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EL ROBO DEL ELEFANTE BLANCO MARK TWAIN

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  • E L R O B O D E LE L E F A N T E B L A N C O

    M A R K T W A I N

    Diego Ruiz

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    I

    Una persona con la cual trabé amistad circuns-tancialmente en el tren, me contó la extraña historiaque relataré a continuación. Quien la contaba era uncaballero de más de setenta años de edad y su rostrobondadoso y amable y aire grave y sincero, poníanla inconfundible marca de la verdad sobre cada ma-nifestación que salía de sus labios. Dijo...

    Usted sabe cómo reverencia el pueblo de esepaís al real elefante blanco de Siam. Como sabrá,está consagrado a los reyes, sólo los reyes puedenposeerlo y, de alguna manera, hasta es superior a losreyes, ya que no sólo es objeto de honores, sinotambién de adoración. Pues bien...

    Hace cinco años, cuando hubo tropiezos conrelación a la línea demarcatoria entre Gran Bretañay Siam, fue evidente que Siam había cometido un

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    error. Por ello se dieron precipitadamente toda clasede satisfacciones y el representante inglés declaróque se daba por conforme y que se debía olvidar elpasado. Esto fue de gran alivio para el rey de Siam yen parte como prueba de gratitud y en parte tam-bién, quizá, para eliminar todo residuo de senti-miento desagradable en Inglaterra, quiso hacerle a lareina un regalo, única manera segura de granjearse labuena voluntad de un enemigo, según las ideasorientales. Este regalo no sólo debía ser real, sinomagníficamente real. Siendo así... ¿qué presente másadecuado que un elefante blanco? Mi situación en laadministración pública hindú era tal que se me con-sideró especialmente digno del honor de entregarleel obsequio a Su Majestad. Se equipó un barco paramí y mi servidumbre y los oficiales y subalternosencargados del elefante y llegué al puerto de NuevaYork y alojé mi regia carga en unos soberbios apo-sentos de Jersey. Era imprescindible estar algúntiempo allí para que la salud del animal se restable-ciera antes de seguir de viaje.

    Todo fue bien durante quince días; despuésempezaron mis tribulaciones. ¡Robaron el elefanteblanco! Fui despertado en plena noche, para comu-nicarme la horrorosa desgracia. Por algunos instan-

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    tes, fui presa del terror y la ansiedad; me sentí im-potente. Después me tranquilicé y recobré mis fa-cultades. Pronto vi qué camino debía seguir;porque, a decir verdad, sólo había un camino posi-ble para un hombre inteligente. No obstante lo tar-dío de la hora, corrí a Nueva York y logré que unagente de policía me guiara hasta la central de de-tectives. Por fortuna llegué a tiempo, aunque el jefe,el famoso inspector Blunt, se disponía ya a mar-charse a su casa. Blunt era una persona de estaturamedia y físico compacto y cuando estaba abismadoen sus pensamientos, tenía una manera singular deenarcar el ceño y de golpearse reflexivamente lafrente con el dedo, que lo convencía a uno en se-guida de que estaba ante un ser extraordinario. Elsolo verlo me infundió confianza y me hizo alentaresperanzas. Expuse el motivo de mi visita. Esto, nole causó la menor agitación: su efecto aparente so-bre su férreo dominio de sí mismo fue tan escasocomo si yo le hubiese dicho que me habían esca-moteado mi perro. Me invitó a sentarme con ungesto, y dijo tranquilamente:

    -Permítame que lo piense un poco, por favor.Después de pronunciar estas palabras, se sentó

    al escritorio y apoyó la cabeza en la mano. En el

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    otro extremo de la habitación, trabajaban variosempleados; el rasgueo de sus plumas fue el únicoruido que oí durante los seis o siete minutos si-guientes. Entre tanto, el inspector seguía sumido ensus pensamientos. Por fin alzó la cabeza y algo mereveló, en las firmes líneas de su rostro, que sumente había realizado su tarea y que tenía decididosu plan. Y Blunt dijo... Y su voz era grave y solem-ne:

    -No es éste un caso ordinario. Todos los pasosdeben ser dados con precaución; hay que asegurarsede cada paso antes de dar el siguiente. Y debe con-servarse el secreto; un secreto hondo y absoluto. Nole hable a nadie del asunto, ni siquiera a los reporte-ros. Yo me haré cargo de ellos; cuidaré de que sepansólo aquello que pueda convenirme dejarles saber.

    Blunt apretó un timbre y apareció un joven.-Alarico- dijo Blunt-, dígales a los periodistas

    que aguarden un poco.El joven se retiró.-Ahora, hablemos de negocios... y procedamos

    con método. En esta profesión mía nada puede ha-cerse sin un método rígido y minucioso.

    El jefe de detectives tomó papel y una lapicera.-¿Cómo se llama el elefante?

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    -Hassan Ben Ali Ben Selim Abdallah MohamedMoisé AIhammal Jamsetjeejebhoy Dhuiep SultanEbu Bhudpoor.

    -Muy bien. ¿El nombre de bautismo?-Jumbo.-Perfectamente. ¿Dónde nació?-La capital de Siam.-¿Sus padres viven?-No. Fallecieron.-¿Tuvieron otros hijos además de éste?-No. Es hijo único.-Perfectamente. Esto basta por ahora. Tenga la

    amabilidad de describirme al elefante y no deje demencionar un solo detalle, por desdeñable que leparezca..., esto es, insignificante desde su punto devista. Para los hombres de mi profesión, no haydetalles insignificantes: no existe tal cosa.

    Hice la descripción; él tomó nota. Cuando hubeterminado, dijo:

    -Ahora, escúcheme. Si he cometido algún errorcorríjame.

