estanislao zuleta como lector

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  • 7/28/2019 Estanislao Zuleta como lector

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    Estanislao ZulEtacomo lEctor

    tex ed e e sp be E Ze

    gzd p rede e py deDe c,

    de 24 26 de g de 2011.

    Gbe Je aze oh

    Direccin Cultural

    Coleccin Bitcora

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    La memoria, suele ser falaz y acomodaticia. De-pende siempre de las circunstancias que hayan

    acompaado a los hechos o como diran losnovelistas, de las escenas que marcan la vida de suspersonajes. De tal manera que, este texto que he deleer ahora ante ustedes, depende siempre de mi me-moria, del da a da que he logrado reconstruir a ve-ces minuciosamente, otras, difuso, en ocasiones casi

    fantasmal, y que habla de cmo Estanislao Zuleta medijo, sin decirlo, cmo haba que leer.

    Hablar de una relacin que fue interrumpida constan-temente por los sobresaltos cotidianos no quiere decirque, a su vez, fueran interrumpidas sus enseanzas.Pero aqu debo decir que no s, que nunca supe si en

    realidad este hombre enseaba o qu era lo que hacaen ltimas, si leer, ensear, hablar o ambas cosas.

    Recuerdo un pasaje de Borges en una conferenciasuyaEl libro, en la U. de Belgrano. All habla de losmaestros orales. Pienso que es mejor no referirnos aEstanislao Zuleta como un maestro oral, pero, en-tonces? Yo dira que iba ms all de ser eso. Un tipo

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    de maestro que no tena ms inters que el de hablara otros de aquello que a l le importaba. Supona queellos estaban interesados en orlo y con eso bastaba.Aqu surgen otras palabras de Borges, ese autor delque a Estanislao hablaba con cierta distancia cuandose limitaba a reconocer que era un buen prosista,y son las que constituyen el punto de encuentro deesas actitudes, porque creo que uno, al n, llega a losdems con lo que es, con su manera de ser: deca el

    argentino que, durante una conferencia, no era su in-tencin hablar para todos, sino a cada uno de los asis-tentes. Creo que esa es la clave de todo este procesoy del trabajo que Zuleta llev a cabo durante tantosaos. Saba que se trataba de hablar a cada uno enparticular. Lo dems, consista en cmo lo oan unos

    y otros. Haba veneracin, de un lado, y de otro, ca-llada reexin. ramos muchos, tantos que a vecesolvido los nombres y las caras. El tiempo ultraja lamemoria de aquellas pocas: deforma, aade imge-nes, deja que las palabras sueltas se acomoden a lasexpectativas que tenemos, y como si se tratara de laimposible reconstruccin de la casa de Usher, aho-

    ra no sabra decir, de manera certera, en qu pasajesde esta historia nos quedamos o nos perdimos. Habaadmiracin al orlo, y asimismo, un deseo loco de za-farse de las ataduras que, por momentos, constituansus palabras.

    Tal vez tenga que decir que muchos de nosotros nosfatigamos a tiempo, es decir, antes de terminar redu-

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    cidos a una intil discusin que rompiera lo que yahabamos logrado construir con tanto esfuerzo. No setrataba, entonces, de creer, sino de mirar al fondo denosotros, buscar all y luego marcharse. l poda que-darse solo. Siempre lo estuvo.

    El asunto era ms complicado, porque, cuntos delos all presentes estbamos dispuestos a escuchar loque deca, o a aceptar las palabras que nos llegaban

    en tropel, como brbaros que entraban a saco en nues-tras vidas? De pronto, pienso que esa manera de serfue lo que lo convirti a los ojos de muchos en unmaestro de la palabra. Nombraba, aluda, pasaba desesgo sobre los asuntos esenciales para que uno que-dara a la espera de aquello que deba haber dicho, dela deuda que instalaba para siempre en nuestras vidas.Y segua de largo. A partir de ese momento las cosastomaban un rumbo diferente: ya nadie volva a ser elde antes. Las preguntas tomaban lugar en cada uno,no las respuestas. Qu era aquello que haba dejadode decir, qu guardaba para s, malicioso, distante,energmeno por momentos, soberbio y maldiciente

    en voz baja?

