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EL PRIMER LOCO ROSALÍA DE CASTRO

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  • E L P R I M E R L O C O

    R O S A L Í A D E C A S T R O

    Diego Ruiz

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    Capítulo I

    -¡ Ya puedo respirar libremente... ya me encuen-tro en mi verdadera atmósfera! Sólo aquí, en estelugar de mis predilecciones, en mi quinta abacial,tan llena de encantos y de misterio, puedo calmar enparte la inquietud que me devora el alma... ¡pero,qué inquietud, Dios mío!

    -¿Tu quinta has dicho...? Nunca he sabido...-Sí, Pedro; tiempo hace ya que este hermoso re-

    tiro, con sus verdes frondas, su claustro y su silenciome pertenece de derecho. Espero que muy prontoha de pertenecerme también de hecho, a no ser quela adversidad o el destino hayan dispuesto otra cosa.

    -Pues quiera el cielo se cumplan sus votos y seaspor largos años el único dueño de tan bella pose-sión, aunque la crea más útil para ti, por los placeres

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    ideales que te proporciona, que por lo que de ellahayas de lucrarte.

    -¡Lucrarme...! Siempre esa palabra, siempre eltanto por ciento; ¿qué me supone a mí el lucro?

    -Quizá nada, por más que la ganancia y el tantopor ciento hayan de ser, como quien dice, temasobligados en las realidades de la vida. Dichoso elque puede prescindir de semejantes pequeñeces;mas de lo que tú no podrás prescindir, es de unbuen capital con el cual te sea fácil y decoroso darmás honesta apariencia a esas ventanas y puertasdesvencijadas, por las que penetran la lluvia y el fríocomo huéspedes importunos; reparar esos paredo-nes por todas partes agrietados y, en fin, levantar lostechos medio hundidos que al menor soplo amena-zan desplomarse.

    -Lo de menos son los techos ruinosos, ventanasdestrozadas y muros que se derrumban. Bien fácilcosa será, con unos cuantos puñados de oro, volverlo viejo nuevo, y convertir en cómodo asilo lo queen este momento semeja una triste ruina, a propó-sito únicamente para nido de búhos y ratas campe-sinas. Me cuido poco al presente (ya que esperomejores días) del interior de mi monasterio, y ape-nas si dirijo alguna mirada a sus desiertos corredores

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    cuando subo a visitar al cura, que habita solo endonde tantos pueden caber a gusto y con desusadaholgura. En cambio no pierdo de vista la iglesia y lasbellas imágenes que pueblan los altares, y ante loscuales me postro cada día. Adoro de la manera máspagana los altos castaños y los añosos robles y enci-nas del bosque, bajo cuyas ramas suelo vagar día ynoche con el recogimiento con que podría hacerloel antiguo druida, cuando el astro nocturno estabaen su plenilunio, y amo este claustro y profeso aestos arcos, a estas plantas y piedras, el mismo ape-go que el campesino tiene a su terruño o a la casa endonde ha nacido, se ha criado, y enamorado quizápor primera vez y última vez de la que con él com-parte las estrecheces de una vida de privaciones.

    El que de esta suerte hablaba, dando a entenderque el poético monasterio de Conjo (en cuyo claus-tro acababa de penetrar) no tan sólo le pertenecía dederecho, sino que de hecho iba a ser suyo parasiempre, era un joven elegante, pálido, de rasgadosojos claros y húmedos, de mirada vaga, y cuya per-sona de distinguido y extraño conjunto no podíamenos de atraer sobre sí la atención de todos, por-que en realidad era imposible comprender, al verle,si una enfermedad mortal le devoraba ocultamente,

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    o se hallaba en terrible lucha consigo mismo y concuanto le rodeaba.

    En la expresión de su rostro, entre dulce y hura-ño; en la correcta línea de unas facciones que reve-laban la energía perseverante propia de los hijos denuestro país; en todo su conjunto, en fin, había algoque se escapaba al análisis de los más suspicaces yversados en el arte de sorprender por medio de losrasgos de la fisonomía los secretos del corazón y lascualidades del alma.

    Queríanle sin embargo sus amigos, y todos, to-dos se sentían instintivamente inclinados a admi-rarle, como a ser incomprensible, pero superior, aquien, por más que le tuviesen por excéntrico y vi-sionario, no tan sólo le perdonaban defectos queconstituían parte de su extraña originalidad, sinoque gustaban de oír su palabra fácil, elocuente yhasta semitrágica en ocasiones, pero agradablesiempre.

    Ya tratase de sí mismo, o de los demás; ya dis-cutiese sobre los objetos del mundo externo, o seocupase únicamente de aquellos otros

    que llevamos ocultos dentro de nosotros mis-mos, fluctuando siempre entre lo real y lo fantásti-co, entre lo absurdo y lo sublime, dijérase que

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    hablaba como escribía Hoffmann, prestando a susdescripciones y relatos tal colorido y verdad tal a susfantasías, que el que le escuchaba concluía por de-cirse asombrado:

    -Ignoro si en realidad es o no un loco sublime;pero fuerza es convenir, por lo menos, en que poseeuna imaginación poderosa, gracias a la cual, se com-place en extraviarse de la más bella manera posible,por los caminos menos accesibles a las inteligenciasvulgares.

    Aquel día, otro joven de entendimiento claro ytambién de gustos y aficiones mitad románticas,mitad realistas, le acompañaba. Observador con-cienzudo y amante de lo extraordinario, gustaba porlo mismo de prestar atención a las extrañas divaga-ciones a que comúnmente solía entregarse el hom-bre singular que acababa de asegurarle con todoaplomo ser el verdadero dueño del monasterio, so-bre cuyo origen y campestre belleza, a porfía, nove-listas y poetas han formado su leyenda o su historia,más o menos hermosa y más o menos real.

    Ambos se sentaron bajo una arcada del claustro,a la sazón desierto por completo, pudiendo así per-cibirse en toda su agreste armonía el piar de los pá-

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    jaros y el rumor de la fuente, únicos ruidos quehasta allí llegaban en aquel momento.

    El sol brillaba sereno y tibio, y un viento frío deotoño agitaba suavemente, como si temiese herirlascon demasiada crudeza, las cintas de la perennehierba que alfombraba el suelo, y las diversas plan-tas y agrestes, en las que sobresalían las legendariasmatas de jazmines que adornan las rotas cornisas.

    Los dos amigos permanecieron algún tiempocomo recogidos en sí mismos, hasta que el nuevocuanto extraño poseedor del monasterio dijo a sucompañero:

    -Escucha atentamente... ¿Qué oyes?-Oigo trinos de aves, rumor de agua, y algo co-

    mo imperceptibles quejidos que lanza el viento alpasar cerca de mí.

    -¿Y nada más?-Nada más.-¡Ah!, no se comunican contigo, sin duda, los

    que vagan sin cesar en torno nuestro en invisibleforma, o acaso no los entiendes: pero yo los siento,percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos.No sólo envueltos en las tinieblas, los espíritus delos que fueron en el mundo vuelven a él, sino tam-bién entre las transparentes burbujas del agua cris-

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    talina, en las alas de la brisa o de la ráfaga tempes-tuosa; en los átomos que voltejean a través del rayode sol que penetra en nuestra estancia por algúnpequeño resquicio, y hasta en el eco de la campanaque vibra con armoniosa cadencia conmoviendo elalma: en todo están, y giran a nuestro alrededor decontinuo, viviendo con nosotros en la luz que nosalumbra, en el aire que respiramos. ¿Por qué se hallael hombre tan en paz y a gusto en la soledad? Preci-samente porque en ella está menos solo que entrelos que respiran todavía el aire terrenal que nos davida prestada, a los que aún tenemos que morir. Pe-ro cuando ningún vivo nos acompaña; cuando en laplaya desierta, en el bosque o en otro cualquieraparaje aislado, nos encontramos sin quien nos mireo nos observe, legiones de espíritus amigos y sim-páticos al nuestro, se nos aproximan hablándonossin ruido, voz ni palabra, de todo lo que es desco-nocido a los terrenales ojos, pero agradable y com-prensible al alma que siempre suspira por su patriaausente. Es entonces cuando encuentras transpa-rencia celeste en los cristales del humilde arroyo,vida en la flor que asomada por entre las hojas, yerguida y gentil sobre su flexible tallo, parece mi-rarte sonriendo como una hermana cariñosa; acen-

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    tos que te conmueven sin que sepas si parten de laverde espesura, de la onda espumosa, de la nubeque pasa reflejando con vuelo rápido su sombra enla campiña, o de la naturaleza entera; es entonces,en fin, cuando el poeta se siente inspirado, másdueño de sí el sabio, más grande el filósofo y el ana-coreta y el asceta más cerca de Dios.

    Calló el joven, y su amigo, que le miraba entrepensativo y burlón, replicó:

    -No cabe duda, Luis, que la imaginación (graninventora de quimeras) se exalta más fácilmente enla soledad, y que cuando nos hallarnos apartados denuestros semejantes, amén de que podemos com-prendernos mejor a nosotros mismos, nos es dadoademás crear con mayor facilidad mundos que noexisten, y poblarlos de visiones hijas todas de nues-tra fantasía. Estas visiones deben ser las que tú lla-mas espíritus, que seguramente no vuelven a estemundo desde que han dejado en él su envolturamortal, caso de que, desde que la materia acaba,prosigamos viviendo en otros espacios.

    -¡Qué de vulgaridades se te ocurren -replicóLuis-, para contradecir mis opiniones y desvanecermis convicciones! De ello no me sorprendo. Si elmédico siente alguna alteración en su organismo,

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    algún desarreglado latido en su corazón, puede decircasi con seguridad si es causa de semejantes trastor-nos un exceso de crasitud en la sangre, o de debili-dad en su sistema nervioso, mientras el campesino,por ejemplo, completamente ajeno a la ciencia,achacaría los mismos síntomas a bien diversas cau-sas. Por eso, todo lo que para ti es pura fantasía, espara mí realidad que mi alma concibe y siente. ¿Endónde he aprendido yo, tan ignorante como tú enotros tiempos en tales materias, a comprender loque ahora veo claro como la luz? Aquí precisamen-te, en este mismo claustro y en ese bosque que sehalla a algunos pasos de nosotros, fui adquiriendolos conocimientos que poseo, y abriendo poco apoco los ojos a las ocultas revelaciones... Veo que tesonríes.... mas, si quisieras prestarme atención, laatención seria y llena de recogimiento que ciertascosas exigen, si te fuese posible tener alguna fe enmis palabras, sabrías lo que a nadie he dicho aún...Verdades que parecen quimeras, hechos reales quese dirían fantásticas creaciones de una mente en-ferma o extraviada.

    -¡Que me place! Sabes que fluctúo con harta fre-cuencia entre lo real y lo imaginario, que me agradadescorrer los velos de lo oculto, que me complazco

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    como los niños con lo absurdo, lo extraordinario ylo maravilloso. Cuenta, por lo tanto, con la atencióny el recogimiento que deseas, y aún con la seguridadde que seré feliz oyendo tus singulares historias anadie reveladas, tus delirios que...

