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EL PENSAMIENTO HUMANÍSTICO-RENACENTISTA Y SUS

CARACTERÍSTICAS GENERALES

1. El significado historiográfico del término «humanismo»

Existe una inmensa bibliografía crítica sobre el período del

humanismo y del renacimiento. Sin embargo, los expertos no han

formulado una única definición de los rasgos de dicha época, que

recoja una aprobación unánime, y además han ido enmarañando

hasta tal punto la complejidad de los diversos problemas, que al

mismo especialista le resultan difíciles de des entrañar. La cuestión

resulta complicada asimismo por el hecho de que durante este

período no sólo se halla en curso una modificación del pensamiento

filosófico sino también de toda la vida del hombre en todos sus

aspectos: sociales, políticos, morales, literarios, artísticos, científicos y

religiosos.

Para los autores latinos que acabamos de mencionar, humanitas

significaba aproximadamente lo que los griegos habían expresado

con el término paideia, es decir, educación y formación del hombre.

Ahora bien, se consideraba que en esta tarea de formación

espiritual desempeñaban un papel esencial las letras, es decir, la

poesía, la retórica, la historia y la filosofía. En efecto, éstas son las

disciplinas que estudian al hombre en lo que posee de más

específico, prescindiendo de toda utilidad pragmática. Por eso,

resultan particularmente apropiadas para darnos a conocer la

naturaleza peculiar del hombre mismo y para incrementarla y

potenciarla. En definitiva, resultan más idóneas que todas las demás

disciplinas para hacer que el hombre sea aquello que debe ser, de

acuerdo con su naturaleza espiritual específica.

«Humanismo», pues, significa esta tendencia general que, si bien

posee precedentes a lo largo de la época medieval, a partir de

Francesco Petrarca —debido a su colorido particular, a sus

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

modalidades peculiares y a su intensidad— se presenta de una

manera radicalmente nueva, hasta el punto de señalar el comienzo

de un nuevo período en la historia de la cultura y del pensamiento.

«El humanismo renacentista no fue tanto una tendencia o un sistema

filosófico, cuanto un programa cultural y pedagógico que valoraba

y desarrollaba un sector importante pero limitado de los estudios.»

En conclusión, el humanismo representaría sólo una mitad del

fenómeno renacentista y, además, los artistas del renacimiento no

habría que interpretarlos desde la perspectiva de su gran genio

creador (cosa que constituye una visión romántica y un mito

decimonónico) sino como excelentes artesanos, cuya perfección no

depende de una especie de superior adivinación de los destinos

de la ciencia moderna, sino del cúmulo de conocimientos técnicos

(anatomía, perspectiva, mecánica, etc.) considerados como

indispensables para la práctica adecuada de su arte. Por último, si

la astronomía y la física hicieron notables progresos, fue a causa de

su entronque con las matemáticas y no con el pensamiento filosófico.

2. El significado historiográfico del término «renacimiento»

«Renacimiento» es un término que, en cuanto categoría

historiográfica, se consolidó a lo largo del siglo XIX, en notable

medida gracias a una obra de Jacob Burckhardt, titulada La cultura

del renacimiento en Italia (publicada en 1860, en Basilea), que se

hizo muy famosa y que durante mucho tiempo se impuso como

modelo y como punto de referencia indispensable. En la obra de

Burckhardt, el renacimiento aparecía como un fenómeno típicamente

italiano en cuanto a sus orígenes, caracterizado por un

individualismo práctico y teórico, una exaltación de la vida

mundana, un marcado sensualismo, una mundanización de la religión,

una tendencia paganizante, una liberación con respecto a las

autoridades constituidas que antes habían dominado la vida

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espiritual, un acusado sentido de la historia, un naturalismo filosófico

y un extraordinario gusto artístico. El renacimiento, según Burckhardt,

sería una época en la que surge una nueva cultura opuesta a la

medieval, y en ello habría desempeñado un papel importante —si

bien no determinante en un sentido exclusivo— la revivificación del

mundo antiguo. Burckhardt escribe: «Lo que debemos establecer

como punto esencial es esto, que no la antigüedad resurgida por sí

sola, sino ella junto con el nuevo espíritu italiano, ambos

compenetrados entre sí, son los que poseyeron la fuerza suficiente

para arrastrar consigo a todo el mundo occidental.» Debido al

renacimiento de la antigüedad, toda la época recibe el nombre de

«renacimiento», que es sin embargo algo más complejo. En efecto,

consiste en la síntesis del nuevo espíritu antes descrito —y que

aparece en Italia— con la antigüedad misma, y ese espíritu es el que,

al romper definitivamente con el de la época medieval, inaugura la

época moderna.

Renacimiento y reforma son imágenes que expresan conceptos que

se entrelazan, hasta constituir una unidad inescindible: «Cabe decir

que el fundamento de ambas imágenes está en aquella mística

noción de «renacer», de ser recreados, que hallamos en la antigua

liturgia pagana y en la liturgia sacramental cristiana.» De este modo,

queda radicalmente erosionada en sus mismas bases la tesis del

renacimiento como época irreligiosa y pagana.

En suma: si por «humanismo» se entiende la toma de conciencia con

respecto a una misión típicamente humana, a través de las humanae

litterae concebidas como productoras y perfeccionadoras de la

naturaleza humana, dicha noción coincide con la renovatio que

hemos mencionado, con el renacer del espíritu del hombre. Por lo

tanto, humanismo y renacimiento son dos caras de un idéntico

fenómeno.

3. Evolución cronológica y características esenciales del

período humanístico- renacentista

Desde un punto de vista cronológico, el humanismo y el renacimiento

abarcan dos siglos completos: el XV y el XVI.

Si tomamos en consideración los contenidos filosóficos, éstos

demuestran que durante el siglo XV predomina el pensamiento

acerca del hombre, mientras que el pensamiento del XVI se

ensancha para abarcar también la naturaleza. En este sentido, si por

razones de comodidad se desea calificar de humanismo de manera

preponderante a aquel momento del pensamiento renacentista

cuyo objeto es sobre todo el hombre, y se denomina renacimiento a

este segundo momento en el que el pensamiento también abarca la

naturaleza, es lícito proceder de este modo, si bien con muchas

reservas y gran cautela. En cualquier caso, hoy se entiende por

«renacimiento» todo el pensamiento de los siglos XV y XVI.

Afirmar que el renacimiento es una época diferente de la edad

media no sólo permite distinguir entre ambas épocas sin

contraponerlas, sino que también consiente individualizar con

comodidad sus vínculos y sus coincidencias, al igual que sus

diferencias, con una gran libertad crítica.

Por consiguiente, cabe resolver con comodidad otro problema.

¿Significa el renacimiento la inauguración de la época moderna? Los

partidarios de la ruptura entre renacimiento y edad media eran

fervorosos defensores de la respuesta afirmativa a dicho

interrogante. Por lo general hoy se tiende a considerar que la época

moderna comienza con la revolución científica, es decir, con Galileo.

Naturalmente, al igual que hay que buscar en la edad media las

raíces del renacimiento, hemos de buscar en el renacimiento las

raíces del mundo moderno.

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EL REALISMO DE MAQUIAVELO

En lo que concierne el realismo político, el capítulo XV del Príncipe

(escrito en 1513, pero publicado en 1531, cinco años después de

la muerte de su autor) resulta esencial, ya que en él se expone el

principio según el cual es preciso atenerse a la verdad efectiva de

la cosa y no perderse en investigar cómo debería ser la cosa: se

trata, en efecto, de aquella escisión entre «ser» y «deber ser» que

antes mencionábamos. Estas son las palabras textuales de

Maquiavelo:

Nos queda por ver ahora cuáles deben ser lo modos y el gobierno

de un príncipe con sus súbditos y sus amigos. Y puesto que sé que

muchos han escrito acerca de esto, dudo en escribir ahora yo, para

no ser tenido como presuntuoso, máxime cuando me aparto de los

criterios de los demás, en la discusión de esta materia. No obstante,

ya que mi intento consiste en escribir algo útil para el que lo entienda,

me ha parecido más conveniente avanzar hacia la verdad efectiva

de la cosa y no a su imaginación. Muchos se han imaginado

repúblicas y principados que jamás se han visto ni se han conocido

en la realidad; porque hay tanta separación entre cómo se vive y

cómo se debería vivir, que aquel que abandona aquello que se

hace por aquello que se debería hacer, aprende antes su ruina que

no su conservación: un hombre que quiera hacer profesión de bueno

en todas partes es preciso que se arruine entre tantos que no son

buenos. Por lo cual, se hace necesario que un príncipe, si se quiere

mantener, aprenda a poder ser no bueno, y a utilizarlo o no según

sus necesidades.

Maquiavelo añade además que el soberano puede hallarse en

condiciones de tener que aplicar métodos extremadamente crueles

e inhumanos; cuando a los males extremos es necesario aplicar

remedios extremos, debe adoptar tales remedios y evitar en todos

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

los casos el camino intermedio, que es la vía del compromiso que no

sirve para nada, ya que únicamente y siempre causa un perjuicio

extremo. He aquí un pasaje muy crudo, perteneciente a los Discursos

sobre la primera Década de Tito Livio (escritos entre 1513 y 1519,

y publicados en 1532):

Todo el que se convierta en príncipe de una ciudad o de un Estado,

y tanto más cuando sus fundamentos sean débiles, y no se quiera

conceder una vida civil en forma de reino o de república, el mejor

método que tiene para conservar ese principado consiste en, siendo

él un nuevo príncipe, hacer nuevas todas las cosas de dicho Estado;

por ejemplo, en las ciudades colocar nuevos gobiernos con nuevos

nombres, con nuevas atribuciones, con nuevos hombres; convertir a

los ricos en pobres, y a los pobres en ricos, como hizo David cuando

llegó a rey: qui esurientes implevit bonis, et divises dimisit inanes;

además, edificar nuevas ciudades, deshacer las que ya están

construidas, cambiar a los habitantes de un lugar trasladándolos a

otro; en suma, no dejar cosa intacta en aquella provincia, y que no

haya quien detente un grado, o un privilegio, o un nivel o una

riqueza, que no los reconozca como algo procedente de ti;

poniéndose como ejemplo a Filipo de Macedonia, padre de

Alejandro, que gracias a esta manera de actuar se convirtió en

príncipe de Grecia, de pequeño rey que era. Quien escribe sobre

él, afirma que trasladaba a los hombres de provincia en provincia, al

igual que los pastores hacen con sus rebaños. Estos modos de

actuar son muy crueles y opuestos a toda vida no sólo cristiana, sino

también humana; un hombre debe huir de ellos y preferir la vida

privada, antes que ser rey con tanta ruina de los demás hombres. No

obstante, aquel que no se decida por el primer camino, el del bien,

cuando se quiera mantener es preciso que entre por este otro, el del

mal. Los hombres, empero, toman ciertos caminos intermedios que son

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muy dañosos; porque no resultan ni del todo malos ni del todo

buenos.

Estas consideraciones tan amargas se hallan en relación con una

visión pesimista del hombre. Según Maquiavelo el hombre no es por

sí mismo ni bueno ni malo, pero en la práctica tiende a ser malo. Por

consiguiente, el político no puede tener confianza en los aspectos

positivos del hombre, sino que, por lo contrario, debe tener en

cuenta sus aspectos negativos y proceder en consecuencia. Por lo

tanto no vacilará en mostrarse temible y en tomar las oportunas

medidas para convertirse en temido. Sin duda alguna, el ideal del

príncipe tendría que ser, al mismo tiempo, que sus súbditos le amen y

le teman. Ambas cosas, empero, son difícilmente conciliables, y por

consiguiente, el príncipe elegirá lo que resulte más eficaz para el

adecuado gobierno del Estado.

La virtud del príncipe

Maquiavelo llama «virtudes» a aquellas dotes del príncipe que

surgen de un cuadro como el que acaba de pintar. Como es obvio,

la virtud política de Maquiavelo nada tiene que ver con la virtud en

sentido cristiano. El utiliza el término en la antigua acepción griega

de arete, es decir, virtud como habilidad entendida a la manera

naturalista. Más aún, se trata de la arete griega tal como se la

concebía antes de haber sido espiritualizada por Sócrates, Platón y

Aristóteles, que la habían transformado en «razón». En particular,

recuerda la noción de arete que habían empleado algunos sofistas.

En los humanistas asoma en diversas ocasiones este concepto, pero

Maquiavelo es quien lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

«La virtud es vigor y salud, astucia y energía, capacidad de previsión,

de planificar, de constreñir. Es, sobre todo, una voluntad que sirva de

dique de contención ante el total desbordamiento de los

acontecimientos, que imprima una norma —siempre parcial, por

desgracia, y caduca— al caos, que construya con tenacidad

indefectible un orden dentro de un mundo que se desmorona y se

disgrega de forma permanente. El común de los hombres es vil,

desleal, codicioso e insensato; no persevera en sus propósitos; no

sabe resistir, comprometerse, sufrir para conquistar una meta; en el

momento en que el aguijón o el látigo dejan de ser empuñados por

el dominador, las débiles turbas de inmediato se quitan de encima

los pesos, se escabullen, traicionan. Para la gran tradición medieval

de la política cristiana, el hombre caído y pecador también había

sido confiado en la tierra a la potestad civil, portadora de la

espada, para que los prevaricadores fuesen mantenidos bajo el

freno de una fuerza material inexorable. Sin embargo, esta fuerza

quedaba justificada en vista de la salvación de los buenos, y

gracias a la investidura divina de los soberanos, que eran

instrumentos de una severidad moralizadora. Aquí, en cambio, es

toda la masa humana la que se sumerge en la obtusa maldad, y la

virtud misma, que otorga y justifica el poder, no tiene nada de

sagrado, porque constriñe y edifica, pero no educa y tampoco

redime.»

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FILOSOFÍA DEL RENACIMIENTO*

I- La crisis renacentista

No se puede hablar con rigor de una filosofía renacentista, en el

mismo sentido en que se habla de la filosofía medieval o de la moderna.

En primer lugar, hay una extremada diversidad de tendencias, y es difícil

aprehender el sentido general del pensamiento de este período; en

segundo lugar, elementos intelectuales muy dispares conviven durante un

par de centurias y no corresponden por igual, ni mucho menos, al espíritu

del tiempo: unos son meras supervivencias, otros son anticipaciones

inmaturas, algunos no pasan de ser tanteos infructuosos y sin última

seriedad. Pero, sobre todo, desde Ockam hasta Descartes, no hay una

filosofía plena y lograda que corresponda a una forma de vida europea

definida.

El llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por

desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad

Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del

hombre»1.

Desde este punto de vista, es lícito distinguir entre Renacimiento y

Edad Moderna, y hacer arrancar esta última del cartesianismo. Con lo cual,

claro está, se amplían considerablemente los límites usuales de la época

renacentista y se hace entrar en ella un complejo de elementos

intelectuales que exceden con mucho del humanismo y de los comienzos

de la Reforma2.

La primera forma de pensamiento renacentista se presenta como

reacción frente a la Escolástica, en nombre de dos motivos. Uno de éstos

es negativo: el hastío de las disputas formalistas en que los escolásticos

decadentes llevaban sumergidos largo tiempo; la filosofía escolástica del

siglo XV se había convertido casi, exclusivamente en un juego intelectual

con seudoproblemas en forma de quaestiones, que eliminaba toda

actividad intelectual efectiva; los pensadores manejaban fórmulas ya

hechas, esquemáticas, que entorpecían todo contacto directo con la

realidad. El segundo motivo, de índole más positiva, es la pretensión de

* La filosofía en sus textos. Selección, comentarios e introducciones por Julián Marías

(Labor, Barcelona 19632)

1 ORTEGA: Esquema de las crisis, pp 18-19

restaurar la ciencia antigua. Una serie de azares históricos —excavaciones

en Italia, las Cruzadas, relaciones con el Imperio bizantino, sobre todo la

conquista de éste por los turcos a mediados del siglo XV— habían

incrementado considerablemente el conocimiento de la Antigüedad

clásica. Los hombres del Renacimiento, al conocer directamente esta

cultura antigua, sienten por ella una enorme admiración, en primer lugar

estética. La actitud de desdén hacia la Edad Media se une a la

conciencia de Renacimiento del mundo antiguo y de su espléndida

civilización. Se trata, pues, de restaurar el clasicismo y las buenas letras

frente al impuro y bárbaro latín de los frailes de a Edad Media: esto es

primariamente el humanismo.

