ensayistas hispanoamericanas

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ENSAYISTAS HISPANOAMERICANAS

TEJIENDO EL PENSAMIENTO

Antología de Ensayistas Hispanoamericanas

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Ensayistas hispanoamericanas

En esta selección de ensayos se ha considerado a cuatro escritoras hispanoamericanas:

Soledad Acosta de Samper. Nació en 1833, en Bogotá (Colombia). Fue una novelista prolífica, historiadora y periodista. Entre sus obras destaca: La mujer en la sociedad moderna (1895). Murió en 1913.

Clorinda Matto de Turner (Grimanesa Martina Matto Usandivaras de Turner). Nació en 1852, en Cusco. Fue una renombrada novelista, ensayista y conferencista. Muchos la consideran la precursora del indigenismo gracias a su novela Aves sin nido (1889); así como, por sus Tradiciones cusqueñas (1884), en las que reconoce como a una de sus influencias literarias a Ricardo Palma. Murió en 1909.

Mercedes Cabello de Carbonera. Nació en 1842, en Moquegua. De pensamiento positivista, fruto de lo cual escribió novelas de contenido social. Entre sus obras destacan Blanca Sol (1888) y El conspirador (1892 y 1898). Murió en 1909.

Gertrudis Gómez de Avellaneda. Nació en 1814, en Cuba. Fue dramaturga, novelista y poeta. Se le reconoce como una de las precursoras de la novela hispanoamericana y del feminismo moderno. Entre sus obras destacan Sab (1841), Dos mujeres (1842-1843) y El príncipe de Viana (1844). Murió en 1873.

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Tejiendo el pensamiento. Antología de Ensayistas HispanoamericanasSoledad Acosta de SamperMercedes Cabello de CarboneraGertrudis Gómez de AvellanedaClorinda Matto de Turner

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Yesabeth Kelina Muriel GuerreroCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER

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LITERATAS FRANCESAS (1895)

I

En la primera parte de este estudio nos ocupamos de las mujeres francesas que dieron ejemplos de heroísmo y de virtud durante la época aciaga de la Revolución francesa del fin del siglo XVIII. Al tratar de las mujeres literatas, empezaremos por las francesas, y reanudaremos lo que ya dijimos acerca de las que se vieron envueltas en aquella agonía de la sociedad del pasado, con las que comenzaron su carrera literaria con el siglo XIX.

En 1813 murió la condesa Fanny de Beauharnais, mujer caritativa y buena, poetisa y literata, tía de Eugenio de Beauharnais, hijo de la emperatriz Josefina.

Contemporánea de la anterior, pero cuya fama aun se conserva, fue Estefanía Felicitas de Saint-Aubin, condesa de Genlis. Nació en 1746 de una familia noble pero pobre; recibió brillante educación y a los quince años se casó con el conde de Genlis. Siendo aún muy joven fue

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nombrada institutora de los hijos del duque de Orleáns (entre los cuales se hallaba el futuro rey Luis Felipe). En aquella época madame de Genlis escribió muchas obras didácticas, destinadas a la instrucción y al recreo de sus discípulos. He aquí el título de algunas de ellas: Cartas sobre la educación, La religión y Veladas de la quinta. Además, es autora de varias novelas históricas y de piezas dramáticas. Las más populares de sus obras son Veladas de la quinta y Memorias de su tiempo, las cuales aun son leídas por niños y viejos a pesar de su estilo anticuado y del exagerado sentimentalismo de su estilo pasado de moda actualmente.

Por junto, los escritos de la condesa de Genlis forman cerca de cincuenta volúmenes, pero en realidad aunque escribió sobre todas materias y tenía talento y perspicacia natural, rara vez presenta ideas originales. Por otra parte, aunque se manifiesta correctísima en sus palabras y se ocupa mucho de la moral, parece que sus acciones dejaron mucho que desear y jamás es natural en sus expresiones; el gran defecto de esta escritora es el de la afectación y total carencia de sinceridad en las opiniones que proclama.

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De la misma época fueron la condesa de Souza, marquesa de Flahaut, la duquesa de Duras y Susana Verdier.

La condesa de Souza fue heroína en el gran drama de la Revolución de 1789. Como muriese su marido en el cadalso, ella logró escaparse de Francia, y en el extranjero tuvo que ganar su vida con los trabajos de su pluma. Escribió entonces varias novelas de bastante mérito que forman seis volúmenes de obras selectas. Se casó con el portugués Souza Botelho (también escritor) en segundas nupcias y murió en 1836.

La duquesa de Duras obtuvo grande popularidad durante la época de la Restauración con dos novelas: Ourika y Eduardo.

Susana Verdier fue poetisa de tanto mérito que el gran critico La Harpe cita uno de los idilios fruto de su ingenio (La fuente de Vaucluse) como una de las más bellas producciones de la musa francesa.

No debemos olvidar entre las literatas del principio del siglo XIX a madame Cottin. Esposa de un rico banquero de Burdeos, no empezó a escribir sino con el

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objeto de ofrecer consuelos a un amigo desgraciado. Sin embargo, como hubiese cosechado muchísimos elogios con motivo de su primera novela, resolvió escribir otras. Desde entonces hasta su muerte no cesó de publicar obras que se hicieron muy populares en Francia y en seguida se tradujeron en todos los idiomas europeos. Hoy ya nadie gusta de aquel estilo, pero nuestras abuelas se delectaban con la lectura de Matilde o las Cruzadas, Clara de Alba, Isabel o los Desterrados de Siberia, etc.

Mujer de muchísimo mérito fue Susana Curchod de Necker. A pesar de ser de origen suizo, como pasase la mayor parte de su vida en París, se la puede considerar como haciendo parte de la literatura francesa. Casada con el famoso banquero-ministro del infortunado Luis XVI, madame Necker era el centro de un círculo selecto de hombres importantes que frecuentaban su casa. De costumbres severas y rígidas y de religión calvinista, madame Necker parecía fría y sin entusiasmo en medio de aquella sociedad en donde hervían ya las ideas revolucionarias que deberían en breve trastornar el mundo entero.

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A pesar de que era esposa excelente y amaba a su marido con ternura, esto mismo parecía como si la impidiese ver el grandísimo mérito de su hija Ana Luisa Necker, la cual después fue la famosísima baronesa de Stael, una de las pocas mujeres de verdadero genio viril que ha visto el mundo. Entre la madre y la hija había un abismo; sus naturalezas eran totalmente distintas y no podía haber verdadera simpatía. Además, ambas amaban con pasión celosa al señor Necker, y dícese que la madre sufría al notar que su marido prefería frecuentemente y celebraba las agudas y atrevidas ideas de su hija, más bien que las reflexiones serias y sensatas de su esposa. Sin embargo, según las cartas de estas dos mujeres, publicadas últimamente, si no siempre simpatizaban en ideas, las ligaba un tierno amor.

Madame Necker escribió poco, pero sus obras son serias, de mérito y muy morales. Lo más conocido y leído de ella es un elocuente tratado sobre El divorcio, obra que combatía en 1794 la nueva ley francesa sobre ese asunto. Además, durante la época en que su marido estuvo en el poder, ella fundó un hospital que llevó su nombre y que fue la fuente de grandes bienes para los parisienses desgraciados.

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A pesar del poco brillo del talento de madame Necker, ha observado un sabio crítico francés, la famosa baronesa de Stael debe a su madre la parte seria y sensata de su ingenio, pues muchas de las ideas que estaban en embrión en la madre fueron trasformadas e iluminadas por la hija, sin saberlo ella misma, merced al gran poder de su alma creadora en parte y asimiladora y penetrante que la distinguía.

La mujer de verdadero genio creador es tan rara, que no forma un tipo sino una excepción. Las mujeres pueden tener talento, inteligencia, más perspicacia generalmente que los hombres, pero el genio creador es extraño a su naturaleza: comprenden, entienden, penetran, pero rara vez crean. Sin embargo, todas las reglas tienen excepciones, y una brillantísima es madame de Stael.

Nació en París en 1766. Su padre se esmeró en cultivar su clarísimo talento y le dio un lugar preminente en el círculo de personas importantes que frecuentaban su casa, a los veinte años la casó con un barón sueco: Magnus Stael-Holslein, hombre nulo, impasible e insignificante. Durante la Revolución francesa, madame de Stael tomó gran parte en la política del país, e ideó un plan

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de evasión para Luis XVI, poco antes del 10 de agosto, plan que no se pudo llevar a cabo. Además, cuando casi todos los hombres estaban mudos y no se atrevían a comprometerse, madame de Stael, con aquella audacia que caracteriza a las mujeres en las crisis revolucionarias, envió al tribunal revolucionario una luminosa Defensa de la Reina, que se mandó archivar.

