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No hubo presagios que anunciaran los he- chos. O tal vez los hubo, pero no supe interpretar- los. Reconstruyendo la secuencia recuerdo ahora que días antes de que todo empezara, tres hombres violaron a una loca en la zona verde enfrente a mi edificio. También fue por ese tiempo que el perro de mi vecina se lanzó por una ventana del tercer piso, cayó a la calle y salió ileso, y que la lotera le- prosa de la esquina de la 92 con 15 parió un hijo sa- no y bonito. Seguramente ésas fueron señales, ésas y tantas otras, pero sucede que esta ciudad desqui- ciada manda tantos preavisos de fin del mundo que uno ya no les presta atención. Y eso que aquí, donde vivo, viene siendo barrio clase media: na- die se imagina la de presagios que se dejan ver a diario por los tugurios. La verdad escueta es que esta historia de ecos sobrenaturales, que de tan curiosa manera ha- bría de trastornar mi vida, empezó a desenvolver- se a las ocho de la mañana de un lunes muy terre- nal y corriente, cuando entré de pésimo humor a la sala de redacción de la revista Somos, donde tra- bajaba como reportera. Tenía la certeza de que mi jefe me daría una orden que no quería oír, contra la cual me había indispuesto durante todo el fin de semana. Sabía que me mandarían a cubrir el rei- nado nacional de belleza, que estaba por empezar en la ciudad de Cartagena. Yo era más joven que www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Dulce compañía

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No hubo presagios que anunciaran los he-chos. O tal vez los hubo, pero no supe interpretar-los. Reconstruyendo la secuencia recuerdo ahoraque días antes de que todo empezara, tres hombresviolaron a una loca en la zona verde enfrente a miedificio. También fue por ese tiempo que el perrode mi vecina se lanzó por una ventana del tercerpiso, cayó a la calle y salió ileso, y que la lotera le-prosa de la esquina de la 92 con 15 parió un hijo sa-no y bonito. Seguramente ésas fueron señales, ésasy tantas otras, pero sucede que esta ciudad desqui-ciada manda tantos preavisos de fin del mundoque uno ya no les presta atención. Y eso que aquí,donde vivo, viene siendo barrio clase media: na-die se imagina la de presagios que se dejan ver adiario por los tugurios.

La verdad escueta es que esta historia deecos sobrenaturales, que de tan curiosa manera ha-bría de trastornar mi vida, empezó a desenvolver-se a las ocho de la mañana de un lunes muy terre-nal y corriente, cuando entré de pésimo humor ala sala de redacción de la revista Somos, donde tra-bajaba como reportera. Tenía la certeza de que mijefe me daría una orden que no quería oír, contrala cual me había indispuesto durante todo el finde semana. Sabía que me mandarían a cubrir el rei-nado nacional de belleza, que estaba por empezaren la ciudad de Cartagena. Yo era más joven que

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ahora, me sobraban bríos y me empeñaba en es-cribir cosas que valieran la pena, pero el destino,que me daba por la cabeza, me obligaba a ganar-me la vida en uno de tantos semanarios de frivo-lidades.

De todas mis obligaciones en Somos, el rei-nado era por mucho la peor. Era una tarea desapa-cible entrevistar treinta muchachas con talles deavispa y cerebros del mismo animal. Reconozco quetambién me lastimaban el orgullo su mucha juven-tud y sus pocos kilos, pero lo más doloroso era te-ner que concederle importancia a la sonrisa Pep-sodent de miss Boyacá, a la soltería cuestionadade miss Tolima, a la preocupación por los niñospobres de miss Arauca. Para colmo las reinas seesforzaban por fomentar una imagen simpática ydescomplicada, a todo el mundo trataban de tú,repartían besos, derrochaban contoneos y jovia-lidad. Se familiarizaban con los reporteros y a losque veníamos de Somos nos decían «Somitos»:Somitos, mientras me entrevistas sostenme el es-pejo y yo me voy maquillando; escribe, Somitos,que mi personaje predilecto es la madre Teresa deCalcuta; y yo ahí parada, ante sus uno con ochen-ta de espléndida figura, anotando en una libreta laristra de boberas.

No. Este año no iría al reinado así tuvieraque dejar mi puesto. Prefería comerme un tarro delombrices a soportar que me llamaran «Somitos»,o a hacerle el favor a miss Cundinamarca de reco-gerle los aretes que dejó olvidados en el comedor.Entré, pues, a la redacción murmurando maldicio-nes, porque sabía demasiado bien que sería impo-sible conseguir otro trabajo estable, así que de nin-guna manera podría renunciar.

