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BRUCEALEXANDER

EL MISTERIO DELAS PROSTITUTASASESINADAS

UN CASO DEL JUEZ FIELDING

Traducción de Gemma Moral

BartoloméTítulo original: Person or Persons

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UnknownDiseño de la portada: Método, S.

L.Primera edición: julio, 1999© 1997, Bruce AlexanderPublicado originalmente por G. P.

Putnam, Nueva Cork© de la traducción, Gemma Moral

Bartolomé© 1999, Plaza & Janés Editores, S.

A.ISBN: 84-01-47154-0 (vol. 351/4)

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I

En el que me dispongo a cumplir unencargo y tropiezo con un homicidio

No hace mucho escuché una

historia de labios de un marino con elque pasé un buen rato una tarde en uncafé. No se trataba de un vulgarmarinero, sino del segundo oficial de unbarco que hacía el servicio de las IndiasOrientales. Yo, Jeremy Proctor, le había

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representado aquel mismo día encalidad de abogado ante la CorteSuprema. Para no extendermedemasiado, diré que le había defendidocon éxito de una acusación de asaltocriminal. Se había visto involucrado enuna reyerta en una taberna de mala notacon tres hombres de dudosa reputación,los cuales afirmaron que les habíainsultado. El marino se había marchadoen el acto y ellos lo habían seguido paraexigirle que se disculpara, esgrimiendocuchillos y un garrote para apoyar susexigencias. Viéndolos avanzar hacia él,no tuvo más remedio que hacer uso de laúnica arma que llevaba consigo: unaespada. No era un alfanje, es decir, noera una espada para batirse propiamente

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dicha, sino un arma de tipo ceremonial,algo parecido a un espadín. Sinembargo, sabía utilizarlo y de ello dio fela escena sangrienta con la que topó unalguacil de chaleco rojo que pasabacasualmente por allí. Mi cliente no matóa ninguno, pero causó tan graves heridasa los tres que todos requirieronurgentemente la asistencia de uncirujano.

Su declaración ante el tribunal,cubiertos de vendas y escayolas,dificultó grandemente mi labor. Eltabernero, que también declaró contrami cliente, presentándolo como un matónpendenciero y violento que proferíablasfemias, la dificultó aún más, si cabe.No obstante, logré arrojar dudas sobre

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los cuatro, y durante mi interrogatorio alalguacil que había efectuado el arrestoestablecí que las «víctimas» eransobradamente conocidas como rufianes,chulos y proxenetas; uno de ellos habíacumplido condena en Newgate por unapaliza que infligió a una de sus«amigas». El defendido, mi cliente,ofreció un excelente testimonio en favorde sí mismo. Tan sólo en una ocasiónvaciló, y fue cuando el juez le hizo unapregunta sumamente razonable: «Si esusted tan inocente en este asunto comoafirma ser, ¿qué estaba haciendo en unataberna conocida como lugar de reuniónde prostitutas, alcahuetes, y gentesenvueltas en diversas actividadesdelictivas?» A esto, tras vacilar unos

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instantes, mi cliente respondió:«Señoría, aunque, como dice usted, ellugar era de todos conocido, su fama nohabía llegado a mi conocimiento. No soylondinense sino, como bien puedeadivinar por mi forma de hablar, ungalés de Cardiff, y no conozco esta granciudad más que como visitante. Digamosque fui a parar a aquel lugar sin darmecuenta y que lamento profundamente mierror.» Su respuesta, si bien eraigualmente razonable, me produjo laimpresión de que, si había dicho laverdad, no era toda la verdad, y el temorde que el juez y el jurado opinaran lomismo. No obstante, en el alegato quedirigí al jurado hice cuanto estuvo en mimano por disipar esa sospecha.

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«¡Defensa propia! ¡Uno contra tres! ¿Yno se habría defendido cualquiera deustedes del mismo modo de haber estadoen su lugar?», argüí. Etcétera. Se impusomi argumentación. Al cabo de unosminutos el jurado halló al acusado noculpable. Mi cliente y yo salimos de lasala juntos. Él estaba tan contento por elresultado, por no decir sorprendido, queme rogó que le permitiera invitarme acomer algo. Dado que no tenía máscomparecencias aquel día, y puesto queconocía un café cercano a Old Baileyque, además de la divina ambrosía a laque soy adicto, servía toda suerte debollos y dulces, acepté su invitación debuen grado. A fuer de sincero, debodecir que también deseaba hacerle una

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pregunta.Mientras comíamos, poco había de

que charlar si no era del juicio reciénconcluido, por lo que no me fue difícilponerle en situación de lanzarle mipregunta.

—Sólo he tenido un mal momento—le dije—, y ha sido cuando el juez lepreguntó qué hacía usted en aquel lugar.

—Bueno... yo...—Vacila ahora —dije—, y ha

vacilado antes. —Lo miré con la mismaseveridad de un juez—. Dígame, ¿quéestaba haciendo allí? ¿Buscandocompañía barata para la noche? ¿Ohabía alguna otra motivación oculta?

Así pues, me contó su historia:—Aunque soy el tercero en el

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mando en un gran navío —empezó—, ytengo más autoridad y responsabilidadque la mayoría de hombres que medoblan la edad, en cuestiones mundanassoy más ignorante que cualquier golfillode Londres con la mitad de mis años. Lanoche previa al incidente de cuyasconsecuencias acaba usted derescatarme, disfrutaba de mi primeranoche en tierra. Había ido al teatro deDrury Lane a ver una obra deShakespeare, pero estaba deformada porla moda del momento: Romeo y Julietacortada, moldeada y «mejorada» paraadaptarse a los gustos de los mercaderesy sus señoras.

»Solo fui al teatro y solo memarché de él, más que ofendido por lo

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que se había hecho con la obra de unpoeta al que yo reverencio. Me hallabapor tanto algo irritado cuando, demanera repentina, una niña me tiró de lamanga y me obligó a detenerme, unaniña que no debía de tener más decatorce años, quince a lo sumo. Mesusurró con tono apremiante quenecesitaba un sitio donde pasar la noche.Al punto me sentí impresionado por suaire inocente y, lo confieso, por subelleza. Parecía al límite de sus fuerzas,completamente desesperada,¿comprende? Le pregunté si teníahambre. "Oh, sí, señor —me dijo—.Hace mucho que no he comido como esdebido." Ante aquella situación, leofrecí llevarla a un establecimiento

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cercano que me habían recomendado ydonde podría comer. Tenía limpios elrostro y las manos y no iba harapienta,de modo que no nos impidieron laentrada, aunque me fijé en que nosponían en un rincón, fuera de la vista delos demás clientes.

«Cenamos unos buenos bistecs debuey y hablamos... ¡ah, lo que llegamosa hablar! Cuando le dije que era oficialde un barco que hace el servicio de lasIndias Orientales, quiso saberlo todo deaquellas tierras que tan poco se conocenaquí y de las que tanto se habla. Ledescribí las fabulosas riquezas de losmaharajás, los paseos a lomos deelefantes, y las cacerías de tigres. Mehizo infinidad de preguntas y era tal su

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asombro que me miraba boquiabierta.Ello no hizo más que aumentar suatractivo, a su modo infantil, porsupuesto. Sin embargo, debo admitirque, mientras estábamos allí sentados,charlando, me enamorisqué de ella. Soyun hombre con sentimientos, señor, y nome avergüenza admitirlo. Recuerde,además, que acababa de ver unarepresentación de Romeo y Julieta que,aunque fuera parodia, no pudo pormenos que afectarme.

»Así pues, me hallabacompletamente a su merced cuando, trashaberme interesado yo por su situación,me contó una terrible historia deinfortunios. Me dijo que había llegado aLondres hacía poco, procedente de

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Scarborough (un largo viaje, sin duda)para cuidar a una tía enferma. La mujerno tardó en morir, dejando a la chica enmanos de sus acreedores. Éstos sepresentaron y se apoderaron de todocuanto pudiera venderse para pagar ladiligencia de regreso a Scarborough.Temiendo que aquellos buitresvolvieran para despojarla de suspropias pertenencias, la chica buscóalojamiento en una casa respetable y sedispuso a buscar trabajo. Al no hallarloy habiéndosele terminado el dinero conque pagar el alojamiento, se le habíanegado la entrada al mismo esa mismamañana. En su bolsa llevaba todas suspertenencias: sus ropas y unas cuantasbaratijas que le había regalado su tía

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como recuerdo. Allí mismo, en la mesa,se echó a llorar. Me di cuenta de que mehallaba en situación de aprovecharme deella, mas no quise convertirme en unseductor de mujeres, sobre todo deaquella a la que juzgaba tan joven einocente. Así pues, tras pagar la cuentade nuestra cena, le entregué cuanto mequedaba y le dije que pasara la noche enun hostal, que nos encontraríamos al díasiguiente por la noche y que entonces ledaría todo lo que fuera menester paraque cancelara la deuda de la pensión yse pagara el billete de vuelta aScarborough en la diligencia. Ella medio el nombre de la taberna en la queluego se produciría el altercado,asegurándome que estaba cerca de la

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pensión. Me besó la mano con gratitud,dándome las gracias una y mil veces. Yola subí a un coche de alquiler.

»A la noche siguiente, ella no sehallaba en la taberna, pero en su lugarme encontré con los tres hombres que haconocido usted en los tribunales.Exigieron el dinero que yo llevaba parala muchacha, afirmando que ellos se loentregarían. Comprendí al instante queeran unos chulos y unos canallas, y asíse lo dije. Lejos de sentirse insultados,sonrieron despectivamente y mesiguieron al exterior de la taberna parapedirme, no que me disculpara, sino eldinero que le había prometido a ella. Enaquel momento estaba convencido deque aquellos hombres la habían

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amenazado, que quizá le habían causadodaño para sonsacarle el motivo denuestra cita, por lo que no dudé encastigarlos con la espada. Pero, despuésde haber tenido tiempo para meditarlobien, comprendo ahora que ella eracómplice activo de la jugada. Tanto silos tres hombres eran sus agentes comosus amos, actuaban gracias a lainformación que ella les habíaproporcionado por propia voluntad.Había sido ella, en definitiva, unaramera con su disfraz de inocencia, laque había nombrado el lugar de la cita,que era tal como lo ha descrito el juez.El hecho de que me hubiera atraídohasta allí significaba que ella lo habíaplaneado todo.

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Tan sólo en un punto medesconcertó el relato del joven oficialde la marina mercante.

—¿Por qué no le contó esta historiaal juez? —le pregunté—. En realidad, sise la hubiera contado desde el principio,ni siquiera habría llegado a juicio.

—En un primer momento queríaprotegerla —contestó—. Luego, alcomprender que había desempeñado unpapel principal en la farsa, meavergoncé de haberme dejado embaucarde aquella manera. Sencillamente, mesentí demasiado mortificado para usartoda la verdad en mi defensa.

—Joven —dije yo, pues a miscuarenta y dos años tenía casi veintemás que él—, no debe sentirse jamás

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avergonzado de su propia bondad ygenerosidad, como tampoco debe dejarque se endurezca su corazón, pues lapróxima vez quizá la historia sea ciertay la inocencia que usted perciba seareal. Así me aconsejó en una ocasión unhombre más sabio que yo, y así leaconsejo yo a usted ahora.

Nos despedimos al poco rato. Nosé si él habrá vuelto a pensar en lo quele dije entonces, ni si lo hará en elfuturo, mas yo he pensado en ello conintensidad y a menudo, porque me trajoa la memoria con todo detalle uno de loscasos más sangrientos e inquietantes alque hubo de prestar su diligente atenciónsir John Fielding.

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Sir John, magistrado del tribunal deBow Street y jefe de los Vigilantes deBow Street fue, durante mi juventud,maestro, padre y algo más, a caminoentre un héroe y un dios. Nos conocimoscuando yo, huérfano a la sazón,comparecí ante él falsamente acusado dehurto. No dejándose engañar por eltestimonio perjuro de mis acusadores,sir John los despidió con una severaadvertencia, me colocó bajo la tutela deltribunal y acabó acogiéndome en supropia casa. A partir de los trece añosde edad, viví bajo su protección, realicécuantas tareas domésticas me solicitólady Fielding y le asistí siempre quepude dentro de mis posibilidades.Aunque ciego, sir John requería de poca

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ayuda directa en sus quehacereshabituales. Sin embargo, en ciertasinvestigaciones criminales que acometiócomo magistrado, mi ayuda erainestimable, o al menos así me loaseguraba él a menudo.

De tales investigaciones, ningunaconstituyó mayor motivo de frustraciónpara él ni causó un pánico mayor en eldistrito de Covent Garden, dondenosotros vivíamos, que el que ahora medispongo a referir. Puede que hayasdeducido ya, lector, que también a míme causó aflicción.

Corría entonces el año de 1770,veintisiete años antes del momento enque esto escribo. Sin embargo, recuerdoperfectamente que todo empezó un día

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en el que me habían sido encomendadosencargos y tareas de diversa índole.Annie Oakum, que había sustituido a laseñora Gredge como cocinera de la casa(y desempeñaba mucho mejor sutrabajo), me había pedido aquellamañana que la acompañara a hacer lacompra al mercado de Covent Garden.Yo tenía ya quince años y era unmuchacho robusto, pero mi fuerza se viopuesta a prueba en el viaje de vuelta,pues Annie había comprado patatas,manzanas y zanahorias en cantidadsuficiente para todo el mes... y yo era sumula de carga. Tan pronto llegué a casalady Fielding cayó sobre mí, presa de laexcitación, y me envió al correo pararecoger una carta de su hijo que acababa

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de llegar. Su hijo, Tom, era unguardiamarina de servicio en elMediterráneo (todo el correo marítimollegaba en diligencia desde Portsmouth).Inspirada sin duda por la descripción delos resplandecientes palacios deConstantinopla que Tom había tenidoocasión de contemplar por sí mismo,lady Fielding me puso manos a la obrainmediatamente para hacer que nuestropequeño palacio brillara un poco más.Me dio instrucciones de que fregara lasescaleras desde la planta baja hasta miaguilera del ático, y partió en direcciónal Asilo de la Magdalena paraProstitutas Arrepentidas, cuyofuncionamiento supervisaba, tras haberleasegurado yo que la tarea estaría

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terminada a su regreso.No fue así. Me llegó de abajo el

mensaje de que me presentara a sir John,que quería encomendarme un encargourgente. Mis obligaciones para con sirJohn estaban por encima de cualquierotra. Sin embargo, de habérsemepermitido elegir, habría arrojado cubo ycepillo a un lado con la mismavehemencia para apresurarme a acudir asus habitaciones. Disfrutaba con sunaturaleza excéntrica, a ratos grave yotras veces ingeniosa; me gustabansobre manera sus encargos, pues mellevaban invariablemente al gran mundoque tan impaciente estaba por descubriry, finalmente, aunque procurabadisimularlo, había acabado por

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considerar que las tareas domésticaseran indignas de mí.

Sea como fuere, no perdí tiempo enacudir a su llamada y llamar a su puertacon resolución. Entré, tras ser invitado ahacerlo, y encontré al señor Mardsen, elescribano del tribunal, junto a sir John,que acababa de dictarle una carta.Después de doblarla rápidamente, elseñor Mardsen se hallaba en aquelmomento aplicando la cera ymarcándola con el sello del magistrado

—Ah, Jeremy, eres tú, ¿verdad? —dijo sir John—. Ven y siéntate. Estoestará listo en un instante.

—Menos aún —dijo Mardsen—,pues ya está listo para ser entregado. —Deslizó una esquina de la carta entre los

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dedos de la mano derecha de sir Johnque le dio las gracias, luego se despidióde mí con una inclinación de cabeza y sefue.

—Siéntate de todas formas, Jeremy—dijo sir John—. Quiero que conozcasel contenido de la carta a fin de quecomprendas mejor las instruccionesespeciales que luego te daré.

—Sí, sir John. —Me senté en unade las dos sillas que había frente a sumesa.

—Sir Thomas Cox acaba de morir.El nombre me era vagamente

familiar. Me pareció adecuado haceralgún comentario y lo hice lo mejor quepude, teniendo en cuenta mi ignorancia.

—No sabía que estaba enfermo.

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Sir John soltó una sonoracarcajada.

—No estaba enfermo, a menos quela vejez sea una enfermedad en símisma. No; tenía ochenta y siete años,muchos más de los que cabe esperarpara la mayoría. Yo le hubiera felicitadopor su longevidad, si hubiera tenido ladelicadeza de retirarse hace cinco añoso más. Era, aunque quizá ni tú ni otraspersonas lo supierais, el juezpesquisidor en la ciudad deWestminster.

[1] En realidad, no existía motivo

alguno para que tú lo supieras, dado queno había convocado ningún jurado nihabía emprendido investigación alguna

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en los últimos cinco años. Sin embargo,se mostraba reacio a renunciar a sucargo y a su sueldo, de modo que seguíaaño tras año, prometiendo reanudar susdeberes oficiales tan pronto como sehallara en condiciones para ello.

—Y jamás los reanudó —dije—.¿Quién, entonces, realizaba talesdeberes?

—Oficialmente, nadie. En realidad,yo. —Tamborileó suavemente con losdedos en el sobre—. Verás, el cargo dejuez pesquisidor es muy antiguo y fuecreado para remediar la ignorancia delhombre sobre la muerte. El juezpesquisidor tenía poderes para convocarun jurado, y oficiar luego como juez.Juntos debían hallar la causa de

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cualquier muerte sospechosa: accidenteo asesinato, causas naturales oenvenenamiento, etcétera. Bien, en lapráctica, un magistrado con experiencia,o incluso un alguacil, son capaces dedeterminarlo. Si hallamos a todos loshabitantes de una casa cortados enpedazos, como ocurrió no hace tanto enGrub Street, entonces, como hay Diosque sabemos que se ha cometido unasesinato. La única investigación derecuerdo reciente en la que realizaronesfuerzos para disimular la naturalezadel crimen fue el caso Goodhope, y paradeterminar la causa exacta de la muertefue precisa la ayuda de un médico.

—Que proporcionó el señorGabriel Donnelly.

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—Exactamente. Y eso me lleva a lacarta que tengo ante mí. Esta mañana ellord magistrado supremo me hanotificado la muerte de sir Thomas. Hareconocido, además, que el cargo dejuez pesquisidor de la ciudad deWestminster ha permanecido vacantedurante cinco años de manera oficial,pero me ha pedido que reinstituya lasactuaciones formales del juezpesquisidor, con jurado incluido, hastael momento en que se designe uno nuevopermanente. En otras palabras, pretendeque actúe como juez pesquisidor y comomagistrado al mismo tiempo durante unintervalo de tiempo indeterminado.

—¿Puede usted hacerlo, sir John?—pregunté.

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—Oh, eso creo —contestó él—. Hepedido al señor Mardsen que buscaralas actas y me las leyera, y sonsumamente sencillas. No obstante, sécómo actúan el lord magistrado supremoy sus amigos tratándose de talesnombramientos, y mientras se presteatención temporalmente a los asuntos, secontentan con dejar que sigafuncionando de igual modoindefinidamente. No tengo la menorintención de permitírselo en este caso,de modo que he puesto cuatrocondiciones. No es menester explicarlasahora. Lo que sí debes saber es que sedetallan en esta carta. En consecuencia,te pido, Jeremy, que se la entregues allord magistrado supremo; si no está,

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tendrás que esperarlo. Mi carta requiereuna respuesta inmediata, a saber, siacepta o no mis condiciones. Que meresponda por escrito en mi propia carta.El señor Mardsen me ha indicado que hadejado espacio más que suficiente pararespuesta tan breve. La cuestión es quetambién habrás de esperar a que te la dé.Insiste. Moléstale, si es preciso, perotráeme una respuesta.

—Descuide, sir John.—Buen muchacho. —Me tendió la

carta. Sin embargo, vacilé al cogerla.—Sólo hay un problema —dije.—¿Ah?—He estado fregando las escaleras

de arriba y no estoy adecuadamentevestido para visitar al lord magistrado

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supremo, es decir, puesto que tendré queesperar.

—No acabo de entenderte.—El mayordomo del magistrado

supremo no me dejará entrar a menosque vaya bien vestido.

—Oh, no te dejará, ¿eh? Bueno...—Estas palabras las pronunció concierta agresividad. Luego, tras unapausa, siguió en tono más conciliador—.Ciertamente, mmm, quizá sería mejorque te cambiaras de ropa. Aunque,confieso que no me gusta la idea de quelos mayordomos sean jueces de lavestimenta. No me gusta siquiera la ideade que existan mayordomos. Pero dateprisa. Quiero que este asunto se resuelvalo antes posible.

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Con la mejor de las intenciones me

puse en camino poco después hacia laresidencia de William Murray, conde deMansfield, lord magistrado supremo deltribunal del rey, sita en BloomsburySquare.

A mi modo de ver, tenía todo elaspecto de un joven caballero cuandoenfilé New Broad Court. Un súbitoestirón en primavera había hechonecesario renovar mi guardarropa. LadyFielding compró para mí con la mismasensatez y generosidad con que anteshabía vestido a su hijo, Tom, mezclandoprendas de confección con otras demayor calidad, pero de segunda mano.Más generosa fue conmigo, en realidad,

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pues me compró dos calzones deconfección, uno de ellos más oscuro yde mejor paño para que lo usara adiario. Mas, como antes ocurriera conTom, el mayor regalo que recibí fue unacasaca; verde botella era, con ribetesblancos, y como afirmó el vendedor:«Apenas lo había llevado aquél paraquien se encargó.» ¿Quién no se sentiríatodo un petimetre de Londres consemejante casaca?

Había elegido aquella ruta enparticular con el propósito de ver a unapersona por la que había perdido el sesoen los últimos tiempos. La conocía sólopor su nombre de pila, que, según medijo, era Mariah. Dudo de que ellasupiera el mío, aunque yo se lo había

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dado, pues conocía a muchos hombrestodos los días, hablaba con todos ellos ytenía encuentros más íntimos conalgunos de ellos. ¿Cómo podíaesperarse que recordara a alguien queno podía ofrecerle dinero, ni la chácharaingeniosa que estaba de moda, sino tansólo una torpe adulación y unafascinación que trababa la lengua?

Hacía apenas dos semanas que mehabía fijado en ella por primera vez. Mehabía quedado mirándola desde la otraacera de una calle angosta, totalmenteprendado de su belleza morena, mas notan sólo por ello, sino que tuve lasensación de que la conocía de antes.Claro que eso no habría sido nadadifícil: Londres era entonces casi tan

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grande como ahora, una ciudad con unmillón de habitantes aproximadamente.Supe que era una chica de la calle por lapose que adoptaba y el modo en queintentaba atraer la atención de loshombres que pasaban por su lado.Diríase que eran incontables las queejercían la profesión en aquella orilladel Támesis, y la mayoría se hallabanjusto allí, en Covent Garden y susalrededores. Sin embargo, estaba segurode que la impresión de conocerla no sedebía meramente a algún otro encuentrofugaz. No; me parecía conocerla, por asídecirlo, de un tiempo pretérito. ¿Quétiempo era ése?

A menudo estaba en New BroadCoart y algunas veces cerca de allí, en

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Drury Lane. Me había atrevido ahablarle un par de veces... no, enrealidad habían sido tres. La primera lepregunté el nombre y ella me contestó debuena gana, pero cuando le di lasgracias y seguí caminando, incapaz deañadir una sola palabra, me llamó, notanto con enojo como con fastidio. Sunombre no despertó en mí ningúnrecuerdo. En la segunda ocasión, medirigí a ella por su nombre, le dije elmío y le pregunté, balbuceante, si porcasualidad nos conocíamos de antes.Ella me contestó con total descaro queno recordaba tal cosa, pero que era fácilconocerla mejor y que sólo me costaríaun chelín. Eso me cortó las alas. Farfulléque no tenía tanto dinero, lo cual era

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mentira, le deseé buenos días y pocofaltó para que echara a correr.

La tercera ocasión se habíaproducido el día anterior. La buscabaporque por fin tenía un leve indicio decómo nos habíamos conocido, si bien noiba mucho más allá del encuentro fugazque antes había desechado. Lo habíarecordado como en un sueño, el de unasatracciones callejeras en CoventGarden. Una sola pregunta bastaría paraasegurarme. Sin embargo, cuando fui abuscarla a su ubicación habitual, mereconoció desde lejos por mis otros dosintentos de hablar con ella, me dio laespalda con aire malhumorado y echó aandar rápidamente por Drury Lane. Yola seguí hasta que se reunió con un tipo

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que era más o menos de mi estatura,pero con unos cuantos años más. Lesusurró algo, se volvió hacia mí, meseñaló y luego siguió caminando a pasovivo. Por el contrario él vinodirectamente hacia mí y me impidió elpaso. Me acusó de «incordiar a laseñorita» y me aconsejó que «movierael trasero» en la dirección opuesta. Paraayudarme, me aferró por los hombros, yme habría dado un empellón, dehabérselo permitido yo, pero me desasícon un rápido movimiento de los brazosy, de paso, le hice perder el equilibrio.El tipo retrocedió unos pasostambaleándose. Así nos quedamos,midiéndonos mutuamente con la mirada,y mirando yo más allá, buscando

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infructuosamente a Mariah, que habíadesaparecido entre la multitud detranseúntes de Drury Lane, o quizá sehabía metido en alguna tienda delcamino. Algunos transeúntes se habíandetenido al percibir en el aire esahostilidad que podría conducir a unentretenimiento pugilístico. Sus deseosno se vieron satisfechos. Debí derelajarme ostensiblemente por ladecepción de haber perdido de vista aMariah, porque de repente el tipo dio lavuelta sin más explicaciones y se alejó.Yo hice lo mismo, sin prestar atención alos gruñidos de los mirones queacababan de perderse un rato dediversión. Sir John me había dado laorden estricta de no pelearme en la

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calle, y era una orden muy justa, pues nosería apropiado que alguien que estababajo su protección perturbara la pazciudadana de manera tan patente.

Así pues, cuando abandoné BowStreet en dirección a BloomsburySquare aquella tarde en cuestión, escierto que elegí un camino que tal vezme condujera cerca de Mariah, perohabía resuelto limitarme a mirarla alpasar y, por lo tanto, caminaba por ellado de la acera opuesto al que ellasolía ocupar. Me había ofendido con sumanera de enojarse, de huir de mí y deecharme luego encima a aquel chicomatón. ¿Quién era? ¿Qué era para ella?Si Mariah no deseaba hablar conmigo,desde luego yo no tenía nada que hablar

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con ella. Sin embargo, una últimamirada confirmaría tal vez el recuerdode una tarde de verano de hacía dosaños, de una compañía de volatineros,de una muchacha más joven que yo, máságil y grácil que todos los demás. ¿Eraella? ¿Cómo iba a averiguarlo si no laveía una vez más? No vi a Mariah porninguna parte.

Pero desde luego ella me vio a mí.Mientras caminaba por una acera

escudriñando la otra, noté una manosobre la manga y un súbito tirón. Volvíla cabeza como un resorte, dispuesto adefenderme y la descubrí medioescondida en un portal.

—¡Mariah! —exclamé.—¡Tú! —exclamó ella casi

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simultáneamente.Luego se hizo el silencio mientras

ambos nos mirábamos con sorpresa.—Pareces alguien importante hoy

—dijo.Hablaba con inseguridad, de un

modo que sugería que el inglés no era sulengua materna. También esoconcordaba con mis recuerdos.

—Ésta es mi ropa buena —dije—,en realidad la mejor que tengo. —Luego,con el despreciable propósito deimpresionarla, añadí—: Voy de caminoa Bloomsbury Square para entregar unacarta al lord magistrado supremo.

—¿Trabajas para él?—No, para sir John Fielding. Es el

magistrado del tribunal de Bow Street.

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—Ah, he oído hablar de él. Es unhombre importante, ¿sí? Envía a todo elmundo a Newgate.

—No, los envía al Old Bailey paraque sean juzgados. Desde allí los envíana Newgate... o a Tyburn. —¿Entenderíaella tal distinción?

—Mmmm. ¡Tyburn! —Mariah seaferró la garganta, cerró los ojos y sacóla lengua—. Fui una vez allí para verloscolgar. ¡Nunca más! Es horrible.

—Estoy seguro. Yo nunca heestado.

Se produjo un silencio embarazoso.Mi mente se quedó en blanco mientras lamiraba. Sus cabellos negros y lustrososrelucían a la luz del sol. Sus ojos erancasi igual de negros, sus párpados

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parecieron entornarse. ¿Era porsuspicacia, o sencillamente me sometíaa una nueva valoración?

—Antes he sido mala contigo. Losiento.

Cierto era que parecía sentirlo,aunque no ofreció explicación algunasobre su conducta. Yo queríapreguntarle quién era el tipo que mehabía enviado para que me cortara elpaso. Quería preguntarle por qué lohabía hecho. No lo hice; me limité aasentir, como indicando que aceptabasus disculpas.

—Quería preguntarte una cosa.Ella me sonrió del modo más

encantador.—¿Y qué quieres preguntar?

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—Desde que te vi por primera veztengo la sensación de que te conocía deantes... y en cierto sentido creo que esverdad. Dime, cuando eras máspequeña, ¿trabajaste con una compañíade volatineros... de acróbatas?

— Saltimbancos? Acrobati? Si!...sí, eran mis hermanos y mi padre.Ellos... ellos volvieron a Italia.

—¿Y te dejaron aquí sola? —Laidea me pareció absolutamentemonstruosa. Habían dejado huérfana atodos los efectos a una muchacha queera de su propia sangre.

Sin embargo, mientras acudían a mítan negros pensamientos, el rostro deMariah sufrió un triste y extraordinariocambio, pues pareció arrugarse ante mis

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propios ojos. Volvió la cara, pero vique estaba llorando y me rompió elcorazón. Metí la mano en el bolsillo yencontré el pañuelo que Annie me habíalavado. Se lo puse a Mariah en la mano.Estuvo un par de minutos secándose losojos y sonándose la nariz, peroconsiguió por fin dominarse.

—No, no fue así —dijo—. Yo fuiculpable. Fui muy estúpida. Dije que novolvería a Italia, que me quedaría enInglaterra. Ellos dijeron que tenía quehacer lo que me ordenaran, pero lanoche antes de que se fueran huí y meescondí con unos a los que tenía poramigos. —Luego añadió con granamargura—: Resultaron ser falsosamigos.

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—¿Cuándo fue eso? —pregunté—.¿Cuándo ocurrió todo eso?

—Hace un mes.—¿Y has estado en la calle desde

entonces?—No, primero estuve en una casa...

¿comprendes? Me escapé. Hasta esto esmejor. —Entonces, de repente, se apartóde mí y esbozó una sonrisa forzada—.Pero hablamos de esto luego, ¿sí?

—¿Luego?—¡Qué casaca tan bonita! —

Acarició el paño suavemente—. Ese sirJohn te pagará muy bien, si tienes unacasaca así. Pero te digo que, porque megustas y porque me recuerdas de antes,te doy un buen precio... dos chelinessólo. Vamos, tengo un sitio cerca.

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Vamos, ¿eh?—No —dije yo con firmeza—.

Como te he dicho, he de entregar unacarta al lord magistrado supremo.

—Ah, sí, la famosa carta —dijocon cierta ironía—. Eso lo hacesdespués, ¿eh?

—No, debo irme. —Pero hundí lamano en el holgado bolsillo de lacasaca, saqué un chelín y se lo puse enla palma de la mano—. Toma esto por tutiempo. ¿Quizá podríamos volver ahablar?

Ella aceptó el chelín con avidez yse lo metió en el corpiño entre susexquisitos pechos. ¡Ah, cómo envidié aaquel chelín!

—Por un chelín hablamos cuando

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quieras, ¿eh? Sí, hablamos. Me gustas. Yla próxima vez vienes conmigo, ¿sí?

—Adiós.—Adiós, y gracias. Grazie! Molte

grazie!Pese a lo difícil que me resultaba

separarme de ella, me alejé presuroso,perdiéndome entre el gentío de DruryLane, luchando contra la corrientehumana en dirección a Hart Street, queme conduciría directamente aBloomsbury Square. No estaba lejos. Nome había entretenido mucho y estabaseguro de que había compensado losminutos perdidos con mi gran prisa porllegar allí.

Sin embargo, cuando llegué a midestino, vi que me había entretenido

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demasiado, o quizá no me había dado lasuficiente prisa, pues, qué vieron misojos si no un carruaje tirado por cuatrocaballos que se alejaba de la que sinlugar a dudas era la puerta de WilliamMurray, conde de Mansfield y lordmagistrado supremo. Lo vi alejarse,parado en la acera como si deseándolopudiera hacerle volver. Desapareció porfin por la Great Russell Street y yo mevolví hacia la puerta y la golpeé con elpesado aldabón en forma de mano. Tuveque esperar casi un minuto para que meabriera el mayordomo vestido de librea.Habiendo yo crecido desde la últimavez, su figura me pareció menosimponente. No obstante, sus manerasglaciales habrían hecho retroceder a

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todo un regimiento de soldados.—Traigo una carta para el lord

magistrado supremo de parte de sir JohnFielding —dije, blandiendo la tal cartacomo un alguacil agitaría unmandamiento judicial.

—Acaba de irse. —El mayordomoextendió la mano para recibir la carta.

—Tengo instrucciones deentregársela personalmente y aguardarrespuesta.

—Puede que tarde bastante envolver.

—Aun así.—Muy bien, entonces —dijo él, y

se dispuso a cerrar la puerta.—Eh... ¿podría esperarle dentro?

—pregunté, maldiciéndole por ser un

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villano sin corazón, por hacerme rogar—. ¿Tal vez en ese banco del vestíbulo?

Él se volvió y miró el banco, luegome miró otra vez a mí... me miró muyatentamente, de hecho, examinándome depies a cabeza.

—Por supuesto —dijo.Se hizo a un lado, abriendo la

puerta para que pasara, y yo entré y mesenté en el banco, que estaba tapizadopero no tenía respaldo. En realidad noera lo que se dice muy cómodo, perosuperaba con mucho quedarse fuera,esperando de pie como un vagabundo.

—Gracias —dije al mayordomo,cuidando como siempre mis modales.

—No hay de qué —dijo él,cerrando la puerta.

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Luego, dándome la espalda, echó aandar, se detuvo y se volvió paramirarme de nuevo.

—Muchacho —dijo—, es unahermosa casaca esa que llevas.

No di crédito a mis oídos.Balbuceando conseguí apenas darle lasgracias antes de que se alejara por elotro extremo del vestíbulo. En los dosaños que había estado yendo y viniendoentre Bow Street y Bloomsbury Square,jamás había visto al mayordomocondescender en lo más mínimo ni unasola vez. Aquélla había de ser sin dudauna casaca singular, puesto quedespertaba admiración en un hombre denaturaleza tan imperturbable.

La casaca, en realidad, había hecho

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aumentar la estima de Mariah hasta elpunto de doblar su precio. Ah, sí,naturalmente mientras estaba sentadoallí solo y me preparaba para una largaespera, mis pensamientos volaronrápidamente hacia ella. Evoqué suimagen tal como la había visto mientrashablábamos junto a un portal hacía unosminutos apenas. Había belleza en aquelrostro suyo, sin duda, pero tambiénestaba lleno de expresividad, de vida yde buen humor. ¿Eran así todas laschicas italianas? No, estaba convencidode que ella era única en el mundoentero. Son cosas de la juventud.

Evoqué también, lo mejor quepude, un recuerdo mucho más borrosoque databa de dos años atrás. En una

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tarde de domingo me había detenido enmedio de una multitud congregada entorno a la plaza para contemplar a ungrupo de volatineros que realizabanhazañas increíbles. Quien más meimpresionó fue la chica menuda decabellos negros que trepaba hasta lo altode una pirámide humana, posabatriunfante durante un momento mientrasla multitud aplaudía, y se lanzaba luegode cabeza a las esteras que había en ellejano suelo, daba una voltereta, seponía en pie y recibía aplausos aún másentusiastas. La multitud, admirada, lelanzaba monedas de uno y de dospeniques. Ella las recogió todasgateando, y cuando pasó cerca de mí learrojé un chelín, uno de los tres que me

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quedaban en el bolsillo. Ella buscó suprocedencia con la mirada, clavó en mísus negros ojos y besó la moneda consus dulces labios. Me dio también lasgracias en una lengua extraña, usando talvez la misma frase que le había oídohacía unos minutos al despedirnos, laque sonaba un poco a «hierba mohosa».

[2] ¡Ah, cómo me conmovió! Más

aún me conmovió el gesto de bendecirmi regalo con un beso, y por encima detodo, su mirada; con ella me reconocía,pese a mis pocos años, como personaimportante. Durante las semanassiguientes, regresé a Covent Gardentodos los domingos con la esperanza devolver a verla y trabar relación con

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ella... pero en vano. Me informaron másadelante de que tales artistas se muevensin parar de feria en feria y de ciudad enciudad. No había modo de saber dóndepodrían estar.

Mientras permanecía sentado en elvestíbulo mano sobre mano, estirandolas piernas de vez en cuando, mellegaron los ruidos de la casa, oracercanos, ora distantes. Parecía no haberen ella más que los sirvientes, sinembargo, en una casa como aquélla, másgrande incluso que la de Black JackBilbo, debía de haber todo un ejércitode doncellas y lacayos. Deduje queaquellos sonidos los producían allimpiar. Una doncella pidió ayuda a unlacayo para mover unos muebles, y

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pronto se oyeron unos golpes. Arribaalguien tarareaba una cancioncilla, quizápara hacer el trabajo más llevadero. Lacasa, sin sus señores, bullía deactividad.

¿Y yo? Simplemente seguíasentado, solo con mis pensamientos, ytodos mis pensamientos eran paraMariah. No cabía la menor duda sobresu situación. Sola en Londres,convencida con engaños para que seseparara de su familia, se había vistoobligada a prostituirse para sobrevivir.¿Cuánto duraría? Cuando hacía dos añospuse los ojos sobre ella por primeravez, parecía un poco más joven que yo yahora parecía un poco mayor. Algo másde tiempo en la calle y acabaría

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pareciendo mucho mayor... y nomediante el artificio de la cara pintada.No, si seguía el rumbo que me habíadescrito el señor Bilbo, los estragos delas enfermedades y la ginebra acabaríanpor cobrarse su precio. Por ello, si biensoñaba despierto con un intercambio debesos apasionados, no quería imaginarsiquiera tener con ella un trato máscarnal, aunque se podía comprarfácilmente y tenía con qué. Pese a quetemía grandemente las enfermedades, ycada día tenía ocasión de observar lasdevastadoras consecuencias de la sífilis,más aún temía mancillar el sinceroafecto que sentía por ella con bajosdeseos animales. Cualquier hombre dela calle podía hacerla suya por dos

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chelines —¿o era sólo uno?—. Sólo yopodía darle...

¿Qué era lo que podía darle? ¿Eraamor aquella atención desbordante,aquella obsesión por ella que parecíahaberme poseído por completo? Encierto sentido no me gustaba, pues meparecía haber perdido el dominio sobremí mismo y yo, créeme, lector, siempreme había considerado un muchachoserio. Sin embargo, era tan agradableestar sentado allí, simplemente,pensando en Mariah, y era tan fácilhacerlo... por lo poco para lo queservía.

Pues, una vez más, ¿qué podíaofrecerle yo? Deseaba cambiar su suertecon todo mi corazón, haciendo posible

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que abandonara las calles, pero ¿cómolograrlo? No tenía más que quince añosde edad; no tenía dinero, ni empleo fijo.En mi estado de dependencia —al fin yal cabo, era huérfano— no podía hacerotra cosa que desear ayudarla. Quizá nohabía acertado al elegir cuando sir Johnse mostró tan deseoso de que mededicara al oficio de la impresión; contodo lo que había aprendido de mi padrey mi facilidad para componer tipos,quizá para entonces sería ya un oficial,capaz de emanciparme y quizá inclusode casarme. El gran ejemplo de sir John,empero, me había hecho cerrar los ojosa toda consideración práctica,estimulándome a elevar mis ambicioneshasta una carrera en leyes, tal vez

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demasiado elevadas para alguien comoyo.

¡Ah, lo que podría hacer con algode dinero! En realidad no se necesitaríamucho, lo suficiente para pagarnos elpasaje a América a los dos. Allípodríamos iniciar una nueva vida. Habíaoportunidades para todos en la granciudad de Filadelfia, o quizá en Bostono en Baltimore. Aquéllos eran nombresmágicos para mí, como tantos jóvenesingleses de aquel tiempo, nombres deesperanza, símbolos de optimismo queavivaban la imaginación. Ciertamentedespertaban la mía, pues, ¿qué otra cosapodía hacer mientras esperaba, si nohilvanar fantasías de lo que podríamoshacer Mariah y yo en las colonias

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americanas? Veía aventuras en elnegocio de la impresión, quizá inclusouna carrera en leyes, discursos quepronunciar, importantes documentos quefirmar, y en todos aquellos sueños,Mariah se hallaba a mi lado, como unmodelo de esposa para un personajecomo yo; la cubriría de sedas y encajes;tendríamos hijos y una gran casa. Oquizá debería hacerme granjero; allí, enaquel nuevo país, había tierras para todoel que quisiera trabajarlas. Tan sólonecesitaría un hacha, un arado ysemillas... y a Mariah; juntos nosabriríamos camino en la vida, haciendofrente a los peligros, ayudando yrecibiendo la ayuda de nuestros vecinosiroqueses.

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Así fue como pasaron los minutos,sentado solo en el vestíbulo de aquellagran casa. Perdí toda noción del tiempo,de las horas transcurridas (dos, dehecho, y buena parte de una tercera).Tan ensimismado estaba en mis propiospensamientos y fantasías que no me dicuenta cuando volvió el mayordomo ysus pisadas resonaron en el ampliovestíbulo, hasta que llegó a mi lado,iluminando mi rincón en sombras con elcandelabro que llevaba. Me puse en pie,sobresaltado.

—Ha regresado —dijo,depositando el candelabro sobre unapequeña mesa auxiliar.

Mientras hablaba, oí el estrépito delas ruedas de un carruaje y el ruido de

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los cascos de sus cuatro caballos que sedetenían ante la puerta de la casa.¿Cómo lo había sabido el mayordomo?¿Había alguien apostado en una de lasventanas superiores?

El mayordomo abrió la puerta congran autoridad, un «Bienvenido,milord», y una perfecta reverencia. Yome retiré modestamente de la puertacuando entró por ella el lord magistradosupremo precipitadamente. El conde deMansfield entregó sombrero y bastón almayordomo, me echó una ojeada ygruñó.

—El chico de sir John Fielding —le informó el mayordomo.

—Lo he reconocido. —Luego sedirigió a mí—. ¿Tienes una carta para

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mí, chico?—En efecto, milord. —Avancé

hacia él y le tendí la carta, haciéndoleuna reverencia a mi vez.

Él la tomó y rompió el sello. Tuvoque acercarse al candelabro para leerla.

—Smithers —dijo al mayordomo—, hágame el favor de traer luz aquí.Lady Mansfield volverá pronto y detestavolver a una casa a oscuras aún más queyo.

—Me ocuparé de elloinmediatamente, milord —dijo elmayordomo, y se fue mientras su amovolvía la atención hacia la carta.

—Oh, de modo que ponecondiciones. ¡Bueno!

El lord magistrado supremo siguió

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leyendo, mascullando para sí hasta elfinal de la carta. Después la dobló yquiso devolvérmela.

—Puedes decirle a sir John queharé cuanto esté en mi mano para lograrque se cumplan sus condiciones. Nopuedo prometerle más.

Yo no moví las manos de loscostados, negándome, de hecho, aaceptar la carta.

—Sir John solicita expresamenteque le responda por escrito, milord. Meha dicho que queda espacio al final de lahoja.

—¿Oh? ¿En serio? Quiere algo quepoder agitar ante mis narices en elfuturo, ¿no es así?

—Si usted lo dice, milord.

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—Sí, lo digo. —Suspiró—. Bien,ven conmigo, pues.

El lord magistrado supremo cogióel candelabro y me condujo a labiblioteca, que estaba muy cerca. De piejunto a la gran mesa, cogió una pluma, lasumergió en el tintero y garabateó surespuesta. Puso su firma y rúbrica y metendió la carta; esta vez la acepté,dándole las gracias.

—He escrito lo que antes hedicho... que haré cuanto esté en mismanos. —Me despachó con un gesto—.En marcha, muchacho.

Me fui tras hacerle una reverencia,y salí al vestíbulo, que se habíatransformado de repente gracias a la luzde medio centenar de velas. El

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mayordomo apenas se fijó en mí cuandosalí por la puerta.

En el exterior era casi de noche yse habían encendido todas las farolas deBloomsbury Square. Elegí una rutadiferente, tomando por SouthamptonStreet y luego Little Queen Street.Aunque era más larga y yo iba conretraso, de ese modo rodeaba las callesen las que podía tropezar con Mariah.No deseaba verla en conversación conalgún joven petimetre, y menos aúnpillarla en el momento de marcharse delbrazo de alguno de ellos hacia algúnlugar de citas.

Las calles estaban atestadas, comosiempre en aquella hora del día en quela gente salía de trabajar y se dirigía a

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su casa para descansar. Sin embargo,entre ellos vi a uno que en aquel precisoinstante se encaminaba al trabajo, y erael alguacil Perkins, que sólo tenía unbrazo. Lo vi justo delante de mí cuandogiré hacia Great Queen Street, pues erafácilmente reconocible por detrásgracias a la manga de la casaca sujetapor debajo del codo. Durante el últimoaño, desde la época en que salimosjuntos en busca de un testigodesaparecido por la orilla baja delTámesis, nos habíamos hecho muybuenos amigos. Yo admiraba suorgullosa manera de comportarse pese asu desgracia: tenía un gran sentidocomún y una actitud animosa y cordialque ninguno de los Vigilantes de Bow

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Street de dos brazos podía igualar.—Hola, señor Perkins —grité,

corriendo para alcanzarlo.Él se volvió rápidamente y con

cautela —parecía hallarse siemprealerta— y luego, al reconocerme, serelajó y esbozó una sonrisa.

—Ah, Jeremy, así que eres tú.Supongo que vamos en la mismadirección. ¿Quieres ir conmigo?

—Por supuesto. ¿Y cómo está usteden esta agradable noche?

—Ni mejor ni peor que en la deayer, lo que viene a ser que no estoynada mal. —Echamos a andar—. ¿Y dedónde vienes a estas horas?

—De entregar una carta de sir Johnal lord magistrado supremo, y esperar

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tres horas para la respuesta.—Ah, bueno, un hombre como él

siempre te hace esperar. Debe de viviren una casa magnífica, ¿no?

—Oh, sí, la mejor que he visto, enBloomsbury Square. —Tras estaspalabras se me ocurrió una idea—.Señor Perkins, quisiera hacerle unapregunta.

—Adelante, Jeremy.—¿Cree usted que podría

convertirme en uno de los Vigilantes deBow Street?

—¿Quieres decir en el futuro?—No, ahora... pronto. Usted y yo

sabemos, como la mayoría, que se haautorizado a sir John a reclutar nuevoshombres como Vigilantes.

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—Cierto, o al menos eso he oído.—¿Por qué no puedo ser yo uno de

ellos? Conozco sus deberes. ConozcoWestminster y la ciudad.

—Bueno, eres un poco joven.—El alguacil Cowley fue aceptado

cuando tenía dieciocho o diecinueveaños.

—Tú tienes el doble de cerebroque él, eso te lo aseguro. Aun así...

Reflexionó sobre ello sin decirnada durante unos instantes, y mientraspensaba, giró hacia Drury Lane, con loque mi plan para dar un rodeo y evitar aMariah se fue al traste.

—Pensaba que querías estudiarleyes —dijo por fin el alguacil Perkins—. Eso es algo más importante que

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andar por ahí con un garrote.Personalmente, no quisiera verte perdersemejante objetivo en la vida.

—Bueno, no tengo por qué —dije—. Podría estudiar leyes en mi tiempolibre, quizá. Tal vez me costara un pocomás, pero...

—Por si no te has dado cuenta,Jeremy, a nosotros los Vigilantes nosqueda muy poco tiempo libre. —Melanzó una mirada penetrante—. Ydéjame que te sea sincero en esto. Noestoy del todo convencido de que tengasafición a pelear. Eres un chico valiente,sin duda, te he visto actuar a la altura delas circunstancias. Pero en las calles yde noche, uno tiene que estar siempre unpoco furioso, llevar su furia y su

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suspicacia a cuestas para que sea suescudo. Si te desafían, tienes que estardispuesto a partir cabezas, aunque sealeve la causa. Sólo así puedes hacerterespetar por la pandilla de canallas querondan por estas calles de noche; sóloasí puedes conservar ese respeto. Metemo que tú intentarías razonar conellos. —Hizo una pausa, como sisopesara algún plan, alguna acción—.Pero...

Habíamos girado hacia New BroadCourt por su parte más estrecha,exactamente por el lugar donde habíahablado antes con Mariah. Pese a mipropósito, pronto me encontrébuscándola con la mirada. No la vi porninguna parte.

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—¿Pero qué, señor Perkins? ¿Quéiba a decir?

—Que si vinieras a verme, podríaenseñarte un par de cosas. Tanto sipersistes en esa idea de ingresar en losVigilantes, cosa que no te aconsejo,como si no, te sería útil saber defendertemejor. Algunas veces tienes que salir denoche, y deberías...

—¡Asesinato! ¡Un horribleasesinato!

El grito procedía de un lugar tancercano que parecían habérnoslochillado al oído.

—¡Asesinato!Perkins y yo giramos en redondo,

buscando el origen de la voz de alarma,pero lo que vimos a nuestra espalda fue

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una multitud de gente que intentabarecorrer un angosto pasaje. Unas cuantaszancadas nos llevaron hasta allí. Perkinsencabezaba la marcha, empujando aunos y a otros con el garrote a derecha eizquierda, pero sin pretender hacer dañoa nadie. No dejaba de decir: «A un lado,a un lado. Soy un alguacil. ¡Abran pasoa la ley!» Eso fue lo que hicieron en sumayor parte, aplastándose contra lostoscos ladrillos del pasaje,sometiéndose a la autoridad del garrotealzado del señor Perkins. Cuandollegamos al otro extremo del oscuropasaje, descubrimos que se abría a unpequeño rincón, o quizá calleja, en elque se veían varias puertas y unasescaleras que conducían a pisos

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superiores. Debajo de las escaleras seveían dos piernas que sobresalían deunas faldas y unas enaguas. ¿Podía serMariah? No, la figura era demasiadocorpulenta, la falda era de otro color. Unhombre menudo levantaba y tiraba delos tobillos para sacar el cadáver dedebajo de las escaleras, mientras sucompañera aferraba la bolsa atadaalrededor de la cintura.

—Suelte esa bolsa —gruñó elseñor Perkins—, a menos que quieraprobar el garrote. Y usted —dijo a sucompañero—, deje caer los pies o loprobará también. Apártense a un ladolos dos, y ni se les ocurra pensar enescabullirse.

Los dos hicieron lo que les

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ordenaba, aunque a regañadientes,mientras la muchedumbre que seagolpaba a nuestra espalda murmuraba,llamándoles buitres, ladrones decadáveres y cosas parecidas.

—Sólo queríamos saber quién era—dijo la mujer que antes tiraba de labolsa—. Hemos pensado que a lo mejorllevaba una carta en la bolsa o algo así.

—Eso dicen ustedes —replicóPerkins—, pero dejemos que sea sirJohn quien lo juzgue.

—Podría estar viva —dijo elhombre, un tipo extraño con cara de rata—. Estaba caliente al tocarla.

—Entonces tendremos quecomprobarlo. Jeremy, sácala de debajode las escaleras.

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Yo me dispuse a cumplir loencomendado con presteza, sin sentir lamenor repugnancia siempre que elalguacil Perkins estuviera allí conmigo.Tiré con fuerza.

—Bien, ¿quién ha gritado«asesinato»? —preguntó él.

Un hombre que se hallaba entre lamultitud, lejos de los primeros, alzó lamano.

—He sido yo —dijo—. Yo hegritado.

—Venga aquí.Mientras tanto, yo había sacado el

cuerpo del lugar donde yacía. Era ciertoque sus miembros aún estaban calientes,pero en su rostro asomaba la muerte. Suslabios dibujaban una mueca y sus ojos,

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muy abiertos, fijos, no veían nada. Erauna mujer joven, que quizá en otrascircunstancias podría haber pasado porguapa. Dos grandes manchas de coloreteanimaban sus mejillas hundidas.

—¿Qué crees, Jeremy? ¿Está vivao muerta?

—Muerta, aparentemente, pero noveo ninguna herida.

—¿Marcas en el cuello porestrangulamiento?

—Ninguna.—Será mejor que le busques el

pulso en la muñeca.Esto me sumió en la más absoluta

perplejidad.—¿El pulso en la muñeca, señor

Perkins?

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—Déjalo. —El alguacil señaló consu garrote a la macabra pareja del modomás amenazador—. Será mejor que sequeden donde están si no quieren recibiruna buena.

Perkins se acercó al cadáver, searrodilló, dejó el garrote en el suelo ycogió la muñeca inerte.

—¿Lo ves, Jeremy? Justo aquí.Toca este punto con el pulgar y notaráscómo fluye la sangre... si es que fluye.En este caso, no.

Tras lanzar una mirada cautelosa alos dos bellacos, volvió luego suatención hacia el cadáver. Le bajó lablusa y el corpiño. Los senos, liberados,cayeron por su propio peso. Se oyeronrisitas disimuladas entre la multitud de

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curiosos. El alguacil miró conrepugnancia a los que estiraban el cuellopara ver mejor, luego colocó la manosobre el corazón del cadáver y la retiróensangrentada.

—Ahí está la herida —dijo—. Espequeña, justo debajo del esternón,hacia arriba, directa al corazón. No haproducido mucha sangre. La muerte le hallegado así. —Hizo chasquear losdedos. Recogió su garrote y se puso enpie. Luego se dirigió a la multitud—:Bien, si alguno de ustedes cree quepuede conocer a esta pobre mujer, quese acerque a mirarle la cara. —Hablando conmigo, añadió—: Tápalelas tetas, Jeremy. Ponía decente.

Cumplí su orden lo mejor que pude

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y noté, al tocar el cadáver, que se habíaenfriado levemente.

—Al resto —prosiguió el alguacilPerkins, refiriéndose a los que aúnabarrotaban el pasaje—, le aconsejo quese vaya. Sir John Fielding vendrá prontoy traerá más Vigilantes con él. No lesgustará encontrarse con mirones. Atodos los que no se queden con el fin deidentificar el cadáver u ofrecer algúnindicio, les ordeno que se dispersen.

Aunque parecían reacios, lamayoría se dio la vuelta y echó a andarpor el pasaje.

—Los ha ahuyentado usted —dije.—Y ahora —dijo Perkins— debo

despacharte a ti también. Ve a buscar asir John, Jeremy. Cuéntale lo que ha

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ocurrido y cuando regreses con él, traeunas lámparas. Puede que pronto nopodamos ver nada por aquí sin ellas.

Partí entonces, abriéndome pasopara salir del pasaje, aduciendo algosobre la importancia de mi misión, igualque había hecho Perkins unos minutosantes. Tuve que retorcerme para dejarpor fin atrás a todos ellos y eché acorrer por Broad Court. En un momentodado me pareció vislumbrar fugazmentea Mariah, pero no tenía tiempo ni deseosde asegurarme. ¡Debía llegar a BowStreet cuanto antes!

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II

En el que un viejo amigo regresa yofrece su ayuda

Sir John Fielding abandonó Bow

Street precipitadamente y en medio decierta confusión, delegando en elalguacil Baker la tarea de informar alady Fielding de que había sidorequerido por un asunto urgenteconcerniente a su cargo.

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Baker se dispuso a cumplir elencargo, pero se detuvo, vacilante.

—¿Debo decirle que el asunto esun asesinato? —preguntó.

—No —respondió su jefe—, esosólo serviría para alterarla. Ah, perodígale que Jeremy está conmigo y queregresaremos juntos. En cualquier caso,no debe esperarnos para cenar. —Recalcó estas palabras con unainclinación de cabeza, y el señor Bakerse apresuró a subir las escaleras. Luego,dirigiéndose hacia el resto de nosotros,sir John dijo—: Bien, pongámonos encamino.

Éramos cuatro: además de sir Johny de mí mismo, el señor BenjaminBailey, capitán de los Vigilantes de

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Bow Street, y el joven alguacil Cowleynos acompañaban cuando partimos endirección a Broad Court Street. Baileymarchaba en cabeza, abriéndonoscamino entre los transeúntes para quepasáramos; le seguía el señor Cowley, ysir John y yo cerrábamos la marcha.

El señor Cowley se dio la vuelta yseñaló al frente.

—Hemos tenido suerte, señor. Ahídelante está el Rastrero

[3] con su carro. —Yo miré en

aquella dirección y, en efecto, allí lo vi.El Rastrero, un pájaro de mal agüero yde feo rostro, había sido designadooficialmente para recoger los cadáveresde los indigentes en aquel lado del río.

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¡Cómo le evitaba la ciudadanía! Nopodía culparles, pues con la toscacalavera y los huesos cruzados,toscamente pintados en su carro, del quetiraban dos rocines que parecíanmoribundos, debía de parecer laencarnación misma de la muerte que atodos nos aguarda. De él se contabanhistorias terroríficas. Algunosconsideraban incluso que verlo era unsigno de mala suerte de la peor especie.Eso explicaba por qué nuestro lado deBow Street estaba tan atestado y el suyotan vacío.

—¿Le digo que espere, sir John?—preguntó Cowley—. Se ahorraría unviaje, vaya que sí.

—También usted.

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El joven alguacil corrió ainterceptar al Rastrero. Cuando sereunió con nosotros de nuevo habíamosenfilado ya New Broad Court y teníamosa la vista el pasaje donde nos aguardabael señor Perkins.

—El Rastrero dice que habíavenido a llevarse al viejo Josh, elmendigo —informó Cowley—. Ha caídomuerto allá abajo, en Russell Street.

—¿El viejo del caramillo? —preguntó sir John.

—Ese mismo.—Bueno —apuntó Bailey—, debo

decir que no me sorprende. No teníabuen aspecto desde hace meses.

—Me entristece de veras —dijo sirJohn—. Siempre tenía un saludo cordial

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en la boca y era agradecido. —Suspiró—. Tuvo una muerte rápida y eso es unabendición.

Mantuvimos un momento desilencio por respeto al viejo Joshmientras seguíamos andando. Fue a mí aquien correspondió romperlo.

—Es ahí delante, señor Bailey —dije—. Ese pasaje lleva a un patiointerior.

—Sí —dijo él—. Lo conozco, yese patio da a un callejón que conduce aDuke's Court.

Eso era nuevo para mí, que evitabalugares lóbregos y angostos como aquelsiempre que me fuera posible.

Las amenazas del alguacil Perkinsal enjambre de mirones habían surtido

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efecto. Hallamos el pasaje desierto y, alentrar en el patio, no vimos con él másque a cuatro personas, aparte de lamujer muerta. Perkins empujó a dos deellos con el garrote para que avanzaranhacia sir John. Los reconocí al instante.

—Perdone, sir John —dijo Perkins—, pero he pensado que quizá desearíaocuparse de estos dos inmediatamente.

—¿Quiénes son?—Digan el nombre.—Bert Talley, señor.—Esther Jack, señoría, pero

nosotros sólo...—¡Silencio! —bramó Perkins—.

Yo le contaré a sir John lo que he visto.Sólo entonces podrán hablar.

—Proceda, señor Perkins.

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—Lo que he visto se resumefácilmente. Cuando Jeremy y yo noshemos abierto paso para llegar hastaaquí, había una muchedumbre decuriosos a los que he dispersado ytambién estos dos. Él tiraba de lavíctima para sacarla de debajo de lasescaleras, un poco más allá de dondeahora yace. Y ella... ella tiraba de laescarcela que la víctima lleva sujeta a lacintura. Bien, he creído, y sigo creyendoahora, que han sido sorprendidos en laacción de robar, que pretendían llevarseesa escarcela y huir por el callejón. Enconsecuencia, los he retenido aquí enespera de que juzgue usted el asunto.

—Bien presentado, señor Perkins—dijo sir John—. Bien, señora, ¿qué

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tiene que decir a esto?—Nosotros sólo queríamos ayudar,

buscando una carta o algo parecido ensu bolso para identificarla.

—¿Era necesario mover el cadáverpara eso?

—Lo era, milord —dijo el hombrellamado Bert Talley, que tenía un rostroratonil—. Sólo sobresalían los pies pordebajo de la escalera. Hemos oído gritarasesinato y hemos venido corriendo. Asíes como la hemos encontrado. Así quehe tirado de ella y por Dios que aúnestaba caliente al tacto.

—¿Es eso cierto, señor Perkins?—Sí, sir John, y así nos lo ha hecho

saber. Ha sido entonces necesarioexaminar mejor a la mujer para

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comprobar que la víctima no estabaviva.

—Así pues, ¿realmente hanintentado ayudarle en su empeño?

—En cierto sentido, sí, señor.—¿Y la mujer no había abierto la

escarcela?—No, señor, sólo tiraba de ella.—Entonces, me temo que siendo

una mera cuestión de intención, yúnicamente eso, debemos aceptar supalabra. Señor Talley y señora Jack,pueden irse, pero debo decirles que sialguno de ustedes dos comparece antemí en el tribunal de Bow Street,recordaré este incidente y pesará en sucontra. Considérenlo una advertencia.

Los dos personajes se alejaron por

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el pasaje tras muchas y efusivas gracias,inclinando varias veces la cabeza yretorciéndose las manos sin parar.

Sir John y el alguacil Perkinssostuvieron entonces una conversaciónen la que se habló de la descripción dela escena, del estado del cadáver y de lanaturaleza de la herida de la víctima. Elseñor Perkins dedujo que la mujer habíamuerto poco antes, quizá apenas unosminutos antes de que él y yo llegáramosa la escena del crimen.

—¿Existe algún modo de averiguaren qué lugar exacto del patio se infligióla herida? —preguntó sir John—. He desuponer que no pudo ser apuñalada en ellugar donde la hallaron.

—No es probable, señor. ¿Es

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importante?—Quizá. Ciertamente puede que lo

sea. ¿Señor Bailey? ¿Señor Cowley?Ambos alguaciles se acercaron a él

rápidamente. El señor Bailey preguntóqué deseaba.

—¿Me harían el favor de examinarlos alrededores y buscar señales delucha? Suponemos que la mujer, lavíctima si así lo prefiere, ha sidoapuñalada en otra parte. El señorPerkins me ha informado de que es muycorpulenta, de unos setenta y cincokilogramos de peso, de modo que handebido de arrastrarla hasta ese sitio quehay debajo de las escaleras. Me temoque habrá muchas pisadas por el patio,pero las huellas que dejaría un cuerpo

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así al ser arrastrado deberían servisibles.

Cowley pareció preocupado por lapetición de sir John.

—Pero, señor —dijo—, se hahecho completamente de noche. La lunano alumbra ya.

—Entonces le aconsejo que utilicela lámpara que le he ordenado quetrajera consigo. Confío en que lo hayahecho.

—Eh, sí, sir John.—Entonces, enciéndala y póngase

manos a la obra. ¿Señor Perkins?Quisiera hablar con el que ha dado lavoz de alarma. Tráigame a ese hombre,¿quiere?

Cuando el alguacil Perkins se alejó

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en busca del hombre, sir John se inclinóhacia mí y me habló en voz baja.

—Jeremy, descríbemelo, por favor.—Desde luego. Es un hombre bajo,

de poco más de metro cincuenta, menosde sesenta kilos de peso, más bien cercade cincuenta y cinco, y razonablementebien vestido.

—Mmm —gruñó sir John—. Esobastará. Gracias.

Instantes después el hombre sehallaba ante nosotros. Me maravilló queun hombre de tan menudas proporcioneshubiera podido dar semejantes voces.

—Dígale su nombre al magistrado—dijo Perkins.

—Sebastian Tillbury, señor. —Hablaba alto y claro.

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—¿Y cuál es su oficio, señorTillbury?

—Soy mozo de cuadra, señor.Tengo buena mano para los caballos, sime está permitido decirlo, y si deseausted saber dónde me hallo empleado,es en el Elefante y el Castillo, en elStrand.

—Ah —dijo sir John—, unataberna muy respetable, ciertamente.

—No la hay mejor para losviajeros en todo Westminster.

—Bien puede ser, pero dígame,señor Tillbury, ¿cómo es que ha halladousted el cadáver de esa desdichadamujer? ¿Había entrado en el callejóndesde Duke's Court?

—No, señor, ese camino es

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peligroso al anochecer. Tropecé conella del modo más natural, pues medirigía a mi casa. Vivo en una habitaciónaquí cerca, junto al patio. No es grancosa, pero me basta. Venía por el pasajedesde Broad Court y he estado a puntode caer sobre ella. Le sobresalían lospies de debajo de la escalera.

—E inmediatamente usted hasupuesto que se trataba de un asesinato yha dado la voz de alarma. ¿Por qué?Según tengo entendido, el cuerpo aúnestaba caliente.

—Lo supuse porque nadie setumbaría en un lugar como ése paradescansar, por muy borracha o cansadaque estuviera la persona. Hay ratas ytoda suerte de bichos ahí debajo.

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—Comprendo. ¿Vio u oyó a alguienmás cuando tropezó con ella?

—No, señor.Bailey dio un grito. Él y Cowley

habían llevado sus investigaciones haciael peligroso callejón.

—¿Qué ocurre, señor Bailey?—Tenemos algo para usted, sir

John.—Bien. Llévame hasta ellos,

Jeremy. Y usted, señor Tillbury, aguardeunos instantes, se lo ruego. Terminarécon usted enseguida.

Siguiendo las indicaciones deBailey, trazamos un amplio círculo parallegar hasta los alguaciles, que sosteníanla lámpara en alto para iluminar elcamino.

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—¿Qué es, señor Bailey?—Sólo esto, sir John, no había

huellas de un cuerpo arrastrado, y comousted ha dicho, hay muchas pisadasdesde aquí hasta la escalera donde se hahallado el cadáver, pero el alguacilCowley se ha fijado en que unas pisadasen la tierra eran más profundas que lasotras.

—Como serían las de un hombreque transportara una carga pesada.

—Así es, sir John. De modo quelas hemos seguido en la tierra hasta estelugar, que es donde empieza el callejóny los adoquines. Imposible seguirlas apartir de aquí.

—Comprendo. Aun así, prosigan alo largo del callejón y busquen cualquier

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otro indicio: gotas de sangre, botones,cualquier cosa parecida que pudierafijar la escena exacta del crimen.

—Así lo haremos, señor.Sir John y yo volvimos sobre

nuestros pasos para reunirnos conTillbury. De camino, me hizo lasiguiente observación:

—Ocurre a veces, Jeremy,especialmente en casos de agresión yasesinato, que el mismo que denuncia elcrimen es el que lo ha cometido. Deseallamar la atención sobre el hecho y creeque alejará las sospechas de sí dando lavoz de alarma. He considerado estaposibilidad en el caso del señorTillbury, pero la he desechado. No esimposible que un hombre de sesenta

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kilogramos arrastre un cuerpo de unamujer de setenta y cinco, pero seríaaltamente improbable que un hombre tanpequeño la transportara en brazos. Creoque podemos permitir al mozo de cuadraque siga su camino sin mayores recelos.

Sin embargo, tenía unas cuantaspreguntas más que hacerle.

—Señor —dijo, tocando la vendade seda negra que le cubría los ojos—,como puede ver, he perdido la facultadde la visión. Dice usted que tiene unahabitación aquí. ¿Debo suponer que supuerta da al patio? ¿Tiene ventana?

—Sí, señor, es tal como ustedsupone, señor.

—¿Cuántos vecinos tiene usted?—¿Aquí, en el patio?

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—Sí.Tillbury reflexionó un momento.—Bueno, señor, déjeme pensarlo.

Está la anciana que vive al lado, pero estan corta de vista, que se puedeconsiderar que también ella esprácticamente ciega. Luego, arriba, hayun tipo robusto llamado Jaggers, quetrabaja de portero en la casa de postas.

[4] Aunque apenas lo veo.

—Oh, ¿y a qué se debe?—Trabaja desde el mediodía hasta

la medianoche.—Y en consecuencia se hallaba en

su lugar de trabajo en el momento en quela mujer fue asesinada.

—Supongo que sí. Y luego,

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también arriba, está el viejo Joshua, elmendigo... ese que toca el caramillo porlos alrededores de Covent Garden.

Se produjo una pausa. Sir Johnpermaneció imperturbable.

—Lamento tener que decirle, señorTillbury, que me ha llegado la noticia deque Joshua ha muerto esta noche en lacalle. Ha sido una especie de ataque.

La pausa que siguió fue aún másprolongada.

—Siento oírselo decir. Él y yohabíamos compartido más de una botellay nos habíamos contado muchashistorias. Pero supongo que la edad noperdona. En los últimos tiempos, habíaveces en que le costaba Dios y ayudasubir las escaleras. —Suspiró—. Quizá

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haya sido lo mejor.—Quizá. En cualquier caso, puede

usted irse, y gracias. Le pediría tan sóloque se lleve a mi joven ayudante, aquípresente, y se lo presente a su ancianavecina para que pueda hacerle unaspreguntas. Aunque no vea, puede quehaya oído algo significativo.

—Le complaceré con mucho gusto,señor.

Sir John se volvió hacia mí yasintió. Luego, cuando me alejaba conTillbury, oí al magistrado gritar:

—¡Señor Perkins, creo que tieneusted un testigo más para mí!

Me hubiera gustado oírle interrogara aquel testigo, pues sentía siempre unaabsoluta fascinación al escucharle en

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tales situaciones, pero aún me gustó másque me confiara una tarea de tantaimportancia, cosa que jamás habíaocurrido hasta entonces. Sólo mequedaba esperar que pudiera extraer dela anciana alguna información valiosa.

Tillbury me condujo hasta la puertade la anciana y yo llamé con unos suavesgolpes.

—Algún pariente la mantiene, o hadispuesto lo necesario para mantenerla—dijo él en voz baja—. Cada mes vieneun mozo de una oficina de abogados conunos cuantos chelines para ella, lobastante para pagar el alquiler y seguirviviendo.

—¿Quién es? —preguntó una vozdesde detrás de la puerta. El tono era

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quejumbroso, algo suspicaz.—Soy Tillbury, su vecino, señora

Crewton.La anciana gruñó unas palabras

ininteligibles. La oí descorrer elcerrojo, luego saltó el pestillo y lapuerta se abrió. La anciana apareció enel umbral, demacrada, llena de arrugas,ataviada con un vestido raído que enotro tiempo fue muy elegante. Aunque yono tenía la menor idea de su edad, dehaberme asegurado Tillbury que teníacien años, le hubiera creído.

—Señora —le dijo él—, estemuchacho tiene unas preguntas quehacerle.

—¿Se trata del asesinato?—¿Se ha enterado, entonces? —

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pregunté, haciendo lo posible paraadoptar una expresión grave y severa, alestilo de sir John.

—Por supuesto —contestó ella—.¿Cómo no voy a enterarme con los gritosque ha dado Tillbury? Deben de haberleoído hasta en la catedral de San Pablo.

—¿Ha visto alguna cosa, señora?—Veo muy poco —dijo ella—. Me

siento junto a la ventana. Las formaspasan por delante como merosfantasmas. Sin embargo, ¿qué puedenimportarme? Soy vieja, ¿comprendes? Ypor la noche, en la oscuridad, no veoabsolutamente nada.

—Lo... lo siento. —No sabiendoqué otra cosa añadir, guardé silencio yesperé.

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—¡Ah, pero puedo oír! —En suslabios, esta sencilla declaraciónadquirió un gran dramatismo—. Y amenudo tengo la facultad de ver con losoídos.

—¿Podría ser más concreta? —pedí—. ¿Qué oyó usted, por ejemplo,justo antes de que el señor Tillburygritara asesinato?

—No fue justo antes, digamos quefue un poco antes cuando oí unadiscusión, una riña era, entre un hombrey una mujer. La voz de ella era aguda yestridente, de lo más desagradable, y lade él, áspera y estridente, también eramuy desagradable a su manera.

—¿Y de dónde procedían lasvoces? ¿Estaban cerca?

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—No, cerca no, pero tampoco muylejos. Hacia la derecha estaban, en elcallejón. Hay un callejón allí, ¿no escierto, señor Tillbury?

—Oh, sí, señora. Así es, en efecto—dijo él.

—¿Y qué se decían esos dos? —pregunté.

—Oí las voces, pero no laspalabras —contestó ella—. A él no leentendía en absoluto, pero armabamucho ruido.

—¿Y a la señora?—¿Una señora, ésa? Oh, creo que

no, mozalbete. —Soltó una risita fría,sin alegría—. Las de su clase vienen poraquí a menudo porque está un pocoapartado. Las oigo a ellas y a sus

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clientes haciendo sus marranadas contrala pared.

—Pero ¿qué dijo ella, señora?Creo que debe de haber oído usted algo.—Me temo que perdí la paciencia, loque alteró un poco mi tono. ¡Cómoenvidiaba a sir John su imperturbablepersistencia!

—Bien, si insiste —dijo ella,delatando con su voz que estaba muymolesta—, sólo he oído una frase conclaridad, y ha sido ésta: «No con tiposcomo tú.»

—¿Nada más?—Nada más que pudiera

entenderse. Pero...—Pero ¿qué?—Lo ha dicho de una manera, es

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decir, su forma de hablar era... bueno,me ha parecido que era irlandesa.

Tras haber recabado estainformación, decidí dejar las preguntas.Saludé a Tillbury con una inclinación decabeza, indicando que había terminado,di las gracias a la anciana brevemente yme dispuse a salir.

—Debía de ser un hombre muycorpulento —dijo ella, musitando parasí.

—¿Por qué lo dice? —quise saber.—Muy fácil. La ha traído hasta

aquí y la ha metido debajo de lasescaleras, ¿no? Yo estaba sentada en laoscuridad y también eso lo he oído.

—Gracias de nuevo, señoraCrewton. Ha sido usted de gran ayuda.

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Había aprendido una lección sobrelos interrogatorios. A partir de aqueldía, recordaría siempre que debía dejarhablar a los testigos. Tal vez la ancianase hubiera limitado a confirmar lo quesir John ya había deducido, pero elmagistrado se alegraría siempre de talconfirmación.

Acompañé al señor Tillbury hastasu puerta y también le di las gracias.

—Me temo que está un pocochiflada y habla demasiado a veces,pero se puede confiar en lo que dice.

Cuando volví junto a sir John, vicon sorpresa que estaba solo. La mujer ala que había dejado como último testigoestaba dando alguna información alseñor Bailey, y él lo apuntaba con un

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lápiz en un trozo de papel a la luz de lalámpara, que sostenía Cowley. Mepregunté si realmente aquella mujerpodía saber algo.

—Ah, Jeremy, ¿qué tienes para mí?Espero que me perdones por haberteenviado a hablar con esa mujer. Me haparecido que si estaba tan ciega comodice el señor Tillbury, tú lainterrogarías mejor. Si hablara yo conella, sería literalmente como un ciegoconduciendo a otro ciego. —Así seburlaba él a menudo de su aflicción.

—Señor, le estoy muy agradecidopor esta oportunidad.

—Eres muy amable. Pero ¿qué teha dicho ella?

En mucho menos tiempo del que

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había empleado la señora Crewton paracontármelo a mí, le comuniqué a sir Johnla frase que había oído la anciana delabios de la víctima y su sospecha deque la mujer era irlandesa. Añadí que, sibien no había podido ver al asesino, lehabía oído llegar hasta allí y colocar elcuerpo debajo de las escaleras.

—¡Excelente! —exclamó sir John—. Lo has hecho muy bien, Jeremy, puestodo lo que te ha dicho concuerda contodo lo que me ha contado la mujer conla que acabo de hablar. Se llama MaggiePratt. Conocía bien a la víctima, cuyonombre, según ella, es Teresa O'Reilly.Por lo tanto la víctima era, en efecto,irlandesa, como ha supuesto la señoraCrewton. Esa mujer, la Pratt, que en

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realidad no es más que una muchacha,nos ha dicho que vio a Teresa O'Reillyconversando en Duke's Court con unsoldado, un granadero de casaca roja dela guardia de la Torre, poco antes deque el señor Tillbury descubriera elcadáver y diera la voz de alarma. Bienpudiera ser que la víctima, perseguidapor el soldado, dejara Duke's Court yentrara en el callejón, donde han tenidoel altercado final. ¿Qué es lo que haoído tu testigo, Jeremy? «No con tiposcomo tú.» También eso encajaperfectamente, pues los irlandeses,sobre todo los de procedencia rural,detestan a los soldados ingleses decasaca roja. Puede que ella, quizá poralguna experiencia personal, sintiera una

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animadversión especial hacia ellos,puede que lo rechazara y le dijera algoparecido a lo que oyó la señoraCrewton. Tal vez entonces, el soldado,presumiblemente borracho, la apuñalaraen un ataque de ira. Y tras haberlaapuñalado, ha ocultado el cadáver conla esperanza de que al menos así seretrasaría el hallazgo. ¿Lo ves, Jeremy?Todo encaja a la perfección, ¿no escierto?

—Muy cierto —dije.—Maggie Pratt ha accedido a

revisar las tropas de la Torre mañana —dijo sir John—. Más bien pareceimpaciente por hacerlo, pues dice que havisto muy bien a ese tipo y que quiereque se haga justicia.

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Tras entregar la carta que yo mismo

había escrito al dictado de sir John,regresé de la Torre de Londres sumidoen la inseguridad y el desconcierto,incapaz de afirmar que estuvieraconvencido de que llegaría a manos desu destinatario aquella misma noche.Desde luego yo había hecho lo posible.Caminando audazmente hacia la puertaque me habían indicado, había pedidoque me permitieran entrar para entregaruna carta del capitán Conger, el coronelen funciones del regimiento. El guardiade la puerta me había dicho entonces,con la mayor indiferencia, que volvieracon ella al día siguiente. Yo le habíareplicado que no, pues el remitente de la

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carta era nada menos que sir JohnFielding, magistrado del tribunal deBow Street. El guardia siguiómostrándose impertérrito hasta que gritécon toda la fuerza de mis pulmones queuna mujer había sido asesinada y que sesospechaba de un guardia granadero.Esto hizo salir al sargento de guardiaque, si bien no me permitió la entrada,me prometió solemnemente poner lacarta en manos del capitán Conger. Mefui entonces, consciente de que nada máspodría hacer, convencido también deque me habrían llevado a presencia delcoronel en funciones de haber ostentadoel chaleco rojo y el garrote de losVigilantes de Bow Street.

De modo que allí estaba yo, de

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vuelta por fin en el número 4 de BowStreet. Aunque me sentía violento por mifracaso al no conseguir trasponer lapuerta de la Torre, tenía la impresión deque sir John lo comprendería, como enverdad ocurrió. También estaba muertode hambre, pues no había comido nadamás que una manzana o dos desde eldesayuno. Sin embargo, arriba meaguardaba una sorpresa que retrasó aúnmás mi comida.

Saludé con la mano al señor Baker,el guardián del calabozo, al tiempo queme dirigía hacia las escaleras.

—Sir John tiene una visita —medijo.

—¿Oh? ¿Quién es?—Tú lo conoces mejor que yo... un

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médico irlandés. Ayudó en aquel casode Goodhope.

—¡El señor Donnelly!—Ése es. Lo he enviado arriba

directamente, pues recordaba que el juezlo conocía bien.

—Y yo —dije, exultante,precipitándome hacia las escaleras parasubirlas de dos en dos.

Conocía bien a Gabriel Donnelly,desde luego. Había llegado aconsiderarlo como amigo cuando lleguéa Londres, pues, como bien recordaba,había mostrado un sincero interés por mícuando yo no era más que un mozalbetede trece años. En cuanto a sir John,había afirmado que siempre estaríaagradecido al señor Donnelly por el

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modo en que había aliviado los últimosdías de la primera lady Fielding.

En mi impaciencia, abrí la puertade golpe y me los encontré a todossentados a la mesa de la cocina. Noobstante, en el último momento recordélas normas de una conducta decorosa,me detuve en seco, me quité el sombreroy cerré la puerta con suavidad.

Donnelly reaccionó ante mi rudaaparición levantándose al punto de lasilla y avanzando hacia mí con la manoextendida.

—Dios del cielo, ¿eres tú, Jeremy?Pero si pareces un hombre hecho yderecho. Diría incluso que ya eres unhombre. ¿Y qué edad tienes?

—Quince años, señor —contesté

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con modestia, dejando que meestrechara la mano con brío.

—Bueno, pareces mayor y sobretodo con esa elegante casaca... ¡todo uncaballerete!

—Siéntate con nosotros, Jeremy —dijo lady Fielding—. El señor Donnellynos ha entretenido magníficamente consus historias sobre el valle Ribble.

—Sí, por cierto —convino sir Johncon una vibrante carcajada.

Acerqué una silla y me senté juntoa Annie, nuestra cocinera. Se notaba quetanto ella como los demás estaban muyalegres. Tenían el rostro encendido porla risa; todos sonreían. Annie me guiñóun ojo cuando me senté.

—Ah, pero creo que he sido injusto

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con las buenas gentes de allá —dijoDonnelly, reanudando su recital—. Soncampesinos, gentes sencillas, ni más nimenos. Y si sus modales rústicos y suforma de hablar... oh, Dios, ¡su forma dehablar! —puso los ojos en blanco delmodo más expresivo, provocandonuevas risas—, si a nosotros nosparecen extraños, pueden estar segurosde que las costumbres y el habla deLondres les parecerían más extraños aúna ellos.

—Sin duda, sin duda —dijo sirJohn—. ¿Quiénes somos nosotros paraimponer nuestro modo de vida?

Mas, cuando Donnelly prosiguió,su tono y su semblante eran más serios.

—No, no son tontos. Me

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arriesgaría a decir que entre todos ellos,yo era al más tonto por haberme idohasta allí en pos de aquella reticenteviuda. —Exhaló un amargo suspiro,pero sin dejar de sonreír—. Tienen anteustedes esa figura de la comedia, la delpretendiente rechazado. No bastó conseguir a lady Goodhope al interior deLancashire, donde intenté iniciar lapráctica médica entre gentes tan pobresque sólo podían pagarme con gallinas,lechones y promesas de encalarme lacasa; ni con sentir una gran compasiónhacia ella por su condición de viuda yun gran cariño por ella incluso enaquellos arrebatos de estúpida altaneríaa la que tan a menudo era dada; ni conque le diera al ignorante de su hijo los

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únicos rudimentos de educación que hatenido en sus nueve años de vida. No,nada de eso fue suficiente. Comofinalmente descubrí, era tambiénnecesario que tuviera una gran fortunapersonal con la que financiar laeducación de su hijo y su regreso aLondres para ocupar el lugar de supadre en la Casa de los Lores. ¿Quépodía ofrecerle yo? Unas cuantasgallinas, un cochinillo o dos y un últimoofrecimiento de ayuda de mi padre queascendía a quinientas libras. No erasuficiente. Ella eligió, por el contrario,venderse a un comerciante de carbón deLancashire, de la ciudad de Wigan, unhombre tan increíblemente ignorante quesuponía que todo lo que necesitaba para

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convertirse en lord Goodhope eracasarse con lady Goodhope. Aunquesufrió una decepción al descubrir suerror, se mostró bien dispuesto a casarsecon ella para vivir en su casa, a la queyo mismo le oí alabar como «la másgrande del valle, de todo Lancashire».No me cabe duda de que ella se sientecómoda con él pues procede de sumisma clase, aunque está mejoreducada. En cualquier caso, ha tomadouna decisión definitiva. Se han leído lasamonestaciones. No había razón paraque permaneciera allí por más tiempo,de modo que... aquí estoy.

Una vez concluido su relato, guardósilencio con la mirada baja. Las dosmujeres que habían estado escuchando

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dejaron escapar un «aah», que sonócomo un coro, expresando una grandesilusión y simpatía a la vez.

Por su parte, sir John se inclinó,aferrando la mesa con ambas manos.

—Muy cierto —dijo—, aquí está.¿Qué planes tiene, señor D.?

—Pues volver a empezar. Mi padreha puesto a mi disposición una pequeñacantidad de esas quinientas libras paraque pueda abrir y equipar una consultaen un barrio de Westminster. Si noconsigo labrarme así una posición enLondres en— oh, digamos en el plazo deun año, siempre me quedará la Marina.No puedo seguir aceptando dinero de mipadre para siempre... a mi edad.

—¿Ha encontrado ya algún lugar?

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—Sí —respondió—, aunque aún noestá convenientemente equipado.

—Comprendo —dijo sir John,reflexionando—. No es la meracuriosidad lo que me impulsa a hacerleestas preguntas. Se ha producido unhomicidio especialmente inquietante hoymismo y a tiro de piedra de esta mismacasa.