    -Dales el nombre que te parezca, pues lo de me-nos aquí son las palabras; pero reprime hasta dondepuedas los ímpetus de tu innata incredulidad si noquieres que me detenga al primer paso... Hoy tengonublada el alma, opreso el corazón, el ánimo impa-ciente, y pudieran producirme mala impresión tusdudas.

    -Habla... me hallo con voluntad firme de creercuanto digas y afirmes. No puedes pedir más... teescucho.

    -No esperes que sea demasiado divertido lo quevoy a contarte. Sospecho que va a faltarle ilación enel sentido absoluto de esta palabra, que confundirémás de una vez la luz con las sombras, y que de laburda hilaza de lo material pasaré, quizá sin transi-ción, al tejido más fino que pueda fabricar mi pen-samiento; resultando de todo ello un no sé qué deinverosímil en el terreno de lo razonable y lo real,que al pronto te hará fluctuar entre la sorpresa y laduda. Pero tú, que tienes talento y sabes sorprender

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    el secreto de lo que se calla por lo que se ha dicho amedias, irás atando aquí un cabo, allá otro, y al finacabarás por comprenderme, estoy bien seguro deello.

    -Yo lo espero también: para lograrlo pondré to-do el esfuerzo de mi entendimiento, tanto máscuanto que no deja de parecerme algo difícil la em-presa.

    -Mayor será entonces la victoria que alcances...Empiezo, pues... ¿por dónde?, espera... Deseo ha-blar y sin embargo...

    Nuestro héroe pareció quedar ensimismado al-gunos momentos, en los cuales bañó su rostrocierto reflejo, hijo de dolorosa inspiración; perodespués, con una expresión y acento indescriptiblesy que tenían tanto de fantástico como de exclusiva-mente suyo, continuó hablando de esta suerte:

    -¿No has visto muchas veces, cuando la tierra sehalla exuberante de vida, cómo dos mariposas sepersiguen en rápido vuelo por entre las rosas y elfollaje? Pues así en este momento sus dos almas entorno mío. Pero no se buscan, semejantes a los ala-dos insectos, amándose o para amarse; sino en lu-cha callada y misteriosa, cuyo término no puededecidirse al presente, porque el que fue cuerpo y

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    envoltura mortal de la una, ha fenecido ya, yendo aformar parte de nuestra madre tierra, mientras laotra vive todavía en este mundo adherida a su carne.Lo que acontecerá cuando el tiempo haya dejado deexistir para ella y para mí, así como dejó de ser parala pobre Esmeralda, eso es lo que no me atrevo aprofundizar, lo que no querría adivinar siquiera (hoymenos que nunca) por miedo a confundir la luz demi entendimiento con las tinieblas de lo inconmen-surable. Porque ciertas dudas, semejantes al hachadel inexperto leñador en el bosque secular, derribany talan sin compasión cuanto hay de más hermoso yconsolador en las esperanzas póstumas de los hom-bres. Hay un punto en ese más allá hasta donde elpensamiento humano cree poder llegar, en el cual laosada mente se detiene indecisa, asombrada, llenade temor; porque el hilo misterioso que parece atarlo que es y lo que ha de ser, es tan sutil, y tan tenuela luz que nos permite distinguirlo, que en mediodel ansia que nos domina imaginamos algunas vecesque no es tal hilo salvador de nuestras terrenalestormentas aquél que vemos, sino la línea que separapara siempre lo que ha muerto y lo que está vivo,los afectos que aquí nos poseyeron y los que alláhabrán de contribuir a formar nuestra gloria o

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    nuestro purgatorio... Pero... oigo pasos... llega gentey me alegro. Empezaba a apartarme del camino quedebo seguir y esto me llama a mi asunto...

    -¡Qué semblantes tan demacrados y huraños! -dijo entonces Pedro, señalando a los que pasaban.

    Mirólos Luis a su vez con ojos compasivos, yreplicó:

    -Son enfermos, unos del cuerpo, otros del alma,que vienen a curarse con exorcismos y oraciones yaque la medicina no puede hacer el milagro de aliviarmales que no tienen remedio ni suprimir la inevita-ble muerte, herencia de los mortales. El fraile ex-claustrado que pone sobre esas desgreñadas ylánguidas cabezas la sagrada estola, y lee en latín lomejor que puede las oraciones y conjuros con queespera arrojar del cuerpo de las víctimas los malig-nos espíritus que las atormentan, viene a ser comola postrera esperanza de los deshauciados, esperanzaque les alienta y anima y les acompaña por el cami-no de la muerte, haciéndoles soñar con la vida y lasalud. ¿Y quién que haya de morir no quiere moriresperando? Cuando yo, arrodillado ante el altar, in-cliné mi cabeza para que como a aquellas ignorantesy dolientes criaturas me colocaran sobre ella la es-

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    tola bendita, no puedo explicarte lo que pasó pormí.

    -¿Pero tú... tú también, Luis...?-Sí, yo. Voy a contarte como pasó aquello. Y ve

    cómo sin quererlo empezaré así mi relato, ya que nopor donde debiera, por donde sin duda me agradamás. Pero... vámonos antes al bosque. Me aflige vera esas pobres gentes con el rostro tan marchito co-mo su alma. Si hablaras con alguno de esos enfer-mos te conmovería, sin duda, lo raro de suspadecimientos, verdaderamente inexplicables en sumayor parte, y de que en vano quieren verse libres,poniendo en ello todo el empeño del que se sienteirremisiblemente perdido. ¿Por qué no hemos deperdonarles que acudan a lo que llamamos remediossupersticiosos (que ellos tienen, sin embargo, porespirituales y santos), cuando los materiales de nadales ha servido ni nada les ha aliviado? Es natural quebusque auxilio en lo alto quien siente faltarle la tie-rra bajo los pies.

    -Te muestras demasiado benigno con semejan-tes abusos y creencias, que desde hace tiempo de-bieran haber desaparecido de la tierra para siempre.

    Miró Luis a Pedro con cierto aire de severidad,que no pudo reprimir, y repuso:

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    -Existe algo en el hombre de todas las edades,que no se educa ni ciñe por completo a las exigen-cias de la razón ni de la ciencia, así como suele so-breponerse también a todas las ignorancias ybarbaries que han afligido y pueden afligir a la hu-manidad entera. Y este algo, es el exceso de sensibi-lidad y de sentimiento de que ciertos individuos sehallan dotados, y que busca su válvula de seguridad,sus ideales, su consuelo, no en lo convencional, sinoen lo extraordinario, y hasta en lo imposible tam-bién. Ve, si no, a una madre de esas que han sidoperfectamente educadas, y que puede decirse ins-truida, pero que es madre cariñosa al mismo tiempo;mírala a la cabecera de su hijo moribundo, sin espe-ranza de poder volverle a la vida. Acércate a ella entan angustiosos momentos, aconséjala el mayor delos absurdos en el terreno de las supersticiones, ase-gurándole que si hace lo que se la ordena, su hijorecobrará la salud, y verás cómo cree en ti y se apre-sura a ejecutar exactamente lo que a sangre fría hu-biera condenado y ridiculizado en otra cualquiermujer. Y si por casualidad su hijo volviese a la vida,aquella madre será supersticiosa en tanto exista, pe-se a su propia razón y a cuanto haya de más materialy contrario a esa fe ciega, que así puede devolvernos

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    la perdida tranquilidad como conducirnos por elcamino de las mayores aberraciones.

    Hablando de esta suerte, los dos amigos se ha-bían ido encaminando hacia el bosque por la puertainterior del claustro, hallándose bien pronto pisandoun verdadero mar de hojas secas, que como lluviadorada, caían de continuo de robles y castaños so-bre la cabeza de ambos interlocutores, aumentandoasí a sus ojos la belleza de aquel paraje, severo comotodo lo grande y plácido como todo lo agreste yhermoso.

    El sol atravesaba con dulce melancolía a travésde las ramas medio desnudas de los gigantes álamos,y de los árboles añosos que en largas filas parecíanperderse yo no sé en qué espesuras misteriosas, quela loca fantasía soñaba interminables y eternas. Lospájaros piaban mimosamente y como si cuchichea-sen entre sí, mientras tendida el ala enjugaban al solel húmedo plumaje, y las ranas cantaban sus amoressumergidas en los charcos que las lluvias habíanformado en los terrenos hondos, y en los cuales sereflejaban con una limpidez y belleza indescriptiblesla luz y las diversas plantas y flores silvestres quepor allí se encuentran en todas las estaciones.

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    Cuando los dos jóvenes se hallaron orillas delrío que atraviesa el bosque, ya formando misteriosascascadas al chocar contra los caídos troncos que eltiempo o el rayo han derribado, ya lagos serenos endonde se diría que las ninfas duermen y sueñan a lasombra de las más poéticas umbrías, se detuvieronsilenciosos.

    El uno parecía contemplar como cualquier sim-ple mortal, amante de lo bello, la campestre hermo-sura de cuanto le rodeaba, pero el pálido semblantedel otro acababa de tomar una expresión entre mís-tica y dolorosa. Los hermosos ojos de Luis vagabanerrantes de la onda a la flor, del árbol a la nube lige-ra que atravesaba como huida y sola, por el azul diá-fano del cielo: dijérase que buscaban algo que no sehallaba al alcance de las miradas o de la compren-sión de los demás.

    -Luis -se atrevió a decirle Pedro desde que vioque su amigo proseguía ensimismado-, ¿no querrássin duda dar comienzo a tu relato y hacer las pro-metidas confidencias...? Lo digo porque te encuen-tro más dispuesto a meditar que a hablar.

    Miróle Luis como si acabase de despertar de unsueño y contestó:

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    -¡Ah, es verdad!, me hallaba absorto en ideasbien extrañas... y yo no sé qué voz secreta murmu-raba a mi oído, ¡ahora, ahora mismo!, palabras,misteriosas de esperanza, de alegría y de temor.. Sí,también temerosas, Pedro; parece que todos missueños, todos mis fantasmas del pasado y del por-venir, y cuantos espíritus aman mi espíritu y las flo-res y los pájaros, el agua y la luz, reunidos todos ytomando forma y cuerpos diversos cada uno, medecían a un tiempo cosas inteligibles... ¡Qué inmen-so es el universo, Pedro... y qué pequeño el hombreen tanto se halla ligado a la carne...! Todo, mientrasvive en la tierra, está vedado para él, y por más queestudia y lucha, prosiguen ocultos a sus ojos en lasinmensidades que el pensamiento humano no puedemedir, el principio del principio y el fin del fin. Peroallá aparece aquella pequeñuela, bregando la des-venturada con las reses que guarda cuando apenas sipuede guardarse a sí misma. La miseria es la que ennuestro país, sobre todo, obliga a la niña a hacer lalabor de una mujer y a la mujer las labores del hom-bre... ¡Si hubieses conocido a la pobre Esmeralda!¿No has oído hablar nunca de una muchacha aquien llamaban así por estos alrededores?

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    -Nunca, y eso que el nombre no es, en verdad,común en el país.