Durante el Directorio y el primer Consulado de Napoleón I, la influencia de la hija del ministro Necker era tan grande, que el futuro emperador, que no quería tener la más leve sombra en su gobierno, y no permitía la menor crítica de sus actos, la desterró de París. Madame de Stael pasó entonces a Suiza y vivió en una propiedad de su familia, llamada Coppet. Estuvo en seguida en Alemania y en Inglaterra, pero su corazón y su alma estaban en París; así, apenas pudo volvió, pero de nuevo fue desterrada y no regresó a su ciudad natal sino en 1815, dos años antes de su muerte. Habiendo quedado viuda en 1802, se había casado otra vez a los cuarenta y seis años, pero secretamente, con un joven oficial de talento, autor de algunos opúsculos.

Todas las obras de madame de Stael, menos dos novelas (Delfina y Corina), son filosóficas, serias, llenas

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de ideas nobles, apasionadas, y que revelan grande instrucción literaria, genio de observación y profundo conocimiento del corazón humano. Las principales son, por su orden cronológico: De la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones, obra profundamente filosófica que publicó en Lausana en 1796; La Alemania, historia del carácter y literatura de los países de ultra-Rhin, libro que fue mandado destruir por Napoleón. Aquella obra filosófica, con su estilo enérgico, conciso y brillante la puso de un salto al nivel de los escritores de primer orden. Las Consideraciones sobre la Revolución francesa nos la muestra bajo otro aspecto: sus sentimientos son allí altamente morales, manifiesta amor al progreso en el orden, hondo respeto a la virtud y bastante imparcialidad en sus consideraciones. En sus dos novelas, madame de Stael pinta las pasiones del corazón humano con la maestría con que sabía hacerlo: pero el exagerado lirismo de su estilo ya no gusta a la actual generación. Además de estas obras de primer orden, tenemos de ella La literatura entre los antiguos y los modernos; Diez años de destierro, obra considerada por el crítico Villemain como un libro encantador y el más natural de sus escritos. Reflexiones sobre el suicidio; Noticias sobre lady Jane Grey, y otras de menos mérito

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que se encuentran diseminadas en los 17 volúmenes que forman sus obras completas. Al fin del siglo XVIII las mujeres literatas quedaron ofuscadas por las nobles y abnegadas mártires de la Revolución francesa, que acabó por sacrificar hasta a sus propias hijas, como lo hizo con la famosa madame Roland. Permítasenos trascribir aquí una página elocuente que viene al caso en nuestro asunto:

«La carrera de la Francia del siglo XVIII, dice Imbert de Saint-Amand, se parece a la vida de una pecadora. Después de haber recibido una severa educación (fin del reinado de Luis XIV), llegó la juventud con sus ruidosas diversiones, sus falsos placeres y sus locuras; pero después del corto período de alegría y embriaguez llega el fastidio, el cansancio profundo, que es el primer castigo que cosecha la vida desordenada. Al fin suena la hora de la expiación, y la pecadora se regenera entre las lágrimas y la sangre, y el siglo que empezó en medio de las orgías concluye en el martirio».

Las mujeres de la Revolución se destacan en medio de ella sea como mártires o victimarías, y el papel que desempeñaron fue siempre importante, ya como la personificación de la virtud y la más sublime abnegación, o como la encarnación de la furia popular y el crimen.

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La mujer en todo tiempo y lugar tiene una gran misión delante de sí, y ojalá que no la olvidara nunca. Hoy día, cuando el cristianismo se ve amenazado de muerte, está en el poder de la mujer el constituirse en su campeón, manifestándose siempre verdadera cristiana, y de esa manera no dudamos que vencerá a sus enemigos. La sociedad se ve amenazada con volver a la barbarie, y en manos de la mujer está el impedirlo.

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II

Tócanos ya hablar de las literatas francesas de la época presente. Las pocas que hemos mencionado antes puede decirse que pertenecen por el espíritu y la educación al siglo XVIII. Examinaremos a las modernas. Advertimos que no hablaremos sino de las más notables, pues si nos ocupásemos, aunque fuese muy brevemente, de todas las escritoras francesas, no bastaría un volumen entero para dar cabida a los nombres de las más notables.

Mencionaremos en primer lugar a las poetisas. La primera, por el orden cronológico, así como, por sus virtudes privadas, es indudablemente Marcelina Desbordes Valmore. Esta dama, que murió a mediados de este siglo, es el puente de comunicación entre el mundo literario que se hundió en la Revolución francesa y el que surge con Lamartine y Víctor Hugo. La señora Desbordes Valmore es la poetisa del hogar por excelencia, tierna, dulce, apasionada por todo lo bueno y lo bello; su estilo es siempre natural, ardiente y sabe pintar a lo vivo los afectos puros de un alma cristiana.

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Contemporánea suya fue Sabina V. Tastú, la cual cantó también la vida del hogar, y sus poesías merecieron ser premiadas por la Academia francesa. Bellísima, ilustrada, llena de vida y de ingenio, Delfina Gay era hija de una literata de segundo orden que pertenecía al fin del siglo anterior; la niña creció en medio de una sociedad de literatos, los cuales la alentaron y aplaudieron sus primeros ensayos. Lamartine dice que las primeras poesías de Delfina eran castas imágenes dichas en voz baja, llenas de delicadas ideas envueltas en un estilo púdico y reservado. El único defecto de sus versos, añade el poeta, es demostrar demasiado ingenio, ese ingenio que es el gran corruptor del genio francés.

Delfina se casó con un hombre público, Emilio de Girardín, a quien ayudó muchísimo en su carrera política. La señora de Girardín no solo pulsaba la lira, sino que sus artículos, sus críticas y sus novelas ejercieron grandísima influencia, en la literatura de la mitad de este siglo como también en la política. Sin embargo, sus últimos años fueron de desengaños y tristezas. ¿Por qué? Porque en este mundo nada hay completo, y toda gloria, todo triunfo mundano se paga con algún dolor, alguna pena y tristes desengaños.

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Al lado de Delfina G. de Girardín se alza la memoria de una mujer llena de mérito como poetiza, Luisa V. Ackermann, escasamente conocida y apreciada porque lo que publicó no fue sino unos pocos ejemplares de sus tomos de poesías, para distribuir entre sus amigos, y nada más. Se había dedicado en su primera juventud a la poesía, pero como sufriese una gran pesadumbre, comprendió que el cultivo de las musas acrecentaba su pena, y para distraerse de ella, resolvió entregarse a estudios serios y profundos: aprendió lenguas antiguas, sánscrito, hebreo, griego, latín; así como las principales lenguas modernas, y estudió a fondo las literaturas de esas lenguas. Se casó con un sabio profesor alemán, quien ayudó mucho suministrándole datos eruditos. Desgraciadamente, a los pocos años de casada murió su marido, a quien amaba mucho, y entonces despertó la musa que había dormido desde su juventud, y aquel arte que había acrecentado sus primeras penas la consoló de la segunda. Sus primeras poesías tienen un sabor antiguo muy natural en ella; sus postreras son un continuo grito de desesperación anticristiana cuya entonación llega a parecerse al estilo de Víctor Hugo en sus últimos años.

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La duquesa de Abrantes, esposa del famoso general Junot, tuvo una vida muy agitada: empezó su vida como hermana de la caridad; se casó después con Junot, duque de Abrantes y vivió en la corte de Napoleón I; a la caída de este, quedó pobre y tomó la carrera de las letras para mantenerse. Sus novelas no tienen gran mérito, pero el gran número de memorias de la época de la Revolución, el Imperio y la Restauración que escribió, las cuales fueron la obra suya de más fama, son divertidas pero bastante cínicas.

María Dumas, hija y hermana de los dos novelistas y dramaturgos Dumas, empezó su vida como la acabó la duquesa de Abrantes, y la acabó como la comenzó esta. Criada y educada en la casa de su padre, rodeada de literatos, María Dumas se entregó a las letras y a la pintura; después viajó, se casó, enviudó y terminó su existencia como religiosa en un convento en 1878.

Muchas traducciones al español se conocen de las interesantes novelas firmadas por Enrique de Greville, seudónimo de Alicia M. Durand. Hija de un profesor francés en la Universidad de San Petersburgo, no solamente supo estudiar a fondo las costumbres rusas,

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sino que aprendió la lengua del país; escribió sus primeras novelas en aquel idioma en los periódicos rusos, y a su regreso a París adquirió en breve una merecida fama como una de las mejores novelistas francesas del día.

