el druida morgan llywelyn

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Ainvar, guardián del BosqueSagrado y jefe druida, guía a losgalos en la lucha contra lacolonización romana. Su antiguorival, el príncipe guerreroVercingetórix, se convierte en sualiado y lidera esta insurreccióncontra el procónsul romano JulioCésar, ávido de anexionar lalegendaria civilización gala a suimperio. Con él colaboranmercaderes ambiciosos y jefestribales corruptos. La profundaentrega del druida a la causa de supueblo se combina con la devoción

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por la naturaleza y un fuerteinstinto de protección del modelopoligámico. Por sus apasionadosbrazos pasan tanto princesas comoesclavas. Una novela intensa yrigurosa donde los valores sublimesde un pueblo amante de lanaturaleza chocan con la realidadde la guerra, la traición, elasesinato y los sacrificios rituales.

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Morgan Llywelyn

El Druida

ePUB v1.13PUBnoff 03.08.11

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Ediciones Martínez Roca

Traducción de Jorge RiberaDiseño cubierta: Compañía de Diseño

Primera edición: julio de 2000Segunda edición: julio de 2001

Título original: Druids

© 1990, by Morgan Llywelyn© 2000, Ediciones Martínez Roca, S. A.Provença, 260, 08008 BarcelonaISBN: 84–270–2589–0Depósito legal: M. 33.240–2001Fotocomposición: Pacmer, S. A.

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Impresión: Brosmac, S. L.Encuadernación: Atanes Lainez, S. L.

Impreso en España - Printed in Spain

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Para los druidas.Sabéis quiénes sois.

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Ellos [los druidas] desean inculcarcomo su dogma principal que las almasno se extinguen, sino que al morir pasan

desde este presente a los de más allá.

Cayo Julio César

Los druidas, hombres del intelecto máselevado y unidos a la íntima fraternidad

de los seguidores de Pitágoras, seentregaban a la investigación dematerias secretas y sublimes, y

descuidando los asuntos mundanos,afirmaban que las almas son inmortales.

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Ammiano Marcelino

Los druidas unieron al estudio de lanaturaleza el de la filosofía moral,asegurando que el alma humana es

indestructible.

ESTRABÓN

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PRÓLOGO

Llevaba muerto mucho tiempo. Con untremendo sobresalto se dio cuenta deque ya no estaba muerto. Además de lasensación crecientemente vívida de suyo, seguía siendo consciente de la tiernared de la que se estaba separando.Desde su tejido, los seres a los quequería le tendían las manos, llamándole,buscando una comunión más.

—¡No me abandonéis! —les gritó—.¡Seguidme, encontradme!

Tensándose a su alrededor, laexistencia vibraba con los latidos de un

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corazón gigante. Fue expelido a laliviandad, cayó en lo desconocido.

Descendió más y más, trazandocírculos.

Gradualmente empezó a recordarconceptos olvidados mucho tiempoatrás, tales como la dirección, ladistancia y el tiempo. Se concentró enellos y descubrió que se estabadeslizando en espiral entre las estrellas.Las constelaciones florecían a sualrededor como prados floridos.

Tendió las manos, ávido de lasensación súbitamente recordada deltacto..., y resbaló y se deslizó y acabódescansando en una cálida cámara

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iluminada por un tenue resplandor rojo.Allí yació, soñando. Protegido y

satisfecho, estaba suspendido entre losmundos, flotando en mareas reguladaspor los ritmos de un universo. En esetiempo de desarrollo examinó susrecuerdos para decidir con cuálesquedarse. Podía retener muy pocos y eradifícil prever cuál le sería másnecesario. No obstante, una ordensilenciosa le instaba a recordar yrecordar...

Flotó y soñó hasta que empezó elgolpeteo. Sobresaltado, trató deresistirse, pero fue apresado, estrujadoy, finalmente, arrojado a un lugar de

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superficies duras. Una inundaciónquemante penetró en sus fosas nasales yla boca abierta.

El niño utilizó ese primer alientopara expresar a gritos su afrenta.

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CAPÍTULO I

Me desperté horrorizado porque les oícantar.

Sin embargo, éramos un pueblo quecantaba. Pertenecíamos a la raza celta,esas gentes altas renombradas por susfieros ojos azules y sus pasiones todavíamás fieras. La mayoría de los miembrosde mi clan, de mi linaje, tenían elcabello rubio, pero el mío, cuando erajoven, tenía el color del bronce oscuro.

Siempre he sido diferente.Nueve meses después de mi

nacimiento nuestros druidas me pusieron

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el nombre de Ainvar. Nací en la tribu delos carnutos, en la Galia celta, es decir,la Galia libre. Mi padre no eraconsiderado príncipe y carecía de unaguardia personal juramentada, peropertenecía a la aristocracia guerrera yestaba autorizado a llevar el brazaletede oro, como mi anciana abuela merecordaba con frecuencia. Mis padres yhermanos murieron antes de que yo fueselo bastante mayor para recordarlos, y miabuela me crió ella sola en el aposentode mi familia en el Fuerte del Bosque.Recuerdo la época en que creía que elfuerte, con su empalizada de madera, erael mundo entero.

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En el aire vibraban siempre lascanciones. Cantábamos para el sol y lalluvia, para la muerte y el nacimiento,para el trabajo y la guerra. Y noobstante, cuando los druidas quecantaban en el bosque me despertaronsobresaltado, sentí un profundo temor.¿Y si me hubieran descubierto?

No debería haberme dormido. Mehabía propuesto permanecer alerta enalgún lugar oculto hasta el amanecer,vigilando hasta que los druidas llegaranal bosque. Pero era un joven bisoño ylos acontecimientos de la noche mehabían extenuado. Cuando por finencontré un refugio, debí de dormirme

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como un lirón sin darme cuenta. No meenteré de nada más hasta que oí cantar alos druidas y comprendí que ya estabaen el bosque sagrado. Debían de haberpasado muy cerca de mí.

Espiarles estaba estrictamenteprohibido y era merecedor de los másterribles castigos, innominados perosecretamente murmurados.

Tenía la boca seca y comezón en lapiel. No había esperado que mesorprendieran. Sólo quería ver cómorealizaban su gran magia.

Me levanté con una lentitudangustiosa. El crujido de cada hojamuerta revelaba mi traición, pero los

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druidas siguieron adelante sininterrumpirse, hasta que empecé apensar que no se daban cuenta de mipresencia.

* * * * * *

Me dije que, al fin y al cabo, quizápodría arrastrarme hasta estar lobastante cerca para mirarles. Mi temorno era tan grande como mi curiosidad.

Nunca lo ha sido.Mi refugio era una depresión entre

las raíces de un árbol viejo y enorme,una cavidad llena de hojas muertas.

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Cuando salía poco a poco de ella, unaramita muerta por el invierno se partióbajo mi pie con un chasquido, y mequedé paralizado. Si los druidas nohabían oído el ruido de la ramita, sinduda podían oír los latidos de micorazón. Pero ellos siguieron cantando,y lo mismo hice yo al cabo de un rato,con mucha cautela.

En el fuerte todo el mundo sabía quenuestros druidas intentarían forzar a larueda de las estaciones para que girase.Las ceremonias tradicionales parafomentar el retorno del sol habíanfracasado, y los druidas idearon unnuevo y secreto ritual del que se decía

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que era muy poderoso. Sólo losiniciados tenían permiso para presenciarel intento, nacido de la desesperación.

Estábamos padeciendo un inviernointerminable, una estación de heladas ygélidos vientos. Un inmenso mantonuboso se extendía sobre la Galia. Elganado estaba enflaquecido, lasprovisiones se habían agotado, la genteestaba asustada.

Naturalmente, acudimos a nuestrosdruidas para que nos ayudaran.

Cuando sólo era un niño que andabaa gatas, mi abuela me había sorprendidomirando fijamente, con un dedo en laboca, a varios personajes vestidos con

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túnicas de lana sin teñir y con capuchascomo cavernas oscuras en cuyo interiorunos ojos brillaban misteriosamente.

—Son miembros de la Orden de losSabios —me dijo Rosmerta mientras mecogía de la mano y me alejaba de allí,aunque yo seguí mirando hacia atrás porencima del hombro—. No los miresnunca, Ainvar, ni siquiera los mirescuando tienen la cabeza cubierta con lacapucha. Y muéstrales siempre el mayorrespeto.

—¿Por qué?Siempre preguntaba por qué.Con un crujido de rodillas, mi

abuela se agachó hasta que su cara

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estuvo al nivel de la mía. Sus ojos de unazul desvaído brillaban de amor por míen medio de su red de arrugas.

—Porque los druidas son esencialespara nuestra supervivencia —meexplicó—. Sin ellos seríamosimpotentes contra todas las cosas que nopodemos ver.

Así se inició la fascinación que heexperimentado durante toda mi vida porla druidería. Quería saberlo todo acercade ellos y hacía innumerables preguntas.

Con el tiempo supe que la Orden delos Sabios tenía tres ramas. Los bardoseran los historiadores de la tribu; losvates, sus adivinos. Aunque a todos los

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miembros de la tribu se les llamabageneralmente druidas para simplificar,en realidad ese título correspondía a latercera rama, cuyos miembrosestudiaban durante veinte inviernos paraganarse ese nombre. Los druidas eranlos pensadores, maestros, intérpretes dela ley y sanadores de los enfermos. Eranlos guardianes de los misterios.

Ningún tema estaba más allá delescrutinio mental de los druidas. Medíanla tierra y el cielo, calculaban lasmejores épocas para plantar y cosechar.Entre las prácticas que, en ávidossusurros, se les atribuían, había ritualescomo la magia sexual y la enseñanza

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sobre la muerte.Los instruidos helenos del sur

llamaban a los druidas «filósofosnaturales».

La principal obligación de losdruidas consistía en mantener alHombre, la Tierra y el Más Allá enarmonía. Los tres elementos estabaninextricablemente entrelazados y debíanpermanecer en un estado de equilibrio osobrevendría una catástrofe. Comodepositarios de mil años de sabiduríatribal, los druidas conocían la manera demantener ese equilibrio.

Más allá de nuestros fuertes ygranjas acechaba la oscuridad de lo

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desconocido. La sabiduría de losdruidas mantenía a raya esa oscuridad.

¡Cómo envidiaba el conocimientoalmacenado en aquellas cabezasencapuchadas! Mi mente juvenil estabatan ávida de respuestas como mi vientrelo estaba de comida. ¿Qué fuerza hacíaavanzar a las tiernas briznas de hierba através de la sólida tierra? ¿Por qué demis rodillas despellejadas una vez brotósangre pero otra un fluido transparente?¿Quién daba bocados a la luna?

* * * * * *

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Los druidas lo sabían. También yoquería saberlo.

Los druidas instruían a los niños dela clase guerrera, que comprendía a lanobleza celta, en habilidades tales comocontar y orientarse por medio de lasestrellas. Nos reuníamos en los bosquesy nos sentábamos a los pies de nuestrosmaestros en la sombra moteada. A veceshabía muchachas en el grupo. A lasmujeres celtas que deseaban aprender seles concedía el privilegio. Pero nuestrosmaestros nunca compartían losauténticos secretos con nosotros. Ésoseran tan sólo para los iniciados.

¡Yo quería saber!

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Como es natural, un ritual secreto desuficiente poder para cambiar lasestaciones era irresistible para mí.

Los adivinos habían determinadoque el quinto amanecer después de laluna preñada sería el momento máspropicio. El ritual se llevaría a cabo enel lugar más secreto de la Galia, el granrobledal en el cerro al norte de nuestrofuerte. Éste había sido levantado paraalojar a la guarnición de guerreros que,como mi padre, custodiaban los accesosal bosque, el cual jamás debía serprofanado por forasteros.

Otros pueblos y ciudadesfortificados en la Galia eran fortalezas

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de príncipes, pero no el nuestro. Elnuestro era el Fuerte del Bosque, y eljefe druida de los carnutos su autoridadsuprema.

La noche anterior al día en quetendría lugar el ritual secreto yacíconsumido de impaciencia, esperando aque mi abuela se durmiera. Siemprehabía vivido con Rosmerta, quienatendía a mis necesidades y me reñíacuando lo consideraba oportuno. Nuncame habría permitido salir en una nochehelada para espiar a los druidas.

Por supuesto, no tenía intención depedirle permiso.

Pero precisamente aquella noche,

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por desgracia, ella parecía muydespierta, aunque de costumbreempezaba a cabecear cuando se ponía elsol.

—¿No estás cansada? —lepreguntaba una y otra vez.

Ella me sonrió con una bocadesdentada y hundida, una boca tansuave como la de un bebé.

—No, jovencito, no estoy cansada.Pero tú duérmete como un buen chico.

Anduvo renqueando de un lado aotro de nuestro aposento, haciendopequeñas tareas femeninas. Yopermanecía tenso en mi jergón de paja,amadrigado entre mantas de lana y

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mantos de piel, mi mirada errante entreRosmerta y los descoloridos escudosque colgaban de las paredes de troncos.Nadie los había tocado desde que mipadre y mis hermanos murieran encombate poco antes de que yo naciera.Mi madre, que ya era demasiado mayorpara dar a luz, me parió y no tardó enseguir a sus hombres al Más Allá.

Los escudos eran un recordatorioconstante de mi herencia guerrera, perosu deslustrada aureola no me excitaba.

Quería ver cómo los druidasrealizaban su gran magia.

La cena que había tomado me pesabaen el vientre como una piedra. Rosmerta

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me miraba de vez en cuando y parecíapreocupada. Finalmente acercó sutaburete de tres patas al hogar central, sesentó y contempló las llamas.

Aguardé, fingí un bostezo, que ellano secundó, cerré los ojos e hice ver queroncaba. ¡Vete a la cama, vieja!, pensé,mirándola a través de los párpadosentornados.

Cuando creía que no podríasoportarlo más, ella por fin se levantó,con mucha lentitud, como hacen los muyancianos. Del arca de madera talladaque contenía sus pertenencias personalessacó una pequeña botella de piedra quenunca le había visto hasta entonces y se

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bebió su contenido de un solo trago.Temblaron las carnosidades colgantesde su garganta. Entonces, dirigiéndomeuna mirada apresurada para asegurarsede que dormía, descolgó el pesadomanto de su clavija y salió del aposento.Una gélida ráfaga de aire remolineó através de la puerta abierta.

Supuse que había salido a hacer susnecesidades. Las tripas de los viejos soninestables. Aprovechando la ocasión,preparé el jergón de modo que parecieraocupado por un durmiente, cogí mimanto y salí a toda prisa.

El fuerte estaba dormido. La únicacriatura viva que vi era un gato que

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cazaba ratas cerca de un cobertizo dealmacenamiento. Una mortaja de nubesenvolvía a la luna, pero la noche deinvierno tenía una luminosidad glacialque me permitía ver lo suficiente para irhasta una sección de la empalizadaoculta por los cobertizos de losartesanos. El solitario centinela de laentrada principal dormitaba en su puestode la atalaya.

Con una carrera y un salto, trepé porlos maderos verticales del muro, unahazaña prohibida que todos los niñosdel fuerte, y no pocas de las niñas,dominaban a la edad en que tenían todoslos dientes necesarios para comer carne.

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Éramos un pueblo atrevido.La empalizada estaba construida en

lo alto de un terraplén de tierra ycascotes en cuyo extremo la altura eraconsiderable. Aunque aterricé con lasrodillas dobladas, la conmoción delimpacto me dejó sin aliento. En cuantome recobré, partí hacia el bosque.

El territorio de la tribu carnutaincluía gran parte de la ancha llanurarecorrida por el río Liger, de lechoarenoso, y sus afluentes. Junto a uno deéstos, el Autura, un gran cerro boscosose alzaba en la tierra llana y dominabael paisaje, visible durante un día demarcha. Este cerro, que se consideraba

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el corazón de la Galia, estaba coronadopor el robledal sagrado que era el centrode la red druídica.

El hombre no elige los lugaressagrados, sino que le son revelados. Losprimeros pobladores de la región habíanpercibido el poder de aquel lugar. Todapersona que se aproximara a los roblesexperimentaba un temor reverencial.Eran los más antiguos y grandes de laGalia, y el hombre no era nada paraellos. A través de sus raíces sealimentaban de la diosa suprema, lamisma Tierra, mientras que sus brazosalzados sostenían el cielo.

No debía permitirse que el estrépito

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de la morada humana turbara laatmósfera de un lugar tan sagrado, por loque el Fuerte del Bosque fue construidoa cierta distancia del cerro, pero cercadel río que nos suministraba agua. Alabandonar el fuerte fijé los ojos en laoscura masa de la sierra contra el cieloalgo más pálido y avancé a paso vivo.

Había recorrido más de mediocamino cuando oí el primer aullido delobo. Mi excitación había hecho que meolvidara de los lobos, a los que elterrible invierno había sometido a laescasez tanto como a nosotros,enflaqueciendo a la escasa caza. Loslobos cazaban más cerca que nunca de

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los asentamientos humanos, buscandocarne. Y yo era carne. Empecé a correr.

Ya era demasiado tarde cuando mimente me informó de que sólo un idiotahabría abandonado el fuerte en plenanoche sin armas y sin ninguna escolta.Pero los jóvenes sólo piensan en unacosa a la vez. Se requieren años deestudios antes de que uno pueda pensar,como hacen los druidas, en siete o nuevecosas a la vez.

Tal vez no me quedaba ningún añopor delante. No corría, volaba.

Presa del pánico, pensé que si podíallegar al bosque estaría a salvo. Todo elmundo sabía que el bosque era sagrado.

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Se decía que incluso los animales delbosque lo reverenciaban. Sin duda loslobos no me matarían allí.

Sin duda.No existe límite a la cantidad de

tonterías en las que uno puede creer alos quince años.

Corrí hasta que me pareció que seme iban a reventar los pulmones. Lahierba congelada crujía bajo mis pies.Oí otro aullido, más cercano que elprimero. El corazón me latía con tantafuerza que temí que diera un salto hastala garganta y me ahogara. ¿Podía alguienmorir de esa manera? No lo sabía, peroera capaz de imaginarlo. Siempre estaba

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imaginando cosas.El terreno se elevó, el cerro se

alzaba ante mí, negro contra negro. Mispies encontraron milagrosamente elcamino sin que tropezaran con unapiedra y cayera de cabeza. Los árbolesme engulleron. Pero ni siquiera entoncesestaba a salvo, tenía que llegar alrobledal, el bosque sagrado. Avancé através del enmarañado sotobosque, conun brazo levantado ante la cara paraprotegerla. Mi áspera respiración eratan ruidosa que los lobos podríanhaberme localizado sólo por el sonido.

Una punzada de dolor zigzagueó enmi costado como un rayo. Tal vez lo era,

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quizá me había alcanzado un rayo,estaba muerto y ya no tendría que corrermás. Entonces el dolor cedió y seguíavanzando penosamente, tropezando conlas raíces, jadeando por falta de aliento,tratando de oír si los lobos me seguían.

El sotobosque perdió espesura. Mehallaba en la última cuesta pronunciadaque conducía al antiguo robledal. Exhaléun suspiro de alivio al mismo momentoque tropezaba y caía en una hondonadallena de hojas muertas.

Las hojas me sepultaron.Yací resollando y esperando oír

ruido de pisadas. Pero el único ruidoera el rumor estruendoso de la sangre en

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mis oídos. Me atreví a confiar en que ala postre los lobos no me hubieranseguido, interesados por alguna pieza decaza más pequeña y fácil.

Cuando me pareció que no corríapeligro, me acomodé hundiéndome másen el lecho de hojas secas. Era un lugartan bueno como cualquier otro, y máscálido que la mayoría. Podría esperarcon una relativa comodidad hasta elalba, sabiendo que estaba bien oculto enel mismo borde del bosque. Los druidasllegarían al amanecer...

Entonces oí cánticos y la nocheterminó.

Debían de haber pasado junto a mí

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camino del robledal.Repté con cautela hacia adelante,

tratando de acercarme más al claro en elcentro del bosque donde tendrían lugarlos rituales druídicos más poderosos. Unenorme arbusto de acebo, en el mismoborde del claro, me cerraba el paso. Sipudiera meterme dentro podría ver sinser visto, o así lo creía.

Me tendí boca abajo y me deslicéserpenteando, impulsado por codos yrodillas, oliendo la tierra fría y el mohode las hojas, hasta que me encontré bajolos brazos extendidos más inferiores delacebo. Entretanto, la canción druídicapara los robles dio paso a una salmodia

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rítmica que ocultaba cualquier ruido queyo hiciera.

Cuando llegué al tronco del acebo,me levanté poco a poco entre las ramas,pero entonces descubrí que sus hojasperennes me impedían la visión delclaro. Lleno de impaciencia, empecé aseparar una rama... en el mismomomento en que el personaje central enel claro se volvió hacia mí.

Blandiendo el bastón de fresnotallado que era el símbolo de suautoridad, Menua, jefe druida de loscarnutos y Guardián del Bosque, parecíamirarme directamente. Me quedéparalizado. Un sudor frío me corría por

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las piernas bajo la túnica.Si me considerasen ya un adulto,

como debería ser tras haber sobrevividoquince inviernos, habría tenido derechoa llevar las polainas de lana muyceñidas que usaban los hombres. Peroyo no había pasado todavía por los ritosde iniciación a la edad adulta. Mispiernas no habían alcanzadooficialmente su longitud final. Laceremonia de mi virilidad tenía quecelebrarse en primavera, y esaprimavera no llegaría.

* * * * * *

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Era consciente del terrible peligroque corría. Violar una prohibicióndruídica podría convertirme en undelincuente, y, si los jueces druidas asílo decidían, los delincuentes erancarnaza para el sacrificio.

Me quedé mirando horrorizado aMenua, convencido de que con todos suspoderes podía verme a través de lahojarasca más espesa, pero experimentéun enorme alivio al darme cuenta de queno me había visto. El jefe druida siguiógirando lentamente y, murmurando comocontrapunto al cántico, empezó a hacertrazos con las manos en el aire, dejandocaer el bastón de fresno.

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Noté un cosquilleo repentino en lapiel, como el que uno siente antes de queestalle una tormenta. El vello se movióen mis antebrazos y se erizó en la nuca,bajo la acometida de fuerzas invisibles.La lóbrega mañana se hizo más sombríay el aire, lleno de tensión, más frío,denso y espeso.

En el claro los druidas habíanempezado a dar vueltas en el sentido delsol alrededor de un eje central. Entre susmovimientos corporales atisbé algoblanco sobre una losa de piedralevantada por encima del suelo queusaban para los sacrificios.

Creí comprender. Ofrecerían el

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regalo de una vida a cambio de unregalo del Más Allá.

Los miembros adultos de la tributenían el privilegio de asistir a todos lossacrificios, excepto los que implicabanalgún ritual secreto, como aquél. Sinembargo, la asistencia de los niñosestaba prohibida. Pero a veces loschicos recreábamos los sacrificios entrenosotros, utilizando algún desventuradolagarto o roedor.

Para ser hijo de un guerrero, yo eraextrañamente remilgado con respecto alderramamiento de sangre. Me revolvíael estómago. Siempre dejaba que alguienadoptara el papel de sacrificador y

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desviaba los ojos en el momento crucial,cuando los demás estaban mirando elcuchillo. Sin embargo, era muy buenopara los cánticos y las exhortaciones.

Ahora los que cantaban y exhortabanrealmente estaban en acción. Sus vocesllenaban el bosque, invocando losnombres sagrados del sol, el viento y elagua mientras sus pies trazaban uncomplejo dibujo en la tierra. El cánticose hizo estruendoso entre los robles.

Entonces Menua alzó los brazos y,como las ramas desnudas de los árboles,sus dedos arañaron el espacio.Obedeciendo a su gesto, el sonido,arrancado del bosque y lanzado al aire,

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desapareció. Los demás druidas sedetuvieron en sus pasos, inmovilizandoel dibujo que trazaban.

La fuerza mágica que iba en aumentocrepitaba en el aire.

Menua echó atrás su capucha. Deacuerdo con el estilo de la orden, teníala parte frontal de la cabeza afeitada deoreja a oreja, una cúpula calva rodeadapor una fulgurante cabellera blanca, conla que contrastaban vivamente las cejasnegras, que casi se fundían por encimade la nariz. Menua era sólo de estaturamediana para un galo, pero era robusto,macizo, y la voz que resonaba desde supecho parecía la misma voz de los

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robles.—¡Escúchanos! —gritó a Aquel Que

Vigila—. ¡Míranos! ¡Inhala nuestroaliento y conócenos como una partetuya!

Me encogí bajo mi túnica. Mi pielerizada me informó de una Presencia,mayor que la humana, que ocupabavisiblemente el espacio vacío,consciente de Menua y los druidas... yde mí. Un poder imponente, terrible, quese iba concentrando en el bosque.

—Las estaciones están enmarañadas—decía Menua—. La primavera nopuede liberarse del invierno.¡Escúchanos, atiende a nuestro clamor!

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Tu sol no calienta la tierra y ablanda sumatriz para que ella acepte la semilla ydé grano. Los animales no se aparean.Pronto no tendremos vacas que nos denleche y cuero, ni ovejas que nos dencarne y lana.

»Las pautas del clima están dañadas.Nuestros bardos nos dicen que llegamosa la Galia hace muchas generacionesporque las normas de la existenciaestaban dañadas en nuestra tierra nataldel este. Teníamos demasiadosnacimientos e insuficiencia dealimentos. Vinimos aquí para salvarnos,y en esta región aprendimos a vivir enarmonía con la tierra.

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»Ahora esa armonía ha sidoperturbada de alguna manera y espreciso ponerla en orden. La confusiónde las estaciones amenaza no sólo a loscarnutos, sino también a nuestrosvecinos los senones, los parisios, losbitúrigos. Incluso tribus tan poderosascomo las de los arvernios y los eduosestán sufriendo estas privaciones. Todala Galia sufre.

Menua hizo una pausa para tomaraliento. Cuando habló de nuevo, su vozera apagada y suplicante.

—Imploramos la ayuda del MásAllá. Ayúdanos a recomponer la norma.Inspíranos, guíanos. A cambio te

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ofrecemos el regalo más precioso quepodemos hacerte, no el espíritu de uncriminal o un enemigo, sino el espíritude nuestra persona más vieja y sabia,reverenciada por toda la tribu.

»Te enviamos el espíritu de quiensoportó las muertes de sus hijos convalor y nunca dejó de dar buen consejoen el círculo de los ancianos. Suresplandor va a unirse al tuyo, la vida setraslada hacia la vida. Acepta nuestraofrenda. Ayúdanos en nuestra necesidad.

Menua bajó los brazos e hizo ungesto a Aberth, el sacrificador. Éste seadelantó, echando atrás la capucha pararevelarse a Aquel Que Vigila. Tenía

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cara de zorro y el pelo del color de lapiel de zorro detrás de la tonsura, y unabarba rojiza que nunca le crecía pordebajo de la mandíbula. El brazalete depiel de lobo que le rodeaba un brazodenotaba su talento para matar.

De su cintura pendía el cuchillosacrificial con su empuñadura de oro.

El cántico comenzó de nuevo, bajopero insistente.

—Gira la rueda, gira la rueda,cambia las estaciones —los druidasvolvían a dar vueltas—. Gira la rueda,cambia las estaciones, únete a nosotros,acepta ahora nuestro regalo. ¡Ahora!

Sus voces tenían una vehemencia

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desesperada.Aberth se detuvo al lado de la

persona amortajada sobre el altar depiedra. Retiró la tela, descubriendo elcuerpo que iba a acuchillar. Un momentoantes de que pudiera desviar la vista, vicon claridad quién era su víctima.

Mi abuela estaba tendida con sudulce rostro vuelto hacia el cielo sin sol.

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CAPÍTULO II

—¡No!Al principio no pude imaginar quién

gritaba. ¿Quién se atrevía a interrumpiruna ceremonia druídica?

Entonces comprendí que era yo.Como un loco, había abandonado miescondrijo y corría temerariamentehacia el claro, agitando los brazos ygritando a los druidas que se detuvieran.

Esperaba que un rayo me fulminaseconvirtiéndome en un residuo cenicientoa una orden de Menua.

Pero él y los demás se limitaban a

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mirarme. Aberth mantenía inmóvil elbrazo alzado, sosteniendo el cuchillopor encima de Rosmerta. Sólo el jefedruida parecía capaz de moverse, eintentó cogerme cuando me abalancéprotectoramente sobre el cuerpo de miabuela. Le golpeé con los puñoscerrados, y entonces cogí a la anciana enbrazos. Me sorprendió descubrir lodelgada que era. Tenía la impresión desostener un saco de palos.

Yacimos juntos sobre la piedrasacrificial con el cuchillo suspendidosobre nosotros. No alcé la vista. Apretélos labios contra la mejilla de Rosmerta,noté la textura de su piel vieja y seca,

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inhalé su aroma, su olor individual ahumo de leña y desecación.

Su piel estaba fría al contacto conmis labios. Menua me puso una mano enel hombro.

—Apártate, muchacho —me dijocon más amabilidad de lo que esperaba.

Quería obedecerle, pues siempreobedecíamos a nuestros druidas, pero envez de hacerlo abracé con más fuerza aRosmerta.

—No permitiré que la matéis —dijecon voz apagada, el rostro contra el demi abuela.

—No vamos a matarla, ya estámuerta.

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Menua aguardó a que sus palabrasme hicieran mella. Aberth retrocedió unpaso, quizá como respuesta a algunaseñal del jefe druida.

Levanté la cabeza para mirar aRosmerta. Tenía los ojos cerrados,hundidos en pozos perdidos entre lasarrugas. Cuando me incorporé más vi suflaco cuello, en el que no latía el pulso,y su pecho no subía ni bajaba.

* * * * * *

—¿Lo ves? —me preguntó Menua enel mismo tono amable—. El cuchillo es

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sólo una formalidad para amoldarnos alritual del sacrificio. Haciendo gala denobleza y fortaleza, Rosmerta decidiómorir por el bien común. Anoche,cuando creyó que dormías, se tomó unapoción que le habíamos dado, a la quellamamos el invierno embotellado.Introdujo el invierno en sí misma, seconvirtió en invierno, la estación de lamuerte. Entonces fue a mi aposento y latrajimos aquí antes del alba. Su espírituabandonó su cuerpo poco antes de lasalida del sol, que es el momento queprefieren los espíritus para lasmigraciones. Éste es el nuevo ritual,Ainvar. Rosmerta muestra al invierno la

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manera de morir para que pueda nacer laprimavera. De tal manera, con talessímbolos, fomentamos la restauración dela norma.

Le oía hablar, pero sus palabras nosignificaban nada para mí. Lo único queme importaba era mi abuela, que quizáno estaba muerta. Tan claramente comosi todavía estuviera viéndola, recordé laexpresión de su rostro la noche anterior,cuando me dio la cena, unas gachasclaras y un trozo de carne de tejón. Elladijo que no tenía apetito.

Ahora la sostenía con unos brazosnutridos por el alimento del que ella sehabía privado. Jamás se la entregaría.

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Por encima de mi cabeza, Menua sedirigió a los otros:

—Tal vez sea ésta la ayuda quebuscamos. La Fuente de Todos los Seresnos ha enviado a este muchacho. Pensaden este símbolo. ¿Qué mejor manera demostrar a las estaciones cómo han decambiar que arrancando a un muchachoen la primavera de su vida del cadáverdel invierno?

Me aferró los hombros y tiró.Sollocé, a la vez afligido y desafiante.Más tarde me dijeron que en realidadme había contorsionado hasta zafarmedel jefe druida y, vuelto hacia él, leamenacé con los dientes.

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—No está muerta. No permitiré quelo esté.

—No tienes alternativa. Vamos,Ainvar, basta ya —dijo en tono severomientras tiraba de mí bruscamente.

El tiempo de la amabilidad habíapasado.

—¡No permitiré que se muera! —volví a gritar—. ¿Rosmerta? ¡Vive,Rosmerta!

Entonces sucedió. El cadáver abriólos ojos. El cuchillo se deslizó de losdedos de Aberth. Una de las mujeresdruidas ahogó un grito cubriéndose laboca con los nudillos. Retrocedieron ynos dejaron en paz.

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El cuerpo de Rosmerta seestremeció. El aire siseó en su boca.

—¡Abuela! Sabía que no podíasestar muerta, lo sabía...

Sacudí sus hombros esqueléticos ycubrí de besos su rostro indefenso.

Su voz parecía el susurro de lashojas secas.

—Debería estar muerta. Estoy tancansada..., tan cansada... Deja que mevaya, Ainvar, necesito irme.

Las lágrimas me sofocaban.—No puedo. ¿Qué haría sin ti?Ella hizo un esfuerzo para exhalar de

nuevo.—Vivir —susurró.

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—Hazle caso, Ainvar —me instóMenua—. La ley dice que debemosrespetar los deseos de los viejos. Elcuerpo de Rosmerta está desgastado.¿Querrías que estuviera dentro de unacasa que se desmorona?

No podía pensar, no sabía quésentir. Tenía un nudo en la garganta, unpeso tremendo en las entrañas. Mimirada se deslizaba de Rosmerta aMenua, y viceversa.

Cuando mi abuela respiró produjoun atroz ruido áspero, un sonido deagonía. La próxima vez que lo hizo fuepeor.

Menua se equivocaba. Tenía una

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alternativa, pero decidirme por ella fuelo más difícil que había hecho en mivida. Algo pareció quebrarse dentro demí cuando di a Rosmerta un últimoabrazo y apliqué los labios a su oreja.

—Si realmente quieres irte, ve —lemurmuré—. Te saludo como a unapersona libre —añadí, las palabras queun celta acostumbraba a decir a otrocuando le despedía.

* * * * * *

Mi abuela se sumió en sí misma. Sugarganta emitió un estertor. Un olor

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extraño, amargo, le salió de la bocaabierta. Algo tan insustancial como unsuspiro pasó velozmente por mi lado yse perdió en el aire matinal.

Durante varios latidos de corazónnadie se movió. Luego Menua me apartócon suavidad. Ya no me quedabaresistencia. Se inclinó sobre el cadáverde la anciana y lo examinó a fondo. Másadelante, cuando aumentó mi sagacidad,recordé que, entre otras cosas, el jefedruida había aplicado durante largo ratosus dedos a la tráquea de Rosmerta yque la presionó con mucha firmeza.

Finalmente se irguió y miró a sualrededor, buscando los ojos de los

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otros druidas.—El invierno ha muerto —anunció

—. Se ha ido y es imposible hacerlevolver —añadió, mirándome.

El ritual se reanudó y los druidasgiraron a mi alrededor como la bruma.No presté atención, pues aquello notenía ningún sentido para mí. Meparalizaba una sensación de soledad quenunca había imaginado hasta entonces.No me moriría de hambre, los miembrosde mi tribu ocupaban el Fuerte delBosque y ningún clan permitía elabandono de ninguno de los suyos, peroel calor del afecto que Rosmerta mehabía prodigado no podría ser

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sustituido.Me sentía frío y desnudo.Los druidas siguieron cantando y

trazando círculos, y luego cavaron unhoyo entre las raíces de los robles.Rosmerta dormiría para siempre comoyo había dormido la noche anterior,abrazada por los árboles. Su cuerpoamortajado, envuelto en una tela conojos y espirales pintados, fue devueltoreverentemente a la matriz de la Tierrajunto con una pequeña selección deobjetos funerarios para mostrar sucategoría en vida.

Mis ojos veían todo aquello, pero miespíritu estaba en otra parte. Cuando

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concluyó la ceremonia dejamos aRosmerta en su especialísima tumba.Había recibido un honor, puesnormalmente sólo los druidas eranenterrados entre los robles.Emprendimos el camino de regreso alfuerte. Un grupo de druidas entonaba unade las canciones de alabanza a laFuente, y yo era uno de ellos, pequeño,solo, aterido.

No, aterido no. Gradualmente me dicuenta de que me estaba calentando. Laluz del sol caía sobre mí comomantequilla fundida.

Miré a los otros y vi la luz dorada ensus caras. Los druidas se habían echado

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atrás las capuchas y caminaban con lacabeza descubierta. La luz del soldestellaba en su cabello castaño y oro,hacía que brillaran los mechones grisesde Grannus y rodeaba a Menua con unhalo de plata.

La luz del sol.Nuestros pasos se hicieron más

lentos, nos detuvimos, nos miramos unosa otros.

La jefa de los vates, Keryth lavidente, sonrió. Era una mujer degenerosas proporciones, con hijostodavía adolescentes. Cogió de lasmanos a Grannus, un hombregeneralmente tímido, e inició con él una

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danza frenética.—¡El sol! —exultó riendo, y

Grannus secundó su risa.A todos nos sobrevino el vértigo.

Noté que una nube se alzaba de mí,dejando en su lugar el resplandor de lavida.

Proseguimos nuestro camino. Losdruidas se pusieron a cantar una jubilosacanción de agradecimiento, y aunque yono sentía deseos de participar, algodentro de mí cantaba con ellos... hastaque vi la empalizada del fuerte y me dicuenta de que regresaba a un aposentovacío. No estaría Rosmerta paramantener el fuego encendido, cocinar,

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remendar la ropa..., para revolvermecariñosamente el pelo. Esto último eralo más importante de todo.

* * * * * *

Mis pasos titubearon.Como si hubiera oído mis

pensamientos, Menua me tocó el brazo.—Vas a venir a casa conmigo —me

dijo.Casi me puse a dar saltos de

gratitud, como un cachorro al que le danun hueso, pero mi alivio duró poco, puescuando sonreí agradecido a Menua, él

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no me devolvió la sonrisa. Su rostroparecía tallado en piedra.

Un pensamiento atroz cruzó por mimente. ¿Y si me llevaba a su aposentono para rescatarme de la soledad sinopara castigarme por mi conducta?

Por mucho que gritara, nadie seatrevería a entrar sin permiso en elaposento del jefe druida paraauxiliarme. Los miembros de mi clandejarían que hiciera conmigo lo quequisiera. Primos, tías y tíos sededicarían a sus asuntos. Rosmertahabía sido mi único familiar verdadero,y sólo ella me habría defendido.

Los más sombríos rumores que había

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oído susurrar acerca de los druidasinundaban mi mente y ésta, ahora que erademasiado tarde, me informaba de quehabía sido un necio.

Pensé, en mi desventura, que nopodía hacer nada salvo portarme comoun hombre por lo menos ahora, aunquefuese mi última actuación en la vida,sobre todo si era la última, pues loscarnutos éramos celtas. Apreté lospuños, aspiré honda si bienentrecortadamente, y seguí a Menua conla cabeza alta.

El centinela de la entrada principalera el capitán de la guardia, el cualocupaba ese lugar una vez cada luna. Al

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vernos invirtió la lanza, dirigiendo lapunta hacia abajo. Entonces me vio entrelos druidas y no pudo ocultar susorpresa.

Ogmios, cuyo nombre significa «Elfuerte», era un hombre muy musculoso,con un bigote de guías caídas al estiloque preferían los guerreros. Comocapitán de la guardia poseía una espadapara dos manos con incrustaciones decoral en la empuñadura, y su escudooval estaba minuciosamenteornamentado con espirales célticas.Llevaba una túnica a cuadros rojos ymarrones, y polainas carmesíes ceñidasa sus piernas musculosas como pieles de

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salchicha. Su figura era impresionante.Yo tenía para mí que era tan

estúpido como un barril lleno de pelo.Tal vez era un prejuicio debido a sumanera de tratar a Crom Daral, que erasu hijo y primo mío.

Crom era menudo, de rostro moreno,nacido de una mujer encorvada dehombros que había sido robada a latribu de los remos. Ogmios no ocultabasu decepción con el muchacho, que erauna réplica de su madre. Aunque no sepermitía a los chicos que hablaran consus padres guerreros en público, Ogmiostambién evitaba a su hijo en privado,mostrando tal repugnancia por él que

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Crom se volvió un niño adusto yamargado.

Cuando me apiadé de él y le ofrecími amistad, Crom se me pegó como elmusgo a una piedra. Hicimos juntos todaclase de diabluras... normalmenteinstigadas por mí.

Entonces la fascinación por losdruidas ocupó un lugar tanpreponderante en mi vida que empecé adescuidar a Crom. Cuando, sintiéndomeculpable, buscaba su compañía, él semostraba sarcástico.

—Me sorprende que te hayasmolestado en buscarme —decía—. ¿Nohay ningún druida en el fuerte para que

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vayas tras él?Nuestra relación entró en una fase

tensa. Sin embargo, seguíconsiderándole mi amigo, alguien aquien volvería, alguien que siempreestaría allí... cuando yo tuviera tiempo.

Entonces era muy joven.Cuando entré en el fuerte con los

druidas, miré a mi alrededor en busca deCrom, pero no pude encontrar su caritamorena entre la gente que corría asaludarnos, alabando a los druidas porsu éxito.

Menua aceptó sus muestras degratitud con semblante impasible e hizoun gesto de asentimiento grave y digno.

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Más adelante también yo aprendería elvalor de una expresión opaca paraocultar los propios pensamientos.

Las gentes salían de cada aposento,quitándose los mantos para tomar el sol.Los hombres llevaban túnicas ypolainas, las mujeres vestían pesadasfaldas de lana y corpiños de cuelloredondo teñidos de rojo, amarillo y azul.Parecían flores mientras volvían susrostros ávidamente hacia el sol.

Varios de los druidas estabancasados y sus esposas corrieron acongratularles, pero el jefe druida, queno tenía esposa, continuó su camino ensolitario. Yo le seguía apesadumbrado,

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como un buey que va hacia el sacrificio.Menua no se molestaba en mirar

atrás, sabía que yo iba tras él.El alojamiento reservado al

Guardián del Bosque era el más grandedel fuerte, tan bueno como el hogar deun jefe tribal, de un rey. Estaba algoapartado de los demás edificios, una islaen un mar de barro pisoteado. El hogarde Menua era un macizo edificio oval,de troncos y con las grietas bientapadas. Tenía un grueso techado depaja, al que solíamos llamar cabeza dehierba. Una puerta de roble giraba sobregoznes de hierro que habían sidorestregados con grasa hasta hacerlos

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brillar. Sobre el umbral había unapercha para un cuervo domado, comolos que solían tener muchos druidas.

El cuervo nos observó mientrasMenua abría la puerta y me hacía unaseña para que le siguiera.

El dintel era lo bastante bajo paraque tuviera que agachar la cabeza, perouna vez dentro la única habitación eraalta y espaciosa... y no tenía nada quever con lo que había imaginado.

Fuera cual fuese la tribu, las casasde la Galia céltica seguían una pautageneral. Estaban construidas con troncoso juncos y argamasa, y todas ellasestaban atestadas con la parafernalia de

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la vida doméstica. Un alojamientocontenía invariablemente escudos quecolgaban de las paredes y lanzasacumuladas al lado de la única puerta,un telar que monopolizaba buena partedel suelo, arcones de madera talladapara guardar las posesiones personales,la colada puesta a secar en tendederosfijados a las vigas, jergones de lanarellenos de paja tendidos en el suelo osobre unos armazones de madera contralas paredes, jaulas de sauce trenzadoque colgaban a considerable altura delas paredes para que los niños pequeñoso los perros vagabundos no seapropiaran de los huevos que ponían las

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gallinas, un montón de herramientas,bancos, cestos, cacerolas, ánforasgriegas, jarras romanas y, tal vez, unbrasero de bronce importado, un lujomuy apreciado durante el últimoinvierno.

En cambio, el alojamiento del jefedruida de los carnutos estabaprácticamente vacío.

Ocupaba el centro el hogar depiedra, adornado con un espléndidojuego de morillos de hierro, forjado enel estilo celta de curvas oscilantes ycrecientes. Un cajón ennegrecido por eltiempo servía de apoyo a su camastro.Había un banco y un arcón tallados, una

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red de borraja suspendida de las vigas yun único estante con botellas, frascos yalgunos tarros esmaltados de rojo. Susprendas de vestir colgaban de tresclavijas. Todo lo demás dentro de laestancia era espacio y aire. Incluso laslosas del suelo habían sido barridas yestaban limpias.

—¿Vives aquí? —le preguntéincrédulo.

—Vivo aquí —me corrigió Menua,dándose unos golpecitos en la frente.

Examiné de nuevo la vivienda,buscando el instrumento de tortura conel que me castigaría. Tenía que ser algoterrible, pero allí no había nada.

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Entonces comprendí que no tenía que sernecesariamente algo tangible y que quizácon un solo gesto mágico el jefe druidame convertiría en sapo.

Sin embargo, no hizo nada másamenazante que estirarse, bostezar yalzarse la túnica de lana hasta el vientrepara poder rascarse la piel.

* * * * * *

Volvió el rostro a la pared en la queme había apoyado y, con una voz tansevera como había esperado, me dijo:

—Tú y yo debemos hablar. Una

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charla seria de veras.Dio dos pasos amenazantes hacia mí.

Apreté los omóplatos contra los ásperostroncos y sentí que un hilo de aire frío secolaba a través de alguna pequeña grietaque había perdido su relleno. Deseéfundirme en los troncos, pero en aquelmomento mis tripas produjeron ungruñido feroz. Menua parpadeó.

—Supongo que primero querráscomer algo, ¿no es cierto? Habíaolvidado que los chicos siempre tenéishambre.

Su tono súbitamente solícito measombró tanto como la sonrisa con quelo acompañó. Pronto aprendería que un

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cambio de actitud desconcertante erauna de las herramientas de Menua, conla que desconcertaba a la gente.

—Anoche sólo cené unas gachas yno he tomado nada desde entonces —balbucí mientras mi estómago seretorcía y gorgoteaba—. Me muero dehambre.

Él asintió.—Ver a la muerte hace que los vivos

deseen comer y aparearse. Así se afirmala vida, Ainvar —añadió en un nuevotono, recalcando cada palabracuidadosamente, como si me estuvierainstruyendo.

Y así era, naturalmente. Aquél sólo

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era el comienzo. La segunda lecciónllegó enseguida.

—Ve a la vivienda de Teyrnon, aquien le toca proveer a las necesidadesdel jefe druida. Dile a su mujer querequieres una comida. Explícale queahora estás conmigo. —Al vermetitubear, añadió—: ¿No sabías que cadafamilia provee a los druidas por turno?Nuestros dones pertenecen a todos.Anda, vete ya.

Hizo ademán de darme una palmadaen las nalgas.

Eché a correr.Teyrnon, el herrero, y su esposa

Damona estaban sentados en un banco

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junto a la puerta de su alojamiento,viendo jugar a sus hijos y empapándosede sol como esponjas del mar que seextiende en la mitad de la Tierra. Eranrobustos, gentes que parecían perdersepocas comidas incluso en tiempos deescasez. No podía permitirse que elhambre debilitara al armero de losguerreros. Sus clientes se ocupaban deque eso no sucediera.

Repetí las palabras de Menua aDamona, una mujer de rostro feo yjovial. Ella intercambió una largamirada con su marido y luego entró en elaposento. Teyrnon se recostó contra lapared de su casa y me miró

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especulativamente mientras se mondabalos dientes con el cañón puntiagudo deuna pluma de ganso. No le diconversación, pues no sabía qué decirle.

Damona regresó con una rueda deáspero pan moreno que tenía un agujeroen el centro y un cuenco de cobre conraíces hervidas empapadas en grasafundida. Musité mi agradecimiento einicié el regreso a la vivienda deMenua. Oí que Teyrnon decía a miespalda:

—También podrías hacerle unatúnica nueva al muchacho. La necesita.Tiene las piernas largas y le creceránmás.

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Cuando entré en el aposento deMenua me azoré al descubrir que el olorde la comida me hacía la boca agua. Apesar de las palabras del jefe druida, meparecía irrespetuoso comer el día quemi abuela había muerto. Pero lafragancia de la grasa fundida erairresistible. La grasa se habíaconvertido en una exquisitez muy escasadurante el invierno interminable.

Caí en la cuenta, sorprendido, deque la grasa también había lubricadorecientemente los goznes de la puertadel jefe druida.

Le ofrecí la comida a Menua, pero élla rechazó con un gesto de la mano.

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—No es para mí sino para ti —insistió.

Permaneció sentado en su banco,mirándome sin expresión mientras yocomía con ambas manos, tragando tanrápidamente como podía. Tal vezcuando finalizara la comida aquelhombre me mataría, por lo que queríamorir con el vientre lleno.

* * * * * *

El invierno interminable habíaprovocado en muchos de nosotros esecomportamiento de famélicos.

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Cuando recogí la última miga de mitúnica y me limpié la boca con elantebrazo, la sonrisa de Menua regresócomo el sol.

—¿Estaba bueno?—¡Lo mejor que he comido jamás!—Lo dudo, pero tu capacidad de

apreciación te honra. Sin embargo,tienes mucho que aprender. —La sonrisase desvaneció, su voz se hizo opaca y lebrillaron los ojos. A mi pesar, meacobardé ante el poder de la mirada deldruida—. En primer lugar —siguiódiciendo en una voz tan fría que creíhaber imaginado su sonrisa anterior—me dirás cómo has devuelto la vida a la

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muerta.Se puso en pie y se abalanzó hacia

mí en un solo movimiento. Jamás habríacreído posible que un hombre tanrobusto se moviera con tanta rapidez.Sus dedos se cerraron sobre mi muñecay me sacudió como lo hace un perro decaza a una liebre. El ataque fue taninesperado que casi vomité la comida ensu cara.

—No lo hice..., no sé..., ¡no sé quéocurrió ni qué hice! ¿Estaba muerta? ¡Yono puedo devolver la vida a losmuertos!

El jefe druida me sacudió hacia atrásy adelante, su mirada apremiante fija en

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la mía.—¡Claro que estaba muerta, Ainvar!

—rugió—. ¿Quieres decir que unapoción de muerte druídica puede haberfracasado? ¡Jamás!

Su rostro había perdido laimpasibilidad. La piel estaba moteadade rojo y los ojos sobresalían de susórbitas. Cualquier temor que hubieraexperimentado antes no era nadacomparado con el que sentía ahora.

Me sacudió una y otra vez y no hicemás que balbucir espantado. Era incapazde medir mis palabras, sólo podíadecirme abruptamente lo que sabía. Ysabía que no podía haber devuelto a la

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vida a Rosmerta si los druidas la habíanmatado. Era joven, era ignorante, era...

—¡Estás dotado! —me gritó Menua—. ¿No lo sabías? Cuando naciste,nuestra vidente vio en ti portentos detalento que serían muy beneficiosos parala tribu e implicarían un gran viaje. Poreso te pusieron el nombre de Ainvar,que significa «el que viaja lejos». Alprincipio creímos que serías un granguerrero que atacaría a una tribu distantey traería su riqueza a los carnutos. Peronos equivocábamos, ¿no es cierto? Estamañana has viajado al Más Allá yregresado con tu abuela.

La idea era tan increíble que por un

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momento me quedé sin respiración. Peroél era el jefe druida y sabía más quetodos los reyes. Si él consideraba talcosa posible, quizá lo era.

De repente las piernas meflaquearon hasta dejar de sostenerme.

Menua me cogió antes de que cayeraal suelo. Me llevó a su banco junto alfuego, hizo que me sentara y se quedómirándome cejijunto hasta que tuvesuficiente saliva en la boca para hablar.

—¿Crees que yo...?—Lo que yo crea no importa. ¿Crees

tú que lo has hecho?El jefe druida era implacable.Mi lastimado cerebro me advirtió

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que tuviera cuidado. Si había devueltola vida a Rosmerta, fue un acto dedesafío a los druidas, los cuales queríanque ella muriese. Sin duda Menua queríaque lo admitiera, confirmando así que supoción había matado a Rosmerta enprimer lugar, pero semejante admisiónme condenaría. No se me ocurría cómopodía defenderme, por lo que me aferréa la sinceridad.

—Si he hecho lo que sugieres hasido accidental —le dije—. De veras.

Me zumbaban los oídos y parecíacomo si tuviera los huesos huecos.

* * * * * *

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Menua seguía mirándome fijamente.—Ainvar —dijo en un tono

meditabundo—. El joven Ainvar, que hade viajar. Creo que teníamos muy pocasambiciones con respecto a ti. —Suspirando, se restregó la cúpula calvade la cabeza con las puntas de los dedos—. Será preciso adiestrarteadecuadamente, por supuesto —añadiócomo si hablara consigo mismo.

¿No iba a matarme o convertirme enun sapo?

—Incluso con adiestramiento esposible que no aportes nada —siguiódiciendo—. No obstante, los augurios

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son innegables. El sol ha vuelto.—Eso ha sido obra tuya —me

apresuré a decir.Su mirada se suavizó.—Ah, sí, eso ha sido obra mía. Lo

hemos hecho todos los druidastrabajando juntos.

»Es posible que merezca la penadedicarte algún esfuerzo, joven Ainvar.Pero escúchame bien. Ahora la genteestá ocupada en la celebración del findel invierno y no piensa demasiado.Pero esta noche, cuando se acuesten, esposible que algunos recuerden queestabas con nosotros cuando volvimosdel bosque y se pregunten qué papel has

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desempeñado. —Sus oscuras cejas seencontraron en el frunce del ceño—. Losdruidas sólo responden a las preguntasque consideran oportuno responder. Nolo olvides. Si alguien te pregunta qué haocurrido hoy, mira fijamente a los ojosde tu interrogador y dile que nada.¿Comprendes?

—Comprendo —le dije.Mi cabeza me decía que el jefe me

incluía entre los druidas. El corazón medio un vuelco.

—Vivirás conmigo durante algúntiempo y descubriremos juntos lostalentos que puedes poseer, Ainvar.Sean cuales fueren, parece que tus dones

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son de la cabeza, no del brazo.—¿Dones de la cabeza?—Poderes mentales. Quienes los

poseen, si se someten a los añosnecesarios de estudio y disciplina,pueden interpretar augurios o memorizarlos poemas que contienen nuestrahistoria. O tal vez sean sacrificadores,curanderos o maestros, como yo mismo.Cada uno de nosotros tiene unahabilidad invisible, ¿comprendes?, quees distinta de los dones evidentes delbrazo, como el manejo de la espada o laartesanía.

Cautamente alcé la mano y me toquéla cabeza..., la cabeza que los celtas

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consideraban sagrada.—¿Voy a ser un druida? —me atreví

a susurrar.Menua adoptó una expresión

dubitativa.—Existe una posibilidad

remotísima. Debes comprender que es,en efecto, muy remota. Los druidasdebemos obedecer la ley y tú hasmostrado hoy una asombrosadesconsideración hacia la ley. Si ésa esla manera en que piensas proceder,deberemos pedir a Dian Cet, como juezprincipal, que te declare ahora criminaly terminamos con ello de una vez.

No se me ocultaba lo que los druidas

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podían hacer con los criminales, ysacudí la cabeza con vehemencia.

—Jamás mientras viva volveré aquebrantar la más pequeña prohibición.

Menua arrugó las comisuras de losojos.

—Ah, creo que vas a causarme sieteclases de problemas, al margen de loque digas. Pero es posible que merezcala pena si podemos tolerarnosmutuamente el tiempo suficiente paraaveriguarlo. Ahora ve al alojamiento deRosmerta y recoge tu jergón. No tengoprovisiones para huéspedes.

Aquella noche dormí en la viviendadel jefe druida. Nuestro viejo

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alojamiento sería asignado a la primerapareja que se casara y concibiera un hijodespués de Beltaine, el festival de laprimavera y la fertilidad.

Yací en la oscuridad, despierto yhaciéndome preguntas.

¿Era posible que de alguna manerahubiera realizado la magia más grande,la magia reservada a la Fuente de Todoslos Seres? ¿Acaso con mi ignorancia ymi pasión había encendido la chispa dela vida?

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CAPÍTULO III

A veces sorprendía a Menua mirándomecon los ojos entrecerrados,acariciándose el labio inferior, y sabíaque también se estaba haciendopreguntas.

Mi instrucción formal empezó conuna crítica de todos los aspectos de miser. Al parecer, nada de lo que era ohacía estaba bien. Por ejemplo, mitorpeza era imperdonable, un insulto alos ojos de Menua.

—Fíjate en la naturaleza —meaconsejaba—. Cada criatura que emerge

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del Caldero de la Creación es tanagraciada como puede serlo de acuerdocon sus capacidades físicas. Así, elsauce y la rata almizclada por igualhonran a la vida que hay en sí mismos.La vida es sagrada, una chispa de laFuente de Todos los Seres.

»Pero tú metes la patacontinuamente, Ainvar, como si tuvieraslas articulaciones descoyuntadas.Chocas con esto, tropiezas con aquello,derramas tu precioso alimento ydesgarras las ropas que tanto esfuerzohan costado. Como procedes de unlinaje de guerreros, supongo queaprendiste a manejar las armas en tu

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noveno verano. Dime: ¿eres tan ineptocon la lanza como torpe eres en mialojamiento?

Las orejas me ardían.—Manejo bien la lanza y la honda, y

el verano pasado crecí lo bastante parablandir la espada.

—¡Ajá! —exclamó Menua, cogiendoal vuelo la oportunidad—. Así pues,debemos suponer que, si lo deseas,tienes cierto dominio de tus músculos.En ese caso, ¿por qué cada gesto quehaces, en público o en privado, no esuna manera de dar gracias a la Fuentepor tener un cuerpo capacitado? —Señalándome con el dedo índice, atronó

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—: ¡Celébrate a ti mismo!Mis huesos obedecieron. Mi espina

dorsal, que tenía la desgarbadacurvatura que suelen presentar loschicos en crecimiento, se enderezó. Mimano, que había estado tanteando enbusca de un trozo del pan de Damona, sedetuvo y luego se movió lenta ycomedidamente. Mis ojos observaronpor primera vez con qué inteligencia lamano y la muñeca podían actuar juntaspara crear una línea armoniosa.

Menua mostró su aprobación con ungesto de asentimiento.

—Ahora ya no pareces un cerdohurgando en un estercolero. Eso es

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apropiado para cerdos, pero no parapersonas. De ahora en adelante, eldonaire del ser humano será un placerpara ti.

El jefe druida nunca hacía un gestotorpe, ni siquiera cuando se rascaba.Cada uno de sus gestos era fluido ycelebraba la capacidad de movimiento.

Yo estaba tan impresionado queincluso creí que se pedorreabamusicalmente.

Nantorus, rey de los carnutos(siempre llamábamos reyes a loscaciques tribales), vino al norte desdesu fortaleza en Cenabum para felicitar alos druidas por el éxito del nuevo ritual.

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Le había visto antes, pues visitaba confrecuencia el bosque sagrado. Paramantener su posición, un rey necesitabael apoyo del Más Allá. No era rey pornacimiento, sino elegido por losancianos y los druidas, y necesitaba todoel apoyo que podía obtener.

Aunque no me impresionaba tantocomo Menua, Nantorus era espléndido yde aspecto feroz, con su casco de bronceempenachado y cota de cuero conincisiones romboidales resaltadas por sucolor rojo. Alto y ancho, con un pobladobigote castaño, era el símbolo de lavirilidad carnuta. Mi cabeza observóque también se movía con elegancia

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regia.Menua le agasajó en nuestro

aposento. Yo permanecí en las sombrasal otro lado del hogar, procurandomantener la boca cerrada y el oído bienabierto.

—¿Qué planes tienes para este altomuchacho, Menua? —le preguntóNantorus—. ¿No debería estaradiestrándose para sustituir a su padreen el campo de batalla?

Menua se rió entre dientes.—Tal vez lo conservo para comerlo

cuando las provisiones vuelvan aescasear.

Nantorus también se rió y luego se

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puso serio.—Espero que no digas esas cosas

cuando vengan los mercaderes romanos.Ésos no entienden el humor druida yluego podrían difundir la especie de quelos carnutos somos caníbales.

—Los romanos —dijo Menua,haciendo una mueca de desagrado—.Los griegos eran mejores. Recuerdo alos que veíamos en mi juventud,hombres de cabezas largas que sabíanapreciar la ironía y el sarcasmo. Nobromearía con un romano más de lo quelo haría con un oso..., el cual mecomprendería mejor.

—Veo que todavía te disgustan los

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romanos.—Sólo quiero decir que tendría

cuidado con mis palabras en supresencia, como acabas de aconsejarme—replicó Menua.

Mi oído se había vuelto sensible asu tono, y detecté una leve rigidez, unacautela que antes no tenía.

Nantorus se volvió hacia mí.—Tu padre manejaba muy bien la

espada corta. ¿También tú?—Es posible que Ainvar tenga otros

dones —intervino suavemente Menua—.Por el momento es mi aprendiz.

—¿Pretendes convertir a un guerreropotencial en un druida? —replicó

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Nantorus, que no parecía complacido.—Tenemos bastantes guerreros,

pero el número de druidas decrece concada generación.

Nantorus me miró fijamente.—Reverencio a los druidas como

debemos hacerlo todos, Ainvar, pero sinduda sabes que los honores y lacategoría en la tribu se ganan encombate. Podrías aspirar a ser príncipealgún día y estar al mando de tuspropios hombres.

—El valor de un druida es igual alde un príncipe, debido a la importanciaque tiene para la tribu —repliqué.

El rostro de Menua permaneció

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impasible, pero percibí la satisfacciónen su voz cuando dijo:

—El muchacho conoce la ley, se lahe inculcado en la cabeza.

—¿Ah, sí? ¿Y hay algo más en esacabeza? ¿O es, como empiezo asospechar, de sólida roca? Si es deroca, quiero que sea guerrero, Menua.Los hombres de cabeza dura valen supeso en sal cuando alguien trata deromperles el cráneo. —De súbitoNantorus extendió los brazos y meagarró por las orejas. Me atrajo hacia élhasta que pudo mirarme a lo másprofundo de los ojos. Me obligué asostener su escrutinio sin arredrarme—.

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¡Esos ojos! —Me soltó y se pasó unamano por la cara como para borrar suvisión de mí—. ¡Esos ojos! —repitió—.Son como puertas que se abren apaisajes interminables, Menua...

—Unos ojos extraordinarios —convino el jefe druida—. Creo que valela pena explorar lo que hay en él antesde que se pierda a causa de una lanzadao un tajo de espada, ¿no te parece?

El rey asintió lentamente. Aúnparecía desconcertado.

—Tal vez. Sin embargo..., será unhombre corpulento y procede de unlinaje de guerreros... Dime, Ainvar: ¿nohay nada en la vida de un guerrero que te

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interese?—Una sola cosa quisiera

preguntarte.—¿Sí? —dijo Nantorus ilusionado

—. ¿De qué se trata?—Eres un campeón con la espada y

la honda —le recordé. Aunque muyjoven, sabía que los reyes nunca seoponen a los halagos.

—Lo soy, ciertamente —respondióacariciándose el bigote.

—Entonces eres la personaapropiada para sacarme de dudas. ¿Porqué una piedra lanzada con honda esmucho más mortífera que una lanzada amano? Es algo que siempre me ha

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intrigado.—¿Por qué? —Nantorus abrió

mucho los ojos. Una o dos veces empezóa decir algo, pero se interrumpió. Meneóla cabeza y una triste sonrisa se formóbajo el bigote castaño—. Este muchachoes todo tuyo, jefe druida —comentó—.No debería haber cuestionado tudecisión de quedártelo.

Pero no respondió a la pregunta quele había formulado sinceramente. Erasólo un guerrero. No teníaconocimientos profundos de nada más.

Los dos hombres bebieron juntoshasta altas horas de la noche, tratando deasuntos tribales y los intereses de los

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hombres. Como yo no había pasado porla ceremonia de la edad adulta, no meinvitaron a estar presente. Esta exclusiónme molestó. Tenía vello en el bajovientre, mi voz se había hecho profunda,mi pene podía ponerse rígido como elde un semental. ¿Qué más era necesariopara ser un hombre hecho y derecho?

* * * * * *

Mientras proseguía mis estudios, laprimavera floreció con una brillanteztanto más deliciosa tras un invierno tanduro. Con nuestros cánticos al sol se

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mezclaban el rumor de las hojas nuevas,los trinos líquidos del ruiseñor, eltamborileo del pájaro carpintero. Másallá de la entrada del fuerte empezamosa construir una torre de madera paraalimentar la gran hoguera que anunciaríaBeltaine, el Festival del Fuego de laCreación.

De Menua aprendí que la Fuente deTodos los Seres es la única y singularfuerza de la creación, pero que tienemuchos rostros. Montaña, bosque y río,pájaro, oso y jabalí, cada uno revela untalante distinto del Creador, un aspectodiferente. Así pues, cada uno es unsímbolo de la única Fuente, pero

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reverenciamos a esos dioses de lanaturaleza independientemente, con ritosindividuales, mostrando quecomprendemos y respetamos ladiversidad de la creación.

Cada entidad debe ser libre para serella misma.

El sol recibe el nombre de Fuego dela Creación y es el más poderoso de lossímbolos, sin cuya luz no existe la vida.Menua me explicó que la luz es a la vezCreador y creación, el cierre del círculosagrado. Por esta razón los celtashacíamos de los bosques nuestrostemplos vivos.

A medida que los días se alargaban,

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llevábamos los últimos huesos roídosdel invierno fuera del fuerte,amontonándolos en la hoguera, que seríaun sacrificio de lo viejo y una limpieza ypreparación para lo nuevo. Era unaépoca excitante. Algunas mañanas, aldespertar, tenía la sensación de que ibaa reventar de pura exuberancia.Entonces pensaba en Rosmerta, que novería aquella primavera...

No le decía nada de esto a Menua,pero los druidas no necesitan palabras.Una tarde, cuando las sombras delcrepúsculo eran largas y azules y yotenía un nudo de melancolía en lagarganta, el jefe druida descolgó de las

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vigas la red de borraja seca y con lashierbas preparó una bebida endulzadacon la poca miel que nos quedaba.

—Tómate esto, Ainvar. La borrajamitiga la tristeza del espíritu. Esa caralarga no es apropiada para la estación, ypronto iremos a la hoguera e iniciaremoslos cánticos.

Recordé las fiestas de Beltaine deotros años, la voz cascada peroentusiasta de Rosmerta y su brazoalrededor de mis hombros. Apuré la tazade un largo trago.

El brebaje tenía un sabor mohoso,pero me aclaró la cabeza. Aquellasencilla magia disipó mi melancolía, y

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me sentí agradecido. Algunas de lasmagias más agradables son pequeñas.

Salimos juntos para cantar en torno ala hoguera.

Entre otras cosas, Beltaine era laestación de la generación, de losmatrimonios y las ceremonias de llegadaa la edad viril. En Samhain, que era elfestival contrario en la rueda de lasestaciones, los jueces druidas resolvíanlas disputas y castigaban los delitos.Quienes tenían deudas las pagaban, lasasociaciones rotas se disolvían, loscacharros rotos se devolvían a la tierracon la que habían sido fabricados.Samhain era la estación de los finales.

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Beltaine, la de los principios.Por primera vez en la memoria de

los bardos, la primavera llegó aquel añoal territorio de los carnutos mientrasotras tribus, incluso los arvernios en elsur, soportaban el aguanieve. Esto nopasó desapercibido. Las noticiasviajaban con rapidez en la Galia,gritadas de un pueblo a otro por mediode relevos. Pronto el logro de nuestrosdruidas fue de conocimiento común.

Esto tuvo como consecuencia que unpríncipe de los arvernios, un hombrellamado Celtillus, nos enviase a su hijomayor, con la solicitud de que lospoderosos druidas de los carnutos se

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encargaran de la ceremonia de acceso ala edad viril del joven, el cualcompartiría el ritual con los muchachosde nuestra tribu.

Menua procuró ocultar a mis ojos lomuy halagado que se sentía.

A su debido tiempo, uno de los tíosdel muchacho, un hombre llamadoGobannitio, trajo a su sobrino al Fuertedel Bosque en un carro de cuatro ruedasrodeado de escudos y tirado por doscaballos muy peludos, pues no habíansido rapados en el largo invierno.Conocimos su llegada con muchoadelanto, y el fuerte entró en un frenesíde preparativos. Incluso a los chicos no

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iniciados, yo entre ellos, nos armaron yenviaron a la entrada junto con loshombres, a fin de impresionar a losarvernios con nuestro número.

La pesada y estrepitosa carreta llegópor el camino del sur, traqueteando entrelos surcos, acompañada por una escoltade guerreros arvernios con las armas apunto de entrar en acción. En unterritorio tribal que no era el suyopropio, dirigían miradas sospechosas acada roca y arbusto.

Era fácil reconocer a Gobannitio, depie en la parte delantera de la carreta,con una maciza torques de oro trenzadoque le protegía la nuca y anunciaba su

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categoría. Tenía los brazos y dedosllenos de brillantes aros y anillos de oroy bronce. De sus orejas colgabanpendientes esmaltados de importación.Los artículos lujosos de las tierrasalrededor del mar meridional eran muypopulares entre los príncipes galos.

* * * * * *

A pesar del esplendor de aquelhombre, la persona que viajaba a sulado, un joven de mi edad y altura,atrajo mi atención. Aquél debía de ser elmuchacho que había venido para la

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ceremonia de la edad viril. No pudeevitar mirarle fijamente.

Desde el primer momento percibí enel joven una agitación apremiante, comosi fuese a estallar en cualquier momento.Aunque adoptaba una expresión dehastío principesco ante quienes leobservaban, parecía más vivaz quecualquier otro.

Notó que le observaba y se volvióhacia mí. Nuestras miradas seencontraron y ninguno desvió la suya.Por un instante, mientras se formaba unaprimera impresión de mí, su expresiónfue fría. Luego su reserva se disolvió enuna ancha sonrisa.

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—Mi sobrino Vercingetórix —anunciaba Gobannitio a Menua y losdruidas que aguardaban—. Nuestrovidente le impuso ese nombre cuandonació. Significa «Rey del mundo».

Vercingetórix. Desde el primermomento supe que éramos tan distintoscomo el hielo y el fuego. No íbamos agustarnos mutuamente.

En vez de bajar normalmente de lacarreta, saltó por el lado. Gobannitio lesiguió de la manera más acostumbrada, yMenua, junto con Dian Cet y Grannus, leescoltó al alojamiento del jefe druida.

Yo me quedé afuera.Los hombres de la escolta arvernia

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mantuvieron una postura estilizadadurante un rato, pero luego se relajarony mezclaron con nuestros propiosguerreros. Los luchadores tienen unlenguaje común por encima de losdialectos tribales. Pronto compartieronlas tazas. Yo me quedé solo fuera delalojamiento, preguntándome siVercingetórix tomaba vino con losadultos.

La vida del fuerte proseguía a mialrededor. El metal tintineaba. Losartesanos, tan respetados como losguerreros, preparaban las herramientaspara la época de la siembra. Entretanto,las mujeres barrían, restregaban y

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entonaban las canciones del trabajo y lafatiga. Los niños más pequeños andabana gatas por el suelo de tierra, seentretenían ruidosamente y gritaban.

Por fin Vercingetórix salió delalojamiento de Menua y miró a sualrededor.

—¿Dónde está el chico de pelocolor de bronce? Ah, estás ahí.Ayúdame a traer mis cosas. Voy adormir aquí.

—Yo soy la única personaautorizada para dormir en el aposentodel jefe druida —repliqué, lleno deindignación.

Él me dirigió otra de sus simpáticas

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sonrisas. Su cabello dorado como laarena armonizaba bien con el rostrolleno de pecas. Tenía la nariz recta,como tallada a cincel, con una pequeñamuesca por debajo de la frente. Parecíala de un griego. Sus ojos se inclinabanhacia abajo en las comisuras, dándoleuna expresión engañosamente perezosa.

—Pero Menua acaba de decirme quevoy a compartir su alojamiento, de modoque estás equivocado —dijo arrastrandolas palabras—. Te equivocas confrecuencia, ¿verdad? —añadió en untono insultante.

Menua podía acusarme de miserrores, y a menudo lo hacía, pero

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ningún forastero de otra tribu podíapasearse por mi lugar natal e insultarme.Le pegué, naturalmente. Soy celta.

Él me pegó a su vez, claro. Tambiénera celta.

Enseguida rodamos por el suelo,gruñendo, soltando juramentos ydándonos puñetazos. Me hundió un puñobajo las costillas que me dejó sinaliento, pero no sin que antes lograragolpearle directamente en uno de losojos soñolientos y encapuchados por laespesa ceja. Vería el arco iris antes deque el sol se pusiera.

Alguien nos separó con brusquedad.Alcé la vista y vi que Menua me miraba

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furibundo y, más allá, un divertidocírculo de espectadores.

—Me avergüenzas, Ainvar —dijo eljefe druida.

* * * * * *

Vercingetórix y yo nos pusimos enpie. Él tuvo el descaro de intentarecharme una mano para sacudirme elpolvo, pero le aparté de un empujón.

Menua me miraba con acritud.—El hecho de que nos haya sido

confiado un príncipe arvernio para suceremonia de la virilidad es un gran

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honor, Ainvar, pero tú le has recibido apuñetazos. Es un comienzo muy malo, yno olvides que el primer paso define elviaje. Apenas los arvernios nosreconocen como los druidas superioresen la Galia cuando pones en evidencia anuestra tribu entera con tucomportamiento.

—No toda la culpa es suya —dijoentonces Vercingetórix— ni todo elcrédito tuyo. Me han enviado aquíporque nuestro jefe druida es muy viejoy el largo invierno le ha debilitado. Ami modo de ver, vosotros eraissimplemente la mejor opciónsecundaria. Y este chico y yo nos hemos

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peleado porque le provoqué a propósito.Quería saber qué clase de hombre es.

Sentí deseos de estrangular aVercingetórix. ¡Cómo se atrevía adefenderme... e insultar a Menua! Esperéa que el jefe druida le fulminara allímismo. Pero Menua no movió ni unapestaña. Dando a entender con su tonoque no concedía importancia a lasopiniones de los niños, le dijo:

—Al igual que tú, jovenVercingetórix, hasta que Ainvar pasepor el ritual de la virilidad no es unhombre en absoluto.

El arvernio le miró con los ojosvelados.

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—Oh, creo que lo es —dijo en vozbaja—. Creo que este Ainvar es unhombre.

Y sin decir nada más dio mediavuelta y se alejó.

Miré a Menua, perplejo, y vi que seestaba riendo con los otros.

—Dos lobeznos en un saco —dijoGrannus.

—Dentro de una luna recogeré loque haya sobrevivido de cualquiera deellos —añadió Gobannitio.

Todo el mundo parecía consideraraquello muy divertido, pero yo no mereía. Miraba al alto muchacho decabello dorado que deambulaba

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alrededor de los muros del fuerte comosi evaluase la resistencia de laempalizada.

Así conocí al audaz guerrero,irresistible e implacable, cuya estrellaun día seguiríamos allá donde ningunode nosotros había pensado ir jamás.Vercingetórix.

En aquel momento el cuervo deMenua graznó desde el tejado, unaugurio que ya había aprendido ainterpretar. La voz del cuervo porencima de la cama significaba que unhuésped era bien recibido. Yo no podíadiscutirlo.

Menua me había enseñado: «Si el

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cuervo dice "¡Bach, bach!", el visitantees un druida de otra tribu. Si dice"¡Gradh!", es uno de nuestros propiosdruidas. Para advertir que se aproximanguerreros, el cuervo dice "¡Grog!". Sigrazna desde el nordeste, hay ladronescerca; si lo hace desde la puerta,podemos esperar forasteros. Si gorjeacon un hilo de voz y dice "Err, err", esmuy posible que alguno de los alojadosaquí enferme».

En cuanto a Vercingetórix, el cuervograznó desde encima del orificio para elhumo, y aquella misma noche el arvernioextendió su camastro tan cerca del fuegoque me impidió por completo recibir

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calor.

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CAPÍTULO IV

Vercingetórix y yo pudimos instruirnosjuntos para la ceremonia de la virilidad.Los jóvenes candidatos se dividían engrupos de tres, un número poderoso, ycada grupo era sometido a prueba comouna unidad para reforzar el sentido dehermandad tribal. El arvernio nopertenecía a nuestra tribu, pero Menualo destinó arbitrariamente a mi grupo,junto con Crom Daral, que sería nuestrotercero.

La elección de Crom me sorprendió.Retornaron los recuerdos de nuestra

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amistad y me alegré cuando Menua dijoque podía hablarse de ese arreglo. Leencontré solo, lanzando venablos a unblanco de paja, pero a pesar de quecreía comunicarle una buena noticia ydel afectuoso golpe que le di en elhombro, él se mostró frío conmigo, serioy adusto.

—¿Pediste que fuese tu tercero? —quiso saber.

Antes de que mi cabeza reconocierala esperanza oculta en su voz, mi bocadijo la verdad.

—No, ha sido decisión de Menua.Quiere que formemos un grupo con elarvernio.

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—Ah.Crom se volvió a medias. Observé

que el legado de su madre, los hombrosencorvados, se había intensificado yahora era casi una deformidad, pues unoestaba mucho más alto que el otro.Pobre Crom. Si Vercingetórix era oro yyo bronce, Crom Daral sería entrenosotros un metal más oscuro y de bajaley. ¿Con qué objetivo formaba parte delgrupo? Sólo los druidas lo sabían.

—¿Te gusta el arvernio? —mepreguntó de improviso.

—Aún no lo sé. Creo que no.—¿Te gusta más de lo que te gustaba

yo?

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Había olvidado lo exasperante quepodía ser Crom.

—¡Todavía me gustas! —exclamé.—No, eso no es cierto —replicó,

haciendo un mohín adusto.—Como quieras, entonces. Pero no

lo sabes todo.—Ni tú tampoco. ¡Ni tus preciosos

druidas!Regresé malhumorado al

alojamiento y me encontré conVercingetórix que salía. Cautelososcomo dos sabuesos que se encuentran enuna puerta estrecha, erizados yhusmeando el aire, nos rodeamos el unoal otro. Luego él siguió su camino y yo

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el mío.Aquella noche, en la cama, pensé en

Crom Daral. Con la insensibilidad y elegoísmo de los niños, no me había dadocuenta de la profundidad de su dolor alpercibir mi alejamiento, pero eraevidente que estaba dolido, y le conocíalo bastante bien para saber quealimentaría su agravio indefinidamente.Había perdido un amigo.

Demasiado tarde comprendí quehabía perdido más de lo que podíapermitirme. La muerte de Rosmerta yame había privado del afecto que meapoyó durante mi infancia. No lo habíaapreciado hasta que desapareció. Menua

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se ocupaba de proporcionarme lo quenecesitaba, pero no era el sustituto deuna abuela ni de un amigo.

Yací hecho un ovillo en laoscuridad, esforzándome por mantener araya el sentimiento de lástima hacia mímismo.

Durante tres días, Vercingetórix y yonos reunimos a diario con variosmiembros de la Orden de los Sabios,como lo hacían otros candidatos al ritualde la virilidad. Interpretaban losaugurios, nos examinaban los dientes yel cuerpo en busca de signos dedebilidad y ponían a prueba nuestrasmentes con acertijos.

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Al atardecer del tercer día Grannusnos dijo que nos preparásemos para lapurificación.

Los candidatos para aquellaceremonia de la virilidad procedían delfuerte y la región que lo rodeaba hasta ladistancia que podía recorrerse en un día.Los jóvenes que vivían más lejosasistían a los rituales que llevaban acabo los druidas de su localidad.Éramos un buen número, y los miembrosde la Orden se turnaban parasupervisarnos mientras nos bañaban,purgaban, bañaban de nuevo, nos dabana beber agua del manantial, nos hacíansudar en un aposento especial y luego

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nos restregaban con aceite de anís yhojas de laurel machacadas y nosfustigaban con ramitas de sauce.

Durante todo el día Vercingetórixestuvo de muy buen humor. Hizo casoomiso del terco silencio de Crom Daraly trató a mi primo como si los dosfuesen buenos amigos. No se mostrómenos amistoso conmigo, y descubríque, cuando quería, el arvernio sabíahacer gala de un gran encanto. Perocuando una de sus bromas hizo que medesternillara de risa, vi una expresión dedolor e ira en el rostro de Crom Daral.Me llevé la mano a la boca, peroentonces lo pensé mejor y seguí riendo.

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La actitud de Crom Daral empezabaa irritarme.

Una vez limpios por dentro y porfuera, se nos ordenó que pasáramos unanoche en vela, desnudos, bajo lasestrellas.

Tomamos posiciones alrededor de lamuralla. Todos estábamos decididos aaguantar heroicamente, totalmentedespiertos e impermeables al frío delaire nocturno. Yo estaba apostado entreCrom y Vercingetórix. Este últimoaguantó desde la puesta del sol alamanecer, sin mover apenas los pies dellugar que ocupaba. Cada vez que lemiraba me sonreía y sus dientes

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brillaban en la oscuridad.Crom, en cambio, tenía dificultades.

Temblaba sin poder contenerse,estornudaba, bostezaba. Una o dos vecesse tambaleó y temí que se cayera, peroen el último momento salió de unamodorramiento con un sobresalto.Cuando amaneció tenía los ojosenrojecidos y parecía extenuado.

Vercingetórix se las había arregladopara parecer tan fresco como si hubierapasado la noche en cama, aunqueobservé que incluso él tenía la piel degallina.

—Hoy es nuestro día —dijoalegremente—. Vamos a convertirnos en

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hombres. —Entrecerró los ojos—.Ainvar, ¿te has preguntado alguna vezcómo es la ceremonia femenina deentrada en la edad adulta?

Me encogí de hombros, fingiendoque esas cosas no me interesaban.

—Diferente, eso es todo lo que sé.El ritual de cada niña se realizaindividualmente, cuando tiene la primerahemorragia.

Me prometí en silencio que algúndía lo sabría todo al respecto. Losdruidas lo sabían.

Los druidas rodearon el fuerte pararecogernos. Aún estábamos desnudos yéramos adolescentes con frío y

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bostezantes que intentaban parecerviriles. Bajo aquel frío, los genitalesencogidos de Vercingetórix no eran másgrandes que los míos. En cuanto a CromDaral, a pesar de su hombro torcido, oquizá para compensarlo, estabaequipado de manera más impresionanteque cualquiera de nosotros. Sinembargo, cuando acompañábamos a losdruidas al bosque, noté el olor de sumiedo.

El miedo huele como esapodredumbre verde que devora elbronce.

Subimos por la estribación hacia elbosque mientras el sol ascendía en el

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cielo. No nos llevaban al mismo bosque,pues la ceremonia tenía lugar en un claroal otro lado del cerro. Los árbolescontemplaron nuestra aproximación, suoscuridad arbórea se extendía hacianosotros y nos oprimía el peso húmedode su sombra.

Los druidas encapuchados y losmuchachos ateridos se detuvieron.Grannus nos llamó a cada uno pornuestro nombre y luego nos presentó,formalmente, a Menua, que dirigía laceremonia.

El jefe druida nos hizo avanzar engrupos de tres. Cuando llegó nuestroturno, Vercingetórix y yo nos

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adelantamos sin vacilación, nuestrospasos perfectamente armonizados. CromDaral estaba a medio paso detrás denosotros.

Menua tendió la mano y Grannusdepositó en la palma abierta un dardo dehueso pulido, delgado y afilado.

—Los hombres deben saber quepueden soportar el dolor —dijo Menua.

Yo había esperado algo parecido,pero no al principio del ritual. Aunquefue peor de lo que había previsto, apretélos dientes y aguanté. Cuando la agujade hueso atravesó la piel del pecho deCrom, por detrás del pezón, y salió denuevo, le oí emitir un grito apagado.

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Menua había apretado la piel para evitarque el dardo perforase la cavidadpectoral, pero el procedimiento era muydoloroso en una zona tan sensible.

Vercingetórix no se inmutó. Unasonrisa alzó las comisuras de sus labios,donde el bigote de guerrero empezaba adespuntar.

—A lo mejor ahora nos pedirán quedemostremos nuestra pericia con unamujer —me susurró entre dientes.

Se equivocaba. A continuación nosdieron una piedra a cada uno y nospidieron que pusiéramos un pie descalzoen ella mientras nos vertían agua sobrelos brazos extendidos.

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—La piedra no cede —dijo Menua—. Hay ocasiones en las que un hombredebe ser como la piedra. Incorporad envosotros el espíritu de la piedra. El aguano ofrece resistencia. Hay otrasocasiones en las que un hombre debe sercomo el agua. Incorporad en vosotros elespíritu del agua.

Cerré los ojos, obediente, e intentésentirme como una piedra, como el agua.En algún punto entre una y otra, meencontré con una línea cambiante que mehizo sentir mal. Sorprendido, abrí losojos.

—¿Y qué hay de las mujeres? —musitó Vercingetórix.

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Menua le oyó.El jefe druida se volvió hacia el

arvernio. Acercó el rostro al delmuchacho y rugió:

—¡Tienes una idea confusa de lavirilidad! Dime, niño de nombrepresuntuoso..., si tu pueblo fueseatacado, ¿lo defenderías poniéndoteencima de una mujer?

Varios de los muchachos queobservaban se rieron con disimulo.

Vercingetórix dio un paso atrás paradistanciarse un poco de Menua.

—Claro que no. Cogería un escudo yatacaría a los atacantes con espada ylanza.

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—¿De veras? —En un abrir y cerrarde ojos la actitud de Menua cambió porcompleto. Pasó de furioso a cortés y setransformó en una persona amable quedeseaba información—. ¿Lo harías deveras? ¿Y eso les impresionaría?

Esta transformación cogiódesprevenido a Vercingetórix. Como yomismo había experimentado losdesconcertantes cambios de actitud deljefe druida, casi me daba lástima.Intentó parecer tan calmado comoMenua, pero había un leve tartamudeoen su voz cuando replicó:

—Soy excelente con la espada y lalanza.

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—¿Ah, sí? Eso está muy bien. —Menua alzó las hirsutas cejas. Como yolo estaba esperando, vi que cambiaba denuevo. Con un súbito sarcasmoarrollador, gruñó—: Y si no tuvierasa r m a s , Rey del mundo, ¿cómoimpresionarías a tus enemigos? ¿Cómoasustarías a alguien con las manosvacías y la boca llena de aire?

Se dio media vuelta, como siVercingetórix ya no fuese digno deinterés. El arvernio había enrojecido pordebajo de sus pecas. Dudé que nadiehubiese hablado al hijo de Celtillus desemejante manera en su vida. Mepregunté si Menua se había creado un

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enemigo.La ceremonia de la virilidad

prosiguió como si no hubiera habidoninguna interrupción.

Nos pusieron a prueba durante todauna jornada fatigosa. Yo intentabasuperar la somnolencia y no rascarme lapiel allí donde las costras de la sangreseca me producían comezón.

Cuando el sol estaba bajo en elcielo, nos enfrentamos a la prueba final.Más allá de los árboles había excavadoun ancho foso, en el que Aberth, elsacrificador, había encendido un fuegode espino negro, la madera usada en laspruebas. Los druidas pidieron que cada

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grupo de tres seleccionara a su miembromás robusto. El nuestro era, sin dudaalguna, Vercingetórix. Llevando el máspesado entre ellos, los otros dos debíansaltar a través del foso, donde las llamaseran más altas.

—Un hombre debe saber que puedeexceder sus límites —nos dijo Menua—.Y un hombre debe cumplir suspromesas. Cada uno prometerá a losotros que no le fallará.

La anchura del foso amedrentaba. Silos dos saltadores no hacían un esfuerzopoderoso, o si el que estaba enequilibrio sobre sus brazos trabados semovía en un mal momento, los tres

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caerían y sufrirían quemaduras, tal vezfatales.

Crom Daral perdió el valor y seapretó contra mí.

—No puedo hacerlo, Ainvar —susurró.

Vercingetórix le dirigió una brevemirada y entonces me dijo, como sidiera una orden:

—Pide a cualquier otro que seanuestro tercero.

En parte me sentí agradecido poraquel liderazgo inmediato y confiado, yestuve a punto de someterme a él. PeroCrom pertenecía a mi linaje y habíamossido amigos durante largo tiempo. No le

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privaría de su ceremonia de la virilidadpara complacer a Vercingetórix. Losarvernios eran de sangre céltica comonosotros, pero por lo demás diferíamos.Los carnutos habíamos guerreado conellos en el pasado y volveríamos ahacerlo. Eso era lo que hacían las tribus.

Mi cabeza decidió sobre aquelasunto.

—Los tres vamos a saltar juntos —dije con firmeza.

—Pero estoy demasiado cansado —protestó Crom con la voz quebrada.

Su cobardía me exasperó.—¡Todos estamos cansados! Es

lógico que así sea, estas pruebas no

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tienen que ser fáciles para nosotros. Ytampoco son imposibles, pues de locontrario no nos pedirían que lohiciéramos. La tribu necesita nuevoshombres.

Crom hizo un puchero. Sus ojosinexpresivos reflejaban las llamas.

—No puedo.—Déjale —dijo el arvernio.Una voz murmuró en mi mente. Me

aferré a la idea antes de que se disipara.—Sé lo que podemos hacer,

Vercingetórix. Ayúdame. Recoge unabrazada de piedras, ¡rápido!

Él me miró fijamente. No estabaacostumbrado a recibir órdenes de

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alguien de su edad. Noté la intensacompetencia entre nuestras voluntades yme di cuenta de la fuerza extraordinariaque tenía la suya. La voz en mi cabezame dijo que invocara al espíritu de lapiedra. Obedecí, me concentré y meconvertí en piedra. Transcurrió un latidode corazón, otro más. EntoncesVercingetórix sonrió y supe que habíaganado.

Cargamos de piedras los brazos deCrom hasta que pesó más que cualquierade nosotros. A continuación se sentó ennuestros brazos trabados y Vercingetórixy yo saltamos por encima del fosollameante.

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Corrimos a grandes zancadas ydespegamos del suelo como un equipode caballos de tiro bien adiestrados.¡Arriba, arriba! Debajo de nosotros elfuego gruñía y crepitaba. Me estremecí,pero no tenía nada que ver con elpeligro.

¡Nos remontamos!Unidos, Vercingetórix y yo, fuimos

algo más que dos, durante el breve vuelofuimos una sola criatura con lascapacidades combinadas de ambos, yalgo más, algo glorioso.

Cuando aterrizamos en el extremodel foso, Vercingetórix me miró y supeque también él lo había sentido, había

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experimentado aquel momentosobrenatural en el que juntos podríamoshaber saltado un foso el doble de ancho,sobre llamas el doble de altas.Intercambiamos una mirada de júbilo.

Crom interceptó aquella mirada.Decaído, se sentó con las piernascruzadas, mirando el foso con semblantesombrío.

Cinco grupos de chicos cayeron, ydos de ellos sufrieron quemadurasgraves.

Una vez concluidas las pruebas,Dian Cet impuso las manos por turnosobre la cabeza de cada uno. Apenasnoté el contacto del juez druida ni oí su

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voz cuando dijo:—Esta noche eres hombre, Ainvar

de los carnutos.Mis sentidos estaban aún empapados

de la sensación de las manos deVercingetórix aferradas a mis brazos yel recuerdo de la trascendencia mientrasnos remontábamos por encima del fuego.

De regreso al fuerte, Vercingetórix yyo caminamos uno al lado del otro y,aunque no hablábamos, yo era cada vezmás consciente de la potencia de supersonalidad, que me atraía hacia él. Laceremonia de la virilidad habíaintensificado lo que había en él, fuera loque fuese. Naturalmente, afirmaba mi

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cabeza. Ése era el propósito del ritual.Dieron un pequeño banquete a los

hombres recién iniciados. Me senté allado de Vercingetórix y compartimosunas tortas de avena y mucho vino. Enalgún momento de la fiesta me sorprendíllamándole Rix.

Pasamos juntos una serie de díassoleados antes de que Gobannitioregresara para llevarse a Rix a casa.Durante esa época le hablé de mi familiay él me habló de la suya, sobre todo desu ambicioso padre, Celtillus, queguerreaba contra los eduos en el sur.Celtillus soñaba con hacer de losarvernios la tribu suprema de la Galia,

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aunque el rey de la tribu tenía objetivosmás modestos y se contentaba con lascosas tal como estaban.

—Mi tío Gobannitio está de acuerdocon el rey —dijo Rix—. Según él,perderíamos más hombres de los quepodemos permitirnos si intentásemossometer a todas las tribus de la Galia.

—¿Y tú qué crees?Rix sonrió.—Me gustan los sueños audaces.—Nunca derrotarás a los carnutos

—le aseguré, pero me reí mientras lodecía y no había hostilidad entrenosotros.

Nos habíamos hecho amigos,

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mirábamos a las mujeres y el tiempo quepasamos juntos nos pareció demasiadocorto.

—Tal vez has encontrado un amigodel alma —me sugirió Menua enprivado.

—¿Qué es un amigo del alma?—Una persona a la que has

conocido... antes, y a la que casirecuerdas, una persona con la que tienesun vínculo especial. Cuando uno de losdos es un druida, está obligado a servircomo guía y consejero de su amigo delalma.

—¿Sabe Vercingetórix que existenlos amigos del alma?

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—Lo dudo.—¿Debería decírselo?—Podría reírse de ti, tal vez no lo

entendería —replicó Menua con unapercepción que sólo apreciaría másadelante.

Mi cabeza sabía que Menua estabaen lo cierto, que el arvernio y yo éramosamigos del alma. Reconocía el espírituque me miraba desde los ojos de largospárpados de Rix.

Empecé a tomarme en serio miobligación, dándole muchos consejosgratuitos. Me sorprendió que losaceptara, o por lo menos que meescuchara.

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Rix tenía un hábito común a quienesviven en compañía. Anunciaba lo queiba a hacer antes de ponerse a hacerlo, amenudo con un detalle innecesario.

«Ahora me voy a dormir, tengosueño y quiero estar despejado paracazar mañana», decía, o: «Voy a mear,tengo la barriga llena de vino».

Tal como Menua me habíaaconsejado, aconsejé a Rix.

—No anuncies tus intenciones tanlibremente. Cuanto menos sepan losotros, tanto mejor.

—El secreto es para los druidas —replicó.

—El secreto también podría ser una

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buena estrategia para los guerreros —lesugerí.

Rix me miró con los ojosentornados.

—Eres inteligente, Ainvar.Su cumplido me azoró.—Simplemente uso la cabeza —

repliqué con timidez.—Si encuentras algo más en tu

cabeza que pueda serme de utilidad,házmelo saber. Estoy tratando de reunirun arsenal.

No pude resistir la tentación dedecirle:

—El Rey del mundo lo necesitará.Me golpeó, le golpeé, rodamos por

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el suelo, dándonos manotadas, hasta quela risa nos separó.

Cuando Gobannitio vino en su busca,nuestra despedida fue difícil. Habíamossido casi enemigos y nos habíamoshecho más que amigos. No éramosbardos y no teníamos la agilidad delengua para expresar nuestrossentimientos.

Casi en silencio, ayudé a Rix arecoger sus cosas en el alojamiento.Cuando se echó al hombro su jergónenrollado, me dijo:

—Ten cuidado con el hombreencorvado, Ainvar. Fracasó en laspruebas de virilidad y tú fuiste un

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testigo. No te perdonará por haberpresenciado su debilidad.

—No lo comprendes, Rix. Crom eraamigo mío.

—Recuerda lo que te digo. Tienesuna cabeza inteligente, pero yo soy unjuez bastante bueno de los hombres.

—Lo recordaré —le prometí.En el umbral se volvió hacia mí. De

haber pertenecido a la misma tribu noshabríamos abrazado efusivamente, noshabríamos cogido de las barbas ybesado en ambas mejillas. Pero él eraarvernio y yo, carnuto. Un abismo seabría entre nosotros.

Rix sonrió.

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—Saltamos el foso juntos, Ainvar —dijo inesperadamente.

Nos rodeamos con los brazos yluego nos abrazamos con la fuerzasuficiente para partir huesos.

—¡Te saludo como a una personalibre! —fueron sus palabras dedespedida.

—¡Y yo a ti! —le grité mientras sealejaba.

No le seguí hasta la puerta. Noquería estar con los otros, agitando lamano mientras Gobannitio y su sobrinose alejaban en la carreta. Sabía queVercingetórix nunca miraría hacia atrás.

Estaba solo y era un hombre.

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Sería un druida.

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CAPÍTULO V

Mi instrucción se reanudó, mis aulaseran los claros del bosque. Menuaquería que absorbiera la sabiduría delos árboles. Druida, como me explicó,significaba «el que tiene elconocimiento del roble».

—Cuando los hombres eran vapor,los árboles también lo eran. Los bosquesson más antiguos que la memoria y eltiempo está almacenado en sus raíces yramas. La generosidad está en lanaturaleza de los árboles, de modo queábrete y quédate quieto. Recibe lo que

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imparten.Aprendí a escuchar a los árboles.Era la única persona de mi

generación, en toda la zona que se podíarecorrer a pie en una jornada, que seadiestraba para ser druida. Menuahablaba con nostalgia de los tiempospasados, cuando muchos jóvenesdotados se presentaban para adiestrarsey en el bosque vibraban las voces querecitaban a coro. No podía explicar lacarencia de candidatos a ingresar en laOrden, que le preocupabaprofundamente.

—Pero las cosas son como son —me dijo con un suspiro—. Hasta que

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dispongamos de más hombres contalento, sólo te tengo a ti para instruirteen las ciencias naturales.

Estábamos sentados en el pequeñoclaro, él sobre un árbol caído y yocruzado de piernas a sus pies. El temade estudio era la lengua griega, yhabíamos estado comentando laexpresión «ciencia natural» con que losgriegos se referían a las artes druídicas.Menua admiraba a los griegos, conocíasu escritura y sus costumbres. Menua losabía casi todo.

—Los griegos nos entienden mejorque los romanos —me dijo—. Losromanos nos llaman «sacerdotes», lo

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cual es un error. Los helenos quecomerciaban con los carnutos en mijuventud se referían a los druidas como«filósofos». Cuando aprendí su lenguaje,me di cuenta de que el término eraapropiado.

»En otro tiempo, las diversas tribusgriegas viajaron con mayor o menorlibertad por la Galia, antes de que lessometieran los romanos. Los echo demenos, Ainvar. Son gentes interesantes,de mente sutil. Cierta vez hablé con ungriego que se llamaba a sí mismo"geógrafo" y pareció comprender elconcepto de la norma con tanta facilidadcomo un celta.

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—No estoy seguro de entender loque es la norma —admití—. Te refieresa ella muy a menudo, pero ¿qué esexactamente?

Menua señaló la interacción de laluz y la sombra entre las ramas sobrenuestras cabezas.

—Ahí está la norma. Desde laestrella al árbol y el insecto, cadafragmento de creación forma parte de unsolo proyecto, la pauta del ser, que seextiende sin interrupción desde el MásAllá a este mundo. La norma está encontinuo movimiento y nos conecta en lavida y la muerte con la Fuente de Todoslos Seres.

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—Pero ¿cómo reconoces la norma?—le pregunté, mirando la fronda quepara mí no es más que ramas y hojas.

Menua asintió lentamente.—Ahora has planteado uno de los

mayores interrogantes. Cuando conozcasla respuesta, sabrás que eres un druida.Gracias a la experiencia habrásaprendido a sentir la norma en tushuesos y tu sangre. —Yo había esperadouna respuesta más concreta y debíparecer dubitativo, pues su expresión sesuavizó—: No puedo transferirte mipropia experiencia, cada uno debeencontrar la suya. Pero puedo hablartede la norma.

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»Quienes rezan para tener suerte,Ainvar, en realidad intentan comprenderla norma. La suerte no existe, ésa es sólouna palabra que designa la capacidadpara controlar los acontecimientos. Lospocos que siguen intuitivamente lanorma tal como ésta se aplica a ellosmismos parecen tener suerte, pues, sinque lo sepan, se benefician de lasfuerzas de la creación. Cuando sedesvían de la norma pierden el contactocon esas fuerzas y, por lo tanto, con elpoder que influye en losacontecimientos. Entonces decimos quehan tenido mala suerte. Cuando las cosaste salgan bien, sabrás que estás

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siguiendo la norma como debes.Mi mente se había enganchado en

una de sus palabras como una hebra delana adherida a una zarza.

—¿Qué significa «intuitivamente»?Finas membranas de arrugas se

extendieron hacia afuera desde lascomisuras de los ojos de Menua cuandosonrió.

—La intuición es la voz del espíritudentro de ti.

—¡Ya la he oído! —exclamé,recordando la noche en que algo me dijoque amontonara piedras en los brazos deCrom Daral—. Por lo menos eso creo,una vez.

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—Tienes que oírla con másfrecuencia, Ainvar. Debes escucharla adiario.

—¿Puedo aprender a hacerlo?—Naturalmente, ésa es una de las

cosas que he de enseñarte. Empezaráspor escuchar las canciones de la tierra.El mundo natural y el mundo de losespíritus están conectados a través de lanorma, ¿recuerdas? Pero mucha gente nose molesta en escuchar las voces de lanaturaleza, de la misma manera que nobuscan la norma.

Volví a mirar las copas de losárboles y él se rió.

—No debes hacerlo con los ojos de

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la cara, Ainvar. Usa tu ojo interior.—¿Mi ojo interior?—Uno de los sentidos de tu espíritu.Reflexioné sobre estas palabras.—Creo que no tengo ninguno.—Claro que sí, todo el mundo los

tiene. Nacemos con ellos, acompañan alespíritu que anima a la carne. Los niñospequeños lo usan a diario. Piensa en tuinfancia, Ainvar. ¿No tenías concienciade muchas cosas que los adultos no oíanni veían? Recuérdalo.

Su voz removió mi interior ydespertó una oleada de recuerdos.

Cuando era tan pequeño que micabeza aún no llegaba a la cadera de

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Rosmerta, supe que había otraspresencias en nuestro alojamiento.Puesto que yo tenía conciencia de ellas,supuse que lo mismo le ocurría a todo elmundo. Cada sombra estaba ocupada deuna manera intangible. Al otro lado de lapuerta, la noche estaba poblada depotencialidades. Lo sabía sin la menorduda.

No temía la oscuridad, pues muypoco antes había emergido de laoscuridad del que no ha nacido. Unrecuerdo elusivo se mantenía como unapromesa en el borde de mi conciencia yme llamaba. Incluso entonces, me atraíahacia la oscuridad, me volvía curioso.

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¿Cómo podría haber olvidado lasmuchas veces que salí corriendo enplena noche, tratando de recuperar unamagia perdida, mientras Rosmerta salíadetrás de mí, cloqueando y riñéndomecomo una gallina vieja?

—Lo recuerdo —dije en voz baja.—Muy bien. Entonces podemos

adiestrarte.Menua se arremangó la túnica,

revelando unos antebrazos todavíamusculosos cubiertos de vello plateado.Las abejas zumbaban en el claro. Elcalor realzaba los olores de la tierra ylas hojas.

—Primero debes aprender a

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quedarte quieto —me dijo el jefe druida—. Debes estar realmente inmóvil, demodo que tu cuerpo sea como un sacovacío y abierto.

»Tanto si lo sabes como si no, lacarne retiene al espíritu sólo por un actode voluntad. Debes relajar la voluntad ydejar que el espíritu se mueva tanlibremente como la niebla entre losárboles. De lo contrario el espíritu, quees tu parte esencial e inmortal, algún díapodría encontrarse atrapado en uncuerpo pútrido al que deberá acompañara la tumba.

La imagen de mi espírituaprisionado en mi cuerpo muerto era tan

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horrorosa que decidí aprender aliberarlo por mucho trabajo que mecostara. Practiqué la inmovilidad, queera difícil, y dejar flotar mi alma, cosaque parecía imposible. Me sentía comoen el interior de un tarro cerradoherméticamente.

—No te revuelvas cuando tienes queconcentrarte —me riñó Menua—. Hacesdemasiado caso de las exigencias de tusarticulaciones y músculos. Tu cuerpo noes el que manda, Ainvar. Eres tú.

Redoblé mis esfuerzos. El veranoque habíamos cortejado y conquistadollegó dulcemente y se prolongó, y con eltiempo aprendí a dejar de pensar en mi

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cuerpo como si fuese yo mismo. No eramás que una avanzadilla, un compañero,un hogar en el que residía durante unatemporada. Empecé a sentirme cómodoen mi pellejo.

Una mañana oí cantar a una alondra,quiero decir que la oí de veras. Mientrasla escuchaba embelesado, la penetrantecatarata pura de sonidos musicales setransformó en ecos de una gloria mayorque experimentaba con un sentido másallá del oído, un sentido que pertenecíaa mi alma ilimitada.

Corrí a decírselo a Menua. Laspalabras que sólo podían dar cuenta decinco sentidos eran inadecuadas, pero él

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comprendió.—Éste es el comienzo, Ainvar.

Puedes encontrar la norma en todaspartes. Oírla, verla, sentirla. ¿Por dóndete gustaría empezar?

Lo supe enseguida.—¿Puede acompañarme un hombre

con una lanza? —le pregunté.Menua asintió. Ni siquiera me pidió

que le explicara para qué.En compañía de un guerrero llamado

Tarvos, salí del fuerte para pasar lanoche en el bosque y vigilar a los lobos,de los que aún me acordabaestremecido. Estaría entre los árboles,sin las barreras de los muros y el tejado.

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Fui a buscar la magia en la nochecon los sentidos del espíritu reciéndespiertos.

Encontré un sitio cómodo al socairede un altozano y pedí a miguardaespaldas que se mantuviera acierta distancia, donde pudiese oírme sile necesitaba pero sin que su presenciame distrajera. Por su expresión me dicuenta de que creía que estaba loco,pero yo era el aprendiz del jefe druida.Los guerreros no tenían derecho a poneren tela de juicio mis acciones.

Tras entonar la canción para el solponiente, me arrebujé en mi manto y metendí a esperar.

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* * * * * *

Fue una larga espera y no ocurriónada. Cuando salió el sol estaba rígido yhambriento, pero decidido a perseverar.

Durante las ocho noches siguientesdormí en el bosque. El robusto Tarvos,con el pecho como un barril y laspiernas enfundadas en polainas, revolvíacon su lanza los arbustos y musitabapara sus adentros. Por el día continuabamis estudios con Menua, quien porentonces me enseñaba los movimientosde las estrellas.

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En el quinto intento oí la música dela noche.

Algún tiempo después de que la lunadesapareciera se levantó un viento y losárboles se convirtieron en susinstrumentos. Los tocaba con un volumenondulante, con profundos murmullos,con un gran movimiento que vibrabaentre ellos y se alejaba suspirando.Cada árbol tenía una voz. Los roblescrujían, las hayas gemían, los pinostarareaban, los alisos susurraban, losálamos parloteaban.

Permanecí absolutamente inmóvil,sumido en el sonido. Entonces seprodujo la unificación.

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Percibí el ritmo de una danza,extática y sublime, que existía desdemucho antes de que viniera al mundo unser llamado Ainvar. Me disolvía enviento, musgo y hojas, en un conejoacurrucado en su madriguera, en un búhoque se deslizaba por la noche con alassilenciosas.

Molesto por la acometida del viento,el ganado mugía en un prado distante.Cada vaca tenía una voz propia que suvaquero habría reconocido entrecentenares. Cada voz llenaba un espaciodeterminado que le pertenecíaexclusivamente en la pauta más ampliade sonido, una pauta que incluía mi

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propia respiración, la dispersión de losinsectos por el mantillo y el ritmo de lasgotas de lluvia que golpeaban las hojas.

El agua se deslizaba por mismejillas, tal vez lluvia, tal vez lágrimasarrancadas por la belleza.

La noche cantaba, la tierra olía amadera en putrefacción y brotes tiernosque se desplegaban en la oscuridad,alimentándose de la descomposición, lamuerte y el nacimiento juntos en lapauta, uno surgiendo de la otra.

Y ambos en mí, ambos de mí y yo deellos. Yo era la tierra y la noche y lalluvia, suspendido en el ápice del ser.No existía el tiempo ni el sonido ni la

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vista, no había necesidad de ellos.Yo era.Éxtasis.

* * * * * *

—¿Ainvar? ¡Ainvar!Abrí los ojos y encontré a Tarvos

inclinado sobre mí, el rostro demudadopor la preocupación y el cabellorevuelto por el viento.

—¿Estás bien, Ainvar? ¡Si te ocurrealgo el jefe druida me colgará en unajaula!

La luz del alba se filtraba a través de

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las hojas por encima de nosotros. El aireparecía gris y granuloso. Me erguí,sorprendido al descubrir que estabamareado y tenía las ropas empapadas.

—No estoy muerto —le aseguré alguerrero—. He tenido la experienciamás maravillosa.

—Loco —dijo Tarvos conconvicción—. Todos los druidas estáislocos.

Tendió una mano para ayudarme alevantarme.

Tarvos me gustaba. Tenía lamandíbula demasiado ancha y espaciosentre los dientes... y me llamaba druida.Traté de sonreírle, pero las piernas me

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temblaban. Las ropas húmedas sepegaban a mi piel como hielo y empecéa sentir escalofríos.

—Tienes un aspecto terrible —meinformó Tarvos—. Como un búho en unaenredadera, sólo unos ojos fijosrodeados de hojas.

Sacudió briosamente mis ropas paraquitar las hojas adheridas, pero seguítemblando sin poder contenerme.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Tarvos, dándome un empujón.

Tal vez me consideraba un druida,pero no dejaría que eso le intimidase.Me gustaba tanto más por su refrescanteirreverencia.

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Cuando regresábamos al fuerte, oí unsonido como el que hace una botella devidrio si la golpeas con metal. Tarvospuso uno de mis brazos alrededor de sucuello y cargó con parte de mi peso.

—Druidas locos —musitó.—Todavía no soy un druida —me

sentí obligado a recordarle.—Soy guerrero porque nací guerrero

—replicó—. Tú eres druida por elmismo motivo.

Menua no estaba en nuestrahabitación. Ansiaba acostarme. Como nole había dado instrucciones a Tarvos,me siguió adentro.

—¡Grog! —gritó el cuervo en el

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tejado.—Los druidas no viven muy bien —

comentó Tarvos, mirando a su alrededor—. Creía que tendríais aquí un montónde oro.

—Está aquí —le dije, dándome unosgolpecitos en la frente.

Él pareció dubitativo.—Si tú lo dices... —Encogió los

hombros fornidos, como para quitarse unmanto; luego descubriría que era ungesto característico—. ¿Quieres queencienda fuego para secar tus ropas?

Mi cabeza me recordó que nodebería haber llevado a nadie alalojamiento del jefe druida sin la

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invitación de Menua. Y el fuego de undruida era sagrado. El hogar estabaapagado en verano y no podíaencenderse sin un complicado ritual.

Estaba helado y los dientesempezaban a castañetearme. Supongoque había permanecido mucho tiempobajo la lluvia.

—Puedo cuidar de mí mismo. Ahoravete... —empecé a decir, pero elzumbido en mis oídos se intensificó yme envolvió una bruma gris.

Oía a lo lejos la voz del cuervo, quegorjeaba como un abadejo.

Me desperté con una sensación deapremio. Tenía el cráneo lleno de

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telarañas y, buscando entre ellas, nopodía encontrar el pensamiento quedeseaba. Menua estaba inclinado sobremí y yo quería hablarle de la noche y lamúsica, pero mi lengua se negaba aobedecerme. Me dije irritado queTarvos era más obediente que micuerpo.

Me di cuenta de que habíanencendido el fuego. Alcé la cabeza, conuna sensación de vértigo, y vi queTarvos echaba leña al fuego.

La próxima vez que salí de mi sopor,Sulis, la curandera, me estabarestregando el pecho con una pomada deolor desagradable.

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—No deberías haberle dejado pasarla noche entera bajo la lluvia —dijo porencima del hombro a Menua.

—Es un joven fuerte y eso eraimportante para él. Es preciso darletodas las oportunidades para quedescubra sus capacidades. Tal comoestán las cosas, nuestro número esdemasiado pequeño. Ésta no es la épocamás segura.

Sulis inclinó la cabeza.—No lo es, y no cuestiono tu juicio

—dijo en tono sumiso, pues Menua erael jefe druida.

¡Y Tarvos se había atrevido aencender el fuego en su hogar! Intenté

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incorporarme. Sulis me obligó atenderme de nuevo, empujándome confirmeza el pecho. Cuando se inclinósobre mí, vi el valle entre sus senos enel profundo escote del vestido.

—¿Dónde está Tarvos? —quisesaber—. ¿Le has metido en una jaula?¡No ha tenido la culpa!

El rostro de Menua pareció flotarante mi visión borrosa.

—¿Cómo iba a meterle en una jaula?Ha cuidado de ti y le estoy agradecido.

—Quiero verle ahora mismo —exigíenfebrecido.

Para mi sorpresa, pues no estabaacostumbrado a dar órdenes al jefe

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druida, Menua asintió e hizo una señal aalguien. Tarvos se adelantó, indemne.

—Estoy aquí, Ainvar. No medespediste, así que me quedé.

* * * * * *

Me tendí en el jergón, aturdido, eimaginé a Tarvos manteniéndosetestarudo en su lugar cuando el jefedruida regresó al alojamiento.

Sulis me restregó con un líquidofragante por encima del labio superior.Cuando los vahos penetraron en misfosas nasales, me amodorré de nuevo, y

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cuando desperté tenía la cabezadespejada pero me sentía débil.

Tarvos estaba sentado en el suelo,cerca de mí, afilando un cuchillo conuna amoladera. La robustez de sushombros era tranquilizante. Llevaba latúnica y las polainas de siempre, unasprendas que no sabían lo que era ellavado, y la cabellera, que le caía por laespalda, tenía el color indeterminado dela techumbre de paja vieja. No era nirefinado ni muy atractivo, pero se habíanegado a marcharse cuando yo estabaenfermo.

Le llamaban Tarvos el Toro.Yo era joven y recuperé las fuerzas

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enseguida. Más tarde llegó Sulis paracomprobar el progreso de mi curación.Tarvos la siguió con la mirada.

—Tiene una buena grupa —comentócuando la mujer se hubo ido.

—¡Es nuestra curandera!—Es una mujer —replicó,

encogiéndose de hombros.Menua permitió al guerrero que se

quedara, aunque nunca supe por qué.Tarvos extendió su jergón en el

exterior, junto a la puerta delalojamiento, pero durante el día estabadentro conmigo, me alimentaba, me traíaagua, y me animó para que me levantaracuando estuve preparado. También me

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proporcionó una oportunidad inesperadade enriquecer mi cabeza. El Toro sóloera unos pocos inviernos mayor que yo,pero había servido como guerrero envarias batallas tribales y experimentadomuchas más cosas que yo.

—Dime cómo es la vida de unguerrero —le pregunté.

Él pareció desconcertado.—Es algo que uno hace —dijo

vagamente.Tarvos no era hombre de muchas

palabras, pero yo insistí.—Los druidas tienen que saber

cuanto puedan sobre todas las cosas,Tarvos, incluida la batalla. Si compartes

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tus sentimientos conmigo, puedoexperimentar la guerra a través de ti.

Él reflexionó sobre mis palabras yluego se quedó un rato mirando al vacíoy buscando palabras para expresar cosasde las que normalmente no se hablabafuera de la hermandad de loscombatientes. Mientras reflexionaba, leserví una taza de vino de la provisiónpersonal de Menua, el cual estabaausente, supervisando la castración delos terneros.

Ofrecí la taza a Tarvos y él seapresuró a aceptarla. Después de quetomara un largo trago, le acucié:

—Vamos, dime qué significa ser un

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guerrero.—Ser un guerrero significa que te

van a matar —replicó sencillamente—.Los guerreros nacen para que los maten.

—¿Tienes miedo a morir, Tarvos?Era una pregunta muy propia de los

druidas.Él tomó otro trago.—Vosotros los druidas enseñáis que

la muerte no es más que un incidente enmedio de una larga vida, ¿no es así?¿Por qué temerla entonces? No dura másque joder o tirarse un pedo. —Apuró lataza—. Lo que los guerreros tememos esperder. La mayoría de nosotros tememosmás perder que ansiamos ganar. Los

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perdedores suelen sufrir heridas gravesy tal vez quedan lisiados para el resto desu vida. No temo a la muerte, pero nome gusta el dolor. Las heridas querecibes en combate puede que no teduelan en su momento, pues estásdemasiado entregado a la pelea, peroluego son una desdicha. Algunos dicenque no les importa. A mí sí.

—¿Entonces luchas para no perder?Él movió afirmativamente su hirsuta

cabeza.—La mayoría de nosotros..., o para

evitar que nos llamen cobardes, y paracompartir el botín, si lo hay.Naturalmente, unos pocos hombres son

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diferentes: los paladines. Los guerrerosde estilo más grande luchan por suspropias razones.

—¿Qué quiere decir eso de estilomás grande?

Él tendió la taza vacía y esperó.Cuando la llené de nuevo, Tarvos volvióa asentir con solemnidad.

—El estilo es lo que diferencia a unpaladín, Ainvar. Son valientes hasta lalocura, hacen cosas que acabarían con lavida de otro hombre, pero ellos salenilesos y riendo. Cuando ves el estilo deun paladín lo reconoces, es como unresplandor que hay dentro de él.

Mi cabeza me informó de que

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Vercingetórix tenía estilo. Era uno deesos raros seres que logran lo que seproponen porque nunca se desvían de lanorma que se aplica a ellos mismos.

Sin embargo, ¿cómo lo sabía?¿Acaso los paladines, como los druidas,reciben alguna orientación especialdesde el Más Allá? ¿O se trata de algoaccidental y, por lo tanto, estánsometidos al fracaso en cualquiermomento?

Tarvos me miraba por encima delborde de su taza.

—¿Quieres ser un paladín, Tarvos?—le pregunté.

Él pareció sobresaltarse.

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—¡Yo no! Me contento con llevarmis lanzas y tratar de matar al otrohombre antes de que él me mate. Todoese estilo elegante me fatiga. Creo quees tan innecesario como las tetas en unjabalí.

Apuró la segunda taza de vino y sefrotó el vientre, extendiendo elagradable calorcillo.

—¿Puedo hacerte una pregunta,Ainvar?

—Puedes.—¿Por qué me elegiste aquel día?

Me refiero a mi elección comoguardaespaldas.

Reflexioné un momento.

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—En realidad buscaba a Ogmios,para pedirle...

—¿Buscabas a Ogmios pero meelegiste a mí? —me interrumpió Tarvos.

Yo estaba aprendiendo a escuchar yreconocí el placer oculto en la voz delToro. Me callé lo que iba a decir sobreOgmios y su hijo, Crom Daral, y dije encambio:

—Cuando te vi, Tarvos, encontré alhombre que necesitaba.

Mi recompensa fue la expresiónsatisfecha de su rostro romo y el brillode sus dientes en medio de la barbacuando sonrió.

Salí del alojamiento para tomar la

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comida que me había preparado Damonay al regresar me tendí de nuevo en eljergón y pensé que, al fin y al cabo,había dicho la verdad. Había elegido alhombre apropiado, aunque aquel díabuscaba a alguien muy diferente.

Había ido en busca de Crom Daralpara pedirle que fuese miguardaespaldas, confiando en que asíempezaríamos a reparar la brechaabierta entre nosotros. Pero era difícilencontrarle, incluso en nuestro pequeñofuerte. Crom me había evitado apropósito desde la ceremonia de lavirilidad.

Pensé que Ogmios, como capitán de

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la guardia, sin duda sabría dónde estabasu hijo. Fui en su busca entre losguerreros que normalmente seencontraban cerca de la puerta principaldel fuerte, jactándose y luchando parapasar el rato. Pero antes de ver aOgmios descubrí a su hijo en el grupo,escuchando sin sonreír las ásperaschanzas.

—¡Crom! —le llamé, y alcé unbrazo para saludarle.

Él se dio la vuelta al sonido de mivoz y nuestras miradas se encontraron.Entonces me volvió la espalda.

Me detuve a media zancada. En micabeza resonaron las palabras de

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Vercingetórix: «Ha fracasado y tú hassido testigo. No te perdonará».

En aquel momento me fijécasualmente en un joven fornido, con elpelo del color de paja sucia, queharaganeaba en el borde del grupo deguerreros. Impulsivamente le grité, lobastante alto para que lo oyera Crom:

—¡Eh, tú! ¡Eres el hombre queandaba buscando! Coge tu lanza y venconmigo, por orden del jefe druida.

Tarvos había estado conmigo desdeentonces, revelándose como el aliadoideal. Resistente y resuelto, se adaptabaa mis necesidades y encajabaexactamente en mi norma a pesar de que

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le había elegido obedeciendo a unimpulso. ¿Qué es, entonces, el impulso?Tales preguntas enturbiaban el seso delos druidas.

En cualquier caso, no pude tener aTarvos mucho más tiempo a mi lado,pues no tardé en recuperar las fuerzas ypronto ni siquiera tuve que apoyarme enél para hacer mis necesidades en laletrina.

Antes de que pudiera despedirleformalmente, su obligación principal leapartó de mí.

Un gran grito llegó atronando através del territorio. La advertenciapasó de labriegos a pastores y

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leñadores, hasta que llegó a nuestrofuerte, desde donde fue comunicada agritos por una red de gentes del pueblo alo largo del camino hasta Cenabum, queestaba a dos noches de distancia a pie,pero mucho más cerca por medio de lavoz. El grito decía: «¡Invasión yataque!».

Entonces recibimos los detalles. Ungran destacamento de la vecina tribu delos senones había penetrado en territoriocarnuto por el este del fuerte y saqueabalas granjas más prósperas de aquellazona. Nuestro fuerte y sus guerrerosbastaban para defender el bosque yofrecer refugio a los granjeros de las

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cercanías, mas para enfrentarnos a unproblema como aquél necesitábamos aNantorus y su ejército. Los gritos notardaron en hacerle venir desdeCenabum con un destacamento completode luchadores. Nuestros guerreroscorrieron a reunirse con ellos, gritando yentrechocando sus armas para producirun estrépito terrible.

Todos nos apiñamos en la entradapara verles partir hacia la guerra. Unniño pelirrojo, al que el amontonamientode los hombres había apretado contra mirodilla, me tiró con impaciencia de latúnica y me preguntó qué veía. Empecé alevantarle para que pudiera

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contemplarlo por sí mismo y entoncesme di cuenta de que era ciego. Conocíaal chiquillo, perteneciente a un clan depequeños propietarios de tierras quecultivaban cebada al lado del fuerte, ysiempre se alejaba de su madredistraída. Sus ojos gris claro estabancubiertos por una tenue membranalechosa que Sulis, la curandera, nuncahabía podido eliminar. Separado delsol, la suya era una noche interminable.

Le alcé en brazos y acerqué mislabios a su oreja. Era muy pequeño yapenas pesaba, pero tenía una vitalidadvibrante.

—Veo al rey —le dije—. Nantorus

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viaja con su conductor en un carro deguerra con los lados de mimbre. Llevauna túnica de mallas de hierro quearrebató a los bitúrigos en combate... Ensu territorio tienen minas de hierro —añadí, incapaz de dejar pasar la ocasiónde enseñar algo—. Sus caballos sonsementales pardos que les quitó a losturones, y su larga cabellera fluye pordebajo de un casco de bronce coronadopor una cabeza de jabalí, un trofeo deguerra arrebatado a los parisios.

—¡Ooohhh! —exclamó el niño,aplaudiendo con sus manitas—. ¿Haymuchos carros? ¿Cómo luchan en ellos?

—Ya no lo hacen. Lo hicieron en

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otro tiempo, pero un carro es unaplataforma inestable para el combate, yahora las tribus sólo los usan para laexhibición inicial antes de que empiecela batalla verdadera. En sus carros loslíderes guerreros se atacaránmutuamente, arrojando lanzas e insultos,mientras su caballería y sus soldados dea pie tratan de intimidarse con másamenazas e insultos. Cada bando quiereparecer mayor y más feroz que el otro.

—¿Qué es la caballería?—Guerreros montados en caballos.

Mi padre tenía el rango de jinete —añadí con un súbito orgullo—. Cuandoyo no era mucho mayor que tú, mi abuela

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pidió a nuestros guerreros que meenseñaran a montar.

—¿Aprenderé a montar a caballo yser parte de la caballería? —inquirióansiosamente el pequeño.

Tuve una dolorosa visión de laslimitaciones de su mundo.

—No, porque tu clan pertenece a laclase común —le dije tan suavementecomo pude, pues no deseaba recordarlesu ceguera—. Sólo los guerreros conrango de jinete pueden formar parte dela caballería. Pero la mayoría de losguerreros, aunque pertenezcan a la clasenoble y tengan derecho a llevar elbrazalete de oro, son soldados de a pie.

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Mientras hablaba, tuve un atisbo deTarvos que corría hacia delante conotros soldados de a pie, gritandoexcitado y golpeando el escudo con lalanza.

—Háblame de la batalla —me pidióel niño.

—Una de las maneras que tienennuestros reyes para llegar al rango reales la de quedar campeones en la lucha, ypor eso los reyes contrarios trazancírculos enormes con sus carros,procurando que sus caballos parezcansalvajes y descontrolados. Entonces,cuando creen haber impresionadobastante al otro, desmontan y luchan a

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pie con la espada. Sus guerrerosobservan y aplauden su estilo, y luegoparticipan en la batalla general. Algunosse quitan las túnicas y pelean desnudospara intimidar a sus oponentes con eltamaño y la rigidez de sus miembrosviriles. Cada bando se lanza contra eloponente en una oleada tras otra, hastaque uno de los dos bandos es derrotado.

—Me gustaría ser campeón en uncarro —me confesó el pequeño,arrimándose a mí.

Su cabello cobrizo olía a sol. Unhombre de su clan se abrió paso entre lamuchedumbre hasta llegar a nosotros.

—¡Aquí está! Lo hemos buscado por

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todas partes...Me lo quitaron de los brazos con

renuencia por ambos lados.—El chico se escapa a menudo —

dijo el hombre de su clan en tono dedisculpa—. No tiene ningún miedo apesar de su ceguera y lo pequeño que es.

—Cerca del fuerte está seguro encualquier parte —aseguré al hombre—.Todos somos tribales y ni siquiera elenemigo actual le haría daño. Los niños,como los druidas, son sacrosantos.

Contemplé la cabecita de cabellosbrillantes que se alejaba entre lamultitud. Alguien me tocó el hombro.

—Puedes ayudarme —dijo Menua,

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con el ceño fruncido. Me cogió del codoy nos separamos del gentío—. ¿Te hasfijado en lo delgados que están losguerreros, Ainvar? La siembra fue bien,todavía no hemos cosechado, y losefectos del invierno son evidentes en losrostros enjutos. Nuestros hombres nohan recuperado la plenitud de susfuerzas. Ahora corren excitados, perocuando lleguen los senones arrastraránlos pies. Necesitan la ayuda de losdruidas..., sobre todo la tuya —añadió.

Los ojos le brillaron de un modomisterioso.

Fuimos juntos al aposento. El jefedruida revolvió en su arcón de madera

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tallada y sacó un espejo de metal pulido,cuyo dorso estaba taraceado conalambres de bronce y plata en un diseñocurvilíneo que no representaba nadapero lo sugería todo.

—Toma —me dijo, tendiéndome elespejo—. Usa esto para dividir tucabello en cuatro secciones iguales.Aquí tienes tiras de tela para atar cadasección: azul para el agua, marrón parala tierra, amarillo para el sol, rojo parala sangre. Asegúrate de que lasdivisiones sean rectas y ata muy bien loscabellos, a fin de que no pueda escaparde ellos ni un ápice de fuerza.

Debí de mirarle de una manera

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inquisitiva, porque Menua esbozó unasonrisa.

—Hay que atesorar la fuerza hastaque se necesita. En tu cabello hay fuerza,pues es la parte más cercana al cerebro,y éste, en la cabeza sagrada, es la fuentede toda la fuerza, todo el vigor y lavitalidad. Vamos a usar tu fuerza,ampliada por el poder del bosque, a finde infundir a nuestros guerreros lavitalidad que necesitan para vencer en elcombate inminente. Así pues, jovenAinvar, debes prepararte exactamentesegún mis instrucciones. Hoy aprenderásqué es la magia sexual.

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CAPÍTULO VI

Nunca me había visto en un espejofabricado por uno de nuestros hábilesartesanos. Rosmerta no conservóninguno, pues mucho antes de quemuriese, su cara había dejado de seramiga suya.

En mi infancia, los estanques y loscharcos me habían dado atisbos de unasfacciones sin formar a las que hacíamuecas e intentaba destruir dandomanotazos en el agua. Por primera vezveía aquellos rasgos definidos, confirmeza y reflejados en el metal pulido.

