el libro de las acuarelas

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AcuarelasEl Libro

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de las

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E D U A R D O B . M. A L L E G R I

Acuarelas

El Libro

de las

2015

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El Libro de las Acuarelas es una especie de ejercicio yde experimento a la vez.

Su origen está en la fascinación que la técnicainigualable de la acuarela ejerce sobre un servidor, queno ha recibido ese don. Pero también, y tal vez por lomismo, el  Libro nace de la intención de tratar de poneruna acuarela en palabras o, por decirlo mejor, de haceruna acuarela literaria.

Los que se dedican a ese arte de la acuarela, reconocenunánimente su dificultad. Los que la evitan, también.Y ambos aciertan, claro.

De allí que el ejercicio de la acuarela literaria reciba laherencia de una dificultad doble: la de la pintura y lade su propio oficio.

Pero intentar ese ejercicio vale la pena. Al menos parasu autor que no sólo no se cansa de intentarlo, sinoque, haciéndolo, descansa.

Este libro

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Hay un viento tardío. Y la llovizna es como una caricia falsa.

Hacia el oeste del mundo, en desbandada, el aire se lleva los des-pojos de unas nubes que, se dice, jamás habrán de volver su som-bra sobre este suelo.

Es el ocaso de un invierno agraz, ácido e ínútil como unas uvasque no podrán dar su vino, ni alegría.

El invierno camina su vejez: parece un invierno de años.

Débilmente trastabilla su frío, impotente; lastimosamente añorasu única fortuna, el húmedo gris de sus mañanas. Y suplica queel fuego sea su abogado; y la leña, su testigo; y algunas brasas ycenizas, su herencia.

1. Juicio al último invierno

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Pero septiembre es tarde.Se ha formado un tribunal de olvidos coloridos como fresias ybulliciosos como jazmines.

Lo preside, con mirada recia, una voz en flor que murmura entreel polen y las abejas enamoradas, trina con gozo, canturrea sudictamen.

Se ha tomado su tiempo.

Ecuánime, ha juzgado la tristeza de esos días. La sentencia de luzya fue dictada, y pronunciada con benevolencia: condenó al in-vierno al exilio.

Es inapelable.

Ahora, ajeno a todos, nadie podrá hablarle, nadie podrá alimen-tar sus manos rugosas y ateridas. No estará en la memoria de loshombres.

Mientras, errabunda soledad insulsa de estos días, vaga con este

último viento, quién sabe dónde y para qué, sin siquiera una huellaamable, sin apenas un recuerdo tibio.

El invierno se ha hecho al fin extranjero de los aromas de estatierra.

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La orilla del río de pronto se pobló de abejas que asaltaron conalegría una Eugenia doradamente en flor, que no se sabe cómollegó a ese recodo apartado pero enérgico.

Un pelotón de colibríes, dos apenas, se ha formado, tensos lospicos como fusiles, y dispara contra unos lirios salvajes.

Bullicio de hierba, canto de agua. Vigor del aire.

Descansa.

2. Descansa

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Más lejos, alto, no sabe dónde pero la oye, hay una torcazaroncamente clamante, su compañía ausente. Hay, más adelante,un enorme tronco rojizo, hundido apenas. Por él, saltan a trancosligeros y felices unos jilgueros bañistas.

Mañana, tal vez pasado mañana, tendrá que volver y presentarsea su unidad.

Oye entre las piedras y los borbotones de los rápidos un tumultode armas y bagajes de batalla. Risas nerviosas, silencios concen-trados. Oye miedos, odios, heroísmos imaginarios, corajes taci-turnos.

Pero, mañana. Tal vez pasado mañana.

No ahora. No hoy.

Descansa.

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Lo mismo cada tarde.

Lino cruza la habitación en penumbras y busca los zapatonesgastados, los que usa para andar por el campo. Los deja siempre

 junto al perchero que hay en el pasillo que da a la sala. Y toma elsombrero de fieltro liviano, el que calza mejor.

En estos días, ya lo sabe, el viento de las montañas baja por lasabras y los valles y se esparce violento por las lomas más bajas, yllega a los campos, flotando en el aire hierbas y hojas, tierra suel-ta y pájaros empecinados.

3. Cinzia

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Pronto el otoño estará en su furia y, apenas después, el inviernohará cada vez más difícil salir al campo.

Lino espera que no caiga una de esas aguas repentinas, lloviznasque calan y desaparecen. Pero se previene. Tal vez un chubasco.Podría mojarse.

Tiene que cruzar dos cercas altas para salir a las lomas abiertas y

desde allí ir hacia el camino.

Y se aproxima al sitio que prefiere, sin bajar. Se queda en el pro-montorio desde el que se ve la curva de Borlini, el puente delarroyo, y hacia el este el monte de arces que no deja ver cómoserpea la traza hasta alcanzar la villa.

Cinzia podría llegar en el servicio de la tarde. Suele ser puntualel carruaje, si la lluvia no anega los caminos, si no se desborda elrío cuando los deshielos de primavera, si no se manca alguno delos animales.

Cinzia debería llegar en el servicio de la tarde.

Eso se dice Lino, mientras ahora pelea con una ventolera que

lleva dos días en la zona, sin merma.

Y eso es lo mismo que se dice cada tarde, ya hace muchas tardes.

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- Madre, ¿por qué no vemos el mar?

- Las montañas, Boris; no nos dejan. Y después están los llanos.Ellos no nos dejan ver el mar.

- ¿Tan pequeño es?- No, Boris, pero está muy lejos y las montañas son muy altas ylleva muchos días cruzar los llanos.

- ¿Viste el mar, madre?

- Sí, Boris.

4. Lección de historia

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- ¿Y mi padre? ¿Vio el mar?

- Sí.

- ¿Dónde está mi padre?

- Lejos, Boris.

- ¿Como el mar?

- No, Boris. Más lejos que el mar.

- ¿Qué hay después del mar, madre?

- El cielo, Boris.

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Había guardado en una caja de cigarros holandeses unas cuantasfotos, tres cartas de su hermano, unas estampillas de cuando que-ría coleccionar sellos, un posavasos de una cervecería de Armagh,un sobre con dos flores secas que no pudo distinguir y más restos

de otros tiempos, reliquias.Debajo de todas las cosas, también había una tarjeta pintada amano.

La casa, toda cubierta de hiedra y otras enredaderas, bordeadade un camino de piedra que se veteaba de musgos, se iluminó depronto.

5. Inolvidable

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Vio un jardín, dos mujeres ancianas sentadas bajo un olmo, con-versando y riendo. Vio unos niños persiguiendo un setter y, en lasescalinatas, una niña leyendo un libro con figuras. Vio el estan-que, oyó unas aves, sintió el viento suave que venía del monte dearces, que gobernaba un cedro centenario. Había como un cha-poteo lejano de patos y el quejido rítmico de un molino.