Esposa del conocidísimo publicista francés Luis Figuier, Julia B. Figuier no solo es popular por sus novelas de costumbres campestres, sino también por muchas piezas dramáticas que han representado en los teatros de París.

Aunque no muy recomendable por la moralidad de sus escritos, se cuenta entre los dramaturgos contemporáneos a Celeste Mogador. Esta dama fue actriz, pero se retiró de las tablas cuando se casó con el conde de Chabrillán. Ha escrito operetas, zarzuelas, comedías, dramas que se han representado con muy buen éxito en París. Sus Memorias fueron prohibidas en la época del Imperio.

La condesa Cisterne de Courtiras, conocida con el nombre de Condesa Dash, es una de las escritoras más fecundas y fue la más popular durante algunos años en las librerías circulantes de París, por el interés palpitante que sabía dar a las tramas de sus novelas. Escribió más de 40 novelas, algunas de ellas en tres y cuatro tomos,

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y daba a la estampa hasta seis anualmente. Después de su muerte, acaecida en 1872 a los 68 años de edad, quedaron manuscritos que se publicaron. Esta dama podría servir de ejemplo a muchas mujeres. Habiendo quedado viuda y en la pobreza, resolvió no admitir recursos de su familia y hacer sola su fortuna. Se entregó al estudio y a escribir asiduamente; sus novelas fueron aceptadas, se las pagaron mal al principio, mejor después, y acabó por proporcionarse suficiente renta, para vivir con las mayores comodidades en París, con solo trabajos de su pluma.

Otra dama de la aristocracia, primero viuda del conde San Simón y después de un barón, Alejandrina de Bawr tuvo que buscar dos veces su subsistencia en la literatura y se hizo un nombre en ella. Sus obras dramáticas se han representado con grande aplauso en el clásico Teatro Francés de París, en donde solo aceptan obras de primer orden. Además, publicó libros de educación y novelas, canciones muy populares, y no cesó de escribir sino después de haber cumplido 80 años. Murió de 85 años de edad en 1855.

Las dos escritoras, conocida la una con el seudónimo de Andrés Leo, y la otra con el de Ama Prevost, son

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también mujeres que, habiendo quedado viudas, se lanzaron en la literatura para ganar su subsistencia y la de sus hijos, lográndolo con amplitud.

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III

Generalmente casi todas las literatas francesas han tomado la pluma, sea para ganar con ella los medios necesarios para mantenerse con independencia y dignidad, sea para ayudar a sus padres o sus maridos, etc. Vamos a mencionar a algunas de estas.

Hija del poeta Menard, Anaís Menard Segalas desde su primera juventud se dedicó a la poesía, y después de casada compuso comedias, dramas, zarzuelas, las cuales fueron representadas y aplaudidas; escribió novelas también y colaboró en un gran número de periódicos parisienses. Murió de más de 80 años, en 1893.

Las hijas de los célebres novelistas Alfonso Karr y Carlos Nodier se entregaron también a la literatura. La segunda, que tenía un culto por la memoria de su padre, no escribió sino para hablar de él y referir episodios y recuerdos de Nodier.

Las hijas del famoso hombre de Estado, historiador, etc., Guizot, que fueron esposas de dos hermanos de

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Witt, literato el uno y economista el otro, se han hecho un nombre en la literatura. Paulina Guizot de Witt se ha ocupado exclusivamente de estudios históricos y políticos; la segunda, Enriqueta Guizot de Witt, ha sido escritora muy fecunda y se ha ocupado de muchas materias. Después de publicar un gran número de libros para los niños, de propaganda religiosa y de historia, ayudó a su padre en su última obra, Historia de Francia referida a mis nietas. Muerto este ha hecho un importante trabajo, Resumen y explicación de las crónicas de Froissart y Recuerdos de Guizot, muy interesantes.

Virginia Ancelot era pintora de mérito, cuyas obras habían sido aceptadas por la Academia de pintura francesa; cuando se casó, ya de edad madura (tenía cerca de 40 años), empezó a ayudarle a su marido, que era un famoso dramaturgo, en algunos de sus dramas. Alentada con esto, quiso escribir sola una obra dramática, la cual no solo fue aceptada por un teatro parisiense, sino muy aplaudida; sorprendida con un éxito que no esperaba, se puso a la obra y en pocos años se representaron veinte dramas suyos todos muy populares. Virginia C. Ancelot publicó también algunas novelas, y no cesó de escribir hasta poco antes de morir, a los 83 años de edad.

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Gabriela Soumet de Altenheim, hija de un poeta y dramaturgo afamado, emprendió desde muy niña la carrera de la literatura. Con su padre escribió varias tragedias en verso y publicó después poemas y artículos históricos.

Heredera de los talentos artísticos de su padre, Teófilo Gautier, y de su madre (una afamada cantatriz), Judit Gautier es música, escultora, pintora y novelista. Le dieron una brillante educación, la alentaron en su carrera literaria los amigos de su padre, y con uno de estos, un chino, aprendió la lengua china y a los 17 años publicaba su primera obra, que fue bien recibida por el público francés. Se dedicó al principio a describir costumbres de la China, pero después ha escrito sobre todas las materias y obtenido por una de sus obras el premio anual de la Academia francesa. Además, en 1888 se representó en el Odeón una comedia suya.

Laura Balzac de Surville, hermana del célebre novelista Balzac, empezó su carrera literaria publicando la biografía de su hermano. Después escribió varias novelas en las cuales se encuentra un germen, algo como un recuerdo de las cualidades de Balzac.

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Esposa del literato Carlos Reybaud y cuñada del sabio Luis Reybaud, conocido economista, Enriqueta Arnaud Reybaud colaboró desde los primeros días de su matrimonio en los periódicos que su marido redactaba en París. Después se dedicó a escribir novelas, brillando particularmente en el género histórico.

La esposa del historiador Michelet escribió con él las últimas que dio a la estampa el escritor.

Sofía Lourdoueix también estrenó su pluma en los periódicos que redactaba su marido, publicista de fama. Después escribió varias novelas, y una de estas obtuvo el premio que cada año da la Academia francesa a las obras más meritorias.

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IV

María de Flavigny nació en Francfort en 1805. Era hija de padres franceses de familia distinguida, y así, siendo muy niña, fue enviada a París a educarse en el colegio del Sagrado Corazón, en donde permaneció hasta poco antes de casarse con el conde de Agoult. Separada de su esposo, viajó durante algunos años por Italia, Suiza y Alemania.

Hasta 1841 no había publicado ninguna obra literaria, pero en aquel año sus amigos la indujeron a que enviara dos preciosas novelas que tenía escritas, a la Prensa de París, las cuales fueron muy bien acogidas por el público francés: hallaban en ella un estilo que imitaba un tanto el de Jorge Sand. Poco después publicó en el mismo periódico una serie de «Críticas literarias y artísticas», que llamaron la atención por la virilidad de su estilo, las avanzadas ideas filosóficas y liberales de que hacía alarde, y la corrección severa del lenguaje. Entre 1843 y 1846 se leyó en la Revista de Ambos Mundos, una serie de estudios políticos acerca de Alemania, de la misma autora, los cuales fueron muy elogiados, así como, algunos artículos

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serios que vieron la luz en la Revista Independiente, los cuales de ninguna manera parecían hijos del cerebro de una mujer frívola. Después de 1848 la condesa dio a la estampa (bajo el seudónimo de Daniel Stern, con el cual fue siempre conocida en la literatura), dos tomos de Historia de la Revolución de 1848, obra considerada como la mejor que se escribiera en aquella época. A pesar de la reputación que tenía como escritora seria, una novela suya llamada Nélida (que publicó en 1848) tiene las condiciones más sentimentales y apasionadas que puede desplegar el novelista, y en su género es una de las mejores obras de imaginación de la moderna literatura francesa.

La condesa de Agoult era no solamente escritora y literata, sino mujer de mundo; y su casa era el núcleo de una sociedad escogida, cuya distinción y elegancia de maneras recordaban los tiempos más bellos de la sociedad francesa de otras épocas.

Luisa Revoil Colet nació en Aix el 15 de agosto de 1815, de padres honrados, pero no aristocráticos: por parte de padre pertenecía al comercio, y por su madre a antiguos miembros del Parlamento de Provenza. Desde

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muy niña Luisa manifestó un gran talento poético, y a los 19 años hizo su entrada en el mundo literario publicando un tomo de poesías, llamado Flores del Mediodía, que fue elogiado por literatos y académicos como nuncio de una nueva poetisa de mucho mérito. En 1839 dio a luz otro volumen de poesías, Penserosa, y una buena traducción de la Tempestad de Shakespeare.