    -No era éste su nombre de pila, sino simple-mente un apodo; pero nadie la conocía jamás sinopor Esmeralda... ¿Cómo habías tú, sin embargo, derecordarla aun cuando la hubieses visto? La flor quebrota entre la maleza, pocas veces logra atraer lasmiradas de los que gustan de aquellas otras nacidasen los bien cultivados jardines. Yo mismo hubierapasado al lado de aquella interesante criatura sinfijarme en sus encantos, si mi desventura no mehubiese aproximado a ella. El día que entré en elbosque, después de haber sido exorcizado por elfraile, que en este convento se ocupaba entonces(como otro lo hace ahora) en obra tan caritativa, lahablé por primera vez en una triste mañana de in-vierno fría y desapacible.

    -Pero... antes de todo... dime, porque me aguijo-nea la impaciencia de saberlo, ¿cómo pudiste pres-tarte a tan ridículas pruebas...?

    -Ridículas... sea; ya irás comprendiendo poco apoco. Berenice... Berenice es una mujer a quien heamado, a quien amo, a quien amaré mientras existaalgo mío, una sola partícula, un solo átomo de miser en este mundo o en otro cualquiera.

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    -Berenice... ¿Berenice has dicho? ¡Dios podero-so! ¡Permíteme que te interrumpa! ¡Berenice.... algohe oído de eso que no puedo recordar bien peroque ha dejado en mi ánimo una impresión hartodesagradable... Sí, juraría que no me engaño. Bere-nice era una joven que se contaba entre las de altaalcurnia, por más que muchos pusiesen en duda lalimpieza de su sangre azul, y que se juzgaba elegantepor la sola razón de que vestía con inusitado lujo;que quería se la tuviera por inteligente y sensata,siendo simplemente fría y altiva; que pretendía, enfin, pasar por la más interesante y hermosa de lasmujeres, y apenas si podía incluírsela en el númerode las bonitas.

    -Estás blasfemando, Pedro -le interrumpió Luiscon melancólica sonrisa.

    -¿Es decir, que he acertado? -prosiguió Pedrocon ironía-. ¿Qué es de aquella criatura insípida,henchida de sí misma y vacía de sentimientos y caside ideas de quien hablas, Luis...? ¿Es ella, pues, lamujer a quien dices que amas y amarás mientras vi-vas...? ¡Horrible, muy horrible si fuese verdad!

    -¡Oh, Berenice, Berenice de mi alma! ¡Qué sabenellos, profanos, lo que tú eres y vales...! ¡Cuánto hayen ti de belleza única, divina... incomprensible!

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    Así exclamó Luis sin demostrar enojo hacia suamigo, pero con una ternura y fervor tan profun-dos, con tan verdadera unción y beatífico recogi-miento, que Pedro, no menos asombrado quesuspenso, enmudeció lleno de respeto.

    Después de algunos momentos de silencio, Luisprosiguió diciendo:

    -Yo había galanteado a varias mujeres, y aunsospechaba si en otro tiempo no había amado a al-guna, pero era engaño. Sólo desde que la vi, empecéa estar triste y a conocer la fuerza de esa pasión lla-mada amor (que es, como si dijéramos, el principio,el germen de la vida), cuando este amor es verdade-ro y arraiga en el corazón alimentado por la irresis-tible simpatía y los fluidos misteriosos de un cuerpoque nos atrae; por las puras y ardientes aspiracionesdel alma que anhela unirse a otra alma que la llamahacia sí con incontrarrestable fuerza; por los ins-tintos naturales de la carne, y todo aquello que da ala vez gusto a los enamorados ojos, aliento al espí-ritu, y alas al pensamiento para remontarse al infi-nito, origen y fuente de ese sentimiento inmortalque nos domina. No siempre, sin embargo, o másbien dicho, muy pocas veces encuentra el hombre elideal por que vive suspirando desde el momento en

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    que empieza a entrever los divinos contornos delalado niño, tras del cual está destinado a correr sindescanso, mientras un átomo de juventud anime sucuerpo, ya acaso decrépito. La mayor parte de lasveces, el amor toma en nuestra naturaleza el carác-ter de enfermedad crónica, que se revela de diversasmaneras y que sufre diferentes transformaciones amedida que los años avanzan, sin que logremoscalmar las inquietudes y la sed eterna de goces in-mortales que en nosotros produce. Es entoncescuando malgastamos nuestras riquezas de juventudy vida, de fe, de ilusiones y de esperanzas con cadamujer que nos sale al paso, y a la cual adornamoscon gracias que sólo existen en nuestra fantasía, pa-ra huir desengañados en busca de otras y otras quehemos de abandonar bien presto de la misma mane-ra, ya doloridos y llenos de desaliento, aunque con-tumaces siempre en el mismo pecado, ya cada vezmenos sensibles a lo ideal y más encenagados en loimpuro. ¿Pero, acaso, Pedro, tenemos la culpa detales cosas? Vamos en busca de lo nuevo porque nonos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido de-jando atrás; porque hay una fuerza interior que nosimpele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca deaquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del

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    complemento de nuestro ser. Muchos no aciertancon él jamás, y ruedan así despeñados de escollo enescollo hasta el fin de sus días; pero en cambio, losque como yo le han hallado, detiénense fatalmenteen un punto sin que ya les sea dado avanzar un solopaso. ¿Ni para qué necesitarían ir más allá? Tal meha sucedido a mí con Berenice, quien desde el mo-mento en que la vi, fijó irrevocablemente mi desti-no.

    Bien ajeno de lo que iba a pasarme, fui a vivirfrente por frente de su casa, cubierta por aquel en-tonces de enredaderas y emparrados como la grutade una ninfa. Aquellas enredaderas eran como unsímbolo que no entendí al pronto; pero no tardé endarme cuenta de lo que por mí pasaba, pues a losdos meses de haberla visto llegar y tomar posesiónde aquel encantado nido, pude convencerme de queera para siempre suyo en el tiempo y en la inmensi-dad.

    En todo mi ser, en mis ideas y costumbres, ope-róse un cambio completo; fui otro hombre, y lasgentes empezaron a mirarme de una manera extrañay llena de curiosidad cuando pasaban a mi lado.Debían trasver en mi semblante algo como un res-plandor misterioso, producido por la divina llama

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    que ardía oculta en mi seno santificándolo. Com-prendí, sin embargo, que jamás sería capaz de decira mi ídolo te amo. Esta palabra, después de todo,significaba bien poca cosa para lo que yo hubieraquerido expresar y sentía dentro de mí.

    ¡Te amo! Esto se lo había yo repetido infinitasveces a otras mujeres, y casi me parecía una profa-nación tener que usar con aquella criatura semi-divina el mismo común lenguaje que con las queeran únicamente vulgares hijas de Eva. Tampocome preguntaba a mí mismo (no podía atreverme atanto) cómo iba a vivir así, con mi inmortal pasión,sin morir y anonadarme. Para mí había dejado decorrer el tiempo, sólo existía Berenice, es decir, eluniverso, la eternidad, el todo concentrado en ella.Porque yo no sé cómo confundía y confundo aúnsu imagen y su espíritu con lo que fue, es y ha deser, con lo que pienso, siento y veo; ella está en mí yen cuanto me rodea.

    Por mucho tiempo ignoré cómo la llamaban lasgentes (no quería hablar de mi otra mitad a almanacida, ni darle yo un nombre); era ella y me basta-ba... Pero... ¿se había fijado en mí? ¿Habría adivina-do...? No puedo explicarte ahora la especie desupersticioso temor que me embargaba el ánimo al

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    suponer si llegaría a notar cómo mis ojos se fijabanen ella y acechaban de continuo el momento en quepodrían verla, con una ansiedad y pertinacia incan-sable. Yo estaba casi seguro, sin embargo, de queella nada veía ni sabía de mí, y temía instintivamentea sus miradas, como se teme al rayo y a todo aquelloque es más poderoso que nosotros. La adoraba dehinojos y en silencio, la amaba a escondidas y vivíade ella sin pensar en pedirla cosa alguna. ¿Pedirla...?¿Qué? Si era mía, si me pertenecía para siempre.¡Pedir!

    Una mañana al dirigir como de costumbre mismiradas hacia su casa, vi puertas y ventanas hermé-ticamente cerradas. El sol se oscureció de repenteante mis ojos, por más que brillase entonces contodo su esplendor; hasta que pasados los primerosmomentos de sorpresa, desconcertado y aturdido,bajé precipitadamente a la calle para convencermede que no me había engañado. Rondé en torno deldesierto nido y hasta me atreví sin disimulo alguno(no era capaz de tenerle entonces) a empujar la ce-rrada puerta y poner mi oído sobre el hueco agujerode la llave, pero en el interior de aquella morada rei-naba un silencio sepulcral.

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    -¿A dónde se han ido? -pregunté con trémuloacento, dirigiéndome en son de reto al carpinteroque vivía en la tienda de enfrente.

    -¿Quiénes? -me contestó con aire un tanto estú-pido mientras me miraba de una manera particular.

    Con mi mano y mis ojos señalé hacia la casaporque la voz se me había anudado en la garganta.

    -¡Ah! -exclamó entonces el buen hombre boste-zando-. El padre va a Madrid, y la madre y la hija alconvento de Conjo a pasar una quincena. En elpueblo hace ahora demasiado calor y no se diviertela gente. Todo el mundo huye menos el que nopuede, como por ejemplo le sucede a este pobreque está usted viendo.

    El sol brilló de nuevo radiante para mí al oíraquellas palabras, y el corazón que sentía oprimidomomentos antes tornó a latir alegremente dentro demi pecho. Casi sin darme cuenta de lo que hacía,volví bruscamente la espalda al carpintero y a pasolargo me encaminé hacia este lugar, como un con-denado después de desprenderse de las garras deSatanás se encaminaría hacia el cielo. ¡Ah!, confiesoque aquel pequeño incidente me hizo volver en mí ypensar que ella y yo no existíamos todavía unidos enlo eterno, sino que estábamos aún sujetos a las mu-

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    danzas y vaivenes humanos. Y que así como impen-sadamente acababan de llevármela a sitio tan cerca-no, pudiera muy bien haber sido allá lejos, muylejos, y perderse para mí en cualquier paraje ignora-do. ¡Cuánto me horrorizó esta idea!

