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114 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
EL LUGAR DE LOS RELATOSJuan Antonio Ramírez
Hay pocas obras tan polisémicas como los museos. Una vivienda es una vivien-
da, y todos creemos saber lo que es un cuartel de infantería, una iglesia o un
bloque de oficinas. Pero un museo sólo significa, en realidad, que nos hallamos
ante un edificio «cultural», de improbable uso industrial o comercial. Hay mu-
seos de todo y para todos: del jamón y del erotismo, de la técnica, del agua, de
la artesanía, del teatro, de los naipes… Los hay populares y elitistas, objetuales
y virtuales, de propiedad privada o pública, grandes o pequeños, estables y
portátiles. Puesto que los museos albergan y-o exhiben cosas —también ideas,
propuestas— de potencial interés para algún grupo humano, e incluso sólo para
individuos concretos, cabe suponer que es difícil encontrar un común denomi-
nador para todos ellos. Renunciaremos, pues, a situar en un plano equiparable
artefactos culturales tales como el Museo del Vino de Castilla León en Peñafiel,
o del Real Madrid CF, y haremos sólo algunas consideraciones relativas al sector
más popular y prestigioso, el de los museos de arte.
Su creación fue un asunto especulativo para algunos ilustrados, en la segunda
mitad del siglo XVIII, que se tomaron luego muy en serio los funcionarios The New Yorker, James Stevenson, 16 agosto de 1976.
115FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
de los estados nacionales, después de la Revolución Francesa. Se suponía
entonces que el arte verdadero tenía un gran valor educativo, deleitaba sumi-
nistrando casos memorables de «ejemplaridad». Eso era algo positivo, un bien
que debía otorgarse a todos los ciudadanos. De ahí derivan algunos elementos
imprescindibles en el programa de los primeros museos, como la amplitud
espacial para albergar a las obras y a los visitantes, la iluminación adecuada, y
una cierta monumentalidad que proclamaba la importancia social del edificio.
Estaba claro que se construían para albergar y exponer obras preexistentes,
los tesoros artísticos acumulados a lo largo del tiempo por la entidad estatal (o
de otra índole) que erigía el edificio. Hay algunos casos extremos de aquellos
museos-relicario, como el Theseus-Tempel de Viena, un templo neogriego
perfecto, construido en 1823 por Peter Nobile para dar un marco adecua-
do al grupo de Teseo y el Centauro, de Antonio Canova (actualmente en el
Kunsthistorisches Museum).
Pero dejando de lado ejemplos tan raros como éste, es preciso reconocer una
contradicción temprana (fundacional, podríamos decir) entre la idea de hacer
un edificio para una colección concreta, y el deseo de incrementar los fondos
que caracterizó inmediatamente a los museos más reputados. ¿Cómo conciliar
en el diseño la adecuación de los espacios a las obras de arte ya existentes con
la necesidad de integrar «nuevas adquisiciones», no previstas en el momento
de la construcción? Surgieron para ello los almacenes (generalmente en el
sótano) donde se guardaban piezas no expuestas porque no cabían en las
salas, pero esto, que nos parece ahora completamente natural, implicaba la
aceptación de dos supuestos de consecuencias revolucionarias para la historia
de la cultura universal: el primero atañe a la relatividad del «gusto» que se
concibe ya como sujeto a oscilaciones temporales; no estaba tan clara, pues, la
existencia de unos valores artísticos universales que impidieran asegurar que
la obra enviada a los sótanos no regresaría a los honores de las salas altas en
un hipotético futuro. El otro supuesto es que si las obras del museo son po-
tencialmente intercambiables, no hay más remedio que concebir los espacios
de estas instituciones como meros contenedores, relativamente neutrales e
implícitamente multifuncionales.
Sostendré pues, la hipótesis de que algunas características del espacio arqui-
tectónico de la modernidad (como la diafanidad y la adaptabilidad) fueron an-
ticipadas y estimuladas por los museos. No fue pequeña su repercusión social,
pues se multiplicaron de un modo impresionante. En 1865 escribía Philippe
de Chennevières: «Un museo se ha convertido en el adorno imprescindible de
toda ciudad que se respete, y los extranjeros que la visitan podrían pregun-
tarse si existe un ayuntamiento sin museo. Esta proliferación rápida de las
exposiciones de arte de nuestras provincias es, sin duda, uno de los fenómenos
más singulares de muestro tiempo.» Sabemos que Francia pasó de tener unos
veinte museos a principios del siglo XIX a unos seiscientos a finales de la mis-
ma centuria. ¿Y cuántos miles posee en la actualidad? ¿Quién podría contar el
número de museos de arte de distinta clase que hay ahora en España o en el
resto del mundo? Todo parece indicar que estas instituciones suministran el
paradigma simbólico ideal con el que podría sintetizarse nuestra civilización,
de modo que las catedrales habrían sido para la Edad Media lo que los museos
para la Modernidad.
