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99 CAPÍTULO 5 El hilo de Ariadna Con ayuda del método científico hemos adquirido una vi- sión global del mundo físico mucho más allá de los sueños de generaciones anteriores. Ahora la gran aventura está empe- zando a volverse hacia dentro, hacia nosotros. En las últimas décadas las ciencias naturales se han extendido hasta alcan- zar las fronteras de las ciencias sociales y de las humanida- des. Aquí el principio de explicación consiliente que guía el avance ha de sufrir su prueba más severa. Las ciencias físicas han sido relativamente fáciles; las ciencias sociales y las hu- manidades serán el reto final. Esta conjunción incierta de las disciplinas posee elementos míticos que habrían complacido a los antiguos griegos: camino traicionero, viaje heroico, ins- trucciones secretas que nos llevan a casa. Los elementos han sido ensamblados en muchas narraciones a lo largo de los si- glos. Entre ellos está el relato del laberinto cretense, que pue- de servir asimismo como metáfora de la consiliencia. Teseo, el campeón de Atenas al estilo de Hércules, se diri- ge al corazón del laberinto cretense. A través de cada corre- dor, después de efectuar innumerables giros y vueltas, desen- reda un ovillo de hilo que le dio Ariadna, la enamorada hija del rey Minos de Creta. En algún lugar de los pasadizos es- condidos encuentra al Minotauro, el caníbal medio hombre, medio toro, al que siete jóvenes y siete doncellas le son sacri- ficados cada año como tributo de Atenas a Creta. Teseo mata al Minotauro con sus manos desnudas. Después, siguiendo el hilo de Ariadna, vuelve sobre sus pasos a través del labe- rinto hasta salir de él. El laberinto, cuyo probable origen fue un conflicto prehis- tórico entre Creta y el Ática, es una imagen mítica adecuada del mundo material no cartografiado en el que la humanidad nació y que siempre se esfuerza por comprender. La consi-

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CAPÍTULO 5

El hilo de Ariadna

Con ayuda del método científico hemos adquirido una vi­sión global del mundo físico mucho más allá de los sueños de generaciones anteriores. Ahora la gran aventura está empe­zando a volverse hacia dentro, hacia nosotros. En las últimas décadas las ciencias naturales se han extendido hasta alcan­zar las fronteras de las ciencias sociales y de las humanida­des. Aquí el principio de explicación consiliente que guía el avance ha de sufrir su prueba más severa. Las ciencias físicas han sido relativamente fáciles; las ciencias sociales y las hu­manidades serán el reto final. Esta conjunción incierta de las disciplinas posee elementos míticos que habrían complacido a los antiguos griegos: camino traicionero, viaje heroico, ins­trucciones secretas que nos llevan a casa. Los elementos han sido ensamblados en muchas narraciones a lo largo de los si­glos. Entre ellos está el relato del laberinto cretense, que pue­de servir asimismo como metáfora de la consiliencia.

Teseo, el campeón de Atenas al estilo de Hércules, se diri­ge al corazón del laberinto cretense. A través de cada corre­dor, después de efectuar innumerables giros y vueltas, desen­reda un ovillo de hilo que le dio Ariadna, la enamorada hija del rey Minos de Creta. En algún lugar de los pasadizos es­condidos encuentra al Minotauro, el caníbal medio hombre, medio toro, al que siete jóvenes y siete doncellas le son sacri­ficados cada año como tributo de Atenas a Creta. Teseo mata al Minotauro con sus manos desnudas. Después, siguiendo el hilo de Ariadna, vuelve sobre sus pasos a través del labe­rinto hasta salir de él.

El laberinto, cuyo probable origen fue un conflicto prehis­tórico entre Creta y el Ática, es una imagen mítica adecuada del mundo material no cartografiado en el que la humanidad nació y que siempre se esfuerza por comprender. La consi-

Nota adhesiva
Edward O. Wilson Consilience. La unidad del conocimiento. 1998 Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999.
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liencia entre las ramas del saber es el hilo de Ariadna necesario para atravesarlo. Teseo es la humanidad, el Minotauro nuestra propia irracionalidad peligrosa. Cerca de la entrada del labe­rinto del conocimiento empírico está la física, que comprende una galería, y después unas cuantas galerías que se ramifi­can, que todos los investigadores que emprenden el viaje deben seguir. En el interior profundo hay una nebulosa de rutas a través de las ciencias sociales, las humanidades, el arte y la religión. Si el hilo de explicaciones causales conec­tadas ha sido bien colocado, es posible seguir rápidamente cualquier ruta en el sentido inverso, desde las ciencias del comportamiento a la biología, a la química y finalmente a la física.

Con el tiempo, descubrimos que el laberinto posee una pe­culiaridad inquietante que hace que sea imposible conocerlo a fondo y de manera completa. Aunque, más o menos, existe una entrada, no hay un centro, sólo un número inmenso de puntos finales situados en las profundidades del laberinto. Al reseguir el hilo en sentido inverso, desde el efecto a la cau­sa, suponiendo que tengamos el saber suficiente para hacer tal cosa, podemos empezar con sólo un punto final. Así, el laberinto del mundo real es un laberinto borgesiano de posi­bilidades casi infinitas. Nunca podemos cartografiarlo en su totalidad, nunca descubrir y explicarlo todo. Pero podemos esperar viajar velozmente a través de las partes conocidas, des­de lo específico a lo general, y (en resonancia con el espíritu humano) podemos seguir trazando rutas indefinidamente. Podemos conectar hilos en redes de explicación más amplias, porque se nos ha dado la antorcha y el ovillo de hilo.

Existe otro carácter definidor de la consiliencia: es mucho más fácil retroceder a través de los corredores que se ramifi­can que avanzar. Una vez se han colocado segmentos de ex­plicación, uno cada vez, desde un nivel de organización al siguiente, hasta muchos puntos finales (por ejemplo, forma­ciones geológicas o especies de mariposas), podemos elegir cualquier hilo y esperar razonablemente poderlo reseguir a través de los puntos de bifurcación de la causación y remon­tarnos hasta las leyes de la física. Pero el viaje opuesto, desde

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la física a los puntos finales, es extremadamente problemáti­co. A medida que aumenta la distancia a la física, las opcio­nes que permiten las disciplinas antecedentes aumentan de manera exponencial. Cada punto de bifurcación de la expli­cación causal multiplica los hilos que se dirigen hacia delan­te. La biología es casi inimaginablemente más compleja que la física, y las artes, de forma equivalente, más complejas que la biología. Permanecer en el rumbo adecuado todo el camino parece imposible. Y, lo que es peor, no podemos saber antes de emprender el camino si existe siquiera el viaje completo que hemos imaginado.

El crecimiento acelerado de la complejidad en el sentido del avance, desde la entrada a los puntos finales, lo ilustra con claridad de libro de texto la biología celular. Los investi­gadores han utilizado los principios reduccionistas de la físi­ca y la química para explicar la estructura y la actividad ce­lulares con un detalle admirable y brillante, sin dejar espacio discernible para explicaciones alternativas. Esperan, con el tiempo, explicarlo todo acerca de cualquier tipo concreto de célula que elijan estudiar, reduciéndola orgánulo a orgánulo y finalmente volviéndola a ensamblar de manera holística, viajando así hacia la entrada del laberinto y la simplicidad. Pero abrigan la vaga esperanza de predecir (en oposición a explicar y reconstruir de manera retroactiva) el carácter de cualquier célula completa desde la física y la química, y con ello de viajar desde la entrada del laberinto hacia la comple­jidad creciente. Para recitar uno de los mantras de la ciencia, las explicaciones de las ciencias físicas son necesarias pero no suficientes. Hay demasiada idiosincrasia en la disposición del núcleo y de los demás orgánulos de una célula determi­nada, así como de las moléculas que las componen, y dema­siada complejidad en los intercambios químicos, que varían constantemente, de la célula con el ambiente, para conseguir dicha quiniela conceptual. Y más allá de estas peculiaridades aguarda la historia todavía oculta del ADN prescriptivo, que se extiende a través de innumerables generaciones.

Para decirlo brevemente, las cuestiones de interés son cómo esta ensamblada la célula y cuál fue la historia evolutiva que

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llevó a su prescripción. Para avanzar, los biólogos están obli­gados en primer lugar a describir la complejidad de la célula, y después a descomponerla. Ir en el otro sentido es conce­bible, pero todos los biólogos están de acuerdo en que sería difícil hasta lo prohibitivo.

Disecar un fenómeno en sus elementos, en este caso la cé­lula en orgánulos y moléculas, es consiliencia mediante re­ducción. Reconstituirlo, y especialmente predecir con el co­nocimiento obtenido mediante la reducción de qué manera la naturaleza lo ensambló en primer lugar, es consiliencia me­diante síntesis. Éste es el procedimiento en dos fases median­te el que los científicos naturales suelen trabajar: de arriba abajo a través de dos o tres niveles de organización cada vez mediante análisis, y después de abajo arriba a través de los mismos niveles mediante síntesis.

El procedimiento puede ilustrarse de manera sencilla con un modesto ejemplo de mi propia investigación. Las hormi­gas se advierten unas a otras del peligro a distancia. Cuando una hormiga obrera es empujada, inmovilizada en el suelo o se ve amenazada de alguna otra forma, las compañeras de nido que se hallan en un radio de varios centímetros notan de alguna manera su apuro y se apresuran a ayudarla. (Digo «la», porque todas las obreras son hembras.) La alarma pue­de comunicarse por la vista, pero sólo raramente, porque las confrontaciones suelen tener lugar en la oscuridad y, en cual­quier caso, muchas especies de hormigas son ciegas. La señal puede ser transmitida asimismo mediante el sonido. Las obre­ras inquietas emiten ruidos chirriantes frotando su cintura contra un segmento posterior de su cuerpo, o bien hacen su­bir y bajar repetidamente el cuerpo para golpear el suelo. Pero, de nuevo, el sonido es utilizado sólo por algunas espe­cies, y sólo en ocasiones especiales.

Conociendo estos hechos, en la década de 1950, como en­tomólogo en ciernes, especulé que las señales de alarma cla­ves eran químicas. Las sustancias eran lo que los investiga­dores llamaban en aquellos días liberadores químicos y que en la actualidad se conocen como feromonas. Para compro­bar mi idea, recogí colonias de hormigas recolectoras rojas y

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de algunas otras especies cuya historia natural conocía bien. Después las instalé en nidos artificiales no muy distintos de las granjas de hormigas de los niños. Con la ayuda de una lupa binocular y de pinzas de relojero disequé obreras aca­badas de matar para obtener órganos que pudieran contener feromonas de alarma. Aplasté cada uno de estos pedacitos blancos de tejido sobre las puntas afiladas de palillos aplica-dores y los presenté uno tras otro a los restantes grupos de obreras. De este modo descubrí que al menos dos de dichas glándulas son activas. Una se abre en la base de las mandí­bulas y la otra junto al ano. Las hormigas quedaban galvani­zadas por las sustancias liberadas por las glándulas. Se mo­vían hacia delante y hacia atrás en círculos y giros alrededor de los palillos, deteniéndose sólo ocasionalmente para exa­minar y mordisquear el tejido aplastado.