    El tiempo estaba magnífico, era a principios deagosto, y bajo estos árboles cubiertos de espeso fo-llaje gozábase en las horas del calor de un reposo yfrescura reparadores. Pocos osan para venir a errarbajo estas umbrías, arrostrar antes de que llegue latarde, el sol que cae a plomo sobre los campos y elcamino que aquí conduce, y yo era, por lo tanto, elúnico dueño de esta hermosa soledad, en la cual suespíritu, cuando no ella, vinieron desde entonces avisitarme de continuo... Tres eternos días pasé sinque lograse verla, y sin poder decidirme a abando-nar sino por muy breves momentos los alrededoresdel monasterio. A través de los árboles miraba sincesar hacia las habitaciones, que bajo la mal seguratechumbre se hallan todavía habitables, y a cada pa-so creía, latiéndome de placer el corazón, que iba averla aparecer dentro del oscuro marco de alguna deesas viejas ventanas. Mas cuando al morir de cadatarde hallaba de nuevo frustrada mi esperanza, sen-tía una mortal congoja que en vano pretendería ex-

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    plicarte con mi fría palabra, y que me impedía aban-donar estos lugares en los cuales se hallaba la partemás integrante de mi ser. Aquí pasé una tras otranoche errando por entre la espesura del bosque a laluz de la luna que, como dice el gran orador, memiraba desde la transparente altura, pálida como lamuerte y triste como el amor ¡Oh...! ¡si supieras quéinexplicables secretos he sorprendido en el fondode estas misteriosas frondosidades...! ¡qué cosas mehan sido reveladas! No era el rumor de la brisa talsimple rumor que halaga únicamente el oído y agitacon suavidad el ramaje, ni el árbol y la flor plantasque germinan, crecen y se secan para no retoñarjamás desde que han muerto, ni el agua corría fa-talmente en su cauce ajena al encanto que presta alas riberas que baña, ni el peñasco que permaneceinmóvil, o el guijarro que rueda impelido por ajenafuerza, eran cosas insensibles como las suponemoslos hombres. Tras lentas evoluciones (en el fondode mi alma ella era la intérprete de revelaciones se-mejantes), yo iba encontrando, en cuanto veía entorno mía, vida y fuerza propias, relacionadas contodo lo que siente y es inmortal. No; nada muere enel universo, nada de lo que Dios ha criado puedeperecer, nada hay insensible sobre el haz de la tie-

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    rra... ¡Todo vive, todo siente... el agua, la piedra, elviento... las constelaciones!

    Calló Luis, mientras su amigo, que le contem-plaba asombrado de la prodigiosa manera con queaquél fantaseaba y del acento de verdad con querevestía sus palabras pronunciadas con apostólicoardor, que no podía menos de conmover el alma delque le oía, llegó a imaginarse a pesar suyo quecuanto le rodeaba tenía, en efecto, sentimiento yvida; creyó oír hablar a las plantas, sonreír a las flo-res, y dijo para sí:

    -Sin duda es contagioso el mal de Luis... por lamanera al parecer cuerda con que afirma ser reali-dad y no sueño y quimera, sus extraños desvaríos.

    Esta breve reflexión se hizo mientras Luis, des-pués de algunos momentos de silencio, emprendióde nuevo su difusa y singular relación diciendo:

    -Estoy divagando, lo conozco, y voy si puedo aconcretarme a los hechos. Es lo cierto que la últimade las tres noches que aquí pasé (anterior a la auroramás bella de mi vida), de tal suerte se comunicaronconmigo los espíritus de esta selva y me mostraronpor medio de la luz de la luna, del perfume de laflor, del agua y de los rumores de los vientecillos,cuanto hay de grande y de eterno en el seno amoro-

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    so de la naturaleza que, cuando rayó el alba, seme-jante a aquel ermitaño que estuvo por espacio desiglos oyendo no sé qué cántico del cielo, yo mehallaba estático y absorto al pie de esas grandes lo-sas que sirve de puente entre una y otra orilla delrío, contemplando la sonrosada luz del alba, el aguaque corría, y viendo por vez primera, a través de lascristalinas linfas, cosas sorprendentes e inexplicablesen el humano lenguaje. Allá en el fondo sin fondodel diáfano espejo, al par que los altísimos robles yel espeso follaje que borda ambas riberas, reflejá-banse asimismo los abismos celestes, incitándome asepultarme en ellos por medio de tan halagadoraspromesas y de atracción tan apacible y dulce quecausaban vértigos. Ella, en tanto, me sonreía alláabajo, muy abajo, incorpórea, pero identificada concuanto la rodeaba y formando parte de aquel am-biente y de aquel abismo que me atraía a su senocon melodiosos y secretos acentos... Contemplar laceleste bóveda extendiéndose sin límites sobrenuestras cabezas es grande, sin duda, y eleva el espí-ritu a regiones altísimas; pero verla a nuestros piesreflejándose en el húmedo espejo del agua transpa-rente es una verdadera tentación para los que de-sean abandonar la tierra o ir en busca de algo que

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    aquí no pueden hallar. ¡Oh, si uno pudiera caer tanhondo como parece mentirnos el agua traidora...!¡Pero no hay tal mentira... se cae más hondo... máshondo todavía...! Dejemos esto, sin embargo.

    Hallábame yo así absorto, cuando el vuelo de unpájaro que pasó rozando sus alas con mi frente, in-clinada hacia el río, me hizo levantar la cabeza es-tremecido por no sé qué extraña emoción. Era unalindísima urraca, la que con su ala tocara mis cabe-llos, yendo a beber después en la corriente pura, aalgunos pasos más adelante. Por sus graciosos mo-vimientos y por el brillo de su plumaje logró desdeluego despertar mi atención, y la seguí con la miradadesde que, apagada su sed, fue a posarse en la ramade un vetusto roble. Entonces, sin cesar de movercon gracia y coquetería su pequeña cabeza, empezóa decir con pronunciación tan clara que parecía cosade milagro o hechicería:

    -¡Berenice...! ¡Berenice...!Yo la escuché, sorprendido primero y con raro

    placer después. ¡Aquel extraño nombre sonaba tanarmonioso en mi oído! «¡Berenice!, ¡Berenice!», re-petía yo con el ave en tono fervoroso como el quepronuncia una oración. Y fui siguiendo maquinal-mente a la parlera urraca, que, tras de caprichosos

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    vuelos, concluyó por posarse en una de las ventanasbajas del convento, repitiendo más clara y distinta-mente que nunca:

    -¡Berenice! ¡Berenice!-¿Qué me quieres, zalamera? Aquí estoy. ¿Ya

    tornas de tu visita matinal al monte y al río? ¡Quiéntuviera alas como tú!

    Era ella, ella, la que a los gritos de la urraca aca-baba de aparecer en la ventana.

    Aquí mis pensamientos se confunden, y se turbami memoria... Te diré, sin embargo, que como enaquel momento no tenía sitio alguno en donde re-fugiarme para no ser visto, ella me vio, y me miró...me miró de la manera que ella sola sabe hacerlo,obligándome a que, como deslumbrado, cerrasemaquinalmente los ojos. Pero bien pronto, aguijo-neado por irresistible impulso, como el ciego que,tornando a ver, busca anhelante la luz que ha heridode nuevo su pupila, volví a abrirlos y la miré a mivez. Yo ignoro lo que pude decirla con aquella mi-rada, y lo que con las suyas me dijo ella: ¡himno in-traducible al humano lenguaje! Sólo sé que desdeaquel momento, en el cual mi verdadera vida em-pieza, hemos quedado unidos para siempre.

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    Cuatro meses tardaron en abandonar el con-vento. La salud de Berenice reclamaba su perma-nencia en donde pudiese respirar frescos ambientesy campestres aromas, y yo fabriqué asimismo minido, como quien dice, entre los árboles de esta sel-va para no apartarme nunca de mi amada. ¿Tú sabeslo que es amarse como nosotros nos amábamosviviendo aquí? Pero... ¿cómo has de saber tú eso?Fueron semejantes días, siglos de placer para noso-tros; pero no de placer de este mundo. Las estrellastomaban parte en nuestros íntimos regocijos, y laluna nos acariciaba con sus rayos, siempre discretos,contándonos misteriosamente la divina historia deaquellos bienaventurados que al reflejo de su luzpudorosa gozaron anticipadamente en la tierra lasinmortales delicias.

    Las flores y las plantas nos conocían y hablabancon místico recogimiento cuando nos acercábamosa ellas; los pájaros se alegraban al vernos y la auroraparecía retardar algunas veces su salida para que nonos separásemos tan presto. En el mismo templo...¡con qué recogimiento, mientras resonaban los sa-grados cánticos, buscaba yo a Dios en alas de miterreno amor, y cómo de esta manera me sentía máscapaz de adorar al que todo lo ha creado! Allí fue en

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    donde oí las solemnes promesas enviadas desde elcielo hasta mi corazón; las promesas eternas... ¿Quéimportan, pues, los pasajeros vaivenes del mundo?Primero, ¡es verdad!, el agudo dolor que enloquece yasesina; después, el tormento sordo, constante, lafiebre lenta que consume; más tarde, la melancolíaque nos acompaña hasta la muerte, y al cabo... alcabo el bien en toda su plenitud.

    En una noche desabrida y oscura, a principiosde noviembre, cuando como ahora el bosque se ha-llaba cubierto de hoja, en la cual se enterraba el piecon ruido misterioso, fuimos, buscándonos en lasombra, a decir por el momento ¡adiós! a nuestrascitas en este paraje encantando y mil veces bendeci-do por ambos. Todo cambio es molesto por leveque sea, cuando nos hallamos contentos con lo queposeemos, sobre todo si ese cambio ha de robarnosaun cuando sea una pequeña parte de nuestro bien.Por eso, por más que teníamos por imposible queen adelante dejásemos de vernos, pues no habríahumano obstáculo que pudiese impedírnoslo, pormás que nos cabía la seguridad de que ella había deestar siempre conmigo y yo con ella, ambos nos ha-llábamos tristes aquella noche porque ya no nos se-ría dado bajar cada día al bosque bendecido y

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    contemplarnos allí en no interrumpidos éxtasis,alumbrados ya por el sol, ya por la luna, y teniendopor únicos testigos de nuestros interminables colo-quios todo lo que hay de más bello en la naturaleza:árboles, flores y pájaros; astros amigos que nos mi-raban cariñosos desde la altura, y dulces murmurios,silencio y misterio por doquiera.

    Con las manos estrechamente enlazadas, mien-tras nuestras miradas se buscaban por instinto entrelas tinieblas que nos envolvían, hubo un momento,aquél en que íbamos a separarnos, en que, no ha-llando palabras con que expresar el disgusto que deambos se había apoderado, permanecimos silencio-sos. Oímos entonces caer la lluvia con rara y tristearmonía sobre las muertas hojas, y leves estallidos,que pudieran decirse dolorosos, producidos por losya secos tallos de las plantas y flores marchitas queel viento iba tronchando en su vertiginosa carrera,llegaban por intervalos a nuestro oído, mientras elrío, engrosado por las lluvias, rugía sordamentearrastrando en medio de las tinieblas, ¡quién sabeque ignoradas víctimas! Todo era oscuridad arriba yabajo. Sólo una estrella, brillando de cuando encuando a través de las nubes, venía a reflejarse enlos profundos charcos, apareciendo en el fondo,

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    inmóvil y misteriosa, semejante a esas ideas fijas quemoran escondidas y enclavadas en las almas a lascuales atormentan, sin que nadie más que la propiaconciencia se aperciba de que allí existen.