Pero por debajo de esta reacción, en el fondo escasamente radical,

a pesar de su apariencia, latían otros impulsos más profundos y fértiles.

Toda la evolución de los problemas filosóficos de la Edad Media había

llevado a una afirmación creciente de la independencia del mundo —una

vez creado— respecto a su Creador. En segundo lugar, el escotismo y,

sobre todo, el ockamismo habían disminuido considerablemente la

posibilidad de conocer a Dios por medio de la razón. En tercer lugar, la

idea del conocimiento que dominaba desde el siglo XVI tendía cada vez

más a reducir su alcance al de la aprehensión de signos y relaciones de

las cosas. Todo esto prepara una nueva actitud, cuyas raíces, como vemos,

lejos de estar en oposición a la Edad Media, se encuentran en la interna

evolución de la filosofía medieval3. El hombre del Renacimiento siente un

interés cada vez mayor por la naturaleza —en estrecha conexión con el

franciscanismo—; su atención se dirige al mundo y al hombre, que tienen

estructura racional, cada vez comprobada con mayor rigor: humanismo y

física van a ser los dos grandes temas del hombre renacentista, para quien

la Teología, como disciplina racional, pasa a segundo término. La

perspectiva se altera profundamente en el giro que va de la Edad Media

a la época que estudiamos.

En estos siglos de transición entre dos épocas seguras de sí mismas —

la Edad Media y la modernidad— coexisten dos estados de espíritu

opuestos y que se complementan: la conciencia de declinación, de

2 Se encontrarán precisiones en mi Introducción a la metafísica del siglo XVII (en LEIBNIZ:

Discurso de metafísica), pp. 13-24 3 Cf. J. Marías: Historia de la filosofía, 2ª edición, pp 114-121

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acabamiento de un mundo y el barrunto de que se inicia una nueva era,

el presentimiento de un amanecer. En otro lugar he aludido a los títulos de

algunos libros representativos de esta edad, que dejan traslucir

inmejorablemente esas encontradas emociones del hombre europeo, entre

el siglo XIV y el XVI.

Por último, en el Renacimiento se alteran las condiciones del trabajo

intelectual. El hombre de la Edad Media había cultivado la Filosofía en

íntima unión con los estudios teológicos y dentro de una comunidad: las

escuelas en sus diversas formas, las Universidades después, vinculadas a

las Órdenes religiosas. El filósofo medieval es el clérigo, casi siempre el fraile,

inserto en una ordenación jerárquica que comienza en su convento y

termina en la Iglesia universal. Pero en el Renacimiento las cosas cambian.

Las unidades sociales de la Edad Media —el Imperio, la cristiandad regida

por el Pontífice— se destruyen o se quebrantan; se forman nuevas unidades

históricas —las naciones—, de cuyos límites todavía no se tiene una noción

clara. El hombre se siente solo, aislado, con su nuda individualidad; siente

a la vez el riesgo y la delicia de esta independencia desligada; está lleno

de inseguridad y de audacia. El intelectual renacentista ya no es clérigo,

o lo es per accidens, como el propio Erasmo. Su vida es la del seglar

independiente, que va a constituir una clase intermedia importantísima.

Esto subraya enérgicamente la personalidad de los hombres del

Renacimiento. Aparecen con acusado relieve, distintos unos de otros, con

una afirmación petulante de su perfil individual. El sentido de la originalidad

también renace; no sería excesivo buscar una raíz de ello en la menor

seguridad con que se confía en la vida perdurable. Se renueva el afán

antiguo de nombradía, de alcanzar la inmortalidad del nombre y de la

fama. Todos estos rasgos dan un aire común a los hombres de esta edad

compleja, dentro de la cual hay que distinguir múltiples grupos de distinta

filiación y pelaje.

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EL ADVENIMIENTO DEL DESASTRE

Lo primero que debemos hacer al abordar nuestro tema, si deseamos

colocarlo en la exacta perspectiva histórica, es desprendernos de cierta

ilusión naturalmente alimentada por la hora y el lugar en que vivimos. La

ilusión de que la Iglesia vivió una existencia apacible, igual, de poderío

indiscutido a través de los siglos que medían entre la conversión del Imperio

Romano y la gran catástrofe del siglo XVI.

De ningún modo fue así. Vivía en perpetua lucha y en perpetuo peligro,

en el sentido humano, de disolución. Estaba continuamente bajo el asalto

de enemigos internos y externos. Y la razón es sencilla: no pertenece a este

mundo.

El naufragio definitivo de la unión europea, causado por la reforma –si

es, en realidad, definitivo- no fue más que un episodio de un largo viaje,

durante el cual el naufragio había sido una amenaza constante.

Decir que la vida de la Iglesia durante los tres primeros siglos fue una

incesante y violenta lucha es insistir sobre un lugar común; pero esa lucha

no cesó en Constantino sino que continuó en otras formas. Continuó sin

cesar, siglo tras siglo. Coincidiendo casi exactamente con el gran

movimiento de conversión, alrededor de los años 320-330 debido al cual

las gentes empezaron a adherirse en masa a la religión oficial (que hasta

entonces contaba, tal vez, con solo una décima o una octava parte de

toda la población), la naturaleza misma de la fe se vio amenazada por la

perversión arriana.

Esa época se halla tan lejos de nosotros que no nos damos cuenta de

lo que fue; y desde el siglo XVIII, sobre todo en Inglaterra, bajo la influencia

de la mentalidad carente del sentido histórico de Gibbon (y Gibbon no

era mas que un discípulo de Voltaire), existe la moda de burlarse del

arrianismo como si se tratara de una lucha dialéctica casi incomprensible y

ciertamente ridícula, llena de sutiles disquisiciones y juegos de palabras.

Fue muchísimo más que eso. Constituyó todo un aspecto pervertido de

la Iglesia católica que afectaba un gran sector de la estructura jerárquica,

como un parásito metido dentro de un organismo que amenaza desnutrirlo

y finalmente destruirlo. Porque el arrianismo era, en esencia espíritu

racionalista: es decir, incapacidad de advertir que existen cosas más allá

de la razón. No fue un rechazo franco del catolicismo, pero fue el principio

de este rechazo. Y en esto se asemeja mucho al primer movimiento

protestante del siglo XVI. Era el espíritu que al referirse a los misterios

pregunta: “¿Cómo es posible que semejantes cosas sean?” Porque el

arrianismo, aún cuando no combatía totalmente la unidad, empequeñecía

la Divinidad de Cristo. Constituyó el comienzo de un intento de racionalizar

el misterio de la Encarnación, exactamente del mismo modo que los

ataques de la Presencia Real, antes y durante la Reforma, fueron el

comienzo de un intento de racionalizar el misterio de la Eucaristía.

Ahora bien, el arrianismo pesó gravosamente, como durante siglos, sobre

la Iglesia. Con intermitencias, fue la religión de la corte. Se convirtió,

principalmente, en la religión del soldado, en una sociedad que dependía

por entero del ejército; y sólo cuando hubieron pasado tres buenas

generaciones desde sus comienzos, debido a las conquistas de Clodoveo

en Galia, se inició en contra de una reacción verdaderamente vigorosa.

Los soldados que gobernaban a España no abandonaron el arrianismo

hasta más tarde, casi cien años después. Las tropas federales que se

apoderaron del África del Norte eran arrianas y perseguían el catolicismo

en esa provincia del imperio romano con la misma violencia con que la

supremacía protestante lo persiguió en Irlanda. El poder militar que

gobernaba Italia era arrio, y apenas acababa el emperador católico de

recuperar Italia, poniéndola bajo su mando directo, otro cuerpo de tropas

federadas, también arrios, se adueñaron del norte. El arrianismo tuvo sus

obispos, su organización y propaganda, y durante unos buenos trescientos

años, en un lugar o en otro ejerció poderosa influencia sobre las clases

dirigentes (por suerte era débil entre los pobres).

Por consiguiente, aunque triunfante del paganismo, la Iglesia Católica,

poco después del año 300, se vio envuelta en un nuevo conflicto que no

terminó hasta pasados otros tres siglos.

¿Qué fue la Reforma?

El movimiento generalmente llamado “La Reforma” merece un lugar aparte

en la Historia de las grandes herejías, y esto por las siguientes razones:

1. No fue un movimiento en particular sino uno general, esto es: no produjo

una herejía particular que habría podido ser debatida, analizada y

condenada por la autoridad de la Iglesia como hasta ahora fue el caso

de toda otra herejía o movimiento hereje. Después de que las distintas

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proposiciones herejes fueran condenadas, tampoco estableció (como lo

hizo el mahometanismo o el movimiento albigense) una religión separada

por encima y en contra de la antigua ortodoxia. Más bien creó una cierta

atmósfera moral, separada, que aún seguimos llamando “protestantismo”.

De hecho, produjo toda una cosecha de herejías, pero no una herejía, y

su característica fue que todas sus herejías adquirieron y prolongaron un

estilo común: ése que llamamos “protestante” hasta el día de hoy.

2. Si bien los frutos inmediatos de la Reforma decayeron, del mismo modo

en que lo hicieron muchas otras herejías del pasado, la disrupción que

produjo permaneció y el móvil principal – la reacción contra una autoridad

espiritual unida – continuó tan en vigor que rompió a la civilización europea

de Occidente, impulsó al final una duda general y se expandió más y más

ampliamente. Ninguna de las herejías más antiguas había hecho eso ya

que cada una de ellas fue específica. Cada una de ellas se había

propuesto suplantar o rivalizar con la Iglesia Católica existente. Por el

contrario, el movimiento de la Reforma propuso más bien disolver a la

Iglesia Católica – ¡y sabemos hasta qué medida el esfuerzo ha tenido éxito!

Lo más importante de la Reforma es entenderla. No sólo seguir su Historia

etapa por etapa – un procedimiento siempre necesario para entender

cualquier cuestión histórica – sino aprehender su naturaleza esencial.

En esto último, a las personas modernas les resulta muy fácil equivocarse;

especialmente a las personas del mundo angloparlante. Las naciones que

conocemos quienes hablamos en inglés son, con la excepción de Irlanda,

predominantemente protestantes; y aún así albergan (con la excepción de

Gran Bretaña y África del Sur) grandes minorías católicas.

En ese mundo angloparlante (al cual está dirigido este escrito) existe una

conciencia plena de lo que fue el espíritu protestante y de lo que ha

llegado a ser en sus modificaciones actuales. Todo católico que vive en

ese mundo angloparlante conoce lo que significa el temperamento

protestante del mismo modo en que conoce el sabor de algún alimento

habitual, o de una bebida, o el aspecto de alguna vegetación familiar. En

menor grado las grandes mayorías protestantes – en Gran Bretaña esa

mayoría es abrumadora – tienen alguna idea de qué es la Iglesia Católica.

Saben mucho menos de nosotros de lo que nosotros sabemos de ellos. Eso

es natural, ya que nosotros procedemos de orígenes más antiguos, porque

somos universales mientras ellos son regionales y porque nosotros

sostenemos una filosofía intelectual definida mientras ellos poseen un

espíritu más bien emocional e indefinido, aunque característico. Aún así, a

pesar de que saben menos de nosotros de lo que nosotros sabemos de

ellos, son conscientes de una diferencia y sienten que hay una aguda

división entre ellos y nosotros.

Ahora bien, en la actualidad, tanto católicos como protestantes tienden

a cometer un error histórico capital. Tienden a considerar al catolicismo por

un lado y al protestantismo por el otro como dos sistemas religiosos y

morales esencialmente opuestos que producen en sus miembros

individuales, desde los mismos orígenes del movimiento, características

morales opuestas y hasta fuertemente contrastantes. Toman por cierta esta

dualidad incluso desde el comienzo del proceso. Los historiadores que

escriben en inglés a ambos lados del Atlántico hablan de cualquier Fulano

(aún a principios del Siglo XVI) calificándolo de “protestante” y de algún

otro Mengano como “católico”. Es cierto que los contemporáneos de esas

personas también utilizaron dichos términos, pero emplearon las palabras

en un sentido muy diferente y con muy distintos sentimientos. Por todo el

lapso de una vida humana después de comenzado el movimiento llamado

de “La Reforma” (digamos entre 1520 hasta 1600) las personas se

mantuvieron en una actitud mental que consideró a toda la disputa

religiosa dentro de la Cristiandad como algo ecuménico. La pensaron

como un debate en el cual toda la Cristiandad se hallaba involucrada y

como algo sobre lo cual se tomaría alguna clase de decisión final válida

para todos. Se pensaba que esta decisión se aplicaría a la Cristiandad

como un todo y traería consigo una paz religiosa general.

Como he dicho, este estado mental perduró por el lapso de toda una

larga vida humana – pero su atmósfera duró mucho más. Europa no se

resignó a aceptar la desunión religiosa por el lapso de otra vida humana

adicional. La renuente decisión de sacar lo mejor del desastre no se vuelve

evidente – como veremos – hasta la Paz de Westfalia, 130 años después

del primer desafío de Lutero; y la separación completa de católicos y

protestantes no se concretó sino otros cincuenta años más tarde;

aproximadamente entre 1690 y 1700.

Es de primordial importancia apreciar esta verdad histórica. Sólo unos

pocos de los más amargos o ardientes reformadores se lanzaron a destruir

al catolicismo como algo separado del cual eran conscientes y al cual

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odiaban. Menos aún se dirigió la mayoría de los reformadores a establecer

alguna otra contra-religión unificada.

A lo que se dedicaron (como ellos mismos lo formularon y como se dijo

durante un siglo y medio antes del gran alzamiento) fue a “reformar”.

Declararon su intención de purificar a la Iglesia y de restaurarla en sus

virtudes originales de llaneza y simplicidad. De diferentes maneras ( y los

distintos grupos diferían en casi todo excepto en su cada vez mayor

reacción en contra de la unidad) expresaron su intención de librarse de

las excrescencias, supersticiones y falsedades históricas siendo que de

ellas, sabe Dios, disponían de toda una multitud para atacar.

Por el otro lado, durante este período de la Reforma, la defensa de la

ortodoxia se concentró no tanto en destruir un fenómeno específico (como

lo es el espíritu protestante actual) sino en restaurar la unidad. Durante al

menos sesenta años, y aún por ochenta años – más que el lapso de vida

plenamente activo de un hombre longevo – las dos fuerzas activas, la

Reforma y el Conservadorismo, fueron de esta naturaleza: entrelazadas,

cada una de ellas afectando a la otra y cada una esperando volverse

universal al final.

Por supuesto, a medida que transcurrió el tiempo los dos partidos tendieron

a convertirse en dos ejércitos hostiles, en dos campos separados, y por

último se produjo la separación completa. Lo que había sido la Cristiandad

unida de Occidente se quebró en dos fragmentos: uno que de allí en más

sería la cultura protestante y otro de cultura católica. A partir de allí, cada

uno de ellos se reconocería a si mismo y a su propio espíritu como algo

separado y hostil al otro. También cada uno creció asociando el nuevo

espíritu con su propia región, o nacionalidad, o ciudad-Estado: Inglaterra,

Escocia, Hamburgo, Zurich, y todos los demás.