    Lo que no dejaba de asombrarnos era el tono, el es-tilo, la cadencia que haba en su manera de decir lascosas, la irona oportuna siempre. Me reero a lo quehaca o intentaba decirnos cuando tomaba el libro ylea con nosotros y para nosotros. Tambin podra de-

    cir que lea para l, como cualquier viejo egosta de

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    los estupendos relatos de Dickens. A veces daba laimpresin de que ninguno le importaba, y l solo pre-tenda seguir en lo suyo.

    Es preciso que consideremos ahora una situacin algoparadjica: Estanislao lea antes de leer, hablaba an-tes de hacerlo, ya estaba recomendando prrafos y ca-ptulos antes de abrir el libro porque siempre tena porcostumbre adelantarse a todo. Sola lanzar sus dardos,

    sus echas, envenenadas las ms de las veces, antesde comenzar con la lectura y ya todo el mundo esta-ba dispuesto, atento, inquieto o molesto. Pero estabaen alguna disposicin, bien fuera para discutir, en si-lencio, siempre en silencio, con l mismo, no con elprofesor, o para hacer preguntas que uno jams estabaseguro de si iban a ser contestadas, o convertidas encontra preguntas.

    Lea, y esa fue siempre mi percepcin, para mostrara otros lo que ellos no saban, no imaginaban o jamshaban pensado que existiera. Lea, tambin, de me-moria, es decir, sin pararse a mirar el texto porque lo

    tena en su mente y soltaba parrafadas fascinantes sintregua ni paciencia. Dejaba exhausto al auditorio, ysiempre a merced de su intensidad descomunal, sinfreno. Pero uno haba visitado con l ciudades, aldeasy fortalezas como aquella a la que llegaba el agrimen-sor de Kafka; sanatorios como el Berghoff; habamospasado por la habitacin de Emma Bovary, y ledo

    con ella; veamos a Karenin y a su mujer, distantes,

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    ajenos; asistamos al proceso que se le segua a JosefK., cabalgbamos con don Quijote y Sancho Panza.Conocimos familias enteras, personajes desmedidos,deprimidos; suicidas que fascinaban como MinherPeeperkorn. Leer con Estanislao era una travesa pordiversas culturas, por las simas ms sombras del serhumano, aunque tocadas por un irrefrenable sentidodel humor. Negro. l no conoca otro.

    Estanislao como lector era, ante todo, un inventor, undescubridor de sentidos. Si alguien ha sido claro enese aspecto frente a un texto, era l, sin importar elautor ledo, no haba reparos a la hora de escudriar,de sumergirse en las pginas ms densas de una histo-ria; l siempre hallaba dnde detenerse para mostraralgo que uno no vea. Tomaba una palabra para rein-

    ventarla, pulirla, dotarla de signicado. En ese aspec-to radica a mi juicio, la clave de lo que aprendimoscon l. Veamos porque no habamos visto. Sabamosque detrs de cada palabra poda haber una historiaque se ocultaba o que se mostraba a medias. De algnmodo, y eso solo lo he llegado a ver con el tiempo, a

    travs de las lecturas que he hecho, era semejante aEfng, el personaje ciego deEl palacio de la luna, dePaul Auster quien le deca a su joven ayudante que ledescribiera cada una de las nubes que vea hasta don-de le alcanzara la vista: la intencin no era otra que lade mostrarle que nunca haba visto realmente aquello

    que tena ante s todo el tiempo. Me acostumbr amirar el mundo como si lo viera por primera vez,

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    dice el narrador. Eso fue lo que aprendimos con Esta-nislao. Pasbamos del goce inicial de una escena a suconsideracin dentro de un conjunto de signicados.Aprendimos a nombrar lo que veamos, a convertirloen palabras, en ideas, en imgenes nuevas. Acepta-mos que antes no haca parte de nosotros, quiz muycercanos a aquello que sola decir Giacometti: Sigopintando solo para saber por qu no puedo poner enel lienzo lo que veo.