Había identificado con precisión el origen de las feromo­nas. Pero ¿qué eran? Pedí ayuda a Fred Regnier, un químico de mi misma edad que estaba empezando su propia carrera. Era experto en las habilidades que en aquella época más se necesitaban para progresar en el estudio de la comunicación de las hormigas, el análisis de muestras orgánicas extremada­mente pequeñas. Utilizando las técnicas más modernas, cro­matografía de gases y espectrometría de masas, Regnier iden­tificó las sustancias activas como una mezcla de compuestos simples denominados alcanos y terpenoides. Obtuvo des­pués muestras de compuestos idénticos que habían sido sin­tetizados en el laboratorio, garantizando su pureza. Cuando presentamos cantidades minúsculas a las colonias de hormi­gas, obtuvimos las mismas respuestas que yo había observa­do en mis primeros experimentos, y confirmamos que los com­ponentes glandulares que Regnier había identificado eran las feromonas de alarma.

Esta información fue el primer paso para la comprensión de fenómenos más amplios y más básicos. A continuación con­seguí la ayuda de William Bossert, un joven matemático. (Eramos todos jóvenes, en aquellos días; los científicos jóve­nes tienen las mejores ideas y, lo que es más importante, mu­cho tiempo.) Intrigado por la novedad del problema, así como

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por el pequeño estipendio que le ofrecí, accedió a construir modelos físicos de la difusión de las feromonas. Sabíamos que las sustancias químicas se evaporaban desde las abertu­ras de las glándulas. Las moléculas que se encuentran más cerca de las aberturas son lo suficientemente densas como para ser olidas por las hormigas. Denominamos espacio acti­vo al espacio tridimensional en el que tal cosa ocurre. La for­ma geométrica del espacio activo puede predecirse si se cono­cen las propiedades físicas de las moléculas y confirmarse a partir del tiempo necesario para que la nube de moléculas en expansión alerte a las hormigas. Utilizamos a la vez modelos y experimentos para medir la tasa de expansión de las molé­culas y la sensibilidad de las hormigas frente a ellas, y para es­tablecer con una certeza razonable que las obreras liberan fe­romonas evaporadas con la finalidad de comunicarse.

Los pasos en el razonamiento que seguimos son universa­les en la investigación científica. Se siguen de la consiliencia de las disciplinas establecidas por generaciones de científicos anteriores. Para resolver el problema de la comunicación de alarma entre las hormigas empleamos la reducción, abrién­donos camino hacia abajo desde un nivel de organización es­pecífica, es decir, el organismo, a un nivel más general, la molécula. Intentamos explicar un fenómeno de la biología con la física y la química. Por suerte, nuestras ideas tuvieron éxito... esta vez.

La misma aproximación a la investigación de las feromonas continuó rindiendo fruto en las décadas que siguieron. Gran número de biólogos que trabajaban independientemente unos de otros establecieron que las hormigas organizan sus colonias con muchos sistemas químicos como los que se utilizan para transmitir alarma. Descubrimos que el cuerpo de las hormigas es una batería andante de glándulas llenas de compuestos se-mióticos. Cuando las hormigas dispensan sus feromonas, so­las o en combinación y en cantidades variables, dicen, efecti­vamente, a otras hormigas: «peligro, venid rápidamente»; o «peligro, dispersaos»; o «comida, seguidme»; o «hay un lugar mejor para anidar, seguidme»; o «soy una compañera de hor­miguero, no una extraña»; o «soy una larva», y así sucesiva-

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mente a través de un repertorio de diez a veinte mensajes, número que difiere según la casta (tal como soldado u obre­ra menor) y la especie. Estos códigos de gusto y olfato son tan generales y potentes que todos juntos atan a las colonias de hormigas en una única unidad operacional. Como resultado, cada colonia puede considerarse como un superorganismo, un cúmulo de organismos convencionales que actúan como un organismo único y mucho mayor. La colonia es una red se­miótica primitiva que se parece aproximadamente a una red nerviosa, y el desplazamiento se extiende para comprometer la inteligencia comunal.

Habíamos atravesado cuatro niveles: desde el superorga­nismo al organismo, de éste a las glándulas y a los órganos de los sentidos, y de ahí a las moléculas. ¿Era posible entonces dar media vuelta y viajar en la dirección opuesta, y predecir el resultado sin saber de antemano la biología de las hormigas? Sí, al menos en la forma de unos cuantos principios generales. A partir de la teoría de la selección natural, puede esperarse que las moléculas que actúan como feromonas posean deter­minadas propiedades que permiten su fabricación y transmi­sión eficientes. Añadiendo unos principios de química orgá­nica, llegamos a la conclusión de que era probable que las moléculas contuvieran de 5 a 20 átomos de carbono y tuvie­ran pesos moleculares de entre 80 y 300. Las moléculas que actúan como feromonas de alarma, en particular, se encon­trarán por lo general en el extremo más ligero. Serán produ­cidas en cantidades comparativamente grandes, por ejemplo millonésimas de gramo en lugar de milmillonésimas de gra­mo en cada hormiga, y las obreras que respondan a las mis­mas serán menos sensibles a ellas que a la mayoría de otros ti­pos de feromonas. Esta combinación de características permite una transmisión rápida, seguida por una pronta disminución de la señal una vez ha pasado el peligro. En cambio, puede predecirse que las sustancias de rastro, que son seguidas por las hormigas desde el hormiguero al alimento y retorno, con­sistirán en moléculas con las cualidades opuestas. Sus carac­terísticas permiten una larga duración de la señal, así como aseguran la intimidad de la transmisión. Dicha intimidad

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evita que los depredadores localicen la señal y cacen a las que las emiten. En la guerra (y, no hay que equivocarse, la naturaleza es un campo de batalla) se necesitan códigos se­cretos.

Estas predicciones, o conjeturas informadas, si el lector prefiere, cumplen los requisitos de consiliencia mediante sín­tesis. Con algunas excepciones sorprendentes, se han confir­mado. Pero los biólogos no pueden predecir a partir única­mente de la física y la química la estructura exacta de las moléculas de feromonas o la identidad de las glándulas que las fabrican. En cuanto a eso, antes de efectuar los experimen­tos, no pueden estipular si una determinada señal es utilizada o no por una especie dada de hormiga. Para conseguir este ni­vel de precisión, para viajar todo el camino desde la física y la química, cerca de la entrada del laberinto, hasta un punto fi­nal en la vida social de las hormigas, necesitamos conocimien­tos colaterales detallados de la historia evolutiva de la especie y del ambiente en el que vive.

La síntesis predictiva, en resumen, es sumamente difícil. En cambio, creo que la explicación en la dirección opuesta, me­diante reducción, puede conseguirse en algunos casos a tra­vés de todos los niveles de organización y, por lo tanto, de to­das las ramas del saber. Como demostración, intentaré ahora reseguir el sueño de un mago hasta llegar a lo más bajo, un átomo.

En el sueño del mago hay serpientes, transfiguradas a par­tir de las serpientes de la vida real. No las he situado aquí por capricho. Resultan ser los animales salvajes que, con más frecuencia, son conjurados en todo el mundo en sueños y alu­cinaciones inducidas por drogas. Las serpientes son podero­sas imágenes de la fantasía humana, que con la misma facili­dad se aparecen al zulú y al residente en Manhattan; son serpientes de carne y hueso que se transforman en imágenes titilantes de la mente subconsciente. Allí, en función de la cul­tura y la experiencia de cada individuo que sueña, son con­juradas de formas variadas, como depredadores, demonios amenazadores, guardianes de un mundo escondido, oráculos,

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espíritus de los muertos y dioses. El cuerpo escurridizo y los ataques letales de las serpientes verdaderas las convierten en ideales para la magia. Sus imágenes evocan mezclas de emo­ción que caen en un gradiente triangular definido por los tres puntos de miedo, repugnancia y temor reverente. Donde la serpiente real asusta, la serpiente onírica paraliza. En el esta­do paralítico que el soñador tiene cuando duerme, no se pue­de escapar de la serpiente.

Las serpientes son abundantes y diversas en las pluviselvas de la Amazonia occidental. Las serpientes oníricas, equiva­lentes de las reales, figuran de forma prominente en las cul­turas de sus habitantes amerindios y mestizos. Los chamanes presiden la toma de drogas alucinógenas e interpretan el sig­nificado de las serpientes y otras apariciones que surgen como consecuencia. Los jívaros de Ecuador utilizan maikua, el jugo de la corteza verde de un miembro de la familia del estramonio, Datura arbórea. Los guerreros lo beben para convocar a los arutams, los antepasados que viven en el mun­do de los espíritus. Si el buscador es afortunado, surge un es­píritu de las profundidades de la selva, a menudo en la forma de dos anacondas gigantes, que en la vida real es la especie Eunectes murinus, la más pesada de las serpientes del mun­do, suficientemente grande para matar a un ser humano. Las serpientes del sueño ruedan hacia él, enzarzadas en combate. Cuando llegan a unos seis a nueve metros de distancia, el jí­varo ha de correr hacia ellas y tocarlas. De otro modo, ex­plotarán «como dinamita», y desaparecerán.

Una vez ha recibido su visión, el jívaro no debe decírselo a nadie, de lo contrario el hechizo terminará. Aquella noche duerme en la orilla del río más próximo, y mientras sueña el arutam retorna a él en la forma de un viejo. Le dice: «Soy tu antepasado. Del mismo modo que yo he vivido mucho tiem­po, igual harás tú. Del mismo modo que he matado muchas veces, lo mismo harás tú». Entonces la aparición desaparece y, al hacerlo, su alma penetra en el cuerpo del soñador. Al alba, el jívaro se levanta con una sensación aumentada de valentía y de gracia en su porte. Su nuevo comportamiento es advertido por los demás habitantes de las casas dispersas

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de la comunidad jívara local. Si lo desea, puede llevar el adorno de huesos de ave que se coloca en el hombro y sim­boliza el poder del alma del arutam. En los viejos tiempos se le habría considerado apto para servir como guerrero en las expediciones de caza de cabezas.