Después de la primera fase (que, naturalmente, abarcó el lapso de una

vida humana) vino una segunda que cubrió otro lapso igual. Si uno

conviene en expandirla justo hasta la expulsión de los reyes Estuardos

católicos de Inglaterra, cubrió incluso algo más que una vida humana –

cerca de cien años.

En esta segunda fase, los dos mundos, el protestante y el católico, están

conscientemente separados y son conscientemente antagonistas. Es un

período bastante lleno de combates efectivos: las “guerras de religión” en

Francia e Irlanda y, sobre todo, en las amplias regiones de habla

germánica de Europa Central. Bastante antes de que estos

enfrentamientos de hecho terminaran, los dos adversarios habían

“cristalizado” en una forma permanente. La Europa católica terminó

aceptando como aparentemente inevitable la pérdida de lo que hoy son

los Estados y las ciudades protestantes. La Europa protestante perdió

toda esperanza de afectar permanentemente con su espíritu aquella otra

parte de Europa que había sido salvada para la Fe. El nuevo estado de

cosas quedó establecido por los principales tratados que terminaron con

las guerras religiosas en Alemania (a medio camino entre 1600 y 1700).

Pero el conflicto continuó esporádicamente por al menos cuarenta años

más y partes de las fronteras entre las dos regiones seguían fluctuando aún

al final de ese período adicional. Las cosas no se consolidaron en dos

mundos separados sino hasta 1688 en Inglaterra o, incluso 1715, si

consideramos a la totalidad de Europa.

A fin de tener la cuestión clara en nuestras mentes es bueno disponer de

fechas fijas. Podemos tomar como origen del conflicto manifiesto al

alzamiento violento conectado con el nombre de Martín Lutero en 1517.

Para 1600 el movimiento, como movimiento general europeo, se había

diferenciado bastante bien en un mundo protestante opuesto al católico

y la lucha se dirimía para decidir si dominaría el primero o el segundo y no

para decidir si prevalecería una filosofía o la otra a través de nuestra

civilización; si bien, como he señalado, muchos aún esperaban que, al final,

la antigua tradición católica se extinguiría o bien que, al final, la

Cristiandad volvería en un todo a ella.

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11

MARTIN LUTERO

1.1. Lutero y sus relaciones con la filosofía y con el pensamiento

humanístico-renacentista

Con Justa razón se ha dicho que ubi Erasmus innuit ibi Luterus irruit. En

efecto, Lutero (1483-1546) irrumpió en el escenario de la vida

espiritual y política de su época como un auténtico huracán, que

sacudió a Europa y provocó una dolorosa fractura en la unidad del

mundo cristiano. Desde el punto de vista de la unidad de la fe, el

medievo acaba con Lutero con él se inicia una fase importante del

mundo moderno. Entre los numerosos escritos de Lutero recordemos

el Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516), las 95 Tesis

sobre las indulgencias (1517), las 28 tesis referentes a la Disputa de

Heidelberg (1518), los grandes escritos de 1520 que constituyen los

auténticos manifiestos de la reforma: Llamada a la nobleza cristiana

de nación alemana para la reforma del culto cristiano, El cautiverio

de Babilonia de la Iglesia, y en 1525 —en contra de Erasmo— La

libertad del cristiano y el Esclavo arbitrio.

Desde una perspectiva histórica el papel de Lutero posee una

importancia primordial, dado que a su reforma religiosa muy pronto

se añade elementos sociales y políticos que modificaron el rostro de

Europa, y supuesto es de una importancia primordial para la historia

de las religiones y del pensamiento teológico. Sin embargo, también

merece un lugar en la historia del pensamiento filosófico, ya que

Lutero fue portavoz de aquella misma voluntad de renovación que

manifestaron los filósofos de la época, su pensamiento religioso

poseyó determinadas vertientes teóricas (sobre todo de carácter

antropológico y teológico), y el nuevo tipo de religiosidad que él

defendía influyó sobre los pensadores de la época moderna (por

ejemplo, sobre Hegel y sobre Kierkegaard) y contemporáneos (por

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

ejemplo, sobre determinadas corrientes del existencialismo y de la

nueva teología).

Lutero asumió con respecto a los filósofos una postura

completamente negativa: la desconfianza en las posibilidades de la

naturaleza humana de salvarse por sí sola, sin la gracia divina (como

veremos enseguida), debía conducir a Lutero a quitar todo valor a

una búsqueda racional autónoma, o al intento de afrontar los

problemas humanos fundamentales basándose en el logos, en la

mera razón. Para él, la filosofía no es más que un vano sofisma o, aún

peor, fruto de aquella soberbia absurda y abominable tan

característica del hombre, que quiere basarse en sus solas fuerzas y

no sobre lo único que salva: la fe. Aristóteles, desde este punto de

vista, es considerado como la expresión en cierto sentido

paradigmática de esta soberbia humana. (El único filósofo que

parece no estar del todo incluido en esta condena es Ockham.

Ockham, al escindir fe y razón —contraponiéndolas— había abierto

uno de los caminos que debían conducir a la postura luterana.)

Veamos en primer lugar cuál es la posición de Lutero en el ámbito

de la época renacentista, para examinar a continuación cuáles son

los núcleos centrales de su pensamiento religioso teológico En la

actualidad, están muy claras las relaciones que existen entre Lutero

y el movimiento humanístico (en parte, ya las hemos anticipado).

a) Por un lado Lutero encarna de la manera más potente —e incluso,

prepotente— aquel deseo de renovación religiosa, aquella ansia de

renacer a una nueva vida, aquella necesidad de regeneración, que

constituyen las raíces mismas del Renacimiento: desde este punto de

vista, la reforma protestante puede ser considerada como resultado

de este amplio y multiforme movimiento espiritual.

b) Además, Lutero recupera y lleva hasta sus últimas consecuencias

el gran principio del retorno a los orígenes, el regreso a las fuentes y

a los principios que los humanistas habían pretendido llevar a cabo

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mediante el retorno a los clasicos, Ficino y Pico de la Mirándola a

través de la vuelta a los prisci theologi (a los orígenes de la

revelación sapiencial: Hermes, Orfeo, Zoroastro, la cábala), y que

Erasmo ya había hallado con toda claridad en el Evangelio y en el

pensamiento de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia.

El retorno al Evangelio —a diferencia de Erasmo, que había tratado

de mantener el equilibrio y la mesura— se convierte en Lutero en

revolución y destrucción: todo lo que la tradición cristiana ha

construido a lo largo de siglos le parece a Lutero una incrustación

postiza, una edificación artificial, un peso sofocante del que hay que

liberarse. La tradición ahoga al Evangelio; más aún, aquélla es la

antítesis de éste, hasta el punto de que, según Lutero, «el acuerdo

se hace imposible». Por lo tanto, la vuelta al Evangelio significa para

Lutero no sólo un replanteamiento drástico, sino además una

eliminación del valor de la tradición.

c) Como es obvio esto comporta una ruptura con la tradición

religiosa y con la tradición cultural, que por muchos motivos constituía

el substrato de aquélla. Como consecuencia se rechaza en bloque

el humanismo, como pensamiento y como actividad teórica. En este

sentido la postura de Lutero se muestra decididamente

antihumanística: el núcleo central de la teología luterana niega todo

valor realmente constructivo a la fuente misma de donde surgen las

humanae litterae, así como a la especulación filosófica, como hemos

recordado antes, en la medida en que considera que la razón

humana no significa nada ante Dios y atribuye la salvación

únicamente a la fe.

1.2. Las directrices básicas de la teología luterana

Las directrices doctrinales de Lutero son en substancia tres: 1) la

doctrina de la justificación radical del hombre a través de la sola fe;

2) la doctrina de la infalibilidad de la Escritura, considerada como

única fuente de verdad; 3) la doctrina del sacerdocio universal, y la

doctrina —emparentada con ella— del libre examen de las Escrituras.

Todas las otras proposiciones teológicas de Lutero no son más que

corolarios o consecuencias que proceden de estos principios.

1) La doctrina tradicional de la Iglesia era y sigue siendo que el

hombre se salva por la fe y por las obras (la fe es verdadera fe

cuando se prolonga y se expresa concretamente mediante las

obras; y las obras son auténtico testimonio de vida cristiana cuando

se hallan inspiradas y movidas por la fe, y cuando están impregnadas

de ella). Las obras son indispensables.

Lutero discutió con energía el valor de las obras. ¿Por qué motivo?

Mencionamos sólo de pasada las complejas razones de carácter

psicológico y existencial sobre las que los estudiosos han insistido

mucho, porque aquí nos interesan de modo predominante las

motivaciones doctrinales. Lutero se sintió durante mucho tiempo

profundamente frustrado e incapaz de merecer la salvación gracias

a sus propias obras, que siempre le parecían inadecuadas, y la

angustia ante la problematicidad de la salvación eterna lo

atormentó constantemente. La solución que adoptó, afirmando que

basta la fe para salvarse, servía para liberarlo completa y

radicalmente de dicha angustia.

En cambio, éstas son las motivaciones conceptuales: nosotros, los

hombres, somos criaturas hechas de la nada y, en cuanto tales, no

podemos hacer nada bueno que sea de valor ante los ojos de Dios:

nada que permita, pues, convertirnos en aquellas «nuevas criaturas»,

en las que se dé aquel renacer exigido por el Evangelio. Al igual que

Dios nos ha creado de la nada con un acto de voluntad libre, del

mismo modo nos regenera con un acto análogo de libre voluntad,

completamente gratuito. Después del pecado de Adán el hombre

decayó hasta el punto de que por sí solo no puede hacer

absolutamente nada. Todo lo que proviene del hombre, en sí mismo

considerado, es concupiscencia, término que en lutero designa todo

lo que se halla ligado al egoísmo, al amor propio. En tales

circunstancias, la salvación del hombre sólo depende del amor

divino, que es un don absolutamente gratuito. La fe consiste en

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comprender esto y en confiarse totalmente al amor de Dios. En la

medida en que es un acto de confianza total en Dios, la fe nos

transforma y nos regenera. Éste es uno de los pasajes más

significativos acerca del tema, perteneciente al Prefacio de la

Epístola a los Romanos, de Lutero:

Fe no es aquella humana ilusión y aquel sueño que algunos piensan

que es la fe. Y si ven que de ésta no proviene un mejoramiento de la

vida, ni buenas obras, aunque oigan hablar — o hablen mucho ellos

mismos— de fe, caen en el error y dicen que la fe es insuficiente y que

hacer obras, convertirse en piadosos y santos. Por lo tanto, si

escuchan el evangelio y profieren en su corazón un pensamiento

propio, y dicen: «Yo creo.» Se imaginan que esto es verdadera fe;

pero puesto que se trata únicamente de un pensamiento humano

que lo más íntimo del corazón desconoce, no tiene eficacia y de

ello no se deriva ningún mejoramiento. En cambio, la fe es una obra

divina en nosotros, que nos transforma y nos hace nacer de nuevo

en Dios (...). Mata al viejo Adán, nos transforma por completo desde

nuestro corazón, nuestro ánimo, nuestro sentir y todas las energías, y

trae consigo al Espíritu Santo. Oh, la fe es algo vivo, activo, operante,

poderoso, y le resulta imposible no estar obrando continuamente el

bien. Ni siquiera exige que haya que llevar a cabo obras buenas;

antes de que se planteen, ya las ha hecho, y siempre está en acción.

Pero quien no realiza tales obras es un hombre sin fe, camina a

ciegas y busca a su alrededor la fe y las obras, y no sabe qué son

la fe o las obras buenas, pero parlotea mucho acerca de la fe y de

las buenas obras.

La fe justifica sin ninguna obra; y aunque Lutero admite, una vez que

existe la fe, que se produzcan buenas obras, niega que posean el

sentido y el valor que se les atribuía tradicionalmente. Conviene

recordar, por ejemplo, lo que implica esta doctrina con respecto a

la cuestión de las indulgencias (y las consiguientes polémicas que se

entablaron), ligada con la teología de las obras (que nos limitaremos

sólo a mencionar), pero que va mucho más allá de tales polémicas,

afectando los cimientos mismos de la doctrina cristiana. Lutero no se

limitó a rectificar los abusos vinculados con la predicación de las

indulgencias, sino que eliniinó de raíz la base doctrinal en que se

aplicaban, lo cual tuvo gravísimas consecuencias, de las que más

adelante hablaremos.

2) Todo lo que ya se ha dicho basta para dar a entender el sentido

de la segunda directriz básica del luteranismo. Todo lo que sabemos

de Dios y de la relación entre hombre y Dios nos lo dice Dios en las

Escrituras. Éstas deben entenderse con un absoluto rigor y sin la

intromisión de razonamientos o de glosas metafísico-teológicas. La

Escritura, por sí sola, constituye la infalible autoridad de la que

tenemos necesidad. El papa, los obispos, los concilios y la tradición

en su conjunto no sólo no favorecen, sino que obstaculizan la

comprensión del texto sagrado.

Hemos visto que esta enérgica llamada a la Escritura era algo

característico de muchos humanistas. Sin embargo, los estudios más

recientes han demostrado también que, cuando Lutero decidió

afrontar la traducción y la edición de la Biblia, ya circulaban

numerosas ediciones, tanto del Antiguo como del Nuevo

Testamento. Según cálculos efectuados sobre bases bastante

exactas, debían circular al menos cien mil ejemplares del Nuevo

Testamento, y unos ciento veinte mil de los Salmos. No obstante, la

demanda resultaba aún muy superior a la oferta. Y la gran edición

de la Biblia de Lutero respondía precisamente a esta necesidad, lo

que causó su gran éxito. No fue Lutero, por lo tanto, quien —como

antes se decía— llevó a los cristianos a leer la Biblia, pero fue Lutero

quien supo satisfacer mejor que nadie aquella imperiosa necesidad

de lectura directa de los textos sagrados, que había madurado en

su época.

Hay que poner de relieve un aspecto. Los especialistas han

observado que, en la Biblia, los humanistas buscaban algo diferente

a lo que buscaba Lutero. Aquéllos querían hallar en ella un código

de comportamiento ético, las reglas del vivir moral. Lutero, en cambio,

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buscaba allí la justificación de la fe, ante la cual (de la forma en que

él la entiende) pierde todo significado el código moral, en sí mismo

considerado.

3) La tercera directriz básica del luteranismo se explica

adecuadamente, no sólo con la lógica interna de la nueva doctrina

(entre el hombre y Dios, el hombre y la palabra de Dios, no hay

ninguna necesidad de un intermediario especial), sino a través de la

situación histórica que había aparecido a finales de la edad media

y durante el renacimiento: el clero se había mundanizado, había

perdido credibilidad, y ya no se apreciaba una distinción efectiva

entre sacerdotes y laicos. Las rebeliones de Wychf y de Hus, hacia

finales del medievo (cf. volumen I, p. 555s) son particularmen te

significativas. A propósito de estos precedentes históricos, J.

Delumeau escribe: «Al rechazar los sacramentos, Wyclif rechaza al

mismo tiempo la Iglesia jerárquica. Los sacerdotes (que deben ser

todos iguales) para él no son más que los dispensadores de la

palabra, pero Dios es el único que obra todo en nosotros y hace

que descubramos su doctrina en la Biblia. Unos años más tarde Jan

Hus enseña que un sacerdote en estado de pecado mortal ya no

es un auténtico sacerdote, cosa que también se aplica a los obispos

y al papa» (La Riforma, Mursia, Milán 1975).

