confun-de un poco, pero la verdad es que su compañía es lo más cercano a amistad que he sentido hace mucho tiempo.

a ratos siento que Gaudí eres tú. Sí sé que es una idea chiflada, pero hay algo de ti en sus ojos. No sé qué. tiene los párpados caí-dos, tiene ojos tristes como los tuyos. Gaudí come y duerme conmi-go, pasea a mi lado por las tardes cuando las obras se detienen y me acompaña como lo hacías tú cuando éramos niños. Hoy fuimos a la plaza a ver cómo seguía el liceo. Nos sentamos en un banco lleno de polvo y desde ahí contemplamos la debacle. No hay nada en pie salvo el viejo gimnasio que de seguro mañana se viene abajo. En el suelo todavía se pueden ver las baldosas del patio y algunos arte-factos de los baños. La reja de la entrada permanece erguida, muy bien cerrada por una cadena y un par de candados, pero sin ningún muro a su alrededor. Gaudí quería que entráramos. No me pregun-tes cómo lo sé, pero estoy segura de que él quería pasearse entre los escombros y probablemente corretear, ladrar y chapotear en los res-tos del liceo, así es que le dije que fuera, pero que yo no me atrevía a acompañarlo. Él me pegó un ladrido suave, como entendiendo mis aprensiones y luego corrió al liceo. ahí estuvo horas retozando en el polvo, tantas que no pude esperarlo. me fui a la casa, lavé la ca-mioneta, como lo hago todas las tardes, comí, me acosté, me dormí y sólo entonces lo sentí llegar y acurrucarse a mi lado.

Cuando amaneció, desperté antes de que él me ladrara. Lo vi durmiendo a mis pies. Cerca de su hocico había algo que me llamó la atención. Era como una presa que había cazado y llevado hasta la cama. me acerqué y vi que se trataba de una billetera sucia y llena de polvo. Era una billetera vieja, de cuero, hecha por algún artesa-no. La tomé, la abrí y adentro descubrí algo más extraño todavía.

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Un pase escolar del año ochenta y cinco con tu foto y tu nombre estampados. también había varios boletos de micro, un billete de quinientos pesos, una caja de fósforos aplastada con mi teléfono anotado en el dorso, un pito de marihuana muy arrugado y viejo, y una fotografía tamaño carné con mi rostro de ese tiempo. tenía el pelo largo y ese herpes en la boca. Sonreía a la cámara, tratando de poner mi mejor cara.

recuerdo bien cuando te regalé esa foto. Fue una tarde de vera-no en que me acompañaste al registro Civil a sacar por cuarta vez mi carné, que siempre perdía, y de las copias para el documento tú me pediste una para llevarla contigo. ¿Para qué querías un recuerdo si me tenías siempre a tu lado? ¿acaso adivinabas lo que se vendría después?

ahora ahí estaba ese recuerdo con el resto de los objetos de la billetera. Los puse todos frente a mí y los miré un buen rato tratan-do de darles una explicación. En medio de eso, Gaudí despertó y meneó su cola satisfecho. todavía no sé de dónde sacó tu perro esa billetera. No sé si la encontró en algún rincón de esta casa o entre los escombros del liceo. Por supuesto que le pregunté, pero nuestra comunicación todavía no es tan fluida, así es que aún no aclaro la intriga.

Hay muchas cosas de todo esto que no entiendo. Carmen Elgueta, que llama a diario para saber de ti, me dice que no te querías mover de esta casa pasara lo que pasara con la constructora. ibas a resistir, no ibas a vender. Pero si es así, ¿por qué te fuiste? Nadie se sube al techo de un edificio y desaparece. Yo simplemente creo que estabas allá arriba y que como cualquier persona razonable, viste que las máquinas se acercaban, bajaste sin que los tipos te vieran y te fuiste, todavía no sé bien por qué. No creo que nadie te haya hecho nada. Esas teorías paranoicas de Carmen Elgueta no me las trago. Lo de la ropa vieja que dejaste supongo que fue una especie de performan-ce secreta y ultrapersonal y, perdona que te lo diga, ultrapendeja también, como respuesta a la demolición del liceo y con ella a la demolición de tus años de niño.

Pero si es así, ¿por qué no vuelves? ¿Dónde estás?

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adentrO nOs interrOgarOn tres veces. Las tres fueron grupos distintos. Recuerdo esa pieza oscura, con una banqueta en medio, y esa sensación de espera constante hasta que la puerta se abría y aparecían ellos, los de turno. Todos preguntaban lo mismo. ¿Quién los manda? Como si necesariamente alguien tuviera que estar sobre nosotros. Nunca me pe-garon. Sólo gritaban y un par de veces me tiraron del pelo con fuerza. Después venía esa venda con olor a vómito sobre los ojos, la oscuridad completa y una celda o una pieza, no lo sé, porque no veía nada, y la voz de Pizarro, Riquelme y Peña, que estaban en el mismo sitio y que comentaban lo que les habían hecho, que siempre era más que a mí. Siempre más que a mí.

Fueron dos días, ¿no? O tal vez tres, no recuerdo, pero fueron días lar-gos. Sólo pude verte cuando nos soltaron. Tu padre y el mío nos espera-ban afuera. Tenías los ojos hinchados y tu herpes había crecido, se había convertido en una gran costra en tu mejilla. Tu pelo estaba sucio. Tenías las rodillas rotas, como si te hubieras caído y las uñas completamente trituradas. No nos dijimos ni una palabra. Sólo nos miramos un rato y nos fuimos cada uno por su lado. Ahí fue que mi papá me subió a su auto, me pegó y me abrazó cuando llegamos a la casa, para luego desaparecer una semana completa. Mi mamá no quiso que saliera. Estuve varios días

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encerrado en mi pieza mirando el techo y fumando, con la cabeza en blanco, en estado de shock, supongo.

Un día apareciste con los Ubilla. Mi mamá nos sirvió té con leche y sopaipillas pasadas porque llovía como nunca. Los cuatro estuvimos callados harto rato. El Ubilla chico canturreaba algo mientras mi mamá nos atendía y preguntaba estupideces como si no hubiera pasado nada. Cuando ya nos comimos todo, fuimos a mi pieza. Yo les ofrecí un pito, pero ustedes no quisieron. El Ubilla grande dijo que estábamos en proble-mas. Estamos mal, socio, la Chica y el Negro desaparecieron.

Desaparecieron. Yo me quedé mudo con las palabras del Ubilla. Me imaginé al Negro y a la Chica con esa venda asquerosa en los ojos, tira-dos en ese lugar que nunca vi, quizás juntos o separados, no sé, y muertos de miedo, porque aunque siempre fueron los más duros, igual esa mierda asustaba a cualquiera. No salieron con nosotros, siguió el Ubilla, y los pacos ahora dicen que nunca pasaron por la comisaría. Sus viejos están como locos, hablando con el Ministerio del Interior, con la Vicaría, con quien sea que pueda ayudarlos. Los pobres no entienden por qué no los soltaron como al resto, por qué los pacos se están lavando las manos, pero nosotros no somos idiotas y sospechamos lo que puede haber pasado.

Tú me tomaste de la mano y sentí algo especial en ese contacto. Tuve ganas de llorar, pero no lo hice, estaba bloqueado. Vi tus dedos sobre los míos, más recuperados que la última vez. Vi tu herpes lleno de crema, poblando tu boca. ¿Qué hacemos ahora, Juan? ¿Dónde los buscamos?, preguntaste. Yo no supe qué contestar.

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ayer estuve otra vez preguntando por ti a los obreros de la construc-ción. Llevé una de tus fotografías, ésa en la que apareces con Gaudí en el patio de la casa, y se la mostré a cada uno de los hombres con los que estuve, pero todos dijeron que nunca te habían visto ni arri-ba del techo del liceo ni en ninguna otra parte del barrio. Después de llevar un rato en eso, José armando Canales, el jefe de obras, nuevamente se acercó para sacarme del lugar. Estaba conversando con un grupo de obreros que comían su colación en unas viandas de aluminio, escuchando la misma respuesta de siempre, cuando Canales apareció y me tomó del brazo y me dijo que era peligroso que anduviera por ahí, que no volviera más y que dejara a sus hom-bres trabajar tranquilos.

Pienso en las ropas viejas que están guardadas en la caja. Esa especie de cadáver sin cuerpo que me entregó Carmen Elgueta. Pienso en las caras de todos esos hombres cuando las vieron ti-radas allá arriba. ¿Las traías puestas? ¿te las sacaste y arrancaste desnudo? ¿Las encontraste en algún rincón de tu casa, tal como seguramente apareció esa billetera que trajo Gaudí, y quisiste de-jarlas allá? todo esto era lo que traía en la cabeza mientras con Gaudí nos devolvíamos decepcionados. Cada vez que intentamos

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algún diálogo con los obreros es lo mismo. Nunca hay respuestas. Caminábamos en silencio mientras nos sacudíamos el polvo del cuerpo, cuando, antes de llegar a la casa, divisé un auto estaciona-do junto a mi camioneta.

Era un auto rojo, moderno, un Peugeot 307 descapotable, con las tapas de los neumáticos recién cambiadas y el tapabarros desa-bollado en el costado izquierdo, seguramente hundido a causa de algún topón a un perro. Era un buen trabajo, apenas se notaba. En cuanto vimos el auto Gaudí comenzó a gruñir. Corrió, se detu-vo frente a la puerta mirando hacia adentro, ladrando con fuerza. Evidentemente había alguien dentro. Por un momento breve creí que podías ser tú. imaginé que habías vuelto, que estarías ordenan-do tus cosas sin sospechar que yo me encontraba ahí. Luego pensé que eso no podía ser. Si eras tú el de adentro no se explicaba la actitud de Gaudí. Yo me acerqué a la casa desconcertada y empujé la puerta lentamente intuyendo una presencia extraña.

al entrar un olor diferente me golpeó la nariz. Era una mezcla de tabaco y otra cosa. Un tufo dulzón que me recordaba el accidente de mi hija. Caminé al living y, sentado cómodamente en uno de los sillones mientras fumaba un cigarrillo, vi a un hombre de terno azul y corbata color guinda seca.

—¿Quién es usted? —me preguntó al verme, sin levantarse del sillón.

—Discúlpeme, pero está en mi casa. ¿Quién es usted?—¿Su casa? Ésta es la casa de Juan acuña.—Sí, pero yo estoy aquí mientras él vuelve.—¿Vuelve de dónde?—No creo que le interese.—me interesa, créalo. ¿Quién es usted?—Una amiga.—¿Una amante?El tipo me hablaba con una patudez que me descompuso. me

observaba de arriba abajo desde el sillón sin mover más que los ojos.

—Soy una amiga —insistí.

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—Discúlpeme, pero como lleva puesta su ropa… Soy alberto Lobos —dijo, poniéndose de pie y estrechándome la mano dere-cha—, el representante de la constructora y sé perfectamente que Juan acuña se fue de aquí.

El tipo tenía los dedos rotos. Las uñas completamente trituradas, incluso llevaba un par de vendas manchadas de sangre. Creo que de ahí emanaba ese olor dulzón tan desagradable como él.

—Le informo, señorita... ¿Cuál es su nombre?—Greta.—Le informo, señorita Greta, que su amigo lleva mucho tiempo

sin aparecer y que estamos sospechando que hizo abandono de su casa.

—¿abandono? La verdad es que no lo creo, se habría llevado alguna cosa.

Lobos me miró y sacó otro cigarrillo. Lo encendió con calma, como dándose un respiro antes de atacar.

—¿Sabía usted que su amigo está casado?—Separado, ¿no?—Pero no divorciado, por lo que las cosas de Juan siguen siendo

de su mujer. Se casaron sin separación de bienes así es que esta casa también es de ella.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso?—Usted vive aquí, ¿no?—Sí.—Y bueno, que va a tener que irse porque lo más probable es

que ella acepte nuestra oferta.—tengo entendido que Juan no quiere vender.—Pero Juan no está, Greta.—Pero estoy yo.Lobos lanzó dos bocanadas de humo y se acercó mirándome

atentamente.—Discúlpeme que sea sincero, pero lo que yo creo es que usted

no es amiga de nadie. Usted no conoce a Juan. Usted es una pobre mujer que no tiene dónde caerse muerta y encontró esta casa vacía y a falta de otro lugar mejor se instaló aquí.

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—¿Le parece que éste es un buen lugar para vivir?—No lo sé, dígamelo usted, Greta.—Discúlpeme, pero tan tonta no soy como para elegir por casa

un sitio como éste.—Váyase entonces. Nos haría un gran favor.Vi a Gaudí asomándose por las ventanas, ladrando molesto, mi-

rándome atentamente, casi como dando una instrucción. Por un segundo creí comprender lo que me pedía.

—Va a perdonarme, Lobos, pero aquí vivo yo ahora. Le rogaría que el que deje esta casa sea usted.

Lobos me miró en silencio.—ahora —insistí.El tipo apagó su cigarrillo a medio fumar. Sin decir una palabra

tomó su maletín, se dirigió a la puerta y la abrió. Sólo antes de salir volvió a hablarme.

—No siga molestando a los trabajadores. Su presencia los per-turba. además es peligroso que usted se ande paseando por las obras.

Lobos salió entre los ladridos molestos de Gaudí. Escuché el motor de su auto encenderse y luego alejarse por la calle.

¿por qué estoy aquí? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué visto tu ropa y habito tu casa? ¿Por qué alimento tu perro, riego tus plantas, limpio a diario el polvo de la demolición que se cuela hasta acá dentro? ¿Qué hay en este sitio que me atrae? ¿Qué relación hay entre esto y mi furgón y mis largas tardes recolectando piezas en Diez de Julio? ¿Por qué terminé aquí y no en el fondo del canal con mi Greta chica? ¿Estará de verdad mi hija ahí? ¿Qué de cierto habrá en eso de que hay uno hoyo grande y oscuro donde se encuentran todos los niños perdidos? ¿Por qué pienso en esto? ¿Por qué barajo esa chiflada posibilidad? ¿Por qué me escribiste? ¿Pensabas conseguir mi dirección y enviarme esas cartas o sólo era un ejercicio mental, una manera de pasar el tiempo? ¿Cómo fue que te acordaste de mí? ¿De verdad encontraste ese recorte viejo del año ochenta y cinco y

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de pronto aparecí en tu memoria otra vez? ¿Por qué nos distancia-mos tanto? ¿Por qué no pensé antes en ti? ¿Por qué los recuerdos afloran por todas partes entre estas cuatro paredes? ¿Dónde estará tu bicicleta roja? ¿tu paraguas negro? ¿Cuántas veces caminamos bajo ese paraguas que se daba vuelta con el viento? ¿Y tu colección de estampillas? ¿tus revistas de comics? ¿tus discos de breakdance? ¿Esa enciclopedia vieja que te gustaba leer allá abajo en el sótano? ¿Y tu abrigo? ¿Por qué si lo llevé puesto tanto tiempo ahora no sé dónde está? ¿Dónde estás tú? ¿Por qué no vuelves? ¿Por qué te espe-ro? ¿te espero? ¿Por qué no me voy de aquí? ¿me voy? ¿me quedo? ¿Por qué?

el día que llegué a esta casa había una olla de garbanzos en el re-frigerador. Por la noche los calenté, me los serví imaginando que los habías preparado tú. a la Greta chica le gustaban mucho los garbanzos. Yo los hacía muy pocas veces, porque se requiere tiempo y dedicación para que queden blandos y sabrosos. Yo no tenía ni tiempo ni ánimo para entregarle toda la mañana a un plato de co-mida. Si me sobraban minutos prefería dormir, descansar. mi pobre hija se alimentaba de puré, fideos, productos congelados, pizza, papas fritas y cuanta porquería rápida hubiese. Yo también comía así. Cuando comía. me imagino la cantidad de mierda que mi po-bre Greta tenía metida adentro. imagino la cantidad de mierda que llevo yo.

Pero ahora tengo mucho tiempo y por eso he probado con esto de las legumbres. He seguido las instrucciones que tú mismo ano-taste en una libreta en la cocina. treinta y siete minutos de cocción, crema, estragón y queso rallado. La receta es impecable porque el resultado es muy bueno. Gaudí y yo saboreamos nuestros garban-zos con mucho gusto y luego nos repetimos.

Hoy estaba preparándolos cuando sonó el teléfono. Siempre lo contesto porque imagino que puedes ser tú, que por fin das una señal, pero normalmente son vendedores que ofrecen productos. Viajes, seguros, tarjetas, créditos, artículos de belleza, servicios de

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primeros auxilios, vinos. En estos días la más insistente ha sido mónica algo, no recuerdo qué. Ella ofrece tumbas en un cementerio nuevo y muy bonito cerca de la cordillera, con planes de pago real-mente convenientes, a muy bajo interés. mónica y el resto te bus-can a ti, por supuesto. ¿Don Juan acuña? No se encuentra en este momento. ¿Y cuándo podrá atendernos? Cuando vuelva. ¿Y cuándo vuelve? No lo sé, hasta luego, muchas gracias. Siempre anuncian una nueva llamada y la amenaza se concreta. Yo vuelvo a decir que no estás, ellos cortan y vuelven a llamar otro día y otro y otro. Se molestan cuando respondo lo mismo, dicen que los deje hacer su trabajo, pierden esa amabilidad del comienzo y advierten que harán una visita porque creen que estoy mintiendo, que tú estás a mi lado negando tu presencia. Pero te decía que hoy sonó el teléfono y que cuando tomé el auricular no fue un vendedor lo que oí. Era otro el discurso.

—¿aló? —contesté.—¿aló? ¿Con quién hablo?Era una mujer. tenía la voz ronca, preocupada y algo nerviosa

también. Pensé que era mónica, la tipa de las tumbas.—¿Con quién quiere hablar? —pregunté.—Con Juan.No, no era ella. mónica o cualquiera de sus secuaces siempre

preguntan por don Juan acuña, no por Juan, así a secas, con ese grado de confianza.

—Él no está ahora.—Perdón, ¿pero quién eres tú?—Una amiga de Juan.—¿Qué amiga? Juan ya no tiene amigos.—Bueno, me tiene a mí.—¿Eres su amante?Otra vez la misma canción, el tema ya me estaba aburriendo.—No.—¿Entonces quién eres?—Ya le dije, una amiga, una vieja amiga de sus tiempos del

liceo.

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—¿Cuál es tu nombre?—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?—Disculpa que te moleste con mis preguntas, pero estás respon-

diendo mi teléfono, en mi casa y estás hablando de mi marido. así es que vas a perdonarme, pero merezco todo tipo de explicaciones.

Debí imaginar que esa llamada iba a ser hecha en algún minuto. mientras escuchaba a tu mujer pensaba en qué cresta estaba ha-ciendo yo ahí, aguantando el cuestionario constante del que se me cruzara. Definitivamente ése no era mi lugar. ¿O sí?

—Juan no está. Se fue y no ha vuelto.—Entonces es cierto.—tan cierto que llevo bastante tiempo aquí esperándolo y con-

testando sus llamadas.—¿Cuánto?—No lo sé. mucho.—¿tanto como para presumir una desgracia? —preguntó.—Si a Juan le hubiera pasado algo, nos habríamos enterado, ¿no

crees?—No lo sé. Desapareció y yo no tenía idea.—¿Y por qué de pronto te interesó el tema?—Bueno, es mi marido, que se haya chiflado no quiere decir que

no me importe lo que le pase.tenía razón. Era tu mujer. Yo no debía meterme más de la

cuenta.—Disculpa, es que pensé que llamabas por el asunto de la casa

—respondí.—también llamaba por eso. Él no quería venderla, ¿no?—No.—Es una tremenda chifladura, en vez de sacarle partido a la

situación, él se empecina en echarlo todo a perder más. ¿antes tam-bién era así?

—Nunca le gustó sacarle partido a las cosas.—Huevón desde chico, lo imaginé. ¿me podrías avisar si sabes

algo de él? mi teléfono está anotado en la libreta del mueble chico. me llamo maite Linderos. Estoy por la m de maite.

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revisé la libreta y vi el número anotado por tu puño.—Hace mucho que Juan no andaba bien, ¿sabes? todo le moles-

taba, todo le hacía mal. teníamos una buena vida, pero él mandó todo a la mierda para encerrarse ahí en esa casa. No me extrañaría que se haya ido y que no piense volver más. En todo caso, igual avísame si da señales de vida.

—Prometido.Colgamos las dos al mismo tiempo. maite Linderos. miré su

fotografía ahí en el mueble, con ese traje de novia, con su moño bien peinado, con el ramo y contigo junto a ella vestido de terno y corbata. Se veían bien. Probablemente felices. O por lo menos con el firme propósito de serlo. Cómo llegan a torcerse tanto las cosas como para que esa misma mujer ahora no tenga idea del que era su marido. Cómo llegaron a torcerse tanto las cosas como para que yo no supiera de ti durante tanto tiempo.

El teléfono sonó nuevamente. Dudé en responder porque los garbanzos ya iban a estar listos, pero después de unas buenas cam-panadas tomé el aparato.

—Soy yo, maite. Disculpa que te llame otra vez, pero es que hay cosas que no te dije. De hecho ni siquiera pregunté tu nombre.

—Greta.maite se quedó en silencio por un momento. La sentí respirar

del otro lado de la línea.—¿Estás ahí? ¿Pasa algo? —pregunté.—No, nada. Perdóname, es que tu nombre me llamó la

atención.—¿mi nombre? ¿Por qué?—Por... nada. Sólo es un nombre raro, ¿no?maite se quedó en silencio nuevamente. al cabo de un momento

volvió a hablar.—Bueno, Greta, hay algo más que quería hablar. recién no qui-

se mencionarlo para que no lo tomaras a mal, yo no quiero ser mal educada, la idea era esperar un poco más de tiempo, pero la verdad es que no tiene sentido aguantarse más. ando un poco ansiosa.

—Dime.

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—¿tú estás informada de que esa casa es mía también?—Sí.—Yo no quiero echarte, sería una patudez porque hace mucho

que yo no tengo nada que ver con ese lugar, pero de todas for-mas podríamos juntarnos a hablar del tema. Sobre todo si él no aparece.

—aparecerá.—Sí, seguro. Pero si no lo hace, que no me extrañaría, me gus-

taría finiquitar todo este asunto.—Entonces sí quieres venderla.—Es sólo una idea, por si Juan no aparece. Es que necesito plata,

¿sabes? Y lo de la casa no me vendría nada de mal.maite se quedó callada un momento.—¿tienes hijos? —preguntó.—Sí —mentí—. Una niña.—Entonces me vas a entender mejor. Yo estoy embarazada. No

es de Juan, es de mi nueva pareja. Y la verdad es que cualquier entrada extra estaría muy bien para la llegada del niño porque me echaron de la pega cuando me vieron la guata. maricones, por eso no me quisieron hacer nunca un contrato. Es increíble cómo la gen-te puede ser tan perra. Yo sabía que esto iba a pasar, y pasó, todo tan predecible. Disculpa que hable así, pero es que esto me tiene muy nerviosa. ¿me entiendes?

—Claro.—Quizás podría ir a verte algún día, no sé cuándo, más adelan-

te, cuando las cosas sobre Juan se definan, y conversamos del tema. De la casa, ¿no?

—Como quieras.—muchas gracias, Greta. De verdad.maite habló un poco más de su trabajo y de la gente que la ha-

bía echado. Lloró. Luego se repuso y luego lloró de nuevo porque todo era tan difícil. Y siguió llorando, para finalmente reponerse por completo, despedirse y cortarme otra vez. Yo desconecté el te-léfono para no tener que escucharlo más durante la mañana. Volví a los garbanzos, que se habían pasado un poco de cocción, y traté

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de arreglarlos con la crema, el aliño y el queso rayado. El resultado no fue el de siempre, pero tampoco estuvo mal. Dejé que el gui-so reposara un poco, me fui a la alfombra y ahí me quedé tirada pensando en ti, en cómo habrías tomado la noticia del embarazo de tu ex, en qué harías con respecto a la casa, en cuánto habrías resistido con toda esa bulla y ese polvo. Pensé y pensé hasta que me dormí.

tengo un sueño recurrente. Es un día nublado, de poca luz y mucho frío. Yo me encuentro manejando mi camioneta por avenida Diez de Julio cuando te veo sentado en la vitrina de una de las tiendas. Específicamente en la del Palacio del repuesto. Siempre estás aden-tro, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo o un pito, no lo sé. Vistes la ropa que guardo en la caja de cartón. El gamulán, el suéter azul, los bototos, el pantalón plomo y la camisa blanca, pero todo te queda algo chico, desajustado, demasiado estrecho para tu nuevo cuerpo. Yo te miro al pasar, ahí, detrás del vidrio, como un pez en exhibición. te descubro desde mi asiento mientras controlo mi manubrio de I love Chile. Siempre quiero detenerme, pero no puedo. Hay mucho tránsito, todos me tocan la bocina, todos quie-ren que siga avanzando y no me dejan parar. Yo señalizo, quiero estacionarme frente a tu acuario de repuestos, pero soy arrastrada por la corriente de autos. Un mar de vehículos me toma, me lleva, no puedo rebelarme, avanzo por la calle, me alejo y tu imagen se me pierde de la vista. Sólo logro verte por última vez en el espejo retrovisor de mi camioneta, muy pequeño, con cara de miedo y con un par de ojos que me piden que vaya por ti, que te saque de esa vitrina. Siempre es igual. Siempre.

Esta vez el ruido del timbre me despertó. No sé qué hora era, pero las obras ya se habían detenido así es que probablemente ha-bían pasado las seis. Escuché que Gaudí ladraba y corría feliz allá afuera y que una voz ronca de mujer lo saludaba. Cuando abrí la puerta los vi a los dos, a la mujer y a él, acariciándose.

—¿maite? —pregunté.

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—Sí, soy yo. ¿Greta?Hice pasar a maite y nos instalamos en el living, donde ella se

tiró en el sillón. tiene una guata grande que le pesa y la cansa más de la cuenta. Debe tener unos siete u ocho meses de embarazo. Sus piernas y sus manos están hinchadas. Seguro que debe sentirse muy agotada. Le debe faltar el aire y la acidez después de cada comida debe ser una constante, además de ese apetito infernal que no se acaba con nada. Y la ansiedad, esa tremenda ansiedad, esas ganas de que todo pase lo antes posible.

—Disculpa que haya venido así, Greta, tan de golpe. Pero es que no me aguanté. traté de no venir y dejar esto para más adelante, tal como te dije, pero no pude.

maite es distinta a las fotografías que hay aquí. Su pelo tiene otro corte y lo ha teñido colorín. Supongo que también es su embarazo lo que la hace ver tan diferente. Esas ropas anchas, sueltas. Nada comparado a los vestidos ajustados con los que la conocí en las pa-redes de esta casa. mientras ella observaba todo con curiosidad, yo sacaba mis conclusiones y me preguntaba qué era lo que te gustaba de maite. ¿Su voz profunda? ¿Sus ojos negros?

—Si no es por el desastre que hay allá afuera, cualquiera diría que aquí no ha pasado nada. todo sigue igual —dijo mirando la casa—. incluso Dalí, se ve igual.

—¿Dalí? —pregunté.—El perro.Dalí, pensé. No anduve tan lejos en el bautizo.—así que tú eres Greta. La amiga de Juan. Seguro que alguna

vez me habló de ti, pero yo soy muy distraída, no retengo nombres ni caras, nada, todo se me olvida.

Las dos nos miramos un momento en un silencio incómodo. maite estaba muy nerviosa, movía sus dedos y sus pies hinchados sin dejarlos nunca quietos, y se rascaba la espalda contra el sillón disimuladamente, tratando de que yo no lo notara.

—¿Quieres algo? tengo garbanzos, los hice yo misma.—No, no te preocupes, en realidad lo mío aquí es corto y preci-

so. ¿tú crees que podamos vender ahora?

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maite me miró atentamente. Sus ojos estaban algo irritados por el polvo. imaginé el esfuerzo que tendría que haber hecho para ve-nir. Este sitio no es el mejor para una embarazada como ella. Seguro que el tema de la casa la tiene muy ansiosa.

—¿Qué pasa, Greta? ¿Por qué no me contestas? ¿Lo dije muy de golpe? Perdóname, es que esto de las hormonas me tiene sin ningún filtro.