Casada ya con Hipólito Colet, músico de mérito, escritor de obras musicales y autor de dos óperas, madame Colet escribió una novela llamada La juventud de Mirabeau, cuyo estilo un tanto libre y poca moralidad de sus apreciaciones levantaron en torno suyo una tempestad de críticas; siendo las de Alfonso Karr tan severas que sacaron de quicio a la poetisa, hasta el punto de atacar al crítico con puñal en mano. Felizmente Alfonso Karr escapó con una leve herida, pero se vengó sangrientamente publicando el hecho en su periódico, en unión de burlescos comentarios.

De 1840 a 1843, Luisa Colet obtuvo seis premios académicos por poesías serias. Publicó también en aquella época varias colecciones de poesías eróticas, cuyo estilo apasionado y tierno propasa lo que es

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permitido a la modestia femenina. En seguida anunció una obra de grandes proporciones llamada El Poema de la mujer bajo todas sus fases, el cual se dividía en las seis partes siguientes: «La labriega, la sirvienta, la religiosa, la mujer de la clase media, la mujer artista, y la princesa». Las dos primeras partes de esta obra aparecieron entre 1853 y 1854.

Además, fue autora de varios dramas y comedias que no han sido representadas y de muchas obras en prosa, novelas, relaciones, viajes y artículos de crítica y de modas. Fuera de las Infancias célebres y otras pocas obras, las de madame Colet carecen de sentido moral, y sus ideas un tanto libres son impropias de una mujer que se respeta. La novela más conocida que publicó y la que causó en París, hacia 1858, grande escándalo fue una intitulada simplemente Él, en la cual procuraba desacreditarse sin objeto para fingir aventuras que no fueron ciertas. Esta novela, publicada después de una de Jorge Sand llamada Ella y Él, en la cual pintaba con negros colores a Alfredo de Musset, y otra del hermano del poeta, Pablo de Musset, llamada Él y Ella, en la que procuraba desacreditar a Jorge Sand, hicieron mucha

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impresión, porque el escándalo de las anteriores se aumentaba con la de madame Colet.

Todo esto prueba que no basta el talento, el ingenio y las buenas intenciones para ser mujer ejemplar y que al contrario suelen estas prendas conducir a las mujeres a su perdición si no se fundan en la virtud y en la verdadera religión.

Se la considera como a la literata más importante de la actualidad en Francia a la señora Julia Lambert, viuda dos veces, siendo su segundo marido un hombre político francés, Edmundo Adam. Escritora de talento y originalidad, ha tratado con lucidez cuestiones de economía política, historia y literatura; es editora de la renombrada Revista Nueva de París. Su salón es el punto de reunión de los republicanos moderados, en cuyo partido ejerce grande influencia.

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V

Tipos muy diferentes de las anteriores son por cierto las que mencionaremos ahora:

Aunque de origen suizo, Valeria B., condesa de Gasparín se cuenta entre las escritoras francesas. No hay en la literatura estilo más original que el suyo: se distingue por sus ideas tiernamente religiosas, la elevación de su pensamiento y la profunda melancolía que reina en todas sus producciones. Su ardiente amor a todo lo que sufre la hace constituirse en intérprete de la naturaleza entera, desde la herida mariposa y el ave maltratada, hasta el niño abandonado y la mujer infeliz: su voz sabe repetir con doloroso acento el grito y el lamento del que llora y padece.

Pero si la condesa de Gasparín tiene muchos admiradores, la popularidad de madame Craven (Paulina de la Ferronays) supera a la de todas las literatas francesas en Hispanoamérica. Esta dama, que pertenecía a la alta aristocracia francesa, hija, hermana, parienta de gentes virtuosísimas, hizo su reputación con un libro La Relación de una hermana, en el cual supo pintar con tan

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bellos y mágicos colores los encantos de la virtud y de la belleza moral de la verdadera santidad, que la obra fue acogida con inmenso entusiasmo en todos los países del mundo y traducida inmediatamente a varias lenguas. Después publicó otras muchas preciosas novelas, cada cual más moral e interesante, llenas todas ellas de movimiento dramático y hondas intenciones morales y religiosas. La señora Craven es autora también de varias biografías y libros piadosos a pesar de que no empezó a escribir para el público sino después de haber cumplido 42 años, conservó hasta su muerte (1891) la plenitud de sus facultades mentales.

Nos alargaremos en la siguiente noticia, por ser la protagonista tan digna de ser presentada a la juventud como un ejemplo encantador. Eugenia de Guerin aparece en la historia de la literatura como satélite de un sol que duró muy poco. Eugenia es la tierna y melancólica luna que solo tiene la luz reflejada de su hermano, Mauricio de Guerin, uno de aquellos literatos que dejaron de existir con los primeros albores de su fama, a los veintinueve años de edad.

Perteneciente a una familia de noble nacimiento, pero de pocos caudales, Eugenia se crio y vivió siempre en el campo y allí mismo murió. ¡Pero qué campo!

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En la hermosa provincia de Provenza, en la patria de los trovadores y los caballeros andantes de la edad media, cuna de la poesía y de las instituciones que han producido en la literatura tantas bellas obras y acciones caballerescas.

La existencia de nuestra heroína, tranquila y sin ningún acontecimiento notable, no ofrece por cierto pábulo al novelista ni al escritor de costumbres, pero sí nos dará asunto para pintar lo que puede ser la vida de una mujer virtuosa, que supo, en medio de la monotonía de una existencia enteramente casera, encontrar en sí misma y en el estudio de su propio corazón interés suficiente para no fastidiarse jamás. Su Diario es una fuente de puras y dulces emociones, y podría en todo tiempo demostrar que una mujer puede encontrar siempre provecho, utilidad e instrucción en todas las situaciones de la vida, y que si quiere evitar el fastidiarse bastará elevar su corazón a Dios, y cumplir con sus deberes sin quejarse. Así como no hay existencia humana que no tenga en su fondo oculta espina, así también no hay estado en el mundo, por triste y miserable que parezca, que no sea susceptible de dar algún contento al alma que ama a Dios, fuente única de consuelo y tranquilidad.

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Para Eugenia la vida era un destierro, pero se consolaba y aun gozaba en cumplir con sus deberes alegremente y amar con abnegación a todos los miembros de su familia, para quienes era el ángel tutelar. Habiendo perdido a su madre a la edad de 13 años, y siendo la primogénita, resolvió desde aquel tiempo dedicar su vida a consolar a su padre y servir de madre a sus hermanos. Era Mauricio el menor, contaba entonces con seis años de edad. Para Mauricio ella fue una madre, así como, la hermana de su alma, su protectora, su consejera y su amiga más íntima. Como el niño fuese muy afectuoso y apegado a la familia, Eugenia para consolarle, durante su ausencia en los colegios y universidades en donde se educaba, inventó llevar un diario en que escribía todas las noches cuanto se le ocurría, y en el cual refería no solamente los escasos acontecimientos de que era teatro el lugar de su nacimiento, sino que allí apuntaba sus más íntimos pensamientos y contaba cuanto hacía y leía. Después lo mandaba a su hermano. Aquello en realidad se puede llamar el Diario de un alma, y con razón su publicación (hecha después de la muerte de ambos hermanos) produjo en Francia entre las personas pensadoras una verdadera sensación.

Procuraremos pintar lo mejor posible este poético y piadoso tipo de mujer, analizando, aunque sea de paso

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aquel precioso diario que dirigía a su hermano durante su vida, y que continuó después de muerto él, a Mauricio en el cielo. ¡Qué firme, qué carillo tan verdadero, qué carácter tan espiritual no se necesita para que continúe con la misma confianza invocando a su hermano y comunicándose con él cuando yace en la tumba!

Amante de la instrucción y de la lectura, y al mismo tiempo mujer de su casa, de orden y económica, solía permanecer largas horas en la cocina, confeccionando alguna torta o preparando algún plato para su padre o para algún huésped que llegara inesperadamente al castillo de Cayla, en donde la comida diaria era muy frugal, con motivo de las pocas comodidades de que gozaba la familia. Sin embargo, para distraerse mientras hervía la olla en el fogón o se asaba la torta en el horno, Eugenia leía a Platón o se solazaba con algún libro de historia, a la que era muy aficionada. Frecuentemente se ocupaba en trabajos de costura y tejidos, pues detestaba la ociosidad y ni un momento se la veía desocupada.