    Pienso que podra traducir ese proceso a las palabrasde P. Ricoeur cuando dice: el dilogo es, asimismo,una mediacin entre un hombre y otro () una me-diacin de uno consigo mismo. Porque Estanislaoera, en otros trminos, la reinvencin del texto ledo,la proyeccin de cada escena a travs de sus palabrasconvertidas en sujetos que vivan, que denodadamen-te se esforzaban en aparecer y desaparecer en mediode sus gestos, del nfasis que haba en su voz, de lacadencia y de las pausas, de las armaciones no siem-pre compartidas por el auditorio, silenciosamente re-prochadas o rechazadas. Qu iba a importarle a l,

    despus de todo, que a nosotros Thomas Mann nosdijera o dejara de decirnos que el amor es una ltimaesperanza, ms cercana a la muerte que al desprecio,ms abrazada al deseo que a la ilusin, tan afn a laagona como al desespero; qu poco o nada nos de-can en aquel entonces las discusiones entre Leo Nap-

    tha y Ludovico Settembrini. Porque, para muchos denosotros, lo esencial en ese momento lo constitua la

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    historia de Hans Castorp y Claudia Chawchat. Nadams que eso. Los dems podan esfumarse en mediode sus discusiones. Lo que nos llamaba la atencinera lo que se hallaba ms cerca de nuestro coraznque intentaba despedirse de la adolescencia, rabio-sa, empecinada en quedarse en cada uno, del mismomodo que Castorp quera, a toda costa, convertir unavisita a su primo Joachim paciente del Berghoff, enuna estada que le permitiera descubrir aquello que no

    haba podido ver y que solo la muerte, su cercana pre-sencia, era capaz de ensearle, que puede construirsevida a expensas de la agona que sta misma suscita.

    Por momentos, nos daba la impresin de que lo ni-co que necesitaba era convencerse de cuanto deca,como si sintiera la urgencia de aanzarse en una ideaque rondaba lo esencial de su vida. Y, por supuesto,dejar a los dems en vilo. No haba, entonces, nin-gn dilogo, solo una profunda reexin en torno ala vida de los otros, esos que estaban presentes en loslibros, o para decirlo en otras palabras: en torno a lavida de aquellos que en esos momentos pretendamos

    ser lectores de su voz, de sus gestos.

    Nos ense, sin decirlo, que la lectura es, antes quetodo, un ejercicio de auto comprensin, y que, asi-mismo se trata de un proceso que permite hacerse unlugar en el mundo de los otros a travs del relato desus invenciones. As que no sabr decir en este mo-

    mento si de verdad logr ocupar un lugar en la obra

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    de Thomas Mann como lector, pero de lo que s estoyseguro es que su obra se qued en mi vida: su estilodenso, sus descripciones que duran pginas y ms p-ginas, esa suerte de ensoacin que no descansa hastaverlo convertido a uno en un sujeto que trata de con-tarse a partir de lo que acaba de leer y de inventarse,en ese mismo sentido, en la misma direccin en queJos Saramago dice en sus Cuadernos de Lanzarote,que la noche de los tiempos qued atrs cuando el

    hombre aprendi a contarse. Tal vez nosotros apren-dimos a leernos y a leer a los dems, y por qu no, acontarnos mientras oamos leer a Estanislao, en eseconstante ejercicio de soliloquio al que l nos empu-jaba con su silencio, su desdn o su altanera.