—me dijiste que la venta era sólo una idea —respondí.—Si Juan estuviera yo no me metería en esto, pero ya que no

está, creo que debo hacerme cargo.—Entonces no me preguntes. Esto no es algo en lo que yo pueda

opinar —respondí.—Pero estás viviendo aquí.—Sí, pero ésta no es mi casa, maite—¿me estás diciendo entonces que vendamos?—No es eso lo que Juan quiere.—Pero Juan no está.—Sí, pero no se ha muerto.—¿Cómo podemos estar seguras?—Bueno porque nos habríamos enterado, por lo menos habría

un cuerpo para saberlo.maite sacó una cajetilla de cigarros de su cartera.—¿No te molesta que fume? Lo había dejado, ¿sabes? Pero cuan-

do me echaron y me quedé sin pega volví al vicio.Ella encendió un cigarrillo. Parecía más calmada cuando exha-

laba el humo.—tú sabes, Greta, que hay un tiempo de espera para decla-

rar una presunta desgracia. No sé cuánto es ese tiempo, puedo averiguarlo, pero en cuanto se cumpla en relación a Juan, podría-mos vender.

—Supongo que sí.—¿Entonces estás de acuerdo?—Bueno, si me preguntas mi opinión, yo no creo que esté bien

vender y entregar la casa si su dueño no quiere hacerlo.—Yo también soy su dueña.

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—Lo sé, y también sé que finalmente tú vas a decidir.—¿Y si sabes todo eso por qué no te vas ahora?—¿Quieres que me vaya?—No quiero echarte.—No quieres echarme, pero quieres que me vaya.maite me miró un momento. De pronto su boca se entristeció

avergonzada y explotó en un sorpresivo llanto.—Entiéndeme, por favor, estoy tratando de ser lo más educada

posible, lo menos que quiero es ir de perra por el mundo, pero es-toy embarazada, me acaban de echar de la pega, necesito la plata, qué quieres que haga, si Juan se mandó a cambiar, yo no puedo desperdiciar esta oportunidad.

maite lloró mucho rato, se disculpó y siguió llorando hasta que finalmente aceptó comer un plato de garbanzos porque tenía ham-bre. Según ella era eso lo que la ponía tan sensible y no el festival de hormonas que le zapateaban en el cuerpo. Yo serví un par de platos. Puse pan, vino y agua en la mesa, y finalmente nos sentamos en el comedor a comer y conversar más tranquilas.

—Están muy buenos tus garbanzos —dijo.—Es una receta de Juan.—¿De Juan? Pero si él no sabía ni cocer un huevo.maite comía entusiasmada mientras yo le servía algo de vino.—¿No tienes idea dónde puede estar él ahora? —pregunté.—No.—¿Y tienes idea por qué se fue?—La última vez que hablamos estaba obsesionado con Lobos,

tenía mucho miedo. Yo creo que simplemente se asustó y no quiso quedarse aquí.

maite terminó su plato rápidamente. Dejó los cubiertos, se lim-pió la boca con una servilleta, y entonces me miró a los ojos como buscando una respuesta.

—tú conociste bien a Juan, ¿no? ¿Crees que haya tenido alguna falla de niño? Digo... algún problema en su cabeza.

—De chico era muy normal —respondí.

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—¿Y esa vez cuando lo agarraron los pacos? ¿No le habrán he-cho algo que lo dejó un poco mal? No sé, un golpe, corriente... te pregunto porque a mí nunca me contó nada de eso.

—a mí tampoco —mentí—. ¿Quieres más garbanzos?maite asintió y yo fui a la cocina a servirle un plato más. Cuando

se los traje ella siguió comiéndolos con hambre mientras hablaba.—Yo quería mucho a Juan, ¿sabes? No creas que siempre nos

llevamos mal. Nos conocimos por teléfono. Yo lo llamé un día, sin saber bien quién era, como llamaba a todo el mundo en ese tiempo, para ofrecerle un paquete turístico, creo que era un fin de semana en Bariloche o algo parecido, y él fue muy educado, muy amable, y aunque no quiso el servicio, me contestó cada vez que yo le hablé por otras ofertas. Buenos aires, Bahía, Viña, La Serena, iquique, cuanto paquete apareciera yo se lo ofrecía, y él nunca un estoy ocu-pado, no moleste más, no me interesa. Él siempre escuchaba, luego hacía un par de preguntas y después terminaba la conversación di-ciéndome que por ahora no le interesaba el servicio porque no tenía tiempo para vacaciones, pero que a lo mejor más adelante podría ser. me encantaba llamarlo. Es que era tan educado, tan gente, que te juro que eso me iluminaba el día. Uno escucha cada respuesta histérica por el teléfono, es increíble lo agresiva que andan las per-sonas, las cosas más atroces me han dicho, y eso que yo no llamo para sacarle la madre a nadie, lo único que hago es ofrecer un ser-vicio turístico. Y así estuvimos con Juan un año entero en conversa-ciones telefónicas, sin vernos ni un pelo, hasta que un día apareció por la agencia porque tenía que ir al sur a hacer una pega y quería que yo le gestionara todo. Cuando lo vi, lo reconocí de inmediato por la voz. Estoy buscando a la señorita maite Linderos, me dijo, y yo te juro que sentí que se me movía el piso porque lo encontré tan suave para hablar, tan delicado, tal como lo escuchaba por teléfono, pero mejor y más, porque Juan era bien guapo en ese tiempo, no como ahora que estaba hecho una calamidad, barbón, con el pelo largo, todo desastrado. Pero te decía que la cosa es que lo vi y me gustó. Le dije que yo era maite Linderos, y él me dijo que por mi voz tan especial se daba cuenta. Yo le pregunté si le gustaba mi

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voz, y él me respondió que por mi voz era que estaba ahí. Lo estoy viendo esa mañana, parado frente a mi escritorio. andaba con una casaca negra y esa misma camisa azul que tú tienes puesta ahora. En ese tiempo era nueva, le quedaba tan bien. Una semana después, cuando volvió de su viaje, me fue a ver. me traía unos chocolates sureños de regalo y me invitó a almorzar para agradecerme todo lo que había hecho por él, que en realidad no era nada especial, mi pura pega no más, y yo acepté. Salimos y ni me importó el flaco con el que andaba en ese tiempo, que era un flaco bien bueno, pero que no se comparaba con el Juan de esos años. Haciéndote el cuento corto, te digo que salimos un par de meses y después yo me vine a vivir a esta casa. Fue así, muy rápido. Él no quiso que arrendáramos un departamento, yo tengo una amiga corredora que nos ofreció unos buenísimos, DFL2, modernos, con todo nuevo, impecables, pero él dale con quedarse acá, que ésta siempre había sido su casa, y yo, que en ese tiempo estaba enamorada hasta las patas, le dije que bueno, que hiciéramos como él quisiera, y me vine con mis maletas a instalarme aquí. Lo malo fue que a mi papá le pareció pésimo la idea de la convivencia y desde el primer día empezó a hinchar para que nos casáramos. Que no podía ser que estuviéramos así, arre-juntados, que yo no era una cualquiera, era una señorita, que tenía que hacer las cosas como Dios manda y no al lote y patatí patatá, el resultado fue que Juan, que no tenía ninguna gana de entrar a una iglesia, aceptó hacerlo de puro enamorado, y así le dimos el gusto a mi papá e hicimos una fiesta tremenda, con todos los colegas de mi viejo, con los amigos, los compañeros de trabajo y cuanta gente cupo en el lugar. teníamos una torta preciosa, una orquesta y una cena de lujo. Fue tan lindo. Desde ese momento en adelante todo fue muy bueno en los primeros años. Si te juro que miro esta casa y me da una pena negra porque está llena de recuerdos.

maite comenzó a llorar nuevamente. miraba la casa sentada des-de el comedor y parecía emocionarse con todo. Yo le serví otro poco de vino y ella se lo bebió muy rápido.

—Discúlpame que me ponga así, pero es que esto es tan difícil. Yo quiero mucho este lugar, aunque siempre hubiera preferido vivir

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en un departamento más moderno, pero aquí viví finalmente y aquí pasaron tantas cosas. Cosas buenas y malas, hay que decirlo, por-que aunque con Juan pasamos momentos lindísimos en esta casa, también lo pasamos pésimo. Según Juan no fue culpa nuestra. Él dice que la pega y la forma de vivir que teníamos nos mandó a la cresta. Yo no estoy de acuerdo. Yo creo que fue él el que se anduvo chiflando. Es cierto que trabajábamos harto, que pasábamos mucho tiempo en eso, pero si las cosas empezaron a ir mal fue por culpa exclusiva de él. Es que de repente se volvió muy raro. No sé bien por qué, pero enloqueció por completo. Un domingo cualquiera subió al entretecho y estuvo la tarde entera ordenando cachureos viejos, que allá arriba hay muchos. Era de noche cuando bajó, todo sucio de polvo. Yo estaba acostada, viendo una serie del cable, me encantaba acostarme a ver tele, todavía me encanta, aunque den puras leseras, cuando Juan apareció en la pieza lleno de recortes, papeles y porquerías viejas y me dijo que no iba a tomar más sus pastillas. Desde antes que lo conociera Juan tomaba a diario unas pastillas, nada serio, creo que era ravotril o fluoxetina, no sé cual, pero en todo caso una cosa completamente normal, como tomo yo, como toma todo el mundo, pero esa noche, decidió que no las quería más. Estoy chato de esas porquerías, no puedo estar aneste-siándome toda la vida, esas cagadas hacen que pierda la memoria y se me olviden las cosas importantes, dijo. No me preguntes qué relación había entre el orden del entretecho y sus pastillas, pero por alguna razón bajó con esa idea fija y desde entonces no las tomó nunca más. Yo al tiro lo noté raro. Empezó a quejarse de todo, de la pega, de la comida, de sus colegas, de sus amigos. Nada le satisfacía, todo lo encontraba charcha, superfluo, decía que las cosas no tenían brillo, que la gente era tonta. Quería que tuviéramos un hijo, estaba empecinado con que eso era lo que necesitábamos para estar mejor, pero yo no me animaba porque sospechaba que en la pega me iba a pasar esto mismo que me pasó ahora y porque en ese momento estaban a punto de ascenderme a un cargo mucho mejor. Yo quería ese puesto y Juan no podía entender que mi pega me importara al punto de querer aplazar la maternidad. Peleamos harto por el tema.

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Él se taimaba e insistía e insistía, pero yo no di nunca mi brazo a torcer porque finalmente iba a ser yo la que tenía que sacrificarme, anclarme a un crío, dejar de trabajar, de dormir, de salir y de vivir, como finalmente pasa. Entonces fue cuando ocurrió lo del auto. Un día de lluvia salimos por la mañana, me fue a dejar al trabajo y des-pués, mientras iba apurado a una reunión de su pega, se detuvo en pleno américo Vespucio. No quiso seguir avanzando, paró el motor del auto, se quedó ahí hasta que se armó un tremendo taco y lle-garon los carabineros, una ambulancia y se lo llevaron de urgencia a la Posta Central donde fui a buscarlo. Juan no tenía nada, estaba perfectamente sano, pero sí más chiflado que nunca. me chatié, me dijo, no quiero andar en ese auto nunca más, no quiero tacos, no quiero carreras, no quiero horarios, no quiero vivir pendiente del reloj todo el día, renuncio. Y así fue. Dejó la pega, se desconectó de todo y se quedó aquí fumando marihuana el día entero. Yo no supe qué hacer. Pensé que se le iba a pasar con el tiempo, que era una depre momentánea, pero no pasó. Juan enloquecía cada día más. No le importaba que yo me matara trabajando para mantener sus excentricidades. No quiso terapias, ni pastillas, ni vacaciones, simplemente quería tiempo, me dijo. Yo aguanté lo más que pude, pero mi paciencia se agotó. además hacía unos meses que yo estaba saliendo con mi pareja de ahora, un publicista que trabajaba en el mismo edificio que yo y que nos topábamos en el ascensor, o en el hall central, y nos mirábamos y un día, mientras esperaba a Juan que iba a ir a buscarme, nos fuimos a tomar un café en el local de abajo. así comenzamos a relacionarnos de a poco, un café tras otro, y un happy hour y otro y otro, sin afán de nada, porque él era casado también y ninguno quería problemas, además él tiene una historia muy triste que a mí me conmovió mucho y así, un poco acompa-ñándonos, un poco lamiéndonos las heridas, terminamos juntos. Yo no quería gorrear a Juan, pero él me empujó a hacerlo. Uno nunca quiere estar solo y con Juan me sentía sola, triste, pequeña, porque empezó a despreciar todo lo que yo era, mi trabajo, mi vida, mis ocupaciones, y te digo que no hay nada más doloroso que sentirse despreciada por la persona que más quieres. En resumen, me fui de

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esta casa, me llevé todo lo que pude, el auto incluido, en forma de indemnización, y ahora estoy con mi nueva pareja, con esta guata de siete meses, sin pega y con una soriasis en la espalda que me tiene loca, ¿me puedes rascar un poco? Quién iba a decir ese día que me fui de aquí con el auto cargado, que casi un año después iba a volver en estas condiciones. Con las hormonas dadas vuelta, muerta de miedo, porque tengo pánico de lo que vaya a pasarme ahora, sin trabajo, con la isapre suspendida, porque no tengo plata para pagarla, con Juan desaparecido, con esta casa de la que tengo que hacerme cargo y llena de problemas, otro tipo de problemas a los que me daba Juan, claro, pero problemas al fin y al cabo. Por la cresta, estoy tan arrepentida de haberme embarazado.

maite terminó su plato de garbanzos afligida mientras yo le ras-caba un poco la espalda que tanto le picaba, y trataba, no sé bien por qué, de animarla a punta de lugares comunes como: tranquila, vas a estar bien, tu hijo te necesita, etc.

—¿tu pareja no te apoya? —le pregunté al cabo de un rato.—Sí, claro que sí, pero él tampoco anda muy bien. tiene proble-

mas con el trago, ¿sabes?El teléfono celular de maite sonó en su bolsillo. Ella lo tomó,

vio el visor de su pantalla, y pidiéndome disculpas, contestó rápidamente.

—¿Qué pasa, mi amor? Estoy ocupada ahora —dijo al teléfono.Yo me puse de pie y llevé los platos sucios a la cocina para de-

jarla hablar a solas.—Sí, me vine para acá, tenía que hacerlo. ¿Cómo que por qué?

Ésta es mi casa. Sí sé que ya no vivo acá, sólo vine por el asunto de la venta, ya te lo dije por teléfono, te llamé especialmente para decírtelo, por la cresta, que nunca me escuches lo que te digo.

maite se puso de pie y comenzó a caminar por el comedor.—Sí sé que estás cansado, pero si tomaras un sólo litro de whis-

ky menos al día tendrías alguna neurona disponible para ponerme un poco de atención. ¿Qué quieres? ¿Que te aplauda cada borra-chera? Pero entiéndeme tú también, me llamas con ese tonito, me puteas porque se me ocurre venir para acá a hacerme cargo de mi

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casa, que si la vendo, un poco de plata nos podría dar para arreglar todos los cagazos que tenemos. ¿Qué? No soy una irresponsable. No seas escandaloso, esto no es el quinto infierno. Nada me va a pasar aquí, no es peligroso ni en mi estado ni en ningún otro. además ya no hay nadie trabajando en la demolición a esta hora, por lo menos esta gente tiene la decencia de parar de trabajar en algún minuto, no como tú que sigues de largo y te importa una raja mi guata, mis achaques, mis antojos, lo que te digo, lo que hago y todo lo que me pase. todo.

maite volvió al llanto. Era imposible no escucharla desde la cocina.

—Discúlpame que te hable así. tú sabes que esto es tan difícil. además esta casa está llena de malos recuerdos. ¿Dónde estás? ¿Por qué no me vienes a buscar? Sí, es por esa misma calle. No dejan en-trar autos, pero a esta hora no pasa nada. Ven por favor, hay polvo por todos lados y no quiero pegarme la caminata sola a esta hora. 2050, ése es el número, pero da lo mismo porque es la única casa en pie y con luz que vas a ver. Es tan triste estar aquí. Sí, mi amor, yo sé que me quieres. Sí, tesoro, yo te espero. te quiero mucho, mi amor. te espero.

maite colgó el teléfono y se sentó en un sillón. así la vi cuando me asomé desde la cocina: sentada, rascándose la espalda y lim-piándose las lágrimas con la mano disponible. Su rimel negro le co-rría por las mejillas. traté de imaginarla ahí mismo, sin guata, con el pelo negro y sus vestidos ajustados como los de las fotografías. traté de verla en esta casa, habitándola cómodamente junto a ti, e intenté hacer la conexión entre ustedes, pero no pude. El Juan que recuerdo poco tendría que ver con esta maite, pero en fin, yo misma creo que poco tengo que ver con la Greta que fui.

—me van a venir a buscar —dijo cuando me divisó en la puerta de la cocina—. ¿No te importa que me quede un rato más?

—Es tu casa —respondí—. Si quieres te quedas, si quieres la vendes.

maite sonrió y yo me senté a su lado para seguir rascándole la espalda inflamada.

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eL negrO vivía cOn su MaMá y su hermano en una casona vieja del barrio Matta. Su mamá era en realidad su abuela y su hermano era en realidad su tío, ¿te acuerdas? Pero de eso el Negro se vino a enterar apenas unos meses antes de la toma. Su madre, la verdadera, lo había dejado muy chico al cuidado de su abuela y se había ido para no dar más señales de vida. Por alguna razón extraña, la abuela decidió de-cirle que era su madre y que su tío, unos veinte años mayor que él, era su hermano. Todos los que íbamos a la casa del Negro sospechábamos del asunto porque la Mirnita, así se llamaba su mamá, era demasiado vieja para tener un hijo de la edad de nosotros. La señora era cariñosa y cuando íbamos a almorzar nos servía de a tres platos. Nos preparaba arroz con leche o sopaipillas pasadas y nos hablaba del movimiento agrario y del campo de Talca de donde ella venía. Era escucharla y verla para darse cuenta de que era una abuela. Sólo el Negro era in-capaz de ver más allá.

La Chica Leo vivía con una tía solterona en un departamento viejo de Pedro de Valdivia. La Chica Leo se había ido de dos años a Inglaterra. Se la habían llevado sus padres para el Golpe, y allá se crío hasta que el año ochenta y dos sus papás decidieron volver. La trajeron de vuelta y la instalaron en un colegio inglés del barrio alto. La Chica se sintió

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perdida cuando pisó Chile. Encontró todo feo y oscuro, le costó mucho acostumbrarse. Pasó por varios colegios antes de caer en su liceo de mi-nas. En todos se sentía incómoda, no le gustaba andar de uniforme y mucho menos tener que formarse después del recreo y cantar la canción nacional con estrofa de milicos y todo cada lunes por la mañana. Fue difícil para la Chica, pero finalmente se acostumbró. En el liceo de minas hizo amigas y cuando llegó al galpón de Serrano y la conocimos fue siem-pre el alma de la fiesta. La recuerdo preparando vino navegado, con esas margaritas que se le armaban en las mejillas cuando se reía y recitaba poemas de Whitman en inglés. Pero en cuanto se estaba sintiendo bien en Chile sus papás decidieron volver a Londres, que era donde vivían. Creo que fue por un tema de plata, de trabajo, no lo recuerdo, pero el caso es que después de dos años de estar aquí los viejos se la quisieron llevar. Ahí la Chica se enojó. Les dijo que no podían jugar con ella, que habían estado toda la vida hablándole de Chile, del momento del regreso y que ahora, que ella había hecho su mejor esfuerzo, no pensaba irse nunca más. Que se fueran, les dijo, pero que ella se quedaba. Así fue que la Chica se instaló en el departamento oscuro de su tía Fresia, así se llamaba la doña, ¿te acuerdas? En las vacaciones se iba a Londres, y una que otra vez alguno de sus papás vino a verla.

La Mirnita y la señora Fresia no se conocían. La primera vez que se vieron fue en la puerta de la comisaría preguntando por sus hijos o por sus medios hijos, no sé cómo llamarlos. Ellas fueron las primeras a las que les dijeron que la Chica y el Negro nunca habían entrado a la co-misaría y que por lo tanto ellos no tenían cuentas que dar. Los papás de la Chica llegaron una semana después y recibieron la misma respuesta cuando insistieron. Nosotros estuvimos con ellos. Les dijimos que la Chica y el Negro entraron a las micros de pacos, que estuvieron en la comisaría, que aunque adentro no veíamos nada con esas vendas asquerosas que nos ponían, habíamos escuchado sus voces. El Ubilla chico había estado con ellos en la celda. Estuvieron juntos hasta que al Negro se lo llevaron para interrogarlo y a la Chica para curarle la nariz que le sangraba. Luego nunca volvió ninguno de los dos. Ésa era la última pista que teníamos de ellos y el Ubilla chico declaró esta versión en cuanto lugar pudo para ver si de algo servía.

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Después vino un periplo largo por otras comisarías de Santiago, por el Ministerio del Interior, por Tribunales, por la Vicaría. Vinieron mar-chas, velatones, manifestaciones, paros, pero nunca conseguimos nada. Pasó un mes y la Chica y el Negro no aparecieron. Pasaron dos meses. Pasaron tres. Pasaron cuatro y cinco. Una noche al Ubilla chico lo aga-rraron un grupo de tipos en la esquina de su casa, lo subieron a un auto, se lo llevaron lejos y le pegaron durante un buen rato. Por hocicón, le dijeron. El Ubilla apareció en pelotas en un terreno baldío de Pudahuel, muerto de miedo y con cuatro costillas quebradas.

Así terminó el año ochenta y cinco. Los papás de la Chica Leo se devolvieron a Londres mientras la Mirnita y la señora Fresia siguieron golpeando puertas. Después de la paliza al Ubilla chico se lo llevaron a Concepción, donde sus abuelos, para que hiciera el cuarto medio allá. Recuerdo el último día de clases.Muchos jugaban en el patio a tirar bom-bas de agua, huevos crudos y harina. Nosotros nos fuimos al galpón de Serrano con Riquelme, Pizarro, Peña, el Ubilla grande y la Juana Ibáñez. El galpón estaba oscuro. Tú encendiste unas velas y las pusiste cerca del hoyo ese que había en el centro. Todos nos acercamos. Nos sentamos alre-dedor mientras la Juana sacaba de su mochila la boina del Negro y tú el bolso de lana de la Chica Leo. No dijimos nada. Ningún discurso heroico o revolucionario de esos que tanto nos gustaba hacer. Nos quedamos ca-llados. Tú tiraste al fondo del pozo el bolso de la Chica y la Juana hizo lo mismo con la boina del Negro. Permanecimos ahí mucho rato. Desde afuera llegaba el ruido de la calle, de los autos, algunas voces. Nosotros sólo fumábamos y mirábamos para abajo como despidiéndonos de algo.

Recuerdo que cuando se hizo tarde nos pusimos de pie, nos fuimos a la salida del galpón y nos despedimos mientras Pizarro cerraba el portón verde con un candado. El Ubilla grande, que había salido de cuarto, se iba a estudiar al sur para acompañar a su hermano. La Juana Ibáñez terminaría sus estudios en Francia donde estaba su papá. Pizarro se iba a meter en un preuniversitario para sacar un buen puntaje en la prueba de aptitud académica y estudiar ingeniería comercial, que era lo que sus padres querían para él. Los planes de Riquelme y de Peña no los recuerdo, pero sí sé que a ti y a mí nos sacaron del liceo y nos pusieron en un par de colegios chicos y particulares donde podíamos estar más protegidos.

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Nos abrazamos, creo. Nos despedimos y cada uno caminó hacia un sitio distinto. Sólo tú y yo esperamos la micro en el paradero de siempre. Aunque esa vez no conversamos, nos besamos por última vez, casi como adivinando que no nos veríamos más. El galpón quedó cerrado y oscuro con el Negro y la Chica adentro.

Nunca volvimos.

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maite decidió dormir un rato en su cama, o debiera decir mi cama, o tu cama, no lo sé. El caso es que se sintió muy arrebatada con tanto garbanzo y recuerdo triste y me pidió el dormitorio para descansar a lo que yo respondí con la frase pertinente: es tu casa, puedes hacer lo que quieras. Gaudí, o Dalí, se recostó a sus pies y me miró dán-dome a entender que no debía enojarme, que entre él y maite tam-bién había algo, que no podía dejarla sola en este estado. Yo le di un par de palmadas en el lomo y los dejé dormitando en la cama.

me fui a tu vieja pieza y me senté frente al escritorio. El lugar está muy distinto a lo que era antes, cuando dormías ahí. todos tus banderines de básquetbol, los afiches de teatro y de concentracio-nes que cubrían las paredes fueron sacados y reemplazados por un gris claro, casi blanco. Hay estantes vacíos, sin libros, ni nada, y está tu escritorio junto a la ventana. Es un escritorio grande, viejo, pero muy bien cuidado. Probablemente lo compraste en alguna casa de antigüedades o te lo heredó alguien. Sobre él hay lápices, una foto-grafía de maite en un marco de madera, una lámpara, la impresora y una carpeta con papeles y apuntes. En el centro de todo, conectado y esperándote, se encuentra tu computador.

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Nunca lo había encendido, nunca me había metido en él. Lo miré un buen rato como quien coquetea con un desconocido. apreté la tecla de inicio, más de aburrida que de curiosa, y rápidamente la pantalla se iluminó. Bienvenido, leí las letras blancas que bailaban de un lado a otro. Sentí un vértigo extraño. Una cosa es habitar tu casa, pero otra distinta es entrometerme en tu disco duro. Dudé mucho en seguir adelante, pensé en cómo lo tomarías, en si te ha-bría importado, pero finalmente lo hice. Entré.

Una lista de programas apareció frente a mis ojos. El único que me interesó fue tu procesador de texto. indiqué el símbolo con el mouse, luego lo abrí y surgió el nombre de todos tus archivos. Casi todos parecían ser parte de tu trabajo, notas, reportajes, columnas. No quise entrar a ninguna en especial, no me atreví, pero hubo un título que me sedujo demasiado como para seguir de largo: Kinderhaus. Estaba escrito en alemán. Kinderhaus. algo me pasó cuando leí esa palabra en tu pantalla. ¿Qué quería decir? ¿Por qué me resonaba? No lo dudé mucho y apreté la tecla para ingresar.

Kinderhaus. Ese era el título que pusiste en el encabezado de la página también. ¿Qué era Kinderhaus? El texto no me lo aclaró en un comienzo. Comencé a leer y me di cuenta de que se trataba de una entrevista. Era a un colono alemán que vivió toda su vida en esa villa sureña de Parral. todo era bien desestructurado, probable-mente el material de algo con lo que trabajaste después, o quizás sólo apuntes, una aproximación a un texto más grande. Helmut, así se llamaba el colono, tenía cuarenta años al momento de esta entre-vista. Dices que te costó dar con él. Lo describes como un tipo alto, pálido, de ojos azules y ojerosos, de andar torpe, de modos lentos, vestido con ropa pasada de moda, y con la edad mental de un ado-lescente, o quizás de un niño. Comunicarse fluidamente con él no fue fácil, dices. al entablar una conversación había que imaginar que hablabas con un menor de edad.

Nombre completo: Helmut Peter Gross münch. Nacionalidad: alemana. Fecha de nacimiento: 24 de noviembre de 1965. Estado ci-vil: soltero. Helmut llegó a Chile con tres años de edad e inmediata-mente fue ingresado a la Kinderhaus, la casa donde habitaban todos

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los niños de la villa. allí dormía en dormitorios comunes, junto a otros niños alemanes y chilenos, y cada mañana recibía fármacos desde muy temprana edad. Él no tiene claro qué tipo de fármacos, pero por lo que dice se deduce que eran sedantes, alguna sustancia que lo mantenía atontado y que le permitía trabajar el día completo sin reclamar ni gritar ni pelear ni rebelarse como lo hacen los niños. ¿Qué es lo que sentías con esas pastillas?, le preguntas y él responde que se sentía mareado, sin voluntad de nada, sin energía para hacer otra cosa que no fuera estudiar y trabajar. alguna vez, como a los diez u once años, no recuerda bien, dejó de tomar la pastilla matu-tina. La ingresó a su boca cuando la enfermera se la pasó, pero la escondió bajo la lengua y no la tragó cuando vino el sorbo de agua. Luego Helmut botó la pastilla al suelo y siguió con sus quehaceres. así se mantuvo tres días seguidos, pero cuando llegó el cuarto la enfermera lo interpeló. tú no te estás tomando tus remedios, le dijo la mujer. Sí me los tomo, respondió él. aquí no puedes engañar a nadie, insistió la enfermera. Yo sé muy bien cuando alguien se ha tomado su remedio y cuando no. La enfermera llevó a Helmut a otro lugar, seguramente una sala del hospital y allí le inyectó el fármaco en el brazo. Vamos a ver qué va a decir el tío permanente cuando se entere de esto. Pero el tío permanente, como le llamaban al alemán que presidía la villa, ese mismo del que me hablaba Gloria Luisa Leiva López cuando conversábamos sobre su hijo, parece que no dijo mucho. más bien lo golpeó, le dio tantas bofetadas en la meji-llas, que él recuerda que lo tuvieron dos días encerrado en una pieza para que la hinchazón no asustara al resto de los niños. ¿tus padres estaban al tanto de esto? No lo sé, responde él. En la Kinderhaus no había padres, sólo había niños y tíos que organizaban las actividades del día. apenas entró a la Kinderhaus, Helmut dejó de frecuentar a sus padres. a su mamá la veía trabajar en la cocina de la villa y de su papá prácticamente no supo más. Ni siquiera recuerda bien el nom-bre de sus progenitores. Los niños dejaban de tener vínculos filiales, pasaban a ser hijos de todos o de nadie, o sólo del tío permanente.

