etiqueta negra (el diablo en la cocina)

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AÑO 7 - NÚMERO 70 etiquetanegra EL DIABLO EN LA COCINA S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00 www.etiquetanegra.com.pe AÑO 7 - NÚMERO 70 70 EL COCINERO DE LA CÁRCEL EL DIABLO EN LA COCINA ES MÁS QUE UN LADRÓN DE RECETAS DANIEL ALARCÓN UN CHEF SIN LENGUA ES UN GENIO DE CHICAGO D.T. MAX MARCO AVILÉS ALMUERZA CON FERRAN ADRIÀ. ENRIQUE VILA-MATAS JUEGA AL FÚTBOL EN NUEVA YORK. RAMIRO LLONA ESPERA NAVES ESPACIALES EN VENECIA. PATRICIO PRON VA DE GIRA CON LOS DESCENDIENTES DE BORGES. EL CUENTO ES DE RONALDO MENÉNDEZ. SECRETOS CULINARIOS DE UN APRENDIZ DIEGO SALAZAR I N V I T A L A Ú L T I M A C E N A

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Revista para distraídos con temas de periodismo, fotografía, bohemia, poesía y cultura.

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Page 1: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

AÑO

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CIN

A S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00

www.etiquetanegra.com.pe

AÑO 7 - NÚMERO 70

70

EL COCINERODE LA CÁRCEL

EL DIABLO EN LA COCINA

ES MÁS QUE UN LADRÓN DE RECETAS

DANIEL ALARCÓN

UN CHEFSIN LENGUA

ES UN GENIO DE CHICAGOD.T. MAX

MARCO AVILÉS ALMUERZA CON FERRAN ADRIÀ. ENRIQUE VILA-MATAS JUEGA AL FÚTBOL ENNUEVA YORK. RAMIRO LLONA ESPERA NAVES ESPACIALES EN VENECIA. PATRICIO PRON VADE GIRA CON LOS DESCENDIENTES DE BORGES. EL CUENTO ES DE RONALDO MENÉNDEZ.

SECRETOS CULINARIOSDE UN APRENDIZDIEGO SALAZAR

I N V I T A L A Ú L T I M A C E N A

Page 2: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

DESCUENTOS EXCLUSIVOS EN RESTAURANTES CON

En más de 50de los mejores restaurantes de Lima.

Page 3: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

DESCUENTOS EXCLUSIVOS EN RESTAURANTES CON

En más de 50de los mejores restaurantes de Lima.

Si aún no tienes tu Tarjeta de Crédito Scotiabank Platinumsolicítala al 311-6000 (Lima) / 0-801-1-6000 (Provincias).

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Descuentos válidos en precios a la carta, El cliente debe indicar al momento de hacer su pedido que va a pagar con su Tarjeta de Crédito Scotiabank Platinum para poder acceder aldescuento. El importe del consumo deberá ser cancelado con laTarjeta de Crédito Scotiabank, aplicando para dicho financiamiento la tasa tarifaria vigente para cada tarjeta.Consulta las tarifas en la red de agencias o enwww.scotiabank.com.pe, conforme Ley N° 28587 y Res.S.B.S.N° 1765-2005.Toda referencia hecha a Scotiabank se entiende realizada a Scotiabank Perú S.A.A.

no válidos con otras promociones.

Presenta tu tarjeta al momento de hacer el pedidoy disfruta de esta atractiva promoción!!!

Promoción válida del 1° de abril al 30 de setiembre de 2009.

Page 4: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)
Page 5: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)
Page 6: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

COMEME es una nueva casa realizadora, sus directores decomerciales cuentan con más de 30 premios internacionales, entre ellos Clio, Fiap, London Film Festival, New York Festival.

Productora Ejecutiva: Tania GonzalezNextel 815*8781

Nicaragua 2717Lima 14

Pide nuestro Demo Reel a [email protected]

DIRECTORES:

Gustavo AsensiMarialy RivasDiez y MediaDavid Bisbano

Page 7: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

COMEME es una nueva casa realizadora, sus directores decomerciales cuentan con más de 30 premios internacionales, entre ellos Clio, Fiap, London Film Festival, New York Festival.

Productora Ejecutiva: Tania GonzalezNextel 815*8781

Nicaragua 2717Lima 14

Pide nuestro Demo Reel a [email protected]

Page 8: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

¡INVADIREMOS LIMA CON UNAFIESTA LLENA DE LUCES Y PSICODELIA!

GRUPOS INVITADOS

Presenta

Page 9: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

¡INVADIREMOS LIMA CON UNAFIESTA LLENA DE LUCES Y PSICODELIA!

GRUPOS INVITADOS

Page 10: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

SUPERMERCADO

36_ DICCIONARIODE LA LENGUAAriel Magnus

68_ MANUAL DEINSTRUCCIONESJoseph Zárate

91_ BIBLIOTECA DEAUTOAYUDAFritz Berger Ch.

DOSSIER: SUEÑOS

52_ RASCACIELOSEnrique Vila-Matas

54_ NAVES EN VENECIARamiro Llona

56_ ROBO EN CALIFORNIAWendy Guerra

58_ SILLAS VOLADORASEduardo Halfon

EL DIABLO EN LA COCINA

18_ EL COCINERO QUE NO DORMÍADiego Salazar

38_ UN CHEF GENIAL Y SIN LENGUAD. T. Max

60_ ALTA COCINA EN UN PENAL DE LIMADaniel Alarcón

70_ EL APRENDIZDE FERRAN ADRIÀMarco Avilés

96_Cómic

por Hernán Migoya y Joan Marín

Latinópolis

08_ BANQUETE

FICCIONARIO

91_ MENÚ INSULARRonaldo Menéndez

Page 11: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

SUPERMERCADO

36_ DICCIONARIODE LA LENGUAAriel Magnus

68_ MANUAL DEINSTRUCCIONESJoseph Zárate

91_ BIBLIOTECA DEAUTOAYUDAFritz Berger Ch.

DOSSIER: SUEÑOS

52_ RASCACIELOSEnrique Vila-Matas

54_ NAVES EN VENECIARamiro Llona

56_ ROBO EN CALIFORNIAWendy Guerra

58_ SILLAS VOLADORASEduardo Halfon

EL DIABLO EN LA COCINA

18_ EL COCINERO QUE NO DORMÍADiego Salazar

38_ UN CHEF GENIAL Y SIN LENGUAD. T. Max

60_ ALTA COCINA EN UN PENAL DE LIMADaniel Alarcón

70_ EL APRENDIZDE FERRAN ADRIÀMarco Avilés

96_Cómic

por Hernán Migoya y Joan Marín

Latinópolis

08_ BANQUETE

FICCIONARIO

91_ MENÚ INSULARRonaldo Menéndez

Page 12: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

S E G U N D O T I E M P OAÑO 7 - MARZO 2009

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PREPRENSAE IMPRESIÓNIso Print441-3693 / 440-1404 / 998-441268Marcas & Patentes332-2211 / 431-5698

Etiqueta Negrawww.etiquetanegra.com.peEs una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra S.A.C.Calle Federico Villarreal 581, San Isidro. Lima 27 – PerúTelefax (511) 440-1404 / 441-3693Hecho el depósito legal 2002-2502

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOSHuberth Jara / [email protected]

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTAPERÚ / Distribuidora BolivarianaPANAMÁ / PanamexCHILE / Metales Pesados, Qué Leo

DIRECTOR COMERCIALGerson [email protected]

PUBLICIDADHenry Jara / Ejecutivo de cuentasMauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentasMalena Llantoy / [email protected]éfonos: (511) 222-0852(511) 441-3693 - (511) 440-1404

SUSCRIPCIONES [email protected]

DIRECTOR GERENTEHuberth [email protected]

PRENSA Y RR. PP.Laura Cáceres

Hecho en el Perúetiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos,

que son de entera responsabilidad de sus autoresFotografía de portada:Juan Viacava

CORRESPONSALESBARCELONA / Gabriela WienerBUENOS AIRES / Juan Pablo MenesesWASHINGTON D. C. / Wilbert TorreCIUDAD DE MÉXICO / Carlos ParedesBARRANQUILLA / José Alejandro Castaño

TRADUCTORESJorge Cornejo [email protected]ésar Ballón

CORRECTOR DE ESTILOJorge [email protected]

COMITÉ CONSULTIVOJon Lee Anderson Daniel TitingerJulio Villanueva ChangJuan Villoro

EDITORES DE PROYECTOSFernando Cárdenas [email protected] Li [email protected]

ARTE FINALJhosep Abarca

VERIFICADORES DE DATOSJosé Carlos de la Puente Álvaro Sialer

REDACTORESMiguel Ángel Farfán / Joseph ZáratePiero Peirano / María José Masías

DIRECTOR FUNDADORJulio Villanueva [email protected]

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique FelicesRoy Kesey

ASESORES DE ARTESergio Urday / Sheila AlvaradoAugusto Ortiz de Zevallos

DISEÑADORMario Segovia [email protected]

PRODUCTORAKatia Pango [email protected]

FOTOGRAFÍAClaudia Alva [email protected]

DIRECTOR EDITORIALMarco Avilé[email protected]

EDITOR GENERALJeremías [email protected]

EDITORES ASOCIADOSEspaña / Toño Angulo [email protected] Unidos / Daniel Alarcó[email protected]ú / Sergio [email protected]

EDITOR FICCIÓNDiego [email protected]

EDITORA WEBGuadalupe [email protected]

10_ QUIÉNES SOMOSet

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S E G U N D O T I E M P OAÑO 7 - MARZO 2009

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PREPRENSAE IMPRESIÓNIso Print441-3693 / 440-1404 / 998-441268Marcas & Patentes332-2211 / 431-5698

Etiqueta Negrawww.etiquetanegra.com.peEs una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra S.A.C.Calle Federico Villarreal 581, San Isidro. Lima 27 – PerúTelefax (511) 440-1404 / 441-3693Hecho el depósito legal 2002-2502

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOSHuberth Jara / [email protected]

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTAPERÚ / Distribuidora BolivarianaPANAMÁ / PanamexCHILE / Metales Pesados, Qué Leo

DIRECTOR COMERCIALGerson [email protected]

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SUSCRIPCIONES [email protected]

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PRENSA Y RR. PP.Laura Cáceres

Hecho en el Perúetiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos,

que son de entera responsabilidad de sus autoresFotografía de portada:Juan Viacava

CORRESPONSALESBARCELONA / Gabriela WienerBUENOS AIRES / Juan Pablo MenesesWASHINGTON D. C. / Wilbert TorreCIUDAD DE MÉXICO / Carlos ParedesBARRANQUILLA / José Alejandro Castaño

TRADUCTORESJorge Cornejo [email protected]ésar Ballón

CORRECTOR DE ESTILOJorge [email protected]

COMITÉ CONSULTIVOJon Lee Anderson Daniel TitingerJulio Villanueva ChangJuan Villoro

EDITORES DE PROYECTOSFernando Cárdenas [email protected] Li [email protected]

ARTE FINALJhosep Abarca

VERIFICADORES DE DATOSJosé Carlos de la Puente Álvaro Sialer

REDACTORESMiguel Ángel Farfán / Joseph ZáratePiero Peirano / María José Masías

DIRECTOR FUNDADORJulio Villanueva [email protected]

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique FelicesRoy Kesey

ASESORES DE ARTESergio Urday / Sheila AlvaradoAugusto Ortiz de Zevallos

DISEÑADORMario Segovia [email protected]

PRODUCTORAKatia Pango [email protected]

FOTOGRAFÍAClaudia Alva [email protected]

DIRECTOR EDITORIALMarco Avilé[email protected]

EDITOR GENERALJeremías [email protected]

EDITORES ASOCIADOSEspaña / Toño Angulo [email protected] Unidos / Daniel Alarcó[email protected]ú / Sergio [email protected]

EDITOR FICCIÓNDiego [email protected]

EDITORA WEBGuadalupe [email protected]

10_ QUIÉNES SOMOS

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Page 14: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

en su aspecto exterior, cuando van por la calle, cuando van al estadio, cuando dejan a sus hijos en la escuela, puede revelar con certeza las huellas de su pasado primitivo, la memoria ge-nética de su obsesión por la perfección, hasta que ingresan en sus cocinas. Hoy como ayer, su vida depende de la aprobación ajena. El cliente, que siempre suele tener la razón, es un rey que evalúa la vida desde la comodidad de una silla. Porque la vida, para un cocinero, no es otra cosa que ese plato que ahora el cliente estudia con recelo. Que saborea. Que desestima. Que deja intacto porque simplemente no le gusta. O que devuelve a la cocina exigiendo que sepa a lo que cuesta. A veces el cliente puede ser un crítico ácido que al día siguiente publicará en su diario que ese restaurante no vale las estrellas que le han con-ferido. O puede ser un cliente cuya vida, en las semanas por venir, consistirá en evitar volver a ese feo restaurante y acaso (como ocurre en Lima, donde no existen estrellas Michelin y tampoco críticos despiadados) ese cliente descontento acon-

sejará a sus amigos que no vayan a ese local. «La vida del cocinero se juega en cada plato», me dijo una tarde un cocinero que, por su propia salud, se había alejado del infierno en que a veces se convierte una cocina gobernada por un chef que está obligado a la perfección. La perfección en una cocina suele ser un salón lleno de gente, así se trate de un local que sólo tiene una mesa. Y entonces el oficio de coci-nar, además de freír, guisar, hornear, adornar, consiste en esa lucha por mantener los errores

humanos afuera del plato. «Trabaja como si tú fueras el clien-te», le gritó un día el ogro inglés Gordon Ramsay a uno de sus asistentes que parecía ganado por la excesiva confianza. Le exi-gía que se pusiera en el lugar del otro. Que sintiera como siente el cliente para preservar su propia cabeza. Hoy como antes.

12_ CARTA

marco avilés

EL INFIERNOFUERA DEL PLATO

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[email protected]

l hombre no había descubierto el fuego ni los libros de cocina. Se protegía del

mundo en cuevas y árboles. Entonces, cuando la vida consistía en recoger frutas, en cazar o ser cazado, dice una leyenda de la selva peruana, ya existía el oficio de cocinero. Quizá las prostitu-tas, cuyo trabajo se considera también el más antiguo, se acercaban a ellos para obtener algo más que simples alimentos crudos, que debían ser la moneda corriente de esa época. Los cocineros, en esa tri-bu, en esa leyenda, eran hom-bres muy gordos que tenían los brazos exageradamente gran-des, y su arte consistía en tomar un pescado de río, por ejemplo, colocarlo bajo sus brazos gigan-tescos y asarlos durante horas con el calor de sus cuerpos y la sal de su transpiración. Aquélla debía ser una comida de reyes; y los cocineros, seres excéntricos cuyo oficio exi-gía características que nadie más podía cumplir. Entonces no existía el fuego, pero la cocina ya era ese reino del gusto que se reserva el derecho de admisión: gordura exagerada, brazos enor-mes, transpiración en su punto exacto de sal. Un pescado mal preparado podía terminar con la muerte del cocinero en manos de sus clientes, los reyes, sus amos. Cocinar bien era salvar el pellejo. Miles de años después, los cocineros ya pueden ser padres de familia delgados, y nada

Page 15: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

en su aspecto exterior, cuando van por la calle, cuando van al estadio, cuando dejan a sus hijos en la escuela, puede revelar con certeza las huellas de su pasado primitivo, la memoria ge-nética de su obsesión por la perfección, hasta que ingresan en sus cocinas. Hoy como ayer, su vida depende de la aprobación ajena. El cliente, que siempre suele tener la razón, es un rey que evalúa la vida desde la comodidad de una silla. Porque la vida, para un cocinero, no es otra cosa que ese plato que ahora el cliente estudia con recelo. Que saborea. Que desestima. Que deja intacto porque simplemente no le gusta. O que devuelve a la cocina exigiendo que sepa a lo que cuesta. A veces el cliente puede ser un crítico ácido que al día siguiente publicará en su diario que ese restaurante no vale las estrellas que le han con-ferido. O puede ser un cliente cuya vida, en las semanas por venir, consistirá en evitar volver a ese feo restaurante y acaso (como ocurre en Lima, donde no existen estrellas Michelin y tampoco críticos despiadados) ese cliente descontento acon-

sejará a sus amigos que no vayan a ese local. «La vida del cocinero se juega en cada plato», me dijo una tarde un cocinero que, por su propia salud, se había alejado del infierno en que a veces se convierte una cocina gobernada por un chef que está obligado a la perfección. La perfección en una cocina suele ser un salón lleno de gente, así se trate de un local que sólo tiene una mesa. Y entonces el oficio de coci-nar, además de freír, guisar, hornear, adornar, consiste en esa lucha por mantener los errores

humanos afuera del plato. «Trabaja como si tú fueras el clien-te», le gritó un día el ogro inglés Gordon Ramsay a uno de sus asistentes que parecía ganado por la excesiva confianza. Le exi-gía que se pusiera en el lugar del otro. Que sintiera como siente el cliente para preservar su propia cabeza. Hoy como antes.

12_ CARTA

marco avilés

EL INFIERNOFUERA DEL PLATO

etiq

ueta

neg

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AR

ZO

2

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9

[email protected]

l hombre no había descubierto el fuego ni los libros de cocina. Se protegía del

mundo en cuevas y árboles. Entonces, cuando la vida consistía en recoger frutas, en cazar o ser cazado, dice una leyenda de la selva peruana, ya existía el oficio de cocinero. Quizá las prostitu-tas, cuyo trabajo se considera también el más antiguo, se acercaban a ellos para obtener algo más que simples alimentos crudos, que debían ser la moneda corriente de esa época. Los cocineros, en esa tri-bu, en esa leyenda, eran hom-bres muy gordos que tenían los brazos exageradamente gran-des, y su arte consistía en tomar un pescado de río, por ejemplo, colocarlo bajo sus brazos gigan-tescos y asarlos durante horas con el calor de sus cuerpos y la sal de su transpiración. Aquélla debía ser una comida de reyes; y los cocineros, seres excéntricos cuyo oficio exi-gía características que nadie más podía cumplir. Entonces no existía el fuego, pero la cocina ya era ese reino del gusto que se reserva el derecho de admisión: gordura exagerada, brazos enor-mes, transpiración en su punto exacto de sal. Un pescado mal preparado podía terminar con la muerte del cocinero en manos de sus clientes, los reyes, sus amos. Cocinar bien era salvar el pellejo. Miles de años después, los cocineros ya pueden ser padres de familia delgados, y nada

C.C Larcomar Telef:243-7900 C.C Jockey Plaza Telef: 4342679 C.C. Plaza San Miguel Telef: 5663219

Ref. 241188

Page 16: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

14_ CÓMPLICES

Hay una parte de mí que me dice, en voz baja: «Deberías ser cocinero». Hay otra, la sensata, que me aconseja a gritos: «Mejor sigue escribiendo sobre cocina». Y hay otra parte, que tiene la voz dulce y suplicante de mi novia napolitana, que pregunta: «¿Ya está listo el arroz chaufa?».

D.T.MAX

Creo ser ya bastante conocido como el máximo especialista de un plato de mi invención, sencillo aunque complejo, sólo al alcance de seres muy insulares: los espaguetis con sobrasada de cerdo negro mallorquín. He alcanzado una gran reputación con este plato, que he cocinado para personas de toda condición y rango. Del rey (de España) a un soldado norteamericano que intentó matarme. También es conocido un hecho que no ha pasado desapercibido a cuantos me han tratado a lo largo del tiempo: nunca nadie me

ha visto comer.

España. Escritor. Ha publicado SuicidioS ejemplareS y doctor paSavento,entre otros libros. Colabora en el paíS, le monde y corriere della Sera.

ENRIQUE VILA-MATAS

Por desgracia no me gusta cocinar. Lo único que cocino son huevos. Precisamente por eso pude observar la cocina de Achatz

con más pureza, como si fuera un acto de performance art.Aprendí el vocabulario al mismo momento que saboreaba la

comida.

Estados Unidos. Periodista. Autor del libro la familia que no pudo dormir.Escribe para la revista the new Yorker.

DANIELALARcóNPerú. Escritor. Autor de la novela radio ciudad perdida. Su nueva colección de cuentos, el reY Siempre eStá por encima del

pueblo, se publicó en México.

Lo único que sé hacer en la cocina es preparar café.

Perú. Periodista y editor. Vive y trabaja en España desde el año 2001, donde colabora con distintas publicaciones y editoriales.

DIEgoSALAZAR

PATRIcIoPRoN

Me gusta mucho la cocina peruana pero creo que no es razonable comer nada que uno pueda tener de mascota.

Argentina. Escritor. Premio Juan Rulfo de Relato 2004 y Premio Jaén de Novela 2008. Ha publicado la novela

el comienzo de la primavera.

etiq

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9

Hace poco descubrí el wok chino. No entiendo cómo no te enseñan a usarlo en la escuela. Empecé haciendo chau fan, pero ahora hago de todo (de hecho ya tiré la sartén). Hasta

las tortas deben de salir bien ahí; habría que probar.

RAMIRO LLONA

Entre mis mejores amigos hay poetas, psicoanalistas y cocineros. Sentarme a comer es un asunto ritual y mirar la carta me cambia el humor de inmediato. Mis gustos son eclécticos: disfruto de una hamburguesa o de una comida de degustación con el mismo entusiasmo. Cuando cocino hago pastas. De las carnes me gusta el pato y tengo la suficiente paciencia como para hacer un magret.

Perú. Pintor. Su trayectoria incluye más de setenta muestras individuales. Desde el 2001 vive en el Perú, después de veinticuatro años de trabajo en Nueva York.

ARIELMAGNUS

Argentina. Escritor. Su novela Un chino en bicicleta obtuvo el Premio Hispanoamericano de novela La Otra Orilla 2007.

LARAKASTNER

¿Qué puedo hacer en la cocina? En la mía, cocino. En las profesionales, tomo fotos de los chefs. ¿Qué pienso de ellos? Los respeto: son verdaderos trabajadores.

Estados Unidos. Fotógrafa. Colabora con las revistas the new

Yorker, GoUrmet y maxim. Ha hecho un portafolio para el libro del chef Grant Achatz.

14_ 15

Paradoja del pepino: La gastronomía como el arte de comer humanamente encierra una profunda inmoralidad: hay

demasiados humanos que no comen y sin embargo eso nos importa menos que un pepino.

RONALDOMENÉNDEZ

Cuba. Escritor. Autor de libros de cuentos y novelas. La última, río QUibú, apareció en el 2008. Reside en Madrid.

FITO ESPINOSA

Perú. Artista plástico. Ha tenido varias distinciones a lo largo de su carrera. Prepara su novena muestra en la galería Forum.

Si el arte de la gastronomía nos ha unido e identificado a los peruanos, ¿será posible que el arte a secas lo pueda

hacer también?

Me encanta cocinar. Sé que peor que el pato es el pato crudo.

Perú. Fotógrafo. Dirigió teatro en Lima. Ahora se dedica a la fotografía de modas en Madrid.

MARTíNGUERRA

Page 17: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

14_ CÓMPLICES

Hay una parte de mí que me dice, en voz baja: «Deberías ser cocinero». Hay otra, la sensata, que me aconseja a gritos: «Mejor sigue escribiendo sobre cocina». Y hay otra parte, que tiene la voz dulce y suplicante de mi novia napolitana, que pregunta: «¿Ya está listo el arroz chaufa?».

D.T.MAX

Creo ser ya bastante conocido como el máximo especialista de un plato de mi invención, sencillo aunque complejo, sólo al alcance de seres muy insulares: los espaguetis con sobrasada de cerdo negro mallorquín. He alcanzado una gran reputación con este plato, que he cocinado para personas de toda condición y rango. Del rey (de España) a un soldado norteamericano que intentó matarme. También es conocido un hecho que no ha pasado desapercibido a cuantos me han tratado a lo largo del tiempo: nunca nadie me

ha visto comer.

España. Escritor. Ha publicado SuicidioS ejemplareS y doctor paSavento,entre otros libros. Colabora en el paíS, le monde y corriere della Sera.

ENRIQUE VILA-MATAS

Por desgracia no me gusta cocinar. Lo único que cocino son huevos. Precisamente por eso pude observar la cocina de Achatz

con más pureza, como si fuera un acto de performance art.Aprendí el vocabulario al mismo momento que saboreaba la

comida.

Estados Unidos. Periodista. Autor del libro la familia que no pudo dormir.Escribe para la revista the new Yorker.

DANIELALARcóNPerú. Escritor. Autor de la novela radio ciudad perdida. Su nueva colección de cuentos, el reY Siempre eStá por encima del

pueblo, se publicó en México.

Lo único que sé hacer en la cocina es preparar café.

Perú. Periodista y editor. Vive y trabaja en España desde el año 2001, donde colabora con distintas publicaciones y editoriales.

DIEgoSALAZAR

PATRIcIoPRoN

Me gusta mucho la cocina peruana pero creo que no es razonable comer nada que uno pueda tener de mascota.

Argentina. Escritor. Premio Juan Rulfo de Relato 2004 y Premio Jaén de Novela 2008. Ha publicado la novela

el comienzo de la primavera.

etiq

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Hace poco descubrí el wok chino. No entiendo cómo no te enseñan a usarlo en la escuela. Empecé haciendo chau fan, pero ahora hago de todo (de hecho ya tiré la sartén). Hasta

las tortas deben de salir bien ahí; habría que probar.

RAMIRO LLONA

Entre mis mejores amigos hay poetas, psicoanalistas y cocineros. Sentarme a comer es un asunto ritual y mirar la carta me cambia el humor de inmediato. Mis gustos son eclécticos: disfruto de una hamburguesa o de una comida de degustación con el mismo entusiasmo. Cuando cocino hago pastas. De las carnes me gusta el pato y tengo la suficiente paciencia como para hacer un magret.

Perú. Pintor. Su trayectoria incluye más de setenta muestras individuales. Desde el 2001 vive en el Perú, después de veinticuatro años de trabajo en Nueva York.

ARIELMAGNUS

Argentina. Escritor. Su novela Un chino en bicicleta obtuvo el Premio Hispanoamericano de novela La Otra Orilla 2007.

LARAKASTNER

¿Qué puedo hacer en la cocina? En la mía, cocino. En las profesionales, tomo fotos de los chefs. ¿Qué pienso de ellos? Los respeto: son verdaderos trabajadores.

Estados Unidos. Fotógrafa. Colabora con las revistas the new

Yorker, GoUrmet y maxim. Ha hecho un portafolio para el libro del chef Grant Achatz.

14_ 15

Paradoja del pepino: La gastronomía como el arte de comer humanamente encierra una profunda inmoralidad: hay

demasiados humanos que no comen y sin embargo eso nos importa menos que un pepino.

RONALDOMENÉNDEZ

Cuba. Escritor. Autor de libros de cuentos y novelas. La última, río QUibú, apareció en el 2008. Reside en Madrid.

FITO ESPINOSA

Perú. Artista plástico. Ha tenido varias distinciones a lo largo de su carrera. Prepara su novena muestra en la galería Forum.

Si el arte de la gastronomía nos ha unido e identificado a los peruanos, ¿será posible que el arte a secas lo pueda

hacer también?

Me encanta cocinar. Sé que peor que el pato es el pato crudo.

Perú. Fotógrafo. Dirigió teatro en Lima. Ahora se dedica a la fotografía de modas en Madrid.

MARTíNGUERRA

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WENDYGUERRA

JUAN VIACAVA

Cocinar en Cuba es como tocar jazz. Improvisamos sobre un mismo tema, dejando salir nuestros catárticos sabores y añoranzas.

El apetito visual es la clave de una foto de comida. Siempre saboreo los ingredientes antes de retratarlos.

Cuba. Escritora. Su novela Todos se van obtuvo el premio Bruguera en 2006.

Perú. Fotógrafo documentalista y publicitario.

EDUARDO HALFON

La cocina de mi casa es un lugar estupendo para leer. Alguna utilidad tenía que encontrarle. Casi siempre escojo engullir obras que no me gustan especialmente, porque en la cocina las digiero mejor. Un buen bodrio me sienta de rechupete. Ahora mismo estoy desayunando un par de cómics intragables y esta tarde almorzaré varias novelas que me tienen frito. Mi cocina es una biblioteca cojonuda. Allí nunca se me atraganta ningún texto.

España. Escritor, guionista de cómics y cineasta. Su última obra es la novela gráfica olimpiTa. En su blog ComiCsario hace el amor con todas sus visitas.

HERNÁNMIGOYA

Hay un momento muy preciso, que yo por supuesto no logro precisar, cuando la cocina se vuelve gastronomía, es decir,

cuando un bistec asado con cebolla deja de ser un bistec asado con cebolla y se vuelve una cosa erótica.

Guatemala. Escritor. Ha publicado los libros esTo no es una pipa, saTurno,el ángel liTerario y el boxeador polaCo.

JOAN MARÍN

Mi primer trabajo como cocinero fue desmenuzar doscientos pollos. Aún recuerdo la cara de la propietaria cuando se dio

cuenta de que había tirado la mitad de lo comestible a la basura. Pasé de local a local, desde restaurantes a bares, hasta que regresé

a la universidad, con veintiséis años. Durante un tiempo se me pasó por la cabeza estudiar en serio para cocinero, pero no me

atreví. Extraño el ajetreo, el calor y las texturas, los sabores y olores de las cocinas. Sé que un día acabaré montando un bar o

un restaurante. De momento me conformo con cocinar para mí, mis amigos y alguna que otra mujer.

España. Dibujante y fotógrafo. Trabajó en la novela gráfica olimpiTa,escrita por Hernán Migoya.

16_ CÓMPLICES

La idea de entrar a un restaurante cinco tenedores no me entusiasmó pero tenía hambre y mucha curiosidad. La

incomodidad terminó al probar el plato de carne jugosa: me olvidé de todo. Pero al pedir la cuenta recordé por qué me sentía fuera de lugar con tantos cubiertos innecesarios: era la primera

vez que me cobraban por usarlos.

Perú. Diseñador gráfico, ilustrador, grafitero. Trabaja en la agencia Yellow BTL.

ÁNGELONECIOSUP

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WENDYGUERRA

JUAN VIACAVA

Cocinar en Cuba es como tocar jazz. Improvisamos sobre un mismo tema, dejando salir nuestros catárticos sabores y añoranzas.

El apetito visual es la clave de una foto de comida. Siempre saboreo los ingredientes antes de retratarlos.

Cuba. Escritora. Su novela Todos se van obtuvo el premio Bruguera en 2006.

Perú. Fotógrafo documentalista y publicitario.

EDUARDO HALFON

La cocina de mi casa es un lugar estupendo para leer. Alguna utilidad tenía que encontrarle. Casi siempre escojo engullir obras que no me gustan especialmente, porque en la cocina las digiero mejor. Un buen bodrio me sienta de rechupete. Ahora mismo estoy desayunando un par de cómics intragables y esta tarde almorzaré varias novelas que me tienen frito. Mi cocina es una biblioteca cojonuda. Allí nunca se me atraganta ningún texto.

España. Escritor, guionista de cómics y cineasta. Su última obra es la novela gráfica olimpiTa. En su blog ComiCsario hace el amor con todas sus visitas.

HERNÁNMIGOYA

Hay un momento muy preciso, que yo por supuesto no logro precisar, cuando la cocina se vuelve gastronomía, es decir,

cuando un bistec asado con cebolla deja de ser un bistec asado con cebolla y se vuelve una cosa erótica.

Guatemala. Escritor. Ha publicado los libros esTo no es una pipa, saTurno,el ángel liTerario y el boxeador polaCo.

JOAN MARÍN

Mi primer trabajo como cocinero fue desmenuzar doscientos pollos. Aún recuerdo la cara de la propietaria cuando se dio

cuenta de que había tirado la mitad de lo comestible a la basura. Pasé de local a local, desde restaurantes a bares, hasta que regresé

a la universidad, con veintiséis años. Durante un tiempo se me pasó por la cabeza estudiar en serio para cocinero, pero no me

atreví. Extraño el ajetreo, el calor y las texturas, los sabores y olores de las cocinas. Sé que un día acabaré montando un bar o

un restaurante. De momento me conformo con cocinar para mí, mis amigos y alguna que otra mujer.

España. Dibujante y fotógrafo. Trabajó en la novela gráfica olimpiTa,escrita por Hernán Migoya.

16_ CÓMPLICES

La idea de entrar a un restaurante cinco tenedores no me entusiasmó pero tenía hambre y mucha curiosidad. La

incomodidad terminó al probar el plato de carne jugosa: me olvidé de todo. Pero al pedir la cuenta recordé por qué me sentía fuera de lugar con tantos cubiertos innecesarios: era la primera

vez que me cobraban por usarlos.

Perú. Diseñador gráfico, ilustrador, grafitero. Trabaja en la agencia Yellow BTL.

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C.C LARCOMAR Telef:243-7900 C.C JOCKEY PLAZA Telef: 4342679 C.C. PLAZA SAN MIGUEL Telef: 5663219

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18_ INTRUSOS

EL COCINERO QUE NO PODÍA DORMIRY SU PERSISTENTE APRENDIZ DE COCINA

Un restaurante con una estrella Michelin es un lugar condenado a preparar platos exquisitos para salvaguardar su propia reputación.Los cocineros duermen poco o nada. A veces lo hacen hasta en la misma cocina. Ésta es la historia de un aprendiz, que casi ha dejado

de ver a su novia durante un mes, y de su jefe de cocina, al que el médico le ha recetado un poco de sexo

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un testimonio de diego salazarfotografías de martín guerra

invitados especiales: ferran adrià

juan mari arzak ruth reichl

gabriel garcía márquez

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EL COCINERO QUE NO PODÍA DORMIRY SU PERSISTENTE APRENDIZ DE COCINA

Un restaurante con una estrella Michelin es un lugar condenado a preparar platos exquisitos para salvaguardar su propia reputación.Los cocineros duermen poco o nada. A veces lo hacen hasta en la misma cocina. Ésta es la historia de un aprendiz, que casi ha dejado

de ver a su novia durante un mes, y de su jefe de cocina, al que el médico le ha recetado un poco de sexo

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un testimonio de diego salazarfotografías de martín guerra

invitados especiales: ferran adrià

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de los consejos que da Anthony Bourdain en Confesio-nes de un Chef: «Nunca faltes con la excusa de estar en-fermo. Excepto en casos de desmembramiento, hemo-rragia arterial, neumotórax o la muerte de un familiar inmediato. ¿Se murió la abuela? Entiérrala en tu día libre». Parece una estupidez, pero es mi estupidez. Sé que soy un egoísta, pero un egoísta con chaquetilla de cocinero y delantal, metido en una cocina que en no-viembre del 2008 recibió su primera estrella Michelin.

El restaurante se llama Alboroque, se encuentra en un céntrico pa-lacete madrileño construido en 1852, y es la piedra angular del proyec-to Casa Palacio Atocha 34, que incluye además un exclusivo gimnasio, otro restaurante de cocina tradicional y una magnífica colección de arte contemporáneo –pintura y escultura– que cuelga de las paredes de los salones, se exhibe en una amplia galería y adorna tanto la entrada como el patio del palacio.

El hombre a cargo se encuentra sentado a la mesa del pequeño comedor que hay junto a la cocina, con la laptop encendida, una decena de libros abiertos y un bloc de notas. A su espalda, una estantería con unos doscientos recetarios y libros de chefs, y un reproductor de CD Bang & Olufsen que cuelga de la pared y funciona cuando quiere, que es casi nunca. Andrés Madrigal tiene cuarenta y dos años, los ojos marro-nes adornados por unas ojeras perpetuas, el cabello castaño que le cae desordenado sobre la frente y una barba inmutable de dos días en la que despuntan algunas canas. Nació en Madrid y empezó su carrera a los dieciséis años limpiando la cocina de un restaurante. «Un día se puso enfermo el tipo que hacía el marisco, yo llevaba un tiempo ahí y el jefe de cocina me dijo: “yo creo que tú puedes servir para esto” y me puso a preparar calamares», me dirá sentado en la misma mesa donde ahora abre y cierra recetarios en busca de inspiración: Grant Achatz, Michel Bras, Hélène Darroze, Martín Berasategui, Alan Ducasse, Jacques y Laurent Pourcel, Pier Greg Doyle, y su propio libro, del año 2000, La

CoCina de andrés MadrigaL. La mesa convertida en un pequeño olimpo de la gastronomía mundial de los últimos veinte años.

Andrés pega un grito y llama a Xabi, el jefe de cocina, que llega limpiándose las manos en el paño que les cuelga a todos de la cintura. Uniforme general: chaquetilla blanca de cocinero, delantal anudado a la cintura y paño de cocina colgando del delantal. Xabi es un tipo alto, espigado, lleva el cabello negro atado en una coleta, una barba cuidada y gafas de pasta en blanco y negro que le confieren aspecto de profesor de secundaria que se lleva bien con sus alumnos. Xabi y Andrés están tra-bajando en la nueva carta, que esperan poder estrenar en una semana. La carta se cambia todos los meses o casi. Hay restaurantes que man-tienen los platos en la carta temporada tras temporada, convirtiendo el menú en un reducido anaquel de trofeos antiguos a los que sacan brillo de tanto en tanto. Pero aquí la consigna es no aburrirse. «Hacemos co-cina de mercado, de temporada. La idea es ver qué producto hay y con qué calidad, y trabajar sobre eso», me explica Xabi, que tiene veintiocho y llegó a Alboroque hace algo más de un año, tras haber pasado por la

Tiene fiebre, escalo-fríos y siente que la cabeza le va a esta-

llar. Son las seis y treinta de la tarde y yo debería salir para el restaurante. Mi novia me dice que vaya, que no me pre-ocupe, pero una parte de ella, una par-te a la que suelo hacer caso, me pide a gritos que me quede a cuidarla. Lo pienso por un momento, pero decido ir al restaurante. Es viernes, toca no-che movida, continúan las pruebas de nuevos platos y no tengo intenciones de perdérmelo. Ayer falté, tenía clase en la escuela de cocina, y no quiero que los chicos piensen que no aguan-to, que no soy lo suficientemente duro para seguirles el ritmo. Pienso en uno

i novia está enferma.

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A Bill Buford

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DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. No: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. Tomar preferentemente después de las comidas y a la hora de acostarse. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Para información médica o de producto, por favor contacte el número de información médica de BMS al número 001 609 897 6633.

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cocina de Martín Berasategui, El Celler de Can Roca y el restaurante Perbellini en Verona, Italia, que agrupados conforman una pequeña constelación de ocho estrellas Michelin.

Ahora trabajan en una sopa de ajo, variación de una receta que Andrés ideó en su restaurante anterior, Balzac. La receta original acom-pañaba la sopa con tacos de pularda –una apreciada variedad de gallina europea– y almejas, pero Xabi opina que ya hay demasiados platos de mar y montaña.

–¿Y si ponemos yema de huevo, pularda y jamón? –dice Andrés.Xabi asiente y anota en una moleskine negra. Andrés tiene otra

idea, quiere poner la yema de huevo dentro de un ravioli de pan, así que se levantan y nos dirigimos a la cocina. La cocina de Alboroque es una superficie rectangular de unos treinta metros cuadrados que alberga dos cámaras de conservación, dos hornos grandes, un micro-ondas profesional, un recipiente metálico del que cuelga un roner, dos salamandras y una máquina de sellado al vacío; además de cua-tro estaciones de trabajo: tres son básicamente amplios tableros de mármol y una contiene los fuegos, que en este caso son diez placas de inducción y dos planchas, además de una campana extractora enor-me que pende sobre ellos.

Una vez allí, sobre el tablero de mármol donde suele trabajar, Xabi hace unas rebanadas de pan muy finas usando la máquina de cortar embutidos. Andrés coloca dos rebanadas sobre un plato formando una cruz, las dobla sobre sí mismas para comprobar si el pan resiste. Resiste. Xabi casca un huevo, separa la yema y la coloca sobre otra cruz de pan. Espolvorea sal, dobla las rebanadas, echa un poco de aceite y cierra el ravioli. Andrés sugiere añadir parmigiano por encima para que selle el pan al derretirse. Xabi lo coloca sobre papel manteca dentro de una sartén y lo mete al horno durante tres minutos. La alta cocina es un ejercicio de precisión. No basta con el talento y el mejor producto. Son imprescindibles, pero además hay que ser exacto. La diferencia entre correcto y es-tupendo puede estar en unos cuantos segundos. Y aquí no se espera que un plato sea correcto.

Uno. Dos. Tres minutos. Listo. Xabi saca la sartén del horno y re-tira el ravioli con una espátula para colocarlo de vuelta sobre un plato. Andrés me alcanza un cuchillo y me pide que parta el ravioli, que tiene un delicioso color tostado y un pequeño capuchón de queso parmigiano derretido. Lo hago y la yema chorrea como esperaban que hiciera. Éxi-to. Pan con huevo frito llevado a la mínima expresión.

Estamos en invierno y los platos responden a ello. Comfort food. Comida que abriga y reconforta, juega con ingredientes y preparaciones tradicionales, y hace guiños a la pasión viajera del chef. Cuando, por ejemplo, un camarero destapa la pequeña cazuela de unas Verduras ahumadas sobre crema de zanahorias (19 €) delante del comensal, el salón se inunda con un olor a campiña silvestre, a Provenza francesa

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cocina de Martín Berasategui, El Celler de Can Roca y el restaurante Perbellini en Verona, Italia, que agrupados conforman una pequeña constelación de ocho estrellas Michelin.

Ahora trabajan en una sopa de ajo, variación de una receta que Andrés ideó en su restaurante anterior, Balzac. La receta original acom-pañaba la sopa con tacos de pularda –una apreciada variedad de gallina europea– y almejas, pero Xabi opina que ya hay demasiados platos de mar y montaña.

–¿Y si ponemos yema de huevo, pularda y jamón? –dice Andrés.Xabi asiente y anota en una moleskine negra. Andrés tiene otra

idea, quiere poner la yema de huevo dentro de un ravioli de pan, así que se levantan y nos dirigimos a la cocina. La cocina de Alboroque es una superficie rectangular de unos treinta metros cuadrados que alberga dos cámaras de conservación, dos hornos grandes, un micro-ondas profesional, un recipiente metálico del que cuelga un roner, dos salamandras y una máquina de sellado al vacío; además de cua-tro estaciones de trabajo: tres son básicamente amplios tableros de mármol y una contiene los fuegos, que en este caso son diez placas de inducción y dos planchas, además de una campana extractora enor-me que pende sobre ellos.

Una vez allí, sobre el tablero de mármol donde suele trabajar, Xabi hace unas rebanadas de pan muy finas usando la máquina de cortar embutidos. Andrés coloca dos rebanadas sobre un plato formando una cruz, las dobla sobre sí mismas para comprobar si el pan resiste. Resiste. Xabi casca un huevo, separa la yema y la coloca sobre otra cruz de pan. Espolvorea sal, dobla las rebanadas, echa un poco de aceite y cierra el ravioli. Andrés sugiere añadir parmigiano por encima para que selle el pan al derretirse. Xabi lo coloca sobre papel manteca dentro de una sartén y lo mete al horno durante tres minutos. La alta cocina es un ejercicio de precisión. No basta con el talento y el mejor producto. Son imprescindibles, pero además hay que ser exacto. La diferencia entre correcto y es-tupendo puede estar en unos cuantos segundos. Y aquí no se espera que un plato sea correcto.

Uno. Dos. Tres minutos. Listo. Xabi saca la sartén del horno y re-tira el ravioli con una espátula para colocarlo de vuelta sobre un plato. Andrés me alcanza un cuchillo y me pide que parta el ravioli, que tiene un delicioso color tostado y un pequeño capuchón de queso parmigiano derretido. Lo hago y la yema chorrea como esperaban que hiciera. Éxi-to. Pan con huevo frito llevado a la mínima expresión.