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De no haber sabido quién era, no habríareconocido al joven que me devolvía lamirada, el cual tenía la cabeza estrechay elegante, con el cráneo apropiado paraalmacenar conocimientos. Las cuencasde los ojos eran profundas, los pómulosaltos, la nariz prominente y hacia afuera.Era un rostro fuerte, claro e intemporallleno de contradicciones, reflexivo peromalicioso, reservado perocomprometido. Los ojos insondables ylos labios curvados reflejaban intensaspasiones cuidadosamente reprimidas,concentradas en la inmovilidad.

Aquellos rasgos sombríos yardientes me sobresaltaron de tal modo

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que casi dejé caer el espejo.—¿Tengo ese aspecto?—Así eres ahora. No podemos saber

qué aspecto tienes realmente hasta que tuespíritu haya dispuesto de muchos añospara tallar en tu rostro unarepresentación de sí mismo. Tal vez serámuy similar a tu cara de ahora, tal vezno. Ahora deja de mirarte y ponte manosa la obra, prepárate el cabello como tehe instruido. Tienes que realizar prontola magia sexual.

Menua me entregó un peine debronce, pero por alguna razón me resultóimposible trazar separaciones rectas enmi pelo. Los dedos, nerviosos, se

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equivocaban.La magia sexual, me decía una y otra

vez.Cuando salimos del fuerte y nos

encaminamos al bosque del cerro, se nosunieron otros varios miembros de laOrden de los Sabios. Aunque se habíanalzado las capuchas, reconocí a Sulis, lacurandera, Grannus, el juez Dian Cet,Keryth la vidente y Narlos elexhortador. Agradecí que Aberth noestuviera entre ellos. Los dones delsacrificador eran esenciales para elbienestar de la tribu, pero su presenciahacía que me sintiera incómodo.

Sulis también me producía

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incomodidad, aunque de una maneradiferente. Era agradable mirarla, tenía lacara fuerte y bonita y, como Tarvoshabía observado, una curva tentadora enlas caderas.

Vi que Menua, que caminaba a milado, miraba a la curandera.

—¿Te gusta? —me preguntóafablemente.

Uno nunca podía estar seguro de lossignificados ocultos que acechaban ensus palabras. Asentí, pero mi únicaréplica fue un vago sonido gutural queMenua podría interpretar como quisiera.

—Es nuestra iniciada más joven —observó—. Procede de una familia con

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talento. Su hermano, a quien llamamos elGoban Saor, tiene unas notables dotescomo artesano. Puede hacer cualquiercosa con las manos, desde joyas hastauna pared de piedra. Las manos de Sulistambién están dotadas y su contactoalivia el dolor. Es una sanadoraexcelente..., una mujer excelente enmuchos aspectos —añadiópensativamente.

Entonces se volvió hacia mí:—¿Tienes mucha experiencia con

las mujeres, Ainvar? Quiero deciraparte de los juegos infantiles.

El recuerdo de algunos de esosjuegos retornó vívidamente. Debí de

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ruborizarme, pues el jefe druida se echóa reír.

—Bueno, bueno, queremos que loschicos y las chicas exploren mutuamentesus cuerpos, es la mejor manera deaprender. Así, más adelante, cuandoseáis lo bastante mayores paraaparearos, podréis sentiros cómodoscuando estéis juntos.

»El sexo requiere práctica, Ainvar, yapreciación. Es como el canal de un ríoy dirige la fuerza vital que fluye desde laFuente de Todos los Seres. Piensa enello. Un hombre y una mujer juntan suscuerpos, la vida fluye a través de ellos ynace un hijo. ¿Hay una magia mayor que

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ésa?Su voz tenía un tono de temor

reverencial, un temor que no se habíadisipado con el paso de los años.

—Nuestros guerreros, cansados delinvierno, van a necesitar la fuerza queno tienen, algo que los griegos llaman«energía». La energía de los toroscuando se pelean, de los carneros encelo, de los jóvenes llenos de pasión. Laenergía es la fuerza de la vida y fluye através de todo lo creado por la Fuente,incluso a través de la piedra. Losárboles, que siempre son nuestrosmaestros, hunden sus raíces en el suelo yextraen energía. Es la vida. Quítate las

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botas y, mientras andamos, siente latierra en tus pies descalzos. Siente,como has aprendido a oír.

Hice lo que me ordenaba y me quitélas botas de suave cuero que cubrían mispies y estaban atadas a las espinillas conunas correas. Cuando apliqué los pies alsuelo, al principio, sólo noté losguijarros y la tierra apelmazada. Luegosentí... un aleteo, como un susurro querecorriera la tierra.

Sólo un leve aleteo, pero supercepción bastó para que mesobresaltara e interrumpí mis pasos.Menua también se detuvo.

—¿Lo has notado?

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—Creo que sí. Ha sido como si mellevara los dedos a la garganta y notarael rumor de la sangre en su interior.

—Muy bien, Ainvar. Algunosdruidas tienen tal sensibilidad para lafuerza vital que discurre a través de latierra que son capaces de seguirla comosi fuese un sendero. Sus caminos secruzan en ciertos lugares especiales,donde la fuerza vital se acumula contanta fuerza que...

—¡El bosque! —le interrumpí conun destello de intuición.

—El bosque. —La voz de Menuaresonó profunda en su pecho—. Sí, ahí,más que en cualquier otro lugar de la

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Galia, se encuentran los caminos de lapotencia. El gran bosque de los carnutoses sagrado no sólo para el hombre, sinotambién para la tierra. Tú lo notas, todoslos que van ahí lo notan.

»Hay otros lugares con unaspropiedades parecidas. Algunos sonpotentes y vigorizantes, otros apaciblesy contemplativos. Los hombres sesienten atraídos hacia ellos y losconvierten en lugares sagrados. Ciertoslugares excretan fuerzas nocivas de latierra, de la misma manera que tusintestinos excretan las heces, y espreciso evitarlos. Si escuchas, tuespíritu te advertirá de ellos.

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»En cuanto a este bosque, losdruidas descubrimos hace mucho tiempoque la fuerza vital es aquí tan intensaque realza nuestras propias habilidadesnumerosas veces. Por ello celebramosnuestros más potentes rituales en elbosque..., como la magia sexual en laque participarás esta noche, Ainvar.

Reanudamos el camino. Yo lo hicedescalzo; las botas, olvidadas, colgandopor las correas de mis dedos. Tenía losojos fijos en el cerro que se alzaba antenosotros con su corona de árbolesoscuros contra el cielo.

Menua siguió diciendo:—En el bosque añadiremos tu joven

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energía masculina al poder del lugarsagrado y arrojaremos la fuerzacombinada tras nuestros guerreros comouna lanza. Cuando llegue a ellos tendránuna fuerza que no creían poseer.Vencerán en su batalla contra lossenones y volverán a nosotros comopersonas libres.

Estábamos subiendo hacia elbosque. Mis pies hallaban su camino alo largo del sendero de tierra marrón dela que en ocasiones sobresalían piedrasafiladas de color pardo rojizo. Mislabios se movían por su propia voluntad,implorando a Aquel Que Vigila para queme hiciera capaz de la tarea que debía

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llevar a cabo.Los druidas habían traído antorchas

y encendieron la que llevaba Sulis. Losdemás aprovecharon esa llama paraencender las suyas y luego se situaron aintervalos alrededor del claro en elcorazón del bosque. Más allá de losárboles el sol poniente todavía brillaba,pero entre los árboles reinaba elcrepúsculo.

Menua quiso que me colocara de pieen el centro del claro. Narlos inició uncántico y los druidas me rodearon, en elsentido del movimiento solar. Se levantóuna brisa y cantó con ellos, aumentandola fluidez del movimiento.

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Vi que Sulis me miraba desdedebajo de su capucha.

Cesó el cántico. Menua se adelantó ysacó un puñado de tiras de cuero de unabolsa que llevaba atada a la cintura. Mehizo una seña para que tendiera lasmanos y me ató cada muñeca porseparado con una tira de cuero, tan tensaque mis dedos se enfriaron enseguida.Entonces repitió el procedimiento conmis tobillos.

Sulis se separó del círculo y se quitóla túnica, debajo de la cual estabadesnuda.

Su piel emitía un aroma como de pancaliente. Había visto antes niñas

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desnudas, pero Sulis era una mujer.—Tiéndete —me dijo.La obedecí, sintiéndome desmañado.

Los druidas y los árboles nos miraban,esperando que participara en algo queno comprendía.

Existen muchas clases de temor.Sulis se arrodilló a mi lado y situó

mi cuerpo, la cabeza hacia el norte, losbrazos extendidos al este y el oeste.Empezó a acariciarme, deslizando suscálidas manos bajo mi túnica. Esta vezsu contacto no era curativo.Dondequiera que me tocaba, ardía.

El cántico se reanudó.Las palmas de Sulis recorrieron

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suavemente mi caja torácica. Me alzó latúnica y me contorsioné para ayudarle aquitármela. El calor de mi piel erainsoportable y ansiaba el aire fresco.

Cuando volví a tenderme, ella meapretó suavemente la base del cuellocon las yemas de sus pulgares. Lapresión hizo que me latiera el pulso. Suspulgares se movieron a lo largo de micuerpo, presionando en diversos puntos.Toda mi conciencia de mí mismo seguíaa aquellos dedos. Apenas podíarespirar, sólo sentir.

Sentir, sentir, sentir.Sentir la violenta excitación que se

acumulaba en mí como el agua detrás de

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un atasco de troncos, desesperada porliberarse, atrapada por las correas queestrangulaban mis muñecas y tobillos.

Las manos de Sulis recorrieron lalínea central de mi cuerpo, sus dedosarrastrando fuego. Sentía como si unamultitud de hormigas corretearan sobremí. Cuando sus manos me llegaron alvientre, mi pene se agitó y alzó comouna criatura con voluntad propia, tandolorosamente sensible que temí gritarsi ella lo tocaba.

Sulis me separó las piernas y searrodilló entre ellas. Usando de nuevolos pulgares, me acarició la cara internade los muslos. Flexioné los dedos de las

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manos, mientras los de los pies securvaban a pesar de las tensas ataduras.La mujer se inclinó hacia delante yrespiró sobre mí. Su cálido aliento agitóel vello de mi entrepierna. Meestremecí.

Entonces empezó a cantar.Su canción no tenía palabras. Era

pura melodía, una madeja de sonidoenrollada a nuestro alrededor, que meconvertía en parte del cántico lo mismoque yo y mi pene, la creación enteraexpresada en un sonido vibrante, oído enmi alma como había oído la música dela noche.

La energía que Menua había descrito

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pulsaba a través de mí, y Sulis cantaba yme tocaba, hasta que el placer fueexcesivo, fue una agonía.

Me moriría sin liberar la fuerza quese acumulaba en mí. Reventaría como unfruto demasiado maduro.

Pero no se producía la liberación.No había más que Sulis que meacariciaba y cantaba, usando sus uñas ysus dientes para trazar diseñostorturantes en mi carne y arrastrando sucabellera suelta sobre mi cuerpo hastaque la fuerza en mí llegó a unaintensidad insoportable. Sin el permisode mi cabeza, mi cuerpo empezó aretorcerse. Inmediatamente, cuatro

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druidas me cogieron de las manos y lospies, manteniéndome en mi sitio. Menuame sujetaba la mano izquierda. Cuandome volví para mirarle, vi a la luz de lasantorchas que se había echado lacapucha hacia atrás y tenía los ojoscerrados, pero movía los labios,cantaba, era parte del poder que ahorafluía a través de mí, que me quemaba,atronando con el ritmo del cántico y lasmanos maravillosamente insistentessobre mi cuerpo, el poder que seacumulaba...

. . . el poder en el bosque, que seacumulaba...

... y estallaba en grandes y dolorosos

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espasmos que arqueaban mi espinadorsal y me hacían gritar mientras Sulisjadeaba, los árboles giraban a nuestroalrededor y la fuerza me abandonabavelozmente, la magia liberada como unalanza para ir cantando invisiblemente através del aire hasta nuestros lejanosguerreros, para fortalecer sus brazos,aumentar el vigor de sus cuerpos,devolverlos a casa sanos y salvos.

Y libres.

* * * * * *

Regresaron victoriosos. Los senones

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habían sido derrotados y devueltos a sustierras, al nordeste de las nuestras.Nuestros guerreros abandonaron lapersecución y regresaron al fuerte paracelebrar su victoria.

Tarvos me buscó para contarme labatalla. A pesar de la victoria, él nohabía evitado el dolor. Una lanza lehabía atravesado la parte carnosa delbrazo y el filo de una espada le habíaabierto una mejilla desde la ceja a lamandíbula. Utilizando las heridas comouna excusa, fui en busca de Sulis parapedirle que cuidara personalmente delToro. Observé cómo aplicaba unacataplasma de hierbas al brazo herido y

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luego extraía la membrana de un riñónde oveja, la remojaba en leche y laextendía con mucho cuidado sobre elenorme tajo en la mejilla del guerrero.Al recordar el contacto de sus dedos,envidié las lesiones de Tarvos.

Cuando la curandera nos despidió,llevé a Tarvos al aposento para darlevino y escuchar su relato.

Se sentó con la espalda apoyada enla pared y palpó con precaución lamembrana que se secaba sobre sumejilla.

—No duele —dijo en tono deincredulidad.

—Estabas hablando de la batalla...

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—Ah, ruido..., el ruido es lo quemás recuerdo. Siempre es así en laguerra, Ainvar. Gritos, juramentos,chillidos, gruñidos, golpes, estrépitometálico, todo ello fundido en unterrible estruendo que se prolonga hastaque tienes la sensación de que partirálas piedras. He hecho lo de siempre.Corrí en medio del ruido e intentéhacerlo más fuerte.

—¿Por qué?Él encogió el hombro por encima del

brazo indemne.—Todos lo hacemos, sin más. Así

puedes seguir adelante. Mientras corresy gritas no tienes tiempo para pensar y

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crees que no te pasará nada. —Aspiróhondo y dio un respingo, como siacabara de experimentar un nuevo dolor—. Mientras el combate prosigue, elruido es su centro y todo lo demás estáen los bordes.

Reflexioné sobre sus palabrasdespués de que abandonara elalojamiento. Más tarde, durante la fiesta,le conté a Menua lo que Tarvos mehabía dicho. El jefe druida no pareciótan sorprendido como yo.

—El ruido es sonido y el sonido esestructura y la estructura es norma —medijo.

»La armonía que sostiene a las

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estrellas en sus recorridos y la carne ennuestros huesos resuena a través de todala creación. Cada sonido contiene sueco. Antes de que existiera el hombre, oincluso el bosque, existía el sonido. Éstese extendía desde la Fuente en grandescírculos como los que se forman cuandose arroja una piedra a un charco.

»Seguimos las ondas de sonido deuna vida a otra. Los oídos de unmoribundo todavía oyen mucho despuésde que sus ojos estén ciegos. Oye elsonido que le conduce a su próxima vidamientras la Fuente de Todos los Serestañe el arpa de la creación.

Como me ocurría con tanta

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frecuencia, me maravilló la amplitud delos conocimientos del jefe druida. Milaños de observación, estudio ycontemplación almacenados en una solacabeza...

Nuestros guerreros habían hechoprisioneros. Unos treinta senones fueronllevados al fuerte con dogales alrededordel cuello. Les saludamos con eldesprecio que merecían por habersedejado capturar en vez de morirheroicamente en combate.

Puesto que eran prisioneros deguerra fueron entregados a los druidas.Cuando Nantorus efectuó la entregaformal a Menua, le hizo una sola

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petición.—Antes de ir a Cenabum quiero

interrogar a uno de estos hombres. Diceque es un eduo fugitivo que ha luchadocomo mercenario para un príncipe delos senones.

—¿Un fugitivo de su propia tribu?—Parece ser que cometió algún

delito y temió el castigo de los druidas,pero no es de eso de lo que quierointerrogarle. Me interesan más losrumores que me han llegado de larelación cada vez más estrecha entreRoma y los eduos. Hay informes desoldados romanos que sirven conguerreros eduos. Quiero saber si eso es

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cierto, y confío en que ese eduodesafecto nos lo diga.

—Yo le interrogaré contigo —dijoMenua—. Estoy doblemente interesadoen su historia.

No me habían invitado aacompañarles, pero sabía porexperiencia que si daba la impresión desaber lo que estaba haciendo, seríadifícil que me pusieran obstáculos. Asípues, caminé rápidamente a la sombrade Menua mientras éste y el rey iban alos calabozos donde estabancustodiados los prisioneros. El hombreal que buscaban fue identificadoenseguida por sus compañeros y lo

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llevaron a un cobertizo bajo y oscuropara interrogarle.

El espacio era reducido y hedía atintes para lana. El guardián hizo entraral prisionero de un empujón y se hizo aun lado para que Nantorus y Menuapudieran entrar. Yo me escabullí trasellos. El guardián sólo me dirigió unamirada hastiada. Me conocía bastantebien.

Cuando el prisionero se dio cuentade que uno de nosotros llevaba unatúnica con capucha, palideció.

—No me toques —susurró, en unavoz con fuerte acento.

—Puedo hacer contigo lo que quiera

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—replicó Menua en un tono de suavereprobación—. Lo sabes, has dejadoque te capturasen. Nadie se libra deljuicio de los druidas.

Una expresión taimada apareciófugazmente en el rostro del prisionero.Era un hombre descarnado, todo huesosy tendones, de lacio cabello castaño ydientes prominentes.

—Yo lo hice una vez —susurró.—No, simplemente prolongaste lo

inevitable. Entiendo que antes escapastedel castigo druídico, pero ahora ves queno puedes evitar lo que te estáreservado.

—No sé de qué me hablas.

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—Creo que sí. Y si no quieresempeorar las cosas, tendrás quecooperar respondiendo a algunaspreguntas.

Nantorus intervino entonces.—Dinos lo que sabes de las

relaciones de tu tribu con los romanos.La expresión taimada se hizo más

intensa.—Los senones tienen pocos tratos

con los romanos.Menua emitió un rugido tan

formidable que incluso Nantorus sesobresaltó, y el guardián, que esperabaen el exterior, asomó la cabeza a lapuerta y nos apuntó indiscriminadamente

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con su lanza.—¡No los senones! —gritó el jefe

druida al prisionero—. No intentesengañarnos, pues tu acento revela tuorigen. Queremos saber qué relacioneshay entre los romanos y los eduos.

El desafío rezumó del hombre comoel sudor de sus poros. Salvo por unafalda de combate a cuadros, estabadesnudo; el movimiento de sus costillasrevelaba la fuerza con que le latía elcorazón por debajo.

—Soy Mallus de los eduos —admitió a regañadientes.

—Entonces, Mallus, responde atodas las preguntas que te hagamos o

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mañana mismo te enviaremos a losdruidas eduos.

Mallus puso los ojos en blanco.—¿Qué queréis saber?—¿Hay romanos entre los guerreros

eduos? —inquirió Nantorus.El prisionero titubeó.—Tal vez algunos. Es una situación

complicada. Ha habido cierta... alianzaentre los romanos y los eduos desdehace largo tiempo, sin duda lo sabéis.No estamos muy lejos de su territorio ycomerciamos mucho con ellos. Son unpueblo poderoso...

—Son extranjeros y no se puedeconfiar en ellos —le interrumpió Menua.

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Nantorus había estado observandoatentamente al cautivo.

—Creo que este hombre tiene ciertorango —observó.

Mallus hinchó el pecho y alzó lacabeza:

—Era capitán de la caballeríaedua... antes.

—¿Antes?Otra vacilación. Menua se inclinó

hacia él y el hombre hablóapresuradamente.

—Antes de que matara a unembajador romano en una pelea por unamujer.

—Los embajadores, aunque sean

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extranjeros, son sacrosantos —dijoMenua en tono de asombro—. No es deextrañar que huyeras a la tribu de lossenones para ponerte fuera del alcancede Roma.

—Ya nadie está fuera del alcance deRoma —dijo Mallus entristecido.

El rey y el jefe druida le flanquearonacercándose más a él.

—Creo que será mejor que noshables de ello —dijo Menua con unacalma absoluta.

Entonces el cautivo habló sinreservas. Me di cuenta de lo grave queera la situación por las expresiones deMenua y Nantorus mientras escuchaban.

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La tierra de los eduos se extendía alsudeste de la nuestra y limitaba con lade sus rivales desde antiguo, losarvernios. La fuerza y la influencia delos eduos habían empezado adesvanecerse con las generacionesrecientes. Cada vez confiaban más en elcomercio romano para hacerse con losmateriales y lujos que habían empezadoa considerar necesarios a un estilo devida basado en las pautas deprosperidad romanas.

Sin embargo, no toda la tribu estabade acuerdo con esta situación y lasluchas internas habían dividido a loseduos. Sus vecinos arvernios

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consideraron que estaban maduros paraatacarles y saquearles, y empezaron areunir destacamentos de guerreros en lasfronteras. A fin de repeler esta amenaza,los príncipes eduos más amablementedispuestos hacia los romanos empezarona intercambiar grano por guerrerosromanos para organizar sus propiosejércitos personales.

Las pobladas cejas de Menuaavanzaron como dos orugas por su frentehasta juntarse.

—¿Lo oyes, Nantorus? ¡Los eduoshan traído guerreros romanos a la Galia!Cada asentamiento galo ya tiene susmercaderes romanos; ahora también hay

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hombres armados. Si lo que Mallus dicees cierto, nadie está fuera del alcance delos romanos.

—Digo la verdad —replicó Malluscon indignación—. Soy un hombrehonorable y por eso estaba al frente dela escolta de la delegación comercialromana.

Menua no se dejó tentar por estaobservación acerca del honor y le dijosuavemente:

—¿Y era un embajador de esadelegación el hombre al que mataste?¿Un extranjero ladrón de mujeres que nopodía dejar en paz a las mujeres celtas?

—¡Exactamente! —convino Mallus,

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una presa tan fácil de lasmanipulaciones del druida que por unmomento Menua pareció aburrido y yocasi me eché a reír. El eduo siguiódiciendo—: Imagina lo que sentí al serdesbancado por un hombre bajo queestaba perdiendo el pelo. Muchoshombres del Lacio se quedan calvos. Notienen cabelleras viriles como lasnuestras, y para afearse más se rapan lasmejillas hasta dejarlas tan mondas comosus cabezas. No sé qué puede ver unamujer en ninguno de ellos.

—No me lo imagino —dijo Menuavagamente, juntando los dedos—.Continúa. Háblanos de ello.

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—Había una mujer de nuestra tribu ala que yo le gustaba, pero ese romano lavio y el príncipe al que yo servía se laenvió. Fui tras ella. Hubo una lucha y leacuchillé. Entonces monté a la mujer a lagrupa de mi caballo y huí.

»Pero ella fue ingrata, la perversacriatura. Bajó del caballo y regresócorriendo para dar la alarma. Tuve quepartir al galope para salvar la piel.Sabía que los druidas me condenaríanpor haber matado a un embajador.Cabalgué durante muchos días hasta queal fin encontré a un grupo de senonesque me permitieron unirme a ellos e irhacia el norte. Pero dejé a aquel

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extranjero revolcándose en su propiasangre —añadió Mallus consatisfacción.

Cuando concluyó el interrogatorio,Nantorus pareció aliviado.

—No es una situación tan mala comoparecía —le dijo a Menua—. Algunospríncipes eduos están engrosando susgrupos de guerreros con unos pocosromanos, pero ¿qué daño hay en ello?Los mercenarios son bastante frecuentes.No es como si nos invadiera el Lacio.

—¿No lo es? ¿Has olvidado lahistoria que los druidas trataron deenseñarte? Dondequiera que Roma envíaguerreros, los deja allí. Toman mujeres,

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engendran hijos, construyen casas yfinalmente Roma reclama las tierras queocupan.

—Si los eduos son tan estúpidos quepermiten a Roma dominar sus tierras deesa manera, merecen perderlas.

—No se trata sólo del territorioeduo —insistió Menua—. Estamoshablando de una parte de la Galiainvadida por los extranjeros, los cualesya poseen la parte meridional, laProvincia. Ahora avanzan hacia la Galialibre y nosotros estamos en ella. ¡La rataque roe a los eduos nos roerá luego anosotros, Nantorus!

—Sobreestimas la amenaza de

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Roma.—No lo creo así. Mis viajes nunca

me han llevado a territorio romano, perocuando los druidas de toda la Galia sereúnen cada Samhain para la granasamblea celebrada en nuestro bosque,hablo con muchos que han estado allí, ylo que he llegado a saber sobre lamanera de actuar de los romanos mepreocupa.

»Inevitablemente, dada la naturalezade la ambición humana, un poco degrano intercambiado por unos pocosmercenarios se convertirá en una enormecantidad de grano intercambiada porejércitos enteros...; en otras palabras,

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una importante alianza militar quellevará la influencia romana al corazónde la Galia. Y escucha bien esto,Nantorus: la influencia romana measusta más que los guerreros romanos.

—¡Influencia! —exclamó Nantorusen tono burlón, rechazando la idea conun movimiento de la mano. Nuestro reyera un hombre de armas y los conceptosamorfos tenían escasa realidad para él.

Pero lo amorfo era el reino deMenua, el cual continuó insistiendohasta que finalmente Nantorus accedió aconvocar una reunión del consejo tribalen Cenabum, en la que Menua expondríasus puntos de vista.

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Gracias a que me aferraba al mantode Menua, también yo podría ir. Estabamuy excitado, pues aquél iba a ser miprimer viaje verdadero.

Nantorus se marchó en su carro,levantando una polvareda que señalabasu paso, pero Menua y yo tardamos dosdías de duro camino en llegar a lafortaleza de la tribu. Menua desdeñabael uso de caballos y carros. «Losdruidas tenemos que mantener los piesen el suelo», me recordó.

La tierra que recorríamos era llana,a veces suavemente ondulante, muyboscosa y fértil. En los prados veíamosprósperas granjas, cada una capaz de

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mantener a un pequeño clan. Lascosechas medraban en el suelo arenoso,y en el aire límpido flotaba el olor delas fogatas en las que cocinaban y elsonido de gentes que cantaban.

En aquellos tiempos éramos unpueblo que cantaba.

Desde entonces he visto fuertes másgrandes y ciudades más poderosas, peroconservo vívidamente mi primera visiónde Cenabum. Comparada con el Fuertedel Bosque, la fortaleza de los carnutosera inmensa, un enorme óvalo irregularde terraplenes reforzados con maderatachonados de torres de vigilancia, y porencima el cielo estaba permanentemente

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cubierto de humo. Cenabum se alzaba enla orilla del río Liger, del que obtenía susuministro de agua, y en su ancho caucehabía muchas pequeñas embarcacionesde pesca que desafiaban a las corrientesen ocasiones traicioneras y las bolsas dearenas movedizas.

—Tras estos muros puedenrefugiarse cómodamente cinco milpersonas a la vez —dijo Menua conorgullo, señalando la empalizada—. Yomismo nací aquí.

Todo en Cenabum me impresionó.La puerta principal era doble, con dostorres de vigilancia conectadas por unpuente. Cuando pasé por debajo del

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puente, los centinelas me miraron y unode ellos hizo un saludo con la mano. Alentrar en la ciudad fortificada, puesCenabum era una verdadera ciudad, nosenvolvieron la música de los forjadoresy el cocleo de los gruesos gansos que aldía siguiente se asarían en los espetones.Un equipo de carpinteros quetransportaban unos pesados maderospasaron por nuestro lado casirozándonos, y entonces se detuvieronconfusos y balbucieron unas excusas alver la túnica con capucha de Menua.Adondequiera que mirase veía gentetrabajando o conversando. La mezcla deolores de excrementos, pescado y

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montones de estiércol me hizo arrugar lanariz.

Al lado de las puertas había ungrupo de edificios cuadrados y de tejadollano, distintos a los alojamientos celtas.Mientras los miraba, varios hombres decabellos oscuros vestidos con túnicasplisadas salieron de uno de losedificios, charlando entre ellos yagitando las manos en el aire. Menuasiguió la dirección de mi mirada.

—Comerciantes romanos —dijo entono agrio—. Viven aquí de una maneramás o menos permanente, todo el mundosupone que son inofensivos y los recibenbien por sus relaciones comerciales,

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pero me pregunto si son realmente taninofensivos. ¿Crees que abrirían de paren par las puertas de Cenabum para queentrasen los invasores?

Los druidas que vivían en Cenabumnos escoltaron a una casa de huéspedes,un alojamiento bien equipado quereservaban a ese fin. Menua contemplócon expresión despectiva los bancos demadera tallada y los divanes concojines.

—La blandura romana —me dijoentre dientes—. Esta noche dormiremosfuera, abrigados con los mantos.

Así lo hicimos. Aquella nochellovió.

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Al día siguiente, cuando el solestaba alto, el consejo se reunió en lacasa de asambleas. Como todos losconsejos tribales, el nuestro estabaformado por los príncipes y ancianos dela tribu. Llegaron los príncipes, cadauno con su séquito armado, y dejaron susescudos y armas amontonados al lado dela puerta. Los ancianos llegaronenvueltos en mantos y arrastrandojirones de tiempo tras ellos como largosmechones grises.

Alzando el cuerno de carnero que ledesignaba como portavoz, el jefe druidase dirigió al consejo mientras yopermanecía al fondo de la sala,

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procurando escucharle e interpretar almismo tiempo las reacciones de losoyentes.

—En el vuelo de las aves y lassalpicaduras de la sangre de los bueyeshe visto pautas que me preocupan ensumo grado —anunció Menua—. Hevisto ejércitos en marcha. Ahora me heenterado de que los eduos hacen que losguerreros romanos sean bienvenidos enla Galia.

—Los pueblos celtas son famosospor su hospitalidad —comentó elpríncipe Tasgetius, un hombre enjuto, dearticulaciones flojas, con el dorso de susgrandes manos recubierto de un vello

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rojo amarillento—. Y algunos de mismejores amigos son romanos —añadió,mirando los brazaletes de oroimportados que llevaba.

—No juzgues a los pueblos por suscomerciantes —le advirtió Menua—.Les interesa parecer afables, pero losromanos no son en absoluto comonosotros y jamás debes pensar que loson. Hace muchas generacionesabandonaron la reverencia de lanaturaleza y empezaron a utilizar comodioses imágenes de forma humanacreadas por el hombre, una idea que lesrobaron a los griegos. Los romanos songrandes ladrones —añadió

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despectivamente—, pero mientras loshelenos conservaban cierta sensibilidadhacia el mundo natural, los romanos nola tenían en absoluto. He oído decir quelos únicos dioses naturales quereconocen son el sol, la luna y el mar, eincluso éstos tienen formas e identidadeshumanas.

»Hacer dioses a su propia imagenles ha dado una idea exagerada de laimportancia de Roma. Suponen que,como hacen dioses, tienen la autoridadde los dioses. Han cobrado un ansia decontrol a la que ellos llaman deseo deorden y tratan de imponer a todos losdemás.

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»El concepto romano de orden esinadecuado para los pueblos celtas.Nuestros espíritus, que fluyenlibremente, no se sienten cómodos encajas cuadradas y comunidades dondeincluso el acceso al agua está regulado.Estamos acostumbrados al agua gratuitay la propiedad tribal de la tierra en laque vivimos, elegimos a nuestros líderesy veneramos a la Fuente. Los romanoshan elegido la rigidez de su ordenartificial en vez de la norma del flujonatural. Puede ponerse sobre la hierbauna piedra de pavimento, pero la normanunca está quieta. Por debajo de lapiedra las raíces seguirán creciendo y

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presionarán contra su barrera hasta quealgún día salgan a través de ella y alcensus verdes miembros hacia el sol.

»Entretanto, los romanos hanpreferido pasar por alto lainevitabilidad de la ley natural y hancreado su propio cuerpo judicial, al quellaman senado, el cual promulga leyespara encauzar el mundo como losromanos quieren que sea, no como es.

Me fijé en que algunos consejerosescuchaban atentamente y unos pocosparecían aburridos. En general, losancianos prestaban más atención que lospríncipes.

—Me han dicho que sus ciudadanos

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creen que Roma es el centro deluniverso —siguió diciendo Menua—.Puesto que la existencia del Más Alládesafía a la autoridad de Roma,descuidan los asuntos del espíritu y seconcentran en la carne. Esos diosessuyos sólo sirven para satisfacernecesidades corporales y no tienen nadaque ver con el mantenimiento de laarmonía entre el hombre, la tierra y elespíritu.

»Como intérpretes de la ley natural,los druidas siempre nos hemospropuesto clarificar nuestra visión de lanaturaleza a fin de ver lo invisible másallá de lo visible, las fuerzas que

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subyacen en la existencia y le dan forma.Sabemos que los humanos somosinseparables del Más Allá porquenuestros cuerpos albergan espíritusinmortales. Pero los romanos creen queuna breve vida es todo lo que tienen, yesa creencia les ha vuelto frenéticos ycodiciosos.

»No puedo comprender la manera depensar de los romanos, pero meconsterna. Si esa gente llega a dominaraquí, nos veremos atrapados en su rígidomundo y eso nos debilitará.

Esa idea me pareció tan terriblecomo tener mi espíritu vivo atrapadodentro de mi cuerpo muerto. Pero vi con

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extrañeza que algunos consejeros no seconmovían lo más mínimo. Hombrescomo Tasgetius se negaban a ver peligroalguno en la presencia romana en laGalia.

—Aquí necesitamos a los romanos—insistió Tasgetius—. Nosproporcionan vino y especias y sonnuestro mercado para las pieles y laexcedencia de productos agrícolas.

Otros convinieron en que podríahaber alguna amenaza militar eventual,pero confiaban fanfarronamente en quelos galos serían capaces de derrotar aunos meridionales tan blandos. Encuanto a la idea de que algo tan

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nebuloso como la influencia romanaconstituyera un peligro, lo considerabanridículo.

Un tercer grupo, que incluía, aNantorus y el príncipe Cotuatus, parientede Menua, quedó finalmente convencido,pero no fueron capaces de variar laactitud de los restantes. Las facciones sepusieron a discutir con muchos gritos yagitación de puños, pero no resolvieronnada.

Menua abandonó la sala disgustadoy yo me apresuré a seguirle. No noshabíamos alejado mucho cuandoNantorus llegó a nuestro lado, jadeante.Un exceso de heridas había minado su

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resistencia.—Es lamentable, Menua —le dijo

—, pero ya sabes cómo son...—Son idiotas —replicó secamente

el jefe druida—. Idiotas seducidos porlas baratijas de los mercaderes.

—Escúchame bien, Menua. Comorey de los carnutos, te encargo, a ti y a laOrden de los Sabios, de tomar lasprecauciones que juzgues necesariaspara proteger a nuestra tribu de laamenaza que prevés. No necesitas elapoyo de nadie aparte del mío.Protégenos, druida, porque nosotrossomos libres y no queremos seraplastados bajo piedras de pavimento.

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Tras esta orden, Nantorus se retiróal calor y la comodidad de sualojamiento, dejándonos en unaoscuridad que había caído como unapiedra sobre Cenabum.

Instintivamente comprendí que el reycreía haberse descargado totalmente desu deber transfiriendo laresponsabilidad a los druidas. Aquellanoche Nantorus dormiría con la mente enpaz. Menua, en cambio, movíaincómodamente los hombros mientrascaminábamos, como un hombre quelleva una carga pesada.

El viento había cambiado dedirección y llegaba aullando desde el

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norte, poniendo fin a nuestro veranodorado. Una lluvia fría nos azotó, yMenua abandonó su resolución dedormir al aire libre. Juntos corrimos alabrigo del alojamiento para huéspedes.

La lluvia sólo nos siguió hasta losaleros. El frío nos siguió hasta la cama.

A la mañana siguiente, el jefe druidame dijo que regresaríamos enseguida albosque.

—Tenemos trabajo que hacer,Ainvar. —Me emocionó que contaraconmigo—. Vamos a lanzar un grito enpetición de ayuda para proteger a latribu, un grito tan fuerte que resonará entodo el Más Allá.

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—¿Cómo haremos tal cosa? —lepregunté ansioso.

Tenía el rostro sombrío en el albasin sol.

—Vamos a sacrificar a losprisioneros de guerra.

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CAPÍTULO VII

La asistencia a los sacrificios públicosera un privilegio concedido a todomiembro adulto de la tribu. Que a uno lenegaran ese privilegio se consideraba elcastigo más cruel que podían infligir losdruidas, pues significaba negarle a unindividuo el derecho a participar en unacomunión directa con el Más Allá.

Pero ya no había tantos sacrificioshumanos como en otro tiempo seofrecieron en la Galia. En las recientesgeneraciones su número habíadisminuido drásticamente, y desde mi

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propio ritual de virilidad no habíahabido ninguno. Sólo bueyes iban al arade los sacrificios.

Ver a los senones sacrificados seríapara mí la primera de tales experiencias.Como aprendiz de Menua, esperarían demí que asistiera al ritual; yo, quedesviaba la vista cuando la sangrebrotaba a borbotones del cuello de unanimal sacrificado.

Mi cabeza me recordó que la carneen el espetón se sacrificaba en nuestrobeneficio y me la comía con buenapetito, incluso chupaba la grasa de losdedos.

Me dije que aquello era diferente.

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Mi hermano de creación moría para queyo pudiera vivir, y su espíritu sepropiciaba antes del sacrificio. Cuandocomía carne lo hacía siempre con elpleno conocimiento del don que se meconcedía.

Mi cabeza replicó: «Los prisionerosmorirán para que tú y la tribu podáis serprotegidos, y sus espíritus seránpropiciados. Sería una cobardía no sertestigo de su muerte, cuando estánhaciendo un regalo tan importante».

Convine en que sería una cobardía,pero la idea me estremeció de todosmodos.

—En este aspecto de tu educación en

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la druidería, Aberth el sacrificador teinstruirá, naturalmente —me informóMenua.

Naturalmente.Me susurraron que a Aberth le

encantaba verter sangre por el placer dehacerlo, que eso le proporcionaba laclase de placer que otros hombresencuentran en las mujeres.

Vino en mi busca al amanecer. Depie en el umbral de Menua, con la caraestrecha semioculta por los pliegues dela capucha, Aberth infectaba el aire conun olor a carroña. Retrocedíinvoluntariamente.

Sus delgados labios se tensaron

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sobre los dientes y le brillaron los ojos.—¿No soy bienvenido, Ainvar? —

me preguntó burlonamente.—Te saludo como a una persona

libre —le dije con un hilo de voz.Aberth miró a Menua.—Ése no es un saludo muy cálido

para una ocasión tan propicia. ¿Acasoeste hombre no tiene entusiasmo por lossacrificios?

—Aún no ha recibido su enseñanzasobre la muerte, por lo que no estápreparado del todo. En el curso normalde los acontecimientos... Pero elsacrificio de los senones es una ocasiónque se presenta mucho antes de que

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Ainvar esté preparado para esaenseñanza, y así será su primeraexperiencia. Tómale, Aberth.

El jefe druida me entregó alsacrificador y dio media vuelta.

Si el aposento de Menua estabadesnudo, el de Aberth, en cambio,estaba atestado de objetos. En un estantehabía una larga hilera de recipientestapados. Mi cabeza supuso que erainvierno embotellado. Diversos tipos decuchillos muy afilados estabanencajados en bloques de madera de tejoprovistos de una ranura. Aberth siguió ladirección de mi mirada y comentó:

—El tejo es la madera del

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renacimiento. Las ramas de un tejocrecen hacia abajo en la tierra paraformar nuevos troncos, mientras elcentro del árbol se pudre con la edad.Ningún hombre puede saber la edad deun tejo, puesto que muere y renacesimultáneamente. El tejo es sagrado, ypor eso usamos un garrote de estamadera para dar el golpe de gracia antesde usar el cuchillo de sacrificar.

Seleccionó una de las hojas ydeslizó suavemente el pulgar por el filo.Apareció una fina línea roja y brotaronunas minúsculas gotas de sangre. Aberthse lamió el pulgar con ojos soñadores.

El sacrificador me enseñó todos los

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cuchillos de su extensa colección y meexplicó que uno de ellos había sidodiseñado especialmente para hundirlo enla espalda de un hombre muy musculoso,«de manera que caiga de bruces ynuestro augur pueda interpretar losestertores de su agonía sin que ledistraigan sus muecas faciales». Otrocuchillo, más pequeño y afilado, erapara la tierna garganta de una cabritilla.La hoja curva con empuñadura de oroestaba reservada para el sacrificio delNiño del Roble, cuando se recogía elmuérdago salutífero que reducía lostumores.

Una vez hube examinado, con la

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revulsión interna, todo el surtido, Aberthme miró con los ojos entrecerrados y secruzó de brazos.

—Ahora dime, Ainvar. Usa tuintuición. ¿Cuál de estos cuchillos seríael más apropiado para los senones, losprisioneros de guerra que no estuvierondispuestos a morir en combate?

Yo no tenía la menor idea. La voz enmi cabeza no me dijo nada. ¿Cómo matauno a treinta personas a la vez? En miimaginación demasiado vívida, Aberthse deslizaba furtivamente entre lasvíctimas atadas y arrodilladas, segandosus vidas con una guadaña hasta quevadeaba en un mar de sangre.

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Él interpretó la morbosa conjeturaen la expresión de mis ojos y se echó areír.

—No servirías como sacrificador,Ainvar, al margen de los demás talentosque poseas. Pero de todos modos meayudarás, pues en un ritual de estamagnitud necesitamos a todo el mundo.

»La verdad es que no usaré ningunade mis hermosas hojas. Los senonesperdieron su valor o no habríanpermitido que los capturasen vivos. Lesdaremos una oportunidad de corregir elequilibrio, una segunda ocasión deenfrentarse a la muerte con un estiloheroico. ¡Suya será la gloria de regresar

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a la Fuente en las alas del fuego!El rostro de Aberth estaba radiante,

su voz resonaba. Parecía envidiar a lossenones la muerte que había planeadopara ellos. Pero yo estaba consternado.

—¿Vas a quemarlos vivos? ¿A todosellos?

—No lo comprendes, ¿verdad? —me preguntó casi apiadándose de mí—.El sacrificio no es un acto de crueldad,Ainvar. El sacrificador más dotado esaquel capaz de liberar el espíritu delcuerpo con el mínimo dolor. Cuando unapersona o un animal muere con unaagonía atroz, su espíritu está aturdido yconfuso.

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»Recuerda que el propósito delsacrificio es, siempre, devolver unespíritu a su Creador como un acto depropiciación. Y recuerda también quecada espíritu es una parte de eseCreador. Si enviamos una de sus partesde regreso a la Fuente asustada yperpleja, insultamos al mismo poder quedeseamos propiciar.

»Así pues, los senones arderán, perono sufrirán. Soy el mejor sacrificador dela Galia. Antes de que los prisionerosvayan al fuego, se les dará mirramezclada con vino para embotar sussentidos y aumentar su valor. Luego seles meterá en las jaulas de mimbre, que

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se alzarán a considerable altura porencima del suelo. Ciertos polvosarrojados a las llamas espesarán elhumo y sofocarán a los cautivos antes deque el fuego llegue a ellos. Saber estoles permitirá enfrentarse a la muerte conmás valor, de modo que los bardos delos senones puedan cantar luego sobreellos con orgullo.

Para el sacrificio de los prisionerosse construyeron tres enormes jaulas convarillas de mimbre unidas con tiras decuero. El fuego desintegraríarápidamente el mimbre, por lo que eradoblemente importante que los cautivosestuvieran inconscientes cuando las

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llamas les alcanzaran, pues de locontrario podrían escapar.

Como sucedía con muchas otrascostumbres druídicas, lo práctico semezclaba a la perfección con lo místico.

Cuando las jaulas estuvierondispuestas, Aberth supervisó a lostrabajadores mientras colocaban cadauna sobre un par de altas columnas demadera. El fuego sería encendido entre yalrededor de aquellas columnas, demodo que el humo ascendería a travésde los listones de las jaulas. El conjuntoparecía un gigante panzudo de robustaspiernas, y sólo faltaban los brazos y unacabeza para que la ilusión fuese

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completa.Keryth la vidente declaró que el

mejor momento para el sacrificio seríael siguiente día de la luna oscura. Mesentí aliviado cuando Menua me llevóconsigo a fin de preparar a los senonespara su terrible experiencia. No lamentéabandonar a Aberth.

Permanecí a un lado, escuchando aljefe druida, que explicaba lo que iba asuceder y exhortaba a los senones amorir noblemente a fin de que pudieranser motivo de orgullo para su tribu. Lesprometió ocuparse de que se hicierallegar a su gente la noticia del valor quehabían tenido.

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—Os ofrecemos una muerte fácil ybuena —les dijo—. No son muchos loshombres que tienen esa seguridad. Esdecir, os ofrecemos una muerte fácilsiempre que hagáis lo que os pedimos.Deseamos que una vez vuestro espírituse haya liberado del cuerpo y unido a laFuente de Todos los Seres, uséis todosvuestros poderes para implorar laprotección del Más Allá a favor de loscarnutos. ¡Si cualquiera de vosotros, enlo más profundo de su corazón, no estádispuesto a hacer eso, le prometo quesentirá las llamas!

La mayoría de los senones mirabantensamente a Menua, como si devorasen

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sus palabras, aunque algunos parecíancasi indiferentes y estaban sentados o enpie apoyados contra la pared delcalabozo, la mirada perdida en el vacío.Observé que Mallus estaba acurrucadoen un rincón, separado de los demás, ysus ojos se movían incesantemente,como los de un animal atrapado.

Otro hombre me llamó la atención.Alto y fuerte, con el cabello castañoclaro y la frente ancha, me mirabafijamente con una expresión de anhelodesesperanzado. Mi cabeza me dijo queno me quería a mí, sino a la vida dentrode mí, al futuro que yo poseía y él no.Volví la cabeza, incapaz de sostener su

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mirada.La mañana del sacrificio todo el

fuerte se reunió para la canción al sol.Luego abrieron las puertas de par en pary la procesión salió hacia el bosque. Laexcitación aleteaba entre la multitudcomo un fuego en la hierba. Aquél noiba a ser el sencillo sacrificio de unanimal dócil.

Los druidas abrían la marcha y lesseguían los prisioneros, arrastrando lospies y amodorrados, sus rostrosenrojecidos como si hubieran bebido.Una guardia encabezada por Ogmios lesacompañaba con las lanzas en ristre. Lesseguían los habitantes del Fuerte del

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Bosque, cuyo número aumentaba sincesar por las incorporaciones degranjeros y pastores de la zonacircundante. Muchos de ellos apenastenían una idea de los motivos del ritual.La perspectiva del espectáculo bastabapara que se nos unieran.

Me recordé que debía comportarme,pues Menua me estaría vigilando. Sentíanáuseas y estaba muy nervioso.

Comenzó la cuesta, los árboles sealzaron por encima de nosotros.Atravesamos el bosque hasta elfrondoso robledo en la cresta del cerro.Los druidas, entonando un cántico,rodearon el bosque en el sentido del

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movimiento solar, mientras la multitudse empujaba para situarse, cada unotratando de ocupar un lugar desde dondepudiera ver mejor las tres jaulas queesperaban al otro lado del bosque.

Al verlas, uno de los prisioneroslanzó un grito.

Alrededor de las piernas de losgigantes de mimbre sin cabeza habíamosamontonado ramas podadas, en capascruzadas que alcanzaban la altura de unhombre. Los espacios entre las ramasestaban rellenos de hojas y maderaverde a fin de producir más humo. Unasescalas de madera estaban apoyadascontra las jaulas, por debajo de las

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puertas abiertas.Ogmios no dio tiempo a que

cundiera el pánico entre los prisioneros.—Hacedlos subir enseguida —

ordenó a sus guerreros.Un muro de hombres armado rodeó

de repente a los senones y los empujóhacia adelante. Como estaban drogados,algunos se tambaleaban y nuestroshombres les ayudaban sin rudeza. Losprisioneros subieron por las escalas yentraron en las jaulas casi antes de quese dieran cuenta. Los nuestrosrápidamente atrancaron las puertas trasellos.

Aberth se adelantó, empuñando una

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antorcha encendida. De repente todosucedía con mucha rapidez.

Miré a los hombres enjaulados y vique la mayoría estaba de pie, haciendogala de entereza, apretaban lasmandíbulas y daban la imagen heroicapor la que deseaba que les venerasen. Sitenían los ojos vidriosos, por lo menossus corazones eran intrépidos. Nopertenecían a mi tribu, pero eran celtas.

Mallus, en cambio, se aferraba a loslistones y gemía. Uno o dos másparecían a punto de desmayarse. Elhedor de alguien cuyas tripas se habíanaflojado.

El volumen del cántico aumentaba

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mientras los espectadores incorporabansus voces a las de los druidas.

—¡Rostros de la Fuente! —exclamóAberth—. Apelo a los tres dioses queaceptan sacrificios, a Taranis el queatruena, a Esus del agua, a Teutates,señor de las tribus. ¡Aceptad nuestraofrenda!

Aplicó la antorcha a la leña debajode la primera jaula.

Brotaron las llamas. Aberth corrió alas otras jaulas y las encendió. Loshombres que estaban dentro miraronabajo y pusieron los ojos en blanco. Elhumo empezó a espesarse a medida queardía la madera verde. Sulis abrió una

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bolsa de blanca piel de cabra y sacó deella puñados de un polvo que arrojó alfuego. Se alzó una intensa fraganciacomo la del heno dulce. Menua nos hizouna seña para que retrocediéramos y norespirásemos la humareda.

Las llamas se retorcían y destellabanentre las ramas. Las primeras lamieronuna de las jaulas y un agudo lamento seimpuso al sonido del cántico, un gritodescarnado de desesperación. Pero sólouna de las víctimas gritaba. Las demásse desplomaban ya en las jaulas,afectadas por el humo. Varios druidashabían traído pieles de buey que ahoradesenrollaron y sacudieron para dirigir

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el humo a las jaulas. Afortunadamente lahumareda pronto nos oscureció lavisión.

Me dije que aquello no era tan malo.Un segundo grito, más agónico,

desgarró el aire cuando el fuego alcanzóproporciones infernales.

La humareda ondulante remitiódurante el tiempo suficiente para revelarlas llamas que devoraban las jaulas.Pronto los seres que habían vividodentro dejaron de vivir y no se oyóningún otro grito. Por encima de la vorazcrepitación del fuego, los que estabanmás cerca podían oír el siseo de la grasay el estallido de los huesos. Me dieron

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arcadas.Tres gigantes sin cabeza se

contorsionaban envueltos en llamas. Elcalor que emitían me quemaba el rostro.Los druidas agitaban frenéticamente laspieles de buey para impedir que el fuegoprendiera en los árboles. Los demásretrocedimos un instante antes de que lasjaulas se derrumbaran con una lluvia dechispas.

Más tarde Sulis me dijo que grité enaquel momento. Sólo recuerdo queestaba paralizado, mirando fijamente laschispas, algunas de las cuales searqueaban como una fuente de oroardiente. Otras, en mi recuerdo contaría

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hasta treinta, no cayeron sino que sealzaron en una oleada de calor, saltaronal cielo por encima de nuestras cabezasy de los robles, subieron más y más ydesaparecieron.

—¡Han ido a la Fuente! —exclamóMenua alborozado—. ¡Interceded pornuestra causa, bravos senones!

Una fuerza tan poderosa como unatormenta atronó en el bosque, un colosaltamborileo que se apoderó de nosotros ynos sacudió. Aberth lanzó un gritotriunfal:

—¡Taranis el que atruena aceptanuestro sacrificio!

El temor reverencial se alzó en una

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oleada incontenible, expandiendonuestros espíritus hasta que rebasaronfrenéticos los confines de nuestroscuerpos. Ahora todos gritábamos,confundidos con el rugido del fuego, ynuestro griterío saltaba hacia arriba yfuera del bosque para invadir la bóvedaceleste, para clamar la protección delMás Allá, para que no nos ignorase ninos rechazara, la voluntad combinadadel pueblo se expresaba como una solavoluntad, un solo grito, un únicosacrificio, un solo momento en el quedejaban de existir las barreras entre losmundos y era posible trascender y darnueva forma a los acontecimientos

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terrestres.Extendí los brazos y rodé y di

tumbos entre las estrellas.¡Las chispas, las chispas vivas y

doradas en su camino hacia el exterior!Lentamente fue remitiendo la pasión.

Me aferré a ella durante tanto tiempocomo pude. Pero al final me fueimposible ignorar los muros de carne ami alrededor, el peso de mi cuerpo queme retenía.

Abrí los ojos.Los druidas se habían reunido

alrededor de la pira. Me uní a ellos,aturdido. Mis ojos miraban pero senegaban a ver las formas retorcidas y

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ennegrecidas entre los carboneshumeantes, los ángulos horriblementefamiliares de una rodilla y un cododoblados. Si cerraba los ojos aún podíaver las chispas contra mis párpados.

Oí a mis espaldas el cántico que sealzaba de innumerables gargantas. Loscarnutos entonaban un himno dealabanza a los senones sacrificados,describiendo su valor en los términosmás extravagantes.

Los druidas también cantaban.Todos lo hacíamos, interponiendo elsonido entre nosotros, la muerte, eltemor y el horror.

Cantábamos para alegrarnos.

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Mucho más tarde los huesos y lascenizas serían recogidos y se llevaría acabo un ritual por ellos.

* * * * * *

Cuando regresamos al fuerte, mesentía extenuado. Por lo menos no mehabía desacreditado, había ocupado milugar y prestado mi voz, enviando miesfuerzo de voluntad junto con el resto.

Enviado... ¿adónde? A un vacíodonde Algo observaba. ¿Nos habíamosganado su favor, su protección?

¿Quién podría saberlo?

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Los druidas lo sabían.Mientras nuestra procesión

regresaba a casa, seguía las anchasespaldas de Menua, agradecido por susolidez. Intentaba la hazaña imposiblede pensar y no pensar al mismo tiempo.Nadie parecía tener ganas de hablar.Algunos de los rostros a mi alrededortenían la expresión arrobada de quieneshan estado brevemente en contacto conlas inmensidades. Me pregunté quéhabrían sentido en medio del cántico ylas llamas.

Me pregunté qué reflejaba mi propiorostro.

El silencio del otoño bermejo y

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dorado de la Galia nos envolvía. Nooíamos el crujido y el estrépito al caerde un árbol cortado, los cantos de lospastores a sus animales, el ruido de losalbañiles en su trabajo. Leñadores,pastores y albañiles estaban connosotros.

Tampoco oíamos el ruido metálicode las lanzas o el de millares de piesmarchando rítmicamente, pues, aunquepronto aparecerían en número crecienteen el resto de la Galia, los guerreros deRoma llegarían en último lugar alterritorio de los carnutos.

Entretanto, yo habría sustituido aMenua como jefe druida. Y habría

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encontrado a Briga.

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CAPÍTULO VIII

La magia sexual era maravillosa. Miprimera experiencia había despertadomi avidez, lo cual divertía a Menua.Cuando le sugería la aplicación de lamagia sexual para resolver cualquierproblema que se presentara, él se reíade mí.

—El ritual debe ser apropiado a lanecesidad, Ainvar, y jamás ha decelebrarse para la gratificación delcelebrante. Vuelves a dejar que tucuerpo piense por ti.

Difícilmente podría evitarlo. Mi

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cuerpo era joven y viril, notaba latensión que crecía en mí, esperandoreventar de nuevo, estallar como unaestrella.

¿Podían estallar las estrellas? Teníaque preguntárselo a Menua.

Entretanto estaba ocupado con Sulis.Menua me había enviado a ella durantelos días cortos y oscuros del inviernopara que me instruyera en las artescurativas, las cuales no siemprerequerían que estuviéramos en elexterior. Secar hierbas y prepararpociones podía aprenderse en el cálidointerior de un alojamiento.

Sin embargo, yo no parecía aprender

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gran cosa.—¡No prestas atención, Ainvar! —

me espetó Sulis—. Tienes que adquiriralgunos conocimientos sobre cadaaspecto de la druidería, pero eso noincluye la construcción de alojamientos.¿Por qué estás mirando las vigas?

¿Cómo podía decirle que alzaba lavista al techo para no mirar la redondezde sus senos?

—¿De qué estábamos hablando haceun momento? —me preguntó.

Me aclaré la garganta y traté deordenar mis pensamientos rebeldes.

—Ah..., sobre el muérdago...—Ciertamente. ¿Y por qué el

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muérdago es la más sagrada de lasplantas?

—Porque..., porque...—Porque la cocción de sus bayas es

lo único que puede detener la hinchazónquemante que devora a la gente desdedentro hacia afuera.

—Ah, sí.—¿Y es suficiente la simple

esencia?Recapacité, intentando reconstruir en

la memoria sus palabras recientes.—No, no, añades otras cosas...—¿Cuáles son? —me preguntó, casi

dando golpecitos con el pie en el suelo.Sus labios apretados formaban una línea

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delgada.Antes de que perdiera por completo

la paciencia conmigo, pude nombrar losingredientes que se combinaban con laesencia del muérdago. Entendía bastantebien el valor del brebaje, pues morir acausa de la hinchazón quemante suponíauna larga y dolorosa agonía. Había vistoa un hombre que postergó la visita aSulis hasta que fue demasiado tarde,cuando el monstruo se había apoderadode él hasta tal punto que ni siquiera ellapudo matarlo.

Preferiría que me quemaran en lajaula antes que padecer los sufrimientosde aquel hombre.

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Sin embargo, como los druidassabían usar al Niño del Roble, muypocos de los nuestros sucumbían a lahinchazón quemante. Utilizando su magiasanadora, Sulis podía reducir un tumornoche tras noche, como la luna seencoge en su fase menguante.

Todo en Sulis era maravilloso. Susmanos cuadradas y hábiles, con losdedos de puntas espatuladas que podíantocar una cabeza doliente y aliviarle eldolor enseguida. Podía acariciarmiembros rotos..., podía acariciar mismiembros...

—¡Ainvar, no estás prestandoatención!

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—¡Claro que sí! Estaba pensando enla curación. ¿Podría emplearse la magiasexual para curar a la gente?

—Tal vez es hora de que estudiescon otra persona, Ainvar. Podríasmemorizar la ley con Dian Cet en vez dehacerme perder el tiempo.

—Pero ¿no podríamos tú y yo juntosemplear la magia sexual para restaurarla fuerza de la tierra?

—Quizá, en primavera. Si Menua locree necesario.

—O incluso ahora —insistí—. ¿Nopodríamos hacer, con la magia sexual,que la lana de las ovejas crezca másdensa?

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—Ya tienen tanta lana que jadeancomo perros —señaló Sulis—. ¡Si estástan deseoso de una mujer, Ainvar, ve enbusca de una! Fuera de los muros de estefuerte hay muchas que no son de tusangre y que te sonreirían.

—Pero ¿habrá magia?Discerní un rictus de tristeza en la

sonrisa de Sulis cuando replicó:—Ah, Ainvar, la magia no se

encuentra tan fácilmente.Yo era alto, estaba bien

desarrollado, y cuando seguí el consejode la curandera descubrí que, en efecto,había mujeres que me sonreían, mujeresque se lamían los labios cuando nuestros

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ojos se encontraban y mujeres que losdesviaban pero volvían a mirarme.Había hijas de guerreros y mujeres quetrabajaban la tierra, muchachas queestaban maduras para el matrimonio yviudas que también estaban maduras. Asu debido tiempo probé con cada unaque me estimuló hasta la distancia demedia jornada a pie del fuerte.

Pero Sulis tenía razón. La magia nose encontraba fácilmente.

De todos modos disfrutaba y hacíacuanto podía para dar tanto placer comoel que recibía. Las mujeres measeguraban que lo hacía muy bien. Nopocas expresaron abiertamente su

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interés en danzar alrededor del falosimbólico en Beltaine y concebir mishijos. Hicieron referencia aconsiderables dotes de matrimonio.

No obstante, un druida no tenía quepreocuparse por la propiedad de suesposa. La tribu satisfacía susnecesidades tangibles a cambio de susdones. Si llegaba a casarme, podríahacerlo con una mujer que me gustara,tanto si su padre aportaba una dote dedoce vacas como si llegaba a mialojamiento tan sólo con una aguja y untelar.

Llegó la primavera y repetimos elritual que se había iniciado con la

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muerte de Rosmerta para acelerar elproceso. Pero ya no sacrificamos a unapersona viva. El anciano elegido pararepresentar al invierno sólo fingiómorir, pero el invierno murió de todosmodos y le siguió una cálida y brillanteprimavera que me produjo la sensaciónde que la sangre corría rápida por misvenas. Me entregué a las mujeres, a sucontacto, su sabor y su aroma. Una teníala piel cremosa, otra áspera, otra erablanda como la pasta y con hoyuelos,pero cada una constituía una nuevaexperiencia, otra exploración. Sentíaafecto por cada una a su vez.

Pero ninguna tenía el don de la

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magia.El matrimonio con Sulis estaba

descartado. Yo no tenía parentesco desangre con su clan de artesanos, por loque esa prohibición no se interponíaentre nosotros. Pero cuando le hice lasugerencia se negó de plano.

—Una mujer se casa para tenerhijos, Ainvar, y yo no voy a tenerlos.

—Pero ¿por qué no?—Trata de comprenderlo, pues he

pensado mucho en ello. Mi cuerpo es uninstrumento de curación. Me has vistoesponjar mi orina sobre la carnequemada y hacer que desaparecieran lasampollas. Mis demás fluidos también

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son útiles para los preparados curativos.Si llevara a un niño en las entrañas, suspropiedades afectarían a las mías. Elsudor, la saliva, hasta las lágrimascambiarían. Mi don podría versecomprometido y no quiero correr eseriesgo. Cuando participo en la magiasexual tomo ciertas precauciones parano quedar embarazada, pero si mecasara debería darle hijos a mi maridosi pudiera. Por eso lo que me pides esimposible.

—Otras sanadoras tienen hijos. Unavez me dijiste que tu propia abuela fuesanadora.

—Ella hizo su elección y yo hago la

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mía. Sigo mi norma y te pido querespetes eso, Ainvar.

Yo era demasiado joven para saberque los climas emocionales cambian yque la independencia que Sulis deseabaalgún día podría pesarle mucho. Aceptésu postura, pero con pesar en micorazón.

De vez en cuando Menua nosutilizaba a los dos para la magia sexual,lo cual en cierto modo hacía que lasituación fuese más dolorosa para mí.Sin embargo, nunca me negué. Habíaaprendido que el sexo, en su aspectomás mágico, es un rito sagrado de talpoder y excitación que todo lo demás me

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dejaba extrañamente insatisfecho.Observé con envidia, mientras le

veía apearse en el fuerte, que Tarvos elToro no parecía requerir la magia en susmujeres. Se casaría con la que tuvieramás a mano cuando estuviera preparadopara casarse, y ella admiraría suscicatrices y le daría una camada deguerreros y serían felices.

Por la noche paseaba bajo lasestrellas, entre los alojamientos, sinningún techo sobre mí y con la oscuridadpor compañía. A través de las puertasabiertas me llegaban retazos deconversación, ningún pensamientocompleto sino sólo enunciado a medias

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entre personas que se conocían lobastante bien para adivinar el resto.Comentarios sobre la comida, el trabajoy el clima, críticas personales, una risaresonante, el borde afilado de la ira enerupción.

Gentes encerradas en conchas demadera.

El suyo era el tedio ligero de losmuros, las tareas, el vivir hacinados, aveces subiéndose unos a otros, oliendolos pedos y padeciendo los ronquidos delos demás. Estaban empotrados en loordinario.

Yo no era así. Míos eran el vastocielo oscuro y los espacios entre las

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estrellas que me llamaban. Mía era lapromesa de la magia.

Pensé que tal vez Sulis tenía razón.Caminaba soñadoramente bajo las

estrellas, y las familias en sus casas nome oían pasar.

La rueda de las estaciones giraba ygiraba.

Entre nosotros treinta años seconsideraban una generación completa,pero el paso del tiempo no se medía deuna manera tan sencilla. Pasaba largosdías estudiando la lámina de bronce enla que estaba inscrito nuestrocalendario, que dividía y delineaba elaño de modo que las festividades

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siempre se observaban en sus díasapropiados con relación a la tierra y elcielo. El calendario estaba formado pordieciséis columnas que representabansesenta y dos ciclos lunaressubdivididos en mitades claras yoscuras, con dos ciclos adicionalesintercalados para completar el totalcorrespondiente al año solar. Lo estudiéhasta conocerlo como mi lengua conocíael velo de mi paladar.

Y ésa era sólo una de las muchaslecciones que debía aprender. Notabaque los sesos se expandían dentro de micráneo. Mis maestros eran legión.Aprendía de los tallos del trigo y las

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exhalaciones del ganado, de ladisposición de los guijarros en el lechode un arroyo o la pauta que formaban losgansos que aleteaban por encima de micabeza. Pero mi instructor principal erasiempre Menua, a quien estudié hastaque fui capaz de adoptar sus manerascomo si me pusiera un manto.

Las estaciones también pasaban paraél. Cada invierno encontraba al jefedruida más rudo e irascible.

—Tú serás mi último alumno —medecía—. Eres el único que debeseguirme.

Mi espíritu se expansionaba yempecé a engullir sabiduría mientras

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avanzaba en el dominio de mi mente.Concentré mi intelecto para memorizarla ley contenida en los versos silábicosrimados a los que llamaban rosc, uncántico muy acentuado y aliterativo.Descubrí que la ley era hermosa.

En la reunión anual de Samhain,cuando se llevaban a cabo todos losjuicios, Dian Cet siempre concluíarecordándonos:

—Tomamos nuestras decisiones deacuerdo con la ley de la naturaleza, puesla naturaleza es la inspiración y elmodelo de la ley. No se puede defenderninguna ley contraria a la naturaleza.

Menua me enseñó el lenguaje de los

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griegos que había aprendido en sujuventud y pulió los rudimentos de latínque yo había adquirido de losmercaderes, aunque desdeñó ese idioma,considerándolo áspero, gutural y sinvalor. Me mostró la escritura de losgriegos y romanos, formas talladas enmadera, inscritas en tablillas de cera opintadas en pergaminos de piel deternera.

—Pero no confíes en estos signos —me advirtió—. Lo que está escrito puedequemarse, fundirse o cambiarse. Lo queestá tallado en tu mente permanece.

También me enseñó el ogham, queno era el lenguaje escrito de los druidas

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sino simplemente una manera de dejarmensajes sencillos para otras personastallando unas marcas en los árboles olas piedras. El ogham no reflejabaninguna sabiduría, pero era bastante útily la gente corriente se admiraba de quelo entendiéramos y sentía hacia nosotrosun temor reverencial.

—¡Mantén siempre en ellos esetemor reverencial! —insistía Menua.

Cada vez cargaba másresponsabilidad sobre mis hombros.Cuando necesitaba a un corredor paraque llevara mensajes de mi parte a otrosdruidas, Menua le pedía a Tarvos queme sirviera.

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Pensé con tristeza que se lo habríapedido a Crom Daral si nuestra relaciónse hubiera normalizado.

Una mañana rodeé el alojamiento ycasi tropecé con Crom. Desde el otrolado del fuerte llegaba el sonido de unmartillo que golpeaba hierro en la forja.

—El ruido me ha impedido oírte —le dije a modo de disculpa, aunque enrealidad el ruido no era tan fuerte. Perotenía que decir algo.

Crom se encogió de hombros sinresponder y se dispuso a alejarse por elestrecho callejón. Le cogí del brazo.

—¿Qué ocurre entre nosotros,Crom? ¿No se puede arreglar?

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—¿Arreglar? —Dio media vueltapara enfrentarse a mí—. ¿Cómo? ¿Estásdispuesto a admitir que no eres mejorque yo?

—Claro que no soy mejor que tú.Sólo soy diferente.

—Dices eso pero no lo piensas.Mi cabeza observó que tenía razón.—No me conoces en absoluto —le

dije alzando la voz y con demasiadarapidez.

—Tú no te conoces a ti mismo —gruñó—. Deberías verte como yo te veo,andando por ahí como si tus pies fuesendemasiado buenos para tocar el suelo.—Se zafó de mí y se alejó

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apresuradamente.¡No he cambiado, sólo soy Ainvar!,

quise gritarle, pero no lo hice.Al cabo de largo rato entré de nuevo

en el alojamiento, sintiéndomedesdichado.

—Dime, Menua, ¿es difícil ser a lavez hombre y druida?

Él reflexionó sobre la pregunta.—Imposible —dijo al fin.¿Sería capaz de aprender todo lo que

necesitaba saber? Veinte años deestudio se consideraban el mínimonecesario para un jefe druida. Podríainiciarme en la Orden mucho antes,porque el tiempo de la iniciación lo

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determinaban los augurios y lascircunstancias. Pero esos veinte años deaprendizaje eran una característica delas escuelas druídicas desde Bibracte,en la Galia, hasta la distante ylegendaria isla de los britones.

Y todo debía confiarse a lamemoria.

—Háblame otra vez de Roma y laProvincia —me pidió Menua portrigésima vez, acomodado contra eltronco de un árbol y mascando unabrizna de hierba—. Y procura nocambiar ni una sola palabra.

—Los romanos son una tribu de latierra del Lacio —respondí obediente

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—. En el pasado fueron una entremuchas tribus, vivían en chozasdispersas en un grupo de colinas yluchaban con sus vecinos. Pero eran másambiciosos que éstos. Con el tiempoorganizaron un ejército capaz deexterminar a los etruscos, que habitabanal norte, y apoderarse del rico valle delrío Po.

»Luego destruyeron a sus rivalescomerciales, Corinto y Cartago, a fin deapoderarse de sus rutas mercantiles.Mientras derrotaban a Cartago tambiénemprendieron la conquista de Iberia.Los romanos destruían por completo acualquiera que se les opusiera y

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establecieron prácticamente unmonopolio comercial, enviando unconstante flujo de riquezas a sufortaleza, la ciudad de su tribu.

Menua asintió. Observé que losblancos de sus ojos amarilleaban con laedad y que tenía manchas en los dorsosde sus manos arrugadas.

—Ahora dime qué es la Provincia,Ainvar.

—La parte más meridional de laGalia. En otro tiempo las tribus célticasque habitaban allí eran tan libres comoel resto de nosotros. Pero eso era antesde que Roma invadiera la región, antesde que yo naciese. Le pusieron el nuevo

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nombre de Galia Narbonense, tomadodel de la capital, Narbo, que levantaronallí. Pero normalmente se la conocesimplemente como la Provincia, pues esla principal provincia de Roma fuera delLacio.

Menua suspiró.—Los romanos la invadieron.

Trajeron guerreros y los dejaron allí,para que se casaran, engendraran hijos yreclamaran la tierra como suya,romanizada. —Meneó la cabeza—. ¿Y aquién estaba dedicada la ciudad deNarbo, Ainvar?

—A Marte, una deidad romana.El jefe druida se sonó en el aire, una

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expresión de desprecio.—Marte, espíritu de la guerra. No el

espíritu de un ser vivo, un árbol o un río,sino de la guerra. —Su repugnancia erapalpable—. No tienen instinto paraponer nombres.

—No —convine—. El nombre tieneuna importancia primordial. Todo tienesu propio nombre innato, que debe serdescubierto.

El jefe druida casi sonrió. Mirespuesta le había complacido.

—¿Qué sabemos de la vida quellevan los celtas en la Provincia?

—Las tribus galas meridionales —recité— no pueden emprender ninguna

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actividad sin el permiso y la asociaciónde un ciudadano romano. Ningunamoneda cambia de manos y ningunadeuda se contrae sin que esté escrito enlos rollos de los romanos.

—Escrito —repitió Menua,disgustado—. Las deudas de un hombreescritas para que sobrevivan a su muertey atormenten a sus descendientes.

Se levantó y empezó a pasear de unlado a otro, con los brazos a la espalda.

—Sé mucho y no lo suficiente,Ainvar. Oímos cosas, capto un aroma dealgo en el viento... No puedo dormirpensando en el poder de Roma. Losiento crecer como algo vivo, una

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enredadera que quiere estrangular alroble.

»Pero no estoy seguro del peligro, nisu grado ni su origen. Si fuese posibleiría yo mismo al territorio romano paraobservar qué sucede allí. Algunosafirman que los galos viven mejor quenosotros aquí, otros dicen que soninfelices y están esclavizados. Necesitosaber la verdad, pero soy el jefe druiday corren tiempos peligrosos. No meatrevo a abandonar el bosque durantetanto tiempo como es necesario paravisitar la Provincia. —De repente sevolvió y fijó sus ojos en mí—. Pero túeres joven y fuerte. Podrías hacer el

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viaje por mí. Serías mis ojos y oídos enla Provincia y me traerías informes detodo lo que descubras.

El corazón me dio un vuelco. Laemocionante promesa de aventura eracomo un trago de vino fuerte.

Menua volvió a sentarse y se apoyóen el árbol. Sus ojos me miraban perono creo que me viera.

—Ainvar —musitó—. El que viajalejos.

Retuve el aliento, esperando quedijera más. El jefe druida se retiródentro de su cabeza, y me quedéobservando las nubes en el cielo y laspiedras rosadas y amarillas que

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emergían del blando suelo pardo.Nuestro pequeño río, el Autura,canturreaba bajo el cerro del bosque.

—Todavía eres joven. —La voz deMenua me sobresaltó, haciéndome salirde una ensoñación en la que aparecíaSulis—. Necesitas más adiestramiento.Antes de que puedas ser iniciado en laOrden debes haber estudiado en losbosques de otras tribus. Yo mismo hepasado mucho tiempo en Bibracte,donde los druidas de los eduosenriquecieron notablemente mi cabeza.Podríamos enviarte al sur, a visitar a losdruidas entre nuestras tierras y laProvincia..., luego cruzarías las

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montañas que nos separan del territorioromano y continuarías tu aprendizaje enel otro lado. Una clase distinta deaprendizaje, claro.

—¿Cómo tus ojos y oídos?—Exactamente. ¿Estás dispuesto?Procuré responder con un decoro

apropiado a la seriedad de la misión,pero la impaciencia me traicionó.

—¡Sí! —exclamé.Los ojos de Menua centellearon.—Tienes que pensar que no será

fácil. El camino es largo y el viaje essiempre azaroso.

—¡No me importa! ¡Soy muy fuerte ypuedo cuidar de mí mismo!

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—Hum, seguro que es así, pero detodos modos te proporcionaré unaescolta, alguien algo más veterano quetú para que sea tu guardaespaldas.

Menua se estiró, se rascó ambasaxilas y se puso en pie. Se movía conimpecable elegancia a pesar de suvolumen, pero sus huesos al crujircantaban la canción de sus años.

Juntos llevamos a cabo el ritual dela puesta del sol para agradecer al astroque nos hubiera dado el día. Luegovolvimos al fuerte, ambos con unaexpresión apropiadamente serena, perocuando Menua dormía salí delalojamiento y del fuerte para estar solo y

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libre bajo el cielo nocturno y lanzar unpotente grito de pura exuberancia.

Menua informó a los otros druidasde su plan. El hecho de que me hubieraelegido para semejante empresarecalcaba, más que con palabras, su feen mí, su deseo de que algún día fuesesu sucesor. Naturalmente, cuando llegaraese día el jefe druida sería elegido porla Orden, pero la preferencia de Menuatendría un gran peso. Ellos lo sabían yyo también.

El Guardián del Bosque.Poco antes del anuncio, Sulis me

buscó.—Tal vez deberíamos hacer juntos

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una magia sexual para asegurarte unviaje seguro —me sugirió.

Su cabello era suave al contacto demis labios y la magia resultó fuerte ysegura.

La ruta que Menua eligió para mí mellevaría a través de las tierras de losbitúrigos, los boios, los arvernios y losgábalos.

—Aprende algo de valor en elbosque sagrado de cada tribu —me dijoMenua—, pero recuerda que tu objetivofinal es la Provincia. Una vez lleguesallí, no llames la atención. He oídodecir que los romanos miran con receloa los druidas. Sé un simple viajero, tal

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vez alguien que busca nuevasconexiones comerciales. El comercio esel lenguaje que más les gusta a losromanos.

Llevaría conmigo un guardaespaldasy un porteador. A petición mía, Tarvossería el guardaespaldas. Paraidentificarme como un hombre conderecho a recibir instrucción en losbosques, Menua le pidió a Goban Saorque me hiciera un amuleto de oro druida,llamado triskele, para que lo llevara.Tenía la forma de una gran rueda contres radios curvos que dividían elcírculo en la trinidad de la tierra, elhombre y el Más Allá.

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—Antes de que te vayas, hay unacosa final que debemos hacer por ti —dijo Menua—. Si aspiras a la Orden delos Sabios, debes estar dispuesto amostrar al mundo un rostro sin miedo.Así pues, te reunirás con nosotros en elbosque dentro de tres albas a partir deahora. Para recibir la enseñanza sobre lamuerte.

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CAPÍTULO IX

Sus capuchas los ocultaban, incluso aMenua, a quien reconocí por su forma.De la misma manera, y con una punzadade placer, reconocí a Sulis. Y, más alláde ella, a Aberth el sacrificador.

Este último tenía que estar presenteen la enseñanza de la muerte, como elque abría las puertas al Más Allá.

Había transcurrido una luna despuésque Imbolc, festival de la lactancia delas ovejas. Los días se alargaban,anticipando Beltaine, que estaba a doslunas. Por encima de nuestras cabezas

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alzadas al sol, las alondras cantaban enun cielo claro.

Había ido al bosque para aprenderacerca de la muerte.

Los druidas me rodearon en un grancírculo, con un espacio medido que meseparaba de ellos. Al margen de lo quesucediera, en el sentido más esencialestaría solo.

—La muerte es el reverso delnacimiento —entonó Menua—. Es elmismo proceso que sucede al revés. Sinos libramos de la muerte por heridas oenfermedad, envejecemos, nosdebilitamos, nos volvemos impotentes einfantiles. Nos volvemos como el no

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nacido preparándonos para retornar alestado de no nacidos.

»Piensa, Ainvar. ¿Te asusta la ideade ser un nonato, de no haber nacidoaún? Mira más allá de tus primerosrecuerdos.

Me concentré.—No —dije por fin—. No me

asusta.—Muy bien. Entonces no debes

temer a la muerte, pues es el mismoestado. La muerte es una manera delimpiar tu recuerdo de cargas demasiadodolorosas para soportarlas. La muerte teproporciona descanso y refresco a fin deque estés preparado para empezar una

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nueva vida en un nuevo cuerpo surgidode las riberas de la creación.

Menua trazó círculos en el aire conun dedo. Enseguida varios druidassalieron del círculo y me agarraron confirmeza. Eran más que suficientes parasujetarme si me debatía, pues laenseñanza de la muerte atraía a todos losmiembros de la Orden que seencontraban a menos de la distancia deun día de marcha.

Antes del amanecer el jefe druidahabía cargado sobre mí la riqueza queen otro tiempo adornó a mi padre y mishermanos, anillos de oro macizo,brazaletes y ajorcas de cobre y bronce,

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broches con incrustaciones de ámbar,coral y trozos de cristal. Ninguna deaquellas piezas era de artesaníamediterránea, sino que pertenecían alantiguo y verdadero estilo de los celtas,macizas pero de hermosa factura, con undetalle tan minucioso que se podríaestudiar una pieza durante medio día sinverla en su totalidad.

Entonces el jefe druida ordenó a losotros que empezaran a despojarme delas joyas. Cada vez que me quitaban unapieza, Menua decía:

—La vida es pérdida.Era extraño, pero me sentí

progresivamente más ligero y libre.

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Apartaron de mi vista las riquezas quehabían sido el orgullo de mi castaguerrera, pero no lo lamenté, y me dicuenta de que habían sido un peso y unaincomodidad. Me había acostumbradodemasiado al hábito druida de no tenerninguna traba.

Cuando sólo la túnica cubrió midesnudez, Menua me dijo:

—Lo que has perdido era accesorio.Lo que te queda es tu yo. Y cuandopierdas incluso tu carne, todavía tendrástu yo.

El cántico comenzó suavemente,bajó su voz.

Sulis se acercó para cubrirme los

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ojos con una venda fragante, con aromaa clavo, alhelí y otros más sutiles, entreellos un olor agrio que me hizo arrugarla nariz. Sin el de la vista, mis demássentidos se intensificaron. Mi oídodetectó la primera crepitación leve deun fuego encendido a cierta distancia.Entonces mi olfato me informó de queestaban quemando canela, una especiaimportada tan costosa que se usaba sólopara los rituales más importantes, o paraaromatizar los platos de un rey.

—No podemos saber lo que teocurrirá —oí decir a Menua—. Losdictados de la norma son diferentes paracada uno de nosotros. Sé receptivo y

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acepta lo que te sobrevenga.De improviso los druidas me

hicieron girar como una rueda hasta queno supe si estaba frente a la noche o lamañana. Unos dedos me abrieron laboca e introdujeron una pasta repugnantehasta el fondo de mi lengua. Me entraronviolentas arcadas, pero ellos meagarraron y taparon la boca, de modoque no pudiera expulsarla. No mesoltaron hasta que sin darme cuentatragué un poco.

El vómito fue explosivo. Creí queme desgarraban las tripas.Tambaleándome, manoteé ciegamente enel aire mientras quienes me habían

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sujetado me abandonaban. Mis dedos secerraron en el vacío. Los druidas habíanregresado al círculo, dejándome solo.Me apreté el vientre y me doblé por lacintura, boqueando para respirar,perdido el dominio de mi cuerpo. Lavida se me escapaba en oleadas de bilis.Las rodillas me flaquearon. El últimopensamiento claro en mi cabeza fue uninterrogante: ¿por qué me habíanenvenenado los druidas?

Yací acurrucado en el suelo con lasrodillas tocándome el mentón. Nisiquiera tenía más arcadas, pues habíavomitado cuanto contenían mis entrañas.El cántico no se había interrumpido.

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Gradualmente me di cuenta de quetambién parecía proceder de la tierradebajo de mí, del suelo y las piedras, yfluía en mi interior, reverberando con unritmo que coincidía con el oleaje de misangre. Estaba profundamente cansado ysólo quería hundirme en la tierra quecantaba y formar parte de su canción, sinpensar, sin sentir dolor...

Flotaba libre con la sensaciónfamiliar que se siente en los últimosmomentos antes de dormir. Un ruidosordo en la tierra cerca de mi cabeza meinformó de que unos pies pisaban a mialrededor, y un instinto más profundonacido de los sentidos tanto corporales

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como espirituales me dijo que losdruidas danzaban a mi alrededor, se meacercaban en espiral y luego sealejaban. Sentí que me deslizaba fuerade mi cuerpo, atraído por un sueño queme hacía señas más allá del borde de laconciencia, una luz cálida, voces que mellamaban. Pensé que tendía las manos,pensé que respondía alegremente...

Oí un sonido como el secodeslizamiento de una serpiente a travésde una piedra. Aberth susurró:

—La muerte está a un suspiro dedistancia.

El filo de su cuchillo trazó una cintade fuego en mi garganta.

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Salí sobresaltado del sueño y medebatí violentamente, me alejé cuantopude del sacrificador, me llevé lasmanos a la venda de los ojos, pataleé,traté de ponerme en pie para enfrentarmecomo un hombre a cualquier cosa queme amenazara. Pero estabacompletamente aturdido. Me pareció quetardaba una eternidad en levantarme yquitarme la venda... y me encontré en unlugar de misteriosa luz roja, oscilandoen el filo de un cuchillo entre dosabismos. En el fondo de uno de ellos seextendía un nebuloso prado, vagamenteentrevisto, poblado de vagas formas queparecían hacerme gestos. Cuando miré

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al otro vi a Aberth debajo de mí,sonriéndome y empuñando su cuchillo.

La estrecha franja en la quepermanecía se reducía más con cadalatido de mi corazón. Debía caerinevitablemente, pero ¿a qué lado? Ésaparecía ser la única decisión que mequedaba por tomar.

¿A qué lado? Tenía que pensarlo.¿Era aquel prado nebuloso el Más Allá,alcanzable tan sólo a través de lamuerte? ¿Estaban Aberth y su hojasedienta de sangre todavía en la tierrade los vivos? ¿O era exactamente alrevés?

Grité pidiendo auxilio, pero sólo en

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mi cabeza, pues había perdido el uso dela lengua y la mandíbula. «¡Quiero vivir!—protesté en silencio—. Todavía tengomucho que aprender, que experimentar.¿Qué lado? ¿Cuál de los lados es el dela vida?»

Una figura se aproximó entre labruma roja. Al principio pensé que teníaun aliado y redoblé mis esfuerzos paramantener el equilibrio hasta querecibiera ayuda. Entonces vi la figuracon claridad, una gran cabeza sin elcuerpo, como una versión monstruosa delos trofeos que nuestros guerreros solíanarrebatar a sus enemigos en combate.

Sin embargo, aquella cabeza tenía

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dos caras, una a cada lado.Las caras no eran idénticas ni

tampoco humanas, sino distorsionesestilizadas de humanidad. Una, derasgos nobles y serenos, el mentónpuntiagudo y ojos de largos párpados,parecía la de un hombre embelesado. Lasegunda era ruda, brutal, con ojosbrillantes y rapaces. No obstante, estacara estaba muy viva. La frialdad de laotra podría ser el distanciamiento de lamuerte.

—¿Miras hacia la vida? —grité alrostro salvaje.

La respuesta insonora atronó en micabeza. Así es. Pero antes de que

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pudiera tomarlo como un signo, la vozañadió: También miro hacia la muerte.

Y yo, murmuró la cabeza,embelesada, miro hacia la muerte. Y lavida.

—Entonces, ¿no hay nada que elegirentre vosotros? —grité desesperado.

Nada, respondieron al unísono.Puse fin a mis esfuerzos y me dejé

caer, en uno de los abismos, noimportaba cuál, girando, descendiendointerminablemente. Y no estaba solo enmi caída. El vacío estaba lleno depresencias que acolchaban mi caída, mehacían girar suavemente a uno y otrolado, me guiaban sin manos, me

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murmuraban sin palabras. Y entre ellasse hallaba Rosmerta, estaba seguro,aunque no podía verla. Pero la conocíacomo en las largas noches en que sehabía inclinado sobre mi cama paraarroparme o tranquilizarme tras unapesadilla.

Una voz dijo: Habría estado aquítanto si hubieras caído a un lado o alotro; ella y los demás.

Intenté preguntar quiénes eran losdemás, pero caía de nuevo, caía y caíahasta que, gradualmente, empecé arecordar conceptos de dirección,distancia y tiempo. Concentrándome enellos, me hallé trazando espirales entre

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las estrellas. Las constelacionesflorecían a mi alrededor como pradosfloridos y tendí los brazos...

Unas manos me tocaron. Alguien meapartó los mechones de pelo caídossobre la frente. Alguien más me cogiópor debajo de los brazos y me ayudó aincorporarme. Mi cuerpo era unacáscara vacía. Cuando me toqué elcuello, noté la viscosidad de la sangre.

Sulis se inclinó hacia mí paraextender un ungüento sobre la herida. Oíque Aberth, que estaba a su lado, ledecía:

—No ha sufrido ningún daño,conozco mi arte. Me he limitado a rasgar

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la capa de piel más externa, así que dejade hacerle mimos.

—¿Estoy muerto? —pregunté convoz ronca.

—¿Tú qué crees? —me respondióMenua por encima de mí.

Titubeé buscando la manera deexpresar la verdad que había atisbado.

—Creo que... la vida y la muerteson... dos aspectos de una mismacondición.

Él se agachó y me miró fijamente alos ojos.

—Estupendo... Sí, te ha ido bien,Ainvar. La muerte no es el final, alcontrario, es una minucia, una telaraña

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que apartamos al pasar. Pero tienemucho poder para asustarte.

Recordé uno de los muchosproverbios que me había enseñado:

—La luna oscura no es más que unafase pasajera de la luna brillante.

El jefe druida asintió y empezó alevantarse, pero le cogí del brazo.

—¿Por qué la enseñanza de lamuerte está limitada a la Orden?

Él volvió a inclinarse hacia mí yalgo vibró en el fondo de sus ojos.

—Todos nacemos con unascapacidades distintas a las de losdemás. Los dones que disponen a unohacia la druidad incluyen cierta fortaleza

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mental y espiritual que permite a lapersona sobrevivir indemne a laenseñanza de la muerte. Un guerrero, unartesano o un labrador tiene otros dones,y esta experiencia le destruiría. Perocomo nosotros podemos entrar en lamuerte y salir de ella, tenemos laresponsabilidad de hacer ese viaje ennombre de la tribu y asegurar a losdemás que no hay nada que temer.

Una docena de manos ansiosas meayudó a ponerme en pie. Los druidas seapiñaron a mi alrededor y me felicitarony abrazaron repetidamente.

Me sentía como si estuviera lleno deburbujas.

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Entonces me di cuenta de que uno delos druidas que me abrazaba era Aberth.Antes de que pudiera contenerme, meaparté de él, pero no se lo tomó a pechoy me sonrió.

—¿Has recordado una vida anterior?—me preguntó en tono afable—.Algunos lo hacemos, ¿sabes?

—No le interrogues —le ordenóMenua—. La enseñanza de la muerte esprivada. Si hay algo de la suya queAinvar quiere que sepamos, él mismonos lo dirá.

Aquella noche los miembros de latribu dieron una fiesta privada paracelebrarlo. Miré a los demás y me

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pregunté cuántos de ellos recordaríanhaber vivido antes. Si lo hacían,entonces la muerte no borraba losrecuerdos. La memoria de laspenalidades podría viajar a través deltiempo con nosotros. O la de la alegría:dos caras.

Me pregunté qué me aguardaba en elfuturo, más allá de mi muerte. Era comopreguntarse qué había fuera de la noche.Un cosquilleo de ilusión me recorrió laespina dorsal.

Cuando hube bebido bastante vinopara que mi lengua danzara, me incliné yle susurré a Menua:

—Conozco otro motivo por el que

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los druidas os reserváis la enseñanza dela muerte sólo para vosotros.

—¿Ah, sí?—Los celos profesionales —le dije

con la seguridad que me proporcionabala bebida—. Si cualquiera pudiesehacerlo, ¿quién nos necesitaría?

Menua se echó a reír.—Es evidente que te estás volviendo

muy juicioso, Ainvar.Más tarde, cuando había ingerido

mucho más vino, tuve algo más quedecirle, pero aguardé hasta queestuvimos a solas en el alojamiento.Entonces le hablé de la figura que habíavisto cuando me tambaleaba entre los

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dos mundos. La reacción de Menua fuejubilosa.

—¡Le has visto! ¡Has vistorealmente al de los dos rostros! En lamemoria de los vivos no hay constanciade que semejante visión haya sidoconcedida a un druida, aunque he oídohablar de ella, por supuesto. ¡Ah,Ainvar, estás cumpliendo lasexpectativas que tenía sobre ti!

—¿Le conoces? —le preguntéasombrado.

Él asintió.—Mis predecesores lo describieron

como el observador eterno, el que miraadelante hacia el otro mundo y,

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simultáneamente, atrás, hacia éste. Unrepresentante de la dualidad de laexistencia —añadió.

—Entonces... es..., ¿es un dios?—Llámale así si quieres. Es un

aspecto de la Fuente única. Siempreanhelé tener esa visión, pero nunca mefue concedida. Y ahora tú..., un símbolotan poderoso. Te envidio —dijo en tononostálgico, y exhaló un suspiro deanciano.

Yo no estaba preparado paraconsiderar viejo a Menua, a pesar deque el cabello blanco que rodeaba lacúpula frontal de su cabeza era muyescaso y que se estaba volviendo muy

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malhumorado y exigente. Menua mehabía parecido eterno. Había recalcadotan a menudo la inmanencia del Creadoren la creación que había llegado aigualarle con ambos.

¿Cómo podía ser viejo? Sinembargo, al mirarle de cerca, vi cómo lacarne le colgaba de los huesos.

—Pero tal vez no deberíasorprenderme de que se te hayapresentado durante la enseñanza de lamuerte —decía Menua—. No eres undesconocido para él. ¿No te habíaayudado antes a cruzar el abismo entrelos mundos?

Le miré fijamente. De repente supe

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adónde íbamos a parar.—¿Qué quieres decir? —le pregunté

a pesar de mi certeza, para ganartiempo.

—¡Sabes a qué me refiero! No creasque puedes desorientarme. ¿Por quécrees que te he dedicado tanto tiempo yesfuerzo? Según los augurios yportentos, la tribu se aproxima a unaépoca de penalidades, y el jefe druidaque me suceda debe ser el más fuerte ydotado jamás nacido entre los carnutos.¿Quién ha de ser, Ainvar, sino unhombre capaz de devolver la vida a losmuertos?

Mi primera reacción a estas

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palabras fue un profundo sentimiento dedecepción. No había habido amor, él nose había preocupado por mí como unpadre se preocupa por su hijo. Si yo leinteresaba era porque creía en micapacidad de devolver a un cuerpo suespíritu.

Estaba tan furioso como si Menuame hubiera engañado a propósito. Abríla boca para replicarle bruscamente yreducir a añicos su errónea creencia.

Pero él me había enseñado aescuchar.

Los oídos de mi espíritu percibieronla esperanza que subyacía en suspalabras, una esperanza extrema. Había

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sobrevivido a más de sesenta inviernosy estaba cansado. La responsabilidad dela tribu era una pesada carga para él ynecesitaba creer que podía traspasar esaresponsabilidad a unas manoscapacitadas. Lo arriesgaba todoconmigo debido a un don que confiabaen que poseyera.

Me mordí los labios y no dije nada.Su voz rompió el silencio con el

tono quejumbroso de un anciano.—Puedes hacerlo, Ainvar, ¿no es

cierto?Aspiré hondo antes de responder.—Si alguna vez llega a ser

necesario, recuerdo lo que hice por

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Rosmerta —le dije con pies de plomo.No le mentía, pues recordaba

exactamente lo que había hecho porRosmerta: nada, pero quería que élsacara una conclusión muy distinta ytranquilizadora.

—Eso está bien, hijo, muy bien.¿Qué otra cosa podría haber hecho?

Al margen de lo que él sintiera hacia mí,quería al viejo. Pronto le oí roncar, peroyo no pude conciliar tan rápidamente elsueño.

A la mañana siguiente fui en buscadel Goban Saor. Fiel a su nombre, quesignificaba «el herrero-constructor», elhermano de Sulis podía hacer cualquier

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cosa con las manos. Había empezadocomo aprendiz de Teyrnon, perosobrepasó con mucho a su maestro, yahora tenía un cobertizo propio dondeproducía una amplia variedad de objetosartesanos, desde joyas hasta armas.

Cuando me aproximé, estabaaplicando el fuelle a la forja. Era unhombre musculoso, sin más atuendo queun delantal de cuero. Su cuerpo estababañado en sudor, y las húmedasguedejas de la cabellera le colgabansobre los anchos hombros. Al verme seenderezó y se enjugó la frente.

—Hola, Ainvar.—Necesito que me hagas una figura

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—le dije.—¿De qué?—De algo que nunca has visto, pero

puedo describírtelo. —Y añadí—: Seráun regalo.

* * * * * *

Menua me regaló el amuleto de oropara identificarme. Aberth mató unanimal del rebaño que criábamosexclusivamente para los sacrificios,ganado blanco con morro negro y crinesfinas y erguidas en el pescuezo. Envueltaen la piel, Keryth la vidente se pasó toda

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la noche tendida junto al río Autura yregresó con la profecía de que laempresa tendría éxito.

Cuando todo estaba preparado, nosllegó la noticia de una invasión. Losgritos de advertencia sonaron desde lascolinas. Un grupo de secuanos se habíaseparado de la vasta tribu principal másallá de las montañas orientales, habíacruzado unos límites del territorio de losparisios e intentaba establecerse ensuelo carnuto no lejos de nosotros.

La noticia transmitida a gritos llegóhasta Cenabum, y Nantorus no tardó enarribar con un ejército de seguidoresjunto con los de los príncipes que le

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habían jurado fidelidad.Después de la batalla trajeron a

Nantorus a nuestro fuerte tendido en suescudo, gravemente herido. Habíavencido, pero con un alto coste. Lellevaron a la casa de las curaciones,donde Sulis y sus ayudantes se ocuparonde él. Los hombres estaban preocupadosy las mujeres gemían.

—¿Tendré que posponer mi viaje?—le pregunté a Menua, molesto ensecreto por cualquier cosa que meimpidiera emprender la aventura.

—Creo que no. Aunque Nantorusquede incapacitado permanentemente,cosa que dudo, no elegiríamos un rey

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para sustituirle sin muchas discusiones.La elección podría tener lugar sin ti,pero sin tu viaje y el caudal deconocimientos que nos traigas notendremos suficiente información sobrelos asuntos actuales de Roma paraorientar sabiamente al rey que elijamos.Así pues, te pondrás en marcha, perohay una sola cosa más que quisiera quehagas primero, pues yo tengo pocotiempo para hacerla ahora.

—La haré con gusto.—Nuestros guerreros han expulsado

a los secuanos, pero se han quedado consus mejores mujeres en edadreproductiva como reparación por las

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heridas que ha sufrido Nantorus. Lasmujeres deben ser examinadas por unmiembro de la Orden, o al menos por unaprendiz bien adiestrado, a fin deasegurarnos de que son de suficientecalidad para aparearlas con nuestroshombres. Cuando era mucho más jovenme encontré en una situación similar ypermití que Ogmios tomara una mujercon un defecto importante, cosa que helamentado desde entonces. No cometasel mismo error.

—Puedo ocuparme de ello —leaseguré.

—No me cabe duda. —A su pesar,los ojos de Menua centellearon en su red

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de arrugas.«El viejo zorro —pensé—. Después

de todo me tiene afecto.»Las mujeres secuanas estaban

acuarteladas en nuestra sala deasambleas, un edificio rectangular condos hogares, uno en cada extremo, ybancos alrededor de los lados. Lasmujeres capturadas ocupaban los bancosy el suelo, tendidas en jergones hechoscon la paja y las mantas proporcionadaspor nuestras mujeres.

Cuando entré, se agruparon paramirarme. Se reían cubriéndose la bocacon la mano y se daban codazos.

—¿Quién habla por vosotras? —

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quise saber.Una mujer se aclaró la garganta,

pero no le sirvió de gran cosa. Su vozera al mismo tiempo suave y ronca,curiosa y agradablemente áspera comoel ronroneo de un gato.

—Me llaman Briga —anunció,colocándose delante del grupo—. Soy lahija de un príncipe.

Esta afirmación me hizo gracia.—Todo el mundo asegura ser de

rango noble cuando está lejos de sucasa.

Ella se ruborizó pero se mantuvofirme. Sus anchos ojos azules medesafiaron.

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—¿Y quién eres tú para hablarme,hombre desgarbado que pareces unpino?

Me puse rígido.—Ainvar de los carnutos —repliqué

con la altivez de quien pertenece allinaje de los caballeros—. Soy tucaptor.

Entonces fue ella la que se pusorígida.

—El mío no. Jamás te había visto.Me miraba furibunda, como si yo

fuese un siervo que le ofrecía una fuentede pescado podrido. No había nadanotable en ella, no podía enorgullecersede su belleza. Tenía los ojos bonitos,

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pero era baja y robusta, y el color de sucabello era corriente: rubio oscuro. Enun grupo había mujeres de miembrosmás largos y con una coloración másvívida, algunas de ellas tan hermosascomo las mujeres de los parisios. Sinembargo, por algún motivo, la mujerllamada Briga retenía mi mirada.

—Te recuerdo que tengo autoridadsobre ti —le advertí— y que debesmostrar respeto.

—¿Por qué habría de hacerlo?Pensé que quizá había cometido el

error de sonreírle al principio. Fruncí elceño, pero no sirvió de nada. Suexpresión seguía siendo desdeñosa.

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—He venido a examinaros —leexpliqué—, de modo que si tenéis...

—¡No, de ninguna manera! —Cerrólos puños y se me acercó como siquisiera golpearme el rostro—. Yahemos sufrido bastante, lárgate de aquí ydéjanos en paz.

—Pero...—¡He dicho que fuera de aquí! —

Abrió las manos e hizo gestos para queme moviera, como si yo fuese unagallina—. No me asustas —me dijo—.Estás tan flaco que una ráfaga de vientote derribaría.

Dio otro paso hacia mí, se puso depuntillas, echó la cabeza atrás, se llenó

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la boca de aire y me sopló en la cara.Sus compañeras rompieron a reír.

Incluso el guardián de la puerta soltóuna risotada.

Derrotado, huí de allí. Las risas mesiguieron. Pensé sombríamente queaquello era lo que sucedía cuando el reyestaba incapacitado. Nadie nosrespetaba. ¡Ojalá Sulis le curase pronto!¿Qué debería haber hecho parademostrar mi autoridad sobre Briga?¿Pegarle? Mi espíritu era incapaz desemejante acción. Caminé con loshombros encorvados, sintiendo lástimade mí mismo.

Por suerte, cuando vi a Menua

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estaba tan ocupado que se olvidó depreguntarme sobre el examen de lasmujeres, y yo tuve cuidado de norecordárselo. Si podía emprender elviaje antes de que él lo recordara, tantomejor para mí. Otro llevaría a cabo elexamen.

Sin embargo, no podía apartar de micabeza a la mujer secuana. Imaginé unaveintena de finales distintos y mássatisfactorios de mi confrontación conella. Aunque me había despreciadopúblicamente, no me gustaba la idea deque otro la examinara, de las manos deotro hombre en su cuerpo.

Al final de la jornada me dirigí de

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nuevo a la sala de asambleas. Sólo unacinta de luz rosada con ribetes de oropermanecía en el cielo occidental,creando ese momento de melancolíainmotivada que es como un dolor demuelas en el alma. Mientras volvía alencuentro de las cautivas, me dije queno debía permitir que terminara el díasin cumplir con mi responsabilidad. Estavez no me dejaría disuadir...

La oí antes de verla. Un sonido desollozos llegaba desde el sendero queconducía a la zanja donde hacíamosnuestras necesidades. Siguiendo aquelsonido, casi tropecé con una formaacurrucada en la penumbra. La mujer

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secuana estaba sentada al lado delsendero, acongojada, con los brazosalrededor de las rodillas. Trató deahogar el sonido de su llanto, pero yotenía oído de druida.

No era sorprendente que estuvierasola. El guardián le habría dejado ir aaliviarse bajo su palabra de honor deque volvería. Era una mujer celta.

Me agaché a su lado.—¿Estás herida?Como no me respondió, le toqué el

hombro y repetí la pregunta.Ella se acurrucó todavía más.—No —dijo con la voz ahogada por

el esfuerzo de reprimir las lágrimas.

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—¿Entonces estás enferma?¿Necesitas una curandera?

—No, déjame en paz.Se cubrió el rostro con las manos.¿Cómo podía marcharme y dejarla

en paz? Tenía la intención de ser muysevero, incluso implacable, con ella,pero eso tendría que esperar. Podría serimplacable en otra ocasión.

—Permíteme que te ayude —le dijetan amablemente como pude.

La aflicción convulsionó su cuerpomenudo. Antes de que pudiera darmecuenta de lo que hacía, la rodeé con misbrazos. Ella no opuso resistencia. Parami asombro, se apretó contra mí y ocultó

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el rostro en mi pecho. Musitaba algo queyo no podía descifrar.

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?—Quemaron a Bran —dijo con voz

áspera y sollozante bajo mi barbilla—,pero no quisieron tomarme.

—¿De qué estás hablando?—¡No quisieron tomarme! —

exclamó en un tono desgarrador.La estreché entre mis brazos,

temeroso de que alguien la oyera ycreyese que la estaba torturando.

—Vamos, vamos —murmuréneciamente—. Tranquilízate y nolevantes la voz. Dime de qué me estáshablando. ¿Quién era Bran? ¿Y quién le

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quemó?—¡Los druidas! —exclamó en un

tono inequívoco de odio—. ¡Los druidasquemaron a Bran porque era el mejor denosotros!

Lo dijo como si los druidas fuesenmonstruos que hubieran actuado con unacrueldad deliberada, cosa que eraimpensable.

—Debes de haberlo entendido mal—traté de decirle.

—No, dijeron que tenía que serBran, nadie más serviría.

Me estaba dando fragmentos deinformación que no explicaban nada.

—Cuéntamelo todo para que pueda

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ayudarte.—No puedes ayudarme, ni tú ni

nadie. —La ira desapareció de su voz yquedó sólo el desconsuelo—. Empezócon Ariovisto —dijo por fin.

Entonces le entró hipo.—¿Ariovisto? ¿El rey de los

suevos?—El mismo. Son una tribu

germánica, ¿sabes?, y él los condujo alotro lado del Rin para atacar a lossecuanos. Mi padre era un príncipe delos secuanos, pero se había cansado dela guerra. Persuadió a algunos de susseguidores para ir en busca de nuevastierras. Que los suevos se quedaran en

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las antiguas, nosotros sólo queríamospaz. Así que nos pusimos en marcha,pero un espíritu maligno cayó sobrenosotros y quemó, produjo ampollas ymató a muchos de los nuestros. Rezamose hicimos sacrificios, pero nadaprevaleció contra el espíritu de laenfermedad. El Más Allá era sordo anuestras súplicas y no llamaba a la cosamaligna que nos estaba matando.Finalmente mis propios..., misqueridos...

No pudo sobreponerse a la emoción.Sintiéndome impotente, le acaricié

el cabello.—Continúa.

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—La peste mató a mis queridospadres. Entonces algunos de los otrosempezaron a decir que la cobardía de mipadre al abandonar nuestra tierra a losgermanos había hecho que la Fuenteenviara contra nosotros al mal espíritude la enfermedad. Dijeron que una cosamala llama a otra cosa mala, y tanto lacobardía como la peste son cosas malas.—Le entró otro acceso de hipo—. ¡Peromi padre no era un cobarde! Eraprudente y sólo quería una vida mejorpara nosotros. Ensuciaron su nombrecon acusaciones sólo después de quemuriese y no pudiera defenderse. ¡Fuedemasiado injusto!

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—¿Fue Bran uno de los que culparona tu padre?

—No, Bran era mi hermano. —Volvió a gemir, de una manera muytenue y desesperanzada—. Le quemaron.No quisieron tomarme.

Entonces comprendí, vi la simetríadruídica. Los druidas secuanos, aquellosque habían huido con el padre de Brigay sus seguidores, habían sacrificado alhijo del príncipe a fin de que pudierasuplicar misericordia a la Fuente. Pero,astutamente, también lo habían hechopara aplacar a quienes culpaban alpríncipe muerto de su infortunio.

—No quisieron tomarme —

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murmuraba Briga, repitiéndose en suobsesión.

—¿Por qué deberían habertetomado?

—Yo era su hermana favorita.Estábamos tan unidos como dos dedosde la misma mano. Adondequiera que éliba, yo siempre le seguía, y no era comootros hermanos, sino que deseaba micompañía. Pero los druidas no mepermitieron ir a la hoguera con él.

—¿Quería Bran que te sacrificarancon él?

Briga titubeó.—No, pero no podría haberme

detenido. Fueron los druidas quienes lo

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hicieron. Dos de ellos me sujetaron,pero vi que mi hermano iba con ellos debuen grado, valientemente y con lacabeza alta. Dijo que era un honor paraél ofrendarse por el bien de su pueblo.¡Bran era muy noble! Pero fue a lahoguera..., fue a la hoguera.

Su voz volvía a hundirse en aquelfútil y rítmico murmullo.

—¿Y entonces qué?La sacudí suavemente, haciéndola

volver en sí.—¿Eh? ¿Después? —Parecía como

si nada de lo que había ocurrido luegopudiera tener la menor importancia—.Cuando la gente se despertó a la mañana

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siguiente, las ampollas habíandesaparecido de su piel y ya no teníancalentura, mientras que el humo de lahoguera de Bran aún flotaba entre losárboles.

Claro, me dije. Está muy claro.Ella siguió diciendo con la voz

apagada:—Cuando pudimos, recogimos

nuestras cosas y seguimos buscando unlugar donde instalarnos. Pero entoncestus guerreros nos atacaron. Y aquí estoy,sin Bran. Los druidas me lo arrebataron.Los odiaré hasta mi muerte.

La vehemencia de estas palabrasterminantes y sin modular era de algún

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modo más terrible de lo que había sidosu espasmo de odio.

Yo sentía en el alma la aflicción deaquella mujer.

Briga se abandonaba en mis brazoscomo si estuviera desfallecida. Nopodía dejarla allí, por lo que la cogí enbrazos y la llevé a la sala de asambleas.El guardián de la puerta nos miróboquiabierto cuando salimos de laoscuridad.

Ella volvió a ocultar el rostro en mipecho y comprendí que no quería quenadie viera los ojos de la hija delpríncipe humedecidos por las lágrimas.

Las mujeres nos rodearon y me

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dirigieron miradas acusadoras.—La he encontrado afuera —dije sin

convicción—. Estaba... angustiada.Intenté depositarla sobre uno de los

jergones, pero ella se me aferró alcuello.

—No irás a dejarme también tú,¿verdad? —susurró.

El hipo le acometió de nuevo.Haciendo caso omiso de las demás

mujeres, me senté en el jergón y lasostuve en mi regazo.

—Vamos, vamos, tranquilízate —ledije, y añadí otras cosas sin sentido,pero ella pareció consolarse.

La mecí, musitando palabras de

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consuelo. Ella se acurrucó contra mí yapoyó el rostro en la curva de mi cuellocomo una niña cansada. Exhaló un ligerosuspiro. Dejó de apretarme pero no mesoltó.

No puedo decir cuánto tiempo estuveasí, sosteniéndola en mis brazos. Lasmujeres observaban. Ninguna intentóapartarla de mí, cosa que no les habríapermitido. Nada se había adaptado a mítan perfectamente, ni siquiera mi propiapiel, como Briga se adaptaba a micuerpo.

Cuando por fin se durmió, medesprendí suavemente de ella y la tendíen el jergón, haciendo una seña a una de

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las mujeres para que la tapara con unamanta. Briga se movió pero no llegó adespertarse.

Por segunda vez abandoné elalojamiento de las cautivas sin haberlasexaminado en busca de taras.

Aquella noche permanecí despiertodurante largo tiempo, sin pensar en elviaje inminente, pero preguntándome sialguien habría mencionado a Briga queyo era un aprendiz de druida.

Con el permiso de Menua, antes deque amaneciera me dirigí solo al bosquepara entonar la canción del sol.

Mientras subía el cerro, las estrellasse desvanecían ante la llegada de la luz,

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pero aún mantenían su vigilancia,contemplando a su hermano el sol másallá del borde del mundo. Saludé a losvigilantes celestiales, chispas de laFuente, que me acompañaban en elimponente silencio del alba.

Las franjas anaranjadas desgarraronun banco de nubes bajas en el este. Casihabía llegado al bosque cuando el cielose incendió y el sol se deslizó haciaarriba como una moneda ardiente. Mehinqué de rodillas y extendí los brazospara darle la bienvenida mientrasentonaba la canción del sol.

Éramos un pueblo que cantaba.Una vez concluida la canción me

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adentré en el bosque.Más tarde descubriría que los

romanos afirmaban que adorábamos alos árboles, pero los romanos sólo venla superficie de las cosas. Los druidasno adoramos a los árboles, sino queadoramos entre los árboles y con losárboles. Todos juntos adoramos a laFuente.

Desde la zona iluminada por el solpenetré en el penumbroso territorio delbosque, con sus perspectivasmisteriosas y su verdor que brillabatrémulamente. La percepción se alterabaa cada paso. Cada hálito de vientocreaba nuevas disposiciones de hojas y

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ramas. Las columnas vivientes del grantemplo de los carnutos acallabancuriosamente el sonido.

Había ido allí solo pero no estabasolo. Uno nunca está solo entre losárboles. Por el rabillo del ojo veía lasformas oscilantes de los dioses delbosque que paseaban el esplendor desus cornamentas por los límites de larealidad. Vi diosas formadas de musgo yhojas que salían de los árboles y sefundían con ellos. Mientras no intentaravolver la cabeza y mirarlosdirectamente, no se ocultarían sino quemantendrían amigable compañía y suMás Allá se solaparía con el mío.

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Pronto, en la provincia romana,encontraría criaturas más ajenas para míque los espíritus del venado y elsicomoro.

Al lado de la piedra de lossacrificios hice el signo de invocación,extendiendo los dedos y luegojuntándolos por turno: el dedo deseñalar, el de presionar, el de hurgar losdientes, el del pulso. Entonces uní lospulgares mientras imploraba en silencioa Aquel Que Vigila que me ayudara, queme concediera una mente ágil y unalengua prudente. Debía verlo todo y norevelar nada, pues estaría entredesconocidos. Necesitaba ayuda.

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Regresé al fuerte para recoger aTarvos y nuestro porteador y darcomienzo a mi aventura.

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CAPÍTULO X

Menua me acompañó hasta la puerta,y muchos miembros de mi clan nossiguieron para vernos partir, pero no viel rostro de Briga por ninguna parte.Había esperado vagamente verla entre lamuchedumbre.

Me recordé que probablemente nisiquiera sabía quién era yo. Tal vez nisiquiera le importaba.

Sin embargo...—¿A quién estás buscando? —me

preguntó Menua.Mi cabeza advirtió que no le

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recordara a las mujeres secuanas, lascuales seguían sin examinar.

—A Crom Daral —me apresuré adecirle.

No era una mentira. Me habríagustado verle, aunque no tanto como aBriga. Ninguno de los dos apareció.

—Vuelve a nosotros como unapersona libre, Ainvar —me saludóMenua.

Algo que parecía sospechosamentehúmedo brilló en sus ojos. Los míos meescocían. Detesto las despedidas.

La naturaleza ofrece un modelomejor. Los animales se saludan entreellos con los rituales apropiados a su

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especie, pero se separan sin ceremonia.No hay momentos dolorosos. Se van sinmás. Eso era lo que yo quería hacer enaquel momento: irme sin más.

Era joven, aquel lejano día en lallanura de los carnutos. No sabíaapreciar el momento. No me daba cuentade la manera irrevocable en que laspuertas se cerraban detrás de mí. Creíaque todo estaría esperándome cuandoregresara, tal como lo recordaba.

Cuando nos pusimos en marcha elsol destellaba en la espada de Tarvos.

Durante algún tiempo el viaje fuefácil. Estaba acostumbrado a recorrerlargas distancias con Menua. Sin

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embargo, cometí el error de dejar queTarvos estableciera el ritmo de nuestroavance, pero él no era un druidapaseante y contemplativo sino unguerrero adiestrado. Al principio pudemantenerme a su altura, pero cuando loslargos músculos de mis piernasempezaron a dolerme, tuve que apretarlos dientes y hacer un esfuerzo para norezagarme.

No retrasaríamos nuestro viaje conuna visita a Cenabum, sino que nosapresuraríamos hacia la tierra de losbitúrigos. Desde que salía el sol hastaque se ponía, Tarvos avanzaba con unainfatigable y poderosa zancada que me

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obligaba a tenerle un nuevo respeto. Mispropias piernas se convirtieron encolumnas de dolor. Me dolían la espalday las nalgas, tenía despellejados lostalones y sentía como si los tendones sedesprendieran en los empeines de mispies.

¿Cómo podía ser tan doloroso elsencillo acto de caminar?

Sí, era doloroso tanto caminar comodejar de hacerlo. Lo peor era el intentode seguir avanzando tras una noche dedescanso, pues entonces tenía lasarticulaciones trabadas y los músculosrígidos como madera. Mi cabezaricamente amueblada no era más que un

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peso que debía acarrear, y no podíapronunciar ni una palabra. Necesitabatoda mi concentración para levantar unpie después del otro.

Podría haber montado en la mula yavanzar ridículamente encaramadoencima del equipaje, pero antes quehacer tal cosa me habría muerto en lossurcos del camino. Así pues, seguíadelante, sin nada en la mente excepto eldolor.

De vez en cuando Tarvos me mirabacon una expresión divertida, pero nodecía nada. Incluso Baroc, el porteador,y el mulo que conducía sabían queestaba sufriendo. Ninguno me ofrecía

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ayuda. De todos modos, no la habríaaceptado.

Me salían ampollas, reventaban y sevolvían a formar. Seguíamos adelante.Cuando llegábamos a campamentos depastores y aldeas, recibíamoshospitalidad y entonces cantábamosalrededor del fuego. Los días y lasnoches se sucedían. Una noche me dicuenta, mientras cantaba con los demás,de que había olvidado el dolor. Al díasiguiente mi sufrimiento desapareció.

Nuestro camino nos llevó aAvaricum, fortaleza de los bitúrigos, unaciudad fortificada como Cenabum.Avaricum estaba protegida por

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marismas y un río, así como una murallade enormes maderos colocados altravés, con los espacios entre ellosllenos de cascotes y el conjunto rodeadode piedras. Sepultados en la tierra y laspiedras, los maderos no podían seralcanzados por el fuego ni derribadoscon arietes. Los bitúrigos afirmaban queAvaricum era la mejor ciudad de laGalia.

Su jefe druida, Nantua, me dio labienvenida y me prometió instrucción ensu bosque, pero lo más importante queaprendí de él no tenía nada que ver conla Orden. Mencionó por casualidad quehabía estallado la guerra entre los

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arvernios.—¿Guerra dentro de la tribu? —le

pregunté sorprendido.—Un nuevo líder se ha hecho con el

poder y un hombre que confiaba en serrey, un hombre llamado Celtillus, haresultado muerto.

Casi me atraganté con el vino queestaba bebiendo. Celtillus era el padrede Vercingetórix.

Aunque presioné a Nantua para queme diera más información, era poco loque sabía. Había recibido el mensaje ala manera habitual, mediante gritosdifundidos por el viento. Desconocía losdetalles. Decidí prescindir de más

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instrucción druídica y dije a Nantua quedebía ir al sur enseguida. Él se sintióinsultado.

—No aprenderás tanto de losarvernios como podrías aprender aquí.

—Estoy seguro de que tienes razón—le dije con tacto—, pero tengo unamigo arvernio que tal vez me necesite.

—¿Un amigo? ¿De otra tribu?Nantua enarcó las cejas ante una

situación tan improbable.—Es mi amigo del alma.—Ah —asintió, apaciguado—.

¿Sabe ese arvernio que sois amigos delalma?

—Lo dudo —admití.

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La intuición me decía que Rix teníapoco interés por los dogmas druídicos.Era un guerrero y su madre le habíahorneado con una dura corteza.

Partimos de nuevo y esta vez yoimpuse el ritmo de la marcha. Baroc sequejó de que la mula no había tenidotiempo de descansar. Baroc era unsiervo que trabajaba para nosotrosdebido a una deuda contraída con miclan. Tenía el pelo amarillento y lamentalidad estrecha, pero una grancapacidad de queja. Como la mula no sequejaba, no hice ningún caso al hombre.

La Galia central era un hervidero devida y siembra, pero ya se anticipaba la

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languidez de la estación calurosa queprecede a la cosecha. Cuando soplaba elviento con olor a vegetación y rumor deabejas, los hombres cantaban, dormían,bebían o contendían. Las mujeres sereunían para intercambiar maneras detrenzarse el pelo o chismorrear junto alos pozos y los manantiales. Éramos unpueblo libre, amábamos nuestrasdiversiones y trabajábamos duramentepara poder disfrutarlas.

Pero había algo extraño. A medidaque surgían nuevos brotes, el campomostraba tonalidades que no megustaban. Los pájaros volaban trazandoraras y desconcertantes trayectorias.

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Vimos un rebaño de ovejas de pequeñoscuernos, normalmente las criaturas másapacibles, que huían presas del pánicode una configuración de nubes que pasópor encima de ellas.

Algo iba mal. Alargué mis zancadasy aumenté la velocidad de nuestramarcha.

Siguiendo el río Allier, llegamos alaltiplano que se extendíainmediatamente antes del territorioarvernio. Por entonces la turbulenciaimpregnaba el aire. Me sorprendió queTarvos, a quien consideraba el menossensible de los hombres, avanzara consu espada corta en la mano. Me saqué el

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amuleto druídico del cuello de mi túnicay lo exhibí sobre mi pecho. Le dije aBaroc que sujetara bien a la mula.

Los arvernios que encontrábamospor el camino se mostraban callados ycautelosos. Ninguno quería hablar de lamuerte de Celtillus. Si hacía demasiadaspreguntas, la gente volvía la cabezamalhumorada o se alejaba a toda prisade nosotros. Hasta que las murallas dela gran fortaleza de Gergovia se alzarona lo lejos, no encontramos un bardo queestuviera dispuesto a hablar connosotros.

Se llamaba precisamente Hanesa elhablador. Rojizo y rechoncho, con una

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red de venitas rotas en las aletas de lanariz, el bardo tenía una abundantecabellera y una voz excelente. Incluso enuna conversación informal hablaba confloreos retóricos.

Cuando le dijimos que íbamos aGergovia, Hanesa habló en tono líricosobre el tamaño y la potencia de laprincipal fortaleza de los arvernios, yafirmó que, en comparación, tantoAvaricum como Cenabum eran pobres.Le pregunté si conocía a Vercingetórix yentonces su grandilocuencia no tuvolímites.

—¡Ese joven es el luchador másferoz que jamás nació en la Galia! —

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exclamó, agitando los brazos—. Le heobservado en los juegos y cuando seadiestra, y te aseguro que ningún hombrele iguala en poderío físico. Tiene lafuerza de diez y el más noble de loscaracteres. Le admiran mucho...

—¿Como a su padre? —preguntéinocentemente.

—Ah, humm. —La vehemencia deHanesa pareció secarse y me dirigió unamirada especulativa, pinzándose con losdedos el labio inferior—. ¿Qué sabe uncarnuto de Celtillus?

—Me han dicho que le mataronrecientemente, y estoy preocupado. Suhijo Vercingetórix es amigo mío.

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—¿Por qué te lo callabas? —El solsalió de nuevo; Hanesa sonrió—.También yo soy amigo suyo yprecisamente ahora voy en su busca. Éles mi destino.

Esta afirmación era tan pomposa y lahabía pronunciado con tanta seriedadque tuve que hacer un esfuerzo para nosonreír e insultarle.

—Oh, ¿de veras?—¡Pues claro! Estoy destinado a ser

el bardo más celebrado de la Galia, ypara ello he de contar relatos que nadiepueda igualar. Conseguiré esas historiasal lado de un héroe poderoso, un hombredestinado a hacer grandes cosas.

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Semejante existencia ha sido profetizadaa Vercingetórix desde su nacimiento.Puesto que los recientes acontecimientosle hicieron salir de Gergovia, yo heresuelto unos asuntos particulares yahora estoy libre para reunirme con él.Si eres amigo suyo, será un placer queme acompañes.

—¿Por qué abandonó Gergovia?Mientras le hacía esta pregunta

acariciaba claramente mi amuleto deoro, a fin de que Hanesa, que comobardo era también miembro de la Ordende los Sabios, supiera que yo eraalguien digno de confianza.

Hacer una pregunta a un bardo es

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como inclinar una jarra rebosante.Pronto nos apartamos del camino, nossentamos a la sombra de un árbol yBaroc, obedeciendo una orden mía,repartió pan y queso mientras Hanesanos describía la reciente convulsión ensu tribu.

Hablar no le impedía comer con lasdos manos. Todos los bardos que heconocido tenían un apetito voraz. Ymientras la comida desaparecía en lasfauces de Hanesa, imaginé que Baroc sequejaría por haberle dado su parte a undesconocido. Los príncipes y losdruidas tienen que ser hospitalarios. Lossiervos, no.

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Entre uno y otro bocado, Hanesa nosdijo:

—El problema se remonta ageneraciones atrás. Como sin dudasabes, los arvernios fueron en otrotiempo supremos entre todas las tribusgalas.

Hizo una pausa para que suspalabras surtieran efecto y esperó a versi le contradecía. Puesto que deseabaque siguiera hablando, no dije nada,aunque todas las tribus afirman lo mismoy eso no es más cierto de los arverniosque de cualesquiera otros. El dominioentre las tribus siempre ha sido unasunto cambiante.

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—El noble príncipe Celtillus seobsesionó con el sueño de devolver anuestra tribu su antigua eminencia —siguió diciendo Hanesa—. Para ellointentó convertirse en soberano cuandonuestro anciano rey sobrevivió a susfuerzas para ejercer el cargo. Pero éstefue objeto de disputa y otro hombre ganóla elección. Celtillus se lo tomó a mal.No aceptaría su derrota... ¡aunque eraafamado tanto por su sabiduría como porsu espíritu magnánimo!

Hanesa no podía resistirse a ladeclamación. Le brillaban los ojos,vibraba su garganta, a menudo soltabarisas alegres y exclamaciones.

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Escucharle era un festín.—Para defender su posición contra

la continua amenaza de Celtillus y susseguidores, el nuevo rey buscó ayuda.Como puedes imaginar, no se sentíaseguro en su cargo real, cosa quemencionó a los mercaderes romanos deGergovia, con los que realizabaimportantes negocios.

Al oír mencionar a los romanos mepuse rígido, como si Menua me hubieradado un codazo. Hanesa terminó decomer y prosiguió su recitación.

—Los mercaderes transmitieron estainformación a sus superiores, y al cabode un tiempo alguien ofreció ayuda. Se

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llegó a acuerdos, sin que nadie dijerasobre qué ni con quién, pero en eltranscurso de la última luna el cuerpo deCeltillus fue encontrado en una zanja,muerto a cuchilladas, y cuando su hijomayor, que lo descubrió, se enfureció, elnuevo rey, Potomarus, le expulsó deGergovia bajo amenaza de muerte.

Me sentí muy apenado por Rix, elhijo mayor.

—Dime, bardo, ¿quién matórealmente a Celtillus?

—Nadie admite que conoce larespuesta, pero la historia es miprofesión y sé hacer preguntas a fin detransmitir la verdad de los

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acontecimientos a las futurasgeneraciones. Por medio de fuentes a lasque debo proteger, me enteré de que losmercaderes le habían dicho a Celtillusque podía hacer un trato especial paraadquirir armamento y más guerreros quele permitirían apoderarse del trono porla fuerza. Alguien, no dijeron su nombre,se reuniría con él en un lugar secreto yle llevaría a otro sitio también secretodonde cerrarían el trato. Pero era unaencerrona. Luego, quienes vieron sucadáver fijaron que las heridas tenían laforma propia de las espadas romanas.

Hanesa bajó la voz hasta que sólofue un susurro siniestro.

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—¿Por qué los mercaderes romanoso sus superiores intervendrían en unalucha para controlar la tribu?

Hanesa sacudió la cabeza.—¿Quién podría decirlo con

seguridad? Supongo que para proteger asu buen asociado comercial, Potomarus.Pero Celtillus murió y con él su sueñode reunir a todas las tribus de la Galiabajo el liderazgo de los arvernios. Unsueño absurdo, en realidad —añadiómoviendo de nuevo la cabeza con unaexpresión entristecida—, pero glorioso.

Mi cabeza observó que el sueño era,en efecto, absurdo, la clase de sueño quelos celtas adoraban. La Galia libre

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estaba formada por más de sesentatribus, grandes y pequeñas, las cuales noestaban de acuerdo en nada salvo en elplacer de luchar unas con otras parademostrar su virilidad. La idea deobligarles a aceptar un liderazgo únicoera ridícula.

—¿Y ahora qué hace Vercingetórix?—quise saber.

A Hanesa volvieron a brillarle losojos.

—Ah, deberían haberle matadocuando mataron a su padre. Lo sucedidole ha conmocionado, pero cuando serecupere tomará una venganzaespectacular, ése es su estilo. Yo voy a

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ofrecerme como su bardo personalporque quiero estar cerca para verlo.

Naturalmente, pensé. La venganzaengendra épica.

—Vayamos a reunirnos con élenseguida, Hanesa —le dije—. Estoydeseoso de saber si está bien.

—Y yo también. Pero ten cuidadocon cualquiera que encontremos por elcamino. Los ánimos todavía estánexaltados en ambos bandos.

—Nadie le haría daño a un druida—observé.

Entonces Tarvos intervinoinesperadamente.

—No lo eres, Ainvar, todavía no.

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Le dirigí una mirada irritada querebotó en él como una lanza contra unapiel de buey. No podía intimidar aTarvos.

