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El audaz Historia de un radical de antaño Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El audazHistoria de un radical de antaño

Benito Pérez Galdós

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Capítulo PrimeroCurioso diálogo entre un fraile y un ateo en

el año de 1804

IEl padre Jerónimo de Matamala, uno de los

frailes más discretos del convento de francisca-nos de Ocaña, hombre de genio festivo y arre-gladas costumbres, dejó la esculpida y lustrosasilla del coro en el momento en que se acababael rezo de la tarde, y muy de prisa se dirigió ala portería, donde le aguardaba una persona,que había mostrado grandes deseos de verlo yhablarle.

Poco antes un lego, que desempeñaba enaquella casa oficios nada espirituales, habíatrabado una viva contienda con el visitante.

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Empeñábase éste en ver al padre Matamala,contrariando las prescripciones litúrgicas que aaquella hora exigían su presencia en el coro; seesforzaba el lego en probar que tal pretensiónera contraria a la letra y espíritu de los sagradoscánones, y oponía la inquebrantable fórmuladel terrible non possumos a las súplicas del fo-rastero, el cual, fatigado y con muestras de grandesaliento, se apoyaba en el marco de la puerta.Hablaba con descompuestos ademanes y alte-rada voz; contestábale el otro con rudeza, orgu-lloso de ejercer autoridad aunque no pasara dela entrada; y el diálogo iba ya a tomar propor-ciones de altercado, tal vez la cuestión estabapróxima a descender de las altas regiones de ladiscusión para expresarse en hechos, cuandoapareció fray Jerónimo de Matamala, y abrien-do los brazos en presencia del desconocido,exclamó con muestras de alborozo:

-¡Martín, querido Martín, tú por aquí!¿Cuándo has llegado?... ¿De dónde vienes?

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Contestole con frases afectuosas el viajero, yambos entraron. Al avanzar por el claustro pu-do el lego notar que hablaban con mucho calor;que el visitante no había dejado de ser displi-cente; que continuaba con el mismo aspecto dehastío y desdén, y que el padre Matamala semostraba en extremo cariñoso y solícito con él.

El forastero (conviene darle a conocer antesque refiramos, textualmente, como es nuestropropósito, el acalorado diálogo que ambos per-sonajes sostuvieron en la huerta del convento)era un joven llamado Martín Martínez Muriel;y no será aventurado asegurar que intervendrácon frecuencia en la mayor parte de los hechosde esta puntual historia. Había nacido en unpueblo de la áspera y fragosa sierra que se ex-tiende en el centro de la Península, y de la cual,con las corrientes de los ríos y las ramificacio-nes de las montañas, parece emanar y difundir-se por todo el suelo el genio de las dos Casti-llas. A la edad en que lo conocemos (no pode-

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mos afirmar que hubiera llegado a los treintaaños; pero, a juzgar por su fisonomía, no nece-sitaba largas jornadas para llegar a ellos), habíatenido una vida tan borrascosa, eran tantas ytan prodigiosas sus aventuras, que refiriéndolasllenaríamos este volumen. Algunas, sin embar-go, hemos de sacar del olvido en que yacen acausa de los desdenes de la Historia.

Hijo de un hombre cuya vida fue serie no in-terrumpida de desventuras, aquel joven lascompartió todas por una excesiva severidad deldestino de su familia. Fueron sus primeros añosagitados y tristes, porque de la casa habíanhuido las alegrías mucho tiempo antes; y sien-do niño tuvo que hacer esfuerzos de hombre yde héroe para sobrellevar la vida. Semejanteescuela no podía menos de robustecer su vo-luntad para lo sucesivo, dándole una iniciativade que carecen los que no conocen las enseñan-zas de la contrariedad. Adquirió un valor moralque rara vez nace y crece en el teatro de la di-

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cha, y al mismo tiempo todos sus actos, lomismo que su lenguaje y modales, adquirieronun sello de seriedad algo torva, favoreciendo enél el ejercicio de una cualidad innata de su espí-ritu, que en los desahogos íntimos de su ambi-ción sintetizaba esta palabra: mandar.

Muriel había nacido para mandar, para diri-gir, para legislar, y como el Destino no puso ensu mano las riendas de un Estado, ni la disci-plina de un ejército, ni la soberanía de un pue-blo, ofreció su vida toda una contradicción mis-teriosa, aunque no muy rara vez en esta edad.Los enigmas indescifrables que a veces presen-tan a nuestra observación ciertos caracteres quehallamos en la jornada de la existencia, proce-den de una contradicción horrorosa entre laaptitud y la vida. No se explican de otro modoalgunas catástrofes individuales anatematiza-das por el Derecho y la Religión, y ante las cua-les, absortos y conmovidos, no nos atrevemos adar nuestro fallo. Luchando con el tiempo y las

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circunstancias, los caracteres se ven en singu-larísimos trances que los trastornan profunda-mente.

Volvamos a su vida. Su padre, hijo de labra-dores, no había podido nunca substraerse a losgolpes de una suerte adversa. Había heredadouna escasa fortuna territorial; pero ni sacó deella gran provecho ni pudo enajenarla, por es-tar afecta a un señorío. Era hombre emprende-dor, se sentía con facultades no comunes parael comercio, y al fin, dominado por la idea desu engrandecimiento pecuniario, idea en que laavaricia tenía parte muy pequeña, abandonó elsuelo nativo, traspasando sus inmuebles a otrocolono, y se marchó a Andalucía. Allí casó conla hija de un comerciante en situación nadapróspera; entró en el comercio con fe; pero susprimeros pasos en una carrera en que el éxitoparece depender de misteriosa y voluble dei-dad, fueron fatales. Regresó a Castilla, admi-nistró las fincas de un caballero segoviano que

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le pagó cruelmente, y esto, lejos de sacarlo deapuros, aumentó el catálogo de sus desgracias;porque su probidad se puso en duda, y huboproceso, del cual salió con honor, aunque de-jando sus ahorros en las garras de los leguleyos.

Deseoso nuevamente de probar fortuna en elcomercio, volvió a Andalucía, dejando a sufamilia en Castilla: se embarcó para América yvolvió a los tres años con muy escasas ganan-cias. Seis años de una prosperidad trabajosa, enque los reveses fueron pocos y ligeros, dieronalgún desahogo a la familia Muriel, que vivíaya sin ilusiones. Pero de pronto un suceso dolo-roso vino a perturbarla de nuevo: la esposa,carácter firmísimo y tierno que había logradoaplacar el funesto ardor aventurero de Muriel,murió joven aún, dejando dos hijos de muydiferente edad: el uno nacido en los primerosaños de matrimonio, y el otro en el último, pocoantes de que la noble alma de la que le dio elser saliera de este mundo. Desde entonces las

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desdichas no conocieron obstáculo ni dique:desbordáronse sobre la familia, produciendo,como primer triste resultado, la separación vo-luntaria del padre y el hijo más viejo. Pusiéron-le pleito los parientes de la difunta, y aunqueno vieron resuelta la cuestión, ni creemos quese haya resuelto todavía, perdieron cuanto ten-ían, siendo preciso que cada cual se buscase lavida como Dios mejor le diera a entender.

Fue D. Pablo a Granada, donde a fuerza derecomendaciones logró administrar las grandesfincas del conde de Cerezuelo, y encargarse almismo tiempo de activar un pleito que estenoble señor tenía en la Cancillería de aquellaciudad. Pero los pleitos marchaban entoncescon más embarazo que ahora y se embrollabancon más facilidad. No fue lo peor la dilación niel embrollo, sino que unos amigos oficiosos deCerezuelo, administradores a quienes Murielhabía substituido, se dieron tal arte, que hicie-ron aparecer a éste como falsificador de un do-

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cumento, acusándole además de haber desfigu-rado otro en extremo favorable a los derechosde su protector. Muriel fue exonerado de suspoderes administrativos y encerrado en lacárcel; este nuevo proceso tenía todo el horrorde lo criminal sin carecer de las complicacionesdilatorias de la justicia civil. Era una muertelenta, una inquisición, que no mataba, pero quedeshonraba con calma, con método, digámosloasí, día por día; escribiendo una infamia encada hoja de un protocolo interminable; aña-diendo en cada hora una sospecha, una decla-ración capciosa, un testimonio falso al catálogode vergüenzas arrojadas sobre la frente delhombre justo; quitándole una a una todas lassimpatías, todos los afectos, desde la amistadmás decidida hasta la compasión más desdeño-sa, dejándole al fin en espantosa soledad físicay moral, sin más mundo que la cárcel para elcuerpo y su conciencia para el espíritu. La suer-te de aquel hombre íntegro, que no tenía másdefecto que carecer de sentido práctico y ser

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inclinado a dejarse arrastrar por la imaginación,había empleado en su daño todos los sinsabo-res de la vida. No lo faltaba más que la deshon-ra, y ésta fue el triste epílogo de sus desventu-ras.

II

En esta vida de contratiempos y luchas cre-ció el desdichado Martín, que fue triste en suniñez y grave antes de ser hombre. Su padre,que había descubierto en él facultades intelec-tuales dignas de ser cultivadas, le destinó a lasletras y al foro, no inclinándole a la carreraeclesiástica porque desde la infancia había mos-trado gran repulsión a los hábitos. Más le gus-taba la milicia; pero no era posible, por la faltade recursos y su origen plebeyo, hacerle entraren el camino de las glorias militares. Dejole supadre en Sevilla, y allí algunas travesuras co-metidas le atrasaron en sus estudios. Pero loque más contribuyó a extraviarle, decidiendo al

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mismo tiempo su carácter definitivo o influ-yendo hondamente en el resto de su vida, fue-ron las amistades que contrajo en aquella ciu-dad.

En los primeros años del siglo presente, lomismo que en los últimos del anterior, se hab-ían extendido, aunque circunscritas a muy es-trecha esfera, las ideas volterianas. La revolu-ción filosófica, tarda y perezosa en apoderarsede la masa general del pueblo, hizo estragos enlos tres principales centros de educación, Ma-drid, Sevilla y Salamanca, y es seguro que lasescuelas literarias de estos dos últimos puntos,escuelas de pura imitación, no fueron ajenas aeste movimiento. Pero donde más y mejorprendió el fuego del volterianismo fue en An-dalucía, cuya raza, impresionable y fogosa, esinclinada a la rebeldía, así política como intelec-tual, y se deja conmover fácilmente por las ide-as innovadoras. La tradición y la historia guar-dan el recuerdo de caracteres viriles, alucinados

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por diabólico espíritu de protesta, tales comoGallardo, Marchena y Blanco White, hijos lostres de Andalucía y primeros héroes y víctimasde nuestras discordias religioso-políticas.

Por mucho rencor que la posteridad guardeal Gobierno de Godoy, no puede menos deconceder que fue tolerante en materias de liber-tad intelectual, y que siempre le hallaron pocodispuesto a secundar las bárbaras aspiracionesde la teocracia. Entonces era fácil procurarse loslibros más contrarios a nuestro antiguo geniocastizo; y los que entendían alguna lengua ex-tranjera, podían satisfacer fácilmente su curio-sidad sin temor de que el Santo Oficio les mo-lestara ni de que el brazo secular les persiguie-ra. Cundió el volterianismo y la democraciaplatónica de Rousseau. Como la exageraciónacompaña siempre fatalmente a todo movi-miento revolucionario, no faltaron en esta co-rriente invasora las doctrinas del más bestial yridículo ateísmo, de aquel dios llamado Ibras-

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cha, a quien tributó culto D. José Marchena enla Conserjería de París en 1793.

La raza holgazana de los abates encontró enesto un motivo de entretenimiento; y el cultivode la poesía pastoril y amatoria, pagana, fría yno repudiada por nadie, no dejó de contribuir ala realización de aquel contrabando de ideas.Toda irrupción literaria lleva en sí el germen deuna irrupción filosófica.

No escaparon del estrago algunos clérigosde audaz imaginación, mal comprimida por elsacramento, a los que se unió tal cual regular;pero estos casos no eran frecuentes, sobre todoen los últimos. Por lo común, aunque algunasideas vagas cundieron por toda la sociedad, laidea revolucionaria no salió de círculos muyreducidos, y acaso a esta concentración debió laenorme violencia con que se manifestaba endeterminados individuos. Tal vez por nohaberse difundido, haciendo de este modo im-posible la controversia, pudo el ateísmo hacer

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tantos estragos en algunas nobles inteligencias.El espíritu de protesta, que al principio fue pu-ramente religioso, pasó después a ser social. Enesta protesta no cabía la transacción. Sus nego-ciaciones eran categóricas y rotundas. En dospuntos concentraba todo su odio: en la noblezay en el clero.

La imaginación arrebatada del joven Murielfue una tierra fecundísima en que las nuevasideas germinaron con asombroso desarrollo. Elespíritu revolucionario, explosión de la con-ciencia humana, se mostró en él rudo, implaca-ble, radical, sin la depuración que después hantraído el estudio y el mejor conocimiento delhombre. La abolición de privilegios, la negacióndel derecho divino, la soberanía nacional, losderechos del hombre. He aquí los grandes pro-blemas planteados en aquellos días. El que co-nozca la sociedad de entonces disculpará laexageración. Fuerza es que se la disculpemos aMuriel, que al acoger aquellas ideas experi-

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mentó el único goce de su espíritu. Su naci-miento, su vida, sus desgracias, ¿no eran otrastantas circunstancias atenuantes? La felicidaden las naciones, como en los pueblos, nunca esinnovadora.

Profesaba a la nobleza un odio vivísimo; pe-ro no pasó de ser un resentimiento platónico,digámoslo así, un rencor puramente ideal,aprendido en los libros y no en la vida. El tiem-po y las circunstancias pudieran haberlo ate-nuado o destruido. Pero no: el tiempo y las cir-cunstancias confirmaron y aumentaron aquelodio. Entretanto abandonó sus estudios escolás-ticos, sin que por eso dejara de entregarse no-che y día a la lectura de sus queridos libros.Devoraba cuantos describieran y comentaran larevolución francesa. Las grandezas asombrosasy los inmensos horrores de aquella época pro-ducían en su ánimo estupefacción semejante ala que produciría el presenciar las primerasconmociones de la sociedad humana en los más

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remotos tiempos, tales como Babel o el Diluvio,tragedias espantosas. Compartían su espíritu elentusiasmo y el asombro; en su mente el hechohorrible se sublimaba al contacto de la nobleidea: perdíase en una contemplación sin fin,durante la cual se le representaban en la fan-tasía los caracteres y los hechos de la pavorosacatástrofe; y cuando concluían sus éxtasis, erapara dar lugar a una inquietud extraordinaria.Iba y venía reconcentrado y solo; algunos letenían por demente, y él se juzgaba viviendo enun desierto. Muriel no se parecía en nada a lasociedad de su tiempo, pues hasta los pocosque como él pensaban eran de muy diferentemanera. En él estaba como en depósito la ideaque más tarde había de expresarse en hechos.Mientras no llegara este momento, aquel jovenera una excentricidad y una rareza. Si el tiempono hubiera venido a darle razón, habría pasadosiempre por un loco, y, en tal caso, escribir suvida sería locura mayor que la suya. Pero eltiempo ha justificado su carácter, y la personifi-

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cación de aquellas ideas que tan pocos profesa-ban entonces, es una tarea que el arte no debedesdeñar.

III

En tal situación de espíritu se hallaba Murielcuando supo que su padre estaba preso enGranada, en compañía de su hermanito, chicue-lo de nueve años. Ambos sin fortuna, sin hogar,solos, abandonados, perseguidos, aquel ancia-no y aquel niño inocente no tenían más asiloque la cárcel, abierta para ellos por la maldad yla envidia. No es de este lugar referir los pade-cimientos de los seres infelices, de tan diversaedad, y condenados a repartirse el breve espa-cio de un calabozo; el uno con los ojos constan-temente fijos en el suelo, el otro con la vistaclavada en la reja, al través de cuyos hierros seveía un pedazo de cielo; el primero buscandoun hoyo en que reposar, el segundo constante-mente atraído por el espacio, por la vida.

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Muriel vivía pobremente en Sevilla; se ali-mentaba de milagro, no bastando sus tareas deescribiente en casa de cierto curial para sacarlede miseria, mucho más porque era tan pródigocomo pobre, y antes abría la mano para dar quepara recibir sus mezquinas ganancias. Con elcomer corría parejas el vestir, y su vida era unaserie de apreturas, cuyo fin no distinguía en elporvenir. Cuando supo lo que ocurría en Gra-nada, cuando supo que su padre y hermano semorían en una prisión a causa de un proceso enque la envidia y codicia de sus enemigoshabíandesempeñado el principal papel, la primeradeterminación que tomó en su violento arreba-to de cólera fue dirigirse inmediatamente aMadrid, con intención de mover cuantos resor-tes estuvieran a su alcance para sacar a su pa-dre de la cárcel. Él tenía amistad muy íntimacon un clérigo sevillano, poeta incurable deaquella escuela, bastante contaminado por lasnuevas ideas, persona de amenas costumbres, yque inspiraba respeto a cuantos lo trataban.

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Como era voz pública que se carteaba con va-rios personajes de la Corte, pidiole Muriel suprotección, la cual no le negó el canónigo.Además recogió cuantas cartas pudo de otrosindividuos, y se fue a Madrid, esperando que leayudara también en sus propósitos un religiosode Ocaña, pariente de su madre, y al que habíaconocido en el poco tiempo que residió en laCorte, mientras su padre estaba en América. Deeste fraile se contaba que tenía gran amistadcon graves y encopetados señores.

Fue Muriel a la capital, y allí sus tormentosno son para referidos. En ninguna parte lehac-ían caso. Iba y venía de palacio en palacio, decasa en casa, sufriendo desaires las pocas vecesque se le recibía. La pobreza que su personarevelaba, la estrechez en que vivía, obligándolea acompañarse de personas bien poco cultas,contribuyeron al descalabro de su pretensión,que era considerada como una locura sin ejem-plo. Había sido recomendado a un petimetre

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famoso, que era el dios de las ruidosas tertuliasde Pepita Tudó; y este joven, ser ridículo y des-preciable, hizo objeto de burlas al pobre, pre-tendiente, obligándole a pasar mil sonrojos.Traía además carta para el prior de la Merced,el cual no dejó de mostrarse algo propicio; perocomo un día Muriel, en el curso de una familiarconversación, dejase escapar algunas aprecia-ciones poco ortodoxas y de un marcado olorrevolucionario, amoscose el padre, retirole suprotección, y, más que en servirle, empleó suvalimiento en contrariarle. El conde de Cere-zuelo no lo quiso recibir, porque cedía a lasinfluencias de sus satélites, empeñados en lacompleta perdición y deshonra del antiguoadministrador. También había llevado epístolapara un grave, estirado y almidonado alcaldede Casa y Corte; más éste se mostraba muyafable y no hacía nada. ¿Cómo prestar oídos ala exigencia de un joven pobre, obscuro, adve-nedizo y misántropo en un asunto en que esta-ba interesada una poderosa familia? Compren-

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dió al cabo Muriel que la lucha era imposible.Recorrió todas las oficinas y covachuelas, tocótodos los registros de nuestra complicadísimaadministración. Nada era posible lograr. El Es-tado en masa estaba en contra suya. Coger unamontaña y echársela a cuestas hubiera sido másfácil que salir adelante en aquella empresa. Sudesesperación no conoció límites cuando llegóa entender que empleando la venalidad conse-guiría su deseo. Viendo de cerca la maquinariamohosa y podrida de nuestra administraciónjudicial y civil, conoció que desde el Príncipe dela Paz hasta el último rábula resolvían todas lascuestiones a gusto del interesado y medianteuna cantidad proporcional. La corrupción erageneral y crónica. Comprábanse los destinos yla justicia era objeto de granjería. Él, a ser rico,hubiera comprado a España entera. En aquellosdías su rencor era tan profundo, que sin escrú-pulo de conciencia se hubiera vendido a Napo-león, a los ingleses, al demonio. Hubiera vistocon júbilo desplomarse todo aquel alcázar de

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corrupción, sepultando entre sus ruinas a Car-los IV, a María Luisa, a Godoy, a Escoiquiz, aFernando, a los frailes, a la nobleza, al clero, ala magistratura. Ya en una esfera puramenteideal había pronunciado sentencias contra todoesto. Pero al ver de cerca las cosas, conociendola ignorancia y frivolidad de la alta clase, ladegradación de los regulares, en quienes noresplandecía ya ni un destello del antiguo mis-ticismo, la infame corruptela que gangrenaba elcuerpo político, su saña se enconó, y de aquelespíritu lleno de tribulaciones se apoderó al finpor completo lo que era a la vez un sentimientoy una idea: la revolución.

Tal era la situación de Muriel, cuando unacontecimiento inesperado vino a poner fin asu lucha, llenándole a la vez de tristeza. Su pa-dre murió en la cárcel de Granada. Sintió conesto el joven, al par de la pena, una especie dealivio. Parecía que su agitada inteligencia nece-sitaba descanso, y aquella muerte que arranca-

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ba de la tierra el alma del varón justo para lle-varla a su verdadero sitio, le parecía más bienun beneficio que un agravio. Dios había toma-do a su cargo el asunto y lo había resuelto. Mu-riel, que no estaba seguro de creer en Dios,pensó mucho en esto.

Marchó entonces a Andalucía con intento derecoger a su hermano, y aquí nos hallamos conun incidente imprevisto, que no es fácil poda-mos explicar ahora. Su hermano no estaba allí.Investigando sobre los sucesos de esta historia,hemos averiguado que, conociendo el ancianoque su fin estaba próximo, quiso escribir a suhijo, de quien en la prisión había recibido va-rias cartas. Dijéronle que su hijo había muerto,y no sabemos si se pensó engañarle o si efecti-vamente las personas que tal dijeron creían queMartín había desaparecido del mundo. Si fue loprimero, ignoramos los móviles; mas tal vez enel curso de esta narración se esclarezca unasunto que originó en el moribundo la deter-

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minación que vamos a referir. Lo que está fuerade duda es que éste, viendo que aquel niño ibaa quedar sin amparo en el mundo, ideó, llevadode su buen corazón, un plan que juzgaba el másrazonable en aquellos momentos. Creyó que nodebía pedir protección sino al que aparecía co-mo autor de su desventura, al propio conde deCerezuelo. Fija esta idea en su mente, y consi-derando que, después de haberle causado tantodaño, el conde no podía guardar rencor a aque-lla criatura, resolvió enviárselo. Contaba conherir la cuerda de la conmiseración en su anti-guo protector, que no podía llevar su saña másallá de la tumba. Además, el conde no era in-humano; las personas a cuyas sugestioneshabíacedido, no se opondrían a que amparara al hijode la víctima, niño infeliz, que era el mejor tes-timonio de las crueldades cometidas con supadre. Muriel contaba hasta con los remordi-mientos de sus enemigos para esperar aquelresultado, y al mismo tiempo recordaba que elilustre prócer tenía una hija, de cuya sensibili-

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dad el pobre preso había formado muy altoconcepto.

Estas consideraciones le afirmaron en supropósito, y dominado por una idea que tieneexplicación en su inmensa bondad, escribió alconde una carta, de la cual hemos oído referiralgunos párrafos, sin que nunca hayamos po-dido haberla a mano. En esta carta patética, enque se reflejaba la turbación de espíritu delbuen hombre, estaba escrita su única disposi-ción testamentaria. Murió al día siguiente deescribirla, y una persona, más compasiva con élentonces que lo fue en vida, se apoderó del mu-chacho y lo envió a Alcalá, donde habitualmen-te residía el conde.

Grande fue la sorpresa de Martín cuando alllegar a Granada supo lo que había pasado. Nopodía explicarse la determinación de su padre,ni conocía los móviles que pudieron inclinarle aobrar de aquel modo. En su confusión, quisovolver inmediatamente a Castilla, pero se lo

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impidió una grave y repentina enfermedad,contraída a causa de la hondísima alteración desu ánimo y de la considerable fatiga de sucuerpo.

Exánime y trastornado, estuvo cuarenta díasen un hospital, y hasta la misma caridad cuida-ba con algún desvío aquel cuerpo calenturientoy moribundo, en el cual se creía que no podíahabitar sino un alma extraviada. En sus delirioscreyó ver cercana la muerte; y ésta, en realidad,no andaba lejos. La idea de aquel Dios que sehabía complacido en olvidar iluminó su inteli-gencia en momentos de amargura. Aspiraba aldescanso eterno, y la idea de la justicia de ultra-tumba era la única luz que iluminaba aquellaconciencia turbada por la negación. Su fe, sacu-dida por el análisis, se fortaleció en lo relativo ala creencia en un Dios justo y bueno, porque ensu noble espíritu no cabía el materialismo soezque hace del hombre una máquina más perfectaque las que hacen los ingenieros. Restableció

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todo lo divino y todo lo eterno; y el ídolo, caídoa impulso de la filosofía, volvió a ocupar en elcielo vacante su trono inmortal. El ateo se com-placía en deslumbrar sus ojos con la luz queesparcía por los mundos aquel altísimo ser. Nolo negaba: pero su creencia era vaga y obscura,sin que en ella hubiera nada de la entidad per-sonal de que había oído hablar a los teólogos.Su fe en este punto no era otra cosa que el últi-mo refinamiento de la duda. En creer lo quecreía, con el único objeto de buscar consuelo enla justicia de ultratumba, había algo de egoís-mo. Más que fe, aquello era esperanza.

Por lo demás, ni el dolor ni la proximidad dela muerte atenuaron en él el odio a la sociedadde su tiempo y a sus instituciones fundamenta-les. Convaleciente, débil y dominado por tenazhipocondría, se ocupaba en imaginar vastosplanes de destrucción. Sentíase crecer: inmen-sos ejércitos le obedecían. Temblaba la sociedadconvulsa y herida bajo sus pies. Invocaba no sé

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qué fuerzas desconocidas y ocultas en el senode la sociedad misma, y traía a la memoria lacombustión horrible que, inflamando al pueblofrancés, revolvió y depuró sus elementos. Antela majestad de la idea de depuración, no lemortificaba ver los maderos de un patíbulo enque purgase sus faltas la Humanidad extravia-da y corrompida.

Restablecido al fin por completo, no pensómás que en trasladarse a la Corte. Una fuerzasecreta le impulsaba hacia allá. La miseria quehabía observado en su viaje anterior no le des-animaba. Creía, sin saber por qué, en la existen-cia de un incógnito problema por resolver;había en él cierta propensión a dejar de serideólogo, a obrar en cualquier sentido, a haceralgo que sacara al exterior aquella balumba deardientes deseos que, comprimidos y encerra-dos, le producían malestar horrible. Ésta fue lacausa principal de su determinación, si bienexistían otras de índole puramente externas,

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tales como recoger a su hermano y exigir a Ce-rezuelo el pago de cierta cantidad que su padrenunca pudo hacer efectiva, a pesar de ser ente-ramente ajena al motivo de la prisión.

Púsose en marcha, y no quiso dejar de visi-tar a su paso por Ocaña al padre Jerónimo deMatamala, el único que le había servido antescon algún interés, aunque sin fruto. Llegó alconvento, y después del ligero altercado quehemos referido, entró y habló ligeramente consu amigo, diciendo uno y otro lo que fielmentevamos a reproducir.

IV

Hallábanse en la huerta del convento, senta-dos en un banco de piedra. Caía la tarde, y losúltimos rayos del sol hacían proyectar oblicua-mente la sombra de los grandes chopos, tra-zando largas y paralelas fajas en el suelo. Era lahuerta un inmenso rectángulo formado por

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elevados muros, sin más comunicaciones con elexterior que una enorme portalada, por la cual,en el momento a que nos referimos, entrabandos asnos cargados con la colecta y conducidospor un buen lego que, sin compasión, y profi-riendo tal cual terno, los arreaba. Enorme yfrondosísimo olmo extendía su follaje obscuromuy cerca de la tapia y dando sombra a unanoria, cuyo rumor, producido al perezoso girarde una paciente mula, era un arrullo que con-vidaba a la somnolencia. La vista y el oído re-posaban dulcemente ante el efecto a la vezóptico y acústico de los círculos sin fin descritospor el humilde animal y de la periódica y regu-lar caída del agua, arrojada a compás por loscanjilones. Cavaba con mucho denuedo un pa-dre en uno de los cuadros, de cuyos apelmaza-dos terruños surgían las hojas exuberantes,retorcidas, verdeazuladas de las coles que allíse desarrollaban con frondosidad que teníaalgo de voluptuosa. No se oía más que el ruidode la noria, el golpe de la azada, el canto de

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algún labriego que por el camino cercano pasa-ba, y los precipitados pasos de alguna res an-siosa de llegar al hogar. El viento era tan tenueque apenas movía los últimos y más endeblespenachos de los chopos, plantados en uno delos lados del rectángulo. Ni una nube empaña-ba el cielo. No hacía ni frío ni calor. La unifor-midad, la calma, la monotonía convidaban afijar la mente en un solo pensamiento.

Tal vez por eso no parecía muy deseoso dehablar el joven, y dirigía la vista al suelo comoabstraído. Pero el fraile, que era sumamentedecidor, pugnaba por avivar la conversaciónsiempre que su amigo la dejaba languidecer.

-Pues si quieres que te diga la verdad confranqueza, querido Martín -dijo-, yo creo quehaces mal en ir ahora a Madrid. Vuélvete a tuSevilla, donde mal que bien puedes vivir. Peroen la Corte... tú no eres abogado, tú no eresmédico, tú no eres militar, tú no eres fraile, túno eres clérigo, tú no eres petimetre, tú ni si-

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quiera eres abate... Y a propósito: ¿por qué nosolicitas un beneficio simple y te ordenas demenores, y te buscas una renta sobre cualquierdiócesis? Ésta de Toledo no las tiene malas.

-¡Yo solicitar! -exclamó Muriel con expresiónde desprecio-. Solicitar es comprar, es corrom-per al Estado entero, desde el alcalde de Casa yCorte y el corregidor perpetuo con juro deheredad, hasta el pinche de las cocinas del Reyy el limpiabotas de Godoy. Yo no solicito, por-que soy pobre.

-Déjate de burlas, hijo, que es buena idea laque te he indicado sobre el cómo y cuándo dehacerte abate. Ese cargo no te estorba: es la ca-rrera de los que no hacen nada; quedas librepara dedicarte a tus estudios, para leer los dia-rios y escribir en ellos si te acomoda. Pero, ¡ah!,Martincillo, si tu quisieras seguir mis consejos...si tú entraras en nuestra santa Orden. Haztefraile y verás. Rétirate del mundo, donde no

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hallarás más que penas. ¿Te parece que aún nohas tenido bastantes?

-Si yo me propusiera burlarme de la socie-dad, de seguro haría lo que usted me dice -contestó Muriel sin mirar al padre-. A veces hetenido tentaciones de buscar la soledad y elretiro; pero ahora lo que deseo es presenciar loshechos del mundo y tomar parte en ellos. Lasoledad me mata.

-¡Pues si vieras qué buena en la soledad! -dijo el padre con expresión contemplativa -. Noes necesario que renuncies por eso completa-mente al mundo. Por el contrario -añadió, dan-do a sus palabras cierto tono de positivismo-;desde aquí, y sin ser molestado por nadie, pue-des influir en él y hasta ser poderoso. Desengá-ñate, hijo. La felicidad en la tierra está en estassantas casas. Tranquilidad y bienestar, ¿quémás puedes desear?

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-Falta saber, padre, si eso durará mucho -replicó Muriel, que trazaba cuidadosamentealgunas rayas en la tierra, con la punta de subastón, observando con gran cuidado lo quehacía, como si aquello fuera un dibujo admira-ble-. Yo preveo el día en que todos ustedes sal-gan por ahí a buscarse la vida como voy yoahora.

-¡Jesús y el seráfico! -exclamó el fraile- Yocreí que con la edad se te curarían esas herejías.Nosotros que somos el amparo y el sostén delhombre; nosotros que le enseñamos a vivir y aser bueno... Esas ideas que han venido de fueranos van a dar que hacer... Pero, ¡ay!, Martinci-llo: eso no sienta bien en un joven como tú, decorazón y de ingenio. Pase que los que quierenencubrir sus criminales intentos con palabrasfilosóficas... Sobre todo, hijo mío, ya que tienesesas ideas, no las publiques. Cállate y aprende avivir en el mundo... ¿No ves que así el mundote despreciará y serás perseguido?

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-Yo no puedo disimular -dijo Muriel bo-rrando rápidamente todas las rayas que habíatrazado-. Expreso lo que siento, y no puedorenunciar a este placer, por ser el único quetengo.

-Mal camino, hijo. Yo sé -dijo el buen religio-so bajando la voz-, yo sé que si nos metemos aaveriguar ciertas cosas, encontraremos sapos yculebras; pero yo tengo experiencia y opino queel mundo debe dejarse como está. Sigue miconsejo. Deja esas ideas. Mira que son peligro-sas, y algún día podrás ser perseguido y conrazón. Ahora con el Gobierno de ese vil favori-to, la religión santísima está bien defendida;pero deja que suba al trono nuestro muy de-seado príncipe Fernando, y verás adonde van aparar los filósofos.

-Si no viene todo al suelo mientras reine eldeseado Príncipe -exclamó con cierta expresiónprofética el joven-. Será más tarde o más tem-prano, pero que se viene al suelo es indudable.

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-¿Qué? -dijo vivamente el padre, creyendoque la tapia no estaba segura.

-Ustedes, los privilegios, los mayorazgos, losdiezmos, el Rey, Godoy y todo este modo degobernar que hay ahora. Esto es tan indudable,que es preciso estar ciego para no verlo.

-Ríete de eso: lo que tiene por base la santareligión y este amor que hay aquí a los reyes...Aquí han hablado de Constituciones y cosascomo las que hay en esos pueblos de allá... Peroeso no cuaja en esta tierra de la lealtad. Somosdemasiado buenos para eso.

Es de advertir que fray Jerónimo de Mata-mala era hombre de instrucción y claro talento,y había sido de los que primero dieron oído alas nuevas ideas. Educado en Salamanca, fueuno de los más afamados poetas de aquellainsulsa escuela, donde se le conocía con el pas-toril nombre de Liseno. Como fray DiegoGonzález y el padre Fernández, no se desdeña-

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ba de cultivar la poesía amatoria, fingiéndosepastor y creando un tipo de mujer a quien di-rigía sus versos. Esto era costumbre y nadie seescandalizaba por ello. Pero a fines de siglo lasideas de indisciplina filosófica y política cun-dieron por las aulas salmantinas. Fray de Ma-tamala, que fue de los primeros en quienes hizoefecto la invasión, se contuvo más por cálculoque por fe: guardábase muy bien de mostrar loque había aprendido, matando en flor en suentendimiento la naciente protesta. Sabía muybien lo que eran los derechos del hombre, yconocía todos los argumentos del ateísmo; co-nocía a Rousseau y aun algo más; pero afectabauna ignorancia absoluta de tan peligrosas ma-terias. Esto parecía pasar por hipocresía; peronosotros creemos que aquello no era sino mie-do. Quería engañarse a sí mismo, quería olvi-dar lo que había aprendido, y le parecía queolvidándolas, aquellas ideas dejarían de existir.Cerraba los ojos ante el abismo, esperando de

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este modo, si no evitarlo, vivir tranquilo hastaque llegara la catástrofe.

Instalado en Ocaña, Matamala sostenía co-rrespondencias muy activas con varios perso-najes de la Corte, por lo cual vivían sobre as-cuas sus cofrades, sospechosos de que tomabaparte en alguna intriga política. Al buen fran-ciscano no le faltaban entretanto mil recursospara desvanecer estas sospechas.

-Bien; dejemos este asunto -dijo, afectandouna compunción que no sentaba mal a sushábitos sacerdotales-. Yo te profeso un afectoentrañable; yo fui amigo de tu padre, que gloriahaya... pero no renovaré tu sentimiento. Vamosal caso. Aunque no quieres seguir mis consejos,quiero servirte, y hoy mismo le voy a escribir aun señor de Madrid, amigo mío, para que teproporcione algún trabajo, y te ayude en esoque vas a pedirle al conde de Cerezuelo. Pero,hijo, sé bueno. Cree en Dios. No pierdas por lomenos el respeto exterior que se debe a sus mi-

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nistros. Esto es lo importante. Sé respetuosocon los grandes señores, con los personajes deilustre prosapia.

-Sí -contestó el joven con desdén-; cuandoles veo entregados a todos los vicios, ignoran-tes, llenos de preocupaciones, holgazanes, indi-ferentes al bien de estos reinos y de la sociedad.Poseen todas las riquezas de que no es dueño elclero. Comarcas enteras se esquilman en susmanos y se acumulan de generación en genera-ción, siempre en la cabeza de un primogénitoinepto, que no sabe más que alborotar en losbailes de las majas, hacer versos ridículos en lasacademias o lidiar toros en compañía de gentesoez. No encontraréis entre ellos personas dealgún valer, con muy contadas excepciones. Loscolonos se mueven de hambre sobre el terreno,los derechos señoriales hacen que sea ficticiatoda propiedad que no sea la de grandes fami-lias; y en cada generación aumenta el númerode pobres, por los segundones que se van se-

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gregando del tronco de las familias nobiliariaspara entrar en la gran familia de la miseria.

-¡Santo Dios y el seráfico patriarca! -exclamóel fraile, tapándose los oídos-. No hables más.¡Qué pestilencial doctrina! ¡Oh, Martincillo!, espreciso que te enmiendes. Tú no tienes instintode conservación. ¡Yo que deseo verte hecho unhombre de pro; yo que voy a inclinarte a quebusques apoyo en la nobleza!...

-¡Apoyo en la nobleza! - contestó Muriel convehemencia-. La detesto de muerte. Laaborrecíaantes de saber lo que era. Conocida, nada pue-de dar idea de mi odio. La aborrezco más que alos frailes.

-¡Jesús, por los sacrosantos clavos! No blas-femes.

-¡Blasfemar! ¿Y por qué?- continuó con cre-ciente agitación-. Decir que todos ustedes sonholgazanes, glotones, sibaritas, dueños de la

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mitad del territorio, disolutos, hipócritas: ¿deciresto es blasfemar? ¿Quién ofende a Dios: uste-des que son como son, o yo que lo digo?

Muriel se expresó con alguna violencia, yhabía alzado un tanto la voz. El religioso seescandalizó; encendiose su rostro, mirandoazorado a un lado y a otro, temeroso de quealguno de los padres que paseaban por la huer-ta hubiera oído las infernales palabras de aquelréprobo.

-Ustedes han de desaparecer; irán arrastra-dos por una tempestad, que trastornará otrasmuchas cosas. Los privilegios tienen que venira tierra. Temblarán los nobles en sus palacios ylos frailes en sus claustros. Los primerostendrán que repartir su fortuna por igual entresus hijos, creando así una clase poderosa, in-termedia entre la grandeza y el pueblo, queserá la que más influya en la nación; y ustedesse verán reducidos a la cristiana pobreza con

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que fueron instituidos, pasando sus inmensasriquezas a ser patrimonio de la nación.

-¡Nuestros bienes! ¡Tú estás loco! -exclamóatortolado el padre, como quien escucha unagran novedad, un despropósito inconcebible, lomás disparatado que pudiera imaginarse.

-Dios os ha mandado ser pobres, y vosotrosos habéis hecho ricos.

-Nosotros tenemos lo que nos han dado.¿Pero tú sabes lo que has dicho? ¿La concienciano te arguye de ser tan irrespetuoso con lascosas de Dios?

-Es que yo no creo en Dios, padre -dijo Mu-riel con una seguridad que hizo temblar a frayJerónimo, el cual miró a un lado y otro, agitadoy confuso, temiendo otra vez que hubiera oídola blasfemia alguno de los frailes que allí cercadistraía el ocio con la lectura de algún piadosolibro.

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-¡Jesús, qué horror! ¡Vade retro, Satanás! -exclamó, cerrando los ojos y pronunciando en-tre dientes una oración.

-Es decir -continuó el joven-, yo creo en miDios, en un Dios a mi manera. Yo no creo en unDios vengativo y suspicaz que ustedes hanhecho a imagen y semejanza del hombre.

-Querido Muriel -dijo Matamala, reponién-dose del susto y abriendo los ojos-, estás com-prendido en los anatemas de la santa Iglesia. Siyo fuera débil, ahora mismo te arrojaría de estasanta casa, que estás profanando con tu presen-cia. Pero yo espero traerte al buen camino. Túserás bueno. San Agustín era como tú. Oirás lavoz del Señor, y te convertirás. Tú amarás todolo que ahora detestas; amarás a los nobles, pro-tectores de las industrias y ejemplo de buenascostumbres; amarás a los reyes, imágenes deDios en la tierra, que administran la justicia y sedesvelan por el bienestar de sus leales vasallos;amarás a los frailes, pobres, humildes criaturas,

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que enseñan la buena doctrina, combaten loserrores y consuelan a los afligidos.

-Si fuera como usted dice, padre, yo amaríatodas esas cosas. Si los nobles no ofrecieran ensu conducta el ejemplo de todos los vicios; si yoviera en ustedes hombres de caridad, enemigosde las riquezas, en vez de hombres ociosos,ignorantes y fanáticos; si viera en la Corte y enel Gobierno hombres dignos que no tuvieranpor único propósito esquilmar a la nación enprovecho propio, yo les amaría.

V

Como se ve, Muriel no perdonaba a ningunade las instituciones de que habló las faltas desus individuos. Era inexorable, como lo era larevolución entonces. Dominado por su idea, noconocía la transacción. Creía que era posiblereformar destruyendo; no conocía la enormi-dad de las fuerzas del enemigo; ignoraba que lo

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que se intentaba aniquilar era inmensamentemás poderoso que los razonamientos de dos otres individuos; que aquello tenía la fuerza delos hechos, de un hecho colosal, consagrado porlos siglos y aceptado por la nación entera.Además no comprendía que si la idea vencealguna vez a la fuerza, no es fácil que venza alos intereses. La transformación con que él so-ñaba era obra lenta y difícil. Sólo intentarlacostó después mucha sangre.

Fray Jerónimo, que había vuelto a rezar, dijoal terminar su breve oración, y trazándose so-bre el cuerpo la señal de la cruz:

-Yo rezaré por ti, pecador empedernido. Yentretanto voy a hacer por tu bien todo lo queestá en la facultad de un pobre fraile.

-Yo, aunque pienso así, padre Matamala-dijoMuriel-, no soy ingrato; no aborrezco a las per-sonas, salvo alguna que otra, a quien detestocon todo corazón.

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-Bien -dijo el fraile, deseoso de que aquellaconversación se acabara, aunque parecía dis-puesto a perdonar a su amigo todas sus herej-ías-. Bien: yo escribiré esta noche misma a unapersona de Madrid, a quien estimo. Verás cómoese señor, que es poderoso y modesto, consiguepara ti lo que deseas. Pero haz por ocultarle tusideas, ¿entiendes? El te dirá lo que debes hacer;y si por su conducto no logras nada de Cere-zuelo, da el asunto por concluido.

-¿No le conocía usted la otra vez?

-No. ¡Qué lástima! Si entonces hubiéramostenido esa palanca...

-¿Y quién es? ¿Cómo se llama?

-Es persona, como te he dicho, modesta, pe-ro de gran poder. Su nombre no suena como elde otras; pero a cencerros tapados... Te adviertoque es enemigo de Godoy, y tal vez en eso con-siste que pueda tanto. Ya, ya me agradecerás,

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Martincillo, esta recomendación que te haceamigo del Sr. D. Buenaventura Rotondo y Val-decabras.

-Ese nombre no me es desconocido -dijoMuriel recordando.

-Sí, le habrás oído nombrar -añadió Matama-la temiendo que su amigo tuviera ya noticias deaquel personaje, y que estas noticias fueranmalas-. Ya le escribiré explicándole lo que de-seas. ¡Ah! Te advierto que es hombre rico. Perooye una cosa: conviene que disimules tus opi-niones, porque, aunque él no es gazmoño... estaenterado de todo eso... y nada de cuanto digasle cogerá de nuevo.

-¿Y ese señor es abogado, comerciante?...

-Eso es, se dedica al comercio; suele prestardinero; y la verdad es que ha hecho fortuna.

-¿Y es gran amigo de usted?

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-¡Ya lo creo! Nos escribimos con mucha fre-cuencia... Esto te lo digo acá para inter nos. Que-rido Martincillo, si la otra vez no pude hacernada por ti, lo que es ahora... Yo iré tambiénpronto a Madrid.

-Diga usted, ¿Cerezuelo sigue viviendo enAlcalá?

-Sí; allí se ha encerrado y no hay quien le sa-que de escondrijo. Su hija es la que vive en Ma-drid. Ya tendrás noticias de ella: una muchachabastante orgullosa y desenvuelta. Cuando esebasilisco no influye en el ánimo de su padre,éste es un hombre razonable y humano... Perono quiero detenerte más -concluyó el fraile le-vantándose-; ya es de noche. Vete, Martín. Seva a cerrar la puerta del convento.

Muriel se levantó también.

-¡Ah! Dame las señas de la casa en que vas avivir -dijo el fraile.

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-Voy a vivir con el pobre, aunque siemprefeliz, Leonardo.

-¿Sigue tan calavera?

-Siempre lo mismo; pero siempre bueno.

-Espero veros pronto, tanto a ti como a él. Yotambién tengo que hacer algo en la Corte-manifestó el fraile, abriendo, con ayuda dellego, la gran puerta del convento.

-Adiós, padre -dijo Muriel-. Hasta luego.

-Adiós, Martincillo -exclamó el religioso,abrazándole con afectada ternura-. Hasta luego.

Se despidieron. Muriel le dio nuevamentelas gracias por la recomendación, hizo el reli-gioso ardientes protestas de solicitud, y se se-pararon. El lego, reconciliado con el forasterodespués de la favorable acogida que a éste dis-pensó un fraile tan respetable como el padre

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Jerónimo Matamala, le hizo al verle salir unaprofunda reverencia.

Para que nuestros lectores comprendieran laimportancia del diálogo que hemos referido yel valor que tiene en esta historia, sería precisoque conociesen la carta que fray Jerónimo Ma-tamala escribió a la persona a quien iba reco-mendado su joven amigo. Por ahora no nos esposible dar a conocer ese documento, que reve-la cuáles eran las relaciones del sagaz francis-cano con algunas personas de la Corte; mas enlos siguientes capítulos, la oportuna aparicióndel Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabraspodrá dar alguna luz sobre el particular.

Capítulo IIEl señor de Rotondo y el abate Paniagua

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I

Tenía Muriel un amigo que era segundón defamilia nobilísima. Desheredado por la ley, queacumulaba todas las riquezas y todas las gloriasde una familia en un primogénito; sin más for-tuna que su valor y su ingenio, había abando-nado la casa paterna, olvidando completamentea su hermano. Como no había recibido instruc-ción alguna, Leonardo, que así se llamaba, nopudo aspirar a suplir con el valor intelectual lafalta de recursos. Además se inclinaba portemperamento a la vida holgazana; y como supobreza y su falta de posición lo libraban de lasresponsabilidades que la sociedad exige a lospoderosos, entregose a la cómoda ocupación deno hacer nada. Pocos han realizado como él laevangélica máxima de no cuidarse del día demañana. Su familia era extremeña, y él se habíaestablecido en Sevilla, donde hacía versos, li-diaba toros, frecuentando todos los círculos enque había gente de buen humor.

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La mayor parte de sus amigos eran estudian-tes, si bien los libros no fueron nunca para élcontagiosos; y en materia de doctrinas, aunquede ninguna entendía gran cosa, se deleitaba conlas revolucionarias, como si en ellas encontraraun fondo de justicia que las preocupaciones desu época y de su clase no le impedían ver. Pero,por lo general, no se preocupaba mucho de susfilosofías. La algazara y las aventuras con carac-teres de libertinaje eran las condiciones elemen-tales de su vida, que era una vida de estudiantesin estudios. Reunido constantemente conjóvenes de la clase popular, Leonardo habíaolvidado que era noble, si bien alguna vez lavanidad innata se mostraba por un resquicio desu carácter, y entonces solía describir su escudocon una prolijidad que promovía grandes bur-las entre sus compañeros.

Estrecha amistad le unía con Muriel, que lehabía perdonado el ser noble. Juntos vivieronen Sevilla bastante tiempo, y la suerte, que algo

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le tenía reservado, quiso que juntos viviesendespués en Madrid; porque Leonardo, que conmotivo de un lance desagradable había tenidoque huir de Andalucía, se estableció, como éldecía, en la Corte, y allí estaba cuando llegóMuriel, a quien alojó en su casa. Ésta, que era elsegundo piso de un inválido edificio de la callede Jesús y María, en que habitaban multitud defamilias, ofrecía a los dos amigos las comodi-dades de un palacio, a pesar de la estrechez desu recinto. Vivían solos en compañía de dospersonas, de quienes nos será lícito hablar unpoco, aunque su papel en esta historia no seade gran importancia. Era la primera una espe-cie de ama de gobierno o patrona de huéspe-des, que se hallaba en el ocaso de la edad y dela gloria, y vivía en una lamentación continua,recordando los venturosos días en que su espo-so tocaba el violín e improvisaba madrigales enlas más frecuentadas tertulias de Madrid. DoñaVisitación procuraba sofocar los dolores y sole-dades de su marchita viudez por medio de un

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continuado y estrecho trato con todos los san-tos y santas de la corte celestial, y la vida devo-ta ofrecía ancho campo a su espíritu para dis-traerle de sus pertinaces melancolías. La otrapersona que habitaba la casa era un criado aquien llamaban Alifonso, el cual desempeñabalas funciones de barbero y peluquero, hacía decomer cuando doña Visitación se extasiaba enla iglesia más de lo ordinario y tenía ademáshabilidad no común para todos los recados, queexigieran astucia y agudeza de ingenio, reve-lando en esto la educación frailuna que habíarecibido. Ensanchábase además la vasta esferade los conocimientos de Alifonso con su apti-tud maravillosa para suplir la carencia absolutade sastre, que era peculiar en la casa de un po-bre como Leonardo. No se sabe dónde adquirióel mancebo tan extraordinaria destreza; pero eslo cierto que componía las casacas de su amo yhacía como nuevas las más viejas y raídas, pro-digio en que la tijera y la química obraban decomún acuerdo. Una particularidad digna de

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ser notada es que doña Visitación y Alifonso seaborrecían de muerte: antipatía mortal, pro-funda, eterna, les dividía. Eran irreconciliablescomo la noche y el día. La vieja había llegado acreer que el travieso doméstico era el demoniodisfrazado de aquella forma para su tormento,opinión que consultó varias veces con su confe-sor sin obtener respuesta categórica, por no serfuerte este venerable en el tratado de re daemo-niorum. Detenidas y eruditas investigacioneshechas después que subió al cielo doña Visita-ción han dado a conocer que la causa de aque-lla antipatía había sido el siguiente suceso. Lavieja se fue muy temprano a la iglesia en ciertodía de gran ceremonia, dejando en la cocinauna gran cazuela donde se guisaba corpulentojamón que le habían regalado unos extremeños.Alifonso lo sacó con mucho donaire, y puso ensu lugar el violín del difunto y nunca olvidadoesposo de doña Visitación, reliquia que la viudaconservaba con respeto religioso y fanático,

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cual si fuera parte integrante de la persona quecon tanta gloria lo usó en vida.

Cuando la santa mujer volvió de su rezo,cuando entró en la cocina, cuando se acercó a lacazuela, cuando asió el mango del violín cre-yendo era el hueso del jamón (pues era corta devista), cuando destapó, vio y tocó, cerciorándo-se de tamaña profanación, su furor llegó al gra-do de violencia de la tragedia griega; sus ner-vios se alteraron y cayó con un síncope de queno había ejemplo en su borrascosa vida. Aque-lla noche, en su agitado y calenturiento sueño,vio la irritada sombra de su esposo, tocando enel malhadado instrumento, que lanzaba lúgu-bres quejidos, y a su lado a Alifonso con rabo ycuernos, teniendo en su mano el jamón, queapoyaba en el hombro para remedar, tocandocon un asador, los movimientos del airadofantástico músico. Desde entonces, a la supers-ticiosa mente de doña Visitación se adhirió coninvencible fuerza la idea de que Alifonso no era

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otra cosa que el demonio mismo vestido decarne humana para su tormento.

Éstas son las dos personas que compartíanlas pobrezas de Leonardo, el cual, con su es-casísima renta, que cobraba tarde y mal, sosten-ía la casa y daba habitación y alimento a sudesdichado amigo.

II

Leonardo consagraba su vida y su tiempo alo que entonces se designaba con una palabraun poco malsonante hoy, pero que empleare-mos por necesidad, a cortejar. No indica preci-samente esta voz corrompidas costumbres nilicencioso libertinaje. Más general, expresa laocupación, en cierto modo insulsa, de los queaman por pasatiempo y por una especial nece-sidad de espíritu en que la pasión tiene muypoca parte. Leonardo, pues, cortejaba, siguien-do la corriente poderosa de la juventud de sutiempo, que no conocía ocupaciones de otra

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especie, que no tenía libros en que estudiar, nicátedras o tribunas donde discutir. El últimotercio del siglo XVIII y los primeros años delpresente fueron la época de las caricaturas. Lade D. Juan no había de faltar en aquella socie-dad, que Goya y D. Ramón de la Cruz retrata-ron fielmente y con mano maestra.

Leonardo, pobre, caído desde la altura de sunoble origen a la miseria de su humilde exis-tencia, se ocupaba en enamorar escofieteras ytal cual petimetra de la clase media, perdida aprima noche en los laberintos de Maravillas oLavapiés. Pero la indigencia no podía desmen-tir su alta prosapia, y ésta se manifestaba en unpresuntuoso deseo de llevar su derecho deconquista a una sociedad más distinguida. Entan atrevida aspiración, deparole el Cielo o elinfierno una misteriosa y recatada beldad encierta novena de San Antonio, a que asistía conhipócrita fervor; y aquí comenzó al par que una

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serie de amorosas glorias y platónicos deleites,la serie de sus grandes apuros económicos.

Era en extremo curioso entonces ver el afáncon que Alifonso componía la casaca de suamo, dándole un corte que, si bien la dejó algorabicorta, la asimilaba a las que en aquellos díaseran de moda entre los currutacos. Al mismotiempo cogía los puritos a las medias y galona-ba la chupa; robaba con mucha gracia a suscompañeros de profesión algunas esencias conque perfumar los pañuelos de Leonardo, condi-ción indispensable para ser caballero entonces,y, por último, planchaba y pulía el arrugadosombrero, haciéndole pasar por joven, sobretodo si la noche se encargaba de ocultar sustornasoladas tintas y tapar otras muchas inve-teradas fealdades. Con este atavío, el galantea-dor salía a la calle hecho un marqués, sobre todode noche, pudiendo así retardar lo más posibleel desengaño de la dama, y ocultar la desnudez

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efectiva de quien no tenía más tesoros que losde su fácil afecto.

Cuando Muriel llegó, Alifonso hubo dehacer un nuevo alarde de su fecundo genio,pues los vestidos del joven filósofo no eran losmás a propósito para presentarse delante deuna persona como D. Buenaventura Rotondo yValdecabras. Sujetose a prolongado tormento laúnica casaca que poseía; empleáronse las pro-digiosas lejías que habían rejuvenecido las chu-pas de Leonardo, y el sombrero gimió bajo lasplanchas del hábil confeccionador, por lo cual,y mientras duraron tan complicadas operacio-nes, tuvo Martín que guardar un encierro decuatro días, viéndose imposibilitado de visitara la persona a quien había sido recomendado.

Ésta, sin embargo, quiso anticiparse, tal vezdeseosa de conocerle, y una mañana, cuandomenos se la esperaba, se presentó en la casa dela calle de Jesús y María en busca de Muriel.Era el Sr. de Rotondo persona de mediana

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edad, amable, pero con cierto agrado empala-goso, que más parecía obra de un detenido es-tudio que espontánea cualidad de su carácter.Vestía con extremada pulcritud, y en su andar,como en sus miradas, había siempre expresiónde recelo. Cauteloso o asustado siempre, no seatrevía a dar un paso sin mirar antes dondeponía el pie. Su vista al entrar en un sitio re-corría las paredes, escudriñaba las puertas, pa-recía querer penetrar en el interior de lo másreservado y oculto, y al sentarse, sus manostanteaban el asiento, como si temiera ser vícti-ma de alguna burla o asechanza. Pero en nin-guna ocasión se ponía en ejercicio su descon-fianza observadora tan activamente comomientras conversaba con alguien. El Sr. de Ro-tondo no perdía sílaba, ni modulación, ni gesto,ni ligera contracción facial, nada. Su atenciónera provocativa, y por su parte él hablaba des-pacio, como no queriendo decir palabra algunaque no fuera precedida de una seria medita-ción. En general, ni su presencia, a pesar de ser

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persona siempre acicalada y compuesta, ni suconversación, a pesar de ser hombre culto y concierto gracejo, despertaban ningún sentimientoafectuoso. No se podía mirar sin recelo a quienera el recelo mismo. Al presentarse ante Muriel,hízole varias cortesías con muy artificiosa finu-ra, y después de pasear su mirada por cuantosobjetos había en la habitación, tomó una silla, yasegurándose con cuidado de su solidez, sesentó en ella, entablando con el joven la si-guiente conversación.

III

-Mi amigo -dijo Rotondo- el reverendo frayJerónimo de Matamala me habla largamente deusted en su última carta. Aquí estoy para servira usted en lo que pueda.

-Yo lo agradezco -contestó Martín-, tantomás cuanto que otra vez estuve en Madrid con

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pretensiones parecidas y no hallé ninguna per-sona que se interesara por mí.

-¡Oh, no hay que esperar nada de esa gente!-dijo Rotondo bajando la voz y como si temieraser oído-. Aquí hay una falta muy grande deamor al prójimo. Y lo que usted pretende, ¿quées?

-Que el conde de Cerezuelo me pague ciertacantidad que a mi padre debía desde antes dela prisión de éste. El proceso no afecta en nadaa esta deuda, motivada por haber anticipado mipadre...

-Ya, ya... -dijo D. Buenaventura, demostran-do que la historia del desdichado D. Pablo no leera desconocida.

-No creo que esto se me niegue ahora. Yo hede ir a Alcalá muy pronto en busca de mi her-mano, a quien quiero apartar de esa malditafamilia, y espero conseguir...

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-Cerezuelo está enfermo y dominado por lamelancolía. La separación de su hija, más afi-cionada a la vida bulliciosa de la Corte que a lassoledades de Alcalá, le contraría mucho. Si us-ted pudiera lograr la protección y la recomen-dación de su hija...

-Me han dicho que es el ser más orgulloso ydespótico que ha nacido.

-Es más que eso: es cruel. Fáltale la delicadasensibilidad propia de su sexo, y su trato des-agrada a cuantas personas no se ocupan engalantearla, aspirando a domar por el amoraquel carácter inflexible y refractario a todas lasternuras.

-Entonces no creo que pueda favorecerme.

-Hay que esperar poco de la gente noble -dijo don Buenaventura, prestando atención a lavoz de Alifonso, que reñía con doña Visitaciónen el cuarto inmediato-. La gente noble, insubs-

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tancial y frívola para todo lo que es el servicio ymejora del reino, no lo es para oprimir al pobre.

-¡Oh, está bien dicho; es muy exacto! -exclamó el joven, que no esperaba declaraciónsemejante en el amigo íntimo del padre Mata-mala.

-Los privilegios se han de acabar aquí, comose acabaron en Francia, y, o mucho me engaño,o ese día no está lejos.

Muriel se admiró de encontrar tan revolu-cionario a quien se había figurado como unseñor muy beato, enemigo, como la mayor par-te, de las cosas extranjeras.

-Debe usted dirigirse al mismo Cerezuelo-continuó el visitante-, pues aunque influyen ensu ánimo los clérigos y frailes de que está llenasiempre su casa...

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-¡Clérigos y frailes! -exclamó Martín, másasombrado cada vez del poco respeto que sunuevo amigo mostraba hacia las institucionesvenerandas.

-Sí -añadió el otro mirando en derredor concierta zozobra, como si fuera muy grave lo quepensaba decir-. Sí, la carcoma de la sociedad.¡Oh, cuándo será el día...! Ya sé yo que usted esfilósofo; que usted ha desechado ciertas pre-ocupaciones.

-Yo me hallo en una situación muy especial-repuso Martín-; tengo motivos muy positivospara aborrecer ciertas cosas.

-Usted será, por lo tanto, hombre de acción -dijo D. Buenaventura, dirigiendo toda la aten-ción de su mirada hacia el rostro del joven, conansia de leer allí sus deseos y propósitos.

-¡Hombre de acción! ¿Pues qué...? -exclamóMuriel como si hubiera escuchado una revela-

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ción-. ¿Será posible aquí otra cosa que la humi-llante paciencia y una deshonrosa conformidadcon nuestro destino?

-¡Oh! ¡Quién sabe! Tal vez. La sociedad estámuy agitada... Ya usted ve cómo está el mundo-dijo Rotondo-. Sin embargo, conviene espe-rar... Ese amado Príncipe inspira mucha espe-ranza.

Mientras pronunciaba estas últimas pala-bras, dichas al parecer con el único objeto desostener la conversación por pura cortesía, D.Buenaventura mostraba en su actitud y en susmiradas la mayor zozobra. Dirigía la vista a lapuerta con visible inquietud, alterándose encuanto sonaba el menor ruido. Un repentino yestrepitoso repique de la campanilla de la puer-ta le produjo fuerte excitación, y se levantó agi-tado y nervioso, exclamando con ira:

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-¡Esto es insoportable! Me han de perseguiren todas partes. No puedo dar un paso sin queme siga un espía.

Muriel, sorprendido de aquel inesperadoarrebato, procuró serenar a su nuevo amigo.

-Cálmese usted -le dijo-. Mientras esté ennuestra casa, no podrá hacérsele daño alguno.

-¡Ay de ellos si se atreven a tocarme! Su úni-co objeto es seguirme a dondequiera que voy,enterarse de mis acciones, ver con quién habloy con quién me trato. ¡Oh! ¡Pero me tienenmiedo!

Martín era todo confusiones en presencia deaquel hombre exasperado e inquieto, quehablaba con tanto calor y se creía rodeado deespías y satélites. Entretanto, un individuo ex-traño entraba en la casa, y preguntando no sépor quién, procuraba enterarse, en animadodiálogo con Alifonso, de los nombres, edad y

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oficio de las personas allí residentes. No tuvo elastuto barbero la precaución o la malicia decallar, y dijo el nombre de su amo, con lo cual,satisfecho, se marchó el curioso, dejando a D.Buenaventura, que todo lo oía desde la sala, enel colmo de la rabia.

-¿Siempre lo mismo! -exclamó cuando elruido de los pasos del espía se perdió en lo másbajo de la escalera-. Ya saben que estoy aquí, yale conocen a usted. ¡Oh! ¡Ni un momento delibertad! Sr. D. Martín, yo necesito hablar conusted; es preciso que hablemos largo, largo,largo.

Y al decir esto estrechaba la mano del joven,revelando en sus ojos profundas intenciones,con tal ademán de misterio y en tono tan grave,que la fogosa imaginación de Muriel no aceptóla espera, y preguntó con viveza:

-¿De qué?

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-Ya lo sabrá usted -añadió Rotondo algoaplacado de su furor-. Es preciso que nos vea-mos en otro sitio; en mi casa, en cierta casa...Mañana a las diez, en la calle de San Opropio,número 6... ¿Nos veremos? ¿Irá usted?

-Sí; sin falta. A las diez.

-Pues adiós.

Despidiose afectuosamente el señor de Ro-tondo y se marchó, dejando al pobre Martínmás confuso que cuando le decía: «¿Usted seráhombre de acción?» En verdad, el joven mássentía gozo que pena al verse repentinamenteligado a una persona que se quejaba de tan obs-tinadas persecuciones. Hostigábale en sumogrado la curiosidad por saber cuál sería el gra-ve asunto que iba a confiarle al día siguienteaquel hombre singular, que en su corta visitahabía revelado un mundo de ideas y acciones ala ardiente fantasía del buen volteriano. Aquelhombre conspiraba. ¿Cuáles eran sus planes?

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¿Por qué le perseguían? ¿De qué grande idea,de qué gigantesca empresa quería hacerlopartícipe? Estas cuestiones, que en tropel seofrecían al entendimiento de Martín, obtenien-do de él mismo mil respuestas diversas, nopodían menos de impulsar su ánimo haciaaquel hombre desconocido. Todo lo peligrosoatraía a Muriel. Todo aquello que fuese extra-ordinario, aventurero, lo fascinaba. En el fondode su naturaleza existía latente y comprimidauna actividad poderosísima que necesitabaespaciarse y aplicarse, buscando con afán lavida exterior como el modo más propio deaquel inquieto y siempre ávido espíritu. En élhabía desde mucho tiempo antes un ardiente ysecreto deseo de probar la fuerza de su pensa-miento en el yunque de la vida práctica: entre-veía hechos colosales, pero vagos, de que él eraprincipal y vigoroso motor; mas nunca habíallegado a hacerse cargo de los medios que pu-diera emplear para dejar de ser ideólogo. Así esque, cuando las circunstancias le ofrecían pro-

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babilidades, aunque fueran remotas y muyproblemáticas, de llegar a aquella realidad tandeseada, su inquietud no tenía límites: se avi-vaba la perenne excitación de su cerebro, y secomplacía en dar proporciones enormes alhecho vagamente concebido y ardorosamenteesperado. Por eso la promesa grave y misterio-sa de aquel hombre no bien conocido aún, picóvivamente su curiosidad despertando en él elvivo interés de lo maravilloso. ¿Quién sería?¿Conspirar, preparar alguna explosión revolu-cionaria, que transformara la sociedad y echaraal suelo el caduco edificio del derecho divino?¿Sería una simple cuestión personal de Roton-do? ¿Qué parte tenían en aquel asunto las au-daces ideas que él, filósofo indisciplinado, con-sideraba como su único tesoro? La curiosidad lepunzaba, como un apremiante escozor del espí-ritu. Pero en su temperamento, esperar era lapeor de las torturas, y su imaginación se anti-cipó a satisfacer aquella curiosidad forjando mildesvaríos.

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IV

Aquel mismo día Alifonso y doña Visitación,poco después de salir la visita, eran víctimasdel mal humor del enamorado Leonardo, elcual, irritado porque no había visto en la misade doce de la Trinidad a la persona por quientan puntualmente y con tanta contrición asistíaal oficio divino, creía, como suelo acontecer enlos amantes incorregibles, que todos los seresvivientes tenían la culpa de aquella contrarie-dad inaudita. En vano el festivo barbero se es-meraba en barnizar los zapatos de su amo conuna solicitud demasiado servil; en vano obe-decía sus ordenes con cristiana paciencia. Leo-nardo no cesaba de reñirle profiriendo ternosde varios calibres, que erizaban el cabello dedoña Visitación, dándole materia para que portres días seguidos se estuviera lamentando devivir con aquellos herejes. El amartelado jovenno tenía consuelo, y dominado por el pesimis-mo que se apodera de los amantes cuando ex-perimentan un ligero revés, sea de entrevista,

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sea de carta, lo que menos se figuraba era quedoña Engracia (pues tenía este nombre) se hab-ía muerto; que había sido envenenada, o gemíaen las cárceles de la Inquisición, puesta allí porla bárbara mano del intolerante sacerdote quetanto influía en el ánimo de su madre. No es deeste momento el informar al lector de quién eradoña Engracia, ni quién su madre, tipo arque-ológico que el siglo decimoctavo, por una sin-gular complacencia, había prestado al decimo-nono, ni quién el amigo espiritual y consejeroáulico de esta veneranda señora. Por ahora bas-te decir que Leonardo hubiera llegado al últimogrado de la desesperación, si un ángel tutelar,un nuncio de felicidad no se presentara a des-hora en la casa, quitándole de pronto sus me-lancolías y haciéndolo el más dichoso mortal dela tierra.

Nuestros lectores no conocen a D. Lino Pa-niagua, uno de los abates más ociosos y almismo tiempo más útiles del reinado del Sr. D.

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Carlos IV. Si le conocieran, ya podían asegurarque sólo en su trato hallarían suficientes docu-mentos históricos para juzgar la sociedad ma-tritense, de aquellos días. No es difícil hacersecargo de lo que era aquel hombre incompara-ble, que no desapareció de la tierra hasta el año1833, en que con el alma de Fernando VII se fuepara siempre de España el absolutismo conmuchas de sus cosas inherentes; no es difícil,repetimos, hacerse cargo de la poderosa enti-dad social que convenimos en designar con elnombre del abate Paniagua. Algo existe hoyentre nosotros que nos le recuerda. La publici-dad propia de la época en que vivimos hahecho de la prensa un órgano eficaz que satis-face a multitud de pequeñas necesidades socia-les. Hay en la prensa una parte llamada gaceti-lla, donde las luchas de la política no logranpenetrar; parte destinada a que todas las clasesde la sociedad escriban su palabra y graben susimpresiones, como esos voluminosos libros enblanco, colocados en sitios de peregrinación

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para que todo viajero, alegre o triste, jovial oaburrido, deje una señal de su paso. La vidasocial tiene un álbum gigantesco e inacabableen la gacetilla. ¿Quién habrá entre nosotros queno haya puesto en él un renglón, una frase, ungarabato? El que da un baile, el que ha perdidoun perro, el que se casa, el que nace, el que semuere, el que escribe un libro, el que lo lee, elque va a viajar, el que vuelve, todos están allí.Ningún individuo, a no ser un hipocondríaco,refractario a la luz de su época, como lo es elbúho a la del sol, escapa a la investigación insa-ciable de la gacetilla; y aun ese mismo hipo-condríaco escribirá en ella el párrafo más sinies-tro, si ansioso de la soledad de la tumba, tieneun día un mal pensamiento y se suicida. Lo quepasa con las personas ocurre también con loshechos. La función que más boga alcanza en losteatros, el sermón que más ha gustado en laúltima novena, la calle que se proyecta cons-truir, el cuento que con más éxito circula deboca en boca, las nieves que han caído en tal o

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cual punto, las telas que están en moda, el atrozincendio ocurrido en alguna ciudad de los Es-tados Unidos, la pendencia que ensangrentó lasheroicas calles de las Vistillas, la grandiosa in-surrección de las cigarreras, la marcialidad delos regimientos que desfilaron en la última pa-rada, todos los accidentes de la vida colectiva seexpresan allí, formando día tras día como unregistro universal, en que los movimientos, laspalpitaciones, los gestos, aun los más insignifi-cantes de la sociedad, quedan anotados con laexactitud de la calcografía o del daguerrotipo.Pues bien; en la época en que venimos refirién-donos no existían estos órganos impresos de lavida común, que mantienen perpetua relaciónentre todos y cada uno. Había, sin embargo,ciertas entidades, pertenecientes a la especiehumana, que hacían el papel de aquellos con-ductos de que hemos hablado, y eran provi-denciales precursores de la gacetilla moderna,del mismo modo que los correos peatones hanprecedido al telégrafo eléctrico. La legislación

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eclesiástica se había apresurado a llenar el vacíoque en la sociedad existía, suministrándoleaquellos diligentes órganos; había creado unaclase parásita con objeto de consumir el excesode la cuantiosa renta del clero, y como no le dioocupación secular ni canónica, esta clase seconsagró a menesteres no siempre dignos, co-mo traer y llevar recados, dirigir las modas,enseñar música y cantarla en las tertulias, com-poner versos ridículos, disponer el ceremonialde un bautizo, de una boda, de un entierro:buscar amas de cría y bordar en cañamazo,cuando las circunstancias lo exigían. Dentro deltipo general del abate había una variedad con-siderable, pues mientras algunos eran hombreslicenciosos y corrompidos, que se valían de sutraje, convencionalmente respetable, para pene-trar con ambigüedad en los estrados, como dice D.Ramón de la Cruz, otros eran unos pobres dia-blos, inofensivos a la moral pública, si es queésta no se vulneraba con la protección de secre-

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tos e inocentes amores, que a veces traían gran-des cismas a las familias.

El abate Paniagua era de estos últimos. Suextraordinaria aptitud para los recados de im-portancia, su memoria vastísima, en la cualguardaba como en rico archivo todos los san-tos, festividades, ya fijas, ya movibles, todas lasferias, plenilunios, solsticios y equinoccios,hacían que fuese de gran utilidad a las familias.Tenía anotados en el registro de su cabeza elprecio de los comestibles, el nombre de los pre-dicadores que subían al púlpito en todas lasiglesias de Madrid, los días de vigilia, el núme-ro de cintas que se ponían a las escofietas, lacantidad de purgas que tomara tal o cual seño-ra para curar su inveterada dolencia, los días omeses que a otra le faltaban para llegar al an-siado instante de su alumbramiento, y otrasmuchas curiosísimas cosas, que le daban el va-lor de un verdadero tesoro. Era Almanaque yGuía, y su complacencia no conocía límites;

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servía con desinterés por satisfacer una irresis-tible necesidad de su naturaleza, que le inclina-ba a aquel oficio de saberlo y contarlo todo. Asíes que no había casa en la Corte donde D. Linono tuviera entrada; pues por un privilegio re-servado sólo a los abates, tenía estrecho lazocon todas las clases. La aristocracia le abría sussalones, la clase media sus estrados y el pueblole daba agasajo en sus miserables zahúrdas.Ningún elemento social podía renunciar a laútil amistad de aquel hombre enciclopédicoque al entrar en el hogar doméstico llevaba to-do el mundo exterior, el mundo de la calle ensu cerebro. Él, por su parte, siempre fue hom-bre sin ambición: consumía su renta sin aspirarnunca a acrecentarla, y parecía feliz desempe-ñando el papel que su época le había encarga-do. Era hombre tímido, y en los círculos quefrecuentaba era tratado con agasajo, pero sinverdadero afecto. Cierta benevolencia un pocohumillante, algo parecida a la que inspirabanalgunos bufones, le bastaba. Jamás aspiró a ser

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objeto de un grande amor ni de un profundorespeto, pues él mismo conocía que la índole desus funciones no era la más propia para ocuparun puesto digno, ni aun en aquella sociedadfrívola que rastreaba por el suelo sin grandesideas ni altas aspiraciones. Su bondad extrema-da y floja voluntad hacían cada día menos res-petable su papel social; pues enternecido conlas angustias de los amantes, no podía menosde favorecerles en sus correspondencias, y secomplacía en apresurar el deseado momentodel matrimonio. Por eso tenía cierto orgullo enser la paloma a cuyo cuello ataran los noviossus patéticas esquelas. En cuanto una pasiónestallaba en el recinto de recatado y escrupulo-so hogar, el pobre corazón herido y preso notenía más comunicación con el exterior que D.Lino Paniagua, diligente vehículo que llevabaal través de las prosaicas calles de la capital laspalpitaciones ardorosas, las delicadas ternuras,los suspiros, las languideces, las esperanzas, lossueños y desesperaciones del amor. Hacía esto

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el abate con tanto más agrado y desinteréscuanto que nunca fue amado, y la pasióndormía en su pecho callada y solitaria, tal vezporque su timidez y su mala figura le habíanimpuesto silencio y obligado a la quietud en losgrandes dramas de la vida. En el fondo de lafrivolidad o insubstancial ligereza de Paniagua,había una tristeza crónica que no era ajena aaquella entrañable simpatía que le inspirabantodos los amantes; simpatía cuya causa podríaencontrarse en que una aspiración vaga de suvida juvenil no encontró nunca ocasión de ma-nifestarse, ni objeto a quien dirigirse, como nofuese en un culto platónico y secreto sin ningúnaccidente exterior. Por eso el pobre abate, ya enedad madura, y apartado personalmente detodo lance amoroso, por la ridiculez de su per-sona y el indeleble sello de prosaísmo quehabíaen sus funciones, se contentaba con amar a to-dos los que amaban. Padre cariñoso de todoslos novios, participaba de sus alegrías y de suspenas, les daba consejos y procuraba llevarles

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por el camino del matrimonio, porque era ene-migo de las uniones ilícitas y gustaba de quesus protegidos fuesen castos, lo mismo que elbillete garabateado por la pasión, que él llevabade una casa a otra, guardándolo en el pecho,como si su corazón solitario se complaciera enser tocado por aquel cariño escrito.

V

Conocida esta persona y su importancia, secomprenderá la alegría del desesperado Leo-nardo al verla entrar y al leer en su rostro lafelicidad que le traía.

-¡Querido D. Lino, incomparable abate!-exclamó abrazándole con afecto-. Siempre vie-ne usted a tiempo. En este momento pensabasalir para ir a su casa.

-¿Sí? No me hubiera usted encontrado -contestó el abate, sentándose con señales de

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fatiga-. Estoy fuera desde el amanecer. ¡Cuántaocupación Sr. D. Leonardo; esto no es vivir! Nosé cómo me las componga para poder evacuartanto negocio importante como a mi cargo ten-go. Esta mañana fui a buscar una nodriza porencargo de la señora de Valdecabras, que se havisto obligada a despedir a la que tenía, porhaber encanijado al niño. Al fin encontré una,recién venida de la montaña; me han aseguradoque tiene buena leche; y en efecto...

-¿Pero no me dice usted nada de...?-preguntó Leonardo con la mayor impaciencia.

-Ya hablaremos -dijo el abate, que no queríaponer a la orden del día el peligroso asuntoobjeto de su visita, mientras estuviera allí Mu-riel, persona a quien no conocía-. Ya hablare-mos. ¡Pero qué cansado estoy! He andado cincohoras sin parar. Tuve también que ir a comprarveinte varas de cinta para doña Pepita y ahablar con el pintor que ha de hacer el telónpara el teatro del marqués de Castro-Limón.

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Van a representar la Ifigenia. ¡Qué trajes, quélujo! Hoy he ido también a encargar la pelucaque debe sacar Agamemnón, y las hebillas queha de ponerse Ulises en los zapatos... porqueesta es gente de gusto. Estará de lo más lucidoque en la Corte se haya visto. Luego he tenidoque ir a hablar con el prior de Porta-Coeli a versi quiere prestar los tapices de aquella iglesiapara una función que hacen las Hermanas delAmor Hermoso en los italianos; y después fui aver si los arrieros de Extremadura habían traídola galga que ha encargado el señor fiscal de laRota. Unos amigos de la calle de Mesón de Pa-redes me entretuvieron, haciéndome beber al-gunas copas, porque tienen bautizo; y despuésmarché a casa de la escofietera de doña BárbaraMoreno para decirle el corte que debe darle altocado que lo está haciendo para el día de laboda de su hermana. ¡Ay!, no tengo piernas; merindo. Y después de tanto mareo no he podidoasistir al entierro del señor oficial mayor dePalacio, persona a quien no conocí, pero que

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me recomendaron después de muerto. Tampo-co he podido asistir a la función del Sacramen-to, donde predicaba un amigo mío... y qué séyo. Si no me multiplico no voy a poder vivir.

-¿Y no ha estado usted en casa de...? -dijoLeonardo sin poder contener su ansiedad.

El abate miró a Martín con recelo, demos-trando que los graves secretos de que era emi-sario no podían comunicarse en presencia deun desconocido.

-Éste -dijo Leonardo señalando a Muriel- esun amigo mío muy querido. Nos conocemosdesde la niñez. Le confío todos mis secretos, yél a mí todos los suyos.

-¡Ah! -exclamó Paniagua saludando a Martíncon la sonrisa en los labios-, entonces... Puesdaré a usted, señor D. Leonardo, una buenanoticia.

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-¿Buena noticia? -dijo D. Leonardo- ¿Es queha reventado doña Bernarda o ha reñido con elpadre Corchón?

-¡Oh, no! -contestó D. Lino riendo y ponien-do la mano en el hombro de su joven amigo-.Mi señora doña Bernarda no tiene novedad,aunque las muelas le molestaron anoche, paralo cual le he llevado hoy raíces de malvavisco.En cuanto al padre Corchón nunca ha estadomejor que ahora, según me acaba de decir, puescon los pediluvios se le ha quitado la ronquera,y volverá a lucir su hermosa voz en el púlpitode San Ginés.

-¡Que no le vea estallar como un cohete! -dijoLeonardo-. Pero a ver la buena noticia.

-Pues madama -prosiguió el abate con mali-cia-, va el domingo a la Florida con algunasamigas y amigos, a pasar un día, a comer bajolos árboles, a saltar y brincar al modo de lapoesía pastoril. Quiere que vaya usted.

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-¿Yo... en presencia de doña Bernarda, queirá también? -dijo Leonardo.

-Ella no le conoce a usted. Yo le presento... ya propósito: yendo también su amigo, puedearreglarse mejor la cosa. Yo les presento comoque son dos forasteros, que vienen de visitar lascortes de Europa, y al llegar a Madrid me hansido recomendados para enseñarles las cosas deesta villa y darles a conocer en los estrados.

-¡Qué buena idea! ¿Vas, Martín? -preguntóLeonardo volviéndose hacia su amigo o inter-rogándole más con sus alegres ojos que con lapalabra.

-Vamos. Aunque no fuera sino por hacermás fácil la presentación.

-Va mucha gente; damiselas y petimetres.Les aseguro a ustedes que se divertirán de lolindo -dijo Paniagua.

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-¡Oh! ¡Si no fuera doña Bernarda! ¡Si trope-zara dislocándose un pie o se le subieran losvapores al cerebro de modo que no se tuvieraen pie en una semana...!

-Entonces no iría su hija. ¡Pobre madamita!¡Siempre tan triste...! -repuso el abate.

-¡Oh! D. Lino -exclamó el enamorado joven-¡Cuándo...!

-Ya conozco sus nobles sentimientos, Sr. D.Leonardo. Merecedor como ninguno es ustedde tamaña dicha. Pero qué remedio... Esperar,esperar. Ya llegará el día. Y como ella es tanbuena, tan guapa, tan sensible... Ayer me con-taba las penas que pasó con su difunto esposo,y no pudo menos de llorar. ¡Pobrecita! Es que elguardia de Corps era hombre cruel, Sr. D. Leo-nardo. ¿Ella no le ha contado a usted de cuandola encerraba, teniéndola dos o tres días sin pro-bar bocado? Es cosa que parte el corazón.

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-Sí, ya sé -dijo Leonardo, a quien importu-naba el recuerdo de los sufrimientos de la dis-creta y sensible Engracia en vida de su esposo-.¿Y a qué hora es el viaje a la Florida?

-Por la mañana. Yo vendré por ustedes. VaPepita la del corregidor, doña Salomé Parreño,la de Cerezuelo y otras. ¡Qué ocasión, amigo D.Leonardo!; doña Bernarda se dormirá sobre lahierba apenas coma un bocado.

-Si despertara en el valle de Josafat.

Pocas explicaciones serán necesarias paraenterar por completo al lector de los amores deLeonardo. Pasaremos por alto los sucesos delperíodo incipiente, con los primeros pasos deaquella aventura, cuyo fin estamos muy lejosde conocer todavía. Engracia, a quien el abatellamaba frecuentemente madama, siguiendo lacostumbre de la época, era viuda de un guardiade Corps, que no la pudo martirizar más quesiete meses, después de los cuales se marchó a

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mejor vida, dejando a su mujer en la gloria, sibien más tarde cayó en el temido infierno de lacasa de su madre doña Bernarda, que se consti-tuyó en celosa guardiana. La muchacha, pordemás sensible, hacía cuanto en su mano estabapara romper la clausura en que vivía; pero loslazos a la vez domésticos y religiosos en queestaba aprisionada, únicamente podíandesatar-se por la astucia o romperse por el valor, y deambas cualidades carecía la pobre viudita. Ellamisma no podía explicarse cómo habían nacidoaquellos peligrosos amores; pero es indudableque la propia cautela y atroz intolerancia dedoña Bernarda fueron causa de la aventura,que no era más que el ansia de libertad expre-sada en la relación afectuosa con alguien defuera, con alguien de la calle. Tal vez había po-co o ningún amor por parte de ella en las pri-meras comunicaciones epistolares y visuales;pero la costumbre es poderosa en esta como enotras muchas cosas, y al fin Engracia profesó alilustre mendigo verdadero cariño. La dificultad

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de las comunicaciones, las contrariedades queentre uno y otro surgían a cada paso, avivaronel incendio, y la pobre viuda se encontró do-blemente presa. Incapaz por su débil carácterde tomar una solución, esperaba en silencio aque la Providencia resolviera aquel problema, yse contentaba con frecuentar lo más posible losnovenarios y demás fiestas religiosas, donde leera posible el culto profano de un santo semo-viente, que iba tras ella a todas las iglesias y oíatodas las misas en que embebía su espíritu,ansiosa de dejar este mundo, la buena de doñaBernarda. Respecto del padre Corchón, teólogoeminente que dirigía el ánimo de aquella insig-ne mujer no sólo en las cuestiones religiosas,sino en las domésticas, nada diremos hasta quela imagen de hombre tan grande aparezca,llenándolo todo con su estatura física y moralen el escenario de esta historia.

El abate Paniagua aún tenía una misión quecumplir. Metió la mano en su pecho, sacó un

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billete, y sonriendo (y aun diremos con ciertorubor) lo entregó a Leonardo. En el billete,además de muchas ternezas y honestas con-fianzas, hacía madama la misma invitación quede palabra había expresado ya al incomparableD. Lino. No copiamos la carta, porque había-mos de hacerlo con fidelidad, y las muchas fal-tas de ortografía de que estaba plagado aquelpatético escrito, rebajarían el ideal tipo de lajoven e interesante viuda. Las mujeres más no-velescas suelen despoetizarse con su pluma, yaquélla no estaba libre de la común flaquezagramatical propia de su sexo. Dejemos la cartarelegada a profundo olvido y conservemos a subella autora resplandeciendo en la altura delidealismo, muy por encima de la vulgaridad desus garabatos.

Cumplido el objeto de la visita, se levantóPaniagua para marcharse. Entonces pudo Mu-riel observar mejor la pobre facha del corredorde asuntos amorosos. Era D. Lino pequeño y

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débil como un sietemesino; y no se concebíacómo aquellas piernecitas tan cortas y endeblespodían trasladarlo de un punto a otro de Ma-drid con tanta actividad, para traer y llevar losinfinitos recados que a su cargo tenía. Estamezquindad de piernas y su voz atiplada yaguda como la de un niño eran los rasgos carac-terísticos del ser físico, como la debilidad y lacomplacencia lo eran del ser moral. Su cabezaera de configuración rara, y la bóveda del cere-bro era semejante al polo ártico de un me-dallón: allí residía en perenne actividad elórgano de la protección a los amantes. De mo-dales flexibles, de gran movilidad en la cinturay pescuezo, el cuerpo de Paniagua había nacidopara doblegarse, lo mismo que su espírituexistía para complacer. No inspiraba aversión,ni afecto, y el respeto propio de su traje semi-eclesiástico se combinaba con el desprecio in-herente a su frívolo oficio para producir unresultado de indiferencia, que era lo que real-mente inspiraba a todo el mundo.

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Capítulo IIILa sombra de Robespierre

I

A la hora fijada por el Sr. de Retondo, Murieltomó el camino de la calle de San Opropio, an-sioso de satisfacer su curiosidad. Llegó, y des-pués de mirar el número de algunas casas, separó ante una que mostraba ser antiquísima, deenorme y desigual fachada, y en tal estado dedeterioro, que parecía mantenerse en pie pormilagroso equilibrio. Las ventanas y puertascerradas, la total carencia de vidrios y cortinas,indicaban que allí no podía vivir ningún serhumano. Acercose Muriel a la puerta, la em-pujó y entró, hallándose en ancho zaguán, quedaba a un patio, desierto y sucio, donde lasmaderas y las piedras hacinadas en desordenindicaban que alguna parte interior de la casase había venido al suelo. Pasó el zaguán, cuyopiso era de puntiagudos y mal puestos guija-

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rros, y entró en el patio, que recorrió con la vis-ta buscando un ser viviente. No se sentía el másinsignificante ruido. Dio algunas palmadas,pero nadie apareció; llamó de nuevo con másfuerza, y el eco de su palmoteo se perdió enaquel recinto solitario y misterioso. De repente,y cuando prestaba atención con más cuidado,esperando oír los pasos de alguna persona, sin-tió una voz que resonaba allá dentro en puntomuy recóndito de la casa; voz lejana, pero muyfuerte, que decía: «¡Danton, Danton; pérfidoDanton!» Muriel, a pesar de no ser supersticio-so, no pudo prescindir de cierto temor, y per-maneció un momento absorto. La voz continuóal poco rato y más lejana, diciendo: «¡Danton,Danton!», y el eco de estas palabras se perdíacomo si la persona que las pronunciaba estu-viera cada vez más lejos.

Llamó otra vez, y entonces sintió el rechinardel gozne de una puerta. Alguien venía. Miró alángulo del patio, por donde parecía haberse

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sentido aquel rumor, y vio aparecer, saltando ycacareando, nada menos que a una gallina. Mu-riel estuvo a punto de reír al ver quién salía arecibirle. Al fin había visto algo vivo en tandesierta casa. Ya se dirigía hacia aquella puerta,cuando salió una vieja que, corriendo tras eltravieso volátil, le dirigía toda clase de apóstro-fes con muestras de gran enfado: «¡Anda ban-dolera, retozona, callejera, mala cabeza, loqui-lla!» Y al mismo tiempo la buena mujer descri-bió con su tardo e inseguro andar los mismoscírculos del rebelde animal, hasta que al finéste, comprendiendo su deber, se entró a buenpaso por la puerta; cerró la vieja, profiriendo almismo tiempo nuevos denuestos sobre las ten-dencias de emancipación de la gallina, y por finse dirigió a Muriel, preguntándole:

-¿A quién busca usted?

- Al Sr. de Rotondo.

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-¿Al Sr. de Rotondo? -dijo la vieja, dudandoqué respuesta debía dar-. El Sr. D. Buenaventu-ra... no está.

-¿No está? -dijo Martín con asombro-. Me hadicho que a las diez... ¿Volverá pronto?

-No lo sabemos. Pero puede usted esperar.Ahí está el tío Robispier.

-¿El tío Robispier? -preguntó Muriel con lamayor extrañeza al oír un nombre que le pa-recía corrupción del de Robespierre-. ¿Y quiénes ese hombre?

-Así le llamamos, porque siempre está conese nombre en la boca. Como está mal de lacabeza... -dijo la vieja llevándose a la sien sudedo índice.

-¿Loco?

-Sí. Parece que lo embrujaron allá, cuandoestuvo. ¡Y qué hombre tan cabal era el Sr. D.

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José de la Zarza hace cuarenta años! Era unsanto varón, muy devoto de la Virgen. Dicenque por un pecado que cometió, Dios le ha cas-tigado cuajándole el cerebro. Puede usted subir.No hace daño. Si quiere usted esperar al Sr. D.Buenaventura...

Muriel se sorprendía cada vez más, y ya es-taba tan vivamente picada su curiosidad, queresolvió subir, como le indicaba la vieja. La so-ledad y el vetusto aspecto de la casa, la ancianaharaposa, que parecía una emanación del es-tiércol y los escombros acumulados en el patio;hasta la aparición de la gallina, único ser queintentaba alegrar con su juvenil cacareo aqueltriste recinto, todo contribuía a aumentar elmisterioso estupor que al oír la palabra Danton,resonando dentro como un eco infernal, habíasentido,

-Suba usted -dijo la vieja-. El tío Robispier nohace daño. Hoy le toca escribir, y no se le puedehacer levantar los ojos de sus garabatos. Grita

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mucho y parece que se va a tragar a uno, perono hace nada. ¡Pobre Sr. de la Zarza! Yo, queconocí a su mujer allá por los años... sí -añadiórecordando-, fue cuando el Sr. D. Carlos IIIechó de España a los jesuitas. Doña Rosa teníaun hermano en el Colegio Imperial, y fue preci-so esconderlo. Era amigo de mi difunto, quemurió en la guerra del Rosellón...

Martín, decidido a esperar a Rotondo, y cu-rioso al mismo tiempo por ver al misteriosopersonaje de quien la viuda del ilustre mártirdel Rosellón le hablaba, subió precedido porésta. Los peldaños de la escalera, cediendo alpeso de los pies, crujían y chillaban en discor-dante sinfonía; los restos de un artesonado, quese caía pieza a pieza, mostraban que aquellamansión había sido suntuosa allá por los tiem-pos en que el Sr. D. Felipe V vino a España, yalguna vieja, descolorida e informe pintura,conservada aún en la pared, demostraba quelas artes no eran extrañas a los que allí vivieron.

