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El psicólogo, el malestar cultural y la participación social. Francisco Mora Larch. “Una vez iniciado el proceso corrector, resulta muy frecuente que… haga eclosión un conflicto que, conocido por todos, era mantenido en silencio”. Pichon Rivière (1971: 208) La convivencia humana, si bien puede llegar a instaurar formas culturales de participación social que favorezcan el desarrollo y el bienestar humano, también lleva a implantar sistemas sociales opresivos que generan sufrimiento, violencia, represión, sometimiento, silenciamiento de formas larvadas de control y exclusión para aquellos que se atreven a impugnarlas o incluso tan solo a criticarlas. Aún en esta distinción, debemos entender que discriminando ambos tipos de convivencia, la condición del sujeto como ser de cultura llevará siempre a una renuncia personal y a formas de co-existencia que generarán de una u otra forma un resto, mayor o menor, de malestar cultural (Freud, 1973 [1930]), que se podrá traducir en efectos perniciosos sobre la salud en general y sobre la salud mental en particular, son formas de “sufrimiento existencial” del que no se lleva recuento ni estadística social, un fenómeno que podría expresar lo que S. Bleichmar (2002) denominó para el colectivo social de una nación, “dolor país”. Existen algunas vías de canalización de este malestar, producido y promovido por situaciones sociales de tipo económico, político, cultural, de género, de raza, de edad, de asimetría de poder, etc. Estas vías son canales por los que el malestar se “descarga”, impidiendo un pleno disfrute de la vida, de la sexualidad, del placer, del desarrollo del ser, de su realización bajo formas de participación social y política en general, disolviendo las conexiones humanas proveedoras de procesos de subjetivación social. En muchas experiencias grupales y colectivas, los grupos tienden a desarrollar una organización que intenta la reducción del conflicto, o su neutralización y en el polo extremo a su negación. Se le teme al

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El Psicologo

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El psicólogo, el malestar cultural

y la participación social.

Francisco Mora Larch.

“Una vez iniciado el proceso corrector, resulta muy frecuente que… haga eclosión un conflicto que, conocido por todos, era mantenido en silencio”.

Pichon Rivière (1971: 208)

La convivencia humana, si bien puede llegar a instaurar formas culturales de participación social que favorezcan el desarrollo y el bienestar humano, también lleva a implantar sistemas sociales opresivos que generan sufrimiento, violencia, represión, sometimiento, silenciamiento de formas larvadas de control y exclusión para aquellos que se atreven a impugnarlas o incluso tan solo a criticarlas.

Aún en esta distinción, debemos entender que discriminando ambos tipos de convivencia, la condición del sujeto como ser de cultura llevará siempre a una renuncia personal y a formas de co-existencia que generarán de una u otra forma un resto, mayor o menor, de malestar cultural (Freud, 1973 [1930]), que se podrá traducir en efectos perniciosos sobre la salud en general y sobre la salud mental en particular, son formas de “sufrimiento existencial” del que no se lleva recuento ni estadística social, un fenómeno que podría expresar lo que S. Bleichmar (2002) denominó para el colectivo social de una nación, “dolor país”.

Existen algunas vías de canalización de este malestar, producido y promovido por situaciones sociales de tipo económico, político, cultural, de género, de raza, de edad, de asimetría de poder, etc. Estas vías son canales por los que el malestar se “descarga”, impidiendo un pleno disfrute de la vida, de la sexualidad, del placer, del desarrollo del ser, de su realización bajo formas de participación social y política en general, disolviendo las conexiones humanas proveedoras de procesos de subjetivación social.

En muchas experiencias grupales y colectivas, los grupos tienden a desarrollar una organización que intenta la reducción del conflicto, o su neutralización y en el polo extremo a su negación. Se le teme al conflicto porque es “una fuente de problemas”, por lo que en un primer momento se tiende a evitarlo, y cuando esta estrategia falla, la siguiente será su neutralización, su invisibilización, recurriendo en ocasiones al recurso de la evasión y de alargar el momento de enfrentarlo.

La configuración de los vínculos intersubjetivos, intentando escapar del conflicto, de eludirlo o de negarlo, se vuelve fuente de pequeños malestares, de choque de “opiniones”, de roces afectivos, de sufrimientos, de desgastes e insatisfacciones personales y colectivas que generan montos importantes de dolor personal, familiar, grupal, institucional, causando estragos en los niveles somáticos y psíquicos en los integrantes de esos grupos, a la vez que se genera la disrupción del lazo social.