«Con tal que trabajemos», dice en su diario, «sea con la cabeza o con las manos, Dios lo acepta todo con gusto si se hace en su nombre».

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Los días de amasijo se levantaba antes de aclarar y pasaba toda la mañana hasta la tarde, ocupada en presidir la confección del pan y los bizcochos que deberían durar toda la semana. Por la noche, reunida la familia en torno del hogar, ella los distraía leyéndoles las novelas de Walter Scott, de moda entonces, y fragmentos de las obras de Chenier, Lamartine, Millevoye y de algunos autores clásicos. Sin embargo, rara vez se entregaba al sueño antes de haber escrito algunas líneas en su diario, en donde consignaba el recuerdo de lo que había hecho durante el día, pero en un estilo tan poético y original que no fastidia ni disgusta, ni parecen en ella vulgaridad los oficios más caseros y prosaicos. Además, refería también los pensamientos que le habían ocurrido durante sus lecturas y las reflexiones sugeridas por algún paisaje durante sus paseos en los alrededores.

(Tomado de la parte quinta «Mujeres literatas en Europa y Estados Unidos de Norteamérica» de

La mujer en la sociedad moderna, 1895).

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CLORINDA MATTO DE TURNER

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LA OBRERA Y LA MUJER (1909)

A S. E. el señor ministro de Justicia e Instrucción Pública doctor don Joaquín V. González, autor de la Ley del trabajo.

Señoras y señoritas:

No voy a engolfarme en un estudio profundo, tal vez narcotizante para mi ilustrado auditorio, habiéndole de lo que es, ni de las proporciones que adquiere en las modernas sociedades este alud llamado huelga. Me propongo delinear solamente, un cuadro al cual dará colorido y vida la acción propia de la mujer que trabaja por la mujer con el lema: «No para ella misma sino para la humanidad», que el Consejo Nacional de Mujeres de la República Argentina ha grabado en el corazón de sus asociadas antes de escribirlo en su broquel de propaganda.

Muchas y autorizadas personalidades han derramado el caudal de su pensamiento en diarios, revistas, conferencias y libros para el estudio de la mujer obrera,

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investigando causas, buscando medios, iniciando fórmulas tendentes al aceleramiento de la mejora de la condición actual de ella, por el aumento de salarios o higienización de las fábricas donde trabaja, ya la mujer próxima a ser madre, ya la que amamanta en su seno al obrero de mañana, ora la virgen, capullo destinado al desfloramiento moral prematuro, ora la viuda desamparada, ¡todas casi bestializadas por la ignorancia, sin ideales, sin esperanzas!

Estos cuadros, digámoslo con franqueza, están recargados de sombras más de lo que pide la verdad, porque la situación de la mujer trabajadora de América, sobre todo en Buenos Aires, es menos penosa que en Europa, y si la corriente de imitación que deslumbra a nuestras sociedades, sumergiendo al buen sentido no fuese tan impetuosa, si las informaciones del cable fuesen menos sugestivas, es posible que aún no habríamos presenciado el fenómeno de las huelgas. Las personas que han visitado los centros europeos estudiando la estructura de los pueblos y las condiciones de los obreros, hablarán con nosotras para probar que los salarios, la vivienda, el alimento y la condición en general del obrero europeo son inferiores, muy inferiores a los de América.

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Allá, el trabajador recibe un salario ínfimo; come carne en dos o tres días señalados del año; vive en estrechez; labra la tierra para entregar al patrono lo mejor de su fruto, reservando para sí el último, como si dijéramos el residuo, y viste la tela más burda. Por esto el que algo llega a saber de este nuevo mundo se entusiasma y emigra a la tierra de promisión, donde sus esperanzas no se ven desvanecidas, porque desde el dulce tratamiento de señor y señorita a su llegada al puerto, todo tiende a la transformación benéfica de su ser. Si él quiere trabajar, el trabajo le busca recompensando su competencia, el gobierno lo ampara por medio del departamento general de inmigración, la tierra argentina extiende ante su brazo agricultor la inmensidad del territorio con el producto de todas las zonas, donde lo que cosecha o gana es suyo, exclusivamente suyo; la fraternidad republicana le brinda la igualdad ante la ley y el sublime sentimiento filantrópico del cual es alma la mujer, le reserva asilos para los casos de infortunio.

Las manifestaciones del bienestar de los obreros honestos que aman el orden y el trabajo, las vemos en los paseos públicos y en las escuelas donde concurren sus hijos; todos los niños están bien tenidos, y si en algunos

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de los conventillos se nos presenta el contraste de los niños descuidados, es porque allí impera la paternidad dudosa, el descontento del haragán o el tipo ridículo del hombre que vive a costa de la mujer, excepciones a la regla general de nuestra demostración.

Ahora bien. Si, como sostiene Spencer, una sociedad es un organismo, su desarrollo y crecimiento dependen de los caracteres que le constituyen, en tal concepto, nuestra sociedad obrera se encuentra ya en plenitud de vida y puede dar existencia a otros organismos o fomentar la perfección de los que permanecen estacionarios o débiles, como plantas sin savia nacidas a la sombra, de las cuales poco tiene que esperar el progreso nacional. Ayer, señoras, se decía: todo lo que es grande tiende a alejarse de las multitudes, el águila busca la altura y el pensador se aísla en su buhardilla; pero, hoy, la electricidad obediente, desciende de las alturas a las manos del hombre y el pensador se confunde con el pueblo, los corazones se acercan, la fuerza física y la fuerza intelectual, en íntimo consorcio, mueven la gigantesca rueda del progreso humano, y las huelgas son convulsiones que detienen por momentos esa rueda, sin beneficio positivo para nadie.

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Los estudios y las conclusiones que nos presentan sobre tan ingrata materia hombres de la talla moral del doctor Eduardo Dato, ex ministro español autor de leyes de protección al obrero; José Canalejas y Méndez, presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación; José Grazcón y Marín, y otros no menos eminentes, aportan cuadros verdaderamente desoladores por la tirantez de intereses entre patrones y obreros recrudeciéndose la lucha entre el capital y el trabajo; pero tales cuadros son exóticos entre nosotros, así como lo son muchos de los vicios sociales que los hogares de nuestros obreros jóvenes y puros no los conocen. El señor Canalejas, citado, nos dice que son varios los factores que contribuyen a imprimir un carácter de enorme gravedad a aquellas luchas y que basta recordar que si el que trabaja ha dejado de ser esclavo y siervo transformándose en personalidad libre, lo que implica un progreso innegable, todavía sigue proletario asalariado, es decir, vive en condiciones de inferioridad más acusadas que nunca por el contraste de los enormes bienes acumulados por unos cuantos hombres o entes colectivos privilegiados de la fortuna. Esta suprema desigualdad no existe entre nosotros, porque todos somos libres en la amplia acepción de la palabra que consagra la fórmula republicana al establecer

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como ley del estado la igualdad del derecho enseñado por Jesucristo, maestro del socialismo puro y verdadero, doctrinario de que «Todo bien que emana del mal ajeno es bastardo».

Es verdad que, como afirma el señor Dato, respecto a la sociedad de Bilbao, el socialismo adulterado de su primitiva doctrina, especialmente el evolucionista, ha logrado el mayor número de adeptos allá y acá. La igualdad de clases, el trabajo compartido por todos, la propiedad colectiva y otras utopías que de realizarse conducirían al caos común, seducen a muchos obreros. Estos, sin detenerse a pensar en que las diferencias de clase siempre existirán, sin fijarse en que la desigualdad social es como las leyes físicas, algo impuesto por Dios a la Humanidad, y por tanto inmutable, sin advertir que somos desiguales en el talento, en la virtud y en la belleza, y que no todos tenemos los mismos sentimientos, que unos somos rubios y otros morenos, se rinden a promesas irrealizables y se entregan en manos de los agitadores que buscan un fin político o de notoriedad, tajando algunas veces la dignidad ciudadana. Para nosotras, el obrero es lo más respetable que hay en la sociedad porque representa el factor del progreso y es el sacerdote

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de la sublime religión del trabajo en cuyo templo nace la alegría de la vida.

«¡Un trabajo común! ¿Quién lo dirigirá? ¿A quién se destinarían los trabajos insaludables y peligrosos? ¿Qué diferencia habría entre el trabajo intelectual y el mecánico? ¿Quién fijará los salarios? ¿Cómo se tendría en cuenta las necesidades de cada hombre, soltero, casado, con familia o no? ¿Qué se haría con el vago, con el criminal, con el torpe?».

¡Reflexiones muy profundas embargan la mente!