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Muriel atravesó un largo pasillo donde el malolor de las húmedas y olvidadas habitacionesproducía gran molestia, y al fin llegaron. Lavieja se paró ante una puerta, y permitiéndoseuna sonrisa, en que se unían groseramente laburla y la conmiseración, señaló adentro, indi-cando al joven que entrara. Detúvose Martín,miró al interior, y vio en el centro de espaciosasala a un viejo que, sentado junto a una mesa yviolentamente encorvado, escribía, expresandogran exaltación. El cuarto no podía estar más enarmonía con el personaje: espesa capa de polvocubría el suelo y los objetos, y todo allí era con-fusión y desorden. Disformes y mutiladosmuebles se veían colocados en un testero; mu-grientas ropas cubrían un jergón puesto sobretablas, y algunas armas rotas y mohosas yacíanen un rincón en compañía de un arpa vieja y deunos vasos de tosco barro. Muchos papeles ylegajos cubrían parte del suelo, lo mismo que lamesa, cargada también con el peso de varioslibros y de un tintero en que mojaba su pluma

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con frenética actividad el extraño habitador, deaquel tugurio.

Martín le observó antes de entrar: era unhombre de aspecto decrépito, flaco y aperga-minado. Cubríase con una especie de sotanaverdinegra y raída, que parecía ser su únicotraje, formando sobre sus carnes como una se-gunda piel, y en toda su persona revelaba unabandono que sólo en locos rematados pudieraser permitido. Con mano trémula escribía sincesar, mojando la pluma a cada instante, ysiempre con el rostro tan inclinado sobre el pa-pel, que la nariz y la péñola parecían trabajarde acuerdo en aquel borrajear infatigable.Murmuraba alguna vez voces ininteligibles,siempre sin interrumpirse, y al concluir unahoja del cuaderno en que escribía, la volvía sincuidarse de secarla, y continuaba en su trabajocon precipitación febril. Ya hacía un momentoque Martín le contemplaba, cuando volvió elrostro hacia la puerta, y exclamó con alegría:

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-Mi querido Saint-Just. Al fin vienes. Entra,entra.

Quedose más absorto Muriel al oírse llamarde aquella manera; mas la voz y ademanes delpobre hombre no le infundieron temor, y entró.

II

-No puedo descansar ni un momento -dijo elloco, escribiendo de nuevo con la misma velo-cidad y ahínco-; este informe ha de estar con-cluido dentro de dos horas. No hay más reme-dio; es preciso que se acabe el Terror, y el Te-rror no se acaba sino sacrificando de una vez atodos los malos ciudadanos. Quedan todavíamuchos en el seno mismo de las Comisiones.Todos irán a la guillotina.

Acercose Muriel y notó que aquel hombretrazaba sobre el papel rasgos y garabatos queen nada se parecían a los signos de la escritura.

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No escribía, pintaba una especie de rúbricainterminable.

-¿Y qué es lo que escribe usted? -preguntóMartín.

-¡Oh! ¡El informe! Robespierre lo lee mañanaen la Convención. Vendrá pronto por él. ¡Y aúnlo estoy empezando! ¿No vas esta noche a losjacobinos?

-Sí, pienso ir -dijo Muriel, buscando un temade conversación con el loco-. ¿Y tú, irás?

-¿Pues no he de ir? -contestó el viejo, apar-tando la vista del papel-. Es preciso proponerde una vez al pueblo que confiera el poder su-premo al gran Robespierre. ¡Pero hay aún tan-tos miserables! ¡Infame Tallien, infame Collotde Herbois, miserable, Barrère!

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-Vamos, ya ha escrito usted bastante -dijoMuriel, queriendo obligarle a entrar en conver-sación-. Descanse usted.

-¡Oh!, no, estoy empezando -contestó el po-bre Zarza-, y he de concluir dentro de doshoras. Si viene Robespierre y no está conclui-do... Es preciso organizar la República, organi-zarla tomando por base la justicia, que emanadel Ser Supremo.

-Sí, eso es cosa urgente -dijo el joven.

-Una vez proclamado el Ser Supremo, espreciso buscar en él el origen de la justicia. Ro-bespierre, Robespierre: si hubiera semidioses,tú serías uno de ellos. Tú serás el árbitro de laRepública. Los malvados que te estorban elpaso serán aplastados. Aún la guillotina no hacercenado todas las cabezas de víbora que im-piden el triunfo completo de la verdad. Fuepreciso sacrificar a la familia real, y se sacrificó;fue preciso sacrificar a los girondinos, y los

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veintidós malvados fueron al cadalso. Aún nobastaba; fue preciso acabar con todos los ven-didos a la emigración, a los realistas, a todos losmalos patriotas, sobornados por los vendeanos,y se creó el Tribunal revolucionario. Aún no erasuficiente; fue preciso extirpar a los dantonis-tas, hombres venales y corrompidos que des-honraban la República, y todos, llevando a lacabeza al pérfido Danton, presumido hasta lahora del suplicio, marcharon a la guillotina.Aún no bastaba; fue preciso inmolar a cuantosparecieran cómplices del complot extranjero, yel proceso de Cecilia Renault dio ocasión paraderribar muchas cabezas. Aún no basta; faltanalgunos traidores por inmolar. Ánimo: un es-fuerzo más, y Francia quedará libre de pícaros.Quedan pocos. Audacia hasta el fin, Robespie-rre, y serás el cerebro de la República.

Al concluir esta desordenada serie de impre-caciones que pronunciaba con creciente agita-ción, el infeliz dejó de escribir, arrojó la pluma

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lejos de sí, y se levantó, comenzando a dar pa-seos de un ángulo a otro del cuarto con muchaprisa y zozobra. Muriel estaba algo impresio-nado por el violento lenguaje de aquel hombre.Al oírle evocar con tanta energía, y dominadopor una especie de fiebre, los principales acon-tecimientos de la Revolución francesa, suasombro tenía algo de terror, sin que lo atenua-ra el considerar que de las palabras de un de-mente no debía hacerse gran caso. Fijando lavista en el desgraciado anciano, pensó en laserie de desventuras que sin duda le trajeron atan miserable estado y en la triste historia queirremediablemente había precedido a su enaje-nación. Pensó preguntarle algunos anteceden-tes de su vida, mas se contuvo por temor deapartarle de aquella interesante locura que lehacía expresarse con tanto calor, refiriéndose asucesos propios para excitar la más reposadafantasía. Resuelto a hacerle hablar más en elmismo sentido, Muriel le dijo:

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-¡Más sangre, todavía más sangre! ¿Creesque aún no hemos derramado bastante?

-¿Bastante? -dijo el loco, parándose anteMartín-. No; hace falta más, más. Cuando Mr.Veto pereció en la guillotina, se creyó que bas-taba; pero no, el mal tiene hondas raíces, Saint-Just, y es preciso extirparlo por completo.

-¿Te acuerdas de Mr. Veto? -preguntó Mu-riel, deseoso de que refiriese aquel caso.

-¡Que si me acuerdo! Yo entré con el puebloen las Tullerías el 20 de junio. ¡Qué bien lo hab-íamos preparado! El infame Capeto insistía enponer el veto a la ley sobre el clero: el puebloquiere elevar una petición al trono rogándoleque retirara aquel maldecido veto. Este era elmotivo aparente de aquella memorable jorna-da; pero la causa real era que el pueblo queríapisar las alfombras de palacio, pasearse comoúnico dueño y señor por los salones de las Tu-llerías, y ver cara a cara al descendiente de cien

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reyes, trémulo y humillado. El pueblo queríaponer su mano sobre el hombro del hijo de SanLuis en señal de que no hay poder, por orgullo-so y fuerte que sea, que no ceda ante la majes-tad de la nación. No puedo darte idea, queridoSaint-Just, del aspecto de aquella muchedum-bre que desfilaba por París ocupando todas lascalles desde el Marais hasta los Fuldenses.Hombres, mujeres, niños, todos animados delmismo encono contra Mr. Veto y la Austriacadesfilaban con algazara, llevando en sus manosarmas, trofeos, banderas, palancas, asadores,garrotes, andrajos enarbolados a manera deestandarte; todo lo que cada uno encontró mása mano y podía llevar con más desembarazo.Un tarjetón llevado en alto por un carbonero dela calle de San Dionisio, decía: «La sanción o lamuerte». En una bandera que enarbolaba unamujer, se leía: «¡Tiembla, tirano: tu hora ha lle-gado!» Yo pude improvisar un cartel, en queescribí: «¡Mueran Veto y su mujer!» Otros lle-vaban en lo alto de un palo vestidos desgarra-

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dos e infames harapos con que se quería simbo-lizar la venganza de la miseria popular, ense-ñoreada ya del mundo y más poderosa que losreyes. Detrás de Lambertina de Mericourt, quearengaba con su ronca voz al gentío, gritando:«¡Vivan los descamisados!», iba Santerre, quehabía llevado sus guardias nacionales a frater-nizar con nosotros. El marqués de Saint Huru-ge, patriota exaltado, me daba el brazo, y detrásde mí iban Henriot y Lesouski. Marat gritabaebrio de furor, y Camilo Desmoulins reía comoríen los locos, con una carcajada que infundeespanto. Un hombre llevaba en una pica uncorazón de buey con un letrero que decía: «Co-razón de aristócrata», y las gotas que de estehorrible despojo manaban nos caían en el rostroa los más cercanos, de tal modo que parecía quealguien nos escupía sangre desde el cielo.

Aquel entusiasmo en que se mezclaba a unfuror frenético una alegría delirante, nos hacíahorribles: causábanos terror nuestra propia voz

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y cada uno se espantaba de los demás. Ningu-no era dueño de sí mismo; todos habían abdi-cado su persona ante la colectividad y cada cualdejó de ser un individuo para no ser más quemuchedumbre. Palpitante, furiosa, ronca, ebria,llega ésta a la sala del Picadero, donde estaba laAsamblea, y se empeña en desfilar ante ella. Seoponen los constitucionales; pero los girondi-nos y jacobinos quieren que entremos. La dis-cusión fue larga, y al fin entramos. ¡Qué es-pectáculo! Más de treinta mil desfilamos antelos diputados aterrados o absortos, y ante elgentío de las tribunas que nos aplaudía confrenesí. Nuestros andrajos y nuestra miseria sepasearon ante la majestad de la representaciónnacional como poco después ante la majestaddel rey. Blandíanse allí dentro los sables y seagitaban las picas y banderolas con una amena-za, indicando a los diputados del pueblo queéste podía quitarles el Poder y despojarles detodo prestigio, como aquéllos habían hecho conla dignidad real. El corazón de buey que desti-

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laba sangre, y la horca portátil de que pendía laefigie de María Antonieta, hicieron estremecerde horror a todos los hombres allí reunidos;nuestros gritos ensordecían el recinto: chillabanlos chicos, vociferaban las mujeres y todosañadíamos un rugido o una imprecación aaquel infernal concierto.

«¡A las Tullerías, a las Tullerías!», dicen milvoces, y corremos allá. En vano se quiere opo-ner la fuerza de algunos gendarmes y granade-ros al impulso incontrastable del pueblo. Derri-bamos las puertas del Carrousel, penetramosen el patio, algunos artilleros quieren oponér-senos, pero los dispersamos arrebatándoles uncañón, que subimos después en brazos al pisoprincipal del palacio. Forzamos la puerta real,ocupamos el gran pórtico y nos precipitamospor las escaleras gritando: «¡Mr. Veto, Mr. Veto!¿Dónde está Mr. Veto?» Recorrimos las salas ygalerías. La multitud no podía expresar lo quesentía al ver reproducidas en los espejos del

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palacio de los reyes de Francia sus hambrientascaras, los jirones de sus vestidos, sus desnudosmiembros fortalecidos por el trabajo, al oír re-petido en la concavidad de las suntuosas salasel eco de su ruda e imponente voz, que entona-ba en discordante algarabía el himno informede sus agravios satisfechos, de su secular inju-ria vengada. La plebe estaba más orgullosa yenfatuada que nunca en aquellos momentosSólo una débil puerta la separaba de Luis XVI,del rey ungido, que, rodeado de su familia,temblaba como la hoja del árbol, creyendo queel menor movimiento de aquel gran monstruoque se le había entrado por las puertas lo ani-quilaría con su mujer y sus hijos. La plebe en-traba en palacio no como esclava, sino comoseñora; no iba a pedir, sino a mandar. Mr. Vetosería pronto en sus manos lo que es un jugueteen las de un niño. La plebe se reía anticipada-mente de la broma, y aquella algazara jovial,resonando bajo los ricos artesonados construi-dos con el oro de cien generaciones de despo-

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tismo, parecía la expresión de venganza de lossiglos, la gran carcajada de la Historia, que asíse burla de los más orgullosos poderes.

La pica que yo llevaba fue la primera quegolpeó la puerta que nos separaba del rey. Lapuerta cedió, y entramos. Mr. Veto se ofreció anuestra vista pálido y humillado: le devorába-mos con nuestras miradas, centenares de sablesamenazaban su cabeza, y los muchos emblemasirrisorios o amenazadores que llevábamos, lomismo que el corazón de buey, se presentarona sus atónitos ojos como la expresión concretade nuestro resentimiento. «¿Dónde está la Aus-triaca? ¡Abajo el Veto! ¡Queremos el campa-mento en las cercanías de París!», exclamabanalgunos. Un ciudadano se adelanta hacia el reyy le ofrece su gorro frigio. El rey se lo pone.Otro ciudadano se acerca con un vaso y unabotella y dice: «Si amáis al pueblo, bebed a susalud»; y el rey bebió esforzándose en sonreír.Esto, que parecía un sarcasmo, era en la plebe

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la sincera idea de la igualdad. Quería no ele-varse hasta el rey, sino hacerle bajar hasta ella.No se contentaba con la concordia entre el tro-no y el pueblo, sino que aspiraba a la familiari-dad.

La muchedumbre hubiera podido inmolar aCapeto con toda su familia en aquel momento;pero si alguno tuvo intenciones en este sentido,la mayoría de los manifestantes las sofocó: al-gunos se enternecieron, advirtiendo la debili-dad del contrario. ¡Ah! Los papeles se habíantrocado. El hombre cuya voluntad disponía asu antojo de veinticinco millones de seres, tem-blaba sobrecogido y aterrado ante unos cuantosindividuos del pueblo. ¡Qué momento aquél!Todas las angustias, toda la ignominia, toda lamiseria de tantos siglos estaban vengados. Elpueblo no podía haberse mostrado más digno,dada su condición y su estado. Respetó la per-sona del rey, y si expresó su deseo en formasrudas y violentas, es porque no se le había en-

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señado a hablar de otra manera. Los sentimen-tales dirán que aquello fue una profanaciónsalvaje; se llenarán de horror y cerrarán los ojoscon repugnancia y asco al recordar los innoblesvestidos de la muchedumbre, su falta de pulcri-tud y de cultura, el desenfado de las mujeres,las embriagadas voces, los aullidos, los pisoto-nes, la hediondez, la espuma de los labios, elfulgor de los ojos, la insolente apostura deaquella gente desenfrenada. Los sentimentalesclamarán al Cielo, y dirán: «¡Plebe soez, canalla,gentuza, mal nacida!» ¡Ah, malvados, pérfidosaristócratas, verdugos del pueblo! No sóloqueréis atar nuestros brazos para que no oshieran, sino que intentáis también tapar nuestraboca para que no os maldigamos. Habéis con-siderado al pueblo durante siglos enteros comotraílla de esclavos; os habéis enriquecido a susexpensas, guardándoles menos consideraciónque la que os merecen vuestros perros de cazay vuestros halcones. ¡Miserables aristócratas!Habéis formado una casta privilegiada, rodea-

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da de inmunidades, de garantías, de riquezas, yqueréis perpetuarla, vinculando en ella todo elpoder de las naciones. La inteligencia, el valor,la sensibilidad que en los demás hombres pu-diera existir, ha de quedar relegada al olvido;calidades y virtudes perdidas en el océano de lamiseria general, como las perlas en la profun-didad de los mares. No hay más vida que lavuestra. ¡Ah! ¡Viles aristócratas! La guillotinafuncionando noche y día no bastará a vengar almundo de vuestros atropellos. Robespierre,aún quedan muchos. Mata, mata sin cesar.

El demente calló obligado por la fatiga quele debilitaba y enronquecía su voz. Muriel loescuchaba con aterrados ojos. Creía tener de-lante al genio decrépito de la Revolución fran-cesa expiando con una espantosa enfermedaddel juicio sus grandes crímenes; genio a la vezelocuente y extraviado, sublime por las ideas yabominable por los hechos.

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III

-Algunos -continuó La Zarza- entraron en elcuarto inmediato donde estaba la Austriaca. Yono sé lo que allí pasó; pero, según me dijeron,hubo mujeres que se enternecieron ante la reinay otras que la insultaron. También el Capetillohubo de ponerse el gorro frigio. ¡Qué irrisióndel Destino! En otra ocasión, su madre hubieracreído que sólo el aliento de un hijo del puebloharía daño al ilustre niño, y en aquella ocasiónel desdichado se sofocaba entre la multitud,recibiendo de sus pulmones el aire plebeyo dela miseria en que vivimos. «Ya hemos destro-nado a Luis XVI», dije yo a Legendre, el carni-cero, cuando bajábamos la escalera de las Tu-llerías. «Sí -contestó él-, le hemos puesto la cañaen las manos y el Inri en la frente». -«¡Qué pe-queña es la majestad mirada de cerca -decíaCamilo-; es como las decoraciones de los tea-tros! Desde fuera, ¡cuán hermosas! Nosotroshemos entrado hoy entre bastidores, y noshemos complacido en dar de puntapiés a los

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figurones de cartón que antes nos parecíanmagníficas estatuas».

Concluida la demostración, la muchedum-bre se desbandó, no sin aclamar antes a Petión,al rey Petión, a quien llevamos en hombros unbuen trecho. ¡Oh, qué días aquellos! Despuéshan pasado muchas cosas, y algunos, no pocos,de los héroes de aquel acontecimiento, han pe-recido después por haber hecho traición alpueblo. Éste es inexorable. Sus largos sufri-mientos lo disculpan del sistema de no perdo-nar. Aquel mismo Petión fue proscrito un añodespués. Los más eminentes de entre los giron-dinos, los héroes del 10 de agosto, subieron alcadalso. ¡Traidores! Yo recuerdo bien el día enque esto sucedió.

-Cuéntalo, cuéntalo -dijo vivamente Muriel,a quien impresionaba la relación del infelizdemente.

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-No -contestó-. ¿Crees que puede perderse eltiempo en conversaciones? Tú eres un hol-gazán, Saint-Just; tú no tienes más que lengua.Te pasas el día charlando, cuando la Repúblicaestá en peligro. Es preciso salir de esta situa-ción. El informe de Robespierre que estoy es-cribiendo ha de poner término al Terror por elexceso del mismo. Todos los malos ciudadanosperecerán bien pronto. Es preciso escribir eseinforme. Robespierre viene; ya siento sus pasos.Escucha.

Al decir esto, el infeliz prestaba atención se-ñalando al exterior, donde no se sentía ruidoalguno. Por el contrario, el silencio era grande,y unido a la obscuridad que allí reinaba, hacíamás imponente la escena. Muriel no pudo me-nos de sentir cierto calofrío al ver que el loco,inmutado el rostro, se volvía hacia uno de losángulos de la sala, como si hubiese allí algunapersona a quien miraba con atención.

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-¡Ah, Robespierre! -exclamó el loco señalan-do hacia el sitio donde su enferma fantasía veíala imagen del célebre convencional-. Robespie-rre, el día ha llegado; no lo dejes pasar. Notiembles; coge con mano fuerte el Poder queestá en las uñas de una Asamblea envilecida.¿Estás airado, hombre divino?... ¿Qué tienes?Maximiliano, Maximiliano, valor. Es preciso unesfuerzo más; la guillotina espera las últimasvíctimas.

Muriel observaba aquello con espanto, y losinformes objetos que en el cuarto había, la esca-sa luz, la impresión causada en su ánimo por elanterior relato, parecían contribuir a hacerlepartícipe de la alucinación del desdichado LaZarza. Éste continuaba hablando con el espacioy se paraba a intervalos escuchando, como si lecontestara el supuesto fantasma.

-¡Hombre divino! -continuaba el viejo-. Elpueblo te adora. No temas a esos infames de lasComisiones. Tú triunfarás. No lo crees, y me

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señalas tu cuello manchado de sangre. No, túno irás a la guillotina. Si vas, yo te acompaño;morir contigo es asegurar la inmortalidad. Losjacobinos son tuyos. Aquella tribuna es tu tro-no. El pueblo correrá a defenderte. Preséntateen la Convención con tu informe, y ¡ay del quese atreva a ser tu enemigo!

Alzaba tanto la voz y se agitaba tanto en sudiálogo con la sombra, que Muriel ya se sentíamortificado con aquel espectáculo. Solo en tanvasto y solitario edificio, cuyos únicos habitan-tes parecían ser una gallina, una vieja y un fu-rioso; en aquella habitación sombría, ocupadopor el recuerdo vivo de una época históricainteresante y terrible a la vez; oyendo las desen-tonadas voces de un hombre que hablaba con laHistoria, con la muerte, con lo desconocido.Martín no pudo resistir a un sentimiento su-persticioso. Su imaginación creyó ver surgien-do de la ennegrecida pared del fondo la imagende un hombre con desencajados ojos, ancha

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frente, puntiaguda nariz y labios rasgados yfinos, que avanzaba lentamente sin que suspasos se sintieran; mirándole con terrible ex-presión y señalando su propio cuello, del cualsalía un chorro de sangre que inundaba la habi-tación. Muriel se levantó cubriéndose el rostrocon las manos y salió de allí. No había dado dospasos por el corredor, inundado de luz, cuandoya reía de su supersticioso miedo. La gallinacacareaba en el patio, y la vieja la reprendía porsu desenvoltura.

Un rato estuvo apoyado en el antepecho delcorredor, entregado a sus meditaciones. Desdeallí oía los gritos del insensato, cuya manía másle causaba asombro que risa. Trataba de expli-carse el origen de tan rara demencia, y al mis-mo tiempo quería representarse de nuevo lasescenas que acababa de oír contar, cuando depronto siente una mano sobre su espalda. Es-tremécese todo; se vuelve rápidamente, y veuna cara animada por dos ojos muy vivos, de

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nariz pequeña y puntiaguda, frente espaciosa ylabios muy delgados, que se rasgaban en unasingular sonrisa, la misma cara que creyó verpoco antes en el fondo obscuro de la habitación.Dio un grito de espanto, pero ¡ay!, ¡qué tonter-ía!, era el Sr. de Rotondo.

Esta serie de impresiones fue rápida comoun relámpago. Sentir el peso de la mano en elhombro, volverse, dar un grito de espanto alver aquella cara y después reconocer a D. Bue-naventura, fue obra de un segundo. ¡Cuántasveces nos ocurre que al primer golpe de vistano reconocemos la fisonomía que más acos-tumbrados estamos a ver! Estos errores soninstantáneos, y cuando la aparición nos coge deimproviso, que es cuando generalmente ocurreel fenómeno, nos preguntamos: «¿Quién eséste?» Y es nuestro amigo más conocido, tal vezes la persona en quien vamos pensando enaquel momento.

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IV

Muriel había visto a Rotondo tan sólo unavez; pero recordaba bien su fisonomía. No sa-bemos si había relacionado ésta con la imagende Robespierre, que conocía en estampa.Quizás.

-Le he asustado a usted -dijo sonriendo-. Yasé que ha estado usted entretenido con las locu-ras del pobre Zarza.

-Me ha impresionado, no puedo negarlo -dijo Martín-. Yo no había visto locos así. Me hacontado varias cosas con una elocuencia, conun calor...

-¡Oh!, sí: dentro de su manía es inimitable.No disparata sino cuando escribe el informe.Hace diez años lo está empezando. El infelizme gasta algunas arrobas de papel y algunasazumbres de tinta al año. Ya habrá usted vistocómo emborrona un cuaderno sin escribir nada.

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Habla a todas horas con Robespierre, comousted ha oído, y así pasa la vida.

-¿Y este hombre, quién es?

-Su historia sería larga de contar. Es un des-graciado; yo le tengo ahí recogido por lástima;porque fui amigo de su familia hace muchosaños. Si yo lo abandonara serviría de diversióna los chicos por esas calles.

-¿Pero él ha presenciado los sucesos que re-fiere? -dijo Martín.

-Ya lo creo: todos. Fue a Francia con Ca-barrús. Este pobre Zarza tenía talento y muchaimaginación. Aquí fue siempre muy filósofo, yhasta llegó a escribir algunas obras. En Franciaabandonó a Cabarrús. Aquellos acontecimien-tos le excitaron en extremo, y pocos tomaronparte con más calor que él en las sediciones ymotines de tan afamada época. Fue primerogran amigo de Barbaraux y después de Robes-

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pierre, a quien sirvió mientras el uno tuvorazón y el otro vida. Furibundo jacobino, fuecomprendido en las últimas proscripciones delTerror, y encerrado en la Abadía mucho tiem-po, esperaba la muerte todos los días. La largaprisión, el pavor que le infundía la guillotina, lahumedad del calabozo, le hicieron contraer unapenosa dolencia. Cuando después de sano lopusieron en libertad, estaba loco. Unos españo-les le trajeron acá y en esta casa vive hace diezaños.

-Es particular -dijo Muriel, preocupado conla historia del desdichado Zarza.

-Pero dejemos eso, y vamos a hablar denuestras cosas -dijo Rotondo llevando al jovena una habitación algo decente, que abrió conllave-. Siéntese usted y hablemos. Fray Jeróni-mo de Matamala me decía que era usted unhombre de bríos y de ideas muy arraigadas.¿Desea usted hacer fortuna?

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-Nunca he sentido ambición de lucro -dijoMuriel-. Lo que me ha preocupado noche y díaes un deseo muy grande de influir para queeste país se transforme por completo y cambieparte de su antigua organización por otra másen armonía con la edad en que vivimos.

-Eso es lo que yo deseo -contestó Rotondo-.Pero usted será de esos que quieren hacer lascosas a sangre y fuego. ¿Eh?

-No sé; creo que es difícil antes de hacer lasrevoluciones decir cómo se han de hacer. Losmedios se vienen a las manos cuando se estácon ellas sobre la masa.

-Bien dicho. ¿Pero usted no cree que la astu-cia es mejor que la fuerza?

-La astucia no sirve de nada cuando es pre-ciso destruir -dijo Martín-. Si usted quisieraechar al suelo esta casa, ¿emplearía la astucia?

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-Ciertamente que no -contestó riendo D.Buenaventura-. Pero quiero decir... Aquí hayenemigos terribles... los frailes, los aristócratas.¿No le parece a usted que atacando de frentetales enemigos hay peligro de ser derrotado?¿La insurrección, cree usted que por ese cami-no...?

-No sé -dijo Martín-; si en el orden naturalde las cosas está que España se transforme porese medio, así pasará. Si no...

-Supongamos -dijo Rotondo- que hay aquíun partido que desea esa transformación; su-pongamos que ese partido es numeroso; ¿nosería el mejor camino aspirar a apoderarse delas riendas del Estado, y después...?

-¡Qué ilusión! Aquí no se apoderan de lasriendas del Estado sino los guardias de Corps,que han agradado a alguna elevada persona.Con el absolutismo no hay salvación posible. Espreciso que todo el edificio venga a tierra, y no

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por medio de la astucia, sino por medio de lafuerza.

-Veo que es usted un hombre atrevido -dijoRotondo con complacencia, sin duda, porqueMuriel era como él lo quería-. Vamos a ver:¿cómo arreglaría usted este asunto?

-No aspiraría a que mis ideas principiaranpor apoderarse del mando. Las haría cundirpor el pueblo para que éste obligase al rey aaceptar una Constitución, y si el rey se oponía...La Zarza le diría a usted lo que era convenientehacer.

-Pues es usted un hombre decidido, y por lomismo creo que está usted llamado a figurar...Hay aquí muchos hombres de corazón queestán dispuestos a... -dijo Rotondo deteniéndo-se, como si temiera ser demasiado explícito-,dispuestos a hacer esa transformación que to-dos deseamos.

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Muriel comprendió ya que aquel hombreconspiraba. El objeto y el fin político es lo queaún no conocía.

-Ya usted debe comprender -continuó D.Buenaventura- que el primer obstáculo que hade echarse a tierra es ese miserable e insolentefavorito que nos deshonra y nos arruina. Usteddebe saber que hay un Príncipe de grandesesperanzas, que merece el respeto y la admira-ción de todo el reino. Carlos no puede seguir enel trono. Es preciso hacerle abdicar, y que sevaya con su mujer y su Manuel a otra parte. Espreciso acelerar el reinado del Príncipe.

Y se detuvo un momento leyendo en el ros-tro de Muriel el efecto que aquellas declaracio-nes le habían causado. El joven, que estaba si-lencioso y meditabundo, habló al fin, despuésde hacer esperar un breve rato a su interlocu-tor, y dijo:

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-Bien; se trata de elevar al trono a Fernando.¿Cree usted que con eso ganaremos algo? Todoquedará lo mismo. La cuestión es distinta. Estagente no aprende nunca. Lo mismo Fernandoque Carlos se opondrán a desprenderse de unaparte de su poder. El absolutismo no abdicanunca. Hay que hacerle abdicar.

-Bien; pero poco a poco. Pongamos a Fer-nando en el trono, y después...

-Después quedará todo como está ahora.

-¿Quién sabe? El Príncipe es despabilado...

-¿Pero usted -dijo vivamente Muriel- estáempeñado en algún complot? No puede sermenos. Las persecuciones de que me hablóayer, esto que ahora ha dicho...

-Diré a usted, amigo -indicó Rotondo cuan-do se hubo repuesto de la sorpresa que tanfranca pregunta le produjo-. Yo deseo, como

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ninguno, el bien de mi patria. Yo no tengo am-bición; soy medianamente rico. ¿En qué mejorcosa pudiera ocuparme que en procurar la caí-da del infame Godoy?

-¿Pero quién se ocupa seriamente en eso conplan fijo y ordenado? Porque yo creí que laanimosidad que contra él existe no pasaría de laimpopularidad para llegar a la insurrección.

-Sí llegará -dijo Rotondo-, llegará; por esobuscamos gente decidida; jóvenes que se aso-cien a tan grande idea.

-¿Luego hay conjuración? ¿Pero es simple-mente para quitar al que nos gobierna y ponera otro, quizá peor? ¿No hay en eso ningunaidea política, ningún plan de reforma?

-Eso después se verá -dijo D. Buenaventuracontrariado de encontrar a Muriel menos com-placiente de lo que creyó al principio-. Por aho-ra...

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-Yo creo que de ese modo no adelantamosun paso.

-¿No se asociaría usted al pensamiento? ¿Nocomprende usted que cuantos aspiren a refor-mas políticas deben empezar por quitar de enmedio la corrupción, la venalidad, la insolencia,la ignorancia, que están personificadas en eseruin favorito?

-Así parece -repuso el joven, los ojos fijos enel suelo y como abstraído-. Pero... ¿y si no seconsigue nada? ¿No sería mejor desde luego...?

-Usted sueña con un cataclismo: pues lohabrá. Se puede unir el nombre de Fernando auna idea de reformas. Bien; si usted lo quiereasí...

Don Buenaventura se apresuraba, a cambiarde rumbo. Era preciso fingir cierta conformidadcon las ideas exageradas del ardiente joven.

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-En nuestra bandera -añadió- cabe todo eso.Como usted ha dicho antes muy bien, una vezque se está con las manos sobre la masa escuando se sabe qué medios se han de emplear.

-Bien -dijo Martín con expresión que de-mostró a don Buenaventura la dificultad de queambos llegaran a avenirse-. Pero todo hombreque toma parte en una conjuración, debe sabercuál es el objeto de ésta. Si hay unas cuantaspersonas decididas que trabajan con objeto dederribar a Godoy y para hacer aceptar al nuevorey una Constitución, yo soy de ésos. Si no, tansólo sería instrumento de ambiciosas miras,contribuyendo a conmover el país, sin hacerlebeneficio alguno.

-Sí; deben hacerse esas reformas -afirmó Ro-tondo ya bastante atolondrado-; pero antes...¿no le entusiasma a usted la idea de ver portierra al célebre Manuel?

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Muriel no contestó; estaba profundamentepensativo. D. Buenaventura casi se sentía incli-nado, a pesar de su natural reserva, a ser másexplicito, confiándole pormenores de la conspi-ración; pero temía revelar secretos importantesa una persona que no se había mostrado desdeel principio muy favorable a la idea. Le mortifi-caba que Martín no se hubiera entusiasmadocon su pequeño plan revolucionario, porque losinformes que el padre Matamala le había dadodel joven, hacían esperar que fuera más dócil alas sugestiones de quien le ofrecía posición,fortuna y gloria. Creía que la imaginación delfilósofo provinciano se excitaría con facilidadante un porvenir de luchas y triunfos. Su des-engaño fue grande al ver que picaba más alto.Rotondo, en medio de su despecho, conoció lasuperioridad, y experimentó, respecto a él, unsentimiento en que se mezclaba cierto respeto ala conmiseración. Al mismo tiempo sentía elhaber comenzado a tratar con un hombre querechazaba sus proposiciones; no podía menos

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de deplorar la impericia del padre Jerónimo,que le había mandado un filósofo, cuando no sele había pedido sino un charlatán. Quiso, sinembargo, hacer el último esfuerzo, y dijo:

-Estoy seguro de que le pesará no seguir misconsejos.

-Si usted me entera con más franqueza deciertos pormenores; si usted me dice quiénesson las personas altas o bajas que se interesanen la misma causa; si usted me da noticia de lasinfluencias extranjeras que pueden interveniren semejante asunto, tal vez yo me comprome-ta.

-¡Oh! Me pide usted demasiado -replicó elotro en el colmo de la confusión, al ver que elque exploraba como instrumento quería sermotor.

Aquel orgullo irritó un poco al Sr. de Roton-do, que cada vez sentía crecer al humilde reco-

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mendando del padre Matamala. El brazo queríaconvertirse en cerebro. Lo que podía ser útilpodía trocarse en un peligro. Era preciso batirseen retirada por haber dado un paso en falso.

-No puedo hacerle a usted ese gusto-continuó-. Lo que usted me pide es demasiado.

Parecía que era ya imposible la avenenciadespués de la pretensión de uno y de la negati-va del otro. Arrepentíase Rotondo de su ligere-za, y para no romper bruscamente sus frescasrelaciones con el joven exaltado por temor deque su enemistad le perjudicara, le dio a enten-der que esperaba convencerle en una segundaconferencia.

-El no podernos arreglar hoy, no quiere de-cir que no lo intentemos otra vez -dijo con di-simulada amabilidad-. Yo ando perseguidocomo usted sabe; no podré ir a su casa con fre-cuencia. Pero si usted quiere, aquí nos veremos.Esta casa no es mía; pero la tengo alquilada, y

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aquí me reúno con ciertos amigos para des-orientar a mis perseguidores. Nadie me ve en-trar ni salir. Estamos seguros. Si usted deseaseverme algún día... ¡Ah! Ya recuerdo que menecesita usted para que le recomiende al señorconde de Cerezuelo.

-Es verdad: hemos de vernos... -dijo Martíncon frialdad.

-En la otra cuestión espero convencerle a us-ted -añadió D. Buenaventura levantándose,como para hacer ver a Martín que no había in-conveniente en que se marchara.

-Lo veremos -murmuró Martín deseoso yade salir de aquella casa.

Atravesaron el corredor en dirección de laescalera. Al pasar por delante de la puerta delcuarto donde se espaciaba en su magnífica yelocuente locura el desdichado La Zarza, eljoven se detuvo a contemplar de nuevo aquel

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raro [59] ejemplar de la insensatez humana. Elloco había cesado de perorar con la sombra deRobespierre, y se ocupaba en redactar su inaca-bable informe con la misma diligencia que an-tes. Cuando advirtió la presencia de aquellosdos bultos que le interceptaban la luz, se volvióhacia ellos, y con terrible voz exclamó: «¡Todos,todos a la guillotina!»

Capítulo IVLa escena campestre

I

-Acepta el brazo del Sr. D. Narciso y no seastan desabridota -decía por lo bajo a su hija labuena de doña Bernarda al entrar por la alame-da central del paseo de la Florida.

Obedeció la desventurada Engracia, másconvencida por la elocuencia de un disimulado

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pellizco que su madre le dio en el brazo quepor las palabras transcritas, fiel expresión deaquel espíritu intolerante y autoritario. La co-mitiva avanzaba, y todos estaban alegres, espe-cialmente el citado D. Narciso, quien, comovulgarmente se dice, no cabía en su cuerpo desatisfacción. ¡Infeliz! Pocas veces contaba en elnúmero de sus glorias la de llevar del brazo a lainteresante y hermosa viuda. En el transcursode su larga aspiración amorosa no había tenidoocasión de contemplar durante medio día, bajolos árboles y en delicioso y apartado sitio, lamelancólica y dulce faz de la que él, fanáticoadmirador de la poesía de Cadalso, llamaba suingrata Filis. Pero la hija de doña Bernarda (di-gamos esto en honor suyo) no podía ver ni pin-tado a D. Narciso Pluma, a pesar de ser ésteuno de los jóvenes de más etiqueta que había ensu tiempo: pulcro en el vestir, poético en elhablar y en todo persona de muy buen gusto.Su apellido le sentaba perfectamente, y no por-que fuese amigo de las letras, sino porque su

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persona era tan acriforme como su carácter,toda suavidad, toda refinamiento, toda sutileza.Así como otros tienen la vanidad de su talentoo de sus riquezas, Pluma tenía la vanidad de suvestido, y blasonaba de usar los más delicadosperfumes con la variedad que la moda exigía;de peinarse con un esmero y pompa que recor-daba el siglo anterior, fecundo en prodigioscapilares, y de usar en sus corbatas y pecheraslas más finas blondas de las fábricas nacionalesy extranjeras. Pluma era rico y podía consagrarseis horas de cada día a los cuidados de su to-cador, ocupando las restantes en pasear porPlaterías o por el Prado y en visitar la gente deetiqueta en los principales estrados de la Corte.Aquí su influencia y prestigio era grande; ado-raba al bello sexo y era admirado por los hom-bres como un apóstol de la moda, «Pluma,¿hacia qué lado debe inclinarse el pico delsombrero, hacia el derecho o hacia, el izquier-do?» «Pluma, ¿deben las puntas de las orejasquedar dentro o fuera del corbatín?» «Pluma,

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¿qué chupas son de más etiqueta, las de lista ver-de o las de lista encarnada?» Éstas eran lascuestiones que se sometían a la ortodoxia de D.Narciso, poniéndole a veces en gran aprieto. Sise trataba de organizar un minueto, las damasdecían: «Eso Pluma es quien lo entiende». ¿Setrataba de dar un concierto? «Pluma dirá si setoca la jota o algo de El matrimonio secreto». Enel juego de prendas, Pluma era un asombro, ypor esta y otras cualidades el aéreo y sutil pe-timetre era denominado el Bonaparte de las tertu-lias.

-En verdad, doña Engracia -decía avanzan-do, como hemos dicho, por la alameda centralde la Florida-, ya no sé qué pensar de tantasesquiveces. ¡Oh! ¡No hay hombre más desgra-ciado! Mi corazón es demasiado sensible pararesistir a tantos rigores. Anoche no hubo desai-re que no me hiciera usted en casa de Porreño.

-¿Sí? Pues no lo había reparado -dijo la viu-da abanicándose con precipitación.

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-Es imposible -continuó el amartelado peti-metre- que no haya alguno que me dispute esecorazón, para mí de roca y para otro de alcorza.¿Es cierta mi sospecha?

-Podrá ser -contestó la dama con evidentehastío y mirando las copas de los árboles, queencontraba sin duda más bellas que el rostro desu galán.

-¿Y ese pago tienen mis desvelos, mis lágri-mas, el constante y religioso amor que...?

-Pluma, por Dios, ¡Sr. de Pluma! -exclamódoña Bernarda, que detrás y a poca distanciavenía-, hágame usted el favor de darme el bra-zo, que no puedo dar un paso más. Este diablode zapatero... ¡Oh! Dios me perdone la malapalabra, pero estos zapateros...

Diciendo esto tomó el brazo del enamoradomancebo, que renegó de verse en la precisiónde remolcar la mole de doña Bernarda, cuyo

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andar, molesto y perezoso de suyo, se habíaagravado aquel día por una torpeza del maes-tro de obra prima.

-De seguro no hubiera elegido este zapatero,si usted no me lo recomendara como el mejorde Madrid -dijo con avinagrado semblante ladama.

-Yo señora... Y la verdad es que tiene fama;¿quién puede negarlo? Para hacer calzado degusto...

-¿Le parece a usted que es de gusto el que yotengo ahora? ¡Virgen del Tremedal! -exclamósudando el quilo y echando todo el cuerpo so-bre el brazo izquierdo del joven-. ¡Ha sido mu-cha ocurrencia la de estas niñas! Lo que estascriaturas no inventan... traerme a mí a estasfiestas de campo...

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-Ya están allí Susana y Pepita -dijo Engraciaimpaciente porque había visto a sus amigas alextremo del paseo.

-¿Ya quieres echar a correr? ¡Tal criatura! Yyo que no puedo dar un paso. Por Dios, Pluma,no ande usted tan aprisa.

En el mismo momento Engracia desasió subrazo del de D. Narciso y se dirigió con pasomuy ligero al encuentro de sus amigas, que sehabían anticipado un poco y no llevaban en sucompañía a una doña Bernarda que necesitaraser arrastrada.

-¿Ve usted qué retozona? -dijo ésta con malhumor-. ¡Oh!, no se la puede contener.

Pluma miró al cielo. Tenía el corazón lacera-do por aquella violenta emancipación de laarisca y linda viuda. Resignose con su crueldestino y continuó tirando de doña Bernarda,que parecía haberse convertido en plomo.

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-Don Lino nos prometió venir -dijo SaloméPorreño, joven celebrada por su belleza, si bienconvenían muchos en que no despertaba suvista ningún sentimiento afectuoso.

-Sí -añadió Susana- y ha prometido traer ados caballeros que dice vienen del extranjero.

-¡Cuánta cosa tendrán que contar! -dijo En-gracia, sin duda por disimular cierta turbacion-cilla, que de nadie fue reparada.

Daremos a conocer sucesivamente y con-forme el diálogo lo exija, a estas damas y a lasdemás personas que concurrieron a aquellamemorable escena campestre. Ya nos es cono-cida doña Bernarda con su hija, y el nunca bienponderado Pluma, flor de los petimetres.Además estaba allí doña Susanita Cerezuelo,doña Salomé Porreño, jóvenes ambas que per-tenecían a las más esclarecidas familias. Tam-bién era ilustre, aunque no tan bella como sustres amigas, Pepita Sanahuja, poetisa fanática

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por Meléndez, la cual deliraba por la literaturapastoril; y completaban la fiesta una dama acar-tonada y severa de la familia de Cerezuelo, yun tal D. Santiago, marqués de no sabemos qué,hombre de edad madura e incurable idólatradel bello sexo. Algunas de estas personastendrán participación muy principal en los su-cesos de esta historia.

-¿Puede nada compararse a la hermosura delcampo? -decía doña Pepita cuando, elegido elsitio de reposo, se sentaron todos sobre lahier-ba-. Y eso que aquí no vemos más que un malremedo de los prados frescos y alegres de quehablan Garcilaso y Villegas. Aquí ni ovejas consus corderos saltones y tímidos, ni pastoresengalanados y discretos, aquí ni arroyos quevan besando los pies de las flores, ni dulce sonde los caramillos repetidos por la selva, ni...

-Yo creo que es preciso tomar una determi-nación -dijo Engracia, riendo:

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-¿Qué?

-Prohibir que se hable de cosas pastoriles. Siésta nos va a empalagar todo el día con suscayados, sus recentales y arroyos, excusado eshaber venido aquí y no habernos reunido enuna Academia.

-¡Ay, Pepa! es verdad lo que ésta dice -declaró Susanita-; olvídate hoy de tus libros, ydeja en paz a los pastores.

-¡Ay, hija! -dijo la literata con notable malhumor-, vuestro prosaísmo tiene disculpa, alláen las casas de Madrid; pero aquí, en presenciade la Naturaleza, debajo de estos árboles... Nosé cómo no os dan ganas de exclamar:

«Mira, Delio; yo tengo un corderilloblanco, de rojas manchas salpicado,cuya madre, al dejarle en un tomillo,murió de un accidente no esperado;

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apliquele a otra oveja...».

-¡Jesús! -exclamó Engracia, interrumpiéndo-la.

-Esto no se puede soportar. Ya tenemos elpastoreo en campaña. ¡Pepa, por Dios, no nosaburras ahora con tus zagalas y caramillos!

-No puedo prescindir de mi inclinación. Elprosaísmo no ha entrado todavía en mi cabeza -contestó la apasionada de Meléndez con unmohín desdeñoso-. La verdad es que no haytormento mayor que la superioridad de culturay de gusto.

-Yo no sé -observó la de Cerezuelo- dedónde han sacado los poetas esas pastoras quepintan tan finas, con tales vestidos y modales.Yo he vivido en el campo y no he visto en me-dio de los rebaños más que hombres zafios, talvez menos racionales que las reses que cuida-ban.

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-¡Ah!, es mucho cuento la tal poesía pastoril-dijo Engracia, complaciéndose en mortificar asu discreta amiga-. ¿Y cuando se dicen aquellasternuras y se ponen a llorar junto al tronco deuna encina, diciendo tales tonterías que no seles puede aguantar?...

-¡Qué prosaísmo, qué deplorable gusto! -dijola poetisa en tono despreciativo-. ¡No com-prender la sutileza de la ficción! Pero a bien queestamos acostumbrados a oír disparates.

-Pluma, ¿le gusta a usted la poesía pastoril?-preguntó la de Porreño al atontado petimetre,que después del acarreo de doña Bernarda hab-ía cogido el suelo con mucha gana.

-¿Qué pienso? -contestó, perplejo entre apa-recer prosaico, renegando de la poesía, o incu-rrir en el desagrado de la viuda, emitiendo unaopinión contraria-. Pienso... Es cuestión delica-da. El buen gusto de nuestra época -añadió,tratando de pasar por erudito y agradar a todos

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los presentes-, el buen gusto de nuestra épocaexige que esa cuestión sea estudiada con dete-nimiento. Yo he leído a Longo, Anacreonte,Teócrito, Gesner, Garcilaso, Villegas, y es fuer-za confesar que hicieron églogas muy buenas.Estos de hoy no les llegan a la suela del zapato;y así, puedo decir que la poesía pastoril megusta y no me gusta, según y cómo, pues... yaustedes me entienden.

-Nos ha dejado enteradas -dijo Engracia-, yes lástima que no recuerde lo que decían esosseñores Hongo, Acronte, Pancracio, para que selo cuente ce por be a Pepita.

Pluma miró al cielo y apuró la burla sinatreverse a decir palabra.

Mientras el elemento joven se expresaba deeste modo, el Marqués, doña Bernarda y la da-ma acartonada y severa, que dijimos era de lafamilia de Cerezuelo, habían formado corrilloaparte y trataban de muy diferente asunto. Es

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de advertir que aquella dama, de quien hastaahora no conoce el lector ni el nombre, era mu-jer de muy elevado espíritu; y no porque fueraliterata en la forma y modo de Pepita Sanahuja,sino porque tenía pretensiones de desempeñaren el mundo un papel importante, influyendoen los negocios de Estado con su intriga y susconsejos. El ideal de la señora doña Antonia deGibraleón era la princesa de los Ursinos. Envida de su esposo, que había sido consejero deCastilla, trataba a los personajes más eminentesde la corte de Carlos III y Carlos IV, y en sucasa hallaba la gente grave de entonces un pun-to de reunión donde dar rienda suelta a lachismografía política. Ella había fortalecido conel frecuente trato de tales eminencias su aptitudpara el gobierno de estos reinos, como solía decir;y más de una vez trató de poner en práctica sutalento, urdiendo cualquier intriguilla en lasantesalas de Palacio, si bien el éxito no corres-pondió a sus esperanzas. Cuando la políticaestaba en los camarines y en las alcobas, el pa-

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pel de estas matronas era de gran importanciaen la vida pública; hoy las riendas del Estadohan pasado a mejores manos, y las Maintenon ylas Tremouille viven condenadas a presidirdesde el rincón de una sala de baile, bostezan-do de fastidio, las piruetas de sus hijas y losatrevimientos de sus futuros yernos. Doña An-tonia de Gibraleón tuvo la desgracia de nacerun poco tarde, y sólo sirvió para que el siglodecimonono tuviera pruebas vivas del carácterde su antecesor. Nunca había logrado su objeto,nunca tuvo parte en los reales Consejos, que fuela aspiración de toda su vida, y pasaba éstadevorada por el fuego de su propia inteligen-cia, encontrando todo muy malo, y creyendo elmundo cercano a su perdición, porque ella noera llamada a dirigirle. Su vanidad era inmen-sa, y siempre que refería cosas pasadas, tenía enla boca estas o parecidas frases: «Aranda medijo...». «Yo le dije a Floridablanca...». «Cam-pomanes me preguntó...». «Si Esquilachehubiera seguido mis consejos...».

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-¿Con que tendremos guerra con el inglés? -preguntó el Marqués, deseoso de oír la opiniónde doña Antonia sobre tan importante asunto.

-Están los negocios en tales manos -contestóla Diplomática con afectación- que no digo yocon el inglés, pero hasta con el ruso hemos detener guerra.

-¡Ay! -exclamó doña Bernarda, introducien-do su opinión en el elevado consejo del Mar-qués y doña Antonia-. El mundo está tan re-vuelto que no sé adónde vamos a parar contanta herejía. Ese hombre que anda de ceca enmeca trastornando los reinos, ese Sr. Napoleónes el mismo Patillas en persona, que todo loenreda. Yo no sé cómo no le dan un escarmien-to a esa buena pieza.

-¡Qué malo está todo! -dijo el Marqués-. Diosquiera que no nos metan a nosotros también enguerra.

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-Mire usted, señor Marqués -dijo la de Gi-braleón con la gravedad de un Jovellanos-:mientras subsistan los Tratados que ha celebra-do con Bonaparte el ministro Godoy, estamoscon un pie en la paz y otro en la guerra. ¿Quie-re usted que le diga mi opinión? Pues Españadebía entrar en relaciones con Pitt y unirse a laInglaterra para...

-¡Por los mártires de Alcalá, doña Antonia! -exclamó doña Bernarda, interrumpiendo laprofunda opinión de la Diplomática, no mehable usted del inglés; ése es peor que todos.No quiero nada con esos luteranos ateos. ¡QueMahoma cargue con ellos!

-Sin embargo, Albión... -declaró doña Anto-nia picada de la estrafalaria interrupción deaquella mujer profana, ajena a los grandes se-cretos de la diplomacia-. Albión es un país po-deroso, y los ingleses muy buenos hombres deEstado. Mi esposo tenía relaciones con Pitt el

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mayor y con Burcke; y yo misma he tratadoaquí en Madrid a...

-¡Por Dios, Antoñita! -replicó con evidentehorror doña Bernarda-. ¿Usted ha recibido ensu casa a esa gente anglicana? Yo tengo idea deque todos son perdidos, charlatanes y mentiro-sos. No hay más que oírles aquella lengua es-tropajosa para conocer que no pueden hablarverdad.

-¡Qué horror! -dijo la Diplomática, riendo dela ingeniosa ignorancia de su amiga.

-Es indudable que los ingleses saben lo quese hacen -añadió el Marqués, para que la deGibraleón comprendiera que él también sabíaquién era Pitt y Lord Chatam.

-¿Y el inglés va contra Napoleón? -preguntóimpaciente doña Bernarda, ya interesada en lapolítica europea.

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-Son enemigos a muerte -repuso doña Anto-nia.

-Ellos todos son unos: el hambre y la necesi-dad. Pero que se entiendan allá en París y enFrancia, y no vengan a revolver a España, quemuy bien nos estamos aquí sin batallas. Pues elotro que se viene llamando emperador, porquele ganó a los turcos esas batallas de Mostrenco yde no sé qué, de que habla tanto la gente...

-De Marengo querrá usted decir -apuntódoña Antonia, riendo de muy buena gana-. Encuanto a los turcos, no creo que estuvieran enesa batalla.

-No entiendo yo de esas retóricas. Lo que esel tal señor [66] Napoleón sí que es una buenapieza. El padre Corchón, que es el que me hacontado las diabluras de ese hombre, no le lla-ma sino Nembrón o no sé qué.

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-Nembrot será -indicó doña Antonia, que ten-ía cierta complacencia benévola en corregir laspatochadas de su amiga.

-Ahí viene el abate Paniagua con dos caba-lleros -dijo el Marqués señalando al extremo dela alameda, donde es distinguían los tres per-sonajes indicados.

-Ya está ahí D. Lino -añadió la de Cerezuelo.

-Y vienen con él otros dos -observó Engracia,tratando de disimular la turbación, que, merceda sus esfuerzos, por ninguno fue notada.

-Me parece que a uno de ellos lo he visto yoen alguna parte -dijo Salomé-; aquel más bajo...El de alta estatura me es desconocido.

II

-Madamas -dijo D. Lino al llegar con sus dosamigos frente al grupo-, tengo el gusto de pre-

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sentaros a estos dos caballeros que, aunqueespañoles de nacimiento, hace muchos añosque viajan por el extranjero, y han visitado to-das las Cortes de Europa. Ahora vienen a Ma-drid y me han sido recomendados para que lesenseñe las cosas de esta villa, dándoles a cono-cer en los más célebres estrados.

-Nosotros -afirmó Leonardo-, ya desde estemomento podríamos marcharnos, asegurandodelante de tanta hermosura que habíamos vistolo mejor de Madrid. Pero más que a partir, esteconocimiento que a D. Lino debemos nos indu-ce a quedarnos.

-¿Y qué les parece a ustedes esta Corte?-preguntó el Marqués.

-¡Oh!, deliciosa, tónica. Ya está esta gentebastante adelantada -contestó Leonardo-. Lascomidas, así tal cual; pero las casas veo que yase adornan con cornucopias y lunas, y van des-terrándose las armaduras y los cuadros.

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-¿Y no les sorprende la belleza de las madri-leñas? -preguntó Pluma deseoso de entablarcon el forastero un diálogo que le permitierasacar a relucir su rico arsenal de conceptos yfrases galantes.

-En Madrid no hay hoy una cara que sepueda mirar. ¡Qué fealdades!, ¡qué groserosademanes! -dijo Leonardo.

-Es cierto. Eso será favor... -dijeron las da-mas sin comprender el sentido de la aparentebarbaridad que acababan de oír.

-¿Cómo? ¿Que no hay hermosura? -dijoPluma con afectado enojo; pero en realidad,contento de que el joven forastero, cuyo expan-sivo y simpático carácter podía agradar a lasdamas, se rebajase en el concepto de éstas porsu falta de galantería.

-No -dijo Leonardo-. Hoy en Madrid no hayhermosura. Toda está en la Florida.

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-¡Ah!, lo decía usted por... -murmuró Sa-lomé, la última que comprendió tan culta yalambicada fineza.

-Pluma -dijo la de Cerezuelo-, ¿tiene usted elolor de azahar?

-¡Oh!, sí: ¿cómo podía olvidárseme? -contestó el petimetre sacando oficiosamentevarios pañuelos y oliéndolos uno tras otro -Estees clavel, este jazmín... este... Aquí está el aza-har.

Y se lo dio a la joven, que no bien hubo aspi-rado la esencia, se volvió hacia el Marqués di-ciéndole:

-Señor Marqués, ¿ha traído usted las pasti-llas?

-¿Las quieres de fresa, de goma, malvavisco,de rosa o membrillo? -dijo el viejo sacando una

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caja en que estaba aquel arsenal antiespasmódi-co refrigerante.

-De rosa -contestó la dama, tomándola.

Mientras este diálogo y otros parecidos ten-ían lugar en el primer corrillo del grupo, en elsegundo la Diplomática hacia a Muriel la si-guiente pregunta:

-¿Y cómo han dejado ustedes ese mundo?¿Qué se dice por allá del Tratado de San Ilde-fonso? ¿Está todo tan revuelto como parecedesde aquí?

-Sí, señora -contestó Muriel-. Lo más doloro-so es que por la torpeza de Godoy nos veremoscomprometidos en una guerra con Inglaterra,que ya anda en persecución de nuestros barcos.Napoleón prepara una nueva campaña contraAustria y Prusia.

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-Ya me lo presumí -prosiguió doña Antonia,satisfecha de ver que la conversación se remon-taba a la altura de su talento-. El año pasadopor este tiempo dije que Napoleón no se con-tentaba con ser primer cónsul, sino que aspira-ba a puesto más alto, y acerté. Hace tiempo quele veo emprender una nueva campaña, y no meequivoco.

-Ciertamente que no.

-Oiga usted, caballerito -dijo doña Bernarda,haciendo temblar a la Diplomática, que se pre-paró a oír una atrocidad-, ¿asistió usted, pordesgracia, a la coronación de Napoleón?

-No, señora; Napoleón no se ha coronadotodavía, ni se coronará hasta que vaya el Papa aParís.

-Pues me habían contado de una ceremoniamuy extravagante que hicieron cuando se con-virtió en emperador. Dicen que como ha llega-

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do a conseguir la corona por artes del demonio,celebró una función para el caso en una Iglesiade París, después de haber matado a todos lossacerdotes y quemado todos los santos. Napo-león se puso un manto hecho con pieles de sapoy una corona de un metal negro o no sé de quécolor; después de haber hecho la parodia dequien dice una misa, alzando por cáliz un vasolleno de brebajes, hizo varias cabriolas, y unpaje vestido de demonio le alzaba la cola. Lue-go las damas, todas muy deshonestas y sin cu-brirse el seno, adoraron un cabrón que habíapuesto en un altar, y todos bailaron con granalgazara, haciendo tales gestos...

-¡Jesús, qué cosa más horrible! ¡Qué indecen-cia! -exclamaron las damas.

-¿Quién le ha contado a usted esos des-propósitos? -preguntó la Diplomática, avergon-zada de que los dos forasteros oyeran tales ma-jaderías.

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-En eso no debe haber exageración -dijoPluma, adoptando como siempre el justo me-dio.

-El padre Corchón me lo ha contado y él lodebe saber porque es persona de mucha lectura-contestó doña Bernarda.

-Señora -dijo Muriel con gravedad-, pareceincreíble que haya en estos tiempos supersti-ción bastante para creer tales cosas. Ese padreCorchón que se lo ha contado a usted, debe seruno de esos frailes soeces que se gozan en tur-bar el ánimo de las personas sencillas, llenán-dolas de supersticiones y extraviando su en-tendimiento con errores estúpidos.

-Pues se equivoca usted grandemente, señorextranjero o lo que sea -replicó con mucho eno-jo doña Bernarda-. El padre Pedro RegaladoCorchón no es ningún fraile de misa de once,sino un padrazo que sabe más que los de Ato-cha. Pluma, Engracia, ¿no habéis oído las pestes

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que ha dicho este señor del venerable Corchón?¿Cuándo se ha visto mayor atrevimiento? ¡Lla-mar bestial a semejante hombre, a un santo... aun sabio que tiene ya escritos catorce libros quepesan cada uno dos arrobas, sobre la Devociónal señor San José! Pero, Pluma -añadió más aca-lorada-, ¿no sale usted en su defensa? A fe quesi el ofendido estuviera aquí no se dejaría mal-tratar.

-La verdad es -dijo Pluma tímidamente- queel padre Corchón es un hombre eminente, esuna lumbrera del Santo Oficio, a que pertenece.

-¡Ah!, ¿es inquisidor? -añadió Martín-. Per-donen ustedes si me ocupo de una persona aquien no conozco; pero esta señora ha atribuidoa ese venerable la invención de la ceremoniaque nos ha referido, y eso, con la circunstanciade ser inquisidor, me confirma en el juicio quehe formado.

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-Concluya la cuestión -dijo la Diplomática, aquien no desagradaba el brusco desenfado deMuriel-. Si inventó la ceremonia diabólica queusted nos ha contado, amiga mía, esos catorcetomos sobre San José no serán ninguna maravi-lla. La verdad es que esos señores suelen ense-ñarnos unas cosas...

-Pero, Antoñita -dijo la madre de Engracia-,¿también usted está contaminada de herejía?

-No ha dicho sino que esos señores suelenenseñarnos cosas muy malas, y ha dicho muybien -contestó Muriel, saliendo a la defensa dela Diplomática, como ésta había salido antes endefensa de él-. Ha dicho la verdad; porque laplaga enorme de clérigos y frailes que tenemosaquí, para desdicha y pobreza nuestra, no sirvepara otra cosa que para divulgar los más dig-nos errores y envilecer al pueblo en la supersti-ción. Turba de holgazanes, devoran la principalriqueza de la nación sin producirle beneficioalguno. No digo que no haya excepciones y que

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algunos entre ellos no sean modestos y sabios;pero, en general, son soberbios, ignorantes,lascivos, pérfidos y glotones. La religión enellos no es más que una mercancía y Dios unpretexto para dominar al mundo.

Pronunciadas estas palabras, un solemne si-lencio reinó en aquella pequeña asamblea, do-minada por el estupor. La primera que rompióaquel silencio fue doña Bernarda, que mirandoa todos azorada y confusa para leer en los sem-blantes el efecto producido por tan heréticas yextranjeras palabras, dijo:

-¡Pero Señor, Dios mío! ¿Se ha escapado estehombre de alguna casa de orates? Pluma, ¿quédice usted? ¿Señor Marqués?... Bendito Dios,¡qué horror! Antoñita, ¿ha oído usted? Yo estoytemblando todavía. Dios nos ha castigado porhaber venido a divertirnos en vez de estarhaciendo penitencia. Engracia, ¿no te dijo queeste día no podía acabar en bien? Estoy sofoca-da; si no fuera por este maldito zapato, ahora

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mismo me iba a rezar a la ermita de San Anto-nio.

-No se asusten ustedes -decía D. Lino por lobajo a las muchachas-, este señor es algo extra-vagante. Habla mal de los frailes; no lo puederemediar, ¡Que le hemos de hacer!

-Su compañero de usted es hombre atroz -dijo Pluma a Leonardo, con objeto de inte-rrumpir la conversación que éste había enta-blado con la hermosa viuda.

-La verdad es que esta conversación sobreemperadores y sobre frailes no es propia de undía de campo -dijo a Salomé la literata doñaPepita-. Cuando el espectáculo de la Naturalezay la belleza de los árboles convida a los entrete-nimientos poéticos y a recordar los bellos pasa-jes de los grandes escritores, nada más des-agradable que escuchar a este hombre sombríoy brusco.

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-Repara con qué atención le escucha Susana-dijo Salomé por lo bajo-. Parece que tiene gus-to en oír tales desatinos.

-Ya sabes que a Susana le gusta todo lo raro -contestó la idólatra de Meléndez-. ¡Pero quésosa está la reunión! Tengo unas ganas de saltarsobre la hierba... No sé yo para qué han traídola guitarra y las castañuelas.

-¿Y va usted a estar mucho por Madrid?-preguntó a Muriel la Diplomática, deseandomudar de conversación para que se calmaranlos agitados nervios de doña Bernarda.

-Tal vez esté mucho tiempo.

-Aquí la vida es muy agradable, y los jóve-nes que gustan de divertirse encuentran a cadapaso mil ocasiones para ello -dijo el Marqués.

-Es cierto -contestó Muriel.

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-Cuando usted conozca bien esta sociedad -dijo la de Gibraleón-, encontrará mil atractivos.

-¡Ojalá!, pero es lo cierto que cuanto más laconozco menos me gusta.

-¡Qué! ¿No le gusta a usted Madrid?-preguntó con viveza Susana, que estaba máscerca del corrillo de la gente grave.

-No, señora -repuso Martín-, no me gustanada. La corrupción y el escándalo no puedennunca serme agradables; el escándalo de laCorte me avergüenza como español y comohombre; la degradación de la gente oficial, lavenalidad de la magistratura son cosas querepugnan a toda persona honrada. Supersti-ción, frivolidad, ignorancia, holgazanería,mengua, esto y nada más es lo que veo aquí.Por un lado se me presenta una aristocraciasuperficial, sin talentos, sin carácter, o envileci-da a los pies del trono, o rebajada en contactocon la plebe. Sólo se ocupa en indignas aventu-

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ras o en bárbaros ejercicios. Los jóvenes de esaclase no pueden ser más dignos de desprecio.Ni las armas ni el estudio tiene para ellos atrac-tivo, y sólo en modas ridículas y en toda clasede necedades buscan pasatiempo. En las clasesacomodadas hallo iguales vicios y una inmora-lidad nunca vista. Creen que son buenos por-que son devotos, y juzgan que un imbécil fana-tismo les absuelve de todo. Por otra parte, veoun clero que se encarga de sancionar tanta mi-seria con tal de tener a la sociedad entera bajosus pies; y entretanto, sólo en la plebe hallo unresto de nobleza y de virtud. Hoy la plebe, contodos sus vicios, vale más que las otras clases, ycon ella simpatizo más no sólo por lo que enella encuentro de bueno, sino porque aborrecetodo lo que yo aborrezco.

A estas palabras siguió igual silencio que ala invectiva contra los frailes. La Gibraleón nose atrevía ni a contradecir ni a aprobar aquellaviolenta y desusada opinión. No dejaba de

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agradarle la atrevida verbosidad del filósofo,aunque no participaba de sus ideas. Creyó quelo más propio en aquella ocasión no era contra-decirle ni apoyarle, sino demostrar que ellatambién tenía talento, para lo cual estaba pen-sando una contestación y reconcentraba susgrandes ideas diplomáticas.

-Pluma, pero Pluma -exclamó doña Bernar-da muy afligida-. ¿No oye usted lo que diceeste caballero? ¿No le contesta usted, que tienetanta chispa y sabe decir tan buenas cosascuando viene al caso? Pluma, ¿para cuándoquiere usted ese pico de oro?

Pero el buen Pluma no se cuidaba ni de supresunta suegra ni de las herejías de Martín.Tenía fijos los cinco sentidos en la conversaciónque Leonardo sostenía con Engracia, sin queésta mostrara la arisca repulsión que el petime-tre lloraba sin consuelo desde mucho tiempo.Susana prestaba atención a las palabras de Mu-

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riel, sin duda porque encontraba en ellas elatractivo de la novedad.

-¿Quieres pastillas de goma o de tamarindo?-le dijo el Marqués presentándole la caja.

-No quiero nada -contestó bruscamente ladama.

III

Conviene que el lector conozca algunospormenores del carácter de esta interesantejoven, que ha de encontrar repetidas veces en ellargo camino de esta historia. La hija única delconde de Cerezuelo era una hermosura majes-tuosa, y si no fuera impropiedad, diríamos va-ronil. Su airoso y arrogante ademán recordabalas heroínas de la antigüedad, por cuyas venascorría mezclada la sangre humana con la de losdioses. En su rostro había cierta expresión pro-vocativa, como si la superioridad de su belleza

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insultara perpetuamente a la vulgar y prosaicamuchedumbre; y esta belleza era más severaque graciosa, pertenecía más al domino de laestatuaria que al de la pintura. De su madre,que era una dama valenciana de perfecta her-mosura, había heredado el suave tinte orientaldel rostro y la melancólica expresión propia dela raza que en la costa del Mediterráneo per-petúa el tipo de la familia arábiga; pero, en ge-neral, la joven a quien retratamos llevaba im-preso en su frente el sello de la hermosuraclásica. En su rostro se pintaba fielmente la faseprincipal de su carácter, que era el orgullo. Susojos, al mirar, parecían conceder especial favor,y el aliento que dilataba alternativamente lasventanas de su correcta nariz, sacaba de su pe-cho el desdén y la soberbia, lo único que allíhabía. El efecto causado en general por su pre-sencia era grande, y más bien infundía admira-ción que agrado. Ninguna pasión inspiró queestuviera exenta de temor, y los idólatras deaquella insolente hermosura, los que habían

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explorado su corazón, experimentaban haciaella un sentimiento que no podemos expresarmientras no haya una palabra en que se reúnany confundan las dos ideas de amar y aborrecer.

Cautivaba especialmente a cuantos la veíanpor su elegante y esbelto cuerpo, cuyas actitu-des, sin ninguna afectación ni artificio de suparte, sino por el instinto que acompaña a laelegancia ingénita, siempre se determinaban enartísticas y armoniosas líneas. Lo fundamentalen el carácter de Susana era el orgullo de raza yde mujer que a nada se doblegaba. Acusábanlamuchos de ser insensible a toda ternura, y hac-ían notar en ella una circunstancia espantosa,que de ser cierta daría muy mala idea de sualma: decían que ofrecía la singularidad, incon-cebible en su sexo, de no amar ni a los niños.No hacían efecto en ella las preocupaciones, ytenía un despejo y una claridad de inteligenciaque eran cosa rara en la época de las falsas ide-as. Nadie le imponía su yugo; no se dejaba do-

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minar por el amor, ni por la religión, y amabala independencia física y moral, sin que poresto hubiera mancha alguna en su honor, ni ensu conciencia, porque el orgullo era en ella tanfuerte que hacía las veces de virtud. Hija única,disipaba una gran parta de la fortuna de supadre, y vivía rara vez en Alcalá, donde seaburría, y casi siempre en Madrid, en casa desu tío. Frecuentaba las más célebres tertulias y,rodeada por una corte de petimetres, se aventu-raba de noche en los laberintos de Maravillas,porque le causaban particular agrado las fiestasy costumbres del pueblo. Vivía en medio de lafrivolidad general, festejada por insulsos gala-nes, entre la gente afeminada o ridícula quecomponía aquella sociedad, no impelida hacianada noble y alto por ninguna grande idea. Talera la hija del conde de Cerezuelo.

-Pluma, cotorree usted a Engracia. ¿Quéhace usted ahí hecho un niño del Limbo? -decíadoña Bernarda al desesperado-. ¿No ve usted

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cómo charla con ella el hombre ese que ha ve-nido con este herejote? Y la muy pícara estácuajada oyéndole. Esto no se puede sufrir...Pero, Pluma, ¿qué hace usted?... Vaya, vaya.Buena gente nos ha traído aquí el bueno de D.Lino.

Mientras esto decía doña Bernarda, la Litera-ta, que no había podido resistir mucho tiempo ala tentación de hacer algún idilio, corría entrelas matas jugando al escondite con D. Lino ycon la de Porreño. Había tejido con varias floresuna corona, que puso en las sienes del compla-ciente abate, dándole el pastoril nombre deDalmiro, y diciéndole con afectada entonacióny un mover de ojos muy teatral:

«¿Cómo, Dalmiro, tanto has retardadotu vuelta a la majadaque aguardándote estoy desesperado?sin dueño los tus terneros,por las vegas y oteros

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descarriados braman».

Y el pobre Paniagua, hecho un Juan Lanas,riendo como un simple y declamando con mo-vimientos coreográficos, le contestaba:

«¡Ay, Coridón amigo! Si tú vieraslo que yo he visto, más te detuvieras,y acaso, tu redil abandonado,trocaras el cayadopor cinceles sonoros...».

Esta escena grotesca hacía reír a los que des-de alguna distancia la contemplaban. El abate,coronado de flores, con su traje negro, su rarafigura y la risa convulsiva que le producía laagitación del baile y lo necio del papel que ca-taba representando, parecía un verdadero pa-yaso. La Literata no reía, sino que, por el con-trario, tomaba muy por lo serio su papel depastora. Había en ella una especie de iluminis-mo, y su imaginación tenía poder bastante paradar realidad a aquella farsa empalagosa. Al-

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guien decía que estaba demente. Su manía laextravió aquel día hasta el punto de fingir queapacentaba un rebaño, y D. Lino fue tan san-diamente bueno que se prestó a hacer el papelde oveja, y era cosa que inspiraba a la vez risa ycompasión oírle balar entre las ramas imitandocon prodigiosa exactitud al manso animal.

IV

Dos pajes, que hasta entonces se habíanmantenido a respetuosa distancia, sacaban dedos enormes cestas la comida, hábil y suntuo-samente preparada de casa del tío de Susanita.Los corpulentos zaques preñados del mejorvino de Yepes y de Valdepeñas, salieron encompañía de las olorosas magras, que bienpronto ocuparon hasta media docena de gran-des fuentes de plata. El agua serena, limpia ysutil de la fuente del Berro transpiraba por losporos de grandes alcazarras, y los dulces, laspastas, las tortas y las frutas, puestas en visto-

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sos canastillos, alegraban la vista y el estómago.Un paje tendía los manteles sobre el césped, yen las manos de otro resplandecía un puñadode tenedores de plata, que a estar en la diestradel febeo Pluma, le hubieran asemejado al diosApolo esgrimiendo los rayos del sol. Emplea-mos esta figura, porque algo parecido cruzópor la mente del aturdido joven en aquellosmomentos. Él hubiera descargado mil rayossobre la frente de Leonardo, cuya conversacióncon doña Engracia tocaba ya los peligrososlímites de la familiaridad. Don Narciso, duran-te la comida (que no relataremos porque lospormenores culinarios de la fiesta nada han deinfluir en los sucesos de esta historia), recorda-ba que había visto el semblante de su improvi-sado rival en alguna parte. Por más que se ca-lentaba la sesera no podía recordar dónde lehabía visto. Al fin creyó recordarlo, y dijo:

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-Sr. D. Leonardo, aquí estaba pensando... Meparece que esta no es la primera vez que nosvemos.

-No sé, no recuerdo. -contestó Leonardo te-meroso de que se descubriera el pastel de susupuesta condición forastera.

-Sí; me parece que no estoy equivocado. ¿Novive usted en la calle de Jesús y María?

-Yo, ¡qué disparate! Jamás supe dónde estáesa calle -dijo Leonardo esforzándose en apare-cer sereno y consiguiéndolo sin gran trabajo.

-¡Qué casualidad! Pues he visto allí uno quese parece tanto a usted... Yo conozco unas cos-tureras del piso tercero, que me hacen corbatasy bufandas, y algunos días que he ido allí, re-cuerdo... tengo una idea de cierto escándalo...

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-¡Oh!, usted me confunde con algún...-repuso Leonardo volviendo el rostro dirigien-do la palabra a Engracia.

-Pero, Pluma, por Dios -dijo doña Bernardaen voz baja y tirándole de la casaca-. Esa niñamerece que la desuellen viva: ¿no ve ustedcómo cotorrea con ese mozalbete? ¡Ah! ¡Por elSanto Sudario! ¡Cuándo volveré yo a fiestecitasa la Florida!

-A ver quién templa la guitarra. Don Lino,usted -dijo una de las muchachas.

Don Lino, que contaba en el número de fun-ciones la de templar las guitarras para queotros cantasen, cogió el instrumento, y rasgue-ando con mucho primor, estiró y aflojó lascuerdas, dejándolo en perfecto estado. Despuéscomenzó la cuestión sobre quién cantaba pri-mero, y más aún sobre qué canción merecía loshonores de la preferencia. «Pluma, usted». «Su-

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sanita, tú». «Vamos, D. Lino». «Anímese usted,Pepita».

Todos se resistían a empezar. Además, cadacual quería una canción distinta. -El frondoso,decía uno. -No, es mejor El codicioso, decía otro.-¡Ay, qué tontería! -Cantemos El bartolillo. -Laurna es mejor.

-Por Dios, canten La pájara pinta. Pluma, ¿nosabe usted La pájara pinta? -dijo doña Bernarda.

-No, señora. Si no estuviera ronco cantaría elPria che spunti, de Cimarosa -contestó Narciso,que sólo admitía la música de etiqueta.

-Déjese usted de esos lenguarajos. No mecanten en inglés. La pájara pinta. Susanita, usted.

-Que cante D. Narciso -dijo vivamente En-gracia, entregando la guitarra al petimetre.

-¡Oh!, no; estoy ronco, no puedo...

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-Vamos, Pluma, Pria che spunti -dijo Susana.

-¡Oh!, sí; no nos prive usted de oír su hermo-sa voz -dijo Leonardo, a quien hacía Engraciaseñas muy significativas sobre el espectáculoque se preparaba.

Por fin, que quieras que no, y haciéndose derogar, para dar más calor a la complacencia,después de mil excusas y de asegurar que iba ahacerlo muy mal, Pluma tomó la guitarra, lim-pió la garganta, miró al cielo luego a Engracia,y entonó el Pria che spunti. No podemos pintarlos visajes, los movimientos del petimetremientras sus exprimidos pulmones y su frágilgarganta se esforzaban en emitir la inmortalcanción. Él quería hacerlo de un modo tan fino,tan de etiqueta, tan clásico, que se convertía enverdadera caricatura. La viuda contenía condificultad la risa, y Leonardo hacía demostra-ciones de gran admiración. La Diplomática nopodía menos de dar a entender que aquello eramuy superior a La pájara pinta, y el Marqués

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también hacía lo posible para pasar por culto,aunque en realidad prefería cualquier seguidi-lla. Cuando el músico concluyó, le aplaudierona rabiar, especialmente Leonardo, que aseguróno haber oído nunca cosa semejante.

-Es bonito, sí -dijo doña Bernarda-; pero esamanía de cantar las cosas en inglés...

-No es sino italiano -se apresuró a decir do-ña Antonia-. ¡Oh! Mi padre alcanzó a Farinelli ydecía que era una cosa... ¡ah!

Salomé cantó unas seguidillas después demucho ruego, y la de Sanahuja, sin que se lodijeran dos veces, cantó una larga y soporíferatonada pastoril, que no gustó más que al abate,el único que no se podía permitir estar descon-tento. Luego retozaron de lo lindo, volviendoPepita a representar su farsa bucólica ayudadapor el abate y la de Porreño.

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El petimetre creía haber producido gran sen-sación en todos, mas no en la viuda, que des-pués de haber oído a Cimarosa estaba más aris-ca que nunca. Pluma, desesperado al fin, sedecidió a ser infiel después de meditarlo mu-cho, y fue derecho a Susanita para tomarla porpareja en el momento que se iba a bailar; peroésta lo rechazó sin cumplimiento alguno, prefi-riendo a Muriel, que en el mismo instante lainvitaba. Corrido y confuso, Pluma no tuvomás remedio que bailar, ¡cielos!, con la Literata,que no cesaba de llamarle Dalmiro, Silvano,Liseno, Coridón.

-¿Quién es ese hombre ridículo? -preguntabaMartín a su hermosa pareja.

-Es uno de los primeros galanes de la Corte,un joven del mejor gusto -contestó Susana.

-¿Y en qué se ocupa?

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-¿En qué se ocupa? Es rara pregunta. En na-da. Pues qué, ¿las personas de etiqueta necesi-tan ocuparse en algo?

-No sé qué tienen para mí los jóvenes de estaclase -dijo Martín tratando de atenuar con unasonrisa la gravedad de lo que iba a decir-. Estanto lo que les odio, que les daría de bofetadasde buena gana y por el más ligero motivo. Lesaplastaría como se aplasta no a las culebrasdañinas y venenosas, sino a los sapos y a losgusanos que no hacen mal alguno.

La hija de Cerezuelo clavó sus ojos negros yvivos en el semblante de Muriel, escrutandocon atenta curiosidad aquel carácter que se lepresentaba con rasgos tan originales.

-Es usted una fiera -dijo con mucha seriedad.

-No -contestó Martín-. Pero la frivolidad deestos preciosos ridículos me irrita. Yo soy así.Aborrezco con mucha violencia; y no puedo

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negarlo, hay gentes que deberían desaparecerde la sociedad.

-Pues se va usted a quedar solo -dijo Susanariendo.

Muriel no pudo menos de meditar un buenrato en la profunda verdad que encerraba aque-lla respuesta. ¡Solo!

-Quisiera encontrarme frente a frente contodos los petimetres de Madrid -dijo después-.Les temería tanto como a un ejército de hormi-gas.

-Veo que les tiene usted tan mala voluntadcomo a los frailes.

-Sin duda.

El minueto comenzó, y fue bailado tónica-mente.

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-Pero Pluma -decía doña Bernarda-, está us-ted hoy hecho un majagranzas. ¡Y mi hija bai-lando con ese Juanenreda! ¿Pero usted consien-te esto? Pues digo... ¡Y Susanita con el otro!¡Santa Virgen del Tremedal, qué par de enemi-gos nos ha traído el tal D. Lino!

-¿Quieres pastilla de rosa o de fresa?-preguntó el Marqués a la de Cerezuelo, pre-sentándole la cajita.

-No quiero sino de limón -repuso Susana.

- De limón no he traído, hija. ¡Mira qué ca-sualidad!

-Nunca trae usted lo que yo deseo. No pue-do fiarme de usted para nada, señor marqués -contestó con mal humor la dama.

Ya la conversación de Leonardo con Engra-cia llamaba la atención de todos. Discurrían porlas alamedas inmediatas, aparentando tomar

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parte en el inocente juego de Pepita, que hacíabecerrear al abate, obligándole a desempeñar elpapel de ternera. Pluma cogía el cielo con lasmanos, y acudía a Susana; pero ésta gustabamás de la conversación de Martín, cuya ferozantipatía a los petimetres y a los frailes no lecausaba mucho horror.

V

Muriel, paseando con ella a alguna distanciadel Marqués, de doña Bernarda y de la Di-plomática, que habían entablado de nuevo sudebate sobre Napoleón, consideraba las vicisi-tudes humanas y los singulares cambios que seven en la vida. Aquella dama, que tranquila-mente iba a su lado, era hija de una de las per-sonas a quien él más aborrecía; perpetuo ene-migo y verdugo del desdichado mártir que ex-piró en la cárcel de Granada. Ella, que era elorgullo mismo, aceptaba el brazo de un desco-nocido, cuyo nombre era infamante para la fa-

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milia, y tal vez le juzgaba persona de categoría.Muriel vio en la coincidencia algo de irrisorio, yse burlaba interiormente de tan extraño capri-cho del Destino, que se complacía en juntar porlos lazos de la galantería y merced a un engaño,lo que en la sociedad no podía juntarse nunca:el amo y el siervo, el verdugo y la víctima. Almismo tiempo, orgulloso de semejante escena,sentía aplazado o atenuado su rencor a la fami-lia de Cerezuelo; y en el error de la dama, queconversaba con él como si fuera su igual, creíaver algo parecido a una humillación por partede ella, o a una venganza por su parte. ¡Québroma de la suerte había en aquel minueto bai-lado alegremente en un jardín por los dos jóve-nes!

La impresión que la belleza de Susana leprodujo más fue de sorpresa que de afecto.Contempló en silencio y con curiosidad a lapersona de cuyo carácter tenía tan mala idea, ymientras más la veía, más deseaba tratarla. Por

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lo poco que la había oído hablar más bien leparecía tonta que soberbia, y no creía que suorgullo tan decantado fuera realmente temible.Paseando con ella fue cuando se fijó mejor ensu rara y majestuosa belleza. Y por más que sediga, por más que él después haya contado quela presencia de la joven no le produjo efectoalguno, no es posible creerlo. Aún podría ase-gurarse que Muriel sintió, si no amor, una es-pecie de presentimiento de un futuro afecto;presentimiento que el amor, como todas lasdesgracias, envía siempre por delante. Peroesto fue muy vago. Él no podía nunca sentir unverdadero cariño hacia ningún individuo deaquella familia. La belleza de Susana podíainducirle a perdonar, pero no a transigir. Comoél no se arredraba por nada, y sabía arrostrarimpasible lo mismo la indiferencia que el odiode las gentes, resolvió descubrirse a ella, máspor curiosidad que por deseo de humillarla.Quería saber cómo soportaría su orgullo la ideade haber hablado con el hijo de Pablo Muriel,

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muerto en la cárcel de Granada. La ocasiónpara descubrirse se la presentó ella mismacuando, un poco alejados en su paseo de losotros grupos, le preguntó:

-¿Y se detiene usted en Madrid para algúnnegocio? ¿Se va usted a estar mucho tiempo?

-Sí, traigo un asunto que arreglar. Ya otravez estuve con una pretensión parecida, y nadalogré.

-¡Ah! Ya comprendo; pretende usted en Pa-lacio...

-No; no pretendo ningún destino. Sólo aspi-ro a que se me pague una deuda.

-¡Ah! Es un buen asunto si se consigue.

-A mi padre le debía cierta persona de aquíuna gruesa cantidad; mi padre murió y vengo acobrarla.

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-Pues eso no será difícil.

-Sí, señora, es difícil. Necesito recomenda-ciones y amistades.

-Tal vez pueda yo recomendarle -dijo Susa-na con algún interés-. ¿Quién es la persona?

-El conde de Cerezuelo.

-¡Mi padre! -exclamó la dama parándose y fi-jando en Martín sus atónitos ojos.

-¡Ah! ¿Es que es usted su hija? -dijo Martínafectando sorpresa y separándose un poco deSusana.

-Sí -dijo con severidad la joven-. ¿Y ustedquién es?

-Yo soy -contestó Martín fingiéndose humil-de- hijo de aquel que fue encerrado en la cárcelde Granada por la maldad y la envidia de ami-

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gos oficiosos de la persona a quien servía. ¡Oh!¡Nosotros hemos padecido mucho!

-¡Usted es hijo de Muriel! -exclamó Susanaapartándose de Martín con cierta expresión quea éste le pareció de horror.

-Sí, yo soy. Cuando mi padre estaba preso,en vano pedí al señor a quien servíamos quefuera indulgente y bondadoso con quien nomerecía ser igualado a los grandes criminales.Nada conseguí. Hemos sido tratados con mu-cha dureza, señora. Ustedes han sido tan crue-les con mi familia, que hasta me preocupa lasuerte de mi pobre hermanito, en poder hoy delos que tanto nos han perseguido. Usted nopuede haber aprobado lo que han hecho connosotros.

Sea que Muriel se dejara llevar de su apasio-nada condición, sea que tuviera de repente elpropósito de aterrar a Susana, lo cierto es quese expresaba en un tono de reprensión tal, que

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puso a la joven en el último punto de su indo-mable soberbia. Entre airada y atónita no supoen los primeros momentos qué contestar; masrepuesta bien pronto, dijo:

-¿Pero qué farsa es ésta? ¿Cómo había yo defigurarme que era usted un...?

-Dígalo usted todo -añadió Martín perdien-do su calma.

-Ya sabía yo que tenía usted el arte de em-baucar a las gentes; en casa se sabía que el hijoera digno de su padre. ¿Cómo ha tenido ustedvalor para hablarme? Es preciso no tener ideade lo que son los respetos sociales para atrever-se a... Sólo ocultando su nombre, sólo cubrién-dose con la apariencia de persona... ¡Oh! ¡Estoes repugnante! ¿Usted me conocía?

-Sí -contestó Muriel complaciéndose enhumillar todo lo posible a la hija de Cerezuelo-.Y si viera cuánto he disfrutado viéndola a usted

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a mi lado, hablando familiarmente conmigo, ysobre todo cuando bailábamos...

La entereza característica de Susana no pudomenos de vacilar un poco ante la insolencia deMartín. Acostumbrada al dominio moral, seturbó ante un orgullo mayor que el suyo.

-¿No es verdad -continuó Martín con sar-casmo-, no es verdad que se ven cosas muyraras en el mundo?

Susana se irritó más con aquella burla, ylanzó al joven una mirada de desprecio, quehubiera aturdido a otro menos sereno.

-Haga usted el favor de retirarse -dijo concólera grave y solemne, como la cólera de losreyes de la leyenda-. Es terrible que una damase vea insultada de este modo por un hombreirrespetuoso que así olvida su clase y se burlade las personas a quienes debe el pan que hacomido.

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-¿Burlarme? No -dijo Muriel-; yo no me bur-lo de esas personas: las detesto o las desprecio.

-Su padre de usted falsificaba documentos yhacía desaparecer fondos ajenos, pero no insul-taba a las personas de que dependía. Ustedreúne a los crímenes de su padre la desver-güenza y la arrogancia. Felizmente no necesi-tamos los servicios de ningún Muriel, y puedeusted buscar otros amos a quien engañar e in-sultar al mismo tiempo.

-¡Ah víbora! -gritó Martín con furor yademán de amenaza-. Yo juro que me la habéisde pagar tú y tu padre, ¡raza de Caínes!

Y diciendo esto volvió la espalda y semarchó muy aprisa, tomando el camino queconducía fuera del jardín, mientras Susanita sedirigía a sus amigas y pedía al Marqués paracalmar su agitación, una pastilla de goma, y aPluma el olor del azahar.

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Capítulo VPablillo

I

A muy corta distancia de Alcalá, y siguiendohacia el Norte la carretera de Aragón, sola, im-ponente y triste, expuesta a todos los vientos,inundada de sol y constantemente envuelta entorbellinos de polvo, estaba la casa de Cerezue-lo, donde en la época de esta historia vivía reti-rado de las gentes el Sr. D. Diego Gaspar Fran-cisco de Paula Enríquez de Cárdenas y Ossorio,conde de Cerezuelo y del Arahal, marqués dela Mota de Medina, señor de la puebla de Vi-llanueva del Arzobispo, etc., etc. Del anchoportalón, y mejor aún desde las ventanas altas,que sin ninguna simetría, y atendiendo más a lacomodidad interior que al ornato, había puestoen la fachada el arquitecto de tan raro y sólidoedificio, se veían perfectamente las inmensas

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llanuras, propiedad de la casa, que se extendíanhacia el Norte en dirección de la sierra.

Sobre aquellas tierras, pautadas simétrica-mente por el arado, llanas, sin árboles, algunavez recorridas por macilento rebaño, se espa-ciaban todas las mañanas los aburridos ojos delconde. Volviendo el rostro hacia la izquierda seabarcaba de un golpe de vista la ciudad de Al-calá de Henares, cuyas primeras casas apenasdistarían de allí un tiro de ballesta. Las torres,las cúpulas y los campanarios de sus conventose iglesias, los cubos almenados de la casa arzo-bispal, los arbotantes de San Justo, el frontón deSan Ildefonso, extremidades más o menos altasde las construcciones elevadas allí por la pie-dad o la ciencia, daban magnífico aspecto a laciudad célebre, que inmortalizaron Cisneroscon su Universidad y Cervantes con su cuna.

El conde de Cerezuelo se había retirado deMadrid, buscando un término medio entre lasoledad completa y el bullicio cortesano. Alcalá

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le ofreció un retiro agradable, sin privarle deltrato de las personas discretas, y allí se fijó, tra-bando gran amistad con los frailes de San Die-go, los capitulares de San Justo y los famososmaestros de San Ildefonso. Pero al conde leentró invencible melancolía; fue poco a pocoalejando de su casa a toda aquella ilustre mu-chedumbre que le visitaba, y al fin se aisló porcompleto, dando que murmurar a las gentes, ycon especialidad a aquellos que se vieron pri-vados del chocolate de la casa condal Cerezue-lo; de cortesano y amable que era se fue trocan-do en áspero e hipocondríaco: trataba mal a sussirvientes y reñía con todo el mundo, menoscon su hija. En cuanto a su hermano D. Miguel,persona recomendable por su religiosidad ymodestia, siempre conservó buenas relacionescon el primogénito. También aquél era rico, ysegún de público se decía, bastante avaro.

El conde pasaba de los sesenta años; su afi-ción a la caza había desaparecido, y sólo mata-

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ba a ratos el fastidio de su existencia leyendoalgún piadoso libro o revisando grandes legajosde cartas y cuentas para ponerlas en orden. Unclérigo de San Justo le decía la misa en su pro-pia casa, y las pocas veces que salía apenas an-daba cuarenta pasos por el camino de Aragón,apoyado en el brazo de su mayordomo o admi-nistrador, D. Lorenzo Segarra, persona impor-tante, de quien es preciso dar al lector algunasnoticias. Pues no se sabe qué arte empleó estehombre para poseer en absoluto la confianzadel conde, que era el ser más receloso y suspi-caz.

Sea que en realidad Segarra le sirvió bien,sea que, cansado y melancólico, el conde resig-nara con hastío su autoridad señorial en el ma-yordomo, lo cierto es que éste manejaba la casaen la época a que nos referimos, y cuanto hacíaera aprobado sin el menor obstáculo. Los seño-res, como los reyes, tenían sus favoritos, y, co-mo aquéllos, la flaqueza de entregar el poder

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en manos de un hombre habilidoso que supierahacerse camino, ya por el mérito, ya por la adu-lación. No es de este lugar decir si Segarra ad-ministraba bien o mal; lo cierto era que aparen-temente todo iba a pedir de boca; las deudasantiguas se habían pagado, las rentas se cobra-ban con puntualidad, y las arcas de la ilustrecasa estaban repletas, como las del Erario entiempos de Fernando VI.

Dos meses antes del día en que suponemoscomenzada esta historia, Segarra se presentóante su amo con unas cartas abiertas, y expre-sando en su semblante el mayor asombro.

-¿Qué hay? -preguntó el conde, alzando losojos del Flos sanctorum, donde leía los milagrosy prodigios de San Benedicto, el que construyóel puente de Aviñón.

-La cuestión con Muriel ha terminado, señor-dijo Segarra sentándose.