El psicólogo en función social.

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Es función del operador social, un análisis de-constructivo de los vínculos y de las configuraciones intersubjetivas que tienden a producir altos montos de frustración, impotencia, desesperación, abandono afectivo y desgaste emocional y social, ya quue los sujetos inmersos en esa tramas vinculares desarrollan caracteres con rasgos neuróticos marcados (Fromm, E. [1953] 2004), que llevan la huella de su producción cultural, ya que sostienen y mantienen formas de convivencia instituidas, pero generadoras de alienación personal y afectiva, impidiendo la plena realización humana y el avance en la calidad de la vida social.

Esto se logra en parte, a través del diálogo, la comunicación y el intercambio de ideas, basado en una confianza mutua y reciproca, donde sea posible que el encierro narcisista rasgue su estructura que aísla al sujeto, y posibilite “el ingreso del mundo externo”, favoreciendo la elucidación de la ceguera socioafectiva, sea en lo que hemos escondido sin intención pero amurallado en un baluarte de silencio que impide su dominio a través del decir, del expresar, de permitir que la conciencia arroje un cierto rayo de luz sobre lo vivido oculto, y será una labor ardua seguir los meandros de las huellas y las marcas que se bifurcan y entrelazan, ya que muchos silencios llevan a otros silencios.

Hablamos entonces, no solo de mejorar la comunicación, resolviendo mal-entendidos, y eliminando ruidos que imposibilitan la escucha, hablamos de lo que aún intentando decir, no sale a la superficie, de aquello que se volvió carne para no ser dicho, de eso que insensibiliza al cuerpo provocando des-armonía para clausurar el posible decir, apelamos también a que lo expresado no sea clausura de lo urgente por decir, y a que lo no-dicho en el decir, encuentre un cauce y resuene en algunos en la búsqueda de ser reconocido por aquellos capaces de sensibilizar su escucha, para “registrar” el silencio como una nada que aloja clausuras que aguardan el “oído” que las capte, para poder arrojarse a la expresión simbólica en el decir y también en el hacer. Hemos constatado que el espacio grupal, con un dispositivo que reasegure al sujeto, posibilita, no sin esfuerzo, la ratificación de la necesidad el otro, cuya presencia, humanizada, envía al juego de identificaciones de las que un yo, en crisis, en evanescencia, requiere como soporte simbólico.

En los tiempos actuales, la cultura represora se ha agudizado, impulsando nuevos moldes burocratizados de organización social al interior de empresas, instituciones y sistemas sociales que permean la vida comunitaria; las instituciones son percibidas de manera ahistórica, y se trasmite a los que forman parte de ella, que su único sino es su mantenimiento a través de la adaptación y aceptación acrítica de lo que ahí se hace y se reproduce al infinito, de lo que ahí se dice, y sobre todo, de la aceptación de la forma en cómo se organiza, se administra y se ejerce el poder.

Una estrategia para desmantelar la comunicación generadora de vínculos y redes humanas que promuevan la integración social, neutralizando los intentos de exclusión y marginación, es la exigencia de matematizar todo proceso productivo y todo proceso social, la visión económica y cuantitativa de la producción, tiende a desplazar los significados sociales y el sentido de la actividad productiva y de toda otra actividad humana.

Los sujetos quedan sumergidos sobre un océano de “reportes” de actividades, de porcentajes, de estadísticas que legitimen su función, el que garantiza prácticamente su reconocimiento como sujetos, y justifica los costos de su mantenimiento al interior del sistema en la forma de un contrato coercitivo del empleo cuyo mensaje implícito es el siguiente: “si causas problemas, quedas despedido”, no se tolera la disidencia, y será intolerante el que rechace la intolerancia del poderoso, vuelta norma de conducta o patrón de comportamiento sano, es decir, sumiso.