Ochocientos kilómetros hacia el sudeste, en el Perú ama­zónico, vive Pablo Amaringo, chamán mestizo y artista. Ba­sándose en las tradiciones de sus antepasados amerindios, los hablantes de cocama y quechua del Amazonas y de Caja-marca, Amaringo conjura visiones y las pinta en cuadros. La droga que elige, muy utilizada en las comunidades de la re­gión del río Ucayali, es la ayahuasca, que se extrae de la en­redadera de la jungla Banisteriopsis. Sus sueños están pobla­dos de serpientes en la mayor parte de sus papeles culturales amazónicos: monturas de los dioses, espíritus de los bosques, depredadores que cazan al acecho animales y personas, fe-cundadores de mujeres, propietarios de lagos y bosques, y a veces la misma enredadera sinuosa ayahuasca transmutada en su forma animal.

En la rica tradición local de los shipibos que siguen Ama­ringo y sus cuadros, las serpientes, así como otros seres rea­les y sobrenaturales, están decoradas con intrincados dibujos geométricos en colores primarios. Los cuadros comparten asimismo el horror vacui de los shipibo: todos los espacios disponibles están atestados de detalles. El estilo encaja con la región amazónica, que bulle de vida de una variedad extra­ordinaria.

Los temas de Amaringo son vagamente eclécticos. Espíri­tus, magos y animales fantásticos de los antiguos mitos ame­rindios están mezclados con peruanos contemporáneos y ar­tefactos industriales. Hay barcos y aviones que pasan; incluso platillos volantes que se ciernen sobre la bóveda de la pluvisel-va. Las imágenes, surreales y perturbadoras, liberadas de los impulsos sensoriales normales, son emociones encarnadas que buscan el teatro y la narración. Su locura ilustra el principio de que, durante los trances y el sueño, cualquier metáfora sir­ve y cualquier fragmento de memoria capaz de deslizarse en la mente desprotegida se convierte en parte del relato.

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Las plantas sagradas, que han sido analizadas por los quí­micos, ya no son misteriosas. Sus jugos están dotados de neuromoduladores que en grandes dosis orales producen un estado de excitación, delirio y visión. Los efectos primarios suelen estar seguidos por narcosis y sueños de tipo similar. En la Datura de los jívaros se trata de los alcaloides atropina y escopolamina, semejantes desde el punto de vista estructural. En la Banisteriopsis de los mestizos incluyen betacarbolinas, a las que los chamanes suelen añadir dimetiltriptamina pro­cedente de otra especie vegetal. Las sustancias son psicotrópi-cas, y estimulan una racha de imágenes lo suficientemente intensa como para abrirse paso a través de los procesos con­trolados del pensamiento consciente ordinario. Alteran el cerebro de la misma manera que las moléculas neuromodu-ladoras naturales que regulan los sueños normales. La dife­rencia es que, bajo su influencia, las personas entran en un trance semicomatoso en el que los sueños, descontrolados y a menudo vividos y apremiantes, ya no están confinados al sueño.IS

Es tentador ser condescendiente con las búsquedas espiri­tuales de los vegetalistas amazónicos, al igual que es fácil des­echar la fe inocente de la contracultura en los gurúes y he­chiceros henchidos de droga durante las décadas de 1960 y 1970. Fuera de unos pocos cultos, poca gente cree en la ac­tualidad en el que fue gurú de las drogas, Timothy Leary, o incluso apenas recuerda a Carlos Castañeda y la que fuera su obra más famosa, Las enseñanzas de donjuán. Pero sería un error subestimar la importancia de tales visiones. Nos dicen algo importante sobre la biología y la naturaleza humana. Durante milenios ha sido generalizado en muchas culturas

15. En castellano utilizamos el mismo término, sueño, para referirnos al acto de dormir (sleep en inglés) y a la serie de imágenes o acontecimientos que tienen lugar mientras dormimos (dream en inglés). Mientras que los verbos correspondientes ('dormir, soñar') no plantean problema alguno, no ocurre lo mismo con los nombres. A lo largo del capítulo aparecen con fre­cuencia las dos acepciones de sueño; se ha procurado distinguirlas clara­mente, por ejemplo pluralizando los sueños, utilizando ensoñaciones como sinónimos del nombre u oníricos como sinónimos del adjetivo.

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del mundo el uso de alucinógenos para aumentar el conoci­miento interior. Desde hace tiempo, en la civilización oc­cidental, el sueño natural y los sueños inducidos por drogas han sido considerados como la entrada a lo divino. Aparecen en momentos esenciales del Viejo y el Nuevo Testamentos. Por ejemplo, el evangelio de San Mateo 1:20 nos explica que mientras José meditaba sobre el embarazo de María y la con­cepción de Jesús, «he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor» que le reveló que el progenitor era el Espí­ritu Santo. El testimonio de José estableció uno de los dos pilares esenciales del credo cristiano, siendo el otro el relato de la Resurrección que hicieron los discípulos, que también ocurrió en un sueño.

Emanuel Swedenborg, el científico y teólogo del siglo x v m cuyos seguidores fundaron la Iglesia de la Nueva Jerusalén, creía que los sueños contienen secretos de lo divino. Dios no limita su palabra a las Sagradas Escrituras. Si el código sa­grado no puede encontrarse bajo el microscopio (como des­cubrió, para su desengaño, el sabio sueco), todavía puede hacer su aparición en los escenarios del mundo onírico. Swe­denborg recomendaba horas irregulares y privación del sue­ño como procedimientos para inducir imágenes más claras y frecuentes.16 Al menos, en lo que se refiere a la fisiología te­nía razón; sospecho que habría disfrutado con una dosis de ayahuasca bien cargada.

Consideremos entonces los sueños de un mago, un hechice­ro, un chamán. Son más que los productos simples y únicos de una sola mente; muestran cualidades que son generales a la especie humana. Vale la pena analizar el arte de Pablo Amaringo a la manera de las ciencias naturales. Sus cuadros son un causa instrumental de consiliencia, un fragmento im­presionante de cultura que podría explicarse, y por lo tanto conseguir un significado añadido, en el siguiente nivel, el

16. Que son requisitos conocidos para entrar en trance, como han explica­do muchos místicos; véase más adelante las referencias del autor a santa Teresa de Jesús.

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biológico, en los niveles de complejidad de la inspiración ar­tística.

Los científicos están acostumbrados a buscar elementos disponibles como puntos de entrada para un tal análisis. Con este propósito he escogido dos elementos de los cuadros de Amaringo que se ofrecen para su explicación conveniente: el paisaje onírico en su conjunto y las serpientes que lo pue­blan de manera conspicua.

El misticismo y la ciencia se encuentran en los sueños. Freud, consciente de la conjunción, compuso una hipótesis para explicar su significado. Dijo que nuestros sueños son dis­fraces para deseos inconscientes. Cuando dormimos, el ego li­bera su control sobre ello, que es la encarnación del instinto, y entonces nuestros más primitivos miedos y deseos escapan hacia la mente consciente. Sin embargo, no son sentidos de forma bruta. Al igual que los personajes de una mala novela victoriana, son alterados por el censor de la mente en símbo­los para que no perturben el sueño. La persona media no puede esperar leer con precisión su significado al despertar­se. Debe dirigirse, afirmaba Freud, a un psicoanalista, que la guiará a través de la asociación libre con el fin de descifrar los códigos. A medida que se hacen las traducciones, las co­nexiones de los símbolos con la experiencia infantil resultan evidentes. Si la revelación se desarrolla correctamente, el pa­ciente goza de un alivio de las neurosis y otras alteraciones psicológicas que se originan en sus memorias reprimidas.

La idea de Freud acerca del inconsciente, al centrar la atención en los procesos irracionales ocultos del cerebro, fue una contribución fundamental a la cultura. Se convirtió en un venero de ideas que fluyeron desde la psicología a las huma­nidades. Pero en su mayor parte es errónea. El error fatal de Freud fue su renuencia constante a comprobar sus propias teorías: enfrentarlas con las explicaciones en competencia y después revisarlas para acomodar los hechos controvertidos. También tuvo la suerte de ser el primero. Los actores de su drama (ello, ego y superego) y los papeles que desempeñaban en la supresión y la transferencia pudieron haber evoluciona­do suavemente hasta los elementos de una teoría científica mo-

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derna, si Freud hubiera adivinado correctamente su natura­leza básica. La teoría de Darwin de la selección natural pros­peró de este modo, aunque el gran naturalista no tenía idea alguna de la herencia particulada que transportan los genes. Sólo más tarde la genética moderna verificó su intuición en relación con el proceso evolutivo. En los sueños, Freud se en­frentaba a un conjunto de elementos mucho más complejo e intratable que los genes, y (para decirlo todo lo amablemen­te que sea posible) se equivocó en sus conjeturas.

La hipótesis en competencia, y más moderna, de la natu­raleza básica del sueño es el modelo de activación-síntesis de la biología. Tal como lo han diseñado durante las dos últi­mas décadas J. Alian Hobson, de la Facultad de Medicina de Harvard, y otros investigadores, junta los pedazos de nues­tro conocimiento creciente de los verdaderos acontecimien­tos celulares y moleculares que tienen lugar en el cerebro du­rante los sueños.

En resumen, los sueños son una especie de locura, un aje­treo de visiones, en gran parte desconectadas de la realidad, cargadas de emociones y empapadas de símbolos, arbitrarias en su contenido y potencialmente infinitas en su variedad. Es muy probable que soñar sea un efecto colateral de la reorga­nización y la edición de información en los bancos de memo­ria del cerebro. No es, como Freud imaginaba, el resultado de emociones salvajes y memorias escondidas que se escabullen en un descuido del censor que es el cerebro.

Los hechos que subyacen a la hipótesis de activación-síntesis pueden interpretarse como sigue. Durante el sueño, cuando cesan casi todas las entradas sensoriales, el cerebro consciente es activado internamente por impulsos que se ori­ginan en el tallo cerebral o bulbo raquídeo. El cerebro anda a la rebatiña para realizar su función usual, que es crear imá­genes que se mueven a lo largo de narraciones coherentes. Pero al carecer de entradas de información sensorial minuto a minuto, incluidos los estímulos generados por el movimien­to del cuerpo, permanece desconectado de la realidad exter­na. Por lo tanto, hace todo lo que puede: crea fantasía. El ce­rebro consciente, que recupera el control al despertarse, y con

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todas sus entradas sensoriales y motrices restauradas, revisa la fantasía e intenta darle una explicación racional. La expli­cación falla y, como resultado, la propia interpretación del sueño se convierte en una especie de fantasía. Ésta es la ra­zón por la que las teorías psicoanalíticas que se refieren a los sueños, así como las interpretaciones sobrenaturales parale­las que surgen en el mito y la religión, son, a la vez, emocio-nalmente convincentes y objetivamente incorrectas.