    Y leyó lo siguiente:-Estatura, seis metros, longitud, desde el ápice

    de la frente hasta la inserción de la cola, 8 metros;longitud del tronco, cinco metros; longitud de la

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    cola, dos metros; longitud total, comprendidos eltronco y la cola, 15 metros, longitud de los colmi-llos, 3 metros; orejas, en proporción con esas di-mensiones; su pisada recuerda la marca que hace unbarril cuando se lo pone de punta en la nieve; colordel elefante, blanco opaco; en cada oreja tiene unagujero del porte de un plato destinado a calzar jo-yas y tiene en alto grado el hábito de mortificar consu trompa no sólo a las personas que conoce, sinotambién a perfectos desconocidos; renguea ligera-mente con la pata trasera derecha y ostenta en laaxila izquierda una pequeña cicatriz causada otrorapor un forúnculo. Al ser robado, tenía sobre su lo-mo un castillo con plazas para quince personas yuna manta de montar de paño de oro del tamaño deuna alfombra corriente.

    No había error alguno. El inspector apretó eltimbre, y le dio la descripción a Alarico y dijo:

    -Haga imprimir cincuenta mil ejemplares deestos datos y que los envíen por correo en seguida alas oficinas de todos los detectives y de todos losprestamistas del continente.

    Alarico se fue.-Bueno. Hasta aquí vamos bien. Ahora, quiero

    una fotografía de la cosa robada.

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    Le di una. La examinó con aire crítico y expre-só:

    -Deberá bastarnos, ya que no disponemos deotra cosa; pero en esta foto el elefante tiene arrolla-da la trompa y se la ha metido en la boca. Éste es undetalle lamentable y encaminado a confundir, yaque, naturalmente, no la tiene, por lo general, en esaposición.

    Y tocó el timbre.-Alarico, haga imprimir cincuenta mil ejempla-

    res de esta fotografía a primera hora de la mañana ydespáchelos por correo con las circulares descripti-vas.

    Alarico se retiró para cumplir con las órdenes.El inspector dijo:

    -Por descontado que será necesario ofrecer unarecompensa. ¿Cuál será la cantidad?

    -¿Qué cantidad le parece bien?-Para empezar, yo diría... pongamos, veinticinco

    mil dólares. El asunto es complejo y difícil; hay milcaminos de escape y posibilidades de ocultamiento.Esos ladrones tienen amigos y cómplices en todaspartes...

    -¡Dios mío! ¿Sabe usted quiénes son?

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    El astuto rostro, experto en el arte de disimularlos pensamientos y las emociones, no me permitióque adivinara lo más mínimo, ni tampoco me lopermitieron las palabras de réplica, tan plácidamentepronunciadas...

    -No le importe eso. Puede ser que sí y puede serque no. Por regla general, nosotros barruntamos enforma bastante aproximada quién es nuestro hom-bre por el tipo de trabajo y la magnitud del juego enque se embarca. Aquí, no tenemos que vérnoslascon un carterista ni con un ratero de salón, vea bien.Este objeto no ha sido “escamoteado” por un prin-cipiante. Pero, como le estaba diciendo, si se tomaen cuenta el cúmulo de viajes que deberán hacerse yla diligencia con que los ladrones eliminarán sushuellas a medida que avancen, veinticinco mil dóla-res serán quizá una suma harto pequeña, aunque meparece que vale la pena comenzar con eso.

    De manera que nos atuvimos a esta cifra, paraempezar. Luego, aquel hombre, a quien no se le pa-saba detalle alguno que pudiera servir como pista,dijo:

    -En la historia detectivesca, hay casos elocuen-tes de que los maleantes han sido atrapados merced

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    a las peculiaridades de su apetito. De modo que...Veamos... ¿Qué come ese elefante y cuánto come?

    -Bueno... En cuanto a qué come... es una bestiacapaz de comerlo todo. Comería a un hombre, co-mería una Biblia..., comería cualquier cosa interme-dia entre un hombre y una Biblia.

    -Muy bien... Muy bien, a decir verdad. Pero esome suena a demasiado general. Hace falta detalles...,los detalles son lo único valioso en nuestro oficio.En cuanto a los hombres se refiere... ¿Cuántoshombres es capaz de comerse de una sentada... o, siasí lo prefiere, en un día... con tal que estén tiernos?

    -A Jumbo no le importa que estén tiernos o no;en una sola comida, podría consumir a cinco hom-bres, comunes.

    -Perfectamente. Cinco hombres. Tomaremosnota de eso. ¿De qué nacionalidades los prefiere?

    -Eso le da lo mismo. Prefiere a la gente conoci-da, pero no tiene prejuicio alguno contra los extra-ños.

    -Perfectamente. Ahora, en lo que atañe a las Bi-blias... ¿Cuántas Biblias podría comerse de una sen-tada?

    -Una edición completa.

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    -Eso no me parece lo bastante explícito. ¿Se re-fiere usted a la edición corriente en octavo o a lailustrada para familias?

    -Creo que Jumbo no mostraría especial interéspor las ilustraciones: esto es, que no daría más valora las ilustraciones que a la simple palabra impresa.

    -No. Usted no me entiende. Me refiero al volu-men. La Biblia corriente en octavo pesa unas doslibras y medía, mientras que la edición grande encuarto pesa diez o doce. ¿Cuántas Biblias Doré secomería el elefante de una sentada?

    -Si usted conociera a ese elefante, no lo pre-guntaría. Comería las que hubiera.

    -Expresémoslo, entonces, en forma de dólares ycentavos. Hay que averiguarlo de algún modo. ElDoré vale cien dólares el ejemplar, en cuero de Ru-sia, biselado.