No era preciso esforzarse demasiado, pues, para llegar a las últimas

conclusiones, como hizo Lutero: un cristiano aislado puede tener

razón contra un concilio, si se halla iluminado e inspirado

directamente por Dios. Por lo tanto, no es necesario que haya una

casta sacerdotal, ya que cada cristiano es sacerdote con respecto

a la comunidad en la que vive. Todo hombre puede predicar la

palabra de Dios. Se elimina así la distinción entre clero y laicos,

aunque no se elimine el ministerio pastoral en cuanto tal,

indispensable para una sociedad organizada.

A este respecto las cosas tomaron un cariz muy negativo. La libertad

de interpretación abrió el camino a una serie de perspectivas no

deseadas por Lutero, que gradualmente se convirtió en dogmático

e intransigente, y pretendió en cierto sentido estar dotado de

aquella infalibilidad que le había discutido al papa (con razón se le

llegó a llamar «el papa de Wittenberg»). Peor aún fue lo que sucedió

cuando, perdida toda confianza en el pueblo cristiano organizado

sobre bases religiosas, debido a una infinidad de abusos, Lutero

entregó a los Príncipes la Iglesia que había reformado: nació así la

Iglesia de Estado, antítesis de aquella a la cual habría debido

conducir la reforma.

Mientras Lutero afirmaba solemnemente la libertad de la fe, en la

práctica se contradecía de una forma radical. En 1523 había escrito

(empleamos los documentos de Delumeau, antes citado): «Cuando

se habla de la fe, se habla de algo libre, a lo que nadie puede

obligar. Sí, es una operación de Dios en el espíritu, y por tanto queda

excluido que un poder externo al espíritu pueda obtenerla mediante

la fuerza.» En enero de 1525 insistía: «En lo que se refiere a los herejes

y a los falsos profetas y doctores, no debemos extirparlos ni

exterminarlos. Cristo dice con claridad que debemos dejarlos vivir.»

Sin embargo, a finales de ese mismo año, Lutero escribía: «Los

príncipes deben reprimir los delitos públicos, los perjurios, las

blasfemias manifiestas del nombre de Dios», si bien añadía: «pero en

esto, no ejerzan ninguna constricción sobre las personas, dejándolas

en libertad… de maldecir a Dios en secreto o de no maldecirlo.»

Poco después, escribía al elector de Sajonia: «En una localidad

determinada no debe haber más que un solo tipo de predicación.»

De esta manera gradual, Lutero indujo a los príncipes a controlar la

vida religiosa y llegó a exhortarles a amenazar y a castigar a todos

los que descuidaban las prácticas religiosas. El destino espiritual del

individuo se transformaba así en privilegio de la autoridad política y

nacía el principio: cuius regio, huius religió.

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CONTRARREFORMA Y REFORMA CATÓLICA

Los conceptos historio gráficos de «contrarreforma» y «reforma

católica»

El concepto de «contrarreforma» fue acuñado en 1776 por Pütter —

jurista de Gotinga— y tuvo enseguida un éxito enorme. En el término

se halla implícita una connotación negativa (contra, anti), es decir,

la idea de conservación y de reacción y casi, como de una especie

de retroceso con respecto a las posturas de la reforma protestante.

Sin embargo, los estudios realizados sobre este movimiento, que fue

bastante amplio y articulado, llevaron paulatinamente a descubrir la

existencia de un complejo movimiento —que se manifestó de formas

diversas— cuyo objetivo era regenerar la Iglesia desde su interior,

cuyas raíces se remontan al final del medievo y que luego se extiende

en el transcurso de la época renacentista. A este proceso de

renovación desde el interior de la Iglesia se le ha dado el nombre

de «reforma católica», que en la actualidad recibe una aceptación

casi general. Se ha llegado a la conclusión, hoy en día, de que

aquel complicado proceso que se denomina «contrarreforma»

habría sido imposible sin la existencia de dichas fuerzas

regeneradoras desde el interior del catolicismo.

La contrarreforma posee un aspecto doctrinal que se expresa a

través de la condena a los errores del protestantismo y mediante una

formulación positiva del dogma católico. También se manifiesta por

medio de una peculiar forma de militancia activa, sobre todo como

la que fue propugnada por Ignacio de Loyola y por la Compañía

de Jesús que él fundó (aprobada oficialmente por la Iglesia en

1540). La contrarreforma también se manifestó en una serie de

medidas restrictivas y coercitivas, como por ejemplo la institución de

la Inquisición romana en 1542 y la compilación del índice de libros

prohibidos. (Sobre este último punto, cabe recordar que la imprenta

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

se había convertido en el más eficaz instrumento de difusión de las

ideas protestantes, lo cual suscitó la creación del índice

mencionado.)

La conexión entre reforma católica y contrarreforma se produce,

según Jedin, en la función central del papado: «El papado

interiormente renovado se transforma en promotor de la

contrarreforma, impulsando a las fuerzas religiosas a reaccionar

contra las novedades con los medios políticos existentes. Los

decretos del concilio de Trento son para los papas un medio de

alcanzar ese objetivo, y la orden de los jesuitas, un instrumento

realmente potente que tienen a su servicio.»

Algún historiador se muestra partidario de omitir la distinción entre las

nociones de «reforma católica» y «contrarreforma». Sin embargo,

Jedin posee buenas razones para defender su mantenimiento, ya que

expresan dos caras diferentes del fenómeno. Es evidente que en

toda una serie de acontecimientos los dos movimientos son

inseparables y avanzan en paralelo, pero no por ello deben

confundirse. En la reforma católica, la fractura religiosa sólo ejerce

una función disgregadora, mientras que en la contrarreforma actúa

como impulso. En la noción de «restauración católica», la primera de

las dos funciones no queda suficientemente simbolizada, ya que falta

el paralelismo con la reforma protestante; la segunda función resulta

indicada con aún menor propiedad, ya que se ignora por completo

la acción recíproca católica. El concepto de «contrarreforma» la

pone en evidencia, pero infravalora el elemento de continuidad. Si

queremos comprender la evolución de la historia de la Iglesia

durante el siglo XVI, hemos de tener en cuenta siempre estos

elementos fundamentales: el elemento de la continuidad, expresado

mediante el concepto de «reforma católica», y el elemento de

reacción, expresado mediante el concepto de «contrarreforma».»

Por eso, a la pregunta de si se debe hablar de «reforma católica» o

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de «contrarreforma», Jedin responde: «No se debe decir: reforma

católica o contrarreforma, sino reforma católica y contrarreforma. La

reforma católica es la reflexión sobre sí misma que realiza la Iglesia,

para llegar al ideal de vida católica que se puede alcanzar

mediante una renovación interna: la contrarreforma es la

autoafirmacjón de la Iglesia en la lucha contra el protestantismo. La

reforma católica se basó en la autorreforma de los miembros de la

Iglesia durante la baja edad media; creció bajo el aguijón de la

apostasía y logró la victoria mediante la conquista del papado y la

organización y realización del concilio de Trento: es el alma de la

Iglesia que recobra su vigor originario, mientras que la contrarreforma

es su cuerpo. A través de la reforma católica se hace acopio de las

fuerzas que, más adelante, se utilizarán en la contrarreforma. El

papado es el punto en que ambas se intersecan. La ruptura religiosa

le substrajo fuerzas muy valiosas a la Iglesia, aniquilándolas, pero

también despertó a aquellas fuerzas que todavía existían, las

acrecentó y las obligó a luchar hasta el final. Fue un mal, pero un mal

del que también surgió algo positivo. En los dos conceptos de

«reforma católica» y de «contrarreforma» se incluyen asimismo los

efectos que de ellos se derivan.»

El concilio de Trento

Hasta el momento, la Iglesia católica ha convocado 21 concilios

ecuménicos, desde el concilio de Nicea en el 325 hasta el Vaticano

II de 1962-1965. El concilio de Trento —decimonoveno, y celebrado

entre 1545 y 1563— fue sin duda uno de los más importantes.

También es, quizás, uno de los más famosos, aunque no haya sido el

más concurrido ni el más fastuoso, e incluso su duración se reduce

de manera notable si se tienen en cuenta los años en que estuvo

interrumpido (desde 1548 hasta 1551, y desde 1552 hasta 1561).

En efecto, tuvo una grandísima importancia para la historia de la

Iglesia y del catolicismo, y su eficacia fue muy notable.

La importancia de este concilio reside en el hecho de que: a)

adoptó una postura doctrinal clara con respecto a las tesis

protestantes y b) promovió la renovación de la disciplina

eclesiástica, que los cristianos anhelaban desde hacía mucho

tiempo, dando indicaciones precisas acerca de la formación y

conducta del clero. Para dar una idea sobre el espíritu reformador

que animaba al concilio, citemos el canon I del «decreto de re

forma» (sesión XXII, 17 de setiembre de 1562): «No hay nada que

impulse más y con mayor asiduidad a los demás a la piedad y al

culto de Dios, que la vida y el ejemplo de aquellos que se han

dedicado al ministerio divino. Al verles por encima de los afanes del

mundo, y en un mundo más elevado, los otros se miran en ellos como

en un espejo y obtienen de ellos un ejemplo que imitar. Por lo tanto

es absolutamente necesario que los clérigos, llamados a tener a Dios

como su propia heredad, den a su vida, a sus costumbres, a su

vestido, a su modo de comportarse, de caminar, de hablar, y a todas

sus otras acciones, un tono que muestre gravedad, moderación y

una plena religiosidad. Desaparezcan, pues, las faltas ligeras, que

en ellos parecerían grandísimas, para que sus acciones puedan

inspirar veneración a todos.» Los temas que aparecen en las

lamentaciones —realmente generalizadas— con respecto a las

disipadas costumbres del clero de la baja edad media y del

renacimiento se enumeran aquí de manera total y perfecta,

concretándose con gran precisión en los demás cánones del

decreto.

Hay que destacar además que en el concilio de Trento la Iglesia

recobra su plena conciencia de ser Iglesia de cura de almas y de

misión, y se fija a sí misma este objetivo primordial: Salus animarum

suprema lex esto. Se trata de un cambio de dirección básica, que

asume una trascendencia histórica y que Jedin valora en estos

términos: «Nos hallamos ante un giro que, para la historia de la Iglesia,

tiene el mismo significado que los descubrimientos de Copérnico y

de Galileo poseen para la imagen del mundo elaborada por las

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ciencias naturales.» En lo que concierne al primer punto antes

mencionado, que es lo que aquí más nos interesa, hay que observar

lo siguiente.

En los documentos del concilio se emplean con parsimonia y con

cautela los términos y los conceptos tomistas y escolásticos. Como

ha sido advertido con razón por los intérpretes más atentos de este

fenómeno, la medida que se utiliza es la fe de la Iglesia y no una

escuela teológica en particular. Se analizan sobre todo las

cuestiones de fondo suscitadas por los protestantes: la justificación

por la fe, las obras, la predestinación y, con una gran amplitud, los

sacramentos. Los protestantes solían reducirlos exclusivamente al

bautismo y la eucaristía. En particular, se reitera la doctrina de la

transubstanciación eucarística, según la cual la substancia del pan

y del vino se transforma, durante el sacrificio de la misa, en la carne

y la sangre de Cristo. En cambio Lutero hablaba de

consubstanciación, que implicaba la permanencia del pan y del

vino, aunque se diese la presencia de Cristo, mientras que Zuinglio y

Calvino tendían a una interpretación simbólica de la eucaristía.

Asimismo se reafirma el valor de la tradición.

El relanzamiento de la escolástica

Lutero no sólo fue un encarnizado adversario de Aristóteles, sino tam­

bién del pensamiento tomista y escolástico en general. Las razones

son claras: el intento de conciliar fe y razón, la naturaleza y la gracia,

lo humano y lo divino, se hallaban en una antítesis con su

pensamiento básico, que suponía la existencia de un corte radical

entre ambos tipos de realidad. Sin embargo, también se hacía

evidente que las decisiones del concilio de Trento debían exigir una

recuperación del pensamiento esco­ lástico, el cual además había

resurgido en el transcurso del siglo xv y a comienzos del xvi (antes,

por lo tanto, del concilio mismo), como lo de­ muestra la figura ilustre

de Tommaso de Vio (1468-1534), más conocido con el nombre de

cardenal Cayetano.

Más aún, Cayetano fue el primero que introdujo la Summa

Theologica de santo Tomás como texto base de la teología,

substituyendo a las tradi­ cionales Sentencias de Pedro Lombardo.

A partir de entonces la Summa se convirtió en punto de referencia,

tanto para los dominicos como para los jesuítas. Recordemos

también que a lo largo del siglo xvn los comenta­ rios a Aristóteles

fueron substituidos por los Cursus philosophici, inspira­ dos

básicamente en el tomismo y que tendrían más adelante una difusión

y un éxito notables.

La cumbre más destacada de esta «segunda escolástica» tuvo

lugar en España, país al que habían llegado muy atenuados tanto

los debates hu­ manísticos como los religiosos, y que ofrecía por lo

tanto condiciones muy favorables. El principal exponente de la

segunda escolástica fue Francisco Suárez (1548-1617), llamado

doctor eximius, cuyas obras más famosas son las Disputationes

metaphysicae (1597) y el De legibus (1612). La ontología de Suárez

ejerció una cierta influencia sobre el pensamiento moderno, en

particular sobre Wolff. Así, sobre todo en los seminarios y en las

faculta­ des de teología, la escolástica continuó su camino, de

manera paralela a la evolución del pensamiento filosófico moderno,

aunque separada de él. Éste, como veremos después, se había

internado por vías completamente distintas, como consecuencia de

la revolución científica.

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18

DESCARTES

LA VIDA Y LA PERSONA.

Rene Descartes es la figura decisiva del paso de una época a' otra.

La generación que marca el tránsito del mundo medieval al espíritu

moderno en su madurez es la suya. Descartes —ha dicho Ortega— es

el primer hombre moderno.

Había nacido en La Haye, en la Turena, el año 1596. Procedía de

una familia noble, y se crió, enfermizo, entre cuidados. Su buen temple

consiguió afirmar su salud. Al cumplir ocho años va a estudiar al

colegio de los jesuítas en La Fleche. Este colegio, importantísimo en

la vida francesa de entonces, tenía un interés especial por las

lenguas y literaturas clásicas, que Descartes estudió a fondo.

Después aborda el estudio de la filosofía, según los moldes de la

Escolástica tradicional, sin referencia ni alusión alguna a los

descubrimientos de la ciencia natural moderna. La matemática le

parece interesante, pero echa de menos la conexión con la física,

que había de ser él uno de los primeros en establecer genialmente.

El año 1614 abandona La Fleche; va a París y allí se dedica a una

vida de placer. Al mismo tiempo siente un escepticismo total. La

ciencia que ha aprendido en La Fleche le parece sin consistencia,

dudosa; solo la lógica y la matemática tienen evidencia y certeza,

pero en cambio no tienen utilidad ninguna para el conocimiento de

la realidad. Descartes, para ver mundo, abraza la vida militar, en

Holanda, a las órdenes de Mauricio de Nassau, en 1618. Allí entra

en contacto con las ciencias matemáticas y naturales. En todo

momento aprovecha las ocasiones de verlo todo, de sumergirse en

la contemplación de la realidad, sin ahorrar fatigas, gastos ni

peligros, como hacía observar Goethe.

Después ingresa en el ejército imperial de Maximiliano de Baviera, al

comienzo de la Guerra de los Treinta Años, contra los bohemios de

MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980

Federico V, con cuya hija, la princesa palatina Isabel, tuvo después

tan honda y noble amistad. En diferentes ejércitos, y particularmente

luego, viaja por Alemania, Austria, Hungría, Suiza e Italia. En el cuartel

de invierno de Neuburg, el 10 de noviembre de 1619, hace un

descubrimiento sensacional, el del método. Después va a Loreto, a

cumplir un voto de gratitud a la Virgen por su hallazgo, y en 1625 se

establece de nuevo en París.

