etiqueta negra (maldita crisis)

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AÑO 7 - NÚMERO 69 etiquetanegra MALDITA CRISIS JORGE LANATA PROTESTA FRENTE A LA CASA ROSADA. DOMÉNICA CANCHANO ENCUENTRA AL HOMBRE DEL QUE TODO UN PAÍS SE OLVIDÓ. RONALDO MENÉNDEZ EXPLICA CÓMO SOBREVIVE UN ESCRITOR SIN PAPEL. JORGE EDUARDO BENAVIDES HACE UNA COLA DURANTE CINCO AÑOS. EL CUENTO ES DE JUAN BONILLA. S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00 www.etiquetanegra.com.pe AÑO 7 - NÚMERO 69

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Revista para distraídos con temas de periodismo, fotografía, bohemia, poesía y cultura.

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Page 1: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

AÑO

7 - N

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JORGE LANATA PROTESTA FRENTE A LA CASA ROSADA. DOMÉNICA CANCHANO ENCUENTRA AL HOMBRE DEL QUE TODO UN PAÍS SE OLVIDÓ. RONALDO MENÉNDEZ EXPLICA CÓMO SOBREVIVE UN ESCRITOR SIN PAPEL.JORGE EDUARDO BENAVIDES HACE UNA COLA DURANTE CINCO AÑOS. EL CUENTO ES DE JUAN BONILLA.

S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00www.etiquetanegra.com.pe

AÑO 7 - NÚMERO 69

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Page 4: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

COMEME es una nueva casa realizadora, sus directores decomerciales cuentan con más de 30 premios internacionales, entre ellos Clio, Fiap, London Film Festival, New York Festival.

Productora Ejecutiva: Tania GonzalezNextel 815*8781

Nicaragua 2717Lima 14

DIRECTORES:

Gustavo AsensiMarialy RivasDiez y MediaDavid Bisbano

Pide nuestro Demo Reel a [email protected]

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COMEME es una nueva casa realizadora, sus directores decomerciales cuentan con más de 30 premios internacionales, entre ellos Clio, Fiap, London Film Festival, New York Festival.

Productora Ejecutiva: Tania GonzalezNextel 815*8781

Nicaragua 2717Lima 14

DIRECTORES:

Gustavo AsensiMarialy RivasDiez y MediaDavid Bisbano

Pide nuestro Demo Reel a [email protected]

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DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. No: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. Tomar preferentemente después de las comidas y a la hora de acostarse. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Para información médica o de producto, por favor contacte el número de información médica de BMS al número 001 609 897 6633.

SUPERMERCADO

32_ DICCIONARIODE LA LENGUAAlonso Cueto

60_ CONSULTORIOSEXUALJeremías Gamboa

88_ BIBLIOTECA DEAUTOAYUDAFritz Berger Ch.

DOSSIER: TORPEZAS DE ESTADO

34_ COLASJorge Eduardo Benavides

36_ PROTESTASJorge Lanata

38_ RACIONAMIENTORonaldo Menéndez

MALDITA CRISIS

12_ LA ISLA MÁS TRISTELygia Navarro

40_ LOS NARCOSTE OBSERVANUn rumor anónimo

46_ UN CANDADO EN LA FRONTERADiego Gueler

62_ EL HOMBREOLVIDADODoménica Canchano

68_ OBAMA ES EL PROFETADaniel Alarcón

79_Ficcionario

por Juan Bonilla

Todos contra urbano

04_ PRIMEROS AUXILIOS

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DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. No: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. Tomar preferentemente después de las comidas y a la hora de acostarse. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Para información médica o de producto, por favor contacte el número de información médica de BMS al número 001 609 897 6633.

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S E G U N D O T I E M P OAÑO 7 - FEBRERO 2009

69

PREPRENSAE IMPRESIÓNIso Print441-3693 / 440-1404 / 998-441268Marcas & Patentes332-2211 / 431-5698

Etiqueta Negrawww.etiquetanegra.com.peEs una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra S.A.C.Calle Federico Villarreal 581, San Isidro. Lima 27 – PerúTelefax (511) 440-1404 / 441-3693Hecho el depósito legal 2002-2502

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOSHuberth Jara / [email protected]

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTAPERÚ / Distribuidora BolivarianaPANAMÁ / PanamexCHILE / Metales Pesados, Qué Leo

DIRECTOR COMERCIALGerson [email protected]

PUBLICIDADHenry Jara / Ejecutivo de cuentasMauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentasMalena Llantoy / [email protected]éfonos: (511) 222-0852(511) 441-3693 - (511) 440-1404

SUSCRIPCIONES [email protected]

DIRECTOR GERENTEHuberth [email protected]

PRENSA Y RR. PP.Laura Cáceres

Hecho en el Perúetiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos,

que son de entera responsabilidad de sus autores

CORRESPONSALESBARCELONA / Gabriela WienerBUENOS AIRES / Juan Pablo MenesesWASHINGTON D. C. / Wilbert TorreCIUDAD DE MÉXICO / Carlos ParedesBARRANQUILLA / José Alejandro Castaño

TRADUCTORESJorge Cornejo [email protected]ésar Ballón

CORRECTOR DE ESTILOJorge [email protected]

COMITÉ CONSULTIVOJon Lee Anderson Daniel TitingerJulio Villanueva ChangJuan Villoro

EDITORES DE PROYECTOSFernando Cárdenas [email protected] Li [email protected]

ARTE FINALJhosep Abarca

VERIFICADORES DE DATOSJosé Carlos de la Puente Álvaro Sialer

REDACTORESMiguel Ángel Farfán / Joseph ZáratePiero Peirano

DIRECTOR FUNDADORJulio Villanueva [email protected]

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique FelicesRoy Kesey

ASESORES DE ARTESergio Urday / Sheila AlvaradoAugusto Ortiz de Zevallos

DISEÑADORMario Segovia Guzmá[email protected]

PRODUCTORAKatia Pango [email protected]

FOTOGRAFÍAClaudia Alva [email protected]

DIRECTOR EDITORIALMarco Avilé[email protected]

EDITOR GENERALJeremías [email protected]

EDITORES ASOCIADOSEspaña / Toño Angulo [email protected] Unidos / Daniel Alarcó[email protected]ú / Sergio [email protected]

EDITOR FICCIÓNDiego [email protected]

EDITORA WEBGuadalupe [email protected]

06_ QUIÉNES SOMOSet

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pisado tierra al saber que los veinte ya habían termina-do. A los treinta, dicen, hay que empezar a ser realistas y acostumbrarse a caminar de la manera correcta: te echas la deuda del auto y de la casa en la espalda, llenas tu agen-da de importantes reuniones sin importancia y empiezas a vestirte un poco como el viejo que nunca quisiste ser. Al final, vas encorvado, preocupado y apurado por la vida, renegando de tu edad y de tu salud y de tu panza y de tus deudas y de tus arrugas y de tu triste soltería. Lue-go, cuando vas a cenar con los amigos, todos ponen las llaves de las deudas en la mesa y, en coro, coinciden en que era cierto lo que advertían los mayores: la maldita crisis de los treinta empieza a los treinta. Llegó la hora de envejecer, señores, y a eso hay que dedicar el tiempo que nos resta. Da miedo, por supuesto, y da mucho más miedo cuando más piensas en ello. Te arrugas más mien-tras más piensas en que te arrugas. La panza te crece más

mientras más te esfuerzas en ocultarla. ¿Pero si toda esa fatalidad no fuera más que un sencillo juego de palabras? ¿Y si al inocente trabalenguas que te daña («solo, soltero, solterón») te le enfrentas con un juego de palabras que te alegra? «Soy vie-jo porque siempre he sido un niño». ¿Y si cambias de acera cuando por allí avanzan los barrigones tristes? ¿Y si empiezas a creer que envejecer es crecer a toda prisa? ¿Y si te animas a exhibir tus canas? ¿Y si te

quitas esa ropa vergonzosa? ¿Y si vas en busca de aquella azotea que ya casi habías olvidado? ¿Y si enciendes una vez más, aunque sea una más, ese cigarrillo que te daba alegría solitaria? ¿Y si contemplas desde ese altura cómo luce el mundo en tu ausencia? ¿Acaso no te darías cuenta de que todo ese discurso lastimero sobre la edad es una pérdida de tiempo? Ponte a salvo de los que tienen trein-ta. Serás libre y feliz.

08_ CARTA

marco avilés

LA EDAD DELOS AGUAFIESTAS

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[email protected]

los treinta uno se siente solo, soli-tario, solterón. No más que cuando

tenías veinte. Pero como ya no tienes veinte, te asustas. Eso dicen los que andan asusta-dos. A los treinta te das cuenta de que al-gunos amigos buscan novia y quizá eso –no me consta– sea una razón para que no la encuentren nunca. A los veinte, sin buscar-la, siempre hay alguien a tu lado. Si tienes una novia de veinte, cuando tienes treinta, hinchas el pecho, haces ejer-cicios y dejas de fumar para conservarla. A los veinte, aunque te fumes el bosque entero y no hagas ejercicios, siempre estarás en forma para ellas. A los treinta, tus amigos, en esas reuniones de amigos, hablan de la edad, de las arrugas que vinieron, de las barrigas que crecieron, del tiempo que pasó y de los cielos que nun-ca pudieron alcanzar. Seres terrestres sue-len ser los que tienen treinta: van en auto, tienen casa y corren por el parque todas las mañanas. Los de veinte, por el contrario, van por aire a todas partes: trepan a la azo-tea del edificio más alto, encienden un ci-garrillo feliz y miran desde esa altura y con extrañeza a los que, abajo, en la calle, han

A mi gato Qori,que nunca llegará a los treinta

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pisado tierra al saber que los veinte ya habían termina-do. A los treinta, dicen, hay que empezar a ser realistas y acostumbrarse a caminar de la manera correcta: te echas la deuda del auto y de la casa en la espalda, llenas tu agen-da de importantes reuniones sin importancia y empiezas a vestirte un poco como el viejo que nunca quisiste ser. Al final, vas encorvado, preocupado y apurado por la vida, renegando de tu edad y de tu salud y de tu panza y de tus deudas y de tus arrugas y de tu triste soltería. Lue-go, cuando vas a cenar con los amigos, todos ponen las llaves de las deudas en la mesa y, en coro, coinciden en que era cierto lo que advertían los mayores: la maldita crisis de los treinta empieza a los treinta. Llegó la hora de envejecer, señores, y a eso hay que dedicar el tiempo que nos resta. Da miedo, por supuesto, y da mucho más miedo cuando más piensas en ello. Te arrugas más mien-tras más piensas en que te arrugas. La panza te crece más

mientras más te esfuerzas en ocultarla. ¿Pero si toda esa fatalidad no fuera más que un sencillo juego de palabras? ¿Y si al inocente trabalenguas que te daña («solo, soltero, solterón») te le enfrentas con un juego de palabras que te alegra? «Soy vie-jo porque siempre he sido un niño». ¿Y si cambias de acera cuando por allí avanzan los barrigones tristes? ¿Y si empiezas a creer que envejecer es crecer a toda prisa? ¿Y si te animas a exhibir tus canas? ¿Y si te

quitas esa ropa vergonzosa? ¿Y si vas en busca de aquella azotea que ya casi habías olvidado? ¿Y si enciendes una vez más, aunque sea una más, ese cigarrillo que te daba alegría solitaria? ¿Y si contemplas desde ese altura cómo luce el mundo en tu ausencia? ¿Acaso no te darías cuenta de que todo ese discurso lastimero sobre la edad es una pérdida de tiempo? Ponte a salvo de los que tienen trein-ta. Serás libre y feliz.

08_ CARTA

marco avilés

LA EDAD DELOS AGUAFIESTAS

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[email protected]

los treinta uno se siente solo, soli-tario, solterón. No más que cuando

tenías veinte. Pero como ya no tienes veinte, te asustas. Eso dicen los que andan asusta-dos. A los treinta te das cuenta de que al-gunos amigos buscan novia y quizá eso –no me consta– sea una razón para que no la encuentren nunca. A los veinte, sin buscar-la, siempre hay alguien a tu lado. Si tienes una novia de veinte, cuando tienes treinta, hinchas el pecho, haces ejer-cicios y dejas de fumar para conservarla. A los veinte, aunque te fumes el bosque entero y no hagas ejercicios, siempre estarás en forma para ellas. A los treinta, tus amigos, en esas reuniones de amigos, hablan de la edad, de las arrugas que vinieron, de las barrigas que crecieron, del tiempo que pasó y de los cielos que nun-ca pudieron alcanzar. Seres terrestres sue-len ser los que tienen treinta: van en auto, tienen casa y corren por el parque todas las mañanas. Los de veinte, por el contrario, van por aire a todas partes: trepan a la azo-tea del edificio más alto, encienden un ci-garrillo feliz y miran desde esa altura y con extrañeza a los que, abajo, en la calle, han

A mi gato Qori,que nunca llegará a los treinta

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10_ CÓMPLICES

DANIEL ALARCÓN

En Nueva York tuve que trabajar de profesor de español para unos chicos gringos cuyos padres querían que aprendieran

el idioma de sus vecinos. Fui un pésimo profesor, incapaz de disimular lo aburrido que me parecía todo.

Perú. Escritor. Autor de la novela Radio ciudad peRdida (Premio PEN USA 2008). Su nueva colección de cuentos, el Rey siempRe está poR

encima del pueblo, ha sido publicada en México.

JORGELANATA

Hace poco el apartamento que está enfrente del mío se quemó. Casi no oí el toque de aviso. Sólo cuando estuve afuera, compartiendo el shock con los demás y mirando a los bomberos trabajar, me di cuenta de que no conocía a la mayoría de mis vecinos aunque había vivido al lado de ellos casi cinco años.

Estados Unidos. Escritora. Es becaria de investigación de la Fundación Phillips. Escribe sobre asuntos latinoamericanos para diversas publicaciones y programas de radio de su país.

LYGIANAVARRO

Soy argentino; esto es: nací, crecí y vivo en crisis. Desde el punto de vista profesional, lo más delirante ocurrió durante la hiperinflación

y dirigiendo Página/12: tenía que comprar papel a precio abierto: eso es, endeudarme y no saber en cuánto, pero tener que vender

el ejemplar del diario al día siguiente. Después: cinco amenazas de bomba, una que cumplió con lo prometido y nos voló la rotativa; he

sido tres veces echado de la televisión, etcétera.

Argentina. Escritor. Fundó el diario página/12 y es autor de varios libros de periodismo y de ficción. El último es HoRa 25.

Dirige el diario cRítica de la aRgentina.

etiq

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En Barcelona, donde viví seis años, he vendido en la calle descuentos telefónicos, seguros de vida a inmigrantes, una revista comunista y hasta afiliaciones de la Cruz Roja para poder pagar el alquiler de mi habitación y los estudios.

Argentina. Periodista. Licenciado en periodismo de la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado crónicas en las revistas de claRín, la nación y CRítica.

DIEGOGuELER

DOMÉNICA CANCHANO

Me siento en crisis cada vez que me preguntan si me siento peruana o italiana. Digo siempre que soy afortunada por

tener dos culturas que me enriquecen de igual manera.

Perú. Periodista. Vive en Italia, donde escribe para el diario multiétnico metRopoli, para el semanal del diario la Republica y para

el diario local de Génova il lavoRo.

La mayor crisis que pasé fue cuando, estando ya en el último ciclo de mis estudios, casi dejo de ir a clases debido a una difícil situación económica. Entonces tuve mi primer trabajo, el peor que he tenido, pero al mismo tiempo el más gratificante.

Perú. Diseñador gráfico, ilustrador, graffitero. Trabaja en la agencia Yellow BTL.

ÁNGELONECIOSuP

En la crisis del 92, después de ejercer como jefe de informativos de una emisora de radio, no me quedó otra

que aceptar el puesto que me ofrecía un técnico nocturno de ahí, que por las mañanas repartía donas: necesitaba alguien que le ayudara en esa labor. Así que pasé de ser su jefe a ser

su subordinado, y de repartir noticias a repartir donas: las crisis traen algunas justicias poéticas de este tipo.

JUANBONILLA

España. Escritor. Sus cuentos han sido recogidos en la antología Basado en hechos reales. Ganó el Premio Biblioteca

Breve-Seix Barral por la novela los príncipes nuBios.

ALONsOcUetOPerú. Escritor. Ha publicado los libros sueños reales y el susurro

de la mujer Ballena, entre muchos otros. Colabora en diversas publicaciones de América Latina y España.

JORGe eDUARDO BeNAVIDes

La peor crisis: la de Alberto Fujimori, quien nada más ganó las elecciones, nos metió en el espantoso shock que tanto nos juró no se iba a producir. Fue la crisis más rápida que recuerdo: todo subía hora a hora.

Perú. Escritor. Ha publicado la novela un millón de soles. Vive en España desde 1990, donde da clases, talleres y conferencias.

La peor crisis a la que he sobrevivido creo que fue la muerte de mi padre. Desde entonces la muerte de personas queridas me ha afectado siempre muchísimo. De algún modo creo que la única lección que tenemos que aprender es la de aceptar a la muerte como parte de la vida. Y hace falta toda una vida para lograrlo. Recuerdo la frase de De Gaulle: «La vejez es muy buena si se la compara con la otra alternativa».

10_ 11

Las crisis a veces vienen con el medio y enseguida se hacen interiores. Yo he atravesado dos: una en la adolescencia, y

la otra en Lima entre los años 2001 y 2003. Pero son mías y con casi nadie las comparto. Doy gracias por ambas.

RONALDOMeNÉNDeZ

Cuba. Escritor. Autor de libros de cuentos y novelas. La última, río QuiBú, apareció en el 2008. Reside en Madrid, donde es

profesor en institutos de formación literaria.

JAsONFLORIO

La crisis puede desdoblarnos y revelar nuestra belleza y nuestros demonios al mismo tiempo. En el mundo actual, la crisis ha llenado nuestra visión de las cosas, incluso cuando estamos en armonía con nosotros mismos.

Inglaterra. Fotógrafo. Ha colaborado con las revistas The new

Yorker, marie claire y The Virginia QuarTerlY reView. Vive en Nueva York. Su última aventura: cazar piratas en Somalia.

ANtHONIePINeDO

Perú. Diseñador gráfico.

¿Crisis? Tal vez de niño, cuando me quedé fuera en aquella obra escolar o quizá ahora, cuando tengo mil cosas por

hacer y no puedo rechazar una sola. En crisis, uno tiene que aprender todo más rápido para sobrevivir.

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10_ CÓMPLICES

DANIEL ALARCÓN

En Nueva York tuve que trabajar de profesor de español para unos chicos gringos cuyos padres querían que aprendieran

el idioma de sus vecinos. Fui un pésimo profesor, incapaz de disimular lo aburrido que me parecía todo.

Perú. Escritor. Autor de la novela Radio ciudad peRdida (Premio PEN USA 2008). Su nueva colección de cuentos, el Rey siempRe está poR

encima del pueblo, ha sido publicada en México.

JORGELANATA

Hace poco el apartamento que está enfrente del mío se quemó. Casi no oí el toque de aviso. Sólo cuando estuve afuera, compartiendo el shock con los demás y mirando a los bomberos trabajar, me di cuenta de que no conocía a la mayoría de mis vecinos aunque había vivido al lado de ellos casi cinco años.

Estados Unidos. Escritora. Es becaria de investigación de la Fundación Phillips. Escribe sobre asuntos latinoamericanos para diversas publicaciones y programas de radio de su país.

LYGIANAVARRO

Soy argentino; esto es: nací, crecí y vivo en crisis. Desde el punto de vista profesional, lo más delirante ocurrió durante la hiperinflación

y dirigiendo Página/12: tenía que comprar papel a precio abierto: eso es, endeudarme y no saber en cuánto, pero tener que vender

el ejemplar del diario al día siguiente. Después: cinco amenazas de bomba, una que cumplió con lo prometido y nos voló la rotativa; he

sido tres veces echado de la televisión, etcétera.

Argentina. Escritor. Fundó el diario página/12 y es autor de varios libros de periodismo y de ficción. El último es HoRa 25.

Dirige el diario cRítica de la aRgentina.

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En Barcelona, donde viví seis años, he vendido en la calle descuentos telefónicos, seguros de vida a inmigrantes, una revista comunista y hasta afiliaciones de la Cruz Roja para poder pagar el alquiler de mi habitación y los estudios.

Argentina. Periodista. Licenciado en periodismo de la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado crónicas en las revistas de claRín, la nación y CRítica.

DIEGOGuELER

DOMÉNICA CANCHANO

Me siento en crisis cada vez que me preguntan si me siento peruana o italiana. Digo siempre que soy afortunada por

tener dos culturas que me enriquecen de igual manera.

Perú. Periodista. Vive en Italia, donde escribe para el diario multiétnico metRopoli, para el semanal del diario la Republica y para

el diario local de Génova il lavoRo.

La mayor crisis que pasé fue cuando, estando ya en el último ciclo de mis estudios, casi dejo de ir a clases debido a una difícil situación económica. Entonces tuve mi primer trabajo, el peor que he tenido, pero al mismo tiempo el más gratificante.

Perú. Diseñador gráfico, ilustrador, graffitero. Trabaja en la agencia Yellow BTL.

ÁNGELONECIOSuP

En la crisis del 92, después de ejercer como jefe de informativos de una emisora de radio, no me quedó otra

que aceptar el puesto que me ofrecía un técnico nocturno de ahí, que por las mañanas repartía donas: necesitaba alguien que le ayudara en esa labor. Así que pasé de ser su jefe a ser

su subordinado, y de repartir noticias a repartir donas: las crisis traen algunas justicias poéticas de este tipo.

JUANBONILLA

España. Escritor. Sus cuentos han sido recogidos en la antología Basado en hechos reales. Ganó el Premio Biblioteca

Breve-Seix Barral por la novela los príncipes nuBios.

ALONsOcUetOPerú. Escritor. Ha publicado los libros sueños reales y el susurro

de la mujer Ballena, entre muchos otros. Colabora en diversas publicaciones de América Latina y España.

JORGe eDUARDO BeNAVIDes

La peor crisis: la de Alberto Fujimori, quien nada más ganó las elecciones, nos metió en el espantoso shock que tanto nos juró no se iba a producir. Fue la crisis más rápida que recuerdo: todo subía hora a hora.

Perú. Escritor. Ha publicado la novela un millón de soles. Vive en España desde 1990, donde da clases, talleres y conferencias.

La peor crisis a la que he sobrevivido creo que fue la muerte de mi padre. Desde entonces la muerte de personas queridas me ha afectado siempre muchísimo. De algún modo creo que la única lección que tenemos que aprender es la de aceptar a la muerte como parte de la vida. Y hace falta toda una vida para lograrlo. Recuerdo la frase de De Gaulle: «La vejez es muy buena si se la compara con la otra alternativa».

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Las crisis a veces vienen con el medio y enseguida se hacen interiores. Yo he atravesado dos: una en la adolescencia, y

la otra en Lima entre los años 2001 y 2003. Pero son mías y con casi nadie las comparto. Doy gracias por ambas.

RONALDOMeNÉNDeZ

Cuba. Escritor. Autor de libros de cuentos y novelas. La última, río QuiBú, apareció en el 2008. Reside en Madrid, donde es

profesor en institutos de formación literaria.

JAsONFLORIO

La crisis puede desdoblarnos y revelar nuestra belleza y nuestros demonios al mismo tiempo. En el mundo actual, la crisis ha llenado nuestra visión de las cosas, incluso cuando estamos en armonía con nosotros mismos.

Inglaterra. Fotógrafo. Ha colaborado con las revistas The new

Yorker, marie claire y The Virginia QuarTerlY reView. Vive en Nueva York. Su última aventura: cazar piratas en Somalia.

ANtHONIePINeDO

Perú. Diseñador gráfico.

¿Crisis? Tal vez de niño, cuando me quedé fuera en aquella obra escolar o quizá ahora, cuando tengo mil cosas por

hacer y no puedo rechazar una sola. En crisis, uno tiene que aprender todo más rápido para sobrevivir.

Page 14: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

12_ PRISIONEROS

BIENVENIDOS A CUBA, LA ISLA MÁS TRISTE DEL MUNDO

¿EN QUÉ CONSISTE LA LOCURA DE UNA DICTADURA QUE NIEGA QUE SUS CIUDADANOS SUFREN ENFERMEDADES MENTALES?

12_ 13

un crónica de lygia navarro fotografías de jason floriotraducción de carlos cavero

Page 15: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

12_ PRISIONEROS

BIENVENIDOS A CUBA, LA ISLA MÁS TRISTE DEL MUNDO

¿EN QUÉ CONSISTE LA LOCURA DE UNA DICTADURA QUE NIEGA QUE SUS CIUDADANOS SUFREN ENFERMEDADES MENTALES?

12_ 13

un crónica de lygia navarro fotografías de jason floriotraducción de carlos cavero

Page 16: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

Y no existe otro lugar adónde ir. Para la ma-yoría de sus habitantes, La Habana es una isla encerrada dentro de otra isla, tal como lo era cuando los españoles construyeron todos esos muros de piedra para bloquear el paso a los in-gleses, a los piratas y a los demás atraídos por el canto de sirena del espejismo tropical de muje-res, juego y ron. Hacia el norte está el agua, por supuesto, pero sólo se puede llegar allí bajando

por el rompeolas del malecón y por un anillo de peligrosos acan-tilados. Un viaje a las playas del este de la ciudad significa horas de espera en las colas y luego prepararse para la larga travesía en un autobús repleto sin aire acondicionado.

En cualquier otra dirección está la jungla verde. Incluso los vecindarios de La Habana revientan a causa del sol, el agua y la intensa fertilidad de la isla: las delicadas flores naranjas de los extensos árboles de sombra framboyán, las buganvillas en enredaderas de magenta y púrpura, las flores de calabaza que se asoman entre las malas hierbas y rodean mansiones decrépitas ahora refugio de puñados de familias, y los mar pacíficos rojos o hibiscos, que cierran sus flores cada tarde.

En un buen día, esto sucede apenas llega la lluvia. El hori-zonte varía de parcialmente nublado a gris y presagioso, el cie-lo emana un amarillo brillante y ajeno. Luminosos relámpagos, naranjas y blancos, se ciernen en el horizonte, sobre los edificios implosionados. Amenazando. Entonces cae el aguacero: gotas furiosas y gigantescas golpean el suelo en grandes destellos de luz. Pocos cubanos pueden comprar paraguas; se resignan a los diluvios, así como a tantas realidades cotidianas: la incertidum-bre, el empapamiento, las masas de arcilla atrapadas en los to-rrentes de agua que pintan todo de un rojo diluido.

Conforme avanza agosto, las lluvias se hacen escasas y la temperatura sube. Caminar por la calle, visitar a los amigos, viajar en autobús: todo el mundo se lamenta por el implacable calor. ¿Acaso septiembre traerá algún alivio? ¿O comenzarán los huracanes? Aun cuando el sol se pone, la temperatura nunca baja más que unos pocos grados. En la ciudad, los habaneros oran por noches sin apagones para que sus ventiladores eléc-tricos no den el repiqueteo final y se apaguen, de modo que así puedan evadir el calor una noche más. Luego, en la mañana, el ciclo comienza una vez más.

Es en el crescendo de espera y sufrimiento de agosto que los cubanos suelen renunciar a la vida. Pero pocas personas en Cuba hablan abiertamente sobre perder la razón, y mucho menos sobre el suicidio. Entonces, cuando una viscosa tarde de agosto una mujer llamada Mirta me dice que su sobrino se mató, lo hace sin hablar.

es una creciente ola de calor: tan abra-sador, el sol tan

penetrante que puede afectar tu noción de realidad. Te tienta a rendirte. Te hace coquetear con la locura. Los rostros de dolor a tu alrededor están cubiertos de un sudor mugriento, una bruma de su-frimiento en la mirada. Por todos lados las mujeres se abanican, acaso con un objeto refinado, comprado en una tien-da, pero con más frecuencia con un simple pedazo de cartón. Adentro, el calor se irradia desde cada superficie, la temperatura se eleva mientras el sopor cala profundo en las paredes de con-creto. Afuera es peor. Pocos se atreven a aventurarse a la luz ardiente de la calle.

GOSTO EN

LA HABANA

14_ PRISIONEROSet

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Mirta1 se acerca a su sexagésimo cumpleaños y por años ha combatido personalmente la de-presión y la ansiedad. Es pequeña y corpulenta, y tiene el cabello gris corto con un mechón de cer-quillo blanco. En casa usa una bata amarilla sin mangas para evitar el polvo y la fetidez de la calle. Pasa la mayor parte de su tiempo en la sala, don-de la lámpara fluorescente del techo arroja una luz opaca de tono gris, que hace que la pequeña habitación se vea aun más pequeña. Mirta se des-liza en su mecedora de madera, el ventilador al lado zumba y sólo consigue hacer ruido suficiente para cubrir sus palabras. Mientras habla sobre su sobrino, hace la mímica de los hechos de su sui-cidio. «Él…». Mirta comienza, baja la voz. Colo-ca el pulgar y el índice en su cuello, justo debajo del mentón, como una soga. Mirta conoce poco de lo que provocó a su sobrino. Él había deseado abandonar la isla por años y también bebía de-masiado, pero sus padres le han dicho a ella otros pocos detalles: sólo que sufría de «los nervios», expresión latinoamericana para referirse a las en-fermedades mentales.

Socialismo o Muerte. Ese eslogan salpicado por toda Cuba no refiere que haya nada hono-rable ni revolucionario en optar por el suicidio; la idea misma es intensamente política y tabú. Siéntate con la mayoría de los médicos en Cuba y ellos te asegurarán que el suicidio es poco común y que no hay nada llamativo acerca de la relación del país con la autodestrucción. Es probable que ni siquiera ellos sepan la verdad y que nunca hayan visto las estadísticas: según la Organización Mundial de la Salud, año tras año ocurren más suicidios en Cuba que en cualquier otro país de Latinoamérica. Su tasa de suicidio sólo es superada por la República Popular de China y por países desarrollados y neuróticos, como Japón y Finlandia, así como por ciertos estados post soviéticos.

Desde que existe la historia escrita en Cuba, los cubanos se han suicidado en cifras récord como forma de protesta social. En los albores de la conquista, hasta un tercio de la población nativa se suicidó para evitar vivir bajo el yugo español. El historiador Louis A. Pérez Jr., de la

Universidad de Carolina del Norte, cita al explorador Girolamo Benzoni (s. XVI): «Muchos fueron al monte y, después de matar a sus hijos, se ahorcaron, diciendo que era mucho mejor morir que vivir tan miserablemente, sirviendo a tan y tantos feroces tiranos y malvados ladrones». Pérez continúa: «Escogieron mo-rir ahorcándose. Ingirieron veneno. Comieron tierra para mo-rirse». Y en una selva al este de La Habana, un grupo de nativos que escapaba de los cazadores de esclavos se lanzó al precipicio del valle conocido como Yumurí, cuyo nombre es una variante del español: «Yo morí…».

Esta tendencia nacional tuvo nuevamente su punto más alto durante las guerras por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX, cuando un terrateniente rebelde escribió las líneas de lo que más tarde sería el himno nacional de Cuba: «No temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir». Los líderes de la lucha, que luego se convirtieron en héroes de la revolución de Fidel Castro, incluyen a José Martí, el martirizado padre de la nación cubana, quien cayó en su primer día de batalla, y el gene-ral Calixto García, quien se disparó en la cabeza para evitar ser capturado y vivió para contarlo. Con el crecimiento de la nación, más y más cubanos se fueron suicidando: campesinos durante épocas de desempleo después de la cosecha de la caña de azúcar, mujeres que huían de sus maridos violentos, la clase trabajadora que sufría crisis económicas, jóvenes izquierdistas amenazados con condenas bajo el régimen del dictador Fulgencio Batista y miles de cubanos desilusionados con la transformación que Cas-tro hizo a la sociedad cubana luego de la revolución de 1959.

Tal como la temperatura de agosto, la tasa de suicidio subió una y otra vez desde los años setenta. Después de la caída de la Unión Soviética, la isla se sumió en su propia Gran Depresión, que Cas-tro eufemísticamente denominó «el Período Especial en Tiempos de Paz», y los suicidios aumentaron en más del doble de la ya alta tasa de 1959, y se convirtieron en la segunda causa principal de muerte para los cubanos de entre quince y cuarenta y nueve años. (Traba-jadores desertores del Ministerio de Salud Pública sostienen que las cifras oficiales de suicidio están fuertemente subestimadas, ya que el gobierno reclasifica muchas de estas muertes como accidentales). Escasos artículos de revistas cubanas de medicina mencionan una realidad normalmente ignorada en las esferas del gobierno: la gente se suicidó durante el Período Especial debido a «las difíciles condi-ciones socioeconómicas» o simplemente «desesperación».

Es difícil exagerar el impacto del Período Especial en la psi-que de los cubanos. Hace varios años, en una visita a La Habana,

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1. Como muchos de los personajes que aparecen en esta historia, Mirta pidió que su verdadero nombre no apareciera en el texto. [Nota de la autora]

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Y no existe otro lugar adónde ir. Para la ma-yoría de sus habitantes, La Habana es una isla encerrada dentro de otra isla, tal como lo era cuando los españoles construyeron todos esos muros de piedra para bloquear el paso a los in-gleses, a los piratas y a los demás atraídos por el canto de sirena del espejismo tropical de muje-res, juego y ron. Hacia el norte está el agua, por supuesto, pero sólo se puede llegar allí bajando

por el rompeolas del malecón y por un anillo de peligrosos acan-tilados. Un viaje a las playas del este de la ciudad significa horas de espera en las colas y luego prepararse para la larga travesía en un autobús repleto sin aire acondicionado.

En cualquier otra dirección está la jungla verde. Incluso los vecindarios de La Habana revientan a causa del sol, el agua y la intensa fertilidad de la isla: las delicadas flores naranjas de los extensos árboles de sombra framboyán, las buganvillas en enredaderas de magenta y púrpura, las flores de calabaza que se asoman entre las malas hierbas y rodean mansiones decrépitas ahora refugio de puñados de familias, y los mar pacíficos rojos o hibiscos, que cierran sus flores cada tarde.

En un buen día, esto sucede apenas llega la lluvia. El hori-zonte varía de parcialmente nublado a gris y presagioso, el cie-lo emana un amarillo brillante y ajeno. Luminosos relámpagos, naranjas y blancos, se ciernen en el horizonte, sobre los edificios implosionados. Amenazando. Entonces cae el aguacero: gotas furiosas y gigantescas golpean el suelo en grandes destellos de luz. Pocos cubanos pueden comprar paraguas; se resignan a los diluvios, así como a tantas realidades cotidianas: la incertidum-bre, el empapamiento, las masas de arcilla atrapadas en los to-rrentes de agua que pintan todo de un rojo diluido.

Conforme avanza agosto, las lluvias se hacen escasas y la temperatura sube. Caminar por la calle, visitar a los amigos, viajar en autobús: todo el mundo se lamenta por el implacable calor. ¿Acaso septiembre traerá algún alivio? ¿O comenzarán los huracanes? Aun cuando el sol se pone, la temperatura nunca baja más que unos pocos grados. En la ciudad, los habaneros oran por noches sin apagones para que sus ventiladores eléc-tricos no den el repiqueteo final y se apaguen, de modo que así puedan evadir el calor una noche más. Luego, en la mañana, el ciclo comienza una vez más.

Es en el crescendo de espera y sufrimiento de agosto que los cubanos suelen renunciar a la vida. Pero pocas personas en Cuba hablan abiertamente sobre perder la razón, y mucho menos sobre el suicidio. Entonces, cuando una viscosa tarde de agosto una mujer llamada Mirta me dice que su sobrino se mató, lo hace sin hablar.

es una creciente ola de calor: tan abra-sador, el sol tan

penetrante que puede afectar tu noción de realidad. Te tienta a rendirte. Te hace coquetear con la locura. Los rostros de dolor a tu alrededor están cubiertos de un sudor mugriento, una bruma de su-frimiento en la mirada. Por todos lados las mujeres se abanican, acaso con un objeto refinado, comprado en una tien-da, pero con más frecuencia con un simple pedazo de cartón. Adentro, el calor se irradia desde cada superficie, la temperatura se eleva mientras el sopor cala profundo en las paredes de con-creto. Afuera es peor. Pocos se atreven a aventurarse a la luz ardiente de la calle.

GOSTO EN

LA HABANA

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Mirta1 se acerca a su sexagésimo cumpleaños y por años ha combatido personalmente la de-presión y la ansiedad. Es pequeña y corpulenta, y tiene el cabello gris corto con un mechón de cer-quillo blanco. En casa usa una bata amarilla sin mangas para evitar el polvo y la fetidez de la calle. Pasa la mayor parte de su tiempo en la sala, don-de la lámpara fluorescente del techo arroja una luz opaca de tono gris, que hace que la pequeña habitación se vea aun más pequeña. Mirta se des-liza en su mecedora de madera, el ventilador al lado zumba y sólo consigue hacer ruido suficiente para cubrir sus palabras. Mientras habla sobre su sobrino, hace la mímica de los hechos de su sui-cidio. «Él…». Mirta comienza, baja la voz. Colo-ca el pulgar y el índice en su cuello, justo debajo del mentón, como una soga. Mirta conoce poco de lo que provocó a su sobrino. Él había deseado abandonar la isla por años y también bebía de-masiado, pero sus padres le han dicho a ella otros pocos detalles: sólo que sufría de «los nervios», expresión latinoamericana para referirse a las en-fermedades mentales.

Socialismo o Muerte. Ese eslogan salpicado por toda Cuba no refiere que haya nada hono-rable ni revolucionario en optar por el suicidio; la idea misma es intensamente política y tabú. Siéntate con la mayoría de los médicos en Cuba y ellos te asegurarán que el suicidio es poco común y que no hay nada llamativo acerca de la relación del país con la autodestrucción. Es probable que ni siquiera ellos sepan la verdad y que nunca hayan visto las estadísticas: según la Organización Mundial de la Salud, año tras año ocurren más suicidios en Cuba que en cualquier otro país de Latinoamérica. Su tasa de suicidio sólo es superada por la República Popular de China y por países desarrollados y neuróticos, como Japón y Finlandia, así como por ciertos estados post soviéticos.

Desde que existe la historia escrita en Cuba, los cubanos se han suicidado en cifras récord como forma de protesta social. En los albores de la conquista, hasta un tercio de la población nativa se suicidó para evitar vivir bajo el yugo español. El historiador Louis A. Pérez Jr., de la

Universidad de Carolina del Norte, cita al explorador Girolamo Benzoni (s. XVI): «Muchos fueron al monte y, después de matar a sus hijos, se ahorcaron, diciendo que era mucho mejor morir que vivir tan miserablemente, sirviendo a tan y tantos feroces tiranos y malvados ladrones». Pérez continúa: «Escogieron mo-rir ahorcándose. Ingirieron veneno. Comieron tierra para mo-rirse». Y en una selva al este de La Habana, un grupo de nativos que escapaba de los cazadores de esclavos se lanzó al precipicio del valle conocido como Yumurí, cuyo nombre es una variante del español: «Yo morí…».

Esta tendencia nacional tuvo nuevamente su punto más alto durante las guerras por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX, cuando un terrateniente rebelde escribió las líneas de lo que más tarde sería el himno nacional de Cuba: «No temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir». Los líderes de la lucha, que luego se convirtieron en héroes de la revolución de Fidel Castro, incluyen a José Martí, el martirizado padre de la nación cubana, quien cayó en su primer día de batalla, y el gene-ral Calixto García, quien se disparó en la cabeza para evitar ser capturado y vivió para contarlo. Con el crecimiento de la nación, más y más cubanos se fueron suicidando: campesinos durante épocas de desempleo después de la cosecha de la caña de azúcar, mujeres que huían de sus maridos violentos, la clase trabajadora que sufría crisis económicas, jóvenes izquierdistas amenazados con condenas bajo el régimen del dictador Fulgencio Batista y miles de cubanos desilusionados con la transformación que Cas-tro hizo a la sociedad cubana luego de la revolución de 1959.

Tal como la temperatura de agosto, la tasa de suicidio subió una y otra vez desde los años setenta. Después de la caída de la Unión Soviética, la isla se sumió en su propia Gran Depresión, que Cas-tro eufemísticamente denominó «el Período Especial en Tiempos de Paz», y los suicidios aumentaron en más del doble de la ya alta tasa de 1959, y se convirtieron en la segunda causa principal de muerte para los cubanos de entre quince y cuarenta y nueve años. (Traba-jadores desertores del Ministerio de Salud Pública sostienen que las cifras oficiales de suicidio están fuertemente subestimadas, ya que el gobierno reclasifica muchas de estas muertes como accidentales). Escasos artículos de revistas cubanas de medicina mencionan una realidad normalmente ignorada en las esferas del gobierno: la gente se suicidó durante el Período Especial debido a «las difíciles condi-ciones socioeconómicas» o simplemente «desesperación».

Es difícil exagerar el impacto del Período Especial en la psi-que de los cubanos. Hace varios años, en una visita a La Habana,

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1. Como muchos de los personajes que aparecen en esta historia, Mirta pidió que su verdadero nombre no apareciera en el texto. [Nota de la autora]

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recuerdo haber preguntado a un amigo cuándo terminó el Período Especial. Él se rió secamen-te. «¿Terminó?». Aunque lo peor de los noventa ya pasó, los cubanos se han acostumbrado a ni-veles de incertidumbre y escasez inconcebibles para los forasteros, y permanecen por lo general sutilmente traumatizados. Menciona el Período Especial y escucharás una inundación de histo-rias casi demasiado lúgubres para ser verdad. Como la de aquella conocida que me contó que, en lugar de ganar peso cuando estaba embaraza-da de su hija, perdió siete kilos. O la del amigo de la escuela de medicina que llegaba haciendo autostop a la universidad cada mañana después de un desayuno de agua azucarada. O la de aquel que pasó varias semanas sin jabón ni papel hi-giénico. Todos te dirán: «Fue como si estuviése-mos en guerra».

Desde febrero del 2008, cuando Fidel en-tregó el poder a su hermano Raúl, mucho se ha hablado en la prensa internacional sobre las reformas en la isla, pero en realidad no ha ha-bido ningún cambio en la química elemental e insostenible de la nación. Los cubanos aún no pueden expresarse sin miedo de ser castigados ni abandonar el país libremente; no existe toda-vía una prensa independiente y el gobierno se mantiene rabioso aplastando a los disidentes. Ahora es permitido tener DVD y celulares, pero muy pocos pueden adquirir tales lujos. La razón es la siguiente: en un intento por revivir la eco-nomía durante el Período Especial, el gobierno legalizó el uso de dólares y creó una red entera de tiendas para vender productos de uso diario, pero a precios estadounidenses. Esto creó una realidad incalculable para el ciudadano común: los cubanos ganan un promedio de doscientos a doscientos cincuenta pesos mensuales (diez a doce dólares): médicos, profesores y conserjes por igual. Pero apenas se agota la ración men-

sual, usualmente en dos semanas, deben comprar casi todo –comida, ropa, artículos de tocador– con una moneda similar al dólar, el CUC, o peso cubano convertible. Con un sueldo de diez dólares mensuales, celulares de doscientos dólares lucen como reforma sólo desde fuera.

El problema se exacerba por la escasez típica de muchos países del Tercer Mundo y por la obstinada creencia cubana de que ellos no son parte de ese Tercer Mundo. En parte por el sistema de educa-ción pública, han sido enseñados a creer en el excepcionalismo cubano y a no aceptar límites sobre su potencial. (El historiador Luis Aguilar León, compañero de aula de Fidel y Raúl Castro, es-cribió una vez: «Los cubanos son el pueblo elegido... elegido por ellos mismos. Y se pasean entre los demás pueblos como el espí-ritu se pasea sobre las aguas»). Sin embargo, la vida real es un complejo juego de economía personal: siempre calculando cuánto se gana y cuánto se gasta, maquinando cómo acumular capital, repartiendo el dinero en compras seleccionadas cuidadosamente, y luego calculando todo de nuevo. Si hay alguna ganancia inespe-rada, la derrochan (en papel higiénico, champú, salsa de tomate) porque nadie sabe lo que pasará mañana. «Tú no sabes», me dice Mirta. Hace una pausa y fija su mirada en mí, con mucha fuerza, suplicando. «Tú no quieres saber».

Cuando me voy del departamento de Mirta, ella insiste en acompañarme por unas cuadras. Mientras navega por la estrecha calle comercial, se detiene enfrente de cada tienda y cada vende-dor ambulante. Puede que no tenga dinero, pero en un país donde nunca se sabe si uno encontrará un producto de un día para otro, todos han desarrollado el hábito de memorizar los inventarios de las tiendas. Mirta echa un vistazo a las cajas de huevos que están puestos en la vereda, al calor, pregunta a una mujer por el precio del dulce de leche, y llama a un joven con jeans llamativos que carga unos baldes azules de plástico. «¿Dónde compraste esos baldes?», le pregunta. Cuando él le dice que le puede vender uno a cuatro CUC (la mitad de su pensión mensual), Mirta se da la media vuelta.

Pasamos una muchedumbre mirando al interior de los esca-parates de una tienda estatal por departamentos. En exhibición hay pálidos maniquíes en bikini, electrodomésticos chinos y una torre de jabones envueltos individualmente. Todo se vende en CUC y todas las ganancias van al gobierno. Afuera la mayoría se tarda

ES PROBABLE QUE NI SIQUIERA LOS MÉDICOS DE CUBA SEPAN LA VERDAD Y QUE NUNCA HAYAN VISTO LAS

ESTADÍSTICAS: SEGÚN LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD, AÑO TRAS AÑO OCURREN MÁS SUICIDIOS EN

CUBA QUE EN CUALQUIER OTRO PAÍS DE LATINOAMÉRICA. SU TASA DE SUICIDIO SÓLO ES SUPERADA POR LA REPÚBLI-CA POPULAR DE CHINA Y POR PAÍSES DESARROLLADOS Y NEURÓTICOS, COMO JAPÓN Y FINLANDIA, ASÍ COMO POR CIERTOS ESTADOS POST SOVIÉTICOS

contemplando con aflicción y anhelo todo lo que comprarían si tuvieran el dinero.

Mientras cruzamos la calle, miro hacia atrás y noto que el gobierno ha puesto a esta tienda el nombre «Yumurí». Pero Mirta no encuentra su escape en la muerte. En vez de eso, así como muchísimos otros en la isla, ha hallado un alivio a su frustración: esta noche, justo antes de acos-tarse, pondrá en su boca una pastilla blanca y aguardará por el dulce olvido del sueño.

Para llegar a Centro Habana, donde vive Mirta, debes ir hacia el este, desde el vecindario de clase media del Vedado, alejándote de sus si-lenciosas calles adornadas con la brisa del mar y sus villas deterioradas, o hacia el oeste, desde la fotogénica Habana Vieja, donde los beneficios de la atención del gobierno y los dólares del tu-rismo brillan en las fachadas coloniales restau-radas y en los dientes de oro de sus residentes. Centro Habana no se jacta de su verdor ni de su pintura fresca. Antes uno de los primeros cam-pos de caña de la isla, ahora es un sofocante la-berinto de calles angostas. Las veredas son tan estrechas que los residentes tienen que caminar en fila por ese revoltijo de tesoros neoclásicos en descomposición, casas coloniales de altos te-chos fuera de lugar en este siglo, complejos de departamentos art déco y bloques de construc-ciones de estilo soviético. Hay quienes caminan por el medio de la calle esquivando los fétidos charcos, las pilas de frutas y frijoles podridos, y el excremento de perro. Niños pequeños con sus abuelos se abren paso por la calles; jóvenes beben ron de cajas de cartón y vociferan insultos a sus amigos.