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-¿Ha terminado? ¿Cómo? ¿Ha sentenciadoen su favor la Cancillería? No puede ser: todoslos oidores están de parte mía.

-Es verdad; pero otro juez se ha encargadode fallar este asunto. Muriel ha muerto.

-¡En la cárcel! ¡Infeliz! -contestó el conde conla mayor sorpresa-. Ya es tiempo de perdonar.Segarra, un Padrenuestro.

Y ambos elevaron al Cielo la oración domi-nical, seguros, sobre todo el conde, de que Mu-riel necesitaba de ella.

-A ver, cuenta cómo ha sido eso.

-Nada más sencillo: amaneció difunto en lacárcel, imposibilitando así el golpe de la justi-cia.

-¿Y qué más justicia? En fin, malo ha sido-dijo Cerezuelo-; pero olvidémonos de sus fal-tas, puesto que Dios se le ha llevado. No quiero

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guardarle rencor, porque yo me muero maña-na...

La melancolía fundamental del conde con-sistía en creer cercana su muerte, y su espírituse apegaba a esta idea, sin que los consuelos dela religión bastasen a apartarle de ella. Verdades que estaba bastante achacoso y vivía mortifi-cado, si no por la gota, como todos los noblesde antigua raza, por unos alarmantes e invenci-bles ahogos que le confirmaban en su fatalismo.«Yo me muero mañana», decía todos los días, yel solícito mayordomo se esforzaba en conven-cerle de lo contrario, adulando su dudosa sa-lud, después de haber adulado su innegablenobleza.

-Señor, siempre está usía con el mismo tema-dijo-. Yo quisiera tener su salud y disposición.¡Hablar de muerte, cuando tiene las piernasmás listas que un gamo y podría ir de aquí aMeco y volver sin sentarse!

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-¡Ah! -repuso el conde tristemente-, no mepuedo mover. Me parece que estoy ya en lasepultura y no pienso más que en mi Dios...Pero di, ¿no se sabe lo que Muriel decía de mícuando estaba en la cárcel?

-No lo sé; pero supongo diría mil atrocida-des. Basta recordar a aquella alma negra ycruel, que no conocía la gratitud, ni era capazde ningún sentimiento bueno.

-Me maldeciría sin duda. ¿Sabes que lo sien-to?

-Eso prueba el buen corazón de usía-contestó el favorito-; pero, en verdad, D. Pablono era digno de compasión. Si a tiempo noacudimos, él hubiera consumado la ruina detodos los estados de Andalucía... ¿Mas para quées hablar? No hay más que ver sus cuentas paracomprender cuánta iniquidad, cuánta bribona-da, cuánta mala fe había en aquel hombre.

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-En fin, Lorenzo, ya se ha muerto: dejémosleen paz -dijo el conde, que sin duda quería estarbien con los manes del pobre difunto.

-Pero es que ese hombre es insolente hastadespués de muerto. ¡Qué atrevimiento! Haypersonas que no escarmientan nunca, a pesarde los más terribles castigos, ni tienen en cuentala dignidad de la familia a quien sirven, ni...

-¿Pero qué es ello? -preguntó con viva in-quietud el conde.

-La última irreverencia de ese hombre. Yasabe usía que era lo más insolente del mundo.Usía recordará cuando tuvo el valor de estam-par en una carta que él tenía «tanto honor comosu amo...».

-Bien; ¿pero qué ha hecho?

-Usía sabrá que el más pequeño de sus doshijos vivía con él en la cárcel. Parece que el más

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viejo ha muerto hace poco tiempo en Madrid:ya; era un hombre lleno de vicios. Pues bien: D.Pablo, conociendo cercano su fin, y conside-rando que el muchachejo iba a quedar solo enel mundo, lo manda... ¡a usía!, a usía mismopara que lo críe y lo eduque.

-Eso es muy singular.

-No parece sino que ya no hay hospicios enel mundo. Esto es un insulto.

-¿Sabes que no sé qué pensar de esto? -dijoCerezuelo meditabundo y más inclinado a lacompasión que a la cólera-. Me envía su hijo amí, que le he perseguido, a mí que le he...

-Pues ni más ni menos. Los motivos que tu-vo para semejante desacato, los dice en estacarta que dirige a usía, y que ha traído el mis-mo portador del muchacho, un arrendatario deUgijar.

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-¿Luego el chico está ahí? -preguntó el condetomando la carta.

-Si; ahí está. Mandaré que le lleven al instan-te al asilo de Alcalá o al Hospicio de Madrid.

El conde leyó la carta, que decía así:

«Señor: Encerrado en esta cárcel hace cuatromeses, privado de todos los medios para poneren claro mi inocencia, conociendo que mi finestá cercano, y habiendo sabido que mi hijoMartín es muerto en Madrid, he cavilado mu-cho tiempo sobre la suerte de este pobre niñoque tiene parte en mi prisión y en mi miseria,aunque ninguna tiene por su corta edad en mideshonra. Me hallo abandonado de todos, sinparientes ni amigos, y he pensado al fin que nodebo pedir protección para esta criatura másque a usía, cuyo buen corazón no desconozco,aunque me ha perseguido, tal vez mal infor-mado por las personas que le rodean. Si alguiense propuso perderme, nadie puede tener interés

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en que este niño sea desamparado. Seguro, yanimado por una voz que sale de mi corazón,lo pongo en manos de usía para que no hayacosa alguna de mi propiedad que no esté enpoder de mi señor. Muero en Dios y perdono amis enemigos. -Pablo Muriel».

-¿Qué te parece esto? -preguntó el conde,que hacía tiempo había abdicado hasta su opi-nión en manos del favorito.

-Me parece muy insolente -contestó el ma-yordomo.

-Pues a mí me parece sobrado humilde. ¿Note llama la atención cómo ni me acusa, ni sequeja de lo que se ha hecho con él? Bien sé quees merecido; pero...

-¿Y no cae usía en la intención de sus pala-bras?-dijo Segarra-. Da a entender que usía leha quitado todo, cuando él es...

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-Sea lo que quiera, yo no quisiera abandonara ese muchacho. ¿Qué te parece?

-Lo que usía mande se hará.

-No falta en qué ocuparlo. ¿Qué edad tiene?

-Como unos diez años.

-Puede ocuparse en la labor. Se le puede dara cualquiera de la casa para que lo haga traba-jar. Aunque bien pudiera ser listo y servir paraotra cosa.

-De torpe no pecará. Si saca las travesuras desu padre... Mala casta es ésta, señor.

-Con todo, educándole... No quiero abando-narle; porque ya ves, Lorenzo, su padre mesirvió, aunque mal; yo me muero mañana...

-Voy a traerle a usía esa buena pieza -dijoSegarra, y salió en busca del muchacho, que

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compareció al poco rato en presencia del señorconde de Cerezuelo.

II

Para comprender el terror y la angustia deque estaba poseída la inocente alma de PablilloMuriel es preciso recordar que viviendo en laprisión con su padre, había oído repetidas ve-ces en boca de éste, mezclado siempre con susdolorosas quejas, el nombre del conde de Cere-zuelo. Cuando tomaban las declaraciones a ladesdichada víctima, aquel nombre execrableiba unido a todas las preguntas, y el inocenteniño lo oía resonar perfectamente en lo interiordel calabozo como una maldición. Figurábaseal conde como uno de aquellos malignos mons-truos de los cuentos domésticos que habíansido su encanto y al mismo tiempo su pesadillaen los días de libertad. Por el camino no pensa-ba en otra cosa que en el espantable rostro de lapersona a quien iba a ser entregado. Se lo re-

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presentaba de descomunal estatura, con barbasenormes, ojos fieros y una bocaza capaz de en-gullirse a todos los niños habidos y por haber.El pequeño Muriel tenía el vestido hecho jiro-nes, y su semblante demostraba a la vez ham-bre y tristeza. Miraba con atónitos ojos cuantosobjetos y personas se le presentaban, y no seatrevía a contestar a ninguna de las preguntasque los criados le hacían en el patio, compade-cidos unos, insensibles otros a su situación.Permanecía reconcentrado, con una expresiónmelancólica, más bien de hombre que de niño,porque la cárcel había adormecido en él la vi-veza pueril, y tenía toda la gravedad que puededar una desventura de diez años.

Cuando D. Lorenzo le llevó a presencia delconde, su terror, que había subido de punto alentrar en la casa, se calmó un poco. Mordiendoel ala del sombrero, y con los ojos humedecidosy bajos, moviendo los labios como quien llora,apenas se atrevía a mirar a su señor. Interroga-

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do repetidas veces por éste, alzó los ojos y noencontró al conde tan horrible como se habíafigurado. No pudo menos de considerar, sinembargo, que aquella era la persona cuyo nom-bre repetían sin cesar los leguleyos que iban ala cárcel; era el autor de todas las desgracias delanciano; el que éste llamaba cruel, ingrato, tira-no, palabras que un niño encerrado en una pri-sión y consumido por la miseria y el hastíopuede comprender como cualquier hombre.Mostrábase afable el conde; Pablillo lo mirabasin decir palabra, mordiendo siempre el ala delsombrero, hasta que al fin comenzó a llorar contanta aflicción que parecía no tener consuelo.

-Señor, voy a sacar de aquí a este becerro-dijo el mayordomo, tratando de llevarle fuera.

-Déjale, déjale. El infeliz está asustado; ¿quéle hemos de hacer?

-Éste tiene cara de ser una buena pieza, se-ñor.

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Pablillo empezó a calmarse, y su llanto sefue poco a poco resolviendo en un hipo angus-tioso. El conde le pasó la mano por el hombro,y le hizo nuevas preguntas, a que sólo contestósí y no con movimientos de cabeza, que hacíanprecipitar de su rostro las gruesas lágrimas quelo surcaban. La niñez perdona pronto, y Pabli-llo dejó de ver en el conde el monstruo que sehabía figurado.

-¿Y qué quiere usía que se haga con este pe-rillán? -preguntó Segarra- ¿Le parece a usíabien que lo entreguemos al porquerizo de To-rrelaguna?

-Hombre, no; dejémosle en casa -contestó elconde-. No quiero yo que se le maltrate...

-En la dehesa estará como un rey. Aquí notenemos en qué ocuparle. Si fuera un poco ma-yor y sirviera para los carros... La verdad es quese nos ha entrado un engorro por las puertas...

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-¿Y qué le hemos de hacer, Lorenzo? Yo nopuedo rechazar... Ya ves que su padre... Noquiero ser cruel; yo me muero mañana, y...

-Pues digo, ¡tendrá unas mañas el tal niño!...De tal palo tal astilla.

-¿Crees tú que saldrá malo? -preguntó elconde abdicando en el favorito no ya su opi-nión, sino hasta su lástima.

-Pues no hay motivos para suponer que seaun santo. Con poquito que se parezca a D. Pa-blo, que Dios haya perdonado...

-Dices bien -contestó el conde, tomando denuevo su libro-. Hay que estar sobre aviso, nosea que este rapazuelo saque malas inclinacio-nes.

-¿Le parece bien a usía que le empleemos enarrear las mulas de la noria de arriba?

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-Puede ser que Susana le quiera para su ser-vicio.

-El muchacho es bastante tosco para paje;pero a bien que tirándole de las orejas para queaprenda... -dijo Segarra, haciendo lo que decíacon tal puntualidad, que arrancó al rapaz ungrito de dolor.

-Por de pronto que le den de comer, y ya sepensará lo que haremos con él.

Pablillo hubiera ido a consumir tristementesu existencia en compañía del porquerizo deTorrelaguna si Susana, que a la sazón estaba enAlcalá, no se hubiera propuesto hacer de él unpaje. Aquel mismo día se determinó, cuando,después de alimentado, lo llevó D. Lorenzo alcamarín de la señorita.

-A propósito, a propósito -dijo la joven con-templando al pobre muchacho, que aquel díano ganaba para sustos.

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-Pero advierto a usía que es preciso estar so-bre aviso con este muñeco. Yo me figuro quedebe ser aficionadillo a lo ajeno.

-¿Sí? ¡Pues hombre, tienes buena cualidad!-exclamó Susana, encarándose con el rapaz yasustándole con su mirada.

-¿A quién quieres servir más, pelambrón, alseñor que has visto hace poco, o a la señorita?-le preguntó don Lorenzo, dando más fuerza asu interrogación con un pellizco.

-Vamos, di -añadió la joven-, ¿a quién quie-res servir, al señor que has visto, o a mí?

Pablillo frunció el ceño, se rascó el brazo iz-quierdo, donde había dejado la señal de susdedos el terrible Segarra, se puso rojo, miró aSusana, después al suelo, se sonrió, y al fin dijo:

-A usted.

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-¡A usted! ¿Habrase visto borrico igual?-exclamó el mayordomo, sacudiendo a Pablillopor un brazo- «A usía» se dice otra vez; «ausía», ¿lo entiendes? ¿Ha visto la señorita quémuchacho más incivil?

-Eso no tiene nada de particular -dijo Susa-na, riendo del excesivo celo que mostraba porla etiqueta el señor D. Lorenzo.

Quedó convenido que Pablillo serviría depaje o rodrigón a la señorita, y ésta imaginó lalibrea que había de ponerle, discurriendo lomás extravagante y tónico para el caso. Mien-tras estos atavíos se preparaban, veamos cómopasó el pequeño los primeros días de su nuevavida. Se creerá que el enemigo más terrible queiba a tener en aquella casa sería el Sr. D. Loren-zo Segarra, y no es cierto: el verdadero y máscruel atormentador de Pablillo iba a ser la tíaNicolasa, mujer de uno de los principales sir-vientes de la casa, y gobernadora absoluta delramo de escalera abajo, superintendenta de las

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cocinas señoriales, lavandera mayor y granchambelán de gallinas, pavos, gansos y demástropa volátil que llenaban el vasto corral. Ellaentendía también de todas las provisiones me-nudas, tales como legumbres, hortalizas, hue-vos, etc., y presidía la matanza de los cerdospor Navidad. La tía Nicolasa tenía dos hijos yuna hija, los tres de corta edad, y no puedeformarse idea de su disgusto cuando se le en-cargó el cuidado de Pablillo: ella disfrutaba, ysin rival para sus niños, del patrocinio del con-de; tenía aspiraciones con respecto al futuroengrandecimiento del mayor, que esperaba versalir del corral para entrar en algún Seminario oen la Universidad cercana, y la idea de que unchicuelo advenedizo absorbiera la protección yel alto cariño de la señorita, la ponía furiosa. Lacircunstancia de ser elevado Pablillo a la en-cumbrada categoría de paje, cargo de que nun-ca fueron considerados dignos los rústicos en-gendros de la tía Nicolasa, acabó de exasperar-la; pero no le fue posible manifestar su enojo,

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sino por medio de alguna reticencia en las bar-bas de Segarra.

A los pocos días le pusieron a Pablo una li-brea galonada, que Susana hizo llevar de Ma-drid; aprisionaron su pescuezo en un pequeñoy rígido corbatín que no le permitía hacer mo-vimiento alguno de cabeza; calzáronle lujosa-mente, completando el atavío con un gransombrero, que el infeliz necesitaba sostener conlas manos para que no se viniera al suelo. Nosabía cómo manejar los brazos y las piernas;estaba metido en un potro y todo le estorbaba,especialmente el corbatín, que no le permitíamirar a los lados. Los chicos de doña Nicolasaestaban atónitos y confundidos contemplandotanta hermosura, y particularmente les des-lumbraba el fulgor de los botones de la librea,que les parecían otros tantos soles colgados enel pecho de Pablillo. La madre se moría de en-vidia en presencia del paje, y le hubiera dadomil azotes si no se lo impidiera el respeto a los

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bordados escudos de la familia que llevaba enlas solapas y en las mangas.

-Quítateme delante, espantajo -decía-. Noparece sino que se ha entrado por las puertas elmico que traía el año pasado aquel de los títeresque vino de Madrid.

-¿No ve usted qué mal le sienta a este rena-cuajo un vestido tan lujoso? -decía D. Lorenzo.

-Ya lo creo. ¡Qué lástima de galones, que es-tarían mejor en la burra del tío Genillo!

Pero estas diatribas no pudieron calmar elestupor, el encanto de los chicos, que hubierandado su existencia por ver sobre su cuerpo elmás pequeño de aquellos resplandecientes bo-tones. Sin hablar palabra lo rodeaban, con losojos embelesados y exhalando tal cual suspiro,mientras Pablillo, en el centro del vasto círculoformado por toda la servidumbre, que habíaacudido a contemplarle, ya con burlas, ya con

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admiración, estaba lelo, estupefacto y trémulo,entre disgustado y orgulloso, sin mover brazoni pierna, y cuidando de mantener derecha lacabeza para que el pesado alcázar de su som-brero no rodase por el suelo. ¡Infeliz, no sabíacuán caro había de costarle aquel repentinolujo!

III

La primera vez que Susana se presentó en lamisa de San Diego con su dueña y su paje, esteúltimo produjo, como ahora decimos, gran sen-sación. Muchos de los que concurrían al oficiodivino se distrajeron contemplando el extrañovestido; los chicos no apartaron la vista de él niun momento, a pesar de los frecuentes tironesde orejas de sus respectivos padres, y a la sali-da, los mozos, payos y estudiantes, que se si-tuaron, como de costumbre, en la puerta, con-vinieron en que en Alcalá no se había visto li-brea tan lujosa. Pero Pablillo había desempeña-

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do tan mal su misión aquel día, había tropeza-do tantas veces al poner y quitar el tapiz en quese hincaba la señora, había dejado caer el som-brero con tanta frecuencia, que al llegar a lacasa oyó, temblando de miedo, una severa re-primenda. Sus funciones eran altamente fasti-diosas, y el desdichado se consumía de fastidiodentro de su casacón, y deseaba trocar los bo-tones y el monumental sombrero por los andra-jos con que brincaban en el corral los hijos de latía Nicolasa. Así van las cosas del mundo: lamiseria suele envidiar a la ostentación, sin re-parar que ésta a veces trocaría su deslumbradoraparato por una pobreza tranquila y libre. Figú-rese el sensible lector lo que pasaría el pobremuchacho, esclavo de la etiqueta, después dehaber pasado tanto tiempo en una cárcel, don-de vio perecer de miseria y dolor a su ancianopadre. No sabía lo que era peor, si el calabozode Granada o el duro encierro de su corbatín yde su librea, claveteada con botones de metaldorado como para hacerla más fuerte. Es triste

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el espectáculo de la niñez que se consume enun servicio penoso y triste, privada de todosolaz. La travesura, propia de la edad, estabaaherrojada, y no tenía más recreo que contem-plar al través de los cristales del camarín de laseñorita los pájaros que volaban de rama enrama en la huerta, y el gato que iba y venía porlo alto de la tapia. Siempre en pie, siempre de-recho, presenciaba las complicadas operacionesdel tocador de su ama, y oía la charla del pelu-quero, venido de Madrid, el cual tenía la galan-tería de llamarlo el Sr. D. Pablo.

Además, Pablillo no hacía a derechas cosaalguna de las que se le mandaban: si se le pedíaagua fría, la traía caliente; se le caían de las ma-nos los vasos y platos, y puso fin a varias piezasde gran valor. Esto le valían reprensiones enér-gicas de Susana y tremendos mojicones de D.Lorenzo, que le hacían ver las estrellas. Contri-buía a hacerlo más infeliz la circunstancia deque no se perdía cosa alguna en la casa sin que

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al momento se lo echara la culpa a él, para locual le registraban los profundos bolsillos de sucasacón; y como le encontrasen una vez no sa-bemos qué insignificante baratija, D. Lorenzopuso el grito en el cielo, amenazándole con es-pantosos castigos si reincidía.

La tía Nicolasa le había jurado guerra amuerte, y le alimentaba lo peor que podía. Losinocentes chicos llegaron también a participarde aquel rencor, y así como en otras ocasionesse echaba la culpa de todo al gato, entonces laresponsabilidad de cuanto acontecía de escale-ras abajo caía sobre Pablillo. Si rodaban,haciéndose algún chichón, Pablillo les habíapegado; si rompían los calzones, Pablillo lohabía hecho; si se ensuciaban de lodo, era Pabli-llo el autor de tamaño desacato.

Entretanto, el triste huérfano se aburría ysoñaba con la libertad dormido y despierto.Hubiera dado la mitad de su vida por poderserevolear con librea y sombrero en el montón de

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tierra y estiércol que había en la huerta; envi-diaba la suerte de las gallinas que saltaban sincasaca en el corral, y se le iban los ojos detrásde todos los rapaces de ambos sexos que pasa-ban saltando y enredando por el camino. Nadieallí le demostraba cariño, y él por su parte esta-ba dispuesto a amar con delirio a quien lo dije-se: «Pablillo, vete a jugar». No aborrecía muchoa la tía Nicolasa, sin duda porque hay en losniños un secreto instinto que les impide odiar alas mujeres; pero no podía ver ni pintado a D.Lorenzo Segarra. Al conde poquísimas veces loveía, y la señorita le inspiraba un respeto su-persticioso; la rigidez y frialdad de la dama, sudespotismo y hasta su hermosura, eran causade aquel respeto.

El niño sentía una vaga admiración, entu-siasmo inexplicable por aquella deidad quepresidía sus tristes destinos, y que jamás des-cendía hasta él, manteniéndose siempre a laaltura de su posición social y de su belleza. Pa-

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ra el paje era la señorita un objeto de venera-ción más que de cariño, y la idea de que pudie-ra ofenderla le hacía estremecer. Cuando Susa-na estaba en su tocador, el paje se cansaba me-nos de estar en pie y con los brazos cruzados,porque entretenía sus ojos fijándolos en el espe-jo, donde aparecían reflejados el rostro y el cue-llo de la hermosa tirana. Sea que en su cortaedad el sentimiento del arte estuviera en élmuy desarrollado; sea que la contemplación dela señorita le produjera un recreo instintivo eincomprensible, lo cierto es que se embobabamirando en el cristal aquello que un austerobenedictino del siglo pasado llamaba escándalosde nieve. La doncella de Susana era otro de susenemigos, porque le ocultaba las más de lasveces, interponiéndose entre él y el espejo, lasorprendente imagen.

Un día Susana debía asistir a un gran saraoque había en casa de otro noble rancio residenteen Alcalá, para lo cual se puso de veinticinco

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alfileres, ostentando en traje y joyas una rique-za y un primor inauditos. Ya estaba preparaday se ofrecía a sus propias miradas puesta frenteal espejo en el centro del camarín, cuando entróPablillo trayendo una lámpara que había arre-glado la tía Nicolasa, y a la vista de la señorita,el pobre muchacho se quedó extático y des-lumbrado. Dio algunos pasos, sin apartar lavista de su ama, y al llegar cerca de ella tro-pezó, cayó y todo el aceite de la lámparainundó las vistosas haldas del guardapiés deSusana, poniéndola como nueva. Al mismotiempo, agarrándose instintivamente el infelizcaído a una de las blondas, abrió en canal labasquiña, dejando a su ama en un estado defuror indescriptible. Figúrate, piadoso lector, loque pasaría Pablillo en aquel nefando día. En elcamarín recibió un vapuleo a dúo por el ama yla doncella, y luego, de escaleras abajo, aquellofue un desastre que quedó presente en la ima-ginación del pobre chico durante toda su vida.

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Con decir que D. Lorenzo le entregó a la fe-rocidad de la tía Nicolasa, autorizándola paraimponerle el castigo que juzgara conveniente,previo despojo de las galas de la librea, se com-prenderá todo el horror de aquel trágico suce-so.

-¡Sapo! -gritaba Nicolasa en el colmo de laira-, ven acá: ¿te has creído que el traje de laseñorita es algún estropajo? No puede por me-nos de haberlo hecho de intento, Sr. D. Loren-zo; este muchacho tiene malas ideas.

-Es preciso quitarle la casaca, porque no creoque la señorita consienta en que le sirva máseste sabandijo -dijo el mayordomo.

Esto era más de lo que había soñado la tíaNicolasa en el delirio de su venganza. ¡Despojara Pablillo de su encantadora librea! ¡Quitarleuna a una todas las prendas en presencia de loscriados, de los niños, de las gallinas y pavos delcorral! La ceremonia de la exoneración fue cruel

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para el pobre huérfano. Un chico le tiraba deuna manga; otro satisfacía su deseo de tantosdías quitándole el sombrero y poniéndoselopara dar dos paseos por la huerta; aquél le em-pujaba hacia adelante; éste hacia atrás; uno learrancaba un botón; estotro pugnaba paraarrancar el corbatín, y la tía Nicolasa presidíaeste tormento riendo y acompañando cada es-trujón con sus apodos y calificativos más usa-dos, tales como «sapo, zamacuco, escuerzo,lagartija, avefría, D. Guindo, espantajo, etc.»

Los chicos se repartieron con febril alegría elbotín. Tener en sus manos aquellos botones,entrar los brazos en aquellas mangas galona-das, era más de lo que los pobres vagabundosdel corral podían soñar. Su madre les dejó go-zar un momento de la posesión de aquellosansiados objetos, y después los recogió yguardó, temiendo que el escudo de la casa seprofanara con el fango y el estiércol.

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Al huérfano se le puso su antiguo vestido,modificado con alguna prenda inútil de loshijos de la tía Nicolasa, y descendió a lo másbajo de la escala social entre la servidumbre.Esto, lejos de ser una pérdida habría sido venta-ja si hubiera cobrado su libertad y si la miradadespótica de la arpía no estuviera constante-mente fija en él, pidiéndole cuenta de todos susactos. No podía entregarse al juego, porque losdemás chicos le hacían objeto de burlas, sinduda por la capitis diminutio que había sufrido.Si rodaban por el suelo, venían todos en proce-sión lloriqueando para decir a su madre quePablillo les había empujado. Se le obligaba aestar sentado en un rincón mientras saltabanlos otros, y cuando se repartía alguna golosinanunca le tocaba a Pablillo más que el pezón o elhueso, si era fruta, o el papel que servía de en-voltorio si era dulce o pastel.

En esta vida el pobrecillo no cesaba de miraral cielo y a las ventanas del camarín de su seño-

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rita, echando de menos los instantes que pasabaallí metido dentro de su uniforme, preso, perocon dignidad y sin recibir ultrajes. Un domingosintió bajar a Susanita para ir a misa; púsosejunto a la escalera, esperando que al bajar ledijera alguna cosa; pero la dama ni siquieramiró al pobre muchacho, que sintió un dolorinmenso por este desaire, mucho más cuandovio que detrás bajaba el mayor y más antipáticode los muchachos, sus rivales, vestido con lahistoriada librea, desempeñando el papel depaje con más gravedad que él. ¡Y el nuevo ro-drigón pasearía las calles de Alcalá deslum-brando a todo el pueblo con el fulgor de susbotones! ¡Y extendería en San Diego el tapizpara que se sentara madama! ¡Y presenciaría enel silencio del camarín las operaciones del toca-dor, contemplando en el espejo la divina ima-gen de la señorita! ¡Oh! Pablillo no pudo resistirla aflicción que estas consideraciones le pro-ducían, y fue a ocultar sus lágrimas en el últimorincón del corral.

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IV

El hijo del desgraciado Muriel no había pen-sado nunca en el límite que pudiera tener aque-lla triste y enfadosa existencia, ni en las proba-bilidades de cambiar de destino. Pero una ma-ñana se paseaba por el corral, en el momento enque el tío Genillo abría la gran portada parasalir con sus cuatro pares de mulas al campo.Pablo se asomó y extendió su vista por la llanu-ra; a lo lejos vio la sierra; la carretera se extend-ía ondulando por el vasto terreno. El aire querefrescó su rostro en aquel momento le produjoagradable sensación; estaba extasiado contem-plando la inmensidad que tenía ante la vista, ysu deseo hubiera sido recorrerla toda hasta lle-gar a las montañas. Cerró el tío Genillo, deján-dole dentro: mas no por eso se borró de la ima-ginación del pobre chico el espectáculo delcampo, bajo cuya forma quedó grabada en sumente la idea de libertad. Desde entoncespensó mucho en aquello. Salir solo y sin estor-bo, recorrer el camino, hablar con los transeún-

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tes, dormir bajo un árbol, comer lo que encon-trara, beber en los arroyos, no dar cuenta a na-die de sus acciones, saltar y brincar sin cansarsenunca, reírse a sus anchas de la tía Nicolasa;estas ideas se sucedían, repitiéndose en infinitoencadenamiento y fatigando su fantasía. Quienno sentía el lazo de ningún afecto, quien erarechazado por todos y no conocía los goces delhogar, no podía menos de sentir inclinación a lavida vagabunda. Pablillo estaba entonces encondiciones para ingresar en la carrera de lossaltimbanquis, de los mendigos, de los saltea-dores de caminos.

Mientras la idea de emancipación iba ela-borándose en su entendimiento, le ocurrió unpercance tan terrible como el de la mancha deaceite. Cierto día que vagaba por la huerta miróal suelo y vio un aro de metal. Recogiolo, yexaminándolo atentamente creyó que era cosade escaso valor, y lo hubiera arrojado de nuevosi no se le ocurriera jugar y enredar con él, co-

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mo hacen los niños con todo objeto que se lesviene a las manos. Mas cansándose luego, se loguardó en el bolsillo, no acordándose más deaquella baratija en todo el día. Al siguiente, latía Nicolasa amaneció gritando y amenazándo-le con abrirle en canal si no renunciaba a susraterías.

-¡Sapo, mal bicho! -exclamaba corriendo trasél-. Tú has sido, tú, que eres de casta de ladro-nes.

-¿Qué hay? ¿Qué es eso? -dijo D. Lorenzo,que a la sazón llegaba.

-¿Qué ha de ser? -contestó la mujer-, sinoque echo de menos mi rosario de plata que meregaló la señorita el año pasado, y este hormi-guilla debe habérmelo quitado. ¿Pues no sabeusted que anteayer le encontramos tres ocha-vos? ¿Y el otro día, que nos quitó cuatro al-mendras de las que tenía guardadas en el cajón,y después el seis de oros de la baraja? Es mucho

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sabandijo el que tenemos en casa. Un día nosquita hasta el modo de andar. Y eso que desdeque entró aquí, todo lo tengo guardado bajollave.

-A ver, zascandil, ¿has cogido tú el rosariode la tía Nicolasa? -dijo Segarra apoderándosede una de las orejas del rapaz como fianza parapoderle imponer castigo en caso afirmativo.

-Yo, no señor -contestó Pablillo, preparándo-se a llorar.

-A ver: regístrele usted.

La tía Nicolasa metió su mano en la faltri-quera de los desgarrados calzones que vestía elhuérfano y lanzó un grito de horror al sacar deella el aro que aquél se había encontrado en lahuerta.

-¡El brazalete de la señorita! -exclamó.

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-¡El brazalete de la señorita! -dijo D. Loren-zo, y ambos se quedaron con la boca abiertacontemplando la fatal prenda.

-¡El brazalete que se le perdió la semana pa-sada!

-¡Y ella creyó que se le había caído en la ca-lle!

-¿Qué le parece a usted, Sr. D. Lorenzo?

-¿Qué le parece a usted, tía Nicolasa?

Pablillo leyó en las miradas de uno y otro elmás terrible y ejemplar castigo. Por de pronto,y sin esperar a que el mayordomo tomara ladeterminación que aquel grave caso requería, latía Nicolasa se explayó, dándole tantos azotes,que los gritos obligaron a la señorita a asomarsea una ventana. Pablillo volvió hacia ella susojos inundados de lágrimas, esperando oír unapalabra que le librara de tan inesperado tor-

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mento; pero la dama, informada de que su joyahabía parecido, se retiró de la ventana. Hastalos oídos del conde llegó la noticia del caso, ydijo que ya le mortificaba la presencia de aquelmuchacho en su casa, y que era preciso, o im-ponerlo los fuertes castigos que merecía, o en-viarle a un asilo. Don Lorenzo enseñaba a todosel fatal cuerpo del delito, diciendo: «De tal palotal astilla. Bien decía yo que éste tendría lasmismas uñas que su padre».

Todo aquel día, la aflicción y desconsuelo dePablillo no son para contados. Aunque niño,sentía lastimado su honor y no podía tolerarque le llamasen ladrón. La insolencia de loschicos no tenía ya límites; la tía Nicolasa no seaplacaba, ni aun viéndole abatido y humillado;y D. Lorenzo le hacía minuciosa reseña de loscastigos que se le iban a imponer. Él hubieradeseado tener ocasión de arrojarse llorando alos pies de la señorita para decirle que él nohabía robado la alhaja, seguro de que le creería.

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Pero esto no fue posible, y por todas partes noescuchaba sino comentarios más o menos terri-bles de su supuesto crimen. No había bichoviviente en la casa que no le maltratara e inju-riara, y hasta las gallinas le parecía que caca-reaban su deshonra.

Hay, sin embargo, que hacer una excepciónen los sentimientos de la servidumbre para conPablillo; había un ser, uno sólo, que tenía amis-tad con el pequeñuelo, era el tío Genillo, viejosexagenario y enfermo, intendente general delas mulas. Este infeliz, que era considerado co-mo el último de los sirvientes, se ponía siemprede parte del niño Muriel, cuando se discutía sucriminalidad en un círculo de arrieros y mozos;le trataba con cariño, y hasta le contaba algunoscuentos, cuando Pablillo iba por las mañanas ala cuadra a contemplarle en el desempeño desus elevadas funciones.

La idea de la emancipación continuó fasci-nando al huérfano todo aquel día. Cada vez le

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era más insoportable la vida en aquella casa, yel campo con su prodigiosa y vasta extensión,la perspectiva de la sierra y la longitud del ca-mino, que parecía no acabar nunca, lo atraíancada vez con más fuerza. Por la noche, en elmomento de acostarse, todo esto le preocupóhasta el punto de quitarle el sueño, contrarian-do la común ley de la Naturaleza, que cierra lospárpados de los niños y les quita en una nochetodas las angustias del día. Pero también escierto que en los niños, cuando se ven privadosde todo afecto, cuando su destino les arroja almundo solos y desamparados, se desarrollauna prematura actividad de espíritu. El instintode buscar la vida y la felicidad que se les niega,les lleva a acometer empresas para ellos gigan-tescas, y que en situación normal jamás hubie-ran podido idear. Movido Pablillo, a pesar su-yo, por aquella temprana actividad de su espí-ritu, hija del desamparo en que vivía, resolviófugarse al día siguiente. No pensó a qué puntoiría, ni qué iba a ser de su existencia errante y

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sin techo; sólo pensó en echar a andar por aquelcamino, y en alejarse mucho para no ver más ala tía Nicolasa, ni al monstruo del mayordomo.

Durmiose al fin el pequeño aventurero, y ensu sueño no dejó de ver el inmenso campo, lasierra y el camino sin fin que había de recorreral día siguiente. Soñaba con su libertad, que selo representaba en mil formas diversas, perosiempre risueña y embellecida por la idea deuna providencia que le daría pan que comer,agua que beber, sitios deliciosos en que retozary maravillosos espectáculos en que recrear lavista. La imagen siempre hermosa de la señori-ta se mezclaba a este calidoscopio, que daba milvueltas en la fantasía del huérfano durante todala noche que precedió a su fuga.

Amaneció, y muy quedito se vistió y se fuederecho al corral. El fresco de la mañana leprodujo un bienestar inefable. Con mucho tra-bajo desatrancó la puerta que daba al camino, ysalió como los pájaros, solo, a recorrer la tierra

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en busca de libertad, sin saber adónde iba, nidónde podría encontrar alimento; sin pensar enmañana, ni acordarse de ayer. El pequeño caba-llero andante corrió apresuradamente al salirde la casa, y no se detuvo hasta después deavanzar gran trecho. Entonces, seguro de quenadie le seguía, se paró, miró atrás, y se riómentalmente de la tía Nicolasa y de la libreaque había perdido; dio dos o tres brincos, saltóy retozó, emprendiendo después más tranquilosu marcha por el antiguo y conocido campo deMontiel (aunque no era verdad que por él ca-minaba).

Capítulo VIDe lo que Muriel vio y oyó en Alcalá de

Henares

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I

Veamos lo que pasaba en la ilustre casa deCerezuelo cuando Martín se presentó en ella, esdecir, un mes después de la escapatoria delpobre Pablillo y a los cinco días de ocurrir en laFlorida la escena que referimos en el capítuloIV. Susana se había marchado a Madrid cansa-da de la soporífera vida de Alcalá, por lo cualestaba inconsolable el conde, y muy contento,aunque en apariencia triste, el Sr. D. LorenzoSegarra, que no gustaba de perder con la pre-sencia de la señorita alguna de sus omnímodasfunciones. El conde no cesaba de escribir a suhija un día y otro suplicándole fuese de nuevo avivir con él; mas ésta creía cumplir con excesolos deberes filiales acompañando al pobre viejoalgunos meses del año. ¿Cómo era posible queella dejara sus estrados, sus tertulias, sus bailes,sus excursiones al Prado y a la Moncloa, el per-petuo triunfar de su existencia divertida y ri-sueña por las soledades, de la antigua ciudaddel Henares, donde no tenía otro motivo de

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ostentación que la misa de San Diego los do-mingos, y alguna que otra tertulia de confianzaen la casa de tal prócer, reunión donde unoscuantos viejos iban a dormirse o a jugar un in-sulso mediator? Por estas consideraciones Su-sana no hacía caso de las epístolas paternales, ydejaba que el conde se aburriera de lo lindo ensu palacio, viendo llegar con pavor y sobresaltoaquel mañana de su muerte, que a fuerza de serprofetizado ya no podía estar lejos.

El anciano leía una tarde, como de costum-bre, su Flos sanctorum y se extasiaba con losmilagros de San José de Calasanz, cuando vioentrar azorado y con precipitación a D. LorenzoSegarra, que le dijo:

-Señor, no sé si dar parte a usía de lo queocurre.

-Pues qué, ¿qué hay? ¿Ha venido Susana?¿Hay noticias de ella? -contestó con ansiedadCerezuelo-. ¡Oh, Lorenzo, yo no puedo estar sin

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Susana, yo me muero de dolor cuando ella noestá aquí!

-No, señor; no es nada de eso -dijo el ma-yordomo sin desarrugar el ceño.

-Nada me puede interesar. Déjame.

-¡Ah, señor: si usía supiera quién está ahí!

-¿Quién? Por vida de... ¿Quién está ahí?

-El hijo de Muriel, señor. ¡Ha visto usía ma-yor insolencia!

-¿Pablillo?

-No, señor, el otro, el mayor.

-¿Cuál? ¿Pues no había muerto? -dijo el amocon sorpresa.

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-Así se creía; pero, o ha resucitado, o fuementira que muriera. Ahí está y dice que no semarcha sin hablar con usía.

-¡Conmigo! -exclamó el conde con cierto te-rror.

-Sí, señor. Usía no recuerda la otra vez queestuvo en esta casa. Es la única ocasión en quele hemos visto, y por cierto que nos dio un malrato.

-Y ¿qué busca? Si pide una limosna, dásela yque vaya con Dios.

-No quiere limosna; lo que quiere es hablarcon usía para un asunto importante.

-¿Qué te parece? -preguntó perplejo Cere-zuelo- ¿Debo recibirle?

-Yo creo que usía debe ponerle de patitas enla calle. Con todo, como es tan bárbaro...

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-Bien: le hablaremos; que entre. Si se obstinaen que me ha de ver, todo sea por Dios. Tráeleacá.

Fuese D. Lorenzo y al poco rato volvió conMuriel, que se inclinó con respeto ante el condey permaneció en pie, esperando que se le man-dara sentarse. Pero ni el conde ni su adminis-trador le mandaron tal cosa.

-¿Qué es lo que usted me tiene que decir? -lepreguntó Cerezuelo con altanería.

-Con dos objetos he venido -contestó grave-mente y algo impresionado Martín-: a recoger ami hermano y a suplicar a usted me pague losnoventa mil reales que adelantó mi padre porlas rentas de Ugíjar, y que no se lo pagaron niantes ni después de ser preso.

Después de una breve pausa en que el condeconsultó con la mirada a su mayordomo, delan-te de él sentado, respondió:

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-Pablillo se fugó; era un rapaz de muy malasinclinaciones, y tan ingrato, que abandonó estacasa a pesar de que se le trataba a cuerpo derey. Ni sabemos dónde para ni lo hemos averi-guado, porque a la verdad el chico no es parabuscado. En cuanto a lo segundo, yo no sécómo viene usted a pedirme esa cantidad,cuando su padre debía haberme entregado a mísumas cien veces mayores, por las pérdidas quetuve en su administración, y no quiero hablarde la causa que tuvimos que formarle por...

-Por... por... No creo que usted pueda decirfijamente por qué -dijo Muriel-. Pero, en fin, nohablemos de eso; yo no vengo a acusar a nadie.

-Y aunque viniera a eso -dijo en tono de re-prensión Segarra-, no habíamos nosotros depermitírselo.

Muriel ni siquiera miró al que le había inte-rrumpido, y continuó:

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-Yo no vengo a acusar. Mi padre no aborre-ció jamás a sus perseguidores, y yo, aunque noperdono tan fácilmente como él, creo respetarsu memoria no hablando del asunto de su cau-sa.

-Hace usted bien; lo mejor que puede hacerusted es callar -dijo D. Lorenzo, interrumpién-dole de nuevo.

-Por lo tanto -prosiguió Martín sin mirarle-,yo dejo a un lado los motivos de su prisión yvengo a mi objeto. La deuda cuyo pago solicitoestá reconocida por una carta que escribió us-ted a mi padre hace cuatro años, y en la cual leda las gracias por su anticipo. Es anterior alproceso: entonces no tenía usted motivo algunode queja; ¿qué razón hay para no pagarla?

-¿Oyes, Lorenzo? -preguntó el conde a sumayordomo.

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-Oigo, señor, y me admiro de que usía tengapaciencia para oír tales cosas.

-¡Ah, señor conde! -dijo Martín con grave-dad-; en un tiempo mi padre era muy queridode usted, que elogiaba su probidad y su desin-terés. Nadie hubiera creído entonces la cruel-dad que más tarde había de emplearse en él, nimucho menos que después de muerto se le ne-garía esta miserable cantidad, necesaria parapagar las pequeñas deudas que contrajo en suúltima desgracia.

-Pero hombre de Dios -repuso el conde, al-terándose mucho-, ¿y las inmensas sumas queyo debí percibir de mis rentas de Granada, yque han desaparecido, dando ocasión a la sos-pecha de la criminalidad de D. Pablo, y, por lotanto, de su prisión? ¿No es esto, Lorenzo?

-Hasta ahora, que yo sepa, la causa de suprisión fue la supuesta falsificación de un do-cumento -contestó Martín.

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-¡Ve usted! Ya va saliendo el enredo, y esoque se había usted propuesto no tocar ese asun-to. Además de lo que usted ha dicho, hay tam-bién desfalcos y substracciones que espantanpor lo... ¿No es verdad, Lorenzo?

A todas las preguntas de su amo, anuncian-do la abdicación que éste había hecho de suvoluntad y hasta de su opinión, contestaba elmayordomo haciendo indicaciones afirmativasy gestos de impaciencia.

-Señor -dijo Martín con un esfuerzo dehumildad- yo no contradiré a usted en eso,aunque mucho podría decirle sobre tales des-falcos y substracciones. Paso por todo; bajo lafrente ante las injurias y pregunto a usía si creejusto, con la mano puesta sobre su corazón,negar el pago de una deuda como esa, entera-mente extraña al proceso; a un proceso, entién-dase bien esto, que no ha sido sentenciado.

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-Vamos, me ha de marcar usted hoy -dijo elconde con mal humor-. Yo no estoy para dispu-tas. Ya me parece que he tenido bastante consi-deración con usted recibiéndole y oyéndole.¿Qué te parece, Lorenzo?

-Muy bien dicho -contestó el intendente-. Es-te joven no sabemos qué se habrá figurado.Reclamar el pago de una cantidad insignifican-te, cuando su administración quedó en descu-bierto por más de un millón. ¡Quién sabe dóndeestá ese dinero!

-Eso, eso. ¡Quién sabe dónde está ese dinero!-repitió el conde entusiasmado con el razonarde su celoso subalterno-. No extrañe usted quele llame a declarar la cancillería, porque es desuponer que usted estuviera enterado de losproyectos de su padre.

-Eso, eso, muy bien. Ándese usted con cui-dado -añadió D. Lorenzo, admirado de ver tanelocuente al conde.

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-¿También me quieren procesar a mí? -dijoMuriel con ironía-. Yo no soy tan bueno comomi padre; yo, inocente como él, no me dejaríaconducir a una cárcel con tas manos atadas, a lamanera de los ladrones y de los asesinos.

-Esto no se puede sufrir -exclamó D. Loren-zo-. ¿No ve usía, señor, cómo nos amenaza?

-Contéstale tú, Segarra, que yo me he acalo-rado y estoy fatal del ahogo -dijo Cerezuelo.

-Yo no he venido a hablar con el Sr. Segarra-dijo Martín-, sino con el señor conde. Al Sr.Segarra no le tengo nada que decir, ni sé porqué se toma la libertad de interrumpirme.

-¿Oye usía, señor? -preguntó el mayordomoa su amo, que rojo y convulso a causa de la tos,no podía contestarle.

-Usted es una persona a quien yo no deseabaencontrar aquí -prosiguió Martín con dignidad-

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. Al mismo tiempo, no sé cómo usted tiene va-lor para mirarme. ¿Es de tal naturaleza el Sr.Segarra, que al verme no trae a la memoriaalgún recuerdo que le atormente? Si es así, espreciso confesar que es usted peor de lo que yome había figurado.

-¿Oye usía, señor, qué insolencia? -preguntóel intendente a su amo, que contestó sí con lacabeza.

-Al verme -continuó Martín-, ¿no recuerdausted que me conoció de niño, cuando mi pa-dre le protegía y le daba tan grandes pruebasde amistad? ¡Cómo podía figurarse el pobreviejo que aquel amigo sería más tarde autor desu perdición y deshonra, valiéndose para esto ypara extraviar el ánimo de su amo de las másbajas calumnias! No dude el señor conde quetiene una gran alhaja en su casa.

-Pero señor, ¿usía ha oído bien? -preguntóde nuevo D. Lorenzo a su amo, que después de

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la excitación del diálogo estaba profundamenteabatido.

-Yo creía -añadió Martín- que usted, por serdon Lorenzo Segarra, no dejaría de ser unhombre, y al verme tendría el decoro de sonro-jarse; o por lo menos callar, ya que ha tenido elvalor de insultar la memoria de mi padre po-niéndoseme delante.

-¡Señor conde, señor conde!... -exclamó elaludido, volviéndose hacia su amo en ademánsuplicante-. ¿Mando buscar al alcalde de Alcalápara que castigue a este hombre?

Pero el conde, sacudido por otro violentoataque de tos, se contraía y ahogaba en su sillónsin poder articular palabra.

-¿Y usted será tan imbécil -continuó Martín,más agitado cada vez-, usted será tan imbécilque no me tenga miedo? Cree usted que sóloDios castiga a los perversos. No; no viva usted

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tranquilo, D. Lorenzo. Hará usted mal, habien-do cometido tantos crímenes. Envidie usted alque murió en la cárcel de Granada; no duermausted, tiemble al menor rumor, y no crea quetan sólo merece desprecio como los reptilesasquerosos.

Segarra estaba aterrado; sentíase moralmen-te débil en presencia de Muriel, y mirando consus espantados ojos ya al joven, ya al conde,pedía a éste el concurso de su benevolenciapara confundir al insolente. Por fin, el condepudo hablar, y con voz entrecortada, dijo:

-Yo creí que usted respetaría al señor como amí mismo. Bien me dijo él que no debía recibir-le. Marchese usted de aquí inmediatamente. Yono tengo que pagarle a usted deuda ninguna.Bastantes desazones me dio su señor padre, ydemasiado prudente soy cuando no mando amis criados que le arrojen de aquí...

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-Eso, eso es... muy bien dicho -dijo la víborade don Lorenzo reanimándose.

-No sé cómo hemos tenido paciencia paraescucharlo -continuó Cerezuelo- ¡Qué maneratan singular de pedirme que le proteja! Vinien-do de otra manera, yo le hubiera dado una li-mosna... Pero yo no puedo hablar; Lorenzo,contéstale tú.

-Señor -dijo Martín-, mi irritación ha sidocon este miserable, autor de todas las desdichasde que hemos sido víctimas. Él ha forjado milcalumnias, ha fingido cartas, ha comprado tes-tigos falsos, hizo creer a mi padre que yo habíamuerto, ha sobornado a los jueces, ha supuestodescubiertos que no existen, ha tejido una redespantosa en que usted, usted ha sido cogido elprimero.

-¡Señor, señor! ¡Es preciso prender aquímismo a este malvado! Voy en busca de la jus-

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ticia -exclamó Segarra, levantándose con la ma-yor agitación.

-Aguarda -dijo Cerezuelo-. Salga usted deaquí. Échale, Lorenzo, échale.

-Sí, me voy -contestó Martín, con la impo-nente serenidad del verdadero encono-. Yo creíque jamás volvería a entrar en casa de los pode-rosos. He sido un necio al esperar justicia dequien nos ha oprimido y deshonrado. Vosotrossois capaces de prenderme, de perseguirme, dedarme una muerte lenta y cruel en una cárcel,teniendo por verdugos a los infames curialesque corrompéis y compráis. Si yo no me creye-ra obligado a buscar al pobre niño que habéisdesamparado, me entregaría a vosotros, fierasimplacables. Es lo mejor que podría hacer quienno tiene fuerza para arrojaros de una sociedadque estáis envileciendo.

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-¡Échale, Lorenzo, échale! -exclamó el conde,en un nuevo estremecimiento de tos convulsi-va.

-Salga usted... Llamaré a los criados -dijo D.Lorenzo, haciendo prodigios de valor y des-ahogando su furor, contenido hasta entoncespor la cobardía.

Temía el infeliz mayordomo (que en su per-sona como en su carácter tenía los caracteres dela zorra) que Muriel expresase en hechos sucólera vengativa; pero el joven, dirigiendo auno y otro miradas de desprecio, les volvió laespalda y salió sin precipitación. Nadie le detu-vo al recorrer los pasillos y el patio, porque alas regiones de la servidumbre no llegaron lasdesentonadas voces de los contendientes. Elmayordomo no pudo seguir tras él porque laviolenta tos del conde degeneró en un repenti-no ataque, y el pobre señor quedó tan sofocadocomo si invencible obstáculo impidiera en sugarganta toda función respiratoria.

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II

Martín se alejaba ya de la casa, cuando vioque por el ancho portal de la huerta salía unviejo, caballero en una mula y llevando otra deldiestro. Acercose a él y le preguntó:

-¿Es usted de la casa?

-Sí señor, de la casa soy, para lo que gustemandar -contestó el tío Genillo-, y aunque no lofuera no importaba gran cosa, porque va paratreinta años que estoy en ella y maldito lo quehe medrado.

-¿Conoció usted a un niño que enviaron aquíhará dos meses?... -preguntó Martín con muchointerés.

-Toma, Pablillo; ¿pues no le había de cono-cer? -contestó el tío Genillo, moderando el pasode sus mulas-. ¡Y poco listo que era el rapaz, engracia de Dios!

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-Se marchó de la casa. ¿No sabe usted dóndese le podría encontrar? -preguntó Martín-. ¿Nosabe dónde ha ido? ¿Nadie le ha visto?

-Le diré a usted: yo quise averiguarlo, y pre-gunté a varios conocidos que vinieron a la casaaquel día; nadie lo ha visto; sólo en la venta queestá en el camino real como vamos a Meco, medijeron que habían visto pasar un muchacho delas mismas señas, y que les había pedido agua;pero ni jota más supe. La verdad es que lo sentí,porque Pablillo se dejaba querer, y yo le teníacierto aquel. Pero la perra de la tía Colasa y eseculebrón de D. Lorenzo le traían al retorterocon un uniforme como de tropa que le pusie-ron... vamos al decir, una librea con botones deoro. Pues es el caso que, como iba diciendo, nopasaba día sin que le dieran dos o tres zurras enaquel cuerpecillo, como si fuera costal de paja,y el pobre, al fin, no quiso más palos y se fue acorrerla por esos caminos.

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-¿Y le trataban mal? -dijo Martín, volviendoel rostro para contemplar la casa, que ya estabaalgo distante.

-¿Mal? Pues digo; todavía no se había perdi-do en la casa una barajita cualquiera, ya le esta-ban registrando para ver dónde la tenía, di-ciendo: «Este es de casta de ladrones». A bienque si usted conociera a D. Lorenzo Segarra nome había de preguntar cómo trataba a Pablillo.¡Ah, mala landre se lo coma! Yo le conocíarreando estas mismas señoras mulas que llevoal abrevadero. ¡Y qué humos ha echado el tíoSegarra! Si el amo no tuviera las seseras cuaja-das, ya vería las artimañas de este hormiguilla.Como que según dicen, al amo le ciega los ojos,y allá a cencerros tapados hace él su negocio.

Muriel no contestaba ni con monosílabos a lacharla abundante del tío Genillo, que tenía lacualidad de desahogarse con el primero queencontraba. Estaba Martín tan alterado por laentrevista anterior, era su cólera tan viva y tan

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profunda, que no podía atender a las desaliña-das razones del pobre labriego. Revolvía en sumente mil pensamientos; pasaba de la ira aldolor, del abatimiento a la furia, y sólo en rápi-das miradas, en violentas contracciones desemblante, en gestos amenazadores, expresabala honda tempestad de su alma, que casi estabaacostumbrada a no tener nunca bonanza.

-O yo me engaño mucho -dijo el tío Genillo-,o usted es hermano de Pablillo, e hijo del Sr. D.Pablo Muriel, que santa gloria haya.

-Sí, ese soy -contestó Martín sin mirar a suinterlocutor.

-Pues como le iba diciendo a usted-prosiguió éste-, Pablillo era más bueno que eloro; sólo que a aquella caribe de la tía Colasa sela come la envidia, y pensaba que la señora ibaa traer al muchacho en palmitas. ¡Aquí te quie-ro ver! Casi revienta cuando a Pablillo le pusie-ron la librea y andaba tan majo como un rey:

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que en Alcalá no se había visto otra cosa tanguapa. Pero la señorita no se cuidaba de supaje, y yo creo, acá para entre los dos, que noestaba de más... pues... vamos al decir, quehubiera puesto al chico en donde le enseñarancosas de lecturas y escrituras; pero quiá... esmucha alma negra aquélla. La señorita tieneunas entrañas de cal y canto, y yo pienso que siviera a su padre asado en parrillas no había dedecir ¡ay! No era así su madre la señora conde-sa, que en Dios está. Le digo a usted que la se-ñorita, como no sea para ponerse rizos cuandoviene ese zascandil del peluquero todas las se-manas... ¿Creerá usted que en lo que la conozcojamás ha tenido un trapo que dar a los pobresniños de mi hermana la del molino? Ni en lavida se le ha caído de las manos ni esto, paradecir, pongo por caso, vamos al decir: «Tío Ge-nillo, tome esto, tome lo otro...». Pues... ni enlos días del amo o de ella. En la casa ningunode la servidumbre la puede ver ni en estampa...

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Pues no digo nada cuando manda... si pareceque los demás no son gentes.

-¿Con que es orgullosa?... -dijo Muriel oyen-do con algún interés la charla del tío Genillo,referente a una persona que dos días anteshabía conocido.

-Es más soberbia que un emperador de laChina. El amo, si no fuera que D. Lorenzo letiene sorbidos los sesos... el amo es bueno, sóloque con sus melancolías no sirve para nada y elotro lo hace todo, y sabe Dios cómo van lascosas; que si el señor conde falta algún día, vana salir sapos y culebras de la administración.

-¿Conque no será posible averiguar dóndeha ido a parar mi hermano? -preguntó Martínmás sereno y pensando sólo en la más real delas contrariedades que en aquel momentosufría.

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-¡Ca! ¡Sabe Dios dónde estará ese chico! Co-mo alguien no lo haya recogido... ¡Y era tanlindillo! Yo lo decía: «Ten paciencia, Pablo; másque tú aguantan otros y no se quejan, porqueles pondrían en la calle, y entonces, ¡ay de mí!Yo arriba y abajo con estas mulas, sin salir depobre en treinta años. ¿Y qué remedio?... Deesto vivimos, que el abad de lo que canta yan-ta».

-Pues yo no quiero salir de Alcalá sin infor-marme bien. Puede ser que alguien lo hayarecogido.

-Puede; que hay muchas almas caritativas enAlcalá, y no son todos como esta gente de lacasa. Le digo a usted, señor mío, que partía elcorazón ver al bueno de Pablillo llorando en elcorral, perseguido por los chicos y asustado porla tía Colasa, que es un infierno vivo.

-Y diga usted, ese D. Lorenzo, ¿cómo ha lle-gado a dominar tan completamente a su amo?

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-dijo Muriel, sin duda porque quería apartar laimaginación de los tormentos de su hermanito.

-El diablo lo sabe. Esta gente grande dicenque se deja engañar más pronto que nosotros.El tal D. Lorenzo tiene mucha trastienda. Locierto es que él se ha hecho rico.

-¿Se ha hecho rico?

-Sí; ¿pues no? El amo tiene amagos y vis-lumbres de loco y pasa en claro las noches re-zando y leyendo. La señorita no piensa másque en gastar y en ponerse el petibú y en ir a lossaraos. Todo está en manos del tío Segarra, quetiene unas uñas... Se agarra... bien se agarra.

-El conde antes atendía mucho a sus cosas, yaun dicen que era avaro -indicó Martín.

-Sí; pero se ha vuelto del revés. Hoy, comono sea para lamentarse de la señorita, no daseñales de vida.

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-Pues qué, ¿le da disgustos su hija?

-Toma, pues no sabe usted lo mejor -contestócon maligna sonrisa el tío Genillo-. Cuandodoña Susanita marcha para Madrid, el señorconde se pone que parece que se nos va a moriren un tris. Hasta llora como un chiquillo, y loschillidos se sienten en toda la casa.

-¿Y por qué es eso?

-Porque la quiero tanto, que no le gusta sinoque esté siempre con él; mas ella es tan perra,que no se halla bien sino dando zancajos por laCorte con los petimetres y las damiselas. Y elpobre viejo se muere aquí de tristeza. Como nohay quien la sujete y es un basilisco la tal seño-rita...

-¿Y la ama mucho su padre?

-Por demás, hombre. Como que no tieneotra, y ella es así, tan maja y zalamera. Pues

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había usted de verla cuando están juntos.Según ella le mira, parece que no es su padre yque ha venido al mundo como la hierba. Elconde, eso sí, se muere por ella, y pajaritas delaire que se le antojaran...

-¿Y dice usted que la señorita trataba mal ami hermano?

-¡Por San Justo y Pastor! Como si fuera unanimalillo. Pues si le puso un corbatín que pa-recía, que el pobrecito se iba a ahogar. Y cadavez que hacía mal una cosa le sacudían el pol-vo, diciéndole mil cosas, sobre si su padre habíasido esto o lo otro. Y por fin de fiesta lo echabanal corral para que se pudriera. Vaya, que si noes por el tío Genillo, el pobrecito echa el almade necesidad y no lo vuelve a contar.

Martín estaba cada vez más abatido. Parecíaque el violento arrebato de cólera de aquel día,que no olvidó nunca, lo había dejado insensi-ble, y al oír contar las infamias de que su ino-

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cente hermano había sido víctima, inclinaba lafrente como si tuviera la certidumbre de unafatal sentencia, escrita en lo alto contra su fami-lia, y ante la cual no era posible más que unaconformidad estoica, que él, a fuerza de contra-riedades, comenzaba a tener. Algunos de lospensamientos que cruzaron en tropel por sumente serán conocidos tal vez en el transcursode esta historia. Entonces el abatimiento y ladesesperación, la sed de venganza y el recuer-do de su padre agitaban y sacudían su alma, nodejándole tomar determinación alguna.

La conversación del tío Genillo, que un mo-mento inspiró curiosidad por los pormenoresque le daba de aquella execrada familia, con-cluyó por aburrirle desde que comprendió laimposibilidad de adquirir por tal conducto no-ticias de su hermano. Así es que cuando menoslo esperaba el pobre arriero, y cuando más en-frascado estaba en su prolija charlatanería, Mu-riel se despidió de él, dejándole con la boca

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abierta y la palabra en ella, pesaroso de no po-der desahogar toda su inquina contra el tío Se-garra.

Pasó de nuevo Martín, ya anocheciendo, porla casa de Cerezuelo, y no es decible el horrorque le inspiró la pesada y triste mole del edifi-cio, solo en medio de la llanura, proyectando susombra sobre el suelo; silencioso y obscuro co-mo una tumba, sin la más débil luz en sus ven-tanas, sin el más insignificante ruido en los pa-tios, a no ser el lejano ladrido del perro de lahuerta, demasiado celoso de las riquezas de suamo, para ver un ladrón en las fugitivas pe-numbras de la noche. Pasó el pobre joven sindetenerse, deseoso de alejarse de aquellos mu-ros que parecían pesarle sobre los hombros, yentró en la ciudad, dirigiéndose a la posada,donde no le fue posible reposar ni estar tran-quilo. Toda aquella noche no dejó de articularpalabras atropelladas e incoherentes, contes-tando sin duda a D. Lorenzo y al conde, cuyas

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voces oía sin cesar, y cuyos semblantes no seborraban de su vista. La enérgica virilidad desu carácter determinó en su espíritu un movi-miento activo de odio contra aquella gente.Despreciarlos le parecía algo semejante a dis-culparles. La resignación hubiera sido bajeza.Habían sido tan infames con su padre, tan des-corteses con él, tan crueles con su hermano, quela imaginación se complacía en suponerles pa-deciendo tormentos iguales a los que habíancausado. El alma más generosa y santa no se haeximido en ocasiones iguales de esas venganzasimaginarias que adulan nuestra naturaleza,repitiendo en lo íntimo de nuestro cerebro loslamentos y quejas de los que aborrecemos. Losespíritus rebeldes e indisciplinados no sabensofocar en su pecho el anhelo de venganza;Muriel, a causa de sus raras especulacionesfilosófico-políticas, justificaba aquella venganzahasta el punto de creer que respondería a unalto fin social, y era de los que pensaban que

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una mala pasión puede ser sublimada por elconsorcio con una grande idea.

Al día siguiente se ocupó sin descanso enhacer averiguaciones sobre el paradero delerrante Pablillo. Visitó los hospicios, los con-ventos, y especialmente los de mendicantes,porque esperaba que algún lego de los que re-corren los caminos con la colecta podía haberencontrado a su hermano. Empleó en estas in-dagaciones dos días más: contó al alcalde elcaso; dirigiose a algunos pastores que habíanllegado la noche antes; habló con los panaderosde Meco; fue a este pueblo y preguntó a todoslos vecinos uno a uno; recorrió las ventas delcamino; volvió a Alcalá, exploró a cuantos tra-jineros, mozos de mulas y arrieros había en laciudad, hasta que al fin, viendo que no adquiríala menor noticia ni el más insignificante dato,desesperado y aturdido se volvió a Madrid y ala casa de Leonardo, donde se encontró con unaestupenda y tristísima nueva, que el lector no

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puede conocer en toda su gravedad e impor-tancia sin ver antes los hechos consignados enel capítulo siguiente.

Capítulo VIIEl consejero espiritual de doña Bernarda

I

Ha llegado el momento de que el lector seencare con la original y espantable efigie delpadre Corchón, consejero áulico de doña Ber-narda, autor de los catorce tomos sobre el SeñorSan José, y de otras muchas obras que vieran enbuen hora la luz pública, si el esclarecido inqui-sidor tuviera posibles para ello. El reverendohabía logrado apoderarse de tal modo del áni-mo de su sencilla e indocta amiga, que ésta nodaba una puntada en la calceta sin previa con-sulta, ni echaba tres migas al gato sin resolu-ción anticipada del padre Corchón. Todos los

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días entre tres y cuatro entraba el eminenteteólogo en la casa, donde había adquirido granconfianza; tomaba el chocolate; se hablaba decosas espirituales y mundanas, enredándolasunas con otras para formar el compuesto demisticismo y chismografía que es común en lagente mojigata. Pasaban revista a las funcionesde la semana y a los asuntos de todas las fami-lias conocidas, las cuales solían dejarse un jirónde su honra en las garras de doña Bernarda.Todos los murmullos de la vecindad pasaban aldepósito de erudición social que el padre, comobuen inquisidor, tenía en su cabeza, y todo estoal suave compás de las citas teológicas y de ladevota elocuencia de uno y otro personaje.

Aquel día un acontecimiento extraordinario,inaudito, había perturbado la casa, poniendo encondiciones excepcionales el temperamento dedoña Bernarda, y, por tanto, su coloquio con elpadre Corchón se salió de la común medida yforma de los demás días. Cuando el grande

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hombre entró, Engracia estaba encerrada en sucuarto, no menos desconsolada que rabiosa, ysu llanto no conseguía ablandar el duro co-razón de su madre, que iba y venía de la cocinaa la sala, y de la sala a la cocina como una loca.No bien el alto cuerpo del reverendo proyectósu siniestra sombra a lo largo del pasillo, laseñora exclamó con ansia:

-¡Ah! Sr. D. Pedro Regalado; no veía la horade que llegara usted. ¡Qué angustia! Si lo que amí me pasa no lo cuenta mujer nacida. ¡SantoDios, ampárame!

-¿Pero que le pasa a usted, señora doña Ber-narda? -exclamó el padre sentándose en el ca-napé y estirando sus largas piernas-. ¿Qué ocu-rre? ¿Ha repetido el ataquillo? ¡Ah! Sí ustedquisiera tomar el caldo de culebras que le herecomendado...

-No es nada de eso, Sr. D. Pedro Regalado-dijo con desesperación la vieja-. No digo yo mi

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salud, sino mi vida diera por quitarme de en-cima esta deshonra.

-¡Deshonra! -exclamó el padre con asombro-,deshonra ha dicho usted, señora. Pues eso síque es cosa grave.

-Sí, señor -añadió su amiga con una especiede lloriqueo-. ¡Deshonra! ¿Quién me lo había dedecir?... ¡La que ha sido siempre la misma hon-radez, hija de padres honrados, como no los hahabido desde que el mundo es mundo, verse eneste bochorno! ¡Ay, Sr. D. Pedro, consuélemeusted!

-Pero señora doña Bernarda, empiece ustedpor contarme el cómo, cuándo y de qué manerade ese bochorno para ver de ponerle remedio.¿Qué ha sido eso?

-¿Qué ha de ser? ¡Engracia!...

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-¡Ah!... -clamó el padre con repentino asom-bro y abriendo su boca, que tardó un buen ratoen tomar su ordinaria posición.

-Sí, asústese usted, porque es cosa que dahorror. Bien dijo usted que esa niña desventu-rada nos iba a dar un mal rato.

-En verdad confieso que me he quedado es-tupefacto, señora.

-¡Qué ingratitud, Sr. D. Pedro, yo que notenía otro fin que hacerle el gusto en todo!

-Sin embargo, siempre le dije a usted que suhija tenía demasiada libertad. Es preciso atarcorto a la juventud, doña Bernarda. Usted esdemasiado bondadosa, demasiado tolerante-afirmó el padre abriendo de nuevo toda suboca.

-¡Ah! -dijo doña Bernarda, recordando algoque tenía olvidado-. Con estas angustias que

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paso, me había olvidado del chocolate. Figúreseusted cómo estará mi cabeza, cuando lo princi-pal...

-Ciertamente, esas cosas...

Mientras la solícita dueña va en busca delchocolate, el lector se queda a solas con el padreCorchón y no podrá menos de fijar su vistaobservadora en tan insigne personaje, lumbrerade la Santa Inquisición. Era D. Pedro Regaladoun hombre de gigantesca estatura, moreno,como de cuarenta y cinco años, algo cargado deespaldas; de cara larga, con fuertísima, espesa ymal afeitada barba obscura que le sombreabalos carrillos; de boca cavernosa, afeada por lamás desagradable dentadura, grandes y negrosojos bajo pobladísimas cejas, y unas poderosasmanos que pedían a toda prisa un azadón.Vestía con notable desaliño, y aunque no erapoeta podía aplicársele el balnea vitat de Hora-cio, pues la transpiración, abundante de sussaludables y siempre activos poros no sólo da-

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ba a su cara un perenne barniz, sino que habíapuesto señales indelebles en su collarín inva-riable, comunicando a toda su persona, y espe-cialmente a la sotana, sin duda por el roce delas palmas de las manos, un lustro no suficientea disimular lo raído y verdinegro de la tela.Añádase a esto el hábito de gastar tabaco enpolvo, y la periódica exhibición de sus grandespañuelos de cuadros rojos y negros, y se tendráidea de la ordinaria y pringosa estampa de D.Pedro Regalado Corchón.

Nada diremos de su inteligencia, porqueésta la irá mostrando él mismo en el diálogosiguiente:

-Pues cuénteme usted, señora, cómo ha sidoeso -dijo tomando de manos de su amiga elperfumado soconusco.

-Es preciso empezar de atrás, porque lo quehoy he descubierto... ¡sí, todavía estoy horrori-zada!... lo que hoy he descubierto no se com-

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prende sin saber... Es el caso que anteayer fui-mos de merienda a la Florida. ¡Ah!, bien re-cuerdo que usted, aunque no me dijo nada, nopuso buena cara al saber que íbamos de fiesta.

-Precisamente era día de San Miguel, en quePatillas anda suelto -contestó el padre tragán-dose el primer sorbo de chocolate, después desoplarlo.

-¡Ay!, no fui yo con gusto, porque me dabala corazonada de que algún castigo me había dedar el Señor. Pues bien: fuimos, y al poco ratode estar allí viene el abate don Lino con doscaballeritos... ¡qué par! Pero a mí... desde queles vi, dije: «Estos son cosa buena». Figúreseusted, Sr. D. Pedro Regalado, cómo me que-daría cuando oigo que uno de ellos empieza asoltar unas herejías por aquella boca... ¡SantoCristo de Burgos! Yo no puedo repetir loshorrores que oí aquel día. No sé qué dije yo deNapoleón, cuando el tal hombre, que juraríatiene el mismo enemigo en el cuerpo, vomitó

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tantas atrocidades... habló de los frailes y lospuso de vuelta y media; y después de la santí-sima religión, y de qué sé yo... Pero cuando mehorripilé fue cuando dijo que usted era unhombre bestial.

-¿Me conoce, me conoce? -dijo más orgullosoque indignado el padre Corchón.

-¿Pues yo lo sé? Ellos parecían así como in-gleses.

-Es que habrán leído algunas de mis obrastraducidas a esa lengua.

-Pero ¿las ha puesto usted en letras de mol-de?

-No, mas las he prestado manuscritas aalgún amigo, que puede haber sacado algunacopia para mandarla a Inglaterra o a Londres.

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-No sé; lo cierto es que dijo que era usted unhombre bestial. Esto no puede ser sino la envi-dia.

-Figúrese usted: esos protestantes hablanmal de nosotros y nos injurian porque no sabencontestar a nuestros argumentos. ¿Y hablan elespañol?

-Como un oro, ya lo creo; y decían ser espa-ñoles que venían de todas las Cortes de Europa,de París y la Meca, y qué sé yo...

-Pues entonces traerán la peste de la Filosof-ía -dijo con ira, pero con serenidad el padre-. Sino tuviéramos un Gobierno tan descuidadopara la religión como el de ese Sr. Godoy, yaveríamos dónde iban a parar sus filosofantes.Pero, en fin, aunque atado de pies y manos, elSanto Oficio hace todo lo que puede.

-Pues todavía falta lo peor -continuó doñaBernarda dando un suspiro-. Mientras aquel

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herejote excomulgado decía tales patochadas, elotro estaba cotorreando con Engracia; pero contanta intimidad, que a mí un sudor se me iba yotro se me venía mirándoles. Luego, Plumaestaba tan alicaído que parecía una calandria, yno le decía una palabra a Engracia, dejando alotro charlar con mi hija, como si toda la vida sehubieran conocido. Yo estaba sobre ascuas, ytenía en todo el cuerpo una hormiguilla...

-¿Y no se ocultaron ni se perdieron entre losárboles? -preguntó con sumo interés Corchón,que en todos los casos amorosos buscaba siem-pre lo peor.

-Aguarde usted, no señor; aunque se retira-ron yo no les perdí de vista. Bailaron juntos y sepasearon por las alamedas, apartados de losdemás, pero... a la vista.

-Respiro -dijo el clérigo tranquilizándose.

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-Aquella noche casi me como a Engracia enla reprimenda que le eché, y tal fue mi furia queno pude rezar mis oraciones de costumbre, porlo que espero ser absuelta en gracia de las pe-nas que padezco.

El eclesiástico hizo con los ojos una místicaseñal que indicaba la transmisión del perdóndivino.

-Yo me figuraba que allí había gato encerra-do -continuó la señora-. ¡Figúrese usted cómome quedaría esta mañana al adquirir la certezade que aquel hombre era un novio que tieneEngracia desde hace algún tiempo, y que leescribe cartitas y le ve en las iglesias!

-¡Señora! -bramó Corchón con el mayorasombro.

-De modo que toda nuestra previsión y cau-tela en esta deshonra ha venido a parar.

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-Sin embargo -añadió el clérigo-, cuando laspersonas son tan bondadosas como usted y tantolerantes... Doña Engracita tenía demasiadalibertad.

-¡Demasiada libertad! -dijo doña Bernarda-.Es que no hay cerrojos que valgan cuando hayinclinaciones... ¡Ah! -añadió vertiendo unalágrima-. ¡Si el que pudre levantara la cabeza yviera esta deshonra!... ¡Pobre esposo mío! ¡Oh!,yo no puedo resistir esta agonía! PadreCorchón, consuéleme usted.

-¿Y cómo ha averiguado usted esos horro-res?

-Por una carta que le he descubierto estamañana a la niña. Ella se quedó como muerta.¡Ah, cuando leí el tal papel no sé qué me dio!

-A ver, a ver esa carta.

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Doña Bernarda puso en manos de su confe-sor y consejero el fatal documento, que a la le-tra leyó, haciendo caso omiso de las fórmulasamorosas.

«Ya me figuraba yo que esa acémila del pa-dre Corchón (¡acémila!, ¡ha visto usted mayorirreverencia!) -repitió el clérigo interrumpiendola lectura- es la causa de todas nuestras penas.Es terrible pensar que un clérigo soez, ignoran-te y glotón... (¡glotón yo -dijo-, que ayuno lossiete reviernes!) se haya introducido en tu casapara embaucar a tu buena madre y martirizartecon sus mojigaterías. Pero no te dé cuidado,que yo pondré remedio a todo (no te dé cuida-do a ti -dijo doña Bernarda-, tú sí que las vas apagar todas juntas) si tú me ayudas y te resuel-ves a dejar tu apocamiento y timidez. A eseclerigón hambriento y necio es preciso espan-tarle de la casa, para lo cual yo y mi amigo va-mos a inventar cualquier estratagema que tehará reír de lo lindo».

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-Pero, señora -dijo D. Pedro suspendiendo lalectura-, esto es espantoso. Estamos sobre unvolcán: las furias del infierno se han desatadosobre esta casa. ¿Qué estratagema es ésa contramí?

-¡Ah!, yo estoy tan sobrecogida de espantoque no sé qué pensar. ¿Qué tramarán contranosotros? ¿Si nos irán a pegar fuego a la casa, sinos envenenarán el chocolate?

El padre Corchón miró con aterrados ojos, elcangilón vacío, y se puso la mano en el estóma-go.

-¡Oh! -prosiguió la señora-, esto merece uncastigo tal que no lo cuenten esos pelandingues.Siga usted.

-Sigamos: «Si no te decides a abandonar lacasa, como te he dicho (¡qué horror!) es precisohacer un escarmiento con ese animal. (¡Peroesto no tiene nombre! Llamarme animal a mí,

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que soy...) No creas que es sólo en tu casa don-de pasan tales cosas. Esos hombres tienen do-minadas a muchas familias por medio de lasuperstición, y yo espero llegue un día en quese haga un ejemplar con todos ellos, acabandode una vez con tan mala gente...».

-¿No se horripila usted? -gritó la madre deEngracia-. Pero esos hombres son ladrones yasesinos, de esos que andan por los caminos.

-No, señora; no son más que filósofos-contestó Corchón-. Ya les conozco; estas ideascontra el santo clero... Pero ya sé yo el medio dearreglarlos. Sigo leyendo: «Mi amigo, el queestuvo conmigo en la Florida, se atreve a todo,y si te decides a salir de tu casa, lo haremos demodo que nadie pueda contrariarnos. Esta no-che voy a San Ginés, donde puedes darme lacontestación; haz que doña Bernarda se pongaen la capilla de los Dolores, y ponte tú debajodel cuadro de las Ánimas, que esta noche nodebe de estar encendido... (Ha visto usted qué

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irreverencia, ¡en la iglesia!, ¡en la santa iglesia!)Adiós, y piensa en tu Leonardo. -P. D. Si el as-no del padre Corchón se va a Toledo, házmelosaber tocando, al entrar, con el abanico en elcepillo para la limosna de la santa Fábrica».

Concluida la lectura, los dos personajes deesta interesante escena callaron, mirándose unbuen rato, para comunicarse mutuamente suestupor y su cólera. Al fin el varón rompió elsilencio de este modo:

-De veras que esto pasa de maldad: en vein-te años de confesonario no he visto deprava-ción igual. Aquí tiene usted el resultado de darlibertad a las jóvenes.

-Pero Sr. D. Pedro, si no iba más que a laiglesia, y eso conmigo.

-¡En la santa iglesia! ¡En la santa iglesia se-mejantes escenas! Sabe Dios lo que habránhecho allí. ¿Usted no ha observado nada?

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-¿Qué había de observar, si ella se estabacomo una marmota mirando al altar mayor?

-¡Ah! es que él se ponía debajo del púlpito.¡Y yo cuando predicaba le tenía tan cerca, deba-jo! ¡El demonio a los pies de San Miguel!

-¿Y qué hacemos, Sr. D. Pedro? Esto mereceque se dé parte a la justicia.

-Mejor es a la Inquisición, porque aquí hayun caso de herejía. Y si no, verá usted como sedescubre que esos hombres se ocupan en pro-pagar las malas doctrinas, como no hagan al-guna brujería para embaucar a las jóvenes sen-cillas. Le digo a usted que éste es un ejemplo delo más grave que se me ha presentado. Es pre-ciso hacer averiguaciones mañana mismo. Yome encargo de eso, y se les denunciará al SantoOficio. ¡Oh! Si este Gobierno del Príncipe de laPaz fuera más solícito por la religión, vería us-ted qué pronto iban esos caballeros filosofantesadonde deben estar. Pero no se puede hacer

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gran cosa, y lo que pueda ser se hará. Lo maloes que yo me tengo que ir a Toledo, que si no...

-¿Va usted al fin a Toledo?

-El Supremo Consejo así lo ha decidido.

-¡Qué desdicha! Y nos quedamos solas... Mihermana, que vive allá, me escribe todos losdías diciéndome vaya a verla, y lo que es ahorano he de faltar. Veremos cómo salgo del asuntoeste. ¿Sabe usted que estoy por establecerme enToledo?

-¡Feliz idea!

-Yo no puedo vivir sin sus consejos, Sr. D.Pedro. Creo que la falta de su santa compañíame había de abrir la sepultura.

-Pero vamos a ver -dijo Corchón, que era po-co sensible a la galantería-, ¿qué se hace? Espreciso tomar una determinación. Esta casa está

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amenazada, señora doña Bernarda; ¿no tiemblausted?

-¿Pues no he de temblar, si tengo un hormi-gueo en todo el cuerpo?... Se me ha puesto lacabeza lo mismo que un farol, y los vapores meandan de aquí para allí. ¡Qué día! Yo no quiseesperar a que usted viniese, y encargué a Plu-ma que tomara algunos informes de esos hom-brejos. Veremos lo que dice; ¡el pobre D. Narci-so tiene una amargura! Y crea usted que eshombre de armas tomar y de un genio como uncocodrilo. Si coge a uno de esos dos salteadoresde caminos lo abre en canal... Pero en nom-brando al ruin de Roma... Aquí está Narcisito.

En efecto, era Pluma el que entraba, y traíaun semblante tan desconcertado, que fácil eraadivinar la impresión que el descubrimiento dela malhadada carta le había causado. Como deordinario era todo afectación, aquel suceso quehablaba directamente a la Naturaleza produjo

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en él un gran trastorno, y el petimetre dejó deserlo en aquel nefasto día.

II

-¿Qué hay? ¿Qué ha sabido usted? -preguntócon ansiedad la dama.

-No me había equivocado -contestó el peti-metre-; ese D. Leonardo es el mismo que yohabía visto en la calle de Jesús y María en casade las escofieteras.

-¿Y no ha pedido usted informes? -preguntóCorchón.

-¡Ya lo creo; y me han contado horrores! Sison unos bandidos, Sr. D. Pedro.

-¿No lo dije?... ¿Y son ingleses?

- ¡Quiá! Son españoles y nunca han estadoen el extranjero, al menos uno. Todo aquello de

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las Cortes de Europa es una farsa. ¡Cómo hanengañado al pobre D. Lino!

-¿Y en qué se ocupan?

-En mil cosas raras y que nadie comprende.Tienen un criado que practica artes de brujería,según ha contado el ama de la casa. En fin, todala vecindad está escandalizada, y tratan demudarse algunos que allí viven. Todas las no-ches, Sr. D. Pedro, es tal el jaleo y la bulla de-ntro de la casa, que no se puede parar allí; y lomás escandaloso y horrible es que las noches deJueves y Viernes Santo armaron tal gresca, queaquello parecía un infierno. El compañero deLeonardo, que es el que recientemente ha veni-do, dicen que se burla de los santos misteriosde la religión con tal desvergüenza que pareceincreíble, y que la casa está atestada de librosmalos e indecentes, llenos de estampas obsce-nas.

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-¡Qué descubrimiento, qué hallazgo!-exclamó Corchón con el entusiasmo de unquímico que encuentra una combinación nue-va-. No hay mal que por bien no venga, doñaBernarda, y vea usted cómo el triste suceso nosproporciona la ocasión de hacer un gran servi-cio a la santa Iglesia descubriendo y castigandoa esos pícaros. Siga usted, querido D. Narciso.

-Son tantas las atrocidades que me han con-tado...

-¡Alabado sea el santo nombre de...!-exclamó santiguándose doña Bernarda- ¡Cui-dado con los tales hombres! ¡Y han entrado enla iglesia!... ¡Y mi hija ha sido cortejada por...!¡Estoy horrorizada! ¡Si el que pudre levantara lacabeza y viera esto!...

-Cálmese usted, señora -dijo con crecienteanimación el clérigo-, que esto es más motivode regocijo que de tristeza, después del aspectoque toma el asunto. ¡Descubrir tal guarida de

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perdición y herejía! Esto, señora, no se ve todoslos días. Admiremos la infinita sabiduría delSeñor, que permite alguna vez sucesos tristespara que pueda llevarse a efecto su divina justi-cia. Siga usted, señor de Pluma.

Corchón tenía el entusiasmo de su oficio,que era también su pasión. Como alegra la cazaal cazador, así el buen inquisidor sentía inaudi-to alborozo ante la aparición de un grave caso dedogma.

-Pues me han dicho más -continuó Plumaregocijado por la idea de que su rival iba a te-ner pronto castigo-. Parece que el otro día que-maron una estampa de la Virgen del Sagrario,dando aullidos y bailando alrededor de lahoguera.

-¡Jesús mil veces! -exclamó doña Bernarda-.¿Y no les cayó un rayo encima?

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-Parece que no -continuó Pluma-. Pero lopeor es que todos los días van allá otros jóvenesa aprender esas doctrinas que enseñan.

-Cathedra pestilentiae -dijo Corchón en el col-mo de su entusiasmo-. ¿Pero no se regocija us-ted, amiga mía, con este magnífico hallazgo?

-Sí -prosiguió D. Narciso-, van muchos allí, yellos les dan lecciones de Filosofía y les enseñanlas estampas de los libros obscenos que hantraído de fuera; el más alto de los dos es el quedijo tantas atrocidades.

En honor de la verdad diremos, y para queno se forme mala idea de las luces ni de la bue-na fe de D. Narciso Pluma, que no era inven-ción suya lo que contaba, pues tal como lo dijolo oyó de boca de sus amigas las costureras.También la imparcialidad nos obliga a hacerconstar que no estaba él muy seguro de queaquello fuese cierto; y si no mediara la pasión yel deseo de venganza, de fijo el petimetre se

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hubiera reído de tan grosera superstición. Talvez, a saber el partido que iba a sacar Corchónde su relato, hubiera sido prudente, ocultandolas supuestas herejías de los dos desgraciadosamigos.

-Bien, bien, bien -murmuró el clérigo le-vantándose-; ya sé lo que se ha de hacer. Corroa participar este feliz suceso a mis compañeros,que se alegrarán bastante.

-¿Y nos deja usted así, tan pronto -dijo laafligida vieja-, cuando más necesitamos de susconsejos?

-Señora, con esta ocupación repentina queme ha caído encima, ¿le parece a usted que hayque hacer pocas diligencias para dar los prime-ros pasos y escribir los primeros autos?

-Dios le dé a usted acierto, Sr. D. Pedro Re-galado, para castigar tantos crímenes. Lo que D.Narciso ha dicho me ha dejado horripilada.

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¡Qué hombres! ¡Qué demonios! Si no los sacanen cueros vivos azotándolos por eras calles, nohay justicia.

-La verdad es que ha sido un descubrimien-to -dijo el padre Corchón en actitud de retirar-se.

-¿Y no se reza el Rosario? -preguntó doñaBernarda desconsolada al verlo partir.

-Por esta noche, no. Pero mañana rezaremosdos. Eso puede hacerse, sobre todo cuando hayasuntos así, tan... Adiós, adiós.

Fuese el padre Corchón, y quedaron solos elpetimetre y la que días antes consideraba comosu futura suegra.

Ambos personajes quedaron muy pensati-vos un buen rato, y después se miraron; pero lacongoja no les permitía decir palabra.

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Pluma dirigió al techo los ojos, exhalando unhondo suspiro; doña Bernarda derramó unalágrima y contempló en silencio el elegantecorbatín, los rizos, las chorreras, las botas, lossellos del reloj, los anillos y los alfileres del queya no podía ser su yerno.

Capítulo VIIILo que cuenta Alifonso y lo que aconseja

Ulises

I

La escena que hemos referido es de todopunto necesaria para comprender la impresiónque produjeron en Muriel al volver de Alcalálas estupendas novedades ocurridas en la casadurante su ausencia de tres días. Llegó por lanoche, y al entrar por la calle de Jesús y Maríasiente detrás un pertinaz ceceo; vuelve la cara yve en la esquina un hombre muy envuelto en

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su capa, que con la mano le hace señas de acer-carse. Se dirige a él y reconoce a Alifonso, apesar de la consternación y palidez que desfi-guraba el semblante del pobre barbero.

-¿Qué hay? -preguntó comprendiendo quealgo grave había pasado.

-No suba usted, señor, no suba usted -dijocon trémula voz el mozo.

-¿Pues qué ocurre?

-Pueden echarle mano. ¡Oh!, no sé cómo pu-de escapar.

-¿Y Leonardo?

-Hace dos días que se lo han llevado.

-¿Adónde?

-A la Inquisición.

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-¡A la Inquisición! ¿Qué has dicho? -exclamóMuriel, creyendo que había oído mal.

-Lo que usted oye. A la Inquisición, al SantoOficio en su mesma mesmedad.

-¿Qué estás diciendo? Tú estás loco.

-¡Ay, señor, por desgracia estoy despierto!Pero alejémonos de aquí, y le contaré a ustedtodo.

-Pero si esto parece una burla o... Vamos,Alifonso, ¿es esto alguna broma de Leonardo?Tú eres muy travieso.

El barbero se había llevado la mano a losojos en ademán de limpiarse algunas lágrimas,y Muriel ya no dudó que la cosa era seria.Alejáronse de allí y fueron a sentarse en el es-calón de una de las puertas del cercano conven-to de la Merced.

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-Pues Sr. D. Martín -dijo Alifonso- esto estremendo. Las carnes me tiemblan todavía.Pero yo juro que he de retorcerle el pescuezo adoña Visitación, que es más tonta que unamarmota. No sé cómo no me comí a los alguaci-les que fueron allí a prender a mi amo.

-Bien, deja ahora aparte las heroicidades queno has hecho y cuenta bien y con orden -dijocon la mayor impaciencia Martín.

-Pues señor, el martes, que en martes nopuede pasar nada bueno, estaba yo poniéndoleun botón a la casaca de mi amo; ya le habíalimpiado las hebillas y tenía enhebrada con laseda la aguja para cogerle a la media ciertasortografías, cuando llaman a la puerta; miropor el ventanillo y veo unas caras... Aquello meolió mal; pero el amo me mandó que abriera, yabrí. Ello es que eran seis, si mal no recuerdo, ydos de ellos traían unas cruces verdes, y todosvestían de negro, de tal modo que me espanté yno supe contestar a sus preguntas. Yo no sé qué

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respondí; ellos dijeron que yo era un mentiroso,y a la verdad, así fue, pues no me sacaron elnombre de mi amo, por más que el uno de ellosme clavó unos ojazos que me querían comer.Entráronse de rondón todos en la casa, y eracosa de ver cómo andaba la vecindad por laescalera atisbando lo que pasaba, y exclamandolas mujeres y los chicos: «La Inquisición, la In-quisición en casa de D. Leonardo». Doña Visi-tación cayó como un saco, y yo, lo confieso, mepuse a temblar como si ya sintiera en las espal-das las disciplinas del verdugo. Mi amo no seacobardó, y faltó poco para que la emprendieraa porrazos con toda aquella patulea. Ya ustedve: así de pronto... con el coraje... Hubierahecho mal; porque aquellos son ministros deDios. Yo soy buen cristiano, Sr. D. Martín; pero¿a qué vienen esas cosas de la Inquisición? Esmucho cuento el tal Santo Oficio: que si sonherejes, que si no son herejes. ¡Y por eso azotana la gente!... Y dicen que antes los asaban comosi fueran conejos. ¿Verdad, señor, que si no

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sueltan pronto a mi amo es preciso andar a bo-fetones con esa gente?... porque yo tengo ungenio...

-¿Y le prendieron? -preguntó Martín, pocoatento a las consideraciones de Alifonso sobreel Santo Tribunal.

-¿Que si le prendieron? Aunque hubieransido dos. Pues digo: iban también por usted.Puede dar gracias a Dios por haberle ocurridoir a Alcalá; que si está en Madrid me lo cogen yde patitas me lo zampan en la cárcel.

-¿Y él no hizo resistencia?

-¡Quiá! Al principio, como que quiso... pues;pero eran muchos los otros y no tuvo más re-medio. Le bajaron, le metieron en un coche, yagur. Esto me lo han contado, porque yo, señor,en cuanto vi las cruces verdes, eché a correr ypor el desván me salí a los tejados, donde estu-ve un día y una noche haciendo el gato; y

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cuando la tocinera de la guardilla se asomaba,tenía necesidad de agazaparme y dar algúnmaullido para que no me conocieran. En toda lanoche tuvo el alma en mi almario, y no sé loque hubiera sido de mí si el del tinte, que viveen la guardilla de la izquierda, no me hubieradado asilo.

-¿Y se lo llevaron? -preguntó otra vezMartín, que en su asombro necesitaba nuevasafirmaciones para creer que aquello no era sue-ño.

-No allí lo dejaron de muestra -contestó consorna el barbero-; se lo llevaron. La vecindadestá toda escandalizada, y ya creo que se hangastado tres azumbres de agua bendita en san-tiguar la casa. Todos andan como moco de pa-vo, muy devotos y rezones, y esta noche creoque van a hacer un sahumerio de romero ben-dito y raspaduras de cuerno para limpiar lacasa de maleficio.

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-¿Y él no decía nada?

-Si he de decir la verdad, yo no lo sé, porqueme escurrí, como he contado. Pero según unos,al salir dijo mil blasfemias y cosas malas contraDios y la Virgen; yo no lo creo, porque el señores buen cristiano. Según otro, dijo: «Si Martínestuviera aquí...», como dando a entender...pues. ¡Fuerte cosa ha sido ésta, señor, y cuandoconsidero que mi amo está en un calabozo, co-miéndose los codos de hambre!... Pero ¡ah!, ¡latía Visitación! ¡Que no la vea yo con coroza poresas calles! Con sus devociones y aquellos sin-gultos que le dan, tiene peores entrañas queuna hiena. Contarele a usted lo que ha pasadohoy.

-¿Tú no has vuelto a la casa?