    Era aquélla la única luz, la sola claridad que seveía en toda la extensión tenebrosa de estas alame-das, que la noche llenaba de misterio, así como in-fundía en mí ánimo supersticiosos temores...¡Dentro del pavoroso y negro marco que cerraba ellíquido espejo, reflejaba aquella estrella, por ciertode una manera bien fatídica, su velado fulgor! Unperro empezó a aullar a lo lejos, percibí el aleteo fríoy repulsivo del murciélago que giraba silenciosa-mente en torno a nuestras cabezas empapadas porla lluvia, y sobrecogióme un inexplicable temor. Se-res ocultos hacían sonar calladamente en mi oídomelancólicos ecos, inteligibles profecías...

    -Recógete, amada mía -la dije, temiendo por ella,no sé a quien ni por qué-, la noche está cruda y tantriste como nosotros; lloran las nubes y las plantastiemblan ateridas temiendo a la muerte que rondaen torno de ellas. Tú misma estás tiritando, bienmío... separémonos, pues ya que al fin ha de ser...

    ¡Y al fin nos separamos! Pero no sin que antesnos hubiésemos prometido que en tanto nuestros

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    cuerpos tuviesen que sufrir los tormentos de la au-sencia, no estarían ni un solo momento desunidasnuestras almas, sino que se buscarían y se daríanamorosas citas, ya en este bosque, ya en algún otroparaje oculto que nos fuese querido: y así nuestradicha no tendría tregua ni fin, pese a las contrarie-dades de esta misera y perdurable vida. Así sucedió,en efecto, y falta hizo en verdad que su espíritu y elmío tuviesen el don de atraerse el uno hacia el otro,y de juntarse a través de la distancia, porque los díaspasaron y pasaron sin que hubiésemos tenido oca-sión de volver a hablarnos ni una sola vez. Veíamo-nos a horas dadas y desde lejos, y escribíamosdiariamente una o dos cartas interminables en lascuales nos dábamos minuciosa cuenta de nuestrosactos, de nuestros pensamientos y de los deseos yansias que nos acosaban, de cuanto, en fin, consti-tuía la única dicha que nos ayudaba a soportar lavida en tan intolerable separación. Estas cartas lle-gaban invariablemente a nuestras manos tarde ymañana, gracias a los prodigios de habilidad que yollevaba a cabo con ayuda de Berenice, y que la pro-pia necesidad de ponerlos en práctica me sugería.Mas a pesar de todo esto, como el ético debe desentir la calentura que lentamente le consume, sentía

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    yo cada vez con mayor intensidad la nostalgia delpasado, la nostalgia de aquellos días y noches en losque oía su voz, aspiraba su aliento y estrechaba suspequeñas manos entre las mías.

    Necesitaba volver a tenerla a mi lado, a escucharsus dulcísimas frases intraducibles como no fuesepara mi alma y mi corazón, siempre con hambre ysed de ella, a percibir, en fin, su perfume fresco ycasi imperceptible, pero que me producía divinasembriagueces y adormecimientos celestiales. Y entreestas ansias y deseos que iban creciendo, creciendo,a medida que tocaba la imposibilidad de verlos rea-lizados, consumíame y secábame como se secanalgunas fuentes con los calores del estío, y sólo eneste bosque me era dado calmar algún tanto mistenaces ansiedades. Sentado en algún paraje ocultodonde entre las violetas y bajo el follaje tantas veceshabíamos sido dichosos viendo correr el agua anuestros pies y oyendo cómo cantaba el jilguero ysilbaban los mirlos, me reconcentraba en mí mismo,y llamando en mi ayuda todo el poder de mi inmen-so amor, todas las fuerzas que en mí se encierran,evocaba su sombra y ella venía, velada primero co-mo aurora de abril que la neblina envuelve, después,tal como Dios la ha hecho con sus contornos de

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    estatua griega, admirablemente delineados, su gra-ciosa cabeza, portento de hermosura y su todo per-fecto y sin tacha. Entonces, como si aquella adoradasombra fuese ella misma, sonreíame y me acariciaba,permitiéndome sin dulces resistencias que la estre-chase castamente contra mi corazón, y así abrazadosconversábamos sin cansarnos sobre los misterios delos eternos amores, misterios que nos eran revela-dos por los espíritus amigos, los cuales, sin que lesviésemos, revoloteaban en torno nuestro. Al díasiguiente, contábale cuanto me había pasado y leescribía diciéndole:

    «Te llamé ayer y viniste, bien único de mi vida, ytransportados en espíritu a las azuladas y venturosasregiones en donde dos almas se funden en una sola,no hemos sentido siquiera pasar las horas rápidas.¡Oh! ¡Mi niña querida! ¿Quién como nosotros puededesafiar cuanto hay de mudable y perecedero en laspasiones y cosas humanas? ¡Qué dichosos hemossido, a pesar de la distancia que nos separa! ¿Teacuerdas? Y eres tan buena, única gloria y porvenirmío, que todavía no me has abandonado, pues teescribo sintiendo tu divina cabeza al lado de la mía,y tus perfumados rizos resbalando sobre mi rostro.¿No es verdad que tú conservas también en tu

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    frente, en tus ojos y en tus manos, el calor que handejado en ellos mis labios? ¡Oh! ¡Berenice... Bereni-ce adorada! ¡Qué consolador es todo esto...! ¡Perocómo aumentan al mismo tiempo de una maneraque espanta, mis ansias insaciables de ti! Ángelmío... ¡cuándo real y verdaderamente podré beberen tus labios la vida que lejos de ti parece empieza aquerer faltarme!»

    Y ella me contestaba: yo sé de memoria todassus cartas:

    «¡Que si me acuerdo me preguntas...! ¿No sabesque no puedo menos de acordarme? Al oír que mellamabas, mi espíritu, que andaba también buscán-dote lleno de tristeza, corrió a esconderse en tu re-gazo como un niño asustado en los brazos de sumadre. Hallábaste en aquel hondo paraje donde cre-cen tantos lirios y violetas y corre el agua en silen-cio, como si fatigado el río de caminar sin descansoquisiese al fin dormirse al abrigo del monte, arrulla-do por el rumor de los pinos. ¡Qué cosas tan her-mosas me has dicho! Yo, pobre de mí necesitabaoírlas para no desfallecer de impaciencia y melanco-lía, porque al ver que pasan los días sin que poda-mos hablarnos, se apodera de mi ánimo el másnegro desaliento... Sí... aún percibo el calor de tus

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    labios... y me entristezco... ¿Por qué fueron tan bre-ves aquellos días? Henos ahora sufriendo, yo no séhasta cuándo, el suplicio de Tántalo, suplicio que vasiendo superior a mis fuerzas. ¿Por qué ocultártelo?Tampoco me basta verte desde lejos y soñar queestoy a tu lado... No, no basta esto, Luis mío, a sa-tisfacer las ansias que siente mi alma por la tuya.»

    Enloquecido de felicidad y de amor, cogía yo lascartas en que estas y otras cosas me decía, y despuésde devorarlas a besos las colocaba sobre mi corazónhasta que al día siguiente podía sustituirlas con otrasque me traían más fresco el perfume de sus manos.Sí, Pedro; mi amor por Berenice fue embargandohasta tal punto todas mis facultades que yo no veíani comprendía más que a ella, y si de cuando encuando me acordaba de Dios era sólo por ella, y sihacía algún bien a mis semejantes era asimismo porella, y si algún mal (hubiera sido hasta asesino) porella únicamente también lo hacía. Era esto demasia-do, sin duda, para inspirado por una hija de Eva ysentido por una flaca criatura deleznable y mortalque, pese a sus aspiraciones, no puede asegurar ja-más lo que será de ella mañana, ni menos dirigir susmiradas al porvenir que densas tinieblas velan siem-pre a nuestros ojos. Muchas veces, deteniéndome

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    un momento en medio del vértigo que me poseía,me preguntaba a mí mismo con cierto espanto:

    -¿Qué haré desde el momento en que sea mía?¡Mía...!

    No; a mí no podía bastarme como a cualquierotro hombre poseer en absoluto, en este mundo, elcuerpo y el alma de Berenice; mis ambiciones eraninfinitamente más grandes, rayaban quizás en lo im-pío... Yo quería... yo quiero aún y deseo con morta-les ansias... ¡Imposible es que me comprendas,imposible!

    Acaso fatigado, acaso para concentrar mejor suspensamientos y recuerdos, Luis guardó silencio,mientras su amigo, mirándole de soslayo con unamezcla de asombro y de mal reprimida compasión,se entregaba a diversas reflexiones. Doliéndose sinduda del triste estado a que aquél había llegado, víc-tima de su insensata pasión por Berenice, a quien élveía y juzgaba de bien distinta manera que el ena-morado joven:

    -Verdad es -decía para sí- que a esta clase devíctimas les queda siempre el consuelo de ignorar,como los beodos, el mísero estado a que se en-cuentran reducidos, mientras la amorosa embria-guez perturba su razón. No son por eso menos

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    ridículos los que el alado niño enloquece, que losadoradores de Baco. ¡Qué cosas maravillosas nocuenta este desventurado de una criatura seca decorazón, como quien ha nacido sin él, pagada de suhermosura y del lujo que la rodea, y coqueta comolas que sólo entienden de sacrificar en aras de suvanidad (insaciable como los ídolos en cuyas pro-fundas bocas iban los fieles a depositar sus ofren-das) una tras otra víctima! Es imposible quesemejante mujer haya podido comprender nunca elamor de Luis, cuánto más sentirlo igual. ¿Por qué,pues, le ha correspondido y aun escrito de una ma-nera que en cualquiera otra tiene en verdad más deinconveniente que de sensato? ¿Es ella capaz depensar por sí sola lo que decía en sus cartas? Lo queme parece es que las ha como calcado en aquéllasen que el pobre enamorado la hablaba apasionada-mente de cosas que (Dios me perdone si... ) supon-go la habrán hecho reír mejor que inspirarlasentimientos ajenos a las naturalezas vulgares comola suya. Divirtióla, sin duda, representar por algúntiempo una tragicomedia, de la cual era principalprotagonista, y he ahí la razón de todo ello. ¡Por mife que debió ser así! Pero en tanto, Luis, ese hombrede clarísimo entendimiento y de corazón sano, se

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    duele de la incurable picadura del áspid anidado ensus nobles entrañas. ¿Tuvo ella, sin embargo, la cul-pa de ser así amada? ¿La tuvo él acaso de amarla detal suerte? Aquí empieza para mí lo inexplicable y lofatal. Cuando quiero profundizar ciertos misterios,mi razón vacila y retrocedo espantado.

    En tanto Pedro se daba a tales reflexiones, Luis,inmóvil y pensativo, parecía buscar con extraviadosojos algo que huía en el vacío ante sus inquietas mi-radas. Más pálido que nunca, dejaba adivinar por lodesencajado de su semblante los sufrimientos queen aquel momento le martirizaban, mientras la an-gustia que le oprimía el corazón se exhalaba decuando en cuando en hondos suspiros.