Al oír estas palabras, lady Fieldingse levantó con presteza.

—Creo que ha llegado el momentode que el sexo débil se retire.

Annie, que había escuchadofascinada y con ojos desorbitados lanoticia dada por sir John (pues no sehabía hablado del asesinato del callejónen ningún momento), se levantó con

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reticencia, claramente consternada porno poder oír los detalles del espantososuceso.

—Sí —dijo sir John, poniéndosetambién en pie, como todos los demás—, quizá sea mejor que os retiréis.Buenas noches, querida. Buenas noches,Annie.

Donnelly agradeció a lady Fieldingsu hospitalidad y Annie me susurró aloído que tenía un pastel de carneesperándome en el horno.

Instantes después las mujeres sehabían ido y nosotros tres volvimos asentarnos a la mesa.

—Hábleme de ese asunto, se loruego —pidió el señor D.—. Siempreme han interesado los casos en los que

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la medicina puede ser de ayuda en lainvestigación criminal.

—Los homicidios en particular —apuntó sir John.

—Sí, el cuerpo de la víctima es amenudo el testigo más elocuente.

—Bien dicho, señor, peropermítame que le dé algunos detalles deeste caso...

Y eso hizo, en efecto, haciendo unhábil resumen, poniendo de relieve loque había dicho Maggie Pratt y la testigoa la que yo había interrogado, la señoraCrewton.

—Le hemos concedido a estamención del soldado —concluyó sirJohn— la importancia suficiente paraescribir al coronel en funciones del

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regimiento de la Guardia, exigiendo quetodos los soldados bajo su mando a losque se haya dado permiso hoy seanpuesto en orden de revista para que laseñorita Pratt pueda mirarlos y decirnoscon cuál de ellos hablaba la víctima.Jeremy ha entregado la carta. ¿Haspodido entregársela al capitán Congeren mano, muchacho?

—Me temo que no, señor —contesté—. No se me ha permitidotrasponer los muros de la Torre. Pero elsargento de guardia me ha prometidoentregársela al capitán personalmente.

—¿Le has dicho cuál era elcontenido de la carta?

—Alto y claro, sir John.—Entonces, estoy convencido de

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que ha cumplido su promesa. —Elmagistrado guardó silencio durante unosinstantes y tamborileó sobre la mesa conlos dedos en un momento de agitación.Cuando se detuvo, parecía haber llegadoa alguna decisión—. Señor Donnelly —dijo—, ¿está suficientemente equipadasu consulta para examinar ahora elcadáver de esa mujer?

—¿Una autopsia completa?—No sé lo que eso implica.

Déjeme decirle qué es lo que deseosaber. La herida que ha matado a lamujer era de un tipo muy peculiar. Era,tal como me la han descrito, una heridapequeña que ha ocasionado muy pocahemorragia, y que se ha infligido justodebajo del esternón.

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—¿Un golpe tan sólo? —preguntóel médico.

—Así lo tengo entendido.—Eso es de lo más insólito.—¿Ah, sí? Sin embargo, lo que

quiero saber es si esa pequeña herida hapodido ser causada por una bayonetamilitar. ¿Podría medir la anchura y laprofundidad de la herida hasta tal puntode precisión?

—Oh, sí, ciertamente mi consultaestá equipada para ello.

—Y, desde luego, cualquier otracosa que hallara de interés sería bienrecibida.

—Por supuesto, comprendo.—Y le aseguro —continuó sir John

—, que mi tribunal tiene fondos para

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pagarle por sus serviciosprofesionales... igual que en aquella otraocasión.

—Entonces, mi primer caso será uncadáver.

—Como usted bien dice, señor D.Ah, una cosa más. La mujer en cuestión,es decir, la víctima, es irlandesa. TeresaO'Reilly se llama, o se llamaba.

—Eso no presenta dificultadalguna. Según mi experiencia, señor, pordentro todos somos iguales.

Así fue como esa misma noche, elseñor Donnelly y yo viajamos en carro,acompañados por el alguacil Cowley,hasta la pequeña granja del Rastrero,que estaba cerca de la orilla del río.

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Aunque el Rastrero plantaba semillas amenudo, nada crecía jamás en el campoque rodeaba su cabaña. Apenas eranvisibles las malas hierbas y unas cuantasflores silvestres cuando nos paramosjunto a la cerca que rodeaba lapropiedad, pero el negro suelo delTámesis que se extendía más allá de lacerca se presentó ante nosotros comouna negra extensión semejante a unenorme foso, que debía ser cruzado parallegar al cobertizo en cuyo interior ardíauna luz mortecina.

—Hay una entrada ahí delante —dije al alguacil Cowley—. Guíe usted elcarro y yo la abriré.

Cowley azuzó a los caballos, yosalté al suelo y corrí hacia la puerta de

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la cerca. Conseguí abrirla con esfuerzolo suficiente para que pudiera entrar elcarro, y luego volví a subirme a él.

—Qué lugar más extraño ysiniestro —comentó el señor D.

—Yo lo detesto, por dentro y porfuera —dijo el joven alguacil—. Estáencantado.

—Es como tú decías, Jeremy, comouna pequeña granja, sobre todo a la luzde la luna. Vaya, si podría ser una granjacualquiera de Lancashire.

—En este campo es donde entierraa los pobres. Se dice que los entierraunos encima de otros, de modo que losúltimos están casi en la superficie.

—No tendrán un entierro cristiano,claro está —dijo el señor D.

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—Quizá algunos. No estoy seguro.El angosto camino rodeaba la

cabaña donde vivía el Rastrero con suhermana. A ella la había visto unaspocas veces y sólo habíamos hablado enuna ocasión. Era tan rara como suhermano e igualmente desagradable. Lacabaña estaba sumida en la oscuridad,con los postigos cerrados. El cobertizotenuemente iluminado se alzaba justodelante.

—Sir John me dijo una vez —comenté— que el Rastrero habíaheredado este trabajo de la familia. Unantepasado suyo, su abuelo o quizá subisabuelo, había prestado un granservicio a las ciudades de Londres yWestminster

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[5] durante la gran peste del siglo

pasado, al llevarse a los muertos quenadie más se atrevía a tocar.

—Y ahora él presta el mismoservicio en este siglo.

—Así es, señor.—Y por esa molestia sin duda es

considerado como una especie de paria.Fue entonces cuando el alguacil

Cowley intervino con aspereza.—No estoy seguro de lo que quiere

decir eso, señor, pero puedo asegurarleque circulan por ahí historias horriblessobre él.

—¿Qué tipo de historias? —preguntó el señor D.

—Bueno, se dice que a él y a suhermana no les falta nunca la carne... si

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entiende lo que quiero decir.—¿Se ha encontrado alguna vez...?La pregunta de Donnelly fue

interrumpida bruscamente por un súbitorevuelo junto al cobertizo. Los dosrocines esqueléticos y cojos que tirabandel carro del Rastrero, que taninmóviles solían estar, se habíanalterado ante nuestra proximidad:relinchaban y pateaban el suelotorpemente, moviendo las estrechascabezas de un lado a otro. Nuestro tirode alquiler también se mostró inquieto,pero el alguacil Cowley se puso en pieen el carro y los contuvo, azuzándolespara que siguieran adelante.

Justo entonces emergió una figura,destacándose su tenue silueta en el

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umbral de la puerta del cobertizo. Era lafigura achaparrada del Rastrero. En lasmanos llevaba algo largo que, sinembargo, era demasiado grueso para seruna escoba, y lo blandióamenazadoramente.

—¿Quién anda ahí? —gritó—.¡Quieto donde estéis si no queréis queos vacíe la escopeta encima!

Cowley refrenó a los caballos.Todo quedó en silencio durante unosinstantes, hasta que caí en la cuenta deque era yo quien debía identificarnos ydar a conocer nuestro propósito.

—Soy Jeremy Proctor —le grité ami vez—. Traigo una orden de sir John.

—Bien, acércate entonces, perodeja ese carro y el tiro donde están. A

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mis caballos nos les gusta que venganaquí otros de su especie por la noche.

No tuvimos más remedio que hacerlo que nos decía. El señor Cowley sequedó en el carro, mientras el señorDonnelly y yo nos bajábamos ydirigíamos nuestros pasos hacia elcobertizo. El Rastrero siguió en su sitio,pero sosteniendo la escopeta de unmodo menos amenazador, bajo el brazo.

—¿Siempre se comporta así? —preguntó Donnelly en un susurro apenasaudible.

—Nunca había venido de noche —contesté—. No me había hecho falta.

—Debo pedirles que salten porencima de la valla. Tal como estánahora, mis caballos se escaparían si

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abrieran la puerta.Donnelly asintió con un gruñido y

traspasó la valla sin grandesdificultades. También yo lo hice con miacostumbrado salto. Espantados, los doscaballos huyeron al otro extremo delcercado con su trote cochinero. Una vezallí, adoptaron su actitud habitual deinmovilidad absoluta y cabezas gachas.

—Miren por dónde pisan. Hacetiempo que no limpio por aquí, no señor.

La luna brillaba aún lo suficientepara permitirnos ver el camino. Cuandonos acercamos, el Rastrero abandonó supuesto y entró en el cobertizo. Siguiendosus pasos, entramos también. Mepreguntaba qué pensaría GabrielDonnelly de aquel lugar.

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El cobertizo del Rastrero servía dedepósito de cadáveres para los pobresde Londres, así como los que nadiereclamaba o los que no se podíanidentificar. Yo lo había visitado conmayor frecuencia de la que hubieradeseado en los dos últimos años ysiempre estaba igual. En verano olíamucho peor que el resto del año, perofuera verano o invierno, los muertosocupaban su lugar, los hombres a laderecha y las mujeres a la izquierda,cubiertos por un pedazo de lona. Aderecha e izquierda había también pilasde ropa de los muertos. Se decía que elRastrero se ganaba sus buenos dinerosvendiendo aquellas prendas a los queganaban su buen dinero vendiéndolas a

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los vivos.El médico observó la escena

ceñudo, con desaprobación. También elRastrero fruncía el entrecejo. La únicalámpara que iluminaba aquel lugar nohacía gran cosa por alegrarlo.Inmediatamente percibí una fuerteantipatía entre los dos hombres.

—¿Qué quieren? —preguntó elRastrero. Más que una pregunta, era undesafío. Dio un paso o dos hacia elseñor Donnelly y lo examinódetenidamente. Aunque sus ojos no eraniguales (pues el izquierdo erasensiblemente más pequeño que elderecho), veía perfectamente bien conambos. No tenía necesidad de acercarsetanto, lo más probable es que

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pretendiera intimidar al médico.El señor D., empero, no se dejó

intimidar.—Tengo una orden —sacó una

carta del bolsillo— de sir John Fielding,al que usted conoce como magistradodel tribunal de Bow Street, por la que seme faculta para llevarme el cadáver deuna tal Teresa O'Reilly con el fin derealizar un examen médico.

El Rastrero rompió el sello y abrióla carta. Sus ojos recorrieron la hoja conindiferencia. Me convencí de que nosabía leer. Le devolvió la carta al señorD.

—¿Quién es ésa? —preguntó conun tono de lo más hostil.

—La que se ha llevado esta misma

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noche de New Broad Court —dije yo.El Rastrero me lanzó una mirada

que parecía considerar la informaciónaportada como una interrupciónirrelevante. Luego volvió a mirar alseñor D.

—¿Y quién es usted?—Soy el cirujano que realizará el

examen médico.—Eso pensaba. Y supongo que

hará su examen delante de un montón deestudiantes de medicina y hará bromas ycortará el cuerpo en pedazos y lesenseñará las entrañas. No me gusta queusen a mis damas y mis caballeros paraesas cosas. No hay semana que noaparezca por aquí uno de esossierrahuesos intentando comprar a una

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de estas buenas gentes. Estas personasno están a la venta.

—Lo comprendo. Le aseguro,señor, que no tengo estudiantes. Notengo aprendices. El examen médico sellevará a cabo en la intimidad de miconsulta.

Después de haberse desahogado, elRastrero se relajó un tanto, de hecho,dio un paso atrás y bajó los ojos como sireflexionara.

—Bueno —dijo por fin—, serácomo usted dice y el propio sir John hadado la orden. —Luego añadió,dirigiéndose a mí—: No se puedediscutir con sir John, ¿no es cierto,chico?

—Eso me temo —dije con

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seriedad.Con un ruidoso suspiro, el Rastrero

dio media vuelta, haciéndonos señaspara que lo siguiéramos, y encabezó lamarcha con sus piernas cortas yarqueadas hacia el pedazo de lona másalejado del lado izquierdo. Se inclinó ycon un solo movimiento destapó elcadáver. Luego se alejó, doblando eltrozo de lona mientras caminaba.

—Adelante —dijo—, llévensela.Donnelly y yo nos apañamos como

pudimos. Corrí hacia el Rastrero y lerogué que me diera alguna ropa con quecubrir el cadáver. Encontró las mismasprendas que llevaba la muerta encima dela gran pila de ropa y me las arrojó. Larigidez de la muerte había empezado a

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apoderarse de miembros y tronco. Estodificultó la tarea de vestirla, lo queconseguimos tan sólo en parte, pero hizomás fácil que la transportáramos entrelos dos una vez vestida. El Rastrero nonos prestó ninguna ayuda; se limitó aacompañarnos hasta la valla, iluminandoel camino con su lámpara. Siguió connosotros mientras Cowley acercaba elcarro. Yo eché una ojeada por encimadel hombro hacia los dos caballos quecontinuaban en el otro extremo delcercado; no se movieron ni un ápice.Parecían profundamente dormidos. Conla ayuda de Cowley, metimos el cadáveren el carro. El Rastrero no dijo una solapalabra. Cuando terminamos, dio mediavuelta y volvió al cobertizo.

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Los tres guardamos silenciomientras rodeábamos la cabaña yatravesábamos el campo. CuandoCowley refrenó los caballos junto a laverja de entrada, salté a tierra paraabrirla. Fue entonces —por quéentonces precisamente no sabría decirlo— cuando el señor Donnelly estalló enun torrente de insultos dirigidos nadamenos que hacia el Rastrero. Cuandovolví a subir al carro y ocupé mi lugarjunto a Teresa O'Reilly, el buen doctorlanzaba sus quejas a la oscuridad a vozen cuello.

—¡Por Dios bendito y por todoslos santos, no me cabe duda de que esehombre está loco! Actúa como si fueraun rey y el cobertizo su reino. Los llama

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«sus damas y caballeros», como si esospobres cadáveres abandonados fueransus súbditos. ¡Y ese osario en que haconvertido el cobertizo! La próximaepidemia de peste de Londres seiniciará allí. ¡Fíjate en lo que te digo!¡Semejante suciedad, el lugar lleno detodo tipo de bichos, el suelo cubierto deexcrementos de caballo y Dios sabe quémás! Jamás, ni en Dublín, ni en lugaralguno de Europa, había vistosemejante... semejante...

Y así continuó durante unosminutos más.

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III

En el que sir John ejerce como juezpesquisidor

Resultó evidente que la carta de sir

John al capitán Conger había sidorecibida. No puedo jurar que el sargentode guardia cumpliera su palabra y laentregara al capitán personalmente;puede que pasara antes por otras manos.Sin embargo, no cabía la menor duda de

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que había llegado a su destinatario, puesallí estaba él, junto a la puerta deentrada, para recibir a nuestra pequeñacomitiva.

El capitán Conger era un hombre deun metro ochenta de estatura, rostroalargado y facciones angulosas, y nosonreía; parecía una persona poco dadaa sonreír. O al menos así me lo parecióa mí mientras cruzábamos el foso por elestrecho puente cerca de la orilla delTámesis. El capitán era fácilmentereconocible por la abundancia degalones en su casaca y las charreteras enlos hombros. Habíamos traspasado lapuerta exterior sin ser molestados. Elcapitán nos esperaba en la siguientepuerta, la Byward Tower Gate, que se

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hallaba justo después del puente sobreel foso. No se movió hasta que nosacercamos, avanzando unos cuantospasos. Yo toqué el brazo a sir John a laaltura del codo para que se detuviera yrecibiera el saludo del capitán.

—Sir John, ¿me permitepresentarme? Soy el capitán GeorgeConger, coronel en funciones de esteregimiento en ausencia de sir CecilDalenoy.

—Quien sin duda se halla en algúnboscoso rincón del reino despojándolode animales de caza. —Sir Johnextendió la mano y el capitán la estrechócordialmente—. Es un placer conocerle,capitán, aunque lamento que haya de seren tan lamentables circunstancias.

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—No más que yo. —El capitánmiró por encima del hombro delmagistrado y nos vio a mí y al tercermiembro de nuestro grupo—. Si son tanamables de seguirme, he hecho lo queme pidió: los soldados del regimientoque tuvieron permiso ayer estánformados.

A mí, el capitán me saludó con unabreve inclinación de cabeza, dio mediavuelta y echó a andar a buen paso. SirJohn y yo no tuvimos dificultad enseguirle, pero la señorita Maggie Pratt,menuda y de cortas piernas, se vio algoapurada para no rezagarse.

El capitán Conger la había miradocon cierto recelo, como si dudara de sucapacidad como testigo. A sir John ella

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se había presentado como «costurera sintrabajo». Sin embargo, yo sospechaba,como estaba convencido de que tambiénsospechaba él, que la relación deaquella señorita con la víctima, TeresaO'Reilly, una mujer de la calle, era deíndole profesional.

Se había dispuesto que ella nosesperaría por la mañana en la esquina deDrury Lane con Angel Court, perocuando nuestro coche de alquiler llegóal lugar de encuentro, no estaba allí. Asípues, sir John me envió a Angel Court abuscarla, advirtiéndome que anduvieracon ojo. Angel Court era, y hasta ciertopunto aún lo es, una calle pequeña y dela peor fama. («Calle» es en realidad un

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nombre demasiado bueno, incluso«callejuela» era más de lo que merecía,pues si bien se podía entrar, no teníasalida.) Era lo que por aquel entonces sellamaba un «tugurio»: un pasaje oscuro yangosto en el que se apiñaban laspensiones bajas, algunas de las cualesno pasaban de ser dormitorioscolectivos, sin espacios entre ellas. Nohabía modo de saber cuántas personasvivían allí, o quizá fuera mejor decir,dormían allí en una noche cualquiera.¿Cómo encontraría a Maggie Pratt?¿Cómo se podía encontrar a alguien ensemejante lugar? Decidí que lo mejorera recorrer el pasaje gritando sunombre. A medida que me adentraba enAngel Court, entornando los ojos para

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escudriñar en la penumbra de unamañana encapotada, oí un portazocercano y unos pasos apresurados,apareció ante mí un hombre joven, quepasó a toda prisa por mi lado. Tenía unaire muy familiar. Luego la mismapuerta volvió a sonar y oí que lanzabanal aire un torrente de insultos de lo máshorrendo, entrelazado de obscenidades yblasfemias... presumiblemente en posdel joven que acababa de pasar por milado. La voz era femenina, pero desdeluego el lenguaje no lo era. Procedía deuna galería que quedaba sobre micabeza. Allí estaba Maggie Prattasomada, quizá con la esperanza de veral que acababa de partir. Cuando seagotó su verborrea, le grité desde abajo

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que sir John la esperaba en un coche dealquiler y que tuviera a bien darse prisa.Y se la dio, por cierto, pues no debiótardar más de un minuto en coger sucapa y cerrar la puerta. Luego corrióescaleras abajo, disculpándoseprofusamente, pero sin justificar enmodo alguno la escena de la que yoacababa de ser testigo. Hasta queestuvimos los tres instalados en el cochey recorrimos buena parte del caminohasta la Torre, no me di cuenta de queaquel hombre joven de aspecto familiarque había pasado por mi lado con tantaprecipitación en Angel Court era elmismo que me había impedido el pasocuando subía por Drury Lane en pos deMariah.

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—Capitán Conger —dije

audazmente en voz alta—, nuestratestigo tiene cierta dificultad para seguirel paso que usted ha impuesto.

—Y, ay, me temo que yo también—mintió sir John con galantería. (Yosabía por experiencia que podíahacerme brincar para mantener su ritmocuando tenía prisa.)

—Perdónenme —dijo el capitán,deteniéndose para esperarnos, mirando aderecha e izquierda para disimular suimpaciencia—. A un veterano como yole resulta difícil adaptarse.

Cuando llegamos a su altura,reanudó la marcha junto a nosotros,prácticamente a paso de funeral, aunque

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en silencio y mirando severamente haciaadelante.

Caminamos hacia la derecha a lolargo del foso; al otro lado del muro eravisible el Támesis. Luego, tras recorrerun pasaje a nuestra izquierda, salimos aun gran espacio abierto, en cuyo centrose alzaba la gran Torre Blanca, elcastillo que protegían todas aquellasfortificaciones. Yo nunca lo había vistotan de cerca, aunque lo habíavislumbrado a menudo desde ciertadistancia, cuando en días de sol parecíabrillar bajo la luz; aquella lóbregamañana, sin embargo, parecía más grisque blanca, pero también másimpresionante aún por su tamaño y suforma. Nuestro destino se hallaba

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después del castillo, en un estrechocampo en el que había soldadoshaciendo instrucción. Más lejos aún seveía un grupo de soldados más pequeñoformado en dos filas en un rincón delcampo.

Me arriesgué a mirar a MaggiePratt. La muchacha que antes sonreía,animada por la novedad de la excursióntras su encontronazo con el chico matónen Angel Court, tenía ahora el semblantesolemne y se mostraba insegura. Alparecer el grave propósito de nuestravisita había empezado por fin a adquiririmportancia para ella.

Al acercarnos nosotros, el sargentoal mando dio la orden de cuadrarse. Elcapitán Conger se adelantó e

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intercambió unas palabras con elsargento, luego regresó junto a nosotrosy se dirigió a sir John.

—Puede decirle a su testigo querecorra las filas y examine el rostro deestos hombres uno a uno —dijo—.Todos los que disfrutaron de permisoayer están aquí. Puede tomarse el tiempoque desee, por supuesto. No convieneprecipitarse en un asunto de este calibre.

—Estoy completamente deacuerdo, capitán. —Luego sir John sevolvió en dirección a la testigo—.¿Señorita Pratt? ¿Ha oído al capitán?

—Sí, señor.—Entonces, proceda tal como él le

ha indicado.—Sí, señor.

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Estas últimas palabras, lasprimeras que pronunciaba desde que noshabíamos apeado del coche de alquiler,las dijo en un tono tan bajo que apenasfueron un susurro. Avanzó conresolución hacia la primera fila, dondeel sargento la esperaba. Ella, que era depor sí una mujer menuda, quizá unamuchacha aún no del todo desarrollada,pareció encogerse aún más al lado delos guardias granaderos. El más bajo deellos era de mi estatura, y yo eraentonces exactamente igual que soyahora: un hombre de estatura media; apartir de ahí iban subiendo, y uno o dosparecían más altos que el capitán. Sinembargo, ella fue de uno a otro muylentamente, mirándolos a todos a la cara,

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examinándolos con el mayor cuidado.Así llegó hasta el final de la primerafila; el sargento la acompañó entonceshasta la segunda fila, que ella examinócon la misma meticulosidad que habíademostrado con la anterior. Por su parte,los hombres se sometieron a lainspección sin mostrar ningún signoexterno de emoción; por su reacción, ola falta de ella, les hubiera dado igualque les mirara su coronel o el rey Jorgeen persona. Eran veinte en total, comoyo mismo había contado.

Cuando terminó, la muchachavolvió con nosotros. Sin embargo, nohabía hecho ninguna acusación, no habíaextendido el dedo para señalar aalguien, de modo que yo —quizá como

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todos los demás— supuse que no habíavisto al que estaba buscando. Sir Johnnos hizo retroceder hasta un puntodistante de las dos filas de soldadospara que pudiéramos hablar sin seroídos. El capitán Conger nos siguiólentamente.

—¿Ha reconocido al hombre al quevio hablando con la víctima entre lossoldados congregados aquí? —preguntósir John.

La muchacha vaciló antes decontestar.

—Esto es muy desconcertante,señor.

—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?—He visto a dos que parecían ser

él.

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Sir John no dijo nada durante unbuen rato.

—Dos, ¿eh? —Suspiró. Eraevidente que la muchacha no habíaresultado tan buen testigo como élesperaba—. Muy bien, ¿y cuáles son?

—El quinto de la primera fila,empezando por la izquierda, y el tercerode la segunda, empezando por laderecha.

—Hablaré con los dos. Capitán,¿está usted ahí?

—Sí, señor.—¿La ha oído?—En efecto.—Aísle a esos dos hombres del

resto y entre sí. Y si puede procurarmeuna habitación en el que pueda

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interrogarlos por separado, le estarémuy agradecido.

—Así se hará, pero, sir John...—¿Sí, capitán Conger?—No piense mal de su testigo.

Tiene mejor ojo del que yo esperaba.Los dos que ha elegido son hermanos.Tienen un gran parecido.

Una vez fueron separados los dossoldados del resto, sir John pidió alsargento que registrase los efectospersonales de ambos para comprobar sialguno de los dos tenía un cuchillo dehoja estrecha.

—Algo parecido a un estilete —fuesu descripción. Luego ordenó que leenviaran a uno de los hermanos.

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—¿A cuál de los dos, señor? —preguntó el sargento.

—Ah, no sé, al mayor, supongo.Así pues, apenas unos instantes

después de que el sargento se hubieramarchado, oímos que llamaban a lapuerta del despacho del capitán, que noshabían cedido. Sir John ordenó al quellamaba que entrase y fue el mayor delos dos hermanos quien obedeció.También era el más alto y supuse queantes se hallaba en la segunda fila. Poreso mismo no lo había visto demasiadobien, pero ahora comprobé que,ciertamente, se parecía mucho al quintode la primera fila empezando por laizquierda.

El soldado se plantó en posición de

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firmes ante nosotros.—¿Su nombre, señor? —preguntó

sir John.—Sperling, Otis, cabo, ¡señor!—Puede sentarse, cabo. Tengo que

hacerle unas preguntas. Yo soy, por sino le han informado, sir John Fielding,magistrado del tribunal de Bow Street.

—Prefiero quedarme de pie,¡señor!

—Bien, como guste. Las preguntasse las haré en calidad de testigo. No seha presentado cargo alguno contra usted.Quisiera que ambos estuviéramoscómodos, y a mí me es imposible si gritausted «¡señor!» cada vez que me dirigela palabra. Se lo ruego, relájese.

El cabo Sperling hizo un esfuerzo y

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cambió a una posición militar menosfatigosa. También consiguió decir:

—Como quiera, señor —en un tonode voz normal, al tiempo que me echabauna ojeada.

—Ayer le dieron permiso parasalir, según tengo entendido.

—Sí, señor, pero sólo parte deldía.

—Hábleme de ello, por favor. Quéhizo, qué vio, ese tipo de cosas.Empiece con el momento en queabandonó la Torre.

El cabo Sperling hizo un buenresumen, conciso, de cómo habíaempleado el tiempo desde que salió porla verja de la Torre a las tres de latarde, en compañía de su hermano,

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Richard, y de un cabo llamado Tigger,ambos del mismo regimiento degranaderos de la guardia. Su intención,afirmó, era coger la diligencia de lascinco en dirección a Hammersmith juntocon Richard, para que ambos pudierancenar con sus padres; su padre eracarretero en aquella comunidad. Habíanpartido cada uno por su lado: Richardhabía prometido reunirse con los otrosdos en la casa de postas, y los dos cabossalieron juntos para divertirse como másles pluguiera.

—¿Y cómo se proponíanconseguirlo ustedes dos? —preguntó sirJohn.

—Oh, como suelen divertirse lossoldados, señor, bebiendo, contando

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historias y quejándonos de la conductadel regimiento. —Luego añadió—:Quiero decirle, señor, que nos limitamosa pasar el rato juntos, y que en ningúnmomento tomamos bebidas fuertes, sólocerveza, señor.

—Comprendo. ¿Y dónde pasaronel rato de esa forma?

—Bueno, en dos lugares diferentes.El primero era un sitio cerca del final deFleet Street que no pone objeciones aservir a los soldados siempre que secomporten bien: el Cheshire Cheese.

—Conozco bien ese lugar, dondeyo mismo he bebido y comido —dijo sirJohn—. ¿Y cuál fue el segundo lugar?

—Pues fue la taberna de la casa depostas donde debía encontrarme con mi

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hermano.—¿Y el cabo Tigger se quedó allí

con usted?—Sí, señor, hasta que llegó

Richard y nos fuimos en la diligencia.—¿Y no estuvo usted en ningún

momento en la zona de Covent Garden,usted solo o con el cabo Tigger?

—No, señor, no tenía nada quehacer allí.

—Muy bien. —Llegados a estepunto, sir John hizo una pausa y ofrecióluego el siguiente resumen—: De modoque usted se halló en compañía del caboTigger desde el momento en queabandonó la Torre a las tres hasta quepartió con su hermano Richard en ladiligencia de las cinco en dirección a

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Hammersmith. ¿Es eso correcto?—A eso tendría que decir que sí y

que no, señor.—¿Ah? Explíquese, por favor.—Sí, estuve con Tigger todo el

tiempo, pero no, Richard y yo no nosfuimos en la diligencia de las cinco.

—¿Cómo es eso?—Richard llegó tarde. Yo me enojé

con él, pues no había otra diligenciahasta las seis y media. Se suponía queera una fiesta, una celebración, por asídecirlo, y él se presentó tarde.

—¿Y qué celebraban?—Mi ascenso, señor.—¿A cabo?—Sí, señor.—Mmmm —murmuró sir John, y

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guardó silencio—. Cabo Sperling —dijoluego—, dice usted que su hermanollegó demasiado tarde para coger ladiligencia de las cinco. ¿Cuándo llegó?

—Eso no puedo decirlo conexactitud, puesto que no tenía entoncesreloj, aunque ahora sí lo tengo. Mi padreme lo regaló anoche, señor.

—Debe de estar muy orgulloso deusted.

El cabo enrojeció de vergüenza,miró a derecha e izquierda, y arrastrólos pies.

—Como usted diga, señor.—Dígame la hora aproximada,

entonces.—¿Señor? —dijo el cabo,

frunciendo el entrecejo, pero sin duda lo

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había entendido.—La hora en que llegó su hermano.—Ah, bueno, no llegó muy tarde...

menos de media hora, diría yo.—¿Un cuarto de hora? ¿Eso diría?—Más o menos, no mucho más. —

El cabo volvió a mirarme de reojo.—Muy bien —dijo sir John—.

¿Qué excusa le dio su hermano? ¿Qué loretuvo tanto tiempo?

—Eso tendrá que preguntárselo aél, señor.

—¿No quiere decírmelo usted?—Sí, señor, pero él no me dijo

nada, sólo que era un asunto personal.Luego, cuando llegó tarde, dijo que nohabía podido evitarlo.

—¿Y ésas fueron todas sus

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explicaciones?—Es muy reservado. Debe usted

comprender, señor, que las cosas no sonsiempre fáciles entre hermanos, auncuando estén en el mismo regimiento.

—Quizá especialmente en ese caso.—Como usted diga, señor.—Casi hemos terminado —dijo sir

John—. Pero quiero preguntarle, cabo,cuándo se separó su hermano Richard deusted y del otro cabo. Ha dicho quesalió de la Torre con él, los tres juntos.

—Sí, señor. Richard siguió connosotros hasta que llegamos al CheshireCheese. Allí fue donde nos dejó.

—¿A qué hora aproximadamente?—Tendría que calcularlo también,

pero me parece probable que

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tardáramos un cuarto de hora en ircaminando hasta allí.

—De modo que no vio a suhermano desde las tres y cuarto,aproximadamente, hasta las cinco ycuarto. ¿Correcto?

—Correcto, señor.Sir John dio por finalizado el

interrogatorio del cabo Otis Sperling,pero le ordenó que regresara a lahabitación donde había estadoesperando a que le llamara. Cuandosalió, sir John se recostó en la silla yjuntó las yemas de los dedos de ambasmanos. Reflexionó durante unosinstantes.

—Bien, ¿qué te ha parecido? —mepreguntó.

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—Da la impresión —contesté— deque Richard Sperling es nuestro hombre.

—Ésa es la impresión, por cierto.Hay cierta discrepancia en la cuestióndel tiempo, pero dime, Jeremy, ¿quécara ha puesto el cabo cuando le hepedido que fuera más concreto conrespecto a la tardanza de su hermano?Ha respondido con prontitud.

—Sí, pero parecía un poconervioso. Ha fruncido el entrecejo, se loha pensado, ha mirado en derredor. Alfinal del interrogatorio tenía la frentealgo sudorosa.

—Hay una ventana abierta a miespalda. Esta habitación es bastante fría.

—Exactamente —dije.—Bien pudiera ser —dijo sir John

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— que tras habérsele escapado que suhermano no había llegado a tiempo paramarcharse los dos en la diligencia de lascinco, haya comprendido por mispreguntas subsiguientes que la cuestióndel tiempo era esencial. Y así, tal vez sehaya dedicado a minimizar el retraso desu hermano. Bien pudiera ser queRichard llegara a la casa de postas conuna hora o más de retraso. Quizá inclusollegara con el tiempo justo para coger ladiligencia de las seis y media.

—Lo que lo situaría dentro de loslímites de tiempo establecidos por loque vio Maggie Pratt y el hallazgo delcadáver.

—Que aún estaba caliente —apuntó sir John.

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Parecía a punto de añadir algocuando llamaron a la puerta. Invitado aentrar, el sargento apareció en el umbralde la puerta con aire de totalsatisfacción.

—Me alegra informarle —dijo—de que no he hallado cuchillos de ningúntipo entre los objetos personales deSperling, Otis, ni de Sperling, Richard.Y buena cosa es, además, pues laposesión de tales armas sería motivopara un consejo de guerra.

—Bueno, sargento —dijo sir John—, si usted se alegra, yo también mealegro.

—Ambos tienen un buen historial,señor, aunque Sperling, Richard, llevapoco más de un año en el regimiento.

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—¿Qué edad tiene?—Diecinueve años apenas, señor.—¡Qué joven! Bien, sea como sea,

debemos llevárnoslo a Bow Street paraproseguir con nuestra investigación.

—Eso tendrá que hablarlo con elcapitán Conger, señor.

—Me lo imaginaba —dijo sir John,levantándose de la silla—. ¿Quierellevarnos ante él, por favor?

Cuando el sargento nos dejó juntoal capitán, en el patio de armas, sir Johntuvo ciertas dificultades para convencera éste de la necesidad de trasladar aRichard Sperling a Bow Street.

—¿Se le acusa formalmente?—En absoluto —respondió sir

John—. Sin embargo, creo que estaría

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más dispuesto a cooperar en un entornomás oficial.

—Todo el peso de la ley, ¿es eso?—Algo por el estilo, supongo. En

cualquier caso, ¿le dará usted permisopara comparecer como testigo?

—Por supuesto, si puede volver.—¿Perdón? No comprendo,

capitán. Si no hay necesidad dedetenerlo para que sea juzgado, porsupuesto que podrá volver.

—Y si se presenta la necesidad,también querremos que vuelva para quepodamos celebrar un consejo de guerra.La justicia militar es rápida, segura eimparcial, sir John.

—Bueno, estoy seguro de que esrápida cuando menos. Pero veamos,

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capitán, es demasiado pronto paradiscutir sobre cuestiones dejurisdicción. Ha de convocarse unjurado pesquisidor a fin de establecerseformalmente que se ha cometido unasesinato.

—¿Existe alguna duda?—No, pero un cirujano ha

examinado el cadáver y prestarádeclaración. Puede que su testimoniosea favorable al soldado raso Sperling.

—O desfavorable.—Ciertamente. Sin embargo, es una

investigación abierta que no extraeconclusiones de culpabilidad oculpabilidad probable.

—Comprendo —dijo el capitán—.¿Y quién es el juez pesquisidor?

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—Bien... —sir John vaciló—. Soyyo quien actúa como tal pro tempore.

El capitán Conger lo miró delmodo más escéptico. Meditó unosinstantes.

—Sir John Fielding —dijo por fin—, me inclino ante su reputación, pueses excelente. No obstante, no permitiréque se lo lleve así, por las buenas, comoparece usted sugerir. Una escoltaarmada llevará al soldado Sperling aBow Street. Si se hace el menor intentopor retenerlo o por entablar contra él unproceso criminal, seguirán mis órdenesde traerlo de vuelta a la Torre, haciendouso de la fuerza, si fuera necesario.

Sir John asintió para dar suaprobación, si bien parecía molesto.

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—Entonces, también yo tengo queestipular ciertas condiciones —dijo—.Son éstas: En primer lugar, el soldadoSperling no será encadenado, puesto quees un testigo y no se le ha acusado deningún crimen.

—De acuerdo.—En segundo lugar, el cabo Tigger

formará parte de la escolta y también aél se le permitirá prestar declaración.

Aunque el rostro ceñudo delcapitán indicaba que entendía enrealidad las implicaciones de estacondición, no puso objeción alguna.

—De acuerdo —repitió.—Y, finalmente, que al menos uno

de los miembros de la escolta sea derango igual o superior para garantizar

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que el cabo Tigger y el soldado Sperlingno intercambian comentario algunosobre el crimen, ni sobre sus actividadesde ayer.

—De acuerdo.—Bien, si usted está conforme,

capitán, yo también lo estoy —dijo sirJohn, sonriendo cordialmente—. Y leofrezco mi mano para sellar el acuerdo.

Ciertamente eso fue lo que hizo, yambos se estrecharon la mano.

—A propósito, capitán Conger,quisiera saber si el teniente Churchill sehalla por aquí. Lo conocí el año pasado.Creo que sería una descortesía que no lovisitara mientras estoy en la Torre.

—Sir John, se halla ausentecazando en, como usted ha dicho antes,

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«algún boscoso rincón del reino», aligual que casi todos los oficiales delregimiento excepto yo. No olvide, señor,que he puesto mi confianza en usted eneste asunto. Si actúa en mi contra, mecolocará en una situación sumamenteembarazosa y sin duda sufriré lasconsecuencias. Buenos días, señor.

Tras estas palabras, giró sobre sustalones y se alejó con su vivo paso deveterano.

—La vista es hoy a las once de lamañana —le dijo sir John, alzando lavoz. (Aunque el capitán no dio muestrasde haberle oído, yo estaba convencidode que así era.) Luego añadió,dirigiéndose a mí—: Maldita sea si esehombre no pide demasiado. —Recordó

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entonces algo más y gritó de nuevo, altoy claro—: ¡Capitán! No olvideasegurarse de que el soldado Sperlinglleve consigo su bayoneta.

—Así se hará, sir John —replicó elcapitán.

—Caballeros, esto es un procesolegal para determinar la naturaleza de lamuerte de Teresa O'Reilly. Con esepropósito hemos llamado a testigos queprestarán declaración, y ésta será o nopertinente cuando se lleve a juicio estecaso, si es que se lleva. Yo, comomagistrado, actúo pro tempore comojuez pesquisidor, y así, mientras dirijoesta investigación como pesquisidor,atenderé a cuanto se diga con mi oído de

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magistrado.Sir John se dirigía a doce hombres

a los que Mardsen había tentado en lacalle con la promesa de un chelín. Sehallaban sentados en dos grupos de seisen las dos primeras filas de la pequeñasala del tribunal, en la planta baja delnúmero cuatro de Bow Street. Lostestigos se sentaban a un lado: MaggiePratt, Gabriel Donnelly y el soldadoSperling, que estaba situado entre uncabo, del que supuse que sería Tigger, yel sargento que nos había ayudado en laTorre y del que desconocía el nombre.El señor Mardsen estaba sentado junto asir John. Daba la casualidad de que yoera la única persona presente que nohabría de tomar parte en la vista.

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—En primer lugar —dijo sir John,dirigiéndose siempre al juradopesquisidor—, permítanme que les dé aconocer los hechos. La difunta fuehallada en un patio junto a New BroadCourt que da a un callejón que conducea Duke's Court. Quizá ustedes conozcanbien ese vecindario, pues el lugar estámuy cerca de donde ahora nos hemosreunido. Un residente del patio, el señorSebastian Tillbury, la encontró con lospies sobresaliendo de debajo de unaescalera poco después de la seis, einmediatamente dio la alarma. Elalguacil Perkins pasaba por allí y acudióal punto a la llamada. Miró su reloj yfijó la hora de su llegada en las seis yocho minutos. Tomen nota de la hora,

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por favor, dado que puede ser de lamáxima importancia. El cadáver aúnestaba caliente.

Aquí hizo una pausa, musitó algo aloído de Mardsen y esperó mientras oíala respuesta. Luego prosiguió delsiguiente modo:

—En este momento quisiera llamaral primer testigo, el señor GabrielDonnelly, médico, que ha realizado elexamen post mortem de la difunta. Lollamo ahora para que preste declaraciónsobre la causa de la muerte.

Donnelly se levantó de la silla ycaminó pesadamente hasta situarsedelante de sir John. Parecía exhausto,pobre hombre, pues yo sabía que habíapermanecido despierto casi toda la

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noche para realizar la autopsia a lavíctima. Sin embargo, durante elinterrogatorio de sir John que sigue,respondió con voz fuerte y segura.

—Señor Donnelly, ¿podría darnosun breve resumen de su experienciacomo médico?

—Con mucho gusto. Serví durantesiete años en la Marina de Su Majestadhasta el año 1768, fecha en la que pasé apracticar mi profesión brevemente enLondres y durante los dos añossiguientes en Lancashire. He regresado aLondres recientemente para reanudar mipráctica aquí.

—¿Y ha practicado usted, en estetiempo, otros exámenes post mortem?

—Muchos. Fue sobre todo en la

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Marina donde tuve ocasión de hacerlo.Yo diría que el número se eleva a algomás de dos veintenas... unas cincuenta,aproximadamente.

—Muy bien. ¿Quiere decirnosahora cuál es, en su opinión, la causa dela muerte de Teresa O'Reilly?

—Sí, señor. —Sin embargo, antesde empezar, respiró hondo y exhaló unlargo suspiro—. Encontró la muerte poruna única herida de arma blanca en elcorazón. Se la infligieron en un puntoligeramente por debajo del xifoides, esdecir, del esternón. El instrumento quele produjo la muerte, una hoja afilada yestrecha, le fue clavado en un ángulolevemente dirigido hacia arriba hastaatravesar la gran vena cardiaca y se

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mantuvo así, seguramente hasta que lavíctima dejó de debatirse. Comoresultado de este tipo de herida, perdióuna considerable cantidad de sangreinternamente, pero muy poca por elpunto de entrada.

(En este momento debería decirque, lejos de confundir a los miembrosdel jurado, la declaración del señorDonnelly pareció interesarlosgrandemente. La variopinta colección dehombres, la mayoría de ellos de escasaeducación, si es que tenían alguna, seinclinó como uno solo mientras seofrecían los detalles anatómicos de lamuerte de Teresa O'Reilly. Vi que, nouno, sino dos de los doce se palpaba lasucia camisa para encontrarse el

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esternón, y luego el lugar preciso en elque se había infligido la herida.)

—¿Había algo insólito en todoesto? —preguntó sir John.

—Pues sí, señor —respondióDonnelly—. Lo insólito del casoconsiste en la precisión de la herida. Elhecho de que fuera perfectamentedirigida, de que se diera una únicacuchillada hacia arriba, la hacediferente, según mi experiencia, de lamuerte normal por apuñalamiento, quesuele caracterizarse por la abundanciade heridas y de efusión de sangre. Veausted, el corazón está perfectamenteprotegido por el cuerpo. Está situado enla caja torácica, rodeado de costillas ysituado detrás del esternón, un hueso

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plano de extrema dureza que le sirve deescudo. La mayoría de la gente no losabe y, como consecuencia, continúainfligiendo heridas en el tórax y elabdomen de la víctima hasta que secausa una herida mortal. La muerte deuna sola cuchillada en el tórax es, diríayo, muy poco corriente.

—¿Y qué deduce usted de todoello? —preguntó sir John.

—Sencillamente que el que causóla muerte de Teresa O'Reilly sabíabastante, quizá mucho, sobre anatomíahumana. Conocía el emplazamientoexacto del corazón y el camino másdirecto para alcanzarlo.

—Aunque tengo intención devolver a llamarle, quisiera hacerle una

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última pregunta, señor Donnelly. Me haoído usted decir en mi resumen inicialque el alguacil Perkins llegó al lugar enque se descubrió el cadáver pasadosocho minutos de las seis, momento en elque aún lo notó caliente. A partir de estedato, ¿podría usted dar su opinión sobrela hora de la muerte de la mujer?

—Me temo que no será muy exacta.Pudo haber sido cualquier momentoentre media hora y unos minutos antes deque se hallara en aquel patio.

—Gracias, señor Donnelly. Eso estodo por el momento.

El médico volvió a su asiento. Eljurado pesquisidor, liberado del tranceen que lo había mantenido sudeclaración, volvió de repente a la vida

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con murmullos y susurros, haciendonecesario que sir John les llamara alorden.

—Les recuerdo, caballeros —dijo—, que ésta es una vista oficial.Cualquier comentario entre ustedes eneste momento está fuera de lugar y es deltodo impropio.

Tras haberse pronunciado demanera tan severa, apenas suavizó sutono cuando llamó a Maggie Pratt adeclarar. Tanto fue así que la muchachaavanzó hacia él acobardada y con granturbación.

—¿Podría darnos su nombrecompleto, señorita Pratt, a fin de que elseñor Mardsen lo registre?

—Margaret Anne Pratt —

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respondió con un hilo de voz.—¿Lo ha oído? —preguntó sir John

a Mardsen, que gruñó afirmativamente—. Debo pedirle que en sus próximasrespuestas hable más alto. Bien, una vezmás para que conste, según me dijo alpreguntarle yo su ocupación, es usted«costurera, sin trabajo actualmente».¿Desea usted que así conste?

—Eh, sí, señor.—¿Su edad?—Veintidós, por lo que sé.—Usted identificó el cadáver de

Teresa O'Reilly ante el alguacil Perkins,¿no es cierto?

—Sí, señor.—¿Podría usted explicar su

relación con la difunta?

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—¿Señor?—¿Eran amigas o conocidas? ¿La

conocía bien?—Creo que la conocía bastante

bien. Compartíamos una habitación enAngel Court.

—Entonces, debía de conocerlamuy bien, ciertamente.

—No tanto como eso. Ella la teníadurante el día y yo durante la noche.

—Curioso arreglo —comentó sirJohn con tono de guasa—, peroindudablemente práctico en ciertascircunstancias. Díganos lo que sepa deella.

—Bueno, sé que era irlandesa, yque vino aquí hace unos dos años de unlugar llamado Waterford del que

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siempre estaba hablando. Tenía mi edad,más o menos, y... bueno, desde luego esoes todo lo que sé de ella.

—Que desde luego no esdemasiado.

—No, señor.—Quizá yo pueda ayudarla a

recordar más cosas. ¿Cómo se ganaba lavida?

—Bueno, señor, de eso no estoysegura, porque la habitación era suyadurante el día y desde luego yo noasomaba por allí cuando no me tocaba,pero creo que tenía amigos, caballerosque le daban dinero.

—¿Cuántos de esos amigos tenía?—Oh, muchos, señor. Se lo

trabajaba muy bien, ella, y le echaba

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mucha cara.—Así que, lo que me está diciendo

es que era una mujer de la calle, unavulgar prostituta.

—Puede decirse así, señor...aunque yo no soy quién para juzgar a losdemás.

—Más bien no —dijo sir John—,pues dudo de que se halle en situaciónde hacerlo.

Al oír estas palabras, un par demiembros del jurado que habían captadolas implicaciones del comentario,estallaron en risitas disimuladas. Unavez más sir John los llamó al orden,aunque su tono era más indulgente queantes.

—¿Alguno de aquellos «amigos»,

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como los llama usted, la visitaba amenudo? —siguió preguntando—. ¿Lenombró a alguno?

Ella abrió la boca con presteza y amí se me ocurrió que daría el nombredel individuo con el que me habíacruzado en Angel Court, pero luego,quizá se lo pensara mejor, porque cerróla boca y no dio ningún nombre nipronunció palabra alguna. Yo lo vi,como lo vio el jurado, pero la ceguerase lo impidió a sir John.

—Vacila —dijo.—Intento recordar —replicó ella

—. Pero no, señor, no recuerdo ninguno.Teresa llevaba allí al que se presentara,y no temía a nadie. Era tan grande comola mayoría de los hombres, hacía el

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doble que yo, y sabía defenderse, sillegaba el caso.

—¿No se amilanaba fácilmenteante una amenaza, entonces?

—Oh, no, señor.—¿Ni tampoco vacilaba en

defenderse si creía que corría peligro?—Ella no, desde luego.—Muy bien, señorita Pratt, es

suficiente. Pasemos a la información queme dio usted cuando hablamos anocheen el patio junto a New Broad Court.¿Qué me dijo entonces?

Ella lo miró con suspicacia, casicon incredulidad.

—¿Es que no se acuerda?Su respuesta, hija de la inocente

ignorancia, hizo que toda la sala

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estallara en risas estentóreas. Pilladopor sorpresa, el propio sir John se unióa ellas, y por ello no pudo tratar aljurado ni a la testigo con tanta durezacomo hubiera empleado en casocontrario. Lo cierto es que tuvo quelimitarse a esperar a que se apagaran lasrisas, entre ellas la suya propia, ygolpear la mesa con el mazo decarpintero que parecía tener siempre amano. Pidió a todos que guardaransilencio, mientras Maggie Prattpermanecía de pie, mirando en derredor,enfurruñada como una niña al verseconvertida en el hazmerreír de todos losadultos. Me fijé en que era la únicamujer de la sala y me pregunté si eso notendría algo que ver con aquella

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hilaridad burlona. Sentí lástima de ella.—No, mi querida señorita Pratt —

dijo sir John tras haber impuesto elorden en la sala y recuperado el dominiode sí mismo—. Recuerdo muy bien loque me dijo. Sin embargo, es necesarioque lo repita para el jurado y para lasactas.

—Comprendo —dijo ella confrialdad—. Bueno, en ese caso, estoydispuesta a repetirlo. —Respiróprofundamente y comenzó—: Estaba yopaseando después de comer y beber algoen la Tompkins Ale House, cuando meencontré en Duke's Court y allí vi a unafulana corpulenta que hablaba con unsoldado.

—¿Está segura de que era un

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soldado? —preguntó sir John.—¿Que si estoy segura? Esa casaca

roja que llevan es inconfundible.—Supongo. Continúe, por favor.—Bueno, pues ella se volvió a

medias y entonces vi que era Teresa contoda seguridad. Así que me fui haciaella, porque tenía que decirle una cosa.

—¿Y qué era?—Algo personal —contestó ella, y

esperó para ver el efecto que producíasu respuesta. Cuando se dio cuenta deque aquella evasiva no le serviría denada, prosiguió—: Tenía que ver conuno de sus amigos que venía a lahabitación preguntando por ella acualquier hora.

—¿Cómo se llamaba? Debió de

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dárselo.—No lo recuerdo, señor.—Sin embargo, lo recordaba muy

bien cuando se acercó a Teresa O'Reillyal verla en Duke's Court.

—Quizá, pero creo que sólo iba adescribírselo.

—Entonces, descríbanoslo anosotros.

—Bueno —dijo ella con un suspiro—, era más joven que yo, pero nomucho. En tamaño y figura es como eljoven caballero que vino con nosotros ala Torre, ése que está sentado ahí —meseñaló—. Pero no quiero decir con esoque sea su joven ayudante, sólo que escomo él.

—Me alivia saberlo —dijo sir

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John. (Y también, lector, me alivió amí.)

—Lleva el pelo corto como losirlandeses, pero no lo es, o al menos nome lo ha parecido por su forma dehablar, y tiene la nariz un poco torcida.Eso es todo lo que puedo decirle, señor.

Maggie Pratt acababa de hacer unadescripción bastante precisa de aquél alque yo había apodado «chico matón» ycon el que había tropezado dos veces:una en Drury Lane y otra en Angel Court.Estaba convencido de que ella sabíacómo se llamaba.

—Será suficiente, gracias —dijosir John—. Bien, de modo que usted seacercó a Teresa O'Reilly en Duke'sCourt para quejarse de ese individuo.

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¿Y qué le dijo ella?—Nada, señor. Cuando me

acerqué, me guiñó un ojo y me hizo unaseñal con la cabeza como diciendo:«Sigue andando. Ahora no puedohablar.» Así que eso hice, pero cuandoestaba allí, muy cerca de los dos, elsoldado se dio la vuelta y me miró, y yoa él.

—¿Podría reconocerlo?—Sí, señor.—¿Diría usted que Teresa O'Reilly

y el soldado se trataban con acritud?—¿Señor?—¿Discutían? ¿Se peleaban?—Oh no, señor. Yo diría que

Teresa había encontrado otro amigo.—Y díganos qué ocurrió después

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de su encuentro en Duke's Court. Enconcreto, ¿qué hizo usted después?

—Pues estuve dando vueltas porallí un rato más, y luego, cuando estabaen New Broad Court, oí que alguiengritaba «¡Asesinato!» y después unterrible alboroto. Me acerqué por elpasaje para ver qué ocurría, y cuando lasacaron de debajo de las escaleras, vique era Teresa. Sabía que sería ella,aunque no sé por qué.

—¿Qué intervalo de tiempotranscurrió entre su encuentro conTeresa O'Reilly y el soldado y elmomento en que llegó por el pasaje y lavio muerta? —Sir John hizo estapregunta con gran severidad para ponerde relieve la seriedad de la cuestión.

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—No sabría decírselo, señor. Laspersonas como yo no llevamos reloj.

—Pero cuando usted y yo hablamosla primera vez, señorita Pratt, me dijoque había visto a la difunta «justo antes»con un soldado que parecía de laGuardia de Granaderos.

—Eso es.—Bien, ¿cuánto tiempo pasó? ¿Un

rato? ¿Fue usted directamente de Duke'sCourt a New Broad Court y oyóentonces la alarma, o se detuvo enalguno lugar por el camino?

—Oh, me detuve. Entré unmomento en la Shakespeare's Head, quees un lugar de lo más respetable. Allíhago siempre muchos amigos. —Luegoañadió con tono tranquilizador—: Pero

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estuve poco tiempo.—Por lo que veo, tenemos

dificultades para establecer el tiempotranscurrido —dijo sir John al jurado—.Pero debemos continuar. —Dijoentonces a la señorita Pratt, que seguíade pie ante él—: ¿Ve usted al hombreque se hallaba en compañía de la difuntaen esta habitación? Si es así, haga elfavor de señalarlo.

Ella se dio la vuelta y señaló alsoldado Sperling.

—Es él, al menos eso creo. Habíados soldados, como ya sabe usted,señor.

—Lo sé muy bien. Eso es todo,señorita Pratt. —Sir John conversóbrevemente con el señor Mardsen y

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luego dijo—: Que conste en acta que laseñorita Pratt ha señalado al soldadoraso Richard Sperling, granadero de laGuardia.

Mientras ella volvía a sentarsejunto al señor Donnelly, sir John sevolvió hacia los doce hombres sentadosen las primeras filas.

—El problema de los dos soldadosse explica fácilmente —les dijo—. Dehecho, cuando la señorita Pratt ha ido ala Torre conmigo a primera hora de lamañana, no ha señalado a uno sino a dossoldados como posibles candidatos.Esto, sin embargo, no la impugna comotestigo, pues los dos soldados sonhermanos, y según me han dicho tienenun parecido extraordinario. He hablado

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con uno de ellos y he quedado satisfechopor el momento. No obstante,aprovecharé ahora para corroborar lahistoria que me ha contado antes el caboOtis Sperling con el cabo Tigger.

El cabo Tigger se levantó dispuestoa colocarse ante sir John.

—Quédese donde está, cabo.¿Sargento? ¿Está usted ahí? Dé sunombre, por favor.

—Aquí estoy, señor —dijo él,poniéndose en pie—. Silas Tupper,sargento de la Guardia de Granaderos.

—Puede permanecer donde está,pues no le haré más que un par depreguntas. Dígame: ¿Le ha ordenado elcapitán Conger que impidiera que elcabo Tigger hablara de este asunto con

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el soldado Sperling antes de esta vista,que de hecho no hablaran entre ellos enabsoluto?

—Así es, señor.—¿Y ha cumplido usted esa orden?—Sí, señor. No se han dicho nada

absolutamente en todo el tiempo que hanestado juntos.

—Bien, sargento, gracias. Puedesentarse. Y ahora, cabo Tigger, porfavor, ocupe su lugar ante mí.

El alfanje del cabo tintineó un pocoen su vaina mientras caminaba. Eso, y elpar de pistolas que llevaba ceñidas a lacintura hacían de él una figuraimpresionante. Dijo llamarse JohnTigger, cabo de la Guardia deGranaderos. Luego, a petición de sir

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John, contó prácticamente la mismahistoria que antes habíamos oído al caboSperling. Tan sólo percibí la diferenciade que fue más concreto con respecto alretraso del soldado. Afirmó que habíamirado su reloj cuando el cabo Sperlingsalió al encuentro de su hermano y lereprendió en la taberna de la casa depostas, y que pasaba entonces un cuartode hora de las cinco. El cabo Tiggerhabía permanecido con los doshermanos en la taberna hasta quesubieron a la diligencia y partieron endirección a Hammersmith a las seis ymedia.

Tras dar por concluido elinterrogatorio del cabo Tigger, sir Johnllamó a Richard Sperling para que

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declarara como testigo. El jovensoldado era la viva imagen de unpatético abatimiento cuando ocupó sulugar ante sir John; daba la impresión dehaber sido ya declarado culpable ysentenciado. Sin embargo, consiguiósobreponerse lo bastante para adoptaruna actitud más acorde con su condiciónde soldado al dar su nombre y rango ydeclarar que tenía diecinueve años.

—Soldado Sperling —dijo elmagistrado—, me temo que tendrá quecontarnos cómo pasó las dos horas,quizá un poco menos, que mediaronentre el momento en que se separó de suhermano y del cabo Tigger en elCheshire Cheese y el momento en que sereunió con ellos en la taberna de la casa

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de postas.—Sí, señor —dijo él, con voz tan

forzada que apenas era audible.—Hable más alto, joven. Proceda.—Sí, señor. —Carraspeó.Los miembros del jurado habían

adoptado la misma actitud de intensaconcentración que antes mantuvieranpara escuchar la declaración deDonnelly.

—Los dejé allí, como usted dice, yme alejé rápidamente en dirección a lascalles que bordean Covent Garden —explicó—. Una vez allí, no hice más quedar vueltas, buscando, poniéndome en elcamino de la tentación.

—¿Y qué buscaba? —preguntó sirJohn—. ¿Cómo deseaba ser tentado?

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—Deseaba la tentación de la carne.Buscaba una mujer.

—Bueno, hay montones de mujerespor los alrededores y muchas biendispuestas al propósito que ustedparecía tener en mente.

—Lo sé, señor, y por eso vine aquí.—Bajó la vista, pero su voz no perdiósu firmeza cuando siguió hablando—:Yo... yo no había estado nunca con unamujer... de esa forma, y me avergonzabade ello, considerándome menos que unhombre. Estaba decidido a cambiar lascosas, y pensé que me bastaría con eltiempo que faltaba para que saliera ladiligencia y que podría hacer lo que eramenester que hiciera. No obstante,cuando me vi en aquellas calles y el

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aspecto agotado y endurecido deaquellas mujeres que estabandisponibles, y pensé en la posibilidad,quizá la certeza, de contagiarme unaenfermedad, y recordé mi educacióncristiana, me fue imposible seguiradelante con mi plan. Entré en un local ypedí una cerveza para armarme de valor.

—¿Qué local era ése? —preguntósir John.

—No lo recuerdo, señor, de verdadque no, aunque quizá podría encontrarlosi...

—No importa. Continúe.—Muy bien. Al salir de la

cervecería, una mujer trabóconversación conmigo. Puede que fueraen Duke's Court. Si esa mujer que hay

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ahí lo dice, habré de aceptarlo. Encualquier caso, me dijo que se llamabaTeresa y... me gustaba. Era una mujergrande, irlandesa, y parecía comprendermi problema. Había algo maternal enella... no como si fuera mi madre, ya mecomprende, sino...

—Lo comprendo. Continúe.—Yo... acepté irme con ella y me

llevó a un lugar en Angel Court, unahabitación inmunda con un colchón depaja, una silla y nada más. Estuve allípoco tiempo. Yo... —Vaciló, buscandolas palabras adecuadas—. Fracasé en loque pretendía conseguir. Ella se mostrócomprensiva, pero se negó adevolverme el dinero.

Entonces y sólo entonces, unos

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cuantos miembros del jurado empezarona reír disimuladamente, pero sus propioscompañeros les hicieron callar y sirJohn no creyó necesario llamarles alorden.

—De modo que me fui. Me fui atoda prisa, pensando que debía de llegartarde... y por supuesto así fue. Tuvimosque esperar a la siguiente diligenciapara Hammersmith, lo que nos hizollegar más de una hora tarde a la fiestade mi hermano. Siento que ocurriera así.Siento haber ido con aquella mujer.Pero, por favor, créame, señor, le juropor Dios Todopoderoso y todo lo que essagrado que yo no la maté.

El soldado jadeaba casi a causa dela emoción. En sus ojos brillaban las

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lágrimas.—No me queda más que una

pregunta para usted... o quizá dos —dijosir John—. ¿Es usted ayudante delmédico en la Guardia de Granaderos?

—No, señor, no soy más que unsoldado de infantería.

—¿Ha sido aprendiz de algúnmédico?

—No, señor.—Muy bien. Puede regresar a su

asiento.El soldado obedeció, caminando

con más rapidez y confianza que antestras haber hecho su confesión.

—¿Sargento Tupper? ¿Quiere ustedponerse otra vez en pie?

El sargento se levantó como un

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resorte, haciendo que la vaina de suarma golpeara la silla. Tomado porsorpresa, entonó la preceptiva respuestamilitar:

—¡Señor!—Esta misma mañana le he pedido

que registrara los efectos personales delos hermanos Sperling para comprobarsi alguno de los dos tiene un cuchillo.¿Qué ha encontrado usted?

—Nada parecido en ninguno de losdos casos, señor.

—También pedí que la bayonetadel soldado raso Sperling fuera traídacomo prueba. ¿La ha traído usted?

—Sí, señor, y se la he entregado almédico, como usted ha solicitado.

—Muy bien. Puede sentarse.

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¿Señor Donnelly?—¿Sí, sir John? —respondió él,

levantándose con más calma.—¿Ha tenido oportunidad de

examinar la bayoneta del soldado rasoSperling?

—Sí, señor.—¿Había algún rastro de sangre en

ella?—Ninguno, señor. Estaba limpia y

reluciente, como es de esperar de ungranadero de la Guardia.

—Perfectamente. En ausencia decualquier tipo de cuchillo, ¿pudo labayoneta haber infligido la herida que hadescrito antes a Teresa O'Reilly?

—No, señor, no es posible. Dehaber sido empujada en profundidad

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para causar el daño que he descrito,habría dejado una herida más ancha ycon una ligera forma de luna creciente, yésa no es la herida que yo hallé en elcadáver. Por lo que he descubierto, laherida la produjo una hoja larga, plana yestrecha... lo que podría describirsecomo estilete.

—Gracias. Creo que esto es todolo que necesitamos saber de usted. Encuanto a usted, señorita Pratt, ¿quierehacerme el favor de ponerse en pie?

La mujer obedeció con ciertareticencia y una leve expresión defastidio.

—¿Señor?—Si ha escuchado atentamente, se

habrá fijado en el problema que existe

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con respecto a la hora. Usted haafirmado que vio al soldado rasoSperling, como él mismo ha admitido,con la difunta «justo antes» de que sehallara el cadáver. Y el señor Donnelly,el médico, nos ha dicho que, si elcadáver aún estaba caliente pocodespués de las seis, Teresa O'Reillypudo ser asesinada media hora antescomo máximo, digamos que a las cinco ymedia como más pronto. Aun así, segúnel cabo Tigger, el soldado raso Sperlingllegó a la casa de postas a las cinco ycuarto y, por lo tanto, no pudo ser élquien asestó la herida mortal. Así pues,decirle que creo que es usted una buenatestigo en lo tocante a la identificación,pues ha sido demostrado. Pero creo que

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es una mala testigo en cuanto a la hora.¿Insiste en que vio al soldado Sperlingpoco antes de que se hallara el cadáver?

—Sí —respondió ella con énfasis—. No estaba lejos de aquel patio, si seva por el callejón, y ellos estaban cercade él. Lo vi perfectamente a la luz deldía.

—¿Ha dicho «a la luz del día»?—Sí, señor.Sir John se inclinó hacia Mardsen y

sostuvo una breve conversación con él,al término de la cual asintió y volvió suatención hacia la señorita Pratt.

—En ese caso —dijo—, deborechazar su testimonio, pues el señorMardsen me informa de que la luz deldía dura en esta época del año hasta

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poco más de las cinco, y que a partir deesa hora, empieza ya anochecer. Por lotanto, sólo puedo juzgar que pasó ustedmás tiempo en la Shakespeare's Headdel que se dio cuenta. Puede ustedsentarse, señorita Pratt.

—Pero yo...—Siéntese, por favor.Ella se dejó caer en su asiento con

mayor reticencia aún que antes paralevantarse.

—Y ahora, señores del jurado —dijo sir John, dándose la vuelta paraencararse con ellos—, ¿puedeidentificarse, por favor, aquel de ustedesque haya sido elegido portavoz?

Se levantó entonces un hombre altoy un poco más viejo que los demás.

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—Sí, señor —dijo a sir John—,soy yo.

—Me temo que usted y sus oncecompañeros se sentirán quizádecepcionados por su participación enesta vista, pues debo indicarles cuál hade ser el veredicto. No cabe la menorduda de que se cometió un asesinato.Teresa O'Reilly no murió por causasnaturales, eso es obvio. Tampoco pudosuicidarse, sacarse el arma del corazón,deshacerse de ella, y ocultarse en ellugar en que fue hallada. Se hademostrado, gracias incluso altestimonio de la señorita Pratt, que elsoldado raso Sperling, al que habíavisto conversando con la difunta nopudo estar involucrado en su muerte. El

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soldado raso Sperling ha justificado suretraso. El cabo Tigger ha confirmado lahora de su llegada a la taberna de lacasa de postas.

»Por lo tanto, en el caso de lamuerte de Teresa O'Reilly, deboindicarles que lo declaren "asesinatopor persona o personas desconocidas".Deben mostrar su conformidadexclamando "sí". ¿Están de acuerdo?

Los doce prorrumpieron en varios«síes» discordantes.

—Entonces, que así conste. Elveredicto es de «asesinato por persona opersonas desconocidas». —Dio unúnico y fuerte golpe con el mazo sobrela mesa—. El jurado puede marcharsecon el agradecimiento del tribunal.

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Yo, que estaba sentado muy cercade los hombres de las primeras filas, oíque uno comentaba a otro:

—¡Éste ha sido el chelín más fácilde ganar de toda mi vida!

—Puede que sí —replicó el otro—, pero también ha sido instructivo,muy instructivo.

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IV

En el que se descubre una nuevavíctima y es identificada

Pasaron los días y sir John seguía

tan lejos de la solución delrompecabezas como al principio. ¿Quiénera aquella persona o personasdesconocidas que habían segado la vidade Teresa O'Reilly? ¿Y con qué fin? Dehecho, se habían hallado ocho chelines

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en la escarcela que llevaba atada a lacintura y con la que la pareja de raterosestaba dispuesta a arramblar. Se hancometido asesinatos y siguencometiéndose por mucho menos; eraevidente que el robo no era el motivo.¿Venganza? ¿Quién podía saberlo?Nadie, salvo Maggie Pratt, se habíapresentado para dar más detalles de lavida de la mujer irlandesa. Se habíanfijado carteles por Covent Gardenanunciando el asesinato y pidiendoinformación, pero sin resultado. ¿Lahabía matado un cliente rechazado en unataque de rabia? Lo que me habíacontado la señora Crewton parecíaapoyar esa teoría, sin embargo, laubicación perfectamente calculada de

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aquella única cuchillada en el corazónparecía contradecirla. ¿Podía existir elasesinato sin un motivo?

Yo tenía mis propias sospechas, sibien poco fundamentadas. Se centrabanen el individuo al que había apodado «elchico matón». Cierto, lo había vistosalir de la habitación de Maggie Pratt, lamisma que ésta compartía con TeresaO'Reilly. No cabía la menor duda de quela señorita Pratt lo conocía, pues sehabía dirigido a él con grosería yfamiliaridad. Eso no implicaba, empero,que O'Reilly lo conociera igualmentebien. Por otro lado, si él habíaasesinado realmente a la mujer, ¿podríahaberla llevado hasta aquel lugar bajolas escaleras donde tan toscamente había

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sido ocultada? Tuve que admitir, a mipesar, que era muy dudoso. Con un pesode setenta y cinco kilogramos o más, ladifunta había sido una carga muy pesadapara Donnelly y yo juntos, cuando lahabíamos sacado del cobertizo delRastrero. Yo, que aproximadamente eradel mismo tamaño y tenía la mismafuerza que el tipo en cuestión, no hubierapodido con ella solo, o al menos hubieratenido grandes dificultades, y dudabamucho de que él pudiera hacerlo mejor.Con todo, no me gustaba, y es más fácilatribuir fechorías a los que nosdesagradan. Si cualquier persona de lasque yo conocía tenía que ser ahorcadapor la muerte de Teresa O'Reilly,prefería que fuera él. Decidí averiguar

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más cosas sobre él.Durante mis encargos cotidianos en

los alrededores de Covent Garden tuvoocasión de buscar a mi «matón»,pensando que tal vez tuviera tiempo deseguirlo a cierta distancia y sin serobservado, y descubrir así alguna cosasobre sus idas y venidas y los lugaresque frecuentaba. Sin embargo, pormucho que lo busqué, no conseguíhallarlo. ¿Había desaparecido derepente? ¿Había abandonado Londres?No, decidí, aquél era de los queseguramente solía salir de noche.

Sin embargo, por casualidad meencontré con Maggie Pratt una mañanaen Covent Garden, mientras yo hacía lacompra. Me reconoció de inmediato,

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pero me miró con desconfianza e intentópasar de largo.

—Por favor, señorita Pratt —dije—. ¿Puedo hablar un momento conusted?

—¿De qué?—Sólo quiero hacerle unas

preguntas... sólo unas preguntas.—Creo que ya le di todas las

respuestas que tenía a tu amo.—Éstas son un poco diferentes de

las suyas. Quizá podríamos ponernosallí, un poco apartados de la multitud.

Pararse en medio de la plaza eracorrer el riesgo de que te golpeara yzarandeara la ingente muchedumbre.Maggie permitió que la condujera a unlado, fuera de la marea humana.

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—Muy bien, ¿qué quieres? —mepreguntó con tono desafiante, ansiosapor marcharse.

—Cuando fui a buscarla a AngelCourt, ¿recuerda que un hombre jovensalió de su habitación y que usted legritaba muy enfadada?

—Lo recuerdo muy bien —contestó, mirándome con fijeza.

—¿Quién era?—Eso es asunto mío.—¿Era el mismo que se presentaba

a menudo preguntando por TeresaO'Reilly? Usted dijo que era parecido amí en estatura y corpulencia.

—Pero también dije claramenteque no eras tú.

—Muy cierto, pero ésa no es la

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cuestión. ¿Era el mismo individuo que vien Angel Court?

—Si lo era o no lo era no tienenada que ver con Teresa. Y ahora, si teapartas, seguiré mi camino.

—Pero ¿cómo se llamaba?Con los labios apretados, quiso

empujarme a un lado. Yo no teníaautoridad para detenerla, de modo queme aparté para dejarla pasar. Mientrasse alejaba rápidamente, me lanzó unamirada por encima del hombro, no tantouna mirada de miedo, como yo en ciertomodo esperaba, sino de fastidio. Con unsuspiro, me di la vuelta y reemprendí micamino hacia el puesto del señorTolliver, el carnicero.

Había, obviamente, otra persona

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que sabía algo del individuo en cuestión,sin embargo, me avergüenza confesarque era reacio a interrogar a Mariahacerca de él por miedo a enojarla.Había comprobado, además, que no eratarea sencilla encontrarla para hablarcon ella. Era menos probable hallarla ensu lugar habitual en New Broad Court.Por dónde andaba, no podría decirlo,pues apenas tuve tiempo para buscarlamientras iba y venía precipitadamenteportando cartas y peticiones para sirJohn a todas partes de Westminster y dela City. En las pocas ocasiones en queconseguí verla, conversaba con uno ocon otro y yo no deseaba esperar hastaque terminara y quedara libre o, por elcontrario, se fuera cogida del brazo

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(como yo mismo presencié una vez) desu compañero sin dejar de charlar.

Finalmente conseguí encontrarlasola un día, hacia la caída de la tarde, ydecidí hacerle unas preguntas discretas.La saludé cortésmente y con una sonrisa,y le ofrecí un chelín.

—Ah, no, joven señor —me dijocon una dulce sonrisa—, ¡he visto quéropas más caras tiene! No es posibleque venga con su casaca y sus pantaloniviejos para regatear. He dicho antes queson dos chelines. Ése es mi precio. Noacepto más un chelín.

—Sólo quiero hablar contigo —dije—. Por eso pagaría un chelín.

—¿Como antes? —Mariah rióalegremente al oírme—. Me paga,

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hablamos.Deposité un chelín en su mano. De

nuevo se lo metió por la blusa dejándolocaer en el corpiño, y de nuevo yo sentíuna punzada de envidia. No obstante, noestaba aquel día tan embobado por ellacomo para desviarme de mi propósito ydedicarme únicamente a decirlegalanterías. Tampoco intentaríaganármela con mis fantasías de evasión.

—¿Recuerdas —dije— aquel día,cuando iba vestido como ahora y queríahablar contigo, y tú te molestaste yhuiste por Drury Lane sin decirme nada?

—Pero me perdona, ¿sí? No fuiamable esa vez. Ya he dicho antes quelo siento.

—Oh, y yo acepté tus disculpas

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entonces y no te guardo resentimientoahora. Pero enviaste a un joven a hablarconmigo para que me ahuyentara. Queríasaber qué relación tiene él contigo.

—¿Relación? —Pronunció lapalabra con cuidado; parecía habercierta suspicacia en su tono.

—Sí, quiero decir, ¿es tu amigo?¿De qué lo conoces?

Mariah asumió una expresiónpensativa, sopesando mis preguntas, yno le resultó posible mentir.

—No es mi amigo, no. Le debodinero. Debo pagar.

Aquélla no era en modo alguno larespuesta que yo esperaba. ¿Cómo podíadeberle dinero, y cuánto?

—No entiendo —dije—. ¿Has

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firmado alguna especie de contrato? ¿Espor eso por lo que trabajas así?

—Creo que ahora te has de ir.Hablamos otro día. Quizá.

—Pero... —Estaba totalmentedesconcertado, no sabía qué hacer niqué decir—. Dime su nombre al menos.

—¿Para qué lo quieres saber?—Bueno... lo he visto otras veces

desde aquel día. Me gustaría saberlo...para poder saludarlo por su nombre sivuelvo a encontrármelo por la calle.

—¡Ja! Aprende a mentir mejor o dila verdad. Toma...

Metió la mano en su seno yencontró mi chelín, o uno igual.

—Toma —repitió—. No máscharla. No vuelvas si no pagas dos

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chelines y vienes conmigo. ¡Ahora vete!Me fui, en efecto, pero la dejé con

el chelín en la mano. No podíaaceptarlo, claro está. En mis fantasías,al menos, yo era su salvador. ¿Cómo ibaalguien que pretendía desempeñarsemejante papel aceptar que ledevolvieran un dinero librementeentregado?

Eché a andar, vacilante, intentandodigerir lo que acababa de saber,olvidando por un momento que tenía undestino concreto... aunque quizá no loolvidara del todo, pues de algún modogiré oportunamente Drury Lane arriba yseguí la ruta que me había indicado elalguacil Perkins para llegar a sualojamiento.

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Perkins vivía sobre los establos enlas caballerizas que había a la entradade Little Russell Street, justo detrás deBloomsbury Square. Él lo considerabaun lugar adecuado para un hombre comoél, que vivía solo. Me había dicho queocupaba dos estancias, buenas yespaciosas, y que no le importaba elolor de los caballos, pues había crecidoentre ellos en una granja de Kent. («Sonmás limpios que nosotros», me habíaasegurado en una ocasión.) Lo que másle gustaba era el espacio de quedisponía en las caballerizas paradedicarse a su pasatiempo favorito que,según él, era «mantenerse en forma».Era muy constante y consagraba una horadiaria al mantenimiento de su asombrosa

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fortaleza. (Yo mismo le había vistolevantar del suelo a un hombre desesenta y cinco kilos o más con su únicobrazo.) Su hora para «mantenerse enforma» era la que precedía al momentode partir para incorporarse al serviciocomo miembro de los Vigilantes de BowStreet. Me había invitado a pasarme porallí para que pudiera iniciar un curso deinstrucción en métodos de defensa, puesconsideraba que estaba mal preparadopara atravesar cierto barrios bajos deLondres, «donde te rebanarían elpescuezo como si tal cosa».Casualmente aquel día era el mismo enque debía recibir mi primera lección.No sabía muy bien qué esperar y, por lotanto, estaba algo nervioso.

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Aunque no llegué con retraso, loencontré ejercitándose ya, sudandocopiosamente, dando puñetazos a ungran saco de lona del tamaño de untronco de hombre, que colgaba de unárbol en un rincón del patio de lascaballerizas. Parecía lleno de arena o detierra, pues su peso era considerable.

Casualmente el señor Perkins sedio la vuelta cuando yo atravesaba elpatio, en el que no había más que dosmozos de cuadra ganduleando conindiferencia. Me alegré de que me vierallegar, porque parecía arriesgado darleun golpecito en el hombro cuando sehallaba ocupado de aquel modo.

—Ah, Jeremy —dijo—, me alegrode verte. He empezado pronto, pensando

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en que enseñaría más que practicaría.Me gusta sudar un poco todos los días,¿comprendes? Parece que uno se sientemejor después.

—Lo recordaré —prometí.—Sí, harás bien en tomar nota.El alguacil jadeaba un poco. Me

pregunté sí no llevaría ya una hora en elpatio.

—Bien —prosiguió—, ¿por dóndeempezamos? En primer lugar, quítate lacasaca y el sombrero. Hoy hace un pocode frío, pero pronto te calentarás.

Lo hice y luego me arremanguéigual que él.

Durante cinco minutos largos meobligó a hacer una serie extenuante deestiramientos que me dejaron agotado.

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Pero luego descubrí que no era más queel preámbulo de lo que venía después,es decir, un intervalo de duro trabajogolpeando aquel pesado saco quecolgaba del árbol. Yo no logré que sebalanceara como él, pero eso no lepreocupó. Al señor Perkins le interesabamucho más que lanzara mis golpes de lamanera correcta, inclinándome en cadauno de ellos o, como él mismo dijo,«echando el cuerpo detrás de cadagolpe». Cuando le cogí el tranquillo,conseguí que el saco se balanceara unpoco, y muy orgulloso que me sentí. Sinembargo, justo cuando empezaba adivertirme (pese a que tenía las manosdespellejadas), él me detuvo, diciendoque era suficiente.

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—Pero aún no hemos terminado —dijo—. Ah, no. Tienes que entender quedefenderse no consiste sólo en pelear apuñetazo limpio. Lo cierto es que teencontrarás con unos cuantosalborotadores dispuestos a hacertefrente y luchar cuerpo a cuerpo. Si sonmás grandes que tú, intentarán tirarte alsuelo y sacarte un ojo o estrangularte. Sison de tu tamaño o más pequeños,tendrás que vigilar por si sacan lanavaja.

—¿Qué hago entonces? —pregunté.—Fíjate en mí, Jeremy. Si

tuviéramos la misma fuerza y la mismahabilidad con los puños, tú estarías enventaja, ¿no crees?

—Supongo que sí.

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—Porque tienes dos manos y youna, ¿no es eso?

—Sí, señor.—Pero fíjate muy bien ahora. —Se

acercó a mí—. Tengo una rodilla parahacerte mucho daño en las partes. —Ycon estas palabras, subió la rodilla hastatocarme la entrepierna, pero sin lafuerza de un golpe—. Y tengo unacabeza para dar topetazos. —Me aferrópor la camisa y me tocó la frente con lasuya—. Bien —continuó—, algunoscanallas son también expertos en darrodillazos y cabezazos, pero muy pocos,yo todavía no he conocido a ninguno,saben hacer esto o defenderseadecuadamente de algo así.

Se separó de mí para volver junto

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al saco que colgaba del árbol y realizaruna extraordinaria demostración.Girando en torno al saco, le soltópatadas a un lado y a otro. Fintaba conun pie y golpeaba con el otro, y luegofintaba dos veces antes de golpear. Semovía sin parar, con la gracia y lavelocidad de un bailarín, pero dabagolpes fuertes y desde todos los ángulos;daba la impresión de que algunos deellos tenían una fuerza mortífera. Jamáshabía visto ni imaginado nada parecido.

Entonces, de repente, se detuvo,dio media vuelta y se aproximó a mí.Volvía a jadear levemente, pero noestaba cansado en absoluto como a míme parecía que debía estar.

—Las patadas son tu mejor arma

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—dijo, guiñando un ojo—, porque laspiernas son más fuertes que los brazos.Puedes dar una patada con toda la piernadesde el trasero y romper un hueso. Enla espinilla está bien porque, aunque norompas una pierna, puedes causar ungran dolor. En la rodilla es mejor,porque la rótula está suelta y si ladesplazas o la rompes, al tipo lo dejastotalmente inválido. Lo mejor de todo esla patada en las costillas, pues si lerompes una, y es bastante fácilromperlas, puedes dañarle algún órganointerno.

—Pero, señor Perkins, ¿es esojuego limpio?

—¿Eres tonto o qué, Jeremy? Noeres ningún matón. No vas por ahí

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buscando pendencia. Pero puede que laencuentres cualquier día o noche.Cuando algún villano te busque lascosquillas, tendrás que defenderte. Él nojugará limpio. Tú tampoco debeshacerlo.

—Sí, señor, comprendo.—Ahora, veamos qué patadas

sabes dar. No es necesario que temuevas sin parar como yo, por elmomento. Sólo tienes que dar unascuantas patadas.

Solté un par de patadas, cambié deposición y golpeé el pesado saco dosveces más.

—Bien —dijo—, pero ponle másbrío. Suelta la patada desde la rodilla.

Yo me esforcé por hacer lo que me

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indicaba.—Mejor —dijo—. Pero golpea

más arriba, buscando las costillas.Di unas cuantas patadas más.—Ahora pon el trasero en el golpe.

Esta vez quiero que golpees con lapierna izquierda, fintando con laderecha. La única defensa que tendrá turival será cogerte del pie y dejarte a lapata coja. Si te demuestra que es eso loque pretende, dale un puñetazo en lacara. Bajará la guardia con todaseguridad. Así que, veamos una patada,una finta y un golpe en la cara. Adelante,Jeremy, lo estás haciendo muy bien.Eres un buen alumno, sí señor.

La segunda víctima fue hallada

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veintiocho días después de la primera.Estas son las circunstancias delhallazgo, tal como llegaron a miconocimiento: El alguacil ClarenceBrede, un hombre de carácter taciturnoal que yo no conocía apenas, realizabauna ronda por las calles y callejas quevan desde Covent Garden hasta St.Martin's Lane. Dando la vuelta porBedford Court hasta Bedford Street,donde los lupanares y tabernas estabanllenos incluso a aquella hora —lascuatro de la madrugada—, acabó en laangosta calleja que desemboca en elcementerio de la catedral de San Pablo.Se le ocurrió entonces que no habíapasado por allí en su primera ronda, demodo que se dirigió a la verja cerrada

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del cementerio. Aparentemente no habíanadie por los alrededores. La luna secernía ya a baja altura sobre la iglesia,proporcionándole luz suficiente para verun gran bulto u objeto apoyado en losbarrotes puntiagudos de la verja. Corrióhacia el bulto y al acercarse vio que eraun cuerpo, el cuerpo vestido de unamujer. Se hallaba prácticamente bocaarriba, pero tenía los hombros apoyadoscontra la verja y la cabeza caída sobreel pecho. Toda posibilidad de que lamujer hubiera caído allí simplementepor estar borracha se disipó con rapidezcuando quiso darle una leve bofetada enla mejilla para despertarla. La mejillaestaba fría. La cabeza le cayó hacia unlado. A la luz de la luna, el alguacil vio

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que el mentón y la mandíbula habíanocultado una herida mortal que lecircundaba el cuello.

