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1 El pliegue fantasmagórico de la industria cultural Agustín Prestifilippo 1 Resumen: Las discusiones suscitadas por la recientemente sancionada y promulgada Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en los que participó la ciudadanía argentina han repuesto en el debate público la cuestión de la necesidad de una democratización del manejo de medios de producción y circulación de representaciones culturales. Se ha hecho visible, al mismo tiempo, el problema de la autonomía estético-cultural en el marco de las sociedades democráticas. En la presente ponencia se busca hacer un aporte a la continuación crítica de estas discusiones sobre el vínculo cultura-administración a partir de una revisión crítica de algunos aspectos del concepto de industria cultural. Para ello se recuperará el intercambio epistolar de Walter Benjamin con Theodor Adorno en torno al problema de la esfera artística en la cultura de masas. En este contexto, el análisis se acotará estratégicamente al juego de tensiones que es posible vislumbrar entre la ideas de Phantasmagorie y auratische Moment. La hipótesis es que ambos conceptos se acercan y se distancian simultáneamente por una determinación paradojal de sus contenidos respectivos. Esto nos permitirá desatornillar una serie de prejuicios provenientes de interpretaciones que malogran la potencialidad crítica y la actualidad de un concepto como el de industria cultural para la situación político-cultural de nuestra Argentina reciente. 1 FSoc, Universidad de Buenos Aires.

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El pliegue fantasmagórico de la industria cultural

Agustín Prestifilippo1

Resumen:

Las discusiones suscitadas por la recientemente sancionada y promulgada Ley de Servicios de

Comunicación Audiovisual en los que participó la ciudadanía argentina han repuesto en el

debate público la cuestión de la necesidad de una democratización del manejo de medios de

producción y circulación de representaciones culturales. Se ha hecho visible, al mismo

tiempo, el problema de la autonomía estético-cultural en el marco de las sociedades

democráticas. En la presente ponencia se busca hacer un aporte a la continuación crítica de

estas discusiones sobre el vínculo cultura-administración a partir de una revisión crítica de

algunos aspectos del concepto de industria cultural. Para ello se recuperará el intercambio

epistolar de Walter Benjamin con Theodor Adorno en torno al problema de la esfera artística

en la cultura de masas. En este contexto, el análisis se acotará estratégicamente al juego de

tensiones que es posible vislumbrar entre la ideas de Phantasmagorie y auratische Moment.

La hipótesis es que ambos conceptos se acercan y se distancian simultáneamente por una

determinación paradojal de sus contenidos respectivos. Esto nos permitirá desatornillar una

serie de prejuicios provenientes de interpretaciones que malogran la potencialidad crítica y la

actualidad de un concepto como el de industria cultural para la situación político-cultural de

nuestra Argentina reciente.

1 FSoc, Universidad de Buenos Aires.

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El pliegue fantasmagórico de la industria cultural

La disputa sobre el lugar del arte en la cultura de masas que Benjamin y Adorno

sostuvieron en los años treinta ha funcionado como una caja de resonancias en discusiones

académicas y políticas sobre la especificidad histórica de la esfera cultural hoy. Tanto en el

impacto de las nuevas tecnológicas de comunicación en las artes contemporáneas como en los

cuestionamientos de la pertinencia de categorías de los modernismos estéticos para interpretar

nuestra cultura actual, parecería existir una suerte de vocación del presente de reparar lo que

en aquella controversia epistolar de los años 30 pudo zanjarse de un modo acaso injusto. De

allí que la lectura benjaminiana de la técnica de reproducción cultural hoy resuene como un

eco familiar para las celebraciones de las bondades y potencialidades de las nuevas

tecnologías de comunicación en el terreno artístico. A los fines de comenzar a desentrañar las

profundas paradojas que las innovaciones técnicas implican para las artes contemporáneas en

su relación con la organización industrial de la cultura, retornaremos –una vez más– a aquella

polémica. En esta ponencia procuraremos establecer las coordenadas estratégicas que

permitan comprender las diferencias en la visión de la racionalización cultural por parte de

Benjamin y Adorno. Para ello haremos especial hincapié en el uso de la categoría de

fantasmagoría en ambos autores.

I. Aura y desencantamiento estético

Como es sabido “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” fue

publicado originalmente en francés en mayo de 1936. La versión alemana del ensayo es un

segundo escrito que Benjamin compuso inmediatamente luego de que la traducción francesa

haya aparecido en la Zeitschrift für Sozialforschung. En el célebre ensayo Benjamin analizaba

de un modo innovador la forma en que algunas transformaciones técnicas en la producción,

distribución y recepción del arte afectaban al seno mismo del concepto de obra de arte tal

como venía siendo entendida por la estética idealista. El escrito contraponía dos modelos

incompatibles entre sí –resumidos en las categorías de obra de arte aurática y obra de arte

reproducida– en los que se aglutinaban series de cualidades antitéticas. Ante el nacimiento de

los dispositivos técnicos de reproducción de la fotografía y, más tarde, del cine, Benjamin

interpretaba al arte autónomo como destinado a un ocaso del que sólo era posible resguardarse

en términos regresivos e ideológicos. El desencantamiento del arte era identificado con un

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proceso de desartifización inevitable; en su visión, semejante fenómeno abría una

multiplicidad de oportunidades para el presente: un uso adecuado –político progresista– de la

técnica reproductiva permitiría enfrentar a la estetización fascista de la violencia (con Ernst

Jünger y F. T. Marinetti como exponentes individuales) y a su contraparte complementaria –el

culto esteticista de l´art pour l´art– una funcionalización del arte en beneficio de objetivos

emancipadores. La movilización de las masas ya no se produciría bajo la reproducción

fascista del status quo mediante la guerra, sino con vistas a una revolución comunista.

La categoría central que permite a Benjamin establecer esta contraposición en términos

de una historia de la técnica artística es la de “aura”. En ella confluyen todas las

determinaciones del concepto de arte tradicional en un juego recíproco de cercanía y

distancia: un complejo espacio-temporal en la forma de una presencia aquí y ahora de una

imagen, que remite a un lugar de origen en el genio de un autor o en una trascendencia lejana.

Lo aurático de la obra de arte es lo que constituye su autenticidad. Con la técnica

reproductiva, la obra de arte es “acercada” a sus receptores, anulando de esta manera aquella

lejanía perceptual junto con la cual la singularidad o unicidad recortaban su perfil de un modo

preciso. La actitud positiva de Benjamin ante la crisis del aura se entiende sin dificultades

cuando observamos las identificaciones entre aura, tradición, y función ritual o valor cultual

(Kultvert) de la obra de arte. En esas identificaciones Benjamin procuraba demostrar las

conexiones entre experiencia estética tradicionalmente entendida y privilegio social. Junto al

concepto de aura aparecía un concepto de “experto” que mediaba entre contemplador y obra,

detentando una hegemonía de los medios lingüísticos de comprensión legítima2. El arte

autónomo y la experiencia que suscita no sería más, opinaba Benjamin, que una reproducción

del ritual en una forma secularizada de culto a la belleza, en donde los magos o sacerdotes son

reemplazados por críticos de idéntica carga ideológica3:

“La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y la apariencia

(Schein) de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una modificación en la

función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo”. (Benjamin, 2003: 22)

2 Apropósito de la necesidad de comentario en el arte moderno, ver: Gehlen (1994: 249 y ss.). 3 Esta actitud benjaminiana ante la disolución del arte aurático sólo puede pensarse como profundamente ambivalente cuando incorporamos la otra determinación de la categoría de aura que queda en suspenso en el ensayo sobre la obra de arte pero que ya estaba presente en su primera formulación en 1931; a saber, la capacidad de devolver la mirada que tienen los objetos naturales auráticos pero, más precisamente, las obras de arte –dentro de las cuales Benjamin piensa, p. ej., los inicios de la fotografía y la obra de Proust–. Ver: “Kleine Geschichte der Photographie”, en (Benjamin, 2003: 45 y ss.). Para una reconsideración de la actitud benjaminiana ante la crisis del aura desde el hilo conductor de su teoría de la experiencia, ver: Hansen (1987).

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Benjamin encuentra en los propios intentos de autojustificación estética de la fotografía

y del cine dentro del restringido marco de la estética idealista un caso ejemplar de esta

ceguera frente a la transformación del concepto tradicional de arte. Para legitimarse como

prácticas artísticas, los teóricos de la fotografía y del cine –imitando la estrategia esteticista–

han procurado reincorporar un valor cultual a un medio técnico que en sí mismo terminaba

por sustituir a éste por un puro valor de exhibición (Ausstellungswert).

Como decíamos, Benjamin define la novedad histórica de las técnicas de reproducción

del arte en términos de transformaciones preceptúales en la dimensión espacial y temporal.