De pronto, fue la tarde de otoño, lluviosa. Vio los caminos de

sirga oscurecidos por el agua y el resplandor de la hierba contrael gris severo del cielo. Olió las maderas, aspiró el aroma del pantostado, saboreó la manteca casera, la cara casi pegada a los vi-drios por los que entraba la tormena y el jardín. El piso de made-ra crujía, perfumado de cera. La luz era tenue. Y, al momentosiguiente, las cortinas volátiles se alzaban como en un giro dedanza, dejando al descubierto las ventanas altas y abiertas: ya

era primavera y un rumor de palomas y zorzales llenaba todo deluz, acariciaba el mobiliario.

¿Cómo fue posible que hubiera olvidado aquello?

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Apenas salió el sol, vi desde la ventanuca una inmensidad de co-lores atacando el promontorio, allá afuera.

Jamás había visto brillar las piedras, encenderse el aire en hila-chas de niebla, un arcoiris entre las hayas y las encinas.

No tuve tiempo de tomar algo. Ni quise. Salí como enamorado,casi a medio vestir.

El aire golpea aquí. Es como un grito.

Los ojos que tiritan entrecerrados, el frío en las fauces, las manosbuscando calor en los bolsillos del pantalón.

6. La casa nueva

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El canto de algunos pájaros, retumbando su eco entre farallones,también parecía de color.

Encendí un cigarrillo, por la brasa más que por el aroma y elgusto renegrido del tabaco.

Miré hacia el oeste y vi un abra oscura y densa, con unos pastosaltos y pocos árboles. Desde allí, me miraban unas cabras

blanquinegras, con más fastidio que curiosidad.

Avergonzado, como un intruso, volví la mirada hacia la casa.

Ella había encendido ya el fuego azul sobre la falda morada de lasierra.

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Zúñiga y Cavalli se habían sentado al sol. Un banco de maderapintado la semana anterior de un intenso verde noche les dabarespiro después de la caminata matutina. Placeres y ocupaciones

de dos desocupados: caminar unas 20 cuadras, plaza al sol, con-versación, café y vuelta a casa.

Junto a la fuente, debajo de una casuarina añosa, en otro bancoigualmente remozado, unos enamorados se hablaban de sus co-sas, la mirada anhelante y con caricias tenues como palomas. Eran

 jóvenes.

7. El número Dos

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- Créame, Cavalli: el número dos no existe...- ¿Qué me dice, Zúñiga? ¿Se volvió loco?

- Lo digo por esos dos ahí. ¿Vio que se dice por allí eso de que, encosas de amores, con el número dos nace la pena...? ¿No lo oyónunca? Bueno, eso dice un escritor argentino.

- Sí, sí, es conocido ese soneto..., Marechal, dijo Cavalli sonriendomientras miraba a los dos que veía frente a ellos. A ver cómo estáeso..., lo desafió con una sonrisa.

- Fíjese. En cosas de amores, digo yo, el número dos no existe. Sison uno, o como si lo fueran, no hay dos. En todo caso uno o tres:cada uno y el amor que los une. Tres que son uno, no dos. Y si noson como si fueran uno, entonces o hay uno que está solo o estánsolos los dos, pero entonces no son dos (mucho menos tres...): sonuno y uno. Pero si uno sólo se quedó solo porque todavía ama,entonces el otro tampoco es el dos (porque el tres tampoco está,que es el amor...), y eso porque el que ya no está ya no es suyo nipara él y anda suelto, y entonces, a su puro aire, es uno. Y ademáspara éste, no para el que se quedó solo, los demás serán uno, tres,mil o un millón, pero nunca dos, porque nada lo une a ellos y si

algo lo uniera serían uno, que serían tres, y no dos... ¿Ve? En estosasuntos existe el uno y cualquier otro número. Pero el dos, no.

Cavalli volvió a sonreír. La mañana era soleada y bastante fresca.En el silencio de la plaza, el agua fontanal hacía una música sen-cilla y rítmica, mientras palomas y gorriones se bañaban o salta-ban por la grava buscando algo que comer.

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Los jóvenes amantes se pararon tomados de la mano, inseparados,y caminaron sin rumbo mirándose a cada paso, secreteando, be-sándose tímidamente.

- ¿Pegamos la vuelta?, dijo Zúñiga, jovial, como si lo que habíadicho ya no existiera; mientras, atlético a sus años, estiraba laspiernas y olía el aire de octubre.

- Vamos, dijo Cavalli, meneando divertidamente la cabeza y siem-pre sonriendo.

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Raquel era como una sombra, pero toda ella luminosa.

Tenía ojos en las manos finas y blancas, una tibieza de pájaro enla mirada infinita, el andar silencioso, la voz apagada.

Tenía un aroma de colonia floral que flotaba antes de que se acer-cara y desaparecía a su paso, como un olvido.

La esquina era la de siempre, frente a mi casa.

El umbral del zaguán angosto era un mármol gastado que decíaque los años no habían sido vacíos, pero se la veía habitualmentesola. Ella salió.

8. La mujer ciega

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Detrás de unos canteros, a esta altura del año ya turgentes dealegrías y margaritas amarillas, apoyada en el árbol (un fresnoantiguo y sufrido), Raquel miraba sin ver la calle vacía. Su oídoesperaba el silencio para cruzar y su mano tanteaba como dememoria el cordón en la corteza del árbol, porque sabía que esta-ba mal plantado, muy cerca de la calzada de adoquines.

Esperó. El silencio se quebraba en la siesta con un rumor de pa-

lomas en celo.

Unos minutos más y la vereda comenzó a vocear unos pasosfirmes y Raquel cambió el ángulo de su mirada hasta llegar consu perfil a un punto indefinido en dirección a los pasos, ningúnlugar a media altura entre el cielo y la tierra. Sonrió o mepareció que sonreía.

Tenía un vestido que nunca le había visto y llevaba unos zapa-tos nuevos. No tenía bastón esta vez. En la mano, apenas unsobre de cuero crudo, límpido, imperceptible.

El hombre llegó a su lado, casi por detrás. Sin inclinarse sobreel hombro de Raquel, parecía haberle dicho algunas palabras.Dulces palabras, diría yo.

Raquel bajó la cabeza, hizo un mohín gracioso y volvió a mirara ninguna parte entre el cielo y la tierra como oliendo la luz.

No cruzó. No cruzaron.

Siguieron calle abajo.

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Él le sostenía el brazo con una delicadeza extraña, cortés,mientras ella señalaba con el brazo libre y con una elegancia deescultura un punto hacia adelante, probablemente el destinodel paseo.

- Raquel tiene novio, dije soltando la cortina.