Sacó la caja de yescas que llevabaen el bolsillo y encendió la lámpara quetenía consigo. Alzó el mentón de lamujer para examinar la herida conmayor detenimiento y vio que habíaperdido mucha sangre por el centro queno se notaba a primera vista, pues lasangre se había deslizado por el cuello yla pechera del vestido, que era de untono azul oscuro llamado índigo, y sehabía absorbido. Estaba medio seca ypegajosa al tacto. El alguacil Brede dejóel cadáver donde yacía y, sosteniendo lalámpara en alto, rastreó la zona. Cuandohubo confirmado que su primera

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impresión era la correcta, que en efectono había nadie por allí, volvió aBedford Street. Agarró al primer tipocasi sobrio que pasó por allí, lepreguntó el nombre y la dirección yluego le ordenó que fuera a toda prisa alnúmero cuatro de Bow Street einformara al primer alguacil que vierade que había una mujer asesinada junto ala verja del cementerio de San Pablo,junto a Bedford Street. El alguacil Bredeañadió que, si no entregaba el mensaje,sería culpable de entorpecer la labor deun alguacil en el cumplimiento de sudeber y sería tratado por sir JohnFielding, magistrado de Bow Street, conseveridad. El achispado mensajeropartió con toda la prisa que le permitía

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su estado y el alguacil volvió a la verjapara montar guardia junto al cadáver.

Así fue cómo, sacado de la camapor Annie Oakum, acompañé a sir Johny a Benjamin Bailey al lugar delsegundo homicidio. Eran ya las cinco,quizá un poco pasadas, cuando llegamosa nuestro destino y en el este se veíanlos primeros apuntes grises delamanecer incipiente. Si bien elmensajero del alguacil Brede habíacumplido fielmente su misión, por elcamino debía de haber hablado abastantes más sobre el asesinato a laspuertas del cementerio, pues a nuestrallegada descubrimos que se habíacongregado allí toda una muchedumbre.Debía de haber veinte o treinta personas

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allí, y entre ellas cinco o seis mujeres.Se habían apiñado en el extremo másalejado de la estrecha calleja cercana ala verja, inspirados únicamente por unaruidosa curiosidad. La mayoría estabanebrios; unos pocos parecían tenerdificultades para mantenerse en pie ytodos parecían acosar al alguacil, peroéste, por su parte, se mantenía firme,manteniéndolos a raya a sus buenos doso tres metros de la figura yacente quevigilaba.

—Síganme —dijo BenjaminBailey.

Y eso hicimos, sir John el últimocon la mano sobre mi hombro,caminando tras los pasos de aquelgigante que llevaba largo tiempo

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sirviendo como capitán de los Vigilantesde Bow Street. Bailey se limitó aabrirse paso a empellones a través de lamultitud, empuñando el garrote conambas manos, apartándolos a derecha eizquierda para conducirnos hasta elseñor Brede.

—Ah —exclamó el asediadoalguacil—, me alegro de verlos. Hetenido que dar un par de golpes, aunqueno he partido ninguna crisma.

—Bien, usted y el señor Baileydespejen la calle. Tiene usted mipermiso para partir unas cuantas si esnecesario —dijo sir John—. Peroprimero tendré que avisarles.

Avanzó unos cuantos pasos paraencararse con los primeros curiosos.

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—Soy sir John Fielding,magistrado del tribunal de Bow Street—anunció, y se elevaron unos gruñidosde respuesta—. Les ordeno que sedispersen. Cualquiera que crea conocerla identidad de la víctima o tener algúntipo de información, que espere enBedford Street. El resto debe regresar asus domicilios para que podamosdesarrollar nuestra investigación sininterrupciones ni estorbos. Les concedoun minuto para despejar la zona, luegoordenaré a mis alguaciles que los echen.Cualquiera que se resista será arrestado,multado y encarcelado por un periodono menor de treinta días.

Sir John retrocedió dos pasos yaguardó. Aproximadamente la mitad de

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los curiosos, incluyendo todas lasmujeres, dio media vuelta de inmediatoy se alejó por el callejón. El restopermaneció quieto unos instantesapenas, intercambiando miradas hoscas,para retroceder luego, algunoslentamente, la mayoría a buen paso.

—Señor Bailey, cuando usted y elseñor Brede los hayan acompañadohasta Bedford Street, quisiera que sequedara allí para encargarse de que novuelvan. También puede interrogar a losque puedan tener alguna información porsi mereciera la pena. Señor Brede,cuando llegue usted a Bedford Street,haga el favor de regresar y presentarmesu informe. —Hizo una pausa—.Procedan, caballeros.

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Los dos alguaciles echaron a andarmanteniendo una amplia distancia entreellos. Ambos empuñaban los garrotes.Lo que quedaba de la multitud sedispersó al verlos. A uno de los másborrachos, empero, se le enredaron laspiernas y cayó de bruces ante Brede.Incapaz de levantarse, ni siquiera con lainestimable ayuda de un buen golpepropinado en la espalda por el alguacil,el pobre tipo intentó arrastrarse sobrecodos y rodillas infructuosamente.Brede se agachó y le dijo algo que nopude oír por el ruido de las pisadassobre los adoquines, luego siguióadelante y dejó al hombre tirado en elsuelo. Un minuto después, el callejónestaba despejado.

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—¿Te has dado cuenta, Jeremy —dijo sir John— de que parecen haberaumentado las alharacas y lasmuchedumbres alborotadas?

—Ahora que usted lo menciona, sí,señor, lo he notado.

—No hace ni un mes que seprodujeron terribles disturbios en St.Martin's Lane y otros igualmente gravesen Drury Lane hace dos semanas. —Hizo una pausa y añadió—: Temograndemente el gobierno del rey turba.

El alguacil Brede volvió corriendo,deteniéndose tan sólo para hablarbrevemente con el hombre caído.Instantes después se hallaba junto anosotros.

—¿Señor Brede?

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—Sí, sir John, aquí estoy.—Entonces, déme su informe,

señor.El alguacil procedió a informar a

sir John, usando muchas menos palabrasde las que yo he empleado paradescubrir el modo en que halló elcadáver de la mujer. Era, como hedicho, un hombre taciturno, de carácterreservado, que se mantenía algoapartado de los demás alguaciles. Nopor ello se mostraba hosco, simplementeera un poco envarado en sus maneras,era un hombre que se sentía incómodo yparecía hacer que los demás se sintieranincómodos a su vez.

—¿Cree que la agresión se haproducido en el mismo lugar en que ha

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hallado el cadáver? —preguntó sir John.—Sí, señor, lo creo.—Bueno... ¿y por qué, alguacil?

¿Qué ha hallado usted que sustente suteoría?

—Es lo que no he hallado.—¿Sí?—Al ver que estaba muerta, he

encendido mi lámpara y he rastreado ellugar por si el asesino se hallaba aún enlas inmediaciones, aunque me parecíapoco probable. También he buscadomanchas de sangre. No he encontradoninguna en todo el callejón. Pero habíaalgo más.

—¿Y qué era, si puede saberse?—Bueno, señor, si no le importa

acercarse al cadáver. —Guié a sir John

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para que diera los tres pasos necesarios—. Cuando he vuelto aquí, y antes deque empezara a agolparse la gente, hemirado el cadáver más de cerca a la luzde la lámpara y he visto que tenía elvestido desabrochado, cerrado decualquier manera. De modo que me heatrevido a echar una mirada. Ya sé queno debemos tocar nada, pero he creídoque era importante. ¿Puedo hacerlo denuevo, señor?

—Sí, por supuesto.Excepto una ojeada al llegar, yo no

había mirado a la víctima que yacíacontra la verja. La fea herida del cuellose hizo plenamente visible cuando Bredealzó la lámpara para que la viéramos.Luego se arrodilló junto a ella y le abrió

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el vestido. Aunque ciertamente no habíavisto demasiados muertos y era escasomi conocimiento sobre el daño quepodía causar un asesino con un cuchilloen un cuerpo humano, no era, ni he sidojamás, lo que podría llamarseremilgado. No obstante, me horrorizóhasta tal punto lo que vi que el estómagose me revolvió instantáneamente.

—Dado que no puede usted ver,señor, deberá aceptar mi palabra de quetiene el cuerpo realmente hechopedazos.

—Jeremy, ¿puedes ser másconcreto?

—Sí, señor, lo intentaré. —Respiréhondo antes de empezar y noté derepente el hedor de la sangre y los

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órganos, el hedor del matadero—. Tieneun corte grande y largo entre los pechosque le baja hasta donde alcanzo a ver.Luego tiene cortes bajo los pechos y lapiel se ha retirado hacia atrás, comodoblada hacia los costados, de modoque se le ven las entrañas. Hay muchasangre y le han sacado de dentro unacosa como una cuerda gruesa ysanguinolenta.

—Ésos han de ser los intestinos —dijo sir John—. Es suficiente, Jeremy.Cúbrala, señor Brede. Vamos,alejémonos del olor.

Así lo hicimos, retrocediendo unoscuantos pasos. Sin embargo, el olorpareció perseguirnos, impregnando elaire todo.

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—Cuando he visto cómo estaba, hemirado debajo del cuerpo y he visto quela sangre había traspasado el vestido yhabía empapado las piedras. Así queestoy seguro de que le han cortado lagarganta desde atrás, como es habitual,luego le han dado la vuelta, por asídecirlo, y la han dejado caer tal comoestá ahora y le han hecho entonces todolo demás. —Hizo una pausa antes deañadir—: Me considero culpable deesto, sir John.

—¿Cómo es eso, señor Brede?—Bueno, pasé por aquí poco

después de la medianoche y miré por elcallejón desde Bedford Street. La lunaestaba más alta entonces y veía bastantebien. Todo parecía en orden, así que

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seguí hasta St. Martin's Lane, dondesuelen surgir siempre los problemas.Quizá si hubiera venido hasta aquí paraechar un vistazo, habría atrapado alcanalla que ha hecho esto, o inclusopodría habérselo impedido.

—No es probable, alguacil. Existeun elemento de casualidad en estosasuntos. Debe usted quitárselo de lacabeza, pues se ha conducidocorrectamente, sobre todo por el modoen que ha mantenido a raya a esamuchedumbre de camorristas antes deque llegáramos nosotros. Tengo quefelicitarle.

Sir John se volvió entonces haciamí.

—Jeremy, debo enviarte a ti y al

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señor Brede en busca del señorDonnelly. Tú has visitado ya su nuevaconsulta. ¿Podrás encontrarla?

—Estoy seguro, señor.—Entonces, tú y el señor Brede

debéis hallar algún establo abierto,alquilar un carro y despertar al señorDonnelly. Esta pobre mujer no es para elRastrero.

—Conozco el lugar adecuado enHalf Moon Street —dijo Brede.

—Pues diríjanse hacia allí los dos.Yo me quedaré con el señor Bailey.Envíemelo de vuelta con cualquiertestigo potencial que él considere dignode ser interrogado.

—Volveremos lo antes posible —dije.

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Brede no dijo nada y siguió mudodurante todo el camino hasta losestablos. Sin embargo, apuntó con elgarrote hacia el borracho en un gesto deamenaza cuando pasamos junto a él,como si quisiera advertirle de que nodebía moverse. El desgraciado, al quesupuse arrestado, estaba sentado en elmismo lugar en que había caído,mirándonos con expresión de embotadoasombro.

La siguiente vez que vi a aquel tipofue en la sala del tribunal de Bow Street.Lo había llevado hasta allí Bailey, segúnme dijeron, después de efectuar unregistro en los edificios y casas de losalrededores que no había proporcionado

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pista alguna; ninguna de las personasque dormía cerca de la verja había oídogritos; la mujer, cuyo verdadero nombreseguía siendo desconocido, había sidoasesinada en silencio.

Sir John había obtenido mejoresresultados. Cuatro de las mujeres que elseñor Bailey había llevado a supresencia tenían información que darle,si bien era similar en todos los casos. Atodas se les permitió ver la cara de lavíctima por separado (ocultándoles lasterribles heridas del tronco); todas laidentificaron únicamente como «Polly»,aunque una de ellas afirmó que en St.Martin's Lane se la conocía por «PollyDos Peniques», por haberse vendido portan poco cuando la necesidad la

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apremiaba. Todas menos una se habíanenterado de su acalorada disputa con un«extranjero»; sólo una había sido testigodirecto de la misma y se llamaba SarahLinney. Dos dijeron que el sujeto encuestión era un judío por nombre Yossely lo tildaron de «robaputas», el tipo deladrón que robaba a las prostitutas susganancias, a menudo a punta de cuchillo.Las cuatro estaban muy indignadas yseguras de que era él quien habíamatado a su compañera Polly; todasdijeron que también temían por su vida.

En cuanto a mí, tras habercontribuido a trasladar el cadáver hastala consulta del señor Donnelly, regresécon sir John a Bow Street. Allí, con grandecepción por mi parte, fui enviado

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arriba para desempeñar mis habitualestareas domésticas. No eran entonces másque las siete de la mañana, y AnnieOakum y lady Fielding se hallaban en lacocina tomando el desayuno cuando yoentré. Las dos se levantaron convehemencia, impacientes por oír losdetalles del asunto que nos habíalevantado de la cama a sir John y a míantes del amanecer. Sus preguntas mepusieron en una delicada situación. SirJohn me había advertido que no dijeranada sobre lo que había visto y oído.

—¿Ni siquiera a lady Fielding? —le había preguntado yo.

—Quizá sobre todo a ella —replicó él.

Así pues, ¿qué podía decir yo

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cuando me pidieron detalles de todotipo? Contesté tan sólo que sir Johnhabía tenido que iniciar unainvestigación por asesinato. (Era lo másseguro, pues ninguna otra cosa menosgrave que un asesinato hubiera hechoque sir John saliera de casa a hora tantemprana.) Por supuesto, no se dieronpor satisfechas con eso y siguieroninterrogándome del modo másapremiante. Por fin, alcé las manos ydije a lady Fielding y a Annie quetendrían que preguntar a sir John siquerían saber más, pues él me habíaordenado que no dijera nada. Ellastomaron mis palabras como un desafío.Lady Fielding dijo a Annie que se fueraa Covent Garden a hacer la compra del

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día y a averiguar cuanto pudiera en lacalle; mientras, ella haría susaveriguaciones en el Asilo de laMagdalena para ProstitutasArrepentidas; las noticias del exteriorparecían llegarles siempre. A mí —y lotomé como una forma de castigo por misilencio— me reservó la tarea de fregar,y puesto que había dado un repasoreciente a las escaleras, me vicondenado a hacer lo mismo con lossuelos de la cocina, del poco utilizadocomedor y de la sala.

Tras el desayuno, que devoré detan hambriento como estaba, emprendírápidamente mi tarea. Lady Fielding semarchó. Annie salió y volvió(complaciéndome al explicarme que tan

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sólo se había enterado de que la víctimaera una mujer). Mientras tanto, yo medediqué a trabajar con gran ímpetu.Aunque no me gustaba lo más mínimofregar y lo demás, tenía mucha práctica ysabía que si yo quedaba satisfecho conel trabajo realizado, tambiéncomplacería a lady Fielding. De estemodo logré terminar poco después delmediodía, momento en el que me dirigí alas escaleras y, descendiendo hasta lasala del tribunal, me dispuse a esperarhasta descubrir algo más sobre losprogresos de la investigación.

Abrí la puerta de la sala con sigiloy busqué un sitio cerca de la puertatambién en silencio. Mientras meinstalaba, oí a sir John que concluía con

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un caso de controversia entre uncomerciante de Covent Garden y unmaestro de obras. Por lo poco que oí,deduje que el maestro de obras habíaerigido una caseta permanente de las quehabía un número creciente en elmercado, que la caseta se habíadesplomado con la primera tormentafuerte y que, no sólo se había arruinadola estructura, sino también el suministrode frutas y verduras de todo un día.

Cito aquí la sentencia de sir John,pues aún la tengo fresca en la memoria.Que él me perdone si me equivoco enalguna palabra:

—Si bien el acusado se hadefendido ciertamente con ingenio, nopuedo por menos que considerar falaz su

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argumento de que el hundimiento de lacaseta se ha debido a un caso fortuito,puesto que ningún otro edificio sehundió durante la tormenta en cuestión.Ha llegado incluso a sugerir que estacalamidad ha caído sobre el demandantecomo castigo por sus pecados. Creo,señor Beaton, que se ha excedido, puesno nos compete a nosotros juzgar lospecados de los demás, a menos que seantan flagrantes como para considerarse denaturaleza criminal, e incluso entoncestendríamos que formar parte de unjurado en un juicio. De igual forma quese excede en esto, no llega usted acomprender plenamente lo queconstituye un caso fortuito. Según lasleyes, el término de caso fortuito se

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refiere a un suceso que ocurre sinintervención ni participación humana,como una gran inundación, o fuertesvientos, o similares. Dado que no seprodujeron inundaciones y que el vientoque soplaba no era especialmente fuerte,no podemos atribuir el derrumbamientodel puesto a tales causas naturales, ydado que no puedo presumir de estar altanto de la relación del demandante consu Creador, nos queda tan sólo una obramal ejecutada como causa posible delderrumbamiento. Es por ello que falloen favor del demandante y, por lo tanto,le obligo a usted, señor Beaton, aconstruir una nueva caseta para el señorGrimes, que cumpla con sus requisitos yque resista un mínimo de, pongamos

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cinco años, salvo acción divina, claroestá. También habrá de pagarle la sumade cinco libras por la pérdida de géneroy de clientela. Si no cumple con lasobligaciones dictaminadas por estetribunal... bueno, señor, se ganará usteduna estancia en Newgate. ¿Me haentendido? ¿Sí o no?

Beaton estaba totalmente abatido.Sin levantar la cabeza respondiódócilmente:

—Sí, señor, entendido.—Así sea. —Sir John dio un

mazazo sobre la mesa y exclamó—:¡Siguiente caso!

(Lector, he citado la sentencia desir John Fielding en toda su extensióncomo ejemplo de las lecciones que

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aprendí en su tribunal de Bow Streetmucho antes de que empezara a estudiarderecho formalmente con él. En estecaso, por supuesto, no olvidaría jamáslo que constituía legalmente un casofortuito.

[6])

—Thaddeus Millhouse, acérquese—gritó el señor Mardsen a voz encuello.

Sir John conversó unos instantescon su escribano, le escuchó atentamentey luego asintió. Mientras, un hombre debaja estatura se levantó, muy cohibido, ydio los cinco o seis pasos que loseparaban del magistrado. Lo reconocíinmediatamente como el borracho que

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había caído a los pies del alguacilBrede.

—Thaddeus Millhouse, ha sidousted arrestado por desobedecer miorden de abandonar el callejón queconduce desde el cementerio de SanPablo hasta Bedford Street. Dado quefui yo quien dio la orden y que elalguacil Brede ha pasado una nochelarga y trabajosa, le he dispensado de supresencia. Conozco bien lascircunstancias de este caso. Bien, ahoradebe usted decirme, señor Millhouse,qué tiene que decir en su defensa.

—Bueno, señor... —respondió élen un tono de voz tan bajo que tuve queestirar el cuello para oírle—. Yo estabadispuesto a cumplir su orden, pero no

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pude.—¿Y por qué?—Estaba borracho, señor.—Un poco más alto, por favor.—¡Estaba borracho! —La

exclamación surgió de su boca como unaullido de desesperación e hizo brotarcarcajadas entre los presentes. Sehallaban allí para divertirse, yaprovechaban la más mínima ocasiónpara el regocijo. Sir John acalló lasrisas haciendo uso del mazo.

—Señor Millhouse, no era usted elúnico borracho anoche, en el callejón.Los otros consiguieron llegar atrompicones hasta Bedford Street, ¿porqué usted no?

—Ay de mí, sir John, estaba tan

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lamentablemente ebrio que di un traspiéy no habría podido levantarme del sueloni que me mataran.

—Lamento informarle, señor, deque el castigo por ebriedad pública es elmismo con el que amenacé a la turbaanoche: multa y encarcelamiento duranteno menos de treinta días. ¿No tiene nadamás que decir en su defensa?

—Lo cierto es que no.—Entonces no me queda más

remedio que...—¿Puedo hablar por él, señor? —

Era una voz de mujer la que se habíaalzado en la pequeña sala del tribunal, yera una mujer de la primera fila la quese había puesto en pie con un bebé enlos brazos para acercarse a Thaddeus

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Millhouse.—¿Y quién es usted, señora? —

quiso saber sir John.—Soy su mujer. Me llamo Lucinda

Millhouse, y aunque usted no puedeverlo, quizá se haya hecho oír, de modoque debo mencionar que llevo en brazosa nuestro hijo, Edward Millhouse.

Lejos de mover a risa a la multitudcongregada en la sala, la súbita ydramática interrupción de la señoraMillhouse acalló todas las vocesinmediatamente. Incluso Mardsen sequedó boquiabierto, mirándolos a losdos, o quizá sería mejor decir tres, conlos ojos desorbitados. No sé si élrecordaba que hubiera ocurrido algoparecido en otra ocasión; sé que yo no

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recordaba nada igual. Todos lospresentes se limitaron a aguardar lo quevendría después. ¿Aprobaría sir Johnsemejante interrupción? ¿O,sencillamente, ordenaría al señor Fullerque expulsara a la mujer de la sala?

—¿Y qué es lo que desea decir,señora Millhouse? —preguntó elmagistrado.

—Deseo decir esto, señor: que sile ponen una multa, no podremospagarla; y que si lo encarcelan, Edwardy yo nos moriremos de hambre. No lodigo para defender a mi marido, claro,sino para pedir clemencia. Thaddeusacaba de obtener un empleo. Se losuplico, déjele trabajar.

La muchedumbre de la sala levantó

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grandes murmullos, sin embargo, poruna vez sir John no hizo nada paraacallarlos. Permaneció inmóvil durantecasi un minuto.

—Señor Millhouse, dígame, ¿enqué trabaja usted?

—Soy académico y poeta.—¡Dios mío! —gimió sir John en

lo que era una exclamación exasperada.—Antes fui maestro —añadió el

señor Millhouse.—Y sin duda, abandonó usted su

empleo para venir a Londres, dondebuscaría fama y fortuna como poeta.

—Sí, señor. —Millhouse bajó lacabeza—. De eso hace unos seis meses.

—Y aún no las ha encontrado.—No, señor, sólo algún que otro

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trabajo en Grub Street.—Pero, según afirma su mujer, se

le ha dado un trabajo estable,presumiblemente de larga duración. ¿Eseso cierto?

—Sí, señor. El señor John Hooleme ha contratado para ayudarle en latraducción del Orlando furioso deLudovico Ariosto y para servirle desecretario. Se halla incapacitado debidoa una rodilla rota. Tenía... tenía queempezar el próximo lunes. Salí anochecon unos amigos para celebrar nuestrabuena suerte.

—Amigos que le permitieron bebermás de la cuenta.

—Ellos no tuvieron la culpa, señor.Me temo que, cuando empiezo a beber,

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no puedo parar.—Bueno, creo, señor Millhouse,

que entonces lo más prudente sería noempezar nunca.

—Ésa parece ser ciertamente larespuesta, señor.

Una vez más, sir John guardósilencio, entrelazando las manos parareflexionar sobre el asunto.

—Este tribunal no se dedica amatar de hambre a madres y bebés —dijo al fin—. No obstante, señorMillhouse, usted mismo ha admitido suculpabilidad. Ha declarado que suintención era obedecer mi orden, peroque no pudo porque estaba borracho. Encualquiera de los dos casos, señor, esusted merecedor de un castigo. ¿Cuál ha

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de ser, pues? —Nos dejó con laincertidumbre durante unos segundos—.Estoy dispuesto a suspender la condenaa treinta días de cárcel en respuesta a lasúplica de su mujer. Sin embargo, lecondeno a pagar una multa de un chelínal mes durante un tiempo no superior aun año a partir de hoy. ¿Podrá pagarla?

El señor y la señora Millhouseprofirieron sendas exclamaciones almismo tiempo; él para darle sus sincerasgracias, y ella para bendecirlo ennombre de Dios.

Sir John les indicó que callaran conun ademán y prosiguió.

—Sin embargo, señor Millhouse, sien ese año comparece de nuevo ante mípor embriaguez pública, poca clemencia

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podrá esperar de mí. ¿Lo hacomprendido?

—Oh, sí, señor, desde luego que sí.Pero, señor —añadió—, hay una cosamás.

—¿De qué se trata?—Esa mujer, la del callejón, la

víctima del asesinato...—Sí, ¿qué le pasa?—Por lo que he oído esta mañana

mientras esperaba a comparecer anteusted, existe cierta dificultad paraidentificarla.

—Correcto.—Creo que yo sé quién es.La señora Millhouse se volvió

hacia su marido con viva sorpresa.—Claro que el callejón estaba

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oscuro. La luna estaba muy baja cuandome acerqué para mirar. Y ha quedadoestablecido que me hallaba borracho...

—Sí, hombre, sí, dígalo ya.—Pese a todo, creo que se trata de

Priscilla Tarkin, que vive en nuestropatio interior en Half Moon Street.

—Oh, Tad —gimió su esposa—.¿Polly? Dime que no es ella.

Él no pudo darle esperanzas, pues apesar de sus reservas, después de haberhablado parecía completamente seguro.

—¿Y por qué no había dicho nadaen su momento?

—Lo hubiera hecho —dijo él—,pero me temo que cuando tropecé y mecaí, se me quedó la mente en blanco. Norecuerdo absolutamente nada de lo que

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pasó después.—De acuerdo —repuso sir John—.

Bien, sin embargo debo pedirle que sequede, pues la ley exige unaidentificación formal.

La señora Millhouse insistió enacompañarnos a la consulta queDonnelly tenía en Tavistock Street.Mientras yo les conducía hasta allí, puesera el único que sabía dónde se hallabaexactamente, ella había transmitido a sirJohn todo cuanto sabía de la pobre PollyTarkin. Aunque yo no podía saberloentonces, la historia que contaba eracaracterística de muchas mujeresmaduras obligadas a prostituirse pornecesidad: un marido que moría

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dejándolas endeudadas, un hijo quemarchaba a las colonias americanaspara no volver, desesperación,imposibilidad de ganarse el sustento sino era vendiendo su cuerpo. Polly no erajoven ni guapa, de modo que confrecuencia pasaba hambre. La familiaMillhouse había compartido a menudocon ella lo poco que tenían. A cambio,ella cuidaba de Edward cuando laseñora Millhouse tenía que hacer algúnrecado en la ciudad.

—¿No tenía ningún oficio?, ¿nopodía realizar otra clase de trabajo? —preguntó sir John.

—No me lo dijo —contestó laseñora Millhouse —. La pobre mujer seavergonzaba de lo que hacía. No

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tuvimos corazón para darle la espalda.Thaddeus Millhouse había

escuchado el triste relato de su mujer sindecir nada, mientras recorríamos callesy callejones. Su único comentario,cuando terminó, fue:

—Lo que hiciera o no hiciera ya dalo mismo. Todos sentimos vergüenzaante Dios. —Lo dijo con un tono extrañoy de tal forma que puso fin a laconversación.

Sólo el pequeño EdwardMillhouse, que parecía no haberalcanzado aún el año de edad, tuvo algoque decir. Empezó a mostrarse irritado ycuando llegamos al edificio del señorDonnelly, lloraba a pleno pulmón.

—Le están saliendo los dientes —

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explicó su madre, meciendo al bebé.Fuera cual fuera el motivo de su

irritación, su llanto sirvió para anunciarnuestra llegada a Donnelly, pues cuandollegamos a su puerta, el médico la habíaabierto ya, ansioso como estaba por darla bienvenida a posibles pacientes.

—Ah, es usted, sir John. —Debodecir a su favor que no se mostraba enabsoluto decepcionado—. Pasen, pasentodos.

Sir John presentó a nuestrosacompañantes y explicó la naturaleza denuestra visita. Me di cuenta de queDonnelly lanzaba una mirada dubitativaa la señora Millhouse.

—Me temo, señora, que no puedepermitirle ver el cadáver.

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—Pero ¿por qué? —preguntó ella—. Yo era la que mejor la conocía.

—Puede que no lo reconociera talcomo está ahora. —El médico se dirigióa la puerta que conducía a la habitacióncontigua—. Deme un minuto y prepararéel cadáver para que lo vea, señorMillhouse.

Cuando el señor Donnelly llamódesde la otra habitación, sir John meindicó que me quedara donde estabamientras él seguía al señor Millhouse yconseguía cerrar la puerta a tientasdetrás de ellos.

Esperamos, Lucinda Millhouse,Edward y yo oyendo el murmullo de lasvoces desde el otro lado de la pared.Donnelly tenía una humilde consulta.

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Consistía en dos únicas salas. Laprimera le proporcionaba un lugar paravivir y podía servir también como salade espera para los pacientes, si es quellegaba a tener alguno. Podían sentarseen el sofá que ocupaba yo, sofá que a éltambién le servía de cama. La señoraMillhouse se paseó de un lado a otrodurante varios minutos meciendo aEdward, que seguía protestando. Derepente, se sentó en una de las sillas quese había separado de la mesa de maderade pino que había en un rincón de laestancia, y empezó a jugar con el niño,haciéndole saltar sobre una rodilla.

—No se porta siempre así —medijo a modo de disculpa—. Por logeneral Edward es el niño más bueno

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del mundo. Son los dientes, que le estánsaliendo, ¿comprendes? Les pasa atodos los bebés.

Yo le aseguré que sus lloros no memolestaban.

—Será beneficioso para Tad,quiero decir, el señor Millhouse,alejarse de nuestra habitación para ir atrabajar. Le ha sido muy difícil trabajarde día o de noche estando todos allí,apiñados.

—Sin duda —convine yo con tonocomprensivo.

La puerta de la otra habitación seabrió y el objeto de preocupación de laseñora Millhouse emergió por ellarápidamente. Tenía los ojos rojos, yaunque se los había enjugado con el

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pañuelo que estrujaba en la mano, eraevidente que había estado llorando.

—Vamos, Lucy, salgamos de aquí—dijo.

Sin embargo, cuando ella selevantaba, salió también Donnelly conun pequeño frasco en la mano.

—Espere un momento —dijo—.Aquí tengo una pomada para las encíasdel bebé. Frótele una pizca donde le estésaliendo el diente y le aliviará.

La señora Millhouse aceptó elfrasco con bastante reticencia.

—¿Qué es? —preguntó.—Una mezcla de opio muy suave.

No se preocupe. Se ha usado a menudopara los bebés de Lancashire con buenosresultados.

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—No... no podemos pagarlo.—Lléveselo con mis mejores

deseos. Pero recuerde... sólo una pizca.—Muchísimas gracias. Yo...—¡Lucy! —El señor Millhouse se

hallaba en la puerta que conducía alzaguán, impaciente por partir—.Vámonos, por favor.

Ella inclinó la cabeza paradespedirse de nosotros y se apresuró areunirse con su marido, cerrando lapuerta con un fuerte golpe. Nosquedamos escuchando sus pasos en laescalera, y sólo entonces salió sir Johnde la sala de examen.

—¿Por qué ha hecho eso? —lepreguntó el médico—. No habíanecesidad de mostrarle esas horribles

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heridas del abdomen. Sin duda hubierabastado con que le viera la cara.

—Quería ver su reacción —replicósir John calmosamente.

—¡Bueno, pues desde luego ya laha visto! Por un momento parecía quetendría que aplicarle esencia detrementina a la nariz para reanimarlo. ¡Yesas lágrimas, Dios mío! Pensaba queiba a inundarlo todo.

—Ha sido una reacción bastanteexagerada, ¿no le parece?

—Bueno, había hablado de ellacomo si fuera una amiga de la familia.Imagínese lo que es tener semejante tratocon una prostituta.

—Y el hombre afirma ser un poeta.—Bueno, con un poeta un exceso

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de emociones es siempre posible,incluso probable.

—Aun así —insistió sir John—, esmuy curioso. Por eso le he invitado aque vaya a verme mañana por la mañanapara hablar.

—Pero usted ha dicho que sóloquería comentar ciertos detalles de lavida de la víctima, como sus amistades,sus visitantes más frecuentes y cosas así.

—No quería que se pusiera a ladefensiva, señor Donnelly. Perodejemos eso. ¿Qué puede usted decirmede las heridas de Priscilla Tarkin?

—Ah, la víctima, desde luego.Bueno, he redactado un informe, comome ha pedido usted, para el registro.¿Quiere que se lo lea?

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—No, hágame un resumen. De esemodo recordaré mejor lo másimportante.

—Muy bien. Veamos. —Hizo unabreve pausa para poner en orden suspensamientos—. Con toda seguridad fueagredida desde atrás. Tenía moretonesen ambas mejillas que indican que unagran mano le tapó la boca. Le hancortado la garganta de izquierda aderecha con un solo tajo. El esófago y latráquea están cercenados hasta lamédula espinal. Ésa es la causa de lamuerte. La mutilación del abdomen y desus órganos se hizo posteriormente.Consistió en un corte desde el esternón ala pelvis y cortes laterales bajo lascostillas y aproximadamente cinco

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centímetros por debajo del ombligo. Soncortes largos y profundos que hancausado daños considerables en losórganos: estómago e intestinos han sidogravemente lacerados. La piel delabdomen se retiró hacia atrás,seguramente para, quizá, llegar hasta suútero, que ha sido traspasado, o quizámeramente por curiosidad sobre lo quehabía en el interior. Los intestinos hansido desplazados, quizá también parallegar al útero.

—En otras palabras, sabía dóndedebía buscar ese órgano femenino —leinterrumpió sir John—, y era importantepara él encontrarlo.

—Puede decirse así, sí.—Y estaría en consonancia con su

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hipótesis de que el agresor de la primeravíctima tenía conocimientos demedicina.

—Bueno... sí. —El médico sehabía mostrado de acuerdo, pero conreticencia. Luego añadió—: Pero existendiferencias aquí que me hacen dudar. Lanaturaleza de los cortes me hace pensarque se hicieron con rapidez y manoexperta. Su carácter sugiere también quese hicieron con una gran rabia, una rabiaabsoluta.

—¿Y qué me dice del tamaño de lamujer? No lo había preguntado antes.Debería haberlo hecho.

—No era pequeña, pesaba unoscincuenta y ocho kilogramos, diría yo.No se parece en nada a la amazona que

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fue la primera víctima. En cualquiercaso, su asesino no ha tenido problemaalguno en dominarla. Aunque, dicho seade paso, tampoco lo tuvo con la primera.

—Cierto —dijo sir John, y sequedó pensativo durante un momento—.¿Puedo hacerle una pregunta muysimple?

—Por supuesto, sir John. A menudoson las más importantes.

—¿Sería posible infligir lasheridas que usted ha descrito sinsalpicarse uno mismo con la sangre dela víctima?

—La mutilación quizá, aunque sehizo deprisa, y todo lo que se hace conprisas resulta siempre sucio. Pero eselargo corte de la garganta rajó también

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la arteria carótida principal y la venayugular. La sangre ha debido de salir aborbotones, a chorro incluso. Sin dudala sangre salpicó la mano, la muñeca yel antebrazo del asesino.

—¿Jeremy? ¿Estás ahí?—Sí, por supuesto, sir John.—¿Hemos pasado por alto lo

obvio? ¿Tenía el señor Millhouse lamanga o el puño de la casaca manchadosde sangre?

—No, señor —contesté yo trasmeditarlo unos instantes—, y su casacaes de un color en el que destacaríaclaramente.

—Estoy de acuerdo —dijo el señorDonnelly.

—¿Y qué estatura y peso les parece

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que tiene?Antes de que algunos de los dos

pudiera contestar, se oyó un fuerte golpeen la puerta. El médico me miró y seencogió de hombros, luego se dirigió ala puerta y la abrió. En el umbralapareció el doctor Amos Carr, elantiguo médico del Ejército que enalguna que otra ocasión y en ausencia deDonnelly había atendido a sir John y alos Vigilantes de Bow Street. Él habíaamputado el brazo al señor Perkins,aunque éste creía que podía salvarse.Sir John no lo tenía en mucha estima.

—Bueno, señor Donnelly —dijocon voz tonante—. Había oído decir quehabía vuelto usted a Londres y que habíamontado la consulta aquí. Aunque sólo

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nos hemos visto dos o tres veces, hepensado en venir a verle como buencolega para darle una cordialbienvenida.

Donnelly se quedó mudo deasombro, pero se recobró y rogó a suvisitante que entrara.

—¡Ah, sir John! —exclamó eldoctor Carr al vernos—. De modo quevuelve a trabajar con el señor Donnelly,¿no? He oído decir que le ha echado unamano con aquel feo homicidio cerca deNew Broad Court.

—Y ahora ha habido un segundocrimen —dijo Donnelly.

Me fijé en que sir John torcía elgesto al oír el comentario. Era evidenteque pensaba que el señor Donnelly se

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había ido de la lengua.—¿En serio? —dijo el antiguo

cirujano del Ejército—. ¿Quién era?—Una prostituta, como la primera

—contestó el señor Donnelly.—Ah, esas pobres mujeres. Me

atrevería a decir que son las que máspeligro corren en las calles.

—Desgraciadamente es así —convino sir John.

—¿Sabe? —dijo el doctor Carr—,cuando me enteré de que prestaba susservicios a sir John habían pasado yavarios días desde el suceso, y estoyseguro de que ya se había enterrado a lavíctima. Pero si ha habido en verdad unsegundo asesinato, puede que le sea útilun pequeño consejo en su trabajo.

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—¿Qué consejo es ése, doctorCarr? —inquirió sir John—, estoyansioso por saberlo.

—Señor Donnelly, creo recordarque antes disponía en su consulta de un...¿cómo lo llaman?, ¿micro...?

—Microscopio, señor.—Ah, sí, es usted un moderno

hombre de ciencia, sí señor. Confío enque lo tenga todavía.

—Por supuesto. Me resulta útil demil maneras distintas.

—Bien, lo que voy a decirle lesonará un tanto extraño, pero le aseguroque son hechos demostrados. Yo,personalmente, he podido observarlo encierta manera, como voy a explicarle. —Habiendo obtenido así la atención de

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ambos hombres, el doctor Carr parecióinflarse visiblemente, deseando extendersu discurso para prolongarlo. Hizo unapausa para crear expectación y por finprosiguió—: Bien, en varias ocasiones,mientras estaba en el Ejército, tuveoportunidad de examinar los ojos de losmuertos, y puedo decirle que estotalmente verídico que en sus pupilaspuede verse la última imagen grabada enlos ojos vivos. ¡Sin duda había algo allí!La dificultad estriba, por supuesto, enque no puede percibirse ni siquiera conuna lupa. Lo sé porque lo intenté entodas aquellas ocasiones con dichoinstrumento.

»Pero usted, señor Donnelly, consu microscopio, tendría muchas más

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probabilidades de éxito. Mi consejo eséste: Sáquele los ojos a la segundavíctima y colóquelos de tal modo quelas pupilas puedan examinarseminuciosamente. Conozco la potencia deesos micro... microscopios. Esasombrosa. Cuando obtenga una imagenclara de la pupila, aumentada decenasde veces, tendrá también una imagen delasesino. ¿No le parece totalmentelógico?

—Oh... mucho... supongo —balbució el señor Donnelly.

—¿Quiere que le ayude en laoperación?

—Desgraciadamente, eso no seráposible —intervino sir John—, pues elseñor Donnelly ha concluido su examen

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y la víctima ha sido enviada al Rastrero.—Quizá el cuerpo podría

recuperarse —sugirió el doctor Carr.—¡Bueno, quizá sí! Vamos, Jeremy,

investiguemos esa posibilidad. Adiós.Abandonamos la modesta consulta

más deprisa de lo que habíamos entrado,sir John tirándome del brazo y elabandonado señor Donnelly observandonuestra partida con aire desdichado. Elmagistrado no dijo una sola palabrahasta que llegamos a la calle, e inclusoentonces me habló en un susurro.

—Jeremy —me dijo—, siemprehabía creído que ese Carr era un tonto,pero estaba equivocado. Ahora veo queestá completamente loco.

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V

En el que se inicia y termina labúsqueda de Yossel

Aquella noche, a mi regreso

después de una de las agotadoraslecciones de defensa personal con elalguacil Perkins, me hallabacasualmente en la planta baja cuando sirJohn ordenó que los efectivos de losVigilantes de Bow Street al completo

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debían presentarse en su despacho.Curioso como siempre, me mezclé conellos. Si bien no me habían invitado,tampoco se me había dicho que tuvieraque permanecer al margen. Elegí unrincón donde pasar desapercibido, peroninguno aquellos dignos vigilantesataviados de rojo puso en duda miderecho a estar presente, y ni tansiquiera me miraron de reojo. Cuandotodos se hallaron congregados y así selo hizo saber Benjamin Bailey a sirJohn, éste se levantó para hablarles delsiguiente modo:

—Caballeros —dijo—, todos estánal corriente de los dos homicidiosperpetrados en nuestro distrito en losúltimos días. Las desdichadas víctimas

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eran mujeres de la calle. Hasta ahoranuestras pesquisas no nos hanproporcionado pista alguna salvo unúnico nombre que les daré después. Nohemos descubierto el móvil. Ambasmujeres seguían llevando su dinero, porpoco que fuera, encima. La segunda,cuyo cadáver descubrió anoche elalguacil Brede, sufrió una horriblemutilación. Sólo nos cabe conjeturar queel asesino, sea quien sea, sintió unaespecie de perverso placer ultrajandoasí el cadáver.

»Bien, poco es, quizá, lo que puedehacerse para impedir tales actos, pues sellevan a cabo en la clandestinidad y enlugares oscuros. Lo que sí podemoshacer, empero, es poner en conocimiento

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de las probables víctimas el peligro quecorren. Parece obvio que el asesino haelegido como víctimas a las mujeres poralguna razón depravada. La naturalezade la mutilación de la segunda víctimalo confirma. Yo diría que las prostitutashan sido las elegidas por suaccesibilidad y porque están dispuestasa acompañar al asesino, sin saber que loes, a rincones oscuros. Lo que ustedesdeben hacer esta noche y todas lasnoches hasta que ese hombre seacapturado es advertir del peligro a lasmujeres de la calle, a todas las que seencuentren a su paso, y serán sin duda unnúmero considerable. Si no se hanenterado de que ha habido una segundavíctima, infórmenles.

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»Y al mismo tiempo, mencionen elnombre "Yossel" y pregúntenles si loconocen, si lo han visto. Su nombre melo dieron anoche cuatro mujeres queconocían a la víctima de vista, y una delas cuales lo había visto a él y a lavíctima peleándose esa misma noche.Dos lo describieron como "extranjero",y las otras dos concretaron que setrataba de un "judío", aunque no llevabarba ni el atuendo que podría esperarsede un judío. Las cuatro convinieron enque es el tipo de individuo que roba alas prostitutas sus ganancias.Seguramente fue ése el motivo de supelea con la víctima, cuyo nombre, porcierto, era Priscilla Tarkin, másconocida como "Polly".

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Sir John hizo una pausa antes deañadir:

—Se me acaba de ocurrir que quizáalguno de ustedes conozca a ese talYossel de oídas y de vista. ¿Quierendecirme un «sí» en caso afirmativo?

Los hombres intercambiaronmiradas como si se pidieran permisounos a otros para hablar. Comoresultado, la respuesta se retrasó unpoco, pero brotó como sonoraafirmación cuando por fin se dejó oír.

—¡Ah! —exclamó sir John—. Alparecer la mayoría de ustedes conocenbien al tal Yossel. Entonces, es menesterque lo traigan aquí si lo ven. Deténganlopara ser interrogado. En realidad nopuedo afirmar todavía que sea

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sospechoso, pero me dieron su nombre ypor el momento es lo único que tenemos.Se dice que va armado de un cuchillo,de modo que trátenlo con la debidacautela, aunque no dudo de quecualquiera de ustedes es capaz dedominarlo.

Nuevamente hizo una pausa, perosólo para inclinar la cabeza, gesto con elque los despedía.

—Eso es todo, caballeros —dijo—. Les agradezco que me hayanconcedido parte de su tiempo y lesaseguro que tengo plena confianza enustedes.

Tras estas palabras volvió asentarse, enlazó las manos sobre la mesay aguardó a que hubiéramos salido

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todos. Yo subí las escaleras hasta lacocina, convencido de que, la siguientevez que las bajara, el vil Yossel habríasido ya aprehendido y encerrado en elcalabozo a la espera de que a sir John leconviniera interrogarle.

Ay, sin embargo no fue así. Puescuando a la mañana siguiente bajé enrespuesta a la llamada de sir John,encontré el calabozo vacío y al señorMillhouse paseándose de un lado a otro,mirando a derecha e izquierda. Mereconoció inmediatamente y se acercó amí presuroso.

—Ah —dijo—, el joven señorProctor, ¿no es así?

Contesté que así era, en efecto.

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—Quizá he llegado demasiadopronto a mi cita con sir John. Me pidiótan sólo que me pasara por aquí por lamañana. Le he avisado por medio de esecaballero de ahí —señaló al señorMarsden con la cabeza— de que habíallegado, pero se ha limitado a decirmeque esperara. Si he venido en un malmomento, estaría encantado de volvermás tarde. Quizá —dijo con tonodubitativo—, ¿podrías decírselo tú?

—Con mucho gusto lo haría —dijeyo, flexionando la cintura en una leveinclinación—, si él me diera permisopara entrar y entregarle su mensaje. Locierto es que a veces prefiere estar solopara reflexionar sobre los asuntos quepesan sobre sus hombros.

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—Lo comprendo perfectamente —dijo él, devolviéndome el saludo concortesía.

—Si me perdona —dije.Di media vuelta, dejándolo donde

estaba, y me dirigí a la puerta deldespacho de sir John. Contrariamente alo que acababa de decir al señorMillhouse, confiaba plenamente en quesería invitado a entrar... y así fue. Unavez dentro, cerré la puerta con cuidado ycrucé la estancia rápidamente endirección a la mesa. Sir John se inclinósobre ella adoptando un aire decomplicidad.

—Está aquí —susurró—.Millhouse, quiero decir.

—Lo sé —dije—. Acabo de hablar

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con él en el pasillo.—Debemos encontrarte algo, algún

trabajillo, para que te quedes aquímientras lo interrogo.

—Esas cajas del rincón estánllenas de papeles —sugerí—. Losrepasaré y los clasificaré en variosmontones.

—Perfecto —dijo sir John sinlevantar la voz—. Ahora hazle pasar.

Abrí la puerta, llamé al señorMillhouse y luego me dirigí rápidamentea la caja más grande, la abrí y esparcíunos cuantos papeles por allí. Que elseñor Millhouse piense lo que quiera,me dije.

El subterfugio, quizá no del todonecesario, estaba motivado por el deseo

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de sir John de contar con la presencia deun observador durante losinterrogatorios a los que otorgaba unaimportancia potencial. Sir John creíaque quien contaba mentiras se delatabapor fuerza mediante algún indicio. Si noera por la voz, por los ojos, por la formade respirar, incluso por la postura queadopta en una silla. «Es posible inclusoque un hombre diga la verdad —habíaafirmado sir John—, y delate ciertapreocupación por su respuesta, o inclusopor la pregunta. Conociendo lo quepreocupa a un hombre, sé mejor cómollevar mi interrogatorio.»

Y así fue como, cuando entró elseñor Millhouse, me encontró en unrincón atareado con una gran pila de

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papeles. Desde allí tenía un ángulo devisión que me permitía observar su caramientras él conversaba con sir John.

—Entre, entre, señor Millhouse —dijo el magistrado—. Siéntese, porfavor. Quizá pueda contarme usted algomás sobre la pobre Polly, sus visitantes,etcétera.

—Quizá —dijo Millhouse. Miróentonces en derredor y pareciódemorarse un poco al posar sus ojossobre mi persona. Finalmente se sentóen una silla que se hallaba frente a sirJohn; tan sólo la mesa los separaba.

—Oh... espero que la presencia deJeremy no le moleste. Le heencomendado la tarea de clasificarregistros antiguos del tribunal. El lord

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magistrado supremo nos ha pedido uninforme y debe hacerse inmediatamente.

—No, no, no importa.—Muy bien. Bueno, señor

Millhouse, su mujer se mostró muysincera con respecto a las desdichadascircunstancias de Priscilla Tarkin ysobre su excelente carácter, etcétera. Sinembargo, aunque estoy seguro de que nose equivocaba, teniendo en cuenta loocurrido, no es el tipo de informaciónque pueda ayudarnos en la investigaciónde la muerte de esa pobre mujer. Yoesperaba que usted, como hombre yvecino de Polly, pudiera haberobservado mejor sus costumbres, suoficio y demás.

—Bueno, le diré todo lo que sepa,

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por supuesto.—¿Cuánto tiempo hacía que se

conocían?—Desde que llegamos a Londres

hace seis meses.—¿Y cómo llegaron a enterarse de

cuál era su... cómo podemos llamarlo...su línea de trabajo? No creo que ellamisma se lo dijera de buenas a primeras.

—No, claro que no. Yo diría quenos dimos cuenta paulatinamente.

Millhouse pareció ponerse tenso.Las manos, que hasta entoncesdescansaban sobre las rodillas, nodescansaron más: se movieron nerviosaspara examinar las costuras de loscalzones.

—No hacía mucho que estábamos

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en Londres, un mes quizá, cuando unhorrible alboroto en la habitación denuestra vecina nos despertó unamadrugada. El tabique entre suhabitación y la nuestra parece muydelgado. En cualquier caso, se oíangritos y grandes voces, una de ellasclaramente masculina. Se hizo unaacusación de robo que la otra partenegó. Mi mujer me instó a acudir paraintentar resolver el asunto o, al menos,calmar los ánimos. Me estaba poniendola ropa cuando, de repente, oímos unportazo y unos pasos decididos que sealejaban. Bueno, es natural que uno seextrañe de que la vecina tenga unvisitante masculino pasada lamedianoche, o quizá uno se limita a

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suponer lo más evidente; yo lo hice. Mimujer se mostraba reacia a aceptarlo, demodo que al día siguiente abordó aPolly del modo más comprensivo y oyóde sus labios la historia que le contó austed ayer. Mi mujer ya le había tomadoafecto, que la compasión no hizo másque aumentar.

—Pero antes había dicho usted quese enteraron poco a poco —apuntó sirJohn—. Debían de haber sospechadoalgo antes de aquella noche.

—Bueno, sí. En primer lugar, eraviuda, vivía sola y no tenía medios devida aparentes. Dormía hasta bienentrada la mañana, y yo la había visto enla calle por la noche, merodeando de talmodo que se hacía accesible a los

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desconocidos.—Comprendo. Bien, permítame

volver a aquella ocasión en la que sumujer y usted se despertaron a causa delalboroto, y preguntarle lo siguiente: ¿Laacusación de robo que ha mencionado,la hizo ella? Sé que las mujeres de lacalle se convierten a menudo en presade ladrones de todo tipo. Buscamosahora a uno que tenía por costumbrerobar las ganancias a las prostitutas. Sele vio peleándose con ella la mismanoche en que fue asesinada. ¿Tenía lavoz masculina que oyó usted un acentoextranjero?

—Oh, no, nada de eso —contestóél—. En primer lugar, habría sido difícildecir si el hombre en cuestión hablaba,

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como dice usted, con un acentoextranjero. Sólo le oí decir conclaridad: «Lo tienes tú, ¿no es verdad,maldita puta ladrona?» Perdóneme porel lenguaje. ¿Se da cuenta?, era él quienla acusaba a ella, y ella lo negaba todo.

—Ah, interesante. ¿La vio ustedentrar en su habitación acompañada dealgún hombre?

—No, jamás, cosa curiosa, dadoque nuestras habitaciones erancontiguas. Sin embargo, oímos vocesmasculinas varias veces.

—¿Acusándola?—No, que nosotros sepamos. En

todo caso, no se produjeron másalborotos.

Merece la pena mencionar aquí que

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el señor Millhouse se había relajadopaulatinamente mientras contestaba a laspreguntas de sir John. Sin embargo,durante las preguntas siguientes se pusomás tenso aún que antes y su cuerpopareció enroscarse. Cambió de posiciónen la silla con un desasosiego tal que, deno haberme sentado yo en su silla confrecuencia, habría dicho que estabasentado sobre un cojín de espinas.

—Ha dicho usted que la había vistoen la calle antes de la noche delalboroto. ¿La vio después alguna otravez merodeando, a la expectativa, comosi dijéramos?

—Sí, en varias ocasiones.—¿La vio hablando con hombres?—Algunas veces sí.

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—Bien, ¿se fijó en ellos, señor?¿Qué aspecto tenían? ¿La vio más de unavez con el mismo hombre?

—No, no, no; de verdad, sir John,no me fijé en ellos en absoluto. —Lavoz del señor Millhouse delataba casi lamisma agitación que demostraba sucuerpo—. Era muy embarazosoencontrarse con ella en tales situaciones.Yo apartaba la vista y me alejabadeprisa. No tenía el menor deseo deobservar a los que ella pretendía tentar.

—Cuando se la encontraba en lacalle de aquella forma —prosiguió sirJohn—, ¿le saludaba ella? ¿Hacíaademán de reconocerlo? ¿Le sonreía oinclinaba la cabeza tal vez?

—No... bueno, sí, quizá. No sé.

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¿Por qué lo pregunta? Bueno, muy bien,supongo que debo responder. En unaspocas ocasiones llegó a saludarme.

—Imagino que se trataba deocasiones en que no había ningúnhombre cerca.

—¡Por supuesto!—¿Y cómo le saludaba, señor

Millhouse? ¿Cree que lo miraba como aun cliente potencial?

—¡No!—¿Cómo está tan seguro?—Porque me saludaba

normalmente, como cualquiera saludaríaa un vecino. «Buenos días, señorMillhouse», o algo parecido.

—¿Y qué respondía usted a sussaludos de buena vecina?

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—¡Ya se lo he dicho! Pasaba delargo. Oh, puede que le dijera hola alpasar, ¡pero desde luego no me detenía apasar el rato!

—¿Y por qué no, señor? Por lo quedice, yo diría que le hacía un desaire.¿Por qué?

—¡Porque no quería que metomaran por uno de esos hombres quededican el tiempo a holgazanearcharlando con putas! ¡Más claro el agua!

Sir John le permitió calmarse unpoco. Ciertamente lo necesitaba. Teníael rostro encendido. Por un momentopensé que se mantenía sentadoúnicamente gracias a su fuerza devoluntad. Movía las piernas sin parar, yparecía impaciente por ponerse en pie y

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salir corriendo.—Hace un momento —dijo por fin

sir John, reanudando el interrogatorio—,me ha preguntado por qué le hacía esapregunta. Permítame que le diga quehago tales preguntas para llegar aconocer su relación con la víctima. Sumujer dejó muy claro qué relación teníaella. Sin embargo, aún no sé muy biencuáles eran los sentimientos de ustedhacia Priscilla Tarkin... ni los suyoshacia usted, ya que estamos.

En ese momento Millhouse lanzóuna mirada desesperada hacia mí y mepilló mirándole fijamente. Yo habíadejado de fingir que clasificaba losviejos registros del tribunal endiferentes pilas, fascinado por el

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desarrollo del interrogatorio de sir John.Millhouse volvió a mirar al magistrado,pero por un momento pareció incapaz deresponder.

—Bueno, yo... —empezó—. Medaba pena, claro, pero yo...

Esperamos, pero tras haberempezado, no parecía capaz de seguir.No dijo nada. Permaneció sentado ensilencio durante casi un minuto.

—Dejemos eso por el momento —dijo sir John—. Pasemos a otrapregunta... una que debería serle fácilresponder. ¿Vio usted a Priscilla Tarkinviva la noche en que murió?

Millhouse suspiró.—Sí —contestó—. Entró en el Dog

and Duck de Bedford Street donde yo

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estaba bebiendo con mis amigos.Recorrió el local en busca de clientes.

—¿Y a usted le habló?—Me saludó.—¿Le habló usted?—No.—¿Quiénes eran esos con los que

bebía aquella noche?—El señor Oliver Goldsmith,

[7] poeta, historiador, novelista y, en

otro tiempo, según tengo entendido,también médico.

—Ése es uno. ¿Había otros?—El señor Thomas Davies, actor,

dramaturgo y editor, y brevemente, un talseñor Ephraim Butts, un amigo del señorDavies del que no sé casi nada, pues

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sólo lo conozco de aquella ocasión.—Muy bien. Ahora tengo algo aquí.

—Sir John abrió el cajón de su mesa yhurgó en él hasta sacar una llave quecolocó sobre la mesa—. Sí —continuó—, esta llave. ¿La reconoce, señorMillhouse?

—Pues parece idéntica a la denuestra habitación.

—Sin duda lo es. Es, según creo, lallave de la habitación de Polly Tarkin,pues el señor Donnelly la halló en subolsillo junto con un chelín y unoscuantos peniques. ¿Jeremy? —Se volvióhacia donde yo estaba—. Oigo el crujirde los papeles de vez en cuando, demodo que supongo que sigues connosotros.

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—Sí, señor —dije.—¿Quieres ir ahora a buscar tu

casaca y tu sombrero para acompañar alseñor Millhouse a Half Moon Street, afin de que pueda indicarte cuál es suhabitación? Quiero que la registres,Jeremy. Averigua lo que puedas de ella,a quiénes pudo conocer y cualquier otracosa que sirva para la investigación.Tienes permiso para traer a Bow Streetcualquier cosa que consideres deinterés.

Me levanté rápidamente de mirincón.

—Estaré encantado de hacerlo,señor —dije, y me dispuse a partir. Elseñor Millhouse se quedó boquiabierto.

—Cierra la puerta al salir —dijo

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sir John—, y espera en el pasillo.

Aquél fue, para mí, un girocompletamente inesperado. Primero seme había dado la oportunidad deinterrogar a una testigo, la señoraCrewton, y ahora se me pedía que fueraa registrar el domicilio de la víctima enbusca de indicios; era evidente que sirJohn me ofrecía una mayorresponsabilidad en sus investigaciones.Esta perspectiva me excitó comoninguna otra desde que había sidoaceptado en su casa.

Mi mano temblaba levemente porla emoción cuando intenté introducir lallave en la cerradura. Pero me dominécon un esfuerzo y lo logré. En aquel

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momento, antes de dar la vuelta a lallave, me volví para encararme con elseñor Millhouse, que se había quedadopegado a mí en el estrecho porche.

—Señor —le dije—. Ahora debopedirle que vaya a ocuparse de susasuntos.

—¿Cómo? Mira, muchacho...Le interrumpí con firmeza.—Ha oído usted tan bien como yo

que sir John Fielding me ha asignado latarea a mí y a ningún otro. Si insisteusted en acompañarme, tendré queregresar esta noche con uno de losalguaciles para que me ayude. Esperohaberme expresado con claridad.

Al parecer la respuesta eraafirmativa. Millhouse se había

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preparado como para soltar toda unaarenga, pero se quedó desconcertado,incapaz de hablar. Esperé un tiempoprudencial y luego, con una firmeinclinación de cabeza y un «buenosdías», di la vuelta a la llave, abrí lapuerta y entré. Luego saqué la llave ycerré la puerta con firmeza tras de mí.

La habitación estaba a oscuras. Meacerqué a las ventanas y retiré lospesados cortinajes. La luz que entró derepente puso al descubierto unahabitación de dimensiones medianas,desde luego más grande que la mía deBow Street, y tenía una pequeñachimenea complementada con unapequeña cocina en el rincón másalejado. En conjunto estaba mucho

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mejor amueblada de lo que habíaesperado. La cama era de buen tamaño yestaba cubierta por un pulcro edredón.Había una cómoda de tres cajones, unescritorio con una silla recta, un armarioy dos cómodas sillas para sentarse, eincluso una pequeña alfombra. Todoaquello apuntaba a una vida anterior sinprivaciones. Desde luego se hallaba muylejos de la sordidez de la habitacióndescrita por el soldado raso Sperling ala que Teresa O'Reilly le había llevado.¿Cómo había conseguido vivir así PollyDos Peniques? Me dispuse a registrar elcuarto para hallar la solución a lapregunta.

El armario no ofreció nada más queropa, que era abundante, mucho más de

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lo que yo podía esperar. Algunasprendas eran viejas y raídas, otras no.De pronto recordé el vestido quellevaba cuando la asesinaron. Era debuena lana, gruesa, y acompañado delchal, debía de protegerla del frío inclusode madrugada. Sin duda se trataba de unvestido nuevo. ¿Cómo se las habíaapañado?

Revolví en los cajones de lacómoda, pero éstos no contenían nadamás que ropa interior, medias ychucherías de diversas clases queexaminé a fondo. Eran muchas: cintas detodos los colores, peines sencillos ygrabados, anillos. De éstos, unoscuantos parecían de oro; otros, que noeran de oro, tenían intrincados diseños;

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y había dos con piedras preciosas decierto valor. Lo más extraordinario erandos camafeos que me parecieron de unvalor apreciable. Me pareció queaquellas joyas eran demasiado paracualquier mujer soltera, y mucho máspara alguien que fingía una granpobreza.

Hallé algo de gran interés en elúnico cajón del escritorio. Era un librode cuentas o libro mayor —no estabaseguro entonces de cómo llamarlo, puesno tenía experiencia comercial—, perovi que se trataba de una lista detransacciones fechadas que seremontaban a unos tres años en elpasado. Debía de haber unas veintepáginas llenas, cada una de ellas con

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treinta entradas. Si bien los artículosvendidos, así como los compradores, sehallaban detallados en una especie decódigo, las cantidades se dabanclaramente en chelines y peniques.Desde luego tenía que llevarme aquellibro a Bow Street. Si aquella mujer sehabía mostrado tan activa vendiendocomo aparentaba, debía de tener untesoro escondido en alguna parte. Miréen derredor. La estancia no era muygrande, seguro que lo encontraría. Demodo que inicié un registro en toda laregla. Saqué los cajones para mirardetrás de todos ellos y no encontré...nada. Realicé un hallazgo inesperado aldeshacer la cama: hallé una daga metidabajo el colchón, pero al alcance de la

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mano, y debajo de la cama había unapistola cargada. De haber llevadoaquellas armas el día en que fueasesinada, tal vez se hallara viva en estepreciso momento y en su casa.

Recordando mis esfuerzos en laresidencia de Goodhope hacía dos años,saqué mi caja de yescas y encendí unavela. Pude entonces examinar con sumocuidado todos los ladrillos de lachimenea. Me llevó casi una hora, perono encontré ninguno aflojado, todosestaban firmemente sujetos y no sonabana hueco.

Cuando por fin terminé, tenía lasmanos manchadas de hollín y tambiénlas ropas, y estaba tan disgustado por mifracaso que volví al centro de la

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habitación y pateé el suelo de purafrustración.

Así hallé lo que andaba buscando.Aunque una alfombra cubría

aquella parte del suelo, noté claramenteque una tabla cedía bajo la presión demi pie derecho. Aparté la alfombra y mepuse a cuatro patas para dar golpes,presionar y buscar con las manos lo queantes había encontrado mi pie sinpretenderlo. Al final me vi forzado alevantarme y volver a dar golpes en elsuelo con los talones. Cuando lodescubrí de nuevo, agarré la daga de lacama y procedí a clavarla en una tabladel suelo de una anchura semejante a lade mi mano, o quizá un poco másgrande. Cuando conseguí arrancarla de

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su sitio, miré lo que había debajo.El hueco estaba lleno a rebosar de

toda suerte de artículos que podíanhurtarse fácilmente a un caballero.Había tres o cuatro pañuelos de seda,lavados y pulcramente plegados; habíatres relojes, uno de ellos en un estucheque parecía de oro, incluso había dospares de anteojos cuadrados al estiloque era entonces el más popular.Aquello era un almacén de artículosesperando a ser vendidos. Pero¿dónde...? quizá... ¡sí!

Lo que buscaba lo encontré debajodel montón de pañuelos. Fuera dehombre o de mujer, se trataba de unacartera de buena piel atada con unascorreas, que yo desaté cuidadosamente

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para examinar el contenido. Estaba llenade soberanos y guineas de oro: lacosecha de tres años dedicados arealizar fechorías.

Incapaz de contenerme, dejéescapar un aullido de triunfo. Luego,recordando que sólo un delgado tabiqueme separaba del señor Millhouse, mecallé inmediatamente, aunque no puderesistirme a murmurar en voz muy baja:

—¡Polly Tarkin, te he pillado conlas manos en la masa! ¡Mi buena mujer,era usted una ladrona!

Apenas tuve tiempo para entregar asir John la cartera y el libro de cuentas(que él dejó caer en el cajón de sumesa), pues salimos a toda prisa en

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dirección a Tavistock Street.Lógicamente supuse que nosdisponíamos a visitar al señor Donnelly,pero no fue el caso.

De camino, le expliqué en detalleel registro que había llevado a cabo.Explotaba de orgullo por lo que habíaconseguido. De modo que cuandoempecé a percibir cierta falta desatisfacción por mi informe, me apresuréa concluir y pregunté con ciertomalhumor si ocurría algo.

—Oh no, no, claro que no. Lo hashecho muy bien, Jeremy —contestó él—,pero yo esperaba que encontraras cartas,algún tipo de anotación... nombres, endefinitiva. ¿Debo suponer que no habíanada parecido?

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—No, señor. —Pensándolo mejor,añadí—: Pero, sir John, debe de haberun montón de nombres en su libro decuentas. Están escritos en clave, pero sise descifra...

—El señor Mardsen tiene talentopara tales juegos. Estoy seguro de quelos intentos de la viuda Tarkin porocultar los nombres de los compradoresde sus mercancías no presentaránmayores dificultades. Pero, verás, ésosno son más que encubridores, los quetrafican con objetos robados. En cuantoal homicidio, me temo que haberdescubierto que la víctima es unaladrona sólo contribuirá a hacer másardua la tarea de descubrir al asesino.

—¡Oh! ¿Cómo es eso?

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—Vaya, ¿es que no lo ves?Cualquiera de las personas a las querobó pudo ir por ella para vengarse. Y,como tú has demostrado, robó a muchaspersonas.

—Comprendo —dije,escarmentado.

Fue entonces más o menos cuandopasamos por delante del edificio quealbergaba la consulta de Donnelly. Sinembargo, cuando seguimos hasta cruzarSouthampton Street y enfilar luegoMaiden Lane, comprendí cuál debía deser nuestro destino.

—Tengo cierto interés por el señorMillhouse —dijo sir John—. El hechode que se hallara en la escena delcrimen es significativo, sin duda. No

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parece capaz de explicar su relación conla víctima. Cuando fuiste en busca de lacasaca y el sombrero, confesó quepercibía algo malévolo en ella y que nole gustaban las caritativas atencionesque le dispensaba su mujer. Cuandoinsistí, me dijo que creía que intentabaseducirlo para poder extorsionarleluego, exigiendo dinero a cambio de susilencio, o algo parecido. A mí meparece más bien inverosímil... a menos,claro, que se estuviera produciendo yaalgo por el estilo. Dime, ¿qué te hadicho Millhouse cuando fuisteis juntos aHalf Moon Street?

—Prácticamente nada. Parecíaensimismado en sus pensamientos. Sinembargo, pretendía entrar en la

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habitación de la viuda Tarkin conmigo.He tenido que amenazarle con volveracompañado de un alguacil para queabandonara la idea.

Sir John soltó una carcajada.—Buen chico, Jeremy —dijo—.

Creo que estamos llegando a nuestrodestino. ¿Estamos cerca de la sinagoga?

—La tenemos justo enfrente. —Yotenía razón... en mi segundo intento, almenos, por adivinar el lugar al que nosdirigíamos.

—Pienso pedirle al rabino Gershonque nos ayude a encontrar a ese talYossel, que parece haber desaparecidode la faz de la Tierra.

Conduje a sir John hasta la puertade la sinagoga. Era un edificio nuevo de

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ladrillo, levantado en poco tiempo porla congregación de Beth El en lugar dela antigua sinagoga de madera que habíaardido en circunstancias extrañas haciados años. Habían hecho un buen trabajo.La nueva sinagoga parecía la estructuramás sólida y duradera de toda la calle.

—¿Llamo a la puerta? —pregunté.—Mira a ver si está abierta.Estaba abierta, de modo que guié a

sir John para subir el único peldaño dela entrada y pasar al interior. Una vez enel vestíbulo, nos detuvimos a escuchar.No parecía haber nadie allí.

—¡Hola! —llamó el magistrado—.¿Hay alguien ahí?

Alguien había. Un rostro aparecióen el otro extremo del vestíbulo, un

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rostro barbado, pero singularmentejuvenil.

—Ah —dijo el rostro, y surgiótambién un cuerpo corpulento, vestidode negro. El rabino Gershon acudiópresuroso a nuestro encuentro; sus cortaspiernas lo impulsaban hacia adelantecon un andar oscilante, como el de unniño—. ¡Sir John Fielding! ¡Jeremiah!¡Bienvenidos!

Percibí, por la sonrisa de sir John,que realmente se sentía bienvenido. Noobstante, no contestó hasta que el rabinollegó a nuestra altura. Entonces extendióla mano a tientas y el rabino se laestrechó con firmeza.

—Buenos días, rabino Gershon —dijo—. Espero no llegar en mal

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momento.—En absoluto —respondió el

rabino—. Estaba estudiando el Talmud yeso puedo hacerlo, Baruch Hashem,todos los días de mi vida.

Luego el rabino me estrechótambién a mí la mano, musitando minombre al mismo tiempo.

—Bien —dijo a sir John—, ¿a quédebo el placer de su visita? Estoyencantado de recibirle, como siempre,pero intuyo que hoy se trata de algoespecial. ¿En qué puedo ayudarle?

—Bueno, tiene usted razón al decirque se trata de algo especial, y tambiénque precisamos su ayuda.

—Bien... explíquese.Sir John le puso en antecedentes

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con un breve resumen. Le habló de losdos asesinatos en un lapso de veintiochodías, detallando la brutalidad delsegundo. Puso el énfasis en lasdificultades con las que había tropezadohasta entonces en sus pesquisas —lafalta de pistas, la ausencia de testigos—,y concluyó diciendo que existía untestigo al que quería interrogar, pero alque no se había conseguido hallar.

—Esperaba —dijo para finalizar—que usted pudiera ayudarnos aencontrarlo.

—Entonces se trata de un judío.—Bueno... sí, eso dicen.—¿Y cómo se llama?—Sólo me han dado el nombre, sin

el apellido, y quizá sea un apodo, que,

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en cualquier caso, no había oído nunca...—Sir John, por favor, ¿qué nombre

es?—Yossel. —Aunque no era difícil

de pronunciar, en aquella ocasiónpareció trabársele en la lengua.

—¡Ah, Yossel! ¡YosselDavidovich! ¡El mismo que me havenido a la cabeza!

—¿Le considera capaz de talesactos?

El rabino Gershon meditó lapregunta largo rato, luego meneó lacabeza.

—En mi opinión, no —dijo—. Es,como dicen los cristianos, una «ovejadescarriada». Le ha dado la espalda a sufamilia, a su herencia, a su religión. He

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oído decir que ha llegado incluso anegar que sea judío. Va por ahí rasuradoy vestido como cualquiera que seencuentre uno por la calle.

Hizo una pausa y miró con airedesdichado primero a sir John y luego amí.

—Pero no; creo que no haría lascosas que usted ha descrito, sir John.Déjeme que le cuente una historia. En elpueblo donde yo vivía cuando era unmuchacho, había un hombre que tenía unperro. Era un hombre odioso, y su perroera realmente malo. El dueño lo llamabamatajudíos, creyendo que era muygracioso, y lo dejaba vagar libremente,de modo que cada vez que nosdirigíamos al shul, el perro nos impedía

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el paso, gruñéndonos y ladrándonosfuriosamente, como un monstruo, y veníahacia nosotros. Aquel perro nos metía elmiedo en el corazón, pues no éramosmás que unos niños, y salíamoscorriendo e íbamos a la sinagoga porotro camino que nos obligaba a caminarcasi una versta más. Por fin, a medidaque nos hacíamos mayores y se acercabanuestro bar mitzvah, empezamos aenvalentonarnos, al vernos cerca de laedad adulta. Uno de nosotros afirmó queno permitiría que aquel perro volviera aimpedirle el paso, a pesar de su nombrey por muy fuerte que ladrara. Así que, lasiguiente vez que emprendimos el mismocamino, el mismo perro nos salió alpaso. Gruñía... ¡oh, cómo gruñía!, y sus

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ladridos eran atronadores y enseñabalos dientes. Pero aquel valiente entrenosotros, que no era el más corpulentoni el más fuerte, no quiso dar mediavuelta y huir. Caminó directamente haciael perro, despacio, mirándole a los ojos.Cuando estaban cerca el uno del otro, elperro se detuvo, pero el chico siguióandando. El perro sólo podía atacarle oretroceder. Retrocedió, ladrando alprincipio, cediendo terreno. Pero comoel muchacho seguía avanzando hacia él,empezó a gemir y a correr, volviendo lamirada hacia el que lo atormentaba,hasta que finalmente huyó. El resto denosotros lanzó vítores al verlo, y desdeaquel día, siempre que el perro nos veíaaparecer, se escabullía, y no volvió a

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molestarnos nunca más.Pasaron unos instantes en silencio.

Supuse que sir John esperaba hastaasegurarse de que el rabino habíaconcluido.

Tras cerciorarse de que así era, fueel magistrado quien habló.

—¿Está sugiriendo que Yossel escomo el perro ladrador, pocomordedor?

—¿Así se dice aquí? En ruso esdiferente. —El rabino asintió—. Quizásea eso, pero quizá Yossel Davidovichno muerda nada en absoluto.

—He sido informado de querobaba a prostitutas, a vecesamenazándolas con un cuchillo.

—Amenazar es una cosa, cumplir

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las amenazas es otra. Creo que Yosseles un cobarde que parece peligroso.

—Puede que sí, pero cuatrotestigos lo vieron peleándose con lasegunda víctima, una mujer que, porcierto, se ha descubierto ahora que alparecer era también una ladrona. Locierto es, rabino, que sólo quierointerrogarlo. Todavía no lo considerosospechoso. Sin embargo, sudesaparición no le favorece.

—Lo encontraré —aseguró elrabino Gershon—. Lo intentaré.

—Gracias —dijo sir John—.Esperaba que me hiciera usted estefavor.

—La verdad, sir John, es quetambién lo hago por mi gente, por mi

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congregación. Asuntos como éste suelenvolverse a menudo contra los judíos.

A nuestro regreso al número 4 deBow Street, Mardsen vino a mí con elentrecejo fruncido y, meneando lacabeza, me entregó un pasquín que veníaa confirmar los temores del rabino.

—Mira lo que reparten por CoventGarden —dijo en voz baja—. Serámejor que se lo leas a sir John.

—¿Leerme qué? —preguntó elmagistrado, cuyo penetrante oído habíarecogido los murmullos del señorMardsen sin la menor dificultad—. ¿Quétiene ahí?

—Un pasquín, señor —contestó elescribano—. Trata sobre el asesinato de

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hace dos noches. No creo que le guste enlo más mínimo.

No, no le gustó. No guardé copiade aquel documento incendiario, porqueno intentaré citarlo textualmente. Lospuntos más importantes eran éstos: Sehabía cometido un sangriento asesinato(el autor no tenía idea de lo sangrientoque había llegado a ser, pues sólomencionaba la herida de la garganta). Lavíctima, una tal Priscilla Tarkin,conocida vulgarmente como Polly,frecuentaba las calles y tabernas de losalrededores de Covent Garden. Quienesla conocían bien la habían visto la nochemisma del asesinato en violenta disputacon un canalla conocido como Yossel.El mencionado Yossel era sin duda el

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asesino de Polly, en opinión de susamigas, pues era conocida su reputacióncomo ladrón de prostitutas y robaba atales mujeres sus escasas ganancias apunta de cuchillo, amenazándolas condesfigurarlas o herirlas de cualquier otramanera. Todos sabían que Yossel erajudío, y la herida mortal que infligió aPolly era de tipo ceremonial, muyconocida en Europa oriental, donde losjudíos raptaban niños cristianos paradesangrarlos en ritos paganos.

Así continuaba todo el pasquín.Cada uno de esos puntos principales sedesarrollaba extensamente, sobre todo elúltimo, que repetía muchas de lascalumnias que se vertían comúnmentesobre el pueblo israelita. Era de

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destacar, empero, que el autor anónimono hacía el menor esfuerzo porrelacionar el asesinato más reciente conel que se había producido veintiochodías antes, lo que me hizo dudar de quelo conociera.

¡Menudo autor anónimo! ¡Estabacasi seguro de que sabía quién habíaescrito el pasquín por sus anterioresobras e incluso por su nombre! ¿Estabasir John tan seguro como yo? Si era así,y juzgando por las muestras externas quemanifestó el magistrado, OrmondNeville, poeta y periodista, no sabía laque se le caería encima.

Jamás antes había visto a sir Johnhacer rechinar los dientes, pero,mientras estaba sentado en la silla que

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antes había ocupado ThaddeusMillhouse leyendo al magistrado elescandaloso pasquín, oí un sonidodesconcertante que me llegaba desde elotro lado de la mesa. Alcé la vista y vique sir John tenía la boca fuertementecerrada y el mentón algo adelantado,pero sus mandíbulas se movían de ladoa lado. Esta reacción era intermitente yse producía en los momentos en que seesforzaba por contener la rabia quesentía ante lo que yo le estaba leyendo.Durante todo el tiempo que duró lalectura —o, en cualquier caso, cada vezque yo alzaba la vista—, vi sus manossobre la mesa formando dos apretadospuños. Finalmente acabé de leer.

—¿Eso es todo? ¿No hay nada

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más?—Eso es todo, señor.—Es más que suficiente. —Sir

John se recostó en el asiento, respirandohondo, sin decir una palabra hasta queañadió—: Jamás, repito, jamás hesabido que se imprimiera y distribuyeraen esta ciudad una semejanteinmundicia, depravada y carente deética. No sólo interfiere e impide miinvestigación y, por ende, en el procesojudicial, sino que llega a calumniar atodo un pueblo de la manera másirresponsable. ¿Te das cuenta, Jeremy,de que entre los que saben leer, los hayque creen realmente que incluso las másgroseras invenciones tienen que serciertas si aparecen impresas?

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Dado que yo mismo, a mi edad, mesentía algo intimidado por todo cuantoleía, no había dado al asunto la reflexiónque se merecía. Así pues, teniendo encuenta las circunstancias, lo mejor quepude hacer fue mostrarme tímidamentede acuerdo.

—Supongo que es así, sir John.—¡Ya lo que creo que sí! Y quizá

se haya causado un daño irreparable alos judíos. ¿Quién sabe, cuando seplanta semejante semilla de maldad, loque puede brotar en los años venideros?¡No permitiré que semejante porqueríacircule por mi distrito! No permitiré quelos londinenses se comporten como loshabitantes de una atrasada provinciaoriental de Europa.

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Subrayó sus palabras golpeando lamesa con ambos puños. Yo no le habíavisto nunca tan furioso.

—Preveo que nos espera una malanoche —dijo—. Tendré que apostar doshombres en la sinagoga del rabinoGershon en turnos de tres horas. Nodejaré que vuelvan a incendiarla. Ynosotros... —Se interrumpió y se inclinóhacia mí sobre la mesa—. Jeremy —dijo—, sé que pasas bastante tiempo enGrub Street. Has de conocer a alguno delos que van por allí.

—Sí, señor.—¿Podrías ir y averiguar quién es

el autor de este... este...?Tan raras eran las veces en que sir

John no hallaba las palabras justas que

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le ahorré la tarea de buscarlas.—No es necesario, sir John.—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?—Creo que es obra de un tal

Ormond Neville. ¿Recuerda que fue elautor del pasquín que exigía el juiciorápido y la ejecución de John Clayton, elpoeta?

—Lo recuerdo muy bien.—Desde entonces han aparecido

otros pasquines, no tan incendiarios,pero que han sido motivo de disgustopara usted. ¿Recuerda la disertación enapoyo de las ejecuciones públicas en lahorca?

—Sí, ya lo creo. Pedía que setrasladara el lugar de las ejecuciones deTyburn a Covent Garden. ¿Era suyo

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también?—Estoy seguro, pues casualmente

nos encontramos en la tienda de suimpresor, Boyer, y el señor Nevillereclamó su autoría orgullosamente.Cometió la imprudencia de preguntarmequé pensaba usted del pasquín.

—Eso hizo, ¿eh? Bueno, estaréencantado de decirle en persona lo queopino de su última obra. ¿Sabes dóndevive ese individuo?

—No, pero sé dónde es másprobable hallarlo.

—Excelente. Cuando acabes tuhora de ejercicios con el alguacilPerkins...

Lancé a sir John una mirada deasombro.

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—Pero... —empecé a decir, sinsaber qué podía añadir después.

—Ah —dijo él—, puede quepensaras que no sabía nada de sus clasesprácticas, pero lo sé. Y aunque no loapruebo totalmente, el alguacil Perkinsme ha hecho comprender su utilidad. Ve,pues, y cuando hayáis terminado, megustaría que os desviarais un poco devuestro camino para ir a Grub Street, sies allí donde tú lo buscarías, y metraigáis al señor Ormond Neville paraque podamos tener una charla.

Encontrar a Neville no fue difícil,como tampoco lo fue persuadirle paraque viniera con nosotros. Me dirigí alGoose and Gander que se hallaba frente

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a la imprenta de Boyer en aquella callede libreros, editores y los escritorzuelosde que se servían. Era una tabernanormal y corriente, donde también sepodía comer, muy parecida a las muchasque podían hallarse en Covent Garden:oscuras, con el aire cargado y, a aquellahora del día, atestadas y ruidosas. Loshombres ocupaban la barra y las mesas,formando círculos o arracimados,gritándose unos a otros. Había tambiénunas cuantas mujeres, quizá dos másaparte de la moza de la taberna, yparecían más bien escritorzuelos queputas. Supuse que Ormond Nevillehabría pasado la mayor parte de la tardeallí, en el Goose and Gander, por lo queno hice caso de la multitud y lo busqué

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entre las mesas. Y allí lo encontré,acompañado de sus amigos y con elpasquín en cuestión frente a él. Debía dehaber cinco o seis hombres con él yparecían celebrar algo: alzaban lasjarras de cerveza y se rendíanhomenajes en tono jovial, mientras,presidiendo la mesa, el señor Nevilleleía a gritos el texto del pasquín a la luzde la vela. Uno de ellos, empero,parecía menos animado que los demás.

—¿Es él? —preguntó el alguacilPerkins.

—Desde luego que sí —contesté.—Bueno, se está divirtiendo de lo

lindo, ¿no? Es una pena que tengamosque estropear su fiesta, pero es nuestrodeber. Vamos, Jeremy.

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Seguí los pasos del alguacil. Mefijé en que había sacado su garrote y lollevaba bien a la vista; eso y su chalecorojo lo identificaban inequívocamentecomo uno de los Vigilantes de sir John.

Mientras nos abríamos paso entrela muchedumbre y las mesas, grité aloído de Perkins:

—Son muchos en la mesa. Leayudaré en lo posible.

—¿Con ésos? —gritó él enrespuesta—. No nos causarán el menorproblema.

Si bien estaba preparado y mesentía capaz de ayudar al señor Perkins,me sentí aliviado al comprobar que teníarazón. El alguacil anunció nuestrapresencia dando un garrotazo sobre el

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pasquín desplegado en la mesa. En elacto se hizo el silencio entre los querodeaban al señor Neville y se extendiórápidamente a los que estaban sentadosmás cerca de ellos. El señor Perkinshabía conseguido atraer su atención.

—¿El señor Ormond Neville? —dijo.

Neville se limitó a asentir con unamirada que no era tanto de miedo comode consternación.

—¿Es usted el autor de ese pasquínque estaba leyendo?

Neville miró en derredor.Difícilmente podía negar su autoría, trashaber aceptado las felicitaciones de suscolegas.

—Lo soy —contestó.

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Yo miré a los demás buscandoindicios de resistencia agresiva, pero novi ninguno. Lo que sí vi, empero, mecogió por sorpresa: uno de ellos, que medaba la espalda cuando nos habíamosacercado, me miraba ahora. Nuestrasmiradas se cruzaron. Reconocíenseguida a Thaddeus Millhouse, comoél debió de reconocerme a mí, puesrápidamente apartó el rostro y alzo unamano para ocultarlo a mi vista.

—Debo pedirle que me acompañeal número 4 de Bow Street, señor —ledijo el alguacil Perkins—. Sir JohnFielding quiere hablar con usted.

—¿Estoy arrestado, pues?—Sólo si se resiste.—Entonces ¿no tengo alternativa?

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—Yo no veo ninguna, señor.Neville se levantó despacio,

mirando a izquierda y derecha a suscompañeros de mesa. Viendo que nopodía esperar ayuda de ellos, inclinó lacabeza en señal de sometimiento.

—Por qué no se lleva su ejemplardel pasquín, señor —sugirió el señorPerkins—, dado que será el objeto dediscusión.