La base molecular de la ensoñación se conoce en parte. El sueño cae sobre el cerebro cuando transmisores químicos neuronales de un cierto tipo, aminas tales como la norepine-frina y la serotonina, disminuyen en cantidad. Simultánea­mente, aumenta la cantidad de un transmisor de un segundo tipo, la acetilcolina. Ambos transmisores bañan las uniones de neuronas especializadas para ser sensibles a ellos. Los dos tipos de neurotransmisores existen en un equilibrio dinámi­co. Las aminas despiertan el cerebro y median su control en los sistemas sensoriales y músculos voluntarios. La acetilco­lina cierra estos órganos. A medida que la acetilcolina gana ascendiente, las actividades del cerebro consciente se redu­cen. Lo mismo ocurre con otras funciones del cuerpo excepto la circulación, la respiración, la digestión y (lo que es extra­ordinario) el movimiento de los globos oculares. Los múscu­los voluntarios del cuerpo están paralizados durante el sue­ño. La regulación de la temperatura disminuye asimismo. (Ésta es la razón por la que puede ser peligroso quedarse dormido mientras el cuerpo está frío.)

En un ciclo nocturno normal, el sueño es al principio pro­fundo y sin sueños. Después, a intervalos, y ocupando en conjunto alrededor del 25 % del período de sueño total, se torna ligero. Durante los períodos de sueño ligero es más fá­cil que el durmiente se despierte. Sus ojos se mueven de for­ma errática en sus órbitas, condición que se denomina movi­miento rápido del ojo, o REM.17 El cerebro consciente se agita y sueña pero permanece aislado de los estímulos exter­nos. Se dispara la ensoñación cuando las neuronas de acetil-

17. Rapid eye movement, en inglés.

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colina del tallo cerebral empiezan a descargar de forma des­enfrenada, iniciando lo que se denominan ondas PGO. La ac­tividad de la membrana eléctrica, todavía mediada por la acetilcolina en las uniones neuronales, se desplaza desde el puente (la P de PGO), una masa bulbosa de centros nerviosos situados en la parte superior del tallo cerebral, hacia arriba, al centro inferior de la masa cerebral, donde penetra en los núcleos geniculados (G) del tálamo, que son centros princi­pales de conmutación en las rutas neuronales visuales. Las ondas PGO pasan después a la corteza occipital (O), en la parte posterior del cerebro, donde tiene lugar la integración de la información visual.

Puesto que el puente es asimismo una estación de control principal para la actividad motriz cuando el cerebro está des­pierto, las señales que pasan a través del sistema PGO infor­man equivocadamente a la corteza de que el cuerpo está en movimiento. Pero, naturalmente, el cuerpo está inmóvil; en realidad, está paralizado. Lo que entonces hace el cerebro visual es alucinar. Saca de los bancos de memoria imágenes y relatos y los integra en respuesta a las ondas que llegan des­de el puente. No constreñido por la información del mundo exterior, privado de contexto y continuidad en el espacio y tiempo reales, el cerebro construye apresuradamente imáge­nes que a veces son fantasmagóricas y están implicadas en acontecimientos imposibles. Volamos por el aire, nadamos en el fondo del mar, caminamos sobre un planeta distante, conversamos con un familiar que murió hace tiempo. Per­sonas, animales salvajes y apariciones sin nombre llegan y se van. Algunos constituyen la materialización de nuestras emociones desencadenadas por las oleadas de PGO, de ma­nera que de un sueño a otro nuestro talante es calmado, asus­tado, airado, erótico, sensiblero, humoroso, lírico, pero la mayor parte del tiempo sólo ansioso. No parece haber lími­te al poder combinatorio del cerebro que sueña. Y creemos todo aquello que vemos, al menos mientras dormimos; rara­mente se nos ocurre dudar incluso de los acontecimientos más extraños a los que hemos sido empujados involuntaria­mente. Alguien ha definido la locura como una incapacidad

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para elegir entre alternativas falsas. En sueños estamos lo­cos. Vagamos como dementes por nuestros paisajes oníricos ilimitados.

Los estímulos fuertes pueden atravesar la barrera senso­rial. Si no nos despiertan, son encajados en el relato de la en­soñación. Sea que a nuestro dormitorio llega el sonido de un trueno, correspondiente al rayo que ha caído a dos kiló­metros de distancia. Para tomar una de las ilimitadas res­puestas posibles, nuestro sueño cambia a un asalto a un ban­co, se dispara un arma, nos hieren. No, otra persona ha sido herida, cae, pero, de nuevo, no, nos damos cuenta de que so­mos nosotros, desplazados al cuerpo de otra persona. Extra­ñamente, no notamos dolor alguno. Después la escena cam­bia. Estamos caminando por un largo corredor, perdidos, ansiosos por volver a casa, suena otro disparo. Esta vez nos despertamos, tensos, y permanecemos tendidos y quietos en el mundo real, oyendo el trueno real que retumba desde la tormenta que se acerca afuera.

En sueños raramente sentimos las molestias físicas del do­lor, las náuseas, la sed o el hambre. Unas cuantas personas padecen apnea, una detención temporal de la respiración que puede convertirse en visiones de asfixia o ahogamiento. En los sueños no hay olfato ni gusto; los canales de estos cir­cuitos sensoriales están cerrados debido al lavado con acetil­colina del cerebro durmiente. A menos que nos despertemos poco después, no recordamos ningún detalle en absoluto. Del 95 al 9 9 % de los sueños se olvidan por completo. Una pequeña minoría de personas cree, erróneamente, que no sueñan en absoluto. Esta amnesia sorprendente se debe, al parecer, a la baja concentración de transmisores de aminas, que son necesarias para convertir las memorias a corto plazo en memorias de mayor duración.

¿Cuál es la función de los sueños? Los biólogos han llegado a la conclusión provisional, a partir de estudios detallados en animales y en el ser humano, que la información que se ad­quiere mientras el cerebro está despierto se ordena y se conso­lida mientras está dormido. Existen indicios adicionales de

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que al menos parte de este procesamiento, en particular la intensificación de las habilidades cognitivas mediante repe­tición, está limitada a períodos de sueño REM, y por lo tan­to a las fases de ensoñación. El mismo flujo de acetilcolina puede ser una parte crucial del proceso. El hecho de que so­ñar active una actividad motriz y emocional interna tan in­tensa ha llevado a algunos investigadores a sugerir que el sueño REM tiene una función todavía más profunda, darwi-niana. Cuando soñamos, intensificamos el talante y mejora­mos respuestas básicas para la supervivencia y la actividad sexual.

No obstante, los hallazgos de la neurobiología y de la psi­cología experimental no dicen nada acerca del contenido de los sueños. ¿Son todas las fantasías locura temporal, la suma de epifenómenos que rápidamente se olvidan durante la con­solidación del aprendizaje? ¿O podemos buscar, de alguna manera no freudiana, el significado profundo en los símbo­los de que están compuestos los sueños? Puesto que los sue­ños no son completamente aleatorios, la verdad debe de en­contrarse en algún punto intermedio. La composición puede ser irracional, pero los detalles comprenden fragmentos de in­formación apropiados para las emociones activadas por las ondas PGO. Es muy posible que el cerebro se halle genética­mente predispuesto a fabricar determinadas imágenes y epi­sodios más que otros. Estos fragmentos pueden correspon­der de una manera vaga a los impulsos instintivos de Freud y a los arquetipos del psicoanálisis jungiano. Quizá ambas teo­rías puedan hacerse más concretas y verificables mediante la neurobiología.

La predisposición genética y la evolución llevan al segun­do elemento que he escogido de las pinturas de Amaringo: las serpientes. La forma de nuestra comprensión de estas criaturas de la noche es exactamente opuesta a la que se re­fiere a la naturaleza de los sueños en general. Como acabo de explicar, los biólogos saben ahora en términos muy generales cómo tienen lugar los sueños; han desenmarañado muchos de los acontecimientos celulares y moleculares que son clave en la ensoñación. Están mucho menos seguros del bien que

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los sueños hacen a mente y cuerpo. En el caso de la prevalen-cia de serpientes, la situación se invierte. Los biólogos poseen una hipótesis de trabajo sólida sobre la función de las imáge­nes, pero hasta el momento no tienen idea de su base molecu­lar y celular más allá del control general de la producción de sueños. El misterio del mecanismo exacto se debe a nuestra ignorancia de los procesos celulares por los que las memo­rias específicas, como las de las serpientes, se ensamblan y son coloreadas por la emoción.

Lo que sabemos de las serpientes, en cuanto imágenes oní­ricas, puede expresarse por los dos modos clave de análisis utilizados en biología. El primer modo expone causas inme­diatas o próximas, las entidades y los procesos fisiológicos que crean el fenómeno. Las explicaciones inmediatas respon­den a la pregunta de cómo funcionan los fenómenos biológi­cos, por lo general a los niveles celular y molecular. El segun­do modo de explicación trata de por qué funcionan: sus causas mediatas o últimas, que son las ventajas de que el or­ganismo goza como resultado de la evolución que creó los mecanismos en primer lugar. Los biólogos aspiran a tener tanto explicaciones mediatas como inmediatas. Para resumir brevemente el estudio de los sueños, sabemos mucho acerca de las causas próximas de la ensoñación en general, pero muy poco acerca de sus causas últimas, mientras que para la presencia de serpientes en los sueños ocurre exactamente lo contrario.

La versión que voy a ofrecer ahora de las causas últimas de la conexión entre la serpiente y el hombre se ha construi­do a partir de informes de muchos investigadores sobre com­portamiento animal y humano, y de manera más completa por el historiador del arte y antropólogo norteamericano Ba-laji Mundkur. El miedo a las serpientes es profundo y pri­mordial entre los primates del Viejo Mundo, el grupo filoge-nético al que pertenece el Homo sapiens. Cuando los totas y otros cercopitecos, monos arborícolas colilargos que son co­munes en África, encuentran determinados tipos de serpien­tes, emiten una llamada aspirada única. Son, evidentemente, buenos herpetólogos instintivos, porque la respuesta, que

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parece innata, se limita a las especies venenosas: cobras, mambas y víboras bufadoras. No emiten esta respuesta fren­te a serpientes inocuas. Otros miembros del grupo de monos acuden junto al que grita, y juntos observan al intruso hasta que abandona las inmediaciones. También emiten con facili­dad una llamada innata que avisa de la presencia de águilas, que hace que todos los miembros de la banda bajen de los ár­boles y se dispersen para alejarse del peligro, y una llamada innata que avisa de la presencia de leopardos, que desenca­dena carrerillas en la dirección opuesta, hasta aquellas par­tes de la bóveda arbórea que los grandes felinos no pueden alcanzar.

Los chimpancés comunes, una especie que se cree que com­parte con los prehumanos un antepasado común reciente, de hace unos cinco millones de años, son insólitamente aprensi­vos en presencia de serpientes, aunque no hayan tenido expe­riencias previas con las mismas. Se retiran hasta una distancia prudencial y siguen al intruso con la mirada fija al tiempo que alertan a los compañeros con una llamada de aviso: «¡Ua!». La respuesta se intensifica gradualmente durante la adoles­cencia.