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- ¿Quién le dijo a Livio Tulio que los augures no auguran los díasde Saturno?

- No lo sé de cierto, pero eso dijo y no otra cosa, mi preciado

Lépido. Fue nomás ayer, pasada la hora sexta, cuando llegaba delas tierras de Marsilio, y ha corrido la voz por toda la casa. Veníacon otros iguales a él en edad y porte, en liviandad y desparpajo.Todos jóvenes despreocupados, siempre atentos a novedades.¿Quién sabe de dónde lo sacaría? No hace mucho, en las calendasde Iunius, recordarás que me contó que había encontrado unmaestro griego, esclavo y preceptor de Liborio Aurelio, a quien yano dejaría por nada del mundo pues sus palabras eran de oro. Ala semana siguiente, iba detrás de una joven persa o asiria y esta-ba consagrado con igual fervor al culto extraño del toro blanco.

- ¿Y no dijo acaso en las nonas de Sextilis -¿cómo permitimos,querido Flavio, que ahora a este mes lo llamen Augustus?- quehabía resuelto estudiar a los filósofos y geómetras de Alejandríaporque el culto a los dioses era falaz y engañoso?

9. Ruinas de glorias

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- En verdad eso dijo, Lépido, y tuve un espasmo al ver el semblan-te palidecido de Lavinia, su hermana. Y a poco andar, en el ban-quete del propio Liborio Aurelio en los idus de Sextilis -no meacostumbro al Augustus de estos días tampoco yo, preclaro ami-go-, reclinado con los hijos de Marco Calcidio en el triclinio ybebiendo abundante vino, ¿no proclamó su intención de volver ala piedad de sus mayores y animaba a todos los que con él esta-ban a instalarse en el sagrado bosque de Egeria y recitaba con

curioso donaire nombres de lares, manes y penates familiares,como un devoto...?

- ¿Qué haremos con este joven disoluto e inconstante, Flaviocarísimo? ¿Cómo rendiremos cuentas a nuestro señor de los dis-parates y locuras con los que su hijo ha llenado esta casa, alboro-tando a todos y siendo el comentario de cuantos visitan la villa o

platican sus extravagancias en el Foro?- Roma se deshace ante nuestros ojos, Lépido... No sé qué hare-mos con él. Ni con ella. Salvo esperar. Un día llegará en el que el

 joven señor de estas nobles glorias heredadas, entre por esas mis-mas puertas, como hace a menudo, y obligue a todos a arrodillar-nos ante el nombre de ése a quien ya muchos siguen, a quiennombran profeta, aquel que no recuerdo si de la lejana Siria o de

la más ignota Judea...

- Roma es eterna, temeroso Flavio. Roma es eterna. Ni ese jovenalocado, ni el ignoto profeta de las provincias del este son sufi-cientes para socavar su gloria. Verás, amigo Flavio, cómo en unaño o dos sentará cabeza y será un romano ilustre como todos losde su casa y nosotros olvidaremos estas amarguras y sobresaltos y

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Livio Tulio será nuestro orgullo y el de su gente. Roma hará esocon él, ya lo verás...

- No lo sé, Lépido. No lo sé. No veo más lejos que lo que tú mismoves. Y si Roma es eterna y su gloria no decaerá jamás, todo ello esmás que lo que mis ojos ven, por más que mi corazón lo desea...

- Pues, ánimo, Flavio, ánimo... Roma es eterna...

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- ¡Para qué estamos aquí echados, Suso...! No sé qué hacer con lasliebres...

- Lo que todos hacen, Jeromín. Más sin perros, como ahora... Lasesperas, las acechas, aquí entre los pastos. En cuanto alzan susorejotas y se paran en sus remos, están a la vista y ya las viste. Ycuando ya las viste y no te vieron, cazarlas es la msima cosa. Teacercas sin ruido y teniéndolas a tiro les arrojas lo que viene a lamano, piedra, palo...

- Suso, eso no es guerrear...

- Claro que no: es cazar.

10. Primavera de Jerónimo

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- Ayer vi más que tres lebratos en la cañadilla aquella de lasmoras, pasando el arroyo del Gato, y te digo Suso que eran más...Por allí anduve casi toda la mañana, camino de la ermita de sanGil...

- Ahí tienes, Jeromín, entonces las madres están cerca... Pero, guay,que si están grandes los lebratos, ellos también pueden saber enun cocido, cómo que no...

- Prefiero ir contra la madre... Y si fuera posible contra el padre.Y te diré, Suso: mejor una corzuela, mejor aún un jabato furio-so...

- Pero, Jeromín... Espera, espera... Con 9 años y esas espaldas, ¡dedónde tanto fuego...! ¿Tienes cómo? ¿Una faca siquiera? ¿Vena-blos? ¿Te has hecho de una lanza? Me das gracia, lo digo de ve-

ras...

- Un lebrato no es enemigo, Suso. Suso: una liebre no lo es. ¿Noprefieres un enemigo mejor?

- Hombre, Jeromín... ¿Enemigo? ¿En qué piensas? Quien te oyediría que quieres guerrear al turco. Vamos de caza, Jeromín, nada

más que eso... Sosiega, niño..., qué infulas, mochuelo. Qué digo,si ni mocho tienes, chavalete...

- ¿Y qué, Suso? ¿No irías tú a pelearle al turco, en vez de estarteaquí, acechando liebres, bajo las encinas, entre los pastos?

- Pero, pero..., ¡qué ocurrencias! Mira, que no te oiga tu señor tío...¡Pelear al turco!

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- Un día, Suso, ya verás... Adonde esté, adonde vaya..., aunqueendriagos fueran o gigantes, aunque sean demonios o dragones.Verás, Suso... Aunque en el mar estén... Y dirás: Oíd, oíd..., ése deallí, el del pendón blanco, el que arrebata los estandartes, el queavanza sin adarga, el hierro en alto, ése, señores, ése es Jeromín, elcastigo del turco...

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Será mañana, dicen, o esta misma noche, más tarde. El sol novendrá cuando estemos en el mar. Ni la luna hay, ni nada. Tam-poco creo que no haya viento cuando estemos allá. Tal vez hayamucho mar, temporal.

Saldremos de todas formas, dicen.

Y Gino y Amaranto dicen que escampa, que habrá estrellas den-tro de poco. El capitán calla. Él no dice nada y fuma acodado enel puente mientras nos mira coser redes, ajustar aparejos, apilarcajones, a la luz de los faroles.

Será mañana, digo. Pero no sé, tal vez esta misma noche.

11. La barca

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Ni sé si habrá un pasado mañana.Melina y el niño estarán durmiendo a estas horas. Me dijo: "Vito,vuelve..."

En la primavera, le prometí llevarla a Capri, embarcados con Ginoy Chiara y los niños.