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Al fondo, de espaldas, vi un muy conoci-do saco de pana color verde botella, y pensé, aho-ra este saco se voltea, y adentro aparece el jefe consu pescuezo de pavo y sin saludarme me cacareaque empaque para Cartagena, y aquí va otra vezSomitos, a comerse sus lombrices con sal y pimien-ta. El saco se volteó, el pavo me miró, pero contramis pronósticos se dignó darme los buenos díasy no mencionó nada de Cartagena. Me ordenó encambio otra cosa, que tampoco me gustó:

—Salga para el barrio Galilea, que allá seapareció un ángel.

—¿Qué ángel?—El que sea. Necesito un artículo sobre

ángeles.Colombia es el país del mundo donde más

milagros se dan por metro cuadrado. Bajan del cie-lo todas las vírgenes, derraman lágrimas los Cristos,hay médicos invisibles que operan de apendicitisa sus devotos y videntes que predicen los númerosganadores de la lotería. Es lo común: mantenemosuna línea directa con el más allá, y la nacionalidadno sobrevive sin altas dosis diarias de superstición.Gozamos desde siempre del monopolio interna-cional del suceso irracional y paranormal, y sin em-bargo, si era justamente ahora —y no un mes an-tes ni un mes después— que el jefe de redacciónquería un artículo sobre aparición de ángel, era só-lo porque el tema acababa de pasar de moda en Es-tados Unidos.

Unos meses atrás, el fin de milenio y losvientos New Age habían desatado entre los nortea-mericanos un verdadero frenesí angelical. Cien-tos de personas atestiguaron haber tenido contac-

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to en algún momento con algún ángel. Hubo in-cluso científicos de prestigio que dieron fe de supresencia, y hasta la first lady, arrastrada por el en-tusiasmo general, llevó en las solapas un brocheen forma de alas de querubín. Como siempre, losgringos se azotaron con el tema hasta quedar sa-turados. La first lady se deshizo de las alas y vol-vió a joyas más clásicas, los científicos aterrizaron,las camisetas estampadas con ángeles regordetesde Rafael se remataron a mitad de precio. Queríadecir que nos había llegado el momento a noso-tros, los colombianos. Algo nos pasa, que no re-cibimos sino lo que nos llega retardado vía Mia-mi. Es sorprendente: los periodistas nos la pasamosrecalentando temas ya quemados allá.

A pesar de todo no protesté. —¿Por qué al barrio Galilea? —quise saber.—Una tía de mi señora tiene una mujer de

allá que va por días a lavarle la ropa. Esa mujer lecontó del ángel. Así que salga ya y consiga la his-toria como sea, aunque se la tenga que inventar.Y saque fotos, muchas fotos. La semana entrantemandamos el tema en carátula nosotros también.

—¿Me puede dar algún nombre, o direc-ción? ¿Alguna referencia menos vaga?

—Ninguna. Arrégleselas, yo que sé; cuan-do vea uno con alas, ése es el ángel.

Galilea. Debía ser una de las incontablesbarriadas del sur de la ciudad, atestada de vecinos,miserable, devastada por las bandas juveniles. Pe-ro se llamaba Galilea, y desde chiquita a mí losnombres bíblicos me conmocionaban. Todas lasnoches al acostarme, hasta que tuve doce o treceaños, mi abuelo me leyó algún trozo del Antiguo

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Testamento o de los Evangelios. Yo lo oía hipno-tizada, sin entender mayor cosa, más bien deján-dome llevar por el runrún de sus erres de belga vie-jo que nunca pudo con el español.

El abuelo se quedaba dormido en medio dela lectura y entonces yo, sonámbula, repetía en vozbaja retazos de su trabalenguas todopoderoso. Sa-maria, Galilea, Jacob, Raquel, Bodas de Caná, la-go Tiberíades, María de Magdala, Esaú, Getse-maní, retahíla de nombres sonoros que rodabanbienhechores por mi alcoba a oscuras, cargados desiglos y de misterios. Los había también pavoro-sos, como las palabras «mane tesel fares», que aúnno sé qué significan pero que presagian la destruc-ción, o como éstas otras, «noli me tangere», durí-simas, dichas por Jesús resucitado a Magdalena.

Aún hoy, los nombres bíblicos siguen sien-do talismanes para mí. Aunque aclaro que a pesarde las lecturas del abuelo, y de que recibí el bau-tismo y la formación cristiana, en realidad nuncafui practicante, y tal vez ni siquiera creyente. Y si-go sin serlo: lo recalco desde ya para que nadie seprevenga —o se entusiasme— pensando que éstaes la historia de una conversión.