    El elefante necesitaría unos cincuenta mil dóla-res... digamos, una edición de quinientos ejemplares.

    -Eso, ya es más exacto. Tomaré nota. Muy bien.Le gustan los hombres y las Biblias. Hasta aquí, to-do va bien. ¿Qué más podría comer el elefante? Ne-cesito detalles.

    -Cambiaría las Biblias por ladrillos, dejaría losladrillos para comer botellas, las botellas para comer

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    ropa, dejaría la ropa para comer gatos, dejaría losgatos para comer ostras, dejaría las ostras para co-mer jamón, dejaría el jamón para comer azúcar, de-jaría el azúcar para comer pastel, dejaría el pastelpara comer patatas, dejaría las patatas para comersalvado, dejaría el salvado para comer avena, dejaríala avena para comer arroz, ya que ha sido criadopreferentemente a base de arroz. Sólo rechazaría lamanteca europea y aun quizá la comiera si la proba-ra.

    -Perfectamente. La cantidad total ingerida enuna comida... digamos unos...

    -Una cantidad que va de un cuarto de tonelada amedia tonelada.

    -Y bebe...-Todo lo fluido. Leche, agua, whisky, melaza,

    aceite de castor, aceite de trementina, ácido fénico,cualquier fluido, salvo el café europeo.

    -Muy bien. ¿Y en cuanto a la cantidad?-Anote por favor, de cinco a quince barriles. Su

    sed varía; sus demás apetitos, no.-Esas cosas son inusuales. Deben servirnos co-

    mo excelentes pistas para dar con él.Blunt oprimió el timbre.-Alarico, llame al capitán Burns.

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    Vino Burns. El inspector Blunt le contó todo elasunto, detalle por detalle. Luego, dijo con el tonoclaro y firme de un hombre cuyos planes están cla-ramente definidos y que está acostumbrado a darórdenes:

    -Capitán Burns, destaque a los detectives Jones,Davis, Halsey, Bates y Hackett para que busquen alelefante.

    -Sí, señor.-Destaque a los detectives Mortes, Dakin, Mur-

    phy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartolomew paraque vayan tras los ladrones.

    -Sí, señor.-Ponga una fuerte custodia- una guardia de

    treinta hombres escogidos, con un relevo de treinta-en el lugar donde robaron el elefante, para que lovigilen severamente y no permitan acercarse a na-die- con excepción de los periodistas- sin órdenesescritas de mi parte.

    -Sí, señor.-Ponga a los detectives con ropa de civiles y en

    el ferrocarril, en los barcos y en las estaciones deferryboats y en todas las carreteras que lleven afuerade Jersey, con orden de registrar a todas las perso-nas sospechosas.

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    -Sí, señor.-Dé a todos esos hombres fotografías y la des-

    cripción del elefante y ordéneles que registren todoslos trenes y ferryboats que partan y otros navíos.

    -Sí, señor.-Si pueden encontrar al elefante, que se apode-

    ren de él y me lo comuniquen por telégrafo.-Si, señor.-Que me informen en seguida si se encuentra

    alguna pista, pisadas del animal o algo similar.-Sí, señor.-Consiga una orden de que la policía de puertos

    vigile atentamente la línea costera.-Sí, señor.-Despache detectives vestidos de civil por todas

    las líneas ferroviarias, al Norte hasta llegar al Cana-dá, al Oeste hacia Ohio, al Sur hasta Washington.

    -Sí, señor.-Coloque peritos en todas las oficinas telegráfi-

    cas para escuchar todos los mensajes y que exijanque se les aclaren todos los despachos cifrados.

    -Sí, señor.-Que todas esas cosas se hagan con la mayor

    discreción, recuérdelo. Con el más impenetrablesecreto.

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    -Sí, señor.-Infórmeme con presteza a la hora de costum-

    bre.-Sí, señor.-¡Vaya!-Sí, señor.Se fue.El inspector Blunt quedó en silencio y pensativo

    durante unos instantes, mientras el fuego de susojos se enfriaba y extinguía. Después, se volvió ha-cia mí y dijo, con voz plácida:

    -No soy afecto a las jactancias, no acostumbrohacer tal cosa; pero... hallaremos el elefante.

    Le estreché la mano con entusiasmo y le di lasgracias; y eran muy sinceras. Cuanto más veía aaquel hombre, más me agradaba y más admiraciónsentía ante los misteriosos prodigios de su profe-sión. Después nos separamos al llegar la noche yvolví a casa sintiéndome mucho más alegre que al ira su oficina.

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    II

    A la mañana siguiente todo apareció en los pe-riódicos, con los más pequeños detalles. Hasta habíaagregados, consistentes en la “teoría” del detectiveFulano y el detective Zutano y el detective Menganoacerca de la forma cómo se había efectuado el robo,sobre quiénes eran los ladrones y adónde habíanescapado con su botín.

    Había once de estas teorías y abarcaban todaslas posibilidades, Y este solo hecho prueba cuanindependientes son para pensar los detectives. Nohabía dos teorías análogas, ni siquiera parecidas, conexcepción de un detalle sorprendente, en el cualcoincidían absolutamente las once teorías. Ese deta-lle era que, aunque en la parte posterior de mi edifi-cio había un boquete y la única puerta seguíaestando cerrada con llave, el elefante no había sido

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    llevado por el boquete, sino por alguna otra abertu-ra (no descubierta). Todos concordaban en que losladrones habían hecho aquel boquete sólo para des-pistar a los detectives. Esto jamás se me habría ocu-rrido a mí o a cualquier otro profano, quizá, pero nohabía confundido a los detectives ni por un mo-mento. Por eso, lo que yo había supuesto el únicodetalle falto de misterio, era en realidad lo que másme había inducido a error. Las once teorías indica-ban a los presuntos ladrones, pero ni siquiera dos deellas nombraban a los mismos ladrones; el total delas personas sospechosas era de treinta y siete. To-das las crónicas de los distintos periódicos termina-ban con la más importante de las opiniones, la delinspector en jefe Blunt. Parte de estas declaraciones,decía lo siguiente:

    “El jefe sabe quiénes son los principales culpa-bles, Duffy El Simpático y El Rojo MacFadden.Diez días antes del robo, el jefe sabía ya que éste ibaa ser intentado y había procedido cautelosamente ahacer seguir a los dos destacados malhechores; pe-ro, por desgracia, la noche en cuestión se perdieronsus huellas y antes de que pudiesen ser hallados denuevo, el pájaro había volado digamos, más bien, elelefante.