Los seres humanos poseen asimismo una aversión innata a las serpientes, y, como en los chimpancés, se hace más fuerte durante la adolescencia. La reacción no es un instinto rígida­mente establecido. Es una propensión en el desarrollo del tipo que los psicólogos denominan aprendizaje preparado. Los niños simplemente aprenden el miedo a las serpientes con más facilidad que la de permanecer indiferentes o apren­der afecto por las serpientes. Antes de los cinco años no sien­ten ninguna ansiedad especial. Más tarde, se hacen cada vez más cautelosos. Después, sólo una o dos experiencias malas (una serpiente que culebrea entre la hierba cercana o un rela­to aterrador) pueden volverlos temerosos de manera profun­da y permanente. La propensión está muy arraigada. Otros miedos comunes (a la oscuridad, los extraños, los ruidos fuer­tes) empiezan a desaparecer pasados los siete años de edad. En cambio, la tendencia a evitar las serpientes se hace más fuerte con el tiempo. Es posible cambiar en la dirección opues-

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ta, aprendiendo a manipular serpientes sin miedo, o incluso a quererlas de alguna manera especial. Así lo hice, cuando era un muchacho, y una vez pensé seriamente en convertirme en un herpetólogo profesional. Pero en mi caso la adapta­ción fue forzada y consciente. La sensibilidad especial de la gente puede, con la misma facilidad, volverse una ofidiofo-bia completa, que es el extremo patológico en el que la pro­ximidad de una serpiente produce pánico, sudor frío y acce­sos de náuseas.

No se han explorado las rutas neurales de la aversión a las serpientes. No conocemos la causa proximal del fenómeno excepto para clasificarlo como «aprendizaje preparado». En cambio, la causa última probable, el valor de supervivencia de la aversión, se comprende bien. A lo largo de la historia hu­mana, unas cuantas especies de serpientes han sido una de las principales causas de enfermedad y muerte. Todos los continentes, con la excepción de la Antártida, poseen ser­pientes venenosas. En la mayor parte de África y Asia, la tasa conocida de muertes anuales debidas a mordeduras de ser­pientes es de 5 personas por cada 100.000. El récord local lo tiene una provincia de Birmania (que últimamente se llama Myanmar), con 36,8 muertes por cada 100.000 personas y por año. Australia posee una abundancia excepcional de ser­pientes venenosas, la mayoría de cuyas especies son parien­tes evolutivos de las cobras. A menos que se sea un experto, es aconsejable apartarse de cualquier serpiente en Australia, del mismo modo que es prudente evitar las setas silvestres en todas las partes del mundo. En América del Sur y Central vi­ven serpientes mortíferas bien conocidas por los jívaros y los chamanes vegetalistas, que incluyen el surucucú, mapepire o terror de los bosques y la fer de lance, barba amarilla, laba-ria o jararacá, que figuran entre las víboras de fosita mayo­res y más agresivas. Su piel presenta dibujos cuya forma y color se parecen a los de la hojarasca, y sus colmillos son su­ficientemente largos como para atravesar una mano huma­na; aguardan al acecho en el suelo de la selva tropical, a la espera de pequeñas aves y mamíferos, y asestan rápidos ata­ques defensivos a los seres humanos que pasan.

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Las serpientes reales y las oníricas proporcionan un ejem­plo de la manera en la que los agentes de la naturaleza pue­den traducirse en símbolos de la cultura. Durante cientos de miles de años, tiempo suficiente para que cambios genéticos en el cerebro programen los algoritmos del aprendizaje pre­parado, las serpientes venenosas han sido una fuente signifi­cativa de heridas y muertes para los seres humanos. La res­puesta a la amenaza no es simplemente evitarla, de la manera en que se reconoce que determinadas bayas son ponzoñosas mediante un doloroso proceso de prueba y error, sino sentir el tipo de aprensión y de fascinación morbosa que los pri­mates no humanos exhiben en presencia de serpientes. La imagen de la serpiente atrae asimismo muchos detalles extra­ños que son puramente aprendidos, y como resultado de la intensa emoción que evoca, enriquece las culturas en todo el mundo. La tendencia de la serpiente a aparecer de pronto en trances y sueños, su forma sinuosa y su poder y misterio son ingredientes lógicos del mito y la religión.

Imágenes como las de Amaringo se remontan a varios mi­lenios. Antes de las dinastías faraónicas, los reyes del Bajo Egipto eran coronados en Buto por la diosa Wadjet, una co­bra. En Grecia estaba Ouroboros, la serpiente que se devora­ba continuamente por la cola, mientras se regeneraba desde dentro. Para los gnósticos y los alquimistas de siglos poste­riores, este autocaníbal llegó a simbolizar el ciclo eterno de destrucción y recreación del mundo. Un día de 1865, mien­tras dormitaba junto al fuego de una chimenea, el químico alemán Friedrich August Kekule von Stradonitz soñó con Ouroboros y de este modo concibió la molécula de benceno como un círculo de seis átomos de carbono, cada uno de ellos enlazado con un átomo de hidrógeno. Debido a esta inspiración, algunos de los datos más intrigantes de la quí­mica orgánica del siglo x ix encajaron en su lugar. En el pan­teón azteca, Quetzalcóatl, la serpiente emplumada con ca­beza humana, reinaba como dios de la estrella matutina y vespertina, y con ello, de la muerte y de la resurrección. Fue el inventor del calendario y el benefactor del estudio y del sa­cerdocio. Tlaloc, el dios de la lluvia y el rayo, era otra qui-

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mera serpentina, con los labios superiores humanoides for­mados a partir de las cabezas de dos serpientes de cascabel. Tales apariciones sólo pudieron haber nacido en sueños y trances.

En la mente y la cultura, la serpiente onírica trasciende a la serpiente real. Una comprensión de su transformación desde un reptil terrenal puede considerarse como uno de los mu­chos caminos que atraviesan las tierras fronterizas que sepa­ran la ciencia de las humanidades. Después de haber seguido a la serpiente a lo largo de una distancia considerable en nuestro viaje desde el mago al átomo, penetramos ahora en el interior de las ciencias biológicas. Aquí disponemos de mejo­res mapas, y el avance es considerablemente más fácil. Doce­nas de premios Nobel, que son el fruto de millones de horas de trabajo y de miles de millones de dólares destinados a la investigación biomédica, señalan el camino a recorrer a lo lar­go de las ciencias, desde el cuerpo y el órgano a la molécula y el átomo, pasando por la célula. La estructura general de la neurona humana ha sido cartografiada en la actualidad con un detalle considerable. Su descarga eléctrica y la química si-náptica se comprenden en parte y pueden expresarse en fór­mulas que obedecen los principios de la física y la química. Se ha preparado el camino para atacar el principal problema no resuelto de la biología: de qué modo trabajan conjunta­mente los cien mil millones de neuronas del cerebro para crear la consciencia.

Digo que es el principal problema porque los sistemas más complejos que se sabe que existen en el universo son bioló­gicos, y con mucho el más complejo de todos los fenómenos biológicos es la mente humana. Si cerebro y mente son en la liase fenómenos biológicos, de ahí se sigue que las ciencias biológicas son esenciales para conseguir la coherencia entre todas las ramas del saber, desde las humanidades hasta las ciencias físicas. La tarea resulta algo más fácil debido al he­cho de que las disciplinas dentro de la propia biología son ahora por lo general consilientes y lo son más cada año que pasa. Quisiera explicar cómo se ha conseguido esto.

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La consiliencia entre las ciencias biológicas se basa en una completa comprensión de la escala en el tiempo y el espacio. Pasar de un nivel al siguiente, por ejemplo de la molécula a la célula o al órgano y de aquí al organismo, requiere la correc­ta orquestación de los cambios en el tiempo y en el espacio. Para dejar claro esto volveré por última vez a Pablo Amarin-go, mago, artista y organismo compañero. Imagine el lector que podemos acelerar o enlentecer el paso del tiempo que pasamos con él, al tiempo que expandimos o encogemos el espacio que vemos en su persona y a su alrededor. De mane­ra que entramos en su casa, estrechamos su mano y Amarin-go nos muestra un cuadro. Estas acciones consumen segun­dos o minutos. Un hecho evidente, de modo que, ¿para qué mencionarlo? La cuestión adquiere más sentido cuando se plantea de otra manera: ¿por qué estas acciones familiares no consumieron, en cambio, millonésimas de segundo, o meses? La respuesta es que los seres humanos están cons­truidos de miles de millones de células que se comunican a través de membranas mediante ondas químicas e impulsos eléctricos. Ver a Amaringo y hablar con él causa una se­cuencia de estas unidades que cubren de segundos a minu­tos, no microsegundos o meses. Pensamos que un tal lapso de tiempo es normal y aproximadamente típico para el mun­do en el que vivimos. No lo es. Puesto que nos afecta a Ama­ringo y a nosotros, que somos máquinas orgánicas, se trata sólo de tiempo organísmico. Y puesto que el aparato ente­ro de nuestra comunicación ocupa de milímetros a metros de superficie y volumen, no nanómetros o kilómetros, nues­tras mentes sin ayuda moran enteramente en el espacio or­ganísmico.

Imaginemos ahora que con el mejor de nuestros instru­mentos (¡y con su permiso!) podemos mirar en el interior del cráneo de Pablo Amaringo. Aumentando la imagen, sus ner­vios más pequeños se hacen visibles. Después vemos las célu­las que los constituyen, y finalmente las moléculas y los áto­mos. Observamos mientras una neurona descarga: a lo largo de la longitud de su membrana, el voltaje cae a medida que los iones de sodio fluyen hacia el interior. En cada punto del

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axón de la neurona, los acontecimientos consumen sólo va­rias milésimas de segundo, mientras que la señal eléctrica que crean (el descenso en voltaje) se acelera a lo largo del axón a diez metros por segundo, tan veloz como un corre­dor olímpico. Con nuestro campo de visión trasladado aho­ra a un espacio de sólo una diezmilésima de nuestro campo original, los acontecimientos pasan demasiado deprisa para que puedan ser vistos. Una descarga eléctrica de la membra­na celular cruza el campo de visión más rápida que una bala de fusil. Para verla (recuérdese, como observadores huma­nos nos hallamos todavía en el tiempo organísmico) hemos de registrar y disminuir la velocidad de la acción lo suficien­te para poder contemplar acontecimientos que originalmente se produjeron en unas pocas milésimas de segundo o menos. Ahora estamos en el tiempo bioquímico, una necesidad si hemos de observar acontecimientos en el espacio bioquí­mico.