Confieso que cuando mi jefe dijo «Galilea»,en ese primer momento la palabra no me transmi-tió nada. Hubiera debido obrar en mí como unapremonición, como una señal de alarma. Pero nofue así, tal vez porque la voz fastidiosa que la pro-nunció le había apagado la fuerza. Simplementese daba el hecho peculiar de que a los barrios máspobres les endilgaban nombres bíblicos —Belen-cito, Siloé, Nazaret— y yo no le di al asunto másvueltas que ésa.

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Veinte minutos más tarde tomaba un taxiy le pedía que me llevara hasta allá. El taxista nisiquiera había oído hablar del sitio y tuvo que ave-riguar por el radioteléfono.

De los ángeles yo no sabía más que unaoración que rezaba de niña, «Ángel de mi guarda,dulce compañía, no me desampares ni de nocheni de día», y mi único contacto con ellos se habíadado durante una procesión de 13 de mayo, díade la Virgen, en la escuela primaria, y no en bue-nos términos. Sucedió que mi íntima amiga, Ma-ri Cris Cortés, por buena estudiante había sidoescogida para formar parte de la Legión Celestialy por tanto iba disfrazada de ángel, con unas alasmuy realistas que su mamá le había fabricado conplumas. Cuando la vi me dio risa, y le dije que noparecía ángel sino gallina, lo cual era cierto. Segúnla tradición, ese día cada niña debía escribir, enun papelito secreto, el deseo más profundo que lequisiera pedir a la Inmaculada, y esos papelitos,que uno no podía dejar que nadie leyera porqueperdían su efecto, se quemaban después en unascanecas para que el humo llegara hasta el cielo.Esa vez sucedió que Mari Cris Cortés, ofendidapor lo de la gallina, me rapó mi papel secreto y loleyó en voz alta, y así todo el colegio supo que mipetición era que, por favor, algún día pudiera verla cabeza tusa de la madre superiora. Por algún mo-tivo eso produjo en la aludida una indignaciónsublime, que no guardaba, a mi juicio, proporcióncon la ofensa, y como castigo me llevó a su recin-to privado, que ya de por sí tenía fucú, y cuandoestábamos las dos solas se quitó el manto, me mos-tró la cabeza, que no era rapada sino de pelo cano

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muy corto, me obligó a tocársela y me hizo pedir-le perdón. Todavía recuerdo la escena con autén-tico terror, tal vez inclusive como la más terrorífi-ca de toda mi vida, aunque viéndolo bien, la cosano era para tanto. Más bien al contrario, durantealgún tiempo me dio prestigio porque me convir-tió en la única niña del colegio que había no sólovisto, sino además tocado, la cabeza tusa de unamonja, y no de cualquier monja, sino de la supe-riora. Que en realidad no era tusa, como ya dije,pero yo mentí. Para no destruir el mito juré queera pelada como una bola de billar, y la verdad mela guardé para mí hasta este momento, en el cual larevelo.

Volviendo a Somos y al artículo: los moti-vos para escoger el tema de los ángeles me pare-cían deplorables. Pero a pesar de todo se me habíacompuesto el humor. Al fin de cuentas, cualquiercosa era mejor que preguntarle a miss Antioquiaqué opinaba de las relaciones extramatrimoniales.

Nos metimos al mar intoxicado y lento debuses, carros y mendigos y nos tomó hora y me-dia recorrer, de norte a sur, las calles irregulares deesta ciudad desbaratada. Después subimos por en-tre los barrios populares de la montaña hasta quese borraron las calles. Había empezado a llover, yel taxista me dijo:

—Hasta aquí la puedo traer, tiene que se-guir a pie.

—Está bien.—¿Seguro quiere que la deje? Se va a mojar.—¿Hacia dónde camino?Me respondió con un gesto vago de la ma-

no, como señalando la punta invisible de la mon-taña:

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—Hacia arriba.Con razón hay ángeles allá, pensé. Eso que-

da llegando al cielo.Un buen rato trepé cerro bajo la lluvia. Lle-

gué cuando ya no quería dar un paso más, untadade barro y con las piernas temblando de frío bajolos bluyines mojados que el viento me pegaba a lapiel. La tal Galilea era una barriada de vértigo. Ha-cia arriba el barranco se elevaba como un muro,hacia los lados se encrespaba la maraña de matasde monte, y hacia abajo llenaba el abismo un aireesponjoso y sin transparencia que impedía ver elfondo.