116 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
Ahondemos algo más en las consecuencias de aquella contradicción entre la
existencia de una colección cerrada y la necesidad de atender a su eventual am-
pliación. Debemos recordar que estos planteamientos surgieron solidariamente
con el desarrollo de una nueva disciplina con pretensiones científicas, como es
la historia del arte. Ella suministró el fundamento teórico para que la ordena-
ción de las piezas del museo se hiciera por escuelas y periodos, jerarquizando
las «obras maestras», imitando en parte con toda esta operación a los sistemas
clasificatorios de los geólogos y de los biólogos. Un evolucionismo más o menos
darwinista contaminaba sutilmente a todas las disciplinas académicas, y ya a
fines del siglo XIX las concepciones finalistas predominaban tanto en el campo
de la historia social como en el de la historia del arte. La humanidad avanzaba
por la senda del progreso, se suponía, con la meta implícita de su liberación
final. La creación artística, igualmente, habría seguido una evolución cronoló-
gica coherente, que obedecía a ciertas leyes (que la ciencia histórico-artística se
encargaba de descubrir), y que conduciría, siguiendo un proceso lógico, hasta el
momento actual.
Nada que objetar a esta pretensión por parte del arquitecto-instalador de un
museo ideal, pues cada sala podría dedicarse a un capítulo diferenciado de esa
historia. Pero ¿era realmente fácil enlazar adecuadamente los distintos episo-
dios? ¿Dónde y cómo concebir el final? La verdadera respuesta arquitectónica a
estas preguntas fue suministrada por algunos proyectos eximios de dos gigantes
de la modernidad arquitectónica: Le Corbusier y Wright. El primero de ellos
imaginó en 1929 un fantástico «Museo mundial» con tres naves diáfanas que
se desarrollarían formando una espiral ascendente sobre una planta ortogonal;
todo ello habría de formar un túmulo o «zigurat» en el que se podría contemplar
la exposición de los logros humanos a lo largo del tiempo mientras se subía (o
se descendía) por el monumento. Con este proyecto resolvía el enlace entre los
distintos estadios evolutivos de la historia, pero no aclaraba cómo se integraría
la probable ampliación de la colección ni cómo se presentaría «el final de la his-
toria». Esto es lo que sí solucionó poco después en su proyecto para el «Museo
de arte contemporáneo de París» (1931), y mucho más claramente en el llamado
«Museo de crecimiento ilimitado» (1939): se trataba en ambos casos de llevar
al plano terreno la espiral cuadrada del «Museo mundial», dejando abierta la
posibilidad de su desarrollo infinito, a partir del centro. Estos museos tendrían,
pues, un núcleo compuesto de una especie de cinta espacial enroscada sobre sí
misma, y las ampliaciones se harían prolongando esa cinta, siguiendo la lógica
constructiva inicial. El edificio del museo se adaptaba, por fin, a la idea de la
historia del arte como un universo de expansión interminable partiendo de unos
supuestos históricos de una obvia lógica evolutiva.
Es casi seguro que estas ideas rondaban también en la mente de Frank Lloyd
Wright cuando concibió su Museo Guggenheim. Parece que quiso dar al relato
histórico-artístico una mayor fluidez cinematográfica, haciendo curva la espiral,
y es significativo también que haya colocado cabeza abajo a esa especie de «torre
de Babel» plantada en la Quinta Avenida de Nueva York, como si quisiera decir-
nos así que el final del relato (el vértice) se encuentra en el nivel del suelo. No
olvidemos que la visita ideal de este museo empieza por arriba y que los visitan-
tes contemplan la colección mientras descienden suavemente por la rampa. Un
detalle curioso relativo al «organicismo» de Wright: la espiral arranca de una
especie de vulva arquitectónica situada en el plano terreno, como si el arquitecto
hubiera querido explicitar el origen vital de todos los desarrollos artísticos.The New Yorker, Charles E. Martin, 24 enero de 1970.
The New Yorker, Laura Jean Allen, 17 de marzo de 1975.