-¿Qué había de volver? ¡Pues bonito está elnegocio para meterse allí! Hasta que esto no seaclare no me ven el pelo. De esa gente de lascruces verdes hay que estar a cien leguas. Pues

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contaré a usted. Hoy han ido esos cafres a to-mar declaraciones y a enterarse... pues... Loprimero que les dijo la perra de doña Visitaciónfue que era yo el demonio mismo o tenía tratoscon él. Riéronse los inquisidores, según mecontó la del tinte, que estaba allí; pero la maldi-ta vieja insistió en ello, asegurando que yo an-daba siempre manejando lejías y brebajes. Echeusted cuenta... que yo tenía mil potingues deelixires y drogas, y que una vez había converti-do un jamón en violín. ¡Ha visto usted qué tíaestropajosa! Dijo también que los tres estába-mos toda la noche dando aullidos y cantandocosas malas. De usted no asegura ninguna cosamala, ni de mi amo tampoco, a no ser aquellode las griterías; pero de mí no quedó peste queno dijo la maldita vieja. Mas llamaron a decla-rar a las escofieteras: ya usted sabe que el amotenía mucha broma con el marido de la casada,y que si hubo, que si no hubo aquello de... déje-lo usted estar; lo cierto es que las dos no nospodían ver ni pintados, sobre todo la Teresita,

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aquella de los ojuelos negros. Dijeron que noso-tros éramos gente perdida, que teníamos albo-rotada la vecindad con nuestras maldades yque usted había traído un barco cargado delibros diabólicos y perversos que estaba ven-diendo de ocultis. Dijeron también que el JuevesSanto por la noche yo había estado bailando yque mi amo tenía un licor infernal para ador-mecer a las muchachas. Pero ¿a qué es cansar-nos? ¡Fueron tales las iniquidades que aquellaspelandruscas inventaron! ¡Ah!, también se lesocurrió... las colgaría por el pescuezo en los dosbalcones de la casa... afirmaron que algunasnoches sentían en nuestra habitación lamentosde niño y que se horrorizaban todas... ¿Ve us-ted qué farsa?, y aseguraron que mi amo roba-ba chicos y les sacaba la sangre para hacer susbrebajes.

Muriel no pudo reprimir una exclamaciónde horror al oír el relato de las soeces declara-ciones de aquella vecindad implacable, enemi-

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ga de los pobres vecinos del piso segundo. Es-taba absorto ante la novedad de aquel tristesuceso que se presentaba con tan graves yalarmantes caracteres, y aún no había en suespíritu la serenidad suficiente para juzgarlo ydeterminar lo que allí había de monstruoso oridículo. La Inquisición ha sido siempre unamezcla de lo más horrendo y lo más grotesco,como producto de la perversidad y de la igno-rancia.

-¿Y no registraron las habitaciones?-preguntó.

-¡Pues no!, la puerta estaba sellada con ceraverde; abriéronla y no dejaron cosa alguna ensu sitio. Uno hojeaba todos los libros de usted,y después de sacar un apunte de lo que eran,cargaron con ellos, sin dejar una hoja. Tambiénse llevaron el pedazo de aquella estampa de laVirgen del Sagrario que usted quiso quemar,porque era un mamarracho muy feo, y no gus-taba de ver representada a Nuestra Señora con

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semejante carátula. Sobre esto me han dichoque hicieron muchos aspavientos los clerizon-tes. De los papeles no dejaron uno, incluso lascartas de... ¡Pobre señorita Engracia, cómo sequedará cuando sepa tales horrores!... Cuandose echaron a la cara el título de aquella obra queusted leía... ¿Cómo era?... Sí... escrita por un talChasclás o Blaschás...

-Por el barón de Holbach.

-Eso es, eso; pues uno de ellos lo escupió. Ycuando abrieron otro libro y vieron en la hoja...todo esto me lo ha contado la tintorera, queestaba allí, y no se acordaba de los nombres...Era aquel libro en que yo leía por las noches,cuando estaban fuera... era una cosa así comodon Lamberto.

-Sí, d'Alembert.

-Ese mismo. Pero el que los puso furiosos,tanto que uno de ellos dijo unos latinos y hasta

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dudó el cogerlo en las manos como si le mor-diera, fue aquel que a mí me gustaba tanto:aquel que tiene una estampa de un rey a quienle cortan la cabeza con una gran cuchilla quesube y baja...

-En fin -dijo Muriel-, se lo llevaron todo.

-Todo... no dejaron ni tanto así de papel. Sellevaron las cartas, los papeles de la renta delamo y aquel legajo que mandaron de su pue-blo... Todo, todo, menos la ropa, que tiraronpor el suelo después de haber registrado losbolsillos. Doña Visitación la ha guardado todaesta tarde, y yo voy a ver si se la entrega a ladel tinte para que nos la dé.

-¿Por qué no vas tú por ella?

-Cepos quedos -contestó Alifonso-. Me pare-ce que estoy viendo todavía las cruces verdes, yademás yo desconfío de aquella vieja, que escapaz, si me ve entrar, de ponerse a dar gritos

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en el balcón, diciendo: «¡Ya pareció, ya pare-ció!» Estemos en paz con nuestro pellejo; quemás vale pasear por las calles, aunque con mie-do, que pudrirse en un calabozo de la Inquisi-ción. Además, yo espero de este modo servir ami amo... pues entre los dos... Ya hoy he dadoalgunos pasos.

-¿Qué has hecho?

-Pues en cuanto supe lo del reconocimientome eché fuera, y envuelto en mi capa me fui acasa del abate don Lino Paniagua a contarle loque pasaba. Pues vea usted, ya me dio algunaesperanza, y me consoló bastante, porque, ¡ay!,ayer tenía el corazón como un puño.

-¿Y qué te dijo ese D. Lino? -preguntóMartín con mucha curiosidad.

-Que cuando usted llegara fuese a verlo, pa-ra decirle él lo que tenía que hacer.

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-Pues iré esta noche misma, si es preciso.

-Según me dijo, a usted le será fácil conse-guir que echen tierra al asunto, porque, aunqueesos de la Inquisición son gente de malas en-trañas, parece que uno del Consejo Supremo esprimo de la hermana de la mujer del cuñado ono sé qué de ese señor conde de Cerezo, aquien usted conoce.

-¡Yo!... De Cerezuelo, querrás decir. ¡Pues esbuena recomendación la mía para esa gente!-dijo con ironía Martín-. El tal D. Lino no sabelo que dice.

-En fin, él lo enterará a usted. ¡Pobre señoritoD. Leonardo; verse encerrado en una prisiónsin haber hecho mal a nadie! Vamos, cuando lopienso me dan ganas de becerrear como unchiquillo.

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-Esta noche misma iré a casa de ese Sr. Pa-niagua a ver qué me dice -indicó Martín le-vantándose con resolución.

-Mejor es, porque ¿qué se pierde con tomarla cosa con tiempo? Pero mucho cuidado, que sime le echan mano...

Ambos personajes avanzaron juntos a lo lar-go de la Merced, y hasta la esquina de la calledel Burro, donde vivía el abate, no se separa-ron. Muriel estaba muy abatido, y Alifonso, porla desgracia, no había dejado de ser charlatán.El primero ya no tenía fuerza para hacer frentea las desventuras, y su desprecio a los aconte-cimientos se trocaba lentamente en un pavorcasi supersticioso que se acrecentaba a cadanuevo golpe que recibía. Empezaba a creer enuna lección providencial, en un castigo tal co-mo nunca su conciencia de filósofo esperó reci-birlo, y en su espíritu había por lo menos unatregua con la Divinidad. Estaba confundido,anonadado. No sabía si seguir despreciando a

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su época, u odiarla con más fuerza; y la socie-dad empezaba a parecerle demasiado fuertepara que fuera posible luchar con ella. La co-rrupción era invencible, porque era a la vezfanática, y parecía más fácil destruir aquellageneración que convencerla. Con estos pensa-mientos, dominado a la vez por la tristeza y elrecelo, el corazón desgarrado y el alma escépti-ca, entró en casa del abate.

II

Grande fue la sorpresa de Martín al ver elextraño traje con que le recibió D. Lino Pania-gua, el cual, delante de su espejo, mientras unpeluquero se ocupaba en dar las últimas pince-ladas en su adobado rostro, ofrecía la más ex-travagante figura. Una gran peluca a lo LuisXIV le cubría la cabeza, arrojando sobre sushombros exuberante porción de enmarañadosrizos, de tan descomunales proporciones, que elrostro del pobre abate aparecía reducido a la

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mitad de su natural tamaño; un peto escamososemejante al que ponen los escultores en elcuerpo de San Miguel ceñía el suyo, y de lacintura pendía la espada corta y un escudo decartón dorado con caprichosos signos zodiaca-les. Calzaba una especie de coturno con hebi-llas, y la pierna se cubría con media de puntoimitando muy imperfectamente la desnudez.De la cara nada hay que decir, pues desaparecíatras una corteza de bermellón y dos enormesrayas negras que hacían el papel de cejas enaquella máscara grotesca. Cuando el protectorde los amantes vio entrar a Martín, soltó el pa-pel en que leía unos retumbantes endecasílabosy dio rienda suelta a la risa, diciendo:

-¡Ah!, Sr. D. Martín Martínez de Muriel, miquerido amigo: no se maraville usted de vermeen este traje! Estoy desconocido, ¿no es verdad?

-Ciertamente, ¿pero estamos en Carnaval?

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-¡Oh!, no señor -contestó el abate riendo conmás fuerza-; pero me veo en un compromiso.He tenido que encargarme del papel de Ulisesen la tragedia de Ifigenia, que se representa estanoche en casa del marqués de Castro-Limón,porque el Sr. de Berlanga, que había de desem-peñarlo, ha caído anteayer con unas tercianas,y... no he tenido más remedio. Me ha sido pre-ciso aprender el papel en dos días. ¿Qué le pa-rece a usted el traje?

-Está usted hecho un payaso -contestóMartín.

-¿Un payaso, Sr. D. Martín? -dijo Paniaguariendo sin la menor señal de agravio-; es ver-dad, pero ¿qué quiere usted? Me han obligado.Yo no puedo decir que no. ¿Cómo iba a dejarde representarse la tragedia? Pero ahora caigoen que usted debe venir a... Alifonso me hacontado todo. ¡Pobre Leonardo! ¡Qué desgracia,qué mala suerte!

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-Más vale que diga usted: ¡Qué iniquidad,qué infamia!

-Sí, pero diré a usted, hay leyes sagradas.¡Qué se ha de hacer!... Está establecido. Pero¿qué me dice usted de la peluca? ¿Le parece,por ventura, demasiado grande? ¿Y la espada?¿No cree usted que un poco más corta seríamejor? Me parece que llevo a la cintura el mon-tante de Diego García de Paredes.

-¿No tenía usted antecedente alguno de estaabominable prisión de Leonardo? -preguntóMuriel sin cuidarse de la peluca ni de la espadadel abate.

-No, ¿cómo iba yo a saber los secretos delSanto Oficio? Para mejor servicio de la santa fecatólica y de la religión, aquel Tribunal obrasiempre con el mayor sigilo. A veces ni losmismos parientes del reo saben su prisión hastael día del suplicio, sistema admirable a quedebe la Inquisición su eficacia.

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Martín escuchó en silencio y más medita-bundo que irritado la apología de la Inquisiciónhecha por boca de aquel mamarracho, caricatu-ra física y moral ante la cual se experimentabaun sentimiento que no se sabía el era la compa-sión o el desprecio.

-Creo -continuó D. Lino-, que no sería difícilconseguir que ese asunto se acabara pronto,siendo condenado D. Leonardo a una penamuy ligera, como azotes, por ejemplo... En eldía la Inquisición no es rigurosa. Se los daríanen el patio mismo de la cárcel.

-¡Oh! -contestó irritado Martín-, en cualquierparte que sea, eso sería una infamia sin igual.Leonardo es inocente.

-Ya lo sé... ¿quién lo sabe mejor que yo? Pero¿qué quiero usted? Tal vez pueda conseguirseque sea relajado.

-¿Y qué es eso?

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-Que pase al brazo secular porque el delitono sea de los que competen al Santo Oficio.Entonces, a fuerza de empeño, se puede conse-guir que se sobresea y lo despachen pronto; asícomo dentro de dos años o dos y medio.

-¡Dos años; eso es espantoso! Y siendo ino-cente... ¡Oh, D. Lino!, creo que los que se con-tentan con maldecir a estos tiempos son des-preciables y cobardes. ¿No merecería las bendi-ciones de los hombres el que tuviera fuerza yvalor suficiente para estremecer desde sus ci-mientos el Estado y la Corona, y toda esta ba-lumba de ignorancia y corrupción?

-Diga usted -preguntó el abate sin compren-der aquellas palabras, que le parecieron unajerigonza-, diga usted, ¿no le parece que estapantorrilla izquierda tiene poco algodón? Ya seve, con la prisa... Y de aquí allá creo ha de ajár-seme completamente el vestido, aunque ha ve-nido a buscarme la berlina de la casa. He tenidoque vestirme en la mía, porque allá no tengo

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confianza... Como es uno así, persona de ciertaedad, y aquellas niñas son tan burlonas... ¡Ay!,esta espada se me traba en las piernas y estoyexpuesto a dar un costalazo en lo mejor de latragedia... Pero veo, Sr. D. Martín, que está us-ted preocupado con el caso de Leonardo y noatiende a lo que le digo. ¿Sabe usted a quiéndebe dirigirse? ¿Recuerda usted aquella damacon quien usted habló en la Florida, con quienbailó de lo lindo, paseando después por lasalamedas?

-Susanita Cerezuelo

-Justamente; y acá para entre los dos, me pa-reció que no le miraba a usted con malos ojos,aunque es en extremo insensible y hasta ahorano se le ha conocido pasión ninguna. Puestoque estuvieron ustedes tan amigos aquel día,vaya usted a su casa, háblele...

-Pero qué, ¿esa señora es también inquisido-ra? -preguntó Martín.

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-No, alma de Dios; pero lo es el hermano dela esposa de su tío, D. Miguel Enríquez deCárdenas, en cuya casa vive. El Sr. D. Tomás deAlbarado y Gibraleón es consejero del Supremode la Inquisición, persona bondadosísima ysiempre inclinada a perdonar; es tal su influjoentre los jueces del Santo Oficio y con el inqui-sidor general, que puede decirse que él hace loque quiere en cuanto concierne a aquel SantoTribunal; con esto y con decirle a usted queama entrañablemente a Susanita y que la mimahasta el punto de otorgarla cuanto ésta le pide,comprenderá usted si hago bien en aconsejarleque dé este paso para conseguir su fin.

-Pero yo no puedo pedir nada a esa familia;yo no puedo entrar en esa casa. Sería para mí lamayor de las humillaciones, y creo que ni aunla consideración de las desventuras de Leonar-do me daría fuerzas para doblegarme ante se-mejante mujer.

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-¿Qué dice usted, hombre? ¿Usted está loco?-dijo con asombro el abate, apartándose losrizos que sin cesar le caían sobre el rostro-,¿Humillación, pedir un favor de esa naturalezaa la más celebrada hermosura de la Corte?¡Pues digo, que charlaron ustedes poco aqueldía! Usted es incomprensible, Sr. D. Martín.

Éste no quiso explicarle a D. Lino las razonesen que se fundaba, y guardó silencio.

-Pues le aseguro a usted -prosiguió el abate-que estoy en lo firme al creer que conseguire-mos por ese medio ver en libertad al pobre D.Leonardo. Vaya -añadió con malignidad-, seviene usted haciendo la mosquita muerta. ¿Siseré yo alguna marmota para no comprenderque Susanita le mira a usted con buenos ojos?Vaya usted allá, y después veremos si tengorazón. Es una familia amabilísima, y en cuantoal doctor Albarado no conozco hombre másexcelente. ¡Y cómo quiere a Susanita! Va allátodas las noches; yo también voy y solemos

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echar un tresillo. Mañana mismo diré a la ma-damita su pretensión de usted.

-¡Ah, no -dijo Martín-, no puede ser, yo nopuedo ir allá!

-¡Hombre, no lo entiendo! Usted no sabe elefecto que ha producido, Sr. D. Martín, o si losabe lo disimula. No sea usted raro, vaya usted.Si no, hay que resignarse a ver a Leonardo con-denado... quién sabe a qué.

-No, de ninguna manera. Esa familia y yo nopodemos decirnos una palabra -aseguró Martíncon resolución.

-¡Pero yo estoy confuso! ¡Pues poquito se di-jeron ustedes en la Florida! Lo que le aconsejo austed es un medio decisivo. Yo por mi parteharé cuanto pueda. Mándeme usted, iremosjuntos a todas partes, le llevaré recados. Maña-na no, pero pasado estoy a su disposición. Ma-ñana me es imposible por tener que asistir al

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funeral del comandante Priego, y también hede ocuparme de buscarle doncella a la condesade Cintruénigo, que me ha hecho hoy ese en-cargo, y el de contratarle una media docena depavos buenos. Además mañana tengo que po-ner en limpio el entremés de Trigueros, que hade estar listo para el sábado... Pasado, pasadoestoy a la orden de usted.

-Yo no puedo, no puedo ir a esa casa -dijootra vez Martín, preocupado siempre con lamisma idea.

-¡Pues no ha de ir usted! Yo mismo le llevo,yo mismo. Si usted conociera al doctor Albara-do...

-Yo me retiro -dijo Martín repentinamente-,necesito meditar eso; sí, es preciso pensarlo,pensarlo mucho.

-Al fin irá usted. Si no lo hiciera, sería preci-so declararle loco rematado... ¡Ah, Sr. D.

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Martín! -añadió echándose mano a la cintura-,hágame usted el favor de apretarme esta hebi-lla. ¡Diablo de espada! Y luego con este pe-lucón, que no parece sino que llevo tres zaleasen la cabeza...

Apretó Muriel la hebilla con tal fuerza, queel talle del abate quedó reducido a su másmínima expresión, y aunque en realidad le mo-lestaba sentirse tan fatigado, se olvidó de lamortificación al ver reproducida en el espejo susutil y esbelta cintura. Gruesas gotas de sudor,producto de la sofocación causada por la pelu-ca, despintaban su rostro; pero él llevaba conpaciencia todas estas agonías, regocijándose deantemano con el éxito de su trágica representa-ción. Muriel no creyó conveniente distraerlepor más tiempo, y se marchó dejando al impro-visado Ulises completamente dispuesto ya paraentrar en escena.

Salió Martín de aquella casa en un estado deagitación indescriptible, conforme a la repul-

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sión y lucha de estas dos proposiciones que sedisputaban el dominio de su espíritu.¿Se humi-llaría ante la familia de Cerezuelo, solicitandoun beneficio de la orgullosa e insolente Susana?¿Dejaría a Leonardo en poder da los sectariosdel Santo Oficio, cuando tal vez podría salvarlecon un sacrificio de su amor propio? El trastor-no que en su ánimo produjo esta duda espanto-sa no es para referido. Según él pensaba enton-ces, no podía ser obra de casual encadenamien-to de sucesos los que recientemente ocurrieron;había una lógica tan horrible en ellos, que erapreciso creer en la acción deliberada de unavengativa Providencia, constante en el empeñode abatirle más, cuando él más quería subli-marse. Los agravios recibidos de la familia Ce-rezuelo; el diálogo con Susana, en que habíaquerido humillarla; la pérdida de su hermano,desamparado por la misma casa; sus provoca-ciones y arrogancias ante el viejo conde; la pri-sión de su único amigo, y la última fatal coinci-dencia de que había de arrastrarse a los pies de

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aquella misma familia maldecida y despreciadapara poder salvar a Leonardo, parecían hechosdependientes de un verdadero plan, que algúndedo inescrutable había trazado en el libro deaquella vida turbada por las creencias y por lapasión. Su orgullo debía abatirse; sus ojos, quearrostraban con expresión provocativa la vistade una sociedad tan despreciada, debían ce-rrarse humildemente, buscando en la lobreguezla única paz posible; debía ser humilde ante lospoderosos, aceptar el yugo y gemir en el silen-cio de su conciencia, sin proferir una quejaeterna ni vanagloriarse con la intención de des-truir un mundo en que no se veían más quedefectos.

En este angustioso estado de espíritu vagópor las calles, sin saber qué camino tomaba nicuidarse del sitio aún desconocido en que habíade pasar la noche. Su pensamiento se elevaba aDios, fuente de justicia, procurando despren-derse de sus odios y preocupaciones para ver si

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espiritualizado en la comunicación con lo Alto,adquiría la certidumbre de que era un loco ex-traviado por la lectura de libros malos o el tratode hombres perversos. Pero ni esta certidumbreni ninguna otra puso paz en su ánimo, y siguiódudando el continuar enorgullecido de la supe-rioridad moral que sentía en sí respecto de suépoca, o si abdicar la mejor parte de su carácterponiéndose al nivel de las gentes que en tornosuyo veía sin cesar. Por fin, después de dar milvueltas, el cansancio físico se sobrepuso en él ala fatiga mental, y se ocupó en buscar un sitiodonde pasar la noche puesto que no debía ir asu casa. La única persona que podría darle unasilo era el Sr. de Rotondo, y allá se dirigió, nosin repugnancia, pues no había simpatizadocon aquel personaje. Éste le recibió con los bra-zos abiertos, diciéndole estas palabras, quepreocuparon al joven toda la noche:

-¡Ah!, Sr. D. Martín, ya sabía yo que había devenir a parar a esta casa.

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Lo que los dos se dijeron después, y lo quehizo Martín al siguiente día, lo sabrá el lectoren los siguientes capítulos. Martín se acostó enun mal cuarto, donde había arreglado la viejaintendente de aquel vetusto y triste edificio unabominable camastrón. No le fue posible pegarlos ojos hasta el amanecer, y su martirio fuegrande no sólo porque la excitación mental leimpedía dormir, sino porque contribuyeron aaumentar su doloroso y febril insomnio losdesaforados gritos del pobre La Zarza, que enla habitación contigua exclamaba sin cesar:«¡Robespierre, Robespierre, no haya piedad!...¡Todos a la guillotina!... ¡Aún faltan muchos:valor! ¡Pérfidos aristócratas, infames vendea-nos, enemigos de la civilización: preparadvuestras cabezas!... ¡Temblad, tiranos, vuestrahora ha llegado!... ¡Robespierre, Robespierre: lainfamia de tantos siglos no se lava sino consangre!»

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Capítulo IXEl león domado

I

Susana no había podido, a pesar de su carác-ter dominador y absorbente, trocar las antiguas,venerandas e invariables prácticas de la casa enque vivía, que era la de su tío D. Miguel deCárdenas y Ossorio. Conspiró la joven muchotiempo para hacer variar las horas de comer ylas del Rosario, lo mismo que para destruir cier-tas preocupaciones y rancias costumbres que,según ella decía, quitaban todo su brillo a lossaraos. Consistían estas antiguallas en no dar aluso de las bujías la importancia que merecía,prefiriendo los viejos hachones de cera y resis-tiéndose a trocar las lámparas históricas por losmodernos y recién propagados quinqués. Tam-bién había hecho esfuerzos para poner en lasala algunas cornucopias que cubrieran las ver-gonzantes fealdades de unos tapices que habían

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presenciado el paso de diez generaciones, yasimismo quiso substituir el clave imperfecto ydiscordante que sus antepasados adquirieronen tiempo de Juan Bautista Lulli, cuando menospor un forte-piano, admirable en las labores dela caja, encantador en sus sonidos, joya instru-mental y artística digna de las manos y delespíritu de Beethoven. En esto triunfó Susana,mas no en relegar la guitarra a completo olvido,como pretendía, llevada de su amor a la etique-ta. La guitarra siguió animando con sus ras-gueos picantes y su dulce somnolencia las ter-tulias de la casa, donde se bostezaba de lo lin-do, a causa de no poderse dar entrada franca aelementos de distracción.

Los dueños tenían en esto un rigor extremo,y el estrado de tan veneranda mansión no seabría sino a personas incurablemente serias, adamas de la estofa cancilleresca de doña Anto-nia de Gibraleón y a señores procedentes delConsejo y Cámara de Castilla, de la Sala de

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Alcaldes de Casa y Corte, de la Contaduría dePenas de Cámara, del Consejo de Ordenes o delas Indias, de la Rota o de cualquiera de aque-llos panteones administrativos que hacían lasdelicias del siglo XVIII. Por las noches, al verentrar con solemne y acompasado andar aque-llas estiradas figuras, cuyos semblantes pa-recían más graves sombreados por las alas depichón de sus disformes pelucas, un observa-dor de nuestra época hubiera creído asistir aldesfile del Estado en el antiguo régimen. Laconversación correspondía a los personajes, yaunque las damas, a excepción de la Diplomáti-ca, se aburrían bastante, ellos pasaban tan en-tretenidos las largas horas de la tertulia, que, alllegar las diez, hora de romper filas, exclama-ban a una voz: «¡Qué temprano!», si bien lacostumbre era más poderosa que nada, y en-volviéndose en sus capas salían, precedidos delpaje y la linterna, en dirección a sus casas.

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No se permitía más desahogo literario quealguna lucubración pastoril de Pepita Sanahuja,considerada como verdadero portento de pre-cocidad y de ingenio. De entremeses ni repre-sentaciones no había que hablar, porque talcosa no era consentida en tan augustos recintos,y sólo alguna canción, acompañada al clave o ala guitarra, podía tolerarse, con previa censuray después de ser amonestado el Orfeo parahacerlo en voz baja y con muy recatados ade-manes. En el ramo de refrescos la sobriedad eratal como correspondía a estómagos que por suedad no debían ser cargados con excesivo ma-terial, y, por tanto, el bolsillo del Sr. Enríquezde Cárdenas no sufría grandes expoliacionescon esta partida del presupuesto señoril. No seescatimaba el chocolate ni los azucarillos, perosi se quería pasar de ahí, si se le antojaba acualquier estómago el recreo de alguna magra ode algún pastel substancioso, los Enríquez deCárdenas no tenían nada de Lúculos y cerrabanlas despensas con cien llaves. Verdad es que los

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tertulianos eran tan sobrios como los amos dela casa, y ninguno se hubiera permitido desor-denados apetitos.

Uno de los principales y más asiduos soste-nedores de la tertulia era el doctor Albarado yGibraleón, hermano de la señora, persona deilimitada bondad, y tan discreto y sensible a lavez, que su cargo de inquisidor general era enél un horroroso contrasentido. Su amor porSusana, a quien había mimado desde niña conla flaqueza y cariño paternal de un abuelo, eradelirio. Persona grave y de austeras costum-bres, el doctor tenía, especialmente con su ido-latrada Susanilla, todas las expansiones de lamás franca y generosa confianza. Cuanto lajoven decía, él lo encontraba bien; sus rasgos desoberbia le encantaban, y en su presencia erapreciso tenerla contenta so pena de incurrir enel desagrado del señor Inquisidor general. Ella,por su parte, si con alguien era condescendien-te y suave, era con el abuelo, como le llamaba de

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ordinario, y en la tertulia las gracias de uno, lasmimosas respuestas de la otra, eran lo únicoque por lo general desentonaban la soporíferaarmonía de la conversación.

Hemos creído necesario dar esta breve noti-cia de la vida interior de la casa antes de referirlos singulares e imprevistos acontecimientosque van a resultar de la entrevista de Murielcon Susanita, determinación que tomó el jovenal fin, después de meditarlo mucho, y caluro-samente incitado a ello por D. BuenaventuraRotondo.

II

-No podía usted haber ideado cosa mejor -ledecía éste al siguiente día, cuando el joven selevantó, después de un breve y agitado sueño-.Es el mejor camino. Si por la intercesión de Su-sanita no consigue usted nada, ese amigo deusted se pudrirá en su calabozo sin que nadie leampare. Yo conozco mucho a esa familia, y el

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Inquisidor es tan amigo mío, que no piensotenerlo más íntimo en ninguna parte.

-¿Pues por qué no le habla usted? -dijoMartín-. Yo le quedaré eternamente agradecido.

-¡Ah! No es fácil ablandar al doctor D.Tomás de Albarado. Sólo una persona tiene elprivilegio de excitar la indulgencia del inquisi-dor hasta el punto de obligarle a arrancar a unreo de las garras del Santo Oficio. Háblele ustedmismo a ella... nada más que a ella.

-Pero ya ve usted las razones que tengo -dijoMuriel, que ya había contado a su interlocutorlo que saben nuestros lectores.

-Eso no importa, amigo mío. Es preciso do-blegarse, transigir, y mucho más cuando estáde por medio la libertad de un amiguito.

-¿Pero no comprende usted que esa mujer nisiquiera se dignará recibirme? Me hará apalear

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por los lacayos desde que ponga los pies en sucasa. ¿No recuerda usted lo que acabo de con-tarle... la escena de la Florida?

-¡Qué tontería! Si usted la humilló entonces,es necesario abatirse, llegar, pedirle perdón...

-¡Yo, perdón! -contestó Martín con energía-.Eso de ninguna manera. Lo más que puedohacer es exponerle mi petición de un modorespetuoso, y nada más.

-Es usted lo más raro...¡Pero qué orgullo...qué...! Es preciso, amigo mío, aceptar las cosascomo las encontramos. Usted no es ningún po-tentado; usted no puede hacer nada por sí soloen el mundo; usted tiene que humillarse bus-cando el arrimo de los poderosos. Yo no meexplico semejante orgullo ni aun tratándose dequien quiere remover la sociedad. Pues digo,hasta en eso no se digna usted descender de lasalturas, y cree que cuantos aspiran a fines pare-cidos no saben lo que hacen.

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Sea que Muriel encontrara algo de justo enesta reprensión; sea que le infundiera más biendesprecio que asentimiento, lo cierto es que nocontestó a ella, y permaneció con los ojos fijosen el suelo, meditando, sin duda, aquel gravecaso.

-No tiene usted nada que pensar -continuóD. Buenaventura, cuyo empeño en decidir aMuriel era tan oficioso, que llamó la atenciónde éste-. No tiene que pensar más en ello, sinoresolverse, e ir. Yo le aseguro a usted -añadióen tono de profunda convicción- que será bienrecibido. No tema usted nada.

-¡Bien recibido! Eso no puede ser. Creo quede ninguno harán menos caso que de mí en talasunto. Esa gente me detesta; a ella, sobre todo,debo inspirarle una repugnancia inaudita.

-La mujer es voluble y tornadiza. Hoy amalo que ayer aborrecía, y mañana desprecia loque le ha gustado hoy.

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-No crea usted, a mí me importa poco serdespreciado o no por esa gente. Lo que no quie-ro es humillarme, cuando en el fondo de micorazón les considero tan indignos y pequeños,a pesar de su posición social. Mi mayor gloriaes confundirlos con una palabra, avergonzarlosy deprimirlos. Después de lo que ha pasado,prosternarme ante la grandeza que yo me hecomplacido en pisotear, me parece la mayordesgracia que pudiera ocurrirme. ¡Si me pareceque de este modo les perdono todas sus cruel-dades! ¡Oh! Mi padre muerto, mi hermanitoerrante y abandonado por los caminos, sonrecuerdos que equivaldrán para mí a un re-mordimiento constante si doy este paso.

-¡Preocupaciones ridículas! Si usted no lohace, el recuerdo de su amigo D. Leonardo seráun remordimiento peor, porque vive, si estar enmanos de la Inquisición es vivir, y usted puedelibrarle de una muerte deshonrosa.

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-Pues bien; puesto que no hay otro remedio,iré. Me humillaré, le pediré perdón. ¡Oh! Esterrible -añadió con cierta expresión de senti-miento-. Si me concede lo que pido, tendréque... tendré que agradecerle...

-Es usted atroz -contestó riendo el Sr. D.Buenaventura-. Le espanta la idea de tener querenunciar a sus rencores, ¡de tal modo se haninfiltrado en su naturaleza!

-Voy, no hay más remedio. Lo único que te-mo es que mi impetuosidad no me impida sertodo lo humilde que conviene delante de esatiranuela.

Ya no cambió de propósito. La situación deLeonardo exigía aquella humillación, y era pre-ciso pasar por ella. Preocupábale a Muriel lainsistencia de Rotondo en decidirle, y muchomás las reticencias y frases con que mostró te-ner seguridad de que el joven sería bien recibi-do. Don Buenaventura tenía conocimiento con

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aquella familia, ¿en qué consistía que le impul-saba hacia ella con tanto empeño? Muriel, queno carecía de astucia, comprendió que no eraRotondo de los que dan paso alguno en la vidasin un fin meditado. «¿Pero a qué pensar enesto? -decía Martín-; ¡lo mejor es esperar a quelos acontecimientos lo expliquen!»

Salió de la calle de San Opropio y fue a la ca-sa del abate, a quien encontró en la cama muydolorido y cabizbajo. El infeliz había sufridouna violenta caída en el escenario de la casa deCastro-Limón, a consecuencia de habérsele tra-bado en las piernas el temido acero del pruden-te Ulises en los momentos en que entraba atoda prisa para decir a Agamenón:

«Calma tu furia, valeroso Atrida».

Al caer, un grueso alambre del casco decartón que puesto llevaba se le clavó en la fren-te, produciéndole una lesión entre rasguño yherida, de la cual le manó mucha sangre toda la

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noche. Las risas de los espectadores fueron ta-les, que hubo necesidad de suspender la repre-sentación, la cual siguió más tarde sin Ulises,con gran descontento de los improvisadoscómicos.

-Tengo que darle a usted una buena noticia-dijo con quejumbroso acento D. Lino al verentrar a Martín.

-¿Qué?

-Empezaremos por el principio. Hay nochesfunestas, amigo mío, y la pasada lo fue para míen grado extremo. ¡Qué bochorno! Yo sabía tanbien mi papel... Y no estaba mal vestido, ¿no esverdad, D. Martín? Pero aquella maldita espa-da... ya recordará usted que se lo dije.

-¿Pero qué buena noticia es esa que usted meiba a dar? -preguntó Muriel impaciente.

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-¡Pues es nada! Anoche estaba Susanita encasa de Castro-Limón, y le dije que le iba usteda pedir un favor.

-¿Y qué dijo?

-Lo que yo me figuraba.

-¿Me recibirá?

-¡Toma! ¿Pues no ha de recibirle? Se mostrómuy sorprendida al principio y no me contestópalabra. Esto fue antes de sucederme el percan-ce. ¡Ah, qué vergüenza! ¡Caer en medio de laescena como un costal! ¡Si viera usted cómo sereía aquella gente! Yo que entraba tan entu-siasmado en compañía de Epiphile diciendo...No me quiero acordar.

-¿Conque no contestó? -preguntó el joven sincuidarse de la caída de Ulises.

-No; tanto que pensé que aquello la habríadisgustado; pero verá usted lo que pasó des-

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pués... Yo me fui al escenario... Aquellos maldi-tos borceguíes tienen unos tacones tan altos queno sé cómo me tenía de pie.

-¿Qué fue lo que pasó después? -dijo Martíncontrariado por las prolijas consideraciones quehacía Paniagua sobre su porrazo.

-Las damas que allí había me curaron laherida de la cabeza, mas no la contusión de lapierna, que es algo más grave. Ellas, las muytunantas, se reían a costa de mi sangre y de mivergüenza; pero ¡qué bien me cuidaron! Figúre-se usted, Sr. D. Martín, un perchazo dado deimproviso, sin que hallara a mano cosa algunaen que agarrarme... Susto mayor...

-¿Pero no me saca usted de dudas?

-Sí; pues es el caso que yo, viendo que no mehabía contestado, no le hablé más del asunto.Luego con mi caída, maldito lo que me acorda-ba de usted y del pobre D. Leonardo. Pero al

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salir siento que me tiran del faldellín de mi ves-tido. Vuelvo la cara y veo a Susanita, que medice muy vivamente: «Diga usted a ese jovenque estoy pronta a recibirle, y que él se serviráenterarme de lo que pretende...». Pues ni fuemás, ni fue menos.

Grande asombro causó esto a Martín, y seinclinaba a creer que D. Lino no era hombre deltodo veraz, o que con la sangre salida de la ca-beza se le había debilitado el cerebro hasta elpunto de hacerle entender las cosas al revés. Yaempezaba la curiosidad a estimularle demasia-do, y así, sin pensarlo más, y resuelto al fin aconsumar su temida y necesaria humillación, sedirigió a casa de D. Miguel de Cárdenas y Os-sorio.

III

Por más que Muriel, después de aquellos su-cesos, asegurara que la presencia de Susanitano le había producido efecto alguno en aquel

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memorable día, nos permitiremos dudarlo. Erahombre veraz ciertamente, pero su apasionadoy vehemente carácter le hacía equivocarse confrecuencia, y más que nada en lo referente a élmismo. Las preocupaciones y los inveteradosresentimientos le cegaban hasta el punto de nover lo que pasaba en su corazón. No es posible,por tanto, que Susana dejara de producirlefuerte impresión algo más que de sorpresa,porque los artificios de tocador, la hábil coloca-ción de los adornos y el lujo y belleza de lasprendas de vestir daban tan vivo realce a sunatural hermosura, que sólo la gazmoñería o lafalta de todo sentido artístico podían permane-cer insensibles en su presencia. Tenía el privile-gio, concedido sólo a rarísimos ejemplares delsexo femenino, de hacer elegante y airoso cuan-to se ponía, a diferencia de las que reciben cier-to encanto más ficticio que real de una flor, deuna cinta o de un encaje. Cuanto en su cabeza oen su cuerpo servía de adorno estaba bien.«¡Qué bonito lazo, qué bonito pitibú!», decían

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sus amigas contemplándola, y las muy tontasno comprendían que aquello era bonito porqueella lo llevaba. Los privilegiados organismos,en cuya imaginación tienen su origen las capri-chosas modas que tan por lo serio toma ladesocupada Humanidad, suelen arrojar a lostalleres mil formas extravagantes, ya en som-breros, ya en trajes, que no por ser adoptadasdejan de parecer perfectamente absurdas. Mu-chas que imitaron a Susanita salieron a la callehechas unos mamarrachos, ¡y ella estaba tanbien con aquello mismo que afeaba a las otras!Nada que estuviera en su cuerpo podía ser ridí-culo.

Aquel día deslumbraba. Su traje era unahábil transacción entre la usanza española, algoen decadencia ya en las clases altas, y la modafrancesa, que bajo la influencia del Imperioquería, como Bonaparte, afectar las formas de laestatuaria antigua. Goya nos ha dejado inimita-bles muestras de esta combinación, que per-

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mitía a ciertas ilustres damas tener la esbeltagravedad de las diosas sin perder la arrogantedesenvoltura de las majas. Si en aquella épocalas señoras de alta jerarquía hubieran ya inven-tado los amagos de jaqueca para dar a sus per-sonas una expresión de elegante malestar, deinteresante abandono, para espiritualizarse conlas voluptuosidades del dolor, Susanita hubieratenido síntomas y vislumbres de jaqueca enaquel día. Fuera que su genio precoz se adelan-tara a su época en la adopción de este hermosomal, fuera que se sintiese atacada de los vapo-res, que eran el recurso de su tiempo, lo ciertoes que ella tenía cierto decaimiento perezoso,como si sus nervios, fatigados después de largaexcitación, juguetearan por todo el cuerpo pro-duciéndole en su incesante cosquilleo a la vezdolor y placer.

A su lado estaban gravemente sentados elSr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas y su dignaesposa doña Juana de Albarado; el primero, con

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la cabeza inclinada y en ademán meditabundo,como de costumbre; la segunda, tan arrogantey cuellierguida como siempre, y respirando contal aire de insolencia, que parecía no quererdejar aire para los demás. Martín entró guiadopor un paje, y después de saludarles con el ma-yor respeto a larga distancia, se sentó, obede-ciendo a una señal que, no acompañada de pa-labra alguna, le hizo el Sr. D. Miguel. Los trespersonajes lo miraron como se mira a una cosarara, y aguardaron a que él rompiera la palabra.

-Ya creo que sabe usted a lo que vengo -dijoMartín, dirigiéndose a Susana, esforzándose entomar el tono más conveniente-. Un amigo míole ha informado a usted del favor que tengo lahonra de pedirle...

Susanita no expresó en su semblante ni sor-presa, ni alegría, ni pesadumbre, ni nada. Sinhacer el menor gesto, y hasta casi sin mover loslabios, dijo:

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-Sí.

-Un amigo mío, que no ha cometido delitoalguno, ni aun la falta más ligera, ha sido presopor el Santo Oficio. Solo, sin familia, sin amigospoderosos, el infeliz está expuesto a perecerdeshonrado en un calabozo, si alguien no seapiada de él y logra ablandar a sus perseguido-res. Esto es una cosa que subleva, y nadie pue-de permanecer impasible ante maldad semejan-te...

Muriel se detuvo, comprendiendo que sehabía excedido un poco; y efectivamente, ciertogesto casi imperceptible de D. Miguel así lomanifestaba.

-A todos los que han servido en casa hemosfavorecido cuanto nos ha sido posible -contestóSusana, sin dejar su gravedad-. Yo haré por esejoven lo que pueda, atendiendo a que tieneempeño en ello una persona que nos ha servi-do, aunque mal.

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Muriel iba a contestar; pero hizo un esfuerzoy calló, bajando la vista como en señal de asen-timiento.

-¿Este señor ha servido en tu casa?-preguntó doña Juana con cierto desdén.

-Él no, pero su padre sí; usted habrá oídohablar de D. Pablo Muriel, el que administrabalos estados de Andalucía.

-¡Ah! -exclamó la vieja-, aquel de quien de-cían... ¡qué horror!

-Tía, no hable usted de ese asunto delante deeste caballero, que es su hijo.

Martín hizo otro esfuerzo y calló.

-Pero nosotros -continuó la joven-, perdo-namos todas las ofensas, y...

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-Sí -dijo Martín interrumpiéndola y en tonode amarga, aunque muy fina ironía-. Ustedesperdonan todas las ofensas.

-Y procuramos siempre que las personas quenos han servido no puedan nunca quejarse denosotros.

-Así es; por eso todos colman de bendicioneslo mismo esta casa que la de mi señor cuñado elconde -dijo doña Juana, que no podía estar mu-cho tiempo sin meter su cucharada.

-Por tanto -continuó Susana-, a pesar de losagravios recibidos, yo haré lo posible por lograrlo que usted desea, puesto que nos lo pide contanta humildad. ¿No es eso?

-Sí, señora -dijo Martín, empezando a sentir-se débil.

-Si no fuera así, si usted se acercase a noso-tros con arrogancia -continuó la dama-, sería-

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mos más severos. Pero ya se ve. Los que pormucho tiempo han estado al arrimo de una casano es fácil pierdan el afecto a sus amos, y aun-que cometan faltas que merezcan reprobación,aquéllos siempre son indulgentes. Nosotroshemos sido indulgentes con ustedes, ¿no escierto?

Martín, con gran asombro de doña Juana, nocontestó nada y se notaba que hacía grandesesfuerzos para seguir callando. Susana le teníacomo cogido en una trampa y le azotaba concrueldad inaudita. Lo peor era que él, a pesarde la impetuosidad de su carácter, sentía ellátigo y no se atrevía a proferir una queja. Lagravedad de los dos personajes, la entereza ymajestuosa soberbia de la dama, hasta su mis-ma hermosura, influyeron en el repentino en-cogimiento de su ánimo, más bien fascinadoque vencido.

-Grandes favores han recibido ustedes denosotros -continuó Susana-, favores no siempre

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agradecidos como debieran ser; pero puestoque usted conserva algún cariño hacia la casa...yo haré lo posible porque su amigo sea puestoen libertad.

-Usted hará todo lo posible para que miamigo sea puesto en libertad... -dijo Muriel,repitiendo esta favorable promesa para discul-parse a sí mismo de la tolerancia que había te-nido con las anteriores frases de Susanita.

-Sí, lo haré -repuso ésta.

-Pero di, Susana -preguntó repentinamente ycomo asaltada de un penoso recuerdo-, ¿es esteel caballero que dijo tantos despropósitos elotro día en la Florida? ¿Este es el de que tú noshablaste?

Tan intempestiva pregunta parecía comoque iba a despertar a Martín del letargoso estu-por en que Susanita le tenía sumergido. Iba arecobrar la plenitud de las particulares calida-

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des de su carácter, cuando la dama dio un giromuy distinto a la cuestión, diciendo con malhumor:

-No, tía, éste no es. Siempre ha de entenderusted las cosas al revés.

Callose doña Juana, y su augusto esposo,que no decía una palabra, clavó los ojos en subella sobrina con tal expresión de asombro, queno hubiera pasado inadvertido ante Muriel, siéste no estuviera muy atento a otra cosa que ala apergaminada y rugosa cara del Sr. D. Mi-guel de Cárdenas y Ossorio.

-Aquel de quien hablé a usted era otro, y porcierto que no he visto nada más desvergonzado-exclamó Susana con repentino y artificiosoreír-. ¡Qué procacidad! Es que hay hombres tandespreciables que no sé cómo se les tolera encontacto con personas de etiqueta y delicadeza.Aquel era un hombre que en seguida revelaba

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la bajeza de su condición. Las almas rastreras ymezquinas no nacen nunca en altas regiones.

-Pues si es como tú me contaste -dijo doñaJuana- aquel hombre debiera estar a la sombra.

-¡Ya lo creo! -contestó la de Cerezuelo mi-rando a Martín-. No he oído nada igual. ¡Quémodo de insultar a la religión, a la nobleza, alos reyes, a lo que hay de más sagrado y vene-rable en el mundo! Verdad es que de personastan soeces y viles, ¿qué se puede esperar?... ¡Ah,cómo habló aquel hombre! Todos nos queda-mos asombrados y confundidos. Eso tiene elhaber permitido a D. Lino que nos presentara ados desconocidos. No sabe uno con quién sejunta.

-Pues yo... sin duda, estaba preocupada -dijodoña Juana-; había entendido que este caballeroera el que estuvo el otro día en la Florida. Poreso te reprendí cuando me dijiste que le ibas arecibir.

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-Usted todo lo equivoca -repitió con malhumor Susana-. ¿Le parece a usted bien que yopodía recibir?...

-¿Y ese hombre -preguntó Martín con perfec-ta calma aparente-, estuvo con usted en la Flo-rida en alguna fiesta de campo?

-Sí -contestó Susana también muy serena-, yalternábamos con él creyendo que era perso-na...

-¡Qué atrocidad! -exclamó Martín.

-Figúrese usted -dijo doña Juana-, que a lomejor empezó a soltar mil herejías por aquellaboca, y qué sé yo... ¿no dijiste, Susana, que has-ta llegó a insultar?... ¡Gentuza! Perdone, usted,caballero, que por un momento y equivocada-mente supusiera...

-Es mucho atrevimiento -dijo Martín miran-do fijamente a Susana-. Hay gentes tan audaces

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y desvergonzadas, que debieran perecer paramayor desahogo de la gente delicada y fina. ¡Yustedes no conocieron que estaban en compañ-ía de un farsante hasta que no echó sapos yculebras por aquella boca! ¡Qué bochornosacoincidencia! Y tal vez bailaría con alguna, conusted misma, sin que usted supiera...

Susana no tuvo otro remedio que aguantaresta saeta, porque de contestar a la encubierta ydelicada insolencia de Martín, hubiera tenidoque dejar a un lado el papel que estaba repre-sentando. Calló e hizo uno de esos gestos queni afirman ni niegan, y que nos sirven para con-testar de un modo ambiguo a toda preguntaimportuna que nos coge desprevenidos.

-Pues puede usted ir seguro de que haremostodo lo que podamos en favor de su amiguito-dijo doña Juana, indicando a Muriel con estafórmula que la visita había llegado al límitemarcado por las prácticas sociales y que debíaretirarse.

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-Sin embargo -dijo Susana, que sin dudaquería vengarse de lo del baile-, no puede de-cirse que sea seguro, porque no sé yo si el abue-lo querrá...

-Yo tengo entendido -dijo el joven- que nosabe negar cosa alguna que usted le pida.

-Según lo que sea. La falta de su amiguitopuede ser de tal naturaleza...

-Él no ha cometido falta ninguna, señora;como otros muchos, ha caído inocente en lasgarras de la justicia.

-De todos modos -añadió Susana compla-ciéndose en jugar con los sentimientos deMartín-, no puede haber seguridad. Aquí sehará cuanto se pueda... Veremos, vuelva usted.

Al decir vuelva usted, la hija del conde de Ce-rezuelo miró al techo como si quisiera poner laexpresión de sus ojos a salvo de la curiosidad

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de su tío. Éste no cesaba de mirarla atento a susmovimientos como a sus palabras y no tomabaparte alguna en el diálogo si no era para asen-tir, moviendo la cabeza a todas las sandecesque su esposa doña Juana profería.

-Bien, señora -dijo Martín- yo volveré. Espe-ro que no olvidará usted mi pretensión y confíoen sus buenos sentimientos. Ya tenía yo noticiade su condición suave y caritativa; ya mehabían enterado de la verdad y ternura de sucorazón; me considerará feliz si ahora, con estaimpertinente demanda mía, le proporcionoocasión de mostrar una vez más tan hermosascualidades.

En estas palabras, la sutil ironía del acentoescapó a la obtusa penetración de doña Juana;mas no pasó inadvertida para Susana, que sepuso muy seria y saludó con la cabeza aMartín, el cual ya se había levantado y se incli-naba ante los tres personajes con una profunday algo afectada reverencia.

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Salió el joven de la sala asombrado y confu-so de tan rara entrevista; mas no quiso el Cieloque se marchara sin recibir en aquella casanuevas y más singulares impresiones, y éstas selas deparó el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárde-nas. Iba Martín cercano a la escalera, cuandosintió pasos algo quedos y un ceceo no muyclaro. Volviose y vio a dicho señor, que paradojunto a una puerta, con la mano puesta en lallave, le hacía señas de acercarse. Hízolo así yambos entraron en un despacho, donde D. Mi-guel, en extremo obsequioso y con una oficiosi-dad galante que Martín hasta entonces no habíavisto en él, le mandó sentarse sin cumplimientoalguno. Sentose Martín, el señor cerró la puertay vino a ponerse a su lado.

IV

Aquél era día de sorpresas. La benevolenciarelativa con que le habían recibido; la nueva ydesconocida fase del carácter de Susana, a

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quien en la Florida no había conocido sino deun modo muy incompleto; el misterio de surepentina protección, que podía ser obra derefinada astucia, tal vez de una burla, y quiénsabe si de otra inexplicable cosa, y, por último,la improvisada cortesía de aquel hombre, quesimulaba tener que hablarle de un grave asunto(¿cuál?), todos estos hechos imprevistos eransuficientes a confundir al más sereno, y Murielera hombre que se impresionaba pronto ysiempre fuertemente, por lo cual sus creencias,sus sentimientos y hasta su carácter sufríangrandes oscilaciones.

-Perdone usted que le detenga -dijo D. Mi-guel-, pero no quiero que se vaya usted de micasa sin que hablemos un poco. Aquí estamossolos.

-Usted dirá.

-Ya tengo noticias de usted -añadió el viejocon artificiosa sonrisa-. Todas las personas de

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talento me son simpáticas. Pero ve usted lataimada de mi sobrina... ¿Pues no negó quefuese usted el que el otro día estuvo en la Flori-da?

-Sí... sí...

-Ella quiso evitarle a usted un sonrojo. ¡Quétontería! Como estaba mi esposa delante, y éstatiene ciertas ideas... Por mi parte... a mí no measustan esas cosas. Mi sobrina ha estado enextremo cariñosa con usted. Yo estaba asom-brado. Pero dígame usted, Sr. D. Martín, ¿cómovan sus cosas? Porque yo sé que usted tieneproyectos; usted, que se eleva a tanta alturasobre el común de las gentes, aspira a ver reali-zadas sus ideas, sus grandes ideas, sí. A mí megusta el arrojo de los jóvenes que quieren vertransformada esta sociedad... y eso es induda-ble, Sr. D. Martín, esta sociedad ha de volversepatas arriba.

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Martín no sabía qué contestar a tan apre-miantes razones. La sorpresa primero, y ciertadesconfianza después, le impidieron ser tanexpansivo como su interlocutor. ¿De dónde leconocía aquel hombre? ¿Cuál era el secreto doaquella repentina y calurosa simpatía que lemostraba? Indudablemente allí había algo.

-En fin, Sr. D. Martín -continuó D. Miguel-,yo tendré mucho gusto en hablar con usted deeste y otros asuntos. Usted no será muy explíci-to conmigo, porque no me conoce; pero ya nosveremos. Venga usted a mi casa cuando guste,pues yo me honro recibiendo en ella a personasde tanto mérito... mérito desconocido y obscuroque es preciso sacar a luz. Usted es digno delaprecio de las gentes. ¡Cuántas injusticias seven en el mundo! ¿No es verdad, Sr. D. Martín?Venga usted por aquí. Olvide usted los resen-timientos que pueda guardar a mi señor her-mano; él es raro; yo sé que en el asunto de D.

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Pablo ha habido muchas intrigas... En fin, esopaso...

-Y ha habido también injusticias -dijoMartín.

-Susana no participa de ninguna prevencióncontra ustedes. ¡Si viera usted qué empeñadaestá en sacar en bien a ese señor, su amigo, queestá preso en el Santo Oficio!

-Será muy grande mi agradecimiento -dijoMartín, que no se dejaba seducir por la inespe-rada verbosidad del Sr. Enríquez de Cárdenas.

-¿Pero no me dice usted nada de sus proyec-tos? -volvió a decir éste, cada vez más empeña-do en entablar un diálogo político.

-Yo no tengo proyecto alguno -contestó eljoven, deseoso de apagar el ardor de D. Miguel.

-Sus aspiraciones, quiero decir... Yo, acá paralos dos, pienso como usted acerca de ciertas

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cosas que hay que hacer aquí; sólo que yo notengo talento ni puedo exponerlo con la elo-cuencia que usted, porque usted es elocuente,Sr. D. Martín.

-Sin duda le han informado a usted malacerca de mis merecimientos; yo soy un hom-bre aficionado al estudio y sin otra calidad queun deseo muy vivo de ver realizados el bien yla justicia en todas partes.

-Bien, bien; eso mismo digo yo. Me pareceque a usted le están reservados días de gloriaen nuestra patria. El principal mérito de usted,según tengo entendido, consiste en su resolu-ción para llevar adelante cualquiera atrevidaempresa.

-No creo ser débil -contestó Martín-; peroningún deber honroso me puede ser impuestoque yo no cumpla.

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-Así es: constancia, tesón, firmeza. ¡Pero quécorrompida sociedad ésta, Sr. D. Martín! ¿No ladetesta usted?

-Sí, la abomino; dichosos los que nazcancuando esté purificada.

-Manos a la obra, amigo mío -dijo Enríquezcon una decisión que en tal persona tenía mu-cho de cómica.

-¿Manos a qué? -preguntó Muriel.

-Pues es preciso reformar, a ello; yo veo enusted uno de aquellos caracteres firmes desti-nados a simbolizar un gran acontecimiento.Ánimo, pues.

A pesar de sentirse tan vivamente adulado,Martín no las tenía todas consigo; aquel extem-poráneo entusiasmo de su nuevo amigo lo pa-recía en extremo falaz.

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-Yo no pienso hacer otra cosa sino estarsiempre en mi puesto y cumplir con mi deber-dijo.

-Pero cuando su puesto es delante, a la cabe-za; cuando es usted llamado a dar la primeravoz... En fin, nosotros hablaremos de estas co-sas. Venga usted a mi casa, y... le recomiendo lareserva cuando estén delante otras personas...porque no conviene. Creo que ciertas cosas queponga yo en su conocimiento le han de agradar.

-Me honrará mucho la confianza de usted-dijo Martín escrutando con escrupulosidad untanto insolente la persona y fisonomía del her-mano de Cerezuelo, como queriendo sondearsu carácter o buscar en lo exterior algún datocon que explicarse lo que era aquel hombre.

-Aquí, Sr. D. Martín, vienen muchos perso-najes importantes de esta Corte. Yo quiero queusted los trate, pero cuidado; no conviene ex-tralimitarse ni hablar así con demasiada desen-

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voltura. Yo, por mi parte, no tengo preocupa-ciones. Aunque he nacido en alta posición...¡cuán distinto soy de mi hermano!...

-Yo acepto el ofrecimiento que usted mehace y vendré a su casa -dijo Martín levantán-dose.

-Espero que su pretensión será atendida pormi cuñado. Cosa que Susanilla le pida no pue-de ser negada.

-¡Cuánto agradeceré esa benevolencia! Pormi parte...

Ambos se dirigieron a la puerta; D. Miguelcon cierta urbanidad oficiosa, y Martín no con-vencido de que aquellos galanteos fueran cosaespontánea.

No cesaba de examinar a su nuevo amigo, elcual era de estatura alta, muy flaco y flexible.Vestía con cierta afectación anticuada, lo cual

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contrastaba con sus ribetes y vislumbres derevolucionario, y tenía en su persona dos cosasque llamaban principalmente la atención, yeran la peluca, perfecta obra de arte capilar, ylas manos, que eran por extremo blancas, sua-ves y primorosamente cuidadas, embellecidaspor vistosos y muy ricos anillos. Dos dedos deuna de estas manos resbaladizas y finas alargóal joven en el momento de la despedida, en lacual creyó el aristócrata que había hasta un actode popularidad. No cesó de sonreír con com-placencia mientras Martín estuvo al alcance desu vista; y cuando éste se hubo alejado, se me-tió de nuevo en su cuarto. En el mismo instantese abrió una pequeña puerta y apareció unhombre, a quien a conocemos. Era el Sr. D.Buenaventura Rotondo y Valdecabras.

-¿Qué le ha parecido a usted? -dijo acercán-dose con expresión de mucha curiosidad e in-terés.

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-¡Oh!, excelente, soberbio, propio para el ca-so -replicó D. Miguel sentándose.

-Sí, pero es reservadillo... ya se lo dije a us-ted.

-Pues por eso me gusta más.

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Miguel!

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Buenaventura!

Capítulo XQue trata de varios hechos de escasa impor-

tancia pero cuyo conocimiento es necesarioI

Dejemos a Martín devanándose los sesos pa-ra explicarse las causas del recibimiento que enaquella casa había tenido; ya suponía misterio-sas intrigas, ya se figuraba que era objeto de

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burlas, y que lo mismo Susanita que su tío eranseres artificiosos y farsantes. Pero su propósitoera seguir la comedia o la broma si lo era, hastaesclarecerla del todo, y con la esperanza de sa-car de la cárcel al pobre Leonardo. En la nochedel siguiente día era cosa de ver la sala del Sr.D. Miguel, honrada con la presencia de los dig-nos y graves contertulios que de ordinario lafrecuentaban. Ninguno había faltado, y pocasveces la reunión estuvo tan animada. De buenagana daríamos a conocer a nuestros lectores lainteresante discusión que sostenía el señor pre-sidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Cortecon un Consejero de la Cámara de Penas, inter-viniendo un consejero de Castilla y el señorfiscal de la Rota. Como no es indispensablepara el interés de esta verídica historia, sóloharemos un extracto de tan vivo y erudito diá-logo, que no era sino repetición de los que so-bre puntos análogos resonaban todas las no-ches bajo el artesonado de la ilustre casa.

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Discurrían sobre la riqueza comparativa delas naciones de Europa, y un excesivo celo porlas glorias patrias llevaba al señor presidente dela Sala de Alcaldes de Casa y Corte a sostenerque todos los países del mundo eran pobrísi-mos, excepto el nuestro, cuya prosperidad notenía igual en antiguos ni modernos.

-¡Ah! -decía con aquella gravedad que es pe-culiar en todo el que conoce a fondo el asuntode que trata-. Inglaterra y Francia son paísesmiserables. Todas las fortunas de la nobleza noigualan a la de uno de nuestros grandes. Luegoel terreno es tan malo...

-Donde llega la feracidad del nuestro...-apuntó el señor fiscal de la Rota-. Hay en Ex-tremadura tierras que dan tres cosechas. Eso esasombroso; no hay en todo el mundo nada quese le parezca.

-Pues no sé... -dijo el señor presidente de laSala de Alcaldes-. Castilla sola da pan para toda

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Europa. Si no existieran nuestros graneros ynuestros carneros merinos, ¡qué sería del mun-do!

-Es verdad que Castilla y Extremadura sonpaíses fértiles -dijo el señor presidente de laCámara de Penas-, pero es el año que llueve, ycomo nuestros labradores no saben cultivar latierra, resulta que no se coge sino muy pocacantidad en comparación de los habitantes y dela extensión del terreno. Yo sostengo que somosuno de los países más pobres, si no el más po-bre de Europa.

La mirada de los otros dos personajes al oírtan gran despropósito, expresó la alta indigna-ción de que estaban poseídos al oír cosa tancontraria a la general creencia y al entusiasmopatrio.

-¿Qué dice usted, Sr. D. Hipólito? ¿Perohabla usted en serio? ¿Está usted loco? ¡Cómo

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se conoce que no ha hecho usted profundosestudios sobre el particular!

-Porque los he hecho, aunque no profundos,digo lo que digo. Estamos muy equivocados,Sr. D. Blas; no tenemos más que vanidad. Todoeso que se habla de nuestra riqueza es una purapatraña. El día en que haya comunicacionesfáciles, y pueda todo el mundo ir y venir, y verotros países, se desvanecerá este error.

-¿Y sostiene usted que Francia?... Por Dios,Sr. D. Hipólito -dijo el de la Cámara de Penas-,si sabremos lo que es Francia, un país donde nose encuentran tres pesetas, aunque se dé porellas un ojo de la cara... Allí con las tres o cuatrochucherías que fabrican apenas pueden vivir;no es como aquí, donde la riqueza está en elsuelo. Cuidado si hay millones en esta tierra.Pues digo, cuando el duque de Medina-Sidoniay el de Osuna tienen una renta de... qué sé yo...si espanta esa suma.

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-En cambio, cuenten ustedes el número delos que se mueren de hambre.

-No es eso, por amor de Dios, Sr. D. Hipóli-to; ¿si querrá usted negar la luz del sol? ¡Com-parar a nuestra España con esos países dondeno se cogen más que algunas fanegas de trigo ypocas, poquísimas arrobas de vino! Vaya usteda Jerez, Sr. D. Hipólito, como fui yo el año pa-sado, y verá lo que es riqueza. Si aquello esquedarse uno estupefacto; aquello no es vino,es un mar; todo el orbe se embriagaría con loque hay allí.

Júzguese hasta qué punto llegaría la altaciencia y el amor patrio de tan esclarecidos se-ñores, discurriendo sobre este tema. Sabemospor conducto de buen origen que la cuestiónllegó a hacerse personal, descendiendo de laregión de las apreciaciones estadísticas yeconómicas; que el señor fiscal de la Rota fuepoco a poco perdiendo la apacible calma de sucarácter, y llegó a decir al señor presidente de

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la Cámara de Penas cosas que éste jamás oyó niaun en boca de un enemigo.

II

Don Tomás de Albarado y Gibraleón, aquien llamamos el doctor, por serio, y muyeminente, en Cánones y Teología, era un hom-bre cuya simple presencia predisponía en sufavor. De edad avanzada, bastante obeso ysiempre risueño, el inquisidor tenía siempre supalabra agradable para todo el mundo, y aun-que no conocía más idioma que el español,podía decirse que hablaba todas las lenguas porla facilidad con que sabía encontrar la fórmulapropia para expresarse con el sabio y el igno-rante, con el calmoso y el vehemente. Su época,que tenía faltas de lógica horrorosa, había pues-to en sus manos la más terrible institución delos tiempos antiguos, y alguien decía, más bienen son de vituperio que de alabanza, que elarma terrible del Santo Tribunal era en sus ma-

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nos cuchillo roñoso y mellado, que más servíade fútil espantajo que de severo castigo. Si en laInquisición había entonces algo bueno, eraaquel consejero de la Suprema, persona cuyabondad resaltaba más a causa de su fúnebreoficio. Pero es lo raro que él creía a pies juntillasen las excelencias del Santo Tribunal, y era cosaen extremo curiosa oírle referir sus ventajas enel orden social y los prodigios que operaba enla conciencia de los pueblos; creía que el díaúltimo de la Inquisición sería desastroso para lacausa humana, y, sin embargo, esta aprensiónpavorosa, hija de rutinaria enseñanza, no hizonacer en él ni la crueldad ni la aspereza glacialdel inquisidor antiguo. Es que su corazón valíabastante más que su cabeza, y el buen doctorera de los que, extraviados por falsas ideas,pasaban la vida tratando de convencerse a símismo de que la Inquisición podía ser cosabuena sin dejar de ser cruel.

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En su tiempo la Inquisición había perdido lahorrible majestad de anteriores siglos; ya lacostumbre, si no la ley, había suprimido lasejecuciones en grande escala, dejando sólo entoda su fuerza las condenas de levi, ad cautelam yotras en que por delito de herejía, de filosofis-mo, de jansenismo o de francmasonería se en-carcelaba a la gente, proponiendo alguna tandade azotea. Diríase que la Inquisición se espan-taba de su propia obra y se corregía, asombradade que las leyes civiles la toleraran. El doctorAlbarado se congratulaba de este adelanto pro-pio del tiempo, y, a veces, a solas con su con-ciencia, decía que a haber nacido en época máslejana no fuera inquisidor por todo el oro delmundo. Su grande amistad con D. Ramón Joséde Arce, arzobispo de Zaragoza, y entoncesInquisidor general, le daba gran influencia en elConsejo de la Suprema, de que formaba parte, yaun en los Tribunales de los reinos.

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En el largo período en que dicho reverendoSr. Arce desempeñó el generalato del SantoOficio, fueron muy contadas las sentencias,según afirma la Historia, asombrada de tantaparsimonia en el quemar y de tamaña sobrie-dad en el vapuleo. Desde 1792 hasta 1814 laInquisición sólo quemó a un reo, y eso en efigie,y azotó públicamente a veinte.

Susanita nunca había pedido al abuelo favo-res que se relacionaran con aquel alto Tribunal,pues ni ocasión tuvo para ello, ni hablaba nun-ca de semejante cosa. Mucho asombro causó albuen doctor la extemporánea petición que ellale hizo al día siguiente de la escena referida enel anterior capítulo, y mostraba tal empeño, tanvivo deseo de verlo cumplido, que el abuelo nopudo menos de decirle:

-¿Pero tú estás loca? ¿Tú sabes lo que estásdiciendo? ¡Qué yo ponga en libertad a un presode la Inquisición! ¿Crees tú que ese Tribunal escosa de juego?...

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-Pues si usted quiere hacerlo puede muybien -contestó con enojo la dama-. Es porque noquiere.

-Pero hija, tú has perdido el juicio. En primerlugar, todo lo que allí pasa es secreto, y hastaesta conversación que tenemos aquí hablandode ese reo es contraria a las leyes del Santo Ofi-cio.

Pero el buen teólogo era en extremo débil,sobre todo cuando se trataba de hacer bien, ySusana, que en su rara penetración lo conocía,había aprendido a sacar partido de su buencorazón. Enfadada y adusta estuvo después deldiálogo anterior, y no contestó palabra a lasmuchas que le dirigió el hermano de su tía pre-guntándole varias cosas.

Al día siguiente entró el abuelo en la casa a lahora de costumbre y fue en busca de ella, son-riendo al verla y complaciéndose de antemanoen la sorpresa que iba a darle, como cuando

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llevamos una golosina a un niño y retardamosel momento de dársela. La golosina que llevabael doctor era una esperanza de que la preten-sión de Susana sería atendida.

-Por darte gusto -dijo-, me atrevo a romperel secreto, Susanilla. Voy a darte algunas noti-cias de ese desgraciado. No te diré nada de lasdeclaraciones ni del proceso porque eso nosestá prohibido, ni de los cargos que resultancontra él, ni de la sentencia que es probable sele imponga.

-Pues me deja usted enterada. No me dicenada, y...

-Pero escucha. Sí te diré, y esto puede reve-larse, que el Tribunal de Toledo le ha reclama-do, por creer que a él compete juzgarlo. Has desaber que ha habido agravios a la Virgen delSagrario, y además aparecen papeles que liganeste crimen con los de una Sociedad de

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francmasones que tiene asiento en aquella ciu-dad y se había descubierto también estos días.

-¿Y qué ventajas saca el infeliz de ser juzga-do en Toledo, en vez de serlo en Madrid?

-Muchas, porque el Tribunal de Toledo esmás benigno, y hace mucho tiempo que allí nosentencian más causas, que las de levi. Todos losinquisidores son hombres muy blandos y sen-sibles, por lo cual el Consejo les ha solido ta-char de poco celosos.

-Usted no me quiere complacer y ahora sedisculpa con los de Toledo -dijo Susana pocosatisfecha del éxito de su pretensión.

-Pero hija, ¿qué quieres que yo haga? Yo nopuedo dar pago alguno; yo no puedo influir deningún modo en el ánimo de los inquisidores, ymenos en los de Toledo, de los cuales no co-nozco más que a uno.

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-No sé más sino que si usted quisiera, almomento lo arreglaría a mi gusto -dijo con mu-cha terquedad Susana.

-Pero mujer, ¿qué más quisiera yo? No seasdíscola y considera...

-No considero nada, no vuelvo a pedirle austed el más ligero favor.

-Pues hija, está de Dios que no has de entraren razón.

Susanita comprendió que tenía que lucharcon una institución y no con una persona, y seabanicó con mucha fuerza creyendo que basta-ban sus artificios de coquetería para torcer losprocedimientos del secular y pavoroso Tribu-nal. No eran del todo impotentes, porque unade las cosas que más cautivaban el complacien-te ánimo del abuelo era el encantador enojo dela hermosa tirana. Por aquella vez no se atrevióni a ceder ni a arrancar la esperanza de un

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próximo triunfo. Calló y esperó. Por eso en lanoche a que nos referimos al comienzo del capí-tulo, se le veía apartado, contra su costumbre,de la adorada y adorable nietecilla, y a ésta, muytiesa y severa, nada complaciente con el buendoctor y tan ceñuda como un niño a quien se hanegado un juguete. No lejos de ella estaba doñaAntonia de Gibraleón, la diplomática a quienya conocemos, que era prima de Albarado, ydoña Juana, no menos entendida que su parien-ta en asuntos de Estado, aunque más reservada.

-No me puedo olvidar del charco del pobreD. Lino -decía aquélla riendo-. ¡Cómo cayó elinfeliz! ¡Y no necesitaba el pobrecillo romperselas piernas para hacernos reír, porque la verdades que era su figura en extremo extravagante!

-Yo en mi vida he visto tragedia más sin gra-cia; todos lo hicieron bastante mal -dijo doñaJuana-, ¡y luego ver entrar en escena aquelmamarracho!

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-El abate no desempeña bien papel alguno,sino cuando Pepita Sanahuja le hace represen-tar el de becerro o carnero en sus farsas pastori-les -dijo doña Antonia-. La verdad es que es unhombre excelente. ¡Si viera usted qué arte tienepara escoger melones!

-Es una alhaja, como no sea para representartragedias- No tiene igual para toda clase derecados. Anteayer me compró unos jamonesque no había más que pedir. Para hoy le tengoencargado que se entere de alguna doncellahacendosa y formal que me hace falta... Pero¿qué haces ahí, Susana? -añadió reparando enla expresión sombría y meditabunda de la hijade Cerezuelo-, acércate; ¿por qué estás tan en-simismada?

Pero la antojadiza dama no hizo caso y con-tinuó dándose aire con tal ademán de reconcen-tración, que parecía ocuparse en resolver algúnintrincado problema.

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El marqués de las pastillas andaba rodandopor allí bastante aburrido a consecuencia deuna sucinta relación que hiciera el señor fiscaldel Consejo de Ordenes de los siete partos desu difunta esposa, y se acercó a Susana buscan-do más entretenida conversación.

-¿Sabes que me llama la atención -dijo- nover aquí a doña Bernarda con su hija? Casinunca faltan.

-Se les mandará un recado si quiere ustedsaber lo que les pasa -respondió la joven conmuy avinagrado gesto.

-Esta noche estás hecha un puerco espín-dijo el marqués sin incomodarse-. Vamos, unapastilla de tamarindo -añadió, presentando sucaja.

Susana las rechazó con tan vivo ademán,que el tesoro antiespasmódico refrigerante seesparció por el suelo. Todos volvieron los ojos

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hacia el lugar de la catástrofe y contemplaron ala irritada diosa.

-Esta noche tiene Susana la calentura -dijo eldoctor-. Hay que esperar a que le pase.

-Pues hija -dijo el marqués en voz baja ysentándose junto a ella-, si estás enojada porqueme he negado a ir contigo al baile de la Pintosi-lla, no vayamos a reñir por eso; iremos.

-¡Ah! ¿Usted creyó que desistía yo de ir albaile de Maravillas? -contestó con peor humorSusana-. Si usted no quisiera ir conmigo, deseguro no faltaría quien me acompañara.

-Lo supongo -contestó el de las pastillas-; pe-ro ya que haces el disparate de ir a semejantessitios, irás conmigo; tu gusto de mezclarte conla gente del pueblo en esa clase de jaleos esmuy extravagante, por más que la mayor partede las damas de la Corte lo tengan igualmente;pero si no te curas de tan rara afición, Susana,

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yo iré contigo. No conviene penetrar sin muchay buena escolta allí donde está la flor y espejode la manolería.

-Si a usted le molesta -contestó con el mismomal talante la hija de Cerezuelo-, ya he dichoque no faltará quien me acompañe.

-¡Vamos, tú estás esta noche con el genieci-llo! Hay que, tener cuidado con la florecita -dijoel marqués elevando al cielo (es decir, al techo)sus macilentos ojos, en que se conocían los es-tragos de una vida licenciosa y relajada.

Digamos de paso, y por lo que esto puedainfluir en los futuros sucesos de esta puntualí-sima historia, que en el fondo del pensamientode este gastado marqués había una escondida ycomo pudorosa aspiración de amor que no sereveló nunca, sin duda por la conciencia de suinferioridad física y moral respecto a Susana.

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Ya al llegar a este momento de la soporíferatertulia, en el otro extremo del estrado se habíadebatido hasta lo último el tema de la riquezade las naciones.

Nadie tenía pedida la palabra, y el señor fis-cal de la Rota inclinaba la cabeza en señal desueño, mientras el señor consejero de la Sala deAlcaldes, etc., se ponía la palma de la manoante la boca, que se desquiciaba en un bostezo.El señor consejero del de Órdenes miraba alsecretario del de Indias como se miran dos es-finges puestas a un lado y otro de un pórticoegipcio. El hermano del señor corregidor perpe-tuo con juro de heredad de la Villa y Corte de Ma-drid, hacía notar con cierta timidez a otro deaquellos personajes que una de las alas depichón de su hermosa peluca se había chafadoal recostar la cabeza sobre el respaldo del sillón,y el señor fiscal de la Rota interrumpía el gene-ral y grave silencio sorbiendo sus grandes de-dadas de rapé. Doña Juana y doña Antonia

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hablaban por lo bajo en un rincón, y según in-formes de excelente origen, ésta se ocupaba enexplicar a la primera por qué la Paz de Basileahabía sido menos deshonrosa que el Tratado deSan Ildefonso, pues es fama que doña Juanaconsideraba ambos actos diplomáticos comoigualmente impremeditados e inconvenientes.La reunión había entrado en ese período desomnolencia en que las voces se van extin-guiendo, apagándose el fuego de las miradas,calmándose la viveza de los ademanes, y enque toda la tertulia aparece aburrida de sí mis-ma, ya próxima a disolverse si una exclama-ción, una agudeza o una tontería de despropor-cionado calibre no lo dan nueva vida.

Ninguna de estas cosas interrumpió la pazde aquel panteón de nuestras instituciones polí-ticas y administrativas; pero sí fue turbada porun hecho que casi podemos llamar aconteci-miento. Susana, que estaba muda y ensimisma-da en un extremo del salón, se levanta viva-

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mente, atraviesa con mucho denuedo por entrolos consejeros, secretarios y demás glorias na-cionales, avanza sin mirarlos, con ademán deresolución y desdén, marcando estos dos sen-timientos con el insolente ruido de los taconesde sus zapatos, y sale cerrando la puerta con talestruendo, que muchos se estremecen cual fi-guras de cartón a quien hasta las pisadas de losniños hacen oscilar en sus endebles pedestales.Para comprender la sensación que en el ilustreconcurso produjo esta extemporánea, irreveren-te e inusitada salida, basta traer a la memoria laetiqueta de entonces, en cuyos códigos draco-nianos se imponían fórmulas de que hoy ape-nas resta alguna práctica consuetudinaria en elaustero hogar de antigua familia castellana nodomada por el siglo XIX. Aquella muda imper-tinencia de la soberbia dama fue un insulto atodo el grave senado; no se tenía noticia de otroigual en casa de tanta etiqueta, ni jamás Susani-ta, aunque voluntariosa y díscola, había arroja-do tanta ignominia sobre aquellas imponentes

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pelucas. El señor consejero de la Sala de Penasvio en el ademán de la petimetra una expresiónde desprecio. Los tíos estaban avergonzados; eldoctor dijo entre dientes, perdonándole su malacrianza: «¡Infeliz, está enojada conmigo!» Elmarqués creyó sentir los taconazos sobre lacarne fofa de su corazón; el fiscal de la Rotaquería ver en ella un ademán de burla, y el con-sejero de indias un gesto de dolor. Los parece-res eran distintos, aunque todos se lo callaron.Alguien creyó ver en sus labios la modulacióninsonora de palabras coléricas; pero un buenobservador que imparcialmente contemplara laescena, hubiera comprendido que el bruscomovimiento y la partida resuelta de la joven noexpresaban otra cosa que una resolución repen-tina e inesperadamente tomada. Si esta resolu-ción hubiera pasado de su cabeza a sus labios,la dama soberbia no hubiera dicho otra cosaque esto: «Ya sé lo que tengo que hacer».

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No es posible que el lector, por más que secaliente los sesos en penetrar estas palabras,vea cumplido su justificado deseo, ni lo verá sino busca la satisfacción de sus dudas en loscapítulos siguientes, entre los cuales el que vie-ne a continuación no es de los que le dan me-nos luz sobre tan peregrino asunto.

Capítulo XILos dos orgullos

I

Después de la entrevista con los grandes se-ñores de Enríquez, Muriel determinó volverse asu antigua casa de la calle de Jesús y María. Yafuera porque no sentía temor alguno a las visi-tas de la Inquisición, después de aquella entre-vista no explicada ni comprendida aún, ya por-que no gustaba de ocultarse ni menos de habi-tar en compañía de D. Buenaventura, lo cierto

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es que abandonó la calle de San Opropio, a pe-sar de que su dueño le instaba a que se queda-se.

El último día que Muriel estuvo allí, Roton-do le presentó dos caballeros de muy raro as-pecto y traje, que se decían entusiasmados conlas ideas filosóficas y revolucionarias. El uno,que era un joven mal vestido y de tristísimosemblante, habló largo rato con Muriel, expo-niéndole su doctrina, que consistía en pegarfuego a todas las ciudades y llevar al cadalso acuantos nobles, frailes y gente real se hallaranen la Península. Sotillo, que así se llamaba, eraun hombre dominado por perpetua cólera. Surabia insensata y su excitación le asemejaban alpobre La Zarza, más loco sin duda, pero menosrepugnante. Muriel, después de hablar larga-mente con aquel que ahora llamaríamos dema-gogo o comunalista, y que era de los que enton-ces solían llamarse francmasones, comprendióque en espíritu tan extraviado por siniestras

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venganzas no había idea alguna política ni fi-losófica, sino tan sólo el despecho que sueleverse en la inferioridad envidiosa, que no cono-ce otro medio de parecer grande sino rebajandoa toda la sociedad hasta su nivel.

El otro era un vicio no menos rabioso y en-tusiasta, aunque de humor algo festivo a inter-valos y muy satisfecho de su poder y travesura.Llamábase D. Frutos, y es cosa averiguada queanduvo en su juventud y por mucho tiempojugando al escondite con la justicia, hasta queésta al fin se dio tal arte que le echó mano y leenvió a Ceuta por diez años. Tales antecedentesno le impedían que afectara en su conversaciónuna rigidez de principios morales enteramentecatoniana; y si no diera espanto con sus planesde incendio y asesinato, parecía un santo varón.Ni uno ni otro lograron valer gran cosa, a pesarde sus exageraciones revolucionarias, en elánimo de Martín, que tuvo bastante penetra-ción para ver en ellos los perjudiciales elemen-

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tos de acción que unen siempre a toda idea in-cipiente para deshonrarla. Ambos mostraronuna gran admiración, no sabemos si real o arti-ficiosa hacia Muriel, y no acababan de alabarlecomo el más sabio, el más profundo, el másatrevido de los revolucionarios. Martín no sin-tió, sin embargo, apego alguno a la confraterni-dad de aquellos hombres; la cabeza no queríavalerse de dos brazos tan rudos y bárbaros; laidea no anhelaba el concurso de aquella acciónfrenética. Fuese, pues, a su casa con intenciónde no volver, y ellos no quedaron muy satisfe-chos de la entrevista. Como dato preciso, re-cordaremos lo que el Sr. Rotondo dijo al verlepartir a sus dos originales y desalmados ami-gos:

-Me parece que todos mis esfuerzos son in-útiles. Mientras no pierda esos aires de granhombre...

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II

Cuando doña Visitación (que en el momentode sonar la campanilla de la puerta se ocupabaen darse algunos disciplinazos en presencia deun Santo Cristo, que para tan devotos usos hab-ía comprado) se levantó, miró por el ventanilloy vio a Martín, hubo de caérsele el alma a lospies, según estaba de asustada y aturdida.Abrió, sin embargo, al oír las apremiantes ra-zones del joven, y no se atrevió a dirigirle salu-tación ni cosa alguna de cortesía. Grandes ga-nas se le pasaron de traer una escudilla de aguabendita y un aspersorio para rociar el cuarto;pero como la cara de Muriel indicaba no tenerhumor de bromas, y la vieja le había miradosiempre con respeto, aplazó el poner en prácti-ca su cristiano pensamiento para cuando salie-ra.

Pidiole Muriel la ropa suya y de Leonardo,la cual entregó puntualmente la dueña, puesaunque intolerable como mojigata, no hay noti-

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cia de que se le quedara entre las uñas cosaalguna en ningún tiempo. Diole también algúndinero, poco, salvado de las garras de la Inqui-sición por milagro, y con esto Martín se dio porreinstalado. Hizo llamar a Alifonso, refugiadoaún en casa de los tintoreros, y lo puso a suservicio; no las tenía el barbero todas consigo, ypropuso a su amo el mudar de casa, propuestaque Muriel aceptó, disponiendo su ejecuciónpara de allí a dos días.

El siguiente fue fecundo en acontecimientos,como verá el lector, pues desde que Martínabrió los ojos se encontró con una novedad tanperegrina, que por un momento se creyó per-sonaje de novela. Doña Visitación entró muytemprano en su cuarto, después de cerciorarsede que no estaba desnudo ni descubierto, y leentregó una cajita o estuche que envuelta enmultitud de papeles acababan de traer para él.Tomó Martín aquel envoltorio y vio que erauna como cartera forrada en cuero fino y per-

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fumado; en el papel en que venía envuelta es-taba escrito su nombre con caracteres grandes yclaros. Abriola y no pudo reprimir una excla-mación de asombro al verla llena de monedasde oro. La vieja abrió sus ojos de tal modo, queparecía querer devorar aquel pequeño tesoro.Alifonso decía: «Todos los días no son días depenas, Sr. D. Martín. Si un día se nos meten porla puerta esos demonios de inquisidores, otrosnos llueven escudos de oro, que nos vienenahora como anillo al dedo».

Muriel examinó el dinero y lo sacó todo, porver si venía en el fondo alguna carta; pero laincógnita providencia del desheredado filósofotenía el pudor de la caridad, y se mantenía en elmisterio, como si su desinterés llegara hasta nonecesitar del agradecimiento. Mucho contrarióa Alifonso que con la llegada de aquel esfuerzono ordenara Martín la compra de provisionesextraordinarias. Despidioles éste a una y otro, yuna vez sólo contó de nuevo el dinero, que ex-

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cedía de tres mil reales, y después se paseómuy agitado por la habitación, tratando de re-solver el nuevo problema de adivinación que seañadía a los muchos que ya tenía en la cabeza.Es indudable que desde el instante en que abrióla caja un nombre vino a su imaginación y es-tuvo en ella todo el día: Susana. Pero no podíaser. La razón se resistía a creerlo. ¿Con qué ob-jeto? Pero si ella no había sido, ¿quién podíaser? Ya estaba él bastante preocupado con eléxito de su visita y la inesperada complacenciade la dama, cuando aquella limosna le acabó deturbar y confundir. Pero estaba de Dios queaquel día lo sería de confusiones, porque seengolfaba nuestro hombre en un mar de conje-turas, cuando entró D. Lino Paniagua, paraacabar de volverle loco con lo que le dijo.

-Sr. D. Martín Martínez de Muriel: gran pe-sadumbre me hubiera dado no hallarle a usteden casa, porque le [156] traigo un recadito que

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ya, ya... ¡Pero qué disgusto tengo, Sr. D. Martín!Si viera usted lo que me pasa...

-¿Qué recado me trae usted? -preguntóMartín con mucha curiosidad.

-Cosa importante, amiguito, y que le hará austed bailar de gusto. Cuando yo le decía austed que no le miraban con malos ojos... ¡Perosi usted supiera lo que me pasa! ¡Quién locreería, después que soy tan complaciente y mepresto a todo!... El diablo me tentó cuando meencargué del papel de Ulises. ¿Creerá usted quehan hecho una caricatura que anda por ahí...dando que reír a las gentes, y unos versosque...?, la verdad es que son graciosos. ¡Perocómo me han puesto en ridículo!... No hay pe-rro ni gato en Madrid que no los haya leído. Metienen aburrido, Sr. D. Martín. ¡Después quesoy tan complaciente! ¡Caricatura!, ¡versos! ¿Locreerá usted?

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-Sí, lo creo -dijo Martín más impaciente-.¿Pero no me dice usted qué recadillo?...

-Sí... contaré a usted... -repuso el abate-. Perolo peor del caso es que la caricatura la ha hechoel diablo de D. Francisco Goya, y los versosMoratín en persona. Ambos son muy amigosmíos; yo no me he de enfadar por eso. Pero nole gusta a uno ser comidilla de la gente. ¡Si vie-ra usted el dibujo de Goya!... Estoy pintiparadocon mi peluca, mi coturno y mi espada; perotan grotesco, que es para morirse de risa. Pues¿y los versos? Tanto los he oído recitar, que melos sé de memoria.

-¿Pero no tenía usted algo que decirme?-preguntó Martín, cansado ya de versos y cari-caturas.

-¡Ah! Sí. Vamos a ello. Es el caso que anochevi a Susanita Cerezuelo en casa de Castro-Limón, y me dijo... Le advierto a usted que

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primero se rió de mí cuanto quiso, obsequián-dome con el romance de Leandro...

-Bien; dejemos a Moratín aparte por ahora-dijo Muriel.

-Pues bien; Susanita me dijo que ya habíahablado por su amiguito D. Leonardo a aquellapersona.

-¿Y qué ha dicho?

-Nada; parece que es cosa difícil. Sin embar-go, según ella se expresaba, podrá conseguirse.Si digo que usted ha nacido con pie derecho.Pues si la madama se enternece con el Sr. D.Martín Martínez... ¡qué envidias, amigo, va asuscitar el que...!

-¿Conque hay esperanzas de conseguir eso?

-Yo creo que sí; se conoce que ella lo ha to-mado con mucho empeño.

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-¿Y no le ha dado a usted seguridades? ¿Noha dicho lo que ha contestado ese señor conse-jero?

-No, eso se lo dirá ella a usted mismo.

-Sí, quedé en ir por allá.

-Esta noche, sí, a eso he venido.

-¿Esta noche? ¿Le ha dado a usted ese reca-do?

-Precisamente. «Don Lino -me dijo-, hágameusted el favor de decir a ese Sr. Muriel, que estanoche vaya a casa a las nueve en punto paradarle la contestación de su asunto».

-Ya.

-Pero dice que no vaya usted ni antes nidespués de las nueve, sino a esa hora en punto.¿Lo entiende usted?

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-Sí, ya entiendo; iré sin falta.

-Pero no necesito recomendar a usted, Sr. D.Martín, una cosa... y es que ha de haber muchosigilo.

-¡Ah! Lo que es eso...

-Ya usted ve... yo soy persona grave, y sólome encargo de hacer estos favores cuando séque no es para escándalo. Yo sé que usted espersona formal, y en cuanto a ella... Figúreseusted que ya la gente se ocupa...

-¿De qué?

-De Susanita. ¡Como la ven tan abstraída, tanmeditabunda, ella que siempre ha sido lo con-trario! Ya he oído hacer comentarios sobre estecambio aparente en su carácter, y hacen milcálculos y calendarios sobre quién es y quién noes. Por eso recomiendo que tenga usted la pri-

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mera de las virtudes teologales en grado sumo,y alguna de las otras tampoco estaría de más.

-Descuide usted, que yo seré la misma pru-dencia.

-A usted le supongo loco de contento; por-que aunque no saque de la cárcel a nuestroamigo, ¿le parece a usted poco el favor de unadama tan principal?

-En eso no hay nada de lo que usted se figu-ra -contestó Martín-. Sólo me llama para ente-rarme del resultado de mi pretensión.

-A mí con ésas. La verdad es que si ustedconsigue ablandarla, puede considerarlo comoun milagro. ¡Qué basilisco, amigo! Yo que laconozco desde hace tiempo sé lo que es eso. Nohay criatura más antojadiza, Sr. D. Martín;¡anoche precisamente tenía armada una grescacon el marqués de Fregenal, su pariente, eseque la acompaña a todas partes! Y todo ¿por

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qué? Porque ella gusta mucho de ir a los bailesde candil de Maravillas y Lavapiés, como escostumbre aquí entre la gente gorda. El Mar-qués quería disuadirla de su propósito, porqueparece que otra vez fue y no salieron muy bienlibrados. Pero ella en sus trece que ha de ir,porque no puede desairar a la Pintosilla, que laha convidado.

-¿Y quién es esa Pintosilla?

-Una bodegonera de la calle de la Arganzue-la, mujer de mucho donaire y grandementeobsequiada por los petimetres. Aquí es comúnque los señores de más tono se codeen con esagentezuela, y la verdad es que al son de las cas-tañuelas y de las guitarras no se pasan malosratos.

-¿Y Susanita frecuenta esas sociedades?

-¡Ya lo creo! Allí suele ir acompañada de unaplaga de jóvenes de etiqueta y de marqueses

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viejos y abates tiernos... Pero usted la conocerámejor que yo y podrá apreciar su carácter.Conque esta noche, ¿eh? -añadió con sonrisamaliciosa-. Como usted es una persona de for-malidad y ella una dama de alto nacimiento yque se estima, no me pesa de favorecer susamores...

-¡Sus amores! -exclamó Muriel-. ¿Está ustedloco? Eso sería el más grande de los contrasen-tidos. Hay cosas que por mucho que se crea enla veleidad de los acontecimientos y en lasvueltas del mundo, no se pueden sospecharnunca.

-Usted quiere desorientarme -dijo con bene-volencia el abate-, usted no sabe que yo soy laprudencia misma y que secretos de esta natura-leza a mí confiados quedan lo mismo que di-chos a una pared... Pero yo me retiro, Sr. D.Martín; usted tendrá que hacer. Hoy es para míun día de no poder descansar un momento. Laseñora de Valdeorras desea que su hijo más

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viejo tome mañana leche de burras, y voy aavisar al burrero. Después tengo que ir por laestampa de Goya a casa de Castro-Limón parallevarla a casa de Porreño... porque ha de saberusted que para mayor desgracia mía yo tengoque llevar de puerta en puerta esa malhadadacaricatura que de mí ha hecho el truhán de D.Paco Goya. En todas partes la quieren ver, y notengo más remedio que correrla, ofreciéndomea la chacota de todo el mundo. Pero ¿qué se hade hacer? Yo no me puedo enfadar por eso... Ycomo en todas partes me aprecian, sería unatontería... ¡Pues y los versos! ¿Creerá usted queme los hacen recitar por dondequiera que voy?¡Y cómo voy a decir que no! ¡Diablo de Mo-ratín!... Pero no le entretengo a usted más, ami-guito. No se olvide usted, a las nueve.

-Sí, a las nueve. Ni antes ni después; en pun-to.

-Eso es. Adiós, Sr. D. Martín, y mucha pru-dencia.