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    “Duffy y McFadden son los truhanes más auda-ces de la profesión; el jefe tiene razón al pensar quefueron ellos quienes robaron la estufa de la centralde detectives una inclemente noche del inviernopasado, como consecuencia de lo cual el jefe y to-dos los detectives estuvieron antes de la mañanasiguiente en manos de los médicos, algunos con lospies helados, otros con los dedos, las orejas u otrosmiembros helados.”

    Cuando acabé de leer la primera mitad de estesuelto, me asombró más que nunca la prodigiosasagacidad de aquel hombre extraño. Blunt no sóloveía con claridad todo lo presente, sino que ni si-quiera podía serle ocultado el futuro. No demoré enir a su oficina y le manifesté que sentía un inconte-nible deseo de que hiciera arrestar a aquellos hom-bres y nos ahorrara así inconvenientes yperplejidades; pero su réplica fue sencilla y conclu-yente.

    -A nosotros no nos corresponde impedir el de-lito, sino castigarlo. No podemos castigarlo antesque se cometa.

    Le hice notar que el estricto secreto con queempezáramos había sido estropeado por los perió-dicos y que no sólo se habían revelado todos nues-

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    tras planes y propósitos, sino que hasta se había pu-blicado el nombre de todas las personas sospecho-sas, éstas, sin duda, se disfrazarían ahora o seocultarían.

    -Déjelas usted- me dijo Blunt-. Ya verán que,cuando yo esté listo, mi mano caerá sobre ellas, ensus escondites, infalible como la mano del destino.En cuanto a los periódicos, tenemos que compla-cerlos. La fama, la reputación, la constante menciónpública; todo esto es el pan y la manteca del detecti-ve. Éste debe publicar sus hechos, de lo contrario sepodría creer que no los tiene; debe publicar su teo-ría, ya que nada es más extraño o impresionante quela teoría de un detective o le vale más asombradorespeto. Debemos publicar nuestros planes, porquelos periódicos quieren saberlos y no podemos ne-garnos sin ofenderlos. Debemos mostrarle cons-tantemente al público qué estamos haciendo, ocreerá que no hacemos nada. Es mucho más agra-dable que un diario diga: “La ingeniosa y excepcio-nal teoría del inspector Blunt es la siguiente”, queverle escribir alguna cosa áspera, o, lo que es peor,algo sarcástico.

    -Comprendo la fuerza de su argumentación. Pe-ro he advertido que, en una parte de sus declaracio-

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    nes periodísticas de esta mañana, usted se negó arevelar su opinión sobre un punto de poca impor-tancia.

    -Sí. Siempre hacemos eso; causa buen efecto.Además, yo no me había formado una opinión alrespecto, de todos modos.

    Puse una gran suma de dinero en manos delinspector para encarar los gastos corrientes y mesenté a la espera de noticias. Ahora, confiábamos enque los telegramas empezarían allegar de un mo-mento a otro. En el intervalo, releí los periódicos ytambién nuestra circular descriptiva y noté que larecompensa de veinticinco mil dólares parecía serofrecida nada más que a los detectives. Dije que, enmi opinión, la recompensa debía ofrecerse a quien-quiera que encontrara al elefante. El inspector mani-festó:

    -Los detectives encontrarán al elefante, de mo-do que la recompensa irá adonde debe ir. Si lo en-cuentran otras personas, será solamente observandoa los detectives y usando las pistas e indicacionesrobadas a ellos y esto, al fin de cuentas, autorizará alos detectives a quedarse con la recompensa. Laverdadera finalidad de la recompensa es estimular alos hombres que consagran su tiempo y su afinada

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    sagacidad a ese tipo de trabajo y no otorgar benefi-cios a los ciudadanos que por azar tropiecen conuna presa, sin habérselos ganado con su propio mé-rito y trabajo.

    Esto, a decir verdad, era bastante razonable. Enese momento, el telégrafo del rincón comenzó aemitir chasquidos y el resultado fue el siguiente des-pacho:

    Estación Flower, Nueva York- 7.30 a. m.Encontré pista. A través de granja próxima, vi sucesión

    profundas huellas. Las seguí tres kilómetros dirección Estesin resultado. Creo elefante se ha dirigido Oeste. Ahora, loseguiré en esa dirección.

    DARLEY, detective.

    -Darley es uno de los más destacados hombresde las fuerzas policiales- dijo el inspector-. Prontovolveremos a tener noticias de él.

    Llegó el telegrama N° 2:

    Barker's, Nueva Jersey. 7.40 a. m.Acabo de llegar. Anoche fue violentada aquí fábrica de vidrioy sustrajeron ochocientas botellas. La sola agua existe cerca-

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    nías está a ocho kilómetros distancia. Iré allí. El elefantedebe estar sediento Las botellas estaban vacías.

    BAKER, detective.