Esto ha llevado a que cada sujeto en la organización deba responder cuantitativamente de su producción social, económica, técnica, educativa, administrativa, generando reportes de control de su actividad, a la vez que promueve así el control de sí mismo, convirtiéndose en su propio amo, su

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forma de vida laboral es mantener la cabeza gacha y no meterse en el trabajo de nadie más, más que del suyo propio, impidiéndole “por falta de tiempo” desplegar el desarrollo de sus habilidades de relación y vínculos sociales, fragmentando la vida colectiva, transformándola en un espacio donde las personas solo se juntan, pero no se reúnen, donde pueden agruparse, pero no apoyarse, menos identificarse y co-operar conjuntamente: es la instalación sutil pero altamente eficaz de una cultura basada en el mandato del superyó y no en la racionalidad afectiva propia de un yo “mas adulto o maduro”.

Otro factor se agrega a esto, la medicalización de la vida y el recurso a las soluciones rápidas, efectivas, y silenciadoras de los malestares y sufrimientos personales, pero desteñidas de reflexión, se vuelven en ocasiones una forma de existencia que invade los claustros humanos, empezando por el materno, pasando por los nichos ecológicos de la familia y los grupos sociales, desmantelando los recursos de la experiencia cultural y empobreciendo la subjetividad; se impide que nuevas e inéditas formas de relación y pensamiento se mezclen con las “viejas ideas” y la sabiduría ancestral de los pueblos, de donde podría enriquecerse la vida humana y las viejas formas de tratar con el mundo, con el cuerpo y con la vida en general.

Procesos correctores o praxis social.

El tema de los “procesos correctores”, intenta aportar apoyos, plataformas y soportes que inviten a la participación social, fomenten el desarrollo crítico frente a la realidad y sean punta de lanza de experiencias “inéditas” que favorezcan la recreación de los vínculos y el estimulo al despertar de lo que C. Castoriadis (2005) llama “la imaginación radical”, las potencias y fuerzas impulsoras de la creatividad e invención humana, aquella que revierta los procesos de alienación social que cada día se presentan con un carácter más insidioso y generador de lo que Freud (1973 [1930]) llamó el “malestar cultural”, debido a la coerción social subrepticia (generada por los medios de comunicación de masas) que obliga a la pasividad extrema y en última instancia a la resignación y al desfallecimiento de las energías que impulsan a la lucha y a la liberación de lo humano que hay en nosotros.

Ocupado en estos momentos, en la coyuntura de formar a un grupo de estudiantes y egresados de la carrera de Psicología, al ofertarles un Diplomado de Formación como Coordinadores de Grupos Operativos, entiendo la relevancia del tema a partir de una práctica psicosocial que puede desplegar su influencia y su eficacia en los ámbitos comunitarios, institucionales, familiares, en colectivos diversos, donde la propuesta vaya en el sentido de fomentar la participación social vía el empoderamiento de los factores clave para salir de la vulnerabilidad social, de la marginación, la exclusión y la dependencia de los organismos estatales, que buscan solo nuevas formas de control social.

Ante esta situación, la cuestión inmediata a resolver pasa por el análisis de lo que se llama el perfil profesional del psicólogo, del tipo de educación y formación que recibe, de las formas, de las estrategias y tácticas para el desarrollo de “competencias”, para usar un término de “moda”, que nos lleven a constatar o a verificar si en cierta línea de trabajo que intenta desarrollar una praxis (social), utilizando la metodología de los procesos correctores, este enfoque nos pueda brindar herramientas conceptuales y sólidas bases teóricas, que nos permitan re-pensar las ideas y contribuir a un análisis minucioso del programa de formación de los futuros psicólogos, pensados como operadores psicosociales.

Al respecto, Pichon Rivière (1976: 83) dice lo siguiente: “Los planes de estudio, igual que los asistenciales (referidos al enfermo mental), desconocen y escamotean la realidad social en la que ha de desarrollarse la tarea correctora. Planes y tareas asistenciales efectivizan una política que obedece a la estrategia de las metrópolis imperialistas, que intentan afianzar y reforzar la dependencia de países como el nuestro”.

Desde el psicoanálisis, revisado y revisitado, creo que la teoría del vínculo, derivada de la psicología social de Pichon Rivière (1976), puede ser uno de los pivotes por donde muchos aspectos de la formación en psicología deben ser pensados, revisados y asumidos de manera creativa para favorecer que el análisis de lo social pueda ser rescatado en función de articular las

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herramientas teórico - metodológicas del enfoque individual que nos ha aportado el psicoanálisis como modelo de disciplina clínico-humana. Así, se trata de reconocer la importancia del contexto para pautar el análisis del sujeto desde una perspectiva histórica y situacional, desde una perspectiva del entrecruzamiento entre verticalidad (historia) del sujeto y horizontalidad grupal (contexto socio-histórico presente).