Las técnicas de reproducción disminuyen la distancia entre las obras de arte y un público

masificado, colectivizando la experiencia estética. Como podremos observar en las

reflexiones apropósito del shock en “Sobre algunos temas en Baudelaire” (1939), en la

medida en que el desarrollo del industrialismo capitalista produce una simultánea

tecnificación de la experiencia en todos los ámbitos de la vida y una creciente importancia de

las masas en las metrópolis modernas, a Benjamin se le torna sencillo justificar la unión

político-revolucionaria de estos cambios tecnológicos con el objetivo de una movilización

política de las masas. Al ser el valor de exhibición el que sustituye por completo al momento

aurático presente en el valor cultual, la función artística pasa a ser la de un instrumento de

comunicación de contenidos políticos. Curiosamente Benjamin define en algunos pasajes esta

unión como un “barbarismo positivo” en la que la recepción colectiva de las obras se

conduciría por los carriles de la dispersión (Benjamin, 1987: 169). No termina de quedar del

todo claro en esta línea de argumentación si el cine sería un agente de la crisis de la

experiencia –el shock como una forma de acostumbramiento anticipatorio a la experiencia

cosificante con la máquina o con la masa en la urbe–4, o una puerta hacia una posible

experiencia no menguada al interior de la cultura tecnificada del capitalismo tardío –el shock

como el efecto de extrañamiento y desautomatización.

Luego de haber leído la primera versión de este ensayo, Adorno no tardó en presentar

sus reparos (Adorno – Benjamin, 1998: 133-139). La crítica de Adorno a la “teoría

materialista del arte” de Benjamin es doble: por un lado pone en duda la aceptación acrítica

del arte reproducido técnicamente; por el otro, critica la negación complementaria del ensayo

a todo arte autónomo.

4 Sobre esta noción “apaciguadora” del shock, ver: Simmel (1986).

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Al restringir el concepto de arte autónomo a las obras y discursos legitimantes del siglo

XIX, Benjamin se vendaba los ojos para considerar casos contemporáneos del arte moderno

radical que ponían en crisis, a partir de su desarrollo técnico inmanente, el ilusionismo

clasicista de la idea de obra de arte cerrada armónicamente, orgánica; en términos del libro

sobre el Trauerspiel, de la significación simbólica del arte. La ya famosa petición adorniana

de “más dialéctica” no es sino la exigencia de completar un argumento demasiado

unidimensional con la reposición de sus ausencias. Vale decir, reflexionar sobre el momento

en que las potencialidades emancipatorias de la obra de arte técnicamente reproducida se

invierten, en su puesta en uso bajo las relaciones de producción del capitalismo avanzado, en

su contrario y la urgencia de pensar cómo el proceso de desencantamiento del arte autónomo

no necesariamente va de la mano de una desartifización del arte sino de un autodespojarse de

los atributos más retrógrados del concepto de aura que “lo aproximan al estado de libertad, de

lo conscientemente fabricable, de lo hacedero” (Ibídem: 134)

A la hora de dilucidar los motivos explicativos de la discordancia en las posiciones de

Benjamin y Adorno en torno al “desencantamiento del arte”, múltiples elementos pueden ser

incorporados al debate. Por ejemplo, se ha encontrado en el fondo de la disputa diferencias

políticas de base que hacían imposible todo acuerdo5. Incluso –por qué no– podría intentarse

argumentar mediante recursos de la teoría sociológica de los intelectuales6. Ahora bien,

cuando dejamos de lado estas vagas estrategias argumentativas y nos adentramos en la

inmanencia del problema se nos presenta una seña luminosa de esta discusión en las propias

afirmaciones de los mismos participantes. En la correspondencia de la época de su primera

redacción del ensayo sobre la obra de arte Benjamin enfatiza en más de un caso la sistemática

conexión que él encontraba entre el Passagen-Werk y este nuevo trabajo que profundizaría en

la dirección de una “teoría materialista del arte”. En una carta escrita el 27 de diciembre de

1935, Benjamin precisaba a Werner Kraft el tipo específico de relación que unía a ambos

proyectos: “En términos de contenido, no tiene relación alguna con el gran libro que le

mencioné que estaba planeando. Metodológicamente, sin embargo, está íntimamente

relacionado con él, en la medida en que el lugar de la contemporaneidad de los objetos de

cuya historia se intenta exponer debe ser precisada antes de que toda tarea histórica sea

llevada a cabo, especialmente aquella que reclama ser escrita desde la perspectiva del

5 Evidentemente, en esta clave de lectura la figura de Brecht funcionaría de plataforma giratoria en el pensamiento de Benjamin. Ver: Buck-Morss (1981: 290). 6 Recuérdese que a fines de los años treinta Adorno se incorporaba oficialmente a la sede del Institut für Sozialforschung en Nueva York, contrayendo una serie de obligaciones para con la institución que a partir de ese momento contenía y financiaba sus investigaciones.

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materialismo histórico…el destino del arte en el siglo diecinueve” (Benjamin, 1994: 517).

Ahora bien, ¿cuáles son esos elementos metodológicos que posicionarían en veredas opuestas

a la lectura adorniana del desencantamiento del arte y a la propuesta por Benjamin?

Permítasenos emplazar nuestra interrogación en el espacio de aquel libro que Benjamin

menciona en su carta, más precisamente en sus apuntes sobre el concepto de fantasmagoría, a

los fines de responder a esta pregunta.

II. ¿Redención o modernismo?

La noción benjaminiana de fantasmagoría se resiste expresamente a la univocidad del

concepto7. El lector se encuentra con la tarea de realizar la interpretación que formule en

términos reconstructivos los contornos de una categoría sumamente recurrente aunque

desperdigada por todo el itinerario del proyecto benjaminiano de una “protohistoria

(Urgeschichte) del siglo XIX”. Nuestra hipótesis de lectura es que esta dificultad descansa en

el hecho de que el concepto admite usos antitéticos que impiden enunciar su contenido en un

juicio asertórico. Esta ambigüedad se patentiza en dos modos de esta categoría: a) su modo

“infernal”, y b) su modo desiderativo-compensatorio.

a) Si retomamos el problema con el que cerramos el apartado anterior, a saber: la

afinidad metodológica entre el ensayo sobre la obra de arte y el Passagen-Werk, podemos

esbozar una primera aproximación a la categoría de fantasmagoría que explicite el marco de

referencia en el que aparece y que ayuda a responder a nuestro interrogante. Como las

reflexiones sobre la fotografía y el cine en tanto casos de arte técnicamente reproducido, las

reflexiones sobre la fantasmagoría se sitúan en una discusión marxista sobre la relación entre

fuerzas productivas y relaciones de producción. Esta discusión Benjamin la realiza en dos

fases. Primero, Benjamin pasa a extender la discusión tecnológica al interior del campo de la

“superestructura”. Como la historia de la técnica que va del panorama, pasa por el

daguerrotipo, llega a la fotografía, y termina en el cine, en el caso del París del siglo XIX, la

lectura amplía su campo de visión interpretando el completo dominio de los productos de esta

cultura –la moda, la arquitectura, la poesía, la fotografía, etc.– bajo el prisma del análisis

marxista del fetichismo de la mercancía. Luego, Benjamin piensa aquí también a la técnica

como factor clave para la emancipación socio-cultural. Si en el ensayo sobre la obra de arte

7 En una carta Adorno recalcaba esta ausencia de una definición clara y distinta como un problema que Benjamin tenía que resolver. Ver: Adorno, Th. – Benjamin, W., Correspondencia 1928-1940, op. cit., p. 118. Cabría preguntarse, no obstante, si las exigencias de consistencia no acometen injusticia con la singularidad del pensamiento de Benjamin (Habermas, 1975: 299).

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las relaciones de producción estéticas se percibían como desenganchadas del desarrollo

tecnológico progresivo, siendo posible entenderlas como “contrarrevolucionarias”, en la

discusión sobre la cultura parisina del siglo XIX se perciben argumentos familiares.

Permítasenos citar in extenso:

“Nuestra investigación se propone mostrar cómo a consecuencia de esta representación cosista de la

civilización, las formas de vida nuevas y las nuevas creaciones de base económica y técnica que le

debemos al siglo pasado entran en el universo de una fantasmagoría. Esas creaciones sufren esta

«iluminación» no sólo de manera teórica, mediante una transposición ideológica, sino en la inmediatez

de la presencia sensible. Se manifiestan como fantasmagorías”. (Benjamin, 2006: 50)

La categoría de fantasmagoría sirve a Benjamin para dar cuenta del efecto óptico

ilusorio que suscitan los objetos de la cultura parisina del siglo XIX incorporando los

potenciales del desarrollo técnico del industrialismo en un terreno ideológico que llega a

adoptar el estatuto de una presencia sensible. La extensión ampliada del concepto abarca

incluso el registro de la disposición objetiva de las cosas en el espacio público: los pasajes

parisinos, las exposiciones universales, etc.