En medio de esta magia, Amaringo sigue hablando, pero apenas se ha dado cuenta de los cambios que ocurrieron cuando nuestras propias acciones se aceleraron mil veces. Su tiempo ha pasado sólo lo suficiente para que emitiera una o dos palabras. Giramos los diales en la dirección opuesta, cambiamos el tiempo y el espacio hasta que reaparece su imagen completa y sus palabras fluyen a través de nuestra mente a un ritmo audible. Volvemos a girar los diales. Ama­ringo se reduce a un tamaño proporcionado y sale caminan­do apresurada y espasmódicamente, como un actor de una vieja película muda. Quizá actúa así frustrado porque ahora nosotros estamos congelados en nuestra posición como si fuéramos estatuas de mármol. Nuestra visión continúa am-pliándose. Elevémonos por el aire para abarcar más espacio. Nuestro campo de visión aumenta para abarcar el pueblo ile Pucallpa y después un amplio sector del valle del río Uca-yali. Las casas desaparecen, surgen otras. El día se funde con la noche en un crepúsculo continuo, ya que se sobrepasa la frecuencia de parpadeo-fusión de nuestra visión de tiempo organísmico. Amaringo envejece, muere. Sus hijos envejecen y mueren. Cerca, la pluviselva está cambiando. Aparecen cía-

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ros a medida que caen los árboles grandes, los pimpollos cre­cen, las aberturas se cierran. Ahora estamos en el tiempo eco­lógico. Giramos de nuevo los diales, y el espacio-tiempo se ex­pande todavía más. Ya no son distinguibles las personas y organismos individuales, sólo poblaciones borrosas (de ana­condas, enredaderas ayahuasca, las gentes del Perú central), que pueden verse a través del paso de generaciones. Un siglo de su tiempo se encoge en un minuto del nuestro. Algunos de sus genes cambian, tanto de tipo como de frecuencia relati­va. Separados de otros seres humanos y despojados de sus emociones, deiformes por fin, observamos el mundo en el tiem­po y el espacio evolutivos.

Esta concepción de la escala es la manera por la que las cien­cias biológicas se han hecho consilientes durante los últi­mos cincuenta años. Según la magnitud del tiempo y el espacio adoptados para el análisis, las divisiones básicas de la biología son, de arriba abajo, como sigue: biología evolutiva, ecolo­gía, biología organísmica, biología celular, biología molecular y bioquímica. Dicha secuencia es asimismo la base para la or­ganización de sociedades profesionales y de los planes de es­tudios de facultades y universidades. El grado de consilien-cia puede medirse por el grado en el que los principios de cada división pueden comprimirse en los de las demás.

El entrelazamiento de las disciplinas biológicas, un concepto nítido, se ve todavía comprometido en su ejecución por el di­lema del laberinto con el que inicié este capítulo. La consi-liencia entre las disciplinas se hace cada vez más suavemente de arriba abajo a medida que se colocan más eslabones en su lugar, desde las entidades más específicas, como el cerebro o Amaringo, hasta las más generales, sus átomos y moléculas. Pero establecer la consiliencia en el otro sentido, de lo gene­ral a lo más específico, resulta muchísimo más difícil. En re­sumen: es mucho más fácil analizar a Amaringo que sinte­tizarlo.

El mayor obstáculo a la consiliencia mediante síntesis, el enfoque que, de manera general, se denomina holismo, es el aumento exponencial en complejidad con que nos topa-

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mos durante el avance ascendente a través de niveles de or­ganización. Ya he explicado que no es posible predecir una célula a partir únicamente del conocimiento de sus orgá-nulos. Permítaseme ahora indicar cuan serio es realmente el problema. No es posible siquiera predecir la estructura tridi­mensional de una proteína a partir del conocimiento comple­to de sus átomos constituyentes. Puede determinarse la com­posición de aminoácidos, y la posición exacta de cada átomo puede cartografiarse de forma precisa con la ayuda de la cris­talografía de rayos X. Sabemos, para escoger una de las pro­teínas más sencillas, que la molécula de insulina es una esfera que contiene cincuenta y un aminoácidos. Dicha reconstruc­ción es uno de los muchos triunfos de la biología reduccionis­ta. Pero este conocimiento de la secuencia de todos los ami­noácidos y de los átomos que los componen no es suficiente para predecir la forma de la esfera o su estructura interna tal como las revela la cristalografía de rayos X.

En principio, es posible la predicción de la forma de las proteínas. La síntesis al nivel de macromoléculas es un pro­blema técnico, no conceptual. El esfuerzo para resolverlo su­pone, en realidad, una importante aplicación en bioquímica. Poseer tal conocimiento sería un descubrimiento importante en medicina. Se podrían crear, según se requiriera, proteínas sintéticas, algunas quizá más efectivas que las moléculas na­turales, para combatir organismos causantes de enfermeda­des y remediar deficiencias enzimáticas. Sin embargo, en la práctica las dificultades parecen casi insuperables. Realizar la predicción requiere una suma de todas las relaciones ener­géticas entre átomos cercanos. Esto, por sí solo, ya intimida. Pero después hay que añadir las interacciones de átomos de la molécula distintos y más distantes. Las fuerzas que mo­delan la molécula comprenden una inmensa red de miles de contribuciones energéticas, todas las cuales deben integrar­se simultáneamente con el fin de formar el conjunto. Algu­nos bioquímicos creen que para conseguir esta etapa final, debe calcularse a su vez cada contribución energética con una precisión que todavía se encuentra más allá del alcance de las ciencias físicas.

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iz6 Capítulo ¡

En las ciencias ambientales existen dificultades todavía ma­yores. El reto básico de la ecología para el futuro previsible es el desmenuzamiento y la resíntesis de los conjuntos de orga­nismos que ocupan los ecosistemas, en particular de los eco­sistemas más complejos, tales como los estuarios y las plu-viselvas tropicales. La mayoría de estudios de ecología se centran en sólo una o dos especies de organismos a la vez, de los miles que ocupan un habitat típico. Los investigadores, forzados al reduccionismo por la necesidad práctica, empie­zan con pequeños fragmentos del ecosistema completo. Pero son conscientes de que el destino de cada especie está determi­nado por las diversas acciones de decenas o cientos de otras especies que, de manera diversa, fotosintetizan, ramonean, pastan, descomponen, cazan, son cazadas y remueven el suelo alrededor de las especies objetivo. Los ecólogos conocen muy bien este principio, pero siguen sin poder hacer nada en rela­ción con la predicción de su manifestación precisa en un de­terminado caso. Aún más que los bioquímicos que manipulan átomos en una molécula grande, los ecólogos se enfrentan a relaciones dinámicas inmensurables entre las todavía mayo­res combinaciones de especies.

Considérese este ejemplo de la complejidad a la que se en­frentan. Cuando se creó el lago Gatún durante la construc­ción del Canal de Panamá en 1912, las aguas que iban su­biendo aislaron un fragmento de tierra elevada. El nuevo aislado, cubierto de bosque perenne tropical, fue llamado isla de Barro Colorado, y se transformó en una estación de inves­tigación biológica. En las décadas que siguieron se convirtió en el ecosistema de su tipo estudiado con mayor detalle en el mundo. El tamaño de la isla, 17 kilómetros cuadrados, era demasiado pequeño para poder mantener jaguares y pumas. Las presas de estos grandes felinos consistían en parte en agu­tíes y pacas, roedores de gran tamaño que se parecen vaga­mente a conejos y a ciervos pequeños. Estos animales, libres de una causa principal de mortalidad, se multiplicaron hasta diez veces su número normal. Sobreexplotaron su alimento, que consiste principalmente en grandes semillas que caen de la bóveda del bosque, lo que causó una reducción en la repro-

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ducción y en la abundancia de las especies de árboles que producen las semillas. El efecto se fue extendiendo. Otras espe­cies de árboles, cuyas semillas son demasiado pequeñas para resultar de interés para los agutíes y las pacas, se beneficia­ron de la reducción de la competencia. Sus semillas se ins­talaron de manera más abundante y sus pimpollos medra­ron, y un gran número de arbolillos alcanzaron el desarrollo completo y la edad reproductora. Entonces fue inevitable que las especies de animales cuya dieta alimentaria se basaba en los árboles de semillas pequeñas prosperaran, asimismo que los depredadores que dependen de estos animales aumen­taran, que los hongos y bacterias que parasitan a los árboles de semilla pequeña y a los animales asociados se expandie­ran, que los animales microscópicos que se alimentan de ta­les hongos y bacterias se hicieran más densos, que los de­predadores de dichos animales aumentaran a su vez, y así sucesivamente a través de la red trófica y, en el sentido con­trario, a medida que el ecosistema reverberaba debido a la restricción de su área y la pérdida consiguiente de sus carní­voros culminales.

El mayor desafío en la actualidad, no sólo en la biología celu­lar y en la ecología, sino en toda la ciencia, es la descripción precisa y completa de sistemas complejos. Los científicos han descompuesto muchos tipos de sistemas. Piensan que cono­cen la mayor parte de los elementos y fuerzas. La próxima tarea es ensamblarlos de nuevo, al menos en modelos mate­máticos que capten las propiedades clave de los conjuntos completos. El éxito en esta empresa se medirá por el poder que los investigadores adquieran para predecir fenómenos emergentes al pasar de niveles de organización generales a otros más específicos. Éste, en los términos más simples, es el gran reto del holismo científico.

Los físicos, cuyo tema de estudio es el más simple en cien­cia, ya lo han logrado en parte. Al tratar las partículas indivi­duales como los átomos de nitrógeno como agentes aleato­rios, han deducido las pautas que surgen cuando las partículas actúan juntas en grandes conjuntos. La mecánica estadística,

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que se originó en el siglo xix con James Clerk Maxwell (que fue asimismo un pionero en la teoría de la radiación electro­magnética) y Ludwig Boltzmann, predijo con precisión el com­portamiento de los gases a distintas temperaturas mediante la aplicación de la mecánica clásica al gran número de molé­culas en movimiento libre que componen los gases. Otros in­vestigadores, al moverse entre estos dos mismos niveles de organización, en otras palabras, entre las moléculas y los ga­ses, fueron posteriormente capaces de definir la viscosidad, la conducción del calor, la transición de fase y otras propie­dades macroscópicas en cuanto expresiones de las fuerzas que existen entre las moléculas. En el siguiente nivel inferior, los científicos de la teoría cuántica de principios del siglo xx conectaron el comportamiento colectivo de los electrones y otras partículas subatómicas con la física clásica de los áto­mos y las moléculas. A través de muchos de tales avances du­rante el último siglo, la física se ha consolidado en la más exacta de las ciencias.