¡No!, el obrero honesto, consciente de sus actos, no quiere ir al colectivismo, aceptará el socialismo cristiano cuanto tiende a mejorar su condición dándole la felicidad; pero está ya seguro de que por engaño se le presenta un porvenir risueño en el que no puede confiar, y al reconocer la libertad derivada del derecho, ha de decirse: yo tengo la libertad de querer trabajar o no: pero no tengo el derecho de privar a otro de su libertad de trabajar. Y de aquí se desprende, también, todo el código de la perfectibilidad de las relaciones entre los hombres de todas las zonas. Haz a otro lo que quisieras que hiciesen contigo.

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En el grado de cultura que hemos alcanzado, no hay por qué imponer sacrificio a nadie, sino pedir igualdad de procederes a ambas partes: patrones y obreros.

¿El patrón quiere que el obrero no le defraude tiempo ni capital? Pues, no debe defraudárselo al obrero... ¿Demanda equidad y justicia para sí? Pues, equidad y justicia debe querer para los operarios, y, sin otra fórmula; los enemigos que ayer estaban munidos del egoísmo e inhumanidad, quedarán hoy amigos, habitando la ciudad fraternal, ciudad de luz, donde no se conocen los ventisqueros que paralizan las sensaciones generosas del espíritu bajo el hielo del positivismo.

Hasta aquí hemos expuesto considerandos ajenos, sobre las huelgas en general. Es tiempo ya, de que, dejando sentado el principio de que el mérito del hombre debe valorarse por el bien que hace a otro hombre, nos concretemos al objeto principal de esta disertación dirigiendo el esfuerzo de nuestra mente hacia la mujer obrera. Podríamos afirmar que ella mira los asuntos de igualdad social desde otro punto diferente al hombre, porque su propio natural observador la ha inclinado a su máquina de coser, dejándole la persuasión del trabajo,

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van a la perfección de la obra de costura; y en las grandes fábricas han observado cómo se llega a resultados perfectos mediante las funciones desiguales del huso y la lanzadera que aguardan la nutrición del cardador.

Y bien, la mujer, como la más cercana al hogar, avalúa con el golpe de vista y la perspicacia femenina, la importancia del asunto, y la mujer obrera, honesta y pensadora, no va a la huelga.

Evitará, asimismo, la participación de su marido o de sus hijos, porque sabe lo que significa para la familia una semana sin trabajo y ha palpado lo que son las promesas colectivas. Sabe que las huelgas que conmueven al mundo industrial a nadie perjudican más que al obrero, que el jornal perdido no se recobra, que si en los días de paro su marido ha adquirido algún vicio, ese quedará de firme; que muchas veces triunfando los huelguistas tienen que cerrarse las fábricas, se mantiene la miseria, sobran los brazos, faltan talleres y... ¡Los hijos piden pan!

Nuestras hermanas, las mujeres trabajadoras, desconfían de sus instigadoras en el camino del desorden, guiadas por el delicado instinto de la conservación de la paz doméstica, que es producto inmediato del trabajo no

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interrumpido, pero, también es urgente que nosotras nos acerquemos más a ellas para ponerlas en posesión del convencimiento de que saber y poder trabajar, es ser feliz. Que nuestra propaganda converja, pues, a que la obrera ame el trabajo, el orden y la economía, sin desconocer que todos los vivientes arrastramos la misma cadena de dolor y vamos al mismo desconocido de la muerte.

La doctrina de la evolución, que es la síntesis del sistema spenceriano mencionado, tiene que aportar bienes incalculables a la causa de la mujer persona, sin traspasar los linderos de la razón hasta lo irrisorio de la igualdad absoluta entre el hombre y la mujer, porque existen funciones físicas imposibles de canjearse.

¿Puede un hombre ser madre?

Pero el hombre compuesto de espíritu y materia participa del rayo del infinito y de la leche de la mujer.

El momento es propicio para que las que hemos desplegado la bandera proteccionista de la mujer le llevemos la buena doctrina unida al ejemplo de nuestros propios procederes, sin que nos amedrente el escarnio que hacen de nuestra propaganda los egoístas; rememoremos

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para alentarnos, el comienzo de todas las grandes causas que han contribuido al progreso humano.

Cuando Stephenson utilizó para el ferrocarril terrestre el descubrimiento del vapor, como fuerza, hecho por Fulton, ¿qué dijeron los estancadores? Cosas del diablo, seguramente, invenciones heréticas que hacen vacilar la fe de las gentes sencillas. Pero aquellos impulsadores del progreso universal no se dieron por vencidos, y antes de medio siglo vimos a ese progreso moviéndose, como la tierra de Galileo, alrededor de lo inmortal. La locomotora triunfante, el monstruo imponiéndose a las planicies, a la altura y al seno mismo de la tierra. Pandemónium rodante, microcosmo metálico, mensajero de la civilización en todo país. Sierpe sin matices ni escamas, las millas son sus pasos y las zonas sus vuelos y etapas.

Lleva un cuerno en la frente como el unicornio y todas las formas de animalidad terrestre se reúnen en él, como dijo Jaime Puig y Verdaguer: ruge como el león, brama como el toro, se retuerce como la serpiente y se arrastra como el dragón.

León, toro, serpiente y dragón, alude, corre, embiste, ruge y aniquila la inercia y todas las fuerzas inmóviles de la tierra, para despertarlas a la vida del trabajo.

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Muchos quintales de carbón son el pienso diario; el vientre es la caldera y la llama su corazón; el vapor es su sangre; las ruedas sus músculos; lleva albergues en sus senos, donde se refugia el hombre de todas las latitudes, para ser transportado a todas las distancias, atravesando montañas y ciudades aglutinados por el hollín del tiempo, en medio de enormes cantos que en breve serán convertidos en arcos, columnas y capiteles para sostener los templos del arte, de la ciencia y de la paz por el esfuerzo del obrero y la audacia del capitalista.

Sí, ellos tienen que ir unidos, armónicamente unidos, y, como el gigante de acero, será el correr de los tiempos, la causa de la mujer trabajadora, fuerte, con la fortaleza que da la virtud del trabajo libre, porque solo es libre quien a sí mismo se basta.

El sol de la esperanza está en el oriente sonriendo a la mujer obrera que se impone al mundo. Por donde quiera, ella trabaja con fe, en la escuela, el taller, la academia, las fábricas, las oficinas civiles, el comercio, el libro, la cátedra y el periodismo. El trabajo consagrado y aminorando la delincuencia como resultado inmediato.

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De nuestra investigación sobre criminalidad de la mujer, hemos recogido el siguiente resultado: de 100 casos, 78 delinquen por amor, 20 por interés, 20 por razones patológicas o de herencia y 2 por otras causas; y en las estadísticas de mujeres criminales, poquísimas obreras están anotadas. En muchos de los casos observados prevalece la miseria y el abandono del hombre indigno, como causa impulsora, especialmente para la crueldad de arrojar los hijos a la cuna, pues, lo que se llama deshonor, poco influyente para ellas en las  mentiras convencionales de que nos habla Max Nordau.

Repetiré que la hora es solemne, y que no debemos omitir esfuerzo para dirigir por la buena senda la gran corriente evolutiva, acercándonos a la mujer obrera, no para exaltar su fantasía con utopías que desconsuelan la vida, ni marear su cabeza con vapores malsanos, sino para hacerle amar el trabajo, demostrándole que nada tiene que envidiar a las de las altas esferas, ni a las llamadas ricas, muchas de las cuales, ya quisieran tener su sueño reparador, su apetito, sus diversiones sencillas y su salud a toda prueba.

Evidenciémosle las diferencias que existen entre la obrera de América y la de Europa, siendo positivas las

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ventajas que aquella tiene sobre esta; despertemos en su corazón el amor fraternal sin linderos continentales, probándole con hechos que hay una cadena muy fuerte, cuyos eslabones forman el honor, que liga a las mujeres buenas de todas las latitudes. Por lo demás, ya la mujer obrera comprende que no debe ir a la huelga funesta, ni saber de boycotts ni de black listers, pues, ya sabe por propia experiencia, que «cuando el vapor mueve ruedas, las manos mueven oro». Sabe algo más, señoras, que cuando no falta el pan en casa, sobra la alegría en la familia y la diosa armonía reina entre los esposos unidos por el lazo del amor, menos propenso a romperse en los hogares modestos que en las mansiones suntuosas cuyo brillo nos deslumbra, pero cuyos dolores ignoramos.