117EL LUGAR DE LOS RELATOS
Pero ya sabemos que las ideas de Le Corbusier relativas al museo de crecimiento
ilimitado no se materializaron, y que el caracol del Guggenheim neoyorquino se
ha utilizado después para exposiciones temporales, desvirtuándose el sentido
narrativo previsto inicialmente. La verdad es que los museos de nuestro tiempo
han seguido ejemplos diferentes a éstos, más ligados a la lección de Mies van der
Rohe, el otro gran profeta de la modernidad arquitectónica, cuyas ideas sí han
condicionado de modo decisivo la práctica arquitectónica de la segunda mitad
del siglo XX. Ya era de alguna manera un museo ideal el Pabellón de Alemania
para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, aunque estuviera prácti-
camente vacío. En 1942 Mies elaboró el proyecto de «Museo para una pequeña
ciudad» y casi por las mismas fechas el de una «Sala de conciertos», un suges-
tivo fotomontaje que mostraba una serie de planos abstractos interseccionados
colocados dentro de una gran sala industrial. Lo esencial es que Mies entendía
el museo (o la sala de música) como un ámbito diáfano, con separaciones
y paneles provisionales, algo que está presente en todos sus proyectos para
pabellones expositivos. Es revelador que su canto del cisne como arquitecto
fuera precisamente un museo, la Neue Nationalgalerie de Berlín (1962-1967),
un contenedor prodigioso de acero y vidrio, apto para acoger cualquier tipo de
productos artísticos en ordenaciones concretas hipotéticas que el arquitecto no
tenía ningún interés en llegar a imaginar. Mies parecía dar por supuesto, en fin,
que el discurso «científico», la narración histórico-artística que se establezca en
el museo, no debe preocupar al diseñador del edificio. Su misión es sólo ofrecer
una estructura hermosa, conveniente y adaptable.
Ésta es, por cierto, la actitud más funcional en la era de las exposiciones tempo-
rales. La segunda mitad del siglo XX ha contemplado cómo se abandona progre-
sivamente la idea de museo de arte como el lugar donde se especializaban los
grandes relatos, a favor de otra concepción, más acorde con la extrema variabili-
dad social y cultural que caracteriza a las sociedades democráticas occidentales:
ya no hay valores artísticos inmutables, pues todo puede ser objeto de «revi-
sión» (esto no quiere decir que sea imaginable una destitución radical de las
grandes figuras y de algunas obras definitivamente consagradas); la ampliación
constante del universo de lo artístico contamina permanentemente nuestras
concepciones del pasado; se entiende, en fin, que todas las presentaciones de los
museos son parciales, relatos interesados y de duración limitada.
Se ha pasado de una concepción del museo como contenedor de tesoros ina-
movibles e inmarcesibles a otra próxima a la del ágora pública o a la del teatro.
Nadie dirige ahora un museo sin ocuparse de la «programación», es decir, de
establecer un calendario para la utilización temporal de sus espacios. Si el mu-
seo es importante ofrecerá espectáculos para todos, como si se tratara de unos
buenos multicines. Es una verdadera fábrica de arte, un lugar donde se promue-
ve la creación, impulsándose las tendencias que habrán de ser dominantes en el
futuro. La incidencia política de los museos es por eso (y por otras razones que
no viene al caso enumerar) enorme. Así que es candoroso escandalizarse porque
se creen estas instituciones en ciudades sin tradición cultural, o promovidas por
organismos que carecen de una «colección permanente». ¿Por qué habrían de
tenerla? ¿No remodelan acaso permanentemente los museos tradicionales sus
propios fondos para presentarlos como una sucesión inacabable de exposiciones
temporales? En cualquier caso, el museo es un organismo que tiende a crear
siempre una o varias colecciones, de modo que puede entenderse también como
una especie de fondo de inversión, muy rentable a medio plazo.
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Quizás estas cosas expliquen algo de la situación tan fascinante que vive la
arquitectura de los museos en el momento presente. Se trata del tipo de pro-
yecto con el que sueña un verdadero arquitecto-creador: imaginemos un lugar
mimado por los políticos, por los medios de comunicación, y amado tanto por
las élites culturales como por las masas; al igual que con las iglesias de antaño,
del museo se espera que tenga calidad y relevancia arquitectónica, que sea una
obra hermosa y emocionante; finalmente, lo esencial es que posea espacios am-
plios y plurifuncionales sin que sea preciso preocuparse por la misión concreta
que puedan, eventualmente, desempeñar (eso es algo muy difícil de determinar
dada la complejidad del arte actual). Así que son muchos los factores que se con-
citan para que los museos sigan proliferando de modo vertiginoso, y para que
sean estos edificios, en mayor medida que los de las otras tipologías, los motores
más poderosos para el desarrollo de la arquitectura, entendida todavía como una
de las (bellas) artes.
Arquitectura Viva, nº 77, Madrid, 2001.
The New Yorker, Charles Addams, 1960 (no publicado).