    -También esto promete- dijo el inspector-. Ya ledije que el apetito de ese animal no sería mala pista.

    El telegrama N° 3:

    Taylorville. Long Island. 8.15 a.mParva heno desapareció cerca aquí noche. Seguramente comi-da. Tengo pista y parto.

    HUBBARD, detective.

    -¡ Cómo va de un lado al otro ese animal!- dijo elinspector-. Yo sabía que nos iba a dar trabajo, perolo atraparemos.

    Estación Flower. Nueva York. 9 a. m.Seguí huellas cinco kilómetros dirección Oeste. Son gran-

    des, hondas e irregulares. Acabo encontrar chacarero que diceno son huellas elefante. Dice son agujeros que él cavó paraárboles de sombra al helarse tierra invierno pasado. Esperoórdenes conducta a seguir.

    DARLEY, detective.

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    -¡Ajá! ¡Un cómplice de los delincuentes! Esta-mos pisando sobre caliente- exclamó el inspector.

    Le dictó el siguiente telegrama a Darley:

    Apréselo y oblíguelo indicar cómplices. Siga huellas...hasta Pacífico, sí hace falta.

    JEFE BLUNTEl telegrama siguiente:

    CONEY POINT, Pensilvania. 8.45 a. m.Anoche, atracadas oficinas compañía gas y robados tres

    meses facturas impagas. Hay pista y me pongo campana.MURPHY, detective.

    -¡Santo Dios!- exclamó el inspector-. Sería capazel elefante de comerse facturas de gas. Por ignoran-cia, sí; pero esos papeles no permiten mantener lavida. Al menos, por sí solos.

    Luego, llegó este conmovedor telegrama:

    Ironville, Nueva York 9.30 a. m.Acabo de llegar. Pueblo estupefacto. Elefante pasó

    por aquí cinco de la mañana. Algunos dicen que fue al Este,otros, al Oeste, otros, al Norte y otros, al Sur; pero todosaseguran no haber esperado para fijarse bien. Mató caballo;

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    conseguí trozo caballo como pista. Lo mató con trompa; dadoestilo golpe, creo que golpeó hacia izquierda. Dada posiciónque está caballo, creo elefante se encaminó Norte a lo largolínea ferrocarril Berkley. Lleva cuatro horas y media ventaja,pero encontraré su pista en seguida.

    HAWES, detective.

    Di gritos de alegría. El inspector permanecióimpasible, como una imagen tallada. Con serenidadapretó su timbre.

    -Alarico envíeme al capitán Burns.Vino Burns.-¿Cuántos hombres están listos para órdenes

    inmediatas?-Noventa y seis, señor.-Mándelos al Norte sin demora que se concen-

    tren a lo largo de la línea de la carretera de Berkleyal norte de Ironville.

    -Sí, señor.-Que efectúen sus movimientos con la máxima

    reserva. Apenas estén en libertad los demás, ténga-los disponibles.

    -Sí, señor.-¡Vaya!-Sí, señor.

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    A poco, llegó otro telegrama:

    Sage Corners, Nueva York 10.30Acabo de llegar. Elefante pasó por aquí 8. 15 horas.Todos escaparon pueblo menos un policía Parece elefante

    no golpeó policía sino farol. Alcanzó ambos. Tengo trozopolicía como pista.

    STUMM, detective.

    -De modo que el elefante ha ido hacia el Oeste-dijo el inspector-. Con todo no podrá huir, porquemis hombres están diseminados par toda esa zona.

    El telegrama siguiente decía:

    Glover's, 11.15Acabo de llegar. Pueblo desierto, excepto enfermos y ancia-nos. Elefante pasó hace tres cuarto hora. Sesionaba juntaantitemplanza; metió trompa ventana y les echó agua aljibe.Algunos la tragaron y murieron; hay varios ahogados. De-tectives Cross y O'Shaughnessy atravesaban ciudad, peroiban Sur; de manera que no vieron elefante. Toda zona va-rios kilómetros redonda terror; gente abandonan sus casas.Adondequiera se vuelven, encuentran elefante; muchos muer-tos.

    BRANT, detective.

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    Aquellos estragos me apenaban a tal punto, quesentí deseos de llorar. Pero el inspector se limitó adecir:

    -Ya lo ve... Le estamos pisando los talones. In-tuye nuestra presencia; ha vuelto de nuevo hacia elEste,

    Con todo, nos esperaban más noticias intran-quilizadoras. El telégrafo trajo esto...

    Hoganport, 12.19Acabo de llegar. Elefante pasó hace media hora, cau-

    sando salvaje pánico y excitación. Se lanzó enfurecido calles;de dos plomeros que pasaban, mató a uno; el otro escapó.Pesadumbre general,

    O'FLAHERTY, detective.

    -Ahora, el animal está exactamente en medio demis hombres- dijo el inspector-. Nada puede sal-varlo.

    Luego sobrevino una serie de telegramas dedetectives desparramados por Nueva Jersey y Pen-silvania y que iban detrás de pistas consistentes engraneros, fábricas y bibliotecas de escuelas domini-cales destruidos, con grandes esperanzas... esperan-

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    zas que, en realidad, valían tanto como certezas. Elinspector dijo:

    -Me gustaría comunicarme con ellos y ordenar-les que fueran hacia el Norte, pero es imposible. Undetective sólo va a la oficina telegráfica para enviarun informe; después, vuelve a salir y uno no sabecómo echarle mano.

    Luego, llegó este despacho:

    Bridgeport, Connecticut. 12.15Barnum ofrece cantidad fija cuatro mil dólares anuales

    por derechos exclusivos usar elefante medio publicidad viajerodesde ahora hasta que detectives lo arresten. Quiere pegaraffiches circo en él. Pide respuesta inmediata.