Desde 1629 reside en Holanda. Le interesaba la tranquilidad,

libertad e independencia de este país. Es la época de gran

actividad cartesiana. Escribe y publica sus obras más importantes.

Tiene relación con filósofos y hombres de ciencia de Europa; al mismo

tiempo tiene la amargura de verse atacado, principalmente por los

jesuítas, a pesar de ser siempre católico. Algunos discípulos lo

defraudan, y cultiva con más interés que nunca la amistad epistolar

con la princesa Isabel. Cuando la conoció en 1643, pudo ver

Descartes que Isabel, una bella muchacha de veinticinco años,

había estudiado sus obras con un interés y una inteligencia de los

que habla Descartes con emoción en la dedicatoria de los

Principios. Desde entonces, la amistad es aún más profunda y más

fecunda intelectualmente.

Descartes solo abandona Holanda en cortos viajes, < uno de ellos

a Dinamarca. Luego los hizo a Francia, donde había adquirido gran

renombre, con mayor frecuencia. En 1646 entra en relación epistolar

con la reina Cristina de Suecia. Después, esta lo invita a ir a

Estocolmo; Descartes acepta y llega a la capital sueca en octubre

del 49. A pesar de la amistad y la admiración de Cristina, en cuya

conversión al catolicismo influyeron estas conversaciones, no se

siente en su elemento en la corte. Y poco después, en febrero de

1650, el frío de Estocolmo le causa una pulmonía y muere en ese mes

Descartes, terminando su vida ejemplar de buscador de la verdad.

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OBRAS.

La obra de Descartes es de considerable extensión. No se limitó a

la filosofía, sino que comprende también obras fundamentales de

matemáticas, biología, física y una extensa correspondencia. Sus

obras principales son: Discours de la méthode, publicado en 1637

con la Dioptrique, los Météores y la Géométrie; las Meditationes de

prima philosophia (1641), con las objeciones y las respuestas de

Descartes; los Principia philosophiae (1644); el Traite des Passions

de lame (1649), y las Regulae ad directionem ingenii, publicadas

después de su muerte, en 1701. Entre las obras no estrictamente

filosóficas, la citada Géométrie analytique y el Traite de l'homme.

Descartes escribió en latín, como casi todos los pensadores de su

tiempo; pero también en francés, y fue uno de los primeros prosistas

franceses y de los cultivadores de la filosofía en lengua vulgar.

EL PROBLEMA CARTESIANO

LA DUDA.

Descartes se encuentra eri una profunda inseguridad. Nada le

parece merecer confianza. Todo el pasado filosófico se contradice;

las opiniones más opuestas han sido sostenidas; de esta pluralidad

nace el escepticismo (el llarnado pirronismo histórico). Los sentidos

nos engañan con frecuencia; hay, además, el sueño y la alucinación;

el pensamiento no merece confianza, poique se cometen

paralogismos y se cae con frecuencia en el error. Las únicas ciencias

que parecen seguras, la matemática y la lógica, no son ciencias

reales, no sirven para conocer la realidad. ¿Qué hacer en esta

situación? Descartes quiere construir, si esto es posible, una filosofía

totalmente cierta, de la que no se pueda dudar; y se encuentra

sumergido hasta lo más hondo en la duda. Y esta ha de ser,

justamente, el fundamento en que se apoye; Descartes parte, al

empezar a filosofar, de lo único que tiene: de su propia duda, de su

radical incertidumbre. Hay que poner en duda todas las cosas,

siquiera una vez en la vida, dice Descartes. No ha de admitir ni una

sola verdad de la que pueda dudar. No basta con que él no dude

realmente de ella; es menester que la duda no quepa ni aun como

posibilidad. Por eso hace Descartes de la Duda el método mismo de

su filosofía.

Únicamente si encuentra algún principio del cual no quepa dudar,

lo aceptará para su filosofía. Recuérdese que ha rechazado la

presunta evidencia de los sentidos, la seguridad del pensamiento y,

desde luego, el saber tradicional y recibido. El primer intento de

Descartes es, pues, quedarse totalmente solo; es, en efecto, la

situación en que se encuentra el hombre al final de la Edad Media.

Desde esa soledad tiene que intentar Descartes reconstruir la

certeza, una certidumbre al abrigo de la duda.

Descartes busca, en primer término, no errar. Comienza la filosofía de

la precaución. Y, como veremos, surgirán las tres grandes cuestiones

de la filosofía medieval —y tal vez de toda filosofía—: el mundo, el

hombre y Dios. Únicamente ha cambiado el orden y el papel que

tiene cada uno de ellos.

LA TEOLOGÍA.

Respecto a la teología, que tiene una superior certidumbre,

Descartes comienza por afirmar la situación de desvío que ha

encontrado en su tiempo. No se ha de ocupar de ella, aunque sea

cosa sumamente respetable. Precisamente por ser demasiado

respetable y elevada. Las razones que da son sin temáticas de todo

ese modo de pensar del final de la Escolástica. «Yo reverenciaba

nuestra teología, y pretendía tanto como otro cualquiera ganar el

cielo; pero habiendo aprendido, como cosa muy segura, que su

camino no está menos abierto a los más ignorantes que a los más

doctos, y que las verdades reveladas que conducen a él están por

encima de nuestra inteligencia, no hubiera osado someterlas a la

flaqueza de mis razonamientos, y pensaba que para intentar

examinarlas y acertar era menester tener alguna extraordinaria

asistencia del cielo y ser más que hombre» (Discurso del método, \."

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parte). Descartes subraya el carácter práctico, religioso, de la

teología; de lo que se trata es de ganar el cielo; pero ocurre que se

puede ganar sin saber nada de teología; lo cual viene a poner de

manifiesto su inutilidad. Conviene reparar en que Descartes no da

esto como un descubrimiento suyo, sino al revés: es algo que ha

aprendido; por tanto, cosa sabida ya y transmitida, y además

perfectamente segura; es, pues, la opinión del tiempo.

En segundo lugar, es asunto de revelación y que está por encima de

la inteligencia humana. La razón no puede nada con el gran tema

de Dios; sería menester ser más que hombre. Es, claramente, cuestión

de jurisdicción. El hombre, con su razón, por un lado; del otro, Dios,

omnipotente, inaccesible, sobre toda razón, que alguna vez se

digna revelarse al hombre. La teología no la hace e) hombre, sino

Dios; el hombre no tiene nada que hacer ahí: Dios está demasiado

alto.

EL HOMBRE

EL «COGITO».

Desde los primeros pasos, Descartes tiene que renunciar al mundo.

La naturaleza, que tan gozosamente se mostraba por los sentidos al

hombre renacentista, es algo totalmente inseguro. La alucinación, el

engaño de los sentidos, nuestros errores, hacen que no sea posible

hallar la menor seguridad en el mundo. Descartes se dispone a

pensar que todo es falso; pero se encuentra con que hay una cosa

que no puede serlo: su existencia. «Mientras quería pensar así que

todo era falso, era menester necesariamente que yo, que lo

pensaba, fuese algo; y observando que esta verdad: pienso, luego

soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes

suposiciones de los escépticos no eran capaces de quebrantarla,

juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de

la filosofía que buscaba» (Discurso del método, 4.a parte).

En efecto, si estoy en un error, soy yo el que está en ese error; si me

engaño, si dudo, soy yo el engañado o el dudoso. Para que al

afirmar «yo soy» me equivocara, necesitaría empezar por ser, es decir,

no puedo equivocarme en esto. Esta primera verdad de mi

existencia, el cogito, ergo sum de las Meditaciones, es la primera

verdad indubitable, de la que no puedo dudar, aunque quiera.

No hay nada cierto, sino yo. Y yo no soy más que una cosa que

piensa, mens, cogitatio. Ego sum res cogitans —dice taxativamente

Descartes—: je ne suis qu'une chose qui pense. Por tanto, ni siquiera

hombre corporal, sino solo razón. Por lo visto, no es posible retener

al mundo, que se escapa; ni siquiera al cuerpo; solo es seguro y

cierto el sujeto pensante. El hombre se queda solo con sus

pensamientos. La filosofía se va a fundar en mí, como conciencia,

como razón; desde entonces, y durante siglos, va a ser idealismo —

el gran descubrimiento y el gran error de Descartes.

Esta solución es congruente. Dios había quedado fuera por quedar

fuera de la razón; esto era lo decisivo. No puede extrañarse, pues,

que se encuentre en la razón el único punto firme en que apoyarse.

Esto, en medio de todo, no es nuevo; lo que ahora ocurre es que la

razón es asunto humano; por eso la filosofía no es simplemente

racionalismo, sino también idealismo.

Se va a tratar de fundar en el hombre, mejor dicho, en el yo, toda

metafísica; la historia de este intento es la historia de la filosofía

moderna.

EL CRITERIO DE VERDAD.

El mundo no ha resistido la duda cartesiana; al primer encuentro con

ella, se ha perdido, y solo queda firme el yo. Pero Descartes no ha

hecho más que empezar su filosofía, poniendo el pie allí donde el

terreno es seguro.

A Descartes le interesa el mundo; le interesan las cosas, y esa

naturaleza a que se aplica la ciencia de su tiempo. Pero está preso

en su conciencia, encerrado en su yo pensante, sin poder dar el

paso que lo lleve a las cosas. ¿Cómo salir de esta subjetividad?

¿Cómo continuar su filosofía, ahora que ha encontrado el principio

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indubitable? Antes de buscar una segunda verdad, Descartes se

detiene en la primera. Es una verdad bien humilde; pero le servirá

para ver cómo es una verdad. Es decir, antes de emprender la busca

de nuevas verdades, Descartes examina la única que posee para

ver en qué consiste su veracidad, en qué se le conoce que lo es.

Busca, pues, un criterio de certeza para reconocer las verdades que

pueda encontrar (Ortega). Y encuentra que la verdad del cogito

consiste en que no puede dudar "e él; y no puede dudar porque ve

que tiene que ser así, porque es evidente; y esta evidencia consiste

en la absoluta claridad y distinción que tiene esa idea. Ese es el

criterio de verdad: la evidencia. En posesión de una verdad firme y

un criterio seguro, Descartes se dispone a reconquistar el mundo.

Pero para esto tiene que dar un largo rodeo. Y el rodeo cartesiano

para ir del yo al mundo pasa, cosa extraña, por Dios. ¿Cómo es esto

posible?

DIOS

EL «GENIO MALIGNO».

Habíamos visto que Descartes abandona la teología, que Dios es

incomprensible; y ahora, de modo sorprendente, entre el hombre y el

mundo se interpone la Divinidad, y Descartes va a tener que

ocuparse de ella. Es menester explicar esto. Descartes sabe que

existe, y lo sabe porque penetra, de un modo claro y distinto, su

verdad. Es una verdad que se justifica a sí misma; cuando se

encuentre con algo semejante tendrá que admitir forzosamente que

es verdad. A menos que esté en una situación de engaño, que sea

víctima de una ilusión y haya alguien que le haga ver como evidente

lo más falso. Entonces la evidencia no serviría para nada, y no se

podría afirmar más verdad que la de que yo existo; y esta porque,

naturalmente, si me engañan, el engañado soy yo, o, lo que es igual,

yo, el engañado, soy. El hombre quedaría definitivamente preso en

sí mismo; sin poder saber con certeza más que de su existencia.

¿Quién podría engañarme de tal modo? Dios, si existiera; no lo

sabemos, pero tampoco lo contrario. (Se entiende que desde el

punto de vista del conocimiento racional y filosófico, aparte de la

revelación, que Descartes excluye del ámbito de la duda.) Pero si

Dios me engañara de ese modo, haciéndome creer lo que no es,

sumiéndome en el error, no por mi debilidad, ni por mi precipitación,

sino por mi propia evidencia, no sería Dios; repugna pensar tal

engaño por parte de la Divinidad. No sabemos si hay Dios; pero si

lo hay, no puede engañarme; quien podría hacerlo sería algún

poderoso genio maligno. Para estar seguros de la evidencia, para

podernos fiar de la verdad que se muestra como tal, con sus pruebas

claras y distintas en la mano, tendríamos que demostrar que hay Dios.

Sin esto, no podemos dar un paso más en la filosofía, ni buscar más

verdad que la de que soy yo.

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EL EMPIRISMO INGLÉS

LOCKE

VIDA Y ESCRITOS.

John Locke nació en 1632 y murió^n 1704. Estudió en Oxford filosofía,

medicina y ciencias naturales; después estudió, con mayor interés, a

Descartes y a Bacon, y tuvo contacto con Robert Boyle, el gran físico

y químico inglés, y con el médico Sydenham. En casa de lord

Shaftesbury (abuelo del moralista mencionado) tuvo un puesto como

consejero, médico y preceptor de su hijo y de su nieto. Esta relación

lo llevó a intervenir en .política. Emigró durante el reinado de Jacobo

I y participó luego en la segunda revolución inglesa de 1688. Vivió

bastante tierrtpo en Holanda y Francia. Su influencia ha sido

extremadamente importante, mayor que la de los demás filósofos

ingleses. El empirismo encontró en él su expositor más hábil y

afortunado, y por su conducto dominó en el pensamiento del siglo

xviii.

La obra más importante de Locke es el Essay Concerning Human

Understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano), publicado

en 1690. Escribió también obras de política —Two Treatises of

Government— y las Cartas sobre la tolerancia, que definieron la

posición de Locke en materia religiosa.

LAS IDEAS.

Locke es también empirista: el origen del conocimiento es la

experiencia. Locke, como en general los ingleses emplea el término

idea en un sentido muy amplio: es idea todo lo que pienso o

percibo, todo lo que es contenido de conciencia; se aproxima este

sentido al de la cogiíatio cartesiana, a lo que hoy llamaríamos

representación o, mejor, vivencia. Las ideas no son innatas, como

había pensado el racionalismo continental.

MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980

El alma es tamquam tabula rasa, como una tabla lisa en la que Hada

hay escrito. Las ideas proceden de la experiencia, y esta puede ser

de dos clases: percepción externa mediante los sentidos, o

sensación, y percepción interna de estados psíquicos, o reflexión. La

reflexión opera en todo caso sobre un material aportado por la

sensación.

Hay dos clases de ideas: simples (simple ideas) y compuestas

Jcomplexed ideas). Las primeras proceden directamente de un solo

sentido o de varios a la vez, o bien de la reflexión, o, por último, de

la sensación y la reflexión juntas. Las ideas complejas resultan de la

actividad de la mente, que combina o asocia las ideas simples.

Locke distingue dentro de las simples las que tienen validez objetiva

(cualidades primarias) y las que solo la tienen subjetiva (cualidades

secundarias). Las primeras (número, figura, extensión, movimiento,

solidez, etc.) son inseparables de los cuerpos y les pertenecen; las

segundas (color, olor, sabor, temperatura, etc.) son sensaciones

subjetivas del que las percibe. Esta distinción no es de Locke, sino

antigua en la filosofía, desde el atomismo griego hasta Descartes;

pero en la filosofía de Locke desempeña un importante papel. '

La formación de ideas complejas se funda en la memoria.

Las ideas simples no son instantáneas, sino que dejan una huella en

la mente; por esto no pueden combinarse o asociarse. Esta idea de

la asociación es capital en la psicología inglesa. Los modos, las

ideas sustanciales, las ideas de relación, son complejas y resultan de

la actividad asociativa de la mente. Todas estas ideas, por tanto,

incluso la de sustancia y la misma idea de Dios, proceden en última

instancia de la experiencia, mediante sucesivas abstracciones,

generalizaciones y asociaciones.

El empirismo de Locke limita la posibilidad de conocer,

especialmente en lo que se refiere a los grandes temas tradicionales

de la metafísica. <pon él empieza esta desconfianza en la facultad

cognoscitiva, que culminará en el escepticismo de Hume y obligará

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a Kant a plantear de un modo central el problema de la validez y

posibilidad del conocimiento racional.