En la Kinderhaus había que dormirse temprano. No se permitían conversaciones ni reuniones nocturnas. Había tíos que vigilaban

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el sueño. Si a alguien se le movía un párpado era levantado de la cama y abofeteado por no dormir profundamente. Si alguno lle-gaba a movilizar algo cerca de su sexo, el castigo era mucho peor. Los niños más inquietos eran trasladados al hospital y les aplicaban electroshock. En una nota aparte, escribes que mediante este método pasan fuertes impulsos de corriente al cerebro. Estos impulsos pue-den provocar una pérdida transitoria de la memoria. Si esto se hace con el cerebro humano durante semanas, meses o hasta años, se producen modificaciones completas de la memoria. La persona ya no es capaz de grabar nuevos recuerdos, su capacidad de recordar se debilita y se le hace cada vez más difícil el acceso a las informa-ciones almacenadas en el cerebro. ahí entendí por qué a Helmut le costaba tanto ordenar sus recuerdos.

Luego decía que en la Kinderhaus cada noche alguno de los niños era elegido para que fuera a la habitación del tío permanente. Las veladas con el alemán variaban entre masturbaciones, felaciones y violaciones sodomíticas. Luego el niño de turno tenía que dormir con rapidez porque al día siguiente se estudiaba y se trabajaba des-de muy temprano en la Kinderhaus. ¿alguna vez te tocó ir con el alemán? Helmut no está seguro. Cree que sí fue elegido, pero no muchas veces. No era parte de los favoritos del tío.

Una noche, cuando Helmut tenía trece años, fue sacado de la Kinderhaus y fue llevado junto a otros niños más a una pieza oscura. No recuerda bien, las cosas se le confunden, pero dice que era una especie de pieza grande, con divisiones para cada uno y que ahí, en cada división, los dejaron, separados unos de los otros, con la única compañía de un catre y un colchón. ¿Eran celdas?, pregun-tas y Helmut responde que puede ser, que todo era tan oscuro que no recuerda mucho. ¿Cómo era ese lugar?, preguntas tú y Helmut responde que caluroso. Sudaba mucho ahí dentro y sentía mucha sed, pero les daban agua sólo una vez al día. De comer llegaba un plato con un guiso que no identificaban sino hasta que lo probaban, porque la oscuridad no los dejaba ver. Una vez les sirvieron mierda, dice Helmut. Era mierda de caballo, lo supe por el olor, yo trabajaba en las caballerizas. Helmut no entendía lo que ocurría, pero nunca

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cuestionó mucho la situación. Era un niño, tenía trece años y estaba completamente dopado. ¿Cuánto tiempo estuviste ahí en esa pieza oscura?, preguntas tú y Helmut responde que mucho. Podrían haber sido meses, no lo sabe, pero el tiempo era largo y aburrido porque sólo había encierro. Cuando ya llevaba unos días allí escuchó los gritos de Otto, uno de sus compañeros. No sabía lo que le ocurría a Otto, pero el niño gritaba como si le estuvieran pegando. Helmut no escuchaba golpes, sólo sentía olor a quemado. Después de Otto fueron los gritos de otro compañero y luego de otro. Cada vez que se oían, Helmut sentía deseos de vomitar y comenzaba a sudar helado. Un día fueron sus propios gritos los que se escucharon en la pieza oscura. Unos tíos entraron y con una picana le aplicaron corriente en los testículos y en el pene. Helmut preguntaba qué era lo que había hecho mal, por qué lo castigaban así, pero a cada pregunta un nuevo golpe de corriente le calcinaba la entrepierna. tú le preguntas a Helmut por qué cree él que le hicieron esto. Él te responde que no lo sabe. ¿tú crees que estaban experimentando con ustedes? Helmut no responde. al cabo de un momento dice: teníamos trece años.

Hasta ahí llegaban tus apuntes. Quise buscar más material so-bre el tema, quizás una segunda entrevista o más notas, pero nin-gún archivo que abrí hablaba de esto. recordé a Gloria Luisa Leiva López y su teoría sobre el hoyo y los niños perdidos junto al ale-mán. recordé que ella quiso ir a buscar a su hijo allá a esa villa sureña. Sólo al final de la lista de tus archivos leí el nombre de algo que tenía relación. El archivo se llama así: Cartas de la villa. Son transcripciones de misivas que algunos niños chilenos y alemanes lograron enviar a sus padres que se encontraban fuera del lugar.

“Esta es la quinta carta que te escribo, mamá, y no sé si la vas a recibir o la van a interceptar como las otras. tengo miedo porque si la encuentran el castigo va a ser grande y ya he pasado muchas veces por eso. ahora llevo cinco días sin tomarme las pastillas que me dan y por eso tengo la voluntad para tomar un lápiz y un papel. Ven a buscarme, mamá, sácame de este lugar. a ratos no recuer-do la casa ni tu cara ni la de mis hermanos y eso me da miedo. adentro controlan cada cosa que hacemos, saben dónde estamos

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y lo que pensamos. ahora mismo deben saber que te escribo. Haz algo, mamá, no puedo hacer nada más que pedir tu ayuda. Sácame de aquí. ricardo Jesús Pérez Norambuena.”

el timbre volvió a sonar en la casa mientras yo leía en tu computador. abajo, en un extremo de la pantalla, vi el reloj que indicaba las nue-ve quince minutos de la noche. me puse de pie, salí de la pieza, me asomé a mirar a maite que aún dormitaba junto a Dalí. No sé por qué no me acerqué, la desperté y le dije: maite, vienen por ti, hasta luego, muchas gracias, váyanse rápido, quiero seguir leyendo las notas de Juan. Habría sido tan fácil. No sé por qué preferí bajar las escaleras, abrir la puerta y hacerme cargo yo de lo que no me correspondía.

—¿Greta?Lo vi de pie en la puerta de tu casa, mirándome con cara de

asombro.—¿Qué es esto, Greta? ¿Una broma?—¿Qué estás haciendo aquí, max?—¿Yo? ¿Qué estás haciendo tú?—Yo vivo acá.—No me vengas con huevadas, Greta.—No me vengas tú con huevadas, ésta es mi casa, dime qué

quieres.max me miró desconcertado.—Este es el 2050, ¿no?—Este es el único número en diez cuadras a la redonda.max miró el frontis de la casa. Después observó mi furgón esta-

cionado en el interior, y volvió a asomarse aquí adentro. Posó sus ojos en las fotografías que se alcanzan a ver desde la puerta. Vio a maite vestida de novia. La vio junto a ti en un asado y en la cere-monia de premiación.

—¿Está maite aquí? —preguntó.—Sí, está durmiendo arriba. Pasa.Esa mañana en la que manejé hasta mi propia casa en mi camio-

neta, y toqué la bocina y max salió y discutimos parados en la reja

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de la calle, pensé que sería la última vez que lo tendría frente a mí. La verdad es que pensé que ésa sería la última vez que tendría frente a mí cualquier cosa. Luego apreté el acelerador y me fui de ahí con el firme propósito de no volver a saber de él nunca más. De eso ya ha pasado tiempo. No sé cuánto. El tiempo que tiene el embarazo de maite. mira cómo son las cosas. Vine a dar a tu casa, después de tanto andar, para terminar en lo mismo. todo se repite aquí dentro. Otra vez tengo a max en frente y con él las deudas que aún llevo atoradas.

—¿De verdad aceptaste la plata de la indemnización de la niña? —le pregunté y max me miró desconcertado.

—¿Quién te lo dijo?—Qué importa quién me lo dijo. aceptaste, ¿sí o no?—¿Qué haces tú acá, Greta? ¿Por qué estás en esta casa?—¿Por qué no respondes?—respóndeme tú.Nos quedamos callados un momento mirándonos fijamente a

los ojos. Era un desafío. El que contestaba primero perdía.—Esta casa es de un viejo amigo. La estoy cuidando mientras

vuelve.—No te creo.—¿Por qué?—tú quieres cagarme, ¿no? Por eso estas aquí, por eso armaste

todo este encuentro.—Perdóname, pero ya te veo bastante mal sin que yo

intervenga.max bajó la mirada y comenzó a pasearse por el living. Estaba

nervioso.—¿No tienes un trago? —preguntó.—En esta casa no hay trago.—¿Cómo no vas a tener algo? Un poco de pisco o de vino por

lo menos.—El vino se lo tomó todo la madre de tu nuevo hijo. me queda

un poco de colonia o de alcohol de quemar, ¿te sirvo?—No digas estupideces.

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—Entonces responde lo que te pregunté. ¿aceptaste la plata?max se volteó y me dio la espalda. Habló con un hilo de voz.—Sí... la acepté.recordé a max conversando con Carmen Elgueta hace ya mucho

tiempo. recordé las mismas palabras que él había usado con ella cuando hablaron por última vez sobre la indemnización del seguro. No nos interesa esa plata, dijo. No intente reembolsarnos a nuestra hija, porque eso no tiene sentido. Llámeme pelotudo o ingenuo, como usted quiera, pero no hay billetes que puedan reemplazarla. Por favor déjenos tranquilos y no nos moleste más. así habló max y yo descubrí que todavía lo amaba un poco, aunque estuviéramos desarmándonos y nada nos pudiera componer. ahora ahí, en tu casa, con esas palabras penándome en la cabeza, caminé hasta te-nerlo al frente otra vez. Quería golpearlo, darle un puñetazo en el hombro o una buena bofetada, pero no pude. Se veía tan mal como siempre, pero más triste, mucho más triste. Sus hombros se han caí-do lo mismo que la piel de su cara. Su pelo está lleno de canas que no vi la última vez que estuvimos juntos. Es un hombre gastado, sin energía. Por primera vez en mi vida, sentí pena por él.

—Es por tu hijo que lo hiciste, ¿no? —pregunté.—Sí.—Las cosas no han ido bien y necesitas plata.Él sólo asintió con la cabeza.—¿Estás feliz? Por lo del niño, digo...max se encogió de hombros en silencio.—No pareces muy entusiasmado.max no respondió. Los dos permanecimos así, callados por un

momento, sin siquiera mirarnos.—¿Por qué, max? ¿Cuántas veces te pedí que me embarazaras

después del accidente?No hubo respuesta.—¿Cuántas? Dime.—No lo sé. muchas.—Yo quería tanto tener otro hijo. ¿Por qué con ella sí y conmigo

no?

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max me miró a los ojos y se encogió de hombros complicado.—No lo sé. Supongo que no quería un repuesto... todavía no

estoy seguro de quererlo.maite bajó con Dalí por la escalera sin sospechar lo que estaba

pasando entre nosotros. Parecía más descansada. Se había lavado la cara y algunas gotas de agua le caían por la frente.

—¿Ya se conocieron? —nos dijo al vernos.—En eso estábamos —respondí y max me miró sin entender.—max, ella es la amiga de Juan que cuida la casa. Se llama Greta,

igual que tu hija.max se quedó mudo, ni siquiera se movió de su lugar. Sólo con-

tinuó mirándome en silencio.—¿Usted tiene una hija, max? —le pregunté.—Sí —mintió.—¿Es linda?maite lo miró y se acercó a él unos pasos. antes de que llegara a

su lado max me contestó.—Es una niña preciosa y de verdad se llama Greta, igual que

usted.Los ojos de max se enrojecieron de golpe. Supongo que los míos

también. maite se acercó a él preocupada, lo abrazó y se disculpó sin dar grandes explicaciones, sólo diciendo que el tema era muy delicado, que por eso max se ponía así. Después me pidió un poco de vino o de pisco o de lo que tuviera para recomponerlo, pero de verdad yo ya no tenía nada para él.

—Por favor no se preocupen —dijo max—. Yo voy a estar afuera.

max me estrechó la mano. Se despidió como quien se despide de un recién conocido. Yo me quedé a solas con maite un momento más.

—Bueno, Greta, nosotros nos vamos, pero estaremos en con-tacto porque definitivamente quiero vender. Lobos, el tipo de la constructora, me hizo una oferta y no estoy en posición de recha-zarla. No quise decírtelo desde el comienzo para que no lo tomaras a mal, pero ésa es la verdad. No tiene caso tratar de esconder mis

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intenciones. Lo mínimo que puede dejarme Juan después de lo que me hizo es esta casa, ¿no?

maite me tomó de las manos y agradeció los garbanzos, la cama y el sueño componedor. Luego se despidió con un par de besos. Yo la acompañé afuera, al auto, y entonces vi a max allí dentro, es-perando nervioso en el asiento del piloto, fumándose un cigarrillo mientras maite abría la puerta y se acomodaba en el lugar que antes ocupaba yo. Vi que del espejo retrovisor colgaba un zapato blanco muy pequeño. Era el primer zapato de la Greta chica. La última vez que lo vi estaba en una caja roja en la que yo iba guardando todos los recuerdos de mi hija. El primer diente que botó, su cordón um-bilical, las tarjetas que dibujaba para el día de la madre, el primer zapato que ocupó. ahora el zapato colgaba ahí adentro como un amuleto, como un ángel guardián. Cuando el motor comenzó a an-dar max me miró a través del vidrio antes de partir. Vi sus ojos y en ellos leí todas las noches de insomnio que ha tenido, leí pensamien-tos desesperados, copas bebidas bajo la luz de una lámpara poco luminosa. Leí días eternos, domingos largos y aburridos, lágrimas saltonas, de ésas que no se controlan con nada, nubes negras pasan-do entre sus orejas, sin posibilidad de amainar y ver el sol. Cuando vi los ojos de max leí a un hombre borracho buscando angustiado una caja de recuerdos, leí a un tipo llorando sobre el viejo zapato de una niña pequeña. Vi sus ojos y por primera vez me leí en ellos. De pronto sentí los músculos de mis mejillas contrayéndose en una sonrisa triste. Él respondió con la misma mueca torpe y luego apre-tó el acelerador. El auto avanzó por los escombros de la calle hasta perderse del todo.

el diez de julio de 1985 a las trece cuarenta y dos minutos, maría Leonor ruiz Letelier, alias la Chica Leo, y Hernán Emilio rojas rojas, alias el Negro, ingresaron a una micro de carabineros de Chile junto al resto de los ochenta y siete estudiantes detenidos en la toma del liceo. Pasadas las dos de la tarde bajaron del trans-porte para entrar a la décima comisaría de carabineros y ficharse

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entregando nombres, apellidos, huellas dactilares y otros muchos datos. La mayoría de los presentes atestigua que maría Leonor ruiz Letelier sangraba de ambos orificios nasales y que la hemorragia no era atendida por nadie. Su ropa y su cara estaban ensangrentadas, lo que le daba un aspecto lamentable. De la misma forma, se ates-tigua que Hernán Emilio rojas rojas se quejaba frecuentemente de una lesión en sus costillas, hecha por carabineros momentos antes en el patio del liceo. ambos estudiantes se encontraban heridos y golpeados al momento de ingresar. Una vez fichados, todos los subversivos fueron formados en un patio, pero sólo a un grupo de diez se les llevó a otro sector de la comisaría. a cada uno se les amarró las manos con una soga y luego los ojos con un trapo sucio, dejándolos en la más completa oscuridad. El resto de los estudian-tes fue liberado, mientras que los diez permanecieron encerrados en la comisaría. Juan andrés acuña Bustamante, rut: 9.495.193-3. rodrigo raúl Ubilla Campos, rut: 10.465.879-K. mauricio raúl Ubilla Campos, rut: 10.465.961-1. Greta Francisca mayer Olave, rut: 9.567.098-0. Juana margarita ibáñez rosas, rut: 9.679.789-9. Cristián andrés Pizarro riego, rut: 10.567.987-0. Julio José Peña Briones, rut: 9.294.396-3. Jaime renato riquelme Villareal, rut: 10.892.834-8. Ésta es la lista oficial con los nombres de los deteni-dos el diez de julio de 1985 en la décima comisaría. Lista en la que faltan los nombres y las cédulas de identidad de maría Leonor ruiz Letelier y Hernán Emilio rojas rojas.

Un recuerdo puede diluirse con el tiempo y dejar sólo la sensa-ción, la idea, el concepto. Un recuerdo puede borrarse a punta de calmantes, ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, terapias, exceso de trabajo, mucha vida social y ocupaciones, pero hay cosas que se anclan a la memoria y que permanecen ahí esperando que uno ten-ga el valor suficiente para bucear en ellas. La Chica Leo y el Negro nunca estuvieron en la comisaría, pero yo los escuché. Estábamos a oscuras, es cierto, no veíamos nada, pero podíamos oír, hablar y reconocer una voz si era necesario. Caímos cada uno en su cel-da, amarrados, vendados y enmudecimos de miedo por horas hasta que alguien se atrevió a decir algo. ¿Hay alguien ahí? ¿alguien me

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escucha? Era la Chica. Fue la primera en hablar y entonces entendí que no estábamos solos, que su celda se encontraba cerca de la mía y que por lo menos podríamos conversar. aquí estamos, Chica, soy yo, la Greta. Estoy con la Juana ibáñez y el Ubilla grande. Entonces oí al Negro y al Ubilla chico que estaban con ella y por un mo-mento nos reímos como si nos reencontráramos en una fiesta del galpón. Ellos estaban ahí. Es cierto que no los vi nunca, pero esta-ban. Una gota caía desde algún lado, lo recuerdo tan bien. Era un sonido constante, una percusión desestabilizadora como la de un reloj marcando segundo a segundo una cuenta regresiva. La Chica Leo se quejaba desde al lado. Decía que se sentía mal, que otra vez le sangraba la nariz, que le dolía la cabeza. La oímos vomitar varias veces. El Ubilla chico decía que ella estaba tiritando, que la sen-tía muy helada. Yo me puse a gritar con el Negro pidiendo ayuda, pero nadie apareció. Hay alguien enfermo, decíamos, vengan, pero sólo escuchamos el eco de nuestras propias palabras. Pasaron horas hasta que llegó un guardia. Le hablamos sobre la Chica. mírela, revísela, está enferma. Pero el tipo no nos hizo mucho caso y se llevó al Negro. ¿Hernán Emilio rojas rojas?, preguntó, y el Negro le dijo que era él, pero que no iba a ninguna parte mientras no le pararan la hemorragia a la Chica. El guardia le pegó un combo o algo así, porque escuchamos un golpe y luego un quejido. tiene las costillas rotas, gritó la Juana ibáñez, pero al tipo no le importó mu-cho porque lo obligó a levantarse, a caminar y le volvió a dar otro golpe para luego obligarlo a ponerse de pie otra vez. El Negro se fue tan silencioso como nunca lo había escuchado. Chica, voy a hacer que te curen estos hijos de puta, gritó cuando ya estaba muy lejos. Después siguió un nuevo golpe y después otra vez el silencio.

Volvimos a dormirnos. Los quejidos de la Chica Leo sonaban como una letanía suave que acunaba nuestro sueño. Después, en medio de la noche o del día, no lo sé, nos tiraron unos platos de comida. Era papa, una sopa aguada, con fideos y papa. Sólo en ese momento nos soltaron las manos y pudimos comer. toqué mi her-pes que me picaba como nunca y lo rasqué hasta que me salió san-gre. La Chica no pudo tomar la cuchara y el plato, no tenía fuerzas.

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El tipo que nos trajo la comida dijo que la Chica no era problema de él, pero que iba a avisar que se encontraba enferma. No sé cuánto rato pasó, pero nunca apareció nadie. ¿Y el Negro?, preguntaba la Chica con un hilo de voz, pero nosotros no sabíamos qué respon-derle porque todavía no lo traían de vuelta. Pasaron las horas. La gota seguía cayendo, la Chica seguía quejándose, y el Negro no volvía. Se llevaron y trajeron al Ubilla chico. Se llevaron y trajeron a la Juana ibáñez. Se llevaron y trajeron al Ubilla grande, y la gota seguía cayendo, la Chica seguía quejándose y el Negro no volvía. Otra vez nos dormimos. Caíamos de a uno, sin saber si era sueño o cansancio o simplemente ganas de no estar ahí. No recuerdo si lograba soñar o si sólo dormía. Cerraba los ojos, sentía el cuerpo pesado, oía los quejidos de la Chica, la gota y los gritos que se escu-chaban a lo lejos se iban haciendo cada vez más distantes hasta que todo desaparecía por lo menos por un rato.

De pronto los gritos del Ubilla chico me despertaron. Se escucha-ba asustado, decía que la Chica estaba con una nueva hemorragia, que ardía en fiebre y que su cuerpo se contorsionaba. Del otro lado, la voz de ella hablaba incoherencias, deliraba, se reía y lloraba al mismo tiempo. todos gritamos fuerte para que alguien viniera. Dos guardias aparecieron y nos hicieron callar. No tuvimos necesidad de explicarles sobre la Chica porque ellos mismos la vieron tirada en el suelo, tiritando mientras de su nariz seguía saliendo sangre. El par de tipos se fue y al rato volvieron con una camilla. No los vimos, pero escuchábamos cómo trataban de acomodarla y cómo finalmen-te la sacaban de ahí. ¿a dónde la llevan?, les pregunté y me dijeron que a enfermería. Los oímos caminar, alejarse hasta desaparecer. La Chica nunca más volvió con nosotros. El Negro tampoco.

Si la Chica no estuvo ahí de dónde saqué todo esto. Si el Negro nunca entró por qué yo recuerdo su voz gritando por los pasillos. Es cierto que ha pasado tanto tiempo que las imágenes se confunden, pero aunque me haya desentendido de esto, yo recuerdo, yo sé. En esta casa el tiempo gira, las deudas penan. Los recuerdos rebotan en los muros, vuelven a entrar en uno con nuevas formas. No hay posibilidad de dejar atrás lo que nos incomoda, todo regresa entre

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estas cuatro paredes. tú desapareces igual que mi Greta, igual que el Negro y la Chica, y entonces yo busco y espero, busco y espero, y en ese ritmo circular las cosas giran y la condena se vuelve cíclica porque esta sensación ya la tuve antes en ese tiempo que ahora se me mezcla con éste, en ese tiempo que resucita para escupirme a la cara lo que no me atreví a hacer.

ahora estoy frente a tu computador, escribiendo en tu pantalla, para mandarte mis letras en un mail a tu casilla. No acumularé más sobres como lo hiciste tú. Enviaré mis palabras con la fantasía de que puedas rescatarlas estés donde estés. Kinderhaus, escribo en el asunto del correo. me conecto a la línea y aprieto la tecla para en-viar. Donde quiera que te encuentres, comunícate de una vez.

es de nocHe. todo está oscuro en la casa salvo mi propia cara que se ilumina con la luz de esta pantalla encendida. En la lista de los correos recibidos aparece uno nuevo. Para Greta, puedo leer en ne-grillas. Siento un escalofrío remecer mi nuca y mi espalda. Con el mouse marco el mensaje. La pantalla se llena con las letras de una carta escrita para mí.

Para: Greta.

Fecha:07 de octubre, 22:09 hrs.

De: Juan.

Asunto: ¿Eres tú?

¿Cómo llegué acá? ¿En qué momento me sumergí? No veo nada. Presiento un pozo ciego, un túnel negro que no conduce a ningún lugar. ¿Fui yo el que me lancé o algo me tragó? ¿Quién me tragó? Estoy en las vísceras de una bestia extrañamente conocida. Identifico el sonido familiar del pulso de su corazón, del palpitar de la sangre en sus venas. Reconozco el olor de lo que respira, de lo que piensa. ¿Dónde estoy? ¿Por qué nadie responde? ¿He muerto y no me enteré? Escucho voces a lo lejos, gritos ahogados, lamentos. Tengo la impresión de que quieren advertirme sobre algo, pero prefiero no imaginar qué. ¿Dónde estoy? No veo nada. No hay luz aquí adentro. Sólo siento mi cuerpo húmedo y la certeza de estar secretamente acompañado por presencias extrañas. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Hay alguien allá afuera? ¿Alguien me puede sacar de aquí? Juan.

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S E X t a Pa r t E

lA PueRTA eN el Suelo

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De: Greta.

Fecha: 07 de octubre, 23:45 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Mensaje recibido.

¿De verdad eres tú el que me escribe?

He leído tu mensaje una y otra vez para convencerme de que es real. No entiendo dónde estás ni qué es lo que ocurre contigo. ¿Puedes encontrar la manera de que nos comuniquemos por esta vía? Por lo pronto no me voy a mover de la pantalla hasta que no te pongas en contacto. Escríbeme. Te espero. Greta.

Envié este mensaje hace unas horas. Desde entonces no he he-cho más que esperar una respuesta. La incertidumbre me tiene in-móvil y en silencio sentada en este escritorio oscuro. mis ojos están fijos en el monitor. Una fotografía de Dalí corriendo en un camino de tierra hace las veces de protector de pantalla. Es tanto lo que la he observado que a ratos creo que Dalí se mueve, corre de verdad hacia algún sitio, como si lo viera en una película. Dejé la línea co-nectada y de vez en cuando vuelvo a enviar el mensaje. No se me ocurre cómo funcionan las cosas allí donde está Juan, pero supongo

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que si él no se encuentra en el computador, si tiene el acceso res-tringido, alguien verá mi correo y podrá avisarle.

Una frase nueva aparece en la pantalla. Las letras me indican que una persona está solicitando comunicarse conmigo. Siento un nudo en mi estómago. acepto de inmediato. Luego aparecen otros mensajes y el monitor suena mecánicamente con pitos sincopados y agudos mientras espero que la comunicación se establezca. Estoy temblando, pero no tengo frío. En algún lugar, en el otro extremo del cable que viaja por los oscuros subterráneos de esta ciudad, se encuentra Juan. Puedo imaginarlo, sentado como yo frente al computador con sus dos manos sudando nerviosas sobre las teclas. Quisiera poder verlo del otro lado de la pantalla, pero en su lugar aparece una frase abriendo la conversación.

Juan escribe: ¿Estás ahí, Greta?

Greta dice. Leo una a una las letras. Es como si escuchara su voz llamándome desde algún sitio.

Juan escribe: ¿Estás ahí? ¿Greta?

Contesto con dificultad. mi mano tiembla sobre el teclado.

Greta escribe: Sí, estoy aquí.

Se produce un silencio, o debiera decir una pausa, no lo sé. Ninguno de los dos escribe nada. Nos quedamos callados. al cabo de un rato me animo a retomar.

Greta escribe: ¿De verdad eres tú? ¿Cómo puedo estar segura?

Juan escribe: Debes creerme. Confía.

Greta escribe: Dame una prueba.

Juan escribe: Pregunta lo que quieras para asegurarte.

Greta escribe: ¿Cómo se llama tu perro?

Juan escribe: Dalí.

Greta escribe: ¿Cuál es el número de tu casa?

Juan escribe: 2050.

Greta escribe: ¿De qué color son mis ojos?

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Juan escribe: Grises. Casi celestes cuando hay sol. Casi azules cuando es de noche.

recuerdo sus propios ojos negros mirando fijamente los míos. Otra vez me quedo muda. Los dedos se me paralizan. Es él. Está ahí.

Greta escribe: ¿Dónde estás, Juan?

Juan escribe: No lo sé.

Greta escribe: ¿Cómo puede ser que no lo sepas?

Juan escribe: Entiendo que no entiendas, pero de verdad no lo sé.

Greta escribe: ¿Cómo llegaste ahí?

Juan escribe: Sólo sé que desperté acá.

Greta escribe: Acá, ¿dónde? ¿En una casa? ¿Una pieza? ¿Un edificio? ¿Estás en Chile? ¿En Santiago?

Juan escribe: No lo sé. No veo nada.

Greta escribe: ¿Pero cómo escribes?

Juan escribe: De memoria.

Greta escribe: ¿Y cómo lees mis mensajes?

Juan escribe: Eso es algo que no puedo explicar.

