en los preparativos del sacrificio
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En los preparativos del sacrificio, los participantes deben bañarse y
vestirse con ropas limpias, adornarse, coronarse y, a menudo,
abstenerse de tener relaciones sexuales.
Para empezar, se forma una procesión, por pequeña que sea. Los
cánticos, el ritmo compartido, alejan al cortejo festivo de la
cotidianidad. La comitiva lleva consigo el animal sacrificial, adornado
con cintas, con los cuernos dorados, como transformado.
La meta de la comitiva es la vieja piedra sacrificial, el altar «erigido»
de antiguo y que hay que rociar con sangre. Normalmente, el fuego
arde ya sobre la piedra. Los participantes en el sacrificio suelen
llevar un incensiario, con el que preñan la atmósfera del perfume
extraordinario. Idéntica función cumple la música, en la que la flauta
tiene especial protagonismo.
Encabeza la procesión una virgen, la «portadora de la cesta»; la
doncella inmaculada transporta el recipiente oculto. Tampoco puede
faltar un cántaro con agua.
Llegados al lugar sagrado, los sacrificadores forman un círculo y se
van pasando la cesta sacrificial y el cántaro de agua, acción que
deslinda el ámbito sagrado del profano.
Todos los sacrificadores se lavan las manos, primera acción en
común, «comienzo» de lo que sucederá a continuación.
También se rocía con agua al animal. […] Se creía que el gesto del
animal significaba «aprobación voluntaria con la cabeza», su
consentimiento del sacrificio. Se da de beber al toro, que inclina la
cabeza.
En ese momento, los participantes sacan de la cesta los granos de
cebada enteros, los frutos de la agricultura más antigua; es
fundamental que estos granos no estén triturados, no se hayan
convertido en comida. Tras una pausa repentina, el solemne (…) y la
oración pronunciada en voz alta, más bien una autoafirmación que
una súplica, se arrojan los granos de cebada contra el animal
sacrificial, el altar y la tierra, a la que se pida que siga
proporcionando alimentos. El lanzamiento común y simultáneo desde
todos los lados es un gesto agresivo, casi podríamos decir el inicio de
una lucha.
Pero en el cesto, debajo de los granos, se escondía un cuchillo, que
ahora está a la vista. Con el puñal en la mano, todavía oculto,
invisible para la víctima, el (…), el encargado de dirigir el drama está
a punto de comenzar, se dirige hacia el animal sacrificial y, con un
corte enérgico, arranca de su frente unos cuantos pelos
seguidamente arroja al fuego. Este acto también es un «comienzo»
(…), como antes el agua y los granos de cebada.
Acto seguido, el sacrificador da el golpe mortal. Las mujeres
prorrumpen en gritos estridentes. La «práctica griega de los gritos
sacrificiales», ya expresan espanto, triunfo o ambas cosas a la vez,
señala el culmen emocional del proceso, al tiempo que acalla el
estertor agónico de la víctima.
La sangre exige un tratamiento especial: no puede derramarse en el
suelo, sino que ha de caer sobre el altar, el fuego y la fosa sacrificial.
La sangre sólo puede bañar esta piedra, que debe empaparse una y
otra vez.
Consumado el «acto», ya sólo queda ocuparse de sus consecuencias.
Se corta y descuartiza el animal.
Antes que nada, hay que dedicar atención a las vísceras, las cuales,
mostradas a la vista, ofrecen un aspecto extraño, insólito e
inquietante, por más que, como se sabe por las heridas de guerra,
también sean propias del hombre. En algunas ocasiones, en primer
lugar se coloca el corazón, todavía palpitante, sobre el altar. El
adivino interpreta los lóbulos hepáticos. Se asa rápidamente en el
fuego del altar y se come en seguida la mayor parte de los (…), el
término general que designa todas las vísceras.
De este modo, la comida en común, que convierte el horror en
delicia, estrecha los lazos de los que han participado activamente en
el sacrificio.
Sólo la hiel, el ser incomestible, debe desecharse, lo mismo que los
huesos, que tampoco se pueden aprovechar en la comida
subsiguiente, razón por la cual se «sacralizan» y se apartan. Los
huesos, especialmente los fémures y la pelvis con el rabo (), se
colocan sobre el altar en la «disposición apropiada», de modo que se
recomponga, se sacralice, la figura esencial del ser vivo, a partir de
la cual se puede deducir el conjunto que formaban sus miembros.
A continuación, el fuego purificador consume todas estas partes,
pero se conservan los cráneos de toro, de carnero y de cabra,
testimonios perennes del «acto» de la «sacralización». Entonces se
arrojan al fuego el vino y las tortas; la ofrenda del agricultor vuelve a
reemplazar la sangre derramada. En las llamas avivadas por el
alcohol parece estar presente de nuevo una realidad superior.
Luego, mientras el fuego se va apagando, el agradable banquete
devuelve a los participantes a la cotidianidad.