Estamos en invierno y los platos responden a ello. Comfort food. Comida que abriga y reconforta, juega con ingredientes y preparaciones tradicionales, y hace guiños a la pasión viajera del chef. Cuando, por ejemplo, un camarero destapa la pequeña cazuela de unas Verduras ahumadas sobre crema de zanahorias (19 €) delante del comensal, el salón se inunda con un olor a campiña silvestre, a Provenza francesa

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–campos de romero, salvia, orégano y tomillo—, que es donde Andrés realizó parte de su aprendizaje.

Andrés Madrigal quería ser oceanógrafo, pero cuando descubrió el mucho dinero que esos estudios costaban, pensó que mejor fotógrafo («Total, los dos terminan en “grafo” ¿no?»). Mientras tanto, acabó la secundaria e inició estudios de electrónica, que se pagó limpiando cocinas. «Quería independizarme, quería ganar dinero y ésta era una forma como cual-quier otra», me dice. De esa marisquería, Las Rocas, donde se puso por primera vez un delantal y que ya no existe («Hay tantos sitios por los que he pasado que ya no existen»), pasó a otro restaurante, Géne-sis, ya como ayudante de cocina, de donde saltó a otro y otro. Y pasaría por muchas cocinas sin tener claro qué hacer con su vida hasta que en 1994 llegó a casa de Juan Mari Arzak.

Juan Mari Arzak es algo así como el Papá Pi-tufo, el abuelo sabio de la nueva cocina española. Un abuelo juvenil que, lejos de pensar en el retiro y sentarse en la mecedora a ver crecer a los nietos, se mantiene –a sus sesenta y cuatro años– al frente del restaurante que construyeron sus abuelos en las afueras de San Sebastián y al que él ha dado fama internacional.

Junto a otro chef vasco, Pedro Subijana, Arzak realizó el viaje que marcó un antes y un después en la historia de la gastronomía española. Corría el mes de febrero de 1977 y ambos cocineros visitaron al bu-que insignia de la nouvelle cuisine, Paul Bocuse, en su restaurante a las afueras de Lyon, que doce años atrás había pasado a formar parte del exclusivo club de locales que cuentan con las tres estrellas concedi-das por la omnipotente guía Michelin. Pasaron quin-ce días junto al maestro y volvieron al País Vasco con la lección aprendida. A saber, el respeto por el pro-ducto fresco, salsas más ligeras y estiradas que las

canonizadas por la cuisine classique, exploración fuera de las fronte-ras de la cocina local y una condimentación orientada a resaltar –y no ocultar– el sabor del producto principal. Nada volvería a ser igual en las cocinas del País Vasco, y la revolución iniciada en San Sebastián se extendería al resto de España en los años ochenta y noventa. Han pa-sado más de treinta años de ese viaje iniciático, y hoy la gastronomía española se encuentra en la cima del mundo. La lista de los cincuenta mejores restaurantes del mundo, que año a año auspicia San Pellegri-no y publica la revista RestauRant, es liderada por El Bulli y cuenta con otros dos restaurantes españoles en el top ten (Mugaritz en el puesto tres y Arzak en el ocho), frente a las dos presencias norteamericanas y las dos francesas.

Andrés llegó a la cocina de Arzak cinco años después de que el restaurante recibiera la consagración definitiva en forma de su tercera estrella Michelin (1989). Fue ahí que decidió –«si es que en algún mo-mento ha sido una decisión»– dedicarse seriamente a la cocina. «Es-tuve un mes de verano limpiando chipirones en casa de Juan Mari. Nuestras charlas, en lugar de tratar sobre si la salsa debe llevar esto o lo otro, eran una cosa más humana, más personal». El aprendizaje, cuentan quienes han pasado por Arzak, no se limita a la disciplina de los fogones y las tablas de picar, se extiende a la comida en familia, al cigarrillo y el café de la sobremesa, y al cariño y guía que Juan Mari brinda a los novicios.

Antes y después de eso, Andrés pasó por Francia: Burdeos y la Provenza. Donde estuvo a las órdenes, aunque no sólo, de Francis García en Le Chapon Fin y, otro ilustre representante de la nouvelle cuisine, Roger Vergé.

Finalmente volvió a Madrid para no volver a marcharse, se em-barcó en un par de proyectos que no terminaron de cuajar, hasta que en 1999 abrió, junto a un par de socios, el restaurante que le daría un nombre en el panorama de la gastronomía española: Balzac. Allí forjó el estilo que desde entonces le distingue y que supo trasladar a un libro, La cocina de andRés MadRigaL. una histoRia paRticuLaR de La gastRonoMía

españoLa (o Lo que ocuRRió entRe eL gaRuM y La espuMa de huMo). Título rotundo que le valió, además del Premio al Mejor Libro de Chef 2000 en el Salón de Perigueux, el elogio de otro maestro: «No sé si me gustan más sus palabras o su cocina», cuenta que le dijo García Márquez tras cenar una noche en el restaurante.

Madrigal define su cocina como «de mercado, con mucho gui-ño tradicional y muy viajada». El guiño tradicional proviene de

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PIENSO EN UNO DE LOS CONSEJOS QUE DA ANTHONY BOURDAIN EN Confesiones de un Chef: «NUNCA FALTES CON LA EXCUSA DE ESTAR ENFERMO. EXCEPTO EN CASOS DE DESMEMBRAMIENTO,

HEMORRAGIA ARTERIAL, NEUMOTÓRAX O LA MUERTE DE UN FAMILIAR INMEDIATO. ¿SE MURIÓ LA ABUELA? ENTIÉRRALA EN TU DÍA LIBRE». SÉ QUE SOY UN EGOÍSTA, PERO UN EGOÍSTA CON

CHAQUETILLA DE COCINERO Y DELANTAL

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los recuerdos de su abuela Nuncia, junto a quien aprendió a cocinar siendo un niño y de quien dice en el libro: «Era una excelente cocinera y la mejor compañera de fatigas que un chef pudiera desear». Los críticos hablan de «descaro a la hora de buscar combinaciones», de «cocina personal, marcada por los aromas y los sabores mediterráneos» o «compo-siciones pensadas para paladares sensibles». Todo esto, incluido el «viaje», se ve y degusta en platos como el Pichón lacado en costra de cous-cous con tofú de garbanzos crujientes y amapolas (36 €), el Pulpo con macarrones en blanco, huitlacoche y maíz líquido (18 €) o la Tarta inversa de conejo con tapenade, mejorana y sus chuletitas versión 2009 (26 €), que han adornado sus diferentes cartas. Cuando leo los nombres de los platos imaginados por Andrés para luego metérmelos en la boca, re-cuerdo unas palabras que Ruth Reichl, crítica gas-tronómica y editora de la revista Gourmet, dedicó al chef Thomas Keller: «Su genio radica en compren-der que la gente participará de su fantasía siempre y cuando los haga felices hasta el último bocado».

En 2006, siete años después de iniciada la aven-tura, Madrigal vendería su participación en Balzac, cerraría Azul Profundo, el restaurante paralelo que había abierto a finales del 2003, y encontraría refu-gio en un nuevo proyecto: Alboroque. «Me ofrecieron mucho dinero por lo de Balzac, hice cuentas y calcu-lé que me alcanzaba para quitarme de encima varias deudas», me cuenta una tarde en la cocina, mientras se toma un café –solo, fuerte y sin azúcar— que yo he preparado. A Alboroque llegó como chef y direc-tor creativo. Un asalariado más a las órdenes de un grupo empresarial, sin otra responsabilidad que ser la cara visible y supervisar la buena marcha de la cocina. «Aquí, fuera de esta cocina, ni pincho ni corto», me dice apartando la taza acabada. Y prosigue: «En un restaurante con pretensiones, con esta idea de la coci-na y el servicio, o hay un proyecto empresarial detrás o no te metas porque vas a salir escaldado».

Los gastos que implica un restaurante son, a todas luces, desor-bitados. Más allá de los sueldos de los empleados y la materia prima, que supone más del treinta por ciento del presupuesto, todo cuesta di-nero. Un día, durante mi estancia en la cocina, pude espiar la factura de la nueva cubertería, que aún no había llegado: 41.457 euros, donde, por ejemplo, cada tenedor valía sesenta y tres euros y las cucharas de postre cincuenta y cinco euros cada una. Hay que sumar el alquiler del local, la factura del gas, el agua, la luz, teléfono y un largo etcétera de impostergables. No es de extrañar que los grandes chefs necesiten de empresarios que pongan ya no sólo el capital, sino los mecanismos para mantener el negocio andando. «No es fácil encontrar ese empresario, o grupo de empresarios, que apueste por un proyecto que no lo va a llenar de dinero. Pese a lo que la gente pueda creer, un sitio como éste no te va a hacer millonario».

Conocí a Andrés gracias a una amiga común en el 2007 durante la celebración de Food Art, un festival organizado por Casa Palacio Atocha 34, que reunió bajo el mismo techo a una docena de estrellas jóvenes de la cocina española: Eneko Atxa, Pedro Solla y Koldo Miranda, en-tre otros. Nos caímos bien, en los meses posteriores comí en Alboroque en más de una ocasión y en enero del 2009, semanas después de que anunciaran la concesión de su primera estrella Michelin, le pedí que me permitiera pasar un mes metido en la cocina para descubrir, en carne propia, cómo funciona un restaurante de este nivel. Para mi sorpresa, Andrés aceptó de inmediato. Lo que no le dije es que una parte de mí tenía ganas de comprobar si existía alguna remota posibilidad de recon-ducir mi vida y empezar el camino que quizá con el tiempo me convir-tiese en cocinero. Con la cabeza puesta en la aventura que me esperaba, me matriculé en un curso de técnicas de cocina.

Cocino en mi casa a diario, cocino para mi novia y amigos, y po-cas cosas me hacen tan feliz como ver la cara de la gente que saborea un plato preparado con mis manos. Más de una vez algún amigo que acaba de servirse un segundo plato de causa limeña o risotto al nero di seppia en mi cocina, me ha preguntado, probablemente mareado por el vino, «¿Por qué no abres un restaurante?». Pero la cocina profesional es otra cosa. Lo intuía, aunque no lo había experimentado jamás e intenté prepararme para ello. Lo primero que aprendí en la escuela fue a picar cebollas. Puede parecer ridículo, pero en la cocina todo tiene una razón et

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EN 1999 ANDRÉS MADRIGAL ABRIÓ EL RESTAURANTE BALZAC. ALLÍ FORJÓ EL ESTILO QUE DESDE ENTONCES LE DISTINGUE Y QUE SUPO TRASLADAR A UN LIBRO, La cocina de andrés MadrigaL. EL

TÍTULO LE VALIÓ EL ELOGIO DE OTRO MAESTRO: «NO SÉ SI ME GUSTAN MÁS SUS PALABRAS O SU COCINA», CUENTA QUE LE DIJO GARCÍA MÁRQUEZ TRAS CENAR UNA NOCHE EN SU RESTAURANTE

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Abajo, el aprendiz Diego Salazar observa a los cocineros. Arriba, el chef Andrés Madriga los vigila a todos.

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Abajo, el aprendiz Diego Salazar observa a los cocineros. Arriba, el chef Andrés Madriga los vigila a todos.

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de ser, y hay una posición específica para colocar los dedos cuando se pica una cebolla (o una papa o una zanahoria), posición pensada para que cuando tengas que picar muchas cebollas a toda velocidad y bajo un altísimo grado de presión el cuchillo no acabe muti-lándote el pulgar o el índice. Puedes cortarte, todo el mundo se corta alguna vez, pero al menos no te arran-carás el dedo. Antes de las clases no lo sabía, semanas después, cuando debí cocinar para todo el personal del restaurante y mantuve mis dedos intactos, me ale-gré por haber hecho esa pequeña inversión.

Había pasado algo más de una semana desde que pisé, por primera vez, la cocina en calidad de intruso. Ese primer lunes llegué a las once de la mañana, encontré a Andrés sentado a la mesa con la laptop encendida y atendiendo a una periodis-ta. Me saludó con una leve inclinación de cabeza y me dijo: «Tú a lo tuyo». Lo mío era mezclarme con el resto del equipo, a quienes no conocía. En la cocina estaba Endara, el responsable de carnes, un ecuatoriano de veinticinco años al que todos llaman «gordo» en la cocina y que trabaja con An-drés desde los tiempos de Balzac. Endara lleva el pelo negro rizado atado en una coleta, una barba que le cubre poco más que el mentón y cuando no viste de faena, gasta chaqueta de cuero con varios cierres y jeans negros. Tiene una banda de heavy metal y no pierde ocasión de lanzarse a cantar lo que sea que suene en la radio de la cocina que, como el reproductor de CD funciona mal y nunca, casi siempre sintoniza M-80, una emisora que re-pite infatigablemente clásicos del pop rock como The Police, Queen o Fleetwood Mac.

Junto a Endara se encuentra Dani, uno de los chicos nuevos, recién salido de la escuela y que ha sido contratado como ayudante de cocina. En la misma si-tuación que Dani se encuentran Rober y Manu, todos entre dieciocho y veinte años. Rober está a cargo de Xabi, que además de ser jefe de cocina es el respon-sable de postres. Manu, que fue el primero de los tres

en llegar y quien jaló al resto, es responsabilidad de Diego, el jefe de pescados, quien también empezó trabajando con Andrés en Balzac. Un día, mientras picábamos cebollas, le pregunté a Rober qué había apren-dido en la escuela y si creía que eso lo había preparado para el trabajo real en una cocina. Me dijo, sin detener el cuchillo, que en una escuela aprendes a manejar las herramientas y el vocabulario, pero no a traba-jar bajo presión, a enmendar errores sobre la marcha ni «a estar en la mierda teniendo que sacar las órdenes, una tras otra, a toda velocidad». Cuando lo comento con Andrés, me dice: «La escuela es la escuela y la vida es esto, son los palos que te llevas, las zancadillas, las putadas, las risas, los lloros, los gritos, los abrazos, los aplausos».

Una semana después, la semana en que yo me enfrentaría a los fogones por primera vez, llegaría el único miembro femenino del equi-po, Magdalena, que se colocaría bajo la supervisión de John, encargado de primeros platos. Las cocinas son, esencialmente, territorios mascu-linos. Pequeños patios de colegio de curas, donde los chicos hierven en testosterona. Cuando Andrés me cuenta que va a llegar una chica, sien-to curiosidad por ver si Endara, Xabi y compañía van a rebajar el nivel de sus bromas, si va a ver algún tipo de deferencia hacia la condición femenina de la recién llegada. «En las cocinas se habla de dos cosas», me dice Xabi, «de fútbol y de sexo. Aunque en ésta se habla más de sexo, porque Andrés no es fanático del fútbol».

Ejemplo:–Rober, a ver si nos traes chicas guapas en prácticas –dice Endara.–No como el Manu, joder, que nos trae puras pollas –añade Xabi.–Mejor que no os traigamos ninguna de la escuela, que eran unos

callos –responde Rober.–La que trajo un día Dani no estaba mal –replica Xabi.–Sí, pero ésa está mayor –dice Rober.–Gallina vieja da buen caldo –concluye Endara–. A ver si vamos

aprendiendo las cosas básicas, coño.«Las mujeres paren y los hombres no, no hay más. A una señora

le salta el chip y quiere tener un hijo, y de ahí pasa a darle prioridad a la familia», me dice Andrés para explicar la mayor presencia masculina en las cocinas. Hace tres años, durante una entrevista, conversé con Ruth Reichl al respecto. Además de haber sido la crítica gastronómica más influyente del mundo –su pluma hacía y deshacía reputaciones prime-ro desde las páginas del Los AngeLes Times, desde las de The new York

Times después—, Reichl asistió en primera línea a la revolución cultural y sexual en el Berkeley de finales de los sesenta y principios de los se-et

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LE PREGUNTÉ A UN COCINERO SI CREÍA QUE LA ESCUELA LO HABÍA PREPARADO PARA EL TRABAJO REAL EN UNA COCINA. ME DIJO QUE APRENDIÓ A MANEJAR LAS HERRAMIENTAS Y EL VOCABULARIO

PERO NO «A ESTAR EN LA MIERDA TENIENDO QUE SACAR LAS ÓRDENES, UNA TRAS OTRA, A TODA VELOCIDAD». EL CHEF ME DIJO: «LA VIDA ES ESTO, SON LOS PALOS QUE TE LLEVAS, LAS ZANCADILLAS,

LAS PUTADAS, LAS RISAS, LOS GRITOS, LOS APLAUSOS»

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de ser, y hay una posición específica para colocar los dedos cuando se pica una cebolla (o una papa o una zanahoria), posición pensada para que cuando tengas que picar muchas cebollas a toda velocidad y bajo un altísimo grado de presión el cuchillo no acabe muti-lándote el pulgar o el índice. Puedes cortarte, todo el mundo se corta alguna vez, pero al menos no te arran-carás el dedo. Antes de las clases no lo sabía, semanas después, cuando debí cocinar para todo el personal del restaurante y mantuve mis dedos intactos, me ale-gré por haber hecho esa pequeña inversión.

Había pasado algo más de una semana desde que pisé, por primera vez, la cocina en calidad de intruso. Ese primer lunes llegué a las once de la mañana, encontré a Andrés sentado a la mesa con la laptop encendida y atendiendo a una periodis-ta. Me saludó con una leve inclinación de cabeza y me dijo: «Tú a lo tuyo». Lo mío era mezclarme con el resto del equipo, a quienes no conocía. En la cocina estaba Endara, el responsable de carnes, un ecuatoriano de veinticinco años al que todos llaman «gordo» en la cocina y que trabaja con An-drés desde los tiempos de Balzac. Endara lleva el pelo negro rizado atado en una coleta, una barba que le cubre poco más que el mentón y cuando no viste de faena, gasta chaqueta de cuero con varios cierres y jeans negros. Tiene una banda de heavy metal y no pierde ocasión de lanzarse a cantar lo que sea que suene en la radio de la cocina que, como el reproductor de CD funciona mal y nunca, casi siempre sintoniza M-80, una emisora que re-pite infatigablemente clásicos del pop rock como The Police, Queen o Fleetwood Mac.

Junto a Endara se encuentra Dani, uno de los chicos nuevos, recién salido de la escuela y que ha sido contratado como ayudante de cocina. En la misma si-tuación que Dani se encuentran Rober y Manu, todos entre dieciocho y veinte años. Rober está a cargo de Xabi, que además de ser jefe de cocina es el respon-sable de postres. Manu, que fue el primero de los tres

en llegar y quien jaló al resto, es responsabilidad de Diego, el jefe de pescados, quien también empezó trabajando con Andrés en Balzac. Un día, mientras picábamos cebollas, le pregunté a Rober qué había apren-dido en la escuela y si creía que eso lo había preparado para el trabajo real en una cocina. Me dijo, sin detener el cuchillo, que en una escuela aprendes a manejar las herramientas y el vocabulario, pero no a traba-jar bajo presión, a enmendar errores sobre la marcha ni «a estar en la mierda teniendo que sacar las órdenes, una tras otra, a toda velocidad». Cuando lo comento con Andrés, me dice: «La escuela es la escuela y la vida es esto, son los palos que te llevas, las zancadillas, las putadas, las risas, los lloros, los gritos, los abrazos, los aplausos».

Una semana después, la semana en que yo me enfrentaría a los fogones por primera vez, llegaría el único miembro femenino del equi-po, Magdalena, que se colocaría bajo la supervisión de John, encargado de primeros platos. Las cocinas son, esencialmente, territorios mascu-linos. Pequeños patios de colegio de curas, donde los chicos hierven en testosterona. Cuando Andrés me cuenta que va a llegar una chica, sien-to curiosidad por ver si Endara, Xabi y compañía van a rebajar el nivel de sus bromas, si va a ver algún tipo de deferencia hacia la condición femenina de la recién llegada. «En las cocinas se habla de dos cosas», me dice Xabi, «de fútbol y de sexo. Aunque en ésta se habla más de sexo, porque Andrés no es fanático del fútbol».

Ejemplo:–Rober, a ver si nos traes chicas guapas en prácticas –dice Endara.–No como el Manu, joder, que nos trae puras pollas –añade Xabi.–Mejor que no os traigamos ninguna de la escuela, que eran unos

callos –responde Rober.–La que trajo un día Dani no estaba mal –replica Xabi.–Sí, pero ésa está mayor –dice Rober.–Gallina vieja da buen caldo –concluye Endara–. A ver si vamos

aprendiendo las cosas básicas, coño.«Las mujeres paren y los hombres no, no hay más. A una señora

le salta el chip y quiere tener un hijo, y de ahí pasa a darle prioridad a la familia», me dice Andrés para explicar la mayor presencia masculina en las cocinas. Hace tres años, durante una entrevista, conversé con Ruth Reichl al respecto. Además de haber sido la crítica gastronómica más influyente del mundo –su pluma hacía y deshacía reputaciones prime-ro desde las páginas del Los AngeLes Times, desde las de The new York

Times después—, Reichl asistió en primera línea a la revolución cultural y sexual en el Berkeley de finales de los sesenta y principios de los se-et

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40_ TERRORISTAS40_ TERRORISTAS28_ INTRUSOS

LE PREGUNTÉ A UN COCINERO SI CREÍA QUE LA ESCUELA LO HABÍA PREPARADO PARA EL TRABAJO REAL EN UNA COCINA. ME DIJO QUE APRENDIÓ A MANEJAR LAS HERRAMIENTAS Y EL VOCABULARIO

PERO NO «A ESTAR EN LA MIERDA TENIENDO QUE SACAR LAS ÓRDENES, UNA TRAS OTRA, A TODA VELOCIDAD». EL CHEF ME DIJO: «LA VIDA ES ESTO, SON LOS PALOS QUE TE LLEVAS, LAS ZANCADILLAS,

LAS PUTADAS, LAS RISAS, LOS GRITOS, LOS APLAUSOS»

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tenta. Cuando le pregunté por qué no había más mu-jeres en la cima del negocio culinario, me contó que en 1979 escribió un artículo en el que, en consonancia con otros colegas, anunciaba finalmente el ascenso de las mujeres chefs. Ahora, treinta años después, la situación no ha cambiado sustancialmente. Sigue ha-biendo pocas mujeres al mando de las mejores coci-nas del mundo. «La diferencia», me dijo Reichl, «es que ahora las mujeres eligen no convertirse en chefs top». Y me puso como contrapunto el negocio de la pastelería que, siendo algo menos asfixiante, se halla lleno de mujeres. Hoy en día, venía a decir Reichl, las mujeres compiten en igualdad de condiciones con los hombres, pero llegadas a cierta edad optan por renun-ciar a ese trabajo «increíblemente demandante, extre-madamente estresante y extenuante, donde trabajas hasta muy tarde además de feriados y fines de sema-na, donde el dinero no es demasiado a menos que for-mes parte de ese uno por ciento que se encuentra en la cima» en beneficio de su familia. Los hombres, en la mayoría de los casos, realizan la renuncia inversa. «La mayoría de los chefs necesita una esposa que se dedi-que a mantener su familia unida», terminaba Reichl.

Cuando llega Magdalena, que tiene veintidós años, lleva el cabello rubio atado en un moño alto, unos pendientes de bola blancos y tiene cara de no haber roto un plato en su vida, hay un día de tan-teo, probablemente ellos mismos no se dan cuenta, pero durante su primer día, nadie ha usado en la misma conversación las distintas combinaciones posibles de las palabras polla, comer, coño, culo,follar, tetas, etcétera.

Al día siguiente, por el contrario, Xabi y Endara empiezan a bromear sobre una cliente bastante gua-pa. «A ésta le gusta la lluvia dorada», dice Endara, y el resto se ríe a carcajadas. Magdalena se pone colorada. Levanta tímidamente la vista del puré de zanahoria que

está preparando y se esfuerza por sonreír. Andrés se percata y sigue: «El que era un guarro era un vasco que trabajaba conmigo, ése sí que era guarro. Un día apareció por la cocina contándonos que se había tirado a una cliente que tenía la regla y se lo había comido todo». Magdalena final-mente abre la boca: «Joder, qué asco». Y las carcajadas aumentan.

«Los tíos somos unos bocas y enseguida hacemos chistes guarros, decimos barbaridades, se nos olvida que en la cocina hay una mujer y que las mujeres, por biología o por cultura, son más sensibles que noso-tros», me dirá luego Andrés, para aclararme de inmediato que terminan acostumbrándose: «Tienen que hacerlo, si una mujer aguanta en una cocina, se hace más hombre que el resto».

Es miércoles por la tarde de mi segunda semana en el restaurante, Endara me ha dicho que llegue a las seis, una hora antes de la entrada habitual, para ayudarme a preparar la mise en place (expresión france-sa que significa, literalmente, «puesta en el lugar») del almuerzo para el personal de cocina y sala que cocinaré al día siguiente. Cuando entro en la cocina, Endara está durmiendo sobre la mesa del comedor, mientras Dani lee el periódico con el ceño fruncido, gesto que, salvo contadas excepciones, parece no abandonar su rostro jamás. Algunos de ellos viven en las afueras de Madrid, a cuarenta minutos de viaje en tren o autobús y, saliendo de un turno alrededor de las cinco de la tarde, no les da tiempo de volver a las siete. En un capítulo de The Making of a Chef, su libro sobre el Culinary Institute of America (CIA), el Harvard de las escuelas de cocina, Michael Ruhlman cuenta que una mañana en que la nieve azotaba con violencia el norte del estado de Nueva York llamó a la escuela avisando que no iría clase. El profesor que descolgó el teléfono le soltó un «como quieras» y Ruhlman entendió que –como los carte-ros– ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor ni la oscuridad de la noche impi-den al cocinero llegar a su destino. Ruhlman cogió el coche, atravesó la tormenta, estuvo cerca de estrellarse y llegó a la escuela. Cuando luego habló con el profesor, éste le dijo: «Nosotros somos diferentes. Llega-mos a donde haya que llegar. Es parte de lo que nos hace cocineros».

Cuando Dani me ve entrar pregunta qué tenemos que hacer. Pien-so en lo que les he oído a Andrés y Endara más de una vez: «Dani va a ser bueno, tiene la actitud». He decidido preparar un plato peruano lla-mado cau cau, así que le explico lo que tenemos que hacer con el mon-dongo y las papas. «¿Es como unos callos a la madrileña con patatas?», me pregunta Dani. Le digo que no, que usamos callos, que es como se llama en España al mondongo, pero la preparación es completamen-te distinta. «Tú mandas», me dice mientras va en busca de unos cinco

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ES IMPOSIBLE NO QUEMARSE EN UNA COCINA, HAY HORNOS Y HORNILLAS ARDIENDO POR TODAS PARTES, ADEMÁS DE PLATOS CALIENTES, GUISOS Y LÍQUIDOS AÚN MÁS CALIENTES. ESA NOCHE,

ADEMÁS DE LOS DEDOS QUE ME QUEMÉ VARIAS VECES, ME CAYÓ AGUA HIRVIENDO SOBRE LA PIERNA IZQUIERDA. LUEGO ME QUEMÉ AMBOS ANTEBRAZOS CON LA PUERTA DEL HORNO, Y ESTÚPIDAMENTE

APOYÉ UNA MUÑECA SOBRE UNA SARTÉN RECIÉN RETIRADA DEL FUEGO

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kilos de papas y unas cabezas de ajo. Lo primero es asar los ajos para preparar una pasta. Dani mete cinco cabezas al horno, luego deberemos añadir tres más. Al mediodía dejé un kilo de ajíes amarillos desconge-lando en la cámara de conservación, ahora los despe-pitamos uno por uno, para luego hervirlos tres veces y finalmente licuarlos en el robot de cocina con aceite, agua y sal. Mientras la mezcla se licúa, saco los ajos del horno, dejo que se enfríen un poco, los pelo, extraigo la pulpa, que coloco en un mortero para majarla, paso el puré por un chino (colador muy fino), pongo el re-sultado en un tupper y a la cámara. Más o menos lo mismo haré luego con la salsa de ají.

Mientras Dani y yo pelamos un cerro de papas que no tiene visos de acabar, Endara se despierta y me indica dónde está el mondongo que llegó esta maña-na, luego de que Xabi lo incluyera en el pedido del día anterior. Me manda a buscar un par de marmitas, que lleno con agua para colocar el mondongo dentro, cor-tado en dos sábanas de dos kilos y pico cada una. Jus-to cuando estoy encendiendo el fuego, entra Andrés a la cocina, que sonríe al verme y me pregunta si quiero una chaquetilla.

Ya antes me han permitido meter mano en la co-cina: he rellanado mangas con hummus y tapenade de aceitunas negras, he rellenado biberones de aceite especiado, llevo algunos días ocupándome de los cafés de todos, de colocar la mesa a la hora de la comida, además de ayudar a montar algún plato, pero hasta ahora no me habían ofrecido un uniforme. Y yo, que nunca he soportado llevar uniforme, que odiaba la ca-misa blanca, la chompa y el pantalón gris del colegio, me siento encantado. Andrés coge una de sus chaque-tillas limpias, que lleva bordada una caricatura de sí mismo dibujada por su hijo mayor, de diez años, me la entrega y me ordena ir a cambiarme. Me entrega ade-más un delantal azul, que completa la transformación. Me miro en el espejo del baño y sonrío. Me miro por delante y por detrás, me pongo de perfil, me quito las gafas y las cuelgo dentro de la chaquetilla. Me arreglo el pelo con un poco de agua para que no me moleste. Sigo mirándome, me encanta el disfraz, siento que fi-nalmente pertenezco, que, aunque de mentira, formo parte del equipo.

Cuando vuelvo a la cocina, ya han llegado Xabi y Diego, que me miran y dicen: «Ya está, te contrata-

ron». Me pongo rojo como una colegiala piropeada y me coloco en una de las estaciones de trabajo, con una tabla de picar, un cuchillo y un recipiente gigante con las papas peladas sumergidas en agua. Inten-to hacer los cuadrados más perfectos que he hecho jamás, coloco los dedos en posición, compruebo el filo del cuchillo que me ha prestado Endara y me pongo a ello, enfadándome cuando la irregularidad se apodera de mis cuadraditos de papa. Mientras yo me enfado y prosi-go, Xabi me hace a un lado, a mí y a mi tabla de picar, mi recipiente gigante con papas en remojo y mi otro recipiente con papas en cua-draditos, para poner unos vasitos con masa de bizcocho esponjoso en el microondas que tengo al lado. La cocina, cualquier cocina, es una batalla constante por el espacio, y aquí, por rango y experiencia, yo tengo todas las de perder. Me amilano y procuro colocar mis cosas de modo que no estorben. Una de las mujeres que limpia, Isabel, viene también a colocar platos limpios en el armario que hay detrás de mí de tanto en tanto, y yo debo contorsionarme para dejarla pasar mientras manejo el cuchillo y me esfuerzo porque mis cuadraditos se parezcan, aunque sea remotamente, entre sí.

Suenan los Europe y su «Final Countdown». Endara se lanza a cantar y todos nos reímos. Mientras tanto, el agua del mondongo ya ha hervido una vez, así que debo cambiarla. Me quemo al mani-pular las marmitas, cuelo los callos con un chino gigante, cambio el agua y los coloco al fuego nuevamente. Deben hervir una vez más, cocerse aproximadamente un par de horas, hasta que puedan romperse con los dedos. Cuando lo compruebo, dos horas y media después, me vuelvo a quemar. Es imposible no quemarse en una cocina, hay hornos y hornillas ardiendo por todas partes, además de platos calientes, guisos y líquidos aún más calientes. Uno se va a quemar, por descontado. Lo único que puede hacer es intentar minimizar daños. Por una parte, con el tiempo, la piel desarrolla una resistencia mayor a la del común de los mortales. Yo he vis-to a Andrés y Endara coger platos directamente de la salamandra o coger chalotas caramelizadas de una sartén para colocarlas en un plato. He intentando hacer lo mismo, con guantes profilácti-cos en las manos, y me he quemado igual. Mientras tanto o para cosas aún más calientes, existen los paños de cocina que cuelgan de la cintura de todos los cocineros. Además hay códigos, usos y costumbres destinados a reducir la posibilidad de salir escaldado. Gritos de «¡caliente!» o «¡quema!», y lugares señalados donde co-locar la cacharrería recién retirada del fuego. Y, sobre todo, hay que estar atento, o intentarlo. Minimizar daños, nada más. La ex-periencia, los años en el tajo de un cocinero pueden medirse vien-do las quemaduras que adornan sus muñecas, dedos y antebrazos. Hay quien, además, colecciona marcas en las piernas y otras partes del cuerpo. Esa noche, mientras preparaba mi mise en place, yo acumulé un pequeño pero respetable currículum: además de los

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kilos de papas y unas cabezas de ajo. Lo primero es asar los ajos para preparar una pasta. Dani mete cinco cabezas al horno, luego deberemos añadir tres más. Al mediodía dejé un kilo de ajíes amarillos desconge-lando en la cámara de conservación, ahora los despe-pitamos uno por uno, para luego hervirlos tres veces y finalmente licuarlos en el robot de cocina con aceite, agua y sal. Mientras la mezcla se licúa, saco los ajos del horno, dejo que se enfríen un poco, los pelo, extraigo la pulpa, que coloco en un mortero para majarla, paso el puré por un chino (colador muy fino), pongo el re-sultado en un tupper y a la cámara. Más o menos lo mismo haré luego con la salsa de ají.

Mientras Dani y yo pelamos un cerro de papas que no tiene visos de acabar, Endara se despierta y me indica dónde está el mondongo que llegó esta maña-na, luego de que Xabi lo incluyera en el pedido del día anterior. Me manda a buscar un par de marmitas, que lleno con agua para colocar el mondongo dentro, cor-tado en dos sábanas de dos kilos y pico cada una. Jus-to cuando estoy encendiendo el fuego, entra Andrés a la cocina, que sonríe al verme y me pregunta si quiero una chaquetilla.

Ya antes me han permitido meter mano en la co-cina: he rellanado mangas con hummus y tapenade de aceitunas negras, he rellenado biberones de aceite especiado, llevo algunos días ocupándome de los cafés de todos, de colocar la mesa a la hora de la comida, además de ayudar a montar algún plato, pero hasta ahora no me habían ofrecido un uniforme. Y yo, que nunca he soportado llevar uniforme, que odiaba la ca-misa blanca, la chompa y el pantalón gris del colegio, me siento encantado. Andrés coge una de sus chaque-tillas limpias, que lleva bordada una caricatura de sí mismo dibujada por su hijo mayor, de diez años, me la entrega y me ordena ir a cambiarme. Me entrega ade-más un delantal azul, que completa la transformación. Me miro en el espejo del baño y sonrío. Me miro por delante y por detrás, me pongo de perfil, me quito las gafas y las cuelgo dentro de la chaquetilla. Me arreglo el pelo con un poco de agua para que no me moleste. Sigo mirándome, me encanta el disfraz, siento que fi-nalmente pertenezco, que, aunque de mentira, formo parte del equipo.

Cuando vuelvo a la cocina, ya han llegado Xabi y Diego, que me miran y dicen: «Ya está, te contrata-

ron». Me pongo rojo como una colegiala piropeada y me coloco en una de las estaciones de trabajo, con una tabla de picar, un cuchillo y un recipiente gigante con las papas peladas sumergidas en agua. Inten-to hacer los cuadrados más perfectos que he hecho jamás, coloco los dedos en posición, compruebo el filo del cuchillo que me ha prestado Endara y me pongo a ello, enfadándome cuando la irregularidad se apodera de mis cuadraditos de papa. Mientras yo me enfado y prosi-go, Xabi me hace a un lado, a mí y a mi tabla de picar, mi recipiente gigante con papas en remojo y mi otro recipiente con papas en cua-draditos, para poner unos vasitos con masa de bizcocho esponjoso en el microondas que tengo al lado. La cocina, cualquier cocina, es una batalla constante por el espacio, y aquí, por rango y experiencia, yo tengo todas las de perder. Me amilano y procuro colocar mis cosas de modo que no estorben. Una de las mujeres que limpia, Isabel, viene también a colocar platos limpios en el armario que hay detrás de mí de tanto en tanto, y yo debo contorsionarme para dejarla pasar mientras manejo el cuchillo y me esfuerzo porque mis cuadraditos se parezcan, aunque sea remotamente, entre sí.

Suenan los Europe y su «Final Countdown». Endara se lanza a cantar y todos nos reímos. Mientras tanto, el agua del mondongo ya ha hervido una vez, así que debo cambiarla. Me quemo al mani-pular las marmitas, cuelo los callos con un chino gigante, cambio el agua y los coloco al fuego nuevamente. Deben hervir una vez más, cocerse aproximadamente un par de horas, hasta que puedan romperse con los dedos. Cuando lo compruebo, dos horas y media después, me vuelvo a quemar. Es imposible no quemarse en una cocina, hay hornos y hornillas ardiendo por todas partes, además de platos calientes, guisos y líquidos aún más calientes. Uno se va a quemar, por descontado. Lo único que puede hacer es intentar minimizar daños. Por una parte, con el tiempo, la piel desarrolla una resistencia mayor a la del común de los mortales. Yo he vis-to a Andrés y Endara coger platos directamente de la salamandra o coger chalotas caramelizadas de una sartén para colocarlas en un plato. He intentando hacer lo mismo, con guantes profilácti-cos en las manos, y me he quemado igual. Mientras tanto o para cosas aún más calientes, existen los paños de cocina que cuelgan de la cintura de todos los cocineros. Además hay códigos, usos y costumbres destinados a reducir la posibilidad de salir escaldado. Gritos de «¡caliente!» o «¡quema!», y lugares señalados donde co-locar la cacharrería recién retirada del fuego. Y, sobre todo, hay que estar atento, o intentarlo. Minimizar daños, nada más. La ex-periencia, los años en el tajo de un cocinero pueden medirse vien-do las quemaduras que adornan sus muñecas, dedos y antebrazos. Hay quien, además, colecciona marcas en las piernas y otras partes del cuerpo. Esa noche, mientras preparaba mi mise en place, yo acumulé un pequeño pero respetable currículum: además de los

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dedos, que me quemé varias veces, me cayó agua hirviendo sobre la pierna izquierda. Por suerte el jean era lo suficientemente grueso para evitar te-ner que llamar una ambulancia, así que me tragué el grito de dolor, abrí el caño, levanté el delantal y me eché agua fría sobre la pierna sin que nadie se diera cuenta. Luego me quemé ambos antebrazos con la puerta del horno, además de una muñeca que apoyé estúpidamente sobre una sartén recién retirada del fuego.

Son las diez y treinta de la noche y todas las mesas están ya encaminadas, aunque yo me he per-dido buena parte de la acción concentrado en mis papas, mi ají, la pasta de ajo y el mondongo. Para alguien que, como yo, nunca ha tenido que realizar un trabajo físico de forma habitual, es sorprendente comprobar cuán absorbente y aislante puede resul-tar cortar papas y trocear mondongo. La cocina es un territorio físico, si bien uno necesita conocer el porqué de las cosas para hacerlas bien, aquí ha de entrar con la lección aprendida y una vez metido en faena los porqués, las razones, dejan de ser im-portantes, ya sólo importan el cómo y el cuándo. Y las respuestas son siempre las mismas: Perfecto y De inmediato. Tengo casi cinco kilos de mondon-go cocido sobre la mesa de trabajo y no hay nada más importante en el mundo que hacerlo bien, o, en mi caso, lo mejor posible. Sólo levanto la cabeza cuando uno de los camareros entra con un plato de cochinillo (Fritada ecuatoriana de cochinillo con espuma de maíz y toques ibéricos. 32 €) devuelto por un cliente y lo deja sobre el tablero. El comensal dice que está poco hecho. Se acercan Endara, Dani y John. Endara y John lo palpan, Andrés supervisa de cerca: «Endara, ¿qué le pasa?».

En un restaurante así, pueden pasar días sin que el chef empuñe un cuchillo o toque una sartén, pero su ojo vigilante ha de pasearse por la cocina a cada momento. Más allá de crear los platos, «mi tra-bajo es garantizar que todo el mundo pueda hacer su

trabajo, que cuenten con las indicaciones, herramientas y productos necesarios», me dirá Madrigal más adelante. Dirigir y realizar el con-trol de daños. Controlarlo todo. Si falla el pastelero, el chef se pondrá a hacer pasteles, si el que hace el pescado está enfermo, sacará él las órdenes de pescados.

–Nada, yo me encargo, lo paso por la plancha y armo otro plato –responde Endara.

Vuelvo a mi mondongo, que parece multiplicarse. Hacia el final de la noche, a las once y cuarenta y cinco, una vez ha sacado los postres y ya no quedan mesas por servir, Xabi se apiada de mí y me ayuda a termi-nar. Acabamos en veinte minutos. Estoy exhausto, tengo el cuello y los hombros como una roca, y cada brazo me pesa unos diez kilos. A partir de ahora cada vez que vaya a decir «estoy cansado» y me encuentre fuera de una cocina, me lo pensaré dos veces.

Recojo mi tabla, limpio el cuchillo que me han prestado y lo guardo en un cajón. Xabi me corta un trozo de tarta sacher, que engullo sentado a la mesa del comedor como si no hubiera comido nada desde el día anterior. Quiero llegar a mi cama y dormir dos días enteros, y eso que aún no he cocinado, la hora de la verdad es maña-na, hoy sólo he empezado la mise en place.

Es jueves, son las once de la mañana y me toca cocinar. Cojo un libro de Gastón Acurio que hay en la estantería del comedor para echar un vistazo final a la receta del cau cau. Voy al baño a ponerme el disfraz. Estoy excitado y muerto de miedo por igual. Me arreglo un poco el pelo, cuelgo los anteojos dentro de la chaquetilla y me anudo con fuerza el delantal. Vuelvo a la cocina, cojo una tabla y un cuchillo, dos cubos de plástico y voy a la despensa a buscar ocho cebollas. Me coloco en el sitio de Xabi, que aún no llega. Tengo a Rober, que viene sólo por las maña-nas, enfrente, trabajando en el lugar donde yo trabajé anoche. Se ofrece a ayudarme y coge la mitad de las cebollas. «Perfecto, las necesito en brunoise», le digo. Me esfuerzo por hacer el brunoise suficientemente fino. Veo cómo lo hace Rober, que es más rápido y preciso que yo, y me esfuerzo el doble. El cuchillo que he cogido no está tan afilado como el que usé ayer. Da igual, podría ir a afilarlo pero no tengo tiempo. Conti-núo. Una cebolla, dos cebollas, tres cebollas, cuatro cebollas. Diez minu-tos después, están todas listas en uno de los cubos.et

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MIENTRAS PROSIGO CON LA PREPARACIÓN DE MI CAU CAU, XABI ME HACE A UN LADO, A MÍ Y A MI TABLA DE PICAR, MI RECIPIENTE GIGANTE CON PAPAS EN REMOJO Y MI OTRO RECIPIENTE CON PAPAS EN CUADRADITOS. LA COCINA, CUALQUIER COCINA, ES UNA BATALLA CONSTANTE POR EL ESPACIO, Y AQUÍ, POR RANGO Y EXPERIENCIA, YO TENGO TODAS LAS DE PERDER. PROCURO COLOCAR MIS COSAS

DE MODO QUE NO ESTORBEN.

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Llega Xabi y me dice: «Me has quitado el sitio, cabrón». Recojo mis cosas, limpio la tabla y el cuchi-llo, paso un wetex por el tablero de mármol. «¿Qué necesitas?», me pregunta. Le pido una cacerola am-plia. Va a buscarla y la deja sobre uno de los fuegos. Me traslado ahí con el cubo de las cebollas, la pasta de ajo, la salsa de ají, y dos tarros de palillo y comi-no. Cojo un biberón de aceite, echo un buen chorro en la olla y enciendo la hornilla. Añado primero la cebolla, luego el ajo, poco a poco el ají, el comino y el palillo. Remuevo. Uno, dos, tres minutos, la mezcla se está cociendo y el aroma empieza a subir. Hue-le a casa, huele a Lima. Hay un dulzor indescripti-ble en esa combinación de ingredientes. Se acercan Dani, Manu, Rober, Diego y Endara. «Huele bien», comentario general. Noto en sus caras que ninguno creía que me fuera a atrever a cocinar para todos. En eso llega Andrés, que tenía revisión médica.