Greta escribe: Discúlpame, pero ésas no son respuestas coherentes.

Juan escribe: Discúlpame tú, porque son las únicas que te puedo dar.

tomo un sorbo de agua y releo su última respuesta. tecleo otra vez.

Greta escribe: ¿Estás solo?

Juan escribe: Creo que no.

Greta escribe: ¿Quién te acompaña?

Juan escribe: No lo sé. Tengo miedo de averiguarlo.

Greta escribe: ¿Por qué?

Juan escribe: Escucho voces.

Greta escribe: ¿Qué tipo de voces?

Juan escribe: Voces familiares.

Greta escribe: ¿De personas conocidas?

De nuevo tenemos una larga pausa. Juan se prepara para contestar.

Juan escribe: Lo siento. Eso es algo que no puedo responder.

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El cursor se queda quieto y parpadeando mientras espera mi próxima intervención. ¿Por qué no puede contestar? trato de ima-ginar una causa, pero no se me ocurre.

Greta escribe: Supongo que entenderás que lo que escribes es demasiado con-fuso para mí.

Juan escribe: Lo entiendo, pero de verdad te digo todo lo que puedo decir.

Greta escribe: ¿Qué puedo hacer por ti, entonces?

Juan escribe: Sácame de acá.

Greta escribe: Dime cómo.

Juan escribe: Si lo supiera, ya me habría ido.

Greta escribe: Pregúntale al resto de los que están ahí si conocen la forma.

Juan escribe: Tampoco estarían aquí si lo supieran.

Greta escribe: Es el único camino que se me ocurre por ahora. ¿Tienes otra idea?

Juan escribe: Ninguna.

Greta escribe: ¿Entonces?

Juan escribe: Entonces trataré de comunicarme con los otros.

Greta escribe: Escríbeme en cuanto sepas algo.

El cursor vuelve a detenerse intermitente en la pantalla. Ninguno se lo apropia para escribir durante un rato. imagino a Juan con su dedo índice sobre la boca. Ese gesto lo ocupaba cada vez que leía o esperaba o simplemente miraba algo. Seguro que ahora mismo está así, pensando qué decir, igual que yo, mirando la pantalla e imagi-nándome aquí del otro lado.

Juan escribe: ¿De verdad eres tú, Greta?

Greta escribe: Claro que sí.

Juan escribe: Tengo miedo de estar inventando este diálogo para no volverme loco.

Greta escribe: Yo tengo el mismo temor.

Juan escribe: Entonces enloquecimos. O tú o yo somos un invento del otro.

Greta escribe: No. Yo estoy aquí, Juan. De eso estoy segura, no soy un invento de nadie. Por lo menos tú, no estás loco.

Juan escribe: Júramelo.

Greta escribe: Te lo juro.

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imagino a Juan tratando de convencerse. Haciendo parpadear sus ojos frente a mis respuestas como lo hice yo cuando leí su nom-bre en el remitente de su mensaje. Debe leer y releer mis letras tratando de encontrarme en cada una de ellas.

Juan escribe: No quisiera hacerlo, pero debo acabar esta comunicación por ahora.

Greta escribe: No te preocupes. Escríbeme cuando puedas.

Juan escribe: Lo haré.

Otra vez una pausa. Quizás ya se fue.

Juan escribe: Adiós, Greta.

Greta escribe: Adiós, Juan.

Dejo de teclear y la comunicación se termina. Un nuevo men-saje en la pantalla me indica que Juan ya ha abandonado la sesión. Escucho el ruido de la respiración de Dalí en la pieza de al lado. Escucho el sonido de mi propio corazón. El resto todo es silencio. La pantalla se ha quedado muda y la casa también. Otra vez estoy sola.

De: Greta.

Fecha: 08 de octubre, 10:35 hrs.

Para: Juan.

Asunto: En el tintero.

Anoche fue muy raro comunicarme contigo. Han pasado tantos años sin saber de ti y de pronto caigo en tu casa, en el medio de tus cosas, y la única manera de poder conectarnos de verdad es así, sin siquiera vernos a la cara. Eso puede tener sus ventajas porque el tiempo y la vida han hecho lo suyo, pero supongo que dadas las circunstancias, bien poco importa cómo nos vemos. Me sentí tan torpe anoche escribiéndote. Creo que de verdad lo fui. No pregunté todo lo que debía preguntar ni dije todo lo que debía decir. Ahora estoy como atorada de inquietudes, de frases no dichas y por eso te escribo con más calma para tratar de que esta vez salga todo.

Primero que nada quiero que sepas que durante meses te he esperado y por eso ahora estoy feliz de saber que estás vivo. Ha sido un regalo volver a tu casa y leer

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todas las cartas que me escribiste, pero mejor ha sido volver a conversar contigo, por torpe o extraña que sea esta manera de hacerlo.

En segundo lugar quiero que me cuentes cómo estás, cómo te sientes. Eran dos preguntas claves y no las hice. También me gustaría que trataras de hablarme más sobre ese sitio en el que te encuentras. ¿Conoces la razón por la que estás ahí? ¿Alguien te tiene a la fuerza? Entiendo que no puedes responder todo, pero trata de contarme lo más posible para hacerme una idea porque quiero ayudarte.

Eso es lo tercero que debo decir de la manera más clara y enérgica que pueda leerse. Voy a sacarte de ahí. No sé cómo ni cuánto tarde, pero créeme que no haré otra cosa que pensar en la manera de que vuelvas. ¿Fui lo suficientemente convincente? Espero que sí. Nos reencontraremos, Juan. Confía.

De: Juan.

Fecha: 10 de octubre, 21:55 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Confío.

Es cierto que no puedo responder todas tus preguntas. Por favor, perdóname por eso. ¿Que cómo estoy? ¿Que cómo me siento? La verdad es que nada bien. Hay muchas cosas que no entiendo y eso me angustia. He permanecido paralizado durante mucho tiempo porque no me atrevo a caminar ni a recorrer este sitio. Todo está oscuro, no hay ni un rayo de luz que ilumine un poco. Pero no es eso lo que me inhibe. Lo que me inquieta, lo que me aterra, son las voces. Son muchas, ¿sabes? Este lugar está lleno de ellas. A veces pasan cerca, a veces las escucho muy de lejos. A veces creo reconocerlas. Lloran, hablan, gritan, se quejan. Es un murmullo constante que no cesa nunca. Cuando quiero dormir me tapo los oídos o canturreo algo para no escucharlas, pero es difícil sacárselas de encima. Todavía no me atrevo a acercarme a alguna y preguntarle nada, pero lo haré, te lo prometo. Saber que estás ahí esperando me ayuda y me da el valor para inten-tarlo. Por favor ten paciencia, es lo único que te pido. Un abrazo. Juan.

P.D. A mí tampoco me gusta no verte. Ahora que tengo la certeza de que estás ahí, me vendría tan bien saber cómo siguen tus ojos, tu pelo, tu boca. ¿Es muy estúpido pedirte que me lo cuentes?

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De: Greta.

Fecha: 10 de octubre, 22:00 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Frente al espejo.

Tengo el espejo que cuelga de tu clóset frente a mí. Lo he sacado y lo he puesto acá conmigo para poder escribirte lo que veo en él. El ejercicio es extraño porque nunca me ha gustado mucho mirarme a la cara.

Voy a partir en orden. De arriba para abajo. Siguiendo esa lógica lo primero que veo es mi pelo. Lo tengo largo, muy largo. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo corté y lo arreglé. Me crece castaño hasta la altura de los hombros y de ahí en adelante se aclara radicalmente soportando la tintura con la que alguna vez lo teñí. Digamos que soy castaña hasta los hombros y rubia desde ahí hasta la cintura. Después está mi frente. Tiene tres líneas o arrugas que la cruzan de forma horizontal. Antes las trataba de borrar con cremas y tónicos, hoy las llevo ahí sin ningún resentimiento. Más abajo siguen mis ojos. Están igual de grises que antes, acercándose al celeste de día y al azul de noche. Ya no los maquillo ni los cuestiono. Los traigo ahí, tal cual como son, con esas arrugas que le cuelgan a los costados, con esas ojeras que a ratos aparecen. Mi nariz es mi nariz. No sabría qué decir sobre ella. Luego viene mi boca, con estos labios flacos, deslavados, y estos surcos nuevos que la enmarcan desde la nariz hasta abajo. Ya no tengo mi herpes. Viví con él tanto tiempo hasta que un día desapareció y no volvió más. De mi cuerpo, ¿qué puedo decirte? Sigo flaca, aunque mis caderas se han ensanchado. Mis pechos se secaron después de amamantar a mi hija. Ahora son más pequeños, más tristes. Mis manos continúan chicas y blancas, y ya no llevan anillos ni pulseras. Mis uñas son cortas, no las dejo crecer para puntear mejor las cuerdas de la guitarra, porque ya no toco guitarra. Mis piernas son mis piernas y mis pies siguen siendo mis pies. Sé que debo verme muy distinta, pero el tránsito entre la que era y la que soy me marea, me deja incapaz de verbalizar todas las diferencias. Son demasiadas para reparar en cada una. Más de las que quisiera.

Buenas noches, Juan. Ojalá esta descripción no se vuelva una pesadilla. Greta.

De: Juan.

Fecha: 10 de octubre, 22:45 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Dulces sueños.

Se escuchan gritos a lo lejos. Son gritos desencajados, como los de alguien que está sufriendo mucho. Es un hombre. Un hombre joven. A mi lado alguien reza algo una y otra vez como en un mantra. Seguro que busca concentrarse y no

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escuchar los gritos del fondo. Yo prefiero distraerme imaginándote tal cual como te describes en tu mensaje. Tu nuevo pelo a dos colores, tus manos de uñas cortas. Lo que veo en mi cabeza me gusta.

Buenas noches, Greta. Si logro dormir entre tanto lamento, te juro que voy a soñar contigo. Juan.

De: Greta.

Fecha: 11 de octubre, 10:23 hrs.

Para: Juan.

Asunto: ¿Y tú?

¿Cómo debo imaginarte ahora?

De: Juan.

Fecha: 11 de octubre, 13:54 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Lo siento.

Aquí no hay espejos. Imagina lo que más te guste.

De: Juan.

Fecha: 11 de octubre, 14:00 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Dudas.

¿Tienes una hija? Ayer leí eso en tu mensaje y no estuve preparado para respon-der nada. ¿Cómo se llama? ¿Qué edad tiene? No sé cómo no se me ocurrió que debías estar casada o emparejada y con uno o más hijos. Es que como aquí no se ve ninguna cosa es difícil intuir hasta lo más evidente. Cuéntame. ¿Quién eres ahora? ¿Qué haces? ¿Cómo es tu vida? ¿Cómo es que estás ahí, sentada en mi teclado, en el escritorio de mi propia casa?

Por primera vez pienso en ti más allá del recuerdo que eres. Te veo con tu hija, con tu esposo, trabajando en algún sitio, ocupada en tus quehaceres como el res-to del mundo. Pienso y las cosas menos me calzan. No hay ninguna razón cohe-rente que explique tu aparición allá del otro lado. ¿Por qué estás esperando mis mensajes con toda una vida dando vuelta allá afuera? De pronto tengo miedo otra vez. ¿De verdad eres tú, Greta? Además de lo insólito que resulta que estés allá, creo que la Greta que yo conocí no querría ni siquiera hablarme. No estaría esperando ni tratando de ayudarme a salir de acá. Después de la última vez que

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nos vimos no me porté bien, no creas que no recuerdo eso. Ha pasado tiempo, es cierto, pero cuando uno se manda un cagazo no hay nada que lo borre. No puedo engañarme y creer que de verdad estés ahí.

De: Greta.

Fecha: 11 de octubre, 17:34 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Soy yo.

No tengas miedo. No soy la Greta que recuerdas, ya te habrás dado cuenta por mi descripción, pero creo que debajo de todo esto que soy ahora, sigo estando yo. Lo sé cuando te escribo y cuando te leo. Han pasado muchas cosas desde esa última vez que nos vimos. Tantas que no puedo contarte ninguna. Sólo te digo que sí, tengo una hija, aunque murió hace un tiempo. Ella se llama Greta y de estar viva tendría cerca de diez años. La extraño mucho. A ratos creo que dema-siado. Es cierto lo que dices. Hay cagazos que no se borran con el tiempo.

Del resto no hay nada interesante. De hecho mi vida, tal cual como se fue dando, tal cual como la construí, ya no existe. Se acabó. Por eso estoy acá en tu casa, como quien se instala en un faro viejo a esperar que pase algún barco que tenga espacio para un nuevo tripulante. Eso es todo lo que puedo contar. Igual que allá donde estás, aquí también hay cosas de las que no se debe hablar. Ojalá te baste con esta información, que sé, no es mucha. Un abrazo. Greta.

De: Juan.

Fecha: 12 de octubre, 11:34 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Guitarra.

Lo que me digas, me basta y me calma. Pero hay algo que me gustaría que res-pondieras con todas sus letras. Me dijiste que tus uñas son cortas porque ya no tocas tu guitarra. ¿Por qué?

De: Greta.

Fecha: 12 de octubre, 12:56 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Re: Guitarra.

Porque ya no tengo guitarra. No recuerdo bien, ha pasado demasiado tiempo, pero creo que fue cuando nos fuimos del liceo y nos cambiamos de colegio, unos

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pocos días después de haber iniciado el año escolar. Todo era raro en ese enton-ces. Otros compañeros, otra sala, otros profesores. Me costaba tanto acostum-brarme que llevaba mi guitarra a clases como una especie de muleta, como un antídoto para sentirme un poco más acompañada. Ni siquiera la tocaba mucho, sólo la llevaba y la acomodaba cerca mío. Esa vez la dejé en un rincón de la sala, fuera de su estuche. Era tarde, supongo que cerca de las doce del día. Estábamos en una clase de castellano, creo, con mucha hambre, sueño y ganas de salir. Sonó el timbre del recreo y uno de mis compañeros nuevos se levantó rápido para correr al patio. Cuando fue a la puerta pasó a llevar mi guitarra sin darse cuenta. Yo lo vi de lejos, me paré con la triste intención de alcanzar a detener lo indete-nible, pero antes de que me moviera la pobre cayó al suelo y se quebró. No fue intencional, yo misma vi cómo ocurrió todo. El golpe fue suave, pero ella se partió en dos de inmediato, como si hubiera estado trizada desde antes.

Mi guitarra. La tuve así, rota y desarmada, durante mucho tiempo dentro de su estuche. La miraba, la acariciaba, la volvía a guardar. No sé por qué, pero no quise arreglarla. Tampoco quise comprar otra. Sólo cuando pasó el tiempo y ya estaba casada y mi hija había nacido, Max, mi pareja, me regaló una. Era muy parecida, un poco más grande, de un color más oscuro que la anterior. La idea era que le cantara a mi Greta chica canciones de cuna. Fue extraño tocar una guitarra que no fuera la mía. Fue raro acostumbrarse, pero lo hice porque a mi hija le gustaba el sonido de las cuerdas. Por las noches le canturreaba alguna melodía y ella se dormía tranquila, feliz. Después creció. Las canciones ya no le acomodaron tanto y prefería un cuento. La guitarra quedó relegada a un rincón de la pieza y luego, cuando pasó lo que pasó y mi hija ya no estuvo más conmigo, la olvidé del todo.

Creo que las guitarras no sirven si uno no tiene a alguien al lado que quiera escucharlas. Primero fuiste tú, después fue mi hija.

De: Juan.

Fecha: 14 de octubre, 23:45 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Re: Re: Guitarra.

Alguien llora aquí, tan cerca que creo que hasta puedo ser yo. Si estuvieras acá podrías cantarnos algo con tu guitarra nueva y calmarnos un poco. Voy a tratar de dormir imaginando tu voz. No sabes lo bien que me haría escuchar una de esas canciones de cuna que le cantabas a tu hija.

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Hace cinco días que juan no me contesta. tengo miedo de que le haya pasado algo. a ratos creo que debo avisar a los carabine-ros y enseñarles estos mensajes para que rastreen la dirección, lo busquen, den con él y finalmente lo traigan de vuelta, pero tengo la intuición, o más bien la certeza, de que eso no va a servir de nada. Suena desquiciado, lo sé, pero creo que Juan está perdido en un punto ciego, en una especie de hoyo negro al que es difícil entrar. Debe haber una forma, estoy segura, pero no logro imagi-nar cuál.

He tratado de pisar sus últimos pasos. He caminado hasta el liceo una y otra vez, buscando en los alrededores alguna pista, pero no encuentro nada, las máquinas lo han borrado todo. En el lugar del viejo liceo ahora sólo hay un gran hoyo. Debe tener unos diez metros de profundidad y unos mil, o más, metros cuadrados. abajo se puede ver la tierra húmeda que por años estuvo aplasta-da. La misma sobre la que estudiamos y crecimos. ahora esa tierra guarda un gran hueco. Un espacio enorme. Una tumba inmensa y vacía, sin información ni señas que hablen de Juan ni de nadie.

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De: Greta

Fecha: 20 de octubre, 21:45 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Responde.

¿Qué pasó? ¿Estás bien? Por favor, comunícate.

No puedo hacer otra cosa que esperar. Dejé de pasear a Dalí y de cuidar el jardín. No sacudí el polvo en toda esta semana, tampo-co he ido a pagar las cuentas. He estado pendiente de la pantalla. ahora me he atrincherado aquí frente al monitor. He traído arroz, agua, pan y café para quedarme en este escritorio todo el tiempo que sea posible hasta que aparezca un mensaje. Dalí se ha recostado a mis pies a esperar conmigo. afuera llueve. Es una lluvia cálida de primavera que transforma el polvillo en barro. todo está sucio. Las grúas son las únicas que se mantienen limpias. La lluvia les lava la cara y ellas miran hacia abajo los nuevos cimientos que se constru-yen. Fierros que salen del suelo y se elevan enmarañados hacia lo alto. algo nuevo se está gestando bajo las máquinas, pero yo me mantengo ajena. Sólo miro por la ventana. Y espero.

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De: Juan.

Fecha: 23 de octubre, 23:06 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Voces.

Lo hice, Greta. Caminé algunos metros para averiguar dónde estoy y lo que he descubierto hasta ahora me ha dejado mudo. Este lugar es extraño, no hay pala-bras para explicar bien de qué se trata. Efectivamente hay más gente. Las voces de las que te hablaba tienen cuerpo y rostro, aunque no he podido ver ninguno. Son todos niños, Greta. No tienen más de dieciocho años. La mayoría son ado-lescentes y están aquí desde hace mucho tiempo. No saben cuánto, pero sí saben que ha sido bastante. Extrañan a sus padres, a sus amigos, a sus parejas. No entienden cómo nadie viene por ellos. Todos están heridos. Todos tienen alguna dolencia, es por eso que se quejan tanto y a ratos lloran. Muchos viven inmóvi-les, adoloridos en sus rincones, más asustados que yo, pero también hay varios que se mueven y deambulan sin problema, acostumbrados a la oscuridad y a los gritos. Nadie sabe por qué está aquí ni cómo llegó. Tampoco tienen idea de cuál es la forma de salir.

Sergio Araya Baldevenito tiene trece años y es uno de los que lleva más tiempo acá adentro. Había sentido su voz merodeándome hace bastante y cuando volví a escucharlo, lo abordé. ¿Quién anda ahí?, ¿qué quieres?, le dije. Sergio se mueve por este lugar a punta de puro olfato y trafica colillas de cigarro, zapatos, prendas

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de ropa y analgésicos. No recuerda cómo llegó. Dice que sólo despertó un día acá adentro, ciego y con un dolor en la nuca que nunca más se le ha quitado. Tiene un hematoma que le hincha la cabeza y que a ratos duele al punto de que se le escapa algún quejido. Dice que este sitio es muy grande, tanto que él nunca lo ha logrado recorrer por completo. Piensa que debe haber una salida, pero no sabe en qué lugar estará. Las cosas con las que trafica no puede revelar de dónde las saca, pero sí cuenta que son de aquí adentro, que nada viene de afuera, porque no hay conexión que él conozca con el afuera.

Paulina está instalada muy cerca de aquí. A ratos la escucho llorar bajito, con un llanto suave. Tiene catorce años y un dolor muy fuerte en el bajo vientre que no la deja tranquila. Siente calambres, a veces sangra como si estuviera menstruando. Por eso se queja, pide ayuda y sólo logra calmarse cuando Sergio llega con algún analgésico. A ella también le asustan los quejidos de al fondo. Ya te hablé de ellos. Se escuchan a lo lejos, a unos cien pasos de aquí o más. Es alguien que su-fre mucho. Un hombre, seguramente un niño como todos los que están acá, que grita como si lo estuvieran golpeando. Cuando se oyen sus quejidos los demás callan y este lugar queda en silencio por algunos segundos. Nadie sabe quién es el que grita así, pero todos le tienen lástima y respeto porque de seguro sufre más que ninguno. Sergio le ha llevado analgésicos. Ha tratado de comunicarse con él, de ayudarlo, pero no ha logrado nada porque el tipo se escabulle y grita que no quiere que lo vean, como si en este lugar pudiéramos hacerlo. Paulina piensa que él sabe algo que nosotros no sabemos. Algo terrible que lo hace gritar de esa forma.

No entiendo dónde estoy, Greta. No entiendo qué hace toda esta gente aquí. Nunca había escuchado hablar de esto ni de nada parecido. Con las manos he tratado de tocar las paredes y podría decirte que estamos encerrados en un lugar hecho de ladrillos viejos, muy húmedo, donde el agua corre a ratos por los muros. Por la noche, muy tarde, se escucha el ruido de una gotera cayendo desde algún sitio. Es un sonido constante, una percusión desestabilizadora como la de un reloj marcando segundo a segundo una cuenta regresiva.

¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy? Por ahora no puedo responderte, pero he vencido el miedo y pienso seguir averiguando. Te mantendré al tanto de todo, pero si encuentras una explicación, por favor, escríbemela. Un abrazo, Juan.

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De: Juan.

Fecha: 25 de octubre, 10:26 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Pieza oscura.

Estamos en una especie de pieza grande. Muy grande. Quizás un galpón, quizás algo mayor. La pieza está dividida y cada uno de los que estamos acá se man-tiene separado del otro en su espacio. La única compañía que tenemos es un colchón. No sé si son celdas, creo que no porque no hay barrotes y podemos salir si queremos, aunque somos muy pocos los que nos atrevemos a hacerlo. La pieza es calurosa. Se suda mucho. Siento sed, pero nos dan agua y comida sólo una vez al día. ¿Quiénes? No lo sé. Nunca los he visto ni los he escuchado. Nadie de aquí lo ha hecho.

He avanzado por una especie de pasillo con olor a quemado. El olor es muy fuerte, como a carne chamuscada. Es constante, no cesa nunca. Nadie sabe de dónde proviene, pero ya todos se han acostumbrado a él. Yo no he podido. A mí todavía se me eriza la piel cuando lo siento. Caminé ciento veinte pasos por este pasillo, tratando de no respirar para oler lo menos posible, y fui preguntando a todo el que se me cruzaba por una salida. Ninguna de las voces que habitan en estos ciento veinte pasos a la redonda me supo dar una respuesta.

Hay una niña, ya no recuerdo si a la derecha o a la izquierda de acá donde estoy, se llama Carolina, y dice que ha escuchado el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose en algún lugar de aquí dentro. No ha visto nada, sólo ha oído el sonido metálico, como de un portón pesado, dice. Yo no sé si creerle o no porque es la única que lo ha escuchado, pero hay algo en ella que me dice que debo confiar. Quizás ésa sea la puerta de salida.

Carolina Montes Moreno, ése es su nombre completo, tiene catorce años y las piernas completamente rotas. Recuerda un accidente, un taxi, una fiesta, una discusión con un par de amigas. No tiene nada claro, sólo que está aquí, con ese dolor en las piernas que no la deja moverse, y que sus padres la están esperando sin saber dónde está. Carolina grita por un teléfono. Quiere llamar a su casa para que sus padres vengan por ella. Sergio ha tratado de conseguirle uno, pero al parecer aquí no hay. Pobre niña. Le prometí que si encontraba esa puerta de la que me habla, le avisaría. No quiero hacerme ideas falsas, pero si entré tiene que haber una forma de salir. Por oscuro y enorme que sea este sitio tiene que existir una puerta de salida. Voy a encontrarla, Greta. Te lo prometo a ti también.

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dalí se fue. Hace días que estaba saliendo solo, sin mi compañía, porque yo me quedo todo el tiempo en el escritorio, frente al mo-nitor. Nunca reclamó ni hizo ningún problema si no lo sacaba, sim-plemente salía y regresaba por las tardes, antes de que se pusiera el sol. ayer almorzó temprano, se dio una vuelta por el escritorio y luego se fue, como siempre, pero al llegar la tarde no volvió. No quise preocuparme, es un perro independiente, sin embargo, ya ha pasado mucho tiempo. algo me dice que no está bien. Lo he buscado por la construcción. Caminé por varias cuadras, recorrí los lugares que le gustan, los sitios donde prefiere mear, pero no lo he visto. tampoco le pregunté nada a ningún obrero, porque aquí nadie responde. Puse algunas de sus fotografías en los pocos postes que quedan en pie en este barrio con una leyenda que dice: Se bus-ca. también escribí el número de teléfono. ahora no sé qué hacer. De esta casa todo el mundo huye y yo estoy condenada a sentarme a esperar.

El teléfono suena y lo contesto aquí en el escritorio. No alcanzo a decir nada cuando escucho un atropello de llanto y sonidos gutu-rales. No hablan, sólo lloran.

—¿maite? ¿Eres tú?

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Del otro lado tratan de responder, pero no pueden. Quizás de-biera cortar, pero sé que se trata de ella.

—¿maite? ¿Qué pasa?al cabo de un rato la escucho un poco más repuesta.—Disculpa que te hable así. Es que he estado llorando el día

completo y no puedo parar, ¿sabes?—¿Qué te pasó?—a mí nada, es a Juan.—¿Supiste algo de él? —pregunté.—No, lo que pasa es que ya se cumplió el tiempo oficial para

presumir una desgracia. a partir de hoy podemos decir que Juan...maite no continúa y vuelve al llanto.—¿Que Juan qué, maite?—Que ya no vuelve, que desapareció, que probablemente está

muerto.recuerdo cuando max me llamó esa mañana para decírmelo. Yo

estaba entrando al colegio, cargada con bolsas plásticas llenas de pruebas, cuando una de las secretarias me pasó el llamado. Greta, dijo max, el furgón donde viajaba la niña tuvo un accidente. Dicen que ninguno sobrevivió. Dicen que todos los niños están muertos. Después vino el instituto médico Legal, la iglesia, el cementerio. Era cierto. mi Greta estaba oficialmente muerta.

—¿Estás ahí, Greta? ¿Estás bien?—Sí.—Sé que es una tontera, Juan sigue tan perdido como ayer,

pero el hecho de que le pongan una fecha a este asunto me pone terrible.

—¿Cuándo quieres que deje la casa?—No te llamé para eso, te llamé para contarte. Supongo que te

interesa.—Claro que sí.maite sigue llorando, recordando a Juan y hablando de él como

si estuviera muerto. Yo podría decirle lo que sé, que él se comunica conmigo, que hemos estado en contacto, pero no lo voy a hacer, no lo entendería.

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—¿Cuándo quieres que me vaya de aquí?—Estamos a martes, ¿qué tal el viernes?—El viernes.—Si te complica, podemos esperar.—No me complica.—Puedes llevarte lo que quieras.—Gracias.Nos quedamos calladas un rato. Yo miro todo pensando si de

verdad hay algo que quiera llevarme. Probablemente la ropa de Juan. La que dejó tirada allá en el techo del liceo.

—Sé que debes creer que soy una oportunista y probablemente lo sea, pero de verdad yo a Juan lo quise, Greta. Preferiría que aún estuviera ahí en esa casa llamando para hincharme de vez en cuan-do, que así, muerto porque una fecha legal lo dispone.

maite se queda en silencio un rato, si dice algo no la escucho. Pienso en Dalí, que tampoco aparece igual que su amo. Pienso en mi camioneta, que no la he lavado hace semanas y que le vendría bastante bien un poco de agua. también pienso en las cuentas.

—No he pagado las cuentas de este mes, maite. Ya no creo que lo haga.