Creo que no habrá estrellas. No se ve el faro. No se ve nada. Nidemasiado viento sopla y esta niebla espesa se mete en todo y portodas partes. Tengo las manos húmedas de niebla. Los ojos.

Lucio está callado, creo que tiene miedo. Se casó la semana pasa-da. Y

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Tan temprano y esos chiquillos corriendo por el andén. Al menosllevan abrigo. Han tenido que despertarlos para el transbordo yahora, pobres...

Como yo, claro, qué tontería..., ¡pero es tan temprano para tanchicos!

No conozco esta ciudad. Y apenas la he visto llegando. Esas ca-sas bajas y esas calles retorcidas, como ciudad de montaña, en

12. Felicidad y el viaje

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pleno llano. Los humos, los silencios del amanecer, apenas algu-nos de salida, ya afuera, a sus trabajos tal vez.

Los alrededores del ferrocarril tienen ese aire indeciso. No sabensi son el atrás de algo, el comienzo del después, más allá, máslejos de las vías.

Ah, parece que la madre (¿será la madre? ¿una tía?) ya los quiere

sentados y compuestos. Ya tienen bastante. Les está convidandounas galletas, parece.

Limpio, el andén. Y desde que llegué estaba impecable ya.

Los transbordos. Se siente uno el extranjero por antonomasia.No es del tren, no es de la estación, menos del pueblo.

Los viajes son casi ningún tiempo. Ningún lugar. Y si va uno así,mirando, yendo, más parece que todo fuera en otra parte, en otrotiempo. Mientras todos allá afuera viven una vida, aquí uno, ob-servador, fisgón trashumante, fuera de esas vidas, de esos lugares,sin tiempo.

Hay alguna felicidad rara en los transbordos. La ansiedad de

perder la combinación, la espera módica a plazo fijo. Y laimpagable colección de bocetos. Bocetos de caras, gestos. Losbocetos rápidos de voces y frases, tonos, jergas. Miradas, vesti-mentas.

Hay felicidad en los viajes, así. Viajar. Ir.

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Los niños no pueden sujetarse mucho rato, las galletas apenas losdistraen. Y ya van de nuevo...

Ahí se ve que viene nuestro tren. ¿Nuestro? ¿Nosotros? ¿De quié-nes? ¿Quiénes somos? ¿Qué es esta cofradía transbordante de in-quilinos de andnes, de los que van, de los de transbordos en trans-bordos?

A estas horas, seguroque enelvagón comedor serviránalgocaliente,

tal vez téyunosbizcochos.Mejor. Hace frío.

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13. El balcón

Artemio sabía muchas cosas. Algunas las decía, otras no.

Muchas tardes caminamos por el pueblo conversando: era un

placer esperado para mí que no siempre podía disfrutar. A susaños, su salud no lo acompañaba y su entusiasmo era muchomayor que sus fuerzas. Pero aprendía mucho de él, hasta de sussilencios sentenciosos.

En las recorridas, cada vez, en alguna esquina, frente a la plazao a alguna puerta, junto a un árbol o lo que fuera, de prontoArtemio se detenía como absorto y, después de un breve silencio

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y no importa de qué estuviéramos hablando, contaba algunahistoria real, algún suceso, o algún pasaje de un cuento ouna novela. A veces eran unos pocos versos y explicaba dedónde venían y por qué se habían compuesto, y así. Siemprela cuestión tenía alguna relación con aquel lugar. Jamás lointerrumpía en esas ocasiones, no hacía falta.

Era a fines de octubre de una primavera muy maltrecha y

desacompasada. Artemio había estado bastante mal casitodo el invierno y por primera vez podíamos caminar comosolíamos. Ese día, su ánimo era excelente. Hasta que.

Íbamos por la calle larga, casi llegando a los límites delpueblo. Todavía quedaban algunas de las casas bastanteseñoriales que hubo por ese lado y que ahora se mantenían

con dificultad, porque la vida pueblerina se había traslada-do hacia el lado sur y el norte había quedado devaluado.

Artemio caminaba lentamente y en silencio. Pensé queestaba fatigado y débil. Pero, más tarde, me di cuenta de quealgo en aquella calle le pesaba de algún modo.

Llegamos a la mitad de la cuadra y Artemio se detuvo súbi-

tamente y miró de frente un balcón. Los ojos se le volvierontransparentes y ausentes. Una media sonrisa triste leagrisaba la cara.

- Hace poco, comenzó con una voz pálida y honda, vi unapelícula: Cinema Paradiso. Hay un pasaje allí en el que unode los protagonistas cuenta un cuento; es el más viejo, que

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quedó ciego cuando el incendio del cine. Y parece que con elcuento quiere consolar a su amigo bastante más joven, el otroprotagonista, que sufre por amores imposibles.

Conocía el asunto y hacía años había visto la película, peronada dije. Sin dejar de mirar fijamente aquel balcón, Artemio,con su memoria envidiable, comenzó:

- Una vez, cuenta el viejo ciego, un rey dio una gran fiesta yestaban allí las más bellas princesas del reino. Uno de los guar-dias vio pasar a la hija del rey: era la más bonita de todas... einmediatamente se enamoró perdidamente de ella. Pero, pensó,cómo un pobre soldado podría compararse con la hija del rey...Un día, logró acercarse a la princesa y le dijo que no podía vivirsin ella. La princesa quedó tan impresionada con lo profundo

de los sentimientos del soldado que le dijo: "Si me esperas ciendías debajo de mi balcón, seré tuya". El soldado corrió haciaallí y esperó. Un día, dos días, diez, veinte... Cada noche ellamiraba por la ventana, pero él no se movía de allí. Vino lalluvia, el viento, la nieve: jamás se movía. Cuenta el viejo ciegoque los pájaros le cagaban encima y la abejas se lo comíanvivo... Después de noventa días estaba exhausto, pálido y laslágrimas salían a mares de sus ojos pero no se apartó de ese

lugar. No tenía fuerzas ni para dormir. La princesa, mientrastanto, seguía mirándolo... Y, en la noche noventa y nueve, elsoldado se levantó, tomó su silla y se fue...

Y Artemio no dijo más.

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Todavía bastante después de haber terminado lo que podríahaber sido un relato habitual, seguía mirando el balcón,todavía con los ojos ausentes, tal vez en otro tiempo, talviendo otra cosa.

Pero, de eso, Artemio no dijo nada.

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Llegamos al anochecer.

- Hace tanto frío..., dijo.

Y era verdad, la llovizna de la tarde había hecho estragos en lasropas, en las manos, los pies. En los pómulos ateridos, en losojos enrojecidos por el viento gélido, constante.

- ¿Por qué te gusta tanto este lugar?, preguntó sin reproche enla voz pero con una inquisición irónica.