–Me ha dicho el médico que debo follar más, le he dicho que follo cinco veces al día, pero aún así dice que necesito más.

–¿Y te ha dado fecha, jefe? Para ir encargando el cajón y todo eso –contesta Xabi.

En realidad, el médico le ha dicho que tiene hipercolesterole-mia, diagnóstico que Andrés discute, además de recomendarle que descanse más. Luego me contará que el médico le ha preguntado cuántas horas duerme al día. Cuatro, ha respondido Andrés. ¿Segui-das?, ha vuelto a preguntar el doctor. Ojalá, ha respondido él. La mujer de Andrés, Valle, ha dado a luz a una niña hace dos meses, con lo cual sus horas de sueño, que nunca han sido demasiadas, se han visto reducidas aun más.

Madrigal se acerca a ver cómo va mi cacerola. «Huele bien», me dice. Una vez que el sofrito tiene la consistencia pastosa que requiero, añado el mondongo troceado, remuevo hasta que todo tenga un color amarillento. Son las once y veinticinco, voy en busca del tupper con el caldo de la segunda cocción del mondongo, que reservé ayer. Echo la mitad, unos tres litros. Me he olvidado de las arvejas. Pregunto a Xabi dónde hay y me dice que suba a Casa María y les pida una bolsa de guisantes (como se llaman en España) congelados. Salgo de la cocina

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Llega Xabi y me dice: «Me has quitado el sitio, cabrón». Recojo mis cosas, limpio la tabla y el cuchi-llo, paso un wetex por el tablero de mármol. «¿Qué necesitas?», me pregunta. Le pido una cacerola am-plia. Va a buscarla y la deja sobre uno de los fuegos. Me traslado ahí con el cubo de las cebollas, la pasta de ajo, la salsa de ají, y dos tarros de palillo y comi-no. Cojo un biberón de aceite, echo un buen chorro en la olla y enciendo la hornilla. Añado primero la cebolla, luego el ajo, poco a poco el ají, el comino y el palillo. Remuevo. Uno, dos, tres minutos, la mezcla se está cociendo y el aroma empieza a subir. Hue-le a casa, huele a Lima. Hay un dulzor indescripti-ble en esa combinación de ingredientes. Se acercan Dani, Manu, Rober, Diego y Endara. «Huele bien», comentario general. Noto en sus caras que ninguno creía que me fuera a atrever a cocinar para todos. En eso llega Andrés, que tenía revisión médica.

–Me ha dicho el médico que debo follar más, le he dicho que follo cinco veces al día, pero aún así dice que necesito más.

–¿Y te ha dado fecha, jefe? Para ir encargando el cajón y todo eso –contesta Xabi.

En realidad, el médico le ha dicho que tiene hipercolesterole-mia, diagnóstico que Andrés discute, además de recomendarle que descanse más. Luego me contará que el médico le ha preguntado cuántas horas duerme al día. Cuatro, ha respondido Andrés. ¿Segui-das?, ha vuelto a preguntar el doctor. Ojalá, ha respondido él. La mujer de Andrés, Valle, ha dado a luz a una niña hace dos meses, con lo cual sus horas de sueño, que nunca han sido demasiadas, se han visto reducidas aun más.

Madrigal se acerca a ver cómo va mi cacerola. «Huele bien», me dice. Una vez que el sofrito tiene la consistencia pastosa que requiero, añado el mondongo troceado, remuevo hasta que todo tenga un color amarillento. Son las once y veinticinco, voy en busca del tupper con el caldo de la segunda cocción del mondongo, que reservé ayer. Echo la mitad, unos tres litros. Me he olvidado de las arvejas. Pregunto a Xabi dónde hay y me dice que suba a Casa María y les pida una bolsa de guisantes (como se llaman en España) congelados. Salgo de la cocina

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inevitablemente, elevarás bastante el grado de picor. Pica, pero está bueno, vuelve a saber a lo que debe saber. Sabe a casa, sabe a Lima. Le pido a Endara que vuelva a probarlo. Coge una cuchara. Se sirve y se la mete a la boca, me mira: «Ahora sí. Pica bien. Y échale un poco más de sal». Son las doce y treinta y uno, la comida está lista, las papas están algo demasiado cocidas pero el conjunto no está mal, justo a tiempo para la hora de almuerzo en la cocina.

Hay una máxima en el negocio de la hostelería: el cliente es el jefe. «¿Qué significa eso para ti?», le pregunté un día a Andrés. «Todo. No hay más jefe que el cliente. Es el banco, el sueldo, el aplauso, la guía, el que te pone, el que te quita». Días antes había tenido que enfrentarse a un cliente enfurecido. Eran las tres y cuarenta de la tarde, tenía mesa a las tres, su mujer, que llevaba esperándolo desde entonces, se había quejado porque le dieron una mesa en fumadores, cuando ella había reservado en no fumadores. «Disculpe, ha habido una confusión», le ha dicho el maître al sentarla. Pero ella se ha enfadado y ha llamado a su marido por el celular, mientras éste peleaba con el tráfico habitual de principio de tarde en el centro de Madrid. Al llegar, se ha saltado al maître y ha querido entrar directamente al salón. Andrés, que justo salía de la cocina, lo ataja y le pregunta adónde va. Y se enzarzan en una discusión, a la que no tardará en sumarse la mujer, que ha huido del salón en cuanto otro comensal ha encendido un cigarrillo. Las voces y las palabras de la pareja de clientes suben de tono. Cuando uno se gana la vida como anfitrión, ha de lidiar día a día con la prepotencia y el en-greimiento ajenos. Ya se sabe, el cliente siempre tiene la razón.

–Mire, vamos a hacer lo siguiente, vamos a invitarlos a comer arriba, en el otro restaurante que tenemos, donde no habrá proble-ma para ubicarlos en no fumadores. Eso hoy, y la próxima semana os invitamos a comer en la mejor mesa de Alboroque. ¿Os parece bien?– terminará Andrés.

Es jueves, mis clientes, aquellos a los que yo debo complacer, son un equipo de cocina y otro equipo de camareros, todos hambrientos y acostumbrados a almorzar pasta o carne o algún guiso español que aporte las proteínas y carbohidratos necesarios para aguantar el resto de la jornada. Yo he hecho un cau cau peruano con arroz, porque a mí se me ha antojado y porque quería hacerles probar una forma distinta de hacer callos. Estoy muerto de miedo, temiendo que no les guste, les parezca muy picante o, sencillamente, y por ésa u otras razones, no lo coman. Se lo comen. Todo. Hay incluso quien repite y moja pan en el guiso. No creo que Andrés vaya a incluirlo en la próxima carta, pero por lo menos, sea por hambre, por gusto o por educación, nadie ha devuelto el plato ni me ha dicho que no le gustó.

–Está bueno, tío. Aunque le faltaba un poco de sal.

y subo corriendo las dos plantas. Le digo a uno de los cocineros lo que necesito, me señala un congelador y me indica que coja lo que quiera. Eso hago y bajo corriendo a la cocina. Mi olla ha empezado a hervir, así que añado las papas en cuadrados y las arvejas. Remuevo. Pruebo. Rectifico la sal, la pimienta, añado comino y palillo, y echo todo el ají y el ajo que me que-da. Subo el fuego y espero a que reduzca, removiendo de vez en cuando.

Son las doce y cinco y el guiso no reduce todo lo que debería, mantengo el fuego alto, lo justo para que no se «agarre» el fondo de la olla, y retiro un poco de caldo. Pruebo la mezcla. El sabor está ahí, aunque demasiado tenue y me preocupo. Añado sal y le pido a Endara, que es el único en la cocina que tiene idea de a qué debe saber un cau cau, que pruebe. Coge una cuchara, recoge un poco del guiso y se lo mete a la boca. Expectante, casi temblando de miedo, espero su veredicto. Me mira y me dice: «Aparte de más sal, falta ají y ajo». No tengo, lo he usado todo. Se lo digo, pone cara de preocupación y yo intento pensar rápido. Medio segundo después recuerdo que hay una tienda de productos latinos a unas cinco cuadras. Le pido a Manu, que está ha-ciendo ñoquis de sepia a mi lado, que eche un vista-zo a la cacerola y salgo corriendo en dirección a la tienda. Hago las cinco cuadras como si fueran cien metros planos olímpicos, compro un tarro de salsa de ají amarillo y otro de pasta de ajo. Una, dos, tres, cuatro, cinco cuadras. La gente se gira al verme, con chaquetilla y delantal, corriendo por la calle. Prefiero no imaginar qué piensan.

Estoy de vuelta frente a mi cacerola. Añado tres cucharadas de ají y otra de ajo, remuevo, vuelvo a rectificar la sal. Es increíble la cantidad de sal que hay que usar cuando se cocina para tanta gente. «No debe estar salado, debe saber bien», le decía un pro-fesor a Michael Ruhlman en el CIA mientras agre-gaba otro puñado de sal a una cacerola. Realza el sabor de sus comidas, como reza la publicidad. Echo un poco más. Pruebo. Pica. Pica bastante. A diferen-cia de la salsa de ají amarillo que prepara uno y que no pica demasiado pero conserva el sabor y aroma característicos, la salsa envasada pica mucho y sabe poco, por lo que si quieres que la preparación sepa a algo, hay que añadir una buena dosis, con lo que,

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Page 38: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

e gusta pensar que algunas palabras eli-

gen su destino. Deben de ser pocas las que

lo hacen soberanamente, como son pocas, de entre

las personas que las usan, quienes pueden decir que

eligen el suyo, o incluso las palabras que luego usan

para justificárselo. Lo que me resisto a creer es que

aquellos sonidos que nos hacen humanos, que sufren

en carne propia el paso del tiempo tanto como noso-

tros, que mutan y mueren a la par de los hombres,

no posean también ellos una cierta

voluntad propia, y la ocasión de po-

nerla en uso. Por eso la etimología es

para mí una rama del psicoanálisis, y

leo los diccionarios del rubro como si

fueran novelas psicologistas (el mag-

no Diccionario etimológico de Joan

Corominas vendría a ser la versión

española, apenas un tomo más resu-

mida, de en busca Del tiempo perDi-

Do). Por eso también los diccionarios

de sinónimos me parecen versiones

primitivas de Facebook, donde las

palabras se relacionan con sus ami-

guitas, a quienes también pueden

elegir a voluntad, o tan a voluntad

como nosotros a los familiares y ex

compañeros de escuela cuando nos

mandan una invitación.

Una de estas palabras, al menos

así me gusta pensarlo a mí, es cara-col. En mi diccionario etimológico

personal, que tendría la forma de una novela deci-

monónica, la palabra caracol se vería tentada de pe-

queña a convertirse en una mala palabra. Al igual que

hijoputa o chuchamadre, presentarse como contrac-

ción de un insulto le daría una oportunidad inmejo-

rable de hacer valer su bella sonoridad para estar en

boca de todos. Las palabras, lo mismo que los chicos,

saben que no hay mejor garantía de popularidad in-

mediata que portarse mal. Sin ir más lejos, ahí te-

nemos el caso de concha, que en Argentina eligió el

camino fácil y hoy goza de una fama que ni babosa, otra que lo

intentó, sería capaz de soñar.

Pero caracol rechazó el ofrecimiento. Como castigo por su len-

titud para la autopromoción, acabó designando a un molusco in-

trascendente. Las más babosas de entre sus amigas creyeron que

lo hizo por timidez o incluso por humildad, mientras que las más

conchudas sospecharon que la motivación fue pura soberbia, pues

estaba claro que su insulto estaba llamado a ser débil, medio ama-

riconado, de esos que después terminan usándose en los subtítulos

de las películas para reemplazar

a las puteadas fuertes, machas.

La moral es simple, como

corresponde a una novela y aun

a una etimología: la perfidia es

premiada y la virtud, castigada.

Pero hete aquí que hacia el final

del relato, que tendría lugar, en

un giro yo diría que copernicano

para la ciencia etimológica, en el

futuro, se nos revelaría que las

conchudas, lejos de estar equi-

vocadas, se quedaron cortas. El

plan de caracol es mucho más

ambicioso y retorcido de lo que

ellas sospecharon. Si renunció

a ser una mala palabra desde el

principio de los tiempos es por-

que piensa serlo al final, cuando

ya todas las otras se hayan gas-

tado, como ocurre indefectible-

mente con los insultos. Su arma

más poderosa es la paciencia. Lenta, lentísimamente, como la tor-

tuga que le compite a Aquiles, caracol avanza en el tiempo, cubierto

bajo su coraza de inocencia y bondad, mientras sus hermanas di-

solutas van perdiendo encanto y atractivo. Agazapado en el fondo

de su casita, nuestro héroe espera el momento en que todas esas

palabras malas caigan en desuso para entonces salir y ser la última,

la más mala de todas: cara de col.Entonces quedará demostrado que el significado que ahora tie-

ne no es un castigo sino una alerta, que tampoco eso fue fruto del

azar, sino más bien hijo de una elección libre, un destino.

una palabra de

ariel magnus

Caracolf. Cada uno de los moluscos testáceos de la clase de los gasterópodos. De sus muchas especies, algunas de las cuales son comestibles, unas viven en el mar, otras en las aguas dulces y otras son terrestres.

36_ DICCIONARIO DE LA LENGUA

Page 39: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

e gusta pensar que algunas palabras eli-

gen su destino. Deben de ser pocas las que

lo hacen soberanamente, como son pocas, de entre

las personas que las usan, quienes pueden decir que

eligen el suyo, o incluso las palabras que luego usan

para justificárselo. Lo que me resisto a creer es que

aquellos sonidos que nos hacen humanos, que sufren

en carne propia el paso del tiempo tanto como noso-

tros, que mutan y mueren a la par de los hombres,

no posean también ellos una cierta

voluntad propia, y la ocasión de po-

nerla en uso. Por eso la etimología es

para mí una rama del psicoanálisis, y

leo los diccionarios del rubro como si

fueran novelas psicologistas (el mag-

no Diccionario etimológico de Joan

Corominas vendría a ser la versión

española, apenas un tomo más resu-

mida, de en busca Del tiempo perDi-

Do). Por eso también los diccionarios

de sinónimos me parecen versiones

primitivas de Facebook, donde las

palabras se relacionan con sus ami-

guitas, a quienes también pueden

elegir a voluntad, o tan a voluntad

como nosotros a los familiares y ex

compañeros de escuela cuando nos

mandan una invitación.

Una de estas palabras, al menos

así me gusta pensarlo a mí, es cara-col. En mi diccionario etimológico

personal, que tendría la forma de una novela deci-

monónica, la palabra caracol se vería tentada de pe-

queña a convertirse en una mala palabra. Al igual que

hijoputa o chuchamadre, presentarse como contrac-

ción de un insulto le daría una oportunidad inmejo-

rable de hacer valer su bella sonoridad para estar en

boca de todos. Las palabras, lo mismo que los chicos,

saben que no hay mejor garantía de popularidad in-

mediata que portarse mal. Sin ir más lejos, ahí te-

nemos el caso de concha, que en Argentina eligió el

camino fácil y hoy goza de una fama que ni babosa, otra que lo

intentó, sería capaz de soñar.

Pero caracol rechazó el ofrecimiento. Como castigo por su len-

titud para la autopromoción, acabó designando a un molusco in-

trascendente. Las más babosas de entre sus amigas creyeron que

lo hizo por timidez o incluso por humildad, mientras que las más

conchudas sospecharon que la motivación fue pura soberbia, pues

estaba claro que su insulto estaba llamado a ser débil, medio ama-

riconado, de esos que después terminan usándose en los subtítulos

de las películas para reemplazar

a las puteadas fuertes, machas.

La moral es simple, como

corresponde a una novela y aun

a una etimología: la perfidia es

premiada y la virtud, castigada.

Pero hete aquí que hacia el final

del relato, que tendría lugar, en

un giro yo diría que copernicano

para la ciencia etimológica, en el

futuro, se nos revelaría que las

conchudas, lejos de estar equi-

vocadas, se quedaron cortas. El

plan de caracol es mucho más

ambicioso y retorcido de lo que

ellas sospecharon. Si renunció

a ser una mala palabra desde el

principio de los tiempos es por-

que piensa serlo al final, cuando

ya todas las otras se hayan gas-

tado, como ocurre indefectible-

mente con los insultos. Su arma

más poderosa es la paciencia. Lenta, lentísimamente, como la tor-

tuga que le compite a Aquiles, caracol avanza en el tiempo, cubierto

bajo su coraza de inocencia y bondad, mientras sus hermanas di-

solutas van perdiendo encanto y atractivo. Agazapado en el fondo

de su casita, nuestro héroe espera el momento en que todas esas

palabras malas caigan en desuso para entonces salir y ser la última,

la más mala de todas: cara de col.Entonces quedará demostrado que el significado que ahora tie-

ne no es un castigo sino una alerta, que tampoco eso fue fruto del

azar, sino más bien hijo de una elección libre, un destino.

una palabra de

ariel magnus

Caracolf. Cada uno de los moluscos testáceos de la clase de los gasterópodos. De sus muchas especies, algunas de las cuales son comestibles, unas viven en el mar, otras en las aguas dulces y otras son terrestres.

36_ DICCIONARIO DE LA LENGUA

HORARIO: JUEVES 16 Y VIERNES 17 DE ABRIL, 2009, DE 4:00 A 10:00 PMLUGAR: CENTRO DE CONVENCIONES JAVIER PRADO. AV. JAVIER PRADO 1179. LA VICTORIA. CRUCE PUENTE QUIÑONES CON AV. JAVIER PRADO.

M.S. Nick morante - USA

30 años de experiencia en desarrollo de productos cosméticos y formulación de productos de cuidado personal. Con amplio conocimiento en materias primas,procesos, estabilidades, asuntos regulatorios y soporte de claims. Ha trabajado en la compañía Unilever USA, Unilever China y Unilever México,

habiéndose desempeñado como Gerente Principal de Tecnología Global. Tambiénha trabajado en Procter & Gamble en Richardson-Vicks. Ha contribuido en numerosos artículos y editoriales para varias publicaciones de la

industria cosmética y científica, tales como HAPPI, SpecialChem Cosmetics, Cosmetoscope, SCODET Asia. Ha tenido presentaciones de conferencias auspiciadas por la HBA/PCITX, IntertechPira y SCC. Patentes en USA: Ocho patentes

relacionadas a formulaciones en el cuidado de la piel y al tratamiento de la piel oleosa, acné y piel rojiza.

M.S. Vispi d. Kanga - USA

COSMETICSA GLOBAL MARKET

CONFERENCIA MAGISTRAL Y PRESENCIAL EN PERÚ: DESDE USANICK MORANTE – VISPI KANGA PROGRAMACIÓNDÍA UNO – JUEVES 16 DE ABRIL 2009

Mercado Global de la Industria Cosmética.Posición de la industria cosmética en Estados Unidos. Importancia y actividades del desarrollo de productos cosméticos.Manejo de Marketing y Dirección Científica/QuímicaBases de formulación: Tecnología de emulsiones & tratamiento de productos / Sistema HLB , Cosméticos y color.  Sistema de liberación para productos de cuidado personal

DÍA DOS – VIERNES 17 DE ABRIL 2009Escalamiento industrial, planta piloto & desarrollo de procesos. Introducción a la sustentación y diseño de beneficios cosméticos (claims) / regulación USA & requerimiento de etiquetas.Metodología científica en el laboratorio / ensayos de estabilidad. Estudio de cosméticos relacionados a la seguridad, eficacia & beneficios declarados en etiquetas: RIPT & estudios dermatológicos Criterios para ensayos de desafío microbiológico Beneficios de productos OTC y otras drogasCuidado personal, resumen – Tendencias & Conceptos / SLES-Libre mercado

De 4:00 a 10:00 PM

De 4:00 a 10:00 PM

Especialista en formulación de productos cosméticos de cuidado personal y maquillaje. Con amplia experiencia en BPM, desarrollo de procesos y escalamiento industrial. Ha trabajado en la compañía Estée Lauder USA en el área de I&D por más de 35 años, llegando a desempeñar el cargo de Científico Principal Senior I&D/ Gerente de laboratorio, siendo responsable de las marcas Tommy Hilfiger, Donna Karan, Bobbi Brown, Jane by Sassaby,

La Mer, MAC y algunos productos propios de Estée Lauder. Autor de varios artículos de cosmética y editor en cientos de artículos de la revista on line www.SpecialChem4Cosmetics.com. Patentes en USA: Method and System for Color Customizing Cosmetic Mass Products, y otros.

Habrá presentación abierta e información impresa de proveedores de materias primas cosméticas y laboratorios fabricantes de cosméticos

Ventas en: Organiza:

s u p p l y l a bc o s m é t i c a

Auspicia:

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38_ MAESTROS

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un perfil de d. t. maxfotografías de lara kastner

traducción de diego salazar

EL ÚLTIMO CHEF GENIODE CHICAGO

NO PUEDE PROBAR

SU COMIDAGrant Achatz tiene un cáncer en la lengua y ha perdido el sentido del gusto. sólo puede

cocinar usando la vista, el olfato y sus recuerdos. Los críticos aún lo consideran

uno de los mejores cocineros de Los Estados Unidos. ¿A qué sabe su comida?

Page 42: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

40_ TERRORISTAS

la noche del mes de abril, había un dibujo de lo que pa-recía una bandera; en realidad, era una loncha de carne de Wagyu sujeta por un par de palillos chinos sobre una base. Otro boceto representaba un «cordel comestible» hecho de hebras de maíz o tallos de hierbas. En una ter-cera imagen, una esfera había sido dividida en tres capas concéntricas: un corazón de fresa, una capa de aceitu-nas niçoise y una corteza de chocolate blanco con sabor a violetas. Alinea cierra los martes pero Achatz, que tiene

treinta y cuatro años e intenta cambiar el menú cada temporada, estaba trabajando en platos nuevos. El chef disfruta de trabajar en nuevas ideas a altas horas de la noche, cuando el restaurante está vacío, bosquejando «prototipos» en hojas de bloc. Luego traslada esos dibujos a los pliegos de cartulina que cuelgan de las paredes de la cocina, para que su equipo pue-da mirarlos. Esa noche, uno de los pliegos decía: «Capturar la primavera. ¿Qué quiere decir? Nuevo, fresco, hielo, brotes, delicado, gradual».

Tres sous-chefs se han unido a Achatz, que mide un metro setenta y cinco y posee un rostro atractivo con el cabello rojo cortado al rape. «Un metro setenta y nueve si me preguntas a mí», me dice. Tras ponerse las chaquetillas de chef, se reúnen todos alrededor de una mesa. Esta noche se ocupan del postre con fresas, aceitunas niçoise y esencia de violeta. Achatz pensó en este plato en marzo y, al principio, no sabía bien cómo combinar los tres ingredientes, con los que –me explicó en un e-mail–quería capturar «esa idea según la cual la gente suele oler, en ciertos vinos tintos, fresas con “flores moradas” (violetas) y aceitunas». Sencillamen-te había garabateado: «¿Postre?» cerca de la exhortación «Capturar la primavera». A lo largo de las siguientes semanas, se le ocurrieron varias aproximaciones: un caldo, una cápsula, un baño aromático. Achatz tra-baja en la tradición de la gastronomía molecular, que apunta a tomar alimentos familiares y otorgarles nuevos sabores y texturas a través de técnicas científicas. Los cocineros moleculares hablan de «manipular» ingredientes en lugar de «cocinarlos». Para el postre, Achatz finalmente se decide por una bola del tamaño de un caramelo gigante: los tres in-gredientes estarán envueltos uno dentro del otro. En un e-mail me dice: «Los sabores están puestos juntos asumiendo que si huelen bien juntos, sabrán bien juntos».

Mientras el equipo conversaba, a ratos Achatz hacía una pausa –te-nía la voz ronca– y abría un recipiente que llevaba consigo, cubría la parte baja de la palma de la mano con un líquido blanco como una tiza, ladeaba la cabeza y dejaba que el líquido cayera por su garganta. El líquido era un analgésico, lidocaína.

Diez meses atrás, Achatz fue diagnosticado con cáncer de lengua; los médicos le informaron que moriría si no empezaba un tratamiento de in-mediato. «Tienes cáncer en estadio IV», recuerda que le dijo un doctor en el Centro Médico de la Universidad de Chicago, «y no existe el estadio V». Los médicos le extrajeron ganglios linfáticos del cuello. Una cicatriz rosada

un restaurante en el barrio de Lincoln Park de Chicago, carece de

letrero. Los visitantes atraviesan las puer-tas grises de metal, bajan por un estrecho pasadizo y alcanzan un juego de puertas que se abre automáticamente. El comedor en Alinea se halla pegado a la cocina, que no cuenta con un gran horno o cacerolas colgando. En su lugar hay unas relucientes mesas bajas de acero inoxidable, lámparas de techo del tipo que uno encontraría en una sala de juntas, y alfombras grises en el suelo. En las paredes hay pliegos gran-des de cartulina con bocetos en tinta ne-gra de platos que Grant Achatz, el chef de Alinea, está pensando incluir en el menú. Cuando visité el restaurante un martes a

a entrada

de Alinea,

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Page 43: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

40_ TERRORISTAS

la noche del mes de abril, había un dibujo de lo que pa-recía una bandera; en realidad, era una loncha de carne de Wagyu sujeta por un par de palillos chinos sobre una base. Otro boceto representaba un «cordel comestible» hecho de hebras de maíz o tallos de hierbas. En una ter-cera imagen, una esfera había sido dividida en tres capas concéntricas: un corazón de fresa, una capa de aceitu-nas niçoise y una corteza de chocolate blanco con sabor a violetas. Alinea cierra los martes pero Achatz, que tiene

treinta y cuatro años e intenta cambiar el menú cada temporada, estaba trabajando en platos nuevos. El chef disfruta de trabajar en nuevas ideas a altas horas de la noche, cuando el restaurante está vacío, bosquejando «prototipos» en hojas de bloc. Luego traslada esos dibujos a los pliegos de cartulina que cuelgan de las paredes de la cocina, para que su equipo pue-da mirarlos. Esa noche, uno de los pliegos decía: «Capturar la primavera. ¿Qué quiere decir? Nuevo, fresco, hielo, brotes, delicado, gradual».

Tres sous-chefs se han unido a Achatz, que mide un metro setenta y cinco y posee un rostro atractivo con el cabello rojo cortado al rape. «Un metro setenta y nueve si me preguntas a mí», me dice. Tras ponerse las chaquetillas de chef, se reúnen todos alrededor de una mesa. Esta noche se ocupan del postre con fresas, aceitunas niçoise y esencia de violeta. Achatz pensó en este plato en marzo y, al principio, no sabía bien cómo combinar los tres ingredientes, con los que –me explicó en un e-mail–quería capturar «esa idea según la cual la gente suele oler, en ciertos vinos tintos, fresas con “flores moradas” (violetas) y aceitunas». Sencillamen-te había garabateado: «¿Postre?» cerca de la exhortación «Capturar la primavera». A lo largo de las siguientes semanas, se le ocurrieron varias aproximaciones: un caldo, una cápsula, un baño aromático. Achatz tra-baja en la tradición de la gastronomía molecular, que apunta a tomar alimentos familiares y otorgarles nuevos sabores y texturas a través de técnicas científicas. Los cocineros moleculares hablan de «manipular» ingredientes en lugar de «cocinarlos». Para el postre, Achatz finalmente se decide por una bola del tamaño de un caramelo gigante: los tres in-gredientes estarán envueltos uno dentro del otro. En un e-mail me dice: «Los sabores están puestos juntos asumiendo que si huelen bien juntos, sabrán bien juntos».

Mientras el equipo conversaba, a ratos Achatz hacía una pausa –te-nía la voz ronca– y abría un recipiente que llevaba consigo, cubría la parte baja de la palma de la mano con un líquido blanco como una tiza, ladeaba la cabeza y dejaba que el líquido cayera por su garganta. El líquido era un analgésico, lidocaína.

Diez meses atrás, Achatz fue diagnosticado con cáncer de lengua; los médicos le informaron que moriría si no empezaba un tratamiento de in-mediato. «Tienes cáncer en estadio IV», recuerda que le dijo un doctor en el Centro Médico de la Universidad de Chicago, «y no existe el estadio V». Los médicos le extrajeron ganglios linfáticos del cuello. Una cicatriz rosada

un restaurante en el barrio de Lincoln Park de Chicago, carece de

letrero. Los visitantes atraviesan las puer-tas grises de metal, bajan por un estrecho pasadizo y alcanzan un juego de puertas que se abre automáticamente. El comedor en Alinea se halla pegado a la cocina, que no cuenta con un gran horno o cacerolas colgando. En su lugar hay unas relucientes mesas bajas de acero inoxidable, lámparas de techo del tipo que uno encontraría en una sala de juntas, y alfombras grises en el suelo. En las paredes hay pliegos gran-des de cartulina con bocetos en tinta ne-gra de platos que Grant Achatz, el chef de Alinea, está pensando incluir en el menú. Cuando visité el restaurante un martes a

a entrada

de Alinea,

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O B R A S , P R O Y E C T O S Y V I S I Ó N E N E L M U N D O A C T U A L

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ECTO

Fecha: 29 de Mayo, 2009Hora: 5 a 10 pmLugar: Círculo Militar del Perú,Av. Salaverry #1650 Jesús María, Lima.

Costo:VIP: 250 solesPREFERENCIAL: 150 solesPLATEA: 60 soles

INCLUYE PARA TODAS LAS TARIFAS:EXPOSICIÓN ABIERTA DEOBRAS ARQUITECTÓNICASDEL ARQUITECTO KEN YEANG Y BIOCLIMÁTICAS A NIVEL MUNDIAL.

REVISTA DE KEN YEANG. ESPAÑOL – INGLÉS

¿Puede nuestro ambiente construído imitar los procesos de la naturaleza en estructuras y funciones, particularmente sus ecosistemas?

Auspicia:Ventas en: Organiza:

Page 44: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

se extiende desde dos centímetros y medio por debajo del lóbulo de su oreja izquierda hasta dos centímetros y medio por encima de la clavícula. Recibió además doce semanas de tratamiento con quimioterapia, que le hizo perder el cabello, y seis semanas de radiación, que le inflamó la garganta hasta casi cerrársela por completo y provocó que la piel de dentro de la boca y en el ros-tro se le desprendiera. «Me quemaron tanto que debí llevar una máscara para víctimas de quemaduras facia-les», recuerda. La terapia también destruyó su sentido del gusto. A pesar de que está volviendo lentamente –el proceso puede tomar un año o más–, Achatz se halla en la precaria situación de tener que crear y servir comida que, en realidad, no puede probar.

Esa noche, Achatz y su equipo querían resolver el equilibrio de ingredientes para la corteza de chocolate blanco con sabor a violetas del nuevo postre. El centro de fresa era también un problema: demasiada fresa aplastaría la sal de las aceitunas; demasiado sabor a aceituna cubriría por completo la fresa. Las violetas de-bían funcionar como un puente entre estos dos sabores tan fuertes, como un eco de la primavera.

Cuando el chocolate blanco se había derretido, Achatz se apartó y dejó que los sous-chefs se hicieran car-go. Uno utilizó un gotero para añadir lavanda al líquido beige, mientras el otro revolvía las gotas que caían. Achatz utilizaba lavanda en lugar de violetas, ya que el restauran-te no había recibido aún el pedido de aceite de violeta.

–¿Cómo está? –preguntó a sus tres sous-chefs.–Aún le falta –dijo uno.Achatz metió la nariz en el bol. «Más gotas», dijo.

Se apartó de nuevo, concentrándose aún más.Uno de los sous-chefs añadió más lavanda, mien-

tras otro cogió una cuchara y retiró un poco de la super-ficie de la mezcla.

–¿Tiene el sabor adecuado? –le preguntó Achatz mientras bailaba alrededor de su equipo.

–Aún no –respondió uno de ellos.

Más lavanda. Achatz se giró hacia otro miembro de su equipo y le pidió que probara la mezcla. El sous-chef recogió la cuchara que había dejado su compañero, la giró y cubrió el final del mango con un poco de la mezcla. «No», respondió.

Achatz volvió a enterrar la nariz en el bol. Su equipo continuó aña-diendo gotas y probando. Finalmente los tres sous-chefs dijeron que la mezcla de chocolate blanco y violetas había conseguido el sabor adecuado.

–Puedo olerlo –dijo Achatz.Los cuatro hundieron trozos de fresa cubiertos por una capa de acei-

tuna en una cacerola con nitrógeno líquido para congelarlos rápidamen-te. Luego recubrieron las bolas con el chocolate blanco con flores y las llevaron al congelador.

A continuación, Achatz y yo nos sentamos en una de las mesas del restaurante vacío. Me dijo que, si su ambición fuera otra, su enfermedad no importaría tanto. Hay muchos chefs de éxito que mantienen sus car-tas intocables, temporada tras temporada. Pero ése no es un camino que Achatz esté deseando tomar. Achatz recuerda la época en que trabajó para Thomas Keller, el célebre chef del French Laundry, en Napa Valley: «Thomas tiene sus Ostras y Perlas». Una marca de la casa. «Nosotros no hacemos eso. Desarrollamos platos que creemos maravillosos y eventual-mente los reemplazamos».

En efecto, la fama creciente de Achatz reposa en el compromiso con la innovación de su restaurante. Si él no puede seguir creando nuevos platos, su restaurante cerrará o, por lo menos, perderá el lugar central que ocupa entre los gastrónomos más entusiastas. (Ruth Reichl, editora de Gourmet: «Grant Achatz está redefiniendo la restauración norteamerica-na»). Y así, mientras se recupera, Achatz está dispuesto a jugar un nuevo rol, raro y dependiente, en su cocina. «Durante años y años y años, era al revés», me dijo. «Mis sous-chefs me alcanzaban la comida y yo decía, “No, necesita más sal”». Y prosiguió: «Ahora no puedo más que confiar en ellos, ya sea para confirmar aquello que yo mismo estoy percibiendo o para que me digan “No, chef, no está listo”».

Achatz viene de una familia de dueños de restaurantes. Sus fami-liares –algunos alemanes, otros francocanadienses– poseen siete loca-les en un radio de ochenta kilómetros alrededor de St. Clair, Michigan,

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Achatz recuerda que la comida incluía heno licuado

para que el sabor traiga al comensal los recuerdos de

antiguos paseos por el campo. Un plato suyo incluía una

cazuelita de barro que se calentaba previamente para

expedir el aroma que sentimos al abrir la puerta del

horno en la cena de Navidad. Transportados a su infancia,

algunos clientes lloran al comer en su restaurante

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se extiende desde dos centímetros y medio por debajo del lóbulo de su oreja izquierda hasta dos centímetros y medio por encima de la clavícula. Recibió además doce semanas de tratamiento con quimioterapia, que le hizo perder el cabello, y seis semanas de radiación, que le inflamó la garganta hasta casi cerrársela por completo y provocó que la piel de dentro de la boca y en el ros-tro se le desprendiera. «Me quemaron tanto que debí llevar una máscara para víctimas de quemaduras facia-les», recuerda. La terapia también destruyó su sentido del gusto. A pesar de que está volviendo lentamente –el proceso puede tomar un año o más–, Achatz se halla en la precaria situación de tener que crear y servir comida que, en realidad, no puede probar.

Esa noche, Achatz y su equipo querían resolver el equilibrio de ingredientes para la corteza de chocolate blanco con sabor a violetas del nuevo postre. El centro de fresa era también un problema: demasiada fresa aplastaría la sal de las aceitunas; demasiado sabor a aceituna cubriría por completo la fresa. Las violetas de-bían funcionar como un puente entre estos dos sabores tan fuertes, como un eco de la primavera.

Cuando el chocolate blanco se había derretido, Achatz se apartó y dejó que los sous-chefs se hicieran car-go. Uno utilizó un gotero para añadir lavanda al líquido beige, mientras el otro revolvía las gotas que caían. Achatz utilizaba lavanda en lugar de violetas, ya que el restauran-te no había recibido aún el pedido de aceite de violeta.

–¿Cómo está? –preguntó a sus tres sous-chefs.–Aún le falta –dijo uno.Achatz metió la nariz en el bol. «Más gotas», dijo.

Se apartó de nuevo, concentrándose aún más.Uno de los sous-chefs añadió más lavanda, mien-

tras otro cogió una cuchara y retiró un poco de la super-ficie de la mezcla.

–¿Tiene el sabor adecuado? –le preguntó Achatz mientras bailaba alrededor de su equipo.

–Aún no –respondió uno de ellos.

Más lavanda. Achatz se giró hacia otro miembro de su equipo y le pidió que probara la mezcla. El sous-chef recogió la cuchara que había dejado su compañero, la giró y cubrió el final del mango con un poco de la mezcla. «No», respondió.

Achatz volvió a enterrar la nariz en el bol. Su equipo continuó aña-diendo gotas y probando. Finalmente los tres sous-chefs dijeron que la mezcla de chocolate blanco y violetas había conseguido el sabor adecuado.

–Puedo olerlo –dijo Achatz.Los cuatro hundieron trozos de fresa cubiertos por una capa de acei-

tuna en una cacerola con nitrógeno líquido para congelarlos rápidamen-te. Luego recubrieron las bolas con el chocolate blanco con flores y las llevaron al congelador.

A continuación, Achatz y yo nos sentamos en una de las mesas del restaurante vacío. Me dijo que, si su ambición fuera otra, su enfermedad no importaría tanto. Hay muchos chefs de éxito que mantienen sus car-tas intocables, temporada tras temporada. Pero ése no es un camino que Achatz esté deseando tomar. Achatz recuerda la época en que trabajó para Thomas Keller, el célebre chef del French Laundry, en Napa Valley: «Thomas tiene sus Ostras y Perlas». Una marca de la casa. «Nosotros no hacemos eso. Desarrollamos platos que creemos maravillosos y eventual-mente los reemplazamos».

En efecto, la fama creciente de Achatz reposa en el compromiso con la innovación de su restaurante. Si él no puede seguir creando nuevos platos, su restaurante cerrará o, por lo menos, perderá el lugar central que ocupa entre los gastrónomos más entusiastas. (Ruth Reichl, editora de Gourmet: «Grant Achatz está redefiniendo la restauración norteamerica-na»). Y así, mientras se recupera, Achatz está dispuesto a jugar un nuevo rol, raro y dependiente, en su cocina. «Durante años y años y años, era al revés», me dijo. «Mis sous-chefs me alcanzaban la comida y yo decía, “No, necesita más sal”». Y prosiguió: «Ahora no puedo más que confiar en ellos, ya sea para confirmar aquello que yo mismo estoy percibiendo o para que me digan “No, chef, no está listo”».

Achatz viene de una familia de dueños de restaurantes. Sus fami-liares –algunos alemanes, otros francocanadienses– poseen siete loca-les en un radio de ochenta kilómetros alrededor de St. Clair, Michigan,

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Achatz recuerda que la comida incluía heno licuado

para que el sabor traiga al comensal los recuerdos de

antiguos paseos por el campo. Un plato suyo incluía una

cazuelita de barro que se calentaba previamente para

expedir el aroma que sentimos al abrir la puerta del

horno en la cena de Navidad. Transportados a su infancia,

algunos clientes lloran al comer en su restaurante

su pueblo natal. Cuando tenía cinco años, sus padres lo pusieron de lavaplatos en su local, Achatz’s Family Restaurant. Se paraba sobre un cajón de leche para po-der fregar el fondo de las cacerolas. A los doce, ya era cocinero de línea. «Mi nombre estaba en la hoja de ho-rarios, como un empleado más». El restaurante servía comida casera –huevos, pollo asado con papas, estofa-do de carne– que no se prestaba a la ornamentación. Cuando Achatz tenía once años, añadió un ramito de perejil a un plato de tortilla. Su padre le dijo: «No tiene que verse bien, basta con que sepa bien». Sin inmutar-se, el niño continuó experimentando. «Desde que ten-go once años, mi vida ha estado dedicada a probar y memorizar sabores», dice Achatz. «Están marcados a fuego en mi cerebro».

Pese a la reticencia de su padre, se saltó la univer-sidad y se apuntó en el Culinary Institute of America, en Hyde Park, Nueva York. En 1995, el año posterior a su graduación, Achatz fue a trabajar para Charlie Trotter, dueño del restaurante homónimo en Lincoln Park, cerca de donde hoy en día se encuentra Alinea. («Quiero ser como él», recuerda Achatz haberse dicho a sí mismo, «quiero ser el mejor»). Un año después, se mudó al nor-te de California, para trabajar en French Laundry, bajo las órdenes de Keller, un cocinero de cocineros que pone el énfasis en los ingredientes frescos y los combina casi siempre en formas deslumbrantes. Achatz aún recuerda su sorpresa ante el famoso plato Ostras y Perlas: «¿Ca-viar con perlas de pudín de tapioca? No sólo es delicioso, sino que ¿a quién se le ocurre servir pudín con caviar? Era sencillamente alucinante».

En el 2000, Keller envió a Achatz a visitar El Bulli, un restaurante en Cataluña dirigido por Ferran Adrià, uno de los líderes del movimiento de la gastronomía molecular. Allí, Achatz vio espumas de comida y gelati-nas calientes. Adrià es también conocido por servir los platos de maneras inverosímiles. Durante una tempo-rada, la mantequilla de maní llegaba a la mesa en un tubo de pasta de dientes; en otra, los comensales reci-bían una ampolla de plástico para echarse un chorro de crema de setas en la boca. Keller, en French Laundry, estaba más interesado en qué podías hacer con la comi-da y no tanto en qué podía hacérsele a la comida. Adrià llevó a Achatz a considerar nuevas posibilidades. Poco tiempo después de su viaje, Achatz se sentó con Keller y le dijo: «Necesito irme. Necesito buscar mi propio es-

tilo, estoy empezando a pensar la comida de una forma diferente a la que tú necesitas y quieres que se prepare aquí». Keller le deseó lo mejor.

En abril del 2001, con veintiséis años, Achatz presentó una solici-tud para el trabajo de chef en Trio, un conocido restaurante en Evans-ton, Illinois, un suburbio de Chicago. El dueño lo contrató luego de que hiciera una prueba con una cena de siete platos. Rápidamente ganó re-conocimiento en el mundillo gastronómico gracias a un plato llamando Explosión de Trufa. El comensal mordía un trozo de ravioles y era recom-pensado con un torrente de intenso jugo de trufa negra. En el 2002, el crítico del ChiCago Tribune le dio cuatro estrellas a Trio; un año después, la Fundación James Beard nombró a Achatz como Cocinero Revelación. Un mes o dos después, una pequeña lesión aparecía a la mitad del lado izquierdo de la lengua de Achatz.

Un día de abril del 2004, de camino a Trio, Achatz se detuvo frente a un espejo, abrió la boca y sacó la lengua. Vio la lesión, un punto blanco, que en principió tomó por una úlcera bucal. Fijó una cita con el dentista, quien le dijo a Achatz que dejara de morderse la lengua. «Estás estresado, eres joven, tienes éxito, acabas de tener un niño, bla, bla, bla», es el resu-men del diagnóstico que recuerda Achatz.

Ese mes, Achatz comenzó a organizar un grupo de socios financie-ros que invirtiesen en su propio restaurante. Adoraba Trio, pero desde que era un adolescente había querido tener su propia cocina. Encontró un socio, Nick Kokonas, un antiguo trader de derivados financieros, fan de la comida de Trio. Escribieron juntos un plan de negocios y empezaron a buscar el dinero. Rápidamente seis inversores se sumaron a Kokonas, quien puso más de medio millón de dólares de su bolsillo. El dueño de Trio estaba desolado debido a la marcha de Achatz. «¿Qué voy a hacer sin los ravioles de fruta? Es como el recuerdo de una antigua novia», se quejó ante el ChiCago Tribune.