—No te preocupes.Con maite nos despedimos. tengo la impresión de que de ver-

dad está sufriendo. también creo que de verdad quiso a Juan, no es necesario que me lo aclare. Corto el teléfono y me voy a la pieza. abro el clóset, saco la caja de cartón que me pasó Carmen Elgueta esa mañana en que llegué aquí. adentro todavía está todo intacto. El gamulán con la insignia del liceo, la pulsera de hilo rojo y negro, el pañuelo, el suéter de lana azul tejido a mano, los bototos, el pan-talón gris, la camisa y la bandera chilena rajada.

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De: Juan.

Fecha: 28 de octubre, 13:23 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Gonzalo.

Los gritos no son nada comparado con las palabras. Las palabras, cuando traen historias destempladas y enfermas, pueden dejarte aun más horrorizado. Anoche trataba de dormir cuando otra vez comenzaron a escucharse esos gritos de allá al fondo. Ya te hablé de ellos, ¿no? Esta vez no quise taparme los oídos, así es que me puse de pie y caminé tanteando las paredes para ir a su encuentro. No fue una reacción muy meditada, simplemente fui. Por primera vez no sentía miedo. De tanto escucharlos me he ido acostumbrando. Mientras los oía acercarse a medida que avanzaba, conté en voz alta los pasos que me separaban del lugar desde donde venían. Uno, dos, tres, cuarenta y cinco, setenta y ocho, ciento trein-ta y nueve, ciento cincuenta y seis. Mientras más me acercaba a los gritos, más fuerte enumeraba mis pasos para no escuchar ni asustarme. De a poco ese olor a chamuscado del que te hablé antes comenzó a filtrarse por mi nariz. Ciento ochenta y cuatro, ciento ochenta y cinco. Por cada paso que daba el olor se iba intensificando más. Ciento ochenta y seis.

¿Qué te pasa? ¿Puedo ayudar en algo?, pregunté cuando ya estuve muy cerca, pero nadie respondió. Por unos segundos todo se quedó en silencio. Creo que los oídos del resto estaban pendientes de lo que ocurría. Al cabo de un momento

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escuché que el que gritaba se ponía de pie y se alejaba quejumbroso. Quiero ayudarte, dije, pero otra vez no obtuve respuesta. Seguí los pasos como pude, tanteando en la oscuridad, pero ellos conocían mejor que yo el lugar, se des-envolvían urgentes y cómodos. No te vayas, dime qué te pasa. Los pasos avan-zaban. Yo me tropezaba con las paredes, con los pies de los otros que estaban tirados en el suelo. Me detuve sólo cuando lo escuché gritar otra vez. Era un grito de dolor, un quejido imposible de aguantar, como los que siempre da. De pronto oí que caía al suelo. Quizás había tropezado o quizás caía de puro malestar. Era mi oportunidad y me abalancé al vacío para tratar de alcanzarlo.

Lo que ocurrió fue muy extraño. Mis manos lo tocaron, trataron de aprehenderlo de un brazo, pero la sensación que tuve en mis dedos fue completamente nueva. Una superficie viscosa, húmeda, muy caliente. Apenas lo toqué tuve que soltarlo de golpe. Fue un instinto, nada calculado. Sólo estuve unos segundos en contacto con él, pero eso bastó para que el tipo gritara fuerte, muy fuerte. Sin duda mi mano le había hecho daño. Perdóname, le dije, pero él sólo lloraba y se quejaba. ¿Qué te pasó? ¿Qué tienes? Tuve que esperar mucho rato para que pudiera res-ponderme. Me duele, dijo. Es que parece que no tengo piel.

Traté de imaginar cómo eso era posible. Hasta ahora había escuchado bastantes dolencias aquí adentro, pero nadie me había dicho algo así. ¿Por qué crees eso?, le pregunté. Siento todo el cuerpo en carne viva. No puedo tocar nada, hasta el aire que hay aquí dentro me arde, me respondió. ¿Pero qué te pasó? Me quemaron. ¿Quiénes? Unos tipos. ¿Aquí adentro? No, afuera, antes de llegar. Me agarraron, me llevaron a un sitio baldío y ahí me rociaron con bencina y me prendieron fuego. Después no recuerdo nada más. Sólo sé que desperté aquí y que todo me dolía. Ha pasado tanto tiempo, pero todavía no me acostumbro al dolor.

Se llama Gonzalo y tiene el cuerpo completamente quemado. Cree que esos tipos lo tiraron aquí para esconderlo, para que así nadie lo viera y supiera lo que le habían hecho. Él cree que eso es lo que ha pasado con todos nosotros. También ha escuchado la puerta de la que habla Carolina, pero a diferencia de ella, no cree que sea una puerta de salida. Aquí sólo se entra, me dijo. De esta mierda es imposible salir.

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De:Juan

Fecha: 29 de octubre, 21:34 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Ellos.

Una vez me preguntaste si me tenían aquí a la fuerza. Ahora te puedo responder que sí. Los que nos alimentan, los que nos traen el agua son los que nos han metido acá y no nos dejan salir. No los vemos, no sabemos quiénes son ni qué es lo que quieren de nosotros, pero podemos escuchar sus pasos sobre nuestras cabezas. Cuando todos están callados, cuando las voces se calman un poco, se sienten sus pisadas en el techo. Yo no lo había notado, fue Paulina la que me lo hizo ver. Son pasos claros, firmes, normalmente muy apurados. El sonido es cons-tante, no se detiene nunca. Se entiende que andan rápido allá arriba, que corren de un lado a otro sin parar. Yo intenté hablarles. Cuando escuché sus pasos por primera vez di un grito fuerte. ¿Quién anda ahí arriba? ¿Por qué no vienen? Hay gente enferma aquí, necesitamos ayuda. Nunca nadie me respondió. Sólo sentí el eco de mis propias palabras rebotando en los muros de ladrillo y el sonido de los pasos indiferentes zapateando sobre mí. ¿Quiénes son? Se esconden en la oscuridad cuando vienen y por alguna razón necesitan tenernos encerrados. No sé cuál será esa razón, nadie aquí dentro la sabe, pero debe ser poderosa.

Ya no sé qué pensar. Sólo sé que me alimento de la comida que me dan y que ahora los escucho caminando todo el tiempo sobre mí.

De: Greta

Fecha: 30 de octubre, 10:00 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Re: Ellos.

Recuerdo el último cuento que le conté a la Greta chica. Era ese del par de herma-nos que se pierden en el bosque y van a dar a la casa de una bruja. La bruja encie-rra al hermano en una jaula, lo alimenta para hacerlo crecer y luego comérselo.

No sé por qué te escribo esto. Acá también han pasado cosas. Nada comparado con lo que me cuentas. Estoy completamente perdida. Hace mucho que estoy encerrada entre estas cuatro paredes, sin más compañía que tu perro, escuchando las máqui-nas trabajar, el ruido de la demolición, los gritos de los obreros, esas cumbias infer-nales que ponen en la radio la tarde completa. Hace mucho que contesto llamados idiotas en tu teléfono, cocino tu comida, duermo en tu cama, uso tu ropa, veo tus fotos y recuerdo tus propios recuerdos, que también son los míos. No me extrañaría que entre tanta cosa tuya me esté confundiendo un poco y la cabeza me traicione al leer lo que me escribes. ¿De verdad me escribes? ¿De verdad estás ahí?

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De: Juan.

Fecha: 31 de octubre, 21:34 hrs.

Para: Greta.

Asunto: Aparecieron.

No vas a creer lo que ha pasado. Ni en el mejor de tus sueños ni en la peor de tus pesadillas vas a poder imaginar lo que está ocurriendo acá dentro. Están aquí, Greta. Son ellos. Tanto tiempo sin saber nada y me los vengo a encontrar acá.

Ayer me quedé con Gonzalo. Conseguí que se tomara un analgésico de esos que trae Sergio y así pudo dormitar un rato, descansar del dolor. Quise velarle el sue-ño y me tiré a su lado en el suelo. Estuve así mucho rato hasta que de pronto una voz de hombre llegó hasta nosotros. Gonzalo, dijo. ¿Eres tú? ¿Estás ahí? Cuando la escuché la reconocí de inmediato, pero no quise creer lo que mi cabeza me estaba diciendo. Dejé que la voz volviera a preguntar un par de veces y cada vez que lo hacía la confirmación era clara. No aguanté más y le hablé.

¿Negro, eres tú? Silencio. La voz no me respondió, se quedó muda. Hernán Emilio Rojas Rojas, ¿eres tú? ¿Quién habla?, me preguntó sin responder. Juan, contesté. ¿Qué Juan? Juan Acuña, huevón, el único Juan.

¿Te acuerdas que alguna vez te hablé de voces familiares? Reconocí tonos, for-mas de hablar, palabras, pero nunca quise hacerle caso a mis intuiciones. Tenía miedo de estar volviéndome loco. Me mantuve callado, en silencio, dudando de todo, sin atreverme ni siquiera a contarte. Ahora las cosas son distintas. Saber de ti me ha vuelto más fuerte, por eso ya no tengo miedo y me aventuro a caminar, a buscar, a averiguar y a encontrarme con un lugar más extraño de lo que cual-quiera puede imaginarse. Sé que no enloquezco, sé que aquí las cosas funcionan con otro orden y que finalmente lo que antes era una expectativa desquiciada, ahora puede ser una realidad indesmentible.

Son ellos, Greta. Después de decir mi nombre, el Negro se quedó callado, sin re-accionar. ¿No me vai a decir nada, huevón? ¿Juan...? ¿Juanito?, contestó y sentí que la voz se le quebraba y se ponía a llorar en voz baja. Por primera vez alguien me abrazó aquí dentro. Sentí el cuerpo del Negro, flaco y huesudo, muy junto al mío. Él me apretó fuerte, me tocó el pelo, la cara, la boca, para convencerse de que de verdad era yo el que estaba a su lado. ¿Por qué estás acá?, me dijo. No sabes lo feliz que me pone, pero la verdad es que preferiría que nunca hubieras caído con nosotros.

Nos pasamos la noche entera hablando. El pobre está distinto, menos enérgico, más cansado. De su físico no puedo decirte nada, pero toqué su pelo crespo y lo sentí igual, del mismo largo, con los mismos rulos cayéndole en los hombros.

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Tiene tres costillas rotas y está aquí desde que fue la toma. Imagínate todo el tiempo que ha estado encerrado. Mientras tú y yo lo dábamos por muerto y hacíamos una vida allá afuera él se encontraba aquí. La Chica también está. No he ido a verla todavía porque anoche se encontraba mal. Sergio le dio unos som-níferos para que pudiera dormir un poco y no sentir dolor. El Negro me contó que ella todavía tiene su nariz quebrada, tal como la vimos esa mañana en el liceo. Que aún sangra de vez en cuando. Que aún se queja de dolor.

Yo sé que debes estar leyendo esto y debes pensar que enloquecí, que estoy in-ventando todo. Pero no, Greta, es cierto. Están aquí. Sé lo difícil que es, estando allá afuera, poder imaginar o por lo menos tratar de acercarse un poco a enten-der todo esto. Me pongo en tu lugar y sé que no hay lógica que justifique lo que te cuento, pero confía. No es necesario ver para creer.

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es viernes y debo irme tal cual como lo prometí. me he vestido con tu ropa vieja. Llevo puestos los pantalones grises, la camisa blanca, los bototos negros y tu suéter azul con la insignia del liceo. En mi muñeca he amarrado la pulsera de hilo que yo misma te tejí y sobre mi rostro he puesto tu pañuelo rojo que me cubre por debajo de los ojos. En el bolsillo del gamulán, que ahora me pongo, he guardado tu billetera con mi fotografía, con el viejo pito de marihuana y con tu pase escolar del año 1985.

apago todas las luces de la casa, menos la de tu escritorio. me aseguro de que la llave general del gas esté cortada, lo mismo que la del agua. Cierro las puertas que dan al patio, pongo las persianas de madera en las ventanas. Cuando está todo listo voy a tu escritorio y escribo por última vez.

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De: Greta.

Fecha: 1 de noviembre,01:03 hrs.

Para: Juan.

Asunto: Soy yo.

Una vez una mujer me dijo que los niños perdidos estaban en un hoyo, en una especie de subterráneo debajo de nuestros pies, viviendo como verdaderas ratas, soportando el peso de nuestras neurosis, nuestras rabias, culpas y frustraciones. El cura de la iglesia donde velamos a la Greta chica y al resto de sus compañeros me consolaba diciendo que los niños muertos estaban en el cielo, formando parte de un coro celestial de ángeles o querubines o alguno de esos monstruos alados y píos, que redimen las culpas de los terrestres, los bendicen desde lo alto, y sirven de intermediarios para poder blanquear nuestros oscuros corazones de pecadores. Cuando era niña mi mamá me hablaba del viejo del saco que se llevaba a los que se portaban mal, a los que no seguían las reglas, y mi abuela de un ogro come niños, de un flautista, de un gigante, de un imbunche, o de lo que se le viniera a su cabeza vieja y repleta de alzheimer.

Te creo, Juan. Podría decir que estás loco, que nada de lo que me cuentas es cierto, pero si es así tendría que admitir que no eres tú sino yo la que enloqueció. Que tus mensajes no son más que una invención de mi cabeza desconfigurada. Cada cosa que nombras, cada descripción que haces tiene un referente claro en mi memoria. Ese lugar en el que estás es una mezcla de todo lo peor que alguna vez ha pasado por mí. Una síntesis extraña de los horrores del pasado y del presente. Ese sitio es una composición espantosa proyectada por mis propias rabias, mis propias culpas y frustraciones. Creo que ya sé quién es la que pisa sobre tu cabeza. Creo que ya sé quién es la que te alimenta en la oscuridad y te tiene encerrado allí dentro.

Discúlpame, Juan. Nunca quise torturarte de esta forma. Te prometí que te iba a sacar y lo voy a hacer. Vamos a encontrar esa puerta de salida. Ahora mismo voy a terminar con todo. Greta.

Salgo a la calle en penumbras. Ya no hay faroles que iluminen, sólo la luna allá en el cielo. me subo a mi furgón, esta vez sin equi-paje, y enciendo el motor como hace mucho tiempo no lo hacía. tu bandera chilena rajada la he amarrado a la antena, ahí cuelga como un trapo tricolor haciendo juego con la calcomanía de mi manubrio. I love Chile. retrocedo y saco el furgón de tu casa. No cierro la reja, no hay para qué. Dentro de unas horas llegarán maite y Lobos. Harán su transacción, firmarán contratos y habrá cheques

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y con eso el pago de la isapre, la previsión, el seguro, las tarjetas de crédito, las cuentas que se deben y la clínica y el nacimiento del nuevo hijo.

avanzo lentamente por la calle. En la oscuridad de la noche, e iluminado sólo por los focos de mi furgón, el barrio parece un cam-po de guerra. Es como si los habitantes y las construcciones hubie-ran muerto hace muy poco y todavía se respirara en el aire un olor a tragedia. En unos de los postes de luz inhabilitados vislumbro una foto de Dalí de esas que yo misma pegué. Es una lástima que no me haya podido despedir de él. me hubiera gustado tanto haberlo visto una última vez.

Cuando llego a la plaza me encuentro con el paso restringido. No puedo cruzar al territorio del liceo, todo está lleno de cercas y huinchas fosforescentes con indicaciones para no pasar. Peligro. Zona prohibida. Detengo el furgón sin apagar el motor. De tu bi-lletera saco el pito de hierba que aún está ahí. Fue guardado por años para este momento. Lo enciendo con un fósforo viejo, lo as-piro y toso. Cierro los ojos un rato, luego los abro para mirar hacia delante. allá atrás, debajo de toda esta señalización está ese hoyo gigantesco sobre el que alguna vez estuvo mi viejo liceo. El hueco enorme, la tumba. me da risa. No sé por qué, pero me río. me sien-to liviana, con la sensación de estarme elevando con cada bocanada de humo que sale de mis labios. Sé que en algún lugar de por aquí hay un guardia que vigila las obras durante la noche, pero no me importa. Lo haré rápido, no se dará cuenta.

Lanzo la colilla encendida por la ventana. Pongo primera nue-vamente en la caja de cambios. Pienso en mi hija y en ti. En ti y en mi hija. así, en ese respectivo orden. Otra vez me da risa. aprieto el acelerador tanto como puedo y escucho el motor gritar como un niño enojado. El furgón avanza rápido pasando a llevar todas las señalizaciones. No sigo las reglas, que venga ese viejo del saco y me lleve a su pozo de arpillera. No pasar. Peligro. Peligro. Zona prohibida. Peligro. Las cercas se caen, los muros plásticos también. He arrasado con todo. ahora el hoyo se ve claro frente a mis ojos. La puerta en el suelo. allá voy. mi furgón salta y cae.

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S É P t i m a Pa r t E

lA PiezA oScuRA i i i

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CarOLiNa mONtES mOrENO

sé que ustedes no me creen cuando les digo que hay una puerta en este lugar. Sé que nadie me ha tomado en serio en esto, pero acabo de escucharla, estoy segura. Fue ese mismo sonido metálico que he oído otras veces. Es como si alguien la abriera y luego la cerrara con un golpe fuerte. Hasta acá sólo llega el eco distante, apenas los resabios del portazo, por eso es que puedo asegurar que la puerta se encuentra lejos. muy lejos. No distingo bien de dónde viene el ruido, pero existe, créanme, no es mi imaginación. Si se quedaran callados un rato, si no se quejaran y lloriquearan todo el día o la noche, podrían escuchar algo más que a ustedes mismos. me tie-nen tan aburrida. Si no tuviera estas piernas rotas, me habría ido a buscar esa puerta. De seguro la habría encontrado. Ya estaría afuera y no les habría dicho nada. Prefiero librarme de ustedes y de sus voces que me tienen chata, lo mismo que ese gusto enfermizo por jugar a las bolitas. Se lo pasan en eso todo el santo día. O la noche. No hay cómo saberlo. El sonido de los cristales chocando me tiene enferma. No lo aguanto. ¿De dónde sacaron esas bolitas? Seguro que fue Sergio el que se las consiguió a cambio de algo. Obvio. ¿Qué les

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pidió? ¿Qué le dieron? ¿ropa?, ¿zapatos?, ¿cigarrillos? Seguro que fue un cigarrillo. Obvio. La gente es tan tonta acá dentro que da cualquier cosa por uno. Cómo si se pudiera fumar, cómo si hubiera fósforos o encendedores. Qué asco. Los cigarrillos pasan de mano en mano, de boca en boca, pero nadie los fuma porque no hay cómo. Se conforman con tenerlos entre los labios por un rato, con oler el tabaco, con recordar la sensación que alguna vez sintieron y luego pasárselo a otro idiota igual de adicto. Qué asco. Yo allá afuera fumaba mucho con mis amigas. Nos íbamos de carrete y me mandaba una cajetilla entera. Lo mismo cuando hablaba por telé-fono. abría las ventanas, prendía una vela para que el olor tapara el del humo y mi papá no me pillara, y entonces me ponía a fumar. me gustaba. Pero aún así, con todo lo que lo echo de menos, podría vomitar con la sola idea de andar tomando un cigarrillo chupado por quién sabe cuántos idiotas de aquí dentro.

¿Pero de qué estoy hablando? Ya me distraje por culpa de us-tedes. Yo quería decir que la puerta se abrió y que alguien entró por ella. Obvio, siempre es así. Es alguien nuevo, tiene que serlo. ¿Cómo saben si esa persona trae un teléfono? toda la gente allá afuera anda con teléfonos y está comunicada todo el día, porque allá sí que hay día y noche, no como aquí adentro que todo se con-funde. Yo misma antes tenía un teléfono, pero no sé qué se hizo. Cuando caí acá ya no estaba en mi bolso. La verdad es que tampoco estaba mi bolso. No entiendo cómo nadie tiene un teléfono en este lugar. No entiendo cómo el idiota de Sergio no puede conseguir-me uno. aparece con las cosas más insólitas, chicles, analgésicos, botones, calcetines, dedales, pero nunca con un teléfono. Por eso esto de que alguien nuevo caiga es una buena noticia. tal vez entre sus cosas traiga uno. No es una idea tan deschavetada. Si de verdad lo tiene, yo podría pedírselo prestado por un momento. Va a ser corto, una llamada breve, nada que le salga muy caro. La persona no podrá negarse y tendrá que pasármelo sin problemas. Entonces yo tomaré el teléfono y de memoria marcaré el número de mi casa. Cinco cinco seis tres cuatro cinco tres. Escucharé el ruido de la línea esperando y al cabo de un rato, no mucho, me contestará mi mamá.

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Escucharé su voz después de tanto tiempo. Será ella y por fin podré hablarle. Le diré que no se enoje, que no sé qué pasó después de la fiesta en la discoteca, que no andaba en nada malo y que no quise demorarme tanto en llegar a la casa. Le pediré que venga a buscar-me, que me saque de aquí. Pero también tendré que decirle que por favor no mande a un taxista. tampoco a mi nana. Que no mande a nadie. Ven tú, mami. así le diré. No importa si estás cansada, si has tenido mucho trabajo o si en la oficina no te han pagado todavía. No importa si has peleado con mi papá, si mis hermanos están in-soportables, si te duele la cabeza o el cuerpo, o si tienes reunión con tus amigas. No importa si debes ir al gimnasio, a la peluquería o a bailar flamenco. No importa nada, mami. Por favor ven por mí. tú, no otra persona. te echo de menos. No aguanto más aquí dentro.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

si no supiera que esto es una pieza grande y oscura, pensaría que me encuentro en el vientre de algún animal. Si me concentro hasta puedo oír el pulso de su corazón, el ruido de la sangre palpitando en sus venas. Caí aquí adentro hace unos segundos. Una puerta se cerró sobre mi cabeza. Es una puerta metálica, una especie de portón pesado, seguramente muy grande porque el sonido quedó rebotando en este lugar durante largos segundos.

No veo nada. De verdad no hay una sola gota de luz aquí aden-tro. Saco la caja de fósforos y enciendo uno para tratar de orientar-me, pero es como si no lo hiciera. La oscuridad es tan grande que se traga la pequeña llama de fuego y la inutiliza. Se necesitaría un verdadero incendio para poder mirar aquí. Es imposible percibir algo de lo que tengo a mi alrededor. Sólo sé que estoy tirada en el medio del vacío y que me duele mucho el cuerpo. Creo que la fren-te me sangra. Puedo sentirlo. al tocarla descubro un corte y trozos de vidrio incrustados en el cuero cabelludo. Con mis manos hurgo el suelo. Parece que está hecho de baldosas. algunas están rotas, otras sólo trizadas. Las siento calientes, viscosas, húmedas como las papilas de una lengua gigantesca. me arrastro con dificultad y voy

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tanteando el piso hasta llegar a una pared. toco ladrillos. Ladrillos mojados que sirven para afirmarme y ponerme de pie. Creo que tengo una pierna esguinzada o rota o machucada a la altura de la rodilla. me duele, pero aún así puedo caminar lentamente. avanzo de a poco mientras siento cómo la temperatura va subiendo aquí adentro. El aire se vuelve cada vez más denso y asfixiante. a lo lejos comienzo a escuchar las voces. No distingo nada particular, sólo una letanía muy lejana. Juan debe hablar entremedio de esas voces. No están nada cerca, podría caminar una hora y aún así no las al-canzaría. me siento cansada con la sola idea de seguir hasta allá.

Un hilo de sangre se desliza desde mi cabeza hasta mi cuello atravesando mi mejilla. Estoy mareada. Si pudiera ver, todo daría vueltas a mi alrededor. Las voces giran en mi cabeza. Las escucho lejos y cerca al mismo tiempo. Dicen cosas extrañas, frases incon-clusas. me deslizo lentamente por el muro de ladrillos y termino en el suelo. me recuesto. toco mi frente herida. Cierro los ojos. Necesito dormir.

SErGiO araYa BaLDEVENitO

¿de dónde cresta quiere esta pendeja que le saque un teléfono? Conseguir porquerías y repartirlas ya es bastante difícil como para además andar perdiendo el tiempo buscando algo inencontrable. Un teléfono es un verdadero lujo aquí dentro. Nadie nunca ha teni-do uno desde que cayó acá. Pero claro, eso ella no lo piensa. Como no se mueve de su rincón no tiene idea de cómo funcionan las cosas un poco más allá de sus narices. No se imagina la pega que significa conseguir cada tontera que me piden, ni todo lo que me demoro ni todo lo que debo aguantar. Es que aquí se vuelven bien intransigen-tes cuando necesitan algo y creen que su pedido es el más impor-tante, el que debe estar primero, y exigen que lo haga aparecer en dos segundos como si fuera un mago. me piden las cosas más raras: pañuelos, bolitas, autitos, parches curitas, zapatos, elásticos para el pelo y sobre todo cigarros. Una vez una mina se me anduvo descon-trolando porque quería fósforos. Decía que si no lograba encender

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un cigarrillo se mataba, que debía conseguirle por lo menos uno, pero aquí los fósforos son tan escasos como los teléfonos. todos decían que me pasaba de perro, que hiciera el intento, nadie quería entender que no era cosa mía, que ni fósforos ni encendedores ni nada que sirva para prender algo se puede encontrar en este sitio. La mina entró en ataque, lloraba, pegaba patadas y puñetazos como una verdadera loca. Fue terrible de fuerte.

Yo creo que la Carola montes a la larga va a hacer un numerito así si no le encuentro un teléfono. me la estoy imaginando en plena pataleta histérica. Es que ella no entiende, cree que basta con pedir para tener. Seguro que a eso la tenían acostumbrada allá afuera. Seguro que papi y mami le compraban todo lo que a la pendeja se le antojaba. Le daban una mesada mensual o semanal y ella tenía plata para todas sus cosas, no importaba cuáles fueran. Seguro que nunca le ha trabajado un peso a nadie. Seguro que no la tenían envolviendo mercadería en un supermercado o limpiando vidrios de auto en una esquina como a mí. apuesto que se dedicaba el día entero a hablar por teléfono, a ir de compras con otras minas igual de huecas que ella, y se iba a probar ropa en las tiendas, calzones, trajes de baño, poleras, y a veces hasta se robaba algo, por el puro gusto de hacerlo, de pasarlo bien un rato. apuesto que sacaba las cosas camufladas entremedio de sus bolsos, algo chico, nada im-portante, una pura pelotudez que les provocara risa, material para contar y hablar durante horas sentadas en el asiento plástico de un mc Donald´s, tomándose una malteada y comiéndose una cajita feliz que después vomitarían todas juntas a coro en el baño para no engordar más de la cuenta.

me cargan las minas como ella. No las aguanté allá afuera y no las aguanto aquí adentro tampoco. Son todas iguales, con sus pelos largos, rubios y con esos petos cortos, dejando al aire el ombligo bronceado, porque siempre tienen tiempo y plata para ir a la playa o a la piscina o por lo menos al solarium. Son todas tóxicas. No so-porto esa miradita en menos que te pegan cuando te ven. Claro, acá la Carola no puede mirarme, no puede ver mi pelo negro y tieso, ni la cicatriz que me dejó la correa de mi viejo en la frente, ni tampoco

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mi polera del Colo, que le cargaría, pero igual cacha. igual me habla como si yo estuviera condenado a servirla, como si yo hubiera caído aquí para eso y entonces, sin verla, siento esa mirada como de asco sobre mí.

Pendeja hoyuda. No sé por qué cresta le sigo buscando su teléfo-no. Pese a todo no hay día que pase en el que no trate de conseguír-selo. imagino que en algún momento se lo encontraré. Se lo llevaré, lo pondré entre sus manos como una sorpresa, y cuando ella pueda tocarlo se pondrá tan feliz que capaz que hasta me abrace de puro contenta. Entonces capaz que yo pueda sentir de cerca ese olorcito a frutilla que le sale del cuerpo y tocaré, por lo menos una vez, ese peto corto que según ella le deja afuera el ombligo.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

alguien trata de sacarme los zapatos. tironean mi pierna derecha, justo la que más duele. Yo despierto con el malestar.

—¿Quién anda ahí? —digo.De golpe me sueltan el pie.—mierda, eres mujer —escucho la voz de un niño, o de un

joven.—¿Quién eres?—Disculpa, es que toqué unos bototos gruesos y pensé que eras

un hombre. Si me hubiera dado cuenta de que eras mina no te pelo nada.

—¿me robaste algo?—El cinturón, la billetera y ahora quería seguir con tus bototos.Siento que una mano me comienza a tantear el cuerpo desde las

piernas hasta llegar a mis dedos.—toma —dice y me entrega el cinturón y la billetera de Juan—.

¿Por casualidad no tienes un teléfono?—No.—¿Segura?—¿Quién eres?—me llamo Sergio.