A unas pocas cuadras del departamento de Mirta se encuentra el malecón, que en el pasado solía atraerla todas las noches con su promesa de aire fresco. Sin embargo, ahora Mirta se queda en casa y toma su pastilla, porque el malecón está plagado de muchachitos que se emborrachan y ponen el grave bum bum bum de su reggaeton vulgar a todo volumen, desesperados por escapar

de sus propias casas tan hacinadas y sofocantes. La mayoría de los habaneros evitan Centro Habana a esta hora, cuando son pocas las cuadras iluminadas por faroles y hay un matiz carnavalesco y anárquico en la oscuridad.

Una tarde, Mirta se sienta en su mecedora y me cuenta sobre la chica que murió en la calle días atrás. Un desvencijado balcón de ce-mento se cayó y la aplastó. No ha sido la primera muerte de que Mirta ha oído en el vecindario. Me pide que cuando me marche mire bien el balcón que está a dos puertas de su casa: apenas se mantiene en alto apoyado por una tablilla de madera. «Si vas por la ciudad, verás que todo luce como un bombardeo», dice frunciendo el ceño, «todo se está cayendo, todo se está desmoronando». Claro, dice, la noticia de la muerte sólo circula en los suspiros, nunca en los periódicos del gobier-no. «Aquí todas las noticias son buenas. Nada malo sucede aquí».

La melancolía de Mirta es avivada por los recuerdos de su otra realidad: su niñez en una pequeña ciudad en el centro de la isla, uno de esos pueblos remotos que tienen hileras de casas coloniales de un piso extendiéndose alrededor de una plaza central. En ese enton-ces, había una rica variedad de actividades para los jóvenes: clubes sociales, conciertos en la plaza, fiestas en casa de amigos... no como ahora que una lata de gaseosa es un lujo y pocos cubanos pueden ofrecer a los visitantes algo más que una taza de café. A finales de los cincuenta, los padres de Mirta eran cómodamente de la clase media. Eran dueños de una tienda y enviaron a Mirta a una escuela católi-ca. Después, cuando ella tenía diez años, el gobierno revolucionario tomó la escuela. Aquello enfadó mucho a su padre, que había emi-grado a España de niño y se oponía a que su única hija se mezclara con chicos. Luego de un primer arrebato de entusiasmo, comenzó a desconfiar del nuevo gobierno.

Durante la década del sesenta, gran parte de la sociedad cubana estaba horrorizada ante la pérdida del capitalismo o emocionada por los proyectos sociales de la revolución: la na-cionalización de la industria privada, las brigadas rurales de alfabetización y la ambiciosa empresa de proveer salud y edu-cación gratuita para todos. Aunque esto trajo consigo la ruptu-ra de la familia de Mirta, muchos cubanos con menos fortuna salieron finalmente de la extrema pobreza. Después de que en 1961 Fidel declarara que su revolución se había tornado socia-lista –con el consecuente embargo estadounidense– Cuba se volvió íntimamente dependiente del comercio con el bloque co-munista. Para finales de los setenta y comienzos de los ochenta, Cuba y la entonces joven familia de Mirta tuvieron una edad de oro: las tiendas estaban inundadas con productos provenientes de Europa del Este, los sueldos valían algo y Mirta y su esposo Gilberto podían llevar a sus dos hijas de vacaciones a la playa todos los veranos.

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recuerdo haber preguntado a un amigo cuándo terminó el Período Especial. Él se rió secamen-te. «¿Terminó?». Aunque lo peor de los noventa ya pasó, los cubanos se han acostumbrado a ni-veles de incertidumbre y escasez inconcebibles para los forasteros, y permanecen por lo general sutilmente traumatizados. Menciona el Período Especial y escucharás una inundación de histo-rias casi demasiado lúgubres para ser verdad. Como la de aquella conocida que me contó que, en lugar de ganar peso cuando estaba embaraza-da de su hija, perdió siete kilos. O la del amigo de la escuela de medicina que llegaba haciendo autostop a la universidad cada mañana después de un desayuno de agua azucarada. O la de aquel que pasó varias semanas sin jabón ni papel hi-giénico. Todos te dirán: «Fue como si estuviése-mos en guerra».

Desde febrero del 2008, cuando Fidel en-tregó el poder a su hermano Raúl, mucho se ha hablado en la prensa internacional sobre las reformas en la isla, pero en realidad no ha ha-bido ningún cambio en la química elemental e insostenible de la nación. Los cubanos aún no pueden expresarse sin miedo de ser castigados ni abandonar el país libremente; no existe toda-vía una prensa independiente y el gobierno se mantiene rabioso aplastando a los disidentes. Ahora es permitido tener DVD y celulares, pero muy pocos pueden adquirir tales lujos. La razón es la siguiente: en un intento por revivir la eco-nomía durante el Período Especial, el gobierno legalizó el uso de dólares y creó una red entera de tiendas para vender productos de uso diario, pero a precios estadounidenses. Esto creó una realidad incalculable para el ciudadano común: los cubanos ganan un promedio de doscientos a doscientos cincuenta pesos mensuales (diez a doce dólares): médicos, profesores y conserjes por igual. Pero apenas se agota la ración men-

sual, usualmente en dos semanas, deben comprar casi todo –comida, ropa, artículos de tocador– con una moneda similar al dólar, el CUC, o peso cubano convertible. Con un sueldo de diez dólares mensuales, celulares de doscientos dólares lucen como reforma sólo desde fuera.

El problema se exacerba por la escasez típica de muchos países del Tercer Mundo y por la obstinada creencia cubana de que ellos no son parte de ese Tercer Mundo. En parte por el sistema de educa-ción pública, han sido enseñados a creer en el excepcionalismo cubano y a no aceptar límites sobre su potencial. (El historiador Luis Aguilar León, compañero de aula de Fidel y Raúl Castro, es-cribió una vez: «Los cubanos son el pueblo elegido... elegido por ellos mismos. Y se pasean entre los demás pueblos como el espí-ritu se pasea sobre las aguas»). Sin embargo, la vida real es un complejo juego de economía personal: siempre calculando cuánto se gana y cuánto se gasta, maquinando cómo acumular capital, repartiendo el dinero en compras seleccionadas cuidadosamente, y luego calculando todo de nuevo. Si hay alguna ganancia inespe-rada, la derrochan (en papel higiénico, champú, salsa de tomate) porque nadie sabe lo que pasará mañana. «Tú no sabes», me dice Mirta. Hace una pausa y fija su mirada en mí, con mucha fuerza, suplicando. «Tú no quieres saber».

Cuando me voy del departamento de Mirta, ella insiste en acompañarme por unas cuadras. Mientras navega por la estrecha calle comercial, se detiene enfrente de cada tienda y cada vende-dor ambulante. Puede que no tenga dinero, pero en un país donde nunca se sabe si uno encontrará un producto de un día para otro, todos han desarrollado el hábito de memorizar los inventarios de las tiendas. Mirta echa un vistazo a las cajas de huevos que están puestos en la vereda, al calor, pregunta a una mujer por el precio del dulce de leche, y llama a un joven con jeans llamativos que carga unos baldes azules de plástico. «¿Dónde compraste esos baldes?», le pregunta. Cuando él le dice que le puede vender uno a cuatro CUC (la mitad de su pensión mensual), Mirta se da la media vuelta.

Pasamos una muchedumbre mirando al interior de los esca-parates de una tienda estatal por departamentos. En exhibición hay pálidos maniquíes en bikini, electrodomésticos chinos y una torre de jabones envueltos individualmente. Todo se vende en CUC y todas las ganancias van al gobierno. Afuera la mayoría se tarda

ES PROBABLE QUE NI SIQUIERA LOS MÉDICOS DE CUBA SEPAN LA VERDAD Y QUE NUNCA HAYAN VISTO LAS

ESTADÍSTICAS: SEGÚN LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD, AÑO TRAS AÑO OCURREN MÁS SUICIDIOS EN

CUBA QUE EN CUALQUIER OTRO PAÍS DE LATINOAMÉRICA. SU TASA DE SUICIDIO SÓLO ES SUPERADA POR LA REPÚBLI-CA POPULAR DE CHINA Y POR PAÍSES DESARROLLADOS Y NEURÓTICOS, COMO JAPÓN Y FINLANDIA, ASÍ COMO POR CIERTOS ESTADOS POST SOVIÉTICOS

contemplando con aflicción y anhelo todo lo que comprarían si tuvieran el dinero.

Mientras cruzamos la calle, miro hacia atrás y noto que el gobierno ha puesto a esta tienda el nombre «Yumurí». Pero Mirta no encuentra su escape en la muerte. En vez de eso, así como muchísimos otros en la isla, ha hallado un alivio a su frustración: esta noche, justo antes de acos-tarse, pondrá en su boca una pastilla blanca y aguardará por el dulce olvido del sueño.

Para llegar a Centro Habana, donde vive Mirta, debes ir hacia el este, desde el vecindario de clase media del Vedado, alejándote de sus si-lenciosas calles adornadas con la brisa del mar y sus villas deterioradas, o hacia el oeste, desde la fotogénica Habana Vieja, donde los beneficios de la atención del gobierno y los dólares del tu-rismo brillan en las fachadas coloniales restau-radas y en los dientes de oro de sus residentes. Centro Habana no se jacta de su verdor ni de su pintura fresca. Antes uno de los primeros cam-pos de caña de la isla, ahora es un sofocante la-berinto de calles angostas. Las veredas son tan estrechas que los residentes tienen que caminar en fila por ese revoltijo de tesoros neoclásicos en descomposición, casas coloniales de altos te-chos fuera de lugar en este siglo, complejos de departamentos art déco y bloques de construc-ciones de estilo soviético. Hay quienes caminan por el medio de la calle esquivando los fétidos charcos, las pilas de frutas y frijoles podridos, y el excremento de perro. Niños pequeños con sus abuelos se abren paso por la calles; jóvenes beben ron de cajas de cartón y vociferan insultos a sus amigos.

A unas pocas cuadras del departamento de Mirta se encuentra el malecón, que en el pasado solía atraerla todas las noches con su promesa de aire fresco. Sin embargo, ahora Mirta se queda en casa y toma su pastilla, porque el malecón está plagado de muchachitos que se emborrachan y ponen el grave bum bum bum de su reggaeton vulgar a todo volumen, desesperados por escapar

de sus propias casas tan hacinadas y sofocantes. La mayoría de los habaneros evitan Centro Habana a esta hora, cuando son pocas las cuadras iluminadas por faroles y hay un matiz carnavalesco y anárquico en la oscuridad.

Una tarde, Mirta se sienta en su mecedora y me cuenta sobre la chica que murió en la calle días atrás. Un desvencijado balcón de ce-mento se cayó y la aplastó. No ha sido la primera muerte de que Mirta ha oído en el vecindario. Me pide que cuando me marche mire bien el balcón que está a dos puertas de su casa: apenas se mantiene en alto apoyado por una tablilla de madera. «Si vas por la ciudad, verás que todo luce como un bombardeo», dice frunciendo el ceño, «todo se está cayendo, todo se está desmoronando». Claro, dice, la noticia de la muerte sólo circula en los suspiros, nunca en los periódicos del gobier-no. «Aquí todas las noticias son buenas. Nada malo sucede aquí».

La melancolía de Mirta es avivada por los recuerdos de su otra realidad: su niñez en una pequeña ciudad en el centro de la isla, uno de esos pueblos remotos que tienen hileras de casas coloniales de un piso extendiéndose alrededor de una plaza central. En ese enton-ces, había una rica variedad de actividades para los jóvenes: clubes sociales, conciertos en la plaza, fiestas en casa de amigos... no como ahora que una lata de gaseosa es un lujo y pocos cubanos pueden ofrecer a los visitantes algo más que una taza de café. A finales de los cincuenta, los padres de Mirta eran cómodamente de la clase media. Eran dueños de una tienda y enviaron a Mirta a una escuela católi-ca. Después, cuando ella tenía diez años, el gobierno revolucionario tomó la escuela. Aquello enfadó mucho a su padre, que había emi-grado a España de niño y se oponía a que su única hija se mezclara con chicos. Luego de un primer arrebato de entusiasmo, comenzó a desconfiar del nuevo gobierno.

Durante la década del sesenta, gran parte de la sociedad cubana estaba horrorizada ante la pérdida del capitalismo o emocionada por los proyectos sociales de la revolución: la na-cionalización de la industria privada, las brigadas rurales de alfabetización y la ambiciosa empresa de proveer salud y edu-cación gratuita para todos. Aunque esto trajo consigo la ruptu-ra de la familia de Mirta, muchos cubanos con menos fortuna salieron finalmente de la extrema pobreza. Después de que en 1961 Fidel declarara que su revolución se había tornado socia-lista –con el consecuente embargo estadounidense– Cuba se volvió íntimamente dependiente del comercio con el bloque co-munista. Para finales de los setenta y comienzos de los ochenta, Cuba y la entonces joven familia de Mirta tuvieron una edad de oro: las tiendas estaban inundadas con productos provenientes de Europa del Este, los sueldos valían algo y Mirta y su esposo Gilberto podían llevar a sus dos hijas de vacaciones a la playa todos los veranos.

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AUNQUE LO PEOR DE LOS NOVENTA YA PASÓ, LOS CUBANOS SE HAN ACOSTUMBRADO A NIVELES DE INCERTIDUM-

BRE Y ESCASEZ INCONCEBIBLES PARA LOS FORASTEROS: UNA CONOCIDA ME CONTÓ QUE, EN LUGAR DE GANAR

PESO CUANDO ESTABA EMBARAZADA DE SU HIJA, PERDIÓ SIETE KILOS. UN ESTUDIANTE DE MEDICINA LLEGABA HACIEN-DO AUTOSTOP A LA UNIVERSIDAD CADA MAÑANA DESPUÉS DE UN DESAYUNO DE AGUA AZUCARADA. UN HOMBRE PASÓ VARIAS SEMANAS SIN JABÓN NI PAPEL HIGIÉNICO. TODOS TE DIRÁN: «FUE COMO SI ESTUVIÉSEMOS EN GUERRA»

El éxito de Mirta se debió en parte al temor y la intuición de inmigrante que su padre tenía para planear las cosas. A comienzos de los sesenta, cuando el gobierno llamó a los dueños de negocios a entregar sus propiedades, él renunció a su tien-da por algo de dinero y una pensión. Así exitosa-mente evitó trabajar para el gobierno el resto de su vida. Su propio ganado le fue confiscado, pero sus hermanos le permitieron vender leche y queso de sus vacas. Esto bastaba para comprar en secreto terrenos para sus cinco hijos.

«Él tenía una visión de lo que iba a pasar», cuenta Mirta, orgullosa pero con pesar. «Todoesto –expresión cubana para el sistema– lo veía venir», dice, y él impulsaba a sus hijos a parti-cipar en el nuevo sistema lo menos posible. Más adelante, cuando las hijas de Mirta y Gilberto crecieron, ellos les enseñaron la misma lección: manténganse en buenos términos con sus pro-fesores y compañeros para que no puedan decir que son antirrevolucionarias, pero no se vendan uniéndose a la Juventud Comunista. «No habla-mos mal de la revolución. Pero tampoco habla-mos bien de la revolución».

Cuando se cansa de hablar, y a pesar de que todavía hace demasiado calor como para mover-se, Mirta se dirige a la cocina para su vicio se-creto: la enésima taza de café. Primero se detiene en su habitación y regresa con dos álbumes de fotos viejas: su esposo considerablemente menos cansado, Mirta con muchos kilos menos y las ni-ñas despreocupadas y sonrientes. El rasguño del metal suena desde la cocina, donde Mirta añade cucharadas de azúcar gruesa al café en la estufa y yo observo las fotos de sus dos niñas, descolori-das por el sol: retratos glamorosos de más joven antes de que todos sus amigos huyeran de Cuba, fotos de sus días de playa e imágenes de bebé del nieto de Mirta, quien nació justo cuando el país –y la vida de Mirta– se vinieron abajo en el Pe-

ríodo Especial. Cuando ya no había dinero para fotos familiares o ropa nueva. En realidad, no había para nada. Cuando Mirta se dio cuenta, con una fuerza de la que aún se está recuperando, de que todos los esfuerzos de su padre no habían sido suficientes.

Hay algo increíblemente deprimente en estas imágenes de un pasado dichoso que Mirta tiene tanta ansiedad de mostrarme. En saber que ella pronto caerá en un futuro perdidamente oscu-ro. Cuando Mirta vuelve con el café en una elegante tacita china para mí y una blanca y sencilla para ella, me pregunta una y otra vez qué pienso de las fotos. Si vi cuan distintos se veían. Quiere que yo sepa que existen pruebas. Pruebas de que no había estado imaginándolo todo.

En La Habana existe una bruma, un malestar palpable. La gente contempla el vacío con las cejas levemente fruncidas, la rabia hace mucho tiempo tragada y reemplazada por la resignación. Por todos lados se ve el mismo gesto: en los autobuses repletos de la ciudad, en las oficinas burocráticas, en los profesores, amas de casa y obreros. Para muchos cubanos, la idea de escapar en una balsa de traficantes –lo que decenas de miles hacen cada año– es mu-chísimo mejor que sentarse a esperar que las cosas cambien. Dos músicos que conozco me contaron sobre la vez en que se sentaron juntos en el malecón. Uno de ellos, una mujer normalmente muy cuerda, conmocionó a su amigo al preguntarle si creía que fuera posible inventar un veneno para los tiburones. Incluso yo, que no soy cubana, cada vez que estoy en la isla tengo pesadillas oscuras e inquietantes en las que soy tomada de rehén, en las que se funden el encarcelamiento y la muerte.

Pero Mirta tiene la pastilla. Para olvidar. La frustración, la impotencia, los recuerdos. Es mágica, Mirta lo sabe. Una for-ma de tomar el control de una vez por todas. Antes de irse a la cama, a la hora justa cuando ya no puede soportar el es-trés y está casi lo suficientemente exhausta como para dormir, saca la pastilla de su blíster. Entonces llega la relajación. Al día siguiente, no hay sensación de aturdimiento, de resaca o de haber sido drogada. Un vacío en su vida, cada noche. Un minuto está despierta y alerta y al minuto ya no está. Luego, a la mañana siguiente, se despierta de algún modo renovada

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AUNQUE LO PEOR DE LOS NOVENTA YA PASÓ, LOS CUBANOS SE HAN ACOSTUMBRADO A NIVELES DE INCERTIDUM-

BRE Y ESCASEZ INCONCEBIBLES PARA LOS FORASTEROS: UNA CONOCIDA ME CONTÓ QUE, EN LUGAR DE GANAR

PESO CUANDO ESTABA EMBARAZADA DE SU HIJA, PERDIÓ SIETE KILOS. UN ESTUDIANTE DE MEDICINA LLEGABA HACIEN-DO AUTOSTOP A LA UNIVERSIDAD CADA MAÑANA DESPUÉS DE UN DESAYUNO DE AGUA AZUCARADA. UN HOMBRE PASÓ VARIAS SEMANAS SIN JABÓN NI PAPEL HIGIÉNICO. TODOS TE DIRÁN: «FUE COMO SI ESTUVIÉSEMOS EN GUERRA»

El éxito de Mirta se debió en parte al temor y la intuición de inmigrante que su padre tenía para planear las cosas. A comienzos de los sesenta, cuando el gobierno llamó a los dueños de negocios a entregar sus propiedades, él renunció a su tien-da por algo de dinero y una pensión. Así exitosa-mente evitó trabajar para el gobierno el resto de su vida. Su propio ganado le fue confiscado, pero sus hermanos le permitieron vender leche y queso de sus vacas. Esto bastaba para comprar en secreto terrenos para sus cinco hijos.

«Él tenía una visión de lo que iba a pasar», cuenta Mirta, orgullosa pero con pesar. «Todoesto –expresión cubana para el sistema– lo veía venir», dice, y él impulsaba a sus hijos a parti-cipar en el nuevo sistema lo menos posible. Más adelante, cuando las hijas de Mirta y Gilberto crecieron, ellos les enseñaron la misma lección: manténganse en buenos términos con sus pro-fesores y compañeros para que no puedan decir que son antirrevolucionarias, pero no se vendan uniéndose a la Juventud Comunista. «No habla-mos mal de la revolución. Pero tampoco habla-mos bien de la revolución».

Cuando se cansa de hablar, y a pesar de que todavía hace demasiado calor como para mover-se, Mirta se dirige a la cocina para su vicio se-creto: la enésima taza de café. Primero se detiene en su habitación y regresa con dos álbumes de fotos viejas: su esposo considerablemente menos cansado, Mirta con muchos kilos menos y las ni-ñas despreocupadas y sonrientes. El rasguño del metal suena desde la cocina, donde Mirta añade cucharadas de azúcar gruesa al café en la estufa y yo observo las fotos de sus dos niñas, descolori-das por el sol: retratos glamorosos de más joven antes de que todos sus amigos huyeran de Cuba, fotos de sus días de playa e imágenes de bebé del nieto de Mirta, quien nació justo cuando el país –y la vida de Mirta– se vinieron abajo en el Pe-

ríodo Especial. Cuando ya no había dinero para fotos familiares o ropa nueva. En realidad, no había para nada. Cuando Mirta se dio cuenta, con una fuerza de la que aún se está recuperando, de que todos los esfuerzos de su padre no habían sido suficientes.

Hay algo increíblemente deprimente en estas imágenes de un pasado dichoso que Mirta tiene tanta ansiedad de mostrarme. En saber que ella pronto caerá en un futuro perdidamente oscu-ro. Cuando Mirta vuelve con el café en una elegante tacita china para mí y una blanca y sencilla para ella, me pregunta una y otra vez qué pienso de las fotos. Si vi cuan distintos se veían. Quiere que yo sepa que existen pruebas. Pruebas de que no había estado imaginándolo todo.

En La Habana existe una bruma, un malestar palpable. La gente contempla el vacío con las cejas levemente fruncidas, la rabia hace mucho tiempo tragada y reemplazada por la resignación. Por todos lados se ve el mismo gesto: en los autobuses repletos de la ciudad, en las oficinas burocráticas, en los profesores, amas de casa y obreros. Para muchos cubanos, la idea de escapar en una balsa de traficantes –lo que decenas de miles hacen cada año– es mu-chísimo mejor que sentarse a esperar que las cosas cambien. Dos músicos que conozco me contaron sobre la vez en que se sentaron juntos en el malecón. Uno de ellos, una mujer normalmente muy cuerda, conmocionó a su amigo al preguntarle si creía que fuera posible inventar un veneno para los tiburones. Incluso yo, que no soy cubana, cada vez que estoy en la isla tengo pesadillas oscuras e inquietantes en las que soy tomada de rehén, en las que se funden el encarcelamiento y la muerte.

Pero Mirta tiene la pastilla. Para olvidar. La frustración, la impotencia, los recuerdos. Es mágica, Mirta lo sabe. Una for-ma de tomar el control de una vez por todas. Antes de irse a la cama, a la hora justa cuando ya no puede soportar el es-trés y está casi lo suficientemente exhausta como para dormir, saca la pastilla de su blíster. Entonces llega la relajación. Al día siguiente, no hay sensación de aturdimiento, de resaca o de haber sido drogada. Un vacío en su vida, cada noche. Un minuto está despierta y alerta y al minuto ya no está. Luego, a la mañana siguiente, se despierta de algún modo renovada

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como para enfrentar nuevamente las cosas. Ésa es precisamente la magia.

Hace muchos años, mientras compraba en un mercado agropecuario, Mirta se encontró con una anciana que vendía las pastillas. Encontrarla fue una de esas oportunas coincidencias que ali-mentan los niveles más bajos del mercado negro cubano, forjado más por mutua necesidad que por codicia: Mirta necesitaba las pastillas y la an-ciana necesitaba el dinero. Pero la mujer temía tanto ser atrapada –al vender la mitad de su re-ceta mensual ya prescrita– que dejó esperando a Mirta en el mercado y se fue caminando varias cuadras a sacar las pastillas de su casa. Mirta se quedó paralizada por la ansiedad. ¿Acaso le es-tarían tendiendo una trampa? ¿Qué pasaría si la agarraban? Cuando finalmente la mujer volvió, Mirta sintió un alivio temporal. «Parte el alma», dice, «¿sabes para qué ella necesitaba el dinero? Para comprar leche».

Ahora Mirta compra las pastillas a veinti-cinco veces su precio real de un farmacéutico corrupto. En el 2005, Alejandro, un amigo de Mirta, encontró un proveedor que entregaba las pastillas a los trabajadores de su oficina hasta varias veces al día. (La mayoría de farmacéuti-cos, incluyendo el proveedor de Mirta y Alejan-dro, se rehusaron a hablar conmigo, ya que las condenas por tráfico de drogas son largas). Se-gún Alejandro, la clave del éxito del proveedor está en distorsionar el mercado; en vez de ven-der cada blíster de pastillas a diez pesos, como los demás vendedores, él los vende a cinco. Aun-que gana menos, la pastilla cuesta sólo cuarenta centavos, así que igual gana muchísimo dinero. Sus clientes, con pocos pesos que gastar, piden comprarle a gritos.

Teniendo en cuenta su sistema de salud gra-tuito, los cubanos están sorprendentemente bien

informados en materia de medicina y tienen en casa pequeños botiquines, a menudo provistos de medicamentos del mercado negro. Después de todo, en medio de la gran escasez, las farma-cias suelen carecer de los medicamentos más elementales. La as-pirina, por ejemplo, es casi imposible de conseguir. Y con los días colmados de interminables trámites burocráticos, los cubanos prefieren no perder trabajo ni dinero esperando en otra larga cola para que un médico exhausto les recete un medicamento proba-blemente agotado. Un médico de emergencias que ha sido testigo de pacientes que fingen convulsiones para recibir sedantes, me dijo a quemarropa: «En este país, todos quienes trabajan en una farmacia venden medicinas».

Ya avanzada la tarde del viernes, a través de una red de contactos, consigo dar con un farmacéutico retirado que acepta acompañarme a la farmacia de Centro Habana donde trabajaba y que, con su oscura madera y sus amplias puertas del piso al techo abiertas a la calle, se asemeja a una botica europea. Los al-tos estantes exhiben, sin estar llenos, cajas blancas de medicinas con severos diseños modernistas de los sesenta. La farmacéutica de turno, con un polo de tiritas, se seca el sudor del rostro a cada rato y se para tras el mostrador que divide la pequeña en-trada del área donde se exhiben los medicamentos. Al principio, me dice que ella no vende medicinas ilegalmente. Sin embargo, en La Habana los grados de corrupción son muy sutiles; lue-go de unos minutos, ella admite que de vez en cuando se topa con médicos «comprensivos» que le prescriben varias recetas de la pastilla mágica de Mirta, la misma que desaparece de los escaparates apenas llega un nuevo envío y por eso está siempre agotada. Ella «da» la patilla a los pacientes que la necesitan, quienes le pagan con regalos de cinco pesos por aquí y por allá. Comprenden que con un sueldo mensual de quince CUC, ella sufre la misma tensión económica que todos los demás.

La pastilla que eligieron Mirta y Alejandro es un sedan-te adictivo llamado meprobamato, el fármaco más popular en el mercado negro de Cuba. (Apareció en los Estados Unidos en 1955 como Miltown, y fue el primer fármaco psiquiátrico de consumo masivo y precursor de l Valium y el Prozac). Sin embargo, ya que tantos cubanos se dopan para escapar de la frustración, simplemente no hay estigma alguno en esta seda-

MIRTA ME PIDE QUE CUANDO ME MARCHE MIRE BIEN EL BALCÓN QUE ESTÁ A DOS PUERTAS DE SU CASA: APENAS

SE MANTIENE EN ALTO APOYADO POR UNA TABLILLA DE MADERA. «SI VAS POR LA CIUDAD, VERÁS QUE TODO LUCE

COMO UN BOMBARDEO», DICE FRUNCIENDO EL CEÑO, «TODO SE ESTÁ CAYENDO, TODO SE ESTÁ DESMORONANDO».

CLARO, DICE, LA NOTICIA DE LA MUERTE SÓLO CIRCULA EN LOS SUSPIROS, NUNCA EN LOS PERIÓDICOS DEL GOBIERNO. «AQUÍ TODAS LAS NOTICIAS SON BUENAS. NADA MALO SUCEDE AQUÍ»

ción masiva. El Gobierno no publica estadís-ticas sobre el consumo de meprobamato, pero prácticamente cada hogar tiene un alijo. Cifras oficiales señalan que, en un país de once mi-llones de personas, el consumo anual de sólo tres sedantes –que incluye el Valium, que Mirta también consume, pero no el mepromabato– es de ciento veintisiete millones de comprimidos.

Una vez que hemos conversado por un rato, la farmacéutica me confía que todos sus compañeros también venden meprobamato, aunque nunca saben con anticipación cuándo llegarán los envíos. Ésta es una de las tantas tácticas del gobierno para lidiar con el tráfico de fármacos: las recetas sólo tienen validez por una semana, pero los pacientes y farmacéuticos falsifican recetas con fechas nuevas. Durante un tiempo, los pacientes podían llenar las recetas solamente en sus farmacias locales, pero tantos pacientes se quejaban de la falta de medicinas en los almacenes de sus farmacias que tampoco esto funcionó. El gobierno lanza campañas tele-visivas sobre los peligros de la automedicación, pero el único segmento sobre el meprobamato no se ocupa del típico consumidor de una pas-tilla diaria sino de un adicto que toma diez cáp-sulas juntas. En los primeros cinco meses del 2005, los militares desmantelaron trescientas nueve ventas ilegales según la revista estatal Bohemia. Sin embargo, los propios resultados de la encuesta de Bohemia arrojan que más del cincuenta por ciento de cubanos adquiere fár-macos en el mercado negro. Si la mitad de los cubanos admiten esto ante la prensa estatal, uno solo puede imaginar lo que podrían ser las verdaderas estadísticas.

Una tarde, después de haber hablado por días sobre la salud mental y los medicamentos del mer-cado negro, Mirta me interrumpe en medio de una conversación. Debido a mis preguntas, ella ha no-tado que la pasión de Cuba por los sedantes es una anomalía. «¿Los norteamericanos toman pastillas para dormir?», me pregunta. Como no quiero ofen-

derla, le digo que no es tan común y está estigmatizado por el este-reotipo de las amas de casa infelices que engullen frascos de Valium. Mirta se ríe. La posibilidad de caer por el precipicio está por doquier a su alrededor: casi todas las personas que conoce toman sedantes. «Porque la gente sabe que tiene que levantarse a comenzar todo de nuevo. Ha sido así por tanto tiempo en Cuba que si alguien no toma pastillas para dormir, eso sí es anormal». Tanto a ella como a Alejan-dro les molesta que su corrupto farmacéutico lucre con gente como ellos. Pero siguen comprando.

Mientras más hablo con profesionales de la salud y cubanos adictos a los sedantes, más me convenzo de que el gobierno tiene razones estratégicas para poner disponible el meprobamato prin-cipalmente en el mercado negro. Sin estadísticas oficiales, ¿quién sabe cuántos comprimidos se producen o cuántos cubanos los consumen? Si el meprobamato estuviera adecuadamente dispo-nible en las farmacias –y fuera más económico que en el mercado negro–, ¿cuántos cubanos más correrían a doparse? Y la pregunta fundamental: ¿qué tanto miedo tiene La Habana de sus ciudada-nos sin sedación?

Cuando el sol de una tarde opresivamente caliente se em-pieza a poner, voy con Alejandro –amigo de Mirta– a una he-ladería cerca de su casa después de su trabajo. (En agosto, casi todos están de vacaciones, pero Alejandro prefiere el aire acon-dicionado de su oficina al departamento de una sola habitación que ha compartido con sus padres los cuarenta y un años de su vida). Hay una fantástica torre de dos pisos que se eleva sobre la heladería, que los vecinos llaman en broma Fama y Aplausos,por los atletas y músicos pagados por el gobierno que viven allí; a la distancia está el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución. Dentro de la tienda el aire acondicionado refresca y una docena de hombres colma las mesas tomando cerveza. Ni una sola persona come helados. Finalmente, encontramos un si-tio fuera, bajo un toldo y un grupo de palmeras. A pesar de que ya se acerca la noche, el aire sigue hirviendo y el rostro rubicun-do de Alejandro gotea hilos de sudor. Con su corto cabello negro y tez oliva, su complexión es lo que los cubanos llaman trigueño. Tiene el cuerpo robusto pero un temperamento serio y nervio-so que lo hace lucir casi siempre un poco turbado. Ordenamos jarras de Bucanero fuerte y oscura. A un dólar y veinticinco cen-tavos, esta cerveza cuesta la décima parte de un sueldo mensual promedio y rápidamente se entibia con el calor. Las compro yo. Cuando estoy a la mitad de mi cerveza, Alejandro ya está termi-nando su segunda.

Mientras enciende un cigarrillo, él cuenta una historia a la que regresará una y otra vez. En el caso de Mirta, su desencan-to proviene de la pérdida de su mundo de niña. Para Alejandro,

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como para enfrentar nuevamente las cosas. Ésa es precisamente la magia.

Hace muchos años, mientras compraba en un mercado agropecuario, Mirta se encontró con una anciana que vendía las pastillas. Encontrarla fue una de esas oportunas coincidencias que ali-mentan los niveles más bajos del mercado negro cubano, forjado más por mutua necesidad que por codicia: Mirta necesitaba las pastillas y la an-ciana necesitaba el dinero. Pero la mujer temía tanto ser atrapada –al vender la mitad de su re-ceta mensual ya prescrita– que dejó esperando a Mirta en el mercado y se fue caminando varias cuadras a sacar las pastillas de su casa. Mirta se quedó paralizada por la ansiedad. ¿Acaso le es-tarían tendiendo una trampa? ¿Qué pasaría si la agarraban? Cuando finalmente la mujer volvió, Mirta sintió un alivio temporal. «Parte el alma», dice, «¿sabes para qué ella necesitaba el dinero? Para comprar leche».

Ahora Mirta compra las pastillas a veinti-cinco veces su precio real de un farmacéutico corrupto. En el 2005, Alejandro, un amigo de Mirta, encontró un proveedor que entregaba las pastillas a los trabajadores de su oficina hasta varias veces al día. (La mayoría de farmacéuti-cos, incluyendo el proveedor de Mirta y Alejan-dro, se rehusaron a hablar conmigo, ya que las condenas por tráfico de drogas son largas). Se-gún Alejandro, la clave del éxito del proveedor está en distorsionar el mercado; en vez de ven-der cada blíster de pastillas a diez pesos, como los demás vendedores, él los vende a cinco. Aun-que gana menos, la pastilla cuesta sólo cuarenta centavos, así que igual gana muchísimo dinero. Sus clientes, con pocos pesos que gastar, piden comprarle a gritos.

Teniendo en cuenta su sistema de salud gra-tuito, los cubanos están sorprendentemente bien

informados en materia de medicina y tienen en casa pequeños botiquines, a menudo provistos de medicamentos del mercado negro. Después de todo, en medio de la gran escasez, las farma-cias suelen carecer de los medicamentos más elementales. La as-pirina, por ejemplo, es casi imposible de conseguir. Y con los días colmados de interminables trámites burocráticos, los cubanos prefieren no perder trabajo ni dinero esperando en otra larga cola para que un médico exhausto les recete un medicamento proba-blemente agotado. Un médico de emergencias que ha sido testigo de pacientes que fingen convulsiones para recibir sedantes, me dijo a quemarropa: «En este país, todos quienes trabajan en una farmacia venden medicinas».

Ya avanzada la tarde del viernes, a través de una red de contactos, consigo dar con un farmacéutico retirado que acepta acompañarme a la farmacia de Centro Habana donde trabajaba y que, con su oscura madera y sus amplias puertas del piso al techo abiertas a la calle, se asemeja a una botica europea. Los al-tos estantes exhiben, sin estar llenos, cajas blancas de medicinas con severos diseños modernistas de los sesenta. La farmacéutica de turno, con un polo de tiritas, se seca el sudor del rostro a cada rato y se para tras el mostrador que divide la pequeña en-trada del área donde se exhiben los medicamentos. Al principio, me dice que ella no vende medicinas ilegalmente. Sin embargo, en La Habana los grados de corrupción son muy sutiles; lue-go de unos minutos, ella admite que de vez en cuando se topa con médicos «comprensivos» que le prescriben varias recetas de la pastilla mágica de Mirta, la misma que desaparece de los escaparates apenas llega un nuevo envío y por eso está siempre agotada. Ella «da» la patilla a los pacientes que la necesitan, quienes le pagan con regalos de cinco pesos por aquí y por allá. Comprenden que con un sueldo mensual de quince CUC, ella sufre la misma tensión económica que todos los demás.

La pastilla que eligieron Mirta y Alejandro es un sedan-te adictivo llamado meprobamato, el fármaco más popular en el mercado negro de Cuba. (Apareció en los Estados Unidos en 1955 como Miltown, y fue el primer fármaco psiquiátrico de consumo masivo y precursor de l Valium y el Prozac). Sin embargo, ya que tantos cubanos se dopan para escapar de la frustración, simplemente no hay estigma alguno en esta seda-

MIRTA ME PIDE QUE CUANDO ME MARCHE MIRE BIEN EL BALCÓN QUE ESTÁ A DOS PUERTAS DE SU CASA: APENAS

SE MANTIENE EN ALTO APOYADO POR UNA TABLILLA DE MADERA. «SI VAS POR LA CIUDAD, VERÁS QUE TODO LUCE

COMO UN BOMBARDEO», DICE FRUNCIENDO EL CEÑO, «TODO SE ESTÁ CAYENDO, TODO SE ESTÁ DESMORONANDO».

CLARO, DICE, LA NOTICIA DE LA MUERTE SÓLO CIRCULA EN LOS SUSPIROS, NUNCA EN LOS PERIÓDICOS DEL GOBIERNO. «AQUÍ TODAS LAS NOTICIAS SON BUENAS. NADA MALO SUCEDE AQUÍ»

ción masiva. El Gobierno no publica estadís-ticas sobre el consumo de meprobamato, pero prácticamente cada hogar tiene un alijo. Cifras oficiales señalan que, en un país de once mi-llones de personas, el consumo anual de sólo tres sedantes –que incluye el Valium, que Mirta también consume, pero no el mepromabato– es de ciento veintisiete millones de comprimidos.

Una vez que hemos conversado por un rato, la farmacéutica me confía que todos sus compañeros también venden meprobamato, aunque nunca saben con anticipación cuándo llegarán los envíos. Ésta es una de las tantas tácticas del gobierno para lidiar con el tráfico de fármacos: las recetas sólo tienen validez por una semana, pero los pacientes y farmacéuticos falsifican recetas con fechas nuevas. Durante un tiempo, los pacientes podían llenar las recetas solamente en sus farmacias locales, pero tantos pacientes se quejaban de la falta de medicinas en los almacenes de sus farmacias que tampoco esto funcionó. El gobierno lanza campañas tele-visivas sobre los peligros de la automedicación, pero el único segmento sobre el meprobamato no se ocupa del típico consumidor de una pas-tilla diaria sino de un adicto que toma diez cáp-sulas juntas. En los primeros cinco meses del 2005, los militares desmantelaron trescientas nueve ventas ilegales según la revista estatal Bohemia. Sin embargo, los propios resultados de la encuesta de Bohemia arrojan que más del cincuenta por ciento de cubanos adquiere fár-macos en el mercado negro. Si la mitad de los cubanos admiten esto ante la prensa estatal, uno solo puede imaginar lo que podrían ser las verdaderas estadísticas.

Una tarde, después de haber hablado por días sobre la salud mental y los medicamentos del mer-cado negro, Mirta me interrumpe en medio de una conversación. Debido a mis preguntas, ella ha no-tado que la pasión de Cuba por los sedantes es una anomalía. «¿Los norteamericanos toman pastillas para dormir?», me pregunta. Como no quiero ofen-

derla, le digo que no es tan común y está estigmatizado por el este-reotipo de las amas de casa infelices que engullen frascos de Valium. Mirta se ríe. La posibilidad de caer por el precipicio está por doquier a su alrededor: casi todas las personas que conoce toman sedantes. «Porque la gente sabe que tiene que levantarse a comenzar todo de nuevo. Ha sido así por tanto tiempo en Cuba que si alguien no toma pastillas para dormir, eso sí es anormal». Tanto a ella como a Alejan-dro les molesta que su corrupto farmacéutico lucre con gente como ellos. Pero siguen comprando.

Mientras más hablo con profesionales de la salud y cubanos adictos a los sedantes, más me convenzo de que el gobierno tiene razones estratégicas para poner disponible el meprobamato prin-cipalmente en el mercado negro. Sin estadísticas oficiales, ¿quién sabe cuántos comprimidos se producen o cuántos cubanos los consumen? Si el meprobamato estuviera adecuadamente dispo-nible en las farmacias –y fuera más económico que en el mercado negro–, ¿cuántos cubanos más correrían a doparse? Y la pregunta fundamental: ¿qué tanto miedo tiene La Habana de sus ciudada-nos sin sedación?

Cuando el sol de una tarde opresivamente caliente se em-pieza a poner, voy con Alejandro –amigo de Mirta– a una he-ladería cerca de su casa después de su trabajo. (En agosto, casi todos están de vacaciones, pero Alejandro prefiere el aire acon-dicionado de su oficina al departamento de una sola habitación que ha compartido con sus padres los cuarenta y un años de su vida). Hay una fantástica torre de dos pisos que se eleva sobre la heladería, que los vecinos llaman en broma Fama y Aplausos,por los atletas y músicos pagados por el gobierno que viven allí; a la distancia está el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución. Dentro de la tienda el aire acondicionado refresca y una docena de hombres colma las mesas tomando cerveza. Ni una sola persona come helados. Finalmente, encontramos un si-tio fuera, bajo un toldo y un grupo de palmeras. A pesar de que ya se acerca la noche, el aire sigue hirviendo y el rostro rubicun-do de Alejandro gotea hilos de sudor. Con su corto cabello negro y tez oliva, su complexión es lo que los cubanos llaman trigueño. Tiene el cuerpo robusto pero un temperamento serio y nervio-so que lo hace lucir casi siempre un poco turbado. Ordenamos jarras de Bucanero fuerte y oscura. A un dólar y veinticinco cen-tavos, esta cerveza cuesta la décima parte de un sueldo mensual promedio y rápidamente se entibia con el calor. Las compro yo. Cuando estoy a la mitad de mi cerveza, Alejandro ya está termi-nando su segunda.

Mientras enciende un cigarrillo, él cuenta una historia a la que regresará una y otra vez. En el caso de Mirta, su desencan-to proviene de la pérdida de su mundo de niña. Para Alejandro,

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todo se concreta en la noche del Periodo Espe-cial, cuando se quedaba hasta tarde viendo la televisión y tenía tanta hambre que ya no podía soportarla. ¿A esto hemos llegado?, pensaba, separando una parte de su ración de pan para el día siguiente aun cuando sabía que, con un pedacito muy pequeño para el desayuno, pa-saría hambre igual mañana. Asombrosamente, Alejandro me dice que durante el Periodo Espe-cial, era más optimista sobre el futuro de Cuba y el suyo propio que hoy en día. Todos protes-taban con tanta vehemencia, agitados por ese cóctel de calor y hambre, que el cambio se sen-tía inevitable. «Podías verlo en las caras de la gente», cuenta Alejandro. «Ahora puedo comer mejor pero no tengo la esperanza de que las co-sas cambien».

La desilusión completa fue gradual, pero Ale-jandro tuvo su primera crisis en 1992. En agosto. Él era miembro activo de la Iglesia Católica –aun cuando Cuba había sido oficialmente atea por cuarenta años–, y un sacerdote organizó un viaje a España para un pequeño grupo de jóvenes feli-greses. Viajar fuera de Cuba es un lujo increíble, pero durante el Periodo Especial era como ser transportado a un centro turístico instalado en el cielo y con todo incluido. Sin mencionar nada al sacerdote, Alejandro y sus amigos hicieron un pacto para desertar en España y enrrumbar a los Estados Unidos. «Éramos reaccionarios. No nos gustaba nada de esto», dice, usando ese código una vez más. Cuatro meses antes de su viaje de agosto, el cura murió. El viaje se canceló. El si-guiente agosto, Alejandro se internó en un hospi-tal psiquiátrico.

Su vida había perdido sentido, me cuenta. El crepúsculo aún es insoportablemente caluro-so mientras comienza a beber su tercera cerve-za. Detestaba su trabajo en un almacén, sufría un insomnio interminable y se sentía torturado

por la ansiosa sensación de tener que hacer algo urgentemente pero sin saber qué. Se debilitó tanto que tuvo que dejar el tra-bajo y el gobierno le dio dos semanas de descanso y tratamien-to psiquiátrico gratis. Con el paso del tiempo y cierto nivel de resignación, la ansiedad disminuyó y Alejandro se esforzó en ocuparse de su vida, a pesar de que al final volvería con las pas-tillas, al igual que Mirta. Primero trató de huir de su hacinado departamento –y del hecho de que todos sus amigos, como los de la hija de Mirta, se habían ido del país– yendo al cine tan se-guido que se volvió una enciclopedia cinemática. Avergonzado, Alejandro cuenta que era algo mejor que en su niñez, cuando no tenía televisor y dependía de los vecinos que le dejaran ver la pantalla. Cuando éstos se acostaban, Alejandro iba a deam-bular por las calles buscando alguna ventana desde donde pu-diera verse un televisor. Se sentaba en una calle a mirarlo de lejos hasta que aquellos extraños también se fueran a dormir.

A un par de años de su hospitalización, las cosas comenza-ron a mejorar. Alejandro consiguió trabajo en una organización no gubernamental cuyos trabajadores compartían sus ideas políticas. Ya en enero de 1998 se permitió la entrada del papa Juan Pablo II a Cuba, lo que trajo consigo una promesa de transición política. Alejandro estaba convencido de que se acercaba el cambio; en sus discursos y conversaciones con Fidel Castro, el papa presionaba al gobierno a aflojar las restricciones a la religión y a las libertades personales. Sin embargo, un año más tarde, cuando Alejandro vio que Cuba era exactamente igual que antes de la visita del papa, se las arregló para tomar su meprobamato del mercado negro ya no dos veces a la semana, tal como había hecho por años, sino a diario. ¿Para qué seguir yendo al psiquiatra, dice Alejandro, si no pueden cambiar nada?