¿En qué consiste este efecto ilusorio?, ¿cuál es la especificidad de la experiencia

fantasmagórica? A primera vista Benjamin localiza al concepto de fantasmagoría en el marco

de referencia de su crítica a la modernidad como destino mítico. Con una noción de repetición

mítica disfrazada de absoluta novedad Benjamin aspira a desenmascarar el concepto de

progreso en su versión historicista y positivista. Arraigada en este contexto la fantasmagoría

termina por expresar su contenido como un modo infernal. Sin embargo, en cuanto

profundizamos en la forma en que esta categoría entra en contacto con el marco de referencia

esbozado resulta difícil conciliar los supuestos temporales que subyacen al término y al marco

de referencia en el que cobra sentido.

Recorriendo los casos ejemplares de las exposiciones universales, la idea de interior, o

el principio urbanístico de Haussman, es posible concluir que fantasmagórico se dice de aquel

objeto que da la impresión en aquellos que lo contemplan de un espacio compartido en el que

no existen intereses ni relaciones de dominio. Se escenifica una ficción en la que el objeto

produce efectos de unión moral y de una cercanía con quien lo contempla. Al encubrir el

carácter interesado de la relación que se produce con la fantasmagoría, ésta impide realizar

efectivamente las potencialidades de liberación que se encuentran depositadas en los avances

técnicos del florecimiento económico de comienzos del siglo XIX del que París fue testigo.

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Ante la posibilidad de transformación de las formas de organización social, el efecto

fantasmagórico genera la ilusión de una comunidad de iguales que bloquea la actualización de

virtualidades de cambio que los avances técnicos contienen. De un modo muy similar a los

argumentos del ensayo sobre la obra de arte, Benjamin contrapone a las formas industriales y

tecnológicas recién advenidas en el campo de la ingeniería el gesto retrógrado del Jugendstil

en literatura y poesía y del Art Nouveau en diseño y arquitectura8. La teoría fantasmagórica de

la arquitectura aspiraría a producir embellecimientos de interiores adhiriendo al material del

hierro ornamentos superficiales como formas curvas, introduciendo motivos orgánicos como

las flores. En este sentido subyace una noción tradicional marxista en el arguemento de

Benjamin que se conjuga con el modernismo estético de Loos: las relaciones de producción

van siempre a la zaga de, y retrasan las, fuerzas productivas. Pero aquí entonces no parece

sencillo diferenciar la noción temporal que subyace a esta idea de potencialidad

emancipatorias debida a un progreso técnico con una concepción del tiempo como continuo.

Hay que preguntarse entonces en nombre de qué tesis logra Benjamin conciliar esta

contradicción entre una noción mesiánica del tiempo y una evolucionista.

b) Parece ser la siguiente observación un intento de responder a este dilema: “A la forma

del nuevo modo de producción, que al principio aún está dominada por la del antiguo (Marx),

le corresponden en la conciencia colectiva imágenes en las que lo nuevo se entrelaza con lo

antiguo. Estas imágenes son desiderativas, y en ellas el colectivo busca tanto superar como

transfigurar la inmadurez del producto social y las carencias del orden social de producción”

(Benjamin, 2006: 38-39). A partir de esta idea de imagen desiderativa podemos figurarnos

otra cara de la categoría de fantasmagoría en la que cobra nuevo sentido. Aquí Benjamin

evalúa de forma opuesta la interconexión entre mito e historia que insufla la imagen del

infierno como repetición de lo siempre igual. En esta “fantasmagoría compensatoria” el

colectivo sella en los materiales del desarrollo tecnológico formas antiguas asociadas al deseo

de una sociedad liberada (la polémica idea de una “edad dorada”). De esta manera otorgan un

sentido al desarrollo técnico incorporando un “para qué” eclipsado en la inversión de medios

y fines del dominio técnico de la naturaleza bajo el signo del cual era posible desenmascarar

la historia como destino mítico. Aquí comienza a hacerse ver la operación benjaminiana de

rescate de aquellos aspectos negados por el desarrollo mítico, infernal, de la historia social,

depositados en las fantasmagorías de progreso que los objetos del industrialismo expresaban

sólo en sus ruinas, vale decir, en su condición de residuos de un pasado reciente. De esta

8 Ver: “Convoluto S: Pintura, Jugendstil, Novedad”, en (Benjamin, 2006).

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manera, el juego especular de lo viejo y lo nuevo aparece invertido, puesto que ahora es en los

textos utópicos de lo más antiguo de una sociedad liberada en donde se anhela un derrotero

diferente del acaecido efectivamente bajo las actuales formas de organización social del

desarrollo técnico.

Al revisar las críticas adornianas a esta categoría no podemos sino remarcar la evidente

continuidad con los reparos en torno al ensayo sobre la obra de arte. De la misma manera en

que Adorno exigía a la teoría benjaminiana de la cultura de masas una profundización en la

indagación de los procesos sociales que invierten las potencialidades emancipatorias de la

técnica en procesos ideológicos de dominación estratégica, de la misma manera achaca a la

evaluación positiva de la fantasmagoría compensatoria su optimismo frente al contundente

hecho histórico de que el carácter fetichista de la mercancía es “dialéctico en el supremo

sentido de que produce conciencia” (Adorno – Benjamin, 1998: 113). De esta manera, la

cuerda que entretejía mito e historia en los artefactos fantasmagóricos debía ser tirada con

fuerza del lado del concepto de repetición de lo siempre igual. En este sentido Habermas ha

encontrado de fondo en las discordancias entre ambas posiciones la antítesis entre dos

miradas metodológicas: una radical negativdad que podría ser pensada en continuidad con la

tradición racionalista de la crítica ideológica, y una idea mesiánica de rescate que aspira a

conservar aquellos potenciales semánticos que se expresan como exigencias latentes de los

objetos decadentes que se critica9. Concedemos el valor de verdad de esta tesis, no obstante lo

cual, una relectura de las investigaciones de Adorno de fines de los años treinta, en donde se

intenta dar una respuesta consistente y rigurosa a las intervenciones benjaminianas, parece

poner en entredicho la tajante separación entre crítica ideológica y crítica redentora: pues por

un lado Adorno considera que el concepto de fantasmagoría sólo puede pensarse en el marco

de referencia infernal (III, IV: a y b); y, sin embargo, la crítica redentora parece servirle para

negar la celebración benjaminiana de la disolución del aura. Como si Adorno buscase, a

despecho del intento de Benjamin de conciliar ambos principios temporales mediante una

salvación de los potenciales semánticos de las fantasmagorías del sujeto colectivo en la

sociedad capitalista, persistir en aquella tensión insoluble entre dos nociones del tiempo que

parecen negarse entre sí. Tal persistencia busca manifestar que semejante mediación tiene

rasgos de una solución precoz e inadecuada.

9 De esta diferencia metodológica de base Habermas desprende que la incoherencia mencionada entre dos concepciones del tiempo es insalvable (1975: 321-322). Asimismo, cfr.: Wolin (1994: 163-207).

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Estas investigaciones adornianas parten de dos preguntas de cuya respuesta depende la

posibilidad de ofrecer objeciones justificadas a las tesis de Benjamin: ¿cómo se explica aquel

proceso dialéctico de inversión en su contrario de la técnica de reproducción cultural?, ¿cuáles

son los canales y mecanismos mediante los cuales el fenómeno fantasmagórico produce

subjetividad en el capitalismo tardío?

III. El Wagner como caracterización sistemática del concepto de fantasmagoría

No resulta difícil reencontrar, pasaje por pasaje, la totalidad de las objeciones de la carta

del 18 de marzo de 1936 en el espacio de una indagación crítico-social sobre la obra de un

artista tan importante para el siglo XIX como fue Wagner. Escrito entre 1937 y 1938, este

ensayo resulta sumamente importante en nuestro contexto puesto que en él es posible

discernir una gran cantidad de figuras que secretamente buscan desarrollar a partir de una

serie de diferenciaciones conceptuales precisas presentes las notas presentes en la

correspondencia con Benjamin. Podría decirse que entre los ecos del Passagen-Werk y las

tesis de Horkheimer sobre la crisis del individuo en el fin de siglo europeo, Adorno logra

trazar la línea de demarcación entre el concepto de aura y el de fantasmagoría. Con esta

diferenciación, su propia posición filosófica y política adoptará una figura que, con sus

desplazamientos y sus tensiones, lo acompañará hasta sus reflexiones póstumas en la Teoría

estética.