    -Voy a continuar mi relato -exclamó por fin pa-sando una mano por la frente y como haciendo unesfuerzo sobre sí mismo-. Hoy, ¡no sé por qué!, de-seo hablar de cosas que no he hablado jamás.... perocuando va a revolverse el légamo que, semejante alde ciertas insalubres lagunas, reposa podrido en elfondo del corazón, fuerza es que nos preparemospara no exponerse uno a asfixiarse; por eso me de-tuve algunos momentos. Y no es que no tenga yabien digerida mi ración de dolor e interceptadoscuantos respiraderos pudieran dar salida a los féti-

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    dos miasmas acumulados desde hace tiempo en lomás profundo de mi herida.... pero, aun presa, lafiera ruge y enseña a través de la doble reja que laguarda los puntiagudos colmillos. Confieso que meencuentro sobreexcitado, y al ir a tocar en lo quehay de más duro y amargo en esta historia, vacilé ami pesar.. Pon, sin embargo, oído atento; voy a pro-seguir resueltamente, y no volveré a detenerme.

    El padre de Berenice acababa de regresar, y ha-cía seis eternos días que no me fuera posible verla nidarla o recibir de ella carta alguna.

    -¿Estará enferma? -me preguntaba lleno de in-quietud, pues no podía creer que la llegada de aquelhombre, por más que éste tuviese fama de severo, lahubiese quitado todos los medios de dejarse ver yde comunicarse conmigo, siquiera fuese con sólosus miradas.

    Bien pronto, cuando menos lo esperaba, al do-blar una tarde la esquina de no sé qué calle, salí enparte de mis incertidumbres viéndola aparecer de-lante de mí acompañada de él y de un extranjero demás de treinta años, rojo como una brasa y de aireindiferente y desdeñoso como el de un salvaje. Me-tido en un holgado y larguísimo gabán, bajo el cualse delineaban con grosera aspereza sus anchas cade-

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    ras, encajado el sombrero en línea perpendicularsobre la insípida cabeza sajona, y andando con unaplomo de rey godo que hacía reír, iba al lado deBerenice proyectando sobre ella su enorme sombray privándola del calor del sol que aquel día brillabaesplendoroso.

    No pude menos de sentir frío y disgusto por miángel, al verla en próximo contacto con tan enormey antipático ser, y estuve tentado a coger aquelhombre por cualquiera de sus ángulos agudos yarrojarle violentamente contra la pared más próxi-ma, lo cual me hubiera divertido en extremo. Hubede contenerme, sin embargo, comprendiendo la in-conveniencia, en aquellos momentos por lo menos,de mis aviesos instintos, y me resigné a dejarles pa-sar sin hacer la más leve demostración de enojo,pero no sin que buscase con mis ojos los de Bereni-ce enviándole en una mirada toda mi alma. Mas ella,como si no hubiese notado mi presencia, volvió ha-cia otro lado la cabeza con la indiferencia de unareina que no acierta a fijarse en las míseras muche-dumbres que bullen a sus pies.

    ¿Será posible? -me pregunté, temblando deasombro y de inquietud-. Aunque estuviese tan cie-ga que no me hubiese visto, ¿cómo su alma no ha-

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    bía de decirle que yo me hallaba allí? Acaso temió asu padre, pensé, y esta idea me impidió, como erami deseo, ir siguiéndoles; corrí por el contrario aesconderme en mi habitación, llena el alma de in-quietos presentimientos.

    A partir de aquel momento, empezó dentro demí (yendo siempre en grado ascendente) una horri-ble batalla entre lo real y lo absurdo, entre la verdadque hiere desengañando y la mentira que matandohalaga. Yo veía y no podía creer en lo que veía; ve-nían a hablarme, y me negaba a oír la verdad, se meatormentaba, y me obstinaba en pensar que no eranni mi alma ni mi cuerpo los lastimados. ¿Cómo...cómo podía darte una idea aproximada de las inter-nas tempestades que dentro de mi corazón y de mipobre cerebro se desencadenaron y sucedieron sindescanso? ¡Imposible! No puede medirse ni calcu-larse la inmensidad de ciertos abismos. Todavíatranscurrieron así algunos días en el mismo silencioy alejamiento por parte de Berenice, en la más ho-rrible de las inquietudes por la mía. Hasta fui a pa-searme sin rebozo alguno, y desafiando laspaternales iras, bajo sus ventanas; pero en vano,porque Berenice no se asomaba a ellas jamás.

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    -¡Dios mío...! -me preguntaba entonces apretan-do con mis trémulas manos las sienes, que parecíanquerer estallar a impulsos del dolor-. ¿Qué le estápasando a mi niña, a mi ángel custodio, a mi santaquerida?

    Y me daba a forjar los más descabellados pro-yectos, a fin de poder hallar el camino de la verdad,en medio de la densa noche que me cercaba; mien-tras mi corazón iba llenándose de ponzoña y mi ra-zón, torturada de una tan cruel manera, se exaltabay divagaba con el extravío propio de la locura. Por-que tú no sabes de qué modo tan atormentador,unido a la adusta figura del padre de Berenice, sepresentaba a mi memoria la imagen del enorme ex-tranjero, con su aspecto avieso y repugnante, comoel de una bestia feroz, a la cual hubiera deseado darcaza con mi revólver. Por fin un día -¡era martes!-hallábame sentado en el pretil de la carretera, desdecuyo punto podía divisar a lo lejos sus ventanas,cuando sin que yo le hubiese visto aproximarse(porque yo nada veía de lo que no se relacionasecon ella), un muchacho, tocándome en el hombro,me entregó una carta, desapareciendo en seguida.Mi vista se nubló de repente y cesó de latirme elcorazón... Era suya la letra del sobre. ¿Por qué no

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    rompí éste en seguida, cuando la incertidumbre queme devoraba estaba a punto de trastornar mi razón?Lo ignoro... he dicho mal; lo sé. Hay quienes al ir aser sorprendidos por la muerte, hallándose llenos dejuventud y de vida, siéntense súbitamente sobreco-gidos por secreto terror y se entristecen sin causaconocida. ¿Qué es lo que tengo? ¿Qué va a pasar-me?, se preguntan palpándose y mirando en redorsin ver cosa alguna. Y es el ángel de los eternos sue-ños quien les contesta apretándoles la garganta coninvisible lazo y cerrándoles los ojos para siempre.Mientras por mi frente corrían gruesas gotas de unsudor glacial, daba yo vueltas en mis crispadas ma-nos a aquella carta tan querida como deseada habíasido, sin atreverme a abrirla; pero ello tenía que sery fue.

    Brevísimos eran los renglones, pero de sobracompendiosos.

    «¡Luis! -me decía-, todo acabó entre nosotros,aun cuando me pesa tener que decírtelo así tan cla-ro. No te hablaré de los motivos que me obligan aello; ¿para qué? Existen, y basta. Olvídame; no soydigna de ti.»

    Quedé aterrado. Adán al oír la voz del ángel queblandiendo la espada de fuego le arrojaba por man-

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    dato de Dios del paraíso, condenándole al trabajo ya la muerte; Balthasar leyendo su postrera sentencia,que una mano misteriosa escribía con letras de fue-go en la pared de la sala del festín, no sintieron elhorror que de mí se apoderó tan pronto pude pe-netrarme de la realidad y extensión de mi desdicha.Hasta ignoro lo que fue de mí el resto de aquel día yla noche que le siguió, ni por qué extraños parajesanduve errante. Sé, sí, que no torné a mi moradahasta el amanecer de la siguiente mañana, y que alverme llegar tan demudado y cubierto de lodo, pro-rrumpieron todos en lastimeras exclamaciones queyo oía indiferente y como si no se tratara de mí.

    No tardó en sorprenderme la visita del médico,a quien con toda la cortesía que me fue posible lehice saber que con mi enfermedad, hija del cansan-cio y disgusto moral, nada tenía que ver la ciencia.El doctor, sin embargo, fiel a su deber y sin hacercaso de la resistencia pasiva que de antemano opo-nía yo a probar la virtud de sus recetas, me dijo nosé qué cosas del hígado, de los nervios y de mi tem-peramento, cuyas fuerzas, completamente desequi-libradas, me exponían a algún desagradableaccidente.

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    -Ante todo -concluyó diciendo, después demandar por un calmante-, le recomiendo a usted unreposo y sosiego inalterables, por ser de absolutanecesidad para su salud. No se calmará de otra ma-nera la profunda excitación y la calentura que ledomina.

    Viendo que no había otro remedio, fingí al cabode avenirme a seguir sus prescripciones para que asíme dejase más pronto libre, y encerrándome conllave tan pronto quedé solo en mi cuarto, fui aarrojarme sobre la cama, agitado y como fuera demí.

    -El médico, pensaba yo confusamente, me re-comienda ante todo sosiego y descanso, y en ver-dad, es lo único que necesito, así como el lograrlo lacosa más fácil del mundo. Esa ventana por dondepenetra la luz ofendiendo mis pupilas, los mueblesde la habitación, el lecho en que me he tendidodanzan de una manera insufrible en torno mío, ha-ciendo infernal estrépito; el corazón se empeña enque ha de salírseme del pecho rompiéndolo sincompasión, y la misma tierra tiembla bajo mis piescomo si hubiese llegado su último día... ¡qué horri-ble batahola!, ¡sosiego!, ¡descanso! ¡Tiene razón elbuen doctor!

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    Y tentóme de tal suerte a la risa esta idea, queprorrumpí en una carcajada convulsiva que pusotérmino a mis agotadas fuerzas, pues caí al suelo sinaliento sintiéndome morir asfixiado. Y hubieramuerto sin remedio a no haber estallado en hondossollozos, tras de los cuales un abundantísimo llantocorrió de mis hinchados y encendidos párpados.Sostenido por la fiebre, pude todavía levantarmeaquella tarde y salir sin ser notado de las gentes demi casa. Cuantos me veían en la calle pronunciabanfrases que yo no entendía y se paraban señalándomecon el dedo; debía parecerles un espectro; pero yo,indiferente a todo, seguía impasible mi camino. Auncuando me hubieran sujetado con férreas ligaduras,mis manos las hubieran roto para poder ir adondeen mi delirio me había prometido que llegaría. ¡Ah!,quería saber lo que tan claramente se me había di-cho, pero que no podía ni quería atreverme a creer.¡Todos nos resistimos a dar fe a los propios oídos,si es que se nos ha hecho escuchar nuestra irrevo-cable sentencia final!

    Tenía Berenice una buena amiga, viuda, de másde cuarenta años, cuyo talento y carácter eran detodos apreciados. Nunca nos habíamos hablado,pero éramos antiguos conocidos a pesar de esto,

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    toda vez que Berenice la tenía por confidente y sehallaba enterada de cuanto se refería a nuestrosamores. Sin vacilar un solo momento, me dirigí a sucasa y le pasé recado diciéndola que precisaba ha-blarla. Al verme, sus ojos, que debían haber sidomuy hermosos, me miraron con simpatía y tristeza,mientras me ofrecía un sillón en el cual medio medejé caer como desplomado.

    -Siento una agradable sorpresa al verle a usteden esta casa -me dijo-, y deseo poder servirle encuanto esté en mi mano.

    -Por de pronto -la contesté lleno de turbación-,tengo que apelar a la indulgencia de usted por lamanera con que acabo de presentarme.