    Hasta ahora solo he mencionado uno de los autoresque lemos juntos, y para hacer justicia a este relatode la memoria convertida en evocacin, tendra en-tonces que referirme a algunos que siguen tan vivoshoy como en aquella poca cuando an vivamos enMedelln y nos disponamos, aunque solo se tratarade un sueo ms, lejano todava, a emprender viaje a

    la ciudad de Cali.

    Pues bien, hablemos de esos autores: Cervantes y suDon Quijote de la Mancha, se convirtieron en un pun-to de referencia esencial: haba que descubrir lo quepalpitaba detrs de las andanzas del viejo caballero, yregistrarlas en un orden de narrativa comentada paso

    a paso, lnea tras lnea por el lector acucioso, lleno

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    de malicia y vido de saber lo que haba detrs de laspalabras cruzadas a lo largo de esa casi interminableinterlocucin entre Don Quijote y Sancho. Estanislaosola detenerse, el ndice entre las pginas del libro,para saborear una escena y mostrar cmo un hombrecomenzaba a vivir justo cuando los dems se acer-caban a su nal: vivir cuando ya no quedaban espe-ranzas y justamente gracias a las historias aparecidasen libros de caballeras, un asunto impensable que

    permita recrear un mundo para cuestionar o aan-zarse en lo que poda elegirse de otro. Un lector quese permita vivir gracias los libros, que lea o releael mundo desde otra perspectiva. Un lector urgido deconstruir nuevos escenarios para moverse, para ac-tuar. Acaso no era eso lo que buscbamos?

    A veces he llegado a pensar que tras de todo esto ha-ba un hombre que actuaba para nosotros: los mati-ces en su tono de voz, sus silencios exagerados, losgestos que acompaaban su lectura, siempre en vozalta, porque por lo general era l o sola ser l quiendiriga la lectura en grupo, con una suerte de deleite

    secreto, igual que si se tratara de un grupo de iletradosreunidos en una taberna espaola del Siglo de Oropara solazarse con las lecturas que algn iniciado enlos secretos del libro haca para ellos, una imagen se-mejante a la que podemos hallar en ese bello texto deRoger Chartier,Lectores y lecturas populares.

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    Hagamos un alto para una explicacin necesaria, yes que debo hablar de la manera como hasta ahoray en adelante, por cierto, he nombrado y nombraral personaje objeto de esta ponencia. Es muy curio-so, aunque a m me resulte divertido, saber y or alo largo de todos estos aos, que la mayor parte depersonas que han hablado de l o de sus libros y con-ferencias, as como de las entrevistas que concedi, lonombren en la mayor parte de los casos como Zule-

    ta. Es su apellido. La gente suele hacerlo por respetoy con ello marcan una cierta y considerable lejana,respetuosa, no hay duda, respecto al sujeto. Pero yolo llamo Estanislao porque fue el seor que conoc,ms cerca de un nombre que de una gura; ms unser humano con pasado que un smbolo; ms un seor

    con familia y problemas como cualquier otro, que unmontn de ideas. Porque cuando almorzbamos mesoltaba preguntas como esta: Qu es lo que te ayu-da a vivir?. Y yo, que tena escasos diecinueve aosresponda: los buenos recuerdos. Y nos sentbamos arecodar cosas. Y luego l deca: Los sueos tambinayudan a vivir, no te parece? Por ejemplo, yo sueo

    con tener un velero como ese (y sealaba un cuadroque haba entre la sala y el comedor de su primeracasa en la ciudad de Cali), y navegar y navegar porlos mares. As que el que hablaba era un hombre,no un pensador. Porque a cualquiera pueden ocurrr-sele ese tipo de cosas. A m, decir Zuleta, me suena a

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    solemnidad, y estoy hablando de uno de los hombresmenos solemnes que he conocido.