Neville recogió el pasquín, lodobló de cualquier manera y se lo metióen el bolsillo de la casaca. Alzó elmentón.

—Estoy listo —dijo luego, contono melodramático.

Sin embargo, cuando nosdisponíamos a partir, uno de los de la

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mesa se armó de valor por fin. Era elque antes parecía algo molesto cuandose había brindado a la salud del señorNeville. Aunque tuvo la prudencia de nolevantarse para desafiar al alguacil, alzóla voz con tono agresivo. Por su aspecto,lo tomé por irlandés.

—Oiga —dijo—, ¿qué derechotiene a llevárselo de esa forma? Nevilleno es un criminal, sino un pobre escritor,como todos los que estamos aquí. ¿Es uncrimen vivir de la pluma? ¿Es que GranBretaña no es un país libre?

El alguacil Perkins se detuvo yposó en él una mirada glacial.

—Quizá le gustaría acompañarnosy presentar sus puntos de vista ante sirJohn.

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—No —replicó el individuo—, metemo que debo ocuparme de unosasuntos urgentes. Estaba a punto demarcharme.

—Entonces le deseamos buenasnoches —dijo Perkins—. Vengaconmigo, señor Neville.

Neville obedeció con la mayordocilidad.

Tan pronto salimos del Goose andGander a la oscuridad de la noche einiciamos nuestro camino hacia BowStreet, Ormond Neville se me pegó eintentó discutir conmigo el tema delpasquín, mientras el alguacil manteníauna fría indiferencia.

—Bueno, caballerete, usted y yonos conocemos bien —me dijo,

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sonriéndome levemente—. Hemoshablado en varias ocasiones. Quizápodría decirme qué parte del pasquín esla que desagrada a sir John.

—Creo que podría afirmarse que ledesagrada en su totalidad.

—¿Todo?—Sí, señor.-Oh.Si mal no recuerdo, no volvió a

pronunciar palabra en todo el tiempo.Los tres nos limitamos a marchar codocon codo. Cuando se hacía necesariocaminar en fila, Perkins encabezaba lamarcha y yo ocupaba la retaguardia.

Por mi parte, no dejaba de darvueltas y más vueltas al inesperadoencuentro con Millhouse. Verlo allí, enla mesa de Ormond Neville, me había

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sorprendido, claro, pero mucho másextraño me había parecido su reacción.¿Por qué había vuelto el rostrointentando ocultarlo? No esperaba yoque saltara de su silla para estrecharmela mano y saludarme con una fuertepalmada en la espalda. Aun así, meparecía muy extraño que fingiera noestar allí, como si lo hubiera pilladohaciendo algo que no debería hacer. Alfin y al cabo tenía todo el derecho delmundo de estar allí. Aunque bebía, noestaba borracho. ¿Era su relación conNeville lo que causaba su embarazo?Parecía probable, viéndolos juntos, queMillhouse fuera quien había dado elnombre de la víctima al autor delpasquín, puesto que él mismo la había

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identificado. Sin embargo, si era así,¿por qué no le había hablado también dela mutilación de la mujer? Queríapreguntárselo al señor Neville, queríapreguntarle qué sabía él de ThaddeusMillhouse, pero, siguiendo el ejemplodel alguacil Perkins, guardé silencio.

A nuestra llegada, hallamos elnúmero 4 de Bow Street agitado poridas y venidas. Sir John y Bailey sehallaban en el centro de todo, asignandoturnos para los guardias que vigilaríanla sinagoga y revisando las calles quehabrían de ser cubiertas por otrosalguaciles para compensar los doshombres que habrían de hacer turnos detres horas. Era realmente complejo y amí me pareció que también era algo

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confuso. En aquella vorágine nosadentramos con el señor Neville enmedio. Éste parecía muy intimidado poraquel bullicio, como si quisiera hallarseen cualquier otro lugar. (Y más quehabría de quererlo cuando sir Johnterminara con él.)

—Pero ¿dónde están los alguacilesLangford y Brede? —gritó Bailey porencima del tumulto—. ¿Los ha vistoalguien?

Al parecer no los había visto nadie.Hubo unas cuantas respuestas, perotodas negativas.

Perkins condujo a Neville entre loscongregados hasta llegar a sir John; yoles seguí.

—Aquí está su hombre —dijo

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Perkins—. Jeremy lo ha encontrado y lohemos traído.

—Oh —repuso sir John conexpresión algo severa—, así que aquítenemos a nuestro autor, ¿eh? Usted es elautor de ese pasquín que ha aparecidohoy, ¿correcto?

—Sí, señor —musitó Neville.—Bueno, alce la voz, alce la voz,

señor. He oído hablar mucho del orgullode la paternidad literaria. No me digaque no siente usted ni siquiera unpoquito. Cualquiera que pueda causartodo este alboroto debe de ser sin dudaun escritor muy influyente. ¿Qué tieneque decir?

Él no dijo nada.—¿Nada? Bueno, pues tengo

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muchas cosas que decirle, puede estarseguro, pero en este momento todos losproblemas que usted me ha ocasionadome impiden hacerlo, de modo que habréde arrestarlo hasta que esté en libertadde hablar con usted, y puede que no seahasta mañana. Así pues, señor... ¿cómodices que se llama, Jeremy?

—Ormond Neville, señor —contesté.

—Gracias. Así pues, OrmondNeville, le arresto por interferir en unainvestigación criminal e incitar aldesorden público. La vista de su caso secelebrará en mi tribunal a mediodía.

—¿Desorden público? —exclamóNeville—. ¿Qué desorden?

—¡Señor Baker —gritó sir John—,

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enciérrelo en el calabozo!Las palabras que antes faltaron a

Neville brotaron de repente de suslabios mientras se lo llevaban a rastras.Protestó afirmando que se trataba de unainjusticia, de un error, de...

En ese mismo momento se produjouna gran conmoción al otro lado delpasillo. La puerta de la calle se abrió degolpe. Se oyeron pasos al tiempo queaparecían unas figuras en la sombra ynos llegaba un gran clamor desde lacalle.

—¡Atrancad la puerta! ¡Atrancad lapuerta! —se oyó gritar.

—¿Qué pasa? —exclamó sir John—. ¿Qué ha ocurrido?

Yo recorrí el largo y oscuro pasillo

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con otros dos o tres y estuve a punto dedar de bruces con el rabino Gershon.Arrastraba tras de sí a un hombremoreno de unos veinte años de edad quelloriqueaba y gimoteaba de miedo.Aquél era, al parecer, el famoso Yossel.

—Se ha formado una turba ahífuera —dijo el rabino, jadeante—. Nosvenían persiguiendo, nos hubieranmatado de no ser por los hombres de sirJohn. —Señaló hacia atrás a losalguaciles echados en falta (AlfredLangford y Clarence Brede), abriéndosepaso.

Yo me di la vuelta, confuso, y vique el rabino había llegado ya hasta sirJohn y que debía de haberle explicadoya la situación. Vi que su prisionero

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retrocedía hacia mí, lo agarré por elbrazo con fuerza y lo empujé haciaadelante.

—¡Alfanjes y garrotes! —gritó sirJohn—. ¡Alfanjes y garrotes!

Los Vigilantes desenvainaronespadas y empuñaron garrotes. Entraronen el pasillo en tropel, llenándolo.

—Sir John, aquí está el prisionero.—Yossel Davidovich —apostilló

el rabino.—Es usted un hombre de palabra,

rabino Gershon —dijo el magistrado—.¡Señor Baker! Si está usted por aquí,coja al tipo que ha traído el rabino ymétalo en el calabozo con el escritor.Eso les dará algo que pensar.

Al otro lado del pasillo oí la voz

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de Benjamin Bailey, el capitán de losVigilantes. Era en escaramuzas comoaquélla en las que se demostraban susdotes de mando.

—Bien, cuando se abra la puerta,nos abalanzaremos sobre ellos comoauténticos demonios. Primero losgarrotes, y si no retroceden, usar la hojaplana. ¡Seguidme!

Una pausa. Luego:—¡Abrid la puerta!

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VI

En el que el señor Tolliver encuentraa la tercera víctima

La batalla que se preveía no se

produjo finalmente. Los Vigilantessalieron en tromba por la puerta delnumero 4 de Bow Street dando alaridos,pero no encontraron la turba que lesopusiera resistencia. Los pocosrezagados que seguían merodeando por

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allí giraron sobre sus talones y sedispersaron en todas direcciones. Fuerapor la sorpresa o por auténtico regocijo,los alguaciles se miraron unos a otros yde repente soltaron grandes risotadas alunísono.

—¿Qué es eso, Jeremy? —quisosaber sir John—. ¿Qué les resulta tandivertido?

Estábamos los dos en el umbral dela puerta. Los Vigilantes se habíandesplegado en arco, y seguían mirándosey riendo, dejando que las carcajadas sefueran extinguiendo.

—Pues no lo sé, señor —contesté—. A menos que sea que han salidodispuestos a librar una batalla y se hanencontrado con que no había contra

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quién luchar. La turba se ha dispersado.—Bueno, puede que aún tengan

ocasión de ver cumplidos sus deseos. —Luego gritó—: ¡Eh, muchachos!Diríjanse a la sinagoga de Maiden Lanea toda prisa. Puede que la turba hayavuelto a formarse allí. ¿Señor Bailey?

—¿Sí, sir John?—Si no se ha reunido una

muchedumbre ante la sinagoga, deje doshombres allí como hemos convenido yenvíe a los demás a hacer las rondas talcomo las ha dispuesto usted antes.

—Lo que usted ordene, señor.El capitán de los Vigilantes echó a

correr para alcanzar a los otros.—Bien, Jeremy, tengo un trabajo de

hombres para ti. Normalmente no te

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pediría que lo hicieras, pero como vesen estos momentos andamos escasos dehombres.

—Lo que usted me pida.—Quiero que lleves al rabino de

vuelta a la sinagoga, pero actúa concautela. Cuando lleguéis a Maiden Lane,asegúrate de que no hay disturbios allíantes de seguir adelante. —Elmagistrado vaciló—. Aunque no meguste demasiado la idea, creo que seríamejor que llevaras un par de pistolas.Llévalas cargadas, pero piensa que tehan de servir únicamente como elementodisuasorio. Si disparas, será mejor quetengas una buena razón... y que sea alaire. Ahora ve en busca del rabino y queel señor Baker te dé las pistolas.

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Debíamos de ofrecer una curiosa

estampa cuando enfilamos TavistockStreet, el rabino Gershon con su negra yondulante túnica y su barba negra, y yo,que no era más que un mozalbete quellevaba dos grandes pistolas, fingiendoser todo un hombre. Al principio nocaminábamos deprisa, sino con cautela,aguzando el oído por si nos llegaban lossonidos de algún disturbio. Sin embargo,ninguna de las personas que pasó pornuestro lado parecía especialmentehostil; si nos miraron más de lo normalfue por curiosidad, o quizá inclusomovidos a risa.

Con todo, tuvimos una charladurante el camino, pues aquel hombre

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me resultaba fascinante y siempre queme hallaba con él a solas (lo cualocurría muy pocas veces), teníapreguntas que hacerle. En aquellaocasión estaban relacionadas con elasunto que teníamos entre manos.Recuerdo que le preguntó si le habíacostado mucho encontrar al tal Yossel.

—Oh, no —respondió él—. Sabíadónde buscarlo.

—¿Y dónde era, señor?... si no lemolesta que se lo pregunte.

—Jeremiah —dijo él, pues siempreme llamaba así—, te diré una cosa sobrelos judíos. Cuando uno de ellos se meteen un lío, aunque le haya dado laespalda a su pueblo y a Hashem, aunquesea un hereje, un canalla, aun así, si está

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metido en un lío, digo, acudirá a su gentesuplicando ser perdonado y que vuelvana aceptarlo. Y su familia lo perdona y loacepta, pues ¿quién puede dar la espaldaa uno de su propia sangre?

—¿Y allí fue donde lo encontróusted?

—Sí, con su familia, que sonpersonas buenas y creyentes, y rezantodos juntos por la salvación de Yossel.Pero... —Se interrumpió de repente,frunciendo el entrecejo por laconcentración—. ¡Escucha! ¿Qué eseso?

Era el ruido estridente de grandesvoces, que no se hallaban a demasiadadistancia, además. Pero entonces me dicuenta de que estábamos a punto de

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pasar por delante del Shakespeare'sHead, un local donde se podía comer ybeber y que atraía a una clientela demala nota.

—Mire —dije señalando el sitio—. Creo que el ruido viene de ahí.

—Entonces, pasemos deprisa —pidió él.

Así lo hicimos, avivando el pasosúbitamente, y el rabino no reanudó sudiscurso hasta que nos hallamos a unadistancia considerable.

—¿Por dónde iba? Ah sí, ya meacuerdo. Al entrar en su casa me losencontré rezando, y a Yossel con ellos.Les dije que quizá yo les llevaba lasalvación que pedían para Yossel.También les hablé de sir John y lo alabé

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como hombre justo. Ellos me escucharoncon incredulidad, Yossel el másescéptico de todos. Y luego su hermanose acercó y me entregó ese terriblepasquín con todas las viejas mentirassobre el pueblo de Israel y me dijo:«Leedlo, habrá un pogromo. ¡Nomatarán sólo a Yossel, nos asesinarán atodos!» De modo que tuve que discutircon ellos. Yossel negó que hubieramatado a nadie... quizá había amenazadocon matar, con cortar una nariz o unaoreja. Yo le dije: «Mira adónde hanllevado a tu familia tus amenazas.¡Piensa en lo que podrían significar paratodos los judíos de Londres!» Oh,pronto se echó a llorar, pidiendoperdón, y finalmente accedió a venir

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conmigo. No obstante, nos pareció másprudente esperar hasta que se hiciera denoche. Así que aguardamos una hora, yya sabes, Jeremiah, lo que pasó luego. Amitad de camino de Bow Street, unamujer de la calle, una a la que él habíaamenazado con ese cuchillo suyo, lo vioy gritó: «Ahí está Yossel. ¡Es él! ¡Ahíva!» Entonces él hizo una tontería: echóa correr. Eso atrajo a una gran multitud.De no ser porque fue a caerdirectamente en manos de dos devuestros alguaciles, creo que la turbanos hubiera despedazado a los dos. Oh,han estado magníficos esos dos hombresde sir John, se encararon con ellos, leshicieron retroceder, han...

—Rabino, perdone.

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—¿Sí, Jeremiah?—Ya hemos llegado, señor.Tan enfrascado estaba el rabino en

su relato que en algún lugar entreTavistock y Maiden Lane se habíadespistado por completo. La sinagoga sealzaba ante nosotros en la tranquilacalle. Los Vigilantes de chaleco rojorondaban por allí, discutiendo sobre losnuevos itinerarios de sus rondas que leshabía entregado el señor Bailey (hastaese punto llega el aborrecimiento quesiente el animal racional hacia loscambios en su rutina). El rabino miró aun lado y a otro y, tranquilizado por laconcentración de alguaciles en su puerta,se volvió hacia mí con una sonrisavacilante.

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—¿Tantos? —preguntó.—Creo que sólo se quedarán dos

durante la noche —contesté—. Los otrostendrán que irse ahora a realizar susrondas.

—Bueno, dos son muchos. Siemprerecordaré que fueron dos los que nossalvaron de nuestros perseguidores. —Me saludó con la mano desde la puerta—. Buenas noches, Jeremiah.

Yo le di las buenas noches y lesaludé con la mano a mi vez, mientras élsubía los dos peldaños de la entrada.Bailey también lanzó un breve saludo.El rabino sacó una gran llave, que usópara abrir la puerta. Se oyeron chillidosde niños y la voz de una mujer mientrasla puerta se cerraba; el rabino estaba de

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vuelta en casa y a salvo.Me dirigí entonces hacia Bailey

para presentarme ante él con laesperanza de que me asignaran unanueva tarea. Sus hombres se marchabanallí de uno en uno o en parejas.

—Bueno, fíjate en esto, jovenJeremy... con un par de pistolas,dispuesto a todo, ¿eh? Sólo te falta elchaleco rojo para parecer uno de losnuestros.

¿Hablaba en serio? La esperanzade que así fuera reavivó mi fantasiosodeseo de convertirme en Vigilante deBow Street a la edad de quince años.

—Así que has acompañado alsacerdote judío hasta casa, ¿eh?

—Eso he hecho, señor Bailey. Ha

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sido idea de sir John que cogiera laspistolas. Me ha sorprendido.

—¿Están cargadas?—Sí, señor.—No tiene sentido llevar un arma

si no está cargada. ¿Habéis tenido algúntropiezo durante el camino?

—Ninguno, señor. Sólo alguna queotra mirada curiosa.

—La gente se os quedaba mirando,¿eh? Bien, Jeremy, muchacho, si notienes otra cosa que hacer, ¿por qué note vienes a dar una vuelta conmigo porCovent Garden para asegurarnos de queno hay por ahí gente escondida, pasandoel rato, esperando una nuevaoportunidad? A veces ocurre con laturba... se aleja y se esconde durante un

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tiempo.Yo accedí a su propuesta con

vehemencia. Bailey no tardó más queunos instantes en dar sus últimasinstrucciones a los alguaciles Langford yCowley que realizarían el primer turnode vigilancia en la sinagoga, luego meindicó que lo siguiera y emprendimos lamarcha hacia Bedford Street.

Caminando a buen paso giramos ala derecha al llegar a la calle y, almismo paso, llegamos a Henrietta Street,una de las que desembocan en CoventGarden. No nos hallábamos lejos delcallejón donde el alguacil Brede habíadescubierto el cadáver mutilado dePriscilla Tarkin apoyado en la verja delcementerio. En la esquina de Henrietta

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Street, el señor Bailey se detuvo aescuchar. ¿Qué podía oír aparte delbullicio que surgía de las tabernas ylupanares de Bedford Street? Seríanmucho más ruidosos después, y lascalles estarían realmente atestadas. Porel momento, la gente que trabajaba en elGarden de día ya lo había abandonado yla vasta población nocturna no se habíaadueñado aún de las calles.

Bailey señaló con la cabeza endirección a Henrietta Street y por allícontinuamos, siempre a buen paso.Después de haberle visto aguzar el oídoapenas unos segundos antes, mesorprendió un poco que me hablara conaire desenvuelto mientras caminábamos.

—Tú y yo, Jeremy —dijo—,

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formamos todo un ejército. Tú con tuspistolas y yo con esta gran espada en suvaina.

—Es cierto —convine—. Notenemos motivos para temer a hombrealguno ni a la turba.

—Aun así, estoy impaciente porregresar a Bow Street ydesembarazarme del alfanje. Es unfastidio que vaya haciendo ruido contrami pierna izquierda al andar.

Cierto era que hacía un poco deruido. A mí, empero, aquel sonido meparecía tranquilizador. La calle estabaoscura, las farolas eran escasas y pocaseran las ventanas en las que hubiera luz.No se veían transeúntes ni delante nidetrás de nosotros, ni había tráfico de

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caballos, de modo que la escena tenía unaire desierto y siniestro. De repente, seme ocurrió que no me gustaría caminarpor aquella calle solo, y menos aúnrecorrer calles aún más oscuras,angostas y desiertas de noche con laúnica protección de un garrote. Quizá noestaba tan preparado como suponía paraingresar en los Vigilantes de BowStreet.

Un grito surgió del otro extremo dela calle, como si viniera a confirmaraquella conclusión.

—¡Eh, ustedes dos! ¿Son vigilantesdel juez? ¡Por aquí!

Miramos, pero no vimos nada másque un oscuro pasaje entre dos edificios.El grito no podía proceder de ningún

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otro lugar. Cuando cruzamos la calle,percibí una figura borrosa, agachadaentre las sombras del pasaje. La figuraagitó la mano, luego se levantó y avanzóhacia nosotros haciéndonos señas.

—Cuidado, Jeremy —dijo Bailey—. Podría ser una trampa. Mantén lasmanos en las pistolas.

Hice lo que me ordenaba hasta quellegamos a la altura del hombre que noshabía llamado, pues a la luz mortecinade una farola me di cuenta de que no eraotro que el señor Tolliver.

—No tema —dije Bailey—. Esnuestro carnicero.

—¿Vuestro carnicero, dices?¿Estás seguro?

Tolliver, por su parte, parecía

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completamente seguro.—¡Jeremy! Qué suerte que pasaras

por aquí con uno de los vigilantes,aunque no estoy seguro de querer queveas lo que hay en el pasaje.

—¿Y qué es, señor? —preguntóBailey. Los dos hombres altos sehallaban ahora cara a cara. Los ojos delalguacil se desviaron hacia el oscuropasaje. Había algo o alguien tirado en elsuelo a unos dos metros de la estrechaacera en la que estábamos nosotros.

—Pues es una mujer. Está muerta,vaya que sí, aunque juraría que aún estácaliente. Venga a verlo usted mismo.

El señor Bailey inclinó la cabezabrevemente.

—Eso haré, señor, y gracias.

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El alguacil rodeó al carnicero, quese hizo a un lado de modo que meimpedía el paso. Yo intenté seguir alseñor Bailey.

—Jeremy —me dijo el señorTolliver—, creo que no es necesarioque tú también lo veas.

—Oh, estoy seguro de que he vistocosas peores.

Él me dejó pasar a regañadientes yyo me apresuré a reunirme con el señorBailey.

Ciertamente había visto cosaspeores. Aquella mujer —o muchacha,pues debía de tener apenas unos añosmás que yo— se hallaba colocadacontra la pared a un lado del pasaje,casi sentada, caída un poco hacia

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delante de modo que el mentón ledescansaba sobre el pecho de forma muyparecida a Priscilla Tarkin.

—Está muerta, desde luego —dijoel señor Bailey al carnicero—, y aún nose ha enfriado. —Miró el cadáver—.Me pregunto de qué se habrá muerto. —El alguacil no tenía madera deinvestigador.

—Échele la cabeza hacia atrás —lesugerí yo, recordando a la viuda Tarkin—, y vea si le han cortado el cuello.

El señor Bailey llevó a cabo misugerencia. No se veía ninguna herida nitenía marcas de estrangulamiento en elcuello, pero el vestido desabrochadoinvitaba a realizar un examen.

—¿La han rajado? —preguntó—. A

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la última se lo hicieron.—Bueno, veámoslo.Bailey se arrodilló junto a ella y le

abrió el vestido, poniendo aldescubierto los senos pequeños de lachica, pero no había ninguna herida en elestómago.

—Oiga —dijo Tolliver—, eso noestá bien. No es decente. —Parecíaexcesivamente turbado por una manerade actuar que yo había acabadoaceptando como mera rutina.

—Pero, señor, está muerta. —¿Esolo justificaba? Alguien, entonces norecordaba quién, había dicho que a losmuertos no les importaba; brutalfilosofía, cuando menos. Intentéexplicarme mejor—: Mire, si la han

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asesinado, se ha de realizar unaautopsia. Si ha muerto por causasnaturales, se llevarán el cadáver paraser enterrado en la fosa común, a menosque alguien lo reclame, por supuesto.

—Comprendo. Bueno, entoncessupongo que debe hacerse.

Bailey nos observaba mientrashablábamos, como si no entendiera deltodo el significado de lo que decíamos.Se me ocurrió entonces que quizáaquella desdichada había sido asesinadadel mismo modo que Teresa O'Reilly.

—Mire justo debajo del esternón—sugerí—. Vea si hay ahí una pequeñaherida.

El alguacil hizo lo que le decía yluego alzó los dedos para mirárselos a

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la luz.—Por Dios que ahí está, Jeremy,

tal como tú decías. Ha salido tan pocasangre que lo he pasado por alto laprimera vez. La han acuchillado con unahoja muy estrecha, de un solo golpe.¡Eso es lo que la ha matado!

Miré a Tolliver. El carnicero seinclinaba hacia el cadáver, fascinado asu pesar.

Bailey cubrió el cuerpo lo mejorposible, se incorporó y volvió a laentrada del pasaje.

—Es un asesinato, desde luego —dijo—. Bien, señor... ¿cómo dice que sellama, señor?

—Tolliver.—Bien, señor Tolliver, ¿podría

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decirme cómo ha ido a dar con elcadáver de esa pobre chica?

El carnicero meditó la preguntaunos instantes.

—Bueno, no lo sé exactamente.Esta noche he acabado tarde en elpuesto, porque he tenido que limpiar ytodo lo demás. He cerrado y me hedirigido a casa por esta calle, comosiempre. Ahora que lo pienso, siempreecho un vistazo por este pasaje cuandopaso por aquí de noche, para que no mesorprenda ningún bellaco.

—¿Y ha sido entonces cuando lavio?

—Vi algo. Podría haber sido unborracho tumbado por la ginebra; seríamuy normal en este barrio. Pero me paré

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y miré mejor, y no sé si fue porque lacabeza le colgaba mucho o qué, pero mepareció mejor entrar a mirar. Le busquéel pulso y no tenía, pero aún estabacaliente, como ha comprobado ustedmismo. Luego miré en derredor en buscade ayuda, y los vi pasar a los dos. Ustedtenía aspecto de autoridad, así que lollamé.

—¿Y eso es todo? ¿No ha visto anadie al otro extremo del pasaje?

—No. Hay poca luz, como ustedpuede ver, pero no había nadie que yohaya podido ver.

—¿Y no ha oído nada?—No, en el pasaje no.—¿Ni siquiera pasos?—En ese momento no, luego oí los

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suyos que llegaban por la calle.—¿Adónde conduce este pasaje, lo

sabe? —Yo estaba convencido de que éllo sabía, y me pregunté por qué lopreguntaba él.

—Creo que al cementerio de SanPablo. Eso he oído decir, aunque nuncahe tenido motivos para recorrerlo.

Aquello era significativo. A PollyTarkin la habían encontrado apoyada enla verja del cementerio en el callejónque llegaba allí desde Bedford Street.Quizá el asesino tenía intención dellevar el cadáver hasta la verja ymutilarlo como el de la Tarkin. Si eraasí, eso significaba que todavía estabapor allí, al final del oscuro pasaje, o enalguna de las casas que se apiñaban en

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él.—Perdone que se lo pregunte,

señor —dijo el alguacil al señorTolliver—, ¿qué lleva en ese envoltoriode cuero que sujeta bajo el brazo?

—Pues mis cuchillos. Me los llevoa casa todas las noches —contestó elcarnicero.

—¿Cuchillos, dice?—Sí, cuchillos. Soy carnicero. Son

las herramientas de mi oficio.—Ah, sí, eso me ha dicho Jeremy.

¿Le importaría abrirlo, señor, para quepueda echarles un vistazo?

—Bueno, yo...Era evidente que le importaba. No

obstante, para demostrar que no teníanada que esconder, cogió el paquete, lo

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desató y lo abrió con cuidado. En lagamuza había ocho cuchillos de diversostamaños y formas, cada uno metido en unbolsillo por separado. Incluso bajoaquella tenue luz, relucieron loscuchillos cuando el señor Bailey lossacó, uno por uno, para examinarlos.Todos estaban limpios de sangre yninguno de ellos tenía la hoja tanestrecha como para haber infligido eltipo de herida que yo había visto enTeresa O'Reilly y la que el señor Baileyhabía visto en la chica sin identificar delpasaje. Ciertamente el alguacil tambiéndebió de darse cuenta, pues cuandoterminó, asintió y dio las gracias alseñor Tolliver por su cooperación.

Luego, tras aguardar a que el

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envoltorio de los cuchillos volviera aestar atado (incluso se ofreció a ayudara atar las tiras de cuero que losujetaban), el señor Bailey informó alcarnicero de que, por mucho que lolamentara, se veía obligado a retenerlohasta que llegara sir John, porque sinduda el magistrado desearíainterrogarlo.

Se volvió entonces hacia mí y meordenó ir en busca de sir John.

—Pero, Jeremy, quiero que vuelvaspor el camino por el que hemos venido.Párate en la sinagoga y, si todo estátranquilo por allí, dile al alguacilCowley que venga aquí. Dile que pidaprestada una lámpara al rabino. Luegove a Tavistock Street, y si encuentras al

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médico, al irlandés...—El señor Donnelly —apunté.—El mismo. Pídele también que

venga aquí. Luego, claro está, ve abuscar a sir John a Bow Street. Ofrécelemis disculpas por molestarle durante lanoche, pero dadas las circunstancias,querrá venir en persona. ¿Lo hasentendido todo?

—Desde luego, señor Bailey.—Ah, y que el señor Baker te dé

también una lámpara. Necesitamos luzaquí. —Inclinó la cabeza paradespacharme—. En marcha.

Y yo así lo hice.La tranquilidad reinaba en la

sinagoga. Maiden Lane aparecía aúnmás silenciosa que Henrietta Street. El

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alguacil Cowley parecía medio dormidoaun estando de pie.

—Adelante, llévatelo —dijo elalguacil Langford—. Estoy convencidode que seguiría durmiendo aunque nosatacara una gran turba.

—Necesito moverme —dijoCowley.

—Lo que necesitas es dormirdurante el día en lugar de jugar en lacama con esa prometida tuya.

—Pronto nos casaremos. Ya verás.—¿Para qué comprar la vaca si

tienes la leche gratis? —El alguacilLangford debió de creerse muy gracioso,pues soltó una buena carcajada de supropio chiste.

Yo golpeé con fuerza la puerta de

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la sinagoga. Un minuto después, seabrieron unos postigos en el piso dearriba y el rabino Gershon asomó lacabeza por la ventana.

—¿Tú, Jeremiah? ¿Ocurre algo?—Oh no, señor, sólo quería saber

si podría prestarnos una lámpara.—¡Por supuesto! Ahora mismo

bajo con ella.No me gustaba la idea de dejar a

Langford solo, aunque fuera por unahora, de modo que le ofrecí una de lasdos pistolas que llevaba.

—Si dispara usted al aire looiremos y vendremos enseguida.Estamos a una manzana de aquí.

El alguacil aceptó el arma y se lametió en el cinturón.

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Se abrió entonces la puerta de lasinagoga y el rabino Gershon me tendióla lámpara. Yo le di las gracias yprometí devolvérsela, pero no leexpliqué para qué la necesitaba. Lehubiera alterado grandemente enterarsede que habían asesinado a otra mujer.

Le entregué la lámpara encendidaal alguacil Cowley y le insté a ponerseen camino rápidamente. Luego me dirigía Tavistock Street en busca del señorDonnelly.

Dado que no tenía la menor idea decuáles eran las ocupaciones del médicoa aquellas horas, temí no hallarlo encasa, pero vi luz bajo la puerta de suconsulta de dos habitaciones cuandollegué corriendo y sin aliento. Me

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detuve un poco para recobrarlo y luegollamé.

—¿Sí? ¿Quién es?—Soy yo, Jeremy Proctor, de Bow

Street.El médico descorrió el pestillo y

abrió la puerta.—Qué sorpresa tan agradable —

exclamó—. Entra, entra.—No puedo, aunque me gustaría.

Me han enviado a decirle que vaya aHenrietta Street. Se ha encontrado a otramujer muerta.

—Ah, Jesús bendito, ¿cuándoacabará esto? ¿Estaba tan horriblementemutilada como la otra?

—No, señor. La han matado igualque a la primera, con una pequeña

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herida justo debajo del esternón. Unacuchillada hacia arriba que le haatravesado la vena cardiaca.

Donnelly rió a su pesar.—Vaya, Jeremy, creo que has

citado mis propias palabras. Estabaspresente en la vista, ¿verdad?

—Sí, señor —respondíruborizándome.

—Muy bien, pues cogeré mimaletín y estaré contigo en un momento.

—Lo siento, señor, pero no puedoacompañarle, pues debo ir a alertar a sirJohn. Hemos sido el señor Bailey y yolos que llegaron a la escena del crimen,alertados por el hombre que descubrióel cadáver. —Le indiqué el lugar exactodonde se hallaba el pasaje que daba a

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Henrietta Street, y le aconsejé que dieraun rodeo por Maiden Lane y BedfordStreet—. Cortar por el Garden puede serpeligroso de noche.

—Lo haré como dices.—Y lleve consigo una lámpara, si

tiene una —dije, empezando aretroceder—, porque el pasaje está muyoscuro a pesar de la luna llena.

—Ve, pues, Jeremy, pero vuelve avisitarme cuando tengas tiempo.

—¡Lo haré, señor! ¡Adiós, señor!Me di la vuelta y bajé las escaleras

en un vuelo.Resultaba difícil correr con la

pistola y la funda vacía colgando de lacintura, y pronto dejé de correr paraandar deprisa. El señor Bailey no me

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había pedido que corriera, de hecho, mehabía enviado primero a la sinagoga yluego a la consulta del señor Donnelly.Si me daba prisa, no era por obedecersus órdenes, sino por consideraciónhacia el señor Tolliver, que debía desentirse ciertamente muy pocogratificado por la amabilidad dedetenerse a ver qué le ocurría a aquellapobre chica del pasaje. ¿Cuánto tiempolo retendrían? Era imposible que Baileycreyera que Tolliver podía ser elculpable de un crimen tan vil. Si élconociera la mucha bondad que mehabía demostrado siempre —y a ladyFielding antes de que se convirtiera enesposa de sir John—, se habría limitadoa comprobar los detalles pertinentes y le

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habría permitido volver a casa dándolelas gracias. En cambio, había insistidoen ver el juego de cuchillos delcarnicero, como si fuera sospechoso delcrimen. ¡Vaya, pues claro que uncarnicero llevaba cuchillos! Cualquieridiota lo comprendería. Benjamin Baileyno era un idiota, pero había veces en quemostraba cierta falta de... de...

Así pensando, no estaba quizá tanalerta como debería. Acababa de cruzarRussell Street cuando surgió una manode un portal que me agarró con fuerzadel brazo izquierdo y me obligó adetenerme. Yo me di la vuelta conbrusquedad, desasiéndome al tiempoque echaba la mano derecha a la pistola.

—Eh, compañero, deja en paz esa

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pistola. Tú y yo tenemos cosas quehablar.

El que hablaba salió de lassombras a la débil luz que daba la farolade la esquina. En aquel instante reconocíal «protector» de Mariah, el tipo al queyo había apodado «chico matón». Era laúltima persona en Londres a la queesperaba —y quería— ver en aquelmomento, pero mientras lo miraba, medebatía entre el deber y la curiosidad, yla curiosidad ganó.

—¿Qué tenemos que hablar? —pregunté con mucha más frialdad de laque en realidad sentía. Por dentro mehervía la sangre.

—Bueno, en primer lugar, he oídoque vas por ahí haciendo preguntas

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sobre mí. Por qué.—Eso puedo decírtelo. Quiero

saber qué relación tienes con Mariah, lachica italiana.

La reacción del tipo fueinesperada, pues se echó a reír, pero nocomo reiría cualquier otro: tenía unarisita aguda, casi de niña.

—¿Mi relación dices? —repuso,todavía entre risitas—. Bueno, no soy suviejo, ni su hermano. Ni siquiera soy sumarido, así que supongo que no tenemosla relación en la que estás pensando,¿verdad?

No dije nada, pero el asco quesentía hacia él debía de ser evidentecuando me aparté de él. Di media vueltay eché a andar.

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—Vale, vale, te lo diré sin rodeos—me gritó—. Me pertenece.

Me paré en seco, preguntándome sihabía oído bien. Regresé junto a él.

—¿Qué has dicho?—Digo que me pertenece... y bien

poco que me gusta. Ahora, escúchame.—Hablaba con gravedad, como alguiendispuesto a hacer un negocio—. Cuandosu familia volvió a su país, yo conseguíque se quedara. Dormíamos juntos,vivíamos como dos tortolitos. Yo lavestí adecuadamente. Luego la llevé a laseñora Gould, la mejor casa del Garden,nada más doblar la esquina de RussellStreet. Hay chicas en la calle que daríancualquier cosa por entrar allí, pero ellano, Mariah no. Para abreviar, la señora

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Gould me pagó diez guineas por ella, yfue muy generosa, porque no sabía quétal lo haría ni nada de eso. Y lo hizorematadamente mal. Puso mala cara,escupió, arañó y chilló. La señora Gouldme mandó llamar y exigió que ledevolviera el dinero y me dijo quepodía llevarme a la pequeña furcia.Bueno, como hay Dios que uno nodiscute con la señora Gould; trabajanpara ella unos cuantos tipos que sonduros de verdad, así que devolví toda lapasta y me llevé otra vez a Mariah. Notuve más remedio que ponerla a trabajaren la calle yo mismo, pero para eso tuveque usar el látigo con ella y comprarleropa adecuada. Así que me he gastadodinero con ella y le he dado de comer.

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Me trae unos cuantos chelines al día,pero no es una buena trabajadora, sientiendes lo que te digo. Así, pararesumir, si la quieres, puedesquedártela, ya que tanto te interesa. Yolo único que quiero son mis diezguineas. Es un trato justo.

Lector, como puedes suponer, siantes hervía de indignación, ahoraestaba a punto de estallar y a duraspenas pude dominar la ira. Metemblaban las manos; las entrelacé a laespalda para que él no lo viera. La ideamisma de que ofreciera a la venta a unser humano, a una mujer, me hubierahecho temblar convulsivamente endiferentes circunstancias, pero no quisemostrarle de aquel modo mi

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repugnancia, pues sin duda lo hubieratomado como una prueba de midebilidad. Esforzándome por dominartambién mi voz, intenté replicar a sucharlatanería de mercachifle.

—¿Y qué haría yo con ella?—Eso es cosa tuya, amigo. Sácala

de la calle, si es lo que quieres. Duermecon ella en tu nidito de amor. Cásate conella, si te apetece.

—Esto es lo que digo: No tengodiez guineas, ni mucho menos. Pero silas tuviera, las pagaría inmediatamente,aunque sólo fuera para alejarla de ti y dela terrible vida que le obligas a llevar.

—Nada me gustaría más, amigo,créeme. —Se acercó más a mí y susurró—: Dices que no tienes la pasta y te

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creo, pero escúchame. Puedesconseguirla fácilmente. En Bow Streetentra un montón de dinero: de las multas,de los botines de los picaros, y cosasasí. El juez ni lo echara de menos si locoges, quizá un poco cada vez. Sería —dejó escapar de nuevo su odiosa risita—, sería como robarle a un ciego.

Fue entonces cuando lo dejé allíplantado. Había oído suficiente. Dehecho, lector, había oído demasiado.

Sir John había insistido en atajarpor Covent Garden, pese a que me habíaadvertido a menudo que no debíaaventurarme por allí de noche. Cuandole recordé sus advertencias, mecontestó: «Llevas un par de pistolas a la

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cintura, ¿no?» Le conté entonces quesólo llevaba una, pues le había dado laotra al alguacil Langford para que lausara si necesitaba ayuda. Tras ungruñido y un largo silencio, sir Johnhabía musitado: «Muy sensato.»

Lo había encontrado sentado a lamesa —acababa de cenar—, y habíaesperado a que Annie fuera en busca desu sombrero y su casaca. Durante aquelbreve intervalo de tiempo, fue ladyFielding, y no sir John, quien me dirigióuna lluvia de preguntas. ¿Era cierto queel cadáver de la chica lo habíaencontrado Tolliver?, preguntó. ¿Porqué lo tenían retenido? ¿Sospechaba deél el alguacil Bailey? ¿Cómo era esoposible? Y otras por el estilo.

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Sir John, que había permanecido ensilencio durante el interrogatorio, seinterpuso entonces y agitó una mano paraponer fin a las preguntas.

—Basta, Kate, por favor. El señorBailey ha actuado del modo másrazonable al retenerlo hasta que yollegue. Sabe que querré interrogarlo.

—¡Pero, Jack, el señor Tolliver estan buen hombre! Jamás podría...

—Y un excelente carnicerotambién, como yo mismo puedoatestiguar. Y por supuesto, jamás podría,pero el cadáver lo ha encontrado él ypor eso debo hacerle ciertas preguntas.

Apaciguada, lady Fielding aguardóa que Annie hubiera ayudado a sumarido a ponerse la casaca. Luego ella

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misma le puso el sombrero en la cabezay le dio un beso en la mejilla.

—Estoy segura de que harás locorrecto, Jack.

Nos fuimos entonces por RussellStreet. Yo esperaba no tropezar con elmalvado que me había hecho laabominable proposición y, por suerte,mis esperanzas se vieron cumplidas.Mientras recorríamos Russell, sin darmecuenta me puse a examinar losimponentes edificios en busca del quealbergaba el conocido lupanar de laseñora Gould. Había estado en él en unaocasión para entregar una carta.Recuerdo que pensé aquel día que eramuy divertido estar allí entre todasaquellas mujeres que se paseaban en

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camisa. Ya no lo encontraba tandivertido. ¿Qué habría pensado sihubiera oído los gritos de Mariahresonando por todo el local? Todo loque sabía ahora sobre su vida enLondres me pesaba como una losa.

Al entrar en Covent Garden, insté asir John a desviarnos hacia la izquierdapara recorrer su perímetro en lugar deatravesarlo. Las ventanas de losedificios que rodeaban el mercadoarrojaban algo de luz y también habíaluna. No obstante, me alegré de llevar lalámpara que me había dado el señorBaker. La sostuve en alto con una manoy con la otra rodeaba la culata de lapistola que llevaba colgando de lacadera.

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Sir John avanzaba conmigo,siguiéndome paso a paso, con la manoizquierda apoyada en mi hombroderecho. No habló apenas, lo que mesorprendió. Pensé en exponerle mispuntos de vista sobre aquel últimohomicidio, pero decidí que era mejor noabrumarle, pues parecía sumido enhondas reflexiones. Después de girar ala derecha en dirección a HenriettaStreet, oí un murmullo de voces queprocedía de los puestos del mercado.Sir John debió de notar que me poníatenso, porque habló para disipar miaprensión.

—Hombres y mujeres juntos —dijo—. Dudo de que tengamos mucho de quetemer.

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—Como usted diga, señor.—¿Cuántas personas habrá allí

cuando lleguemos?Los nombré a todos, incluyendo al

señor Tolliver.—Te has olvidado de una —dijo

sir John.—¿Oh? ¿De quién, sir John?—Del cadáver. Esperemos que

tenga un par de cosas que decirnos.Así llegamos a Henrietta Street y

teníamos el pasaje a la vista. Vi allí uncarro y un tiro de caballosinconfundibles.

—Hay una sorpresa —anuncié.—¿Qué quieres decir, Jeremy?—Más adelante, junto al pasaje,

está el Rastrero. Veo su carro.

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—Sin duda lo han llamado dealguna casa cercana —dijo sir John—.Es una criatura desgraciada, ¿no teparece?

Yo medité un instante antes deresponder.

—Supongo que sí, pero parecegustarle su trabajo, por repulsivo que anosotros nos parezca. Tiene su pequeñoreino en aquel cobertizo suyo —dije,recordando las palabras de Donnelly—.Gobierna su propia casa de los muertos.

—¿Y tú no crees que esdesgraciada una criatura como ésa?

—Ya comprendo lo que quieredecir, señor.

Todos menos Cowley aguardabanen la entrada del pasaje. Según descubrí

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luego, a aquél lo habían enviado al otroextremo del pasaje con su lámpara enbusca del arma asesina. Cuando elmagistrado y yo nos acercamos, elRastrero y Donnelly se hallabanenzarzados en una violenta discusión.Recordando su primer encuentro, no mesorprendió lo más mínimo.

—Ah, aquí está, sir John —exclamó el señor Donnelly—. Quizáusted pueda resolver nuestra disputa.

—Lo haré si ustedes me lopermiten, caballeros.

—Sí, usted es el hombre idóneopara hacerlo. Le estaba diciendo a estecaballero de aquí, este médico, quesiempre se ha hecho igual, usted mira elcadáver, dice si es asesinato o no, y yo

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me lo llevo. No es necesario que élagarre éste, se lo lleve y le haga unacarnicería. Eso es insultar el cuerpo. Esuna falta de respeto.

—Está usted en lo cierto en cuantoa cómo se hacían las cosas en el pasado—dijo sir John—. Pero recuerde quehace cinco o seis años, sir Thomas Coxactuaba como juez pesquisidor y amenudo le pedía que entregara uncadáver a un médico u otro para que ésteprestara declaración durante la vista.

—Sí, así era.—Bueno, pues volvemos a hacer lo

mismo.—¿Y quién es el nuevo juez

pesquisidor?—Yo... hasta que se designe a otro

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definitivamente.—¿Así que este médico se lleva el

cuerpo?—Me temo que sí, señor.—Bueno, si ha de ser así, me iré

con el viejo que he recogido en HalfMoon Passage. No tiene marcas y sucasero dice que estaba en la cabecera desu cama cuando ha muerto.

—¡Pero si discutíamos por eso! —exclamó Donnelly—. Ha dicho que sóloesperaría a que viniera usted y decidieraquién se llevaba el cuerpo. Ahora seniega a esperar los escasos minutos quetardaré en comunicarle a usted misobservaciones preliminares. Tiene uncarro casi vacío. Si se lo lleva,tendremos que alquilar un carro y un tiro

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de caballos de una cuadra, o Jeremy yyo tendremos que acarrear el cadáverpor las calles hasta mi consulta.

—Bien, eso no parece razonable,¿no cree, señor? —dijo sir John alRastrero.

—Bueno, es lo que yo decía, sirJohn —dijo el Rastrero, con cara depocos amigos—. Abrirlos y hurgar en elinterior no me parece correcto,demuestra una falta de respeto, eso es.No quiero participar en ese tipo decosas.

—Vamos, vamos, señor, ¿no le heoído decir en más de una ocasión que alos muertos no les importa?

—Bueno... sí, pero eso era en otroscasos... no era lo mismo.

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—No discutiré con usted. En elpasado, usted y yo hemos trabajadojuntos satisfactoriamente. Digamos quese lo pido como favor personal.

—Si lo pone así, señor, no puedodecir que no.

—Bien. El señor Donnelly y yoterminaremos enseguida y luego podráusted seguir su camino.

El grupo de los que allí estábamoscambió entonces un poco. El Rastrero sefue para gruñirles algo a sus rocinesgrises y espectrales. Donnelly se llevó asir John aparte para hablar con él, y yo,dado que en modo alguno se me habíaprohibido, me fui con ellos. A Tolliver,que había esperado durante todo elaltercado con el Rastrero mostrando

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síntomas de impaciencia creciente, se lollevó algo más lejos Bailey para que nopudiera oír lo que se decían médico ymagistrado.

El informe de Donnelly fue breve yconciso. Dijo a sir John que la chicamuerta no parecía tener más de quince odieciséis años. La habían matado de lamisma manera que a la primera víctima,Teresa O'Reilly, y al parecer con lamisma arma. Había examinado tambiénlos cuchillos del carnicero a instanciasdel señor Bailey, pero ninguno tenía eltamaño preciso para infligir una heridatan pequeña. El cuerpo estaba calienteaún al ser hallado y cuando el señorBailey lo había examinado por primeravez. Dado que el señor Bailey había

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consultado su reloj al ser llamado y eranlas siete y media, la hora de la muerte nopodía situarse más allá de las siete ycuarto. En su opinión, a la chica lahabían matado en el mismo sitio en quela encontraron, aunque quizá el jovenalguacil que inspeccionaba el pasaje pororden del señor Bailey encontrarapruebas que indicaran lo contrario.

—¿Eso es todo lo que puededecirme?

—Por el momento, sí. Puede que laautopsia nos proporcione algún indiciomás.

—Bueno, lo poco que me hacomentado es suficiente para alejar lassospechas de nuestro amigo Yossel,quien, por cierto, es nuestro invitado en

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Bow Street. Parecía muy contento deaceptar nuestra hospitalidad, viendocómo lo perseguía la turba.

—¿Por ese abominable pasquín?—Exactamente. Tal como están las

cosas, Yossel no ha podido matar a estachica, pues en el momento en que la hanasesinado, a él lo teníamos encerradobajo llave. Dado que el arma que la hamatado es casi con toda seguridad lamisma que se usó para matar a laprimera víctima, la irlandesa, O'Reilly,eso lo elimina también como sospechosode aquel homicidio. Lo que nos dejaúnicamente el segundo en el tiempo, elcrimen por el que surgió su nombre, ypuede que también le encontremos unacoartada para ése. —Sir John hizo una

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pausa y ladeó la cabeza con curiosidad—. Dígame, señor Donnelly, ¿pudo esecuchillo de hoja estrecha, creo que melo describieron como «estilete», pudousarse un cuchillo como ése paracortarle el cuello a la Tarkin?

El médico vaciló.—Bueno, tendría que consultar mis

notas sobre su autopsia, pero yo diríaque es posible, pero muy improbable. Lamutilación se hizo con una hoja dentada;estoy casi seguro de que se usó el mismocuchillo para la garganta.

—Bueno, al parecer tenemos unasesino que usa dos armas.

—Para dos métodos de matar. Perohay otra posibilidad, por supuesto.

—Creo que ya sé lo que va a

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sugerir.—Que hay dos asesinos sueltos en

Covent Garden.—Debo rechazar esa idea por el

momento —dijo sir John—, por ser unaperspectiva demasiado horrible paraconsiderarla siquiera. —Suspiró yextendió la mano hacia el señorDonnelly, que la estrechó efusivamente—. Le agradezco que haya venido, sinembargo, no le pido que haga su trabajoesta noche. Mañana a las nuevecelebraré una vista sobre la muerte de laTarkin. Tenemos que saber más cosassobre esta última víctima antes de reunirun jurado; su nombre al menos.

—Estaré allí por la mañana conmis notas.

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—Estoy convencido. No creo queel Rastrero vuelva a crear másproblemas, pero hágamelo saber en casocontrario.

Esperaba que sir John estuviera enlo cierto. Donnelly se alejó en busca delRastrero.

Luego Bailey llevó a Tolliver anteel magistrado y lo presentó como «elque ha encontrado el cadáver y nos hallamado al vernos pasar».

—Bueno, señor Tolliver —dijo sirJohn—, lady Fielding tiene muy buenaopinión de usted. También Jeremy hablamuy bien de usted, y yo mismo hedegustado sus carnes con gran placer. Enconsecuencia, debo disculparme porhaberle hecho esperar tanto tiempo.

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Quizá me haya oído usted hacer deSalomón en la disputa entre el médico yel que se encarga de recoger cadáveres,el Rastrero lo llaman; no sé cuál es sunombre auténtico.

—Lo he oído, sí —dijo Tolliver.Por su tono parecía un poco resentido,dolido.

—Eso me ha retrasado, restándolea usted el tiempo que merecía comoprimera persona que ha llegado a laescena de este lamentable crimen. Éstees, por cierto, el tercer homicidio deestas características en un corto períodode tiempo. Estamos muy preocupados,como puede usted imaginar.

—He sabido lo de los otros dos,claro está. Un carnicero de Covent

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Garden se entera de todo.—Estoy seguro, señor. Quizá haya

oído usted también que la muerte de estadesdichada se ha producido exactamenteigual que la de la primera víctima.

—De eso me he enterado cuandoJeremy le ha pedido al alguacil quebuscara la herida en un lugar especial.Siempre he creído que el muchacho esmuy despierto.

Me lanzó una mirada y yo bajé losojos con modestia.

—Ciertamente —dijo sir John—.Pero, por favor, señor, cuéntemelo todo:cómo ha descubierto el cadáver, qué havisto u oído en ese momento, etcétera.No se olvide de ningún detalle, porfavor, pues es en los detalles donde los

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canallas se dan a conocer y por los queson capturados. Sin duda tendrépreguntas que hacerle cuando termine.

El relato de Tolliver fue el mismoque antes había contado a Bailey, y laspalabras que usó fueron prácticamenteidénticas. Se lo perdoné, obligándome amí mismo a recordar que un hombrepuede ser un carnicero excelente, perocarecer por completo de imaginación yno tener el don de la elocuencia. Seacomo fuere, pronto concluyó, y habiendoofrecido el mismo relato dos veces, nohabía motivos para dudar de él.

Sir John permaneció en silenciodurante un largo rato. Luego, dado que elcarnicero no decía nada más, se lanzó ainterrogarlo.

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—Señor Tolliver, ha dejado ustedclaro que ni ha visto ni ha oído nada enel pasaje cuando se ha adentrado en élpara investigar qué pasaba con lapersona tumbada que ha divisado alpasar. Pero, dígame, ¿qué pasaba en lacalle?

—¿Señor? —Era evidente que nole había comprendido en absoluto.

—Quiero decir que si justo antesde que se metiera en el pasaje habíamucha gente en la calle, si había cochesde alquiler o carros.

El carnicero pareció abrumado porla pregunta, y sus rasgos se convirtieronen una mueca a causa del dolorosoesfuerzo que hacía por recordar.

—Yo diría, señor, que había muy

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pocas personas caminando por la calle,no es nada insólito a esa hora. Puedeque los únicos que pasaran por Henriettaademás de mí fueran el alguacil yJeremy, que venían de lejos por la otraacera. Pero puede que los hayavislumbrado a la luz de una farola,porque no me ha sorprendido verlosllegar. He oído sus pasos.

—¿Había vehículos? ¿Jinetes?—Bueno, no ha pasado ninguno por

mi lado, pero he visto uno detrás de míque me ha sorprendido, porque no habíaninguno cuando he pasado por allí.

—¿Detrás de usted? ¿Por quémotivo ha mirado hacia atrás?

—Por los pasos que he oído antesde llegar al pasaje. Me he dado la vuelta

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para mirar, pues de noche por estascalles hay que ir siempre con los ojosmuy abiertos. Pero no he visto nada ni anadie excepto el carro, y sólo en parte,parado en el Garden.

—¿Podría ser que antes lo hubierapasado por alto?

—Sí —contestó el carnicero, trasun breve reflexión—, supongo que sí. Alfin y al cabo, un carro... ¿cuántos se venal día?

—Mmmmm, bueno... sí. Pero,señor, es posible que lo que oyerafueran las pisadas del asesino al huir.¿No se le había ocurrido?

—No, señor, la verdad es que no.—¿Qué me dice del carro? ¿Había

algo fuera de lo común en él, en lo que

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vio de él?—No, señor, simplemente era un

carro. No lo he visto bien, sólo lasilueta. La luz no es demasiado buenaallí —señaló—, como usted mismopuede ver. —Al darse cuenta de suembarazoso error, añadió—: Oh, pero siusted no puede ver. Lo siento, señor. Lohabía olvidado.

—Les pasa a muchos —dijo sirJohn, quizá con una pizca de ironía—.Pero, dígame, señor, desde que se hametido en el pasaje, ¿cuánto tiempo hatardado en darse cuenta de que la chicaestaba muerta y en pedir ayuda alalguacil Bailey y a Jeremy?

—No mucho, un minuto o dos, nomucho más.

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—¿Sería ése el tiempo aproximadoque habéis tardado en llegar desdeBedford Street? —preguntó luego,dirigiéndose a mí.

—Más o menos será ése, señor.—En ese intervalo de tiempo hasta

que os ha llamado el señor Tolliver,¿has visto el carro o parte de él?

—No, señor. —De eso estabaseguro.

—Así pues, en ese breve espaciode tiempo, el asesino huyó. ¿Es esoprobable?

—Bueno... podría ser, señor.—Podría, sí. —Sir John inclinó la

cabeza con firmeza—. Sólo me quedauna pregunta para usted, señor Tolliver,y es ésta: ¿Conocía usted a la muerta?

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—Si la conocía, ¿en qué sentido?—En cualquiera, señor.—La había visto unas cuantas

veces por el Garden. En los últimosmeses había venido a comprar a mipuesto un par o tres de veces.

—¿Sabe su nombre?—Oh, no. Nunca se lo pregunté y

ella no me lo dijo.—¿Era una chica de la calle, una

prostituta?—No lo sé... quizá, seguramente.

Hay muchas por aquí. Una vez la viconversando con un hombre bajo unafarola como lo haría una prostituta.

—¿Por casualidad fue aquí, enHenrietta Street?

Tolliver meditó un momento.

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—Pues sí... justo en la esquina deBedford Street.

—Muy bien, señor Tolliver. Sinduda se celebrará una vista con respectoa esta muerte. Aún no puedo fijar lafecha, pero quisiera que viniera usted yrepitiera lo que me ha contado.

Tolliver frunció el entrecejo yasintió.

—Comprendo.—Pero ahora es usted libre de

marcharse.El carnicero no perdió tiempo en

discursos.—Gracias, señor. Adiós, Jeremy.Se dio la vuelta y se alejó con paso

firme por Henrietta Street.—¿Señor Bailey? —llamó sir John

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—. ¿Tiene usted la dirección de esehombre?

—Sí, señor, y por supuesto está ensu puesto del Garden todos los díasexcepto el domingo.

—Bien. Pronto tendré que volver ahablar con él. Hay algo aquí que nocuadra. O eso, o es el peor testigo con elque me he topado en mucho tiempo.Ambas cosas o una de las dos sonposibles.

—Ahí está el Rastrero de vueltacon el señor Donnelly —dijo el alguacil—. Y veo la lámpara de Cowleybalanceándose y acercándose por elpasaje.

—Unos minutos más, entonces, ypodremos irnos, Jeremy —me dijo sir

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John en voz baja—. Casi desearía nohaber salido.

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VII

En el que se libera a Yossel y sedescubre un cuarto homicidio

El desarrollo de los

acontecimientos determinó que meperdiera la mejor parte de la vista que,como juez pesquisidor, condujo sir Johnen referencia a la muerte de PriscillaTarkin, pues me había encargadoescribir y entregar un anuncio con la

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descripción de la chica descubierta en elpasaje por el señor Tolliver la nocheanterior. Era un llamamiento a todos losque pudieran conocerla para que sepresentaran e identificaran el cadáver.Dadas las circunstancias en que la habíavisto, me resultó difícil describirla enmodo alguno. No había nada destacableen su rostro que yo pudiera recordar, yla escasa luz me había impedido reteneruna impresión clara. Así pues, nosabiendo qué otra cosa hacer, me dirigía la consulta del señor Donnelly paraver mejor a la muerta.

Llegué poco antes de las ocho antesu puerta y llamé. Cuando se abrió, elmédico expresó de nuevo su sorpresa alverme allí, pero no por ello su

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bienvenida fue menos cordial. Me invitóa entrar y yo expliqué lo que me llevabahasta allí. Él no puso ningún reparo,pero me recordó, tras consultar su reloj,que debía marcharse en el plazo de unahora para asistir a la vista de sir John.Luego me condujo a la sala de examen,donde el cadáver de la muchachadesconocida yacía sobre una mesa largay estrecha bajo una sábana.

—Aún no la he abierto —dijo—.Está tal como la viste anoche, sólo quese ha puesto rígida en las horasposteriores.

—¿Cómo empiezo la descripción?—pregunté.

—Pues con la altura y el peso,supongo. Mide un metro cincuenta

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centímetros según mi medición y no creoque pese mucho más de cuarentakilogramos. No digo que se muriera dehambre, pero sí que no se alimentababien desde hacía tiempo, quizá desdesiempre.

Anoté el peso y la estatura con milápiz en el papel que llevaba conmigo yempecé a examinar su rostro.

—Tiene los cabellos castaños —prosiguió él—, y el rostro largo yovalado. Le faltan tres muelas, dos dellado izquierdo y una del lado derecho.No he detectado más cicatrices que unaen la mejilla izquierda con forma demedia luna, como la que podría haberdejado un anillo al golpear la cara. Losdos dientes que faltan en ese lado están

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debajo de la cicatriz. En cuanto a suedad, yo diría que tenía quince odieciséis años.

Todo esto lo anoté tambiéndebidamente.

—Estas mujeres —dije, pensandoen Mariah—, estas chicas... llevan unavida muy dura, ¿no es cierto, señor?

—Cierto es, y son los hombresquienes tienen la culpa.

—Yo... entiendo lo que quieredecir, señor. —Seguí observando elrostro de la muerta, esperando que mellegara la inspiración, sin resultado—.¿Cómo se describe un rostro? —pregunté.

—Ah, buena pregunta, ¿no crees?—dijo Donnelly—. ¿Qué hace a uno

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diferente de otro? Aparte de ser largo yovalado, ¿qué tiene éste que lo hacediferente de todos los demás deLondres? Para mí es un gran misterioque Dios nos haya dotado a cada uno denosotros con una fisonomía distinta delas otras. He oído decir que todostenemos un doble en alguna parte delmundo, un gemelo nacido de padresdistintos. Sin embargo, yo he recorridoparte de este mundo, y no he halladoprueba alguna que apoye esa teoría. Enresumen, Jeremy, me temo que no puedoayudarte. No tengo ni el ingenio ni elarte para describir un rostrocorrectamente.

Mientras hablaba, habíapermanecido frente a mí, mirando a la

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muerta igual que yo. Pero de repentealzó la vista y declaró:

—Debo prepararme para la vistade sir John. ¿Me perdonas un momento?

—Por supuesto —respondí—, y sime lo permite, iré a la otra habitaciónpara intentar redactar un anuncio que nossatisfaga a los dos.

De modo que me senté en elescritorio de la otra habitación, comohabía dicho, y me apliqué en escribir loque debía escribirse. Consumí variashojas en el esfuerzo. En la habitacióncontigua oía al médico lavarse y tararearuna melodía mientras se preparaba. Porfin salió, recién afeitado yadecuadamente vestido, y yo le tendí laúltima (aunque no necesariamente la

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definitiva) versión del anuncio.Aquí está lo que escribí:

Sir John Fielding, magistrado del

tribunal de Bow Street, quiereidentificar a una mujer joven, de 15 ó 16años de edad, víctima de un homicidio,cuyo cadáver fue hallado en el pasaje deHenrietta Street a las siete y media hacedos noches. Mide un metro cincuenta deestatura y no pesa más de cuarentakilogramos. Tiene los cabellos y losojos de color castaño oscuro. En lamejilla izquierda tiene una pequeñacicatriz en forma de media luna, le faltandos dientes en ese mismo lado y otro enel lado derecho de la boca. Su rostrooblongo y flaco ostenta una nariz recta y

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una boca amplia. En el momento de serhallada vestía un vestido tejido deconfección casera, de color azul.

Cualquier persona que creaconocerla, puede ver sus restos en laconsulta del doctor Gabriel Donnelly, enel número 12 de Tavistock Street,Ciudad de Westminster.

Después de leer el texto dos veces,Donnelly asintió juiciosamente.

—Esto debería ser más quesuficiente —dijo—. «Oblongo yflaco»... bonita frase.

—Gracias, señor. Quería introducirunas cuantas frases decorosas, pero nome han parecido adecuadas.

—En tales circunstancias es mejor

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atenerse a los hechos. —Le echó unsegundo vistazo a su reloj—. ¿Nosvamos?

Salimos juntos y descendimos lasestrechas escaleras con él al frente.Cuando llegamos a la calle, me tendió lamano como hubiera hecho con cualquiercaballero. Yo se la estrechévigorosamente.

—Me alegro de ver mi consultamencionada en un anuncio impreso,aunque sea en un asunto de este cariz —dijo—. ¿Quién sabe? Quizá atraiga a unpaciente vivo o dos. Dios sabe cuántolos necesito. Hasta ahora todos mispacientes han sido muertos... y no es queno le agradezca a sir John el trabajo queme ha proporcionado.

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Yo me despedí de él, sabiendo muybien que pronto volvería a verlo en lavista. Luego partí a toda prisa endirección a las oficinas del PublicAdvertiser, situadas a cierta distancia enFleet Street.

De haber imaginado lasdificultades con que toparía en lasoficinas del periódico, habría dado porimposible regresar a Bow Street atiempo de presenciar la vista sobre lamuerte de Priscilla Tarkin, al menos enparte. El oficinista al que entregué mianuncio se mostró reacio a aceptar miexigencia de que se publicara en unlugar destacado de la primera página delperiódico del día siguiente. Lo

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discutimos una y otra vez, más veces deque las que era necesario, o eso mepareció a mí. Finalmente, pedí ver alresponsable, fuera el redactor, el editoro cualquier otro. Cuando apareció elseñor Humphrey Collier, resultó serredactor y editor a la vez, y zanjó lacuestión rápidamente.

—Por supuesto —dijo—, si estárelacionado con las investigaciones desir John, puedes estar seguro de que sepublicará en un lugar destacado. Lopondremos en letra grande en la partesuperior de la página, enmarcado ennegro. No se le escapará a nadie. Díseloasí de mi parte, por favor.

Aliviado por fin de aquella onerosaresponsabilidad, salí a escape en

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dirección a Bow Street. Mis piernasdieron de sí, pues descubrí a mi llegadaque no se había avanzado tanto como yosuponía. (Más tarde supe que al señorMardsen le había sido harto difícilreunir a un jurado; se había esparcido lanoticia de que se pagaría un chelín, porlo que, naturalmente, se pidieron dos.)Cuando entré en la pequeña sala deltribunal procurando no hacer ruido, vique Donnelly acababa de prestardeclaración y retomaba su lugar en elbanco de silla del lado reservado a lostestigos; había otras personas sentadasallí, algunas de las cuales conocía y aotras no.

Llamaron a declarar a una de lasprimeras, el señor Thaddeus Millhouse,

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pero su comparecencia fue breve. SirJohn quería que confirmara la identidadde la víctima, que se registró comoPriscilla Tarkin, conocida como«Polly».

—¿Y cuál era su ocupación, señorMillhouse?

—¿Su ocupación, señor?—¿En qué trabajaba? ¿Cómo se

ganaba el pan?—Como prostituta, señor. Ella no

lo ocultaba.—Al parecer, también completaba

sus ganancias con el robo. O quizá,aunque usted no lo sepa, señor, el roboera su principal ocupación. Tenemospruebas de ello gracias al registro de suvivienda, lo que complica en cierto

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modo nuestra investigación sobre sumuerte.

El testigo pareció asombrado poraquella información.

—Puede bajar, señor Millhouse.Así lo hizo, dejando espacio al

señor Mardsen para levantarse y llamara la siguiente testigo, una tal señoritaSarah Linney, a la que yo no conocía.Sir John empezó a interrogarla en cuantose situó delante de él.

—Señorita Linney, usted conocía ala difunta Priscilla Tarkin, ¿no es cierto?

—Sí, su señoría, pero yo...—Permítame interrumpirla para

asegurarle que no soy un personaje tanaugusto como para merecer el título queacaba usted de conferirme. Me

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complacería que se dirigiera a mísimplemente como «señor».

—Sí, señor —dijo ella—. Bueno,como decía, señor, la conocía, pero sólopor el nombre de Polly. En nuestrooficio no se usan demasiado losnombres verdaderos.

—¿Y cuál es su oficio, si puedesaberse?

—Polly y yo y la mitad de lasmujeres de Covent Garden somosmeretrices. Pero debo decir que para míha sido una sorpresa saber que robaba.

—Ah —dijo sir John—. Introduceusted el término bíblico «meretriz», sinembargo, yo la entiendo perfectamente yacepto la palabra. Pero ahora debopreguntarle, ¿cuándo vio por última vez

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a Priscilla Tarkin, conocida como«Polly»?

—Sería la noche que la espichó.—¿Podría repetirlo en inglés

corriente? Si bien el tribunal aceptapalabras que se pueden encontrar en laBiblia, no reconocerá semejante argot.

—Sí, señor, fue la noche en quemurió.

—Explíquenos en quécircunstancias, por favor. Cuénteme todala historia tal como la recuerda.

—Bueno, no hay mucho que contar,pero fue en Bedford Street, en la puertadel Dog and Duck, al dar la vuelta a laesquina a ese callejón en el que laespichó... quiero decir, murió. No es unlugar al que yo vaya, el Dog and Duck,

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así que sólo pasaba por allí. Pero oí ungran estrépito, una pelea, señor, y eraterrible. ¡Y miré y vi que era la viejaPolly poniendo las peras a cuarto a ése!—Señaló a Yossel, que estaba sentadojunto al señor Donnelly.

—Entiendo, señorita Linney, queacaba de señalar a alguien que está en lasala. No señale. Nombre al individuo, sies que sabe cómo se llama.

—Sí, señor. Polly estabaponiéndole las peras a cuarto a ése quellaman Yossel.

—¿Lo conoce usted por algún otronombre?

—No, señor.—Entonces, ése bastará.—Bueno, pues yo me fui derecha

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hacia ella y le pregunté si necesitabaayuda y ella dijo que no. Luego él,Yossel, me levantó la mano parapegarme, luego se lo pensó mejor, se diola vuelta y se fue por Bedford hacia elStrand. Yo me volví hacia Polly y meencontré con que ella tampoco estabaporque se había metido en el Dog andDuck. Como he dicho antes, yo no voypor ese local, así que me encogí dehombros y me fui andando por Bedford,diciéndome para mis adentros que todoaquello no era asunto mío.

—¿De modo que no llegó adescubrir cuál era el motivo de la riña?

—No, señor, pero me lo podíaimaginar al ver a ese tipo, Yossel, quenos había molestado a todas nosotras,

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pobres chicas, intentado quitarnosnuestras ganancias.

—¿Lo había intentado con ustedalguna vez?

—Sí, lo intentó.—¿Sin éxito?—Sí, señor, sin éxito.—Señorita Linney, ha sido usted

muy concreta con respecto al altercadoentre Priscilla Tarkin y ese tal Yossel,pero lo que no ha aclarado es cuándo seprodujo.

—Bueno, eso es un poco difícil dedecir, señor. Verá, cuando una hace lacalle, dando vueltas toda la noche,bueno, una pierde la noción del tiempo.Además, había bebido un poco aquellanoche, debo admitirlo, y la ginebra no

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ayuda a mantener las cosas en orden enla cabeza.

—Deberá usted concretar más —insistió sir John—. ¿Era pronto o tarde?

—Ni una cosa ni otra, diría yo. Yolo pondría entre mi segundo y mi tercercaballero.

—¡Señor Millhouse! —llamó sirJohn—, si es usted tan amable deponerse de pie donde está, quizá puedaaclarar este punto. Recuerdo que usteddeclaró en su entrevista conmigo quehabía visto a Priscilla Tarkin en el Dogand Duck aquella noche, antes de sumuerte. ¿Sólo estuvo allí una vez?

—Por lo que yo sé, sí, señor —contestó Millhouse, que se habíalevantado de su silla como le pedían—.

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Al menos yo sólo vi a Priscilla Tarkinuna vez mientras estuve allí, y me habíasentado a la vista de la puerta.

—Supondremos entonces, a efectosde esta investigación, que fue su únicavisita al Dog and Duck aquella noche.Recuerdo, además, que ha dicho ustedque se limitó a pasearse por el local y sefue. ¿Es eso correcto?

—Sí, señor.—¿Podría determinar a qué hora

estuvo allí?—Sí, porque poco después de que

ella entrara y saliera, el señorGoldsmith, que era uno de los queestaban sentados a nuestra mesa, sacó elreloj y dijo que era la una y que había demarcharse porque tenía trabajo que

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hacer aquella noche. Luego pagógenerosamente la ronda y nos aconsejóque siguiéramos su ejemplo yvolviéramos a casa. ¡Ojalá hubierahecho caso de su consejo!

—¡Desde luego! Puede ustedsentarse, señor Millhouse. Bien,señorita Linney, ¿acepta usted esa hora?Usted vio a Polly entrar en el Dog andDuck. El señor Millhouse sitúa esavisita a la una de la madrugada más omenos.

—Si usted lo dice, así será, señor.—Lo digo. Puede bajar, señorita

Linney. —El magistrado aguardó unosinstantes a que ella volviera a su sillaarrastrando los pies. Luego prosiguió dela siguiente forma—: Así pues, que

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nosotros sepamos, Priscilla Tarkin nofue vista ni oída desde aquella horahasta que el alguacil Brede descubrió sucadáver en las cercanías a las cuatro dela madrugada. Llevaba muerta algúntiempo. La sangre de sus heridas habíaempezado a secarse. Han oído ustedesdecir al señor Donnelly que ese hechosugiere que llevaba muerta una hora. Demodo que entre la una y, más o menos,las tres de la madrugada, no sabemosdónde estuvo. Sin embargo, la hallaronmuy cerca del Dog and Duck, donde lahabían visto por última vez. ¿Es unmisterio, o simplemente unadiscrepancia? Prosigamos. ¿SeñorMardsen?

Los doce hombres de aspecto

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vulgar que se hallaban sentados a laderecha de sir John mostraron un interéspoco común por el siguiente testigoconvocado por Mardsen, pues se tratabade Josef Davidovich, al que reconocíinmediatamente como el hombre que elrabino Gershon había llevado a BowStreet la noche de la víspera. Entre losmiembros del jurado se elevaron unosmurmullos. Sir John acalló todas lasconversaciones de inmediato, llamandoal orden.

—¿Es usted Josef Davidovich,conocido como Yossel? —preguntó alhombre que se había colocado ante él.

—Sí, señor, soy yo —respondió.—¿Se encontró usted con Priscilla

Tarkin, conocida como Polly, la noche

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de su muerte?—Sí, señor, así es, señor. —

Yossel contestaba con excesiva rapidezy vehemencia, como si quisieragarantizar su cooperación por laprontitud de sus respuestas.

Su aspecto había empeorado untanto después de pasar la noche en elcalabozo. Sin embargo, pese a la barbade dos días y los cabellos revueltos,persistía en él una cierta belleza tosca.Mentalmente aposté a que había sacadomás dinero a las mujeres engatusándolasque con amenazas. Allí, en aquelmomento, empero, no hizo el menorintento por engatusar a sir John, lo quehubiera sido completamente inútil encualquier caso. De hecho, retorcía el

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sombrero con nerviosismo entre lasmanos.

—Fue visto mientras reñía con ella—dijo sir John—. Haga el favor dedecirnos cuál fue el motivo de la pelea.

Yossel vaciló.—Bueno, señor, puede que esté

metiendo la cabeza en la soga, pero noserá por asesinato. Sabía que Polly erauna ladrona, y muy hábil, además, yaunque yo no me dedico a robar, lehabía dado el soplo, por así decirlo, dedónde podía usar sus habilidades: unlugar concreto, una casa concreta.Bueno, por eso yo tenía derecho a unaparte, no demasiado grande, no pedía lamitad ni nada de eso. Bueno, el caso esque yo sabía que ella había visitado

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aquella casa y que se había llevadociertos objetos de valor, así que queríami parte, eso es, como habíamosacordado. Entonces la vi en BedfordStreet y me acerqué a ella y le exigí loque me correspondía, porque la verdades que yo tenía que compartir mi partecon uno que había trabajado en aquellacasa concreta. Así que, al ver a Polly,yo...

—¿Le importaría ser más concretosobre la casa y sus moradores?

—Eh, no, señor. Pero, oiga, yo nosoy un ladrón. Yo me limité a ponerla aella en la pista correcta, por así decirlo.

—Así pues, ¿esto no debeconsiderarse como una confesión deculpabilidad sobre el robo?

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—Oh, no, señor, no si puedoevitarlo.

—¿Y si no puede?—¡No irá a usar esto en mi contra,

señor!—Continúe con su historia, Yossel.—Bueno, que sea lo que Dios

quiera, como siempre digo. —Miró a unlado y otro con una sonrisa nerviosa, ytras haber hecho su elección, siguióadelante con su historia—. Así que vi aPolly en Bedford Street y seguramentefue a la una de la madrugada, y me fuiderecho hacia ella, y le dije que queríami pasta, y ella dijo que no la tenía, queaún no había ido a la casa, y yo sabíaque eso era mentira. Así que nospusimos a discutir, insultándonos y

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blasfemando. Entonces llegó Biddy, quees como la conozco yo, esa Linney conla que acaba de hablar, y le pregunta aPolly si necesita ayuda y Polly dice queno. Aun así, Biddy saca su navaja yviene hacia mí... bueno, amenazándome.¡Entonces eché a correr por BedfordStreet! Sólo me detuve una vez paramirar hacia atrás y vi que Polly entrabaen el Dog and Duck y que Biddy sequedaba sola con la navaja en la mano.

Se interrumpió en este punto,esperando al parecer que lo que habíadicho hasta entonces fuera suficiente, ypor un momento realmente dio esaimpresión, pues sir John se desvió de suhabitual método de interrogatorio y sevolvió hacia el jurado.

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—Puede que ustedes doce,caballeros, se sorprendan al oír hablarde la súbita aparición de una navaja enmanos de nuestra anterior testigo, laseñorita Linney, pero me temo que esaaparición es absolutamente creíble. Lehan oído decir en dos ocasiones que ellano frecuenta el Dog and Duck. Lo ciertoes que, según descubrió el alguacilBrede tras hacer averiguaciones, eldueño de dicho establecimiento leprohibió la entrada hace unos mesesporque, durante un altercado, sacó esamisma navaja. ¿No es así, señoritaLinney?

La aludida emitió un gruñido yfarfulló algo, hundiéndose más y más enla silla, como si quisiera hacerse

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invisible.—¡Hable más alto, por favor!—¡Sí, señor!—Gracias. —Sir John se volvió

hacia el testigo—. Bien, señorDavidovich, o Yossel si así lo prefiere,tengo entendido que lleva siempre uncuchillo. De hecho, el alguacil Baker leconfiscó uno cuando lo encerró en elcalabozo de Bow Street. Cuando laseñorita Linney se acercó a usted navajaen mano, ¿por qué no se limitó a sacarsu cuchillo y a zanjar el asunto allímismo?

—Yo no haría semejante cosa,señor.

—¿Ah, no?—No, de verdad que no. Abandoné

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esa burda práctica hace unos meses, sí,señor. Además, jamás he usado elcuchillo con nadie. Yo siempre me helimitado a las amenazas. Puedepreguntarlo por ahí, señor, y verá quedigo la verdad.

En aquel momento justo, la señoritaLinney se levantó de su silla, dispuesta ahacerse oír.

—¡Si lo dejó —chilló—, fueporque le hice un buen tajo en el brazo!¡Oooh, aquello era sangrar!

Terminó su alarde con una risaaguda que pocos oyeron, pues el juradoexplotó de repente en grandescarcajadas. Sir John golpeó la mesa conla mano abierta y tanteó luego en buscade su mazo. Cuando lo halló, la fuerza

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de sus golpes bastaba para mellar ladura superficie de madera.

—¡Señor Fuller! —gritó—. ¿Estáaquí el señor Fuller?

—A sus órdenes, señor —dijo elalguacil.

—Expulse a esa mujer de la sala.—Sí, señor.La mujer no ofreció resistencia; de

hecho, siguió riéndose con gran regocijocuando el señor Fuller la condujo sinmiramientos hasta la puerta y la sacó dela sala. El alguacil no volvió enseguida.Rápidamente se callaron todas lasvoces.

—Aceptamos, pues —dijo sir Johna Yossel—, que tenía usted buenasrazones para marcharse cuando esa

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mujer le amenazó. La cuestión ahora es:¿Adónde fue? Ha oído usted decir quePriscilla Tarkin fue asesinadaaproximadamente a las tres de lamadrugada. ¿Dónde pasó usted elintervalo entre la una y las tres?

—Lo pasé con una dama, señor. —Respondió rápido y seguro de sí.

—¿Tiene pruebas de eso?¿Declarará ella como testigo a su favor?

—Está aquí. Puede preguntárselousted mismo.

Los murmullos recorrieron el grupodel jurado una vez más. Sir John losacalló encarándose a ellos con elentrecejo fruncido.

—Puede usted bajar, señorDavidovich. Señor Marsden, llame a la

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testigo.—Lady Hermione Cox —llamó el

señor Mardsen con un potente grito,mucho más alto del que había usadoantes para llamar a testigos previos.

El motivo se hizo evidente cuandose abrió una puerta lateral y aparecióuna figura femenina. La mujer vestía deluto y un velo oscurecía su rostro, perono ocultaba por completo sus facciones.Por su andar, que era grácil, pero algorígido, calculé que estaba más cerca delos setenta que de los sesenta.

El efecto de su entrada en losmiembros del jurado me pareció dignode consideración. Mientras que antes lassorpresas les habían llevado a susurrar ymurmurar entre sí, y en una ocasión a

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reírse, en este caso se limitaron apermanecer sentados, callados yexpectantes, impacientes por presenciarel desarrollo de los acontecimientos.

La mujer ocupó su lugar ante sirJohn, apoyándose levemente en unbastón, que había usado sólo comobastón de paseo.

—¿Es usted Hermione Cox, viudadel recientemente fallecido sir ThomasCox?

—Como usted bien sabe —replicóella, y su firme voz negaba todadebilidad debida a la edad.

—¿Y ha venido para declarar enfavor del señor Davidovich?

—¿Se refiere a Yossel? Porsupuesto que sí. ¿Para qué si no habría

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venido aquí? Deseo probar su coartada,John Fielding. Creo que se dice así, ¿noes cierto?

—En efecto. ¿Y cómo piensa llevara cabo su propósito sin hacer de ellomotivo de escándalo?

—Pienso hacerlo contando laverdad sin pensar en las consecuencias.A decir verdad, soy demasiado viejapara que me preocupen los escándalos.

—Como quiera, lady Cox. Cuentesu historia, por favor.

—Seré breve. El señorDavidovich... ¿es así como lo hallamado usted?, vino a mi residencia deDuke's Court, en St. Martin's Lane, entrela una y la una y cuarto. Sé la hora conseguridad porque estaba esperando su

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visita y me irritó que llegara tan tarde.Oí que el reloj del vestíbulo daba launa, y poco después llegó él. Yo mismale abrí la puerta. Había dado ya orden alos sirvientes de que se retiraran. Él sequedó la mayor parte de la noche. Yodiría que eran un poco más de las cuatrocuando se fue.

—Espero, querida señora, que estéhablando en serio y que esto no sea unaespecie de burla magnánima con la quequiera desviar las sospechas de esehombre.

—No cambiaré ni una palabra delo que he dicho —afirmó ella, y parademostrarlo dio un golpe en el suelo conel bastón.

—Esto podría deshonrar a sus

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hijos.—No tengo hijos.—Entonces a su difunto marido.—Mi difunto marido sobrevivió a

su utilidad, en todos los sentidos de lapalabra, diez años al menos. La mayorparte de su vida fue un hombre aburrido.Hacia el final, no sólo era aburrido, sinoque también estaba enfermo. Encualquier caso, no podía cumplir con susdeberes como juez pesquisidor de laCiudad de Westminster, pero no tuvo ladelicadeza de dimitir de su cargo, comotodos sabían que debería haber hecho.Me dejó una casa y dinero suficientepara mantenerla, una renta y un terriblecaso de insomnio. Yossel lo ha aliviado.Nunca ha dejado de divertirme, y eso es

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mucho más de lo que puedo decir deldifunto sir Thomas. Siempre he podidodormir después de una visita de Yossel.

Quizá fui yo el único en darmecuenta de que el alguacil Fuller volvía aentrar en la sala, pues todos los ojossalvo los míos se hallaban fijos en ladyCox mientras ésta hacía el anteriordiscurso, que se repetiría a menudo enlos salones y restaurantes de todoLondres; fue la diversión de la sociedaddurante casi un mes, hasta que hallaronun nuevo bocado de cardenal para suschismorreos. Yo me fijé en la entrada deFuller porque él lo deseaba. Me hizoseñas agitando las manos hasta que lo viy luego me indicó que me acercara. Yome levanté de mi asiento en el último

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banco y caminé de puntillas hasta lapuerta donde me aguardaba él.

—Jeremy —susurró—. Quiero quele digas a sir John que ha habido otrohomicidio, una mujer en la casa delnúmero seis de King Street. Querrá irhasta allí, y también el médico, pues porla descripción es un crimen más horribleaún que los otros. Yo debo adelantarme,pues me han dicho que se ha agrupadoallí una gran multitud para mirar elcadáver y llevarse recuerdos.

—¡Pero se pondrá furioso!—Lo sé, y por eso voy a

adelantarme para poner orden si puedo.Tú ve y díselo ahora mismo; yo tengoque irme.

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Fuller, cuyos deberes durante el díaconsistían en poco más que hacer decarcelero en Bow Street, tenía pocasoportunidades para demostrar su valíacomo alguacil. Llevaba su chaleco rojocon orgullo, pero las tareas más difícilesque debía realizar se limitaban aocuparse de los reos ruidosos orecalcitrantes y a transportarlos a laprisión. Con una buena cuerda ymanillas, podía hacerse cargo él solo detoda una compañía de malhechores.

Y eso había hecho cuando nosotrostres —sir John, Donnelly y yo—llegamos al número 6 de King Street. Lamultitud debía de haber sido importanteen la casa, pues se hallaba en aquelmomento apostada a lo largo de un

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pasaje que conducía a un patio interior,sucio y atestado; un auténtico «tugurio»,podría decirse.

Avanzamos con dificultad por elpasaje, yo encabezando la marcha con lamano de sir John sobre el hombro, yDonnelly en la retaguardia. Cuandollegamos al patio, nos recibió un granmurmullo de voces. Todos los habitantesde aquel lugar parecían esparcidos porallí, sentados en las escaleras yapoyados en los portales, murmurando;todos menos un grupo de cinco personas,que permanecían en silencio y conexpresión hosca junto a la puerta de unaplanta baja. Todos llevaban una lazadaal cuello de la misma cuerda, con losque estaban atados unos a otros; el

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último y el primero llevaban tambiénmanillas. Fuller sostenía los extremos dela cuerda con una de sus grandes manos.Con la otra nos hizo señas.