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Fuese D. Lino a casa del burrero, que quizásle haría recitar también los versos del famosoInarco, y Muriel quedó solo otra vez en presen-cia de los escudos de oro y con la novedad yextrañeza de una cita para las nueve en la casade aquella rara y ya misteriosa mujer. Misteriohabía sin duda en tal cita, pues ella, si le llama-ba para contestarle en el asunto de la Inquisi-ción, mostraba tener más interés por la libertadde Leonardo que él mismo. Al mismo tiempono podía olvidar el recibimiento que le hizo elseñor hermano del conde de Cerezuelo, y eraimposible que en todos aquellos artificios decortesanía no hubiera alguna intención torciday muy difícil de adivinar. ¿Y el dinero? Pero notratemos de expresar la cavilación incesante denuestro desgraciado amigo, y asistamos desdeluego a su conferencia con la petimetra, que es,a no dudarlo, uno de los acontecimientos capi-tales de la presente historia.

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III

Contaba él con que iba a ser recibido en latertulia de la casa, y que a aquella hora estaríanallí reunidos los venerables personajes que an-teriormente hemos dado a conocer. Por eso lecausó sorpresa no ver en la puerta ningunacarroza, y mucho más no hallar en la porteríapaje alguno. El escaso alumbrado de la escalerale hizo comprender que aquella noche no habíatertulia.

En el recibimiento encontró, en vez del pajeque ordinariamente estaba allí, una mujer demediana edad, que en el modo de mirarle y desonreír al verle, indicó que estaba allí esperán-dole. No fue preciso que Martín hiciera pregun-ta alguna para que la mujer le dijera «pase us-ted»; pero en voz tan queda, que el tal comenzóa creer que su presencia allí era tan misteriosacomo el dinero recibido. Confirmose en estaidea al avanzar por un corredor en que no sesentía el menor ruido, ni se veía el resplandor

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de ninguna luz, y hasta le parecía que la mujeraquella pisaba con afectada suavidad, circuns-tancia que a él le obligó también a andar conmucho sigilo, procurando apagar el ruido desus tacones lo más posible. Entraron en unahabitación donde había una lámpara de muydébil y macilenta luz. Entonces la mujer separó, y le dijo:

-La señorita está mala. Voy a avisarle.

-¿Y el Sr. D. Miguel? -preguntó Martín.

-¡Quiá!... -murmuró la mujer, como si oyerauna indiscreción-, no está, no hay nadie. Laseñorita está sola, y un poco delicada, aunqueno es de cuidado.

Desapareció la mujer, y al poco rato volviódiciendo a Martín otra vez: «Puede usted pa-sar». Ella tomó la luz que allí había y marchódelante alumbrando, porque la habitación don-de entraron estaba completamente a obscuras.

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Todavía Muriel no se había dado cuenta delsitio donde estaba; todavía no se había hechocargo de los objetos que tenía ante la vista,cuando ya la mujer había desaparecido. Tendiólos ojos por la habitación, envuelta en una dul-ce obscuridad que vagamente sombreaba loscuadros y los muebles, dándoles tinte extraño.Creyó encontrarse solo. Miró a todos lados bus-cando a Susana, y no vio nada; a su mano dere-cha vio un retrato de hombre que le miraba conla inmutable atención de sus pintados ojos, ycreyó reconocer las facciones del conde de Ce-rezuelo, más joven, hermoso y sin el lúgubreaspecto que le daba su enfermedad y su misan-tropía. Aquello era imponente; por otro lado,un gran Santo Cristo de marfil parecía moversus brazos blancos y resbaladizos como un rep-til de mármol escurriéndose a lo largo de lapared; y las grandes cornucopias doradas se lerepresentaban como extraños seres, tambiénanimados, oscilantes y fosforescentes. Vio suimagen reflejada en un espejo y se estremeció;

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los toros reproducidos en los tapices de varia-dos colores, le parecían alzar sus terribles testu-ces con la curiosidad insolente que es propia deaquellos brutos antes de romper la carrera, yunas majas que en otro tapiz levantaban susbrazos en actitud de tocar las castañuelas, pa-recía como que avanzaban vagamente acompa-ñadas del áspero sonido de aquel primitivoinstrumento. Esta alucinación y este examendel sitio donde se encontraba, apenas duró al-gunos segundos. Al cabo de ellos sintió una tos,y una voz femenina dijo: «Tome usted asiento».

Dirigió Martín la vista al punto donde la vozhabía resonado y vio a Susana, a quien antes nohabía distinguido por estar el resplandor de lalámpara interpuesto entre uno y otra. Acercoseél, y entonces pudo distinguirla perfectamente:estaba tendida sobre un canapé y muy arrebu-jada en una especie de manto o gran chal que lacubría toda, excepto la cara y las extremidades

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de los pies. Su actitud era perezosa, y su vozcomo quejumbrosa y dolorida.

-Estoy enferma -dijo, señalando a Murieluna silla que cerca de ella había como prepara-da de antemano-. Pero puesto que le llamé austed, no quise dejar de recibirle porque noperdiera el viaje.

-Yo hubiera vuelto de muy buen grado-respondió Martín-, y me marcharé al instantesi esta visita la puede molestar a usted.

-No, de ningún modo. Aguarde usted -dijola dama-. Usted estará impaciente por saber desu amigo. Siento mucho no poder darle a ustedmejores noticias de las que tengo.

-Yo no pido imposibles, señora; si las perso-nas que pueden poner a Leonardo en libertadson insensibles a la justicia y a la compasión...

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-Todavía no hay nada seguro. Yo espero, apesar de todo, conseguirlo al fin.

-Hará usted la mejor obra de caridad que esposible imaginar. ¡Dichoso el que puede reme-diar por algún medio alguna de las infamiasque en esta sociedad se cometen y que son basede ella misma!

-La dificultad que hay es que parece ha sidoreclamado ese reo por la Inquisición de Toledo,por atribuírsele un desacato hecho a la Virgendel Sagrario y no sé qué correspondencia conunos masones o brujos, descubierta en esta ciu-dad.

-¡Masones o brujos! -exclamó Martín, sinpoder reprimir un movimiento de cólera-, tam-bién a mí me acusaron de lo mismo. No sepuede presenciar en calma la superstición ytorpe ignorancia que se necesita para creer talesdespropósitos. Se comprende que haya unpueblo ignorante que lo crea; ¡pero que haya

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una institución que lo legalice y una sociedadque lo tolere en estos tiempos!... Da vergüenzade pertenecer al linaje humano cuando se venciertas cosas.

-Ya comprendo yo que todos le teman a us-ted y le miren con recelo como un nombre ex-travagante y peligroso -dijo Susana con su se-riedad acostumbrada-. Yo no he visto personastan revolucionarias como usted, ni que se bur-len con tanto descaro de las cosas santas.

-Es cierto; usted no había conocido otro co-mo yo, y por eso sin duda le parezco tan raro.Mi dolor consiste en que veo a mi lado pocosasí, lo cual me paraliza, obligándome a vivir asolas conmigo mismo.

-Ya encontrará usted -dijo Susana-, si no esque poco a poco se corrige usted de su furor, yle tenemos devoto y manso, en vez de fiero yatrevido como hoy es.

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-No es fácil; yo soy muy desgraciado.Tendré al fin que irme lejos de mi patria, a otrospaíses donde los hombres puedan decir públi-camente lo que piensan sin ser encerrados encalabozos por un Tribunal de gente feroz y co-rrompida.

-Vamos -indicó Susana, con un poco menosde seriedad de la que antes había tenido-. Trateusted de corregirse y le irá mejor. Sea ustedcomo los demás, y tal vez sea feliz. Por lo quehe podido entender, usted es una persona quepodría ocupar un buen puesto en la sociedad sino fuera tan enemigo de ella. No le faltaría pro-tección sin duda.

Martín no podía, a pesar de sus inveteradosrencores, mostrarse repulsivo a tales pruebasde benevolencia, mucho más cuando la hija deCerezuelo, con frases laterales y de soslayo, lehabía ofrecido su protección. No dejó de com-prender el valor de aquella protección, a pesar

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de su arrogancia, y decidió no decir cosa algu-na que trascendiera a ingratitud o descortesía.

-Pensar que yo intente medrar arrojándomea los pies de lo que más aborrezco, es locura.Eso no está en mi carácter.

-¡Ah! -dijo Susana, echando su cabeza fueradel manto en que la tenía arrebujada-, ya sé porqué dice usted eso: ¿que no se arrojará a lospies de lo que más aborrece? ¿Lo dice usted pornosotros?

-¡Ah!, no, señora; no me acordaba de resen-timientos que, aunque siempre vivos, sé dejar aun lado en ciertas ocasiones.

-Nosotros -añadió la dama- no pretendemosque usted se arroje a nuestros pies, ni necesita-mos para nada sus servicios.

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-No me he referido a la familia de usted, dequien no espero nada y a quien tampoco estoydispuesto a servir.

-¿Pero nos guarda usted un rencor tan gran-de?... -Preguntó Susana con sonrisa irónica queturbó a Muriel.

-Yo no quería hablar de lo pasado. Ahora, elpropósito de usted de sacar de la prisión a miamigo me impone un sentimiento de gratitudque yo no puedo sofocar. Pero antes de esto,usted dirá, con la mano puesta en su corazón, sitengo yo motivos para idolatrarles a ustedes.

-¡Ah!, usted se deja arrastrar por la pasión;en casa no ha habido crueldad ninguna con supadre de usted, y si fue preso, los Tribunales deGranada lo hicieron sin influjo ninguno de casa.

-Perdone usted si no lo creo, -dijo Martín-;yo estoy bien enterado de lo que pasó.

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-También nos acusa usted de haber abando-nado a su hermanito, cuando él se huyó denuestra casa, arrastrado por su afición a la vidavagabunda. Pero se le encontrará, yo lo espero.He mandado que se haga toda clase de diligen-cias, sin omitir gasto alguno, y espero que seráencontrado.

-¿Sí? ¿Usted ha mandado?... -preguntóMartín, confuso-. ¿Cuándo?

-Hace dos días.

-Por Dios que ha sido algo tarde, señora; y siesas diligencias se hubieran hecho a su tiempoyo no lamentaría esta desgracia, una de las quemás me han afectado.

-Yo no he tomado esa determinación hastaque he sabido que la pérdida de Pablillo eraconsiderada como una desgracia.

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-¡Ah, es verdad! -dijo Martín tristemente-;los grandes señores siempre ven desfigurado loque está más bajo que ellos. La soledad y aban-dono de un huérfano, despreciado por todoslos que en la casa vivían, desde el amo hasta elúltimo criado, les parece cosa muy natural yque no merece la pena de pensar en ello. Erapreciso que yo me lamentara de semejante con-ducta para que usted se convenciera de que mihermano merecía algún agasajo. De todos mo-dos, yo le agradezco a usted la resolución queha tomado, aunque algo tardía. No dirá usted -añadió sonriendo- que esta ferocidad mía escompletamente inútil.

-¡Ah! -dijo Susana, mirándolo con cierta ex-presión de burla-, ¿cree usted que le tengo mie-do?

-No, miedo, no. Pero nadie puede librarse dela influencia de los demás. A veces no tenemosintención de hacer una cosa buena y la hace-

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mos, impresionados por algo que vemos o queoímos.

-¡Ah!, no... Lo que usted haya podido decir-me no me ha impresionado nada. ¡Si viera us-ted cómo me reí de usted aquel día, cuando mehabló con un lenguaje que hasta entonces creoque dama alguna ha podido oír!...

-Yo quería olvidar eso -dijo Martín-. Es ver-dad que estuve violento; pero yo tenía moti-vos... Cuando supe quién era usted... no sé sisentí cólera o alegría... ¿No es verdad que aque-llo parecía una burla providencial? ¡Bailar jun-tos nosotros! ¡Yo que soy de humilde cuna yque llevo un nombre que no se pronuncia sinhorror en la casa de Cerezuelo! ¡Usted de altolinaje, celebrada por su hermosura! ¡Y la casua-lidad nos juntó, y hablamos como si un abismode rencores y de diferencias sociales no existie-ra entre nuestros dos nombres! ¿No es esto parasentirse orgulloso y poder hablar con algúndesembarazo?

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Susana se sentía humillada, y en vano trata-ba de dar sesgo festivo al asunto. Su forzadasonrisa no sirvió sino para levantar a Muriel,cuyo orgullo iba tomando grandes vuelos.

-Tenga usted franqueza -añadió él-. ¿No seha estremecido usted de indignación siempreque ha recordado aquel día y aquella conversa-ción? Yo, seré sincero, lo considero como unode los más gloriosos de mi vida.

-Usted quiso humillarme -dijo Susana, re-nunciando a quitar su sentido serio a aquelrecuerdo.

-Y lo conseguí. Aquí, hablando con intimi-dad como hablamos, ¿podrá usted negarlo? Esole probará a usted que sólo las circunstanciasensalzan o deprimen a las personas, y que lamejor posición social es la que dan las virtudeso el valor. Un accidente, un engaño, un disfrazjunta lo que la sociedad quiere y ha queridosiempre que no se junte.

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-Y todo eso es para probar que fue unahumillación haber bailado con usted -dijo Su-sana, con picante ironía-. Pues sepa usted, quevarias veces he bailado con manolos y chispe-ros en las verbenas de Santiago y San Juan.

-Pero a ninguno de los que fueron sus hon-rosas parejas mandó llamar usted después, denoche, para hablar con él a solas en su casa.

Este rasgo de atrevimiento que Muriel nomeditó bastante fue tal, que casi estuvo a puntode producir una de las explosiones de soberbiaque en Susana eran frecuentes, y por la cualhubiera despedido bruscamente a Muriel comodescortés y grosero; pero la misma audaz des-envoltura de la frase la contuvo. La sorpresa nole permitió incomodarse, y además su orgullotemblaba ante un orgullo mayor.

-Usted -añadió Martín, tratando de que suinsinuación anterior fuese galante sin que deja-ra de ser enérgica- no trató de confirmar la

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humillación recibida, proporcionando a uno deesos manolos o chisperos la felicidad de verla yhablarla.

-No creía que fuera usted vanidoso hasta eseextremo -repuso Susana, que no encontró pormás esfuerzos de imaginación que hizo, mejorni más adecuada respuesta.

-¡Ah!, no; yo soy soberbio con los orgullosos,pero me empequeñezco y me confundo en pre-sencia de los que descienden hasta mí. Yo, lejosde zaherir a usted por esta repentina deferenciaque me muestra, me complazco en encontrarladigna de mayor estimación. Usted se ha en-grandecido a mis ojos. En mi vida he despre-ciado más que aquel día, cuando tan violenta-mente reñimos en la Florida; después todo hacambiado; los sentimientos sufren a vecesasombrosas reacciones, y ¿quién sabe adóndepodrán llegar los míos respecto a personas queantes me inspiraron profunda aversión?

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Susana callaba, mirándole con asombro; leveía crecer por grados. Él mismo a quien ellacreyó deslumbrar con su favor repentino,obligándole a abdicar sus preocupaciones y suentereza, estaba allí más elevado que nunca,desafiando a la que quería empequeñecerle coninmerecidos obsequios.

-Usted no sabe apreciar la benevolencia quetengo por usted y el interés que me tomo por suamigo. Usted va más allá... -dijo Susana echan-do más atrás el manto y descubriendo todo subusto.

-No voy más allá; estoy en lo cierto. No veoen la bondad de usted otra cosa que lo que de-bo ver; una satisfacción por los ultrajes que harecibido y una protesta contra la humildad demi posición y de mi fortuna. Usted ha tenido elinstinto de la justicia y me concede, tal vez sinsaberlo, lo que yo merezco: consideración,aprecio, afecto todo lo que busco y no hallo enel mundo.

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Susana estaba confundida. Sus grandes ojosnegros habían renunciado a la afectación deldulce marasmo en que la encontró Martín, yrecobraban la viveza y animación que a tantosespíritus habían turbado, y sin embargo, sesentía débil; Muriel no se arrastraba humilladoy vencido a sus pies, sino que se presentabatratando de igual a igual, de potencia a poten-cia. No contestó a las últimas palabras del joveny parecía meditarlas con la profundidad y fijezadel matemático que anda a vueltas con unaecuación. Después de un breve rato en que es-peró en vano que Martín dijese algo más, Susa-nita, como si reanudara un concepto interrum-pido, exclamó:

-Debe usted hacerlo, sí; debe usted hacerlo.

-¿Qué, qué debo hacer? -dijo Martín, sor-prendido de aquellas palabras que eran la pri-mera expresión de un largo razonamiento quela dama había hecho para sí.

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-Lo que le he dicho.

-No recuerdo.

-Usted debe variar de ideas -afirmó Susanacon un interés que no acertó o no quiso disimu-lar-. Usted está llamado a ocupar un elevadopuesto en el mundo, y puede llegar a él si tienemás prudencia.

-No sé qué puesto es ése ni cómo he de con-seguirlo.

-¡Oh! Pues no hay cosa más sencilla -dijo lapetimetra incorporándose y echando más atrásel manto, que dejó descubierto su cuerpo, ves-tido con elegante chaquetilla de terciopelo ne-gro recamado de pasamanería-. Usted, por sucarácter y su entendimiento, debía procurarelevarse en vez de insistir en mantenerse a florde tierra insultando a las clases altas. Si ustedentrara en relaciones con las gentes que tantoaborrece y se convenciera de que sólo a su

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arrimo puede adquirir una buena posición; siolvidara al fin su humilde cuna, ¿quién sabe elporvenir que Dios le tendrá reservado?

-Lo que usted me aconseja es que me venda,como si dijéramos.

-No, usted no ha comprendido bien: inclinarsus talentos hacia otro fin, procurar asemejarseen costumbres a personas más altas de la socie-dad, conquistar el favor de los poderosos, des-empeñar algún cargo elevado, ganar reputacióny aprecio, tal vez un título de nobleza.

-La oigo a usted con curiosidad -dijo Martínriendo-. Esto me divierte.

-No sé que haya dicho ningún despropósito-replicó la dama desconcertada.

-¡Yo pretendiendo un título de nobleza!...Eso es una burla... ¿Y me lo aconseja usted?

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Vamos, no creí yo merecer una burla tan fina yal mismo tiempo tan amena.

-No es broma, no; no le faltará a usted quienle proteja. Sea usted como los demás, comotodos, y confíe en la Providencia.

Como se ve, Susana quería elevar a Murielhasta ella, mientras éste, según aparece en elresto del diálogo, pretendía hacerla descenderhasta él. Quién logró al fin su objeto es cuestiónque se verá aclarada en el transcurso de estahistoria. Por de pronto, Martín acogía con jovia-les respuestas las raras proposiciones de la pe-timetra, y decía:

-¿Si al fin me convertirá usted? ¡Oh! Si no meconvierto no será porque el apóstol deje de te-ner elocuencia.

-¿Usted no siente halagada su imaginaciónpor la idea de ver apreciados en el mundo sucarácter y sus hechos? -dijo Susana echando

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más hacia abajo el manto, que ya parecía darledemasiado calor-. ¿Usted sacrificará todo a esasideas extravagantes que nadie tiene más queusted y otros locos por el estilo?

-Sí, sí, señora -replicó Martín con cruel iron-ía-; yo hago todos los sacrificios imaginablespor medrar, como usted dice, y me arrastraré alos pies de los poderosos y les pediré una tristeejecutoria y un escudo lleno de garabatos paravergüenza de los míos y satisfacción de mi per-sona. Yo soy a propósito para el caso, no lo du-de usted.

-Veo que usted no toma en serio lo que le hedicho. Usted tiene más orgullo que los más in-solentes señores.

-Sí, no lo niego. Negarlo seria una hipo-cresía. Yo tengo orgullo, y muy grande; pero noes orgullo de raza ni fortuna, sino de sentimien-to y de creencias. He aquí mis pergaminos. ¿Yusted me pide que los eche al fuego y los true-

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que por los que enaltecen a esos caballeros quele dan a usted las pastillas y los pañuelos em-papados en esta o la otra esencia?

-Calle usted -dijo Susana, como desprecian-do aquel recuerdo.

-Entonces -continuó Martín- seré un hombrede valer y merecedor de lo que ahora no se mequiere dar. Entonces no habrá personas que seavergüencen de ser benévolas conmigo; enton-ces los que se sientan más o menos inclinados ami compañía, podrán verme a la luz del día yno a hurtadillas y con sonrojo. Entonces no seme humillará ni habrá nadie que se crea exentode tener para conmigo y los míos aquellas con-sideraciones que la caridad exige. ¡Qué grandehombre seré el día en que me decida a seguirese consejo! ¿No es verdad?

Susana se sintió otra vez débil ante este ver-dadero bofetón moral. No le era posible conse-guir su objeto, que era quebrantar la entereza

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de aquel pobre joven, obligándole a poner suconciencia a los pies de una categoría y de unabelleza. Él se crecía cada vez más a los ojos dela dama, acostumbrada a matar con alfilerazoslos afeminados corazones de sus galanes. Aquélera fuerte y temible, y su espíritu no consentíaextraño dominio.

Cuando el joven concluyó, bien porque Su-sana no supo contestar, bien porque entraba ensu cálculo el silencio, no profirió palabra, y sólodespués de largo rato arrojó lejos de sí el man-to, diciendo:

-No se puede resistir este calor.

Martín pudo entonces mejor que antes ob-servar la bella actitud de aquel cuerpo perezosoque se extendía sobre el sofá, sofocado por elcalor y libre ya del abrigo que le cubría. ¡Quérara escena aquella en pleno año de 1804,cuando el hogar doméstico no se había abiertoaún a la audacia exterior por la relajación;

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cuando las escaleras de una casa, inspecciona-das por los cien ojos de un susceptible recato,eran inaccesibles a los galanes! Es precisohacerse cargo de la independencia de carácterde Susana, de su desprecio a todas las prácticassociales para que desaparezca la inverosimili-tud de semejante entrevista que, si hoy podríaparecer en extremo peligrosa, entonces era talque habría merecido los más horrorosos casti-gos. La petimetra no se los hubiera dejado im-poner, porque imperaba como reina absolutaen la casa; pero el escándalo hubiera sido es-pantoso, y los Enríquez de Cárdenas se habríancreído deshonrados por saecula saeculorum.

-Veo que no se puede sacar partido de usted-dijo Susana buscando nueva posición en elsofá.

-Cierto es -contestó el joven-; de mí no sepuede sacar partido. Es preciso dejarme entre-gado a la ventura. Probablemente yo seré siem-pre un extravagante, y nunca me seducirán las

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grandezas ni las ejecutorias. Es triste que paraestablecer ciertos lazos que la Naturaleza pide yexige, sea necesario a veces salvar los grandesdesniveles que hay entre las personas. Pero nohay remedio, la sociedad, llena de aberraciones,así lo exige. Los que la Naturaleza ha hechoiguales, el mundo pone en tan diversas condi-ciones, que es necesario sucumbir y renunciar atodo lo que no sea vida enteramente ideal.

Estas palabras, aunque algo misteriosas, fue-ron perfectamente entendidas por Susana, que,fijos los ojos en Martín, contestó afirmativa-mente con la cabeza, mostrando gran convic-ción. Cansose de la postura que poco anteshabía tomado, y culebreaba en el sofá buscandonuevas actitudes a aquel cuerpo cansado de sucansancio. Había tomado un abanico y se dabaaire lentamente. Ya se apoyaba en el codo iz-quierdo, ya se dejaba caer, tan pronto alzaba lacabeza como la inclinaba hacia atrás, dando lamayor latitud posible a su garganta; a veces su

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barba era el punto más alto de la cabeza, a ve-ces la pegaba al seno como si la tuviera clavada;ya tomaba por base la cadera izquierda, ya seextendía de plano; a veces agitaba el pie dere-cho, sacudiendo el zapato puntiagudo y malcalzado; a veces recogía sus piernas, echandolas rodillas fuera del sofá, y estaba tan inquieta,que a no saber nosotros que su enfermedad erapuro artificio, la juzgáramos realmente atacadade algún ligero accidente nervioso.

El joven filósofo, a pesar del predominio quela inteligencia tenía en su espíritu sobre todafacultad, poseía también en alto grado, según laescuela revolucionaria de Rousseau, el senti-miento de la Naturaleza, y fuerza es confesarlo,en aquel momento la petimetra no le inspirabaningún afecto puro. Aquella escena, que pa-recía ser el presagio del romanticismo, mástarde imperante, impresionó vivamente sussentidos. No llegaba su rigorismo filosófico-político hasta el extremo de darle aquella ente-

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reza ascética que es propia de los que cultivanel alma a costa del cuerpo; mas a pesar de sufascinación, que era grande, la petimetra, comoser moral, había descendido bastante a sus ojos.

Es evidente que aquello halagaba su vani-dad, porque ni aun estando las compensacionesy los castigos providenciales en manos de loshombres se podría obtener una venganza másatroz de la aborrecida familia que en contrape-so de tantas injusticias le entregaba su honor.Aun en tales momentos, aunque parezca extra-ño, la idea no se eclipsó por completo en suespíritu y quiso razonar en breves palabras unasituación que por su índole especial debía serlacónica.

-Yo no necesito elevarme. ¿Esto que pasa nole prueba a usted nada? Que me place ver apla-cados a mis enemigos, no por la fuerza ni por elconvencimiento, sino por la Naturaleza, que esmejor niveladora que la razón. Yo no puedo

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permanecer rencoroso cuando de esta manerase me confiesa que todos somos iguales.

Susana oyó estas palabras cuando se incor-poraba en el sofá, cansada ya de estar con lacabeza atrás, rodeándola con sus brazos comosi fuera un marco. Sentada, con una manopuesta en la rodilla y la otra sirviendo de apoyoal cuerpo, con la mirada fija y sin pestañear,semejaba una estatua antigua. La expresión desu semblante varió por completo. Parecía haberrecobrado repentinamente el dominio sobre símisma, perdido hacía poco, y haciendo un ges-to de fastidio, dijo:

-Veo que usted abusa de mi bondad.

En el colmo de la confusión por aquel ines-perado cambio de actitud, de palabras y deexpresión, Muriel preguntó:

-¿Por qué, señora?

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-Porque me dice usted cosas que no espera-ba yo oír en boca de una persona que debíaguardarme mayor respeto. Hay personas quedesde el momento en que creen merecer algúnservicio aspiran a... Retírese usted.

-¡Ah!, señora, no creí hacer otra cosa quecontestar a lo que usted me decía.

-He tenido la debilidad de entretenerme unrato oyéndole... Pero ya me ha mareado ustedbastante.

-Ciertamente, no valía la pena de que ustedme hubiera detenido. Mi intención era tan sóloestar un momento.

-Petra, Petra -dijo Susana llamando.

La criada no tardó en venir. Susana, diri-giéndose al joven, añadió:

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-Es usted demasiado exigente; yo no puedohacer otra cosa que pedir que se haga. Salgausted de una vez.

Estaba muy agitada y se había levantado delsofá, donde su manto, aplastado y lleno dearrugas, hubiera sido un fatal dato para cual-quier malicioso que no conociera lo que allíhabía pasado.

-Señora -manifestó Martín sonriendo- leagradezco su empeño, pero no se tome grandesmolestias por conseguirlo. Yo lo intentaré porotro conducto.

-¡Oh!, es usted lo más impertinente... Pero noesté usted más aquí. Petra, llévale fuera... ¡Oh,qué pesadez, tanto tiempo aquí!

-Ya me voy señora -dijo Martín-; deseo a us-ted mejor salud de la que ha tenido esta noche.Adiós.

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Y salió, dejándola en un estado que no po-demos decir si era de ira o de abatimiento, si dedespecho o de dolor.

Entretanto, Muriel salía y tornaba el caminode su casa, creyendo que nadie reparaba en supersona. ¡Qué error! La confusión y aturdi-miento de que iba poseído, le impidieron sinduda reparar que un hombre embozado, que aalguna distancia del portal de la casa estabapaseándose, le vio salir y le siguió despuésdesde lejos por todas las calles que fue precisorecorrer para llegar a la de Jesús y María.

Capítulo XIIEl doctor consternado

I

Dijimos que Martín no sospechaba, durantesu largo trayecto, que una persona le veía y le

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seguía; pero esta persona sí lo observó muybien y no paró hasta no quedar segura de lavivienda en que el joven penetró ya a hora bas-tante avanzada. El desconocido desanduvo alfin lo andado y se retiró a su casa, donde ledejaremos hasta el día siguiente, en que a la luzdel día y sin embozo ni disfraz alguno salió,permitiéndonos conocerle. Era el famoso mar-qués a quien el lector conoce por el de las pasti-llas mejor que por otro título alguno.

No hagamos caso de la tristeza y abatimien-to que en su semblante se retratan. Las causasde esto nos las va a revelar él mismo poco des-pués, cuando, en casa del doctor Albarado, en-tabló con este grave funcionario un animadísi-mo diálogo. Era aún algo temprano, y el buendoctor saboreaba con sibaritismo su buen gua-yaquil.

-¿Qué hay, qué trae usted, señor marqués? -preguntó el doctor fijando los ojos en la altera-da fisonomía del recién llegado.

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-Lo que yo presumía, lo que yo lo dije a us-ted ayer; pero nunca creí que llegara a tal ex-tremo... -contestó el marqués con agitación.

-Pero me está asustando usted -dijo el doc-tor-. Vamos, ¿los celos no le trastornarán la ca-beza y se le antojarán los dedos huéspedes?

-Ya no se puede dudar, señor doctor amigo;es una gran desgracia y una gran vergüenza.

-Vamos por partes; cuénteme usted y yo de-cidiré en qué grado de ofuscación está esa ca-beza.

-No, esto no es para reír -repuso con melan-colía el pobre marqués, hombre de gastada yviciosa naturaleza, pero de espíritu en extremosensible-. Esta noche he presenciado una cosahorrenda.

-A ver... -dijo el doctor sonriendo-, ¿ha sidoalgún terremoto, asesinato o cosa así?... Los

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celos, los celos, señor D. Félix, son muy malosanteojos. Con ellos se ven las cosas en gran au-mento y tan desfiguradas que no las conoce-mos.

-Cuando usted esté bien enterado no lo to-mará a broma. Esta noche he visto a ese hombrede quien hablé a usted, le he visto entrar en lacasa.

-¿En qué casa? -preguntó Albarado con cier-ta disposición a tomar aquello en serio.

-¿En qué casa había de ser? ¡Por vida de!...En la suya. Ya usted sabe que anoche no quisoSusana asistir a la tertulia en casa de Porreño.Dijo que estaba mala y se quedó en casa. Peroyo sospechaba, salí, fui a observar y vi...

-¿Conque vio usted?

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-Sí, vi a ese hombre salir de la casa a horabastante avanzada. Yo me enteré bien y sé queestuvo dentro más de dos horas.

-¿Usted está seguro de lo que dice?-preguntó con más interés el buen inquisidor.

-Creo que hace usted mal en bromear sobreeste asunto -indicó el marqués.

-¿Y ese hombre... es uno de esos por quienesse interesa tanto para que no les eche mano laSanta Inquisición?

-Justamente. ¿No le dije a usted que sehablaba mucho de eso y que todos los conoci-dos hacían mil comentarios?... Usted se rió en-tonces de mí. Pues ahí tiene usted cómo la cosaera cierta.

-Conque Susanilla... Pero es mucho carácteraquél. A la verdad, señor marqués -añadió el

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Inquisidor-, si lo que usted me dice es cierto,ello es cosa tremenda.

Y dando un fuerte puñetazo en la mesa, selevantó y muy agitado principió a dar paseospor la habitación.

-Usted sabe el interés que Susana se tomapor ese canalla -dijo el marqués con crecienteaflicción-. ¡Oh!, desde que vi que ella no queríair a casa de Porreño, precisamente en día degran sarao, no las tuve todas conmigo. Me puseen acecho...

-¡Ah!, no lo puedo creer -aseguró Albaradodeteniéndose y cerrando los ojos-. Si Susanafuera capaz de semejante infamia... ¡Pero quédeshonra! ¡Qué vergüenza! Y ese hombre,¿quién es?

-Un endiablado francmasón. No está averi-guada su clase y fines. Debe ser hombre per-verso.

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-Pero no nos confundamos, amigo D. Félix -dijo el doctor tratando de serenarse-, fijemosbien los términos del asunto. ¿Qué es a puntofijo lo que hay?

-Ni más ni menos que lo que ayer le dije austed, señor doctor de mis pecados. Que la se-ñorita doña Susana se ha prendado de esehombre aborrecido, y con tanta violencia queanoche le ha recibido en su casa, a solas, cuan-do toda la familia estaba en casa de Porreño.

-¡Ah!, usted se ha equivocado, señor mar-qués. Usted viene a volverme loco -exclamó conrepentina cólera el buen consejero de la Supre-ma-. Susana es incapaz de...

-Ya se convencerá usted, señor doctor. No esla pena de usted más intensa que la mía. ¿Perousted mismo no me ha dicho que había notadocon mucha extrañeza las miradas y el carácterde Susana en estos últimos días?

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-Sí -dijo el Inquisidor, más irritado-. Sí, sí, yohabía notado en ella... No la conocía... yo mepreguntaba: «¿Qué diablos tiene esa mucha-cha?» ¡Oh!, pero nunca creí... ¡Qué tiempos!

-¿Y no le ocurre a usted lo que es precisohacer? -preguntó el marqués.

-¿Qué?... no sé.

-Ya que el mal no puede evitarse, podrá almenos ocultarse.

-¡Ocultarse!, ustedes con eso quedan tancontentos. Eso no me satisface. Pero esta des-honra me desespera... Yo no sé qué pensar...Aún lo dudo, y espero que sea una equivoca-ción de usted. Si llego a adquirir la certidumbrede esa... Explíquese usted mejor, deme usteddetalles.

-¿Todavía no está usted convencido? Vaya-mos pensando el modo de hacer desaparecer a

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ese miserable, y ya que la deshonra es imposi-ble, ocultémosla mientras se pueda.

-¡Ah!, no lo puedo creer -expresó el inquisi-dor con angustia-. ¡Susana, Susanilla!... Pues yojuro que ese bribón nos las ha de pagar.

-¡Y pretendía que su compañero fuese pues-to en libertad!

-Buena les espera a los dos.

-¡A la Inquisición! -dijo el marqués con ira.

-Sí, a la Inquisición. No puede decirse quenos valemos, de ese Tribunal para una vengan-za personal, pues esos jóvenes son acusados demuy negros delitos contra la sociedad y la reli-gión. Pero yo quiero interrogar a Susana y es-pero que ella misma me ha de confesar... Si ellamisma se obstina en negármelo, cuando yo selo pregunte como yo sé preguntárselo, lo du-daré toda mi vida.

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-¡Y en esto ha venido a parar, señor doctorde mi alma, una aspiración tan noble y santacomo la mía! -manifestó el marqués casi con laslágrimas en los ojos-. ¡Yo que después de unavida agitada y borrascosa aspiraba a reposar detanta fatiga!... ¡Yo que deseaba formar una fa-milia y vivir tranquilo amando y amado!

-Es preciso hablar del caso a mi hermana y ami cuñado. Ellos por fuerza han de tener ante-cedentes. Vamos allá.

-Permítame usted que no lo acompañe.¡Siento una pena al pensar que entro en esacasa donde yo esperé!...Y he quedado en ir estanoche para llevar a Susana a ese baile de la Pin-tosilla.

-¿Ella se empeña en ir?

-Y con tal tenacidad que si no la acompañose pondrá furiosa conmigo.

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-¿Y será usted tan débil que la lleve a esos si-tios?

-¡Oh!, sí -dijo compungido el pobre mar-qués-, soy débil, no puedo negarle nada; metiene fascinado. Crea usted que he llegado atenerla miedo.

-Es mucho carácter aquel -decía repetidasveces el inquisidor paseándose muy ensimis-mado-. Pero vamos allá.

-Pues vamos.

II

Poco tardaron los personajes citados en tras-ladarse a casa del Sr. D. Miguel Enríquez deCárdenas el cual estaba encerrado en su despa-cho y en conversación muy calurosa con D.Buenaventura. Cuando sonaron en la puerta losgolpecitos que anunciaban la visita del buendoctor y del afligido marqués, Rotondo se

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ocultó muy aprisa en una pieza inmediata y D.Miguel abrió. Al ver a sus dos amigos, pintoseen su semblante la mayor sorpresa; pero esta-mos autorizados para creer que sospechaba aqué venían.

-Venimos a enterarte de un grave asunto-dijo el inquisidor-. Doloroso es, Miguel, perono debemos rehuirlo con timidez, sino abordar-lo con valor.

-Pero ¿qué hay, qué es eso? -interrogó conapariencias de gran consternación el hermanodel conde de Cerezuelo.

-Ya tú conoces el carácter de Susana -dijo eldoctor-. Sabes cuánto la quiero; pero el amorque la tengo no es parte a ocultarme sus defec-tos, más bien hijos de una sensibilidad impre-sionable que de perversidad del corazón.

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-¿Pero qué le pasa a Susana? ¿Qué ha hecho?Sacadme de una vez de esta espantosa duda-dijo D. Miguel.

-Susana, por triste que nos sea confesarlo,está agraviando con su conducta a tu familia ya la mía. Susana se ha prendado de un hombreindigno de ella, de un hombre despreciable portodas razones, ya se considere su condición ynacimiento, ya se considere su vida y oficio, sumodo de vivir sus ideas.

-En verdal que es cosa horrorosa -manifestóD. Miguel abriendo los ojos y la boca del modoque a él le parecía más propio para expresar laestupefacción.

-Susana es una de las jóvenes más ricas de laCorte; su hermosura la hace digna de enlazarsea un individuo de familia regia. Pero esta lige-reza suya la pone al nivel de... vamos, no quie-ro pensarlo.

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-Ni yo tampoco -contestó después de unapausa melodramática el Sr. Enríquez de Cárde-nas-. No quiero pensarlo; pero ¿cómo has sabi-do... quién ha descubierto?...

-Pues has de saber que ese hombre ha entra-do anoche aquí... en tu casa -dijo Albarado.

-¡En mi casa!... ¡Oh! ¡Esto merece un castigoejemplar!...

-Es preciso tomar pronto alguna determina-ción.

-¿La enviaremos a Alcalá?

-Ella no querrá ir. Conviene además que nohaya el menor escándalo.

-¡Qué muchacha, santo Dios! -exclamó D.Miguel-. Por Dios, no digáis nada a mi esposa.¿Pero cómo habéis sabido?... ¡Qué corrupción!¡Cómo pierden las jóvenes el pudor!... Contad-me...

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El marqués, cada vez más tétrico, contó a D.Miguel lo que había visto la noche anterior, ycon esto y las aclaraciones que dio el doctor,recordando palabras y hechos de la indomabledoncella en aquellos días, el Sr. de Cárdenasaparentó no tener duda alguna acerca de larealidad de aquel desastre doméstico.

El doctor no esforzaba mucho en descréditode Susana sus consideraciones sobre la hones-tidad y el decoro de las mujeres. Allí el inexo-rable era D. Miguel, que hasta llegó a asegurarque no esperaba menos de persona tan capri-chosa y frívola. El marqués ardía en deseos devenganza, pero esta pasión era en él reconcen-trada y sorda: habíase calmado, y sin duda me-ditaba algún plan de difícil ejecución, porqueenmudeció, y sólo con algún que otro mono-sílabo expresaba su conformidad al oír los te-rribles apóstrofes de D. Miguel. El inquisidor alfin quiso hablar del asunto con la propia Susa-na, y salió, siendo su objeto emplear con ella la

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mayor delicadeza y habilidad, según exigía eláspero carácter de la nietecilla, a quien tantoamaba y tan bien conocía. Subió, pues, con esteintento, y quedáronse solos el marqués y elnoble hermano de Cerezuelo.

-Aún no vuelvo de mi asombro -dijo éste,esperando que su amigo se prestaría a entablaruna conversación llena de digresiones sobre lamoral y la condición de las hembras.

Pero el marqués calló, dejando a Cárdenasen la plenitud de su inspiración.

-¿Y qué noticias tenía usted de ese hombre?-preguntó luego.

-¡Ah! Detestables -contestó el marqués-. Peronos las ha de pagar.

-¿Usted le conoce?

-¡Ah! No... Sólo de vista.

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-Si se le pudiera alejar de aquí... Pues man-darle a Indias.

-No irá tan lejos por de pronto; pero al finirá, irá más allá.

-¡Qué gente tan perversa está apareciendopor todas partes! Le digo a usted que estoyhorrorizado. ¿Si será cierto que va a haber unarevolución y que...? Mejor es no pensarlo.

-De ese hombre no tema usted nada, que learreglaremos.

-¿Qué piensan ustedes hacer con él?... A ver..Cuénteme usted... Quiero saber...

-Por de pronto la Inquisición se encargará...

-¿Sí?...

-¡Pues está poco furioso el buen consejero dela Suprema!

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-¡Pobre joven! -dijo D. Miguel, distraído ysin reparar en la inconveniencia que de su bocasalía.

-¿Qué dice usted?

-No... Quiero decir... Bien merecido le está.

-A la cárcel con él. ¡Bueno soy yo para tenerlástima a semejantes pájaros!

-¿Y podrán ustedes echarle mano?

-Creo que sí; mejor dicho, seguro estoy deque sí, porque yo no he de parar hasta que loconsiga.

Y diciendo esto, el marqués se retiró sin másrazones.

Ya D. Miguel estaba seguro de que había ba-jado la escalera y salía por el portal cuandoabrió la puerta del cuarto inmediato y entró elSr. de Rotondo.

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-¿Ve usted? -le dijo Cárdenas con su sonrisaastuta y fría-. El marqués vio entrar a ese hom-bre. Si le dije a usted que éste tenía mucha tra-vesura y experiencia para no caer de su burro.¿No ha oído usted lo que ha dicho?

-Sí -contestó sentándose D. Buenaventura-.Me parece que podemos rezarle un Padrenuestroal pobre don Martín.

-¿Usted le prevendrá para que se ponga ensalvo?

-Creo que debemos hacerlo así; porque, co-mo usted me decía hace poco, el buen filósofono podía haber hecho cosa mejor que agradar aSusanita. ¡Oh! Si él no fuera como es, es decir,un filósofo indomable lleno de preocupaciones,si él sintiera en su pecho las cosquillas del amore hiciera un experimento revolucionario...

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-¡Oh! -dijo D. Miguel-. Creo que eso es pen-sar en lo excusado. Y la verdad es que la chicase ha prendado de él.

-Por de pronto le pondré sobre aviso, porquea poco que se descuide me lo zampan en la In-quisición, y nos hace gran falta.

-¿Y después? -preguntó sonriendo el noblehermano de Cerezuelo-. Vamos, desarrolle us-ted su plan por completo. Yo me marco al veresas admirables combinaciones de usted. Ya seve, con esa grande imaginación que Dios le hadado...

-Después... Es preciso ir con tiento. Si esehombre tuviera un carácter más dócil y se deja-ra manejar, vería usted qué pronto estaba todohecho; pero es intratable. Aun así yo piensomanejarme de tal modo que le meta de cabezaen nuestros asuntos, y así cuando intente salirdel enredo no podrá: le tendremos en un puño

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y a merced de nuestra voluntad. Ese hombre,domado, es de un valor inmenso.

A este punto habían llegado de su conversa-ción, cuando se sintieron unos golpecitos en lapuerta.

-Es Sotillo -dijo D. Miguel, corriendo a abrir.

La siniestra figura de aquel joven que en lacasa de la calle de San Opropio vimos de pasoen compañía de un D. Frutos, ex presidiario yfrancmasón, penetró en el cuarto, y bien clarodemostraba su avinagrado semblante que traíamalas noticias.

-¿Han venido las cartas? -le preguntó D.Buenaventura.

-Qué cartas ni qué ocho cuartos -contestó So-tillo sentándose sin ceremonia alguna-. Ocurrencosas muy gordas para pensar en cartas. Sepausted, Sr. D. Buenaventura, que su libertad está

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en un tris y que a estas horas corren por Ma-drid diez o doce pájaros gordos encargados dellevarle a dormir a la cárcel de Villa.

-Ole, Ole, parece que me van perdiendo elmiedo -dijo D. Buenaventura, más bien orgu-lloso que afligido de la persecución que sufría-;ya no se contentan con vigilarme, sino que mequieren echar mano.

-Pues parece que por altas influencias se hadecidido a todo trance llevarle a usted a lacárcel, y de allí... Dios sabe dónde.

-¡Ah! Yo tiemblo siempre que oigo hablar deestas cosas -dijo con timidez D. Miguel, que erapoco fuerte de corazón-. Si yo pudiera escondera usted en mi casa...

-Vamos, desembucha punto por punto todolo que sepas -dijo D. Buenaventura, sin hacercaso de la aflicción de su ilustre amigo.

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-Pues parece que en manos del prior delconvento de Ocaña han caído una porción depapeles del padre Matamala. Figúrese usted... yentre ellos algunos que podían arder en uncandil, como son los del arcediano de Alcaraz,que estaban en cifra, y los de los tres coronelesde Aranjuez... Vamos, que se va a armar unlío...

-Pues hombre, es terrible cosa... Y este santovarón ha sido tan necio que se ha dejado... ¡Oh!¡Por qué me fié de frailes y canónigos!...

Al decir esto, el Sr. D. Buenaventura, domi-nado por violenta ira, dio un puñetazo en lamesa, y, levantándose, se paseó muy agitadopor la habitación.

-Los papeles vinieron a toda prisa a Madrid;a fray Jerónimo creo que lo trasladan tambiénpara mandarle después no sé dónde, y a us-ted... Pues Godoy se jacta de haber descubierto

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una conspiración contra él y el Trono, conspira-ción dirigida por los ingleses.

Rotondo hizo un gesto despreciativo, y D.Miguel abrió la boca en señal de un estuporindudablemente épico.

-Pues ésa es la cosa... -continuó Sotillo-. Handicho que no hay más remedio que buscarle austed a toda costa, ya que hasta hoy no ha sidoposible echarle mano.

-¿Han descubierto la pista de la calle de SanOpropio? -preguntó vivamente Rotondo.

-No estoy seguro; mas andan tras ella conmucha fe. Pero ha de saber usted que hay unalguacil que ha prometido llevarle a usted estanoche entre sus uñas a la cárcel de Villa.

-¿A mí? -dijo Rotondo sonriendo condesdén.

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-Sí, eso lo he sabido en la taberna de la callede Mira el Río... y a fe que me costó más de trescuartillos de vino averiguar quién era ese gua-po. ¡Ay, Sr. D. Buenaventura, después dirá us-ted que gasto mucho! No sabe usted lo quecuesta descubrir esas y otras cosas, tales comolas que voy a decir.

-¿Qué?

-También sé el sitio donde le echarán a ustedel anzuelo. No es la calle de San Opropio.

-¿Dónde, dónde como?

-No es donde come, ni donde cena, ni dondecharla, ni donde conspira, sino donde duerme.

-¡En casa de...! -exclamó D. Buenaventuracon el mayor asombro.

-¡En casa de...! -dijo Cárdenas no menos es-tupefacto.

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-¿Y cómo saben que duermo allí?

-Ahí verá usted. El alguacil piensa cogerle austed por sorpresa, sin resistencia alguna, en-tregado por las mismas personas en quienesusted tiene depositada toda su confianza.

-¡Por ella!... -dijo con violencia el Sr. de Ro-tondo-. Eso es imposible.

-Eso es imposible -repitió Cárdenas.

-En fin, de todos modos, ya usted está pre-venido, y puede escurrir el bulto.

-No, ella no puede... -murmuró D. Buena-ventura muy preocupado y meditabundo-. Y sifuera capaz la abriría en canal.

Para conocimiento de los sucesos que han devenir es preciso que el lector sepa dónde dorm-ía el Sr. D. Buenaventura, lo cual será asuntodel siguiente capítulo.

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Capítulo XIIILa maja

I

Acabado modelo de la maja era VicentaGarduña, conocida por la Pintosilla, emperatrizde los barrios bajos, que ejercía dominio absolu-to desde las Vistillas hasta el Salitre, temida enlas tabernas, respetada en las zambras y festejospopulares; mujer que había aterrado el barrioentero dando de puñetazos a su marido PedroPotes, maestro de obra prima, y tan débil decarácter como largo de cuerpo. ¿Quién seríacapaz de narrar las proezas de esta mujer ilus-tre, desde que descalabró a la castañera de lacalle de la Esgrima hasta que dio de bofetadas aun duque muy grave en la Pradera del Corre-gidor, en medio del gentío y a las tres de la tar-de? Lavapiés por un lado, y Maravillas y Bar-quillo por otro, fueron teatro de estas heroici-dades que, tal vez más que sus naturales encan-

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tos, contribuyeron a hacerla interesante a losojos de muchos personajes de la Corte de dis-tintas clases y categorías.

El Zurdo, rey de los matuteros; Tres-Pelos,gran maestre de los tomadores del dos; el Ron-quito, emperador de la ganzúa; Majoma, canci-ller de los barateros, y otros insignes héroes deaquellos tiempos, eran cronistas fieles de sushechos y dichos, disputándose todos el honorde bailar en su casa, de tomar parte en sus me-riendas y de meter ruido en sus frecuentes jale-os.

Pocas excursiones tenemos que hacer alcampo de la historia para dar a conocer lo im-portante de la vida de esta heroína, que sóloentra en esta narración de pasada y como alacaso. Baste decir que la Pintosilla riñó porprimera vez con Pedro Potes a los tres meses decasada, y que desde entonces, y a causa de lasruidosas victorias alcanzadas sobre el débilconsorte, adquirió el prestigio de que disfruta-

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ba en el barrio, y su nombre corrió de extremo aextremo por toda la coronada villa. Si su her-mosura no era extraordinaria, su gracia era tanpicante que ocultaba todos los defectos, razónpor la cual era galanteada por personas de to-das jerarquías, y hasta se contó que cierto seño-rito de una principal familia fue desterrado ycastigado por sus padres a causa de haber fre-cuentado más de la cuenta el bodegón de laPintosilla.

Era en extremo generosa y hacía alarde defavorecer a los necesitados. Sus galanes, cuandolos tuvo, gastaban más lujo del que corres-pondía a humildes menestrales de la clase po-pular. Los que procedían de más altas regionessufrían sus desaires, pues cifraba todo su orgu-llo en humillar a los grandes señores.

No pasaba día sin que riñera con sus veci-nas, y siempre con tal furor, que el altercadosolía concluir con la intervención de la justicia.En una de estas epopeyas la Pintosilla fue a

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parar a la cárcel, donde descalabró a cuatropresas, estropeó a cinco, concluyendo por pa-searle las costillas a la guardiana, que era unamujer como un templo. Estas y otras expansio-nes de su ardiente espíritu pusieron a la pobreVicenta Garduña a las puertas del presidio, yallí hubiera ido si un ángel tutelar no la sacarade la cárcel a costa de algún desembolso y demuchos empeños. Recibió esta señalada protec-ción de un hombre que la había galanteado envano durante muchos meses y que había tenidola buena idea de alejar para siempre de Madrida Pedro Potes, estorbo sempiterno de los ado-radores de Vicenta. Pero si las ofertas de unbuen menaje y de un corazón amante, aunquealgo pasado, no la ablandaron, la gratitud ycierto deseo de reposo inclinaron su ánimo, ydecidió arreglarse con aquel célibe pacífico,entrado en años, rico y de trato afable, aunquepor demás reservado y frío. Éste fue el origende las relaciones entre D. Buenaventura Roton-do y la Pintosilla.

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En éste, como en todos los actos de nuestropersonaje, la prudencia y la precaución fueronpor delante. Nadie lo sabía; la Pintosilla se vioobligada a variar de conducta, renunciando alos escándalos diarios y a las epopeyas calleje-ras, con lo cual, si la moralidad pública ganómucho, el barrio perdió en parte su principalanimación. No renunció, sin embargo, a su ta-berna ni a sus grandes y ruidosos jaleos porPascuas, San Isidro, ferias y otras solemnidadesreligiosas u oficiales, como, por ejemplo, cuan-do nacía un príncipe o princesa, ocasiones queel pueblo celebraba entonces con febril entu-siasmo.

Cuando principió la persecución contra D.Buenaventura, acusado de emisario secreto delos ingleses para promover obstáculos a la ad-ministración de Godoy, y el pobre señor se vioobligado, a tener una casa para conferenciarcon los suyos, y otra donde aparentaba residir,la amistad de la Pintosilla le sirvió de mucho; el

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secreto en que había mantenido sus relacionesle permitía pernoctar descuidado en la calle dela Arganzuela, sin temor de traiciones ni sor-presas. Juzgue el lector cuál sería su asombrocuando Setillo le anunció que había el proyectode aprehenderle en casa de Vicenta, entregadoy vendido por ella misma. Aunque no teníaconfianza en nadie, nunca creyó a la Pintosillacapaz de semejante infamia, y por eso exclamóabriendo la boca con tanto estupor como el Sr.de Cárdenas:

-¡Si fuera capaz... la abriría en canal!

Los alguaciles que se ocupaban noche y díaen seguir la pista al emisario de la nación ingle-sa, descubrieron al fin donde dormía. Uno deellos, que era parroquiano asiduo de la taberna,entabló con Pintosilla las primeras negociacio-nes para la entrega de D. Buenaventura, y Vi-centa fingió condescender aceptando el sobor-no que se le ofrecía. Estas negociaciones cun-dieron de la taberna de la Arganzuela a la ta-

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berna de Mira el Río, donde Sotillo, que era delos que tienen medio cuerpo entre los mal-hechores y el otro medio entre los alguaciles,las adivinó con su finísimo olfato, adquiriendodespués pormenores curiosos mediante el gastode algunos cuartillos de vino.

Los alguaciles, cansados de las mil tentativasfrustradas que constituían la historia de suspesquisas tras D. Buenaventura, a causa de lasmuchas precauciones de éste, llegaron a cobrar-le miedo y a creer que algún ente infernal leprotegía. Juzgaron más fácil cogerle por la as-tucia que por la fuerza, y averiguado el sitiodonde dormía, les pareció más hacedero el so-borno que el asalto. Convinieron, pues, conVicenta en que ésta cerraría cierta puerta deescape que a lo largo de un pasadizo daba sali-da por la Costanilla le la Arganzuela, y ellosentrarían de improviso por la taberna, subiendoa las habitaciones superiores para cogerle comoen una ratonera.

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Sotillo se enteró de este pequeño plan, queno hacía honor ciertamente a la policía españo-la de aquellos tiempos, y esta falta de secreto lohubiera hecho fracasar, si, por otra parte, lacondescendencia de la Pintosilla no fuera unafarsa ideada para burlarse de los ministriles ydar un bromazo a cualquiera de los que habíande asistir a su baile en aquella memorable no-che.

II

Mientras se hacían los preparativos de estafiesta, veamos lo que le pasaba a Martín Muriel,amenazado de caer, como su amigo, en las ga-rras de la Inquisición, gracias al despecho delmarqués de Fregenal, apasionado en sus madu-ros años de la famosa Susanita. El doctor nohabía oído sin cierta repugnancia el anuncio deque Martín iba a ser delatado al Santo Tribunalsin otro motivo patente que haber merecido laafición de la joven. Pero se consoló el buen con-

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sejero de la Suprema al oír de boca del marquésun fiel relato de los crímenes de la francmaso-nería, brujería y demás diabólicas artes quepracticaba el joven. Esto le hizo creer que habíamotivos justos para no sofocar los ímpetusvengativos del marqués, y que la religión y lasociedad se libraban de un terrible enemigo consólo atar corto a aquel hombre insolente queatrevidamente insultaba las cosas más santas yvenerables. La delación fue hecha, y aquellatarde, cuando Martín se preparaba a salir, losesbirros del célebre Tribunal tocaron a la puertade su casa.

Cuando Alifonso vio por el ventanillo lascruces verdes, su terror fue tal que a punto es-tuvo de caer redondo al suelo. Más muerto quevivo corrió al cuarto de su amo, y exclamó:

-¡Señor, señor, ahí están; ellos, ellos son!

-¿Quién está ahí, quién puede ser?

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-Ésos... -contestó, temblando de miedo elbarbero-, esos que vinieron por D. Leonardo...¡Ah, la perra de la tía Visitación!...

-¡La Inquisición! -exclamó el otro-. Huya-mos. ¿Por dónde?

-Venga usted -dijo Alifonso, dirigiéndosemás rápido que una flecha a lo interior de lacasa.

El miedo le daba alas, y Martín, que no creíafácil defenderse contra tal gente, le siguió sinesperar un momento. Al entrar precipitada-mente en la cocina, doña Visitación, que acudíallamada por los campanillazos, recibió el vio-lento impulso de la carrera de Alifonso, y cayóal suelo. Amo y criado pasaron sobre ella, y lainfeliz quedó magullada y confusa, exclaman-do: «¡Ladrones, ladrones!»

Los fugitivos treparon por una escalera queconducía al desván; desde allí pasaron a una

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trastera, de ésta al tejado y por aquí a la casadel tintorero, que ya había dado asilo a Alifon-so en los tremendos días de la prisión de Leo-nardo; pero en vez de quedarse allí, seguros deque serían perseguidos, salieron a la calle in-mediata, que era la de Lavapiés, y se alejaron atoda prisa, pero con el mayor disimulo. Estavez los esbirros inquisitoriales erraron el golpe,y cuando la puerta de la casa habitada por lafrancmasonería se abrió, sólo encontraron elcuerpo inerte de doña Visitación, tendido en elmismo sitio de la caída, y no pudieron menosde mirarse unos a otros con asombro cuando lapobre mujer aseguró con voz entrecortada yangustiosa que Alifonso y D. Martín se habíanido por los aires caballeros en dos escobas, des-pidiendo llamas oliendo azufre y profiriendomil maldiciones contra el Señor y su SantísimaMadre. Los inquisidores no pudieron menos deexclamar: «¡Lo que se nos ha escapado!»

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Registraron aquella casa y las inmediatas,pero los francmasones no parecieron. Alguienaseguró que se habían convertido en humonegro, hediondo y sofocante, que se difundiópor los aires.

III

Al principio los fugitivos marcharon sin di-rección fija, cuidándose tan sólo de alejarse lomás posible; pero cuando se juzgaron seguros,Martín pensó que convenía poner aquel sucesoen conocimiento de D. Buenaventura, y coneste propósito se dirigió a la calle de San Opro-pio, donde estaba Rotondo enfrascado en ani-madísima conversación con D. Frutos.

Martín dejó a Alifonso en la calle, encargán-dole que le aguardara, entró y subió.

-¡Cuánto me alegro de verle a usted, amigui-to! -dijo D. Buenaventura-. Precisamente necesi-taba hablar a usted para ponerle sobre aviso. Sé

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que le tienen destinado a pasar unos días en laInquisición para que descanse allí tranquila-mente de su agitada vida.

-Ya lo sé, pero felizmente...

-¿Por quién lo sabe usted?

-Por ellos, que ahora estarán registrando micasa y mis papeles. He escapado por milagro.

-¡Ah! ¿Ya le han ido a visitar a usted? ¡Quépuntuales son!

-Puesto en salvo -afirmó Martín con ira-, yoles juro que he de vender cara mi vida.

-Pues, amiguito, a mí me pasa lo mismo -dijoRotondo, cruzándose de brazos-; también a míme persiguen, y hay quien ha prometido so-lemnemente entregarme esta noche misma vivoo muerto.

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-¡Esto es horroroso! -observó Muriel-, soyinocente: nadie me puede acusar del más pe-queño delito; no he ofendido a ningún ser vivo,y me veo perseguido, amenazado de muerte yde deshonra por ocultos enemigos. Nada puedegarantizar al hombre su vida, su independen-cia, su tranquilidad. Es tal la condición de lostiempos presentes, que cualquier delación in-fame, hecha por boca de un desconocido, nosencierra tal vez para siempre en esos sepulcrosde vivos que espantan más que la misma muer-te.

-Sí -dijo Rotondo-, es horroroso. ¡Y se espan-tarán de que haya hombres de ánimo valerosoque se propongan acabar con todo esto! Ya re-cordará usted lo que habíamos aquí a poco dellegar usted a la Corte.

-Sí, y usted creía lo más oportuno llegar aese fin por medio de la astucia, cuando yo ledecía que no había otro recurso que la fuerza.

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-Es verdad que entonces dije eso, y aún losostengo; no conoce usted, amigo mío, la tierraque pisa. Entonces usted, no consideró misproyectos ni aun dignos de fijar su atención.¡Oh!, si aquí nada se logra, consiste en que losque desean una misma cosa no se ponen deacuerdo en los medios para llegar a ella.

-Es cierto -dijo Martín-, que, por lo poco queusted me confió no comprendí que hubiera ensus propósitos una alta idea, sino tan sólo lasatisfacción de mezquinos resentimientos. Us-ted quiere variar de personas dejando en pietodo lo demás.

-De cualquier manera que sea, en vez de dis-cutir qué medio es mejor, ¿no sería más conve-niente poner en práctica uno cualquiera? ¿Quépuede usted hacer solo? Los que piensan comousted son contadísimos, D. Martín, mientras yopuedo decir que entre los míos está media Es-paña.

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-Si eso fuera así... -contestó el otro, profun-damente pensativo.

-Desde que nos vimos comprendí que ustedera un hombre de mérito y el más a propósitopara poner término a una gran empresa queacabara con esta sociedad miserable y corrom-pida, echando los cimientos de otra nueva. Na-da le falta a usted si no es un poco de docilidadpara ceñirse por algún tiempo a voluntadessuperiores encargadas de dar unidad al planrevolucionario.

-Pero usted no me quiso decir quiénes eranesas voluntades superiores, ni cuál el plan, ni...usted no me dijo nada -contestó Martín concierto afán.

-No podía ni debía hacerlo sin estar segurode su adhesión. Y ahora, después de tantas per-secuciones, de tantos vejámenes, cuando vemospendiente nuestra vida y nuestra libertad de ladeclaración de cualquier malintencionado, ¿va-

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cilará usted en asociar su esfuerzo a los esfuer-zos de los demás?

-¡Oh!, no -replicó Martín con creciente ira-,no; allí donde esté uno que jure el exterminiode tantas infamias, allí estaré yo, cualesquieraque sean los medios de que se ha de hacer uso.Las circunstancias me han reducido a la deses-peración, tengo que vivir oculto, tengo quehacer la vida de los facinerosos y mentir porsistema engañando a cuantos me rodeen parapoder burlar esta inicua persecución. ¡Y extra-ñarán que seamos atrevidos y violentos, queodiemos con todo nuestro espíritu, que seamoscrueles o implacables con la muchedumbresupersticiosa, con los grandes, con el clero, conla Corte, con el Gobierno! Solo, sin recursos,perseguido injustamente, maltratado sin moti-vo, la sociedad me empuja hacia el bandoleris-mo. Si yo tuviera distintos sentimientos de losque tengo, mi vida futura estaría trazada, y novacilaría; pero yo no puedo transigir con la

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maldad; yo soy bueno, yo soy honrado, y a pe-sar de toda la fuerza de mis odios, no manchar-ía con ningún crimen las ideas que profeso.¡Malvados! ¡Después de corromper al pueblo yde inspirarle toda clase de delitos, rellenan conél los presidios y las cárceles de la Inquisición!¿Qué podemos hacer en esta sociedad? Si lu-char con ella es imposible, provoquémosla has-ta que acabe de una vez con nosotros, o huya-mos a tierra extranjera donde los hombres pue-dan existir sin ser cazados y enjaulados comofieras.

Esta elocuente protesta impresionó a D. Fru-tos, que no pudo contener su entusiasmo e hizosonreír a D. Buenaventura con cierta expresiónque quería decir: «Ya es de los nuestros». Eljoven estaba exaltado y lívido; su cólera erasiempre tan comunicativa, que ninguno habíamás a propósito para transmitir a los demás suspropios sentimientos.

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-Bien, bien -dijo Rotondo-, hombres de esetemple son los que hacen falta. Lo que convieneahora es esperar, esperar. La obra es grande ymenos difícil de lo que parece cuando hayhombres como usted.

-¡Esperar! -exclamó Martín con la misma al-teración-. ¡Ah! ¡Y yo que creía conseguir de esafamilia aborrecida la libertad de Leonardo! Us-ted se equivocó al aconsejarme que implorarasu protección. Yo acerté al desconfiar de esagente, a la cual debo la prisión y muerte de mipadre, el abandono de mi hermano. ¡Infames!Desde que entré en la casa me inspiró receloaquella dama orgullosa y antojadiza, aquel vie-jo zalamero e hipócrita. ¡Y afectaron recibirmecon benevolencia! ¡Y la taimada me prometióinterceder con ese inquisidor que usted me pin-tara como modelo de humanidad! La verdad esque esa mujer obedece sólo a ciegos instintos ya los arrebatos de una naturaleza apasionadaque puede fácilmente llevarla a los mayores

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crímenes. ¡De ella, de ella ha de proceder estadelación inicua; de ella, que no pudo hacer demí un esclavo de sus livianos caprichos; de ella,que se goza con verme humillado por sus co-queterías y su hermosura, como si yo fuera unimbécil petimetre aturdido por la vanidad y laconcupiscencia! ¡Ah! ¡Qué ruines sentimientos!Ella y la corte de ridículos seres que la rodeanson autores de esta persecución. ¡Era precisolavar la mancha caída en la familia por la su-puesta afición de una dama como ella hacia unhombre como yo! ¡Desdichados de nosotrosque no somos otra cosa que un vil juguetepuesto a merced de sus caprichos o de sus ren-cores!

-¿Y usted está seguro que la delación proce-de de ella? -preguntó D. Buenaventura.

-Sí; no puede venir de otro lado este golpeinfame. En pocos días de trato he podido cono-cer su carácter tornadizo, propenso a las reso-luciones violentas, dispuesto a amar o aborre-

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cer sin causas reales. La conozco; ella, ella hasido.

-Pues mis informes son de que había conce-bido una repentina y fuerte pasión por usted.

-Hay seres en cuyos corazones no se puededeslindar el amor del odio. Más que amor, sien-ten pasajeras impresiones que suelen resolverseen un rencor despiadado y vengativo. Esas per-sonas de extremado orgullo hacen pagar muycara la flaqueza de haber sentido inclinaciónhacia alguno. ¡Ella, ella ha sido!

-No lo creo -dijo Rotondo con intención deescudriñar mejor sus sentimientos respecto aSusana.

-¡Ah! Pero ya sé lo que tengo que hacer -añadió Martín súbitamente y con decisión.

-¿Qué? -preguntaron con curiosidad D. Fru-tos y Rotondo.

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-Irremisiblemente lo hará. Es una resolucióninquebrantable.

-¿Qué piensa usted hacer?

-Puesto que me han traído a este extremo, yasé lo que me corresponde hacer. A esta gente espreciso tratarla como se merece.

-¿Qué resolución es ésa? Alguna venganza.

-Si -afirmó Martín con la mayor entereza-.Pienso apoderarme de ella y anunciar a la fami-lia que no podrá rescatarla mientras Leonardono sea puesto en libertad.

-¿Secuestrarla? -preguntó D. Buenaventura.

-¡En rehenes! -dijo D. Frutos.

-Sí, yo sabré apoderarme de ella, aunquetenga que habérmelas con medio Madrid.

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-¡Oh!... Ese medio... -apuntó D. Buenaventu-ra tratando de disimular su complacencia-. Pe-ro es peligroso, es dificilísimo.

-Será muy fácil si encuentro quien me ayu-de.

En aquel momento D. Frutos se levantó, y,poniéndose la mano en el pecho, dijo a Murielcon entereza:

-Cuente usted conmigo.

Martín no hizo caso, y continuó paseándosepor la habitación.

-Si usted consigue llevar a cabo ese propósi-to con felicidad -dijo D. Buenaventura- es segu-ro que verá libre a D. Leonardo. ¿Se cree ustedcon fuerzas?...

-Sí, con fuerzas para eso y para más.

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-Pues bien... -añadió Rotondo después demeditar un rato y aparentando que aquel asun-to no le importaba gran cosa-; yo le voy a pro-porcionar a usted la ocasión.

-¿Cuándo?

-Esta misma noche.

-¿Dónde?

-En un sitio a que concurrirá Susanita, ydonde será muy fácil lo que usted intenta. Se-guro, segurísimo. Ni a pedir de boca.

-¿Y qué sitio es ése?

-Ella va esta noche a cierto baile de candil enlos barrios bajos.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Conozco las interioridades de esa casa tanbien como las de otras muchas de Madrid.

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-Recuerdo, en efecto, que D. Lino me hablóde ese baile... Pero la familia se oponía a quefuera.

-¡Irá!

-¿Irá? ¿Usted está seguro?

-Sí; vea usted cómo le proporciono la satis-facción de su deseo, no sin cierto egoísmo, seentiende. Desde hoy usted será de los míos.Usted es un tesoro inapreciable, Sr. D. Martín.Con hombres así no dudo ya de la regeneraciónde España. Pero vamos a ver. Es preciso buscarun sitio donde ocultarse y ocultarla.

-Ya lo encontraremos.

-No es preciso buscarlo. Yo también en esteasunto salgo en su ayuda. Esta casa es a propó-sito. Tiene sus escondrijos para el caso de quelos alguaciles se metieran en ella. Mi refugio hasido desde hace mucho tiempo, y lo será más

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ahora, cuando hay quien ha prometido entre-garme vivo o muerto.

-¿También a usted?

-Ya; yo soy la pesadilla de cierto elevadopersonaje. ¡Y qué gustazo le daría si me dejaracoger! Pero no, no lo verán. No habían ellosconcluido de arreglar el modo de prenderme,cuando ya lo sabía yo.

-¿Y qué hace usted para evitarlo?

-¡Oh! Ya tengo tomadas mis precauciones, yno me cogerán desprevenido.

-¿Piensan cogerle a usted?

-No, esta madriguera no la han descubiertotodavía. Y si la descubren, ya tenemos pordonde escapar.

El diálogo duró hasta la caída de la tarde,siempre animado y versando sobre el mismo

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tema. La noche arrojó sus sombras sobre aque-lla triste mansión; el loco callaba, retirado en suguarida, y sólo las voces agitadas de aquellostres hombres turbaron el profundo silencio,hasta que al fin se les vio desfilar uno tras otropor el corredor, bajar y salir juntos, después deatravesar el patio interior por cierta puerta quedaba a las afueras de Madrid, cerca de los Po-zos de Nieve.

Capítulo XIVEl baile de candil

I

No hacía mucho que habían dado las ochocuando la Pintosilla principió a recibir a susnumerosos convidados. Dos candiles pendien-tes del techo tenían la misión de alumbrar elrecinto, lo cual no hubieran podido realizar sino recibieran ayuda de un quinqué comprado

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ex profeso para que el humilde bodegón se pare-ciera lo más posible a los estrados de la gentede tono. Renunciamos a describir el buffet, co-mo hoy decimos, que consistía en una especiede altar cubierto con una colcha encargada delpapel de tapiz; ni nos ocuparemos del sinnú-mero de botellas que sobre él había, puestas pororden como los potes de una farmacia, aunquesin letrero donde constara su contenido, queera vino de distintas variedades y colores.

El primero que entró fue Paco Perol, con sucapa terciada, su gran sombrero de medio que-so y su guitarra, que rasgueaba con mucha des-treza. Siguió la elegante y simpática verduleradel Rastro Damiana Mochuelo, y después ladistinguida y airosa Monifacia Colchón, comer-cianta en hígado, tripa y sangre de vaca, y des-pués Gorio Rendija, opulento ropavejero de lacalle del Oso, seguido de la interesante castañeradenominada la Fraila, establecida en el Mesónde Paredes. Vino luego el discreto Meneos, majo

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devoto que se ocupaba en ayudar misas y enremendar trapos viejos, y después la elegantísi-ma y majestuosa Andrea la Naranjera, que erauna de las notabilidades de la Ribera de Curti-dores. No tardó nada el aprovechado joven lla-mado Pocas-Bragas, que venía de viajar por lasprincipales capitales de Europa, tales comoMelilla y Ceuta, ni faltó el respetable y eminentehombre de Estado, llamado tío Suspiro, maestrode las escuelas establecidas en la Carrera deSan Francisco para alivio de bolsillos y descon-suelo de caminantes. Estos y otros esclarecidospersonajes de ambos sexos llenaron el bodegón;sonó la guitarra, tocada por el bizarro puntillerode la Plaza de Madrid, Blas Cuchara, y Rendijaechó al viento con poderosa voz la primera ti-rana.

-Pero hay pocos estrumentos -dijo la Fraila-.¡Eh!, tú, Pocas-Bragas, ¿por qué no te has traídola guitarra?

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-Denguno toca como él -añadió Monifacia,haciendo fijar la atención en el aludido-. Sabetocar hasta el minuete, que lo aprendió en elpresillo...

-¿Qué es eso de presillos? -dijo el distingui-do joven-. No me enriten, que cada uno tienesus recovecos en la concencia... Pero este pela-fustrán de Meneos, que sabe tocar el bajón y elclarinete... Tía Pintosilla, yo que usted trajera laorquesta de los tres coliseos de Madril.

-Vamos, vamos, que se impacienta el audito-rio -observó con gravedad el tío Suspiro-.Música, y sáquense a bailar. ¡Ah! Cuchara, sacaa Damiana, que es está pudriendo por bailar.¡Ah, piernecitas de mi alma! ¡Cómo me cosqui-llean dende que oigo el guitarreo!

-Baile usted conmigo, tío Suspirón -dijo laNaranjera-. Entodavía les hemos de enseñarcómo se menea la zanca.

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-Menos disputas y a bailar -ordenó la dueñade la casa, poniendo en perfecto orden de batallalas botellas que estaban sobre el altarejo.

-Pero escucha, Pintosilla -dijo Damiana-,¿ónde están los usías que dijiste venían a tucasa esta noche? Yo denguno veo.

-Ya vendrán, ya vendrán; oye, me pareceque llaman.

En efecto; oyéronse algunos golpecitos en lapuerta, abrieron y entró Susana, acompañadadel marqués y del Sr. D. Narciso Pluma.

II

-Vengan usías muy enhorabuena a honraresta casa -dijo Vicenta.

-¡Ay qué obscuro está esto! -indicó Susanadando algunos pasos hacia el centro del corri-llo.

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-Pus que le traigan el teneblario de JuevesSanto -dijo Paco Perol.

-Una silla, una silla pa la señora condesa.Naranjera, levántate tú.

-¡Miste!, que me levante. Pa eso hamos sidolas primeras.

-Estos usías a la moderna me apestan -gruñópor lo bajo la Fraila.

-¿Me he de quedar en pie? Pluma, búsquemeusted una silla.

-¡Ah, señora, no la encuentro! -contestó elpetimetre, escudriñando por todos lados.

-Caballero, ¿quiere usted quitarse del corri-llo, que me estorba? -dijo Damiana, tirando a D.Narciso del faldón de su casaca.

-Vaya una silla -contestó el tío Suspiro, alar-gando el mueble por encima de las cabezas.

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Susana se sentó. El marqués quedó en piedetrás de ella, y Pluma a su derecha, tambiénen pie.

-No se acerque usted tanto -dijo éste a laFraila-. Va usted a estropear el vestido de laseñora.

-¡Pos me gusta! -contestó la castañera-. ¿Porqué no se está en su casa?

-¡Pos no está poco espetada la madamita!

-No sé cómo gustas de la compañía de estagente -dijo el marqués a Susana.

-Esto me divierte -contestó ella sonriendo-.¿Me da usted una pastilla?

-¿Eh? -dijo la Fraila empujando a Pluma-.¿No ve usted, hombre de Dios, que me estápisando?

-Si usted no se arrimara tanto...

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-Ya me ha dado usted dos pinchazos con eldemonche del espadín.

-Pues aguante y baje la voz, que molesta a laseñora.

-Dale con la señora -contestó la Fraila-, aquítoas somos señoras, porque caa uno es caa unoy denguno es mejor que naide.

-Caramba con los usías -murmuró Pocas-Bragas-, ¿y quién los meterá a venir a esta jun-ción?

-Velay; y mosotros maldito si vamos a lassuyas.

-¡Qué despreciable gentualla! -dijo Pluma aSusana en voz muy queda.

-¡Eh, so espantajo! -exclamó la Fraila, diri-giéndose a Pluma-. ¿Querrá usted quitarse deenfrente de la luz?

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-¡Ah, ustedes perdonen! -repuso el petimetredevorando su enojo y temeroso de que aquelladistinguida sociedad hiciera alguna de las su-yas.

Y al apartarse a un lado, el movimiento leimpelió hacia adelante con tal fuerza, que ma-quinalmente puso sus manos sobre los hom-bros de la Naranjera.

-¡Eh, eh! ¿Le parece a usted que tengo yo ca-ra de bastón?

-Es que me caía -balbuceó el joven aturdido.

-Mucha facha y poca substancia -dijo Cucha-ra.

-Si tiene cara de espital.

En efecto; Pluma, sin duda a consecuenciade sus desastrosos amores, estaba tan pálido yojeroso que daba compasión.

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-No soples fuerte, Monifacia, que va a echara volar ese caballero.

-Vamos, vamos a bailar y fuera disputas -dijo la Pintosilla, queriendo cortar la chacotaque se disparaba contra D. Narciso.

-Pa otra vez estamos mejor sin usías-manifestó la Fralia, encarándose con la Pintosi-lla.

-Pues eso no es cuenta tuya -respondió ladueña del bodegón con mal humor-, que yo soyreina en mi casa y convío a quien me da la realgana; y el que no quiera verlo, que se plante enla calle.

-Es por el orgullo y el aquel de decir queviene a su casa gente de tono -añadió la Fralia-.Si siempre has de ser Vicenta la Pintosilla, bo-degonera y castañera, y estas visitas pa malditade Dios la cosa sirven, si no es de estorbo.

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-Poquito a poco, y cuidado con la lengua-dijo Vicenta, amoscada ya del descortés reci-bimiento hecho a sus comensales.

-Ya ves entre qué gente nos hemos metido-susurró el marqués al oído de Susana.

-Haya paz y no encharquemos la fiesta-exclamó el tío Suspiro.

-Es que ésta me anda siempre buscando lasin hueso -continuó la Fraila más agitada, por-que entre ella y la Pintosilla existía un resenti-miento antiguo.

-Vamos callando, que se me van llenando lasnarices de mostaza, y... arreparen que están enmi casa.

-Como que estoy por tomar la puerta de lacalle -dijo la Fraila-, porque a una no le gustaque la falten, y más esta soberbiona, que hastaayer era...

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-Gomita, gomita la palabra, o si no aquí ten-go yo unas tenazas... -contestó la Pintosilla po-niéndose en medio del corrillo y amenazandocon sus dedos a la castañera.

-Ponte en facha; ¡quiá!, si no tengo ganas dereñir contigo -dijo la otra con desprecio.

-¡Castañera de esquina! -exclamó la Pintosi-lla con mayor desdén.

-Y a mucha honra, que si no soy de portal esporque no tengo arrimos ni busco comenenciasajenas... Pero no quiero reñir contigo, que siquisiera aquí tengo esta manita derecha quesabe dar unos sopapos...

-Pues yo -dijo la Vicenta poniéndose en ja-rras-, con la izquierda que te hiciera un poco deviento, te había de echar fuera todas las muelas.

-¿Sí? Estoy bien aquí, Pintosilla, y no quieroechar un paseo por tus costillas.

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-Ven si te atreves, y a mí en mi casa nadieme tose, porque soy yo muy reseñora.

-Y yo soy más -dijo la Fraila, levantándose yponiéndose también en jarras-. Y si te pie elcuerpo julepe, aquí estamos.

-Aguarda a que esté de humor, que esta no-che no tengo ganas de despacharte al otro ba-rrio -contestó Vicenta con insolente sonrisa ymeneando el cuerpo con ademán provocativo.

-Sal, naaja -gritó la Fraila con repentino mo-vimiento y sacando a relucir el reluciente acerode una navaja-. Sal pa darle un besito en la caraa mi señorona.

Un grito unánime resonó en el bodegón. LaFraila se colocó en actitud hostil frente a su ri-val; pero ésta, lejos de inmutarse, permanecióen la misma postura y dijo con cierta calmajovial, que era la desesperación de la castañera:

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-Tente y guarda el alfiler, que el te disparomis armas de fuego...

-¿Qué armas? -preguntaron algunos, cre-yendo que la Pintosilla iba a sacar un par depistolas de debajo de sus enaguas.

-Mis ojos, bestia, que si disparan matan másque cuatro balas.

-No quiero vaciarte.

-Ni yo abrasarte viva.

-Vamos, vamos, se acabó la disputa. Denselas manos y pelillos a la mar, y cada uno se ras-que su sarna, que las dos son buenas -dijo el tíoSuspiro.

-¿Qué te parece? -dijo el marqués a Susana-.¡A buena parte hemos venido!

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-Si no se hacen nada... -contestó Susana, queno se había alterado gran cosa con aquel prin-cipio de epopeya.

-Me he quedado sin sangre en el cuerpo-declaró Pluma, serenándose un tanto cuandovio que la Fraila guardaba el arma homicida.

-Pues esto se acabó -dijo la Pintosilla-, y puesya me sajogué, sepan que a mi casa viene quienyo quiero, y el que no esté a gusto cierre el picoo a la calle.

-Pues a ver, una tirana, Paco Perol, que estose acabó.

-Unas seguidillas para que las oiga esta ma-dama.

Ya Cuchara tenía la boca abierta para empe-zar la seguidilla, cuando se abrió la puerta yentró Sotillo; a poca distancia le seguían MartínMuriel, Alifonso y D. Frutos.

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III

Susana creyó equivocarse al principio: mirócon más atención y fijeza, porque el bodegónno estaba muy bien alumbrado, y al fin se con-venció de que era Martín en persona. El mar-qués no pudo reprimir una exclamación decólera y sorpresa, tanto más justificada cuantoque tenía la seguridad de que el joven estaría aaquellas horas muy guardado en las cárceles dela Inquisición, y Pluma dijo con expresión decandidez que hizo reír a Susana:

-Éste es uno de los que estuvieron aquel díaen la Florida.

-Con su permiso, señora doña Vicenta -dijoSotillo-, traigo aquí a estos dos amigos que de-sean conocer esta sociedad.

-Sean bien venidos en mi casa, y tomenasiento, si hallan dónde.

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El marqués clavó sus ojos llenos de rencoren Martín, y tembló con la presencia de aque-llos hombres en semejante sitio. Tuvo sospe-chas de que la noche no concluiría sin algo si-niestro, y dijo a Susana:

-Vámonos, vámonos al momento.

La joven se volvió, y con una sonrisa que almarqués causó estremecimiento y calofrío, con-testó:

-¿Irnos? Estoy muy bien aquí. Vea usted. Yaempiezan a bailar. Pluma, ¿no baila usted? Yole escogeré pareja entre estas majas.

-¡A bailar, a bailar! -chillaron todos.

Formáronse varias parejas, y las guitarras ylas palmadas aturdieron el recinto del bodegón.Todos se movieron: las dos heroínas, cuya con-tienda hemos descrito, olvidaron por aquel

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momento sus rencores, y hasta Pluma sintiódeseos de salir al corro.

Martín se había sentado junto a Monifacia, yésta le dijo:

-¿No baila usted, caballero?

-Sí, señora, voy a bailar -contestó el jovenmuy serio y con una resolución que hizo sefijaran en él las miradas de todos.

-¡Pues ya!, habiendo aquí tan buenas majas.¿A cuál saca usted?

Muriel se levantó, atravesó el corrillo, y diri-giéndose a Susana, dijo:

-A ésta.

-¡Bravo, bueno!; eso se llama picar alto-observó el tío Suspiro, mientras los demásaplaudían con fuertes palmadas.

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El asombro del marqués fue tal, que en elprimer momento no se le ocurrió palabra niademán alguno para poner correctivo a tantaaudacia. No profirió voz alguna hasta que vio aSusana sonreír, levantarse y dar su mano aMartín entre los aplausos de la concurrencia.Entonces se interpuso violentamente entre losdos, y rechazando al joven con fuerza, exclamó:

-¡Canalla!

En aquel instante se abrió la puerta, y unavoz dijo desde ella:

-Ténganse a la justicia.

En efecto; la justicia humana, representadaen aquella solemne ocasión por Gil Enredilla,Perico Zancas Largas y otros respetables algua-ciles del servicio secreto de la policía, traspasa-ron el umbral de la casa, no con gran susto delos concurrentes, porque estaban acostumbra-

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dos a la intervención de aquellos elevados per-sonajes siempre que había una disputa.

La Pintosilla había convenido con ellos en lamanera de designar la persona a quien se trata-ba de aprehender, y la señal consistía en poner-le la mano en el hombro. Luego que los viopuso en práctica su comisión, y deseando noconcretar el bromazo a una sola persona, señalóal marqués y a Narciso Pluma, que no tardaronen ser rodeados por aquella patulea.

Nadie se había aún dado cuenta de la situa-ción, cuando uno de los candiles cayó al suelode un palo, el otro murió de un fuerte soplo, y,por último, el quinqué rodó por el suelo,quedándose la escena en completa obscuridad.Gritaron las mujeres y las risotadas alternaroncon los rugidos. Se oyeron gritos de angustia yjuramentos como puños; llovían porrazos ymojicones, y los alguaciles no cesaban de invo-car el nombre de la real justicia, con lo cual seaumentaba el alboroto y no cesaba la obscuri-

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dad. Por fin, uno de los emisarios de la ley trajoluz, y los demás se dedicaron a asegurarse biende la persona de los delincuentes.

El marqués, cubierto de sudor, rugiendo deira y sofocado por los esfuerzos que habíahecho por desasirse del que le tenía agarrado,miró a todos lados con el mayor afán; pero novio lo que buscaba. Susanita había desapareci-do, lo mismo que Martín, D. Frutos y Sotillo.

Capítulo XVLa princesa de Lamballe

Susana, al verse arrebatada por aquelloshombres, de los cuales no conocía más que auno, se esforzó en pedir auxilio; pero no le fueposible hacerse oír. Metiéronla en un coche, quea buen paso atravesó la villa de un extremo aotro, y al llegar a la calle de San Opropio, la

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violenta impresión recibida, la angustia deaquella situación, el terror que le causaba elmismo Martín por las especiales circunstanciasde su conocimiento con él, habían abatido suánimo valeroso, y perdió el conocimiento.Martín solo la cargó en sus brazos y la entró enla casa.

No se extinguió en ella toda sensación du-rante el tránsito de la taberna a la casa. Antesde volver de su letargo creía darse cuenta de loque pasaba a su alrededor: creyó sentir que losfuertes brazos que la tenían asida la dejabansobre el suelo, después sintió que a las voces delos que la acompañaron se unía alguna otra vozdesconocida, y que juntos hablaban con muchocalor, nombrándola con frecuencia, lo mismoque a su tío y a su padre. Después los infernalesacentos se alejaban, juntamente con los pasosde aquellos hombres, y se sentían crujir bajo suspies las maderas de una desvencijada escalera;luego los mismos pasos resonaban sobre las

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baldosas de un patio, y, por último, el ruido devarias puertas y el chirrido de los cerrojos par-cela indicar que habían salido dejándola sola.Silencio sepulcral reinaba en torno suyo.

Cuando abrió los ojos creyó salir de una pe-sadilla; pero a medida que su entendimiento sedespejaba, iba adquiriendo el sentido real de susituación. En poco tiempo se serenó, y pudien-do adquirir la certidumbre de que no soñaba,examinó el sitio, se movió, y un ruido seco dehojas de maíz le hizo comprender que se halla-ba en un jergón. Extendió la mano y tocó unasilla que, falta de equilibrio, golpeó el suelorepetidas veces con una de sus desiguales pa-tas. ¿Estaba presa? ¿Era aquello un calabozodonde la encerraban para toda la vida? Lapuerta del cuarto estaba abierta, y por ella en-traba clarísima luz de luna. Hizo un esfuerzode ánimo y se aventuró a salir. Dio algunospasos por la habitación, y saliendo al corredorvio un vasto cuadrilátero formado por doble

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columnaje de madera, y abajo un ancho patiocon montones de escombro. No vio un ser vivoen tan ancho recinto. Puso el oído atento y nosintió ruido alguno. A pesar de su mucho áni-mo en ocasiones ordinarias, no se atrevió a darun paso por aquel corredor solitario y frío.«¿Estoy soñando?», se dijo repetidas veces,mientras veía y palpaba la realidad.

«¿Quién me ha traído aquí? ¿Qué sitio eséste?» He aquí terrible problema que la oprimíael cerebro como un anillo de fuego. Esperó aver si parecía algún ser humano, aunque noestaba segura de si lo deseaba o lo temía; peronadie pareció. La casa seguía muda como unamansión encantada; nada ante sus ajos teníaanimación ni vida. Aquello era un vasto sepul-cro donde estaban muertas la Naturaleza, laatmósfera, la luz. Hasta le parecía que la Lunano verificaba en el cielo su rápida traslación, yque las nubes, como el hermoso astro de la no-che, permanecían clavadas e inmóviles sobre

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un fondo obscuro como las pinturas de untelón.

Al fin creyó sentir a su derecha ruido seme-jante al de una sucia que se arrastra: miró y vioun bulto al extremo de un corredor. Fijó suatención y observó que se aproximaba. Era unacosa viva, un hombre tal vez. Desde lejos Susa-na no percibía más que un cuerpo alto y enjuto,vestido con traje talar; mas aquello, hombre,aparición o lo que fuera, se acercaba; ya se lepodía distinguir perfectamente, y la joven sintióun terror tan grande, que no tenía memoria dehaber experimentado nunca sensación igual.Sudor frío corría por todo su cuerpo y temblabacomo si se hallara sometida a la acción de unfrío glacial. No se atrevía a huir, porque volverla espalda le infundía más temor que mirar caraa cara aquella visión silenciosa. Hizo nuevosesfuerzos de valor, y se asombraba de que,habiendo mostrado tanto corazón en anterioresocasiones, se hallara entonces cobarde y aterra-

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da como un niño. La sombra avanzó más y separó a unos diez pasos de distancia. Susanareconoció las facciones de un viejo decrépito yhorrible que la miraba atentamente con expre-sión de ira.

Cuando la hubo contemplado un buen rato,dijo con cavernosa voz:

-¡Infame, perra aristócrata! Mañana es tuúltimo día, mañana morirás. Beberemos tu san-gre y pasearemos en una pica tu cabeza, vilaristócrata, para escarmiento de todos los de turaza. ¡Mañana, mañana! ¡Tiembla a la salida delsol!

Susana hizo un esfuerzo para huir de quelterrible espantajo; pero su propio miedo la ten-ía clavada en el antepecho del corredor.

-Sí, miserable y orgullosa aristócrata-continuó el viejo- para ti no habrá perdón.Mañana es el gran día, mañana es el 2 de sep-

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tiembre. Se afilan las cuchillas. El pueblo hasufrido muchos siglos, y mañana tomará ven-ganza de tantos crímenes. ¡Ah, perversos! Pen-sasteis que vuestro poder no acabaría nunca.Ha llegado la hora del exterminio.

Al decir esto, el anciano se acercó hasta po-nerse a dos pasos de Susana, en cuyo rostroclavó sus ojos extraviados y feroces. Entoncesalargó su brazo y puso la mano sobre el hom-bro de la joven, que se replegó creyendo sentirsobre sí la helada mano de la misma muerte.

-¡Ah, desgraciada princesa de Lamballe!-exclamó La Zarza-. No te valen ni tu hermosu-ra, ni tus riquezas, ni tu ilustre cuna, ni seramiga de la reina, ni ser hija del duque dePenthièvre. Te han encerrado aquí para inmo-larte mañana entre miles de cadáveres. Tu san-gre, con la sangre de un sinnúmero de nobles,suizos y cortesanos, correrá, formando arroyos,por las calles. El pueblo se gozará en abofeteartu cabeza. Pocas horas te restan: el alba se acer-

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ca, encomiéndate a Dios. Tus carceleros seránimplacables. ¡Muerte, muerte!

Al decir esto, hizo presa con sus afilados de-dos en el hombro de Susana, apretó con cre-ciente fuerza, y la dama, ya en el último gradode terror, aturdida, desesperada, loca, al sentir-se aprisionada por aquella garra de acero, lanzóun agudísimo grito, y cayó al suelo sin sentido.

Capítulo XVILas ideas de fray Jerónimo de Matamala

I

Asomaba la aurora por las ventanas y balco-nes del madrileño horizonte, cuando D. Buena-ventura Rotondo y Martín Muriel, que despuésde los sucesos referidos habían salido a enterar-se de ciertos asuntos de indudable urgencia,regresaron a la calle de San Opropio, mas no

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para descansar ni entregarse a indolente repo-so, que podría ser de gran peligro en tales cir-cunstancias. Uno y otro debían andar muy des-pabilados aquel día, y era preciso obrar congran actividad antes que fueran descubiertospor la policía, si es que eran dignos de estenombre los perezosos alguaciles y los agentessecretos sostenidos por las autoridades admi-nistrativas y religiosas de aquellos benditostiempos.

Entraron en el cuarto donde Rotondo teníalo que podríamos llamar su despacho, y cadauno escribió una carta, siendo mucho más largay meditada la de Martín.