LA MORAL Y EL ESTADO.

La moral de Locke presenta ciertas vacilaciones. En términos

generales, es determinista, y no concede libertad a la voluntad

humana; pero deja una cierta libertad de indiferencia, que permite

al hombre decidir. La moral, independiente de la religión, consiste en

la adecuación a una norma, que puede ser la ley divina, la del

Estado o la norma social de la opinión.

Respecto al Estado, Locke es el representante típico de la ideología

liberal. En el mismo barco en que Guillermo de Orange iba de

Holanda a Inglaterra, viajaba Locke: con el rey de la monarquía mixta

iba el teórico de la monarquía mixta. Locke rechaza el patriarcalismo

de Filmer y su doctrina del derecho divino y del absolutismo de los

reyes. Su punto de partida es análogo al de Hobbes: el estado de

naturaleza; pero este, que consiste también para Locke en la

igualdad y la libertad, porque los hombres tienen las mismas

condiciones de nacimiento y facultades, no tiene matiz agresivo. De

la libertad emerge la obligación; hay un dueño y señor de todas las

cosas, que es Dios, el cual impone una ley natural. Mientras en

Hobbes de la igualdad nacía una fiera y agresiva independencia,

para Locke brota un amor de unos hombres a otros, que no deben

romper nunca esa ley natural. En rigor, los hombres no nacen en la

libertad —por eso los padres, que tienen que cuidarlos, ejercen una

legítima jurisdicción sobre ellos—; pero sí nacen para la libertad, y por

eso el rey no tiene autoridad absoluta, sino que la recibe del pueblo.

Por eso la forma del Estado es la monarquía constitucional y

representativa, con independencia respecto de la Iglesia, tolerante

en materia de religión. Tal es el pensamiento de

Locke, que corresponde a la forma de gobierno adoptada en

Inglaterra a raíz de la revolución de 1688, que eliminó de la antes

turbulenta historia inglesa las guerras civiles y revoluciones para un

periodo que dura ya más de un cuarto de milenio.

Usando la terminología orteguiana, se podría hablar de un Estado

como piel que sustituye a un Estado como aparato ortopédico.

BERKELEY

VIDA Y OBRAS.

George Berkeley nació en Irlanda en 1685. Estudio en Dublín, en él

Trinity College; después fue deán de Dromore y de Derry; marchó

luego a América, con vistas a fundar un gran colegio misionero en

las Bermudas; vuelto a Irlanda, fue nombrado obispo anglicano de

Cloyne. Al final de su vida se trasladó a Oxford, y allí murió el año

1753. Berkeley estaba lleno de espíritu religioso, que influyó

hondamente en su filosofía y en su vida. Su formación filosófica

depende, sobre todo, de Locke, de quien es un efectivo

continuador, aunque presenta una preocupación mucho más intensa

e inmediata por las cuestiones metafísicas. Berkeley está muy influido

por el platonismo tradicional en Inglaterra, y determinado en un

sentido espiritualista por sus convecciones religiosas, que trata de

defender contra los ataques escépticos, materialistas o ateos. Por

esto llega a una de las formas más extremadas de idealismo que se

conocen.

Sus obras principales son: Essay Towards a New Theory of Vision,

Three Dialogues between Hylas and Philonous (Tres diálogos entre

Hylas y Filonús), Principies of Human Knowledge (Principios del

conocimiento humano), Alciphron, or the Minute Philosopher, y la Siris,

en que expone, juntamente con reflexiones metafísicas y médicas, las

virtudes del alquitrán.

METAFÍSICA DE BERKELEY.

La teoría de las ideas de Locke lleva a Berkeley al campo de la

metafísica. Berkeley es nominalista; no cree que existan ideas

generales; no puede haber, por La filosofía inglesa ejemplo, una idea

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general del triángulo, porque el triángulo que imagino es

forzosamente equilátero, isósceles o escaleno, mientras que el

triángulo en general no encierra esta distinción. Berkeley se refiere a

la intuición del triángulo, pero no piensa en el concepto o

pensamiento de triángulo, que es verdaderamente universal.

Berkeley profesa un espiritualismo e idealismo extremado. Para él no

existe la materia. Las cualidades "primarias, como las secundarias, son

subjetivas; la extensión o la solidez, como el color, son ideas,

contenidos de mi percepción; detrás de ellas no hay ninguna

sustancia material. Su ser se agota en ser percibidas: esse est per dpi;

este es el principio fundamental de Berkeley.

Todo el mundo material es solo representación o percepción mía.

Solo existe el yo espiritual, del que tenemos una certeza intuitiva. Por

esto no tiene sentido hablar de causas de los fenómenos físicos,

dando un sentido real a esta expresión; no hay más que

concordancias, relaciones entre las ideas. La ciencia física

establece estas leyes o conexiones entre los fenómenos, entendidos

como ideas.

Estas ideas proceden de Dios, que es quien las pone en nuestro

espíritu; la regularidad de estas ideas, fundada en la voluntad de

Dios, hace que exista para nosotros lo que llamamos un mundo

corpóreo. Aquí encontramos de nuevo, por distintos caminos, a Dios

como fundamento del mundo en esta nueva forma de idealismo. Para

Malebranche o para Leibniz, solo podemos ver y saber las cosas en

o por Dios; para Berkeley, no hay más que los espíritus y Dios, que es

quien actúa sobre ellos y les crea un mundo «material». No solo

vemos las cosas en Dios, sino que, literalmente, «en Dios vivimos, nos

movemos y somos».

HUME

PERSONALIDAD.

David Hume es el filósofo que lleva a sus últimas consecuencias la

dirección empirista que se inicia en Bacon. Nació en Escocia en

1711 y murió en 1776. Estudió derecho y filosofía; residió varios años,

en diferentes ocasiones, en Francia, y tuvo una gran influencia sobre

los medios enciclopedistas y de la Ilustración. Fue secretario de la

Embajada inglesa, y su fama en Inglaterra, Francia y Alemania se

extendió pronto.

Su obra más importante es el Treatise of Human Nature (Tratado de

la naturaleza humana). También escribió varias refundiciones de

distintas partes de esta obra, como las tituladas AnInquiry

Concerning Human Understanding (Investigación sobre el

entendimiento humano). An Inquiry Concerning the Principies of Moráis

(Investigación sobre los principios de la moral), los Diálogos sobre la

religión natural. Junto a su obra filosófica tiene una copiosa

producción historiográfica, sobre todo su gran History of England.

SENSUALISMO.

El empirismo de David Hume llega a su extremo y se convierte en

sensualismo. Las ideas se fundan necesariamente, según él, en una

impresión intuitiva. Las ideas son copias pálidas y sin viveza de las

impresiones directas; la creencia en la continuidad de la realidad se

funda en esta capacidad de reproducir las impresiones vividas y

crear un mundo de representaciones.

Berkeley había hecho una crítica general del concepto de

sustancia, pero restringiéndola a la sustancia material y corpórea.

Las «cosas» tienen un ser que se agota en ser percibido; pero queda

firme la realidad espiritual del yo que percibe. Hume hace una nueva

crítica de la idea de sustancia. Según esta, la percepción y la

reflexión nos dan una serie de elementos que atribuimos a la

sustancia como soporte de ellos; pero no encontramos por ninguna

parte la impresión de sustancia. Yo encuentro las impresiones de

color, dureza, sabor, olor, extensión, figura redonda, suavidad, y lo

refiero todo a un algo desconocido que llamo manzana, una

sustancia. Las impresiones sensibles tienen más viveza que las

imaginadas, y esto nos produce la creencia (belief) en la realidad

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de lo representado. Explica Hume, pues, la noción de sustancia

como resultado de un proceso asociativo, sin reparar en que más

bien ocurre lo contrario: mi percepción directa e inmediata es la de

la manzana y las sensaciones solo aparecen como elementos

abstractos, al analizar mi percepción de la cosa. Pero hay más. Hume

no limita su crítica a las sustancias materiales, sino al propio yo. El yo

es también un haz o colección de percepciones o contenidos de

conciencia que se suceden continuamente.

El yo, por tanto, no tiene realidad sustancial; es un resultado de la

imaginación. Pero Hume olvida que soy yo quien tiene las

percepciones, que soy yo quien me encuentro con ellas y, por tanto,

soy distinto de ellas. ¿Quién une esta colección de estados de

conciencia y hace que constituyen un alma? Μ hacer su crítica

sensualista, Hume no roza siquiera el problema del yo; aparte del

problema de su índole, sustancial o no, el yo es algo radicalmente

distinto de sus representaciones.

Junto a la crítica de los conceptos de sustancia y del alma. Hume

hace la del concepto de causa. Según él, la conexión causal no

significa sino una relación de coexistencia y sucesión. Cuando un

fenómeno coincide repetidas veces con otro o lo sucede en el

tiempo, llamamos, en virtud de una asociación de ideas, al primero,

causa, y al segundo, efecto, y decimos que este acontece porque

se da el primero. La sucesión, por muchas veces que se repita, no

nos da la seguridad de su indefinida reiteración, y no nos permite

ESCEPTICISMO.

El empirismo de Hume, que llega a sus últimas consecuencias, se

convierte en escepticismo. El conocimiento no puede alcanzar la

verdad metafísica. No se pueden demostrar ni refutar las

convicciones íntimas e inmediatas en que se mueve el hombre. La

razón de esto es que —como ya apunta lejanamente el

nominalismo— el conocimiento no es aquí conocimiento de cosas. La

realidad se convierte, en definitiva, en percepción, en experiencia,

en idea. La contemplación de estas ideas, que no llegan a ser cosas,

que no son más que impresiones subjetivas, es escepticismo. Vemos

lo que ocurre al idealismo cuando no está Dios para asegurar la

trascendencia, para salvar al mundo y hacer que las ideas sean

ideas de las cosas y exista algo que merezca el nombre de razón.

Siguiendo las huellas de Hume, Kant tendrá que enfrentarse de un

modo radical con el problema, y su filosofía consistirá precisamente

en una Crítica de la razón pura afirmar un vínculo de causalidad en

el sentido de una conexión necesaria.

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KANT

VIDA Y ESCRITOS

Immanuel Kant nació en Kónigsberg en 1724 y murió en la misma

ciudad en 1804, después de haber pasado en ella toda su larga

vida. Manuel Kant fue siempre un sedentario y no salió nunca de los

límites de la Prusia oriental, y apenas de Kónigsberg. Era de familia

modesta, hijo de un guarnicionero, criado en un ambiente de

honrada artesanía y de profunda religiosidad pietista. Estudió en la

Universidad de su ciudad natal, ejerció la enseñanza privada y

luego participó en las tareas universitarias; pero solo en 1770 fue

nombrado profesor ordinario de Lógica y Metafísica. Hasta

1797permaneció en su cátedra, que abandonó por su vejez y

debilidad siete años antes de morir. Kant fue siempre de salud muy

delicada, y a pesar de ello tuvo una vida de ochenta años de

extraordinario esfuerzo. Era puntual, metódico, tranquilo y

extremadamente bondadoso. Su vida entera fue una callada pasión

por la verdad.

En su obra —y en su filosofía— se distinguen dos épocas: la que se

llama el período precrítico —anterior a la publicación de la Crítica

de la razón pura— y la época crítica posterior. Las obras más

importantes de la primera etapa son: Allgemeine Naturgeschichte

und Theorte des Himmels (Historia natural universal y teoría del cielo),

Der einzig mogliche Beweisgrund zueiner Demonstration des Daseins

Gottes (El único argumento posible para una demostración de la

existencia de Dios) (1763).

En 1770 publica su disertación latina De mundi sensibüis atque

intelligibilis causa et principiis, que marca la transición hacia la crítica.

Después viene el gran silencio de diez años, al cabo del cual

aparece la primera edición de la Kritik der reinen Vernunft (Crítica de

la razón pura), en 1781. Luego, en 1783, publica Prolegómeno zti

MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980

einer jeden künftigen Metaphysik, die ais Wissenschaft wird auftreten

konnen (Prolegómenos a toda metafísica futura que quiera

presentarse como ciencia); en 1785, la Grundlegung zur Metaphysik

der Sitien (Fundamentación de la metafísica de las costumbres), y en

1788, la obra que completa su ética: la Kritik der praktischen Vernunft

(Crítica de la razón práctica). Por último, en 1790 publica la tercera

crítica, la Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio). En un espacio de

diez años se agrupan las obras más importantes de Kant. También

tiene gran importancia Die Metaphysik der Sitien (1797), Die Religión

innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los

límites de la mera razón), la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y

las Lecciones de Lógica, que fueron editadas por Jásche en 1800.

La obra kantiana comprende además gran número de escritos más

o menos breves, de extraordinario interés, y otros publicados

después de su muerte (véase Kants Opus postumurn, editado por

Adickes y después por Buchenau), que son esenciales para la

interpretación de su pensamiento.

EL CONOCIMIENTO TRASCENDENTAL.

Pero para Kant esto no basta. El conocimiento no se puede explicar

solo por la interpretación del ser como trascendental; es menester

hacer una teoría trascendental del conocimiento, y este

conocimiento será el puente entre el yo y las cosas. En un esquema

realista, el conocimiento es el conocimiento de las cosas, y las cosas

son trascendentes a mí. En un esquema idealista, en que yo diga que

no hay más que mis ideas (Berkeley), las cosas son algo inmanente, y

mi conocimiento es de mis propias ideas. Pero si yo creo que mis

ideas son de las cosas, la situación es muy distinta.

No es que las cosas se me den como algo independiente de mí; las

cosas se me dan en mis ideas; pero estas ideas no son solo mías, sino

que son ideas de las cosas. Son cosas que me aparecen, fenómenos

en su sentido literal. Si el conocimiento fuera trascendente, conocería

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cosas externas. Si fuese inmanente, solo conocería ideas, lo que hay

en mí. Pero es trascendental: conoce los fenómenos, es decir, las

cosas en mí (subrayando los dos términos de esta expresión). Aquí

surge la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí.

Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo conocerlas, porque en

cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi subjetividad;

las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales, y a mí no

se me puede dar nada fuera del espacio y del tiempo. Las cosas tal

como a mí se me manifiestan, como me aparecen, son los fenómenos.

Kant distingue dos elementos en el conocer: lo dado y lo puesto.

Hay algo que se me da (un caos de sensaciones) y algo que yo

pongo (la espacio-temporalidad, las categorías), y de la unión de

estos dos elementos surge la cosa conocida o fenómeno. El

pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones, hace las

cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se

adaptaba a las cosas, sino al revés, y que su filosofía significaba un

«giro copernicano»; pero no es el pensamiento solo el que hace las

cosas, sino que las hace con el material dado. La cosa, pues, distinta

de la «cosa en sí» incognoscible, surge en el acto del conocimiento

trascendental.

LA 'RAZÓN PURA.

Kant distingue tres modos de saber: la sensibilidad (Sinnlichkeit), el

entendimiento discursivo (Verstand) y la razón (Vernunft). A la razón,

Kant le añade el adjetivo pura. Razón pura es la que se mueve sobre

principios a priori, independientemente de la experiencia. Puro quiere

decir en Kant a priori. Pero no basta esto: la razón pura no es la

razón de ningún hombre, ni siquiera la razón humana, sino la de un

ser racional, simplemente. La razón pura equivale a las condiciones

racionales de un ser racional en general.

Pero los títulos de Kant pueden inducir a error. Kant titula uno de sus

libros Crítica de la razón pura, y el otro, Crítica de la razón práctica.