    -Omita usted toda excusa. Cuento entre los mí-os a los amigos de mis amigos, y usted debe saberpor lo mismo que no me es ni extraño ni indiferen-te.

    Díjome esto con un acento de franqueza y sin-ceridad que no permitía dudar de sus palabras, y aúnobservando sin duda que yo no acertaba a declararlael objeto de mi intempestiva visita, para darme lugara que cobrase valor añadió con marcado interés:

    -Está usted muy demudado. ¿Le aqueja porventura algún padecimiento?

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    -Acaso, señora... uno bien extraño -la respondímedio tartamudeando; y añadí lleno de confusión-.Va usted a perdonarme, ya que, si me atrevo a tan-to, consiste en que es para mí cuestión de vida omuerte la que aquí me trae.

    -Hable, por Dios -exclamó casi asustada al notarmi emoción-. Tráteme usted como a una antiguaamiga.

    -Quisiera -la dije entonces en voz tan baja queapenas sí podía oírme a mí mismo-, quisiera... hablara... Berenice... una vez... ¡una sola!, y no hallo medioposible de lograrlo.

    -¡Ah! -exclamó al pronto la buena señora conmaliciosa expresión. Mas después de meditar algu-nos momentos, como si acabase de resolver consigomisma algún importante problema, repuso-: Si ustedlo desea, la escribiré ahora mismo rogándola quetenga la bondad de venir a verme.

    -¡Si fuese usted tan condescendiente... tan bue-na! -exclamé sintiendo impulsos de arrojarme a suspies.

    Debió ella comprender hasta qué extremo medevolvía con semejantes palabras el ánimo perdidoy cuánto le agradecía aquel servicio para mí impaga-

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    ble, porque la oí murmurar enternecida mientrasabandonaba la estancia.

    -¡Pobre joven! Así pudiese hacer por él todo loque deseo y merece; ¡cómo se ha vuelto...!, ¡y des-pués dicen que no hay quien sepa querer bien!

    Cuando apareció de nuevo, recordándome quepara el cuerpo enfermo es siempre saludable la at-mósfera embalsamada de las flores, me instó a quepasase al jardín, el cual se hallaba casi a nivel de lasala, y me entretuvo (quizá para evitar que volviese ahablarla de Berenice) explicándome las excelenciasde algunas flores; flores que brillaban a mis ojossobre su alto tallo, descoloridas y sin aroma comomis agonizantes esperanzas. Bien pronto sonarondos golpes en la puerta, sintióse el crujir de un ves-tido de seda y un débil perfume que me dejó mediodesvanecido llenó la atmósfera... ¡Ella venía...! ¡Quémomento aquél...! Instintivamente volví la espalda,temiendo sorprenderla desagradablemente con midesencajado semblante.

    -Te doy gracias -oí que le decía la buena señora-,por haber acudido tan puntualmente; pero no he deserlo yo tanto en decir para qué te he llamado. An-tes, querida niña, tengo que hacer un minucioso re-

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    gistro en mi papelera: sírvete, pues, pasar al jardín yesperarme, que en seguida estoy contigo.

    Y se retiró al fondo de la sala desde donde nosveía sin que pudiese oír lo que hablábamos, fingien-do buscar entre sus papeles algo que sin duda no leera necesario.

    La sorpresa y el disgusto dibujáronse en el ros-tro de Berenice tan pronto se halló sola conmigo.Yo no la di, sin embargo, tiempo a reflexionar ennada. Tambaleándome, embriagado por la felicidadde volver a verla, me aproximé a ella, diciéndola conun acento que la hizo estremecerse ligeramente:

    -Alma de mi alma... ¿te has vuelto loca? ¿Quéme has escrito ayer? ¿Cómo te has atrevido a diri-girme aquella carta que estuvo a punto de matarme?¿Por qué hace tantos siglos que no me dejas siquieraverte, luz de mis ojos? ¿No sabes que agonizo así?

    Con un sí es no es de mal reprimida impacienciay algo de temor me miró, puede decirse, de una ma-nera algo inquisitorial, y en un tono tan nuevo paramí como las frases que me dirigía, me dijo:

    -No te he escrito ni he dejado que me vieras,porque a nada conducía ya que te viera ni te escri-biera.

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    -¡Que no conducía a nada...! -murmuré como unidiota-. Explícate; no entiendo una palabra de lo queme dices... Sin duda deliras como yo he delirado, miidolatrada niña. ¿No sabes que estamos unidos parasiempre... para siempre jamás? Y cogiéndola las ma-nos aquellas manos mías, se las besé con frenesí.

    Ella entonces, mirándome impaciente como si laincomodase oír mis cariñosas frases, pero compasi-va al mismo tiempo pues sin duda tenía en cuentami fe ardiente en la mancomunidad de nuestro des-tinos, me atrajo hacia una esquina del jardín endonde nadie podía vernos, y me dijo:

    -Luis, ten valor; es preciso que me perdones yme olvides para siempre... éstas son cosas de la vidaque duelen al pronto y que se olvidan después.Ahora soy yo la que te deja; mañana es posible quefueses tú el que me dejases a mí; desde que hayhombres en la tierra ha sucedido siempre lo mismo.Ya te irás consolando poco a poco; ya amarás aotra, y aun a otras... perdóname y olvídame... con-fieso que no soy digna de ti.

    Y aproximando la frente a mis labios, añadió:-¡Adiós! Dentro de poco sabrás lo que todo esto

    significa.Y me dejó solo... solo... solo para siempre.

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    Al decir esto, con ronco acento y en el crescen-do de la desesperación, desprendiéronse de los ojosde Luis gruesas lágrimas que bañaron su rostro páli-do, como pudieran bañar el de una estatua. Diríaseque sus ojos era lo único que en él lloraba, perma-neciendo el resto ajeno al llanto, que parecía manarde misteriosa y amarguísima fuente.

    Pedro se hallaba a su pesar conmovido en parte,en parte también violento y deseando que diesetérmino a una historia que no tenía de nueva ni denotable más que las semifantásticas redundanciascon que el protagonista la adornaba, así como lamanera interesante y expresiva con que sabía rela-tarla. Respetando, sin embargo, el verdadero dolorque aquellos recuerdos producían en el alma de suamigo, se limitó a observarle en silencio, dejándoleen absoluta libertad de alargar o acortar la ya inter-minable narración.

    -Al oír las terribles palabras -añadió Luis-, conque Berenice se despidió de mí, quedé al prontoanonadado, sin voluntad propia, sin conocimientoreal de lo que hacía y sentía. Ni sé cómo pude des-pedirme de la buena señora que tan indulgente sehabía mostrado conmigo, ni ella, temiendo sin dudamortificarme, me lo dijo jamás. Cuando desperté del

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    estado de idiotismo en que había caído, me hallé enmi cama, débil hasta el punto de caer como un beo-do si intentaba ponerme en pie. Tuve, pues, quepermanecer largos días encerrado en mi gabinete,sin ver otra persona que la que me asistía y procu-rando por todos los medios posibles restablecerme,a fin de recobrar con la salud la perdida libertad.Por lo demás, el recuerdo de cuanto me había suce-dido con Berenice se hallaba tan confuso en mimemoria como el de una de esas horribles pesadillascuyos detalles se borran de nuestro pensamiento tanpronto despertamos, dejándonos únicamente ras-tros de la angustia con que nos han oprimido.

    -¿He delirado en mi enfermedad? -pregunté undía a la persona que me cuidaba.

    -Mucho -me respondió.-¡Gracias a Dios! -dije entonces para mí con

    cierta alegría-. Todos esos confusos recuerdos que aveces parecen querer asombrarme, asomando eltorvo rostro al lado del rostro divino de Berenice,no son más que fantasmas inventados por mi mentecalenturienta. He estado gravemente enfermo sinsaber que lo estaba, y de ahí explicado el misterio.¡Dios mío, qué horribles cosas he visto y sentido!

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    ¡Pobre naturaleza humana! ¡Hasta qué tristísimo ydeplorable estado es capaz de descender!

    La idea para mí halagadora, y que acepté comoverdadera, de que si algo doloroso recordaba ha-berme pasado con Berenice era pura ficción de mifantasía, contribuyó a restablecerme mucho antes delo que nadie hubiera esperado; pero yo no sé, a pe-sar de todo, qué luto interno cubría mi corazón.Tampoco, a pesar de mis poderosos esfuerzos devoluntad, me era ya posible representarme la adora-da imagen de mi amada en la misma forma que lohacía antes de haber estado enfermo. Un espectrodescomunal, anguloso, descalabrado, venía a inter-ponerse entre nuestras dos almas y las impedíaaproximarse la una a la otra, haciéndome sufrir detal suerte que me parecía estar delirando aún.

    -¿Sabrá que he estado enfermo? -me preguntabaa cada paso-. ¡Cuánto debe haber sufrido mi pobreángel! Pero... ¿por qué...?, ¿por qué su espíritu noviene a consolarme como en otros días? Dijéraseque lo que en el extravío de mi razón me he imagi-nado ver pudo influir de alguna manera en nuestrosdestinos.

    El día en que por primera vez pude salir a la ca-lle para ir a verla, me asaltó de súbito una impresión

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    de terror que no pude explicarme. Como aquél quetras largo viaje, al regresar al hogar querido, tuvieseel presentimiento de que no iba a encontrar más queuna tumba vacía, apresuré el paso temblando y mehallé bien pronto al pie de su casa, la cual estabaherméticamente cerrada. ¿Habrán ido a Conjo...?¡Increíble felicidad! Pero apenas si empezaban aasomar los primeros brotes en las ramas de los saú-cos, y no era tiempo todavía de que los hijos de laciudad pudieran hallar en el campo las delicias queen más benignas estaciones les promete. Todo estolo pensé en un segundo, sintiendo al mismo tiempoque aquel luto interno que cubría mi alma acababade tomar espantables proporciones. Inmediata-mente vine aquí, y sin poder contener el marcado ypeligroso desasosiego que de nuevo empezaba aapoderarse de mí, subí a casa del cura inventandono sé qué pretexto, y al primer criado que salió aabrir la puerta, que fue un muchacho muy conocidomío, le pregunté si Berenice y su madre se hallabanen el convento.

    -¿Pues no sabe usted -repuso el mozo con mar-cada sorpresa, que la señorita Berenice se ha casadohará un mes?

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    -¡ Casado! -exclamé con voz sorda-, ¿quién te hadicho semejante patraña, mentecato? ¡Casado! -Ylancé una carcajada que hizo estremecer de pies acabeza al pobre muchacho, quien, como aquél queduda si debe hablar o callar, añadió por último: -Pues... sí, señor; se ha casado con un norteamerica-no muy rico. Mi amo, el señor cura, fue el que les haechado la bendición, después de lo cual embarcaronal día siguiente para Nueva York, con un tiempoque daba gloria.

    Desde que hube oído aquellas blasfemias, em-pecé a comprender y a despertar como deben des-pertar los enterrados vivos dentros de su tumba...¡Pero yo no podía creer aquello...! ¡No... no era po-sible! ¿Cómo había de soportar tan espantosa idea?