-Ahora -dijo Rotondo doblando la suya- yasabemos lo que hay que hacer. Es preciso noperder tiempo. La cosa está próxima; y puesusted acepta en este negocio la parte importan-te que yo le ofrecía, no hay que dormirse. Yaestán ahí las personas con quienes debemosentendernos. ¡Oh, amigo! Cuando vaya hacién-

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dose cargo del vasto plan en que estamos meti-dos, comprenderá qué gran acontecimiento seprepara. Toda la sociedad, lo más selecto en lasarmas, en las letras, en la piedad, está con noso-tros y contra ese infame privado. Ya verá usted.Pero no se puede perder ni un momento. Alinstante va usted a hablar con el padre Jeróni-mo de Matamala, que viene de Toledo y deAranjuez con instrucciones y claves... ¡Oh!, nosha puesto en un gran compromiso el buen fran-ciscano dejándose coger ciertos papeles... pero,¡ca!, si el provincial de la Orden es también delos nuestros...

-¿De modo que no se le perseguirá? -dijoMartín rubricando la firma de su carta.

-No lo creo. Aunque te han enviado aquí alconvento de San Francisco como por vía dedestierro, no creo que pase de ser una fórmula.

-¿Podré ver tan temprano a fray Jerónimo?

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-Sí, al instante. Ayer tarde le he visto yo, yya está enterado de que contamos con usted, locual le causó gran regocijo. Mientras usted seexplica con él y se entera de ciertas particulari-dades, yo me voy a ver a un pájaro gordo quedebe haber llegado anoche para entenderseconmigo. ¡Oh, ése sí que es personaje!... Tene-mos -añadió, bajando la voz con misterio- unapalanca tremenda. Bastará hacer un pequeñoesfuerzo para... En fin, despachar pronto. Váya-se usted a ver al fraile, mientras yo conferenciocon mi hombre. ¡Qué hombre, qué adquisición!

-Pues hasta luego; saldremos solos.

-Sí, que Alifonso y Sotillo se queden aquí.Solos y bien embozados a esta hora, no haypeligro alguno. Ya ve usted cómo estoy yo;¿quién me conoce en este traje?

En efecto; D. Buenaventura había cambiadopor completo de vestido, y aquel señor a quienvimos tan almidonado y tan pulcro en los pri-

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meros capítulos de esta historia se había con-vertido en un hombre del pueblo que podíapasar por barbero.

-Usted -continuó Rotondo, embozándose ensu capa- no necesita disfraz. Pocos le conocen, ylos inquisidores no hacen de las suyas sino pordelación y dentro de las mismas casas... Con-que...

-Cada uno por su lado.

-Eso es, y dentro de un rato aquí.

Salieron, y se separaron en la puerta. Martínse dirigió a casa de D. Lino Paniagua, a quiennecesitaba encargar una importante comisiónantes de avistarse con el franciscano. Cuando eljoven llegó a la calle del Burro, el abate, a pesarde que aún era muy temprano, no dormía, yestaba muy ocupado en limpiar su ropa, en darlustre a sus zapatos, en coger algunos puntos asus medias y en otros menesteres domésticos

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que eran la ordinaria tarea matinal de aquellagaceta ambulante. El buen D. Lino, que no erarico, necesitaba atender por sí mismo al realce yesplendor de su persona, según convenía a susvariadas funciones sociales.

-¡Oh, Sr. D. Martín, usted por aquí a estahora! -exclamó, dejando sobre la cama la casa-ca, en cuyo forro estaba restaurando una costu-ra lastimada por el roce- ¿Qué bueno me traeusted?... Algún encarguillo, ¿eh?

-Sí, señor; quiero que me haga usted el favorde llevar una esquela a cierta persona...

-¡Ah!, ya comprendo, truhán -dijo el abate,sonriendo y clavándose la aguja en la guarni-ción de una chupa verde mar, del tiempo deFarinelli, que para dentro de casa tenía-. ¿Con-que era cierto?... Y usted lo negaba. Esquelitas¿eh? Yo me encargo de eso por ser usted el in-teresado, que si no... Vamos, que ha puestousted una pica en Flandes.

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-Agradeceré a usted mucho que se encarguede esto -contestó Martín mostrándola-. Es parael doctor D. Tomás de Albarado y Gibraleón.

-¡Ah!, pues yo creí que era para... Pero ya en-tiendo, picarón -añadió con malicia, creyendodescubrir un secreto-. Usted se cansa ya de lavida platónica; usted aspira a... y como del doc-tor puede decirse que es quien dispone delporvenir de Susanita... La pretensión es atrevi-dilla, Sr. D. Martín; pero si ella está tan enamo-rada de usted como dicen...

-¿Conque usted llevará la carta? -preguntó elotro sin hacer caso de los comentarios del ino-cente abate.

-¡Ah!, sí, con mucho gusto. Ojalá viera ustedcumplido su deseo. El doctor es una personaexcelente. Y a propósito: ¿logró usted que pu-sieran en libertad al Sr. D. Leonardo? Quélástima de joven, tan amable, tan...

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-No, nada se ha conseguido hasta hoy.

-Es raro, porque estando ella empeñada ensacarle en bien... Y me consta que se preocupómucho del asunto, no hablaba de otra cosa. Porcierto que ese empeño daba que hablar a lagente, y todos se hacen lenguas sobre el estu-pendo amor que la madamita siente por usted.Algunos se han escandalizado... ¡Preocupacio-nes! Todos los que conocen su carácter se hanllenado de asombro. ¡Qué genio! ¡Cuidado quetiene rarezas! Ya sabrá usted que se había em-peñado en ir al baile de la Pintosilla. Todos enla casa se oponían; pero al fin, el demonio de lamuchacha fue. Si cuando dice «esto se hace»,no hay remedio, sino que lo ha de hacer.

-¿Y fue por fin a ese baile en los barrios ba-jos?

-Sí, señor, fue. Vamos, que usted debe saber-lo mejor que yo -dijo Paniagua con malicia-. Sufamilia estaba disgustada, y no crea usted, tem-

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ían... Anoche a las once, hora a que yo me retiréde la casa, todavía no había vuelto y estabanmuy sobre ascuas. ¡Ya lo creo, tan tarde! Lafortuna es que había ido con el marqués y conPluma, que si no... Esa gente de Lavapiés esmuy peligrosa.

-¿Conque llevará usted la carta hoy mismo?

-En cuanto salga. Precisamente he de pasarpor casa del doctor. Tengo que ir a casa de losseñores de Sanahuja, que viven, como ustedsabe, pared por medio. ¡Ah, no sabe ustedcuánto tengo que hacer hoy! Como esos señoresse van a toda prisa para Aranjuez...

-¿Qué señores?

-Los de Sanahuja. Figúrese usted que Pepitaestá maniática, no puede vivir sino en el cam-po. Ya usted recordará. Aquella que en la Flo-rida recitaba versos pastoriles y jugaba a loscorderos. Yo me figuro que aquella cabeza no

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está buena. Está tan enfrascada en su manía,que no hay quien la convenza de que todo esode lo pastoril es pura invención de los poetas, yque en el mundo no han existido jamás Me-lampos, ni Lisenos, ni Dalmiros, ni Galateas.Pero ni por esas; ella, con la lectura de Melén-dez y de Cadalso, se figura que todo aquello esverdad, y quiere ser pastora y hacer la mismavida que los personajes imaginarios que pintanlos escritores. ¿Pues qué cree usted? Si ha teni-do su padre que quemarle los libros, comohicieron con los de D. Quijote... Es mucha niñaaquella. Pues hoy se van para Aranjuez, dondetienen una hermosa finca con su soto y muchosviñedos. La familia, viendo que Pepita no co-mía ni dormía a causa de su preocupación pas-toril, ha resuelto al fin hacerle el gusto y se lallevan esta tarde. De buena gana iría a pasar allíun par de semanas. Ellos me vuelven loco paraque vaya, mas no puedo salir de aquí. Yo, Sr. D.Martín, hago en Madrid mucha falta. ¡Pues noes nada los encargos que me han hecho!

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-añadió pasando la vista por un papel que so-bre la mesa tenía-. Vea usted la lista: «Dos ca-pones buenos; cuatro libras de pólvora para elSr. D. Cleto, que es gran cazador; un braserogrande de los superiores de Alcaraz; un sonaje-ro que no pase de seis reales, para el niño; sietevaras de muselina para la mujer del molinero,que es ahijada de la señora y está de parto; ochopurgas de coliquíntida en diez y seis tomas; unjuego de ajedrez; avisar al zapatero para quelleve antes de las dos las botas de D. Cleto; ir acontratar un coche, si se encuentra, y si no unagalera, a la Cava Baja». Conque vea usted, to-dos estos encargos corren de mi cuenta, y espreciso despacharlos por la mañana.

-Antes que hacer todo eso, ¿llevará usted micarta?

-¡Oh, sí, descuide usted! La recibirá dentrode una hora.

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Martín se despidió dejando al abate en sin-gular batalla con una mancha de mala calidadque había aparecido en el cuello de su casaca yen sitio donde no podía ser cubierta por el cole-to. Sin pérdida de tiempo, y muy seguro de quela carta llegaría a su destino, se dirigió a SanFrancisco el Grande, ansioso de ver a su amigofray Jerónimo de Matamala. Hubo de esperarun poco, porque el buen regular estaba dicien-do su Misa; pero el Oficio no duró gran rato, yapenas dejó aquél los paños ornamentales,cuando apareció en el claustro, donde Martín leaguardaba contemplando las pinturas de asce-tas y mártires que cubrían las paredes de aquelsanto recinto.

-¡Martín, querido Martín! -exclamó frayJerónimo abrazándole-; ven, sube conmigo yhablaremos con más libertad en mi celda.

Subieron, y sentados junto a una mesa depino que sostenía dos grandes cangilones dechocolate, rodeados de su corte de bollos y biz-

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cochos, comenzaron a matar el hambre y ahablar de esta manera:

II

-Ya te esperaba, Martincillo -dijo fray Jeró-nimo-. D. Buenaventura me ha hablado de ticon unos encomios... Está muy satisfecho de ti;¿no te lo dije? Ahora comprenderás mi buentino al recomendarte a ese caballero. ¡Ah!, perotú no has seguido enteramente mis consejos.

-¿Por qué?

-Porque no te has curado de tu manía dehablar mal de Dios y de su santa religión.Martín, te dije al recomendarte a D. Buenaven-tura, «disimula tus opiniones; mira que no teconviene aparecer así, tan descreído y violento,sobre todo cuando pretendes hacer fortuna».Tú no me has hecho caso según me dijo ayerese buen señor; tú has asustado a todos con tu

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imprudente audacia y el desprecio con quehablas de las cosas más santas.

-Qué quiere usted, ya le dije que no me eraposible disimular; yo soy así.

-Pero hijo, se hace un esfuerzo; hay muchosque piensan como tú y se lo guardan. Eso es loque conviene... Pero hablemos de otra cosa.¿Conque tú estás decidido a cooperar a estagran obra?

-Sí, padre; y si he de decir a usted la verdad,ni sé claramente cuál es la grande obra, ni quémedios se han de emplear para verla realizada.La desesperación, una serie de circunstanciastristísimas en que me he visto, me impulsan atomar parte en esa obra, cualquiera que sea. Yoestoy desesperado; yo me veo perseguido sinmotivo alguno; me uniré con gusto a todo elque se proponga herir con golpe mortal la co-rrupción en que vivimos.

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-Pues hijo, yo te explicaré. Cuando me visteen Ocaña no quise contarte estos secretos; mepareció que no serías demasiado prudente. Pe-ro como conocía tu carácter impetuoso y deci-dido, te creí de mucha utilidad y te recomendéal Sr. de Rotondo, esperando que sabría darnoble ocupación a tus grandes cualidades.

-Pero usted ya andaba en estos manejos, pa-dre, aunque tenía empeño en que nada se tras-luciera.

-Cierto es, hijo, pero no creí conveniente cla-rearme demasiado contigo. Yo tenía correspon-dencia con Rotondo; ya en aquellos días secreía próximo el gran suceso, pero no tantocomo ahora.

-¿Y el alma de ese negocio es D. Buenaven-tura?

-No. Don Buenaventura no es más que unagente que tenemos en Madrid, y no hay pala-

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bras con qué elogiarle; porque la verdad es quesu astucia, su prudencia, su tacto, han hechoverdaderos milagros. El alma de este negocio esun personaje eminente, un hombre como haypocos en el mundo, de tanto saber y experien-cia, que no encuentro ninguno con quien com-pararlo entre antiguos ni modernos.

-Dígame el nombre de ese prodigio.

-Se llama D. Juan Escoiquiz, el que fue pre-ceptor del Príncipe, el hombre insigne que viveretirado de la Corte por las intrigas del Guardia,pero que ha de alcanzar de nuevo, yo lo espero,la dirección de su real alumno, y quizá la direc-ción absoluta de los negocios del Estado; por-que no digo yo una nación, sino veinte nacionespodría gobernar D. Juan Escoiquiz, que talentole sobra para eso y mucho más.

-Pues mire usted, padre, lo que son las cosas-dijo Muriel-; yo tenía formada idea muy distin-ta de ese señor canónigo. Por algo que he oído,

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me le había figurado más vanidoso que sabio ycon una ambición tan grande como injustifica-da.

-Calla, necio -contestó fray Jerónimo-, no sa-bes lo que te dices. Ya se ve, quien tiene ideastan equivocadas sobre Dios y la religión, ¿no lasha de tener sobre los hombres?

-Bien, dejemos a un lado sus cualidades y si-ga usted contando.

-Pues como te iba diciendo, Martincillo, elalma de este asunto es el arcediano de Alcaraz,y los auxiliares más poderosos nada menos queel príncipe Fernando, la princesa María Anto-nia y... ¡asómbrate!, la Inglaterra.

-¿La nación inglesa?

-Sí; Rotondo es el que se entiende con losagentes del Gobierno inglés, interesado en quecaiga este pérfido favorito que nos está arrui-

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nando, después que ha dado en la flor de hacerTratados con Napoleón. ¡Son horribles los pro-yectos que se atribuyen a ese infame Godoy! Sihasta piensa, según dicen, despachar a losPríncipes para América, con objeto de fundarallá yo no sé qué reinos; por supuesto, que suidea es hacerse rey de España, que de eso ymucho más es capaz ese vil, protegido siemprepor la más liviana de las mujeres.

-¿Y qué es lo que piensa hacer? ¿Algún le-vantamiento nacional?

-Pues eso mismo; has acertado. ¡Si vierascuántos elementos tenemos! Nobles, plebeyos,clero, magistratura, milicia, todo es nuestro. Lacausa del Príncipe es la causa del pueblo. Tedigo que el éxito no es dudoso. Ahora es la tu-ya. Martincillo, a ver si te luces.

-¿Y qué tengo yo que hacer?

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-¿Y me lo preguntas? ¿Para qué te reco-mendé yo a D. Buenaventura? ¿Recuerdas loque hablamos aquella tarde en la huerta delconvento? ¿No estás continuamente protestan-do contra la degradación y la bajeza de la Cor-te, contra la inmoralidad, contra el atraso enque vivimos? Pues de todo eso, ¿quién tiene laculpa sino el Guardia? Por eso yo te escuchaba,y decía para mí: «Éste es el hombre que hacefalta; éste sí que en un día dado sabrá hacer lascosas y arrastrar al pueblo a la victoria».

-¡Arrastrar al pueblo!... -dijo Martín medi-tando el sentido de estas tres palabras que másde una vez habían bullido en su imaginación.

-Sí, eso, eso mismo. Pero ya te lo damos todohecho. Todas las comisiones están desempeña-das y no falta más que la tuya, no falta más queun hombre atrevido que tenga la inspiraciónrevolucionaria.

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-¿Y desaparecerá la corrupción, la tiranía,todo lo que hay aquí de odioso y contrario a lasluces de la época y a la civilización?

-¿Pues quién lo duda? Después será esto unparaíso. Muerto el perro se acaba la rabia. Ycree que lo deseo ardientemente, para que estepaís se vea bien gobernado y sea lo que debeser en el mundo. Si no fuera por mi patria, nodiera paso alguno en este asunto. Ya tú sabesque yo no tengo ambición y que mi mayor di-cha es vivir entre estas cuatro paredes, retiradodel bullicio del mundo. Nada me agrada tantocomo la soledad. Tú si que puedes sacar granpartido de esto. Quién sabe hasta dónde podrásllegar, sobre todo si sales en bien, como espero,de este negocio.

-Pero en resumidas cuentas -dijo Martín-,¿qué es lo que tengo yo que hacer?

-Eso, Rotondo es quien te lo ha de decir cepor be. Yo lo que tengo entendido es que va a

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haber un levantamiento en Toledo cuando laCorte esté en Aranjuez, que será de un día aotro. En Toledo se prepara un hambre ficticiapara que el pueblo se amotine más fácilmente.Después en todas las ciudades principales haycomisionados que están en relación con Juntassecretas establecidas desde hace tiempo, a pesarde la policía. A ti, por lo que he entendido, teencuentran pintiparado para el caso; tú tienesun carácter resuelto y atrevido y unas ideasrevolucionarias que ya, ya... Mira si tuve aciertoal enviarte al Sr. D. Buenaventura.

-¿Y cuándo?

-Creo que no habrá tiempo que perder. Yohe tenido cartas de D. Buenaventura, y ademásanoche ha llegado el Sr. D. Pedro RegaladoCorchón, que es una de las personas más com-prometidas y más entusiastas por nuestra cau-sa, a pesar de ser novicio en ella.

-¿Y quién es ese señor?

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-Un inquisidor dé Toledo, el que goza demás influjo en aquel Tribunal; persona de grantalento y prestigio.

-¿Conque también hay inquisidores en estadanza? -dijo Martín con asombro, sospechandode la bondad de una cosa en que se interesabaaquel santo Tribunal.

-Si te digo que todas las clases de la socie-dad... ¡Pues poco irritados están los señores delSanto Oficio contra el Guardia! ¡Si vieras quéhombre tan eminente es el padre Corchón! Co-mo que ha escrito catorce tomos sobre el SeñorSan José y otros muchos que tiene comenzadossobre diversas materias sagradas y profanas.Costó trabajo meterle en este fregado; pero alfin entró, y desde que en Toledo trabó amistadcon el secretario de aquel Tribunal se ha vueltoentusiasta. Anoche llegó a Madrid, y ése es elque ha de precisar la ocasión y el cómo y cuán-do. Porque has de saber que él y Escoiquiz sonuña y carne. ¡Pues digo si tienen pesquis uno y

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otro! En la Secretaría de Estado les querría mi-rar yo a ver si el Sr. Napoleón se reía de noso-tros.

-¿Conque hay inquisidores en esta danza?-repitió Martín-. Lo pregunto porque yo preci-samente ando a vueltas con el Santo Oficio, ypor un milagro no estoy ya en las garras de losinquisidores durmiendo a la sombra.

-Pues qué, ¿te han perseguido?

-Sí, por brujo, francmasón, vampiro y no séqué más -contestó el joven con amargo desdén.

-¡Ah! -dijo fray Jerónimo-, tú no quieres se-guir mi consejo. En dondequiera que estés, y enpresencia de personas desconocidas, te despa-chas a tu gusto sobre política y religión, y así noes extraño que alguien te haya denunciado.

-Antes de intentar prenderme a mí esos in-fames, habían preso al pobre Leonardo.

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-Ya lo he sabido; y en verdad no me causógran asombro, porque lo cierto es que era muycalavera.

-Ni él ni yo hemos cometido falta alguna quemerezca esa persecución horrorosa.

-Pero hijo, ya tú ves -dijo el padre con aflic-ción-, vosotros sois muy deslenguados; habláissin ningún respeto de las cosas más sagradas, ytenéis gusto en insultar a los ministros del Altí-simo, dignos más que nadie de veneración yacatamiento. Piensa lo que quieras, pero guár-datelo, sobre todo delante de personas extra-ñas. ¡Oh!, si tú moderaras un poco la lengua,serías un hombre perfecto. Pues hijo, yo creíaque en Madrid te habrías corregido un poco.

-Al contrario. Las persecuciones, los desen-gaños que he sufrido, y, por último, la vil cela-da que acaban de tenderme, ha exacerbado enmí aquel rencor inveterado que tanto le sor-prendió a usted la tarde que hablamos en el

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convento de Ocaña. No fue mi ánimo al princi-pio ceder a las sugestiones de D. Buenaventura,que me quería comprometer en una conspira-ción cuyos medios yo no conocía bien y cuyosfines no me parecían grandes ni dignos. Soñan-do ya con algo más alto, más eficaz, más útilpara mi país y para la civilización, cerré losoídos a los reclamos que entonces se me hicie-ron con bastante empeño; pero hoy las circuns-tancias han variado para mí: estoy amenazadode perecer en un calabozo de la Inquisición conmuerte ignorada y vil, sin provecho para causaalguna; todas las puertas se me cierran; pareceque la sociedad ve en mi una temerosa fieraque es preciso enjaular o exterminar para queno devore cuanto halle a su paso. ¿Qué puedohacer en esta situación? Arrojarme en brazos detodo aquel que por cualquier medio se ocupeen conmover este edificio minado y ruinoso enque vivimos; ayudar a todo el que parezca dis-puesto a protestar contra las leyes, contra lascostumbres, contra las altas personas de la Es-

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paña contemporánea. Y no reflexiono, no midoel verdadero alcance de la empresa en que to-mo parte; me basta que sea una negación detodo esto que me rodea. He aceptado a ciegas lacooperación que se me ha ofrecido, y lo hagollevado más bien por un sentimiento de enco-no, por una especie de crueldad nacida intem-pestivamente en mi corazón, que por el cálculofrío que debe preceder a todas las grandes reso-luciones. ¡Ah!, ahora comprendo los excesos ylas violencias que acompañan a las primerasviolencias populares, y me explico ciertoscrímenes que la razón no acierta a justificar. Porlo que en mí pasa comprendo lo que puede serla pasión de innumerables seres vejados y mal-tratados por una tiranía de siglos; comprendolas catástrofes de la venganza popular, llevadaa cabo por hombres sin instrucción ni conoci-miento alguno del mundo y de la sociedad; meexplico que la multitud no se detenga, sino queavance siempre, destruyendo todo lo que en-cuentra al paso, acordándose sólo de sus agra-

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vios y olvidando toda la ley de humanidad. ¿Yesa gente se espanta de que la cuerda estalle,cuando ellos están estirando, estirando, sincomprender que por una ley invariable todaresistencia tiene su límite y toda tiranía tiene sudía terrible más tarde o más temprano?

Fray Jerónimo de Matamala se quedó muypensativo al oír estas palabras, no sabiendo siaplaudir o censurar la viva imprecación delrevolucionario, en quien veía más celo del ne-cesario para el caso. Él, sin embargo, como sub-alterno en la conspiración, se reservaba sussentimientos en aquel asunto, confiando en queD. Buenaventura, dada su gran experiencia, nopodría equivocarse en elección tan delicada.

-Bien -dijo al fin levantándose-. Todo lo quehaya de bueno en tus ideas, Martincillo, lo hasde ver realizado. Buen ánimo, y espera a que teden órdenes. Ya verás al reverendo Corchón; ély D. Buenaventura son los que en Madrid tie-nen hoy la clave del asunto. Yo creo que me iré

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otra vez a Ocaña o al mismo Toledo, porquehas de saber que el provincial es también de lapartida, y cuando yo creía que me iba a ser im-puesta alguna pena por el descuidillo de lascartas, me encuentro con que me agasajan yconsideran más de lo que merece este pobrefraile sin influencia ni poder.

-¿Y dónde veré a ese Sr. Corchón? Porqueme interesa mucho hablar con él.

-¡Oh! Don Buenaventura te presentará.¡Verás qué hombre, qué talento, qué vasta ins-trucción!... ¿Sabes que me parece que es hora deque te retires? -añadió bajando la voz y aten-diendo al ruido de pasos que se oía por elclaustro, junto a la puerta de la celda-. Porqueaunque aquí me consideran, no quiero infundirsospechas.

-Adiós, y nos veremos antes de que ustedvaya a Toledo.

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-Sí, y me quedo rogando por ti, Martincillo,por el impío, por el ateo, por el francmasón, poreste diablillo atrevido y procaz a quien la Pro-videncia, a pesar de todo, reserva un porvenirde gloria. Adiós.

Le abrazó, y el joven dejó a su amigo enfras-cado en grandes dudas sobre el grado de revo-lución que en aquellos tiempos podía emplear-se sin peligro. Su perplejidad no concluyó entodo el día, y paseándose por el claustro, re-zando en el coro y sentado en la huerta, no ce-saba de repetir: «Es mucho hombre para tanpoca cosa».

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Capítulo XVIIEl barbero de Madrid

I

Cuando el doctor Albarado recibió de manosde D. Lino Paniagua la carta que le enviabaMartín, se quedó helado de espanto, y en unbuen rato no articuló palabra alguna.

-Esto es horroroso, D. Lino; por Dios, ¿quiénlo ha dado a usted este papel?

-Me lo ha dado... me lo ha dado... -contestóbalbuciente el pobre abate-. ¿Pero no trae fir-ma?

-Sí, aquí viene la firma de ese bandido. ¿Perodónde le ha visto usted? ¡Qué negro delito, quéatrevimiento! Atreverse... Estamos en SierraMorena.

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-Bien me lo figuraba yo -decía para sí Pania-gua-. ¿Cómo había el doctor de consentir enque Susanita se casara con D. Martín? Esehombre debe de estar loco.

-¿Pero usted no sabe lo que dice esta carta?...-gritó furioso Albarado.

-Sí... ya lo supongo.

-¡Lo supone usted, lo sabe! Luego usted nopuede menos de ser cómplice en esta villanía.

-¡Yo, doctor de mi alma... yo cómplice!... ¿Dequé?

-¿Ha visto usted alguna acción semejante?

-A la verdad, querido señor doctor, atrevidi-lla es la pretensión de ese hombre, pero su ju-ventud y su falta de mundo lo disculpan.

-¿Cómo disculpa? ¿Usted está loco?... -dijo elInquisidor, más furioso mientras más procura-

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ba calmarle D. Lino, equivocado de medio amedio respecto al contenido de la carta.

-Diré a usted... señor doctor -contestó atur-dido el abate-. Pero cálmese usted, no se irrite.La cosa no merece la pena. Considere usted...

-¡Cómo que considere! Hombre de Dios, pa-rece que está usted en Babia. Lea, lea y com-prenda que está siendo emisario de una partidade bandoleros.

El abate fijó sus ojos con ansiosa curiosidaden la carta, y se quedó al leerla pálido como undifunto.

Aquel terrible documento, como saben nues-tros lectores no contenía otra cosa que la inti-mación del secuestro y el propósito, franca yrudamente manifestado, de no devolver a sufamilia a la desgraciada joven mientras Leo-nardo, no fuera puesto en libertad.

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Don Lino tuvo que hacer un gran esfuerzode espíritu para no desmayarse. Miraba al doc-tor con azorados ojos, leía dos o tres veces elmalhadado papel y creía ser víctima de unaestratagema diabólica.

-¿Dónde, dónde le han dado a usted esa car-ta?

-Señor... señor... Yo no sé qué pensar -dijo elpobre abate temblando de miedo-. ¡Cómo habíayo de creer... yo que pensaba!... pues diré a us-ted; ha estado en mi casa él, él en persona...hace un momento.

-¿Dónde vive ese hombre, dónde? Al instan-te hay que empezar a hacer averiguaciones.¡Qué infame delito! Vamos al instante a casa demi hermana. Si no acierto a explicarme estedesastre... ¡Oh, infeliz Susana! Yo revolveré atierra para sacarte del poder de esos forajidos...No hay que perder tiempo... Vamos, muévaseusted.

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Esto decía el buen consejero de la Suprema,vistiéndose a toda prisa para salir de su casa,acompañado de D. Lino, el cual aún no volvíade su estupor ni acertaba a disipar con un juicioo un dictamen cualquiera el angustioso atur-dimiento del abuelo.

-¡Oh, la Inquisición! -exclamaba éste por elcamino-. Es preciso que ese Sr. D. Leonardo odon demonio sea puesto en libertad hoy mis-mo... Si no... esa canalla es capaz de hacer unaatrocidad... ¡Ah, Susanilla, tú en poder de esagentuza; tú perdida para siempre! ¡Qué golpe,señor, a mis años!... Esto no tiene nombre.

-Qué cosas, qué cosas! -decía a media voz D.Lino, que tan angustiado como corrido no acer-taba a formular una protesta ni un comentario.

Al llegar a la casa encontraron a todos en elmás alto grado de ansiedad y consternación.

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-¿Ya sabes lo que pasa? -preguntó doña Jua-na-. Susana no ha vuelto, ni el marqués, niPluma. No parecen, se les busca por todas par-tes, han ido allá mil veces, no saben dar razón.Dios mío, ¿qué castigo es este?

-Toma, mujer; lee, lee y comprenderás todo-dijo el doctor, dando a su hermana la cartafatal.

-¡Qué horror! ¡Y ese Muriel!... Si me lo figuré-exclamó erizada de espanto doña Juana-. Espreciso descuartizar a ese hombre. ¿Dónde estála justicia? Al momento, buscarles, perseguirlessin descanso.

-Voy al Consejo, voy a visitar a todos los in-quisidores, voy a dar órdenes a los de Toledo,órdenes terminantes. Todo el Consejo me apo-yará... Es preciso que hoy mismo quede en li-bertad ese reo. No nos expongamos al furor deesos miserables; pueden matarla. ¡Qué horrible

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idea!... Sí, voy, voy al Consejo... ¡Maldito Tri-bunal!... ¡Por qué le odiarán tanto!... Voy, voy...

Así decía el pobre doctor, yendo de aquí pa-ra allí, dirigiéndose a todas las puertas y nosaliendo por ninguna, tropezando en todas lassillas, quitándose el sombrero cada minuto paraabanicarse con él, volviéndoselo a poner y asus-tando a todos más de lo que estaban con susdescompuestos ademanes y su iracunda voz.

-Buscar la guarida de esos miserables, per-seguirlos sin descanso es lo que conviene-repitió doña Juana anegada en llanto.

-No, no irritemos a esa gente feroz. Nos ve-mos en el caso de aceptar sus condiciones. Espreciso comprar a Susana al precio que nospiden en este papel. Voy, voy...

-¡Que cosas, qué cosas!... -decía nuevamentey por décima vez el pobre Paniagua, que aúnno volvía de su azoramiento.

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-¡Y el marqués y Pluma presos! ¡Pero quéembrollo! No parece sino que había en esto unplan vasto, hábilmente combinado -dijo doñaAntonia la Diplomática, que había acudido a lacasa a aumentar el barullo.

-¿Pero ves qué iniquidad? Ese es el hombrede quien se contaban tantas atrocidades-añadió doña Juana-. ¿Y Susana? No quieropensarlo, me horripilo toda.

El doctor al fin regularizó su ira, digámosloasí, y cansado de exclamar «voy, voy», sin irnunca, trató de poner en práctica el pensamien-to que creía más lógico en aquel grave trance.Acompañado de D. Lino, que no quiso aban-donarlo en tan tremendo día, salió dirigiéndosea toda prisa a casa del inquisidor general.

II

La tardanza de Susana no produjo enningún habitante de aquella casa tan violento

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ataque de nervios como el que sintió el Sr. D.Miguel Enríquez de Cárdenas, hombre excesi-vamente impresionable en los momentos deapuro. Pero si la tardanza alteró su fisonomía yle dejó sin fuerzas, la lectura del fatal escrito,transmitido por la inocente complacencia de D.Lino, acabó de rendir su frágil naturaleza, y diocon su cuerpo en el lecho, exhalando lastimerosquejidos.

-¡Oh, yo no puedo soportar este golpe, yome muero! ¡Cuán desgraciado soy! ¡Dios mío,sácanos de este trance! -exclamaba al extender-se en su cama, rechazando todo consuelo y ri-ñendo con todo el que intentara probarle queaquella no era la mayor de las desgracias posi-bles. Negose a tomar todo alimento, y hastareprendió a su mujer por creerla menos abis-mada que él en las profundidades del dolor.Quería quedarse solo, ansiando la soledad queaman tanto los que padecen, y renegaba de laluz, el sol, del aire, de la vida y de la sociedad.

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Por fin, los que le rodeaban, que eran todoslos de la casa, le hicieron el gusto de dejarlesolo, en plena y absoluta posesión de sus me-lancolías, asegurándole que le darían conoci-miento de cuanto ocurriese. Antes de que suesposa saliera, el inconsolable enfermo dijo convoz desfallecida:

-¡Ah, si viene el maestro Nicolás lo dirás quehoy no me afeito! Sin embargo, que entre; élpuede hacernos algún servicio en este asunto.Le hablaré.

El maestro Nicolás era un hombre quediariamente venía a peinar y a afeitar al Sr. D.Miguel de Cárdenas, pero con la particularidadde que éste pasaba horas enteras en conferenciacon su peluquero, siendo de notar que las ence-rronas habían sido más largas que de ordinarioen la última semana. No hacía mucho que elmaestro Nicolás desempeñaba tales funcionesen aquella casa; pero a pesar de esto, la con-fianza del señor era grande y los criados se

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habrían llenado de asombro si llegaran a sor-prender la franqueza con que el maestro enartes capilares trataba a su parroquiano una vezque se quedaban solos en el despacho.

Pasaron las primeras horas de la mañana sinotros acontecimientos notables que el sinnúme-ro de visitas llegadas a cada instante y a medi-da que la fatal noticia del secuestro iba cun-diendo por todas las casas amigas. Llegó el se-ñor fiscal de la Rota, al regresar de su paseo porla Montaña; llegó el señor presidente de la Salade Alcaldes de Casa y Corte, todavía sin afeitary con la peluca torcida a un lado, indicando asíla prisa con que quiso correr a informarse biendel suceso; llegó el señor presidente del Tribu-nal de la Cámara de Penas; llegaron las de Sa-nahuja, las de Porreño, y la casa se inundó deamigos llorones que no podían estarse muchotiempo sin venir a decir su opinión sobre aquelsuceso.

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Cerca del mediodía llegó el llamado maestroNicolás y fue introducido al instante en el des-pacho de D. Miguel. No tardará el lector muchotiempo en reconocer a este que parece nuevopersonaje y no lo es; no tardará en reconocerle,porque hace poco le ha visto con el pintorescotraje que ahora trae en substitución de su pri-mera bordada chupa y del escarolado follaje desus pecheras blancas como la nieve. El Sr. D.Buenaventura tenía mucha habilidad paratransformarse, y desde que intentó hacer elpapel de barbero en aquella casa, su artificiofue intachable. En la morada de los Enríquez deCárdenas, el despacho, que estaba en la plantabaja, tenía entrada aparte por la calle del Biom-bo, mientras la puerta principal se abría por ladel Factor. La servidumbre notaba la presenciade aquel hombre en el cuarto de su amo, y unasveces le juzgó prestamista, otras agente de ne-gocios, hasta que, por último, su aparición pe-riódica y las funciones barberiles que franca-mente y a vista de todos desempeñaba, le con-

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firmaron en la creencia de que era peluquero, ynada más que peluquero.

Cuando D. Miguel se incorporó en su lechoy vio junto a sí al Sr. de Rotondo, aguardó aque se extinguiera el ruido del pasillo, y dijo envoz muy queda:

-¡Cuánto ha tardado usted! Estoy con unaansiedad.

-¿Por qué?, todo salió bien -contestó el fingi-do barbero, sentándose junto a la cama.

-¿Y está segura?

-Por ahora sí; conviene tomar toda clase deprecauciones. Se nos persigue con un ahínco...

-¿Sabe usted que fue excelente la idea defingirse usted mi peluquero? -dijo Cárdenastomando un polvo de rapé y sonriendo, curadoya del paroxismo que le produjo, la desapari-ción de Susanita.

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-Efectivamente; así no infundiré sospechas.Pues sepa usted que el mismo sistema he teni-do que adoptar al fin en una gran parte de lascasas adonde concurro para estos asuntos. Ytengo que hacer el papel por completo: ya heafeitado y peinado al señor brigadier Deza y aloidor don Anselmo Santonja. Los tiempos an-dan malos y es preciso huir el bulto. Sólo en laEmbajada británica puedo entrar en cualquiertraje y eximirme de rapar las barbas a tantoinglesote.

-Conque hablemos, que no hay tiempo queperder. ¿Cómo está Susana?

-No está mal; aquella casa no es palacio nimucho menos; pero por unos días...

-Bien decía usted que ese D. Martín nos hab-ía de resolver la cuestión por su propia iniciati-va. ¿Y él qué piensa hacer?

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-Está decidido a no entregarla mientras el D.Leonardo, que también es buena pieza, no seapuesto en libertad.

-¿Y si le dan libertad, como pretende el doc-tor, cediendo a la intimación de Muriel?

-¡Oh!, no se la darán; ya he previsto yo esecaso. Todo nos sale a pedir de boca. Cuandonos devanábamos los sesos para encontrar unmedio de hacer desaparecer a Susanita, sin quefuera preciso emplear la muerte, ese hombrenos vino como llovido. La repentina pasión quela niña sintió por él, pasión descubierta porusted desde la primera entrevista que tuvieronen esta casa, nos dio esperanzas de ver resueltala cuestión. Usted no tenía confianza en queaquello diera los resultados que apetecíamos, yyo le decía: «Paciencia, D. Miguel, paciencia;usted verá cómo ese tronera va a hacer un ex-perimento revolucionario en Susanita. Ella leama, él no puede aspirar a su mano; el día me-nos pensado carga con ella y se la lleva por esas

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tierras». Ya ve usted cómo al fin ha buscado lasatisfacción de sus agravios por este camino.

-Pero él no la ama, él la abandonará tal vez,y Susana aparecerá en nuestra casa cuandomenos la esperemos.

-¡Verá usted como no! Él es perseguido; él vaa tomar parte muy activa en nuestro negocio.Como D. Leonardo no ha de ser puesto en li-bertad, y de eso respondo, Muriel, que es tenazo inexorable, no soltará su presa y se la llevaráconsigo. Puede ser que la abandone; pero decualquier modo que sea, yo le prometo a ustedque Susanita no volverá a parecer.

-¿Lo cree usted firmemente? -preguntóCárdenas con ansiedad.

-Firmemente. En último caso yo tengo to-madas mis precauciones, y si hubiera peligro,se adoptaría una resolución decisiva y radicalque le sacase a usted del apuro.

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-¡Matarla! -exclamó con espanto D. Miguel-.¡Oh, no!, esa idea me trastorna. Quiero quedesaparezca, pero no que muera.

-Sí, yo comprendo esa sensibilidad; ¿pero alllegara el momento en que fuera preciso?

-No me diga usted eso... no... por Dios... ¡Unasesinato!

-Bien; yo estoy comprometido a sacarlo a us-ted de este apuro en caso de que hubiera peli-gro. Si el secuestro se descubre, lo que debahacerse se hará. Por lo demás, yo creo que D.Martín ha de portarse tan bien en este negocioque no nos pondrá en el caso de hacer unaatrocidad.

-Dios lo haga -dijo D. Miguel con el ademándel que implora del poder divino una mercedseñalada.

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-Sí; no creo que llegue el caso. Pero si llega...No piense usted eso, y yo me entiendo. Puedeusted considerar logrado su deseo. Susanita hadesaparecido. Bien pronto se dirá que su se-cuestrador le ha quitado la vida, aunque no seacierto, y usted será conde de Cerezuelo, dueñode la inmensa fortuna de esta casa.

Los ojos de D. Miguel brillaron con ciertaanimación que no era en él habitual.

-Ya ve usted que no nos ha costado gran tra-bajo. Otro lo ha hecho. La desigualdad entre losdos, el carácter de él, sus ideas sobre la noblezay la sociedad, su audacia, su propósito de con-seguir la libertad del amigo, han sido causa deesta gran resolución. Bien dije al conocer a D.Martín que era un hallazgo inapreciable.

-Pero aún no veo yo resuelta la cuestión. Esehombre puede conocer hoy mismo que ha ser-vido sin quererlo nuestros intereses y ponerlaen libertad.

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-Descuide usted, eso corre de mi cuenta. Yorespondo de que Susanita no volverá a apare-cer.

-¿Me lo promete usted?

-Con toda seguridad. Ahora falta que ustedcumpla su parte en el pacto que hemos hecho.Usted me juró que si llegaba a ser herederoforzoso de su hermano el conde, me daría cienmil duros para la causa fernandista. Sólo a esteprecio, y atento siempre a allegar fondos conque atender los gastos de la causa nacional, mehe comprometido yo a combinar las cosas demodo que lleguemos a la solución apetecida.

-Bien, yo cumpliré mi palabra -contestóCárdenas-; pero aún no veo la cosa muy segura.Esperaremos a ver en qué para esto. Cuando nohaya duda alguna, yo sabré cumplir mis com-promisos. Soy tan receloso que a cada instanteme parece que veo entrar a mi sobrina por lapuerta de la casa. Otra cosa: ¿no me ha asegu-

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rado usted que D. Leonardo no sería puesto enlibertad? ¿Y de qué medio se vale usted paraconseguirlo?

-Ya lo tengo conseguido. El padre Corchón,que es el que maneja los títeres en la Inquisiciónde Toledo, me lo ha asegurado.

-¿A ver, a ver? Explique usted eso.

-Es muy sencillo. Don Pedro RegaladoCorchón ha entrado recientemente en nuestropartido con gran entusiasmo, inducido porotros cofrades suyos y aun muchos capitularesde aquella santa iglesia, tenazmente empeña-dos en la caída del favorito. Escoiquiz ha hechola adquisición de casi todo el clero toledano, yentre los nuevos adeptos no hay ninguno másrabiosamente decidido en favor del Príncipeque el señor padre Corchón.

-Y ese Sr. Corchón, ¿es un hombre de méri-to?

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-Es un clerigrote ignorantón y apasionado,autor de catorce tomos sobre la Devoción al Se-ñor San José y otras obras ridículas que no hanvisto la luz, para bien de las letras. Pero no co-nozco quien despliegue más celo por una causamundana que ese bendito. No contento consimpatizar con la causa fernandista, se ha meti-do de cabeza en la conspiración activa, y, esuno de los que más han trabajado recientemen-te. La idea de que los intereses eclesiásticosestán desatendidos por el Gobierno del favoritoy la noticia de que se van a desamortizar algu-nos bienes del clero, ocupan constantemente suarrebatada imaginación. Es un hombre rudo,grosero, intolerante, pero todas estas cualida-des son a propósito para el caso. El clero es unode los principales elementos con que contamos,y el tal Corchón nos está haciendo servicios quelo hacen acreedor a una mitra el día que triunfeel Príncipe.

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-Ese nombre no me es desconocido. Eseclérigo era inquisidor en Madrid hasta hacemuy poco tiempo; me parece que es uno dequien era gran amiga e hija espiritual doñaBernarda Quiñones.

-Él mismo en persona. Hace poco le trasla-daron a Toledo y allí le conquistó D. Juan Es-coiquiz, decidiéndole a trabajar por la causa.Anoche ha llegado aquí para conferenciar con-migo y ponernos de acuerdo sobre ciertas par-ticularidades de mucha urgencia.

-¿Y él decide de la suerte de ese D. Leonar-do?

-Precisamente. Ya hemos hablado de eso yme ha prometido con toda formalidad que elpreso no verá la luz del sol en todo el tiempoque yo quiera.

-Pues si lo toma con empeño el doctor, quees consejero de la Suprema...

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-Ríase usted de la Suprema. ¿Si sabremos loque son esas cosas? La Suprema escribirá; lotomará muy a pechos, si se quiere, el mismoinquisidor general; pero los de Toledo embo-rronarán mucho papel, y mientras van y vie-nen, y se dice y se contesta, D. Leonardo se pu-drirá en su calabozo. Ya sabe usted lo que es laInquisición y cómo procede. Descuide usted, elpadre Corchón no promete las cosas en vanotratándose de apretar los tornillos de la máqui-na inquisitorial. Yo le dije: «Reverendo señor:por una serie de circunstancias que explicaré aV. S. en tiempo oportuno, nuestra causa exigeque ese D. Leonardo continúe siendo un franc-masón temible y un endiablado hereje, paraque no haya poderes en la tierra que le puedanponer en libertad, al menos por ahora». Y él meprometió con júbilo que así sería.

-Es usted invencible, Sr. D. Buenaventura-dijo con verdadero entusiasmo el Sr. de

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Cárdenas-. Lo que usted no logra ya puedetenerse por imposible.

-Y eso que no puse en conocimiento del Sr.Corchón que la prisión de Leonardo, con laintriga a que va unida, nos producía cien milduros para nuestra santa causa; que eso me loguardo y es, sólo acá para entre los dos.

-¿Y no pedirá ese venerable algún piquillopor su complacencia?

-Espero que sí, y será preciso dárselo. Paraestos gastos y otros igualmente necesarios noespero otra cosa sino que usted me abra la caja,Sr. D. Miguel de mi alma.

-¡Oh, no, todavía no! -contestó Cárdenas condiligencia-; yo no tengo aún seguridad comple-ta. ¡Si, como he dicho antes, me parece que va aentrar Susana por aquella puerta!...

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-He asegurado a usted que Susana no vol-verá; puede considerar la cuestión concluida yjuzgarse heredero de su hermano, el cual biensabemos que no puede durar mucho tiempo.

-¡Ah!, yo estoy muy receloso -dijo el futuroconde con cierta expresión de misticismo-; meparece que Dios nos ha de castigar.

-A nosotros, ¿por qué? -añadió con cínicasonrisa el Sr. D. Buenaventura-. ¿Acaso lahemos secuestrado nosotros?

-¡Ah!, no; pero esa seguridad que ustedmuestra de que ha de desaparecer, me indicaque tiene algún proyecto terrible.

-No se preocupe usted de eso. Fuera dudas.Lo que yo deseo es que usted cumpla sus com-promisos como yo cumplo los míos. Precisa-mente en estos días me hacen mucha falta loscien mil duros. Hay mucho dinero, pero es gas-

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ta mucho. No tiene usted idea de lo que se harepartido.

-Bien, yo daré esa cantidad cuando tenga se-guridad completa de que heredo a mi hermano.

-¿Podré tener los cien mil duros esta noche?-preguntó Rotondo, levantándose en ademánde partir.

-Venga usted, hablaremos.

-Bien; espero que lo compondremos de mo-do que no le quedará a usted recelo alguno.

Los dos personajes se estuvieron mirandoun momento sin decirse palabra, leyendo res-pectivamente en sus miradas las intenciones ylos deseos de que estaban poseídos. Se com-prendieron perfectamente y no pronunciaronpalabra alguna. Cuando Rotondo salía, Cárde-nas se tendió de nuevo en su lecho, y ocultando

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el rostro entre las almohadas, dijo con voz oídatan sólo por él mismo: «¡Pobre Susanilla!»

Capítulo XVIIIEl espíritu revolucionario del padre Corchón

I

Aquella noche no fue Rotondo a casa deCárdenas, a pesar de que lo había prometido,por lo cual éste creyó que alguna grave dificul-tad ocurría en la conspiración. El doctor entróveinte veces y volvió a salir otras tantas, di-ciendo siempre que llegaba: «Ya se arreglarátodo, no hay que apurarse; hoy mismo la ten-dremos aquí». Doña Juana no se calmaba poresto, y doña Antonia aseguraba que estando entan inexpertas manos las riendas del Estado nodebía extrañarse que ocurrieran a cada pasotales atropellos. Ya se había dado aviso de loocurrido al Conde, y éste había resuelto venir

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inmediatamente a Madrid, enfermo y postradocomo estaba.

Entretanto Rotondo y Muriel, ya entrada lanoche, estaban sentados sobre una gruesa pie-dra sillar en el patio de la calle de San Opropio,dándose cuenta de lo acaecido hasta aquel día yponiéndose de acuerdo para lo que debíahacerse en el siguiente. El joven miraba al co-rredor por la parte en que estaba el encierro dela prisionera, y tenía con tal tenacidad los ojosfijos en aquel punto, que su amigo no pudomenos de sacarle de su abstracción, diciéndole:

-No tema usted que se escape, Sr. D. Martín;aunque salga al corredor, no encontrará a otrapersona que el desventurado La Zarza, y ésteno podrá darle libertad. La verdad es que losmanjares que le ha dado hoy la tía Socorro nohabrán sido tan buenos como los de su casa;pero unos días se pasan de cualquier manera.¡Cuántos viven semanas enteras sin comer otra

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cosa que mendrugos de pan, y por eso no dejande vivir como unos caballeros!

-No temo que se escape. Estaba pensando-contestó Martín- en lo que dirá de mí esa seño-ra. ¿Cómo me juzgará? Debe sentir un odioterrible.

-No se preocupe usted de eso. ¿Y el pobreci-to D. Leonardo?

-Es cierto, todo está compensado. ¡Qué grancrisis debe estar pasando el carácter soberbio ydominante de Susana! ¿Creerá usted una cosa?

-¿Qué?

-¿Creerá usted que no me atrevo a acercarmeal cuarto donde está? Le tengo miedo.

-¿Miedo? Comprendo la lástima; pero elmiedo... Ya se ablandará. Esta gente no es temi-ble sino cuando se la trata bien. De seguro queella no se ha condolido del infeliz que se ani-

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quila en los sótanos de la Inquisición. Vea ustedcómo por medio de un mal se consigue un bienextraordinario. ¡Si a todas las víctimas de aquelTribunal aborrecido se las pudiera librar ence-rrando por unos cuantos días a cualquier damade la Corte!... Ha de saber usted que el Dr. Al-barado ha tomado el asunto tan a pecho que esprobable que mañana mismo veamos libre a D.Leonardo. En tal caso no tardaríamos en saber-lo.

-Dios lo quiera -contestó Martín sin dejar demirar al corredor-; veremos qué acontecimien-tos nos trae el día de mañana.

-Mañana -dijo Rotondo- saldrá usted paraAranjuez; no se puede perder ni un día más;mañana a la noche sin falta.

-Y puesto que tengo que ceñir mi voluntad aotras voluntades, ¿qué es lo que debo hacer?

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-¿Usted me lo pregunta? ¿Un hombre comousted pregunta lo que tiene que hacer? Paraesta obra tiene usted bastantes ideas y no nece-sita pedirlas a nadie. Llevo usted a la práctica loque piensa y lo que desea, y basta. Encuentra elterreno preparado; el pueblo tiene ya su deseoy la dosis de rencor que lo corresponde para elcaso: no falta más sino que se le diga algo quetodavía no sabe. El primer movimiento es lodelicado; nosotros no hemos encontrado otrocon mejores condiciones que usted para dar laprimera voz.

-¿Y hasta dónde iremos?

-Hasta donde usted quiera. Ha de haber unaconmoción que resuene en el Alcázar de Aran-juez, donde estará la Corte desde mañana. Elgrito será ¡Abajo el Guardia! y pedir al Rey sudestitución. Pero en esto cabe mucho, y si lapasión popular se excede, puede llegar hastamucho más.

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-¿Hasta dónde? -preguntó con viva curiosi-dad Martín.- Hasta pedir la abdicación de Car-los IV y proclamar a Fernando VII rey de Espa-ña.

-¿Nada más?

-¡Pues no sé! Ya sé yo lo que usted quiere-dijo Rotondo sin admirarse de que a Muriel lepareciera aquello bien poco-. Pero no reñiremospor una legua más o menos de distancia en elcamino de la revolución. Puede ir usted hastadonde quiera: lo que importa es que se vaya aalguna parte. Usted comprenderá ya que estepueblo se mueve con dificultad; pero una veztomado el primer impulso, marcha mejor queotro alguno por la pendiente de la insubordina-ción. ¡Cuánto escasean aquí los verdaderos re-volucionarios! No tenemos más que unos cuan-tos caballeros, muy estudiosos, muy parlanchi-nes, pero que no saben cómo se bate el cobre enlas altas ocasiones. Usted ha sido elegido paraeste asunto, porque no se contenta con pensar

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la revolución, si no que la siente, la respira en laatmósfera, la ve en la luz y la lleva perpetua-mente consigo en las cualidades fundamentalesde su carácter.

-¿Conque salgo mañana para Aranjuez y To-ledo? -preguntó Martín, sin hacer gran caso delpomposo elogio que acababa de oír.

-Sí, mañana a la noche; hallará los caballospreparados en una venta que hay fuera de lapuerta de Santa Bárbara, y allí estarán tambiénlos que deban acompañarle. En Aranjuez seamotinará el pueblo; pero a pesar de eso, ustedno se detiene allí más que un día para ponersede acuerdo con ciertas personas cuyos nombresy señas llevará, y luego parte a Toledo, dondeestá todo prevenido para algo mas que unmotín. Allí hay depósitos de armas y gente re-clutada en toda Castilla y Andalucía para im-poner miedo a la Corte de Aranjuez. Yo quisie-ra que usted lograse infundir su espíritu en laspersonas que allí tenemos para dirigir el mo-

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vimiento, gente inexperta y sin ninguna clasede genio revolucionario. En cuanto usted lleguelos conocerá a todos, porque yo le daré la clavede las relaciones. Habrá primero un hambrefingida, y después una asonada que será la se-ñal del alzamiento nacional. A usted le obede-cerán en esa asonada. Será usted omnipotenteuna noche, y sólo cuando el movimiento seregularice tendrá que sujetarse a voluntadessuperiores. Por una noche tendrá inmensasfuerzas a su disposición y el rencor popularhábilmente atizado.

-¡Por una noche! ¡Seré omnipotente una no-che! -murmuró Muriel meditabundo, pensandosin duda sobre el punto de apoyo que pedíaArquímedes para mover el Universo.

-Sí -continuó D. Buenaventura-, una nochede poderío absoluto sobre miles de hombresarmados.

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-Bien, pues deme usted cuantos papeles ne-cesite llevar, que estoy dispuesto a salir.

-Llevará usted todo lo necesario.

-¿Y Susana?

-Mañana pensaremos lo que se hace de ellaen caso de que el doctor no responda de unmodo satisfactorio a la intimación que se lehizo. No se cuide usted de eso. Puede llevárselao dejarla, según quiera. Si queda aquí ya laguardaremos bien.

Martín miró otra vez con mucha fijeza al co-rredor, y dijo sin apartar de allí la vista:

-Mañana lo decidiremos.

-Conviene que vea usted al padre Corchón.Él le dará también instrucciones, y en el asuntode D. Leonardo tal vez puedan ustedes avenir-se.

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-Es verdad, sí; ¿cuándo le podré ver?

-Mañana temprano. Yo mismo le llevará a lapresencia de ese grande hombre.

II

En efecto; a la mañana siguiente muy tem-prano los dos entraban en la casa del reveren-do, que acababa de levantarse y se ocupaba endar la última mano al primer capítulo del tomoXV sobre la Devoción al Señor San José. Rotondodejó allí a Martín y partió a afeitar no sabemosqué encumbrado conspirador.

-Ya me había hablado de usted con muchoselogios el Sr. D. Buenaventura -dijo D. PedroRegalado, levantando la pluma y quedándosecon la mano suspensa en la actitud con quesuelen pintar a los padres de la Iglesia.

-¿Ya le habrán dicho a usted que debe saliresta misma noche para Aranjuez y Toledo?

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-Sí, señor, y pienso salir.

-Dicen que tiene usted buen ánimo y mu-cho... pues... Veremos si se logra el objeto ape-tecido. Yo tengo miedo, francamente.

-Al fin será; lógicamente tiene que suceder loque ahora se desea, porque el estado del paísasí lo muestra. La turbación de los tiempos estal que no puede menos de estar cercana unagran catástrofe. Yo la creo inminente, inevita-ble.

-Cierto, cierto; esto no puede seguir así mu-cho tiempo. El timón está en muy malas manosy la nave se va a estrellar contra las rocas -dijoCorchón con pedantería, creyendo que estafigura tenía alguna novedad.

-Basta abrir los ojos para comprender queaquí es necesaria una transformación radical. SiEspaña sigue mucho tiempo más sorda a la vozdel siglo, no podemos decir que vivimos en

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Europa. Usted conocerá perfectamente los vi-cios de esta época, los antiguos cánceres quedevoran a nuestra sociedad y la precisión enque estamos los hombres de la actual genera-ción de poner remedio a tantos males.

Corchón miró a Muriel con cierto estupor,como no comprendiendo bien lo que había oí-do; pero no hallándose dispuesto a pasar porignorante, dijo:

-Efectivamente; la gente de hoy no es comola gente antigua. Ahora los filósofos y sus pesti-lentes ideas han venido a revolver estos pia-dosísimos pueblos, y Dios sabe adónde nosllevarían si no atajásemos el mal antes de quetome desarrollo.

-La gente de hoy es peor que aquélla, porqueha perdido todas las calidades de los antiguos,sin adquirir otras nuevas.

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-Es lo que le digo a usted -continuó Corchónanimándose-, la peste de la Filosofía... Pero yala arreglaremos nosotros. Como triunfe nuestracausa y veamos en un patíbulo al inicuo Guar-dia... Porque, ¿usted qué cree? Este vil Gobiernoes el que ha puesto las cosas como están. Cuan-do reine el Príncipe verá usted cómo se levantala religión otra vez y tenemos a los filósofosguardaditos en las cárceles del Santo Oficiopara que expliquen sus teorías a las ratas y a lastelarañas.

-¿Pero la causa del príncipe Fernando llevapor norte acabar con los abusos y extinguir po-co a poco la tiranía y la corrupción que nos con-sumen?

-Nuestra causa es la destrucción de Godoy yde los suyos, y el esplendor de la santa religióny de sus venerables ministros, menoscabadoscon estas ideas y estos modos de gobernar queahora corren.

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-¿Y ahora se creen menoscabados los minis-tros de la religión? -dijo Martín con expresiónde burla-. Si la sociedad es suya, si ellos dispo-nen de nuestras haciendas y de nuestra libertada su antojo. Yo creo que usted se equivoca, Sr.D. Pedro Regalado. La causa del Príncipe nopuede tener por fin aumentar los abusos y co-rromper más lo que ya está harto corrompido.

-Usted es el que se equivoca -observó el in-quisidor poniéndose encendido como un toma-te y tomando el tono solemne que le era habi-tual siempre que decía algún disparate-. Ustedes el que no sabe lo que pretende el partidofernandista. ¡Oh!, nosotros triunfaremos; peroyo aseguro que la herejía, la filosofía y el maso-nismo van a quedar enterrados para siempre.¡Qué tiempos! ¿Pues se puede creer que aquí ennuestra querida España haya llegado el SantoOficio al miserable estado en que hoy se en-cuentra, convertido en máquina inútil, sin fuer-za ya para dirigir el mundo y guiar a los pue-

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blos por el camino del bien? Si le digo a ustedque esto es insoportable. Pero ya vendrá, yavendrá...

-Pues si el partido fernandista es lo que us-ted dice -contestó Muriel-, será más aborrecido,más bárbaro y más digno del desprecio univer-sal que el de Godoy. Yo creo, Sr. D. Pedro Rega-lado, que usted no está en lo cierto. Esto se aca-bará para que venga una cosa mejor. Si vinieralo que usted dice era preciso creer que no habíaProvidencia, y que vivimos al acaso en estemundo, sujetos al capricho de una fatalidadabsurda.

Al oír esto el padre Corchón, vaciló un mo-mento entre la ira y la cobardía. Estuvo aturdi-do algún tiempo, porque Martín se expresabacon decisión y elocuencia; pero luego se repuso,gracias a su petulancia, que era tanta como suastucia, y dirigiendo al revolucionario una deaquellas miradas terroríficas que él guardaba

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para las grandes escenas del procedimiento,inquisitorial, le dijo:

-Usted no sabe con quién está hablando. Us-ted no sabe sin duda quién soy, o si lo sabe nopuedo creer que tenga sano el juicio. Por ser unjoven sin experiencia se le pueden perdonar susirreverentes palabras; ¿pero qué ha dicho us-ted? ¿Usted sabe lo que ha dicho?

-Que si el partido fernandista representara laInquisición montada a la antigua, la amortiza-ción y el Gobierno absoluto, sería el partido dela barbarie, merecedor de que todos sus hom-bres fueran tenidos por locos o por imbéciles.

-¡Locos o imbéciles! -repitió Corchón le-vantándose colérico de su asiento-. ¿Y sufrotales irreverencias? Joven, ¿sabe usted conquién está hablando, sabe usted quién soy yo?

-Ya lo supongo -contestó Martín en tono dedesprecio-. Pero usted, Sr. Corchón, no sabe lo

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que se dice. La causa del Príncipe representa, yno puede menos de representar, la adopción delos principios de gobierno fundados en la liber-tad, la extinción de los privilegios y el fin delmundano poderío de un clero fanático y, por logeneral, poco ilustrado, eterno obstáculo denuestra prosperidad y esplendor.

-¡Qué buena pieza me ha traído aquí D.Buenaventura! -dijo Corchón furioso-. ¿Y estaes la gente que nos ha reclutado? ¡Un filosofas-tro! ¡Por San José bendito, y qué lindos mozal-betes hay en este Madrid! ¿Pero usted no meconoce? ¿Usted no sabe quién soy?

-No le conocía a usted más que de nombrepor lo que de usted me habló el padre Matama-la, y en verdad, yo creí que fuera el Sr. Corchónhombre de más provecho. Pero también es ver-dad que para inquisidor está que ni pintado. ElSanto Oficio no merece más.

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-¡Pero usted ha venido aquí para burlarse demí! ¡Ah!, si no fuera porque se ha determinadoque vaya usted a Toledo con cierta comisión,¿cómo se había usted de escapar, cómo?

-Sí, ya comprendo con cuánto placer meecharía usted mano; pero por hoy, padre, nopuede ser -dijo Martín con cruel ironía.

-¡Oh!, nosotros triunfaremos, y después...-indicó don Pedro con ira.

-Ustedes no pueden triunfar sin mi ayuda.

-¿Cómo? ¿La causa de Dios no puede salirvictoriosa sin la ayuda del demonio?

-No; así está determinado -repuso Martíncon serenidad-. ¡Desgraciado país si no estuvie-ra llamado a salir de tales manos! Si la conspi-ración del partido fernandista no tiene másobjeto que el que usted acaba de decir, ¿están

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seguros de que al llevarse a cabo no ha de irmás allá de la línea que le han trazado?

-Señor mío -dijo el padre Corchón echando asu interlocutor una de aquellas miradas quetiene la ignorancia presuntuosa para su usoparticular-. Usted se toma en mi presencia unaslibertades... La culpa tengo yo, que le admito aplaticar conmigo. ¿Usted sabe quién soy? ¿Perousted lo sabe bien? No puedo consentir que semezcle usted en mis asuntos, y cada vez meadmiro más de que una persona como el Sr. D.Ventura haya puesto en autos a hombres de talestofa. Y usted estará muy consentido en que lovamos a dejar meter su cucharada en este nego-cio.

-Lo mismo me importa -dijo Martín le-vantándose-, no tengo entusiasmo por la ideafernandista. La revolución que yo he soñado nocabe en estos espíritus pequeños, únicamenteanimados de un femenino rencor hacia unhombre. Hoy, al conocerle a usted, pierdo otra

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de mis ilusiones, y a cada paso que doy, elvacío que hay en derredor de mi pensamientoes más grande y más espantoso. Sólo la deses-peración, el abandono en que me hallaba y losvejámenes que recibía pudieron impelerme aprestar el concurso de mi acción a este ridículomovimiento político que habéis imaginado. Yano puedo volver atrás, ni lo quiero tampoco,que una vez perdida la fe, y conociendo la esca-sez de elementos que aquí existen para cosamás alta, yo me entrego al Destino; y siguiendoa los que de cualquier modo y con un fin cual-quiera conmuevan esta sociedad, iré a presen-ciar sus convulsiones, sin esperanza de que deesta lucha salga nada útil ni bueno. Yo no aspi-ro a nada: ya ni siquiera aliento el firme deseode salvar a mi pobre amigo de los tormentosdel Santo Oficio. Un día llegará en que todo mesea indiferente, sociedad, hombres; porquecuando se aspira a fines elevados y se tiene elsentimiento de la patria y de la civilización,cuando se da el primer paso y se tropieza con

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tales hombres, con el egoísmo, con la ignoran-cia, con la envidia, el alma se oprime y se deseano haber nacido.

-¿Pero usted no me conoce; usted no sabequién soy? -repitió el padre Corchón confundi-do y absorto.

-Sí, he venido a conocerle y me voy satisfe-cho -repuso Martín-. No necesito saber más.Adiós.

Y diciendo esto, Muriel volvió la espalda yse retiró lleno de cólera, dejando al padre conmedio palmo de boca abierta. Este, creyendojuzgar al otro de la manera más benévola, dijopara sí que no podía menos de estar remata-damente loco.

III

Calmose luego el reverendo de su agitación,y tomando de nuevo la pluma iba a recomenzar

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su interrumpido trabajo. Ya recogía sus ideaspara seguir el capítulo LVIII, que se titulaba: Depor qué el Señor San José es abogado de los celos,cuando una criada entró y puso en sus manosuna carta doblada en triángulo, que abrió conafán y leyó al momento. La epístola decía así:

«Toledo, 7 de mayo.

»Mi muy querido y reverenciado Sr. D. Pe-dro Regalado: Ban ya 8 días que usted salió deaquí y lla nos parece que se a hido por séculaculorun. ¡Que solEdad tan Grande! Sin sus con-segos espirituales me parece queme falta la Mitaz del Halma, pues usted Me con suela de to-das mis penas. No dego de pensar si le sucede-ra halgo malo, y Si nos olvidara en esa, por Queel demonio no se duerme. Por fin he degado ira Engracia a Arangued, con las de Sanaguja,que la mandaron a Vuscar. Ya esta mas Conso-lada de sus Melancolías, y Dios y su Santa ma-dre permitan que olbide a Aquel pelafustranque tanto nos izo rrabiar. No hay mas Nobedaz

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por esta su casa, sino que lespera cona Fan sudesconsolada higa espiritual, que le reberencia,Bernarda Quiñones. P. D. En su carta demeNoticias de D. Narciso Pluma».

Corchón leyó, dejó a un lado la carta y con-tinuó su grande obra.

IV

-¿Qué tal, ha hablado usted con el padreCorchón? -preguntó a Martín D. Buenaventuraal verle entrar en la casa la tarde de aquel mis-mo día.

-Sí, y vengo edificado con la santa bondaddel reverendo inquisidor -contestó el radicalcon sarcasmo.

-Se me había olvidado decirle a usted queera un pedante insufrible, un verdadero al-macén de tonterías y de vanidad.

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-¡Y éstos son los hombres -exclamó Martíncon tristeza-, éstos son los hombres cuyos in-tereses servimos al exponer nuestras vidas ynuestra libertad! ¡No, la causa del Príncipe noes la causa del pueblo, no es la causa nacional!En apariencia así será; pero, realmente, si eltriunfo es nuestro, el pueblo seguirá oprimido yhumillado por los señoríos y las gabelas; se-guirá bajo la influencia de clases eclesiásticasempeñadas en perpetuar sus preocupaciones yen que no abra jamás los ojos a la luz; seguirásin leyes que garanticen su trabajo y su libertad,y la nación saldrá de unas manos para pasar aotras, como el esclavo que un amo vende a otro.

-¡Ah!, no es enteramente lo que usted se fi-gura -contestó Rotondo-. Cierto es que nosotrosadmitimos bajo nuestra bandera a todos losdescontentos de Godoy, cualquiera que sea elmotivo. Las revoluciones no se hacen de otramanera.

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-Mis conversaciones con el fraile de Ocaña ycon el inquisidor de Toledo me han enseñadoclaramente que ninguna idea elevada mueve aesos hombres, clérigos ambiciosos que aún nose consideran con bastante poder.

-No les haga usted caso, y vayamos derechosa nuestro fin.

-Sí, pero cuando considero que esa gente es-pera la caída del Guardia para agrandar su in-flujo, aumentar sus riquezas y, lo que es peor,complicar y extender más la horrenda máquinade la Inquisición, no sé por que encuentro alPríncipe de la Paz digno de amor y disculpa-bles todos sus vicios.

-No haga usted caso de las pretensiones deesos hombres. Cierto es que Matamala pretendeuna mitra, que Corchón daría el mundo enteropor la plaza de inquisidor general, pero a noso-tros, ¿qué nos importa eso? Vamos a nuestroobjeto. ¿Quién sabe lo que vendrá después? Ya

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le dije a usted que de este movimiento bienpuede resultar una completa reforma. Ustedcumpla su deber. Recuerde lo que dije: «Ustedva a ser omnipotente por una noche; va a tenera su disposición un pueblo armado y furioso.Veremos el partido que saca de esos elementos.Ánimo, y salga lo que saliere. Vaya usted hastadonde quiera ir».

-Bien: yo haré lo que me convenga y aquelloque sea expresión de mis sentimientos y de misideas.

-Al grito de abajo Godoy una usted la ideaque más le agrade. Las revoluciones, a lo queyo entiendo, se hacen por inspiración y no porcálculo. Dios sabe lo que saldrá de este frenesí.

-Pero yo me encuentro solo -dijo Martín conangustia-. No encuentro quien sienta lo que yosiento: nadie responde a la idea que yo tengoformada de la revolución. No hallo más quebajas ambiciones, egoísmos, envidias; gente

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vulgar que ha concebido un cambio de Gobier-no, y nada más. Si, como usted dice, soy omni-potente una noche, en esa noche me creo capazde infundir mi pensamiento en la acción ciega einfecunda que se prepara. Si el pueblo supieracomprender ciertas colas; si pudiera conocer loque es y lo que vale, entonces...

-El pueblo lo comprenderá; ¿por qué no?-afirmó don Ventura-. La prueba está cercana.Esta noche sin falta parte usted para Toledo.Aquí tiene usted cuatro cartas, una para Aran-juez y tres para Toledo. En cuanto llegue usteda esta última ciudad, una persona le informaráde todas las particularidades de la cosa; veráusted la fuerza de que se dispone, el espírituque la anima; en fin, conocerá usted mejor queahora lo que tiene que hacer.

-¿Esta noche?

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-Sí, a las diez en punto. En la Venta le espe-ran a usted buenos caballos y los hombres quele han de acompañar.

-¿Y Susana?

-Corre de mi cuenta.

-Quiero ponerla en libertad y devolverla a sufamilia. Desde que conozco a Corchón com-prendo que no hemos de libertar a Leonardopor este medio.

-¡Oh!, se equivoca usted. Si el Consejo Su-premo lo toma con empeño... ¿Cuándo piensausted ponerla en libertad? -dijo Rotondo, fin-giendo que aquel asunto no le importaba grancosa.

-Ahora mismo.

-¡Qué disparate, qué locura! Pues si tengoentendido que ya el inquisidor general habrá

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expedido allá órdenes terminantes... Esperemoshasta la noche.

-Bien, esperemos -dijo Martín, mirando alcorredor.

En seguida dio algunos pasos hacia la esca-lera con intención de subir; pero se detuvo me-ditando, y retrocedió al fin.

-¿Le tiene usted miedo todavía? -preguntóD. Buenaventura sonriendo.

-La veré después -murmuró, volviendo amirar.

Pero sólo el pobre La Zarza atravesó la cruj-ía, exclamando: «¡Desdichada princesa deLamballe! Ya se acerca tu última hora».

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Capítulo XIXLa sentencia de Susana

I

Don Miguel de Cárdenas, vencido por suacerbo dolor, continuaba rechazando todo con-suelo. Nadie entraba en su cuarto a arrancarlode sus tristezas; y tal era su hipocondría que niaún había querido ver a su hermano el condede Cerezuelo, llegado al mediodía en literapostrado y moribundo. Al saber la noticia delsecuestro, el pobre solitario de Alcalá, que sehallaba en fatal estado de salud, se empeoró detal suerte que el Sr. Segarra tuvo serios temoresy llamó a todo el protomedicato de la ciudadcomplutense.

A pesar del dictamen contrario de los médi-cos, el Conde se empeñó en ir a Madrid, y nohubo remedio: fue preciso encajonarlo, exánimey calenturiento, en una litera y trasladarle a la

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Corte. La idea de que su hija había sido robadapor Martín Muriel, y la idea aún más espantosade que su hija había concebido una violentapasión por aquel hombre abominable, turbaronsu ánimo de tal modo que parecía estar próxi-mo el instante en que aquel espíritu acabara deaburrirse en este mundo.

Su hermano no quiso verle, sin duda porqueno se renovara el dolor de uno y otro. Subieronal Conde y le prodigaron los auxilios que D.Miguel rechazaba, pero el pobre viejo llamaba aSusana sin cesar.

Caía la noche, y D. Miguel esperaba conmortal ansiedad a su barbero. Este llegó al finpor la puerta excusada, diciendo a la servi-dumbre que venía por unas pelucas, las cualesera menester limpiar.

-¡Ah! al fin viene usted -dijo D. Miguel envoz baja-; ya estaba yo con cuidado...

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-Esté usted tranquilo, todo va bien. Le pro-metí a usted que no parecería, y no parecerá.

-¡Oh!, baje usted la voz; me parece que noshan de oír las paredes. ¿Sabe usted que ha lle-gado mi hermano de Alcalá? ¿No siente ustedsu voz allá arriba?

En efecto; de vez en cuando se sentían loslastimeros quejidos del Conde y las angustiosasvoces con que llamaba a su hija:

-¡Infeliz! -dijo D. Buenaventura-. ¡Cómo lallama! Pero es lo cierto que no parecerá.

-¿Qué ha hecho usted? ¡Oh!, me estremezcoal pensarlo... ¡Un espantoso crimen!

-Tranquilidad, amigo, calma. Hace un ratoque Muriel ha querido ponerla en libertad.

-¡En libertad! ¡Entonces todo perdido!

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-Pero ya he conseguido disuadirle, y cuandoél vuelva a casa... ya será tarde.

-¡Oh! ¿Se atreverá usted a...? -murmuróCárdenas con voz tan floja y débil, que parecíamodulada por las sábanas.

-Cuando es preciso hacer una cosa, se hace.

-Es tremendo; pero... Y él, ¿no lo impedirá?

-Él parte esta noche. No creo que vuelva acasa, porque ya le he dado las cartas que ha dellevar; pero si llega... no encontrará más que uncadáver.

-¡Silencio, oh, silencio! -exclamó Cárdenaslívido y tembloroso-, pueden oír...

-Cuando se descubra, ¿a quién puede impu-tarse el hecho sino a él?

-¿Pero, cómo, cómo, quién? -preguntóCárdenas más con las miradas que con la voz.

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-Es cosa segura. Doloroso es, pero no hayotro remedio. Voy a explicar a usted lo que hedispuesto, y lo que debemos hacer aquí. Sotillotiene mano segura, y como experto en esta clasede negocios, lo hará bien.

-¿Sotillo?... ¡Ah!

-Sí, a las nueve... son las ocho y tres cuartos...A las nueve, cumplirá su encargo puntualmen-te. He fijado esta hora porque Martín no puedeir antes a la casa si es que va, que no lo creo.Está en San Francisco con fray Jerónimo.

-Bien... ¿Y a las nueve?...

-A las nueve... se acabó. Él puede hacerlo an-tes si quiere; pero después, de ninguna manera.

-¿Y cuándo lo sabremos a punto fijo?-preguntó Cárdenas, siempre receloso, y noatreviéndose a creer en el feliz éxito del crimen.

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-Pronto, muy pronto; verá usted lo que hedispuesto. Cuando todo está concluido, Sotillovendrá aquí y dará con su bastón dos golpes enesa ventana que da a la calle del Factor. Esosgolpes indicarán que la cosa está hecha y queha salido bien.

Cárdenas miró a la ventana con aterradosojos como si ya escuchara en ella la fatal seña.Después los dos personajes callaron y estuvie-ron largo rato sin mirarse. Don Miguel tenía unaspecto cadavérico a causa no sólo del ayunoque se había impuesto para fingir mejor su pe-na, sino de la emoción profunda que experi-mentaba en aquel momento. Rotondo tampocoestaba tranquilo, por más que se esforzara enparecerlo: aquella noche se le veía con más re-celo que de ordinario. No daba un paso sin mi-rar a todos lados; hablaba con voz apagada ytenue, y además una intensa palidez cubría susemblante, del cual había desaparecido elmohín festivo que le era habitual. Si al lector le

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fuera posible poner su mano derecha en el co-razón de uno de ellos y su izquierda sobre eldel otro, se haría cargo de la situación de espíri-tu de aquellos dos hombres callados, lívidos,esperando atentos y temerosos, a la vez conmiedo y con deseo, la señal que indicaba unespantoso crimen. Al menor ruido que sonabaen la calle, los dos se estremecían, pero no semiraban. De vez en cuando Cárdenas exhalabaun hondo suspiro, y Rotondo volvía la cabeza,recorriendo con la vista todo el recinto de lahabitación.

Pasaron minutos y minutos: dieron las nue-ve, las nueve y media, y la señal no sonaba. Enla habitación había una ventana con celosía, altravés de cuyos calados podía verse perfecta-mente la cabeza de los que por la calle pasaban.Pasaron algunos, y al sentir los pasos Rotondodirigía rápidamente la vista hacia aquel sitio. Eltiempo corría lento y angustioso, como si seempeñara en alargar el momento fatal; pero al

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fin se sintió en la ventana el chirrido discordan-te que produce un bastón al pasar rezando conuna celosía. Los dos se estremecieron y mira-ron; una sombra cruzó por la calle; el ruido serepitió al poco tiempo. Era la señal; ya no habíaduda.

-Ya... -dijo D. Miguel con voz que parecía laúltima modulación de un moribundo.

-Ya... -repitió Rotondo procurando vencer suagitación.

Éste se levantó y se acercó a la celosía; altravés de ella reconoció a Sotillo, que se pasea-ba a lo largo de la calle. Al volver a su asiento,la fisonomía de Cárdenas le infundio espanto.Estaba lívido, con los ojos desmesuradamenteabiertos, suspenso el hálito y las manos apreta-das contra el pecho. Después se apoderó de élun repentino abatimiento, y exclamó con vozdolorida: «¡Pobre Susanilla!»

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-Ya no existe -dijo Rotondo esforzándose encobrar su acostumbrada serenidad.

-¡Oh!, yo no puedo resistir esta impresión-añadió Cárdenas-. Me parece que la veo, meparece que va a entrar por esa puerta.

Don Buenaventura, a pesar de su carácter re-fractario a la superstición, no pudo librarse deuna corriente glacial que circuló por todo sucuerpo. Miró detrás de sí como el que esperaver un espectro, pero pronto recobró el domi-nio sobre sí mismo, se sonrió y dijo:

-Tranquilícese usted. Todavía nos falta algoque hacer. ¿Puedo salir y volver a entrar sinque me vean en la casa? Necesito hablar uninstante con ese hombre.

Cárdenas no contestó. Don Buenaventura es-tuvo dudando un momento y al fin salió por lapuerta excusada, estando fuera unos diez mi-nutos. A su vuelta, su amigo estaba en la mis-

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ma postura, con los ojos fijos en la misma partedel suelo, los brazos caídos y la ropa en desor-den.

-Todo ha concluido -dijo Rotondo-. ¡Oh!, elmaldito se empeña en que ahora mismo le de larecompensa que le prometí. Le he mandadoque se aleje al instante.

Al decir esto, se miraba atentamente su ropa.

-Temo -continuó- que me haya manchado desangre; venía hecho un carnicero. No; no me hamanchado.

Acto continuo cerró la ventana y se sentójunto a su amigo.

II

-Aún falta algo que hacer -dijo.

-¿Qué?

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-Usted llama ahora a su familia y le dice queha recibido un aviso indicándole el sitio dondeestá secuestrada Susanita.

-¡Irán allá! -exclamó Cárdenas con horror.

-Pues precisamente: eso es lo que se quiere.¿Continúa el doctor activando las pesquisas?

-Sí; ¿y el marqués, a quien al fin han sacadoesta tarde de la cárcel? Está hecho una furia yen poco tiempo ha revuelto todo Madrid: lebusca a usted con mucho afán. La Pintosillaestá presa.

-Pues ya ve usted. Esta situación tiene queconcluir. Si me persiguen con tanto ahínco, esprobable que al fin den conmigo. No hay otromedio para aplacar a esa gente que hacerlesencontrar lo que buscan. Sólo así me dejarán enpaz.

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-Hacerles conocer la casa de la calle de SanOpropio, ¿no es eso? -preguntó Cárdenas tra-tando de ver claro el plan de su amigo.

-Precisamente: eso había yo pensado al ter-minar lo que ha pasado. La casa queda entera-mente abandonada: he hecho salir de allí a lavieja que la guardaba, y he sacado todos mispapeles. No encontrarán más que a La Zarza yel cadáver de la pobre Susanita.

-¡Oh!, no la nombre usted -dijo Cárdenas connuevo terror-; me parece que la veo, que la veoentrar...

-Ahora se hace lo siguiente: usted llama almarqués y le dice que hallándose en este cuartoentregado a su acerbo dolor, un hombre hapasado por la calle; se ha detenido junto a laventana y ha arrojado dentro un papel... aguar-de usted, voy a escribirlo -añadió, haciendo confebril agitación lo que decía-. Este papel... unanónimo que dice simplemente: «Calle de San

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Opropio, núm. 6». No hace falta más... Le envol-vemos en una pieza de dos cuartos para simu-lar mejor que lo han tirado.

Todo esto lo hacía y decía Rotondo con talprecipitación y viveza, que el perezoso enten-dimiento de su amigo tardaba en comprender-lo. Al fin se hizo cargo de la estratagema y lacreyó excelente.

-Ahora yo me escondo -dijo D. Buenaventu-ra-, mientras usted llama al marqués.

-En la escalerilla de la puerta excusada; na-die puede pasar por ahí.

Ocultose Rotondo, y D. Miguel tiró de lacampanilla. Al punto entraron dos criados ydoña Juana.

-Mirad, mirad -exclamó Cárdenas enseñan-do el papel- mirad lo que han arrojado por laventana.

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-¿Quién?

-Un hombre... uno que pasó... ¿Será esto unarevelación?

-¡Oh!, sí... calle de San Opropio, núm. 6 -dijoel marqués, que también había acudido al sentirel fuerte campanillazo.

-Corred, corred allá -dijo Cárdenas dejándo-se caer desfallecido en el lecho.

-Vamos al instante, sin perder un minuto.Esto ha de ser un aviso -añadió el marqués sa-liendo del cuarto.

-¿Y mi hermano? -preguntó D. Miguel a suesposa.

Ésta, por toda contestación, elevó los ojos alcielo y exhaló un hondo suspiro.

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-¡Oh!, quiero estar solo; no quiero ver a na-die. Váyanse todos de aquí -dijo el tío de Susa-na hundiendo la cara entra las almohadas.

-Por Dios, así no puedes vivir -exclamó suesposa-, te acompañaremos; tú estás muy mal;tienes una calentura horrorosa.

-Déjame, no; no quiero nada.

-¿No estaba aquí el maestro Nicolás?

-¡Ah!... no -repuso Cárdenas con agitación-.Estuvo, sí, por unas pelucas; pero se ha mar-chado. Déjame, vote; quiero estar solo.

Insistió la dama; pero al fin, viendo que nopodía vencer la tenacidad del atribulado con-sorte, se retiró. El despacho quedó otra vez enprofundo silencio, y D. Buenaventura aparecióde nuevo.

-No haga usted ruido, por Dios... -dijoCárdenas al ver a su amigo, cuya figura, al des-

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tacarse en el fondo del cuarto, se asemejaba aun espectro que había atravesado la pared, co-mo es costumbre en las visitas de ultratumba.

Rotondo siguió avanzando con pisadas deladrón.

-Pueden oír... -añadió Cárdenas-. Bueno seráecharse cerrojo a la puerta.

Don Ventura lo hizo con tal delicadeza, quenada se sintió.

-Alguien anda por el pasillo.

-No; nadie se acuerda ya de nosotros. Vamosa cuentas -dijo Rotondo.

-Usted está aquí mucho tiempo. ¿No seríamejor que se fuera para no dar lugar a...?

-¿Y los cien mil duros?

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-¡Ah! Es verdad; ¿pero tan pronto? Espereusted a mañana.

-Es imposible -contestó el fingido barberocon impaciencia-; no puedo esperar ni un mo-mento más. Esta noche no necesito sino veintemil; pero me son indispensables. Los gastos dela conspiración son tan grandes...

-¡Oh!, yo no estoy ahora para eso... -balbuceócon su desfallecida voz el hermano del condede Cerezuelo.

-No hay otro remedio, Sr. D. Miguel -dijoRotondo con decisión-. Yo no me voy de aquísin llevarme ese dinero. ¿Me lo da usted?

-¡Oh! ¡Qué empeño!, bien... bien. Será lo queusted quiera -contestó con humor endiablado elSr. de Cárdenas.

Y al decir esto entregó una llave a su amigoseñalando la caja que estaba a los pies de la

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cama. Era un pesado arcón de hierro, cuya ta-pa, al ser abierta por D. Buenaventura, sonócon lastimero quejido.

-¡Oh!, cuidado, que oyen -dijo D. Miguel-;abra usted despacio.

Así lo hizo, y los goznes de aquel vicio y ro-ñoso mueble, donde se guardaban los ahorrosde treinta años de sordidez, apenas exhalaronun imperceptible rumor, semejante al que pro-duce el vuelo de un insecto que cruza veloz-mente junto a nuestros oídos.

Cárdenas miró con expresión de dolor ydesconsuelo la mano del maestro Nicolás, in-ternándose en la profundidad de la caja y to-cando los sacos de monedas; y aquí les dejamospor ahora, acudiendo a otros sitios, donde ocu-rren escenas dignas de especial mención.

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Capítulo XXDel fin que tuvo la prisión de Susana

I

Dejamos a Susana en el momento en quecayó sin sentido aterrada por la aparición y laspalabras del loco. Cuando recobró el conoci-miento, aquel terrible espantajo de la hopalan-da negra y del rostro desencajado y cadavéricoya no estaba allí, si bien su voz se oía lejana,cual si riñera con alguien en el lugar más apar-tado de la casa. Susana se dirigió, o más bien searrastró hacia el lóbrego cuarto de que habíasalido, y pudo a tientas hallar su jergón, dondese arrojó con desaliento. La luna había desapa-recido y una obscuridad intensísima envolvía laalegría, no permitiendo ver objeto alguno, aexcepción de la descarnada y alta columnataque daba la vuelta al cuadrilátero del patio.

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La joven esperaba con ansiedad la aurora,creyendo que le traería la explicación del enig-ma de su rapto, y el conocimiento cierto delsitio en que estaba y de la gente en cuya com-pañía iba a vivir en lo sucesivo. Se engolfaba supensamiento en conjeturas sin fin, tratando dehallar la oculta lógica de aquel suceso, y la figu-ra de Martín pasaba sin cesar ante sus ojos, co-mo el nombre daba vueltas en su cerebro. Alre-dedor de esta figura y de este nombre girabantodas las ideas y todas las imágenes que turba-ron el espíritu y los sentidos de la noble damaen tan angustiosa noche. A veces creía queaquello había sido la estratagema de un amorarrebatado, o la venganza de un desaire, o eldesahogo de un violento despecho. A vecespensaba que era simplemente víctima de unacuadrilla de ladrones, y que se la había secues-trado con el único objeto de exigir a su familiacrecida suma por su rescate.

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Con los primeros resplandores del alba co-menzó a despuntar la esperanza en el pecho deSusana. Contaba las horas en su imaginación,porque no sentía sonido de reloj alguno, comosi en la soledad y abandono de aquella casa niaun debiera marcarse la marcha del tiempo. Eldía avanzaba. De pronto, y cuando hacía unrato que había amanecido, sintió que se abríauna puerta, ruido de pasos indicó que alguienentraba, y después creyó sentir la voz de Mu-riel. Detuvo su aliento para escuchar mejor, y,efectivamente, era él; hablaba con otro, cuyavoz Susana no conocía; pero la conversación noduró mucho tiempo, y los dos se alejaron.

Un poco más tarde sintió el cacareo de unagallina y una voz de vieja que parecía venir delpatio. Después, alguien subía la escalera, atra-vesaba el corredor y llegaba a la puerta. Era latía Socorro, viuda del ilustre mártir del Ro-sellón. Susana se alegró al ver delante de sí unser humano a quien interrogar sobre su situa-

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ción. Creyó encontrar en aquella mujer la sen-sibilidad propia del sexo, y se incorporó en sujergón para hablarle. La vieja le traía de comeren un plato de barro, que puso sobre la silla,juntamente con un pan y un cántaro de agua.

-¿En dónde estoy? ¿Para qué me han traídoaquí? ¿Quién vive en esta casa? -preguntó conangustia Susana.

La vieja, que por un contraste notable sellamaba la tía Socorro, volvió la espalda sincontestar una palabra; salió, cerró la puerta conllave, y se marchó. Al oír Susana el áspero chi-rrido de la mohosa llave, cuando la vieja la sacópara guardársela en el bolsillo, se sublevaronen su espíritu el orgullo y la cólera, abatidospor la sorpresa del primer momento. Al verseencerrada en aquel escondrijo, prorrumpió engritos de dolor, exclamando: ¡Socorro, socorro!La vieja, que se oyó llamar por su nombre, vol-vió y aplicando su boca al ojo de la llave, dijo:

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-¿Para qué me llamáis, madamita? Mejorcuenta os tendría dejarme en paz. Vaya, des-pués que le he puesto ahí un almuerzo como elde una reina.

-¡Infames! ¡Bandidos! -exclamó Susana.

-¡Ah!, si no cerráis el pico, creo no faltaráquien le ponga un punto en la boca. Vamos,silencio, y no me vuelva a llamar.

Susana tuvo miedo y calló; pero fue para de-rramar copioso llanto de rabia, que le escaldabalas mejillas. Arrojada sobre el jergón, movía susbrazos con convulsiones espantosas, ya gol-peándose la frente, ya crispando los dedos en-tre los rizos de sus cabellos en desorden, yaclavando las uñas en sus propios brazos hastaacardenalárselos sin piedad.

El cuarto era pequeño, y la puerta, que era,aunque viejísima, muy sólida, tenía en su partesuperior un gran hueco por donde entraba el

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aire y la luz. Susana observó rápidamente todoesto, porque la idea de escaparse cruzó por sumente en medio del vértigo de su rabia, comocruza el fulgor del relámpago el ámbito rene-grido de la atmósfera cargada de tempestades.Pero no era posible huir. Aun suponiendo quesaliera del cuarto, ¿cómo salir de la casa?

Una sobreexcitación cerebral muy violenta,acompañada de fuerte irritabilidad nerviosa, nopuede durar mucho tiempo, porque romperíala máquina humana, incapaz de resistir la exce-siva actividad de sus propios resortes. Pasandoel tiempo, Susana se calmó; se extendieron susbrazos, reposó su cuerpo dolorido como si aca-bara de sufrir una ruda caída, y su aliento seapaciguó cansado de su misma sofocación. Alentrar en este período de reposo, Susana sintióun hambre vivísima; miró a su lado y vio lacomida; pero apartó la vista con asco de aquelplato lleno de abundante bazofia, y únicamentetomó el pan. Pero apenas lo hubo probado, lo

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arrojó lejos de sí; el hambre que sentía era ilu-soria. Creyó entonces tener sed; aplicó el vaso asus labios, mas lo apartó en seguida. Tampocodeseaba beber.

Fue poco a poco cayendo en un lento y pere-zoso sopor, resultado de la gran vigilia quehabía experimentado su cuerpo; pero no reposósu espíritu en el seno blando y profundo delsueño; se aletargaba tan sólo, sintiendo todoslos trastornos dolorosos del delirio, sin perderla terrible pena de la realidad. Dormitaba conese sueño más parecido a la locura que a la dul-ce muerte; estado de aberración en que presen-ciamos el desfilar disparatado de todo lo impo-sible en el mundo de la idea y de la imagen.

II

Así estuvo largo rato sin apreciar el tiempoque transcurría, hasta que al fin su excitación sefue calmando y durmió, aunque brevemente.

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Al despertar notó ruido de voces en el patio;pero no reconoció la voz de Martín. Se alejarony todo volvió a quedar en silencio. Esto la hizopensar que su prisión iba a durar indefinida-mente, y que habían resuelto abandonarla, conlo cual su aflicción fue indescriptible, y empezóa llorar, sin la violenta desesperación de antes,pero con más dolor real y mayor tribulación enel alma.

Pasaron las horas con lenta monotonía, sinque ningún accidente alterara la tristeza deaquella mansión encantada, y llegó la noche.Sintiose entumecida y con deseos de andar, y selevantó para dar algunas vueltas por el cuarto;pero bien pronto se sintió débil y hubo de ten-derse otra vez. El cuarto estaba enteramenteobscuro, y la alucinada fantasía de la infelizprisionera, débil por el insomnio y el ayuno, secomplacía en revestir aquella densa obscuridadcon los jirones resplandecientes de una fantásti-ca y confusa visión de colores. El hastío, la pena

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y la obscuridad desarrollan en nuestro sentidoóptico la facultad de poblar de rayas, círculos yfajas de luminosas tintas el espacio en que llo-ramos y nos aburrimos.