«No hay respuestas», exclama, «y estamos atascados quejándo-nos. Las cosas tienen que cambiar pero los que queremos el cambio no hacemos nada. Y las cosas no cambian». Dado el peligro y la in-utilidad de ir contra una dictadura que ha arrasado continuamente con la oposición durante medio siglo, Alejandro no hace mucho por protestar. Su único intento de activismo fue en el 2002, cuando fir-mó por el Proyecto Varela, una campaña opositora que proponía una ley con amplias reformas políticas democráticas. La constitución cu-bana garantiza el derecho a proponer una ley si dicha campaña pue-de reunir diez mil firmas, y el Proyecto Varela consiguió más de once

24_ PRISIONEROS

PARA MUCHOS CUBANOS, LA IDEA DE ESCAPAR EN UNA BALSA DE TRAFICANTES ES MEJOR QUE ESPERAR QUE LAS

COSAS CAMBIEN. DOS MÚSICOS QUE CONOZCO ME CONTARON DE UNA VEZ QUE SE SENTARON JUNTOS EN EL MA-

LECÓN. UNO DE ELLOS CONMOCIONÓ A SU AMIGO AL PREGUNTARLE SI CREÍA QUE FUERA POSIBLE INVENTAR UN

VENENO PARA LOS TIBURONES. INCLUSO YO, QUE NO SOY CUBANA, CADA VEZ QUE ESTOY EN LA ISLA TENGO PESADILLAS OSCURAS E INQUIETANTES EN LAS QUE SOY TOMADA DE REHÉN, EN LAS QUE SE FUNDEN EL ENCARCELAMIENTO Y LA MUERTE

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todo se concreta en la noche del Periodo Espe-cial, cuando se quedaba hasta tarde viendo la televisión y tenía tanta hambre que ya no podía soportarla. ¿A esto hemos llegado?, pensaba, separando una parte de su ración de pan para el día siguiente aun cuando sabía que, con un pedacito muy pequeño para el desayuno, pa-saría hambre igual mañana. Asombrosamente, Alejandro me dice que durante el Periodo Espe-cial, era más optimista sobre el futuro de Cuba y el suyo propio que hoy en día. Todos protes-taban con tanta vehemencia, agitados por ese cóctel de calor y hambre, que el cambio se sen-tía inevitable. «Podías verlo en las caras de la gente», cuenta Alejandro. «Ahora puedo comer mejor pero no tengo la esperanza de que las co-sas cambien».

La desilusión completa fue gradual, pero Ale-jandro tuvo su primera crisis en 1992. En agosto. Él era miembro activo de la Iglesia Católica –aun cuando Cuba había sido oficialmente atea por cuarenta años–, y un sacerdote organizó un viaje a España para un pequeño grupo de jóvenes feli-greses. Viajar fuera de Cuba es un lujo increíble, pero durante el Periodo Especial era como ser transportado a un centro turístico instalado en el cielo y con todo incluido. Sin mencionar nada al sacerdote, Alejandro y sus amigos hicieron un pacto para desertar en España y enrrumbar a los Estados Unidos. «Éramos reaccionarios. No nos gustaba nada de esto», dice, usando ese código una vez más. Cuatro meses antes de su viaje de agosto, el cura murió. El viaje se canceló. El si-guiente agosto, Alejandro se internó en un hospi-tal psiquiátrico.

Su vida había perdido sentido, me cuenta. El crepúsculo aún es insoportablemente caluro-so mientras comienza a beber su tercera cerve-za. Detestaba su trabajo en un almacén, sufría un insomnio interminable y se sentía torturado

por la ansiosa sensación de tener que hacer algo urgentemente pero sin saber qué. Se debilitó tanto que tuvo que dejar el tra-bajo y el gobierno le dio dos semanas de descanso y tratamien-to psiquiátrico gratis. Con el paso del tiempo y cierto nivel de resignación, la ansiedad disminuyó y Alejandro se esforzó en ocuparse de su vida, a pesar de que al final volvería con las pas-tillas, al igual que Mirta. Primero trató de huir de su hacinado departamento –y del hecho de que todos sus amigos, como los de la hija de Mirta, se habían ido del país– yendo al cine tan se-guido que se volvió una enciclopedia cinemática. Avergonzado, Alejandro cuenta que era algo mejor que en su niñez, cuando no tenía televisor y dependía de los vecinos que le dejaran ver la pantalla. Cuando éstos se acostaban, Alejandro iba a deam-bular por las calles buscando alguna ventana desde donde pu-diera verse un televisor. Se sentaba en una calle a mirarlo de lejos hasta que aquellos extraños también se fueran a dormir.

A un par de años de su hospitalización, las cosas comenza-ron a mejorar. Alejandro consiguió trabajo en una organización no gubernamental cuyos trabajadores compartían sus ideas políticas. Ya en enero de 1998 se permitió la entrada del papa Juan Pablo II a Cuba, lo que trajo consigo una promesa de transición política. Alejandro estaba convencido de que se acercaba el cambio; en sus discursos y conversaciones con Fidel Castro, el papa presionaba al gobierno a aflojar las restricciones a la religión y a las libertades personales. Sin embargo, un año más tarde, cuando Alejandro vio que Cuba era exactamente igual que antes de la visita del papa, se las arregló para tomar su meprobamato del mercado negro ya no dos veces a la semana, tal como había hecho por años, sino a diario. ¿Para qué seguir yendo al psiquiatra, dice Alejandro, si no pueden cambiar nada?

«No hay respuestas», exclama, «y estamos atascados quejándo-nos. Las cosas tienen que cambiar pero los que queremos el cambio no hacemos nada. Y las cosas no cambian». Dado el peligro y la in-utilidad de ir contra una dictadura que ha arrasado continuamente con la oposición durante medio siglo, Alejandro no hace mucho por protestar. Su único intento de activismo fue en el 2002, cuando fir-mó por el Proyecto Varela, una campaña opositora que proponía una ley con amplias reformas políticas democráticas. La constitución cu-bana garantiza el derecho a proponer una ley si dicha campaña pue-de reunir diez mil firmas, y el Proyecto Varela consiguió más de once

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PARA MUCHOS CUBANOS, LA IDEA DE ESCAPAR EN UNA BALSA DE TRAFICANTES ES MEJOR QUE ESPERAR QUE LAS

COSAS CAMBIEN. DOS MÚSICOS QUE CONOZCO ME CONTARON DE UNA VEZ QUE SE SENTARON JUNTOS EN EL MA-

LECÓN. UNO DE ELLOS CONMOCIONÓ A SU AMIGO AL PREGUNTARLE SI CREÍA QUE FUERA POSIBLE INVENTAR UN

VENENO PARA LOS TIBURONES. INCLUSO YO, QUE NO SOY CUBANA, CADA VEZ QUE ESTOY EN LA ISLA TENGO PESADILLAS OSCURAS E INQUIETANTES EN LAS QUE SOY TOMADA DE REHÉN, EN LAS QUE SE FUNDEN EL ENCARCELAMIENTO Y LA MUERTE

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mil. Una gran hazaña, teniendo en cuenta el riesgo político de los firmantes. Sin embargo, el gobierno respondió ordenando un referéndum para probar que los cubanos realmente apoyaban más socialis-mo. No democracia.

La semana del referéndum, los padres de Alejandro lo presionaron constantemente para que votara por la línea del gobierno, así que él los eludió llegando tarde a casa. (La policía averiguó en su trabajo luego de que firmó el Proyecto Varela y el gobierno monitoreó a los votantes en las elecciones, lo que significa que incluso abstenerse puede levantar sospechas). «Si te dan la oportunidad de decir que no, de-bes decir que no», me dice, despotricando de un primo que votó por el socialismo luego de haberle dicho a Alejandro: «Esto es una mier-da. Esto no sirve». Al final, el noventa y nueve por ciento de cubanos votó por el socialismo para siempre.

A las once en punto de una mañana particu-larmente abrasadora, bebo una taza de café en el departamento de Esteban Insausti, cineasta inde-pendiente de treinta y cinco años cuyo rostro de niño se enrojece con el calor. Insausti está obse-sionado con la locura en Cuba, un tema casi tan tabú como el del suicidio. Acabo de ver su polémi-co documental sobre la salud mental ExistEn, una película que según Insausti fue calificada como «ácida» y «demasiado dura» por su escuela de arte, que trató de detener su filmación. «Fue para explicar la realidad de Cuba a través del caos que representa la locura, esa locura que también he-mos vivido, política y socialmente». La película se estrenó en el festival anual de cine de La Habana, y terminó ganando el prestigioso premio de un panel internacional, a pesar de que en la premie-

re varios policías estaban emplazados en el teatro para evitar una revuelta social. Ahora las copias digitales circulan en el mercado underground. Insausti cuenta, mientras suspira en voz alta, que un día se encontró con un vecino y éste le dijo: «Ayer vi lo de los locos en la computadora. Estaba buenísimo».

Insausti me recuerda que la otra cara de la autosedación en Cuba es la costumbre nacional de burlarse de la desgracia. «Da-mos una imagen burlesca, festiva a casi todo. Eso ha sido bueno en algunos momentos de la realidad de este país. Porque en mo-mentos nos da una capacidad de supervivencia, de asimiliación de lo peor de la vida. Pero también es fatal». Su película se centra en un hombre con problemas mentales llamado Manolito, quien a cambio de unos pesos canta para los fieles habaneros. Manolito es la versión del siglo XXI del más célebre loco popular de La Habana, el Caballero de París, un viejo barbudo que vagaba por las calles, según cuenta la historia, luego de perder la razón en la cárcel de los años veinte por un crimen que no cometió. De un minuto para otro, Manolito puede ser paranoico o dar discursos callejeros irrefutablemente convincentes arengando a Fidel y al Partido. Cualquier otro sería arrestado por hablar así en público. Pero es obvio que Manolito y los demás locos son una historia divertida y a la vez aleccionadora: en la surreal La Habana, casi cualquiera podría terminar así.

Sin embargo, pocos conocen la verdadera historia de Mano-lito. Su divorcio de la realidad tuvo lugar a la edad de siete u ocho años, cuando sus padres se marcharon durante el éxodo del Ma-riel de 1980. Ése fue un año tumultuoso: los cubanos que querían irse de Cuba eran hostigados y golpeados en las calles, y algunos se suicidaban antes de ser llamados traidores. Fue así que los padres de Manolito se marcharon sin decirle nada, y durante la travesía ambos se ahogaron. «La gente que espera esos autobuses que pare-cen no llegar nunca ve a Manolito y sabe que tendrá media hora de diversión», dice Insausti. «Me sonrío porque es loco. Todo es risa, todo merece ser burlado, y todo es un buen motivo para un chiste. Esto no puede ser, ¿entiendes? ¿Quiénes son los locos?».

Por la mañana, al salir de mi cuarto alquilado, ya con el calor insoportable a las ocho en punto, me encuentro con una inmen-sa pila de basura. La rancia combinación de cáscaras de plátano y envolturas de comida está a mitad de la calle, precisamente junto a un basurero vacío. En la vereda medio metro más allá e inclina-

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DEBIDO A MIS PREGUNTAS, ELLA HA NOTADO QUE LA PASIÓN DE CUBA POR LOS SEDANTES ES UNA ANOMALÍA. «¿LOS

NORTEAMERICANOS TOMAN PASTILLAS PARA DORMIR?», ME PREGUNTA. COMO NO QUIERO OFENDERLA, LE DIGO

QUE NO ES TAN COMÚN Y ESTÁ ESTIGMATIZADO POR EL ESTEREOTIPO DE LAS AMAS DE CASA INFELICES QUE EN-

GULLEN FRASCOS DE VALIUM. MIRTA SE RÍE. CASI TODAS LAS PERSONAS QUE CONOCE TOMAN SEDANTES. «HA SIDO ASÍ POR TANTO TIEMPO EN CUBA QUE SI ALGUIEN NO TOMA PASTILLAS PARA DORMIR, ESO SÍ ES ANORMAL»

do contra una corta reja de metal, veo un afiche de Fidel de finales de los ochenta: aún viril en su atuendo militar. Es difícil imaginar que alguna vez fue nuevo: la superficie de la imagen está rayada y desgastada, y los otrora brillantes colores de su rostro y su traje de faena son ahora tonos pasteles de rosado y verde. Recuerdo que el siguiente día será el cumpleaños ochenta y dos de Fidel.

Aquella tarde, me deja plantada un psiquia-tra cuya jefa se había escandalizado con la idea de él hablando con una reportera estadouniden-se. Así que voy a ver al doctor Jorge Manzanal, psiquiatra catedrático con más de treinta años de experiencia y el único cubano entrevistado que estuvo de acuerdo con que utilizara su verdadero nombre. Cuando llego a su casa en El Cerro, re-fugio colonial suburbano alejado del pestilente Centro Habana, nos sentamos en pesadas sillas de madera dentro de una sala de techo alto. Man-zanal, calvo y de piel clara, se sienta sudando en sus jeans y en un polo gris de mangas cortadas. Las grandes persianas están abiertas a la calle y filtran el constante estampido metálico de autos estadounidenses de los años cincuenta funcio-nando, casi literalmente, amarrados con algunas que otras sobras de alambre. No tiene mucho tiempo para hablar. Después de todo, también los médicos deben arreglárselas y él tiene ges-tiones que hacer para uno de sus negocios ilíci-tos. Mientras hablamos, noto rápidamente que Manzanal es de esos especímenes infinitamente excepcionales de la Cuba comunista: la idea de persecución le preocupa tan poco que lanza tér-minos sensibles como «régimen totalitario» con tal frecuencia y desparpajo que comienzo a pre-ocuparme por quién podría escucharnos.

Sin embargo, Manzanal es también el típico cu-bano chauvinista y tiene pocas críticas a la psiquia-tría cubana. (La profesión tiene un pasado compli-cado, con el electroshock aún siendo un tratamiento usual e informes sobre confinamiento forzado tan recientes como de los años noventa, incluyendo un paciente considerado esquizofrénico por «alucinar que era un defensor de los derechos humanos»). En una conversación que tuve días atrás con otro psi-quiatra, jefe de departamento de un gran hospital,

él se puso las manos al cuello para mostrar cuán inundado estaba de la epidemia de depresión, una de las diez razones principales por las que los cubanos buscan tratamiento médico y sobre la que no existen estudios, y por consiguiente tampoco estadísticas. Pero Manzanal me asegura que los cubanos no están más deprimidos que los habitantes del mundo desarrollado.

Manzanal sí admite que casi todos los cubanos quieren irse del país. La verdad es que fue bajo circunstancias análogas –los primeros años luego de que Fidel tomó el poder– que los cubanos se abalanza-ron en multitudes a los psiquiatras. Hoy en día, los cubanos simple-mente se dan cuenta de que ningún psiquiatra podrá solucionar sus problemas. Y además de los sedantes, numerosas fuentes (sin incluir a Manzanal) concuerdan en que el alcoholismo es común debido al tabú sobre la debilidad de los hombres que consumen medicamen-tos psiquiátricos. Alejandro, por ejemplo, tiene un primo que se vol-vió alcohólico tras combatir en Angola (y luego simplemente se negó a salir de casa por dos años), un padrino adicto desde hace tiempo al licor casero «chispa tren» y un amigo gay que vivía tan torturado bajo un sistema que solía internar a los homosexuales que llegó a fil-trar alcohol de kerosén. «Llegamos a lo mismo», me dijo Alejandro. «Si no hay grandes niveles de suicidio, los hay de alcoholismo, que al final también es suicidio, sólo que a largo plazo».

Pregunto a Manzanal al respecto y se pone impaciente. «No es-toy aquí para ayudar a personas que no tienen trastornos mentales», exclama. «Éste no es un pueblo triste. Los cubanos son felices incluso en la miseria». Con eso, nuestra conversación se termina. Me marcho sintiendo esa sensación surrealista tan común en Cuba: la desorien-tación que trae escuchar una y otra vez que las cosas simplemente no son como tan claramente parecen.

Cuando le cuento a Mirta sobre mis conversaciones con los psi-quiatras, se mece y escucha. Luego se mofa. «Dicen que la depresión existe en todas partes del mundo y eso es cierto. Pero eso no nos hace sentir mejor». Después de todo, Mirta sabe que el estrés es peligroso.

En la víspera del Período Especial, Gilberto tenía tanto éxito como mecánico que decidió junto a Mirta dar a sus hijas la promesa de vida en La Habana. Se mudaron a una zona residencial apartada de la bulla y la mugre del centro de la capital, y Mirta luchó contra la nostalgia. «Comencé a sufrir de depresión cuando dejé mi ciu-dad. La extrañaba, la anhelaba». Al tiempo se establecieron. Su hija menor fue a la universidad y la mayor comenzó a trabajar, se mudó y tuvo un bebé. Sin embargo, justo cuando nació el nieto de Mirta, cayó la Unión Soviética.

Las provisiones desaparecieron. Todos tuvieron que aguantar fri-joles con arroz como almuerzo y cena, y agua azucarada en el desayu-no. Mirta estaba desesperada. «Soy una persona muy nerviosa. ¿Qué hice? Cuando había carne, se la daba a mi familia». Para finales de

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mil. Una gran hazaña, teniendo en cuenta el riesgo político de los firmantes. Sin embargo, el gobierno respondió ordenando un referéndum para probar que los cubanos realmente apoyaban más socialis-mo. No democracia.

La semana del referéndum, los padres de Alejandro lo presionaron constantemente para que votara por la línea del gobierno, así que él los eludió llegando tarde a casa. (La policía averiguó en su trabajo luego de que firmó el Proyecto Varela y el gobierno monitoreó a los votantes en las elecciones, lo que significa que incluso abstenerse puede levantar sospechas). «Si te dan la oportunidad de decir que no, de-bes decir que no», me dice, despotricando de un primo que votó por el socialismo luego de haberle dicho a Alejandro: «Esto es una mier-da. Esto no sirve». Al final, el noventa y nueve por ciento de cubanos votó por el socialismo para siempre.

A las once en punto de una mañana particu-larmente abrasadora, bebo una taza de café en el departamento de Esteban Insausti, cineasta inde-pendiente de treinta y cinco años cuyo rostro de niño se enrojece con el calor. Insausti está obse-sionado con la locura en Cuba, un tema casi tan tabú como el del suicidio. Acabo de ver su polémi-co documental sobre la salud mental ExistEn, una película que según Insausti fue calificada como «ácida» y «demasiado dura» por su escuela de arte, que trató de detener su filmación. «Fue para explicar la realidad de Cuba a través del caos que representa la locura, esa locura que también he-mos vivido, política y socialmente». La película se estrenó en el festival anual de cine de La Habana, y terminó ganando el prestigioso premio de un panel internacional, a pesar de que en la premie-

re varios policías estaban emplazados en el teatro para evitar una revuelta social. Ahora las copias digitales circulan en el mercado underground. Insausti cuenta, mientras suspira en voz alta, que un día se encontró con un vecino y éste le dijo: «Ayer vi lo de los locos en la computadora. Estaba buenísimo».

Insausti me recuerda que la otra cara de la autosedación en Cuba es la costumbre nacional de burlarse de la desgracia. «Da-mos una imagen burlesca, festiva a casi todo. Eso ha sido bueno en algunos momentos de la realidad de este país. Porque en mo-mentos nos da una capacidad de supervivencia, de asimiliación de lo peor de la vida. Pero también es fatal». Su película se centra en un hombre con problemas mentales llamado Manolito, quien a cambio de unos pesos canta para los fieles habaneros. Manolito es la versión del siglo XXI del más célebre loco popular de La Habana, el Caballero de París, un viejo barbudo que vagaba por las calles, según cuenta la historia, luego de perder la razón en la cárcel de los años veinte por un crimen que no cometió. De un minuto para otro, Manolito puede ser paranoico o dar discursos callejeros irrefutablemente convincentes arengando a Fidel y al Partido. Cualquier otro sería arrestado por hablar así en público. Pero es obvio que Manolito y los demás locos son una historia divertida y a la vez aleccionadora: en la surreal La Habana, casi cualquiera podría terminar así.

Sin embargo, pocos conocen la verdadera historia de Mano-lito. Su divorcio de la realidad tuvo lugar a la edad de siete u ocho años, cuando sus padres se marcharon durante el éxodo del Ma-riel de 1980. Ése fue un año tumultuoso: los cubanos que querían irse de Cuba eran hostigados y golpeados en las calles, y algunos se suicidaban antes de ser llamados traidores. Fue así que los padres de Manolito se marcharon sin decirle nada, y durante la travesía ambos se ahogaron. «La gente que espera esos autobuses que pare-cen no llegar nunca ve a Manolito y sabe que tendrá media hora de diversión», dice Insausti. «Me sonrío porque es loco. Todo es risa, todo merece ser burlado, y todo es un buen motivo para un chiste. Esto no puede ser, ¿entiendes? ¿Quiénes son los locos?».

Por la mañana, al salir de mi cuarto alquilado, ya con el calor insoportable a las ocho en punto, me encuentro con una inmen-sa pila de basura. La rancia combinación de cáscaras de plátano y envolturas de comida está a mitad de la calle, precisamente junto a un basurero vacío. En la vereda medio metro más allá e inclina-

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DEBIDO A MIS PREGUNTAS, ELLA HA NOTADO QUE LA PASIÓN DE CUBA POR LOS SEDANTES ES UNA ANOMALÍA. «¿LOS

NORTEAMERICANOS TOMAN PASTILLAS PARA DORMIR?», ME PREGUNTA. COMO NO QUIERO OFENDERLA, LE DIGO

QUE NO ES TAN COMÚN Y ESTÁ ESTIGMATIZADO POR EL ESTEREOTIPO DE LAS AMAS DE CASA INFELICES QUE EN-

GULLEN FRASCOS DE VALIUM. MIRTA SE RÍE. CASI TODAS LAS PERSONAS QUE CONOCE TOMAN SEDANTES. «HA SIDO ASÍ POR TANTO TIEMPO EN CUBA QUE SI ALGUIEN NO TOMA PASTILLAS PARA DORMIR, ESO SÍ ES ANORMAL»

do contra una corta reja de metal, veo un afiche de Fidel de finales de los ochenta: aún viril en su atuendo militar. Es difícil imaginar que alguna vez fue nuevo: la superficie de la imagen está rayada y desgastada, y los otrora brillantes colores de su rostro y su traje de faena son ahora tonos pasteles de rosado y verde. Recuerdo que el siguiente día será el cumpleaños ochenta y dos de Fidel.

Aquella tarde, me deja plantada un psiquia-tra cuya jefa se había escandalizado con la idea de él hablando con una reportera estadouniden-se. Así que voy a ver al doctor Jorge Manzanal, psiquiatra catedrático con más de treinta años de experiencia y el único cubano entrevistado que estuvo de acuerdo con que utilizara su verdadero nombre. Cuando llego a su casa en El Cerro, re-fugio colonial suburbano alejado del pestilente Centro Habana, nos sentamos en pesadas sillas de madera dentro de una sala de techo alto. Man-zanal, calvo y de piel clara, se sienta sudando en sus jeans y en un polo gris de mangas cortadas. Las grandes persianas están abiertas a la calle y filtran el constante estampido metálico de autos estadounidenses de los años cincuenta funcio-nando, casi literalmente, amarrados con algunas que otras sobras de alambre. No tiene mucho tiempo para hablar. Después de todo, también los médicos deben arreglárselas y él tiene ges-tiones que hacer para uno de sus negocios ilíci-tos. Mientras hablamos, noto rápidamente que Manzanal es de esos especímenes infinitamente excepcionales de la Cuba comunista: la idea de persecución le preocupa tan poco que lanza tér-minos sensibles como «régimen totalitario» con tal frecuencia y desparpajo que comienzo a pre-ocuparme por quién podría escucharnos.

Sin embargo, Manzanal es también el típico cu-bano chauvinista y tiene pocas críticas a la psiquia-tría cubana. (La profesión tiene un pasado compli-cado, con el electroshock aún siendo un tratamiento usual e informes sobre confinamiento forzado tan recientes como de los años noventa, incluyendo un paciente considerado esquizofrénico por «alucinar que era un defensor de los derechos humanos»). En una conversación que tuve días atrás con otro psi-quiatra, jefe de departamento de un gran hospital,

él se puso las manos al cuello para mostrar cuán inundado estaba de la epidemia de depresión, una de las diez razones principales por las que los cubanos buscan tratamiento médico y sobre la que no existen estudios, y por consiguiente tampoco estadísticas. Pero Manzanal me asegura que los cubanos no están más deprimidos que los habitantes del mundo desarrollado.

Manzanal sí admite que casi todos los cubanos quieren irse del país. La verdad es que fue bajo circunstancias análogas –los primeros años luego de que Fidel tomó el poder– que los cubanos se abalanza-ron en multitudes a los psiquiatras. Hoy en día, los cubanos simple-mente se dan cuenta de que ningún psiquiatra podrá solucionar sus problemas. Y además de los sedantes, numerosas fuentes (sin incluir a Manzanal) concuerdan en que el alcoholismo es común debido al tabú sobre la debilidad de los hombres que consumen medicamen-tos psiquiátricos. Alejandro, por ejemplo, tiene un primo que se vol-vió alcohólico tras combatir en Angola (y luego simplemente se negó a salir de casa por dos años), un padrino adicto desde hace tiempo al licor casero «chispa tren» y un amigo gay que vivía tan torturado bajo un sistema que solía internar a los homosexuales que llegó a fil-trar alcohol de kerosén. «Llegamos a lo mismo», me dijo Alejandro. «Si no hay grandes niveles de suicidio, los hay de alcoholismo, que al final también es suicidio, sólo que a largo plazo».

Pregunto a Manzanal al respecto y se pone impaciente. «No es-toy aquí para ayudar a personas que no tienen trastornos mentales», exclama. «Éste no es un pueblo triste. Los cubanos son felices incluso en la miseria». Con eso, nuestra conversación se termina. Me marcho sintiendo esa sensación surrealista tan común en Cuba: la desorien-tación que trae escuchar una y otra vez que las cosas simplemente no son como tan claramente parecen.

Cuando le cuento a Mirta sobre mis conversaciones con los psi-quiatras, se mece y escucha. Luego se mofa. «Dicen que la depresión existe en todas partes del mundo y eso es cierto. Pero eso no nos hace sentir mejor». Después de todo, Mirta sabe que el estrés es peligroso.

En la víspera del Período Especial, Gilberto tenía tanto éxito como mecánico que decidió junto a Mirta dar a sus hijas la promesa de vida en La Habana. Se mudaron a una zona residencial apartada de la bulla y la mugre del centro de la capital, y Mirta luchó contra la nostalgia. «Comencé a sufrir de depresión cuando dejé mi ciu-dad. La extrañaba, la anhelaba». Al tiempo se establecieron. Su hija menor fue a la universidad y la mayor comenzó a trabajar, se mudó y tuvo un bebé. Sin embargo, justo cuando nació el nieto de Mirta, cayó la Unión Soviética.

Las provisiones desaparecieron. Todos tuvieron que aguantar fri-joles con arroz como almuerzo y cena, y agua azucarada en el desayu-no. Mirta estaba desesperada. «Soy una persona muy nerviosa. ¿Qué hice? Cuando había carne, se la daba a mi familia». Para finales de

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1991, estaba perdiendo peso y desmayándose; cuando finalmente fue a ver al médico, fue hospitalizada con polineuropatía, daño neural in-flamatorio agudo causado por su debilitado sistema inmunológico de-bido a la malnutrición y a la falta de vitamina B. Estuvo dos meses sin poder caminar, me cuenta Mirta agachándose ligeramente en su me-cedora para frotar sus manos en los confines carnosos de sus rodillas crónicamente dolorosas. El gobierno sí le concedió a Mirta abandonar su trabajo y recibir tratamiento gratuito, pero ella no era la única. Una epidemia de la enfermedad arrasó Cuba de 1991 a 1993 y afectó a más de cuarenta y cinco mil personas.

Afortunadamente, Gilberto dejó el trabajo y viajó a su pue-blo natal, donde la situación era más sombría pero la comida más barata. «Teníamos muy poco», dice Mirta mientras va a la cocina a preparar algo. «Si tenía un pedacito de carne –un solo pedaci-to– para darle a mi nieto al día, me sentía afortunada. Para los demás, era una vez a la semana». En ese entonces, el gobierno, tal como ahora, se negaba a admitir errores y echaba toda la cul-pa al embargo estadounidense. Mirta dice: «No sé qué es peor: la información [que da el gobierno] o la desinformación. Me gusta informarme, pero con la verdad».

En total, Mirta estuvo enferma por tres años. Esto, además de observar el sufrimiento a su alrededor, la sumió en la depresión, por lo que fue a ver a un psicólogo y tomó antidepresivos. Ahora ha ideado su propio tratamiento. El doctor le receta meprobamato ostensiblemente para bajar la presión alta que desarrolló luego de mudarse a Centro Habana hace pocos años. (Éste es un uso común a pesar de que el medicamento no se indica para la hipertensión). Ella lo compra en la farmacia las pocas veces que está en inven-tario, y cuando no lo está, recurre al mercado negro. «No todos los que están enfermos van al médico», dice. «La gente no quiere ir al psicólogo porque no quiere hablar. Van al psiquiatra porque quieren medicamentos. Para poder dormir».

Mirta deja de cocinar y se sienta en la mesita de la cocina. Voltea hacia la ventana, por donde sólo se ve un pedacito de cielo azul entre las paredes grises de los edificios aledaños. «Te sientes estático por no hacer nada. A veces, siento desesperación», dice, «sobre todo al mediodía». Ésta es la hora, dice Mirta empezando a llorar, cuando más piensa en su pueblo natal, la hora en que los vecinos se reunían a diario antes del almuerzo para tomar café y jugar cartas. Ella finge llamar a los vecinos como hacían ellos en aquel tiempo, restregándose los ojos con las palmas de las manos en bruscos ademanes. La mayoría de sus viejos amigos se fueron de Cuba y cada vez que ella va a casa, se siente más y más afligida por la pérdida de su mundo. «Todo me deprime. Lo que vi, lo que soy y mi pasado». Sin embargo, no piensa irse. El gobierno le qui-taría lo único que tiene: su casa.

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1991, estaba perdiendo peso y desmayándose; cuando finalmente fue a ver al médico, fue hospitalizada con polineuropatía, daño neural in-flamatorio agudo causado por su debilitado sistema inmunológico de-bido a la malnutrición y a la falta de vitamina B. Estuvo dos meses sin poder caminar, me cuenta Mirta agachándose ligeramente en su me-cedora para frotar sus manos en los confines carnosos de sus rodillas crónicamente dolorosas. El gobierno sí le concedió a Mirta abandonar su trabajo y recibir tratamiento gratuito, pero ella no era la única. Una epidemia de la enfermedad arrasó Cuba de 1991 a 1993 y afectó a más de cuarenta y cinco mil personas.

Afortunadamente, Gilberto dejó el trabajo y viajó a su pue-blo natal, donde la situación era más sombría pero la comida más barata. «Teníamos muy poco», dice Mirta mientras va a la cocina a preparar algo. «Si tenía un pedacito de carne –un solo pedaci-to– para darle a mi nieto al día, me sentía afortunada. Para los demás, era una vez a la semana». En ese entonces, el gobierno, tal como ahora, se negaba a admitir errores y echaba toda la cul-pa al embargo estadounidense. Mirta dice: «No sé qué es peor: la información [que da el gobierno] o la desinformación. Me gusta informarme, pero con la verdad».

En total, Mirta estuvo enferma por tres años. Esto, además de observar el sufrimiento a su alrededor, la sumió en la depresión, por lo que fue a ver a un psicólogo y tomó antidepresivos. Ahora ha ideado su propio tratamiento. El doctor le receta meprobamato ostensiblemente para bajar la presión alta que desarrolló luego de mudarse a Centro Habana hace pocos años. (Éste es un uso común a pesar de que el medicamento no se indica para la hipertensión). Ella lo compra en la farmacia las pocas veces que está en inven-tario, y cuando no lo está, recurre al mercado negro. «No todos los que están enfermos van al médico», dice. «La gente no quiere ir al psicólogo porque no quiere hablar. Van al psiquiatra porque quieren medicamentos. Para poder dormir».

Mirta deja de cocinar y se sienta en la mesita de la cocina. Voltea hacia la ventana, por donde sólo se ve un pedacito de cielo azul entre las paredes grises de los edificios aledaños. «Te sientes estático por no hacer nada. A veces, siento desesperación», dice, «sobre todo al mediodía». Ésta es la hora, dice Mirta empezando a llorar, cuando más piensa en su pueblo natal, la hora en que los vecinos se reunían a diario antes del almuerzo para tomar café y jugar cartas. Ella finge llamar a los vecinos como hacían ellos en aquel tiempo, restregándose los ojos con las palmas de las manos en bruscos ademanes. La mayoría de sus viejos amigos se fueron de Cuba y cada vez que ella va a casa, se siente más y más afligida por la pérdida de su mundo. «Todo me deprime. Lo que vi, lo que soy y mi pasado». Sin embargo, no piensa irse. El gobierno le qui-taría lo único que tiene: su casa.

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La última vez que veo a Mirta antes de abandonar La Habana, le pregunto sobre su futuro. Ella se mece en la silla, la fricción de la ma-dera en la loseta un parece un metrónomo de estancamiento. «No veo ningún cambio», dice con amargura. «Hablan y hablan y nadie hace nada. Yo me veo igual que estoy. Siempre igual». Se mece silenciosa-mente, con el rostro contraído por la tristeza y los labios fruncidos. «Yo me veo sin futuro. Estamos aquí en las manos de Dios».

Un sábado por la noche, me invitan a una fiesta en el Vedado, en el mismo edificio donde un Fidel de treinta y cuatro años gritó a la multitud armada de rifles que la revolución, su revolución, había cambiado a socialista. Una cuadra más allá, me detengo a comprar cervezas en un quiosco. Dos hombres cantan para los clientes. Uno es joven, de piel oscura y evidentemente ebrio. De pronto me doy cuenta de que el otro es Manolito, con anteojos como de nadador y una chaqueta verde militar hecha en casa con las mangas demasia-do cortas, incluso en este calor. Es obvio que envejeció desde la pe-lícula de Esteban Insausti y ahora le faltan varios dientes frontales, pero aún parece un niño grande confundido, no un contemporáneo de las docenas de chicos de veinte y treinta años de la fiesta al final de la cuadra. Allí, en una oscurecida cocina, se pasan las pocas la-tas de cerveza que la gente pudo llevar y beben ron puro en vasos de plástico. Bailan, salsa y pop estadounidense, cerrando los ojos mientras giran y se menean. El ambiente se calienta en minutos al punto de que no hay aire, sólo vapor asfixiante. La música está demasiado alta para conversar, y entonces beben, y bailan, y ríen, y fingen que no están aquí, que están en cualquier otro lugar del mundo porque ¿esto no es lo que hacen los jóvenes?

A esta hora precisa, los reggaetoneros se sientan en el malecón sin brisa en una repetición de todas las noches de sábado, tratando de evitar la eventualidad de volver a esos sofocantes barrios desper-digados por las lomas en las afueras de la ciudad. En algún lugar de la húmeda negrura, un solo ventilador girando contra el calor agobiante, una joven se rinde al sueño fantaseando con los Estados Unidos y con la balsa de traficante que algún día la llevaría allí o a su acuosa muerte. En los portales de la ciudad, hombres vacían sus botellas de aguardiente casero, vaso por vaso, en pequeñas demos-traciones de protesta. En un extremo de Centro Habana, Alejandro imagina lo que podría ser. Al otro extremo, Mirta intenta olvidar. Antes de dormir, cada uno toma una pastilla blanca, con ese poder milagroso de poner la mente en blanco por la noche, con la esperan-za de que el viaje sea veloz.

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La última vez que veo a Mirta antes de abandonar La Habana, le pregunto sobre su futuro. Ella se mece en la silla, la fricción de la ma-dera en la loseta un parece un metrónomo de estancamiento. «No veo ningún cambio», dice con amargura. «Hablan y hablan y nadie hace nada. Yo me veo igual que estoy. Siempre igual». Se mece silenciosa-mente, con el rostro contraído por la tristeza y los labios fruncidos. «Yo me veo sin futuro. Estamos aquí en las manos de Dios».

Un sábado por la noche, me invitan a una fiesta en el Vedado, en el mismo edificio donde un Fidel de treinta y cuatro años gritó a la multitud armada de rifles que la revolución, su revolución, había cambiado a socialista. Una cuadra más allá, me detengo a comprar cervezas en un quiosco. Dos hombres cantan para los clientes. Uno es joven, de piel oscura y evidentemente ebrio. De pronto me doy cuenta de que el otro es Manolito, con anteojos como de nadador y una chaqueta verde militar hecha en casa con las mangas demasia-do cortas, incluso en este calor. Es obvio que envejeció desde la pe-lícula de Esteban Insausti y ahora le faltan varios dientes frontales, pero aún parece un niño grande confundido, no un contemporáneo de las docenas de chicos de veinte y treinta años de la fiesta al final de la cuadra. Allí, en una oscurecida cocina, se pasan las pocas la-tas de cerveza que la gente pudo llevar y beben ron puro en vasos de plástico. Bailan, salsa y pop estadounidense, cerrando los ojos mientras giran y se menean. El ambiente se calienta en minutos al punto de que no hay aire, sólo vapor asfixiante. La música está demasiado alta para conversar, y entonces beben, y bailan, y ríen, y fingen que no están aquí, que están en cualquier otro lugar del mundo porque ¿esto no es lo que hacen los jóvenes?

A esta hora precisa, los reggaetoneros se sientan en el malecón sin brisa en una repetición de todas las noches de sábado, tratando de evitar la eventualidad de volver a esos sofocantes barrios desper-digados por las lomas en las afueras de la ciudad. En algún lugar de la húmeda negrura, un solo ventilador girando contra el calor agobiante, una joven se rinde al sueño fantaseando con los Estados Unidos y con la balsa de traficante que algún día la llevaría allí o a su acuosa muerte. En los portales de la ciudad, hombres vacían sus botellas de aguardiente casero, vaso por vaso, en pequeñas demos-traciones de protesta. En un extremo de Centro Habana, Alejandro imagina lo que podría ser. Al otro extremo, Mirta intenta olvidar. Antes de dormir, cada uno toma una pastilla blanca, con ese poder milagroso de poner la mente en blanco por la noche, con la esperan-za de que el viaje sea veloz.

Publicado originalmente en The Virginia QuarTerly reView

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colas_jorge eduardo benavidesprotestas_jorge lanata

racionamiento_ronaldo menéndez

ilustraciones_anthonie pinedo

risis es una de las más perversas, irreparables, morbosas

palabras del diccionario. Basta oír la pequeña explosión

inicial, después de las letras c y r, un golpe de la lengua en el pa-

ladar, un dique roto de las membranas bucales, para presagiar

el doble estallido de la i y la s que enfatiza, confirma y repite la

fuerza de su sombra maligna sobre nuestras vidas.

De origen griego, el vocablo tiene una serie de significados,

entre ellos «cambio» (no necesariamente negativo) y «juicio»

(de ahí proviene una de sus derivaciones más espantosas para

mí: «crítico literario»). En estos días de

desempleo mundial, aún cuando algunos

optimistas piensan que la recesión durará

apenas uno o dos años, el sonido aciago

de esta palabra se ha hecho más nuestro.

Sin embargo, incluso si viviéramos en un

paraíso, creo que no dejaríamos jamás de

usarla y de pensar en ella.

Las palabras tienen una forma, un co-

lor, una identidad propia y, de un modo

consciente o no, los seres humanos les

atribuimos un significado y una vigencia

que corresponden a esas características.

En ese sentido, pudo haber habido otros

sonidos que expresaran el significado ac-

tual de crisis del mismo modo que algunos

otros de sus significados (cambio o juicio,

por ejemplo) podrían haber prevalecido

sobre el siniestro matiz de descomposición

que, por excelencia, la palabra expresa

para nosotros. La resonancia sonora de la

i, una vocal sin duda siniestra, a diferencia

de las bondadosas, sonoras y redondas a u o, es una de las

razones por las cuales este vocablo ha adquirido ese matiz. Por

su forma, la i indica desamparo y delgadez así como filo y ace-

cho. A nadie se le hubiera ocurrido usar las vocales redondas

para un concepto como la crisis. Ésas se reservan obviamente

para palabras optimistas como bonanza, amor y bondad.

Las palabras no son sólo herramientas de un fin utilitario

como el de indicar un referente o el de dar una orden. Todas ellas

son talismanes que encierran, en sí mismos, numerosos matices

y despiden infinitas resonancias. A la perversión de la letra i se

agrega el sonido sibilante de la s. La s es un sonido onomatopéyico que sugiere

ruidos de animales rastreros o la presencia de algún fenómeno meteorológico

persistente. Repetir la delgada y siniestra i y rebajarla en sílabas sucesivas a la

sibilante s ha inclinado la balanza de la significación de crisis. Nunca hay que

subestimar el poder sensorial de los sonidos que gobiernan nuestras vidas.

En su famoso poema sobre las vocales, Rimbaud identificó la a con el

blanco, la e con el negro, la i con el rojo, la o con el azul y la u con el verde.

En relación con la roja i, Rimbaud escribe que «escupió sangre» y la iden-

tifica con la «risa en los hermosos labios» en estado de «rabia» o con las

«exhalaciones de la penitencia».

En crisis, la alerta roja que revela

la i, unida a la aspereza vibrante

de la r y la sorda descarga de la c,

nos recuerdan nuestra condición

incierta. Frases como «en tiempo

de crisis», «fase crítica», «actitud

crítica» o «estado crítico» revelan

que sentimos una inclinación per-

versa, una fascinación morbosa por

esa terrible palabra.

Una revisión de los vocablos

más usados nos muestra de qué

forma siempre preferimos aquellos

que expresan sentimientos negati-

vos, destructivos y violentos, incluso

cuando queremos elogiar algo. Al

decir bestial, brutal y otros adjetivos

parecidos como cumplidos, estamos

revelando la fuerza que tiene el mal

en nuestras vidas, incluso para la

expresión del bien. Estas palabras

vienen de épocas y de países distintos pero todas tienen en común la expre-

sión de un elogio a través de un término negativo o destructivo. El lenguaje

quizá es una prueba de la inclinación al mal que anida en todos los seres

humanos. Como la literatura y el arte lo demuestran, todos sentimos una

fascinación, al menos parcial, por todos los tipos de crisis. A nadie le intere-

sa estar siempre bien, vivir todos los días en un mundo armónico y normal.

El estado de crisis es, después de todo, más complejo e interesante que el

anodino estado del bien o la armonía. Allí tenemos felizmente las vocales

siniestras y los sonidos rastreros que se repiten, dos veces, para recordar y

enfatizar nuestra condición mortal.

una palabra de

alonso cueto Crisisf. Escasez, carestía. Situación dificultosa o complicada.

32_ DICCIONARIO DE LA LENGUA

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todos los tiempos), o de esperar para obtener un documento, de pronto el tiempo invertido en conservar aquel orden natural de llegada se evaporaba cuando alguien allá al fondo murmuraba advirtiendo que ese flaco se está zampando, carajo, y otro azuzaba «oye, oye», y otro más, ya en voz alta, rugía: «¡a la cola!», que en realidad era una contraorden porque entonces la fila se convertía en una ondulante y torva serpiente, un lento movimiento telú-rico que sólo registraban los sismógrafos de la sensatez pues cuando ello ocurría lo mejor era correr para deshacer la cola y ganar pues-tos a base de codazos, empujones, insultos e imprecaciones. En un par de minutos la cola había desaparecido para reorganizarse con los mismos participantes pero en un orden que no tenía que ver con la llegada y el respe-to sino con el sálvese quien pueda. Y es que en aquellos años terribles la consigna nunca fue otra que ésa.

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COLAS

toicismo que se disolvía con rapidez en cuan-to la gente se impacientaba. En ese tiempo de locos, hacer cola era una manera pertinaz de protestar, de solidarizarse con el otro que al fin y al cabo era uno mismo, de reunirse en la calle casi de contrabando, fingiendo que ha-cíamos cola, cuando en realidad lo que está-bamos practicando era una manifestación en toda regla: en esas largas y tediosas esperas se hablaba sobre todo de política, se ponía a caer de un burro al Gobierno y a la oposición, a los jueces y al ejército, a los terrucos y a las enfermeras, a los maestros y a los espe-culadores. Pero sobre todo al Felipe González de garrafón. Nunca faltaba, claro está, quien metía su cuchara y pretendía escorar la pre-caria charla hacia el fútbol, pero entonces era peor porque no nos quedaba mucho más que admitir que mirásemos a donde mirásemos la situación del Perú estaba jodida en todos los rubros, y uno terminaba la cola hasta con síndrome de Estocolmo porque en ese tiempo eterno y fatigoso había compartido las mise-rias con otros que opinaban lo mismo, de ma-nera que no era fácil desprenderse de esos momentáneos aunque intensos compañeros de viaje e infortunio.

Así pues, la cola resultaba más eficaz que una manifestación porque cabía la posibilidad de conseguir algo. Por las buenas o por las malas. Me explico: si esperar para ser atendi-do o ingresar a un lugar respetando el orden de llegada es una de las formas más admira-bles de civilidad, la nuestra era apenas una escaramuza de civilidad, pero también una sutil manifestación de la agudeza nacional para percibir el mínimo cambio en el orden establecido pues, en un momento dado, la pa-cífica y civilizada cola se convertía en un pan-demonium sin que nadie supiera exactamente cómo había ocurrido. Se tratase de esperar para comprar pan (el «pan popular» de Alan García, dicho sea de paso, ha sido una de las aberraciones gastronómicas más grandes de

Creo que cuando Alan García se convirtió en el presidente más joven del mundo, en

1985, nadie podía sospechar la debacle que se nos avecinaba a los peruanos. Comparado con el español Felipe González, también jo-ven, también de izquierdas, también lleno de promesas de cambio, Alan García nos arrojó de cabeza a una crisis sin precedentes y lo hizo con tal eficacia que realmente resultaba difícil creer que podría ocurrirnos algo peor. Pero después llegó Fujimori y comprobamos en nuestras propias carnes que un optimista es alguien a quien le falta información. De manera que se podría decir que sí, que Alan García era como un Felipe González. Pero de garrafón.

Ahora bien, en medio de esa espantosa crisis económica, con el terrorismo mesiá-nico de Abimael Guzmán avanzando a todo galope hacia Lima, las bombas, las huelgas y el estrépito ensordecedor de los genera-dores eléctricos zumbando noche y día, los peruanos aguardábamos con cada vez me-nos paciencia haciendo cola. ¿Cola para qué? Para todo: para comprar el pan (si ha-bía), para cambiar unos dólares en el banco, para comprar aspirinas en la farmacia, para conseguir un kilo de jurel, para ir al Estadio Nacional a ver perder a nuestra selección de fútbol o para subir a un autobús decrépi-to que llenaría de hollín nuestros pulmones y nos devolvería a otra cola, la del Seguro Social, donde la atención sanitaria era deplo-rable y lo mejor que ofrecía era la posibilidad de compartir nuestras desdichas con otros en similares condiciones. Así, como en el pecho de un operado del corazón, la cicatriz serpenteante de las colas eternas surcaba la geografía peruana de norte a sur evidencian-do nuestra dolencia.

Sin embargo, creo que hacer cola se fue convirtiendo paulatinamente en un deporte nacional o más bien en una manera obceca-da de ser peruano, de putear guardando unas mínimas formas, un remedo de civilidad y es-

[CÓMO ESPERAR QUE SE VAYA UN GOBIERNO SIN SALIRSE DE LA FILA]

¿Cola para qué? En el primer gobierno de Alan García había que hacer cola para todo: para comprar el pan (si había), para cambiar unos dólares en el banco, para comprar aspirinas en la farmacia, para conseguir un kilo de jurel, para ir al Estadio Nacional a ver perder a nuestra selección de fútbol o para subir a un autobús decrépito que llenaría de hollín nuestros pulmones y nos devolvería a otra cola, la del Seguro Social

un recuerdo de jorge eduardo benavides

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en el que la gente les gritaba «¡Queremos tra-bajo!» a las cámaras de televisión, como aquel día en que decenas de miles de hambreados y unos pocos pescadores de aguas turbias sa-lieron a buscar comida. Y hubo también, aquel día, un presidente que no escuchó y que –di-cen las crónicas de la época– no escuchaba nunca. Pero la Historia no se acuerda de los sordos: que el presidente continúe durmiendo, y el viento sople solo.

Leo esto ahora entre mis notas, siete años después, y sé claramente que el cacerolazo que empezó aquel día no termina aún.