Achatz quería que su nuevo restaurante fuera diferente. Nada de manteles ni cubiertos de plata aguardando en las mesas, ni alfombrillas de hule en la cocina. Sus cocineros serían tan precisos que podrían traba-jar sobre un suelo alfombrado. Planeaba cocinar con paquetes de Cryo-vac, una técnica que utiliza contenedores sellados al vacío para aderezar carnes y verduras; los defensores de la gastronomía molecular dicen que este método consigue alimentos más sabrosos. Así que Achatz necesitaría mucha agua caliente pero casi ningún horno. No deseaba un área enorme desde la cual comandar un escuadrón de cocina, sino una estación modu-lar donde los cocineros pudieran rotar de una tarea a otra, como iguales.

La influencia de Adrià era inconfundible cuando comí en el mes de marzo en Alinea. La comida era casi cómica de tan elabora-da, se hallaba constituida por veinticuatro platos y costó trescientos setenta y cinco dólares, vino incluido. Empezaba en el final salado

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la temporada de invierno del 2006 incluía una cazuelita de barro con cáscara de naranja, nuez moscada, pimienta de Jamaica, salvia y grasa de ganso. La cazuelita, que se calentaba previamente, estaba pensada para expedir el aroma que sentimos al abrir la puerta del horno en la cena de Navidad. Otra de sus creaciones, del menú de otoño del 2005, incluía hojas de roble ardiendo alrededor de una pechuga de faisán co-cida a baja temperatura. «El quid del asunto es el aroma, no darle un gusto determinado a la comida», me dijo. «Esto es lo que me ocurrió a mí cuando pusimos las hojas de roble a arder: me sentí transportado a mi adolescencia, rastrillando hojas delante de casa, saltando sobre ellas y prendiéndoles fuego». Y prosiguió: «Lo que intentamos hacer es real-mente buscar ese tipo de gatillo emocional».

La boca de Achatz continuó molestándole y, en noviembre del 2004, volvió donde su dentista, que lo derivó a un cirujano dental. El cirujano tomó una muestra de tejido y la envió al laboratorio para una biopsia. El tejido volvió sin señales de cáncer. Mientras tanto, Achatz se encontraba listo para abrir Aliena. Las cosas comenzaron con mal pie: en la reseña de apertura que escribió Frank Bruni, el principal crítico gastronómico del New York Times, éste describió el primer plato, P. B. & J., una única uva pelada y envuelta luego en mantequilla de maní y un brioche, como una «improvisación ingeniosa». Escribió que prefería el restaurante de Adrià en España. Sin embargo, no mucho después, Ruth Reichl, editora de GourmeT, llegó a Chicago y eligió a Alinea como Mejor Restaurante de América. En su artículo, Reichl nombraba a Achatz sucesor de Alice Waters y Wolfgang Puck, quienes ayudaron a definir la cocina americana a lo largo de las últimas tres décadas. Reichl incluso afirmaba que Achatz había superado en originalidad a su mentor Thomas Keller. «A todas lu-ces, Achatz piensa en la cocina de una forma distinta», escribió, alabando su «espléndida, inventiva y deliciosa comida».

Kokonas y Achatz fueron al banco y repartieron quince mil dólares en propinas entre los cocineros y el resto del equipo de Alinea. Achatz apareció en televisión. Los quince meses siguientes fueron, según recuer-da, una «espiral de energía y velocidad». Fue «todo aquello que podrías imaginar». Cadenas hoteleras internacionales vinieron a conversar sobre futuras sucursales de Alinea. Achatz firmó un contrato por un libro de recetas. Él y Kokonas empezaron a hacer planes para abrir un restaurante en Nueva York. Durante esos meses, Achatz controló el dolor en la boca colocando un trozo de chicle entre la lengua y sus dientes.

Por entonces, él y Angela Snell, su pareja, tuvieron un segundo hijo, al que llamaron Keller, en honor al mentor de Achatz. Se casaron en 2006 y se divorciaron casi de inmediato. El dolor en la lengua continuó moles-tándolo. En julio de ese año Achatz fue a otro dentista, que le colocó un protector bucal superior. Fue entonces que se desarrolló un tumor en su lengua. Para la primavera de 2007 se había inflamado hasta el punto de no poder hablar con claridad. Perdió muchísimo peso y vivía a base de sopas. «Tenía que comer líquidos, y tenía que enjuagarme la garganta

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del espectro de sabores y, lentamente, se iba vol-viendo dulce, para terminar con café, en forma de un caramelo cristalizado. La mayoría de las cosas podía comerse en uno o dos bocados, pero la pro-cesión tomó cuatro horas y media. Tomé pop corn dulce licuado en un vaso de shot, y un plato de fri-joles que vino en una bandeja con un cojín relleno de aire de esencia de nuez moscada. El plato de fri-joles estaba situado sobre la almohada, presionan-do para que el aroma saliera. Probé una «espuma de té de arbusto de miel en cascada sobre pudín de brioche de esencia de vainilla». Había también un plato con un arándano al centro, que había sido hecho puré para luego ser esculpido en su forma original. El arándano era luego preparado en un aparato llamado Antiplancha, que Achatz ayudó a diseñar. La Antiplancha congela el arándano por debajo, pero deja la parte superior suave.

Algunos platos eran meramente imaginativos, la mayoría eran imaginativos y deliciosos. Achatz mi-nimiza la influencia de Adrià. «Por supuesto que no es como si compráramos su recetario y copiáramos sus platos», dice Achatz. «Puede que utilicemos cien-cia en la cocina, pero no la restregamos en la cara de nuestros clientes. Yo considero lo que hacemos una forma de arte, y el arte es, de alguna forma, lo contra-rio a la ciencia».

El cáncer hizo que Achatz, quien siempre ha sido un hombre delgado, enflaqueciera aún más. Cuando está de pie se está muy quieto, en un estado de alerta como de conejo: orejas desplegadas, con la mirada fija y las fosas nasales abiertas. No suele mostrar sus sen-timientos, así que lo que dijo a continuación me tomó por sorpresa: «Yo creo que hacemos un buen trabajo en evocar sentimientos, emociones, a través de la co-mida, y de algún modo eso es lo que nos interesa, en lo que estamos enfocados». Luego menciona que algu-nos clientes lloran al comer en Alinea, transportados a su infancia por la combinación de sabores y aromas. Achatz me recuerda que la comida que tomé incluía heno licuado en uno de los platos de sopa. Achatz es-pera que ese sabor traiga al comensal los recuerdos de antiguos paseos por el campo. Un plato de ganso de

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con ellos», recuerda. Seguía presentándose todos los días en la cocina y ayudaba lo mejor que podía, evi-tando platos calientes o helados, y aquellos de textura áspera. Siguió adelante con el libro y la idea de abrir un restaurante en Nueva York, pero el dolor y el deterioro empezaban a incapacitarlo.

En junio, llamó a la dentista que había visto el año anterior y solicitó que le ajustara el protector bucal. Al verlo, lo envió a un periodoncista. Achatz recuerda: «Casi no podía hablar. Estaba perdiendo peso porque no podía masticar de verdad. Cuando restregaba la lengua contra los dientes me dolía. Abrí la boca, la médico echó un vista-zo y dijo “Auch, obviamente éste no es un tema dental”».

Achatz fue derivado a un nuevo cirujano, que tomó otra muestra de tejido. Achatz y Kokonas esta-ban ahora muy nerviosos. Achatz estaba ocho kilos por debajo de los setenta y dos que solía pesar. En la siguiente consulta le informaron que tenía cáncer de lengua. Kokonas, que estaba jugando un torneo de golf en Michigan, quiso apurar la vuelta a Chicago para estar al lado de su amigo. Achatz dijo que no, se encontraba ya camino del restaurante y no quería ha-blar del cáncer. Kokonas dejó el torneo y condujo de vuelta a casa. Esa noche, Achatz le hizo una pechuga de pato con morchella en la cocina del restaurante.

Tres días después, un cirujano de cabeza y cuello en el Centro Médico Advocate Illinois Masonic, no muy lejos del restaurante, examinó a Achatz. Se sorprendió al ver a un tipo con un cáncer avanzado que se pre-sentaba a consulta con su socio empresarial. El doctor explicó que el tratamiento estándar sería extirpar dos tercios de la parte visible de la lengua de Achatz y tras-plantar un trozo de tejido, probablemente procedente de su brazo. Achatz poseería una lengua de aspecto natural, pero tendría, en el mejor de los casos, una fun-ción sensitiva limitada.

Achatz y Kokonas se marcharon atónitos. A pesar de que eran las diez de la mañana, fueron a un restauran-

te mexicano y pidieron margaritas. Kokonas podía ya sentir que Achatz no iba a dejar que nadie le cortara la lengua. Y dijo: «Enfrentemos esto como lo hicimos con el restaurante». Empezó a buscar información en Google, intentando dar con una opción distinta a la cirugía.

Kokonas, que es seis años mayor que Achatz, lo trata como a un her-mano menor brillante pero poco práctico. Luego de que Achatz se divor-ciara de Snell, Kokonas se convirtió, según sus propias palabras, «en su sostén». Así que el diagnóstico de cáncer golpeó a Kokonas más como un asunto personal que un tema de negocios. Pese a que él mismo se encon-traba con frecuencia al borde de las lágrimas, intentaba animar a Achatz. «¡Vas a ser el chef sin lengua que sigue siendo un genio!», le decía. «Me voy a morir», decía reiteradamente Achatz.

Luego de la consulta con el cirujano del Advocate Illinois Masonic, uno de los inversores de Alinea concertó para Achatz una visita al Centro del Cáncer Memorial Sloan-Kettering, en Manhattan. Achatz explicó a un cirujano de cabeza y cuello ahí qué era lo que le preocupaba: «Ok, ¿me cortan tres cuartos de la lengua y cuál es mi calidad de vida entonces? ¿Puedo hablar? No. ¿Puedo tragar? No. ¡Genial! Suena a diversión asegu-rada por el resto de mi vida». Cuando el cirujano realizó una imitación de cómo sonaría Achatz con la lengua reconstruida, éste se enfadó aún más y dijo que quizá rechazaría el tratamiento. Achatz recuerda que el médico respondió: «Bueno, estarás muerto en cuatro meses».

El gusto es el sentido huérfano. Incluso para los interesados en el tema, es un adlátere del olfato. Pocos investigadores lo estudian, y cuan-do lo hacen es para la industria alimentaria. Pero esos esfuerzos están construidos sobre unos conocimientos científicos muy básicos. Los pro-cesos corporales detrás del gusto –cómo la información llega a las papi-las gustativas y es enviada al cerebro vía los conductos nerviosos, para combinarse con la aportación de los ojos y la nariz, y formar un todo con-ceptual– no han sido esclarecidos. «En el caso del gusto, lo creas o no, aún no sabemos cómo funciona el concepto de lo salado», dice Marcia Pelchat, investigadora alimentaria en el Monell Chemical Senses Center, en Filadelfia.

Ha sido recién en la última década que el formidable «mapa de la len-gua» ha empezado a caer en desuso. El diagrama, que data de principios

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Un día en la cocina, Achatz me pidió que me acercara

mientras cogía de un estante una emulsión de miel de arce.

Había sido preparada por sus cocineros y tenía un color

blanco sucio. Añadió un poco de miel de arce y vinagre de

jerez, lo que le dio a la mezcla un matiz gris. «Ves, puedo

probarlo con sólo verlo», dijo. «Con sólo ver el color, sé

que el sabor no es el correcto»

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con ellos», recuerda. Seguía presentándose todos los días en la cocina y ayudaba lo mejor que podía, evi-tando platos calientes o helados, y aquellos de textura áspera. Siguió adelante con el libro y la idea de abrir un restaurante en Nueva York, pero el dolor y el deterioro empezaban a incapacitarlo.

En junio, llamó a la dentista que había visto el año anterior y solicitó que le ajustara el protector bucal. Al verlo, lo envió a un periodoncista. Achatz recuerda: «Casi no podía hablar. Estaba perdiendo peso porque no podía masticar de verdad. Cuando restregaba la lengua contra los dientes me dolía. Abrí la boca, la médico echó un vista-zo y dijo “Auch, obviamente éste no es un tema dental”».

Achatz fue derivado a un nuevo cirujano, que tomó otra muestra de tejido. Achatz y Kokonas esta-ban ahora muy nerviosos. Achatz estaba ocho kilos por debajo de los setenta y dos que solía pesar. En la siguiente consulta le informaron que tenía cáncer de lengua. Kokonas, que estaba jugando un torneo de golf en Michigan, quiso apurar la vuelta a Chicago para estar al lado de su amigo. Achatz dijo que no, se encontraba ya camino del restaurante y no quería ha-blar del cáncer. Kokonas dejó el torneo y condujo de vuelta a casa. Esa noche, Achatz le hizo una pechuga de pato con morchella en la cocina del restaurante.

Tres días después, un cirujano de cabeza y cuello en el Centro Médico Advocate Illinois Masonic, no muy lejos del restaurante, examinó a Achatz. Se sorprendió al ver a un tipo con un cáncer avanzado que se pre-sentaba a consulta con su socio empresarial. El doctor explicó que el tratamiento estándar sería extirpar dos tercios de la parte visible de la lengua de Achatz y tras-plantar un trozo de tejido, probablemente procedente de su brazo. Achatz poseería una lengua de aspecto natural, pero tendría, en el mejor de los casos, una fun-ción sensitiva limitada.

Achatz y Kokonas se marcharon atónitos. A pesar de que eran las diez de la mañana, fueron a un restauran-

te mexicano y pidieron margaritas. Kokonas podía ya sentir que Achatz no iba a dejar que nadie le cortara la lengua. Y dijo: «Enfrentemos esto como lo hicimos con el restaurante». Empezó a buscar información en Google, intentando dar con una opción distinta a la cirugía.

Kokonas, que es seis años mayor que Achatz, lo trata como a un her-mano menor brillante pero poco práctico. Luego de que Achatz se divor-ciara de Snell, Kokonas se convirtió, según sus propias palabras, «en su sostén». Así que el diagnóstico de cáncer golpeó a Kokonas más como un asunto personal que un tema de negocios. Pese a que él mismo se encon-traba con frecuencia al borde de las lágrimas, intentaba animar a Achatz. «¡Vas a ser el chef sin lengua que sigue siendo un genio!», le decía. «Me voy a morir», decía reiteradamente Achatz.

Luego de la consulta con el cirujano del Advocate Illinois Masonic, uno de los inversores de Alinea concertó para Achatz una visita al Centro del Cáncer Memorial Sloan-Kettering, en Manhattan. Achatz explicó a un cirujano de cabeza y cuello ahí qué era lo que le preocupaba: «Ok, ¿me cortan tres cuartos de la lengua y cuál es mi calidad de vida entonces? ¿Puedo hablar? No. ¿Puedo tragar? No. ¡Genial! Suena a diversión asegu-rada por el resto de mi vida». Cuando el cirujano realizó una imitación de cómo sonaría Achatz con la lengua reconstruida, éste se enfadó aún más y dijo que quizá rechazaría el tratamiento. Achatz recuerda que el médico respondió: «Bueno, estarás muerto en cuatro meses».

El gusto es el sentido huérfano. Incluso para los interesados en el tema, es un adlátere del olfato. Pocos investigadores lo estudian, y cuan-do lo hacen es para la industria alimentaria. Pero esos esfuerzos están construidos sobre unos conocimientos científicos muy básicos. Los pro-cesos corporales detrás del gusto –cómo la información llega a las papi-las gustativas y es enviada al cerebro vía los conductos nerviosos, para combinarse con la aportación de los ojos y la nariz, y formar un todo con-ceptual– no han sido esclarecidos. «En el caso del gusto, lo creas o no, aún no sabemos cómo funciona el concepto de lo salado», dice Marcia Pelchat, investigadora alimentaria en el Monell Chemical Senses Center, en Filadelfia.

Ha sido recién en la última década que el formidable «mapa de la len-gua» ha empezado a caer en desuso. El diagrama, que data de principios

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Un día en la cocina, Achatz me pidió que me acercara

mientras cogía de un estante una emulsión de miel de arce.

Había sido preparada por sus cocineros y tenía un color

blanco sucio. Añadió un poco de miel de arce y vinagre de

jerez, lo que le dio a la mezcla un matiz gris. «Ves, puedo

probarlo con sólo verlo», dijo. «Con sólo ver el color, sé

que el sabor no es el correcto»

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del siglo XX y aún puede encontrarse en algunos libros de texto médicos, coloca las papilas gustativas asociadas a lo dulce en la punta de la lengua, aquellas asociadas a lo amargo detrás, la habilidad para percibir la sal en los bordes delanteros y el ácido en los bordes traseros. Cuando Achatz me mostró lo que había pasado con sus papilas gustativas, se explicó haciendo referencia al mapa clásico, como lo había hecho su cirujano. En realidad, to-das las regiones de la lengua son capaces de reconocer gustos dulces, salados, amargos y ácidos, así como los umami, que han sido dejados de lado por completo en el mapa clásico. Hoy en día se especula sobre la posibilidad de que la superficie de la lengua cuente con receptores para otras clases de sabores. «Puede que haya uno para el gusto metálico, el gusto a agua, a grasa, y puede que haya otros también», me dijo Leslie Stein, otra investi-gadora de Monell.

Pero, aun habiendo toda una variedad de gus-tos que podemos percibir, nunca podrán explicar por completo lo que experimentamos como sabor. Las pa-pilas gustativas no pueden detectar el sabor a nueces, a mantequilla o a tierra. No distinguen entre res y cor-dero. Los investigadores creen que el rol del gusto en nuestro pasado evolutivo quizá explica por qué es un instrumento tan poco certero. Nuestros ancestros eran homínidos que pasaban mucho tiempo en los árboles, de manera similar a los chimpancés. El gusto por los alimentos dulces le ayudaba a encontrar frutas nutriti-vas, y sus habilidades para detectar el gusto amargo les ayudaban a evitar plantas venenosas. Pero para encon-trar frutos comestibles y evitar los que fueran tóxicos no hace falta información muy sutil: camufla la amar-gura del cianuro con azúcar y una persona se lo beberá feliz. El gusto es un sentido muy fácil de engañar.

Luego de cenar en Alinea tomé nota de todos los sabores que había probado, entre ellos caramelo, men-ta, cedro, canela, humo, vainilla, limón, hierba, yodo, pimienta, uvas, el sabor acartonado del heno, el sabor a carbón de una tostada quemada, el retrogusto cloacal

de un plátano muy maduro. Había probado estos sabores, pero el cono-cimiento que tenía de ellos resultó no provenir, primordialmente, de la información percibida por mi lengua. El gusto se apoya en otros sentidos, más refinados: nuestros ojos y nuestra nariz hacen mucho del trabajo que atribuimos a la lengua. «Sabemos que hay muchísima influencia cogni-tiva, de diversos niveles, en el gusto», dice Pelchat, del Monell Center. La nariz puede detectar varios miles de olores, en contraposición a los poco más de cinco gustos que las papilas gustativas pueden diferenciar. Un ca-ramelo de naranja y uno de licor tienen el mismo gusto, así como algunas manzanas y cebollas. Una persona necesita oler la comida, notar su textu-ra o verla para distinguirla. Algunos cálculos señalan que el porcentaje de información que el olor aporta a la identificación de sabores es de ochenta a noventa por ciento, pero en realidad nadie lo sabe con certeza.

Todo esto parece sugerir que Achatz se preocupaba más de lo ne-cesario por la posibilidad de perder el sentido del gusto: ¿no podrían sus ojos y su nariz mantener el nivel de la comida servida en Alinea? Hasta cierto punto, lo hacían. Un día en la cocina, en medio de una tarde ruti-naria preparando cosas, Achatz me pidió que me acercara mientras cogía de un estante una emulsión de miel de arce que se servía con un plato de frijoles. Había sido preparado por sus cocineros y tenía un color blanco sucio. Añadió un poco de miel de arce y vinagre de jerez, lo que le dio a la mezcla un matiz gris. «Ves, puedo probarlo con sólo verlo», dijo. «Con sólo ver el color, sé que el sabor no es el correcto».

Pero, si bien el olfato y la vista pueden complementar el gusto, nada puede reemplazarlo. «No puedo oler la sal, no puedo oler el azú-car», me explicó Achatz. «Y ésos son los pilares fundamentales». Ésta puede ser la razón de por qué, en los años ochenta, el crítico británico Egon Ronay aseguró sus papilas gustativas con la agencia Lloyd de Londres por cientos de miles de libras. En efecto, la pérdida del gusto puede hacer que aquellos que la sufren se sientan desconectados de la comida. Achatz mencionó el problema la primera vez que lo entre-visté, en febrero. Por ese entonces no podía sentir nada más allá del dulce. Saqué a colación el ejemplo obvio de Beethoven, que compuso su Novena Sinfonía estando sordo. Achatz me respondió alzando su voz ronca: «Lo hizo, ¿pero lo disfrutó? Por supuesto que escribió una gran sinfonía que no podía oír. Yo puedo cocinar ahora mismo, pero no puedo probarlo. Así que disfruto a un nivel intelectual. ¿Pero deseo poder degustar mi propia creación y sentirme satisfecho con ella? Por supuesto que quiero eso».et

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Cuando Achatz mencionó su problema en la lengua, saqué a

colación el ejemplo obvio de Beethoven, que compuso sordo

su Novena Sinfonía. Achatz me respondió: «Lo hizo, ¿pero lo

disfrutó? Por supuesto que escribió una gran sinfonía que

no podía oír. Yo puedo cocinar ahora mismo, pero no puedo

probarlo. Así que disfruto sólo a un nivel intelectual»

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del siglo XX y aún puede encontrarse en algunos libros de texto médicos, coloca las papilas gustativas asociadas a lo dulce en la punta de la lengua, aquellas asociadas a lo amargo detrás, la habilidad para percibir la sal en los bordes delanteros y el ácido en los bordes traseros. Cuando Achatz me mostró lo que había pasado con sus papilas gustativas, se explicó haciendo referencia al mapa clásico, como lo había hecho su cirujano. En realidad, to-das las regiones de la lengua son capaces de reconocer gustos dulces, salados, amargos y ácidos, así como los umami, que han sido dejados de lado por completo en el mapa clásico. Hoy en día se especula sobre la posibilidad de que la superficie de la lengua cuente con receptores para otras clases de sabores. «Puede que haya uno para el gusto metálico, el gusto a agua, a grasa, y puede que haya otros también», me dijo Leslie Stein, otra investi-gadora de Monell.

Pero, aun habiendo toda una variedad de gus-tos que podemos percibir, nunca podrán explicar por completo lo que experimentamos como sabor. Las pa-pilas gustativas no pueden detectar el sabor a nueces, a mantequilla o a tierra. No distinguen entre res y cor-dero. Los investigadores creen que el rol del gusto en nuestro pasado evolutivo quizá explica por qué es un instrumento tan poco certero. Nuestros ancestros eran homínidos que pasaban mucho tiempo en los árboles, de manera similar a los chimpancés. El gusto por los alimentos dulces le ayudaba a encontrar frutas nutriti-vas, y sus habilidades para detectar el gusto amargo les ayudaban a evitar plantas venenosas. Pero para encon-trar frutos comestibles y evitar los que fueran tóxicos no hace falta información muy sutil: camufla la amar-gura del cianuro con azúcar y una persona se lo beberá feliz. El gusto es un sentido muy fácil de engañar.

Luego de cenar en Alinea tomé nota de todos los sabores que había probado, entre ellos caramelo, men-ta, cedro, canela, humo, vainilla, limón, hierba, yodo, pimienta, uvas, el sabor acartonado del heno, el sabor a carbón de una tostada quemada, el retrogusto cloacal

de un plátano muy maduro. Había probado estos sabores, pero el cono-cimiento que tenía de ellos resultó no provenir, primordialmente, de la información percibida por mi lengua. El gusto se apoya en otros sentidos, más refinados: nuestros ojos y nuestra nariz hacen mucho del trabajo que atribuimos a la lengua. «Sabemos que hay muchísima influencia cogni-tiva, de diversos niveles, en el gusto», dice Pelchat, del Monell Center. La nariz puede detectar varios miles de olores, en contraposición a los poco más de cinco gustos que las papilas gustativas pueden diferenciar. Un ca-ramelo de naranja y uno de licor tienen el mismo gusto, así como algunas manzanas y cebollas. Una persona necesita oler la comida, notar su textu-ra o verla para distinguirla. Algunos cálculos señalan que el porcentaje de información que el olor aporta a la identificación de sabores es de ochenta a noventa por ciento, pero en realidad nadie lo sabe con certeza.

Todo esto parece sugerir que Achatz se preocupaba más de lo ne-cesario por la posibilidad de perder el sentido del gusto: ¿no podrían sus ojos y su nariz mantener el nivel de la comida servida en Alinea? Hasta cierto punto, lo hacían. Un día en la cocina, en medio de una tarde ruti-naria preparando cosas, Achatz me pidió que me acercara mientras cogía de un estante una emulsión de miel de arce que se servía con un plato de frijoles. Había sido preparado por sus cocineros y tenía un color blanco sucio. Añadió un poco de miel de arce y vinagre de jerez, lo que le dio a la mezcla un matiz gris. «Ves, puedo probarlo con sólo verlo», dijo. «Con sólo ver el color, sé que el sabor no es el correcto».

Pero, si bien el olfato y la vista pueden complementar el gusto, nada puede reemplazarlo. «No puedo oler la sal, no puedo oler el azú-car», me explicó Achatz. «Y ésos son los pilares fundamentales». Ésta puede ser la razón de por qué, en los años ochenta, el crítico británico Egon Ronay aseguró sus papilas gustativas con la agencia Lloyd de Londres por cientos de miles de libras. En efecto, la pérdida del gusto puede hacer que aquellos que la sufren se sientan desconectados de la comida. Achatz mencionó el problema la primera vez que lo entre-visté, en febrero. Por ese entonces no podía sentir nada más allá del dulce. Saqué a colación el ejemplo obvio de Beethoven, que compuso su Novena Sinfonía estando sordo. Achatz me respondió alzando su voz ronca: «Lo hizo, ¿pero lo disfrutó? Por supuesto que escribió una gran sinfonía que no podía oír. Yo puedo cocinar ahora mismo, pero no puedo probarlo. Así que disfruto a un nivel intelectual. ¿Pero deseo poder degustar mi propia creación y sentirme satisfecho con ella? Por supuesto que quiero eso».et

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Cuando Achatz mencionó su problema en la lengua, saqué a

colación el ejemplo obvio de Beethoven, que compuso sordo

su Novena Sinfonía. Achatz me respondió: «Lo hizo, ¿pero lo

disfrutó? Por supuesto que escribió una gran sinfonía que

no podía oír. Yo puedo cocinar ahora mismo, pero no puedo

probarlo. Así que disfruto sólo a un nivel intelectual» En julio del 2007, Achatz fue a la Universidad de Chicago con la esperanza de unirse a un ensayo clínico que trataba pacientes avanzados de cáncer en cabeza y cuello con quimioterapia y radioterapia. El procedimien-to había sido sugerido por un cirujano de la Universidad de Northwestern que llegó a la conclusión de que Achatz jamás aceptaría la cirugía. Los primeros resultados en la Universidad de Chicago habían sido prometedores. El pronóstico habitual para personas con un cáncer en ca-beza y cuello de estadio IV no es demasiado bueno, para aquéllos con un cáncer como el de Achatz la tasa de super-vivencia tras tres años es del treinta y uno por ciento. Pero bajo el procedimiento de la Universidad de Chicago, siete de cada diez pacientes siguen vivos tres años después.

Aun así, el programa de Chicago se ha encontra-do con el escepticismo de la comunidad oncológica. El cáncer de cabeza es normalmente diagnosticado por cirujanos, y los cirujanos tienden a confiar en la cirugía. «El que encuentra la lesión, se queda con la lesión», me dijo Elizabeth Blair, cirujana de cabeza y cuello que trabajaba en el nuevo procedimiento. Pero ella y su co-lega Everett Vokes, el oncólogo, sabían que la respuesta médica para el cáncer de lengua se ha mantenido casi inalterada por cuarenta años, y sentían que ya era hora de un nuevo acercamiento.

Blair y Vokes se reunieron con Achatz y le hicieron un examen físico y revisaron algunas escanografías que le habían tomado y que mostraban que el cáncer se li-mitaba aún a su lengua y el nódulo linfático de su cuello. Vokes le recetó tres drogas contra el cáncer: paclitaxel y carboplatino, que afectan la replicación de ADN de las células cancerígenas, y cetuximab, un anticuerpo dise-ñado para frustrar el factor de crecimiento de las mis-mas. Achatz toleró bien la quimioterapia, física y emo-cionalmente. Cuando empezó a caérsele el cabello, les dio a sus hijos una rasuradora eléctrica y les pidió que le afeitaran la cabeza por completo. Al comienzo de la tera-pia, su lengua estaba tan inflamada que no podía comer casi nada. Para mantener el ánimo, su novia, Heather Sperling –editora de StarChefs.com, la autodenominada «revista de los insiders culinarios»–, lo llevó a Gramercy Tavern en Nueva York. El chef Michael Anthony, cuyo padre tuvo cáncer de lengua, les preparó una cena espe-cial de nueve platos de pastas y otros alimentos blandos.

Thomas Keller, quien también tiene un restaurante en la ciudad, Per Se, llegó para los postres.

El tumor empezó a disminuir gracias a las drogas. Para septiembre se había reducido en un setenta por ciento y Achatz volvía a ingerir casi todos los alimentos. Durante la quimioterapia, continuó haciendo días de veinte horas en el trabajo y se resistía a oír las sugerencias de que redujera sus ho-rarios. Elizabeth Blair cree que esa determinación puede haberle ayudado a superar el calvario. De hecho, se sorprendió cuando Achatz llegó para la quimio y llevó consigo su lap top para poder trabajar en su libro. «Nunca deja de trabajar», recuerda. «Hacia el final de la radioterapia, cuando te-nía la cara enrojecida e inflamada, le dije :“¿Probablemente no querrás dar muchas entrevistas de televisión?”. Y él dijo: “¿En serio?”».

Mientras la lengua de Achatz recobraba su aspecto normal, empezó a ganar peso. Pero tras dos meses de quimioterapia, la radioterapia empezó. La radiación mata todas las células, pero mata las células aberrantes, incluidas las cancerígenas, primero. También ataca rápidamente las células nuevas, y ésas en el interior de la boca son las más dinámicas de todo el cuerpo, las célu-las en la superficie de la lengua son reemplazadas casi semanalmente.

Los médicos advirtieron a Achatz que la radiación podía afectar su sentido del gusto. Un día a principios de octubre probó una Coca-Cola light y pensó que sabía raro. Escupió. Cuando se fijó en la lata, se sintió aliviado al comprobar que era una Dr. Pepper y no una Coca-Cola. «Fue un atisbo de la inminente fatalidad», me dice. No mucho después, estaba probando la comida que el chef prepara para el personal por las tardes cuando descubrió que no podía sentir el dulzor de la albahaca en la salsa de tomate y que la salsa no tenía más ese regusto ácido característico.

Una semana después, Achatz era incapaz de saborear nada. Me lo contó cuando estábamos sentados en la planta de arriba de Alinea. Le pre-gunté cómo era esa pérdida. Dejó de hablar, puso a un lado su bote de lido-caína, se colocó las manos sobre los ojos: era como estar ciego. Me explicó: «Te preparas un milkshake de vainilla. Pones un poco de Häagen-Dazs de vainilla, añades algo de leche. Piensas que sabes a qué va a saber y luego no sabe a nada. Todo lo que sientes es esa textura densa. Sientes la vainilla porque puedes olerla pero no hay dulzor alguno. Es muy extraño».

Incapaz de saborear, con la boca en carne viva, Achatz volvió a dejar de comer. Perdió el peso que había ganado hacía poco y perdió algunos kilos más, llegando a pesar cincuenta y nueve kilos. Vivía básicamente de jugo de naranja, suplementos proteínicos y trabajo. Cuando Nick Kokonas le sugirió que recortara horas para resguardar fuerzas, se negó. «No lo en-tiendes», le dijo. «Si me quitas eso, entonces no hay nada por qué luchar».

Achatz recibió su última dosis de radioterapia en noviembre. Tenía el cuello de un rojo brillante y una cicatriz de diez centímetros donde Blair había extraído un trozo de su nódulo linfático. Las pruebas de tomografía

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axial computarizada, una biopsia y un reconocimien-to médico dictaminaron que el cáncer no había vuelto. Vokes y Blair estaban encantados. Un resultado positi-vo en un chef famoso le daría a su tratamiento mayor credibilidad.

Para finales del 2007, Achatz volvió a sentir los sa-bores dulces. Para celebrarlo, fue con Heather Sperling a WD-50, un restaurante de Manhattan en la tradición de la gastronomía molecular, donde el responsable de pastelería, que había trabajado en Alinea, les hizo una comida de ocho platos compuesta únicamente de pos-tres. «Fue increíble», dice Achatz. Las semanas poste-riores, el chef sobrevivió a base de milkshakes y hela-dos. «Ahora tengo más diente para los dulces», bro-mea. Todavía no puede beber Coca-Cola light, porque su boca no soporta los líquidos carbonatados.

Cuando son irradiados, los receptores del gusto normalmente desaparecen y reaparecen de acuerdo a la importancia que tuvieron para nuestros ancestros homí-nidos. «Antes de que puedas tener miedo de comer cosas tóxicas, tienes que querer probar la comida», teoriza Paul Breslin, del Monell Center. Cuando conocí a Achatz a fi-nales de febrero, la percepción de lo salado todavía le era esquiva. El amargor bañaba toda la grasa y mantequilla que entraba en su boca. Día a día iba recuperando su pa-ladar, pronto podría percibir la sal. El sabor le picaba, me dijo; le hacía sentir la lengua como sentimos las piernas cuando se nos duermen. Si su recuperación es similar a la de la mayoría de los pacientes, habrá recobrado la ma-yoría del gusto en un año, pero no existe ninguna certeza de que vuelva a tenerlo todo de nuevo, y las estadísticas de pacientes con cáncer de lengua de estadio IV no se le esca-pan. La mayoría de los oncólogos cree que sólo se puede radiar el tejido una vez, así que si el cáncer vuelve Achatz tendrá opciones limitadas. «¿Me ves como un condenado a muerte?», me escribió en un e-mail.

Debido a que su sentido del gusto ha vuelto con el tiempo, Achatz siente que ahora entiende este sentido de una nueva manera, la manera en que uno vería si pudiera ver sólo en blanco y negro y de pronto recu-pera los colores. Dice: «Cuando probé por primera vez un milkshake de vainilla –tras el final del tratamiento– sabía muy dulce, porque no había ningún gusto salado o ácido. Tan sólo sabía dulce. Ahora que ya ha vuelto el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran. Y conforme vuelve lo salado, empie-zo a entender la relación entre los tres componentes».

La bola de tres capas es fruto de ese redescubrimiento. El comen-sal que la muerda está haciendo un viaje a través del tiempo perdido de Achatz. Primero no saboreará nada, tan sólo inhalará el olor a violetas. Luego llegará la dulzura del chocolate, luego la sal de la aceituna, y final-mente volverá el dulce: las fresas.

Achatz confía en que, finalmente, los meses que pasó sin sentido del gusto harán de él un chef aún más creativo. Los habitués de Alinea elogiaron la comida que preparó durante el tratamiento de radioterapia. Esto le preocupó, piensa que quizá estaba cocinando sin correr riesgos. «Antes habría tomado más riesgos, y habría podido probar el resultado con mi propio paladar», dice. Ha suspendido el proyecto del restaurante en Manhattan y está concentrándose en Alinea. Los platos que ha ideado para la carta de primavera del 2008 incluyen barras dulces de pichón, chupetes de alverjas y salmón ahumado, además de habas calientes con helado de plátano y lavanda. «El plátano y la lavanda juntos tienen mu-cho sentido para mí», me dijo. «Pero realmente no puedo explicarlo». A su entender, este menú es «más arriesgado».

Sabe que continuará necesitando la ayuda de sus sous-chefs, quie-nes ya se han acostumbrado a esta situación. «Pienso más en cómo le gustaría a él que en cómo me gustaría a mí», me dijo Jeff Pikus, que em-pezó a trabajar con Achatz en Trio.

Él cree que los platos que el equipo de Alinea está produciendo son realmente buenos. Pero le queda una duda: ¿qué, exactamente, estarán saboreando los clientes? «Puedo articularlo y puedo explicarlo», dice. «Pero me queda la duda. Cuando cierro los ojos sé a qué debería saber y me pregunto cuánto se acerca a eso. A la gente le encanta, así que sé que está bien, que lo han hecho bien. Pero me pregunto cuán lejos se halla eso para mí».

Achatz siente que ahora entiende todo de una nueva

manera, la de quien sólo puede ver en blanco y negro y de

pronto recupera los colores. «Cuando probé por primera

vez un milkshake de vainilla sabía muy dulce, porque no

había ningún gusto salado o ácido. Ahora que ya ha vuelto

el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y

el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran»

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axial computarizada, una biopsia y un reconocimien-to médico dictaminaron que el cáncer no había vuelto. Vokes y Blair estaban encantados. Un resultado positi-vo en un chef famoso le daría a su tratamiento mayor credibilidad.

Para finales del 2007, Achatz volvió a sentir los sa-bores dulces. Para celebrarlo, fue con Heather Sperling a WD-50, un restaurante de Manhattan en la tradición de la gastronomía molecular, donde el responsable de pastelería, que había trabajado en Alinea, les hizo una comida de ocho platos compuesta únicamente de pos-tres. «Fue increíble», dice Achatz. Las semanas poste-riores, el chef sobrevivió a base de milkshakes y hela-dos. «Ahora tengo más diente para los dulces», bro-mea. Todavía no puede beber Coca-Cola light, porque su boca no soporta los líquidos carbonatados.

Cuando son irradiados, los receptores del gusto normalmente desaparecen y reaparecen de acuerdo a la importancia que tuvieron para nuestros ancestros homí-nidos. «Antes de que puedas tener miedo de comer cosas tóxicas, tienes que querer probar la comida», teoriza Paul Breslin, del Monell Center. Cuando conocí a Achatz a fi-nales de febrero, la percepción de lo salado todavía le era esquiva. El amargor bañaba toda la grasa y mantequilla que entraba en su boca. Día a día iba recuperando su pa-ladar, pronto podría percibir la sal. El sabor le picaba, me dijo; le hacía sentir la lengua como sentimos las piernas cuando se nos duermen. Si su recuperación es similar a la de la mayoría de los pacientes, habrá recobrado la ma-yoría del gusto en un año, pero no existe ninguna certeza de que vuelva a tenerlo todo de nuevo, y las estadísticas de pacientes con cáncer de lengua de estadio IV no se le esca-pan. La mayoría de los oncólogos cree que sólo se puede radiar el tejido una vez, así que si el cáncer vuelve Achatz tendrá opciones limitadas. «¿Me ves como un condenado a muerte?», me escribió en un e-mail.

Debido a que su sentido del gusto ha vuelto con el tiempo, Achatz siente que ahora entiende este sentido de una nueva manera, la manera en que uno vería si pudiera ver sólo en blanco y negro y de pronto recu-pera los colores. Dice: «Cuando probé por primera vez un milkshake de vainilla –tras el final del tratamiento– sabía muy dulce, porque no había ningún gusto salado o ácido. Tan sólo sabía dulce. Ahora que ya ha vuelto el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran. Y conforme vuelve lo salado, empie-zo a entender la relación entre los tres componentes».

La bola de tres capas es fruto de ese redescubrimiento. El comen-sal que la muerda está haciendo un viaje a través del tiempo perdido de Achatz. Primero no saboreará nada, tan sólo inhalará el olor a violetas. Luego llegará la dulzura del chocolate, luego la sal de la aceituna, y final-mente volverá el dulce: las fresas.

Achatz confía en que, finalmente, los meses que pasó sin sentido del gusto harán de él un chef aún más creativo. Los habitués de Alinea elogiaron la comida que preparó durante el tratamiento de radioterapia. Esto le preocupó, piensa que quizá estaba cocinando sin correr riesgos. «Antes habría tomado más riesgos, y habría podido probar el resultado con mi propio paladar», dice. Ha suspendido el proyecto del restaurante en Manhattan y está concentrándose en Alinea. Los platos que ha ideado para la carta de primavera del 2008 incluyen barras dulces de pichón, chupetes de alverjas y salmón ahumado, además de habas calientes con helado de plátano y lavanda. «El plátano y la lavanda juntos tienen mu-cho sentido para mí», me dijo. «Pero realmente no puedo explicarlo». A su entender, este menú es «más arriesgado».

Sabe que continuará necesitando la ayuda de sus sous-chefs, quie-nes ya se han acostumbrado a esta situación. «Pienso más en cómo le gustaría a él que en cómo me gustaría a mí», me dijo Jeff Pikus, que em-pezó a trabajar con Achatz en Trio.

Él cree que los platos que el equipo de Alinea está produciendo son realmente buenos. Pero le queda una duda: ¿qué, exactamente, estarán saboreando los clientes? «Puedo articularlo y puedo explicarlo», dice. «Pero me queda la duda. Cuando cierro los ojos sé a qué debería saber y me pregunto cuánto se acerca a eso. A la gente le encanta, así que sé que está bien, que lo han hecho bien. Pero me pregunto cuán lejos se halla eso para mí».

Achatz siente que ahora entiende todo de una nueva

manera, la de quien sólo puede ver en blanco y negro y de

pronto recupera los colores. «Cuando probé por primera

vez un milkshake de vainilla sabía muy dulce, porque no

había ningún gusto salado o ácido. Ahora que ya ha vuelto

el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y

el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran»

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enrique vila-matasramiro llonawendy guerra

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ilustraciones de fito espinosa

LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

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JUGAR AL FÚTBOL ENTRE RASCACIELOS DE NUEVA YORK

real. Pero esa era todo. Estuve mirando a los rascacielos, probando a sentirme fe-liz rodeado de rascacielos y, al ver que no pasaba nada, absolutamente nada, final-mente me acosté y me dormí. Soñé enton-ces que era un niño de Barcelona que ju-gaba al fútbol en un patio de Nueva York. Ha sido el mejor sueño que he tenido en toda mi vida, de una plenitud absoluta. Descubrí que el duende del sueño no era la ciudad, no era Nueva York. El duende del sueño siempre había sido el niño que jugaba. Y yo había tenido que ir a Nueva York para saberlo.

Durante años, mi sueño más recurrente tuvo como escenario un patio interior del barrio barcelonés conocido como el En-sanche. Ese escenario era el amplio patio de un entresuelo de la calle Rosellón en el que, rodeado de grises construcciones, yo había pasado toda mi infancia, muchas veces por la tarde, jugando a fútbol sin compañía alguna, a la salida del colegio.

En el sueño recurrente todo estaba igual, yo jugaba a la pelota, el patio era el mismo, la desolación general de la pos-guerra española también. Sólo cambiaba una cosa: en el sueño los edificios que me rodeaban eran rascacielos de Nueva York, lo que hacía que me sintiera en el centro del mundo y extrañamente –la sensación era de una placidez y plenitud maravillosas– muy feliz, impresionante-mente feliz.

La recurrencia de este sueño me llevó a la sospecha de que yo podía conocer la fe-licidad el día en que fuera a Nueva York y, rodeado de los rascacielos vecinos, me en-contrara en el centro mismo de mi sueño.

Un día, tenía yo ya cuarenta años, me invitaron a Nueva York y viajé por fin a esa ciudad, a la que no había ido nunca. Llegué muy tarde en la noche, un taxi me dejó en el hotel y, ya en la habitación, miré por la ventana y vi que estaba ro-deado de rascacielos. Hablé por teléfono con los que me habían invitado y quedé con ellos para el día siguiente. Estoy en el centro mismo de mi sueño, pensé. Pero vi que todo seguía igual, no pasaba nada diferente. Me encontraba yo dentro de mi sueño y al mismo tiempo el sueño era

un sueño de enrique vila-matas

Fue un momento / un momento / en el centro del mundo Idea Vilariño

EN EL SUEÑO RECURRENTE TODO ESTABA IGUAL, YO JUGABA A LA PELOTA, EL PATIO ERA EL MISMO, LA DESOLACIÓN GENERAL DE LA POSGUERRA ESPAÑOLA TAMBIÉN. SÓLO CAMBIABA UNA COSA: EN EL SUEÑO LOS EDIFICIOS QUE ME RODEABAN ERAN RASCACIELOS DE NUEVA YORK

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un pequeño lugar en un edificio antiguo. El sitio es enorme, con una sala muy amplia desde don-de se organiza una mirada hacia el horizonte. Hay dormitorios a los dos lados, muchos dor-mitorios, de diferentes tamaños y proporciones, y en ellos acontece la vida como una sucesión de posibilidades distintas, abiertas, múltiples. La vista se pierde en el mar a través de unos enor-mes ventanales que parecen suspendidos en el aire. La atmósfera es de asombro y felicidad.