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—Yo soy Greta.—¿Eres nueva? ¿Caíste hace poco?—recién. ¿Y tú?—Hace tiempo.—¿Cuántos años tienes?—trece. ¿Y tú? ¿te duele algo?—Una pierna y la frente. Creo que me corté con algún vidrio del

furgón en el que venía.—¿tuviste un accidente?—No estoy muy segura.—tengo analgésicos para el dolor, pero tendrías que darme algo

a cambio.—No gracias, no me gustan las pastillas.El niño no contesta. Se queda en silencio y luego escucho sus

pasos rápidos alejándose. Suena a goma, a zapatilla deportiva con suela de goma.

—Espera —le grito—. ¿Por qué te vas?—Estoy atrasado, tengo que seguir trabajando.—Estoy buscando a alguien. a Juan acuña, ¿lo conoces?—Sí, lo conozco.—¿Crees que puedas llevarme con él?

PaULiNa VENEGaS LECarOS

cuando estaba allá afuera cerraba los ojos y lo primero que veía era la cara de mi papá. No podía dormir, ni siquiera descansar un poco, porque en cuanto lo hacía su imagen se me colaba en la cabeza. Despertaba gritando y llorando a medianoche. Cuando eso pasaba él aparecía de verdad. Entraba a mi pieza, de carne y hueso, con la excusa de querer tranquilizarme, y ahí se quedaba metido en mi cama hasta el otro día, sin que yo pudiera hacer nada.

No sé qué fue primero, si mis pesadillas o sus visitas. Creo que sus visitas. Yo era chica. recuerdo mis libros de cuentos ordena-dos por color en la repisa junto a los ojos de todas mis muñecas mirándome desde la altura. recuerdo a mi oso Leonardo durmiendo

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entre mi papá y yo. Hacía lo que él me pedía. Lo tocaba, me dejaba acariciar, aceptaba sus besos, su lengua entrometiéndose en mi cuer-po. Sólo empezó a molestarme cuando descubrí que hacía lo mismo con mis hermanas. recuerdo que se lo dije a mi mamá, pero ella no quiso creerme, o prefirió no hacerlo. Se enojó mucho, me dio una cachetada y me castigó una semana completa.

Él siguió visitándome por las noches. Yo decidí guardar mis muñecas en el closet, regalar a Leonardo y aprenderme de memo-ria todos los cuentos que antes él mismo me leía. Una vez me reí cuando eyaculó en mi estómago. Él se puso nervioso, mal genio y ahí comenzaron los malos tratos. me tocaba con fuerza, me hacía callar, me empujaba, me insultaba al oído. La última vez que estu-vo en mi cama venía borracho. acababa de pelear con mi mamá. Yo había estado escuchando, sabía lo que venía porque cada vez que peleaban aparecía por mi pieza más tarde y se sacaba la rabia conmigo. así mismo decía: vengo a sacarme la rabia. Esa noche yo no quería, me negaba a abrirme de piernas, pero él tapó mi boca con la almohada de flores verdes, lo recuerdo, para que nadie escuchara mis gritos. me forzó. Le importó muy poco lo que yo quisiera. me forzó.

De esa última visita quedé embarazada. Cuando mi mamá lo supo me llevó a un hotel del centro para que me hicieran un aborto. Fuimos los tres. mis papás y yo, quiero decir. Era en el centro, en Estado con Huérfanos, me acuerdo tan bien. Ellos me prometieron que iríamos a tomar onces al Paula, que estaba cerca, si yo me sentía en condiciones después de la intervención. Eso me puso contenta. me gustaba ese café porque íbamos juntos cuando era chica, cuan-do todavía no nacían mis hermanas y yo era la única. Entramos a un edificio viejo, subimos en el ascensor, caminamos por un pa-sillo iluminado con tubos fluorescentes. todo era tan luminoso. abrimos la puerta de la pieza 85 y ahí nos quedamos esperando, yo sentada en la cama y ellos mirando por las persianas corridas de la ventana. Después llegó una mujer con un maletín. me hizo desnudarme. Luego me acostó mientras preparaba unas cosas. me puso una mascarilla en la boca con un olor muy fuerte y entonces

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los ojos se me cerraron sin que pudiera controlarlo mientras veía las caras de mis papás observándome de cerca. Finalmente, me dormí y desperté acá.

ahora no tengo necesidad de cerrar los ojos. todo está oscuro y cuando menos me lo imagino siento la presencia de mi papá cerca mío. Huelo ese olor a pipa, ese perfume agrio del desodorante que le gustaba usar. a veces siento el gusto de su semen en mi boca y hasta creo que escucho su voz merodeándome. Sé que no es verdad, sé que no puede ser, pero de todas formas lo presiento. No puedo sacarme su fantasma de la cabeza y del cuerpo. No tengo descanso. incluso en momentos como éste, cuando el sueño me mata, trato de no dormir, de no caer en su trampa y encontrármelo allí, en esos lugares del sueño donde hay luz como de tubo fluorescente, y pue-do verlo, escucharlo, sentirlo otra vez. En esos lugares luminosos donde siempre está esperándome.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

—¡juan! ¿estás aquí?Sergio grita llamando a Juan. Yo estoy muy cansada. Después de

caminar treinta y dos pasos largos y detenernos, luego dar treinta y ocho más, y otra vez detenernos, avanzamos los restantes treinta y cuatro pasos que nos quedaban y nos tiramos aquí, en el supuesto colchón de Juan.

—¿Estás seguro de que él vive acá? —pregunto.—Sí.—¿Cómo puedes saberlo?—Sólo lo sé.El olor de este sitio es distinto al del anterior. además del per-

fume a remedio que sale del cuerpo de Sergio, aquí siento un leve aroma a manzanilla. Es muy suave, pero es claro.

—¡Juan!Sergio vuelve a gritar. Lo hace con fuerza. Luego una joven gime

y se queja aquí cerca. Es una voz angustiada y triste. Sergio se pone de pie y camina hasta ella.

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—¡Despierta, mina! ¡Despierta! —lo oigo.La voz se calla de golpe. Los quejidos se detienen.—Estabas soñando otra vez —dice Sergio—. ¿Estás bien?—Sí...—¿Segura?—Sí, segura.—¿Y Juan? —pregunta él.—No está.—¿a dónde fue?—Qué sé yo.—traigo una mina que lo anda buscando.—¿Quién?—Una amiga. Greta, dice que se llama.Creo saber quién es esta voz nueva. me siento en el colchón e

intento que me escuche.—¿Paulina? —pregunto.—Sí...—No me conoces, pero Juan me escribió sobre ti.Los dos niños se quedan callados.—me contó que vivías acá, cerca de él, que a ratos conversaban.Silencio. Nadie responde. Por un momento pienso que estoy

sola otra vez.—¿Están ahí?—¿De verdad Juan te escribía?—Sí.—¿Y cómo? aquí es imposible comunicarse con alguien. Nunca

le creímos.—Bueno... era cierto.—¿Y le contestabas?—Claro.—¿Cómo?Un grito se escucha desde al fondo. Es un grito desgarrado. La

voz de un hombre que aúlla de dolor. De sólo oírlo me estremez-co. No sé cómo, pero estoy temblando. todos nos quedamos en silencio, no podemos seguir nuestra conversación después de ese

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grito. incluso el resto de las voces callan. Silencio. Sólo silencio. Y otro grito.

—Es Gonzalo, ¿no?—Sí —responde Paulina. —a ratos tiene crisis como ésta.Otro grito. Esta vez es más fuerte.—me da tanto miedo escucharlo.La voz de Paulina se quiebra y llora disimuladamente aquí, tan

cerca mío.—Voy a ver si me acepta un analgésico —dice Sergio y se aleja

rápido hasta que el sonido de sus pasos de goma desaparece.Paulina llora. Su llanto me conmueve. Yo me pongo de pie, tan-

teando el suelo me acerco como puedo hasta donde se encuentra. Está tendida en su propio colchón a unos metros del de Juan. toco su cabeza, siento su pelo desordenado tapándole la cara. El olor a manzanilla viene de aquí, de este pelo largo y suave. trato de to-marle una mano para calmarla un poco. Sus dedos son delgados y pequeños. tiene un par de anillos y muchas tiritas de cuero amarra-das en su muñeca. No pone resistencia a mi contacto. No se rebela. Sólo sigue llorando despacito.

—No tengas miedo —le digo y ella se acurruca en mi falda.Nos quedamos así, en silencio, abrazadas, conteniéndonos.

Pienso en mi Greta chica, en las veces que la tuve de esta forma, en medio de la noche, después de una pesadilla. Pienso en todos los consuelos que di, en las frases que improvisé para calmarla. a lo lejos los gritos se siguen escuchando. Paulina se remece con cada uno de ellos. Su cuerpo tiembla como un animal asustado. Creo que el mío también.

GONZaLO rEYES rUBiLar

un fósforo, eso es lo único que necesito para terminar con esto. Quisiera tanto encender uno, prender fuego a mi colchón para re-costarme en él y acabar de quemarme de una vez. Estoy aburrido del dolor. No hay analgésicos que sirvan. todo molesta, lastima, atormenta, mortifica, abruma, angustia, desespera, cansa, aburre.

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mi piel huele a bencina, mi aliento a neumático quemado. mi pecho está en carne viva, lo mismo que mis manos que ya no pueden tocar o acariciar nada. mi cara debe ser la de un monstruo, es una suerte que aquí nadie pueda verla. No tengo pelo ni cejas ni pestañas. me cuesta hacerme una idea de cómo soy ahora. No entiendo por qué me dejaron acá y no me mataron. Esto es la tortura más criminal que haya conocido. No puedo seguir con esto, de verdad no puedo. me urge dormir en mi colchón en llamas. me urge volverme ceni-za, transformarme en humo, consumirme, desaparecer y descansar. Por favor, un fósforo. Un fósforo.

PaULiNa VENEGaS LECarOS

—greta... ¿te quedaste dormida?—No.—Gonzalo ya no grita, ¿te das cuenta? Se demora en callarse,

pero finalmente lo hace. ahora viene esto.—¿Esto qué?—Esto de quedarse así, en silencio. Por un rato largo nadie ha-

bla, todos se quedan callados, como para dentro. Es como después de la lluvia. Como esos días tranquilos de sol después de un agua-cero tremendo.

— ...—Greta... ¿escuchas eso ahora? Son los pasos de la gente de allá

arriba. Sólo después de los gritos de Gonzalo pueden escucharse con esta claridad.

—¿Quiénes son?—No lo sé. Juan dice que los mismos que nos tienen encerrados

acá adentro.—Pero no son sólo pasos. también oigo máquinas. Grúas, mo-

tores de camiones, mezcladoras de cemento, taladros. ¿tú no?—Es cierto, Greta, tienes razón. también hay máquinas. ¿Qué

estarán haciendo?—Quién sabe...

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—Una ciudad, un edificio. a lo mejor es un túnel para sacarnos de acá.

—No lo creo.—Juan decía que tú ibas a sacarlo de aquí, ¿es cierto?—Sí, es cierto.—¿Y sabes cómo?—Bueno... más o menos.—¿te puedo pedir un favor?—Claro.—Si lo haces, si te lo llevas, llévame a mí también.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

juan tenía razón cuando le temía a las voces. No es sólo que sean tantas y tan variadas. tampoco que sean tan certeras en lo que di-cen. Lo que más asusta es que no tienen rostro. Parecen estar dentro de tu cabeza y no merodeando en la oscuridad. El sonido es cons-tante, no se detiene nunca. a ratos son conversaciones, a ratos mo-nólogos, reflexiones, frases sueltas, historias. también hay quejas. muchas quejas y llantos. Un verdadero lamento coral. He caminado setenta y siete pasos desde el colchón de Paulina hasta acá y a todas las voces que he escuchado en el camino les he preguntado por Juan. La mayoría lo conoce, pero nadie sabe dónde se encuentra ahora. Grito su nombre. Lo llamo en voz baja, a todo volumen, en silencio dentro de mi cabeza, pero él no aparece.

—¿tienes un teléfono?Una voz femenina me llama. Es la voz de otra joven.—¿Quién habla? —pregunto.—acá abajo. Sigue mi voz, estoy en el suelo.me agacho y avanzo a tientas por el piso hasta llegar al cuerpo

de una chica. toco sus piernas y las palpo completamente torcidas. Ella se queja de dolor, yo retrocedo automáticamente.

—Disculpa, no quería hacerte daño.—No te preocupes, no tenías por qué saber.

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La joven respira profundo varias veces como tratando de que pase el dolor.

—¿Qué te pasó? —pregunto.—tuve un accidente. Después de una fiesta pésima de mala,

chocamos. me quedaron las piernas así y aquí no hay nadie que pueda hacerse cargo. ¿tienes un teléfono? Necesito urgentemente uno. tengo que hablar con mis papás.

—No, no tengo. Y no creo que aquí haya un teléfono.—Obvio. Claro que no hay. Lo que pasa es que como nunca ha-

bía escuchado tu voz pensé que eras nueva y que podías traer uno. ¿Caíste hace poco?

—Sí.—¡Lo sabía! Escuché la puerta cerrándose cuando caíste.—Es verdad, es una puerta metálica.—¿Escucharon eso? ¿Escucharon lo que dijo ella? —la niña le-

vanta la voz—. Hay una puerta, es metálica y ella cayó a través de esa puerta. ¿Qué les dije a los idiotas? ¿Ven que la puerta existe?

Nadie responde, sólo se escucha el sonido de unos cristales cho-cando contra otros. Parecen bolitas, como ésas con la que jugaba mi Greta chica. Nadie contesta, todos juegan, pero a esta joven parece no importarle.

—¿Sabes dónde está esa puerta? —me pregunta.—No, ya no podría asegurarlo.—Qué mal. Habría sido bueno tener tu testimonio. tengo un

amigo que se dedica a buscar esa puerta.Sé quién es ese amigo.—¿Será Juan acuña?—Sí, ¿lo conoces?—Lo ando buscando.—Hace poco estuvo por aquí.—¿Qué tan poco?—No lo sé, acá es difícil saberlo. Yo tengo un reloj, pero no me

sirve de nada. Hace unas horas que habrá estado aquí.—¿Y a dónde fue?—Qué sé yo, eso es más difícil aún. andaba con su amigo.

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—¿El Negro?—Sí, ese mismo. andan buscando la puerta de salida entre los

dos. tenían una idea de dónde podía estar. No era nada claro, pero rastreando testimonios y entrevistándose con todos los que estamos acá, elaboraron un mapa de este sitio y calcularon un supuesto lu-gar en el que se debía encontrar la puerta. ahora iban a eso, a ver si su teoría era cierta.

—¿Cómo te llamas?—Carolina.Sé quién es esta voz. recuerdo su rostro en la crónica roja del

diario.—¿Carolina montes moreno?—Sí. ¿Nos conocemos?—No, pero Juan me ha contado de ti. Yo soy Greta.—¡tú eres Greta! Juan también me habló de ti. ¿Eres su polola

o algo parecido?—No.—mentirosa. Él habla de ti todo el tiempo.—Bueno, digamos que soy “algo parecido”.No sé por qué dije eso. ¿Qué estoy haciendo?—a mí me gustaba Juan cuando recién nos conocimos, pero

por más intentos que hice no me pescó ni en bajada. Después me di cuenta de que era por ti. ¿Por qué no me cuentas cómo se cono-cieron? —pregunta Carolina y yo no sé qué responder, me quedo callada—. me encantan las historias románticas, aquí se escuchan bien poco. ¿te da lata hablar?

—No.—¿Entonces?Entonces nada. Comienzo a hablar. Parte mi historia en el liceo,

un día de clases cualquiera, probablemente el primero de algún año, conmigo entrando a la sala y viendo a Juan por primera vez. Después recuerdo una peña, conversaciones eternas camino al pa-radero de micro. Y así sigo. Cuento lo que pocas veces he contado. Hablo. me escucho a mí misma. Soy una voz más de este sitio.

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SErGiO araYa BaLDEVENitO

era cierto, había una puerta. Una voz me dijo a mí, que otra voz le había dicho, que otra voz había escuchado, que Juan y el Negro es-tuvieron bajo la puerta. No sé más. Es sólo eso, que la encontraron y que quieren hablar con todos nosotros lo antes posible por este tema. Por eso hay que dejar de quejarse y ponerse a caminar hacia allá, hacia el final del pasillo donde se va a hacer una asamblea. así dijeron que habían escuchado que habían dicho que dijeron. Juan y el Negro están citando a todos a una asamblea. No sé bien qué es una asamblea, nunca he estado en una ni allá afuera ni acá dentro, ni siquiera la palabra conocía, pero es algo importante donde todos tenemos que ir, participar y opinar. así dijeron que habían escucha-do que habían dicho que dijeron.

Yo te ayudo, Carola, te puedo llevar en brazos. Sí sé que te due-len las piernas, que las tienes rotas, pero es que no puedes faltar a esto. todo el mundo se encantó con la idea, escucha, hasta los jugadores de bolita se están yendo para allá. No pueden ir ellos y tú no. tú que fuiste la primera en oír la puerta, tú que entusiasmaste a Juan y le pediste que la buscara. Esa puerta es más tuya que de todos nosotros, así es que no te puedes quedar aquí mientras el resto habla, discute y opina sobre tu puerta. No, no digas eso, si te llevo no voy a correrte mano, no pienso tocarte nada más que lo necesario para trasladarte. ¿Qué me dices? ¿me dejas que te tome en brazos? ¿me dejas que te lleve?

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

avanzamos a punta de puro olfato. Damos un paso en la oscuridad y otro y otro. Somos tantos, vamos tan decididos que a alguna parte llegaremos. No hay posibilidad de perderse. mi mano toca el hom-bro de mi compañero de adelante, mientras alguien se apoya del mío desde atrás. a mis costados siento el contacto con otros cuer-pos que avanzan paralelamente y que a la vez se afirman y afirman a otros. No veo a nadie, no conozco sus rostros, no sé quiénes son,

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pero confío en ellos. Ninguno se queda. todos vienen. Las voces se empiezan a fundir en una sola, somos un gran murmullo que avan-za hacia el final del pasillo. a la asamblea. ahí nos esperan Juan y el Negro y de sólo pensarlo siento un escalofrío suave recorriéndome el cuerpo. Juan. Lo imagino con el pañuelo rojo que traigo puesto y este gamulán, que tanto me acalora, hablando por un altoparlante sobre el techo del liceo. Lo veo con esa bandera que quedó ama-rrada a la antena de mi furgón. Lo veo junto al Negro, aquí en mi cabeza, donde el recuerdo todavía tiene un poco de esa luz que acá no existe.

HErNÁN EmiLiO rOJaS rOJaS (El Negro)

esto es insólito, compañeros. increíble, sorprendente. Nunca pen-samos que íbamos a tener esta convocatoria. Creíamos que iban a llegar unos pocos, los mismos de siempre, pero esto sobrepasó nuestras expectativas. Con el compañero Juan no queremos creerla, estamos contentos, saltamos en una pata de puro escuchar sus voces repletando este rincón. Si en el fondo yo sabía que esto iba a pasar. Yo se lo decía al compañero Juan: te apuesto que están dispuestos a jugársela, aunque anden asustados, aunque cada uno esté en su colchón, sin ver nada, y parezca que ni le interesa el del lado. Están apagados, pero no muertos. Si es cosa de darles confianza, de hacer-los ver que juntos podemos hacer cosas. así mismo le dije yo aquí a mi compañero, y no me equivoqué, por la cresta, no me equivoqué. Esta fecha, compañeros, cualquiera sea porque no tenemos idea qué día es ni qué mes ni qué año, es una fecha histórica. acuérdense de mí, compañeros, cuando sus hijos lean sobre nosotros en el colegio. Los tenían a oscuras, encerrados y asustados, van a decir los libros de Historia de Chile, pero no lograron matarlos. Estamos más vivos que nunca, compañeros, y tenemos que demostrárselo a todos los que no lo crean.

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maría LEONOr rUiZ LEtELiEr (Chica Leo)

el negro está loco. ¿Cómo quiere que le diga la verdad a los más chicos? Son apenas unos niños, el más grande tiene seis años, no están listos para escuchar semejante discurso. No me gusta men-tirles, es cierto, pero estoy segura de que si les cuento lo que está pasando va a quedar la escoba. Sí sé que los niños no son tontos, sí sé que se dan cuenta de que algo especial ocurre, por algo están inquietos y me preguntan por los gritos, por los aplausos, por la voz del Negro que se escucha a lo lejos aullando frente a toda la gente, pero aunque tenga que morderme la lengua no les voy a decir la verdad. Si les cuento que dieron con la puerta y que quieren salir, se van a hacer ideas, van a pensar en sus casas, en sus padres, en sus hermanos y no quiero desilusionarlos si nada resulta. ¿Para qué hacerlos pasar por eso? Ya tienen bastante con esto de que los hayan tirado aquí dentro.

El Negro me dice que yo los protejo mucho, que soy aprehensi-va, que me relaje, que ellos no son mis muñecos para que yo juegue a la mamá, que son individuos, con derechos y deberes, y que por eso deben estar informados de todo lo que está pasando ahora mis-mo. Cómo será de idiota que quería que los llevara a la asamblea. ¿Qué voy a hacer yo con una fila de cabros chicos en una asamblea donde todos gritan, saltan y aúllan? El Negro no tiene idea de niños. Sólo tiene cabeza para inventar fugas y planes chiflados. Hace rato que ya no se preocupa de los más chicos. me dejó sola en esto y la verdad es que no me importa porque así estoy mejor, más cómoda. me carga que opine sobre la forma en que llevo a los niños. O te haces cargo o no te haces cargo, así de simple. Si quieres tener voz y voto, entonces debes ponerte con todo, no con el puro bla bla. Es bien fácil decir cómo hacerlos dormir o comer o estudiar si no eres tú el que se encarga de eso. Es bien fácil disponer sobre sus vidas, si no eres parte de ellas. Es bien fácil opinar sobre sus amigos, si no los conoces. Es bien fácil decidir lo que deben hacer, si no se los preguntas. Es bien fácil decir que tengo que contarles toda la ver-dad, si después no eres tú el que va a tener que consolarlos, callar

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los llantos, las pesadillas y hacerse cargo de los meados nocturnos por la pura pena de que nada resultó.

Cada día que pasa cae un niño nuevo a este lugar. Si no cayó hoy es porque el día anterior cayeron dos. Vienen heridos, normalmente temblando de miedo. Yo los tomo y los traigo a este rincón. aquí los cuido con ayuda de algunas compañeras hasta que están listos para integrarse al resto de los niños. Es cierto, puede que sea muy sobreprotectora, pero qué más puedo hacer. Si afuera no los quie-ren, si no tienen tiempo o paciencia para ellos, yo tengo todo eso aquí. me he encariñado con estos críos como una estúpida. Cuando recién llegué nadie los pescaba, nadie se hacía cargo, los pobrecitos vagaban en la oscuridad todos cagados y meados, con los mocos colgando, sin entender lo que pasaba, pidiendo leche o algo de co-mer a los más grandes, llorando día y noche, llamando a sus papás. Nadie los limpiaba, nadie hacía nada. todos se dedicaban a retarlos, a correrlos y ninguno de los que estaba aquí se tomaba el tiempo de darles de comer o enseñarles a mear como dios manda. Yo no sabía hacerlo, pero tenía algo de experiencia con niños por los trabajos voluntarios y solita me di la pega de juntar a todos los pendejos chicos que andaban revoloteando y traerlos para acá. Cuando logré organizarlos se me ocurrió que también podría hacerles activida-des, les enseñé canciones, rondas, juegos y en eso nos pasábamos los días. Después pensé que podría enseñarles algo más, a leer o a contar por lo menos, y así partí de a poco organizando una forma de enseñanza que pudiera hacerse aquí en medio de la oscuridad. El Negro me ayudó a hacer una pizarra de arena en el piso y, ocu-pando los dedos como tiza, los niños fueron aprendiendo a leer y a escribir. Después pensé que sería bueno que supieran algo de Chile y con lo poco que sé les he ido organizando clases de Historia. El Negro es bueno en eso, siempre ha sido el mejor profesor, pero ahora anda en otra y prefiero hacerlo sola. ahora tenemos los días organizados con actividades, también tenemos distintos niveles de edades porque cada vez caen más guaguas y no podemos mezclar todos los intereses. Hacemos fiestas, celebramos cumpleaños in-ventados, nunca dejamos pasar un momento sin hacer algo juntos.

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La hora de despertar, de comer, de cantar, de jugar, de escuchar los cuentos de la Paulina, de pasear, de aprender en la pizarra, de bai-lar, de estudiar algo. alguna vez escuché que a los niños chicos les hacía bien tener rutinas y es cierto. Los calma, les da seguridad. Yo los oigo ahora y no se parecen en nada a los críos que recogí hace tanto tiempo. Sé que son todo lo felices que pueden ser acá, que quizás no sea mucho, pero eso ya es algo y me pone feliz a mí tam-bién. No entiendo cómo se pierden de esto allá arriba. De verdad no lo entiendo. ¿Qué estará pasando que dejan caer a sus niños?

HErNÁN EmiLiO rOJaS rOJaS (El Negro)

sí, compañeros, para eso los citamos, para organizarnos y pedirles ayuda. Desgraciadamente el que hayamos encontrado la puerta no significa que podamos salir por ella. Es una puerta grande, metálica, muy gruesa que está en el techo de esta pieza oscura. El compañero Juan se subió aquí sobre mis hombros, la estuvo examinando y se dio cuenta que abrirla no va a ser fácil. Lo intentamos con alambres, cuchillos y un destornillador que el compañero Sergio nos consi-guió hace un tiempo, pero no pudimos hacer nada, compañeros. La puerta es un portón. Está ahí para no dejarnos salir, así es que hay que encontrar la manera de abrirla.

tranquilos. Calmados todos, compañeros. Es cierto que esto que digo es bien fuerte y puede echar para atrás el entusiasmo de mu-chos, pero no podemos dejar que nos deprima. acá nosotros con el compañero Juan tenemos todo más o menos pensado y por eso es que queríamos conversar con ustedes, compañeros. Creemos que la única manera de salir de aquí es echando la puerta abajo. así tal como lo escuchan, botarla. ¿Cómo, compañeros? Con una explo-sión tremenda que la vuele con todo el techo si es necesario. Una explosión que les mueva el piso a los que viven allá arriba.

Para botar la puerta necesitamos una brigada que se encargue junto a nosotros de fabricar unas diez bombas molotov. ¿Conocen las molotov? Perfecto. Esas diez bombas serán encendidas y lan-zadas al mismo tiempo contra la puerta generando la explosión.

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Cuando la puerta ya esté abierta, otra brigada deberá apagar un poco el fuego para permitir la fuga. Una brigada especial, formada por los que mejor se mueven aquí adentro, se encargará de movi-lizar a todos los heridos que no puedan caminar por sus propias piernas y otra, que va a estar a cargo de la compañera Leonor, se va a responsabilizar de evacuar a todos los niños chicos que están allá en su rincón. La estrategia es simple y posible. El compañero Sergio dice que puede conseguirse botellas, tela para mechas y parafina. Si es así estamos relativamente listos con la fabricación de las mo-lotov. Sólo nos faltaría una cosa y es ahí donde vamos a requerir la colaboración de todos, compañeros. Nadie puede quedarse fuera de esta responsabilidad.

Necesitamos fósforos, compañeros. Si no son fósforos, un en-cendedor o lo que sea que nos sirva para prender las mechas de nuestras bombas. Sabemos que estamos pidiendo algo muy difícil, ya el compañero Sergio nos lo advirtió, pero no podemos dejar de hacerlo. Hay que ponerse en campaña hasta encontrar un fósforo. Quien sepa de uno, quien lo tenga o lo haya tocado u olido, deberá hacerlo saber de inmediato. Es información demasiado vital e im-portante como para guardársela. así es que si alguno de ustedes, compañeros, tiene un fósforo, por favor que lo diga ahora. ¿alguien tiene uno?

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

el negro Habla frente a todos. reconozco su voz, ese tono solemne que ocupaba para discursear en público. No sé por qué, pero oírlo me da risa. Es una risa tonta y la disimulo entre el murmullo gene-ral para no tentar a nadie. Quisiera verlo. mirar sus manos gesticu-lando en el aire mientras le habla a toda esta gente que grita y no se da cuenta de mi risa. Habla de una explosión y de diez bombas. Cuenta la manera que tienen organizada para salir de aquí y tam-bién pregunta por fósforos. ¿alguien tiene uno?, dice. Cuando lo hace todos se quedan callados esperando una respuesta. Cada uno de los que están acá aguarda mudo que el del lado o el de atrás o el

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de más allá conteste la pregunta y nos salve. Pero nadie dice nada. Silencio. todas las voces en silencio.