La tesis estético-social de Adorno es que la obra de Wagner testimonia un caso

paradigmático del carácter social burgués en decadencia. Como tal, lleva a un límite extremo

los elementos contradictorios que determinaron al mismo en los tiempos iniciales del período

de ascenso al poder de la burguesía. Adorno retoma una serie de argumentos desarrollados

por Horkheimer en “Egoísmo y movimiento liberador” (1936) en los que el autor de Teoría

tradicional y teoría crítica analizaba las antinomias entre los comportamientos hegemónicos

en la vida práctica capitalista y la condena moral del placer individual en concepciones

religiosas modernas, filosófico-morales y en movimientos políticos en la historia desde el

Renacimiento hasta la Revolución francesa. La conclusión que extraía Horkheimer de este

estudio era que después de la victoria de la burguesía en el control de los medios de

producción, la necesidad de encausar y sublimar la energía contenida en los sentimientos de

injusticia y las necesidades de las clases bajas llevaron a la génesis de la moral idealista y,

sobre todo, a un tipo de personalidad típicamente burguesa. En este carácter se incorporarían

rasgos de una personalidad sumamente cruel, en el que convivirían tendencias

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autodestructivas con un narcisismo extremado. Retomando el aparato conceptual de las

primeras fases de Freud junto con la crítica nietzschiana a la moral cristiana, Horkheimer

deduce que bajo las condiciones sociales del sistema capitalista, la necesidad de represión y

hostilidad contra el imperativo del placer de todas las personas que integran la sociedad llevan

a un nihilismo consumado de cuyas consecuencias destructivas es posible encontrar líneas de

continuidad entre los ideales progresivos de la burguesía naciente y la barbarie expresada por

los regímenes totalitarios del siglo XX.

Al cotejar ambos polos, Horkheimer descubre una manifiesta contradicción entre una

realidad social antagonista, integrada a partir de prácticas instrumentales y formas de

sociabilidad regidas por el control y la imagen filosófico-moral de una armonía y de una

igualdad entre los miembros de la totalidad social. “La crítica (moral) al egoísmo se acomoda

mejor al sistema de esa realidad egoísta que su abierta defensa, pues el sistema se apoya cada

vez más en la denegación de su carácter…” (Horkheimer, 2003: 158-159). De esta forma, con

el derrumbamiento de la validez de las imágenes religiosas del mundo el sistema capitalista en

su época liberal requirió, una vez consolidado su poder, de todo un conjunto de

representaciones y de prácticas que hiciera posible esta negación de sus contradicciones

constitutivas. Así, pues, es elaborado un aparato cultural –que en la investigación de

Horkheimer incluye a la moral idealista, al sistema jurídico, a las doctrinas políticas y a las

ideas religiosas protestantes– que permite cumplir la misma función domesticadora que

cumplieron las imágenes religiosas del mundo: consuelo y producción de alegría en un mundo

configurado por relaciones de explotación.

Adorno recupera esta idea de un carácter congénitamente autodestructivo y

sadomasoquista del individuo burgués para interpretar la obra de Wagner. Así como

Horkheimer tomaba casos “extremos” de la historia política de la burguesía para interpretar la

forma “normal” en la que ésta organiza el tejido social, así también Adorno interpreta

socialmente en Wagner, considerado por Nietzsche como un decadente, a un exponente

sumamente ilustrativo de las formas ambiguas y contradictorias en las que la cultura se

presenta en la sociedad capitalista.10 Pero el contradictorio entretejimiento de progreso y

reacción en la obra de Wagner –en la que Adorno incluye tanto a sus óperas como también a

sus poemas, a sus textos teóricos y a su propia biografía– también se expresa en otro nivel.

10 Claro que Adorno debía esta preferencia filosófica por los extremos al método adoptado por Benjamin en su investigación temprana sobre los Trauerspiele.

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En su ya mencionada crítica del ensayo benjaminiano sobre la obra de arte, Adorno

sospechaba de la separación tajante entre industria cultural y modernismo artístico, siendo en

este caso la lectura dialéctica de ambos términos aquella que supiera analizar las formas

precisas en que éstos son mediados: “Ambas llevan consigo los estigmas del capitalismo,

ambas contienen elementos transformadores…; ambas son mitades desgajadas de la libertad

entera, que sin embargo no es posible obtener mediante su suma…” (Adorno – Benjamin,

1998: 135). Las antinomias wagnerianas –interpretadas a partir del material musical en las

dimensiones de la técnica compositiva, de la armonía de sus piezas, del color, de su teoría de

la instrumentación, en el concepto wagneriano de drama musical y obra de arte total

(Gesamtkunstwerk)– expresan contradicciones y tendencias objetivas de la totalidad social.

Mas, principalmente, estas tensiones son las que testimonian en el cuerpo de una obra unitaria

la intersección de dos líneas diametralmente opuestas de desarrollo de la cultura moderna que

Adorno interpreta como ejemplar: la producción de prácticas estéticas con potenciales

emancipadores en la música radical y la formación de un objeto ideológico en la organización

industrial de la cultura11.

Las antinomias wagnerianas son analizadas por Adorno en la interconexión dialéctica de

mito e historia. Semejante entretejimiento será la llave de acceso a Wagner en distintos

niveles de análisis en los que espacio y tiempo, lo viejo y lo nuevo, la totalidad y la

individualidad, aparecerán como diversas formas en las que el intérprete destila enunciados

sobre el proceso social.

a) Uno de los niveles más importantes del ensayo en el que Adorno observa la dialéctica

de Wagner es en el análisis del tiempo musical y dramático de su obra. Al examinar la

relación que se produce entre gestualidad musical y expresión en las obras wagnerianas,

Adorno encuentra una anulación característica de la temporalidad musical, un estatismo en el

que los elementos de la composición no son desarrollados, sino que en cada avance se asiste a

una repetición de algo ya dado. Esto queda patentizado paradigmáticamente en la técnica

motívica de Wagner. La repetición del leitmotiv es al mismo tiempo un aspecto de

modernidad y de conservadurismo. Por un lado, la repetición de motivos en la ópera anula la

pretensión metafísica de una idealidad del sentido unívico. Adorno lee alegóricamente la

práctica wagneriana de la repetición como una proliferación del sentido en la que ninguna

11 De la compleja interpretación de la obra de Wagner –figura paradigmática de la génesis de la música moderna en los fines del siglo XIX– como una prefiguración de la industria cultural Andreas Huyssen extrae la conclusión de que la imagen de Adorno como esteticista que basaría sus juicios estéticos en esquemas dualistas de arte puro y arte bajo es falsa y exige ser revisada (1983: 29-38).

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convención se encuentra legitimada para ofrecer una garantía estable. Así, pues, Wagner

“promueve el desencantamiento del lenguaje”. Adorno se refiere a la posibilidad latente en las

obras de Wagner de desmentir la idea de obra de arte simbólica, idealistamente pensada. En

esta dirección, la anulación del tiempo en Wagner es interpretada como la expresión de una

rigidez material en la que la asociación de significado y cuerpo queda desmentida por el

reconocimiento de la arbitrariedad de esa identificación. Sin embargo, este proceso de

racionalización en la composición musical patente en la repetición del leitmotivo es, al mismo

tiempo, un proceso de “re-encantamiento”. La especialización del tiempo es la crisis de lo

nuevo y la regresión hacia la garantía de la convención. Aquí Adorno conecta a los leitmotive

con la propaganda y la práctica hollywoodense de armonizar el sonido con la imagen a los

fines de reafirmar los hábitos de comprensión y habla de la audiencia mediante la técnica de

anticipación musical de eventos y acciones.

b) En relación con “la decadencia de los leitmotive”, aunque a un diferente nivel del

análisis, Adorno comienza a concentrar su interpretación en el concepto benjaminiano de

fantasmagoría. Claramente, reaparece otra vez el vínculo infernal de mito e historia como

matriz hermenéutica. Por un lado, los mitos ayudan al drama musical wagneriano a separarse

tanto de la ópera romántica de género como a la gran ópera francesa. Por otro, la importancia

de los mitos –que en su diversidad confluyen en un recurrente culto del pasado, en una

idealización de la pureza del origen– son copartícipes de una “evaporación de lo político” en

Wagner. La decepción que nació con las promesas incumplidas de la revolución burguesa

luego de 1848 lleva a naturalizar el carácter histórico-transitorio del presente en una imagen

mítica eterna; así, pues, el mito deviene mitologización: “En el hombre puro él proyecto ya al

salvaje que al final surge del burgués y lo glorifica como si fuera metafísicamente el hombre

puro… la violencia de lo que meramente es se convierte en la legitimación de esto”. Ya