Aletargada aquella noche, como lo había es-tado por la mañana, se creyó transportada aotro recinto. Las paredes de aquel tugurio seextendían y separaban formando un anchosalón; algún genio invisible colgaba de estasparedes soberbios tapices, con hermosísimasflores, pájaros y ninfas. Grandes cornucopiassostenían multitud de luces, reflejadas hasta loinfinito por hermosas lunas. Jarrones de platasostenían espléndidos ramilletes, y el suelo,abrigado por blanda alfombra de mil colores,apagaba el ruido de las pisadas. Las pisadas,¿de quién? Allí entraba uno, el más hermoso yel más amado de los hombres; uno cuya vistatan sólo imponía respeto; era grave y tenía ensus modales como en sus ademanes la majestaddel que vive acostumbrado a mandar y a ser

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obedecido. En su vestido, lo mismo que en surostro, todo revelaba la superioridad, y era tannoble de aspecto como correspondía a la eleva-ción y firmeza de su carácter, hecho a la domi-nación y templado al rigor de las luchas socia-les. El corazón creía reposar de un largo e inútilejercicio amándole, y la vista descansaba en élcomo hallando el término de mil investigacio-nes ansiosas en busca de aquel mismo objeto.Aquel hombre era el único que existía digno deella. Pero en la preocupación de sus gravesasuntos, en su afán continuo por imponer suvoluntad y dirigir la sociedad humana, apenasera accesible a lo que él llamaba las frivolidadesdel amor. Sin embargo de esto, era indispensa-ble amarle. Si él hubiera puesto los ojos en otra,habría sido preciso morir de pena, dando porterminada la jornada de este mundo... Todos lerodeaban considerándose felices con merecerde él una mirada; los más expertos se sometíana sus dictámenes; los más ancianos le consulta-ban todos; los jóvenes pugnaban por parecerse

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a él remotamente, y los niños decían a sus ma-dres que querían ser lo que él era.

Como desaparecen las imágenes de un juegode óptica recreativa al extinguirse la luz que lasproduce, así huyó aquella fantasmagoría.Martín recobró ante la imaginación de la jovensu aspecto habitual, y se representó con suhumilde traje, brusco, áspero, con su torva se-riedad y su vivo y atrevido lenguaje. El carácterera el mismo; pero, ¡ay!, cuán distinto aparecíacon la ruda corteza de un hombre del pueblo,enemigo a muerte de la gente noble, aspirandoa destruir los esplendores viciosos de la antiguasociedad.

Rodeábanle personajes de mala facha, dis-puestos a satisfacer del modo más vil sus ren-corosos instintos contra la grandeza; se agitabaél con inquietud afanosa, como quien jamásencuentra lo que busca, ni llega al punto adon-de va; el temple viril de su alma se exagerabaen vivísimas cóleras y en excentricidades sin

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cuento. Era el mismo hombre, pero en tal situa-ción, que parecía imposible... imposible des-cender hasta él.

Todas estas sombras fueron huyendo paravolver después y alejarse de nuevo, hasta queal fin la dejaron sola con la realidad invariable einsensible al soborno de la imaginación.

Al día siguiente se repitió la misma escenacon la tía Socorro, que lo dejó lo que ella llama-ba almuerzo para una reina, y se fue, cerrando lapuerta. Pasó toda la mañana en una inquietudindescriptible, corriendo de un rincón a otro delcuarto, tendiéndose para volver a levantarse,hasta que sintió ruido de voces en el patio. Pi-cole la curiosidad, puso la silla junto a la puer-ta, se subió en ella, y, asomándose por el granagujero que en lo alto había, pudo ver perfec-tamente quienes eran los que hablaban. EranMartín y D. Buenaventura, según indicamosanteriormente.

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Ella notó que Martín se expresaba con acalo-ramiento y energía, y que el otro como que in-tentaba convencerle, Martín miraba con fre-cuencia hacia el sitio donde ella estaba, y el otrotambién fijaba allí la vista con sonrisa burlona.El joven se levantó de la gran piedra sillar don-de los dos estaban sentados, y dio algunos pa-sos como para subir; pero luego retrocedió,variando de pensamiento. Entretanto, ella pon-ía toda su atención en el semblante de aquellapersona desconocida, a quien recordaba habervisto en alguna parte.

Salió después Martín; pero ella quedó en suobservatorio, y vio que entraron otros dos, encuyas fachas creyó reconocer a los que la arre-bataron en casa de la Pintosilla. Entraron todosen algunas habitaciones bajas y volvieron a[240] salir. Por último, el que parecía ser princi-pal salió también llevando algunos papeles ydos o tres cajitas pequeñas. Aquel hombre miróotra vez a la puerta del encierro de la joven con

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tal expresión de malignidad, que ésta no pudomenos de estremecerse. Salieron todos llevandovarios objetos, y después se fue también la viejacon un gran lío de ropa a la cabeza y dos galli-nas atadas por las patas, que cacareaban despi-diéndose de su antigua morada. Aquella salidade todos los habitantes de la casa llenó de pro-fundísima tristeza el corazón de la cautiva; leparecía que todos los que se iban la habíanacompañado alguna vez; creyose en aquel mo-mento más sola que antes. La Zarza únicamenteno se había ido, y el arrastrar de sus pantuflasse oía en los corredores inmediatos. Se quedabasola en la cama con aquel espectro, objeto de sumayor espanto. Cuando sintió que los fugitivoscerraban desde la calle las puertas, bajó de lasilla como quien baja el último peldaño de unpanteón. «¡Estoy enterrada en vida! -dijo procu-rando fijar el pensamiento en Dios y aplacar losrencores que bullían en su pecho-. Este cuartoes mi sepulcro».

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III

Esta idea la sumergió en profunda medita-ción. Su alma sabía acometer cara a cara, digá-moslo así, las situaciones tremendas y decisi-vas. Si su condición femenina la arrastraba a ladesesperación ruidosa e inconsolable, como elllanto de los niños, también tenía momentos deviril entereza, propia de los espíritus valerosos.Arrojose en su jergón, y quieta, y con los ojoscerrados, quiso morir en aquel momento. Supadre, su tío, doña Juana, Segarra, Pablillo,Pluma, sus amigos, allegados y conocidos, to-dos pasaron en fúnebre procesión ante los ojosde su fantasía. Se esforzó en pensar en Dios;pero su pensamiento no llegó hasta allá,quedándose algo más cercano.

Vino la noche, la segunda noche de su encie-rro, y ella continuaba absorta en la considera-ción de su siniestro fin, cuando sintió que abr-ían la puerta de la calle. Su corazón latió deesperanza, y se incorporó en el lecho prestando

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atención. Una persona entró en la casa. «Nopuede ser otro que Martín», dijo ella. La perso-na subía. Uno a uno contó Susana los escalonescomo se cuentan las campanadas de un relojque nos anuncia algo que esperamos con afán.El hombre se acercaba, llegó por fin a la puerta,la abrió con llave que trata, y se presentó en eldintel. No era Martín. Era uno de aquellos quevio en casa de la Pintosilla y después en el patiohablando con el desconocido. Susana se quedómirándole suspensa y sin aliento, dudando sialegrarse de aquella aparición o temerla más.

Sotillo, pues no era otro, permaneció un ratoen la puerta procurando enterarse bien de loque dentro del cuarto había. En una mano traíauna linterna, y escondía la otra en su pecho,como quien va a sacar alguna cosa. Era unhombre flaco, amarillo y escuálido, vestido deandrajos y con una torva y recelosa mirada quecompletaba en él la estampa de la miseria sub-levada y turbulenta.

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Recorrió con el rayo de luz de su linterna to-do el recinto de la habitación, hasta que ilu-minó el rostro aterrado de la pobre Susana, queyacía en su jergón más muerta que viva espe-rando ver en qué pararía aquello. Entonces dioalgunos pasos hacia dentro, y cerró la puerta.Siguió mirándola atentamente, y dijo en vozalta:

-¡Qué guapa es!

Después se observó en su cara ese mohínque hacemos al desechar una idea importuna yse adelantó con paso resuelto hacia la dama.Esta dio un espantoso grito y se refugió en elrincón del cuarto.

-¡Ah! -exclamó despavorida-, vas a matarme.¡Socorro!...

-No grites... diablo de muchacha -dijo Soti-llo-. La verdad es que no me atrevo... Ven acá,ven.

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Parecía como que dudaba y más de una vezretrocedió. Él mismo quería animarse y la estú-pida sonrisa con que aparentaba burlarse de sucobardía, daba más terror a la prisionera que elpuñal que tenía en la mano.

-Pero yo... ¿qué he hecho? -dijo Susana,siempre temblando, pero más bien en tono desúplica que de protesta- ¿Por qué quieren ma-tarme?

-¿Por qué? -contestó Sotillo pasando el dedopor la hoja de su arma-. Eso pregúnteselo usteda... Por algo será.

-¿Martín me quiere matar? ¿Martín?

-¡Ah!, no... no; es... Pero el demonche de lamujer, yo que vengo aquí para eso, y no meatrevo...

-¡Ah! ¿Viene usted para eso? -dijo Susana en-treviendo un débil rayo de esperanza-. No me

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mate usted; yo le daré lo que quiera, yo le harérico. Yo soy muy rica.

-Sí, pero... ¡Oh!, ¡qué guapa es! -repitió Soti-llo-; ¿usted no sospechaba?...

-No; yo creía que me iban a poner en liber-tad -dijo Susana con voz entrecortada.

-No; eso no puede ser. Yo he venido aquípara despachar, y... es preciso.

-¡Por Dios! ¡Por la Virgen... yo le haré a ustedrico, yo... yo que tengo parientes poderosos; ledescubrirán a usted, y entonces!...

-Tonta, a mí no me descubre nadie... Peroven acá... ¿Cómo siendo tan guapa te tienenaquí? Oye: yo he venido aquí a matarte.

-¿Martín... Martín me quiere matar?

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-No; es preciso despachar antes que él ven-ga. Oye: yo he venido a eso; pero... ¡Caramba,qué guapa eres!

Al decir esto alargó la mano y tocó la barbade la joven, acompañando el gesto de un ásperochasquido de la lengua. Susana se retiró haciaatrás con tanto horror como si sintiera en sucara la fría punta del puñal.

-No te asustes... ¡bah!, en vez de agradecer-me que no te haya despachado... Pues yo hevenido a esto, pero me has desarmado, chica;yo soy así. Vamos a tratar aquí los dos.

Diciendo esto guardó el puñal y se sentó enla silla, acercándose más a Susana, que no pudomenos de volver la cabeza cuando llegó hastaella el aguardentoso aliento del asesino.

-Yo he venido a matarte, prenda -dijo-, perono te mato si tú... Pero ¿a qué vuelves la cara?-añadió bruscamente, tomándole una oreja-.

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Mirame bien... ya no te mato... vamos, pierde elmiedo.

Susana, en su desesperación, quiso levantar-se y refugiarse en el rincón opuesto, pero él lacontuvo.

-No -dijo la dama, cerrando los ojos y cru-zando los brazos sobre la cara-. No; prefiero milveces la muerte.

Transcurrieron unos segundos, en que la jo-ven esperó recibir la herida mortal; pero sólosintió sobre su hombro la mano del asesino,pegajosa a causa del sudor, posada como unamaza y caliente como una cataplasma. Aquelcontacto le produjo tal horror y repugnancia,que saltó corriendo al rincón opuesto. SiguiolaSotillo con furor insensato; pero ella se escurriójunto a la pared y burló por algunos instantessu persecución, al mismo tiempo que gritabacon todas sus fuerzas: «¡Favor, socorro!...» Elasesino, a pesar de su exaltación, comprendió

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que era preciso hacerla callar y concluir de unavez. Blandió su puñal, y ya iba a descargar elgolpe, cuando se oyó una voz que decía: «¡Mal-vado, infame, detente!» En el mismo momentose abre la puerta y aparece una figura alta ydescarnada, que contempla con extraviadosojos aquella escena.

Sotillo, que no había visto nunca a La Zarza,ni tenía noticia de que allí existiera semejantehombre, se sobrecogió de tal modo con su apa-rición súbita, que dejó caer el arma y se puso atemblar como un azogado. La Zarza se dirigió aél, y asiéndole por el cuello con su huesosa ma-no, le sacudió con tanta fuerza, que le obligó aarrodillarse. Al mismo tiempo dijo:

-¡Oh, infortunada princesa! Este malvadoquiere acelerar vuestro fin, cuando sólo al pue-blo por medio de los instrumentos de la leycorresponde daros la muerte. Y tú, traidor, quedeshonras con el crimen la causa de la igual-dad, ¿no sabes que mañana al rayar el día todos

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los presos de la Abadía y de la Fuerza han deser llevados a la guillotina para que expíen lasfaltas de cien generaciones de despotismo? Yate conozco, aunque ocultes el rostro. Tú eresHebert, el cruel y repugnante Hebert, siempresediento de sangre y de venganza. Tú deshon-ras la revolución con tus excesos. Que mueran,sí, pero no a manos de una horda de enemigos.La vigilancia de la Abadía me está confiada, yyo respondo de la vida de los presos, miserable.Yo los entregaré a la ley como ésta me los haentregado, y ¡ay del que os toque en la puntadel cabello, desdichada princesa! Vuestra cabe-za ha de ser paseada mañana por las calles, y sele mostrará a la reina en las ventanas del Tem-ple. Pero no temáis que antes de la hora fatal osveáis inmolada por la mano de torpes sica-rios. Sotillo, que era supersticioso, se acobardóal principio; pero repuesto del susto al com-prender que no era La Zarza ningún visitantede ultratumba, trató de levantarse. El loco tomóeste movimiento por un esfuerzo de defensa, y

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cogiendo el puñal que en el suelo estaba caído,amenazó con él a Sotillo. Este se abalanzó paraarrebatárselo; pero el loco le dirigió un golpe,que recibió el asesino en el brazo; al puntocomprendió éste que la cosa no iba de broma, yretrocedió; pero La Zarza le acometió de nuevo,y entonces el otro, ya desarmado y viendoaquel espantajo que sobre él venía, emprendióla fuga por el corredor, y bajó, seguido del loco,que gritaba: «¡Infame y sanguinario Hebert,espera y te enseñaré cómo se castiga a los trai-dores!»

En aquel momento se sintió que abrían lapuerta de la calle y entró Martín, el cual no vioa Sotillo, que debió de ocultarse en alguna habi-tación baja, si no estaba ya en la calle; el loco sedetuvo para reconocer al joven, y cambiandorepentinamente de tono y de expresión, arrojóel puñal, diciendo:

-¡Ah, eres tú, querido Robespierre, qué atiempo vienes! Hebert, con una horda de salva-

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jes, ha querido inmolar a los presos que tengoencargo de custodiar en la Fuerza y en la Abad-ía. ¡Siempre el mismo Hebert! ¡Bien dices tú queestá deshonrando a los jacobinos y manchandocon sangre la más alta idea!

-¡Bien, déjame ahora -le dijo Martín, paraverse libre de su impertinente locura-, tengoque hacer; espérame allá.

-¿En los Jacobinos o en la Convención?

-Donde quieras -contestó, subiendo la esca-lera y dejando en el patio a La Zarza.

En seguida penetró en la prisión de Susana.

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Capítulo XXILa nobleza y el pueblo

I

-¡Oh, es usted! -dijo la joven al verle entrar-.Ya me consideraba muerta. No sé cómo he re-sistido a tantos horrores.

-¿Quién ha estado aquí? -preguntó Muriel.

-¿Quién? -contestó temblando todavía, y aúnllena de terror, Susana-. Un hombre que decíatener el encargo de matarme. Me ha salvado eseque vive en la casa y parece loco.

-¿Y qué señas traía?

-¡Ah, horribles! Es uno de los que me traje-ron aquí con usted -repuso la dama recobrandoun poco de serenidad-. Y ahora me dirá ustedde una vez si estoy en una guarida de bandole-ros. Si piensan pedir ustedes alguna cantidad

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por mi rescate, se les dará, porque nosotrossomos muy ricos.

-No nos hemos apoderado de usted por esarazón.

-Entonces intentan matarme para vengarsede mi familia -dijo la joven con alguna entereza.

-Tampoco. No ha sido ese mi objeto. Si fueselícita la venganza, los agravios que yo he reci-bido de la familia de usted no quedarían com-pensados con dos días de prisión...

-¡Dos días! -dijo Susana con alegría-. ¿Luegome va usted a poner en libertad?

-Sí.

-¿Y no me dice usted la razón de este crimenhorroroso?

-¡Crimen horroroso! No encuentran otras pa-labras para calificar nuestros hechos después

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que nos impulsan a ellos -contestó Martín conamargura-. Bien; yo acepto la calificación, por-que mi conciencia pierde cada día uno de susescrúpulos; yo acepto el nombre de criminal.¡Pero a cuántos pudiera acusar con más motivo,a cuántos que no tienen un puñal en la mano ybrillan en la sociedad obsequiados y atendidos!

-Usted, por lo que veo -dijo Susana-, ha que-rido cometer una venganza.

-Ahora comprendo -prosiguió Martín, sinhacerlo caso-, ahora comprendo esos crímenesinauditos que nos parecen injustificados. En elfondo de todos los grandes delitos existe unalógica misteriosa y tremenda que los enlaza aotros crímenes, quizá mayores y más imperdo-nables. Yo no pretendo justificarme; tal vezhubiera ido más lejos, perdiendo todo senti-miento humano y adquiriendo una crueldadque estoy muy lejos de tener. Dios me ha dete-nido en ese camino. Yo no pretendo disculpar-me; pero no sé por qué me parece que no es

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mía la responsabilidad de lo que he hecho. Unafuerza ciega me ha arrastrado; se ha turbado mirazón, he sentido vivos deseos de destruir;comprendo ese afán de hacer daño experimen-tado por los hombres en días terribles, que nose pueden recordar sin espanto.

-Usted no podrá disculpar esta infamia.

-Ni lo pretendo tampoco. Si lo intentara, us-ted no me comprendería; usted no compren-derá nunca que un pobre joven de honradezacrisolada y que no ha cometido el más insigni-ficante delito, no debe estar encerrado en uncalabozo, con la amenaza constante de perderla vida de inanición o cediendo al quebranto dehorrorosos tormentos, inventados por hombressemejantes a las fieras. Usted no comprenderáque no había motivo alguno para que yo fueraigualmente privado de mi libertad por el capri-cho de cualquier persona, y arrojado a los mis-mos calabozos para perecer de rabia; porque yomoriría allí de rabia. Usted no se acuerda más

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que de sí misma, ni ve más injusticias que lascometidas con usted. ¡Infeliz; ha estado dosdías privada de las comodidades de su casa, dela conversación de sus amigos! Ya me figuro laconsternación del buen doctor y de su tío al verarrebatada de su casa a una persona querida.¡Infelices; vivir expuestos a disgustos de estaclase, cuando toda la Humanidad es tan felizdominada por ellos, y cuando no hay desgra-ciados que padezcan; cuando no hay injusticiasni dolores en esta sociedad que han hecho a sugusto en la mejor de las naciones posibles!

La amarga ironía de estas palabras impuso aSusana cierto respeto y tardó un rato en contes-tar. Poco a poco iba recobrando la plenitud delas cualidades de su carácter, turbadas y obscu-recidas por el sacudimiento moral que habíaexperimentado. Por último, dijo:

-Desde que me conoció usted, no tuvo otrointento que humillarme; usted no ha creídosatisfecho su deseo sino cometiendo una acción

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como ésta, que quiere disculpar con los agra-vios que antes había recibido.

-Yo no he tenido el intento de humillarla austed, y mucho menos cuando usted se hahumillado hasta mí, sin que yo me tomara eltrabajo de hacerlo.

-¿Cómo? ¿Yo?...

-Sí; ¿usted no sabe lo que dicen todas laspersonas que frecuentan su casa? Pues dicen,llenos de admiración, que usted ha tenido elcapricho de amarme ciegamente. Y los muyimbéciles no cesan de hacer mil aspavientossobre el hecho, asegurando que esa pasión es lamayor deshonra que puede caer sobre una fa-milia.

-¡Y dicen que yo!... -exclamó Susana rubo-rizándose, lo cual no era en ella frecuente.

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-Sí; bien lo sabe usted. Yo por mi parte hejuzgado eso de diversa manera. Pasajeros arre-batos de sensibilidad, que lo mismo conducen aun amor imaginario que a un rencor capricho-so, no son otra cosa que coquetería, para entre-tenimiento de los socios del estrado y de la ter-tulia. ¿No es esto cierto?

Susana iba a decir instintivamente sí, pero secontuvo, y creyó poder dar una contestaciónconveniente con estas palabras:

-Usted, si bien se mira, más debiera sentirhacia mí agradecimiento que ese vivo rencor,que yo no he merecido de nadie.

-No siento ya rencor -dijo Martín sentándosejunto a ella-; he sentido, sí, despecho en algunasocasiones. De los agravios que recibí de otraspersonas de la familia, no era usted responsa-ble, y si me lastimó en mi dignidad la primera yúltima vez que nos vimos, no fue esa la causade lo hecho últimamente. Yo me apoderé de

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usted con el único objeto de conseguir por unmedio violento e inmoral la libertad de mi po-bre amigo. En mi extravío no atendí a la grave-dad del hecho. Usted personalmente no meinspiraba entonces sino una absoluta indiferen-cia.

Susana se sintió herida con estas palabras.Hubiera preferido que el motivo de su secues-tro fuera un sentimiento personal hacia ella,aunque este sentimiento se llamara odio o ven-ganza. El no ser más que un instrumento parafines extraños sublevó en ella su orgullo.

-De modo que no he sido sino un instrumen-to de sus crímenes -dijo con el tono y la miradaque eran en ella habituales en los grandes mo-mentos de despotismo.

-Sí; ha sido usted un instrumento; mas nopara cometer un delito, sino para evitarlo.

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-¿Y se ha evitado ese crimen? ¿Está libreLeonardo?

-No; pero ya no me importa. Yo espero en-trar en su cárcel y sacarlo sin auxilio de nadie.

-¿Usted? -preguntó ella con incredulidad.

-Sí; yo mismo. Lo he de hacer, o he de moririntentándolo -repuso Martín con la mayor ente-reza.

-¿Qué poder tiene usted para eso?

-Para eso y para mucho más tal vez esperoobtenerlo. Estoy resuelto a arrostrar la muerte,a intentar lo más atrevido, a dar un golpe concierta arma que la casualidad ha puesto en mismanos.

-¡Ah! Ya comprendo -dijo Susana-. Usted seha dejado seducir por esa gente que ahora metetanto ruido; per los fernandistas, y como dicen

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que va a haber trastornos se aprovechará deellos para hacer alguna atrocidad.

-No me han seducido los fernandistas. To-dos los que conozco son, o ambiciosos vulgares,o malvados hipócritas; pero aunque compren-do estos vicios, yo me alegro de la turbaciónque preparan; sí, me alegro con toda mi alma, yen medio de ella, ayudado o solo, espero inten-tar lo que siempre ha sido para mi un sueño ouna vaga esperanza. Yo siento en mí un afán deactividad, un impulso que me lleva a acometeralgo, a expresar con hechos lo que pienso y loque deseo. No hay tormento mayor que el queyo padezco; solo, sin sentir junto a mí una vozque hable lo que yo hablo; privado de todos,absolutamente de todos los medios para reali-zar lo que llevo aquí en esta cabeza, no hallan-do ninguno de esos amigos del pensamientocon quienes se entabla relación más íntima quecon los del corazón; aislado, resistiendo la in-fluencia de hombres infames o engañosos; vi-

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viendo pasivamente y como sujeto a una fatali-dad ciega, sin poder vivir con mi propia vida;convertido en juguete de ajenas pasiones, meconsumo en un eterno e inútil esfuerzo. Pareceque me encuentro en un desierto, y soy como elesclavo, que nada puede hacer por cuenta pro-pia. Mi carácter, consistente y osado, forcejeacomo los locos cargados de cadenas, y de nadame vale mi resolución; no puedo hacer otracosa más que hablar; hablar sin descanso, de-nunciando la miseria que nos rodea. Quisieraherir con mi lengua, ya que no tiene la virtudde convencer. Yo no puedo vivir así muchotiempo; yo necesito hechos para que mi vida nosea un continuo monólogo de desesperación.Me muero, me aniquilo en esta pueril ocupa-ción de arrojar mis ideas a la frente de los queme escuchan, asombrados de mi atrevimiento.¡Pensar, pensar siempre en el mayor de lostormentos!

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Muriel estaba excitado, conmovido, y parec-ía que todo aquello que dijo le molestaba comomolesta un cargo de conciencia, y que se des-ahogaba a la primera ocasión. Susana le oyócon cierto respeto supersticioso, como se oyeuna revelación; no perdió ni una sílaba y dio ungran suspiro. En aquellos instantes Martín seelevó a sus ojos cual nunca se había elevado.

II

-Yo pugno sin cesar por salir de esta situa-ción -continuó el joven filósofo-. Por eso se meve adoptar resoluciones raras; por eso imagi-no... no sé qué... y si no encontrara dentro depoco un medio más propio para salir de estasituación dolorosa... yo no sé lo que haría. Así,comprenderá usted acciones que atribuye amalos instintos o a venganzas ruines que nocaben en mi carácter. Yo no puedo seguir mástiempo condenando con el pensamiento a lasmiserias que veo; yo necesito destruir algo.

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-Yo siempre lo juzgué a usted temible -dijoSusana sintiéndose débil, pequeña y muyhumillada ante la enérgica voluntad de su in-terlocutor-, pero nunca me ha parecido tan vio-lento. Comprendo que infunda miedo y quetodos le señalen como un peligro. ¡Cuántosmales no puede causar quien dice que necesitadestruir! ¡Infelices los que caemos bajo ese ana-tema!

-No es que yo deseo el mal de los demás-dijo Martín vivamente enojado de que no se leentendiera bien-; es que es preciso, es indispen-sable un trastorno tan grande, que no sea posi-ble evitar grandes desventuras... Yo me inspiro,en el bien, una sed inextinguible y furiosa delbien de mi patria es lo que enardece mi espíri-tu.

Cada vez se elevaba más a los ojos de Susa-na, que, amante de lo que saliera de los límitesde la vulgaridad, no podía menos de presenciarcon asombro y hasta con entusiasmo los ardo-

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rosos arranques de aquel carácter, en perpetuapropensión a buscar altos fines. Ella no habíavisto nunca un hombre así; no conocía ni aunde oídas, ni por la lectura, un hombre semejan-te; y aquí viene como de molde explicar algu-nas particularidades anteriores a esta escena, yque le sirven de luminoso antecedente.

La primera vez que Susana oyó y vio aMartín en la Florida, las palabras y el aspectode éste hicieron honda impresión en su alma. Elcarácter de Susana era a propósito para que enella encontrara eco la insolente elocuencia deljoven revolucionario, al condenar la sociedadde su tiempo. En el fondo del pensamiento dela dama existía también, aunque algo atenuadapor la educación, una protesta contra lo queestaba viendo a su lado desde que tenía uso derazón. De clara inteligencia, de temperamentoapasionado, de espíritu también osado y viril,ningún ser existía más propio para recibir lossentimientos y las ideas de Martín, y fecundar-

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las, dándoles nueva vida y desarrollo. Ella era apropósito para que entre ambos se establecierauna simpatía vivísima. Pero había asimismo ensu carácter una cualidad que contrapesaba estaasimilación con el carácter del joven; había enella el orgullo, que a veces lo absorbía todo;orgullo de raza, indomable, como si reuniera ensu cabeza la altivez de todos sus antepasados.Este sentimiento la impulsaba a apartar la vistacon horror de aquel hombre sin posición y sinfortuna, que había tenido el atrevimiento deagradarle, y experimentó ante él tantas y tanvarias sensaciones, que ni ella ni nosotros po-dremos expresarlas mientras no se invente unapalabra que a la vez signifique el amor y eldesprecio.

Desde aquel día esta idea no la dejó libre unmomento. Cada vez le infundía mayor admira-ción, y cada vez se avergonzaba más de la fla-queza de su inclinación. A solas con su pensa-miento, la dama se complacía a veces en depo-

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ner convencionalmente su orgullo, dejándole aun lado, como dejan los cómicos entre bastido-res la púrpura y la corona con que han hecho elpapel de reyes; y entonces construía una socie-dad a su manera, con una igualdad a su antojo,sin las diferencias crueles que separan eterna-mente a lo que por la Naturaleza debiera estarunido. Estuvo muchos días dominada por tancontrarios sentimientos. La superioridad moralque desde el principio notó en Muriel se ofrecíaconstantemente a su pensamiento confundién-dola y fascinándola. Ella amaba todo lo maravi-lloso, todo lo grande, todo lo que estuviera re-ñido con lo vulgar, y a pesar de una aparentefrivolidad, hija del roce y de la educación, en elfondo de su alma sentía profundo desdén hacialos petimetres afeminados de su pequeña corte.

Pero no podía descender; era preciso elevar-le a él hasta ella, y he aquí cuál fue su idea do-minante hasta el día del secuestro, que la turbópor completo. Determinó poner en práctica

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cuantos medios estuvieran a su alcance paraelevarle. ¿Cómo? Introduciéndole en su casa,haciéndole aficionar a la vida de etiqueta,obligándole a que dirigiera sus aspiraciones aconseguir un título, honores, riquezas. Los ac-cidentes de la entrevista la noche de la cita in-dican bien claro las ideas de uno y otro, y elningún éxito de la primer tentativa. Todos losesfuerzos se estrellaban contra la firmeza deMartín, incapaz de doblegarse ante ningunaespecie de coquetería.

En la escena que ahora referimos, Susanitaexperimentaba impresiones muy singulares. Sufascinación aumentaba a cada palabra; cada vezle veía más grande, creciendo siempre a su ladoy dejándola allá abajo rodeada de su pueril yafeminada corte de petimetres ridículos y viejosverdes. Y sin saber por qué, tal vez por el tran-sitorio estado de indigencia a que se hallabareducida, el orgullo se adormía en su pecho,dejándola libre para amar a su antojo. Parecía

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que el estar en aquel sitio, el agravio que habíasufrido de aquel mismo hombre, eran una seve-ra lección que aceptaba resignada.

Aquella noche, pues, no sintió ninguna delas repentinas exaltaciones de su orgullo, seme-jantes a crispaduras de nervios, tan violentascomo imprevistas. Estaba amansada, comovulgarmente podría decirse, sin duda porquehabía comprendido la imposibilidad absolutade imponerse a aquel hombre, subyugándole asu deseo. No era posible transformarle paraque la sociedad le permitiera poner los ojos enuna dama de alta clase. Ya no había remedio;era preciso aceptarle tal como era, encarnaciónviva de los resentimientos populares contra losprivilegios hereditarios y la nobleza.

III

-Pero usted va a perecer en esa lucha -dijoSusana-. Serán más fuertes que usted y se de-fenderán. Ahora mismo, si mi familia descubre

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donde estoy y vienen y le hallan aquí, ya puedeconsiderarse vencido para siempre.

-Es verdad; yo camino desde hoy por unasenda rodeada de profundos abismos; perotantos y tantos peligros no me quitarán la ideade intentar lo que intento.

-Quién sabe -dijo Susana, como quien sienteuna inspiración repentina-, Tal vez no sea unsueño; tal vez esté destinado que todo eso a queusted aspira sea realidad algún día. Yo no sepor qué tengo el presentimiento de que esta-mos amenazados de un gran trastorno. Yo, co-mo mujer, no entiendo de ciertas cosas; perome parece... Yo creo que el mundo debiera serde otro modo. ¡Oh!, si fuera cierto que algo hade pasar, yo no dejaría de presenciar con gustosu elevación al puesto en que le correspondeestar. Tengo un presentimiento vago de queesto que digo ha de suceder. Y no es de ahoraesta idea mía, es de hace mucho tiempo. Si vie-ra usted cuántas horas de aburrimiento y de

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tristeza he pasado viendo desfilar por delantede mí la turba de galanes ridículos, de abatesdespreciables, de clérigos vanos y soberbios, deseñorones ignorantes, y me he preguntado:«¿Pero no hay más hombres que éstos en elmundo?» Yo decía: «En otra parte debe dehaber algo que yo no conozco; todo no puedeser así, y si es, sin duda es preciso que algunovenga y lo trastorne todo». Esto ha sido siem-pre en mí una confusa idea, semejante a lo quese recuerda de los sueños muy obscuros y leja-nos. Creo que nunca he hablado de esto connadie.

-¡Oh! -exclamó Martín con súbita alegría-.Por primera vez la oigo hablar a usted con elcorazón, y ha dicho cosas que nunca me hanproducido igual impresión en boca de otros. Enun momento se ha despojado usted de sus pre-ocupaciones de raza y de educación para mos-trarme lo que yo no había sospechado nuncaque existiera.

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-Sí -continuó la dama-. Por eso, al oírle a us-ted por primera vez, me pareció que recordabaalgo. Al mismo tiempo me causó gran asombroy hasta cierto respeto el valor que se necesitabapara ser una excepción entre todos los demás, ydecía yo: «Por fuerza ha de ser cierto lo que estehombre dice».

Martín oía con asombro las palabras de lapetimetra, que revelaban sinceridad profunda,y no fue indiferente a la expresión de sus sen-timientos, libres en aquel momento de las afec-taciones de la coquetería y de los arrebatos delorgullo. Tenía él cierta vanidad en creerse autorde tal transformación, verificada al contacto desu palabra, y la animaba a proseguir expresán-dose con la misma verdad.

-Usted -le dijo- me ha comprendido al fin.¡Cuánto vale para mí esa revelación! Una cosaextraño, y es que habiéndome juzgado entoncesdel modo que yo más deseo, se mostrara des-pués tan díscola y soberbia conmigo.

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-¡Ah! -respondió Susana, sintiendo otra vezla punzada de la dignidad herida-. Usted quisohumillarme de una manera cruel y descortés;usted se burlaba de mí después de haber baila-do juntos. Yo me sentí tan ofendida, tan ultra-jada, que en mi vida he tenido cólera mayor. Loconfieso; me avergoncé de haber encontradoadmirable su modo de expresarse. ¡Con cuántoplacer le despreciaba! Yo no podía consentirque usted me tratara como igual, y aquel día,después que usted desapareció, padecí de unmodo horrible.

-Pues yo sentí cierta alegría feroz: en el pri-mer instante juré venganza; pero después,¡cómo me complacía recordar la escena!... Mifamilia había recibido grandes ofensas de la deusted.

-Ya lo sé... -contestó Susana con amargura- Yyo soy la destinada a expiarlas; yo, inocente detodo, y siempre inclinada a perdonarle a ustedhasta lo más grave, que es esta reclusión.

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-Es la única ofensa real que usted ha recibidode mí. En cambio, ¿de quién partió la idea demi prisión?

-¡Ah! -exclamó Susana turbada-, no es míasola la culpa. Cuando se me amenazó con eso,yo no tuve valor para oponerme, y dije al mar-qués que tendría gran placer en verle a ustedcastigado. Pero yo he tenido siempre una fesupersticiosa en la superioridad de usted, ycreía, acá para mí, que triunfaría de todas laspersecuciones de aquellos hombres por lagrandeza de su destino. Yo me decía: «Es impo-sible que le prendan». Si hubiese sabido queestaba usted en la Inquisición y amenazado demuerte, mi trastorno hubiera sido tan grandeque de fijo habría hecho una gran locura. Úni-camente me hubiera conformado con su prisiónsi de ella salía igual a mí; igual a mí por el na-cimiento y la posición.

-¿Usted me envió una caja con dinero?

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-Sí; yo fui. En aquellos días estaba trastorna-da, y fui tan necia que le creí accesible a la se-ducción del oro. Me pareció que aquel obsequioserviría para hacerle entrar en el camino en queyo quería verle.

Cada vez iba Martín leyendo más claro en elcorazón de la hija de Cerezuelo, que, aguijo-neada por la pasión, se sublevaba contra laspreocupaciones nativas y los resabios de edu-cación.

-Yo -continuó ella- recibo el castigo de faltasque no he cometido. Usted triunfará; tengo laseguridad de que será favorecido por la Provi-dencia... no sé por qué lo creo así, pero tengouna seguridad firmísima. Me parece que no hade poder ser de otra manera, y que las cosas delmundo lo exigen así de un modo ineludible;usted crecerá a cada paso que dé por ese cami-no y se embriagará con sus triunfos, viendoseelevado sobre todos los demás. Yo, en cambio,he concluido para siempre. Dada mi posición y

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mi nombre, este acontecimiento es como unamuerte. Robada en un baile de Lavapiés, todoscreerán que he cedido a la seducción de un li-bertino; y al hablar de esto, todos supondrán enmí una deshonra que no existe. Seré desprecia-da, aun por los míos, y siempre llevaré sobre míuna afrenta que nadie puede borrar.

-Si no lleva usted mancha en la conciencia,¿qué importa el juicio de personas frívolas, in-capaces de sentir ni aun de soñar lo que ustedsiente?

-Sí, mi conciencia está tranquila; pero yotengo al mundo un apego que no sabré nuncavencer; yo voy a vivir ahora una vida de deses-peración, azotada públicamente por el despre-cio de todos, y se me destinará a un convento,donde me moriré de lo mismo que usted semoriría en la Inquisición: de rabia.

-Pues bien -dijo Martín con una idea súbita,que por unos segundos vaciló en sus labios sin

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acertar a expresarse-; pues bien; no me aban-done usted, no vuelva usted con su familia.

Susana oyó aquella proposición con menosespanto del que Muriel suponía, y le miró conatención como si no estuviera segura de quehablaba con completa seriedad.

-¿Que no vuelva?... -dijo, experimentandouna gran confusión de ideas y queriendo bus-car el verdadero sentido de aquella terriblepropuesta.

-¿Aún creo usted que no somos iguales?-preguntó Martín, planteando resueltamente elproblema de la igualdad- ¿No valgo yo por lomenos como otro cualquiera de esos que di-ariamente le rodean a usted?

Susana no contestó y seguía mirándole.

-Pero usted no se atreve -añadió Muriel-. Us-ted no se halla con fuerzas para luchar contra

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ciertas cosas y personas. Teme más la ignoran-cia y las preocupaciones de los demás que lospropios dolores. ¡En qué situación hemos veni-do a encontrarnos después de haber estado enpugna tanto tiempo! Usted me ha descubiertoen su alma tesoros que yo no conocía; pero us-ted se halla atada a esta sociedad por lazos in-disolubles. No ha tenido, como yo, el valor deromperlos, y gemirá en perpetua esclavitud,aborreciendo su cadena, como todos los escla-vos. Yo le ofrezco a usted otros lazos. Se mepresenta la ocasión de hacer una prueba decisi-va, y no la dejaré pasar. Oigame usted y decida.

La joven estaba pendiente de las palabras deMuriel, como si fuera el confesor que había deabsolverla de infinitas culpas.

IV

-Oyéndola a usted esta noche -prosiguió-, hecreído percibir un eco de mi propia voz en lasuya. ¡Qué dulce es encontrar quien sepa en-

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tender nuestro lenguaje! Acabe usted de mos-trarme un gran corazón y un gran carácter.

-¿Cómo?

-No separándose ya de mí. Usted no se atre-ve. Eso sería un heroísmo de que usted no escapaz. Desde esta noche ya no es ni puede serusted para mí lo que antes era. La miraré siem-pre con respeto, y todos los agravios están per-donados. Pero haciendo lo que digo, renun-ciando por mí a sus preocupaciones, uniendosu suerte a mi suerte, usted me confundiría, loconfieso; yo me encontraría pequeño, y enton-ces... ¡sí, verdaderamente humillado! Aborreci-do o despreciado de todos, mi vida encontraríaen esa unión un reposo y un estímulo para se-guir adelante en mi jornada. Creo que notendría bastante vida para agradecerlo y cele-brarlo, pues si en otra cosa no, en esto habríaconseguido una gran victoria. Me parece quecon sólo ese ejemplo, al paso que aseguraba mifelicidad y me ligaba con los lazos más dulces,

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me parece, digo, que destruía la obra de ciensiglos. Baje usted, puesto que ni la sociedad nimis ideas pueden permitir que yo suba. Usted,que conoce de qué manera aborrezco, puedecomprender de qué modo sé amar.

Muriel se había expresado con profundaemoción, y Susana, moralmente hundida alpeso de aquella proposición, se abatía más acada frase. Callada estuvo largo rato, con lavista fija en el suelo, hasta que al fin, súbita-mente, y como si sintiera una inspiración, dijomuy agitada:

-Sí; lo haré... lo haré.

-¡Oh!, usted no se atreve. Necesita parecersea mí aún más de lo que se parece. Su orgullosofocará todo sentimiento, y preferirá la coque-tería de los estrados y la ocupación de enloque-cer a mil hombres torpes y corrompidos, a sercompañera y consuelo de un hijo del pueblo,fatigado por sueños insensatos y condenado a

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ser objeto de terror ante todas las gentes. Ustedno se atreverá a bajar hasta mí.

-Sí; me atrevo, lo haré -contestó Susana conresolución.

Martín halló en su semblante, visto al res-plandor de la luna, la expresión de la verdad, yse convenció de que en el ánimo de la joven,atribulada por espantosa lucha, habían triunfa-do la pasión y la naturaleza de la soberbia y dela educación. Aquel triunfo despertó en él unentusiasmo que en asuntos amorosos dormíaoculto en su pecho como tesoro guardado parauna alta ocasión. La interesante y extraordina-ria hermosura de la joven, su nombre, su posi-ción, su carácter, dieron proporciones a aqueltriunfo alcanzado a la vez por el filósofo y porel hombre. Desde aquel instante la amó comose ama a los objetos hallados después de largasindagaciones, como se ama a los problemasresueltos, y con ese especial cariño que ponenlos hombres de genio a los ideales hijos de su

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pensamiento. Vio entonces una nueva fase desu vida, y si hasta entonces la ternura ocupabahueco muy pequeño en su corazón, desde en-tonces creyó que no le sería posible vivir sinaquello.

-Cuando lo digo, estoy segura de que loharé. En un momento he meditado bastantesobre ese problema terrible, y no vacilo. Yo jurono unirme a hombre alguno y destinarme pormí misma y sin permiso de nadie al que yo heelegido. Si no lo hiciera, creo que me moriría depena.

-Bien; yo la devolveré a usted a su familia, ymás tarde...

-Más tarde, después, yo, por mi propia vo-luntad y libremente, lo dejaré todo, renunciaréa todo e iré en busca de lo único con que mequedo.

-¿Tendrá usted valor?

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-Tendré momentos de duda; pero mi co-razón se desborda demasiado y no lo podrécontener. Iré.

-Yo parto a Toledo esta noche.

-Y yo iré también en esta misma semana.

-¿Lo jura usted?

-Lo juro. Iré.

-Alguna deidad existe que nos ha protegidoesta noche y nos ha inspirado. Esperemos esedía que ha de venir, ese día en que yo la veaentrar a usted por las puertas de mi humildemorada.

Los dos jóvenes se abrazaron casta y noble-mente, como esposos largo tiempo unidos quese separan por primera vez.

-Vamos -dijo Martín, sosteniéndola y enca-minándose a la galería.

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Pero apenas habían andado dos pasos cuan-do sonaron golpes tan fuertes en la puerta de lacalle, que parecía que la echaban al suelo.

-¿Quién viene?... ¡A esta hora!

-¡Rompen la puerta! -dijo Susana muy asus-tada-. Se oyen voces de mucha gente.

-¡Ah!, sí -dijo Muriel prestando atención-;son muchos. No puede ser más que la justicia.

-¡Huya usted!... Han descubierto que estoyaquí y me vienen a salvar. ¡Huya usted!... Pero¿por dónde?... si están ya en la calle.

-Yo puedo salir por otra puerta a los Pozosde Nieve.

-¡Ah, ya entran!... Escuche usted: es la vozdel marqués... la voz del doctor... -dijo Susana-.¡Huya usted! Yo estoy segura. Déjeme ustedpronto.

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En efecto, la voz de las personas citadas sesentía bien clara en el portal.

-¿No hay nadie en esta casa? -exclamaba elmarqués, admirado de encontrar tan sola la quecreía guarida de ladrones.

-¡Huya usted! -decía Susana a Martín-. Ya es-toy segura.

-Sí, me voy. Son amigos. Adiós.

-Hasta luego -dijo la joven.

-Hasta luego -contestó Martín dirigiéndoseal otro extremo de la galería con gran precipita-ción.

De allí bajó al patio interior, y, sin ser vistoni molestado por nadie, salió, mientras el doc-tor, el marqués y un sinnúmero de criados yalguaciles rodeaban a Susana con alborozo,muy asombrados de encontrarla viva.

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Capítulo XXIIEl espectro de Susana

I

Huyendo del loco, Sotillo salió despavoridode la casa, y no había andado veinte pasoscuando otro hombre, que estaba oculto en elhueco de un portal, le detuvo y le dijo:

-¿Ya has despachado?

-Erré el golpe... me ha pasado un fracaso...no he podido. Un maldito espantajo...

-¡Qué gallina eres! Si D. Buenaventura mehubiera encargado a mí esa comisión...

El personaje que así se expresaba no era otroque el famoso héroe llamado Pocas Bragas, aquien conocimos en casa de la Pintosilla; hom-bre célebre por su reciente excursión a Ceuta,

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de donde volvió con grandes datos y noveda-des para su arriesgado oficio.

-Buena la has hecho. Ya no te pongas másdelante de D. Buenaventura.

-Mira lo que pienso hacer... pero alejémonosde aquí... Escucha -dijo Sotillo apretando elpaso-. Quedamos en que le haría una señal encierta casa. Él tiene en mí una confianza... Voy,doy dos golpecitos en la ventana y se la encajo.

-¿Qué?

-La gran bola de que desempeñé la comi-sión. Verás cómo le saco los mil reales que meprometió.

-¡Mil reales! ¡Cosa más rara! En mis tiemposno valía eso más que cuatro duros, y hasta portreinta reales despaché yo...

-¿Qué te parece lo que pienso hacer? ¿No meves cómo estoy manchado de sangre?

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-¿Pero quién te ha herido, endino? Cuenta loque te ha pasado.

-Déjalo para después... te diré... aquel fi-gurón... yo no había visto nunca aquel hom-bre... la verdad, chiquillo, me dio miedo.

-Verás como no te da los mil reales.

-Verás como sí. Tiene en mí una confianza...

Con estas y otras razones llegaron a la calledel Factor. Esperó el uno tras la esquina y elotro hizo su señal; salió Rotondo, como sabe-mos, y en la turbación que dominaba en espíri-tu no dudó un momento que el hecho estabaconsumado, y más viendo manchado de sangreel brazo de Sotillo. Pero toda la elocuencia deéste no logró sacarle el dinero, por lo cual losdos héroes partieron muy alicaídos en direccióna los barrios bajos.

-¿Vas a casa de la Pintosilla? -dijo el uno.

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-¡Quiá! Si está presa. Vámonos adonde Mene-os.

Pues vamos a casa de Meneos. Buena te es-pera cuando el Sr. Rotondo descubra que le hasengañado.

-Es que no me verá el pelo por jamás amén,porque mañana me voy a Sevilla, en donde mehan hecho una proposición...

No podemos seguirlos en su diálogo, porqueen otra parte pasa algo que exige nuestra aten-ción. Una vez que Rotondo volvió al cuarto deCárdenas después de haber hablado en la callecon Sotillo, los dos amigos trataron de la entre-ga de los veinte mil duros, y el afligido tío deSusana no pudo al fin eximirse de entregar lallave de la caja. Ya hacía largo rato que D. Bue-naventura se ocupaba muy tranquilamente encontar el dinero que necesitaba, cuando se sin-tió ruido en el portal.

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-Es que vuelven de buscar a Susana -dijo D.Miguel muy agitado-. Es preciso que yo salgacon el mayor interés a preguntarles; ¿no le pa-rece a usted?

-¡Excelente idea! Sí. Conviene que haga us-ted bien su papel en esta comedia.

-Cierre usted la caja; guarde usted ese dine-ro. Coja usted en su mano las pelucas y hagacomo que se despide.

Rotondo hizo todo lo que Cárdenas le man-daba, y salió por la puerta excusada. Don Mi-guel se levantó entonces del lecho y abrió lapuerta de su despacho, en el momento en quese sentía más cercano el ruido de los que subíanla escalera.

-¿Qué hay? -dijo asomándose; pero apenashabía articulado esta pregunta lanzó un gritoagudísimo y desgarrador, y cayó al suelo como

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herido del rayo. Lo primero que vio al abrir fuela figura de Susana, que, sonriendo, le dijo:

-Tío, ya estoy aquí.

Todos entraron en el despacho a auxiliar alseñor de Cárdenas, a quien juzgaron víctima deuna impresión de alegría. El pobre hombretardó mucho en volver de su desmayo.

Capítulo XXIIIEl pastor Fileno

I

El curso de los acontecimientos de esta his-toria exige que nos traslademos a Aranjuez,residencia entonces, a más de la corte de Espa-ña, de los señores de Sanahuja y de su pastorilengendro Pepita, que se encontró como el pezen el agua al recorrer la huerta y el soto. ¡Cuánsuperiores eran aquellos sitios a la casa de Ma-

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drid, donde no se conocían los placeres queproporciona la contemplación de la Naturaleza,ni se espaciaba el ánimo libremente respirandoaires puros y extendiendo la vista por praderasmás o menos risueñas, en cuyo fondo se desta-caban las grandiosas y seculares arboledas de laIsla y del Príncipe!

Pepita no cesaba de establecer esta compara-ción, haciendo notar las ventajas del campo conun entusiasmo que concluía por aburrir a cuan-tos la rodeaban, pues no se oían en su bocaotras palabras que éstas: «Papá, mire ustedaquel árbol; ¿no ve usted aquella nube? Mamá,¿qué te parece ese arroyo que va serpenteandohasta traspasar todo el llano?» Con tales razo-nes pasó la mañana, insensible a las súplicas desu madre, empeñada en que cosiera, bordara ose consagrara a cualquiera de los menesterespropios de su sexo. Esto no era posible. Pepitatenía su cabeza organizada de tal modo, que nocabían en ella otra cosa que las contemplacio-

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nes en que la vemos constantemente embebida.En nuestra época hubiese sido lo que hoy de-signamos con la palabra romántica; pero comoentonces no existía el romanticismo, la sobreex-citación cerebral de la joven Sanahuja se ali-mentaba de interminables deliquios, en quetodos los campos se le antojaban Arcadias y ellapastora, según había leído en sus endiabladaspoesías.

Recorría la campiña con su libro (pues habíalogrado substraer uno de los secuestrados porsu padre), se sentaba bajo los árboles, leía envoz alta, se recostaba sobre la hierba, hacíatraer un par de ovejas y otros tantos cabritos,que adornaba con cintas y flores. Después leparecía impropia la lectura y mucho más con-veniente el recitar de memoria, y así lo hizo,hasta que se cansó de este monótono ejercicio yse quedó muy triste, notando que le faltaba unacosa importante, indispensable, una cosa deque no se podía prescindir para que aquella

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farsa tuviera visos de sentido común: le faltabael pastor.

Fija esta idea en su imaginación, no tuvo pazen todo aquel día. Era preciso buscar un pastor.¿Pero dónde, quién? Digamos en honor suyoque este deseo no significaba para ella una as-piración amorosa; era simplemente una exigen-cia de escena, y sus sentimientos, respecto alsoñado compañero de sus retozos pastoriles,eran puros hasta la insulsez. En aquella natura-leza todo era empalagoso como la literaturaque la inspiraba.

Y el Cielo, propicio siempre con los locos, ledeparó lo que buscaba. Aquella tarde, en elmomento en que los rayos del sol trasponíanpor el horizonte, dejando en las copas de losárboles, en los techos de las casas y en la super-ficie del Jarama resplandecientes rastros de luzy perfiles y destellos de mil colores; en el mo-mento en que las ovejas se aproximaban unas aotras, buscando cada una abrigo en las calientes

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lanas de las demás; cuando salía el humo de lostechos y empezaban a pedir la palabra las ranaspara su discusión nocturna; cuando la Natura-leza se adormía, impresionando los sentidoscon recuerdos virgilianos, Pepita encontró loque deseaba, encontró su pasto en un chicoque, habiéndose presentado unos días antes enla puerta de la casa hambriento, cubierto deharapos y pidiendo limosna, fue recogido porlos colonos, que eran gente compasiva. Estechico le pareció desde el primer momento tanpropio para el caso, tan interesante por su colortostado, sus grandes y expresivos ojos y su ex-presión inteligente, que no vaciló en poner enejecución su pensamiento. A pesar de la repug-nancia de sus padres, el chico fue arrancado alpastoreo de los cerdos en que le tenían ocupa-do; se le dio de comer y de beber a cuerpo derey, se le arregló una cama en la casa, y al díasiguiente las ovejas, los criados y los labradoresle vieron en la huerta coronado de flores y decintas, y muy satisfecho del papel que estaba

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desempeñando. Se le puso el nombre de Fileno,y los cerdos se quedaron sin su guardián.

Los señores de Sanahuja, aturdidos todo eldía por los saltos, juegos y cabriolas de María yde Fileno, que triscaban de lo lindo en la huertay en el soto, determinaron poner mano en talabuso, quitándole a su hija aquel juguete quedebía volverla más loca. Con este propósito,llamaron al infantil pastor al estrado y entabla-ron con él el siguiente diálogo, que es indispen-sable reproducir con toda puntualidad,

-¿Cómo te llamas?

-Pablo -contestó el chico con timidez.

-¿De dónde eres?

El muchacho alzó los hombros para expre-sarse que no tenía idea de la patria.

-Éste es un vagabundo de esos que no se sa-be quién les ha parido, y no parece sino que

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salen de las piedras -dijo la señora-. ¿De dóndevienes?

-De... de... -contestó el pastor recordando-,de... de un pueblo que está lejos, lejos, lejos.

-Pues nos dejas enterados. ¿Tienes padres?

Fileno movió la cabeza para decir que no, yclavó la barba en el pecho avergonzado de laspenetrantes miradas de aquellos señores.

-¿Conque no sabes dónde estabas antes devenir aquí?

-En... en... -contestó recordando-. ¡Ah!, enChinchón.

-¿Son de allí tus padres?

-No, señor. Yo estaba allí con Mediodiente.

-¿Y quién es ese Sr. Mediodiente?

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-Uno que lleva títeres a los pueblos cuandolas fiestas.

-¿Y tú dejaste a ese saltimbanquis, o él teechó de su casa?

-Yo me fui solo, y lo dejé porque me queríaponer de barriga en la punta de un palo que élcogía con la boca... Así...

Y Pablillo se puso su cayado en la boca, que-riendo imitar la habilidad de su patrono el Sr.Mediodiente.

-A mí me ponía en la punta, allá arriba, pin-chado por aquí, por la tripa.

-¿Y te pusiste tú?

-Lo hicimos en casa algunas veces parahacerlo después en la plaza; pero me daba mu-cho miedo, y aquella tarde, antes de la función,me marché por el camino.

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-¿Y has venido pidiendo limosna hastaaquí?. Y ese Mediodiente, ¿dónde te tomó?

-En el camino. Allá por onde Arganda. Yo es-taba con otros chicos pidiendo.

-Y entonces, ¿de dónde venías? ¿Dónde es-tabas tú antes de salir por esos caminos?

-¿Yo?... allí onde el tío Genillo. Pero me pe-gaban, y una mañana...

-Te fugaste. ¿Era la casa de tus padres?

-No; no, señor. Era onde la tía Nicolasa, y laseñorita y D. Lorenzo. Como me estaban siem-pre pegando, me fui de la casa.

-¿Y no te acuerdas en qué pueblo estaba esacasa? Tú tienes cara de ser un truhán redoma-do.

-Estaba en... en Alcalá.

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-Buenas cosas habrás tú hecho en esa casa.Cuando te pegaban no sería por cosa buena...¿Pero tú no tienes algún pariente, no tieneshermanos? ¿Tú te acuerdas de tus padres?

-Sí; yo me acuerdo... mi padre estaba en lacárcel y yo con él.

-Buena pieza sería también el pobrecito, ¿noes verdad, Cleto? -dijo la señora.

-¿Y te acuerdas del apellido de tu padre?

-Se llamaba como yo.

-¿Pablo? ¿Y qué más?

-Pablo Muriel.

-A ver, a ver -dijo el Sr. de Sanahuja, recor-dando-. Me parece que... ese nombre no me esdesconocido. ¿No es ese aquel administradordel conde de Cerezuelo, a quien encausaron?

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-Sí; D. Pablo Muriel. Y precisamente en Al-calá vive el Conde.

-Yo creo que este chico debe quedarse aquí,pero en la labranza. Es una obra de caridad; y sidentro de diez años sabe algo más que cuidarlos cerdos, se le puede ocupar en cuidar lasmulas. Por supuesto, que si descubre malasinclinaciones, con ponerlo otra vez en el caminopara que se vaya con el Sr. Mediodiente...

Mientras los Sanahujas deliberaban sobre lasuerte del pastor Fileno, éste volvió a la huerta.El pobre chico estaba rebosando de felicidad,porque comer bien después de tantas hambres,vestir después de tanta desnudez, oírse llamaren verso y verse bien tratado después de tantasamarguras le parecía un sueño, una de aquellasvisiones que percibía por las noches en la casade Alcalá, y que le impulsaron a salir buscandoaventuras como un caballero andante.

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II

Engracia, invitada por los de Sanahuja, llegóa Aranjuez al siguiente día. Desde que acaecióla prisión de Leonardo, la pobre viudita sehabía desmejorado mucho, merced a la infernaltiranía de doña Bernarda, dirigida en lo espiri-tual así como en lo humano por el padreCorchón. Engracia había sido constante y firmeen sus sentimientos, a pesar de todo, y lejos dedisminuir su afecto hacia la pobre víctima de laInquisición, se había aumentado, alimentandosin cesar una remota y endeble esperanza. Perono había vuelto a recobrar su buen humor, y eltrasladarse a Toledo, precisamente cuando elpobre preso había sido también conducido a lascárceles de esta ciudad, no era el mejor mediopara curarse de sus melancolías. Doña Bernar-da estaba, no obstante, muy tranquila, confiadaen la solidez probada de los muros del SantoOficio, y creía que la pasión de su hija se en-friaría poco a poco hasta llegar a su completaextinción.

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Pero dejemos a un lado estas consideracio-nes para venir a lo que ahora nos importa: aque Engracia, entretenida en presenciar los es-parcimientos bucólicos de su amiga, y habien-do hecho al pastor Fileno un interrogatorio pa-recido al que hemos copiado, comprendió alinstante que era hermano del amigo de su des-graciado novio. Al momento enteró de todo alos señores de Sanahuja, asegurándoles que elhermano de Pablillo vivía, que estaba en Ma-drid, y que había hecho inútiles pesquisas porencontrar al pobre niño abandonado.

Los padres de Pepita creyeron en concienciaque debían mandar a Pablillo a Madrid. De estemodo hacían una obra de caridad, y al mismotiempo le quitaban a la pastora Mirta su jugue-te. Así se convino, en efecto, sin más discusión,y aunque ocurrió el inconveniente de no saberdónde Martín habitaba, Engracia lo arreglótodo diciendo que ella escribiría a D. Lino Pa-niagua remitiéndole el chico para que se hiciera

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cargo de entregarlo a Muriel. Se notificó a Pepi-ta la determinación, y que quieras que no, File-no fue despojado de sus cintas y encomendadoa unos arrieros que al día siguiente salían parala Corte. La felicidad de Pablillo, que se habíavisto transportado a un Edén, donde no se leocupaba en otra cosa que en brincar y en poneratención a las estrofas de Meléndez y de Cadal-so, concluyó de repente, y cuando se vio enpoder de los arrieros le pareció que todo aque-llo había sido un sueño.

No seguiremos a Pablillo en su viaje antes dehacer mención de la llegada a Aranjuez de do-ña Bernarda, la cual, encontrándose muy solapor la ausencia de su hija, y aún más por la deCorchón, determinó ponerse en camino, ce-diendo al fin a las muchas indicaciones de losSanahujas. Llegó con todo el cuerpo molido,renegando de los zagales y carromateros, de ladistancia, del tiempo, de la contrariedad de

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habérsele olvidado su libro de horas y una pas-ta de chocolate para la jornada.

-¿No sabe usted, Sr. D. Cleto -decía a los diezminutos de haber llegado-, no sabe usted comohe tenido ayer carta del padre Corchón? Notardará mucho en volver. ¡Qué de cosas dice!Está muy ocupado. Ya lo creo. ¡Como quehabrán ido pocas personas a consultar con élnegocios de Estado! ¡Pues si viera usted, D.Cleto, el cariño que le ha puesto D. Juan Escoi-quiz! ¡Vamos, que ya para él no hay más que D.Pedro Regalado! Corchón para arriba, Corchónpara abajo, y sin Corchón no hay nada. Le digoa usted que están locos con él, y si cae Godoy,como dicen, y sube el Príncipe, ya le tenemosobispo, y no así de cualquier parte, sino de Sa-lamanca o León, cuando menos, a no ser que endos palotadas me lo hagan arzobispo, comomerece... Pero hijas, ¿no sabéis que a Pluma lehan puesto preso? ¡Si vierais cuántas noveda-des me cuenta! Y de Susanita, ¿no sabéis nada?

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Pues hijas, se ha enamoricado de un hombre,¡santo Dios!, del mismo Enemigo. Y la robó unanoche, y no se ha vuelto a saber de ella, puesparece que la tiene escondida en una cueva. Sime he quedado muerta... ¡y qué gente tan malahay en el mundo, señor D. Cleto! A mí que nome digan; si se hiciera un buen escarmiento...Pero, como dice D. Pedro Regalado, mientrasestán las riendas del Gobierno en manos delGuardia...

Doña Bernarda, sin dar tiempo a que losdemás le contestaran, continuó en su charlainfatigable, ávida de desembuchar lo que traíaen el cuerpo.

III

La galera en que Pablillo debía ir a Madridestaba preparándose en la venta de los Huevos,y entretanto él, acompañado de otro chico de sumisma edad, hijo de uno de los arrieros, se pa-seaba en la gran plaza de Aranjuez en el mo-

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mento en que una gran muchedumbre se habíaacumulado allí para ver a las personas reales quesaldrían pronto de paseo. Entre los diversosgrupos había uno en que varios hombreshablaban con mucho calor. Pablillo, atraídosiempre por todo lo que fuera animado e im-ponente, se acercó, metiéndose en el corrillo sinmás ceremonia, como es costumbre en los chi-cos curiosos y vagabundos. Entre aquelloshombres descollaba uno a quien los demás oíancon mucho respeto y con evidente admiración.De pronto pasaron los coches de palacio carga-dos de príncipes, princesas, gentileshombres,camaristas y, por último, una pesadísima ca-rroza en que iban Carlos IV, María Luisa y elPríncipe de la Paz. Al pasar junto al grupo, elhombre aquel a quien todos oían con tantaatención, dijo mirando a los personajes regios:«Todos tienen que caer».

Pablillo ni oyó tal cosa, ni de oírla la hubieraentendido, y corrió tras los coches fascinado

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por tanta grandeza y esplendor, llamándoleprincipalmente la atención la escolta que custo-diaba a los reyes. Él, según dijo a su improvisa-do amigo el hijo del arriero, no había visto nun-ca cosa tan bella. Poco después salió para Ma-drid, casi a la misma hora en que su hermanopartía para Toledo.

Capítulo XXIVEl primer programa del liberalismo

I

En Aranjuez tuvo Martín una excelente aco-gida, y hubo muchos que se entusiasmaron detal modo oyendole, que resolvieron seguirle aToledo. Aquí las personas inmediatamenteocupadas en organizar la conspiración recibie-ron con verdadero alborozo al enviado de Ro-tondo, el único en quien aquel hombre eminen-te había encontrado todas las cualidades pro-

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pias para el caso. Se le enteró con minuciosidadde los preparativos, vio las armas y conoció acuantos estaban dispuestos por despecho, pormiseria o por espíritu de insubordinación atomarlas el día señalado. No es preciso decirque la mayor parte de aquella gente no sabía loque hacía ni por qué lo hacía. Cuando más,algunos estaban alucinados con la generosailusión de que el Príncipe vendría a curar losantiguos males, desterrando la inmoralidad, lamiseria, la bajeza de los que a la sazón gober-naban a España.

Rodeados de todas las precauciones imagi-nables se reunían los conspiradores en una ca-sucha de la calle del Hombre de Palo, en cuyorecinto apenas cabían las treinta o cuarenta per-sonas que minaban el trono del Príncipe de laPaz. A la mayor parte de ellos Muriel se lesrepresentaba con los caracteres de un hombreextraordinario. Nunca habían oído elocuencia

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igual, y su voz tenía el don de despertar en lamente de todos ideas grandiosas.

La gran ventaja para Muriel consistía en queencontraba preparado el terreno. Él solo, inten-tando formar un partido en aquella época,hubiera intentado lo imposible, pero las cir-cunstancias le depararon aquella ocasión. Lafuerza estaba preparada y dispuesta; él no ne-cesitaba hacer otra cosa que infundirle su idea,y esto lo estaba consiguiendo sin dificultad.¡Cuántos habría allí de voluntad floja que ad-quirieron grandes brios en su compañía! Mu-chos que sentían gran desconfianza y timidezse llenaron de ardor, y bien pronto no huboquien dudara del éxito de aquella empresa.

Él redactó en pocas horas un plan completo,no sólo para el movimiento, sino para el triun-fo, y de antemano previno lo que debía hacer laJunta de gobierno de la ciudad y del reino, quese establecería allí provisionalmente. Esta Juntahabía de convocar unas Cortes generales, a las

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cuales competía decidir si pasaba la corona alas sienes de Fernando. Como medidas pri-mordiales anteriores a la elección de Cortes, sedispondría la abolición del Santo Oficio, la des-amortización completa, la extinción de se-ñoríos, haciendo desaparecer el voto de Santia-go, los diezmos y otros onerosos tributos. A lasCortes se dejaba el resolver sobre los mayoraz-gos y el fundamento de un nuevo Derecho pe-nal y civil.

Este plan cautivaba más cada día a los adep-tos de la causa fernandista, que veían ensan-charse el horizonte de su primitiva idea. Eranestos hombres, por lo general, jóvenes de laclase media, que habían recibido provechosaenseñanza en las escuelas de aquellos tiempos,pero emancipados al fin de los seminarios yconventos. Los que procedían de esta clase deinstitutos eran, por lo general, los más ardien-tes. El pueblo, al principio, no se relacionabacon Martín sino por la mediación de esta juven-

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tud entusiasta. Pero él quiso conocer qué ele-mentos tenía en la plebe, y exploró con afán,procurando siempre infundir una idea a aque-lla muchedumbre irreflexiva. Escoiquiz no apa-recía en estos conciliábulos, ni Martín teníatampoco grandes ganas de verle, porque estabadecidido a obrar por su cuenta. Tres personasse presentaban allí como autores de los prepa-rativos y representantes de las altas personali-dades del partido; estas tres personas simpati-zaron de tal modo con el joven filósofo, queéste fue en poco tiempo el alma de la conspira-ción.

En tanto, se acercaba el día y se tomaban to-das las precauciones para que el éxito fueraseguro. Se amotinaría el pueblo de Toledo conel pretexto de la carestía del pan, apoderándoseluego de la ciudad para proclamar la caída deGodoy. A este grito mágico, que alborozabaentonces a casi todos los españoles, responder-ían otras ciudades preparadas ya, como Talave-

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ra, Valladolid y Zaragoza, donde se enviaríanemisarios en el momento crítico. Los amotina-dos de Toledo se harían fuertes en la ciudad,contando con el levantamiento de la poblaciónde Aranjuez, que recibiría de la ciudad imperialgrandes auxilios. Según el pensamiento de Mu-riel, el grito de los primeros alzamientos sería:«¡abajo Godoy!»; después, la Junta de Toledo,que sería su hechura, arrojaría una idea másalta a las cuatro extremidades de la nación.

Muriel, a pesar de ver reconocida su supe-rioridad, no tenía confianza ciega en algunos delos conjurados, por lo cual se ocupaba en vigi-larlos con mucha atención para cerciorarse deque su complacencia no era una vana fórmulahija del miedo que había logrado infundirles.

-Mereceremos -les decía Martín en las reu-niones privadas, en que sólo entraban muypocos-, mereceremos el desprecio del mundo, siesto que ha de hacerse es un ridículo aborto envez de una fecunda reforma. Pedir la caída de

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Godoy para que todo siga como en los días desu omnipotencia, es cambiar de cadena y pro-bar al mundo que no podemos vivir sin la tute-la de esa familia corrompida, en la cual no hayningún individuo que comprenda la misiónque el Cielo ha encargado a los reyes. El primeracto de la Junta de Toledo ha de ser declararque la familia de Borbón ha cesado de reinar enEspaña ¿Hay alguno que no esté conforme?

Al escuchar esta proposición, silencio sepul-cral reinó en la sala, y todos callaban asustadosdel enorme alcance de la aspiración de Martín.

-¿Hay alguno que se sienta sin valor parasostener esta idea? Es preciso decirlo, para quenos conozcamos todos.

-No, no. Sí, tendremos valor para eso.-contestaron a una todos los concurrentes.

-Un pueblo que toma las armas para cambiarde tirano merece tenerlos siempre.

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-¡Es verdad, es verdad!

-Caiga en buen hora ese hombre inmoral ypresumido; pero sobre los escombros de supoder no se alzará otro lema que el de la sobe-ranía de la nación.

-Sí; esa es nuestra bandera. La Junta de To-ledo la mostrará a todos los españoles el día deltriunfo -contestaron en diversos tonos los fer-nandistas.

De esta manera resonó por primera vez enuna asamblea de conspiradores aquel emblema,que después había de iniciar una lucha de me-dio siglo entre las aspiraciones de la inteligen-cia moderna y la invencible tenacidad de lacivilización antigua, apegada a nuestro caráctera pesar de tantos y tan sangrientos esfuerzospor arrancarla.

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Capítulo XXVLa deshonra de una casa

I

Mientras llega el día de la convulsión que sepreparaba, volvamos a Madrid, y a la casa deSusana, donde ocurre un acontecimiento capi-tal. El conde de Cerezuelo, venido de Alcalá alsaber la noticia del secuestro de su hija, se habíaagravado de tal modo en su inveterada enfer-medad, que se moría el pobre sin remedio. Yaantes del suceso tenía muy contados sus días;pero la impresión que le produjo la noticia, lafatiga del viaje y el considerar la deshonra quesobre sus canas había caído, precipitaron su fin.

La casa presentaba aquel día aspecto pavo-roso. Por un lado, el Conde muriéndose y en unestado de exaltación que causaba espanto; porotro, su hermano D. Miguel afectado de unaexcitación nerviosa que le tenía en continuo

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delirio. Ambos exigían exquisitos cuidados, y lafamilia se repartía junto a los dos lechos, sinsaber cuál de los dos enfermos se hallaba enpeor estado. Arriba estaba el Conde, acompa-ñado de su hija, de Segarra, del doctor y dedoña Antonia; abajo, D. Miguel, asistido por elMarqués, doña Juana y D. Lino, que iba y veníade un enfermo a otro, después de haber corridomedio Madrid buscando médicos, boticas yasistentes.

El Conde conocía su fin y conservaba el usode sus facultades intelectuales, lo cual le permi-tió hacer un nuevo testamento. Después de unperíodo de exaltación en que increpaba a suhija, se había quedado sereno, tratando sin du-da de apartar la mente de las miserias de latierra para elevarla a Dios en aquel trance su-premo. Cuando Susana apareció y se la presen-taron, después de haberle preparado, hizo unmovimiento de horror, cerró los ojos y extendiólas manos como para apartarla de sí. La joven

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se quedó sentada en una silla junto al lecho,muda, aterrada, sin atreverse a proferir palabrani a hacer el menor movimiento, clavada en suasiento, con los ojos fijos en su padre, como siasistiera a la sentencia final en presencia delSupremo Juez.

Nadie se atrevía a dirigirle la palabra, por-que parecía que todos se juzgaban partícipes desu falta con sólo acercársele. Lo que pasaba porella en tales momentos no es fácil de adivinar,ni menos de transcribir. Parecía víctima de le-targo angustioso que la mantenía inmóvil yespantada, semejante a la estatua del terror.

El Conde, que antes había recibido los Sa-cramentos, se agitó de nuevo con su presencia,tuvo cerrados los ojos más de media hora, mar-cando su respiración con un bronco estertor, ydespués los abrió para fijarlos en ella con ex-presión de ira.

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-¡Tú nos has deshonrado! ¡Has deshonradomi casa, y mi nombre y mi familia! -dijo convoz que parecía salir de las profundidades de latierra-. Yo me muero hoy, y me muero con in-dignación porque no puedo lavar esta mancha.

Los que asistían a tal escena le oían con pro-funda emoción, y Susana no contestó palabra,ni hizo gesto alguno.

-No puedo morir en paz, me muero rabian-do -continuó el Conde-. Tú has puesto fin allastre de mi honrada casa; ¡mis padres y misabuelos te maldecirán como yo te maldigo!...No digas que eres mi hija; olvida que soy tupadre; no lleves mi nombre. Lleva el de esemaldito que te ha robado de esta casa incitadopor ti.

En los labios de Susana se notó una ligera al-teración como si quisiera romper a hablar; perocontinuó en silencio.

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-¡Infame! -continuó el Conde-, ¡infame tú einfame él! Si cuando naciste hubiese sabido queibas a prendarte del hijo de Muriel, de ese ban-dido, de ese asesino, te hubiera estrellado. Túno eres hija de aquella santa mujer... ¡Infeliz!,¿sabes lo que has hecho?, ¿sabes medir laenormidad de tu crimen? ¡Huye!, ¡sal de aquí!,¡vete con él! Dios permita que recibas aquí en latierra el castigo de tu infamia. Unete a él paraque la deshonra se una a la deshonra. Tus hijosserán monstruos horrendos. Vivirás desprecia-da de todo el mundo. Pero no digas que fui tupadre, olvida mi nombre, olvida...

Desde aquí sus palabras fueron mal articu-ladas e ininteligibles. Sólo en aquel confusodesbordamiento de voces se distinguía estafrase repetida sin cesar: «¡Con el hijo de Muriel!¡Con el hijo de Muriel!» Por fin, de su boca nosalía sino un mugido entrecortado que se fueextinguiendo, hasta que sacudió la cabeza conviolencia y se quedó después inmóvil, con los

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ojos ferozmente abiertos y los labios muy apre-tados. Estaba muerto.

Susana, en su tremendo estupor, notó quelos que rodeaban a su padre empezaron ahablar en voz alta, ya seguros de no molestar alpaciente; vio que le cubrieron el rostro con lasábana, y después le pareció que se alejaban.Sentía pasos detrás de sí; creyose sola, y fijabainvariablemente la vista en aquel gran bultodibujado por las sábanas, como una gran esta-tua yacente a medio labrar, con las formas ape-nas toscamente indicadas en un gran trozo demármol blanco. Vio que ponían una luz junto ala cabecera, y que se retiraban dejándola sola.Ella, sin embargo, en el estado de su espíritu,abrumado por indecible emoción, no se atrevíani a levantarse ni a mirar a ningún lado. Llegóun momento en que no se sentía el menor ruidoen el cuarto. Nadie se acercaba a dirigirla unapalabra de consuelo; nadie se dolía de su situa-ción. De pronto siente que le ponen una mano

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sobre el hombro, y aquel ligero golpe produjoen su naturaleza una sensación igual a la que seexperimenta al sentir la explosión de un rayo.Volvió la cabeza, y vio a D. Lorenzo Segarra, elcual, con cierta confianza inusitada y ademáscon afectada amabilidad, impropia en aquellosmomentos, la sostuvo con su brazo y la llevófuera diciendo:

-Señorita, debe usía salir de aquí.

II

Mientras esto sucedía, cerca de la madruga-da, en la estancia mortuoria del conde de Cere-zuelo veamos lo que pasaba en el despacho,donde su hermano padecía de un modo igual-mente pavoroso. Tenía fiebre altísima, y sehallaba en completo estado de trastorno men-tal, esforzándose en dejar el lecho, gritando,hablando con personas que sólo existían en sucalenturienta fantasía, y a las cuales daba nom-bres no conocidos por ninguno de los presen-

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tes. Se le prodigaban con mucho ahínco losauxilios que ya no era preciso aplicar a su infe-liz hermano.

-Tranquilízate, por Dios -le decía su esposacubriéndolo, mientras los demás querían impe-dir que saliese del lecho.

-No... dejadme ir... -decía él delirante, pug-nando por levantarse-. Voy a detenerle; ¿noveis que se va a llevar los cien mil duros?

-Si no hay nadie aquí más que nosotros-contestaba la esposa.

-Sí; ¿no lo veis?... ¿no lo veis? -dijo D. Miguelseñalando la caja con aterrados ojos-. Allí estácontando el dinero. ¿No sentís el chirrido de latapadera de hierro que sostiene en su mano?¡Infame!... Que no vuelva Susana. -continuócerrando los ojos y extendiendo las manos co-mo para apartar un objeto de horror-. Poneostodos delante; no quiero verla; echadla de

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aquí... Pero siempre la veo... poneos delante...Siempre la veo, aunque cierre los ojos... mar-qués, sácame los ojos para que consiga no ver-la... Aquí está: me mira con sus ardientes y te-rribles pupilas... Está cubierta con una ropablanquísima, y de su pecho corre un raudal desangre que llena todo el cuarto... ¡Pobre Susa-na!... Pero yo no fui, yo no tengo la culpa, yo noquería que muriera, sino que se la llevaran le-jos, lejos... El maestro Nicolás es quien se em-peñó en que muriera... ¡Infame! Y se ha llevadolos cien mil duros... ¿No le veis cómo registra lacaja?... ¡Malvado!...

-¡Qué espantoso delirio! -decía doña Juana acada rato-. Es propenso a delirar desde quetiene calentura; pero nunca he visto en él unextravío igual.

El marqués parecía más preocupado quedoña Juana del sentido de las palabras proferi-das por el enfermo.

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-Pero no lo creáis -prosiguió éste-, no se lla-ma maestro Nicolás, se llama D. BuenaventuraRotondo, y se finge barbero para penetrar enlas casas. Es un conspirador y un intrigante...Por Dios, poneos todos delante para que no lavea. Aquí está otra vez con su traje blanco man-chado de sangre... Marqués, por piedad, sáca-me los ojos, no quiero tener ojos... Si yo no fui,fue él... ese infame Rotondo; yo sólo quería quese la llevaran de aquí... ¿No veis cómo registrala caja y cuenta el dinero?

Al decir esto hacía esfuerzos por levantarse,al paso que mientras nombraba a Susana setendía, se arropaba, cerrando fuertemente losojos. El marqués llamó aparte al doctor y ledijo:

-¿No le preocupa a usted este delirio?

-Sí -dijo el doctor con angustia-. Sí; en eso es-taba pensando. Después hablaremos.

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-Me parece que esto es una revelación. ¿Co-noce usted al maestro Nicolás?

-Sí; le he visto aquí algunas veces. Aquí haymisterio. Siempre me chocaron las visitas deese hombre. ¿Sabe usted dónde vive?

-No; esa es la gran contrariedad. Pero vienetodos los días. Si viene mañana, le echaremos elguante.

-Hoy dirá usted; porque son las cinco -dijo eldoctor mirando su reloj-. Tremenda noche hasido esta. ¡Pobre Susanilla!

Al decir esto el buen Inquisidor lloraba co-mo un niño.

-Y por ese hombre que se encontró en la ca-sa, ¿no se podría descubrir algo? -añadió Alba-rado.

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-Nada absolutamente. Es un loco, y a todaslas preguntas contesta con que va a la Conven-ción o a los Fuldenses.

-No cabe duda que aquí hay misterio.

-Únicamente pienso averiguar algo por laPintosilla, que está presa desde ayer.

-Susana misma nos dirá también lo que vioen aquella casa.

El marqués hizo un gesto que indicaba estarseguro de no averiguar nada por aquel medio.

-¿Usted cree que Susana estaría en conni-vencia con esos bandidos? Eso sería horrible.

-Pero es verdad -contestó el marqués triste-mente-. Él fue al baile del candil de acuerdo conella. Eso saltaba a la vista. El encontrar la casasola, y el aviso que aquí se recibió, indican queesos miserables la abandonaron después delograr su objeto.

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Pasaron las horas y Cárdenas se fue calman-do lentamente, hasta que al fin reposó porcompleto, fatigado el espíritu y la materia delterrible delirio. Callaron todos para no inte-rrumpir su descanso, y a eso de las siete uncriado entró a anunciar que allí estaba el maes-tro Nicolás con las pelucas y a afeitar al señori-to.

-Que deje las pelucas y se vaya -dijo doñaJuana.

-No; que espere -dijeron, saliendo el mar-qués y el doctor.

En efecto; Rotondo, que quería a toda costallevarse, si no los ochenta mil duros restantes,por lo menos una buena parte, entró en la casa;pero aquel día tuvo mala estrella, y no volvió asalir, porque el marqués, auxiliado de la servi-dumbre, le encerró bonitamente en los sótanosde la casa.

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III

Dos días después de estos sucesos, el doctorentró en el cuarto de Susana, y encerrándosecon ella, entablaron el siguiente importantediálogo, del que no perderemos punto ni coma.

La que era ya condesa de Cerezuelo sehallaba en deplorable estado físico y moral,tendida sobre un canapé en la misma estanciadonde recibió a Martín algunos días antes. Sólola criada entraba para llevarle el alimento, y,más conturbada, más triste estaba allí que en laotra prisión de la calle de San Opropio, que ellajuzgó el más odioso lugar de la tierra. El prime-ro que traspasó el dintel de este nuevo encierro,en que la joven se desesperaba acompañada desus pensamientos, fue el pobre abuelo, el másafligido de todos los de la casa. Su vista impre-sionó vivamente a la orgullosa dama, que con-servaba bastante entereza en medio de tantasamarguras.

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-Susana -dijo gravemente quiero conferen-ciar contigo de un asunto concerniente a lahonra de esta casa, que está, tú lo sabes, muypor los suelos. Ante todo espero de ti una reve-lación franca. Lo que a mí me digas puedesconsiderar que se lo has confiado a un sepulcro.Después de lo que ha pasado nada me sor-prenderá; yo, que debiera ser inflexible como loha sido tu padre, seré tolerante si tienes conmi-go la franqueza que espero. ¿Tú quieres a esehombre?

-Sí -contestó Susana con dignidad.

-¿Todavía? -preguntó el doctor con ansia.

-Todavía y siempre.

-No; no lo puedo creer. ¡Tú estás loca, Susa-na!; por Dios, mira lo que dices. Yo soy dema-siado bueno; yo no debiera volver a mirarte;pero el entrañable cariño que te profeso me

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obliga a ser débil. Tú harás lo posible por sofo-car ese afecto, ¿no?

-No, porque me moriría.

-¡Susana, Susana!, ¡tú has perdido el juicio!¡Te morirías, dices! Ojalá te hubieras muertoantes de hacer lo que has hecho. Más quisieraverte en tu ataúd vestida con el hábito de laVirgen del Carmen, nuestra santa patrona, quedeshonrada y perdida para siempre en el con-cepto del mundo. Dime: ¿ese hombre te arre-bató de acuerdo contigo?

-No, yo nada sabía; soy inocente. Me roba-ron para exigir la libertad de Leonardo.

-Esos hombres son unos bandidos. ¿Y túamas a ese hombre?

-Sí; no lo negaré nunca.

-¿Ha estado él allí contigo en estos días?

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-No; sólo ha estado una vez en que habla-mos un poco, y él se marchó.

-¿Adónde?

Susana no contestó a esta pregunta, a pesarde que fue muy repetida.

-¿Pero no te horrorizas de lo que has hecho?

-No; porque tengo mi conciencia más limpiaque ese espejo en que nos estamos viendo. Notengo por qué horrorizarme; no he cometidofalta alguna.

-¿Pero qué es eso? Aquí hay un arcano. ¿Pe-ro es cierto que tú amas a ese hombre, o ha sidoun capricho pasajero?

-No ha sido capricho pasajero: es un afectofirme y grande que no se extinguirá mientrasyo tenga vida.

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-Pues, hija: cualquiera que sea la verdad delo sucedido, tú estás deshonrada para el mun-do. Ningún caballero de familia ilustre se reba-jará a darte su mano: has de vivir encerrada enun convento toda la vida, porque ni aun en estacasa quiere mi hermana que estés. Sólo unasolución se ofrece que pueda, si no devolvertela posición que has tenido, porque eso ya esimposible, por lo menos ocultar algo de tu des-honra y darte un nombre que puedas llevar conla frente erguida.

-¿Qué solución es ésa?

-Hay un hombre que, a pesar de lo que hapasado, quiere casarse contigo. Ese hombre nohubiera sido antes digno ni de dirigirte la pala-bra; pero hoy, hija, vale más que tú, no lo du-des; hoy su oferta puede considerarse comouna abnegación.

-¿Y quién es ese hombre? -preguntó la dama.

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-Don Lorenzo Segarra. Aunque de humildí-sima cuna, no debes de rechazarle, porque, condolor te lo digo hoy no puedes aspirar a más. Yaun hay que agradecerle su comportamiento,hijo del mucho amor que tiene a la familia. Élquiere lavar esta deshonra, y no vacila en darsu nombre a la que ya no podrá honrarse con elde otra casa más alta. Creo que no has podidosoñar una reparación más aceptable. Viviráscon él en Alcalá durante algunos años, y des-pués podrás volver aquí. No puede decirse quelo hace por avaricia, porque has de saber que tupadre, en su último testamento, lo nombraheredero de todos los bienes que no pertenecenal mayorazgo; de modo que el esposo que tepropongo es casi tan rico como tú.

No es posible pintar el desdén y la repug-nancia con que Susana escuchó aquella propo-sición. El doctor, que lo conoció, dijo estas pa-labras:

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-Yo, que te quiero como un padre, tengogran empeño en que esto se haga. Vengo dehablar con D. Lorenzo, que asegura no poderresistir la situación en que te encuentras. Locomprendo. ¡Se interesa tanto por la familia!Estoy seguro de que me harás el gusto en com-pensación de la pena que a todos has causado.Si no lo haces, Susana, haz cuenta de que noexisto; no te veré más; puedes considerar queoyes de mi boca cuanto oíste de la de tu padreen su última hora. Esto te propongo. Si lo acep-tas, seré para ti tan cariñoso como siempre lo hesido; si no lo aceptas, olvídate hasta de minombre; no te conozco; eres para mí la últimade las mujeres. Por más esfuerzos que me cues-te este sacrificio, lo haré, te juro que lo haré.

El buen doctor no pudo continuar porquelos sollozos ahogaron su voz. Susana, a pesarde los esfuerzos de valor que desde algúntiempo hacía, a pesar de su arrogante sereni-dad, no pudo mostrarse indiferente ante las

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lágrimas de aquel buen viejo, del pobre abuelo,que la amaba tanto. Ya sabemos el ascendienteque el doctor tenía sobre ella, y bien podía ase-gurarse que era el único de quien se dejabaconmover. La orgullosa consistencia del carác-ter de la dama únicamente cedía a los mimosdel consejero de la Suprema. Aquel día, al oírsus súplicas, al ver las lágrimas que surcabanpor las arrugadas mejillas del buen viejo, al oírde sus labios promesas de perdón, cuando to-dos se habían mostrado tan sañudos con ella,no pudo resistir una emoción violenta. Albara-do no quiso destruir con nuevas promesas oamenazas el efecto de sus anteriores palabras,calló juzgando que nada era tan expresivo co-mo sus lágrimas. Se fue dejándola sola y en-cargándole la tranquilidad. En el corredor seencontró a Segarra y le dijo al oído:

-Creo, Sr. D. Lorenzo, que lo vamos a conse-guir.

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Capítulo XXVI¿Iré o no iré?

I

Vamos a asistir a la espantosa duda que con-turbó el entendimiento de Susana, comprimidopor dos ideas opuestas, disputándose la victo-ria con igual esfuerzo. La infeliz sufrió por cin-co días aquella tremenda agonía que produjoen ella un gran trastorno moral y físico, hacién-dola insensible a cuanto a su lado veía. Sola,callada, inmóvil, con la vista fija en el suelo,estuvo cuarenta horas recostada en el mismosofá en que la hemos visto hablando con elabuelo. Nada la sacaba de su abstracción; nadiele hizo desarrugar el ceño ni volver la vista; nocontestaba a palabra alguna, ni fue precisocomprender si era aquella reconcentración desoberbia o un fuerte acceso de remordimientos.Estaba tejiendo y destejiendo una tela infinita,oscilando sin cesar de un término a otro entre

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los dos de una proposición terrible. Si lo quepasa en el cerebro en tales ocasiones se expresa-ra al exterior por algo material, por algo que seviera y que sonara, se parecería al tic tac de unpéndulo lento y cadencioso, máquina triste quese ocupa en cantar una duda sin fin.

¿Iré o no iré? Parecerá rara esta vacilación enun carácter resuelto y propenso a las determi-naciones decisivas como era el de Susana; peroen las circunstancias en que se encontraba, noera fácil la línea recta. La duda frívola, que másque duda es ligereza y veleidad, no es propiade los caracteres fuertes y activos; la grande, ladolorosa duda que perturba y sacude el ánimo,sólo cabe en las naturalezas reflexivas y pro-fundas o en los caracteres apasionados y fogo-sos. Nunca la pasión y el deber, eternos con-tendientes de estas grandes batallas, chocaronde un modo tan rudo como en la mente de Su-sanita cuando, muerto su padre, y decidido porla familia su matrimonio con Segarra, empezó a

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preguntarse si iría o no a Toledo en busca deMartín, o renunciaría para siempre a la uniónprometida y jurada.

Cuando había consentido en renunciar a suspreocupaciones, lo había hecho con plena yabsoluta resolución de cumplir su promesa.Aquello había llegado a ser una necesidad,después de haber sido objeto de una gran lu-cha. Una serie de impresiones recibidas en losdías de su prisión, y, por último, el diálogo conMartín, desarrollaron en su ánimo la pasión tana expensas del orgullo, que era preciso transigircon ella, y olvidar la baja condición del objetoamado. Ella no había conocido un hombre co-mo aquel, ni creía que existiera otro en quien sejuntaran más calidades de carácter y de personaque le fueran agradables. Hasta lo que podríanconsiderar muchos como defectos, le era simpá-tico, y sentía una admiración instintiva haciatodo lo que en él causaba terror a los demás.Era el ser único, encontrado en la jornada de la

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vida, sin que antes hallara otro, ni hubiera es-peranza de encontrarlo después. Renunciar a élsería renunciar a la vida, someterse al rigor deuna familia intolerante y cerrar para siemprelos ojos a la luz de la felicidad, sumergiéndoseen noche de tristeza y de soledad, peor que lamuerte, porque se pensaba. Si tenía la debilidadde ceder a sus preocupaciones y a las exigen-cias de sus parientes, era preciso optar entrepasar el resto de la vida en un convento o ca-sarse con un hombre como D. Lorenzo Segarra,lo cual era todavía peor que el convento. ¿Y quévalor tenían las exigencias de su familia tratán-dose de su felicidad? ¿Por qué había de some-terse a la voluntad de nadie? ¿Por qué había desacrificar a una vana consideración social, a unapura cuestión de palabras, el hecho cardinal desu vida, aquel grande y noble sentimiento, va-gamente previsto desde que dejó de ser niña;anunciado, al presentarse, con el aparato defuertes ataques de veleidad, de mal humor, decaprichosas liviandades; enseñoreado al fin de

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su espíritu, de tal modo, que había llegado a sersu espíritu mismo? No; de ninguna manera. Erapreciso ir.