    BIGGS, detective.

    -¡ Es completamente absurdo!- exclamé.-Por supuesto- dijo el inspector-. Evidente-

    mente el señor Barnum, que se cree tan astuto, nosabe quien soy, pero yo sí sé quién es el.

    Oferta señor Barnum rechazada. Siete mil dólares o na-da.

    EL JEFE BLUNT.

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    -Ya está. No necesitaremos aguardar muchotiempo una respuesta. EI señor Barnum no está encasa: está en la oficina del telégrafo, de acuerdo consu costumbre cuando trata negocios urgentes. Den-tro de tres...

    Aceptado.- P. T. BARNUM.

    Tal fue la interrupción de los tictacs telegráficos.Antes que yo pudiera comentar este insólito episo-dio, el siguiente despacho llevó mis pensamientospor otro muy angustioso cauce...

    Bolivia, Nueva York. 12.50El elefante llegó aquí del Sur y pasó hacia bosque

    11,50, desbaratando cortejo fúnebre por camino y restándolea dos plañideros. Pobladores dispararon contra él varias pe-queñas balas cañón luego huyeron. El detective Burke y yollegamos diez minutos después, desde Norte, pero confundi-mos unas excavaciones con pisadas y perdimos por eso muchotiempo; finalmente encontramos buena pista y la seguimoshasta bosques. Luego, apoyamos en tierra manos y rodillas ycontinuarnos vigilando atentamente huella y así la seguimosal internarse maleza. Burke se había adelantado. Desgracia-damente, animal se detuvo descansar; de modo que Burke, la

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    cabeza inclinada, atento a huella, chocó con patas traseraselefante antes advertir su proximidad. Burke se puso de pieinmediatamente, aferró cola y gritó con júbilo “Reclamo la...”pero no dijo más, ya que un solo golpe enorme trompa redujovaliente detective a fragmentos. Huí hacia atrás y elefante sevolvió y me siguió hacia borde bosque, a enorme velocidad y yohabría estado perdido sin poderlo remediar, de no haber in-tervenido nuevamente restos cortejo fúnebre, que atrajeron suatención pero esto no es gran pérdida, ya que sobra materialpara otro. Mientras tanto, elefante vuelto desaparecer.

    MULROONEY, detective.

    No recibimos más noticias que las enviadas porlos diligentes y confiados detectives diseminadospor Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware y Virginia-que seguían nuevas y estimulantes pistas- hasta que,poco después de las 2 de la tarde, llegó este telegra-ma...

    “Baxter Centre 2.15El elefante estuvo aquí, cubierto cartelones circo y disol-

    vió reunión religiosa, derribando y dañando a muchos que sedisponían a pasar mejor vida. Los pobladores lo cercaron yestablecieron guardia. Cuando llegamos Brown yo, penetra-mos cerco y procedimos identificar elefante por fotografía y

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    señas. Todas coincidían excepto una, que no pudimos ver:cicatriz forúnculo bajo axila. Por cierto que Brown se arras-tró debajo de él para mirar y elefante le aplastó cráneo...,mejor dicho, le aplastó y destruyó la cabeza, aunque nadasalió del interior. Todos escaparon; lo mismo elefante, gol-peando a diestra y siniestra con gran efecto. Animal escapó,pero dejó grandes rastros sangre a causa heridas causadas porbalas cañón. El redescubrimiento seguro. Se dirigió al Sur, através denso bosque.”

    BRENT, detective.

    Éste fue el último telegrama Al llegar la nochedescendió una niebla tan espesa, que no podían ver-se las cosas que estaban a un metro de distancia.Esto duró toda la noche. Los ferryboats y hasta losautobuses tuvieron que dejar de circular.

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    III

    Al otro día, los periódicos estaban llenos de teo-rías detectivescas como antes, También aparecieroncon lujo de detalles todos nuestros trágicos aconte-cimientos y muchas cosas más que los periódicosrecibieron de sus corresponsales por telégrafo. De-dicaban al hecho columnas y más columnas, condestacados titulares, a tal punto, que me causabaangustia leer aquello. Su tono general era el si-guiente:

    “¡El elefante blanco en libertad! ¡Arremete en su marchafatal.! ¡Pueblos enteros abandonados por sus pobladores, po-seídos por el pánico! ¡El pálido terror lo precede, la muerte yla devastación lo signen! ¡Lo persiguen los detectives! ¡Grane-ros destruidos, fábricas desventradas, cosechas devoradas,reuniones públicas dispersadas, acompañadas por escenas de

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    carnicería imposible de describir! ¡Las teorías de los treinta ycuatro detectives de la policía! ¡La teoría del jefe Blunt!”

    -¡ Eso es!- gritó el inspector, traicionando casi suexcitación-¡Esto es formidable! Es la ganga másgrande que haya tenido nunca una institución de-tectivesca. Su fama llegará hasta los confines de latierra y perdurará hasta el fin de los tiempos, y minombre con él.

    Pero para mí no había alegría. Me parecía quehabía sido yo quien había cometido todos aquellossangrientos crímenes y que el elefante sólo era miirresponsable agente. ¡Y cómo había aumentado lalista! En cierto sitio el elefante se había entrometidoen una elección y matado a cinco electores que vo-taran por partida triple. A esto había seguido lamuerte de dos inocentes señores llamados O'Do-nohue y McFlannigan, que “acababan de hallar co-bijo en el país de los oprimidos del mundo entero eldía anterior, y se disponían a ejercitar el noble dere-cho de los ciudadanos norteamericanos en las urnas,momento en que fueron desintegrados por la des-piadada mano del Azote de Siam”. En otro lugar elelefante había dado con un extravagante predicadorsensacionalista que preparaba sus heroicos ataques

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    de la temporada por venir contra el baile, el teatro yotras cosas que no podían devolver el golpe, y lohabía aplastado. Y en un tercer lugar había “matadoa un corredor de pararrayos”. Y así aumentaba lalista, cada vez más roja y cada vez más desalentado-ra. Ya eran sesenta los muertos y doscientos cua-renta los heridos. Todos los informes testimoniabanla actividad y devoción de los detectives y termina-ban con la observación de que “trescientos mil ciu-dadanos y cuatro detectives vieron al horribleanimal y éste aniquiló a dos de estos últimos”.