    Es momento de retomar la lectura, y de paso insistir,en la manera que tena de relacionarse con sus estu-diantes y con quienes fuimos sus ms cercanos o susamigos. Tambin hay en esta evocacin la imagen deun alguien inmerso en un monlogo que se extendade manera asombrosa, el monlogo de un hombre des-

    esperado frente a un libro que por momentos dejabatal sensacin de cansancio o de fatiga interior que unovea con terror: el hombre se perda en los meandrosde una corriente que arrastraba ms all, ms lejos deaquello que l mismo supona. Eran espacios comoabismos que se abran ante nosotros, y nunca supe,aunque las suposiciones nunca faltaron, si correspon-dan a lo que el autor o autores ledos dijeran o a loque despertaran en l como lector.

    El tiempo se ha encargado de dejar atrs aquellos es-cenarios, pero en cada uno qued la necesidad de bus-car en los textos que hoy leemos el tono justo de la

    narracin y la voz que nos habla desde all. Formularlas preguntas que l siempre se haca o que invitaba ahacer cuando suspenda la lectura; enfrentar al textopara que ste a su vez pueda decirnos cuantas cosasnecesitamos or, por espantosas o reveladoras que es-tas sean.

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    Podra aadir, adems, porque estamos hablando deun sujeto lector que de alguna manera indic con sussugerencias, guios y osadas el camino para otroslectores, que un personaje en estos casos alcanza acongurar situaciones dramticas tanto provenientesdel texto como de aquello que el texto que se lee des-pierta en l. Hubo algo que nunca se nos escapaba yera que esas lecturas que hacamos o a las que asis-tamos, constituan una confrontacin constante con

    el mundo tanto interno como externo de Estanislao.Lo conocimos ms a travs de esas lecturas que porotro tipo de situaciones, porque los libros, las citas deestos, las recomendaciones de autores, las alusionesque haca en el transcurso de alguna charla informalacerca de un ttulo u otro, constituyeron lo que en ese

    sentido aos despus vine a comprender ms en es-trecha relacin con Ricoeur cuando dice que en undiscurso, en un texto, es necesario comprender prime-ro no al sujeto que se expresa a travs de dicho tex-to, sino al mundo que la obra abre ante dicho sujeto.As que, de un instante a otro, nos hallbamos ante laintensidad que llevaba implcita su manera de sentir,

    lo que nos haca pensar que algo pasaba, algo tenaque vivir ese sujeto para que hablara de esa particularmanera, acerca de un tema en especial, que parecaescrito para l, y nicamente para l.

    Dira, entonces, que el proceso que Estanislao llevaba

    a cabo cada vez que nos sentbamos a leer, no era otroque el de ubicarnos frente al texto y permitir que nos

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    leyramos con l en ese juego de interlocutores, derealidad narrada. Esas formas de comunicacin per-mitieron acercarnos a la universalidad de los textosen tanto estos hablaban de asuntos humanos y nadams que de eso. Y aqu, es preciso hacer una aclara-cin: poda tratarse de K, el agrimensor, en la novelaEl Castillo, de Kafka; de cualquiera de los personajesde Chejov; de Ulrich, Diotima, o Moosbruguer, enElhombre sin atributos de Musil, o de quien fuera que

    apareciese en el curso de nuestras lecturas, y el asun-to era puesto en sus justas proporciones, es decir, enmedida novelesca, en obra de ccin que se abra anosotros como una puerta de horror, asombro y des-concierto que hallbamos en nuestra ruta, perdidos enun desierto de hielo y cuyo umbral se nos invitaba a

    cruzar.Quiero precisar frente a esto que jams hubo unateora, un texto de crtica de por medio, con el quepretendiramos orientarnos. Contbamos solo con lavoz que lea o invitaba a hacerlo y, en torno a esto,nuestras palabras se cruzaban en una suerte de cruci-

    grama innito en el que uno creaba, descubra ml-tiples sentidos a medida que se adentraba en la lec-tura: meandros, laberintos, corredores sin descanso,sombras, personajes, voces, escenas, ausencias, mun-dos que nos hablaban al odo. Pero, insisto, no habateora aunque l soliera referirse a Adorno, a Luckas,

    M. Robert, entre muchos otros. El lado opuesto delas cosas pudo ser muy diferente, y no puedo de-

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    nir ahora con claridad cun cerca o lejos estoy de loshechos que ms que otra cosa constituyen una evoca-cin como dije al comienzo, pero de lo que s estoyseguro es de que a m, al menos, esos textos no medecan nada entonces. Ahora, me dicen menos, contoda seguridad.