Ahora transcurre subterráneo, como asig-natura pendiente.

PROTESTAS

aeropuerto a pie, caminando por el medio de las avenidas y por encima de las aguas del río Ma-tanza. Y fue anoche cuando lo recordé, viendo ahora a la gente caminar por el medio de la 9 de Julio hacia la plaza. Marchaban hacia la Historia y fue por eso que nadie permitió en aquella pla-za que hubiera banderas distintas de la celeste y blanca, con la misma lógica que, horas atrás, Elisa Carrió me había dicho en un programa de televisión: «Hay que pulverizar a los políticos; esto no cambia si solamente se va Cavallo, por-que De la Rúa, y Puertas, y Menem y todos son iguales. Acá hay que usar la lógica del puchero», y yo le pregunté cuál era y ella explicó:

–¿Viste que arriba del puchero, cuando se enfría, se queda toda una capa gruesa de… de grasa? Bueno, a esa capa hay que sacarla toda y hay que recuperar la zanahoria y la verdurita…

Y ahí estaban todos, en el comienzo de la recuperación de la verdurita, todos cantándole «Cavallo hijo de puta» en su casa de Ocampo y Libertador, y todos otros allá, en la plaza, y en el Congreso, y en Pueyrredón y Santa Fe, y en Córdoba y no sé qué, y en todos lados donde fuera necesario sacar aquella capa amarillenta, de grasa vieja, llena de Escasanys, y Cavallos, y Cotos, y Antoñitos, y Menems, Ruckaufs y De la Sotas, y complete usted la frase. Iba a decir que a la una y media terminó la noche pero en verdad habría que señalar que a la una y media empezó el nuevo día, a la una y media de la ma-ñana del 20 de diciembre del 2001, y el nuevo día empezó con un llanto, porque en el momen-to exacto en que el gobierno anunció la renuncia de Cavallo la Policía empezó a disparar gases en la plaza lacrimógena, y la gente se dispersó hacia el Obelisco. Esta historia empezó, en rea-lidad, hace veinticinco años, y es la eterna histo-ria de los acreedores y los ministros de lapicera fácil, que no tengo tiempo de contar ahora.

Ahora solamente quisiera recordar que el día anterior a aquel último día de la primavera del año 2001 será recordado como el día de los saqueos y los cinco muertos, como aquel día

Lo que sigue fue escrito aquella misma noche de la gran crisis argentina. O a la

noche siguiente. No lo recuerdo. Explicarlo, ahora, como si se tratara de una sitcom, re-sulta como un déjà vu: el presidente del que escribo era Fernando de la Rúa, y escapó en helicóptero de la Casa de Gobierno mientras el cacerolazo, allá abajo, parecía no terminar nunca.

Esto es lo que leo:En la medianoche del último día de la prima-

vera del año 2001, en la Plaza de Mayo, dio sus primeros pasos una Nueva Argentina: en la pla-za estaban el pibe de la ferretería que se que-dó sin laburo y la chica del quinto piso que se duerme en la clase de inglés, y el comerciante cínico y porteño, aburrido de la vida, y los chi-cos de la facultad, y la señora del ingeniero, y el ingeniero que fue a regañadientes, y el ma-trimonio de porteros, y las chicas del sindicato mezcladas con las vendedoras de la galería, y los viejitos desesperados, y las viejitas que se empapan de cerveza, y el flaco de la vuelta que no puede zafarse de las changas y encontrar un laburo como Dios manda. En la plaza, en la me-dianoche del 20 de diciembre, estaban las tres hijas del doctor y el inspector de colectivos, y la maestra jubilada, y el médico que no terminó la residencia, y el diletante de café, y el vendedor de flores y todos los que temen al futuro, los que desean y temen, y estaban ahí, enojados pero sonrientes, con la sonrisa de los que se anima-ron, de los que se animaron a ir hasta allá, hasta más allá, convocados por nadie, es decir por to-dos, todos convocados, autoconvocados, esta-ban todos ahí sonrientes, y enojados, diciendo que no, diciendo que Cavallo1, hijo de puta, la puta que te parió.

Yo aprendí anoche en la plaza que la gente, cuando marcha hacia la Historia, no va por la ve-reda, sino que camina por el medio de la calle. Yo había visto gente caminando por el medio de la calle hace mucho, hace muchas Argentinas, cuando Perón llegaba a Ezeiza, y la gente iba al

[MILES DE CACEROLAS ESPANTAN A UN MINISTRO DE ECONOMÍA]

Esa noche del 2001, en la plaza estaban el pibe que se quedó sin laburo y la chica que se duerme en la clase de inglés, y el comerciante aburrido de la vida, y los chicos de la facultad, y la señora del ingeniero, y el ingeniero que fue a regañadientes, y las chicas del sindicato, y las viejitas que se empapan de cerveza. Todos diciendo que Cavallo, la puta que te parió. La gente, cuando marcha hacia la Historia, no va por la vereda, sino que camina por el medio de la calle

un recuerdo de jorge lanata

1. Domingo Cavallo fue ministro de Economía de Argentina y una de las figuras emblemática de la crisis de fines del 2001, al prohibir que los ahorristas sacaran dinero de sus propias cuentas bancarias. [Nota de los editores]

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a veces hay que desplazarse hasta una tienda perdida en otro distrito para conse-guir papel higiénico, han sobrevivido sólo dos periódicos, y las ediciones de libros no pasan de mil ejemplares. Hace un año un funcionario editor de la isla me dijo que ya era hora de que volviera a publicar en mi país, y yo le pasé por correo el archivo de un nuevo libro de cuentos incómodo. Cuando hace un par de meses se me ocu-rrió preguntar por el estado de la edición, me explicaron que aún no habían podido leer el libro porque en la editorial no había papel para imprimir un ejemplar en Word. Lo juro.

RACIONAMIENTO

haga, hermano –me dijo–, los libros de Hu-racán son los mejores porque su papel de bajo costo es suave, y los hay por millo-nes». Toda una metáfora: la euforia cultural socialista devorada por la escatología de la crisis. Tres meses después casi no queda-ban libros en los anaqueles de mi amigo, y en los quioscos de periódicos los jubilados sufrían madrugadoras colas para adquirir varios ejemplares de hojas grises, cuya función informativa había sido desplazada por una necesidad vital.

Cuando un año después gané el premio nacional de literatura para autores inéditos supe que algo olía mal: un editor funciona-rio, mientras me felicitaba palmeándome los hombros, me dejaba caer que atravesá-bamos un momento de crisis que exigía pa-ciencia y sacrificio. Mi libro titulado Alguien

se vA lAmiendo todo, ese primogénito conce-bido tras intensivos tratamientos de oficio, estaba en cuarentena. Aislado, postergado en morosos anaqueles, con respiración ar-tificial. La falta de papel iba dejando inédito a cuanto joven autor recalcitrante era pre-miado a todo lo largo y ancho de la isla.

Y digo «recalcitrante» porque poco a poco nos fuimos dando cuenta de que se-guían publicándose ciertos libros agradables al sistema, y en cambio, casualmente, la falta de papel afectaba con saña a libros contestatarios y críticos. Alguien se vA lAmiendo todo perma-neció inédito durante más de seis años. Y cuando la falta de papel empezó a aliviar-se, aún seguía estando inédito, entonces comprendí que en realidad había sido cen-surado y empecé a lamerme las heridas. Imposible negarse a la evidencia: la crisis de papel sirvió para, como quien sí quiere la cosa, evitar libros incómodos.

No puede decirse que hoy se viva en Cuba esta delirante crisis papelera. Pero el viento de la subvención soviética se lle-vó para siempre las bolsas de cartucho,

Cuando en la era de la Perestroika des-apareció el papel en todas sus manifes-

taciones, supe que Cuba se había quedado sin plata. «Mar de papel y plata de monedas», dice un verso del visionario García Lorca ins-pirado en este país. Y de eso se trata.

Hagamos historia. En el principio fue el verbo revolucionario: la prioridad era ense-ñar a leer a la gente mediante una masi-va campaña de alfabetización. Y para ello había que empezar por imprimir textos di-dácticos y patrióticos, cuadernos, carteles, tarjetas de notas, banderitas y pancartas: millones de ejemplares para una conva-leciente muchedumbre de analfabetos. Y para los otros millones que sabían leer era necesario envolverlos en un huracán de cultura. Literalmente: apareció aquel sello editorial bajo el rubro de Ediciones Hura-cán. Fue un auténtico ciclón deforestador que trocó los árboles en tiradas de miles de ejemplares de textos clásicos y soviéticos. Institucionalizar la piratería de libros pa-recía algo justo y necesario, y el gobierno dejó de pagar derechos de autor interna-cionales fomentando una orgía de masto-dónticas ediciones. Cuba era una fiesta.

Lo primero que hizo la crisis soviética post Perestroika fue aplacar aquel huracán de papel impreso, y desapareció la edito-rial de la noche a la mañana como la calma que sucede a la tormenta. También se ex-tinguió el papel higiénico y se redujeron las tiradas de los periódicos. Y los cartuchos: esas bolsas de papel craft tan típicas de las bodegas cubanas, y que los niños solían inflar de aire para luego implosionar de un manotazo, nunca más volvieron a sonar en ningún barrio.

Me veo llegando a casa de un amigo en pleno año 1989, pasar a su baño y en lugar de encontrarme sobre el tanque del waterel universal rollito, había una voluminosa edición de guerrA y pAz. «Qué quieres que

[ESCRITORES EN UN PAÍS DONDE SE TERMINA EL PAPEL]

Me veo llegando a casa de un amigo, en pleno año 1989, pasar a su baño y en lugar de encontrarme sobre el tanque del water el universal rollito, había una voluminosa edición de Guerra y paz. «Qué quieres que haga, hermano –me dijo–, los libros de esa editorial son los mejores porque su papel de bajo costo es suave, y los hay por millones». Toda una metáfora: la euforia cultural socialista devorada por la escatología de la crisis

una carencia de ronaldo menéndez

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un rumor anónimofotoilustración de mario segovia

LOS NARCOS SON LOS NUEVOS DUEÑOS DE LA CIUDAD, SABEN QUIÉN ERES, DÓNDE VIVES, QUIÉN ES QUIÉN EN TU FAMILIA

Y NO HAY MANERA DE ESCAPAR DE ELLOS. SÓLO GUARDA SILENCIO.TÚ NO HAS VISTO NI OÍDO NADA

Una ciudad próspera e industrial de México se convierte en una ciudad de gente que teme hablar sobre las cosas extrañas que empiezan a ocurrir allí. Hombres rudos y armados recorren las calles de Monterrey. Hay muertos pero no culpables. Los policías no protegen a nadie. Los diarios no informan sobre los secuestros ni los decapitados. ¿Estarías

dispuesto a convivir con los «malos» y a aceptar sus delitos sólo para que éstos no te hagan daño?

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con mi amigo que si no me pitabas te daría quinientos pesos, pero si me pitabas te iba a matar». El tipo acom-pañó la frase de una sonrisa satisfecha y un ademán a lo largo de su cintura para mostrarle la prueba de que no mentía. Estaba armado. Un hombre armado y risueño que regalaba dinero en medio de la calle y le devolvía su vida con el gesto arrogante de quien se siente dueño de todo, más allá de cualquier justicia, casi un inmortal que puede despreciar sin remordimientos.

Cuando mi madre me contó esta historia todavía no estaba en Internet, y nadie la recibía por correo electrónico escrita toda en ma-yúsculas a manera de advertencia. De la frontera entre México y los Estados Unidos se ha dicho siempre que es sucia y polvorienta. Fea. Lo sé porque crecí en el noreste. A cien kilómetros del Golfo de Méxi-co, de donde toma su nombre el cártel más sanguinario del narcotrá-fico en este país. Esa tierra que dormita en la margen del Río Bravo y se acuesta con Texas cuando se apagan las luces. Es una tierra dura. Si los españoles no se detuvieron en Tamaulipas más que para las ceremonias de rigor, no fue sólo por lo inhóspito de sus cuarenta grados a la sombra sino también debido a la ferocidad de las tribus que la frecuentaban. A los más conocidos les decían comecrudos. Los colonizadores que al final se quedaron fueron igual de agrestes. Tenía que ser ahí donde en noviembre del 2008 el gobierno hizo el mayor decomiso de armas en la historia: había medio millón de car-tuchos, casi trescientas armas largas, ciento veintisiete cortas, más de ciento cincuenta granadas, catorce fusiles antiblindaje, un lote de pistolas bañadas en oro, un lanzacohetes y varios miles de dólares, entre otras cosas de esas que usan los que se creen inmortales.

A fines de los años noventa, cuando me mudé a Monterrey, la gente bromeaba sobre mi procedencia: seguro mi papá tenía una pistola, seguro yo era ruda porque venía de una border town, de la frontera. Con certeza, a mí Monterrey, esta metrópoli industrial adonde vine a estudiar, me parecía súper segura. Nada me asus-taría de aquí. Cuando en el 2002 las cosas empezaron a cambiar, cuando también aquí empezaron los ejecutados y las balaceras, los regiomontanos se contentaban en distanciarse: «Pero todavía no es como en la frontera, allá a cada rato matan gente». Recuerdo con rabia a un funcionario judicial que declaraba a la prensa, luego de un famoso tiroteo en un centro comercial nice, que si bien no te-nían ninguna información sobre los responsables, no quedaba nin-guna duda de que era un trabajo perpetrado por gente de afuera, de otros estados. O sea, de donde yo vengo. Aquí no hay eso, insistían los ciudadanos de Monterrey, como quien se niega a despertar de una vez a la realidad.

Pero no entendían. Allá, en la frontera, mataban sólo a cierta gente. Por eso no se respiraba eso que hace que la gente de aquí, de Monterrey, no quiera estacionarse lejos de la puerta cuando va al cine, o que las señoras adineradas tengan miedo de «hasta ir al su-permercado». En la frontera, en esos años había tiros y hasta bom-

quinientos pesos y de salvar la vida», dijo el hombre mientras

aventaba un billete por la ventanilla del coche. La mujer en el volante se sobre-saltó. Había estado esperando a que cam-biara la luz del semáforo en una concurri-da avenida de la frontera norte de México. Frente a su automóvil, había una camio-neta Lincoln Navigator cuyo conductor también parecía esperar. Pero cuando la luz cambió de color, la camioneta no se movió. La mujer pensó en sonar el claxon, en pitarle para que el despistado se moviera. Por alguna razón no lo hizo y ahora escuchaba sin entender a ese hom-bre fornido y bien vestido que, después de lanzarle el billete, le explicó: «Aposté

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con mi amigo que si no me pitabas te daría quinientos pesos, pero si me pitabas te iba a matar». El tipo acom-pañó la frase de una sonrisa satisfecha y un ademán a lo largo de su cintura para mostrarle la prueba de que no mentía. Estaba armado. Un hombre armado y risueño que regalaba dinero en medio de la calle y le devolvía su vida con el gesto arrogante de quien se siente dueño de todo, más allá de cualquier justicia, casi un inmortal que puede despreciar sin remordimientos.

Cuando mi madre me contó esta historia todavía no estaba en Internet, y nadie la recibía por correo electrónico escrita toda en ma-yúsculas a manera de advertencia. De la frontera entre México y los Estados Unidos se ha dicho siempre que es sucia y polvorienta. Fea. Lo sé porque crecí en el noreste. A cien kilómetros del Golfo de Méxi-co, de donde toma su nombre el cártel más sanguinario del narcotrá-fico en este país. Esa tierra que dormita en la margen del Río Bravo y se acuesta con Texas cuando se apagan las luces. Es una tierra dura. Si los españoles no se detuvieron en Tamaulipas más que para las ceremonias de rigor, no fue sólo por lo inhóspito de sus cuarenta grados a la sombra sino también debido a la ferocidad de las tribus que la frecuentaban. A los más conocidos les decían comecrudos. Los colonizadores que al final se quedaron fueron igual de agrestes. Tenía que ser ahí donde en noviembre del 2008 el gobierno hizo el mayor decomiso de armas en la historia: había medio millón de car-tuchos, casi trescientas armas largas, ciento veintisiete cortas, más de ciento cincuenta granadas, catorce fusiles antiblindaje, un lote de pistolas bañadas en oro, un lanzacohetes y varios miles de dólares, entre otras cosas de esas que usan los que se creen inmortales.

A fines de los años noventa, cuando me mudé a Monterrey, la gente bromeaba sobre mi procedencia: seguro mi papá tenía una pistola, seguro yo era ruda porque venía de una border town, de la frontera. Con certeza, a mí Monterrey, esta metrópoli industrial adonde vine a estudiar, me parecía súper segura. Nada me asus-taría de aquí. Cuando en el 2002 las cosas empezaron a cambiar, cuando también aquí empezaron los ejecutados y las balaceras, los regiomontanos se contentaban en distanciarse: «Pero todavía no es como en la frontera, allá a cada rato matan gente». Recuerdo con rabia a un funcionario judicial que declaraba a la prensa, luego de un famoso tiroteo en un centro comercial nice, que si bien no te-nían ninguna información sobre los responsables, no quedaba nin-guna duda de que era un trabajo perpetrado por gente de afuera, de otros estados. O sea, de donde yo vengo. Aquí no hay eso, insistían los ciudadanos de Monterrey, como quien se niega a despertar de una vez a la realidad.

Pero no entendían. Allá, en la frontera, mataban sólo a cierta gente. Por eso no se respiraba eso que hace que la gente de aquí, de Monterrey, no quiera estacionarse lejos de la puerta cuando va al cine, o que las señoras adineradas tengan miedo de «hasta ir al su-permercado». En la frontera, en esos años había tiros y hasta bom-

quinientos pesos y de salvar la vida», dijo el hombre mientras

aventaba un billete por la ventanilla del coche. La mujer en el volante se sobre-saltó. Había estado esperando a que cam-biara la luz del semáforo en una concurri-da avenida de la frontera norte de México. Frente a su automóvil, había una camio-neta Lincoln Navigator cuyo conductor también parecía esperar. Pero cuando la luz cambió de color, la camioneta no se movió. La mujer pensó en sonar el claxon, en pitarle para que el despistado se moviera. Por alguna razón no lo hizo y ahora escuchaba sin entender a ese hom-bre fornido y bien vestido que, después de lanzarle el billete, le explicó: «Aposté

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bazos. Pero explotaba la casa del malo. Del que «an-daba chueco». Si tú no tenías nada que ver con ese negocio, tu casa estaba segura. Y la excepción era también la regla: El cuento precautorio de la hija de aquel doctor que vivía en la colonia Ribereña, la que lleva el mismo nombre de la carretera donde ahora hay docenas de altares a la Santa Muerte. Esa chica de buena familia que hace veinte años murió en un accidente de coche. Porque se puso de novia del hijo de un señor que andaba en malos negocios. Y por un ajuste de cuentas le mataron al hijo, que ese mal día andaba con su novia. Por eso uno no se junta con ellos. Uno saluda en los restaurantes, se sienta en la misma banca en misa, pero hasta ahí. Era fácil también saber quién era quién. Fulano vivía frente a la casa de tu abuelo, y se conocían desde jóvenes, pero Fulano nunca iba a invitar a tu abuelo a su casa, y tu abuela no iba a ir a pedirle una tacita de azúcar a su señora. Hasta el narcotráfico era simple: un puñado de hombres controlaban un negocio que era básicamente de distribución y transporte.

El narco con el que yo crecí en la frontera no te aventaba quinientos pesos a la cara sólo por el pla-cer de hacerlo. No le hacía falta. Ahora nos arrojan las evidencias de su existencia por la ventanilla del automóvil, un día cualquiera bajo la luz del semá-foro. Bajo la sombra estúpida y borracha de la im-punidad. Y no es que antes no existieran –siempre han estado ahí, siempre han sabido cómo–, pero sólo ahora se les ha dado la puta gana.

En mi colegio había una niña cachetona y tími-da. Le gustaba leer y hablaba muy buen inglés. Me caía bien. En su casa tenían una guacamaya y un chango. Era una suerte de mono titis que le camina-ba sobre el hombro como si estuviera amaestrado. Más de una vez vi al chango, se quedaba en la camio-neta con el chofer y la nana mientras esperaban a que termináramos de hacer la tarea, o jugar o lo que sea que hacen las niñas de diez años. Tenía chofer y nana y chango porque su papá hacía algo misterioso sobre lo que yo no debía preguntar. A esa edad yo no podía comprenderlo, pero me quedaba claro por las miradas y los tonos que usaban los adultos para

referirse a él. También me quedaba claro que nunca iría a casa de mi amiga a ver si era cierto que tenía una guacamaya y muchos libros en inglés. Pero ella y el chofer y la nana y el chango podían venir a mi casa cuando quisiera. ¿Salir a comprar una nieve para el calor? La respues-ta era siempre no. Ni mi mamá nos transportaba a ninguna parte, ni yo tripularía el vehículo que conducía el chofer. Nos veíamos en mi casa y en el colegio y todos entendíamos que así debía ser.

Hace poco hubo una fiesta de cumpleaños a la que fueron mis primos menores. Los padres del festejado excluyeron discretamente al hijo de un narco que va al mismo colegio. El día de la fiesta, el niño llegó tranquilamente al lugar donde se celebraba, bien acicalado y con un chofer. Llevaba un regalo grandísimo. Los anfitriones de la fiesta lo recibieron. Todos entendieron el mensaje. Sospecho que esa tarde volvieron a cruzarse entre los adultos de la fiesta las mismas miradas que yo aprendí a reconocer. Seguro que los silencios que las acompañaban ya no cargaban reprobación sino espanto.

Un cliente salía de un local donde rentan películas y venden go-losinas cuando dos tipos sospechosos bajaron de un automóvil que se quedó encendido junto a la acera. Los tipos tomaron al cliente por la fuerza y se lo llevaron. Un compañero de mi círculo de estudios que presenciaba ese momento me cuenta todavía golpeado por la escena: «Entonces me subí a mi carro porque nadie hizo nada y me fui a la presidencia municipal, donde sé que siempre hay una patru-lla estacionada». Les tocó la ventanilla a los policías aburridos que la tripulaban y les contó lo que acababa de ver, con pelos y señales. Como cualquier ciudadano decente y preocupado. Y luego, añadía con indignación, «me dijeron que mejor me fuera a mi casa». No en-tendía. Los policías, le dije, cumplieron con su trabajo por lo menos en lo que a ti se refiere: te cuidaron. Seguía quejándose de que no ha-bían hecho nada. Porque todavía cree en el deber de las autoridades. Porque no sabe que denunciando no gana nada y sí puede perder.

Un profesor de una universidad privada de la frontera recibe una llamada del rectorado. «Vinieron unas personas a buscarlo», le informa la secretaria. La mujer pronuncia esas cinco palabras neu-trales y el profesor entiende que hombres armados estuvieron en su oficina. Unos hombres sospechosos. «Preguntaron por usted». El profesor traga saliva. «Usted tiene un alumno reprobado por no presentar examen, pero nos informan que es un error porque él es-tuvo en el hospital». La secretaria aguarda en silencio. Es un profe-sor exigente, duro, de los que no regalan puntos ni perdonan faltas.

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También tiene una familia. «¿Qué indicación me da, maestro?» .La calificación será aprobatoria sin más preguntas. Un mero trámite burocrático. Sin necesidad de levantar la voz ni hacer declaraciones estridentes. Sin querer –ni poder– confirmar si era cierto lo del hospital.

En una discoteca se encienden las luces cuando todavía es muy temprano para marcharse. Se acercan unos hombres armados a las mesas y solicitan (solici-tan, sin arrebatar), los teléfonos celulares y las cáma-ras digitales de los presentes. Luego, cuando nadie tie-ne forma de registrar lo que va a suceder más que en su asombrada memoria, a cada mesa llega una nueva botella de lo que estuvieran tomando antes: whisky, vodka, tequila. Es cortesía del hombre que acaba de entrar y que ha pedido que vuelvan a apagarse las lu-ces y a sonar la música. El capo quiere divertirse como cualquiera lo hace. Excepto que ahora todas las puer-tas están cerradas y nadie puede dejar la party hasta que él se canse y se vaya y a cada uno le sean devueltos sus aparatos. La cuenta ha sido pagada.

No hay forma de decir los muertos. Los calla-mos. Callamos los cuerpos desintegrados en ácido. Callamos las balas en la cabeza. No sabemos nom-brarlo. Decimos «se lo llevaron» porque la verdad –es decir, lo mataron–, es demasiado terrible. De-masiado común también. Y nos resistimos a pensar que la tortura y el asesinato habitan de manera tan cómoda entre nosotros. No queremos ver a la muer-te. Nos ocupamos de los vivos. Aunque los vivos sean, como dicen ahora en Tamaulipas, los malos. El otro día alguien decía los de la letra y todos entendieron. Nadie les llama por su nombre, los Zetas. Lo que los de afuera definen clínicamente «el brazo armado del

Cártel del Golfo». Sin pudor describen a los ex militares de élite que el narcotráfico reclutó en los años noventa y los apuntan como res-ponsables de la violencia en esta campaña para eliminar a los cárteles rivales. En los Estados Unidos y en Europa escriben kidnapping con todas las letras cuando hablan de nuestras ciudades (¡nuestros pue-blos polvorientos, en las noticias de The New York Times y la BBC!) y no sienten esta vergüenza nuestra. La misma que deben sentir ante un médico las señoras que no se atreven a decir pene y vagina en voz alta. «Suma Chihuahua ciento cincuenta ejecutados», dice el diario del 29 de enero. Es decir, cinco muertos por día. Cinco cuerpos sin vida al día sólo en Chihuahua. Pero no lo pensamos en esos términos: el diario escribe «ejecutados», y yo sólo alcanzo a imaginar los progra-mas que corren en mi computadora. Ejecuciones: procesos comunes y rutinarios. Anónimos. No hay sangre ni rostro ni historia. Volteamos la página y leemos el reporte meteorológico.

El silencio de antes era más bien por precaución y comodidad, no era miedo. Como el que ahora experimentamos al ver las prime-ras cabezas: en los toldos de los autos, en las colonias residenciales. Los cuerpos que portaban mensajes clavados con picahielos. Antes estas cosas no eran visibles. Los actos públicos de terror: una grana-da que explota en Michoacán en medio de una multitud que celebra las fiestas patrias en setiembre del 2008. El cinismo. La desconfian-za en las autoridades, en las instituciones. Saber que no hay nadie a cargo. Hace unos días, en un penal de Torreón, en el vecino estado de Coahuila, un grupo de sicarios entró a matar a tres y a rescatar a nueve sin que nadie opusiera resistencia. Ni los presos están segu-ros. Terror de pensar en el dolor físico, pero todos siguen. El miedo lo entierras. Lo ignoras. El miedo hasta las rodillas. La gente se pone sus botas de hule y pisa la sangre. Ya no existe la novedad. Ya no nos tapamos la boca con asombro cuando escuchamos la última. Ahora meneamos la cabeza con pesar y miramos para otra parte. Y al ca-llarlo lo permitimos.

¿Qué pasa luego de que llega un comando al pequeño pueblo de Creel, en Chihuahua, y mata a trece personas, entre ellas un bebé de un año? ¿Qué pasa después del miedo? ¿El coraje? Los muertos sin rostro. Los que muchas veces nadie reclama, por temor. ¿Es vida esto? ¿Fabricarse una cárcel de mentiras? Es un poco como en la película

En una fiesta a la que fueron mis primos, los padres del festejado excluyeron discretamente al hijo de un narcotraficante. El día de la fiesta, el niño llegó tranquilamente al lugar donde se celebraba, bien acicalado y con un chofer. Llevaba un regalo grandísimo. Los anfitriones de la fiesta lo recibieron sin decir nada. Todos entendieron el mensaje

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También tiene una familia. «¿Qué indicación me da, maestro?» .La calificación será aprobatoria sin más preguntas. Un mero trámite burocrático. Sin necesidad de levantar la voz ni hacer declaraciones estridentes. Sin querer –ni poder– confirmar si era cierto lo del hospital.

En una discoteca se encienden las luces cuando todavía es muy temprano para marcharse. Se acercan unos hombres armados a las mesas y solicitan (solici-tan, sin arrebatar), los teléfonos celulares y las cáma-ras digitales de los presentes. Luego, cuando nadie tie-ne forma de registrar lo que va a suceder más que en su asombrada memoria, a cada mesa llega una nueva botella de lo que estuvieran tomando antes: whisky, vodka, tequila. Es cortesía del hombre que acaba de entrar y que ha pedido que vuelvan a apagarse las lu-ces y a sonar la música. El capo quiere divertirse como cualquiera lo hace. Excepto que ahora todas las puer-tas están cerradas y nadie puede dejar la party hasta que él se canse y se vaya y a cada uno le sean devueltos sus aparatos. La cuenta ha sido pagada.

No hay forma de decir los muertos. Los calla-mos. Callamos los cuerpos desintegrados en ácido. Callamos las balas en la cabeza. No sabemos nom-brarlo. Decimos «se lo llevaron» porque la verdad –es decir, lo mataron–, es demasiado terrible. De-masiado común también. Y nos resistimos a pensar que la tortura y el asesinato habitan de manera tan cómoda entre nosotros. No queremos ver a la muer-te. Nos ocupamos de los vivos. Aunque los vivos sean, como dicen ahora en Tamaulipas, los malos. El otro día alguien decía los de la letra y todos entendieron. Nadie les llama por su nombre, los Zetas. Lo que los de afuera definen clínicamente «el brazo armado del

Cártel del Golfo». Sin pudor describen a los ex militares de élite que el narcotráfico reclutó en los años noventa y los apuntan como res-ponsables de la violencia en esta campaña para eliminar a los cárteles rivales. En los Estados Unidos y en Europa escriben kidnapping con todas las letras cuando hablan de nuestras ciudades (¡nuestros pue-blos polvorientos, en las noticias de The New York Times y la BBC!) y no sienten esta vergüenza nuestra. La misma que deben sentir ante un médico las señoras que no se atreven a decir pene y vagina en voz alta. «Suma Chihuahua ciento cincuenta ejecutados», dice el diario del 29 de enero. Es decir, cinco muertos por día. Cinco cuerpos sin vida al día sólo en Chihuahua. Pero no lo pensamos en esos términos: el diario escribe «ejecutados», y yo sólo alcanzo a imaginar los progra-mas que corren en mi computadora. Ejecuciones: procesos comunes y rutinarios. Anónimos. No hay sangre ni rostro ni historia. Volteamos la página y leemos el reporte meteorológico.

El silencio de antes era más bien por precaución y comodidad, no era miedo. Como el que ahora experimentamos al ver las prime-ras cabezas: en los toldos de los autos, en las colonias residenciales. Los cuerpos que portaban mensajes clavados con picahielos. Antes estas cosas no eran visibles. Los actos públicos de terror: una grana-da que explota en Michoacán en medio de una multitud que celebra las fiestas patrias en setiembre del 2008. El cinismo. La desconfian-za en las autoridades, en las instituciones. Saber que no hay nadie a cargo. Hace unos días, en un penal de Torreón, en el vecino estado de Coahuila, un grupo de sicarios entró a matar a tres y a rescatar a nueve sin que nadie opusiera resistencia. Ni los presos están segu-ros. Terror de pensar en el dolor físico, pero todos siguen. El miedo lo entierras. Lo ignoras. El miedo hasta las rodillas. La gente se pone sus botas de hule y pisa la sangre. Ya no existe la novedad. Ya no nos tapamos la boca con asombro cuando escuchamos la última. Ahora meneamos la cabeza con pesar y miramos para otra parte. Y al ca-llarlo lo permitimos.

¿Qué pasa luego de que llega un comando al pequeño pueblo de Creel, en Chihuahua, y mata a trece personas, entre ellas un bebé de un año? ¿Qué pasa después del miedo? ¿El coraje? Los muertos sin rostro. Los que muchas veces nadie reclama, por temor. ¿Es vida esto? ¿Fabricarse una cárcel de mentiras? Es un poco como en la película

En una fiesta a la que fueron mis primos, los padres del festejado excluyeron discretamente al hijo de un narcotraficante. El día de la fiesta, el niño llegó tranquilamente al lugar donde se celebraba, bien acicalado y con un chofer. Llevaba un regalo grandísimo. Los anfitriones de la fiesta lo recibieron sin decir nada. Todos entendieron el mensaje

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La vida es bella. Nos las ingeniamos para no mirarlo. Para encontrarle el lado. Cuando alguien trae el tema a la conversación, ésta suele terminar cuando otro nos devuelve al confort de la ignorancia: «Ay, oigan, ya no hay que hablar de eso». De eso. Y por más que no lo hablemos, no podemos escapar. Salimos a la calle y la encontramos cerrada porque jóvenes, mu-jeres y niños con las caras tapadas, protestan en con-tra de la presencia del ejército. Pasar dos horas sin poder moverte porque los de las camionetas de lujo les pagaron quinientos pesos para que detengan el tráfico de la ciudad instalando barricadas.

¿Cómo hacer que no parezca que uno se hace güey? Aunque también, posiblemente, eso es lo que estamos haciendo. ¿Quiénes son? ¿Por qué yo? Cual-quiera puede ser. La conclusión es que nadie nos puede proteger. ¿Por qué tanto miedo? Porque ya no hay reglas. O tal vez existan sólo dos: ellos mandan y nadie está a salvo. El pánico de pensar que sigues tú. El miedo es de saberte desprotegido y de sentir-te un blanco. «Impone Narco su Ley», anunciaba el encabezado de el Norte del 13 de febrero. Instinti-vamente busqué la firma: ¿quién se atrevió a decirlo? Staff. Cada vez hay más noticias que nadie firma, o que firman todos, porque nos consuela pensar que no es posible que se vayan contra todos.

Porque hay cabezas en las calles. Porque hay cuerpos con mensajes encajados. Porque los cuer-pos se deshacen en el ácido. Militares degollados. Las cuentas se ajustan en público. Para que veamos. Para que sigamos sin hacer nada. Sin decir. Es un miedo indestructible de que se hayan llevado a al-guien, de que vuelvan después por ti. El miedo pe-gajoso que te vuelve lentos los pasos.

Mi amiga, que ha tenido que marcharse porque a su marido se lo llevaron, parece saberlo todo. Des-de su dolorosa distancia lleva la cuenta de los balazos y los incidentes y las muertes. Me cuenta que lee en las noticias sobre el hombre que desintegró trescien-tos cadáveres en ácido, sobre los soldados degollados (¿cómo hacen para degollar a siete militares? ¿Quién lo hace?), sobre los levantones cada vez más comu-nes y luego se da cuenta de que junto a la nota en In-ternet, hay titulares que anuncian el éxito de un con-cierto. Se queda callada y luego dice: «Y es que hay conciertos en la ciudad, ¡la gente va a conciertos!». Y

se ríe, incrédula, como esperando que yo le diga que ha sido una bro-ma de mal gusto por parte del periódico. Como si lo verdaderamente repugnante fuera ir a un concierto o ver la última película en medio de todo esto que pasa. Como si ella estuviera esperando que le cuente que nuestra vida, la de los que nos quedamos, también se ha detenido.

Antes los narcos eran los que tenían una doble vida. Ahora somos nosotros. Los que vamos a trabajar por fuera, como si todo estuviera bien, y por dentro escondemos un terrible secreto que no podemos compartirle a nadie. Se llama miedo. Nos lo trasladaron a nosotros. Ellos se despojaron de sus precauciones, de sus desconfianzas y van exhibiendo sus armas por las esquinas donde hay un semáforo en rojo. Así como los niños afganos cuando no sabían cómo se escucha-ban las bombas. Hicieron del miedo parte de nuestra vida. Y nosotros lo invitamos a pasar y lo regamos y lo cuidamos y lo cultivamos.

Ahora los demás, los extranjeros que nos ven por la televisión, nos tienen miedo. Somos los colombianos del siglo XXI. Junto con Paquistán, representamos una amenaza de seguridad para los Es-tados Unidos, indica un reporte. El Perú anunció que vigilará el movimiento de mexicanos a su territorio. No importa que muchos no tengamos nada que ver. Todos somos narcos. Mientras sigamos guardando silencio. Espanto, recelo, cuidado, desconfianza, sobre-salto, pánico, espanto, alarma, sobresalto, pavor, asombro, estre-mecimiento, temblor, intimidación, amenaza. Son demasiadas pa-labras. Nada se puede explicar mejor que con la imagen del extraño que se baja de su camioneta, te tira un billete en la cara y luego te dice que esa tarde ha decidido perdonarte la vida. ¿Y mañana? Quién sabe.

NotaNo publicar mi nombre puede parecer una decisión inexplicable e irracional. Así es el miedo. No podemos entenderlo desde afuera. El vértigo que produce decir algo sobre los que viven en la casa de al lado sabiendo quiénes son y las cosas que hacen. Hacer lo propio por mantener a salvo a mis seres queridos, algunos de los cuales ya han sido tocados por la violencia. Llegará el día en que poner todas las le-tras en su lugar valga la pena el riesgo. El día que entregué este texto, Monterrey cumplía una semana de bloqueos callejeros orquestados por los criminales organizados y los puentes internacionales de la frontera corrían la misma suerte. En la ciudad fronteriza de Rey-nosa, en una balacera de hora y media donde también se detonaron granadas, murieron diez personas. Los diarios online informaban escuetamente sobre el suceso mientras en las mismas páginas, do-cenas de ciudadanos anónimos –anónimos como yo– reportaban en tiempo real lo que veían, sentían y pensaban. La verdadera crónica estaba ahí, en las palabras de ellos. Lo demás era puro miedo.

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SE VOLVIÓLA PROTESTA MÁS RADICAL DEL MUNDO

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SE VOLVIÓLA PROTESTA MÁS RADICAL DEL MUNDO

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una crónica de diego guelerfotografías del autor

Furiosos con una fábrica uruguaya que contaminaba su ciudad, los vecinos de Gualeguaychú, en Argentina, bloquean un puente que une a ambos países.

Marchan hasta la capital. Intervienen los presidentes de los dos estados. Acuden a una corte internacional. Cuarenta meses después, todo está

como al comienzo. La fábrica sigue funcionando. El puente continúa cerrado. Los vecinos vigilan de día y de noche que nadie cruce por allí.

¿Qué tan aburrido es desafiar a un gobierno?

LA ESPERA (SIN SOLUCIÓN)MÁS ABURRIDA

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comerciales –cuyas pérdidas son noticia en los diarios de ambos países–, aquel candado a veces se abre por razones más pedestres; por ejemplo, para dejar pasar a un equipo de fútbol que tie-ne un compromiso al otro lado de la frontera. O, como ocurre hoy, un sábado de fines de enero en ese sector desolado de la Argentina, cuando un ciudadano que cumple la función de vigilante lo ha abierto para que una pareja de esposos argen-

tinos y sus dos hijos puedan conocer la famosa fábrica uruguaya de papel que contamina el lugar. Horas antes, el candado había impedido cruzar a una uruguaya embarazada que decía necesitar asistencia en el lado argentino. Nadie le quiso abrir el paso y, por el contrario, le sugirieron dar la vuelta, porque ella debía saber cómo estaban las cosas. Y las cosas están bastante tensas en esa zona de la frontera, donde los habitantes del lado argentino –y su candado– han suspendido toda diplomacia hasta que los del lado uruguayo cierren aquella fábrica, Botnia, cuyas emanaciones, aseguran ellos, matan a los peces, a las aves y han condenado a su pueblo a vivir bajo una peste como a coliflor hervida. Eso dicen.

La familia que ha logrado pasar la barrera avanza sobre las vías desoladas en un Renault y los acompaña un guía de la zona que va en su propio automóvil. Antes de la era del candado, enero era un mes clave para el turismo y sobre el puente solían formarse colas kilométricas que nacían frente a los puestos de migraciones y aduana. Había insultos. Había caos. Había calor. Había comercio y turismo. Ahora, los dos automóviles son los únicos que ocupan los dos carriles grises y gastados de los más de tres kilómetros de concreto del Puente Internacional. La familia se encontraba vera-neando en una de las playas de la zona, y antes de hacer los más de trescientos kilómetros hasta Buenos Aires, decidieron conocer el bloqueo que les había impedido ir más allá. Padre, madre, hijo e hija llevan sandalias y tratan de lidiar con el calor del verano. Al bajar de su coche, se comportan con la atención de quien asiste a un museo. Con la fábrica de fondo, escuchan la palabra de su guía, un comerciante de fiambres y padre de tres hijos. Se llama Jorge Fritzler, tiene cuarenta y tres años, y es uno de los líderes de la protesta. Es un tipo alto, que mide un metro ochenta y cinco de estatura; tiene una espalda ancha, los ojos celestes y una barba que lleva semanas sin afeitarse. El hombre es de carácter frontal, parece sincero, y todos los días le dedica al menos dos horas a atender los asuntos del bloqueo.

Bloquear un puente es una de esas típicas medidas que se apli-can en Sudamérica para protestar contra un gobierno, contra la fal-ta de empleo, contra el olvido de los políticos; pero el enojo de los habitantes de Gualeguaychú, en esa zona de la frontera argentina, tiene un origen menos ideológico: los vecinos sólo quieren que esa fábrica de papel deje de funcionar. Antes de que ésta comenzara sus actividades, el Banco Mundial había alertado a través de un informe

tránsito en el Puente San Martín, una de las fronteras terrestres de

Argentina y Uruguay, debe de ser el candado más caprichoso de la historia de ambos países. Es un inofensivo can-dado de acero, de esos que abundan en las ferreterías de barrio y que sirven para cerrar puertas y baúles; pero que, desde noviembre del 2006, impide que miles de turistas argentinos crucen el río Uru-guay para broncearse en las playas de ese país, y obliga a los camioneros de carga de uno y otro lado a buscar otras rutas por donde llevar sus mercancías. Parece absurdo que un objeto tan co-rriente concentre tanto poder, pero al margen de esos grandes movimientos

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comerciales –cuyas pérdidas son noticia en los diarios de ambos países–, aquel candado a veces se abre por razones más pedestres; por ejemplo, para dejar pasar a un equipo de fútbol que tie-ne un compromiso al otro lado de la frontera. O, como ocurre hoy, un sábado de fines de enero en ese sector desolado de la Argentina, cuando un ciudadano que cumple la función de vigilante lo ha abierto para que una pareja de esposos argen-

tinos y sus dos hijos puedan conocer la famosa fábrica uruguaya de papel que contamina el lugar. Horas antes, el candado había impedido cruzar a una uruguaya embarazada que decía necesitar asistencia en el lado argentino. Nadie le quiso abrir el paso y, por el contrario, le sugirieron dar la vuelta, porque ella debía saber cómo estaban las cosas. Y las cosas están bastante tensas en esa zona de la frontera, donde los habitantes del lado argentino –y su candado– han suspendido toda diplomacia hasta que los del lado uruguayo cierren aquella fábrica, Botnia, cuyas emanaciones, aseguran ellos, matan a los peces, a las aves y han condenado a su pueblo a vivir bajo una peste como a coliflor hervida. Eso dicen.

La familia que ha logrado pasar la barrera avanza sobre las vías desoladas en un Renault y los acompaña un guía de la zona que va en su propio automóvil. Antes de la era del candado, enero era un mes clave para el turismo y sobre el puente solían formarse colas kilométricas que nacían frente a los puestos de migraciones y aduana. Había insultos. Había caos. Había calor. Había comercio y turismo. Ahora, los dos automóviles son los únicos que ocupan los dos carriles grises y gastados de los más de tres kilómetros de concreto del Puente Internacional. La familia se encontraba vera-neando en una de las playas de la zona, y antes de hacer los más de trescientos kilómetros hasta Buenos Aires, decidieron conocer el bloqueo que les había impedido ir más allá. Padre, madre, hijo e hija llevan sandalias y tratan de lidiar con el calor del verano. Al bajar de su coche, se comportan con la atención de quien asiste a un museo. Con la fábrica de fondo, escuchan la palabra de su guía, un comerciante de fiambres y padre de tres hijos. Se llama Jorge Fritzler, tiene cuarenta y tres años, y es uno de los líderes de la protesta. Es un tipo alto, que mide un metro ochenta y cinco de estatura; tiene una espalda ancha, los ojos celestes y una barba que lleva semanas sin afeitarse. El hombre es de carácter frontal, parece sincero, y todos los días le dedica al menos dos horas a atender los asuntos del bloqueo.

Bloquear un puente es una de esas típicas medidas que se apli-can en Sudamérica para protestar contra un gobierno, contra la fal-ta de empleo, contra el olvido de los políticos; pero el enojo de los habitantes de Gualeguaychú, en esa zona de la frontera argentina, tiene un origen menos ideológico: los vecinos sólo quieren que esa fábrica de papel deje de funcionar. Antes de que ésta comenzara sus actividades, el Banco Mundial había alertado a través de un informe

tránsito en el Puente San Martín, una de las fronteras terrestres de

Argentina y Uruguay, debe de ser el candado más caprichoso de la historia de ambos países. Es un inofensivo can-dado de acero, de esos que abundan en las ferreterías de barrio y que sirven para cerrar puertas y baúles; pero que, desde noviembre del 2006, impide que miles de turistas argentinos crucen el río Uru-guay para broncearse en las playas de ese país, y obliga a los camioneros de carga de uno y otro lado a buscar otras rutas por donde llevar sus mercancías. Parece absurdo que un objeto tan co-rriente concentre tanto poder, pero al margen de esos grandes movimientos

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que la empresa iba a contaminar y a condenar a los ciudadanos a vivir bajo una peste permanente en un radio de cien kilómetros. A pesar de esos repa-ros, el gobierno de Uruguay y la compañía siguie-ron con el proyecto, y ahora aquella planta que la familia avizora a la distancia produce ochocientas toneladas de papel al año. Es una cantidad difícil de calcular, pero de ello viven unas seis mil personas en el lado uruguayo de la frontera; el gobierno de ese país apoya este impulso a su economía. Al otro lado de la planta, muchos vecinos de Gualeguaychú, como se llama la ciudad más afectada, denuncian que hay veces en que sus calles amanecen con olo-res nauseabundos y que el Río Uruguay está siendo destruido. Un día de fines del 2006, recuerda Jorge Fritzler, los pobladores se reunieron en la «Asam-blea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú», y de-cidieron hacer justicia por cuenta propia. Como el gobierno de su país no lograba resolver el problema por la vía diplomática, el pueblo instaló una barrera o un «piquete» (de ahí el apelativo «piqueteros») en la localidad de Arroyo Verde (diez kilómetros antes del puente) y cerraron el acceso a todo ser hu-mano con un candado.

Esta tarde, la familia de turistas sigue con mu-cha atención y respeto el discurso de Jorge Fritzler, y quizá no saben que el diario El País de Montevideo calificó a ese personaje de «terrorista». El viento sopla fuerte sobre el puente y el cielo está despeja-do. Al otro lado se advierte el puesto de migraciones y aduanas, pero nadie asoma fuera de él. Fritzler se ubica de espaldas a la fábrica, una mole plomi-za que sigue el estereotipo arquitectónico de toda planta de producción del mundo (fea y plomiza), y explica su credo: «Botnia produce pasta celulosa y por lo tanto genera nubes tóxicas, vierte líquidos contaminantes en el río y provoca residuos sólidos que nadie sabe dónde van a parar». Luego dice que

el lunes anterior los vecinos de Gualeguaychú sufrieron dolores de cabeza e irritaciones por el olor que mana de la industria. Sobre el puente, sin embargo, se siente un habitual aroma húmedo de río y una frescura propia de los bosques y la vegetación semitropical de la zona. Fritzler, ensimismado en sus palabras, agrega que «si no fuera por nosotros, ahora no podríamos ni respirar». En veinte años, aña-de, si nada cambia, la gente hasta podría sufrir de cáncer. Ésta es una alerta que él y sus compañeros recitan al medio millar de personas que cada fin de semana se acerca a conocer el bloqueo, como aquella familia que ahora lo escucha. El puente vacío y la papelera enemiga se han convertido en una atracción turística que los piqueteros pare-cen capitalizar en busca de apoyo emocional. Tres años después de que iniciaran su protesta, muchos diarios y noticieros de la capital argentina parecen haberse olvidado de ese lejano conflicto. O, en el mejor de los casos, sólo cuentan la historia apelando a las fuentes oficiales de información. Y en esa versión, no existe la contamina-ción. Sólo un puente cerrado por donde no pueden cruzar los turistas ni el comercio.