    Yo temía oír nuevamente, el martillear del telé-grafo. Poco a poco, empezaron a llegar torrencial-mente los mensajes, pero su carácter me causó unaagradable decepción. Pronto fue evidente que sehabía perdido toda pista del elefante. La niebla lehabía permitido buscar un buen escondite sin servisto. Telegramas recibidos de los puntos más ridí-culamente lejanos, daban cuenta de que se habíavislumbrado una vaga y enorme mole a través de laniebla a tal y cual hora, y que “se trataba induda-blemente del elefante”. La vaga mole había sido en-trevista en New Haven, New Jersey, Pensilvania, enel interior del estado de Nueva York, en Brooklyn...¡y hasta en la propia ciudad de Nueva York! Pero,

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    en todos los casos, la enorme y vaga mole había de-saparecido velozmente y sin dejar huellas. Todos losdetectives del gran contingente policial disperso so-bre aquella vasta extensión del país, despachabaninformes hora tras hora y cada uno de ellos teníauna pista y seguía a algo y le estaba pisando los ta-lones.

    Pero el día transcurrió sin más novedades.Al día siguiente, lo mismo.Al otro día, lo mismo.Las informaciones periodísticas comenzaron a

    resultar monótonas, con sus hechos que nada de-cían, con sus pistas que a nada conducían, y con susteorías que habían agotado casi los elementos queasombran y deleitan y deslumbran.

    Por consejo del inspector, dupliqué la recom-pensa ofrecida.

    Transcurrieron otros cuatro días sombríos.Después, los pobres y diligentes detectives sufrieronun duro golpe; los periodistas se negaron a publicarsus teorías, y dijeron con indiferencia:

    - Denos un descanso.Dos semanas después de la desaparición del ele-

    fante, obediente al consejo del inspector, aumenté larecompensa a 75.000 dólares. La cantidad era gran-

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    de, pero decidí sacrificar mi fortuna personal antesque perder mi reputación ante el gobierno. Ahoraque la adversidad se ensañaba con los detectives, losperiódicos se volvieron contra ellos y se dedicaron aherirlos con los más punzantes sarcasmos. Esto lessugerió una idea a los cantores cómicos del teatro,que se disfrazaron de detectives y dieron caza al ele-fante a través del escenario, en la forma más extra-vagante. Los caricaturistas dibujaron a los detectivesregistrando el país con prismáticos, mientras el ele-fante desde atrás de ellos, les robaba manzanas delos bolsillos. Y bosquejaron toda clase de ridículosdibujos de la medalla detectivesca; sin duda, ustedeshabrán visto estampada en oro esa medalla en lacontratapa de las novelas policiales. Se trata de unojo desmesuradamente abierto, con la leyenda: “No-sotros nunca dormimos”. Cuando los detectives pedíanuna copa, el tabernero, con ínfulas de chistoso, re-sucitaba una vieja forma de expresión y decía:“¿Quiere usted un trago de esos que hace abrir losojos?”. La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.

    Pero había un hombre que se movía con calma,sin darse por afectado ni rozado por las pullas. Eraaquel ser de corazón de roble que se llamaba el ins-pector Blunt. Su valiente ojo nunca cedía en su vi-

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    gilancia, su serena confianza jamás flaqueaba. Siem-pre decía:

    -Que sigan con sus burlas; el que ríe último, ríemejor.

    Mi admiración por aquel hombre se convirtióen algo similar a la adoración. Yo estaba siempre asu lado. Su oficina se había convertido para mí enun sitio desagradable, y esta sensación aumentabacada día. Con todo, si él podía soportarlo, yo meproponía hacer lo mismo; al menos, mientras fueraposible. De manera que iba con regularidad y mequedaba; era el único extraño que parecía con fuer-zas para hacerlo. Todos se asombraban de que yopudiese hacerlo, y con frecuencia, me parecía quedebía marcharme, pero en esas oportunidades ob-servaba aquel rostro sereno y aparentemente in-consciente, y me mantenía firme.

    Unas tres semanas después de la desaparicióndel elefante, a punto de manifestar que me veíaobligado a arriar mi bandera y retirarme, el grandetective contrarrestó este pensamiento proponien-do una jugada más soberbia y magistral.

    Ésta consistía en pactar con los ladrones. Lainagotable inventiva de aquel hombre superaba todolo que yo viera, a pesar de mis abundantes cambios

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    de ideas con los cerebros más vigorosos del mundo.Blunt dijo que transaría en 100.000 dólares y recu-peraría al elefante. Yo dije que esperaba reunir esacantidad, pero, ¿qué sería de los pobres detectivesque habían trabajado tan sacrificadamente?... Bluntdijo:

    -En las transacciones, les toca siempre la mitad.Esto contrarrestó mi única objeción. De modo

    que el inspector escribió dos misivas con este con-tenido:

    “Estimada señora: Su marido puede obtener una grancantidad de dinero (y verse totalmente protegido por la ley)concertando una entrevista inmediata conmigo.”

    EL JEFE BLUNT.