—Noto que aquí hay mucha gente—me dijo sir John.

—Están alrededor de nosotros,mirando —dije yo—. El señor Fuller haarrestado a cinco y los tiene atados ylistos para marchar.

(Había hecho lo que me habíasugerido Fuller en la sala y me habíadirigido a sir John, sorprendiendo aMardsen y molestando a lady Cox, queparecía disfrutar promoviendo elescándalo. Había susurrado al oído desir John lo que me habían dicho y éstehabía asentido solemnemente como

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respuesta. Con toda la rapidez que pudo,sir John se vio obligado a tardar casi uncuarto de hora en dar por concluida lavista, absolviendo a Yossel Davidoviche indicando al jurado que debíapronunciar el veredicto de «asesinato amanos de persona o personasdesconocidas». Luego llamó a Donnellyy los tres partimos juntos, dejando queel señor Mardsen se ocupara de loscabos sueltos. Así pues, Fuller habíatenido un cuarto de hora, seguramentemenos, para controlar la situación en elnúmero 6 de King Street.)

Fuller se presentó ante nosotroscon el equipo al completo. Llevaba unpar de pistolas y el alfanje en la vainaen el lado derecho. En la mano con que

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nos hacía señas, empuñaba un garrote, elarma elegida; por el aspecto de susprisioneros, lo había usadogenerosamente con dos de ellos comomínimo.

—Nunca había visto nada igual —dijo a modo de saludo.

—¿Se refiere a todos los mironesque noto alrededor en este momento?

—No, señor, me refiero a lo queestaba ocurriendo allí arriba cuando hellegado.

—Explíquese, señor Fuller.—Con su permiso, señor, quisiera

que los detenidos hablaran por mí, puestengo curiosidad por saber si puedenjustificarse mejor ante usted de lo que sehan justificado ante mí.

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El alguacil cogió entonces alhombre mejor vestido de los cinco porla nuca y lo empujó hacia sir John; mefijé en que era uno de los que llevabamanillas. Al mismo tiempo, Donnellylos rodeó para entrar por la puerta, queestaba abierta. ¿Fue mi imaginación, oprovocó más susurros de los mironescuando entró?

—Adelante —dijo el alguacil aldesdichado prisionero—. Dígale a sirJohn quién es y qué hace.

—Mi nombre —dijo él, intentandorecuperar lo poco que quedaba de sudignidad perdida— es Albert Palgrave,y soy dueño de propiedades, de estapropiedad, de hecho. Este edificio mepertenece, como todos los del patio.

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Hablaba demasiado alto, quizá,pues en su esfuerzo por impresionar asir John había conseguido que lo oyerantodos los demás. Sus primeroscomentarios fueron recibidos con pitos,silbidos y abucheos.

—Si es así —dijo sir John—, no esusted muy popular entre sus inquilinos.

—¿Y qué casero lo es? Estagentuza espera vivir aquí por nada.Cobrar los alquileres que mecorresponden por derecho es unauténtico calvario. A decir verdad, lamitad de los que andan ahora por aquímirándonos me deben alquileresatrasados.

—Al grano, hombre, y rápido.—Sí, señor. Bueno... estaba yo

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precisamente cobrando alquilerescuando llegué a esa puerta. ¿La ve detrásde mí? Oh, lo siento, no puede usted...

—¡Siga! —exclamó sir John, queparecía no sólo exasperado, sinorealmente furioso.

—Oh... bueno, sí, claro. Así quellamé a esa puerta, de una tal Tribbleque me debía siete chelines del alquiler,y por Dios que iba a cobrar o la echaba.Llamé pero no me contestó nadie, peroyo sospechaba que me engañaba, así quemiré por la ventana, que estaba tan suciaque no me dejó ver bien. Lo que sí vi fueque estaba tumbada en la cama, así queentré en la habitación. Naturalmente,como propietario tengo la llave. Echéuna mirada, y debo decir que era una

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visión horrible, y di la alarma, lo quequizá no debería haber hecho. Al oír misgritos, empezó a salir gente de las casasde todo el patio. Me pareció másprudente echar la llave, por miedo a quela turba invadiera la habitación. Peroellos querían entrar a toda costa, queríanver. La gente siente una curiosidadnatural por tales espectáculos, pero yoles indiqué que volvieran a susdomicilios, hasta que un tipo al que hereconocido como... eh, agente de laseñora Tribble, me dijo que pagaría unchelín si le dejaba entrar. Se me ocurrióentonces que sería un chelín menos de ladeuda. Otros dijeron que pagarían lomismo. Bueno, como dueño del edificiotengo todo el derecho a dejar entrar a

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quien me parezca, y si querían pagarmepor ese privilegio, estaba en mi derechode aceptar el dinero. Pero luego noconseguí sacar a ese tipo.Sencillamente...

—¡Silencio! —gritó sir John—. Yahe oído bastante.

—Su hombre me ha arrestado —insistió el casero—. ¡Tengo el derechode propiedad! Cuando se lo dije, mepuso estas manillas y no ha queridodecirme de qué se me acusa. No hahabido modo de razonar con él.

—Señor —dijo sir John—, dehaber estado yo presente, le habríaordenado que hiciera exactamente lomismo, no le quepa la menor duda. Loscargos le serán comunicados en el

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tribunal.Sonoros vítores se alzaron entre los

espectadores.—Señor Fuller, tenía usted razón.

Tampoco yo había visto nunca nadaigual. Bien, ¿quién más tiene para hablarconmigo? Espero que sea el tipo al queel casero Palgrave ha llamado agente dela mujer.

El señor Fuller arrancó a otrohombre del grupo de cinco, a éste,agarrándolo por el doble lazo quellevaba al cuello. Era joven, apenastenía tres o cuatro años más que yo.Tenía el entrecejo fruncido en unaexpresión que aparentemente pretendíaser de desdén. Tenía una contusión en lacara y también llevaba manillas.

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—Dado que no poseo el dominiodel lenguaje del casero —dijo el señorFuller—, yo diría que este tipo es unchulo. Eso han dicho sus propiosvecinos. También que pegaba a la pobremujer regularmente.

—Pues claro que la pegaba —gruñó el chulo—. Era mi puta.

—Habla cuando te pregunten —leordenó el señor Fuller, y le dio unafuerte bofetada en la mejillacontusionada. Luego dijo—: Puedesdecirle tu nombre a sir John.

—Edward Tribble.—¿Estaba casado con esa mujer?

—preguntó sir John, muy sorprendido.—Más o menos, supongo. Fue un

matrimonio en Fleet.

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[8] No estoy seguro de que fuera

legal, pero le dejaba usar mi apellido.Pero dormíamos en lugares diferentes.

—¿Un matrimonio en Fleet? ¿Y quédesdichado sacerdote celebró laceremonia?

—Ni idea. No me acuerdo de sunombre.

—Dile a sir John qué estabashaciendo ahí dentro.

—Vendía recuerdos.Sir John guardó silencio unos

instantes. Luego meneó la cabeza.—No... no comprendo.—Señor —dijo Fuller con voz

profunda y sombría—, la estabavendiendo por partes. Usted aún no haentrado, ni le han descrito la escena,

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pero está abierta de arriba abajo y lehan sacado las entrañas y las hanesparcido por la habitación. Éste ofrecíasus órganos a la venta a los queentraban, y había compradores, esos tresentre ellos. No sé cuántos más.

Lo que vi entonces no lo habíavisto antes ni volvería a verlo después.Sir John alzó su bastón y, en su ceguera,lo abatió sobre Edward Tribble. Sededicó a golpearlo durante un minuto omás hasta que, agotada su furia, cejó porfin. Sus golpes fueron increíblementecerteros considerando que los dio en loque para él debía de ser una oscuridadtotal. Todo lo que pudo hacer Tribblefue agacharse y cubrirse la cabeza hastaque cesaron.

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En ese momento fue lo bastanteinsensato como para alzar la voz en supropia defensa.

—No tenía por qué hacer eso —dijo, gimoteando—. Era mi mujer y miputa.

—¿Y por eso también reclama elderecho de propiedad? ¡Era un serhumano, pequeño desgraciado!

Así hablando, sir John asestó unúltimo golpe a la figura erguida deTribble, causando poco daño, peroaliviando quizá su indignación. Yo mefijé en que la ingente muchedumbre demirones no había soltado ningún hurra nihabía aplaudido mientras sir Johnapaleaba a Tribble. Permanecieroninmóviles, muy impresionados por lo

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que veían. Su silencio era deaprobación, pues sólo cuando terminó,volvieron a oírse murmullos.

—Yo no lo aprobaba —gimióentonces Albert Palgrave—. Heintentado sacarlo de ahí. Le he instado amarcharse —aseguró, pero se habíaalejado del campo de acción del bastónde sir John. El magistrado retrocediócon repugnancia.

—Señor Fuller —dijo—,lléveselos. Ya he oído más quesuficiente. Comparecerán ante mí en lasesión de mediodía.

—Será un placer —dijo el alguacilque, teniendo en la mano la cuerda a laque estaban sujetos todos los cuellos,dio un fuerte tirón que los obligó a

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ponerse en movimiento como una torpebestia de diez pies.

Sin embargo, antes de que hubieranpodido alejarse demasiado, los detuvosir John.

—Señor Fuller, deténgase unmomento, por favor. Al parecer tieneusted la situación bajo control, así que,¿podría dejar aquí un arma para Jeremy?Puede que tenga que hacer guardia y metemo que necesitará algo para mantenera raya a los curiosos.

—Ven aquí, Jeremy —dijo Fuller—, y coge las pistolas.

Yo me acerqué corriendo y le librédel peso de las pistolas que llevaba a lacintura.

—Están cargadas, no cometas

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errores —me dijo.—Tendré cuidado.—Más te vale. ¡Venga, vamos,

amigos!Dio otro tirón a la cuerda y sus

prisioneros le siguieron quieras que no.Yo volví junto a sir John, abrochándomeel cinturón con las pistolas ypavoneándome un poco ante loscuriosos.

—Jeremy —dijo sir John—,llévame al sitio en cuestión. Creo quehay dos escalones y un porche. —Estabaen lo cierto, desde luego—. Quierodirigirme a los espectadores de nuestroespectáculo de relumbrón. Siguenmirando, ¿verdad?

—Sí, señor.

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Conduje al magistrado hasta elporche, donde se dio la vuelta y hablóigual que en su tribunal:

—A todos los aquí congregados,dirijo ahora una petición. Si tienencualquier información que pudieraconducir al arresto del que ha asesinadoa esta infortunada mujer que era suvecina, les ruego que se lo comuniquen aeste joven. Si vieron a alguien que lavisitara anoche, por favor, descríbanlo.Si conocían las costumbres de lavíctima, por favor, descríbanlas. Aunquesólo sean sospechas, desahóguense.Cuéntenle a él todo lo que crean quepuede ayudarnos, cualquier cosa.Estamos desesperados por atrapar a eseperverso asesino.

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Tras haber pronunciado estediscurso, golpeó el suelo del porche conel bastón a modo de punto final, se diola vuelta y entró en la habitación consuma cautela para dar dos pasosúnicamente. Cuando ocupé su lugar en elporche, eché una ojeada por encima delhombro de sir John y vislumbré algosobre la cama. A duras penas podíallamarse cadáver y mucho menos mujer.Era mucho más parecido a los cuartosde buey y cerdo que había vistocolgados en el mercado de Smithfield:con las costillas al descubierto, se veíael blanco de los huesos a través degrandes cuchilladas y había un agujerorojo en el lugar en que debería estar elestómago. Giré la cabeza, no deseando

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ver más.Volví la mirada hacia el patio,

cruzándome de brazos de manera que losdedos de las manos tocaban las culatasde las pistolas. Adopté una expresióngrave con la convicción de que debía deofrecer un aspecto formidable, perorecordando luego que debía mostrarmeaccesible a cualquiera que desearaaportar pruebas, alteré mi expresiónpara adecuarla a tal fin: comprensivo ybenevolente. Sin embargo, por elaspecto de los que allí permanecíansentados o de pie, no serían muchos losque vinieran a hablarme; solos o enparejas, empezaron a dispersarse,algunos para abandonar el patio, otrospara entrar en sus viviendas y cerrar la

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puerta; la diversión matutina habíallegado a su fin.

Así pues, mientras permanecía deguardia, no tenía nada más que hacer queescuchar la grave conversación entre sirJohn y el señor Donnelly.

Después de su cautelosa entrada enla habitación, el magistrado habíapermanecido inmóvil durante un rato.

—¿Es tan terrible como lo hadescrito el alguacil Fuller? —dijo al fin.

—No sé lo que habrá dicho él,pero es espantoso, señor, absolutamenteespantoso. En toda mi experiencia comocirujano, jamás había visto un cuerpohumano tan destrozado. El monstruo quehizo esto debió de tardar más de unahora en realizar su horrible tarea.

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—Huelo a sangre y a todo tipo deolores infectos.

—Hay sangre allá donde mires.Está en la pared sobre la cabeza de lavíctima, hasta donde salpicó y chorreócuando le cortaron la garganta; ésa fue lacausa inmediata de la muerte, por cierto.Hay sangre aquí, en la cama, por dondeha brotado de la enorme herida delestómago, y hay sangre en el suelo, queha goteado de los órganos que el asesinole extrajo. Toda la sangre estáprácticamente seca.

—Eso significa, claro, que llevavarias horas muerta.

—Oh, sí. Yo diría que hace ya seishoras, seguramente más. El rigor mortisse ha adueñado de ella en la postura

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carnal, desnuda, por supuesto. Sin dudala asesinaron de madrugada, a las tresmás o menos.

—Suponiendo una hora más paratoda esta mutilación, el asesino debió demarcharse hacia las cuatro, cuando aúnes noche cerrada en esta época del año.No obstante, por lo que me cuenta usted,debía de ir ensangrentado de pies acabeza.

—Podía ir tapado con unsobretodo. Otra posibilidad es quetambién él estuviera desnudo mientrastrabajaba. Hay agua sanguinolenta enuna palangana y restos de colorescarlata en un vestido que está tiradoen el suelo. Puede que el asesino lousara para lavarse y secarse.

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—Grotesca idea —dijo sir John—.¿Puedo avanzar un poco sin pisar elsuelo ensangrentado?

—Oh, no se preocupe, ya lo hanpisoteado todo. Ahora mismo está ustedpisando un poco.

Noté entonces cierto movimiento enla habitación. Le siguió un silencio.

—¿Qué órganos faltan? —preguntósir John tras un par de minutos.

—Eso es difícil saberlo en estemomento —respondió el médico—.Tendré que llevármela a mi consulta eintentar recomponerla, por así decirlo.En cualquier caso, sospecho que faltaráalguna que otra parte.

—Debido, sin duda, al tráficoiniciado por su chulo. Jamás había oído

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una cosa semejante, ni siquiera podíaimaginarla.

—Quizá no haya sido enteramentepor su culpa. El asesino ha encendido unfuego en la chimenea, o quizá ella loencendió para ahuyentar el frío mientrasrealizaban... su transacción. Encualquier caso, entre las cenizas heencontrado restos de lo que parece sersu lengua. También le han arrancado losojos, que se habrán derretidorápidamente entre las llamas.

—Dios bendito, ¿qué le ha dejado,pues?

—No mucho, me temo. El corazónestá entero en la parrilla. Es un grantrozo de músculo que no arde confacilidad. El hígado, el páncreas y el

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útero han desaparecido. El estómago ylos intestinos están intactos, y es unasuerte porque el proceso digestivocontribuye a menudo a fijar la hora de lamuerte con mayor exactitud.

—No sé qué decir. Quizá tan sóloque en este caso me alivia no poder verlo que usted me ha descrito. Es, como hadicho usted, señor Donnelly, espantoso.

Se produjo un largo y sombríointervalo en el que ninguno de los doshabló. Fue el médico quién por finrompió el silencio.

—Sir John, creo que debe ustedtener en cuenta seriamente lo que lesugerí anoche. Lo recuerda, supongo.

—Sí, y recuerdo que dije que erauna perspectiva demasiado horrible para

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considerarla siquiera.—¿La considerará ahora?—Me temo que habré de hacerlo.—Lo que vemos en estos cuatro

homicidios son dos métodos deasesinato muy diferentes, opuestosincluso. El primero y el tercero sehicieron de modo que se causara elmínimo daño externo posible a lavíctima. Éste y el segundo se han hechoen una vorágine de mutilación. Creo quemuy probablemente el asesino de lasegunda víctima fue interrumpido, otemía serlo. Lo que tenemos ahora antenosotros es lo que es capaz de hacercuando dispone del tiempo suficiente yla oportunidad para perpetrar susdiabólicos designios hasta el final. Me

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asombra que lo que se hizo en un ataquede furia demencial pudiera mantenersetanto tiempo mientras realizaba estashorribles mutilaciones. En resumen, esteasesino (¿podríamos llamarlo elsegundo?), deseaba causar el mayordestrozo posible en el cadáver de susvíctimas.

—Muy bien —dijo sir John—,supongamos que hay dos asesinos.¿Cómo describiría usted a cada uno deellos?

Se produjo entonces el primersigno de vacilación en el señor GabrielDonnelly quien, desde el momento enque había vuelto a poner la cuestiónsobre el tapete, había hablado con granfluidez y tono persuasivo. No fue sólo

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que hiciera una larga pausa antes decontestar, sino que, cuando lo hizo, serepitió a sí mismo e incluso tartamudeóun poco.

—¿Que cómo caracterizaría a cadauno de ellos? Sí, bueno, es decir... Situviera que decir... Tomemos elprimero, el que asesina con la hojaestrecha.

—Sí, por cierto. ¿Qué sabemos deél?

—En primer lugar, sabemos queutiliza un estilete, y se trata de un armade caballero.

—¿Cree usted que se trata de uncaballero, entonces?

—Y sabemos que lo usa con elconocimiento y la habilidad de un

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cirujano —prosiguió Donnelly, haciendocaso omiso de la conclusión delmagistrado—. Sencillamente, lasheridas demuestran demasiada precisiónpara que las haya hecho alguien queignore la anatomía humana, y demasiadaseguridad para haber sido hechas poruna mano inexperta.

—Supongo que debo aceptar lo queusted dice. Al fin y al cabo, es médico.Pero ¿qué me dice de su fuerza?Recuerde que sujetó y mató a una mujerde setenta y cinco kilogramos de peso yque luego la levantó y caminó con ellaen brazos cierta distancia para ocultarla.

—Ah, sí, eso es cierto, claro.—De modo que debemos hallar a

un caballero cirujano con el tamaño y la

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fuerza de un simio. Esas partes formanun extraño todo, ¿no le parece?

—Ya veo a lo que se refiere.—Pero ¿qué me dice del que usted

ha llamado segundo asesino? —preguntósir John—. ¿Cómo lo describiría?

—Es un loco.—Sabemos que lo es por sus obras

—dijo sir John con seguridad—. Peroincluso en su locura, puede que muestrecierta lógica. Anoche argumentó ustedacertadamente que el arma no podía serla misma en todos los asesinatos, quehabía lo que usted llama estilete, usadoen el primer homicidio y el tercero, y unarma con dientes de sierra en elsegundo. Supongo que ese cuchillo másbrutal y de hoja más gruesa se ha usado

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también en este asesinato.—Oh, sí, lo juraría.—Quizá use esa terrible arma para

castigar a las víctimas que le habíandesagradado de algún modo. QuizáPolly Tarkin había intentado robarle,hurtarle la cartera, pues sabemos que erauna ladrona. Quizá esta pobre mujer,Tribble, dijo algo que le ofendió.Entonces, en lugar de limitarse a matar,también mutila para castigarlas.

—¿Está sugiriendo que meequivoco, que hay un solo asesino?

—Sí, le he dado muchas vueltas,pero no estoy seguro. Bien pudiera serque yo me equivocara y usted estuvieraen lo cierto. Pero piense en esto: ¿no escierto que nuestros órganos humanos no

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son tan diferentes de los de bueyes,cerdos y ovejas?

—Bueno, desde luego hay algunasdiferencias, pero en general supongo quees así.

—Así pues, me concederá ustedque un hombre puede familiarizarse conla anatomía humana por analogía, porasí decirlo, si había llegado a conocerbien la anatomía de los animalesirracionales a lo largo de los años.

—Empiezo a adivinar hacia dóndeapunta.

—¿Quién trabaja normalmente concuchillos de hojas serradas?

—Pues un carnicero, claro.—¿Y quién, entre las personas que

ha visto usted Últimamente, tendría la

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corpulencia y la fuerza necesarias paraecharse a una mujer de setenta y cincokilogramos de peso al hombro ytrasladarla de lugar?

—Una vez más, el carnicero... el deanoche, claro. Es tan corpulento como elalguacil Bailey y sin duda igual defuerte, puesto que se pasa el díaacarreando y manejando cuartos debuey. Pero recuerde, sir John, que yomismo examiné sus cuchillos y ningunode ellos tenía una hoja lo bastanteestrecha para infligir la herida que teníala chica del pasaje.

—Sí, cierto, pero el señor Baileyolvidó registrarlo a él, como despuésadmitió. No siempre es tan concienzudocomo debería ser. Y aunque lo hubiera

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registrado, el carnicero podría haberloescondido en algún lugar del pasaje.Rastrear el pasaje de noche y a la luz deuna lámpara no pudo servir de mucho.Creo que enviaré a Jeremy a rastrear lazona otra vez esta tarde y quizá tambiénle diré que pase por el puesto delcarnicero y le transmita una invitaciónpara que venga a conversar conmigoesta noche.

Ah, querido lector, podrás imaginarcon qué poco agrado recibí tal encargo.Si hubiera podido hablar con sir Johnlargo y tendido, tal vez le hubierapersuadido de la inocencia de Tolliver.Sin embargo, sir John me intimidaba yme resultaba difícil abordarle de esemodo. En tales ocasiones, sentía mi

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juventud como una terrible carga.—Por cierto, señor Donnelly, lleva

usted reloj, ¿no es así? ¿Podría decirmequé hora es?

Tras unos instantes, llegó larespuesta:

—Son casi las doce.—Entonces Jeremy y yo debemos

irnos, pues debo reanudar la vista, ypromete ser interesante. La llave está enla puerta. Según creo todavía le quedatrabajo que hacer por aquí.

—Un buen rato.—Haré que venga el carro

mortuorio con un ataúd. No seríaconveniente sacarla en tal estado.

—Estoy completamente deacuerdo.

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VIII

En el que sir John dispensa justicia,rápida y sumaria

De todo lo que se ha dicho sobre

sir John Fielding desde que falleció, loque más se ha repetido es también lomás certero: era un hombre justo.

En el campo del derecho ésa es unacualidad, ¡ay!, mucho más escasa de loque se podría suponer. Como

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magistrado, sobre sir John recaía eldeber de procesar a los malhechores. Aveces no era tarea fácil, pues podíaacaecer que se cometiera una acciónclaramente punible y, sin embargo, porfalta de una ley concreta, no exista delitoni falta. En tales circunstancias, y eninterés de la justicia, el magistrado debedemostrar su ingenio adaptando una leyadecuada al mal cometido. En laaplicación de esa justicia sumaria, nadiesuperó nunca a sir John.

No puedo ofrecerte un ejemplomejor que el modo en que obró con losindividuos que Fuller arrestó en elnúmero 6 de King Street. Era evidenteque todos ellos habían cometido undelito de mayor o menor gravedad, mas

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¿había alguna ley en el derecho penalinglés que se ajustara a sus crímenes?Yo no la conocía; claro que entonces noera más que un chico que frecuentaba lasala del tribunal para aprender cuantopudiera. Sin embargo, ahora que ya nosoy ese chico, sino un abogado, seguiríadiciendo que no conozco ley alguna quese ajuste a aquellos delitos.

El escándalo y la conmoción quehabían producido las acciones deaquellos individuos resultaron evidentespor la reacción de la muchedumbre queabarrotaba la sala cuando, a petición desir John, Fuller expuso sus hallazgos alllegar al edificio de la mujer asesinada,la señora Tribble. Se produjeronmurmullos entre los espectadores, y una

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y otra vez se dejó oír el sonido del aireaspirado de repente, la expresión máscomún del asombro horrorizado. Haciael final de su relato, cuando describiólas acciones del marido putativo de lavíctima, se elevaron gemidos y gritos deira. Por una vez, sir John dejó tranquiloel mazo. Juraría que el magistradodeseaba que los acusados sintieran larabia que todos les dirigían.

Cuando el alguacil terminó, sirJohn golpeó por fin la mesa con el mazoy llamó al orden.

—Señor Fuller —dijo—, no semueva de donde está, por favor, porquecreo que tendré que hacerle algunaspreguntas mientras considero los cargosde cada uno de los acusados que

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comparecen ante mí. —Hizo una pausa yañadió—: Prisioneros, en pie.

Los cinco hombres se levantaron,cada uno a su tiempo y sin duda conalguna molestia, pues seguían atadosunos a otros por el cuello con la fuertecuerda de Fuller, y el primero y elúltimo seguían enmanillados.

—En primer lugar, deberánidentificarse para que conste en el actadel tribunal.

Los prisioneros se identificaroncomo Albert Palgrave, EzekielSatterthwait, Thomas Coburn, LemuelTinker y Edward Tribble. El señorMardsen tuvo ciertas dificultades con elsegundo nombre; pidió a Satterthwaitque le deletreara el apellido y el

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prisionero no pudo. El escribano loescribió entonces como Dios le dio aentender.

—Bien, todos ustedes —dijoentonces sir John— se han comportadode un modo abominable. De eso no cabela menor duda. ¿O quiere alguno deustedes mostrar su desacuerdo con elrelato que acaban de oír de labios delalguacil Fuller? Ésta es su oportunidadpara hablar en su propia defensa, si esque realmente se puede decir algo. Lesaconsejo que hablen ahora.

Se produjo un breve silencio.Luego los cinco hombres empezaron ahablar a la vez.

Sir John los hizo callar a golpes demazo.

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—¿De modo que todos tienen algoque decir? Muy bien, les oiré de uno enuno, el señor Palgrave primero. ¿Señor?

—Bueno, para empezar no entiendopor qué estoy aquí —dijo el interfecto—. Ni siquiera se me ha comunicado dequé se me acusaba cuando me han traídoaquí de manera tan brutal. Es cierto queyo he encontrado el cadáver de esa puta,pero...

—¿Y ha enviado noticia de sudescubrimiento a Bow Street?

—No, pero...—No, no lo ha hecho. El señor

Fuller me ha informado de que la noticiale ha llegado por un rapaz de la calleque conocía a la difunta y ha venido porsu cuenta. Así pues, señor, si lo que

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quiere es que le acuse de un cargoconcreto, será que, no habiendoinformado sobre el asesinato de suinquilina, ha obstruido la investigaciónsobre su muerte. Pero ése, a mi parecer,no ha sido más que el principio de suspecados. ¿Es o no es cierto que hacobrado un chelín a todos cuantosdeseaban ver el cadáver?

La respuesta del señor Palgravequedó ahogada por los gritos de loscuatro que se hallaban de pie junto a él.Todos ellos aseguraban a sir John congran vehemencia que Palgrave les habíacobrado un chelín por dejarles entrar.

—Había unos cuantos antes quenosotros —gritó uno de los prisioneros,quizá Satterthwait—. Ha hecho un buen

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negocio con ella.—¿Es eso cierto? —preguntó sir

John—. ¿Cuántos han pagado por ver elcadáver? ¿Cuántos chelines ha ganadocon ese extraño negocio?

—No muchos... bueno, diez entotal. Pero como le he dicho antes, esaputa, Tribble, me debía siete chelines dealquileres atrasados. Como casero,estaba en mi derecho de resarcirme delmodo que considerara más conveniente.Y dado que soy el propietario de lavivienda, de todo el patio, de hecho,tenía derecho a dejar entrar a quien a míme diera la gana.

—Señor Palgrave, hay algo que meintriga. Se ha referido usted a la señoraTribble mediante epítetos según los

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cuales usted consideraba que ejercía laprostitución. ¿O quizá los ha utilizado ala ligera para indicar que era una mujerde moral relajada, una perdida?

—¡No, por Dios, era una puta!—¿Está seguro?—¡Por supuesto que sí! Yo mismo

he visto que llevaba hombres a suhabitación a todas horas, de día y denoche. También a ellos los vi algunavez. En una ocasión vi incluso cómocambiaba el dinero de manos. ¡Si eso noquiere decir que era una puta, que vengaDios y lo vea! Todo el mundo sabía aqué se dedicaba.

—¿Y sin embargo usted le permitíaque siguiera siendo su inquilina?

—¿Y qué? —dijo Palgrave a la

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defensiva—. Uno tiene que sacar unarenta de sus propiedades. Hasta hacepoco no se había retrasado nunca con elalquiler. Fue absolutamente regulardurante el primer año.

—Bien, entonces —declaró sirJohn—, tenemos otra acusación contrausted, señor. Dirige usted una casa delatrocinio, puesto que cede a sabiendassu propiedad para la prostitución ycomparte los beneficios. Pero,prosigamos. Dígame, cuando ha vistousted por primera vez el cadáver de esamujer esta mañana, ¿cómo la haencontrado? ¿En qué estado?

—Pues muerta, claro.—No me ha entendido. ¿Estaba

sentada o tumbada? ¿Vestida o desnuda?

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—Ah, bueno, el cuerpo estabasobre la cama y desnudo, aunque lo queme había parecido una especie deprenda que la tapaba, ha resultado ser ungran agujero en el centro.

—¿Y ha cobrado un chelín a cadauno de estos hombres y a otros para quepudieran contemplar esa visión?

—Sí.—Dado que lo admite, le acuso de

ofrecer un espectáculo libertino yobsceno y de cobrar dinero por permitirel acceso a dicho espectáculo.

Albert Palgrave farfulló algoininteligible, intentando hallar laspalabras adecuadas para protestar.

—No era un espectáculo —dijo,dominándose—. Era más bien una

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exhibición... como algo científico, nopara divertirse.

—Estaba desnuda, ¿no? ¿Yobscenamente abierta en canal? No,señor Palgrave, rechazo su argumento.Los cargos se mantienen, le heencontrado culpable de ellos y lecondeno a noventa días en la prisión deFleet Street.

—¿La Fleet? ¡Yo no soy unmoroso, ni un insolvente!

—Puede que lo sea cuando salgade allí, porque aún no he terminado conusted. También le declaro culpable dedirigir un prostíbulo y de recibirganancias de la prostitución, por lo quele condeno a sesenta días en la Fleet, yfinalmente, le declaro culpable de

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obstaculizar la investigación sobre lamuerte de la señora Tribble, y lecondeno a treinta días en la Fleet. Lassentencias se cumpliránconsecutivamente: seis meses en total. Ysi desea que la aumente, continúediscutiendo conmigo para que puedadeclararle culpable de desacato.

Reducido a un asombrado silencio,Palgrave se mordió la lengua, y sir John,satisfecho por haberle dado sumerecido, golpeó la mesa con la maza,dando por zanjado aquel asunto.

—Y ahora, ocupémonos de EdwardTribble. Hemos oído al alguacil Fullerdeclarar que este hombre, que aseguraser marido de la víctima, ofrecía partesde su cuerpo a la venta como

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«recuerdos». Señor Fuller, ¿cómo llegóhasta usted esa información? ¿Qué vio yoyó usted?

El alguacil se frotó el mentónmientras reflexionaba.

—Bueno, señor —dijo, al cabo—,cuando he entrado en la habitación delasesinato, había tres hombres entre eseTribble y yo, de modo que no se ha dadocuenta de que era un alguacil alprincipio. Me he quedado mudo unmomento, horrorizado hasta tal puntopor el estado de la víctima, que no me lopodía creer. Pero había notado queocurría algo entre Tribble y ése, creoque ha dicho que se llamaba LemuelTinker. Me pareció que regateaban elprecio de alguna cosa. Como yo era más

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alto que los demás, me coloqué en unlugar desde donde podía ver mejor loque estaba pasando. Y vi a Tribble quele enseñaba algo al otro, algo pequeño ycubierto de sangre. Tinker lepreguntaba: «¿Qué parte es?», y Tribblele contestaba: «¿A mí qué me cuentas?Por tres chelines, ¿qué importa?» «Sivoy a comprarlo —dice el otro—debería saber cómo llamarlo.» En aquelmomento, al darme cuenta de lo que setraían entre manos, he empuñado espaday pistola y los he arrestado a todos.

—¿De modo que usted no ha vistoen realidad cómo se efectuaba lacompra, ni que el dinero cambiara demanos ni que el trozo del cadáver seentregara siquiera para una breve

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inspección?—No, señor, no lo he visto. Jamás

he visto cosa semejante, ni he oídohablar de nada parecido, y he queridoponerle fin en aquel mismo instante.

Sir John asintió en un gesto deaprobación.

—Estoy seguro —dijo— de queyo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo.Pero ahora, señor Tribble, le toca hablara usted. ¿Admite los hechos tal como losha descrito el alguacil?

—Ni hablar —contestó Tribble conla mayor insolencia—. Sé muy biencómo funciona la ley. Tienen que probarque soy culpable. ¡Así que lo niegotodo!

A los presentes en la sala no les

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gustó su respuesta, de hecho, no lesgustaba Tribble. Un murmullo dereprobación recorrió los bancos. Dehaber sido entregado al público de lasala en aquel momento, creosinceramente que no hubierasobrevivido más que unos pocosminutos.

—Yo diría —declaró sir John—que lo estamos probando con ladescripción del señor Fuller, que hasido razonable. No ha pretendido habervisto ni oído más de lo que en realidadha visto y oído. Pero quizá necesitamosotro testigo. La elección lógica es elseñor Lemuel Tinker. Así pues, díganos,señor Tinker, la descripción del alguacilsobre lo que ha pasado entre usted y el

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señor Tribble ¿es exacta? ¿Quiere ustedañadir alguna cosa?

—Ha sido extraordinariamenteexacta, señor —contestó Tinker, unhombre con un rostro pequeño, decomadreja—, hasta las palabras las harepetido exactamente. Lo que ha pasadoentre nosotros es que este tipo estaba enla habitación cuando hemos entradonosotros tres después de pagarle unchelín al casero. El casero nos ha dicho:«Aquí se ha cometido un gran crimen.Será histórico. Esta pobrecilla era mimujer, y por mucho que me duelahacerlo, debo vender estas partes de ellaque le cortó el que ha cometido estehorrible asesinato. Lo hago para reunirdinero y darle un entierro cristiano

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decente.» Tal como lo hablaba, parecíaque fuera una obra de caridad compraralgo de ella. Se lo juro por Dios que asíha sido, señor. Le ha puesto un preciomuy alto al corazón, una guinea; por elhígado han sido diez chelines, y por laparte más pequeña me ha pedido cincochelines. He conseguido que me lodejara en tres. Yo era el único que teníadinero para comprar. El resto ha sido talcomo lo ha contado el alguacil.

—Sólo uno de los tres que han sidohallados en la habitación con Tribble noha hablado todavía —dijo entonces sirJohn—, y es Thomas Coburn, de modoque se lo pregunto a usted, señorCoburn. ¿Vio a Tribble vender algunode los órganos antes de que usted entrara

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en la habitación?Thomas Coburn respondió en voz

baja y a regañadientes, o al menos esome pareció a mí. Empezó una vez, yvolvió a empezar después de que sirJohn le ordenara hablar más alto.

—Señor —dijo—, estoy muyavergonzado de hallarme aquí, y másaún de haber entrado en aquel lugar deespanto. Ojalá no lo hubiera hecho,señor, pero haré lo posible por contestara su pregunta. —Calló, respiróprofundamente y prosiguió—: Nosotrostres estábamos en fila, retenido por elcasero hasta que salieran los que habíanentrado antes. Salieron dos hombres.Uno de ellos, señor, era un tipo muygrande, casi tan ancho como alto, con un

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parche en un ojo. Alzó un trozosangriento de algo para que todos loviéramos, luego simuló comérselohaciendo broma. Algunos rieron y otrosno. Después de ver eso, no deberíahaber entrado, y no lo habría hecho si nohubiera pagado ya mi chelín.

Sir John asintió, satisfecho.—Los tres han sido muy sinceros

en sus declaraciones. Tomo nota y se loagradezco, pero para apaciguar lasdudas que me asaltan, ¿quierenSatterthwait, Coburn y Tinker hacer elfavor de alzar las manos con las palmashacia fuera? Bien, señor Fuller, ¿querráexaminar esas manos y decirme siencuentra rastros de sangre seca enellas?

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El alguacil obedeció a su superiory llevó a cabo su misión con la mayorseriedad. Se acercó a cada uno de lostres hombres por turno y les examinó lasmanos muy de cerca por uno y otro lado.Al terminar, se dio la vueltabruscamente y se dirigió al centro de lasala frente al estrado.

—Presente su informe, señorFuller.

—Bueno, señor, ninguno de ellostiene lo que yo llamaría manos limpias,pero no veo sangre en ninguna.

—Muy bien. Ahora examine lasmanos del señor Tribble, por favor.

También esto lo hizo el alguacil,aunque se vio obligado a actuar concierta brusquedad para poder verlas

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bien.—Totalmente manchadas de rojo,

señor, las dos. Incluso tiene sangredebajo de las uñas.

—Gracias, señor Fuller —dijo sirJohn—. Bien, en cuanto a ustedes tres:Satterthwait, Coburn y Tinker, aceptoque sus acciones dentro de la habitaciónhan sido tal como las describen ustedes.Se habían metido allí para mirar ycuriosear, sobre todo. El señor Tinkerse ha sentido tentado de comprar una delas horribles reliquias que le ofrecíaTribble. Por suerte para él, no la hacomprado. Su castigo habría sido mayoren ese caso. Sí, habrá un castigo, pues siel señor Palgrave ha ofrecido unespectáculo libertino y obsceno por

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lucro personal, ustedes tres han pagadopor asistir a él. Y por ello les condeno atreinta días en la prisión de Fleet. Estambién cierto que su misma presenciaen aquella habitación obstaculizaba lainvestigación sobre la muerte de lavíctima del espantoso asesinato. Lacondena, igual que la primera, es detreinta días en la prisión de Fleet, peroserá concurrente con la primera. Enotras palabras, se cumplirán las dos almismo tiempo. Uno de ustedes haexpresado ya pesar y vergüenza por susacciones. Aconsejo a los otros dos quedediquen el mes que tienen por delante ameditar sobre el delito moral que hancometido.

Sir John dio un mazazo sobre la

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mesa para dar el asunto por zanjado.—En cuanto a usted, señor Edward

Tribble —dijo el magistrado—, el suyoes con mucho el delito más grave, en loque estoy seguro que coincidirán todoslos presentes en la sala. Cuando me haninformado por primera vez de lo quehabía hecho usted, mi cerebro se hanegado a creer lo que escuchaban misoídos. He pensado que sin duda mehabía confundido. Tal es la reacción dela mente ante la naturaleza de su crimen.Cuando comparezca ante el juez, leaconsejo que utilice en su defensa unpoco de la persuasión con que haengatusado a estos tres hombresdesencaminados. Dígale que vendíatrozos de su mujer para poder dar al

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resto un entierro cristiano y decente.¿Quién sabe? Puede que lo admita.Puede que el jurado le crea. Yo, desdeluego, no. Eso, sin embargo, importapoco, pues en este caso, mi único deberconsiste en acusarle formalmente yenviarlo a juicio.

—¿Qué? —chilló el preso—.¿Quiere decir que no voy a la Fleet conlos demás?

—No. Será enviado a Newgate,donde aguardará a ser juzgado en el OldBailey.

—¿De qué se me acusa?—De profanar a los muertos.La sala se sumió en un absoluto

silencio.—Pero... —Tribble buscaba las

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palabras, incapaz de hallarlas por unosinstantes—. Pero eso es como profanartumbas, ¿no? Yo nunca he hecho eso. Noestaba enterrada.

—No —dijo sir John—, ni siquieraha esperado a que estuviera bajo tierrapara profanar su cadáver. En mi opinión,lo que ha hecho es cuando menos igualde malo, seguramente peor.

—Profanar a los muertos... ¡a unolo cuelgan por eso!

—En efecto, pero le ofrezco ciertaesperanza. Si coopera con misalguaciles para recuperar los órganosque ha vendido, y creo que usted conocea los compradores, recomendaré ladeportación. Los jueces de Old Baileyaceptan mis recomendaciones sobre las

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condenas... casi siempre.Edward Tribble miró a un lado y a

otro con expresión frenética, pero nopronunció una sola palabra.

—Señor Fuller —dijo sir John—,llévese a estos cinco al calabozo ytráigame al que está allí. Mientras estose lleva a cabo, declaro un receso y doypermiso para hablar y moverse. Y llamoal estrado al señor Oliver Goldsmith yal señor Jeremy Proctor.

Aquello sí que fue extraño. Jamásme habían llamado al estrado exceptodurante nuestro primer encuentro,cuando yo era un mozalbete de treceaños, falsamente acusado de robo. Elhecho de que me llamaran ahora encompañía de un hombre tan conocido

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como Oliver Goldsmith denotaba laincreíble mejoría de mi situación enaquellos dos años. No obstante, no tengola menor idea de qué podíamos tener encomún él y yo.

Sin embargo, cuando llegué alestrado, demorado por la multitud queatestaba la sala, reconocí al hombre quese hallaba inclinado hacia el magistradoy enzarzado en atenta conversación conél. ¿De modo que aquél era OliverGoldsmith? Era el mismo hombre que sehabía alzado en defensa de OrmondNeville cuando el alguacil Perkins habíaarrestado al poeta y periodista en elGoose and Gander. Si era en efectoGoldsmith, tenía aproximadamente mimisma estatura, estaba casi calvo (y no

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intentaba disimularlo llevando peluca) ysu aspecto era manifiestamente irlandés.

El hombre en cuestión me viollegar y dijo a sir John:

—¿Éste es el muchacho, señor?—¿Eres tú, Jeremy?—Sí, sir John.—Ah, muy bien. No estaba seguro

de que te encontraras en la sala cuandote he llamado. El señor Goldsmith y yonecesitamos ese pasquín difamatorioescrito por ese individuo, Neville. Lorecuerdas, ¿no?

Antes de que yo pudiera decir sí ono, el señor Goldsmith asintióvigorosamente sin dejar de mirarme.

—Estoy seguro de que se acuerda—dijo—. Vino con el alguacil que

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arrestó a Neville.—¡Ah, en efecto! —convino sir

John—. Pero, Jeremy, ¿podrías ir ahoraa buscar el ejemplar del pasquín quetengo yo? Está en el cajón del escritorioen mi despacho. No tiene pérdida.

—Desde luego, vuelvo enseguida—dije yo.

Me alejé sin decir nada más,dirigiéndome presuroso hacia la puertalateral de la sala, por la cual acababa desalir el señor Fuller con sus cincoprisioneros. La puerta, claro está,conducía a la parte de la planta bajadonde se hallaba el calabozo y alarsenal de los alguaciles, el cuarto delseñor Mardsen y los cajones de lasactas, y el santuario de sir John. Yo

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conocía aquellas dependencias, y elresto de la casa del número 4 de BowStreet, como la palma de mi mano.

Vi a Fuller, que introducía a losprisioneros en el calabozo, oficiandouna vez más de carcelero del tribunal.Sin embargo, cuando era requerido,demostraba con creces ser un vigilantemás. Nadie podría haber mejorado suactuación de aquella mañana. ¿Cuandome sería requerido, como a él, quedemostrara mi valía? Bueno, claro quesi se presentaba la necesidad, me pedíanque me apostara en una puerta, o queacompañara a alguien como el rabinopor calles potencialmente peligrosas,pero nunca me habían puesto a pruebade verdad. ¿Qué era yo, sino el chico de

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los recados de sir John, siempredispuesto para ir a buscar alguna cosa,entregar una carta o citar a un testigo?

Y allí estaba de nuevo con elencargo de ir en busca del vil pasquín aldespacho de sir John. ¿No podría haberenviado a Mardsen? No, el escribanoestaba por encima de tales tareas. Mejorenviar a Jeremy; él hace eso y cualquiercosa que le pidas.

(Los chicos que aún no se hanhecho hombres experimentan a menudoataques de descontento parecidos,sobrestimando sus dotes ymenospreciando los dones otorgadospor la fortuna.)

Entré en tromba en la habitaciónque sir John usaba para los

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interrogatorios privados e informales,para las reuniones con sus alguaciles ycosas parecidas. Yo sabía dóndeencontrar lo que me habían pedido. Nohabía más que un cajón en el escritorio,que en realidad era más bien una mesa,pero ese único cajón bastaba y sobrabaal magistrado. Éste no tenía necesidadalguna de almacenar papeles; para esocontaba con Mardsen. Abrí el cajón ysaqué el pasquín, que estaba doblado acausa de su gran tamaño.

Cuando estaba a punto de cerrar elcajón me detuve, pues mis ojos habíanvislumbrado algo familiar en el interior.Era la bolsa de cuero que habíaencontrado bajo el entarimado de lahabitación de Polly Tarkin. Sin poderlo

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evitar, abrí la bolsa y comprobé que elmontón de soberanos y guineas seguíaintacto, igual que estaba cuando se lohabía entregado a sir John. No me cabíala menor duda de que no se habíacontado antes de guardarse. Elmagistrado trataba con despreocupaciónel dinero que entraba en el tribunal. Enmi cabeza resonó el eco de las palabrasdel chico matón de la víspera: «El juezni lo echará de menos si lo coges, quizáun poco cada vez.»

Hundí la mano en la bolsa y dejéque el tesoro se escurriera entre losdedos. No sería necesario coger un pococada vez. Diez guineas no se echaríannunca en falta en semejante abundancia.¿Y no la había encontrado yo la bolsa?

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En ese sentido, ¿no era tanto mía comode sir John? De habérmela quedado yo,nadie habría sabido nada, sin embargo,se la había entregado a él, pensando quetendría importancia para lainvestigación, pero no la había tenido.Sir John se había limitado a arrojar labolsa al cajón con indiferencia. Sinembargo, ¿cómo podía ser indiferente yoa aquella bolsa de monedas, cuandoapenas una parte de su contenido podíacomprar la libertad de Mariah de aqueltipo vil y despreciable de la estúpidarisita?

Todo esto, lector, me cruzó por elpensamiento en pocos segundos, perodespués me vinieron a la mente laspalabras despreciativas de aquel chulo,

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las últimas que me había lanzado:«Sería como robarle a un ciego.» Conellas, en mi imaginación se formó elrostro amable y generoso de sir JohnFielding, el hombre que me habíaaceptado en su casa, me había vestido yalimentado, y supe que no podía coger niuna sola guinea de aquella bolsa.Dejando a un lado los sofismas y losengaños, cerré la bolsa con su correa ycerré el cajón de un golpe. Cogí elpasquín y salí corriendo de la habitaciónen dirección a la sala del tribunal.

El murmullo de conversaciones medijo, en cuanto abrí la puerta, que seguíael receso y, sí, seguían de pie formandocorrillos. Sir John seguía enzarzado conOliver Goldsmith en el estrado y

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hablaba con gran vehemencia.—... si es necesario, sí, señor

Goldsmith, porque ha de quedar claroque ese delincuente de poca monta,Yossel, ha quedado libre para siempre ypor buenas razones. No es preciso quedé detalles. Diga tan sólo que se hademostrado que estaba en otro sitio a lahora del crimen. No es necesario quenos extendamos sobre quién lo hademostrado y cómo. Esa historia correráde boca en boca por todo Londres conrapidez.

—Desde luego —convinoGoldsmith—. Eh... el muchacho havuelto, señor.

—Ah, Jeremy, bien. ¿Has traídoesa maldita cosa? Dámelo. Lo necesitaré

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para blandirlo.Buscó el papel a tientas y yo se lo

puse en la mano.El señor Fuller apareció seguido

de Ormond Neville.—El prisionero está presente —

dijo.—Entonces podemos empezar.

Señor Goldsmith, no se sientedemasiado lejos, le pediré que hable. Leagradezco la oferta que me ha hecho.

—Me alegra serle útil, señor.Sir John golpeó fuertemente la

mesa con el mazo.—Se reanuda la sesión del tribunal

de Bow Street —gritó Mardsen,poniéndose en pie—. Ocupen susasientos y guarden silencio. El

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magistrado, sir John Fielding, verá elúltimo caso del día.

No más de un minuto tardó lamuchedumbre en dispersarse y volver asus asientos. Me fijé con interés en que,cuando Oliver Goldsmith se sentó en susitio, que estaba cerca de la primerafila, a su lado se hallaba el señorMillhouse, el vecino de la segundavíctima, Polly Tarkin. Por mi parte,busqué un lugar mejor que antes yencontré uno en un lateral, detrás deFuller y Ormond Neville.

—Orden, orden —dijo sir John yse hizo el silencio—. Señor Mardsen,llame al acusado. —El escribanoobedeció. Mientras el señor Neville seacercaba al estrado, el magistrado gritó

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—: Llamo también al señor BenjaminNicholson.

Mi sorpresa fue mayúscula, lector,cuando vi al socio más joven de la firmaeditora de William Boyer alzarse de unasiento al fondo de la sala y acercarsecon la cabeza gacha. Se trataba de unhombre de gran reputación en GrubStreet, a quien el socio mayor tenía entan alta estima que recientemente lafirma había pasado a llamarse Boyer yNicholson. Sin embargo, había pocoorgullo en aquel hombre cuando caminóhacia el estrado arrastrando los pies y separó junto al acusado.

—Señor Neville —dijo sir John,cogiendo el pasquín para agitarlo en elaire—, ¿es usted el autor de esta

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escandalosa mezcla de conjeturas,sospechas, invenciones y viejasmentiras?

—Ah, bueno, sí. Supongo que sí.Sí.

—¿A qué viene esa vacilación?¿Dónde está el orgullo de la autoría? Yusted, señor Nicholson, ¿no lo publicóusted?

—Bueno, nosotros lo imprimimos.—Al parecer hace usted lo que yo

llamaría una falsa distinción. ¿No pagóusted al señor Neville por su trabajo?¿No cubrió el coste de la imprenta enBoyer y Nicholson? ¿No contrató luegoa un grupo de vendedores ambulantespara vocear el pasquín por las calles deLondres y venderlo al precio

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establecido por usted? Finalmente, ¿noreclamó usted los beneficios de estepequeño negocio para su firma?

El hombre exhaló un hondo suspiro.—Sí, sir John —dijo.—¿El proceso que acabo de

describir no constituye una publicación,tal como se entiende normalmente porpublicación? Así pues, se lo vuelvo apreguntar, señor. ¿No lo ha publicadousted?

Otro suspiro.—Sí, sir John.—Ahora dígame cualquiera de los

dos, ¿de quién fue la idea de crear este...—sir John vaciló— este adefesio deconclusiones precipitadas y calumnias?

—Suya —contestaron ambos

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hombres a coro, señalándosemutuamente.

—Bueno —dijo el magistrado—.Veo que hay diferencias de opinión.Déjenme hacerles unas preguntas ysopesar sus respuestas. Señor Neville,¿por qué dice usted que fue el señorNicholson quien inició este negocio?

—Pues, señor, porque me llamó asu oficina y me sugirió que hiciera unainvestigación periodística sobre elasesinato de Polly Tarkin, del que hastaentonces yo nada sabía. Él creía quehabía material para un pasquín.

—Muy bien —dijo sir John—, ¿ycómo se enteró usted del asesinato,señor Nicholson?

—Por Giles Ponder, párroco de

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San Pablo, de quien tenemos un libro enpreparación. Nos dijo que le despertó untumulto de voces, luces de lámparas ydemás, en la entrada posterior delcementerio. Bajó a investigar y unalguacil le dijo que acababan deencontrar a una mujer asesinada allímismo. El alguacil y un muchacho sehallaban en aquel momento trasladandoel cadáver.

Yo era el muchacho, por supuesto.Y recordé al clérigo a medio vestir, conel camisón colgando por encima de lospantalones, exigiendo saber quéestábamos haciendo. (Sir John se habíaalejado en aquel momento para hablarcon la señorita Linney y suscompañeras.) El alguacil Brede, parco

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en palabras como siempre, le habíainformado únicamente de que habíanasesinado a una mujer, y le deseó buenasnoches. O buenos días, pues estabaamaneciendo.

—Y con esa información, llamóusted al señor Neville, ¿no es cierto?

—Sí, señor.—Y usted, señor Neville, se

dispuso a averiguar cuanto pudierasobre aquel espantoso suceso.

—Sí, señor —respondió OrmondNeville.

—¿Y cómo obtuvo la informaciónqué escribió?

—Bueno, descubrí con sorpresa labuena suerte de que uno de misconocidos fuera vecino de la víctima,

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que viviera prácticamente en la puertade al lado. Él me dio su nombre, meinformó de su ocupación y de dóndepodía encontrar a otras compañeras dela mujer que me dirían más cosas. Fui aBedford Street, las invité a unos cuantosvasos de ginebra y pronto obtuve lo quenecesitaba.

—Permítame que lo interrumpa,señor —dijo sir John—. Ese conocidosuyo debía de ser el señor ThaddeusMillhouse, poeta según su propiadescripción. Aquella mañana se hallabaen nuestro calabozo esperando que lellegara el turno de comparecer ante estetribunal por negarse a obedecer miorden de despejar el callejón en el quese había cometido el asesinato. ¿Ha

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hablado con él allí?Mi atención se desvió hacia

Thaddeus Millhouse ante la mención deOrmond Neville sobre «uno de misconocidos». Me temo que me quedémirándolo fijamente. Fuera porvergüenza o por sentirse culpable,Millhouse se hundió en su asiento allado de Goldsmith, y cuando sepronunció su nombre, intentó ocultar elrostro. ¿Con qué fin? Sólo cinco o seispersonas en toda la sala lo habríanreconocido, y de ellas una era ciega.Claro está que nadie desearía oír sunombre en la sala de un tribunal en talescircunstancias. Aun así, me parecióextraño.

Neville me sorprendió con su

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respuesta a la pregunta de sir John.—Sí, en efecto. La mujer del señor

Millhouse se había enterado de sudesgracia y me pidió que le trajera unacamisa limpia para que estuviera máspresentable en su comparecencia ante eltribunal. Así lo hice, y su carcelero mepermitió entrar con ese propósito.Charlé brevemente con el señorMillhouse en aquella ocasión, en la quemencioné mis indagaciones con el fin deescribir un pasquín.

—Mmmm —dijo sir John—, muyinteresante. Y luego habló con lasmujeres de la calle. Fue a través de ellascomo oyó hablar de Yossel Davidovichy de su altercado con la víctima.

—Sí, señor.

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—¿Había presenciado el altercadoalguna de ellas? Casi puedo contestar yoa esa pregunta, pues lo consideroaltamente improbable, a menos quehablara usted con Sarah Linney, que fueel único testigo.

—Bueno, no anoté sus nombres. Nofueron más que dos.

—¿Afirmó alguna de ellas haberpresenciado el altercado?

—No, con esas palabras no, perome dijeron que ese tal Yossel había sidovisto en tales términos con la víctima.Yossel no les gustaba lo más mínimo;una juró que le había robado, que lahabía amenazado con rebanarle la nariz.Debía de ser un individuo repugnante.

—Sin embargo, en lo tocante a la

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pelea entre Yossel y la víctima, aceptóusted las habladurías.

—Bueno, no podía seguir buscandotestigos. ¡Tenía que escribir el pasquínese mismo día!

—Y a causa de esa premura estabadispuesto a acusarle de asesinato sinotra cosa que sustentara la acusaciónque la conjetura de que podía habervuelto al lugar del altercado, llevarse ala víctima al callejón y asesinarla. Y esaconjetura, además, no se basaba más queen habladurías. Señor Neville, eso esinaceptable. —Pronunció estas últimaspalabras con gran solemnidad. Sinembargo, al instante siguiente, sir Johnparecía reprimir una sonrisa—. Hadicho usted, señor, que según sus

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informaciones, Yossel Davidovichdebía de ser un individuo repugnante,pero, dígame, ¿qué impresión le hacausado a usted?

—¿Mi impresión? Pero ¿cómo...?—Ha pasado usted la noche en su

compañía.—¿Quiere decir, señor, que ese

pobre desgraciado tembloroso queestaba en el calabozo era él? Se hapasado media noche temblando porque«ellos» lo perseguían, aunque no hadicho quiénes eran «ellos». Ha dichoque no podría volver a caminar por lascalles de Londres. ¡Así que ése eraYossel! ¡No me diga!

—Ah, pues lo digo, señor. Dehecho, sus temores eran fundados, pues

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ciertamente «ellos» le perseguían. A él yal rabino que le persuadió para queviniera a declarar los persiguierondurante todo el camino hasta Bow Streetuna ciudadanía furiosa por culpa de supasquín incendiario. De no ser porquedos de mis alguaciles se interpusieronpara protegerlos, ambos podrían habersufrido daños: uno, porque usted lohabía difamado erróneamente, y el otroporque era evidente su condición dejudío. Así pues, quedan demostrados loscargos contra usted. Obstaculizó mispesquisas sobre la muerte de PollyTarkin, atribuyendo el asesinato aYossel Davidovich erróneamente perocon total certeza. En el curso de la vistacelebrada esta mañana se ha establecido

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que él no pudo ser el autor del crimen,puesto que una testigo ha declarado queestaba con ella a esa misma hora. Y encuanto a la acusación de incitar aldesorden público, está tambiéndemostrada, puesto que lo que pudo serun grave disturbio fue sofocado por unrápido despliegue de fuerza de losVigilantes de Bow Street. Así pues,Ormond Neville, lo declaro culpable deambos cargos. Pero en mi opinión,señor, más flagrantes y dañinas han sidolas viejas calumnias sobre los judíosque repite usted en el pasquín. ¿Cómo sele ocurrió semejante cosa?

—Bueno... señor, comprenda ustedque se necesitan muchas palabras parallenar un folleto, y me pareció buena

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idea rellenar mis informaciones con unpoco de historia.

—¿Historia, dice? ¿Y cómo llegó asu conocimiento esa «historia»? ¿Se loenseñaron en la escuela? ¿Lo leyó enalgún libro?

—No, pero durante un tiempotrabajé como secretario del cónsulbritánico, sir Anthony Allman, en laciudad de San Petersburgo, en Rusia. Enaquella época mantuve muchasconversaciones con rusos con respecto alos judíos, y parecían muy seguros deciertos hechos concernientes a lasprácticas secretas de los israelitas.Digamos que obtuve la información defuentes fidedignas.

—Que yo pongo en duda —dijo sir

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John—, del mismo modo que niego esossupuestos hechos. ¿Le pareció queaquellos rusos tenían una ampliacultura? ¿Exhibieron una gran sabiduríaen otras cuestiones?

—A mí me parecieron muy cultos—contestó Neville—, porque todoshablaban francés.

—¿Y ése es su modelo? Bah, digoyo, y otra vez bah. Los rusos son unpueblo ignorante que creería que elmundo es plano si no fuera porque sonlos amos de una buena parte. Rechazo su«historia», señor, y si hubiera una leycontra la difamación, también leacusaría de quebrantarla, pues esevidente que es usted culpable dedifamar a los judíos. —Sir John hizo una

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pausa, como si quisiera recobrar elaliento—. Pero no existe tal ley, demodo que debemos atender ahora alseñor Benjamín Nicholson. SeñorNicholson, dígame, cuando el señorNeville le llevó su artículo, ¿lo leyóusted entero?

—Pues sí, claro.—¿Se lo enseñó a su socio, el

señor William Boyer?—No, a él sólo le interesa la

publicación y venta de libros, conexclusión de todo lo demás. Yo meencargo de la producción de dichoslibros, así como de los pasquines,anuncios, etcétera.

—Comprendo. Y cuando lo leyó,¿no encontró nada objetable o

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incendiario en él?—Bueno, sir John, yo no soy

abogado, ni tampoco el señor Neville. Amí me pareció que contenía informacióna la que el público tenía derecho.Nombraba a un malhechor, quizá condemasiada certeza, pero eso es lo que legusta al público y no las sutilezas de laley.

—Bien que lo sé —dijo sir John—.Pero ¿no tuvo usted dudas sobre lasabominables prácticas atribuidas a losjudíos, como el asesinato de niñoscristianos y cosas parecidas?

—Carezco por completo deexperiencia en esos temas. Déjemedecirle que no tengo nada en contra deellos, excepto lo que nos enseñan en las

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Sagradas Escrituras. Mi asesor personalen temas financieros es judío y lo cuentoentre mis amigos. Sin embargo, si hay unprincipio al que nos atenemos en Boyery Nicholson, es el de un escritor aexpresarse libremente. Nosotros nodictamos los textos a los escritores.

—¿Quiere decir que tiene derechoa decir cuanto quiera, y que usted selimita a publicarlo tal cual?

—Bueno, hay ciertos límites, porsupuesto.

—Y el... ¿cómo lo llamaremos?...el, digamos, ensayo del señor Neville,¿no excedió esos límites?

—No, supongo que no.—Desde luego que no, puesto que

usted lo publicó. Y como consecuencia,

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le considero a usted igualmente culpablede los cargos imputados a OrmondNeville, a saber, obstaculizar unainvestigación criminal e incitar aldesorden público.

—Pero...—No hay pero que valga, señor. Él

infringió la ley al escribir lo queescribió, y usted al publicarlo. Peroahora llega lo más difícil, y es encontrarun castigo adecuado para los dos. Dederecho, a ambos les corresponderíacumplir una condena en prisión, yo diríaque de un mínimo de treinta días. Perocuando he llegado hoy a Bow Streetpara presidir la sesión de hoy, meesperaba una carta del señor WilliamBoyer. Era, de hecho, una petición de

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clemencia para el señor Nicholson,expresada en unos términos sumamenteprácticos. Me dice en ella que está yademasiado viejo y que ha perdido elcontacto con los aspectos de laimpresión y la producción de suempresa, y que si el señor Nicholson noestuviera disponible durante unprolongado período de tiempo, tendríaque cerrarlo todo salvo la librería. Losimpresores y encuadernadores sequedarían sin trabajo mientras durara laausencia del señor Nicholson. Conozcoal señor Boyer. En el pasado ha sido degran ayuda para el tribunal y no tengomotivos para dudar de que la situaciónsea tal como él la describe. Por lo tanto,me abstendré de imponer una condena

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de cárcel al señor Nicholson. Sinembargo, y dado que he hallado a ambosigualmente culpables en este asunto,tampoco puedo condenar al señorNeville. Como tampoco puedo permitirque su delito quede impune.

Sir John hizo una pausa y serecostó en su asiento unos instantescomo si meditara. Permaneció asídurante casi un minuto. Luego dijo,como si aún sopesara la idea:

—Deseo sobre todo que no sesaque provecho alguno del actodelictivo en el que ambos hancolaborado. Dígame, señor Neville,¿qué le pagaron por escribir el pasquín?

—Dos guineas, señor.—Ésa será su multa. Y usted, señor

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Nicholson, ¿qué beneficios sacó laempresa de la venta ambulante?

—Es difícil saberlo con exactitud,señor, pero habrán sido unas veinticincoguineas, más o menos.

—Ah, los escritores deberíanaprender algo de esa disparidad, ¿nocreen? Pero éste no es el momento ni ellugar. Veinticinco guineas será su multa,señor Nicholson.

—Pero, sir John, ese dinero es dela empresa, no mío.

—Usted es socio de la misma, ¿no?Arréglese con el señor Boyer. Aun así,con las multas no se endereza elentuerto. Este dilema me tenía perplejohasta que el señor Oliver Goldsmith meha abordado con una oferta muy

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generosa. Señor Goldsmith, ¿querríausted acercarse y repetir su oferta?

Oliver Goldsmith se acercó alestrado con el andar acompasado dequien tiene la costumbre de moverse porLondres a pie; desde luego aquelhombre hacía buen uso de sus piernas.Se situó junto a Ormond Neville.

—Tengo entendido, señor —le dijosir John—, que desearía aclarar primerociertos escrúpulos.

—Sí, señor, en efecto. Por logeneral estoy de acuerdo con la opiniónmanifestada por el señor Nicholson, deque un escritor debe gozar de libertad deexpresión, y que si se equivoca, suserrores deben corregirlos otros queescriban en contra de él. Ésa es la

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naturaleza misma de la controversia, y lacontroversia es el núcleo mismo de lavida inteligente. Sin embargo, cuando leíel pasquín del señor Neville, censurécon firmeza ciertos pasajes del mismo,en particular los que se refieren a losjudíos en general, su historia y susprácticas criminales. Yo, al igual queusted, impugné sus fuentes, y sobre ellohabíamos sostenido una disputa en elGoose and Gander antes de que sualguacil llegara para llevárselo.

—¿Y qué sugiere usted, señorGoldsmith? —preguntó sir John.

—La única respuesta adecuada asemejante pasquín es otro pasquín en elque se pongan de relieve lo que ustedmuy bien ha descrito como conjeturas,

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invenciones y viejas calumnias delseñor Neville, y se corrijan. Mi ofertaconsiste en escribir dicho pasquín paraque se publique lo antes posible y tengala mayor utilidad.

—Su generosa oferta es aceptada,señor. Puedo garantizarle que el señorNicholson estará encantado depublicarlo según las condiciones queustedes mismos determinen.

Volví de Covent Garden muydescorazonado e inquieto. El magistradome había enviado allí con el encargoque yo tanto temía. La carniceríacometida en la víctima de King Streethabía hecho resurgir las sospechas desir John sobre el señor Tolliver. Al

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final, cuando me envió a buscar alcarnicero con una invitación para queacudiera a hablar con el magistrado,conseguí farfullar unas cuantas palabrasen su defensa. Era, le dije, «un buenhombre que no haría daño a un alma.Él...» Sir John me interrumpióbruscamente. «No son las almas lo quedebe preocuparnos ahora, Jeremy, sinounos crueles ataques contra los cuerpos.Ve a buscarlo; invítalo a venir; quierohablar con él.»

(Muy pocas veces se mostraba sirJohn tan seco conmigo; lo cierto es queyo no le daba motivos para ello. Sinembargo, en su defensa, si es que lanecesita, debo decir que unos minutosantes se había quejado de que jamás

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había tenido un día tan agotador en eltribunal como aquél. Parecía realmenteextenuado.)

De modo que a Covent Gardenhabía encaminado mis pasos a fin detransmitir la invitación al señorTolliver, caminando por entre lamultitud de transeúntes de la tarde, conla vista baja, pensando quizá demasiadoen mi propio malestar al recibir elencargo. De modo que, cuando llegué alpuesto y lo encontré cerrado, miasombro fue total.

Miré a un lado y otro. ¿Me habíaequivocado de sitio? No, claro que no.Había ido demasiadas veces a comprarcarne, para confundirme. Pero allíestaba yo, donde siempre, y no había

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señor Tolliver, ni carne colgando de losganchos, esperando a ser cortada, nicosa alguna salvo una caseta cerrada yprotegida por un gran candado. ¿Dóndepodía estar el carnicero? Sin duda habíacerrado más temprano que de costumbre,pero ¿por qué?

Me acerqué al puesto de verdurasde al lado. La mujer que despachaba trasla mesa estaba ocupada en reordenar suszanahorias, patatas y demás. Aguardé aque me prestara atención, pero tardóbastante en alzar los ojos hacia mí yemitir un gruñido.

—Señora —dije—, ¿podría usteddecirme dónde está el señor Tolliver?

—Ni idea. —La mujer volvió aocuparse de sus mercancías.

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—Bueno, ¿cuándo se ha ido?—No ha venido hoy —respondió

ella sin alzar la vista.—¿No ha dejado dicho dónde iba o

adónde?—Ni una palabra. Ése y yo no nos

tratamos demasiado. Se cree que esespecial sólo porque es el únicocarnicero del Garden. Éste no es susitio, y debería saberlo. El Garden espara frutas y verduras y Smithfield parala carne, como todo el mundo sabe. —Entonces me miró una vez más... no, melanzó una mirada furiosa—. Ahora, si novas a comprar nada, te agradecería quesiguieras tu camino y dejaras sitio a losque sí quieren comprar.

Indignado, pero todavía perplejo,

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le hice caso sin decir palabra. Desdeluego, pensé, en el lugar del señorTolliver tampoco yo me hubiera tratadocon una mujer tan irascible. Pedíinformación al carnicero en el puestocontiguo al de ella, pues, aunque estabamás lejos, quizá su dueño tenía unarelación más amistosa con el señorTolliver. Pero, si bien era mucho máscortés —el hombre me reconoció comocliente ocasional—, no me sirvió de másayuda que la arpía del otro puesto. Queél supiera, el señor Tolliver no habíaaparecido en el mercado en todo el día ysu caseta había permanecido tal comoestaba, cerrada y con el candado puesto,y aunque a veces se saludaban, no solíanpasar de ahí y mucho menos comentar

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por qué el carnicero se daba un día deasueto.

Decidí que sería inútil seguirpreguntando y me dispuse a cruzar denuevo el mercado en dirección a BowStreet. De haber sabido dónde vivíaTolliver, habría ido a su domicilio en subusca. Sin duda estaba enfermo, me dije.No obstante, aunque así fuera, sería laprimera vez que yo recordara, y el díaanterior parecía perfectamente sano.Tales eran las dudas que meatormentaban mientras caminaba,temiendo que su ausencia injustificada leperjudicara a los ojos de sir John. Sinduda se hallaba en casa o, en todo caso,aparecería al cabo de un día o dos.

Encontré a sir John cómodamente

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instalado en su despacho, con unabotella de cerveza sobre la mesa queMardsen debía de haberle ido a buscaral otro lado de la calle. Me pidió queme sentara y le presentara mi informe,cosa que hice. Me escuchó sinreaccionar de manera visible. Lo ciertoes que parecía apático y algo distraído,como si tuviera el pensamiento puestoen otra parte. A la postre, mi impresiónresultó ser cierta.

—Jeremy —me dijo—, me temoque hoy te he dado un mal ejemplo.

Me sorprendió un tanto oír aquello.Si bien se había quejado de hallarseextenuado tras la sesión del día, a mí mehabía parecido especialmente agudo eingenioso.

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—¿En qué, señor?—En el trato que he dispensado a

ese villano, el joven Tribble. —Suspiró—. En primer lugar, no debería haberlegolpeado. De haberlo hecho el alguacilFuller, o el señor Bailey, o Perkins, ocualquiera de ellos, les hubierareprendido severamente. Pero, Diossanto, ¿has oído lo que ha dicho? «Erami mujer y mi puta», como si eso lediera derecho a hacer lo que quisieracon ella, viva o muerta.

—Lo he oído, sí, señor.—Durante todo el camino de

regreso a Bow Street he porfiado porencontrar una ley apropiada que aplicaren su caso, pero no se me ha ocurridoninguna más que la que he usado contra

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él. Sí, la profanación de los muertos secastiga con la horca a fin de disuadir alos posibles ladrones de tumbas, pero nodebería ser así. Supongo que elasesinato sí debe castigarse con lahorca, aunque incluso cuando se causa lamuerte de otra persona deliberadamenteexisten más circunstancias atenuantes delas que los tribunales suelen admitir. Loque se hace a un cadáver no es ni muchomenos tan grave como matar. Quizá ensu mente depravada, ese hombre teníarealmente una intención vaga de dar unfuneral apropiado a su mujer con elbeneficio de sus ventas, idea repugnante,pero práctica, supongo. ¿Quién puedejuzgar tales cosas? —Una pausa, unencogimiento de hombros y luego—:

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Bueno, un juez y un jurado, por supuesto.Se escandalizarán, sin duda, y leshorrorizará tanto como a mí, y puede quetodos quieran colgarle, pero no deberíair a la horca, al menos por lo que hahecho; sería injusto. Mañana por lamañana, Jeremy, redactaremos una cartapara el lord magistrado supremo,exponiendo los hechos del caso, peroponiendo también el énfasis en el plande dar a la víctima un entierro decente.Pediré clemencia y sugeriré ladeportación durante unos años. Quizá enlas colonias consigan sacar algo buenode él.

—Usted ya le ha dicho lo que haríasi ayudaba a recobrar los... los órganosperdidos.

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—Oh, ya lo ha hecho. Ha dado dosnombres, e incluso una dirección. Se hamostrado de lo más ansioso por ayudar.Esta noche enviaré a dos alguaciles enbusca de los compradores.

—Yo podría ir a casa del señorTolliver para transmitirle su invitación.Creo que el señor Bailey sabe dóndevive.

—No, pediré a uno de losalguaciles que se ocupe de eso, y serásólo, tal como te he prometido, unainvitación para venir y charlar mañana.

Me levanté de mi silla.—¿Hay algo más en lo que pueda

ayudarle?—No. ¿Por qué no vas a ver a

Perkins? Me ha comentado que eres un

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pupilo realmente dotado, que eres máspeligroso cada día que pasa.

Azorado, solté una risita.—Exagera, señor.—Pero, Jeremy —añadió sir John

—. No te conviertas nunca en un matón.La mención de esa palabra me hizo

recordar súbitamente mi experienciaanterior en aquella misma habitación.

—Oh, sir John, hay un asunto quecreo que debería mencionarle. Cuandome ha enviado aquí antes en busca delpasquín que guardaba en el cajón delescritorio, me he fijado en que habíadejado usted en el cajón la bolsa dedinero que traje de casa de Polly Tarkin.He pensado que quizá a usted se le habíaolvidado que estaba ahí. No tengo ni

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idea de cuánto dinero contiene, perocreo que es una suma considerable.

—Tienes razón, lo había olvidado.Se la entregaré al señor Mardsen paraque la guarde en la caja fuerte hasta quedecidamos qué hacer con ella, y...

—¿Sí, sir John?—Gracias por recordármelo.

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IX

En el que sir John aguarda conimpaciencia la víspera del día deTodos los Santos

El señor Tolliver había

desaparecido de la faz de la tierra. Elalguacil Langford regresó aquella nochedel domicilio del carnicero en LongAcre con esa desalentadora información,cuando los cuatro —sir John y lady

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Fielding, Annie Oakum y yo mismo—estábamos sentados a la mesa.Acabábamos de cenar cuando sus pasosresonaron en las escaleras y luego llamóa la puerta. Yo me apresuré a abrirla yel alguacil pidió permiso para entrar.Sir John le indicó que entrara y el señorLangford se quitó el sombrero, entró y losoltó de sopetón. Éstas fueron suspalabras exactas:

—... desaparecido por completo, síseñor. No se le ha visto el pelo.

La sorpresa me hizo mirar a ladyFielding. Tenía los ojos muy abiertos,como sin duda debían de estar los míos.Era imposible que el señor Tolliverhubiera huido como un fugitivo. Nopodía, no quería creerlo.

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El alguacil prosiguió con suinforme.

—He aporreado su puerta confuerza y no ha contestado. Claro que esono significaba nada; podía haberse ido acenar fuera o a echar un trago, o ambascosas. Así que he recorrido el edificiopara preguntar por él a los vecinos, y deese modo he dado casualmente con sucasero, que vive allí mismo, justodebajo de Tolliver. El casero me hadicho que anoche estuvo fuera y quecuando volvió, tropezó con su inquilinoque tiraba de una maleta y llevabamucha prisa. «¿Adónde va?», lepreguntó. «Eso es asunto mío, ¿no leparece?», le contestó Tolliver que,según el casero, suele ser más bien seco.

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Se fijó en que giraba en dirección aCovent Garden. Bueno, el casero, que sellama Coker, lo tengo todo anotado enmi diario, se quedó pasmado, pues diceque en todos los años que Tolliver llevaviviendo allí, jamás lo había visto salirde viaje de aquella manera, y que por loabultado de la maleta, piensa pasar fueracierto tiempo.

»Bueno, sir John, le he preguntadoa ese tal Coker si tenía la llave de lavivienda del señor Tolliver, y le heconvencido de que se trataba de unasunto de gran importancia para usted,"un asunto del tribunal", le he dicho.

—Bien hecho, señor Langford —comentó sir John.

—Me abrió la puerta —prosiguió

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el alguacil—, y me acompañó al interiorde la vivienda, que me pareció muypulcra. Me sorprendió su tamaño. Tienedos habitaciones grandes, un salón y undormitorio, y una más pequeña paracocinar. Lo que más me asombró, señor,es que el salón y... ¿cómo lo llamaríausted?... la cocina, estaban ordenados ylimpios como una patena. Eso no se ve amenudo cuando un hombre vive solo.Pero el dormitorio era otra cosa. Habíahecho la cama, sí, pero estaba cubiertade ropa revuelta. Miré dentro delarmario y en el arcón que hay a los piesde la cama y vi que los ha vaciadocompletamente, luego cogió la ropa quequería llevarse y el resto lo dejó tirado.Le dije al casero: «Parece que su

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inquilino tenía mucha prisa.» Y él mecontestó: «Eso parece, desde luego.»

—¿Se fijó por casualidad en sihabía un paquete de cuchillos por allí?—preguntó sir John—. Estaríanenvueltos en... ¿Cómo estaban envueltos,Jeremy?

—En una gamuza —respondí,sintiéndome un traidor.

—No, señor, no vi nada de eso,pero la verdad es que no registré la casacomo es debido, primero, porque no melo había ordenado usted y, segundo,porque no sabía qué debía buscar. Detodas formas, eso es lo que ocurrióporque me fui entonces, después dedecirle al casero que tal vez ustedquiera hablar con él más adelante.

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—Es muy posible —admitió sirJohn, y no dijo nada más, salvo para darlas gracias al alguacil Langford,alabando su iniciativa, y desearlebuenas noches. Para aclarar las cosas,sería mejor decir que se negó a hablardel asunto con nosotros.

Tan pronto se extinguió el sonidode los pasos del alguacil en la escalera,lady Fielding intentó iniciar unaconversación, empezando del modo másmesurado.

—Jack, estoy segura de que existeuna explicación razonable para la súbitapartida del señor Tolliver.

Sir John no quiso saber nada.Volvió a su sitio en la mesa y contestó,meneando la cabeza:

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—Kate, por favor.No se dijo nada más aquella noche,

ni yo oí hablar de aquel asunto en ciertotiempo.

Al día siguiente había cartas queescribir, incluyendo la dirigida al lordmagistrado supremo en favor de EdwardTribble. Sir John dependía cada vez másde mí para dictar sus cartas, dejando asílibre al señor Mardsen para atender asus muchos otros deberes comoescribano del tribunal. A menudo,cuando las cartas no eran de excesivaimportancia, el magistrado se limitaba aresumir lo que deseaba expresar yconfiaba en mí para que lo pusiera enpalabras. Firmaba las cartas después de

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que yo se las leyera. Pese a su ceguera,una vez se le ponía la pluma en la manoy sobre el papel, demostraba una granaptitud. Puede que su firma, comodecían algunos, no fuera más que ungarabato, pero resultaba impresionante yera más legible que las firmas de otroshombres que tenían la facultad de lavisión.

Así pues, a menudo nos hallábamoslos dos sentados, uno frente al otro, en lamesa que le servía de escritorio; yo,oficiando de amanuense, y él, sumido enmeditaciones. Y quizá, de vez encuando, se levantaba y paseaba ensilencio por la habitación, cuyasdimensiones y distribución conocía dememoria.

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Tal era el caso aquella mañanacuando oímos un golpe suave en lapuerta abierta, y el señor Mardsenanunció al señor Oliver Goldsmith.Sorprendido en su deambular por lahabitación, sir John invitó al escritor apasar y se apresuró a ocupar su sitiohabitual tras el escritorio. Por mi parteyo me desplacé hacia un lado para queel señor Goldsmith pudiera sentarsefrente al magistrado. Tras estrechar confirmeza la mano que le tendía sir John,el escritor se sacó un pliego de papelesde la casaca y se sentó.

—Bueno, señor —dijo elmagistrado—, ¿ha venido usted hapedirme más información sobre esetunante de Yossel Davidovich?

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—No, sir John, su escribano, elseñor Mardsen, ha sido de gran ayuda aese respecto. Me transmitió la esenciade lo que se dijo en la vista a partir desus notas. He venido porque he escritoel panfleto.

—¿Ya? —exclamó sir John,sorprendido.

—Sí, señor. Me gusta trabajar denoche. He pensado que sería mejorsacármelo de encima, por así decirlo,para poder proseguir con los asuntosque más me interesan. Dado que hainsistido usted en que mi pasquín nosólo debía comunicar la noticia de queYossel había sido puesto libertad, sinotambién el cómo y el porqué, he creídooportuno leérselo a usted para

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asegurarme de que he observado lasformalidades debidas, dentro de lalegalidad.

—Cómo no —dijo sir John,sumamente complacido—. Proceda,proceda.

Goldsmith sacó unas gafas y se losajustó tras las orejas. Mientras lo hacía,se dirigió de nuevo a sir John.

—Por cierto, me ha impresionadomuy favorablemente la declaración delcirujano, el señor Donnelly. Teniendo encuenta que yo también soy médico...

—De eso me he enteradorecientemente, señor Goldsmith.

—Ah, sí. Estudié en el TrinityCollege de Dublín, aunque no hepracticado mi profesión en Londres.

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—Ciertamente es usted un hombrede talento.

—Pero en lo que se refiere al señorDonnelly, dado que supongo que esirlandés como yo, quisiera conocerle.

—Y estoy seguro de que él querráconocerle a usted. No me cabe la menorduda de que se puede arreglar. Pero,señor, le ruego que proceda con lalectura.

—Ah, sí.Goldsmith desvió su atención hacia

el pliego de papeles e inició la lectura.La frase del preámbulo indicaba que loque seguía era «tanto una respuestacomo una corrección a los errores, lasideas falsas y las tergiversacionespublicadas en un pasquín con respecto a

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los judíos en general y a uno enparticular, pasquín que se habíadistribuido a principios de semana. Encuanto al judío en particular, un tal JosefDavidovich, conocido por Yossel...».Goldsmith continuó presentando unrelato conciso y convincente de lainvestigación sobre la muerte dePriscilla Tarkin en el Half MoonPassage. Se nombraba a los testigos, conuna excepción, y sus declaraciones seresumían con unas cuantas fraseselegantes. Se daba especial relieve aque el señor Donnelly había fijado lahora de la muerte «con extraordinariaprecisión». Y finalmente, llegaba altestigo no nombrado, lady HermioneCox, a la que se refería como «una dama

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de considerable valentía yhonorabilidad irrefutable». Sudeclaración, escribía Goldsmith,«demostró que Josef Davidovich sehallaba en su compañía durante elintervalo de tiempo en que se cometió elasesinato. Así pues, fue puesto enlibertad con toda justicia, y el juradoemitió el veredicto mandado por el juezpesquisidor de "asesinato por asaltantedesconocido"».

Aquí el escritor se interrumpió,dejó el pliego de papeles, del que sólohabía leído el primero, y aguardó.

—Excelente, excelente —dijo sirJohn—. Sólo tengo una corrección quehacer y es al final de todo. La frase quese utiliza, señor Goldsmith, es

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«asesinato por persona o personasdesconocidas».

—Ah, gracias. Eso le dará el toquede autenticidad que yo buscaba. —Sacóun lápiz y se inclinó para poner el textosobre la mesa y corregirlo.

—Pero continúe, se lo ruego —dijoel magistrado—. Me gustaría oírloentero.

Tras hacer la corrección,Goldsmith dobló los papeles y se losmetió en el bolsillo.

—No, sir John —dijo entonces confirmeza.

—¿No? ¿Se niega usted a leer elresto?

—Lamento decepcionarle, perodebo rechazar su petición por

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principios.—No... no comprendo. ¿Qué

principios le obligan a rechazarla?—El derecho de autoría. Si

continuara y se lo leyera entero, quizáusted me pediría cambios de mayorimportancia. Por respeto a usted,seguramente me sentiría obligado ahacerlos, pero puesto que el señorNicholson ha estipulado que aparezcami nombre en el pasquín como autor, soyyo y sólo yo quien debe figurar comogarante de su contenido. No serviría quepusiera «La verdad sobre los judíos»,que es el título que he escogido, porOliver Goldsmith y sir John Fielding,¿no le parece?

—Pero usted no ha vacilado en

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pedirme consejo sobre el fragmento queha leído.

—Porque quería su opinión legal.Yo no estaba presente durante la vistaindagatoria y quería asegurarme de quelos hechos expresados eran ciertos.Puedo asegurarle, por cierto, que heseguido su recomendación y he pedidoinformación al rabino Gershon de lasinagoga de Maiden Lane, un hombrenotable, en mi opinión. Ha sidosumamente amable y servicial y me haproporcionado tanta información que enrealidad podría haber extendido elpasquín hasta convertirlo en panfleto.Sin embargo, no me ha pedido leerlo, hapuesto su confianza en mí. Yo le pido austed que haga lo mismo. He venido

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aquí para pedirle una ayuda limitada, nopara que me dé su aprobación oficialpara publicarlo.