Yo dejo entrar mi mano derecha a uno de los bolsillos del gamu-lán. Específicamente al que no se encuentra roto. Con mis dedos registro bien hasta que puedo tocar el tesoro que traje. Ha per-manecido en este bolsillo por demasiados años y ahora entiendo bien el porqué. Sólo esperaba que llegara este día. Está un poco aplastada con tanto ajetreo, pero sirve, estoy segura de que sirve. Y entonces lo hago. Levanto la mano para pedir la palabra, como si alguien pudiera darse cuenta de mi gesto. Luego, simplemente, hablo. irrumpo con mi voz en el silencio y pronuncio la palabra mágica.

—Fósforos —digo—. Yo tengo fósforos.

JUaN aNDrÉS aCUña BUStamaNtE

estábamos afuera del galpón de Serrano, fumándonos unos pitos con el Negro y riquelme cuando la oí por primera vez. Era de no-che, muy tarde. Pizarro, que siempre se las daba de animador en las peñas, la presentó como antes había presentado al desfile de minas que pasaron por el escenario cantando canciones de amor revolucionario y combativo que ya me tenían las huevas hinchadas. Después de un aplauso, ella dijo unas palabras y luego empezó a tocar su guitarra. Cantó algo, no recuerdo qué, seguro que otra can-ción de amor revolucionario y combativo, pero por alguna razón esta vez me interesó el tema y dejé a los otros dos que se habían ido en una volada muy densa hablando sobre la dialéctica de no recuer-do qué cosa, y entré otra vez al galpón.

Ella estaba ahí, en el escenario, sentada en un piso, con las pier-nas entrecruzadas bajo una falda de mezclilla que le dejaba ver los muslos. Sobre ellos tenía afirmada la guitarra que tocaba tranquila con sus dedos de uñas largas. Cantaba con una naturalidad que me volvió loco. No era la primera vez que la veía, éramos compañeros de curso hace años, tampoco era la primera vez que escuchaba su voz, pero sí era la primera vez que la oía cantar. algo me pasó. a

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lo mejor fue la marihuana, pero sentí que el cuerpo entero se me crispaba, que el pene se me levantaba en una erección que duró tanto rato que tuve que salir a trotar por la calle para que se me pa-sara. Desde esa noche no dejé de ponerle atención a su voz. Cuando cantaba en el patio del liceo, cuando hablaba con sus amigas, cuan-do opinaba en las asambleas, cuando se reía, cuando se enojaba, cuando me saludaba, cuando respondía mis preguntas sobre cual-quier materia, cuando conversaba conmigo, cuando empecé a lla-marla por teléfono.

Lástima que las voces se escapan de uno tan fácilmente. Se des-hacen con el tiempo con mayor rapidez que un rostro, un olor o un paisaje. Dejan sólo la sensación, la idea, el eco. Estando aquí he tratado de recordar esa voz. De imaginarla acompañada de su guitarra, cantándome algo para hacerme dormir tranquilo, pero la memoria me entrega sus ojos, su pelo, retazos de su cuerpo, pero nunca su voz.

—Disculpe, compañera, ¿qué fue lo que acaba de decir?—¿Quién habla ahora?—Soy Juan. El Negro y yo estamos a cargo de esto. Nos puede

repetir qué fue lo que dijo.—Que tengo fósforos. Una caja completa.—¿Lo puede decir más fuerte?—Fósforos. tengo fósforos.—¿Está segura?—Es una caja cuadrada, con un copihue rojo en la etiqueta y

un número telefónico anotado en ella. Lo sé porque la vi antes de entrar acá. Es una caja vieja, muy vieja, pero tiene por lo menos treinta fósforos. Supongo que con eso estamos bien para encender lo que sea.

—...—¿Pasa algo?—Disculpe, compañera, pero no había escuchado su voz antes

en este lugar.—Es que caí hace muy poco.—¿Qué tan poco?

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—No lo sé. aquí es difícil saberlo. Supongo que el tiempo sufi-ciente para recorrer cerca de trescientos pasos buscándolo a usted, compañero.

—...—...—¿Le molestaría decirnos cuál es su nombre, compañera?—Para nada.—¿Entonces?—...—¿Cuál es su nombre, compañera?—¿me vas a decir que todavía no lo sabes?

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2

santiago de cHile, año 1986. me encontraba de pie, en la esquina de Diez de Julio con madrid, instalada justo bajo el poste negro de metal donde se ubican los carteles de señalización de las calles. Seguro que al frente podía ver El Palacio del repuesto. Su aviso luminoso se debe haber encendido y apagado una y otra vez, pero yo no me fijé en él. No tenía interés aún. Ni siquiera me imaginaba todo el tiempo que pasaría mirando piezas de auto frente a esa vitri-na cerrada en unos años más. Exactamente quince años más.

tenía dieciséis años. me rascaba el herpes de la boca y mastica-ba con fuerza un chicle de fruta mientras esperaba. Era de noche. Cerca de las diez. Las calles estaban medio vacías. Sólo pasaban mi-cros y autos. Yo tenía miedo. Nadie podía notarlo, pero temblaba. Escondía mis manos tiritonas en los bolsillos de la chaqueta. No ha-bía mucha luz, apenas un farol que me iluminaba un poco. Llevaba puesto mi uniforme azul del colegio y bajo el brazo izquierdo un disco de la mercedes Sosa, tal como me lo habían pedido cuando llamaron a mi casa la noche anterior.

me recuerdo nerviosa, mirando de un lado a otro, desconfiando de todo y de todos. Encendí un cigarrillo y lo fumé rápidamente. alguien se bajó de una micro. Era una mujer morena, con el pelo

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teñido. mi mirada se cruzó con la de ella, pero luego siguió de largo por madrid hasta entrar a una casa. Cualquier persona en esa esqui-na podía ser mi contacto. Cualquiera. Ese tipo que avanzaba con un carro de feria vacío, la mujer que caminaba con un paquete de hue-vos por la vereda de enfrente, el hombre que vendía avellanas en un canasto y que luego se subió a esa micro rumbo a Estación Central. Una cortina metálica se cerró en una tienda de espejos. El sonido rugió tapando los motores de las micros y los autos, enmudeciendo a las pocas voces que se escuchaban.

alguien tocó mi hombro por la espalda. El cigarrillo se me cayó al suelo y entonces fue que la escuché.

—¿mercedes? —me dijo.Quise darme vuelta, pero la voz me detuvo.—No te voltees. Quédate así.Era la misma voz que había escuchado la noche anterior por el

teléfono. Fue apenas unos segundos, pero el tono se quedó grabado en mi cabeza.

—¿mercedes? —me había dicho en cuanto levanté el auricu-lar—. ¿Eres tú?

mercedes era mi chapa. así me llamaban los que no debían ni querían saber mi nombre.

—Sí... soy yo.La voz era de una mujer mayor. No sonaba como mi madre o

como mis profesoras, pero tenía más años que yo. Probablemente unos veinte más. Era una voz familiar, pero no pude ni quise reco-nocerla.

—tengo información sobre Los Niños —dijo.así decíamos cuando queríamos hablar del Negro y la Chica sin

que nadie entendiera de qué se trataba.—te espero a las diez de la noche en la esquina de Diez de Julio

con madrid. anda de uniforme y trae un disco de la mercedes Sosa bajo tu brazo izquierdo.

así fue. rápido, breve, certero. La comunicación se cortó antes de que pudiera decir nada. me quedé con el auricular en la mano y

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con el pecho apretado. ahora estaba ahí, con esa misma voz hablán-dome detrás de la espalda, tan cerca de la nuca.

—¿Viniste sola? —preguntó.—Sí.—¿Juan no quiso acompañarte?La noche anterior lo había llamado. Después de unos segundos

de haberle cortado a ella, como en una reacción autómata, marqué el número de Juan. Hace mucho que no hablábamos. terminó el año escolar, luego vinieron las fiestas, las vacaciones, la entrada a clases al nuevo colegio y por alguna razón no dicha ni él ni yo nos habíamos puesto en contacto. Habían pasado meses. Exactamente tres meses. ahora yo marcaba su número en la madrugada como si hubiera sido el único posible. tres cuatro uno tres nueve dos nueve. Su padre me contestó medio dormido, sólo entonces caí en cuenta de lo que había hecho y pedí disculpas por la hora. Don Juan me dijo que no me preocupara, pero que no podía darme con su hijo porque estaba durmiendo y el pobre no lo hacía hace meses, desde la toma del liceo. Por fin a punta de terapias y pastillas habían lo-grado hacerlo descansar y regularizar un poco el sueño y, por favor, perdóneme, Gretita, pero es que si lo despierto capaz que ya no se me duerma más. Nos despedimos y él me prometió que le diría a Juan que yo necesitaba comunicarme con él, pero al día siguiente no recibí ninguna respuesta.

—¿Y el resto?, ¿dónde están todos tus compañeros? —preguntó la voz cerca de mi oído.

—¿tenía que venir con ellos?—No, sólo te estoy preguntando. ¿Dónde están?me había costado tanto llegar a esa esquina. Dudé mucho si ir

al encuentro o no. tenía miedo de ir sola, de caer en una trampa. Necesité un consejo, pero no tenía a quién pedirlo. Los Ubilla esta-ban en el sur, la Juana ibáñez en Francia, de Pizarro y Peña no tenía idea y Juan no respondía mis llamados. recuerdo que esa tarde, después del colegio fui a verlo, pero su madre me dijo que había ido al preuniversitario. rápidamente le escribí una nota y se la dejé con la esperanza de que se comunicara. Juan, alguien quiere hablar

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conmigo por el asunto de Los Niños. No sé qué hacer. te necesito. Llámame. Creo que algo así fue lo que escribí en una hoja de cua-derno con mi lápiz bic de tinta verde, pero Juan nunca me llamó.

—¿Quién es usted? —pregunté.—No te conviene saberlo.La voz se quedó en silencio un momento y yo me desconcerté

cuando dejé de oírla.—¿Está ahí todavía? —pregunté.—Sí.—¿Pasa algo?—Nada, sólo te miraba.—¿Nos conocemos?—Es posible.Quise voltearme otra vez, pero ella volvió a detenerme.—No lo hagas, no te gustaría saber quien soy.—Estoy aquí porque usted tiene algo que decirme —dije.—Es cierto.—Es sobre Los Niños, ¿no? ¿Usted sabe dónde están?—Puede ser.—¿Sabe cómo llegar ahí? ¿Sabe cómo sacarlos?—Las cosas no son tan simples.—Dígame, entonces.—No aquí. ¿andas con las llaves del galpón de Serrano?—Sí.—Caminemos para allá. Yo te sigo.Dudé un momento si hacerlo o no, pero algo familiar había en

esa voz que no me asustaba. No era algo agradable, simplemente era un aire conocido que me hacía confiar. tomé la decisión y co-mencé a caminar por Diez de Julio hacia Serrano sin voltear la vista. Nos fuimos en silencio. Sólo escuchaba mis pasos y el eco de los de ella siguiéndome muy de cerca. Cojeaba. algo menor, pero cojeaba. me pisaba los talones con cierta dificultad.

Cuando llegamos a Serrano me detuve frente al portón verde. Lo miré un momento esperando que los pasos me alcanzaran. Hace meses que no entraba ahí. La última vez habíamos estado todos

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juntos, inventándonos una especie de velorio o entierro, absolvién-donos unos a otros para seguir cada cual con lo suyo. Pensé que no volvería a abrir ese portón nunca más, pero ahí estaba, con esa voz merodeándome por detrás de la nuca, con mi disco de mercedes Sosa bajo el brazo, con las manos tiritando en los bolsillos, a punto de entrar otra vez. Cuando sentí los pasos deteniéndose detrás de mí, saqué las llaves, abrí los candados y la chapa.

—¿Ha estado aquí antes? —pregunté.—Sí, muchas veces —respondió.¿Quién era? ¿Cómo podía haber estado ahí sin que yo la identi-

ficara? abrí el portón y una bocanada de aire húmedo me golpeó la nariz. Olor a encierro, a mugre de meses. La luz del farol de la calle entró enmarcando un sendero delgado que servía para llegar al in-terruptor eléctrico. Caminé confiada por el haz de luz, pero apenas di unos pasos la mujer entró y cerró rápidamente el portón deján-donos a oscuras. El sonido quedó dando vuelta entre las paredes de ladrillo. Yo avancé de memoria al muro donde estaba el interruptor. Con mis dedos palpé la pintura inflada de la pared, a punto de descascararse, pero antes de apretar el botón y encender los tubos fluorescentes, me tomaron por el hombro y me detuvieron.

—Es mejor que estemos a oscuras —me dijo la mujer—. Para lo que tenemos que hablar no necesitamos luz.

Y así nos quedamos, la una frente a la otra, sentadas en un par de sillas de formalita, con nuestras rodillas rozándose a escasos mi-límetros, sin vernos las caras, sin ver absolutamente nada. Ciegas, sumergidas en la sombra.

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JUaN aNDrÉS aCUña BUStamaNtE

—¿de verdad eres tú, greta? ¿Cómo puedo estar seguro?—tócame.—...—...—¿Por qué te ríes?—Estás temblando, Juan. tus manos tiritan.—tú también estás temblando.—Lo sé. Por eso me río.—¿Estás nerviosa?—a lo mejor.—tu cara... No me acuerdo de la última vez que te toqué la cara

de esta forma.—Yo sí. Estábamos en tu casa, tirados en la alfombra del living,

mirando hacia el techo. ¿No te acuerdas?—No mucho.—Era de noche y al otro día era la toma del liceo. No recuerdo

qué hablábamos, pero después de estar ahí tirados mucho rato tú te levantaste, me miraste preocupado y con tus manos sucias de

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pintura, porque habíamos estado pintando una pancarta, me tocas-te la cara así, tal como lo haces ahora.

—Sí me acuerdo.—Lo hiciste despacito. Como si hubieras querido guardarte mi

cara en tu mano.—...—...—aquí están tus ojos... tu boca... tu herpes.—Hace años que no lo tengo.—Pero aquí está, lo estoy tocando. ¿te duele?—Un poco.—tu pelo largo... tu cuello... tu olor a chicle de menta.—¿Entonces qué me dices, Juan? ¿Soy yo?—Sí, creo que sí. ¿Y yo, Greta?—Si quieres que sea sincera, no lo sé.—tócame y comprueba.—...—...—tu pelo... el olor de tu pelo. tus ojos, ¿todavía son del mismo

color café?—Eso espero.—tu nariz... tu boca, tus labios gruesos, tus dientes, tu lengua...

tu cuello. me gustaría verte.—Enciende uno de tus fósforos.—Se los pasé al Negro.—...—toma, Juan, aquí traigo tu pañuelo rojo y tu gamulán.

también traía tu billetera con tu pase escolar, pero tuve que dársela a Sergio.

—¿Entonces éste soy yo?—Sí, Juan, creo que eres tú.— … —¿Por qué se quedaron todos callados, Juan? De golpe se aca-

baron los aplausos, los gritos y las voces. ¿Dónde están todas las voces, Juan?

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—Si no las oyes es que ya no están.—¿Se fueron a otro rincón? ¿Estaremos solos?—No hay cómo saberlo, Greta. aquí la única forma de entender

lo que pasa es escuchando.—Es que no escucho nada.—Entonces es que no pasa nada.—¿O sea que estamos solos?—O es que se están escondiendo para espiarnos.—¿Hay alguien ahí? ¿alguien me escucha?—...—¿Hay alguien ahí?—¿te importa que nos escuchen, Greta?—No me acostumbro a esta oscuridad. me gusta saber qué es

lo que está pasando cerca mío. ahora mismo, te tengo al lado y ni siquiera sé lo que estás haciendo.

—Puedes imaginar lo que quieras.—No es lo mismo, Juan.—Prueba.—¿Estás caminando?—Sí, igual que tú, ¿no?—Sí. te imagino sonriendo mientras me hablas. ¿Lo haces?—mucho.—¿De verdad?—De verdad.—Yo también.—...—...—aquí hay sólo voces, Greta. Ni siquiera cuerpos, o rostros. Ni

siquiera personas. Y si no hay voces: silencio. igual que ahora. Eso es todo, no te desesperes si no encuentras más.

CarOLiNa mONtES mOrENO

y se fueron caminando lentito. Un paso, tras otro, caminando por caminar, por llenar el silencio y hacer algo cuando no decían nada.

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Yo me los imaginaba de la mano, pero el Sergio me decía que de se-guro iban abrazados, súper apretados, tocándose harto, por todo el tiempo que llevan sin estar juntos. Cuando se quedaban callados yo habría jurado que se estaban besando, pero igual los besos suenan y yo no escuché nada. me acordé de mi pololo de allá afuera. No sé de cuál. tuve varios. Pero aunque se me han olvidado los nombres y las caras, hay uno que no se me escapa todavía. Se llamaba renato o rené o ramón. Parece que lo quise un poco porque escuchar a Juan y a Greta me hizo recordarlo. Si no hubiera sido tan bueno para el copete capaz que me hubiera enamorado. Era alcohólico. tenía catorce años y era alcóholico. ahora como que me estoy acordando más. El olor a trago de su ropa, de su pelo. me daba asco, pero igual me gustaba. Parece que con él fue que perdí la virginidad. ¿La per-dí? Ya no me acuerdo. ¿Cómo es que no me acuerdo de eso? ¿Habré sangrado? mis amigas decían que eso era un mito, que las minas no sangran, pero parece que yo sangré. ¿O no? Cuando la Greta y Juan se fueron yo no quise seguirlos porque de seguro se iban al colchón de Juan y ahí iban a querer estar solos para tirar tranquilos. El Sergio lo único que quería hacer era ir a escucharlos allá, pero yo no lo dejé. acá la gente no tira o si lo hace no se escucha. Yo nunca he tirado con nadie aquí. Era rico parece. No me acuerdo. Qué lata haberme perdido de eso. ahora que vamos a salir por la puerta, lo primero que voy a hacer cuando llegue a mi casa es pedirle a mis papás que me arreglen las piernas para poder ir a bailar. me gusta-ría ir a alguna fiesta y a lo mejor volver a encontrarme con renato o rené o ramón o cómo se llame, y así, igual que la Greta y Juan, irnos caminando de la mano a algún colchón de por aquí para tirar rico otra vez como hace tanto.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

—siento que me acHico, greta. ¿tú no?—Puede ser.—a veces creo que es el encierro o la humedad. Sea como sea,

sé que me he ido achicando.

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—Seguro que es el encierro. Cuando llegué me sentí tan ahoga-da que creí que alguien me había tragado.

—Yo también lo pensé. todavía, a veces, mientras duermo, ten-go la impresión de escuchar el latido de un corazón palpitando en las paredes y el suelo.

—¿Qué vas a hacer cuando salgas, Juan?—No lo sé. ¿Y tú?—tampoco lo sé.—¿Qué crees que deberíamos hacer, Greta?—Probablemente partir de cero. todo de nuevo.—¿todo de nuevo?—Es que las cosas están muy distintas allá afuera.—¿Qué tan distintas?—mucho.—¿Dalí?—Se perdió.—¿Lo atropellaron?—No lo creo. Sólo sé que se fue. Lo siento, por más intentos que

hice no pude encontrarlo.—¿Y mi casa? ¿Ya la botaron?—No, pero maite se encargará de que eso pase luego.—¿La conociste?—Sí.—¿Qué te pareció?—todavía no entiendo qué fue lo que te gustó de ella.—¿De verdad quieres saberlo?—Sí.—Su culo. Perdona la crudeza, pero fue así. Creo que también

sus ojos y su voz. tiene una linda voz, ¿no?—Sí, es cierto. Un poco ronca para mi gusto. ¿Y qué te gustaba

de mí, Juan?—¿Cómo?—De maite te gustaba su culo, ¿qué te gustaba de mí?—...—¿No lo sabes, Juan?

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—No, sólo lo estoy pensando.—¿Y?—La manera que tenías de preguntar las cosas. me hacías cues-

tionármelo todo. Cada detalle, cada palabra.—¿Sólo eso?—también me gustaban tus ojos, tu boca y tu espalda. me gus-

taba mucho tu espalda.—¿Y mi culo?—tú sabes lo que pensaba de él.—¿Y ahora?—Bueno, ahora no lo sé. No lo veo.—Pero puedes tocar si quieres.—...

JUaN aNDrÉS aCUña BUStamaNtE

—¿sabes en lo que pensaba, greta?—No.—En lo maricón que fui. No entiendo cómo ahora estás acá,

conmigo.—¿De qué estás hablando?—tú sabes.—No, no lo sé.—Simplemente te borré del mapa, ni siquiera terminamos como

Dios manda.—¿terminamos qué?—Lo que teníamos. Porque teníamos algo, ¿no? Una relación,

quiero decir.—Pero, Juan, apenas teníamos quince años.—¿Y qué? Nunca me tomé más en serio como cuando tuve quin-

ce años.—Ha pasado mucho tiempo.—aquí adentro el tiempo no cuenta. todo sigue igual que

siempre.—...

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—…— ¿Escuchas, Juan? Son voces de niños, están cantando.— Son los más chicos. Los niños de aquí.—Son muchos. Se escucha un coro.—Son más de los que quisiéramos.—¿Qué edad tienen?—todas las edades. Hay guaguas, muchas guaguas, cada día hay

más. El resto van desde los uno hasta los siete años.—Están cantando el cumpleaños feliz, Juan.—Sí, seguro que están celebrando. La Chica Leo con un grupo

de minas los cuidan y les inventan fiestas de cumpleaños.—¿La Chica los cuida? ¿te acuerdas que quería ser parvularia?—Sí.—¿Cuánto tiempo llevan esos niños aquí, Juan?—No lo sé. algunos cayeron hace pocos días, otros hace

mucho.—¿Qué tanto? ¿años?—Sí, años.—¿Y hay niñas?—Sí, claro que sí.—¿Las conoces?—a todas.—¿Por qué me tomas la mano, Juan?—Sólo quiero estar seguro de que estés bien cuando siga res-

pondiendo a tus preguntas.—...—...—¿Sabes los nombres de esas niñas?—Sí, cada uno de sus nombres.—…—Greta, estás temblando.—¿Por qué no me lo dijiste desde un comienzo, Juan? ¿Por qué

no me contaste que ella estaba aquí?

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maría LEONOr rUiZ LEtELiEr (Chica Leo)

todos a acostarse y a cerrar los ojos, que el que se duerme al último va a soñar con sapos y culebras. ¿Que qué es un sapo? ¿Nunca les he hablado de los sapos? Bueno, son unos bichos muy feos y resbalosos que mejor que ni se les cuelen por el sueño porque de seguro que de verlos se asustarían. No, Dieguito, tranquilo, si no vas a soñar con sapos y culebras, es sólo una broma, no te asustes. tú tampoco, Lucía, si era un chiste, un puro chiste. Venga, mi niña, no llore, si no es para tanto. ¿Con qué quieren soñar entonces? ¿No saben? Con algo lindo, ¿no? Puede ser con un dulce de membrillo rico como ese que nos trajo Sergio hoy día, o con una estrella. ¿Que qué es una estrella? Es una luz que está en el cielo. ¿alguno se acuerda del cielo? ¿tú te acuerdas del cielo, martín? Cuéntanos qué es lo que te acuer-das. Sí, es azul y grande. Sí, tiene nubes, una luna, un sol y también estrellas. ¿Cómo son las estrellas? ¿te acuerdas? Sí, son luces ama-rillas que pestañean allá arriba, muy bien. ¿Se hacen una idea con lo que les dijo martín? ¿Que qué es una luna? ¿Que qué es azul? ¿Que qué es amarillo? miren, mañana vamos a hablar del cielo, de los astros y yo voy a contarles todo lo que recuerdo sobre ellos, ¿ya? Pero ahora nos vamos a soñar. ¿Con qué sueñan normalmente? ¿Con oscuridad? ¿Con voces y oscuridad? Bueno, entonces van a soñar con una voz linda que les habla y les canta una canción. Sí, anita, puede ser la voz de tu mami. ¿te acuerdas de la voz de tu mami? ¿tú también te acuerdas, Pedro? ¿Y tú, Daniel? Entonces sueñen con esas voces. Cierren los ojos y traten de escucharlas otra vez. Duérmanse y descansen. Duérmanse y sueñen con esas voces.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

—greta, Hija... ¿estás aquí?—...—turroncito mío, dientecito de ajo, caracolita.—...—Potito de alcachofa, gusanito.

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—¿Quién anda ahí?—Disculpe, pero es que estoy buscando a una niña.—Los niños están durmiendo ahora, no voy a despertar a

nadie.—Es que es mi hija. Sé que está aquí y quiero verla.—¿Se la va a llevar? Porque si viene a verla para después dejarla

aquí botada otra vez es mejor que ni siquiera se le acerque.—Vengo a buscarla.—¿Entonces se la lleva?—Por supuesto que sí.—¿Cómo se llama?—Greta. así a secas, no tiene segundo nombre. Sus apellidos

son azócar mayer.—...—Es bien despierta, bien inquieta. a veces creo que demasiado.

Le gusta mucho hablar y cantar y escuchar cuentos. también le gus-ta inventarlos. Una vez me contó uno sobre un ruido que escuchaba en las paredes de su pieza. ¿Se da cuenta lo ingeniosa? No era un cuento sobre una niña o un príncipe o un animal, no, era sobre un ruido. Qué cabra chica tan volada, ¿no?

—...—¿Qué pasa? ¿No está aquí?—...—Dígame algo, por favor.—Greta, soy yo, la Chica Leo. ¿te acuerdas de mí?

JUaN aNDrÉS aCUña BUStamaNtE

yo no quise intervenir. me quedé a un lado, mudo, sólo escuchan-do cómo ellas se abrazaban y decían palabras sueltas: no puedo creerlo, Greta, hermanita, tú aquí, y otros monosílabos o simple-mente sonidos difíciles de comprender. Creo que lloraron un poco. O quizás mucho, no lo sé. Creo que la Chica se puso a sangrar, le vino una de sus hemorragias nasales y eso, no sé por qué, les dio risa. Las escuché riéndose largo rato, que qué es esto, qué te pasa,

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es sangre, no te urjas, lo mismo de siempre, hace años que vivo así, ayúdame a limpiar en vez de reírte tanto, y qué quieres que limpie si no veo nada, y risas, y más risas. Debí irme, debí dejarlas solas, conversando en la intimidad, como si hubieran estado bajo llave en la pieza de alguna de ellas o en un baño de mujeres, pero no pude. me quedé ahí, silencioso, imaginándolas, escuchando retomar una conversación quebrada hace años. Lo hacían con fluidez, cómodas, como si el tiempo y la oscuridad no contaran.

maría LEONOr rUiZ LEtELiEr (Chica Leo)

—la voz de tu Hija se parece mucho a la tuya, Greta.—¿tú crees?—Cuando canta es como estar escuchándote.—¿Qué canta?—Canciones que yo le enseño, otras que conocía de antes.—¿La de la Laucha alegona?—Sí, esa misma y la del trompo revoltoso. Le gusta mucho

cantarle al resto a la hora de dormir. aquí a los niños les encanta escucharla.

—¿Qué más hace?—Le gusta peinar a los más chicos, ayudarlos a comer. Se pre-

ocupa mucho del resto.—...—tiene una amiga con la que no se separan nunca. Se llama

matilde.—matilde Carreño López. La conozco, eran del mismo colegio

y viajaban juntas en el transporte escolar. La última vez que vi a mi Greta chica estaba sentada al frente de la matilde.

—Se llevan muy bien, son como las mamás del grupo. me ayu-dan mucho.

—¿Ella sabe que nos conocemos?—Sí, yo se lo conté apenas supe quién era. Yo conocí a tu mami,

le dije, éramos muy amigas allá afuera, así es que si ella no está aquí para cuidarte, yo lo voy a hacer en su nombre.

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—...—¿Estás bien, Greta?—¿alguna vez te ha preguntado por mí?—todo el tiempo.—¿Y tú qué le dices?—Le cuento historias tuyas.—¿Qué historias?—Historias de verdad. Las que vivimos juntas allá afuera. Le

hablo del galpón de Serrano, de las fiestas malas que hacíamos ahí dentro, de las peñas, de las peleas que teníamos para ponernos de acuerdo con el resto de la gente, de las manifestaciones a las que íbamos bien abrigadas para que los lumazos de los pacos no dolie-ran tanto.

—...—a veces le hablo de la toma del liceo. Le hablo de la comisaría

a donde fuimos a dar, de mi hemorragia y de mis ganas de haberme quedado contigo allá afuera.