    Pienso que si lo que uno pretende es leer literatura,basta con eso y punto. Bien complicada suele ser la

    vida de la gente para tratar de explicarla con las teo-ras de otros. De la literatura que hablen los escrito-res, creo que es suciente. Por lo general cuando losescritores se sientan a disertar en torno a otros asun-tos, se vuelven aburridos o acaban por convertirse enpontces de la opinin pblica. Y dejan de escribir.

    De este modo nos convertimos en lectores, obligadosde algn misterioso modo, por lo que de desconoci-do tena para nosotros cuanto suceda en el interiorde cada uno, conminados quiz a responder a estaslecturas con algo ms que simples comentarios, conms que reseas u opiniones ms cercanas al gusto

    o a la moda que a la bsqueda de los sentidos quesubyacan en la obra leda. Y es aqu donde encuentroquiz otro aspecto que aprendimos a ver o a descubriren cada lectura: se trataba de un mundo privado quese abra de manera pblica a otros mundos privados;no se era solamente del mundo de la obra, sino de loque ste despertaba en los lectores, las emociones, la

    desesperacin o el silencio que generaban los perso-

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    najes; era, como dice J. Bruner, un mundo de realidadcompartida, que nos permita hacernos un lugar en elmundo de la cultura.

    Hay, adems, otro aspecto en el que, por lo pronto,podemos detenernos y tiene que ver con la produc-cin del discurso que surga en el interior de cadauno de nosotros cuando nos enfrentbamos al texto,y se relaciona con la manera como nos interesba-

    mos en lo ledo de un modo particular, segn la obranos hablara de una manera especca: los personajesse dejaban ver con nosotros a travs de sus historiasaunque solo segn el inters que despertaran, segnlo que nos dijeran, como si se dirigieran a cada unoen particular: eso es la lectura, or lo que a uno tieneque decirle la novela, antes que el autor de sta. Unocomienza a ser a partir de ese momento partcipe enuna comunidad de intereses, sus propios intereses. Locolectivo, se converta de inmediato en un asunto in-dividual. No s, de otro lado, si Estanislao pretendaorientar o simplemente leer porque s, para su propiodisfrute, pero de lo que s estoy seguro es de que si

    alguna vez busc conformar un grupo con anidades,con semejanzas, con sesgos que lo identicaran, almenos para muchos de nosotros, no lo logr: cofradanunca fuimos. Nos alejamos a tiempo si esto iba asuceder. El poder de lo que habamos llegado a verresultaba tan demoledor que cualquier intencin de

    unicacin en torno a un sujeto se desbarataba en se-

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    gundos: l se quedaba solo. Los dems tambin. Cadauno se iba por su lado.

    Con todo y lo dicho, hubo siempre algo muy claro:ramos sujetos dispuestos a habitar y a nombrar espa-cios a partir o en virtud de aquello que leamos. Ne-cesitbamos, asimismo, construir un mundo acorde anuestras necesidades. En ese mismo orden de ideasquiz tuviramos claro que se trataba de dar testimo-

    nio como lectores, es decir, de no olvidar que ra-mos, a la hora de leer, gente que estaba dispuesta aver otros universos, a dejarse tocar por estos, a entraren un dilogo con sucesos trgicos o desesperanza-dos, no importaba, pero necesitbamos hablar con esagente, ser un dilogo con ellos, acontecer con ellos enese dilogo.