No era una pregunta, de hecho. Era su proclama de sorpresa

14. Frío

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renovada cada vez que llegábamos a esas costas, por entrecampos grises, listos para girasoles o linos, pero ahora dormi-dos, grises, jadeantes de invierno.

El retiro de invierno, decía cuando el viaje parecía todavíalejano. Y, simple y fatalmente, hacer el viaje, cuando el viajeera inminente.

Pero una vez dentro de la casa, pequeña y con apariencia decabaña, junto a un fuego escuálido pero suficientemente pro-tector, con una taza de té hirviente en las manos, nada habíaque objetar.

Cuando ya era la noche completa, el mar bramó. Con los ojosfijos en los vidrios empañados de la ventana que daba a las

arenas interminables, miró sin ver, adivinando, la brutalidadpotente de aquellas marejadas espumosas.

Nada dijo, apoyó una mano sobre el vidrio crispado de frío,como una caricia. O como un saludo, mejor, como un conjuro alas aguas y al viento, para calmarlas, para sujetarlas. Paraentibiar su furia.

Hipnotizado, yo miraba las llamas que asomaban a la portezue-la de la salamandra. Sobre ella, bullía el agua siempre atenta anuevas dosis de té. El aroma de las maderas que había conse-guido era como de limón.

El silencio parecía desplazar los rugidos del mar.

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15. Lindora

- Caramba, cada vez que la miro... Tiene el nombre muy apropósito, ¿no cree usted, don Marcial?

- Claro que sí, Crispín, claro que sí...

La mujer recién llegada iba por el salón desplazando a su pasomiradas y susurros. Lindora era la flor del pago y lo sabía. Si no

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fuera así, su aparición en público se lo recordaba cada vez. Y, almargen de su belleza, estaba su temperamento vivo y empren-dedor, sus arrestos casi masculinos. Como que la hacienda desus padres era ya obra casi enteramente suya.

- Raro, don Marcial, que no haya casado todavía. Y no es moza.¿Tendrá unos 30 y algos?

- Crispín, amigo, la edad de las mujeres ni se pregunta ni seadivina...

- Ya lo sé, ya lo sé... Pero, quiero decir que ya ha tenido unoscuantos pretendientes. Y allí, sin ir muy lejos, los hermanos DelCuervo, Manuel y Asdrúbal. ¿Qué había de malo con ellos sinoal contrario? ¿No la pretendían ambos? ¿No fue que hubo un

duelo o casi por la mano de esta mujer? Siquiera se hubieraquedado con uno de los dos...

- Ah, Crispín, Crispín..., meneó la cabeza don Marcial. Conagilidad, un camarero ya viejo acercó una botella de ron ysirvió las copitas vacías.

- ¿No es un misterio, don Marcial?

- Según se mire, Crispín, según se mire...

-...

- Es que mujeres como ella a veces tienen en sus virtudes, y en suspecados que parecen virtudes, como si dijéramos la penitencia.

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- ¿Entonces...?

- Allí donde las ves, Crispín, dijo don Marcial y se acomodó enel sillón de mimbre, mujeres así semejan una tromba de coraje,bello coraje, claro, bellísimo... Y su aire es el de una amazona,aunque tan femenina y elegante: bríos, decisión, encanto, porte,empaque... Claro que sí.

- Verdad que sí, pero, ¿qué hay de malo con eso?

- Precisamente, Crispín. Nada de malo. Apetecibles, atractivas,atrayentes, seductoras hasta cuando no se lo proponen, y a másde bravías y alegres...

- La tía Yolanda Brueña, que en paz me la descanse Diosito, así

mismito era y sin embargo casó y tuvo cinco bonitos niños,primos míos todos...

- Pues si casó, Crispín, así no era. Era de otro modo, aunquefuera parecido por afuera. Lindora, si no se me toma a mal, noes lo que parece. Su tremendo coraje es temor. Y pánico temor,diría. Su independencia es inseguridad y hasta egoísmo. Susemprendimientos son más bien la estopa que rellena un vacío

que de modo alguno se atreve a llenar de otro modo. Y su belle-za..., en fin. Su enorme belleza será un arma poderosa, pero alcabo es una carga. ¿No te parece que pudo haber estado enamo-rada, apasionadamente enamorada? Yo lo diría. Y diría quemás bien de Asdrúbal. Y aún ahora, podría ser. Pero la aterrori-zaba el desdén, siquiera inocente. O el olvido. Mujeres comoella no pueden soportar el rechazo, es un riesgo inmenso entre

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otras cosas para su vanidad, aunque su vanidad fuera, digámos-lo así, justificada por sus dones...

- ¿Dice usted que Asdrúbal fue rechazado por ella para noarriesgarse ella a ser rechazada por él? Pues a ninguna mujer legusta eso, don Marcial, a ninguna... Y sus despechos y celos...Vea, no conozco hembra que no se espante ante el rechazo y queno se vuelva loca de celos...

- Bien dicho, Crispín. Porque así es. Pero las mujeres que dices,aman a un hombre; y las que aman a un hombre no piensan eneso, sino recién cuando son rechazadas y su despecho es des-pués, no antes. Y jamás tienen celos sino por el hombre queaman y las ama. Lindora tiene los celos antes de amar, y nopuede evitar sentir el despecho y el desengaño antes de rechaza-

da. Sólo pensar que podría ser rechazada la paraliza. Lindoraestá más cómoda con Lindora, Crispín. Y así no corre el riesgode ser rechazada. Jamás hará algo que la arriesgue a un rechazoreal. Y amar es riesgoso. Así que es para valientes y humildes.De allí, Crispín, que será muy difícil que esta bonita jovenllegue a rendirse ante un hombre, demasiado riesgo, Crispín, yella no es tan valiente como para afrontar ese riesgo, ni auncuando un hombre bebiera vientos por ella.

- Mire usted, don Marcial...

Crispín observaba ahora a Lindora con la mirada fija y la men-te jugándole espejismos. Ella estaba en un rincón del salón ytomaba aguas de sabor con otras mujeres. Reía y su encantohabía enlazado a Crispín a la distancia, sin que ella lo quisiera...

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o tal vez, sí. Quién sabe. Por algún motivo extraño, las palabrasde don Marcial habían despertado en él alguna expectativaextravagante.

- Ni se te ocurra, Crispín, ... ¡ni se te ocurra!, dijo el sabio ypícaro don Marcial y apuró su tercera copita de ron.

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- ¿Y si llueve?, preguntó el menor, con decepción y ansiedad enla voz.

- Pero no lloverá..., dijo su hermano mayor.

- Pero, ¿y si llueve...?, insistió el menor.

- Entonces no podemos ir...

La mañana era fresca y algo húmeda. Detrás de las sierras,había como aureolas de nubes grisáceas que corrían rápidamen-te hacia el oeste. No parecía que fueran llovedoras. El menorhabía estado mirándolas desde temprano.