Tal y como pensamos, el tema de los procesos correctores, no remite solo a una técnica y a una táctica para afrontar las problemáticas actuales a las que se ve expuesto, más que instrumentalizado el operador social, sea psicólogo, psiquiatra, medico, sociólogo, pedagogo o trabajador social, se ubica más bien en el ámbito de las estrategias y de “las visiones a largo plazo”, por lo que incluye inevitablemente algunos marcos teóricos y metodológicos que deben ser ponderados por la práctica social, ya que su campo es el del cambio, y su estrategia es la de la intervención social en los diversos ámbitos que se pueden recortar del orden socio-histórico: psicosocial, socio-dinámico, institucional, comunitario.

Quizás, lo esencial es que esos ámbitos puedan ser pensados desde el enfoque de la prevención, y desde una psicología que “se piensa” a sí misma en función social, se trata de salir de algunas lógicas en las que nos asentamos sin un previo reconocimiento de su aceptación acrítica, asumiendo los límites que estas nos “proponen” y ya desde ahí, adaptados a ellas, se nos imponen sutilmente limitando nuestro pensamiento, nuestro sentimiento y nuestra percepción, bloqueando u obturando toda posibilidad de praxis comprometida con la transformación de lo instituido y vigente. Esto nos hace a reflexión, podemos tomar distancia de los hechos para construir nuevas lógicas desde dónde pensar y perfilar un nuevo proyecto de Psicólogo como técnico que aporta a los procesos de cambio social.

El problema de “la formación”.

El proceso corrector, es el camino que primero debe recorrer el técnico de la corrección; la congruencia y el compromiso se inician en uno mismo, acompañado de otros, es la conciencia del trabajo previo sobre uno mismo; la pedagogía de Freire (1970), si bien fue la enseñanza de base asentada en el diálogo como apertura a la construcción de su propio mundo por el sujeto de la educación alfabetizadora, para nosotros hace el engarce con la teoría psicosocial de Pichon Rivière (1971) y sus continuadores (Rolla, E. 1962; Kesselman, H. 1970; Bleger 1971, Bauleo, 1973;) lo que nos catapultó a re-trabajar la psicología social al integrar el conocimiento de los resortes ocultos del psiquismo que plantea el psicoanálisis y el marco metodológico de la lectura sociodinámica, al tomar al grupo como “contexto social”, como constructo humano y como dispositivo de intervención psicosocial.

De ahí en más, el análisis de la implicación del profesional, de su quehacer, y de su compromiso por el cambio social no podrá ser eludido, ni escotomizado por omisión o exclusión, de las formas de pensar el perfil del operador psicosocial. La objetividad máxima se alcanza cuando se hace explicita y se asume conscientemente la posición social del técnico de la intervención, ya que condiciona la forma en que habrá de producirse “la tarea correctora”: el ámbito de la praxis social en general.

Indico aquí, que este término (tarea correctora, experiencia de formación para la participación social) no remite a la asunción del operador como el árbitro que decide si hubo una “falta” o un “error”, ya que no funciona como juez y menos como líder; en el fut bol, el tercero aparece como el garante de las reglas. La tarea correctora la producen y la procesan otros, no el técnico, pero esto no indica exclusión o neutralidad, sino como diría Bleger (1971), realizar una “disociación instrumental” para poder hacer la “lectura” (Jasiner, G. 2007: 186) de lo que se despliega ante nosotros y con nosotros, aceptando la posición de “sujeto supuesto saber”, que sabe que no sabe, pero a la vez, que su no saber, instrumentalizado, es tan efectivo como su saber, ambos juegan su parte en cada intervención que se realice desde la “coordinación” de una experiencia grupal, institucional o comunitaria.

Este saber que sabe que no sabe, encuentra su correlato en el grupo, en la medida en que lo que sucede en el espacio grupal, es que los participantes delegan el saber acerca de la tarea sobre el

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operador, ignorando que solo ellos poseen el saber de lo que realmente sucede a cada uno y muchas veces al conjunto o al sub-conjunto humano. El operador psicosocial se presentifica ante el grupo, solo para constatar el aporte de la colectividad, aparece como testigo y es captado como límite y garantía de legalidad en torno a la regulación de los intercambios humanos.