Rix se había refugiado por debajo deGergovia, en la ribera occidental delAllier. Para llegar hasta él tuvimos queabrirnos paso a través de un espesosotobosque. Yo comprendía a losárboles; mientras el ramaje arañaba aHanesa, yo me deslizaba entre lavegetación con facilidad.

—Las tribus nórdicas sois tanconocedoras de los bosques como losgermanos —dijo el bardo con ciertorencor cuando sufrió el tercer rasguño.

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Estas palabras me irritaron. Serequiparado a los germanos era un insultopara todo galo.

Al igual que nosotros, las gentes quevivían al otro lado del Rin se dividíanen varias tribus, a las que dábamos elnombre común de germanos, aunquealgunas de ellas afirmaban su origencelta y tenían leyendas similares a lasnuestras. Sin embargo, no existíaamistad entre los galos y los germanos.Ellos eran nómadas hostiles y agresivos,mientras que nosotros ocupábamos unosterritorios fijos y prósperos confortalezas. Los germanos no teníandruidas. Vivían en bosques densos, que

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nunca se molestaban en despejar, y sedecía que muchos de ellos ibandesnudos en verano e invierno, o secubrían con pieles de oso sin curtir.Considerábamos a las tribus germánicascomo unos brutos de escasa astucia yhábitos repugnantes.

Sin embargo, no se podía negar queen el combate eran terribles. Tenían unaferocidad celebrada en nuestras propiasleyendas bárdicas, pero que ahora nosolían practicar los celtas galos. Losgermanos eran una amenaza constante ennuestras fronteras, donde mataban ysaqueaban. Los eduos, en particular,habían perdido territorio por su causa.

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El orgullo tribal había hecho queHanesa me insultara. Naturalmente, yono podía aceptarlo. En un tono tan fríocomo el hierro en una noche de invierno,le dije:

—No importa lo que Celtilluscreyera, los arvernios no son de ningunamanera superiores a los carnutos. Dehecho, sucede todo lo contrario. Sialguien ha de dirigir a los galos, será mitribu.

»¿Puedo recordarte que el mayor detodos los bosques sagrados, elverdadero corazón de la Galia, está ennuestro territorio?

Mis palabras le interrumpieron.

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Durante casi sesenta pasos Hanesa elhablador no dijo nada en absoluto.

Los mosquitos zumbaban, espesandoel aire. Di unas manotadas paraalejarlos de mis orejas y nariz. Ahoranos aproximábamos al río, me llegaba elolor del agua. En realidad, los ríos sonfemeninos, diosas, cada una con suspropios nombres y propiedades, aunquecada una es un aspecto de la fuente. ElSequana, por ejemplo, que atraviesa latierra de los parisios, era famoso porsus propiedades curativas y...

Un súbito ruido sordo interrumpiómis reflexiones. Giré sobre mis talonesy me encontré ante un gigante barbudo

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que había saltado desde la rama de unárbol casi directamente encima de micabeza. Un gigante barbudo que blandíauna espada y tenía una expresión asesinaen los ojos.

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CAPÍTULO XI

Tarvos gritó y dio un salto haciaadelante, con la lanza preparada paraembestir. La mirada del atacante setrabó con la mía. También yo meabalancé, pero no contra él sino contraTarvos, a quien le arrebaté la lanzaantes de que pudiera clavarla en elcorazón de aquel hombre.

Sintiéndose ultrajado, Tarvos aulló ypareció a punto de volverse contra mí.Se recuperó con dificultad y nos miró auno y otro mientras Hanesa y Baroc seacercaban a toda prisa. El hombre que

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había estado en un tris de matarme bajólentamente su espada, un arma macizacon la empuñadura cubierta de gemasque cualquier otro hombre habría tenidoque blandir con ambas manos pero queél sujetaba fácilmente con una sola.

—Así que encuentro al Rey delmundo escondido en un bosque —dijearrastrando las palabras.

Una sonrisa marfileña apareció bajoel bigote dorado y caído.

—Ainvar... ¿Es posible que seas tú?—Probablemente. Lo era cuando me

desperté esta mañana. Sin embargo, esofue hace mucho tiempo y la gentecambia.

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—Tu voz no ha cambiado, ni tusojos. Afortunadamente para ti, pues delo contrario ahora serías doble: miespada te habría cortado por el mediodesde el cráneo hasta la entrepierna.

—La suerte no existe —repliqué.Fijó la mirada en mi amuleto.—¿Druida?—Soy aprendiz de Menua.—Un desperdicio de buenos reflejos

—comentó Vercingetórix.Aunque estaba lleno de arañazos,

demacrado y sucio, en la mañana de suvirilidad el príncipe arvernio era unacanción de fuerza. Desde la cabezaleonina a las piernas musculosas, la

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armonía de su cuerpo era perfecta.Incluso me superaba en altura y en eltamaño de su maciza osamenta. Pero sumirada, velada por los grandespárpados, era la misma, y su sonrisairresistible no había cambiado.

Nos dimos un fuerte abrazo ypalmadas en la espalda. Por encima delhombro de Rix vi que Hanesa nosmiraba.

—Pasamos juntos el ritual devirilidad —intenté explicarle.

—Pero casi no te he reconocido —dijo Rix—. Cuando te vi avanzar entrelos árboles te confundí con uno de losguerreros del rey que pretendía cortarme

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la cabeza.—¿Tan mal están las cosas?Él sonrió sesgadamente.—Podrían estar mejor. Pero es una

situación temporal. Tengo intención decambiarlo todo, y pronto.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? Sé lode tu padre, por supuesto.

—Me refugié aquí hace dos noches.Tengo amigos que me traen comidacuando se atreven, y hay hombres queme seguirán cuando esté preparado parahacer lo que me propongo. Cualquierade ellos me ocultaría en su casa, pero noquiero poner a nadie en peligro.

Hanesa intervino ansiosamente.

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—¿Qué es lo que te propones?¿Atacarás Gergovia?

Rix soltó una risa irónica y triste.—¿Yo y un puñado de seguidores

contra los poderosos muros deGergovia? Ni siquiera yo soy tantemerario, bardo. No, pretendo hacerle aPotomarus lo que él hizo a mi padre,atraerle a una emboscada y matarle.

—Eso no te devolverá a tu padre ydejarás a la tribu sin cabeza.

Algo brilló en los ojos de Rix y porun momento vi su alma.

Abrí los sentidos de mi espíritu,escuché el rumor del agua en el río, unsonido pesado, y olí el pavor de los

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gansos que volaban por encima denosotros. Recordé las tonalidades delgrano que brotaba en los campos y elpánico de las ovejas.

—No es el momento para queaspires al trono, Rix —le dije.

Él pareció sorprendido.—¿Quién ha dicho que quiero tal

cosa?—Es una advertencia. La atmósfera

está turbada. Ahora los augurios sonmalos para quienquiera que lidere a losarvernios.

—Cháchara de druida —se mofóRix.

—Yo escucharía a este hombre —le

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dijo Hanesa—. La Orden apoya a lossuyos.

—Ainvar tiene una buena cabeza,¿sabes? —añadió Tarvos. Era el primercumplido que me hacía el Toro.

Rix miró al otro guerrero,aquilatándole. Entonces se volvió denuevo hacia mí.

—Sí, tienes una buena cabeza, loadmito, pero no comprendes. Potomarusno merece ser rey. Él y sus mercaderesromanos...

—Hanesa me lo ha dicho, por lomenos lo que se sospecha. ¿Tienes algomás que meras sospechas?

La piel se tensó alrededor de los

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ojos de Rix.—Si tuviera alguna prueba la habría

presentado a los jueces, pero todo el quepuede saber algo teme hablar. El rey ysus mercaderes están a salvo de todoexcepto de mi espada —añadió con ungruñido.

—El trono es un cargo por elección,Rix. Si lo tomas con la espada, alguiense sentirá libre para arrebatártelo con laespada. Escúchame. Todo estácambiando, la misma atmósfera es aquítan inestable como las arenas movedizasdel Liger. Si actúas precipitadamenteacabarás tan muerto como tu padre sinhaber conseguido nada.

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»Te haré una sugerencia. Deja quelos recuerdos se desvanezcan y losánimos se serenen, incluido el tuyo. Venconmigo. Menua me envía al sur, a laProvincia, para que estudie con losdruidas a lo largo del camino y, lo quees más importante, observe a losromanos de la Galia Narbonense y leinforme sobre sus planes y acciones.

La piel alrededor de los ojos de Rixseguía tensa, y en su expresión veíarechazo, por lo que le arrojé un señuelorápido e inspirado:

—En nuestros viajes encontraremosa otros mercaderes que quizá sepan laverdad de lo sucedido a tu padre. Ya

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sabes cómo son estas cosas, Rix, losmiembros de una clase hablan entreellos. Los mercaderes seguramentechismorrearán con otros mercaderes.Podemos interrogar a la gente, podemosaprender. Si la norma lo desea, inclusopodrías obtener la prueba que necesitaspara presentarla al juez principal de losarvernios.

—¿Lo crees de verdad? —preguntóél con una vehemencia conmovedora.

Tenía que serle sincero.—No lo sé, pero vale la pena

intentarlo. Aquí, oculto entre losárboles, no conseguirás nada. Daletiempo a la situación. Como te digo, los

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augurios son tan malos que tu nuevo reyindudablemente le fallará a la tribu deuna manera u otra, y entonces podríasencontrar un gran número de nuevosaliados. Además —añadí, confiando enque fuese la tentación final—, deseo tucompañía.

Me di cuenta de que titubeaba.—Que quede claro, Ainvar, que si

voy contigo me propongo regresar aGergovia. Esto no ha terminado.

—Lo sé.—Mi padre soñaba con dirigir a las

tribus arvernias de la Galia. —Se sumióen la contemplación de algún espaciointerior al que yo no tenía acceso—. Su

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sueño era como una chispa en hierbaseca. Esa chispa no se ha extinguido.Algún día yo llevaré a término lo que élcomenzó.

En aquel momento estuve seguro deque lo haría y, al mismo tiempo, temípor él. Todo el peligro que habíapercibido intuitivamente desde quepenetré en aquella tierra giraba ahorainequívocamente en torno a mi amigo.

—Cuando llegue el momento, teayudaré —le dije temerariamente. Enaquel momento le habría dicho cualquiercosa—. Pero ahora ven conmigo. PorSamhain tengo que regresar al granbosque. Menua quiere que comunique lo

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que he ido sabiendo durante la asambleaanual de druidas.

Convencer a Rix de que meacompañara requirió todas mis fuerzas,pero finalmente lo logré. Juntos nospusimos en marcha hacia el sur,acompañados ahora por Hanesa elhablador así como por Tarvos y miporteador. El bardo se nos había unidosin pedir permiso. Oculté una sonrisa,pues yo había hecho lo mismo conbastante frecuencia.

Si Vercingetórix era reconocidopodríamos correr peligro, por lo que leconvencí para que se disfrazara lo mejorque pudiera. En una feria que

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encontramos en un cruce de caminos lepedí a Tarvos que regateara paraobtener una sucia capa de lana queparecía como si un pastor la hubierausado durante años tanto en inviernocomo en verano. Tenía capucha, casicomo la de un druida, y Rix podíaocultar con ella su brillante cabellera.Guardamos la espada con empuñaduraenjoyada de su padre en una alforja dela mula y Rix se limitó a llevar unalanza, como si fuese uno de misguardaespaldas.

Él aceptó estas decisiones con unalivio que intentaba disimular y que merevelaba lo terribles que habían sido

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para él los últimos días, solo yatormentado. Obedientemente ocupó sulugar y esperó las órdenes de marcha deTarvos.

Esto le causó dificultades al Toro.—No puedo darle órdenes, Ainvar

—me susurró entre dientes—.¡Pertenece al rango de la caballería!

—Debes hacerlo. No puedonombrarle jefe de los guardaespaldas,pues eso le pondría demasiado enevidencia.

Estas palabras llegaron a oídos deHanesa, el cual dijo retóricamente:

—¡La gente siempre se fijará enVercingetórix, sol brillante de los

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arvernios!—Y tú guarda silencio —le dije

irritado—. Por lo menos hasta queestemos en el territorio de otra tribu, opodrían matar a tu brillante sol.

Con Vercingetórix figuradamentebajo mi brazo como un paquete valioso,avancé hacia el sur y visité variosbosques druidas a lo largo del caminopero no me quedé en ninguno. Elverdadero objetivo del viaje era laProvincia y tenía prisa por llegar allí yver un lugar que sin duda sería exótico yextraño.

Hasta que abandonamos el territoriode los arvernios, la tensión fue palpable

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en el aire y se aferró a mi piel como unapátina de sudor. Los nombres susurradosde Celtillus y Potomarus erantransmitidos por el viento, y algunosdecían que aún era posible una guerradentro de la tribu.

Sin embargo, no había ningúnesfuerzo unificado, tan sóloconversaciones; gritos y puños agitados,jactancias engendradas por el vino. Perosin un líder todo aquello se quedaría ennada y sería olvidado. No éramos unpueblo que ardiera lentamente: nosencendíamos enseguida o de lo contrariola llama se extinguía.

La llama caminaba a mi lado,

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ocultando sus pensamientos detrás delos párpados.

El tiempo cada vez más cálido nosexcitaba. Todos éramos jóvenes y aveces hablábamos de mujeres mientrascaminábamos. Era un tema favorito deRix, el cual ya tenía una ampliaexperiencia en ellas. Hanesa aportó suspropios recuerdos, floridos y sin dudaexagerados. Baroc se mordía el labio,pues el acceso de un siervo a lasmujeres estaba limitado hasta que lelicenciaran de su obligación. Tarvoscallaba, como de costumbre.

Pensé en Sulis y en Briga. Hablé dela primera en voz alta porque todos,

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excepto Hanesa, la conocían y yo era lobastante joven para que me gustarajactarme. En cambio, no dije nada deBriga, pero por la noche, cuando yacíaenvuelto en mi manto, la veía detrás demis párpados cerrados. Faltaba muchotiempo hasta Samhain, y seguramentepara entonces algún hombre la habríahecho suya...

Intenté, sin éxito, no pensar en eso.De vez en cuando cedíamos a los

impulsos de nuestra juventud,retozábamos, gritábamos y nos dábamosempujones mientras la mula nos mirabacon una expresión de madurez ofendida.

Un día, cuando estaba disfrutando de

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una larga pausa de silencio, Rix se meacercó y caminó a mi lado. Lo hacía aveces, cuando nadie podía ser testigo deesa familiaridad. Inició la conversaciónabruptamente, como si hubierareflexionado durante mucho tiemposobre sus palabras.

—Me peleé con mi padre poco antesde que le mataran, Ainvar. Solíamospelearnos mucho. Me dio un puñetazo enuna oreja.

—Todas las familias se pelean —leaseguré.

—No como lo hacíamos nosotros.Desde el principio estuvimosenfrentados, a pesar de lo muy parecidos

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que éramos. Pero él estaba endesacuerdo con todo lo que yo decía y,siguiendo su ejemplo, yo hacía lo mismocon él.

—Parece algo inofensivo. Yo diríaque sucede a menudo entre padres ehijos, miden sus fuerzas respectivascomo dos toros.

Me resultaba fácil ser objetivo, puesno había conocido a mi padre.

—No comprendes. Las últimaspalabras que intercambiamos fueronviolentas y airadas, y la próxima vez quele vi estaba muerto. Quise decirle quetenía razón..., ahora ni siquiera recuerdode qué habíamos discutido, pero no pude

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decírselo y sigo hablándole en micabeza, tratando de poner fin a unaconversación que nunca puede terminar.

—Podrás terminarla en el Más Allá,cuando vuestros espíritus se reúnan allí.

Él volvió rápidamente la cabeza.—¿Crees seriamente en esa tontería?Me quedé tan asombrado que

tropecé y casi me caí.—¡Naturalmente! ¿Tú no?—Tuve a Celtillus en mis brazos

cuando estaba muerto, Ainvar. Noquedaba nada de él, no tenía vida.Estaba frío y la sangre rígida en susropas. Era un montón de carne muerta.Le llamé a gritos, pero no recibí ninguna

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respuesta, se había ido. Era como sinunca hubiera existido. Destruido. Nome miraba con benevolencia desde elMás Allá, pues en ese caso habríaencontrado la manera de decírmelo. Mipadre podía hacer cualquier cosa.Estaba destruido, ¿me oyes? ¡Convertidoen nada! Ese día aprendí que cuandomueres no hay nada. Ni Más Allá nicontinuidad. Vives, mueres y se acabó.

La intensidad de su amargura meconsternó, aunque ahora comprendía porqué estaba tan decidido a hacer suyo elsueño de su padre.

Recordé a Briga, que lloró por suhermano sacrificado, muerto por una

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causa que era muy diferente. Me sentíincapaz ante tanto dolor. Me habíanenseñado que los vivos y los muertosforman parte de una comunidad quenunca se interrumpe, que la muerte nopone fin a nada, pero no sabía ofrecermi fe como si fuese una copa de vino.

Tenía que regresar enseguida albosque a fin de que Menua pudieracompletar mi educación y darme lasabiduría necesaria para consolar aBriga y Rix. Pero antes debía cumplircon un encargo y adquirir otra clase deeducación.

Nuestra última visita antes de llegara la Provincia fue a la tribu de los

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gábalos, en la espesura de su montaña.Obviamente azorado, el viejo jefedruida me escoltó a su bosque, un tristey pequeño grupo de robles nudosos a losque les faltaban muchas ramas, comodientes rotos que arruinan una sonrisa.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —quisesaber, mirando los muñones de lasramas cortadas.

—Mi gente cortó los árboles, paratener leña.

El anciano no podía sostener mimirada.

—¡No se atreverían!—Aquí ya no hay mucho culto,

Ainvar. Algunos incluso colocan dioses

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de arcilla, al estilo romano, enhornacinas abiertas en sus paredes. —Elpobre hombre se encorvaba como paraprotegerse—. Hacen budines con lasangre de los animales sacrificados, quedebería ser entregada a la tierra.Discuto, pero los jóvenes no meescuchan.

Era al mismo tiempo patético yaterrador, como un sueño trágico yprofético. Un viejecito esquelético alque estaban royendo el poco poder quele quedaba.

—¿Cómo ha podido suceder esto?—le pregunté.

—Poco a poco —dijo con tristeza

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—. Empezó cuando las autoridadesromanas de la Galia Narbonensedeclararon que la Orden era persona nongrata allí. Era una afrenta, y empezaron ahacer afirmaciones despectivas sobrenosotros para justificarla. La gente quevive al otro lado de las montañasempezó a creerles. Luego mi propiopueblo..., los que tenían ciertos tratoscon los provinciales en las fronteras...también empezaron a perder la fe ennosotros. Estamos demasiado cerca delos romanos. Su influencia...

Extendió las manos y sacudió lacabeza gris.

¡Ah, Menua!, pensé. ¡Grande es tu

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sabiduría, Guardián del Bosque!No había nada más que los gábalos

pudieran enseñarme, pero esa únicalección era lo bastante valiosa. Losromanos debían de temer a la Ordencuando se esforzaban tanto pordesacreditarnos.

Y si nos temían, eso significaba queteníamos un poder que ellos reconocíantácitamente.

Conduje a mi pequeño grupo por lospuertos de montaña y entramos en laGalia Narbonense.

Parecía como si hubiéramospenetrado en un mundo diferente.

La Provincia prosperaba bajo un sol

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más caliente y digno de confianza delque conocíamos en el norte. Cuandobajamos de las montañas, la tierra seextendió ante nosotros como un regazoverde. Vimos granjas bien cuidadas ygordas reses dondequiera quemirásemos. Allí donde el suelo no erautilizado para cultivar, crecían floressilvestres. El aire olía a mantequilla yqueso.

A medida que nos adentrábamos enla Provincia me arrodillaba una y otravez y desmenuzaba la tierra entre misdedos. Cada vez que su color y texturacambiaban, me detenía para tocar,saborear y oler, para familiarizarme con

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el nuevo lugar. Observaba cada cambioen las hojas y los arbustos, cada cantode ave distinto. Estaba maravillado.

Obedeciendo la advertencia que mehabía hecho el jefe druida de losgábalos, oculté mi amuleto bajo la ropay le pedí a Hanesa que no se identificaracomo bardo si alguien le preguntaba.

Empecé a observar que una uvasilvestre similar a la que florecía en elvalle del Liger había sido domada en laProvincia y aparecía en hilerasordenadas.

—¡Mira, Rix! Aquí está la fuente delvino que importamos a un coste tan alto.En casa crecen las mismas uvas en

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estado silvestre.Silvestres en casa, domadas allí.

Bajo el control romano, el vino erasumiso.

El sello extranjero se veía por todaspartes. Aunque veíamos cabañas contechumbre de hierba, cuanto másavanzábamos, hacia el sur menos galas ymás romanas se volvían. Los nativos dela Provincia, los alóbroges celtas, losnantuatos, los volcos, los inteligentessaluvios y los fuertes ligures, seguíanviviendo allí, pero tras algunasgeneraciones de dominio romano sehabían latinizado. Lo veíamos en susedificios y lo oíamos en su manera de

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hablar.Pronto supimos que ya no podríamos

encontrar hospitalidad allí donde nossorprendiera la noche. Todas laspuertas, excepto las de las posadascomerciales, estaban cerradas a losextranjeros, y los posaderos querían verel dinero primero.

Yo traía las monedas celtas queusábamos con los mercaderes. Entrenosotros preferíamos el trueque, perohabíamos aprendido de los griegos quelos meridionales preferían el frío metal.Y a los romanos era lo único que lesinteresaba. Así pues, acuñamosmonedas.

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En la primera posada que visitamos,el posadero miró mis monedas y torcióel gesto. Tenía los ojos como nueces yel rostro rojo como el de un bebé.

—¿No tienes dinero auténtico?—Éste es auténtico.—Mira lo que está estampado en las

monedas. ¿Quién es este salvaje de pelorevuelto y qué es esta figura, un caballoo un perro? Dame monedas romanas concabezas romanas.

—No tenemos ninguna.—Ya me lo parecía —dijo el

posadero con los ojos brillantes—. Losbárbaros nunca las tenéis cuando llegáis.Pero mi naturaleza es generosa y

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cambiaré tu dinero, por un porcentaje,claro. Tienes que aceptarlo, pues lamoneda de la peluda Galia no te servirápara comprar nada aquí.

Era la primera vez que oía unareferencia a la Galia libre por esenombre insultante.

—También tendréis que comprarunas ropas decentes —añadió—. Nopodéis ir por ahí vestidos con esoscolores chillones. La gente sabríaenseguida que sois unos salvajes. Soisdoblemente afortunados porque tengo unhermano en el pueblo vecino, un tenderoque os vestirá apropiadamente. Por unprecio, claro.

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La risa que acompañó a estasúltimas palabras era desagradable.

Un montón de monedas romanas nosproporcionó una comida que habríadejado hambriento a un ratón. Todoestaba empapado en aceite rancio. Lacarne era más vieja que yo. De acuerdocon nuestro rango solicité el mejoraposento para Hanesa y yo mismo, yotro cercano para nuestrosguardaespaldas y el porteador. Al bardoy a mí nos destinaron un cubículo sinventilación al que se subía por unadesvencijada escala desde la salaprincipal de la posada. Allí pasamosuna noche terrible, oyendo los ronquidos

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y los pedos de otros cuatro viajeros,tendidos en paja infestada de piojos.

Nos despertamos con la sensaciónde tener arena bajo los párpados yrascándonos furiosamente. En cambio,nuestros guerreros y el porteadorparecían refrescados.

—Nos alojaron en el establo con lavaca —dijo Rix—. Cuando aún estabaoscuro, una mujer joven tan redonda yfirme como una hogaza de pan entró consu cubo de ordeñar e interrumpí su tareadurante un rato. —Se echó a reír—. Nopareció importarle.

—Es probable que eso sólo formeparte de su trabajo —dijo Hanesa.

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Rix se ofendió.—¿Qué quieres decir? Ella me

quiso.—Quería complacer a su amo, el

cual probablemente le ordena quesatisfaga a sus huéspedes.

—¿Su amo?—Es una esclava, por supuesto. ¿No

lo sabías? Aquí todos los siervos sonesclavos. He hablado con varios deellos.

—¡Pero esa mujer es celta, comonosotros! ¡Una persona libre desde sunacimiento!

—No en la Provincia —le informóHanesa.

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La expresión del rostro de Rixrevelaba que esa información casi leparecía increíble, pero era cierta. Yomismo había hecho algunas preguntas.Los esclavos eran el músculo bajo lagrasa de la Provincia, y la mayoría deellos eran de raza celta, personas que,por herencia, deberían haber nacidolibres.

Nos marchamos de la posada loantes posible. Había decidido que apartir de entonces dormiríamos bajo lasestrellas a menos que el tiempo fuesemuy malo.

En vez de los abruptos caminos de laGalia libre, la Provincia tenía anchos

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caminos a menudo pavimentados conlosas de piedra que presentaban ya lossurcos de las ruedas romanas. Uno deesos caminos nos condujo al pueblo máscercano, un grupo de casas de piedraseparadas por estrechos callejonesabrillantados de una maneraincongruente con macetas y artesones deflores cultivadas. Todo estaba fregado ybien cuidado, y pensé malhumorado quese debía al trabajo de los esclavos.Compramos algunas prendas de vestir enuna tienda minúscula propiedad delhermano del posadero, el cual resultóser tan ladrón como éste.

El peso de las monedas en mi bolsa

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disminuía de un modo alarmante. En losucesivo dormiríamos definitivamente alaire libre y haríamos durar nuestrasnuevas ropas.

—Tengo un aspecto ridículo —sequejó Baroc—. Esta túnica es como unvestido de mujer cortado en la espinilla.Y es demasiado holgada.

—Nunca podríamos luchar vestidosasí —convino Rix en tono sombrío,mirando furibundo su propia túnica sincuello.

En el camino nos encontramos conviajeros de atuendos muy diversos y unavariación de colores, desde el blancolechoso hasta el ébano. Varias veces

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tuve que reprobar a Baroc por mirarlescon la boca abierta. La mayoría de losviajeros iba a pie, pero también habíacarros, carretas, bigas y cuadrigas yanimales de montar, caballos, mulos,asnos y una especie de caballos muypequeños y peludos. Ante mis ojosasombrados parecía como si todo elmundo viajara por los caminos de laGalia Narbonense.

Intenté entablar conversaciones conalgunas de aquellas personas. Pocasrespondieron a ninguna variante de lalengua celta, aunque observé que muchasme comprendían. Cuando probé con ellatín que Menua me había enseñado,

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tuve dificultad en comprender lasrespuestas.

Observé encantado que Hanesa teníamás éxito. Tenía el don de lenguas y eracapaz de lograr que casi cualquiera lerespondiese. También tenía oído para elidioma, como demostró aprendiendorápidamente los diversos dialectosprovinciales con que nos encontramos.

La norma me había puesto encontacto con aquel hombre cuando másle necesitaba.

Aquella noche no perdí tiempobuscando una posada, sino que Rix y yoseleccionamos un lugar para acamparque no se viera desde el camino,

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próximo a un arroyo y oculto tras unbosquecillo de alisos.

Con la tierra cálida bajo mi cuerpo ylas estrellas familiares por encima demí, la Provincia no me parecía tan ajena.

A la mañana siguiente, cuando nospusimos en marcha, Rix me preguntó:

—¿Qué estamos buscando?—Nada y todo —respondí.Apenas había pronunciado estas

palabras cuando tuvimos que saltarbruscamente a una zanja al lado delcamino para evitar que nos atropellaran.Una compañía de caballería pasó algalope, mirando adelante como si nadiemás existiera. Sólo su jefe nos dirigió

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una mirada imperiosa por debajo de sucasco de bronce al pasaratronadoramente por nuestro lado. Noslanzó un juramento breve e impersonal yse alejó.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté aHanesa cuando salimos de la zanja,mientras nos sacudíamos la suciedad delos vestidos—. ¿Era eso latín?

—Sospecho que el latín del ejércitoes diferente del de los mercaderes —replicó el bardo con la voz temblorosa.

Sus ojos tenían una expresión detemor.

Rix se quedó mirando a los jinetesque desaparecían a lo lejos. Por encima

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del hombro me dijo en un tonoadmirado:

—Esos caballos son todos iguales,Ainvar, ¿te has fijado? Patas largas,hocicos pequeños... ¿Qué clase decaballos crees que son? Y el equipotambién armoniza, cada hombre estáprovisto igual que los demás: espadacorta envainada, escudo largo ovaladoen el brazo, armadura de cuero para eltorso, casco de bronce.

—Y rostro galo —añadí sin poderresistirme.

—¿Qué?—Raza celta, una vez más. Todos

esos jinetes iban afeitados como

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romanos, pero si no me equivoco cadauno procede de alguna tribu gala,excepto su capitán. Supongo que ése esromano.

—Galos en esclavitud, trabajando enlas posadas; galos en la caballería,siguiendo a un capitán romano... ¿Quéclase de lugar es éste, Ainvar?

—Eso es lo que hemos venido aaveriguar —repliqué.

Nuestro roce con la caballería habíadejado a Hanesa pálido y nervioso. Medijo que los bardos no estabanacostumbrados al peligro súbito.

—Será mejor que te acostumbres aeso si pretendes seguir a Vercingetórix

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—observé.—Lo intentaré... Si pudiera tomar un

poco de vino para evitar el temblor delas manos...

Me apiadé de él.—Veo una posada más adelante.

Pediremos algo para que bebas, si no esdemasiado caro.

Tener que pensar continuamente enel dinero era una novedad para mí, ydecididamente desagradable.

Un muro protegía los establos y elpatio de la posada, ocultándolos a lavista desde el camino, por lo que casiestábamos en el umbral antes de ver quela compañía de caballería había

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desmontado allí y estaban restregandolas patas de sus caballos. El capitánestaba en pie a un lado, como siesperase algo. Cuando nos vio llegar suexpresión no cambió lo más mínimo. Noera a nosotros a quienes esperaba.

—¿Seguimos adelante? —preguntóHanesa con nerviosismo.

—Creo que no. Te he prometido esevino.

—Entra tú a buscarlo —dijo Rix—.Yo me quedaré aquí y quizá hablaré conalguno de estos tipos. Me gustaría sabermás sobre sus caballos.

En aquel momento, el sonido de unatrompeta, seguido por el ruido de cascos

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contra el pavimento, anunció laproximidad de otros viajeros. El capitánromano se puso en posición de firmes.Volví la cabeza y vi una escolta montadade seis hombres que galopaba por elcamino hacia la posada, seguida por unacuadriga con paneles de cuero y unsegundo carro con equipaje.

El posadero salió corriendo parasaludar a los recién llegados, y en suapresuramiento casi me derribó. Teníalos ojos hundidos y amarillos, y cuandola cuadriga entró en el patio, suservilismo hacía pensar en una perra encelo.

El jefe de la escolta pasó una pierna

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por encima del cuello de su caballo,desmontó e intercambió saludos con elcapitán de caballería. Observé que losromanos se saludaban golpeándose elpecho con los puños cerrados.

El conductor de la cuadrigarecubierta de cuero descendió y sevolvió para ofrecer una mano a su únicopasajero. Este segundo hombre rechazóel ofrecimiento y saltó al suelo con laligereza de un gato.

De repente experimenté una claridadde visión tan intensa que todos losdetalles de aquel hombre parecierongrabarse a fuego en mi cerebro.

Era bajo desde el punto de vista

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galo, pues su cabeza no llegaría a mihombro, El cuerpo era esbelto y juvenil.Una corta túnica veraniega revelabaunos músculos alargados en los fuertesbrazos y piernas desnudos. De loshombros le colgaba un manto de colorescarlata intenso, sujeto con broches deoro macizo.

Cuando se volvió hacia mí me dicuenta de que no era tan joven. Surostro, inequívocamente romano, era elde alguien que nunca había sido joven.Tenía la frente ancha y las mejillashundidas bajo los pómulos angulosos.También tenía los ojos hundidos, y tanoscuros como su escaso cabello. Desde

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la nariz delgada y de puente alto, unossurcos profundos se dirigían a lascomisuras de una boca versátil ysensible.

Daba la impresión de tener unasonrisa encantadora en lascircunstancias apropiadas, pero ahorano sonreía.

Su mirada se deslizó sobre mí ypasó de largo. Tenía unos ojosinquietos, pero vi que se detenían enalgo y que el hombre se ponía rígido.Me di la vuelta para ver qué habíallamado su atención.

Rix, a quien los recién llegadoshabían distraído cuando iba a examinar

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de cerca los caballos, regresaba haciamí. La capucha se le había deslizadohacia atrás, de modo que su cabellorubio rojizo brillaba bajo el sol delverano. En aquel patio polvoriento lacabeza de Vercingetórix parecía arder.

Destacaba por encima del romanocomo un gigante de una raza superior.Sin embargo, cuando sus miradas seencontraron yo, que me encontraba a unlado, noté la sacudida de dospersonalidades iguales al colisionar.

Rix hizo sobresalir la mandíbula pordebajo de la barba dorada, mientras queel romano husmeaba el aire con su narizaquilina como un animal que percibe la

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presencia de un enemigo.Había visto a dos sementales

enfrentarse de esa manera antes de unapelea a muerte.

Mientras mis sentidos gritaban unaadvertencia, el peligroso momento sealargó. Di un paso hacia adelante,interponiéndome en la línea de visión deambos hombres. Simultáneamente di laespalda al romano e hice un gesto a Rixpara que me acompañara al extremo delpatio. Él me obedeció, perplejo.

Mientras caminábamos noté que losojos del romano seguían fijos ennosotros.

Un hombre, al parecer un criado,

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salía en aquel momento de un edificioanexo con un barrilito equilibrado en unhombro. Le cogí del otro brazo.

—¿Quién es ése? —le preguntélentamente para que me entendiera.

Él supo enseguida a quién merefería.

—El nuevo gobernador de laProvincia, naturalmente. Nos advirtieronde su llegada. Está haciendo una gira deinspección.

—¿Cómo se llama?Era evidente que el criado estaba

deseoso de seguir su camino, pero Rix yyo juntos intimidábamos tanto que sequedó el tiempo suficiente para

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responder:—Cayo Julio César, procónsul de

Roma.Ese nombre no significaba nada para

mí... todavía.Pero supe que no quería que Rix

estuviera cerca de él. Algo había pasadoentre ellos al verse por primera vez,algo que me producía una gélidasensación en las entrañas.

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CAPÍTULO XII

César entró en la posada y el posaderoretrocedió ante él dándole unavehemente bienvenida. Me apresuré areunir a mi pequeño grupo.

—Nos vamos ya —les dije.—¿Y el vino? —objetó Hanesa.—Lo conseguiremos en otra parte.

Al camino, de prisa. Y tú, Rix, ponte lacapucha y procura ocultar la cara. Nollames más la atención sobre ti.

Mi advertencia era tardía, porsupuesto. César ya había reparado en ély le había aquilatado. Pero nos alejamos

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a toda prisa de allí mientras losoficiales romanos gritaban órdenes y losmozos de cuadra se ponían manos a laobra, los arneses crujían y el aire olía apolvo, sudor y excremento de caballo.

Aquella noche, cuando acampamos,recogí un surtido de guijarrosaproximadamente del mismo tamaño ylos coloqué en un montón junto al lugardonde reposaría mi cabeza. Alamanecer, mientras los demás seguíandurmiendo, alcé los guijarros y los dejécaer uno a uno sobre mi manto, que aúnconservaba la forma adquirida en misueño.

Los guijarros se deslizaron de mis

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dedos sobre el paño arrugado y rodaronentre sus colinas y valles, cada unohallando su lugar señalado. En sudisposición vi un mapa que nosorientaría. El Más Allá nos guiaría lejosdel César.

Lo cierto es que no podría haberelegido mejor momento para evaluar lasintenciones de los romanos que lallegada de un nuevo gobernador a laGalia Narbonense. Los rumores y lasespeculaciones eran como un gigantescoruido de tripas en la Provincia. Saqué elmáximo partido del don que teníaHanesa para sostener conversaciones,haciéndole hablar con desconocidos en

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todos los cruces y posadas. Éstasresultaban caras, pues cuando alguiennos acompañaba a una esperaba que leinvitáramos a beber, pero esa mismainvitación le soltaba la lengua. Hanesahablaba de una manera que parecíainformal, y yo escuchaba y me enterabade muchas cosas. Rix se dedicaba aestudiar a los militares con un interésprofesional.

Había soldados estacionados entodas partes, incluso en los pueblos mássoñolientos. Muchos eran reclutas galosque jugaban con los niños y bromeabancon las mujeres, pero otros eranlegionarios romanos, hombres de rostro

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endurecido que no reían ni jugaban connadie. Todos ellos olían a ajo y estabanadiestrados, como comentó Rixadmirativamente a su pesar, de unamanera perfecta. Todos los hombresmarchaban al mismo paso. Eran tanimpresionantes por su disciplina comouna horda de guerreros germanos por suferocidad.

Tanto para los civiles como para lossoldados, las tavernae eranestablecimientos de bebidas, lugares dereunión, madrigueras de ladrones ycentros de información. Cierta nocheentramos en una taverna de techo bajo,un edificio de piedra y yeso en el

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camino de Nemausus. Sobre el umbral,un rótulo maltratado por la intemperierepresentaba a un hombre con la manoalrededor del cuello de un gallo rojomás grande que él mismo. El olor a vinorancio, cerveza barata y cuerpos sinlavar nos dio la bienvenida.

El interior sin ventanas conteníavarias mesas de madera tan juntas queera preciso subir a una para llegar aotra. Era evidente que nunca lavaban lasmesas y que sólo los antebrazos de losparroquianos eliminaban las astillas.

Encontramos asientos y envié aTarvos en busca de bebida. Habíamoscambiado desde nuestra llegada a la

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Provincia. El sol nos había tostado lascaras y llevábamos las ásperas túnicascon cinturón que preferían losprovinciales nativos. Como ninguno denosotros estaba dispuesto a raparse labarba, este detalle reducía la eficaciadel disfraz, pero por lo menos noparecíamos tan extranjeros como alprincipio.

—No te olvides de pedir una medidamás de cerveza para llevarla alcampamento o Baroc se quejará durantetoda la noche de que no le tenemos encuenta —le dije a Tarvos.

Al oír mi acento, un hombrebarrigudo que estaba sentado cerca se

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volvió hacia mí.—Galos, ¿verdad? ¿De más allá de

la Provincia?Hice un gesto de asentimiento. Él

nos miró de arriba abajo.—No parecéis galos peludos.

¿Dónde están los pantalones a cuadros?Todos los bárbaros lleváis esospantalones.

Hablaba con la convicción de unborracho.

Hanesa le sonrió.—¿Quién necesita pantalones en un

clima tan soleado y acogedor como eltuyo? Aquí no usamos polainas.

El hombre le miró parpadeando

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como un búho.—Te gusta este clima, ¿eh? No te

parecería tan maravilloso si vivierasaquí. El clima de los negocios esterrible.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué motivo?Hanesa se inclinó hacia adelante con

tal expresión de simpatía que el otro lerespondió con un torrente de palabras.Era algo habitual, pues Hanesa tenía undon.

—Soy comerciante —nos dijo elhombre—. Tengo un pequeño negociode figuritas de cerámica, ídolos, sobretodo, de los dioses y diosas máspopulares, para el comercio doméstico.

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Las vendo hasta en lugares tan al nortecomo las tierras de los gábalos, en laGalia peluda, pero cada vez es másdifícil sacar beneficios.

»Mi principal inversor es unciudadano romano de Massilia,propietario de una villa que da al mar.Ese hombre no tiene que preocuparse,pero yo he de sobornar y dar dinero bajomano sólo para mantenerme en elnegocio. Los contratistas fraudulentoscogen mi dinero y desaparecen con él.Los artesanos no cumplen con las fechasde entrega y a menudo me ofrecen unamercancía de mala calidad que nisiquiera comprarían los bárbaros. Lo

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peor de todo es que vivo con elconstante temor de que confisquen mipropiedad personal si no puedo pagarlos impuestos, los cuales aumentan cadavez que el gallo canta. Créeme, bárbaro,un poco de sol no compensa todo eso.

El parroquiano tomó un largo tragode vino.

—Realmente te maltratan —comentóHanesa.

—Es el destino —dijo el hombre entono sombrío—. No tuve los padresadecuados, ¿sabéis? Y no nací dondedebía. No soy ciudadano romano, sinoun pobre hombre que se esfuerza porganarse la vida...

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Soltó un ruidoso eructo.Mi intuición me dijo que había

llegado a ese estado de embriaguez en elque un hombre sabe lo que está diciendopero ya no le importa. Hice una señal aHanesa con los ojos. El bardo se acercóaún más a nuestro nuevo conocido y,mediante un hábil interrogatorio, puso aldescubierto un tesoro de informaciónmientras yo escuchaba.

El hombre se llamaba Manducios yera de sangre mixta, con helenos yceltíberos entre sus antepasados.

—En la Provincia, uvas de muchosviñedos se vacían en una sola cuba —explicó.

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Dijo que los impuestos locales, yaruinosos, recientemente habían sidoaumentados de nuevo para costear lafuerza militar en expansión. Estabanreclutando una nueva caballería entrelos galos narbonenses, y otros soldados,con apetitos insaciables, segúnManducios, estaban siendo acuarteladosa expensas de los habitantes locales.

—¿Por qué hay tantos soldados enuna tierra en paz? —le preguntó Hanesa.

Manducios se metió un dedo en unafosa nasal, sondeó, lo extrajo y examinóy finalmente se lo limpió en el pecho.

—Estamos en paz pero nadie esperaque dure mucho. La paz no es

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beneficiosa y César necesita dinero.A la mención de César, vi por el

rabillo del ojo que Rix, que solíamantenerse en silencio durante talesconversaciones, se enderezaba derepente y fijaba su mirada enManducios.

—Creía que el hombre llamadoCésar era procónsul de Roma. Sin dudaesos oficiales no están empobrecidos.

El comerciante soltó una risa cínica.—Permíteme que te hable de Cayo

César, cuya familia conoce bien mi jefe.Eran del rango ecuestre y César nació enla clase patricia, la aristocracia deRoma, pero desde el principio de su

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carrera se empeñó en asociarse con lagente corriente, los plebeyos. Son másnumerosos, claro, y así pudo crear unagran base de apoyo popular.

»Dado su historial militar, tambiéntuvo el apoyo de la clase guerrera ylogró que le enviaran a Iberia en laépoca del último levantamientoceltibérico que tuvo lugar allí. No era unburócrata encerrado entre cuatroparedes, sino que se hizo personalmenteresponsable de conducir a los ejércitosromanos a una gran victoria en Iberiaque obligó a los rebeldes a someterse deuna vez por todas tras años deresistencia.

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»César regresó triunfalmente aRoma, enriquecido con el botín de lacampaña ibérica. Como disponía dedinero para invertirlo en los lugaresadecuados, pudo formar la actualcoalición gobernante de Roma con otrogeneral, Pompeyo, y un mercader rico enextremo, un hombre llamado Craso,propietario de una parte de todos losburdeles y almacenes de Roma. Su títulooficial es el de Primer Triunvirato.

—¿Cómo es posible que treshombres gobiernen juntos? —le pregunté—. Si cualquier tribu de la Galia libretuviera tres reyes, la dividirían y cadauno seguiría una dirección independiente

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de los otros.—Tienes razón, bárbaro, es una

situación difícil. Los tres se peleancontinuamente por el poder entre ellos.A fin de no ceder terreno, César alprincipio gastaba generosamente ycubría a los plebeyos de regalos paraconservar su favor. Era como lossobornos que yo pago, pero en un nivelsuperior. Todo el mundo lo hace, todo elmundo se ve obligado a hacerlo —dijoestas últimas palabras en tono sombrío yprosiguió—: Según los rumores, Césarestaba a punto de empobrecerse cuandopersuadió al Senado para que leconcediera una ciruela madura, el cargo

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de gobernador de la Galia. Necesitadinero y se propone conseguirlo en laGalia.

—Pero ¿cómo? ¿Aumentandocontinuamente los impuestos? Asíestrangulará al mismo caballo quemonta.

—Nada de impuestos. ¡La guerra! Lamanera más segura que tiene César deadquirir otra fortuna es movilizar a losejércitos que el Senado ha puesto bajosu mando. Ganen o pierdan, los ejércitosen acción saquean, y la crema de esesaqueo sube a lo más alto, hasta llegar alos generales. César es un generalsoberbio. Algunos afirman que es mejor

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que Pompeyo.—¿Entonces desencadenará una

guerra?Manducios frunció los labios y miró

su copa vacía. Me apresuré a hacer unaseña a Tarvos para que se la llenara denuevo.

—No puede declarar una guerra sóloporque quiera hacerlo —explicó elmercader—. Tiene que rendir cuentasante el Senado de Roma, y el Senado nosancionará una guerra sin algunajustificación. La guerra debe parecernecesaria para el bienestar de Roma, nosólo para enriquecer a un individuo.

Recordé lo que Menua me había

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enseñado y asentí. No podía resistirme ahacer gala de mi conocimiento anteaquel provincial que no dejaba dellamarnos «bárbaros», palabra que,como yo sabía y él aparentemente no,era sólo un término griego quedesignaba a quienes no hablaban lalengua griega, cosa que yo podía hacersi era necesario. Por entonces habíabebido una considerable cantidad devino y tenía la lengua suelta.

—Las legiones romanas fueronenviadas inicialmente a Iberia cuandoAníbal de Cartago estaba en guerra conlos romanos. Aníbal tenía bases enIberia, las legiones fueron enviadas para

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destruirlas y luego se quedaron paraestablecer colonias. Entonces Roma seanexionó la Provincia porque la GaliaNarbonense es el enlace terrestre entreel Lacio y sus colonias ibéricas. ¡Unajustificación!

Manducios entrecerró los ojos consuspicacia.

—¿Cómo sabes tanto?Mi cabeza me advirtió que cerrara la

boca, pues los druidas ya no eran bienrecibidos en la Provincia: la religiónoficial romana los condenaba. Hanesaacudió en mi rescate.

—Nos enteramos escuchando a losmercaderes —se apresuró a decir—.

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Los mercaderes lo saben todo.Manducios estaba lo bastante bebido

para que resultara fácil apaciguarle.Miró a su alrededor con la vistanublada, e hice una seña a Tarvos paraque le trajera más bebida. Después deque tomara la mitad, murmuré:

—¿Qué decías de César? Como ves,siempre estoy deseoso de aprender.

—¿Cómo? Ah, él. El nuevogobernador. Te diré una cosa: si pudieradirigir un ejército victorioso en estaparte del mundo como el que dirigió enIberia, volvería a Roma con suficientebotín incluso para hacer sombra aCraso. Incluso podría lograr que el

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Senado le nombrara cónsul único.Rix intervino entonces.—Para que haya guerra es necesario

un enemigo. ¿Quién...?En aquel momento un grupo de

oficiales romanos entró en la taverna.La conversación se interrumpió. Loshombres se concentraron en la bebida ymantuvieron los ojos bajos hasta que losromanos pidieron y recibieron el mejorvino que el establecimiento podíaofrecer. Entonces los oficiales seacomodaron arrogantemente ante lamesa más cercana a la puerta.

La conversación se reanudó, perocon una cautela antes inexistente. Deduje

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acertadamente que no obtendríamosmucha más información de Manducios,pedí más vino para él a fin de que en suborrachera nos olvidara y salimos.

Los ojos de los romanos siguieron aRix cuando pasó junto a su mesa. Inclusocon su atuendo corriente tenía el estilode un guerrero que ellos reconocían yadmiraban instintivamente.

Vercingetórix siempre daba laimpresión de que un fuego lento ardía ensu interior.

Seguimos viajando, escuchamos yaprendimos más. Rix era un excelentecompañero, pero se revelaba como unobstáculo para mi misión. Cuando no

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examinaba minuciosamente a losmilitares, dedicaba su examen a lasmujeres locales, y ellas también leadmiraban. Podía ser un bárbaro, peroera evidente que le encontrabanespléndido. Con más frecuencia de laque habría deseado, Tarvos y yoteníamos que sacarle de una u otra camaen situaciones que podrían haber sidoembarazosas o incluso peligrosas.

Camino del sur, una de las mujeresde Rix fue la esposa de un prósperomercader de aceite de oliva. Fuenecesario un ingenio considerable paraque Tarvos y Hanesa sacaran al reacioRix por la parte trasera de la gran casa

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del mercader, mientras yo, en la entradaprincipal, persuadía al mercader de quehabía viajado desde la Galia peludapara comprar parte de su mercancía.

El hombre se mostraba a la vezhalagado y suspicaz.

—Me resulta difícil creer que miaceite, por bueno que sea, es conocidotan al norte como el territorio de los...,¿qué tribu has dicho que era?

—Los carnutos.—Sí, los carnutos. Desde luego,

tengo importantes tratos con los eduos,pero... ¿Qué cantidad has dicho queestás interesado en contratar?

—No he dicho cuánto, todavía no.

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—Él me miraba fijamente. Traté deconcentrarme imaginando que yo mismoera un mercader y mi espíritu el de unodel gremio, y noté que adoptaba esacombinación especial de afabilidad yavaricia que había observado entre losmercaderes—. Depende de la calidad yla rapidez con que puedas efectuar elenvío al norte. El aceite de oliva esperecedero y el verano, cálido.

Nos encontrábamos en la largaterraza ante su amplia villa blanca. Másallá de un amontonamiento desordenadode flores, veía un camino que se curvabapor detrás de la casa. Por el rabillo delojo no dejaba de vigilar aquel camino,

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esperando ver a Rix y los otrosescabulléndose por él.

—Nuestro aceite está embotelladoen recipientes de piedra tapados con elmejor corcho —decía el mercader—.Mantendrá sus cualidadesindefinidamente, y puedo enviarlo antesde catorce días. ¿O tal vez preferiríasllevártelo contigo?

—Hummm... —Fingí que lopensaba. No había señal de Rixescapando de allí. ¿Durante cuántotiempo podría distraer a aquel hombre?—. ¿Has dicho que tienes tratos con loseduos?

—Tengo un cliente entre ellos que

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considera nuestro aceite el mejor que sepuede adquirir. Gracias a él he cerradomuchos tratos.

—¿Quién es ese hombre? —lepregunté obedeciendo a una intuiciónsúbita—. ¿Respondería por ti antenuestra tribu?

—Ningún galo dudaría de su palabra—respondió tajantemente el mercader—. Es Diviciacus, vergobret de loseduos.

Vergobret era el título que los eduosdaban a su juez o magistrado principal,una persona de posición análoga a la denuestro Dian Cet. Ese individuo era, porsupuesto, un druida, y su palabra

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incuestionable.Mi intuición me había hecho un buen

servicio. La inesperada conexión entreel vergobret eduo y un mercader deaceite provincial era intrigante. Sondeémás y el mercader, ante la posibilidadde una venta, se mostró hablador.

El hombre me explicó que, si bien lapolítica había declarado a los druidaspersonae non gratae en la GaliaNarbonense, Diviciacus se las habíaingeniado para hacerse con amigosromanos. Lo había hecho repetidamente,instando a establecer unos lazos másestrechos entre su pueblo y el Lacio..., laactitud contraria a la de Menua. A

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Diviciacus le gustaban los lujosromanos.

El vergobret era hermano de unpríncipe eduo, Dumnorix, con quienestaba enemistado de una maneraexcepcionalmente feroz.

—Dumnorix quiere ser el rey de latribu —dijo el mercader— y paraayudarse a realizar esta ambición haaumentado las filas de sus guerrerosmediante una alianza militar con losvecinos secuanos.

¡Los secuanos! La tribu de Briga,invadida por los germanos...

—Diviciacus respondió pidiéndomeque arreglara las cosas para que pudiera

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presentarse ante el Senado romano. Lohice con mucho gusto, pues era uncliente valioso, y no sólo le conseguíuna audiencia en el Senado, sino con elmismo gran orador Cicerón en persona,a quien impresionó mucho.

»Diviciacus solicitó al Senadoromano que le apoyara contra lasambiciones de su hermano, quien segúnél sería un mal rey porque estabademasiado sometido a la influenciagermánica que afectaba a los secuanos,pero el Senado rechazó su petición.Dijeron que la querella entre Diviciacusy Dumnorix era un asunto interno y tribalque no concernía a los intereses de

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Roma.»Supongo que tenían razón —añadió

el hombre—. Lo que ocurre en las tribusde la Galia peluda no nos afectarealmente. Esa gente siempre ha peleadoentre sí y siempre lo hará, no son másque salvajes.

Se dio cuenta demasiado tarde deque había metido la pata.

—¡No me refiero a hombres comotú! —se apresuró a decir.

Pero por el rabillo del ojo acababade ver tres figuras familiares que sealejaban de la villa por el camino.

Adoptando una expresión de iracontenida, le dije fríamente:

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—Si eso es lo que sientes,encontraré a alguien más que nos vendaaceite a los salvajes por un preciosuperior al que vale.

Agité mi bolsa de cuero ante su caray me marché.

Cuando estábamos acampados yseguros, apartados de los caminosprincipales, le di a Rix un rapapolvoatrasado sobre su temeraria dedicacióna la caza de mujeres. Su apetito erainsaciable. Me prestó escasa atención,sin duda soñando, mientras le hablaba,en su próxima conquista.

Yo pensaba en otro nivel. Alexaminar la nueva información que

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había recibido a la luz de la presuntaambición de César, casi podía ver cómosería el futuro.

Dirigí a mi grupo hacia adelante yseguí explorando, observando,aprendiendo.

La Galia meridional era una tierrarica, de clima suave y con un suelo queagradecía la semilla. Las vías romanasofrecían una red fiable entre granjas,pueblos y puertos, por lo que había unmovimiento constante de mercancías. Sepodía comprar casi todo, y saboreamosfrutas, dulces y pescados que ni siquierasabíamos que existieran.

Pero todo tenía un precio, y era

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preciso pagarlo en la moneda de Roma.La tierra era fértil, y no obstante

cuanto más viajábamos más clararesultaba la verdadera y no reconocidapobreza de la Galia Narbonense.Construidas entre jardines cuajados dearomáticas flores y con fuentesdestellantes, las villas de los romanosricos estaban desparramadas por lascolinas de la Provincia como joyaslanzadas por una mano descuidada. Peroconservaban su belleza, como el flujo delas mercancías a lo largo de las vías,gracias al incesante y duro trabajo degentes desposeídas, de la poblaciónnativa.

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En la Galia libre teníamos tresclases principales de sociedad, aunqueexistía cierta superposición: los druidas,la aristocracia guerrera y la clasecomún, los hombres libres quecultivaban la tierra, fabricaban lasherramientas y las armas y construíanlos fuertes y las viviendas.

Los siervos no eran desconocidosentre nosotros, porque siempre habráhombres que se encuentran en deuda conhombres más prudentes y tienen queservirles durante un tiempo a fin desatisfacer la deuda. Pero ni siquiera lossiervos eran esclavos, jamás lo eran, superíodo de servicio tenía un término y

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permanecían, esencialmente, libres.En la Galia Narbonense los romanos

habían suprimido a los druidas, matadoa los nobles y reducido a la poblaciónentera al rango de la clase común sin sudignidad ni su libertad. Los que no eranesclavos para ser comprados y vendidoscomo ganado no estaban mucho mejor,puesto que se les recordabaconstantemente su posición inferior.Sólo se les toleraba mientras produjeranpara Roma.

Los trabajos de los galosmeridionales, cuyas tribus habían sidolas propietarias de aquellas tierras, eranahora un sacrificio vertido en las fauces

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voraces de sus conquistadores.Aquélla era una lección que

aprender.Bajo la tutela de Roma, el pueblo de

la Provincia cultivaba una hilera trasotra de vides en un suelo que nosotroshabríamos considerado inservible,convirtiéndolo así en rentable. Los vinosque producían no eran tan buenos comolos del Lacio, según los romanos quevivían en la región, pero esos mismosromanos vendían el vino provincial a lastribus de la Galia libre y lo presentabancomo la bebida de los dioses. Durantelargo tiempo les habíamos creído, y esevino había constituido nuestra principal

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importación.Me pregunté si las vides silvestres

que florecían en el valle del Liger noproducirían un vino incluso mejor si secultivaban adecuadamente.

Empezamos a visitar viñedos yvinateros. Hanesa se procuróinformación sobre las técnicas delcultivo de la vid y la fabricación delvino. Yo escuchaba. Disfrazados decompradores potenciales, éramos bienrecibidos en todas partes.

De un anciano que se había pasadola vida cultivando la uva aprendí algomás que el arte de fabricar vino. Estuvoencantado cuando nos presentamos en su

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umbral, afirmando que éramosrepresentantes de «príncipes nórdicos»interesados en efectuar una nuevaconexión comercial para sus suministrosde vino. El hombre insistió enmostrarnos personalmente su viñedo,una invitación que acepté de buen grado.

El anciano de piel correosa,apergaminado, con las manos tannudosas como sus vides, nos hizoexaminar los rodrigones, nos enseñócómo se podan los sarmientos, nos pidióque saboreásemos tanto la uva como elsuelo del que crecía.

—El suelo debe ser delgado y seco—explicó—. La lluvia que produce una

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fruta fuerte agria el vino. Un veranobrillante y cálido produce uvaspequeñas y dulces que saben como lamiel... Toma, pruébalas.

Saboreé las uvas apreciativamente y,mientras me llevaba unos granos delsuelo a la lengua, me pregunté si aquelanciano no tenía un poco de druida.

Más tarde nos sentamos en su patiopavimentado, que daba a los viñedos, yregateamos sobre precios que yo notenía intención de pagar. Hanesa animóla conversación con anécdotas quehicieron reír al viejo.

—No lo había pasado tan bien desdehacía un año —admitió—, desde que

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perdí el contrato de los arvernios. Esofue un golpe para mi negocio.

—¿Qué contrato con los arvernios?—le pregunté, sintiendo un cosquilleo enla espina dorsal.

—Un príncipe de esa tribu, unhombre llamado Celtillus, habíacomprado mi vino durante años, unacantidad considerable. Entonces se vioimplicado en una lucha por el poderdentro de la tribu y le mataron. Esbastante irónico, pero se rumorea que elresponsable fue nuestro gobernador,recién llegado en aquel entonces. Asípues, poco tengo que agradecer a César—añadió con cierta amargura.

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—¿César fue el responsable? —repetí tenso.

Una expresión de alarma apareció enel rostro del viejo, como si temierahaber dicho más de la cuenta. Concentrémi mente, envolviéndole en una nube decalma hasta que estuvo visiblementerelajado.

—No personalmente —dijo entonces—, pero César dio la orden que tuvocomo consecuencia la muerte de esehombre. Parece ser que César apoyabaal otro bando. Ha establecido toda clasede conexiones entre los bárbaros, no sépor qué.

—¿Sabes quiénes son los otros?

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El anciano se rascó la cabeza.—Creo que es un druida eduo

llamado... ¿Divicus?—Diviciacus.—Sí, el mismo. Le echaron de Roma

por tratar de conseguir el apoyo delSenado contra su propio hermano, peroCésar, en cuanto llegó aquí para hacersecargo del gobierno, invitó a Diviciacusa su palacio en Narbo y le ofreció suamistad. Entonces pensé, y sigopensándolo, que era extraño que elgobernador de la Provincia se implicarade tal manera en los asuntos de losbárbaros. Aquí ya tenemos bastantesproblemas para mantenerle ocupado.

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Podría hacer algo acerca de losimpuestos, por ejemplo. ¡No creerías loque tengo que pagar!

Hanesa le mostró su comprensión ydejó que el hombre hiciera un recuentode sus penalidades, mientras yopermanecía sentado con una mediasonrisa en los labios y observaba lapauta que adquiría su forma final en micabeza.

Di las gracias porque Tarvos y Rixno estaban con nosotros, pues habríanechado a perder nuestra benigna imagende embajadores comerciales. Si Rixhubiese oído lo que yo acababa de oír,habría sido imposible dominarle.

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¡Así pues, César había estado tras elasesinato de Celtillus! Decidí que debíade haber llevado a cabo un estudio enprofundidad de los asuntos galos antesde personarse en la Provincia. ¡Con quéinteligencia se había establecido comoun aliado de dos de los hombres máspoderosos de la Galia, el rey de losarvernios y el juez principal de loseduos!

Mis reflexiones me hicieron ver loque César debía de haber previsto. Dadala naturaleza gala, más tarde o mástemprano uno o el otro encontrarían a supueblo implicado en una guerra. ¿Quésería más natural entonces que llamar en

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su ayuda al nuevo y poderoso aliado, aCésar?

Entonces los ejércitos de Césarpenetrarían bajo invitación en la Galialibre, se entregarían al saqueo, al pillajey enriquecerían a su comandante.Cuando la guerra terminara, losguerreros se quedarían, porque ésa erala pauta romana. Se casarían conmujeres locales, construirían casas yRoma anunciaría que ahora la Galia eraterritorio romano por derecho deocupación.

«César —susurré para mis adentros—, veo tu plan tan claramente como siya se hubiera realizado.»

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Un escalofrío me recorrió desde lacabeza al vientre. Como una araña,César había tejido su tela para atrapar ala Galia libre mientras la mayoría denosotros desconocíamos su presencia.

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CAPÍTULO XIII

Al principio pensé que César era máscalculador que cualquier druida. Elgenio de su plan, tal como yo lo habíadeducido, me alarmó. Pero el paso deltiempo me ha enseñado que no deboapresurarme a considerar infalible aningún hombre. Al margen de lo astutoque sea el plan teóricamente, en lapráctica el resultado de casi cualquierempresa está determinado por unacombinación de lo inevitable y loinesperado. El Más Allá aporta loinesperado.

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Luego, cuando todo se ha resuelto ylos hilos se han desenmarañado, a loshistoriadores les gusta atribuir el éxito ala brillante planificación del vencedor.Pero lo cierto es que suele haber menoscontemplación que inspiración detrás detoda victoria. Lo sé a ciencia cierta.

Quería regresar cuanto antes al ladode Menua y contarle lo que habíaaprendido. Sólo él sabría cómocombatir las maquinaciones de losromanos. Desde luego, era precisoconseguir el poder y el apoyo del MásAllá, y la Galia necesitaría toda sufuerza para resistir a los poderososejércitos de Roma. Toda su fuerza...

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El sueño que Rix había heredado delasesinado Celtillus no parecía, despuésde todo, tan absurdo. La unidad eradesesperadamente necesaria en la Galia.¿Cómo podía cualquier tribu confiar enque sería capaz de resistir a un ejércitoque conquistaba y subyugaba territoriosenteros?

En cuanto Hanesa y yo nos reunimoscon los otros, les anuncié:

—Regresamos a casa.Rix enarcó una ceja dorada.—¿Tan de repente? ¿Por qué?—Tengo que hablar con Menua. Te

lo contaré por el camino, pues creo quete concierte en gran medida.

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Me sorprendió descubrir que enparte no deseaba abandonar laProvincia. Había aprendido lo que habíaido a buscar y más, pero el señuelo delo desconocido seguía estando alrededorde las curvas de cada camino. Nuevospaisajes, nuevos aromas, nuevossonidos...

Quería tenderme entre las vides yescuchar su canción.

El lugar era peligrosamenteseductor. Volví la cara resueltamentehacia el norte y dirigí a los hombres deregreso a casa.

Durante el camino le conté a Rix loque había sabido y lo que suponía. Al

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principio se enfureció, pero luegomostró una frialdad absoluta que mehabría asustado tanto más de haber sidosu enemigo.

—César —se limitó a decir—.César.

Caminaba a mi lado como una granlanza destellante, y supe que teníamos enél el arma que usar contra los romanos.Los hombres seguirían a Vercingetórix.Incluso los reyes de otras tribus sin dudaverían su esplendor y querrían luchar asu lado...

Nos detuvimos en la plaza delmercado de una ciudad provincial paraque nos reparasen las sandalias antes de

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emprender el camino hacia el norte, yentre jaulas de pájaros cantoresimportados de las orillas delMediterráneo, mi oído de druida oyóque una mujer le decía a otra:

—Mi hija ha recibido halagadorasatenciones de ese oficial romano, yasabes cuál.

—¿De veras?—¡Oh, sí! —se jactó la primera

mujer—. Algún día podría llegar a serla esposa de un ciudadano romano.

—¿Le ha pedido él en matrimonio?—Todavía no, pero se ven casi a

diario. Le ha dicho que el gobernadorestá muy preocupado por lo que

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considera crecientes incursionesgermanas en la Galia peluda. Losgermanos tan cerca de los límites de laProvincia constituyen una amenaza paranuestra paz y podrían obstaculizar elcomercio. El amigo de mi hija dice quesu legión podría ser enviada a la Galiapeluda en cualquier momento.

—El amigo de tu hija —observó laotra mujer— le dice eso para apiadarlay acostarse así con ella. Yo mismaescuché esa historia cuando era joven.«Me voy a luchar y morir —dicen—. Séamable conmigo.» Dile a la muchachaque no le crea.

Pero yo, que había oído por

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casualidad, lo creía.Los germanos eran el enemigo

elegido por César.Antes de abandonar la plaza del

mercado, esperé hasta que nadie mirabay entonces abrí las jaulas de los pájaros.Aquellos pequeños cantantes atrapadoshabían sido víctimas de un delito contranatura.

—Marchaos rápidamente —lessusurré—. Sois personas libres.

Ellos comprendieron. Los animalessiempre comprenden a los druidas. Derepente un arco iris de alas llenó el airey mi corazón voló con ellos.

En la confusión que siguió,

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abandonamos la ciudad con mucharapidez.

De nuevo en el camino, le dije aRix:

—Creo que podemos esperar queCésar entre en la Galia libre de unmomento a otro.

Caminar proporciona una excelenteoportunidad de pensar. Yo habíaaprendido a no escuchar el monólogocasi constante de Hanesa el hablador.Caminaba sumido en un silenciodruídico, mientras reflexionaba.

Diviciacus había puesto fuertesobjeciones a las alianzas germanas de suhermano Dumnorix, y se había hecho

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amigo de César. Y éste había elegido alos germanos como los enemigos quenecesitaba para justificar su entrada enla Galia.

Tan sencillo, tan claro. Los únicosinterrogantes eran: ¿qué acto inclinaríala balanza y pondría a los ejércitos enmarcha? ¿Y cuándo sería?

Los celtas libraban guerraspequeñas, ejercicios de poder entre lastribus. Los romanos luchaban a unaescala mayor: Cartago, Grecia, Iberia, laGalia.

¿Qué espíritus engendrabansemejante codicia? ¿Qué fuerzas laimpelían?

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Aquella noche soñé con el tintineode monedas en una bolsa de cuero.

Nuestros fondos estaban agotados yno nos alcanzarían hasta llegar a casa.De nuevo Hanesa se reveló como unhombre inapreciable. En los cruces decaminos empezó a contar historias paratodo el que pasara, mientras Tarvos, conaspecto aburrido y azorado, tendía uncestito.

Pronto Hanesa reunió a unamuchedumbre que escuchababoquiabierta las leyendas de los celtas.Los nativos de la Galia Narbonense nohabían olvidado del todo su herencia.

Al final de la jornada, el cesto

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estaba lleno de monedas.Compraríamos todas las provisiones

necesarias para el viaje en el próximopueblo. Yo tenía una prisa imperiosa.Incluso las estaciones me impulsabanhacia casa, pues había llegado el otoñoy la luz era cambiante. Teníamos quecruzar las montañas y entrar en la Galialibre antes de que el tiempo se volvieracontra nosotros.

Había prometido a Menua queestaría de regreso en el gran bosque porSamhain. Empecé a observar ansioso enbusca de un pueblo. No tardamos enencontrar uno.

Los pueblos romanos no me

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gustaban. En nuestros viajes habíamosllegado a Nemausus, dondecontemplamos asombrados laconstrucción romana llamada acueductoque llevaba agua a la ciudad. Elacueducto era una estructura en treshileras compuesta por arcos quesostenían un lecho de río artificial. Enun punto determinado este río construidopor el hombre se cruzaba con un ríoauténtico, el Gard. Allí experimenté denuevo la inquietante sensación que habíatenido antes, cuando intentabaimaginarme como piedra y agua almismo tiempo.

Los pueblos romanos recibían el

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nombre de ciudades fuera cual fuese sutamaño. Aunque estaban construidos conpiedra y mampostería y ornamentadoscon flores y fuentes, no podían ocultar sufealdad espiritual. Había mendigos enlas calles.

Entre los celtas, nadie tenía quemendigar. Cada uno se ganaba la vidagracias a su contribución al bienestar dela tribu o, si era totalmente indigente, suclan cuidaba de él. Pero en la Provinciala gente mendigaba y amenazaba coninvocar la ira de los dioses romanoscontra quien les rechazara. Al contrarioque Hanesa con sus relatos, ellos nodaban nada a cambio de lo que obtenían.

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Ni siquiera eran siervos honestos quetrabajaban para pagar una deuda.

Los pueblos no me gustaban, peronecesitábamos alimentos, vino y forrajepara la mula, así como ropas de másabrigo para cruzar las montañas, por loque cuando llegamos al próximo puebloconduje a mi pequeño grupo a través deun laberinto de calles y callejones, enbusca de la plaza del mercado.

Llegamos a tiempo de ver unasubasta de esclavos.

El pavimento de la plaza centralestaba lleno de corrales y puestos. Aintervalos había unas columnas demadera a las que estaban fijadas unas

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cadenas que retenían a hombresdemasiado potentes para sujetarlos deotra manera. Los negreros voceaban sumercancía en un centenar de lenguas.Alrededor de los bordes de la ruidosa yolorosa masa de gente, había literas concortinas que contenían a loscompradores más ricos. De vez encuando un ocupante apartaba una cortinapara asomarse y echar un vistazo uordenar a un porteador de litera que lellevara a un lugar a la sombra.

Impulsado por la curiosidad, empecéa abrirme paso a través de la multitud.Rix estaba detrás de mí.

Mantuve el amuleto bien escondido

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bajo la ropa. No sólo los druidasestaban fuera de la ley en la Provincia,sino que en todas las ciudadesabundaban los ladrones. Como si lamendicidad no fuese suficiente lacra,muchos hombres nacidos con unos dedoságiles que habrían encantado a unartesano dedicaban su don a actividadesmenos dignas de orgullo. En la Galialibre un hombre exhibía su riquezaorgullosamente. En la Provincia debíaocultarla por temor a que se la quitaran.

Nos detuvimos bajo la plataforma desubastas. El hedor era terrible. Losesclavos que esperaban ser vendidos notenían más sitio para hacer sus

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necesidades que alrededor de sus pies, yles rodeaba un enjambre de moscasenorme de un color verde refulgente.

—¡Eh, bárbaros! —nos gritó una vozáspera—. ¿Habéis venido a ofreceroscomo mercancía?

Tuve que coger a Rix del brazo.—No hagas caso de las

provocaciones —le dije entre dientes.Un extremo de la plataforma estaba

protegido del sol por un toldo a rayasrojas y amarillas suspendido entre dospostes. Los posibles compradorescirculaban como ganado mientrasesperaban la oferta del lote siguiente, ovisitaban los corrales adyacentes para

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inspeccionar a los esclavos que sevenderían más tarde.

La mercancía era de todo tipo y raza.Germanos gigantescos, valorados por sutamaño y su fuerza, encadenados y congrilletes. Un par de enanos de origenetíope, según su vendedor, estabanvestidos con sedas y plumas y tenían elprecio alto de lo exótico. Trabajadoresy campesinos curtidos por la intemperieformaban un triste grupo y serestregaban nerviosamente las manoscallosas contra los muslos o mirabanfijamente a la multitud como animalesestúpidos.

Trajeron a media docena de mujeres

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y las hicieron subir a empujones a laplataforma.

Rix gruñó a mi lado.Eran mujeres hermosas, de piel

blanca, ojos azules, cabello muy rubio ypecosas, mujeres celtas con el orgulloaún vivo en sus ojos. En la Galia librecada tribu tenía sus propios rasgos, yreconocí el aspecto de los boiosmeridionales en aquellas mujeres.

Completamente desnudas,permanecían de pie bajo el resplandorde la luz sureña. Los vendedores lastrataban como si fuesen ganado, lespellizcaban los senos, calculaban supotencial reproductor y los encantos más

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sutiles que podrían aumentar el precio.—¡Las han robado a la Galia libre!

—exclamó Rix—. Son personas libres,de nuestro pueblo. ¡Cómpralas, Ainvar!¡Saquémoslas de aquí!

—¡Calla, Rix! Alguien te oirá.Además, sólo tenemos suficiente dineroromano para regresar a la Galia. Nopuedo comprar todas esas mujeres.

—Lo harás —replicó en un tono tanimperioso que casi le obedecí a mipesar.

—Mira a tu alrededor, Rix —lesusurré desesperadamente—. Esta genteha venido a hacer negocio. Si hacemosuna escena no nos darán las gracias por

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interrumpirles.—No tienes que hacer una escena

sino sólo comprar las mujeres.—Si hago una oferta suficiente para

pagar por ellas no podré entregar eldinero para cubrirla, y sospecho que enese caso no saldríamos vivos de laplaza. Aquí somos bárbaros,¿recuerdas?

Mientras hablaba iba examinando ala muchedumbre en busca de Hanesa yTarvos para que me ayudaran, pero noveía más que rostros endurecidos y ojoslujuriosos que miraban a las mujeresceltas.

El subastador hablaba más

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rápidamente que Hanesa en susmomentos de mayor locuacidad. Aferréa Rix con ambas manos, tratando demantenerle bajo control hasta que oí elgrito de «¡vendidas!».

Los agentes del comprador subierona la plataforma, cubrieron la mercancíacon mantos y se las llevaron.

Rix me miró con irritación.—¿De qué te sirve tu druidismo si

no puedes evitar eso? —señaló laplataforma con la cabeza.

Se inició un intervalo de calma hastala próxima venta. Rix empezó a discutirconmigo de nuevo y me di cuenta de queestábamos llamando la atención de la

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multitud. Le tiré de la túnica, tratando dealejarle de allí, pero él me apartó lasmanos y cerró los puños como si fuese apegarme. Consternado, observé que dossoldados con petos de bronce nosmiraban con expresiones sombrías. Alas autoridades no les gustaban losdisturbios durante una subasta, no erabueno para el negocio.

El subastador reanudó su monótonacantinela. La agitación de Rix iba enaumento. Los soldados se nosacercaban. Mi cabeza me presentó unaimagen desoladora de Rix y yo mismo,dos bárbaros jóvenes y fuertes,detenidos, encadenados y subastados

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con los demás esclavos, simplementeuna parte del negocio de la jornada...

¡El negocio!Agité un brazo, tratando de llamar la

atención del subastador. Los dossoldados titubearon. Repetí mismovimientos con más frenesí, mientrascon la otra mano alzaba mi bolsa dedinero.

—¡Vendida al hombre alto de lasegunda fila! —gritó el subastador.

Los dos soldados se detuvieron,pues sabían que no debían obstaculizarla actividad comercial. La mirada deRix se deslizó desde mí a la plataformay regresó a mí. Estaba perplejo. Miré

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por primera vez a la esclava queacababa de comprar para salvarnos deun destino similar. Por suerte era unasola esclava. Estaba sola en laplataforma, haciendo caso omiso de lasbromas de los espectadores.

—Una buena bailarina, bienadiestrada en las artes de la seducción—me aseguró el subastador mientras laempujaba hacia mí.

Vi a una mujer que había dejadobastante atrás la flor de la vida. Sus ojosy senos parecían fatigados, estaba llenade moratones y tenía una capa de grasaalrededor de la cintura. De piel oliváceay cabello oscuro, tal vez fue atractiva en

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el pasado, pero de eso hacía muchotiempo. Ahora parecía una docena deinviernos mayor que yo.

Espantado, la miré a los ojos y viuna expresión de súplica en los suyos.

Los soldados seguían mirándonos.Les dirigí una sonrisa, confiando en quefuese convincente y, en mi mejor latín,dije en voz alta: «Esta mujer es lo quesiempre he deseado». Subí a laplataforma y me llevé mi adquisición.

No me atreví a mirar a Rix.Descendimos los escalones al lado

de la plataforma. El agente delsubastador me esperaba al pie con lamano extendida y se apresuró a

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despojarme de la mayor parte de nuestrodinero. La mujer se agachó bajo laplataforma y recogió unos harapos delpatético montón que había allí. Se estabavistiendo cuando por fin Hanesa yTarvos aparecieron abriéndose pasoentre la muchedumbre para reunirse connosotros.

Antes de que pudieran hacermealguna pregunta, ordené al grupo quecerrase filas y nos marchamos de laplaza, llevando a la mujer con nosotros.Rix no dijo nada hasta que llegamos auna calle lateral. Entonces me acorraló.

—Quería que compraras a lasmujeres celtas, Ainvar, no esta, esta...

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Agitó las manos, faltas de palabras.Podría haberle retorcido el cuello

sin el menor remordimiento. Gracias aél, ahora nos habíamos cargado con unabailarina madurita y nuestro dinero sehabía esfumado.

—¡Tú eres el culpable!—¿Yo?—Eres imprudente, temerario y un

peligro para todos nosotros.—Pero yo creía...—A partir de ahora déjame que sea

yo quien piense las cosas, Rix. ¡Estoyadiestrado para ello!

Giré sobre mis talones y le di laespalda.

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A cambio de nuestro dinero mehabían dado un rollo de pergamino.Mientras los otros aguardaban, lodesenrollé e hice un esfuerzo para leerel latín. Decía que el poseedor delpergamino también poseía a una mujerllamada Lakutu, a la que el propietariopodía utilizar como juzgara oportuno.

Aquello me produjo náuseas. Volvía enrollar el pergamino y decidíarrojarlo a la primera fogata junto a laque pasáramos.

La actitud amedrentada con que lamujer se acurrucaba contra la pared máspróxima no hacía más que empeorar lascosas.

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—¿Qué voy a hacer contigo? —lepregunté lo más amablemente que pude.

Ella respondió con una sonrisatimorata, revelando unos dientesestropeados.

Como seguía mirándola, ella hizogirar las caderas y sacó el vientre. Eramayor y había perdido la gracia. Hedíaa pescado podrido.

De repente, Rix se echó a reír.—¡Es toda tuya, Ainvar!Le dirigí un insulto en latín,

confiando en que no lo entendiera.Conocer más de una lengua tiene susventajas.

La mujer me planteó unos problemas

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considerables. No se me había ocultadola imposibilidad de dejarla allí. Si laabandonábamos, pronto volvería a estaren la plataforma de subastas y, trashaber visto la expresión de sus ojos, eraincapaz de someterla a ese destino. Perocon ella en el grupo llamaríamos laatención más que nunca... y nos habíacostado prácticamente todo nuestrodinero.

Compré víveres con lo que noshabía quedado y aquella nocheacampamos más allá de la población. Lamujer se me pegaba con una devoción deesclava. Cuando me acosté, ella seacurrucó a mis pies y permaneció así

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toda la noche.A Rix le parecía muy divertido y

empezó a referirse a ella como mimujer.

—Se llama Lakutu —insistía yo—.Lo decía en su documento.

El pergamino que ya había quemado.No podía darme la vuelta sin

tropezar con ella. Cuando me agachabapara evacuar el vientre, ella intentabalimpiarme el trasero con musgo.

No parecía entender latín ocualquiera de los dialectos que yoconocía.

Tenía que comunicarme con ellamediante gestos, y ni siquiera así sabía

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siempre lo que deseaba. Parecía incapazde reconocer mis esfuerzos pormantenerla apartada. Empecé a temer elviaje de regreso a casa.

—Vas a tener que repetir tushistorias cada vez que podamos reunirotra vez un público apropiado —le dijea Hanesa—. Tenemos bastante comidapara uno o dos días, pero aún nos esperaun largo camino y necesitamossuministros adecuados antes de cruzarlos puertos de montaña.

—Confía en mí —respondió elbardo.

Encontramos un lugar prometedor allado de un camino muy transitado, y

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Hanesa empezó a atraer a la gente.Tarvos recogió pocas monedas, peroalguien nos dio un pollo y alguien másnos ofreció forraje para la mula. Detodas maneras, yo prefería el trueque,que era nuestro método de pagopreferido en la Galia libre. Las monedaseran para los comerciantes y lasconsiderábamos tan ornamentales comopecuniarias.

Mientras Hanesa ejercía su arte, losdemás permanecíamos a su lado yescuchábamos. Cuando alguien se rió yarrojó varias monedas no a Tarvos sinoa los pies del bardo, Lakutu abrió mucholos ojos. Corrió al lado de Hanesa y

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deslizó los dedos por el cabellograsiento. Entonces empezó a manosearsus andrajos, ciñéndolos en algunoslugares y aflojándolos en otros.

Los espectadores se daban codazos.Hanesa tendió una mano para detener ala mujer, pero la intuición me habló.

—No la interrumpas, Hanesa —leordené.

Lakutu se puso a bailar.Era demasiado mayor y gorda, y su

piel había perdido la lozanía, pero encuanto empezó a moverse se transformó.Acompañándose con los chasquidos desus dedos, Lakutu ladeaba los hombros ygolpeaba el suelo con los pies, cuyos

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dedos tenían viejos restos de tintecarmín. Entonces reparé por primera vezen la pequeñez y el empeine alto de suspies y en lo esbeltas que tenía lasmanos.

Lakutu oscilaba de un lado a otro.Con un diestro movimiento de los dedosse desnudó el vientre. El redondel degrasa que expuso no rebotó, sino queonduló, revelando el movimientosinuoso de unos músculosinsospechados. Su carne se ondulabacon un dominio exquisito. Sus pies semovieron con más rapidez. Cerró losojos y empezó a girar, tarareando para símisma, sus pequeños pies marcando el

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ritmo.Me había equivocado al

considerarla demasiado vieja y gorda.Con su danza revelaba una opulenciaexuberante, madura, una riquezaredondeada, como sacos rebosantes degrano.

Se desprendió de otro andrajo. Suspechos caídos tenían grandes pezones decolor vino. Mientras la contemplabaincrédulo, empezó a girar los pechos endos direcciones opuestas. Ni siquiera undruida podía hacer esa clase de magia.

Rix se inclinaba adelante y ya noreía. Tarvos respiraba con dificultad yHanesa murmuraba apreciativamente,

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con leves chasquidos de lengua yexclamaciones de placer. Incluso Barocestaba de puntillas, mirando por encimade nuestros hombros.

Los nativos gritaban y aplaudían.Cuando había reunido un montón de

monedas mayor que el de Hanesa,Lakutu hizo una pirueta final, se agachó,recogió el dinero y me lo trajo. Tendióambas manos llenas de monedas y melas ofreció con una sonrisa tímida.

Nada en mi adiestramiento me habíapreparado para aquello.

Al ver que vacilaba, Rix me dijo porla comisura de la boca:

—Coge el dinero.

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Parecía una sugerencia excelente.Aquella noche, cuando Lakutu se

acurrucó a mis pies, no pude dormir acausa de su presencia. Finalmente meerguí y la cogí del brazo. Ella fluyóhacia mí como agua y se acomodó contrami cuerpo con un pequeño suspiro.

En la oscuridad podría haber sidohermosa.

¡Cómo deseaba poder hablar conella! Pero sólo teníamos el lenguaje dela carne y nuestras mentes no podíanencontrarse. Con la mano y la cadera laexploré y al amanecer la conocía tanbien como jamás llegaría a conocerla.

Aquella mañana Rix empezó a

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tomarme el pelo, pero vio algo en mirostro que le detuvo. En lo sucesivotrató a Lakutu con mucha cortesía eincluso la ayudaba a montar la mulacuando era evidente que la mujer nopodía seguir nuestro ritmo de marcha.

Aunque no se lo había dicho a nadie,con frecuencia había pensado en Briga,pero ésta sólo había estado en mipensamiento, mientras que ahora Lakutuestaba en mi jergón. No tenía quebuscarla y esforzarme por hacerla mía.Simplemente estaba allí, como unaesposa. Descubrí que, una vez comido,el pan se olvida pronto, y le prestabapoca atención entre la salida y la puesta

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del sol. Sin embargo, cuando meacostaba ella acudía a mis brazos comoun regalo, y me sentía contento.

El acto sexual no me dejabasoñoliento y embotado. Incluso sinmagia me bruñía. Luego mispensamientos se sucedían claros eintensos.

Cuando estábamos cerca del puertode montaña que separaba la Provinciade la Galia libre, nos interceptó unescuadrón de caballería romana.

—¿Adónde vais con esa mujer? —preguntó el capitán.

—Es una esclava que he comprado—respondí sinceramente.

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—¿Ah, sí? ¿O acaso intentasrobarla? Veamos tus documentos.

—Yo..., ah..., los quemé —admití,sintiendo que las orejas me enrojecían.

El romano hizo un visaje de burla ydesprecio, una expresión que esdoblemente fea en un rostro afeitado.

—¿Has quemado la prueba de tupropiedad? Es una lástima. Entoncestendremos que confiscar esta propiedadevidentemente robada, y creo que serámejor que vengas también con nosotros,pues querrán hablarte de...

—Me temo que no —dijoVercingetórix.

Habló en la lengua de los arvernios,

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pero su significado estaba bastanteclaro. El oficial romano hizo girar a sucaballo para mirarle.

Vercingetórix sonrió.Con un movimiento tan rápido que

mi mirada no pudo seguirle, metió unamano en la alforja de la mula, detrás deLakutu. Entonces, tan ágil como sidanzara, se precipitó entre la caballería.Allá donde había una abertura sedeslizaba por ella, y vi el destello delsol en la empuñadura enjoyada de laespada de su padre.

Varios hombres gritaron y cayeronde sus caballos.

Soltando un juramento, el capitán

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lanzó su caballo adelante y trató deinterceptar a Rix, con el resultado deque una de sus piernas quedó medioamputada por encima de la rodilla acausa de un terrible golpe de la hoja delarvernio. El hombre cayó chorreandosangre. Sus guerreros intentarondenodadamente continuar la lucha, peroRix era demasiado ágil y los mismoscaballos eran un obstáculo para losjinetes: uno se volvía a la izquierda,otro a la derecha y un tercero seencabritaba, cerrando el paso.

Con un grito de júbilo, Tarvos seunió al ataque. La mula rebuznaba,Hanesa y Baroc gritaban y yo anhelaba

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blandir también un arma, pero no eranecesario. Espantados por la inesperadaferocidad de los bárbaros, los jinetessupervivientes huyeron.

Habían sido doce. Siete de elloseran ahora carne que se enfriaba. Rixapenas jadeaba. Tarvos estaba radiante.

—¡Buena pelea! —me dijo.Rix no volvió a guardar su espada en

la alforja de la mula. Con un aire desatisfacción, la colocó bajo el cinto y ladejó ahí. A veces la acción es másproductiva que el pensamiento, y elcombate puede ser un arte.

Avanzamos a toda prisa hacia elnorte, a través de las montañas,

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confiando en dejar bien lejos a nuestrosperseguidores cuando el resto delescuadrón de caballería diera la alarma.Apenas habíamos hecho un alto paradescansar, cuando ordenaba partir denuevo. Notaba el aliento romano en elcogote. El día y la noche se confundían.

Rix no estaba preocupado. Creo queconfiaba en que nos dieran alcance.

Un viento frío cantaba en lospuertos, prometiendo el invierno enmedio del verano. Corred, urgía micabeza a los pies. Corred a casa.

Cuando llegamos al borde de laGalia libre, el tiempo empeoraba.Todavía estábamos en las montañas

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cuando una terrible tormenta nos azotócon una lluvia intensa. En nuestroavance hacia el norte nos encontramoscon un barro cada vez más espeso.Atravesar las montañas había sidorelativamente fácil, gracias a las víasromanas, pero en la Galia libre no habíatales vías. El ritmo de nuestra marcha sehizo muy lento.

La tormenta aterró a Lakutu. Seacurrucó sobre la mula como un perroapaleado, cubriéndose la cabeza con losbrazos y gimiendo. Descendíamos poruna ladera pronunciada cuando los rayosrestallaron demasiado cerca,chamuscando el aire.

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Lakutu lanzó un grito de terrormortal. La mula echó a correr,arrancando la cuerda de la mano deBaroc. Todos nos unimos a él paraperseguir al animal que carenaba por lapendiente, corcoveando y soltandobufidos, con Lakutu aferrada a lascuerdas que sujetaban el equipaje ygritando a cada salto.

Taranis, el dios trueno, rugía yaullaba en el cielo, la más encolerizadade todas las caras de la Fuente.

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CAPÍTULO XIV

Seguimos a Lakutu por sus gritos, quepor lo menos nos indicaban que aúnestaba viva. Resbalamos, caímos en elbarro y soltamos juramentos contra elanimal y la mujer, imparcialmente. Porfin nos encontramos en un llano herbosodonde la mula se había detenido yobservaba nuestra aproximación con laexpresión cínica común a su tribu.Entonces bajó la cabeza y se puso apacer como si nada hubiera ocurrido.

Lakutu lanzó un último gritodesgarrador, soltó las correas del

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equipaje y se deslizó al suelo.Aunque estaba ilesa, de ninguna

manera accedió a montar de nuevo. Porsu parte, la mula no le permitía volver aacercarse a ella. La mujer no tenía másremedio que caminar con nosotros,mojada y temblorosa, y nos veríamosobligados a adaptarnos a su paso.

—Por lo menos ya no grita —observó Hanesa con alivio.

No quise dedicar más tiempo avisitar bosques druidas. En nuestrorecorrido por un campo cada vez másfamiliar, de vez en cuando nosdeteníamos para probar la hospitalidadlocal, pero sólo brevemente. En general,

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avanzábamos con la mayor rapidezposible.

Baroc se quejaba, desde luego. Peropor lo menos Hanesa nos entretenía conrelatos sobre una Provincia queevidentemente había visto pero quenosotros no recordábamos en absoluto.

Rix no necesitaba estímulo paraavanzar. Cuando nos aproximábamos alas tierras de los arvernios, la llamadadel hogar se intensificaba en él, auncuando no tenía idea de la clase derecibimiento que le harían.

Era posible que Potomarus todavíaquisiera verle muerto.

—No corras riesgos yendo a

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Gergovia hasta que conozcas lasituación —le dije—. Puedes venir acasa conmigo. Allí serás bienvenido. Séque Menua se alegrará de verte.

—Gergovia es mi hogar. Ya heestado ausente durante demasiadotiempo.

—Lo sé, pero...Rix apretó los dientes.—Es hora de que me enfrente a lo

que me aguarda. No huiré. —Tendió susgrandes manos y las flexionó lentamente;me llamaron la atención las membranasde tejido cicatricial y el desarrollomuscular asimétrico de la mano queblandía la espada—. Soy un guerrero —

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concluyó sencillamente.Ahora era una piedra y habría sido

inútil discutir con él. Me decepcionóque no viniera conmigo. Pensé que quizáhabía esperado demasiado de nuestraamistad. Quería que Rix estuviera unidoa mí. En cierto modo anhelaba domar elhalcón, pero por otro lado no valoraría aun halcón que se dejara domar. De talmanera construimos las imposibilidadesque nos torturan.

—Entonces déjanos acompañarte aGergovia, de modo que tengas aliados atu lado cuando llegues.

Rix sonrió.—Tarvos ya me ha sugerido eso.

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Creo que está deseando otro combate ami lado.

—Tarvos se toma demasiadaslibertades sin consultar primero.

—No te enfades con él por eso,Ainvar.

Sacudí tristemente la cabeza.—No me enfado, la verdad es que

nunca puedo enfadarme.Rix me dirigió una de aquellas

miradas penetrantes que llegaban alcentro de una persona.

—Para ti la amistad no tienereservas, ¿verdad?

Vercingetórix era más que unguerrero, era un excelente intérprete de

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los hombres.—No.—La mayoría de la gente ofrece su

amistad con reservas, excepto lasmadres, tal vez. Pero no la admiten.

—¿Y tú?Alzó el mentón y miró más allá de

mí, a su propio centro.—No lo sé —admitió.—Por lo menos eres sincero.—Sí —murmuró Rix, todavía

ensimismado—. Soy así.Por su tono parecía como si eso

fuese un defecto.Le acompañamos a las puertas de

Gergovia, donde un centinela

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sorprendido nos dejó pasar tras unosmomentos de vacilación y trasintercambiar unas palabras con susuperior. Mis compañeros y yo, con laexcepción de Lakutu, vestíamos una vezmás atuendo celta, y yo exhibía eltriskele de oro en mi pecho. Estábamosmuy fatigados por el viaje y tostados porel sol, pero el hecho de que Lakutuformara parte de nuestro grupo bastabapara atraer una atención considerable.Quienes no miraban a Vercingetórixregresado al hogar, la miraban a ella.

Rix se había quitado el disfraz deguardaespaldas y entró varios pasos pordelante de nosotros, orgulloso y con la

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cabeza bien alta. Le pedí a Tarvos quecaminara a su lado, con la lanza a punto,y, aunque no sabía si me acordaría de suuso, blandía la espada corta de Tarvos.Si se producía un atentado contra Rix, suvida costaría cara.

—Todo el mundo nos mira —oí queHanesa decía entre dientes.

—No les hagas caso. Actúa como sifueses de aquí.

—Ya lo hago, nací aquí, pero...ahora el aire me da una sensacióndiferente.

Sabía a qué se refería. Vadeábamosentre la tensión como si lo hiciéramos através del agua.

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Gergovia era más grande eimpresionante que Cenabum, pero misrecientes viajes me habían hecho menosimpresionable. Observé con admiraciónlos muros y los terraplenes, losnumerosos y espaciosos alojamientos,las pistas de tablones, como puentes,sobre el barro otoñal que estaba pordoquier. Los olores eran familiares, lasropas multicolores de sus habitantes meregalaban la vista. Pero, recién llegadode la Provincia, podía apreciar ladiferencia entre el estilo romano y el dela Galia libre. Nosotros éramos másfuertes, más ásperos, más vívidos.

Estábamos más vivos.

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«Bárbaros», susurré para misadentros con satisfacción.

Un hombre de barba color castaño,que sin duda conocía a Rix, corrió haciaél.

—¡Nos alegra dar la bienvenida alhijo de Celtillus! —gritó, abrazando ami amigo.

Rix mantuvo su actitud fría.—¿Hablas por Potomarus?El hombre titubeó.—Ahora no está aquí, sino haciendo

escaramuzas con los lemovices.Los labios de Rix trazaron su

característica media sonrisa.—Así pues, Geron, ¿eres amigo mío

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mientras el rey esté ausente?Geron se mostró indignado.—Siempre soy tu amigo —afirmó

categóricamente.—No recuerdo que hicieras oír tu

voz cuando Celtillus fue asesinado.Geron tenía los ojos brillantes y el

rostro de una rata de agua.—Ah, Vercingetórix, no me culpes.

¿Qué puede hacer un solo hombre?—Sí. ¿Qué puede hacer un solo

hombre?Rix se separó de él, reanudó su

camino y los demás le seguimos.Geron siguió a nuestro grupo. Se le

unió otro hombre y luego otro. Pronto

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Vercingetórix iba al frente de unamuchedumbre.

Se detuvo ante una vivienda en laque una sucia bandera amarilla y azulcolgaba de un palo.

—Aquí vivía mi padre, Ainvar. —Tocó la tela raída por la intemperie—.Éste era su estandarte.

—Nadie ha vivido aquí desde sumuerte —dijo uno de los hombresreunidos.

Rix se volvió hacia ellos.—¿Cómo podrían? Ahora es mío.Abrió la puerta, agachó la cabeza

por debajo del dintel y entró como sinunca se hubiera ausentado.

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Aquella noche el alojamiento estuvotan lleno de gente que no era necesarioencender el fuego, pero de todos modoslas mujeres del clan de Rix loencendieron y nos trajeron comida. Losguerreros que habían admirado aCeltillus se presentaron para saludar asu hijo... y para quejarse de Potomarus,que se revelaba como un rey débil.

—Pierde más batallas que gana —afirmaron—. No hemos saqueado anuestros vecinos en toda la estación. Elúnico motivo por el que ha ido a atacara los lemovices es porque cualquierapuede derrotarlos.

—¿Por qué no estáis con él? —quise

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saber.Un guerrero, que parecía haber

perdido una oreja bajo el filo de unaespada, replicó:

—Somos príncipes y hombreslibres, y seguimos a quien nos parece.

—Lo comprendo, pero éstos sontiempos peligrosos para que hayadivisiones en la tribu —le dije,pensando por los eduos.

En aquel momento Rix empezó ahablar como si sus palabras salieran delaliento que yo había exhalado.

—Dejadme que os diga lo que heaprendido en la Provincia —les dijo,inclinándose hacia adelante en un banco

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junto al fuego e imantando a sus oyentescon la mirada.

Entonces se embarcó en una cabal ydetallada explicación del plan de Césartal como yo le había contado durantenuestro viaje de regreso a casa.

Nada de lo que le dije se habíaperdido. Estaba grabado en su memoriay lo repitió casi palabra por palabra. Oílos pensamientos de mi mentepronunciados por los labios deVercingetórix.

Explicó con vehemencia mi teoría einsufló en quienes le escuchaban temor ypasión.

—¡Somos hombres libres! —les dijo

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—. Ningún romano puede colarse ennuestro territorio mediante astucias ysubterfugios y acabar por robárnoslo.No será así si nos mantenemos unidoscontra el invasor. No debemos dejarnosengañar por César y sus trucos, sinoreconocer en él al enemigo que es.

No mencionó mis méritos, perotampoco esperaba que lo hiciera. Yo noera nada para aquellos hombres,simplemente un aprendiz de druida deotra tribu, en ocasiones enemiga. PeroRix era uno de los suyos, y si lograba surespeto a partir de ahora estarían a sulado.

Mi mirada se encontró con la de

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Hanesa, sentado ante mí al otro lado delfuego, y supe en qué pensaba. Estaba tanorgulloso de Rix como yo. Un muchachoairado y dolido había partido connosotros, pero al regresar era unhombre, persuasivo, con dotes naturalesde mando y la voz de la autoridad. Tomólo que yo había reunido con tantaminuciosidad como si tuviera perfectoderecho a tomarlo y utilizarlo para suspropios fines. Y yo lo acepté conalegría, orgulloso de formar parte de loque estaba naciendo en Gergoviaaquella noche.

La reunión se prolongó hasta queoímos, al otro lado de los muros, a los

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druidas arvernios que entonaban lacanción del sol.

Me azoraba tanto perderme aquelmomento sagrado que salí corriendo delalojamiento. Con las prisas no escuchélas últimas palabras pronunciadas, peromi memoria las almacenó y me lasrepitió una vez finalizado el ritual de lasalida del sol.

Rix había dicho a los otros:—Los germanos son mejores amigos

para nosotros que los romanos.Regresé a su lado, con la intención

de que me explicara esas palabras. Losdemás se habían ido. Hanesa roncaba enun jergón sobre una caja de madera

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tallada, mientras que Tarvos y Barocyacían en el suelo envueltos en susmantos, también dormidos.

Rix aún estaba despierto, el rostroenrojecido y los ojos brillantes.

—Han escuchado todo lo que les hedicho, Ainvar. Estaban impresionados,¿te has dado cuenta? Me han dicho quecomprendo la situación mucho mejorque Potomarus. Volverán con otros paraque me escuchen y cuando Potomarusregrese habré hecho mía la mitad de latribu, convencidos de que ese hombre esun necio peligroso y yo soy sabio apesar de mi juventud. Entonces no seatreverá a expulsarme. Si es tan débil

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como creo, empezará a cortejar mifavor.

Al verle resplandeciente junto a lafogata, su fuerza envolviéndole como unmanto de oro, supe que los arvernios seapresurarían a unírsele. Era joven,brillante y lleno de confianza. Losatraería como la miel atrae a los osos.

—Dime, Rix, ¿qué querías decir coneso de que los germanos son nuestrosamigos?

Esta pregunta le desconcertómomentáneamente, pero se recobró contanta rapidez que sólo un druida habríareconocido el incierto reflejo trémulo enel aire que le rodeaba.

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—Hablaba por hablar, Ainvar, nadamás.

—Uno no dice informalmente unacosa así. Creo que será mejor que me loexpliques.

—Es tarde y estoy cansado.Fingió un bostezo.—Nadie te ha visto jamás cansado,

Rix. Siempre estás despierto, y ahoramás que nunca.

»No has tenido reparo en usar mipensamiento para impresionar a esoshombres con tu astucia. Estás en deudaconmigo por ello. Así pues, te exijo queen pago me cuentes lo que querías deciracerca de los romanos.

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Me senté en un banco y crucé losbrazos sobre el pecho, mostrándole queestaba dispuesto a esperar tanto tiempocomo hiciera falta.

—Dímelo —insistí.Nuestras miradas se encontraron.

Una vez más experimenté lacompetencia de voluntades entrenosotros. Él era más fuerte que la vezanterior, tan fuerte que me dejaba sinaliento. Antes de que pudieraprepararme para resistir, noté que meablandaba y quería ceder, dejar queVercingetórix se saliera con la suya entodo lo que quisiera, rendirme a aquelpoder intimidante y a su encanto

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vibrante...¡Druida!, gritó mi cabeza.Me esforcé por superar ese acceso

de debilidad, sintiendo que el sudor meperlaba la frente. Cerré mi mente comoun puño hasta notar que Rix titubeaba yentonces me incliné hacia él,exigiéndole el silencio.

Él bajó los ojos. Pero había hechoun descubrimiento. Había un peligro enél. Como el hombre llamado César,Vercingetórix poseía un espíritu desingular determinación. Me di cuenta deque podría sacrificar cualquier cosa o acualquiera para alcanzar su objetivo.

En su rostro apareció la sonrisa

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familiar.—Creo que puedo decírtelo, pues al

fin y al cabo Hanesa te lo diría si lepreguntaras. Durante años los arvernioshan empleado mercenarios germanos endiversas ocasiones. Los usamosprincipalmente contra los eduos. Yo nodejaría que un germano entrara en miaposento o estuviera cerca de mismujeres, pero son feroces luchadores.

Le miré fijamente.—Pero eso es precisamente lo que

ha hecho Dumnorix.—Supongo que sí. Lo que importa es

vencer.—¿Usó tu padre mercenarios

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germanos?—No los suficientes, según parece.

Y me atrevería a decir que Potomarustiene algunos, aunque tampoco parecenservirle de mucho. Pero eso se debe aque no es realmente un guerrerocapacitado. Yo en su caso...

—¡Rix! —exclamé desesperado—.¿No ves lo que has hecho? Todosvosotros... ¡se lo habéis puesto tan fácil!

—¿Qué quieres decir?—¡A César, estúpido!Su expresión estaba nublada. Por un

lado yo le había ofrecido nuevas ideassobre las que reflexionar y una nuevamanera de pensar, pero por otro lado

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ahora ponía en entredicho una tradiciónque él siempre había aceptado.

—Quiero que me prometas quejamás aceptarás que un germano siga tuestandarte.

—No tengo estandarte.—Cogerás el que hay ahí afuera.

Ambos lo sabemos. Y cuando lo hagas,no debe haber un solo miembro deninguna tribu germana entre tusguerreros.

Él me miró con los ojos velados.—Sabes que respeto tu sabiduría —

me dijo seriamente.Pero aquella noche, cuando estaba

tendido en el suelo de su alojamiento, mi

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cabeza me recordó que Rix no me habíadado realmente su promesa.

Permanecí despierto durante largotiempo, escuchando el crepitar del fuegoy los ronquidos de los demás en elalojamiento. Cuando por fin me dormí,con Lakutu acurrucada a mis pies, soñéde nuevo con la figura de dos caras.

Como en la ocasión anterior, lafigura salió de una bruma roja y sedirigió hacia mí. Esta vez las caras erandiferentes, ambas reconociblementehumanas. Una era de rasgos acusados yexpresión imperiosa, con la narizaquilina y las mejillas hundidas yafeitadas. La otra era de cráneo

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cuadrado, carnosa, con faccionespesadas y una ancha mandíbula germana.

Esta vez la figura tenía dos brazos,que alargó para rodearme con ellos...Eché a correr, pero fuera cual fuese midirección la imagen me seguía, con lasbocas abiertas para engullirme...

Me desperté jadeante y vi que estabaempapado en sudor y en brazos deLakutu. Aferrándome a ella con todasmis fuerzas, logré librarme del sueño.Ella me consoló en silencio, como unamadre consuela a un niño asustado,apretándome la cara contra sus senoshasta que por fin me relajé y volví asumirme en un sueño intranquilo. ¡La

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amable Lakutu!Cierta vez vi a un perrito que saltó

desde el tronco vaciado de una canoa auna hoja de nenúfar, esperando sin dudaque la verde superficie fuese sólida. Lahoja cedió en el acto y el perro sehundió como una piedra. Pronto sucabeza asomó a la superficie, pero elasombrado animal tuvo que nadar parasalvar la vida en un medio extraño einesperado.

Un desastre similar le habíaacontecido a Lakutu. Se encontraba enun medio extraño que nunca habíaesperado conocer, incapaz depronunciar una sola palabra del

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idioma...; en realidad, ni siquiera lointentaba. Sin embargo, se manteníaabsolutamente fiel, servicial, obediente,y nunca la veía llorar.

Con una visión aclarada por eltiempo, me di cuenta de loextraordinaria que era. Sólo nuestrospensamientos tardíos nos permitenapreciar a fondo las cosas.

Cuando desperté al amanecer aúntenía en la lengua el sabor acre delsueño. No intenté olvidarlo, pues lossueños son comunicaciones del MásAllá, y deseaba ir corriendo al lado deMenua para contarle el que acababa detener.

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Ahora fue Rix quien se mostróreacio a vernos partir.

—Sin duda podrías quedarte unasnoches más, Ainvar. Los príncipesvendrán de nuevo a mi aposento yhablaremos largo y tendido. Quisiera...;sería bueno tenerte conmigo.

Sus palabras me hicieron vacilar,pero también sentía la llamada delbosque, los árboles que me cantaban ycuyo rumor me hacía llegar el viento.Sentía una creciente ansiedad porreunirme con Menua que no podíaexplicar, incluso con todas las razonestangibles que tenía.

—Sólo una noche más —le dije a

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Rix—. Luego tendré que irme.Aquel día fui a visitar al jefe druida

de los arvernios, un hombre llamadoSecumos, moreno y delgado, con unasmanos gráciles que movíaconstantemente mientras hablaba. Estabadeseoso de escuchar lo que yo habíaaprendido en mis viajes sobre los diosesromanos. Me invitó a su aposento y meofreció vino y dulces... importados,según vi.

—Un regalo de Potomarus —meexplicó. Cuando estuve cómodo empezóa interrogarme—. ¿Es cierto que losdioses romanos conceden a susseguidores una prosperidad que excede

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a todo lo conocido en la Galia libre?Me pregunté quién le habría dicho

tal cosa. ¿Los mercaderes?Probablemente.

—Tal vez los ciudadanos romanosson prósperos —le dije—, pero los deantepasados celtas que viven en laProvincia deben trabajar muy duro parano caer en la esclavitud. Los diosesromanos no son amables con ellos.

—¿Cómo son esos dioses?—Iguales que los hombres —dije

despectivamente—. Te hablaré de ellos,Secumos. A lo largo del camino visitévarios templos romanos y le pedí albardo Hanesa que entablara

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conversación con sacerdotes romanospara conocer sus creencias. Y lo quesupe me escandalizó.

»En el bullicio de las ciudades, quelas ratas y los romanos parecen amar, elestrépito de las construcciones y elruido de las ruedas sobre las piedras delpavimento ahogan las voces del agua, elviento y los árboles. Sin la música delos dioses naturales para guiarles, losromanos han perdido un eslabón vitalcon la Fuente. Ya no escuchan el cantode la creación. Sólo oyen sus propiasvoces, por lo que hacen dioses a suimagen y semejanza. O más bien sonimágenes de ellos mismos

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perfeccionadas, tal como les gustaríaser. Hombres y mujeres deincomparable belleza, pero tallados enla fría piedra, con los ojos vacíos y sinespíritu en ellos.

»Hay un dios o una diosa para cadanecesidad humana: la guerra, el amor, elfuego del hogar, la cosecha, el vino, elcomercio, el arte del herrero, la caza...;la lista es interminable. Adoran a cadauno por separado e incluso afirman quelos diversos dioses luchan entre elloscomo lo hacen los humanos. Y tal veztengan razón, pues esos dioses hechospor el hombre parecen poseer toda lamezquindad y la malevolencia de los

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seres humanos. Son celosos, viciosos,criaturas codiciosas a las que es precisosobornar continuamente. Claro que lossacerdotes se quedan con los sobornos,puesto que las estatuas no pueden gastarel oro. La única prosperidad verdaderaes la de los sacerdotes —añadícínicamente.

Secumos, profundamente afectado,se retorcía los delgados dedos.

—Pobre gente. No tenía idea de queestuvieran tan desorientados, tanperdidos.

—Ellos creen que nosotros somoslos desorientados... y cosas peores. Lareligión oficial de Roma, que ahora

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prevalece en la Galia, desprecia a losdruidas. Durante mi estancia entre ellostuve que esconder el triskele bajo misropas. Los romanos afirman que losdruidas adoran a un millar de diosesbrutales, a cual más atroz, cosa queresulta irónica dicha por ellos... Ellos,que adoran a tantas deidadesindependientes, parecen desconocer quenosotros sólo adoramos a las diversascaras de la única Fuente.

—Entonces ¿no conocen a la Fuente?Entristecido, repliqué:—He estado en muchos templos

levantados por los hombres en toda laProvincia, Secumos, abriendo los

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sentidos de mi espíritu. Sin embargo, enninguno de ellos he notado máspresencia que la del hombre.

Las lágrimas habían humedecido losojos del druida.

—La religión romana no reconoce lainmortalidad de nuestro espíritu —seguídiciendo—. Los sacerdotes dicen quesólo sus dioses inventados soninmortales y que cuando los hombresmueren dejan de existir. Creo que estaterrible creencia es lo que los hace tanfrenéticos y codiciosos. Creen quetienen sólo una vida y se desesperan porobtener de ella todo cuanto pueden.

El pobre Secumos estaba totalmente

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conmocionado por mis revelaciones. Notuve valor para revelarle otros tristesdescubrimientos que había hecho, comoel de que los sacerdotes romanos —nombre que sólo aplican a lossacrificadores— desconocen las artessanadoras. No pueden recurrir a lasfuerzas de la tierra y el cielo paradevolver la armonía a un cuerpo, nipueden encontrar manantiales ocultos deagua dulce ni recitar a sus tribushistorias y genealogías o predecir elfuturo, ni siquiera abrir las mentes delos jóvenes a nada que no sea su propiareligión estrecha de miras.

Religión, la llamaban. Sacerdotes,

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se llamaban a sí mismos.Dejé a Secumos rumiando

acongojado mis palabras y regresé alalojamiento de Vercingetórix paraasistir a la reunión de aquella noche.

Una multitud más nutrida que la deantes se dirigía al aposento. No habíaespacio para las mujeres, ni siquierapara Baroc y Tarvos, y al pobre Hanesale apretujaron tanto que su rostroenrojeció mientras trataba de abrirsepaso a codazos entre dos gigantescosguerreros. En el exterior, al lado de lapuerta, amontonaron los escudos, ydentro apuraron jarras y más jarras devino, cuya fragancia me recordó el olor

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embriagador a manzanas y uvas madurasde la Provincia en la temporada de lavendimia, cuando incluso el aire esintoxicante.

Invitado por Rix, me senté a su ladoen el banco, y de vez en cuando letocaba disimuladamente con el codo. Élinclinaba la cabeza hacia mí y yo lesusurraba algo al oído con el pretexto depasarle una copa de vino. Cuandohablaba a la multitud, mis palabrassalían de sus labios y los guerrerosreunidos escuchaban con toda atención.

También yo permanecía a laescucha... de ellos. Esta vez había cuatropríncipes, hombres que habían

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conducido a sus hombres al combate enmuchos lugares de la Galia. Teníanmucho que decir de la situación entre lastribus, y un relato en particular fueturbador.

Mientras escuchaba me di cuenta deque la política de Dumnorix de recurrira los germanos para que le ayudaran aconseguir el trono de los eduos habíatenido unas consecuencias de largoalcance. Por miedo de los secuanos,había establecido una alianza conAriovisto y sus suevos, la misma tribude la que había huido el padre de Briga.Para conseguir el apoyo de Ariovisto,aparentemente Dumnorix había hecho

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creer a los germanos que les daríatierras célticas.

Ariovisto interpretó que estosignificaba vía libre para ocupar lastierras de los helvecios, una tribucéltica, y empezó a trasladar gentes allá.Naturalmente, a los helvecios les irritóesta invasión, pero tuvo efecto positivopara ellos. Durante largo tiempo sehabían quejado de que su territorio, quese extendía entre los límites naturalesdel río Rin y las montañas del Jura, erademasiado pequeño para su poblacióncreciente. Utilizando la incursióngermana como un pretexto dos inviernosatrás su consejo tribal había decidido

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que toda la tribu emigraría a unoscampos más amplios y unas tierras másfértiles en otra parte.

—Pregúntales adónde irán —lesusurré a Rix.

—¿Adónde irán los helvecios? —preguntó él en voz alta—. Sin dudaalguna, otra tribu compartirá con ellos latierra de buen grado.

El príncipe que nos había contado lasituación replicó:

—Se cree que podrían encaminarsea las tierras de los aquitanos, al norte delos Pirineos. Hay dos rutas que puedeseguir una tribu tan numerosa: unadifícil, a través del territorio de los

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secuanos, y otra algo más fácil a travésdel norte de la Provincia.

Ahora no tuve que pensar en Rix,pues el problema era evidente.

—¡Los helvecios no pueden hacerpasar a toda su tribu por la Provincia!Los romanos nunca lo permitirían, lesatacarían incluso antes de que llegaranallí.

Con una sensación de inevitabilidad,me di cuenta de que aquél eraprecisamente el tipo de problema que eldruida Diviciacus había previsto cuandosolicitó al Senado romano ayuda contralas ambiciones de Dumnorix.

Ahora Diviciacus tenía en César a

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un aliado.La Galia libre sería triturada entre

las mandíbulas de los germanos y losromanos.

Le susurré esto a Rix, pero cuando éllo dijo en voz alta, el príncipe Lepontos,un hombre ancho de pecho y pelo colorde sangre seca, no estuvo de acuerdo.

—El asunto no nos afecta, a menosque los helvecios intenten penetrar ennuestras tierras, cosa que no harán. Suruta les llevará mucho más al sur.Creímos simplemente que te pareceríainteresante.

»Por supuesto, con la direcciónapropiada podríamos descender con un

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ejército e interceptar a los helvecios.Semejante masa de gente en movimientopresenta una buena oportunidad desaqueo. No estarán en condiciones dedefenderse adecuadamente.

—No, son celtas —le murmuré aRix.

Él miró furibundo a Lepontos.—Los helvecios son de nuestra

sangre. No somos buitres para rebañarsus huesos y no nos cebaremos en elloscuando atraviesen tiempos difíciles.Algún día podríamos necesitarlos anuestro lado.

Lepontos pareció perplejo.—¿A nuestro lado? ¿Los helvecios?

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—Podríamos necesitarlos comoaliados contra el romano, César...,siempre que éste no los destruyaprimero.

—¿Por qué habríamos de lucharcontra César? —preguntó otro hombre,de más edad y con más cicatricesarrugadas que piel lisa—. Creo queestás exagerando esta pretendidaamenaza de los romanos, Vercingetórix.Tenemos una larga y amistosa relacióncomercial con ellos. En caso de queempeoren las cosas, estoy seguro de quesiempre podemos ofrecer a ese Césarsuficiente grano para que su ejército y élnos dejen en paz, al margen de las otras

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cosas que él pueda...—¡Estúpidos! —Rix se puso en pie

de un salto y arrojó su copa de vino alotro lado del aposento, casi alcanzandoal hombre que había hablado en últimolugar. El vino manchó su túnica como sifuese sangre—. ¡Me avergüenzo devosotros! ¡Me avergüenzo de cualquierhombre que intente apaciguar a unagresor! ¡No hemos nacido paraencogernos de miedo y arrastrarnos!

Se expandió ante nuestros ojos hastaque su presencia llenó el aposento. Losdemás retrocedieron. En la mirada de miamigo había algo salvaje eindomitablemente libre.

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—Lucharé hasta la muerte —dijoVercingetórix—, pero nunca suplicaré.

Era magnífico. Me alegré dehaberme quedado.

—¡Si eres tan valiente que estásdispuesto a luchar contra los romanos,nosotros lucharemos contigo! —gritóalguien al fondo.

—Seguiremos tu estandarte —gritóotro—. Dirígenos.

Los demás corearon el grito, queresonó en el alojamiento y en toda lafortaleza de Gergovia.

—¡Dirígenos, Vercingetórix!

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CAPÍTULO XV

Mucho después de que los guerreros sehubieran ido, Rix permanecía sentadocontemplando las llamas. Yo estaba a sulado, silencioso, pues comprendía que aveces un hombre necesita estar solodentro de su cabeza.

Al final se volvió hacia mí.—Los has oído.—Así es.—La responsabilidad de esto es tuya

en parte.Lo sabía muy bien. Tenía más

responsabilidad de la que Rix se

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figuraba.—Quieren que los dirija, me lo

piden.—Eso es lo que siempre has

deseado, ¿no?Me miró de una manera extraña, tan

velada que no podía interpretar lo quehabía detrás.

—Tanto como tú deseabas ser eljefe druida de los carnutos, Ainvar.

Sus palabras me llegaron a lo másprofundo. Para que yo fuese jefe druida,Menua debería haber muerto. Pero eso,me dije, pertenecía al futuro lejano. Rixconseguiría el trono mucho antes.

Entonces me recorrió un escalofrío.

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Mi cabeza repitió las palabras de Rix, yen ellas percibí el sonido de unaprofecía.

—Tengo que marcharme alamanecer —le dije bruscamente.

—No puedes —dijo él en un tonocategórico que rechazaba la discusión—. Ahora te necesito aquí conmigo.Supongo que lo comprendes.

—Mi primera obligación es hacia mitribu, y Menua me está esperando.

—¿Y si no te dejo ir? —replicó Rixen broma, sonriente, aunque la expresiónde su mirada era seria.

Me sentí desgarrado. En parte queríaquedarme con él y ser su compañero y

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consejero en los excitantes tiempos queestaban al llegar. La norma nos habíaunido, yo era su amigo del alma. Y,como Hanesa, deseaba participar de sugloria.

Por otro lado también era, casi, undruida.

—Si quieres que me quede aquítendrás que matarme —le dije.

Para mi gran alivio, él se echó areír.

—Mataría a cualquiera que intentarahacerte daño, Ainvar. ¿Cómo puedessugerir que yo mismo te dañe? Vete,pues, si debes hacerlo. Sé que diste aMenua palabra de que regresarías.

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Pero... ¿me darás a mí también tupalabra?

Le miré a los ojos.—Si puedo... ¿Qué me pides?—Cuando tenga necesidad de ti, y la

tendré, si te mando a buscar, ¿meprometes que vendrás a ayudarme? Note llamaré si no es absolutamentenecesario. Ya sabes que mi cabeza noestá del todo vacía, pero...

Asentí. Era un amigo del alma.—Si me llamas, vendré —le

prometí.Cuando partí de Gergovia con mi

grupo reducido, había una atmósfera deexpectación en la gran fortaleza. La

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gente se reunía en grupos, hablaban ypronunciaban el nombre deVercingetórix. Envidié a Hanesa, que sequedaría con él.

El aire estaba frío. Samhain seaproximaba. Cuando nos pusimos enmarcha por el camino del norte, saquéun manto de repuesto del equipaje yabrigué con él a Lakutu, que tiritaba. Altocarla, mis pensamientos volaron haciaBriga.

Apenas llevábamos media jornadaen el camino cuando oímos gritosdelante de nosotros. Desde toda la Galialibre, los miembros de la Orden de losSabios eran convocados al gran bosque

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de los carnutos.Pero era demasiado pronto para que

se tratara de la convocatoria deSamhain.

Desde los diversos asentamientos dela Galia, los druidas fluían comoafluentes para formar un río que sedirigía al bosque. Al pasar por elterritorio de los bitúrigos, varios deellos se nos unieron, incluido el jefedruida Nantua, del bosque cercano aAvaricum.

No había tantos druidas comodeberían haberse presentado, no tantoscomo en años anteriores. Mi cabezaobservaba, mi corazón se dolía.

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Realmente nuestro número disminuíacon cada generación. ¿Era el clamor delcreciente poderío romano tan intensoque nuestros jóvenes dotados no podíanoír las voces sutiles del Más Allá quelos llamaban a su servicio?

Ninguno de nosotros comentó losmotivos por los que nos convocaban tanpronto. No podía haber más que uno ynadie quería decirlo en voz alta.

Cuando llegamos al territoriocarnuto, apreté el paso. Tarvos y yodejamos a Baroc y Lakutu detrás, paraque nos alcanzaran como mejorpudieran.

No tenía intención de detenerme en

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Cenabum, pero cuando el fuerte de loscarnutos apareció en el horizonteempezamos a encontrarnos con viajeros,los cuales nos dijeron que muchos de losdruidas estaban allí.

—Han tenido que votar para laelección del rey —nos dijeron.

—¿La elección del rey? —repetí, sincomprender a qué se referían—. ¿Quérey?

—Tasgetius, el nuevo rey de loscarnutos. Por ese motivo los druidascarnutos estaban en Cenabum cuandomurió el jefe druida.

Me detuve en el camino como sihubiera tropezado con una pared.

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Sólo la muerte del Guardián delBosque, el sagrado corazón de la Galia,habría bastado para convocar a losmiembros de la Orden procedentes detodas las tierras. Mi espíritu lo habíasabido, aunque mi cabeza se negara apensar en ello. Y ahora teníamostambién un nuevo rey...

Fui corriendo a la fortaleza. Laspuertas de Cenabum estaban custodiadaspor hombres a los que no reconocí.

—¿Sabes quiénes son? —le preguntéa Tarvos.

—Creo que seguidores de Tasgetius.Cuando mostré a los centinelas mi

amuleto de oro, nos abrieron las puertas.

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—El juez principal querrá verte —me dijeron—. Le encontrarás con el rey.

Pero no fue así. Naturalmente, lanoticia de mi llegada se extendió portodo Cenabum y Dian Cet salió arecibirme mucho antes de que pudierallegar al aposento real. El juez tenía másarrugas en el rostro y los hombrosencorvados por la preocupación, perosonrió y me tendió las manos.

—Te saludo como a una personalibre, Ainvar.

—¿Qué ha ocurrido?Él me cogió del codo.—Ven conmigo a donde nadie nos

oiga.

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Me llevó a un aposento usado porlos druidas de Cenabum y ordenó aTarvos que se apostara en la puerta y nopermitiera que nadie nos molestara.

—Mientras estabas ausente —mecontó Dian Cet— Nantorus cedió por fina la acumulación de sus heridas yadmitió que ya no tenía fuerzas paradirigir a la tribu. Era preciso nombrar unnuevo rey, y el príncipe Tasgetius luchócon denuedo por conseguir el título.Menua se le opuso vigorosamente,diciendo que Tasgetius era uña y carnecon los mercaderes y podría elegir losintereses de éstos por encima de los dela tribu. Casi llegaron a las manos,

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aunque Tasgetius no llegó alatrevimiento de golpear al jefe druida.

»La Orden y los ancianos sereunieron aquí en Cenabum para poner aprueba a los candidatos. Sólo Tasgetiuslogró responder a todas las preguntasque se le hicieron, y su demostración dedestreza con las armas fueimpresionante. Cuando se procedió a lavotación, resultó elegido. Menua se pusofurioso, aunque dicho sea en su honor,dirigió las ceremonias de nombramientodel rey con una puntillosa dignidad. Noobstante, luego siguió criticando aTasgetius, públicamente y confrecuencia.

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Pensé que eso era muy propio deMenua, quien no aceptaría fácilmente laderrota. Elegir a un rey con la oposicióndel jefe druida era un hecho inaudito, unmal augurio.

La voz me tembló al hacer lasiguiente pregunta.

—¿Cómo murió Menua?—De una enfermedad estomacal.

Comió demasiados dulces durante unode los festines que siguieron alnombramiento del rey. La celebraciónduró toda una luna, desde luego.

—¿Menua comió demasiadosdulces? —repetí estúpidamente—.¡Tengo la absoluta seguridad de que

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jamás se excedía en nada!—Te olvidas de que celebrábamos

el nombramiento de un nuevo rey.Menua tenía que participar, pues locontrario habría sido tomado como uninsulto.

—Sin embargo, no vacilaba encriticar a Tasgetius públicamente.

Dian Cet frunció el ceño, como sinunca hubiese reparado en eldesequilibrio.

—Supongo..., claro, un banquete esdiferente, la gente está alegre yexcitada... Tasgetius sirvió unasorprendente variedad de cosasimportadas...

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—¡Importadas! ¿Los mercaderesproveyeron la comida?

—Como un símbolo de respeto haciael nuevo rey.

Un fuego frío se encendió en mivientre.

—¿Dónde está ahora el cuerpo deMenua, Dian Cet?

—En el alojamiento de su pariente,el príncipe Cotuatus. Sulis está ahoraallí, preparándolo. Mañana lollevaremos al bosque.

—Llévame a él.—Pero Sulis no debe ser molestada

mientras...—¡Llévame a él! —rugí con una

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fuerza que habría enorgullecido aMenua.

Dian Cet titubeó y luego asintió.—Supongo que estás en tu derecho.

Dejó su túnica con capucha para ti,¿sabes? Tenía intención de iniciartecuando regresaras.

En mi garganta se formó un nudo queme ahogaba.

Menua yacía en el alojamiento deCotuatus. El príncipe en personacustodiaba la puerta, pero se hizo a unlado cuando Dian Cet le dijo que se mepodía considerar un druida y, por lotanto, estaba autorizado a entrar.Inclinada sobre el cuerpo tendido en una

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mesa, Sulis volvió la cabeza y entoncesse enderezó, sorprendida.

—¡Ainvar! ¡La Fuente te ha traído atiempo!

Tuve dificultades para hablar.—¿Qué le ha matado, Sulis?—Un dolor en el vientre. Cuando

llegué a su lado estaba doblado por lacintura y muy pálido. Murió casienseguida. Otros curanderos creen quequizá se haya debido a un intestinoretorcido, pero no sabía que eso pudieramatar a un hombre tan rápidamente.

»Ven aquí, Ainvar. Agáchate yhuele.

Hice lo que me pedía y me incliné

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sobre la cáscara vacía que habíacontenido a Menua. No podía verleclaramente, pues las lágrimas mevelaban los ojos. Me las enjugué con elpuño y agradecí que Dian Cet se hubieraquedado en el exterior, hablando en vozbaja con Cotuatus.

Preparándolo para el viaje albosque, Sulis había envuelto el cuerpoen capas de telas pintadas con símbolosdruidas. Sólo el rostro estabadescubierto. Me acerqué más.

Los labios del druida muerto teníanun frunce extraño.

Cuando acerqué mi rostro al suyonoté el olor de la muerte, pero por

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debajo de los efluvios mi olfatoadiestrado percibió un ligero y casidesvaído aroma a fruta amarga. Meerguí abruptamente.

—¿Es veneno, Sulis?Ella me respondió en un susurro:—No puedo demostrarlo ni puedo

decir quién podría estar implicado. Peroha hecho falta algo más que unosretortijones para matarle y existenmuchos venenos compuestos con plantasque jamás he visto...

—... en lugares alejados de aquí —concluí por ella—. ¿Lo saben losdemás? ¿Y Cotuatus?

—No he dicho nada a nadie. ¿Quién

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se atrevería a asesinar a un jefe druida?—preguntó horrorizada.

No le respondí, pero mi cabeza losabía. Tasgetius debía de tener unosdeseos irrefrenables de conseguir eltrono y no fue capaz de aceptar laoposición.

El hecho terrible yacía entrenosotros como una serpiente en el suelo.No era posible considerarlo,comentarlo, actuar en consecuencia...todavía. Por el momento no existía nadamás que el cadáver de Menua. Micabeza conmocionada no podía pensaren otra cosa.