Horkheimer había notado en su ensayo sobre el egoísmo algo similar; la represión compulsiva

de los impulsos –necesaria para una estabilización del poder político en manos de la

burguesía– lleva a la ideología de la “autenticidad del origen” que, como una forma de

racionalización en el sentido del psicoanálisis, ayuda a sublimar en la imagen de la

incorruptible femineidad, de la infancia inocente, o de batallas pasadas idealizadas, las

necesidades incumplidas de una satisfacción genuina de deseos y necesidades. A su vez,

Adorno recupera de la tesis de Horkheimer la relación de necesidad entre narcisismo

desmesurado y decadencia burguesa. La fantasmagoría de Wagner, en este primer nivel de

remisión mítica a un origen idealizado, es la operación ideológica por antonomasia de la

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burguesía que busca encubrir los antagonismos sociales que constituyen el orden político que

pretende comandar. A esta operación Horkheimer la denomina “interiorización”. La

necesidad de estabilizar el orden burgués en el marco de relaciones de explotación y

dominación eminentemente contradictorias y cargadas de intereses antagonistas, lleva a un

proceso de espiritualización de las energías desatadas por los movimientos revolucionarios y

por los impulsos de felicidad e igualdad de las clases bajas que, digámoslo así, terminan por

volcarlas “hacia adentro”. La predicación por parte de las clases poseedoras de los medios de

producción de una “renovación espiritual”, de mayor disciplina y control de los propios

intereses, evidencia una función religiosa del lenguaje en la que se produce el efecto de

consuelo y compensación en las audiencias. Uno de los fenómenos más recurrentes en la

historia de los movimientos políticos burgueses con aspiraciones transformadoras es el de la

necesidad de caudillos o líderes políticos individualizados. Horkheimer observa que la

exigencia de estos individuos se explica por dos razones: por un lado en ellos se procura

expresar la ideología de la individuación, como las estrellas de cine de Hollywood, ellos

muestran que bajo el orden capitalista es posible establecer diferencias y afirmar la propia

individualidad; pero, principalmente, ellos encarnan la mezcla de racionalidad e irracionalidad

en el que se erige el orden político de la burguesía y que define al carácter burgués en sí

mismo. Se muestran como paladines de la bandera del progreso y la modernización cultural,

pero no lo hacen sin la incorporación de elementos fantásticos que refuerzan tanto la imagen

sacralizada del individuo excepcional, del genio, como la sumisión y la obediencia ciega en

las masas que lo siguen. Esta auto-exaltación narcisista del individuo burgués se lleva a cabo

mediante el uso de simbologías que exageran las propias virtudes personales y que, en

muchos casos –Roberspierre, p. ej.– evocan eventos idealizados del pasado. La conexión con

la interpretación adorniana de los mitos en Wagner se evidencia cuando observamos que este

auto-endiosamiento del individuo burgués se exaspera a medida que la conciencia de la propia

crisis se vuelve inminente: “La extensión de la libertad lleva a subvertir o, al menos, a atacar a

las autoridades constituidas; pero en esa misma medida se impone la necesidad de glorificar la

nueva dominación mediante el retorno a formas ya superadas y que, justamente por ser

pretéritas, se sustraen a la insatisfacción presente”.

Aquí no podemos sino recordar las reflexiones benjaminianas sobre el modo “infernal”

de la fantasmagoría de la cultura del siglo XIX. La necesidad de revestir de formas pasadas

elementos técnicos era concebida como una operación de retorno de fantasmas pretéritos en

los que la posibilidad de cambio en el decurso histórico –hecho factible por los progresos

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técnicos industriales– quedaba neutralizada ideológicamente. Hemos repasado cómo

Benjamin observaba esto en el Jugendstil y en el Art Nouveau. Los tres autores mencionados

intentan enunciar algo similar al hablar de una relación entre pasado y presente en la que la

historia queda suspendida en una sincronía pura. Fantasmagoría aparecería entonces como un

término que rebautiza la célebre afirmación marciana expresada en el comienzo del 18

Brumario de Luis Bonaparte.

c) Hemos considerado hasta el momento un aspecto del concepto de fantasmagoría bajo

el prisma de la conexión “infernal” de mito e historia. Adorno desarrolla en otro nivel de

análisis esta noción jugando con las posibilidades semánticas que abre la raíz de la palabra

apariencia (Schein). Aquí el término que funciona como mediador entre fantasmagoría

(Phantasmagorie) y apariencia es el de fenómeno (Erscheinung). Por un lado, lo

fantasmagórico nos remite a la imagen de una aparición súbita de un ser que no pertenece al

mundo de los vivos. La aparición de figuras pasadas genera la ilusión óptica de una presencia

cuyo estatuto no puede identificarse con el modo de presencialidad temporal. Lo fantasmal

aparece, es fenómeno en este sentido, se presenta; pero se presenta como un exceso, siendo

más de lo que es (Adorno, 1997: 122-123). Al identificar a lo fantasmagórico de Wagner con

esta noción de fenómeno Adorno busca enfatizar el “efecto espejismo” que produce la obra

wagneriana en tanto presentándose fuera de la historia:

“La ley formal de Richard Wagner consiste en ocultar la producción bajo el producto como aparición

(Erscheinung). El producto se presenta como productor de sí mismo: de ahí también la primacía de lo

sensible y del cromatismo. Puesto que el fenómeno estético (ästhetische Erscheinung) no deja ya

percibir las fuerzas y condiciones de su producción real, su apariencia, en cuanto exenta de resquicios,

aspira al ser. La consumación de la apariencia es al mismo tiempo la consumación del carácter

ilusionista de la obra de arte en cuanto realidad sui generis que se constituye en el ámbito del

fenómeno absoluto sin no obstante renunciar a su plasticidad” (Adorno, 2008: 82).

La categoría que aquí opera por lo bajo es la de trabajo. El proceso de producción de la

obra es escamoteado por el resultado que niega la temporalidad que constituye a la obra y

hace que se presente como un objeto dado. El efecto de la fantasmagoría wagneriana sería

según Adorno la suspensión de la historicidad en la obra que, en su marco categorial, se

piensa como negación de su huella (Spur). En el arte de la instrumentación de Wagner se da

muestras de este fenómeno de negación. Por un lado, Adorno observa las líneas de

continuidad de Wagner con la modernidad estética en su cercanía al impresionismo. El

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descubrimiento de la dimensión colorista en la orquesta, y su consecuente aplicación al

interior de la instrumentación, es algo que sólo puede reconocérsele a Wagner. Ahora bien,

Adorno observa que paradójicamente esta liberación del color es al mismo tiempo su dominio

absoluto bajo la soberanía de la subjetividad del compositor. Esto lo explica Adorno mediante

la idea de empaste orquestal.

La tendencia a la racionalización del lenguaje musical –Wagner como precursor de la

música radical– en la dimensión de las conexiones entre instrumentos posibilita un sonido

equilibrado, en donde la orquesta consigue la figura de la totalidad formal, sin dejar fuera

ninguna contingencia ni inhomogeneidad. Así, pues, Adorno puede leer a Wagner como un

momento fundamental en la historia del dominio técnico de los materiales musicales en el

caso concreto de la instrumentación de las transiciones: el comienzo de un hincapié racional

en el momento constructivo en el que la totalidad musical se configura a partir del

reforzamiento de las relaciones de necesidad entre antecedente y consecuente de forma

similar a la derivación lógica.

La instrumentación wagneriana se separa de las formas precedentes en esta

configuración de una totalidad sonora en la que el modo de producción de cada instrumento

particular se pierde en la unidad. Esto lo analiza Adorno en dos registros. En un nivel

provisorio Adorno interpreta sintomáticamente los enunciados de Wagner como teórico del

arte. Leyendo el ensayo “La obra de arte del futuro”, Adorno descifra la causa de los efectos

prácticos que luego encontrará en la técnica de instrumentación. Aquí el concepto clave es el

de obra de arte total (Gesamtkunstwerk), del que es posible deducir consecuencias para

nuestra noción de fantasmagoría y que también conectan con la categoría de apariencia.

En este ensayo, escrito en 1849, no resulta difícil encontrar al romántico desencantado

con los corolarios no-vinculantes de la sociedad burguesa. La idea atomista-liberal de la

totalidad social lleva en el terreno estético, dice Wagner, a una concepción que falsea la

misma idea del arte. La idea de obra de arte total supone, y reacciona ante, el diagnóstico de

que las condiciones actuales de una división del trabajo socialmente impuesta son al mismo

tiempo las condiciones que dificultan la posibilidad de la misma existencia de la obra de arte.