A niveles de organización superiores, más específicos, más allá del ámbito tradicional de la física, las dificultades de síntesis son más difíciles, casi hasta lo inconcebible. Entida­des tales como los organismos y las especies, a diferencia de los electrones y los átomos, son indefinidamente variables. Peor aún, cada uno en particular cambia durante el desarro­llo y la evolución. Considérese el siguiente ejemplo: entre el vasto conjunto de moléculas que un organismo puede fabri­car para satisfacer sus necesidades, se encuentran hidrocar­buros sencillos de la serie del metano, compuestos entera­mente de átomos de carbono e hidrógeno. Con un átomo de carbono, sólo es posible un único tipo de molécula. Con 10 átomos de carbono, el número es de 75, con 30 es de 366.319, y con 40 es de 62 billones. Añádanse átomos de oxígeno aquí y allá en las cadenas de hidrocarburos para producir alcoholes, aldehidos y cetonas, y el número aumenta toda­vía más rápidamente en función del tamaño molecular. Aho­ra, selecciónense varios subconj untos e imagínense las múl­tiples maneras en que pueden ser derivados mediante la fabricación mediada por enzimas, y se tendrá una compleji-

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dad potencial que sobrepasa la capacidad de la imaginación de hoy en día.

Se ha dicho que los biólogos padecen envidia de la física. Construyen modelos pseudofísicos que van de lo microscó­pico a lo macroscópico, pero se les hace difícil casarlos con los sistemas chapuceros que experimentan en el mundo real. No obstante, es fácil seducir a los biólogos teóricos. (Me confieso uno de ellos, y que soy responsable de más fracasos de los que proporcionalmente me corresponden.) Arma­dos con refinados conceptos matemáticos y ordenadores de alta velocidad, pueden generar un número ilimitado de pre­dicciones sobre las proteínas, las pluviselvas y otros sistemas complejos. Con el paso a cada nivel superior de organiza­ción, necesitan inventarse nuevos algoritmos, que son con­juntos de operaciones matemáticas definidas de manera exac­ta y dirigidas a la solución de problemas concretos. Y así, mediante procedimientos astutamente elegidos, pueden crear mundos virtuales que evolucionan hacia sistemas mucho más organizados. Mientras vagan a través del laberinto cretense del ciberespacio se topan, de forma inevitable, con la emer­gencia, la aparición de fenómenos complejos no predecibles a partir únicamente de los elementos y procesos básicos, e inicialmente no concebibles a partir de los algoritmos. ¡Y he aquí que algunas de las producciones se parecen realmente a fenómenos emergentes de los que se encuentran en el mun­do real!

Sus esperanzas se elevan. Informan de sus resultados en conferencias de teóricos de parecida mentalidad. Después de unas cuantas objeciones y preguntas, las cabezas se mueven en señal de aprobación: «Sí, original, apasionante e impor­tante... si es que es cierto». Si es que es cierto... si es que es cierto. La folie de grandeur es su punto débil, su ilusión, la imagen completa. ¡Están a punto de efectuar un descubri­miento importante! Pero ¿cómo saben que los algoritmos de la naturaleza son los mismos que los suyos, o incluso que se parecen a ellos? Muchos procedimientos pueden ser falsos y, aún así, producir una respuesta aproximadamente correcta. Los biólogos corren un riesgo especial de cometer la falacia

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de afirmar lo consecuente: es erróneo suponer que porque se obtuvo un resultado correcto mediante una teoría, los pasos que se siguieron para obtenerlo son necesariamente los mis­mos que existen en el mundo real.

Para ver claramente este punto, piénsese en una flor de una pintura, de la que se ha conseguido un detalle fotográfi­co y una belleza como la de la planta viva. En nuestra mente, la entidad macroscópica es real porque iguala a las flores reales que surgen del suelo. Desde una cierta distancia, po­dríamos confundir fácilmente la imagen con la flor real. Pero los algoritmos que la crearon son radicalmente diferentes. Sus elementos microscópicos son escamitas de pintura en lu­gar de cromosomas y células. Sus rutas de desarrollo existen en el cerebro del artista, no en la prescripción por el ADN del despliegue de tejidos. ¿Cómo saben los teóricos que sus si­mulaciones de ordenador no son sólo pinturas de flores?

Estas dificultades y otras endémicas de los sistemas supe­riores no han pasado desapercibidas. Investigadores de di­versas disciplinas científicas se han unido para tomar la me­dida de los problemas, formando una empresa laxa que se ha calificado de manera diversa: complejidad, estudios de la complejidad o teoría de la complejidad. La teoría de la com­plejidad (la mejor expresión, en mi opinión) puede definirse como la búsqueda de algoritmos usados en la naturaleza que muestran características comunes en muchos niveles de or­ganización. En el peor de los casos, según los impulsores de la teoría de la complejidad, es de esperar que las característi­cas comunes proporcionen una guía de explorador para el movimiento más rápido al pasar de sistemas más simples a otros más complejos a través del laberinto del mundo real. Las características comunes ayudarán a podar todos los al­goritmos que puedan concebirse hasta dejar aquellos que la naturaleza ha elegido. En el mejor de los casos, éstas pueden conducir a nuevas leyes básicas que expliquen la aparición de fenómenos tales como células, ecosistemas y mentes.

En conjunto, los teóricos han centrado su atención en la biología, y ello tiene sentido. Los organismos y sus comuni­dades son los sistemas más complejos que se conocen. Son,

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asimismo, autoensamblantes y adaptativos. Los sistemas vi­vos en general, al construirse desde la molécula a la célula, de aquí al organismo y al ecosistema, exhiben con seguridad cualesquiera leyes profundas de complejidad y emergencia que se encuentran a nuestro alcance.

Le teoría de la complejidad nació en la década de 1970, empezó a tomar impulso en la de 1980 y hacia mediados de la de 1990 se vio envuelta en la controversia. Los temas de dis­puta son casi tan embrollados como los sistemas que los teó­ricos esperaban desenredar. Pienso que es posible llegar al quid del asunto, como sigue. A la gran mayoría de científi­cos, con su mente estrechamente concentrada en fenómenos bien definidos, no les preocupa la teoría de la complejidad. Muchos no han oído todavía hablar de ella. Éstos, los no im­plicados, pueden ser ignorados, a menos que se piense que toda la ciencia contemporánea es un caldero hirviente de dis­cusión. Los que se preocupan por la teoría de la complejidad pueden dividirse en tres campos. El primero comprende una heterogénea dispersión de escépticos. Creen que los cerebros y las pluviselvas son demasiado complicados para que se los pue­da reducir nunca a procesos elementales, y mucho menos se los pueda reconstituir de una manera que prediga el conjun­to. Algunos de los escépticos dudan de la existencia de leyes básicas de la complejidad, al menos de ninguna que pueda ser comprendida por la mente humana.

En el segundo campo están los defensores fervientes, una banda de audaces teóricos de la complejidad, ejemplificados por Stuart Kauffman (autor de The Origins ofOrder) y Chris-topher Langton, que trabajan en el Instituto de Santa Fe, en Nuevo México, sede oficiosa del movimiento de la compleji­dad. Creen no sólo que existen leyes básicas, sino que su des­cubrimiento está en el horizonte cercano. Algunos de los ele­mentos esenciales de las leyes, dicen, ya están surgiendo a partir de teorías matemáticas que usan conceptos exóticos ta­les como caos, autocriticalidad y paisajes adaptativos. Estas abstracciones sacan claramente a la luz la manera en la que los sistemas complejos podrían construirse, persistir durante un tiempo y después desintegrarse. Sus arquitectos (orienta-

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dos hacia los ordenadores, absorbidos por las abstracciones, ligeros en historia natural, pesados en transformaciones no li­neales) piensan que ya están oliendo el éxito. Creen que poten­tes simulaciones asistidas por ordenador, que exploran muchos mundos posibles, revelarán los métodos y los principios que se precisan para saltar por encima de la ciencia convencional, in­cluida la mayor parte de la biología contemporánea, para con­seguir un conocimiento global de las producciones superiores del mundo material. Su grial es un conjunto de algoritmos es-peranzadores que acelerarán el tránsito desde el átomo al ce­rebro y al ecosistema, consistentes con la realidad pero que re­querirán mucho menos conocimiento objetivo de lo que sería necesario sin los algoritmos.

El tercer grupo de científicos, del que soy un miembro re­nuente, se ha instalado en posiciones que quedan entre los dos extremos de rechazo y apoyo desenfrenado. Digo renuente, porque me gustaría ser un verdadero creyente: realmente, me impresiona el refinamiento y el ánimo de los teóricos de la complejidad, y mi corazón está con ellos. Pero mi mente no, al menos todavía no. Creo, con muchos otros centristas, que están en el buen camino... pero sólo más o menos, quizá, y que todavían están lejos de acercarse al éxito. La duda y la disensión sobre temas importantes ha estallado incluso en sus propias filas. La dificultad básica, para explicar el asun­to de manera sencilla, es una insuficiencia de hechos. Los teóricos de la complejidad no tienen todavía información su­ficiente para llevarse con ellos al ciberespacio. Es evidente que los postulados con los que comienzan necesitan más de­talles. Hasta el momento, sus conclusiones son demasiado vagas y generales para ser más que metáforas ridiculas, y sus conclusiones abstractas nos dicen muy pocas cosas que sean realmente nuevas.

Tomemos el «borde del caos», uno de los paradigmas de la teoría de la complejidad que con más frecuencia se citan. Comienza con la observación de que en un sistema que con­tiene un orden interno perfecto, como un cristal, no puede haber ningún cambio ulterior. En el extremo opuesto, en un sistema caótico tal como un líquido en ebullición, hay muy

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poco orden para cambiar. El sistema que evolucione más rá­pidamente habrá de situarse entre estos dos, y de manera más precisa en el borde del caos; poseerá orden pero con las partes conectadas de manera suficientemente laxa como para ser alteradas por separado o en grupos pequeños.

Kauffman aplicó el concepto a la evolución de la vida en su modelo NK. N es el número de partes de un organismo, como el número de genes o de aminoácidos, que contribuyen a su supervivencia y reproducción, y de ahí su representación en las generaciones futuras. K es el número de partes de di­cha clase (genes o aminoácidos) en el mismo organismo que afectan a la contribución de cualquiera de las partes. Un gen, por ejemplo, no actúa en solitario para guiar el desarrollo de una célula. Actúa con otros genes, típicamente de una mane­ra complicada. Kauffman señaló que si los genes estuvieran completamente interconectados en sus efectos, siendo K igual a N, no habría evolución, o muy poca, en una población de organismos, porque no se puede cambiar una cosa en la he­rencia de los organismos sin cambiarlo todo. En el caso com­pletamente opuesto, en el que no hay conexiones entre los genes, de manera que K es igual a cero, la población se en­cuentra en el caos evolutivo. Si cada gen va por su lado, la po­blación de organismos evoluciona aleatoriamente a través de unas combinaciones posibles de genes casi infinitas, nunca es­tables en el tiempo evolutivo, nunca asentándose en un tipo adaptativo. Cuando existen conexiones pero son muy pocas (el borde del caos), las poblaciones en evolución pueden asen­tarse sobre cumbres adaptativas, pero todavía son capaces de evolucionar con una cierta facilidad hacia otros picos adapta-tivos cercanos. Por ejemplo, una especie de ave podrá pasar de comer semillas a comer insectos; una planta de la sabana podrá adquirir la capacidad de crecer en el desierto. Estar en el borde del caos, razonaba Kauffman, proporciona el mayor grado de evolucionabilidad. Quizá las especies ajustan el nú­mero de conexiones con el fin de permanecer en la que es la más fluida de las zonas adaptativas.