    Todo esto lo he inferido mucho tiempo despus. Qui-z en aquella poca no furamos conscientes de nada,aparte de que leer resultaba agradable, apasionante:tenamos entre 19 y 20 aos, una edad en la que unotal vez preere hacer otras cosas. Pero siempre hay un

    despus, y fue as como tradujimos estos sentimientosen palabras o los transformamos en cine, en novelaso cuentos. Nos convertimos en un dilogo y este nosinscribi en la cultura, aprendimos a movernos en ellagracias a los libros ledos, a responder por nosotrosfrente a los otros, desconocidos o no, pero nunca aquedarnos callados. Algn tiempo ms tarde resolvi-

    mos que haba que escribir.

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    Pasemos a otro aspecto: la eleccin de autor, lo quepara cada persona que lee constituye, de hecho, unasunto en esencia privado, y que aunque no estmuy seguro de dnde provenga su eleccin, de algnmodo se aferra a esta. Cmo elega Estanisalo losautores? Nunca lo supe. Creo que jams lo hizo pbli-co o si lo dijo en alguna ocasin fue en trminos queno entend. A lo mejor alguien le haba hablado deesos autores alguna vez, tal vez Fernando Gonzlez

    su mentor, quiz l los descubriera en bibliotecas oen conversaciones con algunos de sus ms cercanosamigos: Alberto Aguirre, Belisario Betancur, y Anto-nio Restrepo. A nosotros nos sorprenda con libros yautores de una singularidad a toda prueba, pero no setrataba del autor, del que a lo mejor ya habamos odo

    hablar, sino de la manera cmo invitaba a leerlo. Lodems, era dejarse llevar por la pasin de la historia.

    Tanto con los autores con los que no se mostraba afncomo con aquellos a quienes amaba profundamen-te, jams revel cmo haba llegado a conocerlos oqu razones lo haban llevado a no querer acercarse

    a ellos. Sus comentarios, casi siempre desconsidera-dos en torno a la literatura latinoamericana, tal vezen ese momento no resultaron claros para m porqueno haba incursionado a fondo en ella, sin embargo,cuando empec a conocer a dichos autores, entendque no poda compartir ni la actitud ni las palabras de

    Estanislao frente a ellos.

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    Hay algo ms de lo que deseo hablar aunque sea depaso: antes que leer, creo que Estanislao relea. Ese esun ejercicio que algunos escritores practican con msfrecuencia de lo que uno supone. El escritor norte-americano William Faulkner, por ejemplo, sola releerapartes de las novelas de Joseph Conrad, de Dostoie-vsky, de Balzac, de Melville, de Proust. Asimismo,relea pasajes de La Biblia, el Antiguo Testamentoms que todo. Deca que le bastaba con releer unas

    cuantas pginas que le haban resultado memorables,para sentirse bien y recuperar el sabor del texto quean conservaba. Pero no creo haber ledo que l reco-mendara releer. Lo mismo Borges: siempre Emerson,Montaigne, Horacio, Dante, Blake, ShakespeareTal vez del mismo modo lo hiciera Estanislao. Deca:

    he vuelto a leer tal cosa; tal prrafo, tal captulo,pero jams explicaba las razones que acompaabanesta decisin. As que, en esa silenciosa manera desugerir, de indicar que algo podra resultar importan-te, se contentaba con hablar sin recomendar. Y tratode explicar la razn que, a simple vista, resulta falaz:releer implica volver a descubrir a tiempo, con pre-

    cisin total, una enseanza certera, un pasaje que lamemoria amenaza con traicionar. Releer es una suertede juicio a nosotros mismos en tanto somos o estamosconstruidos de olvido. Por ello, al hacer dicho ejerci-cio, siempre hablamos de algo ntimo: es mi memo-ria, la amenaza de olvido, mi urgencia de recordar o

    de que el libro me diga algo nuevo esta vez. Pero, de

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    dnde proviene esa necesidad de que un libro ya ledonos diga algo nuevo ahora, cinco o quince aos des-pus de haberlo dejado entre otros libros en nuestrabiblioteca?