Me despierto con la sensación de lo soñado como si saliese de un lugar, como si volver a la vigilia fuese dejar una habitación para ingresar a otra. Lo vivido en ese sueño, como una música de fondo, me acompañará por el día y será en-tonces como vivir dos vidas en una sola.

Hay días en los cuales, después de trabajar horas en el taller, he llegado a acomodar un par de cosas, a comprender que, como dice Blanca Varela, el premio por ganar la carrera es otra carrera; en fin, hay días en los que me parece que no es tan urgente soñar. Entonces camino a casa, ingrávido, con cara de recién amado, pen-sando en el cuadro que dejé en el taller.

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ESPERAR SENTADO LA LUZ DE UNA NAVE ESPACIALciudad fueron reubicados. Estoy sentado al cen-tro de una plaza y desciende sobre mí una nave de tres patas, de cuyo centro sale una luz potente que me ilumina. En una etapa de mi vida lo soñé tantas veces y con tanta intensidad que llegué a convencerme de que tenía que ir a Venecia a ver qué «me sucedía».

Una tarde de verano, de calor infernal, llegué al Sestiere de Cannaregio, donde está el gueto, y me senté, tímido pero expectante, en una banca al costado de la plaza, a esperar. Después de al-gunas horas me puse a caminar, visité un par de tiendas de objetos litúrgicos de la religión judía, escuché con paciencia a un muchacho entusias-ta que decidió que podía hacerme cambiar de fe. Al final, algo desilusionado, decidí dejarme llevar por mi espíritu aventurero de gourmet aficionado e ir a probar las especialidades de un local popular de comida veneciana cuyo solo nombre, «El Paraíso», prometía una experien-cia gastronómica inolvidable.

Me quedé en Venecia dos semanas, alojado en un pequeño hotel para italianos donde yo pa-recía –a ratos incómodo– el único turista. Cada mañana, en un ascensor muy pequeño, coinci-día con Marcello Mastroianni. Vestido con un suéter de cachemira celeste, fumando, bajaba a tomar desayuno. Un experimentado conserje detectó mi perplejidad e inventando una com-plicidad inmediata me dijo en voz baja: «El se-ñor Fellini también se alojaba acá».

He vivido parte importante de mi vida entre dos ciudades; entonces sueño con frecuencia que regreso a casa. Sueño que llego a mi taller en Nueva York, un loft enorme, y al darme cuenta, en el sueño, de que en realidad mi taller es otro, organizo apresurado el recuerdo de mi perte-nencia al lugar, me hago dueño del espacio y lo habito de sensaciones, resultado de memorias inexistentes. Lo hago propio.

Si esto sucede en Lima –el sueño, no el lugar donde se sueña–, llego a un departamento en el malecón Armendáriz donde mi madre me dejó

Hay épocas en que las experiencias más im-portantes del día me suceden a la hora de acostarme. Cierro los ojos, lleno de emoción y expectativa, y me dejo llevar a esa zona donde la real y lo que imaginamos, lo que sabemos y lo que desconocemos, lo que deseamos y lo que nos aterra, coinciden en ese escenario de representaciones que llamamos sueño.

Como quien inicia un viaje, ingreso a un estado donde todo puede ocurrir. Me entrego dispuesto a las exploraciones más intensas y cuando me despierto lo hago con la sensación plena de lo vivido. Hay quienes opinan que estar despierto, la vida en estado de vigilia, es tan sólo una manera de lidiar con el mundo de los sueños.

Tengo sueños recurrentes, realidades a las que regreso, lugares que ya he visitado antes, situaciones extrañamente familiares. Aunque siempre me quedará la duda de si esto es ver-dad o es condición del sueño soñar que se soñó ese sueño antes.

Algunos sueños son muy sencillos. En ellos voy de un lugar a otro, caminando, como lo ha-ría en cualquier calle del distrito de Barranco, donde vivo, aunque ciertas veces la calle se me empina y, lleno de angustia, entiendo que me es imposible avanzar. En otros, situados en un lugar distante, en un tiempo circular, visito una ciudad perdida en el futuro, donde toda la Historia ya ha sucedido y me encuentro con unos hombres muy viejos, Matusalenes oníri-cos de barbas largas con los que tengo conver-saciones que, finalmente, me explican el senti-do de la vida. Al día siguiente me levanto con la sensación de haber conseguido ordenar ciertas urgencias, ilusión que las horas se encargarán de desbaratar.

Un sueño que se repite con cierta frecuencia, o que he soñado que se repetía como si fuese una premonición, sucede en un antiguo gueto en Venecia en el cual, en 1516, durante una de tantas reorganizaciones, todos los judíos de esa

varios sueños de ramiro llona

ESTOY AL CENTRO DE UNA PLAZA EN VENECIA Y DESCIENDE SOBRE MÍ UNA NAVE DE TRES PATAS, DE CUYO CENTRO SALE UNA LUZ POTENTE QUE ME ILUMINA. EN UNA ETAPA DE MI VIDA LO SOÑÉ TANTAS VECES QUE LLEGUÉ A CONVENCERME DE QUE TENÍA QUE IR A VENECIA A VER QUÉ «ME SUCEDÍA»

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Al final, sí que nos llevamos a casa ciertos tra-jes como prueba de este gesto efímero; esa es la única prueba que conservamos ambas; después, cada cual se fue a su sitio por salidas distintas y… adiós W & W.

Cuando el actor llegó y me vio rendida, gara-bateada y, lo peor, con el pelo corto, decidió de-volverme a Cuba sin demora.

Yo, en cambio, tenía que irme a un viaje con-trario: L.A.

Y es que W era la única coartada posible para W. No se puede resistir tanta injusticia ni toman-do cien pastillas para dormir.

Ella es una gran artista, cómo pueden senten-ciarla por ladrona cuando se trata de una obra de arte efímero representada en una tienda por de-partamentos, llena de «observadores» que no de-tuvieron el acto; más bien lo disfrutaron. Yo, que he vivido entre militares toda mi santa vida, sé que en ese «robo» siempre hay mucho más que «una tienda de ropas y una famosa cleptómana» como cuentan los telediarios. ¡A mí con esos cuentos!

Hice las maletas sin olvidar, claro, el vestido de Galeano. Hay algo cierto en todo esto: si una tiene que declarar ante el juez, debe hacerlo con discreta elegancia.

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ROBAR DESNUDA EN UNA TIENDA DE LOS ÁNGELES

Entré patinando a Saks junto a Winona. Ella y yo, trémulas y risueñas, pintando cruces con carboncillo, marcando el transparente suelo de Saks. Inventamos signos que nos indicaban los puntos cardinales entre los feudos de diseñadores conocidos. Pusimos nombres como «asimétrico» a Moschino y «rumbera» a Galeano. Cantamos ante las cámaras de seguridad aquella canción «vintage»:

Era una cleptómana de suaves frusleríasRobaba por un goce de indómita ilusión. (…)Se hizo mi compañera, para cosas secretas.Cosas que sólo saben, mujeres y poetas.Nuestra intervención pública quedó regis-

trada. Ellos, los espías, disfrutaron la animada performance.

Abandonamos diseños ajenos, los apilamos sobre las vitrinas y, desnudas, pasamos casi todo el tiempo decorando nuestros cuerpos con carboncillo o témpera: ropa interior de encaje, ropa casual o trajes de gala perfilados, todos casi tatuados en nuestra piel. «¡Abajo las marcas!», gritamos como guerrilleras posmo-dernas, y aun en el silencio de la tienda nadie nos contestó.

¡Qué belleza vernos iluminadas a mano! Era el trazo de una sobre la otra. Ante el espejo del baño en Saks le hicimos un gran homenaje a Rebeca Horns. Yo corté el cabello de ella mien-tras ella cortó el mío con una navaja suiza. A la seguridad se la sentía merodear, nos espiaban sin molestar; había como un... ¿laisser faire? La tienda parecía un desierto. Todos fingían ignorarnos, pero a la vez, saludaban a Winona como reconociéndola; incluso, en varias opor-tunidades dejó de pintar sobre mi espalda para firmar amablemente los autógrafos. A ella no le preocupa mucho eso de la prensa del corazón, pensé al verla tan relajada y descubierta.

Ante la inminencia del flash, el dict-actor decre-taba sus órdenes.

–Baja la cabeza y deja que el pelo largo y lacio caiga sobre tu cara.

–Las gafas deben ser grandes, oscuras, re-dondas.

–Esconde ese anillo, cero preguntas cero res-puestas.

–Camina delante de mí, no me tomes de la mano, no me beses, pero intenta ser natural. Odio los programas del corazón.

Me quedé sola en aquella habitación en el fin del mundo. El programa del corazón que «odiába-mos» estaba en su apogeo, mientras, delante del cristal ahumado de mi cuarto, yo ensayaba poses inútiles. Lloraba y me maquillaba sin resultados.

Tomé Nitrazepam con Alapryl, demasiada lu-cidez, deseaba dormir diez horas. Deseaba trans-parentarme.

El actor no regresaría hasta el amanecer. Ju-gaba a representar un héroe y yo ya no creo en los héroes ni soñando.

Al fin, cuando me vencía la bruma del barbi-túrico y mis ojos se cerraban sin remedio, apa-reció en pantalla Winona Ryder en una noticia espantosa. Puse toda la atención posible, pero caí deshecha sobre las sábanas:

«La actriz estadounidense Winona Ryder fue acusada formalmente de robo tras su de-tención el pasado diciembre en los lujosos almacenes Saks, de la Quinta Avenida de Los Ángeles. Ryder está acusada de haber robado objetos por valor de US$5.000. Tendrá que aparecer ante un tribunal el 8 de febrero.

»La estrella tuvo que pagar una fianza de US$20.000 para poder salir en libertad. Su abogado, Mark Deragos, siempre ha mantenido que todo fue un malentendido entre los emplea-dos de Saks y la artista».

un sueño de wendy guerra

ABANDONAMOS DISEÑOS AJENOS Y, DESNUDAS, DECORAMOS NUESTROS CUERPOS CON CARBONCILLO O TÉMPERA: ROPA INTERIOR DE ENCAJE, ROPA CASUAL, TODO CASI TATUADO EN LA PIEL

Sólo en tus sueños eres inocente

Jenny Holzer

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VOLAR EN UNA SILLA DE RUEDAS

Estaba sentado en su silla de ruedas y tratando de detener con las manos un espasmo involun-tario en su muslo derecho.

«Varias veces soñé que caminaba».Una brisa fría sopló por el balcón. Lejos,

como si fuera otro mundo, se desplegaba entera y brumosa la ciudad.

«Eran de esos sueños que uno cree realidad. ¿Me entiende? Estaba acostado en la camilla del hospital y de repente me despertaba y caminaba al baño o a la ventana o a apagar la televisión que no sé por qué se quedaba encendida toda la noche».

Yo estaba fumando de pie, apoyado contra el pequeño muro del balcón y tirando las cenizas hacia la ciudad.

«Pero en eso me despertaba».Trató de inclinarse un poco. Aún frotaba con

la mano su muslo derecho. Pensé en pregun-tarle si quería algo, si podía ayudarlo con algo. Pero me quedé callado, fumando ansioso. Me sentí inútil.

«Entonces ya despierto recordaba que no podía mover mis piernas y recordaba que ya no podía caminar y después recordaba el clavado en la piscina o al menos creía recordar el clava-do en la piscina. Siempre así. En ese orden. La televisión seguía encendida».

Yo le di un último jalón a mi cigarro y lo lan-cé con furia hacia el mundo.

«No entendía por qué nadie apagaba la te-levisión».

Bajó la mirada. «Quería gritarle a alguien que por favor apa-

gara la televisión».Lo había gritado un poco. Luego pareció sus-

pirar y dejó sus brazos caer hacia los costados de la silla y yo noté que ahora había un fuerte espasmo en su muslo izquierdo.

«Una sola vez, creo que antes de salir de la anestesia general», dijo sin verme y a lo mejor sin ver nada, «soñé que podía volar».

un sueño contado de eduardo halfon

ESTABA SENTADO EN SU SILLA DE RUEDAS Y ME DIJO: «VARIAS VECES SOÑÉ QUE CAMINABA.ESTABA ACOSTADO EN LA CAMILLA DEL HOSPITAL Y DE REPENTE ME DESPERTABA Y CAMINABA AL BAÑO O A LA VENTANA O A APAGAR LA TELEVISIÓN QUE NO SÉ POR QUÉ SE QUEDABA ENCENDIDA TODA LA NOCHE. PERO EN ESO ME DESPERTABA»

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una aventura culinaria de daniel alarcónfotografías de claudia alva

SOBRE EL ARTE DEL BUEN COMER

EN UN PENAL DEMÁXIMA SEGURIDAD

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[SEGÚN EL RECLUSO, PERDÓN, EL CHEF CARLOS LUJÁN MARTÍNEZ]

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una aventura culinaria de daniel alarcónfotografías de claudia alva

SOBRE EL ARTE DEL BUEN COMER

EN UN PENAL DEMÁXIMA SEGURIDAD

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[SEGÚN EL RECLUSO, PERDÓN, EL CHEF CARLOS LUJÁN MARTÍNEZ]

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Page 64: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

Está nublado sobre el Penal Miguel Castro Castro, y esta tarde nos salvamos del típico calor agobiante del verano limeño. Es la hora del almuerzo en el restau-rante privado más exitoso del sistema penitenciario del Perú, y Luján, cachetón y sonriente, disfruta del caos. Lleva el pelo negro corto, las puntas teñidas de un dora-do medio metálico, aunque cuando cocina, por razones de higiene, se pone una gorra encima. Viste shorts, una camiseta negra algo apretada, y porta aretes negros en

ambas orejas y un piercing en la ceja derecha. Luján me da un breve tourpor la cocina, contándome cómo será cuando la terminen de construir. Pronto habrá otra refrigeradora, dice, un horno para pizzas y un ambien-te separado para que él prepare sus recetas con más tranquilidad. Pero, claro, en el mejor de los casos, él ya estará libre para ese entonces. Por ahora, él y sus ayudantes –todos prisioneros– se acomodan como sea. Un reo se agacha sobre una hornilla eléctrica en el piso, friendo con rapidez un huevo para un bisteck a lo pobre, mientras otro lo espera. Otro preso pica tomate con velocidad, otro busca carne molida dentro de un congela-dor nuevo, un tercero pela papas sentado en el piso. Luján y su sous-chefRoberto Gonzales Vera, un joven vestido con la camiseta del Barcelona, se turnan las dos hornillas eléctricas empotradas en una mesa de concre-to. Un recluso recibe los pedidos de los clientes, apuntando todo en un cuaderno. Alguien sube el volumen del pequeño estéreo, y de pronto un brote furioso de música tecno anima el ambiente. Hay que apurarse: en el comedor todas las mesas están llenas.

Oficialmente, este lugar es el nuevo salón de abogados. Según la car-ta del restaurante estoy en el «Cafetín Moshe». Por varios años los presos de Castro Castro usaban una sala oscura y deprimente para reunirse con sus abogados, un lugar donde ni siquiera se oía bien debido al eco retum-bante. El 2008, después de largas negociaciones, el Instituto Nacional Penitenciario (INPE), con apoyo de algunas empresas privadas, decidió habilitar este espacio e instalar un pequeño restaurante. La mano de obra fue de los mismos reclusos: levantaron unas paredes de triplay, un techo de metal, pusieron losetas blancas y ocho mesas de plástico. Requirieron de un inversionista de «afuera»: la madera, los clavos y el triplay costaron unos cuatro mil quinientos dólares. Contando los hornos, la construcción de la cocina, los pisos del comedor, el congelador, la cafetera, fueron tal vez varios miles más.

Quien dirige el Moshe, hasta que salga en libertad, es Luján. Mien-tras cocina, me cuenta sus idas y venidas por la vida, y dice que, a pesar de estar ahora preso, ha tenido mucha suerte. Conoce el mundo (California, Venezuela, Costa Rica, Miami, Brasil), ha aprendido de mucha gente, y su optimismo y entusiasmo vienen de su experiencia. Sabe cómo enfrentar una condena penitenciaria. Es su quinta vez en la cárcel, pero siempre sale después de unos meses. En cuanto a los detalles de su caso, me los explica con una verborrea tan veloz que sólo logro captar algunas frases sueltas: «29 de abril», «Los Ángeles, California», «unos hindúes», «Chase Man-hattan Bank». No parece estar muy preocupado. Saldrá pronto.

–Soy inocente –me asegura–. ¡Esta vez!

Martínez no es difícil imaginar el día en que alguien aparezca por el

penal de alta seguridad sólo para probar su plato más famoso: Spaghetti a lo Luján. Lo dice con una sonrisa risueña, como si fuese bastante obvio. Según él, el plato que lleva su nombre es liviano, sabroso, pero so-bre todo adictivo. La receta viene de Brasil y es robada –Luján hace una mueca iró-nica– de una señora que conoció en uno de sus múltiples viajes por América Latina y Estados Unidos. Parecería simple: fideo delgado, un poco de aceite de oliva, cebo-lla china, pechuga de pollo, sal, pimiento rojo, perejil y punto. Pero cualquiera no lo hace y Luján, como buen chef, no revela sus secretos. Lo pruebo. El plato es delicioso.

ara Carlos Luján

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Está nublado sobre el Penal Miguel Castro Castro, y esta tarde nos salvamos del típico calor agobiante del verano limeño. Es la hora del almuerzo en el restau-rante privado más exitoso del sistema penitenciario del Perú, y Luján, cachetón y sonriente, disfruta del caos. Lleva el pelo negro corto, las puntas teñidas de un dora-do medio metálico, aunque cuando cocina, por razones de higiene, se pone una gorra encima. Viste shorts, una camiseta negra algo apretada, y porta aretes negros en

ambas orejas y un piercing en la ceja derecha. Luján me da un breve tourpor la cocina, contándome cómo será cuando la terminen de construir. Pronto habrá otra refrigeradora, dice, un horno para pizzas y un ambien-te separado para que él prepare sus recetas con más tranquilidad. Pero, claro, en el mejor de los casos, él ya estará libre para ese entonces. Por ahora, él y sus ayudantes –todos prisioneros– se acomodan como sea. Un reo se agacha sobre una hornilla eléctrica en el piso, friendo con rapidez un huevo para un bisteck a lo pobre, mientras otro lo espera. Otro preso pica tomate con velocidad, otro busca carne molida dentro de un congela-dor nuevo, un tercero pela papas sentado en el piso. Luján y su sous-chefRoberto Gonzales Vera, un joven vestido con la camiseta del Barcelona, se turnan las dos hornillas eléctricas empotradas en una mesa de concre-to. Un recluso recibe los pedidos de los clientes, apuntando todo en un cuaderno. Alguien sube el volumen del pequeño estéreo, y de pronto un brote furioso de música tecno anima el ambiente. Hay que apurarse: en el comedor todas las mesas están llenas.

Oficialmente, este lugar es el nuevo salón de abogados. Según la car-ta del restaurante estoy en el «Cafetín Moshe». Por varios años los presos de Castro Castro usaban una sala oscura y deprimente para reunirse con sus abogados, un lugar donde ni siquiera se oía bien debido al eco retum-bante. El 2008, después de largas negociaciones, el Instituto Nacional Penitenciario (INPE), con apoyo de algunas empresas privadas, decidió habilitar este espacio e instalar un pequeño restaurante. La mano de obra fue de los mismos reclusos: levantaron unas paredes de triplay, un techo de metal, pusieron losetas blancas y ocho mesas de plástico. Requirieron de un inversionista de «afuera»: la madera, los clavos y el triplay costaron unos cuatro mil quinientos dólares. Contando los hornos, la construcción de la cocina, los pisos del comedor, el congelador, la cafetera, fueron tal vez varios miles más.

Quien dirige el Moshe, hasta que salga en libertad, es Luján. Mien-tras cocina, me cuenta sus idas y venidas por la vida, y dice que, a pesar de estar ahora preso, ha tenido mucha suerte. Conoce el mundo (California, Venezuela, Costa Rica, Miami, Brasil), ha aprendido de mucha gente, y su optimismo y entusiasmo vienen de su experiencia. Sabe cómo enfrentar una condena penitenciaria. Es su quinta vez en la cárcel, pero siempre sale después de unos meses. En cuanto a los detalles de su caso, me los explica con una verborrea tan veloz que sólo logro captar algunas frases sueltas: «29 de abril», «Los Ángeles, California», «unos hindúes», «Chase Man-hattan Bank». No parece estar muy preocupado. Saldrá pronto.

–Soy inocente –me asegura–. ¡Esta vez!

Martínez no es difícil imaginar el día en que alguien aparezca por el

penal de alta seguridad sólo para probar su plato más famoso: Spaghetti a lo Luján. Lo dice con una sonrisa risueña, como si fuese bastante obvio. Según él, el plato que lleva su nombre es liviano, sabroso, pero so-bre todo adictivo. La receta viene de Brasil y es robada –Luján hace una mueca iró-nica– de una señora que conoció en uno de sus múltiples viajes por América Latina y Estados Unidos. Parecería simple: fideo delgado, un poco de aceite de oliva, cebo-lla china, pechuga de pollo, sal, pimiento rojo, perejil y punto. Pero cualquiera no lo hace y Luján, como buen chef, no revela sus secretos. Lo pruebo. El plato es delicioso.

ara Carlos Luján

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Pero su carrera adentro y afuera del sistema carce-lario le ha enseñado a valorar ciertos privilegios. «Una de la cosas que más se extraña es la comida de la calle», dice Luján. Lo que el Moshe intenta es ser un lugar tan agradable, de comida tan buena, que uno pueda fingir que está afuera, almorzando con amigos en algún dis-trito tranquilo de Lima. Como sus comensales no pue-den salir a la calle, el Moshe trae el sabor de la calle a ellos. En apenas dos meses se ha convertido en el punto de encuentro para reos de todos los pabellones de Cas-tro Castro. En un día de verano corre un viento cálido, y si no fuera por las rejas de hierro a sólo unos metros del comedor, uno se olvidaría de que está dentro de una cárcel de alta seguridad, rodeado de presos que, en al-gunos casos, han vivido diez, quince o veinte años aquí, condenados por crímenes que van desde asesinato has-ta terrorismo o narcotráfico.

No hay precios en la carta, aunque algunos de estos platos cuestan unos seis dólares (veinte soles), y ese precio es justamente lo que diferencia al Moshe de los otros tantos restaurantes que existen en Cas-tro Castro. Si uno quiere comer barato, en esta cárcel hay otros diez locales en los que uno puede conseguir un menú de un dólar. El Moshe es de otra categoría, para clientela exclusiva: un prisionero estadouni-dense almuerza con un nigeriano mientras ambos esperan a sus abogados. Prisioneros famosos, sean ex ministros o generales fujimoristas, toman su café y conversan discretamente con amigos. Es común ver al mismo director de seguridad del penal almor-zando un plato de Spaghetti a lo Luján, si es que su apretado horario le permite el gusto. Cuentan que un hombre en prisión por terrorismo pidió a las autori-dades un permiso especial para salir de su pabellón hacia el Moshe. Esperaba ansioso la visita de una fa-miliar a quien no veía en quince años y quería hacer algo especial para recibirla.

Estas historias conmueven a Luján. Cuando le su-girieron que fuera el administrador del cafetín, él acep-tó bajo ciertas condiciones: tenía que ser un restauran-te de calidad, donde todo fuera fresco y de primera. Nada de alitas de pollo aún con plumas; en el Moshe,

la pechuga de pollo será congelada, pero será de las buenas. Hasta los mismos platos tienen un diseño moderno, cuadrados y elegantes, de la colección personal de mismo chef o, en algunos casos, copias hechas en los talleres de cerámica del penal. Luján me muestra con orgullo que sus cocineros usan aceite de oliva de verdad, algo que no existe en ningún otro restaurante del penal. El Moshe ya está marcando una nueva época en la vida gastronómica de Castro Castro. Es el lugar para los presos a los que les gusta la buena comida. «Esto es Asia», me dice Luján, refirién-dose al lujoso balneario al sur de Lima, y pronuncia la palabra en inglés, como suelen decirla algunos ridículos en la ciudad: Ei-shia.

El cafetín lleva el nombre de un recluso israelí llamado Moshe Ab-dalla. Luján me aclara que Moshe no es el dueño, tampoco trabaja en el restaurante, aunque si alguien pidiera una ensalada árabe a lo Moshe, sería él el encargado de prepararla. Hasta ahora nadie la ha pedido. En todo caso, mientras converso con Luján, Moshe entra y sale de la cocina como si fuera su casa, y eventualmente se ubica en un rincón de la coci-na, donde se queda sin hablar, fumando y leyendo una novela policíaca en hebreo por varias horas. De vez en cuando le grita a un cocinero, en un español con acento exótico, que se ponga la gorra otra vez. ¡Gho-rha!¡Gho-rha! Se mueve como una sombra. Me sirve un vaso de Fanta helada y luego se retira otra vez. Moshe está cumpliendo una condena de treinta años por narcotráfico y en su cara triste se ve el peso de ese castigo. Es fla-co, con pelo ondulado y los comienzos de una barba entrecana. Me dice: «Tú comiste en el restaurante árabe de Miraflores, ¿no? En la Diagonal, por el Parque Kennedy».

Sí, le digo, pero la verdad es que de eso hará unos seis años, si no más.

Asiente con la cabeza, sonriendo apenas. «Me acuerdo de tu cara».A veces uno siente que la cárcel es un mundo aparte, que uno no tiene

nada que ver con los hombres cuyas malas decisiones o mala suerte los tra-jeron aquí. Es una sensación falsa y una visión incompleta de la sociedad. Entras a cualquier penal de alta seguridad, en el Perú, e inevitablemente reconocerás ciertas caras de la televisión o del periódico, escucharás nom-bres que te suenan. Te encontrarás con algún conocido, sea un familiar o alguien del barrio, o un amigo de un amigo de un primo que no ves hace años. Es otro universo, pero sigue siendo el Perú, un vivo reflejo de lo que sucede en el país. Todo lo que quisiéramos esconder está aquí: terroristas, violadores, asesinos, narcos, secuestradores, políticos corruptos y asaltan-tes con los que convivimos, afuera, día a día. Todas las regiones, todos los

En el penal Castro Castro, en Lima, hay diez locales en los que puedes conseguir un menú de un dólar. El Moshe es de otra categoría: un preso estadounidense almuerza con un nigeriano mientras ambos esperan a sus abogados. Prisioneros famosos, sean ex ministros o generales fujimoristas, toman su café y conversan discretamente con amigos. Es común ver al mismo director de seguridad del penal almorzando la especialidad de la casa: Spaghetti a lo Luján

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Pero su carrera adentro y afuera del sistema carce-lario le ha enseñado a valorar ciertos privilegios. «Una de la cosas que más se extraña es la comida de la calle», dice Luján. Lo que el Moshe intenta es ser un lugar tan agradable, de comida tan buena, que uno pueda fingir que está afuera, almorzando con amigos en algún dis-trito tranquilo de Lima. Como sus comensales no pue-den salir a la calle, el Moshe trae el sabor de la calle a ellos. En apenas dos meses se ha convertido en el punto de encuentro para reos de todos los pabellones de Cas-tro Castro. En un día de verano corre un viento cálido, y si no fuera por las rejas de hierro a sólo unos metros del comedor, uno se olvidaría de que está dentro de una cárcel de alta seguridad, rodeado de presos que, en al-gunos casos, han vivido diez, quince o veinte años aquí, condenados por crímenes que van desde asesinato has-ta terrorismo o narcotráfico.

No hay precios en la carta, aunque algunos de estos platos cuestan unos seis dólares (veinte soles), y ese precio es justamente lo que diferencia al Moshe de los otros tantos restaurantes que existen en Cas-tro Castro. Si uno quiere comer barato, en esta cárcel hay otros diez locales en los que uno puede conseguir un menú de un dólar. El Moshe es de otra categoría, para clientela exclusiva: un prisionero estadouni-dense almuerza con un nigeriano mientras ambos esperan a sus abogados. Prisioneros famosos, sean ex ministros o generales fujimoristas, toman su café y conversan discretamente con amigos. Es común ver al mismo director de seguridad del penal almor-zando un plato de Spaghetti a lo Luján, si es que su apretado horario le permite el gusto. Cuentan que un hombre en prisión por terrorismo pidió a las autori-dades un permiso especial para salir de su pabellón hacia el Moshe. Esperaba ansioso la visita de una fa-miliar a quien no veía en quince años y quería hacer algo especial para recibirla.

Estas historias conmueven a Luján. Cuando le su-girieron que fuera el administrador del cafetín, él acep-tó bajo ciertas condiciones: tenía que ser un restauran-te de calidad, donde todo fuera fresco y de primera. Nada de alitas de pollo aún con plumas; en el Moshe,

la pechuga de pollo será congelada, pero será de las buenas. Hasta los mismos platos tienen un diseño moderno, cuadrados y elegantes, de la colección personal de mismo chef o, en algunos casos, copias hechas en los talleres de cerámica del penal. Luján me muestra con orgullo que sus cocineros usan aceite de oliva de verdad, algo que no existe en ningún otro restaurante del penal. El Moshe ya está marcando una nueva época en la vida gastronómica de Castro Castro. Es el lugar para los presos a los que les gusta la buena comida. «Esto es Asia», me dice Luján, refirién-dose al lujoso balneario al sur de Lima, y pronuncia la palabra en inglés, como suelen decirla algunos ridículos en la ciudad: Ei-shia.

El cafetín lleva el nombre de un recluso israelí llamado Moshe Ab-dalla. Luján me aclara que Moshe no es el dueño, tampoco trabaja en el restaurante, aunque si alguien pidiera una ensalada árabe a lo Moshe, sería él el encargado de prepararla. Hasta ahora nadie la ha pedido. En todo caso, mientras converso con Luján, Moshe entra y sale de la cocina como si fuera su casa, y eventualmente se ubica en un rincón de la coci-na, donde se queda sin hablar, fumando y leyendo una novela policíaca en hebreo por varias horas. De vez en cuando le grita a un cocinero, en un español con acento exótico, que se ponga la gorra otra vez. ¡Gho-rha!¡Gho-rha! Se mueve como una sombra. Me sirve un vaso de Fanta helada y luego se retira otra vez. Moshe está cumpliendo una condena de treinta años por narcotráfico y en su cara triste se ve el peso de ese castigo. Es fla-co, con pelo ondulado y los comienzos de una barba entrecana. Me dice: «Tú comiste en el restaurante árabe de Miraflores, ¿no? En la Diagonal, por el Parque Kennedy».

Sí, le digo, pero la verdad es que de eso hará unos seis años, si no más.

Asiente con la cabeza, sonriendo apenas. «Me acuerdo de tu cara».A veces uno siente que la cárcel es un mundo aparte, que uno no tiene

nada que ver con los hombres cuyas malas decisiones o mala suerte los tra-jeron aquí. Es una sensación falsa y una visión incompleta de la sociedad. Entras a cualquier penal de alta seguridad, en el Perú, e inevitablemente reconocerás ciertas caras de la televisión o del periódico, escucharás nom-bres que te suenan. Te encontrarás con algún conocido, sea un familiar o alguien del barrio, o un amigo de un amigo de un primo que no ves hace años. Es otro universo, pero sigue siendo el Perú, un vivo reflejo de lo que sucede en el país. Todo lo que quisiéramos esconder está aquí: terroristas, violadores, asesinos, narcos, secuestradores, políticos corruptos y asaltan-tes con los que convivimos, afuera, día a día. Todas las regiones, todos los

En el penal Castro Castro, en Lima, hay diez locales en los que puedes conseguir un menú de un dólar. El Moshe es de otra categoría: un preso estadounidense almuerza con un nigeriano mientras ambos esperan a sus abogados. Prisioneros famosos, sean ex ministros o generales fujimoristas, toman su café y conversan discretamente con amigos. Es común ver al mismo director de seguridad del penal almorzando la especialidad de la casa: Spaghetti a lo Luján

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Page 68: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

colores del país tienen presencia y, debido al gusto que los extranjeros le tienen a nuestra coca, es una comuni-dad bastante cosmopolita. Hay ricos y pobres, señores de apellido y peones pagando el error de otro con años de sus vidas. Hay prisioneros muy educados y otros que aprovechan su larga condena para aprender lo que los colegios peruanos nunca les enseñaron: a leer, por ejem-plo. Muchos han desperdiciado aquí su juventud entera, y retienen sólo recuerdos distantes de sus anteriores vi-das criminales. Otros se mantienen fieles a sus códigos. Todos esperan ansiosos su libertad, la oportunidad de retomar sus vidas, sea por el buen camino o por el otro, que ya conocen. Lo cierto es que hay un diálogo constan-te entre el mundo de adentro y el de afuera, y lo que suce-de en las calles de Lima y provincias, tarde o temprano, llegará a las cárceles, y viceversa.

Un ejemplo: sentado en el Moshe, es obvio que el boom de la cocina peruana ha llegado al penal. Es im-posible imaginarse que alguien abriría un restaurante de categoría en un penal si no hubiese existido antes un súbito interés en la gastronomía del país. El mismo Lu-ján confiesa ser un gran admirador de Gastón Acurio, conocido y exitoso embajador de la comida peruana en el mundo, creador de restaurantes en Estados Unidos, Chile, México y Colombia. Su compañero, Roberto, tra-bajó por varios años en Los Delfines, uno de los hoteles más lujosos de Lima, donde perfeccionó su famoso ce-biche, una receta que hasta los policías reconocen que es estupenda. Lleva más de cinco años en Castro Castro por secuestro, pero no se ha olvidado de lo que apren-dió ahí. Los dos amigos comparten una preocupación por los detalles del buen comer que aprendieron traba-jando en los mejores restaurantes de la capital, y en el caso de Luján, también en el extranjero. Se fijan en la presentación de cada plato y les enorgullece la atención personal que brinda al cliente. Hace un par de semanas, a un conocido narcotraficante no le gustó su almuerzo y anunció su desencanto lanzando el plato al piso.

¿Y qué pasó? ¿Motín? ¿Pelea? ¿Bronca?Nada. Un empleado del Moshe salió de la cocina

y barrió los pedazos rotos, mientras Luján preparó otro plato más al gusto de su cliente.

Le pregunto a Luján: ¿Qué opinión tienen los dueños de los otros res-taurantes sobre el Moshe?

Ni siquiera lo piensa antes de responder: «Me odian», dice.No es fácil traer la cultura de la buena comida a un penal de alta se-

guridad. Cuando pase la novedad del nuevo restaurante, es posible que los presos regresen a la competencia, al menú barato, a la comida que se vende en bolsas de plástico y se come rápido. Los narcos, como han tenido mucho dinero, creen que tienen cultura, pero, según Luján, no la tienen. Fingen. Y los delincuentes comunes, ni mencionarlo. A ellos («los del pabellón de Roberto», como los denomina Luján, mirando a su cómplice con risa cariñosa) el Moshe no les parece gran cosa. Para gente así, un buen almuerzo es un plato criollo, simple, algo conocido que se sirve en porciones masivas. Lomo saltado, con harta cebolla y to-mate. Arroz con pollo. Una pequeña montaña de tallarines a la boloñesa con su quesito rallado; y si no hay parmesano, métele un buen queso serrano y ni se dan cuenta. Pero poco a poco Luján les está ganando. Él se ve como un educador. Conversa con sus clientes sobre los diferentes sabores de la cocina peruana. Les habla de los insumos necesarios para lograr ciertos sabores. Luján les enseñó a algunos qué era el pesto, por ejemplo, y ahora les gusta.

Claro, no recuerdan cómo se llama, pero igual lo piden.

El Cafetín Moshe abrió un martes de enero. El primer día de visita, el sábado, facturaron casi ochocientos dólares. Causó sensación. Algunos relcusos no tienen permiso para salir de sus pabellones: gente que trae pro-blemas, gente conflictiva por naturaleza. Ahora ellos saben del Moshe, y mandan a traer sus platos para probar. Luján me muestra sus cajas de deli-very, la prueba de su éxito. Cada día de visita él prepara unas diez porciones de su plato famoso para llevar afuera. Su Spaghetti a lo Luján viaja donde él no puede. Es un primer paso, dice. El segundo: que vengan limeños al penal sólo para comer.

El tercer paso ya lo dará cuando esté libre. La idea de Luján es abrir un restaurante peruano en Costa Rica, donde tiene contactos y hasta posibles inversionistas. Saldrá pronto y se irá directo a San José. No sabe qué nom-bre llevará su restaurante, pero me adelanta que será «algo bien peruano». Quizá una palabra quechua, en honor a su madre ayacuchana. Pero está decidido: no lo hará sin su amigo Roberto. Son un equipo. Lo mira con emoción, mientras éste alista un plato. A Roberto aún le quedan varios años más de condena. Luján voltea y me dice:

–Ese piraña y yo conquistaremos el mundo.etiq

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Cada día de visita el chef Carlos Lujan prepara en prisión unas diez porciones de su plato famoso para llevar afuera. Su Spaghetti a lo Luján viaja donde él no puede. Es un primer paso,

dice. El segundo: que vengan limeños al penal sólo para comer. El tercero lo tomará cuando esté libre: abrir un restaurante peruano en Costa Rica. Está decidido que no lo hará sin su

amigo Roberto. Son un equipo. «Ese piraña y yo conquistaremos el mundo», dice

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colores del país tienen presencia y, debido al gusto que los extranjeros le tienen a nuestra coca, es una comuni-dad bastante cosmopolita. Hay ricos y pobres, señores de apellido y peones pagando el error de otro con años de sus vidas. Hay prisioneros muy educados y otros que aprovechan su larga condena para aprender lo que los colegios peruanos nunca les enseñaron: a leer, por ejem-plo. Muchos han desperdiciado aquí su juventud entera, y retienen sólo recuerdos distantes de sus anteriores vi-das criminales. Otros se mantienen fieles a sus códigos. Todos esperan ansiosos su libertad, la oportunidad de retomar sus vidas, sea por el buen camino o por el otro, que ya conocen. Lo cierto es que hay un diálogo constan-te entre el mundo de adentro y el de afuera, y lo que suce-de en las calles de Lima y provincias, tarde o temprano, llegará a las cárceles, y viceversa.

Un ejemplo: sentado en el Moshe, es obvio que el boom de la cocina peruana ha llegado al penal. Es im-posible imaginarse que alguien abriría un restaurante de categoría en un penal si no hubiese existido antes un súbito interés en la gastronomía del país. El mismo Lu-ján confiesa ser un gran admirador de Gastón Acurio, conocido y exitoso embajador de la comida peruana en el mundo, creador de restaurantes en Estados Unidos, Chile, México y Colombia. Su compañero, Roberto, tra-bajó por varios años en Los Delfines, uno de los hoteles más lujosos de Lima, donde perfeccionó su famoso ce-biche, una receta que hasta los policías reconocen que es estupenda. Lleva más de cinco años en Castro Castro por secuestro, pero no se ha olvidado de lo que apren-dió ahí. Los dos amigos comparten una preocupación por los detalles del buen comer que aprendieron traba-jando en los mejores restaurantes de la capital, y en el caso de Luján, también en el extranjero. Se fijan en la presentación de cada plato y les enorgullece la atención personal que brinda al cliente. Hace un par de semanas, a un conocido narcotraficante no le gustó su almuerzo y anunció su desencanto lanzando el plato al piso.

¿Y qué pasó? ¿Motín? ¿Pelea? ¿Bronca?Nada. Un empleado del Moshe salió de la cocina

y barrió los pedazos rotos, mientras Luján preparó otro plato más al gusto de su cliente.

Le pregunto a Luján: ¿Qué opinión tienen los dueños de los otros res-taurantes sobre el Moshe?

Ni siquiera lo piensa antes de responder: «Me odian», dice.No es fácil traer la cultura de la buena comida a un penal de alta se-

guridad. Cuando pase la novedad del nuevo restaurante, es posible que los presos regresen a la competencia, al menú barato, a la comida que se vende en bolsas de plástico y se come rápido. Los narcos, como han tenido mucho dinero, creen que tienen cultura, pero, según Luján, no la tienen. Fingen. Y los delincuentes comunes, ni mencionarlo. A ellos («los del pabellón de Roberto», como los denomina Luján, mirando a su cómplice con risa cariñosa) el Moshe no les parece gran cosa. Para gente así, un buen almuerzo es un plato criollo, simple, algo conocido que se sirve en porciones masivas. Lomo saltado, con harta cebolla y to-mate. Arroz con pollo. Una pequeña montaña de tallarines a la boloñesa con su quesito rallado; y si no hay parmesano, métele un buen queso serrano y ni se dan cuenta. Pero poco a poco Luján les está ganando. Él se ve como un educador. Conversa con sus clientes sobre los diferentes sabores de la cocina peruana. Les habla de los insumos necesarios para lograr ciertos sabores. Luján les enseñó a algunos qué era el pesto, por ejemplo, y ahora les gusta.

Claro, no recuerdan cómo se llama, pero igual lo piden.

El Cafetín Moshe abrió un martes de enero. El primer día de visita, el sábado, facturaron casi ochocientos dólares. Causó sensación. Algunos relcusos no tienen permiso para salir de sus pabellones: gente que trae pro-blemas, gente conflictiva por naturaleza. Ahora ellos saben del Moshe, y mandan a traer sus platos para probar. Luján me muestra sus cajas de deli-very, la prueba de su éxito. Cada día de visita él prepara unas diez porciones de su plato famoso para llevar afuera. Su Spaghetti a lo Luján viaja donde él no puede. Es un primer paso, dice. El segundo: que vengan limeños al penal sólo para comer.

El tercer paso ya lo dará cuando esté libre. La idea de Luján es abrir un restaurante peruano en Costa Rica, donde tiene contactos y hasta posibles inversionistas. Saldrá pronto y se irá directo a San José. No sabe qué nom-bre llevará su restaurante, pero me adelanta que será «algo bien peruano». Quizá una palabra quechua, en honor a su madre ayacuchana. Pero está decidido: no lo hará sin su amigo Roberto. Son un equipo. Lo mira con emoción, mientras éste alista un plato. A Roberto aún le quedan varios años más de condena. Luján voltea y me dice:

–Ese piraña y yo conquistaremos el mundo.etiq

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Cada día de visita el chef Carlos Lujan prepara en prisión unas diez porciones de su plato famoso para llevar afuera. Su Spaghetti a lo Luján viaja donde él no puede. Es un primer paso,

dice. El segundo: que vengan limeños al penal sólo para comer. El tercero lo tomará cuando esté libre: abrir un restaurante peruano en Costa Rica. Está decidido que no lo hará sin su

amigo Roberto. Son un equipo. «Ese piraña y yo conquistaremos el mundo», dice

Page 70: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

le Nydahl. Dinamarca. 67 años. Lama. Nydahl es un maestro de la meditación budista que en sus ratos libres puede saltar en pa-

racaídas. Escucha rap. Conduce su automóvil a casi doscientos kilómetros por hora. Sus colegas más ortodoxos, aquellos que viven

en el Tíbet luchando contra el ejército chino, que ha colonizado su país, lo critican por su carácter frívolo. Nydahl fue estudiante de filosofía,

boxeador amateur y soldado de la armada danesa antes de decidir que el budismo podía encaminar su espíritu inquieto. Conoció a su maestro

durante su luna de miel, y junto con su esposa se encerraron en un bosque lluvioso para conocer esa religión oriental que promueve la me-

ditación y cree en la reencarnación. Tres años después, el maestro les dijo que salieran a predicar a Occidente, su mundo, tarea que Nydahl

ha cumplido tan bien durante tres décadas que ahora es el lama más influyente del budismo tibetano sin haber nacido en ese país. Tampoco

ha renunciado a los deportes extremos. Saltar desde cuatro mil metros de altura suele ayudarle a capturar periodistas, pero también muchos

seguidores. Dice que no le teme a la muerte. Es más, espera reunirse con su esposa en una próxima reencarnación.