Por una vez, sir John Fielding nosupo qué decir. Vi dos respuestasformarse en sus labios hasta que por finconsiguió emitir una.

—Me temo que ha interpretado malmi interés, señor Goldsmith. No tenía lamenor intención de censurar lo que ustedhaya escrito. Deseaba oír el restoporque era consciente de que es en éldonde está su auténtico compromiso coneste asunto y quería saber cuál es.

—Me alegra oír eso, sir John, y leprometo que tendrá un ejemplar delpasquín tan pronto como se hayaimpreso. —Suspiró—. Sin embargo,

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confieso mi temor a que se sintiera ustedmucho más feliz si no hubieraperiodistas que se entrometieran en susinvestigaciones.

—Es cierto, mi experiencia sobreel periodismo no ha sido afortunada.Claro que pocos de los que lo practicanponen tanto cuidado en comprobar loshechos como usted, que ha consultadoprimero al señor Mardsen y luego alrabino Gershon. En cuanto al ideal quemanifestó usted en la sala, el duelo deideas y opiniones que conduce en últimotérmino a la verdad...

—La controversia, sí.—Tal ideal es posible únicamente

en una sociedad ideal de hombresinteligentes y no una sociedad como la

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nuestra, gobernada por la ignorancia y laturba. Soy yo, como magistrado, quiendebe ocuparse de las consecuencias delperiodismo negligente.

—Sir John —dijo OliverGoldsmith, levantándose de su silla—,respeto su postura, como usted parecerespetar la mía. Digamos tan sólo que esun asunto sobre el que hombresrazonables pueden discrepar, ydejémoslo así.

Sir John se levantó a su vez yestrechó la mano de su visitante concordialidad.

—Que así sea por el momento,pero estoy seguro de que volveremos ahablar de ello en futuras conversaciones.

—Espero el momento con

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impaciencia, señor, pero por ahora,adiós.

Goldsmith dio entonces mediavuelta y salió de la habitación a buenpaso.

Sentado de nuevo en su silla, sirJohn inclinó la cabeza hacia donde yoestaba.

—¿Jeremy? Aún estás ahí,supongo.

—Aquí estoy, señor.—¿Qué opinas de la charla que

hemos mantenido?—Ha sido muy estimulante, señor,

aunque creo que desde luego ha sidousted quien ha salido victorioso de ella.—Lo cierto es que no estaba tan seguro.

—Quizá. Por Dios, estos irlandeses

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pueden ser tan peleones como losescoceses. Creo que pediré a Kate queprepare una cena para Goldsmith yDonnelly juntos; sería una veladainteresante, ¿no crees?

No debería sorprenderte saber,lector, que cuando más tarde llegó unejemplar de «La verdad sobre losjudíos» desde Boyer y Nicholson, sirJohn quedó casi tan complacido como silo hubiera escrito él mismo. No, más,pues tendía a ser bastante crítico con losescritos que me dictaba, y de igualforma que suscribía totalmente elcontenido de la breve historia del señorGoldsmith sobre los judíos, semaravillaba también de su estilo.

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—¿Te imaginas escribir tantasfrases y tan bellas en una sola noche? —me dijo.

Las frases describían tanto lahistoria de los judíos como sus prácticasreligiosas. Se desmentían rotundamentelas horrendas historias sobre sacrificioshumanos que había repetido el señorOrmond Neville y que el señorGoldsmith tachaba de «burdasinvenciones que tienen su origen en laEuropa oriental», y concluía así:

Algunos les dirán que los judíos notienen derecho a estar aquí, y eso, ensentido estricto es cierto, puesto queEduardo I los expulsó del país en 1290,y aquel edicto medieval no se ha

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anulado hasta la fecha. Sin embargo, sisu presencia es ilegal, también lo es lade los católicos irlandeses que secuentan entre nosotros en númerosensiblemente mayor, aunque no se lespermite practicar legalmente su religión.Al pueblo inglés y a sus representantesen el Parlamento les digo que es hora yade que leyes primitivas y desfasadasdirigidas contra pueblos enteros seanrevocadas a fin de "adaptarse a larealidad presente.

—Bien dicho —exclamó sir Johncuando terminé de leer el pasquín—,muy bien dicho. Son las leyes, y loscastigos draconianos que prescriben, losque tienen la culpa, no los jueces y

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magistrados en quienes recae la tarea deaplicarlos.

Muy satisfecho, al día siguiente sirJohn me dictó invitaciones para cenar alcabo de una semana en su casa, dirigidasal señor Goldsmith y el señor Donnelly.Yo mismo fui a llevarlas.

Así pasaron los días. Era el mes deoctubre. Todavía era casi de nochecuando yo me levantaba por las mañanaspara encender la lumbre de la cocina, yla luz del día se extinguía tanrápidamente por la tarde que cada vezparecía más breve. Sin embargo, cadanuevo día era para sir John una victoriay una derrota a la vez: una derrota,porque no tenía ninguna pista sobre la

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identidad del asesino de las cuatromujeres; una victoria, porque no sehabía unido una quinta a la lista devíctimas.

En su calidad de juez pesquisidoren funciones, sir John había convocadolos juicios indagatorios de la tercera yla cuarta víctimas en menos de un mes.Nell Darby, la joven (apenas unaadolescente), cuyo cadáver habíadescubierto Tolliver, fue identificadagracias al anuncio que yo había escrito;era una criada fugada de la casa de unterrateniente de Kent, no hacía muchoque estaba en Londres y seguramente,como el señor Tolliver había adivinado,se ganaba el pan prostituyéndose.Elizabeth Tribble, conocida por Libby,

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era la mujer cuyo cadáver habíamutilado horriblemente el asesino. Sumarido (si lo era realmente) habíavendido dos de sus órganos; serecobraron, de modo que Donnelly pudorecomponerla casi por entero, salvo losojos, que supuestamente habían ardidoen la chimenea. Una gran multitud depersonas presenció el juicio indagatoriode Tribble; la mayoría era mujeres de lacalle que silbaron con tanta fuerza aEdward Tribble cuando compareciópara declarar que sir John se vioobligado a expulsar a una docena de lasmás ruidosas de la sala del tribunal.Aquélla fue la última vez que vimos alseñor Tribble, que se mostraba muchomás dócil que antes. Al día siguiente

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embarcaba cargado de grilletes en unnavío cuyo destino era la ciudad deSavannah, en la colonia de Georgia,donde trabajaría siete años comoesclavo. Sin embargo, ninguno de losdos juicios indagatorios aportótestimonios que pudieran ser útiles paralas investigaciones. En ambos casos, sirJohn se vio obligado a indicar al juradoel veredicto de «asesinato por persona opersonas desconocidas».

No había rastro de Tolliver, lo queme producía al mismo tiempo ciertopesar y la sensación de un aliviosostenido. Estaba seguro de que habíauna buena explicación para su ausencia,y el mismo sir John admitió que no lehabía ordenado específicamente que se

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quedara para el juicio indagatorio.¿Quién lo hubiera creído necesario? Sinembargo, era evidente que la ausenciadel carnicero le perjudicaba a los ojosdel magistrado, que me asignó la tareade ir al puesto del señor Tolliver enCovent Garden de vez en cuando, y alseñor Langford le ordenó que se pasaratodas las noches por la vivienda de LongAcre para comprobar si el carnicerodaba señales de vida. A los alguacilesque conocían a Tolliver de vista lesinstó a que se mantuvieran alerta, peroel tiempo pasaba y él no aparecía.

Los cuatro asesinatos, sobre todo elde la infortunada Libby Tribble,tuvieron un efecto desalentador sobre elcomercio carnal en la zona de Covent

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Garden. Durante las noches siguientes aljuicio indagatorio en que se había hechopública la espantosa mutilación delcadáver, no se veían prostitutas por lascalles, o quizá eran muy pocas. Sequedaban en el interior de tabernas ytugurios, bebiendo el poco dinero quetenían y examinando con escepticismo acuantos hombres se acercaban a ellascomo clientes, rechazando a todos salvoa los que ya conocían.

Lady Fielding me comentó depasada que el número de las que pedíanser admitidas en el Asilo de laMagdalena para Prostitutas Arrepentidashabía aumentado de tal manera que nocabían ya más.

—No sé —me dijo—, si están

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realmente arrepentidas, o si buscan sóloun refugio temporal hasta que pase elterror. Algunas me hacen dudarseriamente.

El terror lo había llamado, y terrorera, pero de una naturaleza silenciosa yhosca, quizá más cercana a la aprensión.Cuando pasaba una noche sin que seprodujera un asesinato, no había alivioentre los moradores de Covent Garden,sino más bien una sensación de miedocreciente por lo que les pudiera traer lanoche siguiente. Nadie dudaba de que elasesino seguía entre nosotros; nadiesugirió que tal vez se hubiera embarcadocon destino a las colonias para impartirsus horrores entre las putas de Boston oFiladelfia. No, estaba con nosotros, y

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sólo era cuestión de días hasta quevolviera a asesinar. Los Vigilantes deBow Street eran conscientes de ello, ysu jefe, sir John, más que ninguno. Leshabía ordenado que salieran todas lasnoches armados de alfanjes y pistolas, yque mantuvieran una vigilancia especialde pasajes oscuros y patios de manzana.Para ayudarles en su tarea, todos estabanobligados asimismo a llevar unalámpara de aceite, lo que fue causa deirritación entre ellos. Algunos decíanque eso les reducía a simples serenos,otros que los convertía en blanco fácil siel asesino llevaba pistola, y todosparecían de acuerdo en que, con espaday pistolas, era demasiado. De modo que,cada noche que pasaba, los alguaciles

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estaban más tensos e irritables.En cuanto a sir John, no daba tales

muestras externas de inquietud,sencillamente guardaba silencio durantedías enteros. Oh, por supuesto decíatodo lo que se tenía que decir: presidíasu tribunal cada día, daba lasinstrucciones pertinentes al señorMardsen, al señor Bailey y a losVigilantes, y, en definitiva, hacía cuandodebía hacerse. Pero aquellos ratos antesy después de la sesión diaria deltribunal durante los cuales comentabatodo tipo de sucesos y temas entrebastidores, por así decirlo, los pasabaahora en su estudio con la puertacerrada. Durante el desayuno y la cena,momentos en los que su charla brotaba

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siempre tan generosamente, se secó lafuente, dejándonos en la duda sobre quéparte de la vasta presa que la conteníase debía a los asesinatos de CoventGarden, y qué parte se debíaindividualmente a nosotros. Se habíavuelto distante, cosa rara en él, retraído.A quien no lo conociera bien, puede quequizá le pareciera incluso aletargado.

Yo, al igual que los demás de lacasa, aguardaba con impaciencia la cenaa la que Donnelly y Goldsmith estabaninvitados, pues suponíamos que doscaballeros tan locuaces animarían a sirJohn y lo devolverían a su estadonormal. Mientras tanto, en poco podíayo ayudar al magistrado en sus deberesoficiales. Tenía tiempo libre de sobra

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para lady Fielding, que ella aprovechópara asignarme aquellas tareas de tipodoméstico que yo había llegado adespreciar por considerarlas indignas demí. Sin embargo, no me quejé, y apliquétodo mi talento en fregar los suelos,sacudir las alfombras y pulir la mesa delcomedor y la plata. Al final también ellase quedó sin trabajo para mí, y yo quequedé libre para disponer de mi tiempocomo mejor me conviniera.

Siempre que disfrutaba de taloportunidad, me iba a visitar al alguacilPerkins para que me diera una de susduras clases de defensa personal.Parecía muy complacido con misprogresos, tanto en conocimientos comoen el modo en que se habían endurecido

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mis músculos con el ejercicio. Tambiénmi resistencia había mejoradoconsiderablemente. Al principio,bastaban unos minutos golpeando elenorme saco de tierra para que sudaracopiosamente, extenuado. Tras un mesde prácticas, había triplicado fácilmenteese tiempo y no me cansaba tanto.Perkins solía dar por terminado elejercicio cuando aún andaba sobrado defuerza para más.

Le había contado a mi viejo amigo,Jimmie Bunkins, las prácticas que hacíacon el alguacil, y se había mostradoimpaciente por acompañarme paraverlas por sí mismo.

—Yo siempre contaba con salirpitando si me metía en algún fregao

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cuando birlaba —me dijo—. Pero ya nosoy un mocoso y hay veces en que un tíotiene que liarse a tortas o dejar que lomachaquen.

(Lo que, para aquellos lectores queno estén familiarizados con el argot dela calle, puede traducirse como: «Yosiempre pensaba en salir huyendo sisurgían problemas mientras robaba.Pero ya no soy un niño y hay veces enque un hombre ha de pelear con lospuños o dejar que le den una paliza.»)

De esta forma, llegó un día en que,tras terminar las tareas que me habíaasignado lady Fielding a primera horade la tarde, y habiéndose ido ella alAsilo de la Magdalena para ProstitutasArrepentidas que supervisaba, quedé

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libre para ocupar el resto del día comoquisiera, así que puse rumbo a la casade St. James Street en la que vivía miamigo en relativo esplendor con suprotector, Black Jack Bilbo.

Digamos, de pasada, que BlackJack Bilbo era el propietario de lo queen aquella época era la casa de juegomás importante de Londres. Ostentabauna impresionante barba negra que erael origen de su apodo,

[9] y se le reconocía (si ésa es la

palabra adecuada) un pasado casi tannegro como su barba, pues se decía deél que había hecho la fortuna con quehabía iniciado su lucrativa empresacomo pirata en el Caribe y en las aguas

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de las colonias norteamericanas. Tal erasu reputación, pero el hombre enpersona no era tan fiero como lo pintabala historia. Sir John Fielding lo tenía poramigo, igual que yo, y para JimmieBunkins era su salvador, pues lo habíasacado de las calles, le había ofrecidouna educación y lo había tratado, a sumodo algo rudo, como pupilo.

Llegué a la mansión de St. JamesStreet que antes perteneciera a lordGoodhope, con buena parte de la tardepor delante. Llamé a la gran doblepuerta y esperé, luego volví a llamar.¿Quién vino a abrirla sino el amo de lacasa en persona? Black Jack tenía unreducido número de sirvientes y nonecesitaba mayordomo; la norma en su

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casa era que el primero en oír quellamaban a la puerta estaba obligado aabrirla.

—Vaya, así que eres tú, Jeremy.Entra, muchacho, entra. Ya sabes queeres siempre bienvenido en esta casa.

—Había pensado en invitar aBunkins a dar una vuelta —dije—, siquiere y puede.

Black Jack dejó que la puerta secerrara sola con un fuerte golpe y serascó la cabeza calva con perplejidad.

—Bueno, no sabría decírtelo.Querer, siempre quiere. Si puede o no loha de decidir su tutor, el señor Burnham.De repente ha empezado a ir bien en losestudios. Las sumas siempre se le handado bien. Cualquier ladrón que se

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precie sabe sumar y restar. Pero lalectura siempre se le ha resistido... hastaque vino ese tal Burnham. Trajo consigouna cartilla como las de la escuela, yBunkins le ha cogido el tranquilloenseguida. Los otros tutores que le habíapuesto querían enseñarle latín y griegoal mismo tiempo. Era demasiado para elmuchacho. Burnham lo pone a leer elPublic Advertiser y cosas parecidas.Dice que pronto podrá leer libros deverdad.

—El latín no lo necesita —dije—,y el griego es un misterio para mí.

—Eso le dije yo al señor Burnham.Estoy tan contento con él que le he dadouna habitación arriba. Duerme aquí, ytambién lo tengo a pan y cuchillo.

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Justo entonces se abrió la puerta dela habitación que daba al vestíbulo y quese usaba como aula. Bunkins salió porella, sonriente, con el que debía de sersu nuevo tutor. El señor Burnham era unhombre joven, de unos veintitantos años,alto y de maneras afables. Me fijé enque tenía sangre africana en las venas,además de blanca, y quedé intrigado porsu origen.

Nos presentó Jimmie y nosestrechamos la mano. El señor Bilboasintió, lo que interpreté como elpermiso para presentar mi petición.Pregunté si Bunkins podía tomarse elresto de la tarde libre.

—Eso depende del joven señorBunkins —replicó el tutor sin la menor

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vacilación—, puesto que nosotros yahemos acabado por hoy. —Luegoañadió, dirigiéndose a Bilbo—: Esmejor acabar cuando la lección aún esplacentera.

Burnham hablaba un inglésinmejorable con un leve deje parecidoal de los galeses. (Más tarde aprenderíaa reconocerlo como acento de las islasdel Caribe.)

—¿Está usted de acuerdo, entonces,señor? —preguntó Bunkins a Black JackBilbo.

—Adelante, muchacho —respondióél con un guiño, asintiendo.

—Voy por el sombrero —gritóBunkins, que ya había salido corriendohacia las escaleras.

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—Progresa mucho bajo su tutela —dijo Black Jack al señor Burnham—.Sus modales han mejorado. Antes no mellamaba «señor» con tanta regularidad.

—Ah, bueno, insisto mucho en eso.—Como debe ser, señor.Bunkins volvió con el sombrero en

la mano mucho antes de lo que yoesperaba. Se detuvo el tiempo justo paradespedirse de ambos hombres con unabreve inclinación de cabeza, luego meagarró por la muñeca y tiró de mí haciala puerta. Yo sólo tuve oportunidad dedespedirme agitando la mano antes desalir a la calle.

—Es un gran tipo, ¿verdad?—Desde luego lo parece —dije.Nos pusimos en marcha hacia

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Covent Garden por donde yo habíallegado. Todo Londres era nuestro, yteníamos una hora larga antes de la clasede Perkins.

—Es de Jamaica. Me ha enseñadodónde está en uno de los mapas del jefe.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?—¡Oh, menuda historia!—¿Lo es? Bueno, pues cuéntamela.Así, mientras caminábamos, me

contó la historia del señor Burnham talcomo se la habían contado a él.

Robert Burnham, mulato, habíanacido en una plantación cercana aKingston. Su padre, hijo menor de uncaballero de Shropshire, era elpropietario de la plantación y en aquellaépoca estaba soltero; su madre era la

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cocinera de la casa y, aunque era unaesclava, su amo la tenía en gran estima;el amo aceptó a su hijo como propio y loeducó él mismo. Tenía una importantebiblioteca, aunque carente de textos engriego y en latín, por lo que el muchachosólo había aprendido a leer inglés y aescribirlo con buena caligrafía, y lasmatemáticas prácticas que le habíaenseñado su padre. Sin embargo, habíaaprendido bien, y su padre lo tenía comosecretario y para enseñar a leer y aescribir a los niños pequeños, negros ymulatos. Cuando su padre se casó conuna viuda inglesa con tres hijospequeños, también fue Robert quien leshizo de maestro. Finalmente, llegó el díaen que el amo tuvo que regresar a

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Inglaterra por cuestiones de negocios —asuntos familiares y otros relacionadoscon el comercio del café—, y Robert leacompañó como secretario. Sucedió quemientras ambos se hallaban en Londres,Robert vio por casualidad el anuncioque había puesto el señor Bilbo en elPublic Advertiser solicitando un nuevotutor para Jimmie, puesto que acababade despedir al quinto tutor en dos años.Sin que su amo lo supiera, habíarespondido al anuncio, habíaconvencido al señor Bilbo de susméritos y había sido contratado. Eljoven Robert, que conocía bien lasleyes, volvió con su amo y reclamó sulibertad, puesto que, si bien laesclavitud se permitía en las colonias,

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hacía siglos que se había prohibido enInglaterra. Su amo se sintió dolido alcomprender que Robert valoraba sulibertad más que su vida regalada enJamaica, sin embargo, poco podía hacerpara evitar que se quedara en Londres,ni era probable que hubiera intentadoimpedírselo aunque hubiera estado en sumano hacerlo, porque al fin y al caboamo y esclavo eran también padre ehijo. Al despedirse, el padre le habíadado dinero suficiente para vivir enLondres varios meses, y padre e hijohabían llorado juntos.

De esa forma había entrado RobertBurnham al servicio de Black JackBilbo, como maestro de Jimmie. Nocreas, lector, que todo lo que acabo de

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revelarte lo supe por el relato deBunkins, que fue, en el mejor de loscasos, desigual. Con el tiempo llegué aconocer mucho mejor al joven caballerode Jamaica y me enteré de muchas máscosas de las que aquí he contado.

Digamos simplemente que el recitalde Bunkins terminó de forma muyparecida a como había empezado,afirmando que Burnham era «un grantipo» y que era el único maestro con elque había aprendido algo.

—¿Ah, sí? —comenté—. ¿Y quéme dices de aquella señora francesa quete enseñó su lengua? ¿No aprendistenada de ella?

—¿De madame Bertrand? Lo queaprendí de ella en franchute fue a repetir

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como un loro lo que decía aunque meenseñó otras cosas que valía la penameterse en la mollera. Era una buenafulana, pero no era una maestra deverdad, no valía para eso.

—¿En qué se diferencia el señorBurnham del resto?

—Bueno, para empezar, te hablacomo si fueras un hombre y no unpipiolo. Y recuerdo que una vez mellevó a dar una vuelta y me enseñó quehay letreros por todo Londres: nombresde calles, tiendas y cosas así, anuncios ycarteles en las paredes, cosas en las quenunca me había fijado. Me enseñó lo queme estaba perdiendo, eso hizo. Y luegotambién me enseñó que algunas deaquellas cosas podía leerlas, que no

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sólo hay lo que pone en los libros. Asíque he estado practicando, cuando tengoque salir a hacer recados para el señorBilbo.

Tras la larga historia sobre la vidadel señor Burnham y su llegada aLondres, habíamos llegado a ChandosStreet, donde abundaban las tiendas detodo tipo. Pensé en poner a prueba a miamigo y le pedí que me hiciera unademostración de su habilidad reciénadquirida. Bunkins no sólo no seacobardó ante mi desafío, sino que sedetuvo en la primera tienda queencontramos y estudió la muestracolgada sobre la puerta con airepensativo.

—Bueno —dijo—, mirando el

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interior ya sé qué tipo de tienda es, perono es lo que dice el cartel. Dice: «far-ma-cia» —ésta fue su cuidadosapronunciación—, es decir, farmaciatodo junto. Y eso debe de ser el nombreelegante para la botica, porque eso es loque es. Bueno, ¿qué? ¿No tengo razón,compañero?

—Más razón que un santo, señorJimmie Bunkins —dije, realmenteimpresionado. Él me sacó la lenguacomo respuesta.

—La sin hueso te enseño —dijo,intentando una rima

[10]—, por no creértelo.

—Eso no rima —dije.—Sí que rima.

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—Que no —insistí.Entre risas, seguimos repitiendo las

protestas a lo largo de casi toda la calle.Luego se me ocurrió que podía gastarleuna broma, y me detuve de repente frentea la tienda de la modista Mary Deemey.

—Venga —propuse—, léeme eso.—Y señalé el nombre primorosamentepintado en el escaparate. Bunkins notuvo dificultad en leer el nombre deMary Deemey, y sólo un poco con«modista», pero la frase que habíadebajo, «modes elegantes», lo dejóperplejo. Lo leyó bien, pero no lepareció correcto.

—Debería ser al revés, elegantesmodes, modas elegantes, ¿no? —Derepente vi en sus ojos el brillo de la

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sospecha—. ¡Oye, cabrón —exclamó—,eso es franchute! ¡Querías liarme con elfrancés!

Tuve entonces que salir corriendosin dejar de reír, y él me persiguiógritando de nuevo aquel grosero insulto—«¡Cabrón, cabrón!»— tan alto que segiraban las cabezas al pasar. Todos losrostros expresaban una severa censura.Me atrapó en el Half Moon Passage yfingimos una pelea. Luego, rápidamentesatisfechos, seguimos caminando juntoscogidos del brazo, como dos muchachosmás dispuestos a disfrutar la ciudad.Seguimos así hasta Bedford Street,donde vi algo, o más bien a alguien, queme hizo detenerme en seco, obligando aBunkins a imitarme.

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—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Porqué te paras?

—Ese tipo de la otra acera, el queestá apoyado en la puerta de ese tuguriohablando con el otro que nos da laespalda. ¿Quién es?

Al hablar, señalaba al que yo habíaapodado chico matón. Mientras Bunkinslo miraba, yo recorrí la calle con lavista, pero no vi a Mariah por ningunaparte.

—¿Ése? Más vale que no tengastratos con él. Es un desgraciado y unmaricón, y muy peligroso con la navaja.

—¿Ha rajado a alguien? ¿A quién?—No es seguro que haya rajado a

nadie, pero de todas formas, le encantasacarla y asustar a la gente con ella.

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—¿A gente como quién?—¿Como quién? Pues a las putas

sobre todo, y a mí una vez cuando era uncrío. Yo había birlado un anillo que élquería. Intenté vendérselo. Me sacó lanavaja y amagó un ataque, seguramentesólo para asustarme. Bueno, le salióbien. Yo salí a escape y él se quedó elanillo.

Me recordó a Yossel, que tenía porcostumbre amenazar con rebanarles lanariz o una oreja para robar a lasprostitutas sus ganancias. Él juraba queeran sólo amenazas, que jamás habíacumplido. Quizá el chico matón eraigual que él, o quizá no.

—¿Es lo que llaman un ladrón deprostitutas? —pregunté.

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—Puedes llamarle lo que quieras,pero es un sinvengüenza peligroso. Esote lo aseguro.

—¿Cómo se llama?—Jack algo. —Bunkins se

concedió unos instantes de reflexión—.Jackie Carver, dice él que se llama,pero creo que es un nombre inventado,algo así como Jack el Trinchador,porque te trincha como a un pavo,¿entiendes?

Mientras hablábamos de él, JackieCarver puso fin a su conversación a lapuerta del tugurio, despidió a su amigocon la mano y se metió dentro.

—¿Para qué te interesa un tipocómo ése? —preguntó Bunkins.

—Hemos tenido algún roce —

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contesté, porque no deseaba contarlenada más por el momento.

La razón por la que dimos unrodeo, desde St. James Street a LittleRussell Street pasando por CoventGarden, fue que Jimmie estaba ansiosopor ver el lugar de los dos últimosasesinatos; el de lo dos primeros ya lohabía visto. No era sólo curiosidadmorbosa lo que le impulsaba, pues creoque los años que había pasado en lascalles adyacentes le habían dado unconocimiento sobre los rinconesapartados del distrito muy superior al deotras personas. Deseaba ayudar y,efectivamente, resultó de gran ayuda.

Cuando le conduje al pasaje que

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daba a Henrietta Street y donde se habíahallado el cadáver de Nell Darby, mecomentó que conocía bien aquel lugar.

—En las noches frías o lluviosassolía dormir aquí —me dijo.

—¿Aquí? ¿Al aire libre?—¿Tengo cara de pipiolo? No,

compañero, hay un sitio más adelante.Ven que te lo enseño.

Avanzamos unos metros por elpasaje hasta un lugar en el edificio queconstituía el lado oriental del mismo.Era una edificación en otro tiempomagnífica, construida al viejo estilo demadera y estuco. La parte inferior eraenteramente de madera.

—¿Ves ahí? —dijo Bunkins—. Hayuna puerta aquí, en la madera. —Trazó

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el perfil de la puerta, de unos treinta portreinta centímetros, que eraprácticamente invisible al ojo humanoincluso de día, porque estabaperfectamente encajada—. Se ha desaber dónde golpear.

Bunkins golpeó tres veces enlugares diferentes antes de dar con elbueno. La puerta se abrió no más decinco centímetros. Él acabó de abrirlapara dejar ver el oscuro interior.

—Es un viejo depósito de carbón,¿ves? Los... ¿cómo se llaman?... losgoznes están por dentro para que no sevea que es una puerta desde fuera. Antesésta era una de esas grandes casas en lasque vivía gente rica. Seguro que ahoraviven cuarenta donde antes vivían cuatro

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o cinco. Y los que viven aquí ahoratienen que buscarse el carbón, así que nonecesitan esto. Aquí dentro guardanmuebles y cosas así.

—¿Adónde lleva? —pregunté—.¿Tiene alguna otra puerta?

—Pues claro. Lleva a un vestíbuloy a otra puerta que da a Henrietta Street,que tienen cerrada desde dentro.

—Eso lo explica todo.—¿Qué es lo que explica?—Por qué el señor Tolliver oyó

pasos detrás de él justo antes deencontrar el cadáver de esa chica, NellDarby. Pero miró hacia atrás y no vionada.

—De aquí al Garden hay sitiosdonde un tipo podría ocultarse.

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—Tengo que contárselo a sir John.

Llegamos a los establos situados ala entrada de Little Russell Street yencontramos al señor Perkins«manteniéndose en forma», dandopuñetazos y patadas al saco de lona,haciendo que se balanceara a un lado y aotro. Tenía el torso desnudo y sudado enaquel frío día de otoño. Por su aspecto,calculé que llevaba una horapracticando.

Bunkins y yo nos quedamos a unlado, mirándolo, hasta que él decidiófijarse en nosotros.

Mi amigo estaba muyimpresionado. Contemplaba todos loscontundentes movimientos del alguacil y

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parecía especialmente impresionado porla velocidad de sus pies, no sólo por laspatadas, sino porque no parecían estarnunca quietos, sino moviéndose en unadanza interminable.

—Nunca había visto nada igual —me susurró—. Y sólo tiene un brazo.Podría vencer a cualquier hombre condos.

—Desde luego —convine.El muñón del brazo izquierdo del

alguacil, justo por debajo del codo,parecía enrojecido en comparación conel pálido torso. Sin embargo, me fijé enque lo que le quedaba de brazo no habíaperdido musculatura. Debía deejercitarlo duramente de algún modoespecial para mantener su fuerza. Aquel

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hombre no dejaba de asombrarme.Por fin sus pies se detuvieron. Se

quedó inmóvil durante un buen rato,respirando profundamente. Luego seacercó a una rama baja del mismo árboldel que estaba suspendido el saco ycogió su ropa interior de lana. Se laechó por encima con unos cuantosmovimientos rápidos y vino hacianosotros.

—Justo a tiempo para tu clase,Jeremy, como el buen pupilo que eres —dijo—. Y éste debe de ser el amigo queme dijiste que traerías cuando sepresentara la oportunidad.

—Sí, señor, señor Perkins. Éste esmi amigo Jimmie Bunkins.

Los dos se estrecharon la mano con

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solemnidad.—Bueno, si es amigo tuyo para mí

basta, pero me parece que lo conozco demás de una persecución en el Garden. Sise diera la vuelta aún lo reconoceríamejor. Siempre me daba la espalda.

—¡Y lo que me alegra que nuncame cogiera! —exclamó Bunkins entrerisas—. He visto lo que hacía con esegran saco.

—Tengo entendido que ahora es unindividuo reformado. También meparece que ha crecido un poco desde laépoca en que robaba.

—Y gracias a Dios. Temía que ibaa tener pinta de niño toda la vida.

Los dos se miraron sonrientesmientras yo suspiraba con alivio. Se

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llevarían bien, tal y como yo esperaba.Lo cierto es que se llevaron

divinamente. Después de ponerme atrabajar con el saco mi cuarto de hora,que era entonces mi límite, más o menos,el alguacil le preguntó si quería probar.Bunkins se quitó la casaca y se dispusoa ocupar mi lugar con impaciencia.Quizá demasiada, pues Perkinsconsideró necesario aconsejarle elmejor método para golpear con el puño,igual que había hecho conmigo hacía unmes. Bunkins se mostró ansioso porpatear, pero Perkins lo tuvo dandopuñetazos al saco, instándole a echar elcuerpo hacia adelante, a seguirmoviéndose, etcétera. Estuvo bien mirar,porque me di cuenta de que había

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progresado en mis clases.Bunkins sólo tardó cinco minutos

en cansarse, luego volví a ocupar supuesto. Cuando terminé, Perkins nos dioun adiestramiento especial a los dosjuntos.

—Jeremy, imaginemos unasituación del tipo que pudiera ocurrirlea uno en una calle oscura.

—¿Qué es, señor?—Echa a andar a paso normal y te

lo mostraré.Hice lo que me pedía, alejándome

de él hasta que, después de oír un ruidodetrás de mí, me detuvo en seco unapresa alrededor de la garganta, queresultó ser el brazo mutilado del señorPerkins. Tenía más fuerza de la que yo

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sospechaba. El muñón me tenía apretadala garganta de forma que no podíamoverme ni gritar.

—Bien, ¿qué puedes hacer en unasituación como ésta? —preguntóPerkins, soltándome.

—No mucho —respondí,respirando entrecortadamente.

—Ah, pero algo sí —dijo él—.Siempre se puede hacer algo.Cambiemos de lugar y examinemos lasposibilidades.

Cambiamos de posición mientrasBunkins nos observaba fascinado. Elalguacil y yo éramos de una estaturaparecida, lo que me permitió echarle elbrazo por encima del hombro y darle unbuen apretón... pero no en la garganta,

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pues había bajado el mentón paraprotegerla. Luego me sorprendió con unmordisco en el brazo.

—¡Ay! —grité, más por la sorpresaque por dolor.

—¿Te he hecho daño? Lo siento.—No, señor, es sólo que no me lo

esperaba.—Bueno, tampoco él. Si oyes un

ruido a tu espalda, o tienes algunasospecha de que podrían atacarte pordetrás, lo primero que debes hacer escubrirte la garganta con el mentón.Muerde con toda la fuerza de tus dientes.Si te tapa la cara con una mano, mejor.Intenta arrancarle un dedo, puedehacerse, o arrancarle la piel de la mano.Entonces te soltará, puedes estar seguro,

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y serás libre para encararte con éladecuadamente.

—Sí, señor.—Bien, vuelve a echarme el brazo

por encima, pero suelto, para que yopueda hablar.

Cumplí con sus instrucciones.—Bien, digamos que te ha pillado

por sorpresa, antes de que hayas podidobajar el mentón. Te rodea el cuello conel brazo, o quizá con la mano, y teaprieta. Todavía te quedan algunasarmas. Tienes los codos...

Con estas palabras, hundió el codoizquierdo en mis costillas.

—Tendrá entonces que cambiar deposición, si puede, y tú le golpearás confuerza con el otro codo. Y cuando digo

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con fuerza, quiero decir que le echesencima hasta el hombro. Practícalo porla noche. Tienes que llegar a hacerlo sinpensarlo. Sencillamente, te saldrá solo,ya verás.

—Sí, señor, lo practicaré.—Buen chico. Bien, si con eso no

consigues soltarte, tienes los talones.Prueba a darle en las espinillas, quepuede ser muy doloroso, sí señor, perolos pies son más fáciles. Clávale eltalón con todas tus fuerzas, pero no enlos dedos, porque eso produce menosdolor, sino en la parte plana del pie.Intenta romperle los pequeños huesosque tenemos ahí, y si lo haces, no podráapoyarse en ese pie. Perderá elequilibrio y tú podrás desasirte. Ya

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puedes soltarme, Jeremy.Le solté y casualmente eché una

mirada a Bunkins, que nos contemplabamuy concentrado y con gran admiración.

—No creas que porque te lo hayaexplicado todo paso por paso, ha de serasí. Tienes que hacerlo todo a la vez:morder, clavar los codos en las costillasy el talón en el pie. Tienes que hacerlepensar que ha agarrado al diablo enpersona.

—Señor Perkins.—Sí, Jimmie Bunkins, ¿qué

quieres?—Una pregunta, señor. ¿Y si el

desgraciado ese saca un cuchillo?—Una pregunta muy sensata,

porque los que te atacan por detrás

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suelen llevar ese arma, que es decobardes. Lo primero que hay que decirsobre los cuchillos es que la mayoría delos que llevan uno no saben usarlo. Peroen cuanto a tu pregunta, si te atacan pordetrás con un cuchillo, una de dos, o teapuñalan por la espalda, en cuyo caso loúnico que puedes hacer es esperar queno te haya tocado ningún órgano vital,darte la vuelta y encararte con él. No losabe mucha gente, pero el alguacilBrede recibió una puñalada en laespalda, se desasió y redujo a aquelcanalla con el garrote. Con el cuchilloclavado aún en la espalda, lo llevó aBow Street y luego se fue a ver a uncirujano para que le sacara aquella cosa.

Bunkins y yo intercambiamos una

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mirada de asombro sin hacercomentarios.

—Luego están los que quierenrebanarte el pescuezo. Pero para esotienen que alcanzar la garganta. Demodo que la primera regla es: meter labarbilla. Lo siguiente: morder con todastus fuerzas, clavar los codos e intentarromperle el pie. Haz todo lo que puedaspara desasirte y encararte con él.

—Pero todavía tendrá el cuchillo,¿no? —dijo Bunkins—. ¿Qué se hace siuno no lleva cuchillo también?

—La mejor defensa contra uncuchillo no es otro cuchillo, sino unbuen garrote y un par de piesparalizados. Más adelante seguiremoscon eso, pero ahora tengo que lavarme y

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vestirme para incorporarme al servicio.Jimmy Bunkins, serás bienvenidosiempre que quieras a esta misma hora.

El día de la cena planeada para elseñor Goldsmith y el señor Donnelly,tuvimos que atravesar buena parte deLondres, Annie Oakum y yo para ir almercado de Smithfield a comprar carne.Tanto nosotros dos como lady Fieldingaguardábamos con impaciencia laocasión, seguros de que conseguiríadespertar a sir John de su letárgicosilencio, de modo que habíamospreparado un gran festín. Un gran festínexige una buena carne, y dado que elseñor Tolliver seguía misteriosamenteausente, no tuvimos más remedio que

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irnos hasta Smithfield.Annie y yo nos habíamos

convertido en grandes amigos. Aunqueno se dignaba hablar de ello, su corazónseguía perteneciendo al hijo de ladyFielding de su primer matrimonio, TomDurham. Durante el mes que siguió a lapartida de Tom como guardiamarina enel HMS Leviathan, se paseó por la casacon aire melancólico, descuidando todassus tareas salvo sus magníficas comidas.De eso se enorgullecía siempre. Poco apoco, recobró el buen humor, a pesar deque, en el año que Tom llevaba ausente,no le había escrito ninguna carta. Tomescribía a menudo a su madre, habíaescrito dos veces a sir John, e inclusouna vez a mí. Pero debo darle el

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beneficio de la duda, puesto que siendoAnnie analfabeta, seguramente suponíaque no tenía sentido escribirle una cartapersonal que habría de leerle un tercerode manera impersonal. Cierto queincluía pequeños mensajes personalespara ella en sus otras cartas —dile aAnnie esto, dile a Annie aquello—, osobre las comidas exóticas que habíadegustado en Egipto o en Grecia, o enalgún otro país remoto. No obstante, séque ella suspiraba por una comunicaciónmás directa con el hombre al que tantoamaba. Y a medida que él se volvía másdistante, ella y yo nos hacíamos másamigos y confidentes. Annie acabósiendo para mí como la hermana quenunca había tenido.

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Así pues, fue de lo más natural queen un momento dado durante la largacaminata hasta el mercado deSmithfield, le abriera mi corazón y lehablara de Mariah. Se lo conté todo: queyo la había visto por primera vez cuandohabía llegado a Londres como acróbata;que cuando su familia se volvió a Italia,a ella la había seducido un tipo que lahabía vendido como prostituta; que lahabían devuelto a Jackie Carver y queéste la había puesto a trabajar en lacalle; y finalmente, que él me la habíaofrecido «en venta» por diez guineas.

El relato completo duró casikilómetro y medio. Annie me escuchóatentamente sin decir palabra. Sólo memiró de reojo en dos ocasiones en que

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tuve que tragarme las lágrimas y no pudeseguir hablando durante unos instantes.Por fin, viendo que yo no decía nadamás, supuso correctamente que el relatohabía acabado y me miró a la cara.

—Jeremy —me preguntó—, dimela verdad. ¿La quieres?

—Creo que siento por ellaexactamente lo que tú sientes por Tom.¿No es eso amor?

Annie volvió el rostro, cuyaexpresión se había ensombrecido.

—No estoy segura —dijo tras unabreve vacilación.

De repente nos asaltó el horriblehedor a sangre del mercado deSmithfield, donde se sacrificaban,despedazaban y vendían animales de

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todos los tipos y tamaños. No cabía lamenor duda de que estábamos cerca; enefecto, allí delante, en Giltspur Street, sehallaba la entrada al mercado.

—Tenemos un encargo que realizar—me dijo entonces—. Déjame pensaren lo que me has contado mientras tanto.Seguiremos hablando en el camino devuelta. ¿Te parece bien?

—Como quieras, Annie.La llevé al puesto en el que

compraba desde que Tolliver se habíamarchado. El carnicero me reconoció yme saludó cordialmente, pero Anniedejó bien claro que era a ella a quiendebía complacer aquel día. Pidió ver elbuey que tenía para asar. El carnicero selo mostró, alabando la carne como tierna

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y gustosa. Annie la examinó conescepticismo, adelantando el labioinferior, y preguntó el precio. Al oír queera de cinco chelines, Annie se echóhacia atrás y lanzó una dura mirada alcarnicero.

—Buscaremos un poco más —dijo—. Vamos, Jeremy.

El hombre me miró con expresiónofendida cuando nos marchamos, peroyo no hice intento alguno por contradeciro persuadir a Annie. Eran sus dotescomo cocinera las que se ponían aprueba aquella noche; le correspondíatomar la decisión.

—Era una pieza bastante grande —comenté, creyendo que era un hechoindiscutible.

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—Más de lo que necesitamos —dijo ella—, y no era de un animal reciénsacrificado.

Annie demostró que no era fácilcomplacerla. Nos pasamos casi una horarecorriendo el mercado, examinando loque se vendía en un puesto y en otrohasta que por fin llegamos a un puestoque se hallaba muy cerca de una de lastiendas donde se sacrificaban losanimales y de la que emanaba un fuertehedor. Aquélla era precisamente lacausa de que no hubiera demasiadosclientes por allí. Cuando Annie pidióbuey para asar, el carnicero señaló loscuartos de un buey que colgaba a suespalda, y la invitó a pasar y echarle unamirada igual que hubiera hecho Tolliver.

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Rápidamente se pusieron de acuerdosobre el precio y el tamaño de la pieza,pero regatearon un poco sobre el precio;ambos parecían disfrutar. Por finacordaron un precio de cinco chelinespor un trozo que era prácticamente igualque el ofrecido por el primer carnicero,dejándome sorprendido. Cuando salimosdel mercado (yo con sus buenos cincokilos de carne y hueso envueltos bajo elbrazo) y llamé su atención sobre esehecho, Annie me lanzó la misma miradasevera con que la había visto mirar a loscarniceros visitados.

—Jeremy —dijo—, el primer trozoera demasiado grande porque noaguantaría. Tenía una parte mediopodrida que el carnicero intentaba

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ocultar con la mano. Lo que hemoscomprado servirá para varios días.Llevas carne de un animal reciénsacrificado, que aún rezuma sangre.

Sintiendo sin duda que habíasabido hacerse con lo mejor que podíaofrecer el mercado, Annie emprendió elcamino de regreso a Bow Street a buenpaso, silbando una melodía. Dado suestado de ánimo, me sorprendió cuandoretomó inmediatamente el tema que tandolorosamente le había presentado yo enel camino de ida.

—He hecho lo que te había dicho—me espetó de repente.

—¿Perdón? —dije, sin comprendera qué se refería—. ¿Quieres decir quehas comprado la carne para esta noche?

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—No, Jeremy, mientrasrecorríamos el mercado, he estadopensando muy seriamente en ti y en tuamiga italiana.

—¿Oh? ¿Y qué piensas?—Bueno, en primer lugar, no debes

darle ningún dinero a su chulo.—No tengo dinero que darle.—¡Justamente! Y no hay más que

un sitio donde podrías conseguirlo, y nodebes pensar en ello siquiera... ni por unsegundo.

—Estoy de acuerdo —dije, aunquelo había pensado aproximadamente esetiempo.

—¡No conozco yo a los de su raleade mis tiempos en la calle! Ese chulojamás la dejará ir hasta que esté vieja,

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enferma de sífilis o muerta.Tales posibilidades también se me

habían ocurrido a mí, pero al oír cómolas expresaba tan fríamente, se mellenaron los ojos de lágrimas.

—Vamos, Jeremy, compórtate —me riñó—. Tienes que enfrentarte con larealidad.

—Pero me estás diciendo que nopuedo hacer nada para ayudarla.

—Sí, es cierto. Sólo ella puedeayudarse a sí misma. Ella es la que debesalvarse.

—Pero ¿cómo?—Que se ponga a servir, como yo.

Las grandes damas y los caballerosconsideran muy elegante tener criadasfrancesas e italianas.

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—Ella no sabría cómo buscartrabajo.

—Que se vista adecuadamente yempiece a llamar a las puertas de St.James Street, de Bloomsbury,dondequiera que haya casas elegantes.Le abrirá la puerta el mayordomo, y a éles a quien debe solicitar empleo. Unavez contratada, su chulo no podrátocarla.

La mención de St. James Street medio que pensar. Quizá el señor Bilbotuviera empleo para Mariah.

—Y a malas —prosiguió Annie—,puede ir al Asilo de la Magdalena. Lamitad de las chicas que hay allí queríanescapar de uno como ese tal Jackie. Lavieja arpía que hay en la puerta no deja

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pasar a nadie a quien no le corresponda.¡Pues claro! Tenía la solución para

Mariah ante mis propias narices. Pero¿qué había oído decir sobre laMagdalena últimamente?

—Pero ¿no me dijo lady Fieldingque el asilo estaba prácticamente llenodebido a esos monstruosos asesinatos?—objeté.

—A mí me dijo lo mismo, pero sipuedes convencer a esa amiga tuya...¿Cómo dices que se llama?

—Mariah.—Eso, ahora sí me acordaré. Si

puedes convencer a Mariah de que vayaa la Magdalena, yo le diré a ladyFielding que es una amiga mía que deseacambiar de vida. Se le haría sitio, te lo

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prometo.—Gracias, Annie —dije con

sinceridad.—Pero, Jeremy, es ella la que debe

dar ese paso. Es ella la que debedecidirse. La mayoría de las putas sonunas gandulas. Puede que no les guste lavida que llevan, pero no tienen la fuerzade voluntad suficiente para dejarla. ¡Nolo sabré yo! Detestaba aquella vida, enserio, y tardé casi un año en cambiar.

Al final, la cena festiva que habíade servir para que el señor Goldsmith yel señor Donnelly se conocieran, fue ungran éxito y un fracaso estrepitoso a lavez.

Annie se superó a sí misma con el

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trozo de buey que había elegido tancuidadosamente en Smithfield. Lo asóbañado en vino con rodajas de ajo ymucha sal y pimienta, e incluso probó aecharlo un poco de aquella especia roja,la paprika, que había guardado para laocasión adecuada. Había cuatro botellasde clarete para los seis, verdurassalteadas al gusto de todos, y unasabrosa tarta como postre. Tras brindarpor los anfitriones, el señor Donnelly semanifestó abrumado por el arte culinariode Annie y alzó su vaso para brindar porella. El señor Goldsmith afirmó quejamás había comido tan bien, y era biensabido que había sido invitado a lasmejores casas de Londres. Sin duda fueun gran triunfo para la querida Annie.

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Cómo burbujeó la conversación enla mesa aquella noche; las dos fuentesgemelas que la alimentaron manaronalegremente sin cesar para disfrutepropio, pero más aún ajeno. Los demásnos constituimos en el público de unmagnífico espectáculo representado almás puro estilo irlandés. Dos auténticosirlandeses eran aquellos dos, unocatólico y el otro protestante, mas amboscon el mismo ingenio y pasión por larisa. Se sentaron a la mesa uno frente alotro, contando mil y una historias en suafán por superarse mutuamente. Si enverdad compitieron, no sabría decirquién fue el vencedor. En realidad losvencedores fuimos nosotros, cuando noscontaron sus extravagantes historias

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sobre su educación médica, una de ellasbastante indecorosa, que obligó a ladyFielding a mostrar su desagrado(después de reír de buena gana),carraspeando y enarcando las cejas.Donnally tomó nota, pero ello no ledesalentó, antes bien, se lanzó a contaruna serie de reminiscencias menosdiscutibles, pero igualmente cómicas,sobre sus diversos caseros vieneses(pues era en Viena donde habíaestudiado medicina); Goldsmithcorrespondió con historias de franceses,por las cuales era muy conocido (comosupe más adelante); luego Donnellyvolvió a deleitarnos con experiencias desu estancia en Lancashire (Annie meexplicó después que una de ellas la

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había contado ya en la cocina en suprimera visita). Y así continuó la cena,pasando de un tema a otro, y a otro más,hasta llegar al postre y luego, acabado elvino, al llegar al brandy. Al díasiguiente, todos estuvimos de acuerdo enque no recordábamos habernos reídotanto en ninguna otra ocasión.

Sir John no se quedó atrás. Rió ysoltó sus carcajadas y, como buenmaestro de ceremonias, animó a susinvitados con una pregunta o dos, o conalguna broma de su propia cosecha. Sinembargo, aunque en un principio alabóel pasquín del señor Goldsmith, luegodeclinó responder a cualquier preguntarelacionada con los asesinatos deCovent Garden, y durante casi todo el

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resto de la velada permaneció fuera delrápido torbellino de la conversación.Por decirlo de otra manera, mantuvo unsilencio tan cortés como era posibledadas las circunstancias. En ese sentidofracasó la cena para consternación delos demás de la casa, pues esperábamosque en tan jovial compañía sir John sesintiera tentado de participar de unamanera más activa, lo que él declinó,dejando el terreno libre a sus invitados.Al día siguiente seguía tan retraído ysilencioso como antes. Lady Fieldingestaba muy disgustada y temía que sumarido cayera en un estado demelancolía. En cambio a mí, que ya lohabía visto antes en aquel estado, se meocurrió que quizá el magistrado

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meditaba un plan de acción.Una cosa, sin embargo, permanece

en mi memoria de aquella cena. Eracerca de la medianoche cuando nuestrosinvitados se alzaron de la mesa aregañadientes y dieron las gracias a susanfitriones y a la cocinera. LadyFielding les dio las gracias por «unavelada tan alegre y animada», a lo quese sumó sir John. Luego él me pidió queacompañara a los dos caballeros hastala calle, a lo que me avine con sumoplacer, por supuesto.

Donnelly y Goldsmith se quedaronun rato en la puerta conversando, puesdescubrieron que tendrían que separarseallí mismo. Yo aguardé atentamentemientras intercambiaban tarjetas y

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escuché cuando Goldsmith abordó eltema que sir John no había queridodiscutir en la mesa.

—Dígame, señor Donnelly —empezó, en un tono más serio del quehabía utilizado en las horas previas—,¿se hallaba el cadáver de King Street enun estado tan horripilante como he oídocomentar en la calle?

—Indescriptible —respondióDonnelly y, por supuesto, procedió adescribirlo—: A la mujer la habíanabierto en canal y le habían retirado lapiel hacia atrás. Le habían sacado losórganos; el corazón estaba en lachimenea, parcialmente quemado, y elhígado, el útero, el páncreas y otrosestaban desperdigados por la habitación.

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—Parece obra de un carnicero.—Quizá sea cierto en el sentido

más literal, porque se sospecha de uncarnicero de Covent Garden que hadesaparecido.

Se me cayó el alma a los pies.Jamás había oído decir a sir John que elcarnicero fuera sospechoso.

—Dios bendito —exclamóGoldsmith—. ¿Que ha desaparecido,dice? Quizá entonces no habrá másasesinatos.

—Ojalá. Pero, a propósito, hay unasunto que quizá le interese comomédico. ¿Conoce a un individuo llamadoCarr? Es un cirujano del ejércitoretirado, creo.

—He oído hablar de él, pero no lo

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conozco personalmente.—Vino a verme, la verdad es que

era ya la segunda vez, para instarme aexaminar los ojos de la víctima con elmicroscopio. Está convencido de que laimagen del asesino está impresa sobre lapupila.

—¡Ese cuento de viejas,asombroso! ¡Y un médico!

—Tuve que decirle que también lehabían sacado los ojos y queseguramente habían ardido en lachimenea. Pareció muy decepcionado aloírlo. —Donnelly vaciló, como sidebatiera consigo mismo lo que debíadecir a continuación. Finalmente dijo—:Observé en él los síntomas del inicio delas últimas etapas de la sífilis: el

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chancro.

[11] Me temo que también su cerebro

se ha visto afectado.—Sin duda. Pero... —Goldsmith

tendió la mano a Donnelly, quien laestrechó para despedirse—. Debomarcharme, pues me espera trabajo encasa. Venga a verme, señor. Encontrarála puerta abierta para usted, aunquedebo decirle que mi mejor momento esel final de la tarde y el principio de lanoche.

Agitó entonces la mano y se fue.Donnelly se volvió hacia mí y me tendióla mano.

—Siento haberte tenido esperandoen la puerta, Jeremy. Buenas noches y

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dales las gracias a los de arriba por estamaravillosa velada.

—Pero, señor —dije—, ¿es ciertoque sir John considera al señor Tolliversospechoso de los asesinatos?

—¿Al carnicero? ¿Así que loconoces? Ah, bueno, me temo que eso eslo que me ha dicho sir John. Un asuntolamentable, ¿verdad? Bueno, debo irme.

Emprendió la marcha a paso vivoen dirección a Tavistock Street,balanceando su bastón y silbando alandar. Lo seguí con la mirada hastaRussell Street y luego regresé escalerasarriba, a la cocina, donde me esperabauna montaña de platos y cacerolas.

Durante los días siguientes llevé

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encima el trozo de papel en el que habíaapuntado los nombres de Bilbo y JimmieBunkins y su dirección de St. JamesStreet. El día después de mi charla conAnnie volviendo del mercado, hablé conBunkins después de nuestra clase conPerkins. Se lo conté todo y luego lepregunté si podrían emplear a Mariah ensu casa, aunque fuera temporalmente. Alotro día me transmitió la respuestaafirmativa del señor Bilbo, pero sólo simientras estaba con ellos se pagaba lacomida y el alojamiento trabajando. Yolo encontré muy justo, pero por si ellatemía el nombre de Black Jack Bilbopor alguna razón (como les ocurría aalgunos), también apunté el nombre delady Fielding y la dirección del Asilo de

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la Magdalena para ProstitutasArrepentidas.

Con ese trozo de papel en elbolsillo recorrí el distrito de CoventGarden en busca de Mariah. Hacía casiun mes que no la veía. Habíadesaparecido, como la mayoría de lasque ejercían su oficio cuando seextendió la noticia de la muerta de LibbyTribble. Sin embargo, a medida quepasaban los días sin que trajeran ningúnnuevo incidente, la necesidad lasarrastró de nuevo a las calles. Quizáalgunas obraban esperanzadas por elhecho de que no se había cometido unnuevo asesinato desde hacía tressemanas, y decidieron que ya no habríamás. Otras se mostraban fatalistas.

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Annie me comentó que se habíaencontrado con una vieja puta queconocía de antes y que había vuelto a lacalle. Cuando Annie le preguntó si notenía miedo de convertirse en lasiguiente víctima, la mujer le habíacontestado:

—Querida, lo mismo da una cosaque otra. Si no es ése que se dedica arajar, entonces será el río el que acabeconmigo. Mientras tanto, necesito dineropara ginebra.

De este modo, la apatía o lasesperanzas infundadas eran lasemociones predominantes en la callecuando yo buscaba a Mariah. Iba más amenudo al lugar donde más la habíavisto a la luz del día y al anochecer. Sin

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embargo, una y otra vez volvíadecepcionado de mis paseos arriba yabajo por Drury Lane y New BroadCourt. Recorrí el perímetro de CoventGarden al llegar el crepúsculo... sinresultado. Busqué en Duke's Court, enMartlet's Court, e incluso en AngelCourt, y en lugares a los que ir solo ydesarmado al anochecer era unatemeridad. Por fin, planteé mi problemaa Bunkins y él, siempre práctico, meseñaló que habíamos visto a JackieCarver en Bedford Street y que era másque probable que a ella la encontraracerca de allí.

—A los chulos les gusta mover asus chicas, para probar otros sitios —me dijo.

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Así fue como, volviendo a BowStreet desde el alojamiento del señorPerkins aquella tarde, me desvié unpoco para pasearme por Bedford Street.Volvía ya cuando la divisé y corrí haciadonde estaba, cerca de la entrada delDog and Duck.

—¡Mariah! —le grité al acercarme,y temí ahuyentarla. Sin embargo era ungrito de alegría por haberla encontradoal fin.

Ella me vio, me reconoció y no sefue. Pareció esbozar una sonrisa forzadacuando me vio acercarme.

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? Loolvidé.

—Jeremy —contesté—. JeremyProctor.

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Ella asintió con firmeza.—Está bien... Jeremy. Ahora lo

recuerdo. ¿Has traído el dinero? Tú medas a mí y yo doy a él.

—No, Mariah. No he traído eldinero para Jackie. He traído algomejor... para ti.

—¿Para mí? —Volvió la cara.Luego, sin hacer esfuerzo alguno pordisimular su exasperación, alzó losbrazos al cielo y dio rienda suelta a sudecepción—. ¿Qué puede ser mejor quesalir de esto? Él dice que si no tienes eldinero, puedes robarlo. ¿Por qué no lorobas?

—No podría, ni quiero —repliqué,e intenté explicarme—: Aunque pudierapagarle lo que me pide, no tendría

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dinero luego para mantenerte.—Puedes robar más.¿No tenía aquella chica la menor

noción sobre el bien y el mal? Sólo mecabía suponer que en su oficio se perdíarápidamente. Había llegado el momentode explicarle el plan, y deprisa, no fueraque Jackie Carver se hallara cerca.Saqué el trozo de papel que llevaba enel bolsillo. Le expliqué que había doscasas donde podían acogerla yalimentarla. En la primera, dije,formaría parte del personal doméstico.En la segunda, le enseñarían un oficiodecente, como cocinera, o modista, oalgo parecido.

—Pero lo más importante —leaseguré— es que estarás lejos de la

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calle, en un lugar donde Jackie Carverno te podrá tocar.

—¿Cómo sabes su nombre? —mepreguntó con recelo.

—Me lo dijo un amigo.—A él no le gusta que la gente de

Bow Street sepa su nombre.—Eso no importa. Sólo tendrás que

pagar el alquiler del coche, no más dediez peniques hasta la primera casa, y nomás de un chelín hasta la segunda. Esedinero lo llevas encima, ¿no? —Volví ameter la mano en el bolsillo—. Yopuedo dártelo también.

—Dame doce guineas para él. Esoes lo que me has de dar.

—Creí que eran diez.—El precio ha subido. —Me miró

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con expresión furiosa—. ¿Crees que yolavo suelos para la gente? ¿Crees quecoso para la gente? Toma, llévate tupapel.

Así la dejé, con la mano extendidahacia mí, sosteniendo el trozo de papel.Mientras me alejaba a toda prisa porBedford Street, me consolé pensandoque al menos se había quedado el papelcon las dos direcciones. Recé para queno lo tirara, para que lo guardara y quizámás adelante hiciera uso de él. Yo habíahecho cuanto podía, ¿o no?

Aquella misma noche fui a ver a sirJohn a la pequeña habitación contigua asu dormitorio que le servía de estudio.Siempre que estaba preocupado por algo

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o rumiaba algún plan, permanecía allísentado, solo y en la oscuridad, durantehoras, tras la pesada mesa de roble.Lady Fielding se había retiradotemprano la noche en cuestión. Annieestaba abajo, en la cocina, distrayéndosecomo solía cantando baladas que habíaaprendido en su deambular por CoventGarden. Pensando ahora en la cortavisita que le hice a sir John aquellanoche, recuerdo no sólo lo que se dijo,sino también los retazos de cancionesque nos llegaban desde abajo durante lasfrecuentes pausas en nuestraconversación.

Di unos golpes en la puerta abiertade su pequeño estudio.

—¿Quién es?

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—Soy yo, Jeremy.—Entra, muchacho, siéntate.Entré y ocupé una de las dos sillas

que había frente a él.—No es mi intención retraerme de

esta manera —dijo—, pero últimamente,mis pensamientos están tan absorbidospor esos espantosos asesinatos que nome siento capaz de mantener el tratosocial corriente. Quizá tú puedasanimarme como has hecho tantas otrasveces. En cualquier caso, charlemos.

—Quizá —dije tras una brevevacilación— lo que tengo que decirle nosea bien recibido, puesto que se refiereal señor Tolliver. El señor Donnelly medijo que usted lo considera sospechosode los asesinatos.

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—El señor Donnelly no deberíacomentar contigo ni con cualquier otrolo que yo he dicho sobre este tema.Pero, adelante, siempre que lo tengasque decir de él sea importante y no unnuevo panegírico sobre su excelentecarácter, que de eso ya he oído bastantede Kate, estaré encantado de oírte.

Le hablé del depósito de carbónque Bunkins me había mostrado en elpasaje donde Tolliver había descubiertoel cadáver de Nell Darby; le dije queconducía a un vestíbulo y que tenía otrapuerta que daba a Henrietta Street y quese mantenía cerrada desde el interior.

—¿Me estás sugiriendo —dijo sirJohn— que el asesino podría haberseescapado por allí?

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—Sí, señor. Y eso explicaría elruido de pasos en dirección a CoventGarden que el señor Tolliver oyó justoantes de descubrir el cadáver.

El magistrado guardó silencio.Poco podía hacer yo salvo respetarlo,porque estaba seguro de que comparabalo que acababa de contarle con suspropias sospechas sobre el carnicero.Finalmente puso las objeciones que yoya había previsto.

—¿Cómo explicas entonces lo quedijo de esos pasos? —preguntó—. Quese había dado la vuelta y que no vio anadie. ¿Y qué me dices del misteriosocarro que apareció de repente dondeantes no estaba... o quizá sí estaba,porque él no estaba seguro?

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—Bunkins me ha dicho que haymuchos escondites en Henrietta Street, yyo lo he comprobado: dos grandesespacios que llevan a la casa y dondepodría ocultarse un hombre; estándistribuidas a lo largo del camino. Encuanto al carro, no puedo explicarlomejor que el señor Tolliver, pero le heoído decir a menudo, sir John, quesiempre hay motivos para desconfiar deuna historia que carezca por completode incongruencias.

—De modo que sugieres que si unahistoria es defendible en parte, debe seraceptada en su totalidad. Sin dudacomprenderás que eso es una falacia.Además, ¿qué hay del repugnantehomicidio de King Street? Es cierto que

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no tenemos nada que lo sitúe allí, perosu súbita desaparición, debes admitirlo,es muy sospechosa.

—Usted no le ordenó que sequedara.

—No me recuerdes lo que ordené odejé de ordenar. Lo tengo muy presente.

Sir John me habló con unabrusquedad que jamás hasta entonceshabía usado conmigo. Yo me disculpé,dispuesto a marcharme, pero él meretuvo.

—Soy consciente de que fue undescuido mío no ordenarle quepermaneciera en la ciudad. Sí le dijeque habría un juicio indagatorio, pero nole dije cuándo. —Hizo una pausa. Luegoañadió—: Si considero sospechoso al

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señor Tolliver, es por defecto, por asídecirlo, por no haber aparecido. Y siaparece y puede justificar su ausencia,ya no será sospechoso. Entonces, ya nohabrá ningún sospechoso.

»Por lo que dijo ese estúpido deOrmond Neville, había llegado a creerque tal vez hubiera razones parasospechar de Thaddeus Millhouse. ¿Lorecuerdas? Dijo que había traído unacamisa limpia al señor Millhouse parasu comparecencia. Teniendo en cuentaque me habían asegurado que su camisano tenía manchas cuando comparecióante mí, pensé que quizá había algoincriminatorio en la camisa sucia, perono era así. El señor Fuller me ha dichoque la camisa estaba simplemente sucia.

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No obstante, le llamé para interrogarlomás a fondo, porque tanto a ti como a mínos pareció ocultaba alguna cosa. Hayalgo falso en él. Creo que tú te habíasido a realizar un encargo, y en realidadera mejor. El secreto que ocultaba elseñor Millhouse era fácil de adivinar,sencillamente había tenido relacionescarnales con Polly Tarkin. Se sentía muyavergonzado por ello, como no podíaser menos, y ése era el origen de susentimiento de culpabilidad. Sabía quehabía obrado mal, sabía lo que era ella,pero precisamente por ella le atraía más,de un modo perverso. Lloró a lágrimaviva y dio rienda suelta a su congojaante mí, pero también me convenció deque un hombre tan débil jamás podría

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haber cometido unos asesinatos tanhorribles, sobre todo el último. Encualquier caso, me aseguró que hapasado todas las noches con su mujersalvo la noche en que fue arrestado, yestoy seguro de que ella lo confirmaría.

»En resumidas cuentas, no mequeda más sospechoso que el señorTolliver y, a falta de otro, deboaferrarme a él. Sin embargo no estoy tanconvencido de su culpabilidad comopara no haber alertado a los Vigilantesde que deben mostrarse cautos y atentosen extremo, y así seguirán. Pero con estolo único que hago es tomar precaucionespara impedir un nuevo asesinato, seaquien sea el asesino. Preferiría elaborarun plan mediante el cual podamos

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adelantarnos a su próximo movimiento yatraparlo in fraganti. Los dos últimosasesinatos se cometieron la mismanoche, y había luna llena; al menos esome ha asegurado el señor Donnelly. Laluna llena parece afectar a los dementesde un modo perverso. No conozco lacausa, pero es así. Desde la última lunallena, el asesino no ha actuado, y lapróxima será la víspera del día deTodos los Santos. Es una fecha que talvez tenga cierto atractivo macabro paraél. Será necesario realizar lospreparativos con gran meticulosidad,pero con ayuda del Todopoderoso,podría funcionar.

Su voz no expresaba tanto certezacomo una gran esperanza. Esperé a oír

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lo que seguiría, pero sir John no añadiónada más. Por fin, incapaz decontenerme, pregunté:

—¿Cuál es el plan, sir John?—Pronto lo sabrás, Jeremy. Te lo

contaré cuando llegue el momento.

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X

En el que a mí me hieren y al asesinolo atrapan

Se ofreció una recompensa por la

captura del Asesino de Covent Garden,como le habían apodado, lo cual tuvo unefecto beneficioso sobre los alguacilesde sir John, que rastrearon los rinconesmás oscuros del distrito con bríosrenovados. No hubo más quejas por

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tener que llevar alfanjes que resonabanen las vainas, ni el peso de las lámparaspareció molestarles tanto como antes.Sin embargo, las veinte guineasprometidas por el Parlamento para quienllevara al asesino ante la justiciatuvieron también un efecto negativo:llevó hasta Covent Garden a multitud decazaladrones independientes, aquellosindividuos brutales que algunas vecesoperaban dentro de la ley, pero conmayor frecuencia aún se salían de suslímites. Yo mismo había sido víctima deuno de ellos al llegar a Londres y no megustaban; a sir John aún le gustabanmenos, y los Vigilantes de Bow Streetlos vieron, en este caso, como intrusos.Sin embargo, allí estaban y procedieron

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a recorrer tabernas y tugurios ofreciendocompartir la recompensa con cualquieraque les diera alguna pista que condujeraa la captura del asesino. Los Vigilanteshabían hablado ya con todos lossoplones del distrito en quienes se podíaconfiar; sabían que fuera quien fuera elasesino, no le acompañaba nadie en susmacabras acciones, ni alardeabadespués de ellas ni confiaba a nadie loque había hecho. Lo que les faltaba a losde fuera era la organización y elprofundo conocimiento de CoventGarden que poseían los Vigilantes.Finalmente, carecían sobre todo del plande sir John.

A medida que pasaban los días y seacercaba la víspera del día de Todos los

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Santos, se hizo evidente que sir Johnestaba en lo cierto al pronosticar que nohabría más asesinatos hasta aquellanoche siniestra en la que, no hacíademasiado tiempo, se creía que lasbrujas volaban por los aires paracelebrar su aquelarre y unirse al Diablo.Si la víspera del día de Todos losSantos pasaba sin incidentes, sedemostraría que sir John estaba en unerror, los alguaciles volverían a susatentas patrullas y la ausencia del señorTolliver pesaría aún más en contra deél. Fue esta última contingencia la quesin duda me incitó a rezar por el éxitodel plan y, llegado el momento, aofrecerme voluntario de la manera másinsistente para participar en él.

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Dicho plan consistía en doselementos. En primer lugar, seencendería una enorme hoguera en elcentro del mercado de Covent Gardencuando se cerraran los puestos, sellevaran los carros y cayera la noche. Lahoguera atraería a todos los camorristas,marginados y prostitutas para celebrar lanoche.

—Son gentes fundamentalmentesimples —dijo, cuando explicó el plan asus alguaciles la noche anterior a suejecución—, y no resistirán la tentaciónde divertirse alrededor de la hoguera.La última quema de brujas se llevó acabo a principios de este siglo. Todoshan oído las historias. Les daremos todolo necesario menos una bruja para

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quemar; todo, incluyendo castañas paraasar. Señor Mardsen, tome nota. Ha dehaber abundancia de castañas. Muchosde ustedes habrán de encargarse demantener el orden. He dispuesto que unabrigada de bomberos esté presente paramantener el fuego bajo control.Desgraciadamente, si la noche esventosa se habrá de anular el plan. Peroespero una noche clara y sin viento.

Un murmullo de aprobaciónrecorrió el despacho atestado de sirJohn. Sin embargo, la segunda parte desu plan no fue tan bien recibida. Seríanecesario que ciertos alguaciles salieranarmados, pero disfrazados de mujeres, yque otro grupo los siguiera a hurtadillas,a fin de acudir al momento si los

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señuelos eran asaltados.—La idea —prosiguió sir John—

es sacar a las víctimas potenciales delas calles, o al menos reducir su númerode forma considerable, y poner anuestros hombres vestidos de mujerespara que puedan encontrarse con elasesino y reducirlo.

El silencio más absoluto siguió aestas palabras. Pronto resultó queninguno de los alguaciles queríaofrecerse como voluntario para vestirsede mujer. Cuando el magistrado lospidió, no se adelantó nadie.

—Vamos, caballeros. Éste no esmomento para hacerse los tímidos. Senecesitan señuelos, y los tendremos.

Una vez más sólo hubo silencio. Yo

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me sentí violento por aquella reacción;no sabía muy bien si era por sir John opor los alguaciles, pero me sentíaviolento.

Benjamin Bailey, su capitán, hizode portavoz.

—Sir John —dijo—, perdoneusted, pero no creo que ni uno solo denosotros consiguiera engañar a esehombre, por muchas sedas y encajes quenos pongan. Somos condenadamentegrandes.

Miré a derecha e izquierda. Laverdad era que tenía razón. Todos losalguaciles parecían medir un metroochenta o más, con dos excepciones, yyo era una de ellas. Tenía la certeza deque Bailey tenía en cuenta la estatura

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cuando elegía a sus alguaciles. Sinpensármelo dos veces, di un paso,separándome de la pared en la que meapoyaba.

—Yo me ofrezco voluntario —dije—, puesto que tengo la estaturaadecuada.

—¿Eres tú el que ha hablado,Jeremy? —dijo sir John.

—Sí, señor.—Pues entonces vuelve a tu sitio.

Ésta no es tarea para un muchacho.—No retrocederé, señor. Soy tan

capaz de apañármelas si me atacancomo cualquiera de aquí.

Mi fanfarronada provocó unascuantas risitas ahogadas, pero hubo unoque acudió en mi defensa.

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—Señor —dijo Perkins—, elmuchacho aún no ha sido puesto aprueba, pero ha aprendido tan bien comocualquiera de nosotros. Acéptelo ytendrá a dos, pues, por mucho quedeteste la idea de ir por ahí con faldas,estoy dispuesto a llevarlas para impedirque el chico no salga malparado.

—Y usted es el señor Perkins, ¿no?—Sí, señor, y con mi estatura

podría engañar a un agresor. La mujerirlandesa que fue la primera víctima noera más baja que yo.

Sir John permaneció sentado ensilencio tras de su mesa. De repente, diouna fuerte palmada sobre ella.

—Por Dios que no me gusta.Esperaba poner a cinco o seis en

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diferentes calles. Sobre todo no megusta la idea de utilizar a un muchachode catorce años de ese modo. Sinembargo, hay veces en que la necesidadnos obliga a servirnos de lo quetenemos. Acepto al señor Perkins y alseñor Proctor como señuelos... aunqueen contra de mi buen juicio.

No se lanzaron hurras resonantes nihubo aplausos. La única reacción de losinquietos alguaciles fue el sonido depies que se arrastraban por el suelo. Sinembargo, elegí aquel momento parahablar.

—¿Sir John?—Dime, Jeremy.—Deseo corregirle señor. No

tengo catorce años, sino quince.

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Hay veces en la vida en que uno

llega a lamentar sus acciones impulsivaso, si no es exactamente lamentar, sí almenos ponerlas en duda. Llegó elmomento en que, solo en mi habitacióndel ático, me puse el viejo y raídovestido de lana que lady Fielding mehabía traído de la ropa que se recogíapara las residentes del Asilo de laMagdalena. Me quedaba bastante bien,excepto en los hombros, que habíantenido que arreglar, como el borde delvestido que habían bajado para que metapara los tobillos y los pies. Mientrasme movía por la habitación probandolos hombros, que aún me estabanpequeños, realmente tuve dudas sobre el

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plan de sir John y mi participación en él,pero sabía que esas dudas no cambiaríanni una cosa ni otra. Estaba anocheciendoy la hoguera de Covent Garden prontoardería; la multitud debía de haberempezado a congregarse rápidamente.No tenía más que remedio que bajar lasescaleras para el siguiente paso de midisfraz... el que yo más temía.

La longitud de la falda resultó serun obstáculo en las escaleras hasta querecordé el truco con el que se manejabanlas mujeres, y alcé la faldadelicadamente hasta los tobillos. Asíllegué a la cocina, donde me esperabanlady Fielding, Annie y el alguacilPerkins.

En este último vi el destino que me

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aguardaba a mí. No sólo le habíanpuesto color en los labios y colorete enlas mejillas, sino que le habían puestotambién una cofia de las que llevabanlas mujeres en aquella época, hoy en díaun poco pasadas de moda. Sin embargo,lo que le habían hecho no habíasuavizado sus facciones fuertes ydecididas en modo alguno. Para sersincero, parecía sencillamente elalguacil Perkins con colorete y un gorroridículo.

—Oh, Jeremy, siéntate —dijo ladyFielding—. Nos han dicho que debemosdarnos prisa. Annie te pondrá elcolorete.

—No te reconocerás ni tú mismocuando haya terminado —dijo Annie. A

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mí me sonó como una amenaza.Perkins no dijo nada. Volvió el

rostro, fingiendo mirar por la ventana,donde no había nada que ver salvo laluna anaranjada.

Me senté con gran inquietud. Anniehundió dos dedos en el recipiente dehojalata del colorete e inició su tarea.Tras unos instantes me dio una collejaen la cabeza.

—No te muevas tanto —dijo—, ono conseguiré ponerte esto como esdebido.

Obedecí entonces y me quedéquieto. Lo único que quería era acabarcon aquello cuanto antes.

—El alguacil Perkins ha sido todoun desafío —dijo lady Fielding—. El

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pobre hombre tiene vello hasta el cuelloy se lo hemos tenido que afeitar.

—Y me han cortado bien al hacerlo—gruñó él.

—No podíamos dejarlo tal comoestaba —dijo Annie—. No hubieraengañado a nadie.

De un modo u otro, Annie completósu tarea y me ofreció un espejo, pero yolo rechacé.

—Pareces una auténtica fulana —me dijo—. Un poco robusta, como unachica de pueblo, pero hay muchas así enlas calles.

—Y con esto —dijo lady Fielding,alargando una cofia de lana como la quellevaba Perkins—, pondremos el remate.

Me colocó la cofia en la cabeza y

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me ató las cintas bajo el mentón.—Creo que hemos hecho todo lo

que debíamos hacer, ¿no crees, Annie?—Sí —dijo Annie, mirando de

reojo al señor Perkins—, o lo que sepodía hacer.

—Muy bien, Jeremy —dijoentonces el alguacil con bastantebrusquedad—, vamos allá.

Me despedí de las mujeres con unainclinación de cabeza y seguí al alguacilescaleras abajo. Allí aguardaban sirJohn y los cuatro vigilantes que teníanque seguirnos a una distancia discreta.

Aunque vi sorpresa y regocijo enlos cuatro rostros, no se dijo ni una solapalabra, y ni tan siquiera se oyó unarisita. La mirada furiosa y amenazadora

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que les lanzó el señor Perkins lossilenció por completo.

—¿Están preparados? —preguntósir John.

—Preparados —dijo Perkins.—Pero tienen que llevar algún

arma. ¿Señor Baker? —Sir John llamabaal alguacil que hacía el turno de nocheen Bow Street—. Deles una pistolacargada y un garrote a cada uno, ¿o llevausted su propio garrote, señor Perkins?

—Metido en el cinturón por debajode la falda. No voy a ninguna parte sinél, señor.

—Bien hecho —dijo el magistrado—. Pero creo que es mejor que lleve lapistola en la mano, alguacil, dado que sutarea primordial será la de proteger a

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Jeremy.—No es probable que yo atraiga a

nadie, ni siquiera al asesino, pero nopuedo ir por ahí con una pistola en lamano.

—Señor Baker, ¿tiene las pistolas?Dele una al señor Perkins. Ahora, señorCowley, envuelva la mano y la pistolacon el chal y cúbrale como mejor puedael brazo izquierdo.

Contemplé, fascinado, cómo lapistola desaparecía en un remolino delana azul.

—Que quede bien sujeto —dijo sirJohn al señor Cowley—. No debesoltarse a menos que así lo decida elseñor Perkins. ¿Podrá desembarazar lapistola si es necesario, señor Perkins?

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—Oh, me las arreglaré, señor.—Estoy seguro de que sí, pero,

señor Perkins, y tú también, Jeremy,recuerden por favor que cuando digo sies necesario, quiero decir exactamenteeso. Piensen en la pistola sobre todopara hacer señales. No quiero quedisparen al primer marinero borrachoque quiera tocar a Jeremy. Ustedes quelos siguen, cuando oigan un disparo o ungrito, sea del señor Perkins o de Jeremy,tendrán que acudir con la mayorceleridad posible, porque la cosa irá enserio. Quédense a unos cincuenta metrospor detrás de ellos, pero no más. Yhagan lo posible por pasardesapercibidos, aunque tal como vanarmados, será difícil.

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En efecto, ambos llevaban un parde pistolas y el alfanje en su vaina.

Mientras sir John hacía sus últimoscomentarios, el señor Baker me entregópistola y garrote. Alcé la voluminosafalda que llevaba y metí ambas cosas enel cinturón con que sujetaba loscalzones, luego dejé caer la falda denuevo. Iban bien ocultos, pero mepregunté si podría cogerlos confacilidad. De todas formas, me dije,tenía a cinco alguaciles paraprotegerme.

—Bien, adelante —dijo sir John—.Se ha encendido la hoguera en CoventGarden. La gente debe de acudir ya enoleadas para bailar y cantar. Las callesson suyas. Que Dios conceda el éxito a

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nuestra empresa.Finalmente abandonamos Bow

Street.

Las oleadas de gente que debían deabarrotar Covent Garden según habíapredicho sir John constituían más bienun enjambre. Al girar hacia RussellStreet, nos zarandearon y empujaron losque estaban impacientes por iniciar ladiversión. No nos prestaron la menoratención. No vimos la necesidad desepararnos mientras las calles siguierantan llenas de gente, de modo queavanzamos juntos los seis y aguardamosen Russell Street, una de las entradasprincipales a Covent Garden, a que lamarea humana fuera menguando.

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Desde nuestra posición en el crucevimos la hoguera, que era realmentegrande, pero las llamas aún no habíanalcanzado su mayor espectacularidad; enlas altas pilas de leña había troncosenteros a los que aún no había alcanzadoel fuego. Y había más madera paraalimentar las llamas regularmente. Noera probable que ninguna de lashogueras que arderían el día de GuyFawkes

[12] de la semana siguiente

consiguiera superar a ésta, ni atraerían atal cantidad de gente.

Finalmente, la marea humana cesó.Cruzamos Russell Street juntos, peroluego, al ver que Charles Street estaba

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prácticamente vacía, nos desplegamosen la forma sugerida por sir John. Elalguacil Perkins encabezó la marcha yyo le seguí a unos veinte metros dedistancia. Los otros cuatro alguacilesvenían detrás, a unos escasos cincuentametros, dos a cada lado de la calle.

Nuestro plan era dar una vueltaalrededor del Covent Garden y, si noocurría nada extraño, daríamos otravuelta, pero si tampoco esa vez sucedíanada, centraríamos nuestra atención enlos lugares que se consideraban máspeligrosos... tentando al destino, por asídecirlo.

Miré al frente. Incluso a aquelladistancia, Perkins seguía pareciendo nimás ni menos que un hombre con faldas.

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El colorete que le había aplicado Annieno había conseguido disimular nisuavizar sus rasgos varoniles, peroademás, él no hacía nada por alterar suporte y caminaba por Charles Street conpaso resuelto mirando cautelosamente aderecha e izquierda, exactamente comoharía cualquier alguacil. Sin duda si elasesino lo veía de cerca, o incluso delejos, sabría que ocurría algo raro.

A mi espalda, nuestra escoltarepresentaba su papel un poco mejor.Podían detectarse sus movimientos, asícomo los fugaces destellos de susvainas, pero caminaban en silencio yentre las sombras y sólo eran totalmentevisibles cuando pasaban junto a unafarola; la luz de la luna llena no había

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llegado aún a Charles Street.¿Y yo? Caminaba con cierto

remilgo, más bien despacio, con laintención de parecer accesible, comohabía observado que hacían las mujeresde la calle.

De esta forma nuestra extrañaprocesión giró hacia Tavistock Street, larecorrió, cruzó Southampton y siguió porMaiden Lane. La luz de la luna llegabacon mayor claridad en aquella zona. Losalguaciles que me seguían ya no podíanocultarse como antes, desplazándoseentre las sombras. Sin embargo,consiguieron disimular su propósitoadoptando un andar pausado ymostrándose totalmente indiferentes aPerkins y a mí. Había unos cuantos

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transeúntes en Maiden Lane, que noparecieron fijarse en nosotros, y pasaronpor nuestro lado sin sospechar nada, nimostrarse siquiera curiosos.

Llegamos luego a Bedford Street,que parecía más peligrosa, pues cercade aquella ancha calle, con sus tabernasy casas de comida de mala nota, dondese había encontrado el cuerpo mutiladode Polly Tarkin. Perkins parecíaalejarse de mí con sus largas zancadas yse hallaba ya tan lejos de mí como losalguaciles que me seguían.

Recuerdo que no había dado másde veinte pasos por Bedford, dejando ami escolta atrás temporalmente, enMaiden Lane, cuando una parejaemergió bruscamente de una taberna y

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chocó conmigo. Yo intenté seguiradelante, pero de pronto una manomasculina tiró de mí con rudeza.

—¡Oye, tú! ¿Qué clase de fulanaeres, que no pides perdón cuandotropiezas con un tipo? Voy a darte unapatada en el culo, eso voy a hacer.

Conocía aquella voz. Aquellaspalabras pronunciadas con una lluvia desaliva y olor a ginebra, sólo podía ser lade Jackie Carver, y sólo tuve queecharle una ojeada para confirmarlo.Intenté desasirme, pero él volvió aagarrarme.

—Bueno, adónde crees... —Seinterrumpió entonces y de repente soltóuna de sus tontas risitas—. ¡Mira quiénes, Mariah! Es el chico del juez. Va

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vestido de mujer y con la cara y losmorros pintados como tú.

Sí, era Mariah quien loacompañaba. Se había quedado atrás, demodo que se acercó tambaleándoseligeramente a causa de la ginebra. Estiróel cuello hacia mí, me enfocó condificultad y luego se echó a reír.

— Dio mio, è vero! ¡Es cierto, esél! —Y volvió a reír.

Alargó la mano hacia mi cara comosi quisiera quitarme la pintura. Yo meeché hacia atrás. Jackie me tiró delbrazo y yo, movido por fin a la acción,le propiné un fuerte golpe en el pechoque le hizo tambalearse. Me miró conabsoluta incredulidad.

—¿Sabes quién soy, amigo? —

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chilló—. ¿Sabes lo que podría hacerte?Justo cuando se echaba la mano a

la espalda dispuesto a abalanzarse sobremí, se encontró presa de unos brazosfornidos, pues la escolta me habíaalcanzado por fin. De la misma manerarepentina, el señor Perkins se hallaba ami lado preguntándome si estaba bien.Empuñaba la pistola.

Mariah miraba a unos y otros,perpleja, con los ojos muy abiertos, sindecir nada.

Jackie Carver comprendió susituación de inmediato.

—Bueno, caballeros, suéltenme,suéltenme. Ha sido un malentendido,como dirían ustedes. Pensaba que estafulana estaba disponible. Si es un asunto

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del juez, no tengo nada que hacer.Suéltenme.