«Están ocultando el verdadero daño ambiental de la papele-ra», se exalta Jorge Fritzler. La información que él maneja, dice, proviene del «equipo técnico» que asesora a su Asamblea a partir de los estudios del Banco Mundial y de la Organización Mundial de la Salud. A los piqueteros casi no se les ha permitido tomar muestras del río desde que la fábrica de papel comenzó a funcionar en no-viembre del 2007. La secretaría de Medio Ambiente del Gobierno, la prefectura y la ONG ambientalista Green Cross, que han tomado muestras en el lugar, niegan que haya contaminación, pero un día apareció sobre el río, frente a la fábrica, una mancha blanca que tenía lunares verdes y se extendía a lo largo de diez kilómetros. Para el gobierno de Uruguay y la empresa aquello era una afloración de «inocentes algas». Para los piqueteros, era la comprobación de sus acusaciones. Pero la extrema politización de la causa hace dudar de una versión y de la otra y, por lo general, esta historia se cuenta en los noticieros como un lejano lío fronterizo entre los dos países. Es difícil imaginar qué ocurriría en Buenos Aires o en Montevideo si, de pronto, el cielo amanece un día oliendo a coliflor hervida o si los ríos adquieren el verdoso aspecto de un pantano. ¿Sería suficiente un candado para contener la irritación de los ciudadanos?

Un vigilante del puente bloqueado ha abierto el candado para que una familia argentina pueda conocer la fábrica uruguaya de papel que contamina el lugar. Horas antes, se le impidió cruzar a una uruguaya embarazada. Le sugirieron dar la vuelta. porque ella debía saber cómo estaban las cosas. Y las cosas están bastante tensas desde que los habitantes argentinos de la frontera (y su candado) piden que cierre esa fábrica que mata a los peces y condena a su pueblo a vivir bajo una peste permanente. Eso diceN

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que la empresa iba a contaminar y a condenar a los ciudadanos a vivir bajo una peste permanente en un radio de cien kilómetros. A pesar de esos repa-ros, el gobierno de Uruguay y la compañía siguie-ron con el proyecto, y ahora aquella planta que la familia avizora a la distancia produce ochocientas toneladas de papel al año. Es una cantidad difícil de calcular, pero de ello viven unas seis mil personas en el lado uruguayo de la frontera; el gobierno de ese país apoya este impulso a su economía. Al otro lado de la planta, muchos vecinos de Gualeguaychú, como se llama la ciudad más afectada, denuncian que hay veces en que sus calles amanecen con olo-res nauseabundos y que el Río Uruguay está siendo destruido. Un día de fines del 2006, recuerda Jorge Fritzler, los pobladores se reunieron en la «Asam-blea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú», y de-cidieron hacer justicia por cuenta propia. Como el gobierno de su país no lograba resolver el problema por la vía diplomática, el pueblo instaló una barrera o un «piquete» (de ahí el apelativo «piqueteros») en la localidad de Arroyo Verde (diez kilómetros antes del puente) y cerraron el acceso a todo ser hu-mano con un candado.

Esta tarde, la familia de turistas sigue con mu-cha atención y respeto el discurso de Jorge Fritzler, y quizá no saben que el diario El País de Montevideo calificó a ese personaje de «terrorista». El viento sopla fuerte sobre el puente y el cielo está despeja-do. Al otro lado se advierte el puesto de migraciones y aduanas, pero nadie asoma fuera de él. Fritzler se ubica de espaldas a la fábrica, una mole plomi-za que sigue el estereotipo arquitectónico de toda planta de producción del mundo (fea y plomiza), y explica su credo: «Botnia produce pasta celulosa y por lo tanto genera nubes tóxicas, vierte líquidos contaminantes en el río y provoca residuos sólidos que nadie sabe dónde van a parar». Luego dice que

el lunes anterior los vecinos de Gualeguaychú sufrieron dolores de cabeza e irritaciones por el olor que mana de la industria. Sobre el puente, sin embargo, se siente un habitual aroma húmedo de río y una frescura propia de los bosques y la vegetación semitropical de la zona. Fritzler, ensimismado en sus palabras, agrega que «si no fuera por nosotros, ahora no podríamos ni respirar». En veinte años, aña-de, si nada cambia, la gente hasta podría sufrir de cáncer. Ésta es una alerta que él y sus compañeros recitan al medio millar de personas que cada fin de semana se acerca a conocer el bloqueo, como aquella familia que ahora lo escucha. El puente vacío y la papelera enemiga se han convertido en una atracción turística que los piqueteros pare-cen capitalizar en busca de apoyo emocional. Tres años después de que iniciaran su protesta, muchos diarios y noticieros de la capital argentina parecen haberse olvidado de ese lejano conflicto. O, en el mejor de los casos, sólo cuentan la historia apelando a las fuentes oficiales de información. Y en esa versión, no existe la contamina-ción. Sólo un puente cerrado por donde no pueden cruzar los turistas ni el comercio.

«Están ocultando el verdadero daño ambiental de la papele-ra», se exalta Jorge Fritzler. La información que él maneja, dice, proviene del «equipo técnico» que asesora a su Asamblea a partir de los estudios del Banco Mundial y de la Organización Mundial de la Salud. A los piqueteros casi no se les ha permitido tomar muestras del río desde que la fábrica de papel comenzó a funcionar en no-viembre del 2007. La secretaría de Medio Ambiente del Gobierno, la prefectura y la ONG ambientalista Green Cross, que han tomado muestras en el lugar, niegan que haya contaminación, pero un día apareció sobre el río, frente a la fábrica, una mancha blanca que tenía lunares verdes y se extendía a lo largo de diez kilómetros. Para el gobierno de Uruguay y la empresa aquello era una afloración de «inocentes algas». Para los piqueteros, era la comprobación de sus acusaciones. Pero la extrema politización de la causa hace dudar de una versión y de la otra y, por lo general, esta historia se cuenta en los noticieros como un lejano lío fronterizo entre los dos países. Es difícil imaginar qué ocurriría en Buenos Aires o en Montevideo si, de pronto, el cielo amanece un día oliendo a coliflor hervida o si los ríos adquieren el verdoso aspecto de un pantano. ¿Sería suficiente un candado para contener la irritación de los ciudadanos?

Un vigilante del puente bloqueado ha abierto el candado para que una familia argentina pueda conocer la fábrica uruguaya de papel que contamina el lugar. Horas antes, se le impidió cruzar a una uruguaya embarazada. Le sugirieron dar la vuelta. porque ella debía saber cómo estaban las cosas. Y las cosas están bastante tensas desde que los habitantes argentinos de la frontera (y su candado) piden que cierre esa fábrica que mata a los peces y condena a su pueblo a vivir bajo una peste permanente. Eso diceN

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Ya de regreso, los diez kilómetros que separan el candado y el puente parecen un paisaje propicio para grabar películas fatalistas, de esas que profetizan el fin de los tiempos. Los controles de policía vacíos y la aduana abandonada parecen los restos de una gran tragedia. De los veinticinco empleados que so-lían trabajar en el lugar, ahora sólo queda uno, y su oficio fundamental consiste en limpiar pisos y matar mosquitos. Los fértiles campos de cultivo de maíz y trigo, así como las estancias con vacas y caballos de buena raza a los costados de la Ruta 136 han quedado atrapados por el bloqueo, aunque a sus propietarios sí se les abre el candando. Jorge Fritzler entra en ese tra-yecto fantasmal como en su propia casa. Aprovecha los últimos minutos como «guía» de aquella familia de turistas para recordar que éste es el peor conflicto político y diplomático que afrontan Uruguay y Argen-tina en doscientos años de convivencia. Dos naciones que sólo rivalizaban por el fútbol, ahora han quedado distanciadas por una fábrica de papeles. Todos los días un piquetero cierra esta historia con un candado.

El sábado por la noche hay fiesta alrededor del bloqueo. El hijo mayor del piquetero Jorge Fritzler

cumple ochos años y la fecha se va a celebrar en la sala principal del piquete. Es una construcción de cemento poco más grande que un salón de escuela. En el inicio de la protesta, en su lugar sólo había una gran carpa que un día de tormenta voló con cincuenta manifestantes dentro. Afuera de ella hay un mensaje pintado con letras rojas y negras: «He di-cho no a Botnia». Cerca se ve un autobús, una casa rodante, dos casillas de madera, un acoplado de camión que sostiene una barrera formada por tres fierros unidos, y un paradójico puesto de Gendarmería Nacio-nal (que apenas controla que no haya disturbios). Eso es todo el piquete. En el lugar hay baños y duchas, y quien quiera pasar la noche tiene su colchón gratuito en una casilla de madera. En ese habitáculo vive un policía del gobierno provincial que va de civil. A estas alturas, lo quiera o no, ya es uno más del bloqueo.

La sala principal del piquete luce impecable y parece una de esas oficinas ganadas por la rutina del orden y tres años de protes-tas sin solución. En una mesa larga está sentado un hombre corpu-lento y bien arreglado. Se llama José Pouler, le dicen Pepo y afir-ma que ha sobrevivido a una emboscada enemiga. Fue en el 2006, cuando él y dos piqueteros cruzaron el puente donde se ubica el control migratorio y aduanero mixto. Iban a un encuentro con am-bientalistas del Uruguay. El ejército de ese país, dice Pouler, siguió sus pasos con la infantería y hasta un helicóptero, un hecho que no lo amedrentó y que con el tiempo se convirtió en una anécdota más que contar. Él, que tiene cincuenta y dos años, es conocido en el pueblo por su tradicional pizzería en el centro de la ciudad, pero desde el inicio de la protesta ha debido aprender a convivir con

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los riesgos de su participación política. Ahora se sirve un poco de Coca-Cola de una botella de plás-tico y dice que «uno antes veía las operaciones de Greenpeace y pensaba que estaban locos, que eran como comandos armados». En su caso, ya había participado de otras protestas de menor estatura. Al igual que Jorge Fritzler, cada día él recibe dece-nas de llamadas telefónicas de periodistas, sobre todo cuando el conflicto aflora en la agenda me-diática. Algunos de los que lo llaman, asegura, son espías del gobierno que dicen ser cronistas.

La mesa está servida y unas treinta personas se sientan alrededor; hay ancianos, campesinos solos y familias con niños pequeños que se han prepara-do para una celebración íntima que contrasta con el ambiente de su cuartel general. En un rincón hay un armario lleno de camisetas, stickers y souvenirs con consignas de la protesta, que se ponen a la ven-ta; también hay panfletos explicativos y tres tomos de quinientas páginas con firmas y mensajes de adhesión de turistas, documentalistas, cineastas, filósofos nacionales y extranjeros. Las paredes del local están forradas de fotografías de las marchas y afiches que detallan la contaminación. En una es-quina, una pintura ilustra a un gaucho argentino, montado a caballo, que tira con una soga de una chimenea industrial. Un héroe del pasado luchan-do contra la sucia modernidad. En la reunión, los presentes conforman la guardia del bloqueo que vigilará el lugar hasta las seis de la mañana; enton-ces llegará otro grupo numeroso para relevarlos. Es plena temporada y deben estar atentos a posibles «amenazas».

En invierno, cuando no hay turistas, el control se relaja tanto que hay veces en que sólo una mujer basta para hacer las veces de control de «migracio-nes» entre los dos países, como ocurrió en julio del

2008. Al estar sobre un arroyo (casi seco) ningún vehículo puede escabullirse del bloqueo. Un factor tecnológico explica la ubicación. Justo allí acaba la cobertura de teléfono celular de las compañías argentinas. Si alguien se pregunta por qué los policías no han sacado a los piqueteros de allí en tanto tiempo, el principal argumento es que las autoridades nacionales y regionales (que pasaron de apoyar a demonizar el piquete) saben que, en no más de media hora, los asambleístas pueden alistar a medio millar de combatientes de la tropa ciudadana en la ruta. Reprimir a tantos individuos con las cá-maras de televisión grabando puede tener un costo político muy alto. Para el gobierno, el piquete fue importante cuando hacía campaña política contra Uruguay. Pero desde principios del 2008, la principal estrategia oficial apunta a que el bloqueo caiga por el propio desgaste y aburrimiento de los piqueteros. O sea, que éstos se aburran y por fin se marchen a casa. Aunque esta noche en que se cenará lechón, la reunión parece algo animada.

En la cena, el piquetero José Pouler ya se ha deleitado con cua-tro contundentes pedazos de lechón. Él se califica como una de las voces más críticas del corte indefinido, así como de la selectividad con que se otorgan los permisos de paso. Su postura, reconoce, le ha valido roces dentro de la Asamblea. Ocurre que, autoridad de facto, los piqueteros deciden cuáles vehículos pasan y cuáles no. A veces, un mal gesto o un insulto a los vigilantes son motivo para un «hasta aquí usted ha llegado». El paso internacional, en la práctica, parece haber desaparecido del mapa, salvo curiosas excepciones. Pouler se limpia los labios de la grasa del lechón y recuerda que una vez se presentó por allí la hinchada del equipo de fútbol Gimnasia y Esgri-ma. «Y como no son negocio para el comerciante uruguayo y además suelen ser generadores de disturbios, se les dijo “adelante”». Pero el cierre no es tan drástico como aparenta, al menos para los que no van en automóvil. El cruce a pie está permitido para todos. Por eso, cada día, unas treinta personas se toman un taxi hasta el piquete, cruzan la barrera caminando y se toman un transporte al otro lado para cruzar el puente y llegar a la ciudad uruguaya de Fray Bentos, la más próxima de ese país. A pesar de la molestia que ello implica, no se han visto mayores objeciones a estas normas de circulación. El corte se ha vuelto natural.

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Bloquear un puente es una de esas típicas medidas que se aplican en Sudamérica para protestar contra la falta de empleo, contra el olvido de los políticos; pero el enojo de los habitantes de Gualeguaychú tiene un origen menos ideológico: sólo quieren que cierre esa fábrica uruguaya de papel que contamina. Como el gobierno no resuelve el problema por la vía diplomática, instalaron una barrera o «piquete» y cerraron el acceso a todo ser humano con un candado

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los riesgos de su participación política. Ahora se sirve un poco de Coca-Cola de una botella de plás-tico y dice que «uno antes veía las operaciones de Greenpeace y pensaba que estaban locos, que eran como comandos armados». En su caso, ya había participado de otras protestas de menor estatura. Al igual que Jorge Fritzler, cada día él recibe dece-nas de llamadas telefónicas de periodistas, sobre todo cuando el conflicto aflora en la agenda me-diática. Algunos de los que lo llaman, asegura, son espías del gobierno que dicen ser cronistas.

La mesa está servida y unas treinta personas se sientan alrededor; hay ancianos, campesinos solos y familias con niños pequeños que se han prepara-do para una celebración íntima que contrasta con el ambiente de su cuartel general. En un rincón hay un armario lleno de camisetas, stickers y souvenirs con consignas de la protesta, que se ponen a la ven-ta; también hay panfletos explicativos y tres tomos de quinientas páginas con firmas y mensajes de adhesión de turistas, documentalistas, cineastas, filósofos nacionales y extranjeros. Las paredes del local están forradas de fotografías de las marchas y afiches que detallan la contaminación. En una es-quina, una pintura ilustra a un gaucho argentino, montado a caballo, que tira con una soga de una chimenea industrial. Un héroe del pasado luchan-do contra la sucia modernidad. En la reunión, los presentes conforman la guardia del bloqueo que vigilará el lugar hasta las seis de la mañana; enton-ces llegará otro grupo numeroso para relevarlos. Es plena temporada y deben estar atentos a posibles «amenazas».

En invierno, cuando no hay turistas, el control se relaja tanto que hay veces en que sólo una mujer basta para hacer las veces de control de «migracio-nes» entre los dos países, como ocurrió en julio del

2008. Al estar sobre un arroyo (casi seco) ningún vehículo puede escabullirse del bloqueo. Un factor tecnológico explica la ubicación. Justo allí acaba la cobertura de teléfono celular de las compañías argentinas. Si alguien se pregunta por qué los policías no han sacado a los piqueteros de allí en tanto tiempo, el principal argumento es que las autoridades nacionales y regionales (que pasaron de apoyar a demonizar el piquete) saben que, en no más de media hora, los asambleístas pueden alistar a medio millar de combatientes de la tropa ciudadana en la ruta. Reprimir a tantos individuos con las cá-maras de televisión grabando puede tener un costo político muy alto. Para el gobierno, el piquete fue importante cuando hacía campaña política contra Uruguay. Pero desde principios del 2008, la principal estrategia oficial apunta a que el bloqueo caiga por el propio desgaste y aburrimiento de los piqueteros. O sea, que éstos se aburran y por fin se marchen a casa. Aunque esta noche en que se cenará lechón, la reunión parece algo animada.

En la cena, el piquetero José Pouler ya se ha deleitado con cua-tro contundentes pedazos de lechón. Él se califica como una de las voces más críticas del corte indefinido, así como de la selectividad con que se otorgan los permisos de paso. Su postura, reconoce, le ha valido roces dentro de la Asamblea. Ocurre que, autoridad de facto, los piqueteros deciden cuáles vehículos pasan y cuáles no. A veces, un mal gesto o un insulto a los vigilantes son motivo para un «hasta aquí usted ha llegado». El paso internacional, en la práctica, parece haber desaparecido del mapa, salvo curiosas excepciones. Pouler se limpia los labios de la grasa del lechón y recuerda que una vez se presentó por allí la hinchada del equipo de fútbol Gimnasia y Esgri-ma. «Y como no son negocio para el comerciante uruguayo y además suelen ser generadores de disturbios, se les dijo “adelante”». Pero el cierre no es tan drástico como aparenta, al menos para los que no van en automóvil. El cruce a pie está permitido para todos. Por eso, cada día, unas treinta personas se toman un taxi hasta el piquete, cruzan la barrera caminando y se toman un transporte al otro lado para cruzar el puente y llegar a la ciudad uruguaya de Fray Bentos, la más próxima de ese país. A pesar de la molestia que ello implica, no se han visto mayores objeciones a estas normas de circulación. El corte se ha vuelto natural.

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Bloquear un puente es una de esas típicas medidas que se aplican en Sudamérica para protestar contra la falta de empleo, contra el olvido de los políticos; pero el enojo de los habitantes de Gualeguaychú tiene un origen menos ideológico: sólo quieren que cierre esa fábrica uruguaya de papel que contamina. Como el gobierno no resuelve el problema por la vía diplomática, instalaron una barrera o «piquete» y cerraron el acceso a todo ser humano con un candado

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En el comienzo de la protesta, recuerdan mu-chos piqueteros, el Gobierno parecía un compañe-ro más. Hasta cortó relaciones diplomáticas con el Uruguay, porque éste apoyaba la contaminación del río que ambos países comparten. En mayo del 2006, Argentina demandó a su vecino ante la Cor-te Penal Internacional de la Haya por incumplir el Tratado del Río Uruguay y la diferencia podría tardar algunos años en dirimirse. Por entonces, todavía la empresa Botnia, la papelera que afec-ta a Gualeguaychú, no estaba instalada; pero una empresa similar ya contaminaba ciento cincuenta kilómetros al sur de la zona. La asamblea de ciu-dadanos convocada de manera espontánea, según los piqueteros, reclutó comerciantes, profesores, profesionales, estudiantes, y todos juntos se lan-zaron a la ruta. De forma paralela al litigio diplo-mático, desde el 2004 los vecinos organizaron pa-seos con antorchas de hasta veinte mil personas en Gualeguaychú, caravanas náuticas de hasta una docena de lanchas, manifestaciones de cinco o seis horas por el centro de Buenos Aires y marchas que congregaron hasta ciento treinta mil personas en el mismo puente internacional. La ciudad entera salió a la calle a protestar, me dijo Fritzler. Pero el problema no se resolvía y la idea de bloquear la ruta empezó a tomar cuerpo, siguiendo el ejemplo de los piquetes que cerraban las vías de Buenos Aires durante la crisis de principios de década. Aquéllos eran piquetes políticos. Y sus artífices, los piquete-ros, parecían un sindicato agresivo agobiado por la miseria. En Gualeguaychú, los primeros bloqueos que se hicieron a inicios del 2006 sólo pretendían «impedir que llegaran los materiales de construc-ción para Botnia por el puente», precisa Fritzler. Era un bloqueo verde, de meta ecologista. El corte permanente, votado por los tres mil asambleístas menos once a fines de aquel año, tenía como fin, según ese piquetero, «joder el turismo y el comer-cio del Uruguay».

Mi presencia de periodista genera inquietud para ciertos piqueteros. El amplio abanico de la prensa sue-le ser muy crítico con el bloqueo. Para muchos de los presentes, periodista es sinónimo de adversario.

–Para usted, ¿Botnia contamina? –me pregunta un campesino con una mirada firme y penetrante.

–No lo sé, no soy un experto en ecología, aunque las papeleras sue-len contaminar, ¿no?

–Entonces no hay nada que hablar con usted –remata y se engan-cha en otra conversación.

A medida que avanza la noche, las lenguas comienzan a soltarse y los términos suben su tono bélico.

–El corte es lo más suave. Si no, esto sería Irlanda del Norte –su-surra un chacarero.

Hay también quien habla más en serio.–Yo les dije, si con una bazuka les hubiéramos producido daños

en la planta, hoy no estaríamos aquí –se lamenta uno de los guardianes principales del candado.

–Si vamos con una lancha a sacar muestras de contaminación de Botnia en el fondo del río, la prefectura uruguaya nos dispara a mansal-va, te lo garantizo –dice Fernando López Guerra, un comerciante más de ciudad; luego se vuelve a distraer y bromea–: Como en los Simpsons, en el río van aparecer peces de tres ojos.

Así se hacen las seis de la mañana y, como si esto fuera una fábrica con horarios estrictos, la guardia nocturna vuelve a dormir a casa para que su reemplazo continúe con el combativo trabajo de vigilar el candado.

Armado de un paquete de cigarrillos, el piquetero Jorge Fritzler comanda una misión exploradora. Su objetivo es la ciu-dad de Gualeguaychú y la costa argentina del Río Uruguay. Es domingo a mediodía y él cuenta en su automóvil, entre pitada y pitada que hace tres meses volvió a fumar después de siete años de haberlo dejado. «No sé, supongo que volví al vicio un poco por la ansiedad que me genera todo esto». Cada tanto levanta la nariz y toma una muestra para verificar la contaminación en el aire. «¿Has olido?», pregunta. «Creo que se olía algo que venía de Botnia», dice con los ojos y los párpados bien levantados. Y vuelve a fumar. Fritzler y todos los que viven en Gualeguaychú –unas noventa mil personas– parecen obsesionados con los olo-res. Algunos ya no disciernen entre el tufo del estiércol y un gas contaminante de la papelera. Cualquier señal extraña en el cielo o el aire puede ser un sinónimo de alarma.

La lucha es omnipresente en la ciudad, que parece un campo tomado por el furor. Se ven murales, graffiti, letreros, banderas, camisetas de niños y calcomanías en decenas de coches. «Sí a la vida, no a Botnia», «Fuera Botnia». «Yo he dicho: No a las papele-ras». En su automóvil, Fritzler enciende una radio informativa local cuyo lema es «Periodismo sin contaminación». Hasta el Carnaval de la ciudad, el más famoso del país, funciona como amplificador de la protesta. La canción de la comparsa «Mari-Mari» versa so-

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Hay una fiesta alrededor del bloqueo. El hijo mayor de un piquetero cumple ochos anos y se va a celebrar en la sala principal del piquete. Es una construcción de cemento poco más grande que un salón de escuela. Cerca se ve un autobús, una casa rodante, y un paradójico puesto de Gendarmería Nacional. En el lugar hay banos y duchas, y quien quiera pasar la noche tiene su colchón gratuito. Allí vive un policía que va de civil. Lo quiera o no, ya es uno más del bloqueo

bre la conquista europea y el arrebato de recursos naturales en la zona. Una metáfora musical del efecto de las papeleras en esta zona. Porque, según denuncian los estancieros de las tierras aledañas a Botnia, cuya matriz está en Finlandia, la madera y el agua dulce se están agotando.

Fritzler conduce hacia Ñandubayzal, el bal-neario más popular de la ciudad. De camino, al atravesar el pueblo de Belgrano, se ven las cons-trucciones levantadas en las últimas dos décadas: cabañas, bungalows y distintos albergues turísti-cos. Fritzler, de súbito, se exalta al volante. «No puede ser que nosotros estemos planificando el turismo desde hace treinta años y ahora vengan estos hijos de puta y nos pongan una pastera de celulosa». El cigarrillo quedó partido por la mitad. Jorge se ajusta el cinturón en el pantalón y sigue hablando: «Hubo setenta familias que hicieron las maletas y volvieron a casa por los olores de la semana pasada. Ya nos están jodiendo». Pero las cifras oficiales parecen contradecirlo y podrían agravar su malhumor. En el 2008 hubo un cuar-to de turistas más en la región respecto al año anterior, según un estudio municipal. Esta tarde unas tres mil personas repletan la angosta playa de Ñandubayzal, donde el piquetero estaciona su automóvil. Sólo el tiempo determinará si allí los que veranean son turistas o víctimas de esta his-toria irresuelta.

Una familia de turistas de la provincia de En-tre Ríos pasa unos días de vacaciones. En ropa de baño discreta, marca de la clase media que resistió las sucesivas crisis del país, ellos se protegen del sol bajo una pequeña sombrilla. El padre es el único que no teme hablar (quizá porque su mujer ya está harta de oír de la protesta ambientalista). «Para los que viven cerca de la planta –dice el hombre–, es

muy preocupante». Luego añade: «Que nuestro gobierno haya per-mitido esto es gravísimo». Jorge Fritzler lo mira con indiferencia, acaso porque ya ha escuchado muchos de esos discursos. Al igual que el día anterior, él viste un jean resistente y una camiseta azul. Toma un palo como arma y se adentra en la maleza. Los árboles son pequeños, la tierra es arenosa y el sonido de las garzas y los chajás hacen de sendero. «La muerte de peces, abejas, camalotes, almejas y la saturación de algas son nuestros indicadores biológicos, digan lo que digan los informes oficiales», señala él y parece un explorador en un juego que domina a la perfección. A cada paso, enseña sus hallazgos y suma nuevas pruebas que adjudica en parte a la papele-ra Botnia. Se abre camino entre las ramas y asegura que «hay aves que emigran o mueren. Esto afecta a toda la cadena ecológica». Al final de su coloquio, tras dos kilómetros de caminata bajo un sol in-tenso de verano, dice que en el río se acumulan dioxinas y furanos, compuestos químicos muy nocivos que permanecen, según lo que investigó, entre cuarenta y cincuenta años sin poder descomponerse. Pero las últimas muestras que realizó el Instituto Nacional de Tec-nología Industrial, del gobierno –es decir, la versión oficial de esta historia–, dicen que el río está limpio y cristalino. ¿A quién creerle? ¿A alguien que está furioso caminando por lo que considera un cam-po destruido o a las apacibles conclusiones del lejano gobierno de la Argentina? La batalla alrededor de la papelera parece una de esas guerras modernas donde ambos bandos quieren tener la razón y, a la vez, parece que ninguno la tuviera. Ambos producen información, ambos quieren que les creas. A lo lejos, la fábrica, ploma y horrible, se levanta con indiferencia sobre el río y su sólo aspecto parece mar-chitar ese escenario verde.

Le pregunto a Fritzler cómo se financia la Asamblea para mante-ner el bloqueo, sufragar los viajes, las «acciones».

El hombre suda copiosamente y su bronceado resalta a medida que pasa la tarde.

–El gobierno provincial anterior aportó unos treinta y cinco mil dólares en cuatro cheques –responde mientras vamos de regreso–. El actual, no nos da nada.

Luego completa su respuesta usando los dedos de las dos manos: –Ahora pagamos la gasolina, los volantes, afiches y los gastos de et

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Hay una fiesta alrededor del bloqueo. El hijo mayor de un piquetero cumple ochos anos y se va a celebrar en la sala principal del piquete. Es una construcción de cemento poco más grande que un salón de escuela. Cerca se ve un autobús, una casa rodante, y un paradójico puesto de Gendarmería Nacional. En el lugar hay banos y duchas, y quien quiera pasar la noche tiene su colchón gratuito. Allí vive un policía que va de civil. Lo quiera o no, ya es uno más del bloqueo

bre la conquista europea y el arrebato de recursos naturales en la zona. Una metáfora musical del efecto de las papeleras en esta zona. Porque, según denuncian los estancieros de las tierras aledañas a Botnia, cuya matriz está en Finlandia, la madera y el agua dulce se están agotando.

Fritzler conduce hacia Ñandubayzal, el bal-neario más popular de la ciudad. De camino, al atravesar el pueblo de Belgrano, se ven las cons-trucciones levantadas en las últimas dos décadas: cabañas, bungalows y distintos albergues turísti-cos. Fritzler, de súbito, se exalta al volante. «No puede ser que nosotros estemos planificando el turismo desde hace treinta años y ahora vengan estos hijos de puta y nos pongan una pastera de celulosa». El cigarrillo quedó partido por la mitad. Jorge se ajusta el cinturón en el pantalón y sigue hablando: «Hubo setenta familias que hicieron las maletas y volvieron a casa por los olores de la semana pasada. Ya nos están jodiendo». Pero las cifras oficiales parecen contradecirlo y podrían agravar su malhumor. En el 2008 hubo un cuar-to de turistas más en la región respecto al año anterior, según un estudio municipal. Esta tarde unas tres mil personas repletan la angosta playa de Ñandubayzal, donde el piquetero estaciona su automóvil. Sólo el tiempo determinará si allí los que veranean son turistas o víctimas de esta his-toria irresuelta.

Una familia de turistas de la provincia de En-tre Ríos pasa unos días de vacaciones. En ropa de baño discreta, marca de la clase media que resistió las sucesivas crisis del país, ellos se protegen del sol bajo una pequeña sombrilla. El padre es el único que no teme hablar (quizá porque su mujer ya está harta de oír de la protesta ambientalista). «Para los que viven cerca de la planta –dice el hombre–, es

muy preocupante». Luego añade: «Que nuestro gobierno haya per-mitido esto es gravísimo». Jorge Fritzler lo mira con indiferencia, acaso porque ya ha escuchado muchos de esos discursos. Al igual que el día anterior, él viste un jean resistente y una camiseta azul. Toma un palo como arma y se adentra en la maleza. Los árboles son pequeños, la tierra es arenosa y el sonido de las garzas y los chajás hacen de sendero. «La muerte de peces, abejas, camalotes, almejas y la saturación de algas son nuestros indicadores biológicos, digan lo que digan los informes oficiales», señala él y parece un explorador en un juego que domina a la perfección. A cada paso, enseña sus hallazgos y suma nuevas pruebas que adjudica en parte a la papele-ra Botnia. Se abre camino entre las ramas y asegura que «hay aves que emigran o mueren. Esto afecta a toda la cadena ecológica». Al final de su coloquio, tras dos kilómetros de caminata bajo un sol in-tenso de verano, dice que en el río se acumulan dioxinas y furanos, compuestos químicos muy nocivos que permanecen, según lo que investigó, entre cuarenta y cincuenta años sin poder descomponerse. Pero las últimas muestras que realizó el Instituto Nacional de Tec-nología Industrial, del gobierno –es decir, la versión oficial de esta historia–, dicen que el río está limpio y cristalino. ¿A quién creerle? ¿A alguien que está furioso caminando por lo que considera un cam-po destruido o a las apacibles conclusiones del lejano gobierno de la Argentina? La batalla alrededor de la papelera parece una de esas guerras modernas donde ambos bandos quieren tener la razón y, a la vez, parece que ninguno la tuviera. Ambos producen información, ambos quieren que les creas. A lo lejos, la fábrica, ploma y horrible, se levanta con indiferencia sobre el río y su sólo aspecto parece mar-chitar ese escenario verde.

Le pregunto a Fritzler cómo se financia la Asamblea para mante-ner el bloqueo, sufragar los viajes, las «acciones».

El hombre suda copiosamente y su bronceado resalta a medida que pasa la tarde.

–El gobierno provincial anterior aportó unos treinta y cinco mil dólares en cuatro cheques –responde mientras vamos de regreso–. El actual, no nos da nada.

Luego completa su respuesta usando los dedos de las dos manos: –Ahora pagamos la gasolina, los volantes, afiches y los gastos de et

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calefacción, luz, gas y comida mediante la venta de merchandising, donaciones, remates y algunos in-gresos por boletos del Carnaval [el diario La NacióN

estimó el gasto mensual de la Asamblea en trece mil dólares mensuales]. Ah, también hay que poner di-nero de nuestro bolsillo.

En cinco años y medio de lucha ecologista, muchos de los piqueteros de Gualeguaychú se han distanciando de la protesta, como quien trata de ponerse a salvo de una batalla demasiado larga como para su resistencia. Quizá se trata del dine-ro que debían invertir. Por eso, de los casi tres mil miembros originales de la Asamblea que votaron por el bloqueo, ahora sólo siguen activos unos dos-cientos. El aburrimiento por la falta de desenlace de su lucha parece ser lo único que podría termi-nar con el corte de la carretera. Si hasta parece una medida disuasiva dictada por el gobierno. Además, a una distancia algo considerable, hay otros dos puentes internacionales sobre el río. Un ex asam-bleísta que exigió mantener su nombre en el ano-nimato (tal vez por miedo a represalias) me contó

por teléfono que «ya no tiene sentido el corte y toda la protesta. Nadie los escucha y Botnia no se irá». Llegar a esa conclusión lo apartó de la causa a mediados del 2007. «Era una total pérdida de tiempo y dinero», añadió. Luego colgó el teléfono.

Pronto se renirán los sobrevivientes. Es domingo por la noche y en Arroyo Verde, donde está el bloqueo, se celebra una de las dos asambleas semanales de piqueteros. La otra tiene lugar los miérco-les. Ya desde la tarde van acudiendo los activistas y sus familias; se improvisa una mesa de ping pong para los niños, los mates corren de mano en mano y se forma una hilera de coches sobre la ruta. A las ocho y treinta de la noche se ordenan los bancos, las sillas llevadas de casa y se enciende el sonido. Hay cien piqueteros y se ponen de pie. Suena el himno nacional argentino y ellos entonan las letras con la mano derecha incrustada en el corazón. Se trata, después de todo, de una causa nacional.

Un piquetero designado como «secretario general» (aunque su poder parece limitado) modera la enésima asamblea. Las primeras se realizaban en la propia ruta, a veces a las seis de la mañana, y hasta en tres ocasiones durante un mismo día. Es el foro donde todo se decide: et

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calefacción, luz, gas y comida mediante la venta de merchandising, donaciones, remates y algunos in-gresos por boletos del Carnaval [el diario La NacióN

estimó el gasto mensual de la Asamblea en trece mil dólares mensuales]. Ah, también hay que poner di-nero de nuestro bolsillo.

En cinco años y medio de lucha ecologista, muchos de los piqueteros de Gualeguaychú se han distanciando de la protesta, como quien trata de ponerse a salvo de una batalla demasiado larga como para su resistencia. Quizá se trata del dine-ro que debían invertir. Por eso, de los casi tres mil miembros originales de la Asamblea que votaron por el bloqueo, ahora sólo siguen activos unos dos-cientos. El aburrimiento por la falta de desenlace de su lucha parece ser lo único que podría termi-nar con el corte de la carretera. Si hasta parece una medida disuasiva dictada por el gobierno. Además, a una distancia algo considerable, hay otros dos puentes internacionales sobre el río. Un ex asam-bleísta que exigió mantener su nombre en el ano-nimato (tal vez por miedo a represalias) me contó

por teléfono que «ya no tiene sentido el corte y toda la protesta. Nadie los escucha y Botnia no se irá». Llegar a esa conclusión lo apartó de la causa a mediados del 2007. «Era una total pérdida de tiempo y dinero», añadió. Luego colgó el teléfono.

Pronto se renirán los sobrevivientes. Es domingo por la noche y en Arroyo Verde, donde está el bloqueo, se celebra una de las dos asambleas semanales de piqueteros. La otra tiene lugar los miérco-les. Ya desde la tarde van acudiendo los activistas y sus familias; se improvisa una mesa de ping pong para los niños, los mates corren de mano en mano y se forma una hilera de coches sobre la ruta. A las ocho y treinta de la noche se ordenan los bancos, las sillas llevadas de casa y se enciende el sonido. Hay cien piqueteros y se ponen de pie. Suena el himno nacional argentino y ellos entonan las letras con la mano derecha incrustada en el corazón. Se trata, después de todo, de una causa nacional.

Un piquetero designado como «secretario general» (aunque su poder parece limitado) modera la enésima asamblea. Las primeras se realizaban en la propia ruta, a veces a las seis de la mañana, y hasta en tres ocasiones durante un mismo día. Es el foro donde todo se decide: et

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desde una coma en un documento a difundir, si un grupo de sacerdotes o una tenista profesional de ca-torce años son autorizados a pasar el bloqueo, y has-ta quién debe acompañar al periodista que los visita. Los piqueteros aseguran que hay total democracia y horizontalidad. Sólo hay un puñado de asambleístas con cargos formales. Cualquiera puede tomar el mi-crófono, cualquiera puede opinar. Las discusiones son muy acaloradas, como si en cada votación se jugasen la vida o la muerte.

Esta noche, una señora de cabello platinado y encendidos ojos azules pide la palabra. Se ayu-da con un bastón, ya que sus rodillas y sus tobi-llos han cargado demasiadas canastas de frutas y atravesado extensas estancias durante sesenta y nueve años. Lleva una pollera negra de tela cor-cel, un saco de igual textura, como es tradicio-nal de la región, y unas cintas celestes y blancas donde aparecen bordados los rezos de la lucha. La apodan la Pachamama, como se nombra en quechua a la diosa Madre-Tierra. Nelly Pibas, como se llama en realidad, jamás había imagina-do que en la última etapa de su vida iba a luchar como una partisana adolescente. «Hay que seguir combatiendo por nuestros hijos y nietos –excla-ma presionando el micrófono con mucha fuerza–. El corte no se levanta porque es la bandera de la lucha, compañeros. El poder no puede tapar el sol con las dos manos. Nuestra causa es justa y el pueblo lo sabe». La mujer está gritando y su nie-ta de cuatro años, que la acompaña, la mira con admiración. La asamblea en pleno aplaude, pese a todo, con una energía descomunal. Los cinco años y medio de lucha casi no se notan cuando la Asamblea une sus fuerzas. Pero éste es el núcleo duro, donde están los que se mantienen activos.

Poco después, la reunión concluye y de inme-diato un criador de pollos de la zona monta un tecla-do de piano sobre la carretera. Comienza una fiesta con canto y música del lugar. Quedan un puñado de piqueteros y parejas que superan los sesenta años, pero están eufóricos luego del baño revitalizador de la asamblea. A la media hora de comenzado el bai-le, un piquetero baja el volumen. Algo ha pasado. Atención. «A las 21.30 hubo olor a humo tóxico en la ciudad», informa a la concurrencia. Los comen-

tarios vuelan. Hay un silencio inquietante. Es una muestra extraña de inacción o quizá sean las ganas de festejar. Luego la gente se olvi-da de la alarma y la música continúa.

La mañana del lunes me dispongo a pasar a territorio «enemigo» usando el salvoconducto de periodista que me han concedido los pique-teros. Al otro lado del río, el control migratorio y aduanero dispone de unos seis empleados aburridos. Se pasan el día jugando al solitario y otros juegos que ofrece su computadora. Ya en la ciudad de Fray Bentos, en te-rritorio uruguayo, la indiferencia, el insulto y el temor conviven a los em-pujones. Es un pueblo calmo y silencioso, que no responde a los atributos de una frontera: no hay bullicio en el mercado, tampoco contrabando de ningún tipo ni mucho menos prostitución. Se habla poco del tema del conflicto de la papelera Botnia y del bloqueo, salvo cuando los mencionan los diarios y noticieros. Según cuenta un obrero (el tema es delicado en la zona), el que se manifiesta en contra de la papelera en un bar o en una re-unión podría encontrarse ante serios problemas. Pero no dice nada más.

De regreso a Gualeguaychú, Jorge Fritzler y José Pouler discu-ten con mutuo respeto en la mesa de una pizzería. Pouler viste de pizzero en su espacioso local que recuerda a los de los viejos tiem-pos: mesas amplias y separadas, pocos manteles. Entonces sirve una pizza napolitana cuya receta atesora elogios. Fritzler enseña el diario local El ArgEntino: siete de cada diez habitantes de la ciudad apoyan el bloqueo de la ruta. La noticia es de gran aliento. Pouler, como buen mozo, saca el periódico, limpia la mesa y vuelve a hablar del piquete. «Es así: el corte nos mantiene unidos –dice–. No tenemos otra. Ningún gobernante va a hacer nada por nosotros». Esa máxima está presente en cada «acción», en cada asamblea, y parece un mandato cada vez que un poblador huele algo extraño en el aire. Recuerda una pinta en una ventana del piquete: «Sólo el pue-blo solucionará los problemas del pueblo». ¿Pero qué ocurrirá si el aburrimiento termina de doblegar antes a los piqueteros? Todas las historias, incluso las más largas, se merecen un final.

–¿Tú te piensas que a nosotros nos gusta estar en Arroyo Verde, cortando la ruta? –me pregunta Fritzler como si lanzara una confesión de su estado de ánimo entre líneas.

Quizá le gustaría abrir el candado de una buena vez, pero sus prin-cipios se lo prohíben. Donde hay una pelea, también hay orgullo de par-te. De momento, a causa del piquete más prolongado de la historia ar-gentina, como quizá será recordado este bloqueo, otras seis fábricas de papel han desistido de instalar sus locales cerca de las convulsas aguas del Río Uruguay. Algo huele mal allí. Incluso durante esos días en que no parece ocurrir nada, y cuando protestar contra la injusticia es lo mis-mo que vigilar, segundo a segundo, un pequeño candado.

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Falos asesinos

n un pasaje aterrador de Los cachorros un pe-

rro arranca a dentelladas el falo de un pobre

adolescente, desde entonces irónicamente conocido

como Pichula Cuéllar. Si Mario Vargas Llosa es uno de

los mayores exponentes de la imaginación truculenta

(piensen si no en los núcleos dramáticos y traumáti-

cos de novelas como La ciudad y Los perros o La fiesta

deL chivo), no es extraño que una de sus escenas más

brutales se relacione con el más universal de los temo-

res masculinos: la castración. Aún me veo a los quince

años, apretando involuntariamente las piernas al leer

ese pasaje y, después, al contarles

la novela a mis amigos, los veo aún

haciendo lo mismo que yo al leer el

libro, casi como solidarizándose con

el dolor de ese personaje que, supe

después, encarnaba el miedo del pro-

pio novelista y de todos los hombres.

Si hay alguien que nadie quisiera ser,

ése sin duda es Pichula Cuéllar.

La pérdida del pene en forma

de castración ha sido desde tiempos

inmemoriales el más perverso de

nuestros fantasmas. El caso aciago

de John Wayne Bobbitt es ejemplar.

Pese a que nadie le quitó la razón a

Lorena, su esposa, por cortar parte

del colgajo de su marido (había sido

víctima de reiteradas golpizas y vio-

laciones de parte de él), los detalles

de la historia –la manera en que cer-

cenó el miembro con un cuchillo de

cocina y se deshizo de él arrojándo-

lo por la ventanilla de un automóvil,

la búsqueda de la policía del pedazo emasculado y su

ubicación entre unos matorrales, la trabajosa serie de

cirugías que se hicieron para reconstruir el malhadado

falo– movilizaron un sentimiento empático de todos los

hombres hacia el cercenado Bobbitt. Muchos comenta-

mos su historia entre tics involuntarios y risas nerviosas.

En la posterior carrera de Bobbitt como actor porno en

películas como frankenpenis (una parodia triple equis

de frankenstein en la que el «actor» mostraba orgullo-

samente su colgado reconstruido, moteado de cicatrices

60_ CONSULTORIO SEXUAL

y puntos) es posible entrever el deseo de la industria, de sus consumidores va-

rones, por ayudar culposamente al hermano caído, al castrado, a la víctima de la

peor de nuestras pesadillas.

En Oriente las cosas serán siempre más complejas y misteriosas. En un

extraño almuerzo familiar, me enteré de la existencia de un extraño desorden

psicopático que se ha registrado en China y en otros países asiáticos. El pa-

ciente que sufre de koro –así se llama el síndrome– cree y teme que su pene

desaparecerá dentro de su propio cuerpo y por propia voluntad. El problema,

que se inicia con ataques de ansiedad y temor indefinido a la muerte, deviene

en pánico cerval a que el adminículo se encogerá hasta meterse en el propio

cuerpo y matará al paciente. El médico alemán H.R. Teirich detalla dos ca-

sos de koro en China. En ambos, los pa-

cientes confesaban haberse masturbado

impíamente durante la adolescencia. Uno

de ellos señaló que su padre, viendo aque-

llas prácticas, le había vaticinado que su

colgajo terminaría pudriéndose: debido a

que no pudo abandonar la masturbación,

estaba convencido de que era necesario

sujetar su miembro para que no se le en-

cogiera y lo victimizara. El doctor Teirich

anota que en China se ha creado un apa-

rato para ayudar a los afectados por koro,

el li-teng-hok, un cinturón del que pende

una suerte de camafeo en que se encierra

el glande del pene «enfermo». Aun cuan-

do los especialistas no se han puesto de

acuerdo sobre las causas del koro, se pre-

sume que una de las fuentes es el misticis-

mo delirante de la religión china, ahíto de

culpas y restricciones.

El koro es un peligro, además, porque

es altamente contagioso. El doctor Teirich

señala que ya llegó a Occidente, y cuenta el

caso de un paciente que visitó su consultorio, en Austria, con el pene atado a una

de sus piernas. Estaba convencido de que su falo se estaba reduciendo y temía que

se le metiera dentro del cuerpo. En Singapur, en 1967, fue famosa una epidemia de

histeria colectiva debido a un simple reporte de periódico: todos parecían tener koro.

Hace pocos años, en Vietnam, se desató una avalancha de víctimas de koro debido a

que algunas mujeres creyeron ver que el pene de sus hijos se reducía después de una

zambullida en el mar. Algunas de las madres abrocharon el miembro de sus críos y

los jalaron al punto de arrancárselos involuntariamente del cuerpo. Puedo imaginar

a algunos lectores juntando las piernas como yo al leer Los cachorros hace algunos

años. Créanme que los entiendo.

un diagnóstico de

jeremías gamboa

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Falos asesinos

n un pasaje aterrador de Los cachorros un pe-

rro arranca a dentelladas el falo de un pobre

adolescente, desde entonces irónicamente conocido

como Pichula Cuéllar. Si Mario Vargas Llosa es uno de

los mayores exponentes de la imaginación truculenta

(piensen si no en los núcleos dramáticos y traumáti-

cos de novelas como La ciudad y Los perros o La fiesta

deL chivo), no es extraño que una de sus escenas más

brutales se relacione con el más universal de los temo-

res masculinos: la castración. Aún me veo a los quince

años, apretando involuntariamente las piernas al leer

ese pasaje y, después, al contarles

la novela a mis amigos, los veo aún

haciendo lo mismo que yo al leer el

libro, casi como solidarizándose con

el dolor de ese personaje que, supe

después, encarnaba el miedo del pro-

pio novelista y de todos los hombres.