Cómo ser en un lama que salta en paracaídas

68_ MANUAL DE INSTRUCCIONES

una entrevista dejoseph zárate

¿Cómo pasa su tiempo libre?

Me gusta escuchar la música que hace el rapero Eminem

cuando conduzco mi auto a ciento ochenta kilómetros

por hora. Me gusta el ritmo de la música porque evita

que me canse en los tramos largos y necesito algo ani-

mado para mantenerme despierto. En realidad, no tengo

mucho tiempo libre. Quisiera tenerlo para montar mo-

tocicleta por los Alpes, saltar en bungee o hacer para-

caidismo. Me encanta ese deporte. Ya he realizado cien

saltos hasta ahora. Quisiera haber dado más pero sólo se

pueden dar cinco por día. Incluso, más de dos mil estu-

diantes han saltado en paracaídas conmigo desde cuatro

kilómetros de altura. Es una experiencia enriquecedora.

Usted sufrió un accidente en el 2003, cuando

saltaba en paracaídas.

Había estado meditando con mi maestro durante tres

días y no había dormido durante ese tiempo. Entonces

llegó una televisora alemana pues querían ver un lama

que vuela. Ellos subieron conmigo, filmaron mis saltos

y las formaciones que hacía. Entonces una mujer muy

linda me enseñó una nueva postura para lanzarse en

paracaídas, sentado en posición de loto. Salté como me

indicó, pero estaba tan cansado que me quedé dormido y

olvidé soltar el paracaídas. Cuando miré mi reloj estaba

en la zona roja. Lo primero que pensé en ese momento

fue: «Ah, qué interesante, todavía no siento miedo». Y

luego pensé: «Debería hacer algo». En ese momento mi

paracaídas de emergencia se abrió automáticamente.

Algunos budistas lo critican porque lo consideran un lama

demasiado extravagante. ¿Le molesta?

Las personas que me critican piensan que Buda enseñó que este ca-

mino es sólo para monjes. Y la verdad es que él enseñó tres niveles de

budismo. A los monjes los educó sobre lo que no debemos hacer para

ser felices. A los laicos, sobre cómo ser prácticos, trabajar para el be-

neficio de los demás y ser inspiradores para el mundo. Y a los yoguis,

sobre cómo utilizar cualquier evento o circunstancia para continuar el

camino. Los budistas que no conocen esto me critican porque dicen

que enseño sólo un budismo laico. No se dan cuenta de que uno logra

cambios muy notables en su carácter en esta vía. Y tanto a mí como a

mis alumnos, nos gusta compartir esto con los demás porque sentimos

que nos ha cambiado la vida.

¿Qué debe hacer un ciudadano cualquiera para convertirse

en un lama?

Requiere de mucha enseñanza y educación, pero es más sencillo si lo

fuiste en tu vida pasada, pues los recuerdos ayudan. Yo, por ejemplo,

fui un lama que protegía a los civiles en una zona del este del Tíbet.

Ahora, si estás comenzando en esta vida, normalmente debes hacer un

retiro de dos o tres años. Después tienes que buscar a alguien intere-

sado en escuchar lo que quieres decir. Hace poco, quinientas personas

hicieron ese retiro en Francia, pero sólo quince o veinte son lamas.

Ellos poseen un fuego para enseñar y una vibración especial que atrae a

las personas. Sin embargo, muchos se alejan de la sociedad en un retiro

permanente y no piensan salir de allí.

¿No le gusta vivir aislado como otros maestros?

Yo hice lo que mi maestro me ordenó. Él nos dijo a mi esposa y a mí que

Page 71: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

le Nydahl. Dinamarca. 67 años. Lama. Nydahl es un maestro de la meditación budista que en sus ratos libres puede saltar en pa-

racaídas. Escucha rap. Conduce su automóvil a casi doscientos kilómetros por hora. Sus colegas más ortodoxos, aquellos que viven

en el Tíbet luchando contra el ejército chino, que ha colonizado su país, lo critican por su carácter frívolo. Nydahl fue estudiante de filosofía,

boxeador amateur y soldado de la armada danesa antes de decidir que el budismo podía encaminar su espíritu inquieto. Conoció a su maestro

durante su luna de miel, y junto con su esposa se encerraron en un bosque lluvioso para conocer esa religión oriental que promueve la me-

ditación y cree en la reencarnación. Tres años después, el maestro les dijo que salieran a predicar a Occidente, su mundo, tarea que Nydahl

ha cumplido tan bien durante tres décadas que ahora es el lama más influyente del budismo tibetano sin haber nacido en ese país. Tampoco

ha renunciado a los deportes extremos. Saltar desde cuatro mil metros de altura suele ayudarle a capturar periodistas, pero también muchos

seguidores. Dice que no le teme a la muerte. Es más, espera reunirse con su esposa en una próxima reencarnación.

Cómo ser en un lama que salta en paracaídas

68_ MANUAL DE INSTRUCCIONES

una entrevista dejoseph zárate

¿Cómo pasa su tiempo libre?

Me gusta escuchar la música que hace el rapero Eminem

cuando conduzco mi auto a ciento ochenta kilómetros

por hora. Me gusta el ritmo de la música porque evita

que me canse en los tramos largos y necesito algo ani-

mado para mantenerme despierto. En realidad, no tengo

mucho tiempo libre. Quisiera tenerlo para montar mo-

tocicleta por los Alpes, saltar en bungee o hacer para-

caidismo. Me encanta ese deporte. Ya he realizado cien

saltos hasta ahora. Quisiera haber dado más pero sólo se

pueden dar cinco por día. Incluso, más de dos mil estu-

diantes han saltado en paracaídas conmigo desde cuatro

kilómetros de altura. Es una experiencia enriquecedora.

Usted sufrió un accidente en el 2003, cuando

saltaba en paracaídas.

Había estado meditando con mi maestro durante tres

días y no había dormido durante ese tiempo. Entonces

llegó una televisora alemana pues querían ver un lama

que vuela. Ellos subieron conmigo, filmaron mis saltos

y las formaciones que hacía. Entonces una mujer muy

linda me enseñó una nueva postura para lanzarse en

paracaídas, sentado en posición de loto. Salté como me

indicó, pero estaba tan cansado que me quedé dormido y

olvidé soltar el paracaídas. Cuando miré mi reloj estaba

en la zona roja. Lo primero que pensé en ese momento

fue: «Ah, qué interesante, todavía no siento miedo». Y

luego pensé: «Debería hacer algo». En ese momento mi

paracaídas de emergencia se abrió automáticamente.

Algunos budistas lo critican porque lo consideran un lama

demasiado extravagante. ¿Le molesta?

Las personas que me critican piensan que Buda enseñó que este ca-

mino es sólo para monjes. Y la verdad es que él enseñó tres niveles de

budismo. A los monjes los educó sobre lo que no debemos hacer para

ser felices. A los laicos, sobre cómo ser prácticos, trabajar para el be-

neficio de los demás y ser inspiradores para el mundo. Y a los yoguis,

sobre cómo utilizar cualquier evento o circunstancia para continuar el

camino. Los budistas que no conocen esto me critican porque dicen

que enseño sólo un budismo laico. No se dan cuenta de que uno logra

cambios muy notables en su carácter en esta vía. Y tanto a mí como a

mis alumnos, nos gusta compartir esto con los demás porque sentimos

que nos ha cambiado la vida.

¿Qué debe hacer un ciudadano cualquiera para convertirse

en un lama?

Requiere de mucha enseñanza y educación, pero es más sencillo si lo

fuiste en tu vida pasada, pues los recuerdos ayudan. Yo, por ejemplo,

fui un lama que protegía a los civiles en una zona del este del Tíbet.

Ahora, si estás comenzando en esta vida, normalmente debes hacer un

retiro de dos o tres años. Después tienes que buscar a alguien intere-

sado en escuchar lo que quieres decir. Hace poco, quinientas personas

hicieron ese retiro en Francia, pero sólo quince o veinte son lamas.

Ellos poseen un fuego para enseñar y una vibración especial que atrae a

las personas. Sin embargo, muchos se alejan de la sociedad en un retiro

permanente y no piensan salir de allí.

¿No le gusta vivir aislado como otros maestros?

Yo hice lo que mi maestro me ordenó. Él nos dijo a mi esposa y a mí que

de la armada, ingresé a la universidad, me casé y me fui de luna de miel

a Nepal. Era 1968. Sabíamos que en Oriente había religiones en las que

no era necesario creer, sino más bien experimentar. Entonces oímos

que los tibetanos estaban luchando contra los chinos y fuimos a apo-

yarlos. Allí nos encontramos con los lamas yoguis y durante tres años

seguidos vivimos con ellos. Luego fuimos a Sikkim y estuvimos con el

Decimosexto Karmapa, el lama meditador más conocido de todo el Tí-

bet. Allí me convertí en su primer alumno occidental. Los primeros tres

años vivimos con los nativos de los Himalayas del este, completamente

mojados por la lluvia, comiendo de su

comida y viviendo de cincuenta dóla-

res al mes.

¿Qué ha tenido que sacrificar

para convertirse en lama?

Dejé de lado esa vida occidental lle-

na de lujos, amigos y familia. Ellos

entendieron que la mente era lo más

importante para mí. Incluso mi espo-

sa decidió no tener hijos por causa de

nuestra misión.

¿Pero le habría gustado tener

hijos?

Por supuesto, pero nos metimos a una

edad temprana en esto. Si ella me hu-

biera dado hijos, habría sido una ma-

dre increíble, pero habría estado li-

mitada a pocas personas. Ella falleció

hace dos años, pero tiene miles y miles

de personas que la conocieron y que la

recuerdan y la quieren.

¿Qué significó la muerte de su esposa?

Hannah estuvo muerta clínicamente quince veces, pues regresaba

para saber si ya podía ser nuevamente útil. Pero ya no había po-

sibilidades, tenía el cuerpo destruido y comido por el cáncer. Así

que pasó a un estado mental mejor y murió en mis brazos en po-

sición de yogui. Su rostro irradiaba gozo, como si hubiera comido

algo muy delicioso. Espero que volvamos a estar juntos en una

próxima reencarnación.

estábamos listos para salir al mundo, que íbamos a lograr

el mismo desarrollo trabajando para los demás. Esto fue

muy bueno, porque los lamas tibetanos no pueden ense-

ñar fácilmente a los de Occidente. En cambio, nosotros,

siendo occidentales, podemos trabajar de una manera mu-

cho más eficaz. Como resultado ahora tenemos una orga-

nización con seiscientos centros budistas en el mundo que

mantiene vivos los conocimientos del Tíbet.

Antes de descubrir que era un

lama, ¿cómo era su vida?

Yo era un salvaje, siempre trepando ár-

boles o practicando el boxeo. Crecí en

el norte de Dinamarca, donde mis pa-

dres eran maestros de escuela. Cuan-

do me gradué del colegio ingresé a la

armada danesa. No maté a nadie, pero

me divertí mucho. Cuando salí, comen-

cé a estudiar filosofía en la Universidad

de Copenhague. Mi tesis estaba centra-

da en el trabajo de Aldous Huxley y los

estados alterados de la conciencia. Era

la época en que todas las drogas psico-

délicas estaban en el mercado y pude

probarlas antes de que fueran ilegales.

Pero nunca resultaron muy convincen-

tes para mí. La droga te puede llevar a

la puerta de algo parecido a la felicidad,

pero no puedes atravesarla.

¿Siempre supo que se convertiría

en un lama?

Probablemente no me convertí sino que me convencí de

que lo era. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando

mi país fue ocupado por los nazis, y mi padre ayudaba a

mandar muchos judíos a Suecia, un país neutral en esa

época, tuve sueños de pueblos donde jamás estuve, donde

había mujeres y hombres con faldas rojas y largas, y yo los

protegía del peligro. Luego, cuando escuchaba noticias so-

bre Mongolia, Pekín o el Tíbet, me emocionaba mucho. No

entendía por qué. Hasta que cumplí veintisiete años, salí

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70_ ASPIRANTES

una crónica de marco avilésfotografías de claudia alva

[EN UNA ESCUELA DE UN DESIERTO DE LIMA]DE COCINARETRATO DEUN ESTUDIANTE

En el estricto mundo de la gastronomía, los chefs son las únicas estrellas con derecho a la celebridad. Hablan, cocinan, opinan. Y todos los aplauden.

¿Vale la pena escuchar a un aprendiz?

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70_ ASPIRANTES

una crónica de marco avilésfotografías de claudia alva

[EN UNA ESCUELA DE UN DESIERTO DE LIMA]DE COCINARETRATO DEUN ESTUDIANTE

En el estricto mundo de la gastronomía, los chefs son las únicas estrellas con derecho a la celebridad. Hablan, cocinan, opinan. Y todos los aplauden.

¿Vale la pena escuchar a un aprendiz?

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Page 74: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

40_ TERRORISTAS

de Lima, del que sus maestros suelen hablar con en-tusiasmo. En verdad lo llaman el Ferran Adrià de Pachacútec, ese sector al norte de la ciudad que a fi-nes de los años noventa sólo era un desierto inútil al lado del mar, y donde, una década después, Lima –y su boom gastronómico– se ha clonado con tanta prisa que allí no hay agua potable, pero sí casas, mer-cados, un cementerio y una escuela de cocina. El Ins-tituto de Cocina de Pachacútec. Alan Larrea es uno

de los mejores estudiantes del tercer ciclo de la carrera. Pero ahora sólo es un joven aprendiz enamorado que quiere hacerse notar, con lo mejor que saber hacer, en esa casa a la que no ha entrado nunca hasta hoy. Pero allí, salvo a su novia, que también estudia para cocinera, a nadie parece importarle quién diablos es él, y menos Ferran Adrià.

Han pasado tres horas desde que Adrià, es decir, Larrea, empe-zó a cocinar con la velocidad de una trituradora intermitente y nadie puede saber cuál es el ánimo de la madre de Yeliseyev, la novia. Son casi las cinco de la tarde y es evidente que todos, la mamá y sus seis hijos, deben de estar hambrientos. Larrea cocina como si su futuro de cocinero o de novio dependiera de ello. Pica verduras, revisa la olla de arroz, estruja las papas, pero no puede quedarse callado. Hablar pare-ce su única manera de estar concentrado. Es un muchacho alto y mo-reno como un espagueti bronceado, tiene veintisiete años y el rostro anguloso como una jarra de cerámica. Sus ojos son tan inquietos que parecen estar a punto de saltar y su boca casi siempre está abierta por-que él siempre está diciendo algo. Durante estas horas de espera, por ejemplo, las dos hermanas de Yeliseyev que revolotean en la cocina –Yvonne Ariana, de diez años, y Patsy Betzabé, de once– han pasado a mirarlo desde la extrañeza hasta la risa. Larrea ha dicho, por ejemplo, que le gustaría ser el mejor cocinero del mundo. Su estrategia consiste en aprender lo mejor de los mejores. Admira al ogro inglés Gordon Ramsay por su carácter. A Gastón Acurio por promover la cocina del Perú. A Francis Mallmann por la poesía de su programa de televisión. A Sumito Estévez por su personalidad extrovertida. A Martín Rebau-dino por ser un loco. A Rafael Osterling por ser un maniático, obse-sivo, por su manera de vestir, su egocentrismo y porque, a pesar de su perfil bajo, todos lo respetan. Eso dice. «Ser el mejor debe sentirse muy bien, como cuando le ganas a alguien una partida de billar o en el PlayStation. Algo rico». Ha dicho «rico», como si el acto sencillo de imaginar e imaginarse en el futuro tuviera un sabor secreto que sólo él sabe disfrutar. Incluso en los momentos menos oportunos.

–Oye, cocina, pues –le dice Yeliseyev, que ha vuelto preocupada del cuarto de su madre.

Al Ferran Adrià de Pachacútec no le gusta mucho que lo com-paren con el mejor cocinero del mundo. Pero ese detalle no importó mucho cuando la directora de su instituto, Rocío Heredia, buscó una

se equivocará en unos minutos. Será un error estruendoso en una

casa a la que ha asistido como invitado para pasar una prueba personal y difí-cil. Ferran Adrià está cocinando para la madre de su novia. Jamás ha visto a esa mujer en persona, y sólo sabe de ella que es un ama de casa estricta y que esta tarde de marzo guarda reposo en su habitación. Su presencia se hace sentir cada vez que necesita algo: un vaso con agua, que no hagan mucha bulla, que le digan a qué hora estará listo el almuer-zo. Entonces el invitado se pone nervio-so. Ferran Adrià es el mejor cocinero del mundo, pero también es el apodo que lleva a cuestas un estudiante de cocina

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de Lima, del que sus maestros suelen hablar con en-tusiasmo. En verdad lo llaman el Ferran Adrià de Pachacútec, ese sector al norte de la ciudad que a fi-nes de los años noventa sólo era un desierto inútil al lado del mar, y donde, una década después, Lima –y su boom gastronómico– se ha clonado con tanta prisa que allí no hay agua potable, pero sí casas, mer-cados, un cementerio y una escuela de cocina. El Ins-tituto de Cocina de Pachacútec. Alan Larrea es uno

de los mejores estudiantes del tercer ciclo de la carrera. Pero ahora sólo es un joven aprendiz enamorado que quiere hacerse notar, con lo mejor que saber hacer, en esa casa a la que no ha entrado nunca hasta hoy. Pero allí, salvo a su novia, que también estudia para cocinera, a nadie parece importarle quién diablos es él, y menos Ferran Adrià.

Han pasado tres horas desde que Adrià, es decir, Larrea, empe-zó a cocinar con la velocidad de una trituradora intermitente y nadie puede saber cuál es el ánimo de la madre de Yeliseyev, la novia. Son casi las cinco de la tarde y es evidente que todos, la mamá y sus seis hijos, deben de estar hambrientos. Larrea cocina como si su futuro de cocinero o de novio dependiera de ello. Pica verduras, revisa la olla de arroz, estruja las papas, pero no puede quedarse callado. Hablar pare-ce su única manera de estar concentrado. Es un muchacho alto y mo-reno como un espagueti bronceado, tiene veintisiete años y el rostro anguloso como una jarra de cerámica. Sus ojos son tan inquietos que parecen estar a punto de saltar y su boca casi siempre está abierta por-que él siempre está diciendo algo. Durante estas horas de espera, por ejemplo, las dos hermanas de Yeliseyev que revolotean en la cocina –Yvonne Ariana, de diez años, y Patsy Betzabé, de once– han pasado a mirarlo desde la extrañeza hasta la risa. Larrea ha dicho, por ejemplo, que le gustaría ser el mejor cocinero del mundo. Su estrategia consiste en aprender lo mejor de los mejores. Admira al ogro inglés Gordon Ramsay por su carácter. A Gastón Acurio por promover la cocina del Perú. A Francis Mallmann por la poesía de su programa de televisión. A Sumito Estévez por su personalidad extrovertida. A Martín Rebau-dino por ser un loco. A Rafael Osterling por ser un maniático, obse-sivo, por su manera de vestir, su egocentrismo y porque, a pesar de su perfil bajo, todos lo respetan. Eso dice. «Ser el mejor debe sentirse muy bien, como cuando le ganas a alguien una partida de billar o en el PlayStation. Algo rico». Ha dicho «rico», como si el acto sencillo de imaginar e imaginarse en el futuro tuviera un sabor secreto que sólo él sabe disfrutar. Incluso en los momentos menos oportunos.

–Oye, cocina, pues –le dice Yeliseyev, que ha vuelto preocupada del cuarto de su madre.

Al Ferran Adrià de Pachacútec no le gusta mucho que lo com-paren con el mejor cocinero del mundo. Pero ese detalle no importó mucho cuando la directora de su instituto, Rocío Heredia, buscó una

se equivocará en unos minutos. Será un error estruendoso en una

casa a la que ha asistido como invitado para pasar una prueba personal y difí-cil. Ferran Adrià está cocinando para la madre de su novia. Jamás ha visto a esa mujer en persona, y sólo sabe de ella que es un ama de casa estricta y que esta tarde de marzo guarda reposo en su habitación. Su presencia se hace sentir cada vez que necesita algo: un vaso con agua, que no hagan mucha bulla, que le digan a qué hora estará listo el almuer-zo. Entonces el invitado se pone nervio-so. Ferran Adrià es el mejor cocinero del mundo, pero también es el apodo que lleva a cuestas un estudiante de cocina

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manera de calificar el extraño comportamiento de ese alumno. El estudiante Alan Larrea solía hacer lo que los demás no, me dijo ella una mañana calurosa de principios de marzo en el instituto de cocina –sa-lones y oficinas de techos altos, ladrillos sin pintar, un mar de arena–. Ese día, las clases habían comen-zado y un batallón fogoso de aspirantes a cocineros poblaba el instituto. Cada año postulan trescientos y, después de pasar por un riguroso colador acadé-mico y dos años de estudios, sólo se gradúan diez. La mensualidad sólo costaba veinte dólares. En la escuela más cara de Lima, seiscientos. En las clases de cocina, Alan Larrea transformaba la apariencia de los platos, recordaba Heredia. Una chita al ajo –un pescado + salsa + arroz puestos en ese orden– podía ser, para él, una torre de ingredientes sostenidos so-bre una base de cuatro texturas distintas de camote. Un simple arroz verde con pato podía ser un edifi-cio de arquitectura estrambótica. Larrea guarda las fotografías de esas obras preparadas en clase, como un testimonio de lo que aún puede mejorar. Ese mu-chacho tiene muchos problemas personales, me dijo Heredia esa mañana, pero en asuntos de cocina suele ser bastante obsesivo. «No habla de otra cosa».

Al día siguiente, el futuro del estudiante Larrea dependía de una reunión donde no se hablaría de cocina. Debía cinco mensualidades y el director de la universidad al que el instituto de cocina pertene-ce lo había citado en su oficina. Mientras esperaba esa charla, Larrea trataba de explicarme que una simple caigua rellena de carne puede convertirse en una lasaña de caigua si «tienes ese don de querer ju-gar con aquello que los demás sólo pueden comer». Parecía un niño hablando de magia en el momento equivocado. Un comunicado decía que en adelante los estudiantes con deudas no podrían entrar a cla-ses. Pero esa noche, él parecía más concentrado en resolver las sumas y restas de aquella receta imagi-naria, como si eso le hiciera olvidar sus problemas de verdad. «Pelas la caigua», empezó a decir de cara

al cielo negro del desierto. «La blanqueas y aplanas como si fuera una pasta, la cortas, la tiendes en un pirex. Luego la puedes rellenar de lo que quieras. No la clásica salsa roja, pero sí parmesano y moz-zarella. La llevas al horno y ya tienes una lasaña de caigua». No ha-bía visto ese procedimiento en clases ni en los programas de cocina de la televisión, de los que es un adicto desde que tenía veinte años y trabajaba lavando platos en un restaurante. «Estoy inventándolo ahora», dijo con la tranquilidad de quien sólo describe un antojo. Tampoco sacó un cuaderno para registrar ese producto repentino de su inspiración. «Tengo una memoria fotográfica», se dijo a sí mismo y su monólogo se extendió por varios minutos hasta que lo llamaron de la oficina del director para explicarle su futuro como cocinero.

En la casa de su futura suegra, Larrea transpira como una espon-ja, mientras se demora evaluando las condiciones de esa cocina de pa-redes de madera y techo de lata. Son las cinco y treinta de la tarde. Las hornillas arrojan un fuego intenso, pero el calor acumulado en la ha-bitación mantiene a todos inquietos como presas dentro de una olla. En la habitación hay una refrigeradora pequeña, un horno microon-das, una mesa cubierta con un mantel de plástico donde la familia se reúne para cenar cuando papá llega de trabajar como taxista, pero que también sirve para que las niñas hagan las tareas o para que esta tarde Larrea la ocupe por completo. Dice que el lomo saltado siempre le sale mejor fuera del instituto y este comentario parece un segundo de pu-blicidad en su programa mental de televisión. Yeliseyev lo mira con los ojos encendidos, como instándolo a apurarse. Su madre tiene hambre, pero las cosas serían peores si es que su padre llegara temprano del trabajo. En la puerta, un mensaje bíblico en una hoja de papel, advier-te: «Escucha, hijo, la disciplina de tu padre». Y es mejor no preguntar qué podría ocurrir si el padre adelanta su regreso. La madre de ella está embarazada de su sétimo hijo, y no se ha asomado a la cocina, en parte porque guarda reposo y también porque en casa nadie sabe que Larrea es el enamorado de la hija mayor. Traerlo a casa para cocinar, me ha dicho Yeliseyev, puede ser una manera de que todos empiecen a conocerlo antes de que ella les cuente la verdad. La verdad, como siempre, es complicada. Ella quiere terminar de estudiar, poner una pastelería y preocuparse de que sus hermanas también estudien. Él quiere terminar de estudiar, trabajar en una cocina grande, ascender

A Alan Larrea lo llaman el Ferran Adrià de Pachacútec, ese sector al norte de Lima que a fines de los años noventa sólo era un desierto inútil al lado del mar, y donde una

década después, Lima –y su boom gastronómico– se ha clonado con tanta prisa que allí no hay agua potable, pero sí casas, mercados, un cementerio y una escuela de cocina. El

Instituto de Cocina de Pachacútec

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manera de calificar el extraño comportamiento de ese alumno. El estudiante Alan Larrea solía hacer lo que los demás no, me dijo ella una mañana calurosa de principios de marzo en el instituto de cocina –sa-lones y oficinas de techos altos, ladrillos sin pintar, un mar de arena–. Ese día, las clases habían comen-zado y un batallón fogoso de aspirantes a cocineros poblaba el instituto. Cada año postulan trescientos y, después de pasar por un riguroso colador acadé-mico y dos años de estudios, sólo se gradúan diez. La mensualidad sólo costaba veinte dólares. En la escuela más cara de Lima, seiscientos. En las clases de cocina, Alan Larrea transformaba la apariencia de los platos, recordaba Heredia. Una chita al ajo –un pescado + salsa + arroz puestos en ese orden– podía ser, para él, una torre de ingredientes sostenidos so-bre una base de cuatro texturas distintas de camote. Un simple arroz verde con pato podía ser un edifi-cio de arquitectura estrambótica. Larrea guarda las fotografías de esas obras preparadas en clase, como un testimonio de lo que aún puede mejorar. Ese mu-chacho tiene muchos problemas personales, me dijo Heredia esa mañana, pero en asuntos de cocina suele ser bastante obsesivo. «No habla de otra cosa».

Al día siguiente, el futuro del estudiante Larrea dependía de una reunión donde no se hablaría de cocina. Debía cinco mensualidades y el director de la universidad al que el instituto de cocina pertene-ce lo había citado en su oficina. Mientras esperaba esa charla, Larrea trataba de explicarme que una simple caigua rellena de carne puede convertirse en una lasaña de caigua si «tienes ese don de querer ju-gar con aquello que los demás sólo pueden comer». Parecía un niño hablando de magia en el momento equivocado. Un comunicado decía que en adelante los estudiantes con deudas no podrían entrar a cla-ses. Pero esa noche, él parecía más concentrado en resolver las sumas y restas de aquella receta imagi-naria, como si eso le hiciera olvidar sus problemas de verdad. «Pelas la caigua», empezó a decir de cara

al cielo negro del desierto. «La blanqueas y aplanas como si fuera una pasta, la cortas, la tiendes en un pirex. Luego la puedes rellenar de lo que quieras. No la clásica salsa roja, pero sí parmesano y moz-zarella. La llevas al horno y ya tienes una lasaña de caigua». No ha-bía visto ese procedimiento en clases ni en los programas de cocina de la televisión, de los que es un adicto desde que tenía veinte años y trabajaba lavando platos en un restaurante. «Estoy inventándolo ahora», dijo con la tranquilidad de quien sólo describe un antojo. Tampoco sacó un cuaderno para registrar ese producto repentino de su inspiración. «Tengo una memoria fotográfica», se dijo a sí mismo y su monólogo se extendió por varios minutos hasta que lo llamaron de la oficina del director para explicarle su futuro como cocinero.

En la casa de su futura suegra, Larrea transpira como una espon-ja, mientras se demora evaluando las condiciones de esa cocina de pa-redes de madera y techo de lata. Son las cinco y treinta de la tarde. Las hornillas arrojan un fuego intenso, pero el calor acumulado en la ha-bitación mantiene a todos inquietos como presas dentro de una olla. En la habitación hay una refrigeradora pequeña, un horno microon-das, una mesa cubierta con un mantel de plástico donde la familia se reúne para cenar cuando papá llega de trabajar como taxista, pero que también sirve para que las niñas hagan las tareas o para que esta tarde Larrea la ocupe por completo. Dice que el lomo saltado siempre le sale mejor fuera del instituto y este comentario parece un segundo de pu-blicidad en su programa mental de televisión. Yeliseyev lo mira con los ojos encendidos, como instándolo a apurarse. Su madre tiene hambre, pero las cosas serían peores si es que su padre llegara temprano del trabajo. En la puerta, un mensaje bíblico en una hoja de papel, advier-te: «Escucha, hijo, la disciplina de tu padre». Y es mejor no preguntar qué podría ocurrir si el padre adelanta su regreso. La madre de ella está embarazada de su sétimo hijo, y no se ha asomado a la cocina, en parte porque guarda reposo y también porque en casa nadie sabe que Larrea es el enamorado de la hija mayor. Traerlo a casa para cocinar, me ha dicho Yeliseyev, puede ser una manera de que todos empiecen a conocerlo antes de que ella les cuente la verdad. La verdad, como siempre, es complicada. Ella quiere terminar de estudiar, poner una pastelería y preocuparse de que sus hermanas también estudien. Él quiere terminar de estudiar, trabajar en una cocina grande, ascender

A Alan Larrea lo llaman el Ferran Adrià de Pachacútec, ese sector al norte de Lima que a fines de los años noventa sólo era un desierto inútil al lado del mar, y donde una

década después, Lima –y su boom gastronómico– se ha clonado con tanta prisa que allí no hay agua potable, pero sí casas, mercados, un cementerio y una escuela de cocina. El

Instituto de Cocina de Pachacútec

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de puesto en puesto como la espuma, pero también quiere tener pronto una familia propia. En la suya, las cosas andan mal: su padre no tiene empleo, su abuela está enferma en cama. Ella tiene veinte y se lo toma con calma. Él tiene veintisiete y parece apresu-rado en todo. Entrar en la familia de ella es un asun-to tan serio para él que parece convencido de que la madre, que esta tarde cree que él es un simple amigo de su hija, lo verá con buenos ojos según la sazón de sus platillos. Por ahora la única opinión que la seño-ra ha expresado es que hasta su cuarto llega un olor bueno pero mortificante.

Un día de marzo en que el sol era capaz de pul-verizar las piedras, Larrea dijo que podía preparar car-bón de yuca. Eran las cuatro de la tarde y Yeliseyev y él tenían hambre. Ella es una muchacha de veinte años, cabello negro y tan pequeña que parece la hermana menor de su novio. Caminaban por una calle empinada y arenosa, cuando decidieron entrar a una panadería a devorar panes con gaseosa. El aroma dulce de la harina cociéndose escapaba de los hornos de la trastienda. La encargada era una mujer gorda que se abanicaba con un periódico, y parecía aburrida de su rutina hasta que Larrea comentó lo del carbón y la yuca. Los clientes se sentaron en la única mesa del lugar, desde donde se po-día ver un parque sin plantas y a unos niños jugando al fútbol sin una pelota: se contentaban pateando los grumos de arena. Se toman algunas yucas, explicó él, recordando un programa de televisión que había visto hacía cuatro años. Se las remoja durante todo un día en un jugo de maíz morado. Luego se las pone sobre una parrilla, directamente al fuego. La yuca logrará la textura y la consistencia del carbón y se deshará en la boca. Hablar de alta cocina, o pensar en ella, puede ser una manera masoquista de matar el tiempo cuando tie-nes hambre. Pero había algo más que distracción en ese monólogo. Larrea cocinaba sin cocinar.

Yeliseyev jugaba con su celular y a ratos miraba a su novio con una sonrisa complaciente. Las primeras veces que lo había escuchado en clase, cuando aún no se conocían, ella pensó que sólo se trataba de un fanfarrón con buena memoria. Antes de enamorarse de él, tuvo que aprender a creerle. «También puedo preparar papel de pimiento», aña-dió Larrea, y esta vez la mujer de la panadería se propuso tomar notas, como quien aprovecha una clase gratuita de cocina. Por supuesto, él jamás había preparado esa receta. El sol quemaba fuerte esa tarde y las calles de Pachacútec eran un escenario despiadado para gastar la saliva hablando. Desde la puerta de la panadería, la vista podía extenderse kilómetros abajo, hasta llegar al océano, sobrepasando un paisaje seco, donde cuarenta mil casas de madera parecían a punto de arder. El sol flotaba en el mar como una naranja en una fuente de agua.

No era una ilusión.Pasado el descomunal arrebato de su memoria, Alan Larrea re-

cordó que debía volver al instituto para reunirse con el director de la universidad. Ella se llevó consigo la chaquetilla blanca de su novio para tenerla limpia para el día siguiente, por si todavía seguía siendo un alumno del instituto. Él guardó en su mochila los panes que ha-bían sobrado de la merienda. Serían su cena. Hicimos el camino en silencio, mientras caía la noche. La arena era un terreno difícil que devoraba los pies. A Larrea le preocupaba el estado de sus zapatillas. En sólo cuatro meses de trajín sobre el arenal, ya reclamaban con urgencia una jubilación adelantada. Al llegar al instituto, se sentó a esperar la cita en una banqueta que miraba hacia el horizonte negro, donde el sol se había hundido creando figuras de colores. Allí se le ocurrió que podía preparar alguna vez una lasaña de caigua, imaginó una manera diferente de preparar el arroz con pollo, recordó que alguna vez preparó caviar de ají con los insumos que los cocineros de un festival habían donado a la escuela. También pensó en que hacía varios meses no cocinaba para su propia familia.

La reunión con el director duró quince minutos. Al salir, Larrea se estrujaba la cabeza como ocurre cuando algo no tiene explicación para él. «Dicen que puedo seguir estudiando –dijo de espaldas al océano–. Pagaré cuando empiece a trabajar como cocinero». No po-día creer ese desenlace repentino y en su rostro asomaba algo pareci-do a la tranquilidad. La noticia le había caído como un chorro opor-tuno de sal. La directora del instituto había convencido al director de la universidad de algo en lo que ella cree firmemente:

–No podemos perderlo.

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Alan Larrea transformaba la apariencia de los platos en clases. Una chita al ajo –unpescado + salsa + arroz puestos en ese orden– podía ser, para él, una torre de

ingredientes sostenidos sobre una base de cuatro texturas distintas de camote. Un simple arroz verde con pato podía ser un edificio de arquitectura estrambótica. Él

guarda las fotografías de esas obras como un testimonio de lo que aún puede mejorar

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de puesto en puesto como la espuma, pero también quiere tener pronto una familia propia. En la suya, las cosas andan mal: su padre no tiene empleo, su abuela está enferma en cama. Ella tiene veinte y se lo toma con calma. Él tiene veintisiete y parece apresu-rado en todo. Entrar en la familia de ella es un asun-to tan serio para él que parece convencido de que la madre, que esta tarde cree que él es un simple amigo de su hija, lo verá con buenos ojos según la sazón de sus platillos. Por ahora la única opinión que la seño-ra ha expresado es que hasta su cuarto llega un olor bueno pero mortificante.

Un día de marzo en que el sol era capaz de pul-verizar las piedras, Larrea dijo que podía preparar car-bón de yuca. Eran las cuatro de la tarde y Yeliseyev y él tenían hambre. Ella es una muchacha de veinte años, cabello negro y tan pequeña que parece la hermana menor de su novio. Caminaban por una calle empinada y arenosa, cuando decidieron entrar a una panadería a devorar panes con gaseosa. El aroma dulce de la harina cociéndose escapaba de los hornos de la trastienda. La encargada era una mujer gorda que se abanicaba con un periódico, y parecía aburrida de su rutina hasta que Larrea comentó lo del carbón y la yuca. Los clientes se sentaron en la única mesa del lugar, desde donde se po-día ver un parque sin plantas y a unos niños jugando al fútbol sin una pelota: se contentaban pateando los grumos de arena. Se toman algunas yucas, explicó él, recordando un programa de televisión que había visto hacía cuatro años. Se las remoja durante todo un día en un jugo de maíz morado. Luego se las pone sobre una parrilla, directamente al fuego. La yuca logrará la textura y la consistencia del carbón y se deshará en la boca. Hablar de alta cocina, o pensar en ella, puede ser una manera masoquista de matar el tiempo cuando tie-nes hambre. Pero había algo más que distracción en ese monólogo. Larrea cocinaba sin cocinar.

Yeliseyev jugaba con su celular y a ratos miraba a su novio con una sonrisa complaciente. Las primeras veces que lo había escuchado en clase, cuando aún no se conocían, ella pensó que sólo se trataba de un fanfarrón con buena memoria. Antes de enamorarse de él, tuvo que aprender a creerle. «También puedo preparar papel de pimiento», aña-dió Larrea, y esta vez la mujer de la panadería se propuso tomar notas, como quien aprovecha una clase gratuita de cocina. Por supuesto, él jamás había preparado esa receta. El sol quemaba fuerte esa tarde y las calles de Pachacútec eran un escenario despiadado para gastar la saliva hablando. Desde la puerta de la panadería, la vista podía extenderse kilómetros abajo, hasta llegar al océano, sobrepasando un paisaje seco, donde cuarenta mil casas de madera parecían a punto de arder. El sol flotaba en el mar como una naranja en una fuente de agua.

No era una ilusión.Pasado el descomunal arrebato de su memoria, Alan Larrea re-

cordó que debía volver al instituto para reunirse con el director de la universidad. Ella se llevó consigo la chaquetilla blanca de su novio para tenerla limpia para el día siguiente, por si todavía seguía siendo un alumno del instituto. Él guardó en su mochila los panes que ha-bían sobrado de la merienda. Serían su cena. Hicimos el camino en silencio, mientras caía la noche. La arena era un terreno difícil que devoraba los pies. A Larrea le preocupaba el estado de sus zapatillas. En sólo cuatro meses de trajín sobre el arenal, ya reclamaban con urgencia una jubilación adelantada. Al llegar al instituto, se sentó a esperar la cita en una banqueta que miraba hacia el horizonte negro, donde el sol se había hundido creando figuras de colores. Allí se le ocurrió que podía preparar alguna vez una lasaña de caigua, imaginó una manera diferente de preparar el arroz con pollo, recordó que alguna vez preparó caviar de ají con los insumos que los cocineros de un festival habían donado a la escuela. También pensó en que hacía varios meses no cocinaba para su propia familia.

La reunión con el director duró quince minutos. Al salir, Larrea se estrujaba la cabeza como ocurre cuando algo no tiene explicación para él. «Dicen que puedo seguir estudiando –dijo de espaldas al océano–. Pagaré cuando empiece a trabajar como cocinero». No po-día creer ese desenlace repentino y en su rostro asomaba algo pareci-do a la tranquilidad. La noticia le había caído como un chorro opor-tuno de sal. La directora del instituto había convencido al director de la universidad de algo en lo que ella cree firmemente:

–No podemos perderlo.

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Alan Larrea transformaba la apariencia de los platos en clases. Una chita al ajo –unpescado + salsa + arroz puestos en ese orden– podía ser, para él, una torre de

ingredientes sostenidos sobre una base de cuatro texturas distintas de camote. Un simple arroz verde con pato podía ser un edificio de arquitectura estrambótica. Él

guarda las fotografías de esas obras como un testimonio de lo que aún puede mejorar

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«Ya está, ya está, me apuro», dice Larrea entre-verando sus manos en los diez pocillos llenos de ingre-dientes que hay sobre la mesa. Una masa de papa del tamaño de una pelota brilla como una piedra preciosa en esa habitación sin ventanas. Ariana, que tiene diez años y de grande también quiere ser cocinera, con-templa la esfera con los ojos muy abiertos. Corre a su habitación y al rato vuelve con un cuaderno de hojas azules donde suele apuntar las recetas que cocina su madre. Esta tarde, al volver del colegio, sólo almorza-ron una sopa de fideos. Así que la masa inmensa ejerce en la niña, a las cinco y cuarenta de la tarde, un doble efecto cautivador. Por un lado ella apunta la prepara-ción y, por otro, cuando Larrea se distrae explicando un procedimiento, picotea a su antojo. Después de estrujar la papa sancochada y mezclarla con limón, Larrea se preocupó en echarle un chorrito de aceite para conseguir ese efecto rutilante. Ahora agrega una crema de pimiento rojo cocido directamente al fuego, que le da a la masa el color de una inmensa naranja. Sobre ella coloca una variante de la salsa tártara que se le ha ocurrido en el momento: mayonesa, pimiento, ají amarillo y cebolla china. «¿Cómo la llamaremos?», dice en voz alta rascándose la cabeza. «Salsa tártara de Yeliseyev», propone Ariana señalando a su herma-na mayor, que tiene la boca llena de papa. Entonces sobreviene el desastre: Larrea se ríe tanto que se le cae la sartén al piso. Una calamidad. Ferran Adrià se ha equivocado. Ahora sobre el suelo de la cocina reluce una constelación de trozos de res a medio freír. Pero este error, que es irreparable, todavía no forma parte de la realidad en que se mueve un cocinero de verdad. Esta tarde no hay un jefe de cocina que le grite pa-labrotas ni un auditorio que lo avergüence. Sólo esas dos niñas que no están haciendo sus tareas por verlo cocinar y Shakira, una perra pequeña y nerviosa que ha aparecido de algún lugar para devorar con felicidad el error. En unos segundos, el suelo ha quedado lim-

pio. Larrea no tiene tiempo para enfurecerse. La madre de Yeliseyev ha llamado a su hija mayor para averiguar qué fue ese ruido espantoso. Es lo más cercano que hay esta tarde a un jefe de cocina.

Un buen estudiante de cocina no siempre llega a ser un gran cocinero. El cocinero Eduardo Paz, que es el chef del reputado res-taurante Astrid y Gastón, en Miraflores, incluso ha llegado a creer que los cocineros sólo pueden terminar de formarse en una cocina. Recién allí los curte la pedagogía de la presión que existe en un res-taurante, la obsesión por lograr la perfección trabajando en equipo y también los gritos de los maestros que dirigen esos batallones. Paz no suele gritar, pero tampoco soporta los errores. Era el mediodía en ese restaurante y en la cocina ardían nueve hornillas. Trece cocine-ros se movían alrededor sometidos a la urgencia de tenerlo todo listo antes de que los clientes empezaran a llegar. «¿El estudiante Alan Larrea?», dijo el jefe de cocina. Pero había un problema que resolver en la oficina de administración y salió de prisa.

En la cocina había un alumno del último ciclo del Instituto de Cocina de Pachacútec. Tenía veintinueve años y me dijo que ir a este restaurante cuatro veces por semana le generaba serias dudas sobre su propia resistencia física. «Quizá estoy un poco gordo», exclamó cabizbajo. Luego le mostró una olla hirviendo a su jefe, un muchacho delgado y bajito, quien se encaminaba a ser el segundo en esa cocina. El jefe observó la olla con asco y miró al practicante con cara de ca-rajo, cuándo vas a aprender. Lo estaba retando a decir algo. Pero el practicante guardó sabio silencio y se limitó a observar con atención cómo su jefe rescataba del recipiente un pollo entero. Roger exten-dió el animal en la tabla de picar y efectuó dos rápidos cortes con un pequeño machete antes de devolver a la víctima a su lugar de origen y evitar con sencillez que el error terminara de cocinarse.