Al salir del alojamiento vi que Dian

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Cet me estaba esperando en compañíade Aberth. El sacrificador llevaba en losbrazos una túnica con capucha.

—Cuando lleguemos al bosque,primero te iniciaremos en la Orden —dijo Aberth—. Así podrás asistir alritual fúnebre de Menua con los otrosdruidas. Es lo que él habría querido.

Su voz tenía una amabilidaddesconocida en él.

Miré fríamente la prenda, que notenía ningún significado para mí, no eramás que tela vacía, tan vacía como yosentía mi interior. Me desplazabaalrededor del delgado borde de un vacíoclamoroso, donde no existía ninguna de

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las verdades de las que habíadependido. Me envolvió unaabrumadora sensación de pérdida.Menua estaba muerto, no había un jefedruida que prestara oídos a misdescubrimientos, que me diera consejose hiciera críticas, que me recibiera alvolver a casa. Menua no existía, no, no...

Debí de tambalearme, porque DianCet me cogió con firmeza del brazo.

—Estás extenuado, Ainvar. Hasrecorrido un largo camino, y ahoradebes comer y descansar si mañana vasa venir con nosotros.

Me condujo a alguna parte, a unaposento... Recuerdo que Sulis me

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acompañó, me dio una bebida que sabíaa endrinas y me dormí. Al despertar, enel amanecer gris, Tarvos estabainclinado sobre mí.

—Quieren que te reúnas con ellos—me dijo.

Los druidas transportaron ensilencio el cuerpo de Menua desdeCenabum. Una multitud no menossilenciosa se reunió para vernos partir.El nuevo rey estaba entre ellos, con unaspecto apropiadamente serio.

Aparté el rostro de él.Llevaban al jefe druida en unas

andas de madera de tejo, que los druidassostenían sobre sus hombros. Como no

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había sido iniciado, no me permitieronayudar a llevarlo, pero le seguí decerca. Caminamos sin detenernos paracomer ni dormir, y cuando la carga sehacía demasiado pesada para losporteadores, un nuevo grupo losrelevaba. Nos dirigíamos al norte,siempre al norte, hacia el bosque en elcorazón de la Galia.

Un viento gélido nos acompañaba.Los días se habían acortado y eran muyoscuros.

Llegamos al Fuerte del Bosquecuando anochecía. El cadáver de Menuadescansaría en su propio alojamiento, yme autorizaron a velarle.

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No dormí ni pensé. En mi cabeza nohabía nada más que niebla gris y brumaroja, y de vez en cuando me volvía paramirar el cuerpo inmóvil tendido sobrelas andas de tejo.

Al amanecer los druidas carnutosvinieron primero en mi busca. El ritualde Menua tendría lugar cuando sepusiera el sol, mientras que el ritual deiniciación sería por la mañana.

Encabezados por Dian Cet, nosdirigimos al bosque, que estaba lleno degente, pues no sólo habían acudidonuestros druidas sino también los de losbitúrigos, los arvernios, los boios ymuchos otros, todos los que habían

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conocido y reverenciado al Guardiándel Bosque.

Los árboles nos observaban. ¡Cuántohabía anhelado ver de nuevo aquellosrobles poderosos e intemporales! Ahorani siquiera les eché un vistazo. Mis ojosno veían nada, no sentía nada ni queríasentir. Aquello era mucho peor de lo quehabía sido la muerte de Rosmerta.

La enseñanza de la muerte me habíalibrado del temor a mi propia muerte,pero no me había preparado para elderrumbe del centro de mi mundo.

—¿Estás dispuesto para unirte a laOrden de los Sabios? —inquirió unavoz.

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—Lo estoy —repliqué a Dian Cet,pero sólo porque ésa era la formacorrecta de responder.

Las palabras no tenían significadopara mí. Me aferraba a mientumecimiento como un guerrero seaferra a un escudo.

Los druidas formaron entre losárboles en dos líneas paralelas, creandoun pasillo a lo largo del cual me condujoel juez principal. Cuando pasamos anteel primer par, empezaron a cantar. Cadapar iniciaba el canto por turno, de modoque el cántico se movía con nosotroshacia adelante en oleadas hasta quellegamos al final del pasillo, donde nos

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esperaban más druidas en círculo.Estaban encapuchados, oficialmenteinvisibles a los ojos del mundo de loshombres.

Dian Cet me ordenó quitarme lasblandas botas de cuero. Mientraspermanecía descalzo en el suelo, ésteempezó a resonar con el volumencreciente del cántico.

Procuré no sentir nada.El cántico llegó a mis entrañas como

la voz de la creación y no toleró miindiferencia. Finalmente empecé aentonarlo también, mis huesos seconvirtieron en una caja de resonanciamientras la sensación de pérdida, el

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dolor y la pena me traspasaban comouna música. Traté de aferrarme a midelgado borde, al lugar seguro einsensible donde nada hacía daño, peroera demasiado tarde. No podía rehuir elsonido.

Mis pies descalzos notaban la vidade la tierra. Las lágrimas se deslizabanpor mis mejillas. Soy celta. Mientras meentregaba al cántico, oía periódicasexclamaciones de gratitud por lasabiduría que Menua me habíatransmitido y que ahora estabaalmacenada en mi cabeza.

—Los druidas no pertenecen a símismos sino a la tribu —dijo cerca de

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mí una voz familiar.Sobresaltado, abrí los ojos... y me

encontré mirando una enorme telarañasuspendida entre las ramas desnudas delos robles. Era una red de plata tejidafuera de temporada, pues esas telas sonuna creación del verano. Sin embargo,aquélla permanecía intacta y brillante,no más alta que mi cabeza.

Como si obedecieran a su propiavoluntad, mis pies se pusieron enmovimiento. El círculo de druidas seapartó para dejarme pasar.

Cuando llegué a la gran telaraña nome detuve y la atravesé. Los delicadosfilamentos me rozaron el rostro. La voz

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de Menua, fuerte, vital, viviente, merecordó: «La muerte es una telaraña queapartamos al pasar; no es lo último sinolo menos importante».

Entonces sentí una oleada de alegría.Miré ansioso a mi alrededor, en subusca, pero sólo vi los árboles y losdruidas. ¡Sin embargo él estaba allí! Lossentidos de mi espíritu le reconocieron.Yo sabía que Menua estaba presente enel bosque, lo impregnaba de una maneratan absoluta, más allá de las palabras yde la fe, que seguía existiendo. ElMenua esencial era una partepermanente de la Fuente inmortal,creadora de estrellas y telarañas. Como

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lo somos todos.

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CAPÍTULO XVI

No puedo hablar del ritual quesiguió, pues la iniciación de un druidasólo la conocen los druidas. Estabanpresentes muchos rostros familiares.Desaparecido mi entumecimiento, losreconocí y agradecí su compañía. Sonreíespecialmente a Secumos, de losarvernios, quien debía haber viajado acaballo para llegar con tanta rapidez.

Todos habían venido lo antesposible y algunos desde más lejos queSecumos. Naturalmente, no habíanvenido por mí, sino para honrar a

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Menua, el cual nos contemplaba ahoracon los sentidos de su espíritu.

Cuando abandonamos el bosque, laintuición me impulsó a mirar atrás. Lagran telaraña plateada seguía tendidaentre los árboles, como estaba cuando laatravesé. Colgaba indemne.

Entonando un canto a la vida,regresamos al Fuerte del Bosque.

Cuando se puso el sol, repetimos elviaje con el cadáver de Menua. Esta vezme puse la túnica con capucha, hecha deun prieto tejido recién salido del telar,blanqueado al sol pero sin teñir. Amedida que se desarrollaran losacontecimientos de mi vida, los

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símbolos que los representaran seríanbordados en la tela, una tarea a cargo delas mujeres de mi clan. Ahora estaba enblanco, esperando.

Dirigidos por Narlos, el exhortador,los ritos de entierro de Menua fueronsolemnes pero no lastimeros. Nosotros,que no creíamos en la muerte,celebrábamos la vida. Finalmenteentregamos al jefe druida a los árboles.

Ninguna tumba construida habríasido apropiada para él, y por ellocavamos una tumba entre las raíces delos robles. Allí su cuerpo sedescompondría como lo hace un árbolcaído, hundiéndose de nuevo en la tierra

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que es la madre de toda carne. Lasustancia de Menua nutriría las raíces ycrecerían seres vivos que contendríanparte de él.

Me gustaba pensar que Menua seconvertiría en parte de los robles.

Le enterramos envuelto en su túnicay acompañado de los solemnes bienesde la aristocracia, pues era de estirpenoble. Cada uno de nosotros a su vezpuso una piedra en el montón levantadoencima de él para impedir que los loboslo desenterraran. No lloramos, pues nohabía razón para hacerlo. Nada sepierde jamás. Simplemente cambia.

Los druidas de otras tribus

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permanecerían en el fuerte hasta laconvocatoria de Samhain, al cabo decuatro noches. Nuestras mujeres estabanocupadas atendiendo a las necesidadesde aquellos honorables huéspedes.

En medio del ajetreo, la llegada deLakutu con Baroc no pasódesapercibida. Cuando oí gritar alcentinela, me encaminé a la puerta, peroSulis me detuvo. Señalando con unbrazo a las mujeres que iban de un ladoa otro con montones de ropas de cama ycestas de comida para los huéspedes, medijo:

—Mira de qué me he librado,Ainvar. Las cargas de las mujeres.

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—El placer de los hijos —repliqué,mirando hacia la entrada, donde lasantorchas oscilaban en la oscuridad dela noche.

Ella siguió la dirección de mimirada.

—¿Quién llega?—Mi porteador. Acaba de darme

alcance.—¿Y quién es esa mujer de extraño

aspecto?—Es mi...Me interrumpí. No había ninguna

palabra para indicar lo que Lakutu erapara mí. En realidad no sabía lo que era.

Sulis me miraba con suspicacia.

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—¿Tu qué?—Es su esclava —le dijo Tarvos,

que se había acercado por detrás denosotros—. Ainvar la compró en laProvincia.

Podría haberle matado.Sulis se echó atrás como si yo fuese

una serpiente.—¿Has comprado a una mujer?—Una esclava —puntualizó el

servicial Tarvos.—Márchate —le dije al guerrero.—Quédate, Tarvos —le ordenó ella,

y se dirigió a mí—: ¿Para qué posibleuso has comprado a una mujer?

—No es eso, no lo comprendes.

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Estaba en la plataforma de subastas yRix y yo...

—¿Tú y Rix la comprasteis parausarla juntos?

Sulis dio otro paso hacia atrás.—¡No!Intenté coger el brazo de la

curandera y hacerle escuchar laexplicación completa, pero en aquelmomento Lakutu me vio y corrió haciamí, echándose a mis pies con un gritoinarticulado.

Sulis me fulminó con la mirada y sealejó.

Cogí a Lakutu de la mano y la llevéal alojamiento que en otro tiempo

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compartí con Menua. Tarvos nos siguiópisándonos los talones, como sidesconociera el problema que habíaayudado a agravar. La gente nos miraba.

Mantuve el rostro impasible, pero noera fácil.

Cuando salió el sol, todo el mundoen el fuerte estaba enterado de que habíacomprado una esclava. Ningún celtahacía tal cosa. Por supuesto, nosquedábamos las mujeres capturadas enla guerra y la mayoría de los príncipestenían siervos, pero la esclavitud, laidea de ser propiedad de otra persona,era anatema para un pueblo queapreciaba la libertad por encima de la

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vida. Incluso las mujeres capturadas enla guerra —invariablemente mujeresceltas, en la Galia— tenían los derechosy la condición de los nacidos libres.Pero un esclavo no tenía ninguno. Unesclavo era una tragedia.

Ahora que vestía la túnica concapucha nadie se atrevía a interrogarme,pero cuando Damona me trajo la comidapor la mañana, después de la canción alsol, leí la pregunta no formulada en susojos. Su mirada pasó de mí a Lakutu yregresó a mí.

Lakutu estaba ocupada barriendo elsuelo.

—¿Ésa va a hacer ahora mi trabajo?

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—me preguntó Damona en un tonocontenido.

—Si ella quiere. Es mi... invitada.Puede hacer lo que le plazca.

En realidad, no tenía manera deimpedir que Lakutu barriera el suelo ohiciera cualquier otra cosa. Aunque enapariencia entregada a mí, no hacía elmenor esfuerzo por aprender mi lengua.Alguna parte de su mente se habíacerrado.

Damona sirvió la comida y estaba apunto de marcharse cuando le pregunté:

—¿Recuerdas a las mujeressecuanas que fueron capturadas pocoantes de mi marcha?

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—Sí.—¿Qué les sucedió?—Todas fueron solicitadas.—¿Todas? ¿Incluso la que era hija

de un príncipe?Damona me dirigió una mirada que

no pude descifrar.—Ésa fue la última en aceptar a un

hombre. Briga, la bajita, ¿te refieres aésa?

Hice un gesto de asentimiento.Percibí claramente un destello en los

ojos de la esposa del herrero mientrasme decía:

—Las otras mujeres secuanasparecieron aceptar contentas a cualquier

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guerrero que las solicitaba, para tener unhogar y familia. Pero esa Briga... fuedifícil. Insistió una y otra vez queesperaría al hombre alto de cabellos debronce.

Miré fijamente a Damona, cuyoslabios se habían curvado en una sonrisaque no podía ocultar.

—Llegó un momento en que Menuaperdió la paciencia y le dijo que si noaceptaba a otro sería expulsada delfuerte y tendría que sobrevivir comopudiera. Aun así, ella insistió en queesperaría al hombre alto de cabellos debronce. Hasta que alguien le dijo queese hombre era el aprendiz de Menua.

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Al día siguiente le dijo a Menua que iríacon cualquiera que la solicitara.

—¿Quién la solicitó? —preguntécon la boca seca.

—Alguien que no había mostradointerés por las mujeres hasta que seenteró de que Briga te quería, y a partirde entonces preguntó por ella casi adiario. Crom Daral.

—¿Briga se ha casado con CromDaral? —pregunté incrédulo.

—No se han casado. Ella le aceptódespués de Beltaine, por lo que nobailarán juntos alrededor del árbol hastael próximo Beltaine. Pero ella vive ensu alojamiento y, por lo que sé, está

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embarazada.Damona me dejó con mis

pensamientos. Sin duda regresaríacorriendo a su propio aposento paraespecular con las demás mujeres sobrelos motivos por los que yo habíacomprado una mujer cuando la hija deun príncipe me esperaba.

Me senté en el banco y dejé que lacomida se enfriara.

Lakutu se afanaba en el alojamiento,aseándolo todo. Yo no había esperadoque estuviera en posesión de las artesdomésticas. Examinó el equipamiento dela casa con intensa curiosidad, y se pusoen cuclillas para deslizar los dedos por

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los curvados morillos de hierro delhogar de Menua. No había mostradointerés por los demás alojamientos quehabíamos visitado a lo largo del camino,todos los cuales habían estado másricamente amueblados que aquél ydebían de haberle parecido muyexóticos.

O tal vez ni siquiera había reparadoen ellos.

Ahora no la miraba en realidad. Misojos la seguían, pero veían a Briga. ConCrom Daral.

Mi cabeza trató de razonar conmigo,recordándome que ahora era un druida ytenía intereses más importantes que el de

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saber con quién dormiría en elalojamiento, que Lakutu ya era una mujeradmirable, que... Pero la cabeza nosiempre es capaz de razonar con lasemociones. Permanecí sentado largotiempo en el banco, ensimismado,estremecido por un sentimiento depérdida inesperadamente profundo y queno tenía nada que ver con la muerte.

La muerte es una pérdida pequeña.Las hay mayores.

Briga vivía con Crom Daral en elfuerte, de modo que la vería, erainevitable. Temía salir al exterior.

Sin embargo debía hacerlo.Afortunadamente, durante algún tiempo

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no vi a ninguno de los dos. Me enfrasquéen los preparativos para la convocatoriade Samhain.

La víspera de Samhain los jueces dela tribu juzgaron las querellas criminalesy civiles presentadas ante ellos, unfatigoso proceso que se inició con lasalida del sol y duró todo el día.Entonces se encendió la gran hoguera,comenzaron los cánticos, se ofrecieronfestines a los espíritus de los muertos,invitándoles a unirse con los espíritus delos vivos cuando termina un año ycomienza un nuevo ciclo de estaciones.

Por si los espíritus de los muertoseran malignos —una posibilidad muy

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real, puesto que muchos vivos teníanespíritus malignos— se les hacíanofrendas propiciatorias especiales,mientras que los débiles y los niñosllevaban amuletos especiales. Samhain,en la cúspide de las estaciones, era unaépoca de poder, y éste no es bueno nimalo sino ambas cosas, como la vida yla muerte.

En la víspera de Samhain nadiedurmió. Éramos conscientes de que losmuertos caminaban con nosotros en lanoche poblada de espíritus. Algunosestaban asustados, pero yo pensé enMenua y en Rosmerta y sonreí.

Al día siguiente, primero del nuevo

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año y día de nacimiento del invierno, losdruidas de la Galia se reunieron en laconvocatoria anual.

Subí al cerro con Narlos, elexhortador. Sulis me evitaba, y yo nuncahabía buscado a propósito la compañíade Aberth. Nosotros, junto con losdemás druidas de los carnutos,encabezamos la procesión al bosquesagrado. Los demás druidas nos seguíansegún su rango, que dependía del tamañode las tribus a las que servían.

Miré atrás y se me encogió elcorazón al ver la pequeña procesión queformábamos.

La necesidad de seleccionar a un

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nuevo jefe druida era lo más esencial enlas mentes de todos. Aunque sabía queMenua había querido que le sucedieraalgún día, naturalmente aún erademasiado joven y acababa de seriniciado, por lo que ni siquiera metomarían en consideración. Yo locomprendía y lo aceptaba. Pero, al igualque los demás, me preguntaba quiénsería el sucesor de Menua. ¿Dóndeencontraríamos a su igual?

Dieron comienzo las discusiones.Poco después Secumos me pidió que mepusiera en pie y hablara, que dijera a losdemás druidas qué me había enviadoMenua a descubrir en la Provincia.

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—Así adquiriremos los últimosdones de la sabiduría de Menua —dijoSecumos.

Informé a los reunidos de lo quehabía aprendido y cuáles suponía queeran los planes de César. Tambiénrepetí lo que había dicho a Secumossobre la naturaleza de los diosesromanos y los deberes de sussacerdotes.

—Según el sistema de los romanos—les expliqué—, los sacerdotes son lasúnicas personas que pueden tratardirectamente con el otro mundo, y ello apesar de que, como sabemos, el MásAllá está a nuestro alrededor. En su

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ignorancia, los romanos también serefieren a los druidas como sacerdotes.Los helenos, que nos llamaban filósofosnaturales, nos comprendían mejor.

—Comprender no les sirvió deayuda —observó uno de los reunidos—.Roma subyugó a los helenos.

—En efecto..., como intentansubyugarnos a nosotros. Menua loprevió.

Aberth dio un paso adelante. Sinmirarme, se dirigió a la asamblea.

—Ainvar nos ha recordado lo sabioque era Menua. Yo os daré otroejemplo. El Guardián del Bosqueadiestró a su sustituto ideal, un joven

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fuerte con grandes dones y una buenacabeza. Ahora Menua se ha ido a losárboles, pero nos ha dejado a Ainvar.De todos nosotros, Ainvar es el mejorequipado y el que tiene mayoresconocimientos para enfrentarse a laamenaza que preocupaba a Menua en lasúltimas estaciones de su vida.

Al oír estas palabras sentí que lasorejas me ardían y miré resueltamente elsuelo.

—Aunque no tiene precedentes —siguió diciendo Aberth—, creo que lapauta está clara. Si, tras haberescuchado el informe de Ainvar estáisde acuerdo conmigo en que Menua

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acertaba en su preocupación, os pidoque votéis conmigo para hacer denuestro druida el nuevo Guardián delBosque.

Yo estaba estupefacto. Lasexpresiones de los rostros vueltos haciaAberth me hicieron ver que los demásdruidas estaban igualmente asombrados.Entonces, uno tras otro, aquellos mismosrostros se volvieron hacia mí. Lasensación de que me juzgaban eraabrumadora. Realzados por el poder delbosque, los sentidos experimentados delespíritu me sondeaban, examinaban ymedían, evaluaban mis debilidades. Yoestaba desnudo ante la Orden de los

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Sabios.—Déjanos, Ainvar —dijo Dian Cet

—. Tenemos que discutir esto.Quería protestar, exclamar: «¡Pero

no estoy preparado! Las cosas sucedencon demasiada rapidez, esto no es lo quehabía esperado, no comprendéis lo malpreparado que estoy...».

De repente cruzó por mi mente unaimagen de Rix en el momento en que losarvernios gritaban que debía dirigirles.¿Era eso lo que él había sentido, esaterrible sensación de ser arrastrado aunas aguas más profundas y agitadas?

No abrí la boca, no dije nada. Dejéque algunos me escoltaran más allá de

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los árboles, me senté en una roca ycontemplé la bóveda celeste, tratando deaquietar mi interior.

Le pregunté a la Fuente si aquél erasu deseo.

El cielo me devolvía la mirada, unsolo ojo azul y fiero, vigilante.

De vez en cuando el viento me traíael sonido de las voces alzadas. A vecesdaban gritos. La decisión no resultabafácil.

Durante mi vida no había sidoelegido ningún Guardián del Bosque.Desconocía el procedimiento.Naturalmente, los druidas de cada tribuelegían a su jefe, pero quien era

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Guardián del Bosque sagrado de loscarnutos era el principal druida de laGalia. Me resultaba difícil creer queentregaran semejante responsabilidad aun hombre que no había vivido por lomenos treinta inviernos.

Oí más gritos. En un momento deofuscación pensé en entrarsubrepticiamente y espiar lasdeliberaciones de los druidas de lamisma manera que en otro tiempo espiéel ritual secreto para matar al invierno.¡No!, me reconvino mi cabeza.Semejante conducta sería impropia deun hombre al que consideraban comoposible Guardián del Bosque.

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Guardián del Bosque. Me envolvióuna sensación de irrealidad y permanecísentado, entrelazando los dedos,inseguro de qué debería pensar o sentir.Me pregunté si Menua había pasado porel mismo trance cuando le nombraron.¿Por qué nunca se lo pregunté?

Tras un último grito se hizo elsilencio. Un silencio largo, muy largo.

—Te estamos esperando —mesusurró ásperamente en el oído una vozfamiliar.

Alcé los ojos y vi la cara delsacrificador.

Aberth me condujo de regreso albosque. Los druidas que esperaban allí

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se habían subido las capuchas y no lesveía los rostros. Ninguno habló nisiquiera reconoció mi presencia. Aberthme llevó a la piedra de sacrificios. Allíme recibió Dian Cet y se colocó detrásde mí, poniéndome las manos sobre loshombros.

Los druidas echaron atrás suscapuchas.

—¡Escúchanos! —gritó Narlos, elexhortador, a Aquel Que Vigila—.¡Míranos! ¡Inhala nuestro aliento y sabeque somos una parte de ti! Hemoselegido a este hombre para que guarde tubosque y se abra a tus secretos. Llénale,refuérzale. Es tuyo.

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Las fuertes y seguras manos de DianCet me dieron la vuelta hasta colocarmede cara al altar. Aberth me hizo una señapara que me tendiera sobre la fríapiedra. Así lo hice, y contemplé la pautaformada por las ramas sin hojas que sealzaban al cielo.

—¡Es tuyo! —gritaron al unísono losdruidas reunidos.

Hicieron los signos de la invocacióny cantaron las palabras del poder.

Yo había estado vacío; ahora estaballeno. Lleno de la fuerza y lashabilidades legadas por lasgeneraciones que se habían tendido allíantes que yo y cuyo residuo vibraba a

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través de mí. El día era frío, la piedraestaba fría, pero mi alma ardía con unfuego antiguo.

Cuando me levanté ya no me sentíjoven.

Aquella noche se ofreció a la Ordenun festín en la sala de reuniones,insuficiente para contener a todos, por loque también se usaron los alojamientoscontiguos. Jamás me he sentido másincómodo. Parecía como si cada druidaque había tenido algún contacto conmigoquisiera comentar mis dones y miscarencias públicamente, con un detalleangustioso. Puesto que yo era elpresunto jefe druida, los dones se

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exageraban demasiado y a las carenciasse les restó importancia, hasta que melevanté para recordarles que todo debíaestar equilibrado. Esto suscitó otraronda de alabanzas.

—¡Sabia cabeza! —exclamaronmuchos, aplaudiendo.

Me senté y bajé la vista a mi copa.Al finalizar el festín, hicimos ofrenda delos restos al fuego, el agua y los cuatrovientos.

Tras una noche de insomnio, con lasprimeras luces del alba fui a laceremonia de la toma de posesión. Nohabía tiempo que perder, pues la Ordenno podía quedarse sin cabeza.

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El rito que me convertiría en jefedruida de los carnutos así comoGuardián del Bosque Sagrado de laGalia era muy sencillo, como lo sontodas las cosas importantes. Utilizandomaderas sagradas de fresno, serbal yavellano, Aberth encendió un pequeñofuego en el claro del centro del bosque.Grannus me escoltó hasta el fuego y mearremangó la túnica por encima de loscodos.

—Cruza las muñecas, Ainvar, y bajalos brazos al fuego, lentamente —meinstruyó Aberth.

Le obedecí, lenta, muy lentamente ydoblando las rodillas, pues era alto. Y

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lentamente, los druidas congregados nosrodearon y, de pie entre los árboles,empezaron a cantar.

—Entrarás en la luz pero nuncasufrirás la llama.

Grannus me empujó los hombros,haciéndome bajar. Me agaché más cercadel fuego, sintiendo que su calor meenvolvía. Las llamas rojas y doradas melamieron los brazos y noté el olor delvello de mis antebrazos chamuscado.

—¡Entrarás en la luz pero nuncasufrirás la llama!

Mantuve los brazos en el fuegodurante un tiempo indeterminado hastaque el cántico se alzó convirtiéndose en

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un rito de triunfo que se detuvoabruptamente. Me levanté, aturdido.Aberth y Grannus me cogieron de cadabrazo y los levantaron por encima de micabeza para que todos los vieran.También yo miré.

La piel no se había quemado.Un suspiro colectivo de alivio sonó

a través del bosque.—¡Los espíritus te aceptan! —gritó

Dian Cet.Entonces los druidas se apiñaron a

mi alrededor y soltaron exclamacionesadmirativas ante el vello quemado y lapiel blanca e ilesa. Alguien me preguntósi había sentido dolor.

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—No —respondí sinceramente.Ningún dolor, nada salvo una intensa

quietud interior, como el silencio de lanieve.

—Muéstraselo a los árboles —mepidió Aberth.

Alcé los brazos de nuevo y tracé unlento círculo, en el sentido delmovimiento solar.

Tras apagar el fuego y habernosembadurnado con sus cenizas,regresamos al fuerte. Ahora la Orden delos Sabios estaba de nuevo completa.Los demás druidas caminaban detrás demí, ninguno a mi lado.

La Cabeza estaba sola.

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CAPÍTULO XVII

—No he votado por ti —me dijo Sulis.—Es igual. Probablemente yo

tampoco habría votado por mí.Había venido a plantearme uno de

los muchos problemas que debíasolucionar un jefe druida: si un tipo dehongo seco podía ser sustituido por otro.Los hongos se utilizaban para producirun humo que aliviaba los dolores de laparte posterior de la cabeza. Sulis eracurandera y herborista, pero laformalidad exigía que todo cambio en elritual fuese sancionado por el jefe

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druida.Hasta que esas tareas interminables

recayeron en mí, no aprecié plenamentelo exigente que era la profesión. Menuahabía hecho que pareciera fácil. Yo erael jefe druida desde hacía cuatro nochesy apenas había dormido, por no hablardel lujo de tomar una comida sin prisas.Todo el mundo tenía problemas. Todosme necesitaban.

—Puedes usar éstos —le dije aSulis, indicando una selección dehongos secos y ennegrecidos.

—¿Estás seguro? Yo habríapreferido...

Mi cabeza me advirtió que si no

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establecía entonces mi autoridad conaquella mujer nunca lo haría.

—¡Úsalos! —le grité, imitando conmucha precisión la voz atronadora deMenua.

Giré sobre mis talones y me alejé.Una mujer no puede discutir contigo

si no te quedas donde estás y discutes.Recorrí el fuerte, respondiendo

preguntas, dando opiniones, instruyendoy advirtiendo. Mi presencia provocabasusurros, pero yo fingía no oírlos. Seespeculaba sobre lo apropiado de minombramiento como jefe druida,naturalmente, pues mi edad invitaba aello, pero la mayoría de los susurros se

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referían a Lakutu.Yo comprendía a Sulis, la cual

apreciaba su independencia no tanto porel bien de sus poderes curativos sinopor su rango. En su condición decurandera druídica estaba en pie deigualdad con cualquiera, mientras quecomo esposa habría estado sometida aun hombre, y Sulis no soportaba elsometimiento. Preví que inclusoobligarla a mostrar la obediencia debidaa un jefe druida sería difícil. Mepregunté cómo había resuelto Menuaaquel problema.

Pero por lo menos percibía elespíritu de Sulis. En cambio, la misma

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simplicidad de Lakutu la hacía opacapara mí. O tal vez se trataba de labarrera del lenguaje. Se comunicabasólo con su cuerpo. Si hubiera tenidoinvitados en el alojamiento, ella no leshabría hablado, pero indudablementehabría bailado para ellos.

No invitaba a nadie al alojamiento.Un jefe druida debía estar por

encima de la turbación, pero yo todavíaera novato en mi oficio. La presencia deLakutu era para mí una fuente de intensoazoramiento. No intenté explicárselo —como jefe druida no tenía que hacerlo—,pero me prometí que en cuanto pudieraresolvería el problema.

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No sabía cómo. Menua me habíaadiestrado en la resolución deproblemas de la tribu, no personales.

El sol se había puesto hacía largorato cuando por fin regresé alalojamiento. Me esperaban el fuego y lacomida. Lakutu había mantenido el fuegoencendido y había sustituido a Damonaen la preparación de mi cena. Estaúltima mujer enarcó las cejas pero nodijo nada..., por lo menos a mí.

Cuando entré en el alojamiento,Lakutu estaba sentada al lado de micamastro. Volvió sus ojos oscuros haciamí, me sonrió tímidamente y bajó lavista. No pronunció una sola palabra de

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saludo.Mi cabeza especuló que tal vez su

negativa a hablar era la única maneraque le quedaba de conservar ciertasoberanía sobre sí misma.

Estaba demasiado cansado paracenar. Me tendí agradecido en el jergón,que tenía la fragancia de la pinaza reciéncogida, y cerré los ojos.

La puerta crujió sobre sus goznes dehierro. Tendría que enseñarle a Lakutu aengrasarlos con grasa fundida.

—¿Ainvar?Exhalé un suspiro.—Entra, Tarvos.Había adquirido el hábito de

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asomarse cada noche, para ver sinecesitaba algo antes de que también élse retirase a descansar. No eracostumbre que un jefe druida tuviera unguerrero a su servicio..., pero tampocose sabía que alguna vez un jefe druidahubiese tenido una esclava en sualojamiento.

Sólo podía esperar que estosquebrantamientos en la tradiciónestuviesen acordes con un aspecto de lanorma que yo aún no comprendía.

Tarvos entró en el aposento, echó unvistazo a la cazuela y se sirvió antes desentarse con las piernas cruzadas ante elfuego.

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—¿Puedo hacer algo por ti?—No..., sí. —Unas imágenes se

deslizaron rápidamente tras mis ojoscerrados: Sulis, Lakutu—. Dime,Tarvos, ¿has visto a la nueva mujer deCrom Daral desde nuestro regreso?

Él se rió entre dientes.—¿La que te estaba esperando?Me erguí sobre un codo para

mirarle.—¿Estás enterado de eso?—Todo el mundo lo sabe. Dicen que

se convirtió en un centro de tormentacuando supo que ibas a convertirte endruida, que gritó y arrojó cosas. Pareceser que todo el mundo estaba

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preocupado, pues nos estaba poniendoen evidencia. Cuando una tribu captura auna mujer noble de otra tribu y no puedeencontrarle un hogar, eso repercutenegativamente en la tribu captora.

—Pero Crom Daral la tomó.—Así es, y lo siento por él. Una

mujer que grita...Tarvos dedicó su atención a un

pedazo de carne asada.—¿La has visto?—No estoy seguro, no sé qué

aspecto tiene. Por supuesto, le he oídojactarse a él.

Me senté en el jergón.—¿Jactarse de qué?

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—Esa mujer resultó ser un tantosorprendente. Durante el festival de lacosecha, el niño ciego que siempre sealeja de su madre tropezó con Briga yella le cogió en brazos. Cuando se diocuenta de que no veía, rompió a llorar.Sus lágrimas cayeron sobre el rostroalzado del chiquillo y al día siguienteempezó a ver luz. Dicen que ahora escapaz de reconocer caras.

—¿Briga?—Briga la secuana, la mujer de

Crom Daral. Sulis se impresionó tantoque quiso tomarla como aprendiza, perola mujer no quiere saber nada con ladruidería. Sin embargo, Crom se jacta

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de ella. Probablemente es la primeracosa en su vida de la que se jacta.

Tarvos se puso en pie, se estiró ycogió un trozo de carne sin esperar a queLakutu se lo ofreciera. El Toro dio unmordisco y, con la grasa corriéndole porla barba, observó:

—No sé por qué será, pero la carnesabe mejor a la manera en que Lakutu laprepara. —Entonces se comió el panque yo no había tocado, un cazo decuajada, un cuenco de nueces con miel,se bebió tres vasos de vino, eructósatisfecho y dijo—: Si no hay nada más,me voy.

—No hay más comida, si te refieres

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a eso.—¿Quieres que entregue algún

mensaje?—Creo que no. Tal vez mañana...,

no, me encargaré yo mismo.—Si me necesitas... —dijo Tarvos

desde la puerta antes de salir.A la mañana siguiente, cuando salí

del aposento para dirigir la canción alsol, llovía intensamente. Canté de todosmodos, a voz en cuello, obteniendotibias respuestas de la gente que seresguardaba bajo los marcos de suspuertas y miraban la oscuridad invernal.

Una vez finalizada la canción fui enbusca de Sulis. Teníamos que hablar de

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asuntos druídicos. Una persona con undon como el que decían que poseía lamujer secuana no podía dejar de serutilizada. Teníamos que hablar conella... Yo debía hablar con ella sobre sudon. Me dije que era por el bien de latribu.

Como era una mujer soltera, lacurandera aún vivía en el alojamiento desu padre. Al acercarme a la viviendadesde una dirección, vi que su hermano,el Goban Saor, llegaba por otra.

—¡Hola, Ainvar! —exclamó,agitando la mano. Entonces titubeó.Cuando llegué hasta él, me dijo—: Losiento, no estoy acostumbrado a

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considerarte como el jefe druida.De súbito su tono era deferente.—Tampoco yo —admití, sonriendo

—. Nada ha cambiado entre nosotros,seguimos siendo amigos.

Él se relajó visiblemente.—Temía que te enfadaras conmigo.—¿Enfadarme contigo? ¿Por qué

habría de hacerlo?—Por no haberte dado ya ese regalo

que me pediste para alguien.Recordé de repente a qué se refería.—La persona a la que quería dárselo

está muerta —repliqué en voz baja.—Sí, es una gran lástima. La verdad

es que me salió muy bien. Tardé mucho

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tiempo porque tenía que encontrarexactamente la piedra apropiada, bueno,ya comprendes esas cosas, y la talla fuemás difícil de lo que había previsto. Eracomo si la piedra viviese e insistiera enadoptar su propia forma. Quisiera quevieses el resultado, Ainvar, aunque yano lo quieras. Sólo le falta el pulidofinal.

—¿Quién ha dicho que no lo quería?Enséñamelo.

Él me condujo a su cobertizo. Allí,entre una multitud de trabajos artesanos,había un objeto alto como la cabeza deun hombre y cubierto con mantas de pielde ternera. Con un floreo orgulloso, el

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Goban Saor retiró la cobertura.El ser de dos caras me miró con sus

ciegos ojos de piedra.No eran los rostros inhumanos de mi

primera visión ni los demasiadohumanos de la segunda. En aquelmomento se me reveló un tercer juego decaras, muy estilizadas, misteriosas, perotan inequívocamente celtas en su forma ysu línea como los morillos del fuego deMenua. Nadie las confundiría jamás conla perfección vacía de las deidadesromanas esculpidas. En manos de GobanSaor la piedra había cobrado vida.

—¿Era esto lo que querías? —mepreguntó en voz baja.

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A pesar de su altura y corpulencia,de que era más fuerte que cualquierhombre que yo conociera exceptoVercingetórix, el Goban Saor hacía galade una amabilidad excepcional, como siprefiriese desmentir su fortaleza. Dosaspectos de una sola persona.

Miré de nuevo la talla, que era almismo tiempo atractiva y turbadora. Porninguna razón perceptible, una fríaserpiente de temor empezó adesenrollarse en mi vientre.

El intento de encarnar una visión delMás Allá era un error. Algo había sidoatrapado en la piedra, atraído tal vez porla energía del artesano mientras éste

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trabajaba totalmente ajeno a las fuerzasque atraía. Ahora, fuera lo que fuese,estaba agazapado en la piedra yaguardaba, pues su momento aún nohabía llegado.

El Goban Saor me estaba mirando.—¿No te gusta, Ainvar? Sé que no

podría reproducir exactamente lo queme describiste, pero...

—Es bueno, extraordinario, muchomás de lo que esperaba —me apresuré adecirle— Ahora cúbrelo, ¿quieres?

Perplejo, hizo lo que le pedía.—¿Qué debo hacer con esto?—Te prometí un brazalete de oro de

mi padre por hacerlo. Tarvos te lo traerá

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antes de que el sol se ponga. Pero quieroque la imagen se quede aquí, cubierta,tal como está. No se la enseñes a nadie,no la muevas ni la pulas. Ni siquieravuelvas a tocarla, ¿de acuerdo?

Él quería proteger su creación, me dicuenta de que deseaba discutir, pero yome envolví en mi autoridad como en unmanto y le miré fijamente. El GobanSaor bajó los ojos.

—Haré como dices.No podía decirle lo que había

percibido en la imagen. La había creadocon su inspiración e inocencia. No teníaninguna culpa.

Dejé al maestro artesano en su

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cobertizo y fui a hablar con Sulis, perola figura de piedra cubierta, esperando,seguía en mi mente.

Antes podía entrar en cualquieralojamiento del fuerte sin ningunaceremonia, pero ahora era el jefe druida.Al verme aparecer inesperadamente enel umbral de su puerta, la anciana madrede Sulis se puso nerviosa, tartamudeó,tosió, miró frenéticamente a sualrededor en busca de sus hijas para quela ayudaran y luego se retiró musitandomuchas disculpas y pidiéndome quefuese paciente durante unos momentosmientras ella preparaba vino ypastelillos con miel. Yo estaba más

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azorado que ella. Sulis me rescató.—Creo que el jefe druida ha venido

a hablar conmigo, madre, no a que leagasajemos —dijo ella, leyendo laexpresión de mis ojos.

Agradecido, la cogí del codo ysalimos al aire impregnado de humo. Lalluvia había remitido de momento y yano soplaba el viento. Al socaire delalojamiento estábamos bastantecómodos, envueltos en nuestros pesadosmantos de lana.

—Dime qué sabes de Briga, la mujersecuana, y el incidente con un niño ciegocuando yo estaba ausente.

La versión de los hechos que me dio

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Sulis coincidía punto por punto con loque Tarvos había oído sobre elparticular. Concluyó diciendo:

—Como puedes imaginar, fue lacomidilla del fuerte durante variasnoches. Pero Briga debió de asustarse,pues se retiró al alojamiento de CromDaral y desde entonces no sale a menosque sea imprescindible.

—¿Es feliz con Crom Daral? —lepregunté sin pensarlo dos veces.

Para mi pesar, descubría que elhecho de ser nombrado jefe druida noaumentaba la prudencia de uno.

—¿Qué importa eso, Ainvar? —Derepente la voz de Sulis tenía el aguijón

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de una avispa—. ¿También estásinteresado por esa mujer... aunque yadispones de una esclava para tu cama?

Jamás se me había ocurrido queSulis pudiera estar celosa. Era unadruida. Sin embargo, al pensar en Cromy Briga también yo estaba celoso.

—¿Y a ti qué te importa si estoyinteresado por una mujer o no? —repliqué, regodeándome al ver susesfuerzos para responder adecuadamente—. Si mal no recuerdo, Sulis, hacemucho tiempo te negaste a ser mi mujer.

—Eso fue...No terminó la frase y apretó los

labios.

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—¿Sí? ¿Eso fue antes de que menombraran jefe druida?

Ella se ruborizó intensamente. Elintenso color rojo le sentaba mal, hacíaque la red de arrugas alrededor de losojos pareciera blanca en contraste,acentuando su edad.

Perversamente, este signo demortalidad hizo que me sintiera mástierno hacia ella de lo que me habíasentido en mucho tiempo, y lamenté midisplicencia.

—Te pido disculpas. No deberíahaberte hecho esa acusación.

Ella se horrorizó.—¡El jefe druida jamás pide

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disculpas!—Al parecer, hago muchas cosas

que los jefes druidas no hacen jamás.Estuve a punto de añadir que quizá

era demasiado joven para el cargo, perome contuve. Mi cabeza me reveló que nodebía manifestar a nadie mivulnerabilidad. Haber pedido disculpasya era un error suficiente.

En otro tiempo me había gustado laidea de estar solo y ser singular,especial, más allá de lo ordinario...,hasta que me vi empujado para siempremás allá de lo ordinario y me di cuentade que no había manera de regresar.

—Hablaremos de la mujer secuana y

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su don —le dije en un tono severo yformal copiado de Menua.

Nuestra lucha fue silenciosa. Habíasalido victorioso en la guerra devoluntades con Vercingetórix y no medejaría derrotar por Sulis. Mientras lalluvia caía de nuevo, fría, insistente, ellainclinó la cabeza.

—¿Qué deseas a ese respecto? —mepreguntó con voz sorda.

Lamenté mi pequeña victoria, perola norma es inexorable.

—Yo mismo hablaré con ella, Sulis,e intentaré que comprenda su don. Espreciso que supere ciertosresentimientos hacia la Orden, pero

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dada la grave escasez de nuevosdruidas, tenemos que aprovechar todaslas oportunidades. Si podemosconvencerla para que se integre en laOrden, tendremos una valiosa curandera,y tú te encargarás de su adiestramiento.

—¿Y qué me dices de Crom Daral?—Aún no están casados, no se

unirán hasta Beltaine, dentro de cincolunas. Hasta entonces, ella es libre ypuede abandonar el alojamiento deCrom si lo desea.

—¿Y dónde viviría? —inquirióSulis con los labios tensos.

—Contigo —le dije—. ¿Estás deacuerdo?

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—Como tú digas.Sulis dio media vuelta y entró en su

aposento.La lluvia glacial me corría por la

nuca. Me subí la capucha.La puerta de Crom Daral estaba

atrancada. Llamé una, dos veces, con lavara de fresno de mi cargo, pero norecibí respuesta. Sin embargo, salíahumo por el agujero en el centro de latechumbre de paja.

Di una patada a la puerta.La hoja se abrió hacia adentro y

Briga apareció ante mí con una horquillade asar carne en la mano. Habíaolvidado que era tan menuda, pero en

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cuanto la vi mis brazos y mi regazorecordaron su calor, peso y medidasexactos.

Tenía el cabello recogido en unaespecie de aro en lo alto de la cabeza.Algunas hebras se habían soltado y sepegaban a sus mejillas húmedas yenrojecidas por el fuego. Me llegó elsiseo de la carne que se asaba en elespetón por encima del hogar.

Al reconocerme, sus ojos seensancharon. Temí que me cerrara lapuerta en las narices, por lo que meapresuré a entrar. Ella permaneció muyquieta, como una cierva sorprendida enel bosque.

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—Eres tú —dijo, en un tono queparecía acusador.

—No puedo negarlo —convine.Ella me miraba la capucha y la eché

atrás, pero sus ojos la siguieron en vezde encontrarse con los míos.

—Jefe druida —musitó.—Sí, también lo soy.Entonces me miró a la cara.—Y yo creía que eras amable —dijo

con un pesar leve y distante, como si serefiriese a algún incidente de su pasado.

Empezó a apartarse de mí, pero lacogí de los hombros e hice que sequedara donde estaba.

—No soy un monstruo, Briga.

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Nosotros, los druidas, no somosmonstruos. Protegemos a la tribu, ¿nopuedes comprenderlo? Debes de haberlosabido alguna vez. ¿Cómo permitiste quela muerte de tu hermano te cegara tanto?

Antes de que pudiera responder, medi cuenta de que alguien había entradoen el alojamiento detrás de mí, y mevolví a tiempo de encontrarme con losojos ardientes de Crom Daral.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó, apretando los puños.

Mantuve la firmeza y serenidad demi voz..., pero con una mano sobre elhombro de Briga y con la conciencia deque ella no había rechazado mi contacto.

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—Estoy aquí en calidad de jefedruida —repliqué—. Es muy posibleque esta mujer tenga un don espiritual.Si eso se confirma, la necesitamos.

—No es de nuestra tribu —dijo él.Yo no había esperado que Crom pensaracon tanta rapidez—. Por lo menos no loes hasta que la despose. Y jamáspermitiré que se incorpore a la Ordencontigo, Ainvar.

—Sea cual fuere su tribu, se lepuede permitir que estudie en losbosques de los carnutos con el permisodel jefe druida. Tal vez descubramosque en realidad no tiene ningún don.Pero hasta que lo sepamos, queremos

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que tenga una oportunidad.—¿Por qué no le preguntas a ella lo

que quiere? —Crom no me miraba a mísino a Briga—. Y quítale la mano deencima mientras le preguntas —añadió—. Ahora díselo, Briga. Dile lo quedeseas.

No apartaba los ojos de ella, comosi la perforase con la mirada.

De repente me pregunté si le haríadaño. ¿Acaso la retenía causándoletemor?

—Déjanos solos, Crom Daral —leordené con la voz del jefe druida y unaconfianza que no sentía totalmente—. Sime dice en privado que quiere quedarse

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contigo, la creeré, pero no quiero queestés aquí tratando de intimidarla.

—Ja, ja. —Su risa carecía de humor—. No trato de intimidarla. Ella no tienemiedo de mí, sino de ti. De ti y todos losde tu clase. Has cometido un error alvenir aquí, Ainvar, así que será mejorque te marches.

—Márchate tú —repetí.—Como tú digas, pero creo que te

vas a llevar una decepción.Giró sobre sus talones y salió del

alojamiento, silbando entre dientes conuna irritante arrogancia.

Cerré la puerta tras él, dejando atrástanto al hombre como al día oscuros.

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—Bien, Briga, ahora dime: ¿estásdispuesta a recibir adiestramiento deSulis, nuestra curandera, para ver sirealmente posees un don? Recuerda quelas curanderas no hacen sacrificios, sinoque ayudan a la gente, salvan vidas,alivian el dolor.

—El dolor que sufre Crom Daral —dijo ella para mi sorpresa.

—¿Qué quieres decir?—Su espalda. Cada estación es

peor, está más torcida y desgarbada.Pronto no le permitirán que siga encompañía de los guerreros. ¿Quieres quetambién yo le abandone?

Cierta vez me había preguntado si

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también yo iba a abandonarla, y medesgarró el corazón. Así era como élpretendía retenerla, con lástima, la máscruel de las cadenas.

Pero si ella se compadecía tanto deél, debía de tener un corazón generoso,un corazón que se apiadaría de todo elque sufriera y estuviera afligido.

—Si tu don es lo bastante fuerte talvez puedas curarle, una vez te hayasadiestrado —le sugerí.

—Sulis le ha examinado y no hapodido ayudarle, a pesar de que le hahecho caminar por los senderos de lasestrellas.

—Tú podrías convertirte en una

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curandera más poderosa que Sulis.Piensa en ello, Briga.

Ella alzó con firmeza su pequeño yredondeado mentón.

—No quiero tener ninguna relacióncon los druidas. Juré que los odiaríaeternamente.

—Eternamente es demasiado tiempo—le dije. Entonces acudió a mi mente unrecuerdo espontáneo, un conocimientocuya posesión desconocía—. Ciertasemociones pueden durar eternamente,pero el odio se gasta, en una o en variasvidas.

Ella me miró fijamente.—¿Qué es lo que dura? —susurró

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con aquella vocecita a la vez suave yáspera que yo nunca había olvidado.

—El tejido que sostiene unida latierna red —repliqué.

Entonces me pregunté de dóndehabían salido esas palabras.

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CAPÍTULO XVIII

Briga no abandonó el alojamientoconmigo. Lo máximo que pude obtenerde ella fue la promesa de que pensaríaen lo que le había dicho. Cuando yoestaba en el umbral, titubeante, reacio adejarla, ella me dirigió una mirada quesentí en mis entrañas.

—¿Te conozco realmente, Ainvar?La miré a los ojos.—Creo que los dos nos conocemos

—repliqué.La tierna red...En aquel momento casi recordé...

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Entonces la voz de Crom Daral cortómis pensamientos como un cuchillocorta una cuerda.

—¿Te marchas tan pronto, Ainvar?¿No has podido persuadirla? —Eltriunfo brillaba en sus ojos cuando pasórozándome para entrar en el alojamiento.Se acercó a Briga y la rodeó con unbrazo, posesivamente—. ¿Lo ves?Prefiere quedarse conmigo.

No le di la satisfacción de unarespuesta, ni me atreví a dejar que misojos volvieran a encontrarse con los deBriga.

Fui en busca de Sulis y le diinstrucciones para que empezara a

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interceptar a Briga siempre que pudiera,sin Crom Daral, instándola a que seadiestrara como curandera.

—Dile a cuánta gente has ayudado,Sulis, recalca la satisfacción de tu don,dile que con adiestramiento suficienteincluso podría ser capaz de curar aCrom Daral.

—No creo que eso sea posible,Ainvar. Lo intenté, hice que alineara suespina dorsal con los caminos de lasestrellas tal como estaban en el cielo eldía en que fue concebido, pero suespalda no quiso adoptar la formacorrecta. Hay personas que resultandañadas en la matriz o cuando nacen, y

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algunas lo están porque sus cuerposresponden a la forma del espíritu en suinterior. Es posible que Crom Daraltenga un espíritu maligno. No puedoprometerle a Briga que alguna vez serácapaz de ayudarle.

—Pero podría hacerlo. Curó almuchacho ciego después de que túhubieras perdido las esperanzas,¿recuerdas?

Sulis inclinó la cabeza.—Persuádela para que abandone a

Crom Daral y sea tu aprendiza por elbien de la tribu. —Y le insté por últimavez—: Te lo ordeno, Sulis.

Silenciosamente, en mi cabeza,

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añadí: ¡Persuádela para que le abandoneantes de Beltaine!

A partir de entonces, cada vez queencontraba a Crom Daral en uno u otrolugar del fuerte, me miraba sonriente,recordándome sin palabras que Brigaera suya. Cierta vez, cuando ambospasábamos por el estrecho espacio entredos alojamientos, murmuró:

—Conozco el sabor de su lengua,Ainvar, y los hoyuelos de sus nalgas.

Hasta entonces no me había dadocuenta de cuánto me odiaba. Haberadquirido a Briga era el único triunfo deCrom sobre mí, la única vez que mehabía superado. No podía imaginar lo

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que haría si lograba quitársela.Recordé que Menua nunca había

parecido tener tales problemas. Flotabaen la superficie como un ave acuática,sin enmarañarse con las plantas quecrecían debajo.

¿O no era así? Tal vez susproblemas me habían pasadodesapercibidos en mi juventud.

Llegaban inquietantes rumores alFuerte del Bosque. Nuestro nuevo rey,Tasgetius, había incrementado elcomercio con los romanos. Sin unMenua que criticara tales acciones,había invitado a más mercaderes paraque establecieran su residencia en

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Cenabum. Esto afligía a quienesrecordaban los recelos del anterior jefedruida.

Yo tenía dos opciones. Podía viajara Cenabum, una acción bastantecorriente en un jefe druida, e intentardirectamente persuadir a Tasgetius paraque invirtiera su política. O bien podíaemprender una acción más sutil.

Menua había presentado susobjeciones de una maneraembarazosamente pública, y habíapagado el precio por ello. Yoaprendería de su experiencia. Alprincipio mi planificación tendría lugarsólo en la intimidad de mi cabeza, y lo

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que pensara no lo comentaría con nadieexcepto con otros miembros de laOrden.

Los miembros de confianza,naturalmente. No debía olvidar aDiviciacus, el vergobret de los eduos yaliado de César.

No debíamos establecer ningunaconexión con César ni con Roma.

Una de las primeras medidas quetomé levantó aullidos de protesta en elfuerte. Anuncié que no compraríamosmás vino a los mercaderes. Buscaríamosvides silvestres y empezaríamos acultivar nuestras propias uvas.

—Pero ¿qué vino tomaremos

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entretanto? —preguntóquejumbrosamente mi gente.

—No siempre hemos tenido vino —les recordé—. Los romanos lointrodujeron en la Galia. Antestomábamos cerveza de cebada oaguamiel o incluso agua, si teníamossed. Además, nos queda una pequeñacantidad que nos durará algún tiempo sisomos frugales. Cuando se agote, elrecuerdo del vino nos hará trabajarjuntos para producir el nuestro propio.No quiero que dependamos más de losextranjeros.

—¿Y qué hay de los demás bienes?—quiso saber alguien.

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—Empecemos con el vino —melimité a decir.

Andando el tiempo, tenía laintención de prescindir de los lujos quenos debilitaban, tales como los braserospara calentar nuestros aposentos y lassedas que acariciaban nuestra piel.Debíamos volver a ser autosuficientes.

Gracias a mis conversaciones condruidas de otras tribus que hacíanfrecuentes peregrinajes al bosque, pudeseguir los acontecimientos que sucedíanen los lugares más alejados de la Galia.Sulis también me informabaregularmente de sus progresos conBriga.

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—Presenta menos resistencia queantes a la Orden —me dijo la curandera—. Empieza a ver el bien que podríahacer siendo uno de nosotros. Pero cadavez que creo haber llegado a algunaparte con ella, Crom Daral se queja desu soledad y su dolor y ella cede. Diceque no puede abandonarle.

¿Y mi propia soledad?, pensaba yoen silencio.

La luna creció y menguó. La ruedade las estaciones giraba.

Rebosante de buena voluntad,Tasgetius se presentó en el bosque parahacer una visita formal al nuevo jefedruida. Ni Sulis ni yo habíamos hablado

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todavía, ni siquiera entre nosotros, sobrela causa de la muerte de Menua. Yosabía que ella estaba esperando quehiciera algo. Ocuparse del asesinato deun jefe druida debía ser responsabilidadde su sucesor.

Agasajamos al rey como era debido.Él no debía conocer mis sospechas,todavía no. Apreté los dientesmentalmente y le invité a mi aposento.

Sus ojos brillaron cuando vio aLakutu.

—Había oído rumores acerca de tubailarina —dijo Tasgetius, atusándoseel bigote—. Bien por ti, Ainvar. Nuestrojefe druida es vigoroso, ¿eh?

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Me dio un codazo y yo me apartécon disimulo para ponerme fuera de sualcance.

—¿Qué, es una buena pieza?—Es mi invitada —repliqué

evasivamente.—Ya sabes a qué me refiero. ¡Fruta

extranjera! ¡Y una esclava! Esto es unbuen ejemplo para todos nosotros, unejemplo que yo mismo podría seguir. Alcontrario que las mujeres celtas, lasesclavas no se atreven a replicar,¿verdad?

Se lamió los labios y miró a Lakutu,la cual le miró a su vez con la expresiónde un conejo que observa la proximidad

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de una serpiente.—Apruebo estas nuevas costumbres

—siguió diciendo Tasgetius, sentándoseen mi banco—. Tu predecesor era unhombre de miras estrechas que seaferraba a tradiciones anticuadas. Yosoy más progresista... como tú con tuesclava.

Me sonrió amistosamente. Mi cabezame advirtió que al cabo de un momentome pediría que compartiera a Lakutu conél como un gesto de hospitalidad.

Me apresuré a servirle una granmedida de vino y le puse la copa en lamano para distraerle. Él tomó un largotrago y entonces boqueó y escupió el

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vino al centro de la estancia.—¡Qué es esto! ¿Te atreves a

ofrecer a tu rey vino aguado?Tasgetius se puso en pie de un salto

con los grandes y velludos puñosapretados, todo él dispuesto a pelear. Lacopa rodó por el suelo.

Yo mantuve la voz muy serena.—Te aseguro que es el mismo vino

que yo bebo. No he pretendidoinsultarte.

Él pareció perplejo.—¿Por qué habría de tomar vino

aguado el jefe druida?Me agaché, recogí la copa y volví a

llenarla.

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—Para que dure más —le dijesinceramente, ofreciéndosela de nuevo.

Él rechazó el vino pero se serenó.—Deberías haberme dicho que

vuestras existencias de vino se estánagotando. En cuanto regrese a Cenabumenviaré a mis mercaderes con un nuevosuministro... como un regalo de mi parte,para celebrar nuestro entendimiento, ¿deacuerdo?

Haciendo un esfuerzo, le sonreí. Micabeza me advertía que no rechazara suofrecimiento abiertamente, poniéndoleasí en guardia contra mí. Todavía no...;debía tener cuidado...

—Aún queda un poco de vino sin

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aguar —le dije—. El resto de laprovisión personal de Menua. Te loserviré. Ven conmigo y ayúdame —ordené a Lakutu, apartándola así delalcance de Tasgetius.

Durante el resto del día le di debeber constantemente, procurandodistraer su atención de Lakutu. Sólopodía confiar en que el vino durase losuficiente para volverle inocuo. Peroprimero evaporó su resto de prudencia yle hizo ser descuidado con la lengua.Dijo una frase que resonó en mi cabezacomo una campana:

—Ahora que hemos eliminado lamadera muerta, Ainvar, toda la madera

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muerta...Mientras yo reflexionaba sobre el

significado de estas palabras, él siguióbebiendo vino, y cuando se hizo denoche roncaba en el suelo de miaposento.

Cuidadosamente recogí la copa de laque había bebido y la guardé bajo mitúnica. Entonces llevé a Lakutu alalojamiento de Damona, para suseguridad, y me encaminé al de Kerythla vidente.

—¿Qué quieres, Ainvar? —mepreguntó ella a través de la puertaentornada.

Detrás se oía el familiar estrépito

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doméstico que producían el marido y loshijos.

—Necesito que interpretes esto paramí, Keryth. Sal al silencio.

Saqué la copa y se la entregué. Paraun vidente druida, muchas cosas ocultasson visibles. A menudo les basta tocarun objeto para ver acontecimientospasados que implican a la últimapersona que lo usó. Ninguno de nosotroses sólido. Una minúscula porción denosotros mismos penetra en todo lo quetocamos, dejando impresiones.

Keryth dijo algo por encima delhombro a su familia y luego desaparecióde mi vista el tiempo suficiente para ir

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en busca de su manto. Cuando salió a lanoche conmigo, recorrimos un cortotrecho bajo las estrellas.

Entonces se detuvo y empezó a darvueltas a la copa, un recipiente de platapulimentada, el mejor que podía ofrecerel jefe druida, una y otra vez en susmanos. Sus ojos estaban velados; surostro, inexpresivo a la luz de lasestrellas. El espíritu de Keryth se retiróa algún lugar lejano.

Aguardé, concentrándome enTasgetius.

Cuando Keryth habló, su voz llegódesde muy lejos.

—Madera muerta —dijo

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ásperamente.—¡Sí, eso es! Sigue.—La madera muerta debe ser

cortada. Un buen golpe, cuando esté deespaldas. En el calor del combate, unlíder puede recibir una lanzada en laespalda y no saber jamás de dónde havenido.

Siguió una risa triunfante, pero no enla voz de Keryth, que estaba en otrolugar. El ser que habló se dirigió a mídesde la copa.

—¡Una buena lanzada! —graznó—.¡Si eso no mata al viejo necio, por lomenos acortará los días de su reinado!

Conocía esa voz. Cerré los ojos y vi

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la mano grande y pecosa de Tasgetiuscon su espesa cabellera rojiza que lecaía sobre la espalda, le vi arrojandotraicioneramente una lanza a la espaldadel inconsciente Nantorus.

Cierto que la herida no había sidofatal, pero añadida a todas las demásheridas que Nantorus había recibidodurante los años en que dirigió anuestros guerreros en el combate, fuesuficiente para obligarle a abdicar.Nuestro rey debía ser fuerte y vigoroso,pues simbolizaba a la tribu.

Mi cabeza me indicó que elasesinato no era una costumbre celta.Nuestro método era el desafío abierto,

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la prueba y la elección.El asesinato nos llegó con los

romanos, y sus resultados fueron reyescomo Potomarus y Tasgetius.

Me quedé con Keryth hasta que ellavolvió en sí.

—¿Has descubierto lo que querías,Ainvar? —me preguntó en voz débil yaturdida.

—Más de lo que esperaba —repliqué sombríamente.

Cuando regresé a mi alojamiento,Tasgetius seguía tendido en el suelo,roncando. Pasé por encima de él comolo habría hecho sobre excrementos decerdo.

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Al día siguiente se marchó, cuandovio que no quedaba más buen vino quebeber. Tenía los ojos enrojecidos y lapiel pálida. Mientras su carroza cruzabala puerta del fuerte, concentré todas lasfibras de mi ser en enviarle un dolor decabeza que no olvidaría jamás.

Antes de que transcurriera medialuna llegaron al fuerte las carretas de losmercaderes, cargadas con barricas devino. Vino de la Provincia, fragante yexquisito. Mi paladar ansiaba su caricia,pero despedí a los mercaderes sindarles ocasión de descargar sumercancía. Por supuesto, informaríandel incidente a Tasgetius, pero eso no

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tenía remedio.Nos las arreglaríamos sin lo que

ofrecían los romanos.La rueda giraba y yo estaba ocupado

en el ciclo interminable de los rituales,celebraciones, instrucción y supervisión,esforzándome por mantener a mi puebloen equilibrio con la tierra que nossustentaba y con el Más Allá quesubyacía en todo. Nada debía cogersedel suelo sin darle algo a cambio. Elagua tenía que ser siempre dulce.Ningún animal debía ser matado paraalimento o como sacrificio sin queprimero se hubiera propiciado suespíritu. Las pautas de nuestra existencia

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debían conformarse a las pautas delviento y el agua, el sol y la lluvia, la luzy la oscuridad. Moverse y fluir, evitarlos bordes agudos, cantar...

Tasgetius envió a otros mercaderescon más vino. Y por segunda vez losrechacé.

Sulis proseguía sus esfuerzos paralograr que Briga aceptara ser unaaprendiza de curandera. Inevitablementeyo me encontraba con Crom Daral,Briga o ambos en el fuerte. Con laexpresión impasible de Menua, sólo lespermitía verme como el jefe druida yhacía caso omiso de las insolencias deCrom.

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Sin embargo, a veces me alzaba lacapucha y mis ojos seguían a Briga sinque ella lo supiera. Parecía cansada yestaba ojerosa. Su dulce redondezestaba desapareciendo.

Como jefe druida, yo sabíaperfectamente lo lejos que estábamos deBeltaine y las fiestas del matrimonio.

Entretanto, Lakutu se mostraba de lomás servicial. Preveía mis necesidadescon tal exactitud que yo no necesitabapensar en esas cosas y podía entregarmepor entero a mi profesión. La únicaqueja que tenía de ella era que se negabaa aprender mi lenguaje, pero de todosmodos no tenía tiempo para hablar con

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Lakutu. Por la noche, cuando me tendíaen el jergón demasiado cansado paradisfrutar de su cuerpo, por lo menos ellano se quejaba. Jamás emitía una queja.

Lamentablemente, la tercera vez quellegaron los mercaderes yo estabaausente del fuerte. Al frente de un grupode adivinos y trabajadores, había ido apreparar un viñedo que estábamoscultivando al otro lado del río Autura.Los adivinos caminaban descalzos, paranotar así los ocultos caminos de la vidaen la tierra. Allí plantamos lossarmientos y los sujetamos conrodrigones, luego los regamos consangre y estimulamos con un ritual que

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yo había dedicado muchas noches adiseñar.

Me había tendido en mi jergón conun paño empapado en las heces del vinode Menua —lo único que quedabaahora, tras la visita de Tasgetius—aplicado a mi rostro mientras su aromame hacía adivinar la música queinvocaría la magia de la uva.

Estaba cantando la canción a losviñedos recién plantados cuando lascarretas de los mercaderes romanoscruzaron chirriantes las puertas delfuerte.

Cuando regresamos, los mercadereshabían hecho un buen negocio. Se oía en

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el aire el tintineo de las monedas. Entrenosotros preferíamos el trueque, peromucho tiempo atrás habíamos aprendidoa imitar la acuñación griega y luego laromana, hasta que al fin ideamosmonedas para nuestros propiosobjetivos comerciales. El tintineometálico fue un grito de advertencia paramí.

—¿Quién les ha dejado entrar? —pregunté al centinela de la puerta, unhermano menor de Ogmios.

—El rey los envió. ¿Quién era yopara negarles la entrada?

Le dejé y me abrí paso entre lamuchedumbre apiñada alrededor de las

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carretas. La gente ni siquiera reparabaen mí, en su afán de trocar buenas pielesy objetos de bronce bien hechos porbrazaletes de artesanía inferiorimportados.

—¿Quién es el encargado? —pregunté.

—Yo soy, y éstas son mis carretas—replicó un hombre cetrino de sonrisaprofesional y mirada dura y mezquina.

—Galba Plancus —reconocí—.Creo que la última vez que estuvisteaquí te dije que no volvieras a menosque yo te convocara.

—Así es, Ainvar, en efecto. —Serestregó las manos como si así se

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liberase de la culpabilidad—. Y jamáshabría desobedecido al jefe druida delos carnutos de no haber insistido elmismo rey, nuestro noble Tasgetius.¿Qué hace un pobre mercader cuando seencuentra cogido entre dos fuegos?

Sonrió conciliadoramente y seencogió de hombros en un estilo másgalo que romano. Plancus llevaba largotiempo en nuestra tierra.

Tasgetius había insistido, lo cualrevelaba que el rey finalmente habíaentrado en sospechas. Me sorprendióque hubiera tardado tanto tiempo endarse cuenta de que el sucesor elegidopor Menua estaba imbuido de sus

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enseñanzas.—Tasgetius dice que debéis tener un

suministro del mejor vino en vuestrosalmacenes para toda la estación —decíaPlancus— y lo más escogido de losartículos traídos recientemente desde laProvincia, en honor de tu posición. Dehecho, el rey cree que es hora de queestablezcamos aquí un puesto comercialpermanente para vuestra conveniencia.

¡El rey cree! Oculté la cólera que meproducía la idea de que los romanos seconstruyeran casas en el Fuerte delBosque. Con un fingido pesar respondí.

—Pero aquí, como puedes ver,Plancus, tenemos muy poco espacio.

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Nuestras paredes están llenas dealojamientos y cobertizos. Éste es unpequeño asentamiento y ya lo llenamospor completo, no tenemos espacio paravosotros. Tampoco os permitiríaconstruir fuera de la empalizada —meapresuré a añadir, rechazando así lasugerencia que sin duda iba a hacerme, ajuzgar por su expresión—. Hay lobos,claro..., y ataques constantes por partede las otras tribus. No estaríais seguros.

La sonrisa del hombre casi sedesvaneció.

—¿Ataques? No tenía noticia...—Ésta es la Galia peluda —le dije

suavemente—. Ya sabes cómo somos,

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siempre en guerra unos con otros. Noquerríamos que nuestros amigos del surresultaran perjudicados y creo que lomejor será que regreséis sanos y salvosa Cenabum.

Mis ojos exploraban la multitudmientras hablaba. Vi a Tarvos a ciertadistancia y le llamé a mi lado con unligero movimiento de la cabeza.

—Que Ogmios y un grupo deguerreros escolten a los mercadereshasta Cenabum. Ve con ellos por lomenos una jornada, para asegurarte deque completan el viaje y no intentanregresar aquí.

Esto último lo dije entre dientes.

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Plancus trató de seguir discutiendo,pero yo no estaba de humor paraescucharle. Había viajado, había vistolo seductora que era la mercancíaromana cuando la exponían, reluciente,ante los ojos deslumbrados de los galos.Sólo veían las finas telas y los brillantesesmaltes. No se daban cuenta del precioque en última instancia había que pagarpor adoptar el estilo de vida romano.

La gente que se apiñaba alrededorde las carretas de los mercaderes nuncahabía estado junto a una plataforma desubastas durante una venta de esclavos.

Cuando la última carreta cruzótraqueteando la puerta, exhalé un hondo

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suspiro de alivio. Mi acción sólo habíaservido para ganar un poco de tiempo.Tasgetius se había alineado con losromanos. Pronto me vería obligado aenfrentarme a él directamente... peroconfiaba en que por entonces estaríamejor preparado.

Por desgracia, el desagrado personalque me producía aquel hombre meimpidió considerar la posibilidad deque fuera inteligente.

Permanecí en la entrada largotiempo, observando hasta que el polvose posó tras los mercaderes que sealejaban. Cuando me daba la vuelta,noté que me tiraban del brazo.

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—¡Ainvar! —exclamó Damona conel rostro demudado—. ¡Ve a tualojamiento, deprisa!

—¿Qué ocurre?—Lakutu está enferma. ¡Creo que se

está muriendo!Eché a correr.Lakutu yacía a los pies de mi jergón,

encogida, apretándose el vientre con losbrazos, y su rostro contorsionado estabalívido. Cuando pronuncié su nombresoltó un gemido y luego vomitó undelgado hilo de baba amarillenta queolía a fruta amarga.

—¿Qué ha ocurrido, Damona?—Cuando ordenaste a los

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mercaderes que se marcharan, vine aquípara ayudar a Lakutu, pues le estabaenseñando a coser. Uno de losmercaderes se presentó en la puerta conuna cesta de higos secos y dijo que eranpara ti. Cuando Lakutu vio la fruta seexcitó mucho. Cogió uno y se lo comióantes de que yo pudiera detenerla. Encuanto me di cuenta de que la habíaenfermado, arrojé el resto al fuego, peroera demasiado tarde.

Demasiado tarde para Lakutu, que derepente se vio ante un manjar besado porel sol que no había probado en muchasestaciones, un alimento familiar del sur.Se le podía perdonar su gula, pues le

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había costado cara. Había tomado unveneno dirigido a mí.

Tasgetius debía de haber ordenado alos mercaderes que me mataran si volvíaa rechazarlos.

Pero esta vez había perjudicado a lapersona más impotente entre todosnosotros. Por Lakutu, incluso más quepor Menua y Nantorus, le haría pagar.En su momento, a mi manera, en unestilo apropiado a su crimen.

Lakutu se convulsionó. Abandonémis pensamientos y corrí en busca deSulis.

Su madre me recibió en la puerta delalojamiento familiar.

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—No está aquí, Ainvar —me dijo—. Esta mañana, temprano, fue ríoabajo, a una de las granjas. Un hombreha sido herido por un buey.

Giré sobre mis talones y corrí alalojamiento de Crom Daral.

—¡Briga! —grité, mientras golpeabala puerta—. ¡Te necesito!

—Vete, druida —respondió la vozhostil de Crom Daral.

—¡Briga! —grité de nuevo.Lancé mi peso contra la puerta, que

él no había pensado en atrancar. Cedió ylos pesados tablones de roble hicieronchirriar los goznes. Briga estaba alfondo de la estancia, restregando un

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cuenco de cobre con arena húmeda parapulimentarlo. Cuando entré se puso enpie, con la boca entreabierta por lasorpresa. Crucé el aposento de un salto.

—Ven conmigo, necesito a alguiencapaz de curar.

Crom Daral me golpeó en un lado dela cabeza. Me tambaleé hacia atrás. Enun abrir y cerrar de ojos se abalanzósobre mí y me cubrió de golpes. Su puñome alcanzó en un lado de la mandíbula yhubo un estallido de estrellas detrás demis párpados. Mientras caía, tuve lavaga certeza de que Crom intentabacoger un arma... Hice un esfuerzoenorme para aferrarme a la conciencia.

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Crom Daral estaba ante mí,agazapado a medias. La luz del fuegobrillaba en el arma que sostenía.

Impulsándome en los nudillos y lasrodillas, me lancé contra él y le golpeébajo el mentón con la cabeza. Él soltó ungruñido y cayó hacia atrás. El atizadordel fuego tintineó al caer sobre el hogarde piedra. Incluso mientras caía, Cromtorció el cuerpo, tratando de cogerlo denuevo.

Abalanzándome nuevamente, leapliqué el antebrazo en la garganta contodo mi peso. Él corcoveó, se retorció,boqueó en busca de aire, pero seguíapretándole hasta que quedó inmóvil.

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Entonces me puse en cuclillasrespirando con dificultad.

Crom aún estaba vivo, surespiración entrecortada llenaba elaposento. No tardaría en recuperarse.Entretanto, me volví hacia Briga.

—Lo digo en serio, te necesito.—Has dicho que necesitabas a

alguien capaz de curar. ¿Por qué no se lodices a Sulis?

—Se ha ausentado del fuerte y es laúnica curandera que tenemos aquí.Excepto..., ¿quieres venir?

—No sé qué esperas que haga —dijo ella en voz baja, pero cogió elmanto que colgaba de una clavija y salió

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detrás de mí.El día estaba llegando a su fin.

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CAPÍTULO XIX

—Trae a tu marido —le dije a Damonacuando entramos en mi aposento—. Quemonte guardia en la puerta y no dejeentrar a nadie, sobre todo a Crom Daral,¿comprendes?

Damona asintió y se apresuró acumplir mi orden. Teyrnon, el herrero,no era joven, pero confié en que pudierarepeler a Crom si era necesario. Aunquepensándolo bien...

—¡Trae también al Goban Saor! —le grité.

Damona había encendido todas sus

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lámparas y las mías, y, colocadasalrededor del aposento, lo inundaban deluz. Lakutu estaba tendida ycontorsionada entre mis mantas, elrostro blanco como la cera. Sus ojosabiertos a medias mostraban mediaslunas blancas bajo las pestañas, y enocasiones emitía un sonido débil, comosi se esforzara por vomitar. Una manogolpeaba en vano el jergón.

Briga se volvió hacia mí.—¿Qué voy a hacer? No sé cómo

ayudarla.Menua me había instruido para que

le siguiera, para instruir e inspirar, perono para impartir el total de ese

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adiestramiento entre un latido decorazón y el siguiente.

—Simplemente, escucha al espírituque hay dentro de ti —le dije condesesperación—. Ábrete a él y haz loque te parezca correcto.

Lakutu gimió. Sin vacilación, Brigase arrodilló a su lado y aplicó las manosen las mejillas de la mujer, en un gestoinstintivo de simpatía.

Los espasmos sacudieron el cuerpode Lakutu y vomitó un fluido hediondoque salpicó a Briga. Noté de nuevo elolor a fruta amarga.

Briga no perdió tiempo en limpiarse.Cogiendo a Lakutu entre sus brazos, me

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dirigió una última y frenética mirada yluego cerró los ojos.

Su rostro adoptó una expresión fija,concentrada, como si escuchara unamúsica lejana.

Mientras yo miraba, Briga se tendióen el jergón al lado de Lakutu y apretósu cuerpo contra el de la otra mujer,pechos, rodillas y caderas de ambas encontacto. Lakutu se contorsionó, peroBriga la retuvo con una fuerzainsospechada.

Oí que Damona regresaba con loshombres para custodiar la puerta, perono alcé la vista y la mantuve fija en lasdos mujeres tendidas en el jergón.

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Lakutu se contorsionó por segundavez.

—¿Tienes un poco de leche, Ainvar?—me preguntó Briga en voz baja.

—¿Leche? No...—Búscala, pronto.—Mi hija está amamantando a un

niño, la traeré —ofreció Damona.Regresó enseguida con una mujer

más joven, la cual se quedó mirandoboquiabierta a las mujeres enlazadas enla cama.

—De prisa —nos instó Briga.Impaciente, cogí a la hija de Damona

y le rasgué el cuello redondo de suvestido. Sus pechos segregaban una

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leche espesa. Busqué un cuenco y se lodi a Damona.

—Usa esto —le dije.Cuando el cuenco estuvo lleno a

medias, se lo llevé a Briga. Ella seseparó de Lakutu y se irguió, todavíacon aquella expresión fija, como siescuchara una música. Entonces escupióvarias veces en la leche.

La tensión de la magia se cerró anuestro alrededor como un puño.

Cuando Briga intentó darle elbrebaje a Lakutu, la otra mujer apretólos dientes y produjo un peculiar sonidochirriante. Briga requirió mi ayuda conla mirada. Usando los dedos pulgar e

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índice, abrí la boca de Lakutu, cuyalengua estaba hinchada y ennegrecida.Briga vertió un poco de leche, le cerróla boca y le friccionó la garganta. Lakutuvomitó la leche. Briga lo intentó denuevo. Por fin un poco de leche pareciópenetrar en el cuerpo de la mujerenvenenada.

Entonces Lakutu fue presa de unosespasmos tan violentos que arrojó aBriga a mis brazos. La secuanapermaneció un instante contra mí antesde volver con la paciente.

El tiempo, que puede extenderse ocontraerse, aquella noche se extendió. Ala luz de las lámparas y el fuego, nos

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mantuvimos en vela. La hija de Damonano se había cubierto los senos,olvidando que estaban desnudos. Lalucha por la vida absorbía nuestraatención.

Briga yacía al lado de Lakutu, laabrazaba y acariciaba constantementediversas partes de su cuerpo. La viaplicar su rostro a la cara manchada deLakutu, nariz contra nariz,intercambiando el aliento. Murmurabaen voz queda un sonido suave yrepetitivo sin palabras. Al cabo de untiempo indeterminado, ayudó a Lakutu aincorporarse para que pudiera vomitarde nuevo, esta vez un gran chorro de

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líquido hediondo. Luego Lakutu sedesplomó exhausta en los brazos deBriga, pero por un momento sus ojosparecieron despiertos y conscientes.

Hubo una conmoción en la entrada.—¡No puedes apartar a mi mujer de

mí! —gritó Crom Daral.Oí que Teyrnon y el Goban Saor

discutían con él y luego un ruido sordo.Se hizo el silencio.

—Pobre Crom —suspiró Briga.El fuego en el hogar de piedra

crepitaba, rugía y finalmente seconvirtió en un charco de carbonesencendidos. Briga siguió acariciando elcuerpo de Lakutu, inclinada sobre él y

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murmurando como si hablara a susórganos interiores. Sus dedos amasabanuna y otra vez el blando vientre y luegose deslizaban por el torso hacia lagarganta con movimientos largos yseguros.

Lakutu se puso rígida. El terrorbrillaba en sus ojos. Briga la ayudó aincorporarse y vomitó de nuevo, otrochorro de líquido repugnante que lasempapó a las dos. Más caricias, másmurmullos, otro vómito menos cuantiososeguido por un chorro final de fluidoclaro que apenas olía.

Lakutu miró a Briga.—Todo va bien —le aseguró la

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secuana con voz entrecortada por elcansancio—. Lo has sacado todo.

Acarició tiernamente las negrasgreñas.

Lakutu no necesitaba comprender laspalabras, pues el lenguaje del tacto y eltono eran lo bastante explícitos. Eltemor desapareció de su rostro. Cerrólos ojos y se sumió en un sueño natural.

Briga colocó a Lakutu en unaposición cómoda sobre mi jergón, yentonces se irguió rígidamente,frotándose la espalda.

—Eso es todo lo que puedo hacer,Ainvar.

—Es suficiente —le dije

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agradecido. Aunque estaba muy sucia,anhelaba estrecharla entre mis brazos,pero me contenté con permanecer cerca,alzado por encima de ella como el granpino con el que una vez me habíacomparado—. Estás agotada. Ve adescansar por tu propio bien.

Puse en la voz toda la emoción queno podía expresar con palabras. Lascosas más importantes nunca se dicencon palabras.

Fui al umbral y me asomé alexterior. Crom Daral estaba tendido enel suelo... con Teyrnon sentado sobre supecho. El Goban Saor se apoyaba en lapared, al lado de la puerta, y de vez en

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cuando se frotaba los nudillos.Entré en busca de una lámpara para

ver mejor a Crom. Cuando la luzoscilante iluminó su rostro hinchado,abrió los ojos y me miró fijamente.

—¿Qué le estás haciendo a mimujer?

—No le hago nada. Me estáayudando.

—¡Lo prohíbo!—No puedes, Crom.—¡La estás forzando contra su

voluntad!A mis espaldas, la vocecita áspera

de Briga sonó fatigada pero firme:—Jamás nadie ha podido obligarme

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a hacer algo que no quería hacer, Crom.A estas alturas tú lo sabes mejor quenadie.

Pasó por mi lado y se arrodilló allado de Crom Daral.

—Deja que se levante —le dijo aTeyrnon.

El herrero me miró. Me encogí dehombros.

Moviéndose la mandíbula con losdedos, Crom se puso en pie. Tuve laimpresión de que exageraba su estadopara que Briga le ayudara.

—Han intentado matarme —le dijo—. Ven conmigo ahora. Te necesito.

A la luz de la lámpara parecía un

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chiquillo enfurruñado, con el labioinferior protuberante a través del bigotecaído.

—La mujer que está ahí dentro menecesita, Crom.

—¿Qué puedes hacer por ella? —lepreguntó con petulancia.

Antes de que Briga pudieraresponder, tercié:

—Acaba de salvarle la vida.Crom me miró y luego su mirada

volvió a posarse en Briga.—No has podido hacer eso.—Lo has hecho —me apresuré a

decirle a la secuana—. Sabes que lo hashecho.

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—No eres una curandera —insistióCrom—. ¿Cómo podías saber lo quetenías que hacer?

Briga sacudió la cabeza con unpequeño gesto de impotencia.

—No puedo decirlo. Yo... lo hesabido, sin más.

Me asombraba que fuese capaz demantenerse en pie. El agotamientobrotaba de ella en oleadas que yo podíaoír y oler. Cuando se tambaleó a causade la fatiga, tanto Crom como yoextendimos los brazos para sujetarla ynuestras miradas se cruzaron comoespadas.

—Es mi mujer, Ainvar —gruñó,

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cogiéndola de un brazo.Me apresuré a cogerla del otro.

Estaba temblando.—Es una mujer con un don precioso

—afirmé, tanto a ella como a él.Entonces bajé la voz y me dirigídirectamente a ella—: Ahora lo admites,¿no es cierto? Debes dejar que Sulis teadiestre.

—Pero ¿y yo? —gimió Crom.Briga aspiró hondo e irguió sus

hombros cansados.—Pobre Crom —dijo por segunda

vez, y aunque yo no quería reconocerlo,percibí un afecto inequívoco en su voz.

Me dije, entristecido, que había

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malentendido lo que había entre ellos.Mis esfuerzos por rescatar a las mujeresparecían invariablemente equivocados.Le solté el brazo. Ella me miró tanbrevemente que no pude interpretar suespíritu a la luz de la lámpara que aúnsostenía con la otra mano. Entonces sevolvió a Crom Daral. Éste la abrazó y leapoyó la cabeza en su hombro con unagentileza que nunca habría esperado deél.

—Ahora te llevaré a casa —le dijo.Se la llevó sin que ella opusiera

resistencia, y los tres hombres nosquedamos mirándolos. El primerresplandor del alba se alzaba alrededor

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de nosotros, pero el cielo estabacubierto de nubes bajas y no habíabastante luz para ver con claridad. Quisecreer que ella había vuelto la cabezapara mirarme, pero no podía estarseguro.

La primera luz del alba...Con un sobresalto, me di cuenta de

que había transcurrido toda una noche.El tiempo, que puede contraerse oexpandirse, había perdido susignificado. Ahora una llamada invisibleapresuraba mi sangre.

Tras la fétida atmósfera delalojamiento, el aire frío y cortante eraagradable. Llenándome los pulmones de

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él, empecé a entonar la canción del sol.Teyrnon y el Goban Saor se me

unieron. La voz del primero eraarmoniosa; el maestro artesano cantabacon un potente tono de bajo profundo.Las puertas se abrieron en todo el fuerte.Primero uno tras otro y luego en un flujolírico, los habitantes del fuerteañadieron sus voces a las nuestras comoarroyos que corren a engrosar un río.

Juntos cantamos a la luz que nacía.Cuando regresé al alojamiento,

Lakutu dormía. Damona había enviado asu hija a casa y se había quedado ellamisma a cuidar de Lakutu, insistiendo enque no estaba cansada, aunque ambos

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sabíamos que lo contrario era cierto.—Los hombres no sirven para

cuidar a los enfermos, Ainvar. Quédatesentado en tu banco y déjame que la lavey le prepare un jergón limpio. Asídescansará mejor.

Obedientemente, tomé asiento. Yobservé, como hacen los druidas.

Damona no era más que la esposa deun forjador, una mujer sencilla decabello gris metálico y el rostro surcadopor las arrugas de la edad. Tenía lasmanos agrietadas y callosas, pero sabíaninstintivamente cómo aliviar a lapaciente. Un tirón aquí, una palmaditaallá, un rápido gesto para echar hacia

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atrás el pelo de la mujer, un sorbo deagua ofrecido antes de que Lakututuviera que pedirlo.

Allí estaba yo con la cabeza llena deaprendizaje y, sin embargo, no podríahaberlo hecho ni la mitad de bien.

Mientras contemplaba a Damona,pensé en mi abuela y en la mismaLakutu, en todas las pequeñasamabilidades que habían tenidoconmigo, sus interminables regaloscotidianos en los que no reparé en sumomento.

Las mujeres hacían que me sintierapequeño. Mío era el cometido deinstruir a la tribu, pero el de ellas

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consistía en prodigarle cuidados. Estabaempezando a sospechar que su cometidoera más necesario que el mío.

Los humanos pueden medrar aunquesean ignorantes, pero se marchitarán sino los quieren y protegen.

Cuando Damona empezó a dejarcaer objetos, insistí en que se marcharaa casa.

Más tarde Crom Daral apareció enmi puerta.

—Quiere saber cómo está la mujer—me dijo desde el umbral.

—Dile que sigue viva... Y gracias,Crom —me obligué a añadir, sabiendoque no le había sido fácil venir.

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—Mmmm —musitó, y dio mediavuelta.

Fue un alivio para mí que Sulisregresara a la mañana siguiente. Con undisgusto que no trató de ocultar, examinóa Lakutu y confirmó mi sospecha deenvenenamiento.

—Briga ha hecho por ella todo loque ha podido, y probablemente más —afirmó—. La mujer vivirá, pero estádañada, la sangre sale de sus tripas. Nopuedo decir si recuperará o no susfuerzas. Debes preguntárselo a Keryth.

—Ya lo hice. Los portentos eranambiguos.

—Lo son con frecuencia. Eso sólo

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significa que el resultado estarádeterminado por elecciones que loshumanos todavía tienen que hacer.

—No tienes necesidad de instruir aljefe druida, Sulis —le dije fríamente.

A veces sospechaba que ella aún meveía como un muchacho espigado al quehabía introducido a la magia sexual.

Había transcurrido largo tiempodesde que Sulis y yo practicamos juntosla magia sexual. Sin embargo, por lasmiradas invitadoras que me dirigía devez en cuando, yo sabía que deseabahacerlo de nuevo conmigo, reforzar susvínculos con el hombre que ahora era eljefe druida.

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Empezaba a reconocer la ambiciónen sus numerosas formas.

Sin embargo, seguía teniendo afectoa Sulis, y, en cierto nivel, seguíateniéndolo a Crom Daral, aunque sabíaque él me mataría con mucho gusto sipudiera.

Para mí, una vez se formaban talesvínculos, era imposible romperlos.

—Es evidente que Briga sientesimpatía por... esta mujer —me dijoSulis—. Sería mejor que ella siguieracuidándola en vez de que yo la sustituyaahora.

—¿Le pedirás que lo haga?—Haré lo que pueda, Ainvar, pero

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es testaruda.—Lo sé —repliqué tristemente.Convoqué a todos los druidas que

vivían a menos de una jornada demarcha desde el bosque y les informésobre el intento de envenenarme. Elhorror que sentían se expandió en ondasque alcanzaron a los árboles que nosrodeaban y reverberaron enconmocionadas voces arbóreas.

Al igual que todos los seres vivos,los árboles se comunican. Su lenguajeno es audible para los oídos humanos,pero los adiestrados sentidos de losdruidas son conscientes de una frialdadque emana de los robles, de una sombría

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cólera.Entonces, haciendo un gesto a Sulis

y Keryth, detallé lo que habíamosdescubierto acerca de la incapacitaciónde Nantorus y la muerte de Menua.

De repente la atmósfera del bosquecrepitó con una oleada salvaje, cortante.Incluso Aberth miró nervioso hacia losárboles, donde la sombra del asesinatocolgaba de las ramas.

—¡Dinos qué quieres hacer! —exclamaron varios druidas.

Dian Cet se aclaró la garganta.—Estaremos de acuerdo con

cualquier acción que el jefe druidajuzgue apropiada —anunció

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formalmente.—He pensado mucho en esto —les

dije—. Tiene que haber una simetría.Tasgetius debe recibir lo que ha dado,pero no podemos privar a la tribu de unrey hasta que dispongamos de unsustituto digno, algo que nadie lamentamás que yo.

Quería hacerles saber que tambiényo estaba sediento de venganza.

Dejando que las mujeres cuidaran deLakutu, di el primer paso en el plan quehabía concebido. Con varios de misdruidas y una selecta guardia deguerreros, partí hacia Cenabum paradevolver la visita formal a Tasgetius.

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Llevaba en la mano el bastón defresno que simbolizaba el cargo de jefedruida y sobre el pecho el triskele deoro que Menua me había dado. Damonaya había bordado el borde de mi túnicaencapuchada con un diseño querepresentaba las montañas que habíacruzado en mi viaje por la Provincia.

Cruzó por mi cabeza el pensamientode si una de las habilidades que Damonaestaba enseñando a Lakutu era elbordado. Sin duda las bailarinas noestán adiestradas para cocinar, barrersuelos y golpear las ropas con piedrasen el río. Sin embargo, Lakutu estabaaprendiendo a hacer tales cosas... para

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mí. Pronto podría progresar y hacer losbordados ella misma.

Aparté mis pensamientos de ella yme preparé para el encuentro conTasgetius.

El rey de los carnutos sedesconcertó claramente al verme llegarsano y salvo a Cenabum, pero serecuperó con rapidez.

—Nos llena de felicidad verte conun aspecto tan bueno, Ainvar —me dijo,tendiendo los brazos y abrazándomecomo un amigo.

Mi rostro permaneció impasible.—Nunca me he sentido mejor.—¿Ah, sí? Nos llegaron rumores de

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una enfermedad.—Las palabras gritadas al viento

pueden ser malinterpretadas.—Así es, en efecto. ¿Podemos saber

ahora la razón de tu visita?Los dos mostramos los dientes en

sendas muecas que pretendían sersonrisas corteses. Sonrisas de lobo.

—Para devolver el placer de la tuya—le dije suavemente—. En realidad, mipropósito es triple... He venido parainstruir a las parejas que tienenintención de casarse en el bosque en lafiesta de Beltaine, pues es precisoefectuar los preparativos con antelación.—Al decir esto procuré no pensar en

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Briga—. También he juzgado necesarioexplicarte que realmente no tenemossitio para un puesto comercial en elFuerte del Bosque.

Un músculo se movió en la comisurade un ojo del rey.

—Eso he oído —dijo secamente.Ninguno de los dos daba su brazo a

torcer.Me invitó a su alojamiento y me

sirvió vino. Vino romano. Cuando notomé nada para comer ni beber nopreguntó por qué, pero observé el ligeroparpadeo de sus ojos.

Entretanto yo estaba poniendo aprueba sus reflejos mentales. Mientras

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le mantenía ocupado, el miembro másapropiado de mi séquito visitaba otrosalojamientos de Cenabum.

Siguiendo mis instrucciones, Aberthel sacrificador contó a los parientes deMenua y Nantorus lo que les habíanhecho y a instigación de quién.

Por astuto que fuese, Tasgetius noera druida. Cuando nos acompañó a laspuertas de Cenabum para despedirnos,no parecía consciente de la atmósferaenrarecida y turbada dentro de los murosde la fortaleza.

Pero yo la notaba y me regocijaba.Sin que él lo sospechara, la lanza habíasido arrojada contra su espalda.

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Aberth me informó durante el viajede regreso.

—Lo que dije produjo una grancólera, pero no verdadera incredulidad.Tasgetius ha perdido la popularidad quetenía. Es de conocimiento común queacepta pagos secretos de los mercaderespor dejarles hacer negocios enCenabum.

—Esa costumbre tampoco esdesconocida en la Provincia —observé.

Caminábamos por las llanuras de loscarnutos bajo un cálido sol primaveral.La dulce y blanda carne parda de latierra estaba caliente bajo nuestros pies.La tierra olía a fertilidad. Habíamos

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vertido en ella sudor y sangre paraestimularla a producir.

Aberth, que caminaba a mi lado,tenía un brillo rojizo en los ojos.

—Los parientes de Menua yNantorus quieren venganza, Ainvar.Sangre por sangre. Los dos más francosson los príncipes Cotuatus yConconnetodumnus, los cuales tienenmuchos guerreros que les han juradofidelidad.

—Los conozco, por lo menos aCotuatus, quien tenía afecto a Menua.

—Entre hombres que crecen juntosen un alojamiento atestado se desarrollauna intensa amistad —dijo Aberth—. Y

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Cotuatus me ha dicho que él y Menuacrecieron así. Mataría a Tasgetius hoymismo, pero he obtenido su promesa deque esperará hasta que tú indiques elmomento oportuno. Entretanto, él y losdemás vigilarán al rey y te informaránde sus acciones.

Había adquirido ojos y oídos enCenabum. Tasgetius no volvería acogerme por sorpresa. No dudaba deque si me mantenía firme en mi postura,él intentaría de nuevo matarme.

Que lo intente, me dije con unaoscura alegría. La sangre guerrera de mipadre aullaba en mis venas, deseosa deluchar.

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Desde la falda de las llanuras elbosque sagrado se alzaba a lo lejoscomo una cabeza erguida. Mi propiocorazón se irguió al divisar nuestrotemplo vivo, inviolado y sacrosanto, quese levantaba libre contra el cielo.

Apenas habíamos entrado en elfuerte, Sulis corrió hacia mí, deseosa dedarme buenas noticias.

—La mujer de tu alojamiento estámucho mejor, Ainvar. La secuana la havisitado varias veces y no hay duda deello, la mujer mejora.

—Se llama Lakutu.—Ah, sí, bueno.—¿Entonces Briga está ahora

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contigo?—Todavía no. Aún se muestra

reacia a abandonar a Crom Daral. Perohe hablado con ella y admite que tieneconciencia de su don. Cuando dice quelo sintió correr a través de ella la nocheque salvó a la..., a Lakutu..., su rostro seilumina. Más tarde o más tempranodejará de resistirse y vendrá a nosotros.

Más tarde o más temprano seríademasiado tarde. Los jóvenes ya estabanmondando y decorando el árbol quesería el eje de la danza de Beltaine, elsímbolo de la fertilidad alrededor delcual crecería la pauta de las nuevevidas.

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Y desde el sur llegaron noticias deque Vercingetórix, desestimando lasobjeciones de su tío Gobannitio, sehabía enfrentado formalmente aPotomarus por el trono de los arvernios.

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CAPÍTULO XX

—La magia sexual —musité.—¿Qué? —Tarvos alzó la cabeza—.

¿Hablabas conmigo?—Pensaba en voz alta —le dije—,

sobre las posibilidades de ayudar aVercingetórix. Necesitará toda la fuerzay el vigor que pueda conseguir para quelos druidas y los ancianos retiren suayuda al rey y se la ofrezcan a él.

—Nunca pensé que el arverniocareciera de vigor —comentó Tarvos—.Todas esas mujeres de la Provincia...

—Pareces envidioso.

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—También yo hice de las mías. Sólotú te abstuviste, Ainvar.

Eso era cierto y sorprendenteincluso para mí mismo. La única mujerde la que había gozado en más de unciclo de estaciones era Lakutu. Habíaestado demasiado ocupado.

La magia sexual sería el ritualapropiado para ayudar a Rix, pero yodudaba de que fuese eficaz a tan largadistancia. También era reacio asugerírselo a Sulis, sin duda la únicapareja apropiada para llevar a cabo lamagia.

Cierto que tenía otras maneras deayudar a Rix, en mi calidad de Guardián

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del Bosque.Enseguida envié un aviso a través de

la red druídica diciendo que daba miapoyo total a la tentativa del jovenarvernio, y que los druidas de su tribudebían tenerle el máximo respeto. Hechoesto dirigí toda mi atención a lasnecesidades de mi propia tribu.

Procuré no hacer hincapié en mispropias necesidades.

Desde todo el territorio de loscarnutos, los hombres traían mujeres albosque sagrado para la celebración deBeltaine. Los príncipes fueronacomodados en la casa de invitados y lasala de asambleas del fuerte, mientras

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que los demás acamparon dentro de lamuralla, llenando todos los espaciosdisponibles, o se alojaron con las gentesde su clan en las granjas vecinas.

El cálido sol del nacimiento delverano estaba alto en el cielo y la sangrecorría caliente por las venas.

La vigilia del día en que tendríanlugar los rituales de bodas fui aexaminar el lugar y dirigir lospreparativos finales. Era preciso atraerla atención de la Fuente hacia aquellugar, encender fogatas, verter agua, y eljefe druida tenía que bailar una danzasolemne sobre el seno de la tierra.

En el centro del claro designado

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para la celebración de Beltaine, sealzaba un tronco de árbol descortezado yfijado con cuerdas. El claro seencontraba casi en la base del cerro,muy alejado del centro sagrado dondeestaba el ara de sacrificios. Lafestividad de Beltaine podía llegar a sermuy bulliciosa.

El símbolo de la regeneración estabapintado a lo largo del tronco con loscolores de los diversos clanes carnutos,una explosión de carmesí, amarillo ynegro, oro, azul y bermejo, púrpura,verde y escarlata. Como un falovívidamente tatuado, el árbol señalabaal cielo, esperando las celebraciones de

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la nueva vida, las danzas del matrimonioy la fertilidad.

Cuando terminé de rociar la tierraalrededor de la base del tronco con aguade nuestro manantial más dulce ysagrado, permanecí largo tiempocontemplando el monolito viviente. Ibadescalzo y notaba la tierra cálida bajomis pies. En aquel silencio la vida mehablaba, me planteaba sus exigencias.

Ensimismado y embozado en lacapucha, regresé al fuerte. Me abrí pasoentre la multitud que ya celebraba lafiesta y se quejaba de la escasez devino. Los pies de Ainvar me llevaron alalojamiento de Crom Daral, en cuya

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puerta golpeó la vara del jefe druida.Briga apareció en el marco de la

puerta y se me quedó mirando.—Ven —me limité a decirle, y la

cogí por la cintura.No le pregunté si Crom estaba allí.

Resultó que se hallaba en el otro ladodel fuerte, participando en un concursode lanzamiento de piedras con otrosguerreros, pero de haber estado entoncesen su alojamiento, de nada le habríaservido enfrentarse a mí. De todosmodos me habría llevado a Briga.

Cuando la vida imparte sus órdeneses preciso obedecerlas.

Crucé el fuerte con Briga, salimos y

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bajamos la pendiente hasta la ribera delAutura.

Me dirigí a un pequeño tramoarenoso en forma de media lunaprotegido por sauces y alisos. Era unpuerto seguro y caldeado por el sol, laclase de lugar que un druida descubrecuando camina a solas con suspensamientos.

Briga ponía objeciones, pero yo nole hacía caso, el canto de la sangre mellenaba los oídos. Sin embargo, nointentó apartarse de mí.

Cuando por fin estuvimos juntos enla arena, me di cuenta de que temblaba.Su mirada ansiosa me escrutaba el

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rostro y examinaba el camino por dondehabíamos venido.

—Soy el jefe druida —le dije con lavoz ronca—. Nadie me molestará.

—¿Ni siquiera aunque tomes a unamujer contra su voluntad?

Tenía el mentón alzado y me mirabaaltivamente. Su porte me recordaba queera la hija de un príncipe.

—Yo no tomo mujeres contra suvoluntad —le dije, soltándole lamuñeca.

Ella se restregó la marca roja que lehabía dejado mi apretón y nos miramosfijamente, cada uno respirando con másdificultad de la que podría achacarse al

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corto paseo.—Mañana bailaré con Crom Daral

en la ceremonia del matrimonio —medijo.

No pude replicarle. Permanecí enpie sin decir nada.

—Él me necesita —siguió diciendo—. No le comprendes. Me necesita deveras. Si le abandonara quedaríadestrozado..., sobre todo si le dejara porti. Jamás lo superaría. —No respondí aestas palabras y ella siguió diciendo—:Ha sido muy bueno conmigo. Despuésde que tú... te marcharas... sin decirmesiquiera que ibas a ser druida... me sentítraicionada. Estaba muy airada contigo.

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Me dejaste después de que te hubierapermitido verme llorar. —Bajó la vistay enseguida me miró de nuevo,enfurecida—. No permito que nadie mevea llorar. ¡Jamás! —En un tono mássuave añadió—: Pero Crom Daral lloraa veces, ¿sabes? Le oigo llorar ensueños. Su espalda está empeorando y éllo sabe. Si no puede ser un guerrero yreclamar su parte del botín, su clantendrá que mantenerle, es decir, Ogmios,que sólo siente desprecio por él. ¿No loves, Ainvar? Crom ha de tener algo, ¡nopuedo dejarle sin nada!

Movida por su deseo de hacermecomprender, había dado un paso más

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hacia mí. Abrí los brazos y Briga encajóen ellos como una parte perdida de mímismo.

Cuando empecé a desnudarla, ellaefectuó una defensa simbólica, pero erademasiado tarde. La tendí en la arenacalentada por el sol.

—Soy la mujer de Crom Daral —intentó protestar, medio ahogada debajode mí.

Se contorsionó a uno y otro lado,tratando de rechazarme con las rodillasy los antebrazos, pero cada uno de susmovimientos sólo aumentaba mi deseo.Mi carne la necesitaba con unaintensidad frenética.

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Con una brusquedad sorprendente,dejó de debatirse.

—¿Por qué esperaste tanto a veniren mi busca? —susurró.

Cuando la penetré, ella respondiócon una alegría sin cortapisas. Entoncessupe lo que la Fuente de Todos losSeres debió de haber experimentado enel momento de la creación, el estallidode una pasión demasiado grande paracontenerla. En aquella explosiónnacieron las estrellas, de cuyo polvoestamos hechos.

Mucho más tarde empezamos aexplorarnos mutuamente, al principiotanteando, pero con una creciente

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confianza. Su vientre pequeño,redondeado, suave, me encantaba, yaplicaba mis labios contra su calor. Ellase puso a gatas para deslizarse a lolargo de mi cuerpo desde la cabezahasta los pies, deteniéndose aquí y allápara tocar, acariciar, mirarmemaliciosamente por encima del hombroy preguntarme: «¿Te gusta esto? ¿Yesto?».

La cogí por detrás y hundí el rostroentre sus nalgas, saboreando sus jugos.Los dos nos reímos; los dos juntoséramos una fiesta.

Retornó el frenesí, más profundo ymás rico que antes.

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Esta vez se formaron imágenesdetrás de mis ojos cerrados. Vi el árboldesnudo que se alzaba en el claro. Vi laluz del sol centellear en las lanzas y laschispas doradas que ascendían... y, en elúltimo momento, tuve un brevísimoatisbo de un rostro determinado,impávido.

Vercingetórix, susurré en el cabellode Briga mientras el cosmos sederrumbaba alrededor de nosotros.

Cuando yacimos inmóviles una vezmás, con la cabeza de ella apoyada enmi hombro, alcé la vista al cielo yreflexioné sobre la naturaleza delorgasmo que uno puede experimentar

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con una mujer especial, el orgasmo queno se siente en la entrepierna sino en lacabeza y el espíritu. La magia no era unapalabra excesiva para designarlo.

Dormimos, nos despertamos yvolvimos a dormir. Nadie nos molestó.Finalmente pensé que no me quedabanada que dar, pero Briga me tomó elmiembro en la boca y me acarició losmuslos y el vientre hasta que surgió unavez más la necesidad de dar. Ella setragó ávidamente mi esperma.

—Ahora tu cuerpo nutrirá el mío yserá parte de mí —susurró, satisfechaconsigo misma.

Tuve una súbita visión de Menua

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convirtiéndose en parte de un roble.El canto de un ave me recordó que

las sombras se estaban alargando y quetenía responsabilidades. Nos levantamosy empezamos a vestirnos. Briga me diola espalda, y no pude aceptarlo. La cogíde los hombros y la obligué a darme lacara.

—No te apartes de mí, Briga, nisiquiera un paso.

—Es preciso que lo haga, en uno uotro modo.

—No, quiero que estés conmigodurante tanto tiempo como vivamos.Prométemelo.

Era una petición extravagante. Ni

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siquiera en el ritual de bodas deBeltaine se hacían promesas para toda lavida. La vida es cambio, un hecho que laley celta tiene en cuenta. Las personaslibres prometen permanecer juntas sólomientras los dos lo deseen. No seríanatural ni prudente pedir más. Sinembargo, se lo pedí a Briga:

—¡Prométemelo!Ella se me quedó mirando... y llegó

hasta aquellas profundidades de miinterior de las que Nantorus se habíaretirado tanto tiempo atrás. La sentí enuna parte de mí mismo a la que aúnnadie había accedido jamás.

—Seré tuya para siempre, Ainvar —

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me dijo en voz baja—. Por el sol y laluna, por el fuego y el agua, por la tierray el aire, lo juro.

La estreché entre mis brazos,emocionado al descubrir en Briga unaintensidad de sentimientos similar a lamía.

Mi cabeza quería saber quéharíamos ahora.

Después de hacer el amor mispensamientos siempre se aclaran, y derepente me encontré examinando nuestrasituación con una triste claridad. Sillevaba a Briga a mi alojamiento y hacíade ella mi mujer, Crom Daral tendríatodos los derechos bajo la ley para

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partirme el cráneo. Al robarle la mujer aun miembro de mi clan habríadeshonrado mi cargo.

¡No debía deshonrar el título deGuardián del Bosque!

Así pues, no podía tomarla para mí,todavía no. Sin embargo, la reclamaríapara la Orden. ¡Sí! Luego, andando eltiempo, cuando Crom lo hubieraaceptado y hubiese encontrado unanueva mujer, yo podría bailar con Brigaalrededor del árbol de Beltaine.

El plan me parecía perfectamenterazonable. Sólo tenía que explicárselo aella.

Era preciso regresar al fuerte, por

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mucho que deseáramos seguirdisfrutando de nuestra intimidad.Mientras caminábamos la rodeé loshombros con mi brazo.

—Voy a llevarte al aposento deSulis para que...

Ella se detuvo en seco.—Creí que me llevabas a tu

alojamiento. No puedo volver con CromDaral si soy tuya. Dijiste que me queríascontigo.

—¡Y así es! Pero hay muchosfactores que considerar, Briga, y creohaber encontrado el mejor camino paranosotros, por lo menos de momento.Escúchame.

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Mantuve el brazo sobre sus hombrosmientras reanudábamos la marcha. Ellaandaba con la cabeza baja, y supuse queasí se concentraba en mis palabras.Hasta que casi habíamos llegado a laspuertas del fuerte. Entonces se zafó demi brazo y giró sobre sus talones paraenfrentarse a mí, la cólera brillando ensus ojos.

—¡De modo que todo esto era untruco para obligarme a entrar en laOrden!

Su reacción me consternó.—¡Claro que no! Es sencillamente lo

mejor para nosotros, ¿no te das cuenta?He dicho en serio que quiero que seas

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mía.—Ser tuya no significa ser una

druida.Alzó el mentón y echó los hombros

atrás, recordándome con esa postura queera la hija de un príncipe y no se lepodía obligar a nada.

—Escucha, Briga, has tomado unaparte de mí para que formara parte de ti,¿recuerdas? Eso significa que lo que yosea tú lo eres también, y yo soy undruida.

—Lógica de druida —dijo ellafríamente—. Sabía que éste era el truco.Lo has planeado desde el principio y mehas atrapado.

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Retrocedió un paso, apartándose demí, y entonces se volvió y echó a correren el crepúsculo hacia el fuerte.

Me apresuré tras ella, pero la cóleradaba fuerza a sus piernas, y cruzó comoun rayo las puertas abiertas del fuerte,seguida indecorosamente por el jefedruida. El centinela nos gritó algo, perono entendí lo que decía. Ni, por cierto,comprendía la actitud de Briga.

Corrió a través del fuerte,esquivando personas, perros y gallinas,saltando por encima de cestos,desviándose para evitar montones deestiércol. Estaba a punto de darlealcance cuando se abrió la puerta de un

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alojamiento cercano y salió Sulis.A la curandera le bastó una rápida

mirada para hacerse cargo de lasituación: Briga enrojecida y furiosa, yoexasperado y desesperado.

Sulis se interpuso entre nosotros, mehizo una severa advertencia con unmovimiento de cabeza y rodeó a Brigacon los brazos.

—Pobrecilla, ¿te está molestando eljefe druida? No lo consentiremos. Ahoraven conmigo y por la mañanaaclararemos las cosas. Tienes la ropallena de arena y pareces cansada.¿Quieres refrescarte con un baño deagua caliente? ¿Y una buena comida?

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Anda, ven conmigo...Sulis hizo entrar a Briga en su

alojamiento y cerró la puerta en misnarices.

Había descuidado ponerme lacapucha y ahora la gente me rodeaba.Todos querían hablar conmigo de lafiesta de Beltaine que tendría lugar aldía siguiente, y yo, miembro de la tribu,no podía dejar sus preguntas sinrespuesta. Sus peticiones eran como unoleaje que me arrastró, y me vi obligadoa supervisar las purificaciones, aconsultar con Dian Cet acerca de la ley,a examinar las propiedadesintercambiadas, a compartir mis

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conocimientos, mi energía, mi sabiduría,cuando sólo deseaba estar con Briga,darle explicaciones y arreglar las cosasde algún modo.

Por la noche llamé a la puerta deSulis y abrió el Goban Saor, quien nome invitó a entrar.

—Voy a buscarla —me dijo.Instantes después, la puerta se abrió

más y Sulis se reunió conmigo.—Briga está durmiendo, Ainvar.

¿Qué le has hecho?—¿Qué te ha dicho ella? —repliqué.—No mucho, sólo que has intentado

engañarla.—Me ha entendido mal.

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—Eso es lo que sospechaba, pues nome parecía propio de ti, pero está muyenfadada, Ainvar. Te acusó de intentarobligarla a entrar en la Orden antes deque esté preparada.

Antes de que esté preparada... Estaspocas palabras me dieron esperanzas.

—¿Está dispuesta a quedarsecontigo, Sulis?

—Así es. Dice que ha abandonado aCrom Daral por alguna razón y no tieneningún sitio adonde ir. Naturalmente, esla oportunidad que estábamos buscando.Si las dos vivimos bajo el mismo techoestoy segura de que me ganaré suvoluntad, pero quisiera saber cómo ha

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llegado a ocurrir esto.—La norma —me limité a decirle.Sulis me dirigió una mirada

escéptica.Tras una noche de insomnio, al alba

siguiente entoné la canción del sol deBeltaine.

Ni Briga ni Crom Daral parecierontomar parte en las ceremonias, o por lomenos no di con ellos ninguna de lasveces que desvié mi atención parabuscarlos. El hombre Ainvar estabasumido en el Guardián del Bosque, yéste demasiado ocupado para pensar enellos.

En un momento determinado, cerca

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del mediodía, cuando Sulis y yo nosencontramos, la curandera me dijo envoz baja:

—Briga no vendrá ni siquiera parala celebración de Beltaine. Ya sabes quehoy esperaba bailar alrededor del árbol.Se queda en mi alojamiento y no quierever a nadie.

—Hummm —repliqué.Durante los nueve días y noches de

Beltaine mi pueblo celebró lageneración de nueva vida. Ni siquiera elfestival de la cosecha de Lughnasa podíacompararse con la alegría de Beltaine.Primero Dian Cet recitó las leyesaplicables al matrimonio, se

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intercambiaron regalos simbólicos de lapropiedad de los contrayentes, luego elhombre y la mujer bailaron juntos ladanza matrimonial alrededor de la basedel árbol de Beltaine. Sonaron lostambores, tocaron las flautas, losdruidas cantaron. El aire cálido de laprimavera se posó como un pesobeneficioso sobre los ojos soñadores ylos miembros sudorosos. El ritmo seintensificó y aumentó el número deparejas que se unían a la danza. Luegose desprendieron como los pétalos deuna flor, a fin de buscar lechos en latierra fecunda. Éramos un puebloapasionado y la pasión era un don de la

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Fuente.Durante nueve días y noches mi

pueblo mostró su gratitud. Y yo, comojefe druida, presidí los festejos.

La Cabeza estaba sola.Cuando las últimas parejas

extenuadas regresaron a sus casas, medirigí a mi alojamiento y encontré allí aTarvos, que había ido en busca deLakutu. Ocultando mi sorpresa, lepregunté:

—¿Cuándo dejaste el baile?—Temprano. El baile es para

casarse y yo no me caso, así que penséen hacer una breve visita a Lakutu ydarle a Damona ocasión de estar con su

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marido.—Has sido muy amable.El Toro se encogió de hombros.—No tenía nada más que hacer. Pero

ya que estás aquí, me marcharé, a menosque necesites algo...

—No, no me hace falta nada. —Lehice una seña para que saliera—. ¡Ah,Tarvos! —le dije cuando ya estaba casien la puerta—. ¿Ha llegado algúnmensaje de la tierra de los arvernios?

Él sonrió.—El viento transporta gritos de que

Vercingetórix es el nuevo rey, nombradola mañana de Beltaine.

Sí, me dije, cerrando los ojos. La

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elección debía de haberse producido eldía anterior, cuando yacía con Briga allado del río y susurraba el nombre deRix en su cabello.

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CAPÍTULO XXI

Ogmios vino a verme un tantomalhumorado.

—Crom Daral ha abandonado elFuerte del Bosque.

—¿Qué quieres decir?—Le turbó el rechazo de la mujer

secuana y ha huido, creo que a Cenabum.He sabido desde siempre que es uncobarde, pero su deserción nos haprivado de un guerrero, aunque fuese unguerrero poco valioso.

—No te apresures tanto acondenarle, Ogmios. Es tu hijo.

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—Por una cautiva..., y una cautivaque le ha rechazado. No, no vale mucho.

—Siempre le has subestimado —ledije fríamente—. Has contribuido ahacerlo así, como todos nosotros.

—¿Le defiendes después de que hahuido como un ladrón en la oscuridad?

—Crom Daral era amigo, y no soyquién para juzgarle.

Llamé a Tarvos y le pedí queenviara un mensaje a Cenabum, diciendoque el jefe druida de los carnutosdeseaba que mostraran hacia CromDaral la cortesía debida.

—Hazles saber que estaréagradecido si algún príncipe acepta a

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Crom en su séquito. —Entonces añadícon firmeza—: Pero el mismo Crom nodebe enterarse de mi apoyo.

—No querrías que el rey leaceptara, ¿verdad?

—No, Tarvos, de ninguna manera,pero hay otros... Sugiéreselo a Cotuatus.Es un buen hombre.

Los acontecimientos avanzaban conmucha rapidez en la tierra de losarvernios. A pesar de la oposición de sutío, Vercingetórix estaba consolidandosu poder. El depuesto Potomarus, juntocon Gobannitio y sus demás seguidores,había abandonado Gergovia e ido alfuerte de Alesia, en el territorio de la

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tribu mandubia. La esposa de Potomarusera una mandubia.

Tal vez confiaba en establecer allíuna base de apoyo desde dondeintentaría hacerse de nuevo con el trono,pero yo lo dudaba. Por lo que sabía dePotomarus, tenía un limitado espíritubélico. Los arvernios habían actuadosagazmente al sustituirlo porVercingetórix.

Durante aquel verano recibífrecuentes noticias del silencioso peroconstante influjo de extranjeros endiversas partes de la Galia libre.Algunos informes eran transmitidos agritos con el viento, otros me llegaban

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por medios menos ostentosos, a travésde la red druida. Miembros de la Ordenprocedentes de los rincones másalejados visitaban el gran bosquesiempre que podían, para renovarse pormedio de la comunión con el centroespiritual de la Galia. Cada uno de ellosme traía algún fragmento deinformación, y despedía a cada uno conla orden de que hablara a su tribu de lanecesidad de unidad y le mostrara labrillante promesa que ejemplificaba elnuevo rey de los arvernios, el únicohombre al que consideraba capaz deenfrentarse a César cuando llegara elmomento.

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Estaba seguro de que llegaría elmomento. Por todas partes veía signos yaugurios.

Pero ser druida significaba a vecesconocer cosas que uno preferiríaignorar.

Entretanto los viñedos empezaban atomar forma bajo mi dirección. Alprincipio la gente parecía escéptica,pero cuando las vides empezaron acrecer, así lo hizo también el entusiasmode quienes las cuidaban. Entonábamoscanciones para las vides y bailábamosentre sus hileras. Aunque transcurriríanvarios años antes de la primerarecolección, los hombres y las mujeres

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empezaban a soñar en el día en que eltrabajo y el sacrificio transmutarían lasescuálidas vides y el suelo seco y finoen rubíes que llenarían la copa.

Entonces llegaron noticias desde laperiferia de la Galia, según las cualeslas semillas plantadas por Dumnorix eleduo estaban dando su fruto amargo.

Los helvecios habían tardado largotiempo en preparar su planeadamigración, abandonando su tierra natal alos germanos mientras ellos buscaban enel sur pastos más ricos. Habían plantadoun exceso de grano a fin de asegurarsecierto suministro, y habían construidomillares de nuevas carretas para

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transportar a sus familias y posesiones.Cuando consideraron que estabanpreparados, incendiaron sus doceciudades y cuatrocientos pueblos, asícomo el grano que no pudierontransportar, de modo que no quedaranada para los suevos invasores, y almismo tiempo tampoco ellos tendríannada que les incitara a regresar y severían obligados a seguir adelante.Emprendieron su gran migración consesenta mil carretas, una para cada seismiembros de la tribu.

Su ruta inicial los llevó a través delas tierras tribales de los rauricios, lostulingios y los latovicios, a los que

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persuadieron para que se les unieran.Incluso algunos miembros de la vastatribu de los boios atraparon la fiebremigratoria y se incorporaron a labúsqueda de nuevos horizontes. Talcomo se había predicho, la ruta elegidapor aquel océano de gente se extendía através de parte de la Provincia.

César estaba en Roma cuando loshelvecios se pusieron en marcha, peroen cuanto tuvo noticias de la migraciónpartió hacia la Galia libre con unalegión a sus espaldas y el águila romanavolando por encima de él. Testigospresenciales afirmaban que susportaestandartes llevaban pieles de león.

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Águila y león: la simbología no me pasódesapercibida. Los depredadores habíanllegado a la Galia.

Aquella noche comenté la situacióncon Tarvos. Puesto que cada nocheacudía a mi alojamiento, habíaempezado a confiar en él para quealimentara a Lakutu. Ésta habíasobrevivido gracias a Briga, pero seestaba recuperando muy lentamente y notenía el menor apetito. Ni Damona ni yoconseguíamos hacerle comer, y sólo elToro parecía tener algún éxito. Era untalento extraño en un guerrero, pero yole estaba agradecido.

Así pues, mientras permanecía

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sentado al lado de Lakutu y se armabade paciencia para darle de comer, yo lehablaba de las preocupaciones quellenaban mi mente. Hablar con Tarvosme ayudaba a aclarar mis propiospensamientos. El sonido es estructura yésta es norma, pauta...

—Los helvecios enviaronmensajeros a César para asegurarle quesólo querían pasar por la Provincia y nopretendían hacerle daño alguno, pero élno les creyó —le dije a Tarvos.

Éste se había llevado a la boca untrozo de la carne cocinada por Damona,mascándola hasta convertirla en unapasta blanda que luego ofrecía a Lakutu

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con los dedos. Su paciencia memaravillaba.

Todavía con la boca llena de carne,Tarvos replicó:

—Yo tampoco les habría creído.César sabe que los helvecios vivían engran medida de la tierra, y semejantecantidad de gente habría dejado vacíode alimentos cualquier lugar por dondepasara.

—Claro —asentí—, César locomprendió. Dijo a los enviados quenecesitaba tiempo para considerar supetición y empleó ese tiempo en traerrefuerzos desde la Provincia. Cuandolos emisarios regresaron a César, éste

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les dijo que su solicitud de paso habíasido denegada. Los helvecios seenfurecieron e intentaron romper lasdefensas que César había levantadocontra ellos, pero fueron repelidos ymuchas mujeres y niños resultaronmuertos. La única posibilidad que lesquedaba era atravesar la tierra de lossecuanos. No lograron acercarse a loslímites de la Provincia.

»Me han dicho que se dirigieron aDumnorix el eduo y, puesto que él habíasido el causante original del problema,le pidieron que persuadiera a lossecuanos para que les dejaran pasar. Suesposa es secuana, y así es como parece

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haber comenzado esta desafortunadasituación. Cuando los suevos invadierona los secuanos, Dumnorix se reunió conlos jefes suevos y accedió a alquilarlesmercenarios para apaciguarlos a fin deque no perjudicaran tanto al pueblo desu esposa.

Tarvos tendió los dedos y Lakutuchupó la pasta de carne adherida a ellos.

—El apaciguamiento hace más malque bien —observó—. Te he oído decireso, Ainvar.

—Ahora se ha demostrado la certezade ese aserto.

—¿Qué hizo César después derechazar a los helvecios?

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—Con más rapidez de lo que unohabría creído posible, organizó máslegiones del Lacio y ha empezado atraerlas a la Galia libre. Entretanto,parece ser que los emigrantes hancruzado las tierras de los secuanos,adentrándose en el territorio de loseduos, donde han iniciado un tremendosaqueo. Esta mañana me he enterado deque Diviciacus, el jefe eduo, ha enviadoa César una urgente petición de ayuda.

El Toro usó la manga de su túnicapara limpiar la barbilla de Lakutu, cuyosgrandes ojos pardos estaban fijos en elrostro del guerrero.

—Eso es lo que esperabas, ¿no es

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cierto? Que invitaran a César aadentrarse más en la Galia. ¿Lo sabeVercingetórix?

—Precisamente me he enterado porél. Sus mensajeros llegaron esta mañana.Como ves, me mantiene informado.Claro que su territorio es el máspróximo al de los eduos y cuenta entrelos boios con aliados que se lo dicentodo.

—Ah, sí, me encontré con losmensajeros cuando iba a hacer guardia.Pedí a un muchacho que se hiciera cargode sus animales extenuados.

Tarvos ofreció un poco más decomida a Lakutu, la cual evidentemente

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no la quería, pero la aceptó paracomplacerle. Pensé que durante el díadebía sentirse muy sola. Yo estabademasiado ocupado y no disponía detiempo para ella, ni siquiera para mímismo. La poca vida personal del jefedruida de los carnutos se limitaba abreves atisbos ocasionales de Brigacuando acompañaba a Sulis. Cuando nosencontrábamos, Briga no me miraba.

Lughnasa, la celebración de lacosecha, llegó casi antes de queestuviéramos preparados. La estacióndel sol había sido buena para nosotros,las cosechas fueron abundantes y lasnuevas esposas tenían los vientres

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hinchados. Mientras nos preparábamospara la festividad de agradecimiento alsol y conclusión de la época decrecimiento, seguía ávidamente lasnoticias de la campaña helvecia deCésar por medio de una corrientecontinua de mensajeros, visitantes yrumores gritados y transportados por elviento.

César había traído al norte unaoleada tras otra de guerreros para quedefendieran a los eduos —por lo menosa los leales a su aliado Diviciacus— delos emigrantes saqueadores. Loshelvecios también eran buenosguerreros, y si hubieran decidido

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quedarse en su tierra natal y luchar, muybien podrían haber derrotado a lossuevos, pero su codicia de nuevastierras les había traicionado. Ahoraestaban atrapados sin una tierra propia,y los ejércitos de César estaban pordoquier. Luchaban con heroísmo, pero alfinal no podrían superar al poderíoromano.

No me sorprendí cuando oí losgritos río arriba: «¡Los helvecios hansido vencidos! ¡Huyen llenos depánico!». Fui a ver a Sulis.

—Necesito tu opinión profesional,curandera. Si algo le ocurriera aTasgetius, ¿es posible que Nantorus

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recuperase el trono? ¿Hasta qué punto suincapacidad es permanente?

Ella pareció dubitativa.—Creo que su incapacidad es casi

total, pero, si lo deseas, puedo ir a verley determinar lo que puede hacerse.

—Sí, hazlo así, emplea todas tushabilidades y llévate a los demáscuranderos que puedas reunir.

—Somos escasos, como todos losdruidas...

—¡Ya lo sé! —repliqué bruscamente—. Haz lo que puedas por Nantorus. Noquiero que la tribu se enfrente a lo quese avecina bajo el mando de un hombrecomo Tasgetius.

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—Si he de llevar conmigo a otroscuranderos, ¿te parece bien que incluyaa Briga? —me preguntó inocentemente,pero percibí la burla oculta en su tono.

—Que se quede conmigo. Es hora deampliar su adiestramiento a camposdistintos al de las hierbas y pociones. Espreciso instruirla en todos los aspectosde la Orden, pues de lo contrario nuncanos comprenderá del todo y no podrásuperar su temor.

—Y tú, claro, eres la persona másindicada para instruirla —dijo Sulis.

Esta vez el tono oculto era desarcasmo, pero hice caso omiso.

—Naturalmente, soy el jefe druida.

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—Es posible que eso no le parezca aella suficiente razón para sentarse a tuspies, Ainvar.

—Entonces debes convencerla,recordarle que ha ido demasiado lejospara retroceder ahora.

—No es probable que ese argumentotenga éxito con una mujer —dijo Sulisarrastrando las palabras—. Nuestramente es más flexible que la de loshombres —añadió con presunción.

—¡Entonces dile que quieres quesirva como curandera aquí en el fuertedurante tu ausencia! Es capaz de tratarlas enfermedades o lesiones corrientes,¿no es cierto?

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—Sí, lo es. He trabajado con elladurante todo el verano y soy una maestraexcelente.

—Muy bien. Una vez haya aceptadola idea de ser nuestra curanderasuplente, recuérdale que esa tarearequiere trabajar estrechamente con eljefe druida.

Sulis hizo un mohín malicioso.—¿Cómo podría negarse si se lo

planteo de esa manera? Se sentirá muyhalagada de servir en mi lugar. Nuestrapequeña Briga es orgullosa, Ainvar.

—Lo sé.El día siguiente, tras la partida de

Sulis hacia Cenabum y Nantorus, Briga

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vino a verme después de que hubieraentonado la canción al sol. Acababa deconcluir el cántico cuando me di cuentade que ella estaba en pie casi en misombra, con la expresión inescrutable ylos pensamientos velados.

—Sulis me dijo que viniera.Su tono era muy formal, como si

aquél fuera nuestro primer encuentro.En un tono similar, repliqué:—Puedo enseñarte cosas que te

harán una mejor curandera.—Si tienes que hacerlo... —se

limitó a decir ella en aquella vocecitaronca que me parecía tan curiosamenteatractiva.

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Ambos sabíamos que estabaatrapada. Su propia situación le habíahecho formar parte de la red druídica. Siella no podía apreciar la ironía, yo sí.

Las reacciones de Briga eranimprevistas, por lo que debía planear miestrategia con tanta inteligencia comoCésar planeaba siempre sus campañas.

Por aquel entonces, el estrategaromano se estaba reagrupando tras unacampaña decisiva contra los helvecioscerca de Bibracte, que había dejadoreducido el océano de emigrantes a sólociento treinta mil supervivientes. Con lasangre todavía húmeda en sus armas,estaba volviendo su atención hacia el

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suevo Ariovisto.César no tenía intención de retirarse

de la Galia libre tras ganar una solaguerra. Ni siquiera había esquilmadotodavía la prosperidad de las tribusceltas en sus ricas y fértiles tierras.