16. Música de primavera

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- Mamita, dice él que lloverá..., atacó el menor.

- ¿Cómo? Pero si no dije..., se defendió su hermano con unasonrisa.

- ¿Lloverá, mamita?, buscó aliados el menor.

- Vayan hasta la quinta y me traen un zapallo mediano, que

esté maduro... y cierren la puerta al salir, dijo la madre sinlevantar la vista de la batea y sin hacer caso a la reyerta de loshijos.

Al volver, la madre tenía preparados dos hatillos sobre la mesa.En cada uno había medio pan, medio salame ahumado y algode queso. El del menor tenía también una naranja.

El menor apenas si besó a su madre ya con el hatillo aferradocon el brazo y corrió camino abajo en dirección al pueblo. Elhermano mayor, con parsimonia, le dijo a la madre que habíavisto al gallo en la quinta y que lo había corrido para el lado delos corrales. Y que la puerta había quedado cerrada. Después,también él salió al camino.

Se oían entrecortados los sonidos de la música. El viejo yahabía llegado al pueblo y andaría por las calles cerca de laplaza juntando a su público.

Como cada año, en algún momento de abril -como esta vez-pero también en octubre, el viejo cruzaba las sierras y se llega-ba al pueblo.

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Casi todo el día habría música. Las gentes lucían sus instrumen-tos cuando el viejo se acomodaba en un rincón de la plaza, junto a la fuente, y tocaban con él. Hasta que cayera el sol,podía haber bailes. Más de una vez, la fiesta duró hasta lanoche cerrada.

Pero, bastante antes, los hermanos estarían de vuelta, tararean-do melodías, ensayando pasos y cabriolas por el camino, comosi fueran bailes.

Mientras remontaban la cuesta, ahora sí, cayó una llovizna muyfina y voladora que no alcanzaba a mojar. Empezaba a oscure-cer.

Pero ya no importaba.

Más abajo, en el pueblo, se oían risas adultas y la alegría incan-sable de la música del viejo.

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Que había un puma en el valle lo sabían todos, aunque dar conél era cosa difícil, casi imposible. Se sabía, también, que apenassi hacía daño a los humanos y a sus cosas, porque se manteníapoco menos que invisible y alimentándose de salvajina.

Lo que nadie sabía era por qué el puma no se había comido a la liebre.

17. El puma

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- No todavía..., decían en las casas, porque seguido se hacíacomentario de aquella rareza.

Pero el tiempo pasaba y la liebre seguía en los campos del valle.

Del puma se sabía poco, y eran sus huellas y signos los que seveían, más que a él mismo.

Unos decían que un ronroneo en el bajo del mallín, alguna queotra vez. Una oveja arrastrada al otro lado del arroyo, aunqueno era seguro que la tropelía fuera suya. Una vez el orín delpuma en la piedra hueca de la sierra mocha, desde donde, alatardecer y oscureciendo, seguramente, oteaba su caza y elegíapresas que tenían que ser chicas por la fuerza, porque grandespor allí no había.

La vez que hubo seca fue una temporada larga y fiera. Desespe-rante. Mucho resto de animal hubo por todas partes. Pero de laliebre, ni noticia. Lo más campante.

Hasta el puma se decía que había andado más cerca. Por lomenos uno de los peones dijo que lo vio una vez rondando elcorral chico, antes de amanecer, vaya a saberse.

Ella tuvo sus crías dos o tres veces, y hasta se las vio corretearen el descampado, ya crecidas. Alguna cazaron los mozos. Perono a ella.

Así como eran las cosas, la liebre parece que empezó a animarsea andar al descubierto. Y si no se hizo familiar en las casas, almenos era reconocible y así se sabía que era ella y no otra. Una

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oreja medio doblada en la punta y un color más claro que elhabitual. Era ella, sin duda, la que se veía de tanto en tano porla huerta o el maizal, cerca del molino, en el abrevadero.

Sobrevivía al puma misteriosamente, no sólo a las escopetas delos muchachones.

* * *

- No se la va a comer..., dijo un día de lluvia el mayoral, mien-tras trenzaban tientos en la matera.

- Mirá que no..., sonrió el Mencho Luna.

- Pues, yo digo que no..., bajó la cabeza el viejo y miró las

llamitas.- Será que no la puede alcanzar, en todo caso..., se animó elMencho que sobaba un cuero de oveja.

- ¡Qué no la va a poder alcanzar...! No hable zonceras, hombre...:el puma la alcanza cuando quiere. Pero no quiere. Por eso digonada más que no se la va a comer, sentenció el mayoral y abs-

traído removió un poco las brasas del fogón de la matera.

Al rato, retomaron la cuestión, ya a las cansadas. El MenchoLuna era seguidor, sobre todo en las cosas inútiles o sobre lasque no era entendido. Pero se cuidó muy bien de discutir almayoral, que era el hombre de más baquía en todo el valle, lasierra y el monte. Y el mayoral ya había dicho lo suyo, sin darmuchas vueltas, ni explicaciones.

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- Peor para él..., dijo el Mencho, con tal de decir algo más.

- Eso no sé..., quién sabe..., ahora se distraía el mayoral como siel asunto ya estuviera olvidado.

Y ahí fue que cambiaron de tema.

* * *

Atardecía rápido el día porque ya era bien entrado el otoño.

De pronto, por primera vez, estallando en la calma rumorosade la tarde, se oyó el ronquido hondo y fuerte del puma en lasierra.

Un solo rugido seco y terminante rebotó en el valle, suspendióel aire e hizo levantar la cabeza estólida al ovejerío; enmude-cieron jilgueros, algunas cotorras y las calandrias; ladraronapenas, con un ladrido apagado y temeroso, los perros de lacasa y hasta hubo silencio inquieto en el monte de los álamos,que nunca callaban sus hojas. De las gentes, ni hablar.

* * *

Fue la primera y única vez.

Se decía que el puma dio vueltas un tiempo por el valle y lassierras. Todos lo afirmaban con seguridad, pero nadie habíavisto más que alguna huella que otra de su paso. Hasta que yano se vio nada.

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Créase o no, el caso fue que a la liebre sí que ya no se la vio másdespués de aquel episodio.

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En la calle casi no hay gente a esta hora. Por eso madrugo y

camino las 20 cuadras que dice el médico de Sofía que es lo tengoque caminar por día.

Mentiras. De Sofía, que insiste por temor; del médico, que la usapara decirme que me cuide, también por temor. Camino porquequiero. Porque me gusta caminar. Porque esta ciudad es menoshostil cuando está vacía a esta hora. Su arquitectura antigua, susempedrados, su solera, engañan al que no la conoce.

18. Madrecita

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Como un mundo paralelo, hay mucho para ver cuando la ciu-dad duerme aún.