Si hay alguien que nadie quisiera ser,

ése sin duda es Pichula Cuéllar.

La pérdida del pene en forma

de castración ha sido desde tiempos

inmemoriales el más perverso de

nuestros fantasmas. El caso aciago

de John Wayne Bobbitt es ejemplar.

Pese a que nadie le quitó la razón a

Lorena, su esposa, por cortar parte

del colgajo de su marido (había sido

víctima de reiteradas golpizas y vio-

laciones de parte de él), los detalles

de la historia –la manera en que cer-

cenó el miembro con un cuchillo de

cocina y se deshizo de él arrojándo-

lo por la ventanilla de un automóvil,

la búsqueda de la policía del pedazo emasculado y su

ubicación entre unos matorrales, la trabajosa serie de

cirugías que se hicieron para reconstruir el malhadado

falo– movilizaron un sentimiento empático de todos los

hombres hacia el cercenado Bobbitt. Muchos comenta-

mos su historia entre tics involuntarios y risas nerviosas.

En la posterior carrera de Bobbitt como actor porno en

películas como frankenpenis (una parodia triple equis

de frankenstein en la que el «actor» mostraba orgullo-

samente su colgado reconstruido, moteado de cicatrices

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y puntos) es posible entrever el deseo de la industria, de sus consumidores va-

rones, por ayudar culposamente al hermano caído, al castrado, a la víctima de la

peor de nuestras pesadillas.

En Oriente las cosas serán siempre más complejas y misteriosas. En un

extraño almuerzo familiar, me enteré de la existencia de un extraño desorden

psicopático que se ha registrado en China y en otros países asiáticos. El pa-

ciente que sufre de koro –así se llama el síndrome– cree y teme que su pene

desaparecerá dentro de su propio cuerpo y por propia voluntad. El problema,

que se inicia con ataques de ansiedad y temor indefinido a la muerte, deviene

en pánico cerval a que el adminículo se encogerá hasta meterse en el propio

cuerpo y matará al paciente. El médico alemán H.R. Teirich detalla dos ca-

sos de koro en China. En ambos, los pa-

cientes confesaban haberse masturbado

impíamente durante la adolescencia. Uno

de ellos señaló que su padre, viendo aque-

llas prácticas, le había vaticinado que su

colgajo terminaría pudriéndose: debido a

que no pudo abandonar la masturbación,

estaba convencido de que era necesario

sujetar su miembro para que no se le en-

cogiera y lo victimizara. El doctor Teirich

anota que en China se ha creado un apa-

rato para ayudar a los afectados por koro,

el li-teng-hok, un cinturón del que pende

una suerte de camafeo en que se encierra

el glande del pene «enfermo». Aun cuan-

do los especialistas no se han puesto de

acuerdo sobre las causas del koro, se pre-

sume que una de las fuentes es el misticis-

mo delirante de la religión china, ahíto de

culpas y restricciones.

El koro es un peligro, además, porque

es altamente contagioso. El doctor Teirich

señala que ya llegó a Occidente, y cuenta el

caso de un paciente que visitó su consultorio, en Austria, con el pene atado a una

de sus piernas. Estaba convencido de que su falo se estaba reduciendo y temía que

se le metiera dentro del cuerpo. En Singapur, en 1967, fue famosa una epidemia de

histeria colectiva debido a un simple reporte de periódico: todos parecían tener koro.

Hace pocos años, en Vietnam, se desató una avalancha de víctimas de koro debido a

que algunas mujeres creyeron ver que el pene de sus hijos se reducía después de una

zambullida en el mar. Algunas de las madres abrocharon el miembro de sus críos y

los jalaron al punto de arrancárselos involuntariamente del cuerpo. Puedo imaginar

a algunos lectores juntando las piernas como yo al leer Los cachorros hace algunos

años. Créanme que los entiendo.

un diagnóstico de

jeremías gamboa

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62_ OLVIDADOS

EL HOMBRE AL QUE

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NADIE RECUERDAun texto de doménica canchano

E l hombre que no quiere hablar se llama Jaime Sánchez Niles. Fue considerado el hijo pródigo de Ecuador, un inmigrante rescatado de una odisea salvaje, pero aho-

ra, un año después del retorno a su país, parece que ha perdido la memoria. O simplemente no quiere recordar y se limita a observar el suelo.

En un país del que se ha ido casi la cuarta parte de sus habitantes, la historia del emigrante Jaime Sánchez no parecía especial mientras se alistaba para partir a fines del 2003: se despidió de su familia y abordó un barco para escapar de la pobreza de su país. Lo extraño es que luego nadie más supiera de él. A veces, cuando llamaba a sus familiares desde alguna ciudad extraña para pedir que le enviaran dinero, a ellos les quedaba la incertidumbre de no saber lo que él estaba haciendo con su vida en el África, el destino que él extrañamente había elegido. Pero años después, cuando el gobierno de Ecuador y los medios de comunicación conocieron su historia, los ciudadanos se compadecieron de ella y el país entero parecía sentir que la repatriación de ese hombre era un asunto nacional. Entonces lo trajeron

de vuelta. Eso fue a comienzos del 2008, y ahora, doce meses después, él esta sentado y callado en la sala de la casa de su hermana mayor, Juana Isabel, quien dedicó cuatro años a la tarea desesperada de buscarlo cuan-do él andaba perdido en el mundo.

Aun ahora, cuando la pesadilla parece haber terminado, Jaime Sánchez suele tomar el desayuno con su hermana, en esta casa austera de cemento y madera que se encuentra en el cruce de las calles 22 y Huancavilca, en un barrio pobre de Guayaquil. Ha recuperado su an-tiguo peso y aspecto: es un hombre fornido, de un metro ochenta de estatura, que lleva de un modo sobrio unos pantalones grises bien plan-chados y una correa negra ajustada que hace juego con sus zapatos. Lo único que resalta en su aspecto es el reloj dorado que pende de su mano derecha y contrasta con el color de su piel morena. A pocos metros de esta casa, Sánchez ha rentado un departamento a su nombre por cien dólares mensuales en el que no ha querido recibirme porque, al parecer, se encuentra vacío y desolado. Sánchez prefiere pasar el tiempo aquí, donde recibe a los periodistas que de vez en cuando recuerdan que algu-na vez él fue el emigrante símbolo del Ecuador. Uno de esos casos que el gobierno y los periodistas tomaron para sensibilizar a todo el país sobre un problema grave: había muchos ecuatorianos que «escapaban» de la pobreza de su tierra sólo para encontrar más sufrimiento en el extranjero. Pero esta mañana, desde que estamos reunidos en la sala

para que todo un país se olvidara de él?

A Jaime Sánchez lo llamaron el «emigrantesímbolo». Andaba perdido y muerto de hambreen Sudáfrica cuando el gobierno de Ecuadorle pagó el viaje de regreso a su país. Entoncesle prometieron un empleo y una casa. Luego, porsupuesto, nadie cumplió. ¿Qué hizo ese hombre

EL HOMBRE AL QUE

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ner a su esposa y a sus tres hijos. Entonces decidió que debía marcharse como millones de sus compatriotas. Ahora, cuando han pasado muchos años, él sigue mirando el suelo de la casa de su hermana. De pronto, re-cuerda que fue un amigo el que le dijo vagamente que en Sudáfrica abun-daban las minas y que el trabajo sobraba para todo el mundo. Por un extraño motivo que no puede precisar, dice que se obsesionó con ese país. Y ese día de octubre del 2003, se embarcó como polizonte en un barco carguero que salió del puerto Esmeraldas rumbo a Sudáfrica. Pero nunca llegó al lugar que buscaba.

El plan parecía condenado al fracaso desde el comienzo, pues el bar-co atracó en la ciudad de Maputo, en Mozambique, cientos de kilóme-tros al noreste de Sudáfrica. La policía de frontera de ese país encontró a Sánchez escondido en una cabina y sin documentos que le permitieran establecerse allí siquiera como turista. Lo detuvieron por algunos días en una carceleta y, después de una paliza que casi lo dejó muerto, lo soltaron en las calles de una ciudad desconocida. Jaime Sánchez era un hombre sin documentos y sin dinero en un lugar del que jamás había oído hablar. No sabía portugués, que es el idioma oficial, ni mucho menos las lenguas aborígenes que se hablan en el lugar. No podía conversar con nadie y qui-zá de esos días le queda esa parquedad. De ese tiempo, Sánchez tiene la vaga imagen de sí mismo andando de puerto en puerto, de casa en casa, sintiendo la impotencia de no poder contarle a nadie su historia, ni de dónde venía; sólo sentía unas ganas inútiles de volver a su país.

Desde la sala de la casa de Juana Isabel, su hermana, se oye el equi-po estéreo que un vecino ha encendido a todo volumen. Por la puerta abierta se cuela la voz gruesa del salsero Andy Montañez, que canta su último éxito: «Si usted pregunta quién yo soy, yo mismo a veces no lo sé». Parece una cruel coincidencia, pues algo de esa impotencia debió sentir Sánchez esos primeros meses en Mozambique. ¿Qué hace un hombre sin dinero en un país donde no puede hablar con nadie?. Él desmadeja sus recuerdos, y sólo se anima a quedarse callado. Entre las cosas que le ha podido arrancar su hermana, hay imágenes sueltas. En una de ellas, Sán-chez se ve escondido en unos bosques, lejos, sin comida, totalmente solo y alejado de las personas. Está muriendo de hambre.

–El hambre transforma a las personas en mala gente –dice sobre-poniendo su voz a la de la canción que llega de afuera–. De eso también tenía que escapar.

de su hermana, Sánchez no ha querido revelar una sola palabra de esa historia trágica que lo convirtió en una figura pública. Sólo me dijo que prefería que nos juntemos aquí porque la sala de su hermana es más acogedora que el sitio donde vive. Está callado. Parece que no tiene fuerzas para recordar. A veces lanza profundos suspiros, y eso parece ser todo.

La historia del emigrante símbolo de Ecuador empezó en 1999, cuando Jaime Sánchez Niles era un ciudadano agobiado por la crisis de su país. Por entonces, Ecuador vivía la peor depresión del siglo. Los obreros estaban en huelga, las empresas no pro-ducían, las cosas costaban cada día más (la inflación del país era la más alta de Latinoamérica), y los ciuda-danos emigraban como nunca antes lo habían hecho. En apenas una década, uno de cada cuatro ecuatoria-nos abandonó su ciudad en busca de un lugar donde trabajar en el extranjero. Uno de cada cuatro es tres millones de personas y esa cantidad puede generar un vacío enorme en un país pequeño: como si de pronto, la cuarta parte del país se quedara sin gente. Muchos partían a los Estados Unidos, España, Italia y otros países de Europa. A Sánchez, sin embargo, se le había metido en la cabeza que en África podía haber una po-sibilidad para él, y entonces comenzó su tragedia. ¿A quién se le ocurría migrar a un continente castigado por la pobreza y el hambre y las enfermedades?

Para el día en que Sánchez terminó los prepa-rativos de su viaje, el 13 de octubre del 2003, ningún familiar tenía idea de su destino. Por entonces él tenía treinta y siete años y había vivido en Guayaquil distri-buyendo cajas de gaseosas por las tiendas de la ciudad. Trabajaba seis días a la semana y obtenía por ello unos doscientos dólares al mes, lo que no le permitía mante-

64_ OLVIDADOS

un continente castigado por la pobreza y el hambre y las enfermedades?

Uno de cada cuatro ecuatorianos se fue. Como si de pronto, la cuarta parte del país se quedara sin gente. Muchos partían a los

Estados Unidos, España, Italia y otros países de Europa. A Jaime

Sánchez, sin embargo, se le había metido en la cabeza que en Áfricapodía haber una posibilidad para él. ¿A quién se le ocur ría migrar a

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ner a su esposa y a sus tres hijos. Entonces decidió que debía marcharse como millones de sus compatriotas. Ahora, cuando han pasado muchos años, él sigue mirando el suelo de la casa de su hermana. De pronto, re-cuerda que fue un amigo el que le dijo vagamente que en Sudáfrica abun-daban las minas y que el trabajo sobraba para todo el mundo. Por un extraño motivo que no puede precisar, dice que se obsesionó con ese país. Y ese día de octubre del 2003, se embarcó como polizonte en un barco carguero que salió del puerto Esmeraldas rumbo a Sudáfrica. Pero nunca llegó al lugar que buscaba.

El plan parecía condenado al fracaso desde el comienzo, pues el bar-co atracó en la ciudad de Maputo, en Mozambique, cientos de kilóme-tros al noreste de Sudáfrica. La policía de frontera de ese país encontró a Sánchez escondido en una cabina y sin documentos que le permitieran establecerse allí siquiera como turista. Lo detuvieron por algunos días en una carceleta y, después de una paliza que casi lo dejó muerto, lo soltaron en las calles de una ciudad desconocida. Jaime Sánchez era un hombre sin documentos y sin dinero en un lugar del que jamás había oído hablar. No sabía portugués, que es el idioma oficial, ni mucho menos las lenguas aborígenes que se hablan en el lugar. No podía conversar con nadie y qui-zá de esos días le queda esa parquedad. De ese tiempo, Sánchez tiene la vaga imagen de sí mismo andando de puerto en puerto, de casa en casa, sintiendo la impotencia de no poder contarle a nadie su historia, ni de dónde venía; sólo sentía unas ganas inútiles de volver a su país.

Desde la sala de la casa de Juana Isabel, su hermana, se oye el equi-po estéreo que un vecino ha encendido a todo volumen. Por la puerta abierta se cuela la voz gruesa del salsero Andy Montañez, que canta su último éxito: «Si usted pregunta quién yo soy, yo mismo a veces no lo sé». Parece una cruel coincidencia, pues algo de esa impotencia debió sentir Sánchez esos primeros meses en Mozambique. ¿Qué hace un hombre sin dinero en un país donde no puede hablar con nadie?. Él desmadeja sus recuerdos, y sólo se anima a quedarse callado. Entre las cosas que le ha podido arrancar su hermana, hay imágenes sueltas. En una de ellas, Sán-chez se ve escondido en unos bosques, lejos, sin comida, totalmente solo y alejado de las personas. Está muriendo de hambre.

–El hambre transforma a las personas en mala gente –dice sobre-poniendo su voz a la de la canción que llega de afuera–. De eso también tenía que escapar.

de su hermana, Sánchez no ha querido revelar una sola palabra de esa historia trágica que lo convirtió en una figura pública. Sólo me dijo que prefería que nos juntemos aquí porque la sala de su hermana es más acogedora que el sitio donde vive. Está callado. Parece que no tiene fuerzas para recordar. A veces lanza profundos suspiros, y eso parece ser todo.

La historia del emigrante símbolo de Ecuador empezó en 1999, cuando Jaime Sánchez Niles era un ciudadano agobiado por la crisis de su país. Por entonces, Ecuador vivía la peor depresión del siglo. Los obreros estaban en huelga, las empresas no pro-ducían, las cosas costaban cada día más (la inflación del país era la más alta de Latinoamérica), y los ciuda-danos emigraban como nunca antes lo habían hecho. En apenas una década, uno de cada cuatro ecuatoria-nos abandonó su ciudad en busca de un lugar donde trabajar en el extranjero. Uno de cada cuatro es tres millones de personas y esa cantidad puede generar un vacío enorme en un país pequeño: como si de pronto, la cuarta parte del país se quedara sin gente. Muchos partían a los Estados Unidos, España, Italia y otros países de Europa. A Sánchez, sin embargo, se le había metido en la cabeza que en África podía haber una po-sibilidad para él, y entonces comenzó su tragedia. ¿A quién se le ocurría migrar a un continente castigado por la pobreza y el hambre y las enfermedades?

Para el día en que Sánchez terminó los prepa-rativos de su viaje, el 13 de octubre del 2003, ningún familiar tenía idea de su destino. Por entonces él tenía treinta y siete años y había vivido en Guayaquil distri-buyendo cajas de gaseosas por las tiendas de la ciudad. Trabajaba seis días a la semana y obtenía por ello unos doscientos dólares al mes, lo que no le permitía mante-

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un continente castigado por la pobreza y el hambre y las enfermedades?

Uno de cada cuatro ecuatorianos se fue. Como si de pronto, la cuarta parte del país se quedara sin gente. Muchos partían a los

Estados Unidos, España, Italia y otros países de Europa. A Jaime

Sánchez, sin embargo, se le había metido en la cabeza que en Áfricapodía haber una posibilidad para él. ¿A quién se le ocur ría migrar a

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Los ojos de Jaime Sánchez son más expresivos que sus labios. Durante la mayor parte de nuestra char-la su mirada ha recorrido el suelo de la habitación. Los ojos de su hermana Juana Isabel, en cambio, se man-tienen alertas a todos nuestros movimientos. Tiene unos diez años más que él y pareciera que su condición de hermana mayor le otorga un aire más asertivo, do-minante y hasta protector. Sólo el pañuelo blanco que lleva en la mano izquierda anticipa que su figura puede desmoronarse en cualquier momento. Está sentada en una esquina y parece preparada para responder mis preguntas como una escolar a punto de rendir un exa-men de vida o muerte. Durante la conversación, ella se comporta como una intérprete de los sentimientos de su hermano; cubre sus silencios y trata de ayudar-lo a reconstruir parte de sus recuerdos. La madre de ambos murió mientras Jaime Sánchez andaba perdido en el África. Desde entonces, Juana Isabel asume con esmero una promesa: amparar y asistir a su hermano menor. Se preocupó por él cuando estaba perdido, cuando desapareció y también ahora que está de vuel-ta y que no puede conseguir un empleo. También lo asiste cuando una periodista le hace preguntas. Pero si el personaje no quiere decir nada, ¿será inútil esta entrevista? ¿Qué se puede aprender de alguien que no quiere dar muestras de su experiencia? A diferencia de Juana Isabel, que hasta se diría que disfruta la historia y el papel que jugó en ella, con cada entrevista Jaime Sánchez parece enfrentarse por un lado a la obligación de recordar y, por otro, al lejano deseo de enterrarlo todo para pensar por fin en el futuro. En un momen-to me confiesa que no quiere recordar más los cuatro años en África. «Ya es historia pasada. Quiero mirar adelante», dice. Y luego vuelve a callar.

Dos meses después de que su hermano había desaparecido en el África, Juana Isabel Sánchez recibió una llamada en la madrugada. Era él, Yoyo, como le dicen a Jaime desde niño, que la llamaba desde la ca-pital de Mozambique. Estaba sin trabajo y deseaba con todas sus fuerzas regresar a su país. Le rogó que le enviara algunos dólares para sobrevi-vir. Ahora ella se echa a llorar. La temperatura en la sala se ha elevado y Juana Isabel también transpira. Es una mujer pequeña, algo subida de peso, que viste una camiseta sin mangas. De vez en cuando usa el pañue-lo blanco para secarse las lágrimas y el sudor. A su lado, Jaime Sánchez permanece inmutable, y tiene la mirada gacha, como un niño reprendido después de una travesura.

Juana Isabel dice que su hermano le temía a los policías y por eso escapaba de ciudad en ciudad. Estaba tan aterrorizado que durante un tiempo se escondido de todos. Deambulaba. Vivió en Maputo, la capital de Mozambique, encontró un trabajo en Swazilandia, un reino diminuto al sur de ese país, atravesó Johannesburgo, ya en Sudáfrica, y llegó a Ciudad del Cabo, en el extremo sur del continente. Al final de su estadía, Sánchez se estableció en el puerto de Richards Bay, adonde su hermana le enviaba una pequeña suma de dinero que conseguía vendiendo salchichas en la puerta de su casa en Guayaquil. Poco después, el gobierno lo rescató.

Juana Isabel conserva un globo terráqueo en un sitio privilegiado de su recámara, junto a la imagen de una santa milagrosa y a los retratos de su esposo y sus dos hijos. En un momento ella me invita a ese lugar e indica la zona donde encontraron a su hermano y le entregaron un salvoconducto. Para entonces, lo habían arrestado otra vez. Ecuador no tiene embajada en Sudáfrica y el rescate, dice Juan Isabel, demoraría más de lo esperado.

El presidente Rafael Correa es hijo de una migrante que dejó su país para irse a los Estados Unidos. Para su gobierno, el retorno de Jaime Sánchez se convirtió en un «caso humanitario» que comprome-tía a toda la nación. Esta historia se había convertido en un ejemplo

asustado. ¿Qué deseas?, se le escuchó decir al presidente. Sánchez pidió un empleo

Del retorno de Jaime Sánchez a su país hay muchos reportajes. Cuando llegóa Quito, a su hermana le costó reconocerlo: Tenía el aspecto de esos seres

esqueléticos que muestra la televisión cuando informa sobre el África. Era un

hombre muy alto que pesaba como un niño de doce años. Dos días después, cuando se presentó con el presidente Correa en la televisión, Sánchez aún parecía

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Los ojos de Jaime Sánchez son más expresivos que sus labios. Durante la mayor parte de nuestra char-la su mirada ha recorrido el suelo de la habitación. Los ojos de su hermana Juana Isabel, en cambio, se man-tienen alertas a todos nuestros movimientos. Tiene unos diez años más que él y pareciera que su condición de hermana mayor le otorga un aire más asertivo, do-minante y hasta protector. Sólo el pañuelo blanco que lleva en la mano izquierda anticipa que su figura puede desmoronarse en cualquier momento. Está sentada en una esquina y parece preparada para responder mis preguntas como una escolar a punto de rendir un exa-men de vida o muerte. Durante la conversación, ella se comporta como una intérprete de los sentimientos de su hermano; cubre sus silencios y trata de ayudar-lo a reconstruir parte de sus recuerdos. La madre de ambos murió mientras Jaime Sánchez andaba perdido en el África. Desde entonces, Juana Isabel asume con esmero una promesa: amparar y asistir a su hermano menor. Se preocupó por él cuando estaba perdido, cuando desapareció y también ahora que está de vuel-ta y que no puede conseguir un empleo. También lo asiste cuando una periodista le hace preguntas. Pero si el personaje no quiere decir nada, ¿será inútil esta entrevista? ¿Qué se puede aprender de alguien que no quiere dar muestras de su experiencia? A diferencia de Juana Isabel, que hasta se diría que disfruta la historia y el papel que jugó en ella, con cada entrevista Jaime Sánchez parece enfrentarse por un lado a la obligación de recordar y, por otro, al lejano deseo de enterrarlo todo para pensar por fin en el futuro. En un momen-to me confiesa que no quiere recordar más los cuatro años en África. «Ya es historia pasada. Quiero mirar adelante», dice. Y luego vuelve a callar.

Dos meses después de que su hermano había desaparecido en el África, Juana Isabel Sánchez recibió una llamada en la madrugada. Era él, Yoyo, como le dicen a Jaime desde niño, que la llamaba desde la ca-pital de Mozambique. Estaba sin trabajo y deseaba con todas sus fuerzas regresar a su país. Le rogó que le enviara algunos dólares para sobrevi-vir. Ahora ella se echa a llorar. La temperatura en la sala se ha elevado y Juana Isabel también transpira. Es una mujer pequeña, algo subida de peso, que viste una camiseta sin mangas. De vez en cuando usa el pañue-lo blanco para secarse las lágrimas y el sudor. A su lado, Jaime Sánchez permanece inmutable, y tiene la mirada gacha, como un niño reprendido después de una travesura.

Juana Isabel dice que su hermano le temía a los policías y por eso escapaba de ciudad en ciudad. Estaba tan aterrorizado que durante un tiempo se escondido de todos. Deambulaba. Vivió en Maputo, la capital de Mozambique, encontró un trabajo en Swazilandia, un reino diminuto al sur de ese país, atravesó Johannesburgo, ya en Sudáfrica, y llegó a Ciudad del Cabo, en el extremo sur del continente. Al final de su estadía, Sánchez se estableció en el puerto de Richards Bay, adonde su hermana le enviaba una pequeña suma de dinero que conseguía vendiendo salchichas en la puerta de su casa en Guayaquil. Poco después, el gobierno lo rescató.

Juana Isabel conserva un globo terráqueo en un sitio privilegiado de su recámara, junto a la imagen de una santa milagrosa y a los retratos de su esposo y sus dos hijos. En un momento ella me invita a ese lugar e indica la zona donde encontraron a su hermano y le entregaron un salvoconducto. Para entonces, lo habían arrestado otra vez. Ecuador no tiene embajada en Sudáfrica y el rescate, dice Juan Isabel, demoraría más de lo esperado.

El presidente Rafael Correa es hijo de una migrante que dejó su país para irse a los Estados Unidos. Para su gobierno, el retorno de Jaime Sánchez se convirtió en un «caso humanitario» que comprome-tía a toda la nación. Esta historia se había convertido en un ejemplo

asustado. ¿Qué deseas?, se le escuchó decir al presidente. Sánchez pidió un empleo

Del retorno de Jaime Sánchez a su país hay muchos reportajes. Cuando llegóa Quito, a su hermana le costó reconocerlo: Tenía el aspecto de esos seres

esqueléticos que muestra la televisión cuando informa sobre el África. Era un

hombre muy alto que pesaba como un niño de doce años. Dos días después, cuando se presentó con el presidente Correa en la televisión, Sánchez aún parecía

2008, cuando Sánchez llegó al aeropuerto de Quito, a su hermana le costó reconocerlo: Él tenía el aspecto de esos seres esqueléticos que de cuando en cuando muestra la televisión cuando informa sobre el Áfri-ca. Era un hombre muy alto que pesaba casi lo mismo que un niño de doce años. Su esposa y demás parientes que habían llegado a recibirlo lo abrazaron. Dos días después, cuando se presentó con el presidente Co-rrea en la televisión, Sánchez aún tenía una expresión de susto. Correa lo sentó a su lado y le preguntó qué deseaba. «Un trabajo, presidente», respondió Sánchez.

Un año después, Jaime Sánchez está absorto en el patio de la casa de su hermana. Parece rendido, y entonces ya no llama tanto la atención que él no pueda recordar su propia historia, sino que los demás se hayan olvidado de él. Vive en la misma pobreza de la que trató de huir en el 2003. Pero es peor. Ahora todavía espera el empleo que le prometió el presidente. Esto le permitiría mantener a su esposa y a sus tres hijos y traerlos de vuelta consigo. Desde que él se marchó al África, ellos viven en casa de unos familiares.

Jaime Sánchez no quiere hablar, pero acepta que le tome una foto-grafía con su hermana. De súbito, con una mirada menos ausente, busca en uno de sus bolsillos las fotos de sus tres hijos para que yo los pueda conocer. Luego dice que desea dejar un mensaje para quienes lean este artículo: que no abandonen su país, me dicta, con voz agotada. El precio es muy alto, añade. Dice que perdió cuatro años de su vida y que nadie se los va a devolver.

–Fue un fracaso mi viaje –dice en la sala de la casa–. También es un fracaso mi retorno.

Luego, callado, se marcha a cualquier parte y da por concluida la entrevista.

Juana Isabel recuerda que el otro día la televisión mostró a una mu-chacha de dieciocho años que había robado un banco. La «niña», como prefiere llamarla ella, vive en su mismo barrio, «en la otra esquina».

–Los periodistas la tacharon de delincuente –dice–, pero no pien-san que quizá fueron la desesperación y la necesidad las que llevaron a esa joven por aquel rumbo. Si por ejemplo no estoy yo para darle un plato de comida a mi hermano que está sin trabajo, ¿usted no cree que robaría?

No tengo una respuesta. ¿Es que el silencio de Jaime tiene que ver con algo malo que hizo mientras estuvo en Mozambique? ¿Acaso le hicie-ron a él algo malo e inconfesable?

–Claro que lo haría –se responde Juana Isabel–. Por sus hijos, por su familia, seguro que lo haría.

Nos quedamos en silencio en el centro de la sala. A unos pasos de donde estamos, un gallo permanece atado a una cuerda como si fuera una mascota rebelde. «No lo pueden robar», dice Juana Isabel.

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de lo que la crisis podía hacerle a los ecuatorianos: quitarle sus metas hasta perderlos en el mundo. Jua-na Isabel Sánchez casi había perdido las esperan-zas de recuperar a su hermano. Pero en noviembre del 2006, en plena campaña electoral en su país, la madre del candidato Rafael Correa habló en la tele-visión sobre su condición de emigrante. Esa mujer se había marchado del país casi veinte años atrás y ahora tenía un hijo que podía llegar a ser presidente. Correa prometió que ayudaría a las personas como su madre. Ganó. En el discurso que dio al asumir el cargo, en enero del 2007, él habló de los más de tres millones de ecuatorianos que estaban en el extranje-ro, y desde entonces se refirió a ellos como la «Quin-ta Región del país». Juana Isabel Sánchez logró acer-carse al presidente durante un mitin en Guayaquil, le entregó una carpeta con la fotografía de su hermano y una carta donde explicaba su increíble historia en el África. Necesitaba ayuda para no morir. Un mes más tarde, ella recibió una carta de respuesta en su casa. El presidente le dijo que la ayudaría.

Los medios de comunicación también se intere-saron en el caso de Jaime Sánchez. Hasta diciembre del 2008, la Secretaría Nacional del Migrante había podido traer de vuelta a más de catorce mil ecuatoria-nos. La fiebre mediática por hallar a Jaime Sánchez se desató de súbito. Reporteros de los diarios más importantes de Ecuador viajaron a Sudáfrica para localizarlo sin éxito. Juana Isabel recibía llamadas constantes de periodistas que le pedían noticias so-bre su hermano. Para entonces, Jaime Sánchez había conseguido un trabajo como recolector de chatarras. Ganaba cincuenta centavos de dólar cada día. Quince dólares al mes. Casi diez veces menos de lo que gana-ba en su país como cargador de gaseosas. Comía una vez al día. Ahora, en su habitación, Juana Isabel indi-ca en su globo terráqueo el lugar exacto donde estaba su hermano. Él parece desanimado, se levanta de su silla y en silencio se dirige hacia el patio.

Del viaje de retorno de Jaime Sánchez a su país han quedado muchos reportajes. Los días previos a su arribo, él se había convertido en una figura nacional. Sociólogos, psicólogos y otros expertos se reunían en la televisión para comentar sobre su caso. Muchas personas acercaban a la casa de Juana Isabel para en-terarse de cualquier noticia nueva. El 2 de enero del

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un texto de daniel alarcóntraducción de margarita valenciailustraciones de angelo neciosup

¿En qué creen los electores del país más poderoso del mundo cuando llega la crisis?

DE RESUCITAR A

¿SU CANDIDATOES CAPAZLOS MUERTOS?

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primer trago de cortesía, ya habíamos perdido cien dó-lares cada uno en una transacción fría y rápida que nos dejó sintiéndonos arruinados por completo.

Pero unos días antes de las últimas elecciones quedó claro que no podría posponer esa visita por más tiempo. Como muchos residentes de California me es-taba sintiendo excluido de la histórica campaña que de-bía definir al próximo presidente del país. La verdadera confrontación electoral sucede en unos cuantos esta-

dos. A los que vivimos en el resto del país y que, sin embargo, queremos participar, nos quedan tareas tan poco glamorosas como girar cheques o hacer llamadas telefónicas, ninguna de las cuales (no nos digamos menti-ras) es tan satisfactoria emocionalmente como lograr que un republicano le eche a uno la puerta en la cara. Salí de Oakland, la ciudad donde vivo, en un vuelo ocupado casi de manera exclusiva por voluntarios de la cam-paña de Barack Obama que provenían de la Bahía de San Francisco. Se trataba de un grupo dispar al que se podía identificar con facilidad gracias a la parafernalia alusiva a HOPE, ese eslogan de la campaña que en inglés quiere decir «esperanza», y un aire de confianza que hacía mucho no se veía entre los demócratas a esas alturas de una campaña. Entonces se me acercó una mujer de mediana edad, de Berkeley, que con este viaje sumaba su cuarto fin de semana dedicado a conseguir votos en la Ciudad del Pecado. Parecía una de esas mujeres que tienen banderas tibetanas de oración colgando del espejo retrovisor de su camioneta Volvo, que per-tenecen a un club de lectura que reúne devotos de múltiples religiones y que coleccionan arte folclórico de pueblos con los cuales no tiene ninguna conexión cultural; pero en sus palabras no se sentía la ingenuidad an-helante que asocio con las personas de su clase. Ésta ya había dejado de ser una campaña para idealistas y estaba concentrada por completo en las cifras –una y otra vez usó la palabra «resultados» en nuestra breve conversación»–. Disfrutaba a fondo el trabajo beligerante de conseguir votos, placer incrementado, sospeché, por el hecho de que los demócra-tas estábamos ganando. Parecía conocer bien la topografía electoral del condado de Clark y su relación con el panorama estatal y nacional. Me confesó con tanto orgullo como vergüenza que Las Vegas estaba empe-zando a gustarle.

Yo formaba parte de un equipo de voluntarios que trabajaría para la campaña de Obama (aunque no directamente con esa mujer) en Hen-derson, un suburbio alejado lo suficiente del mundialmente famoso co-rredor Strip como para parecer decepcionante y normal a los ojos de un visitante primerizo. No sé bien qué esperaba, pero lo que encontré fue-ron las ruinas recientes de una ilusión que había colapsado: Las Vegas, que hasta hacía poco era la ciudad de crecimiento más rápido en Estados Unidos (y la ciudad más grande de lo que alguna vez fue el estado de mayor crecimiento), es uno de los lugares más afectados por la catástrofe económica de este tiempo. La explosión de la burbuja en el sector de los bienes raíces tenía aquí efectos devastadores. Pasamos una docena de veces frente a una construcción abandonada que cada vez parecía más triste: un largo rectángulo de concreto sin techo, colgado de una cresta

avión me separa-ban de Las Vegas, la llamada Ciudad

del Pecado. Nunca me animé a ir allí hasta el fin de semana anterior al 4 de noviembre del 2008, cuando en los Es-tados Unidos debían elegir al próximo presidente. Supongo que si lo que uno busca es el espectáculo del capitalismo hiperventilando, hay otros lugares más cerca de casa donde se lo puede encon-trar; y en cuanto al juego, éste nunca me ha gustado. En una ocasión, en medio de una separación complicada, un ami-go me llevó hasta el Desert Diamond, un casino en una reservación indígena de Arizona, donde yo andaba encallado en ese momento. Antes de terminar el

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primer trago de cortesía, ya habíamos perdido cien dó-lares cada uno en una transacción fría y rápida que nos dejó sintiéndonos arruinados por completo.

Pero unos días antes de las últimas elecciones quedó claro que no podría posponer esa visita por más tiempo. Como muchos residentes de California me es-taba sintiendo excluido de la histórica campaña que de-bía definir al próximo presidente del país. La verdadera confrontación electoral sucede en unos cuantos esta-

dos. A los que vivimos en el resto del país y que, sin embargo, queremos participar, nos quedan tareas tan poco glamorosas como girar cheques o hacer llamadas telefónicas, ninguna de las cuales (no nos digamos menti-ras) es tan satisfactoria emocionalmente como lograr que un republicano le eche a uno la puerta en la cara. Salí de Oakland, la ciudad donde vivo, en un vuelo ocupado casi de manera exclusiva por voluntarios de la cam-paña de Barack Obama que provenían de la Bahía de San Francisco. Se trataba de un grupo dispar al que se podía identificar con facilidad gracias a la parafernalia alusiva a HOPE, ese eslogan de la campaña que en inglés quiere decir «esperanza», y un aire de confianza que hacía mucho no se veía entre los demócratas a esas alturas de una campaña. Entonces se me acercó una mujer de mediana edad, de Berkeley, que con este viaje sumaba su cuarto fin de semana dedicado a conseguir votos en la Ciudad del Pecado. Parecía una de esas mujeres que tienen banderas tibetanas de oración colgando del espejo retrovisor de su camioneta Volvo, que per-tenecen a un club de lectura que reúne devotos de múltiples religiones y que coleccionan arte folclórico de pueblos con los cuales no tiene ninguna conexión cultural; pero en sus palabras no se sentía la ingenuidad an-helante que asocio con las personas de su clase. Ésta ya había dejado de ser una campaña para idealistas y estaba concentrada por completo en las cifras –una y otra vez usó la palabra «resultados» en nuestra breve conversación»–. Disfrutaba a fondo el trabajo beligerante de conseguir votos, placer incrementado, sospeché, por el hecho de que los demócra-tas estábamos ganando. Parecía conocer bien la topografía electoral del condado de Clark y su relación con el panorama estatal y nacional. Me confesó con tanto orgullo como vergüenza que Las Vegas estaba empe-zando a gustarle.

Yo formaba parte de un equipo de voluntarios que trabajaría para la campaña de Obama (aunque no directamente con esa mujer) en Hen-derson, un suburbio alejado lo suficiente del mundialmente famoso co-rredor Strip como para parecer decepcionante y normal a los ojos de un visitante primerizo. No sé bien qué esperaba, pero lo que encontré fue-ron las ruinas recientes de una ilusión que había colapsado: Las Vegas, que hasta hacía poco era la ciudad de crecimiento más rápido en Estados Unidos (y la ciudad más grande de lo que alguna vez fue el estado de mayor crecimiento), es uno de los lugares más afectados por la catástrofe económica de este tiempo. La explosión de la burbuja en el sector de los bienes raíces tenía aquí efectos devastadores. Pasamos una docena de veces frente a una construcción abandonada que cada vez parecía más triste: un largo rectángulo de concreto sin techo, colgado de una cresta

avión me separa-ban de Las Vegas, la llamada Ciudad

del Pecado. Nunca me animé a ir allí hasta el fin de semana anterior al 4 de noviembre del 2008, cuando en los Es-tados Unidos debían elegir al próximo presidente. Supongo que si lo que uno busca es el espectáculo del capitalismo hiperventilando, hay otros lugares más cerca de casa donde se lo puede encon-trar; y en cuanto al juego, éste nunca me ha gustado. En una ocasión, en medio de una separación complicada, un ami-go me llevó hasta el Desert Diamond, un casino en una reservación indígena de Arizona, donde yo andaba encallado en ese momento. Antes de terminar el

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yerma y alegremente ofrecido al público como pisos de lujo. La historia es fácil de adivinar: los acreedores se asustaron, el constructor también y el dinero desapare-ció. El edificio abandonado, medio cubierto con una lona azul desteñida, ya no tenía dueño ni futuro.

Durante dos días deambulamos por entre los múltiples proyectos inmobiliarios de los suburbios, cada uno de los cuales era la imagen perfecta, la quintaesencia de la prosperidad americana: casas sobredimensionadas en lotes pequeños, musculosas camionetas SUV estacionadas en frente y una bicicle-ta infantil de color rosa abandonada sobre el césped verde: un lujo en medio del desierto donde el pasto no tiene por qué crecer. Y aquí también, incluso aquí, aparecían una y otra vez las casas entabladas con ven-tanas rotas, que seguían pareciendo nuevas a pesar del abandono. Habían sido construidas hacía poco por obreros inmigrantes, fueron adquiridas y breve-mente habitadas gracias a un crédito fácil cuyas tasas de interés fluctuantes acabaron acogotando a los in-fortunados dueños. A veces había hasta tres en una manzana y parecían haber sido abandonadas en mi-tad de la noche. ¿Adónde se había ido la gente?

Éramos más o menos treinta, la mayoría estu-diantes universitarios venidos en caravana desde Los Ángeles, y nuestra tarea en estos dos días previos a las elecciones consistía en encontrar «votantes improba-bles»; en nuestro caso, definidos específicamente como «latinos menores de veinticinco o mayores de sesenta», definición que podría cobijar a muchos de mis compa-ñeros. La noche que llegamos, mientras nos familiari-zábamos con los miembros de nuestro grupo, más de uno admitió que se había ofrecido como voluntario porque todavía no era ciudadano y no podía votar.

Al día siguiente de nuestra llegada nos dieron listas de direcciones, volantes y celulares y nos en-viaron a las calles de Henderson para buscar a esos votantes improbables que se parecían a nosotros y convencerlos de que se acercaran a las urnas. Tra-bajamos muy duro, hasta quedar exhaustos, pero no creo que lográramos nada. Nos movíamos en círcu-los porque nuestros mapas no consignaban el creci-miento desmedido de la metrópolis. Tuvimos mu-chas dificultades encontrando a la gente. Como casi todas las ciudades estadounidenses, Las Vegas (y sus satélites) tienen poco espacio público y parecen dise-

ñadas para minimizar el contacto humano informal, espontáneo. Nos colamos en conjuntos cerrados, sólo para descubrir que las casas esta-ban vacías. Nos echaron del estacionamiento del Walmart en cuestión de minutos y entonces, desesperados por hablar con votantes de carne y hueso, empezamos a emboscar a la gente en las paradas de los au-tobuses y a repartir materiales de la campaña y guías para electores y cualquier otra cosa que encontráramos en el baúl del coche. En una de esas paradas nos topamos con una mujer negra y mayor que anunció que había votado por Kennedy en su juventud pero que, desde enton-ces, sólo había votado por Jesús.

–¿Su candidato es capaz de resucitar a los muertos? –preguntó.El equipo de Obama era organizado y eficiente, y parecía que ya se

había puesto en contacto con todas las personas con las que hablábamos, no una ni dos sino muchas, muchas veces. Se había organizado un bom-bardeo a gran escala, una saturación radical: los votantes indecisos reci-bían hasta cinco llamadas por noche. Todos los comerciales de televisión y radio eran de publicidad política; la mayoría, venenosamente negativos. Y todas las calles principales habían sido invadidas a cada lado por car-teles de la campaña clavados en el piso. Los votantes con los que hablé parecían cansados. El lunes paramos en un restaurante de comida rápi-da. Una de las voluntarias que iba conmigo –una mujer llamada Juliet que venía de Los Ángeles– llevaba un botón de Obama, y el joven tras el mostrador se mostró interesado.

–Qué bien –dijo, señalando el botón–. ¿Quién ganó?Increíble. ¿Cómo podía no saber que las elecciones serían al día

siguiente? Le dimos la noticia y nos entusiasmamos: ¡Aun podemos lograr que vote!

Movió la cabeza y sonrió bonachonamente. –Ya voté –dijo–. Y después el tema dejó de interesarme.

Mi vuelo de regreso a Oakland salía a las nueve de la noche del mar-tes, así que tenía el tiempo exacto para visitar el Strip, ese corredor lleno de juegos y desenfreno en Las Vegas. Susan, una coordinadora de San Francisco que parecía tener energía de sobra a pesar de que había dor-mido muy pocas horas los últimos cuatro días, planeaba quedarse en la ciudad para la celebración oficial del Partido Demócrata, esa noche, y se ofreció generosamente a llevarme al aeropuerto y a hacer un desvío para ver aquel lugar. Iban con nosotros dos voluntarios más, eran unos uni-versitarios que dijeron poco pero se rieron mucho por cuenta de la larga conversación a través de mensajes de texto que sostenían con un tercer amigo que trabajaba para la campaña en Filadelfia. Oíamos los resultados mientras avanzábamos con lentitud. Al mirar las luces chillonas de los casinos yo no pensaba en los monumentos que los habían inspirado (las pirámides, la torre Eiffel, la Estatua de la Libertad), sino en la infinidad

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de películas y videos en los que habían aparecido. Eran facsímiles bien logrados en un mundo donde las copias de las copias de las copias no han perdido su encanto y se han vuelto totémicas. Se amalgamaban a nuestro paso hasta convertirse en una sola valla interminable que promocionaba todo y nada. Es un espectáculo bo-nito si uno está de un humor frívolo y optimista, como era el caso de todos nosotros esa noche. Allí no había carteles de campaña, ni volantes, ni camisetas con los colores azul y rojo; nada que indicase que se aproxi-maba un cambio de proporciones oceánicas. Cada vez que se declaraba la victoria de Obama en un estado, vitoreábamos y palmeábamos en las puertas del carro alquilado. La infinidad de turistas que vagaban por la franja, algunos con anteojos de sol no obstante era de noche, abrazados a sus cócteles en vasos de plástico, nos miraban desconcertados y a veces vitoreaban de vuelta. Estacionamos frente a un casino, entramos en la burbuja de aire acondicionado, nos sumergimos en el estrepitoso ronroneo de las tragamonedas computa-rizadas y nos encaminamos al bar. Bebimos unos cuan-tos tequilas con cauteloso ánimo de celebración mien-tras mirábamos la televisión enmudecida y leíamos los textos al pie de la imagen en busca de noticias.

Una hora más tarde, después de atravesar la se-guridad aeroportuaria, encontré un asiento frente a la puerta de salida de mi vuelo, en un bar lleno de la misma gente que había llegado conmigo: voluntarios de California que, tras haber terminado su trabajo, estaban ansiosos por llegar a casa, emborracharse y empezar a celebrar en serio. Todos bebíamos más de la cuenta. Cuando se anunció la victoria de Obama en Virginia, el bar enloqueció. Faltaban unos minutos para que dieran las siete de la noche en Nevada: no se podía anunciar el triunfo por televisión hasta que las urnas cerraran oficialmente en la costa oeste, pero todos habíamos hecho las cuentas y sabíamos que la carrera llegaba a su fin. Barack Obama sería el nuevo presidente de los Estados Unidos.

La camarera se abría paso entre la creciente mul-titud con un gesto agrio que sobresalía en medio de la euforia general; tomaba los pedidos y servía los tragos y gruñía a los clientes para que éstos dejaran libre el corredor. Ella era la única que trabajaba, sin discu-sión posible, pero su amargura parecía fuera de lugar; unos minutos después de la hora, cuando la CNN hubo

anunciado el resultado; cuando una nueva oleada de aclamaciones anegó el bar, el aeropuerto, el país, el mundo; cuando una ronda de abrazos con-movidos acercó a los extraños; cuando la sorpresa fue reemplazada por el júbilo y las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de muchos; justo cuando el candidato republicano John McCain se dispuso a iniciar su dis-curso –¿Era ése el fin? ¿Tan pronto?–, la camarera ya no pudo esconder por más tiempo sus inclinaciones partidistas. «¡Afuera todo el mundo!», gritó, pero nadie le hizo caso porque nadie se quería perder ese momento. Decir que se trataba de un momento histórico suena a cliché pero era muy cierto; e incluso allí, en un anónimo bar de aeropuerto, en Las Vegas, una ciudad impuesta al desierto, un lugar construido con arrogante desdén por la idea de posteridad, sentíamos su trascendencia. Subí el volumen de la televisión –no parecía apropiado vivir ese momento específico sin sonido– pero la camarera lo enmudeció de nuevo con su control remoto. No quería ceder al entusiasmo, no quería ceder ante nosotros, los intru-sos de California. Amenazó con llamar a los guardias de seguridad si no desocupábamos el lugar, en un intento de intimidación que esa noche no daría resultados. Yo estaba un poco borracho y, sobre todo, emocionado y orgulloso de mi país, y me sentía invencible. Ésta es la clase de emocio-nes que se desvanecen pronto, pero recuerdo con nitidez que me sentía sobrecogido por ellas y notaba que a casi todo el mundo a mi alrededor le sucedía lo mismo. Alguien más se paró en una banqueta y volvió a subir el volumen del televisor. Esta vez la camarera desconectó enfurecida la se-ñal de cable del aparato. La multitud rugió al unísono y en lugar de ser es-pectadores de la historia nos quedamos mirando un aparato de televisión silencioso y lluvioso. La gente empezó a gritar las obscenidades de rigor y yo, después de unos minutos de inactividad, pateé dos banquetas: era el gesto petulante e impulsivo de un borracho. Casi de inmediato mis copar-tidarios desaparecieron, como si de pronto todos hubieran recordado que no me conocían y que no querían hacerlo. Vi que la camarera hablaba por teléfono con sonrisa diabólica. Me encaminé con gesto sombrío hacia la puerta de salida. Unos instantes después, la camarera, agotada y enojada, me señalaba a un funcionario de la administración de seguridad, un tipo grande y fornido de pelo corto, que se dirigió hasta donde yo estaba y me preguntó con mucha cortesía si podría hablar un momento conmigo.