Diviciacus le estimulaba. Deacuerdo con los espías boios de Rix, elvergobret eduo se quejó a César de quepronto las tribus germánicas expulsaríande sus tierras natales a todos los galoslibres, acusó a Ariovisto de ser un tiranocruel y arrogante, una palabra griega quesin duda había aprendido en sus estudiosdruídicos. Los eduos estaban totalmentedivididos entre los que seguían a

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Dumnorix y los que estaban de acuerdocon Diviciacus. De esta manera, unatribu que en otro tiempo fue poderosaquedaba partida por la mitad ydebilitada.

Si yo permitía que mi oposición aTasgetius fuese de dominio público, lomismo podría sucederles a los carnutos.La tribu tal vez sería desgarrada entre elrey y los druidas. Así pues,personalmente debía guardar silencio,confiando en que mi labor siguieraadelante en la oscuridad, como lasraíces que se extienden en el subsuelo,hasta que Tasgetius fuese sustituido porun rey en el que pudiéramos confiar. Los

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terribles peligros de la división seestaban haciendo más evidentes.

Varios reyes galos formaron unadelegación para visitar personalmente aCésar y felicitarle por su victoria sobrelos helvecios. Me sentí disgustado, perocontento al saber que Rix no era uno deellos, aunque yo no había esperado de élque hiciera tal cosa. Tasgetius fue, porsupuesto.

Aquel otoño llevé a Briga a losbosques y empecé a enseñarle, comoMenua me enseñó en el pasado, para quepercibiera la belleza que subyacía bajola aspereza de la existencia.

Sulis le había enseñado las

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habilidades básicas. Podía prepararemplastos de salvado y alquitrán paralas articulaciones inflamadas y hacercocciones de raíz de perejil y semillaspara ayudar a la expulsión de loscálculos de vejiga. Sabía quéenfermedades estaban provocadas por lahinchazón de la luna y a cuáles paliabasu encogimiento. La vi con mis propiosojos extraer un riñón de oveja de sumembrana de modo que esta coberturaquedase intacta, para humedecerla luegocon crema y saliva y aplicarla a laúlcera supurante en la pierna de unanciano. La úlcera se curó y me sentíorgulloso de Briga.

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Le enseñé otras cosas. La recuerdosentada con las piernas cruzadas en elbosque, mordiéndose las uñas mientrasun rayo de sol perdido arrancabadestellos de su pelo dorado. Yo habíaencontrado una semilla ya dormida, enespera de la lejana primavera.Sosteniéndola en la palma, le dije aBriga que mirase. Entonces cerré losojos y me concentré.

Cuando el sudor empezó a corrermepor la frente, Briga exhaló un gritoahogado. Abrí los ojos y vi que lasemilla se había abierto, revelando en suinterior un minúsculo y pálido brote. Sedesplegó tan lentamente que apenas

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pudimos ver movimiento alguno, pero lasemilla abierta siguió ensanchándosehasta que el pequeño ser que conteníaquedó expuesto a la luz.

Briga me miró con unos ojosenormes.

—¿Cómo has hecho eso? —mepreguntó en un susurro lleno de temorreverencial.

Sonreí. Como había previsto, lamagia había atravesado su propiocaparazón de reserva.

—También tú podrías hacerlo —leaseguré—. Hay vida en ti y vida en lasimiente. Cuando una llama con fuerza ala otra, tiene que haber una respuesta.

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¿Quieres que te enseñe cómo?Ella aplaudió como una criatura.—¡Sí!Pasamos el día allá. Quería

enseñarle todo a la vez: cómo oír a losarcos iris, ver música y oler los colores.

Quería deslizar las manos a travésde su cabello aromatizado por el sol.

Pero un jefe druida debe refrenarse,y así, me entregué a una instrucción quetambién tenía mucho de seducción. Miobjetivo era seducir al espíritu de Briga,y a tal fin le mostré las habilidadesdruídicas más sutiles y brillantes. Hiceque el agua cantara para ella y llamé amariposas que estaban fuera de

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temporada para que se posaran en susmanos.

Briga se reía conmigo. Le recitabaacertijos, secretos ocultos dentro deotros secretos como las curvaturas deuna espiral, y ella me demostraba sucomprensión enseñándome las mismasespirales en las yemas de sus dedos.

No la tocaba jamás. Sin embargo,entrábamos en contacto en algún nivelde conciencia en el que conversábamossin palabras en un lenguaje que nadiemás conocía. No, nunca la tocaba. Lapróxima vez ella debería buscarme.Tenía que haber un equilibrio. Pero aveces resistir el deseo era demasiado

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difícil.Briga sólo era mía durante el día, e

incluso entonces otros empezaban arivalizar por mi atención. Tener un jefedruida joven y vigoroso estimulaba unanueva vida en la Orden. Una vez más,los padres comenzaban a llevar albosque a sus hijos dotados y me pedíanque los pusiera a prueba y les enseñara.

—¡Volveremos a ganarnos susvoluntades con briosas y nuevascanciones! —me jacté ante Tarvos—.Incluso es posible que devolvamos a laOrden su tamaño original, como cuandoMenua era joven.

—¿Cuántos druidas necesita una

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tribu?—Tantos como consiga —repliqué

maliciosamente.El Toro se encogió de hombros.—Humor druídico. ¿Cuál crees que

fue la causa del descenso de su númeroen primer lugar?

—Tal vez la causa esté en la ruedade las estaciones, que gira y gira ycambia todas las cosas, de modo que lasépocas antiguas se vuelven nuevas, laantigua sabiduría olvidada seredescubre... Es el ciclo necesario de lamuerte y el nacimiento.

Tarvos se rascó su poblada cabeza.—No lo comprendo, claro que yo

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soy un hombre sencillo.Sin embargo, cuando le repetí a

Briga mis pensamientos, ella loscomprendió.

La enseñanza era sólo una parte demi función, por supuesto. En otoño debíasupervisar los sacrificios, propiciandoprimero los espíritus de los animales.Luego habría que almacenar el grano ycosechar el precioso muérdago, comoparte de una ronda interminable quedebía corresponderse con los ciclosnaturales y ser llevada a cabo deacuerdo con unas tradiciones de eficaciaprobada. Lo que tomábamos a la tierrase lo devolvíamos con nuestros ritos,

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trabajábamos con el sol, la lluvia y elespíritu de la vida. Y en el centro detoda esta actividad estaba el jefe druida,mantenedor de la armonía.

Aprendí a contentarme con muypocas horas de sueño.

En ocasiones iba al bosque solo.Allí, como un hombre acalorado enexceso que se mete en un estanque deagua fría, me sumergía en la tranquilidadde los árboles hasta que me sentíarefrescado.

Necesité toda mi fortaleza cuandoSulis regresó de Cenabum y me dijo queno había ninguna esperanza paraNantorus.

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—Nunca se le podrá elegir rey denuevo, Ainvar. Hicimos cuanto pudimospor él, pero su cuerpo es más viejo de loque correspondería a su edad. Lalanzada en la espalda debe de haberledañado los pulmones y no puederespirar bien. La verdad es que mesorprende que siga vivo. Ahora que hevuelto, supongo que desearás quereanude la enseñanza de Briga.

—No, todavía no —repliqué.Una tarea más se añadió a mi lista

interminable de actividades: debíaencontrar un nuevo candidato al trono yhacerlo en secreto, sin poner a Tasgetiussobre aviso.

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Mientras mi cabeza consideraba estenuevo problema, llegaron noticias desdeel sur. Vercingetórix de los arverniosrequería con urgencia mi asesoramientoy consejo. Quería saber si podríatrasladarme a Gergovia.

Acudí de nuevo a Sulis y le dije que,después de todo, podía reanudar lainstrucción de Briga y posiblementeencargarse también de otros aspirantes asanadores. Grannus, Keryth y nuestrosdemás druidas se repartirían al resto delos neófitos en mi ausencia.

—Pero que Briga no se reúna conAberth —le advertí especialmente aSulis—. No está preparada para él.

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Cuando regresé a mi alojamientopara hacer los preparativos del viaje,encontré allí a Tarvos, esperándome.

—Me alegro de que estés aquí —ledije vivamente mientras empezaba ahurgar en el cofre en busca del equipode viaje—. Quiero que estés preparado.Iremos a reunirnos con Vercingetórix tanpronto como mis responsabilidades lopermitan.

Él dijo algo a mis espaldas y creíhaberle malentendido.

—¿Cómo?—He dicho que no puedo seguir

esperando, Ainvar, por lo que te lo pidoahora. Pon un precio por ella y lo

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pagaré.

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CAPÍTULO XXII

—A ver si lo entiendo bien, Tarvos.¿Quieres comprar a Lakutu? —Me volvíhacia él, sabiendo que el asombro sereflejaba en mi tono tanto como en mimirada.

Él apretó los labios hasta que lasguías caídas del bigote le temblaron.

—Quiero que viva en mialojamiento, pero no puede venirconmigo porque no es una persona libre.Así pues, la compraré.

Me senté bruscamente sobre el cofretallado.

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—Los guerreros no tienen esclavos.Sirvientes, quizá, pero nunca esclavos.

—Los druidas tampoco.El Toro me miró con la cabeza baja,

como el animal del que había tomado suapodo. Habría jurado que hinchaba lasfosas nasales.

Mi propio acceso de cólera mesorprendió.

—No tienes que preocuparte porella. Sin duda sabes que siempre meocuparé de que esté bien atendida.

—Tú no tienes ninguna necesidad deuna mujer en tu casa, Ainvar, ya nuncaestás aquí. De todos modos, el jefedruida anterior mantenía una mujer. Si

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Lakutu fuese mía le daría su libertad yluego incluso podría... casarme con ella.

Dijo estas últimas palabras en unsusurro, ruborizado.

—¡Casarte! —repetí estúpidamente.—Ella estaría dispuesta.—¿Cómo lo sabes?—Me lo ha dicho.Yo había rebasado mi capacidad de

asombro.—¿Cómo podría habértelo dicho?—Hablamos.—Pero ella desconoce tu idioma.—Le he enseñado algunas palabras.Imaginé a los dos charlando

alegremente mientras yo estaba ausente,

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trabajando duramente al servicio de mipueblo.

Con una punzada de celos, me dicuenta de que Tarvos le había enseñadoa Lakutu lo que yo no podía enseñarle.

—Sigue siendo una mujer enferma—argüí sin convicción.

—Está mucho mejor, pero no te hasdado cuenta. A veces damos paseos. Lahe llevado hasta el río, y a ella le gustanesas salidas. Por favor, Ainvar, para tino es nada, pero para mí...

No pude soportar el brillo de susojos.

—Pensaré en ello —le prometí, ysalí casi corriendo del alojamiento.

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Me sería imposible ir al encuentrode Rix antes de Samhain en el mejor delos casos. Tenía que dirigir los ritualesdel final y el comienzo del ciclo de lasestaciones, y además debía dirigirme alos druidas galos durante laconvocatoria anual en el bosquesagrado. Quería recordarles la amenazaromana, como Menua había hecho, yestimularles para que pensaran en launidad tribal en vez de hacerlo en ladivisión. Sólo si permanecíamos juntospodíamos confiar en ofrecer resistenciaa César.

—Un solo hombre dirige a todo elejército que se propone invadir nuestras

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tierras —les dije—. Un solo hombre,una cabeza, en vez de muchos líderesque van en direcciones diferentes. Elmétodo romano consiste en dividir a lastribus y luego pisotear los fragmentos.Recordad la historia que habéisaprendido, pensad en ella.

Mientras mi advertencia reverberabaen el bosque, me preparé para ir alencuentro de Vercingetórix.

Una vez más Tarvos vino a verme ami alojamiento.

—¿Has tomado una decisión acercade Lakutu? —me preguntó sinpreámbulo.

—¿Vas a venir conmigo al sur? —

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repliqué.—Depende.Se mantenía firme, con los pies

separados.Yo, que detestaba el

apaciguamiento, intenté hacerle reír.—Soy druida, Tarvos, no un

mercader. ¿Es preciso que regateemos?Él se limitó a mirarme.—¡Quédatela! —le grité, hablando

antes que él—. ¡Quédatela y acabemoscon este asunto! No es necesario que lacompres, te la regalo.

—¿Le harás unas marcas que diganque es mía, como hacen en la Provincia?

El apodo del Toro era apropiado.

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Nunca me había dado cuenta de que eratan testarudo.

—Lo que quieras —le dije—.¿Deseas que estén escritas en algúnidioma determinado?

Él no se dio cuenta de mi intento desarcasmo.

—No sé nada de eso.Así pues, busqué un trozo de piel de

ternera y escribí lentamente en ella, conpintura para tela, diciendo que entregabala bailarina llamada Lakutu al guerreroTarvos. El lenguaje que empleé fue elresto de griego que Menua me habíaenseñado, pues no quise usar el latín.Cuando le di el pergamino a Tarvos, no

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fingió leerlo, sino que se lo guardó bajola túnica con una sonrisa de oreja aoreja.

Como me parecía que se necesitabaalgo más para completar aquel extrañoritual, le dije a Lakutu, más porformalismo que como un intento decomunicación que nunca había logrado:

—Te daré algunas posesiones paraque las lleves a tu nuevo alojamiento. Esla costumbre de nuestro pueblo.

Ella me miró tímidamente.—También es la de mi pueblo, pero

sólo entre la realeza. Tú haces quepertenezca a la realeza. Gracias.

No supe qué decirle, y Tarvos llenó

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el silencio.—Ya te he dicho que le he enseñado

nuestro idioma.—Creí que te referías..., sólo unas

pocas palabras..., no imaginé...Tarvos miró a Lakutu.—Lo hice —se limitó a decir.Hasta que nuestras viñas madurasen,

no podría tomar un vaso de vino conellos, pero serví tres generosas medidasde cerveza y celebramos la fiesta contanta animación que casi me olvidé desaludar a la puesta del sol. Tarvos sellevó a Lakutu y entonces el alojamientome produjo una sensación increíble devacío.

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Menua me había dicho una vez queun regalo debe ser algo que querríaspara ti mismo, pues de lo contrario nomerece la pena hacerlo.

Cuando partimos hacia la tierra delos arvernios, Lakutu se despidió deTarvos desde la puerta de sualojamiento, no del mío.

Cuando me dirigía al sur con miséquito, me enteré de que César habíavuelto a ponerse en marcha, esta vezcontra Ariovisto. Había condenado aalgunos de los galos alistados en elejército provincial por cobardes porqueeran reacios a luchar contra el reygermano. Se estaba preparando una

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carnicería. ¿Contra quién se volveríaluego César?

Por lo menos teníamos como aliadasa las estaciones. El invierno estaba alllegar. César sólo podría librar unabuena batalla antes de que el hielo y elbarro fuesen obstáculos insuperables yse viese obligado a invernar. Porentonces yo y Rix ya nos habríamosvisto y trazado nuestros planes.

Al llegar a Gergovia, meacompañaron con gran ceremonial alalojamiento del rey y tocaron trompetasde bronce para anunciar mi llegada. Megustó bastante. En cambio, Tarvos noparecía impresionado.

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Los reyes tribales viven bien, perola prosperidad de la fortaleza regia delos arvernios era excepcional en laGalia. El alojamiento personal del reyera inmenso, lo bastante grande paraalojar a varias familias, y tenía dosgrandes hogares, uno en cada extremo dela estructura oval. Había numerososbancos cubiertos de pieles y mesastalladas sobre las que había cuencos ycopas de bronce, plata y cobre. Era unalojamiento tan grande que contaba condormitorios privados, separados delresto de la vivienda por mamparas demadera tallada. Hasta el último de losservidores del rey, y el alojamiento

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contaba con un enjambre de ellos,llevaba anillos y broches calados yesmaltados que habrían servido parapagar el rescate de la hija de unpríncipe.

Por todas partes brillaba el oro.Vercingetórix llevaba alrededor delcuello un collar tan grueso como lamuñeca de un niño.

Sin embargo, en muchos aspectosseguía siendo el mismo Rix. Su sonrisaera tan irresistible como siempre y sumirada velada igual de atractiva.

—Me alegro de que hayas venido,Ainvar. No estaba seguro de que lohicieras... Un hombre importante como

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lo es el jefe de los carnutos.Había un leve dejo burlón en su risa.Le seguí la corriente.—¿Cómo podría resistirme a la

llamada del Rey del mundo?Tras un festín regado con abundante

vino, nos pusimos más serios. Rix envióa sus servidores al otro extremo delaposento, para que no pudieran oírnos.

—¿Has oído las últimas noticiassobre César? —me preguntó.

—Sólo rumores por el camino. ¿Quénoticias tienes tú?

—Se ha reunido con Ariovisto. Elgermano se negó a ir a verle, por lo queconvinieron en encontrarse en un lugar

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intermedio. Según mis informantesboios, Ariovisto se mostró jactancioso yhostil.

—Estás tan bien informado como unjefe druida —le dije— y te agradezcoque me hayas transmitido tu información.

—Quería que supieras lo mismo queyo sé por si necesito tu sabio consejo.

—Como pareces necesitar ahora.—En efecto. Se trata de ese asunto

de Ariovisto, Ainvar. Ha insistido enque su pueblo consiguió las tierras queposee en la Galia en justa lid y que esono es asunto de César. Éste replicó conla exigencia de que los germanos nosiguieran cruzando la línea del Rin. Dijo

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que si Ariovisto estaba de acuerdo,habría amistad entre él y Roma, pero delo contrario César castigaría a lossuevos por sus muchos ultrajes a susaliados entre los eduos.

Me froté los fatigados músculos delas pantorrillas.

—No puedo imaginar que Ariovistoestuviera dispuesto a aceptar ninguna delas condiciones expuestas por César.

—Claro que no, se puso furioso.Declaró que sólo podía haber guerraentre ellos, y las escaramuzas ya hancomenzado. Ariovisto ha reunido unejército de varias tribus germánicasaliadas con el que se propone ocupar

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Vesontio, la ciudad principal de lossecuanos. Mis últimas noticias son queCésar está en camino para ponerse alfrente de ese ejército. Ahora estoy enespera de más noticias.

—¿Por qué me has llamado en estosmomentos?

—Porque desde la primavera Césarha derrotado a los helvecios y, o muchome equivoco, o no tardará en aplastar aAriovisto. Pero no hay ninguna señal deque sus tropas regresen al sur. He oídodecir que está construyendocampamentos de invierno muyfortificados, bases permanentes en todala zona de la Galia en la que ha

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penetrado hasta ahora. Ya no puedehaber duda alguna de que estabas en locierto al evaluar sus planes. El próximopaso es determinar qué vamos a hacer alrespecto.

Estábamos sentados al lado delfuego, repantigados con aparentetranquilidad en los bancos cubiertos depieles y con copas llenas hasta el bordeen la mano, pero ninguno de los dosestaba en absoluto relajado.

—Avisa enseguida a los reyes de lastribus de la Galia libre —le propuse—.Pídeles que asistan a un consejo que secelebrará aquí, pues Gergovia esbastante céntrica, pero no convoques un

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consejo de guerra. Limítate a reunirlosahora, antes de que todos conozcan elresultado de la campaña de César contraAriovisto. Si esperas hasta que Césarcelebre otra victoria impresionante, esposible que les intimide demasiado.

—¿Crees que vendrán? —inquirióRix, con una serena curiosidad en lavoz, la mirada fija en las llamas.

—La mayor parte de ellos, y algunosde los que se resistan al principio notardarán en llegar al galope, cuandoempiecen a sospechar que los otrospodrían estar maquinando a susespaldas. Aquí, en la Galia, todossospechamos de los demás. Aprovecha

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esta circunstancia en tu beneficio.Rix se volvió a mirarme.—¿Permanecerás aquí y te sentarás a

mi lado en el consejo?—Tan cerca que pueda hablarte al

oído —le prometí.Al amanecer, mensajeros a caballo

salieron a toda velocidad de Gergovia.Uno no convoca a los reyes lanzandogritos al viento.

Mientras aguardábamos, exploréGergovia en compañía de Hanesa elhablador, el cual se mostró encantado alverme. A todo aquel con quien nosencontrábamos, le decía:

—El rey y yo llevamos a Ainvar con

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nosotros a la Provincia, ¿sabes? Y ahoraes el jefe druida de los carnutos, el másdotado Guardián del Bosque que hanacido jamás en la Galia. Siempre supeque tenía unos dones extraordinarios, enrealidad creo que me di cuenta de elloantes que nadie.

Yo fingía no oírle. Los reyesrequieren exceso, los druidas no.

Mientras caminábamos por loscallejones y los pocos espacios abiertosa la extensa fortaleza que conteníacentenares de alojamientos y era elhogar de millares de personas, buscabaalgún rastro de mercenarios germanos,pero no encontré ninguno. Por supuesto,

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lo que Rix podría estar haciendo en lasfronteras era otra cuestión. No se lopregunté directamente, pues no queríaobligarle a que me mintiera.

Pero el peligro de que hubieragermanos entre sus seguidores seguíahaciendo presa en mi mente. Losgermanos provocarían el ataque deCésar con más seguridad que el oro o elganado, y yo tenía la inquietantesensación de que nunca le habíaconvencido de ese peligro.

La próxima vez que nos reunimos enel alojamiento del rey, para comer,beber y hablar, empecé a deslizarreferencias a los germanos en la

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conversación. No hablé en contra deellos e incluso alabé su valor en elcombate. No obstante, me referí de unamanera velada a los viejos odios yrecordé anécdotas antiguas susurradasalrededor de las fogatas para asustar alos niños. Como una mancha que seextiende por el suelo, invoqué la antiguaenemistad entre galos y romanos.

A invitación del rey, Hanesa sehabía reunido con nosotros, y seconvirtió en mi aliado. Yo le estimulabacon frases como: «¿Recuerdas la antiguahistoria de las dos tribus germánicasque...?», y Hanesa cogía el hilo delrelato —tal vez uno del que yo no había

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oído hablar jamás— y lo elaborabahasta ofrecer una obra maestra de horrorespeluznante.

Rix, a su pesar, escuchabafascinado. Era como deslizar veneno enun higo.

—Si Ariovisto es un ejemplo de suraza —comenté con estudiadainformalidad mientras le servía otrotrozo de carnero asado—, entonces es unhombre de estatura y apetitosgigantescos. —Dirigí una mirada aHanesa—. ¿De dónde crees que sacanlos guerreros germanos su fortaleza?¿Todavía descuartizan a sus enemigosmuertos y se los comen?

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Rix dejó de masticar.—Nunca había oído tal cosa.—¡Oh, sí! —me secundó Hanesa—.

Era de conocimiento general. Las tribusgermanas siempre han sido caníbales.¿Por qué crees que no necesitan líneasde suministro cuando están en guerra?

El bardo hincó los dientes en lacarne asada, haciendo que la pielcrujiera y el jugo salpicara.

Rix empujó la comida a un lado ycogió el vino.

Yo había aprendido muchaslecciones en la Provincia, y el valor dedesacreditar al enemigo no era la menorde ellas. De un modo u otro eliminaría a

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aquellos germanos del ejército de Rix.Pero antes de que llegaran los

primeros reyes tribales en respuesta a laconvocatoria de Rix, un mensajero quemontaba un caballo exhausto cruzótambaleándose las puertas de Gergoviay exigió ver al rey.

—César ha atrapado a Ariovisto —dijo el hombre jadeando. Tenía el rostropálido de fatiga, las ropas manchadas debarro y lo que tal vez era sangre seca—.Aunque dispone de dieciséis milguerreros de a pie y sesenta mil de acaballo, Ariovisto teme que la batalla lesea adversa. Ruega a los arvernios quecabalguen hacia el este y luchen con él

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contra César.Rix se volvió hacia mí.—¿Qué dices a eso, Ainvar?El deseo de presentar batalla se

alzaba de él como oleadas de calor.Aquélla era una prueba de suma

importancia. Si le daba a Rix larespuesta errónea perdería mi influenciasobre él. Tan bien como conocía laFuente, sabía que mi relación con él eracondicional. Todo estaba supeditado ala fuerza vital que había en su interior yque nos atraía a todos, una fuerza capazde convertirle en la mejor arma que laGalia podía forjar contra las ambicionesde César.

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Pero los germanos tambiénambicionaban territorios galos, comohabían demostrado muchas veces.Recordé mi visión del ser con dos caras,la de César a un lado y un rostrogermánico en el otro, y en el silencio demi cabeza rogué a la Fuente que meguiara. Cuando hablé lo hice conpalabras fuertes y seguras.

—No uses a un perro furioso paraque luche con otro, Vercingetórix, puespodrían unir sus fuerzas y volversecontra ti. Déjales que se destruyan.Entonces sólo tendrás que luchar con elsuperviviente.

No era la respuesta que él esperaba;

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la decepción y la cólera se reflejaban ensu rostro. Sin embargo, permaneció ensilencio, absorbiendo mis palabras y sinapartar de mí su mirada velada.

—Tu consejo tiene sentido —dijopor fin.

Me arriesgué a consolidar miventaja:

—Al parecer, Ariovisto se cree conderecho a pedirte ayuda.

Rix no me contestó, pero se volvióhacia el mensajero suevo y dijo en vozlo bastante alta para asegurarse de queyo le oía:

—Cuando hayas descansado ycomido volverás con tu rey. Dile que

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doy órdenes para que cualesquiera desus hombres actualmente en mi territorioregresen y luchen con él, pero no leenviaré más ayuda, ni ahora ni nunca, yque no vuelva a llamarme.

El mensajero palideció aún más.—Pero hay seis legiones romanas

contra él.—Entonces debes regresar al galope

—le aconsejó Rix fríamente—. Serásnecesario para la lucha.

Zanjado el asunto, dio la espalda aldesdichado mensajero.

Me sentí orgulloso de Rix, pueshabía subordinado su pasión, el deseoimperioso de atacar a César y aceptado

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una política más prudente. Teníaverdaderas dotes de rey. Me dije queojalá pudiéramos tenerle al frente de loscarnutos, pero él podía hacer mucho másque eso..., podía dirigir a todos losgalos.

Aquella noche, cuando estabaacostado y oía a Rix entregado al placercon una de sus muchas mujeres detrás deuna mampara, pensé en lo que podríaocurrir si Ariovisto ganaba. Rix no meagradecería que le hubiera impedido laposibilidad de estar en el lado vencedorcontra César...

Mi preocupación era innecesaria.Más tarde supimos que los germanos

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habían sido derrotados y perseguidoshasta el Rin. César tenía la costumbre deconsolidar sus victorias. Ariovisto logrósalvar la vida cruzando el río a nado,pero una de sus hijas cayó muerta y laotra fue hecha prisionera. Confrecuencia las mujeres germánicas ibana la guerra con sus hombres y sufrían eldestino de cualquier guerrero.

Casi como una ocurrencia tardía, lastribus celtas que vivían más cerca delRin cayeron sobre los últimos suevosque llegaron al río y mataron a lamayoría de ellos. Aunque Ariovistoestaba a salvo en sus bosques, muriópoco después. Dijeron que dejó de

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alimentarse y volvió el rostro hacia elsol poniente.

César dejó a sus ejércitos bienseguros en los campamentos de inviernoy regresó a Roma.

Los reyes tribales de la Galiallegaron a Gergovia.

Algunos acudieron por curiosidad yotros por egoísmo. Otros brillaron porsu ausencia, como Tasgetius, Cavarinusde los senones y Ollovico de losbitúrigos. Eran los dirigentes de grandestribus y quizá pensaban que no debíanhacer caso de nadie.

En cambio, los reyes menosimportantes opinaron de otro modo, y en

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el joven rey de los arverniosencontraron a un hombre de estaturacomo el más alto de ellos y tan fuertecomo el que más, un hombre inteligentee intrépido. Incluso yo, que le habíapreparado con diligencia de antemano,estaba impresionado. Rix dirigió lafuerza de su personalidad hacia aquelloscabecillas jactanciosos, como una luzcegadora, obligándoles a escucharle yrespetarle.

Les describió en detalle la amenazaromana tal como él —como nosotros—la veía, y fue muy convincente. Les dijolo que había sabido acerca de lastécnicas militares romanas mediante la

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observación de la Provincia y lesdetalló la organización de los ejércitosde César hasta el último cocinero yporteador. Hombres que le doblaban enedad le escuchaban boquiabiertosmientras les describían complicadasformaciones de batalla.

—Debemos unir nuestros esfuerzospara impedir que los romanos siganinvadiendo la Galia —les dijo Rix convehemencia—. Sólo si permanecemosjuntos podemos enfrentarnos con éxito aun ejército como el que César haorganizado. Es preciso que formemosuna confederación contra él, pues unasola tribu, por grande que sea, no puede

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derrotarle. Sus ejércitos estándemasiado bien adiestrados y es capazde hacerles recorrer enormes distanciasa gran velocidad. Puede construircarreteras y puentes paraproporcionarles acceso casi de la nochea la mañana. Si le presentamosresistencia tribu por tribu, derrotará unatras otra. Tenemos que unirnos. Unaconfederación es la única manera desobrevivir.

Cada uno de los reyes presentes enel consejo había luchado contra otro reyen uno u otro momento, y requerirles queformaran una alianza era pedir loimposible. Sólo un hombre tan

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estimulante e inspirador comoVercingetórix podía confiar en teneréxito en la empresa.

Semejante hombre no aparece endiez generaciones. Lo habíamosrecibido cuando más necesidad teníamosde él.

Cuando finalizó aquel primerconsejo de la Galia libre, los reyes delos parisios, los pictones y los turoneshabían convenido sin reservas enaceptar a Rix como su comandante en laeventualidad de una guerra contra César,siguiendo su estandarte y sus órdenes enuna defensa unificada de la tierra. Losotros sólo estaban convencidos a

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medias, pero se reservaron la últimapalabra hasta que vieran de dóndesoplaban los vientos. Por lo menosninguno había dado una negativacategórica.

Después de que todos los reyeshubieran abandonado Gergovia, le dije aRix:

—Tendrás que convencer de algunamanera a Ollovico de los bitúrigos. Sutribu es esencial si queremos conservarel centro de la Galia.

—¿Y qué me dices de los carnutosque viven al norte de su territorio, tupropia tribu, Ainvar? Tasgetius ha hechocaso omiso de mi convocatoria.

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—Tasgetius está tan romanizado quehasta viste la toga, pero no ocuparádurante mucho más tiempo el trono enCenabum, te lo prometo.

—¿Cuánto tiempo crees que nosqueda antes de que César intente invadirtoda la Galia?

—He planteado esa pregunta a losvidentes y me han dicho que disponemoscomo máximo de cinco inviernos,probablemente menos.

—Los videntes druidas —dijo Rixcon desprecio—. ¿Qué saben ellos?

Cuanto más conocía a Rix, más mepreocupaba su incredulidad. El hombrey el Más Allá debían actuar juntos. De

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lo contrario...Antes de despedirme de Rix, hice

una visita de cortesía a Hanesa, el cualme recompensó con un interminablerelato épico sobre la llegada de losreyes a Gergovia y su inmediata yabsoluta entrega al brillanteVercingetórix.

—Eso no es exactamente lo que haocurrido —le indiqué.

—Lo sé —replicó el bardo—, peroasí suena mejor.

—Es posible, pero no responde a laverdad.

Él me dirigió una mirada irónica.—Tampoco esa historia sobre el

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canibalismo de los germanos eraexactamente la verdad, pero al parecerera lo que deseabas que oyeraVercingetórix.

No pude ocultar una sonrisa.—Eres más perceptivo de lo que

creía, pero después de escucharteempiezo a dudar de la veracidad decualquier relato.

—La gente quiere que sus historiastengan colorido, Ainvar. Si le dices a unpúblico lo que quiere oír y de la maneraque desea oírlo, te escucharán y creerán.¿No crees que es así como Césarinforma de sus hazañas al Senadoromano?

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La sabiduría procede de muchasfuentes. Hanesa me hizo pensar porprimera vez en lo que César contaríasobre los galos a quienes vivían másallá de nuestras fronteras y que sólo nosconocían por sus informes.

Más adelante descubriría quecontaba muchas mentiras para justificarsu intento de destruir a todo un pueblo.No estaba satisfecho con desacreditar alos druidas, y representaba a todos losceltas como unos salvajes míseros eignorantes cuya única esperanzaradicaba en someterse a los romanosmás ilustrados.

Sus calumnias no sólo eran creídas,

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sino que estaban destinadas a perdurarporque las ponía por escrito.

¡Ah, Menua, en eso estabasequivocado! Nuestra verdad tambiéndebía haber sido confiada a la vitela y elcuero, grabada en cobre, tallada enmadera y escrita en tablillas de cera, demodo que hubiera voces que hablaranpor nosotros a las generaciones futuras,para contrarrestar las mentiras de losromanos.

Ahora es demasiado tarde... a menosque yo susurre al viento. El viento nuncaolvida. Algún día alguien podría oír...con los sentidos del espíritu...

Con la certeza de que Rix me

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llamaría de nuevo, emprendí el caminode regreso a casa. Hice un alto enCenabum, tras enviar primero a Tarvospara averiguar si Tasgetius estaba en lapoblación. Cuando el Toro me informóde que el rey se había ido de caza, crucélas puertas y me dirigí al alojamiento deCotuatus.

El pariente de Menua habíacambiado desde la primera vez que levi. Le recordaba como un hombreentrado en carnes, los ojos como piedrasazules en el fondo de unas bolsasprofundas. Ahora vi a un hombre quehabía quemado su exceso de grasa comolo hace un guerrero que se prepara para

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la lucha. Incluso las bolsas se habíanreducido, y todo su cuerpo era másesbelto y más prieto.

—Seguimos esperando tu aviso,Ainvar —me dijo a modo de saludo—.Siento comezón en la mano que empuñala espada.

—Esa comezón tendrá que durar unpoco más. No podemos permitirnos quele suceda nada a Tasgetius hasta quetengamos un sustituto. No son éstosbuenos tiempos para dejar a una tribusin jefatura.

Vi un destello de desafío en los ojosazules.

—¿Y si nos negamos a esperar?

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Tasgetius asesinó a Menua, y sinembargo sigue ocupando un alojamientoreal, se ríe, bebe y retoza con lasmujeres. Su placer me duele más que mipropio dolor. La sangre llama a lasangre, druida, sin duda lo comprendes.

Ciertamente lo comprendía, comotambién sabía que él no debíadesafiarme. Mientras permanecíamoscara a cara, reuní toda la fuerza de mimente y la lancé contra él en un solorayo concentrado de fuego blanco.Cotuatus se tambaleó, el sudor cubrió surostro. Llevándose una mano a la sien,gruñó:

—Qué dolor tan terrible..., jamás

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había tenido semejante dolor decabeza..., ayúdame, druida.

Me crucé de brazos.—Ayúdate tú mismo, abandona toda

idea de actuar jamás en contra de miconsejo.

A pesar del dolor queexperimentaba, me comprendió e inclinóla cabeza, en un gesto de reconocimientosilencioso.

Me relajé, dejando que mi corazónse apaciguara. Los esfuerzos como elque acababa de hacer extenuaban micuerpo.

—Se me está pasando —musitóCotuatus. Entonces exhaló un

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entrecortado suspiro de alivio—. Casiha desaparecido.

Cuando sus ojos se encontraron conlos míos, vi en ellos un brillo de temor.Entonces supe que ya no estaba imitandoa Menua, sino que me había convertidototalmente en jefe druida, capaz deutilizar el poder de las generaciones queme habían precedido.

En otro tiempo no me habríaarriesgado a dañar a Cotuatus, sino quehabría intentado congraciarme con él.Ahora comprendía que gustarle no eraimportante para mí, pero debía serrespetado.

Cotuatus, un poderoso príncipe de

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los carnutos, acababa de adquirir unprofundo respeto hacia mí. Con eltiempo sería posible moldearle y hacerde él un candidato al trono satisfactorio.Necesitaría orientación e instrucciones,pero por lo menos era un celta hasta lamédula.

Cuando salí de su alojamiento, mefijé en un grupo de sus guerreros queharaganeaban cerca del alojamiento delpríncipe. A un hombre con gente dearmas propia le gustaba mirar a travésde la puerta y verlos en lasproximidades. Entre ellos tuve un atisbode un rostro moreno y hosco, con unhombro anormalmente más alto que el

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otro. Le saludé con una inclinación decabeza, pero Crom Daral no parecióverme.

Me reuní con mi séquito y, mientrassalíamos de Cenabum, le dije a Tarvos:

—Creo que he encontrado a nuestropróximo rey.

—¿Quién?—Cotuatus. Tiene las cualidades

que necesitará la tribu, por lo menos asílo creo. Por supuesto, debe enterarsemucho mejor del conjunto de lasituación, y ampliar sus pensamientospara aceptar nuevas ideas, pero sin dudaserá capaz de ello. Yo sólo...

Tarvos me conocía y había notado la

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vacilación en mi voz.—¿Sólo qué?—Ojalá hubiera pensado antes en él

como rey en potencia. Entonces no lehabría enviado a Crom Daral.

—Lo hiciste movido por tu afectohacia Crom, aunque él no lo sepa.

—Afecto —repetí—. Me pregunto simi erróneo afecto habrá enviado alpróximo rey un negro pájaro de malagüero.

—¿Quieres que vuelva y procureque lo asignen a otro príncipe?

—No, eso no haría más queempeorar las cosas. Yo daría laimpresión de que soy un indeciso y

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Crom podría imaginar que yo estuvedetrás de su primera asignación, cosaque tal vez causaría muchaspreocupaciones. No, déjale en paz,Tarvos.

Así pues, dejamos a Crom Daral conCotuatus, pero su imagen turbadorapermanecía en el fondo de mi mente,como una pequeña y molesta astillaclavada en mi carne.

Me alegré más que nunca de regresaral fuerte y al bosque. Cuando mi gentesalió a saludarme, mis ojosdescubrieron en la multitud un rostromás radiante que cualquier otro, yexhalé un suspiro.

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No fue necesario que Briga mesonriese. Era suficiente saber que estabaallí.

Entretanto, Tarvos pasó rápidamentepor mi lado, con una ancha sonrisa bajoel mostacho, en dirección a la puertaabierta de su alojamiento, donde Lakutule esperaba.

Como si las chispas diseminadas delgran fuego de la creación debieranobedecer a una orden cosmológica parareunirse, nos vemos impelidos a buscarlas partes de nosotros mismos que nosfaltan. Reunimos amigos, requerimosparejas. Cada uno de nosotros porseparado es un fragmento; la vida es el

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conjunto.Aquella noche, en la cama, fui

dolorosamente consciente de que Lakutuya no dormía acurrucada a mis pies.

En pleno invierno el trabajo de losdruidas continúa. Mientras nuestropueblo se aloja en cómodos aposentos,nosotros susurramos a las simientes quedormitan en la tierra helada.Encendemos hogueras que guiarán al solrenuente en su camino de regreso desdelos dominios de la escarcha.Supervisamos los nacimientos y losentierros, manteniendo a vivos y muertosen armonía con la tierra y el Más Allá.

Y enseñamos. Las palabras de un

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druida se oyen más claramente en elvigorizante silencio de un día invernal.

Reanudé la instrucción de losesperanzados candidatos a formar partede la Orden, Briga entre ellos.

—Cuántos rostros nuevos —comentó el viejo Grannus—. Tú losatraes, Ainvar. Menua empezó a crear tureputación mucho antes que teconvirtieras en el jefe druida. ¿Sabes?Decía que podrías...

Se interrumpió de repente. Amenudo los viejos se vuelvenparlanchines y sin duda Grannus sehabía dado cuenta de que estabahablando más de la cuenta.

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—¿Qué decía Menua en mi favor?—Oh, ya sabes, decía que estabas

dotado.—¿Con qué dones?Grannus se encogió de hombros.—Ha pasado mucho tiempo, no

esperarás que recuerde todo lo quedecía.

Pero yo sabía que no lo habíaolvidado, no podría olvidarlo con sumemoria de druida. Menua debía dehaberle dicho, como a los demás, que yoera capaz de devolver la vida a losmuertos.

Esa idea me atemorizaba. No queríaque la gente buscara en mí una magia

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que estaba más allá de mi capacidad. Yopodía hacer muchas cosas que parecíanimposibles a los iniciados, pero que enrealidad consistían tan sólo en unamanipulación de las fuerzas naturales.No obstante, ni siquiera yo podía atraera un espíritu huido para que regresara aun cuerpo que se estaba enfriando.

¿O sí que podía?A veces todavía me despertaba en

plena noche, preguntándome tal cosa.

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CAPÍTULO XXIII

Mientras los druidas estaban ocupadosen los trabajos de invierno, los romanostambién estaban atareados. AunqueCésar pasó la mayor parte del inviernoen el Lacio, me enteré de que losoficiales que había dejado en la Galiaestaban agrandando y fortificando loscampamentos de invierno y preparandosuministros para su próxima campaña enprimavera.

Al norte de nuestra tribu se extendíael territorio de los belgas, tribus en sumayor parte de origen germánico que

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habían ocupado la región norte de laGalia durante tanto tiempo que eran casitan galos como nosotros. La tierra fértily fácilmente cultivable que habíancapturado cuando cruzaron el Rin lesestimuló a abandonar su vidaasilvestrada y convertirse encampesinos y pastores. Las tribus de laGalia central tomábamos mujeres deellos, comerciábamos con ellos yluchábamos contra ellos como lohacíamos entre nosotros.

César anunció que las tribus belgasestaban conspirando contra Roma.Vercingetórix me mandó llamar.

—No puedes ir antes de Beltaine —

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protestó Tarvos.—Claro que no, pero iré

inmediatamente después. ¿Por qué tepreocupa tanto la fecha en que vaya?

—Yo... tengo intención de casarmecon Lakutu en Beltaine. Ya no es unaesclava —se apresuró a añadir antes deque yo pudiera objetar nada—. Me disteese pergamino en el que dice que es mía,así que le hice ponerse ante el sol y ledije: «Te saludo como a una personalibre». Eso fue suficiente, ¿verdad? Paraliberarla, quiero decir.

El Toro estaba nervioso como jamáslo había visto y, además, totalmenteserio. Reprimí una sonrisa mientras le

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replicaba:—Yo diría que sí, pues te ampara la

autoridad del jefe druida. Lakutu es unapersona libre. Pero ¿estás seguro de quequieres casarte con ella? ¿Deseas que tedé hijos? No es de los nuestros, no es deninguna parte de la Galia, ni siquiera esgermana.

—Es de Egipto —dijo el Toro contimidez y orgullo.

—¿Qué?—Es de Egipto, me lo ha dicho.

¿Está Egipto muy lejos, Ainvar?Esta revelación me había dejado

muy sorprendido.—Sí, está muy lejos —dije por fin

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—. ¿Por qué? ¿Es que ella quierevolver?

—Oh, no, dice que pasará aquí suvida contenta, aunque olemos.

Estos detalles sobre Lakutu, quehabía sido un enigma, eran inquietantes.

—¿Qué quiere decir con eso de queolemos?

—Es por los alimentos quecomemos. ¿Recuerdas lo que nos dijoRix sobre el olor a ajo de los guerrerosromanos, debido a que lo comen parafortalecerse? Lakutu dice que los galosolemos a sangre porque comemosdemasiada carne.

Me quedé mirándole. Nunca había

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sabido que mi olor le resultara ofensivoa Lakutu.

Por segunda vez dirigí lasceremonias de Beltaine como Guardiándel Bosque. Observé cómo Tarvospasaba con Lakutu por las antiguasetapas de la persecución, la captura, elacoplamiento y la acción de gracias.Aquel año muchas parejas acudieron albosque para casarse. Sus cancionesreverberaban en el aire.

Éramos un pueblo que cantaba.El envenenamiento había dejado a

Lakutu muy delgada y ahora tenía hebrasgrises entre el cabello negro. Sinembargo, el día que se casó con Tarvos

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parecía joven. Los ojos le brillabancomo dos aceitunas negras y al reírse seocultaba la boca con una mano.

Como no tenía un clan propio, lasmujeres del fuerte le proporcionaron elvestido de boda. La vistieron con uncorpiño ajustado del vellón más suave,como una nube sobre la que descansabasu tez olivácea. La falda tenía bordadosrojos y azules, y unas botas de piel decabritilla teñida le cubrían los pies hastalos tobillos. Mi regalo le ceñía lacintura.

—Quiero que le hagas un cinturón—le dije al Goban Saor—, de valorsuperior a lo que pagué por ella en la

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subasta de esclavos. Bajo la ley, seguirásiendo de su propiedad cuando estécasada y reflejará su valía.

Cuando Lakutu bailó con Tarvosalrededor del árbol de Beltaine, llevabaun cinturón de oro y plata cuyamagnificencia hacía lanzarexclamaciones de envidia a las mujeresque la miraban.

Tal vez era egipcia, como afirmaba.Nunca lo supe con certeza. Alcontemplar su felicidad, no veía ningunadiferencia de raza. Sólo veía a Lakutu,que era parte de nosotros, parte del toro.Tarvos nunca sabría que aquel día leenvidié.

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En el ciclo de las estaciones desdeel último Beltaine, cuando llevé a Brigaal río, nunca se había presentado laocasión de estar nuevamente juntos en laintimidad, para llegar a la comprensiónque precede al matrimonio. Cuandoestábamos en el bosque, yo era el jefedruida con neófitos a los que enseñar.Cuando nos encontrábamos en el fuerte,era probable que mi gente entrara en elalojamiento a cualquier hora del día ode la noche, a fin de solicitar algo de misabiduría o mis habilidades mágicas.Las exigencias de mi cargo me dejabanpoco tiempo para tratar de ganarme lavoluntad de una mujer difícil.

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Y la impredecibilidad de Briga eraexasperante. Otras mujeres corrían hastaque las capturabas y entonces eran tuyas.Pero Briga, una vez capturada, nopermanecía en esa condición. Cuandopor fin conseguí que confluyeran unmomento libre y un lugar íntimo, ella sezafó de mis brazos.

—¿Qué te ocurre?—No puedo... cuidar de ti, Ainvar.Me quedé perplejo.—¿Por qué no? Soy joven, fuerte,

estoy sano..., tengo un alto rango en latribu...

—No comprendes —dijo ella en unavoz tan baja que apenas la oí—. Hay

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algo peor que la aflicción, ¿sabes? Unaangustia tan profunda que se convierteen un pozo vacío. He estado en ese pozoy no quiero volver a él jamás. Hepensado en ello una y otra vez...Siempre nos estás pidiendo que usemosla cabeza, así que lo he hecho. Hellegado a la conclusión de que la únicamanera de evitar ese pozo es no amarjamás. Si no quieres a nadie, no tedolerá su pérdida.

Alzó el mentón y enderezó laespalda. Era la hija de un príncipe.

Lo irónico era que yo conocía larespuesta irrefutable.

—Pero nadie muere nunca

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realmente, Briga. No has perdido aquienes amabas, pues sus espíritus soninmortales. La muerte no es más que unincidente en medio de una larga vida.

—Lo sé, lo sé —dijo ella como sino se tomara en serio mis palabras, lascuales no habían llegado a lo más hondode su ser.

Se negaba a prescindir de su temor.Quería alguna prueba que fuese más alláde las palabras, necesitaba unaconfirmación de la supervivencia delalma que permeara su sangre y sushuesos.

Ese don llegaba cuando el Más Alláaceptaba a uno de la Orden. No era

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posible apresurar su momento, nisiquiera el Guardián del Bosque podíaforzarlo. Tenía que contentarme conenseñarla y prepararla.

Así pues, aquel año no dancé conBriga alrededor del árbol de Beltaine.Permanecí a la sombra de los robles y laobservé pensativamente desde lapenumbra de mi capucha mientras ellareía y batía palmas con los demáscelebrantes que rodeaban a las parejasque bailaban. Mi orgullo me impidió ir asu lado cuando terminó la danza y lasparejas casadas se tendieron en el suelo.Algunos de los nuestros se unieron a unacoplamiento general, con el que

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tradicionalmente apoyábamos a losrecién casados. Pero yo permanecí solo,tan digno como desdichado.

Habría matado a cualquiera queintentase tocar a Briga, pero nadie lohizo. Su postura erecta lo impedía, y poruna vez me alegré de que fuese la hija deun príncipe.

Finalizó la época de lascelebraciones. Vercingetórix menecesitaba. Tarvos y yo partimos con undestacamento de guerreros a modo deguardaespaldas, pues eradesaconsejable que nadie viajasedesarmado por la Galia, ni siquiera unjefe druida. Los depredadores habían

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llegado.Cuando estábamos a punto de partir,

Grannus me llevó a un lado.—¿Estás seguro de que es prudente

que vayas al encuentro del arvernio?Una cosa es que dejes a tu gente durantela luna de miel, Ainvar, pero esto esdiferente.

—¿Acaso pones en tela de juicio lasabiduría del Guardián del Bosque?

—Lo que pongo en tela de juicio eslo acertado de estos viajes que te alejande tu pueblo durante largos períodos. Yasoy viejo —añadió en una voz tandelgada como la película en lasuperficie de la leche hervida— y ésta

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es una de las prerrogativas de la edad.Puedo poner en tela de juicio acualquiera y cualquier cosa.

—Hago esto por el bien de mi tribu,Grannus. Sirvo mejor a los carnutos siapoyo a Vercingetórix en todo cuantopueda. El plan de César consiste endividir la Galia, utilizar nuestro propiotribalismo contra nosotros y derrotarnosa uno tras otro. Para poder resistir espreciso que tengamos un solo jefe, unlíder guerrero capaz de unir a las tribus,alguien que, además, debe conocer cómoluchan los romanos.

»Por descontado, Tasgetius no es elhombre que necesitamos. Cree que

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César es su amigo y los mercaderesromanos, sus benefactores.Vercingetórix está mejor enterado, haobservado personalmente los métodosromanos de adiestramiento, ha visitadosus campamentos y hablado con susguerreros como de un luchador a otro.Además, es joven y audaz, y atrae a susseguidores como la fruta madura atrae alos pájaros.

Grannus meneaba la cabeza.—Siempre has sido amigo suyo, por

eso le ensalzas tanto. Pero si crees queel arvernio o cualquier otro puede unir alas tribus, estás loco. Sólo un hombredemasiado joven para pensar a fondo las

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cosas se atrevería a creer posibles talessueños.

—Sólo los jóvenes sueñan, Grannus.Cuando un hombre deja de soñar, sabeque es viejo. En cuanto a mi ausenciadel bosque, nombraré a alguien en quienconfío plenamente para que sustituya yproteja el bosque con su carne y suespíritu.

—¿Dian Cet?—No, Aberth.Los ojos acuosos de Grannus se

fijaron en los míos.—Sigues sorprendiéndome. ¿Por qué

el sacrificador? Yo no habría dudado deque el juez principal es el más indicado

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para ese cometido.Pensando en el eduo Diviciacus,

repliqué:—Me he vuelto reacio a depositar

demasiado poder en manos de losjueces. Aberth es un fanático, la únicapersona a la que nadie podrá jamásdesviar de su rumbo. Sólo le impongouna restricción, y es la de que no debeinstruir en absoluto a los neófitos hastami regreso.

No quería que fuese Aberth el queinstruyera a Briga acerca de lossacrificios. Ya tenía suficientesproblemas.

La mañana que abandonamos el

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fuerte, la región estaba inundada por lasofocante luz dorada que precede a latormenta. No era la época del año en laque se dan semejantes tormentas, y noobstante se estaba preparando una. Lascondiciones atmosféricas poníannerviosos a los caballos.

Nos desplazaríamos como unacompañía de caballería, a lomos de losanimales que Ogmios había dispuestopara nosotros. Ir a pie habría requeridodemasiado tiempo y los acontecimientosse sucedían con rapidez. Paraenfrentarnos a unas situaciones quecambiaban constantemente, habíadecidido alzar los pies del suelo y dejar

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que colgaran a los lados de un caballolanzado al galope.

Sin embargo, echaba de menos lacaminata.

El estilo galo de cabalgar difería delromano. La caballería de César utilizabaanimales que tenían sangre africana,según lo que Rix había sabido en laProvincia. Eran animales flacos, depatas delgadas, cuyas fosas nasales sehinchaban para aspirar el viento deldesierto. Los caballos que criábamos enla Galia eran más robustos, con buenas yfuertes cabezas y anchos huesos en laspatas. Los montábamos a pelo, mientrasque la caballería romana se sentaba en

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unas almohadillas de fieltro sujetas pormedio del collar pectoral y la baticola.

Permitíamos a nuestros caballos quegaloparan libremente mientras fuesen enla dirección deseada. En cambio, lastropas de César cabalgaban en rígidasfilas, sujetando a los animales con lasriendas tensas. Sin embargo, erasorprendente que la mayor parte de lacaballería romana tuviera auxiliaresceltas reclutados en la Provincia y otrastierras. Esto se debía a que los romanossolían ser jinetes mediocres, mientrasque todo el mundo admitía que losjinetes celtas eran magníficos inclusocuando se sometían al orden romano.

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Estábamos avanzando por un vallelargo y estrecho cuando apareció unacinta oscura en el horizonte, al este.Tarvos tiró de las riendas.

—¡Mira eso! —exclamó—. Es ungrupo de exploración romano.¿Reconoces la formación?

—Es inequívoca —convine. Teníatodos los sentidos alerta y notaba en lapiel la comezón del peligro—. Nunca sehabían adentrado tanto en nuestroterritorio, Tarvos.

Nos detuvimos y apiñamos, quincehombres a caballo, mientras nuestrasmonturas resoplaban y piafaban,husmeando el viento que dirigían hacia

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nosotros los invasores.—Nos han visto —dijo Tarvos en

tono tenso.La columna en el horizonte se detuvo

en perfecto orden, cada jinetemanteniendo su distancia exacta de losdemás. El hombre que iba al frente fueel único que se movió, se volvió hacianosotros y bajó un poco la cuesta paravernos mejor.

Mis guerreros se llevaron las manosa las armas.

—No os mováis —les ordené.Ellos me miraron titubeantes.—Ya habéis oído al jefe druida —

les dijo Tarvos secamente—. Que no se

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mueva nadie.El oficial romano avanzó, tiró de las

riendas, miró en nuestra direccióndurante un rato y luego se volvió yregresó con sus hombres, su corto mantode campaña ondeando desde loshombros como haciéndonos un gesto dedespedida. La columna avanzó por elotro lado de la colina y desapareció.

—¿Adónde van? —preguntó Tarvos.—Al norte, evidentemente, aunque

no para atacar, pues no son suficientes.Están buscando algo, y eso no me gusta.No hay nada para ellos en el territoriode los carnutos..., por lo menos nada queesté dispuesto a permitirles tener.

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Quiero hablar de esto con Vercingetórix.Partimos al galope y salimos del

valle, dirigiéndonos hacia el sur a travésde una llanura suavemente ondulada.

Esta vez, para hablar con Rix notendría que ir hasta la lejana Gergovia,sino que nos encontraríamos en laciudad fortificada de Avaricum, dondeél trataba de convencer a Ollovico, reyde los bitúrigos, para que se uniera anosotros en una confederación de tribusgalas que oponían resistencia a César.

Llegamos a Avaricum poco despuésdel mediodía. El sol brillaba con una luzmetálica, mate, y el sol carecía de brilloa pesar de la ausencia de nubes. El aire

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olía a polvo. Cuando nosaproximábamos a la ciudad, vi un marde tiendas de cuero extendidas sin ordenni concierto en el exterior de la muralla,con estandartes arvernios de vivoscolores que flameaban en las astasclavadas alrededor del perímetro de lazona.

—Mira, Tarvos, Vercingetórix hatraído un ejército consigo.

—Es un rey —replicó el Torojuiciosamente.

Habíamos cabalgado mucho y mehallaba más cansado de lo que estaríadispuesto a admitir, pero ver la tiendamás grande, con el estandarte del clan

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de Rix ondeando orgulloso encima deella, me infundió nuevos ánimos y pusemi caballo al trote hacia la tienda.

El centinela de servicio dio un grito.Rix salió y, al verme, corrió a miencuentro.

—¡Te saludo como a una personalibre! —gritó mientras yo tiraba de lasriendas e intentaba encabritar a micaballo para impresionarle.

El animal se negó, meneó la cabezay retrocedió varios pasos. Debí haberprevisto su reacción, pues no era un seral que le gustara que le hiciesenpeticiones inesperadas.

Finalmente logré detenerle y bajé

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agradecido a la tierra firme.—No sabía que cabalgaras —me

dijo Rix cuando llegó a mi lado y meabrazó.

—Mi padre pertenecía al rango delos caballeros —le recordé—. Miabuela quiso que aprendiera a cabalgar,aunque apenas lo he hecho desde miinfancia.

Sus ojos centellearon.—Ya lo veo. No puedes juntar las

rodillas, ¿verdad? —Se echó a reír. Nosabrazamos y dimos palmadas en laespalda, pero cuando me eché atrás paramirarle bien, vi nuevas líneas en surostro—. Recuérdame que te enseñe el

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potro negro que estoy adiestrando paramí —dijo mientras me conducía a sutienda—. Un animal soberbio... parajinetes expertos —añadió, riendo denuevo.

Un ayudante asomó la cabeza a laentrada de la tienda.

—Trae agua caliente —le ordenóRix—, así como vino y comida para misamigos. Pero el agua caliente primero.

Nunca había agradecido más latradición celta según la cual hay quepermitir a un hombre que se lave la caray los pies después de un viaje antes deesperar nada de él.

Cuando estábamos cómodamente

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sentados en la tienda de Rix, con Tarvosmontando guardia en el exterior juntocon los arvernios de Rix, le hablé delgrupo de exploración romano quehabíamos visto.

Rix arrugó el ceño.—Ésa es una mala señal. No sabía

que estuvieran en nuestro territorio.—Nosotros tampoco.—Probablemente confiaban en pasar

desapercibidos, pero vuestras llanurasofrecen escasa cobertura.

—¿Podrías conjeturar su destino?Rix se restregó la mandíbula,

pensativo, haciendo crepitar la reciabarba.

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—Están buscando un lugar dondeinstalar otro de los campamentos deCésar, debe de ser eso. No hay duda deque ha iniciado una campaña contra losbelgas, por lo que necesitafortificaciones para proteger sus líneasde suministros.

—No en mi tierra —gruñí.Rix sonrió.—Pareces muy beligerante para ser

un druida.—Es indudable que vamos a luchar.

Sólo falta saber cuándo y cómo.—Por eso te he pedido que vinieras,

Ainvar. Voy a necesitar tu ayuda paraconvencer a Ollovico de que esté de

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nuestro lado. He hecho todo cuanto seme ha ocurrido, incluso he traído unejército conmigo para hacerle ver hastaqué punto estamos preparados, con quéespléndidos luchadores uniría susfuerzas. Pero está convencido de quecualquier forma de unión sería unaamenaza para su soberanía personal.Insiste en que puede proteger la tierra delos bitúrigos sin ayuda exterior y diceque no hay motivos por los que su tribudeba verter sangre para defender a otratribu.

—Dudo de que sea el único rey quepiensa así. ¿A cuántos otros has logradoconvencer?

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Rix se levantó y empezó a ir de unoa otro lado de la pequeña tienda,demasiado pequeña para él, perocualquier espacio pequeño siempre erainsuficiente para Vercingetórix.

—No a los suficientes, ni muchomenos. Me he pasado el inviernoviajando de una tribu a otra, dejando queHanesa les hablara de lo extraordinarioque soy, luchando con sus mejoresguerreros, pero sin lograr grandesprogresos. Tal vez no sea el hombreindicado para esta empresa, Ainvar.

Dudar de sí mismo era tan impropiode él que me preocupó más que el grupode exploración romano.

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—¡Eres el único hombre capacitado!—insistí—. Estás hecho para ello... yera el sueño de tu padre.

Rix se detuvo en sus pasos.—El sueño de mi padre era que los

arvernios fuesen la tribu dominante en laGalia. Eso es lo que temen algunos delos reyes, sospechan que esto es parte deuna maquinación para hacerme con elcontrol de sus territorios. Les repito laspalabras que me dijiste, pero no parecensurtir mucho efecto cuando no estásconmigo.

—Es posible que un hombre nopueda utilizar la magia de otro —lesugerí.

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Él levantó los párpados que solíatener entornados y me miró furibundo.

—¡No estoy hablando de magia,Ainvar! No se trata de humo y susurrosdruídicos. Estoy hablando del mundoreal.

—Tienes una visión limitada de larealidad.

—¡Ah, no! ¡No voy a enzarzarmecontigo en una de esas intrincadasconversaciones de druidas! Sin dudasabes ya que no creo en la Orden y loque representa. Sólo creo en mi destrezacon la espada. Eso es real.

No era ni el momento ni el lugaradecuados para tratar de poner de nuevo

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a Rix en armonía con el Más Allá, perome di cuenta de que debería hacerlopronto, antes de que la falta de armoníale imposibilitara triunfar. Tal comoestaban las cosas, tenía razón al dudarde sí mismo. El hombre no puedetriunfar sólo con la carne; la tierra y elMás Allá siempre actúan entre sí.

Incluso César, aunque hacíasacrificios a los dioses romanos,actuaba en un nivel instintivo,obedeciendo a la norma tal como ésta seaplicaba a él. La prueba de elloradicaba en sus éxitos. Si Rix iba a serel arma que la Galia usaría contraCésar, debía ser tan íntegro y

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equilibrado como yo lograra hacerle.Al igual que Briga, aunque por una

razón diferente, Rix debería recibirinstrucción. Pero ¿la aceptaría? Ciertavez, Menua me había dicho: «Loshombres no creen lo que no pueden ver,y no verán lo que no creen. Por eso lamagia es un misterio para ellos».

Pero ¿cuándo tendría tiempo paraconvencer a Rix de que estabagalopando por el camino erróneo? Penséque si pudiera llevarle al bosque asolas..., si fuese posible someterle a losrituales reservados para los druidas...

—¡Eh, Ainvar! —me dijobruscamente.

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—Iré contigo a ver a Ollovico —repliqué— e intentarás de nuevopersuadirle. Debe ser tu voz la queescuche, Rix, pues es tu liderazgo el quedeberá aceptar. Pero antes de quevayamos, ensayaré contigo tusargumentos. Luego debes decir tuspropias palabras, no las mías. Dilas a tumanera.

Cuando salimos de la tienda, habíallegado del norte una violenta tormenta,impulsada por un siniestro viento. Elcolor del cielo era de un verdeenfermizo y tridentes de fuegorastrillaban el horizonte.

—Cabalgaremos juntos hasta

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Avaricum —me dijo Rix—. Ollovicoestá cansado de ver mi cara, pero sealegrará de tu presencia.

Hanesa apareció como salido deninguna parte y nos demoró, escupiendopalabras como si fueran guijarrosdemasiado calientes para retenerlos enla boca. Aprecié su placer al verme,pero me sentí aliviado cuando Rix ledijo que esta vez debía quedarse atrás.Sólo iríamos Vercingetórix, yo y treintade sus guerreros... y Tarvos,naturalmente. Yo siempre insistía en queme acompañara Tarvos.

La tormenta se aproximaba.—Lakutu detesta esta clase de

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tiempo —comentó Tarvos mientras youtilizaba sus manos entrelazadas comoestribo y montaba a caballo.

No tuve tiempo de replicar. Elasustadizo animal se lanzó haciaadelante al oír un trueno y tuve queesforzarme para controlarlo.

Rix avanzó hacia nosotros montadoen un potro negro de hermosa cabeza. Eljoven semental bufaba y abría mucho losojos, pero Rix le dominó diestramenteentre piernas y manos, dándole la vueltapara que no pudiera ver los relámpagos.

—¿Te gusta, Ainvar? —me preguntómientras daba unas palmadas en elcuello arqueado y brillante del animal.

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—Muchísimo, pero dudo de que yopudiera dominarlo.

Rix sonrió.—También yo lo dudo. No acepta a

nadie excepto a mí.—A los jinetes siempre les gusta

decir eso —me dijo Tarvos en voz baja.Siguiendo al portaestandarte de Rix,

cruzamos las puertas de Avaricum,observados por los centinelas pero sinque nos dieran el alto. Mientras losservidores se llevaban nuestroscaballos, estalló la tormenta sobrenuestras cabezas y salvamos corriendola corta distancia hasta el alojamientodel rey.

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—Doy la bienvenida al jefe druidade los carnutos como a una persona libre—me dijo Ollovico—. Y a ti también,Vercingetórix, aunque te he vistodemasiado recientemente.

Pensé que Rix en realidad habíainsistido demasiado.

—La impetuosidad de la juventud —le dije, sonriendo a Ollovico como sifuésemos dos hombres maduros juntosen una conspiración contra el jovendemasiado ardiente.

Mientras hablaba, me imaginé viejo,con la piel grisácea y las huellas de lasestaciones talladas profundamente en mirostro. Me concentré y obligué a mi

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carne a obedecer al espíritu.El druida al que veía Ollovico

parecía tener la misma edad que él,sabio, experimentado y más digno deconfianza que su compañero.

—Eres mayor de lo que recordaba,Ainvar. Tal vez puedas ayudarme ahacer entrar en razón a este necioindividuo, puesto que conozco vuestraamistad. He estado pensando en la ideade una confederación entre las tribusgalas y he decidido que es una locura.

—¿Lo es? —le preguntéinocentemente.

—Por supuesto. Ven, siéntate...,¿quieres agua para la cara? ¿O vino?

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Siéntate tú también, Vercingetórix,claro... Como iba diciendo, Ainvar, elintento de hacer que las tribus se aceptenunas a otras como aliadas nunca surtiráefecto. Hombre, Vercingetórix me hadicho que yo habría de servir en elcampo de batalla con los turones, yahora estamos al borde de la guerra conellos debido a algunas mujeres que noshan robado.

Enarqué las cejas.—¿Es que vosotros nunca habéis

robado a sus mujeres?Ollovico se encogió de hombros.

Tenía un rostro interesante. Bajo la narizestrecha y fina, apropiada para husmear

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la desaprobación, su boca trazaba unacurva ancha y amable. Estaba trabadoentre dos polos de expresión, sin quenunca pudiera rendirse del todo a uno oal otro. Su ceño no asustaba ni susonrisa infundía ánimos.

—Eso es diferente —decía ahora—.Necesitamos esposas para traer sangrefresca a nuestros clanes.

—A los turones les sucede lomismo. Podría haber matrimonios entrelos miembros de vuestras tribus sinnecesidad de ir a la guerra.

—¡Pero la guerra es necesaria,Ainvar! Los guerreros victoriosos sehacen con las mejores hembras, y las

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mujeres te respetan más cuando luchaspor ellas y las ganas. Sólo gracias a lasguerras tribales nos ponemos a pruebacomo hombres. Vercingetórix quiere quedejemos de lado siglos de tradición ynos juntemos en un rebaño como ovejas.Las mujeres se reirían de nosotros,créeme.

Puesto que el jefe druida de loscarnutos no se había revelado como unexperto en conducta femenina, decidíque era el momento de que Rixinterviniera en la discusión.

—Tendrás toda la lucha que quierassi te unes a Vercingetórix —le dije—.Él me ha dicho que César está ahora

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atacando a los belgas.Ollovico se volvió por primera vez

hacia Rix.—¿Cómo lo sabes?—Tengo informadores entre muchas

tribus que cooperan para vigilar alromano. Trabajando juntos podríamosseguir todos sus movimientos comoninguna tribu sería capaz de hacerlo porsí sola.

«Bien hecho», me dije.—Aunque César ataque a los belgas,

¿qué tiene eso que ver conmigo y con mipueblo? —quiso saber Ollovico—. Aúnno me has convencido de que nada deesto concierna a los bitúrigos.

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Rix se inclinó hacia adelante y fijóen Ollovico la mirada imperiosa de susojos velados.

—César ha adiestrado a sus legionespara que se muevan a una velocidad queningún otro ejército puede igualar. En laProvincia observé su entrenamiento undía tras otro. A cada hombre se leenseña a ajustar su zancada a la longitudde una lanza corta y luego a apresurarese paso a una velocidad que seaproxima a la carrera y que puedenmantener durante media jornada. SiCésar tiene ejércitos en el norte y decidetraerlos a la Galia central, puede caersobre nosotros antes de que ninguna

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tribu esté preparada, si las cosas siguencomo hasta ahora. Si sus legiones seencuentran a siete noches de cualquierade nosotros, nos amenazan a todos,Ollovico.

Rix hizo una pausa para respirar yme miró. Le animé con un gesto deasentimiento y él continuó:

—Hoy mismo Ainvar, aquí presente,me ha informado de que han vistopatrullas romanas en el territorio de loscarnutos, a no mucha distancia de tuAvaricum, Ollovico, que no es distanciaen absoluto para un romano. Piensa enello: guerreros romanos en el corazón dela Galia. Por esa razón el jefe druida de

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los carnutos ha venido al galope paraconferenciar con el jefe druida de losbitúrigos..., ya sabes cómo les gusta alos miembros de la Orden conferenciarentre ellos en tiempos de peligro.

Ollovico se volvió hacia mí.—¿Es eso cierto?—Estoy muy preocupado por la

seguridad del gran bosque.Las pupilas del rey se dilataron.—César no se atrevería...—César se atrevería a todo —le

interrumpió Rix—. Está trayendo cadavez más tropas del Lacio y la Provincia,y dicen que están construyendo tantocarreteras como fortificaciones

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permanentes. Tienen intención dequedarse en la Galia, Ollovico, a unadistancia de tu tribu y la mía que lepermitiría atacarnos.

—Sin duda no será tan cerca...Rix se echó atrás y cruzó los brazos

sobre el pecho.—Desde el gran bosque a Cenabum

hay dos días de marcha a la velocidadde las legiones —dijo en tono neutro—.Dos días más y llegarían a las murallasde Avaricum.

Ollovico titubeaba. Le veía tratandode imaginar distancias y hombres enmarcha.

—¿Es posible tal cosa?

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—Puedes tener la seguridad —ledijo Rix—. Puede que me equivoque enmedia jornada, pero no más. Eres muyvulnerable a César, Ollovico, comotodos nosotros. Es muy fácil que nosagarre en su puño. Cuanto antespodamos hacerlo comprender así a lastribus de la Galia libre y nospreparemos para la mutua defensa, másseguros estaremos.

»Te necesitamos a ti y a tusbitúrigos, Ollovico, y tú nos necesitas alos demás. Cada tribu puede proteger lasfronteras de sus vecinos, y en caso deguerra total, la fuerza que tendríamostodos juntos nos permitiría enfrentarnos

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a las legiones de César. Es muy fácil —concluyó Rix con un aire de desdén casinegligente—. Únete a nosotros o mueresolo.

Entonces me guiñó un ojo.Como yo estaba con él, volvía a

tener seguridad en sí mismo. Negaba laexistencia del Más Allá, pero cuandoyo, un representante de los espíritus,estaba a su lado, su equilibrio serestauraba y recobraba la confianza.

La confianza es una magia poderosa.Rix avanzaba implacablemente,

Ollovico cedía terreno con rapidez.Cuando salimos de su alojamiento,

Rix tenía la promesa del rey de que se

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uniría a la confederación, aunque conuna condición.

—Si César ataca el centro de laGalia con sus ejércitos y las demástribus acceden a seguir tu estandarte,también yo lo haré, Vercingetórix. Peroexijo tu palabra de que no intentarásusurpar el trono de los bitúrigos.

—Tengo mi propia tribu —replicóRix—. Lo único que pretendo esmantenerla libre.

Libertad... Es una simple palabra.No obstante, si el gran bosque era elcorazón de la Galia, la libertad era susangre.

Por un instante me pregunté si los

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belgas sentirían del mismo modo conrespecto a su libertad...

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CAPÍTULO XXIV

Vercingetórix estaba regocijado. Suéxito con Ollovico le había excitadodemasiado para poder dormir y pasamosla noche conversando en su tienda. Pocoantes del amanecer confié en que podríahacer algunas referencias sutiles a laimportancia y la realidad del Más Allá,empezar a derribar los peligrosos murosde resistencia que él había levantado.Pero asuntos más tangibles ocupaban lamente de Rix.

—Voy a visitar de nuevo a losdemás reyes, Ainvar. Ahora que tengo el

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apoyo de Ollovico para usarlo como unapalanca, sé que puedo persuadir a máspara que se unan a nosotros. Incluso esposible que vaya a algunas de las tribusen los límites de la Galia libre, losprimeros a los que engullirá César. Noes necesario que me acompañes, pues yasé cómo tratarlos.

Aquella noche tenía la sensación deque podía hacer cualquier cosa.

Me sentí contento, pues la sensaciónque experimentaba Rix era necesariapara nuestro éxito. Así pues, mantuve laboca cerrada sobre el tema del MásAllá. ¿Por qué iba a correr ahora elriesgo de ganarme su antipatía? Ya

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habría otras oportunidades, otrasconversaciones.

Además, mi concentración estabafragmentada. Pensaba mucho en lapatrulla romana que habíamos visto. Rixhabía dicho la verdad cuando le confesóa Ollovico que yo estaba preocupadopor la seguridad del bosque.

Ahora César estaba ocupado con losbelgas, pero cuando llegara el momentode dirigir su atención a la Galia libre, suataque inicial tal vez sería contra losdruidas. Yo había observado cómoRoma desacreditaba y, en últimainstancia, proscribía a los druidas de laGalia Narbonense a fin de eliminar toda

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influencia sobre la gente que hicieracompetencia a la romana.

Si César se proponía hacer lo mismoen la Galia libre, ¿qué mejor manera deempezar que destruir su centro sagrado?Una sombría intuición me advirtió deque el grupo de exploración quehabíamos visto podría estar buscando lalocalización exacta del gran bosque parafutura referencia de César.

Me alivió que Rix no sintiera lanecesidad de que le acompañara avisitar a los demás reyes. Más queninguna otra cosa, lo que yo deseaba eracabalgar de nuevo hacia el norte, paraasegurarme de que el fuerte, Briga,

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Lakutu y los árboles estaban a salvo.La mañana antes de mi partida Rix y

yo tuvimos una última conversación.Alrededor de nosotros sus guerreroslevantaban el campamento, recogían lastiendas, empaquetaban los suministros,llevaban los caballos a abrevar,buscaban sus armas, reían, se insultabany retaban, tropezaban con las estacas delas tiendas, orinaban ruidosamente en elsuelo y pululaban con la acostumbradaconfusión de los guerreros celtas a puntode ponerse en marcha.

Rix supervisaba aquel caos.—Ainvar —me dijo pensativamente

—, en los campamentos militares

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romanos cada hombre tiene unosdeberes concretos que lleva a cabo concierto orden. Ni más ni menos, cada vezde la misma manera. No hay estaarrebatiña ni se ve a dos hombresdiscutiendo sobre cuál de ellos tiene quecargar la mula.

Vi la dirección que estaban tomandosus pensamientos.

—¿Te imaginas lo que sería ordenara los guerreros galos que midan cadapaso que den? Eso es inadaptable anuestro estilo, Rix.

Él se restregó la mandíbula. Sus ojosvelados tenían una expresión reflexiva.

—César nos está llevando a una

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nueva forma de guerra. Las antiguasrazones de la lucha, eso de lo queOllovico habló ayer..., todo estácambiando, ¿no es cierto?

—Sí, también yo he pensado en ello.—Y no hay posibilidad de

retroceder.—No. —Acudió a mi mente un

dicho favorito de Menua y recité—: «Elritmo inexorable de las estaciones ponefin a todo, a la alegría y la tristeza porigual. El invierno sigue al verano, lamuerte al nacimiento, la rueda gira ynosotros debemos girar con ella».

—Ideas druidas —dijo Rix en tonoáspero.

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—Pero ciertas.—Siempre estás tocando ese tambor,

¿verdad? Ah, eres muy sutil, Ainvar,pero sé lo que estás haciendo. No tehace ninguna gracia que yo no sigacreyendo, pero tú mismo acabas dedecir que todo cambia. Tal vez la míasea la nueva manera, tal vez nonecesitemos en absoluto esos cantos,bailes y sacrificios. César no baila.

—César hace sacrificios a losdioses romanos. He oído decir tal cosa asus sacerdotes. Ningún rey se atreve adesafiar abiertamente a las deidades.

—Si es que existen los dioses. Dicesque los romanos son una invención de

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los hombres. ¿Cómo puedesdemostrarme que los nuestros no lo son?Me pides que crea, pero no creo y, sinembargo, la Fuente no ha enviado ningúnrayo para castigarme. En lo que yo creo,Ainvar, es en tu inteligencia y tus buenosconsejos cuando me ocupo de asuntosprácticos y tú no estás en las nubes.

Reprimí las palabras que acudierona la punta de mi lengua. No debíapermitirme el lujo de discutir con élahora, pues toda división entre nosotrossería peligrosa.

—Tengo que volver al bosque —ledije en un tono rígido.

—¿Estás enfadado conmigo?

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—No.—¿Vendrás de nuevo si te necesito?Le miré a los ojos.—Cuando me necesites.Él tragó saliva pero no parpadeó.—Te mandaré llamar —dijo.Antes de partir tuve un encuentro de

lo más convencional con el druidaNantua, a fin de repetirle acerca delpeligro que correría el bosque en casode que Ollovico le dijera algo alrespecto. También aproveché laoportunidad para recalcar que debíaincitar a Ollovico de modo que noflaqueara su apoyo a Vercingetórix.

—Las disposiciones para la guerra

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son asunto de los guerreros —replicó entono reprobador el jefe druida de losbitúrigos.

—¡Estoy hablando de nuestra purasupervivencia, Nantua, y ésa es unapreocupación de los druidas!

Mientras galopaba hacia el norte,recordé la expresión de asombro en elrostro de Nantua, para quien el peligrotodavía no era real, como tampoco loera para ninguno de ellos. César era ungrito a lo lejos. No podía comprender laamenaza que representaba.

No obstante, cada día esa amenazaestaba más próxima.

Avanzamos a toda prisa por la

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llanura y por fin, con una sensación dealivio indescriptible, vi el gran bosqueque se alzaba inviolado contra el cielo.

Apenas había cruzado las puertasdel fuerte cuando fui objeto de milsolicitudes. Me sumí en la ardua tareadel verano, y cuando podía dedicar unbreve pensamiento a algo distintopensaba en Vercingetórix, allá en el sur,cabalgando de tribu en tribu, tratando dereunir seguidores.

Niños que querían convertirse endruidas me pisaban los talones cuandome desplazaba por el fuerte o caminabapor el campo circundante. Uno de ellos,mi más ardiente seguidor, era el

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muchacho al que Briga había curado laceguera. Recordando la época en que yomismo caminaba a la sombra de Menua,dirigí al muchacho una sonrisa especial.

—¿Tiene algún don? —pregunté a sumadre, la esposa de un granjero, unamujer de piel cremosa y boca generosa.

Recordaba haber reparado en elladurante las primeras temporadas cálidasde mi virilidad.

—Ninguno que yo conozca, exceptotal vez su fascinación por los druidas.

—Entonces, cuando sea lo bastantemayor para recibir instrucción,envíamelo. Ya ha recibido un don, el dela vista, al tiempo que recuerda la

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oscuridad. Haremos algo de él.Con la estación de la cosecha llegó

la festividad de Lughnasa; el otoño trajoa Samhain con el inviernodesperezándose más allá. Aquel año, enla convocatoria de Samhain, me dirigíasí a los druidas reunidos:

—César ha pasado el veranoluchando contra las tribus belgas. Trasconstruir innumerables fortificaciones ymatar a centenares de mujeres y niños,finalmente los ha derrotado y, con algúnpretexto, ha atacado a los nervios y a susaliados, los aduatucos. Está avanzandopor el norte desde el Rin hasta el mar dela Galia. Hasta ahora se ha mantenido la

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protección conseguida gracias a lossacrificios de Menua y nos hemosahorrado las atenciones de César, pero¿quién puede saber cuánto más duraráesa protección?

»Me han informado de que, para losfines de su campaña, ha dividido a laGalia en tres partes y que se proponesubdividir a cada parte por separado.Los belgas son los primeros y losaquitanos del sudoeste serán lossiguientes. La región central es suobjetivo final: la Galia libre, en la queestamos incluidos. Si César consigueconvertir la Galia en una de lasprovincias romanas, se asegurará de que

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no queden druidas, excepto hombrescomo su equivocado aliado, Diviciacusde los eduos. Destruirá la Orden de losSabios a fin de que no quedenpensadores que le opongan resistencia, yllevará a nuestro pueblo a la esclavitud.He visto mujeres celtas en la subasta deesclavos, mientras la muchedumbre lasmiraba con lujuria y sus captores lastoqueteaban, se restregaban contra ellasy se reían de su vergüenza. He visto estoy cosas peores..., niños de nuestra razamendigando en las calles de laspoblaciones romanas porque sus claneshan sido obligados a adoptar lascostumbres romanas y ya no cuidan de

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sus huérfanos como lo hacemosnosotros.

Seguí tejiendo una red con mispalabras hasta que el olor del miedo sealzó como un hedor fecal entre misoyentes. Yo deseaba que tuviesenmiedo, no de la muerte, que no tieneimportancia, sino de las trampas, loscalabozos cuadrados, las casascuadradas, las calles pavimentadas, losgrilletes en los tobillos, los espíritusaplastados...

—Persuadid a vuestras tribus de quese unan bajo el mando de Vercingetórix—les insté—, pues de lo contrarioCésar nos conquistará a todos, una tribu

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tras otra.Durante el largo y frío invierno la

red druídica se extendió por toda laGalia, hablando en favor de laconfederación gala bajo la dirección deVercingetórix. Sólo podía esperar que laOrden siguiera ostentando suficientepoder para que sus palabras fuesenatendidas como era debido.

Un druida procedente del norte querealizaba su primer peregrinaje al centrosagrado de la Galia, me habló de lassecuelas de la campaña de César contralos belgas.

Era uno de los remos, vecinos de losbelgas, los cuales, temiendo por su

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propia seguridad, se habían sometido aCésar y acusado a los belgas, con másvehemencia que nadie, de haberconspirado contra Roma. Habíanconfiado en que, al ponerse de parte deCésar, les dejarían al frente de la regióncuando el romano retirase sus ejércitos.

—Pero una vez finalizada la lucha,César no retiró sus tropas —se lamentóel remo— ni tampoco nos concedió elgobierno de la región. Como no sóloataca a los guerreros sino también a lasmujeres y niños, había despobladovastas zonas, a las que se trasladaronsus propios soldados que empezaron alevantar asentamientos. —El hombre

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temblaba con la indignación de lostraicionados—. No nos ha quedado nadaque mostrar a cambio de haber ayudadoa César.

—Yo podría haberte advertido sihubieras venido antes a verme —le dije—, podría haberte hablado de la normade César.

—Es un largo viaje para nosotros...y ya no somos muchos..., nocomprendes...

—Comprendo que has venidocorriendo al bosque cuando el problemase ha vuelto lo bastante grave. ¿Quéocurre ahora? ¿Los romanos también seinternan en vuestras tierras?

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Él inclinó la cabeza.Los druidas de los remos no eran los

únicos que apenas habían peregrinado albosque desde que yo me convertí enGuardián. A Diviciacus de los eduosnunca se le había visto entre los robles.Me pregunté si aún se considerabamiembro de la Orden o si era totalmenteun hombre de César. Había traicionadoa la Orden, dejándose seducir por elmetal brillante y los ruidosos cascos delpoderío romano y creyendo que la fuerzade César era todo lo que necesitaba paraproteger a su tribu. Tal vez creía haberefectuado la elección más sagaz para supueblo. Sin duda el peso de la

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responsabilidad abrumaba tanto aDiviciacus como a mí.

Desde mi regreso de Avaricumhabía interrogado a cada centinela, cadaguerrero, cada artesano, hombre libre ysiervo del fuerte y la zona circundante,para averiguar si alguno de ellos habíavisto una patrulla romana cerca delbosque. Mis pesquisas fueron negativasen todos los casos. Sin embargo, yosabía en mis entrañas cuál era lasituación, olía el peligro para el bosque.

—Escucha, Ogmios, necesitamosmás vigías durante todas las horas deldía —exigí—. Dejas dormir ademasiados hombres cuando deberían

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estar vigilando cada sendero de carretasy pliegues de la tierra. Quiero que elbosque esté protegido, Ogmios, ¿meentiendes? ¡Protegido!

—¿Acaso temes que alguien robe losárboles? —replicó él, tratando de tomara broma mis temores.

—¡Exactamente!Él se me quedó mirando con la

inexpresividad de un hombre realmenteestúpido que intenta pensar.

—¿Cómo podrían llevarse tantos sinque nos diéramos cuenta?

Me percaté de que Ogmios debíarendirse pronto a las estaciones y sersustituido por un capitán más despierto y

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capacitado. Aunque sabía que era inútil,envié a Tasgetius un mensajesolicitándole más guerreros para elfuerte.

—Nunca te los concederá —me dijoTarvos—. Ese hombre no pondría debuen grado una sola arma en tus manos.

—Lo sé, pero debemos observar lastradiciones.

—¿Aún no romperás abiertamentecon él?

—Mira lo que ha ocurrido por causade la ruptura abierta entre Dumnorix yDiviciacus. Los eduos están divididos,son demasiado débiles para resistir aCésar. No, Tarvos, cuando se produzca

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la ruptura con Tasgetius debe parecerque procede del pueblo, no de unmiembro de la Orden.

—¿Cuándo será eso?Cuándo. Todo el mundo quería saber

cuándo. Yo también.Utilizando como excusa la necesidad

de más guardianes, visité Cenabum enrepetidas ocasiones, aparentemente parapersuadir a Tasgetius pero en realidadpara pasar todo el tiempo que pudieracon el príncipe Cotuatus, a quienadiestraba a pensar, ser prudente,refrenar su cólera, reconocer las pautasy planear con antelación. Le estabapreparando para que fuese la clase

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especial de rey que necesitaríamos en elpróximo futuro.

Como había esperado, Tasgetius senegó a concederme más guerreros.

—Te equivocas al creer que losromanos constituyen una amenaza,Ainvar —me dijo en la intimidad de sualojamiento, donde ahora el antagonismoentre nosotros se revelaba sin ambages—. Creo que estás usando eso como unaexcusa para tratar de conseguir máshombres armados y fomentar tu propiopoder, pero soy demasiado listo paradejarme convencer.

—Los druidas nunca han necesitadoel poder de las armas.

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—Los tiempos cambian.—A eso precisamente me refiero.

Soy el Guardián del Bosque, Tasgetius,y los tiempos cambian. Si existe algunaamenaza contra el bosque estoy obligadoa...

—No hay ninguna amenaza —replicó él con aspereza—. No sé porqué vienes aquí una y otra vez con esaembajada. Has dejado que te infecte lanecedad de tu predecesor, ves sombrasdonde no hay ninguna.

—Vi una patrulla romana muyadentrada en nuestro territorio.

—Nadie me informó de eso.Ambos nos miramos ferozmente. Él

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no me ofreció comida ni bebida,sabedor de que no las aceptaría, sabedorde que yo sabía..., aunque eso no leimportaba.

En mi calidad de jefe druida, visité acada uno de los príncipes que residíanen Cenabum antes de regresar al bosque.Al hacer eso cumplía con la tradición.Ponía cuidado para no pasarapreciablemente más tiempo conCotuatus que con los demás, peroconversábamos en vehementes susurros.No era un hombre que se adaptaraperfectamente a nuestras necesidades,pero tendría que servir. Se nos estabaagotando el tiempo.

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Invariablemente, cada vez quevisitaba al príncipe, veía a Crom Daralcerca del alojamiento de Cotuatus, elrostro oscuro vuelto hacia mí, los ojosde mirada hosca vigilándome. Cierta vezle pregunté a Cotuatus por él.

—¿Ah, el jorobado? No tengo quejade él. No es muy bueno con las armas,pero me profesa una lealtadinquebrantable. Nunca me pierde devista.

—Sí, él es así —dije yo, recordandootros tiempos.

—Agradezco disponer de alguiencomo él para guardarme las espaldas,Ainvar. Es como tu Tarvos.

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—No, no es como Tarvos —repliqué.

Las estaciones mudaron. César habíaconquistado a los aduatucos con elpretexto de que eran un pueblo germano,descendientes de los teutones. Su castigopor haberse atrevido a ayudar a losnervios en su enfrentamiento al romanofue que todos los supervivientesacabaron en la esclavitud. Sin ningúnempacho, Cayo César envió a 53.000personas que habían nacido libres a laplataforma de subastas. Entoncesregresó al Lacio, donde pasó algúntiempo, dejando a sus legiones másfuertes para que atacaran y sometieran a

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las tribus que poblaban el litoral aloeste.

Aunque el corazón de la Galiaseguía siendo libre, César tuvo latemeridad de anunciar en Roma quehabía aportado «la paz» a la totalidaddel territorio galo. Su paz incluía eldescarado establecimiento de uncampamento de invierno en territoriocarnuto.

En cuanto me enteré de ello, casimaté a un caballo en mi apresuramientopor llegar a Cenabum, mientras Tarvos ymis guardaespaldas me seguían tragandoel polvo que levantaban los cascos demi montura. Nos abrieron de par en par

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las puertas de la fortaleza, pero cuandodejé a mis hombres y fui solo alalojamiento del jefe druida para noparecer provocativo, el centinela deguardia me impidió el paso con su lanza.¡El jefe druida excluido!

Escupiéndole en el rostro, paralicéal hombre con mi magia. Entonces abríde una patada la pesada puerta de roble.Luego la pierna me dolió durante días.Entré en la estancia rugiendo:

—¡César ha levantado uncampamento en la tierra de nuestra tribu!¿Qué sabes de ello, Tasgetius?

El rey me recibió en pie, con susgrandes puños pecosos en las caderas y

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una actitud general de beligerancia.—¿Por qué no habría de hacerlo? Es

un amigo.—César no es amigo de ninguna

persona libre.El rey me miró fríamente de arriba

abajo. Toda pretensión de normalidaden nuestra relación se desprendió comola piel de una serpiente.

—Dice que mis enemigos son susenemigos, druida.

Hice caso omiso del cebo y lerepliqué:

—¿Estás enterado de que una de suslegiones ha invadido a la tribu de losvénetos en la costa noroeste, matando a

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millares de ellos y destruyendo susbarcos? Con ese solo golpe César hainterrumpido todo nuestro suministro deestaño desde la tierra de los bretones.¿Es ése el acto de un amigo?

—Los romanos nos venderán estaño.—¡No me cabe duda! ¡A cinco veces

su precio real! ¡Ah, necio Tasgetius!¿No puedes darte cuenta de lo que estáocurriendo?

No debía haber llamado necio al reyen su cara, precisamente yo, que siempreinstaba a los demás a tener prudencia.Pero un celta sólo puede dominar suspasiones hasta que éstas echan a corrercon él.

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Tasgetius palideció de ira.—¡Guardias! —gritó.El centinela al que había escupido

asomó la cabeza a la puerta, todavíaaturdido y tratando de sacudirse losefectos de mi magia.

—¡Pide ayuda! —le ordenó el rey.El centinela parpadeó, se tambaleó

un poco y retrocedió hasta perderse devista.

—Haré que te echen de Cenabum,Ainvar.

—No te atreverás a exiliarpúblicamente al jefe druida —le dijeconfiado—. La gente se levantaríacontra ti, aterrada al verte cortejar la ira

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del Más Allá.—¡Entonces te mataré aquí mismo y

diré que has muerto de un ataque!Alzó sus grandes puños y avanzó

hacia mí.No retrocedí un solo paso. Pensé en

la piedra, me convertí en una piedra,frío granito en una noche de invierno.

—Levanta una mano contra mí yantes de que vuelvas a exhalar el alientoharé que el rayo caiga en esta casa —leadvertí—. Tanto tú como todo lo quecontiene quedaréis reducidos a cenizas.

Mientras decía estas palabras se oyóel estrépito de un trueno.

Tasgetius titubeó.

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—Ningún jefe druida ha matadojamás a un rey —observó, aunque por sutono no parecía totalmente seguro.

Entreabrí la boca y enseñé losdientes, con una mueca que no era unasonrisa.

—Todavía no, Tasgetius.Volvió a tronar. El rey perdió la

rigidez que le envaraba.—Vete, Ainvar. Sal de aquí y

abandona Cenabum. Quizá no te descuenta todavía, pero la época de losdruidas ha pasado.

—¿Crees que la llegada de Césarpone fin a la Orden? Entonces eresdoblemente necio. Siempre seremos

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necesarios. ¿Quién aparte de nosotroscomprende los ritmos de la tierra y lafuerza que es posible extraer de laspautas estelares? ¿Quién más sabe quésacrificios son necesarios paraalimentar a la tierra y recompensarla porsu fertilidad? ¿Quién más puede aplacara los espíritus de los insectos a fin deque no devasten nuestras cosechas? Sinla intervención de los druidas,Tasgetius, el hombre, en su ignorancia,violaría y saquearía la tierra con tantacerteza como que César viola y saquea alas tribus. La tierra dejaría deproveernos y ocurriría un desastre.

El rey se sentó en su banco pero no

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me invitó a que también tomara asiento.Exhaló un suspiro y dijo:

—Déjame que te diga una verdadlisa y llana, druida. Ocurrirá un desastresi agitamos los puños ante la cara deCésar tal como abogáis tú y tusseguidores. Quienes se oponen alromano sufren más cuando les vence quequienes se someten a él desde elprincipio.

Parecía cansado, tal vez demasiadocansado de escuchar la voz de la razón.

—¿Es que no lo ves? ¡No tenemosque ser invadidos ni ceder! —exclamécon vehemencia—. Podemos luchar yvencer, Tasgetius. Una sola tribu no

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puede derrotar a César, eso estádemostrado, pero todos juntospodemos...

Él soltó un bufido.—He oído hablar de tu

confederación gala, tanto que ahorabasta su mención para que se merevuelva el estómago. Te lo digo de unavez por todas: nunca entregaré loscarnutos a cualquier otro líder.

—Si hablaras con Vercingetórix —insistí—, si llegaras a conocerle...

El rey me miró con una sonrisasardónica.

—Cuando hablo contigo es como sihablara con Vercingetórix, ¿crees que no

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lo sé? Mi propio jefe druida apoyando aotro rey.

Sus palabras rezumaban amargura ysupe que le había perdido. Por muypersuasivo que fuese Rix, o éste y yojuntos, con las demás tribus, Tasgetiuspresentaría resistencia hasta la muertecontra cualquier cosa en la que yoestuviera implicado. Sin embargo,¿cómo se me podría separar de lanorma?

Mientras trataba de pensar en algoque decirle, el rey me preguntó:

—¿Qué te ha vuelto contra mí,Ainvar? En el pasado creí quepodríamos ser amigos y colegas. Luego

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me insultaste con el rechazo de mismercaderes y el regalo de vino que teenvié no una sino tres veces. Entoncessupe que eras tan contrario a que yofuese el rey como Menua lo había sido.

La frialdad retornó a mi voz.—Con mi rechazo no pretendí

insultarte. Sencillamente, no quería tenertratos comerciales con los romanos.Ahora cultivamos nuestras propiasuvas..., otro verano cálido yproduciremos vino galo. Piensa en ello,Tasgetius. No necesitamos a losmercaderes, no tenemos necesidad deRoma ni nada de lo que nos puedaofrecer. No hay nada que no podamos

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hacer por nosotros mismos, a nuestroestilo...

Esta vez me interrumpió un estrépitoal lado de la puerta, y al cabo de uninstante varios guardias armadosentraron juntos, armados con dagas. Aldarse cuenta de que estaban ante el jefedruida, se detuvieron, confusos, ymiraron al rey en espera deinstrucciones.

Tal vez por primera vez en nuestrasvidas, Tasgetius y yo tuvimos idénticopensamiento al mismo tiempo. Oíresonar nuestras dos voces en micabeza. No debía haber una rupturapública entre el rey y el Guardián del

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Bosque. Por lo menos le quedaba eseresto de realeza. Pero no debería habermencionado a Menua.

—El jefe druida se disponía amarcharse —dijo Tasgetius a losguardias en un tono bastante tenso—.¿Le escoltaréis hasta las puertas?

Uno de los guardianes no pudoocultar su sorpresa y preguntó:

—¿Acaso no acepta la hospitalidaddel rey?

—El rey es famoso por suhospitalidad, pero por desgracia mitiempo es demasiado escaso —repliquécon suavidad.

Entonces dirigí a Tasgetius una

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sonrisa tan insincera que me escocieronlos labios, y él devolvió el gesto con unmovimiento de cabeza que debió dehacerle daño en el cuello.

Salí del alojamiento. En el exterior,no había ninguna tormenta, por supuesto.Los guardianes del rey me acompañaronhasta la puerta principal de Cenabum,aunque enfundaron sus dagas, unaespecie de espada corta. Cuando Tarvosy mis hombres les vieron llegar,llevaron las manos a las empuñadurasde sus armas y los dos grupos deguerreros se miraron inquietos.

—Todo está en orden, Tarvos —ledije, y añadí entre dientes—: Pero he de

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ver a Cotuatus antes de que nosmarchemos. ¿Dónde está?

—No se encuentra en Cenabum,Ainvar. Crom Daral se presentómientras yo estaba arreglando las cosaspara cambiar los caballos cansados porotros frescos. Parecía tan malhumoradocomo siempre, pero le dirigí la palabrapor el bien del clan. Se me quejó de queCotuatus había partido sin él, porque noes un jinete lo bastante bueno paramantener el ritmo de los demás. Habíanplaneado viajar con rapidez.

—¿Quién lo había planeado? ¿Viajaradónde?

—Cotuatus y el príncipe

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Conconnetodumnus han ido a espiar elcampamento romano. Tasgetius no sabeque lo han hecho, pero Crom dice que elrey les cerrará las puertas de Cenabumcuando se entere..., y ya conoces aCrom, está lo bastante resentido porhaber sido rechazado para que él mismose lo diga a Tasgetius.

Realmente conocía a Crom.Cierta vez, a orillas del río, yo

estaba contemplando a los pescadoresque tendían sus redes al sol parasecarlas. Algunas redes se habíanenmarañado y observé cómo separabany desanudaban pacientemente losfilamentos. Entonces yo era más joven y

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sentí vivos deseos de coger un cuchilloy cortar la maraña.

¡Qué conveniente sería poder cortarlas marañas humanas como Crom Daralcuando amenazaban la integridad deltejido! Pero Crom tenía derecho aexistir. A pesar de todos sus defectosformaba parte de nosotros.

Tampoco habría invocado al rayopara que cayera sobre Tasgetius, unahabitual amenaza druida que nadie, queyo supiera, había conseguido convertirjamás en realidad. Había hecho sonar eltrueno —o hacer creer a Tasgetius quelo había oído sonar— y eso erasuficiente.

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—¿Has dicho que ya has arregladoel cambio de caballos? —pregunté aTarvos.

—Así es, aunque le dije alcaballerizo que no los necesitaremosantes de mañana.

—Los necesitaremos ahora mismo.Nos marchamos.

Su sonrisa tímida y ansiosa mesorprendió.

—¿Vamos a casa? ¿Vuelvo conLakutu?

Dividido entre el regocijo y laenvidia, repliqué:

—Todavía no. Primero iremos enbusca de Cotuatus.

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CAPÍTULO XXV

Salimos de Cenabum al galope,aparentemente en dirección al norte,hacia el Fuerte del Bosque, pero cuandoestuvimos a suficiente distancia para queno pudieran vernos desde las torres devigilancia, trazamos un círculo ycabalgamos hacia el sur, hacia elcampamento romano. Si mi informaciónera correcta, estaba situado a taldistancia que permitía un ataque rápidocontra Cenabum y Avaricum, y no muchomás lejos de la fortaleza de los senones,llamada Vellaunodunum.

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La absoluta arrogancia de César eraimpresionante. Se comportaba comoquien ya ha conquistado y puede irdonde guste. Esto por sí solo le dabaventaja, pues la gente cree y acepta loque ve.

Recordé que aquél era el hombreque se había empobrecido a fin deparecer magnífico en grado suficientepara ser procónsul de Roma. ¿Tal vezCésar parecía más confiado cuando eramás débil? De ser así, ¿qué debilidadestaba protegiendo al levantar uncampamento de invierno en el borde dela tierra de los carnutos, cuyo rey seconfesaba amigo suyo?

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Tenía la sensación de que César y yolibrábamos una mortífera contiendamental en la que yo le llevaba unaventaja pequeña pero tal vez esencial,pero él no sabía probablemente nada demí. Era en Vercingetórix en quien sehabía fijado y al que recordaría.

Rastros de humo en el cielo, pordelante de nosotros, nos advirtieron deque nos aproximábamos al campamentoromano. Tras detener a los caballos,Tarvos y yo dejamos a los nuestros conlos otros guerreros y avanzamoscautamente a pie, subiendo a unmontículo abierto de alta hierba. Cuandoestábamos cerca de la cumbre nos

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agachamos y luego recorrimos reptandoel trecho final, hasta que pudimosasomarnos a la otra vertiente y examinarel valle donde habían levantado elcampamento.

Era la primera vez que veía unejército invasor en la Galia libre, y merecorrió un escalofrío. Allí estaba laencarnación de la horrible visión quehabía tenido Menua de un orden rígido,líneas rectas y ángulos exactos.

Una legión estaba formadaaproximadamente por 5.300 hombres,divididos en nueve cohortes de lucha yuna décima cohorte compuesta poradministrativos y especialistas que no

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luchaban. El campamento que seextendía ante nosotros podría albergarquizá a tres cohortes y el personalauxiliar. Había sido construido conprecisión, de acuerdo con un planinvariable, por los ingenieros que elejército romano siempre llevabaconsigo. Un foso protector rodeaba superímetro, uno de cuyos lados eraparalelo a un afluente del río Liger, a finde asegurar un suministro constante deagua. Los muros eran bloques de turbaquebradiza y madera, reforzados con unavalla exterior de estacas de madera, tanniveladas con la parte superior como loestá el horizonte marino. Dentro de los

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muros, los romanos ya habían apisonadola tierra y levantado bloques deedificios idénticos para la tropa, cadauno de los cuales podía albergar a unacenturia, un grupo de unos ochentahombres más su equipo. En el extremode cada bloque había una habitación másgrande para el centurión que estaba almando. Había establos para loscaballos, almacenes y una larga hilerade talleres. El campamento de inviernoparecía casi como una ciudad, pero nolo era. Nadie habría nacido allí. Sufinalidad no era la vida.

En el centro del recinto estaba elcuartel general, señalado por los

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estandartes de la legión. A un lado seveía una pequeña estructura de maderaconstruida de modo que imitaba lapiedra y que tenía columnas. Era, sinduda, el templo del campamento. Mepregunté qué dios sin vida ocuparía supedestal en el interior.

Un movimiento en la hierba hizo quenos volviéramos rápidamente,dispuestos a luchar por nuestras vidas,pero era Cotuatus, que subía por lacuesta a nuestras espaldas.

—Mis hombres están apostados enaquel bosque de allí —nos dijo,señalando con el brazo—. No te hasaproximado sin que te detectaran,

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Ainvar.—¿Qué me dices de los romanos?Él sonrió.—No te han visto, pues en este

momento no tienen guardas en este ladodel campamento. Todos han ido al otrolado, donde unas mujeres carnutas de lagranja más cercana se están bañando enel río. Ni siquiera la seguridad romanaestá a prueba contra el deseo del hombrede mirar a las mujeres desnudas.

—Una victoria de la naturalezasobre los suelos pavimentados —comenté. Cotuatus pareció perplejo.Sería deseable que tuviera una cabezamejor, pero por lo menos era de estirpe

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real y lo bastante listo para no confundira los romanos con amigos.

Se agazapó a nuestro lado hasta quehube observado con todo detenimientoel campamento romano, luego nosdeslizamos juntos colina abajo y migrupo fue a reunirse con el suyo en elbosque distante.

Le hablé de mi conversación conTasgetius y él me dijo lo que habíadescubierto acerca de los romanos.

—Han levantado este campamentoen un espacio de tiempo increíblementecorto, incluso trabajando de noche a laluz de antorchas. Tienen sus propioszapadores, agrimensores, herreros,

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carpinteros..., guerreros que han sidoadiestrados para realizar también lasnecesarias tareas de construcción.Pueden construir cualquier cosa dondela necesiten. Son como tortugas quellevan todo lo necesario consigo,Ainvar. Aparte de sus armas, cadalegionario tiene una sierra, un hacha, unahoz, una cadena, cuerda, una pala y uncesto. Y un colchón de paja, aunque nonecesitan dormir demasiado. Con laprimera luz del alba están en pie,adiestrándose. Sus ejercicios son comobatallas incruentas.

Rix, que se había empeñado enobservar los ejercicios romanos en la

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Provincia más pacificada, me habíadicho lo mismo. En aquellos ejerciciosfaltaba por completo la espontaneidaddel combate celta, que fomentaba losactos individuales de valentía y estilo,no había más que regimentación yrepetición, lo cual moldeabaprofundamente a los legionarios, demodo que se comportaban de la mismamanera cada vez y en toda circunstancia.

En ese aspecto podía radicar unadebilidad. Pensé que debía acordarmede sugerírselo a Rix.

Aquella noche pasamos frío bajo lasestrellas invernales. No encendimosfuego por temor a alertar a los romanos,

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pero entre los árboles estábamosbastante seguros. Allí sentados,acurrucados y tiritando mientras elviento silbaba, Cotuatus observó:

—Ojalá tuviera una de esas robustasmujeres que hoy se han atrevido abañarse en el río para mantenermecaliente esta noche. —Se volvió haciasu primo y rió entre dientes—: Tú notienes esposa, Conco. ¿Por qué no nosllevamos a una de ellas a Cenabum?

—Son hijas de un clan de granjeros—replicó Conconnetodumnus—.Preferiría a una mujer guerrera, unaesposa apropiada para un príncipe.

—Cualquier mujer capaz de bañarse

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en un río de agua helada en plenoinvierno es apropiada para un príncipe—arguyó Cotuatus, el cual empezaba atomarse el asunto en serio. Vi quecuando tenía algo entre ceja y ceja no losoltaba—. Podríamos rodear elcampamento romano y bajar a dondeestán ellas por la mañana, y entonces...

—Es posible que vosotros mismosno podáis regresar a Cenabum —leinterrumpí— y no digamos llevarte unaesposa contigo, Conco.

Ellos guardaron silencio en laoscuridad, sobresaltados. EntoncesCotuatus dijo:

—¿Por qué no vamos a poder

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regresar a Cenabum? Los romanos nonos han visto. Hemos descubierto lo quequeremos saber sobre ellos, pero nosaben nada de nosotros.

—Apruebo la idea de espiar a losinvasores —le dije—, pero Tasgetiusno. Ha empezado a llamar a César«amigo». Si se entera de lo que habéishecho tiene la autoridad y el carácterpara cerraros las puertas de Cenabum.

Conco se aclaró la garganta con unsonido como de barro gorgoteando entreguijarros.

—¿Cómo podría enterarse? Salimosde la ciudad muy silenciosamente antesdel alba, con sólo unos pocos hombres,

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y no dijimos a nadie lo que nosproponíamos.

—A nadie excepto a tus propioshombres —le contradije.

Entonces, a regañadientes, le habléde Crom Daral, cuya implicación hacíaque me sintiera responsable y culpable.Crom Daral siempre me infectaba deculpabilidad, que es la más corrosiva yantinatural de las emociones. Ni loshelechos ni los zorros conocen elsentimiento de culpabilidad. Crom tejíauna tela de silencio, el material queatrapaba a quienes más queríanagradarle, y en última instanciaimposibilitaba el afecto.

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Cotuatus se había enfadado.—Si ese hombre es tan resentido

deberías haberme avisado, Ainvar. ¿Porqué no me dijiste que ocurriría esto?

—No lo sé. Desde luego no prevíesta situación en particular.

—Deberías haberlo hecho. Por algoeres druida.

Me puse a la defensiva.—¿Me estás interrogando, Cotuatus?Él titubeó, asaltado por recuerdos

dolorosos.—Yo..., ah..., no.—Muy bien. Ahora escúchame.

Cuando volvamos a Cenabum... sin unamujer para ti, Conco, con la que ahora

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no podemos cargar, acamparemos acierta distancia y enviaré a Tarvos a laciudad para que se entere de loocurrido. ¿Cuántos seguidores tienesdentro de los muros?

En la penumbra vi que los dospríncipes se miraban.

—Entre nosotros —dijo Cotuatus—,por lo menos la mitad de la poblaciónde Cenabum, tal vez más.

—Un alzamiento contra el rey debeproceder del pueblo, de una mayoría delpueblo, y no de la Orden —señalé—. Site haces fuerte fuera de Cenabum yconvocas a la gente, ¿tienes suficientesseguidores para hacerse cargo de

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Tasgetius?—Crees que encontraremos las

puertas cerradas, ¿verdad?—Podría ser la oportunidad ideal —

repliqué—, un acto por parte deTasgetius que produciría un resultadonatural y, desde nuestro punto de vista,deseable. Sin proponérselo, es posibleque Crom Daral nos haya dadoprecisamente lo que necesitamos.Supongo que a tus seguidores lesirritaría mucho la orden de impedirte laentrada en la ciudad.

Conco se echó a reír.—¡Puedes estar seguro de eso!Antes de que se levantara el sol

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emprendimos el camino de regreso aCenabum. Aguardé hasta que estuvimoslejos del campamento romano antes deentonar la canción al sol, pero luego lacanté a pleno pulmón, coreado por losguerreros a caballo.

Acampamos en un lugar oculto acierta distancia de la fortaleza y envié aTarvos solo. A pesar de su talla y sufuerza el Toro podía parecer inocuo.Tenía el don, que ya había observadoantes, de pasearse entre cualquiermuchedumbre sin llamar la atención,sencillamente porque parecía tan naturaly desenvuelto. El guerrero volvió anosotros con los ojos brillantes.

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—Crom Daral se lo dijo, en efecto.Tasgetius se puso furioso. Cenabum estáoficialmente prohibido a los príncipesCotuatus y Conconnetodumnus.

—¿Cómo reacciona la gente?Tarvos sonrió.—Con un zumbido como el de un

nido de abejorros que han sidomolestados. Por supuesto, losmercaderes están de parte del rey yacusan a Cotuatus y a Conco de todaclase de vilezas. Aunque Tasgetius lesha prohibido entrar en la ciudad, no haexplicado los motivos, por lo que yomismo me he encargado de eso. Hevisitado a varios conocidos y les he

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informado sobre el campamento romanolevantado en nuestro territorio, les hedicho que estos valientes príncipeshabían ido a espiar a los traicionerosinvasores, los mismos a los que el reyda la bienvenida.

Di una palmada en el hombro delToro.

—¡Eres un tesoro, Tarvos!Azorado, él inclinó la cabeza y

removió la tierra con un pie.—Ese alzamiento que deseabas está

en marcha, Ainvar —musitó—. Hetenido poco que ver con ello. Tasgetiusse lo ha buscado.

—Todos hemos tenido algo que ver

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con ello, Tarvos, incluso Crom Daral,sobre todo él —concluí riendo sin poderevitarlo.

Le di instrucciones a Cotuatus.—De momento te quedarás aquí y yo

volveré al bosque para estar lo máslejos posible de los acontecimientos, demanera que nadie acuse a la Orden deestar implicada. Avisa a tus seguidoresde que apoyas un alzamiento contraTasgetius y sólo estás esperando que lederroten y vuelvan a abrirte las puertasde Cenabum. Cuando esto suceda,naturalmente, significará que Tasgetiusya no es rey. Transmite la noticia agritos y llama a los ancianos. Yo

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convocaré a la Orden y nosprepararemos para elegir a un nuevorey, uno que no entregue nuestroterritorio.

Nos habíamos ocultado en unbosque. Me alejé un poco de los demásy permanecí en silencio algún tiempo,percibiendo la presencia vital de losárboles a mi alrededor, exultante. Mipaciencia había sido recompensada. Conel inverosímil Crom Daral como eje, larueda de los acontecimientos habíagirado hasta que se produjo la serie decircunstancias apropiada. Pronto podríainformar a Rix de que el corazón de laGalia estaba con seguridad de su parte.

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Antes de que ningún medio humanopudiera informarme, lo sabría. El vientotransportaría el mensaje, la tierra mediría cuándo Tasgetius había dejado deser rey. De la misma manera que loshombres gritan de un valle a otro, losárboles se gritan en silencio entre ellos,incluso a través de grandes distancias.Lo oiría en el bosque sagrado, sabríacuándo se había llevado a cabo lahazaña. Los druidas sabemos.

Dejé a Cotuatus y Conco a la tensaespera de noticias desde Cenabum ypartí con mis guardaespaldas hacia elFuerte del Bosque.

Por el camino empecé a notar un

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cosquilleo en la base de la espinadorsal. Acucié a mi caballo, sintiendoque la aprensión iba en aumento. No nosdetuvimos a descansar, sino quereventamos a un segundo grupo decaballos haciéndolos galoparfuriosamente. No obstante, aun asíllegamos demasiado tarde.

Cuando cruzamos las puertasabiertas del fuerte y mi gente se adelantócorriendo a saludarnos, examiné susrostros y vi que faltaban muchos. Briga,Lakutu, Damona..., la mayoría de lasmujeres.

Hice que mi caballo virase y medirigí a la torre de vigilancia.

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—¿Dónde están las mujeres? —legrité al centinela.

Éste exploró el horizonte.—Ya deberían haber vuelto...—¿Dónde están?—Fueron con Grannus a cantar una

canción a los viñedos, para protegerlosdel espíritu de la escarcha.

—¿Han ido acompañados deguardianes?

Él me miró perplejo.—¿Por qué habrían de necesitarlos?

Han ido al viñedo junto al río, a pocadistancia.

¡El viñedo!Habíamos llegado a amar a nuestras

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viñas. Sus formas retorcidas y extrañaseran bellas para nosotros, porque lashabíamos cultivado para que adoptasentales formas y permitieran que los rayosde sol llegaran a todos los racimos. Lostallos nudosos y retorcidos peroobedientes a nuestro propósito erangratos a la vista. Sus hojas, verdes ynuevas, eran conmovedoramente tiernas.Cerca ya de la cosecha, sus coloresdorado, amarillo y casi rojo les dabanaspecto de joyas.

Nuestra primera cosecha de lasviñas inmaduras tuvo lugar tras unverano húmedo, que había producidouna excesiva acidez en el suelo, con el

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resultado de un fruto agrio y un vinoapenas bebible. Aprendimos de nuestroserrores. Los druidas hicieron todos lossacrificios necesarios para asegurar queel verano siguiente fuese cálido y seco.Las uvas que cosechamos entoncesfueron dulces como la miel y el vinosoberbio.

Durante la cosecha, respirar el airecon su intenso aroma de fruta madura eracomo respirar vino. La gente interrumpíasu trabajo para intercambiar miradas,husmear y sonreír. Del suelo arenoso ycicatero estaban obteniendo una magiapoderosa.

Ahora las uvas estaban recolectadas,

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habían sido prensadas y el vinoesperaba. Pero el cuidado de las viñasno cesaba, era preciso darles todo elamor de que fuésemos capaces paraprotegerlas mientras dormían yprepararlas a fin de que produjeran denuevo, una y otra vez. Y, como eran másdiestras en prodigar cuidados, lasmujeres se ocupaban de esa tarea.

Tuviste que jactarte ante Tasgetiusde las viñas, me acusó mi cabeza. Y elrey había tenido suficiente tiempo para...

—¡Vamos! —le grité a Tarvos. Hicegirar a mi fatigado caballo, le golpeécon los pies y crucé la puerta al galope,gritándole al centinela—: ¡Reúne a

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todos los hombres que puedas ysígueme, de prisa!

Tarvos nunca preguntaba nada,jamás titubeaba. Incluso mientras elsorprendido centinela gritaba órdenes ylos miembros de mi guardia personal,que habían empezado a desmontar,trataban de sujetar sus caballos paramontarlos de nuevo, Tarvos ya galopabaa mi lado.

Rodeamos el cerro en el que sealzaba el bosque y seguimos el curso delrío. Habíamos plantado un viñedo en laotra orilla del río Autura, donde unmeandro protegido atrapaba y retenía elcalor del sol. Al acercarnos, los árboles

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que crecían cerca del agua en nuestrolado del río nos dificultaban la visión,pero pronto éste trazó una curva y laescena apareció ante nosotros.

Alguien, tanto podía ser Tarvoscomo yo, lanzó un grito de ira. Losromanos estaban allí.

Una centuria de guerreros al mandode un centurión montado había invadidonuestras jóvenes vides. No se trataba deun simple grupo de exploración. En sumayoría eran legionarios, claramenteidentificables por sus uniformes.Llevaban cascos de bronce idénticos,con unos ajustados bonetes de cuerodebajo para proteger la cabeza de los

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golpes, una armadura para el torso deláminas metálicas unidas con correas decuero que permitían la movilidad debrazos y hombros y un surtido de armas:espadas, dagas y dos lanzas cada uno.También llevaban escudos de maderarecubiertos de cuero con bordesmetálicos.

Acompañaban a aquellosprofesionales de la muerte auxiliaresarmados con mortíferas hondas de cueroy bolsas llenas de piedras. Aquella masarecorría nuestro viñedo con un propósitoimplacable, empujando a nuestrasmujeres delante de ellos mientraspisoteaban y destruían las jóvenes viñas.

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—¡Lakutu! —gritó Tarvos al verla.Los romanos le oyeron. El centurión

refrenó su caballo, se volvió hacianosotros y alzó el brazo, sin duda unaseñal. Los auxiliares, que iban delante,como de costumbre, empezaron deinmediato a disparar sus hondas, algunoshacia nosotros y otros hacia las mujeresdesamparadas que les precedían. Losproyectiles lanzados contra nosotros nonos alcanzaron y cayeron inocuamente alagua, pero vi que varias mujeres alzabanlos brazos y caían. Una piedra golpeó lacabeza de una niña con tal fuerza que lebrotó sangre de la nariz y los oídos.

Los golpes que había dado antes en

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los flancos de mi caballo no fueron nadacomparados con los de ahora. El animalpenetró en la corriente con un saltofrenético y un tremendo chapoteo.Tarvos estaba detrás de mí. El resto demi guardia, sólo a unos pocos pasos dedistancia.

Debíamos de parecer risibles, unadocena de hombres que atacaban a unacenturia romana. Pero no éramos sólohombres, éramos celtas. Y aquéllas eranmujeres celtas tratando inútilmente deencontrar un refugio entre las hileras desarmientos. Cuando vieron queacudíamos en su ayuda dejaron de correry, unas agazapadas y otras en pie,

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lanzaron sus propios gritos de guerra ycogieron piedras, tierra e inclusoestacas arrancadas de las vides paraarrojarlas a los extranjeros. Su valienteataque fue tan inesperado como elnuestro y entre todos tomamos a lacenturia de César por sorpresa.

Los auxiliares, que no estaban tanadiestrados ni eran tan disciplinadoscomo los legionarios, titubearon. Elcenturión a caballo gritó airado unaorden, pero los honderos eran incapacesde decidir si debían seguir lanzandopiedras contra nosotros y las mujeres oretroceder ante nuestro avance. Elresultado fue que se agruparon en un

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nudo confuso, causando una perceptiblepérdida de impulso a los romanos.

Me atreví a mirar por encima delhombro. Tarvos continuaba detrás de mí,galopando a través del agua que, debidoal invierno, no superaba la altura de lasrodillas de nuestros caballos. Detrás deél, a pocos pasos, avanzaban los demásmiembros de mi guardia, y a lo lejosveía un grumo oscuro en movimiento,que debían ser los guerreros del fuerteque acudían en nuestra ayuda. Silográbamos sobrevivir hasta quellegaran, teníamos una posibilidad devencer. El tiempo era nuestro enemigo.

Los druidas contemplamos la

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naturaleza del tiempo. Como parte denuestro adiestramiento desarrollamosuna intensa voluntad imaginativa que escapaz de manipular cualquier elementoque se conforme a la ley natural. Comohabía observado antes, el tiempo podíacontraerse o alargarse, por lo que debíade ser maleable hasta cierto punto.

Haciendo un esfuerzo mentalincalculable, aferré el tiempo y lo retuvecon todas mis fuerzas, poniendo en elintento el pleno poder de mi voluntad.Imaginé a los romanos moviéndoselentamente, luego con más lentitudtodavía, como si estuvieran sumergidosen unas aguas muy profundas. Imaginé

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que el tiempo se detenía para ellos.Lo que mi mente estaba creando y lo

que mis ojos observaban empezaron amezclarse. La centuria romana,paralizada en un solo momento retenidopor mi mente, cesó de moverse.

El esfuerzo estaba más allá decualquier otro que hubiera intentadojamás. Sabía que no podría mantenerlo,tenía la sensación de que todas las fibrasde mi cuerpo se estaban partiendo.Logré decirle a Tarvos en un jadeo:

—Ve a buscar a las mujeres y hazlescruzar el río.

Nunca tenía que decirle a Tarvosuna cosa dos veces. Pasó con celeridad

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por mi lado, subió a la otra orilla, bajóde su agotado caballo y empezó a juntara nuestra gente como una gallina querecoge a sus polluelos. Mi influencia seconcentraba en el espacio ocupado porlos romanos. A los carnutos no lesafectaba, a excepción de dos o tres queya habían sido capturados por losguerreros y se encontraban atrapadosdentro de sus filas.

Yo no sabía quién estaba vivo,muerto y herido. No me atrevía a reducirmi concentración para mirar..., paramirar el rostro de Briga.

Mi fuerza era más débil en laretaguardia de la columna romana, y

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aquellos guerreros aún seguían capacesde acción. Se abrieron paso entre lamasa inmovilizada de sus compañeroshasta que también a ellos les capturó eltiempo inmovilizado. Entonces sedetuvieron y quedaron como los demás,a menudo con un pie levantado debido ala paralización de su paso, la bocaabierta para lanzar un grito insonoro, losbrazos levantados y blandiendo lasarmas.

Me acometían oleadas de náusea.Tuve la vaga sensación de que Tarvosregresaba hacia mí rodeado de otraspersonas que chapoteaban en el río...

Me tambaleé. Vi que los romanos

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empezaban a moverse de nuevo y volvía aferrar el tiempo con todas misfuerzas. Pero mi concentración habíasido interrumpida irrevocablemente porlos gritos y el zumbido de las lanzas quesurcaban el aire por encima de micabeza, procedentes de nuestro lado delrío.

Habían llegado los guerreros desdeel Fuerte del Bosque.

En cuanto me permití oírlos, elhechizo se rompió. Los romanosentraron en furiosa acción, lanzando unalluvia de lanzas en nuestra dirección.Los guerreros carnutos se arrojaron alagua y se encontraron con las mujeres

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que huían en la mitad de la corriente.Lanzaron alegres gritos dereconocimiento y las mujeres corrierona ponerse a salvo mientras los hombresse apresuraban a atacar a los romanos.

Aturdido, bajé del caballo y meapoyé contra su flanco. El agua fría delsomero Autura giraba alrededor de mispantorrillas y me reanimaba un poco.Alcé la vista y vi que la batalla selibraba ferozmente en el viñedo. Aunquelos romanos seguían superándonos ennúmero, nuestros hombres estaban tanairados que cada uno luchaba como diezy la centuria estaba sufriendo bajas.

Probablemente el centurión tenía

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órdenes de buscar y destruir los viñedosde la Galia y matar a todo resistentedisperso, pero no de poner en peligro atoda su compañía. Tras luchar losuficiente para satisfacer el honor, eljefe romano gritó una última orden y losinvasores giraron como un banco depeces, partiendo raudamente hacia elsudeste. Nuestros guerreros corrierontras ellos, aullando al dar alcance a laretaguardia.

Cuando miré atrás para ver cómoestaban las mujeres, observé quellegaban más hombres con el fin deincorporarse a la lucha, en su mayoríagranjeros y artesanos que habían cogido

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sus herramientas para usarlas comoarmas. Estaban en la orilla del río,blandiendo horquillas y hoces ylanzando insultos a los romanos que sealejaban.

Cogí a mi caballo de la brida y medirigí hacia ellos. Tenía la sensación deque había permanecido en el río durantedías enteros y quería asegurarme por mímismo de que Briga y las demás mujeresestaban bien.

Al principio, debido al cansancioque sigue a un exceso de magia, noreconocí el bulto que yacía ante mí en elagua somera. Entonces mi caballoarqueó el cuello y resopló.

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Tarvos se deslizaba de bruces por lalenta corriente, con el cuello atravesadopor una lanza.

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CAPÍTULO XXVI

En la colisión producida en medio delrío entre las mujeres que retrocedían ylos guerreros que avanzaban, Tarvosdebía de haber perdido el equilibrio.Quise convencerme de que eso era loúnico que le había ocurrido, que noestaba herido y simplemente se habíaquedado sin aliento. Ninguna lanza leatravesaba la garganta, sólo lo parecía.

—Tarvos —me oí decir neciamente—. ¡Levántate, Tarvos! ¿Has encontradoa Briga? ¡Háblame, Tarvos!

Solté las riendas del caballo, le

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volví suavemente y alcé del agua sucabeza y sus hombros. La cabeza cayó aun lado. En vez de ojos vi dos mediaslunas blancas bajo los párpadossemicerrados. Su cara tenía el color dela arcilla.

Entonces ansié la fuerza para volvera manipular el tiempo, para hacerloretroceder. Pero mi fuerza estabaagotada. Los brazos que sostenían aTarvos temblaban.

Los que estaban en la orillavadearon el río para ayudarme.

—¿Alguien puede quitarle esa lanzadel cuello? —pregunté.

Las manos serviciales de mi gente

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nos tocaron, nos guiaron, me ayudaron allevarle fuera del agua y tenderle en laorilla. Sulis se inclinó sobre nosotros.No había reparado antes en ella. Debíade haber estado con las demás mujeresque habían venido a cantar al viñedo.

Tras dirigirme una miradapenetrante, centró su atención en Tarvos.Observé impotente cómo le escuchaba elcorazón, le palpaba los conductos de lasangre en el cuello, le husmeaba elaliento. Finalmente meneó la cabeza.

—La vida le ha abandonado, Ainvar.Hizo una señal a dos de nuestros

hombres, entre los cuales extrajeron lalanza del cuello de mi amigo con tanta

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suavidad como si él pudiera notar lo quele hacían.

La sangre brotó perezosa de laherida.

Alguien se abrió paso entre lamuchedumbre que nos rodeaba y mequitó a Tarvos de los brazos. Lakutuproducía un extraño sonido delamentación que subía y bajaba con unasdesgarradoras ondulaciones. Apretandoa Tarvos contra su pecho, se sentó sobrelos talones y le meció, sin dejar deemitir aquel sonido espantoso.

Tuve que desviar la vista de ellos.Y allí estaba Briga.Sin decir palabra, me abrió los

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brazos y me arrojé a ellos.—Tarvos ha muerto —le musité en

el pelo.—Lo sé. Murió mientras nos

salvaba.—Pero no está preparado para

morir. Es demasiado joven y tiene aLakutu. Le queda tanta vida pordelante..., no está preparado para lamuerte.

—Lo sé —dijo ella quedamente.Pero no lo sabía. Yo sí. Sabía que

mi amigo todavía disfrutaba del cálidosol, el vino rojo, una buena pelea y unamujer cariñosa. No estaba preparadopara dejar todo eso atrás. La muerte era

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para los ancianos, los enfermos, no paraun hombre que regresabaapresuradamente a casa, ansioso porreunirse con Lakutu que le esperaba.

Me volví a los guerreros que nosmiraban y les dije:

—Llevadle al bosque.Uno de ellos, un miembro de mi

propia guardia, tan conmocionado por lamuerte de su capitán que se atrevía adiscutir con el jefe druida, objetó:

—Debemos llevarle al fuerte paraque las mujeres puedan prepararle.

Giré sobre mis talones a fin deenfrentarme a él.

—¡Llevadle al bosque! —ordené.

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Ellos retrocedieron e intercambiaronfurtivas miradas, pero levantaron elcuerpo de Tarvos, separándolo delabrazo de Lakutu con gran dificultad, yemprendimos el camino de regreso. Ellargo, muy largo camino de regreso.Tarvos no había sido nuestra única baja.Los guerreros recogieron el cuerpo de laniña que había recibido una pedrada enla cabeza y encontraron a una ancianatendida entre las vides, muerta de unaestocada. Otros más estaban heridos,algunos de gravedad.