Para ello Wagner concibió un ideal bajo el que todas las artes particularizadas, desde la

poesía, pasando por la danza hasta la música, junto con la arquitectura, la escultura y la

pintura, tendrían que poner entre paréntesis su “egoísmo” y desembocar en una fusión

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comunitaria12 en la que cada una reencontraría el sentido perdido por la escisión moderna en

una nueva organicidad. Teniendo como telón de fondo la imagen feuerbachiana de la sociedad

comunista como cooperación igualitaria de los individuos en la producción de bienes, Wagner

proyecta esta visión utópica de la obra de arte en la que cada una de las artes colaboraría

aportando su particularidad a la formación de un drama que se nutriría de todos y cada uno de

ellas. Ahora bien, decimos con Wagner que este concepto es utópico, puesto que “Esta

reconciliación sólo puede llevarse a cabo, dada toda la situación de nuestra actual estructura

social, en el individuo, gracias a una rara capacidad escondida en él: en consecuencia,

nosotros vivimos en el tiempo del genio individual, de la rica, reparadora individualidad de

unos pocos. En el futuro, esta reconciliación tendrá lugar a través de la camaradería, en forma

realmente comunista; el genio no estará ya aislado, sino que todos participarán en el trabajo

del genio, el genio será un genio colectivo. ¿Será esto una pérdida, una desgracia?

Únicamente al egoísta le puede parecer esto”. El lugarteniente de la colectividad emancipada

es el “genio individual” que logra reunir en sí mismo de forma extraordinaria la diversidad de

elementos que cada una de las artes aporta por separado.

Pero estas nociones teórico-ideológicas se concretan, curiosamente, en la misma práctica

de Wagner como instrumentista. De allí que Adorno descubra una dimensión práctica de la

ideología al desplazarse al registro técnico del análisis. Esto lo hace distinguiendo las

“pérdidas” y las “ganancias” del progreso tecnológico en el caso particular del reemplazo de

las trompas naturales por las trompas de válvulas:

“Quien jamás ha oído una trompa natural junto a una trompa de válvulas no puede preguntarse dónde

se ha de buscar el «auténtico carácter» de la trompa cuya pérdida él lloraba. Es la huella que deja la

producción del sonido en éste; un sonido «suena como trompa» en cuanto se percibe que es tocado por

la trompa: la génesis, incluido el peligro de la pifia, entra en la cualidad del fenómeno” (Adorno, 2008:

75).

Podemos observar el movimiento de la dialéctica adorniana con este pasaje. Así como el

empaste y la tendencia a la estructuración radical que la orquesta en Wagner asume son

elementos del “progreso”, del desencantamiento del lenguaje musical, del mismo modo estas 12 A la idea de sociabilidad cooperativa Wagner asocia, con resonancias feuerbachianas, la sensualidad emancipada. Adorno desarrolla los perfiles de este aspecto de la fantasmagoría especialmente a partir de la primera obertura de Tännhauser. En el encuentro entre el trovador y la diosa Venus se asiste a figuras que anulan la diferencia en la noche fantasmagórica: el placer sensual de la unión carnal, lo bacanal del delirio místico y de la borrachera, la peculiar ausencia de conciencia en el plano onírico, la redención en la muerte. Ver: “Ensayo sobre Wagner”, especialmente capítulos VI, VII, y X, en (Adorno, 2008).

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instancias modernizadoras se invierten en su contrario. La “regresión” en Wagner se observa

en el momento en que la estructura musical niega su génesis,, su temporalidad interna,

ocultando la marca que el trabajo dejó allí y convirtiendo al fenómeno estético en puro

espacio. Adorno enuncia esto con otras palabras y extra consecuencias sociológicas: el sonido

amortiguado fruto de su técnica de instrumentación cubre a la obra con un “falso brillo” que

oculta lo que sufre, el momento individual, el instrumento en su materialidad sonora; pero

aquello que sufre bien puede ser una expresión en el terreno estético de un sufrimiento en la

totalidad social. Del mismo modo, la imagen de la cooperación complementaria entre las artes

tal como la exponía el ideal de la obra de arte total silenciaba las tensiones que podrían

producirse en el contacto de los materiales provenientes de cada registro. La fantasmagoría

wagneriana, leída en su dimensión apariencial, es un “hundirse profundamente en la

mercancía”, efecto de procesos sociales contenidos ya en la unidad mínima de la forma

mercantil de cuya condición de posibilidad Marx descubrió a la abstracción del trabajo

concreto. El olvido del rastro que el trabajo deja en el objeto es lo que hace posible la

“engañosa autonomía” –así la llama Adorno– que concita actos de veneración fetichistas.

No es inútil retomar uno de los aspectos de la crítica adorniana al ensayo de Benjamin

sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Como podrá recordarse,

Adorno observaba que “el centro de la obra de arte autónoma entrelaza en sí mismo el

momento mágico y el signo de la libertad” (Adorno – Benjamin, 1994: 136); es decir, a la

negación crítica del esteticismo habría que agregarle un análisis pormenorizado de los casos

concretos del arte moderno en los que la racionalización estética produce las condiciones de

una potencial liberación sin borrar, a la vez, el principio de la autonomía. Pero también, como

bien había estudiado Benjamin, la dialéctica tendría que mostrar los momentos en los que “la

propia tecnología se transciende a sí misma y se convierte en obra de arte planificada”

(Ibidem: 137). En la interpretación de la obra de Wagner queda manifestada esta dialéctica de

la obra de arte autónoma de un modo genuino. Por un lado, el arte de la instrumentación lleva

a una construcción artística integral, dejando atrás los resabios de momentos sonoros no

significados por la estructura musical; en otras palabras, el proceso de modernización y

autonomización estética. Paradójicamente, es esta pérdida de ingenuidad en Wagner, la

conciencia de la creciente importancia que adquiere la técnica en la composición musical la

que lo lleva a exagerar y resaltar el falso carácter de naturalidad estética. De allí que, de forma

simultánea, la unidad en la multiplicidad no integre y conserve aquella multiplicidad sino que

opere suprimiendo las contribuciones singulares que la posibilitan. En este instante el arte

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confiesa su dependencia de la forma mercancía, y se reconoce su pretensión de autonomía

como falsa e ideológica: oculta el trabajo que la generó pretendiendo ser algo más que la

historicidad contingente. Evidentemente, Adorno comprende esta dialéctica como el fruto de

lo decadente en Wagner: la autoexaltación mítica en el mismo momento en que se reconoce la

propia finitud.

Antes de proseguir con nuestro análisis de los aspectos del concepto de fantasmagoría

según Adorno, cabría retroceder nuevamente a un problema que apenas si hemos esbozado

más arriba pero que tendríamos que desarrollar de forma acabada antes de cerrar con este

apartado. Resulta curioso el hecho de que Adorno piense a la fantasmagoría en Wagner como

el momento en donde su obra oculta y niega la marca de su génesis. Evidentemente, Adorno

recuperaba la idea benjaminiana de una conexión entre mito e historia, leyendo en el olvido

del trabajo en la obra el sinónimo de una pretensión de eternidad y naturalidad que debía ser

criticado. Ahora bien, la noción de huella (Spur) resultó sumamente significativa también para

Benjamin. A nosotros nos interesa aun más cuando caemos en la cuenta que con ella Adorno

articuló diferencialmente el concepto de fantasmagoría con el de aura.

En la carta de respuesta a “Sobre algunos temas en Baudelarie”, Adorno hace hincapié

en la nueva formulación benjaminiana del concepto de aura como experiencia (Adorno –

Benjamin, 1994: 308). Al pensar a ésta como un acto de investir al fenómeno de la capacidad

de devolver la mirada Adorno subraya la categoría de huella, enfatizando la identidad de la

idea de aura con la de marca de la génesis en el fenómeno. De esta interpretación se deduce

que, para Adorno, la línea separación entre un objeto fantasmagórico y una obra de arte que

conserva su momento aurático pasa por el hecho de que la primera niega y oculta la huella del

trabajo humano mientras que la segunda expresa su propia transitoriedad. Mas, habría que

leer esta definición de aura en Adorno con cautela, pues la categoría de trabajo aquí podría

conducirnos a identificar sin más su tesis con la noción espiritualista de trabajo.