La semana pasada fueron dos prostitutas muriéndose de frío enla esquina de la plaza, tarde. Temprano, quiero decir. En unarranque que me hizo sentir tonto, quería acercarme parapagarles un café con leche, pero no me decidía: no quería que sehicieran a la idea de un último cliente. Me parecía un artificio

moral, una impostura de mi parte. Al final, hice que pregunta-ba por una calle. No me trataron como cliente y pude, con caradel bueno que no soy, decirles que hacía mucho frío ya, que lespagaba un café si querían, que se fueran a dormir. El tono era elde un socio de esas horas en la calle desierta. Ni ellas eran ellas,ni yo, yo. La que parecía más joven me miró con benevolenciatriste, levantó el cuello de una especie de campera azul y verdeque llevaba con desgano y aceptó. A mis espaldas, se oían lostacos picar la vereda, cansinamente, sin entusiasmo.

Ante habían sido dos familias deambulando con un carro des-vencijado, lleno de sobras de ciudad: cartones, cocinas, latas,unas maderas. Los más chicos reían y se corrían alrededor delcarro, las mujeres conversaban entre ellas con los brazos cruza-dos para calentarse, los hombres tiraban del carro casi en silen-

cio. Y antes, el borracho que se recostó en las escalinatas delcolegio y parecía que dormitaba murmurando. Ni se fijaron enmí y era el único humano a la redonda.

Pero una madrugada salí un poco más tarde. Sofía dormíatodavía. Una hora más tarde que de costumbre es mucho parami itinerario.

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Así fue como vi a la vieja.Iba casi apoyada al paredón de la iglesia, con una mano sobrelas piedras frías y la otra aferrada a un bastón grueso, rústico.

Había bastante luz ya y podía verla claramente. De entre lasropas sacó una especie de manta oscura. Se inclino lentamentey la tendió sobre la vereda, junto al paredón, casi llegando a la

esquina que en un par de horas más iba a ser concurrida y algoruidosa.

Se sentó sobre la manta con parsimonia y dificultad y de algu-na otra parte de entre sus ropas sacó unas chucherías que lleva-ba envueltas en un pañito como de terciopelo. Bronce y platatrenzados en forma de pulseras, unos anillitos de bronce conguardas grabadas. Cosas así.

Los vi cuando llegué hasta ella. Me paré frente a su pequeñopuesto improvisado y me pareció que en ese lugar hacía máscalor que en el resto de la calle fría. En un tiempo más, el sol ledaría de lleno no bien saliera por la otra esquina de la plaza.

Apenas me miró y me dejó curiosear desde mi altura, sin tocar.

Esta vez no tenía sencillo encima, como para comprarle algunabaratija para Sofía. Le habría encantado el gesto.

- Llévele esto a su niña, me dijo como si adivinara.

- No llevo dinero, madrecita, le dije con vergüenza.

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- Me lo paga luego luego..., y me miró con picardía y una sonri-sa anciana y fresca. Usted va a volver, señor, me dijoentrecerrando los ojos.

Era una pulsera de cobre, bronce y un hilo de plata. La tomé desu mano y sentí la piel cálida y dura. Le agradecí y le prometívolver al rato.

- Mañana, mañana..., me dijo con paciencia. Cuando salga acaminar otra vez...

Enseguida se cubrió con un mantón negro y pesado que lecolgaba de los hombros, sólo se le veía apenas una parte de lacara.

Nunca antes la había visto. Yo a ella. Pero ella me había visto amí.

Extrañamente, de pronto me sentí joven y protegido.

Hace días que la busco. No la encuentro.

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Cuando llegan losprimeros días floridos, apenassiquieroentraral

taller.Ycadaaño es igual.

Paso las horas enBriançon, divagando,o recorriendo las márgenesde

La Durance,o caminando interminablementeBriançonVauban,yendoyviniendo por la sugerente PortedePignerol, a laque todavía nole

dediqué unasunto completo, sólo bocetos.

Aveces, llego hasta el tallerdeThierryymequedo viendoesculpir.A

veces, encualquier café, pasóunpar dehoras sentado sólomirando

gentes, una calle.Tal vez tomandoapuntesmentales.

19. Ojos verdes

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Ese día la mañana fue tibia pero, cuando empezaba la tarde, depronto se levantó un viento frío. Me había alejado un poco másy cargaba con el auto porque tenía programado ir por LaGuisane, para ver si me entusiasmaba empezar a pintar otravez. Llevaba los cuadernos y los pasteles para bocetar el bos-que, la curva del río.

Sin rumbo todavía, había llegado a los meandros de la Rue du

Serre Paix.

Cuando la vi, pensé que descansaba al costado del camino, peroen realidad se había caído de su bicicleta en una mala manio-bra. Se tomaba el tobillo con dolor y sonrió al verme con unasonrisa social que intentaba disimular su situación. Se sentiríaavergonzada.

Me detuve y le ofrecí ayuda e inmediatamente inició una con-versación trivial que tenía el mismo tono de su sonrisa. Insistí.

Como quien se resigna a lo irremediable y fatal, finalmente,aceptó.

Muy bonita, algo menuda, de edad mediana. Pese al dolor, se

movió ágilmente. Para cuando cargué su bicicleta, ya estabasentada en el asiento del acompañante. Tenía frío.

Me indicó el camino de Forville, después de una breve discu-sión, que llevó con mucha gracia, en la que se empecinaba enque la dejara en Grand Boucle, donde pediría un auto o llama-ría a Forville para que vinieran a buscarla.

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Le dije que era pintor, que esa mañana estaba haciendo borra-dores para unas acuarelas, que tenía tiempo. Le ofrecí llevarla,de paso, al hospital, pero se negó allí sí con firmeza.

Volví de Forville por el camino de Santa Catalina. Había entra-do la tarde y el frío me empujó al albergue de L'Impossible.Quise tomar un té y beber una copa de cognac; pero, mientras

esperaba la parsimonia del joven que me atendía, resolví pasarallí la noche.

Tenía los cuadernos sobre la mesa y sin darme cuenta comencéentonces a dibujar los ojos verdes.

Al día siguiente no quise salir. En el taller, ordené durantealgún tiempo los borradores de los últimos paseos, pero no eranmi principal ocupación: estaba despejando el camino.

Pasó un mes desde entonces. Ya he vuelto a pintar todos losdías. Y hasta creo que expondré en octubre.

Tengo dos carpetas sobre mi mesa ahora.

En una, cada hoja es un pasiaje, un recodo, un retrato de algúncaminante desconocido, flores lilas y amarillas, el deshielotardío, la curva indefinida de las sierras, el agua entre las pie-dras en la vuelta de La Guisane, un monte de abedules, unacalle oscura, balcones, el café du Rhône.