Y el viñedo había sido destruido.Aún no podía pensar en el viñedo,

sólo Tarvos ocupaba mis pensamientos.

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Sulis regresó al fuerte con losheridos, pero insistí en que los demásmuertos fuesen llevados al bosque juntocon Tarvos.

El tiempo que yo había encerrado yretenido ahora parecía enlentecer por supropia voluntad, por lo que pareció quetranscurrían años mientras avanzábamospenosamente hacia el cerro, años defatiga y dolor. También yo estabaherido, como descubrí cuando unasensación aguda y quemante me advirtióde algún daño en el costado. Unacostilla tal vez, nada que Sulis nopudiese reparar. ¿Me habían arrojadolanzas cuando se rompió el hechizo?

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¿Había permanecido bajo la lluviamortífera que mató a Tarvos?

No importaba. Seguí caminando,mirándome los pies para evitar mirar aTarvos. Alguien me había aliviado demi pobre caballo y sin duda también selo había llevado al fuerte para curarlo.Sin embargo, el caballo que habíamontado Tarvos todavía llevaba a sujinete, atravesado en el lomo, con Lakutucaminando a su lado, los brazosalrededor del cuerpo muerto tanto comopodía abarcar. No dejaba de lamentarse.

Con una sensación de alivio inefablevi el bosque que se alzaba delante demí. Los robles desnudos levantaban sus

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brazos contra el olvido.Encabecé la marcha hacia el claro

central donde aguardaba la piedrasacrificial, pero no iba a tener a Tarvosen el altar. Él no era un sacrificio.

Ordené que los tres muertos fuesentendidos en hilera, de cara al solnaciente. Lo que hiciera por Tarvosdebía hacerlo por todos. Obedeciendo alos impulsos de la cabeza y el corazón,los guerreros los dispusierontiernamente como yo ordenaba. Luegoretrocedieron y se quedaron mirándome,esperando.

Incluso Lakutu finalmente guardósilencio, o tal vez la presencia de los

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árboles la silenció. Permanecía con losojos oscuros fijos en mí, y en ellos leíala misma súplica angustiada einarticulada que había percibido en otraocasión, cuando ella estaba en laplataforma de subastas.

¡Cuánto deseé no estar tan fatigado!Ya había esforzado mis poderes almáximo y estaba exhausto, rígido decansancio.

Pero, sin dar explicaciones a nadie,seguí adelante, preparandometiculosamente cada paso del ritual.Dispuse piedras reproduciendo la pautade las estrellas en el cielo invernal, pedía Briga que trajera agua del manantial

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oculto en el bosque, encendí una fogata.Me aseguré de que los cuerpos estabanapropiadamente alineados y entoncescoloqué a los espectadores en lasposiciones exactas que los druidashabían adoptado aquel día lejano conRosmerta.

La magia depende, en parte, de lareproducción de procedimientos yconjuros que han surtido efecto conanterioridad, un ritual fijo para producirun resultado predecible. El Goban Saorpodía golpear el hierro con un martillode la misma manera cada vez y darle asíuna forma determinada. Lo mismosucede con la magia.

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O casi siempre sucede así.Pero estaba muy cansado y la magia

que iba a intentar estaba más allá de lacapacidad de cualquier druida conocido.Si no me contenía, cedería al miedo.

Los druidas habían acudido, a pesarde que no les había llamado. Más alládel tenso círculo de mi concentraciónpercibí unas figuras encapuchadas quellegaban silenciosamente al claro.Grannus había estado allí desde elprincipio, avanzando penosamente desdeel río con el resto de nosotros. Ahora senos unieron Keryth, Narlos, Dian Cet...,Aberth..., el resto de la Orden que vivíacerca del gran bosque. Estaba

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agradecido, pues sería necesaria sufuerza adicional.

Proseguí mi tarea sin hablar connadie, siguiendo la silenciosa intuiciónde mi espíritu, pues nadie habíadiseñado anteriormente aquel ritual. Encierto momento, Briga me puso unamano en el brazo.

—¿Qué vas a intentar, Ainvar?Su elección de las palabras era

desafortunada. No debía pensar que ibaa intentar algo, sino que iba aconseguirlo sin ninguna duda. La magiadepende de la fuerza de la mente y laabsoluta confianza del druida en esepoder. Sacudí la cabeza y no le dije

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nada.Cuando todo estuvo dispuesto, cerré

los ojos y me abrí a la Fuente.Los oídos de mi espíritu se aguzaron

para captar el más leve susurroorientador, pero sólo oyeron el crujir delas ramas y la tenue respiración delcírculo de personas a mi alrededor.

¡Dime!, supliqué a Aquel QueVigila. Dime qué he de hacer ahora.¿Debo arrojarme sobre los cadáveres ygritarles «¡Vivid!» como hice en otrotiempo? ¿Es esa orden suficiente? ¿Hacefalta algo más?

Me di cuenta del grado de mipresunción. ¿Quién era yo para

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atreverme a encender la chispa de lavida? Por hacer mía la prerrogativa delCreador, me arriesgaba a represaliasque estaban más allá de la imaginaciónhumana.

Sin embargo, Tarvos, a quien tantoquería, no estaba preparado para morir.Merecía más vida, y Lakutu me mirabacon aquellos ojos oscuros y trágicos,suplicándome en silencio. No sentíaningún temor por mí mismo, sino tansólo una imperiosa necesidad de dar.

Por favor, imploré en las cavernasde mi cráneo. Envíame inspiración.

De pie junto a los cuerpos tendidosen el suelo, incliné la cabeza y esperé.

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Algo penetró en el bosque.Un temblor onduló a través de la

tierra, el viento silbó entre los robles.Una quietud intensa y opresiva, como elojo de una tormenta, se estableció a mialrededor. Pareció abrirse una grandistancia entre mí y el círculo deobservadores, como si me estuvieraalejando de ellos a una velocidadincreíble. Los druidas habían empezadoa cantar, pero el sonido que llegaba amis oídos era como el zumbido de unmillar de abejas. La luz en el clarodisminuyó, se abrillantó, volvió adisminuir.

Cuando miré los cuerpos, toda la luz

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parecía haberse concentrado en ellos.Empecé a inclinarme hacia Tarvos.

Algo me empujó hasta ponerme derodillas y una fuerza aturdidora pasó através de mí y me dejó en el suelo,contorsionándome como un insectoaplastado por un talón gigantesco.

Los árboles vigilaban, los druidascantaban, la tierra era antigua y elCreador era..., y el Creador es...

Mientras un poder terrible medesgarraba, hice un esfuerzo supremopor establecer un vínculo con la Fuenteque trascendiera la carne y saltarallameante a través del cosmos.

¡Una voz gritó en tono agónico! En

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éxtasis. ¡Y el Creador es!

* * * * * *

Mi cuerpo humano me falló, meabandonó por completo. Estaba tendidode bruces entre hojas muertas, vertiendolágrimas de debilidad, mi brazoextendido tocando el brazo de mi amigomuerto.

No sé cuánto tiempo estuve allítendido. Nadie se atrevió a molestarme.Yací tan impotente como un reciénnacido, ahuecado como una canoa detronco.

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Entonces conocí las limitaciones demis dones. Menua estaba equivocado. Elespíritu albergado en mí no era lobastante poderoso para resucitar a losmuertos.

Un druida mucho más grande que yoalgún día podría lograr lo que a mí meestaba vedado.

Pero tendido en el suelo del claro,aturdido y extenuado, me di cuenta deque me había sido concedido un dondistinto. Gracias al amor que sentía pormi amigo, por un ardiente momento fueradel tiempo había visto el rostrodefinitivo de la Fuente.

Me puse en pie como un anciano

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lisiado. Los demás se acercarontímidamente, sus semblantes demudados.

—Mira —me dijo Aberth,señalando.

En el extremo del claro un roblehabía sido hendido desde la copa hastala raíz por un rayo. Un rayo en invierno.El olor de la madera quemada espesabael aire.

Nadie me pidió una explicación. Yoera el jefe druida.

—Llevad los cadáveres de regresoal fuerte para que las mujeres lospreparen y los demos a la tierra —ordené.

La procesión avanzó en el

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crepúsculo azul, conmigo a la cabeza,solo.

Lakutu caminaba como antes al ladodel cuerpo de Tarvos, sollozandoquedamente.

Horas después, en plena noche,cuando el silencio reinaba en el bosquey sólo la guardia redoblada que yo habíaordenado estaba despierta, salí de mialojamiento y contemplé las estrellas.Me dije que Tarvos estaba allí, fuera dela vista pero no de alcance.

En primavera aparecerían nuevosbrotes en los árboles, como lo hacensiempre.

Entretanto los druidas tendríamos

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trabajo. Somos los ojos y los oídos de latierra. Pensamos sus pensamientos,sentimos su dolor. Como descubriríamoscuando volviéramos a nuestro viñedopara inspeccionar los daños producidospor los romanos, éstos no se habíancontentado con pisotear las videsjóvenes. El hedor nos reveló que sehabían orinado en ellas como unamuestra de desprecio. Y, lo que erapeor, habían esparcido sal entre lashileras.

La tierra contaminada nos clamaba,rogando que la curásemos.

* * * * * *

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El horror que nos produjo aquel actosólo era excedido por la repugnanciaque sentíamos hacia quienes lo habíancometido. ¿Qué clase de ser envenena ala diosa que es la madre de todosnosotros?

En medio del viñedo profanadorompimos a llorar. Luego iniciamos lalimpieza y los rituales de curación quedevolverían la vida a la tierra.Estábamos bien adiestrados en ese arte,era nuestra obligación y nuestroprivilegio.

Mi corazón siempre lamentaría queno me estuviera permitido hacer lo

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mismo por Tarvos.La experiencia en el bosque me dejó

transformado en un hombre más humildey más sabio. Descubrí que no podíacompartirla, pues el lenguaje delespíritu es ajeno a las lenguas humanas yno existen palabras para describir lo quehabía visto y sentido. Sin embargo,había cambiado en muchos sentidos.

A partir de aquel día, una anchafranja plateada que partía de la sienizquierda resaltó intensamente contra elbronce oscuro del resto de mi cabello.Mis gentes lo comentaron en susurrosllenos de temor reverencial.

También se produjo otro cambio. A

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la noche siguiente Briga apareció en lapuerta de mi alojamiento con su jergónenrollado bajo el brazo.

—No te quedes ahí parado, Ainvar,déjame entrar.

Tratando de ocultar mi asombro, mehice a un lado para que pudiera pasar.

—¿Por qué has venido?—¿Qué crees tú? —replicó

impúdica la vocecilla áspera—. Hevenido para estar contigo, pasmarote.

—Pero ¿por qué ahora...?Ella dejó caer el jergón y, riendo, se

arrojó a mis brazos. Mientras recibía sucálido y dulce peso, murmuró contra miboca:

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—No me preguntes. Voy a ser unadruida y los druidas no danexplicaciones.

Tal vez otros hombres comprendíana las mujeres.

Aquél fue un invierno difícil. Eltiempo era suave, pero la inquietudconvierte en desolada cualquierestación. Mientras enterrábamos a losnuestros muertos por los romanos, yoesperaba tensamente noticias deCenabum y de Rix, información acercade César y posibles represalias.

Empecé a llevar una vida cada vezmás interior. Briga, con su exuberanciavital, parecía exigirme más de lo que

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podía darle. Incluso durante nuestrosabrazos más íntimos estaba distraído yuna parte de mí mismo escuchaba...

Una mañana el viejo cuervo deMenua gritó desde su percha en eltejado.

Yo estaba sentado junto al fuego,aceitando mi bastón de fresno paraevitar que se astillara. Al oír el graznidodel cuervo salí al exterior. No se veíanada salvo la habitual actividad delfuerte. Sin embargo, yo sabía que habíaalgo más. El cuervo me lo habíacomunicado.

Me encaminé a la puerta principal yla crucé para explorar el camino. No

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había nada. Sin embargo, vibraba en elaire una tensión peculiar y el viento delsur entonaba una lenta y triste canción demuerte.

Corrí al bosque para escuchar a losárboles.

Cuando regresé al fuerte y mialojamiento, le dije a Briga:

—Tasgetius ha muerto.Ella abrió mucho los ojos.—¿Qué ocurrirá ahora?Reflexioné un momento. Había

ciertas corrientes subterráneas que nome gustaban.

—Depende de cómo haya muerto —le dije.

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La noticia gritada nos llegó pocodespués del mediodía. Tarvos ya noestaba para venir corriendo acomunicármela, por lo que yo mismo fuia las puertas y esperé, inquieto,observando el horizonte meridionalhasta que capté los primeros ecos. Elsonido llegaba ondulando hacia nosotrossobre la llanura, transmitido de pastor acazador y leñador.

El rey había sido asesinado enCenabum durante la noche. Aquélla erala noche más larga del año, que él habíacelebrado ordenando que se encendieranhogueras por toda la ciudad y ofreciendoun gran banquete a sus príncipes. La

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fiesta se prolongaría hasta la salida delsol, desafiando a la noche, y la multitudhabía inundado el alojamiento del rey,corrido por Cenabum con antorchas,riendo y cantando.

Alguien entre aquella muchedumbrehabía encontrado la oportunidad deatravesar a Tasgetius con su espada.

En Cenabum reinaba la confusión.La presencia del jefe druida eraurgentemente necesaria. Llamé a Aberth.

—Cuida del bosque en mi ausencia,pues debo llevar conmigo a los demásmiembros veteranos de la Orden paraelegir a un nuevo rey. ¿Puedo votar porti?

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—¿Quiénes son los candidatos?—Hombres elegidos por mí —

respondí con una sonrisa sesgada.Aberth también sonrió con ironía.—Entonces vota en mi nombre por

el mejor. Toma. —Se quitó el brazaletede piel, símbolo del sacrificador, delbrazo derecho y me lo dio—. Enséñalesesto como prueba de que hablas por mí.

—Mientras esté ausente, duerme depie. Enviaré más guerreros desdeCenabum para que ayuden a proteger elbosque, pero hasta que lleguen sédoblemente vigilante.

—¿Estás seguro de que el nuevo rey,quienquiera que sea, nos concederá más

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guerreros?—Estoy seguro —repliqué. Aberth

sonrió.Recogí a nuestras cabezas más

viejas y sabias, Grannus, Dian Cet,Narlos y algunos otros, y, junto con miguardia personal, nos preparamos parapartir al galope.

Dian Cet protestó vivamente.—Procedo de una estirpe de

artesanos, Ainvar. Nunca aprendí amontar. Además, los druidas andan.

—No ahora, carecemos de tiempo.La vida es cambio, ¿recuerdas? Limítatea apretar los dientes y agarrarte de lascrines. En Cenabum hay una buena

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curandera que te pondrá un ungüentoaliviador en la espalda.

Cuando llegamos a la fortaleza, elcaos todavía reinaba en ella. La muertedel rey no era el resultado de unalzamiento unificado como yo habíaconfiado en que sería. Al parecer, losseguidores de Cotuatus no eran lamayoría, como él había afirmado, nimucho menos. Un hombre solo habíamatado al rey, por razones aún nodeterminadas.

Los familiares de Tasgetiusprotestaban del asesinato y exigían quefuese hallado el asesino, a fin de quepudieran recibir el precio del honor del

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rey para compensar su pérdida. Variospríncipes guerreros deseaban competirpor el alojamiento real que habíaquedado vacante. Los mercaderesromanos, temerosos de su propiaposición, planeaban solicitar de César«la investigación del gratuito asesinatode su amigo».

La tribu corría y aleteaba como unagallina decapitada.

En la sala de asambleas tomé asientoal lado de Dian Cet para escuchar uninterminable desfile de protestas,mentiras, rumores, acusaciones. De vezen cuando, el juez principal se ladeabapara frotarse las nalgas doloridas.

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Un rostro familiar apareció en elextremo de la gran sala.

Crom Daral siempre parecíamalhumorado, pero en esta ocasión teníatodo el aspecto de un perro que esperaser apaleado. Me levanté despacio,avancé entre la ruidosa muchedumbre yle cogí del brazo.

—No digas nada hasta que estemosfuera —le advertí.

Alzándome la capucha, le conduje alexterior de la sala de asambleas ycaminamos hasta que encontré un lugartranquilo en la oscura y hediondapocilga donde alguien guardaba suscerdos.

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—Bien, Crom, dime qué has estadohaciendo.

—¿Por qué crees que he hecho algo?—replicó en tono quejumbroso.

—Lo sé. Será mejor que me lodigas.

Él desvió el rostro y murmuró algo.—¡Dímelo! —le ordenó el jefe

druida de los carnutos.—Yo lo hice —dijo a regañadientes.—¿Qué hiciste?—Yo maté al rey.

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CAPÍTULO XXVII

—¿Por qué mataste a Tasgetius, Crom?¿Te lo ordenó Cotuatus?

—No, ni siquiera habló conmigo.Fui a su campamento para decirle que nole había traicionado ex profeso. Meenfurecí tanto cuando se marchó sinmí..., pero él ni siquiera quiso verme.Así pues, de noche, cuando nadie podíadescubrirme, traspasé a Tasgetius conmi espada. Había jurado que esa espadasería fiel a Cotuatus, ¿sabes?, y penséque, una vez muerto Tasgetius, élvolvería a la ciudad y tal vez me

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aceptaría de nuevo. —Entonces se lequebró la voz, y permanecí junto a él enaquel lugar oscuro y apestoso,esperando a que hablara de nuevo—:¿Volverá Cotuatus a aceptarme, Ainvar?

Crom Daral, nuestro nudoenmarañado. Exhalé un suspiro.

—No lo sé, Crom. Ojalá hubierasesperado hasta que Cotuatus tuviera másseguidores. Pero ahora... una sola cosaes cierta; tenemos que sacarte de aquí.Muchos claman a gritos por la sangredel asesino. Creo que donde estaríasmás seguro es en el Fuerte del Bosque.Puedes coger uno de nuestros caballos yte daré una escolta. Márchate en

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silencio, no hagas nada que llame laatención.

Él replicó torpemente:—No quiero estar en deuda contigo

por haberme salvado la vida.—No tienes que agradecerme nada.

Los druidas tenemos el deber deproteger a la tribu y tú formas parte deella, Crom. Haz lo que te he dicho. —Cuando salíamos del cobertizo, unpensamiento cruzó por mi mente—. Otracosa, Crom. Será mejor que lo sepas.Ahora Briga está viviendo en mialojamiento.

Él me miró de un modo terrible.—Siempre consigues lo que quieres,

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Ainvar, ¿no es cierto?Pero aquel mismo día, siguiendo las

instrucciones que le había dado,abandonó Cenabum acompañado pordos de mis guardaespaldas. Crom Daralno había sido dotado con un exceso devalor.

Una vez desaparecida la persona quehabía dado muerte a Tasgetius sin que lahubieran descubierto, me dispuse areparar el daño al tiempo que sacaba elmáximo partido de la ocasión. Por lomenos nos habíamos desembarazado deTasgetius. Sin embargo, no meapresuraría a sugerir a Cotuatus como susucesor, pues no quería que le acusaran

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de aquella muerte. Por otro lado, cuantomás pensaba en su necedad, más meirritaba. Aquel hombre había cedido a latendencia celta de exagerar cuando measeguró que tenía muchos seguidores.Yo había basado mis decisiones en supalabra, la cual veía ahora indigna deconfianza hasta cierto punto. Cotuatus nosería necesariamente el mejor candidatoal trono.

Lo cierto es que ninguno de loshombres que por su alcurnia podíancompetir por el cargo contaba con elapoyo de la amplia mayoría, ni entre losancianos ni en el pueblo. Y los hombresque juraron fidelidad a Tasgetius

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formaban un grupo airado que seentregaba al recuerdo del muerto muchomás de lo que le había servido en vida yse oponía decididamente a quienquieraque ocupase su lugar. Observé que lamuerte puede dar una pátina brillante aun metal muy deslustrado.

Mis druidas y yo nos reunimos conel consejo de ancianos para discutir elproblema. Tras una larga jornada deacalorado debate no resolvimos nada.Ni siquiera nos pusimos de acuerdo parahacer una lista de los hombres queserían sometidos a prueba.

A la mañana siguiente, después de lacanción al sol, abandoné Cenabum y fui

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solo al bosque cercano a la ciudad parapensar entre los árboles.

No podía resolver el problema yosolo, pero por fortuna no estabarealmente solo. Ninguno de nosotros loestá jamás. El Más Allá gira en nosotrosy a nuestro alrededor, siempre formaparte de nosotros, desmintiendo a lossacerdotes romanos que afirman ser losagentes exclusivos de los espíritus.Aquel Que Vigila estaba conmigo enaquel lugar como lo estaba en el bosquesagrado. Sólo necesitaba ser yo mismo,concentrarme...

Me fijé en un abedul joven y esbelto,el árbol que simboliza un nuevo

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comienzo. Al cabo de un rato volví lacabeza y vi un haya, el árbol delconocimiento antiguo, símbolo de losancianos y sabios. Me volví de nuevo:ante mí se alzaba un aliso, la madera dela regeneración.

Los árboles me dijeron que debemoscomenzar de nuevo con los ancianos yconfiar en que la Fuente les proporcionela fortaleza necesaria.

Regresé a Cenabum y convoqué denuevo al consejo en la sala deasambleas y alcé mi bastón de fresnopara reforzar mis palabras con el pesode mi autoridad.

—En estos momentos, entre los

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príncipes candidatos no hay ningunocapaz de dirigir a toda la tribu. Noshallamos en una situación peligrosa y nodebemos estar divididos. Pero hay unoentre nosotros a quien todo el mundo harespetado siempre. Sugiero que porahora devolvamos el cargo de rey aNantorus. —Haciendo caso omiso de lasexclamaciones de sorpresa, añadí—:Por lo menos hasta que destaqueclaramente un líder nuevo y fuerte. Unaelección ahora dividiría aún más a latribu, pero todos estarán al lado deNantorus. —Miré los rostros perplejosde los ancianos y concluí—: Lascabezas más viejas son las que tienen

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más contenido.Esta última afirmación no era

necesariamente cierta, pero sí lo queellos deseaban escuchar.

—¿Y qué nos dices de su capacidadfísica? —preguntó alguien—. Nonegamos su popularidad, pero abandonóel alojamiento real porque no era capazde dirigir a los hombres en el combate.

—Si los carnutos luchan en un futuroinmediato, nuestro adversario no seráotra tribu —les dije—. Como el resto dela Galia libre, ahora tenemos unenemigo común, el hombre llamadoCésar. Cuando llegue el momento deluchar contra él, tendremos un brillante

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líder guerrero, a la vez joven y capaz dellevarnos a la victoria. Nantorus seránuestro rey, pero cuando necesitemos unauténtico líder, propongo queVercingetórix el arvernio nos dirija enla guerra.

Todos guardaron silencio,asombrados. Previendo aquel momento,yo había tenido una larga conversacióncon Nantorus, el cual permanecíasilencioso en la penumbra al fondo de lasala de asambleas. Cuando le hice unaseña, se adelantó.

Me hice a un lado y el antiguo reyocupó mi lugar. A fin de armarle con lafuerza de la cólera, le había dicho cuál

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fue la mano que arrojó la lanza contra suespalda, pero añadiendo: «No acuses enpúblico a Tasgetius, pues las piedraslanzadas contra los muertos siemprerebotan. Puedes vengarte mejorayudándonos a derrotar a sus amigosromanos».

Tenso de ira contenida, Nantorusparecía más regio que nunca. Se produjoel esperado debate, pero al final de lajornada el concilio aceptó a Nantoruscomo la solución menos divisoria denuestro arduo problema. No habríanecesidad de convocar una elección,pues él ya había sido elegido en otrotiempo. Incluso los hombres de

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Tasgetius le habían aceptadoanteriormente como rey, por lo quedifícilmente se negarían a hacerlo denuevo. Lo más importante era que,muerto Tasgetius, nadie se oponía a laidea de una confederación gala, a la queNantorus daba su pleno apoyo.

Las cosas fueron distintas conCotuatus. Cuando fui a su campamentopara darle la noticia, se puso furioso.

—Jamás regresaré a Cenabummientras otro hombre sea el rey. ¡Elalojamiento real debería ser mío!

—Debería haberlo sido si hubierastenido realmente el apoyo queafirmabas, pero incluso entre los

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ancianos sólo dos hablaron por ti.Aprende de esta experiencia, Cotuatus, yalgún día podrás llegar a ser rey. Ahorano es el momento.

—Pero...—¿Vas a discutir conmigo?—No —dijo él, bajando la vista.Pensé que podía dominarle.Cuando regresamos al fuerte con la

noticia sobre el rey, mi gente se mostrósorprendida pero satisfecha. Sinembargo, me aguardaba una clasedistinta de sorpresa.

Briga estaba en la puerta consemblante risueño. Recibí la bienvenidacon la que sueña un hombre, pero

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cuando me dijo: «Por cierto, ahoraalguien más vive en nuestroalojamiento», mi primer y terriblepensamiento fue que Crom Daral habíacruzado mi dintel arrastrando suamargura, interponiéndose entre Briga yyo al exigir hospitalidad.

—¡No puedes invitar a huéspedes enmi nombre! —le reconvine.

Ella se limitó a sonreírmisteriosamente.

—Sólo hice lo que sabía que túhabrías hecho —replicó.

Yo me había vuelto reacio a lassorpresas. Me desagradaban.

Cuando entramos en el alojamiento

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estaba oscuro, pues el fuego se habíaextinguido y no estaba encendidaninguna lámpara. Entonces una formaoscura se movió entre las sombras.

Lakutu se adelantó, sonriendotímidamente.

—Muerto Tarvos, no tiene familia—dijo Briga— y está embarazada. Supeque querrías cuidar de ella en lugar de tuamigo.

—¿Lo supo él?—Ella lo descubrió cuando estabais

ausentes, iba a decírselo cuandovolviera, pero...

—¿De modo que cuando tú teenteraste le dijiste que podía vivir aquí?

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—Naturalmente —respondió Brigacon la seguridad de la hija de unpríncipe.

La situación divertía a los habitantesdel fuerte. Nadie decía nada al jefedruida, por supuesto, pero yo veía lasmiradas y las sonrisas disimuladas. Engeneral, fingía no percatarme, pero unavez, en un momento de relajación, ledije al Goban Saor:

—Estoy pensando en coleccionarmujeres, iniciando así una nuevatradición. Podría reunir alrededor deuna docena.

—Humor druida —observó élcorrectamente.

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Si había tenido poco tiempo paradedicarlo a Briga, no lo tenía enabsoluto para las dos mujeres juntas.Mis responsabilidades y mantenerme alcorriente de las actividades de César metenían totalmente ocupado.

A principios del verano, el romanohabía regresado a la Galia paraconsolidar no sólo su conquista de losvénetos sino la de todas las tribus a lolargo del litoral occidental. Habíaconstruido barcos de guerra con los quenavegó costeando y manteniendo bajouna vigilancia constante las zonas quepodían representar un peligro potencial.Sus campamentos de invierno en la

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Galia habían hecho entender a muchastribus lo que significaba realmente lapresencia romana, y se producíanesporádicas revueltas en diversospuntos del territorio, pero como lastribus se rebelaban de una maneraindependiente, César se enfrentaba conellas una tras otra y las sofocabasangrienta y salvajemente.

Una tras otra.En aquel año terrible, quienes

vivíamos en la Galia central sentimosque el puño del romano se cerraba lentapero seguramente a medida quederrotaba a las tribus alrededor denuestro perímetro. También estacionó

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una legión entre los nantuanos, alsudeste de los eduos, a fin de poderabrir una ruta a través de los Alpes paratraer a más ejércitos. Iniciónegociaciones con reyes acobardados endiversas zonas para suministrar a susfuerzas cereales y otros productos deprimera necesidad.

Enviaban a Roma un botínconsiderable. También envió agentes aCenabum para que investigaran lamuerte de Tasgetius.

Conco viajó al norte y vino a vermeal bosque para decirme lo que sucedía.

—Los romanos tienen muchassospechas, Ainvar, pero no pueden

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probar nada. Nadie puede decir quiénblandió la espada. Han hecho muchaspreguntas sobre Cotuatus, e inclusoalgunas sobre mí, pero sin obtenerrespuestas satisfactorias,afortunadamente. Y el viejo Nantorusparece tan impotente que se han quedadoperplejos. No creo que el problema hayaterminado, pues los mercaderes seguiránquejándose porque Nantorus no cooperacon ellos como lo hacía Tasgetius. Perola gente de César no ha abandonadoCenabum... por ahora.

Ese «por ahora» no me gustó.Evidentemente había obrado con

prudencia al insistir en que Nantorus

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volviera a ocupar el trono. Aunque aNantorus no le gustaran, las cosasdebían seguir como estaban hasta queRix estuviera preparado para entrar enacción. No era un necio jactanciosocomo Cotuatus, no hablaría de un apoyoirreal ni actuaría prematuramente. Laconfederación gala estaba creciendo.Era sólo cuestión de tiempo.

También era sólo cuestión de tiempoantes de que César cerrase su puñosobre la Galia libre.

Envié de nuevo a Conco para que lerepitiera a Cotuatus la orden demantener la cabeza inclinada y esperar.A Conco no le satisfizo llevar ese

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mensaje; era pariente del otro príncipe ydeseaba acción. No comprendían que mideseo de acción era tan grande como elsuyo.

Entretanto, y como era de predecir,el asesino de Tasgetius estaba creandodificultades en el Fuerte del Bosque.Había vuelto allí tal como le ordené ytomado posesión de su antiguoalojamiento, pero lejos de mostrarseagradecido por el refugio que leproporcionaba, Crom no hacía más quequejarse. Había encontrado un espírituafín en Baroc, el porteador, y a los dospodía encontrárseles a cualquier horadel día o de la noche bebiendo juntos y

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condenando a todo el mundo excepto aellos mismos.

Un día el Goban Saor me salió alpaso cuando regresaba del viñedo,donde todavía llevábamos a caborituales curativos en la tierra devastada,antes de plantar nuevas vides.

—Me temo que, totalmente enbroma, he difundido tu observaciónsobre coleccionar mujeres, Ainvar —meinformó—. Alguien que me oyó se larepitió a alguien más y éste a CromDaral, y ahora..., ya sabes cómo sealteran las palabras en estos casos. Diceque te jactas de haberle robado a sumujer y tienes la intención de robar más.

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—Hablaré con él —le dijedisgustado.

Pero hablar con Crom no sirvió denada. Su cabeza era una piedra en la queestaban talladas sus opiniones.

—Sé lo que sé —fueron sus únicaspalabras.

Cuando hablé con Sulis, le dije:—Me negué a darle la satisfacción

de explicárselo con detalle. Sólo le dijeque Briga y yo siempre nos habíamoscomportado con respeto hacia sussentimientos, cosa que es cierta. Y encuanto a Lakutu..., ¡de ninguna manera sela robé!

—¿Qué será de ella después de que

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nazca el niño? —me preguntó lasanadora, mirándome de soslayo.

—No he pensado en lo que sucederátan adelante —respondí con sinceridad.

—Beltaine está al llegar. ¿Tienesintención de casarte entonces con Briga?

—Así es.—Hummm —replicó ella.Aunque me regocijé con Lakutu

porque una parte de Tarvos vivía enella, su presencia en el alojamiento erauna influencia turbadora. En las escasasocasiones en que tenía tiempo paraabrazar a Briga, siempre era conscientede que Lakutu estaba allí, lo cualactuaba como un cubo de agua fría

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arrojado sobre mi pasión. Me retenía,susurraba en vez de gritar de alegría.Percibía la decepción en Briga.

Pero no podía disfrutar de intimidadcon ella en el exterior, en algún lugarentre los árboles y la hierba, pues cadavez que cruzaba la puerta alguien sepresentaba con una petición que exigíatiempo y esfuerzo del jefe druida.

Mi reputación de sabiduría iba enaumento y me exponían todos losproblemas..., aunque yo no podíaresolver los míos.

Mi cabeza me sugería que, una veznaciera el hijo de Lakutu, podría serjuicioso considerarla como posible

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esposa de Crom Daral. No se locomenté a Briga, quien le tenía afecto aLakutu. Briga le tenía afecto acualquiera a quien ayudara.

Había muchas cosas que, a pesarmío, no discutía con Briga. Antes habíaimaginado que cuando estuviéramosjuntos podría abrirme por completo aella y compartir los aspectos de Ainvarque sólo ella comprendería. Sinembargo, Briga no se me abría, semantenía reservada, oculta en lassombras de sus ojos. Temía amar porquetemía salir perdiendo. Y así también yome retiraba, me volvía crítico y celoso,presa de una insatisfacción que no había

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previsto. Faltaba la magia.Sin embargo, alguna vez Briga

extendía una mano con un rápidomovimiento y me tocaba con las yemasde los dedos la franja plateada en mipelo. En tales momentos aparecía en surostro una breve expresión de temorreverencial y yo ansiaba preguntarle quéhabía visto aquel día en el bosque que lehabía hecho venir después a mí, pero nose lo preguntaba. La tenía a ella y esoera suficiente.

A veces era excesivo.Empecé a sospechar que deseaba el

sueño de Briga más que la realidad. Larealidad era una mujer que tanto podía

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distraerme con su presencia como con suausencia; una mujer a la que no podíahacer caso omiso, al contrario que ellacon respecto a mí, que se mordíacontinuamente las uñas, que no decía laspalabras que yo la había imaginadodiciéndome, que a veces miraba a otroshombres con una expresión especulativa,que tomaba decisiones por sí misma sinpedirme permiso. Es decir, una personalibre.

Confiando en el poder del ritual,esperaba que el matrimonio la cambiara.Las antiguas ceremonias de Beltainehabían sido diseñadas no sólo paraestimular la fertilidad, sino también para

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reforzar la pauta de la sumisiónfemenina.

¡Ah, la belleza de Beltaine aquelaño! Incluso con las nubes de Roma enel cielo, nos regocijamos. Las llamas dela gran fogata se alzaron a gran altura ysu calor hizo que me sintierareconfortado mientras Briga echabaatrás la cabeza cubierta de flores y sereía.

Dian Cet recitó las leyes delmatrimonio, pero yo apenas leescuchaba y mis ojos se desviaban una yotra vez hacia la mujer menuda y llenitavestida con una falda plisada que seruborizaba cuando yo la miraba pero

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que luego hacía con los dedos gestossexualmente explícitos allí donde nadiesalvo yo podía verlos. ¡Briga!

Llevaba el cabello recogido en treslargas trenzas que le colgaban a laespalda, y entre cada una de ellas habíauna espiga de la última cosecha,entreverada con las hebras del cabello.El aire que la rodeaba tenía unresplandor dorado y yo estaba seguro deque todo el mundo podía verlo. Briga,mi Briga.

Las mujeres que iban a casarse seadelantaron con gran solemnidad parareverenciar al árbol de Beltaine. Loshombres observábamos, imaginando en

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nuestros cuerpos aquellas manos y bocasque ahora se entregaban al culto. Luegotodos bailamos la danza querepresentaba la persecución y la capturay preparaba a las mujeres para surendición.

Bailábamos como lo habían hecholos celtas a lo largo de innumerablessiglos, pisoteando el suelo, cantando,exultantes por estar vivos. A través denuestras manos unidas percibía lainmortalidad que corría como un ríodesde el pasado al futuro. El ritualdiseñado para influir en Briga tenía unprofundo significado para mí. Mientrasmis pies se movían siguiendo la antigua

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danza que ya era vieja en los inicios dela humanidad, se me revelaba elsignificado de la existencia, perfecto ypuro. La vida es, nosotros somos, elgrande y sagrado imperativocosmológico es sencillamente ser.

Cuando terminó la danza, me apretécontra Briga por detrás. Mis muslospresionaron sus nalgas, mis manos sedeslizaron hacia arriba, a lo largo de lacaja torácica, para curvarse sobre suspechos. La apreté más contra mí, contracada parte dolorosamente ansiosa de miser y grité con la alegría de vivir.

La carne, más elocuente que laspalabras, se impuso.

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Yacimos en el suelo mientras el grantrueno se acumulaba en mí. Briga meclavó los dientes en el músculo delhombro mientras salía girando de mímismo, lanzado a un vórtice creativodonde la Fuente eternamente hacía ydeshacía mundos, girando con elmovimiento incesante que lo mantienetodo en equilibrio. Tras mis ojoscerrados se formaban pautas en capascada vez más complejas y luego sedisolvían para formarse de nuevo.

Cuando al fin yací vacío yestremecido, Briga susurró mi nombre.

Alcé la cabeza. A nuestro alrededorla gente murmuraba y se movía mientras

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se recuperaban lentamente. Algunossiempre se unen a las parejas reciéncasadas para reforzar su primeracoplamiento nupcial, pero esta vez laparticipación había sido absoluta. Sulisyacía con Dian Cet y el Goban Saor conuna bonita sirvienta. Cada hombre teníauna mujer. Teyrnon, el herrero, abrazabaa una que no era la suya, mientras que apoca distancia, Damona se agarraba demanera frívola a un joven queciertamente no era su marido, pero quele hacía sentirse joven de nuevo ydichosa.

Había risas a nuestro alrededor,felices y desinhibidas, el sonido

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producido por gentes que gozaban.—Nuestro fuerte y joven druida nos

ha llevado a todos con él —oí decir aalguien.

Grannus vino a mi encuentro,abriéndose paso con dificultad entre lasparejas que todavía yacían en el suelo.Observé que tenía el rostro enrojecido yla túnica alzada a un lado, con ramitas ytierra adheridas que revelaban susrecientes actividades.

El viejo Grannus, que habíasobrevivido a su septuagésimo invierno.

—Lleva a tu esposa al lugar privadoque le has preparado —decíaformalmente a cada pareja casada— y

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celébralo hasta que mengüe la luna demiel. —Cuando llegó a nuestro ladoañadió—: Está bien, Ainvar, ni siquierael jefe druida es tan indispensable queno podamos prescindir de él el tiemposuficiente para que beba su barrica dehidromiel.

Después de las nupcias,tradicionalmente se le daba a cadanueva pareja una barrica de hidromiel yse les permitía estar solos durante elresto de la luna de Beltaine.

Briga y yo sacamos el máximopartido de las noches y días de nuestraluna de miel. Yo había hecho un nidopara nosotros en un claro apartado, en

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las profundidades del bosque, con unatienda de cuero para protegernos de lalluvia y uno de mis guardaespaldas enguardia permanente, a una distancia talque pudiera oír mis gritos pero que nome viera. Sin embargo, no solíamosestar dentro de la tienda y casi siempredormíamos bajo los árboles y lasestrellas.

Cuando se vació nuestra barrica devino de miel, regresamos al fuerte y a mialojamiento, donde encontré un montónde adornos de oro nada más cruzar lapuerta.

—¿De dónde ha salido esto? —lepregunté a Lakutu.

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—Son míos —respondió Briga en sulugar—. Envié a por ellos.

—¿Cómo? ¿Cuándo?—Después de la danza de Beltaine,

mientras tú recogías el hidromiel y losvíveres. Hablé con dos de tus hombres yles pedí que fuesen a ver a mis parientessecuanos para decirles que ahora estoycasada con el jefe druida de los carnutosy no debo avergonzarme ante su tribupor mi pobreza. Me han enviado estadote nupcial —añadió con orgullo.

—¿Enviaste a mis mensajeros paraun recado propio, después de que noscasáramos?

—Naturalmente —replicó ella,

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encogiéndose de hombros.La vida reanudó su curso normal.Una noche de verano estrellada,

Lakutu parió a su hijo. Cuando Briga medijo que tenía los dolores, pedí ayuda,pues ya no era una mujer fuerte. Elalojamiento no tardó en llenarse arebosar. Yo quería marcharme, peroLakutu me llamó y me quedé allí, aunquealgunas de las mujeres arrugaron el ceñocuando me crucé en su camino.

Sulis restregó el vientre de Lakutucon aceite de sándalo importado,mientras Briga y Damona la sostenían ensu posición acuclillada para facilitar elparto. Cantábamos al ritmo de sus

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esfuerzos, todos sudando juntos paraproducir la vida.

El niño salió rugiendo, un hijo de laguerra y el trueno.

—Será guerrero como su padre —ledije a Lakutu mientras depositaba albebé en sus brazos por primera vez.

Había tomado todas lasprecauciones posibles para dar alpequeño las máximas probabilidades devida. Habíamos solicitado todas laslámparas del fuerte, disponiéndolas detal manera que ninguna sombra cayerasobre la cabeza emergente. Sulis lo bañócon agua sagrada del manantial delbosque, Keryth leyó sus primeros

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augurios en la placenta, la cual se llevóAberth para alimentar el fuego en eldebido sacrificio. Las mujeres habíantejido minúsculas muñequeras deramitas verdes de serbal para protegerlede los malos espíritus y de muérdagopara proporcionarle fuerza en losbrazos. Una pequeña guirnalda de sauceen su cabeza le aseguraría una agudavisión nocturna. Las hojas de álamoesparcidas a su alrededor mantendrían araya las enfermedades. Finalmente, elmacizo brazalete de oro, símbolo delguerrero, que había pertenecido a supadre fue depositado a sus piesminúsculos y rosados.

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Lakutu me dirigió una débil sonrisa.Su delgadez y fragilidad eranalarmantes.

—Mi pueblo no hace estas cosas —observó.

—Dime lo que hace tu pueblo. Megustaría aprender nuevos rituales quepueden ser útiles.

Ella miró vagamente a su alrededory luego de nuevo a mi rostro mientras elbebé le succionaba ferozmente el pezón.

—En mi tierra es muy diferente.Ningún hombre estaría presente en elparto.

—En la mía consideramos que elhombre es por lo menos en parte

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responsable —le dije.Briga se rió entre dientes. Sulis lo

hizo a carcajadas.—Entre mi gente ahora habría

muchos lamentos, por los pesares que elniño conocerá en la vida.

—Aquí cantaremos para queconozca la alegría —le aseguré.

Ella cerró los ojos y suspirósatisfecha.

—Hacedlo todo a vuestra manera.Ahora ésta es mi tierra, vosotros sois migente..., nuestro clan —añadió,apretando al niño contra su seno.

Decidí que, después de todo, no sela daría a Crom Daral.

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Menua me había enseñado laconveniencia de la simplicidad, pero yotenía un gran talento para complicarmela vida.

Durante las estaciones siguientes loscarnutos nos acostumbramos, aunque nonos resignamos, a la visión de laspatrullas romanas en nuestras tierras.Sin embargo, no volvió a repetirse unacto como el ataque contra nuestroviñedo. Algunos de nuestros príncipesmás temerarios clamaban a gritos paraque atacáramos a los intrusos, peroNantorus y mis druidas pedíamosprecaución y ellos se reprimían aregañadientes.

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—Todo el caldero debe hervir a lavez y destruir a César —decía yo a mipueblo repetidamente—. Unas pocasgotas quemantes no harán más queencolerizarle y le estimularán a aplastara los carnutos como ha hecho con tantasotras tribus.

Nos encontramos con un aliadoinesperado. La atención de César estabaahora desviada de la Galia central porlas tribus germánicas de los usipetes ylos tencterios, los cuales cruzaban el Rinen gran número cerca de la costa. Unavez más, tribus menos potentes huían delas salvajes depredaciones de lossuevos.

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Nada más iniciarse la estaciónapropiada para la batalla, César sereunió con su ejército y recibió a losenviados germanos que supuestamentebuscaban la paz. Hubo lasacostumbradas acusaciones y negativas,luego escaramuzas y finalmente unaguerra total a lo largo del Rin.

Cuando sus tropas por fin vencieron,César volvió su mirada en una nuevadirección.

Rix en persona me trajo la noticia,montado en aquel gran semental negro.Se detuvo ante las puertas del fuerte ygritó mi nombre para que todos leoyeran. Su escolta era un grupo mixto de

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guerreros, en su mayoría arvernios, peroalgunos de otras tribus que le habíanapoyado.

Cada vez que veía a Rix, leencontraba más avejentado y curtido,más desgastado por su exceso deactividad. Sin embargo, tenía másvitalidad que nunca. Estar en supresencia era como calentarse al lado deun fuego crepitante.

Cuando le di la bienvenida en mialojamiento, vi que deslizabaapreciativamente su mirada sobre Briga,la cual le sonrió. Entonces tuvo unsobresalto de sorpresa al reconocer aLakutu.

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—¡Cómo ha cambiado, Ainvar! ¿Yqué está haciendo aquí? Creía queestaba casada con nuestro amigo Tarvos.

Le expliqué lo que había ocurrido.Él insistió en ver al hijo de Tarvos, queyacía dormido en un montón de pielessobre la cama de Lakutu.

—No es de extrañar que estaestancia huela a leche agria y a orina —comentó Rix riéndose mientras seinclinaba sobre el pequeño guerrero—.Nunca imaginé que vivías así, Ainvar.

—Yo estoy tan sorprendido como tú—le dije.

—Los príncipes de algunas tribustodavía hablan de más de una esposa,

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por supuesto, pero...—No he desposado a Lakutu, cuido

de ella y el niño por el afecto que tenía aTarvos.

Rix enarcó una ceja, dubitativo. Alpensar en cómo veía él a Lakutu,delgada, con el pelo gris y los senoscaídos a causa de la lactancia, ysabiendo que ella no comprendería mispalabras, sentí el perverso deseo deenvolverla en belleza.

—Podría casarme con ella —dije entono desafiante—. Aunque quizá no tedes cuenta, Rix, Lakutu es una mujerextraordinaria.

Él me miró sorprendido.

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Briga, que estaba sacando trozos dequeso de un recipiente, dijoásperamente:

—Conozco la ley, y necesitas elpermiso de la primera esposa antes deque puedas tomar una segunda.

—¿Cuándo me has pedido túpermiso para nada? —le repliqué.

Rix rió entre dientes.—De modo que os peleáis. Ah,

Ainvar, esto no es lo que habíaimaginado de ti, en absoluto. —Se diosendas palmadas en los muslos y soltóuna carcajada.

Cuando dejó de reír, intenté cambiarde tema.

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—Sin duda tienes mujeres propias ycomprendes cómo son estas cosas.

—Tengo todas cuantas quiero, perosólo me he casado con una de ellas, laque me causó menos problemas. —Aúnsonreía.

—No creo que hayas venido hastaaquí para hablar de mujeres conmigo.

—Ah, no —dijo entonces,poniéndose serio—. ¿No te hasenterado? César ha emprendido unaexpedición a la tierra de los britonesantes de que empezara el invierno.Zarpó en una de sus naves de guerradesde el territorio de los morinos, quees el más cercano a la tierra de los

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britones.—No, no me había enterado..., pero

no me gusta nada. ¿Cómo lo has sabido?—Dediqué el verano a visitar a las

tribus del norte, las que César ha«pacificado». Yo y mis hombres nosdisfrazamos de mercaderes —me guiñóun ojo—, un truco que aprendí de ti,Ainvar. Aunque, por supuesto, ningunade las tribus se atreve a decirloabiertamente, creo que en su mayor partese pondrían al lado de la confederaciónen caso de alzamiento. Estoy seguro deque los vénetos, por ejemplo, lo harían,y probablemente los lexovios. Fueronellos quienes me informaron de las

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actividades de César.—La tierra de los britones —dije

sombríamente, rechazando el pan y elqueso que Lakutu me ofrecía. De repenteno tenía apetito—. Una tierra habitadapor tribus celtas, Rix, nuestro pueblo.Nuestros druidas incluso van a estudiara sus bosques. ¿Es que César tiene queaplastar a cada uno de nosotros bajo sutalón?

—Dudo de que ése sea su objetivo—dijo Rix, bostezando—.Probablemente va en busca de estaño ycualquier otra cosa por la que ahora suscomerciantes tienen que pagar a losbritones.

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—¿Qué volumen tienen las fuerzasque ha llevado consigo?

—Me han dicho que dos legiones.Más de ochenta barcos.

Me estremecí por los britones, quehasta entonces habían sido un pueblolibre.

—Por lo menos, mientras César estáatareado con los britones no nos molestay disponemos de más tiempo paraprepararnos.

Rix asintió, pero tuve la impresiónde que no me escuchaba con toda suatención. Sus ojos seguían a la menuda yredondeada figura de Briga que iba deun lado a otro del alojamiento.

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Y vi que ella le miraba por encimadel hombro.

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CAPÍTULO XXVIII

Trabajando juntas en plácida armonía,las dos mujeres prepararon una buenacomida de la que dimos cuentagustosamente. Le dije a Rix que debíavolver cuando pudiera ofrecerle vino dela Galia.

—¿Todavía estás trabajando en eseproyecto a pesar de todo lo demás?

—Naturalmente. Tengo la obligaciónde hacer que la tierra sea fructífera parami pueblo. Esta misma mañana hemoscelebrado una ceremonia propiciando alos dioses locales del campo y el río, a

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fin de que la tierra vuelva a dar unabuena cosecha.

Rix hizo un gesto de impaciencia,esparciendo migas de la rebanada depan negro que sostenía.

—Esta mañana he empleado granparte de mi tiempo de una manera máseficaz, explorando vuestras defensasantes de entrar en el fuerte. En estallanura puedes ver la aproximación deun enemigo desde una gran distancia,pero él también puede verte. No estásaprovechando al máximo la coberturaque tienes. Deberías apostar guerrerosen cada grupo de árboles, Ainvar, ydisponer que varios de ellos estén

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continuamente en el cerro, vigilándolotodo.

—El cerro es el centro sagrado de laGalia —le recordé—. No estacionaréguerreros en él.

—Lo harás si quieres protegerlo.—No.Él se encogió de hombros.—Como quieras, pero si rechazas la

ventaja de una buena atalaya natural, ponpor lo menos más guerreros en laplanicie circundante.

Sonreí levemente.—Es posible que haya allí más

luchadores de los que imaginas. Haypatrullas romanas en la zona y no quiero

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parecer abiertamente hostil, por lo quehe disfrazado a nuestros guerreros delabriegos, pastores y leñadores. Haspasado ante varios de ellos, pero no loshas reconocido.

—Debería haber sabido que unacabeza como la tuya iría un paso pordelante de la mía —dijo Rix sonriendo.Extendió sus largos brazos y suspiró—.Es agradable estar aquí, atendido por tusmujeres —guiñó un ojo a Briga—, y meagrada no estar a lomos de caballo yllevando ese peso de un lado a otro,para cambiar un poco.

Hizo un gesto con la cabeza hacia elumbral, donde su gran espada de hierro

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estaba apoyada contra la pared.—Veo que todavía llevas la espada

de tu padre.—Incluso cuando estoy disfrazado,

Ainvar. Siempre la tengo al alcance dela mano.

—Ten mucho cuidado para que esedetalle no te descubra. No haydemasiados mercaderes con una espadaque se blande con ambas manos y tienepiedras preciosas en la empuñadura.

—No te preocupes, tengo cuidado,pero nunca me olvido de quién soy.

—Confío en que así sea —repliqué.Su observación me recordó otra de

mis preocupaciones. Mi pueblo estaba

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cambiando, nos estaban cambiando, y ladiferencia era esencial.

Éramos un pueblo que cantaba. Sinembargo, ya no nos entregábamos a losarranques espontáneos en los que antesincurríamos casi por cualquier motivo osimplemente por la alegría de vivir. Mipueblo lírico, generoso, volátil yentusiasta se estaba volviendo cauto encompañía y suspicaz con respecto a losdesconocidos, silencioso y precavido.Desde que los romanos se habíanatrevido a destruir un viñedo en elcorazón de la Galia, mi pueblo no era elmismo.

Keryth, como jefa de los vates, me

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había dado una explicación:—Inicialmente, plantamos las vides

en ese lugar porque lo habitaba unespíritu benevolente que estimularía sucrecimiento y las haría medrar. Losromanos invasores expulsaron a eseespíritu de la misma manera queespantaron a muchos de nuestros diosesnaturales más amables. La gente reflejalos sentimientos de violación yempobrecimiento que ha sufrido latierra.

De todo esto no le dije nada a Rix,el cual no se lo habría tomado en serio,pero me alegré de que por lo menos élno hubiera cambiado.

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Sin embargo, no me gustaba sumanera de mirar a Briga.

—¿Qué vas a hacer mientras Césaracosa a los britones? —le pregunté.

—Seguiré con mis rondasinterminables, tratando de aumentar elnúmero de nuestros aliados —respondiósacudiendo la cabeza con un gesto defingida fatiga—. Esa tarea sigue siendotan difícil como siempre.

—Claro, primero ganaste para lacausa a los más fáciles de convencer,pero los últimos opondrán másresistencia.

Yo comprendía cuál era elproblema. Los celtas jamás habían

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tenido un sentido de cohesión. Pedíamosa las tribus que aceptaran el mando deVercingetórix a fin de evitar lacentralización que nos imponían losromanos. Para los cabecillasacostumbrados a la autonomía, eseconcepto era absurdo. Sin embargo,afortunadamente, para algunos la fuerzavital de Vercingetórix era irresistible.

Me pregunté si a Briga le ocurría lomismo.

—¿Cuándo vas a volver a Gergovia,Rix? —le pregunté bruscamente.

—Ahora vamos en esa dirección.Me he detenido aquí con la solaintención de descansar algunos días. Mis

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hombres están cansados y nos irían bienalgunos caballos de refresco, sidispones de ellos.

—¿Estás seguro de que es eso todolo que deseas de nosotros?

—¿Qué quieres decir?—Bueno... Nuestros suministros son

limitados. Podemos proporcionar a tushombres nuevos caballos, pero ningunode nuestros animales sería un sustitutoadecuado a tu semental negro.

Rix se echó a reír.—No te preocupes por él, no está

cansado. Y, de todos modos, no locambiaría por ningún otro. Conservo loque es mío.

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«También yo», me dije para misadentros.

Aquella noche, mientras Rixcompartía la hospitalidad de mialojamiento, tomé a Briga repetidasveces, afirmando mi posesión una y otravez, de modo que él no pudiera dejar deoírlo.

Apenas mi amigo había reanudadosu viaje hacia el sur, cuando fui a ver aSulis. La encontré atendiendo a unhombre cuya piel había empezado avolverse muy amarilla y había perdidoel apetito. La curandera había extendidouna capa de musgo húmedo sobre la pieldesnuda del hombre, que estaba tendido

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boca abajo, y disponía piedrascalentadas sobre el musgo en una pautadestinada a estimular a los ríos deenergía de su cuerpo para que sellevaran a la enfermedad en su corriente.Habíamos utilizado el mismo métodopara curar la tierra devastada de nuestroviñedo. Mientras el hombre yacíaamodorrado, dejando que la cura hicierasu efecto, llevé a la curandera a un lado.

—¿Es yerma mi esposa, Sulis? —lepregunté.

—¿Briga? Imposible. Está llena arebosar de la magia vital. Cuandoponemos uno de sus mantos sobre ellomo de una vaca, ésta invariablemente

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da a luz un ternero sano.—Pero aún no ha concebido.—Probablemente se está

desprendiendo de gran parte de esamagia.

—Ayúdala entonces, Sulis.Reorienta su don para que ella mismatenga hijos.

La mujer me dirigió una miradairónica y maliciosa.

—Ese magnífico arvernio llegócabalgando, con el aspecto de un diossolar, y enseguida quieres que tu mujerquede embarazada para que parezcagorda y torpe... ¡Los hombres!

Sulis siempre se las ingeniaba para

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decir algo desagradable.César ganó varias batallas en la

tierra de los britones, como supimosposteriormente. En general, eran unpueblo atrasado. Todavía libraban lasbatallas desde carros, un estilo quenosotros habíamos abandonado porqueera entorpecedor y apenas servía másque para exhibirse. Sin embargo, comoeran celtas, se batieron valientemente yvertieron mucha sangre romana. Losromanos no lograron conquistar toda laisla. Al final de la lucha, César regresóa la Galia del norte y luego fue al Lacio,como tenía por costumbre, dejandocampamentos de invierno fortificados en

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territorio belga para recibir el esperadoinflujo de rehenes que había exigido alos britones derrotados.

Nos alegró saber que sólo dos de lastribus británicas obedecieron susexigencias.

A la primavera siguiente, Césarcondujo cuatro legiones y ochocientosjinetes desde sus bases belgas a lastierras de los tréveros, al oeste del Rin.Se decía de los tréveros que teníanbuenas relaciones con algunas tribusgermanas. César les exigió que sesometieran. Indutiomarus, un poderosopríncipe trévero, se negó. César se llevóa todos los hombres de su clan a punta

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de espada, incluidos sus hijos, encalidad de rehenes, a fin de asegurarsede que el príncipe no se uniría a losgermanos en un alzamiento. EntoncesCésar zarpó de nuevo hacia la isla delos britones con más barcos de guerra yun ejército más numeroso.

La toma de rehenes para asegurar unbuen comportamiento era una antiguacostumbre que también practicabanuestro pueblo celta. Pero en manos deCayo César alcanzó proporcionessiniestras.

Temiendo todavía una rebelión enalguna parte de la Galia durante suausencia, César decidió llevarse

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consigo a la tierra de los britones a loslíderes guerreros de las tribus galas alas que ya había «pacificado».

Uno de ellos era Dumnorix de loseduos, hermano de Diviciacus.

Ahora todos los eduos profesabanlealtad a César, e incluso el temibleDumnorix decía las cosas apropiadaspara satisfacer al romano. Éste, sinembargo, no se daba por satisfecho yquería tener a Dumnorix donde pudieravigilarle.

Los rehenes nobles estaban reunidosen la costa norte de la Galia, en el lugarde embarque. Mientras se procedía acargar las naves, Dumnorix se

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aprovechó de la confusión para huir conla ayuda de algunos caballeros eduossupuestamente leales a César. A todogalope, ya que en la rapidez le iba lavida, se dirigió a su hogar.

César pospuso la partida y envióhombres en su persecución, los cualesfinalmente dieron alcance al fugitivo.Dumnorix se resistió y le mataron sinpiedad, mientras él gritaba que era unhombre libre y habitante de una tierralibre.

Cuando nos llegaron las noticias delo ocurrido, ordené que sacrificaran unrebaño de ganado en el bosque sagrado,en honor de un hombre tan valeroso. Y

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en nuestro encuentro siguiente le dije aRix:

—No era de nuestra tribu, pero erauno de nosotros. Al ofrecer semejantetributo muestro a los galos que todosestamos juntos en esta empresa, unidospor un destino común.

—Es posible que tu simbolismodruida no afecte a Ollovico —replicóRix arrastrando las palabras—. Leimpresiona más la espada que cortó elcuello de Dumnorix.

En efecto, nos habíamos reunido enAvaricum porque Ollovico titubeaba denuevo. La muerte de Dumnorix le hacíadudar de que enfrentarse a César fuese

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juicioso. Respondiendo a una llamadade Rix, yo había acudido para ayudar apersuadirle de nuevo.

Me alegraba reunirme con Rix fueradel Fuerte del Bosque, pues Briga mehabía preguntado en dos ocasiones sihabía tenido noticias suyas y si estababien.

La prudencia dictó otra de misacciones. Aprendiendo del ejemplo deCésar, incluí al rencoroso Crom Daralen mi guardia personal, en vez dedejarle detrás para que crearadificultades en el fuerte.

—No cabalgo bien —se habíaquejado Crom—. No haría más que

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retrasarte.—Eso es una tontería, Crom.

Podrías hacer mucho más si lointentaras.

—No puedo. Mi espalda...—Tu espalda no está tan mal como

crees.—Si dejaras que Briga me la

restregara como hacía antes...—Te enviaré a Sulis —me apresuré

a decirle—. Pero insisto en que vengasconmigo cuando viaje. En tiempos dedificultad tenemos que estar rodeados deamigos —añadí insinceramente, pues yano consideraba a Crom como un amigo.

Tampoco estaba dispuesto a

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considerarle como un enemigo.En Avaricum, Rix y yo nos

encontramos una vez más con Ollovico,comimos con Ollovico, bebimos conOllovico, discutimos con Ollovico, elcual se mostró tan testarudo como untocón en medio de un campo decereales. En varias ocasiones Rix estuvoa punto de perder la paciencia. Si no lehubiera refrenado poniéndole una manoen el brazo, su violenta explosión de iranos habría hecho perder a los bitúrigospara siempre. Yo le comprendía, dejabaque mi imaginación se recreara enescenas en las que ambos golpeábamosa aquel hombre hasta reducirlo a pulpa.

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Pero necesitábamos a su tribu,debido a la situación que tenía.

Cuando finalmente logramosconvencerle para que se uniera de nuevoa nosotros, ambos estábamos exhaustos.Dejamos a Ollovico y fuimos en buscade vino. Con una copa a rebosar en lamano, Rix me preguntó:

—¿Cómo está tu llenita esposa,Ainvar? Briga, ¿no es así como sellama?

—Más llenita que nunca —leaseguré—. Va a darme un hijo.

Él echó la cabeza atrás y lanzó unarisotada que pronto secundaron lossorprendidos desconocidos que se

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sentaban cerca.—¡Te empleaste a fondo para

conseguirlo! —exclamó Rix,palmoteándome la espalda.

Sonreí satisfecho, pagado de mímismo.

—Llevaré a tu primer hijo un regalopara el día de la imposición de nombre—me prometió Rix—, y también unregalo para tu Briga. Seleccionaré algopara ella yo mismo, algo apropiado paraella y para ninguna otra mujer. Creo quesé cómo es.

Me guiñó un ojo.Durante la luna que señalaba el

aniversario de su concepción pusimos al

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hijo de Tarvos y Lakutu el nombre deGlas, una palabra celta que designa alcolor verde.

Usar un color como parte delnombre de un niño no es infrecuente. Seemplea, por ejemplo, si el niño tiene elcabello negro o una marca de nacimientoviolácea. Pero cuando los vates leyeronlos portentos y vaticinios, cada signoindicaba verdor y lozanías, hierbas yhojas, un futuro esmeralda.

Así pues, le llamamos Glas y nospreguntamos adónde le llevaría esenombre.

A medida que avanzaba el embarazode Briga, ésta se iba volviendo más

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sosegada y silenciosa. Ya habíaobservado que las mujeres en estadosuelen sumirse en una lechosa serenidad.Muchas veces la encontraba al lado deLakutu, las cabezas juntas, murmurandocomo conspiradoras sobre esos aspectosde la creación de los que los varonesestán excluidos.

Sus misterios compartidos hacíanque me sintiera celoso, pero lo cierto esque siempre estaba celoso en cuantoconcernía a Briga.

Estimulado por su tranquilidadprenatal, decidí que podía presentarle unaspecto de la Orden que había pospuestodurante demasiado tiempo. Aunque ella

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había estudiado con Sulis, Grannus yDian Cet, aún no la había enviado aAberth.

El dolor por lo sucedido a suhermano aún se revelaba en las sombrasmás profundas detrás de sus ojos.

El sacrificio es una parte integrantedel intercambio entre el hombre y elMás Allá. Si ella iba a formar parteplenamente de la Orden, Briga tendríaque aprender a aceptarlo.

Últimamente yo había pensadomucho en los sacrificios. Con el tiempohabía disminuido la eficacia de laofrenda que hizo Menua de losprisioneros senones. Los carnutos aún

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no habían experimentado la plena fuerzade César como lo habían hecho muchasotras tribus, pero se estaba aproximandoa nosotros y necesitaríamos nuevaprotección.

Todo el mundo debía estarpreparado.

Una mañana en que la niebla blancay espesa se alzaba del río como elnacimiento de las nubes, le pedí a Brigaque viniera a dar un paseo conmigo másallá de la empalizada.

—¿Vamos al bosque?—No tan lejos..., sólo pasearemos

—repliqué.Ella miró a Lakutu, que estaba

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rociando el suelo con agua antes debarrerlo. Lakutu se encogió de hombroscon un gesto muy galo y Briga asintió.Era el eterno intercambio de las mujeresque reconocen los caprichos varoniles.

Precedí a mi esposa al exteriorbrumoso.

La niebla y la bruma eran elelemento climático de los druidas.Cuando el paisaje familiar se desvanecey no hay límites visibles, quien conoceel camino puede tropezar con elmisterio. Ninguno de nosotros es sólido,como tampoco el espacio y el tiemposon inmutables. Se afirma que en laantigüedad el más grande de los druidas

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conocía la manera de pasar de unarealidad a otra, de una era a otra. Aveces, solo en la niebla, abrigado por latúnica con capucha, sentía la tentaciónde intentarlo...

Pero aquel día mi interés era lainstrucción de Briga. Llevarla a laniebla no era más que una manera dealejarla de las distracciones y hacerlamás vulnerable. Opondría resistencia alo que iba a decirle, y debía estaraislada hasta que lo aceptara.

Tenía que ser el jefe druida.Cuando cruzamos la puerta del

fuerte, el espesor de la niebla fue enaumento hasta que giró a nuestro

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alrededor en grumos y nubes. Briga sellevó una mano al vientre hinchado y seapretó contra mí, pero yo no la rodeécon mi brazo, sino que empecé ahablarle, lenta, serena, suavemente...;una voz fuerte y familiar en medio de lanada blanca.

Sentía deseos de cogerla, pero noquería que tuviera nada a que aferrarse,excepto mis palabras.

—Como sabes —empecé a decirle— estamos formados de dos partes: unespíritu de fuego y un fuerte de carne.Cuando la carne muere, el espíritu nodeja de existir, sino que simplementealtera las condiciones de su existencia.

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—¿Cómo puedes estar tan seguro deeso?

Se lo expliqué tal como Menua melo había explicado en otro tiempo:

—Imagina un lago en un veranocaluroso y seco y el cielo azul sin unasola nube. Todos lo hemos visto. Cadadía baja el nivel del lago. ¿Adónde va elagua?

Ella caminó en silencio durante unrato antes de admitir:

—No lo sé.Sonreí para mis adentros. La niebla

le hacía sentirse insegura. Buena señal.La bruma se espesó todavía más.—Recuerda lo que siempre sucede

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—le dije—. Cada día hay menos agua.Entonces por fin las nubes empiezan aformarse en ese cielo cálido y brillante.Con el tiempo vierten lluvia y éstavuelve a llenar el lago. Los druidasobservaron este fenómeno durante siglosantes de que tú nacieras, hasta quecomprendieron. El agua no había dejadode existir, Briga. Nada deja de existir.Simplemente había alterado lascondiciones de su existencia. El aguadel lago se transformó en un espíritu delagua, fue atraído hacia las nubes,descansó allí algún tiempo y luego cayóen forma de lluvia para ser de nuevoparte del lago. Así sucede con todos los

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espíritus, incluidos los que albergan tucarne y la mía. El cuerpo nos libera, ennuestro caso a través de la muerte, yseguimos moviéndonos a través de losciclos de la existencia.

—Pero ¿por qué ha de haber muerte?—replicó ella con un dejo de irritación.

—Fíjate de nuevo en la naturaleza.Imagina un bosque. Si ningún árbolmuriese jamás, el bosque estaría tanatestado de ellos que los árbolesvivirían en un espacio horroroso,asfixiante y oscuro. No habría luz cercadel suelo para estimular a las semillas,no habría más que árboles cada vez másviejos, que se secarían, hederían y

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pudrirían, atormentados por los insectos,sin ninguna posibilidad de permitirescapar a sus espíritus para empezar denuevo.

»Observa en cambio lo que ocurrecuando un árbol muere. Cuando es viejosus raíces ya se han encogido, de modoque no cogen un gran puñado de tierracomo hacían cuando no les faltaba elvigor juvenil. Ésa es una manera en quela Fuente prepara el árbol para sumuerte. Llega un viento y derribafácilmente el árbol viejo, las fuerzas dela destrucción ocasionan supodredumbre y vuelve a formar partedel suelo. Donde cae el árbol viejo

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crecen nuevos árboles, nutridos por sucuerpo desechado mientras su espíritusigue adelante. Así pues, las fuerzasduales de la construcción y ladestrucción mantienen el ciclo de laexistencia en movimiento, liberando yalojando de nuevo a los espíritus demodo que cada uno tenga oportunidad decrecer y expresarse en formasapropiadas a su naturaleza, mientrassigue formando parte del todo.

»Nos deslizamos a través de losespíritus y el aire, espíritus capturadosentre vidas humanas y espíritus quenunca han sido ni serán humanos,espíritus animales, vegetales y

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acuáticos, espíritus de lugares, espíritusde esencias tan diferentes de la nuestraque no podemos entenderlos más de loque los lobos entienden el arco iris. Sinembargo, todos comparten el rasgocomún del ser y cada uno exige respeto.El sacrificio es una manera de mostrarese respeto.

Al mencionar la palabra sacrificio,percibí que se alteraba la respiración deBriga. Sin embargo, había asistido a lossacrificios de ganado durante lastemporadas de adiestramiento para laOrden. Con sus manos pequeñas ycallosas había vertido la sangre de lasreses en la tierra para rogar por una

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buena cosecha.Sin embargo, sabía que el sacrificio

de un buey no era el sacrificio máximoque podía hacerse. Sabía lo que yoestaba a punto de decirle, pero no queríaoírlo. Y, al recordar mi propiaignorancia juvenil, tampoco podíaculparla por ello.

—El sacrificio es un acto de piedad—le dije en el tono más suave de queera capaz mientras la conducía a travésde la niebla ondulante que, como unfantasma, extendía sus brazos tenues ysuplicantes hacia nosotros—. La formamás potente de sacrificio es el humano,Briga, porque tanto el sacrificador como

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la víctima pueden comprender lanaturaleza del acto. Al contrario que losanimales, los humanos pueden ir alsacrificio de buen grado, como lo hizo tuhermano cuando ofreció su vida por unesfuerzo consciente por proteger a supueblo. Ofrecer carne y sangre que hasido santificada por medio del ritual esel máximo tributo, pues obliga a losdioses a dar a cambio un don de igualvalor. En el momento del sacrificio tienelugar la relación más exaltada entre elser humano y el dios.

Si cerraba los ojos aún podía ver laschispas doradas volando hacia arriba...

—Por lo que dices, parece como si

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algo maravilloso le hubiera sucedido aBran —comentó Briga en un tonoentrecortado.

—Así fue.—Le mataron.—No, Briga. Mataron su cuerpo,

sólo su cuerpo. Lo que había dentro deél que le hacía estar vivo era su espíritu,y a ése no lo mataron. No es posibledestruir a los espíritus. Nunca deja deser jamás. La carne de Bran setransformó en cenizas, pero su espírituquedó liberado para que intercediera enel Más Allá por el bien de su pueblo.Tuvo éxito, puesto que cesó la epidemiaque le asolaba. Entonces el espíritu de

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Bran, el Bran esencial y vivo, setrasladó a otras vidas y otrasoportunidades que ni tú ni yo podemosimaginar.

Habíamos dejado de caminar.Rodeados de una bruma tan espesa comoleche cuajada, nos detuvimos yenfrentamos. Con mi mente mantuve laniebla a nuestro alrededor como unaempalizada, poniendo a raya lasdistracciones del mundo.Simultáneamente intenté penetrar en lacabeza de Briga e infundirle la creencia.

El futuro podría ser terrible. Losaugurios eran cada vez más oscuros.Deseaba que aquella mujer, más querida

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para mí que cualquier otra, se enfrentaraa lo que sucediera sin temor, segura conla sabiduría de los druidas, sabiendo loque los druidas sabían.

—Nada deja de ser —reiteré conénfasis obligándola a aceptar la ley dela naturaleza—. Así pues, todosnosotros estamos perfectamente seguros,aun cuando cambien las condiciones denuestra existencia.

Ella estaba frente a mí, mirándomecon una expresión tan seria yesperanzada y, no obstante, tantemerosa, que me hizo sufrir.Concentrando todas las fibras de mi ser,vertí en ella, plenamente y sin reservas,

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toda la fuerza de mi conocimiento, todami experiencia, todos mis recuerdos...,hasta que vi que las sombras sedesvanecían de sus ojos como la llegadadel amanecer.

Maravillada, su vocecita ásperarepitió por fin:

—Todos nosotros estamosperfectamente seguros.

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CAPÍTULO XXIX

Abrí los brazos y ella vino a mí.Perdidos en la niebla, abrazando mimundo, me estremecí de dicha.

Entre nuestros cuerpos apretadosnoté que el niño se movía en su vientre.Briga emitió su risa gorjeante.

—Y el bebé también está seguro,¿no es cierto?

—Sí. Eso que le hace moversedentro de ti es su espíritu inmortal.

—Te quiero, Ainvar —murmuróBriga.

Y yo, en el silencio de mi cabeza,

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murmuré una plegaria de profundagratitud a Aquel Que Vigila. Briga eratotalmente mía, ya no temía amarme.

Pero yo tenía miedo, no de lamuerte, sino de que el niño que era míoy de Briga no tuviera la oportunidad decrecer como una persona libre entregentes libres, un cantor entre un puebloque cantaba. Temía que el hijo deTarvos y el muchacho cuya ceguerahabía curado Briga y todos nuestrosdemás niños se vieran privados de suherencia.

Los soldados de César empalaban alos niños celtas en sus lanzas.

Yo había luchado contra la muerte

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de Tarvos porque le llegó demasiadopronto. Por el bien de los niños lucharíaahora contra César y todos sus ejércitos.Lucharía contra el mundo, lo sacrificaríatodo.

Con un fervor redoblado me dediquéa estudiar los antiguos rituales deprotección y a buscar otros nuevos,interrogué exhaustivamente a cadadruida que visitaba el bosque, en buscade nuevos gestos, encantos y símboloscon los que ampliar nuestro arsenaldruídico.

Al finalizar una campaña en la quehabía matado brutalmente a numerososbritones infortunados y esclavizado a

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muchos más, César volvió a enviar susnaves a la costa norte de la Galia. Allísupo que la región había sufrido unacosecha desastrosa y los guerreros quehabía estacionado en las tierras de losbelgas sufrirían graves carencias degrano y otros suministros a menos queemprendieran alguna acción.

César convocó un consejo de reyeslocales, con los que se reunió enSamarobriva, junto al río Somme, y lesinformó de que iba a cambiar de sitiolos campamentos de invierno de suslegiones. Ahora las distribuiría entremás tribus que antes, a fin de darlesacceso a los suministros de todas. De

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ello me informaron los druidas de lostréveros y los eburones, los cualeshabían acudido al gran bosque a fin deprepararse para la convocatoria deSamhain. Me rogaron que usara el poderconcentrado del bosque para invocar lafertilidad de sus tierras, donde aquelaño habían fracasado las cosechas. Conla carga añadida de los romanos a losque alimentar, ellas, como muchas otrastribus norteñas, se enfrentaban a lahambruna antes de que la rueda de lasestaciones hubiera girado por completode nuevo.

Al escucharles me pareció evidenteque la región estaba madura para la

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rebelión. Y una rebelión en el nortedistraería a César un poco más antes deque atacara la Galia central.

Conferencié larga y seriamente conlos treveranos y los eburones. Puestoque ya habían padecido el dominio delos romanos, descubrí que eran másreceptivos a mis sugerencias quemuchos de los galos libres que hastaentonces desconocían la férula de Roma.

A cambio de mi promesa de llevar acabo nuestra magia más poderosa a sufavor en el bosque, los druidasvisitantes prometieron emplear suinfluencia entre los líderes de susrespectivas tribus. Entonces, con cierta

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satisfacción, informé a nuestros druidaslocales:

—Estamos extendiendo la red.No pasó mucho tiempo antes de que

estos esfuerzos dieran fruto.Inquieto por la situación, César

permaneció en la Galia del norte parasupervisar las fortificaciones de losnuevos campamentos, en vez de regresaral Lacio para pasar el invierno como decostumbre. Mientras estaba allí, estallóuna revuelta, encabezada por Ambiorix,rey de los eburones, el cual tenía elapoyo y el estímulo de Indutiomarus ,rey de la gran tribu de los tréveros. Lasbatallas consiguientes se extendieron

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por todo el territorio entre los ríos Rin yMeuse. Una importante fuerza, incluidosdos jefes de alta graduación, fueaniquilada.

Alentados por los primeros éxitos dela revuelta, otras tribus norteñasempezaron a sumarse al alzamiento.Pronto César se encontró luchando enmuchos frentes. Indutiomarus inclusoenvió agentes al otro lado del Rin parainvitar a los germanos a participar,prometiéndoles compartir el botín y todoel hierro romano que pudieran llevarse acasa.

Seguí ávidamente los informes delas batallas, cuyos resultados unas veces

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eran favorables a los celtas y otras a losromanos. Sacrificamos muchos bueyesen el bosque para propiciar el triunfo denuestros aliados. Durante algún tiempopareció como si pudieran salirvictoriosos, pero entonces las astutastácticas del romano empezaron aimponerse y los romanos a ganar másbatallas de las que habían perdido.

Entonces me enteré de que me habíaequivocado al suponer que la revueltadel norte desviaría la atención de Césarde la Galia central. Aquel hombre teníavarias capas en la mente y era capaz depensar en diversas cosas a la vez, locual es el atributo que realmente

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distingue a los humanos de los animales.Incluso mientras dirigía una campañacontra las tribus enfurecidas por susexigencias de grano, había recordadootras iras... y la muerte de Tasgetius.

La noticia llegó a gritos a lo largo delos valles fluviales: César habíaenviado una legión desde las tierras delos belgas para que pasaran el inviernoentre los carnutos.

Me quedé consternado.Enseguida me puse en camino hacia

Cenabum. La noticia era cierta. Césarhabía enviado cinco mil hombres almando de un tal Lucius Plancus a la zonapara investigar la muerte de Tasgetius y,

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como decían los romanos, «mantener lapaz». Según ellos existían indicios deuna revuelta combinada de carnutos ysenones.

César estaba enterado del proyectode confederación gala y tenía espías entodas partes. Sin embargo, era evidenteque no sabía con seguridad quiénesestaban comprometidos con laconfederación ni qué planes se estabanhaciendo. Debía de haber supuesto queun ejército enviado a nuestro territorio—y otro a la tierra de los senones—bastaría para intimidarnos a ambos.

Cuando me aproximaba a Cenabum,vi que el campamento romano estaba

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extendido por los campos niveladoscomo una extraña inundación. Hice unamueca de disgusto. A fin de evitar quenos descubrieran las omnipresentespatrullas romanas en la vecindad delcampamento, conduje a mis compañerostrazando un círculo muy grande quefinalmente nos llevó a una puerta lateralde la ciudad.

Las puertas estaban cerradas yatrancadas. Tuve que gritarle alcentinela e identificarme con la túnicaencapuchada y el triskele antes de quenos abrieran las puertas. Mientrasaguardábamos, pensé en el estiloromano de intimidación.

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Los druidas sabemos algo acerca dela intimidación.

Dejando que mis guardaespaldas semezclaran con los guerreros deCenabum, me encaminé al alojamientodel rey. El efecto de la presenciaromana en la zona era evidente. Loscarnutos estaban serios y se ocupaban desus tareas cotidianas con los ojos bajosy expresiones nerviosas. Hablaban confrases breves y nadie cantaba.

Por otro lado, los mercaderesromanos eran más visibles que nunca, sedesplazaban por Cenabum garbososcomo gallos jóvenes y se saludabanalegremente como si fuesen los dueños

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del lugar. Yo me deslizaba de unasombra a otra para evitarlos.

Encontré a Nantorus en sualojamiento, sumido en la penumbra. Suanciana esposa y las mujeres de su clanme dieron la bienvenida, pero los ojosdel rey revelaban desánimo. En aquellaruina de hombre era difícil descubrir alpaladín que en otro tiempo fue nuestroguerrero más dotado. La vitalidad quepudiera haber recuperado la habíaperdido de nuevo, ahora tal vezpermanentemente.

—Me trata como si no fuese más queun perro bajo la mesa, Ainvar —sequejó Nantorus en cuanto terminamos

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con las formalidades.—¿Quién lo hace?—El comandante romano, Lucius

Plancus. Tiene no sé qué pergamino deCésar con símbolos pintados en él ydice que eso le da derecho a gobernaraquí en la ausencia de un rey legal. ¡Yosoy el rey legal, Ainvar! —añadió entono quejumbroso, con un temblor en loslabios.

—Confío en que les dijiste que aquísu pergamino no tiene ningún valor. Noestamos a las órdenes de César, somosun pueblo libre.

Nantorus no me miraba a los ojos.Permanecía sentado en su banco,

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sosteniendo una copa de vino y sinenergía para llevársela a los labios.

—Lo intenté —dijo con voz ronca—pero él no quiso escucharme. Fui alcampamento y le ordené que semarchara, pero sus hombres se rieron demí y de mi carro, y casi antes de quesupiéramos lo que ocurría llegaron doscohortes a la puerta principal deCenabum y amenazaron con matar acualquiera que intentase salir. Plancusdijo que debíamos quedarnos dentro delos muros y obedecer sus órdenes o...,o..., No le temo, Ainvar, ni a él ni aningún hombre, ya lo sabes. No temo ala muerte. —Nantorus alzó la cabeza y

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encontró un vestigio de su antiguoorgullo—. Pero me aterra que yo, el reyde los carnutos, sea privado de suvirilidad delante de toda la tribu. Eso eslo que Plancus ha prometido que meharía, castrarme y golpearme hasta queyazca impotente en un charco de sangrey orina, y luego hacer que mi puebloescupa sobre mí.

»Creí que podría luchar contra élpero... ya no tengo el valor de hacerlo,así que me quedo aquí y los romanosestán ahí afuera. Mañana piensaninterrogar a la gente acerca de la muertede Tasgetius. La gente está asustada.Yo... representaba su fuerza, su

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virilidad. ¡Y estaba capacitado! Hastaque el romano..., hasta que sus hombresse rieron..., hasta que dijo...

Me dio una gran lástima. Por miculpa se encontraba en aquella situacióninsostenible. A un anciano deberíadejársele su dignidad. Debí haberprevisto su reacción y hacer que unhombre más joven y fuerte se enfrentaraa las águilas romanas. Pensé brevementeen Cotuatus, mas para mantenerlosalejados de lo que los romanos llamabanjusticia había dejado a él y a CromDaral en el Fuerte del Bosque.

—¿Qué príncipes hay ahora enCenabum, Nantorus?

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El rey los nombró.Conconnetodumnus había partido enbusca de esposa, llevándose a sus fielesguerreros para atacar a los turones, quetenían mujeres agraciadas y fértiles. Losdemás nobles actualmente encerradosdentro de los muros de Cenabum no eranlo bastante impresionantes paraintimidar a un comandante romano. Sihubiera un Rix entre ellos paraenfrentarse a Plancus...

—Di a tus mujeres que me traigan latúnica de un príncipe —le ordené—. Ytodas las joyas de oro que puedanreunir, un collar, brazaletes, anillos,cuanto más grandes y vistosos tanto

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mejor. Un manto de piel de lobo ybroches esmaltados. ¡Rápido!

—Pero, Ainvar, los druidas nollevan tales cosas.

—Cuando me encuentre con elcomandante romano, Nantorus, no loharé en calidad de druida.

Me vestí en el alojamiento del rey.Tras la libertad de movimientos queproporcionaba la holgada prenda concapucha, la túnica y las polainasajustadas me producían una sensación deagobio, y el peso de las joyasamenazaba con hundirme en la tierra,como les dije a las risueñas mujeres.

Cuando me consideré preparado y

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perfectamente disfrazado como unpríncipe perteneciente al rango de lacaballería, la anciana esposa del reysoltó una carcajada.

—Sabrá que eres un druida encuanto te vea —me dijo—. Llevas latonsura.

Me había olvidado de la tonsura.Como todos los druidas, desde miiniciación en la Orden me había afeitadola parte delantera de la cabeza de orejaa oreja para darle al sol mayor acceso ami cerebro, pues el Fuego de laCreación nutre la mente. En mi caso eseestilo daba la impresión de una frente dealtura antinatural, con una franja

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plateada que se iniciaba por encima dela sien, y bastaba para identificarmecomo druida ante cualquiera que hubiesepasado algún tiempo en la Galia.

—¿Tienes una túnica con capucha oalguna clase de capucha que no parezcade druida? —pregunté, pero la búsquedaen el alojamiento resultó infructuosa.

Entonces una de las hermanas delrey sugirió:

—¿Por qué no una guirnalda? Si eresun guerrero, sin duda tomas parte en losinnumerables concursos y carreras conlos que pasan el tiempo cuando nocombaten. Podemos hacerte unaguirnalda de vencedor y los romanos no

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verán nunca la diferencia.No era la estación de las hojas

verdes y en el alojamiento del rey nohabía arbustos, pero las mujeres mehicieron una gruesa corona utilizandocol rizada y acedera destinadas a lacomida, atadas con enredadera e hilo detelar. Todos estuvimos de acuerdo enque no habría engañado a los nuestros,pero bastaría para dar el pego a losromanos.

Cuando por fin estuve listo,enviamos un mensajero al campamentoromano para convocar al jefe en elalojamiento del rey de los carnutos.

Esperamos, pero Plancus no se

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presentó.—Tendrás que ir tú a verle —dijo

Nantorus.—Ah, no. Envía de nuevo al

mensajero, pero esta vez que diga cuántote ha afligido saber que el comandanteromano ha estado gravementeincapacitado.

—Pero no lo ha estado..., ¿verdad?—Todavía no —le dije, reprimiendo

una sonrisa—, pero no querrá que esaclase de rumor se extienda por Cenabumy vendrá aquí para demostrar que no escierto. A fin de asegurarnos de que lohaga, llevaré a cabo unos hechizosmientras aguardamos.

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No tuvimos que esperar demasiadoantes de que Lucius Plancus en personacruzara galopando las puertas deCenabum, al frente de una compañía decaballeros romanos. Al oír suaproximación, salí del alojamiento paraver cómo era antes de que él pudierahacer lo mismo conmigo.

Como estaba predispuesto a sentirdesagrado hacia él por lo que le habíahecho a Nantorus si no por ninguna otrarazón, nada más verle le detesté.Montado en un semental blanco quebufaba y tenía espuma sanguinolenta enlas comisuras de la boca, el tal Plancusera bajo, cetrino y de mirada dura. Un

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hombre implacable.No había mostrado la menor

simpatía, por lo que no recibiría ni unápice por mi parte. Tenía que haber unequilibrio.

Bajó del caballo, miró altivamente asu alrededor y chasqueó los dedos. Unhombre con cara de eduo se adelantó.

—No necesitaremos intérprete —meapresuré a decir en latín, volviéndome amedias para que el eduo no pudiera vermi frente desde demasiado cerca.

Agradecí la proximidad delcrepúsculo.

—¿Y tú quién eres? —quiso saberPlancus.

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—Ainvar de los carnutos. Hablo tulengua, o si lo prefieres podemos usar elgriego.

Era demasiado experimentado paradejarme ver cómo le desconcertaba,pero yo podía oler su sorpresa.

—El latín servirá —dijo, haciendoun gesto al eduo para que se apartara—.Llévame ante Nantorus.

Cambié de postura, cerrándole elpaso.

—El rey Nantorus —le corregícortésmente—. Debes usar su título.

—Rey, cabecilla, llámale comoquieras. Quería hablar conmigo y aquíestoy.

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—Soy yo quien quería hablarcontigo —volví a corregirle—. Estásaquí porque yo te he llamado.

Plancus me miró con los ojosentrecerrados, como si me viera porprimera vez. El eduo también se habíaadelantado y me miraba con curiosidad.Me pregunté si se me habría deslizado laguirnalda. Sería mejor que entráramosenseguida en el alojamiento, antes deque pasara por allí alguno de los míos yrevelara inadvertidamente mi identidad.

—Dentro podremos hablar con máscomodidad —le dije a Plancus,empujando la puerta de roble—. Amenos que temas entrar y dejar fuera a tu

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ejército.El romano me perforó con la mirada,

pero hizo una seña a sus hombres paraque esperasen y me siguió al interior delalojamiento. Tuve que agachar la cabezapara no golpearme con el dintel. A él nole fue necesario.

Lucius Plancus no saludó ni hizoseñal alguna de reconocimiento aNantorus, el cual se levantó de su bancocuando entramos. El romano se limitó amojar los dedos en la jofaina de aguacaliente para la cara que la esposa delrey le ofreció cortésmente. En el interiordel espacioso alojamiento brillaban losmetales bruñidos y resplandecían los

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tejidos de vivos tintes, por todas partesestaban apiladas lujosas pieles queofrecían comodidad y la mejor comida ybebida estaba al alcance de la mano. Sinembargo, el romano deslizó una miradadespectiva alrededor de los muros yluego se mantuvo distanciado, como siestuviera en un corral de animales.

—Ahora dime qué quieres —medijo en un tono que denotaba sucostumbre a mandar—. Habla rápido,pues he de volver con mis hombres.Puedes empezar por explicarme quiéneres y qué te da derecho a llamar a unoficial romano.

—Pertenezco al rango de la

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caballería —repliqué en tono neutro—,como tu Cayo César. Acabo de regresary encuentro a Cenabum rodeado deextranjeros armados que no han sidoinvitados a venir. Así pues, como esnatural, exijo una explicación.

—¿Tú exiges una explicación?Plancus estaba perplejo, pues yo no

actuaba de acuerdo con sus expectativas.—Así es. Nosotros nunca hemos ido

con un ejército a vuestra tierra. ¿Por quélo traéis vosotros a la nuestra?

—Hemos sido enviados paramantener la paz —dijo él con rigidez.

—Aquí había paz hasta quevinisteis. Ahora, con cinco mil hombres

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pisoteando campos y prados yconvirtiéndolos en barro inútil, la paz hasido destruida. Los hombres estánairados por vuestra intrusión y en estosmismos momentos están afilando susarmas. Correrá la sangre y vosotrosseréis los culpables.

—¿Estás amenazando con unarebelión?

—Una rebelión es un alzamientocontra la autoridad establecida —le dijecon la confianza de quien ha sido bieneducado por la Orden—. No tenemosmotivo para resistirnos a nuestraautoridad establecida, que es la del reyNantorus, amado por su pueblo. Sin

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embargo, tenemos toda clase de razonespara oponer resistencia a los invasoresextranjeros y somos plenamente capacesde hacerlo. Traes conflictos contigo,todo lo que te pido es que te los lleves.Vete. Llévate a tu legión a otra parte ydéjanos en paz.

Plancus miró a Nantorus.—Creía que el viejo era demasiado

listo para una cosa así, pero es evidenteque permite a un necio hablar por él.Estás cometiendo un error, Ainvar. Nocomprendes la situación.

—Eres tú quien no comprende lasituación —le corregí amablemente.

Como un jefe militar inteligente,

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Plancus trató de llevar la discusión a unterreno familiar.

—Nos han ordenado queaverigüemos el nombre del asesino devuestro rey Tasgetius y que loentreguemos a la justicia.

—¿Por la autoridad de quién?—La de Julio César, en nombre de

los ciudadanos de Roma.—Una ciudadanía sin ninguna

posición en la Galia libre —repliqué—.Aquí no eres una autoridad a la quereconozcamos, Plancus, y no olvides quehay seis guerreros carnutos por cada unode los vuestros. —Hice una pausa paraque digiriese esta última información.

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Mi cabeza me recordaba que losromanos creían en la permanencia de lamuerte. Incluso un hombre tan durocomo Plancus debía temer la amenazadefinitiva que era la muerte—. Seaquien fuere quien te ha enviado, lo ciertoes que te ha ordenado morir por unatriquiñuela. Nuestros príncipes puedenllamar a sus guerreros que están en loscampos circundantes con un simplegrito. Bastará que Nantorus se lo pida.Hasta ahora ha sido benévolo contigo,porque somos gentes de paz, con un reylegal. Has venido aquí como respuesta alas acusaciones infundadas de un puñadode mercaderes desafectos, pero ¿estás

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dispuesto a morir por ellos, Plancus?¿Acaso cualquiera de ellos sesacrificaría por ti? ¿Merecen todosjuntos la destrucción de una legiónromana?

Él soltó un bufido.—¿Qué te hace pensar que tus

hombres podrían perjudicar en serio auna legión romana?

De improviso le agarré la muñecadel brazo con el que habría de blandir laespada. Mirándole fijamente a los ojos afin de tener acceso a su cabeza, empecéa apretar.

Fuertemente, como una piedra, elpeso de una roca presionando hacia

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dentro de sí misma, el peso de la tierra,la diosa suprema, madre de todosnosotros, presionando hacia adentro,hacia abajo, irresistible, oprimiendo,aplastando..., aplastando...

Dentro de la cabeza del hombre, enel lugar donde cada uno de nosotrosmoldea su forma exterior,conscientemente o no, hablé a los huesosde la muñeca de Plancus. Oprimíos yaplastaos, les ordené, oprimíos yaplastaos unos a otros.

El rostro del romano palideció bajolas capas de piel curtidas por el viento.

Recordando a Vercingetórix, hiceque su sonrisa radiante e indomable

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apareciera en mi rostro y se la mostré aLucius Plancus. ¡Mira el rostro de unhombre libre! ¡Témele!

En el silencio de la estancia, elsúbito crujido de los huesos que estabansiendo pulverizados eraasombrosamente sonoro.

Plancus flaqueó bajo mi presión,pero no emitió grito ni queja: Romaadiestra duramente a sus guerreros. Perodudo de que alguna vez hubiera creídoque un solo apretón le aplastaría lamuñeca.

Cuando le solté, su mano sedesplomó, inutilizada. Él la cogió con laotra mano e intentó hacer girar la

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articulación. Se oyó un terrible ruidochirriante y, a juzgar por su expresión,pensé que iba a desmayarse.

—Será mejor que te sientes —ledije solícitamente—. Aquí, en estebanco. ¿Quieres un manto de piel paralas rodillas? Toma un poco de vino.¿Tal vez deseas que te atienda una denuestras curanderas?

Durante la confrontación, Nantorus ysus servidores habían seguido misinstrucciones, manteniéndose ensilencio. Entonces la esposa del rey seadelantó para ofrecer una copa de vinoal romano. Éste la cogió con la manoindemne y la apuró de un trago.

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Pensé en la tierra, la oscuridad y elpeso, un gran peso que presionaba haciaabajo.

Esta vez Plancus emitió un gritoahogado, pero se sobrepuso.

—No quiero que ninguno devuestros bárbaros curanderos me hagamás daño —dijo entre los dientesapretados.

—Como desees —respondícomplacido y, sin abandonar el tonoconversacional, observé—: No soy elmás fuerte de nuestra tribu, ¿sabes? Nimucho menos. Algunos de nuestrosguerreros me considerarían débil. Nuncahas luchado contra los galos libres, ¿no

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es cierto? Entre nosotros hay algunos alos que ningún hombre en su sano juiciose atrevería a enfrentarse.

Cuando él menos lo esperaba, volvía invocar la radiante sonrisa deVercingetórix y se la mostré de nuevo.

Al mismo tiempo ordené a loshuesos de su muñeca que meobedecieran por última vez.

Plancus puso los ojos en blanco.Cuando se recuperó, empezó a deciralgo, pero le interrumpí.

—¿Llamo a tus hombres para que telleven de regreso al campamento?Parece ser que no lo pasas muy bien, locual es una lástima. Aquí nos preciamos

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de nuestra hospitalidad. No creo quedesees decirles a tus hombres lo que teha sucedido, ¿verdad? No haría ningúnbien a tu reputación decir que has sidoincapacitado por... un bárbaro.¿Decimos sencillamente que te hascaído? Está tan oscuro en estosalojamientos...

Poniendo una mano bajo su brazoindemne, ayudé al romano a ponerse enpie. No pudo hacer acopio de fuerzaspara resistirse. El dolor le recorría aoleadas y la muñeca le colgaba a unlado como un tubo de piel lleno degrava. No volvería a blandir de nuevouna espada, pues la articulación estaba

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aplastada. Por el peso de la tierra.Cuando llegamos a la puerta, toda mi

solicitud desapareció en un abrir ycerrar de ojos, dejando un núcleo dehielo. En voz baja e intensa, susurré:

—No hay ningún motivo para queestés aquí excepto morir, LuciusPlancus. Morir horriblemente. Ya hassufrido. Márchate mientras puedas, antesde que algo mucho peor os suceda a ti ya tus hombres.

Le hice cruzar la puerta. El sol seestaba poniendo en un cielo rojo comola sangre. Volviéndome con precisión demodo que los últimos rayos se reflejaranen mis ojos, fijé la mirada en el romano.

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—Márchate —le ordené—. Mientraspuedas.

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CAPÍTULO XXX

Mi gente me esperaba en las puertas delFuerte del Bosque, y se daban codazosen su ansiedad por enterarse de lo quehabía ocurrido en Cenabum. InclusoCrom Daral estaba allí, sin abrirse pasocomo los demás, sino en pie más allá dela multitud, como un cuervo solitario enuna rama.

Aunque ansiaba acostarme y dormir,cumplí con mi deber. Precedí a lamultitud al interior de la sala deasambleas, donde les relaté miexperiencia con los romanos, la exageré

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un poco, como habría hecho Hanesa, yme recreé con los gritos ahogados y losmurmullos resultantes. Tal vez en algunaotra vida podría ser un buen bardo.

Mis druidas me hicieron laspreguntas importantes.

—¿Se marcharon los romanos? —insistió Dian Cet varias veces, antes deque hubiera terminado de contar lamejor parte de la historia.

—Plancus regresó a su campamentocon mucho en que pensar —repliqué—.No esperaba que partiera de inmediatocon la legión. Los soldados siguieronadiestrándose, haciendo marchas ycontramarchas como antes. Pero nadie

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se presentó en Cenabum para investigarla muerte de Tasgetius. Así pues,aguardamos. Plancus permanecióacampado cerca de la ciudad durantesiete noches enteras. Entonces, en laoctava noche, los centinelas informaronde que la legión estaba cruzando elLiger, alejándose de nosotros en ladirección general del territorio de losturones. Presumiblemente, LuciusPlancus había decidido que podríamantener mejor la paz vigilando a losturones en vez de a nosotros.

Entonces tomó la palabra el GobanSaor.

—No comprendo por qué no te mató.

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Al fin y al cabo, habías atacado a uncomandante del ejército romano.

Sonreí antes de responder.—Estaba demasiado desconcertado.

Los romanos quieren que todo estéclaro, con bordes nítidos, y se entrenansin cesar preparándose para situacionespredecibles. Pero de ninguna maneraPlancus podía estar preparado para loque le sucedió en el alojamiento del rey.Desde que llegó allí tuvo queenfrentarse con lo inesperado. De habersido un hombre que actuase a la ligeranunca le habrían puesto al frente de unalegión romana, por lo que yo estababastante seguro mientras le mantuviera

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confundido, incapaz de aclarar lasituación en su cabeza y decidir algunajuiciosa reacción romana.

»Cuando regresó a su campamentodebió de sentirse un tanto estúpido, perotodavía tenía que enfrentarse al dolor yyo confié en ello. Ningún hombre podríahacer caso omiso de una lesión como lasuya. Todos tensamos continuamente sindarnos cuenta los tendones de las manosy los dedos, y cada vez que Plancus lohacía el dolor debía de ser insoportable.El dolor impide pensar con claridad y,por esta razón, hizo lo que debió deparecerle más juicioso: una retiradaestratégica. No puedo decir qué motivo

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le dirá a César, pero probablementeencontrará una justificaciónsatisfactoria.

—¿Volverá la legión?—No de inmediato. Dispondremos

de un poco más de tiempo.En realidad, tenía la sensación de

que estaba llevando a cabo unacompleja negociación comercial con elCésar invisible, utilizando toda miinteligencia para procurarle a mi puebloun día más de tiempo, como quienensarta una cuenta tras otra en un cordel.

Los dos estábamos empeñados enuna lucha cuya verdadera naturaleza yocomprendía mucho mejor que César.

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Para él, las campañas de la Galia noeran más que escalones en su carrera. Encambio, para nosotros se trataba de algomás importante que la vida misma.

Presumiblemente, todavía no se dabacuenta de que la Orden de los Sabios erasu verdadero e implacable enemigo.

Los hombres de César capturaron alvaliente Indutiomarus de los tréveroscuando trataba de cruzar un río a nado.Llenos de ira nos enteramos de que sucabeza había sido llevada en un palo alcampamento romano, donde fuesaludada con gritos y chanzas.

En el gran bosque ofrecimos unsacrificio apropiado a la gloria del rey

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trévero, uno de los nuestros, ahora ypara siempre.

Con la muerte de Indutiomarus, laresistencia en el norte pareció cesar porel momento. César convocó un consejode los dirigentes galos. Luego afirmóque asistió la mayoría de ellos, lo cualera una mentira descarada.

Una incómoda quietud, que podríahaber sido confundida con la paz, seinstaló en la Galia, pero por debajo lared druídica estaba muy ocupada,instando, persuadiendo, discutiendo,sugiriendo.

Yo tenía conocimiento de todo ello.Desde el gran bosque en el corazón de

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la Galia les orientaba, llevando a cabomi juego invisible y desesperado contrala crueldad y la astucia de Cayo JulioCésar.

Uno de los visitantes más asiduosdel bosque era Riommar, jefe druida delos senones. Como yo mismo, era jovenpara su cargo, un hombre con talento yvigor, entregado a la protección de sutribu. Sus adivinos habían vistoportentos que le preocupaban y le hacíandejar de lado los resentimientos que supueblo pudiera abrigar con respecto almío por el asunto del sacrificio de losprisioneros senones llevado a cabo tantotiempo atrás. Tales acciones eran

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corrientes y ambos las comprendíamos.En cambio, la amenaza que representabaCésar era diferente, y Riommar lobastante juicioso para darse cuenta deque estaba por encima de las rivalidadestribales.

¡Ah, si los reyes tuvieran la mismaprudencia!

A instancias mías Riommar habíaadvertido a Cavarinus, rey de lossenones, de que no asistiera al consejode César. Cavarinus estaba engatusadopor las riquezas de Roma, peroRiommar se las había ingeniado paraasustarle con atroces augurios.

—Es un éxito temporal —me dijo en

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el bosque—. Cavarinus está demasiadoimpresionado por César. Tuvo el apoyoromano para derrocar a nuestro reyanterior, Moritasgus, y ocupó su lugar enel alojamiento del rey enVellaunodunum.

—Ésa ha llegado a ser una historiafamiliar en la Galia —comenté—. PeroMoritasgus sigue vivo, ¿no es cierto?

—Así es.—Más afortunado que algunos —

murmuré, pensando en el arvernioCeltillus—. Estaríais mejor si volvieraa ser vuestro rey, Riommar. Él no ospondría en las manos de los romanoscomo temo que podría hacerlo

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Cavarinus.Riommar asintió, su rostro

ensombrecido por la preocupación.—Estamos viviendo tiempos

difíciles.—La incorporación de los senones a

la confederación de la Galia libre nosreforzaría mucho —le sugerí.

—Cavarinus nunca...—No, pero sin duda Moritasgus lo

haría. Debe de odiar a César.—Si Cavarinus fuese asesinado, los

romanos sospecharían. No quiero que mitribu esté bajo su escrutinio como lo haestado la tuya desde la muerte deTasgetius.

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—No estaba pensando en unasesinato directo —le aseguré aRiommar—. Ése es el método romano y,como he aprendido, hay que evitarlo.Existen otros sistemas, más antiguos ymejores. Métodos druídicos.

Intercambiamos una mirada deentendimiento.

—Confío en la sabiduría delGuardián del Bosque —dijo Riommar—. Buscamos tu ayuda porqueCavarinus no debe ser el rey de nuestratribu. Cómo elijas ayudarnos es cosatuya.

—Nada es gratuito. Por cadacosecha obtenida de la tierra hay que

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hacer una ofrenda. Si usamos el poderdel bosque para ayudarte, a cambiodebes usar tu influencia para persuadir aMoritasgus y los demás príncipes de lossenones para que se unan a laconfederación gala y sigan aVercingetórix en la batalla contra Césarcuando llegue el momento.

—De acuerdo.—¿Y qué me dices de los que ahora

son más leales a Cavarinus?Caminábamos por el bosque, puesto

que el embarazo de Briga estaba cercade su final y había demasiadas mujeresen mi alojamiento. En las ramasdesnudas de los árboles los prietos

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brotes nuevos aguardaban el momentode abrirse a la vida.

Riommar se agachó y cogió unpuñado de guijarros amarillentos de latierra blanda y marrón. Los lanzó al airey cayeron formando un diseño. Lamayoría cayeron juntos, pero unos pocosresbalaron y rodaron, apartándose de losdemás.

—La mayoría seguirá a Moritasgus—dijo Riommar—. Algunos seguirán supropio camino. Somos un pueblo libre.

—Sí, lo somos, pero si hemos deseguir siéndolo, ¿a cuántos podemospermitir que sigan su propio camino?César no concede semejante

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individualidad a aquellos a los quedomina.

Riommar no pudo responder a mipregunta.

Cuando el jefe druida de los senoneshubo partido hacia la fortaleza de latribu en Vellaunodunum, envié unmensaje a Rix; pronto podríamos añadira los senones a la confederación.

En el bosque empezamos a llevar acabo una potente magia contraCavarinus. No dudaba de que seríaeficaz si éramos capaces de poner enjuego toda la fuerza del bosque sagrado.Pero requeriría tiempo, y no nosquedaba demasiado.

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Leyendo los signos y portentos,estudiando las entrañas, entrando encomunión con los espíritus del agua y elviento, nuestros vates previeron elfuturo. Keryth me informó de lo quehabían averiguado.

—Incluso en los días de sol másbrillante, una sombra cae sobre la tierrade los carnutos, Ainvar. Es la sombra deun águila. Antes de que la rueda de lasestaciones haya vuelto a girar de nuevo,el águila atacará.

Riommar me envió un mensajereconfortante. Cavarinus, el rey de lossenones, estaba atravesando un períodode salud muy precaria. Los príncipes

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Acco y Moritasgus se hacían cargodiscretamente de sus responsabilidades,con la anuencia de la mayoría de latribu, hasta que el rey se restableciera.

Mientras esta noticia me regocijaba,Briga dio a luz a una niña.

Nunca había imaginado que podríatener una hija. Los hombres sólopensamos en hijos varones. Cuando selo dije así, Briga se rió.

—Sabía que era una niña antes deque mi vientre empezara a hincharse,Ainvar. Sulis y Damona me lo dijeron.

Una niña. Una niña tan pequeña quetemía tocarla, con el cráneo largo y rizoshúmedos y oscuros arracimados

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alrededor de la carita rojiza. A primeravista vi que sería más encantadora quecualquier mujer que los carnutoshubieran visto jamás.

Los druidas saben esas cosas.Qué increíble era que el empuje de

mi virilidad se hubiera transmutado, através de la magia de Briga, en unafrágil hembra de largas pestañas yorejas diminutas y arrugadas. Un espíritual que yo llegaría a conocer y amarestaba albergado en aquel ser enminiatura.

Si Cayo César hubiera aparecido enla puerta de mi alojamiento en aquelinstante, le habría estrangulado con mis

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propias manos a fin de hacer del mundoun lugar más seguro para mi hija.

No se presentó, y así pudeentregarme a la contemplacióndespaciosa de mi hija. No se nosconceden muchos momentos similares.

Crom Daral me sorprendió al traerun regalo para la niña.

—Para la hija de Briga —recalcó,como si yo no hubiera participado lomás mínimo en su creación.

Permanecía torpemente en el umbral,sujetando algo en el puño cerrado ytratando de atisbar el interior delalojamiento.

—¿Quieres entrar y verla, Crom? —

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le pregunté, sintiéndome orgulloso ymagnánimo.

—Oh..., no..., yo..., sólo dile a Brigaque he traído esto.

Depositó un objeto en mis manos yse marchó a toda prisa.

Al mirar descubrí que se trataba desu brazalete de oro, símbolo de unguerrero. Era como si yo me hubiesedesprendido de mi túnica con capucha.

El regalo no era apropiado para unaniña y, desde luego, no lo era para mihija. No sabía cómo reaccionar.

—¿Qué es, Ainvar? —me preguntóBriga desde el jergón, donde yacíaalimentando al bebé.

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Sulis le había dado un brebaje decrema y especias para estimular sulactancia.

—Crom Daral ha traído un regaloerróneo —le dije apresuradamente.

—Es muy propio de Crom —selimitó a decir ella.

Lakutu se adelantó para ver lo quesujetaba. Enseguida reconoció elbrazalete de guerrero. Su hijo, Glas,tenía el de su padre.

—Buen amigo —comentó—. Te daoro.

—Ha sido un error. Más tarde se lodevolveré.

Guardé el brazalete en el cofre de

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mis pertenencias y pronto otrosacontecimientos desviaron mi atención.Como la imagen de piedra que en otrotiempo el Goban Saor talló para Menua,el regalo de Crom Daral quedó olvidadopor la presión de las preocupacionescotidianas.

Tras la muerte de Indutiomarus, loshombres de su clan siguieron acosando alos romanos en el norte. Ambiorix de loseburones se les unió. César marchó a lastierras de los tréveros y tendió un puentesobre el Rin, a fin de poder amenazar alas tribus germánicas que se habíanaliado con Indutiomarus. No se atrevió aadentrarse más en los oscuros bosques

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germanos. Los germanos no sededicaban a la agricultura y allí no habíagrano con que alimentar a las tropas. Sinembargo, César tomó rehenes y devastóla tierra, como tenía por costumbre.

* * * * * *

En medio de esta brutalidad, Césarnos sorprendió totalmente al enviar aVercingetórix unas joyas germanas como«regalos de amistad». Rix estabaperplejo y azorado. En ello vi unejemplo de la duplicidad calculadoradel romano.

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Tras haber intimidado una vez más alos germanos, César cruzó de nuevo elRin y atacó a Ambiorix.

Entretanto los nervios, los menapiosy los aduatucos también habían tomadolas armas contra los romanos. Césarlibró contra ellos una implacable guerrade agotamiento. Riommar me informóque el príncipe Acco de los senones lesdaba su apoyo y también estabaestimulando a los hombres de la tribupara que se integraran en laconfederación de la Galia libre.Riommar me comunicó con satisfacciónque estaba teniendo un gran éxito entrelos dirigentes de los senones.

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Entonces los romanos rodearon a lasfuerzas de Ambiorix en el bosque de lasArdenas, el mayor de toda la Galia. Unpríncipe de los eburones se envenenócon tejo para evitar que le hicieranprisionero, pero Ambiorix huyó.Enfurecido por haber perdido a supresa, César declaró criminal a aquelvaliente jefe y puso precio a su cabezapara atraer a los chacales.

Muchas de las tribus pequeñas delnorte se apresuraban frenéticamente aponerse a salvo. Enviaron mensajeros aCésar para rechazar toda conexión conlos enemigos del romano. De hecho,varios individuos de la mayoría de las

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tribus se abrían paso hacia Césarinsistiendo en que eran sus amigos ydenunciando con vehemencia a otros alos que deseaban que el romanocastigara.

Algunos carnutos fronterizosacudieron a él, como supe entristecido.Pero recordé a Riommar y sus piedras ylo acepté. Cada uno de nosotros actúa deacuerdo con su naturaleza, e incluso elhombre más valiente puede ser incapazde enfrentarse a la posibilidad de quematen a su mujer y sus hijos y devastensu tierra.

Por la mera diferencia numérica,César acabó con la resistencia en las

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tierras belgas. Lo que sus hombres nocomieron o violaron, lo quemaron.Ahora tanto los senones como losparisios y los carnutos recibían un aludde refugiados, los cuales contaban cosasterribles.

A lomos de un caballo espumante, unmensajero de Vellaunodunum llegó alFuerte del Bosque.

—Riommar desea que sepas queCésar ha convocado otro consejo de losreyes de la Galia. Cavarinus de lossenones se propone asistir, a pesar de suenfermedad.

Comprendí la situación. Mirespuesta debía estar cuidadosamente

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formulada, a fin de que Riommar supieralo que quería decir, pero nadie máspudiera acusarme de conspiración.Ahora había demasiados espías enacción y hasta el mensajero desemblante más sincero era sospechoso.Las monedas de César tintineaban enmuchas bolsas galas.

—Vuelve enseguida al lado deRiommar y asegúrale que el poder delgran bosque se está concentrando sobrela salud del rey de los senones —le dije.

Mientras el mensajero se alejabagalopando en un caballo fresco, celebréconsultas con Aberth y Sulis.

En el bosque sacrificamos una

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docena de reses blancas con crinesnegras y mezclamos su sangre con tresclases de veneno. Encendimos unahoguera utilizando leña empapada en lasangre. Los druidas cantaron.Obedeciendo nuestra orden, el vientoviró hacia Vellaunodunum, llevando losespíritus del veneno a Cavarinus.

Alguien le advirtió. Aunque estabadébil, Cavarinus logró arrastrarse hastaun caballo. Junto con un pequeño grupode sus seguidores más leales huyó haciaCésar, pero nuestros esfuerzos fueronrecompensados por el éxito. Apenashabía abandonado Vellaunodunumcuando los senones eligieron por rey a

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Moritasgus.El nuevo rey de los senones no

asistió al consejo de César. Tampoco lohicieron, por supuesto, ni Nantorus niningún representante de los tréveros.

En una atrevida marcha hasta elmismo límite territorial de los senones,algunos hombres de César capturaron alpríncipe Acco y le llevaron encadenadoante su jefe. César declaró a Accoenemigo de Roma e instigador deconspiraciones entre los enemigos deRoma, y fue torturado lentamente hastamorir. Algunos de los senones quehabían acompañado por su propiavoluntad a Cavarinus se quedaron tan

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consternados al ver esto que huyeron,temerosos de que pudieran acusarles departicipación secreta en los planes deAcco.

En la estación de la cosecha, Césarplanteó desmesuradas exigencias degrano a las tribus norteñas. Entonces,satisfecho porque ahora estabandemasiado acobardadas para ofrecerresistencia, regresó al Lacio, dejandodos legiones acampadas a fin de pasar elinvierno en las fronteras de los tréveros,dos más entre los lingones y seislegiones completas al otro lado del ríoSequana, en el territorio de los senones.

Antes de abandonar la Galia dio un

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paso más, uno que no podía pasarmedesapercibido. Envió a Cayo Cita,oficial romano con rango de caballero, aCenabum, provisto de instrucciones parahacerse con toda la cosecha de trigo delos carnutos.

Si César estaba preparandosuministros para sus ejércitos en elcentro de la Galia libre, eso sólo podíasignificar una cosa. Nosotros seríamoslos siguientes. Las predicciones denuestros adivinos eran exactas.

Envié un mensaje urgente aVercingetórix, pidiéndole que sereuniera conmigo en un lugar lo bastantealejado para que no pudieran enterarse

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los romanos.—En cierto modo me alegro de que

haya llegado el momento —le dije aBriga—. La espera es más dura que laacción. Ahora no sólo sabemos lo quedebemos esperar, sino cuándo.

—La guerra —dijo ella, en el tonoen que las mujeres pronuncian la palabra—. Vas a reunirte con Vercingetórixpara planear una gran guerra. ¿Cuándovolveré a verte? —Entonces se animó—. ¡Lo sé! ¡Iré contigo, Ainvar! No nossepararemos.

—El viaje a caballo será duro. Esmejor que te quedes aquí. Nuestra hijaes todavía muy pequeña y te necesita.

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Ella se echó a reír.—¡Pero estamos perfectamente a

salvo!Adopté mi expresión más severa, un

fruncimiento del ceño como el de Menuaque había usado otras veces con ella...siempre sin resultado. Tampoco esta vezsurtió ningún efecto.

—Voy a ir contigo —insistió.Cuando estaba distraída con la niña,

llevé a Lakutu aparte.—Briga es una mujer testaruda —le

dije—. Me desobedece y estoypreocupado, pues el sitio adonde voy noes lugar para mujeres.

Lakutu asintió.

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—Es mala cosa que la mujerdesobedezca al hombre.

—¿Puedes convencerla?Sus ojos negros brillaron.—Haré algo mejor, la mantendré

aquí.—¿Cómo?—No se marcharía si no pudiera

encontrar a la niña. Cuando duerma,ocultaré al bebé, sólo hasta que te hayasido. —Sus labios trazaron una anchasonrisa—. Le gastaré una pequeñabroma que te permitirá irte sin ella.

Pensé que en la siguiente festividadde Beltaine debía casarme con aquellamujer. Tenía una cabeza inteligente...

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Ya no reparaba en su aspecto, no mefijaba en su delgadez y el cabello gris.Veía a la auténtica Lakutu que brillabacon una belleza suave y generosa.Cuando llegas a conocer y apreciar aalguien, la morada que lo contienecarece de importancia. Uno va a ver asus amigos, no los alojamientos en losque viven.

Definitivamente me casaría con miamiga Lakutu. Sería el primer jefedruida de los carnutos que tendría dosesposas.

El cambio flotaba en el aire, peroalgunas tradiciones de la Galia estabansiendo abandonadas, con infortunadas

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consecuencias.A instigación de César, los eduos

habían abolido la monarquía en favor demagistrados electos e instaban a otrastribus a que siguieran su ejemplo. Césarno quería que las tribus estuvierangobernadas por reyes. Aquellos a losque no pudo matar de inmediato tratabade comprarlos con sobornos y promesasde amistad, pero yo sabía que suobjetivo final era destruirlos a todos. Alos romanos no les gustaban los reyes.

Sin embargo, los necesitábamos.Durante muchas generaciones habíamosdesarrollado el estilo de vida másadecuado a la naturaleza de los celtas.

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Los reyes dirigían a los nobles guerrerosen las batallas que definían nuestroterritorio tribal y permitían a loshombres alimentar su orgullo. La gentecomún menos agresiva cultivaba latierra y hacía el trabajo necesario parala tribu. Los druidas eran responsablesde los aspectos esenciales intangibles delos que dependía todo lo demás. De estamanera el hombre, la tierra y el MásAllá se mantenían en equilibrio... hastala llegada de César, el cual queríadestruir a nuestros guerreros y nuestrosdruidas a fin de poder convertir a losdemás en esclavos.

Debía concentrar mis pensamientos

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en derrotarle, por lo que aprobé el plande Lakutu, que era sencillo y no requeríaningún esfuerzo mental por mi parte. Loúnico que debía hacer era deslizar unapoción en la taza de Briga cuandoestuviera a punto de partir, a fin delograr que se durmiera pronto.

Tras hacerlo así, le dije a Lakutu:—Esconde bien a la niña para que

Briga tarde largo tiempo en encontrarlacuando despierte. Necesito por lo menosuna ventaja de media jornada.

Satisfecha por formar parte de unapequeña conspiración, Lakutu sonriócomo una niña.

Mi guardia personal y yo partimos al

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encuentro de Vercingetórix. Por elcamino nos encontramos con lospríncipes de la Galia en los vallesumbríos que yo prefería, y les conté lacruel muerte de Acco. Todos semostraron airados.

—Cualquiera de vosotros podríaencontrarse con un destino igual si laslegiones de César invaden la Galia libre—les advertí—. Roma no concede a susenemigos una muerte digna. Pero siestáis de parte del príncipe arvernio,podemos derrotar a César. ¡Podemosobtener una victoria que seráconmemorada durante mil años!

Inflamados por la perspectiva,

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apretaron los puños, golpearon susescudos y gritaron el nombre deVercingetórix.

Pero los celtas se excitan fácilmente.Hasta que encontráramos a César en elcampo de batalla, era difícil decircuántos de ellos estarían realmente connosotros.

El romano tenía talento para crearsepartidarios poderosos. Diviciacus de loseduos, que como druida debería estarpor encima del poder de persuasión deCésar, era un ejemplo. César podía sergeneroso o severo alternativamente, sinpensar en la humanidad o la justicia, consólo un deseo implacable de vencer.

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Tenía unos recursos inagotables paraseducir a los aliados y atacar ferozmentea quienes se le oponían. Esto constituíapara nosotros una lección, como le habíaseñalado a Rix.

César había establecido unapoderosa influencia personal casiindependiente de Roma. Indudablementeera brillante, y en un mundo diferente mehabría gustado aprender de él yenseñarle.

En cambio éramos enemigosmortales.

Rix y yo nos reunimos al sur deAvaricum, al otro lado de las colinasque formaban el límite del territorio de

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los boios. Los poderosos boios, instadospor los eduos, habían aceptado ladominación de César. Sólo unos pocospríncipes resistían, y Rix había venidocon la esperanza de ganarlos para laconfederación gala.

Nos encontramos en un bosquecilloque había crecido alrededor de unagranja destruida en alguna guerraolvidada. Poco quedaba de ella exceptounas pocas piedras roídas por laintemperie y las paredes que la lluviahabía desnudado.

Acompañado por un grupo de jinetesbien armados, Rix llegó a lomos de susemental negro. El animal ya era

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plenamente maduro, lo mismo que sujinete, aunque todavía joven de acuerdocon la edad humana. El próximoinvierno sería el trigésimo para los dos,si ambos vivíamos para verlo.

La memoria es un túnel oscuro concuevas brillantemente iluminadas en suslados. En una de ellas veo a Rix talcomo apareció aquel día. Su cuerpo seha hecho más musculoso, sus carrillossobresalen como cantos rodados porencima del espeso bigote. En su rostroorgulloso están equilibradas lascualidades contradictorias del buenhumor y la ferocidad.

Un hombre a la altura del César.

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Tal vez es sólo la memoria lo quereviste a Rix de esplendor. En realidadera humano, terroso, tenso yprobablemente frío, pues soplaba unviento intenso. Pero nada másdescabalgar me dirigió su deslumbrantesonrisa de siempre, aunque no corrió ami encuentro como un muchacho.Avanzó con paso majestuoso, el vientoalzándole el manto de piel que colgabade sus hombros.

—Ainvar.—Rix... Vercingetórix —me corregí.No nos abrazamos ni nos dimos

palmadas en la espalda. Con el tiempohabíamos perdido esa costumbre.

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Nuestras miradas se trabaron y luego,con un acuerdo tácito, nos alejamos untrecho de nuestros séquitos y nossentamos en el tronco cubierto de musgode un árbol caído, junto al edificioderruido.

Rix señaló a Crom Daral, queaguardaba con el resto de mi guardia.

—Veo que has traído al jorobado.—No es un verdadero jorobado.

Exagera la desviación de su espinadorsal para inspirar simpatía.

—Compasión —dijo Rixdesdeñosamente, llamando al deseo deCrom Daral por su verdadero nombre—.Es la más repugnante de las emociones.

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Me sorprende que permitas acercarse ati a semejante persona.

—Me parece más juicioso quepostergarle. Me temo que es un buscadorde líos consumado y es mejor que letenga donde pueda ver lo que hace.

Rix dirigió una segunda y más largamirada a Crom Daral.

—¿Crees que es un espía?—No, eso no. A pesar de sus

defectos, no creo que estuvieradispuesto a traicionar a su tribu. Perosólo ve las cosas en relación consigomismo, lo cual le hace indigno deconfianza. Cuando estábamos a punto deabandonar el Fuerte del Bosque nos hizo

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esperar en nuestros caballos mientras éliba a ocuparse de algún asunto personalque no quiso explicar. Actuaba como silos problemas de Crom Daral fuesenmás importantes que la defensa de laGalia.

—Degüéllale —me aconsejó Rix.No tuve la certeza de que estuvierabromeando—. Una vez te advertí acercade Crom Daral, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Y no dejo devigilarle.

—Y los romanos te vigilan a ti —merecordó.

—Así es. —Entonces le hablé deCayo Cita, y no intenté reprimir la

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indignación de mi voz al decir—: Estápresionando a Nantorus a fin de que éstele ceda nuestro grano para alimentar alas legiones romanas durante el próximoperíodo de lucha... ¡en la Galia libre!

Mis ojos no se desviaban de Rixmientras hablaba. Ni un solo músculo semovió de su rostro, ni siquieraparpadeó. Sin embargo, recordé miprimera impresión de él, la sensación deque podría estallar en cualquiermomento.

Con una uña de pulgar cuadradalevantó una sección de musgointensamente verde del tronco en quenos sentábamos, y le dio vueltas y más

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vueltas como si reflexionara sobre sunaturaleza. Entonces la arrojó a un ladoy me miró. Sus ojos eran claros y fríos.En la voz más suave me dijo:

—En lugar de tu grano les daremoslanzas a comer, Ainvar, y su propiasangre como bebida. Ha llegado elmomento.

—Sí. —Noté que se me aceleraba elcorazón—. Ha llegado el momento.

Las palabras habían sidopronunciadas, los árboles las habíanoído. El viento se las llevó y las cantó através de la Galia en una voz delgada yamarga.

Éramos un pueblo que disfrutaba del

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ruido y la exhibición, pero ahoradebíamos ser de lo más cautelosos.Enviamos mensajeros que sedesplazaron tan silenciosamente comobúhos, para que convocaran a loslíderes de las tribus aliadas a fin de quese reunieran con Rix en una fechadeterminada, en lo más profundo delbosque.

Se presentaron. Senones, parisios,pictones, helvecios, gábalos y otros...acudieron a la convocatoria deVercingetórix.

Permanecí a su espalda mientrasellos alzaban sus estandartes ante él.Algunos a los que no habíamos esperado

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estaban allí. Otros que sí esperábamosno se presentaron. Algunos queríanluchar a su manera y sólo aceptaron aVercingetórix como jefe en el calor delmomento. Estaba seguro de ello. Peromientras el arvernio estuviera al frentede ellos, alto, orgulloso y desbordantede energías, serían suyos. Lo mismo queyo.

—Mis carnutos se ofrecenvoluntarios para asestar el primer golpe—les anuncié—. Creemos que la guerracontra César debería empezar en latierra del gran bosque.

Los príncipes de las demás tribusvitorearon el valor de los carnutos.

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—César se encuentra en el Lacio —les dijo Rix—, lo cual nos da ventaja.Cogeremos a los romanos por sorpresa.No están acostumbrados a emprenderuna guerra cuando su jefe está tan lejosde ellos. Atacarlos en su ausencia lossumirá en la confusión.

Por lo menos así lo esperaba.—Vercingetórix tiene la cabeza de

un anciano —oí decir aprobadoramentea alguno.

Rix tenía la espada de su padre y lablandió para que todos la vieran.

—Esta espada perteneció aCeltillus, que fue un hombre valiente.Cada uno de vosotros tiene guerreros

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que le han jurado lealtad sobre susespadas. Sobre esta espada también yoos juro lealtad a todos. Lucharé porvuestra libertad hasta que no quedealiento en mi cuerpo. AhoraVercingetórix os pertenece. Usadlo bien.

Los vítores de los reunidosresonaron en el bosque. Todavía puedooírles, a través del largo y oscuro túnelde la memoria.

Al finalizar la asamblea, todos lospresentes hicieron un juramento,comprometiéndose por su tribu a noabandonar a los demás una vezcomenzara la guerra. Colocados encírculo, cada uno se hizo un corte con su

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daga en un brazo y luego juntó la heridasangrante con la de los demás.

La confederación de la Galia era unarealidad, jurada sobre el hierro y lasangre.

Me volví para compartir el momentode triunfo con mi guardia... y sorprendíen Crom Daral una expresión que meinquietó. Parecía culpable. Pero¿culpable de qué? Traté de eliminar esaimpresión de mi mente. No quería quenada estropeara la ocasión.

Aquella noche llevé a cabo ritualesde adivinación a fin de determinar cuálsería el mejor momento para que loscarnutos atacaran a la poderosa Roma.

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Rix se mostró escéptico.—El mejor momento es cuando estás

preparado, Ainvar. No es necesario queconsultes a las estrellas y las piedras.

No le repliqué, pero sonreí para misadentros, recordando la manera en quehabía contemplado un trozo de musgocomo si contuviera un mensaje para él.«Con el tiempo te recuperaremos —pensé—. La conversación no haterminado.»

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CAPÍTULO XXXI

Los jefes guerreros de la Galia partieronpara hacer sus preparativos y yo medespedí de Rix.

—La próxima vez que nosencontremos estaremos luchando contraCésar —le dije.

—Quiero que estés a mi lado cuandonos enfrentemos a él —replicó Rix.

Sus ojos brillantes reflejaban laansiedad por encontrarse con el romano.Estaba deseoso de luchar con César dehombre a hombre, lanzarse contra el máspeligroso de sus adversarios en una

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lucha física. Mi deber era adelantarmeal pensamiento del romano.