Las casas de Galilea se encaramaban conpromiscuidad unas sobre otras, agarrándose con lasuñas de la falda erosionada y jabonosa. Por los ca-llejones empinados se dejaba venir el agualluviaformando arroyitos. El corazón del barrio era unbaldío empantanado con dos arcos a los costadosque indicaban que, cuando no llovía, ahí se juga-ba fútbol. Pensé que cada vez que se escapara la pe-lota debía rodar y rodar hasta la Plaza de Bolívar.

Por la calle no había ni ladrones. No se oíauna voz detrás de las puertas cerradas. La sola ygrande presencia era la lluvia, una infame lluvia he-lada que me caía encima con ronroneo indiferen-te y parejo de motor. ¿Qué se había hecho, pues,la gente? Se habría largado para partes menos peo-res. ¿Y el ángel? Ni hablar. Si bajó a la tierra y ca-yó en este sitio debió devolverse enseguida.

Sentí unas ganas horribles de ir al baño, dellegar a mi casa, pegarme un duchazo con agua ca-liente, tomarme una taza de té, llamar a la revistay renunciar. Mejor dicho, me había entrado la de-sazón.

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Pero cómo devolverme, en qué taxi o businimaginables, si había traspasado las fronteras delmundo y me encontraba encaramada en un pela-dero del más allá…

Caminé hasta la iglesia, meticulosa y recien-temente pintada de color amarillo banano, con fi-los, puertas y detalles resaltados en marrón brillan-te, sobredimensionada y cachuda con su par detorres en aguja, como ponqué gótico recién hornea-do. También estaba cerrada, así que timbré al lado,en la casa cural. Nada. Timbré de nuevo, más lar-go, golpeé con el puño, y esperé hasta que una vozde viejo me gritó desde el otro lado de la puerta:

—¡No hay! ¡No hay!Me habían confundido con un mendigo.

Volví a golpear, con más empeño, y otra vez sonóel de adentro:

—¡Váyase que no hay!—¡Sólo quiero información! —Información tampoco hay.—¡Cómo así, pero por favor! —yo estaba

indignada y hubiera pateado la puerta, pero éstase abrió, y la voz tomó cuerpo en un sacerdote degafas, viejo pero no tanto, con dentadura nicotí-nica, barba de tres o cuatro días y un plato de so-pa en la mano. Su cabeza no era redonda sino cor-tada en rectas, como un polígono, y yo pensé quede ella debían salir ideas obtusas.

El interior de la casa despedía un olor a gua-rida de fumador empedernido.

—Padre, vengo porque me hablaron de unángel… —dije tratando de escampar bajo el alero.

Masculló con fastidio que no sabía de nin-gún ángel. En su sopa flotaban pedazos de zana-

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horia y, a través de los lentes, sus ojos impacientesme hicieron saber que se le enfriaba el almuerzo.Pero yo insistí:

—Es que me contaron que un ángel…—¡Que no! ¡Que no! ¡Qué ángel ni qué án-

gel! ¡Le digo que no hay ángel! —el viejo me me-tió un regaño y terminó diciendo que si de ver-dad quería alabar al Señor y escuchar su verdaderapalabra, volviera para la misa de cinco.

Pensé, este avechucho está demente, perocomo ya no aguantaba más me tocó pedirle:

—Perdone, padre. ¿No me permite usar subaño?

Se demoró pensando, tal vez en busca deun pretexto para negarse, pero después, haciéndo-se a un lado, me dejó pasar.

—Por el corredor del patio, al fondo —re-zongó.

Entré. La vivienda consistía en una habita-ción despojada, con una puerta a la calle y otra alpatio. No había nadie más allí. O mejor dicho: pa-recía que durante años no hubiera habido nadiemás allí. Sólo unas flores plásticas entre un frasco,casi tapadas de polvo, podrían indicar la huella yalejana de una mano femenina.

—Está empapada, niña, quítese el abrigo.—No se preocupe, padre, así está bien.—No, no está bien. Me está mojando el

piso.Pedí perdón, traté de secar el charco con

un kleenex que encontré en el bolsillo, me quité lagabardina, la colgué de un clavo que me indicó enla pared.

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Atravesé un patio interior de chiflones en-contrados y mientras recorría un corredor con ma-teras que no contenían matas, sino tierra reseca ycolillas, pensé que las barbas hirsutas de ese curadebían rasguñar como papel de lija. Por un instan-te traté de imaginar cómo me defendería si inten-taba tocarme.

Nunca un desconocido me había hechodaño físico, y sin embargo en mi cabeza rondabaa veces, paranoica, la prevención. Me dio rabia lairracionalidad de la cosa: que se me ocurriera se-mejante disparate, cuando era obvio que el pobresólo tenía interés en que lo dejara tomar su sopaen paz.