Conclusiones.

Para terminar, nos proponemos ubicar el trabajo en el ámbito de la ciencia social, en establecer las bases de operación del técnico: el actor de la corrección (Kesselman, H. 1972), se propone, desde Pichon Rivière, aportar a un cambió social direccional, planificado, desde un rol especifico y diferenciado de los sujetos de ese cambio. Al hablar de cambio social no se trata de establecer un proselitismo político, pero es pertinente reconocer que en la medida que el cambio es por esencia social, el operador asume una direccionalidad en su instrumento en función de una ética humana.

Se trata de facilitar a sujetos y colectivos sociales, que asuman el compromiso con su verdad y mas allá con su realidad social, sin aspavientos, desde el control consciente, en función de liberar su potencial, promover modos diferentes de vivir, de experimentar la vida y desarrollar nuevas formas de tratar con la realidad física, natural y social, ello debe llevar a fomentar procesos internos que sean promotores de producción de subjetividad, pero estos procesos solo encuentran su devenir en el contexto de las experiencias culturales y sociales generadoras de vínculos, redes y mallas intersubjetivas que funcionan como contendoras de las problemáticas productoras de censura, de silenciamiento, de ocultamiento del dolor humano, de daños y exclusiones que se han experimentado, y a la vez como facilitadoras e impulsoras de cambios sociales que se ajustan a una ética humana.

Apunto a repensar un poco lo que dice A. Gramsci (1970: 13) “El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que es realmente, es decir, un ‘conócete a ti mismo’ como producto del proceso histórico desarrollado anteriormente y que ha dejado en ti una infinidad de huellas acogidas sin beneficio de inventario. Debemos empezar por hacer este inventario”, es decir, se trata de una labor de historización, para desanudar los resortes que condicionan muchos aspectos de nuestra alienación humana, social y política.

Pensamos entonces que la metodología de los procesos correctores, en sus diversos desarrollos, no solo tiende a des-mitificar cierto tipo de vivencias, experiencias y condiciones sociales, de-construyendo sus causas y determinismos mas marcados, ayudando a que las personas asuman la parte de responsabilidad que les corresponde en la mejora de la vida social, se apunta a que se vuelvan actores (Touraine, A. 1997), y no meros “testigos” de los acontecimientos que les conciernen.

Operar en estos niveles de participación de los sujetos, limita los efectos perniciosos de un operador que haciendo solo una lectura de los factores psi, distorsiona la percepción del colectivo, trasmitiendo sin desear que las raíces de la opresión, la represión o la exclusión social se encuentran en la subjetividad y no en las condiciones concretas de existencia, no se intenta psicologizar el campo, sino solo aportar un punto de vista que permita desnaturalizar lo existente, y des-cubrir lo instituido como producto histórico social y a partir de ahí, la posibilidad de su transformación desde la eficacia de la participación común y la praxis colectiva.

La labor del operador social, por tanto se desarrolla desde un posicionamiento que intenta captar los modos en que se articulan, se imbrican y se implican estructura psíquica y estructura social (Pichon Riviere, e. 1971), aceptando que son las condiciones sociales de existencia las generadoras de los sujetos sociales, troquelados en dispositivos que les imprimen marcas y trazos culturales diversos y únicos. A su vez, estas primeras marcas y registros autogeneran formas de reacción propias, que revierten sobre las influencias sociales y son capaces de condicionar y poner límites a aquellos troquelados en función de la autopreservación y posteriormente de la autoafirmación del sujeto, al iniciar el proceso de ir construyendo su propia identidad.

Incluirse en el trabajo de colectivos y redes a través de las cuales se analizan, se trabajan y se transforman malestares culturales y sociales, liberando al sujeto de ciertos procesos y “factores”

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patógenos, facilita la participación individual en grupos, impulsa a que en cada uno se libere el sujeto político, que ha sido el gran excluido en estos tiempos de crisis y de cambios sociales, pero también promueve la aceptación para el operador social, de que la susodicha neutralidad se había vuelto un arma al servicio del sistema represor, una forma larvada de control y disciplinamiento del técnico en la institución de la labor terapéutica.

Referencias bibliográficas.

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