En cierta ocasión intentémantenerlos separados. Ahora veía quedesde el principio era inevitable que seenfrentaran como dos ciervos en elbosque, entrechocando sus cornamentas.

Yo me iba al norte, a Cenabum. Rix,tras haber obtenido promesas de ayudade por lo menos algunos boios,regresaba a Gergovia con ciertarenuencia.

—Mi tío Gobannitio ha regresado aGergovia —me explicó—, haenvenenado el aire. ¿Te he dicho queCésar había encontrado tiempo para

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enviarme otro «regalo de amistad»?Cuatro excelentes yeguas africanas.Gobannitio enseguida empezó apregonar lo deseable que sería para losarvernios aceptar una alianza romana ylo necio que yo era al intentar la uniónde los galos. Alianza... —añadiósoltando un bufido—. Dominio, aunqueGobannitio se niega a verlo así.

—¿Le devolviste los caballos aCésar? El cuatro es un número débil.

—¿Estás loco? Me los quedé. ¡Yentregué las yeguas a mi semental negrocomo prueba de mi amistad! Pero eso,naturalmente, no ha resuelto el problemade Gobannitio.

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—Degüéllale —le sugerí.Rix se echó a reír.Cuando avistamos las murallas de

Cenabum, ordené a mis hombres queacamparan en un lugar oculto delbosque, desde donde envié los mensajesnecesarios. Entonces aguardé,dedicándome a dirigir los rituales depoder y protección mientras vigilaba aCrom Daral.

Había algo muy extraño en CromDaral, pero yo estaba demasiadopreocupado por César para poderconcentrarme y adivinar qué era.

Aquellos a quienes había llamadoconvergieron en Cenabum la noche

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señalada. Poco antes del alba vimos unaviva luminosidad en el cielo, por encimade la ciudad fortificada, y corrimos enbusca de los caballos.

Las puertas de Cenabum estabanabiertas de par en par, sin centinelas alos lados. La ciudad se hallabailuminada por las llamas. Nos recibióuna cacofonía de chillidos, aullidos ygritos de guerra, a la que se unía elestrépito de los maderos cuando el fuegoderribaba los techos. Tiré de las riendasde mi nervioso caballo y le hice avanzaral paso entre los alojamientos. La genteque corría en todas direcciones repetíala misma noticia:

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—¡Están matando a los romanos!¡Están matando a los romanos!

Así era, en efecto.Obedeciendo mis órdenes, los

príncipes Cotuatus y Conconnetodumnushabían dirigido a sus seguidores en unasalto contra todos los romanos deCenabum. Poco antes del amanecer, losmercaderes habían sido sacados arastras de sus camas, pasados por lasarmas y sus cuerpos arrojados a unmontón sanguinolento. Los habitantes dela ciudad no tardaron en dar patadas ylapidar a los muertos, desquitándose asíde los antiguos agravios. No había unasola persona en Cenabum que no creyera

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que los mercaderes le habían engañadoen un momento u otro. Estabancosechando una venganza brutal, puesningún agravio cae jamás en sueloyermo.

Un castigo especial había sidoreservado para Cayo Cita, a fin deequilibrar la muerte de Acco. Yo, quehabía estudiado con Aberth, el gransacrificador, fui quien lo diseñó.

El oficial romano fue extendido en elsuelo con los cuatro miembrosencadenados a cuatro postes y la cabezaformando la quinta punta de una estrella.Sobre su pecho colocaron una pequeñaplataforma de roble y una tras otra

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fueron amontonadas encima las piedrasde la Galia, hasta que el hombre gritó yla sangre empezó a brotar de cadaabertura de su cuerpo. Los perros deCenabum se aproximaron arrastrándosesobre los vientres para lamerla.

Cuando Cita quedó frío y con lamirada fija, le cortamos la cabeza y laclavamos en un palo, como los romanoshabían hecho con Acco. Entonces enviéuna compañía de guerreros alcampamento romano más próximo paraque entregaran el despojo.

La guerra había sido declarada.Aquella noche Nantorus y yo

celebramos un banquete con los

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príncipes de los carnutos, y hubomuchos vivas en honor de Cotuatus yConco. Entretanto, los habitantes deCenabum saquearon los edificios enruinas de los mercaderes y terminaronde reducirlos a cenizas.

Cuando por fin me tendí en unjergón, dormí tan profundamente comoun montón de piedras. No tuve ningúnsueño. El Más Allá no me transmitióningún mensaje, cosa que todavía hoyme confunde.

Mientras dormía, la noticia delataque devastador contra los romanos deCenabum había sido transmitida a gritoshasta las tierras de los arvernios, y Rix

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estaba enterado de nuestro éxito. Cuandome encaminé al Fuerte del Bosque, élinstó a su gente a empuñar las armas porla causa de la libertad. Su tío discutió.Rix perdió la paciencia con Gobannitioy le expulsó de Gergovia junto con lospocos que todavía pensaban como él.Entonces envió delegaciones a las tribusde la Galia libre, recordándoles sujuramento de permanecer fieles cuandoestallara la guerra.

Rix exigió que cada tribu le enviararehenes para asegurarse de suobediencia, así como guerreros queservirían como oficiales bajo susórdenes. Al igual que César, se

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mostraba a la vez amenazante ygeneroso. Había preparado las cosas afondo, sabía exactamente cuántas armaspodía exigir a cada tribu y cuáles eranlos recursos disponibles. Sólo en elrenglón de la caballería, había planeadouna fuerza poderosa antes de que llegarael primer jinete de una de las tribusaliadas.

Al prepararse para la guerra,Vercingetórix era como una planta queflorece.

—Me encanta el combate —mehabía dicho una vez—. Me gusta lasensación que experimento cuando séque voy a ganar y el enemigo morirá

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bajo mi espada. Es algo que produce unaexcitación intensa y riente, Ainvar, comotomar demasiado vino, sólo que mejor.Me entusiasma.

Los hombres son más hábiles cuandohacen aquello que les gusta. Nunca habíapensado que a Vercingetórix le gustaramatar, pues su espíritu no teníarealmente sed de sangre. Leentusiasmaba vencer. La sed de sangresólo surgía como algo incidental.

Ayúdame a ayudar a vencer, le roguéa Aquel Que Vigila mientras cabalgabahacia el Fuerte del Bosque. Al igual queTarvos, estaba más motivado por eltemor a la derrota. Ser derrotado por

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César sería catastrófico. La mera ideame hacía cabalgar más rápido,súbitamente ansioso de tener de nuevo aBriga entre mis brazos y ver la sonrisainfantil de nuestra hija.

Entonces me di cuenta de que uno delos nuestros se rezagaba, quedándoseatrás casi a propósito.

—¿Qué te ocurre, Crom Daral? —lepregunté bruscamente.

—No soy un jinete, Ainvar, ya losabes. Déjame ir a mi propio ritmo.

—Puedes ir al nuestro si lo deseas.Esfuérzate un poco para cambiar.

—No puedo. Vete sin mí.Le miré con el ceño fruncido. Se

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estaba convirtiendo en unainconveniencia constante. Me hacíasentirme como quien tiene una verrugagigantesca en la punta de la nariz y leobstaculiza la visión en todasdirecciones.

—¡Como quieras! —le grité—.¡Cabalga lento o rápido, o quédate aquísentado chupándote el pulgar!

Acucié a mi caballo para quegalopara y el resto de mi guardia mesiguió.

Cuando miré por encima del hombrovi que Crom se había detenido y estabasentado en su caballo con una expresiónpatética.

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—Se diría que no quiere entrar en elfuerte con nosotros —dijo el hombreque cabalgaba más cerca de mí.

Seguimos galopando. Pronto la tierrase alzó para formar el cerro sagrado, ylos robles me dieron la bienvenida conlas ramas levantadas hacia el cielo.

Briga me estaba esperando en lapuerta del fuerte. Tenía los ojosenrojecidos. Lakutu estaba detrás deella, retorciéndose las manos. El restode nuestras mujeres se apiñaba a sualrededor, con expresiones queconmoverían al guerrero más poderoso.

—Robaron a nuestra hija, Ainvar —me dijo Briga sin preámbulos—. Lakutu

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puede decírtelo.Bajé de mi caballo.—¿Es eso cierto, Lakutu?Ella se encogió de miedo, como si

esperase que la pegara.—Hice lo que acordamos, Ainvar.

Cuando Briga dormía, cogí a la niñapara esconderla durante un rato. Meencontré con ese hombre llamado CromDaral que iba en busca de su caballo.Me preguntó por qué tenía a tu bebé. Eratu amigo, te dio oro. Pensé que no corríaningún riesgo si se lo decía. «Yoesconderé a la niña», me dijo. Menegué, pero él insistió, dijo queescondería a la niña en su alojamiento,

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donde nadie buscaría. Parecía un buenplan, Ainvar. ¡Era tu amigo, confié en él!

La voz de Lakutu se convirtió en ungemido de aflicción.

Los ojos de Briga eran como unpedernal desportillado.

Así pues, mientras le esperábamos,Crom Daral había llevado a mi hija a sualojamiento y dispuesto que Baroccuidara de ella. Al parecer habíanconvenido en que, una vez noshubiéramos marchado, Baroc saldríasigilosamente del fuerte con ella y lallevaría a algún lugar distante,determinado de antemano, donde CromDaral se les reuniría cuando

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regresáramos. Entonces se había unido anosotros como si nada hubiera ocurrido,yendo hasta donde estaba Rix paraimpedir que yo sospechara nada.

Mientras estábamos ausentes habíasido registrado minuciosamente el fuertey toda la zona circundante, pero ni laniña ni Baroc habían sido encontrados.

—¿Cómo has podido hacerme esto,Ainvar? —me preguntó en un tonoglacial.

—Yo no la robé.—Claro que lo hiciste, al

principio..., o planeaste que lo hicieran,tú y Lakutu. Me drogaste y te la llevastede aquí. De lo contrario nunca habría

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ocurrido lo demás.—Lo hice sólo para mantenerte a

salvo, aquí en el fuerte. Eres una mujertan testaruda que estabas decidida aseguirme.

—¿Por qué no habría de estarcontigo? Soy tu esposa.

—Eres la madre de una niñapequeña.

—¡Ahora no tengo ninguna niña! —gritó, extendiendo los brazos vacíos enun gesto angustioso.

Lakutu gimió, sufriendo por ella. Diomedio paso, titubeó y luego rodeó aBriga con los brazos y la apretó contrasu seno.

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—No llores, no —intentó consolarla—. Yo... te daré a mi hijo —le ofreció.Las mujeres que nos rodeaban ahogaronun grito—. Es un chico —añadió Lakutucon tímido orgullo.

Cegado por unas lágrimasrepentinas, me volví hacia el máscercano de mis guardaespaldas.

—Dame tu espada —le ordené.—Qué...Le arrebaté el arma de la mano y

subí a lomos de mi caballo. Mishombres cabalgaron en pos de mí.Naturalmente, cuando llegamos al lugardonde habíamos visto a Crom Daral porúltima vez se había ido, y una lluvia

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helada borraba todo rastro de sushuellas.

Uno de mis hombres se me acercó ensu caballo y dijo:

—Si le hubieras matado en elmomento de verle, tal como querías,nunca podría habernos dicho dóndeestán Baroc y la niña.

Sus palabras penetraron en la brumaroja de mi cerebro, la cual se levantólentamente. Me hallé montado en uncaballo que producía vapor al respirar,bajo un diluvio. Impulsado por la lluvia,un zorro salió de algún sotobosquecercano, me miró de soslayo, abrió laboca y se rió, la lengua rosada oscilante,

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antes de seguir corriendo.Uno de los hombres empezó a

arrojarle una lanza, pero le ordené quedejara escapar al animal.

Hicimos girar a nuestros caballos yregresamos al fuerte. A lo largo delcamino no dejé de ver a mi hija con lososcuros rizos infantiles y las orejasminúsculas y arrugadas.

Nada de lo que hubiera hecho jamásfue más difícil que regresar a mialojamiento y enfrentarme a las dosmujeres. Briga se negó a hablarme, perosu postura y expresión me condenabansin paliativos.

No parecía culpar a Lakutu. Sus

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ruidosas pisadas y el estrépito de losutensilios de cocina me decían queAinvar era allí el único sabio. Ainvardebería haber sido lo bastante listo parano seguir la necia sugerencia de la pobreLakutu. Incluso rodeó a ésta con unbrazo mientras las dos encendían juntasel fuego.

Mi cabeza observó que las mujerescooperan mientras que los hombrescompiten.

Fui a ver a Keryth.—Encuéntrame a mi hija —le pedí.—Tráeme algún objeto que le

pertenezca.—Lleva tan poco tiempo en el

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mundo que todavía no tiene nada —ledije en un tono desesperado.

Entonces me acordé del brazalete deoro.

Cuando regresé al alojamiento ysaqué el brazalete del cofre, Briga abriómucho los ojos.

—¿De dónde ha salido eso?—Es el regalo que Crom Daral trajo

para la niña.Ella comprendió enseguida la

implicación.—Él no es el padre, Ainvar —se

apresuró a decir.—Tal vez cree que lo es.Estas palabras habían permanecido

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como un veneno en el fondo de migarganta desde que Crom trajo elbrazalete. No debería haber herido aBriga con ellas, pero no pude evitarlo.Era humano y tenía necesidades que nopodía obviar.

Briga me dirigió una larga y gravemirada.

—No es posible, Ainvar. No heestado con nadie más desde aquellaprimera vez contigo.

—Eso ya lo sé.—¿De veras?Crom tenía un pensamiento

retorcido, me dije airadamente, y nodebía volverme como él.

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Cogí el brazalete de guerrero y unasmantas que habían abrigado a lapequeña y se lo llevé a Keryth. Entoncesfui con la adivina al alojamiento deCrom Daral, porque ése era el últimolugar en el que había estado la niña.

Fui presa de náuseas al descubrirque Crom Daral había vivido allí comoun animal en su madriguera. El sueloestaba cubierto de huesos roídos. Enalgunos lugares la suciedad llegaba a laaltura de los tobillos.

Keryth había traído una liebre paraofrecerla en sacrificio. La mató einterpretó sus entrañas sobre la piedradel hogar. Entonces rodeó tres veces la

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estancia en el sentido del sol, aferrandoel brazalete y las mantas contra su seno.Su paso se hizo vacilante y finalmente sedetuvo. Miró fijamente hacia un lugarinvisible.

—Aquí están —susurró—. Doshombres.

—Crom Daral y Baroc.—Sí, se han encontrado. Ahora

huyen juntos y llevan algo. Uno de loshombres va a pie, el otro a caballo. Eljinete sujeta las riendas con una mano ylleva un bulto en el otro brazo. —Seinclinó hacia adelante, tensándose comopara ver con más claridad—. Se mueve,llora...

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¡Mi hija estaba llorando! CromDaral tenía a mi hija y la niña estaballorando. Cerré los puños conimpotencia.

—¿Dónde están? Enviaré hombresenseguida tras ellos.

Keryth ahogó un grito.—Ya van hombres tras ellos.

Hombres a caballo..., una patrulla, unapatrulla romana los ha visto y les estádando alcance...

Me quedé mirándola fijamente,horrorizado.

—Los romanos han capturado a losdos hombres —dijo Keryth,prosiguiendo el relato de su visión

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implacable—. Se dirigen hacia lastierras donde nace el sol, se mueven másallá de los límites de mi visión... —Bajólos hombros—. No veo nada —dijofinalmente.

En el alojamiento de Crom Daral nohabía más que un banco roto, en el quehice sentar a la vidente. Cogí sus manosheladas.

—¿Qué han hecho los romanos conla niña, Keryth?

Su voz exhausta replicó:—No puedo decirlo. Les he visto

coger a Baroc y Crom Daral, a los quehan maniatado y puesto de través sobresus caballos. Pero lo que le haya

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ocurrido a la niña ha permanecidooculto a mi visión. Ahora no puedo vernada. Lo siento, Ainvar.

También yo lo sentía. La mujer habíavisto demasiado.

—No le hables a Briga de losromanos, Keryth —le pedí en tonosuplicante—. Encontraré a la niña dealguna manera, si todavía está viva. ¡Lojuro por la tierra, el fuego y el agua!

Intenté no pensar en los relatos quecontaban los refugiados, el horror de losniños celtas empalados en las lanzasromanas.

¡Que hicieran eso con Crom Daral!Se lo imploré a Aquel Que Vigila,

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ofreciéndole de buen grado el sacrificiodel raptor de mi hija.

Cuando Keryth se hubo recobrado losuficiente examinamos juntos sumemoria en busca de cualquier detalleque pudiera decirnos cuáles, entre lasdecenas de millares de guerreros, habíantropezado con nuestros fugitivos, odónde los habían llevado. Fue en vano.

Tratando de ocultar mi propiadesesperación, le informé a Briga:

—La vidente dice que han ido aleste. Ya he enviado hombres tras ellos,la encontrarán.

Ella leyó la verdad en mis ojos.—Todo lo que tenías que haber

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hecho, Ainvar, era decirme que no podíair contigo —me dijo amargamente—.Simplemente eso, pero no te bastaba,tenías que complicar las cosas. ¿Estásahora satisfecho?

¿Satisfecho? No podía recordar elsignificado de esa palabra.

Envié un grupo de guerreros hacia eleste, en busca de noticias de Crom Daraly mi hija. Los demás permanecieron enel fuerte, esperando la guerra.

Vercingetórix se movía rápidamente.Se había convertido en un ordenancistamás estricto que cualquiera de los jefesguerreros que le habían precedido.Hanesa viajaba por la Galia libre,

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contando cosas como que Rixdesorejaba a quienes intentabandesertar, un cuento que tenía un poderconsiderable para disuadir a quienespudieran tener esa intención. En otrotiempo no habría juzgado tan duramentea los desertores, pero desde la traiciónde Crom Daral juzgaba a todo el mundoduramente, y a mí mismo más que anadie. No culpaba a Vercingetórix porsemejantes hazañas.

Vercingetórix envió a un príncipellamado Lucteros al sur para querecogiera allí guerreros leales, mientrasél partía hacia el norte a fin de acamparen el territorio de los bitúrigos, un lugar

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estratégico que le permitiría moverse encualquier dirección.

Por desgracia, Ollovico habíasufrido otro cambio en el órgano indignode confianza al que llamaba mente.Cuando supo que el arvernio casi habíallegado a las puertas de Avaricum conun ejército, Ollovico decidió que supropia soberanía estaba amenazada yenvió un frenético mensaje al legadoromano más próximo, el cual estabaacampado entre los eduos. Ollovicoaseguró a los romanos que no habíatomado parte en el intento de alzamientoy pidió que sus tierras fuesenexceptuadas del castigo que sin duda

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sería infligido y que protegieran supropia posición como líder de losbitúrigos.

El legado no esperó a consultar conel lejano César y ordenó a sus lealeseduos que acudieran en ayuda deOllovico.

Los eduos avanzaron hasta lasorillas del Liger, donde se encontraroncon una delegación de druidasencabezada por Nantua, jefe druida delos bitúrigos. Nantua les aseguró quetodo aquello era un truco con lafinalidad de atraerlos al territorio deOllovico, donde serían atrapados entrelos bitúrigos y los arvernios y

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destruidos.Los eduos dieron media vuelta y

regresaron a casa.Al enterarse de ello, un incidente

ocurrido tan poco tiempo después de lamatanza de Cenabum, César abandonó loque le retenía en el Lacio y se dirigióapresuradamente a la Galia. Pero seencontraba en una posición difícil.Estaba físicamente en el sur mientrasque el grueso de sus legiones estaba enel norte. Si ordenaba que vinieran delnorte para reunirse con él, tendrían queabrirse paso combatiendo sin la ayudade su presencia. Si él intentaba ir alnorte, tendría que pasar por un territorio

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hostil. Era lo bastante inteligente paracomprender que, en la Galia, inclusotribus que le profesaban lealtad podríanhaber cambiado con el cambio de laluna.

Entretanto, Lucteros dirigía a losguerreros de los rutenos, los nitiobrigosy los gábalos, en una decidida marchahacia la Provincia y su capital, Narbo.

En lugar de dirigirse al norte, Césaracudió enseguida a la Galia Narbonense,matando a varios caballos en el trayecto,según me informaron. Rápidamentefortificó las defensas locales y apostótropas adicionales a lo largo de lasfronteras. Lucteros consideró que ahora

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la región estaba demasiado biendefendida y se retiró para esperarnuevas órdenes de Vercingetórix.

César condujo sus tropas a lastierras de gábalos y helvios y lasdevastó mientras sus guerreros estabanaún más al oeste con Lucteros. Larapidez con que llevó a cabo esta acciónera intimidante.

Los arvernios del sur de sus tierrasdescubrieron con estupor que César seencontraba de repente a una distancia desus fronteras tan corta que le permitía elataque. Presa del pánico, enviaronmensajes a sus compañeros de tribu queestaban con Vercingetórix para rogarles

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que no dejaran indefenso ante el romanoel territorio de su propia tribu.

Cuando me enteré de este últimoacontecimiento, me apresuré a convocara los druidas del bosque, dondeconcentramos nuestras cabezas yespíritus en el Más Allá y recibimosseñales reveladoras del propósito deCésar. Enseguida envié un mensajeurgente a Rix a fin de que permanecieradonde estaba en la Galia central, puesera un lugar ideal para impedir elacceso de César a sus legiones en elnorte.

Pero era demasiado tarde: Rix yahabía partido hacia el territorio arvernio

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y, como yo sabía, la acción de Césarhabía sido una treta. Una vez Rixabandonó la tierra de los bitúrigos,César dejó de amenazar a los arvernios,hizo retroceder a sus fuerzas de laProvincia para que protegieran la GaliaNarbonense y avanzó rápidamente haciael este, casi solo, hasta el río Ródano,donde le aguardaba un nuevo contingentede caballería. Protegido por talesrefuerzos, recorrió sin riesgo la regiónmontañosa de la Auvernia hasta la tierrade los lingones, donde tenía doslegiones en campamentos de invierno.

Era evidente que no podíamosconfiar en el envío de mensajes, pero

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necesitaba reunirme con Rix. Mi hijaaún no había sido encontrada, mas no meatrevía a esperar en el fuertealimentando vagas esperanzas. Si lahabían llevado a un campamentoromano, tenía más probabilidades deencontrarla si me unía a Rix en la luchadirecta contra el invasor.

Partí enseguida para reunirme conél, deteniéndome en Cenabum sólo eltiempo suficiente a fin de recoger aCotuatus y los guerreros carnutos.Dejamos a Conco con el ancianoNantorus para que defendiera lafortaleza tribal y nos dirigimos alterritorio de los bitúrigos, sabiendo que

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Rix regresaría al campamento que teníaallí.

Llegó con su ejército poco despuésde nosotros. Estaba furioso.

—César nos quitó de en medio eltiempo suficiente para ponerse a salvo ymis hombres han hecho una dura marchapor nada.

—No volverá a suceder. Debemosadelantarnos a sus intenciones.

—Podemos hacerlo y lo haremos,ahora que estás aquí. Quiero que meayudes a decidir el mejor plan paraatacar sus campamentos de invierno.

—No los ataques.—¿Por qué no? —me preguntó con

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una súbita beligerancia.El deseo de atacar al enemigo

brillaba en sus ojos.—Porque eso es lo que César quiere

que hagas, Rix. Cree que los galossalvajes y temerarios se lanzarán acualquier peligro impulsados por eldeseo de combatir.

—Siempre lo hemos hecho.—Es cierto, pero eso debe cambiar.

No es posible derrotar a César de esamanera. Tiene la fuerza de dos legionesen esos campamentos, bienatrincheradas detrás de imponentesfortificaciones. Nos agotaríamos en unataque inútil y luego los romanos

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saldrían y acabarían con nosotros.Sugiero que en vez de hacer esoataquemos Gorgobina.

Él enarcó las cejas.—¿La fortaleza de los boios?—Exactamente. Puesto que los boios

han aceptado la..., lo que pasa poramistad de César, están bajo laprotección de sus aliados eduos. Perocomo sabemos, y sin duda también sabeél a estas alturas, el ánimo de los eduosha decaído. Un ataque con éxito contralos boios mostrará a las demás tribusque César no puede proteger a susllamados amigos y perderá apoyo entoda la Galia.

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—Es de suponer que César irápersonalmente a Gorgobina paraimpedir que eso suceda.

—Pero ¿de qué manera? Esta épocadel año es demasiado temprana parahacer salir a sus legiones de loscampamentos de invierno. Le seríaimposible abastecer a un gran ejército alo largo de la ruta con un clima tan maloy que se mantendrá así. Te lo asegurocomo druida. La lluvia, el viento y elfrío representan grandes obstáculos paralos meridionales. Por otro lado, siintenta acudir en ayuda de los boios conuna fuerza reducida a la que puedaabastecer, tendrá que enfrentarse a

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nuestra superioridad numérica.Rix me recompensó con una ancha

sonrisa.—No podemos perder.—No he dicho tal cosa y no debes

pensar así. No subestimes nunca alhombre. Deberemos ser inteligentes ycuidadosos para tener posibilidades dederrotarlos. Si decides atacarGorgobina, por lo menos cualquiera quesea su reacción presentará grandesdificultades para él y oportunidadespara nosotros.

—Atacaremos Gorgobina —dijo Rixsin vacilar—. Eres brillante, Ainvar.Brillante.

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Me calenté las manos con el calor desu alabanza. Pero, ¡ay!, ni siquiera lacabeza mejor dotada puede prever todaslas posibilidades o predecir todoaccidente e inspiración. Tracé un plan yme atengo a él, pero la carga de laresponsabilidad es cruel.

Vercingetórix dirigió el ejército galoal este para atacar Gorgobina, cogiendoa los boios por sorpresa. Comohabíamos esperado, ningún eduo acudióen su defensa.

César lo hizo. En cuanto le llegó lanoticia, dejó el cuerpo principal de susdos legiones en los campamentos deinvierno y partió con una fuerza selecta

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de infantería y caballería. Sin embargo,no marchó directamente al sur, haciaGorgobina, como habíamos previsto.

Bajo el azote de la lluvia y el viento,cruzó el Liger y atacó Vellaunodunum.

Además de ser la fortaleza de lossenones, Vellaunodunum, como todas lasciudades galas, contenía en susalmacenes los restos de las existenciasde grano para el invierno.

Los hombres de César rodearon lafortaleza. Quienes vivían dentro de susmuros carecían de capacidad para unadefensa prolongada, puesto que lamayoría de los guerreros senones, comomis propios carnutos, estaba con

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Vercingetórix. Tras una resistenciaanimosa pero simbólica, los senonesenviaron una delegación para discutirlas condiciones de la rendición.

César exigió sus armas, su grano ysuficientes animales para transportarlo,así como seiscientos rehenes queinevitablemente serían vendidos comoesclavos. Tras dejar en la ciudad unlegado romano para que supervisara estaúltima disposición, César partió denuevo.

Esta vez se dirigió a Cenabum.

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CAPÍTULO XXXII

Los guerreros boios defendíanGorgobina con una habilidadconsiderable, y nos habíamos instaladocon vistas a un asedio prolongadocuando recibimos noticias un tantoconfusas sobre la rendición deVellaunodunum a los romanos. Lossenones entre nosotros estabancomprensiblemente irritados yamenazaron con desertar.

Rix les infundió ánimo con unvibrante discurso que me erizó el vellode la nuca. Lanzó gritos de victoria hasta

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que ellos gritaron también, golpearonlos escudos con los puños y clamaronvenganza contra César. CuandoVercingetórix se erguía alto, aureoladode oro y sin el mejor asomo de temor,era una luz que brillaba sobre todosnosotros.

Aquella noche un centenar de fogatasde campamento ardió en un vasto círculoalrededor de la sitiada Gorgobina. Apetición de Vercingetórix, Hanesa sedesplazó de un grupo a otro, contandohistorias de terribles castigos que sucomandante arvernio había infligido alos desertores. Por encima del rumor delviento nos llegaban retazos de su arenga,

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pronunciada en voz sonora y ondulante,mientras permanecíamos sentadosalrededor del fuego en el campamentode mando, y de vez en cuando veía a Rixsonreír bajo su mostacho.

Finalmente Hanesa se reunió denuevo con nosotros para entretenernoscon unos relatos menos aleccionadores.Rix quería oír hablar de triunfos galos yHanesa le satisfizo encantado.

—En otro tiempo —declamó,haciendo unos gestos extravagantes—los hombres de la Galia eran todavíamás feroces en combate que losgermanos. ¡En otro tiempo los hombresde la Galia cruzaron el Rin y ocuparon

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tierra germana!Sin dirigirse a nadie en particular,

Rix observó:—Ojalá tuviéramos ahora algunos

germanos luchando con nosotros.—Todo el mundo está de acuerdo en

que Ariovisto era muy valiente —comentó Cotuatus.

—¿Cuántos hombres valientes seránnecesarios para matar a César? —sepreguntó en voz alta un príncipe de losparisios.

El Más Allá actuó a través de mí yme oí decir:

—Ningún hombre valiente le matará.Esa hazaña requiere a un cobarde.

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Rix se volvió hacia mí.—¿Qué quieres decir con eso?—No lo sé —respondí sinceramente

—. Lo que has oído procedía de losespíritus.

—Humm —dijo Vercingetórix conun bufido.

Prosiguió el asalto de Gorgobina.Era una ciudad muy fortificada y losboios la defendían valientemente.

En la tienda que compartía con elbardo Hanesa, soñaba con mi hija y aldespertar notaba las lágrimas en mismejillas.

—¿Qué te ocurre, Ainvar?Abrí los ojos. Vi por encima de mí

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un rostro rollizo con la nariz bulbosa yroja y una expresión preocupada en losojos. En una mano Hanesa sostenía unapequeña lámpara de bronce cuya llamachisporroteaba.

—Has hecho un ruido extrañomientras dormías —me dijo. Bajó lalámpara—. Y tienes un aspecto terrible.

—Me encuentro bien —repliqué,irguiéndome.

—Hazme sitio. —Hanesa aposentósu cuerpo cada vez más voluminoso enel suelo, a mi lado. Todavía dormíamosabrigados con los mantos, pero por lomenos la tienda de piel nos manteníasecos bajo el clima frío y húmedo del

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invierno—. Dime qué es lo que te turba,Ainvar —me instó Hanesa.

Su voz sonora transmitía oleadas deafecto. Intenté resistirme, pero no pude,pues el bardo poseía una magiaespecial. Finalmente le hablé de loocurrido a mi hija.

—¿Lo sabe Vercingetórix?—No quiero que lo sepa. Ya tiene

suficientes cargas que soportar y éste esun pequeño problema en comparación.

—Si somos un solo pueblo, comonos dices sin cesar, lo que le ocurra a unsolo niño nos implica a todos.

Los gritos repentinos de loscentinelas seguidos por el estrépito de

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caballos al galope interrumpieronnuestra conversación. Hanesa y yo nospusimos en pie y salimos de la tienda.

En aquel momento Rix salía de latienda de mando, cerca de la nuestra. Ala luz de las fogatas vimos que su rostrono tenía huellas de sueño, era como sinunca necesitara dormir.

Dos hombres desgreñados a los quereconocí enseguida como carnutossalieron de la noche, acompañados decentinelas. Mientras Rix escuchaba conla cabeza baja en actitud pensativa, lecomunicaron excitadamente un mensaje.Él alzó la vista, me vio e hizo una seña.

—Estos dos hombres han venido

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aquí corriendo un gran riesgo desdeCenabum. Dicen que César ha detenidosu ejército ante las murallas. Llegócuando empezaba a oscurecer, y estosdos se marcharon cuando estabalevantando el campamento. Nantorus losha enviado para decirme personalmenteque teme el ataque romano.

Los carnutos estaban exhaustos.Habían recorrido un largo camino,robando caballos de refresco de lasgranjas por las que pasaron, sinatreverse a hablar con nadie hasta que lohicieran con Vercingetórix.

Cenabum estaba a larga distancia deGorgobina. Habían transcurrido días

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desde la llegada de César. Lo quehubiera de ocurrir ya había ocurrido.

—¡Deberíamos habernos enteradoantes de esto! —exclamé.

—Estamos en territorio boio —merecordó Rix—. No me gritarán ningúnmensaje. —Bajando la voz, añadió—:¿Qué me aconsejas que haga?

Empezaba a amanecer más allá delas empalizadas de Gorgobina. El solinminente había comenzado a teñir elcielo de una luz que tenía el color de lasangre.

—Es inútil tomar decisiones hastaque sepamos qué ha ocurridoexactamente, Rix. Es posible que César

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se haya limitado a acampar para pasar lanoche cerca de Cenabum y luego prosigasu camino.

—¿Es eso lo que crees?Miré el cielo de color sangre.—No.Reanudamos nuestro ataque contra

las macizas murallas de Gorgobina,desde las que llovían lanzas y piedrascontra nosotros. Pronto el cielo rojizo secubrió de nubes y a la lluvia deproyectiles se unió la de agua.

Más tarde llegó otro mensajero, unhombre solo, aunque había salido concuatro compañeros. Todos habían sidoheridos, y los demás habían muerto por

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el camino. El superviviente estabadoblado y apoyado en el cuello de sucaballo.

El recién llegado nos dijo que Césarhabía atacado Cenabum. Por la nochealgunos de sus habitantes habíanintentado huir por el puente más cercanosobre el río Liger, pero los habíancapturado. Los romanos prendieronfuego a las puertas del fuerte,impidieron la salida de los carnutos yles obligaron a la rendición. Sólomataron a unos pocos; a la mayoría loshicieron prisioneros. Eran gentes de mipueblo que iban a ser convertidas enesclavos.

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A Nantorus lo mataron en su propioalojamiento. Conconnetodumnus, quehabía permanecido allí, muriódefendiéndole.

Los romanos saquearon Cenabum yla dejaron envuelta en llamas. Césarestaba en marcha de nuevo, pero con unafuerza mucho más amplia. Tras haberseapoderado de los suministros de dosfuertes, había llamado a las legionespara que se les unieran.

Rix estaba sombrío. No teníamosalternativa. Debíamos levantar el asedioy marchar al encuentro de César o sercapturados entre él y los boios, loscuales abandonarían de buen grado su

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fortaleza para atacarnos desde laretaguardia mientras los romanos noscombatían de frente.

Mientras el ejército levantaba elcampamento, observé que un extrañosilencio se había instalado entre losgalos, de costumbre volubles.Estábamos acostumbrados a ganar operder, y el hecho de que aquelincidente no tuviera conclusión hacíasentirse incómodos a los guerreros.

Sin embargo, no tardaríamos encombatir.

Me concentré en el viento y lalluvia, confiando en que estascondiciones le harían la vida imposible

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a César.Rix dirigió una mirada de despedida

a las murallas de Gorgobina.—Ojalá tuviéramos algunas de esas

máquinas de asedio que los romanossaben construir —dijo pensativamente.

—Podemos aprender. En cuanto seaposible enviaré a alguien al Fuerte delBosque para que venga el Goban Saor.Él puede hacer cualquier cosa si tiene unmodelo.

—Un día más y podríamos habertomado Gorgobina, Ainvar.

—Lo sé, pero César no nos concedeotro día.

Nos pusimos en marcha para

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interceptar a César, preferiblemente enun territorio más amistoso para nosotrosque la tierra de los boios. Durante algúntiempo cabalgué con Rix. Luego merezagué hasta juntarme con lossilenciosos y sombríos carnutos.

Cotuatus puso su caballo al trotehasta llegar a mi lado. Los guerreros dea pie y a caballo se apiñaron a nuestroalrededor. Los vívidos colores tribalesde sus ropas eran en cierto modoinapropiados. El aire olía a ira,aflicción y humeante estiércol decaballo.

Finalmente Cotuatus habló:—Mi familia estaba en Cenabum.

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—Lo sé.—¿La tuya está todavía en el Fuerte

del Bosque?—Sí —me limité a decir.—Entonces están a salvo. César no

irá en esa dirección.Pensé en mi hija y no dije nada.El día señalado para la imposición

de nombres era preciso darle el suyo ala niña, aunque todavía no la hubiéramosencontrado. Por alguna razón, su falta denombre me atormentaba más quecualquier otra cosa. Si no tenía nombre,¿cómo podríamos invocar al Más Alláen su favor? Un bebé robado debía teneruna identidad para que sus padres

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llorasen por él.Sin embargo, en mi corazón era

sencillamente mi pequeña. Tal vezsiempre sería eso y nada más... mipequeña.

—Los días se están haciendo máslargos —dijo Cotuatus bruscamente,interrumpiendo mi ensoñación—. Loscampesinos estarán unciendo los bueyesal arado.

Contemplé la tierra fértil y ondulantepor la que cabalgábamos.

—¿A qué campesinos te refieres?¿Galos o romanos?

—¿Es eso lo que César quiererealmente, Ainvar? ¿Nuestra tierra?

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—Lo quiere todo.—Pero aquí hemos nacido y aquí ha

sido enterrada una generación tras otra.No tiene ningún derecho.

—No tiene derecho a uncir a losgalos como esos bueyes que hasmencionado y llevárselos paravenderlos como esclavos, pero lo hará yentregará la tierra que dejen detrás a susseguidores.

Mi lengua había caído en el viejohábito de correr por delante de mipensamiento. Demasiado tardecomprendí lo dolorosas que debían deser esas palabras para Cotuatus, quehabía dejado a su familia en Cenabum.

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Pero cuando me volví hacia él vi quetenía los dientes apretados y su rostroera el de un hombre.

Pensé que, a fin de cuentas, sería unbuen rey. Ahora que Nantorus estabamuerto, los carnutos necesitaban un rey.

—He estado observando aVercingetórix —comentó Cotuatus,mirando hacia la cabeza del ejércitodonde Rix cabalgaba al frente de suquerida caballería arvernia.

Los guerreros de la Galia libre leseguían como un río policromo queserpenteaba por la tierra, hombres acaballo o a pie, hombres que luchabancon espada o lanza o arco o pica,

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hombres que se dividían en tribus ymiraban con suspicacia a los hombresde otras tribus, a pesar de que todosformábamos un solo ejército. Loscarnutos estaban cerca del frente. En laretaguardia, tan lejos que no podíamosverlas si mirábamos atrás, rodaban conestrépito las carretas con lossuministros. A medida que avanzábamospor territorio amigo, los aliados de laconfederación gala mantenían cargadasesas carretas.

—En otro tiempo pensaba que tusalabanzas del arvernio eran excesivas—decía Cotuatus—, pero ya no lo creoasí. Es hábil en el uso de todas las

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armas, posee un vigor asombroso yjamás retrocede un paso. Si alguienpuede derrotar a César, es él.

—Es él —repetí—. Y cuando lohaga, Cotuatus, encontraremos a cadahombre, mujer y niño a los que César hacapturado como esclavos y lostraeremos a casa como personas libres,incluidos los habitantes de Cenabum.

Él asintió pensativamente y no dijonada más. Cabalgamos juntos ensilencio, Cotuatus pensando en sufamilia y yo en mi hija.

Siguiendo el valle del río, nosaproximamos al fuerte de Noviodunum,el asentamiento de los bitúrigos situado

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más al este. Oímos un grito desde laparte delantera del ejército y tiramos delas riendas, haciendo visera con la manosobre los ojos. Vimos un pequeño grupode gente que corría hacia nosotros através de los campos.

Azucé a mi caballo y galopé a lolargo del flanco para reunirme con Rix.

Enseguida llevaron a los hombres asu presencia. Eran agricultores quehabían empezado a arar sus tierras antelos muros de Noviodunum, una típicaciudad fortificada gala en un altozanosobre el río. Llevaban las prendassencillas y rudas de la clase común, envez de los colores intensos y los

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llamativos adornos de los guerreros... yestaban pálidos de miedo.

Permanecí sentado a caballo al ladode Rix mientras éste escuchaba laspalabras apresuradas, casi incoherentesde aquellos hombres.

Actuando con su habitual yasombrosa rapidez, César había llegadoa Noviodunum poco antes que nosotros ylevantado enseguida su campamento.Mientras los agricultores los mirabanboquiabiertos, los habitantes de lafortaleza habían enviado una delegaciónpara pedir que no la destruyeran. Larespuesta de César fue enviar doscenturiones y una compañía de hombres

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a Noviodunum a fin de apoderarse desus armas y caballos y tomar rehenes.

Mientras esto sucedía, algunos delos bitúrigos en la empalizada habíanvisto a Rix y el ejército a lo lejos, yhabían prorrumpido en vivas,diciéndoles a los de dentro del fuerteque llegaba ayuda. Los habitantes seenvalentonaron y empezaron a lucharcontra los romanos para arrebatarles susarmas. Los centuriones hicieron salir alos hombres de la fortaleza justo atiempo de salvar sus vidas.

Los campesinos que observabantodo aquello corrieron a nosotros através de los campos.

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—¡Defendednos de los romanos! —suplicaban.

Rix se movió con rapidez. Hizo quesus trompeteros convocaran a los jinetesde diversos grupos tribales uniéndolos asu propia caballería. Entonces dirigió lacarga contra el campamento romano amedio levantar. Mi caballo estaba tanexcitado que daba continuos brincos yamenazaba con desbocarse. Hice cuantopude por mantenerle en su sitio. Yomismo quería incorporarme al ataque, yél lo sabía.

Subimos a una pequeña elevación yvi el campamento romano. En efecto,César había llamado a sus legiones: los

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millares de hombres reunidosennegrecían la tierra. Habíamos llegadoantes de que estuvieran preparados parahacernos frente, y tuve la satisfacción deverlos correr confusamente mientrasnuestra caballería se abalanzaba sobreellos.

Los romanos se recuperaronenseguida. César envió a su propiacaballería para hacernos frente, peroéramos superiores tanto en número comoen cólera y logramos quebrar su línea ydispersarlos.

Fue un momento embriagador. Yomismo prorrumpí en vivas. Miré a mialrededor en busca de Hanesa,

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confiando en que estuviera lo bastantecerca para memorizar aquellosmomentos.

Entonces, un nuevo cuerpo dehombres a caballo llegó galopando anuestro encuentro. Nuestros jinetestiraron de las riendas, sorprendidos. Losrecién llegados eran hombrescorpulentos y rubios que llevabanprendas de cuero y piel y montabangruesos caballos de rígidas crines. Susgritos guturales los identificaron deinmediato.

¡César había traído consigocuatrocientos jinetes germanos!

El pasmo nos derrotó tanto como

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todo lo demás, aunque su ataque fue tansalvaje que sólo los más valientespodrían haberlo resistido. Nuestroshombres eran bastante valientes, pero sumismo temor a los germanos losdebilitaba. Cambiaron las tornas, ahorafue nuestra línea la que resultó quebraday los jinetes galos retrocedieron hacia elcuerpo principal del ejército, muchos deellos gravemente heridos.

Otros yacían muertos en el campo,pisoteados por los caballos germanos.Por lo menos Cotuatus estaba entre lossupervivientes.

Una vez recobramos el aliento y nosreagrupamos, Rix se mostró furioso.

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—Suponíamos que César invadió laGalia para luchar contra los germanos.¡Ahora los usa en su ejército! Carece delestilo de un verdadero guerrero, cambiacontinuamente las reglas, Ainvar.

—Entonces, evidentemente ése es suestilo, y no deja de ser bueno, puestoque tiene éxito con él.

—También yo puedo hacerme congermanos, ¿sabes? Debería haberlosusado desde el principio —añadió, sinmolestarse en ocultar su irritaciónconmigo en aquel aspecto.

Sin embargo, eso pertenecía alpasado y no era posible cambiarlo.Ahora yo no iba a reaccionar.

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—No puedes vencer a Césaradoptando sus estrategias, Rix. De esamanera él da a la guerra la forma quequiere. Tienes que introducir tu propiapauta, una que él no espera y con la quetenga que enfrentarse.

Él enarcó una ceja.—Estoy esperando sugerencias.Al atardecer nos habíamos retirado

para levantar el campamento, a ciertadistancia de los romanos. Ahora los dosejércitos tenían un río de agua y un marde hostilidad entre ellos, mientras losjefes de ambos bandos consideraban elpróximo paso a dar en la campaña. Elnuestro debía ser uno que César no

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esperase, uno que le paralizase, a serposible.

Dejé a Rix y caminé a solas, parapensar. No arrojé guijarros ni leíentrañas. Abrí los sentidos de miespíritu y esperé para saber.

Con el tiempo llegó la inspiración.Di un largo rodeo que me llevó más

allá de las carretas de suministrosagrupadas. Éstas ya estaban muycargadas, pero incluso mientras secombatía habían llegado gentes de lasgranjas vecinas trayéndonos más víveresy forraje para los animales. Ahoraestábamos en territorio amigo.

Me quedé mirando larga y fijamente

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las carretas, y le ordené a mi cabeza quepensara como César.

Regresé al lado de Rix, que estabaen pie junto a la fogata más próxima a sutienda de mando, escuchando con unairritación apenas oculta mientras lospríncipes de las tribus trataban deimponerse unos a otros con sus gritos.Cada uno afirmaba que sus hombres nohabían sido los primeros en huir de losgermanos, sino que se habían vistoarrastrados por la caballería presa depánico de alguna otra tribu.

Mi mirada se encontró con la de Rix,el cual dio la espalda a los príncipes yse dirigió a mí.

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—Ya tengo la sugerencia quedeseabas —le dije—, pero tal vez no teguste.

—No me gusta perder. Dime cómoganar.

—Ahora César tiene varias legionesconsigo, lo cual significa una enormemasa de hombres y caballos a los quealimentar. ¿Por qué se detuvo paracapturar Vellaunodunum, Cenabum yNoviodunum si tenía tanta prisa porluchar contra los galos y defender a losboios? Por sus víveres, naturalmente. Esun territorio hostil, la única manera quetiene de conseguir suficientessuministros para un ejército tan

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considerable es apoderándose de ellosen nuestros propios almacenes de losfuertes y las ciudades. Su ejército nopuede vivir de los productos de latierra, pues la época del año esdemasiado temprana.

—¿Qué sugieres entonces? Notenemos suficientes guerreros paraluchar contra César y defender cadafuerte de la Galia al mismo tiempo.

—No, no los tenemos —convine—.Pero podemos ofrecer un sacrificio.

Él me dirigió una mirada desdeñosa.—Tu magia druida no...—Lo hará. Sacrificaremos los

fuertes.

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Rix se me quedó mirando fijamente.—Tenemos que prender fuego a

todos los fuertes que no seaninexpugnables por sus propiasfortificaciones o por su situación.Podemos dispersar a sus habitantes en elcampo circundante. Será duro para ellosver que las antorchas encienden susfortalezas, pero no tanto como verse yver a sus hijos esclavizados. Así losromanos carecerán de fuentescentralizadas de suministros y saqueo.Tendrán que enviar partidas de forrajeo,a las que nuestros guerreros podránatacar un día tras otro.

—Los pueblos no fortificados y

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algunas de las granjas más grandestienen suministros de grano en susalmacenes, Ainvar.

—Entonces también debemosquemarlos. Eso significará un año duropara la Galia..., pero seremos libres ylos ejércitos romanos no permaneceránaquí para morirse de hambre. Si nuestropueblo está dispuesto a hacer unsacrificio lo bastante grande, Rix, ahorapodemos derrotar a César.

* * * * * *

Nunca vacilaba. Convocó a los jefes

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militares de las tribus y les explicó elobjetivo. Cotuatus fue su primer y másentusiasta seguidor.

—Si Cenabum ya hubiera sidoquemada cuando César llegó allí, mifamilia habría estado a salvo en algunagranja amistosa, lejos de los muros, y elromano no habría tenido suficientessuministros para alimentar a loshombres contra los que hoy luchamos.En cambio, ahora ya ha incendiadoCenabum... tras haberla saqueado. Y sellevan a la gente para esclavizarla.

El acuerdo fue unánime. Fueronenviados jinetes en todas lasdirecciones, y cuando el sol volvió a

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ponerse no había un solo pueblo a un díade marcha donde los romanos pudieranencontrar provisiones. Con sus propiasmanos los bitúrigos privaron a César deveinte de sus ciudades.

Hanesa entonó una espléndidacanción que celebraba el valor de losbitúrigos.

Cuando César envió partidas deforrajeo desde su campamento cerca deNoviodunum, nuestra caballería acabócon ellas. Los romanos se apresuraron alevantar el campamento, preparándoseevidentemente para ir a algún lugar quetuviera más que ofrecerles. El lugar máscercano era Avaricum.

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El valor de los bitúrigos no llegabaa tal extremo que se avinieran a destruirla fortaleza tribal que era su mayororgullo. Acudieron a Rix y le rogaronque les permitiera conservarla.

—Avaricum es la ciudad más bellade la Galia —insistieron—, y es posibledefenderla con facilidad. Está rodeadapor un río y marismas, con sólo un pasoestrecho para llegar a ella. ¿Por quéhabríamos de destruirla? César nuncapodrá conquistarla.

Rix se reunió en privado conmigo yyo lo hice mucho más privadamente conlos espíritus.

—El sacrificio debe ser total, Rix

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—le dije—. No podemos permitirnosexcusar a éste o aquél porque sonespeciales. Todo lugar es especial paraquienes viven en él. Los hombres deCésar están hambrientos y le presionan,el plan funciona. Prívale de Avaricum ytendrá que retirarse de la Galia libre aalgún lugar donde pueda abastecer a suejército. ¡Piensa en ello! ¡Imagina lasatisfacción de ver su retirada!

Rix estuvo de acuerdo, pero pordesgracia los demás se dejaronpersuadir por los argumentos de losbitúrigos. Los príncipes empezaron aacusar a Rix de ser demasiado duro conquienes le apoyaban, de exigir

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sacrificios cuando no eran necesarios.Varios parientes de Ollovico insinuaronque el arvernio simplemente queríadestruir Avaricum puesto que así lesería más fácil establecer Gergoviacomo la capital de la Galia libre.

Vercingetórix accedió a la peticiónde los bitúrigos. Avaricum no seríadestruida antes de que llegara el ejércitode César. Le dije que estaba cometiendoun error y creo que también él lo sabía,pero se gritó el mensaje. Los mejoresguerreros de los bitúrigos avanzaron atoda prisa por delante de nosotros paraocuparse de las defensas de Avaricum.Cuando César se puso en marcha,

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nuestro ejército lo hizo con el suyo,pisándoles los talones.

Al llegar a las proximidades deAvaricum, Rix levantó el campamentoen una región protegida por bosques ymarismas. A indicación mía, envió unared de patrullas para trasmitirinformación sobre los movimientos delos romanos. Cada vez que el enemigoenviaba partidas en busca deavituallamiento, nuestra caballería lasatacaba y destruía. César empezó aenviar mensajes desesperados a loseduos y los boios, pidiéndoles que lefacilitaran víveres. Pero aunquehubiéramos dejado pasar a los

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mensajeros habría sido inútil, pues loseduos ya no eran los infalibles aliadosde César. Al observar el tamaño quetenía el ejército de la Galia libre, semantenían a la espera para ver de quélado soplaba el viento. En cuanto a losboios, era una tribu tan reducida a la queya le resultaba bastante difícilabastecerse a sí misma.

El hambre empezaba a ser unproblema muy grave para el ejércitoromano.

—Puedo saborear la victoria de lamisma manera que otros hombressaborean el vino —se jactó Rix en unmomento expansivo—. Tu plan ha

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derrotado a César.—Todavía no —le advertí—. No

has seguido mi plan al pie de la letra.Avaricum sigue en pie, y en ella estáalmacenado todo lo que los romanosnecesitan.

—Los romanos nunca podráncapturarla, está tan protegida comocualquier fuerte de la Galia. Yaempiezan a estar debilitados por falta dealimento adecuado. Les dejaremos quese agoten en un inútil ataque contraAvaricum, entonces ordenaré que entrennuestros ejércitos y los destruiremos.

Lo dijo con una perfecta confianza,como si ya estuviera realmente viendo el

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futuro.Pero a Rix no le había sido otorgado

el don de la profecía. Era un guerrero.Las primeras lluvias de la primavera

eran tan persistentes como lo habíansido las tormentas invernales, y el aguatamborileaba incansable sobre nuestratienda de cuero hasta que Hanesa y yotuvimos dolor de cabeza.

Ansiaba el contacto de Briga, mepreguntaba qué efecto tendría tantalluvia sobre nuestros viñedos y deseabaestar en casa para ayudar a cuidarlos.

A pesar del mal tiempo, Césarparecía dispuesto a sitiar Avaricum.

—No podrán hacerlo —dijo Rix,

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confiado—. Están demasiadodebilitados por el hambre.

Pensé para mis adentros que elhambre podía ser el acicate que lesllevaría al éxito.

Cuando estuvimos instalados ennuestro nuevo campamento, César habíatrasladado torres de asedio hasta lasmurallas de Avaricum. Al amanecer, Rixformó a la mayor parte de la caballería ypartieron en un amplio despliegue paraatacar a los grupos deaprovisionamiento de César. El día seoscureció, con negras nubes que seamontonaban como viejosremordimientos. Los romanos

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parecieron abandonar sus esfuerzos enlas murallas. Cuando oscureció y Rixaún no había regresado, supimos quehabía preferido acampar en alguna parteantes que poner en peligro las patas delos caballos cabalgando de noche.

Bajo la cobertura de la oscuridadnocturna, Cayo César se aproximó anuestro campamento con una fuerza deataque.

Alertados por nuestras patrullas, nofuimos tomados por sorpresa como élhabía esperado. Ocultamos las carretasde los víveres en un bosque espeso yluego reunimos a nuestras fuerzas en unterreno alto casi totalmente rodeado de

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marismas. Cuando César se encontrócon los guerreros de la Galia a la luz delalba vio a unos hombres valientes ylibres, erguidos en el campo abierto ydesafiándole.

Más adelante Hanesa compondría unpoema épico sobre aquellos guerreros.

Nuestra posición nos fue de granayuda. Yo la sugerí, musitándola en losoídos de varios príncipes tribales, cadauno de los cuales creyó que era supropia idea. Como no confiaba del todoen ninguno de ellos, Rix no habíanombrado a un comandante que lesustituyera durante su ausencia. Porsupuesto, nadie había previsto un ataque

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romano contra nuestro campamento ycreíamos que César estaba ocupado porcompleto con su asedio.

Sin embargo, fuimos más listos queél. Si sus soldados intentaban avanzarhacia nosotros a través de la marisma,los atacaríamos desde el terreno altomientras se abrieran penosamente por elagua fría y el barro pegajoso.

Podríamos haberles hecho un grandaño. Al darse cuenta de ello, losoficiales romanos consultaron entre sí yluego ordenaron una retirada, sabedoresde que los superábamos en táctica.

¡Qué júbilo sentimos al verles lasespaldas!

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Cuando Rix regresó, estábamosansiosos de contarle nuestra victoria.Pero algunos príncipes, a los que se leshabía negado la satisfacción de unabatalla, estaban de mal humor. El éxitode la jornada les parecía defectuoso.Incluso acusaron a Rix de traición porhaber abandonado el ejército sin dar auno de ellos el mando supremo.

—En cuanto te marchaste losromanos vinieron como si hubiera sidoplaneado —dijeron los perturbadores—.¿Fue así? ¿Creíste que César te daría elreino de la Galia por traicionar a tupueblo y dejarnos sin defensa, sincaballería?

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Una cólera fría se apoderó de Rix, elcual respondió primero a la últimaacusación.

—¿De qué sirve la caballería en unterreno pantanoso? Aunque todosnuestros jinetes hubieran estado aquí, nohabrían podido ayudaros, mientras quehan sido de gran ayuda para mí y hemosdestruido a todos los grupos deavituallamiento que hemos encontrado.

»No le entregué el mando a nadie enmi ausencia porque no hay nadie entrevosotros que no pusiera los intereses desu tribu por encima de los intereses dela Galia. En cuanto a que yo buscaba elpoder de César, no hay necesidad.

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Pronto le derrotaremos y, gracias a mispropios logros, tendré todo el poder quedeseo en la Galia, todo el que hebuscado..., que es el de ser rey de losarvernios.

Les avergonzó al revelar sumezquindad y sus celos. Los príncipesno hicieron más acusaciones.Regresaron a sus propios campamentosy empezaron a entonar cánticos devictoria alrededor de las fogatas con sushombres.

Pero yo era quien conocía mejor aRix y no pude evitar preguntarle:

—Quieres algo más que el trono delos arvernios, ¿no es cierto?

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Él no lo negó y se limitó a decir:—No quiero nada de la mano de

César.—¿Y qué me dices de esas yeguas

africanas que te envió? Creo recordarque te las quedaste.

—Un caballo no es lo mismo que untrono, y César no me compró con eseregalo, Ainvar, lo sabes bien.

Sí, lo sabía, pero habíamos sidomuchachos al mismo tiempo y todavíame gustaba gastarle bromas. A veces, enprivado, incluso le llamaba Rey delmundo.

Al verle cabalgar al frente delejército, ese título ya no parecía

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ridículo.

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CAPÍTULO XXXIII

Rix había hecho varios prisioneros alatacar a los grupos de avituallamiento yles obligó a revelar a nuestro ejército elhambre y las privaciones que imperabanen el campamento romano, ladesesperación que les había llevado aapoderarse de una vaca extraviada o asaquear un granero solitario.

Cuando concluyeron su relato, Rixañadió:

—Algunos de vosotros me habéisacusado de traición. Sin embargo,gracias a mí los invasores se están

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extenuando sin que se vierta una solagota de nuestra sangre. Cuando losromanos estén lo bastante debilitadoslos derrotaremos y expulsaremos de laGalia desacreditados.

Los guerreros gritaron y golpearonsus armas, proclamando a Vercingetórixel más grande de todos los jefes.

Pero si César estaba debilitado, nopodía decirse lo mismo de su intención.El asedio de Avaricum continuaba.

Dentro de la fortaleza los bitúrigosllevaban a cabo una defensaimpresionante, y los miembros de sutribu que figuraban en nuestras filasempezaron a afirmar que aquélla estaba

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ganando por sí sola y no necesitaba anadie más. Vercingetórix ordenóenseguida que una gran fuerza formadapor miembros de cada tribu de laconfederación acudiera en ayuda de lafortaleza sitiada.

—No tengo intención de dejar quelos bitúrigos se lleven toda la gloria —me explicó—. Además, quiero estudiarmás de cerca las técnicas romanas deasedio. Tu Goban Saor nos ayudará aimitarlas.

—¿He de enviar jinetes al Fuerte delBosque?

—¿Por qué no?De inmediato despaché mensajeros,

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no sólo para que regresaran con elGoban Saor, sino también para que seinformaran de la seguridad de mi familiay la del bosque.

Los romanos lanzaron ganchos deasedio para agarrarse a los muros demadera de Avaricum. Los defensores enlo alto de los muros cogieron losganchos con lazos corredizos y losarrastraron al interior por medio decabestrantes. Los romanos levantarontorres de asedio para permitir que suslanceros y arqueros disparasen porencima de los muros, pero los galoslevantaron sus propias estructuras dentrodel fuerte, oponiendo una torre a cada

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una de las torres romanas, de maneraque los sitiadores no tuvieron ningunaventaja. Entretanto, los atacantes erancontinuamente atacados con lanzas,piedras y pez hirviendo..., así como porun clima brutal.

Cada mañana, en vez de entonar lacanción del sol, cantaba la de la lluvia ysacrificaba gallos rojos.

Con un gran coste de vidas,finalmente los romanos lograronconstruir una enorme terraza de asedioque casi tocaba los muros. Su planconsistía en enviar una oleada tras otrade guerreros por aquella rampa,protegidos por medio del llamado

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«caparazón de tortuga», que consistía enescudos entrelazados y sujetos porencima de las cabezas. Pero entre losgalos había mineros procedentes de lasminas de hierro de la región, los cualessabían practicar túneles. Abrieron untúnel por debajo de la terraza de asedioy prendieron fuego a ésta, haciendo queel armazón se viniera abajo. Mientraslos romanos trataban de apagar el fuego,los bitúrigos salían por las puertas deAvaricum para atacarlos, junto con lasfuerzas que Vercingetórix había enviado.

Al principio parecía que íbamos aganar. César en persona, como tenía porcostumbre, había supervisado los grupos

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de acción, y algunos de los guerrerostribales se impusieron la tarea de darlealcance y matarle personalmente, pero éllogró eludirlos... y pedir refuerzos alcampamento romano.

Alrededor de las murallas deAvaricum se libró una batalla terrible.

Los romanos llevaron una gran torrede asedio hasta las puertas principalesde Avaricum, y la utilizaron para arrojaruna serie de mortíferas andanadas quemantuvieron a los defensores encerradosen el interior. Uno de nuestros propioshombres, un parisio, según supimosluego, se situó delante de las puertas ylanzó una antorcha a la base de la torre.

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Entonces permaneció serenamente allí,arrojando trozos de sebo y brea a lasllamas. Cuando le mató una flechadisparada desde una catapulta romana,otro galo pasó por encima de su cuerpoy ocupó su lugar. Cuando éste murió, lohizo otro, y luego otro más. Murieroncomo hombres libres pero continuaronla imposible defensa de su posiciónhasta que los romanos lograron extinguirel fuego de la terraza de asedio ehicieron retroceder a los galos en todoslos puntos de ataque.

Las cenizas de la derrota eranamargas y frías.

—Envía un mensaje a los defensores

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que están dentro de Avaricum para queprendan fuego a la fortaleza y vengancon nosotros —le urgí a Rix—. Por lomenos niégale a César sus almacenes.

—Le negaré la victoria —respondióRix ásperamente, negándose aescucharme.

Por la noche algunos bitúrigostrataron de huir, pero cundió el pánico yfueron capturados. A la mañanasiguiente César renovó su asalto de lafortaleza. Utilizando todas las artes yhabilidades que poseía, invoqué unatormenta de enormes proporciones, peroni siquiera eso bastó para disuadirle.Las inmediaciones de Avaricum estaban

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anegadas en un mar de barro, pero alládonde había un camino expedito Césarestacionó tropas que impidieron anuestra fuerza atacante acudir en ayudade los sitiados. Entonces, con unesfuerzo poderoso, concertado y muybien organizado, venció a los últimosdefensores de la fortaleza, entró en ellay pasó por las armas a sus habitantes.

Las mujeres y los niños fueronmuertos indiscriminadamente junto conlos hombres. Dicho sea en honor deOllovico, cuando adoptó una posturafinal lo hizo en favor de los galos.Murió valientemente atravesado por unaespada romana, pero murió como un

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hombre libre.De los cuarenta mil bitúrigos que

habían buscado refugio dentro de losmuros de Avaricum, sólo ochocientoslograron huir y unirse a Vercingetórix.

—Esas muertes han sidoinnecesarias —le dije a Rixamargamente—. Hemos perdido porqueel sacrificio que nos habría salvado hasido incompleto. Deberías haberincendiado Avaricum antes de quellegara César. Ollovico lo habría hecho,podrías haberle obligado.

Al día siguiente Rix convocó unconsejo de guerra.

—No os descorazonéis por este

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revés —les instó—. Quienes esperanque todo vaya a su favor en una guerraestán equivocados. Los romanos no hanvencido por su valor, sino porque tienenmás habilidades y máquinas de asedioque nosotros. Si Avaricum hubiera sidodestruida como pedí al principio, estonunca habría ocurrido, pero ahora novamos a hablar de culpas, sino que nosdispondremos a vencer. ¡Nuestro éxitomás grande borrará esta mancha!

Los hombres le vitorearon e hicieronentrechocar sus armas.

Los ochocientos refugiados deAvaricum se apretujaron, comiendonuestra comida e intentaron olvidar la

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pesadilla.—Algunos príncipes creyeron que

Vercingetórix temería dar la cara trasuna derrota —me dijo Cotuatus—. Suvalor les ha impresionado. Ahora letienen en más estima que nunca.

—Eres generoso al decir eso.Cotuatus sonrió sin humor.—Somos un pueblo generoso.Preparándose para cualquier

eventualidad, Vercingetórix ordenó a sustropas que se pusieran a fortificardebidamente el campamento con muros,terraplenes y edificios de troncos..., lafuerza y la solidez con que los romanosdotaban a sus propios campamentos.

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Sin embargo, al contrario que losromanos, nuestros guerreros no erantrabajadores, no habían sido adiestradospara cavar zanjas y levantar muros, y lasugerencia los dejó perplejos. Noobstante, nadie más podía hacerlo e,impulsados por el aguijón de la derrota,emprendieron la tarea con más buenhumor de lo que habría cabido esperar.

Nuestros exploradores vigilaban losmovimientos de César en su propiocampamento y con frecuenciainformaban a Rix. El invierno habíaterminado, César no permaneceríadonde estaba durante mucho tiempo,pero habíamos sufrido cuantiosas

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pérdidas y Rix era reacio a entablar otrabatalla hasta que hubiéramos recuperadolas fuerzas. Por esta razón le animómucho la llegada de un nutrido cuerpode caballería al mando de Teutomatus,rey de los nitiobrigos, casado con unahija del fallecido Ollovico.

Teutomatus había reclutado tropasadicionales entre las tribus de Aquitaniay ansiaba vengar la muerte del padre desu esposa.

Otra llegada me alegró. El GobanSaor llegó a nuestro campamento alomos de caballo, como si se hubieraadiestrado para cabalgar, seguido poruna carreta cubierta de cuero.

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Corrí a su encuentro.—Te saludo como a un hombre

libre. ¿Cómo estás?—Quieres decir cómo están todos.

Están bien en el Fuerte del Bosque,Ainvar, y los viñedos crecen de nuevo.

Le abracé.—Briga y Lakutu te envían saludos

especiales —siguió diciendo.—¿Hay alguna noticia de...?—No, Ainvar, lo siento. No hemos

sabido nada de tu hija y nadie ha visto aCrom Daral.

Pensé que no tenía más remedio queresignarme a la pérdida.

—¿Has traído lo que te pedí?

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Él miró hacia la carreta.—Ah, sí, ahí está, aunque no

imagino qué te propones hacer con eso.Briga estaba molesta y dijo que ellapodría haber venido en la carreta.

—Confío en que se lo impidieras —repliqué, mirando la cobertura de cuerode la carreta por si veía delatores bultosen movimiento.

—Se lo impedí con gran dificultad.Te has casado con una mujer muytestaruda.

—Si quería venir contigo, supongoque eso significa que me ha perdonado—comenté esperanzado.

El Goban Saor se quedó un momento

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pensativo.—Yo no diría eso.Varios guerreros habían pasado por

nuestro lado para mirar al Goban Saor,cuyo tamaño era impresionante, y dirigirmiradas curiosas a la carreta cubierta.Indiqué a un carnuto que montaraguardia constante al lado del vehículo yno permitiera que nadie mirase elcontenido. Entonces llevé al artesano ami tienda.

Aquella noche cenamos con Rix yhablamos de las técnicas de asedio. ElGoban Saor hizo varias sugerenciasingeniosas. Rix le dijo:

—Si te hubiéramos tenido con

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nosotros en Gorgobina, podríamos habertomado el fuerte rápidamente einterceptado a César antes de quehiciera tanto daño. ¿Te quedarás connosotros a partir de ahora?

Los ojos azules del Goban Saor seencontraron con los míos.

—Ésa es mi intención —respondió.Enriquecido con las provisiones y el

producto del saqueo de Avaricum, Césartenía ahora nueve legiones a mediajornada de marcha de nuestro ejército.Rix dedujo de sus acciones que o bienintentaría hacernos salir de las marismascon alguna treta o nos bloquearía yatacaría donde estábamos.

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El Goban Saor construyó una seriede trampas ingeniosas para atrapar a losinvasores desprevenidos alrededor delperímetro de nuestro campamento, perocada vez era más evidente que nosencontrábamos en una posiciónpeligrosa.

Entonces, por un mensajero al queinterceptamos cuando iba al encuentrode César, nos enteramos de que, una vezmás, se había producido la disensión enlas tierras de los eduos. Después deDiviciacus, una sucesión de hombreshabían sido elegidos por períodosanuales para el cargo de magistrado jefede la tribu. Los actuales candidatos al

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cargo eran dos príncipes ambiciosos,cada uno de los cuales había sidoeducado por los druidas y tenía unnutrido cuerpo de seguidores. Ladiscusión entre ambos bandos se estabavolviendo violenta. Los observadorespredecían que el perdedor, por purodespecho, apoyaría sin reservas a laconfederación de la Galia, dividiendoasí la alianza edua de César. Losancianos de la tribu solicitaron conurgencia la presencia de César pararesolver la cuestión y nombrar a uno delos hombres como el único magistradoal tiempo que apaciguaba al otro.

Al comprender la ventaja que esto

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tenía para nosotros, aconsejé a Rix:—Deja que el mensajero vaya a

César y le dé la noticia.El romano reaccionó con rapidez y

se dispuso a abordar a los eduosdividiendo sus fuerzas, enviando cuatrolegiones y parte de su caballería a losterritorios de los senones y los parisios,con la esperanza de alejar a losguerreros de aquellas tribus de Rix paraque defendieran sus tierras natales. Dejóal resto de sus legiones acampadas enespera de su regreso y partió.

Rix se negó a dejar que la tretadividiera al ejército de la Galia libre.Los senones y los parisios discutieron

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con vehemencia, clamando por volver asus territorios, pero él se mostró firme.

Vercingetórix mantenía al ejércitounido por la pura fuerza de supersonalidad. Sin embargo, en lo máshondo de su espíritu, los recientesreveses le habían conmocionado más delo que estaría dispuesto a admitir.

Yo leía en sus ojos cuando él creíaque nadie le miraba.

Dio instrucciones para que losrefugiados de Avaricum fuesenalimentados y vestidos. Nantua, el jefedruida, estaba entre ellos. Hanesa y yole llevamos a nuestra tienda, la cualresultó así menos espaciosa pero más

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cálida, por lo que se estableció unequilibrio.

Tras las pérdidas sufridas enAvaricum, Rix estaba deseoso dedevolver al ejército su plena fortaleza yampliarlo.

—Nantua y yo tenemos amigos de laOrden de los Sabios en cada tribu de laGalia —le sugerí—. Utilicemos nuestrapersuasión para ganarnos a aquellos quete han opuesto resistencia hasta ahora.Después de lo de Avaricum seráevidente en qué lado están sus intereses.Sólo hacen falta lenguas doradas paraque se pongan de tu parte con las armasen la mano.

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—¿Cuántos hombres me han traídoya tus druidas, Ainvar? —me preguntóRix astutamente.

—Hemos hecho lo que hemospodido —respondí con modestia.

Su réplica fue característica:—Pues haced más.Poniendo cuidado para no llamar la

atención de las patrullas romanas,Nantua y yo abandonamos sigilosamenteel campamento galo. Él iba a visitar asus compañeros druidas en el territoriomeridional, mientras yo cabalgaría alnorte para usar mi red druídica a fin dealistar a los últimos rezagados.

Fui al norte para ver con mis

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propios ojos que el bosque seguía enpie, que Briga y Lakutu seguían a salvo.

Sólo me llevé seis guerreros comoguardia personal, y sospecho que a Rixincluso ese corto número le pareció mal.

Viajamos por una tierra que tenía yalos colores y la frondosidad de laincipiente primavera. Deseé que hubieratiempo para desmontar y caminar a finde percibir la vibración del suelo.Soplaba un viento frío, pero por fin elcielo estaba despejado y el aire eracristalino. Estábamos a dos lunas deBeltaine.

Había tenido la intención dedesposar a Lakutu en Beltaine.

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¿Dónde me encontraría la estación?Con el tumulto y el hedor de la

guerra, la tierra es devastada, dejan enella cicatrices los cascos de loscaballos al galope, las ruedas de lascarretas, las pisadas de los hombres ylas fogatas. Durante la campaña conVercingetórix, había olvidado por algúntiempo la belleza de una tierra en paz,pero mientras caminaba hacia casa la viy recordé. Dando un rodeo a la franjayerma que había dejado el ejército deCésar en su avance desde Cenabum aAvaricum, cabalgué por serenos pradosdonde las primeras y valientes flores dela primavera empezaban a asomar entre

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la hierba que despertaba. Pasé ante unbosquecillo de avellanos, una séptimaparte de cuya madera se cosechaba cadaaño para hacer cestos, techumbres,trampas para pesca y emparrados, ysaludé a los árboles como receptáculosde conocimiento. Me detuve junto a ungrupo de alisos para reverenciar a losespíritus del agua y proteger a losárboles. Por doquier veía las cosas queme ligaban a la tierra, a la Galia.

A la Galia libre, mi tierra, nuestratierra. Se me hizo un nudo doloroso enla garganta. Los invasores no teníanningún derecho a estar en aquel lugar,que era nuestro por el amor; no nos lo

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arrebatarían por conquista. Hice esapromesa mientras cabalgaba hacia elhogar. Mi cabeza estaba llena deimágenes. Mi tierra, mi bosque, mi casa,mi hogar. Míos. El lugar que mepertenecía.

Odiaba a César. Descubría en miinterior un odio frío y amargo que hastaentonces había desconocido, un odiointensificado por la admiración que apesar mío sentía por el genio de aquelhombre. César se proponíaesclavizarnos, incluso exterminarnos,pero lo peor de todo era su deseo deapoderarse de nuestra tierra, del sueloque nos nutría y en el que estaban

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enterrados los huesos de nuestrosantepasados, la tierra a la que seríandevueltos nuestros cuerpos cuandonuestros espíritus fuesen liberados.

La tierra, el vínculo entre el hombrey el Más Allá. La tierra, cada uno decuyos árboles, arbustos y brizna dehierba, cada río, montaña y pradosembrado de flores nos mostraba otracara de la Fuente. Nuestra tierra, nuestraGalia, la hermosa Galia.

Cabalgaba envuelto en una bruma deamor y dolor. Si los extranjeroscapturaban la Galia, algo esencial ennuestro interior cambiaría para siempre.

Entonces el cerro sagrado y

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coronado por el bosque se alzó a lolejos, como una promesa de que nadacambiaría jamás. Me encaminé a él conlágrimas en los ojos.

Antes de entrar en el fuerte, fui a verlos árboles. Dejé a mi guardiaesperando y caminé a solas entre losrobles. Siendo.

Somos, me aseguraron ellos. LaFuente es.

Aliviado y reconfortado, cabalguéhacia mi gente.

Mis dos mujeres me recibieron enlas puertas del fuerte, cada una con unniño. El corazón se me aceleró antes dedarme cuenta de que el pequeño en los

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brazos de Lakutu era su propio hijo,Glas, y el niño mucho más mayor queestaba con Briga era el chiquillo hijo deun granjero que antes estuvo ciego.

—Te saludo como a una personalibre —me dijo mi esposa mientras yodesmontaba. Entonces, bajando el tonode voz, añadió—: Me alegro de verte,Ainvar.

—¡Yo también me alegro! —exclamó Lakutu.

Antes de que pudiéramos decirnosnada más, mi gente nos rodeó,pidiéndome con vehemencia noticias dela guerra. Casi todos tenían familiaresen Cenabum y por todas partes recibía

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peticiones de información: «¿A cuántosse llevó César como esclavos?»,«¿Adónde han ido?», «¿Quiénes hanmuerto?», «¿Sabes si Oncus la hermosaaún está viva?», «¿Lo está Becuma?»,«¿Y Nantosvelta?», «¿Y...?».

Alcé una mano para pedir silencio.—Cenabum es una ruina. No fui

hasta la ciudad, porque era inútil. No esmás que madera quemada y piedrascaídas, la gente ya no está allí. Creemosque la mayoría de ellos siguen vivos y,según todos los informes, han sidoenviados al otro lado del río Sequana alos campamentos romanos máspermanentes. César no intentará

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enviarlos al sur hasta que hayafinalizado la época apropiada para lalucha. Así pues, aún están a nuestroalcance, y cuando hayamos derrotado alromano los recuperaremos.

»Así es —dije con vehemencia, y lamirada implorante de Briga se encontrócon la mía—. A todos ellos.

Sulis me apremiaba, deseosa detener noticias de su hermano, y leaseguré que el Goban Saor habíallegado sano y salvo al lado deVercingetórix. Ella respondió con unarisa entrecortada que reveló laintensidad de su preocupación.

—Es normal que haya llegado a

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salvo, pues se marchó de aquítambaleándose bajo el peso de loshechizos y protecciones que acumulamossobre él. No queríamos que los romanosle atraparan.

Respondí a tantas preguntas comopude y luego repetí las respuestasporque la gente no dejaba de preguntar.Finalmente me dejaron ir un rato alrefugio de mi propio alojamiento paracomer y descansar. Allí tuve queobservar todas las sencillas costumbrescaras a las mujeres. Hicieron que mesentara en mi banco, me lavaron la caray los pies, intercambiaronexclamaciones sobre el patético estado

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de mis ropas. Trabajaban en armonía yme pregunté si alguna vez se habíanpeleado en mi ausencia. Si así habíasido, me lo ocultaron. Briga y Lakutucerraron filas en mi presencia ypresentaron un frente unido.

Miré con curiosidad a mi alrededor.Cada persona que vive en un lugar dejauna huella, de una manera bastanteparecida a las líneas de poder cruzadasentre la tierra y las estrellas que dejanhuellas en nuestras palmas. Briga yLakutu habían logrado ocultar casi porcompleto mi rastro en su domesticidadatareada y brillante. Un telar, montonesde telas, cerámica, mantas nuevas,

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utensilios domésticos desconocidos,taburetes, tarros, olores infantiles, jaulascon gallinas colgadas de las paredes,cestos de huevos y redes con cebollas,ropas secándose en tendederos colgadosde las vigas. Sólo los guardafuegos dehierro hablaban del pasado, sólo ellos ymi cofre de madera tallada.

—¿Hay alguna noticia de nuestrahija? —le pregunté a Briga mientrastomaba el primer bocado de pan.

—Todavía no, pero en elaniversario de su concepción losdruidas le pusieron su nombre, Ainvar.

—Magnífico, ¿qué nombreconsideraron apropiado?

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—Maia, hija de la tierra.Ciertamente el nombre no podía ser

más adecuado. Maia, hija de la tierra,hija de la Galia.

—¿Y ese chico? —pregunté,señalando con la cabeza al muchachoque había estado ciego, ahoracómodamente sentado con las piernascruzadas al lado del hogar y comiendomi comida como si estuvieraacostumbrado a hacerlo.

Briga me informó de que así era.—Su madre tiene un tumor ardiente

en el vientre, y así, mientras Sulis y yotrabajamos en la curación, hemos traídoa sus hijos al fuerte, donde estarán más

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seguros. Los hemos repartido entre lasviviendas. Yo me quedé con éste, porsupuesto.

Por supuesto.—Me sorprende que no los trajeras

a todos a mi alojamiento —observé conun sarcasmo del que Briga prefirió hacercaso omiso—. ¿Son docenas?

Ella sacudió la cabeza.—Éste es el mayor. Se llama

Cormiac Ru, «el lobo rojo».Al oír pronunciar su nombre,

Cormiac Ru alzó la vista y se encontrócon mi mirada. Recordé la ocasión, yalejana, en que le tuve en brazos y ledescribí la guerra. Ahora sólo le

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faltaban unas pocas estaciones para queél mismo tuviera la edad del guerrero dehaber nacido en un clan noble. Sucabello era cobrizo, los ojos gélidos, elrostro enjuto y de expresión intensa noera infantil.

—Defiendo a estas mujeres —medijo en un tono terminante, y volvió aconcentrarse en la comida.

Su nombre era apropiado.—¿Le enviarás finalmente con su

madre? —le pregunté a Briga entredientes.

—Se recupera, pero está muyenferma, Ainvar. No recurrió a unacurandera cuando debía de haberlo

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hecho y ahora puede que sea demasiadotarde, incluso para el muérdago. Hasllegado en el momento más propicio.Mañana es el sexto día de la luna.

Comprendí enseguida. Lascircunstancias me habían impedidoasistir recientemente a los rituales en elbosque, pero al día siguiente podríadirigir uno importante.

La ceremonia de cortar el muérdagose realizaba siempre el sexto día de laluna. La planta crecía en distintas clasesde árboles, pero no solía encontrarse enlos robles. Cuando crecía en ellosrecibía el nombre de Hijo del Roble yera objeto de reverencia, como un

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regalo especial del Más Allá. Unapoción con Hijo del Roble, preparada ala manera celosamente guardada por losdruidas, era capaz de destruir lostumores ardientes. Era, en efecto, la máspoderosa de las medicinas.

Muchos robles del bosque sagradoestaban coronados con el muérdago. Nolo usábamos generosamente, nosaqueábamos los árboles. Sólorecogíamos el muérdago cuando más lonecesitábamos, y a cambio ofrecíamoslos sacrificios adecuados. El muérdagoera cortado del árbol con un cuchillo deoro especial, y dos jóvenes torosregaban las raíces del árbol con su

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sangre mientras los druidas cantaban.Administrada a tiempo, la medicina

preparada con el Hijo del Roble podíasalvar a la madre de Lobo Rojo. Yoestaba seguro de que antes habíasalvado a mucha gente.

Por otro lado, después de laceremonia tendría una excelenteoportunidad de hablar con los druidas ypedirles que enrolaran a más luchadorespara Vercingetórix.

Aquella noche, sentado una vez másal lado del fuego que ardía en mi propiohogar, no pensé en Rix. Mi miradaseguía a Briga de un lado a otro delalojamiento, y el calor que aumentaba en

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mí no estaba causado por el fuego delhogar. Parecía haberme perdonado porla pérdida de su hija, y su bienvenidahabía sido cálida y reveladora deauténtica felicidad. Cuando me tendí enel jergón y abrí los brazos, ella vino amí de buen grado y Lakutu y Cormiac Runos hicieron caso omiso, como debenhacer quienes comparten un alojamiento.Cada persona tiene su propia capucha deinvisibilidad que le concede la cortesíade los demás.

Pero Briga permaneció rígida entremis brazos y noté que mi calor remitía.

—¿Qué sucede? —le pregunté en unsusurro.

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—Nada.—¿Todavía estás enfadada

conmigo?—Claro que no. Me alegro de que

estés vivo y hayas venido.—¿Qué ocurre entonces?—Nada.Pero había algo, y se llamaba Maia.

La niña perdida era como una sombraentre nosotros.

—Te daré otro hijo —le dije convehemencia, poniéndome encima deella.

La penetré con violencia, como si enalgún lugar de sus entrañas pudieraencontrar a Maia, y ella gritó y se aferró

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a mí como si su desesperación fuese unafuerza capaz de crear vida.

Antes de que amaneciera, cuando medisponía a salir para entonar la canciónal sol, se me acercó Cormiac Ru y, envoz baja, para que las mujeres no looyeran, me dijo:

—Iré en busca de tu hija. Dame uncaballo... Puedo hacerlo, las mujerescreen que soy un chiquillo, pero no escierto.

Examiné su rostro de expresión seriaa la débil luz que emitían las brasas delhogar.

—No, no eres un niño, ya lo veo,pero no puedes salir en busca de mi hija

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y encontrarla sin más, no es tan fácil. Notienes idea de lo grande que es el mundoal otro lado de la empalizada o lo que teespera ahí afuera, Cormiac.

—No importa —dijo él con lamaravillosa confianza que proporcionala ignorancia—. Briga llora por ella denoche. Quiero devolvérsela.

Me miró con sus ojos de color dehielo y vi que no tenía temor, ni en elcuerpo ni en el espíritu. Briga le habíasacado de la oscuridad y estaba endeuda con ella. Para Cormiac Ru era asíde sencillo. Era un celta, una persona dehonor.

Experimenté una sensación de

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triunfo. Ésta es mi gente, César, dije enel silencio de mi cabeza. Defectuosa,necia y magnífica: ésta es mi gente y tederrotaremos. Sobreviviremos cuando túy tus ambiciones seáis polvo. Las tribusse unirán, nuestro pueblo cantará alunísono.

Concentré toda la fuerza de mivoluntad en estas palabras, como si,sólo a través de ellas, pudieraconformar la historia.

El alojamiento pareciódesvanecerse, dejándome en lassombras que quizá eran sombras deárboles. Me recorrió un sonido, una solanota pura de una canción que nunca

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había oído hasta entonces. Casi latocaba, la saboreaba, la veía... EntoncesCormiac me tiró del brazo.

—¿Temes a César, Ainvar? —mepreguntó.

—¿César? —Miré el rostro vibrantedel muchacho y sonreí—. No, Cormiac.César carece de importancia..., es unpabilo corto en un candil pequeño.

Salió conmigo para entonar lacanción al sol.

Aquel día cortamos el muérdago, ycuando la ceremonia hubo concluido ylas curanderas se apresuraron a retirarsecon la preciosa planta para preparar suspociones, me dirigí así a mis druidas:

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—Evitad las patrullas romanas, perovisitad todos los lugares donde sepáisque hay hombres fuertes y capaces deluchar. No es necesario que sean nobles.Los hombres corrientes también puedenluchar. Ésta es su tierra tanto como lanuestra, tal vez más, pues son ellosquienes la trabajan. Pedidles queempuñen todo lo que pueda servir comoun arma y se nos unan en la resistenciacontra los romanos. Poned en juego todavuestra influencia, decidles que el MásAllá se lo pide. Cuando vuelva al ladode Vercingetórix, guiaré a quienes esténdispuestos a acompañarme.

—¿Cómo puedes estar seguro de que

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esto es lo que quiere el Más Allá? —preguntó un orejudo aprendiz desacrificador que había acompañado aAberth.

Con toda la autoridad del Guardiándel Bosque le repliqué en un tonoatronador:

—¡Porque te digo que el espíritu dela Galia lo exige!

No hubo más discusión. Los druidasse dispersaron para cumplir misórdenes, dejándome a solas con losárboles y mis pensamientos.

Había muy poco tiempo. César teníaque regresar pronto al lado de suslegiones y yo debía reunirme pronto con

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Rix para la confrontación que sin dudasería decisiva. El conocimiento de misanteriores errores de juicio pesabasobre mi conciencia. A partir de ahora,el consejo que diera a mi amigo deberíaestar inspirado. No podíamospermitirnos más errores. No erasuficiente tener una buena cabeza, sinoque necesitábamos la clase de ayuda queVercingetórix despreciaba.

—Ayúdame —musité a Aquel QueVigila—. Déjame ver..., déjame saber...

Tendí los brazos al Más Allá enactitud suplicante.

El otro mundo, que brillaba más alládel reino de los sentidos corporales,

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pero tan cercano que casi podía tocarlo,casi podía desgarrar el tenue velo quenos separaba y percibir su cálida luz enel rostro. Allí estaba, al otro lado de losárboles, más allá..., y en él los muertos alos que había amado. Cuando pensabaen ellos podían verme. Envidiaba susespíritus sin trabas y su conocimientoampliado.

—Mostradme el futuro —imploré.Noté un nudo en el estómago. Por

segunda vez aquel día el mundo tal comolo conocía se disolvió a mi alrededor.Me encontré en pie entre las sombras deárboles que no eran tales, sinocolumnas. Mi piel percibió el frío eco

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de la piedra. Una inmensidad vertical depiedra.

Eché la cabeza atrás para seguir lalínea de las columnas hacia arriba. Porencima de mí no había cielo. En sulugar, increíblemente, los maderoscurvos del techo se arqueaban haciaarriba para encontrarse en una vagavastedad más alta que las copas de losárboles. Pero ¿eran realmente maderos?Tenía la impresión de que se trataba depiedra. ¿Y cuál era la fuente de la luzirisada que me deslumbraba? En uno delos lados, un gran círculo brillaba convívidas tonalidades azules y rosadas, ysu belleza me dejaba sin aliento.

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Entonces la escena se desvaneció.Volví a encontrarme en el bosque, entrelos robles familiares, pero por elzumbido de mis oídos y una angustiosasensación de dislocación supe que habíavisto el futuro.

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CAPÍTULO XXXIV

La verdadera profecía es la más elusivay ambigua de las habilidades druídicas.Mi talento en ese aspecto siempre habíasido insignificante, y mi momento depresciencia relativo a la muerte deCésar era la excepción. Normalmente, lapredicción consistía en reconocer pautasen la naturaleza, una forma deadivinación más que una inspiración delMás Allá.

Nada me había preparado para laasombrosa visión del bosque sagrado dela Galia transformado en una estructura

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de piedra.No se lo dije a nadie, ni siquiera al

jefe de los vates. Keryth no habríaestado más capacitada que yo parainterpretar la visión. Todo en ella eraextraño, estaba más allá de lacomprensión. Sin embargo, la misteriosabelleza del gigantesco edificio en el quehabía estado tan brevemente meproducía un temor reverencial, meobsesionaba.

¿Era aquél el futuro que traía César?De alguna manera no lo creía así. Apesar de su tamaño, la construcción erademasiado esbelta y elegante para serromana. Se alzaba como los árboles, a

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los que sustituía. Traté de reprimir elterror.

Acompañé a Briga y Sulis cuandofueron a tratar a la madre de Cormiac Rucon su poción de muérdago. Meentristecí al ver el estado en que sehallaba la mujer, la cual ya no tenía lapiel cremosa que yo recordaba y era unsaco lleno de palos nudosos. Sus ojosme miraron sin expresión, y no sé si mereconoció, si cualquiera de nosotros leresultaba familiar. Su cuerpo estabasiendo roído desde el interior, el tumoralimentándose de ella como el muérdagose alimentaba del roble.

La curación debía ser apropiada a la

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enfermedad. La fuerza y la vida que elmuérdago había tomado del roble, elmás poderoso de los árboles, seríanconcedidas ahora a la mujer. Ésta semovió, con evidente sufrimiento, en sujergón de paja.

—¿Dónde están mis hijos?¿Alguien...?

Briga se inclinó solícita sobre ella.—Están alojados y bien cuidados,

no te preocupes por ellos. Toma, bebeesto.

—¿Dónde está tu marido? —lepregunté.

La mujer hizo un débil intento deapartar el cuenco.

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—En los campos, siempre en loscampos. Debería estar con él,sembrando la cebada.

Me consternó ver que emprendía untembloroso y patético intento de entonarla canción de la siembra, mientras conuna mano esquelética esparcía semillasinvisibles desde su jergón.

Su actitud me desgarraba lasentrañas.

—¿Vivirá? —le pregunté a Sulis.La curandera parecía dubitativa.—Es posible que haya esperado

demasiado a admitir que estaba enferma.Sólo tienen un terreno pequeño y enprimavera todo el mundo es necesario

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para trabajar. Ella no dijo nada hastaque quedó postrada. No sé si en estascondiciones el muérdago tendrá algunaeficacia, pero haremos lo que podamos,Ainvar.

No pude quedarme para conocer elresultado. A diario, desde todas lasfuentes posibles, recibía noticias deCésar, el cual abandonaría muy pronto alos eduos.

Entretanto, mis druidas habíanreclutado cuantos guerreros pudieronpara nuestro ejército. Era un grupo mixtode leñadores, artesanos y jóvenesapenas salidos de la adolescencia.Debido a la estación, había entre ellos

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pocos agricultores y pastores. La tierrareclamaba a los suyos. Estaba preñadade nueva vida y no esperaría a laconveniencia del hombre.

En mi alojamiento, el joven CormiacRu anunció:

—¡Iré contigo y lucharé conVercingetórix!

Se puso resueltamente ante mí,erguido, como si quisiera parecer másalto de lo que era.

—Me dijiste que defendías a lasmujeres, ¿recuerdas? Eso es lo quenecesito que hagas ahora, quedarte aquíy ser el hombre en este alojamientomientras estoy ausente.

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Sus ojos centellearon cuando oyóque le llamaba hombre.

—¡Dame una espada y cortaré enpedazos a cualquiera que intentehacerles daño!

Podría parecer ridículo en aquellapostura, con las piernas afianzadas y elpecho lampiño hinchado, pero habíaalgo en los ojos del muchacho...

Desde el fondo de mi arcón tallado,donde había permanecido intocadadurante tanto tiempo, saqué la espada demi padre. Me azoré al descubrir óxidoen la hoja.

—¿Puedes blandirla, Cormiac?Él cogió el arma con manos

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ansiosas. Al principio su peso hizo quese tambalease, pero se recobróenseguida y trazó un ancho arco que hizosilbar el aire. Las dos mujeresretrocedieron asustadas.

—Tendrás que practicar su uso —ledije—. Frota la hoja con vinagre y arenay pide prestada una piedra de afilar.

Él asintió, los ojos fijos en la espadacon la expresión que ponían los hijos deotros campesinos cuando miraban unbuen equipo de bueyes.

Pasé el resto del día en el bosque.Cuando regresé me sentí restablecido, elcerebro bruñido y afilado. Había estadoausente demasiado tiempo y mis

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pensamientos se habían oxidado. Peroahora tenía un plan inspirado...

Aquella noche abracé a Brigaintensamente, como si quisiera fundirnuestros cuerpos en uno solo. Nosacoplamos con una vehemenciadesesperada y dormimos sin separarnos.

A la luz grisácea de la mañanaexaminé a quienes vivían bajo el techodel jefe druida, Briga, Lakutu, el niño,Glas, el muchacho, Cormiac Ru, lafamilia que había adquirido. Losvínculos entre nosotros eran invisiblespero muy fuertes.

Hice una seña a Briga para que meacompañara al exterior.

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—Cuando César haya sido derrotadoy yo regrese, te iniciaremos en la Orden—le prometí, añadiendo sin pausa—: yen el próximo Beltaine me casaré conLakutu.

Ella enarcó las cejas, alarmada.—¿Así, sin más? ¿Sin pedirme

permiso?—¿Acaso tú y yo tenemos que

pedirnos mutuamente permiso para hacerlo que queramos?

Briga abrió la boca, la cerró,empezó a hablar de nuevo, seinterrumpió. La risa trataba de atravesarsu máscara de ira simulada.

—¡Mientras estés ausente, Ainvar,

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aprenderé a tener más astucia que unjefe druida!

—Muy bien. Me gustan las mujeresinteligentes.

Me di cuenta de que no estabarealmente enojada. Si ella y Lakutu no sehubieran hecho tan buenas amigas, yonunca habría pensado en semejantearreglo. Pero ahora Briga, hija de unpríncipe, tendría una mujer de quiensería oficialmente superior y a la quepodría dar órdenes si lo deseaba. Noobstante, la conocía bien y sabía que erademasiado afectuosa para dar órdenes auna amiga.

Todavía teníamos que hablar de un

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asunto más sombrío.—Vas a tener que cargar con una

pesada responsabilidad durante miausencia, Briga. Si no regreso..., siCésar vence... —Ella empezó aprotestar, pero la silencié—. Si Césarvence, acude a Aberth y pídele quelibere vuestros espíritus antes de que losromanos puedan esclavizaros.

—¿Lakutu y los chicos también?—Sí, y tú también, toda la familia.Ésa era la prueba definitiva de la fe

que había intentado inculcarle, la pruebade mi éxito como druida. Contempléinquieto su rostro. Ella alzó el mentón y,cuando nuestros ojos se encontraron, vi

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que en los suyos no había asomo detemor.

—Haré lo que me pidas, Ainvar. Lamuerte es una minucia. Sé que todosestamos perfectamente a salvo.

Entonces sonrió. Mi Briga.Cuando salí del Fuerte del Bosque la

gente gritaba:—¡Vuelve a nosotros como una

persona libre!Mi guardaespaldas y yo nos vimos

obligados a mantener nuestros caballosal trote a fin de que los reclutas que nosacompañaban pudieran mantenerse anuestro paso. Muchos más habíanprometido seguirnos. Apenas nos

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detuvimos para descansar, puesto queCésar se apresuraría a reunirse con suslegiones. Hicimos una breve visita albosque sagrado de los bitúrigos parahablar con Nantua y luego corrimoshacia el campamento de Vercingetórixsituado más allá de Avaricum. Comonuestras patrullas nos informaronposteriormente, llegamos allí el mismodía que César regresó al frente de suejército.

—Tengo la intención de atacarinmediatamente, antes de que él tengatiempo de descansar —me dijo Rix.

—Dudo de que César esté cansadoy, si lo está, no permitirá que la fatiga

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sea un obstáculo, como tampoco tú lopermitirías. Sus hombres estándescansados y bien alimentados, graciasa los almacenes de Avaricum. Nuestrasituación no es tan buena como la suya.Antes de enfrentarte a César,deberíamos estar en una posiciónventajosa, una fortaleza.

—Avaricum y Cenabum han sidoconvertidas en ruinas. Así pues, ¿quésugieres?

—Gergovia.Sabía que él lucharía mejor en su

propia tierra y, por otro lado, el tiempoque tardaríamos en llegar allí permitiríaque mi plan madurase. Rix consideró la

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sugerencia y luego asintió.—De acuerdo, Gergovia.Una vez levantado el campamento, el

ejército de la Galia emprendió lamarcha hacia el sur. A lo largo delcamino me encontré con varios druidas ydiscutimos con el Goban Saor losmétodos para reforzar las fortalezasgalas.

Seguíamos el curso del río Allier,crecido en aquella época. Prontosupimos que el ejército de César veníahacia nosotros por la ribera contraria.De inmediato Rix envió por delantedestacamentos de caballería para quedestruyeran todos los puentes, de modo

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que César no pudiera cruzar el ríocaudaloso para atacarnos. Entonces losdos ejércitos procedieron a marcharhacia el sur casi juntos, generalmenteuno a la vista del otro, separados sólopor una vena de turbulenta agua marróny rápida, a través de la cual los hombresse desafiaban a gritos y de vez encuando hacían rudos chistes.

Sin que nuestros hombres lodescubrieran, César detuvo unacompañía de sus hombres en un densobosque ante uno de los puentesdestruidos. Cuando los dos ejércitos nose veían, salió del bosque y procedió asupervisar la reparación del puente.

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Entonces el romano llamó a suslegiones, cruzó el río y al amanecer deldía siguiente nuestras estupefactaspatrullas nos informaron de que todo elejército romano se nos aproximaba pordetrás.

Los guerreros de la Galia libremaldijeron a César con todos losjuramentos que era capaz de crear laimaginación celta.

Vercingetórix nos hizo avanzar conla mayor rapidez, confiando en llegar ala fortaleza arvernia antes de que losromanos pudieran obligarnos a libraruna batalla desigual en campo abierto.Nos superaban en número y su ventaja

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sobre nosotros sería absoluta. Trascinco días de dura marcha llegamos aGergovia, situada en una montaña deaccesos difíciles a cada lado, tal comoyo recordaba. Era realmente unaposición ventajosa para nosotros.

Rix despachó una compañía decaballería para hacer más lento elavance de los romanos, mientras sushombres levantaban el campamento enlas alturas alrededor de la fortaleza,desde donde se dominaba el terrenoextendido al pie, y situó otrasguarniciones en las colinas próximas, afin de proteger las fuentes de agua dulceque abastecían a Gergovia.

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Nuestro jefe guerrero distribuyó avarias tribus alrededor de los murosexteriores de la ciudad fortificada. A lavista de los romanos que estaban abajo,los guerreros practicaban sus hazañasbélicas más intimidantes y lanzaban susgritos de guerra más aterradores. Lamayoría de las tribus contaban conguerreros que lanzaban lluvias deflechas contra las tropas enemigas cadavez que se acercaban. Sin embargo, noéramos tan pródigos con las lanzas, pueseran más valiosas.

Al observar los preparativos de Rixme quedé impresionado. De la mismamanera que yo había estudiado las artes

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druídicas, él había estudiado la guerra yera un paladín.

¿Acaso la guerra era todavía para él,en cierto modo, un juego, unacompetición entre contrarios honorables,aunque sabía que todas las reglas habíansido cambiadas? No lo sabía y nohablábamos de ello. A Rix no le gustabahablar de las cosas abstractas quefascinan a los druidas.

Él era un guerrero, yo un druida. Élmandaba soldados de acuerdo con unapauta y yo mandaba en la red druídicade acuerdo con otra.

Tras reunirse conmigo en el bosquesagrado de los bitúrigos, Nantua había

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enviado a sus druidas al este, a lomos decaballos rápidos, para reunirse con losmiembros eduos de la Orden. Juntosabordaron al nuevo magistrado jefe delos eduos, a quien César acababa deconfirmar en el cargo. El magistradohabía sido educado por los druidas y eraposible que éstos le persuadieran.

Los druidas hablaron y el magistradoles escuchó. Con palabras inspiradas,los druidas le convencieron de que elfuturo de toda la Galia dependía de suapoyo a la confederación gala contra elinvasor. Entonces el magistrado hizovaler su influencia ante un joven noblellamado Litaviccus, quien había sido

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encargado por César para encabezar alos diez mil guerreros eduos que habríande unirse al ejército romano.

César tenía ya un contingente deselecta caballería edua, pero habíaexigido más guerreros.

Al enterarme de estosacontecimientos, di nuevas instruccionesdurante nuestra marcha hacia el sur.

Bajo el mando de Litaviccus y sushermanos, los refuerzos eduos partieronpara reunirse con César en Gergovia,pero al entrar en el territorio arvernio seencontraron, gracias a Secumos, jefedruida de los arvernios, con un grupo dedruidas disfrazados de desertores galos

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del ejército romano, los cuales contarona Litaviccus y sus hombres una historiaespantosa que yo había fraguado, conunas florituras añadidas por el bardoHanesa. Los druidas fueron muyconvincentes. A continuación Litaviccusse dirigió a sus seguidores con lágrimasen los ojos, resultantes de una pociónque uno de los druidas le habíaentregado con disimulo.

—¡Estos hombres han sido testigosde un hecho monstruoso! —exclamó—.Han oído a César acusar falsamente alos dirigentes de su caballería edua deconspiración traidora con los arvernios.¡Entonces los hombres de César mataron

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a los jinetes eduos sin prueba ni juicioalguno! Incluso los príncipes eduos hansido asesinados, hombres a los queconocíamos y amábamos. Éste es eltratamiento que podemos esperar deCésar si nos unimos a él. ¡Esto nosadvierte de que debemos tener cuidadocon la perfidia romana!

Los seguidores de Litaviccusrespondieron con un rugido de ira.Cayeron sobre el puñado de romanosque los acompañaban con grano yprovisiones y pasaron por las armashasta el último hombre. Luegoregresaron a su tierra para difundir lanoticia y vengarse de la destrucción de

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su caballería matando a todo romanocon el que se topaban.

Como yo había tenido en cuentacuando ideé este plan, los celtas sonimpetuosos y se excitan fácilmente.

Así pues, mientras César sepreparaba para luchar contraVercingetórix, recibió la inquietantenoticia de una revuelta potencialmentecatastrófica entre los eduos. Si larevuelta triunfaba, indudablemente seextendería a las demás tribus que aún leeran leales alrededor del perímetro dela Galia libre, haciendo su situacióninsostenible.

Yo comprendía muy bien la

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desventaja de una mente aturdida, unadesventaja que ahora había impuesto aCésar. Éste tendría que ir en busca delos eduos y persuadirles de que estabanequivocados, que no había habidotraición por parte de su caballería eduani matanza alguna. La caballería estabaviva y bien, asombrada al conocer ladefección de los diez mil guerreros deLitaviccus. Suplicaron a César que noles castigara por los hechos de suscompañeros de tribu.

Sin embargo, simultáneamente elromano consolidaba su posición antesde emprender el asedio a Gergovia. Losromanos habían derrotado a una pequeña

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guarnición arvernia en una colinacercana, donde estaban cavando unatrinchera que les permitiría acercarsemás a la ciudad.

Era de noche, Rix y yo estábamosjuntos fuera de las puertas del fuerte,mirando las luces del extensocampamento romano que albergaba amuchos millares de hombres.

—César está sentado ante uno deesos fuegos —musitó Rix—. ¿En quécrees que está pensando, Ainvar?

Tendí una mano, palpando en buscade la mente del romano. Había algomágico en el conocimiento de que estabatan cerca y nuestros pensamientos se

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mezclaban como humo en la oscuridad.—Se está preguntando en qué

piensas tú —aventuré.—El engaño de los eduos ha sido

brillante, Ainvar.—Inspirado —me limité a decir.—César se verá obligado a dividir a

su ejército si quiere perseguir a loseduos.

—Lo sé. Yo diría que partirá con lasprimeras luces del alba y dejando en elcampamento el mayor número dehombres posible. No tiene otra opción.

—¡Entonces celebremos nuestroéxito! —exclamó Vercingetórix.

Durante tanto tiempo como brillaron

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las estrellas, los dirigentes de la Galialibre comieron, bebieron y cantaron enel alojamiento del rey en Gergovia. Lavictoria era como vino en el aire y en lasangre.

Cuando los hombres están segurosde vencer, adquieren una arroganciaespecial. Ahora, sentado al lado de Rix,escuchándoles, confié en que los jefesguerreros se dieran cuenta de que aquélera un momento culminante en sus vidas.Me incliné para decírselo a Hanesa, elcual estaba sentado frente a mídevorando una pata de cerdo asada. Elbardo se limpió la grasa de la boca conlas puntas de la barba.

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—Cierta vez te dije que podríacomponer un poema épico si permanecíaal lado de Vercingetórix —me recordó.

—¿Lo has comenzado?—¿Comenzado? —Hanesa soltó una

carcajada y se palmeó el orondo vientre—. Casi lo he terminado. Lo único quenecesito es una culminación triunfal. Esuna lástima que César no se enfrente aVercingetórix en combate singular, puesen una lucha de paladines nuestro jefepartiría en dos a ese romano diminuto.

—Ésa es una razón por la que nuncaverás a César cerca de Vercingetórix enel campo de batalla —señalé—. Elromano es demasiado listo para cometer

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ese error. Además, el combate singularno forma parte de su norma.

Mi cabeza observó en silencio queCésar luchaba de otras maneras. Sucerebro, más que su cuerpo, era elpaladín que luchaba por la supremacía.Y el cerebro que estaba a la altura delsuyo era el mío. Rix y yo formábamos unequipo: él era el corazón y yo la cabeza.Las dos caras de la Galia.

Entre las mujeres que servían elbanquete aquella noche estaba Onuava,la esposa de Rix. No sé qué habíaesperado yo de la mujer que Rix habíaelegido para casarse, pero el primeratisbo que tuve de ella me sorprendió un

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poco. Era muy rubia, alta y nervuda, conuna melena de leona y una forma felinade moverse, una criatura leonada quesólo parecía domada a medias.

—Si mal no recuerdo me dijiste quete casarías con la mujer que te causaramenos problemas —le dije entredientes.

Él dirigió una mirada sesgada ysoñolienta a Onuava.

—Y así es. No me causa ningúnproblema.

Al notar que la mirábamos, la mujernos obsequió, a los dos y al mismotiempo, con una cálida sonrisa deinequívoca invitación sexual.

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—Estás mintiendo, Rey del mundo—le dije a Rix.

Él se rió, encogiéndose de hombros.Cuando la primera luz del alba

convirtió en plata deslustrada el cielooriental, Rix y yo subimos a laempalizada de Gergovia para observarla partida de César en persecución delos eduos. Llevaba consigo cuatrolegiones y la totalidad de su caballería,lo cual me reveló la importancia queconcedía a la revuelta edua. Mientraslas precisas columnas de hombresavanzaban hacia el este, mis ojos sefijaron en una figura diminuta a lacabeza de la primera columna,

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distinguida por su manto carmesí.Aunque estaba demasiado lejos para

tener la seguridad, me pareció que Césarse detenía y miraba atrás, haciaGergovia. Obedeciendo a un impulso,levanté el brazo y lo agité a modo desaludo.

Apenas se habían perdido de vistalas fuerzas de César cuandoVercingetórix atacó su campamento,donde habían quedado algo más de doslegiones. Los galos enviaron una oleadatras otra de hombres contra los romanos,que ahora se hallaban en inferioridadnumérica, obligándoles a defenderse sinpausa ni respiro. La lucha fue salvaje,

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con numerosas bajas en ambos lados.Los guerreros ennegrecían la tierraalrededor de Gergovia.

Por desgracia, lo más arduo de lalucha tenía lugar entre la fortaleza y ellejano bosque sagrado de los arvernios,y no pude ir allí para dirigir rituales queayudaran a nuestros guerreros. Cometí elerror de quejarme de esto a Rix cuandoél se encontraba en pleno ardorguerrero.

—No desperdicies tu esfuerzo enhumo y sacrificio, Ainvar —dijoásperamente—. Estamos ganandogracias a nuestra fuerza, no por laintervención de una dudosa magia

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druídica.Mi cabeza observó que los

vencedores siempre deben creer que hanganado por su propio mérito. Sólo losperdedores necesitan culpar a losdioses.

La lucha se reanudó. En cada cerro yvalle resonaban las armas, los rugidos ylos gritos. No habíamos dado a losromanos tiempo para levantar tiendassanitarias cerca de los campos debatalla, por lo que a la puesta del sol,cuando nuestros curanderos fueron arecoger a los heridos, Rix les ordenóque trajeran también a los romanos másgravemente heridos para tratarlos.

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Comprendí ese gesto. Era unavariación del mismo impulso que mehabía hecho saludar a César.

Éramos celtas, hombres de honor.El príncipe Litaviccus y sus

hermanos llegaron al galope, solicitandoprotección dentro de los muros deGergovia. Los centinelas los llevaronenseguida a la tienda de mando, y Rixme llamó para que escuchara su relato.

Cuando llegué, Litaviccus estabasentado con las rodillas bien separadasen un taburete delante de la tienda,disfrutando del sol con el placer dequien ha temido no volver a verlo. Teníaun rostro típicamente eduo, de

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mandíbula ancha, y entrecerraba los ojosde un modo permanente, como hacen loshombres de montaña.

—César nos dio alcance no lejos delAllier —le estaba diciendo a Rixcuando me reuní con ellos—. Habíamospenetrado en una franja del territorioboio y buscábamos romanos. Porentonces mis hombres estaban llenos deira. Yo había enviado por delantemensajeros para que contaran a nuestroscompañeros de tribu la matanza y lesinstaran a matar a todo romano enterritorio eduo. Entonces César nos dioalcance. Es un hombre listo. Habíatraído consigo a los mismos jefes de

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caballería a los que supuestamente habíamatado por su traición. Cuando misseguidores vieron a aquellos hombresvivos e indemnes, arrojaron al suelo susarmas.

»César no tardó mucho encomprender que todo había sido untruco. Temían que los hicieran pasar porlas armas por su deserción, pero él lesdirigió un discurso repugnantementemagnánimo acerca del perdón y laamistad y finalmente los tuvo a sus piescomo perros. Pero yo no fui tan neciocomo para creer que extendería sumisericordia a mí y mis hermanos. Asípues, sin esperar el graznido de los

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gansos, nos aprovechamos de laconfusión y huimos. Hemos venidodirectamente aquí.

—Os damos la bienvenida congratitud y podéis contar con nuestraprotección —replicó Rix—. Nos habéissido de gran ayuda. La obligación dedividir a su ejército ya ha costado aCésar casi media legión.

—Y más romanos morirán en latierra de los eduos —nos aseguróLitaviccus—. Mis mensajeros se habránabierto paso y cuando mi gente esté alcorriente de la matanza no esperarán atener confirmación, sino que caeránsobre cada comerciante y funcionario

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romano que encuentren, los haránpedazos y confiscarán sus propiedades.Cuando sepan lo que ha sucedidorealmente, habrá menos romanos en mitierra.

—Y aquí —dijo Rix, señalando conla cabeza hacia el lugar donde rugía labatalla.

Cuando César regresó tras supersecución de los diez mil guerreros,encontró al ejército que había dejadodetrás muy malparado. Los hombres sehabían convertido en carroña, y cuandoel romano fue a inspeccionar el campode batalla le recibieron enjambres demoscas.

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Entretanto nuestro número iba enaumento. A diario llegaban nuevosreclutas, a quienes sus druidas tribales,en lugares tan lejanos como Aquitania,habían persuadido para que tomaran lasarmas. Por otro lado, César no sólohabía perdido a las numerosas bajas enel combate sino también a los diez mileduos, pues había perdido la confianzaen ellos y no se atrevía a incorporarlosde nuevo a sus filas.

En un intento de sofocar en susinicios la revuelta, César enviómensajeros a la tierra de los eduos, perouna vez se ha prendido fuego a la hierbaseca no es fácil extinguirlo. No pasaría

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mucho tiempo antes de que el alzamientose extendiera a las tribus vecinas ypronto todas se dedicarían a matar a losromanos. César se vería flanqueado portribus hostiles donde había creído teneraliados.

—Tendrá que retirarse —me dijoRix—. Lo más lógico que podría hacerahora sería regresar a la Provincia yreunir refuerzos.

—César no suele guiarse por lalógica —repliqué—, y no creo que estédispuesto a retirarse.

Sabía que César aún no estabadesalentado. Había observado la pautadel vuelo de los pájaros sobre su

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campamento y probado el sabor delsuelo en el campo de batalla. A pesar desus pérdidas recientes, César confiabaen el valor y la disciplina de sushombres para vencernos. Aún creíadisponer de suficientes tropas.

Teníamos que hacerle sufrir unaspérdidas que no pudiera pasar por alto.Pensé a fondo en ello y le sugerí un plana Vercingetórix.

Un irregular torrente de guerrerosque afirmaban ser desertores delejército de la Galia libre seaproximaron al campamento romano,permitieron a los invasores que lesextrajeran cierta información sobre

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nuestro terreno y vulnerabilidad.Entretanto, Rix retiró sus fuerzas de lacima de una colina estratégica que dabaacceso al cerro estrecho y boscosodesde donde se podía ascenderdirectamente a la montaña sobre la quese alzaba Gergovia.

Por la noche las legiones de Césarconvergieron en la colina desierta y, alamanecer, dominaban el lugar. Nuestrosguerreros se lanzaron al ataque,luchando para impedirles la posesióndel cerro. Más guerreros romanossalieron de sus escondites en losbosques cercanos, y la batalla fue feroz.

Nuestros hombres retrocedieron

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gradualmente, dejando que los romanosganaran terreno paso a paso sólo con unesfuerzo agotador. La pendiente delterreno nos daba ventaja. Como a mediocamino, el Goban Saor había levantadouna barrera de piedra que llegaba a laaltura de un hombre galo y seguía elcontorno de la colina. Innumerablesromanos cayeron atravesados por laslanzas galas cuando intentaban rebasaraquel muro, pero seguimos atrayéndolos,mofándonos de ellos, y finalmentelograron pasar aquel obstáculo y arrasaren el otro lado.

Cuando el sol estaba alto losromanos sorprendieron al rey de los

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nitiobrigos en su tienda, el cual logróescapar a duras penas. Más tarde nosdijo:

—¡Tuve que correr para salvar elpellejo, semidesnudo y a horcajadas enun caballo herido!

Se echó a reír. Era una anécdotagraciosa porque estaba vivo.

Los romanos reanudaron su avance.Les proporcionábamos pequeñasvictorias que aguzaban su apetito.

De no haber utilizado la treta de lacolina sin defensa, César nunca habríalanzado un ataque contra la mismafortaleza, donde teníamos toda laventaja. Le habíamos engañado haciendo

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que se aproximara demasiado para darla vuelta. Yo había contado con sudisposición a correr un riesgo si creíaque así tendría la menor oportunidad.

Mantuvimos al enemigo luchandoduramente durante la mayor parte de unajornada. César trasladó tropas de unlugar a otro, confiando en confundirnos,hasta que hubo un buen número dehombres en las elevaciones por debajode los muros de Gergovia. Pero losromanos no pudieron avanzar más.César incluso envió a la caballería eduaalrededor de la montaña para encontrarun medio mejor de aproximación, perono había ninguno.

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Cuando el sol se ponía, Césarordenó la retirada. Sus hombres estabanexhaustos, con los sentidos embotados,el cerebro nublado. Cuando lacaballería edua avanzó hacia ellos enmedio del crepúsculo, confundieron asus aliados con los guerreros de la Galialibre y los atacaron salvajemente,matando a muchos de ellos.

Al mismo tiempo, otro contingenteromano se negó en redondo a retrocedery atacó temerariamente la fortaleza. Eraexactamente lo que habíamos planeado.

Durante la última parte del díanuestros guerreros habían idoregresando sigilosamente a la ciudad

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fortificada, a medida que cedían terrenoa los romanos, y ahora no había un soloespacio en las murallas donde nohubiera un buen número de defensores,los cuales hicieron llover la muertecontra el enemigo directamente pordebajo de ellos. El acero, las piedras yla pez hirviendo causaron terriblesdaños. En su desesperación poratacarnos, los romanos habíanrenunciado a la disciplina y nolevantaron el techo de escudossolapados llamado «caparazón detortuga» para protegerse. Por otro lado,los que habían encabezado el ataqueestaban ahora inmovilizados contra la

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base de la muralla por la presión de losque subieron tras ellos.

En lo alto de las murallas seproducía una refriega casi similar. Todoel mundo intentaba encontrar un sitiodonde apostarse y observar. Yo mismome había procurado una posiciónexcelente cerca de una de las torresvigías, junto con Cotuatus y muchos denuestros carnutos, cuando oí un gritoformidable a mis espaldas y apareció derepente alguien que casi me derribó delo alto del muro.

Era Onuava.—¿Dónde está mi marido? —me

preguntó a gritos.

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Examiné la masa confusa.—Allí. ¿No lo ves? En aquel

caballo negro, ante las puertas.Ambos nos inclinamos hacia

adelante y vimos cómo Rix atravesabacon su espada a un centurión que legritaba como un loco. De repenteOnuava se inclinó más y tuve quecogerla por la cintura, temeroso de quecayera abajo. Vi un romano que llevabaa otro hombre en equilibrio sobre loshombros. Cuando ese segundo hombrese irguió hacia lo alto del muro, Onuavase agachó hacia él y se rasgó el corpiñode su vestido, exhibiendo sus pechosgrandes y blancos.

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CAPÍTULO XXXV

—Sube aquí, vamos, hermosohombrecito —arrulló Onuava al romanomientras éste le miraba boquiabiertodesde el precario asidero en loshombros de su compañero—. Ven a mí ytoma tu recompensa.

Agitó los pechos ante él y echó atrássu espléndida cabellera leonada.

Entonces gritó al tiempo quearrojaba una piedra de cantos afiladoscontra el rostro alzado del soldado, elcual cayó hacia atrás y desapareció en laconfusa masa.

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Al instante las demás mujeres queestaban en lo alto de la murallaempezaron a imitar a Onuava: gritabaninvitaciones y ofertas de ayuda a losromanos que intentaban escalar, y luegose burlaban de ellos y los atacaban conproyectiles, desternillándose de risacuando caían. Incluso los niños máspequeños pedían objetos para arrojarlosal enemigo.

La posición de los romanos eradesesperada. A una señal de Rix, losguerreros de la Galia libre salieron portodas las puertas laterales de Gergovia ylos atacaron por detrás. Otro centuriónhizo un temerario e inútil intento de

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cruzar la puerta principal, pero Rix lederribó con su gran caballo negro. Alverlo, los hombres del centuriónperdieron el valor y se dispersaron.

Nuestros guerreros destrozaron alenemigo, aplastándolo contra lasmurallas de Gergovia.

Entonces oímos las trompetas de losromanos que tocaban frenéticamente aretirada y, por fin, los legionariosestuvieron también dispuestos aescucharlas. Los supervivientes echarona correr cuesta abajo y nosotros, en loalto de los muros, les vitoreamosmientras se alejaban en el crepúsculo.

Aquel día murieron setecientos

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romanos, entre ellos cuarenta y seiscenturiones, la espina dorsal del ejércitode César. Fui testigo de queVercingetórix en persona mataba a dosde ellos.

Me pregunté qué diría César a losromanos que habían perdido el dominiode sí mismos y desobedecido susórdenes. Cuando planeábamos aquellaestrategia, le había dicho a Rix que seríaposible superar a la disciplina mássevera si lográbamos dominar a nuestroshombres durante más tiempo que César alos suyos. Rix me respondió quepodríamos hacerlo, y así había sido.

Cuando llegaron a la llanura, los

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romanos se detuvieron y adoptaron porfin una irregular formación de combate,pero no teníamos intención deperseguirlos. Había oscurecido ysabíamos tan bien como ellos quiénhabía ganado.

A la mañana siguiente, Rix libró conellos una escaramuza de caballería, y elorgullo exigió que hicieran otro intentomás un día después. Pero luegolevantaron el campamento y semarcharon. Litaviccus vino a vernosenseguida.

—Deja que me lleve a lossupervivientes de la caballería edua —le suplicó a Rix—. Han desertado de las

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filas romanas y están deseosos de seguirmi estandarte. Puedo llevarlos a miterritorio y utilizarlos para consolidar larevuelta edua.

Algunos de los príncipes pusieronobjeciones, diciendo que podríamosutilizar mejor a los eduos si formabanparte de nuestra propia fuerza, pero Rixno les hizo caso y accedió a la peticiónde Litaviccus, diciendo que era másimportante privar a César de los eduos.

Las celebraciones de nuestravictoria duraron noches y días. Todo elmundo tenía anécdotas de la batalla quecontar y Hanesa se extenuó tratando dememorizarlas todas. Onuava fue muy

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alabada y su estilo, grandementeadmirado como el modelo de conductade la esposa de un guerrero.

Ella, a su vez, parecía impresionadapor mí, y se encargó personalmente dellenarme la copa de vino y frotarme elcogote a medida que nos adentrábamosen la noche. Sus dedos se movían comoserpientes entre mis cabellos.

—Qué cabeza tan hermosa —le oímurmurar a mis espaldas—. Llena depensamientos. Todas esas vueltas yrecovecos... Debe de haber caminos muyinteresantes en tu cabeza, Ainvar. Mepregunto cómo sería recorrerlos.

—Tedioso —repliqué, tratando de

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mantener la atención en la charla quesostenían Rix y un príncipe de losgábalos sobre la protección de lospuertos de montaña meridionales.

—¿De veras? ¿Es tedioso todo esepensamiento?

Onuava me rodeó para sentarse en elbanco a mi lado, apretándome con suoronda anca. Al alzar la vista vi queVercingetórix nos miraba con los ojosentornados. Le devolví la sonrisa y puseun brazo sobre los hombros de Onuava.La victoria emborracha a los hombresmás que el vino. Rix sostuvo mi miradaun instante más y luego desvió la suya.Su esposa se inclinó hacia mí.

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—¿Sabías que intrigas a la gente,Ainvar? El druida que cabalga con losguerreros. ¿Hasta qué punto mi maridosigue tu consejo?

—Le acompaño como un amigo —respondí severamente—. El rey de losarvernios toma sus propias decisiones,es un brillante jefe guerrero.

Ella no se dejó engañar.—Tal vez la decisión final es suya,

pero conozco a mi marido. Es audaz ydirecto, y algunas de sus estrategias demás éxito no tienen nada que ver conesas características, deben proceder deuna mente tortuosa y creo que esa mentees la tuya, ¿me equivoco?

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¿Qué mal podría haber en admitirlo?El alojamiento del rey estabasobrecaldeado y los vapores del vinogiraban dentro de mi cráneo. Sería muysatisfactorio jactarse ante aquella mujerespléndida de mirada sagaz y sonrisainsinuante. No le contaría nada que ellaya no hubiera sospechado. Sin duda todoel mundo suponía que yo era la manoderecha de Rix, su único consejero.

Pero por una vez mi cerebro corriócon más rapidez que mi lengua. Antes deque pudiera abrir la boca, mi cabeza meadvirtió de que debía conceder todo elcrédito a Rix, dejar que los bardosentonaran cánticos a su sagacidad. Los

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druidas no necesitan alabanzas porcumplir los designios de la Fuente.

Dirigí a Onuava mi sonrisa másopaca.

—Tal vez tu marido es más tortuosode lo que crees..., ¿o debería decir másinteligente? Es fácil subestimar a lapersona con quien vives y sobrevalorara un desconocido.

Tras su mirada fija en mí ella meaquilataba.

—No creo que te sobrestime,Ainvar. Tendré que conocerte mejorpara estar segura.

—No tendremos tiempo paraconocernos mejor.

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—¿Por qué no? ¿Crees que la guerraha terminado?

Sus dedos volvían a restregarme elcogote.

—No —le dije sinceramente—.Tendremos un respiro durante algúntiempo, eso es todo. Según nuestraspatrullas, César ha ido a la tierra de loseduos para tratar que la tribu vuelva aponerse de su parte. Pero entre nuestroamigo Litaviccus y el actual magistradojefe van a ponerle las cosas difíciles yestará ocupado durante algún tiempo.Sin embargo regresará, Onuava, teaseguro que no ha abandonado susplanes para la Galia.

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—¿Y qué me dices de tus planes,Ainvar? ¿Volverás a casa mientrasCésar está ausente?

La verdad es que tenía la intenciónde hacerlo, pero el viaje era largo y yahabían pasado las fiestas de Beltaine.Tendría que esperar otro año antes deque pudiera bailar alrededor del árbolde Beltaine con Lakutu.

Me prometí que, con toda seguridad,lo haría al año siguiente, cuando Césarhubiera sido finalmente derrotado yexpulsado de la Galia. El añosiguiente...

Entretanto Onuava apoyó su cálidocuerpo en el mío y volvió a llenarme la

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copa.El rey de los nitiobrigos, el que

había escapado de los romanossemidesnudo y montado en un caballoherido, se subió de repente a la mesamás próxima y lanzó un grito estentóreo.

—¡Soy libre! —exclamó, con unaexultación provocada por el alcohol—.¡Todos somos libres! ¡Y la tierra estábebiendo la sangre romana!

Se echó a reír y todos le secundaron,gritando, golpeando el suelo con lospies y las mesas y bancos con copas,puños y armas.

Todos menos yo. Su referencia a lasangre romana me había devuelto la

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sobriedad como agua fría en mi cara.Durante el resto de la noche,

mientras los demás proseguían con lacelebración, permanecí sentado ensilencio y sumido en pensamientosdruídicos. Finalmente Onuava se separóde mí para recostarse sobre otro, peroapenas me di cuenta de que me dejaba.Me había consternado algo en lo quedebería haber pensado mucho antes,después de nuestra primera batalla en laGalia libre contra Cayo César.

Yo era druida y conocía el poder dela sangre.

Con las primeras luces abandoné elalojamiento del rey. A mis espaldas los

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hombres embriagados seguíanmanteniendo la fiesta en todo su apogeo.Tras haberme reunido con Secumos paraentonar la canción al sol, hice señas auno de los centinelas para que abrierauna puerta y salí de la fortaleza.

Por debajo de los muros imponentesde Gergovia el terreno descendíaabruptamente. En toda la zona habíatenido lugar una lucha brutal. Luego loscamilleros romanos se habían llevado asus muertos, pero grandes cantidades desangre todavía empapaban la tierra.

Era como un sacrificio. La sangreromana alimentaba y vigorizaba el suelogalo, afirmaba un derecho.

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La tierra es una diosa y desconoce elsentimentalismo. Mientras reciba lo quese le debe, no pregunta el nombre delsacrificador. César disponía decentenares de millares de hombres cuyasangre podía verter en la conquista de laGalia. ¿Superaría su sacrificio alnuestro en última instancia?¿Sancionaría el Más Allá el derechoafirmado por la sangre romana?

Regresé a Gergovia y busqué aSecumos. Por una vez no quería estarcon Rix.

El paso de las estaciones erabenévolo con el jefe druida de losarvernios. Tenía el cabello tan oscuro

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como siempre, su cuerpo delgado y lasmanos en constante movimiento erantodavía ágiles, pero en sus ojos sereflejaba la edad que tenía. Me preguntéqué vería él en los míos.

Entonces le hablé de mis recelos.—Tenemos que descubrir un ritual

para contrarrestar el efecto de tantasangre romana, Secumos.

Él había sobrevivido a másinviernos que yo, pero yo era elGuardián del Bosque. Con una feabsoluta que era turbadora replicó:

—Le has causado a César la pérdidade los eduos, Ainvar; tú mismoencontrarás el ritual necesario. El Más

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Allá te orientará sobre lo que debehacerse.

Me miraba del mismo modo que losguerreros miraban a Rix tras la victoriade Gergovia.

La carga de la creencia de otrapersona puede ser abrumadoramentepesada.

Aquel día, poco después de que elsol llegara a lo más alto, recibimosinformes de que se estaba librando unaferoz batalla con mucho derramamientode sangre en el territorio de los parisios.Las cuatro legiones que César habíaenviado al norte se habían reunido en unpueblo de pescadores junto al río

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Sequana y estaban atacando un fuerteparisio situado en una isla, en medio delrío. Tras enterarnos de que los nuestroshabían infligido una derrota a losromanos y César tenía que enfrentarse auna revuelta edua, las tribus vecinas,incluida la de los feroces bellovacios,se estaban levantando contra losromanos.