Eduardo Paz, de vuelta en la cocina, contemplaba con tranquilidad aquella escena, acostumbrado a las sutilezas del rigor. Había entrado como lavaplatos a ese restaurante y desde entonces pasó una especie de servicio militar de siete años antes de que el propietario confiara en que podía ser un buen jefe. «Uf, acá recibimos todo el tiempo muchachos de todas las escuelas. Pocos resisten. A los quince días ya están diciéndome que no aguantan, que trabajarán en el restaurante de un amigo o que ellos han estudiado para ser jefes, no para que les ordenen?». Paz era un hom-

Una noche mientras esperaba una cita con el director, Alan Larrea recitó la receta de una lasaña de caigua. No había visto ese procedimiento en clases ni en los programas de

cocina de la televisión. «Estoy inventándolo ahora», dijo con tranquilidad. Tampoco sacó un cuaderno para registrar ese producto repentino de su inspiración. «Tengo una

memoria fotográfica». Larrea cocinaba sin cocinar

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«Ya está, ya está, me apuro», dice Larrea entre-verando sus manos en los diez pocillos llenos de ingre-dientes que hay sobre la mesa. Una masa de papa del tamaño de una pelota brilla como una piedra preciosa en esa habitación sin ventanas. Ariana, que tiene diez años y de grande también quiere ser cocinera, con-templa la esfera con los ojos muy abiertos. Corre a su habitación y al rato vuelve con un cuaderno de hojas azules donde suele apuntar las recetas que cocina su madre. Esta tarde, al volver del colegio, sólo almorza-ron una sopa de fideos. Así que la masa inmensa ejerce en la niña, a las cinco y cuarenta de la tarde, un doble efecto cautivador. Por un lado ella apunta la prepara-ción y, por otro, cuando Larrea se distrae explicando un procedimiento, picotea a su antojo. Después de estrujar la papa sancochada y mezclarla con limón, Larrea se preocupó en echarle un chorrito de aceite para conseguir ese efecto rutilante. Ahora agrega una crema de pimiento rojo cocido directamente al fuego, que le da a la masa el color de una inmensa naranja. Sobre ella coloca una variante de la salsa tártara que se le ha ocurrido en el momento: mayonesa, pimiento, ají amarillo y cebolla china. «¿Cómo la llamaremos?», dice en voz alta rascándose la cabeza. «Salsa tártara de Yeliseyev», propone Ariana señalando a su herma-na mayor, que tiene la boca llena de papa. Entonces sobreviene el desastre: Larrea se ríe tanto que se le cae la sartén al piso. Una calamidad. Ferran Adrià se ha equivocado. Ahora sobre el suelo de la cocina reluce una constelación de trozos de res a medio freír. Pero este error, que es irreparable, todavía no forma parte de la realidad en que se mueve un cocinero de verdad. Esta tarde no hay un jefe de cocina que le grite pa-labrotas ni un auditorio que lo avergüence. Sólo esas dos niñas que no están haciendo sus tareas por verlo cocinar y Shakira, una perra pequeña y nerviosa que ha aparecido de algún lugar para devorar con felicidad el error. En unos segundos, el suelo ha quedado lim-

pio. Larrea no tiene tiempo para enfurecerse. La madre de Yeliseyev ha llamado a su hija mayor para averiguar qué fue ese ruido espantoso. Es lo más cercano que hay esta tarde a un jefe de cocina.

Un buen estudiante de cocina no siempre llega a ser un gran cocinero. El cocinero Eduardo Paz, que es el chef del reputado res-taurante Astrid y Gastón, en Miraflores, incluso ha llegado a creer que los cocineros sólo pueden terminar de formarse en una cocina. Recién allí los curte la pedagogía de la presión que existe en un res-taurante, la obsesión por lograr la perfección trabajando en equipo y también los gritos de los maestros que dirigen esos batallones. Paz no suele gritar, pero tampoco soporta los errores. Era el mediodía en ese restaurante y en la cocina ardían nueve hornillas. Trece cocine-ros se movían alrededor sometidos a la urgencia de tenerlo todo listo antes de que los clientes empezaran a llegar. «¿El estudiante Alan Larrea?», dijo el jefe de cocina. Pero había un problema que resolver en la oficina de administración y salió de prisa.

En la cocina había un alumno del último ciclo del Instituto de Cocina de Pachacútec. Tenía veintinueve años y me dijo que ir a este restaurante cuatro veces por semana le generaba serias dudas sobre su propia resistencia física. «Quizá estoy un poco gordo», exclamó cabizbajo. Luego le mostró una olla hirviendo a su jefe, un muchacho delgado y bajito, quien se encaminaba a ser el segundo en esa cocina. El jefe observó la olla con asco y miró al practicante con cara de ca-rajo, cuándo vas a aprender. Lo estaba retando a decir algo. Pero el practicante guardó sabio silencio y se limitó a observar con atención cómo su jefe rescataba del recipiente un pollo entero. Roger exten-dió el animal en la tabla de picar y efectuó dos rápidos cortes con un pequeño machete antes de devolver a la víctima a su lugar de origen y evitar con sencillez que el error terminara de cocinarse.

Eduardo Paz, de vuelta en la cocina, contemplaba con tranquilidad aquella escena, acostumbrado a las sutilezas del rigor. Había entrado como lavaplatos a ese restaurante y desde entonces pasó una especie de servicio militar de siete años antes de que el propietario confiara en que podía ser un buen jefe. «Uf, acá recibimos todo el tiempo muchachos de todas las escuelas. Pocos resisten. A los quince días ya están diciéndome que no aguantan, que trabajarán en el restaurante de un amigo o que ellos han estudiado para ser jefes, no para que les ordenen?». Paz era un hom-

Una noche mientras esperaba una cita con el director, Alan Larrea recitó la receta de una lasaña de caigua. No había visto ese procedimiento en clases ni en los programas de

cocina de la televisión. «Estoy inventándolo ahora», dijo con tranquilidad. Tampoco sacó un cuaderno para registrar ese producto repentino de su inspiración. «Tengo una

memoria fotográfica». Larrea cocinaba sin cocinar

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bre pequeño pero daba miedo escucharlo. Había sido profesor de Ferran Adrià en el instituto. «¿Alan La-rrea?», calibró con cuidado la pregunta. Lo recordaba muy bien. «Es bueno. Es bien creativo. Tiene sazón. Es rápido. Pero todavía es un estudiante». Paz parecía el tranquilo guardián del purgatorio donde, con un poco de suerte, Larrea podría asistir el último ciclo de su ca-rrera para recibir sus primeros sartenazos.

En su habitación, la madre de Yeliseyev parece haber olvidado el sonido de la sartén estrellada en el suelo. Son casi las seis de la tarde y no hay almuerzo. Una vez que el efecto del error ha pasado, Adrià, es decir, Larrea, vuelve a tomar la sartén caliente y arroja en ella las cáscaras de papa que su novia estuvo a pun-to de echar a la basura. «Nada se bota en la cocina», le dice a Ariana, que lo mira con aplicación de aprendiz. «El corazón del tomate que botan en los restaurantes sirve para la salsa de los tallarines rojos. Las cabezas de los ajíes, para el aderezo». La niña lo escucha mien-tras él instala las hojuelas de cáscara como sombreri-tos sobre porciones pequeñas de papa. Encima aterri-zan unas lonjitas de res. Su creación tiene un aspecto excéntrico. Más que comerlo, dan ganas de jugar con él. Ariana se lleva corriendo una porción al cuarto de su madre, elevándola por los aires como si se tratara de un platillo volador. Larrea se muerde los dientes. Deja la sartén humeando. Se estruja la cabeza. Espan-ta a Shakira. Asoma la cabeza fuera de la cocina, pero no consigue ver nada más que la sala sin muebles y a una niña de cinco años jugando con dos cachorritos en el suelo. Ariana sale de la habitación, un minuto después, con el plato vacío. «Dice mi mamá que está rico». Larrea se estruja la cabeza con las manos. Se di-ría que su amor propio ha sido mellado porque «rico» no parece suficiente. Vuelve a la mesa de trabajo y, de pronto, su rostro se ilumina. En la mesa, Patsy Betza-bé, la otra hermana de su novia, ha construido peque-

ños ladrillos con lo que quedaba de la masa de papa. Nunca le ha gusta-do la cocina, dice muy bajito Yeliseyev, pero ahora la niña está echando un chorro de mayonesa sobre el ladrillo, traza surcos delgados con un tenedor y espolvorea un poco de culantro encima. «Ésta se llamará la causa de Shakira», dice como quien anuncia una conquista efímera y se la come de dos bocados. Larrea, los ojos a punto de saltar, parece que ha visto un milagro. «¿Y si doy clases de cocina para niños? A diez soles la clase, podría pagar en una semana la mensualidad». Yeliseyev lo mira con cariño, pero la urgencia del tiempo la impulsa a devolverlo de in-mediato a la realidad. Son las seis y diez de la tarde y nadie ha probado su plato de fondo.

Todo buen aspirante a cocinero debe reunir tres ingredientes; de lo contrario, será mejor que busque otro empleo. Renato Peralta es un cocinero de buenas maneras, pero admite que la rudeza es parte de la cocina y enumera su credo: 1. Humildad para reconocer que te falta mu-cho por aprender. La arrogancia sólo se permite en aquellos que ya lo saben todo. 2. Responsabilidad para jamás dejar el trabajo. «Si es el día de la madre y estás en el servicio, llamas a tu mamá y le dices que la ve-rás después». Después, en una cocina, siempre suele ser pasadas las dos de la madrugada. 3. Una pizca de locura. Esto puede hacer la diferencia entre un cocinero apreciado en su trabajo y un artista que se llena de fama y dinero. «Tienes que dedicarte tanto a la perfección, a sacar bien tu producto, que llegues a parecer un loco», dice Peralta, que parece más bien un tipo tranquilo. Es un hombre alto, en los treintas, que lleva una barbita bajo la mandíbula. «Que en mitad del servicio recuerdes que no cambiaste las flores del baño. Que las pediste rojas y te las traje-ron de otro color, y que en lugar de conformarte salgas disparado a traer esas flores». Es decir, un loco. En ese mundo anormal, hay cocineros que han terminado en la clínica debido a su obsesión; otros que desa-rrollaron enfermedades producto del estrés; ogros como el inglés Marco Pierre White, capaces de tirarte la comida en la cara para que saborees tus errores. Es lógico: la imperfección reina en el mundo. Los cocineros, por el contrario, luchan con toda su voluntad para que los errores, que siempre son humanos, se mantengan afuera de sus platos.

Son las cuatro de la tarde de un miércoles en un Starbucks de Miraflores y afuera todo parece un error: los autobuses arrojan humo en la cara de los peatones, una anciana vende caramelos al lado de et

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Yeliseyev ha llevado a Alan Larrea a su casa para cocinar porque ésa podía ser una manera de que su familia empezara a conocerlo antes de saber la verdad. Ella tiene

veinte y se lo toma con calma. Él tiene veintisiete y parece apresurado en todo. Entrar en la familia de ella es un asunto tan serio que parece convencido de que la madre lo

verá con buenos ojos según la sazón de sus platillos

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bre pequeño pero daba miedo escucharlo. Había sido profesor de Ferran Adrià en el instituto. «¿Alan La-rrea?», calibró con cuidado la pregunta. Lo recordaba muy bien. «Es bueno. Es bien creativo. Tiene sazón. Es rápido. Pero todavía es un estudiante». Paz parecía el tranquilo guardián del purgatorio donde, con un poco de suerte, Larrea podría asistir el último ciclo de su ca-rrera para recibir sus primeros sartenazos.

En su habitación, la madre de Yeliseyev parece haber olvidado el sonido de la sartén estrellada en el suelo. Son casi las seis de la tarde y no hay almuerzo. Una vez que el efecto del error ha pasado, Adrià, es decir, Larrea, vuelve a tomar la sartén caliente y arroja en ella las cáscaras de papa que su novia estuvo a pun-to de echar a la basura. «Nada se bota en la cocina», le dice a Ariana, que lo mira con aplicación de aprendiz. «El corazón del tomate que botan en los restaurantes sirve para la salsa de los tallarines rojos. Las cabezas de los ajíes, para el aderezo». La niña lo escucha mien-tras él instala las hojuelas de cáscara como sombreri-tos sobre porciones pequeñas de papa. Encima aterri-zan unas lonjitas de res. Su creación tiene un aspecto excéntrico. Más que comerlo, dan ganas de jugar con él. Ariana se lleva corriendo una porción al cuarto de su madre, elevándola por los aires como si se tratara de un platillo volador. Larrea se muerde los dientes. Deja la sartén humeando. Se estruja la cabeza. Espan-ta a Shakira. Asoma la cabeza fuera de la cocina, pero no consigue ver nada más que la sala sin muebles y a una niña de cinco años jugando con dos cachorritos en el suelo. Ariana sale de la habitación, un minuto después, con el plato vacío. «Dice mi mamá que está rico». Larrea se estruja la cabeza con las manos. Se di-ría que su amor propio ha sido mellado porque «rico» no parece suficiente. Vuelve a la mesa de trabajo y, de pronto, su rostro se ilumina. En la mesa, Patsy Betza-bé, la otra hermana de su novia, ha construido peque-

ños ladrillos con lo que quedaba de la masa de papa. Nunca le ha gusta-do la cocina, dice muy bajito Yeliseyev, pero ahora la niña está echando un chorro de mayonesa sobre el ladrillo, traza surcos delgados con un tenedor y espolvorea un poco de culantro encima. «Ésta se llamará la causa de Shakira», dice como quien anuncia una conquista efímera y se la come de dos bocados. Larrea, los ojos a punto de saltar, parece que ha visto un milagro. «¿Y si doy clases de cocina para niños? A diez soles la clase, podría pagar en una semana la mensualidad». Yeliseyev lo mira con cariño, pero la urgencia del tiempo la impulsa a devolverlo de in-mediato a la realidad. Son las seis y diez de la tarde y nadie ha probado su plato de fondo.

Todo buen aspirante a cocinero debe reunir tres ingredientes; de lo contrario, será mejor que busque otro empleo. Renato Peralta es un cocinero de buenas maneras, pero admite que la rudeza es parte de la cocina y enumera su credo: 1. Humildad para reconocer que te falta mu-cho por aprender. La arrogancia sólo se permite en aquellos que ya lo saben todo. 2. Responsabilidad para jamás dejar el trabajo. «Si es el día de la madre y estás en el servicio, llamas a tu mamá y le dices que la ve-rás después». Después, en una cocina, siempre suele ser pasadas las dos de la madrugada. 3. Una pizca de locura. Esto puede hacer la diferencia entre un cocinero apreciado en su trabajo y un artista que se llena de fama y dinero. «Tienes que dedicarte tanto a la perfección, a sacar bien tu producto, que llegues a parecer un loco», dice Peralta, que parece más bien un tipo tranquilo. Es un hombre alto, en los treintas, que lleva una barbita bajo la mandíbula. «Que en mitad del servicio recuerdes que no cambiaste las flores del baño. Que las pediste rojas y te las traje-ron de otro color, y que en lugar de conformarte salgas disparado a traer esas flores». Es decir, un loco. En ese mundo anormal, hay cocineros que han terminado en la clínica debido a su obsesión; otros que desa-rrollaron enfermedades producto del estrés; ogros como el inglés Marco Pierre White, capaces de tirarte la comida en la cara para que saborees tus errores. Es lógico: la imperfección reina en el mundo. Los cocineros, por el contrario, luchan con toda su voluntad para que los errores, que siempre son humanos, se mantengan afuera de sus platos.

Son las cuatro de la tarde de un miércoles en un Starbucks de Miraflores y afuera todo parece un error: los autobuses arrojan humo en la cara de los peatones, una anciana vende caramelos al lado de et

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40_ TERRORISTAS40_ TERRORISTAS80_ ASPIRANTES

Yeliseyev ha llevado a Alan Larrea a su casa para cocinar porque ésa podía ser una manera de que su familia empezara a conocerlo antes de saber la verdad. Ella tiene

veinte y se lo toma con calma. Él tiene veintisiete y parece apresurado en todo. Entrar en la familia de ella es un asunto tan serio que parece convencido de que la madre lo

verá con buenos ojos según la sazón de sus platillos

un supermercado, la plaza de enfrente parece una hornilla espantosa. Ver una inocente plaza circular y encontrar en ella una hornilla sólo puede ser efecto del boom de la gastronomía peruana, que también puede estar creando espejismos en diferentes luga-res. En Lima hay casi cuarenta escuelas de cocina. En Madrid, cuya oferta de restaurantes es una de las mejores del mundo, sólo tres. Pero donde muchos ven un simple signo de opulencia y arrogancia del boom, Peralta dice que también puede haber irres-ponsabilidad. Algunos de los institutos más costosos de la ciudad, según él, te venden la falsa idea de que egresarás como chef. «Chef es el jefe de una cocina, no el aprendiz. Y cuando te contratan por primera vez en un restaurante no te contratan para ser el jefe, a menos que el restaurante sea de tu padre o que los dueños estén locos». ¿Lo están? En la mesa del café, en efecto, no hay un plato de comida para olvidarse de lo feo que suele ser el mundo. Peralta, que recono-ce que tal vez le faltó un rasgo de locura para ser un cocinero dedicado, disfruta más hablando de cocina que cocinando. Asesora restaurantes, revisa cartas en varios países y es profesor en varias escuelas de cocina. También lo fue de Ferran Adrià, es decir, de Larrea. ¿Está loco ese alumno?

La clase de Peralta es lógica. Ningún cocinero puede ser un Dios si es que antes no recibe algunos sartenazos. «Yo estuve de acuerdo con ese apodo desde el principio», dice Peralta recostándose en la mesa del café. En las clases del primer ciclo, en Pa-chacútec, él trataba de no apabullar a los estudiantes con información que quizá podría parecerles de otro planeta. «Les decía Hell’s KitcHen para mencionar-les una serie de televisión que había traído de los Estados Unidos, pero ese alumno levantaba la mano para decir que ya la había visto toda». Larrea sabía de El Bulli, de los cocineros de cada uno de los mejo-res restaurantes de la ciudad, podía explicar en qué consiste el misterio de las estrellas Michelin. Pero no sólo estaba lleno de palabras, recuerda Peralta. En las clases prácticas andaba igual de inquieto. «Sí. Creo que hay algo de locura en él», admite, pero pre-fiere ir con cuidado. «He visto casos parecidos, pero se trataba de gente que sólo tenía locura y luego ter-minaba peleándose con todos y no llegaba a nada». Por ahora prefiere lanzar una profecía más realista.

Ferran Adrià y él volverán a encontrarse en el último ciclo de la carre-ra. Entonces verá cuánto ha progresado.

El lomo saltado de Ferran Adrià ha salido bastante delicioso, aunque esta tarde no hay un jurado imparcial para calificarlo. Se tra-ta de un plato difícil. En Lima, todos los cocineros creen tener una versión mejor que las demás. Larrea también tiene la suya: consiste en copiar un poco de todos, como si se tratara de un director de or-questa que se empeña en hacer dialogar a muchos solistas. Su aporte personal consiste en echar en la sartén, mientras allí se flambeaban la carne con todas las verduras, un chorrito de agua cruda. Agua cruda a falta de un buen fondo de carne. La mezcla huele muy bien, a decir de la insistencia con que Shakira mueve la cola exigiendo atención. Casi todos los platos que hay son hondos y no permiten demasiados malabares en cuanto a la presentación. Larrea elige uno tendido y se empeña en levantar una torre con las papas fritas, como si éstas fue-ran ladrillos de Lego. Allí desliza desde la sartén una lluvia humeante y dulce de trozos de cebollas rojas y chinas, tomates en tiras, pimien-tos, ajíes, trozos de res bañados en un jugo oscuro y brillante, que en el fondo, es una mezcla de ingredientes diversos, un año de estudios y siete de adicción a los programas culinarios de la televisión.

Terminada la presentación de los platos, Larrea se recuesta en una pared para descansar, transpirando como una regadera, pero la fragilidad de la habitación, que podría irse abajo con su peso, lo de-vuelve a su rictus nervioso de siempre. Dice que no comerá. El humo le ha llenado el estómago. Ahora que ha terminado de cocinar no parece importarle mucho lo que existe a su alrededor. ¿Le gusta que lo llamen Ferran Adrià? «No mucho, la verdad», dice sin poder contener la fa-tiga de haber estado parado durante cuatro horas de concentración. Se dobla sobre sí mismo hasta coger las puntas de sus zapatillas con las manos, como en un ejercicio de gimnasia escolar. «A veces puede sonar como a burla, ¿no? Además, ¿qué podría decir él si se entera?».

Una hora después, Larrea ha salido de la casa de su novia. Ca-mino a una tienda para beber una gaseosa, él empieza a hurgar en el recuerdo del plato vacío que la madre de Yeliseyev devolvió con un recado. «Dice que es el lomo saltado más rico que ha probado en su vida». Se le contó Yvonne Ariana exhibiendo la vajilla sin un solo grano de arroz. ¿Se trataba de un mensaje oculto? ¿Podría en adelante entrar a esa casa sin problemas? Yeliseyev, que camina a su lado, intenta calmarlo. «Poco a poco –le dice–. No seas tonto, ni siquiera sabe quién eres». Pero él se estruja la cabeza, ansioso.

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una crónica de patricio pronilustraciones de ángelo neciosup

UNA GIRA SUPUESTAMENTE

DIVERTIDACON ESCRITORES

ARGENTINOSQUE NUNCA MÁS

VOLVERÉ AHACER

Cinco escritores hacen un tour por España para promocionar una antología que los considera la encarnación de «la nueva narrativa argentina». Pero lo último de lo que hablan es de sus libros. ¿Qué piensan,

qué dicen, qué comen los descendientes de Borges y Cortázar en tiempos que el márketing, los agentes literarios y las ferias de libros parecen más interesantes que la literatura?

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Naturalmente, había seguido escribiendo libros y publicándolos en Argentina, pero algo había cam-biado en mi forma de escribirlos y en la forma que tenían los argentinos de leerlos, algo que era como un lento divorcio, con platos volando sobre las cabezas a una velocidad pasmosamente lenta y todos dando portazos y gritando como en una película exhibida con un proyector estropeado; en los años siguientes yo iba a asistir a mi conversión

–en blogs, por la crítica y la prensa– en alguien de fuera, para los argentinos y para mí mismo, y, a partir de ese momento, ellos y yo habíamos quedado huérfanos, como si fuéramos un horrible monstruo de dos cabezas que no se llevan demasiado bien y dis-cuten todo el tiempo y sin embargo se necesitan la una a la otra; bueno, ahora yo iba al encuentro de la otra cabeza por los pasillos de un hotel que estaba demasiado lejos de casa, si es que algo así existía aún para nosotros, y no sabía cómo dar con ella. Una vez alguien, mucho tiempo atrás, me había explicado cómo reconocer a un argentino: «Un argentino es un español que se cree norteame-ricano y en realidad no es más que un italiano pobre; por eso sufre como un judío». Tanto tiempo después, el chiste ya no conservaba nada de su gracia inexistente y yo caminaba por aquellos pasillos y me preguntaba si los escritores que buscaba existían realmente o si, en realidad, no eran más que inventos de la crítica española; el producto de la imaginación de críticos y escritores de ese país como Constantino Bértolo o Ignacio Echevarría, siempre deseosos de que hubiera un sitio, en alguna parte, por remota que fuera, en el que se escribieran los libros que ellos querían leer. Yo me había mudado a Madrid apenas un año atrás, pero ya había aprendido que a menudo la literatura argentina funcionaba, ante los ojos de los lectores españoles, como un territorio completamente imagi-nario. Allí donde la literatura española era para muchos como un taxi corriendo hacia el precipicio con el taxímetro en llamas, la li-teratura argentina era como la barrenadora de un petrolero loco dispuesto a hacer un agujero hasta el puto centro de la Tierra para sacar de él verdad y sentido. A los ojos de los lectores españoles, la literatura argentina era profunda y sentenciosa y estaba perlada de grandes nombres que eran como los actores del tren fantasma: se sucedían a intervalos lo suficientemente largos para que uno pu-diera recuperarse de la fascinación que producían hasta que llegara el siguiente y te dejara cagado de miedo. A diferencia de otras li-teraturas nacionales del subcontinente, que los lectores españoles asociaban a un nombre o dos antes de olvidarlas por completo al punto que, por mencionar un caso, Mario Vargas Llosa no es un escritor peruano, sino toda la literatura de ese país–, la argenti-na podía ser como un zoológico donde convivieran gatos y ratones siempre que estuvieran en jaulas separadas; para ellos, la literatura argentina era una ilusión, no más que una aspiración de deseos. En nombre de esa ilusión y esa admiración de los lectores españoles por

los pasillos del ho-tel Hesperia Sant Just de Barcelona me dije

que era una tontería estar allí, buscando a tres escritores argentinos que se alojaban en el mismo hotel que yo, que sabía que estaban allí pero de quienes no conocía el número de su habitación ni había visto jamás en fotografías. Era febrero, era do-mingo, era día quince, eran las once de la mañana, hacía nueve años que yo no vivía en Argentina. Me había marchado de allí en el 2000 para estudiar y trabajar en una universidad alemana y para viajar y para estar en el sitio donde se habían escrito los libros que yo había leído y por los que había decidido convertirme en un escritor, y eso era lo que había hecho.

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Naturalmente, había seguido escribiendo libros y publicándolos en Argentina, pero algo había cam-biado en mi forma de escribirlos y en la forma que tenían los argentinos de leerlos, algo que era como un lento divorcio, con platos volando sobre las cabezas a una velocidad pasmosamente lenta y todos dando portazos y gritando como en una película exhibida con un proyector estropeado; en los años siguientes yo iba a asistir a mi conversión

–en blogs, por la crítica y la prensa– en alguien de fuera, para los argentinos y para mí mismo, y, a partir de ese momento, ellos y yo habíamos quedado huérfanos, como si fuéramos un horrible monstruo de dos cabezas que no se llevan demasiado bien y dis-cuten todo el tiempo y sin embargo se necesitan la una a la otra; bueno, ahora yo iba al encuentro de la otra cabeza por los pasillos de un hotel que estaba demasiado lejos de casa, si es que algo así existía aún para nosotros, y no sabía cómo dar con ella. Una vez alguien, mucho tiempo atrás, me había explicado cómo reconocer a un argentino: «Un argentino es un español que se cree norteame-ricano y en realidad no es más que un italiano pobre; por eso sufre como un judío». Tanto tiempo después, el chiste ya no conservaba nada de su gracia inexistente y yo caminaba por aquellos pasillos y me preguntaba si los escritores que buscaba existían realmente o si, en realidad, no eran más que inventos de la crítica española; el producto de la imaginación de críticos y escritores de ese país como Constantino Bértolo o Ignacio Echevarría, siempre deseosos de que hubiera un sitio, en alguna parte, por remota que fuera, en el que se escribieran los libros que ellos querían leer. Yo me había mudado a Madrid apenas un año atrás, pero ya había aprendido que a menudo la literatura argentina funcionaba, ante los ojos de los lectores españoles, como un territorio completamente imagi-nario. Allí donde la literatura española era para muchos como un taxi corriendo hacia el precipicio con el taxímetro en llamas, la li-teratura argentina era como la barrenadora de un petrolero loco dispuesto a hacer un agujero hasta el puto centro de la Tierra para sacar de él verdad y sentido. A los ojos de los lectores españoles, la literatura argentina era profunda y sentenciosa y estaba perlada de grandes nombres que eran como los actores del tren fantasma: se sucedían a intervalos lo suficientemente largos para que uno pu-diera recuperarse de la fascinación que producían hasta que llegara el siguiente y te dejara cagado de miedo. A diferencia de otras li-teraturas nacionales del subcontinente, que los lectores españoles asociaban a un nombre o dos antes de olvidarlas por completo al punto que, por mencionar un caso, Mario Vargas Llosa no es un escritor peruano, sino toda la literatura de ese país–, la argenti-na podía ser como un zoológico donde convivieran gatos y ratones siempre que estuvieran en jaulas separadas; para ellos, la literatura argentina era una ilusión, no más que una aspiración de deseos. En nombre de esa ilusión y esa admiración de los lectores españoles por

los pasillos del ho-tel Hesperia Sant Just de Barcelona me dije

que era una tontería estar allí, buscando a tres escritores argentinos que se alojaban en el mismo hotel que yo, que sabía que estaban allí pero de quienes no conocía el número de su habitación ni había visto jamás en fotografías. Era febrero, era do-mingo, era día quince, eran las once de la mañana, hacía nueve años que yo no vivía en Argentina. Me había marchado de allí en el 2000 para estudiar y trabajar en una universidad alemana y para viajar y para estar en el sitio donde se habían escrito los libros que yo había leído y por los que había decidido convertirme en un escritor, y eso era lo que había hecho.

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la literatura argentina –y de su generosidad, que tan-tas carreras literarias ha hecho posible–, la editorial Belacqva, responsable de la colección «Verticales de Bolsillo», acababa de publicar La joven guardia. nueva Literatura argentina, una antología de re-latos reunidos por el escritor Maximiliano Tomas editada en Argentina en 2005. A su vez, Tomas, que se encontraba haciendo una maestría en pe-riodismo cultural en Barcelona, había conseguido que el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Bue-nos Aires pagara los pasajes y los viáticos de tres escritores que participaban de esa antología –Sa-manta Schweblin, Juan Terranova y Diego Grillo Trubba– y había arreglado sendas presentaciones en Barcelona y Madrid a las que nos sumaríamos él y yo, que también estaba antologado y vivía en Madrid. Así que yo recorría los pasillos mientras las alfombras del hotel se tragaban mis pasos y no tenía ninguna idea de cómo dar con los escritores argentinos cuando un rostro redondo se asomó al pasillo en una de las puertas que se abría y una voz dijo: «Che, boludo, ¿vos sos Pron?». «Bueno –pensé yo–, acabo de llegar a casa».

En el 2005, La joven guardia había sido una antología muy importante en la constitución de lo que más tarde comenzó a llamarse Nueva Narra-tiva Argentina (NNA), una promoción de escrito-res que, en mayor o menor medida, se ajustaban a los criterios de selección utilizados por Tomas en aquel entonces y consistentes en haber nacido a partir de 1970 y haber publicado al menos un libro. Según Tomas, el objeto de la antología había sido «plantear un estado de situación –la dificultad a la

que se enfrentaban los autores jóvenes para publicar sus textos de ficción–, armar un mapa de la nueva producción literaria argentina y, en el mejor de los casos, otorgarle a esos nombres visibilidad y circulación (...) armar un libro que se interrogara acerca de la exis-tencia de una nueva generación literaria». La joven guardia había sido precedida por algunas antologías y seguida por otras, pero lo que la distinguía de ellas era el haber sido concebida como parte de una estrategia de intervención generacional que, con la etiqueta de «lo nuevo», había contribuido al posicionamiento en el mercado de unos escritores que carecen de estéticas similares o de inquietudes políticas comunes pero comparten un proyecto estratégico genera-cional y ciertos referentes comunes propios de la cultura popular; lo que determina la novedad de estos escritores no es más que la biología, porque las continuidades que pueden establecerse entre sus libros y los que escribieron autores que les precedieron como Rodrigo Fresán, Sergio Chejfec o Alan Pauls son evidentes para sus lectores, lo que hace que el parricidio –que inevitablemente practi-can, puesto que el gesto más habitual de un escritor joven es negar la calidad, «matar» simbólicamente, a sus «padres» literarios– sea como decirle a tu novia que está gorda un instante antes de pedirle que se case contigo. Una serie de circunstancias durante la tournéeespañola de La joven guardia me haría pensar, sin embargo, que había una cosa más que nos unía y era más fuerte y más pene-trante que cualquier opinión estética o que la biología y que era la obstinación y la desesperación por el reconocimiento europeo, y, en cualquier caso, tenía un nombre, que era el de una ciudad alemana, y una fecha.

Frankfurt 2010. La feria de la industria del libro más importante del mundo estará dedicada ese año a Argentina, y los escritores que iban a perderse conmigo en Barcelona y en Madrid venían a Espa-ña movidos por «la codicia, la ansiedad y la desesperación por hacer negocios», como iba a decir Terranova en una entrevista. Algo que estaba en el aire y era difícil de explicar, aunque nada difícil de per-

circunstancias en la gira española de la antología La joven guardia me harían pensar que algo nos unía como escritores argentinos y era más fuerte que cualquier opinión estética: la obstinación y la desesperación por el reconocimiento que tenía un nombre propio: La Feria del Libro de Frankfurt 2010

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la literatura argentina –y de su generosidad, que tan-tas carreras literarias ha hecho posible–, la editorial Belacqva, responsable de la colección «Verticales de Bolsillo», acababa de publicar La joven guardia. nueva Literatura argentina, una antología de re-latos reunidos por el escritor Maximiliano Tomas editada en Argentina en 2005. A su vez, Tomas, que se encontraba haciendo una maestría en pe-riodismo cultural en Barcelona, había conseguido que el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Bue-nos Aires pagara los pasajes y los viáticos de tres escritores que participaban de esa antología –Sa-manta Schweblin, Juan Terranova y Diego Grillo Trubba– y había arreglado sendas presentaciones en Barcelona y Madrid a las que nos sumaríamos él y yo, que también estaba antologado y vivía en Madrid. Así que yo recorría los pasillos mientras las alfombras del hotel se tragaban mis pasos y no tenía ninguna idea de cómo dar con los escritores argentinos cuando un rostro redondo se asomó al pasillo en una de las puertas que se abría y una voz dijo: «Che, boludo, ¿vos sos Pron?». «Bueno –pensé yo–, acabo de llegar a casa».

En el 2005, La joven guardia había sido una antología muy importante en la constitución de lo que más tarde comenzó a llamarse Nueva Narra-tiva Argentina (NNA), una promoción de escrito-res que, en mayor o menor medida, se ajustaban a los criterios de selección utilizados por Tomas en aquel entonces y consistentes en haber nacido a partir de 1970 y haber publicado al menos un libro. Según Tomas, el objeto de la antología había sido «plantear un estado de situación –la dificultad a la

que se enfrentaban los autores jóvenes para publicar sus textos de ficción–, armar un mapa de la nueva producción literaria argentina y, en el mejor de los casos, otorgarle a esos nombres visibilidad y circulación (...) armar un libro que se interrogara acerca de la exis-tencia de una nueva generación literaria». La joven guardia había sido precedida por algunas antologías y seguida por otras, pero lo que la distinguía de ellas era el haber sido concebida como parte de una estrategia de intervención generacional que, con la etiqueta de «lo nuevo», había contribuido al posicionamiento en el mercado de unos escritores que carecen de estéticas similares o de inquietudes políticas comunes pero comparten un proyecto estratégico genera-cional y ciertos referentes comunes propios de la cultura popular; lo que determina la novedad de estos escritores no es más que la biología, porque las continuidades que pueden establecerse entre sus libros y los que escribieron autores que les precedieron como Rodrigo Fresán, Sergio Chejfec o Alan Pauls son evidentes para sus lectores, lo que hace que el parricidio –que inevitablemente practi-can, puesto que el gesto más habitual de un escritor joven es negar la calidad, «matar» simbólicamente, a sus «padres» literarios– sea como decirle a tu novia que está gorda un instante antes de pedirle que se case contigo. Una serie de circunstancias durante la tournéeespañola de La joven guardia me haría pensar, sin embargo, que había una cosa más que nos unía y era más fuerte y más pene-trante que cualquier opinión estética o que la biología y que era la obstinación y la desesperación por el reconocimiento europeo, y, en cualquier caso, tenía un nombre, que era el de una ciudad alemana, y una fecha.

Frankfurt 2010. La feria de la industria del libro más importante del mundo estará dedicada ese año a Argentina, y los escritores que iban a perderse conmigo en Barcelona y en Madrid venían a Espa-ña movidos por «la codicia, la ansiedad y la desesperación por hacer negocios», como iba a decir Terranova en una entrevista. Algo que estaba en el aire y era difícil de explicar, aunque nada difícil de per-

circunstancias en la gira española de la antología La joven guardia me harían pensar que algo nos unía como escritores argentinos y era más fuerte que cualquier opinión estética: la obstinación y la desesperación por el reconocimiento que tenía un nombre propio: La Feria del Libro de Frankfurt 2010

cibir, aparecía toda vez que se hablaba de reuniones con editores o con agentes, y de eso se hablaba casi todo el tiempo. No era exactamente el mercado a se-cas, sino el uso del mercado como instancia de legiti-mación de una literatura que antes solía justificarse por sí sola. En Barcelona y en Madrid iba a acabar comprendiendo que se ha dado vuelta a la relación entre escritores y libros. Mientras que en el pasado el escritor se exhibía en público o daba entrevistas tan sólo como forma de apoyar la venta de su libro, que era «el» objeto de la producción literaria, en la actualidad el libro ya no es un fin en sí mismo, sino que sirve meramente como apoyo de la figura del escritor, como si éste fuera una marca que necesita sacar periódicamente nuevos productos al mercado para que los consumidores no olviden su nombre. Juan Terranova iba a graficar el fenómeno al admitir días después que sus libros venden «entre quinien-tos y seiscientos ejemplares», pero su blog recibe de doscientas a cuatrocientas visitas por día, lo que lo convierte en el espacio de intervención por exce-lencia del escritor argentino joven. Ante este estado de cosas –asumido como natural o deseable por los escritores con los que tomé cerveza en Barcelona o en Madrid, me hice fotos de Fotomatón y acabé compartiendo carcajadas ante los aforismos oligo-frénicos del también argentino Andrés Neuman, «el» escritor argentino joven, ridículo y jovial, que triunfa en España y cuyo sitio todos, secretamente, quisieran ocupar–, cualquier medio parecía ser líci-to. Durante nuestra primera conversación, en su ha-bitación de hotel, la mañana en que nos conocimos, alguien, ya no recuerdo si Grillo Trubba o Terranova, me preguntó cuánto cobraba un agente en España. Me quedé sin saber qué responder; como primera pregunta era tan buena como una cachetada. «Quin-ce, veinte por ciento es lo habitual», respondí. «¿Y si le doy treinta me consigue más cosas?», preguntó uno de ellos. A partir de ese momento la charla giró alrededor de porcentajes, editores, posibilidades de publicación, trucos que ellos creían que yo guardaba en una galera que todos parecían ver sobre mi cabeza menos yo. En una entrevista reciente, Terranova ha-bía dicho que lo que unía a los escritores participan-tes en la antología era «el márketing» y yo acababa de darme cuenta de que lo que había interpretado

como una boutade cínica era lo más franco y brutalmente honesto que podía decir un escritor argentino joven.

Anotado en el margen de una de las páginas del Dietario volu-ble de Enrique Vila-Matas, que Terranova acababa de comprarse: «La gran historia al final es la épica del dinero y la subsistencia. ¿Con cuánto se vive? ¿Cómo vivir con poco? ¿Cómo invertir lo que sobra?». Según la crítica argentina Elsa Drucaroff, los temas de los escritores argentinos jóvenes son la infancia y la iniciación narra-das desde la perspectiva infantil; los hechos históricos que dejan traumas familiares y personales como el golpe de Estado de 1976 o la crisis de 2001; el viaje como experiencia vital e iniciación inelu-dible para el escritor argentino y la perversión y el consumo y las formas en que su práctica afecta a las relaciones humanas. Pero el gran tema de la NNA estaba todo allí, en esa nota al margen en un libro de otro.

Mientras caminábamos por Barcelona, Terranova me explicó: «Para todos nosotros, el liberalismo bananero de los noventa fue la experiencia más importante de nuestras vidas». Terranova nació en Buenos Aires a finales de 1975 y había publicado un libro de poemas, una crónica, la virgen Del cerro (2007), dos ensayos y las novelas el caníbal (2002), el bailarín De tango (2003), el pornó-grafo (2005) y Mi noMbre es rufus (2008). Más que estas obras consideradas individualmente, lo interesante de ellas es, por una parte, la forma en que documentan la construcción de una figura de autor caracterizada por la búsqueda de controversias, el abordaje de temas cercanos a la cultura popular como la pornografía o la música punk y la actitud irreverente y, por la otra, la curiosidad por el habla coloquial y por explorar formas narrativas poco utilizadas en la literatura argentina contemporánea. El uso de un coloquia-lismo casi paródico y el interés por la cultura popular lo emparen-taban con Diego Grillo Trubba, otro de los escritores argentinos jóvenes puestos a ello.

Grillo Trubba nació en Buenos Aires en 1971 y había publicado ya la novela los Discípulos (2004). A España venía a negociar la edición de las antologías que había creado para el mercado ar-gentino y la eventual publicación de alguno de sus libros inéditos en la editorial Salto de Página. También venía a comer tortilla de

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patatas. A su monótona fijación con el plato es-pañol por excelencia, Grillo Trubba sólo añadiría con el transcurso de los días un cierto interés por la tostada de tocino y la rosca de huevos rotos y jamón –con la que trabó conocimiento gracias al crítico y escritor español Antonio Jiménez Mora-to–, pero la tortilla de patatas sería durante todo el viaje su principal fuente de nutrientes, de la mis-ma manera en que la mía serían los chopitos, unos pequeños calamares que parecen fetos nonatos y que yo debía comer mirando hacia otro lado por-que me daba la impresión de estar masticando el objeto de una campaña antiabortista. Al vernos comer, Samanta Schweblin solía abrir los ojos y no decía nada; pero, francamente, ella nunca decía mucho.

Los ojos de Samanta Schweblin parecían los de un venado que ve cómo la noche se parte en los haces de luz de un camión que se dirige hacia él y no puede moverse y quizás comprende que allí se acaba lo que se daba. Lo que se le venía encima a Schweblin, sin embargo, no era un camión, sino algo que –a falta de un nombre mejor– quizás deba llamar aquí prestigio, esa forma modesta de la fama de la que disfrutan los escritores. Schweblin nació en Buenos Aires en 1978, había publicado ya los cuentos de El núclEo dEl disturbio (2002) y obte-nido el Premio Casa de las Américas con un libro de relatos titulado la furia dE las pEstEs. Formaba parte del catálogo de la principal agente literaria de autores en lengua española e iba a ser publicada en España y Alemania. Su literatura, que recuerda a la de Antonio Di Benedetto, Franz Kafka, Juan Rulfo o

Dino Buzatti, ya estaba entre lo mejor que hubiera escrito una mujer en Argentina en los últimos diez años, lo que no era exactamente mérito suyo sino culpa de sus colegas. En los días siguientes no iba a escucharle decir mucho, ni en público ni en privado: Schweblin se deslizaba en silencio como el hilo dental por la boca descuidada de la nueva literatura argentina.

Unos días después, en la bellísima librería La Central del Ra-val, Ignacio Echevarría iba a preguntarse sobre esas tres últimas palabras. Echevarría es uno de los mejores críticos españoles de las últimas décadas y si hubiera nacido en Nueva York a comienzos del siglo pasado habría sido policía; uno de esos policías de las pe-lículas con nombres irlandeses y un sentido personal de la justicia a los que siempre querrás de tu lado cuando comience la balacera, aunque en La Central fue él quien comenzó con los tiros, pregun-tándose cuál de los tres términos propuestos desde el subtítulo de la antología ―«nueva literatura argentina»― era más problemáti-co. Grillo Trubba miró a Terranova, que tomaba notas y levantó la vista para mirar a Schweblin, que miró a Tomas, que me echó una mirada a mí, que respondí que, de los tres términos, tan sólo me interesaba el del medio. No fue una buena respuesta, pero alguien tenía que decir algo antes de que todos nos marcháramos a cenar y, ya puestos a ello, algunos criticaran la intervención de Echevarría, otros se felicitaran porque la presentación había sido muy concu-rrida o sonrieran exultantes porque a ella había ido la plana mayor de Random House Mondadori, uno de los sellos más importantes del mundo hispanohablante, Samanta Schweblin no dijera nada y Grillo Trubba pidiera una tortilla de patatas.