Consideramos que así fue como Benjamin leyó esta definición adorniana y que esto explica su

negativa a concederle a su amigo la similitud de perspectivas (Ibídem: 312). Mientras que la

reciprocidad que supone la noción de experiencia aurática como acto de conceder al

fenómeno una capacidad de devolver la mirada podría remitirnos fácilmente a una noción

especular de reconocimiento13, lo que Adorno pretende pensar con esta categoría de huella es,

13 Semejante idea de reconocimiento es desarrollada de forma paradigmática en el apartado de la Fenomenología del espíritu sobre el amo y el esclavo. La conclusión de esta dialéctica es la del re-encuentro de la conciencia en el mismo espacio en el que en un comienzo se había enajenado. El fenómeno aquí devuelve la mirada, el objeto

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por sobre todas las cosas, la expresión de una contingencia y de una transitoriedad de cuyos

efectos no podemos decir que sean afirmativos14. La huella señala el problema irresoluble que

la relación técnica con el material genera, es precisamente el interrogante que late en la obra y

que interpela a quien la experimenta como cicatriz de algo nunca del todo concluido. La

remisión a la génesis contenida en el fenómeno introduce en su seno su propia destrucción,

dado que desmiente sus pretensiones de eternidad en tanto que apariencia: el falso brillo

fantasmagórico, por el contrario, acalla ese disenso irreductible en la apariencia de una

relación armónica entre los particulares. Simultáneamente, la huella de la génesis en el

fenómeno desarticula las propias estrategias de significación de quien lo experimenta,

anulando la posibilidad de unir esa apariencia con su esencia, al cuerpo con su sentido.

Ahora bien, resulta claro que para Benjamin la noción de huella también quedaba

remitida a una contingencia de la que era posible deducir tanto la propia caducidad del

fenómeno como la necesidad de su salvación. Tanto en la idea de un lenguaje material que a

la vez que posibilitaría la significación humana exigiría de ésta su consumación y

perfeccionamiento15, como en su investigación sobre los Trauerspiele, Benjamin da a conocer

una noción de singularidad material concebida como marca del origen en los fenómenos de la

que evidentemente Adorno extrajo el impulso para interpretar a Wagner (Benjamin, 1990:

29). Estratégico resulta entonces interpretar en el sentido indicado la noción de génesis en el

fenómeno wagneriano a los fines de descartar toda posible interpretación de la noción

adorniana de temporalidad técnica como homogeneidad y sucesividad. Más adelante

volveremos a esto a través de la idea de salvación de la apariencia.

IV. El otro lado de la moneda

El ensayo de 1938 sobre el fetichismo de la música y la regresión de la audición es una

continuación de las reflexiones desarrolladas en el escrito sobre Wagner apropósito del

vínculo entre arte y sociedad en el sistema capitalista. En términos económico-políticos, la

perspectiva ahora se posiciona en el seno de la estabilización de lo que con Pollock y

Horkheimer, Adorno llamó capitalismo de Estado. Al situarse ya no en los orígenes comunes

de la industria cultural y el modernismo estético sino en la hegemonía presente de la

mediado por la mano, y en ella se refleja la subjetividad. Posición y afirmación de sí contradicen el primado del extrañamiento en el objeto de trabajo. 14 Por el contrario, la noción adorniana de experiencia aurática parecería mentar más un proceso de negatividad radical en la subjetividad en donde los hábitos de comprensión y habla quedarían suspendidos. Ver: (Adorno, 1997: 172). 15 Ver: “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, en (Benjamin, 2001).

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organización industrial de la cultura, no se nos hace difícil encontrar prima facie diferencias

notables entre ambas perspectivas. Mientras que la mirada ambigua que exigía la obra de

Wagner –suscitada por el carácter transicional de su romanticismo tardío en los albores de la

sociedad dirigida- manifestaba la dialéctica adorniana del “arte elevado” en acción, el

posicionamiento tajante del escrito sobre el fetichismo en la música podría corroborar la

vulgarizada imagen de Adorno como un critico elitista de los progresos técnicos en la cultura

de masas; si Benjamin pecaba de “romanticismo anárquico”, pareciera ser sencillo corroborar

un simétrico “romanticismo burgués conservador” en Adorno.

Ahora bien, si tomamos la palabra a Adorno cuando nos habla de una dialéctica del arte

autónomo y de la industria cultural, entonces podríamos comenzar a dejar de lado esa primera

impresión interpretando a este ensayo como el “otro lado de la moneda”. De esta manera, si

en términos lógicos la mediación no es un “puente” que conecta dos positividades sino la

contradicción interna de cada término, entonces tendremos que acompañar a Adorno en su

análisis de las tensiones y pliegues internos de la industria cultural. Tomaremos para ello el

caso de la música ligera.

En lo que sigue nos planteamos un objetivo triple: a) remarcar las fuertes continuidades

entre ambos textos en lo que concierne al concepto de fantasmagoría, con la hipótesis de que

el ensayo sobre el fetichismo en la música proporciona el elemento que completa la figura de

la moneda; y b) precisar las novedades del artículo sobre la regresión en la audición a la luz

del interés de Adorno de leer su (nuestro) presente social; c) en conexión con esto último

podremos retomar el problema planteado por el concepto de aura y las líneas de fuga que se

abren para el arte con vistas a una intervención estético-política alternativa.

a) En términos generales, la veta de continuidad que es posible sacar a la luz entre

ambas investigaciones es la del seguimiento por parte de Adorno del progresivo

afianzamiento en el capitalismo tardío del aparato de control y reproducción simbólico-social

que representa la industria cultural. De Wagner a la música ligera asistimos a ese corrimiento

de tierras que representa la dialéctica de la obra de arte autónoma en su devenir obra de arte

planificada. Con la ayuda de la crítica benjaminiana al esteticismo, Adorno desenmascara la

ideología burguesa del “arte puro” demostrando la afinidad entre la producción de bienes para

el consumo y el arte de la composición wagneriana. Detrás de sus pretensiones de pureza

estética encuentra Adorno procesos sociales que vuelven irrisoria la idea de una separación

del arte de la forma mercancía. El ensayo sobre le fetichismo en la música traza las líneas

finales de esa trayectoria del arte del siglo XIX que culminó maniatado por las técnicas de

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producción y diviulgación de la industria cultural, sea en su modalidad de bien cultural

museizado como “clásico”, sea en su modalidad de arte simplificado –“adaptado”– para el

público masificado.

La importancia de la repetición en el caso del leitmotiv wagneriano Adorno lo conecta

con su uso con miras al éxito. La industria cultural no hace sino apropiarse una posibilidad

insita en la técnica de los leitmotive en la ópera de Wagner componiendo música meramente

ornamental para la industria del cine –el “telón musical”–, y en la planificación de música

ligera destinada al consumo de amplias audiencias. Tanto en la música para el cine de

Hollywood, como en las canciones de moda y en los jingles de las publicidades, se asiste a

una apariencia de novedad que esconde su propia semejanza estructural con manifestaciones

simbólicas pasadas. Esta homología estructural es explicada del siguiente modo: la identidad

de la “pseudoindividualidad” musical se produce en una dependencia unidireccional de un

mismo esquema.

Dado que Adorno descubre una dimensión heterónoma en la técnica wagneriana, en

donde el cálculo del efecto determina exteriormente la organización de la obra, el medio del

leitmotiv terminaría siendo instrumentado en las tres formas de música dirigida que Adorno

analiza en el capitalismo tardío. Por un lado, la repetición del leitmotiv en la música

cinematográfica permite al espectador anticipar en el recuerdo sucesos y acciones en la

medida en que asocia el tema musical a un personaje, una atmósfera emocional, o un

desencadenamiento de eventos –p. ej.: el anuncio musical de una escena de terror mediante la

asociación de sonidos siniestros con la imagen de una casa de campo desolada–. En la

repetición confirma las expectativas, pero “no traspasa los límites de la conciencia”16. Adorno

observa también que mediante la repetición de asociaciones de imagen y sonido, la publicidad

fomenta –en un extraño juego de olvido y recuerdo– la articulación de necesidades y objetos

para el consumo. Finalmente la música ligera en las canciones de moda también reproduce

este entretejimiento de mito e historia en frases pegajosas, en cadencias banales, en donde lo

más nuevo se desenmascara como lo siempre igual (Adorno, 1966: 49).

Pero si tuviéramos que resaltar los senderos de continuidad entre las reflexiones del

Wagner y las presentes en el ensayo que ahora nos toca analizar, tendríamos que colocar en

un lugar privilegiado a la categoría de fantasmagoría tal como la pudimos interpretar más

16 Adorno y Eisler encuentran en la interrupción de la acción mediante una preponderancia sin justificación dramática evidente del desarrollo musical, lo que equivale a decir: en la liberación de su función como acompañamiento duplicador de lo visual, un medio audaz para la producción de distanciamiento en el espectador. Ver: (1976: 25).

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arriba. Si bien Adorno no menciona este concepto es evidente que secretamente ofrece la

clave de su nexo argumental. El fenómeno de encubrimiento y silenciamiento de los

antagonismos sociales constitutivos de la sociedad capitalista caracteriza tanto al momento

“regresivo” de Wagner como a la música ligera. En otras palabras, la fantasmagoría de la

industria cultural como sublimación de necesidades incumplidas por las relaciones de

producción vigentes. Si en Wagner esto venía garantizado por la práctica de mitologización

del presente, en la industria cultural se lo lleva a cabo a partir de lo que Adorno suele llamar

una idea culinaria de cultura: la proliferación de halagos sensuales en los que se busca

satisfacer virtualmente y de forma compensatoria lo que no se garantiza en la realidad

social17.