—Tú sigue, Jeremy —dijo elalguacil Cowley—. Nosotros nosocuparemos de éste.

—Vamos, muchacho —dijo elseñor Perkins—. Quizá deberíamosseguir juntos.

—Creo que no, señor. Peropermanezcamos más cerca el uno delotro.

—Caminas demasiado despacio.—No, señor, si me lo permite,

señor, usted camina demasiado deprisa,como un hombre. ¿Podría intentar ser unpoco más... un poco más femenino alcaminar?

El alguacil me miró furiosamente y

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pareció a punto de decir algo, pero secontuvo durante un buen rato.

—Lo intentaré —dijo por fin.Dio media vuelta, recorrió

rápidamente quince o veinte metros porBedford Street, se detuvo y me indicóque avanzara. Yo le seguí, caminandocomo antes, consciente de que Mariah ysu protector me observaban. Sentívergüenza, pero continué, pues setrataba, al fin y al cabo, de un asunto deljuez.

El pobre señor Perkins se esforzócuanto pudo. No podía andarremilgadamente, pues dudo de quesupiera cómo, pero dio pasos más cortosen lugar de sus habituales zancadas dehombre. Como resultado, parecía más

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bien que arrastraba los pies, lo que sinduda era una mejoría. Sin embargo, elchal que le había dado el alguacilCowley le impidió seguir, porque queríavolver a tapar la pistola. Se detuvo y seinclinó para hacerlo. Con ayuda delmuñón intentó envolver otra vez lapistola... tarea imposible, por supuesto.Yo me apresuré a acudir en su ayuda,pero él me ahuyentó con un ademán.Finalmente, dejó caer el chal por encimade la pistola, que quedó cubierta, perotal vez por poco tiempo. Sin embargo,reanudamos la marcha.

Yo deseaba de todo corazón haberdespachado antes a aquel tipo, Jackie.¿Por qué me había quedado paradocomo un idiota, dejando que me

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agarrara? ¿Por qué había permitido queMariah se riera de mí? ¿Por qué? ¿Porqué? De repente me encontré temblandode frustración por el incidente de antes.Decidí que era mejor sacármelo de lacabeza. Más tarde, cuando tuvieraoportunidad, volvería a pensármelobien.

Al mirar en torno a mí cuando pasépor delante del callejón que conducía alcementerio de San Pablo, vi elresplandor amarillo rojizo de la granhoguera de Covent Garden y oí elclamor de la multitud. Al mismo tiempo,me sorprendió ver un carro parado en elcallejón y sin su conductor, lo que noera sorprendente en sí mismo, salvo porel hecho de que se trataba sin duda del

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carro del Rastrero, de eso estaba seguro.Aunque no veía la tosca calavera de lamuerte pintada en el costado, hubierareconocido a aquellos caballosesqueléticos y somnolientos en cualquierparte. Ambos rucios tenían un color grisespectral y ambos permanecíantemblorosos y con las cabezas gachas.Me pregunté dónde podía estar elRastrero, aunque sabía, claro está, porqué estaba allí. Quizá se hallaba en eledificio frente al cual había dejado elcarro. Quizá alguna pobre alma quehabía vivido tras una de aquellasventanas había muerto por enfermedad omiseria. Mejor eso, pensé, que ser lavíctima de un asesino, y un escalofríome recorrió el cuerpo.

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Al final de Bedford Street, Perkinscruzó a King Street. Yo aminoré el paso,pues vi que se detenía delante mismo delnúmero 6, en Queen's Court, el lugardonde se había cometido el últimohomicidio y el más inhumano. Mepregunté si el alguacil pretendía entrarallí para rastrear el patio vecinal.¿Había oído o visto algo? No, de nuevointentaba envolver la pistola con el chal,esta vez con los dientes. Me acerquémás dispuesto a insistir en que medejara ayudarle.

Había llegado justo a la altura delpasaje que conducía al patio vecinalcontiguo, conocido como Three Kings,cuando alguien que había permanecidocompletamente invisible a mis ojos, tiró

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de mí y me arrastró hacia el oscuropasaje.

El asaltante me tapaba la boca conuna mano para que no pudiera gritar yme retorcía el brazo derecho a laespalda. La mano despedía un hedorinsoportable y olía aún peor cuando lamordí. Mordí con fuerza un dedo, yseguí clavándole los dientes sin soltarlo.Al mismo tiempo, le clavé el codoizquierdo en las costillas con toda lafuerza de que fui capaz. Era un hombrecorpulento, se adivinaba por su fuerza,casi tan ancho como alto. Los pies no mesirvieron de nada mientras seguíaarrastrándome hacia el patio, pero notéel sabor de su sangre en la boca y supeque no seguiría tapándomela con la

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mano mucho más tiempo. Cuando nosdetuvimos, hundí el talón del zapato ensu pie. Me soltó entonces todo menos elbrazo y yo me retorcí para darme lavuelta y encararme con él.

¡Dios santo, era el Rastrero! Lo viclaramente a la luz de la luna.

—¡Perkins! —grité,desgañitándome.

Oí pasos procedentes de la callecuando el Rastrero me soltó el brazo, yla hoja de un cuchillo lanzó un destelloen su mano derecha. Avanzópesadamente hacia mí, yo lo esquivé ygiramos. Era él quien daba la espalda aKing Street cuando Perkins apareció enla entrada del pasaje pistola en mano.Retrocedí a toda prisa.

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El Rastrero debió percibir lapresencia del alguacil, pues echó acorrer hacia mí todo lo que daban de sísus arqueadas piernas. Vi que no teníaintención de detenerse, de modo queamagué hacia la izquierda y salté haciala derecha, lejos del cuchillo, perocuando pasó por mi lado, el Rastrero melanzó contra la pared. Justo cuando oíala detonación de la pistola de Perkins,mi cabeza golpeó la pared de ladrillo yyo caí en el negro vacío de lainconsciencia.

Cuando recobré el sentido, estabacompletamente solo, pero no en elpasaje. De eso estaba seguro, pues paséla mano por la superficie en la que yacía

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y descubrí que era una cama. ¿La mía?Abrí los ojos con esfuerzo y mirando aun lado y a otro vi que sí, estaba en micama y en mi habitación del ático.Intenté incorporarme, pero un súbitodolor en la nuca me obligó a posarla denuevo sobre la almohada. Me toqué ladolorida cabeza y la encontré envueltaen un gran vendaje.

¿Cuánto tiempo llevaba así?¿Cuánto tiempo había estadoinconsciente? ¿Cómo había llegadohasta allí?

Me concentré en losacontecimientos que habían precedido ami pérdida del sentido. Los recordabacon claridad y por ello daba las gracias,ya que había oído decir que a veces un

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golpe en la cabeza podía causar unapérdida de memoria, incluso total. Lorecordaba todo demasiado bien: cómome habían arrastrado hacia el pasaje yyo me había defendido lo mejor posible,el sabor de la sangre en la boca, y luegocómo me había soltado y habíadescubierto con gran asombro que miagresor era el Rastrero. Recordétambién que me había arrojado contra lapared cuando Perkins le disparó. ¿Mehabía dado a mí? ¿Ésa era la causa delhorrible dolor que sentía en la nuca? No,era más probable que me hubieragolpeado con el canto de un ladrillo enalgún punto en que la argamasa sehubiera desmenuzado. Quizá me habíaroto la crisma. Desde luego era así

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como me sentía.De modo que Perkins había matado

al Rastrero de un disparo. Losasesinatos se habían acabado. Estabacontento, y contento por ese motivo yfeliz de encontrarme en mi propia cama,volví a perder el conocimiento. Sinembargo, fue el sueño lo que se adueñóde mí y lo recibí con sumo agrado. Missueños fueron de lo más agradables. Mehallaba a bordo de un barco, unmajestuoso navío con las velasdesplegadas que se deslizaba sobre lasolas con la misma suavidad que uncoche de cuatro caballos sobre unacarretera bien pavimentada. Mariahestaba a mi lado. Paseábamos por lacubierta juntos, a proa y a popa,

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sintiendo el viento en el rostro. No sereía de mí, sino que me decía muy seriaque me amaba. Los marineros nostrataban con gran respeto y se quitabanel sombrero a nuestro paso, y el capitándel barco, Tom Durham, que era casicomo un hermano, nos invitaba a latoldilla donde se hallaba su puesto demando. Tom desplegaba un telescopiogrande y largo y contemplaba elhorizonte. «¡Tierra a la vista! —exclamaba—. Veo la playa deMassachusetts.» Entonces aparecióAnnie Oakum.

Pero era la Annie real y no unaparte del sueño. Había entrado en lahabitación. Yo tenía la cabeza vueltahacia ella y abrí los ojos; aún había

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suficiente luz de luna para distinguirquién era.

—Estás despierto —dijo.—Acabo de despertarme —dije.—Tierra a la vista, has dicho.

¿Estabas soñando?—Ah, sí, pero era Tom quien lo

decía.—¿Tom Durham? Yo sueño con él

a menudo, pero mis sueños no valengran cosa.

Intenté levantarme, pero de nuevosentí dolor en la nuca, aunque no tanfuerte como antes. Annie me empujósuavemente contra la almohada.

—Tienes que quedarte quieto —dijo—. Lo ha ordenado el señorDonnelly. Ha insistido en eso.

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—¿Ha venido a verme?—Oh, desde luego. Ha dicho que

tenías una con... con...—¿Conmoción?—Eso ha dicho. Y que tienes que

quedarte en la cama y yo tengo quevigilarte. Así que, aquí estoy. —Hizoentonces una pequeña reverencia y vique iba en camisón—. Mi segunda visitade la noche.

—¿Qué hora es, Annie?—No lo sé, pero es tarde. La gran

hoguera de Covent Garden se haconsumido ya del todo. —Suspiró—. Teaseguro que cuando ese alguacil mancote ha traído, he tenido miedo de que nodespertaras nunca más. ¡Oh, Jeremy,estoy tan contenta de verte vivo!

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Annie se inclinó y me plantó unbeso en la mejilla. Con el rostro tancerca del suyo, vi que tenía lágrimas enlos ojos.

—No más que yo.—Tengo que ir a decirle a sir John

que estás despierto. Está tan afligido elpobre... te han herido gravemente y paranada.

—¿Para nada? —Una vez más,impulsivamente me incorporé, con elmismo desagradable resultado—. ¿No loha matado el señor Perkins de un tiro?

—Oh, no, todos los alguacilesestán muy enfadados consigo mismospor haberle dejado escapar. Ni siquierahan podido verle bien.

—¡Annie, tienes que ir a decirle a

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sir John que yo sé quién es! ¡Yo sé quiénes el asesino!

Con los ojos desorbitados y sindecir nada más, Annie salió al vuelo. Enmenos de un minuto, mi pequeñahabitación estaba atestada de visitantes.No sólo había venido sir John, sinotambién el señor Donnelly y el alguacilPerkins, correctamente vestido, ademásde Annie.

—Ah, Jeremy —dijo sir John—, notengo palabras para describir... quierodecir que yo... me culpo a mí mismo poresta terrible desgracia. Te pidosinceramente que me perdones. PeroAnnie dice que tú... tú...

—Sí, señor —dije—, era elRastrero.

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—¡El Rastrero! ¡Dios santo, claro!Siempre estaba por allí, ¿no es cierto? Ysiempre he creído que está medio loco.Pero ¿estás seguro de que era él?

—Lo he visto claramente a la luzde la luna, señor, y tenía un cuchillo.Más cerca no lo podía tener cuando meha derribado. Era el Rastrero. No podríaestar más seguro.

—Y con un cuchillo. Tenemossuerte de que estés vivo.

—No lo estaría de no ser por lasenseñanzas del señor Perkins.

—Buen muchacho —dijo el señorPerkins—, no has perdido los nervios.

—He oído su disparo. Suponía quelo había matado.

—No, Jeremy, con las prisas he

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fallado. Tenía miedo de darte a ti. Sihubiera esperado un poco más, no habríafallado, lo juro.

—Alguacil Perkins. —Sir Johnhablaba con voz de mando.

—¿Sí, señor?—Reúna un grupo de vigilantes a la

mayor brevedad. Encuentre al señorBailey si es posible... pero no podemosesperarle. Yo iré al mando, en cualquiercaso. —Sir John farfulló algoininteligible mientras pensaba conceleridad—. Jeremy —dijo—, tú hasvisto al Rastrero, pero ¿te ha visto él ati?... Bueno, claro que te ha visto, pero¿te ha reconocido? ¿Se ha dado cuentade que tú lo reconocías a él?

Tuve que meditar la respuesta.

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—No podría decirlo, señor —contesté por fin—. Seguro que se hadado cuenta de que no soy una mujer porel modo en que he aullado para llamar alseñor Perkins. Pero me ha agarrado pordetrás y hemos estado en la oscuridad lamayor parte del tiempo. Sí que es muyposible que haya supuesto que no le heconocido.

—Muy bien —dijo sir John—.Entonces puede que lo hallemos enaquella espantosa casa de muertos. Encualquier caso, esperemos que no hayahuido. En marcha, señor Perkins; cuatroo cinco vigilantes serán suficientes.

El alguacil salió y bajó lasescaleras a toda prisa con gran estrépito.

Donnelly, que había estado

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esperando a que se solucionaranaquellas cuestiones de tipo inmediato, seacercó entonces a la cama y pidió aAnnie que encendiera un quinqué.

—Ya veo que tienes la cabezadespejada, pero voy a examinarte másdetenidamente ahora que has vuelto almundo de los vivos.

Aunque excitado por miconversación con sir John e impacientepor conocer el resultado, en cuantosalieron todos de mi habitación, sólopermanecí despierto unos minutos más.Si soñé, no lo recordaba cuandodesperté con la luz de la mañana. Denuevo me incorporé con cuidado a fin deponer a prueba la herida. El dolor había

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disminuido. Pude sentarme, echar lospies hacia un lado y hacer misnecesidades en el orinal que tenía juntoa la cama. Por el momento no me atrevía ponerme de pie.

Oí el ruido que hacían Annie y ladyFielding abajo, en la cocina, y al pensaren el desayuno que preparaban, me dicuenta de que tenía hambre, ¿o era unacierta sensación de náusea? ¿O ambascosas a la vez? En todo caso, me alegréde oír pasos en las escaleras y más aúnde ver a lady Fielding con un cuenco enla mano. Pensé que serían gachas deavena, pero no.

—Annie te ha preparado un buencaldo sabroso, Jeremy —dijo con unacálida sonrisa—. Lo ha ordenado el

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señor Donnelly. Dice que quizá tuestómago no acepte otra comida mássólida.

Me incorporé sobre los codos yafirmé que podía sentarme sin dificultad,pero ella me arregló la almohada paraque me sentara con la cabeza apoyada.Luego se sentó en mi cama e insistió endarme el caldo como a un bebé. Aunquealgo contrariado por ello, encontré elcaldo muy apetitoso, tal como ella habíaprometido, y no pareció afectar a miestómago. No tenía nada más que hacerque abrir la boca para que me la llenaray escuchar lo que me contaba ella sobrelos acontecimientos de la víspera.

—Te gustará saber que hancapturado a ese monstruo —dijo—,

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dado que fuiste tú quien lo hizo posible.—¿El Rastrero? —Hice una pausa

para que me metiera la cuchara de caldoen la boca—. ¿Está abajo?

—En efecto, encerrado en esecalabozo que tienen en la parte de atrásde la sala de vistas. Comparecerá anteJack dentro de una hora, luego irádirectamente a Newgate. Jack dice queha confesado y, además, lo pillaron en...una situación comprometedora... no esnecesario que entre en detalles. ¡Esosespantosos crímenes tenían un terriblepropósito! Dios bendito, Jeremy,Londres es un lugar aterrador y sinleyes. He llegado a pensar que Jack ysus alguaciles son lo único que seinterpone entre nosotros y la anarquía

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total.—Y lo consiguen —dije yo.—Sí, y tú con ellos. No sabes lo

orgullosos que estamos de ti. Jack haafirmado que ninguno de los Vigilantesse hubiera mostrado tan valiente comotú. Está furioso consigo mismo porhaberte puesto en peligro. Creo quequiere que le perdones.

Aquella idea me dejó estupefacto.—Pero si no hay nada que

perdonar. Hubiera hecho lo mismo cienveces por sir John. Creo que estaríadispuesto a morir por él.

—Lo sabe, y al parecer cree que haabusado de tu confianza. Lo cierto esque ninguno de nosotros creíamos que tuvida estaría amenazada. Al fin y al cabo,

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te escoltaban cinco alguaciles, ¿quépodía salir mal? Y si Annie y yo noscomportamos con ligereza cuando tepreparábamos fue porque tambiénnosotras creíamos que estaríasprotegido. Debes perdonarnos pornuestra frivolidad.

—No hay nada que perdonar —repetí—. Estaba mucho más violentoque asustado.

—Eso nos pareció. —LadyFielding exhaló un suspiro, e hizo sonarla cuchara contra el fondo del cuencovacío—. Bueno, te lo has tomado todo.¿Qué tal te sientes con algo de comidadentro? Espero que no te moleste elestómago.

—No, en absoluto. Déle las gracias

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a Annie de mi parte. Dígale que erajustamente lo que necesitaba.

—Una cosa buena ha salido detodo esto —dijo ella—. La confesión deese horrible hombre habrá de alejar lassospechas del señor Tolliver. Tú y yosabíamos que no podía haber cometidotales crímenes.

—Eso es muy cierto —repliqué.—Pero espera, déjame ponerte

bien la almohada para que estéscómodo.

Arregló la almohada como siestuviera pensando en otra cosa. Cuandoterminó, me recosté y la miré. Tras unmomento de vacilación, habló al fin.

—Jeremy, voy a decirte algo quejamás le he contado a Jack, de modo que

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habrá de ser un secreto entre nosotros.—Una vez más, vaciló—. En la épocaen que Jack me pidió que me casara conél, el señor Tolliver me cortejabatambién con la misma intención; eso lohabía dejado claro. Era viudo y a mí meparecía un hombre bueno y honrado entodos los aspectos. Me hubiera casadocon él de no habérmelo pedido Jack. Nopuedo creer que sea un juez tan pésimodel carácter de las personas como paraque un hombre con el que me hubieracasado sea culpable de un crimen decualquier clase, y mucho menos de unoscrímenes de naturaleza tan horripilante.Así que, ya lo ves, te estoy muyagradecida por tu contribución para queese hombre al que llaman el Rastrero

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vaya a la horca. Te doy las gracias, ytambién te agradezco que hablaras aJack en favor del señor Tolliver.

Todo lo que acababa de decirme,lo había adivinado yo hacía tiempo. Noobstante, repliqué:

—El señor Tolliver volverá y nosexplicará su ausencia de manerasatisfactoria, estoy seguro.

—Que sea nuestro secreto —repitió. Recogió el cuenco vacío y semarchó con una grave sonrisa.

Poco después, apareció Annie en elumbral de mi puerta. Venía a vermeantes de irse a comprar a CoventGarden, lo que, en circunstanciasnormales, tal vez hubiera hecho yo por

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ella. Parecía cansada y así se lo dije.—Y cómo no voy a estarlo —

exclamó ella—, con sir John subiendo ybajando por las escaleras y yolevantándome dos veces más para verqué tal estabas durante la noche.

—Pero no era necesario, Annie.Como puedes ver, me encuentro bien.

—Oh, ya lo veo. Seguro que tienesmejor aspecto que yo, y te sientes mejortambién. Bueno, me alegro, Jeremy,porque de verdad te lo mereces. Quizáno lo sepas, pero sir John cree quedeberían darte la recompensa votada porel Parlamento: veinte guineas, ¡menudafortuna!

—¿Eso ha dicho?—Sí. ¡Yo también cambiaría un

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golpe en la cabeza por veinte guineas!—Después de decir esto, rápidamenteclavó la vista en el suelo. Luego secorrigió—: No quería decir eso. Estoysegura de que te has ganado larecompensa. —Y, con un suspiro,añadió—: Jeremy, viejo amigo, me voyal mercado. Compraré unas manzanas,por si el señor Donnelly dice quepuedes comerlas.

Al cabo de una hora de la visita deAnnie, vino a verme sir John. Yo habíapasado el tiempo soñando en lo quepodía hacer con veinte guineas. Annietenía razón: era una fortuna. Con aqueldinero podría comprar la libertad deMariah y... ¿y qué? La amargura que me

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habían producido nuestros dos últimosencuentros se había borrado un tantogracias al extraordinario sueño quehabía tenido. ¿Bastaría lo que quedarade pagar su libertad para comprarnos elpasaje hacia las colonias? Lo dudaba,aunque sin duda sería suficiente paraque ella volviera a Italia con su gente.¿Era eso lo que yo quería? Desde luegoque no, aunque lo preferiría a verla enLondres sin oficio ni beneficio. Quizácuando se viera libre de aquel villano,yo podría persuadirla para que entraraen el Asilo de la Magdalena, o para queaceptara la oferta de empleo del señorBilbo; sí, estaba seguro de que podíaconvencerla. En este segundo caso, almenos, llevaría una vida segura y

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ordenada, y lo mejor de todo era que yopodría verla tan a menudo comoquisiera. Estaba tan enfrascado en misreflexiones que no presté atencióncuando oí los pasos de sir John en laescalera, así que me pilló por sorpresaverlo en el umbral de mi puerta conactitud vacilante. No podía saber, claroestá, ver si yo estaba despierto odormido.

—Entre, sir John —le animé—,pues estoy impaciente por oír susnoticias.

—Ah, Jeremy, buen muchacho. Meha dicho Kate que has mejorado mucho,que has tomado algún alimento.

Entró en la habitación y se plantójunto a mi cama con las manos enlazadas

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a la espalda. Yo me había acomodado laalmohada de forma que pudeincorporarme sin sufrir molestia alguna.

—He comido —dije yo—, y muyfeliz de hacerlo, porque estabarealmente hambriento. Pronto podrévolver a comer como Dios manda.

—Algo más sólido que el caldo,¿eh? Bien, eso depende de lo que diga elseñor Donnelly. Pasará más tarde paraecharte una ojeada.

Sir John se quedó callado. Esperé.Luego se lanzó a relatar la captura delRastrero. Eran seis en total los quellegaron a la necrópolis situada a orillasdel Támesis: cuatro alguaciles dirigidospor el señor Perkins y con ellos el señorDonnelly y el propio sir John.

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Sigilosamente se acercaron al cobertizo,en el que brillaba una luz mortecina.Poca necesidad había de tanto sigilo,pues cuando irrumpieron en el cobertizo,hallaron al Rastrero ocupado en suactividad criminal, ajeno a todo lodemás.

— In fraganti delicto loencontramos —exclamó sir John—. Tanseguro estaba de sí mismo que despuésde golpearte y dejarte sin sentido,escapó a través del patio contiguo, sebuscó una nueva víctima y acabó conella asestándole una única estocada enel corazón. Había estado practicandodurante meses con los cadáveres de sucobertizo. El señor Perkins apuntó a lacabeza del Rastrero con la pistola y

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rápidamente éste dejó lo que estabahaciendo.

(Todo esto, lector, resultó un pocovago para mí.)

Dadas las circunstancias, elindividuo confesó rápidamente y sacó elestilete de hoja larga y delgada con elque había cometido sus villanías.Admitió que había habido más víctimasde las que nosotros conocíamos. Desdehacía casi un año, había estado matandoa una por mes. Si sus infames crímeneshan salido a la luz ha sido únicamenteporque se halló el cadáver de TeresaO'Reilly antes de que pudiera llevárseloen su carro.

—Debería haber sospechado de él,estúpido de mí —añadió sir John—,

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pues lo hallamos dos veces con su carroen la escena del crimen sin que nadie lehubiera llamado. Sin embargo, era unaimagen tan familiar, que parecía formarparte del proceso, que no le prestéatención.

Me vino un recuerdo a la cabeza einterrumpí al magistrado por primeravez.

—Recuerdo, sir John, que vi sucarro en el callejón de Bedford Street enel que mataron a Polly Tarkin, y fuejusto antes de que me atacara.

—¿Y no te extrañó?—No, en absoluto. Pensé que

habría ido a recoger a alguien quehubiera muerto por causas naturales.

—Entonces, quizá no soy tan idiota

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como suponía. —Después de un brevesilencio, prosiguió con cierto airemeditabundo—. Hoy en la sala hasurgido una auténtica decepción. Se hacelebrado el juicio indagatorio sobre elasesinato de anoche y el juicio alRastrero al mismo tiempo. Puede que nosea el procedimiento correcto, pero deesa forma lo hemos zanjadorápidamente. En cualquier caso, locierto es que, si bien ese loco haconfesado sin vacilar tres de losasesinatos, ha negado airadamente quetuviera algo que ver con las muertes dePolly Tarkin y Libby Tribble, es decir,con los asesinatos en los que loscuerpos fueron brutalmente profanados.Cito sus palabras: «Yo no trataría así a

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una mujer», como si su método deasesinato fuera mucho más clemente. Yole he echado un buen rapapolvo. Le hedicho... —Se encogió de hombros—.Bueno, poco importa lo que haya dicho.Lo que cuenta es que no me ha quedadomás remedio que creerle. Así pues, aunhabiendo capturado a un asesino,tenemos ahora que buscar a un segundo.

—Y el señor Tolliver sigue siendosospechoso.

—A falta de otro, sí.—Lady Fielding sufrirá una

tremenda decepción.—Ya la ha expresado. Sin duda tú

estás a punto de hacer lo mismo.—No, señor, ha oído ya todo lo

que tenía que decir sobre ese asunto.

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—Te lo agradezco. Hay otro asuntoque se ve afectado por esa revelación, ytiene que ver contigo, Jeremy. Tenía laintención de dar tu nombre alParlamento para que se te entregara larecompensa ofrecida por la captura delasesino. Pero dado que ahora sabemosque son dos, indudablemente te daránuna parte, pero no toda la recompensa.No sé cómo la repartirán, pero creo querecibirás una suma considerable.

—Pero, sir John, si yo no esperabanada —dije animadamente, disimulandomi decepción.

—Realmente eres tú quien más selo merece —dijo—. Fuiste tú quienarriesgó la vida. Fuiste tú quien loreconoció. Lo hiciste todo menos

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ponerle la pistola en la cabeza.—Bueno, gracias, señor. No sé qué

decir.—No hay nada más que decir...

salvo quizá pedirte de nuevo perdón porhaberte puesto en peligro. Perdóname, telo ruego.

—Yo creo que no hay nada queperdonar, pero si quiere mi perdón, lotiene mil veces.

—Gracias, muchacho. —Se dio lavuelta para salir, pero al llegar a lapuerta añadió—: Bueno, al menosHosea Willis está ya en Newgate ypronto acabará en el patíbulo.

—¿Hosea Willis? ¿Quién...?—Es el nombre del Rastrero. Yo

no tenía la menor idea. Incluso él ha

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tenido que pensárselo un poco pararecordarlo. Qué hombre tan extraño ydesgraciado es... o era.

Y con estas palabras, se fue.Razón tenía. Recordé lo que había

oído decir del Rastrero... de HoseaWillis, si aquél era su nombre. Habíaheredado su extraña vocación de supadre, que a su vez lo había heredadodel suyo, y sería el último. En losnumerosos encuentros que había tenidocon el Rastrero, me había parecidosiempre que estaba medio loco, comohabía dicho de él sir John. ¿Era sutrabajo la causa de su locura? ¿Quiénpodía saberlo? ¿Merecía acabar enBedlam

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[13] en lugar de la horca? Una vez

más, ¿quién podía saberlo?

La visita de Donnelly comenzó deun modo muy profesional. Me encontrósentado en la cama, y creo que eso nofue de su agrado, aunque no dijo nada alrespecto. Me saludó y procedió adesenrollar el gran turbante de vendasque me rodeaba la cabeza, a fin deexaminar la herida. Palpó el cortecautelosamente con un dedo y yo di unleve respingo.

—¿Te duele? —preguntó.—Un poco —contesté.—No me cabe duda.Luego sacó una botella de ginebra

de su maletín, empapó un poco de

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algodón con ella y lo aplicó al corte. Elcontacto me produjo un fuerte dolor.Luego el médico cogió otra vendaenrollada y me envolvió la cabeza conella al estilo musulmán como antes.

—Por suerte tienes una cabeza muydura, Jeremy. Una fractura hubierasupuesto un grave peligro para tu vida.¿Qué tal el dolor de cabeza? Supongoque debe de haber remitido, de locontrario no estarías sentado.

—Sólo lo noto cuando giro lacabeza bruscamente.

—Bueno, pues no lo hagas. Ahoraechémosle un vistazo a esos ojos.

Encendió una bujía y, al igual quela noche anterior, la movió de un lado aotro delante de mi cara, pidiéndome que

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siguiera la luz con los ojos. Luego apagóla llama y examinó de cerca mis ojos.

—Parecen perfectamente —dijo—.No ves doble, ni borroso, ¿verdad?

—No, señor.—Bien.—¿Puedo leer?—No veo razón para que no lo

hagas, siempre que no fuercesdemasiado la vista. Pero creo que esmejor que no leas a la luz de las bujías.

—¿Puedo levantarme y andar porla casa?

—Todavía no. Pero bastará conque te quedes un par de días más en lacama para recuperarte.

—¿Y la comida? —pregunté—.Sólo he comido un caldo hoy.

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—¿No has vomitado? ¿No hassentido náuseas?

—No, señor.—Entonces puedes comer lo mismo

que los demás. Annie podría prepararteuna bandeja y traértela aquí para quepuedas comer en la cama. Se locomentaré.

El señor Donnelly empezó arecoger sus cosas, enrolló la vendasucia y guardó la botella de ginebra.Mientras esto hacía, le formulé unapregunta.

—Señor Donnelly —dije—, ustedsabe mucho latín, ¿verdad?

—Eso creo —contestó—, latínmédico, latín eclesiástico. ¿Por qué lopreguntas?

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—Sir John ha usado una fraselatina para describir la captura delRastrero, que me ha dejado perplejo. Hadicho que lo han pillado in fragantidelicto. ¿Qué quería decir, señor?

El señor Donnelly, que parecíasiempre dispuesto a sonreír o a soltaruna carcajada, me miró con expresiónmuy seria.

—Eso se traduciría de maneraaproximada como «pillado con lasmanos en la masa» —dijo.

—¿En qué masa, señor?—Bueno, Jeremy —contestó él,

después de un breve carraspeo—,viviendo como vives en Covent Garden,sin duda te habrás dado cuenta de lo queocurre entre hombres y mujeres, como

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en el comercio de la prostitución, ¿no?—Oh, sí, señor.—Entonces puedo decirte que a esa

criatura, el Rastrero, lo han pilladocuando mantenía relaciones sexuales conel cadáver de una mujer.

—¿Con una mujer muerta? ¿Es esoposible? ¿Se puede hacer?

—Se puede hacer y lo hizo. Inclusoa mí, que he visto mucho más de lo quedesearía, me horrorizó lo que vi enaquel cobertizo. Verás, Jeremy, lafunción sexual es muy potente en loshombres, es una gran fuerza en verdad, ysi se reprime, puede llegarse a la locura.En el caso del Rastrero, debido a suespantosa reputación y a las historiasque se contaban sobre él, por no

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mencionar su abominable aspecto,incluso las prostitutas de la calle lorechazaban. El método que eligió parasatisfacer su lujuria no es tan extraño,considerando su familiaridad con losmuertos; eran sus súbditos; él era suamo. Con aquel pequeño estilete suyo,podía convertir a las que lo habíanrechazado, o podían rechazarlo, en sussumisas compañeras. Sir John secensura a sí mismo por no haberse dadocuenta antes de que el Rastrero era elculpable, puesto que siempre aparecíaen el lugar del crimen. Yo me censuro amí mismo por no haber comprendido elsignificado de la naturaleza peculiar delas heridas, prácticamente sin efusión desangre, que infligía. Porque, aun

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muertas, sus víctimas parecían vivas.Yo escuché con la mayor

solemnidad todo cuanto el señorDonnelly me pudo contar. En mi fuerointerno estaba realmente intrigado,atónito por la perversa lógica que suspalabras sugerían. Sin embargo, mirespuesta fue bastante insulsa.

—No tenía la menor idea.—Ni ninguno de nosotros —dijo

él.Medité largo rato todo aquello y

luego, desviando mis pensamientoshacia cosas prácticas, dije:

—Entonces, según me ha dicho,¿tenía una nueva víctima, una nueva...compañera?

—En efecto.

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—¿Sería de utilidad que escribieraotro anuncio para el Public Advertiserpidiendo a los que la conocieran quevinieran a identificarla? No tengo nadaen qué ocupar el día.

—No será necesario, Jeremy. Enrealidad el Rastrero la conocía en ciertomodo. Ella lo había rechazado a gritopelado, así que él había hechoindagaciones y había jurado que la haríasuya a su manera. Era una chica italianaque se llamaba Mariah, o seguramenteMaría. Ninguna de sus compañeras de lacalle parece saber su apellido.

Anonadado, igual que si hubierarecibido un tremendo puñetazo, merecosté en la almohada con los ojoscerrados, pugnando por reprimir las

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lágrimas. Sin embargo, las lágrimasfluyeron.

Donnelly me agarró por el hombro.—Jeremy —dijo—, no tenía la

menor idea de que la conocieras.

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XI

En la que el señor Tolliver aparece yse da caza a un asesino

Hosea Willis compareció ante el

lord magistrado supremo al día siguienteen Old Bailey. La extraordinaria rapidezcon que pasó de ser capturado a oír sucondena se debió a que el conde deMansfield deseaba dar por zanjadoaquel asunto lo antes posible. Nada

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podía decirse en su defensa y nada dijoél. Se limitó a declararse culpable delos tres homicidios de los que leacusaron, y admitió que había cometidootros cuatro sin que fueran detectados.Tras su confesión, el lord magistradosupremo le preguntó si sentíaremordimientos. Me dijeron que elRastrero no hizo otra cosa másobservarlo con mirada vacía y repetir lapalabra como una pregunta:«¿Remordimientos?», como queriendoindicar que no sabía qué era eso. Fuecondenado a morir en la horca y unmazazo rubricó la sentencia, dando porterminada la vida del Rastrero a todoslos efectos, salvo las formalidades quedebían cumplirse en Tyburn Hill.

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Tras la breve comparecencia delRastrero ante el tribunal que impartiójusticia, me convertí en beneficiario dediez guineas en recompensa por sucaptura. Sir John me trajo esa suma enuna bolsa de cuero muy parecida a laque usaba Polly Tarkin para guardar subotín. Me la entregó con una sonrisacordial, afirmando que hubiera deseadoque fuera más.

—En realidad —dijo—, creo quedoce o trece guineas habría sido unarepartición más justa, pero se hadecidido así.

—Estoy muy agradecido, señor —dije, sopesando la bolsa en mi mano.

—¿Deseas contarlas?—No, señor, acepto la palabra de

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los miembros del Parlamento.—Entonces quizá debería llevarme

la bolsa abajo y dársela al señorMardsen para que la guarde en la cajafuerte. No es prudente tener una sumaimportante por ahí, como tú mismo hastenido ocasión de advertirme.

—Con su permiso, quisieraquedármela yo. La necesito.

—¿Ah? Ya lo tienes gastado, ¿eh?—Por así decirlo, sí, señor.—Mmmm. —Sir John reflexionó

brevemente—. Espero que no sea ennada frívolo.

—No, desde luego que no.—Bueno, entonces quédatelo. —Se

encaminó hacia la puerta de mihabitación, luego volvió a girarse hacia

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mí—. ¿Puedo preguntarte en qué haspensado? Quizá sea algo que nosotrospodríamos proporcionarte: ropa...libros... Siempre que esté dentro denuestras posibilidades, intentaremosdártelo.

—Lo sé, sir John, pero esto es algocompletamente distinto. Confíe en mí, selo ruego.

—Por supuesto —dijo él, y se fuetras una firme inclinación de cabeza.

Yo me quedé sentado en la camacon un libro y la bolsa llena de guineasen el regazo. De hecho abrí la bolsa yexaminé el interior, pero no conté lasmonedas. La cerré y la arrojé sobre lacama, luego cogí el libro que habíadejado abierto. Era un ejemplar de la

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amable novela del señor Goldsmith, Elvicario de Wakefield, que lady Fieldingme había ofrecido como regalo aquellamisma mañana, sugiriéndome que tal vezel autor podía dedicármelo cuandovolviera a verlo. Yo me habíasumergido en el libro de inmediato,sintiéndome totalmente cautivado por eldoctor Primrose y su prole. Sinembargo, con la recompensa en mismanos mucho antes de lo que esperaba,me resultó absolutamente imposibleconcentrarme en las páginas del libro,impaciente como estaba por la llegadadel señor Donnelly.

La víspera, le había contado todolo referente a mi relación con Mariah,desde el momento en que la había visto

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por primera vez como acróbata enCovent Garden, hasta nuestro últimoencuentro, cuando ella se rió de mí alverme ataviado de mujer. No dejé nadafuera, ni siquiera mi estúpida fantasía dehuir con ella a las colonias americanas.Donnelly no se rió ni se burló de mí. Mecontó que hacía años, cuando él era unmuchacho de la misma edad que yo yvivía en Dublín, había sentido esamisma fascinación por una chica de lascalles, que había llegado hasta elextremo de robar dinero de la tienda desu padre con la esperanza de reformarla,que el desastre había llegado cuando, alser acusado del robo un dependiente dela tienda, el joven Gabriel se había vistoobligado a confesar. Lejos de enfadarse,

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su padre le había cogido de la mano y lehabía convencido de que la chica sóloquería su dinero, porque cada vez quepedía una suma, por la razón que fuera,siempre era más alta que la anterior.

—Tenía razón —añadió Donnelly—, pues cuando le dije que no podríadarle más, se negó incluso a hablarconmigo.

—No puedo decir que fueradiferente con Mariah —dije yo entonces—. Pero ver una vida malgastada yluego arrebatada antes incluso de quehubiera una esperanza de cambio...¿dónde está la justicia en eso?

—La vida no es justa, Jeremy. Essólo el espacio de tiempo que se nos da.Con él hacemos lo que podemos.

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—Aun así —dije—, me gustaríahacer algo por ella.

Qué era ese algo no lo dije, aunquehabía meditado un plan que estabasupeditado a la recompensa prometida.Ahora que sir John me la habíaentregado, esperaba que pudierallevarse a cabo.

El señor Donnelly llegó pocodespués de la visita de sir John, y tras unexamen superficial, en absoluto tanexhaustivo como el que me había hechoel día anterior, declaró que «todo vasobre ruedas».

—¿Puedo levantarme de la cama?Me gustaría vestirme y comer con losdemás.

—Bueno, pero nada más por hoy.

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Se produjo un silencio. Luego cogíla bolsa de monedas y la agité,haciéndolas tintinear.

—He recibido mi recompensa —expliqué—. Diez guineas en total.

—Ojalá hubieran sido más —dijoél—. Ojalá no hubiera otro asesino porcoger.

—Señor Donnelly, quisiera quecogiera usted este dinero y dispusiera lonecesario para que Mariah sea enterradadecentemente.

—¿Estás seguro de que quiereshacerlo, Jeremy?

—Estoy seguro. ¿Será suficiente?—Oh, sí, pero... existen ciertas

dificultades.Lo tenía previsto.

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—¿Es italiana y por tanto escatólica?

—Sí, así es, pero hay sacerdotesaquí, en Londres. No tienen iglesia yactúan más o menos de incógnito, porasí decirlo.

—¿No hay cementerio para enterrara los muertos?

—Hay un terreno más allá deClerkenwell cuyo propósito se mantieneen estricto secreto. No hay señales nimonumentos, pero es terrenoconsagrado.

—Bueno, entonces ¿cuáles son lasdificultades?

—Bueno, en primer lugar, tendráque ser enterrada de noche, sin servistos, y sin gran ceremonia.

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—Sí, pero en un ataúd y en un lugaren el que a ella le gustaría estar.

—Sin embargo, será necesariopersuadir al sacerdote. No conozco aninguno de los de aquí, pero en Dublínyo diría que a uno le costaría convencera un sacerdote de que una mujer de laprofesión de Mariah debería serenterrada entre otros con mayoresposibilidades de morir en estado degracia.

Todo aquello era un poco confusopara mí, pero alcancé a comprender elsentido de sus palabras.

—Quizá —sugerí—, si le dijeraque su último acto fue el de rechazar alque quería comprarla... ¿no cambiaríaeso las cosas? Quizá demostraría que

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tenía la intención de mejorar.—Oh, puede que sí, Jeremy. Veré

qué puedo hacer. No puedo prometermás.

A la noche siguiente me encontrabaen un carro abierto de camino aClerkenwell. Donnelly se había ocupadode todo: había alquilado el carro y eltiro de caballos en una cuadra y habíacontratado los servicios de un carreteroirlandés. Incluso había pagado a unamujer para que fuera a su consulta alavar y vestir el cuerpo de Mariahdecentemente para su entierro. Apetición mía, no se le pintó la cara. Pudeverla una última vez antes de quecerraran el ataúd. Tenía el mismo

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aspecto que la primera vez que la habíavisto como acróbata en Covent Garden,cuando me había sonreído y habíabesado mi chelín de un modo tanencantador. Así sería enterrada. Meincliné para besarla en la frente, pero nolloré cuando el carretero cerró la tapa yla clavó sobre la sencilla caja oblonga.Luego él y Donnelly llevaron el ataúdhasta el carro. No pesaba gran cosa. Elcarretero afirmó que él solo habríapodido llevarlo.

Ellos dos se sentaron en elpescante y yo, sin pretender con elloinsulto alguno, sobre el ataúd. Vestíamis mejores ropas y llevaba aquellacasaca de color verde botella que ellatanto admiraba. Lo único que estropeaba

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mi aspecto era el vendaje de la cabeza.Creía que el sombrero lo taparía, perono era así. Esperaba ser interrogadocuando Donnelly viniera a recogerme alanochecer y yo apareciera vestido comosi fuera a bailar, pero ninguno de los dela casa me preguntó por mi aspecto nipor mi destino. Sospeché que Donnellyles había comunicado el propósito denuestro misterioso viaje. En cualquiercaso, de sir John y lady Fielding, eincluso de Annie, tan sólo recibímiradas comprensivas y cortesessaludos. Era mejor así. No sentía deseosde dar explicaciones ni de eludirlas.

El carretero conocía bien elcamino. El sacerdote se lo habíarecomendado a Donnelly, porque había

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hecho el mismo viaje muchas veces y sepodía confiar en que mantendría ensecreto el emplazamiento delcementerio. Gracias al poco tráfico quehabía a aquella hora, los caballosrápidamente se pusieron al trote. Sinembargo, la distancia que debíamosrecorrer era considerable. En St. John'sStreet, atravesamos Clerkenwell ypronto nos encontramos solos enIslington Road, cruzando los camposabiertos. Allí podía haber salteadoresde caminos dispuestos a robarnos lo quequedaba en la bolsa de guineas queDonnelly llevaba en el bolsillo. Sinembargo, antes de que pudiéramoscorrer ese peligro, el carretero hizofrenar a los caballos y virar hacia la

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izquierda para enfilar un camino igual acualquiera de los otros doce que habíavisto al pasar a la luz de la luna. Me fueimposible comprender cómo distinguióaquel camino de los demás.

No obstante, había acertado en suelección. Esto se hizo evidente cuando aescasa distancia vi la luz de una lámparaque permanecía inmóvil y luego seagitaba de un lado a otro en señal debienvenida. Cuando llegamos, había unapuerta abierta y un tipo fornido enmangas de camisa, pese al frío aire de lanoche, que sostenía la lámpara en alto.Supuse que era el sepulturero. Sin deciruna sola palabra, aquel hombre secolocó ante los caballos y los condujopor una pista de tierra hacia otra luz

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cercana. Cuando nos acercamos, vi lafigura de un hombre de pie junto a unmontón de tierra y un agujero.

A un gesto del sepulturero, elcarretero tiró de las riendas y detuvo elcarro. Él y Donnelly se bajaron y yosalté a tierra por un costado. Mientraslos otros dos hombres bajaban la parteposterior del carro y sacaban el ataúd,Donnelly me llevó a un lado.

—Jeremy —dijo—, hay algo quehe olvidado mencionarte. Para elservicio religioso deberíamos darle unapellido. Ya sé que me dijiste que notenías la menor idea de cómo sellamaba, pero quizá podrías inventaralgo apropiado.

Yo había pensado ya en ello y tenía

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preparada mi respuesta.—Quizá «Angelo» serviría —dije.

Incluso yo sabía un poco de italiano.Donnelly sonrió.

—Eso servirá perfectamente.Así nos encaminamos los cuatro

hacia la tumba que se hallaba a unosmetros de distancia: Donnelly sosteníala linterna e iluminaba el camino, elcarretero y el sepulturero portaban elataúd, y yo marchaba detrás como únicoallegado.

El sacerdote vestía como cualquiertrabajador común. Era un hombre joven,de treinta y tantos, tan alto y fornidocomo uno de los alguaciles de sir John,pero con el rostro de un estudioso y laexpresión más suave. Donnelly se

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inclinó hacia él y hablaron encuchicheos. El ataúd se colocó en lossoportes sobre el horrible agujero. Yome quedé rezagado, no sabiendo muybien de qué modo iba a participar entodo aquello. Así permanecí durante unpar de minutos, hasta que Donnelly mehizo señas para que me acercara. Elsacerdote quería conocerme.

—Padre —dijo el médico alsacerdote—, éste es Jeremy Proctor. Éles el responsable de todo esto. Yo me helimitado a cumplir con sus deseos.

—Bueno, es muy decente esto queestás haciendo, Jeremy. —Me tendió lamano, que estaba llena de callos, y yo laestreché, quitándome el sombrero con lamano libre—. Enterraremos a la pobre

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chica —continuó el sacerdote— ydejaremos que el que esté libre depecado tire la primera piedra. Así loquerría nuestro Señor. —Por su acento,también él era irlandés.

Donnelly se situó junto al sacerdotey le sostuvo la lámpara. El sacerdoteabrió un libro encuadernado en negro,miró a derecha e izquierda y habló contono solemne.

—Empecemos —dijo.Luego comenzó a leer el oficio de

difuntos en latín. Su voz siguióentonando el oficio durante muchosminutos. El latín es un idioma con el quela lengua se traba. Entendí una buenaparte de lo que decía, aunque misconocimientos de latín eran y son

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escasos. El sacerdote parecía sabersefragmentos enteros de memoria, puesalzaba los ojos de vez en cuando yentonaba ciertos pasajes con voz roncaque endulzaba para la ocasión. Me miróa mí cuando encomendó a Dios el almade «María Maddalena di Angelo»,añadiendo así un significativo adorno alnombre que yo le había dado. Sacódespués una especie de varita que usópara rociar el ataúd con agua.Finalmente, nos miró e inclinó lacabeza. Donnelly dejó la lámpara a unlado y señaló las correas que había bajoel ataúd. Yo agarré la que tenía máscerca, que sujetó el sepulturero por elotro extremo. El propio sacerdote sacólos soportes y lentamente empezamos a

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bajar el ataúd por el profundo agujero.Mientras lo hacíamos, el sacerdotearrojó un puñado de tierra sobre elataúd y entonó unas cuantas palabrasmás en latín. Sólo entonces, cuandoMariah llegó a su morada final, brotaronlas lágrimas. Me las enjugué con lamanga, tosí y sorbí las lágrimas, y asíconseguí dominarlas. El sepulturero y elcarretero enrollaban las correas, tirandode ellas con fuerza para soltarlas.

—Lamento, Jeremy —me dijo elsacerdote, volviéndose hacia mí—, quetenga que ser enterrada en circunstanciascomo éstas, en la oscuridad, en unsimple campo, sin una misa paraacompañarla hasta su última morada.Pero te aseguro que diré una misa por el

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descanso de su alma mañana por lamañana, y que la recordaré en misplegarias a partir de ahora.

—Gracias, padre. —Donnelly mehabía enseñado la manera adecuada dedirigirme a él.

—Eres un buen chico. Ojalá fuerasuno de los nuestros. —Luego se dirigióa Donnelly—: Pueden marcharse ya. Elseñor Dooley y yo nos ocuparemos detodo lo que falte por hacer.

Tras esta despedida, el señorDonnelly me cogió por el brazo yvolvimos juntos al carro.

Así se consumaron mis deseos, yaunque aún quedaba por escribir uncapítulo en la historia de mi relacióncon Mariah, yo no lo sabía entonces, y

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sentía que todo había terminado, quehabía cumplido con mi deber; era unapaz con una especie de vacío en suinterior.

Dejé a Donnelly en la puerta de suconsulta, en Tavistock Street, y me fuiandando hasta casa con cinco guineastintineando en la bolsa, metida en elbolsillo. No esperaba que sobraradinero, de modo que insté a Donnelly aquedárselo todo, o al menos una parte,puesto que él lo había arreglado todo,pero lo rechazó.

—No, Jeremy —me había dicho—,te he ayudado en esto porque queríahacerlo, y con sumo gusto.

—Pero ¿qué voy a hacer yo con

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tanto dinero?—Pues ahorrarlo, por supuesto.

Puede que lo necesites en el futuro.Eran casi las diez de la noche

cuando entré en el número 4 de BowStreet. En el interior me vi sorprendidopor un inesperado bullicio. Se oíagrandes voces en la parte más alejada dela casa, quizá en el despacho de sirJohn, y el murmullo de unas voces máscercanas. Al avanzar hacia las voces,descubrí que eran el señor Langford y elseñor Baker los que hablaban cerca dela habitación que hacía de calabozo.Baker se interrumpió al verme y vinohacia mí. El alboroto en el despacho desir John no cesaba. Además de la voz desir John, había otra, una voz ronca de

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bajo, más grave que la del magistrado yque me era familiar, y ambas discutíanacaloradamente.

—Jeremy, muchacho —dijo Baker—, te alegrará saber que el señorLangford ha visto a ese individuo,Tolliver, saliendo de la casa de postas.Lo ha detenido y se lo ha traído a sirJohn.

¿Me alegraba yo de oír esa noticia?No estaba seguro.

El alguacil Langford se acercópavoneándose como la imagen misma dela suficiencia.

—Ha querido discutir conmigo eltipo, él y la mujer que iba con él; diceque es su esposa —me explicó—. Perosólo he tenido que dar unos golpecitos

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en el garrote y decirle que podía venirpor las buenas o por las malas, que a míme daba igual porque venir iba a venir.Ha mirado entonces a su pequeña dama,que decía: «¡Oh, Dios mío, ¿quésignifica esto? ¿De qué se tratará?», ycosas parecidas, y ha decidido no ponermás pegas. Y bien que me he alegradoporque, para ser justo, es un tiporealmente fuerte. Ha sacado dos grandesmaletas de la casa de postas sin elmenor esfuerzo.

—¿Ha explicado dónde habíaestado? —pregunté.

—¿Que si lo ha explicado? Me hehartado de oírlo. Ha dicho que se hapasado todo el mes en Bristol paracortejar a una mujer que había

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respondido a un anuncio que él habíahecho publicar allí. Es una mujer deaspecto agradable, se podría decir,aunque ya no tan joven. Pues va ella ydice: «No esperaría que me casara conun hombre al que no conocía, ¿no?»

—Bueno —dije—, creo que podríaser cierto. El señor Tolliver es viudo ytengo razones para creer que deseabacasarse.

—Y ella es viuda. No meinterpretes mal, Jeremy, espero queconsiga disipar las dudas que sir Johnpueda tener sobre él. Le he compradocarne muchas veces y me parece unhombre honrado. Pero debes admitir queesa súbita partida suya fue muy extraña.¡Y cuando sir John dice que quiere

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detener a un tipo para hablar con él, porDios que yo lo detengo!

—Imagino que es el señor Tolliverel que está ahí dentro con él —dije.

—Oh, puedes estar seguro. Se hanestado gritando el uno al otro durante unrato. El carnicero no quiere dar su brazoa torcer. Dice que tenía derecho a irsecuando y adonde quisiera, que no teníapor qué pedir permiso.

—Llevan así media hora al menos—comentó el alguacil Baker.

—¿Está su mujer ahí dentro conellos? —pregunté. No hubiera queridoque escuchara los detalles del asesinatode Elizabeth Tribble y de la brutalidadcon que se había profanado su cadáver.Sin duda oír que el hombre con el que

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acababa de casarse era sospechoso desemejante crimen sería más de lo quepodría soportar.

—No —dijo el alguacil Langford—, y eso sí es extraño. Cuando fuearriba a decirle a sir John que habíadetenido a ese hombre para que lointerrogara, lady Fielding bajó con él einvitó a la señora Tolliver a tomar unataza de té, y muy amigable. «LlámemeKate», dijo. Te aseguro que el carnicerola miró de lo más agradecido. Las dosmujeres están ahora en la cocina, segúncreo.

—Seguramente será mejor que mequede aquí —aventuré.

—Seguramente —admitió Baker.No tuve que esperar mucho.

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Mientras escuchaba el orgulloso relatode Langford, las voces de la parteposterior de la casa habían disminuidoel tono considerablemente. Aunque aúnpodían oírse, ya no parecían en pugna. Amí me pareció alentador.

Por fin aparecieron los doshombres. No hablaron entre ellosmientras se acercaban, sin embargo,daban la impresión de haberse dichocuanto debían decirse. Era evidente queno había ira entre ellos, pero tampocosonreía ninguno de los dos.

—Alguacil Langford —dijo sirJohn—. Acabo de tener un francointercambio de puntos de vista con elseñor Tolliver. Yo le he censurado porno hallarse a mi disposición para ser

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nuevamente interrogado y para declararen el juicio indagatorio sobre la muertede Nell Darby. Él me censura por nohaber sido más concreto y no haberledado a entender la importancia que yoconcedía a ese deber. En cualquier caso,ha sacado la carta que le llevó a Bristoly me la ha leído. Ahora es un hombrecasado, por lo que no puede caber lamenor duda sobre la naturaleza y eléxito de su misión. Me ha dejado lacarta para que sea examinada con mayordetenimiento, de modo que no esnecesario retenerlo por más tiempo. Enconsecuencia, le pido que los acompañea él y a su esposa a su residencia deLong Acre. Y esta vez podría echarleuna mano con el equipaje. —Luego,

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volviéndose hacia Tolliver, añadió—:Bien, eso debería darle cumplidasatisfacción.

—Absolutamente. Es usted uncaballero.

—Por supuesto que lo soy —dijosir John, algo irritable—. Eso es lo queel «sir» delante de mi nombre pretendedenotar. Bien, ¿quién subirá a buscar ala señora Tolliver?

—Yo lo haré, sir John —me ofrecí.—¿Eh? ¿Jeremy? ¿Has vuelto?

Bien. Sin duda la encontrarás en un tetea tete con lady Fielding en la cocina.

Subí las escaleras, pensando en queTolliver se había limitado a inclinar lacabeza con aire hosco para saludarme.Me parecía que yo merecía algo más.

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Me detuve ante la puerta de la cocina, ydecidí llamar por respeto a la invitadade lady Fielding. Desde el otro ladorecibí una alegre invitación a entrar.

Después de presentarme a laseñora Tolliver, a la que saludé con unacortés reverencia, anuncié que sir John yel señor Tolliver habían dado porterminada su conversación.

—¿Se da cuenta? —dijo ladyFielding, poniéndose en pie—. Ha sidoun momento. Jack sólo quería hablar conél. Espero que pueda usted venir algúndía a visitar el Asilo de la Magdalena.Estamos muy orgullosos de la labor quedesempeñamos allí.

La señora Tolliver, que, tal comohabía estimado el alguacil Langford con

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toda justicia, era una mujer agradablemás que hermosa, sonrió agradecida.

—Quizá algún domingo. Heprometido ayudar en el puesto durante lasemana, al menos durante un tiempo.

—Quizá un domingo, entonces.Se intercambiaron nuevas

invitaciones y agradecimientos hasta quepor fin la señora Tolliver se dirigióhacia la puerta. Yo me ofrecí aacompañarla por la escalera, pues eraoscura y empinada.

La señora Tolliver se marchó delbrazo de su marido, parloteandoalegremente en alabanza de ladyFielding y de la amabilidad que le habíademostrado. El alguacil Langford lesseguía, agobiado bajo el peso de la

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maleta más grande de las dos.Cuando oyó cerrarse la puerta tras

ellos, sir John se volvió hacia elalguacil Baker y hacia mí para comentarcon evidente fastidio:

—No he visto hombre al que leguste más discutir. Debería haber sidoabogado. Aun así, no podía encerrarloen el calabozo sólo por eso, ¿no lesparece?

Al otro día se hizo patente que, apesar de que sir John hubiera permitidoal señor Tolliver volver a su casa, sussospechas no se habían disipado porcompleto. Por la mañana me invitó abajar a su despacho y me pidió quevolviera a leerle la carta que había

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llevado al señor Tolliver hasta Bristol.Era una respuesta bastante remilgada asu anuncio («objeto: matrimonio») quehabía puesto en el Bristol ShippingNews, precisamente del tipo que podíaesperarse de una viuda respetable encircunstancias ligeramente apuradas. Semostraba franca al decir que no contabacon fortuna que ofrecer, ni grande nipequeña, pero también que desde lamuerte de su marido había conseguidoganarse la vida como modista de algunasde las damas elegantes de la ciudad.Había tenido dos hijos, pero los doshabían muerto de viruela junto con elpadre. No era joven, pero tampocovieja, y no tenía motivo alguno paracreer que fuera estéril. Aunque también

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ella estaba interesada en volver acasarse, no tenía intención de hacerlosin un cierto período de mutuoconocimiento. Si el señor Tolliverestaba dispuesto a ir a Bristol yquedarse un decoroso espacio detiempo, podía presentarse. Había allímuchas posadas y casas de huéspedes,dado que Bristol era un importantepuerto marítimo. Firmaba la carta«Respetuosamente suya», sin másadornos ni expresiones personales.

—No veo nada malo en esto, sirJohn.

—No, pero fíjate en la fecha de lacarta: diez días antes del asesinato de laTribble, no, once. Una carta de Bristolno tarda tanto en llegar a Londres, más

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bien dos días, tres a lo sumo. Él explicaesta discrepancia afirmando que sumujer llevó la carta encima durante casiuna semana antes de echarla al correo,tan poco segura estaba de quererembarcarse en esta aventura. Tambiénafirma que encontró la carta bajo lapuerta cuando llegó a su casa después deentrevistarse conmigo en la escena delcrimen de la Darby. Dice que estaba tanimpaciente por llegar a Bristol que nopensó en su responsabilidad hacia mí,sino que hizo la maleta a toda prisa ycogió la diligencia de Bristol que sale alas diez.

—Pero no veo...—¿No? Si realmente cogió esa

diligencia, en el momento en que

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asesinaron a la Tribble, él estaría en lacarretera. Recuerda que su casero dijoque se fue en dirección a CoventGarden. La casa de postas se halla en ladirección opuesta, pero King Streetqueda de camino hacia Covent Garden, yen King Street fue donde asesinaron ydespedazaron a la Tribble. ¿Loentiendes ahora?

—Sí, bueno, pero ¿no situó elseñor Donnelly la hora de la muertevarias horas después de las diez?

—¡Exactamente! Debió de irse aBristol al día siguiente por la mañana.

Suspiré. No parecía propio de sirJohn levantar un edificio desuposiciones y contingencias taningenioso. ¿Nacía acaso su ingenio de su

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desesperación? Yo sabía que se hallabaen un estado de gran ansiedad,esperando que el segundo asesino fueraatrapado antes de que pudiera matar denuevo.

—Así pues, señor, según surazonamiento, la culpabilidad o lainocencia del señor Tolliver depende desi cogió la diligencia nocturna de Bristolo viajó al día siguiente.

—Es una manera un pocoexagerada de decirlo, pero si no cogióla diligencia de aquella noche, como élafirma, tendré una buena razón parasospechar de él, en lugar de andarbuscándola como hago ahora. Si lo pilloen una mentira, le sacaré la verdad.

—¿Cómo se propone conseguirlo,

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sir John?—He pensado en otro posible fallo

en su historia. Dime, ¿has pasado por supuesto del mercado desde sudesaparición?

—Sí, señor, como usted me ordenó,aunque confieso que últimamente no.

—Pero vas a comprar verduras alos puestos cercanos, ¿no?

—No; suelo comprar en los puestosmás próximos.

—Bueno, pues quiero que vayas asu puesto y lo olisquees bien. Si se fuetan deprisa como dice, dejaría carne allídentro, bajo llave y se habrá podrido ydespedirá una gran peste. Debería haberquejas de los demás. Si no hay peste,habré encontrado otra discrepancia en su

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historia. Haré que el señor Fuller lolleve a la casa de postas para quepruebe que viajó en la diligencianocturna.

—Pero...—No, Jeremy, haz lo que te digo;

ya sé que sientes aprecio por esehombre. Ahora son las siete apenas, noes probable que esté en el mercado.Estará remoloneando en la cama comoun recién casado. Lo único que has dehacer es ir a su puesto y olisquearlobien. De nuevo me habían asignado unamisión que yo encontraba desagradable,pero pensaba llevarla a cabo, aunque nosin recelo. Atravesé Covent Garden abuen paso, dado que a aquella hora nohabía multitudes que me impidieran el

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paso. Los puestos y los carros en los quese vendían frutas y verduras sepreparaban para el flujo de clientes quepronto llenarían el inmenso espaciovacío. Los competidores charlabanruidosamente, intercambiando chanzasen su mayor parte. Los buhonerosllenaban sus carretillas y carretas ydiscutían con sus proveedores. Asícobraba vida el Garden entre voces ygritos.

El puesto del señor Tolliver sehallaba en el extremo más alejado, cercade Henrietta Street, donde nos habíallamado a Bailey y a mí parainformarnos sobre el cadáver que habíahallado en el pasaje. Yo había visitadoel puesto unas cuantas veces desde que

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él se fuera a Bristol, la primera paracumplir con un encargo que para mí eradesagradable. Seguía tal como lo habíavisto entonces, cerrado con el candado.Lo rodeé con cuidado, aplicando lanariz sin recato, olisqueando como unperro de caza buscando un rastro.Ciertamente me sentía bastante estúpidohaciendo aquello, sobre todo porque medi cuenta de que había atraído lasmiradas de la desagradable mujer quevendía verduras en el puesto contiguo.

—Eh, tú —me gritó del modo másgrosero—, ¿qué estás haciendo? Si estáspensando en apropiarte de esa caseta, noestá disponible. El que la tiene alquiladase ha ido, pero volverá. Puedes estarseguro.

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—Se equivoca —le dije—. Vengode parte del juez de Bow Street. ¿Hadespedido olores desagradables estacaseta?

—¿Olores? —repitió ella consuspicacia—. ¿De qué tipo?

Habiendo citado al magistradocomo la persona bajo cuya autoridadactuaba, hice uso de ella.

—Conteste a la pregunta, señora.—No ha habido olores —contestó

ella—. Es un carnicero, eso es, aunqueno sé por qué no está en Smithfield conel resto. La verdad es que huele mejorahora que él no está.

Eso, claro está, según elrazonamiento de sir John, constituyó unadecepción para mí. Di las gracias a la

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mujer y me volví para irme. Sinembargo, cuando me disponía a ello, aquién veo si no al mismísimo señorTolliver que venía hacia mí. Él tambiénme vio; de hecho, me saludó con ungesto despreocupado. No podía fingirque no lo había visto, de modo queavancé hacia él, saludándole, sin saberqué otra cosa podía hacer... o decir.

—Has venido a buscarme, ¿no eseso? —me dijo—. Supongo que sumajestad me requiere para una nuevacharla. Me dijo que aún no habíaacabado conmigo.

—He pensado que tal vez habíaabierto ya para los clientes —dijo yo,eludiendo una mentira más directa.

—Hoy no, mañana. Tengo que

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lavarlo bien todo. Luego tengo quecomprar carne y concertar la entrega. Setarda un día en volver a empezar. Pero,lo cierto es, Jeremy, que me alegro dehaberte encontrado.

—¿Oh? ¿Por qué?—Me temo que estuve un poco

seco contigo anoche. ¡Si ni siquiera tesaludé! El magistrado me había sacadode mis casillas. En pocas palabras, alparecer no me cree. Por qué, no lo sé... amenos que sea algo personal.

—Oh, no lo creo —dije—. Es sóloque, después de haber capturado a unode los asesinos, descubrió que aún habíaotro.

—Me lo contó; me dijo que teportaste como un héroe y que incluso te

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han dado una recompensa.—Media recompensa, pues aún

queda otro por capturar, y sir John sesiente en la obligación de capturarloantes de que vuelva a matar.

—Bueno, puedes decirle esto pormí, que me perdone, pero no soy suhombre.

—Le creo señor Tolliver —dijecon firmeza—. Yo no quería, ni podíapensar mal de usted. Como tampocolady Fielding. Ambos hemos hablado amenudo en su favor.

El carnicero emitió un gruñido consu voz de bajo.

—Debo decir que trató bien a mimujer. Puedes decirle a Kate que no loolvidaré, ni tampoco Maude.

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—¿Maude? —pregunté con ciertatorpeza. Mi pensamiento, lector, estabaentonces ocupado por un asunto demucho más peso. Pugnaba por tomar unadecisión.

—Mi mujer —contestó él,explicando lo evidente—. MaudeWhetsel se llamaba, y Maude Tolliverse llama ahora. Te aseguro, Jeremy, quees realmente triste tener que traer a lamujer con la que acabas de casarte devuelta a un terrible embrollo.

Sacudió su gran cabeza como si sehallara sumido en una total perplejidad.¿Qué podía hacer? En aquel momentosentí que sólo yo podía ayudarle.

—Señor Tolliver —le espeté,cediendo al fin al impulso que había

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estado debatiendo en los últimosinstantes—, ¿existe modo alguno de quepueda probar que tomó la diligencianocturna de Bristol, que no esperó a lamañana para viajar?

Me miró con extrañeza, como si sehubiera alzado el velo de sus ojos yviera claramente lo que hasta entoncessólo percibía de una manera tenue.

—Así que era eso, ¿eh? —dijo.—Dígame qué le ha contado a sir

John, se lo ruego. ¿Qué hizo usteddespués de dejarnos en Henrietta Street?

—Pues me fui a casa.—Volvió a sus habitaciones de

Long Acre. Continúe, con todos losdetalles, por favor.

—Bueno, al llegar a casa me

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encontré con una carta que me habíandeslizado por debajo de la puerta. Erade...

—Espere un momento —leinterrumpí—. ¿Sabe cómo llegó la cartahasta allí?

—Con seguridad, no, pero me loimagino. Tengo un vecino, el señorSalter, que dirige los camerinos y entrebastidores en el Theatre Royal. Unhombre en su posición recibe numerosascartas de todas partes, de manera que élmismo pasa por la oficina de correosdos o tres veces por semana y recogersus cartas. Es bien sabido que yo vivoen la misma dirección que él, de modoque cuando me llega alguna carta detarde en tarde, se la dan a él para que me

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la entregue, y él me las mete por debajode la puerta.

—Bien —dije—. ¿Podríapreguntarle al señor Salter si realmentefue él quien le entregó la carta de Bristolde aquella manera?

—Podría, sí, si es que se acuerda.Hace ya más de un mes.

—Bien, usted encontró la carta, laabrió y la leyó. ¿Por qué decidió irse aBristol tan de repente para conocer a laque luego sería su esposa?

—Sir John me preguntó lo mismo, yyo le contesté cortésmente que era unasunto personal y que no queríacomentarlo. Discutimos un poco, perodado que eres tú quien me lo pregunta, telo diré. No tenía suerte en mis intentos

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por volver a casarme. Estuve a puntouna vez... —me lanzó una mirada que yollamaría significativa—, pero se quedóen agua de borrajas. Por lo general lasmujeres respetables no quieren tenernada que ver con un carnicero. No sépor qué, pues en cambio están biendispuestas a comerse un buen trozo decarne. No obstante, había cortejado aunas pocas y siempre había obtenido elmismo resultado, les repugnaba quefuera carnicero. De modo que puse elanuncio en el Shipping News de Bristol,que es mi ciudad natal, y en él dejé bienclaro que tenía el oficio de carnicero, yte lo juro, Jeremy, la carta de ella fue laúnica que recibí. Y era una cartamagnífica, sí señor. Yo la vi como una

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mujer inteligente que había sufrido unagran desgracia, que había perdido a sumarido y a sus dos hijos, pero habíaconseguido ganarse el sustento y sinperder el respeto por sí misma. Así es,en efecto; es una gran mujer mi Maude.Y... bueno... —Se interrumpió y volvióla cara.

—¿Y qué? Dígame lo que estaba apunto de decir, señor Tolliver, porfavor.

—Fue lo que acababa de ver,cuando encontré a la muchacha muertaen el pasaje lo que me decidió a irmeinmediatamente. Como creo que dije ensu momento, conocía a la chica delmercado, me había comprado un par deveces, y verla así, una chiquilla como

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ella, tirada en la calle, asesinada, con lagente manoseándola para encontrarle laherida... bueno, hizo que se me cayera elalma a los pies. Ésta es una ciudad muydura, Jeremy. Hay tan poca decencia yesperanza en ella, sobre todo para lasque son como ella. Bueno, yo sóloquería marcharme de aquí lo más rápidoposible. Quizá debería haber pensado enla petición de sir John de que estuvieraaquí para el juicio indagatorio, peroacababa de contarlo todo dos veces.Sencillamente quería marcharme deaquí.

Tolliver se había puesto tensomientras lo contaba. Tenía las dosmanos fuertemente apretadas y la cabezainclinada. Recordé sus objeciones

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cuando Bailey buscaba la herida que elRastrero había infligido a la chica.Ciertamente lady Fielding no juzgabamal el carácter humano, y yo tampoco:Tolliver no pudo haber asesinado aLibby Tribble ni a Polly Tarkin.

—Supongo que a sir John no lecontó nada de todo esto, ¿verdad?

—No... sólo un poco sobre Maude,que estaba impaciente por conocerla.

—Cuando vuelva a interrogarle,como sin duda hará, debe decirle a élexactamente todo lo que me ha contado amí. —Vi la resistencia pintada en surostro, de modo que repetí—:Exactamente. Pero ahora continúe, porfavor. Hizo usted la maleta a toda prisay partió. ¿Sabe a qué hora salió de su

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vivienda para ir a coger la diligencianocturna?

—Bueno, si no recuerdo más, teníapoco menos de una hora para llegarhasta allí. Tengo un reloj al que le doycuerda a diario, así que estoycompletamente seguro de eso.

Allí había algo que no casaba.—Pero, si tenía casi una hora para

llegar a la diligencia —le dije—, ¿a quévenían tantas prisas? Podía llegartranquilamente en un cuarto de hora.

—Pero tenía que venir a mi puestodel Covent Garden. Había carne dentroy estaba todo cerrado. No tenía la menoridea de cuándo volvería y sabía que lacarne se iba a pudrir. No podíapermitirlo.

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—¿Cómo se deshizo de ella?—Pues me limité a colgarla de los

ganchos. Sabía que por la mañana ya noquedaría nada. Y sus dos guineas quevalía, aproximadamente. Así deimpaciente estaba por marcharme deLondres. Oh, pero, Jeremy, deberíassaber que un carnicero no dejaría jamásque su carne se pudriera en el puesto.¡Dios mío, menuda peste echaría! Nohubiera podido volver a poner un trozode carne en Covent Garden. Perovolviendo aquí y colgando la carne enlos ganchos se estaban haciendo lasdiez, aunque no sabía la hora exacta,pues no tengo reloj de bolsillo. Así quecrucé el Garden, lo que es arriesgadopor la noche, y cogí un coche de alquiler

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en el Theatre Royal.—Una vez más, ¿le dijo a sir John

algo de esto, de los detalles que me hadado a mí?

—Puede que le dijera que cogí uncoche de alquiler, pero el resto no. Lamayor parte del tiempo la pasamosdiscutiendo sobre mi responsabilidad deestar presente en la indagación. Me hapillado a contrapelo, sí señor.

—Puede —dije yo—, pero cuandole interrogue la próxima vez, debecontarle que volvió aquí y que colgó lacarne fuera. Son detalles muyimportantes.

—¿Ah, sí? —Parecía dudarlo.—Sí.Lo dije con toda la severidad y

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autoridad que podía aparentar unmuchacho de quince años, pero mepregunté si lo había convencido. Unhombre que no era observador pornaturaleza, como el señor Tolliver, notenía gran respeto por los detalles, aunlos que recordaba. Así pues, continuéesforzándome por mantener la mismaactitud de severidad casi hostil.

—Así pues —dije—, llegó usted ala diligencia con el tiempo justo.

—Tan justo —explicó él—, que aduras penas tuve tiempo de pagar elbillete y subir.

—Nunca he viajado en otra cosaque no fuera un coche de alquiler —admití—. ¿Hay que comprar un billete,algo que ponga «diligencia nocturna a

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Bristol», o algo parecido?—No, nada de eso. Se paga y te

dan un trozo de papel con una marca; túse la entregas al cochero, o como resultóen este caso, al conductor de ladiligencia.

Intuí que ahí había algo importante,de modo que me abalancé rápidamentesobre ese tema.

—¿Por qué le cogió el conductor elbillete en lugar del cochero?

—El cochero se había puestoenfermo y el conductor me dijo quetendría que hacer el viaje solo. Lepregunté si le gustaría tener compañíaarriba, en el pescante, y él contestó quesí, sobre todo si era un tipo fuerte comoyo. Me preguntó si sabía manejar una

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escopeta, por si teníamos algún tropiezopor el camino. Yo le dije que llevabaalgo mejor en la maleta y saqué mi parde pistolas. Las tengo desde la guerracon Francia,

[14] y las usé, aunque no era más que

sargento de intendencia. Todos teníamosque luchar cuando era necesario, contralos indios y demás. Allí fue dondeaprendí el oficio de carnicero, en elejército. Sacrificaba los animales y losdespedazaba...

—Un momento, un momento —volví a interrumpir—. ¿Quiere decir queviajó todo el trayecto hasta Bristol allado del conductor?

—Sí, y un buen tipo era, por cierto.

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Ben no se qué. Ben Calverton, sellamaba. Charlamos bastante en lasrectas, cuando ponía los caballos alpaso.

Me costaba creer que tuviéramostanta suerte.

—Pues entonces seguramente seacordará de usted.

—Oh, desde luego que se acordará.—¿Por qué? ¿Tropezaron con

salteadores de caminos?—No, y me alegro.—¿Pues por qué está tan seguro?—Porque fui lo bastante tonto

como para decirle mi nombre de pila.—No creo que yo lo haya oído

nunca —dije.—Es Oliver —dijo él—. Al

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conductor le pareció un chiste muybueno.

—¿Oliver... Tolliver? —A pesarde mi intención de mantener elsemblante serio, al oír aquello,prorrumpí en carcajadas.

Me despedí del señor Tolliver paradirigirme a la casa de postas,advirtiéndole con cierta sensación deculpabilidad que no dijera a sir John quehabía hablado conmigo, peroconminándole a la vez a contar suhistoria al magistrado tal como me lahabía contado a mí. También le pedíperdón por haberme reído, cosa queparecía haberle molestado. Me aseguróque todo el mundo reaccionaba igual,

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que el conductor de la diligencia habíallegado incluso a inventarse unos versoscon su nombre, que desde luego nohabían agradado en absoluto a OliverTolliver.

—No obstante —añadió—, parecíaun buen hombre y sin duda en la casa depostas te dirán cuándo lo podrásencontrar por allí. Sólo conduce ladiligencia de noche; hace el trayecto deida y vuelta a Bristol.

Así pues, me encaminé rápidamentea la casa de postas, recorriendo lascalles llenas ya de transeúntes. Cuantode malo hallaba el señor Tolliver enLondres era muy cierto, pero caminandoentre la gente corriente a aquella horadel día contribuyó a devolverme en gran

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medida la fe en la ciudad. Era y siguesiendo un lugar como ningún otro. Dehecho, era dos ciudades en una: unLondres de día, con sus honradosdependientes y trabajadores quedesempeñaban toda suerte de oficios; yotra ciudad de noche, poblada porborrachos, ladrones, putas y chulos. Enaquel momento en que brillaba el solmatinal, no se veían signos del Londresoscuro. En mi ingenuidad, me deleitabapensando que la mayoría de los rostrosde la multitud parecían felices einocentes, y el resto parecía resignado ydócil, al menos.

Así me lo pareció en la casa depostas, cuando me acerqué al hombreque vendía los billetes y pregunté por

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Ben Calverton. El individuo de laventanilla sonreía y tarareaba unacanción.

—¿Ben Calverton? —repitió, enrespuesta a mi pregunta—. Ah, sí,jovencito, es uno de nuestros mejoreshombres, un héroe de los caminos. Haceel largo trayecto de Bristol tres vecespor semana; ¡ese hombre debe de tenerel trasero de hierro! Nadie conoce lacarretera y sus peligros mejor que él.Tres veces los salteadores han intentadodetener su diligencia y tres veces los haarrollado él, con intercambio dedisparos en dos ocasiones. Ah, sí, jovenseñor, es uno de los mejores.

—¿Cuándo podría encontrarlo parahablar con él? —pregunté—. Se trata de

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un asunto judicial de Bow Street.Al oír mis palabras, el hombre

frunció levemente el entrecejo.—No querrá decir que anda metido

en algún lío, ¿no?—Oh, no, nada de eso. Se trata de

un asunto referente a un pasajero queviajó con él hace unas semanas.

—Ah, bueno, en ese caso tieneusted suerte. Ben Calverton llegará deBristol dentro de quince minutos más omenos, si Dios quiere. —Miró el relojque había en la pared a mi espalda—.Sí, si no ha ocurrido ninguna desgraciapor el camino, llegará en ese tiempo.

Detrás de mí se había formado unacorta hilera de personas que deseabancomprar un billete. El hombre de la

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ventanilla indicó al tipo que esperabadespués de mí que no tardaría nada endespacharme.

—¿Dónde puedo esperarlo? —pregunté.

—Lo mejor sería que fuera a lataberna de la casa de postas, aquí allado. Los conductores tienen quepresentar un informe al llegar, pero loprimero que suele hacer Ben después estomarse una pinta de cerveza. Le diréque está usted allí esperando para hablarcon él.

—Dígale que es referente a OliverTolliver.

—¿Oliver Tolliver, dice? —Elhombre rió de buena gana—. ¡Menudonombre! ¡No se me olvidará! Buenos

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días, joven señor.Salí al patio de la casa de postas,

donde aguardaban diligencias, caballosy pasajeros. El lugar tenía un halo deexcitación y expectación que me hizodesear formar parte del grupo que,maleta en mano, se disponía a iniciar unlargo viaje hacia un lugar distante comoBristol o Edimburgo, o incluso a viajarpor mar para llegar hasta Dublín. Elmundo era realmente grande y yo estabaresuelto a ver mi parte antes deabandonarlo.

La taberna de la casa de postas eraun establecimiento modesto para beber ycomer en el que los viajeros o los queacudían a recibirlos podían esperar enun ambiente agradable. Aunque no

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estaba lleno ni mucho menos, el humo detabaco lo impregnaba todo,oscureciendo el interior ya de por sí maliluminado, haciéndote creer que era denoche. Me senté en la barra, cerca de lachimenea, y el tabernero se acercó parapreguntarme qué deseaba.

—Café, señor, si tienen.—Tenemos. ¿Lo quiere con o sin?—¿Con o sin qué? —pregunté,

desconcertado.—Con o sin «relámpago», en la

taza o al lado.—Oh, sin, desde luego.Al cabo regresó con una taza

humeante que sólo costaba dos peniques.El café era realmente fuerte, peropotable. ¿Lo sería con ginebra, como me

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lo había ofrecido el tabernero? ¿Cómose podían beber las dos cosas juntas?Parecía una contradicción.

Una vez instalado y servido, iniciéun juego al que juegan muchas personasen situaciones parecidas... observar alos viajeros e intentar discernir quiénesson, a qué se dedican y adónde van.Mientras tanto, no dejaba de vigilar lapuerta, examinando detenidamente a losque entraban, por si uno de ellos era BenCalverton.

Cuando por fin entró, fueinconfundible. Era un hombrecorpulento, pero no muy alto. Caminabacon un ligero contoneo y llevaba unlátigo más largo que él mismo, como elque los conductores de diligencias

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utilizan para azuzar a los caballos. Diodos pasos, se plantó y miró a un lado y aotro. Luego dijo a voz en cuello:«Oliver Tolliver», y soltó una carcajadatan estentórea que casi sacudió lasvigas.

Se volvieron las cabezas, lascharlas se interrumpieron, y yo,sintiéndome violento, agité mi manopara llamar su atención. Como por artede magia apareció un vaso alto decerveza antes de que llegara a la barra.Y cuando llegó, ay, llevaba la decepciónpintada en el rostro. Al parecer, yo erala causa.

—No es él —dijo, casi como unaacusación.

—No, señor, no lo soy —dije,

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explicándome rápidamente—. Deseabahablar con usted sobre el señor Tolliver.Verá, yo...

Él alzó la mano, haciéndome callaren el acto. Luego, apoyó el látigo en labarra, cogió el vaso de cerveza y lovació de un solo trago. Lo alzó hacia eltabernero, que inmediatamente le sirvióotro. Pareció entonces a punto dehablar... pero no. Una vez más alzó lamano durante un rato y soltó unmagnífico eructo.

—Bien —dijo—, desea hablarconmigo sobre él. ¿Qué es lo deseadecir?

—En primer lugar, ¿lo recuerda?—Pues claro que lo recuerdo. Un

tipo muy fornido, mucho más alto que

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yo. Vino conmigo en el pescante todo eltrayecto hasta Bristol una noche de haceun mes más o menos. ¡Oliver Tolliver!¿Quién podría olvidar a alguien con esenombre? —Recalcó sus palabras conuna nueva risotada, no tan estentóreacomo la primera. Luego entrecerró losojos al recordar—: Ese papanatas quevende los billetes dice que es un asuntojudicial. ¿Está metido en algún lío?

—Bueno, podría ser, señorCalverton. Es decir, si no puededemostrar que tomó la diligencianocturna de Bristol en una nocheconcreta y no al día siguiente.

—¿Qué noche? ¿Qué día?—Eso es lo que yo esperaba que

usted me dijera. ¿Cuándo viajó con

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usted en el pescante?—Ah, pues eso tengo que

pensármelo. Hago tantos viajes. —Mirómi taza y la vio casi vacía—. Tabernero—gritó—, ponle a este muchacho otrataza de lo que esté tomando... café,supongo.

—¿Con o sin? —respondió eltabernero.

—Con, por supuesto —dijo BenCalverton sin prestarme la menoratención y fijando la mirada en el vacío—. Bueno, ¿cuándo fue? —se preguntó así mismo en voz alta.

Con un golpe, el tabernero dejódelante de mí una taza llena y se llevó lavacía. Bebí por curiosidad y descubríque el sabor no era muy diferente, pero

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parecía mucho más caliente. De hechome quemó un poco en todo el trayectohasta el estómago. No era tan malo comoesperaba. Tomé otro sorbo.

—Recuerdo —dijo Calverton—,que iba a Bristol para conocer a unaseñora con la que esperaba casarse. ¿Nosabrás lo que pasó, por casualidad?

—Oh, se casó con ella, señor —contesté—. Eso hizo.

—¡No me digas! ¿La has visto?—La he visto, sí. Parece... bueno,

muy agradable. Desde luego al señorTolliver le gusta.

—Bueno, eso es lo que importa,¿no?

Echó un buen trago de cerveza,pero esta vez no vació más que un cuarto

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del vaso alto.—¿Cómo se llama ella? ¿Olivia?

—Volvió a reír, con una carcajadabreve y aguda—. Pero eso no rimaríatan bien, ¿verdad? Quizá deberíallamarse Olivia Tollivia. —Soltó unanueva risita.

—Se llama Maude —dije,esperando terminar con aquello.

—Qué nombre tiene el tipo —insistió él—. Le gasté algunas bromassobre el nombre. Después de que mecontara cosas de sí mismo, hice unpequeño poema. Yo suelo componerpoemas mentalmente para matar el ratomientras conduzco la diligencia. Creoque lo recuerdo casi todo. ¿Quieresoírlo?

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—Bueno, yo...Bebió otro trago de cerveza, se

aclaró la garganta y empezó a recitar envoz alta:

Oliver TolliverVa de camino a BristolY lleva al lado una pistola.Oliver TolliverA la luz de la luna,Va a Bristol a buscarcompañía.Oliver TolliverCarnicero de oficio,Va hacia el oeste a buscarsenovia.Oliver TolliverNo le importa un comino...