Secumos y yo fuimos al bosquesagrado de los arvernios, entre cuyosárboles abrí los sentidos de mi espíritu eintenté acceder al Más Allá, hallar unanueva pauta de protección, pero mis piesdescalzos no pisaban una tierraconocida, los árboles que nos

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contemplaban no murmuraban minombre. Necesitaba estar en mi propiobosque.

Sin embargo, no podía admitir mifracaso ante Secumos. La fe también esmágica y yo no debía destruir la suya.Así pues, llamé a su sacrificador jefe yofrecimos vacas, gallos colorados y unade las yeguas africanas de Rix... a pesarde sus protestas. Cantamos, bailamos einvocamos a la Fuente.

Entretanto, tras vencer en la batallade Gergovia, el contingente parisio deRix suplicaba con más vehemencia quenunca que les permitiera regresar a casay defender las tierras de su tribu. De

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hecho, cada tribu miraba exclusivamentepor su propio interés. Todasamenazaban con diseminarse como unaexplosión de estrellas.

Rix los refrenó una vez más.Convocó no sólo a los príncipes sino alos guerreros de todas las tribus y leshizo un gran discurso, alabando alejército por su valor durante la recientebatalla, pero también por algo másextraño a la naturaleza celta y másvalioso en nuestras circunstancias delmomento.

—Habéis aceptado la disciplina —dijo Vercingetórix—. Habéis mantenidola calma y atraído a los romanos a una

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trampa. Ahora ellos intentan haceros lomismo, pero nosotros seremos máslistos. No os serviría de nada volverapresuradamente a casa, hombres de losparisios, pues por muy rápido queviajéis, el resultado habrá sido decididocuando lleguéis allí. No seáisimpetuosos. Refrenad vuestro ímpetucomo la caballería frena a sus animales.

»Volveremos a combatir a César —les prometió—. No a uno de sus jefes,sino al mismo César, y pronto. Perodebéis permanecer conmigo si deseáistomar parte en la batalla que nosdevolverá la posesión de la Galia. ¡Eltriunfo no va a estar determinado por

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pequeñas victorias en lugares lejanos,sino por lo que suceda la próxima vezque Cayo César se enfrente al Rey delmundo!

Era asombroso oír a Rix aplicarseese término de una manera tan arrogante,pero era exactamente lo que losguerreros necesitaban escuchar. Levitorearon con tanta intensidad quealgunos llegaron a sufrir sanguinolentosaccesos de tos.

Ni siquiera al enterarse de que losromanos habían ganado en el norte, sushombres no perdieron la fe enVercingetórix.

—Es espléndido, ¿verdad? —dijo

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Hanesa entusiasmado—. ¡Puede hacercualquier cosa!

Nos enteramos de que después de suvictoria en el norte las cuatro legioneshabían marchado hacia un campamentopermanente que César había establecidoen la tierra de los lingones. Tras unabreve estancia para recoger nuevossuministros de armas y víveres,emprendieron una marcha de tres días afin de reunirse con César, quien por esaépoca se hallaba en la tierra de lossenones.

Los eduos se habían alzado contra élcasi en su totalidad. Al regresar a suterritorio, Litaviccus había sido recibido

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como un héroe en Bibracte, la fortalezaedua, y el magistrado jefe de la tribu lehabía llamado hermano. César dejó asus legiones acampadas e hizo diversasincursiones diplomáticas, tratando derestablecer las alianzas con lospríncipes eduos, pero había sidorechazado enérgicamente. Los eduoshabían saqueado los asentamientosromanos en la región, y les gustó elsabor de los bienes que confiscaron.Nuestra victoria en Gergovia lesconvenció de que nuestro bando era elvencedor, y por eso rechazaron a César.

El romano no había perdido todaslas esperanzas de recuperar a los eduos

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y se abstuvo de un ataque total. Además,necesitaba su aprovisionamiento, yellos, naturalmente, se negaban aproporcionárselo. César tenía dosopciones: retirarse a la Provincia o ir alnorte. Optó por esta última y fue alterritorio de los senones, donde se lesunieron las cuatro legiones.

Entonces los senones que estabancon nosotros pidieron a gritos que lesdejaran volver a sus tierras.

Por la noche, en su alojamiento, Rixmiró a los príncipes senones conexpresión reflexiva. Capté su señalsubrepticia y fui a su lado.

—Hace poco ha llegado un

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mensajero de Bibracte —me dijo en vozmuy baja para que nadie más le oyera—.Ahora los eduos afirman apoyar sinreservas a la confederación gala.Quieren que vayamos a Bibracte paratratar acerca de una campaña unificadaque expulse a César de la Galia.

—¿Con la ayuda de los guerreroseduos? Eso es lo que has estadoesperando, Rix.

—Lo sé, pero..., pero no puedoconfiar totalmente en los eduos.

—Eso se debe a que tu tribu y lasuya sois enemigos tradicionales, perosabes bien que es preciso dejar de ladoel tribalismo por el bien de la Galia.

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Cada día les dices eso a tus príncipes.—Es más fácil dar consejo que

tomarlo —dijo Rix con un suspiro—. Enfin, iremos a Bibracte.

Percibí un leve estremecimiento deintuición.

—Déjame que vaya primero albosque e interprete los signos yportentos...

—No, Ainvar —dijo él, adelantandola mandíbula—. Una vez he tomado unadecisión, actúo. No necesitamos todaesa magia. Nos ponemos en marcha.Hemos derrotado a César una vez, ahoraes el momento de acabar con él einfligirle la derrota final. Eso es lo que

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él hace con sus enemigos, ¿no es cierto?¡Una vez los ha hecho huir, los persiguey acaba con ellos implacablemente!

Sí, convino mi cabeza, ésa era lanorma romana, pero nunca había sido lanuestra. Sentí una inquietud que no podíadejar de lado.

La noche anterior a la salida denuestro ejército de Gergovia recorrí elperímetro de la muralla, con lasestrellas y mis pensamientos porcompañía, y Onuava salió a miencuentro. Caminó a mi lado, adecuandosu paso al mío. Onuava era una mujeralta y de largas piernas, y yo no lasuperaba en altura.

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—Si vienes a pedirme que invoqueprotecciones para tu marido —empecé adecirle— ya he...

—No he venido por eso —meinterrumpió—. No, no te detengas, sigueandando. Necesito hablar contigo...acerca de mí.

En aquel momento vimos elresplandor de un fuego delante denosotros. A la luz de las llamas variosguerreros contaban y amontonabanarmas romanas que habían cogido en elcampo de batalla. Extraían las puntas dehierro de las jabalinas rotas y arrojabanlas astas a las llamas, mientras discutíanentre ellos acerca de quiénes se

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quedarían con las mejores armas.Onuava se les acercó con una ancha

sonrisa, claramente visible a la luz de lafogata. Los dientes le brillaban. Loshombres dejaron de trabajar y miraronboquiabiertos a la esposa del rey. Éstalos recogió a todos con su sonrisa, comopeces en una red, y luego se volvióhacia mí con una expresión de triunfo.

—Ya ves cómo gusto a los hombres—me dijo. Repliqué con un murmulloevasivo—. ¿Te gusto, Ainvar? —Emitíotro murmullo—. Crees que soy unamujer simple, ¿verdad? Una hembracorpulenta y campechana que disfruta delos hombres y la comida y que

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probablemente ronca.Eso se acercaba tanto a la verdad

que me hizo sentirme incómodo. Onuavase rió.

—Es cierto que disfruto de loshombres y de la comida, pero nadie seha quejado jamás de mis ronquidos. Yno soy tan simple. No tengo la cabeza deun druida, pero escucho todo lo que sedice a mi alrededor y pienso por micuenta. También observo a la gente. Lanoche después de la batalla te observé.Al principio te entregabas a lacelebración con los demás hombres,pero luego algo hizo que te detuvieras,tu expresión cambió y pareció como si

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reunieras una especie de oscuridad a tualrededor. Ya no me prestabas atención,pero no fue eso lo que me preocupó,sino la expresión de tu rostro. Crees queCésar vencerá, ¿no es cierto? O lo quees todavía peor, sabes que vencerá.

—No lo sé —repliqué sinceramente,sorprendido de que me hubiera cogidotan desprevenido que inclusososteníamos semejante conversación.Tenía razón, no era tan simple comoparecía—. He consultado durante añoscon nuestros mejores profetizadores yadivinos y nadie es capaz de darme unarespuesta definitiva. Hay demasiadosaugurios contradictorios.

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—¿Qué significa eso?—Significa que la victoria puede

decantarse en una u otra dirección.—¿Qué es entonces lo que la

decidirá?En otro tiempo le habría dado alguna

respuesta fácil, propia de una era en laque había respuestas más sencillas y losde la Orden creíamos saberlo todo. Perola vida es cambio y la marea de lainvasión romana había acabado con lasencillez. Ahora, entre la complejamaraña de tribus, príncipes ypersonalidades, ambiciones, estrategiasy cambios de poder, no podía ver unapauta clara. Aunque la hubiera habido,

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César y Vercingetórix, dos hombres deenergía inagotable y determinacióninflexible, se la habrían disputadoviolentamente hasta romperla y originaruna nueva forma.

Pero si eso fuese cierto, entonces loshombres vivos y no el Más Alládeterminaban los acontecimientos.

¿O era posible que César yVercingetórix formaran parte de unapauta más amplia que yo no podíaconjeturar? ¿No estaría el resultado finaldeterminado por ellos ni la Orden nisiquiera el mundo de los espíritus talcomo yo lo entendía?

¿Cuánto más grande de lo que yo la

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percibía era la realidad? ¿Qué habíarealmente allí afuera, más allá de la luzdel fuego, en la noche?

Regresé de algún camino perdido ysolitario dentro de mi cabeza y vi queOnuava me cogía del brazo mirándomecon evidente preocupación.

—¿Ainvar? ¡Háblame, Ainvar!Haciendo un esfuerzo, me concentré

en ella.—Por un momento creía que te

sentías mal —me dijo.Deslicé una mano por mi frente

desde la franja plateada a la otra sien,siguiendo la línea de la tonsura druídica.

—Estoy bien. Sólo estaba pensando.

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¿Por qué me haces esas preguntas,Onuava?

—Creía que eso estabaperfectamente claro —replicó ella—.Porque soy una mujer.

—Tu femineidad está perfectamenteclara —le aseguré—, pero...

—Las mujeres tenemos quesobrevivir, Ainvar, ¿no lo comprendes?Necesito saber lo que he de esperar a finde prepararme. Mi marido y susguerreros cabalgarán hacia la gloria noimporta de qué lado caiga el árbol, pero¿y sus mujeres? Nos quedaremos atráscon el futuro en nuestras manos ynuestras matrices. Las mujeres tienen

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que vivir en el futuro más que loshombres, y por eso deseo saber lo queva a ocurrir, si alguien puede decírmelo.Confiaba en que tú podrías.

—Si..., si ocurriera lo impensable yVercingetórix muriese, ¿qué haríasentonces? —quise saber.

Ella apretó sus labios voluptuososhasta reducirlos a una línea.

—Buscaría otro hombre fuerte —dijo en tono burlón.

Su mirada tenía la dureza del hierro.¿Por qué había pensado que las mujeresson blandas? Cuanto más vivía menossabía.

Un hombre corpulento se nos acercó

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apresuradamente.—Ainvar, por fin te encuentro, ¡te he

buscado por todas partes!—¿Qué ocurre, Hanesa?—El ejército parte por la mañana.—Lo sé.—Pero el rey acaba de decirme que

no voy con ellos —gimió el bardo—.Dice que he engordado demasiado y nopodría avanzar a su ritmo.

—Desde luego rebosas de grasa portodas partes —terció Onuava.

Percibí un antiguo y enconadoantagonismo entre ellos, mientrasHanesa replicaba en tono malhumorado:

—Tengo los pies muy ligeros. —Me

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tendió las manos—. Habla con él,Ainvar, persuádele para que cambie deidea. Sólo tú puedes lograrlo, nadiemás.

Onuava nos estaba observando.—No ejerzo ninguna influencia

excepcional sobre él, Hanesa. Lasdecisiones de mando dependen deVercingetórix. ¿Quién soy yo paradiscutirlas?

El bardo me miró con los ojosdesorbitados.

—Estás hablando conmigo, Ainvar,y te pido por nuestra amistad..., dile alrey que me deje ir, que debepermitírmelo.

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Onuava sonreía alzando sólo unacomisura de la boca.

—¿Debe, Ainvar? ¿Puedes decirleal rey que «debe» hacer algo?

De repente me hice esa mismapregunta.

—Hablaré con él, Hanesa, perodudo que sirva de algo.

Noté un peso que se apoyaba en mí.Onuava me dijo en voz baja:

—Háblale también de mí, Ainvar,dile que debe llevarme.

Hanesa y yo la miramos fijamente.—Pero aquí, en Gergovia, estarás

segura —repliqué—. ¡Vamos a laguerra, Onuava!

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—Las mujeres galas luchan al ladode sus hombres.

—En ocasiones, sí, en las batallastribales, cuando la lucha tiene lugarcerca de sus alojamientos y granjas.Pero ésta es una clase de guerradiferente, marcharemos durante días ynos enfrentaremos a soldados que...

—Sé cómo son los soldadosromanos. Los he observado desde lasmurallas.

—Creía que estabas preocupada porel futuro. Ir a la guerra no es manerapara que una mujer se garantice unfuturo.

—Claro que lo es, Ainvar. En esto

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tengo más en juego que tú. No quieroquedarme atrás, llena de preocupación ypreguntándome qué va a pasar. Si estoycon vosotros, sabré enseguida lo quesucede y podré hacer planes enconsecuencia.

—Y marcharte con el vencedor —dijo Hanesa bruscamente.

Ella giró sobre sus talones y seenfrentó al bardo.

—¡Eso no es asunto tuyo!—Nunca he mencionado el nombre

de Onuava en mis canciones dealabanza, y por buenas razones —medijo el bardo.

—¡Nunca has mencionado mi

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nombre porque no me sentaría en elregazo de un gordo como tú!

—No quisiera tenerte en mi regazo—replicó él—. Una mujer que estaríadispuesta a viajar en una cuadrigaromana, cosa que harás si vencen losromanos.

—¡No sabes nada de mí! —gritóella.

—Cierta vez mi esposa quisoacompañarme, pero me negué —losinterrumpí, confiando en distraerlos,pero ninguno de los dos me escuchaba.

—Te conozco —dijo Hanesa—.Todo el mundo te conoce.

Ella cerró los puños y se lanzó

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contra el bardo con el ímpetu de unhombre.

Lleno de recelos, me interpuse entreellos. Onuava me propinó un golpe queme hizo tambalear, y entonces le agarréel brazo y se lo torcí en la espalda. Ellase debatió con violencia. Era casi tanfuerte como yo. Me di cuenta de que noshabía rodeado una muchedumbre. Lagente siempre se congrega paracontemplar una pelea, y si ésta implica ala esposa del rey y al jefe druida de laGalia no hay que perdérsela.

Hanesa, que era un hombre prudente,había retrocedido para perderse en lanoche, dejándome solo luchando con la

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mujer. Yo no tenía motivos para hacerlo,pero ella estaba llevando a cabo unsincero esfuerzo para matarme y no meatrevía a soltarla.

Me golpeó debajo del corazón conel puño cerrado, dejándome sin aliento.Me contorsioné para evitar un rodillazoen los genitales y ella me gritó como lohabía hecho al romano que intentóescalar el muro.

La multitud que nos rodeaba se reíay hacía apuestas sobre el ganador.

Era preciso poner fin a la pelea porla dignidad de mi cargo. Por unmomento logré aferrarle ambas muñecascon una sola mano y, simultáneamente,

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aplicarle la otra mano a la cabeza,concentrándome para enviarle unapunzada de dolor paralizante a travésdel cráneo sin hacerle realmente daño.Mi esfuerzo fue en vano.

Cuando tuviera tiempo, debíareflexionar acerca de la terribleposibilidad de que la magia no ejercieraefecto alguno sobre las mujeres.

Se oyó un estrépito de cascos decaballo y Rix salió de la noche a lomosde su semental negro. Tiró de lasriendas y se nos quedó mirando. Yoestaba demasiado ocupado en aquellosmomentos para interpretar la expresiónde su rostro... y me sentía enormemente

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azorado. Onuava se aprovechó de ladistracción para zafarse de mi presa ygolpearme con todas sus fuerzas yambos puños en un costado de la cabeza.Me tambaleé. Por encima de mí oí larisa de Vercingetórix.

—Basta ya, esposa —dijo en un tonosuave.

Tal vez bastaba para él, pero nopara mí. Deseaba levantar a la mujer porencima de la cabeza y arrojarla desde loalto de la muralla, pero era demasiadotarde, la batalla había terminado.Onuava dejó caer los brazos a los lados,impidiéndome así que la golpearahonorablemente, retrocedió y se apartó

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el cabello de la cara.—Sólo le estaba demostrando a

Ainvar lo bien que puedo luchar —explicó, respirando con dificultad—. Haaccedido a pedirte que me permitasacompañarte mañana y queríademostrarle que ha tomado la decisióncorrecta.

¿Cómo podía yo acusar a la esposadel rey de ser una embustera delante desu marido y de una gran muchedumbreque se estaba divirtiendo de lo lindo?Miré a mi alrededor en busca deHanesa, pero el bardo habíadesaparecido.

Rix cambió de posición en la silla y

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el semental negro hizo unas corvetaslaterales que dispersaron a la gente.

—No sabía que quisieras venir connosotros, Onuava —dijo a su esposa—,pero si Ainvar lo aprueba, supongo quehace lo que es debido. —Entoncesvolvió a reírse—. ¡Necesitamos a todoslos luchadores que podamos reunir!

Onuava y yo intercambiamos unamirada. Observé que ya no sentía deseosde golpearla. Lo que deseaba eraviolarla.

Era la primera vez en mi vida queexperimentaba semejante deseo. Era unamujer hecha para ser conquistada, lapresa de un conquistador. Despertaba en

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mí unas emociones tan contradictoriasque decidí evitarla en el futuro, cosa quetal vez no sería fácil, pues era evidenteque vendría con nosotros.

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CAPÍTULO XXXVI

Rix dejó una guarnición considerable enGergovia, pero aun así partimos concasi treinta y cinco mil hombres hacia elterritorio de los eduos, incluidos susguerreros arvernios y los nuevosreclutas de las tribus meridionales. Nosseguía una larga hilera de carretas conlos equipajes, sin que sus conductorespretendieran mantenerse al paso de lacaballería.

Onuava viajaba en una de aquellascarretas. Como supe más adelante,incluso había persuadido a algunas de

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las esposas de guerreros para que laacompañaran.

También Hanesa venía con nosotros.Tras perder la batalla con Onuava, habíadiscutido en su favor y ganado. Siteníamos espacio en las carretas para laesposa del rey, sin duda también lohabría para el rapsoda de sus hazañas.

Apenas habíamos entrado enterritorio eduo cuando resultó evidenteel cambio sufrido en la situación. Lasseñales de romanización habían sidoerradicadas. Por todas partes veíamoscasas quemadas y saqueadas, contriunfantes estandartes galos ondeandosobre las ruinas. Cada rostro que nos

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saludaba era un rostro celta. Si aúnhabía mercaderes y oficiales romanos enel territorio, estaban ocultos. Cuandoacampamos por la noche ya no compartími tienda con Hanesa, el cual se habíaquedado demasiado atrás. Ahora mealojaba con Cotuatus, el cual era lobastante discreto para no preguntarmepor el motivo de mis frecuentes visitas ala tienda de mando.

En realidad, no tenía consejo algunoque darle a Rix, el cual sabía adónde ibay qué era exactamente lo que queríaconseguir. Iba a su encuentro tan sóloporque era mi amigo del alma... yporque poseía la fuerza que nos

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impulsaba a todos los demás.Litaviccus nos recibió

personalmente ante las puertas deBibracte. Dejando a los jefes guerrerosentregados a sus conversaciones sobrela guerra, me retiré al bosque sagrado delos eduos, donde se encontraba laescuela druídica más grande de toda laGalia. Su uso había declinado a causade la influencia de Roma, pero losjóvenes acudían de nuevo a fin deaprender e inspirarse, de establecervínculos con la Fuente. Fuese ésta lo quefuese.

Los druidas eduos me recibieronefusivamente. Con la llegada de César

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se habían visto enfrentados a laextinción de la Orden, y ahora queríanatribuirme el mérito de haber salvado eldruidismo. Sin embargo, les insté a queno dieran por ganada la batalla por lalibertad de la Galia.

—Vamos a necesitar toda lasabiduría, la magia y la fuerza queseamos capaces de reunir —les dije—,y es posible que ni siquiera así seasuficiente. César no puede permitirse lapérdida de la Galia, pues eso destruiríasu reputación en las tierras del Lacio,por no mencionar su fortuna personal.Nos combatirá como ningún enemigo loha hecho antes, y quiero estar en

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condiciones de poner toda la fuerza dela Orden a disposición de Vercingetórix.

Tuve en cuenta la magia de laconfianza y no revelé mi temor secreto,el de que una visión que estaba más alláde mi capacidad de comprensión yahabía decretado el cambio que sufriríala Galia.

No confié a nadie la visión quehabía tenido en el bosque de loscarnutos.

Debíamos luchar, teníamos quehacerlo. ¿Qué otra cosa podíamoshacer? Éramos una raza de guerreros.

De hecho, éramos demasiadobeligerantes. Cuando regresé a la

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fortaleza de Bibracte, había estalladouna agria querella. Vercingetórix habíaexigido que le pusieran al frente de losejércitos tribales combinados de laGalia, y los príncipes de los eduos sehabían mostrado remisos, aduciendo losviejos argumentos que nos habían dadoOllovico y tantos otros.

Al cruzar la puerta principal oí losgritos que provenían de la sala deasambleas, aunque ésta se hallaba casien el centro de la ciudad. Rix no tardóen dirigirse hacia mí, a grandeszancadas y con los labios pálidos de ira.

—He infligido a Cayo César suprimera gran derrota —me dijo lleno de

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exasperación— y, sin embargo, esosidiotas de ahí dentro se niegan aconfiarme el mando del ejército que hasido inspiración y creación mía. ¡Dicenque quiero usurparles el poder en supropia tribu!

Echamos a andar juntos.—Otros reyes han tenido ese mismo

temor, pero les convencimos,¿recuerdas? Y no hay creyente tandevoto como el recién converso. ¿Porqué no los convocas aquí y dejas quepersuadan a los eduos? Han puesto a susguerreros bajo tu autoridad, pero siguencontrolando a sus propias tribus. Seríanel argumento más persuasivo a tu favor.

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Sin duda en estos momentos, tras eltriunfo en Gergovia, todos ellos estánmuy satisfechos de ti.

—Hummm —se limitó a decir Rix,pero noté que su irritación remitía y serelajaba.

Tuve la seguridad de que así eracuando volvió la cabeza para mirar auna hermosa mujer edua que le sonreíadesde el umbral de su vivienda. Rixestaba dispuesto a prestar oídos a larazón; la sordera de la ira había pasado.

Le repetí mi sugerencia y él asintió.—Sí, podemos hacer eso, y al

mismo tiempo pedirles que traiganconsigo más guerreros. Así estaremos

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mejor preparados cuando llegue elmomento de marchar contra César.

Envió mensajeros reclutados entre lacaballería arvernia, a lomos de nuestroscaballos más rápidos. En respuesta a suconvocatoria vinieron a nosotros loshombres más poderosos de la Galia,excepto los dirigentes de los remos y loslingones. Los primeros parecían estardemasiado atemorizados por César paraquerer trato alguno con laconfederación, y en cuanto a loslingones, en sus tierras habíademasiados romanos acampados paraque su tribu se arriesgara a unirse anosotros. Tampoco estuvieron presentes

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los tréveros, debido a la gran distanciaque les separaba de nosotros, y losnervios, entre los que César habíapracticado un genocidio casi total.

Una vez reunidos en Bibracte losdirigentes tribales, Rix les dio tiempopara que convencieran a los eduos deque deberían darle el mando supremodel ejército y luego pidió que el asuntofuese sometido a votación.

A pesar de la presión ejercida porsus pares, los príncipes eduosmantuvieron su negativa. Si Rix hubierapertenecido a una tribu distinta de losarvernios le habrían aceptado con másfacilidad, pero la antigua animosidad les

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cegaba, del mismo modo que le habíahecho perder la calma a él.

Teníamos mucho que perder y yo noquería dejar nada al azar. Mientras ellosse disponían a votar, yo me preparabapara practicar la magia.

Cuando cierta magia ha revelado sueficacia, debe repetirse con la menordesviación del ritual que sea posible. Enla ocasión en que Vercingetórix fueelegido rey de los arvernios yo habíacopulado con Briga. No subestimaba elpoder de la magia sexual, pero pordesgracia ahora Briga no estabapresente.

Observé la acción de la norma en el

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hecho de que otra mujer que tenía unaconexión íntima con Vercingetórixestuviera disponible. Pero ¿cómo podíapedirle a mi amigo que me dejara usar asu esposa en un ritual druídico? Nopodía apelar a su propio interés, puestoque él no creía lo más mínimo en lamagia.

Sólo confiaba en que Onuava nocompartiera sus puntos de vista.

Hacía largo tiempo que las carretashabían llegado a Bibracte, añadiendo supintoresca confusión al vastocampamento alrededor de los muros dela fortaleza. No encontré a Onuavaenseguida. Muchos afirmaban haberla

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visto, pero nadie recordaba dónde.Empezaba a desesperar cuando

descorrieron una cortina de cuero queocultaba el interior de una carretapintada con brillantes colores. Onuavame miró.

—¡Ainvar! ¿Qué te trae a esta partedel campamento?

Parecía contenta de verme, como sihubiera olvidado nuestra reciente pelea.Se hallaba en una tierra desconocida ytodo rostro familiar se convertía paraella en el amigo querido.

—Te estaba buscando, Onuava.De haber sido la clase de mujer que

yo inicialmente creía que era, tal vez

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habría sonreído. En cambio se limitó amirarme con los ojos entrecerrados,descorrió más la cortina y me hizo unaseña para que me reuniera con ella en elinterior de la carreta.

—Si quieres hablar conmigo, esmejor que lo hagas aquí.

El interior de la carreta mesorprendió. Había sido diseñada paratransportar equipajes y víveres, peroaquel amplio vehículo de cuatro ruedashabía sido convertido en una casa móvil.Onuava se había equipado con cojines,mantas y mantos de piel, jarras de agua,ánforas de vino y hasta un pequeñobrasero de bronce.

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—Si enciendes fuego ahí vas aquemar la carreta —observé.

—No voy a encenderlo aquí, no soyidiota. Sólo lo he traído por si el veranose vuelve frío y húmedo, como puedesuceder en la Galia. Y he traído mispropios suministros de carne seca, frutay sal, de modo que si necesitas algo yalo sabes. He pensado en todo —añadió,sin duda pagada de sí misma.

—Tengo una necesidad, en efecto,pero no de carne y fruta.

Manteniendo el rostro impasible ysin la menor emoción en la voz, le habléde la magia sexual.

Onuava se quedó boquiabierta.

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—¿Quieres decir que así fue comomi marido fue elegido rey?

Me di cuenta de que lo creía.—Tan sólo te digo lo que sucedió.

Ahora quiero repetir el ritual paraasegurar que sea elegido jefe de losejércitos unidos de la Galia, porqueexiste la posibilidad de que los eduos senieguen a aceptarlo. Te pido que meayudes.

Ella no replicó. Ni siquiera oía elsonido de su respiración.

Tardíamente mi cabeza me sugirióque quizá Onuava no deseaba que losgalos vencieran, quizá prefería ir a unacuadriga romana, como Hanesa había

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sugerido, y vivir en una lujosa villaromana. Mi cabeza me recordó que noera un experto en mujeres, y aquellahembra orgullosa, sensual y salvaje eracomo las mujeres celtas en las antiguasleyendas, tan poco sentimental como elmismo suelo.

—Te ayudaré —dijo Onuavabruscamente.

Me cogió desprevenido, mientrastodavía estaba pensando.

—Ah..., bien, ¡muy bien! ¡Esmagnífico! Pero...

—¿Qué?—No es necesario que hablemos de

esto con tu marido. A él le gusta creer

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que vence sin la ayuda del Más Allá.—Sí, claro, Ainvar, lo comprendo,

lo comprendo —y oí la risa oculta en suvoz—. Lo comprendo muy bien.

Confié en que no estaba cometiendootro error.

Los jefes guerreros de la Galia sereunieron en la sala de asambleas deBibracte. Eran un grupo de guerrerosaltos y poderosos, cada uno de ellos elsímbolo de la virilidad para su tribu.Cuando todo estuvo dispuesto, Cotuatus,de los carnutos, pidió silencio y anuncióque la selección de un jefe para susfuerzas combinadas se iba a someter avotación.

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Mientras los príncipes votaban, yoestaba en el bosque sagrado de loseduos con la esposa de Vercingetórix.

Ninguna mujer es como cualquierotra, si bien algunas comparten unaactitud de indiferencia que mueve a unoa olvidarlas. Onuava era inolvidable. Seentregó al ritual con tal entusiasmo quehube de refrenarla, pues amenazaba coninvadir partes de mi espíritu que estabanreservadas a Briga.

—¿Te gusta esto? —me preguntabauna y otra vez—. ¿Pongo la mano aquí?¡Ah, sí, frótame así! ¡Ah, sí! ¿Y quésientes cuando yo lo hago?

Desde luego Onuava era

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inolvidable. Juntos logramos culminar lamagia sexual. Cuando la magia funciona,uno lo sabe. Nos acoplamos con unaardiente alegría. La alegría es unafuerza, una energía, un poder. La alegríase eleva hacia el cielo.

En el apogeo de nuestra elevación,Vercingetórix fue elegido comandante enjefe del ejército galo.

Una vez concluido el ritual en elbosque, Onuava y yo partimos endistintas direcciones. Regreséapresuradamente al fuerte para tomarparte en las celebraciones en honor deRix y por la próxima victoria. Onuavavolvió a su carreta y esperó allí hasta

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que Rix envió un mensajero para pedirleque se reuniera con nosotros.

Me senté a un lado de él y Onuava alotro, mientras los galos vitoreaban allíder elegido hasta que el aire vibró consu nombre gritado por tantas gargantas.

Más tarde le pregunté a Cotuatus siel voto había sido unánime.

—Litaviccus estuvo de nuestra partedesde el principio, pero los dospríncipes que estuvieron con lacaballería supuestamente destruida seresistieron casi hasta el final. Entonces,de improviso, cambiaron de actitud yvotaron a Vercingetórix. Un instantedespués volvieron a cambiar de idea,

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pero afortunadamente ya era demasiadotarde: había sido proclamadocomandante en jefe.

—Pero ¿ellos y sus seguidores estáncon nosotros?

—Así es, aunque no me gusta la ideade combatir al lado de esos hombres quese nos han unido de mala gana.

—No lucharás a su lado —leaseguré—. Como siempre, los eduospelearán junto a los eduos y los carnutosjunto a los carnutos. Ahora somos unsolo ejército, pero ni siquieraVercingetórix puede convertirnos en unasola tribu.

Tales palabras muestran lo erróneas

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que podían ser mis profecías.Tras haber sido confirmado en el

mando, Rix actuó con tal celeridad queme di cuenta de que había trazado susplanes con mucha anticipación. Reunióuna fuerza de caballería de quince milhombres, que sería el principal cuerpode ataque del ejército. Examinópersonalmente el armamento y lossuministros de los millares de infantesque apoyarían a los jinetes. Exigiórehenes nobles de varios clanes cuyalealtad todavía era cuestionable.Pronunció un discurso estimulanteinstando al ejército a que estuvieradispuesto a incendiar sus propias

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ciudades antes de que cayeran en poderde los romanos. Yo mismo no podríahaber hablado mejor sobre laimportancia del sacrificio.

En realidad, la mayor parte de aqueldiscurso era creación mía.

Varias veces al día llegaban a latienda de mando mensajes enviados porlas patrullas distantes, las cualesmantenían a Rix informado de todos losmovimientos de César.

—César ha comprendido que nuestracaballería es superior a la suya —medijo Rix—. Nuestros quince mil jinetesle están poniendo nervioso. Hasolicitado jinetes germanos del otro lado

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del Rin, pero como sus animales soncaballos enanos de bosque los monta encaballos de calidad que quita a suspropios oficiales, a fin de que el mejorcaballo corresponda al mejor jinete.

—No creo que a sus oficiales lesguste mucho ese plan —observé.

—Si yo hiciera una cosa así a losgalos, se rebelarían. ¿De qué modorefrena César a sus hombres?

—Por medio del temor y el respeto.—Y el afecto —dijo Vercingetórix

con una expresión reflexiva en los ojos—. También deben de quererle.

—Tus hombres te quieren.—Algunos, Ainvar, sólo algunos.

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Aquellos que no han sido enemigosrecientes.

Al amanecer del día siguientesonaron las trompetas de guerra y Rix sedirigió al ejército ante las puertas deBibracte. A pesar de la voz profunda ylos potentes pulmones de Rix, sólo lasprimeras filas de la enorme masa dehombres pudieron oírle, pero setransmitieron las palabras rápidamenteunos a otros.

—¡César se ha puesto en marcha!Sus legiones han abandonado elcampamento y ahora se dirigen a lasfronteras del territorio de los lingones.Se propone regresar a la Provincia,

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donde podría conseguir más refuerzos,pero se lo impediremos. ¡Partiremosenseguida para interceptarle y aplastarlede una vez!

Me abrí paso entre el frenesí de loshombres que levantaban el campamentoy llegué al lado de Rix cuando él salíade la tienda de mando.

—¿Ha habido alguna noticia de loque César ha hecho con los cautivos dela Galia?

Su mirada se perdió más allá dedonde yo estaba. Los cautivos no teníanprioridad en su pensamiento.

—Supongo que se los ha llevado conél. ¡Eh, tú! —gritó bruscamente—.

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¡Tráeme mi caballo negro!Aquel día, muy temprano, el ejército

a las órdenes de Rix se puso en marcha.César no podría haberlo hecho mejor.No tuve ocasión de visitar el bosque,entrar en comunión con el Más Allá yexaminar con tranquilidad los signos yportentos. Casi sin darme cuenta me vimontado y cabalgando en medio delpolvo levantado por Vercingetórix,rodeado de guerreros de la Galia libreque golpeaban los escudos con susarmas y entonaban cánticos de guerrapara enardecerse.

Cuando llegamos a lo alto de laprimera elevación miré atrás. La tierra

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que había albergado al ejército estaballena de cicatrices y pisoteada,ennegrecida por las fogatas, desfiguradapor bosques de tocones mellados, todolo que quedaba de los árboles taladospara alimentar aquellos fuegos. En otrotiempo los campos verdes seextendieron ondulantes hasta fundirsecon el cielo; ahora sólo habíatremedales de barro, estiércol ymontones de basura.

Aquella visión me recordó el dañoproducido por la migración de loshelvecios al comienzo de la guerra conlos romanos en la Galia. Ninguna tribuhabía querido que los helvecios

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cruzaran sus tierras por temor a lamisma clase de destrucción que yo ahoracontemplaba. Algunos habían llamado aCésar para prevenirle. Ahora el ejércitode la Galia devastaba la tierra que seproponía salvar de César. Me dije quetal era la pauta de la guerra.

Azucé a mi caballo y cabalgué enpos de Vercingetórix. Aquel primer díaen varias ocasiones pensé en regresarpara ver si Onuava nos seguía en lascarretas del equipaje, pero mi cabezame reprendió por semejante necedad,recordándome que podía cuidar de símisma y que lo haría.

Pero no podía olvidarla del todo.

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Juntos habíamos realizado la magia yahora ocupaba un lugar en mipensamiento.

No transcurrieron muchos días demarcha antes de que nuestrosexploradores informaran de que losromanos se hallaban a corta distanciapor delante de nosotros. Rix nos ordenóacampar cerca de un río y luegodeambuló entre sus guerreros mientraséstos preparaban la cena. En elcrepúsculo tuve atisbos de su cabellodorado que destellaba entre la multitudde sus favoritos, los jinetes, los cualesle vitorearon y se rieron a carcajadas dealgún chiste que les contó.

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Aquella noche, por dondequiera queiba, Rix esparcía confianza como quienarroja semillas en la tierra. Sus hombresse durmieron seguros de la victoria.

Según los exploradores, César teníaahora once legiones a su disposición.Nosotros casi teníamos el doble dehombres. Más adelante me enteré de queCésar había afirmado que nuestronúmero era todavía mayor, aumentandolas proporciones del ejército galo deuna manera imposible, a fin de que loséxitos de sus hombres parecieranmayores y las derrotas, si las había, másperdonables. Antes de que finalizara elconflicto, afirmaría que nosotros le

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superábamos en la proporción de cuatroa uno. Hay que tener cuidado con laversión romana de la historia.

Aquella noche, en mi tienda, nopensé en la victoria, sino en Aquel QueTiene Dos Caras, con el rostro de Césaren un lado y una cara germana en el otro,furibunda, aterradora. Me despertéempapado en sudor, salí de la tienda consigilo para no molestar a Cotuatus yavancé en busca de Rix entre el bosquetalado de guerreros dormidos.

Él también estaba despierto, en pie ala entrada de su tienda y contemplandola noche. Ni siquiera se volvió cuandome acerqué.

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—Ainvar —me dijo sin un asomo deduda.

—¿Has dicho a tus hombres quemañana probablemente se enfrentarán ala caballería germana?

—No. ¿Por qué habría de hacerlo?No importa con quién nos enfrentemos.Vamos a ganar y eso es lo único que hande pensar. Venceremos.

—Las tribus del sur y el oeste nuncahan combatido con los germanos, Rix.No estarán preparados para su ferocidady es posible que cedan al pánico.

—Es más probable que cedan alpánico si les advertimos de antemano yles damos tiempo para que se asusten

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con sus propias imaginaciones. No,Ainvar, los germanos pueden presentarun espectáculo aterrador, pero ahoratenemos ventaja y confío en nuestroshombres.

La fe en los hombres...Regresé a mi tienda y pensé en mi

sueño. El Goban Saor había vuelto a lascarretas, a una de ellas en particular.Ojalá la caravana de los equipajes noshubiera dado alcance. Por desgraciaestaba por lo menos a media jornada dedistancia.

A la mañana siguiente, mientras yoentonaba la canción al sol, Rix dividió ala caballería en tres secciones. Dos de

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ellas fueron enviadas a atacar losflancos de los romanos y la tercera seadelantó para bloquear a su columna deavance.

A lomos de mi caballo, sobre unacolina cercana, contemplé nítidamente laacción. La columna romana formó en unenorme cuadrado hueco con las carretasde equipajes en el centro. Yo no estabalo bastante cerca para distinguir si lamasa de gente que estaba con losromanos eran prisioneros galos, peropodrían serlo.

Podrían serlo, podría haber unapequeña cautiva en cualquiera deaquellas carretas. De ser así, no le

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habría despertado la canción al sol sinola voz sonora de la trompeta de combateque convocaba a los hombres para lamatanza. Casi podía percibir el terror dela niña.

¿Qué precio alcanzaría mi hermosa yperfecta niña en una subasta de esclavosromana? La bilis acudió a mi boca.

Enfrente de la colina había unaestribación larga y empinada que sellenó de jinetes romanos, los cualesbajaron al valle por detrás de nuestracaballería. Los gritos salvajes, unosgritos que no parecían emitidos porgargantas humanas, vibraron en el airematinal cuando los jinetes germanos de

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César cayeron sobre nuestros hombres yempezaron a despedazarlos.

Los germanos luchaban sin estilo nielegancia, pero con una inflexiblededicación a matar. Los galos,sorprendidos, se mantuvieron firmesdurante tanto tiempo como pudieron,pero luego perdieron el valor y huyeroncomo una horda salvaje. Los germanoslos persiguieron, rugiendo como bestiasy matando a todos los hombres a los quedaban alcance de la manera mássanguinaria.

Entretanto, los legionarios de Césarse apartaban de los bordes exterioresdel cuadrado hueco en una orden

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turbadoramente precisa, preparándosepara continuar el ataque.

Nuestros guerreros, temerosos deque los rodearan, se dispersaron entodas direcciones.

La derrota fue completa.Vercingetórix, montado en su caballonegro, corría de un lado a otro, tratandode retener a sus hombres, lanzandogritos de desafío a los germanos y dandoórdenes a su caballería, haciendo unesfuerzo desesperado por reunirlos paraque no siguieran cabalgando hacia sustribus. Cuando resultó evidente que nadainduciría a sus hombres a volver yenfrentarse a los germanos, Rix se rindió

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a lo inevitable y llevó a los hombres deregreso hacia el lugar donde habíamosacampado junto al río.

Estaba demasiado lejos de mí paraque pudiera verle la cara, pero la cólerase evidenciaba en cada línea de sucuerpo.

Habíamos perdido quizá la cuartaparte de la caballería, ya fuese a manosde los guerreros germanos ya pornuestro propio terror, y el resto estabamuy desmoralizado. Habían visto a losgermanos mutilar a hombres vivos por elpuro placer de hacerlo y pisotear a losheridos con los cascos de sus caballos.Habían visto un rostro de la guerra que

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no era ni estilizado ni heroico, sinomeramente brutal, una expresión de losrincones más oscuros del espírituhumano.

Vercingetórix ordenó a los príncipestribales que reunieran a sus guerreros yles dirigió un valiente discurso,alabándoles y tratando de aliviar sustemores, prometiéndoles una victoriaque haría algo más que compensar laspérdidas sufridas. Sin embargo, mientrashablaba vi que los hombres mirabannerviosamente primero a un lado y luegoal otro, como si esperasen que losgermanos aparecieran de improvisoentre los arbustos y se abalanzaran

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contra ellos.Rix convocó aparte a los dirigentes

tribales para celebrar con ellos unaapresurada conferencia. Aunque no mellamó, también asistí y me mantuvesilenciosamente al margen, escuchando.

—Hemos perdido demasiadoshombres —les dijo amargamente—. Lacaballería es nuestra principal fuerza deataque, o lo era, y está prácticamenteaplastada. No podemos permitirnos quenos sorprendan en campo abierto de esamanera hasta que nos hayamosrecuperado. No estamos muy lejos deAlesia, la fortaleza de los mandubios.—Se volvió hacia Litaviccus—. Los

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mandubios son antiguos aliados de loseduos, ¿no es cierto?

Litaviccus asintió.—Entonces te pido que partas

enseguida y les digas que el ejército dela Galia se dirige hacia ellos. UsaremosAlesia como base de la misma maneraque usamos Gergovia. Con unas fuertesmurallas en las que confiar, nuestroshombres recuperarán el valor y haremosque César sufra tal derrota que la deGergovia, en comparación, parecerá unrasguño en la rodilla.

Habló con aquella vibranteconfianza a la que los príncipesguerreros estaban acostumbrados. Con

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tanta serenidad como si nada hubiesesalido mal, Vercingetórix reunió a sushombres, dio las órdenes necesarias ypronto el ejército se puso en marcha. Aun observador que desconociera loocurrido le habríamos parecido unafuerza de ataque, pero yo veía el temor yla duda profundamente grabados en losrostros de los que habían sobrevivido alataque germano.

Y veía en los ojos de Rix lassombras que intentaba mantener ocultas.

Un grupo de hombres fue enviado alas carretas para proporcionarlesescolta hasta Alesia, así como paravigilar la retaguardia en busca de

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señales de persecución por parte de losromanos. No había duda de que Césarreanudaría muy pronto su ataque.

Una vez en marcha, cabalgué duranteun rato al lado de Rix. Él era conscientede mi presencia, pero no me dijo nada.Yo le recordaba que se habíaequivocado con respecto a lapreparación de nuestros hombres paraenfrentarse a los germanos, y a Rix no legustaba que le recordaran sus errores.Sin embargo, ¿de qué otra manerapodemos aprender?

Acerqué más mi montura al caballoalto y delgado que él montaba. Unayudante conducía su semental negro, a

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fin de mantenerlo fresco para usarlo encombate si era necesario. El ardiente solveraniego caía sobre nosotros, el aireestaba lleno de polvo y olor arespiración de caballo. Cabalgábamosal ritmo de los bocados tintineantes, loscrujidos del cuero y el sonido de loscascos. Avanzábamos con rapidez perosin precipitación, de acuerdo con laorden de Rix, el cual no quería que sushombres se sintieran como si estuvieranhuyendo presa del pánico.

—No hemos sido vencidos por elenemigo sino por nuestro propio temor—le dije a Rix en un tono neutro, sindesviar la mirada del camino—. César

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confió en el efecto que los germanosejercerían en nosotros. No han sidomejores que nuestros hombres, sino sólomás aterradores.

—Mi caballería huyó. Echaron acorrer, Ainvar. —La voz de Rix sonabacomo si estuviera hablando desde elfondo de un pozo—. Hice de ellos misfavoritos, tenían la mejor comida, lasmejores armas, los caballos selectosarrebatados a las demás tribus...Huyeron y no pude retenerlos.

Sus palabras reflejaban odio ydesesperación.

Vercingetórix estaba conmocionadocomo cualquier otro por lo que había

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ocurrido, pero era el comandante en jefey tenía que ocultarlo..., excepto a suamigo del alma.

—No son más que humanos, Rix —le dije a modo de consuelo—. Y losprimeros en huir fueron los del sur y eloeste. Los senones y los demás hombresde la Galia central hicieron frente a losromanos.

—Sí, les hicieron frente mientraspudieron. Pero cuando centenares deotros caballos empezaron a correr, nopudieron controlar indefinidamente a lossuyos. El pánico es como un incendio enun sotobosque, ¿verdad? Ha quemado atodos. He observado a los hombres. El

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temor de la caballería se ha transmitidoa los infantes y ahora todos tienenmiedo. Por esa razón los llevo a Alesia.Hemos de estar en una posición dondepodamos ganar la siguiente batalla... ome temo que perderemos al ejército dela Galia.

Jamás le había oído hablar en untono tan amargo.

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CAPÍTULO XXXVII

Alesia ocupaba una extensa altiplanicieen forma de rombo, protegida por ríos aambos lados y con empinadas colinas alnorte y al sur. Rix había elegido bien. Lafortaleza sólo era de tamaño mediano,pero se alzaba a una altura tanimponente que era inexpugnable a todaforma de asalto excepto al bloqueo. Encuanto llegamos, Rix ordenó que elejército acampara en las vertientes fuerade los muros y fortificó su posición conzanjas y muros adicionales.

Litaviccus nos dio una bienvenida

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formal en las puertas de la ciudad. Entrécon Rix y los príncipes de la Galia. Loshabitantes mandubios de la ciudadacudieron desde todas partes paraofrecernos vino, comida y laureles devictoria, «por salvarnos de losromanos», según ellos. Rix rechazó loslaureles y les pidió en voz sonora quevolvieran a ofrecerlos cuandohubiéramos derrotado a César.

Vercingetórix fue invitado por el reya instalarse en su alojamiento, pero élprefirió hacerlo en su propia tienda conel ejército. Un día después, César llegóa Alesia.

Los romanos nos habían seguido sin

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pérdida de tiempo. La persecución desus enemigos tras una victoria,aprovechándose de su temor y sudebilidad, formaba parte de la normacesárea. Rix, que lo sabía bien, hizo elmáximo esfuerzo para presentar a Césaruna fachada inexpugnable cuandollegara.

Cuando César, ataviado con sumanto escarlata, llegó galopando por lallanura, la fortaleza de Alesia debió deparecerle amedrentadora incluso a él.

La llegada de nuestras carretas antesque los romanos fue un alivio para mí.El Goban Saor vino a mi tienda y lesaludé con un abrazo celta.

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—Las carretas han llegado conmucha rapidez —comenté—. Debéis dehaber prescindido de la mayor parte delcargamento para ganar velocidad.

—Así es. Tiramos barriles, cajas,todo lo que era pesado y prescindible.

—Pero ¿no...?El Goban Saor sonrió al ver mi

inquietud.—No, eso no. Sigue en mi carreta.

Cuando dije a la gente que pertenecía aljefe druida nadie lo tocó. Si quieres,ayúdame a descargarlo y lo llevaremosa tu tienda..., pero aún no veo qué usopuedes darle.

—Para hacer magia —me limité a

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decirle.El Goban Saor se marchó con Rix a

examinar las fortificaciones y Cotuatusse quedó para pasar el día con losguerreros carnutos, que estabanreparando los daños causados por labatalla e intercambiaban excusas por lareciente derrota. Cuando se marcharondescubrí el objeto que reposaba en elcentro de la tienda.

Estaba a solas con Aquel Que TieneDos Caras.

En otro tiempo los guerreros celtashabían cortado las cabezas de susadversarios más valiosos paracolocarlas en lugares de honor como

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trofeos de batalla, a fin de impresionar asus amigos e intimidar a sus enemigos.Esa costumbre se había extinguido entrelas generaciones más recientes, pero losmiembros de la nobleza guerrera todavíaobservaban simbólicamente la tradiciónutilizando cabezas de madera o piedraque colocaban alrededor de susfortalezas. En mis viajes a través de laGalia había visto numerosos ejemplaresde tales cabezas talladas.

La figura que el Goban Saor habíatallado mucho tiempo atrás para mí,como un regalo destinado a Menua, noera uno de aquellos trofeos en forma decabeza. Los años no habían disminuido

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su impacto. Al mirar la figura de doscaras notaba el aliento del Más Allá enla nuca.

Me senté cruzado de piernas en elsuelo para contemplar la imagen. Lossonidos de lejanas trompetas y gritosque llegaban desde el exterior meadvertían de que nuestras patrullashabían visto la aproximación de losromanos. Todavía estaban aconsiderable distancia, pero seacercaban. Los hombres empezaron acorrer, cavar trincheras, prepararse,observar, ponerse en tensión, pero yosabía que nada iba a suceder aquellaprimera jornada. César llevaría sus

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tropas ante Alesia y consideraría lasituación, levantaría un campamento yharía sus preparativos. Los dos grandesejércitos se observarían durante algúntiempo, evaluándose fríamente, cada unobuscando una ventaja.

Contemplé la imagen tallada de doscaras.

El sol que caía sobre las paredes decuero de la tienda impartía unresplandor ocre al entorno. Bajo aquellaluz, la piedra de color gris claro podríahaber sido confundida con carne. Nohacía falta demasiada imaginación paradescubrir que la conciencia seagazapaba en aquellos ojos

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inexpresivos, para ver que larespiración hinchaba las fosas nasales.El Goban Saor tenía tal maestría querealmente había capturado la vida, unaforma de vida temible y turbadora, en lapiedra. Permanecí allí sentado,esperando. Sí, la imagen era temible, yel temor es una herramienta para lamagia.

Cierta vez Menua creyó en micapacidad de insuflar la vida, y lointenté en una ocasión, tratando deresucitar a Tarvos.

Ahora era distinto. La vida no habíadesaparecido sino que estaba allí,aprisionada gracias a la magia del

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artesano. Sólo requería otra magia máspotente para hacer que saliera a lasuperficie.

Cerré los ojos y me concentré. Condedos invisibles tanteé hacia afuera,buscando los límites de mi poder. Atrajeal Más Allá en torno a mí como unatúnica con capucha, hasta que pudesentirlo, olerlo, saborearlo. Me sumímás profundamente y mis labiosformaron las palabras más poderosasque conocía, los nombres de los diosesdel abismo, los señores de la noche y latormenta, los espacios entre lasestrellas, los aspectos más oscuros de laFuente.

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Un frío cosquilleo invadió las puntasde mis dedos.

Sin abrir los ojos, tendí las manos yapoyé los dedos en la superficie de laimagen tallada.

La sensación ascendió por misbrazos como si hubiera aplicado lasmanos a un fuego rugiente.

Necesité toda mi fuerza de voluntadpara no apartar las manos de la piedra.Entonces oí las voces. Las vocesprofundas y lejanas de los druidas quecantaban en el gran bosque de loscarnutos.

«Penetrarás en la luz pero nunca tequemarás con la llama», me

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recordaron.Abrí los ojos.

* * * * * *

Cuando el Goban Saor regresó a latienda, una piel de buey pintada consímbolos druídicos cubría de nuevo aAquel Que Tiene Dos Caras. El artesanole dirigió una mirada de soslayo y luegome hizo salir para que mirase losdiversos planes que trazaba en el suelocon la punta de una lanza, mientras meexplicaba las ventajas de cada uno y medecía cuáles aprobaba Rix.

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—Si levantamos una línea de estacasinmediatamente después del muro denuestro campamento y entonces..., no meestás escuchando, Ainvar.

—Claro que sí —me apresuré areplicar.

Desvié mis pensamientos de lafigura con dos caras y me agaché paraexaminar el último esquema que habíatrazado el Goban Saor.

Mientras realizábamos nuestrospreparativos, César hacía los suyos.Desplegó sus legiones en un enormecírculo irregular alrededor de Alesia,levantando veintitrés pequeños reductosen diversos puntos, desde donde los

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observadores podían vigilar la actividadentre los galos. Bajo la cobertura de lanoche, hizo que sus hombres empezarana cavar trincheras y levantarempalizadas que no descubrimos hastaque se hizo de día.

Rix hizo frecuentes salidas con lacaballería, en un intento de destruiraquellas construcciones, pero cada vezfue rechazado.

—Mis hombres no luchan con tantoardor como deberían —me dijoentristecido—. Avanzan sobre elenemigo como si esperasen que algoterrible suceda en cualquier momento.

—Es cierto —repliqué—. César ha

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nublado sus mentes con temor. El temores una magia poderosa, Rix. Si me lopermites, podría llevar a cabo un ritualpara contrarrestar...

—¡Mis hombres no necesitan queninguna magia les impulse a luchar!¡Necesitan inspiración, y eso es algo queyo puedo darles!

Había atacado su orgullo y estabafurioso. Dejé que se marchara, pensandopara mí, mientras le veía alejarse, que lainspiración es también una forma demagia.

Vercingetórix reunió a sus guerrerosy les arengó con valientes palabras a lasque ellos respondieron golpeando los

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escudos con sus lanzas. Mientraspudieran oír el timbre de su voz,estarían dispuestos a enfrentarse acualquier peligro. Pero no podíaderrotar a César sólo con arengas. Llegóel momento en que debía dirigir a sushombres contra los romanos, y cuandoeso sucedió y los galos oyeron lastrompetas romanas y los gritos decombate de los germanos, parecieronencogerse.

Cuando unos hombres que estuvieronseguros de ganar han sufrido una derrotaconsiderable, algo dentro de ellos se haroto.

Utilizando legionarios como

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zapadores y carpinteros que hacían lasveces de ingenieros, César continuóreforzando su posición inexorablemente.Pronto hubo dos líneas de defensaalrededor de Alesia, cada una de ellaformada por zanjas, muros, terraplenes ydiversas trampas ideadas por él. Laparte interior de la línea defensivaestaba destinada a mantenernosencerrados dentro de la ciudad, mientrasque el objetivo evidente de la exteriorera el de desviar a los refuerzos quepudieran venir en nuestra ayuda.

Al observar aquellas construccionesdesde la empalizada de la fortaleza, elGoban Saor quedó muy impresionado

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por el ingenio que revelaban. Parecíaimposible que una empresa tan enormehubiera sido realizada por el ejércitoromano en tan corto espacio de tiempo,pero así era.

Rix estaba furioso.—¡Cincuenta mil romanos no pueden

retener a ochenta mil galos! —decíaexasperado.

Pero sí que podían.En repetidas acciones guerreras

estábamos aprendiendo con un grancoste de sangre que nuestros guerrerosno estaban a la altura de los hombres deCésar en campo abierto. Los galosatacaban como lo habían hecho siempre,

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salvaje, azarosa, heroicamente, cada unoluchando de acuerdo con los dictados desu propia naturaleza interior.

Por otro lado, los romanos semovían en formaciones precisassiguiendo un solo plan dominante, y pormedio de una variedad de maniobraslargamente practicadas envolvían anuestros guerreros y los mataban.

Una noche, en nuestra tienda, trasuna batalla especialmente desastrosa,Cotuatus se quedó mirando la imagen delas dos caras cubierta.

—¿Vas a practicar ahora tu magia,Ainvar, para reducir al ejército deCésar?

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—Ni siquiera la Orden de losSabios posee una magia lo bastantepoderosa para destruir a tantos hombresa la vez. Sería más fácil hacer que lasaguas del mar se retirasen a un lado.

—Pero debes de estar planeandoalgo muy potente —terció el Goban Saor— o no me habrías pedido que trajeraeso desde tan lejos. —Señaló con lacabeza la figura cubierta—. Tienes quedecirnos lo que vas a hacer, Ainvar,necesitamos saberlo.

—La magia se debilita si la revelaspor anticipado —repliqué con el ceñofruncido.

—Pero...

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—No discutas con él —leinterrumpió Cotuatus—. ¡No discutasjamás con el Guardián del Bosque!

El Goban Saor guardó silencio. Hiceun gesto de aprobación con la cabeza alnuevo rey de los carnutos. Cotuatushabía aprendido bien su lección.

Tal vez debería haber tratado dedesarrollar la misma clase de dominiosobre Rix, pero dudo de que hubierapodido lograrlo. Cotuatus creía en lamagia; Vercingetórix, no.

Mientras César apretaba el cerco,Rix hizo un nuevo intento de reforzar ala caballería, exhortando a los jinetes asuperar de una vez por todas el recuerdo

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de su vergüenza reciente aplastando a lacaballería de César en un combate en lallanura. Observé la batalla desde losmuros de la fortaleza.

La pelea fue larga y dura. A vecesparecía como si pudiéramos hacernoscon la victoria. Rix dirigió una brillantey temeraria carga tras otra y los jinetesromanos retrocedieron. Entonces Césarvolvió a enviar a sus germanos contranosotros, y una vez más los galos fueronpresa del pánico y huyeron.

Desesperado, desvié la vista y almirar abajo descubrí a Onuava al pie dela empalizada, mirándome, con unamano por encima de los ojos.

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—¿Qué sucede, Ainvar?—Estamos perdiendo. Nuestros

hombres huyen de los de César.—¡No es posible! ¡No deben

hacerlo! ¡Los galos no huyen!Me miró fijamente un momento,

luego dio media vuelta y corrió hacia elalojamiento del rey en el centro de lafortaleza. La perdí de vista entre lamultitud pululante. En Alesia sehacinaban no sólo sus habitantes y losmiembros del ejército, sino también loscampesinos de las tierras circundantes,impulsados por la guerra a buscarprotección dentro de sus murallas. Elperro más listo no podía ir de un lado de

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Alesia al otro sin que le pisotearan.Muy pronto vi de nuevo a Onuava.

Se abrió una puerta lateral por la quesalió un carro, el destartalado carro decombate del jefe de los mandubios, peroéste no iba en él. Un guerrero arverniosujetaba las riendas, y a su lado estabala esposa de Vercingetórix.

Onuava gritaba y blandía unaespada. Su cabellera suelta ondeaba trasella como una bandera leonada. Laseguían corriendo cuarenta mujeres,esposas de guerreros, que tambiéngritaban y blandían armas. Al igual queOnuava, sus rostros estabandistorsionados por la furia.

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La visión de aquel grupo de mujeresera terrible. Cuando chocaron con losguerreros en retirada, muchos de ellosse detuvieron, dieron la vuelta y seenfrentaron de nuevo a los germanos. Labatalla se reanudó en un nuevo nivel desalvajismo. Vi a las mujeres galasarrojarse sobre los jinetes germanos másferoces para derribarlos de sus monturasy atacarlos con uñas, dientes, puños ypies además de cuchillos. Como fuerzade asalto, nuestras mujeres eran másaterradoras que cualquier otra que Césarpudiera enviar contra nosotros. Era unalástima que no contáramos con más deellas. Dirigidas por la formidable

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Onuava, mostraban un enorme talentopara la supervivencia contra todos lospronósticos.

Entretanto, César había reunido a suslegiones por debajo de nuestrocampamento a fin de impedir quenuestros infantes acudieran en ayuda deVercingetórix y la caballería. Una veztomada esta precaución, su propiacaballería, incluidos los germanos,redobló sus esfuerzos y empezó aempujar implacablemente a nuestragente de regreso a Alesia.

Teníamos demasiados guerreros sinadiestrar, los cuales tropezaban unoscon otros en su intento de retirada. Los

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germanos los persiguieron hasta lasfortificaciones del campamento, dondemuchos de nuestros jinetes abandonaronsus monturas a fin de trepar por losmuros y ponerse a salvo en el interior.Los germanos capturaron a muchos más.Hubo una terrible matanza.

Entonces César ordenó a suslegiones que avanzaran. Los centinelasen los muros de Alesia interpretaronesto como una señal para tomar el fuertepor asalto. Empezaron a gritaradvertencias y provocaron el pánicodentro de la fortaleza. Con mis propiosgritos intenté tranquilizar a la gente.

—¡César no es idiota y no intentará

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tomar por asalto la fortaleza! ¡Sabe quesería inútil! ¡Aquí estáis a salvo, así quecalmaos y no cometáis ningunaestupidez!

Pero la frenética población empezóa abrir las puertas, rogando a nuestrosguerreros del exterior que entraran y lesprotegieran. En las entradas seprodujeron tremendos encontronazos quelesionaron a muchos.

Rix cabalgó hacia aquella confusiónmontado en su caballo negro, gritando alos centinelas que cerrasen y atrancaranlas puertas del fuerte, de modo que losguerreros no pudieran dejar desierto elcampamento.

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Una vez asegurada la fortaleza, Rixse las arregló para reunir a sus fuerzas ydefender con éxito el campamento.Finalmente el enemigo se retiró, trashaber matado a un gran número denuestros hombres y capturado muchoscaballos.

Salí del fuerte para reunirme con Rixen el campamento. Onuava y unaveintena de mujeres supervivientes yaestaban allí. Habían anunciado suintención de permanecer con losguerreros, comer y dormir con ellos, ynadie había puesto objeciones. Creo quenadie se atrevía a hacerlo.

Me encontré con Onuava cuando

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salía de la tienda de mando en la que yome disponía a entrar. Tenía la carasucia, una enorme hinchazón en lamandíbula y un moratón alrededor de unojo semicerrado, y sus brazos estabanmoteados de cardenales.

—Voy a regresar a Gergovia con elvencedor cuando él lo haga —me dijoorgullosamente—. ¡Con Vercingetórix!

Tenía la cabeza alta y su mirada erafiera.

Incliné la cabeza como muestra derespeto y entré en la tienda. Hanesa y yohabíamos juzgado mal a la mujer.

Rix estaba ojeroso. Había sangrecoagulada en un trozo de tela desgarrada

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que le envolvía un brazo..., no el queblandía la espada, afortunadamente. Amodo de saludo me dijo:

—Hemos perdido demasiadosguerreros, Ainvar. Esta noche te enviarélo que queda de la caballería para queintenten deslizarse a través de las líneasromanas y vuelvan a sus tribus en buscade refuerzos. Quiero que toda personaen la Galia libre capaz de empuñar unahorquilla o arrojar una piedra venga aAlesia y se una a nosotros para lucharjuntos por su libertad.

—No hay suficientes alimentos —ledije entristecido—. Tal como están lascosas, los suministros de trigo no

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durarán treinta días, y no digamos si hayque estirarlos para alimentar a másgente. César nos ha bloqueado y todaboca adicional que intentemos alimentardisminuirá el tiempo durante el quepodemos resistir un asedio.

Tenía los ojos hundidos en lasórbitas ahuecadas por la fatiga. Era laprimera vez que veía a Rix tan exhausto.

—¿Crees que no me doy cuenta deeso, Ainvar? Pero ¿qué otra cosa puedohacer? Ésta es la última oportunidad quetenemos de luchar por la Galia. ¿Sabeslo que sucederá si vence César? Losnervios podrían decírtelo. Cuando Césarlos derrotó sólo dejó con vida a tres de

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sus ancianos, y de todos sus guerreros,decenas de millares, sólo vivieronquinientos, a los que vendió comoesclavos.

»Cuando los eburones se levantaroncontra él, invitó a todas las tribusvecinas a venir y saquearles, a destruirsu «raza maldita», como él la llamó. Ycuando sus guerreros capturaronUxellodunum, cortaron las manos detodos los defensores y las enviaron alcampo como una advertencia a losdemás galos de que no opusieranresistencia a Roma. ¿Puedo permitir quetal cosa suceda a tu tribu o a la mía,Ainvar? ¿O a cualquiera de las personas

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que creen en mí y en la idea de laconfederación de los galos? César sepropone conquistar toda esta tierra,poblarla con su propia gente yesclavizarnos para siempre a quienessobrevivamos. En cuanto a mí —añadió,mirando sus manos enormes queostentaban las cicatrices dejadas por labatalla—, no dudo de que disfrutaríainmensamente torturándome hasta lamuerte.

Dijo esto último en un tono tansereno, tan carente de inflexiones, queme vi obligado a preguntarle:

—¿Te asusta esta perspectiva?Él me miró a los ojos.

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—Lo único que me asusta es perder.Recordé una conversación que

sostuve una vez con Tarvos el Toro. Alos hombres que han nacido para serguerreros les encanta vencer, pero nopueden soportar la derrota.

Cayo Julio César no la soportaba.Vercingetórix controló

personalmente las existencias de granode Alesia, midiéndolas juiciosamente demodo que durasen tanto como fueraposible. También incautó el ganado delos mandubios para alimentar a susguerreros. Y mientras César continuabaaproximando su asedio a la fortaleza,Rix empezó a trasladar el ejército al

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otro lado de las murallas, donde estaríaa salvo. Si antes Alesia había estadoatestada, ahora el hacinamiento erainsoportable.

Algunos príncipes acudieron a él yse quejaron de que hubiera pedidorefuerzos. Al igual que yo, preveíainsuficiencia de alimentos, y a cada unole preocupaba solamente su propia tribu.

—Sois demasiado cortos de vista —les dijo Vercingetórix—. ¿No podéisaguantar un breve período deprivaciones para alcanzar finalmente lavictoria? ¡Parece más fácil lograr quelos hombres mueran de buen grado antesque estén dispuestos a sufrir

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incomodidades! Pero hay buenasnoticias. Acabamos de recibir elmensaje de que una gran fuerza gala seestá reuniendo en la tierra de los eduoscomo respuesta a mi convocatoria ypronto vendrán a ayudarnos. Así pues,decid a vuestra gente que aguante unpoco más. Cuando lleguen los refuerzosatraparemos a César y su ejército entrenosotros y ellos y todo habrá terminado.¡Celebraremos un banquete de lavictoria con los suministros romanos!

Más tarde, le pregunté a Rix enprivado:

—¿Es eso cierto?—Eso me han dicho. Sólo confío en

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que lleguen rápidamente.Anhelaba ir al bosque e invocar al

Más Allá, Pero en Alesia, como enGergovia, el bosque tribal se encontrabaa cierta distancia del fuerte y las líneasromanas estaban en el medio. Por ellotuve que limitarme a buscar vínculos conla pauta de la naturaleza dentro de losmuros de Alesia, entre la muchedumbrede gente inquieta y asustada, donde elclamor de las voces continuaba noche ydía y un druida no podía hallar un sitiotranquilo donde aguzar el oído paraescuchar a la Fuente.

Hice lo que pude, pero en el fondode mi corazón sabía que no era

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suficiente. Empecé a anhelar el silenciomientras los demás anhelaban máscomida. ¡Había demasiada gente a mialrededor y mi espíritu clamaba por losárboles!

—Cuidad del bosque, Aberth —dijeen un susurro que se llevó el viento.

Llegó el día en que debían llegar losrefuerzos, pero no aparecieron losmensajeros. César había cerrado suslíneas tan estrechamente que ningúnmensaje podía filtrarse entre ellas. Nisiquiera pudimos saber si los refuerzoshabían salido realmente del territorioeduo.

La desesperación cundió entre los

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galos sitiados. El grano habíadesaparecido de los almacenes. Losniños lloraban y se frotaban los vientresvacíos. Las mujeres estaban pálidas y sequejaban amargamente, los hombresestaban demacrados. Rix ordenó que lospocos caballos que quedaban fuesensacrificados y se distribuyera su carne,pero era insuficiente para alimentarsiquiera a una pequeña parte de lasochenta mil personas que llenabanAlesia.

Rix no mató a su semental negro. Nosería un sacrificio total.

Todos estábamos famélicos. Elhambre puede aclarar la mente de

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extrañas maneras. Una mañana subí a laempalizada para entonar la canción alsol y observé un desfile de gansos másallá de los muros, que avanzaban haciael río.

Era incapaz de imaginar cómo losgansos habían sobrevivido sin que loscapturásemos nosotros o alguna partidaromana en busca de alimentos. Sinembargo, allí estaban, tandespreocupados como si el peligro noexistiera. Los adultos andaban hinchadosde engreimiento, seguidos por una hilerade polluelos que debían de haber nacidotardíamente, muy avanzada la estación.El viaje al río era el principal

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acontecimiento de su jornada. El hombrey la guerra no significaban nada paraellos.

Me habría bastado una palabra parareunir una veintena de arqueros, y unospocos afortunados se habrían dado unfestín de ganso. Pero no grité. Permanecíallí en silencio, observando, disfrutandode la visión iluminada por el sol de unarealidad aislada de lo que estabasucediendo en Alesia.

Sí, la Realidad era aquella hilera degansos, los adultos que llevaban a susjóvenes hacia el futuro.

Cuando los perdí de vista, me oídecir como si estuviera soñando:

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—Menua, cuando hayamosdesaparecido y nos hayan olvidado, losgansos deberán continuar su desfilehacia el río en las mañanas brillantes deverano.

Un centinela que estaba en la atalayacercana se volvió para mirarme como siestuviera loco. Tal vez lo estaba. Talvez por entonces todos estábamos unpoco locos. Pero me sentí agradecidoporque el hombre no había reparado enlos gansos.

Cuando el excremento humano habíallegado a la altura de los tobillos entrelos alojamientos y la gente usaba comoalimento los piojos que se arrancaban

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del cabello unos a otros, por fin llegaronlos refuerzos.

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CAPÍTULO XXXVIII

La noche anterior, tras una votación,habíamos enviado a los ancianos, losmás debilitados y los niños lejos deAlesia. Algunos mandubios ya se habíanmarchado sigilosamente para acercarsea las líneas romanas y rogarles comida,pero los romanos les hicieron regresar.Para salvar a los jóvenes que quedaban,se resolvió buscar alguna estrategia a finde que pudieran rebasar, sin serdetectados, las líneas romanas. Ningunade las sugerencias propuestas parecíatener posibilidades de éxito.

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Varias veces abrí la boca parahablar, y otras tantas la intuición mesusurró que esperase.

Cuando las trompetas y los gritosnos informaron de que los refuerzoshabían llegado, agradecí que hubiéramosesperado. Los niños de Alesia seríantestigos de la libertad ganada para todoslos niños de la Galia. Para mi hija.

Todos los que pudieron hacerlotreparon a los muros para presenciar labatalla inminente. Mi túnica con capuchame aseguró la cesión de un buen lugardesde donde pude ver a lo lejos laoscura masa de los galos que seaproximaban por detrás de César.

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Ocuparon una colina más allá delcampamento romano y llenaron laplanicie con la caballería y losguerreros de a pie.

Dentro del fuerte, la genteexteriorizó con frenesí su alivio.También yo quise gritar de alegría, perouna vez más la voz me susurró queesperase.

Montado en su caballo negro,Vercingetórix condujo a nuestrosguerreros fuera de la fortaleza y lossituó frente a las murallas.

César colocó infantes a lo largo deambas líneas de sus fortificaciones, unade ellas mirando al interior, hacia

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nosotros, y la otra al exterior, hacia losrefuerzos.

La imagen de Aquel Que Tiene DosCaras cruzó por mi mente.

Los galos atacaron a los romanos.Los recién llegados tenían muchos

arqueros, así como gran número deguerreros de a pie, tantos que alprincipio los romanos fueron superadospor el mero número de sus adversarios.La batalla se desarrolló a la vista detodos los que se apiñaban en lo alto delas murallas de Alesia, lo cual parecióalentar a los hombres en ambos bandospara mostrar un valor y unadeterminación excepcionales. La lucha

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se prolongó desde mediodía hasta lapuesta del sol, sin que la victoria sedecantara a uno u otro lado.

La línea interior de lasfortificaciones romanas resistió, sin dara Rix oportunidad de participar en labatalla. Le veía por debajo de mí,cabalgando de un lado a otro en unfrenesí de frustración y lanzando gritosde estímulo a sus aliados.

También los espectadores en lasmurallas gritaban, con tal violencia quellegó un momento en que las voces deAlesia se redujeron a un enorme y roncosusurro. Alguien me dio unos golpecitosen un brazo, y al volverme encontré a

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Hanesa a mi lado.—Estamos ganando, estamos

ganando —me dijo en la voz ronca queproducía su garganta devastada.

Ganamos, en efecto, durante ciertotiempo, y luego fueron los romanosquienes nos superaron antes de quenosotros volviéramos a llevar lainiciativa. El ímpetu cambiabaconstantemente de bando.

Entonces vimos una columna decaballería germana que bajaba desde elcampamento romano y se lanzaba comouna lanza contra nuestros refuerzos.Éstos estaban formados en su mayoríapor reclutas recientes, muchos de ellos

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campesinos y pastores que habíanabandonado campos y ganado pararesponder a la llamada de Vercingetórix.No eran guerreros adiestrados y nuncahabían imaginado que se enfrentarían aunos hombres que parecían unosmaníacos homicidas.

Los refuerzos rompieron sus filas yecharon a correr. Una compañía degermanos rodeó a muchos de losarqueros y los mataron salvajemente.Entonces intervinieron las legiones yempujaron a los confusos ydesmoralizados galos de regreso allugar donde habían acampado másrecientemente.

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Miré abajo y vi la figura deVercingetórix encorvada sobre sucaballo.

Entonces hizo una señal para queabrieran las puertas de Alesia yprecedió a nuestros hombres de regresoal interior.

Durante el día siguiente, losrefuerzos que estaban en su campamentoprepararon sigilosamente zarzos, escalasy ganchos. Cuando más intensa era laoscuridad de la noche salieron ensilencio y empezaron a lanzar los zarzosa las trincheras romanas y asaltar laslíneas enemigas con escalas y ganchos,al tiempo que gritaban a Rix y sus

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hombres para que atacaran a losromanos por el otro lado.

En el interior de Alesia estalló elcaos.

No podría decir cuántos guerreroshabían estado durmiendo. Tal vez lamayoría de ellos, como yo mismo,estaban tendidos con los ojos abiertos,demasiado inquietos y exhaustos parapoder descansar. Pero en cuanto Rix losllamó, los hombres se apresuraron aponerse en pie y empuñar sus armas.Hubo gran confusión en las puertascuando un número excesivo de guerrerosintentó cruzarlas al mismo tiempo.

Subí de nuevo a la empalizada,

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aunque era imposible ver algo. No habíaluna y las estrellas estaban ocultas trasuna masa de nubes deshilachadas. Antesme gustaba la oscuridad; ahora lamiraba con ojos ardientes, tratando dever en vano.

Más tarde supe que los refuerzosatacaron valientemente en varios puntosalrededor del perímetro del campamentoromano, pero no pudieron penetrar porninguna parte. César había previstoaquel intento y desplegado sus fuerzasde modo que no hubiera ninguna zonavulnerable. Oímos gritos, chillidos y elruido de las piedras arrojadas contra lasmáquinas de madera que los romanos

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llamaban ballistae, pero no gritos galosde triunfo.

En cuanto a Rix y sus hombres,tardaron demasiado tiempo enorganizarse. En ningún momentoestuvieron a punto de penetrar a travésdel círculo interior de fortificacionesantes de que los refuerzos se hubieranretirado del exterior. Una vez más losguerreros regresaron al fuertederrotados.

Yo había anhelado el silencio, peroel silencio que ahora dominaba enAlesia me ponía nervioso. Algunosestaban demasiado roncos para poderhablar, otros estaban demasiado

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desanimados. Sólo se oía a los niños,que lloraban atemorizados. Sus rostrosdelgados y demacrados estaban muypálidos y sus ojos, llenos de preguntas alas que nadie podía responder.

Más tarde oímos música procedentedel campamento romano. Las legionesde César estaban celebrando su éxitocon cítaras, tímpanos y cornos.

Mi pueblo no cantaba, y yo nodejaba de mirar a los niños.

Aquella noche, durante la reunióndel consejo de guerreros, el silenciocontinuó. Nadie acusó a Vercingetórixde haber causado aquel desastre alperseguir a César y forzar la batalla con

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él. Nadie sugirió que deberíamoshabernos dado por satisfechos tras lavictoria de Gergovia. Rix había hecho lomismo que César habría hecho:perseguir a un enemigo derrotado paraconsolidar la victoria.

Pensé que no deberíamos haberseguido la pauta romana, pero no dijenada y permanecí sentado ante el hogarcon las piernas cruzadas y contemplandolas llamas.

Nadie dijo nada. Finalmente todosnos retiramos para pasar una noche deinsomnio envueltos en nuestros mantos.

Una vez en nuestra tienda, el GobanSaor me preguntó:

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—¿Están los príncipes enfadadoscon Vercingetórix, Ainvar?

—No, saben bien que pagará elprecio de su ambición y su sueño.

—Todos lo pagaremos.—Todos compartimos el sueño —

recordé a mi compañero—. Todoscreímos que podríamos permanecerlibres.

Quedaba un día y una batalla más.Esta vez los refuerzos enviaron a susmejores guerreros para que atacaran elcampamento romano en una gran colinaal norte de Alesia, un campamento tangrande que César no había podidoincluirlo en su círculo protector. Dos

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legiones estaban acampadas allí, y supérdida habría supuesto un duro golpepara los romanos.

Una vez más Vercingetórix dirigió asus hombres fuera de las murallas paratratar de escapar mientras los romanosestaban ocupados en la defensa de lacolina y la protección de su propialínea. A la luz del día pudimos ver queestaban diseminados y parecía queteníamos una oportunidad. Nuestrosaliados habrían tenido tiempo deprepararse para hacer frente a unposible ataque germano y la sorpresa noles pondría en desventaja. No nosatrevíamos a tener esperanzas, pero

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empezamos a hacerlo.La lucha fue más enconada que

nunca. Algunos galos habían adoptado latécnica romana de formar un «caparazónde tortuga» sosteniendo escudos unidospor encima de sus cabezas bajo cuyacobertura avanzaban hacia el enemigo.En el aire silbaba una mortífera lluviahorizontal de lanzas y jabalinas. Rix ysus hombres atacaron el círculo interiorcon fiera determinación, sabedores deque aquélla era su última oportunidad,su tercer intento.

El tres es un número de gran poder.El tres es el número del destino.

Yo miraba desde las murallas de

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Alesia y no me di cuenta de que reteníael aliento hasta que empecé a sentirvértigo.

Se oyó un grupo, como si algunos denuestros hombres se hubieran abiertopaso a través de la línea romana. En elmismo momento distinguí una figurasolitaria con un vívido manto escarlataque cabalgaba a través de la lluvia deproyectiles como si fuese inmune aellos, alentando a sus romanos para quehicieran mayores esfuerzos ante supresencia.

Desvié la mirada de César parabuscar a Rix. Al principio no le vi enninguna parte. Entonces un caballo negro

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salió de una zanja con un salto quehabría desmontado a la mayoría dejinetes, y Cayo César se encontró desúbito ante Vercingetórix.

Ambos hombres debían de habersesorprendido mutuamente. Refrenaron susmonturas a menos de un tiro de lanza unodel otro. Yo estaba tan lejos que sólopodía identificarlos por el mantoescarlata y el caballo negro, y noobstante, a pesar de la distancia sentí,por segunda vez, el impacto de suspersonalidades al colisionar.

—¿Un combate de paladines? —murmuró Hanesa, esperanzado, junto amí.

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—No. En comparación con nuestrojefe, el romano es un viejo.Vercingetórix nunca lucharía con él, nosería honorable.

—¿Lo entiende César así, Ainvar?En ese caso, debe saber la ventaja quele proporciona. Podría atacar aVercingetórix ahora mismo y poner fin ala guerra, porque si los galos ven que sujefe muere, se desmoronarán.

Comprendí que Hanesa tenía razón yme recorrió un estremecimiento depánico.

Menua me había enseñado que lamagia sólo debía realizarse tras unacuidadosa reflexión y con plena

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conciencia de las posiblesconsecuencias. A menudo me habíadicho: «Primero lee los signos yportentos. Asegúrate de cómo afectarásal futuro antes de actuar».

Pero cuando vi a Rix con César ladisciplina me abandonó.

Sin detenerme a pensar, entrelacélos dedos en la pauta de protección másfuerte y empecé a entonar el nombre deVercingetórix. Puse en el canto toda lapotencia de mi espíritu, saltando,cruzando el espacio entre nosotros,tratando de envolver como con una redde seguridad a mi amigo del alma. Encuanto se dio cuenta de lo que estaba

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haciendo, Hanesa me secundó añadiendosu voz a la mía.

Cantando al unísono, observamos yesperamos, sin atrevernos apenas aabrigar esperanzas. Los dos líderesmantenían sus posiciones, tal vezhablando. Bruscamente, César hizo girara su caballo y se alejó a medio galope,dando arrogantemente la espalda aVercingetórix.

¿Había detenido mi magia la manode César? Nunca lo sabré. Aquel día, enlo alto de la muralla de Alesia, Hanesa yyo quisimos creer que habíamos salvadola vida a Vercingetórix.

Pero si hoy tuviera que hacerlo de

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nuevo, rezaría una plegaria muydiferente y emplearía toda mi fuerzapara instar a la espada de César a quecortara a mi amigo del alma en dosmitades mientras permanecía sentado ensu caballo.

Con la sabiduría que proporciona laamarga experiencia reconozco: ¡quéamable es el don del sacrificador!

La lucha se intensificó. La mayoríade los galos encerrados en Alesia nohabía conseguido cruzar la línea romana,sólo unos pocos habían ido con Rix, ylos que permanecieron atrás dirigíantoda su atención a la maquinaria deasedio de César, escalaban las torres de

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madera desde donde el enemigo lanzabapiedras al fuerte y desalojaban de ellasa los romanos sin más armas que susmanos desnudas.

Desde las alturas de Alesiapodíamos observar claramente a César,cuyo manto era inequívoco. Habíareunido cuatro cohortes frescas y unconsiderable cuerpo de caballería, yestaba dando un rodeo para atacar anuestros refuerzos desde la retaguardia.

Todos gritamos advertencias, pero asemejante distancia nadie podríahaberlas oído. De hecho, un gran griteríose elevó desde ambos lados, resonó enlas murallas de Alesia y a lo largo de la

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línea de refuerzos romanos, aumentandoel pandemónium. Era como si todo elmundo supiera que había llegado elmomento crítico.

Vimos impotentes cómo los romanoscaían sobre los galos, los cuales estabanexhaustos tras haberse arrojado en unainútil oleada tras otra contra lasfortificaciones externas romanas.Entonces los romanos arrojaron laslanzas a un lado y atacaron a nuestroshombres con sus espadas, ocasionandouna carnicería. La tierra se empapó desangre, pues recibía demasiado parabeber y no podía absorberlo. La sangreformaba charcos y los hombres

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resbalaban y caían en ella.Cuando los hombres que formaban

nuestros refuerzos intentaban retroceder,encontraron a la caballería romanadetrás de ellos, impidiendo todaposibilidad de huida. Los romanosrodearon a los galos y acabaron conellos como si fuesen ganado, aunquepuede decirse en honor suyo quelucharon como el ganado jamás lo haríay a César le costó caro matarlos.

Pero los hombres habían recorridoun largo camino a gran velocidad paraintentar salvarnos, estaban cansados y lamayoría de ellos desacostumbrados a laguerra. Recientemente los romanos no

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habían hecho nada más fatigoso quelevantar sus fortificaciones y burlarse denosotros desde sus murallas. En la luchaeran superiores a los galos, y nosotrosasistíamos impotentes a la derrota denuestro pueblo.

—Hemos perdido —dijo Hanesa ami lado, en una voz tan pesada y opacaque parecía de plomo, sin retórica niflorituras.

Me volví hacia él. El hambre habíadiluido su jovial y afable excesocarnoso, dejando la piel colgando de loshuesos como si fuese la de una personamucho más voluminosa. Su color intensose había desvaído, tenía los ojos

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apagados.Yo sabía que mi aspecto no era

mejor. César nos había chupado la vidaa todos como una sanguijuela.

El lugar desde donde observábamosla contienda ya no era ventajoso, peropermanecimos en las murallas con unafascinación horrorizada, viendo lo queno queríamos ver. Del gran ejército quetan valientemente había acudido arescatarnos y mantener la Galia libre,sólo sobrevivían unos pocos, a los quelos romanos perseguíanimplacablemente, pues tal era la normade Roma. Algunos podrían salvarse si sedirigían al campamento. Otros incluso

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podrían regresar a sus tribus para contarlo sucedido. Pero la mayoría estabanmuertos. Nuestra última oportunidadyacía muerta en la tierra desgarrada porla lucha, a la vista de Alesia.

En el crepúsculo vi un mantoescarlata en el centro del campo debatalla, que atrajo mi mirada como unallama. Los oficiales de Césarconvergían hacia él desde todas partes,llevándole los estandartes desgarrados yensangrentados de los líderes galoscaídos.

Era increíble que Vercingetórixhubiera sobrevivido. Miré hacia abajodesde lo alto de la muralla y pude verle,

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todavía en su caballo negro, en elmomento en que cruzaba las puertas dela fortaleza con los guerrerossupervivientes para pasar la noche.

No se podía hacer nada más.Después de la derrota, los hombres

evitan mirarse a los ojos. Rix menecesitaría más que nunca.

Las escalas de acceso estaban llenasde gente que subía y bajaba, ansiosa deir a lo alto de la muralla y luego debajar, gente que gritaba, maldecía,lloraba. Prescindí de las escalas,flexioné las rodillas y salté.

El impacto del aterrizaje fue tanfuerte que me dejó sin aliento. Mientras

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esperaba que mis piernas se recuperasendel golpe, recordé la noche en que saltépor encima del muro en el Fuerte delBosque para ver cómo los druidasrealizaban su gran magia.

Todo traza círculos, incluido eltiempo. Incluso las líneas rectas y lascolumnas precisas de los ejércitosromanos eran incapaces de cambiar esaley natural.

Me encaminé hacia la tienda de Rix.Lo hice solo. En otro tiempo me

habría rodeado de príncipes yseguidores que le alabarían e intentaríanconseguir su atención. Ahora nadiequería conocerle. Sin embargo, era el

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mismo joven gigante dorado que habíasido nuestro paladín.

Sólo sus ojos parecían tener milaños.

Cuando iba a verle no sabía qué lediría.

—Hace un momento he saltadodesde lo alto de la muralla —le dije enun tono informal—. Me ha sorprendidodescubrir que todavía soy lo bastantejoven para hacerlo sin romperme elcuello.

—Ainvar.—¿Qué?—¿Todavía somos jóvenes?—Sí.

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—Ah... —Se sentó pesadamente yempezó a masajearse los brazosdoloridos. Blandir una espada esagotador. Observé que tenía nuevasheridas y sangre fresca en diversoslugares—. ¿Has visto a mi esposa,Ainvar?

—Está con las demás mujeres.—Tenemos que sacar de aquí a las

mujeres y los niños. César seráimplacable. Esclavizará a losmandubios, pero probablemente mataráa todos cuantos crea que tienen algunarelación conmigo.

—Onuava no teme morir.—Lo sé, pero está gestando un hijo

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mío, Ainvar.—Ah.Permanecimos en silencio durante un

rato.—Creo que puedo sacarlos de aquí

—dije por fin—. Tengo una magia quehe reservado hasta ahora.

El tono de su voz era amargo.—Toda tu magia druida no serviría

para ganar esta guerra.—No, no serviría, es cierto, pero

tampoco tú querrías vencer gracias a lamagia, aun cuando eso fuese posible.Matar a millares de romanos sería...

Él agitó la mano con un gesto defatiga.

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—¿Es preciso que hablemos deesto? No quiero conversar sobre lamagia. Lo único que deseo saber es sipuedes llevarte de aquí a las mujeres ylos niños.

—Haré cuanto esté en mi mano —leprometí.

Vercingetórix suspiró.—Yo hice cuanto pude —comentó.Sentí que se me desgarraban las

entrañas.—Necesitaré al Goban Saor y un par

de carpinteros para que esta nocheconstruyan un armazón con ruedas.También necesitaré dos animales detiro.

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—Ahora estamos faltos de animales.Y, al margen de lo que me suceda, novoy a separarme de mi caballo negro.

—No tiene que ser tu sementalnegro. Cualquier cosa servirá. Un par deasnos, incluso un par de perros grandes.

—Nos los hemos comido todos.—Entonces usaremos animales de

tiro humanos. Todo lo que necesito esuna plataforma con ruedas y algo paratirar de ella.

—Llévate al Goban Saor —dijo Rix—, ya no me sirve de nada.

No podía dejarle allí, solo en lassombras, con las largas piernasextendidas y una palidez mortal en el

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rostro.—Nadie podría haber derrotado a

César, Rix —le dije suavemente—. Túte has aproximado más que nadie a lavictoria.

—¿Dices eso para consolarme?—No, sé que el consuelo es

imposible. Es sólo... la verdad. ¿Quévas a hacer ahora?

—Convocar un último consejo, estamisma noche, después de que la gentehaya descansado un poco. ¿Estarás a milado por última vez, Ainvar de loscarnutos? ¿Como mi amigo?

Hice un doloroso descubrimiento.No sólo era lo bastante joven para saltar

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desde lo alto de un muro, sino tambiénpara llorar. Dejé que viera mis ojosarrasados en lágrimas.

Yo vi las lágrimas en los suyos.Mientras el Goban Saor construía el

artefacto que le había pedido, acompañéa Rix al último consejo de la Galialibre.

La Galia libre. Las palabrascolgaban en el aire como escarcha, o talvez realmente estaban congeladas. Elasedio de Alesia había visto la muertedel verano, y el primer aliento frío delotoño soplaba sobre nosotros mientraspermanecíamos reunidos en la casa deasambleas de los mandubios. Teníamos

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en la boca el sabor de un sueño muerto,el único alimento de que disponíamos.

Cuando Vercingetórix se levantópara dirigirse a los líderes tribalessupervivientes, los magullados capitanesde su ejército destruido, al principio noreaccionaron y se quedaron mirándolecomo si fuese un desconocido.

Luego, a medida que el significadode lo que les decía penetraba en suscerebros aturdidos, sus ojos empezarona brillar con una lealtad angustiosa ydesesperada.

Por una vez no habíamos planeadosu discurso previamente. Las palabrasque pronunció eran suyas, procedentes

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de su cabeza y sus entrañas, y era tannuevas a mis oídos como lo eran paralos demás presentes.

Vercingetórix comenzó así:—No emprendí esta guerra por mi

propia ventaja personal, sino con laesperanza de mantener la libertadgeneral. Si he tenido un motivo egoísta,ha sido el de vivir como un hombre libreentre hombres libres. Pero ¿quién devosotros no ha experimentado lo mismo?Cuando nuestra libertad fue amenazadapor los invasores, sentí que no tenía másalternativa que luchar. A tal fin heempleado mi fortuna, mi fuerza, a misseguidores, y habría sacrificado con

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gusto mi vida. Sin embargo, aunque heestado en primera línea de cada carga yen medio de cada batalla, todavía estoyvivo. Y César ha ganado.

Parecía realmente perplejo porambos hechos.

Aspiró hondo y siguió diciendo:—El honor exige que me someta al

vencedor, pero tal vez al hacerlo asípueda obtener por lo menos algunaúltima concesión para mi pueblo, unapizca de misericordia de ese hombreimplacable. Enviaré una delegación aCésar para anunciarle mi intención derendirme sin más lucha y sin máspérdida de vidas por su parte. Además

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le dirán que estoy dispuesto a dejarmematar aquí, a manos de mi propiopueblo, o a que me entreguen vivo a él,lo que prefiera, con sólo que conceda unsalvoconducto desde Alesia a quieneshan servido a la Galia durante tantotiempo y tan bien.

Me sentí profundamente conmovidoy, al mismo tiempo, profundamenteavergonzado. Había creído que Rix eraindiferente a los conceptos deldruidismo y, sin embargo, podía darnosa todos lecciones de sacrificio. Sunobleza hacía que los demás nossintiéramos ennoblecidos sólo porpertenecer a la misma raza que él.

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Algunos de los hombres reunidos enla sala de asambleas no podíandisimular las lágrimas.

Éramos un pueblo que lloraba.—¡No! —gritó una voz.Onuava corrió hacia él, abriéndose

paso entre la multitud hasta que estuvofrente a su marido.

—¡No! —gritó de nuevo—. ¡Nodejes que César tome la iniciativa! ¡Ve aél vivo! Eres un hombre de recursos, ymientras tengas aliento puedes encontraralguna manera de huir de él y volver connosotros.

Él la miró por debajo de suspesados párpados.

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—¿Crees entonces que deberíaarrastrarme a sus pies?

Ella retrocedió horrorizada.—¿Un rey de los arvernios?

¿Arrastrarse a los pies de un romano?¡Prefiero verte muerto!

A pesar suyo, Rix se echó a reír.Muchos le secundamos. Onuavaenrojeció, algo que yo no hubiera creídoposible.

Rix se dirigió a su esposa.—¿Te das cuenta? Es una elección

imposible. Por eso prefiero dejar queCésar decida. Es el único soborno queme queda para ofrecerle, pero losromanos entienden de sobornos.

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—Es un precio demasiado alto —dijo Cotuatus—. Tu vida por lasnuestras...

—Mi vida está perdida en cualquiercaso —le recordó Rix—. Sabes tan biencomo yo que César me matará, de unmodo u otro. Pero no hay motivo algunopara que nadie de los aquí presentesmuera conmigo si es posible evitarlo.

—Es mejor morir que viviresclavizados —dije entonces—. Lamuerte sólo es temporal.

Rix se volvió hacia mí.—¿Crees eso de veras, druida? —

me preguntó como si los dosestuviéramos solos.

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—En efecto, lo sabes bien.Él suspiró.—Si tuviéramos más tiempo, quizá

podrías convencerme. Ojalá pudieras.Pero se nos ha terminado el tiempo. Éstatendrá que ser otra de esasconversaciones inacabadas... —Sevolvió hacia los reunidos—. Elegid unadelegación para enviarla a César, ahoramismo.

Onuava se cubrió el rostro con lasmanos, Rix le dio unas palmaditas en elhombro y me dijo:

—Si César quiere que muera ahora,Ainvar, te ordeno que me mates.

Sentí un escalofrío.

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—¡No soy un sacrificador! —repliqué.

—Pero te enseñaron a usar elcuchillo, ¿no es cierto? Y eres mi amigo.¿A quién más se lo podría pedir? —Entonces añadió en un tono irónico—:Además, si no crees en la muerte, no meharás nada tan terrible.

¡Qué inteligencia la suya!Vercingetórix habría sido un grandruida, soberbio en todo cuantoemprendiera. Sus ojos fijos en los míoseran irresistibles. Me sentí abrumadopor el peso aplastante de laresponsabilidad definitiva.

¿Acaso cuando, durante todos

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aquellos largos años, temía contemplarlos sacrificios, preveía y temía aquelmomento?

Mientras aguardábamos el regresode la delegación enviada a César, Rix seretiró a su tienda. Quería estar con él, aligual que Onuava y los príncipes de laGalia. Pero él insistió en que ledejásemos a solas.

Le comprendí. Existen ciertosarreglos que un hombre debe hacer consu espíritu y que sólo puede llevar acabo en privado.

También yo tenía que hacer mispropios arreglos.

Pedí que avisaran al Goban Saor y

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le encargué que buscara el mejorcuchillo del fuerte y lo afilara almáximo.

—Amigo del alma —dije para misadentros mientras esperaba—. Amigodel alma.

La delegación enviada a Césarregresó.

Vercingetórix me mandó a buscar.

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CAPÍTULO XXXIX

Con el cuchillo de afilada hoja bajo elcinto, fui a ver a mi amigo. Tenía laboca seca y ocultaba mis emociones trasla impasibilidad de mi rostro.

La primera luz del alba teñía el cielooriental, pero no me detuve a entonar lacanción del sol. Mi estado de ánimo mehabría impedido hacerlo.

Los habitantes de Alesia y losguerreros supervivientes estabanacurrucados en grupos silenciosos y memiraban al pasar. Mi cabeza observóque los guerreros ya no se dividían en

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tribus: eduos, arvernios, parisios ysenones estaban mezclados. Ahora eransimplemente galos.

A fin de cuentas, Vercingetórix habíahecho de ellos una sola tribu.

El jefe galo me esperaba dentro desu tienda.

—Te saludo como a una personalibre, Ainvar —me dijo cuando entré.

—Y yo a ti.—Quería escuchar esas palabras una

vez más. César ha dicho que quiere quele sea entregado con vida.

Me acometió una oleada deemociones contradictorias, hasta elpunto de que no pude hablar. Rix miró el

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cuchillo que yo llevaba al cinto.—No necesitarás eso —comentó.—Por desgracia —logré decir.—Sí, creo que tienes razón. Pero...

eso es lo que desea el romano. Mequiere vivo a cambio de la misericordiaque pueda tener hacia mi pueblo.

—¿Crees en serio que serámisericordioso?

—Estoy apostando por ello, Ainvar.Se sabe de César que ha tenido gestosde extraordinaria generosidad.

—Para servir a sus propios fines.—Lo sé. Apuesto a que esta vez ser

generoso con un enemigo derrotadoservirá a sus fines de evitar una nueva

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resistencia.—Es posible que César no piense

así —le advertí.—Eso también lo sé. Si me equivoco

y se propone vengarse en nuestro pueblocuando yo esté en sus manos...¿Intentarás llevarte de aquí a las mujeresy los niños, Ainvar?

—Desde luego. Hace tiempo hiceplanes para esa eventualidad.

—Ainvar el pensador. Deberíahaberlo sabido. ¿Cómo te proponessalvarlos?

—Por medio de la magia —respondíen tono solemne.

Él se echó a reír. Era la última vez

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que le oía hacerlo.Acompañé a la delegación que

escoltó a Vercingetórix hasta César. Nopodría habérmelo impedido y él losabía. Los romanos habían prometidoque la escolta tendría un salvoconductopara regresar a Alesia tras la entrega deVercingetórix, pero aunque hubiéramossabido que César tenía intención dematarnos a todos sobre el terreno, habríaido con Rix.

Era mi amigo del alma.Se vistió para la ocasión con su

mejor túnica, todas sus joyas de oro y sumanto real forrado de piel de lobo. Elsemental negro, último caballo

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superviviente en Alesia, estaba flacopero había sido almohazado por unasmanos amorosas y relucía. Cuando Rixse sentó en su lomo el animal bufósuavemente y curvó el cuello conorgullo como lo había hecho siempre.

Nuestro grupo silencioso descendiópor la pendiente desde Alesia hacia elcampamento romano. César habíalevantado su tienda de mando en unpequeño altozano, en cuya cima laságuilas romanas se recortaban en elcielo. Incluso a cierta distancia el puntocarmesí que era el manto romanoresultaba claramente visible. Nos estabaesperando.

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Vercingetórix se acercó a Césarvestido con el atuendo completo de unpaladín y llevando todas sus armas deguerra. Al aproximarnos a la línearomana, vi que los ojos del enemigo leevaluaban. Incluso en la derrota, sin elsonido de las trompetas, los gritos dedesafío y el entrechocar de los escudos,el celta podía infundir temor a susenemigos.

El caudillo galo había prescindidode su escudo abollado y llevaba unonuevo con un diseño de espirales eincrustaciones de bronce. Del cintolaminado en oro pendía una daga, peroen la cadera derecha llevaba la larga y

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maciza espada de su padre, demasiadopesada para que pudiera blandirla unhombre menos fuerte. Con una manosujetaba las riendas del semental negro,mientras con la otra sostenía una lanzacuya punta de hierro era casi tan largacomo una espada romana.

Vercingetórix cabalgabatranquilamente al paso, pero con elbrazo hacia atrás y la lanza levantada,lista para arrojarla.

Los romanos le vieron aproximarsey la tensión ondeó a lo largo de suslíneas. Alzaron sus armas. Oímos aCésar gritar una orden y sus hombresquedaron paralizados.

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Lanzando un solo grito salvaje,Vercingetórix emprendió de súbito elgalope. En una espléndida hazaña deequitación, trazó un círculo sobre lallanura ante la tienda de mando romana,dejando que el enemigo viese quién eraen toda su gloria, quiénes y qué éramos.

El corazón me dolía. Tenía los ojosarrasados en lágrimas.

Cuando el caballo negro hubotrazado un círculo completo,Vercingetórix tiró de las riendas contanta fuerza que el animal se irguiósobre las patas traseras y rasgó el airecon las delanteras. En aquel momento elRey del mundo arrojó su lanza, la cual

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entonó una canción de muerte a travésdel aire y se clavó en el suelo, vibrante,a los pies de Julio César.

César estaba sentado en una sillaromana de campaña, delante de la tiendade mando. Durante la exhibición deVercingetórix no se había movido.Incluso cuando el galo arrojó la lanza selimitó a reaccionar con un parpadeo yuna tensión involuntaria de los músculosen sus brazos desnudos que descansabansobre los brazos de la silla.

Con el último floreo valiente de sujuventud, Vercingetórix se echó el mantohacia atrás y bajó del caballo mientrasla lanza clavada en el suelo todavía

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vibraba. Permaneció inmóvil durantelargo rato, con la cabeza alta. Entoncesse arrodilló y puso la espada de supadre a los pies de César.

El conquistador se limitó a mirarle,pétreo, frío, silencioso.

—¿Hablas la lengua de Roma? —preguntó un ayudante que estaba al ladode César.

—Yo puedo interpretarla —le dije.César me miró oblicuamente. Vestía

la túnica con capucha, pero habíaechado ésta atrás. Se fijó en mi tonsura.

—¿Druida? —inquirió. Su voz eraaguda y áspera.

—Pertenezco a la Orden de los

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Sabios.—Brujos —dijo el romano en tono

despectivo—. Ahora libraremos a estatierra de los de vuestra calaña. Encuanto a ti —añadió, dirigiéndose aVercingetórix—, ¿qué tienes quedecirme?

Repetí la pregunta a Rix y luegotraduje cuidadosamente su respuesta.

—Una vez, César, me enviasteregalos como símbolo de amistad. Si lohiciste sinceramente, te lo recuerdoahora. En nombre de la amistad te pidoque perdones las vidas de los hombresque han luchado conmigo. Lo han hechonoblemente, sin buscar ninguna ventaja

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desleal, y su causa ha sido justa, lacausa de la libertad, la cual sin duda túmismo valoras. Haz lo que quierasconmigo, pues soy tu trofeo de batalla,pero perdona a mis hombres como yohabría perdonado a los tuyos. Nuncahemos tenido por costumbre humillar aun enemigo derrotado.

César escuchó estas palabras sincambiar de postura en su asiento nidesviar de Vercingetórix su miradapensativa. Cuando el galo terminó dehablar, replicó en aquel tono áspero:

—Los bárbaros no tienen conceptode la amistad ni del honor. He tenidonumerosas pruebas de ello en la Galia.

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He extendido la mano de la amistad ennumerosas ocasiones, sólo para sertraicionado. Ya no cometo ese error. Elúnico enemigo al que no temo es unenemigo muerto... o un hombreencadenado.

Alzó el mentón y chascó los dedos.Unos hombres se adelantaron corriendoy cogieron a Vercingetórix. Fue unmovimiento tan rápido que no tuvotiempo de luchar, pero tampoco intentóhacerlo. Dejó que le ataran y le pusieranen pie ante César.

A pesar de lo delgado que estaba, elarvernio impresionaba por su altura. Suslargos huesos celtas hacían que superase

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en una cabeza al legionario más alto. Elespectro de una sonrisa apareció en loslabios de César.

—Te llevaré a Roma conmigo, paraenseñarle al pueblo la clase de criaturaque he sido capaz de conquistar. Nomorirás, al menos de momento. Serás mitrofeo, como has dicho.

Sentí que unas manos fuertes meagarraban por los costados. Losromanos aferraron a cada miembro denuestra delegación, obligándonos apresenciar lo que ocurrió entonces.

César, al parecer divertido, hizo unaseña a los centuriones que le rodeabanpara que se acercaran y examinaran al

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bárbaro capturado. Eso era un insultodeliberado. Contemplamos con rabia eimpotencia cómo se adelantaban paraburlarse de Vercingetórix y escupirle.

Pero él ni se dio cuenta. Permanecióinmóvil, mirando por encima de lascabezas de los romanos, hacia algúnespacio distante, interior, en el que ellosno podían penetrar. Dejó querevolotearan a su alrededor comomosquitos, pero no les prestó la menoratención. De su porte se deducía que losromanos eran menos que nada para él,no existían en ningún mundo que élconociera o comprendiera. Por ello nole afectaban, aunque palparan

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brutalmente todo su cuerpo, tocando losmúsculos de hierro con una admiraciónque no podían ocultar del todo.Acariciaban los largos brazos y piernas,incluso sopesaban los genitales eintercambiaban miradas significativas,pues ¿quién no se sentiría impresionadopor su equipamiento?

Sin embargo, nada de esto afectaba aVercingetórix. Cuando manoseaban pordebajo de la túnica, él ni siquiera losentía. No tenían poder para obligarle asentirlo. Finalmente notaron que ellacerante aguijón del ridículo se volvíacontra ellos de una manera silenciosa yterrible. Se retiraron, sonriendo para

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preservar cierto sentido desuperioridad, y dejaron a Vercingetórixsolo en un lugar encumbrado que ellosjamás podrían alcanzar.

En aquel momento me alegré de nohaberle matado. Su espíritu habíaganado una victoria sobre ellos, ycuantos estaban presentes lo sabían.

César lo sabía. Hizo una mueca y medijo con un gruñido:

—Regresa al fuerte y di a tu genteque abran todas las puertas a mishombres.

Los romanos nos soltaron e hicieronregresar a Alesia a la carrera,lanzándonos gritos de burla.

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Me arriesgué a mirar atrás,Vercingetórix estaba en pie, exactamenteigual que antes, delante de Cayo César ymirando más allá de éste. Me preguntéqué vería.

Los galos nos estaban esperando alas puertas de Alesia. Se apiñaron anuestro alrededor, tirándonos de lasropas, implorándonos que les diéramosalguna buena noticia. Pero no habíaninguna.

—¿Entonces vamos a ser esclavos?—preguntó alguien con un gemido dedesesperación.

Entre la multitud distinguí el rostropálido de Onuava, que me miraba

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fijamente. Sacudí la cabeza.—No podemos esperar misericordia

de César. Creo que tomará a los másvendibles entre nosotros como esclavosy a los demás los matará. Pero vamos aintentar salvar a tantas mujeres y niñoscomo podamos, especialmente los niños.Ahora escuchadme...

Ellos obedecieron. Ningún druidahabía tenido jamás un público másatento.

Cuando los centinelas en la murallanos advirtieron de que las legionesestaban formando y pronto avanzaríansobre Alesia, ya estábamos preparados.Los niños y las madres más fuertes, las

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que tenían más probabilidades desobrevivir, se habían reunido en unapuerta lateral, a uno de cuyos lados, porla parte interior, estaba la plataforma demadera con ruedas que había construidoel Goban Saor, y sobre ella descansabaun objeto cubierto de cuero pintado consímbolos druidas. El Goban Saor yCotuatus harían las veces de caballo detiro del extraño vehículo, delante delcual se hallaban, esperando mi señal.

Pedí a todos los demás que aúnestaban lo bastante fuertes para ello quetreparan por las escalas hasta lo alto dela muralla. Les había dadoinstrucciones: «Vamos a realizar la

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magia juntos. Cada uno de vosotros estávivo y la vida es magia, por lo que haymagia en cada uno de vosotros. Usadlahoy».

Había poco tiempo para despedidas,pero logré encontrar y abrazar a Hanesa.Le había repetido las últimas palabrasde Vercingetórix, confiándolas a sumemoria de bardo, y él quiso quedarsecon los otros hasta el final. «Será elpunto culminante de mi poema épico»,me dijo.

Era un druida y no temía morir.El ejército conquistador avanzó a

través de la llanura hacia Alesia paraapoderarse del botín. Los galos que

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estaban en la empalizada prorrumpieronen un griterío con la intención dedistraer a los romanos para que novieran lo que ocurría al lado de lapuerta. Ésta se abrió y salieron por ellael rey y el artesano tirando de laplataforma con ruedas. Yo caminaba asu lado, con una mano apoyada en elobjeto cubierto de cuero. Las mujeres ylos niños se apretujaban a su alrededor.

Partimos en diagonal, alejándonosrápidamente de Alesia. Si teníamossuerte, podríamos desaparecer en lascolinas antes de que los romanos nosvieran.

Pero no tuvimos tanta suerte. Oímos

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el sonido de las trompetas, y al miraratrás vi que un destacamento decaballería germana había sido enviadopara detenernos y obligarnos a regresar.Algunos niños gritaron y varias mujeresse tambalearon llenas de temor, pero yoles pedí a gritos que fuesen tan valientescomo Vercingetórix. Su nombre parecióejercer un efecto calmante.

Mientras los germanos avanzabanhacia nosotros, volví la cabeza paramirar al fuerte. Entonces retiré lacubierta del objeto sobre la plataformacon ruedas y agité el cuero a modo deseñal.

Los observadores que estaban en la

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muralla lo vieron y enseguida sepusieron a cantar como yo les habíaenseñado, en una sola voz profunda yrítmica.

Me concentré para verter toda lafuerza que me quedaba en la imagendescubierta de Aquel Que Tiene DosCaras.

Cuando mis dedos tocaron lasuperficie de piedra, un calor merecorrió el brazo. Latía rítmicamentecon el canto que llegaba desde Alesia,su sonido nos rodeaba y conectaba,aumentaba mi fuerza y el poder de lapiedra.

Las mujeres y los niños profirieron

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gritos y retrocedieron. Yo sabía lo queestaban viendo, pero no miraba laimagen. Observaba a la caballeríagermana, que seguía avanzando hacianosotros.

Llegaron a todo galope, lanzandogritos salvajes, sus rostrosdistorsionados con manchas de sangre ytinte destinados a darles unasexpresiones aterradoras. Pero cuandovieron la figura sobre la plataforma, suterror se hizo real.

Vi que el pánico se apoderaba deellos como en otro tiempo se apoderó denuestros guerreros cuando los germanoslos atacaron. Los jinetes más

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adelantados empezaron a tirar de lasriendas desesperadamente, intentandoque los animales dieran la vuelta. Losque iban detrás chocaron con ellos.Caballos y hombres gritaron al mismotiempo. La atmósfera se llenó de gritos.

La figura que estaba a mi espaldaemitía un calor pulsátil, horrible.

Permanecí de cara a los germanos,con un brazo extendido hacia atrás paraque mis dedos permanecieran encontacto con la imagen. Tenía lasensación de encontrarme dentro de unaburbuja de luz ardiente. Los germanosintentaron huir de aquella luz, sepisotearon unos a otros en su temor

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maníaco y sufrieron una transformaciónante mis ojos, pasando de ser una fuerzamilitar de asalto a una jauría de salvajesespantados dispuestos a matarse entreellos para huir de lo desconocido.

Estaban totalmente desorganizados.Enfrentados a una magia que estaba másallá de su comprensión, se apresuraron ahuir en todas direcciones. La piedradevoró mis últimas fuerzas y noté queme flaqueaban las rodillas.

El Goban Saor soltó el arnés y mecogió antes de que cayera al suelo. Porencima de su hombro tuve un atisbo delo que habían visto los germanos. Sobrela plataforma con ruedas estaba

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agazapado un monstruo de dos caras queardía con fuego sobrenatural, cuatro ojosde mirada furibunda, dos pares de fosasnasales resoplantes, dos bocas de labiosque, al contorsionarse, revelaban unosdientes afilados. Un ser vivo, ardorosa,innegablemente vivo.

Perdí el sentido al tiempo que elfuego se desvanecía.

Cotuatus volvió a ocultar la figuracon la cubierta de cuero. El Goban Saorme apoyó en la plataforma y me restrególos miembros hasta reanimarlos. Lasmujeres y los niños se nos acercarontímidamente. Una vez estuvieron todosreunidos, los dos hombres volvieron a

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tirar de la carreta y partimos al trote, lasmujeres y los niños siguiéndonos comoun desfile de gansos camino del río.

No sé si alguno de los germanos serecuperó lo suficiente para informar aCésar, pero nadie más nos persiguió.

Cuando el sol se ponía enterramos laimagen de piedra en medio de unbosque. Quemamos la plataforma demadera en la fogata del campamento y,al amanecer, proseguimos nuestrocamino hacia el oeste y luego el norte.

* * * * * *

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Me dirigía a casa, al gran bosque delos carnutos.

Pregunté a toda persona con la quenos encontrábamos si tenía algunanoticia del ejército de la Galia.Recibimos informes contradictorios.Empecé a confiar en que Aberth no sehubiera enterado de nuestra derrota,aunque era una esperanza absurda. Sabíacon qué rapidez puede viajar la palabra.

Como para aumentar nuestro dolor,aquel otoño la tierra presentaba unalozanía espléndida. Predominaban loscolores ámbar y esmeralda, las mañanaseran tan suaves y frescas como el primerbocado a una manzana, las noches

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estaban cuajadas de luz estelar.Al principio apenas hablábamos

entre nosotros. Estábamosensimismados, cada uno aislado en susrecuerdos. Incluso los niños estabanmenos nerviosos de lo que habíaprevisto. Se aferraban a sus madres yarrastraban los pies al andar. Cuando lagente que encontrábamos por el caminonos daba algo de comer, alimentábamosprimero a los niños.

Algunas personas no nos dabannada. Se ocultaban tras los muros de susviviendas, olvidada la tradición celta dela hospitalidad, y sus perros gruñíancuando pasábamos. Roma era ya una

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presencia reconocida en lo que habíasido la Galia libre.

En varias ocasiones vimos patrullasromanas. Cada vez que esto ocurríallevaba a mi grupo a un bosque y nosescondíamos hasta que habían pasado.

La tercera vez que acampamospudimos por fin conversar un poco entrenosotros. Me senté en un árbol caído allado de Cotuatus y estiré las piernashacia el fuego.

—¿Qué crees que le habrán dicho aCésar esos germanos? —me preguntó alcabo de un rato.

—Dudo de que le hayan dicho nada.Sospecho que se han quedado con los

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caballos que les dio y han cabalgado enlínea recta hacia el Rin.

—Hummm —replicó Cotuatus,contemplando las llamas—. Yo habríahecho lo mismo. Ojalá nos hubierasadvertido primero.

Un niño gemía en alguna parte. Elsuave murmullo de una madre le acalló.La noche olía a humo de leña.

Por alguna razón, ese aroma tanfamiliar me intranquilizaba.

Onuava se reunió con nosotros.Nunca dejaba de sorprenderme. Yohabía esperado que, de todas lasmujeres, ella fuera la que más se quejasey echara de menos las comodidades que

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había abandonado. Sin embargo,estimulaba a los demás cuando estabanfatigados y repartía consuelo. Si unamujer más débil estaba demasiadocansada para cargar con su hijo, Onuavacogía al pequeño en brazos y seguíacaminando como si no pesara nada.

Sin embargo, también ella debía deestar exhausta y con el corazóndesgarrado. Y yo sabía que llevaba unhijo en sus entrañas.

Me hice a un lado en el tronco paraque ella se sentara. Onuava se inclinó,cogió del suelo trozos de corteza yramitas y los echó a la fogata.

—¿Qué le sucederá, Ainvar?

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Supe a quién se refería, lo mismoque Cotuatus, el cual exhaló un suspiró yse puso en pie. Musitó que iba a hacersus necesidades y nos dejó.

Pensar en Vercingetórix eradoloroso para todos nosotros.

—César dijo que lo llevaría a Romapara exhibirlo. Nunca ha tenido uncautivo semejante.

—¿Entonces cuidará de él? —inquirió esperanzada.

—Si te refieres a si le alimentarábien, le vestirá con ricos ropajes y leofrecerá el mejor cobijo, como hacemosnosotros con nuestros rehenes nobles, larespuesta es que no, Onuava. Ése no es

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el estilo romano.—¿Qué hará entonces? Tú puedes

ver el futuro, Ainvar. Examínalo por míy dime qué le ocurrirá a mi marido.

—No puedo ver el futuro. Por lomenos no puedo verlo de una maneraordenada. A veces tengo atisbos al azar,pero nunca se producen cuando lo deseoo espero. No poseo ese don, y aunque lotuviera no querría ver el futuro. Noquiero presenciar más dolor.

—Pero ¿no has intentado ver poranticipado lo que le ocurrirá a tu propiopueblo? Tu esposa, tus hijos...

Ella notó que me ponía tenso a sulado.

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—Tengo una hija —le dije con loslabios prietos—. O más bien tenía unahija, y me la robaron. Creo que lallevaron a un campamento romano, perono estoy seguro. Me temo que ahoranunca lo sabré. Es posible que sea unade las cautivas de César. Si hubiéramosvencido, habría tratado de encontrarlaentre ellas, pero ahora...

—Oh, Ainvar.Me tocó el brazo y no dijo nada más,

por lo que me sentí agradecido.Aquella noche, cuando extendí mi

manto en el suelo para intentar dormir,Onuava vino a mi lado. Yació en misbrazos y tiró del manto para que nos

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cubriera a los dos. La sentí cálida contrami cuerpo, pero su calor no meestimulaba, y supongo que a ella lesucedía lo mismo con respecto a mí. Laabracé con más fuerza, apliqué la manoa uno de sus senos, abundante y suave, yno era más que una mano sobre un seno.Igualmente podría haber sido una manosobre un montón de tierra.

Ella me tocó los genitales, losacarició sin que respondieran, yentonces retiró la mano y la depositó enmi pecho, su palma sobre mi corazón.

Permanecimos juntos hasta el alba,cuando nos levantamos y proseguimosnuestro camino.

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Rodeamos las ruinas de Cenabum.Ni Cotuatus ni yo teníamos ningún deseode acercarnos lo suficiente para ver ladestrucción. Pero cuando proseguimosla marcha hacia el norte y la blandatierra marrón saludó a mis pies, empecéa alargar el paso sin darme cuenta.

—Estás dejando atrás a las mujeres—me dijo el Goban Saor.

Caminé más despacio, procurandoesperar a que llegaran a mi lado, peroallá delante había una mujer que meesperaba. Briga me estaba aguardando.

Y Lakutu y Glas y Cormiac Ru.Y el bosque. Mi espíritu estaba más

hambriento del bosque que mi estómago

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lo había estado de alimento durante elasedio de Alesia. Mis pies se movíanveloces sin el permiso de mi cabeza,dejando a los demás atrás.

Hacia el mediodía rodeé un grupo dealisos y encontré a un viejo pescadorsentado a la orilla de un afluente delAutura. Estaba remendando su red,anudando pacientemente los cordelessueltos. Me miró sorprendido.

—¿De dónde vienes? —inquirió.—De Alesia.Él abrió mucho los ojos.—Creía que todos habían muerto en

Alesia. El ejército de la Galia y todoslos demás con ellos.

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—¿Cuándo oíste decir tal cosa?—Esta mañana, al amanecer. Lo

gritaron río arriba. Habíamos oídorumores durante días, pero esta vez hanafirmado que era verdad.

Me quedé inmóvil.—¿Lo habrán oído en el Fuerte del

Bosque?—Supongo que sí. No voy mucho

por allí, pues está a media jornada decamino. Ésta es mi pequeña parcela yme quedo en ella.

Miró de nuevo la red, deseoso devolver a su tarea. Su mundo era muypequeño y se agotaba en sí mismo. Enrealidad no le importaban gran cosa ni

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César ni Alesia.Tal vez era un hombre afortunado.

Sin embargo, sus palabras habíandestruido mi mundo.

Briga ya habría seguido misinstrucciones, el cuchillo delsacrificador habría realizado su trabajo.Eché a correr.

Mi cabeza intentaba decirme que eramejor así. Era mejor que hubieranmuerto, que sus espíritus se hubieranliberado, antes que seguir viviendo paraque los vendieran como esclavos.

Pero argüí que yo seguía vivo.¡Quería que ellos vivieran conmigo!

Corrí con más rapidez. Los hitos

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familiares se deslizaban borrosos a milado. Corrí hasta que la falta de alientoamenazó con desgarrarme los pulmonesy tuve que apoyarme en la pared de unachoza de adobe, jadeando.

Cotuatus y el Goban Saor habíanquedado muy atrás. Tendrían que cuidarde las mujeres y los niños y llevarlos alFuerte del Bosque... donde mi familiaestaba muerta. Cerré los puños, los agitéhacia el cielo y grité.

Unas tenues partículas de cenizacayeron sobre mi rostro vuelto haciaarriba. El olor del humo de leña llenabala atmósfera. Era demasiado intenso.

Me quedé muy quieto, explorando

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los sentidos de mi espíritu. Entonceseché a correr de nuevo.

El gran cerro se elevaba en lallanura circundante como había estadosiempre desde que los celtas llegaron ala Galia. El sagrado corazón de laGalia, un lugar con un poder terrible...coronado de llamas.

Incluso desde tan lejos pude ver queel bosque estaba ardiendo.

Me sobrepuse a la fatiga de piernasy pulmones y corrí como no lo habíahecho nunca, con los ojos fijos en laterrible visión del fuego que devorabalos robles. El viento dirigía las cenizashacia mí y me traía los susurros de los

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árboles moribundos. Mis árboles.Pensé por un momento en la magia

de la lluvia, pero era demasiado tarde.El bosque entero ardía furiosamente.Cuando pudiera reunir suficientes nubesen el cielo despejado no quedaría nadaque salvar.

Seguí corriendo. ¿Cuánto dolorpuede absorber un espíritu? Ésta es unapregunta que se plantean los druidas unay otra vez. La amable muerte nos da laoportunidad de olvidar los dolores cuyorecuerdo es demasiado cruel. Mientrascorría, mi mano buscaba el cuchillo quetodavía llevaba al cinto, el que el GobanSaor había afilado para Vercingetórix.

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El Fuerte del Bosque se levantaba aun lado y giré hacia allí, decidido amorir dondequiera que estuviese mifamilia. Por entonces gemía con unafuriosa mezcla de maldiciones einvocaciones, llamando a la Fuente portodos los nombres que conocía, con todoel poder del amor y la tristeza.

Y Briga corrió a mis brazos.Fue así de sencillo: cruzó corriendo

la puerta del fuerte y vino hacia mí.La alegría puede ser más penosa que

el dolor, y creer en ella puede ser másdifícil. Nos abrazamos entre risas ylágrimas. Sus dedos exploraron mirostro mientras la apretaba en mis

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brazos y la hacía girar una y otra vez.—¡Eres tú! —exclamamos al mismo

tiempo—. ¡Tú, tú, tú!Entonces vinieron los demás, nos

rodearon y gritaron de sorpresa yalegría. Lakutu, los niños, Sulis, Keryth,Grannus, Teyrnon, Damona, Dian Cet...No vi a Aberth.

—¿Dónde está el sacrificador,Briga?

—Oh, Ainvar, esta mañana, cuandonos enteramos de que tú...

—Lo sé, pero, como ves, todavíaestoy vivo.

—Sí, pero cuando pensé que todoestaba perdido fui a ver a Aberth, como

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me habías pedido que hiciera. Mientrasél hacía... preparativos para nosotros, elcentinela gritó que el bosque estaba enllamas. ¡Una patrulla romana habíaincendiado el gran bosque! En cuanto losupimos, Aberth se olvidó de nosotros.Nos dejó y corrió hacia allí con larapidez del viento para luchar contra elfuego y los romanos. Narlos, elexhortador, fue con él, y tuve que retenera Cormiac Ru para evitar que se lesuniera. Esperamos y confiamos, pero...

—No han regresado —concluí porella—. Entonces están muertos.

—Sí —reaccionó ella en un susurro—. Los romanos se marcharon sin

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molestarse en atacar el fuerte. Nosabíamos qué hacer. Nos hemos limitadoa esperar y vigilar.

Ahora esperábamos y vigilábamos,mirando en el crepúsculo hacia la pirafuneraria que formaban los robles.

Pensé que habían sido sacrificados.¿Con qué motivo?

Los sentidos de mi cuerpo y miespíritu fluyeron juntos en una solaconciencia. Contemplé cómo los árbolesen llamas se convertían en columnas quese alzaban para unirse a unas agujas degracia incomparable, coronando el cerrocon un templo en llamas.

Envolví a Briga en mis brazos e

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incliné la cabeza sobre la suya.Permanecimos juntos, abrazados,mientras la ceniza nos caía lentamenteencima.

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CAPÍTULO XL

Dejamos de ser libres excepto ennuestros corazones, y la rueda de lasestaciones siguió girando.

Después de la caída de Alesia,César mató a cuantos no eran adecuadospara la esclavitud y entregó los restantesa sus hombres como botín. Él se quedócon los prisioneros de guerra eduos yarvernios, confiando en usarlos paralograr la lealtad de sus tribus. Recorrióla Galia exigiendo la sumisión de loslíderes tribales uno tras otro. CuandoCotuatus se presentó ante él en nombre

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de los carnutos y le escupió en los pies,el romano ordenó que mi amigo fuesedecapitado.

César proscribió la Orden de losSabios, obligando así a mi familia y amí a vivir en el bosque, ocultos entreárboles y sombras. Pero vivimos.Sobrevivimos para cantar de nuevo,aunque en voz baja, y criar a nuestroshijos.

Nunca supimos el destino de Maia,así como los de Crom Daral y Baroc.Tal vez sea mejor así.

Al cabo de diez inviernos, y a travésde la red druídica oculta, me enteré deldestino de Vercingetórix, pero no se lo

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dije a Onuava, la cual estaba ocupadacon el segundo hijo que me había dado.Briga tenía tres, y la rivalidad entreellas era intensa.

Lakutu tenía una hija con hoyuelos enla cara a la que adoraban Glas, CormiacRu y el hijo de Vercingetórix.

Vercingetórix... César le llevó aRoma, en efecto, donde le tuvoencarcelado durante varios añoshaciéndole pasar hambre y tratando dequebrantar su espíritu. Como no lolograba, finalmente hizo que loarrastraran encadenado por las calles deRoma, en lo que llamaba una «procesióntriunfal», y luego mandó que lo

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ejecutaran.He conocido grandes hombres.

Incluso a César hay que reconocerle susméritos en esta vida. Pero nuestras vidasno evidencian una progresivaacumulación de recompensas. ComoMenua me explicó cierta vez, a una vidade poder suele seguir otra deimpotencia, a una vida de alto rango otrade ignominia. Tiene que existir unequilibrio. En una existencia mandamosmientras que en otra servimos. Lo queresta se purga en el fuego.

Pero la vida en sí es inmortal.Vercingetórix ya no respira el aire

que yo respiro ni camina por la tierra

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que yo piso. Sin embargo, sigohablándole y él me escucha. Suconciencia me rodea como una redadondequiera que voy, haga lo que haga.Vercingetórix ha muerto, pero está másvivo que nunca. Espera en algún lugar,en el futuro, como una promesa.

Vuelven a mí ciertas cosas que decíay hacía. No los gestos espléndidos, sinolos pequeños: una sonrisa, un guiño. Porel rabillo del ojo atisbo la elegancia desu sombra. No es la sombra en sí, sinola elegancia lo que dura. Entro y salgode mi amigo del alma, soy parte de supauta como lo es él de la mía.

Él es, somos.

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La gran conversación inacabadacontinúa sin cesar.

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NOTA HISTÓRICA

Donde en el pasado el gran bosque delos carnutos coronó un cerro por encimadel río Autura, se alza ahora la grancatedral de Chartres. Cada año millaresde galos rinden culto entre sus columnasde piedra mientras el magnífico rosetónresplandece con la luz del Más Allá.