Cualquier otra noche me habrían arrestado, y que ésa habría sido otra historia, útil y memorable a su manera. En cambio, el funcionario de seguridad y yo tuvimos una conversación.

–¿Qué pasó?Me alcé de hombros e inicié mi defensa.–¿Puedo hablarle con franqueza? –dije. Luego y sin esperar respuesta, invoqué a los próceres de la pa-

tria, la historia de la democracia estadounidense y el cumplimiento tanto tiempo postergado de su promesa inicial: Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres somos creados iguales... Él y yo teníamos más o menos la misma edad, así que mencioné a

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nuestros nietos, los que oirían hablar de esta fecha en la escuela y nos preguntarían dónde estábamos el día en que Barack Obama fue elegido presidente. No importa por quién votó usted, le dije: ¿Qué les contestará? Fue una ocasión trascendente de la que fuimos testigos, o más bien, de la que no pudimos ser testigos por culpa de mi acusadora. Ella perma-necía alejada unos pasos, frunciendo el ceño mien-tras yo me confesaba con el funcionario. Traté de no mirarla. En lo que se refería a las banquetas en el piso, dije, no sabía nada aunque tampoco me daba pena que se hubieran caído.

Se quedó pensativo durante lo que pareció un rato muy largo. El aeropuerto seguía vivo alrededor de nosotros y los seguidores de Obama se apresuraban a tomar sus vuelos para volver a casa.

–No estoy en desacuerdo con usted –dijo.Sentí que en ese preciso momento nos volviamos

amigos. Le di las gracias y él volvió a convertirse en un guardia:

–¿Está demasiado borracho para volar?La pregunta me dejó perplejo. ¿Estaba demasia-

do borracho para subirme a un avión y comer el maní que la azafata me daría y mirar por la ventana los filos iluminados por la luna de la Sierra Nevada? ¿Qué tan borracho tendría uno que estar?

–De ninguna manera –respondí.–Entonces que tenga buenas noches.

Mientras eso sucedía en Las Vegas, a más de cuatro mil kilómetros de distancia de allí, mi primo Mario estaba sentado en una cabina de sonido, ob-servando en el monitor a la multitud que se congre-gaba en Grant Park, Chicago. Él y su compañero, un español llamado Tony, traducían para NY1, un canal local de noticias por cable que transmite en español e inglés para toda el área de Nueva York.

Mario había empezado a trabajar en el 2003 en los juzgados esta-tales de Nueva Jersey, y tres años después se trasladó a la Corte Federal en el Bajo Manhattan, un mundo sórdido y deprimente, muy distante del brillo de la política nacional. Muchos de los traductores que trabajan en televisión vienen del teatro, pero no es el caso de Mario, cuyas labores cotidianas son muy escabrosas. Éstas incluyen ser la voz oficial en inglés de capos del narcotráfico, traficantes de poca monta, inmigrantes indocu-mentados que enfrentan la deportación, testigos temerosos y familiares angustiados, y también funcionarios, abogados y jueces. Es un trabajo intelectual y emocionalmente agotador. Es su deber que cada una de las palabras de la densa jerga judicial estadounidense encuentre un equiva-lente en español, y que el idiolecto en apariencia impenetrable de los cri-minales latinoamericanos se traduzca de la misma manera al inglés. Lo suyo no tiene nada que ver con las abstracciones del discurso político: son vidas humanas las que están en juego durante un juicio, y la suerte de un acusado puede depender de una mala traducción de su testimonio.

Además de ello, hacía poco Mario había empezado a traducir para las estaciones locales de televisión en español, lo que le permitía mejo-rar sus ingresos: se encargaba de uno que otro encuentro de box (para lo cual, dice taimadamente, ha tenido que aprender a cantar), hacía traducciones simultáneas de entrevistas en inglés, cosas así. Cuando hablamos en vísperas del Año Nuevo, él me confesó que la televisión exigía un enfoque por completo diferente. La obligación legal es con la lengua, no con la intención, así que, por ejemplo, si un acusado analfa-beto pide clemencia al juez usando la expresión española «Yo siempre he vivido al margen de la ley», es necesario traducir la afirmación tal como fue enunciada, aunque sea evidente que el acusado ha malinter-pretado su significado y que lo que quería decir era exactamente lo con-trario. La televisión es más indulgente porque el espectáculo existe al margen de las palabras. La traducción suele ser simultánea: se escucha en una lengua y se reproducen las palabras en otra, ejercicio que exige una cierta flexibilidad. De cualquier manera, cuando se traduce un en-cuentro de box, se trata de crear una atmósfera más que de reproducir con precisión las oraciones que, de todas maneras, nadie escucha. Lo importante es la música, el ritmo. «Es Hollywood», dijo Mario, y me aseguró que lo mismo se puede decir de los discursos políticos.

Mi primo Mario y Tony, su compañero, trabajaban en un talk showen español, Pura Política –algo similar a lo que se podía encontrar en los canales de noticias en inglés–. Cuando la imagen en vivo daba paso a

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Al día siguiente de nuestra llegada a Las Vegas, a los voluntarios nos enviaron a buscar votantes improbables que se parecían a nosotros y a convencerlos de que se acercaran a las urnas. En una de esas paradas nos topamos con una mujer negra y mayor que anunció que había votado por Kennedy en su juventud pero que, desde entonces, sólo había votado por

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nuestros nietos, los que oirían hablar de esta fecha en la escuela y nos preguntarían dónde estábamos el día en que Barack Obama fue elegido presidente. No importa por quién votó usted, le dije: ¿Qué les contestará? Fue una ocasión trascendente de la que fuimos testigos, o más bien, de la que no pudimos ser testigos por culpa de mi acusadora. Ella perma-necía alejada unos pasos, frunciendo el ceño mien-tras yo me confesaba con el funcionario. Traté de no mirarla. En lo que se refería a las banquetas en el piso, dije, no sabía nada aunque tampoco me daba pena que se hubieran caído.

Se quedó pensativo durante lo que pareció un rato muy largo. El aeropuerto seguía vivo alrededor de nosotros y los seguidores de Obama se apresuraban a tomar sus vuelos para volver a casa.

–No estoy en desacuerdo con usted –dijo.Sentí que en ese preciso momento nos volviamos

amigos. Le di las gracias y él volvió a convertirse en un guardia:

–¿Está demasiado borracho para volar?La pregunta me dejó perplejo. ¿Estaba demasia-

do borracho para subirme a un avión y comer el maní que la azafata me daría y mirar por la ventana los filos iluminados por la luna de la Sierra Nevada? ¿Qué tan borracho tendría uno que estar?

–De ninguna manera –respondí.–Entonces que tenga buenas noches.

Mientras eso sucedía en Las Vegas, a más de cuatro mil kilómetros de distancia de allí, mi primo Mario estaba sentado en una cabina de sonido, ob-servando en el monitor a la multitud que se congre-gaba en Grant Park, Chicago. Él y su compañero, un español llamado Tony, traducían para NY1, un canal local de noticias por cable que transmite en español e inglés para toda el área de Nueva York.

Mario había empezado a trabajar en el 2003 en los juzgados esta-tales de Nueva Jersey, y tres años después se trasladó a la Corte Federal en el Bajo Manhattan, un mundo sórdido y deprimente, muy distante del brillo de la política nacional. Muchos de los traductores que trabajan en televisión vienen del teatro, pero no es el caso de Mario, cuyas labores cotidianas son muy escabrosas. Éstas incluyen ser la voz oficial en inglés de capos del narcotráfico, traficantes de poca monta, inmigrantes indocu-mentados que enfrentan la deportación, testigos temerosos y familiares angustiados, y también funcionarios, abogados y jueces. Es un trabajo intelectual y emocionalmente agotador. Es su deber que cada una de las palabras de la densa jerga judicial estadounidense encuentre un equiva-lente en español, y que el idiolecto en apariencia impenetrable de los cri-minales latinoamericanos se traduzca de la misma manera al inglés. Lo suyo no tiene nada que ver con las abstracciones del discurso político: son vidas humanas las que están en juego durante un juicio, y la suerte de un acusado puede depender de una mala traducción de su testimonio.

Además de ello, hacía poco Mario había empezado a traducir para las estaciones locales de televisión en español, lo que le permitía mejo-rar sus ingresos: se encargaba de uno que otro encuentro de box (para lo cual, dice taimadamente, ha tenido que aprender a cantar), hacía traducciones simultáneas de entrevistas en inglés, cosas así. Cuando hablamos en vísperas del Año Nuevo, él me confesó que la televisión exigía un enfoque por completo diferente. La obligación legal es con la lengua, no con la intención, así que, por ejemplo, si un acusado analfa-beto pide clemencia al juez usando la expresión española «Yo siempre he vivido al margen de la ley», es necesario traducir la afirmación tal como fue enunciada, aunque sea evidente que el acusado ha malinter-pretado su significado y que lo que quería decir era exactamente lo con-trario. La televisión es más indulgente porque el espectáculo existe al margen de las palabras. La traducción suele ser simultánea: se escucha en una lengua y se reproducen las palabras en otra, ejercicio que exige una cierta flexibilidad. De cualquier manera, cuando se traduce un en-cuentro de box, se trata de crear una atmósfera más que de reproducir con precisión las oraciones que, de todas maneras, nadie escucha. Lo importante es la música, el ritmo. «Es Hollywood», dijo Mario, y me aseguró que lo mismo se puede decir de los discursos políticos.

Mi primo Mario y Tony, su compañero, trabajaban en un talk showen español, Pura Política –algo similar a lo que se podía encontrar en los canales de noticias en inglés–. Cuando la imagen en vivo daba paso a

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Al día siguiente de nuestra llegada a Las Vegas, a los voluntarios nos enviaron a buscar votantes improbables que se parecían a nosotros y a convencerlos de que se acercaran a las urnas. En una de esas paradas nos topamos con una mujer negra y mayor que anunció que había votado por Kennedy en su juventud pero que, desde entonces, sólo había votado por

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una entrevista fuera de locación, ellos tenían que deci-dir si el entrevistado parecía latino. Si no lo era, discu-tían de quién era el turno y se aprestaban a traducir. Si era hispanohablante, se relajaban y volvían a ocuparse de los resultados, que seguían por radio en internet, y conversaban mientras llegaba la hora de los discursos importantes. Habría dos: el de McCain y el de Obama. Mario escogió al primero –no por afinidad política sino por conveniencia–. Habla como un académico, me dijo él, y eso hace que sea fácil traducirlo.

Durante estas elecciones se habló tanto sobre la oratoria de Obama, que quería saber qué se sentía al traducir al que se decía era el orador político más elec-trizante de los últimos cuarenta años. Mi propia expe-riencia la noche de elecciones, al serme negada la posi-bilidad de ver y oír los dos discursos, alentó mi interés por conocer el punto de vista de Mario. Pero mi primo se mostraba muy poco interesado: no lo conmovieron ni la importancia histórica del resultado, ni el discurso innegablemente inspirado, ni los rostros bañados en llanto de los estadounidenses de todas las edades y de todas las razas que desafiaron la helada noche de Chi-cago. Aunque Mario hubiese podido votar por Oba-ma (es residente pero no ciudadano), su apoyo no era muy entusiasta. Había seguido las elecciones de cerca, pensando que era un espectáculo interesante, incluso pintoresco, y se había sorprendido genuinamente con los resultados. «Si hubiera apostado, habría perdido», dijo. Él se considera una persona politizada en la me-dida en que se interesa profundamente por la políti-ca, pero insistió en que no se hacía ilusiones, ni con Obama ni con nadie más. Su actitud, idiosincrásica y personal, es también muy típica de la generación de peruanos nacidos bajo una dictadura, con una infan-cia sobresaltada por los coches bomba, los apagones y las atrocidades, y cuyo ingreso a la vida adulta estuvo marcado por otro gremio corrupto. El líder, Alberto Fujimori, es procesado en el Perú. No tienen por qué creer en la política. Las campañas en el Perú son deli-rantes y absurdas, y sus protagonistas ponen constan-temente a prueba la credulidad de los votantes. El re-sultado de las elecciones suele decidirse en las últimas dos semanas, cuando un tercero, lo suficientemente desconocido como para resultar tolerable, aparece en escena. Son breves en comparación con las campañas estadounidenses –lo que no las hace necesariamente

mejores, sólo más cortas–. Nadie cree en nada. Los presidentes son ele-gidos, sobreviven a bajos porcentajes de aprobación y después se van a vivir a Europa o a Japón o a los Estados Unidos. Abunda el sentimen-talismo trivial. El voto es obligatorio y Mario sospecha que si no fuera así, nadie se molestaría. Aunque vive en los Estados Unidos desde hace más de una década, éste es el lente a través del cual mi primo observa la lucha por el poder político. Después de haber vivido ocho años bajo la presidencia de George W. Bush, el suyo es un punto de vista razonable y justificado. Mario es como un fanático de los deportes que tiene un conocimiento enciclopédico del tema, pero no está afiliado con ningún equipo porque cree que todo está arreglado: un seguidor bien informa-do de la serie A. Es perfectamente capaz de apreciar intelectualmente la importancia histórica del momento, pero no se conmueve.

Me pregunté si la condición para conmoverse era haber sido criado en los Estados Unidos. Mario pensó que quizá era así. De cualquier mane-ra, afirmó, «no me identifico con este país. Y no soy de los que participan de las emociones populares». No confía en ellas. Añadió, sin embargo, que mientras él traducía impávido a Barack Obama, su esposa, una uru-guaya que emigró a los Estados Unidos en su adolescencia (Mario llegó cuando ya había cumplido los veinte), oía los resultados en casa y lloraba. He hablado con muchos amigos, ciudadanos estadounidenses nacidos en los lugares más distantes (Teherán, Mumbái, Bogotá) pero criados en este país que me contaron más o menos los mismos cuentos sobre aquella noche: oyeron, esperaron, lloraron.

No es cuestión de identificarse o no con este país. Aunque Mario cre-yera cada palabra, nada de lo que se dice en un discurso político logra que él se involucre con la intensidad con la que lo hace durante un juicio. «En la corte, he querido llorar muchas veces. Muchas veces también he queri-do rezar para que el juez se muestre misericordioso con un acusado».

Así que Mario hizo su trabajo como deben hacerlo los profesionales.Esa noche, Barack Obama empezó a hablar cerca de la mediano-

che. Cuando se es un intérprete en simultáneo, las palabras brotan casi de manera automática porque uno se deja llevar por una especie de ven-trilocuismo inconsciente; se está entrenado para procesar las palabras de esa manera. La traducción simultánea siempre es una aproximación, siempre es ad hoc, pero los discursos políticos son fáciles: se trata de que la gama más amplia posible de votantes los comprenda, exactamente lo contrario del inglés legal o del argot impenetrable del narcotráfico. El ora-dor es interrumpido por los aplausos más o menos cada ocho oraciones, lo cual le da al intérprete un respiro. Barack Obama, además, habla usan-do oraciones completas y expresando ideas relativamente redondas. Se detiene en el momento indicado, entiende la forma como la gente lo oye e intuye lo que quieren oír.

Le pregunté a Mario si recordaba algo de lo que Barack Obama ha-bía dicho esa noche.

–Ni una palabra.

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20_ INTRUSOS

Volé a Washington unos días antes de la posesión de mando, ya en enero del 2009, y traté de revivir el optimismo y la emoción que había sen-tido aquella noche de noviembre. No era fácil. La lista más parcial de malas noticias desde las elecciones invitaba a la sobriedad: los pavorosos ataques terroristas en Mumbái, el esquema fraudulento de Bernard Madoff, la in-terminable guerra contra las drogas en la frontera con México, el salvaje asalto contra Gaza y el desastre humanitario que sobrevino a continuación, el enfrentamiento entre Rusia y Europa por el gas natural y la promesa de conflictos venideros. La lista sigue creciendo. En casa, el estado de Califor-nia se tambalea al borde de la insolvencia, mientras que en Oakland, la ciu-dad donde vivo, hubo disturbios durante la llegada del Año Nuevo después de que un policía le disparara a un hombre desarmado de veintidós años de edad. La víctima era el carnicero de la tienda donde hago las compras –lo reconocí en los carteles que aparecieron por toda la ciudad– y había sido asesinado en la estación de tren que uso casi todos los días.

Con muy pocas excepciones, los presidentes no suelen reconocer una pérdida individual como ésta ni se ocupan de ella porque funcionan en otra escala, y no hay lugar en su discurso para algo tan nimio. De esta clase de incidentes se ocupan los alcaldes, los pastores, los activistas, pero no por ello afectan menos profundamente el ánimo de una región, y en los primeros días de enero esta muerte en particular les parecía a muchos apenas una parte de un abatimiento más generalizado: una tragedia local que formaba parte del coro sombrío que se oía por doquier. La noche de los disturbios dormí arrullado por el zumbido de los helicópteros de la policía; al día siguiente fui al centro, donde me encontré con las aceras cubiertas de vidrios rotos y las vitrinas destruidas y entabladas con letre-ros que anunciaban «¡Seguimos aquí!» o «Estamos abiertos», más para tranquilidad de los temerosos dueños que de los transeúntes.

Washington era otra cosa: festiva y expectante, invadida de tu-ristas ansiosos de vivirlo todo, achispada con la promesa de un futuro brillante. Las multitudes estaban felices, como si no hubiesen leído un periódico en ocho semanas, y, lo que era más curioso, estaban imperté-rritas ante el frío.

Con el fin de complacer a esas masas, por la capital del país corría un flujo interminable de bienes de consumo ordinarios transformados en algo nuevo e histórico gracias a la palabra Obama y puestos a la venta en mesas portátiles instaladas en todas las esquinas. Hombres blindados con pesados abrigos negros ofrecían camisetas en las estaciones del me-tro y en las paradas del autobús, y marchaban arriba y abajo por la calle dieciocho anunciando su mercancía con el entusiasmo de los pregone-ros de carnaval, mientras empujaban carritos de compra rebosantes de camisetas conmemorativas y carteles y vasitos. Había también botones conmemorativos, bufandas y carteras, botellas de agua filtrada y aretes, semillas de girasol cubiertas de chocolate y calendarios de pared con fotos et

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Volé a Washington unos días antes de la posesión de mando, ya en enero del 2009, y traté de revivir el optimismo y la emoción que había sen-tido aquella noche de noviembre. No era fácil. La lista más parcial de malas noticias desde las elecciones invitaba a la sobriedad: los pavorosos ataques terroristas en Mumbái, el esquema fraudulento de Bernard Madoff, la in-terminable guerra contra las drogas en la frontera con México, el salvaje asalto contra Gaza y el desastre humanitario que sobrevino a continuación, el enfrentamiento entre Rusia y Europa por el gas natural y la promesa de conflictos venideros. La lista sigue creciendo. En casa, el estado de Califor-nia se tambalea al borde de la insolvencia, mientras que en Oakland, la ciu-dad donde vivo, hubo disturbios durante la llegada del Año Nuevo después de que un policía le disparara a un hombre desarmado de veintidós años de edad. La víctima era el carnicero de la tienda donde hago las compras –lo reconocí en los carteles que aparecieron por toda la ciudad– y había sido asesinado en la estación de tren que uso casi todos los días.

Con muy pocas excepciones, los presidentes no suelen reconocer una pérdida individual como ésta ni se ocupan de ella porque funcionan en otra escala, y no hay lugar en su discurso para algo tan nimio. De esta clase de incidentes se ocupan los alcaldes, los pastores, los activistas, pero no por ello afectan menos profundamente el ánimo de una región, y en los primeros días de enero esta muerte en particular les parecía a muchos apenas una parte de un abatimiento más generalizado: una tragedia local que formaba parte del coro sombrío que se oía por doquier. La noche de los disturbios dormí arrullado por el zumbido de los helicópteros de la policía; al día siguiente fui al centro, donde me encontré con las aceras cubiertas de vidrios rotos y las vitrinas destruidas y entabladas con letre-ros que anunciaban «¡Seguimos aquí!» o «Estamos abiertos», más para tranquilidad de los temerosos dueños que de los transeúntes.

Washington era otra cosa: festiva y expectante, invadida de tu-ristas ansiosos de vivirlo todo, achispada con la promesa de un futuro brillante. Las multitudes estaban felices, como si no hubiesen leído un periódico en ocho semanas, y, lo que era más curioso, estaban imperté-rritas ante el frío.

Con el fin de complacer a esas masas, por la capital del país corría un flujo interminable de bienes de consumo ordinarios transformados en algo nuevo e histórico gracias a la palabra Obama y puestos a la venta en mesas portátiles instaladas en todas las esquinas. Hombres blindados con pesados abrigos negros ofrecían camisetas en las estaciones del me-tro y en las paradas del autobús, y marchaban arriba y abajo por la calle dieciocho anunciando su mercancía con el entusiasmo de los pregone-ros de carnaval, mientras empujaban carritos de compra rebosantes de camisetas conmemorativas y carteles y vasitos. Había también botones conmemorativos, bufandas y carteras, botellas de agua filtrada y aretes, semillas de girasol cubiertas de chocolate y calendarios de pared con fotos et

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de la Primera Familia sonriente. La quintaesencia de la fe estadounidense es la convicción de que cualquier cosa se puede comprar o vender. La historia es merca-deable, tanto como la esperanza o el cambio o una idea, por pequeña o abstracta que sea.

El domingo por la noche, a eso de las dos de la ma-ñana, me encontré con un hombre que había llegado des-de un pueblito del norte de Georgia armado con un cartel de tamaño natural de Barack, Michelle, Malia y Sasha. Yo había estado pensando vagamente en un recordatorio y me detuve apenas un instante, el tiempo necesario para que un buen rebuscador me ofreciera exactamente lo que yo necesitaba. «¿Qué busca?», preguntó.

Lo seguí hasta la camioneta azul donde una mujer de edad indeterminada dormía en el asiento del pasa-jero cubierta con cobijas de Obama. Abrió el baúl y aun con ese poco de luz pude ver lo cansado que estaba, cuan duro había trabajado todo el día. Allí guardaba su inversión optimista en este hito nacional: había cami-setas y carteles por el valor de unos mil dólares, objetos que él mismo había impreso.

«Son muy bonitas», dijo el hombre refiriéndose a sus propias camisetas mientras me pasaba una y otra y otra. Las tocaba todas, restregando la palma de la mano contra la tela. La mayoría tenían impresas la prime-ra página de un periódico o de una revista aparecidos durante la campaña: la historia antigua de los días en los que el candidato Obama empezaba a hacer ruido. Algunas llevaban la fecha, 20 de enero del 2009, y la le-yenda «Yo Estuve Allí». «Ya casi se me acaban», dijo el hombre con orgullo. Otras, más al grano, decían simple-mente: «Mi Presidente es negro», y de éstas quedaban pocas. Compré una con la primera página del ChiCago

Tribune del 5 de noviembre, por los viejos tiempos.

El lunes salí a enfrentar el frío, con ánimo de pre-pararme para las duras pruebas que me esperaban al

día siguiente y de conocer un poco la ciudad. Deambulé durante unas horas, me detuve a ver pasar los corsos festivos y me uní a un grupo de turistas para fotografiar al unísono una flota de grúas que limpió en mi-nutos toda una manzana de automóviles mal estacionados. Al comenzar la tarde, estaba perdido: a pesar de la guía del monumento a Washing-ton, el centro de la ciudad se alejaba cada vez más. Crucé el puente Duke Ellington en dirección este y me topé con un mural recién pintado en el que aparecían los últimos once presidentes americanos: Eisenhower en un extremo y Obama en el otro, abrazando a George W. Bush. El detalle más inverosímil: todos estos hombres, a excepción de Eisenhower y de Kennedy, sonreían.

La pintura adornaba la pared de Mama Ayesha, un restaurante pa-lestino, y cuando me detuve enfrente, un hombre llamado Roberto me entregó una tarjeta de la artista. «El orgullo de El Salvador». Se llama-ba Karlísima y estaba dentro, dijo él, dando una entrevista a la cadena Univisión. Roberto y yo nos pusimos a hablar mientras Karla salía. Le pregunté si pensaba ir al mall al día siguiente y asintió. Claro que iría. No tenía nada más que hacer, y además le gustaba Obama. Amaba a los Estados Unidos y había viajado por casi todo del país. Tendría poco más de cuarenta años, había crecido en Quito, huido de casa a los dieciséis, y vivido muchos años como vagabundo en Ecuador y en Colombia. Era una buena vida, con mucha libertad, pero con el tiempo decidió volver al lado de sus padres, que estaban en los Estados Unidos desde que él era niño. La violencia, las drogas, las guerras entre los latinos y los negros por el te-rritorio en Columbia Heights: recién llegado a la ciudad, nada había sido fácil. Después del 11 de Setiembre perdió el trabajo, se enredó en drogas, y empezó a pensar en un cambio de escenario. Conoció a otro ecuatoriano, un hombre que se ganaba la vida vendiendo falsos Rolex que compraba en Nueva York, y juntos decidieron conocer los Estados Unidos.

Su amigo se llamaba Óscar, viajaron juntos durante tres años, y se volvieron como hermanos. Óscar leía mucho la Biblia y a Roberto se le pegó la costumbre. Dejó de consumir drogas, ya no las buscaba en las carreteras entre Washington y Atlanta, hacia Florida, a través del profundo sur, por Texas. «Es un gran país», dijo Roberto, y aunque es probable que nuestros caminos se hubieran cruzado antes, había visto más que yo: Arizona, Las Vegas, Seattle, docenas de pueblitos regados por las praderas y el Medio Oeste. Compraban los relojes a tres dólares, los vendían a diez y hacían suficiente dinero para seguir adelante. Lle-

Con el fin de complacer a las masas reunidas el día en que Obama debía asumir la presidencia, en Washington corría un flujo de bienes de consumo ordinarios transformados en algo histórico.Botones, bufandas, carteras, aretes, calendarios con fotos de la Primera Familia. La quintaesencia de la fe estadounidense es la convicción de que cualquier cosa se puede comprar o vender. La historia es mercadeable, tanto como la esperanza, el cambio o una idea, por pequeña o abstracta que sea

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gaban en un bus Greyhound –un «Greyhouse» como lo llamaba Roberto–, buscaban el barrio latino y se ponían a trabajar en esquinas, en bares, en salones de billar. Los relojes se vendían solos: eran baratos pero se veían bien. El día del padre un cliente particular-mente generoso podía comprar diez o doce.

Hablamos durante largo tiempo y hacía un frío atroz, pero la gente seguía viniendo a tomarse una foto-grafía con el mural de fondo. Roberto les entregaba las tarjetas y, en un momento dado, la misma Karlísima salió a atender a sus muchos admiradores. Mientras daba unas cuantas entrevistas improvisadas, Roberto siguió con su historia. El tercer año él y Óscar llegaron a Pittston, Maine, el último trayecto de su viaje, desde donde se disponían a regresar a Washington por el sur. Era el 2006. Roberto no recuerda gran cosa del pueblo, excepto que era pequeño y triste. Él y Óscar estaban en un bar jugando billar con unos hombres blancos –y ganando, añadió Roberto– cuando las cosas se pu-sieron tensas. Óscar tenía la maleta llena de relojes en un rincón, los ahorros de su vida, en realidad, y en un momento dado pensó que los blancos iban a robarlos. Hubo amenazas e insultos, empujones, alguien rompió una botella, y Roberto y Óscar a duras penas tuvieron tiempo de recoger sus cosas y escapar perseguidos por los blancos. En la puerta del bar los dos amigos, los dos hermanos, se separaron: Óscar corrió a la derecha con la maleta echada encima del hombro. Roberto corrió hacia la izquierda. La noche estaba muy oscura y nunca se volvieron a ver.

Cuando Karla decidió venir a saludarme no se me ocurrió nada que decir. La historia de Roberto me había hecho olvidar la posesión de Barack Obama, y los miles de visitantes que inundaban la capital, y este mural y sus alegres presidentes. El frío era doloroso, y

sólo podía pensar en esa desaparición, en la vastedad de esta nación, en la imaginación necesaria para pensar en ella como en un país y no como una colección desordenada de preocupaciones provincianas, de tribus ocasionalmente reunidas alrededor de una querella común o gracias al consumo de los mismos programas de televisión, de los mismos bienes, de los mismos servicios. Pensé en la gran diversidad de la gente que siente lealtad hacia este lugar, que vive aquí y trabaja aquí, y en la cantidad de lugares de origen. No parece posible moldear una nación con este mate-rial. A veces es más fácil imaginar cómo se desbarata, cómo cada uno de nosotros regresa a casa –como sea que definamos esa palabra– o sigue adelante, alejado ya de un proyecto demasiado extravagante y temerario para sobrevivir.

–¿Dónde crees que esté Óscar ahora? –le pregunté a Roberto.Se encogió de hombros. –Siempre quiso ir a Canadá –respondió. Se quedó callado un mo-

mento mientras reconsideraba lo que acababa de decir–. Probablemente esté acá, en USA –dijo después de un rato.

No le resultaba fácil imaginar a su amigo haciendo nada diferente de vender relojes y viajar, descubriendo su país adoptivo.

Seguí pensando en la historia de Roberto al día siguiente, en el mall, al lado de millones de estadounidenses que empezaron a llegar antes del ama-necer y esperaron en el frío durante varias horas para oír a Barack Obama re-citar un juramento de treinta y cinco palabras. Pensé que era probable que el amigo de Roberto estuviera mirando la posesión, o al menos fuera consciente del suceso. Óscar podía estar en Washington: todo el país estaba acá. Vimos salir el sol sobre el mall, sentimos cómo el espacio se llenaba de gente, oímos cantar a un coro de niños, miramos fijamente una pantalla gigante de televi-sión. Señalamos a las celebridades que reconocíamos, reíamos y bromeába-mos con los extraños alrededor de nosotros y nos preguntábamos en voz alta cómo había hecho el actor John Cusack para que lo invitaran. «¡No ha hecho una película en años!», exclamó alguien y todos reímos. Una pareja mixta llevaba a sus hijos, muy abrigados, sobre los hombros para que pudieran ver la pantalla. A media mañana ya no sentía las piernas, pero no me importó. La espera fue interminable, la multitud estaba jubilosa y calmada, y el primer sobresalto del día ocurrió cuando la cámara empezó a mostrar desde el aire el gentío interminable que se apretujaba entre el Capitolio y el monumento a Washington. La multitud se vio a sí misma en ese momento, constató su increíble tamaño y rugió.

Me pregunté si la condición para conmoverse con el triunfo de Obama era haber sido criado en los Estados Unidos. Mario, el traductor del discurso, afirmó: «No me identifico con este país. Yno soy de los que participan de las emociones populares». Así que hizo su trabajo como deben hacerlo los profesionales. Esa noche, Obama empezó a hablar cerca de la medianoche. Luego le pregunté a Mario si recordaba algo de lo que había dicho: «Ni una palabra»

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gaban en un bus Greyhound –un «Greyhouse» como lo llamaba Roberto–, buscaban el barrio latino y se ponían a trabajar en esquinas, en bares, en salones de billar. Los relojes se vendían solos: eran baratos pero se veían bien. El día del padre un cliente particular-mente generoso podía comprar diez o doce.

Hablamos durante largo tiempo y hacía un frío atroz, pero la gente seguía viniendo a tomarse una foto-grafía con el mural de fondo. Roberto les entregaba las tarjetas y, en un momento dado, la misma Karlísima salió a atender a sus muchos admiradores. Mientras daba unas cuantas entrevistas improvisadas, Roberto siguió con su historia. El tercer año él y Óscar llegaron a Pittston, Maine, el último trayecto de su viaje, desde donde se disponían a regresar a Washington por el sur. Era el 2006. Roberto no recuerda gran cosa del pueblo, excepto que era pequeño y triste. Él y Óscar estaban en un bar jugando billar con unos hombres blancos –y ganando, añadió Roberto– cuando las cosas se pu-sieron tensas. Óscar tenía la maleta llena de relojes en un rincón, los ahorros de su vida, en realidad, y en un momento dado pensó que los blancos iban a robarlos. Hubo amenazas e insultos, empujones, alguien rompió una botella, y Roberto y Óscar a duras penas tuvieron tiempo de recoger sus cosas y escapar perseguidos por los blancos. En la puerta del bar los dos amigos, los dos hermanos, se separaron: Óscar corrió a la derecha con la maleta echada encima del hombro. Roberto corrió hacia la izquierda. La noche estaba muy oscura y nunca se volvieron a ver.

Cuando Karla decidió venir a saludarme no se me ocurrió nada que decir. La historia de Roberto me había hecho olvidar la posesión de Barack Obama, y los miles de visitantes que inundaban la capital, y este mural y sus alegres presidentes. El frío era doloroso, y

sólo podía pensar en esa desaparición, en la vastedad de esta nación, en la imaginación necesaria para pensar en ella como en un país y no como una colección desordenada de preocupaciones provincianas, de tribus ocasionalmente reunidas alrededor de una querella común o gracias al consumo de los mismos programas de televisión, de los mismos bienes, de los mismos servicios. Pensé en la gran diversidad de la gente que siente lealtad hacia este lugar, que vive aquí y trabaja aquí, y en la cantidad de lugares de origen. No parece posible moldear una nación con este mate-rial. A veces es más fácil imaginar cómo se desbarata, cómo cada uno de nosotros regresa a casa –como sea que definamos esa palabra– o sigue adelante, alejado ya de un proyecto demasiado extravagante y temerario para sobrevivir.

–¿Dónde crees que esté Óscar ahora? –le pregunté a Roberto.Se encogió de hombros. –Siempre quiso ir a Canadá –respondió. Se quedó callado un mo-

mento mientras reconsideraba lo que acababa de decir–. Probablemente esté acá, en USA –dijo después de un rato.

No le resultaba fácil imaginar a su amigo haciendo nada diferente de vender relojes y viajar, descubriendo su país adoptivo.

Seguí pensando en la historia de Roberto al día siguiente, en el mall, al lado de millones de estadounidenses que empezaron a llegar antes del ama-necer y esperaron en el frío durante varias horas para oír a Barack Obama re-citar un juramento de treinta y cinco palabras. Pensé que era probable que el amigo de Roberto estuviera mirando la posesión, o al menos fuera consciente del suceso. Óscar podía estar en Washington: todo el país estaba acá. Vimos salir el sol sobre el mall, sentimos cómo el espacio se llenaba de gente, oímos cantar a un coro de niños, miramos fijamente una pantalla gigante de televi-sión. Señalamos a las celebridades que reconocíamos, reíamos y bromeába-mos con los extraños alrededor de nosotros y nos preguntábamos en voz alta cómo había hecho el actor John Cusack para que lo invitaran. «¡No ha hecho una película en años!», exclamó alguien y todos reímos. Una pareja mixta llevaba a sus hijos, muy abrigados, sobre los hombros para que pudieran ver la pantalla. A media mañana ya no sentía las piernas, pero no me importó. La espera fue interminable, la multitud estaba jubilosa y calmada, y el primer sobresalto del día ocurrió cuando la cámara empezó a mostrar desde el aire el gentío interminable que se apretujaba entre el Capitolio y el monumento a Washington. La multitud se vio a sí misma en ese momento, constató su increíble tamaño y rugió.

Me pregunté si la condición para conmoverse con el triunfo de Obama era haber sido criado en los Estados Unidos. Mario, el traductor del discurso, afirmó: «No me identifico con este país. Yno soy de los que participan de las emociones populares». Así que hizo su trabajo como deben hacerlo los profesionales. Esa noche, Obama empezó a hablar cerca de la medianoche. Luego le pregunté a Mario si recordaba algo de lo que había dicho: «Ni una palabra»

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Todos contra Urbanou n c u e n t o d e J u a n B o n i l l a

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ice que todavía no está preparado, aunque si hubiese ido hoy habría ganado con soltura, claro que eso es fácil decirlo. Ayer también hra-

bría ganado, un resultado más ajustado que el de hoy. Anteayer no, anteayer habría perdido por doce puntos, y el lunes también habría per-dido, por tres puntos sólo.

A partir de las ocho empiezan los nervios. Ya no se le puede hablar, se está concentrando, con la televisión apagada, los ojos cerrados. Al

principio nos hacía gracia todo este ritual, y la seriedad con la que se estaba tomando las cosas, pero empeza-mos a preocuparnos: ya no se nos ocurre hacer chistes sobre su obsesión, todo lo contrario, lo animamos a que se decida de una vez, se deje de ensayos y entrenamien-tos y envíe su solicitud para participar en el programa Cifras y Letras, en el que hay un maestro que lleva ya ochenta y un programas invicto (le faltan sólo treinta y siete programas para entrar en el Libro Guinnes de

Los récords, y sólo por eso yo lo admiro: para mí no hay nada más importante que ganarse un renglón en

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La cosa es como sigue: hay dos concursantes, el ga-nador del día anterior y un aspirante seleccionado entre las miles de solicitudes que llegan al correo del progra-ma. Hay dos tipos de prueba, Cifras y Letras, claro. Las cifras: en un panel aparecen seis cifras y luego un núme-ro del uno al novecientos noventa y nueve. Se trata de dar con ese número operando con las cifras del panel, sólo se puede utilizar una vez cada una de las cifras del panel, y está permitido no usar alguna de ellas para ob-tener el número que hay que obtener. Si ninguno de los concursantes da con la forma de obtener ese número, el que más se haya aproximado se lleva los puntos en jue-go. Un ejemplo. Las cifras con las que hay que operar son tres, ocho, cuatro, nueve, uno y nueve, y el número que hay que obtener es el 327. Tic-tac, tic-tac, y el pre-sentador pregunta a los concursantes qué han obteni-do. El aspirante dice: 321. Urbano dice: número exacto (mi padre ya ha dicho hace un rato: número exacto). El presentador le pide a Urbano que detalle sus operacio-nes, y Urbano empieza a decir: nueve por nueve, 81, por cuatro, 324 más tres, 327 por 1.327. Si se logra el exacto son diez puntos, y si se logra utilizando todas las cifras, como ha sido el caso, quince. Si se gana por aproxima-ción, son cinco puntos.

En cuanto a las letras, los concursantes van pidien-do, por turnos, que aparezcan en el panel vocales o con-sonantes. Son nueve letras. Urbano dice: consonante, y aparece una C, el otro vocal, y aparece una I, Urbano, con-sonante… El resultado final es un panel en el que se lee: CIBSOASIL, que parece el nombre de un medicamento. Hay que formar una palabra. Ganará el que dé con una palabra que tenga más letras que la de su oponente. Tiem-po. El aspirante dice: seis letras. Urbano, dice: ocho. La palabra del aspirante es LABIOS. La de Urbano SILABI-CO. Ocho puntos para él. Si hubiera dado con una palabra de nueve letras se habría embolsado quince puntos. Mi padre, victorioso, cuando el presentador anunció que se había acabado el tiempo, dijo: nueve letras. BASILISCO. Habría ganado esa prueba, lo que en la contabilidad co-

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esa biblia de la modernidad). Padre empezó a seguir el programa cuando el maestro, llamado Urbano, anodi-no, con aspecto de haberse tomado cinco miligramos de tranquimazín que sólo corrige alguna vez cuando se olvida de afeitarse, lo que le da cierta apariencia des-consolada, llevaba sólo siete programas. Cuando hace cálculos en su libreta, se avería un poco el rostro con el gesto del que trata de ayudar deformándose la boca a unas tijeras que no cortan bien. Hasta que no llegó a los quince programas no nos dijo padre que lo conocía, que fueron juntos a la escuela, y no entendimos muy bien por qué razón se había callado ese dato durante una semana. Nos pareció primero que se lo inventaba, que era un pretexto para explicar su pasión por aquel concurso que llevaba años en antena sin que le hubie-ra suscitado nunca el menor interés. Un día de repente nos obligó a darle el mando, nos quitó Los simpson, que es lo que mi hermano y yo veíamos a aquella hora, y se puso a ver Cifras y Letras, que ya iba por la mitad ese día, y al día siguiente inauguró la costumbre: todos allí delante, viendo el programa mientras cenábamos. Pensamos entonces que sería verdad, que conocía a aquel hombre por culpa del cual se había apropiado del mando a distancia. Seguro que se había encontrado con un amigo del colegio una tarde y el amigo le preguntó: ¿sabes quién está triunfando en la tele?, Urbano, aquel bajito siempre con cara de haber asistido a la muerte de toda su familia desde debajo de la cama, quién nos iba a decir que de toda la clase él llegaría a algo. Como si controlase a todos los demás y supiese en qué había acabado cada uno.

En el programa veintidós de lo que el presentador ya llamaba «la era del maestro Urbano», mi padre dijo que cenaría luego, sacó una libreta y se puso a compe-tir contra los concursantes. Perdió por goleada, no sólo contra Urbano sino también contra el aspirante, que se quedó a catorce puntos de Urbano. Desde entonces, to-das las noches, mientras los demás cenamos, mi padre compite contra Urbano y el aspirante que toque ese día.

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La cosa es como sigue: hay dos concursantes, el ga-nador del día anterior y un aspirante seleccionado entre las miles de solicitudes que llegan al correo del progra-ma. Hay dos tipos de prueba, Cifras y Letras, claro. Las cifras: en un panel aparecen seis cifras y luego un núme-ro del uno al novecientos noventa y nueve. Se trata de dar con ese número operando con las cifras del panel, sólo se puede utilizar una vez cada una de las cifras del panel, y está permitido no usar alguna de ellas para ob-tener el número que hay que obtener. Si ninguno de los concursantes da con la forma de obtener ese número, el que más se haya aproximado se lleva los puntos en jue-go. Un ejemplo. Las cifras con las que hay que operar son tres, ocho, cuatro, nueve, uno y nueve, y el número que hay que obtener es el 327. Tic-tac, tic-tac, y el pre-sentador pregunta a los concursantes qué han obteni-do. El aspirante dice: 321. Urbano dice: número exacto (mi padre ya ha dicho hace un rato: número exacto). El presentador le pide a Urbano que detalle sus operacio-nes, y Urbano empieza a decir: nueve por nueve, 81, por cuatro, 324 más tres, 327 por 1.327. Si se logra el exacto son diez puntos, y si se logra utilizando todas las cifras, como ha sido el caso, quince. Si se gana por aproxima-ción, son cinco puntos.

En cuanto a las letras, los concursantes van pidien-do, por turnos, que aparezcan en el panel vocales o con-sonantes. Son nueve letras. Urbano dice: consonante, y aparece una C, el otro vocal, y aparece una I, Urbano, con-sonante… El resultado final es un panel en el que se lee: CIBSOASIL, que parece el nombre de un medicamento. Hay que formar una palabra. Ganará el que dé con una palabra que tenga más letras que la de su oponente. Tiem-po. El aspirante dice: seis letras. Urbano, dice: ocho. La palabra del aspirante es LABIOS. La de Urbano SILABI-CO. Ocho puntos para él. Si hubiera dado con una palabra de nueve letras se habría embolsado quince puntos. Mi padre, victorioso, cuando el presentador anunció que se había acabado el tiempo, dijo: nueve letras. BASILISCO. Habría ganado esa prueba, lo que en la contabilidad co-

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esa biblia de la modernidad). Padre empezó a seguir el programa cuando el maestro, llamado Urbano, anodi-no, con aspecto de haberse tomado cinco miligramos de tranquimazín que sólo corrige alguna vez cuando se olvida de afeitarse, lo que le da cierta apariencia des-consolada, llevaba sólo siete programas. Cuando hace cálculos en su libreta, se avería un poco el rostro con el gesto del que trata de ayudar deformándose la boca a unas tijeras que no cortan bien. Hasta que no llegó a los quince programas no nos dijo padre que lo conocía, que fueron juntos a la escuela, y no entendimos muy bien por qué razón se había callado ese dato durante una semana. Nos pareció primero que se lo inventaba, que era un pretexto para explicar su pasión por aquel concurso que llevaba años en antena sin que le hubie-ra suscitado nunca el menor interés. Un día de repente nos obligó a darle el mando, nos quitó Los simpson, que es lo que mi hermano y yo veíamos a aquella hora, y se puso a ver Cifras y Letras, que ya iba por la mitad ese día, y al día siguiente inauguró la costumbre: todos allí delante, viendo el programa mientras cenábamos. Pensamos entonces que sería verdad, que conocía a aquel hombre por culpa del cual se había apropiado del mando a distancia. Seguro que se había encontrado con un amigo del colegio una tarde y el amigo le preguntó: ¿sabes quién está triunfando en la tele?, Urbano, aquel bajito siempre con cara de haber asistido a la muerte de toda su familia desde debajo de la cama, quién nos iba a decir que de toda la clase él llegaría a algo. Como si controlase a todos los demás y supiese en qué había acabado cada uno.

En el programa veintidós de lo que el presentador ya llamaba «la era del maestro Urbano», mi padre dijo que cenaría luego, sacó una libreta y se puso a compe-tir contra los concursantes. Perdió por goleada, no sólo contra Urbano sino también contra el aspirante, que se quedó a catorce puntos de Urbano. Desde entonces, to-das las noches, mientras los demás cenamos, mi padre compite contra Urbano y el aspirante que toque ese día.

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rrecta de las puntuaciones significaría que mi padre ha-bría anotado quince puntos y Urbano cero.

Hay cinco turnos de cifras y otros tantos de letras. El ganador se lleva dos mil euros euros. El perdedor un diccionario enciclopédico. O sea, que el maestro Urbano ha acumulado ya la espléndida cantidad de ciento sesenta mil euros. Y no sólo eso, una marca de cuadernos lo ha contratado para que haga un anuncio en el que aparece tirando a la papelera una calculado-ra y diciendo: «donde estén los cálculos mentales, que

se quiten las máquinas». La primera vez que mi padre vio ese anuncio dijo: «Lo que nos faltaba«. Pero al día siguiente se compró un cuaderno como el del anuncio. No tardó en llenarlo de cálculos y palabras. Los sábados y domingos –no había programa– sigue entrenando. Se coloca filas de números al tuntún y luego nos pide que digamos un número de tres cifras. Escribe una fila de letras, y luego trata de encontrar palabras combinán-dolas. Mi hermano le dijo que se gastara unos cuantos euros en comprarse el juego de cifras y letras, lo venden en cualquier supermercado. Mi padre dijo que no le ha-cía falta, y que tampoco estaba tan obsesionado, y que para sacarle provecho a ese juego tendría que buscarse algún oponente de altura y ninguno de nosotros esta-

ba capacitado para presentarle resistencia. Pero al día siguiente llegó a casa con el juego recién comprado. Y nos retó. Y jugamos, y nos venció fácilmente, aunque se enfadó porque demostraba que, si bien en las cifras era muy superior a nosotros, en las letras le costaba ganar-nos, y más bien nos ganaba por nuestra impericia –éra-mos incapaces de encontrar palabras de más de cuatro letras– que por su destreza –en toda la sesión sólo fue capaz de dar con una palabra de siete letras. Esa sesión era una prueba suficiente de que todavía no estaba pre-parado para enviar su solicitud al programa.