En La Central se nos había unido Maximiliano Tomas. Tomas es guapo y él lo sabe, lo que es un problema para todos menos para él; había nacido en Buenos Aires en 1975 y tenía cuentos que yo no

un escritor me preguntó cuánto cobraba un agente en España. «Quince, veinte por ciento es lo habitual», respondí. «¿Y si le doy treinta me consigue más cosas?», preguntó uno de ellos. Entonces todo giró sólo alrededor de porcentajes, editores, posibilidades de publicación

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patatas. A su monótona fijación con el plato es-pañol por excelencia, Grillo Trubba sólo añadiría con el transcurso de los días un cierto interés por la tostada de tocino y la rosca de huevos rotos y jamón –con la que trabó conocimiento gracias al crítico y escritor español Antonio Jiménez Mora-to–, pero la tortilla de patatas sería durante todo el viaje su principal fuente de nutrientes, de la mis-ma manera en que la mía serían los chopitos, unos pequeños calamares que parecen fetos nonatos y que yo debía comer mirando hacia otro lado por-que me daba la impresión de estar masticando el objeto de una campaña antiabortista. Al vernos comer, Samanta Schweblin solía abrir los ojos y no decía nada; pero, francamente, ella nunca decía mucho.

Los ojos de Samanta Schweblin parecían los de un venado que ve cómo la noche se parte en los haces de luz de un camión que se dirige hacia él y no puede moverse y quizás comprende que allí se acaba lo que se daba. Lo que se le venía encima a Schweblin, sin embargo, no era un camión, sino algo que –a falta de un nombre mejor– quizás deba llamar aquí prestigio, esa forma modesta de la fama de la que disfrutan los escritores. Schweblin nació en Buenos Aires en 1978, había publicado ya los cuentos de El núclEo dEl disturbio (2002) y obte-nido el Premio Casa de las Américas con un libro de relatos titulado la furia dE las pEstEs. Formaba parte del catálogo de la principal agente literaria de autores en lengua española e iba a ser publicada en España y Alemania. Su literatura, que recuerda a la de Antonio Di Benedetto, Franz Kafka, Juan Rulfo o

Dino Buzatti, ya estaba entre lo mejor que hubiera escrito una mujer en Argentina en los últimos diez años, lo que no era exactamente mérito suyo sino culpa de sus colegas. En los días siguientes no iba a escucharle decir mucho, ni en público ni en privado: Schweblin se deslizaba en silencio como el hilo dental por la boca descuidada de la nueva literatura argentina.

Unos días después, en la bellísima librería La Central del Ra-val, Ignacio Echevarría iba a preguntarse sobre esas tres últimas palabras. Echevarría es uno de los mejores críticos españoles de las últimas décadas y si hubiera nacido en Nueva York a comienzos del siglo pasado habría sido policía; uno de esos policías de las pe-lículas con nombres irlandeses y un sentido personal de la justicia a los que siempre querrás de tu lado cuando comience la balacera, aunque en La Central fue él quien comenzó con los tiros, pregun-tándose cuál de los tres términos propuestos desde el subtítulo de la antología ―«nueva literatura argentina»― era más problemáti-co. Grillo Trubba miró a Terranova, que tomaba notas y levantó la vista para mirar a Schweblin, que miró a Tomas, que me echó una mirada a mí, que respondí que, de los tres términos, tan sólo me interesaba el del medio. No fue una buena respuesta, pero alguien tenía que decir algo antes de que todos nos marcháramos a cenar y, ya puestos a ello, algunos criticaran la intervención de Echevarría, otros se felicitaran porque la presentación había sido muy concu-rrida o sonrieran exultantes porque a ella había ido la plana mayor de Random House Mondadori, uno de los sellos más importantes del mundo hispanohablante, Samanta Schweblin no dijera nada y Grillo Trubba pidiera una tortilla de patatas.

En La Central se nos había unido Maximiliano Tomas. Tomas es guapo y él lo sabe, lo que es un problema para todos menos para él; había nacido en Buenos Aires en 1975 y tenía cuentos que yo no

un escritor me preguntó cuánto cobraba un agente en España. «Quince, veinte por ciento es lo habitual», respondí. «¿Y si le doy treinta me consigue más cosas?», preguntó uno de ellos. Entonces todo giró sólo alrededor de porcentajes, editores, posibilidades de publicación

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había leído desperdigados en antologías, un libro de relatos en preparación y una labor muy impor-tante como director del suplemento cultural del diario Perfil de Buenos Aires y como antólogo. «Es imprescindible tener sentido del humor», me diría días después al hablarme de cuáles son los requi-sitos para ser un joven escritor argentino, y yo iba a tener suficientes pruebas de ello durante el viaje, que iba a romperse en momentos de tedio alterna-dos por otros de la hilaridad más absoluta: Grillo Trubba explicando sus divergencias con el pero-nismo en un restaurante indio en el que atronaba una música salida del infierno bollywoodiano que parece querer tragarse todo últimamente, Terrano-va bebiendo un zumo repugnante comprado en una máquina expendedora y tirado debajo de un puente en la periferia barcelonesa, todos comiendo en una pizzería argentina cuyos cocineros resultaron ser filipinos, un taxista confundiéndonos con chilenos, Terranova apostando diez pesos con Grillo Trub-ba a que podía pasar por debajo de un vidrio en el famoso Puente del Viaducto y perdiendo luego de quejarse de que no pasaba «porque tengo mucho músculo en el esternón», yo dejando boquiabiertos a todos con una exposición tan exhaustiva como in-necesaria sobre robotech, la gran serie de anima-ción japonesa que todos habíamos visto en la déca-da de 1980 y después olvidado; todos durmiendo en una pensión repugnante vigilada por un dálmata de yeso, Terranova sacándose una foto frente al museo Reina Sofía con una caja de cartón en la cabeza y siendo así mucho más vanguardista que todo el arte contenido en el museo y quedándose dormido junto al Guernica de Pablo Picasso; yo entrando a todas las librerías a preguntar si tenían mis libros y ju-rando indignado que no volvería a poner un pie en ellas si no los traían. Esos momentos, que habrían alimentado el anecdotario de una vanguardia sobre la que nadie escribiría nunca, crearon un sentido de camaradería y de amistad allí donde, finalmente, lo único que emparentaba a los escritores itinerantes era la aspiración a la respetabilidad literaria obte-nida mediante la publicación en España. «A mí no me parece mal confrontar con el mercado», iba a decirme Terranova junto a la Plaza Mayor de Ma-drid, y Grillo Trubba iba a agregar: «A mí, cuando

confronté con el mercado, vino el mercado y me cogió». Así era como los escritores argentinos se perdían en España, pero también se per-dían en Argentina y dondequiera que pusieran su pie, y era triste que eso sucediera. Alguien habría tenido que decirles que la literatura consiste en leer y en escribir libros y que ésa es una actividad vir-tualmente antieconómica porque descansa sobre la búsqueda de un sentido esquivo a un mundo en perpetua confusión y nadie quiere eso en su casa a la hora del almuerzo. Alguien debería haberles dicho esto antes de que comenzaran a escribir su gran novela; pero nadie lo había hecho y yo estaba demasiado ocupado tratando de averiguar dónde, en qué punto del camino, la literatura argentina se había jo-dido para siempre.

¿Cuál fue el resultado de esa semana de confusión, risas y espe-culación con los escritores argentinos jóvenes? Convencido de que «todos los premios están arreglados», Juan Terranova contó que ha-bía ido a hablar con su agente, a la que le presentó a su vez su nueva novela. Samanta Schweblin también había tenido una reunión en las oficinas de la agencia literaria de Carmen Balcells y había conocido a su traductora al alemán y a su editora en España. Guillermo Scha-velzon, el agente literario más relevante de la literatura argentina, se había puesto en contacto con Maximiliano Tomas y con Diego Grillo Trubba, quien había ido a las oficinas de Mondadori en Madrid a pedirle a Constantino Bértolo, editor del influyente sello de nueva narrativa Caballo de Troya, que le explicara «cómo» hacer circular sus libros en el mercado español y Bértolo se lo había explicado. La prensa española había reaccionado con entusiasmo a la publicación de la antología, pero sus presentaciones en Barcelona y Madrid ha-bían sido, en sus mejores momentos, apenas contradictorias e in-comprensibles y, en los peores, simplemente escandalosas, y habían dejado un tendal de opiniones negativas de sus asistentes en blogsy en prensa. Sin embargo, al subirse al avión de regreso a Argenti-na, todos se felicitaban por las noticias. «Nos vemos en Frankfurt 2010», había prometido Tomas al subirse al taxi que lo llevaría al ae-ropuerto, pero yo no estaba tan seguro. Antes de todo eso tenía una historia que escribir e iba a hacerlo así tuviera que cogerla por los cabellos. No sabía hacer otra cosa y esperaba seguir haciéndolo aún durante mucho tiempo. Ah, y mi historia no transcurría en Frankfurt sino en un enorme páramo desierto; en él, alguien abría un pozo en busca de petróleo y, a cambio, encontraba verdad y sentido y los de-volvía al mundo, que los cogía con dos dedos desconfiados, que es lo que hacen los editores españoles con los manuscritos de los jóvenes escritores argentinos y las enfermeras en los hospitales cuando les entregas tu muestra de orina.

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Manual para ser un blogger exitoso

o se quede ahí parado en medio de la autopista de la

información. Podría usted ser arrollado por un ado-

lescente de acné contumaz que desde una mísera Pentium III

y robando WiFi le esté dictando su agenda virtual. ¿No le gus-

taría estar del otro lado del mostrador? ¡Sea usted el bloguero!

Pero, ¿qué tengo de importante que decir?, se preguntará us-

ted con toda razón. La respuesta es una sola: nada. La buena

noticia es que no necesita más. He aquí el cómo.

1.- Prevenir es curar.- Los verdaderos enemigos de

la blogósfera no son ni la prensa escrita ni el apresuramiento

por publicar, como tanto se ha predicado. Sus enemigos son

la dispepsia, la tendinitis y la caspa. De

todos los males acaso la dispepsia sea

el más fácil de enfrentar. El solo instin-

to de evitar orinarse encima obligará a

forzada caminata de la PC al baño, des-

plazamiento más que suficiente para ge-

nerar el adecuado alivio, y acompasada

motilidad, de todo contenido intestinal.

La tendinitis requiere alternar la rutina

del tecleo permanente con algún otro

tipo de actividad manual recreativa.

Creo que no necesito entrar en detalles

al respecto. Y finalmente, el creciente

espaciamiento entre duchas logrará que

naturalmente el número de hojuelas de

células capilares muertas aumente ex-

ponencialmente. Como anécdota podría

referir el caso de un exitoso blogger local

al cual candorosamente pregunté dónde

había conseguido un determinado mo-

delo de teclado en color blanco, adminí-

culo imposible de conseguir. ¿Blanco?,

fue su respuesta antes de soplar sobre

el mismo y revelar su verdadera tonalidad negra azabache.

Con esto quiero decir que la mejor medida a tomar ante la

caspa es rascarse. Pero sin violencia, para que el placer sea

duradero compañero de esas largas jornadas blogueriles.

2.- Replantee la pirámide nutricional.- La pirá-

mide nutricional del bloguero tiene su base compuesta de lo

que podría llamarse «comida de grifo», a saber: golosinas,

cigarros, bebidas energizantes y eventualmente un plato de

fondo, tipo un triple de huevo, palta y pollo con fecha de ca-

ducidad no superior al mes de vencida. Los escalones cen-

90_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

trales de esta jerarquía contendrían alimentos que suponen ya un grado relativamente

sofisticado de preparación, tales como la canchita, el huevo frito y las tostadas con

mantequilla. Y coronando el orden alimentario, graficando que una dosis mínima de

su ingesta representa una cantidad máxima de potencia y sustento intelectual, reside

solitaria y omnipotente la sopa Ramen. Sus ingredientes, además, estimulan la pro-

ducción de caspa.

3.- Desarrolle profundo conocimiento de la obra de Jorge Luis Borges.-Habiéndose comprobado que pasar más de cinco horas frente a la pantalla incrementa

sustancialmente la presión de los fluidos al interior de los ojos, comprimiendo los nervios

ópticos y por lo tanto propiciando el glaucoma y, por ende, la ceguera irreversible, resulta

prudente estar anteladamente familiarizados con la obra del genial invidente argentino.

4.- Honre sus influencias.- El blo-

guero a carta cabal sabe bien que le debe

agradecimiento eterno a dos gigantes de la in-

formática contemporánea por igual, sin pre-

ferencias ni miramientos: Apple y Windows.

Apple tuvo la visionaria idea de incorporar la

opción del copy/paste en los sistemas opera-

tivos de sus primeras MacIntosh. Lucidez lue-

go amplificada cuando Windows incorporara

el mismo concepto bajo los comandos X, V y

C respectivamente. El bloguerismo sería im-

pensable sin la primordial interpretación del

conocimiento como un patrimonio universal

de usufructo público. Ahora bien, la necedad

institucionalizada, a base de artificios dirigi-

dos a sembrar el pánico libertario mediante el

temor a la reparación civil, ha logrado ciertas

leguleyadas que el bloguero avisado no puede

ignorar: por más que le duela, consigne sus

fuentes así sea en microscópica tipografía de

4 puntos, de esa que hace llorar a quien la lea.

El gesto no le impedirá conservar la certeza

hacia sus adentros de que una buena apropia-

ción no es sino una versión mejorada de un original. En una palabra, arte.

5.- Deje a su novia.- El bloguero responsable y leal a su oficio tiene muy claras

sus prioridades. Y entre ellas no figura, ni siquiera cerrando la lista, el tema sentimen-

tal. Menos aún andar dando cuentas de en qué se invierte tanto tiempo a solas con la

computadora. Para cualquier otro fin práctico, las respuestas vienen con el territorio.

Fisiológicamente hablando el tema se resuelve con los años, cuando el bloguero de ofi-

cio aprende a tipear con una sola mano. Psicólogicamente es mucho más fácil y rápido

establecer una conexión espiritual con [email protected] y su web cam de

lo que uno se imagina. Lo que hace una mirada.

Para consultas: [email protected]

un consejo de

fritz berger ch.

Page 93: Etiqueta Negra (El Diablo en la Cocina)

r o n a l d o m e n é n d e z

Menú Insularu n c u e n t o d e r o n a l d o m e n é n d e z

c o n u n D I B U J o D e m a r i o s e g o v i a g u z m á n

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a candente mañana de marzo en que anunciaron oficialmente que iban a racionar el pan y los huevos, después de un imperioso

rumor que no se rebajó un solo instante al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de las bodegas habían renovado sus anuncios sustituyéndolos por un rotundo: «Pan y huevos, sólo por la libreta de racionamiento». El hecho me dolió, pues comprendí que el cesante campo socialista

se apartaba de nosotros, y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el campo socialista pero yo no, pensé con melancólica vanidad. Alguna vez, lo confieso, mi entusiasta devoción había exasperado a mis colegas escépticos. Muerto el socialismo, podría dedicarme a medirlo, sin esperanzas, pero también sin exasperación. Decidí seguir de cerca lo que a partir de entonces sería nuestro Menú Insular. Consideré que el domingo 10 de marzo era el cumpleaños de mi hija y que visitar aquel día el zoológico de la calle 26 era un acto

A mis padres

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de humano que tiene todo avestruz), decidí descreer de lo que no había visto. Lo que sí vi, escuché y olí profundamente, fueron

Los cerdosQue desde tiempo inmemorial habían constituido

la carne angular del soporte gastronómico dentro de la isla. A nadie se le había ocurrido nunca que aquellos animales, que eran máquinas de devorar todo lo que no fuera su propio cuerpo, podían domesticarse en las zonas más residenciales de la urbe. Como los departamentos no contaban con la adecuada infraestructura para la cría de cerdos, la gente comenzó a criarlos dentro de las bañeras. Era el lugar idóneo, pues permitía, al abrir la ducha, canalizar los abundantes y muy olorosos detritos que la máquina de devorar todo lo que no fuera su propio cuerpo producía. Por lo demás, una vez que la bestia pasaba de peso pluma a peso welter y decidía dar la batalla por su libertad (no hay nada más inquieto que un cerdo citadino), los bordes redondeados y resbaladizos de la bañera anulaban tobogánicamente toda posibilidad de éxito. El animal podía patalear cuanto le viniera en gana, hasta que de tanto revolcarse hacia el fondo terminaba agotado y hambriento. Pero quedaba un grave problema por solucionar: el escándalo. Como cada mañana, yo y todo el vecindario despertábamos escuchando que un horizonte de cerdos chillaba muy lejos del río y muy cerca de nuestras vidas. Pero he aquí que un extraño día se hizo el silencio, y aunque ya mi madre me había explicado la extraordinaria causa de esto, quise verificarlo con mis propios ojos, por aquello de «ver para creer». Entré a casa del último vecino que poseía un cerdo escandaloso, y allí estaba

El veterinarioComencemos, dice.Entonces he aquí lo que observo. El veterinario abre

su típica maletita de médico rural, trastea adentro por

92_ FICCIONARIO

paternal irreprochable, tal vez ineludible. Esá fue la última vez que, con su injustificada felicidad de rejas, vimos a

PanchoEl avestruz del zoo. Solía ser tan dócil que

durante la misma hora de todas las mañanas estiraba su cuello periscópico fuera de la jaula hasta alcanzar la ventana siempre abierta del director. El director le regalaba trozos de pan viejo y cáscaras de plátano. ¡Ah, Pancho! Nunca un ave tan fea había sido el bonito orgullo de un director. Pero el avestruz un día desapareció sin dejar rastro. Luego de pesquisas inquisitoriales, el azar dio indefectiblemente con la respuesta. Una de las niñas del barrio comentó en el colegio, sin que viniera del todo al caso, que en su casa no había qué comer y su papá había preparado para la cena un muslo de pollo ASÍ, y al decir esto último abrió sus brazos tanto como pudo. La maestra continuó indagando y la niña orgullosa confesó que el pescuezo del pollo también era ASÍ, y el corazón y las alas eran ASÍ. Así fue como se supo que el director del zoo había engordado a Pancho y lo había servido en su mesa doméstica, pues casualmente la niña era la hija del director. Cundió el mal ejemplo, y poco a poco fue diezmada la comunidad de cocodrilos, ciertas especies de monos, todas las aves, uno que otro camélido y otros herbívoros. Al final el zoo se redujo a las hienas y los lobos que trataban de comerse los unos a los otros, pues para ellos tampoco había alimentos.

Nunca pude comprobar qué había de cierto en aquella historia, y dónde el entusiasmo vernáculo había decidido abrir compuertas a las turbias aguas de la fabulación. Opté medicinalmente por aquel precepto según el cual «ser es ser percibido», y como yo nunca había visto la susodicha ave exótica servida y mucho menos al director caníbal (téngase en cuenta que las fuentes populares enfatizaban en lo mucho

r o n a l d o m e n é n d e z

unos segundos, y de pronto alza el brazo enarbolando una jeringa con aguja metálica como de dentista, pero mucho más gruesa. Así que el experto se posiciona con virtuosismo, exactamente como lo haría un torero a punto del pase de banderillas, y no se me escapa que el puerco ha captado con esa sensibilidad de asado en potencia todo aquel tejemaneje amenazador. El cerdo desconfía y se arrincona en la bañera. El torero de la jeringa se aproxima, y es el momento en que la máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo decide proteger su pellejo, para ello se abalanza minotáuricamente contra

el matador, pero éste sabe su oficio, de modo que se aparta en abanico y mientras la bestia se va en blanco el hombre del estilete baja su brazo con velocidad de avispa y le clava la jeringa en el lomo. Con este disparo todo habría seguido un curso clínicamente previsible. Pero he aquí que el cerdo se revuelve dando alaridos ensordecedores, se restriega contra la pared tratando de sacarse la aguja que se ha zafado de la jeringa y permanece clavada en su lomo negro. Pero la aguja no tarda en caer al suelo, y mientras el rostro del veterinario se va ensombreciendo, el cerdo parece haber olvidado el asunto (incluidos los pseudoverdugos allí presentes), estira su hocico áspero, se mete la aguja enorme a la boca y comienza a masticarla. El veterinario se ha puesto

muy serio, pues a pesar de que la aguja se le clava una y otra vez en las encías, el cerdo insiste en masticar. Pero ya la anestesia comienza a hacer su efecto, de modo que el animal empieza a bambolearse y no tarda en caer al suelo, con la lengua colgando y la aguja colgando de la lengua. El rostro del veterinario vuelve a ser una fruta en primavera. Entonces le dice al vecino: su puerco se ha hecho un piercing en la lengua, dicen que es bueno para el sexo oral. Se agacha, extrae de la maletita un par de pinzas enormes y un escalpelo. Ayúdame a sujetarle la mandíbula, dice. Y mientras mi vecino acomete la temblorosa tarea de agarrar la superficie áspera y pegajosa de babasangre, el veterinario introduce la pinza y el venablo, trastea durante un par de minutos, y va extrayendo esos pedacitos de carne rosada que son las cuerdas vocales. Ya está listo, nunca volverá a hacer escándalos. Cuando la oscura máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo regresa de la anestesia local, se revuelca como una lombriz inflada y escupe espumarajos verdirrojos. Pero nunca pierde el apetito. Ahora sus reclamos no pasan de resoplidos mudos.

A pesar de la ingeniosa solución y lo felices que se ponen todos en el barrio al ver instalado otra vez en el menú la carne de cerdo asada, aparecen los inspectores prohibiendo y multando a todos aquellos que insisten en criar cerdos en sus bañeras. Ya se sabe, a toda represión (por muy socialista que sea) suele oponerse una reacción. Es así que el recurso antagónico, aunque parece una metáfora de la forma de la isla, es literal y ontológicamente

El cocodriloDe mi vecina Nieves. Y aunque no se trata de una

metáfora, sino de algo concreto y singular, en honor a las verdades que aquí expongo es necesario consignar que tampoco fue un caso generalizado. No obstante, este hallazgo me permitió reforzar el mito popular de la desaparición de ciertas especies endémicas del zoológico. Es sabido por todos dentro de este universo

Se supo que el director del zoo había engordado a Pancho, el avestruz, y lo había servido en su mesa doméstica. Poco a poco fue diezmada la comunidad de

cocodrilos, ciertas especies de monos, todas las aves, uno que otro camélido y otros herbívoros. Al final el zoo se redujo a las hienas y los lobos que trataban de comerse los unos a los otros, pues para ellos tampoco había alimentos

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de humano que tiene todo avestruz), decidí descreer de lo que no había visto. Lo que sí vi, escuché y olí profundamente, fueron

Los cerdosQue desde tiempo inmemorial habían constituido

la carne angular del soporte gastronómico dentro de la isla. A nadie se le había ocurrido nunca que aquellos animales, que eran máquinas de devorar todo lo que no fuera su propio cuerpo, podían domesticarse en las zonas más residenciales de la urbe. Como los departamentos no contaban con la adecuada infraestructura para la cría de cerdos, la gente comenzó a criarlos dentro de las bañeras. Era el lugar idóneo, pues permitía, al abrir la ducha, canalizar los abundantes y muy olorosos detritos que la máquina de devorar todo lo que no fuera su propio cuerpo producía. Por lo demás, una vez que la bestia pasaba de peso pluma a peso welter y decidía dar la batalla por su libertad (no hay nada más inquieto que un cerdo citadino), los bordes redondeados y resbaladizos de la bañera anulaban tobogánicamente toda posibilidad de éxito. El animal podía patalear cuanto le viniera en gana, hasta que de tanto revolcarse hacia el fondo terminaba agotado y hambriento. Pero quedaba un grave problema por solucionar: el escándalo. Como cada mañana, yo y todo el vecindario despertábamos escuchando que un horizonte de cerdos chillaba muy lejos del río y muy cerca de nuestras vidas. Pero he aquí que un extraño día se hizo el silencio, y aunque ya mi madre me había explicado la extraordinaria causa de esto, quise verificarlo con mis propios ojos, por aquello de «ver para creer». Entré a casa del último vecino que poseía un cerdo escandaloso, y allí estaba

El veterinarioComencemos, dice.Entonces he aquí lo que observo. El veterinario abre

su típica maletita de médico rural, trastea adentro por

92_ FICCIONARIO

paternal irreprochable, tal vez ineludible. Esá fue la última vez que, con su injustificada felicidad de rejas, vimos a

PanchoEl avestruz del zoo. Solía ser tan dócil que

durante la misma hora de todas las mañanas estiraba su cuello periscópico fuera de la jaula hasta alcanzar la ventana siempre abierta del director. El director le regalaba trozos de pan viejo y cáscaras de plátano. ¡Ah, Pancho! Nunca un ave tan fea había sido el bonito orgullo de un director. Pero el avestruz un día desapareció sin dejar rastro. Luego de pesquisas inquisitoriales, el azar dio indefectiblemente con la respuesta. Una de las niñas del barrio comentó en el colegio, sin que viniera del todo al caso, que en su casa no había qué comer y su papá había preparado para la cena un muslo de pollo ASÍ, y al decir esto último abrió sus brazos tanto como pudo. La maestra continuó indagando y la niña orgullosa confesó que el pescuezo del pollo también era ASÍ, y el corazón y las alas eran ASÍ. Así fue como se supo que el director del zoo había engordado a Pancho y lo había servido en su mesa doméstica, pues casualmente la niña era la hija del director. Cundió el mal ejemplo, y poco a poco fue diezmada la comunidad de cocodrilos, ciertas especies de monos, todas las aves, uno que otro camélido y otros herbívoros. Al final el zoo se redujo a las hienas y los lobos que trataban de comerse los unos a los otros, pues para ellos tampoco había alimentos.

Nunca pude comprobar qué había de cierto en aquella historia, y dónde el entusiasmo vernáculo había decidido abrir compuertas a las turbias aguas de la fabulación. Opté medicinalmente por aquel precepto según el cual «ser es ser percibido», y como yo nunca había visto la susodicha ave exótica servida y mucho menos al director caníbal (téngase en cuenta que las fuentes populares enfatizaban en lo mucho

r o n a l d o m e n é n d e z

unos segundos, y de pronto alza el brazo enarbolando una jeringa con aguja metálica como de dentista, pero mucho más gruesa. Así que el experto se posiciona con virtuosismo, exactamente como lo haría un torero a punto del pase de banderillas, y no se me escapa que el puerco ha captado con esa sensibilidad de asado en potencia todo aquel tejemaneje amenazador. El cerdo desconfía y se arrincona en la bañera. El torero de la jeringa se aproxima, y es el momento en que la máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo decide proteger su pellejo, para ello se abalanza minotáuricamente contra

el matador, pero éste sabe su oficio, de modo que se aparta en abanico y mientras la bestia se va en blanco el hombre del estilete baja su brazo con velocidad de avispa y le clava la jeringa en el lomo. Con este disparo todo habría seguido un curso clínicamente previsible. Pero he aquí que el cerdo se revuelve dando alaridos ensordecedores, se restriega contra la pared tratando de sacarse la aguja que se ha zafado de la jeringa y permanece clavada en su lomo negro. Pero la aguja no tarda en caer al suelo, y mientras el rostro del veterinario se va ensombreciendo, el cerdo parece haber olvidado el asunto (incluidos los pseudoverdugos allí presentes), estira su hocico áspero, se mete la aguja enorme a la boca y comienza a masticarla. El veterinario se ha puesto

muy serio, pues a pesar de que la aguja se le clava una y otra vez en las encías, el cerdo insiste en masticar. Pero ya la anestesia comienza a hacer su efecto, de modo que el animal empieza a bambolearse y no tarda en caer al suelo, con la lengua colgando y la aguja colgando de la lengua. El rostro del veterinario vuelve a ser una fruta en primavera. Entonces le dice al vecino: su puerco se ha hecho un piercing en la lengua, dicen que es bueno para el sexo oral. Se agacha, extrae de la maletita un par de pinzas enormes y un escalpelo. Ayúdame a sujetarle la mandíbula, dice. Y mientras mi vecino acomete la temblorosa tarea de agarrar la superficie áspera y pegajosa de babasangre, el veterinario introduce la pinza y el venablo, trastea durante un par de minutos, y va extrayendo esos pedacitos de carne rosada que son las cuerdas vocales. Ya está listo, nunca volverá a hacer escándalos. Cuando la oscura máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo regresa de la anestesia local, se revuelca como una lombriz inflada y escupe espumarajos verdirrojos. Pero nunca pierde el apetito. Ahora sus reclamos no pasan de resoplidos mudos.

A pesar de la ingeniosa solución y lo felices que se ponen todos en el barrio al ver instalado otra vez en el menú la carne de cerdo asada, aparecen los inspectores prohibiendo y multando a todos aquellos que insisten en criar cerdos en sus bañeras. Ya se sabe, a toda represión (por muy socialista que sea) suele oponerse una reacción. Es así que el recurso antagónico, aunque parece una metáfora de la forma de la isla, es literal y ontológicamente

El cocodriloDe mi vecina Nieves. Y aunque no se trata de una

metáfora, sino de algo concreto y singular, en honor a las verdades que aquí expongo es necesario consignar que tampoco fue un caso generalizado. No obstante, este hallazgo me permitió reforzar el mito popular de la desaparición de ciertas especies endémicas del zoológico. Es sabido por todos dentro de este universo

Se supo que el director del zoo había engordado a Pancho, el avestruz, y lo había servido en su mesa doméstica. Poco a poco fue diezmada la comunidad de

cocodrilos, ciertas especies de monos, todas las aves, uno que otro camélido y otros herbívoros. Al final el zoo se redujo a las hienas y los lobos que trataban de comerse los unos a los otros, pues para ellos tampoco había alimentos

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que llaman barrio (cuyo centro está en todas partes y cuyo perímetro se traslada al infinito) que Nieves se dedica a la confección casera de balsas, esos artefactos donde los isleños se fugan a un más allá que sobrepasa el perímetro del barrio. Con ese olfato que le ha granjeado a Nieves fama de experta negociante, ha conseguido también criar su propio sustento. Cuando llego, primero me enseña el taller clandestino de balsas y luego el cocodrilo. El primero está en su patio al descampado, el segundo también yace en el patio, pero amarrado. Nieves me explica que un cocodrilo es de lo más rentable: come cualquier cosa, por tanto, cuando no hay comida lo alimenta con un mejunje de trapos sancochados y cartones remojados con azúcar. Jamás monta un escándalo. Persuade a los vándalos del barrio de no robarle las piezas para las balsas, posee una apetitosa carne tierna, y una vez sacrificado su piel es harto codiciada por los turistas. Y lo que es aún mejor: no existe una ley que le prohíba a la gente tener su cocodrilo amarrado en el patio. De modo que ni siquiera es ilegal. Es así como cada domingo se instala en la mesa de Nieves el estofado de cocodrilo.

Regresé a mi casa, la casa de mis padres, la vieja casa inveterada del barrio de Buenavista, donde mi madre fungía como abuela de mi hija, sin tener casi nada que poner en la mesa nuestra de cada día. Pero he aquí que esa noche, en la precisa hora en que un ser ventrílocuo había encarnado en mí, reclamando todo aquello que ya mi gestión no podía procurarle, mi señora madre nos coloca en la mesa la inesperada fuente de un

Conejo asadoDevoramos como sólo pueden hacerlo camélidos

humanos con sed de carne en el desierto insular. Harto satisfechos, y emitidos los eructos de rigor, pasé a preguntarle a mi madre la procedencia de aquel fastuoso menú. Me explicó en dos palabras de qué se trataba: conejo de altura. Y al ver el estupor como un

acné repentino sobre mi rostro, me dijo: Anda, sube y compruébalo por ti mismo, claro está que si nada vez, tu incapacidad no invalida mi testimonio.

Al escalar el techo constaté, como en un laberinto de espejos, que la totalidad del vecindario enviaba a sus vástagos avituallados para la pesca. El barrio se ensombrecía a causa de los apagones y de la escasez de bombillos. Alguien, probablemente uno de los hijos de Nieves, me impuso el más cauto silencio por medio de ostensibles gestos, y se ofreció incluso a compartir la sección de alero que le correspondía, para enseñarme los procedimientos técnicos de la pesca de alturas. Se lanza en enérgica parábola la plomada con su gold fish enganchado al anzuelo, de tal modo que permanezca hundida en algún vericueto oscuro de un techo vecino. Esto era lo principal. Lo demás es el tacto de relojero, la experiencia y el rigor de la batalla. Cuando el gato muerde el gold fish se verifica un leve corrimiento del sedal, progresivo, hipócrita. Luego el gato se traga la carnada y empieza la lucha, porque el histérico genuflexo no comprende lo que le está sucediendo. Se voltea bocarriba, profiere alaridos desnaturalizados que parecen los de un recién nacido, aferra sus manos felinas a cuanta superficie encuentra a su paso, da saltos electrizados. La única manera de vencerlo es dando sedal otorgándole un respiro que deprima sus fuerzas, otra vez recogiendo, otra vez dándole sedal y otra vez recogiendo drásticamente hasta que su cuerpo con ojos de loco quede colgando en la punta de la caña. Una vez despellejado y descabezado, se hace prácticamente imposible distinguir a un gato de un conejo. El nuevo espécimen había sido bautizado rigurosamente como «conejo de altura». Antes de bajar del techo, miré la luna. Sentí un confuso malestar que traté de atribuir a mi rigidez y no a la impresión de la violenta pesca de alturas. Abrí, cerré los ojos, miré dentro de mí, entonces pude volver a ver el Menú Insular.

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y coles macizas como mujeres rusas, vi un círculo de tierra fértil en la vereda donde aun permanecía un almendro, vi en una librería de la calle 70 un ejemplar de la primera versión de Recetas cRiollas, las de Nitza Villapol, vi su censurado programa televisivo otra vez divulgando aquello de «recetas fáciles de hacer para todo el barrio», vi pescado fresco en las pescaderías, panes al horno, perdices a la cacerola, ostiones en vasos cortos, quesos de superficie lunar, Roquefort, Parmesano, Crema, vi barras de chocolate entrando en la boca de negros sudorosos, vi a mi madre riendo ante una barroca despensa, vi el supermercado Ciar otra vez poblado de pueblo y no de turistas, vi pimientos asados, vi un niño de doce años bebiendo leche (desde los once la habían excluido del menú infantil), vi frijoles multicolores y arroz en blanco y negro como moros y cristianos, vi brazos gitanos, pastelería francesa, arroz chino, papas a la gallega y manjar oriental, vi picadillo a la habanera que era el preferido de Piñera, vi el boniatillo que tanto gustaba a Lezama, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido un cerdo de nochevieja, vi el engranaje de la gula y la modificación del hambre, vi el Menú Insular desde todas las casas, vi en el Menú mi casa, y en mi casa otra vez el Menú y en el Menú mi casa, vi mi boca y mis tripas, vi tu boca llena, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese referente secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los isleños, pero que ningún isleño desde hace largo tiempo ha visto: el increíble Menú Insular.

Sentí infinita veneración, infinita lástima. Temí que no me abandonara jamás la impresión de lo que había perdido, de lo que me habían quitado. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

¿Existe ese Menú en lo íntimo de mi alma? ¿Lo he visto cuando aquella noche miré dentro de mí y ya lo he olvidado? Nuestra memoria insular –huelga decirlo– es porosa para el olvido. Yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, el justo sabor del huevo y del pan de cada día.

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Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten: ¿cómo transmitir a los otros el infinito Menú Insular, que mi temerosa memoria apenas abarca? Lo que vieron mis ojos dentro de mí fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Vi el populoso mar que rodea la isla, y del mar vi redes y de las redes vi muchedumbres de camarones y

langostinos, los vi poblando largas mesas familiares bajo rostros risueños, vi fuentes de aguacates en lascas y lascas y lascas, haciendo de la cerámica una cebra verde, vi rabo de toro encendido bajo crema de ají, vi pulpos y calamares ahogados en su tinta, vi plátanos, mameyes, caimitos, zapotes, anones, chirimoyas y mangos, vi langostas de talla extralarga dejando que su olor tocara por igual todas las narices, vi un laberinto restaurado (era La Habana), vi en un traspatio de una calle de Buenavista una larga mesa dominical poblada de un oloroso cerdo asado criado en una finca y no de una bañera, vi tasajo en salsa roja con guarnición de boniatos, vi malanga hervida entrando por los ojos de un solo niño de muchos rostros, vi pepinos, rabanitos, tomates, berro, nabos, zanahorias, lechugas tiernas

El primer cocodrilo de la tía Nieves está en su patio al descampado, el segundo también, pero amarrado. Ella me explica que el cocodrilo rentable: come cualquier

cosa, posee una apetitosa carne tierna, y una vez sacrificado su piel es codiciada. Y lo que es aún mejor: no existe una ley que le prohíba tener su cocodrilo amarrado en el patio. Cada domingo come el estofado de cocodrilo

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que llaman barrio (cuyo centro está en todas partes y cuyo perímetro se traslada al infinito) que Nieves se dedica a la confección casera de balsas, esos artefactos donde los isleños se fugan a un más allá que sobrepasa el perímetro del barrio. Con ese olfato que le ha granjeado a Nieves fama de experta negociante, ha conseguido también criar su propio sustento. Cuando llego, primero me enseña el taller clandestino de balsas y luego el cocodrilo. El primero está en su patio al descampado, el segundo también yace en el patio, pero amarrado. Nieves me explica que un cocodrilo es de lo más rentable: come cualquier cosa, por tanto, cuando no hay comida lo alimenta con un mejunje de trapos sancochados y cartones remojados con azúcar. Jamás monta un escándalo. Persuade a los vándalos del barrio de no robarle las piezas para las balsas, posee una apetitosa carne tierna, y una vez sacrificado su piel es harto codiciada por los turistas. Y lo que es aún mejor: no existe una ley que le prohíba a la gente tener su cocodrilo amarrado en el patio. De modo que ni siquiera es ilegal. Es así como cada domingo se instala en la mesa de Nieves el estofado de cocodrilo.

Regresé a mi casa, la casa de mis padres, la vieja casa inveterada del barrio de Buenavista, donde mi madre fungía como abuela de mi hija, sin tener casi nada que poner en la mesa nuestra de cada día. Pero he aquí que esa noche, en la precisa hora en que un ser ventrílocuo había encarnado en mí, reclamando todo aquello que ya mi gestión no podía procurarle, mi señora madre nos coloca en la mesa la inesperada fuente de un

Conejo asadoDevoramos como sólo pueden hacerlo camélidos

humanos con sed de carne en el desierto insular. Harto satisfechos, y emitidos los eructos de rigor, pasé a preguntarle a mi madre la procedencia de aquel fastuoso menú. Me explicó en dos palabras de qué se trataba: conejo de altura. Y al ver el estupor como un

acné repentino sobre mi rostro, me dijo: Anda, sube y compruébalo por ti mismo, claro está que si nada vez, tu incapacidad no invalida mi testimonio.

Al escalar el techo constaté, como en un laberinto de espejos, que la totalidad del vecindario enviaba a sus vástagos avituallados para la pesca. El barrio se ensombrecía a causa de los apagones y de la escasez de bombillos. Alguien, probablemente uno de los hijos de Nieves, me impuso el más cauto silencio por medio de ostensibles gestos, y se ofreció incluso a compartir la sección de alero que le correspondía, para enseñarme los procedimientos técnicos de la pesca de alturas. Se lanza en enérgica parábola la plomada con su gold fish enganchado al anzuelo, de tal modo que permanezca hundida en algún vericueto oscuro de un techo vecino. Esto era lo principal. Lo demás es el tacto de relojero, la experiencia y el rigor de la batalla. Cuando el gato muerde el gold fish se verifica un leve corrimiento del sedal, progresivo, hipócrita. Luego el gato se traga la carnada y empieza la lucha, porque el histérico genuflexo no comprende lo que le está sucediendo. Se voltea bocarriba, profiere alaridos desnaturalizados que parecen los de un recién nacido, aferra sus manos felinas a cuanta superficie encuentra a su paso, da saltos electrizados. La única manera de vencerlo es dando sedal otorgándole un respiro que deprima sus fuerzas, otra vez recogiendo, otra vez dándole sedal y otra vez recogiendo drásticamente hasta que su cuerpo con ojos de loco quede colgando en la punta de la caña. Una vez despellejado y descabezado, se hace prácticamente imposible distinguir a un gato de un conejo. El nuevo espécimen había sido bautizado rigurosamente como «conejo de altura». Antes de bajar del techo, miré la luna. Sentí un confuso malestar que traté de atribuir a mi rigidez y no a la impresión de la violenta pesca de alturas. Abrí, cerré los ojos, miré dentro de mí, entonces pude volver a ver el Menú Insular.

94_ FICCIONARIO

r o n a l d o m e n é n d e z

y coles macizas como mujeres rusas, vi un círculo de tierra fértil en la vereda donde aun permanecía un almendro, vi en una librería de la calle 70 un ejemplar de la primera versión de Recetas cRiollas, las de Nitza Villapol, vi su censurado programa televisivo otra vez divulgando aquello de «recetas fáciles de hacer para todo el barrio», vi pescado fresco en las pescaderías, panes al horno, perdices a la cacerola, ostiones en vasos cortos, quesos de superficie lunar, Roquefort, Parmesano, Crema, vi barras de chocolate entrando en la boca de negros sudorosos, vi a mi madre riendo ante una barroca despensa, vi el supermercado Ciar otra vez poblado de pueblo y no de turistas, vi pimientos asados, vi un niño de doce años bebiendo leche (desde los once la habían excluido del menú infantil), vi frijoles multicolores y arroz en blanco y negro como moros y cristianos, vi brazos gitanos, pastelería francesa, arroz chino, papas a la gallega y manjar oriental, vi picadillo a la habanera que era el preferido de Piñera, vi el boniatillo que tanto gustaba a Lezama, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido un cerdo de nochevieja, vi el engranaje de la gula y la modificación del hambre, vi el Menú Insular desde todas las casas, vi en el Menú mi casa, y en mi casa otra vez el Menú y en el Menú mi casa, vi mi boca y mis tripas, vi tu boca llena, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese referente secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los isleños, pero que ningún isleño desde hace largo tiempo ha visto: el increíble Menú Insular.

Sentí infinita veneración, infinita lástima. Temí que no me abandonara jamás la impresión de lo que había perdido, de lo que me habían quitado. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

¿Existe ese Menú en lo íntimo de mi alma? ¿Lo he visto cuando aquella noche miré dentro de mí y ya lo he olvidado? Nuestra memoria insular –huelga decirlo– es porosa para el olvido. Yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, el justo sabor del huevo y del pan de cada día.

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Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten: ¿cómo transmitir a los otros el infinito Menú Insular, que mi temerosa memoria apenas abarca? Lo que vieron mis ojos dentro de mí fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Vi el populoso mar que rodea la isla, y del mar vi redes y de las redes vi muchedumbres de camarones y

langostinos, los vi poblando largas mesas familiares bajo rostros risueños, vi fuentes de aguacates en lascas y lascas y lascas, haciendo de la cerámica una cebra verde, vi rabo de toro encendido bajo crema de ají, vi pulpos y calamares ahogados en su tinta, vi plátanos, mameyes, caimitos, zapotes, anones, chirimoyas y mangos, vi langostas de talla extralarga dejando que su olor tocara por igual todas las narices, vi un laberinto restaurado (era La Habana), vi en un traspatio de una calle de Buenavista una larga mesa dominical poblada de un oloroso cerdo asado criado en una finca y no de una bañera, vi tasajo en salsa roja con guarnición de boniatos, vi malanga hervida entrando por los ojos de un solo niño de muchos rostros, vi pepinos, rabanitos, tomates, berro, nabos, zanahorias, lechugas tiernas

El primer cocodrilo de la tía Nieves está en su patio al descampado, el segundo también, pero amarrado. Ella me explica que el cocodrilo rentable: come cualquier

cosa, posee una apetitosa carne tierna, y una vez sacrificado su piel es codiciada. Y lo que es aún mejor: no existe una ley que le prohíba tener su cocodrilo amarrado en el patio. Cada domingo come el estofado de cocodrilo

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