Pero... pero aún zumbaban en su oído, comoel eco de las voces de todos sus antepasadosjuntos, las palabras del Conde, cuyo clamor erala protesta de la raza y de la sangre contraaquella desnaturalizada hija que manchaba conel cieno de las tabernas y con el polvo de losclubs el preclaro nombre de la antigua familia.Don Pablo Muriel había sido enemigo de lacasa; aquel nombre no podía ser simpático aningún Cerezuelo. Su padre había fallecidopresa de un rencor que no domaba ni la proxi-midad de la misma muerte. Había concluido suhonrada vida con el corazón envenenado, mal-diciéndola desde las puertas del sepulcro, yaborreciendo, cuando sólo debía amar; atento asu deshonra, cuando sólo debía poner el pen-samiento en Dios. Él, que debía haber muertocomo un justo, murió como un réprobo, deses-

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perado y furioso. Tal vez el alma del padre irri-tado no encontró abierta la entrada del cielo,cerrada para todos los rencores de este mundo.¡Oh, este era un pensamiento terrible! La mal-dición del Conde, su atroz aspecto, su frenesí,que casi parecía de ultratumba, le imponían unpavor indecible. Casi le costaba trabajo creerque su mismo padre estuviera en aquellas es-cenas, y le parecía que, ya finado, había vuelto,traído por infernales espíritus, a pronunciar elanatema de cien generaciones de antepasadosilustres. Aquel recuerdo y aquellas palabras laperseguirían toda su vida como un escuadrónde espectros zumbando en su oído y revolandoante su vista. No... de ninguna manera; nopodía, no debía ir; era imposible ir.

Pero... pero si ella no había conocido otrohombre como aquél, con cuyo carácter el suyohabía hecho ya un estrecho maridaje en la re-gión de lo ideal. ¡Eran los dos tan parecidos, tanel uno para el otro! Además, ella detestaba la

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turba de galanes que conocía en la Corte, ysentía repugnancia invencible hacia los sandiospetimetres que la habían ofrecido su mano. Aveces, antes de encontrar aquel ser buscadoinstintivamente por todos lados en el senderode la vida, ella era también frívola y tonta comolos que la rodeaban; pero en el fondo de su al-ma detestaba la afeminación. Adoraba todo loenérgico, todo lo que tuviera proporciones inu-sitadas. La superioridad moral de Martín laatraía por una especie de gravitación que existeen la misteriosa astrología de los espíritus. Nopodía resistir aquella atracción que propendía afundir en una sola dos naturalezas afines. Suentendimiento como su voluntad se habían yaacostumbrado a volar continuamente en direc-ción a la voluntad y al pensamiento del revolu-cionario. Era tan triste suponer un divorcioperpetuo entre los dos, que la imaginacióndolía, como si fuera un órgano, al fijarse en estepunto. No era posible pensar cosa alguna queno se relacionase con él. Nada ocurría en el

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mundo moral, como en el físico, que estuvieradesligado de la persona o del pensamiento deaquel hombre; y la imaginación de la pobredama no tendía ninguno de esos hilos de arañaque pueblan el espacio en las horas de medita-ción, sin que la extremidad del cable impercep-tible dejara de fijarse en el otro término deaquel dualismo. No era posible renunciar atanta sensibilidad desbordada, a tanta ansiedadsatisfecha, a tantas lágrimas de placer, a tantascosas nuevas y desconocidas, surgidas de im-proviso del fondo de la Naturaleza, como laviolenta vaporización de los materiales de unvolcán, sometido de pronto a la acción de enér-gico fuego interior. Su espíritu tenía horror alolvido, como la Naturaleza tiene horror al vac-ío. No, imposible; renunciar a aquello era unhecho que no cabía dentro de la voluntadhumana. Era preciso ir.

Pero... pero se acababa su representación enel mundo. Adiós bailes, fiestas, tertulias en que

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todos se consideraban felices al ser mirados porella. Ya se concluía la Susana omnipotente, queavasallaba a todos y de todos era idolatrada.Además, ¿cómo olvidar la imagen de su padreirritado en el momento de morir, cual nunca lohabía estado en vida? Le había de ver todas lasnoches apareciéndose en sueños para maldecir-la; había de escuchar constantemente aquellaspalabras: «¡Que tus hijos sean monstruoshorrendos!», y no tendría un momento de tran-quilidad. Y al mismo tiempo el pobre abuelo,que la amaba más que su mismo padre, se mo-riría de pena viéndola unida a aquel hombreaborrecido. Recordaba sus súplicas, pidiéndolecon tanta ternura como un joven amante, querenunciara a un amor bochornoso; recordabasus lágrimas, que nunca en ningún tiempohabía visto en el rostro del anciano, y el co-razón se le apretaba de angustia. Su padremuerto, pero vivo en la memoria eternamentepor su terrible anatema, su protector y amigoresuelto a abandonarla y a morirse también de

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desesperación, la perseguían como dos sombrasirritadas y vengativas. No, de ningún modo;era imposible ir.

Como una balanza matemáticamente nive-lada, y oscilando en períodos iguales, así estabasu espíritu, y así resistió dos días de constantemeditación. Bastaba un grano de arena parainclinar de un lado cualquiera de los dos plati-llos, y este grano de arena lo arrojó un hechoque parecía casual, pero que ella juzgó dispues-to por la Providencia.

Don Lino Paniagua se presentó en su casacuando menos ella lo esperaba, y pidió ser lle-vado a su presencia, en lo cual no hubo incon-veniente, por la general creencia de que el abateera un ser completamente inofensivo.

II

-Señora condesa -le dijo complaciéndose enacentuar el título-, vengo a consultar con usted

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un grave asunto. No he querido decir nada a lafamilia porque esto es cosa que usted sola debesaber. Ante todo, le suplico que no vea en mispalabras nada que pueda ofenderla. Usted debesaber que el Sr. D. Martín tiene un hermanito,el cual se había extraviado, y no era posibleencontrarlo.

-Sí -dijo Susana con la mayor viveza-, ¿haparecido?

-Pues contaré a usted. Me han encargadouna comisión sumamente delicada. Ese niño haparecido en Aranjuez, en casa de los Sres. deSanahuja, que le recogieron. Nuestra amigadoña Engracia le vio, supo por él que era her-mano del Sr. D. Martín, y deseando hacer unaobra de caridad, me lo envía para que yo se loentregue al interesado. He aquí mi aprieto, se-ñora condesa; el niño está en mi casa, adondeha llegado esta mañana, y como yo no sé dóndeestá el Sr. D. Martín, vengo a que usted me lo

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indique, si lo sabe, y siempre en el caso de queesto no le cause molestia.

Don Lino calló y aguardó la respuesta, nosin cierto temor de oír un ex abrupto. El sem-blante de Susana se alteró, recobrando de im-proviso su animación. Sus miradas volvieron aser lo que habían sido antes: expresivas y des-lumbradoras; se levantó y dio algunos pasos.Todo anunciaba en ella que la lucha había con-cluido, y que al fin tomaba una resolución deci-siva. Para el abate no pasó inadvertida aquellainopinada resurrección.

-Voy, voy, voy -dijo para sí-; voy a llevarleese niño. Es un deber; ya no lo dudo. Cumplirémi palabra, y seguiré mi destino. Yo necesitoverle y presentarle a su hermano, hallado al finy recogido por mí. Este es un aviso del Cielo,que me da resuelta la cuestión. Sí... es un avisodel Cielo. Iré; es preciso ir. Me asombro ahorade haber dudado un momento.

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Después, sentándose de nuevo, dijo en vozalta:

-Don Lino, tengo que pedir a usted un favor.

-¡Ah!, algún encargo; ¿quiere usted que letraiga otra caja de pastillas de casa del Ma-honés?

-No; no es eso.

-Disponga usted de mí por esta tarde, por-que ahora tengo que ir a casa de las escofieterasde la calle de Milaneses para decirles de partede doña Robustiana, que no pongan a las papa-linas cintas verdes, sino azules.

-No es para hoy; será para mañana. Quieroque me acompañe usted a una parte.

-Señora condesa -dijo el abate muy asusta-do-. Recuerde usted las circunstancias... Ustedno podrá salir de aquí.

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-¡Que no puedo salir! -contestó Susana conun arranque de soberbia que asustó a Paniagua.

-Pero... quería decir... Si la familia lo sabe,¿qué creerá de mí?

-Usted irá, irá conmigo -dijo Susana en untono que no consentía réplica.

-¿Es a alguna casa conocida?

-No es en Madrid.

-¿Tenemos que ir fuera? Pero señora conde-sa, considere usted...

-Usted va conmigo; usted va conmigo sinremedio. No hay otra persona que puedahacerme este inmenso favor. No será usted ca-paz de desairarme.

En efecto, Paniagua no era capaz de decirque no a nada, y después de mil súplicas en-cantadoras, después de mil coqueterías irresis-

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tibles, prometió a Susana acompañarla al puntoque ésta tuviera por conveniente.

-Pues bien -dijo ésta-: mañana al anocheceraguardeme usted en su casa, y esté preparadopara un viaje. Tenga usted un coche preparado,cueste lo que cueste.

-¿Y qué hago con ese chicuelo que me hanenviado?

-Ha de ir con nosotros.

-¡Ah! -dijo el abate asustándose otra vez-.Pero señora condesa, repare usted... la familia,el doctor...

Se entabló de nuevo la disputa; pero al fincedió D. Lino, impotente para negar lo que se lepedía de un modo tan apremiante. Convino enprepararlo todo y en aguardarla a la noche si-guiente.

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Capítulo XXVIIQuemar las naves

I

Los individuos que habían de componer laJunta estaban reunidos y profundamente aten-tos al suceso ya próximo y cuyo éxito era unpavoroso enigma. No pasaban de doce, y ocu-paban un gran salón mal amueblado en la plan-ta baja de un caserón ruinoso. En sus semblan-tes más se notaba tristeza de penitentes queentusiasmo de conspiradores. Parecía que laproximidad de los hechos había enfriado untanto su primer acaloramiento, y que no esta-ban hechos aquellos caballeros de la maderacon que se fabrican los revolucionarios. Habíados, sin embargo, que eran cada vez más ar-dientes y recogían todas las palabras de Martíncon verdadera ansiedad, expresando en susfisonomías las diversas expresiones que expe-rimentaban al oírle.

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Pálido, grave y con claras señales de haberpadecido grandes insomnios, estaba Martínsentado en lo que parecía ser cabecera de lamesa oblonga colocada en el centro del cuarto.

-¿Qué hora es?-preguntó.

-Las diez -contestó uno de los presentes.

-Dentro de dos horas estará cada uno en elsitio que le corresponde -dijo Muriel solemne-mente-. ¿Hay alguno que se sienta débil para loque exige tanta resolución? ¿Hay alguno que nose halle con fuerzas para poner su firma al piedel acta de la constitución de la Junta? Todavíaes tiempo: faltan aún dos horas. Los cobardestienen tiempo de arrepentirse. Si hay algunoque viendo de cerca el peligro quiere retirarse asu casa para llorar como mujer los males de lapatria, en lugar de arrostrar la muerte para cas-tigarlos y hundir para siempre la tiranía, puedehacerlo. Dentro de un rato será tarde.

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Todos escucharon estas palabras con pro-funda ansiedad.

-La Junta queda en este momento constitui-da, y el acta se va a firmar -continuó, sacandounos papeles, que extendió sobre la mesa-.Aquí está; es preciso firmar esta acta, que dice:«Hoy, 16 de mayo, los firmantes, declaramosconstituida la Junta revolucionaria de Toledo, ydecretamos: 1º. Manuel Godoy, llamado Prínci-pe de la Paz, es condenado a muerte. 2º. La fa-milia de Borbón ha dejado de reinar en España.3º. No hay más soberanía que la de la Nación.4º. Esta Junta ejerce el poder supremo ejecutivo,que sólo resignará en las Cortes del reino, con-vocadas al efecto». Ahora firmad todos. Ya hefirmado yo el primero.

Los dos que estaban sentados junto a Martínextendieron su nombre al momento; los demásse consultaron con las miradas, y aun en algunose notó la señal de un gran sobresalto. Uno selevantó de pronto, y dijo: «Yo no firmo eso».

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Pero los demás no tuvieron valor para negarseante los modales y la voz autoritaria de Muriel,y firmaron. Inmediatamente éste sacó otro pa-pel, que dijo ser una copia exacta del primero, ylo extendió también sobre la mesa, diciendo:«Ahora firmenme ustedes esta otra copia».

Los conspiradores firmaron todos, exceptoaquel que desde un principio se había negado,y habiendo recogido Martín aquel segundodocumento, lo dobló, sellándolo, y escribiendocon gruesos caracteres el sobre.

-¿Pero a quien dirige usted la copia del acta?-preguntó uno mirando por encima del hombrodel joven.

-Véalo usted -contestó éste-; a su Alteza Se-renísima el señor Príncipe de la Paz.

-¡Oh!, ¿qué hace usted?... ¡Está loco sin duda!-exclamaron algunos de aquellos hombres, po-seídos repentinamente de una gran turbación.

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-¡Enviarlo al Príncipe de la Paz... y con nues-tra firma!

-Explique usted qué quiere decir esto.

-Esto se llama quemar las naves -contestóMuriel con voz imperturbable-. Los que hanfirmado este documento tienen contraído uncompromiso solemne, y por si alguno quisierevolver el pie atrás en el momento supremo, yole quito de esta manera toda esperanza de salirimpune. Envío el acta a Godoy para que todoslos que la han firmado se convenzan de que nohay más remedio que vencer o morir. Si estosale mal, no queda el recurso de negar todaparticipación en la empresa frustrada. Si novencemos, a todos nos espera el cadalso. Ma-ñana sabrá Godoy nuestros nombres, pero yaserá tarde. Para estos golpes de terrible audaciano basta el valor, es necesaria la desesperación,y ésta, que hoy podré llamar fecunda virtud, lainfundo a todos, asegurándoles que no podráncontar con la existencia si no vencemos. No hay

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remedio; es preciso vencer o morir. El que pre-fiera el vil cadalso a la honrosa muerte de unabatalla, que se retire; aún es tiempo.

Estas palabras fueron pronunciadas en me-dio de un silencio sepulcral, en que no se sentíani la respiración de aquellos hombres, cuyavida había sido puesta entre el terrible dilemade una lucha desesperada o de un patíbuloafrentoso. El efecto producido por el atrevidoproyecto del revolucionario fue distinto: enunos avivó el entusiasmo; en otros produjo unaespecie de terror pánico, mezclado de abati-miento. Aun hubo una mano que acarició aescondidas el pomo de un puñal; pero la per-sona, el carácter del jefe eran cada vez más im-ponentes, y la intención homicida murió enflor, sofocada por cierto estupor supersticiosoque experimentaba su autor.

Martín se levantó, y dijo:

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-No necesito añadir una palabra más. Dentrode dos horas cada uno sabe lo que tiene quehacer.

Entre los entusiastas había dos, como hemosdicho, que eran íntimamente adictos a Martín.El uno era un joven abogado de aquella ciudad,apasionado, ardiente, dotado de los mismospensamientos revolucionarios que Muriel, aun-que de carácter menos firme y sin poseer lavoluntad reflexiva que daba tanto ascendiente alas determinaciones de aquél. El otro era unclérigo levantisco, natural de Sevilla, y que pro-fesaba las ideas más exageradas en materia depolítica y religión. Ambos reconocieron en sunuevo amigo las cualidades sobresalientes queexigía aquel empeño en que estaban metidos; yesclavos de la superioridad se sometieron acuanto él disponía, identificándose con su ini-ciativa. El abogado se llamaba Brunet, y elclérigo, aunque con las licencias retiradas yalejado de los altares, conservaba el nombre de

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el padre Vélez. De los demás no haremos men-ción sino en conjunto, porque sólo así puedenfigurar en esta narración.

Cuatro eran los que se mostraban más rece-losos y pensativos, y uno de ellos, el mismo aquien vimos acariciando el mango de un ocultopuñal, fue quien poco antes se había negadoresueltamente a firmar el acta.

Este hombre salió del cuarto y de la casa, yapenas había andado veinte pasos por la calle,le salió al encuentro otro hombre, envuelto enuna ancha capa negra, y que se paseaba poraquellos lugares, como esperando la salida dealguno.

-¡Ah!, Sr. D. Juan -dijo el que venía a la Jun-ta-. A su casa iba yo.

-¿Qué hay? ¿Cómo va esa Junta?

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-Señor; ese loco nos ya a perder. Figúrese us-ted que les ha hecho firmar un acta en que laJunta se compromete a destituir la familia deBorbón y convocar unas Cortes, proclamandola soberanía de la Nación. Sospecho que esediablo lo va a echar todo a perder.

-¡Dejarle, dejarle! -contestó el que respondíaal nombre de D. Juan-. Yo soy de la opinión deRotondo, que me decía en su carta de ayer:«Nada importa que en el primer movimientounos cuantos locos proclamen mil atrocidades.Lo que importa es que haya tal movimiento.Mientras más espantosa sea la sacudida, me-jor». Yo opino lo mismo, señor brigadier Deza;y la verdad es que Muriel tiene verdadero ge-nio revolucionario. Ya usted ve cómo ha orga-nizado en cuatro días una fuerza formidable. Esun mozo de cuenta, y creo que no nos dejará enel atolladero.

-Pues yo veo la cosa mal -contestó el briga-dier-. Reconozco sus cualidades, pero le tengo

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miedo. Lo cierto es que muchos de los queconstituyen la Junta han aceptado su programa,que es atroz. Si nuestros enemigos se aprove-chan a tiempo del terrible efecto que va a cau-sar en la Corte el programa de la Junta, estamosperdidos.

-Déjeles usted obrar; que hagan lo que quie-ran. Lo que importa es que caiga Godoy, y esoya lo podemos considerar como seguro. Ya veusted cómo estaba el pueblo esta tarde en losbarrios de Albadanaque y San Lucas con lacarencia fingida del pan.

-Todo está muy bien preparado, y yo soy elprimero que hace honor a lo que Muriel ha dis-puesto; pero presumo que nos va a perder. A feque he tenido intenciones de quitarle de enmedio. Sepa usted que obligó a todos a firmaruna copia del acta para enviarla a Godoy. Diceque esto se llama quemar las naves para conse-guir que no haya desertores en la Junta.

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-¡Sublime idea ha tenido! -exclamó D. Juan-.Deje usted; mientras mayor sea el entusiasmo...

Los dos personajes continuaron su diálogo,cada vez más animado, y se perdieron por lascallejuelas que rodean a la catedral.

IIEn tanto Martín y los demás continuaban

reunidos.

-Desde este momento -dijo el primero- que-da constituida aquí la Comisión permanente dela Junta, que preside Vélez, por delegación mía.Esta Comisión está en relación conmigo toda lanoche, y resolverá con su criterio cuanto ocurra,en caso de que no haya una orden mía en con-trario.

-La Comisión permanente -dijo el padreVélez sentándose en el asiento de preferencia-sostendrá tus acuerdos, y garantiza su ejecu-

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ción con la vida de todos los que aquí queda-mos.

Martín salió y despachó al momento un co-rreo de toda su confianza que llevara a Madridel acta firmada por todos los individuos de laJunta. Estos, por lo tanto, no tenían escapatoria.La causa de haber dado Martín este arriesgadopaso era que alguno de aquellos personajes, apesar de ser todos muy vehementes al princi-pio, le inspiraban cierta desconfianza los últi-mos días.

A las doce en punto, doscientos hombres en-cerrados en las habitaciones medio ruinosas dela Judería se amotinarían, apoderándose detodas las callejas y recodos de aquel antiguo ysolitario barrio. Estos hombres eran escogidos,de probado valor, y en todos ellos, tratándolesseparadamente y por grupos, había infundidoMartín una decisión que parecía inquebranta-ble. Mas era una fuerza brutal y ciega, que ig-noraba la idea, de la cual recibía tan vigoroso

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impulso. El rencor hacia un hombre, a quienjuzgaban causa de todos los males, era el únicosentimiento que les movía; pero aun así aquellafuerza era de inmensa utilidad. El resto delpueblo que habitaba en Toledo, o era indiferen-te, o estaba dispuesto a secundar el movimien-to. Los nobles y el clero eran también revolu-cionarios; pero sólo algunos estaban enteradosde lo que se preparaba. Todo era favorable; sólola mala fe o la discordia entre los conspiradorespodía frustrar el golpe.

Lo primero que debían hacer los amotinadosera apoderarse a viva fuerza del corregidor ydel coronel que mandaba la escasa guarniciónde la ciudad; esto parecía muy fácil, porque elbrigadier Deza, que era de la Junta, podía en-tregar a los soldados, aunque no tenía mandoactivo. El clero, y principalmente los inquisido-res, aunque estaban también en autos, no ten-ían participación directa, y esperaban confiadosen las hazañas de aquel hombre, enviado de

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Madrid por Rotondo, y en quien suponían conrazón cualidades no comunes. Todos velaban,llena el alma de zozobra, aguardando noticiasde la Judería; sólo descansaba sin ningun géne-ro de cuidado ni sospecha el corregidor de laciudad, D. Ildefonso Carrillo de Albornoz, delcual también se susurraba que no era muy afec-to a Godoy. Los elementos para el primer im-pulso eran considerables; después se contabacon el concurso de España entera.

Martín, al salir de la Junta, fue a su casa areposar un momento para dirigirse a las doce ala Judería.

Habitaba en una casa lóbrega y escondida dela calle de la Chapinería, y sólo le acompañabaAlifonso, porque don Frutos había sido encar-gado de cierta comisión que se sabrá después.Aquella noche, sintiéndose el joven con necesi-dad de tomar alimento, fue a la posada, y congran sorpresa, encontró en ella a fray Jerónimode Matamala.

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-Querido Martín, Martincillo -exclamó ésteabrazándole-. He venido sólo por verte. ¿Quétal? Muy ocupado. Sabes que esto que aquípasa no me parece del todo bien; sí, te diré... hevenido sólo a eso. ¡Pobre muchacho! Tú estásloco; ¿conoces bien la gravedad de lo que vas ahacer? Corchón me ha mandado a toda prisa;está escandalizado y furioso. Aquí he sabidoque estás haciendo atrocidades, y te auguromal fin. Hay muchas personas que están irrita-das contra ti, sobre todo ciertos individuos delclero.

-¿Qué me importa? -contestó Martín-. Ya noes posible volver atrás; es igual que estén con-tentos o no. Yo me río de sus escrúpulos. ¡Genteapocada y egoísta! ¿Qué saben ellos lo que esvalor? Querían que trabajáramos por ellos, porcimentar su poder, por aumentar su influjo.Vaya usted y diga a esos farsantes que ya nohay esperanza. El alcázar de la corrupción y de

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la barbarie está minado; no falta más que apli-car la mecha.

-¡Infeliz! -dijo Matamala llevándose las ma-nos a la cabeza-. Siempre lo mismo; siempreblasfemo. ¡Malhaya quien te dio parte en estenegocio! Bien decía Corchón que tú nos ibas aperder... Pero hombre, considera... Ten pruden-cia...

-¡Prudencia yo!... Esta no es noche de pru-dencia.

-Corchón está hecho un veneno contra ti.

-Mucho me importará lo que piensa ese pe-dantón...

-Y Rotondo... También está disgustado, lo sé.

-Ningún malvado puede estar contento conlo que pasa. Se acerca el último día de los hipó-critas, de los corrompidos y de los infames.

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-¡Oh, santo Dios y el seráfico Patriarca!... pe-ro qué loco está este hombre... Aquí, la gente deaquí, la gente gorda está también disgustada.Quién sabe lo que a estas horas estarán tra-mando contra ti. No seas loco; ve, preséntate aellos y diles que estás arrepentido de todas tusfaltas y que harás lo que ellos te manden.

-Déjeme usted en paz, padre; yo no tengoque dar cuentas a nadie -dijo Martín amostaza-do-. Usted es un pobre hombre que no sabe loque dice. Esto no se ha hecho para los frailesambiciosos, ni para los clérigos intrigantes.

-¡Ah!, también a mí me insultas... Bien: hazlo que quieras; no te aconsejo más. Me callo.

-Sr. D. Martín -dijo Alifonso, al ver quehabía terminado la disputa-. Esta tarde ha lle-gado a la posada una señora y ha preguntadopor usted.

-¿Una señora? ¿Viene sola?

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- Con un caballero flaco y pequeñín que ibamucho a casa, cuando el Sr. D. Leonardo,pues...

-¿Dónde está? Al instante quiero verla.

-Es la de Cerezuelo -dijo fray Jerónimo al oí-do de Martín-. La he visto al entrar.

Fue Martín inmediatamente al cuarto dondele dijeron que estaba Susana. Dio un ligero gol-pe en la puerta, y al momento sintió el crujir deun vestido de seda rozando precipitadamentepor el suelo. Sonó el cerrojo, y antes de que lapuerta se abriera, hasta le pareció que un per-fume sutil anunciaba la presencia de la grandama. En efecto; era ella. Cubierta de palidez,conmovida y turbada, Susana se ofreció a losojos de Martín, y después de indicarle que en-trara, cerró de nuevo la puerta. El joven seacercó a ella, y besándole ambas manos concierta efusión de galán enamorado, que Susanahasta entonces no conocía, le dijo:

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-¡Ah! Bien ha cumplido usted su palabra. Yalo esperaba yo.

-Sí; mucho he dudado -contestó Susana conemoción-; pero al fin...

-¿Y duda usted todavía?

Susana se pasó la mano por la frente, y dijocon profunda melancolía:

-No lo sé.

-Terrible es la prueba; pero por lo que me di-jo usted aquella noche, creo que todo cuantousted oponga a esta inclinación es oponerse asu destino.

-Después que no nos vemos me han pasadocosas terribles... Pero ahora no puedo referir...Estoy sin fuerzas; he pensado tanto estos días,que me duele el pensamiento. Yo creo que mehe envejecido. ¡Cuánto he variado, Dios mío, enunas cuantas semanas; yo misma no me conoz-

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co! La persona que ha tenido bastante fuerza deatracción para hacerme venir aquí, para hacer-me menospreciar todo lo que se queda allí,desoír la voz de cuantos en esta vida y en laotra se oponen a mi amor, debe estar orgullosa.Si Jesucristo bajado del cielo me hubiera dichopor su propia boca que yo iba a hacer esto quehago, me habría reído de Él.

-Es verdad -dijo Martín con alguna emoción-Al verla a usted en este sitio me parece que healcanzado la mitad de la victoria. Ya tengo lavictoria moral, no me falta más que la de lafuerza. Usted bajando hasta mí parece que vie-ne a sancionar mis ideas. Es la Providencia,señora, quien le ha enseñado a usted este cami-no. Si me parece que aquella clase que tantoodié conoce sus agravios y baja a pedirmeperdón, no a mí, que nada valgo, sino a losmíos, a los de mi clase, al santo pueblo, ansiosode ser amado después de tantos siglos de humi-llación. Ya comprendo que el odio no resuelve

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ninguna cuestión, ni cura ninguna herida, nidulcifica ninguna pena. Los hombres no han deser iguales destruyéndose, no; no ha de habernunca igualdad en el mundo sino por el amor.

Susana se había sentado y parecía abrumadade nuevo por sus meditaciones; pero al oír lasúltimas palabras de Martín, se serenó su rostro,brillando en él aquella sonrisa apacible y me-lancólica que produce toda idea de felicidad alpasar con rapidez por la mente cargada de ma-los recuerdos y de crueles dudas.

-¡Cómo me he transformado! -dijo-; meacuerdo de mí misma en los tiempos anterioresa nuestro trato, como se recuerda a una personaa quien hemos conocido. Me asombro de queyo no hubiera sido siempre así.

-Aquel orgullo...

-Subsiste para todos, menos para uno solo, elúnico destinado a vencerlo. Usted se asombrará

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cuando le cuente el sinnúmero de pensamien-tos, de recuerdos, de terrores, de aprensionesque he tenido que vencer para traerme aquí.Pero no puedo explicar ahora todo... ¡tengotanto que contar!... Estaría un día entero refi-riendo lo que me ha pasado y lo que he sentido.

-Oiré esa historia que puedo considerar co-mo parte de la mía. Es tarde, tengo que salir.Volveré.

-Antes de que usted se vaya tengo que mos-trarle un regalo que le he traído.

-¡Un regalo!

-De gran precio: una joya perdida hacetiempo y que al alguien ha tenido la suerte deencontrar.

Susana se acercó a uno de los dos lechos queen el cuarto había y descubrió a Pablillo, quedormía como un ángel.

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-¡Pablo, mi hermano! -dijo Martín con deli-rio, abrazando y besando al desgraciado niño.

-No lo despierte usted -añadió Susana-, Porel camino me ha contado sus aventuras. Estáprendado de mí y no ha querido dormirse sinla promesa de que no me separaría de su lado.Vea usted: le ha cogido el sueño abrazado conmi manto y no lo soltará hasta que despierte.

En efecto; Pablillo tenía fuertemente apreta-do entre sus brazos el manto de Susana, comopodría tener un galán a su bella desposada enlos primeros sueños del matrimonio. Murielcontemplaba con verdadera emoción a su her-mano, cuando sonaron fuertes golpes en lapuerta.

-¡Muriel, Muriel, ya es hora! -dijo la voz deBrunet desde fuera.

-No me puedo detener un momento. Adiós.

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-Adiós. No pregunto adónde va usted.¿Puedo estar tranquila?

-No; porque si mañana no soy lo que deboser y lo que me he prometido ser, puede decirseque he muerto. ¿Tiene usted miedo?

-No -contestó Susana con enérgica decisión yarrojándose en los brazos del joven.

-Esperemos. Si no venzo esta noche, es señalde que no hay Dios.

-¡Quién sabe! Adiós.

Martín salió del cuarto, y la dama no se se-paró de la puerta hasta que le vio desaparecer.

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Capítulo XXVIIILa traición

I

Los dos hombres se dirigieron a buen paso ala calle del Hombre de Palo, donde estaba laJunta; pero cuando ya se acercaban a la casavieron salir de ella dos hombres que corríancon precipitación, y al punto reconocieron a dosindividuos de la Comisión permanente.

-¡Martín, Martín! -gritaron al verle-. ¡Trai-ción! ¡Traición! ¡Nos han vendido!

-¿Qué hay? ¿Qué es esto?

-Ese infame Deza... ya lo sospechaba... Vélezha sido asesinado; Aranzana y Bozmedianoquedan mal heridos...

-Pero ¿cómo ha sido?...

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-La cosa más inicua. De improviso entró De-za en el salón, acompañado de diez o doce sol-dados, y nos intimó que nos rindiéramos ennombre del príncipe Fernando, cuya causa de-cía representar él solo. Vélez increpándole porsu deslealtad, quiso echarse sobre él, y al ins-tante fue atravesado con un estoque. Noshemos defendido como fieras; hemos matadotres; pero el infame ha salido con los demás.Creemos que va a la Judería. Corramos... nohay que perder un instante.

-¡Calma, calma! -dijo Martín-. Vamos a laJudería; pero procuremos llegar allá serenos ycon juicio.

Bajaron, en efecto, y antes de llegar observa-ron el resplandor de algunas antorchas y dis-tinguieron rumor de voces. Por el camino en-contraban multitud de personas que iban yvenían, demostrando alarma, y a alguno de losfugaces transeúntes oyeron decir: «Aseguranque es un bandido que quiere asesinar a todo el

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clero de la santa Iglesia y robar todas las al-hajas».

II

Antes de seguir adelante conviene hacermención de algo que pasó en elevados círculosde la ciudad toledana. D. Juan de Escoiquiz nohabía podido convencer a sus colegas en cons-piración que no importaba gran cosa el giro quequería dar al movimiento su principal impul-sor. Desde la mañana de aquel día muchos se-ñores capitulares, regulares y parroquiales sehabían mostrado algo fríos en el entusiasmoque desde el principio les causaron las noticiasde los acertados trabajos de organización quehabía llevado a cabo Martín. La mayor parteesperaban con ansia; pero algunos com-prendían la tormenta que se les venía encima, yformaron propósito de evitarla. El brigadierDeza, que desempeñaba el papel correspon-diente a la envidia de todos los asuntos de

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aquella índole, atizaba con sorda actividad estainsubordinación.

Llegada la noche, ya D. Juan Escoiquiz nopudo contener aquella tendencia díscola, naci-da precisamente en lo que podría llamarse laaristocracia de la conspiración; y en los momen-tos en que se celebraba la junta de que hemosdado cuenta, zumbaba la tormenta contrarrevo-lucionaria en la habitación de un señor capellánde Reyes Nuevos, que había convocado, paratratar de aquel grave asunto, a varios domini-cos, mínimos y agustinos de los muchos quehormigueaban en aquella ciudad plagada deconventos.

-Estamos perdidos -decía uno.

-Nos van a asesinar como si fuéramos perrosherejes -clamaba otro.

-¡Con qué gente nos hemos metido!

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-Es preciso defenderse.

En efecto; algunos de aquellos señores, losunos disfrazados de seglares, los otros con sushábitos, se desparramaron por la ciudad conánimo de prevenir a los hombres del puebloque les eran adictos y que pertenecían a la for-midable infantería de los doscientos.

-¡Qué timidez, santo Dios! -decía Escoiquizal volver de su excursión al local de la Junta-.Déjenles que hagan lo que quieran. Caiga elGuardia, y después allá veremos.

-Sí; pero que no caigamos nosotros con él -indicó con ira el padre definidor del Santo Ofi-cio-. Vea usted lo que me dice hoy mismo elilustre Corchón. Dice que ese hombre nos va aperder sin remedio; que es un francmasón, unhereje, un blasfemo y feroz.

-Tiemblo, en verdad, por la vida de tantopobre fraile inocente -exclamó con compungida

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voz el padre provincial de franciscanos, que eraun viejecillo hipócrita y zalamero.

-Esta disensión de última hora -gritó D. Juancon energía- nos ha de perder. ¡Y todo que es-taba preparado a pedir de boca! Señores, portodos los santos, dejad hacer; no impidáis elmovimiento de esta noche. Ya han partido loscorreos a las provincias. Si esta noche no hace-mos nada, renunciemos a echar por tierra al dela Paz. Los momentos son decisivos.

-Lo haremos, sí; pero quitando antes de enmedio a ese endiablado Muriel.

-Eso de ninguna manera. Él lo ha organizadotodo; él solo puede hacerlo. Reconozcamos quesomos todos unos cobardes, incapaces de ex-poner la vida.

-Ahora se trata de salvarla.

-Es preciso que muera ese bandido.

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-Mañana, mañana.

-No; esta noche, ahora mismo.

La disensión iba en aumento, y aunque losmás se inclinaban aún del lado de Martín y deEscoiquiz, el ardor de la parte levantisca, que secreía comprometida y en gran peligro a causade las nuevas tendencias del movimiento, pod-ía inutilizar en un instante los trabajos de tantosaños y perder aquella admirable ocasión querara vez se volvería a presentar.

III

Muriel, Brunet y los otros individuos de laJunta entraron en una de las calles de la Juderíay tropezaron con un grupo a quien arengaba elbrigadier Deza, al parecer con poco éxito. Loshombres del pueblo que le oían se dirigieron aMartín, como si le hubieran estado esperando,y éste, en tal instante, creyó que la fortuna, porbreve tiempo eclipsada, venía de nuevo a favo-

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recerle. Él tenía una confianza sin límites en eléxito de aquella atrevida empresa.

El brigadier se alejó al verle; pero corriendoMartín y algunos más en su seguimiento, pu-dieron atraparle al volver una esquina.

-¡Traidor! -dijo Muriel asiéndole fuertementepor un brazo, mientras Brunet le desarmaba-.¡Tus instantes están contados!

-¿Qué hacemos con él? -preguntó uno deaquellos hombres.

-En uso de la autoridad que me ha concedi-do la Junta, le condeno a muerte.

-¡Tú!... ¿Quién eres tú, bandido infame, paracondenarme? -gritó Deza echando espumarajosde rabia.

-Yo soy el que castiga -replicó Martín condignidad.- Brunet ejecuta esta sentencia.

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Al decir esto se alejó. A los pocos pasos unfuerte arcabuzazo anunció el fin del brigadier,y los que habían quedado detrás se reunieron aMartín.

-En momentos supremos, la muerte parecepoca pena para la traición -dijo Murielsombríamente, internándose más en la Judería.

En seguida encontraron nuevos grupos quese unían todos con muestras de adhesión muyviva.

-Estamos vendidos -decía una parte de lagente-; se han ido con los frailes.

En efecto; al llegar frente a la iglesia delTránsito, de un grupo muy compacto salieronvoces que decían: «¡Muera ese bandido».

-¡Oh, qué, infierno! -exclamó Martín-. Vamosa emplear nuestra fuerza en someter a esos vi-les.

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-Esta división nos mata -dijo Brunet.

-¡Estamos perdidos! -añadió Muriel-; peroadelante. Todo el que no quiera combatir con-migo por la libertad, que se vaya con esa cana-lla.

-No; contigo, contigo -clamaron muchas vo-ces, y en aquel mismo momento avanzarontodos.

Los otros retrocedieron, perdiéndose en ellaberinto de aquellas calles hechas para la de-fensa. Si el lector no ha paseado alguna vez porlas revueltas, estrechas y empinadas vías decomunicación de la ciudad imperial, no com-prenderá cuán a propósito es para una revolu-ción, por ofrecer inmensas ventajas estratégicasde defensa y tener pésimas condiciones para elataque. Martín, que había estudiado bien estepunto, rugió de ira al conocer que en vez de serdueño de aquella intrincada red de callejones,recodos y pasadizos, iba a encontrar un enemi-

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go detrás de cada esquina. Estaba haciendo elpapel de gobierno constituido que se defiendeen vez de hacer el de pueblo armado que des-truye. No se acobardó, sin embargo, de esto, ysiguió adelante; pero, con gran asombro suyo,vio que sus enemigos abandonaban la Judería ysubían por los Alamimillos hacia Santo Tomé, ydespués por la cuesta de la Trinidad hacia elcentro del pueblo.

-¡Vamos tras ellos! -dijo Brunet.

Martín echó una ojeada sobre la gente que leseguía, y rápidamente quiso formar idea de sunúmero. Creyó que no pasaban de ciento.

-Sigámosles. Cada instante que pasa perde-mos mucho terreno; cada vez serán ellos másfuertes. Persigámosles sin descanso, pero sinatropellarnos. No nos fatiguemos y marchemoscon orden.

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Entretanto los otros subían y rodeaban laCatedral, gritando: «¡Van a robar la santa Igle-sia; van a llevarse a la Virgen del Sagrario; vana degollar a los frailes y al santo clero! ¡Mueranesos bandoleros!»

Estos gritos, proferidos por dos o tres frailesque azuzaban a la multitud mezclados con ella,reunieron junto a las venerables paredes de lagran Catedral a una inmensa muchedumbre,fácilmente impresionada con la idea del su-puesto ataque a los vasos sagrados y a los ben-ditos administradores del culto. Esos puebloshistóricos, que se envanecen con títulos anti-guos y nombres sonoros, no aman cosa algunacon tanta vehemencia como su Catedral. Lasoberbia construcción secular, donde tantasgeneraciones han puesto la mano para embelle-cerla, sintetiza y encierra todo lo que aquelpueblo ha sentido y todo lo que ha sabido. Allíreposan sus héroes; allí yacen sus antiguos re-yes durmiendo tranquilos el sueño de la Histo-

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ria; allí se ha celebrado un mismo culto porespacio de muchos siglos, y en aquella santacustodia han fijado los ojos, creyendo ver almismo Dios, los padres, los abuelos, todos losque han nacido y muerto en la ciudad. Los no-bles tienen sus escudos en lo alto de algunacapilla; el pueblo ha cubierto de exvotos lospilares de algún retablo; los artistas han apren-dido en ella y en ella han impreso su genio. LaCatedral encierra las alegrías, las desventuras,las hazañas y el amor de aquel pueblo que haconstruido sus casas junto a ella y como a suamparo. Por eso nunca experimenta mayoralegría que al ver las torres, volviendo al hogardespués de un largo viaje; por eso oye conemoción el tañido de sus campanas al entrar enla villa y considera todo aquello como suyo,como parte de su propia existencia y lo defien-de como se defiende la vida, no sólo la humana,sino la eterna, porque cree que el que les quita-ra aquel santuario les arrebataría su religión ysu Dios. Se comprenderá por esto el terrible

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acierto de los enemigos de Martín al propalar laidea de que peligraban las alhajas del culto ylos buenos padres del claustro capitular.

IV

Martín y los suyos costearon las avenidas dela Catedral por la parte Norte, atravesando lacalle del Plegadero, la del Pozo Amargo y laplazuela del Seco, buscando los barrios quecaen tras el ábside de la santa Iglesia, sitiosdonde tenía gente de confianza. Si los de aque-lla parte se declaraban también en defección,era inevitable el descalabro.

Otra vez renació por completo la esperanzaen el alma del revolucionario, nunca rendida niacobardada, al ver que los que allí aguardabanpermanecían fieles.

-Tomar todas las calles -dijo-. Que ni unamosca entre en este barrio. Al mismo tiempocorramos por aquí al Zocodover, y si conse-

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guimos cortarles el paso al Alcázar, la ciudad esnuestra.

Hízose todo como él mandaba; pero los quese dirigieron al Zocodover volvieron diciendoque estaba lleno de gente que gritaba: «¡Muerael francmasón, el brujo!» Era preciso renunciara apoderarse del Alcázar. ¿Y en realidad de quéservía? ¿Qué podían hacer ya? El pueblo estabaen contra suya, y no como una fuerza bruta,sino inspirado por un sentimiento. El fanatismoles había vencido. Martín pensó rápidamente ycon angustia en todo eso, considerando cuándifícil era para él mover la masa popular al im-pulso de una idea y cuán fácil para sus enemi-gos arrastrarla con la fuerza de un error. Auncuando consiguiera vencer y hacerse dueño dela ciudad, ¿de qué le valía su efímero triunfo?De cualquier manera, la revolución estaba frus-trada, y aquella multitud, al prestar oído a lassugestiones de los frailes, había derribado sus

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falsos ídolos para volver a adorar a sus verda-deros dioses.

Pero era preciso a lo menos morir destru-yendo. Entregarse sin herir hubiera sido unaignominia. Martín se hizo fuerte en el barrio, yesperó con aquella tranquilidad que acompañasiempre al valor y que permite razonar la mis-ma desesperación.

Hay tras el ábside de la Catedral un edificiovasto y sombrío, cuya puerta, de un estilo bas-tardo, llama la atención del viajero que discurrepor aquellas soledades. No recordamos si eshoy cárcel u hospital, pero entonces era la In-quisición, nombre fatídico que parecía trans-formar el edificio haciéndole más feo de lo querealmente era. En sus sótanos se pudrían multi-tud de seres humanos, esperando en vano el finde un proceso que no se acababa nunca. Susvastas crujías subterráneas ostentaban en fúne-bre museo los aparatos de mortificación y tor-mento, quietos y mohosos desde largo tiempo,

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como si ellos mismos tuvieran vergüenza dehaberse movido alguna vez. Aquello era mástriste que todas las demás prisiones inventadaspor la tiranía, porque éstas, en su silencio se-pulcral, producido por la carencia absoluta defunciones judiciales dentro del mismo recinto,se parecían a la muerte, mientras aquélla seasemejaba enteramente al infierno. En lo alto,un enjambre de leguleyos antipáticos, crueles,insensibles a los dolores ajenos, vestidos conbalandranes negros y llevando impreso en surostro el sello de la estupidez inhumana, embo-rronaban diariamente muchas resmas de unpapel amarillo y apergaminado, con lo cualquerían revestir al crimen de las santas fórmu-las del derecho, y engalanaban su infame ybárbara prosa con sentencias del Evangelio,juzgando en su estulticia que se engaña a Diostan fácilmente como se engaña a los hombres.De día, los inquisidores pululaban por las ga-lerías de sala en sala, dándose aire de hombresque hacen alguna cosa útil, y se sentaban en sus

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sillones muy convencidos de que la sociedadlos necesitaba, fundándose en que les teníamiedo. No sé por qué nuestra generación sefigura siempre a aquellos hombres con caradistinta de los demás de su clase y especie, y esque su triste oficio no podía menos de alteraren ellos los rasgos naturales de la fisonomíahumana haciendo en sus personas una horren-da mezcla del hombre y la fiera. Detrás de ellosse alzaba lívido, lustroso, amarillo y profana-mente pintorreado de sangre el Santo Cristo,que acostumbraban asociar a sus inicuos jui-cios. Siempre he experimentado una sensaciónextraña y hasta una especie de alucinación alver en cuadros o dibujos el Cristo que remata ladecoración de un Tribunal del Santo Oficio.Temo decirlo, no sea que parezca una irreve-rencia, que no lo es; pero al ver la imagen sa-grada, extendiendo sus brazos sobre el maderodonde expira, no puedo figurarme que estácrucificado, sino que abre los brazos para darde bofetones a sus ministros.

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-¿Ha preparado usted lo que le mandé?-preguntó Martín a D. Frutos, que era uno delos más acalorados.

-Sí, aquí está: gran cantidad de pino y asti-llas, costales de paja, estopa empapada en resi-na -contestó el otro, mostrando un montón deaquellos objetos hacinados en un zaguán.

-¡Pues fuego a la Inquisición! ¡Pegar fuego almismo infierno! ¡Y es lástima que todas las deEspaña no puedan inflamarse con una sola tea!

Terribles hachazos golpearon las puertas deledificio, que cayeron al fin. Muchos alguaciles ysoldados fueron atropellados y muertos; pene-traron en el portal y acumularon gran cantidadde combustible debajo de una escalera de pinoque había junto a la puerta. Desde el patio searrojaban a las galerías grandes manojos deestopa resinosa inflamada, y asomándose porlas rejas de los sótanos se tranquilizaba a lospresos, asegurándoles la libertad. Algunos de la

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cruz verde perecieron en aquel ataque, yMartín contemplaba con siniestro júbilo el cre-cer de las llamas, que, pegadas a diversos pun-tos, iban a reunirse formando una espiral dehumo, menos negro que el alma de los inquisi-dores.

-¡Qué dirá el padre Corchón de este auto defe! -exclamaba con furibunda risa-. Siento queese canalla no esté a estas horas sentenciandouna causa de ad cautelam.

Entretanto, la alarma, el griterío era mayorcada vez en el resto de la población. Ya se veíanlas llamas del aborrecido edificio, y los instiga-dores de la contrarrevolución aseguraban queigual suerte tendrían todos los monumentos dela ilustre ciudad. No; la única construcción sen-tenciada de antemano por Muriel era la queardía en aquellos momentos.

El iluso joven salió de ella cuando ya no sepodía respirar, y cuando adquirió la seguridad

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de que no quedaría una astilla; al llegar a lacalle vio notablemente mermada su gente.

-¡Nos abandonan! -gritó Brunet con desespe-ración-. Dicen que eres el diablo que viene adestruir a Toledo y sus santos templos.

-¡Muerte! -gritó Martín con una furia que pa-recía verdadero extravío mental-. Yo les conde-no a muerte.

-En la calle de la Chapinería, cuatro frailescon cubas de agua bendita rocían a diestra ysiniestra.

-Que apaguen con su agua esta hoguera quehemos hecho. Yo quisiera que fuera más grandey nos consumiera a todos, vencedores y venci-dos, para no ver más tanta abominación. ¡Oh,cuánto odio en este momento!

Martín estaba transfigurado, y en su palabracomo en su ademán no había ni rastro de aque-

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lla tranquilidad flemática con que presidió losprimeros actos del movimiento. Iluminados porla rojiza luz del incendio, los dos y cuantos lesrodeaban parecían en efecto demonios, arroja-dos del centro de la tierra en el seno de la llamainfernal.

-Aún está cerrado el paso por las calles -dijoBrunet-; aún tenemos gente muy decidida, ydesafiamos sus puñales y su agua bendita.

-Sí; que rocíen, que rocíen -exclamó Martíncon una carcajada estridente.

Y luego, volviéndose a los que le rodeaban,dijo:

-Idos con ellos a que os santigüen también.No os necesito para nada.

-En esta calle no ha de entrar uno vivo-dijeron algunos, cada vez más furiosos; pero

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otros se apartaron tras algún recodo, y desapa-recieron. Cada vez se quedaban más solos.

-¡Matad, matad sin piedad! -decía Martín-.¡Cuánto odio esta noche! Ya se acercan los ro-ciadores. ¡Ah, viles! Yo quisiera tener el Tajo enmis manos para remojaros bien... A todos oscondeno a muerte... ¡Yo solo mando!... ¡Yo soydictador, yo suprimo de un decreto tanta abo-minación!... ¡Y no me obedecen! ¡Matad, matadsin piedad!

Estas palabras eran pronunciadas en estadode febril indignación, que no es posible descri-bir. Retorcía los brazos, golpeaba el suelo, searrancaba los cabellos, emitía con su boca con-traída mil extraños sonidos, tan varios como losacentos de una tempestad. Después se volvía alincendio, y exclamaba:

-¡Benditas llamas: rociad, rociad con fuego;lavad sin cesar esta gran mancha, llevando has-ta el cielo el calor de la tierra! ¡Brunet, subamos

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a lo alto de aquella pared que se desmorona yarrojémonos en este horno; muramos quema-dos para odiar más fuerte!... ¡Ven, vamos,subamos; arrojémonos a ese infierno, y haga-mos auto de fe con nosotros mismos! ¿Ves esallama que toca el cielo? Yo quiero subir con ella,quiero quemarme.

Pero Brunet, que se había alejado un poco,volvió corriendo y dijo:

-Ya están cerca; podemos huir. Por estas ca-lles de detrás no hay un alma. Huyamos.

-Necio, ¡yo huir! Yo soy dictador, yo mandoaquí. Yo les condeno a muerte. ¡Matad, matadsin cesar!

Brunet no escuchó estas razones, y ayudadode otros dos que allí quedaban, le llevó, mejordicho, le arrastró, desapareciendo los cuatropor una calleja que costeaba el edificio incen-diado. Martín, al ser llevado casi en brazos por

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los únicos amigos que le quedaban después desu efímero poder, gritaba siempre con voz ron-ca:

-¡Matad sin cesar!... ¡Yo soy dictador!... ¡Oh,cuánto odio esta noche!...

Capítulo XXIXEl dictador

Susana, después de la partida de Murielquedó tan agitada, que no se encontraba biende ningún modo, y ya recorría la habitación, yase sentaba, ya abría la puerta para respirar elaire exterior. Tenía el presentimiento de quealgo terrible iba a pasar aquella noche, y nopodía contenerse dentro del reducido espaciodel cuarto, donde no se oía otro rumor que latranquila y acompasada respiración del pobrePablillo, embebido en un sueño feliz y ajeno a

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cuanto pasaba en torno suyo. A veces se oíatambién el ronquido agudo y cadencioso de D.Lino, que dormía en la habitación inmediatacon sueño tan profundo y dichoso como Pabli-llo. De tiempo en tiempo, pasos precipitadosresonando en el pasillo indicaban la alteraciónimpaciente del padre Matamala, que tenía cos-tumbre de hacer ejercicios de cuerpo en losmomentos de inquietud moral.

Susana no pudo resistir más tiempo suapremiante deseo de salir, deseo en el cual nohabía simplemente la curiosidad propia delsexo y de las circunstancias, sino también ciertavaga idea de que hacía falta en alguna parte.Dominada por este irresistible deseo llamó aPaniagua, suplicándole que se vistiera inmedia-tamente.

-Voy, señora condesa, voy al momento-contestó desde dentro el abate con voz de sue-ño-. Al instante me visto; este diablo de zapatoque no parece... ¿Pero dónde está este zapato?

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Esperó Susana, y un cuarto de hora despuésapareció Paniagua completamente vestido,aunque con alguna imperfección que indicabala prisa. La joven sacó entonces con mucho cui-dado su manto de las manos de Pablillo, se lopuso y salió, encargando a la gente de la casaque velase por el niño dormido.

-¿Adónde van ustedes? -preguntó fray Jeró-nimo con asombro.

-A la calle -contestó Susana.

-¿Pero usted está loca, señora? ¡Esta noche!...

-Sí. ¿No tiene usted curiosidad de ver lo quepasa?

-Curiosidad, sí; pero es que no me atrevía air solo.

-Venga usted con nosotros -dijo Susana-; leescoltaremos.

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-La verdad es -indicó D. Lino-, que no esmuy cuerdo echarse a la calle esta noche. Pare-ce que esa gente anda alborotada.

-Y tan alborotada -añadió Matamala-. Y esediablo de Alifonso que está ahí agazapado, conmás miedo que un monaguillo... Pero pues te-nemos compañía, vamos a ver eso.

Salieron los tres, Susana tomando el brazodel abate y fray Jerónimo detrás, confiando enque si había peligro caerían primero los queiban delante.

No habían andado veinte pasos por Zoco-dover cuando observaron que había en las ca-lles más gente que lo que era de esperar a aque-lla hora. Las mujeres salían a las ventanas, loshombres a las puertas, y se oía un rumor lejano,como de muchedumbre inquieta y bulliciosa.Cada vez era mayor el número de personas quevenían de la Catedral, y cada vez más alborota-das.

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Los tres paseantes nocturnos tuvieron al finque detenerse, porque no se podía ya dar unpaso. Entonces Susana prestó ansiosa atencióna cuanto a su lado se decía.

-¡Maldita gente! -exclamaba uno-. Nada me-nos que el Ochavo querían esos señores; y di-cen que no pensaban dejar clérigo con vida.

-Santa Leocadia nos saque en bien de estatormenta -decía otro-. Y me habían dicho queno querían más sino que cayera Godoy, y ahorasalen con esta.

-Si dicen que son unos bandoleros y ladro-nes de caminos -chillaba una vieja-. ¡Ay, Virgendel Sagrario de mi alma, y cómo te hubieranpuesto esos camaleones si te cogen entre susuñas!

-A mí que no me digan, señora doña Petro-nila -añadía otra-. Ésa es gente de Satanás; ycuando menos, trataban de hacer una fechoría

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gorda. ¿Pues no me acaban de decir que levan-taron la Catedral del suelo y se la llevaban dan-zando por los aires como si fuera una caja demazapán?

-¡Jesús, María y José! ¡Pues allá por la Cate-dral debe de haber armada una marimorena!...

La multitud que obstruía la calle Ancha re-trocedió, y Susana con sus dos acompañantesvolvió al Zocodover.

-¡Si dicen que es un hombre atroz ese queandan persiguiendo! Ahora me dijeron que élsolo mató diez y seis cortándoles las cabezas deun golpe como si fueran rábanos. Ese hombrees el diablo en persona.

-Por fuerza. Pero, compadre, ¿no ve ustedclaridad por aquella parte? Mire usted por ahídetrás del Alcázar.

-Parece que se quema algo.

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En efecto; el humo negro y el resplandor delincendio se veían ya perfectamente desde laplaza.

-Dicen que se quema la Inquisición.

-Pues a fe que no lo siento, aunque ya sabe-mos que si se quema esta han de hacer otra.

-Algo bueno había de hacer ese diablo dehombre. ¿Si se estará quemando él allá dentro?

-Como que ahora decían ahí que vieron porlos aires un hombre encarnado como el mismofuego, haciendo cabriolas y echando chispas.

-Sí, señor; yo lo vi, yo lo vi, y si no me enga-ño fue a caer por allá por las ruinas de San Ser-vando, donde tienen su casa.

El resplandor se avivaba, y las llamas ilumi-naban la ciudad. Susana quería internarse porlas calles para ver aquello más de cerca; pero

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fray Jerónimo no quería dar un paso más, y D.Lino era del mismo parecer.

-Pero vamos por estas otras calles que estánaquí por detrás del Alcázar.

-¡Señora, por Dios! Si nos metemos en esoslaberintos, no saldremos en toda la noche.

-Yo voy. Si alguno quiere seguirme... -dijo ladama con resolución.

-¡Señora condesa, señora condesa!...-exclamó el abate.

La señora condesa, renunciando a atravesarla calle Mayor, que contenía mucha gente, seinternó por otro lado, por donde ella juzgabaque se podía ir más pronto al lugar del incen-dio, y aunque disgustados y gruñendo, la si-guieron el fraile y Paniagua. Bien pronto seencontraron sin saber qué camino tomar, por-que las calles tan pronto torcían a la izquierda

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como a la derecha, subían y bajaban, y las lla-mas, en vez de acercarse, aparecían más lejoscada vez.

-Nos hemos perdido -dijo fray Jerónimo congran miedo.

También por allí se encontraba gente, aun-que poca, y por lo general hombres que corríandesaforados, atropellando cuanto encontrabanal paso.

-Retirémonos, señora condesa -dijo D. Lino-.Esto me huele mal.

-No; sigamos, sigamos -contestó la damaapretando el paso e internándose más por lascallejuelas.

Unas veces el fulgor del incendio se veía decerca hasta el punto de que se sentían sofoca-dos por el calor, otras parecía retroceder. A susoídos llegaban voces roncas y vagas, semejantes

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a alaridos de entes infernales y furiosos. Des-pués aquellos ecos se perdían para resonar denuevo.

-Parece que estamos a las puertas del Infier-no -decía temblando fray Jerónimo.

-Yo no sirvo para estas cosas -añadía D. Linocada vez menos sereno.

Susana tuvo intención de detener, con objetode interrogarle, a alguno de los que pasabancon tanta prisa; pero sus dos compañeros seopusieron a tan peligroso intento. De pronto, elgriterío aumentó mucho, y los hombres fugiti-vos menudearon más que antes.

-Sálvese el que pueda -decían algunos.

-Escapemos por aquí -clamaban otros,dándose gran prisa a escurrirse por alguna ca-lleja, o a ocultarse en un zaguán de los poquí-simos que no estaban cerrados a piedra y barro.

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-El diablo de D. Martín: no hay quien learranque de allí -apuntaba un tercero.

-Tira ese fusil, ¡mal rayo!... y andemos des-pacio figurando que no hemos tocado pito enesto.

-No nos vayan a confundir a nosotros conesta gente... -dijo D. Lino al oído de Matamala.

-Pero, señora condesa, volvámonos atrás.

El incendio iluminaba la parte alta de todaslas casas, y los tejados y miradores proyectabansombras pavorosas. Se miraban todos unos aotros, encontrándose muy raros con el semblan-te tan vivamente iluminado, como si recibieranla luz de un sol sangriento. El fragor era indes-criptible, porque al sordo bullicio de la ciudadse había unido el alarido angustioso de las ciencampanas de Toledo, que, como todas las quetocan a fuego durante la noche, parecían des-

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gañitarse en lastimeros ayes desde lo alto desus torres.

Nuestros personajes tuvieron que detenerse.Los que venían en dirección contraria eran mu-chos, y además había síntomas de lucha en lu-gar no lejano a la calle en que se encontraban.No eran sólo fugitivos los que andaban por allí:había gente de la que antes vimos agruparsejunto a la Catedral; y aquello, como observaronprudentemente D. Lino y Matamala, teníapésimo aspecto.

De repente ven aparecer al extremo de la ca-lle cuatro hombres que corrían, aunque no congran rapidez, porque uno de ellos parecía resis-tirse a andar, y los demás le sosteníanarrastrándole al mismo tiempo.

-¡Ah, señora condesa de mis pecados!Huyamos... ocultémonos en cualquier portal-dijo fray Jerónimo al ver a los que venían.

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-Ésta debe ser gente muy mala -añadió elabate-. El diablo nos ha tentado al venir poraquí.

Los cuatro hombres se acercaron y una vozmuy ronca profería gritos y clamores que no secomprendían.

-Son borrachos -dijo D. Lino.

-¡Dios nos asista!

Los cuatro hombres se acercaron, y Susana,que reconoció a Martín en el que venía impul-sado por los demás, dio un grito y se paró fren-te a él.

-¡Martincillo!... ¿tú aquí? -dijo el franciscanotemblando de pavor-. Escóndete, huye.

-¡Yo!... ¡yo huir! -exclamó el joven despuésde atronar la calle con una ruidosa y broncacarcajada que erizó los cabellos de todos los

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presentes-. ¡Yo soy dictador! ¡Yo mando aquí!...¡Matad sin piedad!...

Susana puso sus dos manos en los hombrosdel desgraciado hombre y le miró muy de cercade hito en hito. Su temeroso aspecto, su fiso-nomía desencajada y contraída, sus ojos espan-tados y rojos, sus cabellos en desorden, su ves-tido desgarrado le infundieron tanto terror, queno pudo articular palabra.

-¡Martín, Martín! -exclamó con tono a la vezsuplicante y conmovido, como si quisiera vol-verlo a la razón con sólo el eco de su voz.

-¡Ah!, ya te conozco -dijo el joven, apartán-dola con fuerza-. ¡Infame aristócrata! Intentasseducirme. Yo soy el pueblo, el santo pueblo.Vuestro reinado durará poco tiempo. Tembladtodos, porque os aborrezco. El día de mi poderha llegado. Te condeno a muerte.

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-¡Oh, Dios mío! ¡Está loco! -exclamó Susanacon desesperación.

En aquel momento se sintieron los pasosprecipitados de un tropel de gente, y fuertesvoces decían: «¡Por aquí han ido, por aquí!»

-Que nos cogen; ¡huyamos! -exclamaronBrunet y los otros dos.

-Señora condesa, señora condesa -dijo D. Li-no asiéndola por el brazo.

Pero Susana no se movía. Llegaron los per-seguidores y rodearon el grupo. Fray Jerónimo,que tenía agarrado por el cuello a Martín, lepresentó a aquellos hombres, diciendo: «¡Éste,éste es! ¡Aquí le tenéis!»

Hubo un momento de confusión. Don Linodesapareció como el viento se lo llevara. Brunety los dos que le acompañaban huyeron tam-bién; mas no lograron escapar. Susana, en me-

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dio de aquella algazara espantosa, pudo obser-var un momento lo que pasaba: su entereza nola abandonó hasta algunos instantes después.Vio que muchos brazos se abalanzaron haciaMartín, y que la cabeza del desgraciado jovendesapareció entre otras cabezas fatídicas. Suvoz, ronca y dificultosa, se sobreponía aún alclamor discordante de aquella gente.

-¡Apretadle bien, que no se escape! -dijo unavoz.

-La soga, la soga. ¿Dónde está la soga? -dijouno que tenía cuerpo de Hércules y un repug-nante y feroz aspecto.

-Aquí está la soga -contestó una especie dechulo, pequeño y travieso-. Echádsela al cuello,y a correr.

Susana vio la cuerda fatal volar y escurrirsepor encima de las cabezas. Pero también sintióque una voz decía después:

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-No es preciso cuerda: que vaya por sus pies.Anda, buena pieza. Está que no se puede tenerde borracho.

Susana, empujada por aquí, rechazada porallá, cayó al suelo aturdida primero y desma-yada después. Martín siguió adelante, en elseno de aquel grupo bullicioso y feroz, quetomó el camino de Zocodover, rugiendo yapretándose para atravesar las angostas calles.Susana pudo ver cómo se alejaban aquellasgentes, llevando al infeliz, a quien suponía conel dogal al cuello, muerto ya o arrastrado a lamuerte por una plebe ciega y embriagada. To-do esto parecía una pesadilla, y la dama sintióalejarse las pisadas de aquellos hombres, comosi todas golpearan sobre su corazón, exprimidoy hollado. A sus ojos, la sangre generosa deMartín salpicaba a cada paso de la comitiva,manchando todo lo que encontraba al paso, lascasas, el piso, los objetos todos, el cielo mismo.Sus huesos crujían al chocar en los guijarros, y

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repercutían rompiéndose como frágiles cañas.Para ella ya no quedaban del cuerpo de tanhermoso e interesante hombre más que san-grientos jirones desparramados por aquellacalle de angustias. Inteligencia, pasión, vida,cuerpo, todo había sido destrozado en un mo-mento, y los despojos de todo esto arrojados alazar para que no quedase en el mundo memo-ria de tan noble ser.

Matamala había seguido al grupo, refiriendocómo se las había compuesto para echar manoal delincuente con gran peligro de su vida, ybien pronto no quedó en aquel sitio desolado ytriste más que Susana exánime sobre el suelohúmedo y frío.

Capítulo XXXRevoloteo de una mariposa alrededor de

una luz

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I

Susana, mientras duró su breve desvaneci-miento, no dejó de sentir un eco de las tremen-das palabras pronunciadas por Martín en lacorta escena que acababa de presenciar. Aque-llo parecía un sueño: era preciso estimular larazón con grandes esfuerzos mentales paraadquirir la realidad de un suceso que tenía to-das las apariencias de lo absurdo. En efecto;¿quién no ha soñado alguna vez que está an-dando por las vueltas y revueltas de un laberin-to, sin llegar nunca al punto donde se quiere ir?Y en esta excursión angustiosa, ¿no se nos re-presenta de improviso la muerte de una perso-na querida, una súbita aparición, un asesinato ocualquiera otra imagen terrible que nos con-mueve, obligándonos a despertar? Pero Susanano tardó en hallarse en la plenitud de su razón,comprendiendo la espantosa verdad de lo quehabía visto y oído. Se levantó, miró al cielo, y laestrechez de la calle, formada por altísimosedificios, le habría hecho creer que estaba en el

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fondo de una zanja profunda y tortuosa, si fue-ra ella más propensa a la alucinación. La fajadel firmamento que desde allí se veía estabaaún teñida de una leve púrpura producida porel incendio cercano. En las casas y en la calle nobrillaba otra claridad que la de una lámparacolgada frente a una Virgen de los Dolores que,metida tras de una reja, mostraba a los devotossu pecho atravesado por siete espadas con losmangos dorados. Algún transeúnte pasaba co-rriendo por las calles inmediatas y no se de-tenía si alguien quería interrogarle. Susanatomó la calle que le parecía llevarla más direc-tamente al Zocodover, con la esperanza de en-contrar quien le indicase el camino si se perdía.

Apenas había andado cien pasos, vio enfren-te y a gran altura la fachada septentrional delAlcázar, y creyó que podría orientarse subien-do allí. Así lo intentó, y fácilmente encontró elcamino; subió a la explanada y desde allí vio el

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Zocodover. Ya no necesitaba más para llegar ala posada.

Desde aquella altura se ofreció a su vista unpanorama que produjo en su ánimo fuerte im-presión de sublime pavor. El incendio ilumina-ba toda la población, y las torres, los altos mi-radores, las chimeneas de la ciudad gótico-mozárabe, proyectando su desigual sombrasobre los irregulares tejados, parecían otrostantos espectros de distinto tamaño y forma,descollando entre todos la torre de la Catedral,que parecía cuatro veces mayor de lo que es,teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidien-do como un gigante vestido de púrpura aquelimponente espectáculo. Volviendo la vista aotro lado vio el Tajo, describiendo ancha curvaalrededor de la ciudad y precipitándose por suestrecho cauce con la hirviente rabia que espropia de aquel río impaciente y vertiginoso,que parece huir siempre de sí mismo. La tierrarojiza que arrastra ordinariamente y el reflejo

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de las llamas de aquella noche, le asemejaban aun río de sangre, y en verdad, atendido el papelhistórico de la ciudad que circunda, por el Tajonos parece que corre sin cesar la ilustre sangrede tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana,tudesca y judía, vertida a raudales en aquellascalles durante diez siglos de dolorosas glorias.

Susana no vio nada de esto en la corriente,porque en aquel momento no cabían en suespíritu sino cierta clase de pensamientos, ysólo la consideración de la propia desdicha, ytal vez algún propósito violentamente germi-nado en su cerebro, le ocupaban durante elbreve espacio que empleó en recorrer con suvista aquel espantable panorama.

Es de suponer que sufría entonces una gran-de atonía intelectual. Si la estupefacción delidiota cuadrase a ciertos entendimientos enocasiones dadas, nada podría expresar mejor lasituación de Susana como el decir que estabaidiota. Aquella iniciativa que para resolver las

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cuestiones relativas a su amor propio o a supasión la había distinguido, estaba completa-mente embotada en aquellos momentos. Peroalgo vio desde allí que produjo en su menteuno de esos íntimos choques parecidos a losque, hijos de una agitación nerviosa, nos des-piertan en mitad de un sueño profundo. Des-pertó, digámoslo así, saliendo de su estupefac-ción, y en aquel mismo instante se la vio des-cender a buen paso de la explanada. Había to-mado una resolución.

II

Atravesó el Zocodover y se dirigió a la po-sada que estaba inmediata. Entró, subió a sucuarto, pidió una luz y preguntó si había vueltoD. Lino, a lo que contestaron negativamente.Quedándose sola se acercó al lecho dondedormía Pablillo y le estuvo mirando con grave-dad sombría un buen espacio de tiempo. Des-pués se sentó junto a una mesa y escribió dos

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cartas. La primera la meditó mucho; borró mu-chas palabras para trazarlas de nuevo. La se-gunda era breve y la escribió pronto. Metió laprimera dentro de la última, y a ésta, despuésde cerrada y sellada, le puso el sobrescrito,dejándola sobre la mesa.

Después se puso de nuevo el manto, seacercó otra vez a Pablillo y lo contempló conmuy distinto semblante y expresión de la vezprimera. La ternura transformó su semblante,quitándole la sombría seriedad que antes ad-vertimos, y besó repetidas veces al pobre chico,bañándolo con sus lágrimas de amor, las pri-meras que en el largo curso de esta historiahemos visto salir de aquellos grandes e impo-nentes ojos, hechos a turbar y estremecer con sumirada.

Salió del cuarto y de la posada, llegó al Zo-codover, lo atravesó sin cuidarse de la genteque en él había, y bajó hacia el Miradero, tanderecha en su camino que cualquiera hubiera

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creído que iba a alguna parte. Parecía que sedejaba llevar por alguien. Tenía, sin duda, unaresolución y caminaba a ella con paso firme yresuelto. Al llegar al Miradero, sitio de descan-so en la agria cuesta que baja al llano y a la Ve-ga, se detuvo y se sentó en el muro que sirve deantepecho a aquella plazoleta irregular. ¿Porqué se detuvo? Sin duda no se atrevía.

III

Sentada allí, con la frente apoyada en la ma-no, envuelta en su gran manto negro, un tole-dano supersticioso la hubiera tomado por al-guna bruja, habitadora en los escondrijos de lospalacios de Galiana o en algún rincón de lasmurallas de la antigua ciudad. Nadie pasó, ynadie se asustó de aquel bulto.

En aquel instante la infortunada dama echósobre sí misma una de esas intensas ojeadas delespíritu que iluminan instantáneamente la con-ciencia, aclarando todos los enigmas y disipan-

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do todas las dudas. ¿Qué había hecho? El gran-de alcázar que había levantado con la imagina-ción estaba en el suelo, o se había desvanecidocomo una de esas esferas de mil colores forma-das por la espuma y que el menor soplo reducea la nada. ¡Ruinas por todas partes! Aquelhombre que el doble encanto de sus ideas gene-rosas y de su carácter vehemente, embellecido acada instante con todos los rasgos de la subli-midad, la había atraído, no era ya más que unmísero despojo de espíritu humano, sin razón.Aquella hermosa luz que irradiaba las noblesideas de emancipación y de igualdad, se habíaextinguido en una noche de tempestad socialen que el fanatismo y la protesta revolucionariahabían chocado sin llegar a luchar. Ella no pod-ía menos de creer que en la llama rojiza quecruzaba los aires, se había ido a otra región elalma ardiente del desdichado joven. A vecesconsideraba aquel suceso como un castigo delCielo; a veces como un llamamiento a otra vidamejor. A veces se le representaba Martín en

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proporciones colosales; a veces empequeñecidohasta llegar a la mezquina talla de un loco vul-gar, encerrado en su jaula y escarnecido por loschicuelos de las calles. De todas maneras, el serque había tenido el singular privilegio de atra-erla con fuerza irresistible, continuaba des-lumbrándola con la magia de su superioridad.Ella no había conocido hombre igual ni podíaexistir en todo el mundo quien se le pareciera.Estaba loco, y vivía aún tal vez; pero su razónno podía menos de estar en alguna parte. Susa-na, que siempre había pensado poco en la otravida, y era algo irreligiosa en el fondo de sualma, creyó en aquellos momentos en la inmor-talidad del espíritu. Algo parecido a la alegríala animó brevemente, y por su cuerpo corrióuna sensación extraña, como la que se experi-menta al creer que un cuerpo invisible nos tocay pasa... Lo que ella había presenciado pocoantes era peor que la mayor de las desventurashumanas. Verle muerto, habría sido un dolorinmenso; mas la religión y la razón, por débiles

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que sean, buscan en alguna esfera lejana unescondrijo cualquiera donde colocar al que seha ido. Pero verle loco, verle sin razón, ver auno que era él y no era él, al mismo hombreconvertido en otro hombre, esto no se parecía aningún dolor previsto por el pesimismo huma-no. La razón de Muriel debía estar en algunaparte. Ella no podía seguir en el mundo tenien-do siempre ante la vista aquel loco en cuya ca-beza había pensado Martín tan grandes cosas.Le parecía que ya no había en la tierra más queella y aquel insensato, y que le estaría viendosiempre como si los dos solos se hallaran ence-rrados juntos en una inmensa prisión, de la cualserían únicos habitantes. El mundo era antesuna cosa buena, porque era el teatro de las so-ñadas y fantásticas hazañas de un hombre nocomún; ahora no era más que una jaula. Todohabía acabado. No era posible de ninguna ma-nera estar más aquí. Se levantó con decisión ysiguió bajando la cuesta.

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IV

¡Ruinas por todas partes! Por otro lado se lepresentaba el cadáver de su padre, hablándoledel honor de su casa y de la deshonra en quehabía caído. Ella no podía olvidar aquella voztemerosa y profunda que aún creía oír resonaren algún hueco de aquellas viejas murallas. Yahabía perdido su nombre, su decoro, su posi-ción, todo; no era posible tampoco volver almundo por aquel camino. Pero al mismo tiem-po se le representaba aquel infeliz anciano quele profesaba tan tierno cariño, el pobre doctor,inconsolable con tantas desdichas, llorándolasiempre mientras tuviera vida. Al pensar esto,Susana se detuvo y se sentó en una piedra delcamino. Otra vez no se atrevía.

Las lágrimas del buen inquisidor caían sobresu corazón quemándolo como si fueran gotasde un derretido hirviente metal... Pero al mis-mo tiempo, ¿no se le exigía ser esposa de Sega-rra? Esta pretensión desvirtuaba el cariño del

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doctor. No; por más que investigaba con afán,tampoco había salvación por aquel lado. ¡Rui-nas por todas partes!... Se levantó y siguió ba-jando sin detenerse hasta el puente de Alcánta-ra. Es ésta una soberbia construcción secularque enlaza las dos riberas del Tajo. Su grandearco de medio punto, al reproducirse en lasaguas del río en las noches de luna, parece uninmenso agujero circular abierto en una granmasa de tinieblas formadas por los peñascos deambas orillas y por las murallas y paredonesque las rematan en la parte oriental. Por debajode este arco, suspendido a grandísima altura,corre el Tajo espumante y rabioso, tropezandoen las peñas de la orilla. Nada hay allí de apa-cible, como sucede en las márgenes de los de-más ríos: todo es imponente y temeroso; el rui-do ensordece, la profundidad causa vértigo, lalobreguez oprime el corazón; el paisaje todotiene un sello de grandioso pavor que hacepensar en las muertes desesperadas y terribles.La vida del ascetismo enconado contra la natu-

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raleza humana y en lucha constante con la vo-luptuosidad, escogería aquel sitio para apren-der a odiar todo lo tierno y todo lo agradable.

Susana atravesó el puente hasta llegar alcentro, y desde allí miró aquellas aguashorrendas que corrían huyendo de su propiocauce, y no pudo dominar un estremecimientode terror. Miró al cielo y aún se veía el resplan-dor del incendio, y más humo, mucho máshumo que antes. Las torres almenadas que limi-tan el puente en sus dos extremos, las murallasde la ciudad, el mismo Alcázar, colocado arri-ba, como si quisiera pesar como un gran mono-lito sobre la ciudad oprimida; el castillo de SanServando descarnado y bordado de recortadu-ras; todo lo que remataban las dos orillas parec-ía venirse encima... Desde donde estaba al cen-tro del Tajo había una gran distancia, la sufi-ciente para pensar algo antes de caer. Pero po-cos momentos de reconcentración le bastaronpara serenarse y adquirir la entereza de ánimo

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que ya había tenido antes en aquella noche. Susojos, que poco antes habían derramado algunaslágrimas, estaban secos, y la palidez del rostroera tan intensa, que parecían dos grandes man-chas negras, en cuyo fondo brillaba un vivoresplandor cuando los movía. Miró al cielo paraver si aún se notaba el resplandor rojizo y ob-servó que se iba extinguiendo; después desapa-reció por un momento su rostro bajo el manto,al inclinar la cabeza sobre el pecho; luego lalevantó sacudiendo atrás el manto y descu-briendo la cabellera y el cuello. Apoyó sus ma-nos en el antepecho, hizo fuerza en ellas y le-vantó los pies, que volvieron a tocar el suelo alpoco rato; se apoyó de nuevo en sus dos manosy alargó el busto fuera del puente. Figuraos elbrusco movimiento del que quisiera mirar algoescrito en el intradós del arco. El cuerpo de Su-sana volteó sobre el antepecho; la seda de suvestido crujió en el aire como el rápido revoleode un ave de grandes alas, y cayó. Un fuerte

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espumarajo hirvió en la superficie del gran ríoal recibir su presa.

Así acabó aquella gran pasión y aquel in-menso orgullo.

Capítulo XXXIConclusión.- Saint-Just, Napoleón y Robes-

pierre

I

Hacía dos días que Susana había partido pa-ra Toledo, cuando el marqués de Fregenal, deacuerdo con el doctor Albarado, bajó al sótanoen que Rotondo había sido encerrado. Antes dereferir lo que allí pasó, conviene mencionar lanueva consternación causada por la fuga de ladama. Este último atrevido paso acabó de per-derla en el concepto de la familia, y doña Juana,

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hablando de esta grave cuestión con la Di-plomática, decía:

-Ya no hay que esperar nada bueno de ella.¡Cuidado con la niña!... Por mi parte me ale-graré de que no vuelva más, porque bastantesdesastres ha traído a esta casa.

El Marqués, insensible ya, a fuerza de terri-bles sensaciones, vio la desaparición de Susanacon menos dolor del que podía esperarse. Tam-bién la consideraba perdida y deshonrada parasiempre, y hacía lo posible por echar tierra en lafosa de su amor, ya decididamente sepultado.Deseando cumplir un alto deber, bajó adondeestaba don Buenaventura encerrado y olvidadodespués de muchos días. El conspirador, faltode alimento, y aturdido por la sorpresa de sudescalabro, se hallaba en un estado deplorablede espíritu y de cuerpo. Viole el marqués arro-jado en el suelo, y tocándole con la punta delpie le obligó a incorporarse exhalando un que-jido, y después una maldición.

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-Sáquenme de aquí. ¿Por qué me han ence-rrado? -dijo, sin conocer a quien tenía delante.

-Sí, saldrá usted para ir a lugar más seguro-repuso el marqués-. Pero antes tenemos quehablar, señor maestro Nicolás.

-Yo no tengo nada que decir, sino que ya lopagarán caro los que me han puesto aquí -dijoRotondo reponiéndose.

-Eso lo hemos de ver. Usted me responderácon completa verdad a lo que voy a preguntar-le, o ahora mismo le saltaré la tapa de los sesos-añadió el marqués sacando una pistola y po-niéndola en disposición de hacer lo que decía.

Rotondo estuvo un momento callado y me-ditabundo, pensando sin duda en la gravedadde aquella situación. Después, alzando los ojos,exclamó con voz desfallecida:

-¡Denme de comer!

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-Sí, comerás; pero antes vas a contestar a mispreguntas. ¿Eres Buenaventura Rotondo? -dijo,tuteándole con desprecio.

-Sí -contestó el interpelado casi maquinal-mente-. ¿Y qué?

-¿Qué parte tuviste en el robo de Susana?

-Ninguna; es cosa que no me ha importadonunca... ¡Pero, por Dios, denme de comer!

-Susana fue robada en casa de la Pintosilla,que es tu querida, y ella nos ha revelado todo.

-¿Ha revelado?... ¿Ha dicho?... ¡Esa infame!...la he de degollar -afirmó con ira repentina D.Buenaventura.

-Sí; pero tus móviles para tan criminal acciónnos son desconocidos. Dilos pronto, o si no yasabes la suerte que te espera.

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-Yo no sé nada de eso. Es cosa de Muriel: di-cen que ella le amaba.

-No, hay otra causa; dila pronto, o enco-miéndate a Dios -añadió el marqués, acercandoel cañón de la pistola a la frente del preso.

-¡Oh!, es usted cruel... lo diré. ¡Pero denmede comer!

-Después, después.

-¡Y qué quiere usted que le diga! Yo no ten-go la culpa de nada. El Sr. D. Miguel de Cárde-nas quería que desapareciera Susanita paraheredar a su hermano.

-¿Y se valió de ti para ese fin?

-Pero yo nada hice. Muriel la robó para exi-gir la libertad de un tal D. Leonardo.

-¿Y D. Miguel se contentaba con que desapa-reciera? ¿No había propósito de asesinarla?

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-No tal; pero creo que Muriel intentó acabarcon ella... ¡Por Dios, denme de comer, denmede beber!

-¿Y no te ofrecieron dinero para hacerladesaparecer?

-Yo pedí a D. Miguel cien mil duros para...

-¿Para qué?

-No lo puedo decir. Todo lo diré menos eso.

El marqués, que al principio de la revelaciónsentía sorpresa y espanto, concluyó por mirarcon repugnancia y despego a aquel intrigantesolapado y criminal, cómplice de D. Miguel deCárdenas, más criminal todavía. Estuvo a pun-to de disparar la pistola sobre la cabeza de Ro-tondo; pero, recobrando la calma, rechazole conla mano y con el pie, y le volvió la espalda di-ciendo:

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-Miserable intrigante, te perdono; porquecastigarte a ti solo sería injusticia.

Salió del sótano, cerrándolo bien, y en cuan-to vino la noche, Rotondo, después de alimen-tado, fue conducido a la cárcel.

IIAl día siguiente de la catástrofe referida en

el capítulo anterior, Martín era conducido aMadrid. Los que se apoderaron de él, creyendoque tenían entre las manos una cosa rara, muypor encima de los delincuentes vulgares, re-nunciaron a arrastrarle vivo por las calles comopretendía la parte más piadosa de la multitud.A juicio del señor corregidor de la ilustre ciu-dad, ésta no era acreedora a guardar en su senoa un criminal tan interesante y curioso comoaquel dictador de una noche, que desde el fon-do de su jaula mandaba a sus soñados secuacesque mataran sin cesar.

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Dispúsose, por lo tanto, mandarle a Madridpor vía de presente al Gobierno del Príncipe dela Paz, y así se hizo. El preso fue metido en unajaula, por falta de vehículo a propósito para eltraslado de criminales; la jaula clavada en uncarro, y éste rodó por el camino real, arrastradopor perezosas mulas, que si lo fuera por bue-yes, había de asemejarse aquella fúnebre proce-sión a la del encantado Don Quijote, en la céle-bre escena que causa risa a los niños y a lasmujeres y hace meditar a los hombres serios ypensadores.

Nada nuevo ocurrió en aquel triste viaje; niel prisionero pronunció desde Toledo a Madridpalabra alguna, por lo cual tuvieron gran penasus conductores, que esperaban ir entretenidostodo el camino.

Don Lino volvió también al siguiente día, ypor cierto tan preocupado, que hasta olvidó,¡cosa increíble!, comprar los mazapanes desti-nados a hacer un regalo a la condesa de Castro-

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Limón. El pobre abate no cabía en su cuerpo depuro afligido, y es cosa probada que en todo elcamino levantó los ojos del suelo, como si tu-viera empeño en contar una por una las huellasque dejaban en el piso desigual y polvoroso laspezuñas de la mula del arcipreste que montaba.Por fin llegó y entregó al doctor la carta de Su-sana, cumpliendo un sagrado deber; pero aldesempeñar su triste encargo, el buen abate,muerto de miedo y de sobresalto, se arrojó a lospies de Albarado, exclamando:

-Perdonadme, señor doctor... yo soy inocen-te; yo no tengo parte alguna en este suceso. Yola acompañé a Toledo sin sospechar lo que iba apasar.

Aquel acontecimiento dejó honda huella enel ánimo del buen corredor de toda especie deasuntos domésticos. En muchos días no salió ala calle; se puso más flaco de lo que parecíanpermitir sus ya enjutísimas carnes, y en largotiempo no recobró aquella actividad entrometi-

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da y oficiosa que le elevó a la categoría de unainstitución social. Al fin adquirió de nuevo sueclipsada facultad de rotación y traslación, yfue otra vez el abate Paniagua tan necesario entodas las casas como el aire y el fuego.

El doctor experimentó un golpe tan terrible,que sus ojos se secaron de llorar, y no volvió aponer los pies en la casa de su hermana. Aquelanciano amable y jovial se convirtió en un viejosombrío, áspero y gruñón. Impulsado por se-creto instinto que no podía explicar, renunció asu cargo de consejero de la Suprema, y se en-cerró en su habitación para no salir más que amisa.

Un hecho acaeció entonces, que no debemospasar en silencio, porque da mucha luz paraapreciar la situación de ánimo del pobre abuelo.Leonardo, que escapó con los demás presos lanoche del incendio, fue de nuevo cogido encuanto los Inquisidores se repusieron del susto;pero el consejero de la Suprema, al saberlo, se

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preocupó tanto de la suerte de un hombre cuyoencierro había traído tan grandes catástrofes ala familla, que llegó a tener cierta superstición,y no paró hasta lograr que le pusieran en liber-tad. El pobre francmasón, acusado de ultrajes ala Virgen del Sagrario, por habérsele descubier-to algunas cartas de un amigo suyo toledano,que estaba preso como individuo de las socie-dades secretas, recobró definitivamente su li-bertad, sin que pudiera oponerse a ello el padreCorchón, porque éste tuvo la suerte de que Go-doy le temiera, y, por tanto, que intentara com-prarle, como en efecto le compró, dándole lamitra de Coria. Desde entonces el timón de lanave del Estado, como decía ahuecándose todo,no podía estar en manos más expertas que enlas del Príncipe de la Paz.

Difícil le será al lector creer una cosa, y esque Leonardo se casó con Engracia después detres meses de telegrafía platónica, cuyo hilomisterioso tendió D. Lino de una casa a otra

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con su acostumbrada benevolencia. Esto, asícomo la boda, no es lo que encontramos de in-verosímil y maravilloso, sino que doña Bernar-da Quiñones consintiera, aunque después deuna muy viva oposición. Pues no lo dude ellector, que es muy cierto, según consta en tes-timonios auténticos que han llegado hastanuestros días. Graves escritores atribuyen estecambio a la ausencia del padre Corchón, queprivó a aquella santa mujer de su riguroso di-rector espiritual, demasiado celoso por la honrade la casa. Después de casados Leonardo y En-gracia, doña Bernarda traía en palmitas a suyerno y decía mil pestes de Corchón, que habíatenido el mal gusto de trocarla a ella por unamitra. Los dos esposos recogieron, educaron yadoptaron al fin a Pablillo, a quien el doctor,obedeciendo la patética recomendación queSusana le hizo en su postrera carta, había pues-to en el Seminario de Nobles, donde era tratadocomo el hijo de un grande de España.

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La boda se había celebrado sin aparato algu-no en atención a la triste suerte de Muriel, ence-rrado aún en la cárcel de Villa y cada vez másloco. No dejó Pluma de asistir, aunque hacien-do tal cual puchero. Don Lino, por su parte, seexcusó con la mayor cortesía, porque aquellanoche tenía que representar en casa de Porreñoel papel de Federico el Grande en la tragedia deComella, El más celebrado rey de Prusia.

-Señor de Pluma -decía doña Bernarda entono compungido-, ¿no ha pasado hoy usted aver ese buen señor conde de Cerezuelo, quedicen está tan malito que se nos va a ir por laposta en un periquete?

-¡Ah! ¡Pobre Sr. D. Miguel de Cárdenas!Desde aquello de Susanita no ha vuelto a levan-tar cabeza. Fue muy grande el golpe que reci-bió.

-Dios le dé resignación. ¡Cómo se han que-dado todos los de esa familia! Cuidado que el

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marqués de Fregenal está que no parece sinoque le han pasado setenta años por la cabeza.Ayer le vi por la calle, ¡Jesús!, iba tan encorvadoque daba lástima, y no le ha quedado un pelonegro. Vaya, si es cosa que horripila.

III

Rotondo fue conducido a la cárcel y puestoen el mismo calabozo que el pobre La Zarza,hallado en la calle de San Opropio, como sabe-mos, o incluido antes que ninguno en la suma-ria que se empezó a instruir. El infeliz conspi-rador, extenuado por el hambre y turbado porla impresión que experimentara, cayó en pro-fundísima melancolía cuando se vio solo con suantiguo huésped en tan triste sitio. El loco nohabía variado en lo más mínimo, y sus pala-bras, como sus hechos no indicaban diferenciaalguna ni en su cabeza ni en su manía. Hablabasin cesar, ora pronunciando discursos, ora in-

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crepando a personas invisibles, existentes sóloen su fantasía.

En el cerebro de D. Buenaventura fue poco apoco realizando un gran trastorno la presenciacontinua de aquel hombre, sus voces, y sobretodo la firme convicción que mostraba en cuan-to decía. Pasó un día y pasó otro, y al fin Ro-tondo, como cansado de su propio silencio y desu propio hastío, cambió con La Zarza algunaspalabras y después entabló con él diálogos muyvivos, en los cuales las ideas, si así puedellamárselas, del loco tenían la principal parte. Alos cinco días, Rotondo hablaba de la Conven-ción, de los thermidorianos, de los jacobinos yde Robespierre con tanta seriedad como sucompañero de cárcel. En su cabeza se verificóun raro fenómeno, a causa del sacudimientomoral que había sufrido: comenzó a perder lamemoria, y al fin la perdió por completo. Eldespecho, la rabia y el miedo, primero; la mise-ria, el aislamiento y la compañía de La Zarza,

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después, le debilitaron el juicio poco a pocohasta que se volvió tan loco como aquél.

A los diez días de entrar allí Rotondo llegóMartín a la cárcel y le encerraron también en elmismo calabozo. No es posible dar idea de loque pasaba en la vida íntima de aquella trini-dad horrorosa. La Zarza había dado en la florde decir que estaban en la Conserjería y que lostres serían guillotinados a la mañana siguiente.Rotondo dio en creer que era Napoleón y que aldía siguiente se coronaría emperador. La mis-ma cordura hubiera perdido el juicio en aquelencierro.

Martín hablaba poco y pasaba la mayor par-te del tiempo acurrucado en un rincón consemblante tétrico y profiriendo a cada rato sulúgubre estribillo:

-¡Cuánto odio esta noche!... ¡Yo soy dicta-dor!... ¡Matad, matad sin cesar!...

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Con el cuerpo lleno de contusiones y los ves-tidos desgarrados era insensible a sus doloresfísicos. Ningún recuerdo de personas o hechosanteriores a la catástrofe de la noche de Toledoindicaba que conservase un residuo de memo-ria. Estaba lo mismo que en los instantes delincendio, con el entendimiento parado y comoclavado en aquel punto. Creeríase que su cere-bro había sufrido una petrificación.

La Zarza, puesto en pie sobre el único bancoque en la prisión había, se daba el nombre deSaint-Just y arengaba a una multitud imagina-ria. Rotondo paseaba con agitado andar por elcalabozo diciendo: «Ajustaré la paz con los aus-triacos; entretendré con promesas a los prusia-nos; absorberé la España; conquistaré laHolanda, y decretaré el bloqueo continentalcontra Inglaterra... ¡Ah, pérfida Inglaterra...!»Los tres, cubiertos de harapos, con el rostrodesencajado y los ojos hundidos y sanguinosos,parecían burla de la razón humana. Aquella

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triple locura causaba espanto a cuantos bajabana visitarlos como una cosa rara. Veían a Roton-do dictando leyes al mundo; a La Zarza refi-riendo lo que había de pasar el día siguiente alatravesar en carretas la calle de San Honoratopara ir a la plaza de la Revolución; a Murielsumergido en estúpido marasmo, menos cuan-do se sobreexcitaba súbitamente para mandardestruir, para condenar a muerte y barrer de ungolpe la corrupción y el fanatismo. ¿Podía dar-se caricatura más pavorosa de las ideas, de lasaspiraciones de las virtudes y de los crímenesque agitan y arrastran al hombre en el caminode la existencia?

Muriel tenía en todos sus actos el sello de lasuperioridad, aun en aquella sociedad de in-sensatos. Sus movimientos eran dignos, su mo-do de mandar majestuoso, su voz grave, aun-que estridente y sofocada. No se dignaba fijar lavista en los extraños que venían a contemplarledesde el mundo de fuera, desde el imperio de

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la razón; lanzaba sobre ellos una mirada dedesprecio, y les volvía la espalda diciendo: «Es-tos necios no me conocen».

Otras veces parecía asombrarse de que lemiraran tanto, y daba órdenes en voz alta,mandando cortar cabezas sin cesar, y llamán-dose dictador y omnipotente; después, advir-tiendo la compasión e hilaridad de los curiosos,se estremecía de indignación y les increpabadiciendo: «Temblad todos... ¡Ah! Sin duda nosaben quién soy... ¡Imbéciles! Yo soy Robespie-rre».

Octubre de 1871.