Una de las instancias en la que este efecto de consuelo se realiza de forma paradigmática

es en la ideología del individuo que la música ligera propugna. Ella “no hace sino momificar

los residuos depravados y en putrefacción del individualismo romántico” (Ibídem: 62) en

donde nos es fácil reconocer a las recurrentes “stars musicales” impulsadas por las compañías

que producen y distribuyen sus obras. Se reconoce el carácter ideológico que ofrecen estas

figuras cuando se muestran como la contratara que sustituye el fenómeno de la “liquidación

del individuo” en la producción cultural y en la apreciación estética. Si tuviéramos que

resumir esta idea de forma simplificada en una ecuación, ésta sería: a mayor liquidación del

sujeto musical y su capacidad de experiencia, mayor su sobrevaloración ideológica. Podemos

conectar esta relación de intima necesidad de narcisismo y decadencia del individuo en la

“sociedad administrada” con las no menos ambivalentes lecturas críticas del llamado período

heroico de la burguesía arriba analizadas.

El otro registro en el que se realiza la fantasmagoría de la industria cultural es a partir de

la idea de borradura de la huella y el consecuente efecto de inmediatez que suscita. En

consonancia con el principio esteticista del siglo XIX de la obra de arte hermética, la

mercancía cultural refuerza la ilusión de naturalidad e imparcialidad al escamotear sus

orígenes interesados y, por eso, contingentes y particulares. A esta ilusión Adorno la llamó

también concreción aparente. Pero las consecuencias que extrae Adorno de este acto de

ocultar la marca del proceso de producción en los productos de la industria cultural pueden ya

considerarse bastante novedosos porque agregan a la dimensión técnica de la producción su

correspondiente dimensión hermenéutica de la recepción en los sujetos de la experiencia.

17 Para comprender la crítica adorniana a la teoría sensualista del gusto y su dependencia de una concepción negativa de la autonomía del arte, es fundamental reinscribir su proyecto filosófico-estético en la idea desarrollada en la tercera Crítica de Kant de un juicio desinteresado.

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b) Comencemos por esto último. Lo que Adorno deduce como corolario de la

fantasmagoría de la organización industrial de la cultura es la eliminación de toda relación

entre objeto y sujeto en la apreciación artística. Evidentemente Adorno presupone aquí una

noción de comprensión estética muy particular de la que podemos subrayar en esta ocasión

una determinación central: la relación de comprensión entre ambos términos sólo se realiza en

el sentido de un tipo de reciprocidad en la que la obra y el sujeto se encuentran bajo una

insuficiencia constitutiva. La consumación de la primera sólo se da en su encuentro con la

comprensión que la redime. Por el contrario, al presentarse como un dato, trascendiendo la

mediación humana, la música ligera fomenta la actitud pasiva, contemplativa, en la recepción

(Ibídem: 27)18. Este abismo entre sujeto y objeto presupone un abismo al interior de este

último. Nos movemos así al terreno técnico de la producción del objeto.

En la medida en que lo que determina los momentos particulares del objeto no es la

estructura significativa sino el cálculo del aumento de la ganancia en el mercado, las partes

quedan sustraídas de su significación a través de su conexión con las demás y con el todo

concibiéndose meramente como valores de cambio. Las funciones de los elementos dejan de

estar determinadas por su aporte al todo y quedan subsumidas al criterio externo de reproducir

comportamientos adecuados a las expectativas del poder, tanto las normativas desde las

instituciones fácticas como las económicas desde las empresas. El término intermedio entre,

por un lado economía y la administración y, por otro, el público receptor es el de esquemas

de significación establecidos como convenciones de estilo ahistóricas, jerarquizadas

valorativamente, y universalmente válidas que no son sino la imposición interesada de grupos

de poder. A la vez que Adorno destaca, en un eje de análisis vertical, la función reguladora de

la industria cultural entre pretensiones de validez y expectativas normativas/económicas,

enfatiza el momento aglutinante, integrador, en el eje horizontal. Los productos de la industria

cultural producen un nosotros, un colectivo fantasmagórico, que borra con suma eficacia los

conflictos que hacen del público un campo de fuerzas y que bajo la fachada de universalidad

encubre la multiplicidad (Ibídem: 34). Era esto precisamente lo que Adorno subrayaba en una

de sus críticas a la primera versión del “París, capital del siglo XIX”; la industria cultural

como forma de coacción que produce subjetividad en un sentido positivo. 18 En la recuperación de la categoría benjaminiana de redención y de crítica Adorno se acercaba al teorema de la hermenéutica moderna que sostiene que “la comprensión forma parte de un acontecer de sentido en el que se forma y concluye el sentido de todo enunciado”. Ahora bien –y esta es la otra determinación central que aquí no podemos desarrollar–, así como la redención benjaminiana acepta como su presupuesto el carácter irreversiblemente “caído” del fenómeno, la comprensión de la obra de arte en Adorno no cuenta con las garantías hermenéuticas de la tradición y la noción de mundo con ayuda de las cuales las dificultades que plantea Gadamer para la comprensión parecen quedar solventadas en una complementación recíproca de texto y lectura.

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Mas aquí tendríamos que hacer hincapié en las distancias que separan las consecuencias

que se extraen del análisis social de la técnica musical en ambas investigaciones. Mientras

que el carácter mercantil del arte de la orquestación de Wagner se observaba allí donde la

tendencia racional a la estructuración de los elementos sonoros reafirmaba la idea de

Gesamtkunstwerk, anulando así la expresión de las tensiones entre materiales individuales, en

el análisis de la estructura interna de los objetos culturales mercantilizados lo que parece

evidenciarse es algo distinto. En la industria cultural, lo que Adorno encuentra es una

ausencia de organización debida a, paradójicamente, un exceso de planificación. Aquí servirá

explicitar una distinción conceptual de Adorno con la que hemos trabajado en nuestro escrito:

la diferencia entre la categoría de técnica y la de tecnología19. Mientras que la técnica es el

trabajo con los materiales y las soluciones que ese trabajo intenta dar a los problemas que esos

materiales presentan o, lo que es lo mismo, el desarrollo inmanente de las leyes formales de la

obra y su consecuente estructuración –por lo demás, siempre débil–; la tecnología es la

organización externa de la obra mediante parámetros que no se pueden reducir a términos

estéticos sino que dependen de motivos y fines de control económico y político. En ambos se

produce un objeto unitario, con su estructura propia, pero en el primer caso esa estructura se

consigue “desde dentro” siguiendo las leyes internas de los materiales y las exigencias que

éstos presentan –de forma que la unidad de las partes no está asegurada como un a priori y

tiene en el espectro de su destino la posibilidad de fallar sea por un exceso de construcción o

por un exceso de expresión–, mientras que en el segundo caso la estructura queda garantizada

por el esquema que se le implanta como un a priori y que se elabora según parámetros

heterónomos. Así pues, en este último caso, no existe necesidad de elaborar un sentido

minuciosamente, realizando síntesis entre los elementos diversos que se integran en la obra,

sino que conviven en ella de forma desperdigada, sin mantener una relación de necesidad con

el todo. Podemos entender ahora por qué Adorno no sólo encuentra en la música ligera una

ausencia de relación entre público y objeto simbólico sino también una carencia de relación al

interior de éste último. Los productos de la industria cultural se presentan como una masa de

elementos sin relación en donde lo que predomina es el halago sensual y no la capacidad de

cada uno de ellos de remitir a otro. Al tener asegurado su lugar en la estructura desde el

comienzo, los elementos no producen “desde abajo” las relaciones significativas, su valor

diferencial sin la garantía salvadora de la convención, sino que esta identidad se construye

19 “Resumen sobre la industria cultural”, en (Adorno, 2008: 298). Esta distinción ha sido enfatizada en la teoría del cine por Ipar (2008) y Hansen (1981/1982).

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heterónomamente y su función se reduce a confirmar esa exterioridad que se implanta

esquemáticamente.

Que la distinción categorial no se plantea en una oposición bipolar se hace evidente

tanto por la lectura crítica que se observa en el Wagner, en donde el análisis técnico termina

encontrando lo fantasmagórico en el devenir tecnológico del propio objeto de la crítica como

por el reconocimiento de una posibilidad objetiva de las tecnologías de reproducción cultural

de, en un uso adecuado, trocarse en técnicas artísticas con derecho propio. Que esto último

fue concebido al interior de la propia teoría de Adorno de la cultura de masas es algo que nos

gustaría sugerir en lo que sigue a partir de la resignificación adorniana del concepto de aura.

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