Cuidemos, pues, de la educación y dirección de la mujer obrera como del precioso antídoto que hemos de ofrecer al varón contra el veneno de las perturbaciones sociales, como gloriosa conquista de la civilización dentro de la industria.

Tenemos que admirar al aeronauta que, en su dirigible, cruza la región del éter, aplaudir al constructor de caminos férreos en la superficie y en el seno de la tierra, alentar

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al fundador de fábricas, pidiéndole a la vez equidad y justicia para el obrero, y entregar la suerte de las naciones de la joven América al esfuerzo bien encaminado de la mujer.

Digámosle que ella nada tiene que envidiar de las diademas de brillantes cuando su frente sudorosa refleja la aureola del santo trabajo, de la ley sublime y universal. A nosotras nos toca llevar de una manera eficaz nuestro apoyo a la mujer obrera, hermana nuestra: vamos a «confortar los espíritus que flotan y los corazones que zozobran»; abrámosle campo de acción más amplio, consigamos que su trabajo sea debidamente remunerado, pues, existen industriales que, haciendo igual trabajo, pagan menos a la mujer, solo por ser mujer. ¡Ah!, cómo olvidan estos tales que el zumbido de la abeja es más provechoso que el rugido del león.

Fundemos centros de instrucción recreativa y sociedades protectoras de los derechos de la obrera, sin los tumultos de las huelgas, que mal se avienen con el carácter de la mujer, de suyo dulce, amigo de la paz y de la conciliación.

Alentémosla en la lucha por la vida poniendo ante sus ojos manifiesta, la hermosura del trabajo ordenado y la

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figura más hermosa aún, de la obrera transparentando un espíritu culto embellecido por aquella sutil aureola de la virtud verdadera, un alma diáfana impulsora del bien y de la felicidad en el hogar y en la patria.

Para terminar, nos dirigiremos a las gentes pensadoras y pudientes de todas las condiciones sociales, para interesarlas en favor, no solo de los obreros, sino de todas las clases menesterosas, cuya condición debemos perfeccionar por la doctrina fraternal y les diremos con Víctor Hugo: Responsabilidad, trabaja, que ha llegado tu hora: ¡mejora el alma humana!

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MERCEDES CABELLO DE CARBONERA

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INFLUENCIA DE LA MUJEREN LA CIVILIZACIÓN (1874)

El gran siglo, el siglo XIX, se nos presenta triunfante enriquecido y engalanado con todos los progresos que las ciencias y las artes le han traído en herencia de los siglos pasados. Este siglo que las generaciones venideras llamarán el siglo privilegiado, porque en su primera mitad ya el genio del hombre le había arrancado a la naturaleza sus más íntimos secretos, para ponerlos al servicio de sus progresos sociales y de su felicidad individual, bajo la forma de los prodigiosos inventos modernos.

En él, los obreros de la industria han visto coronados sus esfuerzos por los más grandes y fecundos resultados.

El océano inmenso con sus imponentes tempestades, las montañas elevadísimas que parecen esconder su frente en las nubes, los polos mismos con sus eternas nieves, no son más que débiles barreras para el grande ingenio y poderosa pujanza que el hombre del siglo despliega para dominar la naturaleza.

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Al verle horadando montañas inmensas para poner en comunicación, por en medio de sus entrañas, una nación con otra nación, con una velocidad asombrosa, y destruyendo terrenos vastísimos para unir un océano con otro océano, parece que se hubiera propuesto borrar la palabra imposible, y que jamás pudiera encontrar el límite de su deseo.

En las ciencias, el hombre encuentra hoy un campo vastísimo donde la luz brota fácilmente bajo el poderoso análisis de la razón, y donde puede ensanchar el vuelo grandioso de su inteligencia.

Con su mirada atrevida, penetra en el espacio inconmensurable, maravilloso e infinito del cielo, para pesar y medir los astros, o desciende a las entrañas profundísimas de la tierra, donde va a recoger y a estudiar los sedimentos de las generaciones y las razas que fueron. Y de ese trabajo inmenso, de esas luchas, de esos choques, sale siempre una chispa, que va a reunirse a ese foco, a esa antorcha que da la luz a donde todos nos dirigimos, a donde todos vamos, siempre entusiastas; siempre infatigables, siempre creyendo acercarnos a ella y comprendiendo siempre que nos falta aún mucho de esa luz que es la verdad.

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Sin embargo, no nos alucinemos. La humanidad marcha a su completo desarrollo y perfeccionamiento; pero agobiada de enfermedades que, si no atacan su vida, son como las de infancia que retardan su desarrollo y alteran su salud. A curar esas enfermedades y dolencias debe dedicar sus estudios el hombre pensados y bien intencionado, y el legislador que mirando por el verdadero progreso de los pueblos, por el progreso moral, quiera merecer bien de la humanidad.

Para el observador atento, que separándose por un momento de esa corriente vertiginosa que nos arrastra, mire detenidamente y con el interés del que quiere descubrir la causa de nuestros grandes males y largas dolencias; verá al fin en medio de tantos progresos de la ciencia, en medio de tanto movimiento de la industria, una enfermedad, un cáncer mortal que corroe nuestras sociedades.

El escepticismo religioso, ese virus moral que ataca las sociedades siempre que se sienten acometidas por esa fiebre, por ese delirio insensato, que las mueve, las impulsa incesantemente sin más fin que alcanzar bienes materiales; que sienten esa sed insaciable que las

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arrastra y parece absorberlas y anonadarlas, sin dejarles un momento de descanso, porque esa sed de oro, es el monstruo que devora nuestro espíritu, ofusca la luz de la conciencia, y tortura nuestro corazón, porque mientras más le damos más nos pide.

Con su aliento se corrompen las virtudes cívicas del hombre y se marchitan las bellas flores de la felicidad doméstica, cuyo perfume no se exhala sino a la sombra del amor y de la felicidad.

Así vemos nuestra sociedad convertida en una gran bolsa mercantil. El hombre marcha taciturno, agitado, llevando un libro debajo del brazo, al que le pide nombre, gloria y felicidad, del que depende estrechamente su tranquilidad y su vida; al que consagra todas sus fatigas, todos sus pensamientos, todos sus desvelos; y las acciones más importantes de la vida, no la ejecuta sin consultarse con él. El amor mismo no es más que un pasatiempo, si en él no ocupa una página importante. ¿Qué contiene ese libro? En ese libro no hay más que estas dos palabras: debe y haber. ¡Triste espectáculo!

El hombre del siglo XIX parece que quiere evaluarlo todo, reduciéndolo todo a guarismos representativos de

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bienes materiales, hasta aquellos que en todo tiempo se consideraban fuera del poder de los números.

¿Haremos de renegar de la civilización? ¿Creeremos que no hemos dado un paso adelante del estado en que se encontraban nuestros antepasados? ¡Ellos al menos se prosternaban a la salida del sol! ¿Creeremos que habiendo perdido la pureza y sencillez de costumbres del hombre salvaje, no hemos alcanzado en cambio nada que eleve nuestro espíritu y ennoblezca nuestros sentimientos?

Para un mal tan grande que amenaza invadirnos, ahogarnos, matarnos, ¿qué remedio le oponemos? ¿Quién se preocupa de él? Nadie desgraciadamente. Nadie piensa ni en el mal ni en el remedio.

Ensayaremos analizar este mal.

El escepticismo no es más que una reacción fatal del fanatismo. Donde quiera que las masas se fanatizan, los hombres pensadores se vuelven escépticos, y las consecuencias del fanatismo no serían tan fatales, si después de embrutecer al pueblo no fueran a hacer su reacción subiendo a los primeros escalones de la

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sociedad, para degradar al hombre hasta ponerlo al nivel de los animales, hundiéndolo en el oscuro abismo del escepticismo.

Para combatir estos males inmensos que nos invaden y parece que van matando nuestra tranquilidad, no hay más que un remedio que a nuestros débiles alcances nos parece ser el único posible: ilustrar a la mujer.

¡Cuántos males de gran trascendencia se evitarían si se curara el que hemos señalado! La instrucción de la mujer es el enemigo más poderoso contra el escepticismo de unos y el fanatismo de otros.

Para que la mujer al unirse al hombre pueda combatir por medio de la persuasión sus errores y elevar su alma al verdadero conocimiento de Dios; es preciso que él no vea en ella un ser débil, sumido en la ignorancia y privado de la luz de las ciencias. Para que ella pueda ejercer esa influencia bien hechora con la que puede ser siempre la rehabilitadora de los errores del hombre, es preciso darle una instrucción sólida y vasta.