Mientras tanto, el maestro Urbano seguía dando cuenta de todos los candidatos que se presentaban a Ci-fras y Letras. Muchos de ellos eran universitarios que, según el presentador, parecían estar muy interesados en demostrar que la educación superior que hoy se re-cibe no podía ser avergonzada como lo estaba siendo por aquel maestro de provincias. Y soltaba una carca-jada al decirlo, y a mi padre esa carcajada le hería, a pesar de que lo que el presentador había dicho lo decía mi padre siempre.

–Todo esto está preparado, seguro que le pasan las letras que van a salir y las cifras antes de comenzar el programa, y que lo hacen precisamente para aver-gonzar a esos chavales –decía.

–¿Y para qué iban a hacer eso? –preguntaba yo. –Está claro que es un programa generacional –in-

tervenía mi hermano–. Sólo lo ven los cincuentones, es un programa para inflarles la moral, para decirles que hay cosas que aprendieron de niños que todavía sirven para algo, aunque en realidad no sirvan para nada, porque ya se encargan las máquinas de saberlas por nosotros.

Mi padre le miraba como si le debiera dinero o lo hubiera pillado drogándose.

–Eres un listo, pero da igual. Esos programas fun-cionan así. Tienen tan poca audiencia que necesitan crear héroes. Un tipo que va a entrar en el Libro Guin-nes de Los récords. Eso es lo que quieren. Y le ha tocado

Un día Padre nos obligó a darle el mando, nos quitó Los simpson, y se puso a ver Cifras y Letras, que ya iba por la mitad ese día, y al día siguiente inauguró la

costumbre: todos allí delante, viendo el programa mientras cenábamos. Pensamos entonces que sería verdad, que conocía a Urbano, la estrella del programa, por culpa del cual se había apropiado del mando a distancia

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al maestro. No digo que el hombre no ganara por sus propios méritos los primeros veinte o treinta progra-mas. Pero a partir de ahí, nadie va a desbancarlo, está claro, el programa necesita crear un personaje para ganar audiencia.

–Pues en esta casa ya ha ganado suficiente… –protestaba mi madre.

Le pedíamos a mi padre, entre burlas y veras, que nos contase cosas del maestro Urbano. ¿Eran amigos? ¿Era lo suficientemente insignificante en clase como para que nadie pudiera esperar de él que un día, en el futuro, los demás lo admirasen y se en-orgulleciesen de haber compartido aula con él? ¿Le robó alguna novia? ¿Quién ganaba en las carreras de la clase de gimnasia? Mi padre apenas se avenía a responder con frases que aunque suscitaban nue-vas preguntas, se quedaban quietas, incapaces de ge-nerar nuevos recuerdos, porque ya era la hora, y el programa iba a comenzar en media hora, y mi padre tenía que concentrarse. Era un aburrimiento de niño. Tenía el cromo de Boronat, que era muy difícil que te saliera, y no lo cambiaba por nada del mundo, hasta que uno de un curso superior consiguió robárselo. No se ganaba fácilmente la simpatía de las niñas. Si no hubiera salido en la tele, no creo que me habría vuelto a acordar de él como me acuerdo todavía de Frankie Campos, de Bernal, de Monedero, de Azurmendi, que estaba buenísima, de la Longobardo, con su acento del norte, de Ariza, muy buen futbolista, de Mancilla, el que más corría. Urbano, qué aburrimiento de tipo.

Pero ahí está Urbano. Venciendo a un nuevo candidato con facilidad. La puntuación comparada con mi padre arroja una victoria por la mínima del campeón televisivo. Ya tenemos a mi padre de mal humor mañana. Mi hermano le pica, y mi madre le pide que se saque de encima esa amargura, y que coja al toro por los cuernos, y envíe de una vez su solici-tud al programa, pero él susurra: todavía no, todavía no. En realidad está deseando que alguien le derro-

te en su nombre para no tener que ir a la televisión a arrebatarle el cetro a Urbano. Anima claramente a los oponentes del maestro, y les insulta cuando, después de que aparezcan en pantalla las letras, Urbano anun-cia que tiene una palabra de cinco y su oponente nos decepciona con una «sólo de cuatro». Hasta yo habría conseguido una palabra de seis.

–Lo veis, está clarísimo que todo esto está ama-ñado. Hasta tú has conseguido una palabra de seis, y ese idiota se queda en cuatro cuando, qué casualidad, si hubiese conseguido una de seis se habría puesto por delante en el marcador.

–Habría sido la primera vez que alguien adelanta-ba al maestro Urbano –digo yo.

–No digas memeces. Yo le he adelantado un mon-tón de veces –me responde mi padre.

Poco a poco mi hermano y yo le cogemos el gusto a jugar a Cifras y Letras, y retrasamos la hora de cenar, y no echamos de menos a Los Simpson. Eso sí, aún no hemos llegado a armarnos con cuadernos y bolígrafos, y hacemos todos nuestros ejercicios mentalmente. Sin hacer ruido, para no molestar a padre. Es difícil, fran-camente, sobre todo en las palabras, cuando te sale una sola vocal repetida, rodeada de consonantes poco prometedoras. BABAKLAOS. ¿Bakalaos? Eso es lo que dice la candidata, riéndose, sabe que no se la van a dar por buena, ni aunque diga que los jóvenes escriben así la palabra, no refiriéndose al pescado sino a un baile y a una ruta de discotecas que está de moda en la costa. El diccionario se encoge de hombros. Idiota, opina mi padre. El maestro Urbano gana diciendo simplemen-te LAOS. También podía haber dicho SOLA. Mi padre tiene BABA. Mi hermano tiene BOLA. Pero yo, ah, yo tengo ABABOL. Llevar la contabilidad se hace ya un martirio, porque en esta jugada yo me habría llevado los puntos, pero entre mi padre y Urbano se los habría llevado mi padre, que al ocupar el puesto del candidato tenía la vez en esta tirada, y en caso de empate el que habla primero se lleva los puntos, así que al cómputo

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al maestro. No digo que el hombre no ganara por sus propios méritos los primeros veinte o treinta progra-mas. Pero a partir de ahí, nadie va a desbancarlo, está claro, el programa necesita crear un personaje para ganar audiencia.

–Pues en esta casa ya ha ganado suficiente… –protestaba mi madre.

Le pedíamos a mi padre, entre burlas y veras, que nos contase cosas del maestro Urbano. ¿Eran amigos? ¿Era lo suficientemente insignificante en clase como para que nadie pudiera esperar de él que un día, en el futuro, los demás lo admirasen y se en-orgulleciesen de haber compartido aula con él? ¿Le robó alguna novia? ¿Quién ganaba en las carreras de la clase de gimnasia? Mi padre apenas se avenía a responder con frases que aunque suscitaban nue-vas preguntas, se quedaban quietas, incapaces de ge-nerar nuevos recuerdos, porque ya era la hora, y el programa iba a comenzar en media hora, y mi padre tenía que concentrarse. Era un aburrimiento de niño. Tenía el cromo de Boronat, que era muy difícil que te saliera, y no lo cambiaba por nada del mundo, hasta que uno de un curso superior consiguió robárselo. No se ganaba fácilmente la simpatía de las niñas. Si no hubiera salido en la tele, no creo que me habría vuelto a acordar de él como me acuerdo todavía de Frankie Campos, de Bernal, de Monedero, de Azurmendi, que estaba buenísima, de la Longobardo, con su acento del norte, de Ariza, muy buen futbolista, de Mancilla, el que más corría. Urbano, qué aburrimiento de tipo.

Pero ahí está Urbano. Venciendo a un nuevo candidato con facilidad. La puntuación comparada con mi padre arroja una victoria por la mínima del campeón televisivo. Ya tenemos a mi padre de mal humor mañana. Mi hermano le pica, y mi madre le pide que se saque de encima esa amargura, y que coja al toro por los cuernos, y envíe de una vez su solici-tud al programa, pero él susurra: todavía no, todavía no. En realidad está deseando que alguien le derro-

te en su nombre para no tener que ir a la televisión a arrebatarle el cetro a Urbano. Anima claramente a los oponentes del maestro, y les insulta cuando, después de que aparezcan en pantalla las letras, Urbano anun-cia que tiene una palabra de cinco y su oponente nos decepciona con una «sólo de cuatro». Hasta yo habría conseguido una palabra de seis.

–Lo veis, está clarísimo que todo esto está ama-ñado. Hasta tú has conseguido una palabra de seis, y ese idiota se queda en cuatro cuando, qué casualidad, si hubiese conseguido una de seis se habría puesto por delante en el marcador.

–Habría sido la primera vez que alguien adelanta-ba al maestro Urbano –digo yo.

–No digas memeces. Yo le he adelantado un mon-tón de veces –me responde mi padre.

Poco a poco mi hermano y yo le cogemos el gusto a jugar a Cifras y Letras, y retrasamos la hora de cenar, y no echamos de menos a Los Simpson. Eso sí, aún no hemos llegado a armarnos con cuadernos y bolígrafos, y hacemos todos nuestros ejercicios mentalmente. Sin hacer ruido, para no molestar a padre. Es difícil, fran-camente, sobre todo en las palabras, cuando te sale una sola vocal repetida, rodeada de consonantes poco prometedoras. BABAKLAOS. ¿Bakalaos? Eso es lo que dice la candidata, riéndose, sabe que no se la van a dar por buena, ni aunque diga que los jóvenes escriben así la palabra, no refiriéndose al pescado sino a un baile y a una ruta de discotecas que está de moda en la costa. El diccionario se encoge de hombros. Idiota, opina mi padre. El maestro Urbano gana diciendo simplemen-te LAOS. También podía haber dicho SOLA. Mi padre tiene BABA. Mi hermano tiene BOLA. Pero yo, ah, yo tengo ABABOL. Llevar la contabilidad se hace ya un martirio, porque en esta jugada yo me habría llevado los puntos, pero entre mi padre y Urbano se los habría llevado mi padre, que al ocupar el puesto del candidato tenía la vez en esta tirada, y en caso de empate el que habla primero se lleva los puntos, así que al cómputo

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de Urbano tendrían que restarle los puntos que le aca-ban de agregar para dárselos a mi padre, que no los ha-bría sumado si se hubiese enfrentado a mí. Así que no llevamos la contabilidad de esos enfrentamientos múl-tiples. Jugamos todos contra Urbano. Ni mi hermano ni yo conseguimos ganarle nunca –fallamos demasia-do en las cifras, somos incapaces de acercarnos a los números que hay que obtener operando con las cifras

que nos muestran en pantalla, y hacer multiplicaciones de números de dos cifras sin papel y boli es complica-do para nosotros–, pero mi padre le gana cada vez con más facilidad, y se va a la cama contento, después de cenar con apetito, de muy buen humor. A veces hasta se olvida de tomarse la pastilla para dormir: no la ne-cesita. Si bien es cierto que tampoco la necesita cuando pierde contra Urbano: aunque se tomara dos o tres no sería capaz de conciliar el sueño.

Un día, cuando el maestro Urbano camina impa-rable hasta el número 100 de sus programas, tan cerca ya del Libro Guinnes de Los récords, pero sin lanzar las campanas al vuelo, se ve que es un hombre muy reser-vado que no se la cree (o si se la cree sabe disimularlo con solvencia), le ponen de contrincante a un amigo de la infancia. Eso dice el presentador, pero el candida-to en seguida aclara: bueno, no éramos exactamente

El maestro Urbano ha acumulado ya la espléndida cantidad de ciento sesenta mil euros. Y no sólo eso, una marca de cuadernos lo ha contratado para que haga un anuncio en el que aparece

tirando a la papelera una calculadora y diciendo: donde estén los cálculos mentales, que se quiten las máquinas. La primera vez que mi padre vio ese anuncio dijo: lo que nos faltaba. Pero al día siguiente se compró un cuaderno como el del anuncio

amigos, éramos compañeros de clase, Urbano no te-nía demasiados amigos. Va a por todas el candidato, pretende desestabilizar al campeón desde el principio. Coño, Frankie Campos, gritó mi padre cuando vio en la pantalla a aquel hombre al que no le quedaba más que una rebanada de lo que debió ser frondoso cabello negro en la cabeza. Es de los que se dejan crecer un mechón para peinárselo convenientemente y cubra lo que pueda de calva en su cabeza. Qué raro debe de ser ver a uno que fue amigo en tu infancia y que dejaste de ver al llegar a la adolescencia, y encontrártelo ahora con los rasgos hinchados, corregidos por arrugas, sin pelo apenas en la cabeza. Mi padre está visiblemente emocionado. Contra Frankie no va a competir, hoy deja el cuaderno de lado, hoy va a seguir cada una de las jugadas del programa apoyando a su amigo. Todos es-tamos otra vez contra Urbano. Vamos, Frankie. Fran-kie es guarda forestal, es capaz de reconocer diez tipos distintos de alerce, sabe los nombres romanos de todas las plantas y odia a los fumadores. Urbano se limita a mirarlo de reojo. Cuando el presentador quiere saber si se llevaba mal con Frankie en la escuela, Urbano se limita a responder: yo no me llevaba mal con nadie. Las esperanzas se nos desinflarán pronto. En el primer tablero de cifras, Frankie se queda a 27 unidades del número que se pide. En el primero de letras, sólo es capaz de componer una palabra de tres letras, contra las siete de Urbano. Mi padre está a punto de apagar el televisor.

Tenemos una nueva sorpresa para Urbano, dice el presentador al día siguiente. La sorpresa es Ana Longobardo, que según mi padre estaba enamorada de Frankie Campos y quiere vengar la derrota de su viejo, viejísimo amor infantil. No podemos dejar de reírnos: a menuda clase ibas, le digo a mi padre. Pien-sa en la tuya, me responde, seguro que hay un Urbano escondido en ella, esperando que cada uno de vosotros fracase en su vocación, no alcance lo que quería ser, se deje derretir día tras día en un trabajo que detesta,

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para aparecer de pronto y humillaros, diciéndoos sin decirlo: aquí estoy, yo he llegado, y vosotros tenéis que limitaros a admirarme, o a sentir rencor, que es una forma de admiración muy siniestra, podéis elegir en-tre vacilar de mí y decir a los conocidos: yo fui amigo suyo, o negarme, desearme lo peor, a sabiendas de lo mezquino que resulta querer lo peor para alguien que compartió aula con vosotros. Menudo speech te gas-tas, viejo, le dice mi hermano. Y enseguida mi madre lo manda callar, para observar mejor a la Longobardo: ¿y ese fideo era la que te ponía tanto?, le pregunta a mi padre, que coge el mando a distancia para darle voz a la pantalla, y luego responde: no, la que me ponía era María José Peña, y la Azurmendi, menudo potro.

Durante el programa sale a relucir el sex appeal de la Longobardo en su infancia. Ahora es propietaria de una guardería y colabora con varias ONG. Urbano se presta a reconocer que lo que le gustaba a los niños de ella era su acento del norte. La Longobardo no se inmu-ta. Está más cerca que Campos de derrotar al campeón, pero Urbano suma y sigue. Cuando aparecen los títulos de crédito en la pantalla y mi padre se levanta para irse al baño –a llorar, dice mi hermano–, vemos que la mu-jer ni siquiera saluda a Urbano, que le tiende la mano para felicitarla por su buen concurso. Joder, aquella clase debía parecerse a Irak, digo yo.

En el programa 102, después de que Urbano ven-ciese fácilmente a ciudadanos de distintas generacio-nes, comparece Monedero. A esas alturas, mi hermano y yo hemos decidido presentar la solicitud de mi padre, porque nos hemos convencido de que es realmente muy bueno jugando a Cifras y Letras, y es raro el día en que no puntúa más alto que Urbano. Monedero es agente de seguros. Vaya, dice mi padre: se ve que era una de las es-peranzas blancas de la clase, que todo el mundo suponía que iba a llegar lejos, a descubrir una vacuna para una enfermedad que aún no existía, o a idear un nuevo tipo de vehículo no contaminante, o a ser el primer español en disputar la final del campeonato del mundo de aje-

drez. Y sin embargo, sólo es un agente de seguros, y que sea un agente de seguros se le aparece a mi padre como un fracaso de todo su colegio, no sólo un fracaso de Monedero, sino también un fracaso propio. Si hubiera llegado a crear una vacuna ya te habrías enterado hace tiempo, le digo yo para rebajar su decepción. Le da voz al televisor, el enfrentamiento va a comenzar.

Como mi hermano estudia primero de periodis-mo, se le ocurre que puede venderles –es un decir– una entrevista con Urbano a los de la revista de la Facultad. Para pillarlo, tiene que ser en fin de semana: duran-te la semana está Urbano en la capital, disfrutando de la excedencia que le han dado en el colegio donde im-parte clases de primaria, forrándose con el concurso, convirtiéndose en alguien. Seguro que ya lo invitan a fiestas de esas en las que sólo hay dos tipos de asis-tentes: famosos y fotógrafos para congelar la imagen de los famosos. Le digo que es una excelente idea, y le pregunto si le interesa dar con él para preguntarle co-sas que puedan ayudar a padre en su esperemos que próximo enfrentamiento con el campeón, descubrir algún flanco débil gracias al cual pudiéramos desmo-ralizarlo o algo así, o es que de verdad le interesa la opinión del aburrido y gris maestro Urbano, que cuen-te qué le sugiere el hecho de que tantos compañeros de clase hayan ido al concurso para no permitir que en-tre en el Libro Guiness de Los récords, si ese afán por sus viejos colegas de aula explica de alguna manera la propensión a la guerra civil de nuestro país, o es sólo una demostración más, por si hiciera falta, de que so-mos el almacén mejor surtido de envidia del mundo. ¿Es Urbano una metáfora de algo?, ésa me parece que debe ser la pregunta con que comience la entrevista. Mi hermano no está muy convencido, sencillamente se le ocurrió entrevistar a Urbano por participar de alguna manera en la revista de la Facultad, ganar algún punto o acercarse a una redactora en la que está interesado, sin más. Será una mala entrevista, le digo, será mala si no eres capaz de investigar en esta extraña epidemia

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para aparecer de pronto y humillaros, diciéndoos sin decirlo: aquí estoy, yo he llegado, y vosotros tenéis que limitaros a admirarme, o a sentir rencor, que es una forma de admiración muy siniestra, podéis elegir en-tre vacilar de mí y decir a los conocidos: yo fui amigo suyo, o negarme, desearme lo peor, a sabiendas de lo mezquino que resulta querer lo peor para alguien que compartió aula con vosotros. Menudo speech te gas-tas, viejo, le dice mi hermano. Y enseguida mi madre lo manda callar, para observar mejor a la Longobardo: ¿y ese fideo era la que te ponía tanto?, le pregunta a mi padre, que coge el mando a distancia para darle voz a la pantalla, y luego responde: no, la que me ponía era María José Peña, y la Azurmendi, menudo potro.

Durante el programa sale a relucir el sex appeal de la Longobardo en su infancia. Ahora es propietaria de una guardería y colabora con varias ONG. Urbano se presta a reconocer que lo que le gustaba a los niños de ella era su acento del norte. La Longobardo no se inmu-ta. Está más cerca que Campos de derrotar al campeón, pero Urbano suma y sigue. Cuando aparecen los títulos de crédito en la pantalla y mi padre se levanta para irse al baño –a llorar, dice mi hermano–, vemos que la mu-jer ni siquiera saluda a Urbano, que le tiende la mano para felicitarla por su buen concurso. Joder, aquella clase debía parecerse a Irak, digo yo.

En el programa 102, después de que Urbano ven-ciese fácilmente a ciudadanos de distintas generacio-nes, comparece Monedero. A esas alturas, mi hermano y yo hemos decidido presentar la solicitud de mi padre, porque nos hemos convencido de que es realmente muy bueno jugando a Cifras y Letras, y es raro el día en que no puntúa más alto que Urbano. Monedero es agente de seguros. Vaya, dice mi padre: se ve que era una de las es-peranzas blancas de la clase, que todo el mundo suponía que iba a llegar lejos, a descubrir una vacuna para una enfermedad que aún no existía, o a idear un nuevo tipo de vehículo no contaminante, o a ser el primer español en disputar la final del campeonato del mundo de aje-

drez. Y sin embargo, sólo es un agente de seguros, y que sea un agente de seguros se le aparece a mi padre como un fracaso de todo su colegio, no sólo un fracaso de Monedero, sino también un fracaso propio. Si hubiera llegado a crear una vacuna ya te habrías enterado hace tiempo, le digo yo para rebajar su decepción. Le da voz al televisor, el enfrentamiento va a comenzar.

Como mi hermano estudia primero de periodis-mo, se le ocurre que puede venderles –es un decir– una entrevista con Urbano a los de la revista de la Facultad. Para pillarlo, tiene que ser en fin de semana: duran-te la semana está Urbano en la capital, disfrutando de la excedencia que le han dado en el colegio donde im-parte clases de primaria, forrándose con el concurso, convirtiéndose en alguien. Seguro que ya lo invitan a fiestas de esas en las que sólo hay dos tipos de asis-tentes: famosos y fotógrafos para congelar la imagen de los famosos. Le digo que es una excelente idea, y le pregunto si le interesa dar con él para preguntarle co-sas que puedan ayudar a padre en su esperemos que próximo enfrentamiento con el campeón, descubrir algún flanco débil gracias al cual pudiéramos desmo-ralizarlo o algo así, o es que de verdad le interesa la opinión del aburrido y gris maestro Urbano, que cuen-te qué le sugiere el hecho de que tantos compañeros de clase hayan ido al concurso para no permitir que en-tre en el Libro Guiness de Los récords, si ese afán por sus viejos colegas de aula explica de alguna manera la propensión a la guerra civil de nuestro país, o es sólo una demostración más, por si hiciera falta, de que so-mos el almacén mejor surtido de envidia del mundo. ¿Es Urbano una metáfora de algo?, ésa me parece que debe ser la pregunta con que comience la entrevista. Mi hermano no está muy convencido, sencillamente se le ocurrió entrevistar a Urbano por participar de alguna manera en la revista de la Facultad, ganar algún punto o acercarse a una redactora en la que está interesado, sin más. Será una mala entrevista, le digo, será mala si no eres capaz de investigar en esta extraña epidemia

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que están padeciendo los alumnos de aquella clase, la clase de padre, algo debió hacer Urbano para merecer que tantos de aquella clase estén dispuestos a ponerse en ridículo con tal de que no consiga su propósito, algo debió hacer, pero qué. Ahí hay un secreto monumental, y todos callan, saben guardarlo, quizá porque no saben que son propietarios de un secreto, le digo. Vamos, me dice mi hermano, estás sacando las cosas de quicio, se-

guro que no hizo nada resaltable en toda la primaria, y ya cogida la costumbre, siguió sin hacer nada resaltable hasta llegar a donde ha llegado, y eso es precisamente lo que pone de los nervios a todos los que iban a su cla-se, que el más gris de todos sea el que ha llegado más alto, o algo así, yo qué sé, no tengo ganas de comerme la cabeza por tan poco, me limitaré a preguntarle qué tal le va y qué le parece que de repente tantos antiguos compañeros se hayan puesto a competir con él.

Cuando le hace la entrevista por fin, en una cafetería del centro en la que todo el mundo saluda a Urbano como si perteneciera a sus vidas, y en la que unos niños que pa-san por allí le piden un autógrafo, mi hermano me copia la pregunta esencial: ¿de qué es metáfora Urbano? Urbano se encoge de hombros, antes de preguntarle al entrevista-dor: ¿qué quieres decir? Mi hermano no sabe explicarse, por lo menos no sabe explicarse cuando me cuenta cómo se explicó ante Urbano. Le dijo que debía ser metáfora

de algo cuando su éxito parecía haber despertado tantas rencillas, que debía de haber algún secreto, alguna cuenta pendiente, como si él fuera el culpable de que a todos los demás la vida no les hubiese dado lo que ellos creían que merecían. Algo muy débil, en mi opinión. Urbano volvió a encogerse de hombros y dijo: en cualquier caso no es pro-blema mío, sino de los demás. Pero entonces mi hermano, de manera formidable y sorprendente para su coeficiente intelectual, da en el clavo y formula una pregunta que, lo admito, yo jamás me habría atrevido a formular: si pudie-ra elegir, ¿con cuál de los compañeros de clase le gusta-ría enfrentarse? Urbano titubea, quizá sonríe, carraspea, dice no sé, no creo que después de los que ya han pasado a los demás les queden ganas, no lo sé, en serio, pero si pudiera elegir…Y dice un nombre. Perdonen el redoble de tambor, pero no, no dice el nombre de mi padre, hasta ahí podíamos llegar. Azurmendi, dice. Todos estábamos enamorados de ella, añade. El titular de la entrevista está servido: Urbano reta a la más guapa de la clase para ven-gar la indiferencia con que ella lo castigó durante sus años escolares. En realidad podría decirse que esta sucesión de victorias que lo han alzado al estrellato no perseguía otra cosa que decirle a Azurmendi, donde quiera que esté: mira lo que te has perdido. Mi hermano me habla de deonto-logía, y yo le digo: no triunfarás en esto del periodismo si te andas con esos remilgos acerca de lo que alguien haya dicho literalmente o no. El resto de la entrevista no mere-ce la pena, Urbano está casado con una maestra, no tiene hijos, terminó el año pasado de pagar la hipoteca de su casa, no es socio de ningún equipo de fútbol, colecciona bibelots –compra uno en cada ciudad que visita, y está muy orgulloso de uno de El Cairo que cuando lo mueves en vez de nevar sobre las pirámides, hay una tormenta de arena–. Asegura que no se le ha subido el éxito a la cabe-za, que se presentó porque concursaba en casa, y siempre le ganaba al que ganase y su mujer envió la solicitud para gastarle una broma sin pensar que acudiría al programa si lo llamaban, y que ahora está especialmente ilusionado porque le han encargado que escriba un libro. ¿Un libro

Le pedíamos a mi padre que nos contase cosas del maestro Urbano. ¿Eran amigos? ¿Era lo suficientemente insignificante en clase como para que nadie pudiera esperar de él que un día,

en el futuro, los demás lo admirasen y se enorgulleciesen de haber compartido aula con él? ¿Le robó alguna novia? ¿Quién ganaba en las carreras de la clase de gimnasia? Mi padre apenas se avenía a responder

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sobre qué?, pregunta atrevidamente mi hermano. Un li-bro sobre mi experiencia. Claro que sólo mantendrán el encargo si entro en el Libro Guiness de Los récords, se lamenta Urbano. No las tiene todas consigo, asegura mi hermano, pero no resulta convincente.

Preocupados porque del programa no convocaban a mi padre, enviamos una segunda solicitud. En su cu-rrículum no nos olvidamos de poner: fue compañero de clase del campeón Urbano. Nos parece que eso tiene que atraer la atención de los directores del programa. Otro viejo compañero de fatigas del gran Urbano que quie-re impedir que el hombre haga historia, se dirán en la redacción de Cifras y Letras, y seguro que lo consultan con Urbano, seguro que le llaman y le dicen: mira, aquí ha llegado la solicitud de uno que dice que fue al colegio contigo, ¿puedes confirmarlo?, ¿te apetece humillarlo? Lástima que ya no quede vivo ninguno de los profesores de aquellos chavales, y si alguno ha resistido lo suficiente para ver la fama de Urbano, debe serle muy difícil man-tenerse en pie o decir una frase entera sin trabucarse.

Padre cada vez lo lleva peor, cada vez está más an-sioso. Se lleva las manos a la cabeza a menudo cuando el candidato que reta a Urbano falla. A menudo se ol-vida incluso de hacer sus cálculos o barajar las letras para conseguir una palabra, ensimismado como queda contemplando la pantalla, deseando que el candidato anuncie que tiene una palabra de nueve letras o que ha conseguido hacer las operaciones adecuadas para obte-ner el número que pedían. Pero al candidato que queda más cerca de Urbano le faltan casi veinte puntos para vencerlo. Hay que reconocer la grandeza de ese hom-brecillo de aspecto insignificante. Su fuerza no reside en otra cosa que la regularidad. De cualquier panel saca una palabra de al menos cinco letras, lo que siempre le da opciones. Y en cuanto a los cálculos, sabe cómo acercarse al número que se exige, no siempre da con la clave para obtener el número exacto, pero es rara la vez en que no se queda a dos o tres números. Sus contrin-cantes parecen actuar por mera inspiración, y si uno

comienza descubriendo una palabra de nueve letras que nos hace concebir esperanzas de que se le ha aca-bado a Urbano el reinado, inmediatamente se hunde con fallos incomprensibles, como no ver que sumando ocho más cinco y multiplicando el trece obtenido por nueve, alcanzará el 117 que multiplicado por la resta de tres menos uno, deparará el 234 que pide el panel. Hace cálculos imbéciles, se lía, ocho por cinco, 40 por nueve, 340, tres menos uno, dos, 340 entre dos, 170. 170, es decir, se queda muy, muy lejos del número exi-gido. Y Urbano se recompone y empieza a hilar victo-rias parciales en los tableros de cifras y en los de letras, haciendo sólo alguna concesión cuando el contrincante es iluminado por la inspiración.

Cuando mi hermano le dice que le ha hecho una entrevista a Urbano, mi padre deja de hablarle duran-te días. Pero luego pasa lo que tenía que pasar, y mi padre deja de hablarme también a mí. Lo llaman del programa. Lo citan para dentro de una semana. Hace cálculos, y cómo no, si Urbano gana de aquí a entonces todos los programas, a mi padre le tocaría enfrentarse a él cuando ya el maestro sea historia: el día anterior habrá entrado en el Libro Guinnes de Los récords. El domingo, para que el castigo a mi padre no termine, una respuesta del crucigrama del suplemento en color del periódico, la cuatro vertical para ser exactos, pide el nombre del concursante de un programa de televi-sión que está a punto de hacer historia gracias a su do-minio de las cifras y las letras. Mi madre, que consulta a menudo con mi padre, cosas del tipo: país del que es capital Bamako, cuatro letras, comete la estupidez de tomarle el pelo leyéndole la definición para la que se busca palabra de siete letras. Mi padre le deja de hablar. Ya todos estamos seguros de que no acudirá al programa, al día siguiente tiene que dar la confirma-ción y estamos seguros de que les dirá: no, no puedo ir, fue una broma de mis puñeteros hijos.

Pero al día siguiente pasa algo que lo cambia todo. Ur-bano es derrotado. Ni lo estábamos viendo, porque mi pa-

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sobre qué?, pregunta atrevidamente mi hermano. Un li-bro sobre mi experiencia. Claro que sólo mantendrán el encargo si entro en el Libro Guiness de Los récords, se lamenta Urbano. No las tiene todas consigo, asegura mi hermano, pero no resulta convincente.

Preocupados porque del programa no convocaban a mi padre, enviamos una segunda solicitud. En su cu-rrículum no nos olvidamos de poner: fue compañero de clase del campeón Urbano. Nos parece que eso tiene que atraer la atención de los directores del programa. Otro viejo compañero de fatigas del gran Urbano que quie-re impedir que el hombre haga historia, se dirán en la redacción de Cifras y Letras, y seguro que lo consultan con Urbano, seguro que le llaman y le dicen: mira, aquí ha llegado la solicitud de uno que dice que fue al colegio contigo, ¿puedes confirmarlo?, ¿te apetece humillarlo? Lástima que ya no quede vivo ninguno de los profesores de aquellos chavales, y si alguno ha resistido lo suficiente para ver la fama de Urbano, debe serle muy difícil man-tenerse en pie o decir una frase entera sin trabucarse.

Padre cada vez lo lleva peor, cada vez está más an-sioso. Se lleva las manos a la cabeza a menudo cuando el candidato que reta a Urbano falla. A menudo se ol-vida incluso de hacer sus cálculos o barajar las letras para conseguir una palabra, ensimismado como queda contemplando la pantalla, deseando que el candidato anuncie que tiene una palabra de nueve letras o que ha conseguido hacer las operaciones adecuadas para obte-ner el número que pedían. Pero al candidato que queda más cerca de Urbano le faltan casi veinte puntos para vencerlo. Hay que reconocer la grandeza de ese hom-brecillo de aspecto insignificante. Su fuerza no reside en otra cosa que la regularidad. De cualquier panel saca una palabra de al menos cinco letras, lo que siempre le da opciones. Y en cuanto a los cálculos, sabe cómo acercarse al número que se exige, no siempre da con la clave para obtener el número exacto, pero es rara la vez en que no se queda a dos o tres números. Sus contrin-cantes parecen actuar por mera inspiración, y si uno

comienza descubriendo una palabra de nueve letras que nos hace concebir esperanzas de que se le ha aca-bado a Urbano el reinado, inmediatamente se hunde con fallos incomprensibles, como no ver que sumando ocho más cinco y multiplicando el trece obtenido por nueve, alcanzará el 117 que multiplicado por la resta de tres menos uno, deparará el 234 que pide el panel. Hace cálculos imbéciles, se lía, ocho por cinco, 40 por nueve, 340, tres menos uno, dos, 340 entre dos, 170. 170, es decir, se queda muy, muy lejos del número exi-gido. Y Urbano se recompone y empieza a hilar victo-rias parciales en los tableros de cifras y en los de letras, haciendo sólo alguna concesión cuando el contrincante es iluminado por la inspiración.

Cuando mi hermano le dice que le ha hecho una entrevista a Urbano, mi padre deja de hablarle duran-te días. Pero luego pasa lo que tenía que pasar, y mi padre deja de hablarme también a mí. Lo llaman del programa. Lo citan para dentro de una semana. Hace cálculos, y cómo no, si Urbano gana de aquí a entonces todos los programas, a mi padre le tocaría enfrentarse a él cuando ya el maestro sea historia: el día anterior habrá entrado en el Libro Guinnes de Los récords. El domingo, para que el castigo a mi padre no termine, una respuesta del crucigrama del suplemento en color del periódico, la cuatro vertical para ser exactos, pide el nombre del concursante de un programa de televi-sión que está a punto de hacer historia gracias a su do-minio de las cifras y las letras. Mi madre, que consulta a menudo con mi padre, cosas del tipo: país del que es capital Bamako, cuatro letras, comete la estupidez de tomarle el pelo leyéndole la definición para la que se busca palabra de siete letras. Mi padre le deja de hablar. Ya todos estamos seguros de que no acudirá al programa, al día siguiente tiene que dar la confirma-ción y estamos seguros de que les dirá: no, no puedo ir, fue una broma de mis puñeteros hijos.

Pero al día siguiente pasa algo que lo cambia todo. Ur-bano es derrotado. Ni lo estábamos viendo, porque mi pa-

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dre se negó a cambiarnos Los simpson. Y aunque yo cogí el mando para pulsar la tecla cuatro, él, sin dirigirme la pala-bra, volvió a poner Los simpson pulsando la tecla tres. Pero cuando el programa llevaba veinte minutos, recibe una lla-mada telefónica: alguien, un compañero de colegio con el que últimamente se ha visto a menudo gracias a Urbano –han ido buscándose como atendiendo a una enigmática orden superior, como si alguien les mandase que hicieran

fuerza para impedir que el más gris y ñoño de la clase se convirtiese en un recordman mundial– lo llama y le pre-gunta: «¿Estás viendo eso?» Mi padre, confuso, esperanza-do, dice: «No». Al otro lado del teléfono oímos un nombre: Azurmendi. Y mi padre entonces, justo en el momento en que Homero Simpson va a darle con una barra de carbono a Montgomery Burns, cambia a Cifras y Letras. Y ¿ésa es Azurmendi? Debe de tener mi edad, tiene unos ojos para comerle el coño, una cascada de pelo negro que le debe lle-gar al culo, unos hombros que brillan como cuchillos, una sonrisa ante la que es difícil imaginarse al gorila de disco-teca que le diga: no entras. Y va ganando. No, ganando no, está humillando a Urbano. 35 a 0 es el resultado. No quiero verlo, no quiero verlo, dice mi padre.

–¿Ésa es la tía buena de tu clase? –pregunto yo, olvidando que en los periodos en los que padre no nos habla sólo es él el que está capacitado para dar fin a las hostilidades. Y sin embargo, me contesta.

–Es igual, absolutamente idéntica, debe ser su hija. –La madre se habría hecho de oro si se pagaran de-

rechos de autor por las pajas que inspiraba –dice mi her-mano. Mi madre le afea el comentario. La era de Urbano termina esa noche. Un broche humillante que se celebra en todas las casas de aquellos que fueron sus compañeros de clase. Azurmendi –es su segundo apellido, su primero es Mancilla, lo cual lleva a mi padre a envidiar a su viejo compañero de clase, el atleta, que acabó casándose con una mujer que, enseguida lo sabremos, cuando mi padre llame a unos y otros para comentar las incidencias del programa, murió hace años, de cáncer.

Y esto es todo. ¿De qué era metáfora Urbano?, se preguntaba en el reportaje que ya no publicaría mi her-mano. No hay respuesta. No sabemos si los alumnos de aquella clase guardan algún secreto, si Urbano era el chivato al que todos querían ajustarle las cuentas, o les molestaba que uno de ellos sacara la cabeza y destacara públicamente, recordándoles a todos los demás que sus vidas habían sido poco envidiables. Trato de convencer a mi padre de que, si no va a ir al programa, ya que me llamo igual que él, me deje participar a mí. Sólo para conocer a la hija de Azurmendi, que ahora reúne los entusiasmos de todos los que fueron compañeros de clase de su madre, y a la que apoyarán todos encendi-damente –cada cual compitiendo contra ella desde sus casas, quizá excitándose al ser derrotados; no sólo está buenísima y es elegante y simpática sino además, mira qué cálculos hace, qué capacidad para dar con la pala-bra escondida en la mêlêe de letras– hasta que bata el récord parcial de Urbano. Pero mi padre me dice que no, que ni hablar, no quiere ser humillado en público.

–Pero si el que va a ser humillado voy a ser yo –le digo. –Ojalá fuera tan simple, ojalá pudieran humillarte

sin que me humillaran a mí, ojalá nunca tengas que pa-sar por lo que yo he pasado.

Y se va a su cuarto. Y eso es también metáfora de algo, pero no sabemos de qué. Y ninguno de nosotros sabe qué decirle para consolarlo.

Piensa en tu clase, me responde mi padre, seguro que hay un Urbano escondido en ella, esperando que cada uno de vosotros fracase en su vocación, no alcance lo que quería ser, se

deje derretir día tras día en un trabajo que detesta, para aparecer de pronto y humillaros, diciéndoos sin decirlo: aquí estoy, yo he llegado, y vosotros tenéis que limitaros a admirarme

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Manual para ser un líder de opinión sin salir de la cama

esulta que ahora todos tienen algo que decir.

Déjenme adivinarlo: a casi nadie le interesa

escuchar al prójimo. Conozco y celebro ese escenario.

Es el más fértil y propicio para hacer de un don nadie

cualquiera, como usted, un líder de opinión a carta ca-

bal. Pero claro, entiendo sus dudas. Se dice que toma

años de exigente uso del buen juicio el hacerse de un

nombre y una voz dignos de ser tomados en cuenta.

Ésas son pamplinas. ¿Acaso existe una manera de lo-

grar la atención instantánea dejando una huella inútil

pero significativa en la audiencia pública? Pues sí la

hay. He aquí el cómo.

1. Hágase de una opinión.-Por elemental lógica deductiva, si

usted está leyendo estas líneas es

porque pertenece a ese amplio y

desconcertado colectivo de los que

no tienen nada que decir. Esto suele

suceder –no quiero generalizar ni ser

grosero– porque no tienen nada que

pensar. No se preocupe. Esto último

no es indispensable. Por ejemplo, en-

cienda la televisión o la radio, sinto-

nice un programa de noticias y esté al

acecho del primer comentario subje-

tivo, personal y cuestionable que es-

cuche. (Por lo general se les identifica

porque comienzan con la fórmula «A

mí me parece que»). Capturada esa

opinión, la misma pasa a ser suya de

inmediato. No se preocupe, nadie se

la reclamará jamás.

2. La difusión del mensa-je vale más que su contenido.-Esta verdad contemporánea es comprobable todos los

días y en tiempo real, y es hora de que a usted le conste.

Conviértase en una bazuka de su propio credo. Al mo-

mento de solicitar una pizza delivery sin levantarse de

la cama, interrumpa su pedido contrabandeando gra-

tuitamente su comentario bajo el tradicional «A mí me

parece que». Repítaselo como un mantra al repartidor,

suculenta propina mediante, cuando llegue el bocadi-

llo. El mensaje ya fue lanzado: el mundo lo hará suyo

en cuestión de horas.

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3. No hay nada más infeccioso que un video ridículo.- Siendo la

premisa inicial el no levantarse de la cama, agudice su ingenio para registrar a

través de una web cam algunos momentos que sinteticen y encarnen el concepto

de la vergüenza ajena. Un penoso baile en calzoncillos, la filmación en opción

night shot del privado trance de liberación de una ventosidad bajo las sábanas,

son dos clásicos que no tienen pierde. Logrado el clip, cuélguelo de inmediato en

YouTube. ¿Y dónde está el mensaje?, se preguntará usted ingenuamente. Ahora

más que nunca, el medio es el mensaje. Con ponerle de título al video «A mí me

parece que» el éxito estará asegurado.

4. Esté más cerca de la gente.- No se deje impresionar mucho por la apa-

rente ubicuidad de la red de redes. Aunque usted no lo crea, hay gente que sí se le-

vanta de la cama, lava platos, hace tareas do-

mésticas y hasta conduce un automóvil. Esa

gente confía en la voz autorizada de la radio

para informarse y formarse una opinión so-

bre las cosas de la vida. Introduzca su men-

saje en ese valiosísimo caudal. Llame a todo

programa radial que caiga dentro de sus ho-

ras de vigilia. No importa si el tema a tratar

sea un debate en torno a la vacuna del virus

del papiloma humano o a actividades recrea-

tivas en la tercera edad. Todo espacio suma

y está, teóricamente hablando, dispuesto a

recibir con los brazos abiertos una opinión

que cumpla con la condición sine qua nonde concitar el interés ajeno y anticipar una

verdad personal bajo las cinco palabras fun-

damentales: «A mí me parece que».

5. Recurra a la redes sociales.-Esto último, dicho en español, quiere de-

cir: conéctese a internet en el acto. Intro-

duzca como pie de página de sus correos

electrónicos la opinión «A mí me parece

que». Participe en chats, fotografías y

blogs, posteando a diestra y siniestra la reveladora verdad del mismo mensaje.

Modifique su estatus en el Facebook bajo dicha consigna, a la vez que la repro-

duce en toda pizarra pública disponible. A estas alturas, usted ya habrá acaba-

do su pizza y el teclado ha de ser una desgracia de migajas y embutidos. Es hora

de la artillería pesada. Bájese de internet algún programa confiable y no muy

complicado para bombardear e-mails. En cuestión de segundos, una audiencia

potencial de millones de personas influenciables alrededor del mundo recibirá

una opinión que no es ni suya, ni original, ni interesante.

Ya es usted un líder de opinión. Ahora vuelva a dormir.

Para consultas: [email protected]

un consejo de

fritz berger ch.

Page 91: Etiqueta Negra (Maldita Crisis)

Manual para ser un líder de opinión sin salir de la cama

esulta que ahora todos tienen algo que decir.

Déjenme adivinarlo: a casi nadie le interesa

escuchar al prójimo. Conozco y celebro ese escenario.

Es el más fértil y propicio para hacer de un don nadie

cualquiera, como usted, un líder de opinión a carta ca-

bal. Pero claro, entiendo sus dudas. Se dice que toma

años de exigente uso del buen juicio el hacerse de un

nombre y una voz dignos de ser tomados en cuenta.

Ésas son pamplinas. ¿Acaso existe una manera de lo-

grar la atención instantánea dejando una huella inútil

pero significativa en la audiencia pública? Pues sí la

hay. He aquí el cómo.

1. Hágase de una opinión.-Por elemental lógica deductiva, si

usted está leyendo estas líneas es

porque pertenece a ese amplio y

desconcertado colectivo de los que

no tienen nada que decir. Esto suele

suceder –no quiero generalizar ni ser

grosero– porque no tienen nada que

pensar. No se preocupe. Esto último

no es indispensable. Por ejemplo, en-

cienda la televisión o la radio, sinto-

nice un programa de noticias y esté al

acecho del primer comentario subje-

tivo, personal y cuestionable que es-

cuche. (Por lo general se les identifica

porque comienzan con la fórmula «A

mí me parece que»). Capturada esa

opinión, la misma pasa a ser suya de

inmediato. No se preocupe, nadie se

la reclamará jamás.

2. La difusión del mensa-je vale más que su contenido.-Esta verdad contemporánea es comprobable todos los

días y en tiempo real, y es hora de que a usted le conste.

Conviértase en una bazuka de su propio credo. Al mo-

mento de solicitar una pizza delivery sin levantarse de

la cama, interrumpa su pedido contrabandeando gra-

tuitamente su comentario bajo el tradicional «A mí me

parece que». Repítaselo como un mantra al repartidor,

suculenta propina mediante, cuando llegue el bocadi-

llo. El mensaje ya fue lanzado: el mundo lo hará suyo

en cuestión de horas.

88_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

3. No hay nada más infeccioso que un video ridículo.- Siendo la

premisa inicial el no levantarse de la cama, agudice su ingenio para registrar a

través de una web cam algunos momentos que sinteticen y encarnen el concepto

de la vergüenza ajena. Un penoso baile en calzoncillos, la filmación en opción

night shot del privado trance de liberación de una ventosidad bajo las sábanas,

son dos clásicos que no tienen pierde. Logrado el clip, cuélguelo de inmediato en

YouTube. ¿Y dónde está el mensaje?, se preguntará usted ingenuamente. Ahora

más que nunca, el medio es el mensaje. Con ponerle de título al video «A mí me

parece que» el éxito estará asegurado.

4. Esté más cerca de la gente.- No se deje impresionar mucho por la apa-

rente ubicuidad de la red de redes. Aunque usted no lo crea, hay gente que sí se le-

vanta de la cama, lava platos, hace tareas do-

mésticas y hasta conduce un automóvil. Esa

gente confía en la voz autorizada de la radio

para informarse y formarse una opinión so-

bre las cosas de la vida. Introduzca su men-

saje en ese valiosísimo caudal. Llame a todo

programa radial que caiga dentro de sus ho-

ras de vigilia. No importa si el tema a tratar

sea un debate en torno a la vacuna del virus

del papiloma humano o a actividades recrea-

tivas en la tercera edad. Todo espacio suma

y está, teóricamente hablando, dispuesto a

recibir con los brazos abiertos una opinión

que cumpla con la condición sine qua nonde concitar el interés ajeno y anticipar una

verdad personal bajo las cinco palabras fun-

damentales: «A mí me parece que».

5. Recurra a la redes sociales.-Esto último, dicho en español, quiere de-

cir: conéctese a internet en el acto. Intro-

duzca como pie de página de sus correos

electrónicos la opinión «A mí me parece

que». Participe en chats, fotografías y

blogs, posteando a diestra y siniestra la reveladora verdad del mismo mensaje.

Modifique su estatus en el Facebook bajo dicha consigna, a la vez que la repro-

duce en toda pizarra pública disponible. A estas alturas, usted ya habrá acaba-

do su pizza y el teclado ha de ser una desgracia de migajas y embutidos. Es hora

de la artillería pesada. Bájese de internet algún programa confiable y no muy

complicado para bombardear e-mails. En cuestión de segundos, una audiencia

potencial de millones de personas influenciables alrededor del mundo recibirá

una opinión que no es ni suya, ni original, ni interesante.

Ya es usted un líder de opinión. Ahora vuelva a dormir.

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