Salvo un montoncito de calcetines a me-dio lavar en la tina, el baño estaba bastante limpio.Pero no me senté en la taza, según la costumbreque me inculcaron desde niña, porque a las muje-res nos entrenan en la maroma de hacer pipí de piesi estamos en casa ajena, sin rozar el excusado nimojarnos los calzones. La puerta no tenía cerrojoasí que la tranqué con el brazo extendido, por si al-guien (¿pero quién, por Dios?) trataba de abrirla.Por eso digo que la psicología femenina es a ratosretorcida: nos han creado la convicción de que to-das las cosas malas del mundo se mantienen al ace-cho, bregando a colársenos por entre las piernas.

En el baño no había espejo: lo eché de me-nos, porque me reconforta inspeccionar mi pro-pia imagen en los espejos y encontrar todo en or-den. Había una repisa con un único objeto, uncepillo de dientes con las cerdas amarillas y florea-das por el uso, que me conectó sin quererlo a laintimidad desolada de ese hombre arisco que vi-vía allí.

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Cuando regresé a la habitación, lo encon-tré sentado en el catre y entregado con devoción asu sopa, con la cara tan pegada al plato que el va-por le empañaba los lentes.

—Entonces no hay ángel —le hice el úl-timo intento al tema.

—El ángel, el ángel, déle con el ángel, y aca-so no se les ocurre pensar que sea un enviado deabajo, ¿ah? ¿Y si es aquél que prefiero no nombrarel que está utilizando su argucia para arrastrar a lamultitud ignorante a su perdición? ¿No se le ocu-rrió pensar?

—¿Usted cree que ese ángel es más bienun demonio?

—Ya se lo dije, ¡venga a la misa de cinco!Hoy es el día. Voy a desenmascarar públicamentea los herejes de este barrio, que son de la mismacalaña de los de antes, de Dionisio el seudo Aero-pagita, de Adalberto el Ermitaño —la vehemen-cia hacía temblar al sacerdote—, más pecadoresaún, éstos de Galilea, que Simón Mago, quien afir-mó falsamente que el mundo está hecho de la mis-ma sustancia de los ángeles. ¡Que se estremezcanante el anatema estos apóstatas de hoy! Que nojueguen con candela, ¿eh? ¡Porque se van a que-mar! Pero no me haga hablar más. ¡No, no más,que no quiero anticiparme a los hechos! —aquíhizo una pausa para recuperar el aliento y lim-piarse la boca con un pañuelo—. Venga a la misade las cinco si quiere entender.

—Bueno, padre, allá estaré. Adiós y gra-cias por el baño.

—¡Ah, no! Ya que entró, no puede salir sintomar un poco de sopa. Porque está visto que el

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que come solo muere solo, y yo no quiero morirsolo. Ya tengo suficiente con haber vivido sin com-pañía.

—No padre, no se moleste —traté de di-suadirlo, sintiéndome fatal por quitarle parte desu único deleite, y también por tener que probarese naufragio de zanahorias en caldo gris. Pero nohubo caso: se acercó a la olla y me sirvió un platohasta los bordes, después sacó un paquete aplas-tado de Lucky Strikes del bolsillo de su sotana yencendió uno en la llama del fogón.

—¿Por qué vive tan solo, padre? ¿No loacompañan sus feligreses?

—No me quieren. Será porque llegué aestas lomas ya viejo y amargo, y no tuve arrestospara hacerme querer. Pero no me haga hablar des-pués de almuerzo, es nocivo para la digestión y noayuda a que los pensamientos salgan en orden.

En silencio, pues, yo comí y él fumó, si esque se puede llamar silencio a la colección de rui-dajos y chasquidos que el viejo producía al sabo-rear el humo de su chicote. Mi sopa sabía menosmal de lo que pintaba, mi estómago le dio la bien-venida al líquido caliente y yo agradecí la toscagenerosidad de mi anfitrión. Éste se había queda-do dormido, sentado en el catre, con el pucho en-cendido entre los dedos amarillos y el polígono dela cabeza descolgado en un ángulo imposible.

Le quité el Lucky, lo apagué en una de lasmateras, lavé su plato y el mío en el aguamanil delbaño, dejé una nota que decía, «Dios se lo pague,a las cinco voy a su misa», y salí otra vez a la llu-via y al vendaval. Pero ya no me importaron, aho-ra estaba segura de que tenía historia para contar.

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Aún no sabía cuál, pero me habían picado las ga-nas de averiguar qué clase de criatura era el ángelde Galilea. Además, en la misa de cinco podía ha-ber excomuniones, y hasta amenazas de muerteen la hoguera. No me la iba a perder por nada delmundo.

Trabajo
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