La instrucción limitadísima que hoy se le da no hace más que abrir un abismo inmenso que lleva al hogar

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doméstico el germen de amargos sinsabores, de eternas contradicciones y de males infinitos. Ella ve en su esposo un alma sumida en el error y privada de la gracia del cielo; él, por su parte, mira con compasivo desdén aquellos temores como propios solamente de un alma sencilla y de una inteligencia privada de la luz de la ciencia. De este modo, la unión de esos dos seres, lejos de ser como dice la Sagrada Escritura «dos cuerpos con un alma», son dos cuerpos que llegan a identificarse por sus costumbres y sus hábitos físicos; pero dos almas que verdaderamente viven en la más completa espantosa oposición.

Acerquen a la mujer al santuario de la ciencia para que ella a su vez pueda acercar al hombre al altar de Dios.

Ella será el foco donde vendrán a conciliarse dos ideas que hoy están en completo y abierto antagonismo; dos gigantes que luchan encarnizados por destruirse mutuamente, dos antorchas que alumbra a la humanidad en su paso por este mundo: la religión y la ciencia. Y de esta conciliación, de esta unión felicísima para la humanidad, nacerá el Verbo de nuestra eterna felicidad.

La inteligencia de la mujer no es hoy más que la crisálida que guarda la brillante mariposa, que libará

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el néctar delicioso de las magníficas flores de la virtud, fecundadas por la ciencia, y producidas a la sombra de la paz y de la felicidad de la familia.

El Álbum, Lima, 12 de setiembre de 1874.

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GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

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LA MUJER RESPECTO A SU CAPACIDAD PARA EL GOBIERNO DE LOS PUEBLOS Y

LA ADMINISTRACIÓN DE LOS INTERESES PÚBLICOS (1860)

I

Aunque somos deudoras al Cristianismo de la proclamación solemne de la dignidad de la mujer —cuyos derechos de compañera del hombre y su cohabitante del cielo quedaron par siempre consignados— y aunque sea cierto también que a pesar de ello y en deplorable muestra de la resistencia que opusieron las tinieblas de la razón humana al luminoso espíritu del Evangelio, todavía fue objeto de risibles debates la singular cuestión de si debía ser considerado nuestro sexo como parte integrante de la especie racional, y es hecho no menos evidente que desde muy antiguo y a despecho de todas las egoístas teorías del sexo dominador, cedía este en la práctica a la influencia poderosa de avasallado, y hasta reconocía en él, como por instinto, cierta grandeza que no acertaba a explicar sino atribuyéndole inspiraciones divinas.

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La historia de los francos, los celtas y los germanos, nos muestra a cada paso la veneración que alcanzaban entre aquellos pueblos las mujeres, en cuyas manos depositaban muchas veces, al ocurrir circunstancias graves, toda la autoridad civil y política. Los francos podían censurar libremente la conducta de sus magistrados, pero no les era permitido poner en duda la sabiduría de los consejos femeniles, porque eran reputados oráculos del cielo.

En las Galias se instituyó un tribunal de damas, que fue por largo tiempo el más ilustre y respetable de la nación: el alto concepto de que gozaba, aun entre los extranjeros, resplandece en el hecho de que al concluir Anníbal un tratado de paz con los galos, estipuló solemnemente que si alguno de estos cometía ofensa contra un cartaginés, sería sometido al fallo del senado de damas, y no a ningún otro.

¡Cosa notable! Cuando decayó la influencia de la mujer en las Galias, y la administración del país quedó exclusivamente en manos de los Druidas, aquel pueblo —independiente y vencedor hasta entonces— no tardó mucho en verse tributario de Roma.

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II

En ningún tiempo la mujer —no obstante, su pasada degradación— ha dejado de empuñar algunas veces el cetro del poder, y ¡cosa también notable! casi siempre lo ha empuñado con gloria.

Tomíris, a la vez que reina, fue legisladora de los scitas. Dido fundó la nación que llegó a ser con el tiempo rival temible de la dominadora del mundo. Semíramis brilla entre los monarcas caldeos con un resplandor que —traspasando sombras de los tiempos— ha llegado a nuestros días. Débora —a quien ya citamos como belicosa heroína— no se hizo notar menos por su acierto en la administración de justicia. Las dos artemisas merecieron que aún vivan sus nombres. Zenobia no les probó a los romanos que era un gran capitán, sino después de ser venerada por sus súbditos como una grande reina, y así alcanzó de sus mismos enemigos el glorioso título de «Augusta».

Si cesando de remontarnos a tan lejanas edades, nos fijamos un momento en las del Cristianismo,

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se nos presentan en tropel una Amalasunta, que se conquista el nombre de «Salomón de su sexo»; una Alix de Champaña, regenteando con singular acierto la turbulenta Francia durante la minoría de su hijo Felipe Augusto; una Margarita de Valdemar, que une en sus sienes las coronas de Noruega, Dinamarca y Suecia, oyéndose aclamar la «Semíramis del Norte»; una Sancha de León, mereciéndose el dictado de heroína leonesa; una Berenguela de Castilla, a quien da la historia el sobrenombre de Grande; una madre de San Luis, digna de este título y del de hermana de la gran Berenguela; una María Teresa, cuya figura histórica no tiene rival entre los monarcas austriacos; una Isabel de Inglaterra, maestra en la ciencia política; una María de Molina, que empuñando el timón del Estado en circunstancias difíciles, hace empuñando el timón del Estado en circunstancias difíciles, hace proverbial su prudencia... Volved la vista, en fin, hacia esas ilustres princesas de la Rusia, continuadoras de la asombrosa revolución iniciada por Pedro el Grande, y durante su gobierno femenil atender y abolir suplicios, promover reformas, cultivar las ciencias y las artes, llevar a cabo colosales empresas que ensanchan los límites y la preponderancia

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del Estado, poblándose el Mediterráneo como el océano de buques construidos a las orillas del Báltico y del Mar Negro.

Después, por conclusión (pues de seguro no nos pedirán más), deténganse algunos minutos contemplando con legítimo orgullo nacional la magnífica figura de Isabel la Católica. Mírenla recibiendo de un rey impotente una nación arrastrada a los bordes de la ruina, empuñar con mano vigorosa el cetro por tanto tiempo juguete de facciones, y acallando exigencias de un marido que se juzga desairado dejando a su exclusivo cargo las riendas del gobierno, plantear sin descanso larga serie de sabias disposiciones, por medio de las cuales pone freno a ciegas parcialidades; ahoga ambiciones locas de una oligarquía turbulenta; anula el anárquico poder de las órdenes militares, cuyas grandes maestranzas reasume el trono; echa por tierra los privilegios rodados; reforma al clero; instituye hermandades que purguen la tierra de malhechores; restablece y asegura la tranquilidad de los pueblos, y fomentando el comercio, la navegación, la industria, la agricultura y las ciencias, abre los caminos de los honores y de la riqueza, al talento creador y a la virtud laboriosa... Mírenla sacar al Erario —con

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auxilio de las Cortes—, de la profunda extenuación a que lo redujeran pésimas administraciones; ordenar la forma y los atributos de superiores tribunales; tirar las primeras líneas para la magna obra de una legislación armónica, común a todos sus dominios; asentar, en fin, la monarquía sobre sólidas bases, y cuando logra alzarla vivificada por el nuevo espíritu que la infunde, llamar a las armas, ceñirse el casco guerrero, blandir la espada de Pelayo, y conducirla bajo la enseña de la cruz a arrojar a los ismaelitas, que aún mancillan el hermoso suelo de Granada, a los desiertos arenales del África.

La Europa entonces saluda con asombro tan excelsa gloria femenil que hace ya presentir los próximos laureles de España en el Rosellón y en Italia; y la Providencia le abre un nuevo mundo donde se extienda triunfante, para constituir aquel imperio grandioso, del que pudo decirse que nunca el sol cesaba de alumbrarlo.

Después de esto, ¿quién se atreverá a poner en duda la capacidad privilegiada de la mujer para los arduos deberes del gobierno? Privilegiada he dicho —¡nótenlo bien!— porque los individuos de nuestro sexo que han regido

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naciones, están en exigua minoría comparativamente a los del otro, y atendida esa diferencia, son más los nombres regios femeninos que consagra la historia, que los nombres regios varoniles.

Podemos tirar el guante al sexo fuerte, provocándole a esta decisiva prueba. Nosotras sentamos sin vacilar, que de cada diez reinas por derecho propio, señalaremos cinco, cuando menos, dignas del respeto de la posteridad; ¿se atreverá él a presentarnos, de cada cien reyes, cincuenta que merezcan igual honra?

La mujer, 1860.

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