Parece que práctica se opone a pura; no es así. La razón práctica

es también pura, y se opone a la razón especulativa o teórica. La

expresión completa sería, pues, razón pura especulativa (o teórica)

y razón pura práctica. Pero como Kant estudia en la primera Crítica

las condiciones generales de la razón pura, y en la segunda la

dimensión práctica de la misma razón, escribe abreviadamente los

títulos. La razón especulativa se refiere a una teoría, a un puro saber

de las cosas; la razón práctica, en cambio, se refiere a la acción, a

un hacer, en un sentido próximo a la praxis griega, y es el centro de

la moral kantiana.

LA RAZÓN PRÁCTICA: NATURALEZA Y LIBERTAD.

Kant distingue dos mundos: el mundo de la naturaleza y el mundo de

la libertad. El primero está determinado por la causalidad natural;

pero, junto a ella, Kant admite una causalidad por libertad, que rige

en la otra esfera.

El hombre, por una parte, es un sujeto psico-físico, sometido a las

leyes naturales, físicas y psíquicas; es lo que llama un yo empírico. Así

como el cuerpo obedece a la ley de la gravedad, la voluntad se

determina por los estímulos, y en este sentido empírico no es libre.

Pero Kant contrapone al yo empírico un yo puro, que no está

determinado naturalmente, sino solo por las leyes de la libertad. El

hombre, como persona racional, pertenece a este mundo de la

libertad. Pero ya hemos visto que la razón teórica no llega hasta

aquí; dentro de su campo no puede conocer la libertad. ¿Dónde la

encontramos? Únicamente en el hecho de la moralidad; aquí

aparece la razón práctica, que no se refiere al ser, sino al deber ser;

no se trata aquí del conocimiento especulativo, sino del

conocimiento moral. Y así como Kant estudiaba las posibilidades del

primero en la Crítica de la razón pura (teórica), tendrá ahora que

escribir una Crítica de la razón práctica.

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LA PERSONA MORAL.

La ética kantiana es autónoma y no heterónoma; es decir, la ley

viene dictada por la conciencia moral misma, no por una instancia

ajena al yo. Este es colegislador en el reino de los fines, en el mundo

de la libertad moral. Por otra parte, esta ética es formal y no material,

porque no prescribe nada concreto, ninguna acción determinada

en su contenido, sino la forma de la acción: el obrar por respeto al

deber, hágase lo que se quiera.

En rigor, la expresión es justa: se debe hacer lo que se quiera; no lo

que se desee, o apetezca, convenga, sino lo que pueda querer la

voluntad racional. Kant pide al hombre que sea libre, que sea

autónomo, que no se deje determinar por ningún motivo ajeno a su

voluntad, que se da las leyes a sí misma. De este modo, la ética

kantiana culmina en el concepto de persona moral. Una ética es

siempre una ontología del hombre. Kant pide al hombre que realice

su esencia, que sea el que en verdad es, un ser racional. Porque la

ética kantiana no se refiere al yo empírico, ni siquiera a las

condiciones de la especie humana, sino a un yo puro, a un ser

racional puro. El hombre, por una parte, como yo empírico, está

sujeto a la causalidad natural; pero, por otra parte, pertenece al

reino de los fines.

Kant dice que todos los hombres son fines en sí mismos. La

inmoralidad consiste en tomar al hombre —al propio yo o al prójimo—

como medio para algo, siendo, como es, un fin en sí. Las leyes morales

—el imperativo categórico— proceden de la legislación de la propia

voluntad. Por esto el imperativo y la moralidad nos interesan, porque

son cosa nuestra.

EL PRIMADO DE LA RAZÓN PRÁCTICA.

La razón práctica, a diferencia de la teórica, solo tiene validez

inmediata para el yo, y consiste en determinarse a sí mismo. Pero Kant

afirma el primado de la razón práctica sobre la especulativa; es

decir, que es anterior y superior. Lo primario en el hombre no es la

teoría, sino la praxis, un hacer. En el concepto de persona moral,

entendida como libertad, culmina la filosofía kantiana. Kant no pudo

realizar su metafísica, que solo quedó esbozada, porque su vida

entera estuvo ocupada por la previa faena crítica. Pero solo desde

este primado de la razón práctica y de estas ideas de libertad y

hacer puede entenderse la filosofía del idealismo alemán, que nace

en Kant para terminar en Hegel.

TELEOLOGÍA Y ESTÉTICA.

Podemos prescindir aquí de la exposición del contenido de la

Crítica del juicio, que se refiere a los problemas del fin en el

organismo biológico y en el campo de la estética. Es conocida la

definición de lo bello como una finalidad sin fin, es decir, como algo

que encierra en sí una finalidad, pero que no se subordina a ningún

fin ajeno al goce estético. También distingue Kant entre lo bello, que

produce un sentimiento placentero y al que acompaña la

conciencia de limitación, y lo sublime, que provoca un placer

mezclado de horror y admiración, como una tempestad, una gran

montaña o una tragedia, porque lo acompaña la impresión de lo

infinito o ilimitado] Estas ideas kantianas han tenido honda

repercusión en el pensamiento del siglo xix.

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LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA: RASGOS GENERALES

El período de tiempo que transcurre aproximadamente entre la fecha

de publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico, en

1543, hasta la obra de Isaac Newton, cuyos Philosophiae Naturalis

Principia Mathemarica fueron publicados por primera vez en 1687,

se acostumbra a denominar en la actualidad como «período de la

revolución científica». Se trata de un poderoso movimiento de ideas

que adquiere en el siglo XVII sus rasgos distintivos con la obra de

Galileo, que encuentra sus filósofos desde perspectivas diferentes en

las ideas de Bacon y de Descartes, y que más tarde llegará a su

expresión clásica mediante la imagen newtoniana del universo

concebido como una máquina, como un reloj.

En este proceso conceptual, resulta sin duda determinante aquella

revolución astronómica cuyos representantes más prestigiosos son

Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo, y que confluirá en la física

clásica de Newton. Durante este período, pues, se modifica la

imagen del mundo. Pieza a pieza, trabajosa pero progresivamente,

van cayendo los pilares de la cosmología aristotélico-ptolemaica

Por ejemplo, Copérnico pone el Sol e lugar de la Tierra— en el centro

del mundo Tycho Brahe, aunque es anticopernicano, elimina las

esferas materiales que en la antigua cosmología arrastraban con su

movimiento a los planetas, y reemplaza la noción de orbe (o esfera)

material por la moderna noción de órbita. Kepler brinda una

sistematización matemática del sistema copernicano y realiza el

revolucionario paso desde el movimiento circular (natural y perfecto,

según vieja cosmología) hasta el movimiento elíptico de los planetas.

Galileo muestra la falsedad de la distinción entre física terrestre y

física celeste, demostrando que la Luna posee la misma naturaleza

que la Tierra y apoyándose —entre otras cosas— en la formulación

del principio de inercia Newton, con su teoría gravitacional, unificará

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

la física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista

de la mecánica de Newton, con su teoría gravitacional, unificará la

física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista

de la mecánica de Newton se puede afirmar que las teorías de

Galileo y de Kepler son correctas a determinados resultados

obtenidos por Newton Sin embargo, durante los 150 años que

transcurren entre Copérnico y Newton, no sólo cambia la imagen del

mundo. Entrelazado con dicha mutación se encuentra el cambio —

también en este caso, lento, tortuoso, pero decisivo— de las ideas

sobre el hombre, sobre la ciencia, sobre el hombre de ciencia, sobre

el trabajo científico y las instituciones científicas, sobre las relaciones

entre ciencia y sociedad, sobre las relaciones entre ciencia y filosofía

y entre saber científico y fe religiosa.

1) Copérnico desplaza la Tierra del centro del universo, con lo que

también quita de allí al hombre. La Tierra ya no es el centro del

universo, sino un cuerpo celestial como los demás. Ya no es, en

especial, aquel centro del universo creado por Dios en función de

un hombre concebido como culminación de la creación y a cuyo

servicio estaría todo el universo. Y si la Tierra ya no es el lugar

privilegiado de la creación, si ya no se diferencia de los demás

cuerpos celestes, ¿no podría ser que existiesen otros hombres, en

otros planetas? Y si esto fuese así, ¿cómo compaginarlo con la

verdad de la narración bíblica sobre la paternidad de Adán y Eva

con respecto a todos los hombres? ¿Cómo es que Dios, que bajó a

esta Tierra para redimir a los hombres, podría haber redimido a otros

hombres hipotéticos? Estos interrogantes ya habían aparecido con

el descubrimiento de los «salvajes» de América, descubriendo que,

además de provocar cambios políticos y económicos, planteará

inevitables cuestiones religiosas y antropológicas a la cultura

occidental, colocándola ante la experiencia de la diversidad. Y

cuando Bruno haga caer las fronteras del mundo y convierta en

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infinito al universo, el pensamiento tradicional se verá obligado a

hallar una nueva morada para Dios.

2) Cambia la imagen del mundo y cambia la imagen del hombre.

Más aún: cambia paulatinamente la imagen de la ciencia. La

revolución científica no sólo consiste en llegar a teorías nuevas y

distintas a las anteriores, acerca del universo astronómico, la

dinámica, el cuerpo humano, o incluso sobre la composición de la

Tierra. La revolución científica, al mismo tiempo, constituye una

revolución en la noción de saber, de ciencia. La ciencia —y tal es el

resultado de la revolución científica, que Galileo hará explícito con

claridad meridiana— ya no es una privilegiada intuición del mago o

astrólogo individual que se ve iluminado, ni el comentario a un

filósofo (Aristóteles) que ha dicho la verdad y toda la verdad, y

tampoco es un discurso sobre «el mundo de papel», sino más bien

una indagación y un razonamiento sobre el mundo de la naturaleza.

Esta imagen de la ciencia no surge de golpe, sino que aparece

gradualmente, mediante un crisol tempestuoso de nociones y de

ideas donde se combinan misticismo, hermetismo, astrología, magia y

sobre todo temas provenientes de la filosofía neoplatónica. Se trata

de un proceso realmente complejo cuya consecuencia, como

decíamos hace un momento, es la fundación galileana del método

científico y, por tanto, la autonomía de la ciencia con respecto a las

proposiciones de fe y las concepciones filosóficas. El razonamiento

científico se constituye como tal en la medida en que avanza —como

afirmó Galileo— basándose en «experiencias sensatas» y en las

«necesarias demostraciones». La experiencia de Galileo consiste en

el experimento. La ciencia es ciencia experimental. A través del

experimento, los científicos tienden a obtener proposiciones

verdaderas acerca del mundo. Esta nueva imagen de la ciencia,

elaborada mediante teorías sistemáticamente controladas a través

de experimentos, «representaba el certificado de nacimiento de un

tipo de saber entendido como construcción perfectible, que surge

gracias a la colaboración de los ingenios, que necesita un lenguaje

específico y riguroso, que requiere para sobrevivir y crecer en sí mismo

instituciones específicas propias (...). Un tipo de saber (...) que cree en

la capacidad de crecimiento del conocimiento, que no se

fundamenta en el mero rechazo de las teorías precedentes, sino en

su substitución a través de teorías más amplias, que sean más fuertes

desde el punto de vista lógico y que tengan un mayor contenido

controlable» (Paolo Rossi).

3) Con la revolución científica «se abrieron camino las categorías,

los métodos, las instituciones, los modos de pensar y las valoraciones

que se relacionan con aquel fenómeno que, después de la

revolución científica, acostumbramos a denominar ciencia moderna»

(Paolo Rossi). El rasgo más peculiar del fenómeno constituido por la

ciencia moderna consiste precisamente en el método: éste exige, por

una parte, imaginación y creación de hipótesis, y por la otra, un

control público de dicha imaginación. La ciencia en su esencia es

algo público; es pública por razón de su método. Se trata de una

noción de ciencia regulada metodológicamente y públicamente

controlable, que exige nuevas instituciones científicas: academias,

laboratorios, contactos internacionales (piénsese en la gran

cantidad de importantes epistolarios). Es sobre la base del método

experimental donde se fundamenta la autonomía de la ciencia: ésta

halla sus verdades con independencia de la filosofía y de la fe. No

obstante, esta independencia muy pronto se transforma en colisión,

enfrentamiento que en el «caso Galileo» se convierte en tragedia.

Cuando Copérnico publica su De Revolutionibus, el teólogo

luterano Andreas Osiander se apresura a redactarle un Prólogo en

el que afirma que la teoría copernicana, contraria a la cosmología

que aparece en la Biblia, no debe considerarse como una

descripción verdadera del mundo, sino más bien como un instrumento

para efectuar previsiones. Tal será la idea que sostendrá también el

cardenal Belarmino con respecto a la defensa del copernicanismo

que realiza Galileo. Lutero, Melanchthon y Calvino se opondrán de

forma tajante a la concepción copernicana. La Iglesia católica

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procesará en dos ocasiones a Galileo, quien se verá condenado y

obligado a una abjuración. Entre Otros factores, nos encontramos

ante un enfrentamiento entre dos mundos, entre dos modos de

contemplar la realidad, entre dos maneras de concebir la ciencia y

la verdad. Para Copérnico, para Kepler y para Galileo, la nueva

teoría astronómica no es una simple suposición matemática, no es un

mero instrumento de cálculo, útil en todo caso para perfeccionar el

calendario, sino una descripción verdadera de la realidad, que se

logra a través de un método que no mendiga garantías en el exterior

de si mismo . El saber de Aristóteles es una pseudofilosofía y las

Escrituras no tienen como función informarnos sobre el mundo, sino

que se trata de una palabra de salvación cuyo objetivo es brindar

un sentido a la vida de los hombres.

4) Junto con la cosmología aristotélica, la revolución científica

provoca un rechazo de las categorías, los principios y las

pretensiones esencialistas de la filosofía de Aristóteles. El viejo saber

pretendía ser un saber de a ciencia elaborada con teorías y

conceptos definitivos. En cambio el proceso de la revolución

científica confluirá en la noción de Galileo, quien escribe: «El

escudriñar la esencia, lo tengo por empresa no menos imposible y

por tarea no menos yana en las substancias elementales próximas,

que en las remotísimas y celestiales: y me parece que ignoro por igual

la substancia de la Tierra y la de la Luna, la de las nubes elementales

como la de las manchas del Sol (...). (Empero), aunque sea inútil

pretender investigar la substancia de las manchas solares, ello no

impide que nosotros podamos aprehender algunas de sus

afecciones, como el lugar, el movimiento, la figura, la magnitud, la

opacidad, la mutabilidad, la producción y la desaparición.» En

consecuencia, la ciencia ya no versa sobre las esencias o

substancias de las cosas y de los fenómenos, sino sobre las

cualidades de las cosas y de los acontecimientos que resulten

objetiva y públicamente controlables y cuantificables. Tal es la

imagen de la ciencia que se configura al final del largo proceso de

la revolución científica. Ya no se trata del «qué», sino del «cómo»; la

ciencia galileana y postgalileana ya no indagará sobre la

substancia, sino sobre la función.

5) Si bien el proceso de la revolución científica constituye asimismo

un proceso de rechazo de la filosofía aristotélica, no debemos

pensar en absoluto que carezca de supuestos filosóficos. Los artífices

de la revolución científica estuvieron ligados también con el pasado,

y de diversas formas: se remontan, por ejemplo, a Arquímedes y a

Galeno. La obra de Copérnico, la de Kepler o la de Harvey, por

ejemplo, están llenas de vestigios de la mística hermética o

neoplatónica referente al Sol. Y el gran tema neoplatónico del Dios

que hace geometría y que al crear el mundo le imprime un orden

matemático y geométrico que el investigador debe des cubrir,

caracteriza gran parte de la revolución científica, como por ejemplo

la investigación de Copernico, Kepler o Galileo.