    No sé cómo volví a recorrer el camino, ni cómopude decidirme a subir de nuevo a casa de mi bienhechora, la amiga de Berenice. Sé que me encontréallí, y que aquella mujer hubo de repetirme, llena deconsternación, en presencia de mi doloroso espan-to, poco más o menos lo que aquí acababan de de-cirme.

    Era verdad, ¡horrible verdad! Berenice se habíaunido a aquel gigante entre sajón y salvaje; si su al-ma era mía, a él había entregado o vendido su cuer-

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    po santificando el abominable contrato por mediode un inicuo juramento. ¡Mi pobre niña... mi ángelcustodio en brazos de aquel bárbaro, que hacía re-cordar los feroces guerreros germánicos, con suscabellos rojos y sus manos y sus pies de gigante! ¡Midiosa, mi ídolo, mi pequeñuela, tan graciosa comouna hada; tan espiritual, tan sensible, tan pura y tanmía, satisfaciendo los brutales deseos de aquel ani-mal de carnes rojas y alma de piedra!

    Nunca había sentido yo celos de la que mi almaposeía plenamente, ni imaginara siquiera que podríallegar nunca a tenerlos; hay suposiciones que casipueden tenerse por crímenes. Yo confiaba en ellacomo confían los fatalistas en el destino y los cre-yentes en Dios, cuyas promesas no pueden dejar decumplirse. Berenice era lo que decimos mi ab-eterno, y es inmutable lo que allá se ha ordenado;por eso sigue perteneciéndome... pero... dejemosahora esto. Te decía que nunca había tenido celosde ella, y que hasta me creía exento de esa pasión,castigo el más horrible de los pecados del amor, yque es fuerza que sufra todo el que ama con exceso,a fin de que la tierra, tal cual Dios lo dispuso, no sealugar de placer en el que le olvidemos sino de expia-ción y de tránsito nada más. Desde el momento,

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    pues, en que a vuelta de oírlo y de pensar en ello, y,sobre todo, de no verla en parte alguna, pude pene-trarme de que ella era materialmente de otro, de quehabía huido, ese terrible mal de los celos, al cualhabía creído poder sustraerme, me hirió como aningún otro ha herido. En mi corazón acumulósede repente la esencia mortífera de todos los dolores,y empezaron a devorarme cuantos horrendos de-seos puedan atormentar a los hijos de la muerte.Deseos inspirados por el odio, por la venganza,por.. ¡no he de decirlo, no...! deseos, en fin, que en-trañaban en sí el pecado, el desorden, el crimen.

    Para mí no había sueño, ni sueños, aborrecía eldía y me asombraba la noche.... ¡Oh...!, la noche...¡Dios mío...! Porque era entonces cuando despuésde atravesar el mar entraba en la nupcial alcoba, y ala luz dudosa de la discreta lámpara, veía las cariciasque aquel bárbaro le prodigaba a la siempre virgende mi amores purísimos. Aquello era espantoso....un tormento sin alivio ni fin, una agonía lenta queme hacía prorrumpir en abominables blasfemias.¡Ay! Yo no sabía a dónde ir ni qué hacer con mi po-bre cuerpo tan fatigado y dolorido, y dentro del cualel torturado espíritu se retorcía en horrendas con-vulsiones sin lograr salir de su cárcel. Para cualquier

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    otro, la muerte hubiera sido el único y supremo re-medio a tan incurable pesadumbre, mas para mí,que me hallaba iniciado en los secretos de nuestramanera de ser aquí y allá, no era solución ninguna.Además, quería volver a verla en este mundo, a es-trecharla contra mi corazón. Ya no me bastaba sualma, quería a todo trance poseer también su cuerpoque otro me había robado; la necesitaba toda... todapara mí solo: tenía pues que esperar a que volvierasi acaso yo no podía ir a donde ella se encontraba.

    Luis volvió a guardar silencio, pero sus labios seagitaban convulsivamente, chispeaban sus pupilas yrechinaba los dientes..., creeríase que iba a ser presade una terrible convulsión. Asustado Pedro, auncuando disimulando su temor, suplicó a su amigoque descansase algunos momentos.

    -No, no... repuso éste... siento hoy un cruel pla-cer en recordar todo aquello, y voy a proseguir.. esuna historia al parecer muy extrañar la que te cuen-to... escucha.

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    Capítulo II

    En efecto, como el que gozase en arrancarse laspropias entrañas, Luis, con acento cada vez másexpresivo y conmovedor, prosiguió hablando deesta manera:

    -Usted está hechizado -me dijo una mañana laamiga de Berenice, acercándoseme en el claustro dela catedral, en donde agobiado por la tristeza mepaseaba oyendo resonar a lo lejos el órgano, mien-tras leía como en libro consolador los epitafios delas sepulturas que iba pisando con mis pies-. Ustedtiene en sí un maleficio, añadió, y es fuerza que levenzamos. Hace tiempo que me han autorizado pa-ra ello, y al fin veo que es necesario llevar a caboobra tan meritoria. ¿A qué proseguir soñando yconsumiéndose por lo que para usted es menos queuna sombra? Ella no era capaz de amar, ni com-

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    prendió nunca el verdadero significado de esa pala-bra.

    Y como notase que tan amargas aseveracionesme hacían un daño tal que se traslucía en mi rostrode una manera harto clara la dolorosa sorpresa y eldesagrado que me causaban, prosiguió diciéndomecon cariñosa severidad.

    -El cauterio es un remedio fuerte, pero indis-pensable para curar ciertas heridas, y precisamenteun cauterio es el que yo quiero aplicar a ese pobrecuanto rebelde corazón, por más que usted se enojeconmigo. No desagradó usted en un principio a Be-renice, por el contrario, interesábale su aire melan-cólico y encontraba esa cabeza de poeta románticoque a la suerte plugo concederle digna de que unahermosa fijase en ella la distraída mirada. Y comovio por otra parte, bien claramente, el violento amorque había inspirado, y corno le hiciese gracia sumala manera no común con que usted la rendía reve-rente culto, hubo de prestar atención a las extrañasmelodías de aquel que ensalzaba su belleza sobrecuantas en la tierra pudieran existir, y de aceptar elincienso que un idólatra quemaba con fe ardiente ensus aras.

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    -¿Sabe usted -me dijo cierto día-, que me aquejaun pesar?

    -¿A ti? -la pregunté sorprendida, porque en susemblante brillaba esa serenidad y complacenciapropias de quien está satisfecho de sí mismo.

    -No sé si me expresé mal -añadió-, pero es el ca-so que me siento disgustada, aburrida, y que, seme-jante al pájaro aprisionado, me agito sin cesaraguijoneada por una insoportable impaciencia queme incita a recobrar mi libertad.

    -Pues encuentro muy extraño todo ello y no loentiendo -la repliqué-, explícame, si puedes la causade tus disgustos.

    -Ese hombre, amiga mía -añadió-, va siendo pa-ra mí una verdadera pesadilla; no he visto modo dedelirar como el suyo. Verdad es que, dado su carác-ter excéntrico, soy culpable de haber contribuido aenloquecerle, no tan sólo porque le hablé y escribídesde que nos conocemos en la misma forma lírico-melodramática que él usa siempre conmigo, sinoporque hice tan a maravilla el papel que me propuserepresentar, en tanto esto pudo servirme de solaz,que el buen Luis llegó a creer en mí aún mucho másque en Dios, sin que ni un solo instante hubiese du-dado de la firmeza y rectitud de los sentimientos

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    que suponía abrigaba mi pecho. Hallóme por estotan hecha a su gusto, y su entusiasmo fue creciendoy creciendo de tal manera al ver cómo yo sabía co-rresponder a su afecto, que llegó hasta el delirio y ala extravagancia más inverosímil en las demostra-ciones de su fantástico amor. Imagínese usted quese empeña en que nuestros espíritus tienen el donespecial de atraerse y andar dando vueltas, abraza-dos, yo no sé por qué selvas e imaginarios espacios,y que no cesa de soñar con la muerte y la felicidadque hemos de gozar en mejores mundos, ¡cuandoyo me hallo en éste tan a bien con la vida! Ustedque conoce mi carácter, tan poco dado a andar fue-ra de lo real, comprenderá hasta qué extremo excita-rían mi buen humor semejantes fantasías, repetidasa todas horas y en toda ocasión, y comprenderáasimismo como pudo llegar un momento en que seme hiciesen completamente antipáticas e insoporta-bles. Amén de esto, como yo no he de unir misuerte sino a la del hombre que mi padre quiera,sería completamente inoportuno que prosiguiesealentando sus locos desvaríos. He aquí por qué, alver que esa criatura a todas horas y en todas partesse halla como pegado a la cola de mi vestido, vigilacontinuamente mis acciones, ronda mi puerta como

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    un salteador y ha dado en tomar más en serio cadavez coqueterías de un momento y promesas quetodos los amantes, o que se llaman tales, hacen hoypara olvidarlas mañana, llegó a impacientarme y sermi sombra más temida. Me estremezco de disgustocuando le veo, me asusta y enoja adivinar que mesigue cuando nos encontramos, y me siento mal siveo sus ojos de vampiro fijos en mí, con una miradaque tiene tanto de sospechosa como de ridícula. Sihubiese un alma caritativa (porque yo no me atrevo)que le fuese haciendo entender todo esto y me li-brase así de semejante loco...

    Calló la viuda algunos momentos mientras meobservaba como queriendo escudriñar en mi pen-samiento, y después, sin que el horror que produ-cían en mí las abominaciones que acababa derevelarme fuese bastante a sellar sus labios, prosi-guió diciendo con el mismo valor con que el ciruja-no opera al enfermo, no bien seguro de si tras delos tormentos que le produce con su bisturí han devolverle la salud o llevarle más de prisa hacia lamuerte:

    -Poco tiempo después de haberme hablado así -añadió-, el padre de Berenice regresó de la cortetrayendo para marido de su única hija a un newyor-

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    quino tan grande como un mastodonte, pero riquí-simo, con lo cual dicho está que se apresuró a rom-per con usted de la manera que lo hizo y tantodeseaba: y... ya sabe lo que ocurrió. Antes de partir,sin embargo, Berenice, que no era precisamentemala, sino (como tantas otras mujeres bonitas y aunfeas) sencillamente coqueta, superficial, y, digá-moslo sin ofensa suya, sensata hasta rayar en lo vul-gar, parece que sintió por usted así comoremordimientos, y llamándome aparte me dijo:

    -Casi me da lástima dejarle tan triste y entonte-cido, y si usted en su experiencia comprendiese quediciéndole la verdad desnuda podría curarse de supasión, le suplico que lo haga sin temor alguno y sincallarle cosa, aun cuando haya de odiarme, porque adecir verdad, casi prefiero ya su odio a su cariño.Repítale hasta que lo entienda bien que vivió enga-ñado, y que le aconsejo me olvide para siempre.

    -¿Y no la buscaste para matarla? -exclamó Pedroindignado.

    -¡Matarla... yo a ella! -repuso Luis con aquelacento de recogimiento y beatitud que le eran pro-pios al hablar de su ídol