    Envió una de estas cartas con su emisario con-fidencial a la “presunta esposa” del simpático Duffyy la otra a la presunta esposa del Rojo McFadden.

    Al cabo de una hora, llegaron estas ofensivasrespuestas.

    “Viejo estúpido: El simpático Duffy murió hace dosaños”

    BRÍGIDA MAHONEY.

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    “Jefe Blunt: El Rojo McFadden fue ahorcado hace 18meses. Todos los burros, menos los detectives, lo saben.”

    MARY O'HOOLIGAN.

    -Yo sospechaba esto desde hace tiempo- mani-festó el inspector-. Este testimonio prueba la infali-ble precisión de mi instinto.

    Apenas fracasaba uno de sus recursos, teníaotro pronto. Escribió rápidamente un aviso para losmatutinos y conservó un ejemplar:

    “A- xwblv. 242. N. Tjnd- fz 328 wmlg. Ozpo,- 2 m!ugw. Mum. “

    Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto lo llevaríaa la entrevista corriente. Explicó, además, que laentrevista corriente era un lugar donde se resolvíantodos los asuntos entre los detectives y los delin-cuentes. La entrevista tendría lugar a las doce de lanoche siguiente.

    Nada podíamos hacer hasta ese momento y yome apresuré a irme de la oficina y me sentí real-mente agradecido por ese privilegio.

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    La noche siguiente, a las once, llevé los 100.000dólares en billetes y se los entregué al jefe, y pocodespués éste se despidió, con su firme confianza deantaño inconmovible en los ojos. Pasó una hora casiinterminable; luego oí su grato andar y me levantécon una exclamación entrecortada y tambaleándo-me. ¡Qué llama de victoria ardía en sus ojos! Y dijo:

    -¡Hemos transado! ¡Los bromistas cantarán ma-ñana una canción muy distinta! ¡Sígame!

    Tomó una vela encendida y bajó al vasto sótanoabovedado, donde dormían siempre sesenta detecti-ves, y donde un numeroso grupo estaba en esosmomentos jugando a los naipes para matar el tiem-po. Lo seguí de cerca. Me dirigí rápidamente al os-curo y lejano extremo del aposento y en el precisoinstante cuando sucumbía a una sensación de asfixiay poco me faltaba para desvanecerme, Blunt trope-zó y cayó sobre los estirados miembros de un vo-luminoso objeto, y le oí exclamar, inclinándose:

    -Nuestra noble profesión queda rehabilitada.¡Aquí está su elefante!

    Me trasladaron a la oficina de la planta baja yme hicieron recobrar el sentido con ácido fénico.Luego, penetró allí como un enjambre todo el cuer-po de detectives y hubo otro desborde de triunfante

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    júbilo, como yo no había visto nunca. Llamaron alos reporteros, se abrieron cajas de champaña, sepronunciaron brindis, los apretones de manos y lasfelicitaciones fueron continuos y entusiastas. Natu-ralmente, el jefe era el héroe del día, y su felicidadera tan grande y había sido ganada de una maneratan paciente y noble y valerosa, que me sentí feliz alverla, aunque yo era ahora un pordiosero sin hogar,con mi inestimable carga muerta, y mi situación enla administración pública de mi país se había perdi-do para siempre, dado lo que parecería por siempreuna ejecución funestamente negligente, de una im-portante misión. Muchos elocuentes ojos dieronmuestras de su profunda admiración por el jefe ymuchas detectivescas voces murmuraron: “Mírenlo:es el rey de la profesión. Basta con darle un rastro yno necesita más. No hay cosa escondida que él nopueda encontrar”. La distribución de tos 50.000dólares proporcionó gran placer: cuando hubo ter-minado, el jefe pronunció un discursito mientras semetía en el bolsillo su parte, y dijo en el transcursodel mismo:

    -Disfruten ese dinero, muchachos, porque se lohan ganado. Y algo más: han ganado inmarcesiblefama para la profesión detectivesca.

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    Llegó un telegrama, cuyo contenido era el si-guiente:

    Monroe, Michigan; 10 p. m.“Por primera vez encuentro oficina telégrafos en más de

    tres semanas. Seguí huellas, a caballo, a través bosques, a milseiscientos kilómetros de aquí y son más fuertes y grandes yfrescas cada día. No se preocupe; una semana más y tendréelefante. Esto es segurísimo.”

    DARLEY, detective.

    El jefe ordenó que se dieran tres vítores por“Darley, uno de los principales cerebros del cuerpode detectives”, y dispuso luego que se le telegrafiara,para que regresase y recibiera su parte de la recom-pensa.

    Así concluyó el maravilloso episodio del ele-fante robado. Los periódicos prodigaron de nuevosus elogios al día siguiente, con una sola y despre-ciable excepción. La del que manifestó: “¡Qué cosagrande es el detective! Podrá ser un poco lento paraencontrar una pequeñez tal como un elefante extra-viado, podrá darle caza durante todo y dormir consu putrefacto esqueleto durante tres semanas, pero

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    lo encontrará por fin..., ¡si puede conseguir que elhombre que lo indujo a error le indique el lugar!”.

    Yo había perdido al pobre Hassan para siempre.Las balas de cañón le habían causado heridas fata-les. Se había arrastrado hacia aquel lugar hostil, si-tuado en medio de la niebla; y allí, rodeado por susenemigos y en constante peligro de ser encontrado,había perecido de hambre y sufrido, hasta que conla muerte le llegó la paz.

    La transacción me costó 100.000 dólares, misgastos de investigación 42.000. Jamás volví a pedirun cargo público, estoy arruinado y me he converti-do en un vagabundo, pero mi admiración por esehombre, a quien considero el detective más grandeque el mundo haya producido, se mantiene vivahasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días.