La otra carpeta está llena nada más que de ojos verdes.

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20. Jerzy

La tierra se despedazaba con facilidad. El invierno había sidobenigno y los terrones eran ahora negros y vivaces.

Jerzy carpía desde el linde de la casa hasta los primeros árbolesdel sotomonte. La mañana fresca acompañaba el trabajo delmuchacho y una leve bruma que venía del río le daba un aireépico a la escena. Su figura se recortaba en el aire, oscura, conla azada en alto como un guerrero antiguo.

Sobre la falda de la colina había nubes bajas que llegaban casihasta el manantial que cerraba el valle; unos abedules se in-crustaban en ellas como lanzas blancas y verdes, de un verdefresco y claro.

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En una esquina del recuadro que limitaba un arce añoso, elviejo había puesto su silla y contemplaba a su nieto. Cadatanto, gritaba alguna broma o hacía algún comentario quepretendía iniciar una conversación. Jerzy volvía la cabeza haciaél, las piernas abiertas y afirmadas sobre el terreno. Sonreía yseguía en su labor, a veces meneando la cabeza.

El abuelo le había enseñado todo lo que sabía sobre la granja.

Pero a la vez que campesino era profesor de filosofía en la uni-versidad y en el ateneo del pueblo.

Ya era hombre mayor y ahora ni trabajaba la tierra ni dabaclases. Leía bastante, nada más, y de tanto en tanto conversabacon Jerzy que había quedado a cargo del mantenimiento detierra y animales. Huérfano de ambos padres, había vividodesde los dos años en la granja y su abuelo no sólo lo había

criado, sino que fue su maestro y su capataz.

- ¡Jerzy!, gritó el viejo.

- ¡Dziadzia! ¿Qué...? ¿No ves...? Viene una tormenta y me quedapor hacer..., contestó Jerzy deformando el nombre, como hacíasiempre que nombraba a su abuelo. Dziadzek es abuelo, peroJerzy nunca lo decía.

- Por eso mismo, ya... No tiene caso ahora, hay que esperar quepase..., dijo el viejo que ya recogía la silla y buscaba el amparode un galpón.

Fue repentino. Las nubes que herían los abedules en la falda dela colina fueron reemplazadas por unos nubarrones que pare-

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cían una tropilla grisácea y desbocada. El aire se enfrió depronto.

Jerzy apenas tuvo tiempo de cubrir la distancia hasta el galpón.En la puerta, el abuelo lo veía llegar con una sonrisa satisfecha.

- Jurek, le dijo el viejo al muchacho agitado por la corrida, tunombre...

- ¿Qué pasó con mi nombre, Dzia?

- Eso, tu nombre..., es nombre de hombre de la tierra, de granje-ro, ¿sabías?

-...

Jerzy se había acostumbrado a callar cuando su abuelo comen-zaba alguna historia o comentario de esa manera críptica o almenos oblicua.

- Es como Giorgio, como George, Georges, como Jorge o Yuri...Para los griegos, había un Zeus Georgos que cuidaba de loscampesinos, de los labradores, de los granjeros como nosotros,

de sus cosechas... Así que tu nombre es tu destino, Jurek, comodecían los romanos... ¡¿No te parece fantástico?!

Estaban debajo del alero del galpón y ahora veían llover con esafuria trivial que tienen las tormentas súbitas. Duran poco,gritan mucho. No dañan. Pero igual esta tormenta imprevistahabía interrumpido el trabajo de Jerzy y las cavilaciones del

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abuelo bajo el arce. El viejo siguió, entusiasmado pero comoabsorto con los goterones y las ráfagas, a los que miraba sin ver.

- Es cosa muy antigua, Jurek, muy antigua... La palabra quieredecir el que labra la tierra. Gea y ergon, esas son las palabras,Jurek: la tierra y el trabajo..., ¿lo ves?

Jerzy se había apoyado en el mango de la azada y oía a su

abuelo, mientras miraba las nubes que revoloteaban queriendohuir hacia el fondo del valle. La tormenta pasaría pronto.

- Cuando encuentres una buena muchacha, Jurek, porque undía te animarás a hablarle a Tesia, creo yo...Quiero decir, cuan-do te cases, la joven vendrá a vivir aquí y será la reina de estatierra pequeña que tenemos aquí, tu reina, Jurek. Y a ella le

mostrarás que éste es tu reino, el de Jerzy, el que obra y trabajasobre Gea, el que se ha desposado con Gea y trabaja con ella, enella, para ella... Es tu nombre, Jurek, ¿lo ves? Eso es un labra-dor, Jurek: un rey...

Jerzy vio que al fin la lluvia había parado tan súbitamentecomo había comenzado. Cargó al hombro la azada y salió alcampo nuevamente.

- Aquí va tu rey a su trono, Dziadzensky, a ver si llega en cual-quier momento la reina Tesia y encuentra el castillo hecho undesastre..., dijo el muchacho volviendo la cabeza y sonriendo asu abuelo que lo miraba asintiendo y riendo a carcajadas.

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Índice

1. Juicio al último invierno

2. Descansa

3. Cinzia

4. Lección de historia

5. Inolvidable

6. La casa nueva

7. El número Dos

8. La mujer ciega

9. Ruinas de glorias

10. Primavera de Jerónimo

11. La barca

12. Felicidad y viaje

13. El balcón

14. Frío

15. Lindora

16. Música de primavera

17. El puma

18. Madrecita

19. Ojos verdes

20. Jerzy

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Índice de ilustraciones

1. Wladimir López de Zamora: De la Serie «Invierno»

2. John Singer Sargent: Mountain stream

3. Anselmo Guinea: Viejo luchando con el viento

4. Francisco Berna Navarro: Del mar 

5. Begoña Grosso Goenechea: Acuarela

6. Sthephen McKenna: Luarca, Asturias

7. Adolfo Arranz: Conspiración en la plaza

8. Silvia Pelissero: Retrato

9. José Antonio G. Villarubia: Copia de medallones de Pompeya

10. José Luis López (Kubi): Campos de Castilla 3

11. Francisco Berna Navarro: Temporal12. José Luis López (Kubi): A vapor 

13. Francisco Berna Navarro: Balcón

14. Fernando Pena: Por las playas del Este

15. Carmelo Fernández Páez: Socorro, notables de la ciudad 

16. Vincenzo Irolli: Músico callejero

17. Juan Serrano: Puma 1

18. Erik Gamarra: Anciana en procesión

19. José Miguel Roca: Ojos de mujer 

20. Vincent van Gogh: Campesinos excavando

Tapa: Acuarela en Pompeya

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Este volumen deEl Libro de las Acuarelas

se terminó de componerel 12 de diciembre de 2015,

en Bella Vista,provincia de Buenos Aires,

República Argentina

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