    Tratar de responder a la pregunta y, de paso, decirque s puedo hablar de libros ledos hace quince aoso veinte, y a los que vuelvo siempre. Pero ese es otroasunto que podemos dejar de lado por lo pronto. La

    respuesta va en el sentido de lo que siento que mequed por decir el texto o de una imagen que, recu-rrente vuelve a m como una msica, del mismo modoque si se tratara de un bajo continuo en una composi-cin barroca. Pero es mi asunto, mi preocupacin, miproblema, y por ello uno no debe recomendar releer atal o cual autor, porque se trata de una relacin ntimacon el texto o el captulo elegido. En cambio, si unocuenta que ha reledoEl oso de Faulkner,Los invic-tos, o En la ciudad, del mismo autor, de repente el queoiga decir eso quedar intrigado, y si no ha ledo talobra podr sentirse tentado a hacerlo.

    Estanislao nunca recomend releer, pero cuando con-taba que lo haca, sembraba la inquietud, dejaba unasomo de pregunta formulada en estos trminos mso menos: Y ste por qu ser que habla tanto de eseautor, de ese libro? Lo contrario sucede cuando unorecomienda releer, puesto que corre el riesgo de pare-cer que imparte una orden, erige una norma que otros

    han de seguir. Con qu derecho? Eso es faltar al res-

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    peto. Cada uno elige su ltigo como dijo Capote. Nopodemos hablar como sabios, desde un estrado. Esoarruinara todo.

    Ahora, para entrar en un terreno cada vez ms perso-nal, porque supongo que estoy aqu para conversarcon ustedes acerca de un tema que a todos nos interesapor igual y, como dira Borges, hablo con cada uno enparticular, quiero hacer una confesin, aunque ello no

    implica que ustedes tengan que hacerla: hay captulosde una novela muy bella que siempre releo, cada treso cuatro meses, captulos breves de una precisin mu-sical y que no pasan de tres pginas. La novela es delfrancs Pascal Quignard, y se llama Terraza en Roma.Imagnense que uno lee y al mismo tiempo oye unacoleccin de sonatas en las que siempre hay un celloque anuncia una tragedia cargada de belleza. Puedoconfesar, asimismo, que releo, La amante de Bolza-no, de Sndor Mrai para acercarme a Casanova, asus aventuras, pero sobre todo a sus consideracionessobre el amor; s que habr de releerMeridiano desangre de Cormac McCarthy, y que no puedo pasar

    sin echar un vistazo una y otra vez a algunas novelasde Juan Carlos Onetti, Carson McCullers, Paul Austery Ian McEwan, un ejercicio que hago constantemen-te. Sus historias me permiten respirar mejor.

    He comenzado un catlogo de escritores y, con todaseguridad, y de manera injusta, he dejado a otros por

    fuera. Hay, tambin en m, pginas memorables de

  • 7/28/2019 Estanislao Zuleta como lector

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    las novelas de un escritor japons que siempre me hahechizado: Haruki Murakami, y una novela del serbioAleksandar Hemon,El proyecto Lzaro, en la que nodejo de pensar.

    No s qu leyera o dejara de leer Estanislao en susltimos aos porque poco nos veamos. No habamosdejado de ser amigos, solo que los caminos que toma-mos no eran los mismos. Muchos de ustedes se ha-

    brn preguntado por qu razn no he hecho mencinde Platn y Nietzsche, de Hegel y Marx, de Freud,Heidegger, y tantos otros a los que l sola referirse ensus conferencias. La razn es esta: de aquella pocayo eleg lo que se hallaba ms cerca de mi vida y demis urgencias: la literatura. Esa eleccin no implica-ba el desdn por los dems autores, pero s llevabaimplcita una determinacin que habra de marcarmefelizmente.

    Corran los aos setenta. Fue una dcada a su lado,quiz un poco ms de una dcada a la que es posibleque le sobren aos, pero no vivencias ni memoria.