—...—...—¿Qué fue lo que les hicieron, Chica?—...—¿No quieres decirme?—¿De verdad no lo sabes?—...—tu hija se parece mucho a ti, Greta.—¿En qué?—En la manera en la que piensa en los otros. Le importan los

demás.—Yo no soy así, Chica. Hace rato que no soy así.—¿Y por qué estás acá, entonces? De otra forma no habrías ba-

jado. No estarías con nosotros ahora.—...—...—¿Puedo verla, Chica?—Va a ser difícil sin luz, pero puedes estar con ella si quieres.

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—¿Dónde está?—aquí, con nosotros. Hemos estado conversando a los pies de

su colchón todo este rato.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

dientecito de ajo, turroncito, gusanito mío. Huelo ese olor a vina-gre que sale de tu cuello cuando estás durmiendo. Eres tú. Seguro que tienes la boca medio abierta y has marcado un círculo de saliva en el colchón. toco tus labios diminutos, palpo el hueco de un diente que ya no está. Debes estar esperando que el ratón llegue con una moneda de chocolate y la deje bajo la almohada que aquí no tienes. te abrazo despacito para no despertarte, para no interferir en tu sueño y me acurruco en tu espalda fría. Qué ganas de saber lo que estás soñando. Qué ganas de entrar ahí, recorrer los caminos de ese sitio con mi furgón hasta dar contigo. Verte con tus compa-ñeros, con tu mochila al hombro, y entonces bajarme rápida, llegar hasta ti, sin que me veas y taparte los ojos con las manos para de-cirte: sorpresa, vidita, estoy acá, vine a buscarte, te vienes conmigo y de ahora en adelante seré yo la que te lleve y te traiga de donde estés. Entonces tu carita encendida. mis ganas de besarla y tocar esas margaritas que se te arman en las mejillas cuando ríes. tu boca desdentada, todavía esperando al ratón.

te he echado de menos, caracola. allá afuera las cosas andan patas para arriba y sin tu voz dando vueltas todo suena más de-safinado. He soñado tanto contigo. Siempre te veo encerrada del otro lado de un espejo. Eres prisionera de un vidrio grueso que nos separa. Estás instalada en el medio de un barrio de repuestos y me haces señas para que te saque de ahí dentro. ahora huelo tu cuello, tu pelo, tu espalda, tus manitos frías y pienso en que por fin lo con-seguí. No sé cómo, pero de regar las plantas de Juan, de hablarle a su perro, de limpiar su casa y alimentarme de sus recuerdos, termi-né acá. te rescato de la chatarra, hija. te saco de entre los repuestos y me duermo a tu lado para romper el vidrio. De una vez por todas estoy aquí, del otro lado del espejo.

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santiago de cHile, año 1986. Calle Serrano, diez cuarenta y siete minutos p.m. Podría haber estado sola en el galpón oscuro imagi-nando ese encuentro, pero esa voz existía, la escuchaba claramente a unos centímetros de mi cuerpo.

—¿Quieres que empiece? —dijo.—Por favor.La mujer volvió a acomodarse en su silla. tosió un par de veces,

como preparándose y luego continuó.—Están muertos —dijo—. Yo misma los vi con mis propios

ojos.Por un momento, que puede haber sido muy largo, me quedé en

silencio. No me salió la voz. Se me quedó atorada en la garganta en el medio de un nudo.

—¿Estás bien, mercedes?tardé mucho en responder.—Perdona que te lo haya dicho así, tan de golpe. Pero dadas las

circunstancias, pensé que ya lo tendrías meridianamente claro. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?

—¿Qué fue lo que vio?—Sus cuerpos.

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—¿Dónde?—No podría asegurarlo.—No la entiendo.—Es que no lo sé. Estaba muy oscuro. Sólo pude ver algo,

pero no fue mucho. Creo que estábamos en medio de una cons-trucción nueva. Había cemento, camiones, máquinas excavado-ras y grúas.

La mujer sacó algo de su bolsillo o de su cartera. Escuché cómo sus manos manipulaban un pañuelo o algo parecido para sonar su nariz. Luego oí su voz hablándome afectada, a punto de quebrarse.

—Parece que fui yo la que los enterré. Parece que tuve que ha-cerlo. Parece que había un hoyo y mucha tierra.

—¿Parece?—Es que no estoy segura de nada. tengo la impresión de que

fue así.—¿así cómo?—me costó mucho, pero finalmente lo hice. Creo que logré es-

conderlos por completo y pararme sobre el suelo en el que estaban enterrados.

—¿Usted los mató?—No, pero dejé que se murieran.—¿Entonces vio cómo ocurrió todo?—Ya te dije que estaba muy oscuro.—¿Y cómo sabe que eran ellos?—Eran dos niños igual que tú.—¿Cómo iban vestidos?—No lo sé, no pude ver bien. tampoco podría decirte qué fue

lo que les hicieron.La mujer se quedó en silencio un rato muy largo. Yo estaba tiri-

tando y no era de frío. afuera escuché el ruido de alguien que pasa-ba silbando por la calle. Un hombre, una mujer, no lo sé. Después más silencio.

—a veces pienso que debí haberme enterrado con ellos. todavía no entiendo por qué no lo hice.

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Eso fue lo último que escuché o que recuerdo haber escuchado. Después no sé nada más. Creo que desperté. O quizás no. Quizás nos despedimos, cerramos el galpón en silencio, nos fuimos cada una por su lado sin mirar hacia atrás. Quizás llegué a mi casa, me acosté en mi cama y entonces fue que me dormí. No lo sé. De ver-dad no lo sé. Ya no me acuerdo.

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SErGiO araYa BaLDEVENitO

fuego. creo que Hay fuego. No sé cuánto. Puede ser mucho, pero también puede ser poco. Quizás sea un tremendo incendio o a lo mejor sólo una llamarada. Si no fuera porque aquí no vemos, la cantidad de humo que se ha juntado nos dejaría ciegos. Hay mucho humo, ¿no lo sienten? ¿Cómo no lo van a sentir? ¿Por qué creen que están tosiendo de esa manera? Parece que todo lo em-pezó el Gonzalo. Dicen que dijeron que se robó los fósforos y la bencina que el Negro guardaba para encender las molotov. Dicen que fue en medio de una de sus crisis, que el pobre gritaba como barraco de dolor cuando agarró su colchón, lo roció con bencina y le prendió varios fósforos. No sé cómo dicen esto porque nadie lo pudo ver, pero por algo será que lo dicen, de otra forma no lo dirían. El Gonzalo se acostó en su colchón y ahí parece que está esperando que el fuego se lo trague. Creo que ya no grita, que hasta se ríe, pero yo no he podido dar con el lugar del incendio y comprobarlo. Dicen que hay que encontrar el fuego, que el pri-mero que dé con él tiene que dar aviso a los demás para que así lo apaguemos, paremos el humo y no terminemos ahogados. Hay

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que cuidarse el pellejo y aplicarse para terminar con esto o sino sonamos todos.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

algo se quema. me despierto entre gritos y voces agitadas que se mueven de un lado a otro, mientras huelo este olor a chamuscado. toco a mi lado y siento a mi hija todavía durmiendo acá en el col-chón. ratoncita, estás aquí. Escucho a la Chica Leo que habla muy cerca. Dice que hay que movilizarse rápidamente y avanzar por el pasillo para alejarse del humo. Definitivamente algo se quema, al parecer hay fuego en algún rincón de este lugar. tomo a la Greta chica en brazos y comienzo a avanzar con el resto de los niños. Han hecho una fila larga, la Chica y sus compañeras se los llevan rápi-damente. Yo trato de seguirles el paso, pero no puedo. Estoy coja, me duele la pierna, no conozco el lugar y la Greta chica pesa tanto. ¿Dónde están? ¿Niños, dónde se metieron? me apoyo en una pared y creo que ésta se contrae. Es un movimiento brusco, una convul-sión extraña. ¿Qué está pasando? El piso se mueve, los muros se dilatan. mi hija tose aquí en mi hombro. aún no despierta, pero lo hará en cualquier momento. Cada vez hay más humo. Se hace difí-cil respirar. No sé si me acerco al fuego o si éste me persigue. Estoy confundida, no sé cómo orientarme. aquí no hay cordillera ni sol ni señales que puedan ayudar. aquí no hay nada. Sólo voces que gritan y corren de un lado a otro.

—¿Están bien? —escucho a Juan aquí, cerca mío.—¿Qué está pasando, Juan?—Es fuego, un incendio.—¿Y por qué todo se mueve?—No lo sé.Juan me quita a mi hija y la toma en brazos sin preguntarme

nada.—ahora afírmate de mi espalda y sígueme —dice.—¿adónde?—a apagar este incendio.

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—No quiero que le pase nada a la Greta chica.—Ya no hay nada que le pueda pasar.Juan se escucha tan seguro que no me atrevo a cuestionarlo. Lo

sigo entregada, sin dudas. Damos un paso y otro y otro. No habla-mos, sólo avanzamos. Y de pronto, allá a lo lejos, la luz.

GONZaLO rEYES rUBiLar

rojo, el fuego es rojo. también amarillo, naranjo, verde, azul y hasta calipso. El fuego también es calipso. allá afuera muchas veces quise fotografiar una buena llama como ésta, pero nunca logré el brillo ni la textura que estoy viendo en este momento.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

el colcHón arde en una gran fogata que ilumina por completo este rincón. La luz es poderosa y molesta la vista, pero los ojos de a poco se van acostumbrando a ver otra vez. Las llamas son enormes. Hay un cuerpo en el centro. Su rostro se deforma con el fuego, pero ten-go la impresión de que sea quién sea el que se encuentra ahí dentro, se ríe. No sé por qué, pero se ríe.

GONZaLO rEYES rUBiLar

mi colcHón es gris. Está lleno de sangre y de manchas, pero en el fondo es gris. mis manos no son mis manos. así, tal como las veo, no las reconozco. intuyo unos dedos, algo parecido a una muñeca, pero nada como un par de manos. No tengo piel. No tengo uñas. No tengo huellas digitales. No soy nadie. En medio de esta llama que arde conmigo dentro pierdo mi nombre, mis señas, mi identi-dad. No soy nadie, pero puedo ser cualquiera.

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GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

no entiendo por qué no Hacemos nada. Hay muchas personas aquí, todos se encuentran alrededor del fuego, igual que yo. traen bi-dones de agua y colchas para apagar el incendio, pero nadie hace nada. todos nos hemos quedado paralizados. No reconozco a nin-guna voz en estos cuerpos maltrechos que aparecen frente a mí. Son todos tan jóvenes. ¿Será ésa Paulina? ¿Será ése Sergio? No lo sé. Sus caras no me dicen nada. Una fila larga de niños chicos, tomados de la mano, da vueltas alrededor del fuego. Sin quererlo arman una ronda. todos lo hacemos. Jugamos un juego macabro y silencioso mientras el colchón se consume en el centro de nuestras miradas.

GONZaLO rEYES rUBiLar

gracias por su compañía. intuyo sus ojos del otro lado de las llamas. Nunca pensé que presenciaría mi propio entierro, pero aquí esta-mos, alimentando el fuego, esperando que la chispa no se apague.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

puedo ver con claridad hacia el frente, hacia el otro lado de las llamas. miro cada uno de esos rostros que me enfrentan hasta que por fin logro reconocer algunos. Son ellos. Están ahí. Puedo verlos después de tanto tiempo. La Chica, el Negro y Juan. Parecen una fotografía vieja, un recorte de diario del año ochenta y cinco. El tiempo no ha pasado aquí dentro, ninguno tiene más de quince años. Era cierto lo que decías, Juan, aquí todo se achica. Juan lleva a mi hija que aún duerme entre sus brazos. Para protegerla del humo y el fuego le ha cubierto la cara con su pañuelo rojo.

GONZaLO rEYES rUBiLar

de mí no quedará más que un montón de cenizas para poder enterrar o lanzar al agua. Eso quiero. Si de verdad salen de aquí, si de verdad

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logran reventar este lugar y hacerlo mierda, entonces que alguien me tire a un río.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

de pronto el negro pega un grito a todo pulmón. No dice nada, es sólo un grito. La Chica Leo lo sigue y luego Juan. Es un grito de festejo que el resto acompaña espontáneamente. todos aúllan, luego aplauden y saltan como si este colchón que se quema fuera el mejor motivo para empezar una fiesta. El fuego se alimenta de tanto júbilo y las llamas vuelven a subir y a terminar con fuerza lo que empezaron. Ya no veo los restos del cuerpo ni del colchón. aquí hay sólo una fogata que crece a punta de pura energía. Llega al techo, lo ilumina y entonces puede verse la puerta de salida. Está aquí, sobre nosotros. Es una puerta grande y metálica que vibra con el fuego. Se estremece como la tapa de una olla a presión.

GONZaLO rEYES rUBiLar

que mis cenizas se vayan por la corriente de un río. Que lleguen al mar, que me trague un congrio. Que algún pescador haga lo suyo y en ese congrio llegue hasta el caldillo de un buen plato. Que alguien se alimente de mí. Que mis restos se confundan con la cebolla y el cilantro, que entren en ese cuerpo y lleguen cerca de su memoria. Que por lo menos a uno solo le quede claro, y no se olvide nunca, que esto duele. Duele lo mismo que ha dolido siempre. Dolía en la oscuridad y duele ahora en la luz. Dolía antes y dolerá mañana.

GrEta FraNCiSCa maYEr OLaVE

los ojos de mi niña. mi Greta chica se despierta entre medio de todo. tose un par de veces, pero la Chica Leo le da unos golpecitos sua-ves en la espalda y mi niña se recupera. Juan no la suelta, la tiene muy firme y con una de sus manos le indica hacia el frente donde estoy yo. mi niña me mira desde el otro lado del fuego. Sólo veo sus

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ojitos azulosos asomándose por arriba del pañuelo rojo. No logro entender qué me dicen, pero creo que me gritan algo mientras sal-tan y aplauden. No los escucho entre tanto grito. Sólo veo los labios gruesos de Juan contorneándose, pronunciando una palabra mien-tras el fuego crece cada vez más y la puerta allá arriba tiembla con fuerza. La Chica y el Negro también me gritan sin que los escuche. mi niña levanta una de sus manitos y me saluda. Estoy segura, me saluda. turroncito mío, gusanito, caracola. tu carita del otro lado del fuego es lo único que veo ahora. tu boquita diciendo algo que no escucho. El suelo se mueve, las paredes se contraen. me mareo y siento ganas de vomitar. Debe ser el humo. aquí hay tanto, pero a nadie le importa. todos ríen y las llamas crecen, se elevan alto. todo arde aquí dentro. todo es fuego. Un fuego enorme que calienta y enciende. Un fuego que entusiasma, revitaliza e ilumina. Y entonces corro. Corro hasta donde están ellos. Le hago el quite a las llamas y al resto de mis compañeros. Corro hasta llegar a mi niña. Estoy aquí, Caracola, soy tu mami. ¿me ves? ¿me escuchas? Nunca más te voy a dejar sola. Juan me abraza. también lo hace la Chica y el Negro. Somos un solo cuerpo. Una mezcla de brazos y manos, una fusión de espaldas y piernas, un monstruo con muchas cabezas. Nos protegemos unos a otros porque en el techo la puerta se estre-mece hasta explotar. Vuela, se hace mierda por el aire.

maría LEONOr rUíZ LEtELiEr (La Chica)

nos sacudimos el polvo de la explosión y miramos hacia arriba.

HErNÁN EmiLiO rOJaS rOJaS (El Negro)

la luz de allá afuera entra y nos baña por completo.

JUaN aNDrÉS aCUña BUStamaNtE

el camino queda libre. Otra vez el agujero está abierto.

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O C t a V a Pa r t E

lA GRieTA

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los labios de un Hombre se contornean lentamente frente a mis ojos. Son labios gruesos, escondidos tras un bigote moreno que deja ver algo de un conjunto de dientes chuecos. ¿Quién es este hombre? No logro escuchar lo que dice. El sonido de sus palabras va y viene como en una radio de onda corta. Está vestido de blanco y en la solapa de su traje trae puesta una insignia con algo que debe ser su nombre. No logro leer lo que dice. Sólo veo las letras que compo-nen la chapa plástica, pero no puedo juntarlas y hacer de ellas una palabra. ¿Dónde estoy? Veo paredes blancas, huelo un olor extraño como a jarabe para la tos. El hombre pone un papel negro frente a mis ojos, creo que es una radiografía, me la muestra mientras sigue hablando y gesticulando. No logro entender nada de lo que dice, pero de pronto creo escuchar la palabra: hemorragia. Una mancha blanca en el negativo de lo que parece ser mi cabeza impresa, la delata. Hemorragia. Quisiera moverme, quizás decir algo, pero no puedo. Sólo tengo escasa energía para pestañar, observar y oír. Es apenas un poco de fuerza que ya se acaba. Los párpados se me cie-rran, la radiografía, el hombre de blanco, sus bigotes y sus dientes chuecos vuelven a desaparecer de mi vista. Se van. todo se oscurece otra vez.

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—greta...Escucho mi nombre. Sé que es mi nombre. alguien me llama y

trato de abrir los ojos para averiguar de quién se trata, pero es tan difícil. Es una voz femenina. Creo que la he escuchado antes.

—Greta, ¿está despierta?Carmen. Carmen Elgueta. Veo su sonrisa en primer plano cuan-

do abro los párpados.—Si me escucha, cierre los ojos, por favor —dice.Yo la obedezco y ella sonríe.—Entonces también entiende lo que le digo, ¿no?Por primera vez ver a Carmen me da tanto gusto. No sé por qué.

intento responderle, pero un sonido extraño sale de mi boca. No es un sí, no es un no. No es nada parecido a una palabra o a una frase. ¿Qué me pasa? ¿Estoy escuchando mal?

—¿me entiende, Greta? Sólo cierre los ojos si es así.Yo vuelvo a obedecer y pestañeo otra vez.—El accidente le provocó una hemorragia cerebral. La intervi-

nieron rápidamente, pero de todas formas no quedó bien. Va a tener que aprender a hablar de nuevo, Greta, eso es lo que han dicho los médicos.

¿me olvidé de hablar? No entiendo nada. Quiero hacer más pre-guntas, pero no puedo. Desconozco mi voz. me escucho diciendo cualquier cosa, más bien sonando como una bocina, sin ningún significado claro.

—afasia de expresión, así quedó anotado en su ficha. Pero no se preocupe, va a estar bien. Por ahora, como no puede preguntarme nada, voy a hacerle un resumen de lo que ha pasado.

Carmen trae una silla y se acomoda junto a mí.—Ha estado internada en este lugar cerca de un mes. Después

de la operación estuvo diez días en la Uti y luego la traspasaron acá. Es una suerte que estemos conversando ahora. Los gastos de todo los está cubriendo la isapre de su marido, de quién todavía usted es carga, así es que por ese lado no tiene que preocuparse. Si hubiera estado asegurada en nuestra compañía, yo le habría ayuda-do a recibir alguna bonificación por el accidente, pero bueno... no

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lo estaba. ahora se encuentra aquí en observación. Según cómo siga podrá salir en una semana.

Una bolsa de suero, o de lo que sea, cuelga de un fierro y gotea su contenido por una manguera delgada hasta mi muñeca. a mi costado hay una ventana grande tapada por largas cortinas blancas. En un mueble de madera hay un televisor de doce pulgadas mos-trándome su pantalla oscura. también hay un jarrón con flores. Son rosas blancas, mis favoritas. Sólo max sabe eso. a unos metros veo la puerta de salida y aquí a mi lado a Carmen Elgueta. El pelo le ha crecido, aún no se ha teñido sus raíces negras.

—De su furgón no quedó mucho. No sé cómo andaba en eso. terminó convertida en chatarra. Si todavía le interesa, se encuentra en el patio de la décima comisaría de Santiago.

Carmen toma mi mano y me mira seria.—Dígame una cosa, Greta. ¿Cree estar preparada para un par de

noticias importantes? Sólo cierre los ojos si piensa que sí.Cierro los ojos.—Son dos, una buena y otra mala.Vuelvo a cerrar y a abrir los ojos.—La buena es que apareció Dalí. Está muy bien, no le pasó

nada. Estuvo unos días encerrado en la panadería deshabitada de la esquina de la plaza.

Carmen se pone de pie y se acerca más aún. ahora me toma las dos manos.

—La mala es que cuando lo encontraron no estaba solo. Dalí se quedó en la panadería cuidando a Juan. al parecer sus restos estaban tirados desde hace meses entre los hornos vacíos. apareció, Greta. Por fin apareció.

una enfermera me saca de la cama y me ubica en una silla de ruedas. No puedo caminar. mis piernas están muy dañadas y tendré que aprender a andar sobre ellas otra vez. No tengo pelo. me raparon para operarme. recién ahora tengo una pelusa que cubre un poco la cicatriz que cruza mi cabeza. me debo ver muy mal. además

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estoy vestida con un traje que maite compró para mí. Es horrible. Un vestido blanco y vaporoso. Preferiría la ropa de Juan, pero ni siquiera puedo decirlo. Estoy aquí, muda y quieta, esperando que vengan a buscarme. max y maite me llevarán con ellos a su casa, la misma que antes era mía. Ellos se harán cargo de mí por un tiempo mientras me recupero. La venta de la casa de Juan los dejó mejor parados económicamente y gracias a eso podrán llevarme. Dormiré en la que era la pieza de mi hija, seguramente en su misma cama. La pieza que antes hacía las veces de escritorio será ahora el cuarto del niño. Porque será un niño, ya lo sabemos. Se llamará matías o marcial o marcos, no lo recuerdo bien, algo con m. Quizás se lla-me max. maximiliano. Viene bien gordito, dicen, y con una cabeza grande que tiene a maite muy asustada por el parto. así salía en la última ecografía.

Quizás debiera imaginar cómo fue que Juan llegó del techo del liceo hasta la panadería de la esquina, pero no quiero hacerlo. Según Carmen los forenses hablaron de una contusión muy severa en su cabeza. Una herida profunda y abierta generada por un elemento muy pesado, una viga, un escombro, un bloque de cemento. Qué importa.

max y maite entran a la pieza. Vienen sonriendo. me saludan, me besan, toman mis cosas y mi silla para sacarme de acá. Dejo el hospital y me voy a mi nueva vida. No tengo posibilidad de opinar sobre mi futuro. Sólo me dejo llevar. me entrego.

estoy acostada en la cama de mi greta. Es tarde y max arregla mis sábanas floreadas mientras yo lo miro en silencio. Parece feliz. tenerme aquí le ha hecho bien. Dalí entra a la pieza y se acomoda a los pies de la cama, justo sobre la alfombra azul de los tres osos. a max no le agrada mucho, pero maite fue tajante en decir que él se quedaba con nosotros. me alegra que así sea. me siento más acom-pañada. ¿tú no, Dalí?

max se sienta a mi lado. acaricia el escaso pelo que sale de mi cabeza. me mira a los ojos un buen rato y luego besa mi frente con

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un beso largo. Veo su rostro sobre mí. Su boca, sus dientes amarillos de tanta nicotina. max. No sé lo que me dices, no logro entenderte, pero tomas mi mano, la besas y entonces me doy cuenta de que estás llorando. Un par de lágrimas caen por tus mejillas arrugadas. ¿Qué está pasando? ¿Por qué lloras, max? me gustaría tanto conso-larte. Decir algo, lo que fuera, pero no puedo, las palabras no me salen. Quisiera contarte que estuve con ella, con la Greta chica. La vi, la toqué, dormí a su lado, sentí el olor de su cuerpo, la tomé en brazos y pude ver cómo me hacía señas de despedida. Ella está bien, max, tan linda como siempre y hasta podría decirte que feliz. tiene amigos y todavía le gusta cantar por las noches. tenemos suerte, no puede estar en mejores manos. Seguro que ahí abajo la están cuidando tanto como nosotros. Qué ganas de llevarte allá, de que la vieras y te convencieras. Debería estar con ella ahora. No sé por qué regresé, max, no lo entiendo. Quizás tú sí y por eso lloras.

max se pone de pie, apaga la luz baja de la lámpara y antes de salir me desea una buena noche. Veo su silueta abandonar mi pieza. me quedo en penumbras acompañada por Dalí, por la alfombra de los tres osos y por todos estos muñecos de peluche que duermen conmigo en la cama.

Hoy son los tijerales del nuevo centro comercial de Lobos. En lo que era nuestro viejo liceo han instalado el esqueleto de lo que será el edificio más alto de este lugar. No sé por qué razón maite y max me han traído a celebrar con toda esta gente. Hace tanto calor. La luz del sol rebota en este pavimento nuevo, encandila los ojos. max me ha puesto un gorro para protegerme y maite pone bloqueador solar en mi cara y en mis brazos. Yo avanzo en mi silla empujada por max mientras Dalí camina a nuestro lado. a él tampoco le hace gracia estar aquí, lo sé perfectamente. El pobre se pasea por lo que antes era nuestra plaza y huele el nuevo cemento tratando de en-contrar sin resultado algo familiar.

En lo que antes era el patio de mi liceo hay una estructura alta que será la entrada del centro comercial. Frente a ella han instalado

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una carpa blanca muy grande donde todos los invitados entramos y nos ubicamos para asistir a la ceremonia. a lo lejos veo a Carmen Elgueta sentada junto a un grupo de mujeres vestidas igual que ella. todas uniformadas con trajes azules y blusas color guinda seca. Carmen nos ve, nos hace una seña mientras Lobos aparece fren-te al micrófono y saluda a todos los que han llegado hasta acá. Hay aplausos y sonrisas. Parece una gran asamblea, pero no lo es. Lobos enumera a los presentes según la empresa a la que pertene-cen. Cadenas comerciales, bancos, farmacias, restoranes. La lista es larga y aburre a muchos. Yo dejo de escucharlo y empiezo a pensar en cualquier cosa. En mi boca, por ejemplo. En el herpes que ha vuelto a mi boca y que tanto me está picando. No puedo rascarme, mis manos no responden bien, no logro dar con la comisura de mi labio y entonces gruño, digo algo, que no es lo que creo, claro. Pido a max que me rasque. Él me mira desconcertado sin entender lo que pasa y no encuentra nada mejor que darme agua mineral de una botella. El agua no está nada de mal, pero no me quita la picazón. Dalí me ve y de una sola mirada se da cuenta. Es tan fácil entendernos ahora.

—¿Qué te pasa, Greta? —pregunta.—Que me pica la boca, pero max no se da cuenta. Es insoporta-

ble, seguro que es por la transpiración.—Yo pensé que estabas sintiendo lo mismo que yo.—¿Qué cosa?—¿No te das cuenta? ¿No escuchas?—¿Qué?Dalí se queda en silencio y acerca una de sus orejas al suelo.—Creo que está temblando. Lo siento claramente en mis patas.

Es muy leve, casi imperceptible, pero está temblando.—¿Seguro?—Completamente seguro.trato de concentrarme y entonces me doy cuenta. mi silla vibra

suavemente. Las sillas de todos. El suelo, las mesas, las copas, las bandejas de canapés, las botellas de champagne, el micrófono de Lobos. La gente se ha percatado y se mira inquieta. El cemento se

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estremece bajo nuestros pies. Podría apostar a que veo una grieta delgada trizándolo de a poco aquí en el suelo. La hecatombe. Una explosión subterránea, una marcha de niños acercándose desde abajo.

antes de que pueda decirle nada a Dalí, maite me distrae. algo le pasa. toma a max de uno de sus brazos, le dice que se ha meado, pero que no está muy segura. Quizás no sea eso, quizás está rom-piendo bolsas. ¿Cómo saberlo? Nunca ha parido antes. Yo la escu-cho aquí tan cerca mío y no puedo tranquilizarla. Quisiera decirle que sí, que esto es un parto, que así aparecen los niños, con temblo-res y bolsas que se rompen, con contracciones y dolores, con grietas en el suelo y explosiones y marchas subterráneas. El momento por fin ha llegado, estoy segura. El niño va a nacer.

—Es cierto, Dalí, tienes razón. Está temblando y no es la tierra.

Nona Fernández Silanes Santiago de Chile, marzo de 2006.

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Í N d i c e

Primera ParteUN PañUELO rOJO 11

Segunda parteLa PiEZa OSCUra i 53

tercera ParteEL PaLaCiO DEL rEPUEStO 57

Cuarta ParteLa PiEZa OSCUra ii 107

quinta ParteKiNDErHaUS 111

Sexta ParteLa PUErta EN EL SUELO 173

Séptima parteLa PiEZa OSCUra iii 201

Octava ParteLa GriEta 253

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