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COPÉRNICO+GALILEO+NEWTON=REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

1. El significado filosófico de la revolución copernicana

«Mientras la Tierra se mantuvo firme, la astronomía también se

mantuvo firme»: son palabras de Georg Lichtenberg, a propósito de

Copérnico. En realidad, al haber situado al Sol en el centro del

mundo, en el lugar ocupado antes por la Tierra, y al afirmar que ésta

es la que gira alrededor del Sol y no al revés, Copérnico volvió a

poner en movimiento la investigación astronómica. Ésta adquirió un

ritmo tan veloz que, cuando Newton —150 años después de

Copérnico— otorgó a la física la forma que hoy conocemos con el

nombre de «física clásica», ya no quedaba casi nada de las

concepciones de Copérnico, salvo la idea de que el Sol está en el

centro del universo. En efecto, Kepler —a pesar de proclamarse

copernicano— publica en 1609 su Astronomía nueva. En aquel

momento, cuando aún no habían pasado sesenta años desde la

aparición del De Revolutionibus de Copérnico, «el avance de la

astronomía ya ha abandonado en la obscuridad del pasado las

órbitas circulares de las que trató la obra de Copérnico a lo largo

de toda su vida, para substituirlas por las órbitas planetarias elípticas.

Las novedades se suceden rápidamente, una tras otra: el

desplegarse del mundo cerrado de Copérnico —aunque fuese

vastísimo— hasta un universo infinito; el descubrimiento de un elemento

dinámico en el movimiento de los cuerpos celestes, que ya no se

consideran móviles a la manera copernicana en virtud de su misma

forma esférica. En el transcurso de un siglo y medio, el sistema de

Newton —que concluye una etapa de aquel camino que Copérnico

había hecho tomar a la astronomía— contiene ya muy poco del

sistema copernicano; quizás únicamente el heliocentrismo» (F.

Barone). Sin duda, «el primer significado de la revolución

copernicana es (...) el de una reforma de las concepciones

REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial

Herder, Barcelona, España, 1992.

fundamentales de la astronomía» (T.S. Kuhn), pero el alcance del De

Revolutionibus va mucho más allá de una mera reforma técnica de la

astronomía. Al desplazar Tierra del centro del universo, Copérnico

cambió también el lugar del hombre en el cosmos. La revolución

astronómica implicó también una revolución filosófica: «Los hombres

que creían que su morada terrestre no a que un planeta, que giraba

ciegamente en torno a una entre billones de estrellas, evaluaban su

posición en el esquema cósmico de un modo muy distinto a sus

predecesores, que veían la Tierra como único centro focal de la

creación divina» (T.S. Kuhn). Al desplazar la posición de la Tierra,

Copérnico expulsó al hombre del centro del universo.

En su conocido libro La revolución copernicana (1957), Kuhn afirma

también lo siguiente: «Su doctrina planetaria y la concepción ligada

a ella de un universo centralizado en el Sol fueron instrumentos para

el paso de la sociedad medieval a la sociedad occidental

moderna, en la medida en que afectaban (...) la relación del hombre

con el universo y con Dios. Iniciada una revisión estrictamente técnica

de la astronomía clásica, con alto despliegue matemático, la teoría

copernicana se convirtió en centro focal de terribles controversias

en el terreno religioso, filosófico y de las doctrinas sociales, que —a

lo largo de los dos siglos siguientes al descubrimiento de América—

determinaron la orientación del pensamiento europeo.» En resumen,

la revolución copernicana fue una revolución en el mundo de las

ideas, una transformación en las ideas inveteradas y venerables que

el hombre tenía sobre el universo, sobre su relación con éste y sobre

su puesto en él. Actualmente, «nada nos parece más lejos de nuestra

ciencia que la visión del mundo de Nicolás Copérnico» y, sin

embargo, sin la concepción de Copérnico «jamás habría existido

nuestra ciencia» (A. Koyré). Como tampoco habría existido, para

decirlo con palabras de Antonio Banfi, «el hombre copernicano», es

decir, el hombre «que se ha liberado de la ilusión de estar en el

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centro del universo y, junto con ella, ha perdido también muchos

otros mitos que se habían entretejido en su saber» (F. Barone). Este

es el sentido en el cual, todavía hoy, Copérnico representa una

innovación radical y revolucionaria.

2. La imagen galileana de la ciencia

La ciencia moderna es la ciencia de Galileo, en la explicitación de

sus supuestos, en la delimitación de su autonomía y en el

descubrimiento de las reglas del método. Ahora bien, ¿cuál es,

exactamente, la imagen de la ciencia que tuvo Galileo? O mejor

aún, ¿cuáles son las características de que se deducen de las

investigaciones efectivas de Galileo, o bien las reflexiones filosóficas

y metodológicas sobre la ciencia que lleva a cabo el mismo Galileo?

La pregunta es muy pertinente, y después de todo lo que hasta aquí

se ha dicho estamos en condiciones de exponer toda una serie de

rasgos distintivos que sirven para restituirnos la imagen galileana de

la ciencia.

1) Ante todo, la ciencia de Galileo ya no es un saber al servicio de

la fe; no depende de la fe; posee un objetivo distinto al de la fe; se

acepta y se fundamenta por razones diversas a las de la fe. La

Escritura contiene el mensaje de salvación y su función no consiste

en determinar «las constituciones de los cielos y de las estrellas». Las

proposiciones de fide nos dicen va al cielo»; las científicas,

obtenibles «mediante las experiencias sensatas y las demostraciones

necesarias», nos dan testimonio en cambio de «cómo va el cielo».

En pocas palabras, basándose en sus diferentes finalidades (la

salvación, para la fe; el conocimiento, para la ciencia), y en sus

distintas modalidades de fundamentación y aceptación (en la fe:

autoridad de la Escritura y respuesta del hombre ante el mensaje

revelado; e la ciencia: experiencias sensatas y demostraciones

necesarias), Galielo separa las proposiciones de la ciencia de las

de la fe. «Me parece que en la disputas naturales (la Escritura)

debería colocarse en último lugar.»

2) Si la ciencia es autónoma con respecto a la fe, con mayor razón

aún debe ser autónoma de todos aquellos lazos humanos que —

como la fe Aristóteles y la adhesión ciega a sus palabras— vedan su

realización. « ¿Y qué puede ser más vergonzoso —dice Salviati en el

Diálogo sobre los sistemas máximos— en los debates públicos,

mientras se está tratando de conclusiones demostrables, que el oír a

uno aparecer de pronto con un texto—a menudo escrito con un

objetivo muy distinto— y cerrar con él la boca de su adversario? (...).

Señor Simplicio, venid con razones y con demostraciones, vuestras o

de Aristóteles, y no con textos o meras autoridad porque nuestros

discursos han de versar sobre el mundo sensible y sobre un mundo

de papel.»

3) Por lo tanto la ciencia es autónoma de la fe, pero también es a

muy distinto de aquel saber dogmático representado por la

tradición aristotélica. Esto no significa, sin embargo, que para Galileo

la tradición resulte negativa en cuanto tradición. Es negativa

cuando se erige en dogma, en dogma incontrolable que pretende

ser intocable. «Tampoco de que no haya que escuchar a Aristóteles,

por lo contrario, alabo que oiga y se le estudie con diligencia, y

únicamente critico el entregársele de forma que se suscriba a ciegas

todo lo que dijo y, sin buscar ninguna otra razón, haya que tomarlo

como decreto inviolable; lo cual constituye un abuso que sigue a

otro extremo desorden y que consiste en dejar de forzarse por

entender la fuerza de sus demostraciones.» Así sucedió en el caso

de aquel aristotélico que, basado en los textos de Aristóteles,

sostenía que los nervios se originan en el corazón. Cuando una

disección anatómica desmintió tal teoría, afirmó: «Me habéis hecho

ver esto de un modo tan abierto y sensato, que si el texto de

Aristóteles no dijese lo contrario —que los nervios nacen del corazón

tendría por fuerza que confesar es verdad.» Galileo ataca el

dogmatismo y el puro Ipse dixit, la «autoridad desnuda» y no las

razones que aún hoy podrían hallarse, por ejemplo Aristóteles:

«Empero, señor Simplicio, venid con las razones y las demostraciones,

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vuestras o de Aristóteles.» A la verdad no hay que pedirle el

certificado de nacimiento, y en todas partes pueden encontrarse

razones y demostraciones. Lo importante es dar a entender que son

válidas y no que estén escritas en los libros de Aristóteles. Y en contra

de los aristotélicos dogmáticos y librescos, Galileo apela al propio

Aristóteles: es «el mismo Aristóteles» quien «antepone (...) las

experiencias sensatas a todos los razonamientos». Hasta tal punto es

así, que «no me cabe la menor duda de que, si Aristóteles viviese en

nuestra época, cambiaría de opinión. Esto se deduce

manifiestamente de su propio modo de filosofar: cuando que

considera que los cielos son inalterables, etc., porque en ellos no ha

visto engendrarse ninguna cosa nueva ni desvanecerse ninguna

cosas vieja, nos da a entender implícitamente que, si hubiese visto

uno de estos accidentes, habría considerado lo contrario,

anteponiendo, como con: conviene, la experiencia sensata al

razonamiento natural». En consecuencia pretende liberar el camino

de la ciencia de un obstáculo epistemológico en sentido estricto,

del autoritarismo de una tradición sofocante que bloquea el avance

de la ciencia. Galileo, en definitiva, celebra «el funeral (...) de la

pseudofilosofía», pero no el funeral de la tradición en cuanto tal. Esto

es tan cierto que con las debidas cautelas cabe decir que es

platónico en filosofía y aristotélico en el método.

6) Sin embargo, la ciencia sólo puede ofrecernos una descripción

verdadera de la realidad, sólo puede llegar hasta los objetos —y ser

por lo tanto objetiva— con la condición de establecer una distinción

fundamental entre las cualidades objetivas y subjetivas de los

cuerpos. En otras palabras, la ciencia debe limitarse a describir las

cualidades objetivas de los cuerpos, cuantitativas y mensurables

(públicamente controlables) excluido de sí misma al hombre, esto es,

las cualidades subjetivas. Leemos el Ensayador: «Por eso, cuando

concibo una materia o substancia corpórea, me siento atraído por

la necesidad de concebir al mismo tiempo que está determinada y

configurada de esta manera o de la otra, que es grande o pequeña

en comparación con otras, que está en este lugar o en aquél, en

este o en aquel tiempo, que se mueve o está quieta, que toca o no

a otro cuerpo, que es una, pocas o muchas, y mediante ninguna

imaginación puedo separarla de estas condiciones; empero, que

sea blanca o dulce o amarga, sorda o muda, que tenga un aroma

grato o desagradable, no siento que mi mente esté forzada a

entenderla necesariamente acompañada por tales condiciones:

más aún, si los sentidos no nos sirviesen de guía, quizás el

razonamiento o la imaginación por sí misma jamás llegaría hasta

ellas.» En resumen: los colores, los olores, los sabores, etc., son

cualidades subjetivas; no existen en el objeto, sino únicamente en el

que siente, al igual que las cosquillas no existen en la pluma, sino en

el sujeto sensible a ellas. La ciencia es objetiva porque no se interesa

por las cualidades subjetivas que varían para cada hombre, sino

que atiende a aspectos de los cuerpos que, al ser cuantificables y

mensurables, son para todos. La ciencia tampoco pretende

«determinar la esencia verdadera e intrínseca de las substancias

naturales». Por lo contrario, escribe Galileo, «determinar la esencia lo

considero una empresa tan imposible y un esfuerzo tan vano en las

substancias próximas y elementales como en las muy remotas y

celestiales: y me creo tan ignorante de la substancias próximas de la

Tierra como de la substancia de la Luna, de la nubes elementales y

de las manchas del Sol». Por lo tanto, ni las cualidades subjetivas ni

las esencias de las cosas constituyen el objetivo de la ciencia. Esta

debe contentarse con «tener noticia de algunas de sus afecciones».

Por ejemplo, «sería inútil intentar una investigación de la substancia

de las machas solares pero esto no impide que podamos conocer

algunas de sus afecciones, por ejemplo el lugar, el movimiento, la

figura, el tamaño, la opacidad, la mutabilidad, la producción y la

desaparición». La ciencia, pues, es conocimiento objetivo,

conocimiento de las cualidades objetivas de los cuerpos: y éstas son

cualidades cuantitativamente determinables, esto es, medibles.

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3. El significado filosófico de la obra de Newton

Galileo murió el 8 de enero de 1642. Ese mismo año, el día de

Navidad nacía en Woolsthorpe -cerca del pueblo de Colsterworth,

en el Linvolnshire— Isaac Newton. Newton fue el científico que llevó

a su culminación la revolución científica, y con su sistema del mundo

se configuró la física clásica. No fueron únicamente sus

descubrimientos astronómicos, o matemáticos (de forma

independiente de Leibniz, inventó el cálculo diferencial e integral)

los que le otorgan un lugar en la historia de las ideas filosóficas.

Newton, además, estuvo preocupado por importantes cuestiones

teológicas y elaboró una cuidadosa teoría metodológica. Sin

embargo, quizá lo más importante a nuestros efectos sea que, sin una

comprensión adecuada del pensamiento de Newton, no estaríamos

en condiciones de entender a fondo gran parte del empirismo inglés,

ni tampoco la ilustración —sobre todo la francesa— y ni siquiera el

mismo Kant. En realidad, como veremos enseguida, la razón de los

empiristas ingleses, limitada y controlada por la experiencia, que ya

no la deja moverse a su arbitrio en el mundo de las esencias, es

precisamente la razón de Newton. Por otra parte, la temporada que

Voltaire pasó en Inglaterra llegó a transformar sus ideas. Voltaire, que

será el pensador más típico de la ilustración, «vio que allí los

burgueses podían aspirar a todas las dignidades que la libertad no

creaba incompatibilidades con el orden, que la religión toleraba la

filosofía (...). La lectura de Locke le proporcionó una filosofía, la de

Swift, un modelo, y la de Newton, una doctrina científica» (A. Maurois).

La razón de los ilustrados es la del empirista Locke, razón que halla

su paradigma en la ciencia de Boyle o en la física de Newton: ésta

no se pierde en hipótesis sobre la naturaleza íntima o la esencia de

los fenómenos, sino que, controlada de forma continua por la

experiencia, busca y comprueba las leyes de su funcionamiento. Por

último, tampoco hemos de olvidar que la ciencia de la que habla

Kant es la ciencia de Newton, y que la conmoción kantiana ante los

cielos estrellados es una conmoción ante el orden del universo-reloj

de Newton. Kant, escribe Popper, creyó que la tarea del filósofo

consistía en explicar la unicidad y la verdad de la teoría de Newton.

Sin comprender la imagen de la ciencia newtoniana, resulta del todo

imposible comprender la Crítica de la razón pura de Kant.

El libro más famoso de Newton son los Philosophiae naturalis principia

mathematica, cuya primera edición se publicó en 1687. «La

publicación de los Principia (...) fue uno de los acontecimientos más

importantes de toda la historia de la física. Este libro puede ser

considerado como la culminación de miles de años de esfuerzo por

comprender la dinámica del universo, los principios de la fuerza y del

movimiento, y la física de los cuerpos en movimiento en medios

distintos» (I.B. Cohen). Y «en la medida en que la continuidad de la

evolución del pensamiento nos permite hablar de una conclusión y

de un nuevo punto de partida, podemos decir que con Isaac

Newton acaba una fase en la actitud de los filósofos hacia la

naturaleza y comienza otra nueva. En su obra, la ciencia clásica (...)

consiguió una existencia independiente y a partir de entonces

comenzó a ejercer todo su influjo sobre la sociedad humana. Si

alguien quiere emprender la labor de describir este influjo con todas

sus numerosas ramificaciones (...) Newton podría constituir el punto de

partida todo lo que se había hecho antes no era más que una

introducción» (E.J. Dijksterhuis).