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De repente se detuvo y dio un

puñetazo sobre la barra.—¡Dios santo, eso es! «¡A la luz de

la luna!»—¿Señor? —Estaba confuso—. No

comprendo.—Pues que ahora recuerdo que fue

igual que la noche pasada. Había unaenorme y redonda luna llena aquellanoche. Oh, lo recuerdo bien; era lo quellaman una «luna de salteadores». Poreso me alegré tanto de que ese tipo tanfornido, Tolliver, y sus pistolas viajaranconmigo en el pescante, porque micochero estaba enfermo con diarrea. A

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los salteadores de caminos les encantanlas noches de luna llena, como sabrás.

—¿Así que fue en la noche de lunallena? ¿Está seguro?

—Tan seguro como que estoy aquí.Cuidado, no fue la última noche de lunallena. Ésa fue la víspera del día deTodos los Santos, como cualquier idiotasabe. No sé qué día del mes era, puedesbuscarlo en cualquier almanaque, perofue la noche de luna llena de hace pocomás de un mes.

—¿Estaría dispuesto a jurarlo anteun tribunal?

—¿Por qué no? Es la verdad, ¿no?Encontré un trozo de papel en el

bolsillo, y en el reverso escribí elnombre del conductor y su dirección,

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que me dio con indicaciones para llegara su alojamiento. Luego, olvidando lafuerza de la bebida, me acabé el café deun trago y me dispuse a marcharme.

—Cuando vuelvas a ver a OliverTolliver —dijo Ben Calverton—, dileque le deseo buena suerte. Puede viajarconmigo en el pescante siempre quequiera, no volveré a burlarme de sunombre.

Le di las gracias. Él me dio unafuerte palmada en la espalda y sedespidió.

Fue al salir al patio de la casa depostas cuando noté todo el impacto de laginebra que había bebido tanalegremente. Tenía la frente sudorosacuando el resto de mi cuerpo sentía el

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frío seco de la mañana de noviembre.Tenía la cabeza embotada y lúcida a lavez. Desde luego, era el conjunto desensaciones más extraño que habíatenido en mi vida, en nada parecido alpar de ocasiones en que había bebidodemasiado vino. Me dirigí de vuelta aBow Street, camino que conocíaperfectamente, pero tras andar la mitadde una calle, descubrí que había tomadola dirección equivocada. Me paré,perplejo, intentando orientarme,zarandeado por la multitud que seguíapasando por mi lado, en una y otradirección.

¡Aquello no serviría de nada! Trasreflexionar, giré en redondo y volvísobre mis pasos. Volví a casa por el

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camino por el que había llegado, peroevitando pasar por el puesto del señorTolliver en el Garden. En mi opiniónhabía pasado bastante tiempo hablandocon él aquella mañana y demasiadohablando con Ben Calverton, aunquebien aprovechado en ambos casos. SirJohn debía esperar que volviera al cabode unos minutos y en cambio habíapasado más de una hora. No sólo eso,sino que regresaba en un estado que noera de sobriedad. Mis pies funcionaronmejor que mi cabeza y me llevaron adonde deseaba ir. La mente se me habíadespejado lo suficiente para darmecuenta de que tenía un testimonio quesatisfaría a sir John.

Sin embargo, cuando se lo presenté

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a él, no pareció hacerle demasiado feliz.Le expliqué que había ido al puesto delcarnicero y que no había olido nadapodrido. Pensando en ayudar, habíadecidido luego ir a la casa de postas ypreguntar cuándo podría hablar con unosde los conductores, omitiendo miconversación con el señor Tolliver, porsupuesto. Por casualidad había un talBen Calverton disponible, y él meconfirmó que el señor Tolliver habíaviajado junto a él en el pescante hastaBristol la noche de luna llena deprincipios de octubre.

—¿Le has apuntado las respuestas?—preguntó el magistrado.

—No, señor. Por mucho que lohubiera deseado, no lo he hecho.

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—Ben Calverton, ¿dices? Supongoque le habrás pedido su dirección.

—Sí, sir John.—Bueno —dijo él—, aunque te has

excedido en tu cometido, has obtenidoinformación de cierta importancia. Poreso debo alabarte. —Esto lo dijo,lector, de un modo desabrido—. Sinembargo, no veo motivos para alabartecuando llegas oliendo a ginebra.

—Puedo explicárselo, señor.Cuando yo...

El magistrado alzó la mano parahacerme callar.

—En otro momento, quizá. Porahora creo que será mejor que subas ypreguntes a lady Fielding si tiene algunatarea que encomendarte.

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Más tarde descubrí que sir Johnhabía enviado a Fuller en busca deTolliver para interrogarlo otra vez. Enaquel momento yo estaba ocupado enfregar mi habitación. En sus visitas a mihabitación, lady Fielding había notadoque, por concienzudo que fuera enlimpiar y fregar el resto de la casa,había dejado que mi pequeña moradacayera en el más absoluto descuido. Eramuy cierto: el polvo había formadopelusa en los rincones; una fina capa depolvo cubría los libros apilados contrala pared que ya había leído; el techo sehabía llenado de telarañas. Yo no mehabía dado ni cuenta hasta que ella melo dijo. Así ocupé el resto del día, y nosupe de la visita del señor Tolliver

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hasta que sir John la mencionó durantela cena.

Mientras masticaba un trozo decarne del sabroso estofado de Annie, elmagistrado soltó, sin más preámbulos:

—El señor Tolliver ha venido hoyotra vez para ser interrogado.

Lady Fielding y yo nos quedamoscon la cuchara a medio camino de laboca.

—Esta vez se ha mostradofrancamente sincero y mucho menosdispuesto a discutir. En resumen, hacooperado.

Nosotros dos intercambiamos unamirada.

Sir John siguió masticando hastaque, satisfecho, tragó.

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—Ya no es sospechoso —dijo, yvolvió a hundir la cuchara en el plato.

A medida que pasaron los días,volvió a aumentar la tensión. La capturadel Rastrero y su rápida condena habíansupuesto un alivio temporal. Sinembargo, hasta la calle llegó el rumor deque el Rastrero se había negado aadmitir dos de los crímenes,precisamente los más sangrientos. Pocoa poco, las putas volvieron a refugiarseen las tabernas y tugurios y a ser máscuidadosas con los que aceptaban comoclientes. Lady Fielding nos comunicóque, tras un torrente de defecciones, elAsilo de la Magdalena para ProstitutasArrepentidas se había llenado de nuevo.

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También los Vigilantes de BowStreet volvieron a la rutina instauradaantes por sir John; llevaban con elloslinternas con las que registrar losrincones, y un par de pistolas ademásdel garrote. Tan sólo se llegó a unacuerdo. Bailey presentó una queja almagistrado, hablando en nombre de losdemás Vigilantes: que llevar el alfanje ysu pesada vaina les estorbaba y que nopodrían correr si tenían que lanzarse enuna persecución. Sir John concedió laimportancia debida a semejanteargumento y permitió que el alfanje seconsiderara opcional. Todos como unsolo hombre devolvieron sus alfanjes alseñor Baker.

Hacia el final de la semana me

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visitó Donnelly. Lo había visto abajo,cuando se dirigía a hablar con sir John,de modo que sabía que habían tenidouna larga conversación. Conmigo nonecesitó tanto tiempo. Me encontrópuliendo la plata con Annie, o mejordicho, puliendo la plata según lasindicaciones de Annie; en realidad,podía ser tan puntillosa como su señoraen lo que concernía a su cocina. Anniesaludó al doctor alegremente con unareverencia y una sonrisa. Yo, que loconocía mejor, me mostré menos efusivoen mi saludo y desde luego menoscoqueto.

—He pensado, Jeremy —dijo él—,en echarle otra mirada a ese corte de lacabeza. Quizá sea el último.

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—Me complacería mucho librarmede este gran vendaje —dije yo—.¿Vamos a mi habitación?

—No, aquí en la cocina estaremosbien, es decir, si no tiene usted objeción,señorita Annie.

Poco acostumbrada a que se lepidiera su opinión, Annie sólo pudofarfullar una negativa, y retrocedióruborizada.

Con cuidado, Donnelly desenrollóel gran turbante que había llevado yo enla cabeza durante varios días. Luegoexaminó la herida con el mismocuidado.

—¿Te duele, Jeremy?—Oh, no, nada en absoluto.—¿Y qué me dices de los efectos

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de la conmoción? ¿Algún mareo?—No, nada. Bueno... me echaron

ginebra en el café sin que yo lo supiera.Eso me dejó mareado un rato.

—¿A tu edad? Qué menos. Ya mecontarás esa historia en alguna otraocasión. —Luego añadió—: Pronto.

Donnelly me interrogó sobre todoslos demás efectos negativos que podíatener después de una conmoción, y yorespondí sinceramente que no teníaninguno. Luego, tras lavar el corte conginebra, pidió unas tijeras, me cortó unpoco de pelo e hizo un emplasto queaplicó al corte. Annie lo contemplódesde el principio, fascinada.

—Bueno —dijo él—, con estobastará. En poco tiempo podrás quitarte

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el emplasto.Cogió su maletín y frunció el

entrecejo como si meditara.—Jeremy —me dijo al fin—,

quería invitarte a cenar pasado mañanapor la noche. He pensado en el CheshireCheese donde ya cenamos una vez. Se lohe pedido a sir John y no tieneinconveniente. Hay ciertas cosas quequisiera hablar contigo.

—¿Conmigo? Pues, sí, claro, señorDonnelly.

—Bien. Pasaré a recogerte a eso delas siete.

Sin decir nada más, se despidió yse fue.

—Bueno —dijo Annie, consumidapor la envidia—, cenar con el doctor.

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¿No es fantástico?—Sí, toda una sorpresa —dije yo.—¿Qué querrá hablar contigo?—No tengo la menor idea en

absoluto.

Pese a que sir John y el lordmagistrado supremo habían hecho losmayores esfuerzos para ocultar alRastrero de la mirada pública, dada lasórdida naturaleza de sus crímenes, laley exigía que fuera colgado y lacostumbre pedía que se hicierapúblicamente en Tyburn. Amboshombres temían que se produjerandesórdenes públicos. Era, al menossegún la leyenda, tan famoso y tanaborrecido por el populacho que cuando

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llegó el día de colgarlo (que fue el díasiguiente al de la visita del señorDonnelly), se tomaron todas lasprecauciones para garantizar el trasladodesde Newgate hasta el patíbulotriangular. Si la muchedumbre eragrande y estaba descontrolada, podíabajarlo del carro y pisotearlo hasta lamuerte o hacerlo pedazos. Por lo tanto,además de la acostumbrada escolta acaballo, que hizo el trayecto con lossables en la mano, lo acompañó tambiénun grupo de soldados de a pie querodearon el carro y marcharon con losmosquetones a punto y las bayonetascaladas.

Yo, que hacía tiempo habíaprometido a sir John no asistir nunca a

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ejecuciones públicas, no estabapresente, ni deseaba estarlo. En miopinión, no hay diversión alguna en vercomo un hombre agoniza al final de unasoga, ni es un espectáculo edificante. Sinembargo, mi amigo Jimmy Bunkins, queno tiene mis escrúpulos, sí que estuvo yme lo relató después de nuestroadiestramiento con Perkins, quehabíamos reanudado aquel mismo día.

—Bueno —dijo Bunkins—. He idoeste mediodía a ver cómo ajusticiaban alRastrero y para empezar no ha habidodisturbios.

—Es un alivio —dije yo.—Lo raro es que no los hubiera,

porque no he visto una turba másamenazadora y con intenciones más

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siniestras. Cubrían toda la colina, desdeel patíbulo hasta donde alcanzaba lavista. Han arrojado algunas piedras yexcrementos al pasar el carro, pero handado en el macho y en los otros doscondenados tanto como en el Rastrero.Cada vez que querían acercarse al carropara pararlo o bajar al Rastrero, los quelo intentaban recibían un golpe con lahoja plana de un sable o les pinchabancon la punta de una bayoneta. Así lo hanllevado al patíbulo. Los soldados acaballo y los soldados de a pie hanformado un círculo alrededor de élcuando lo han bajado del carro con losojos vendados y les han hecho subir lospeldaños.

»Y cuando ha aparecido allí arriba,

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el griterío de la multitud ha sidoincreíble. Yo estaba en primera fila, yojalá no hubiera estado, pues paraempezar todas las putas y alcahuetas deCovent Garden estaban allí conmigo,chillando los peores insultos queconocían. Oh, él los ha oído, ya lo creoque los ha oído. ¿Y sabes lo que hahecho? Ha sonreído de oreja a oreja conesa fea cara que tiene, como si no se lohubiera pasado mejor en toda su vida.Estaba allí de pie, sonriendo como unimbécil, y el verdugo le ponía la soga alcuello. Luego ha pateado las tablas delpatíbulo como si estuviera bailando,como si quisiera decir que prontobailaría así, pero en el aire. Cuando yatenía la soga apretada alrededor del

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cuello, ha gritado algo que no ha podidooír nadie por los chillidos de las putas.Entonces, justo antes de que lo colgaran,ha soltado un enorme y repugnanteescupitajo y le ha dado a la puta queestaba a mi lado en toda la cara. Hatenido una puntería increíble, y le hadado a la más ruidosa de todas, te lojuro. Ésa ha sido otra de las razones porla que hubiera preferido quedarme másatrás. El escupitajo me ha salpicado unpoco en la casaca.

—¿Ha tardado mucho en morir? —inquirí. Me había preguntado a menudosi Mariah había muerto en el acto.

—No mucho —contestó Bunkins,como todo un experto en la materia—.Pero ha bailado lo suyo. Aunque es

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evidente que estaba completamentechiflado, debo reconocer que ha muertomanteniendo el tipo.

Confieso, lector, que deseaba paraél una agonía más prolongada.

—¿De qué estáis hablando los dos?Era el alguacil Perkins que bajaba

las escaleras desde las habitaciones queocupaba encima de los establos, vestidocon su chaleco rojo, preparado para elturno de noche. Iríamos los tres juntos aBow Street.

—Del Rastrero —dijo Bunkins—.Lo han ajusticiado hoy en Tyburn.

—Eso han hecho, ¿eh? Es un alivio.—El alguacil se acercó a nosotros, metraspasó con la mirada y preguntó—: Ytú, Jeremy, ¿qué tal te sientes?

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—Es un alivio —dije.Ocurre que cuando nuestros

principios más misericordiosos seponen a prueba por una amargaexperiencia personal, a veces talesprincipios ceden ante el deseo devenganza.

Aunque Gabriel Donnelly y yohabíamos hablado de muchas cosas en elcamino hasta el Cheshire Cheese, y demuchas más mientras cenábamos, estabacompletamente seguro de que aún nohabíamos tocado aquellos temas que élpretendía comentar conmigo. Yo leexpliqué cómo había llegado a bebercafé con un «relámpago» y, así, pudeexplicarle también cómo el nombre

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rimado del señor Tolliver había hechosu viaje imborrable para Ben Calvertony había conseguido disipar lassospechas que recaían sobre él.

Por su parte, él me contó algunasexperiencias más de su estancia enViena cuando estudiaba medicina; erananécdotas divertidas, como las quehabía contado en Bow Street durante lacena con Goldsmith. Se me ocurrióentonces que quizá deseaba ofrecermeun puesto de aprendiz en su consultapara llegar a ser médico como él. Si melo ofrecía, ¿qué debía decirle? Hacíaalgún tiempo que no hablaba con sirJohn sobre mi deseo de aprender leyescon él. Quizá lo había olvidado o, peoraún, esperaba que yo lo hubiera hecho.

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Consideraba que la medicina era unagran profesión, y no podía pedir mejormaestro que el señor Donnelly. Sinembargo, mi vocación eran las leyes.

Por fin, mediada la cena, Donnellydecidió explicarse de una manera untanto brusca.

—Sin duda te preguntarás, Jeremy,por qué te pedí que cenaras conmigo yqué es eso tan importante de lo quequería hablar.

—Bueno, señor, la verdad es quesí.

—Es muy sencillo: la semana queviene abandono Londres para irme aPortsmouth, donde solicitaré un destinoen la Marina como cirujano.

—Señor Donnelly, ¿abandonará

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usted a sus pacientes?El buen doctor esbozó una triste

sonrisa.—¿Qué pacientes? —dijo—. Hace

casi tres meses que volví a Londres y élúnico trabajo que he tenido han sido lasautopsias que sir John me ha encargadocon su habitual generosidad. Te hetenido a ti como paciente, así como alseñor Goldsmith. Lamento decir, porcierto, y lo digo confidencialmente, quesu salud no es buena. Pero no es éste elmomento de hablar de eso. La puraverdad es que sencillamente carezco delos fondos necesarios para mantenerabierta mi consulta hasta que ésta débeneficios. Quizá sea por la simplerazón de que hay demasiados médicos

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en Londres, aunque su calidad eslamentable. Quizá sea, como sugiere elseñor Goldsmith, que entre los inglesesexiste un prejuicio innato hacia losirlandeses. Él mismo, durante los añosen que intentó también establecersecomo médico, solicitó numerososempleos pagados como cirujano omédico, y afirma que le bastaba conmostrar su inconfundible rostro irlandéspara que lo rechazaran inmediatamente.

Yo no supe qué decir. Después dehaberme acostumbrado a su presenciadurante aquellos meses, me entristecíapensar que ya no lo vería más. Tenía unaconfianza y una fe en él de unanaturaleza particular, que no tenía en losdemás. Era para mí como un hermano

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mayor o un tío. O al menos eso me habíaparecido cuando se mostró tan biendispuesto a ayudarme cuando expresé mideseo de enterrar a Mariahdecentemente.

Lo único que podía hacer enaquellas circunstancias era bajar losojos y decir:

—Le echaré mucho de menos,señor. —Estoy convencido de que mitriste tono de voz transmitió muchomejor que mis torpes palabras lo quesentía en aquel momento.

—Si no hubiera hecho el tontomarchándome a Lancashire en pos deaquella viuda —prosiguió—, tal vez lascosas habrían sido diferentes. Cuandollegué por primera vez a Londres hace

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dos años, había ahorrado una sumaconsiderable de mis años como cirujanode la Marina. Quizá entonces lo habríaconseguido, si hubiera perseverado. Sinembargo, me fui y lo gasté todo encortejar a aquella mujer. No estaba tanenamorado de ella como de mí mismo yde mi propia ambición. Ah, bueno, quemi experiencia te sirva de lección,Jeremy. La vanidad tiene su precio.

—Pero, señor, no tiene ustedmotivos para sentirse avergonzado. Fuelady Goodhope la que salió perdiendo,no usted.

—Bueno —dijo él—, dejemos eso,pues la razón por la que he queridohablar de mi partida en privado contigoes que he de darte un consejo. Sir John

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lo sabe ya y lo aprueba. Hemos habladode ti.

»En primer lugar, me tomé lalibertad, si es que a ti te lo parecerealmente, de informar a sir John sobreel modo en que gastaste cinco guineas detu recompensa. Sir John se sintió muyconmovido por tu acción, igual que yo,por supuesto. No obstante, le preocupóque te hubieras relacionado hasta talpunto con una chica de la calle sincontárselo a él. Quiso saber si habíaalguna posibilidad de que hubierascontraído alguna enfermedadcaracterística, y yo le aseguré que no,que tu relación con ella no había sido deesa naturaleza. Sintió un gran alivio,claro, pero dijo que aun así hubiera

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deseado que fueras más sincero con él.Luego me permití decirle que, en miopinión, la dificultad de comunicaciónse debía a tu ambigua posición en sucasa. No eres un criado, pero tampocoeres un hijo adoptado. Él me dijoentonces que a menudo se sentía comoun padre para ti, si es que en verdadsabía cómo podía sentirse un padre, quedifícilmente podría hallar un hijo mejorque tú, y que había consideradoseriamente la posibilidad de adoptarteformalmente. Pero me explicó que él ylady Fielding tenían todavía laesperanza de tener hijos propios y queúltimamente se hablaba de que le iban aconceder el título de baronet. Se trata,claro está, de un título hereditario, y

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estoy seguro de que tú mismocomprenderás que podría haberdificultades inherentes en el caso de quetuvieran hijos.

—Por supuesto —dije yo,inclinando la cabeza con solemnidad.

—Así pues, mi primer consejo esque te consideres adoptadoinformalmente. A él le gustaría, estoyseguro. La comunicación entre padre ehijo a tu edad o incluso mayor no esnunca fácil y, debido a tu situación, sinduda puede serlo aún menos.

—Algunas veces es difícilacercarse a él —expliqué—. A menudome intimida.

—Estoy seguro de que es cierto,sobre todo en estos últimos tiempos,

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pues estaba enfermo de preocupaciónpor esos asesinatos de Covent Garden.Pero debes intentar hablar con él sobrelas cosas que de verdad te importan.Cuando él saque un tema a colación, sitienes otros puntos de vista o algunaobjeción, exprésalos, con respeto,naturalmente. No debería ser siempre«sí, sir John».

—Lo he intentado —le aseguré—.No siempre es fácil conseguir queescuche lo que quiero decirle.

—Entonces sigue intentándolo.—Y él... —vacilé—. ¿Dijo algo

cuando habló con usted sobre suintención de hacer que aprendiera leyescon él? Al principio habló de ello, perohace más de un año que no ha vuelto a

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mencionarlo.—Entonces eres tú quien debe

sacar el tema a relucir. Pregúntele sipuedes empezar y cuándo.

Estas palabras me dejaron mudo unrato. La idea de plantear semejantecuestión era difícil de digerir. Rumié laposibilidad durante largo rato y conesfuerzo, más incluso que la chuleta quetenía en el plato.

—Pero ahí va mi segundo, y creoque último consejo —añadió Donnelly—. Recordarás, Jeremy, que cuando mehablaste de tu relación con Mariah, tecontesté con mi propia historia de cómome había engañado una chica de la calleen Dublín para que le diera dinero, yque al final acabé robando de la tienda

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de mi padre para proporcionárselo. Paramí fue doloroso contar semejantehistoria de mí mismo, y al soltarla así,de buenas a primeras, quizá te causarauna impresión errónea. No quiero quecreas que porque me sucediera a mí,siempre ocurre lo mismo con losdesdichados que cuentan historiasigualmente tristes. Tú reconociste quequizá Mariah pretendía utilizarte, perono podemos estar seguros de eso. Ydesde luego, en su caso, no somosnosotros quienes debemos juzgarla.

»Hay tanta miseria en este mundo,Jeremy, y tan poca caridad, que noquisiera que se endureciera tu corazón.A medida que crezcas y te conviertas enun hombre adulto, oirás más historias

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sobre infortunios e injusticias, y algunasde ellas resultarán ser falsas, inventadaspara sacarte un chelín o algún favor.Pero puede que la siguiente historia queoigas sea cierta, y que la inocencia quepercibas en el que la cuenta seaauténtica. Así que, ayudemos siempreque podamos y no hurguemos demasiadoen los motivos que mueven a laspersonas.

Me entristeció pensar que perderíala amistad de aquel excelente hombre alcabo de una semana o quizá menos.

Cuando terminamos de cenar y noslevantamos para abandonar el CheshireCheese, pensé en lo mucho que megustaba aquel local y la vida en laciudad de Londres. Recordé mi primera

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comida allí con Donnelly, cuándo noshabía importunado James Boswell,ahora compañero sempiterno del doctorJohnson, y me pregunté cuando volveríaa comer allí con mi buena casaca decolor verde botella y en compañía dequién. Miré hacia las vigas del techo,oscurecidas por el humo del tabaco y dela leña, luego miré a un lado y a otro, alos hombres (no había ni una sola mujerentre ellos) sentados en las toscasmesas, y por fin miré hacia el futuro,hacia un tiempo en el que, comoabogado, quizá me reuniría allí con unode mis clientes para hablar del modo deabordar un tema espinoso. Tendrían queconocerme allí, habría de tenerpredilección por una mesa, quizá la que

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había junto a la chimenea. Entoncesformaría parte realmente de la vida deLondres. Perdóname, lector, pordesviarme del curso de mi historia, peroestos sueños de mi adolescencia siguenvivos en mi memoria y necesitan serexpresados en ocasiones.

Donnelly y yo nos paramos justodespués de cruzar la puerta, quizá tansólo para respirar profundamente el airede aquella agradable noche denoviembre. Mas, cuando esto hacíamos,ambos nos dimos cuenta enseguida deciertos gritos amortiguados quepersistían y que parecieron aumentar devolumen mientras escuchábamos. Nosmiramos con curiosidad. ¿Qué era aquelominoso sonido?

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Entonces emergió una figura deButchers Row, desplazándose todo lodeprisa que sus piernas daban de sí.Pasó junto a nosotros velozmente haciaFleet Street, donde dos hombres lesalieron al paso e intentaron detenerlo;él arremetió contra ellos, trazando unamplio arco con el brazo, haciendo queun objeto que llevaba en la mano lanzaraun destello; los dos hombresretrocedieron, dejándole vía libre.

Desde Butchers Row llegó una granmultitud de gente, hombres y mujeresjuntos, algunos cojeando y gritandomientras avanzaban: «¡Deténganlo!¡Deténganlo! ¡Asesino! ¡Asesino!»Aquel griterío de voces mezcladas erael clamor que habíamos oído unos

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momentos antes.—Se ha dado la voz de alarma —

dije a Donnelly, gritando para hacermeoír. Entonces, comprendiendo que lo quehabía lanzado un destello a la luz de unafarola debía de ser un cuchillo, grité—:¡Debe de ser el asesino de CoventGarden!

Quise echar a correr, peroDonnelly me agarró por una manga.Cuando la multitud pasó por nuestrolado, divisé al señor Benjamin Bailey,capitán de los Vigilantes de Bow Street,muy cerca de la cabeza de losperseguidores, y supe que debía unirmea él.

—¡Es el señor Bailey! —grité,como si eso lo explicara todo, y me

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desasí para echar a correr como sipersiguiera al Diablo en persona.

Dado que no llevaba tanto tiempoen la persecución como los demás,rápidamente alcancé a los que iban envanguardia con Bailey todavía entreellos. Me fijé en que se había subido ala acera y seguí su ejemplo. Prontocomprendí el porqué. Un coche de doscaballos avanzaba hacia el grupo degente. Los caballos se encabritaron,agitando las patas en el aire. El cocheropugnó por dominarlos, el lacayo pocopudo hacer salvo sujetarse para nocaerse. La gente se dispersó, cambiandolos gritos de «¡Asesino!» por chillidosde miedo. Así se redujo el número deperseguidores, aunque siguió siendo

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considerable. Yo corrí en medio deaquel alboroto, seguro en la acera, sintantas personas entre Bailey y yo comoantes. Alargando las zancadas fuiganándole terreno. Más allá, aunque yano tan lejos, pude ver la oscura figuradel perseguido.

Bien, una multitud como aquélla noes nada más ni nada menos que una turbaen movimiento. Comprendí enseguidapor qué el alguacil se había puesto a lacabeza de la persecución. Cuandoalcanzaran al fugitivo, cosa que haríansin duda, el señor Bailey tendría queprotegerlo de sus iras. Yo estabadecidido a prestarle mi ayuda, de modoque seguí corriendo, acortandodistancias poco a poco.

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Recorrimos Fleet Street en toda sulongitud. Yo estaba ya cerca de Bailey yde unos cuantos más, cuando ocurrióalgo muy extraño. Había apartado lavista del objeto de nuestra persecucióndurante unos segundos apenas, y cuandovolví a mirar, había desaparecido. Nofui el único. Bailey aminoró el paso, aligual que las tres o cuatro personas queiban con él, y yo los alcancé. Detrás demí llegaron más.

Nos hallábamos en elemplazamiento justo del viejo puente delrío Fleet. Había sido un puente hastaque, hacía apenas unos años, se habíacubierto con arcos el río y se habíapavimentado en todo su curso hasta elrío Támesis, y ahora no era más que una

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elevación de la carretera. Allí habíadesaparecido el fugitivo. Los hombresse detuvieron jadeando y mirando entodas direcciones. Yo me acerqué alalguacil Bailey.

—¡Jeremy! —exclamósobresaltado cuando le di unosgolpecitos en el hombro. Con larespiración entrecortada alcanzó adecirme que el perseguido era sin dudael asesino de Covent Garden—. Lo hanvisto cometer un asesinato en un callejónjunto a Catherine Street... —Tomó aire—. He dejado al alguacil Cowley juntoal cadáver y me he unido a lapersecución.

—¿Dónde puede estar?—Ni idea... Lo hemos perdido

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antes... por el camino... luego lo hemosvuelto a ver. Ha acuchillado al queintentaba detenerlo y ha escapado por elStrand.

—¿Quién es? ¿Lo conoce?—No he llegado a acercarme lo

suficiente para... —Se interrumpió depronto para orientarse—. ¿Dóndeestamos?

—Al final de Fleet Street.—En el viejo puente, ¿no es eso?—Pues sí, señor.—Entonces sólo puede haber

escapado por un sitio. Ven conmigo.Lo seguí a través de lo que era una

multitud cada vez mayor, que se apiñabaen los alrededores, murmurando ygruñendo sin saber qué hacer. Bailey me

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condujo por Fleet Market, que seguía elcurso del viejo río hasta Holbourn, sindejar mirar al suelo. Allí, entre lospuestos del mercado, encontró lo quebuscaba: una trampilla en la calleempedrada. Alzó la vista hacia mí yasintió, después de haber probado aabrirla lo suficiente para saber que seabriría sin resistencia.

—Jeremy, ¿ves a esa mujer de allícon la lámpara? Intenta traértela aquí sinllamar mucho la atención.

Me aproximé a la mujer y lareconocí del Garden; era una verduleraa la que había comprado en ocasiones.También ella me reconoció.

—Qué cosa tan terrible, ¿verdad,joven señor? Parece que ha conseguido

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escapar.—Bueno, ya veremos —dije yo—.

¿Podría usted venir un momento? Elalguacil Bailey quisiera hablar conusted.

—¿Conmigo?—Será sólo un momento.La mujer asintió y se dejó conducir

hasta el señor Bailey sin discutir.—Señora —dijo él con una cortés

inclinación de la cabeza—, soy elalguacil Bailey de Bow Street.

—Le conozco —dijo ella.—Necesito su lámpara.—Pues no la tendrá. Es la única

que tengo.Hizo girar la lámpara para

ocultarla a su espalda, como si quisiera

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recalcar su negativa, pero no se marchó.—Señora —insistió el alguacil—,

sólo se la pido prestada, y si no se ladevuelvo, puede pedir una mejor enBow Street.

—¿Una mejor?—Más grande, en cualquier caso.

Tiene mi palabra.—Bueno... —Vaciló—. De

acuerdo. —Y tendió la lámpara alalguacil.

Éste cogió la pequeña lámpara, queen realidad daba poca luz, y me laentregó a mí. Luego abrió la trampilla yla lámpara iluminó lo que había debajo.Oí el rumor del agua.

—No es mucho —dijo—, pero queme aspen si bajo hasta ahí sin una luz.

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Le he dejado mi lámpara a Cowley.Bueno, Jeremy, voy a bajar, es el ríoFleet, eso es lo que es, y cuando llegueal último peldaño de la escala, me dasla lámpara, ¿entendido?

—Sí, señor —contesté.Bailey me entregó una de sus

pistolas. Luego cogió su garrote y losujetó entre los dientes. Empuñando supistola, se metió por el agujero,encontró la escala tanteando con los piese inició el descenso. Tomé entonces unadecisión muy impulsiva. Dejé en elsuelo pistola y lámpara, me quité mielegante casaca de color verde botella yse la arrojé a la mujer que mecontemplaba con absoluta fascinación.

—Lleve esa chaqueta a Bow Street

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—le dije—, porque yo también voy abajar.

Bailey sacudió la cabeza, incapazde hablar a causa del garrote quesostenía con la boca, pero yo no le hicecaso y le seguí hasta abajo. Llevé lalámpara colgando del pulgar de la manoizquierda; sólo así puede bajar con lapistola en la mano derecha. Bajé contodo el cuidado del mundo, pero cuandodescendí bajo el nivel del suelo y mellegó el olor mefítico del río, fuedemasiado para mí. No sé si fue la manoo el pie lo que resbaló, pero aterricé conambos pies y un chapoteo en el agua.Sujeté con fuerza la lámpara, pero alapoyarme con la otra mano paraenderezarme, mojé la pistola.

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Fue literalmente como si hubieracaído en un orinal. Gracias a Dios nocaí de cabeza, pero quedé bastantecubierto. El agua me llegaba por encimade la cintura, casi hasta el pecho. Alseñor Bailey, que era mucho más alto, lellegaba sólo hasta la cintura. Vinochapoteando hasta mí, empuñando ahoragarrote y pistola.

—Demos gracias de que no se haapagado la lámpara —susurró—. Yaque estás aquí abajo, sigamos. Antes deque cayeras al agua, he oído un chapoteoen dirección a Holbourn. Ven. Sostén lalámpara en alto.

No se oía ya ruido de chapoteo nide ningún tipo, salvo los leves pasos delas ratas. Miré a un lado y a otro y

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detecté movimiento en una especie desaliente que discurría a lo largo delestrecho curso del río a ambos lados.Avanzamos por el centro, donde era másprofundo. Aunque el Fleet era unaalcantarilla, también era un río, ytuvimos que luchar un poco contra lacorriente.

A lo largo del camino, a intervalosde unos quince metros, había grandescolumnas a ambos lados, contrafuertesque sostenían los arcos. Comprendí queBailey esperaba encontrar a nuestrapresa tras una de esas columnas. Sedetenía al llegar a cada una de ellas, yse mostraba especialmente cauteloso,indicándome en silencio que hicieraoscilar la lámpara a derecha e izquierda

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para iluminar las oscuras sombras delotro lado de las columnas.

Así pasamos por delante de unasdiez o doce columnas. Acabábamos dedejar una de ellas atrás, cuando oí unruido a mi espalda, muy cerca, aunqueno demasiado fuerte, y giré en redondo.Allí, a no más de dos metros dedistancia, había la figura de un hombreque emergía del agua y avanzaba haciamí tambaleándose. Le apunté con mipistola y disparé a boca de jarro, pero elarma falló por haberla sumergido en elagua y tan sólo lanzó un débilresplandor. Sin embargo, el hombrevaciló antes de abalanzarse sobre mícon la mano adelantada, y aunque nopuedo afirmar que lo viera, intuí que

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debía de empuñar un cuchillo. Saltéhacia atrás y hacia la izquierda, lejosdel señor Bailey, y el cuchillo no mealcanzó, aunque sólo le faltaron tresdedos. En ese preciso instante, Baileydio un garrotazo a aquel hombre en lanuca, que debería haberlo derribado,pero no lo hizo. El hombre se volvióhacia el alguacil y le atacó con elcuchillo, lo que dejó su mano aldescubierto. Bailey le golpeó entoncesen la muñeca, haciéndole soltar elcuchillo, que cayó al agua. Aun así, elhombre se lanzó contra él, como el locoque era, intentando vencer a alguienmucho más corpulento con las manosdesnudas. Me daba la espalda. Avancécon dificultad contra la corriente,

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pensando en golpearle con la culata dela pistola. Sin embargo, antes de llegarhasta él, Bailey le dio un garrotazo finalque le partió el cráneo. El hombre cayóde bruces en el agua y se hundió.

—Jeremy —exclamó el alguacil—,¿estás bien? ¿Te ha herido?

—No, estoy bien. Pero por lospelos.

Bailey guardó el garrote,empuñando aún la pistola, que no habíadisparado: luego metió las manos en elagua para recuperar el cuerpo de nuestroagresor. Buscó con la mano.

—No está —dijo.—La corriente —sugerí—, la

corriente debe de habérselo llevado.Volví hacia atrás chapoteando,

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buscando con los pies, y finalmentetropecé con el cuerpo a unos dos metroso más de donde había caído. Planté elpie sobre el cuerpo con firmeza parasujetarlo.

—Aquí está —grité.Entre los dos lo levantamos del

agua. Acerqué la lámpara al rostro, perolos cabellos mojados que ocultaban susfacciones hicieron imposible que loidentificáramos. Bailey apoyó la manoen su pecho durante un buen rato y luegomeneó la cabeza. No tuvimos másremedio que arrastrarlo entre los dospara volver sobre nuestros pasos.

—No sé si ha sido el golpe que lehe dado en la cabeza —comentó Baileymientras lo arrastrábamos— lo que lo ha

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matado, o es que se ha ahogado. —Después, añadió—: Imagínate lo que esahogarse en toda esta mierda.

—Pues había nadado por debajodel agua para pillarnos por detrás.

—Los hombres desesperados hacencosas desesperadas. Eso dice sir John.

Unos minutos más tarde distinguí eltenue haz de luz que entraba por latrampilla a través de la cual habíamosdescendido hasta aquel lugar infernal.

—Te ha atacado a ti primero,Jeremy, porque tú llevabas la linterna.

—La pistola ha fallado porque sehabía mojado cuando me he caído de laescala. Lo único que he podido hacer hasido apartarme.

—Sí, pero sin dejar caer la

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lámpara. En la oscuridad podríahaberme acuchillado tranquilamente. Nolo hubiera conseguido sin ti, muchacho.

Empujando y tirando, finalmenteconseguimos subir la forma inerte por laescala hasta la superficie. Yo, que era elque empujaba, salí el último. Para misorpresa, un grupo de personasaguardaba junto a la trampilla, entreellos los alguaciles Cowley y Picker.No me prestaron demasiada atención,pues habían tendido el cadáver en elpavimento y le habían apartado el pelode la cara, que iluminaron con dosgrandes lámparas de Bow Street.Inquieto, miré atentamente a los quecontemplaban al hombre muerto y notéla ausencia de la mujer a la que había

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confiado mi hermosa chaqueta de colorverde botella. Sin embargo, antes de quepudiera preocuparme más, oí lasexclamaciones de los alguaciles.

—Dios santo, señor Bailey —decíael joven Cowley—, fíjese. ¡Es elmédico, ese que fue cirujano delEjército!

—¡Que me aspen si no es él!¡Fíjate, Jeremy, es Amos Carr!

Me abrí paso a empujones ycomprobé con asombro que el señorBailey estaba en lo cierto. Realmenteera Amos Carr.

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XII

En el que encuentro y recupero michaqueta de color verde botella

Fue grande la sorpresa y no poca la

consternación al saberse en CoventGarden que el doctor Amos Carr era elautor de los asesinatos mássanguinarios. El propio sir John Fieldingmantuvo su incredulidad hasta queordenó que se registrara la vivienda y la

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consulta del médico; los macabroshallazgos que resultaron incriminaron almédico ex post facto. En su armario seencontraron ropas manchadas de sangre,pero lo peor se encontró en un armaritode su consulta. Allí, en un vaso deginebra con un ligero tinte marrón, sehallaron dos globos oculares: los ojosque faltaban a Libby Tribble, comoGabriel Donnelly atestiguó.

Donnelly también ayudó a sir Johna comprender lo que había llevado aAmos Carr a semejante estado dedesvarío. Explicó que el doctor Carr erasifilítico, cosa que el magistrado nosabía, claro está, y que en las últimasetapas de aquella terrible enfermedad, elcerebro resulta dañado a veces, con

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consecuencias totalmente impredecibles.Sugirió que tal vez el doctor Carr creía,con razones fundadas, que la enfermedadse la había contagiado una prostituta, ysu mente enferma le había llevado avengarse de aquella desdichada clase demujeres. De no haber sido descubiertoen el acto de mutilar el cadáver de sutercera víctima, seguramente habríaseguido matando mientras viviera (loque, teniendo en cuenta el avanzadoestado de su enfermedad, no podía sermucho). Según me contó despuésDonnelly, sir John dijo tras escucharleque, a falta de otra explicación mejorpara aquellos crímenes de otro modoincomprensibles, tendría que aceptar ladel médico, pues no cabía la menor duda

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de que Amos Carr era el hombre quehabíamos sacado de la alcantarilla, ni dela naturaleza incriminatoria de laspruebas siniestras halladas en suvivienda.

En cuanto a mí, salvo elagradecimiento expresado por Bailey,pocas alabanzas recibí por haberleseguido hasta el Fleet. Donnelly, que seencontraba entre el grupo reunido entorno a Amos Carr, me reprendió porhaberme introducido en un ambiente taninsalubre, y una vez los alguacilesdejaron de maravillarse por la identidaddel cadáver, se mantuvieron alejados deBailey y de mí, porque el hedor de laalcantarilla les molestaba. Grande fue sutribulación cuando su capitán les ordenó

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que se llevaran el cadáver.Lady Fielding no me permitió subir

a las dependencias superiores de la casahasta que me bañé y me cambié de ropa.Envió todo lo necesario abajo pormedio de Annie, que se tapó la nariz alver mi estado. Yo hice lo que memandaban, y me bañé en un rincónoscuro, frotándome bien con jabón ytemblando en el agua fría. Mientras mebañaba, Bailey presentó su informe a sirJohn. Cuando terminé y me hallé una vezmás en condiciones de relacionarme conseres humanos, sir John me llevó apartey me dijo que había sido «un tonto muyvaliente». Me sugirió, además, que lasiguiente vez que me sintiera tentado deactuar por impulso, me detuviera un

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momento para pensar en los peligrospotenciales.

También mencionó que quizátuviera derecho a una parte de las diezguineas de recompensa por el segundoasesino, pero yo le dije que no queríanada. Afirmé que el señor Bailey lohabía hecho todo, que yo me habíalimitado a sujetar la lámpara yapartarme. Eso pareció dejarlosatisfecho. Al final, empero, el alguacilcompartió su recompensa con un talAlbert Mundy, de oficio carpintero. Elseñor Mundy era el hombre que habíavisto a Amos Carr inclinado sobre suúltima víctima para despedazar sucuerpo con el cuchillo, y había dado lavoz de alarma. Hubo un acuerdo general

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en que tenía derecho a algo, aunquedesde luego no más que las tres guineasque le dieron.

La buena mujer que nos lavaba laropa recibió aviso al día siguiente. Conaire indeciso, contempló mis mejorescalzones y mi camisa, que yo habíaarrojado la víspera sobre el retrete de laparte de atrás. Las prendas estabanllenas de manchas y hedían, y no parecíaque pudieran volver a estar limpiasnunca más. Esto mismo dijo ella, peroprometió hacer cuanto pudiera. Yo le dipalabras de aliento y la acompañé hastala puerta. Luego me dirigí a CoventGarden para intentar descubrir qué habíasido de mi casaca.

Encontré a la verdulera donde

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siempre estaba, en su puesto, voceandola calidad de sus mercancías a todos sinexcepción. Cuando me aproximé, no vila casaca por ninguna parte. Llevabaconmigo la lámpara de la verdulera,esperando canjearla por mi chaqueta.No pude por menos que preguntarme porqué, si no había llevado la casaca aBow Street, como yo le había pedido,tampoco la había llevado a su puesto.Era imposible que creyera que me iba aolvidar.

—Le he traído su lámpara —le dijecon semblante serio, después depresentarme.

La mujer dejó de vocear y me mirócon expresión decepcionada.

—Creía que me iban a dar otra más

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grande en su lugar.—Sólo si ésta se perdía.—Bueno... —Se encogió de

hombros y cogió la lámpara.—¿Dónde está mi casaca?—¿No se la han llevado? —Apartó

la vista como si estuviera avergonzada,o eso me pareció a mí.

—No, no me la han llevado.Ella suspiró.—La verdad es ésta, joven señor.

Tan pronto como bajó por el agujero, seacercó un joven y me dijo que era amigosuyo y que le guardaría la casaca. Yo ledije que no, que tenía que llevarla aBow Street, y qué hace él si no agarrarlay decir que la llevará él. Bueno, yo lasujeté bien fuerte y él me dio un fuerte

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empujón, así que me caí de culo y soltésu elegante casaca. Cuando conseguíponerme en pie, el tipo se había ido,había desaparecido entre la multitud. Yofui detrás de él, buscando ayuda, y voy ytropiezo con un alguacil. Yo empecé adecirle que aquel tipo había dicho queera amigo suyo, que había cogido lacasaca y se había ido corriendo, pero élsólo quería saber por qué la tenía yo,cómo usted y el otro alguacil habíanbajado al Fleet. No quiso saber nadamás que dónde estaba el agujero. Luegovino otro alguacil y se lo enseñé a losdos. Empezaron a discutir sobre sidebían bajar a ayudarles. Fue entoncescuando me fui a mi casa y me acosté.

Poco podía decir yo. Su historia

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sonaba a verdad. De hecho, yo mismome había preguntado cómo era que losalguaciles Cowley y Picker se hallabancasualmente esperándonos cuandosalimos de aquel pestilente mundosubterráneo.

Mi rostro debía de mostrar ladecepción que sentía, pues la mujer metocó el brazo con ánimo consolador ydijo:

—Lo siento mucho, joven señor.Esperaba que quizá fuera realmenteamigo suyo y le hubiera devuelto lacasaca, aunque me resultaba difícil creerque usted tuviera un amigo de aquellaclase.

—¿De qué clase? ¿Podríadescribirlo? ¿Lo había visto antes?

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—Oh, una ve a tanta gente aquí, enel Garden, dando vueltas. Nunca me hacomprado nada, de eso estoy segura, sino lo recordaría. Era de su estatura máso menos, pero un poco mayor, y tenía unaire amenazador. Vaya, me ha parecidosospechoso desde el principio.

—¿Iba bien vestido?—Ni mucho menos. No es que

fuera andrajoso, pero la casaca quellevaba no era tan magnífica como laque me dio usted para que se laguardara.

Le había hecho la pregunta con ladébil esperanza de que fuera Bunkinsquien se había llevado la casaca, aunqueno podía imaginar en modo alguno queél tratara a una mujer de una manera tan

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ruda. Desde que vivía con el señorBilbo, además, vestía con tantaelegancia como cualquier jovencaballero de los que se encontraban enVauxhall Gardens. Tampoco podía decirnadie que tuviera un aire amenazador.No, Jimmie Bunkins no.

—Siento mucho lo que ha pasado—dijo la verdulera.

—La creo —dije. Me encogí dehombros, le di las gracias y me alejé devuelta a Bow Street.

Al parecer mi casaca había sidorobada por un ladronzuelo común queprimero había intentado engatusar a lamujer con una mentira. Aquella noche,busqué a los dos alguaciles en cuestión yellos confirmaron la historia de la

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verdulera. Los dos se disculparon porhaber considerado que la casaca robadano tenía importancia en aquel momento.Sus disculpas, claro, no sirvieron paraque yo recuperara mi casaca. En lasiguiente oportunidad en que me hallécon Bunkins y el alguacil Perkins, saquéel tema a colación. Eso fue mientrasrecorríamos juntos parte del trayectodesde la vivienda del señor Perkinsjunto a Little Russell Street hasta quecada uno se encaminara en su propiadirección. Les conté lo que me habíadicho la verdulera del ladrón e intentédescribir la casaca.

—Pero —dije, recordando depronto— usted ya la ha visto, señorPerkins. ¿No se acuerda? La llevaba el

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día que íbamos juntos y descubrimos elcadáver de lo que creímos que era laprimera víctima del Rastrero.

—Ah, sí, es cierto —dijo él—, yuna hermosa casaca era. Era verde, si norecuerdo mal.

—Verde oscuro —precisé—.Verde botella lo llaman.

—¿Verde oscuro, dices? —repusoBunkins—. ¿Y tiene un ribete blanco?

Lo miré sorprendido.—Pues sí, alrededor de los

bolsillos y los ojales. ¿La has visto?—Puede que sí —dijo él—, y la

llevaba un tipo al que tú conoces, viejoamigo.

—¿Oh? ¿Y quién era?—¿Por qué no vamos a ver si

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podemos encontrar a ese tipo? Puedeque encontremos también tu casaca.

Así pues, sin decir nada más,Bunkins continuó con nosotros más alláde donde solíamos separar nuestroscaminos y él se encaminaba a la mansióndel señor Bilbo en St. James Street. Nohabíamos andado mucho cuando sugirióque podíamos desviarnos de la rutahabitual para ir a Bow Street y dar unavuelta por Bedford Street.

—Pero usted, señor Perkins —dijoal alguacil—, supongo que tendrá quemarcharse. El deber le llama, como sesuele decir.

—El deber no me llamará hastadentro de una hora —replicó el señorPerkins, reprimiendo una sonrisa

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burlona—. Pero como alguacil estoyobligado a hacer que las propiedadesrobadas le sean devueltas a suslegítimos dueños. No pretenderásdeshacerte de mí, ¿verdad, Jimmie B.?

—Oh, no, señor —dijo Bunkins,como la viva imagen de la inocenciaofendida—. ¿Cómo puede pensar eso?

De modo que los tres dimos unrodeo hasta Bedford Street. Aunque yono le había preguntado nada a Bunkins,tenía una idea cierta de quién podíallevar mi casaca buena en BedfordStreet; todo lo que la verdulera me habíacontado del ladrón abonaba missospechas.

Cuando llegamos a nuestro destino,Bunkins nos pidió que esperáramos

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mientras él entraba en el primer tugurioque teníamos a mano. No había aúntantos transeúntes en la calle como solíahaber más tarde; los que salían detrabajar a aquella hora tendían a evitarlapor su mala reputación. Me fijé en quePerkins, que guardaba silencio, seestaba abotonando la casaca con airecasual. Cuando terminó, ya no se veía elchaleco rojo que lo identificaba como unvigilante de Bow Street. Bunkins saliódel tugurio, sacudiendo la cabeza, yseguimos hasta el siguiente, cuyamuestra indicaba que era una tienda delicores, y luego hasta el siguiente, queera una taberna. Perkins no habló hastaque nos hallamos esperando ante lapuerta de un quinto local de mala nota.

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—Yo no voy a intervenir para nada—dijo—. Pero recuerda lo que te heenseñado y todo saldrá bien.

Yo, que cada vez estaba más tensoa medida que íbamos de un local a otro,cobré nuevos ánimos gracias a laspalabras del señor Perkins: él habíasido mi maestro y yo estaba preparado.

Bunkins apareció en la puerta y noshizo señas de que entráramos.

Perkins me retuvo. Cogió su garrotey me lo metió por el cinturón a laespalda.

—No lo uses a menos que tengas unbuen motivo —me dijo.

Finalmente entramos. Perkins medejó para ir a la barra. Yo me acerqué aJimmie Bunkins, que había vuelto a

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entrar. Se limitó a señalar sin decirnada. Dentro estaba casi tan oscurocomo fuera, donde empezaba a caer lanoche. Un quinqué ardía en la barra, unfuego ardía en la chimenea y habíabujías desperdigadas por las pocasmesas en las que había parroquianossentados. Con tan escasa iluminación, nofue fácil hallar al que buscaba. Enrealidad lo oí —aquella risita suya tanestúpida, como el relincho de un caballo— antes de que mis ojos consiguieranpenetrar la penumbra del fondo dellocal. Pues sí, allí estaba, sentado en unamesa con cuatro compinches: JackieCarver.

A aquella distancia y con tan pocaluz, no pude distinguir si la casaca que

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llevaba era la mía, de modo que avancéhacia él, trazando un camino por entrelas mesas. Bunkins me siguió. Mientrasme acercaba, Carver me vio, mereconoció, y abandonó su cháchara.Cuando llegué a la mesa, ya había vistobien la casaca que llevaba: de colorverde botella y con un ribete blanco erainconfundible; era la mía. Todos losojos de la mesa estaban fijos en mícuando llegué a su altura y esperé.

—¿Qué quieres? —me preguntó élcon una afectada sonrisa despectiva.

—Mi casaca —contesté.—¿Tu casaca? —Soltó su estúpida

risita—. Ésta es la casaca de un hombre.La última vez que te vi, llevabas faldasde mujer, como si fueras una fulana. No

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tienes derecho a llevar una casaca dehombre.

Sus palabras causaron hilaridadentre sus compañeros de mesa. Mientrasél permanecía sentado, sonriendoafectadamente, los demás secarcajeaban; uno de ellos, un tipo conaspecto patibulario de unos treinta años,golpeaba la mesa con regocijo. El restodel local se había sumido en el silencio.El tabernero se movió hacia nosotros.Esperé a que las risas remitieran.

—Aun así la quiero.—Pues no la tendrás. —Me miró

con odio desde su sitio al final de lamesa rectangular.

Entonces, para que dejara demirarme, extendí la mano derecha

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delante de él e hice chasquear los dedos.Sus ojos se movieron involuntariamentehacia el sonido, como yo había previsto.En un rápido movimiento estudiado, leagarré entonces por la oreja con la manoizquierda, se la retorcí y tiré haciaarriba. Él no tuvo más remedio quelevantarse o dejar que le arrancara laoreja. Cuando se había levantado amedias, le di un fuerte empujón en lacara y le solté. Cayó hacia atrás contrala silla y la pared con gran estrépito,aunque consiguió mantenerse en pie. Suscompañeros estaban demasiadosorprendidos para hacer algo aparte demirarnos boquiabiertos. Luego él sellevó la mano a la espalda como si fueraa sacar el cuchillo, pero la dejó allí en

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un gesto de amenaza.—¿Sabes quién soy? —chilló—.

¿Sabes lo que puede hacerte?Me pareció haber oído eso antes.—Sí-le grité—. Dices que te

llamas Jackie Carver, y eres un chulo yun impostor que sólo sabe apuñalar porla espalda, y serías capaz de enfrentartecon el mismísimo Diablo antes queluchar debidamente con cualquierhombre mortal.

—¡A pelear fuera!Era el tabernero. Se inclinó por

encima de la barra empuñando sendaspistolas, y aunque no las habíaamartillado, por su expresión eraevidente que estaba dispuesto adisparar.

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—Vamos —grité, luego me di lavuelta, pasé por delante de Bunkins y meencaminé hacia la puerta.

La desbandada hacia la calle fuegeneral. El tugurio se vació debebedores impacientes por presenciar lareyerta. Sin embargo, me hicieron sitiocomo uno de los protagonistasprincipales que era y salí a la calle,notando las palmadas de Bunkins en laespalda.

—Eh, eso sí que ha sido todo undesafío, compañero —exclamaba conentusiasmo—. Nunca lo había vistohacer mejor.

—Pero ¿adónde podemos ir?—Allí, al callejón.Bunkins me cogió por el codo y me

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condujo al mismo callejón donde sehabía descubierto el cadáver de PollyTarkin. La muchedumbre vino detrás. Oímurmullos que expresaban posibilidadesy hacían apuestas. Al parecer, y pese ami digna actuación dentro del tugurio,las apuestas no estaban a mi favor.

Me planté en medio del callejón yesperé mientras la muchedumbre secolocaba en torno a mí. Tras recoger micasaca vieja, Bunkins recorrió elperímetro de público, empujándoleshacia atrás.

—Dejen sitio... Atrás, atrás...Dejen sitio —iba diciendo.

Por fin llegó mi adversario,acompañado por sus cuatro secuaces,que reían entre dientes y le daban

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palabras de ánimo, hablándole de lagran efusión de sangre que estaba apunto de producirse. Por su parte, élparecía más sombrío allí que en lataberna; asintió, aceptando sus palabrasde aliento, pero no hacía ninguna muecade desprecio ni sonreía, y tampoco soltóninguna de sus risitas. Yo me eché lamano a la espalda para asegurarme deque el cinturón sujetaría el garrote delseñor Perkins para que no se cayera y almismo tiempo yo podría sacarlofácilmente cuando lo necesitara.Satisfecho en ese punto, avancé parademostrar que estaba preparado.

Él se quitó la casaca, mi casaca, ymusitó algo a sus amigos. Luego, comoúltima bravata, gritó a la multitud:

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—Que lo sepan todos. Esto no espor culpa de una casaca. Es por unachica, una de mis putas que quería paraél solo. Ella no quería saber nada él.Ella...

Mientras él hacía su discurso ymiraba a derecha e izquierda a supúblico, yo seguí avanzando hacia él.Comprendió demasiado tarde lo cercaque estaba de él e, interrumpiendo superorata, apenas tuvo tiempo de alzarlos brazos para defenderse, y muchomenos de echar mano al cuchillo.

Traspasé los tres pasos que nosseparaban con dos veloces zancadas y leasesté dos puñetazos en la cara, uno conla derecha y otro con la izquierda, yluego le di una fuerte patada en una

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rótula. Se desplomó, cayendo al suelosobre la otra rodilla.

Entonces hice algo que no deberíahaber hecho: Retrocedí, permitiendo asíque se recobrara. Esto lo hice en partepara dar oportunidad a mis dedos derecuperar la sensibilidad, pues aunquetenía las manos endurecidas por losmuchos días de ejercitarme a fondo conel saco del patio del establo, no estabanpreparadas para topar con los huesos desu cara. A partir de ese momento legolpearía en las partes blandas...

Había sacado el cuchillo y meacometió, lanzándome una cuchillada ala altura del ombligo. Tenía la manorápida, y desde luego me habría rajadode no ser porque salté hacia atrás. Se

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puso entonces en pie, empuñando elcuchillo, y se abalanzó sobre mí. Yo nopude hacer otra cosa que retroceder. Nopodía sacar el garrote que llevaba a laespalda, porque necesitaba ambasmanos para guardar el equilibrio.

A la multitud pareció divertirleesto especialmente. Oía «Ooohhhs» y«Aaahhhhs» cada vez que él arremetíacontra mí y esperaban ver una manchacarmesí de un momento a otro. Eso eralo que querían ver.

Pero yo hice mi pequeña danza,fintando a la izquierda y saltando a laderecha, lejos del cuchillo. Él siguiómis movimientos y me pasó rozando,pero antes, le di una patada en la caderaque le hizo perder el equilibrio, y se

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tambaleó torpemente para recuperarlo.Esto me dio la oportunidad que

necesitaba para sacar el garrote delcinturón. Lo cogí con la mano derecha yme golpeé la palma izquierda con él. Lafuerte punzada de dolor que sentí me dionuevos ánimos. Había practicado con elgarrote a menudo.

Él había conseguido hacermeretroceder con una serie de acometidas.¿Seguiría así? ¿O intentaríaacuchillarme como había hecho alprincipio? Tenía que estar preparadopara ambos métodos de ataque.

Arremetió contra mí.Yo volví a saltar hacia la derecha

para alejarme de la hoja, pero él pareciópreparado para ese movimiento, pues

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giró hacia mí y me habría tocado de noser porque, al tiempo que saltaba, legolpeé con fuerza en la oreja con elgarrote. Me agaché detrás de él y le diotro garrotazo en la coronilla.

Él se volvió hacia mí, lanzándomeuna cuchillada con un ampliomovimiento de la mano. Sin embargo, yolo había previsto, lo esperaba incluso, yestaba fuera de su alcance cuando elcuchillo pasó, y después, avancé ygolpeé la mano que sostenía el cuchillocon el garrote, que lo dejó caer al suelo.Él se lanzó a la desesperada pararecuperarlo, pero yo volví a darle ungarrotazo en la cabeza y pensé con todacerteza que lo había dejado sin sentido.Sin embargo, mientras yo le daba un

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puntapié al cuchillo, que resbaló sobreel pavimento, alejándose de nosotros, élconsiguió ponerse en pie.

De pie ante mí, jadeando, sudandoginebra, con la sangre que le caía de laoreja y del cuero cabelludo, no parecíauna gran amenaza, pero yo sabía quedebía terminar con él. Me metí elgarrote por el cinturón y le hice señas deque se acercara. Él avanzó pesadamentehacia mí con los brazos extendidoscomo si quisiera estrangularme, lo quesin duda habría hecho de haberle dadoyo la oportunidad.

Lo que siguió no debió de seragradable de ver, porque el recuerdo deMariah despertó en mí una furia queimpulsó el torbellino de patadas y

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puñetazos que solté sobre aquella formavertical, pero inerte. Por fin, cuando lotenía apoyado en mí para no caerse, ledi un cabezazo en la cabeza. Retrocedí yél cayó de bruces sobre el empedradodel callejón.

Aguardé. No se movió. Caminéhacia atrás, no queriendo darle laespalda hasta hallarme a una distanciaprudencial. Mientras andaba, miraba aun lado y a otro, y vi dinero cambiandode manos entre la multitud. Guardabansilencio en su mayoría, no sabía si poraburrimiento una vez concluida ladiversión, o porque les decepcionaba elresultado. Encontré a los cuatro quebuscaba, cuchicheando entre ellos.

—Quiero esa casaca, por favor. —

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Saqué de nuevo el garrote del señorPerkins y me di unos golpes en la palmade la mano.

El más feo de los compañeros deJackie Carver —y ninguno de ellos erauna belleza— seguía aferrando micasaca. Me la tiró a la cara y sacudió lasmanos con repugnancia. Luego loscuatro dieron media vuelta y se alejaron,dejando a su campeón tirado en el suelo.

—¡A ver! ¡A ver! ¿Qué es todo estealboroto?

Era el señor Perkins, con la casacadesabrochada y el chaleco rojo a lavista, presentándose como alguacil en laescena de la pelea. Vino directamentehacia mí.

—¿Ha tomado usted parte en todo

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esto? —preguntó con la mayorseveridad—. Yo me haré cargo de esearma que tiene en la mano, jovencito.

Le tendí el garrote sin protestar.(Al fin y al cabo, era suyo.) Él me aferrópor el brazo y me condujo por una rutaindirecta hasta Jackie Carver. Por elcamino, hizo un «descubrimiento».

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?¿Un cuchillo? —Se agachó y recogió elarma—. ¿Ha usado usted este cuchillopara atacar a ese pobre hombre de ahí?

Antes de que me viera obligado aalzar la voz en mi propia defensa, tresde los espectadores se adelantaron paraponer las cosas en claro.

—No, alguacil, no ha sido así.—Era el otro tipo el que tenía el

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cuchillo. Es famoso por eso.—El muchacho no usó el garrote

hasta que el otro sacó el cuchillo.—Bueno —dijo Perkins,

acercándose a la forma que yacía en elsuelo—, aun así, lo ha dejadomalparado.

Carver, gracias a Dios, habíaempezado a moverse. Mis tresdefensores se acercaron también paraverlo mejor. Perkins se arrodilló,supuestamente para examinarle lasheridas, pero al mismo tiempo pareciósusurrarle algo en la oreja sana.

Bunkins apareció a mi ladoinopinadamente.

—Me has hecho un hombre rico,Jeremy, viejo amigo —dijo—. Tenías en

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contra las apuestas, y yo he apostado porti todo lo que llevaba en el bolsillo y unpoco más.

—¿No has apostado también por él,por si acaso?

—¡Jamás haría una cosa semejante!—exclamó, mirándome conconsternación.

—Ya sé que no. —Sonreí y leguiñé un ojo para tranquilizarlo. Se meocurrió entonces que si podía sonreír,sin duda aquella dura prueba habíaterminado.

—Vaya por Dios —exclamóPerkins para que todos le oyeran—, todoeste tiempo estaba pisando la manoderecha de este pobre hombre. Puedeque le haya hecho más daño aún del que

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tiene.Aun así, no quitó el pie hasta

levantarse y apoyar todo el peso delcuerpo en él. Carver intentabaincorporarse sobre los codos. Los otroslo miraban, más por curiosidad que porpreocupación.

—A ver, ustedes tres. Ayúdenle aponerse en pie. Les ordeno que lo llevena un médico para que examine susheridas. Hay uno en Tavistock Street;Donnelly se llama.

Los tres se apresuraron a obedecerla orden del alguacil. Otro se acercópara ayudarlos y entre los cuatroconsiguieron ponerlo en pie.

—Y a usted, jovencito —dijoPerkins, cogiéndome bruscamente por el

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brazo—, me lo llevo directamente aBow Street. ¡Y le advierto que si seresiste lo lamentará!

Agaché la cabeza, y huelga decirque no opuse la menor resistencia.

Nuestro estado de ánimo, cuandonos alejamos, era de un júbilocontenido. Tan pronto como estuvimosfuera de la vista y del oído de losdemás, Bunkins soltó un fuerte aullidode triunfo, y el señor Perkins se permitiópor fin sonreír.

—Creo que he dejado el honor delos Vigilantes de Bow Street bien alto.¿No os parece, muchachos? No podemosdejar que crean que aprobamos laspeleas callejeras.

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Los dos le aseguramos que habíarepresentado su papel a la perfección, ymientras Bunkins se jactaba de susganancias, Perkins quiso asegurarse deque yo no había recibido herida alguna yme aseguró que, de haberme vistoherido, habría detenido la pelea en elacto. Luego se lanzó a criticar miactuación.

—Tu único error —dijo— fueecharte atrás después de hacerle caercon esa patada en la rodilla.

—Pero el modo en que esquivó elcuchillo... —interpuso Bunkins.

—Ha sido peligroso y daba miedoverlo —dijo el señor Perkins conbrusquedad.

Así continuó hasta que, al

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aproximarnos a Bow Street por GreatHart, nos separamos de Bunkins, queaseguró estar impaciente por volver acasa y contar su botín. El señor Perkinsy yo seguimos andando en silenciodurante un rato, pero de repente meobligó a detenerme y me miró de arribaabajo con ojo crítico.

—Bueno —dijo—, el sudor se teha secado, tienes la cara sucia y el pelonecesita un buen peine, pero has salidocon bien, Jeremy. Y debo decir quetienes una elegante casaca por la quemerece la pena luchar.

—Hay una cosa que ha dichoCarver que era cierta —dije después dedarle las gracias—. La pelea no era porla casaca... o al menos sólo lo era en

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parte.—Me lo había imaginado.Reemprendimos la marcha.—Dígame, señor Perkins —dije—,

cuando se agachó para examinarlo, mepareció que susurraba algo al oído deCarver. ¿Qué le dijo?

—Ah, sí. Le he transmitido unmensaje. Le dije que si se le ocurríaintentar vengarse de ti, era mejor que loolvidara, porque si te ocurría algo malo,yo iría a buscarle personalmente y lomataría más deprisa que cualquierverdugo. Le pregunté si me entendía y élsoltó un gemido, que yo tomé por un sí.

No nos dijimos nada más hasta queestábamos a punto de entrar en elnúmero 4 de Bow Street. El alguacil me

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instó a lavarme un poco y a peinarmeantes de subir las escaleras.

—Así pues, ¿no se me acusa denada? —pregunté con una sonrisainsolente.

—De nada en absoluto —dijo él.

En los días siguientes seprodujeron varias idas y venidas, un parde ellas no carentes de misterio. La queno me extrañó fue el regreso de la mujerque nos lavaba la ropa. Orgullosamenteme mostró la camisa y los calzones quellevaba al vadear el río Fleet. De algúnmodo, lavándolos tres veces y dejandoque se secaran al aire libre los escasosdías de sol de noviembre, habíaconseguido dejarlos limpios. Mayor

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importancia tenía que ya no apestaran.Yo me sentí tan agradecido que larecompensé con dos chelines de la granprovisión de dinero que Bunkins mehabía entregado. (Su conciencia no lepermitía guardarse para él solo todo loque había ganado gracias a misesfuerzos, de modo que me había dadola mitad de sus ganancias.) La buenamujer quedó abrumada por migenerosidad. Mientras usara aquelmontón de chelines para un buen fincomo aquél, no tenía por qué sentirmeculpable de haberlo aceptado. O eso meparecía a mí.

La visita más curiosa, por loimprevista, fue la de la familiaMillhouse. Thaddeus, Lucinda y el

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pequeño Edward entraron un domingopor la mañana ataviados con susmejores galas. Me los encontré justocuando salía para llevar al buzón unascartas de lady Fielding. Les saludé y mepareció que todos, incluso el pequeñoEdward, se comportaban de un modomuy solemne. Sin duda el magistrado leshabía mandado llamar, aunque yo no leshabía llevado ninguna carta, y por unasunto que debía de ser importante.Dado que mi recado me obligó a dartoda la vuelta hasta la cochera, mesorprendió ver de lejos a los Millhouseen Covent Garden cuando regresé, notanto por verlos, como por suextraordinaria actitud. Incluso desdeaquella distancia —pues los vi desde el

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otro lado de la espaciosa plaza, si bienestaba casi vacía—, sus rostrossonrientes y la alegría con que charlabanme indicó que su visita a sir John leshabía alegrado sobremanera. Quizá,pensé, sir John había perdonado la multapor ebriedad que había impuesto aThaddeus. No sería nada raro en él.

Al día siguiente, o más bien a lanoche siguiente, pues habíamos acabadode cenar, vino a visitarnos GabrielDonnelly. No llevaba su maletín demédico ni había ningún enfermo en lacasa, por lo que su visita no podía serprofesional. De hecho, la única razónque se me ocurrió para su visita fue quequisiera despedirse. Sin embargo, nodio muestras de semejante cosa cuando

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entró. No hubo tiempo para discursos nilágrimas, porque sir John se levantó dela mesa y lo condujo directamente a lapequeña habitación que él llamaba suestudio. Los que nos quedamos abajo, enla cocina, oímos cómo se cerraba lapuerta y luego el murmullo de la vozgrave de sir John, incluso una vez elsonido de la risa del señor Donnelly.

No se quedó mucho rato, menos demedia hora, diría yo, y regresó solo. SirJohn se había quedado arriba. Yo alcé lavista de la marmita que estaba fregandoy vi una amplia sonrisa en su cara. Nocreí que se hubiera despedido.

—No se irá usted a Portsmouthpróximamente, ¿verdad, señor? —aventuré.

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—No, Jeremy, no te librarás de mítan fácilmente. ¡No, por cierto! —Volvió a echarse a reír y dibujó unospasos de baile.

Annie, a la que también habíancomunicado la inminente partida deDonnelly, clavó los ojos en mí con unapregunta en su mirada que yo no pudecontestar. Incapaz de hacer otra cosa, melimité a encogerme de hombros y ellaimitó mi gesto.

De modo que tenía dos misteriospor resolver, y difícilmente podríahacerlo por mí mismo, dado que no sehabía dejado caer ninguna insinuación ninadie había ofrecido su ayuda. No mequedaba nada por hacer salvo esperar aque el propio sir John decidiera

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explicarse. Lo hizo dos noches después,mientras estábamos cenando. Habíapedido vino, cosa rara en un díacorriente, cuando a la mesa de la cocinanos sentábamos sólo los cuatro. Mepareció probable que quisiera hacer unbrindis, y así fue en efecto.

Antes de que hubiéramos tocadosiquiera la comida con los cubiertos, sirJohn se levantó y alzó su vaso en alto.

—Mi querida familia —dijo,incluyéndonos generosamente a Annie ya mí—, brindo a la salud del señorGabriel Donnelly, pues aunque ausentede esta mesa hoy, podemos esperar quese halle presente en ella muchas vecesen el futuro, en lo que esperamos quesea su larga y prolongada residencia en

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Londres.Los tres nos levantamos y bebimos

a la salud del médico junto con sir John,ahorrándonos las preguntas hasta quevolviéramos a sentarnos. Entoncesllegaron en abundancia: ¿Le habíapersuadido para que se quedara? ¿Lohabía rechazado la Marina? ¿Habíaencontrado un mecenas? ¿Por qué noestaba entre nosotros? Sir John alzó unamano para acallar nuestras voces y sedispuso a explicarse.

—Por nada del mundo habríapodido persuadirle de que se quedaraaquí —dijo—, dado que era la simplenecesidad económica lo que leimpulsaba a reincorporarse a la Marinaque, por cierto, le hubiera aceptado con

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sumo gusto, pues he averiguado que tuvoun muy brillante historial durante susaños de servicio. En cierto sentido, sí,ha encontrado un mecenas, como ahoraos aclararé, puesto que el anunciooficial se hará mañana en el Parlamento.

»Por fin, y ante mi insistencia, seha designado un nuevo juez pesquisidor.Será Thomas Trezavant, un amigo delprimer ministro y, entre nosotros, tanpoco preparado para el cargo como supredecesor, aunque sea mucho másjoven. Sin embargo, al menos él nopretende fingirse competente, y duranteuna entrevista que sostuve con él y conel lord magistrado supremo, conseguíconvencer a ambos de que el juezpesquisidor necesita un asesor médico,

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un profesional en cuyas opiniones puedadepositarse la máxima confianza.Naturalmente, recomendé al señorDonnelly para el cargo. Debo admitirque hubo cierta oposición, porque esirlandés y, como bien supusieron,católico. Yo contraataqué con suexcelente historial en la Marina Real, ypuse de relieve que su religión no habíasupuesto impedimento alguno. En cuantoa su fiabilidad, les hablé del modo enque me ha ayudado en la investigaciónde los últimos y espantosos asesinatosque, gracias a Dios, ya hemos dejadoatrás. Les confesé que, mucho antes deque yo estuviera dispuesto a reconoceresa posibilidad, el señor Donnelly habíainsistido en que se trataba de la obra de

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dos asesinos en lugar de uno, y que suconvencimiento se basaba puramente enpruebas médicas. Pidieron conocerle. Elencuentro se produjo ayer. El señorDonnelly, del que todos sabemos que esuna excelente persona, se presentó a símismo de la manera más modesta, comotodo un caballero, y ellos lo aceptaron.Dado que el señor Trezavant goza de laconfianza del primer ministro, ha podidopersuadirle de que establezca unaremuneración anual para el asesormédico; no será mucho, claro, perobastará para ayudar al señor Donnelly ahacerse con una clientela en esta ciudad.Sin duda el reconocimiento oficial leproporcionará pacientes en abundancia.—Sonrió de oreja a oreja y asintió—.

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Pero cenemos. El cordero se nosquedará frío.

De modo que cenamos nuestrasbuenas chuletas de cordero, mejores aúngracias al clarete que las acompañaba.Sin embargo, yo seguía teniendo unapregunta.

—Sir John, ¿por qué no ha venidoel señor Donnelly a cenar con nosotros?¿Por qué tenemos que brindar por él ensu ausencia?

—Ah, Jeremy, haces bien enpreguntarlo. Esta noche cena con sunuevo patrón, el señor Trezavant. Setrata, desde luego, de una obligaciónsocial y profesional. El señor Donnellyenvía sus disculpas y promete venir acelebrar su buena fortuna en breve.

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Tras haber solucionado así uno de

los misterios, resolví hallar la soluciónal otro. Así pues, cuando terminé defregar, decidí abordar a sir John ypreguntarle directamente. Al fin y alcabo, ¿no me había aconsejado Donnellyque buscara la oportunidad de hablarcon él? Además, quizá si conseguíaentablar conversación con él, tendría laocasión de hablarle de asuntos a los queyo otorgaba mucha más importancia.Sabía que lo encontraría en el estudio,donde tan a menudo se sentaba areflexionar entre tinieblas. Subí hastaallí y di unos golpecitos en la puerta.

—Soy Jeremy, señor —dije—. Talvez podría usted responderme a una

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pregunta.—Lo haré si puedo, muchacho.

Entra y siéntate. Enciende una bujía siquieres.

Entré y me senté frente a él, perodejé que siguiéramos en la oscuridad.Era su elemento.

Le expliqué que había visto a lafamilia Millhouse entrando con todasolemnidad el domingo anterior y quemás tarde los había divisado cruzandoCovent Garden con aspecto realmentefeliz. ¿Qué había conseguido levantarleshasta tal punto el ánimo?

—Ah —dijo él—. Me avergüenzode no habértelo contado antes, puestoque se trata de un asunto que teconcierne. A decir verdad, Jeremy, soy

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algo obsesivo por naturaleza. Al parecersólo soy capaz de pensar en una cosacada vez, y desde el domingo, ladesignación del señor Donnelly haabsorbido mi atención por completo.Pero como tú bien percibiste, el señor yla señora Millhouse también hanexperimentado un cambio de fortuna, ytú, Jeremy, eres el responsable.

—¿Yo, señor? ¿Cómo es eso?—Fuiste tú quien encontró el botín

de Polly Tarkin, el producto de sushurtos y robos. Cuando por fin me liberéde la carga que pesaba sobre mí porcausa de los asesinatos de CoventGarden, mi pensamiento se desvió haciala pequeña familia del Half MoonPassage, cuyo padre es un bebedor,

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presa fácil de las tentaciones de lacarne, condenados a vivir en una únicahabitación con un bebé llorón. Mepareció que merecían algo mejor.Averigüé que el empleo del señorMillhouse en casa del señor Hooleobligaba a aquél a levantarse tempranocada mañana y caminar hastaClerkenwell, pues es allí donde realizala traducción de Ariosto. En resumen,comprendí que tenía toda la razón delmundo para sacarlos de un entorno tanpoco recomendable, de modo que lesmandé llamar el domingo. Dado que sehabían atrasado en uno de los pagos dela multa que impuse al señor Millhouse,debieron de creer que queríacastigarlos, de ahí la expresión solemne.

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Cuando descubrieron que, por elcontrario, había decidido entregarles labolsa de dinero que tú descubriste bajoel suelo de la vivienda de Polly Tarkin,su alegría fue inmensa. Aunque obtenidopor medios ilícitos, les dije, ellospodrían darle buen uso. Sin embargo,puse una condición sobre el modo enque podían gastarlo. Les dije que teníanque mudarse de Covent Garden aClerkenwell, o cerca de allí, a unavivienda más amplia y confortable, yque el señor Millhouse no debía tocar unsolo chelín para celebrar su buenasuerte. El juró que no lo haría delante desu mujer, y creo que ella le ha obligadoa cumplir, porque ya han encontradootro sitio y se mudarán el próximo

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sábado. ¿Qué me dices de eso, Jeremy?—De no ser porque podría

molestar a lady Fielding, soltaría unsonoro hurra.

—Estaba seguro de que tecomplacería.

—¿Cuánto había en la bolsa?—Casi cuarenta guineas. Le pedí al

señor Mardsen que lo contara: guineas,soberanos y chelines, y ésa eraaproximadamente la cantidad.

—Les cambiará la vida.—A mejor, sin duda.Esperé. Como sir John no decía

nada, me dispuse a levantarme parasalir.

—Quédate —dijo él entonces—.Ahora que estás aquí, quizá podríamos

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hablar de otras cosas. —Vaciló antes deañadir—: A causa de mi estadoobsesivo durante las últimas semanas,hemos tenido pocas ocasiones de hablarcomo antes hacíamos. En primer lugar,quiero que sepas que aprecio tu ayudaen la investigación de los homicidios.No, es algo más que aprecio. Aún mesiento culpable por haberte puesto enpeligro con aquella mascarada quesirvió para capturar al Rastrero, sinembargo, tú te comportaste de un modoadmirable y te ganaste la recompensarecibida con creces. Aunque te dijedespués de tu aventura en lasalcantarillas que habías sido «un tontomuy valiente», fuiste mucho más de losegundo que de lo primero. Y también

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debo reconocer, Jeremy, que túdemostraste mi error con el señorTolliver. Puede que te parezca increíble,pero últimamente me gusta quedemuestren que estoy equivocado de vezen cuando.

»El señor Donnelly me contó cómote gastaste el dinero de la recompensa,parte de él, y también eso lo encontréadmirable. Confieso, empero, que mepreocupó que hubieras tenido relacionescarnales con aquella pobre chica. Él measeguró que no. ¿Es cierto?

—No las tuve, sir John.—Bien. La sífilis se ha extendido

por Londres. Ya has visto las posiblesconsecuencias en Amos Carr, pero enlas calles puedes ver otros ejemplos:

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tullidos e idiotas babeantes. Es unaenfermedad terrible. No obstante, meresulta demasiado fácil olvidar casisiempre cómo era yo a tu edad y un pocomayor que tú. En mi pecho ardían losmismos anhelos, la misma pasión por laaventura y el riesgo. De no haber estadotan impaciente por vivir el riesgo, quizáhoy podría disfrutar del don de la vista,cierto, pero quizá no habría tenido lamisma vida y, en conjunto, creo que hasido buena. El destino nos juega siempreestas extrañas pasadas. De todas formas,creo también que, en general, seríabueno que consideraras los peligrospotenciales, Jeremy, antes de lanzarte ala aventura.

Supuse que entonces habría

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acabado, pero habíamos llegado tanlejos que me pareció posible avanzaraún un poco más.

—¿Sir John?—Sí, muchacho, dime.¿Cómo decírselo?—Bueno, señor, sólo quería

renovar mi intención de estudiar leyescon usted, si ése es también su deseo.

—¿Si he olvidado tu intención o mipromesa? ¿Es ésa la pregunta? No,aunque hace bastante tiempo que nohablamos de ello, no lo he olvidado.Sencillamente eres aún un poco jovenpara empezar. Pero es un largo proceso,te lo advierto, y también tedioso.Esperemos un poco más, quizá un año.Esperemos a que cumplas los dieciséis.

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Tienes mi palabra.

A medida que se acercaba laNavidad en aquel año de 1770, yo memostraba más impaciente por comprarregalos para todos. Dado que sólo habíagastado dos chelines de la suma que mehabía dado Jimmy Bunkins, por fin teníalos medios para dar rienda suelta a misbuenos deseos hacia todas las personasqueridas. A Bunkins le regalé unejemplar del Robinson Crusoe, que sinduda podría leer en el año entrante; alseñor Perkins le compré una cadenapara el reloj; a Annie, un camafeo conuna cinta de seda; a lady Fielding, uncepillo para los cabellos; y a sir John,una navaja de afeitar nueva (yo, que

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necesitaba una, heredé la vieja). Locierto es que también gasté dos guineasde la recompensa.

Aunque no es necesario queenumere aquí todos los regalos querecibí a mi vez en Navidad, debomencionar el que me hicieron sir John ylady Fielding. Fue ella quien me entregóun paquete grande y pesado. Mientras lodesenvolvía delante de todos, no tenía lamenor idea de qué contenía, ni hubierapodido adivinarlo, salvo por el hecho deque tenía la forma de una pila de libros.Y libros eran, cuatro, que comprendíanla gran obra de sir Edward Coke, el granjurista del siglo anterior, Institucionesde la Ley de Inglaterra.

Abrumado, les di las gracias a los

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dos.—Lo que te hemos dado —dijo sir

John— es mucho trabajo, Jeremy. Puesmis instrucciones son que leas esta obrade cabo a rabo, los cuatro volúmenes.Está bien escrita y no debería serte muydifícil. Pero luego será mejor que la leasuna segunda vez y tomes nota de todaslas preguntas que se te planteen. Sitrabajas bien, dos lecturas deberíanllevarte un año. Luego empezará elauténtico trabajo, porque entoncestendremos que leer la obra juntos,discutirla y responder a todas tuspreguntas. Después de eso, podremospasar a otras cosas. El estudio de lasleyes, como ya te he advertido, es unproceso largo y aburrido, pero

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finalmente provechoso.

FIN

[1] Oficial de justicia de la Coronaen Inglaterra, encargado de investigarlos casos de muerte violenta o poraccidente. (N. de la T.)

[2] La frase original inglesa, mouldygrass, se pronuncia de una formaparecida a molte grazie, cosa que noocurre con la traducción en español. (N.de la T.)

[3] El término inglés Raker, que seutiliza para designar al personaje que

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recoge cadáveres, significa literalmente«rastrillador», es decir, el que utiliza elrastro en las eras o el rastrillo en lascalles y jardines. Hemos preferidoutilizar la palabra «rastrero», en suacepción de persona que lleva el ganadoal rastro para matarlo, por tratarse de untérmino que tiene una mayor connotaciónpeyorativa, dado que también significavil y despreciable. (N. de la T.)

[4] Cochera donde había caballosde refresco para la diligencia quellevaba el correo. (N. de la T.)

[5] Téngase en cuenta que en estecaso la palabra ciudad se refiere adistritos administrativos. La City de

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Londres se halla al este de la ciudad yes el centro histórico del conjunto de laciudad, mientras que Westminster sehalla junto al río Támesis, en el centrode la ciudad. (N. de la T.)

[6] Téngase en cuenta que en inglésel término legal es Act of God, es decir,literalmente, «acción divina», lo quejustifica el que se hable de castigo porlos pecados. (N. de la T.)

[7] La obra más famosa deGoldsmith (1728-1774) es El vicario deWakefield. (N. de la T.)

[8] Se daba tal nombre a losmatrimonios celebrados a finales del

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siglo XVII y principios del XVIII en laprisión de Fleet Street o en las cercaníasde la misma, sin amonestaciones, nitestigos, o sin el consentimiento de lospadres, y con clérigos de dudosareputación como oficiantes. (N. de la T.)

[9] Black Jack Bilbo significa JackBilbo el Negro, apodo que se atribuye asu barba negra, pero es también un juegode palabras, puesto que el black jack esel juego de cartas de las veintiuna,famoso en casinos y casas de juego. (N.de la T.)

[10] En el argot londinense seutilizan frecuentemente las rimas. (N. dela T.)

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[11] Ulceración contagiosa. (N. dela T.)

[12] Se celebra el 5 de noviembrepara quemar simbólicamente a GuyFawkes, católico que participó en 1605en una conspiración para asesinar al reyJacobo I. (N. de la T.)

[13] Nombre popular de un famosomanicomio de Londres, el hospital de St.Mary de Bethlehem. (N. de la T.)

[14] Se refiere a la guerra anglo-francesa por la que los ingleses sehicieron con Canadá, que hasta entonceshabía sido colonia francesa (1763). (N.de la T.)

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06/03/2011