Kauffman ha extendido los modelos NK para que sean aplicables a una amplia gama de temas de biología molecu-

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lar y evolutiva. Sus argumentos, como los de otros teóricos principales de la complejidad, son originales y se dirigen a pro­blemas importantes. La primera vez, suenan bien. Pero en tanto que biólogo evolutivo familiarizado con la genética, he aprendido poco de ellos. Mientras leía con dificultad las ecuaciones de Kauffman y su prosa particularmente ampulo­sa, me di cuenta de que ya conocía la mayoría de resultados en un contexto distinto. Son esencialmente una reinvención de la rueda, una recreación en un lenguaje nuevo y difícil de principios que la bibliografía general de la biología ya ha destacado. A diferencia de las teorías importantes de la físi­ca, las formulaciones NK no cambian los cimientos del pen­samiento ni ofrecen predicciones en cantidades medibles. Hasta el momento, no contienen nada que pueda llevarse al campo o al laboratorio.

Esta reacción personal y posiblemente injusta frente a un único ejemplo no es para menospreciar las perspectivas últi­mas de los teóricos de la complejidad. Algunos de los con­ceptos elementales que han propuesto, de manera más nota­ble el caos y la geometría fractal, han ayudado a comprender amplios sectores del mundo físico. En ecología, por ejem­plo, el biólogo y matemático inglés Robert May ha utilizado ecuaciones diferenciales realistas para derivar pautas de fluc­tuaciones de población de los tipos que se observan realmen­te en plantas y animales. A medida que aumenta la tasa de crecimiento de la población, o a medida que el ambiente re­laja su control sobre el crecimiento de la población, el núme­ro de individuos pasa de un estado casi estacionario a un ci­clo uniforme de aumento y disminución. Después, a medida que la tasa de crecimiento y el control ambiental cambian to­davía más, el número de individuos pasa a ciclos complejos con múltiples picos en el tiempo. Finalmente, el número se desliza hacia un régimen caótico, zigzagueando arriba y aba­jo sin ninguna pauta discerní ble. La característica más inte­resante del caos en las poblaciones es que puede producirse a partir de propiedades definidas de manera exacta de organis­mos reales. Contrariamente a lo que antes se creía, las pautas caóticas no son necesariamente el producto de fuerzas am-

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bientales que actúan aleatoriamente y zarandean a la pobla­ción arriba y abajo. En este caso y en muchos otros fenóme­nos físicos complejos, la teoría del caos proporciona un prin­cipio de la naturaleza realmente fundamental. Dice que ciertas pautas muy complicadas, aparentemente indescifrables, pue­den determinarse mediante pequeños cambios medibles del interior del sistema.

Pero, de nuevo, ¿qué sistemas, qué cambios? Esta es la esencia del problema. Ninguno de los elementos de la teoría de la complejidad posee nada que se parezca a la generalidad y la fidelidad a los detalles objetivos que deseamos en una teo­ría. Ninguno ha desencadenado una cascada equivalente de innovaciones teóricas y de aplicaciones prácticas. ¿Qué nece­sita la teoría de la complejidad para tener éxito en biología?

La teoría de la complejidad necesita más información empí­rica. La biología puede proporcionarla. En marcha durante trescientos años, y después de haberse unido recientemente a la física y la química, la biología es ahora una ciencia madu­ra. Pero puede que sus investigadores no requieran un cuer­po de teoría especial para dominar la complejidad. Han refi­nado el reduccionismo hasta un arte pleno y han empezado a conseguir síntesis parciales al nivel de las moléculas y de los orgánulos. Aunque las células completas y los organismos es­tán todavía lejos de su alcance, saben que pueden reconstruir algunos de los elementos uno por uno. No prevén ninguna necesidad de abarcar grandes explicaciones como prerrequi-sito para la creación de vida artificial. Un organismo es una máquina, y las leyes de la física y la química, creen la mayo­ría, son suficientes para hacer la tarea, si hay suficiente tiem­po y financiación para la investigación.

Armar una célula viva será un lanzamiento a la Luna, no una revolución einsteniana de espacio y tiempo. La comple­jidad de los organismos reales se está desmenuzando con la celeridad suficiente para animar cada semana las páginas de Nature y Science y drenar la necesidad de una revolución conceptual. Puede producirse una revolución de grandes pro­porciones, y de golpe, pero las masas de investigadores ata-

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reados y bien alimentados no la están esperando en medio de un suspense desesperado.

La máquina que los biólogos han dado a conocer es una creación de una belleza cautivadora. En su centro se hallan los códigos de ácidos nucleicos, que en un animal vertebrado típico pueden comprender entre 50.000 y 100.000 genes. Cada gen es una hebra de 2..000 a 3.000 pares de bases (le­tras genéticas). Entre los pares de bases que componen los genes activos, cada triplete (conjunto de tres) se traduce en un aminoácido. Los productos moleculares finales de los ge­nes, tal como son traducidos hacia el exterior de la célula por decenas de reacciones químicas perfectamente orquestadas, son secuencias de aminoácidos plegados en moléculas gigan­tes de proteínas. Existen alrededor de 100.000 tipos de pro­teínas en un animal vertebrado. Si los ácidos nucleicos son los códigos, las proteínas son la sustancia de la vida, y supo­nen la mitad del peso seco del animal. Dan forma al cuer­po, lo mantienen unido mediante tendones de colágeno, lo hacen moverse mediante músculos, catalizan todas las reac­ciones químicas que lo animan, transportan oxígeno a todas sus partes, arman el sistema inmune y transportan las señales mediante las cuales el cerebro escruta el ambiente y media el comportamiento.

El papel que una molécula de proteína desempeña está de­terminado no sólo por su estructura primaria, no sólo por la secuencia de aminoácidos en su interior, sino también por su forma. La hebra de aminoácidos de cada tipo se pliega sobre sí misma de una manera precisa, arrollada como bramante y arrugada como un pedazo de papel apretado. La molécula total se parece a formas tan variables como las nubes en el cielo. Al mirar tales formas imaginamos fácilmente esferas grumosas, rosquillas, pesas, cabezas de carnero, ángeles con las alas extendidas y sacacorchos.

Los contornos superficiales que resultan son particular­mente críticos para la función de las enzimas, las proteínas que catalizan la química del cuerpo. En algún lugar de la su­perficie está el lugar activo, una bolsa o surco constituido por unos pocos aminoácidos, que se mantienen en su sitio

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por la arquitectura de los aminoácidos restantes. Sólo molé­culas de sustrato de una forma muy específica pueden enca­jar en el lugar activo y someterse a catálisis. Tan pronto como una se acopla en las alineaciones correctas, su lugar activo cambia ligeramente de forma. Las dos moléculas se enlazan más estrechamente, como manos que se encajan para salu­darse. En un instante la molécula de sustrato cambia quími­camente y es liberada. Por ejemplo, en el abrazo de la enzima sucrasa, la sucrosa se escinde en fructosa y glucosa. Con igual celeridad, el lugar activo de la molécula de la enzima re­torna a su forma original, con su estructura química inalte­rada. La productividad de la mayoría de tipos de moléculas enzimáticas, que pasan de golpe al estado activo o salen de él, es prodigiosa. Una sola de ellas puede procesar mil molé­culas de sustrato por segundo.

¿Cómo colocar en una imagen coherente todos estos com­ponentes nanométricos y reacciones de milisegundos? Los biólogos están determinados a hacerlo desde la base hacia arriba, molécula a molécula y ruta metabólica a ruta metabó-lica. Han empezado a ensamblar los datos y las herramientas matemáticas necesarias para modelar una célula completa. Cuando lo consigan, habrán llegado asimismo al nivel de los organismos completos sencillos, las bacterias, los arqueos y los protistas, todos ellos unicelulares.

La mayoría de biólogos está a favor de modelos de nivel intermedio en su teoría de la integración celular: ni prima­riamente matemáticos ni puramente descriptivos, sino car­gados con grandes cantidades de información empírica y concebidos como redes genéticas. Dos de los investigado­res, William Loomis y Paul Sternberg, han captado con pre­cisión la esencia de este enfoque de los últimos avances, como sigue:

Los nodos de tales redes son genes o su ARN y sus productos proteí-nicos. Las conexiones son las interacciones reguladoras y físicas entre los ARN, las proteínas y las secuencias de ADN cis-regulador de cada gen. Las técnicas modernas de la genética molecular han aumentado mucho la tasa a la que se reconocen los genes y se de-

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terminan sus secuencias primarias. El reto es conectar los genes y sus productos en rutas, circuitos y redes funcionales. Los análisis de las redes reguladoras (como las que implican transducción de seña­les y cascadas de regulación transcripcional) ilustran la acción com­binatoria que pone en práctica, por ejemplo, la lógica digital, las conversiones analógico-digitales, las interferencias y el aislamiento, y la integración de señales. Aunque décadas de estudios fisiológicos han sugerido la existencia de elementos refinados de la red, lo que es nuevo es la escala y el detalle de los componentes de que ahora se dispone. Gran parte de la biología molecular actual se centra en la identificación de nuevos componentes, la definición de las entradas y salidas reguladoras de cada nodo, y el establecimiento de las ru­tas relevantes desde el punto de vista fisiológico.

La complejidad concebida en este único párrafo supera la que hay en los superordenadores, los vehículos espaciales de un millón de piezas y todos los demás artefactos de la tecno­logía humana. ¿Lograrán explicarla los científicos, y en un sistema microscópico, por añadidura? La respuesta es, sin duda, sí. Sí, por razones sociales, si no otras. Se ha encarga­do a los científicos que venzan el cáncer, las enfermedades genéticas y las infecciones víricas, todos los cuales son tras­tornos celulares, y reciben una financiación millonaria para conseguir tales misiones. Saben aproximadamente la mane­ra de alcanzar los objetivos que el público demanda, y no fracasarán. La ciencia, al igual que el arte, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, sigue al mecenazgo.

La instrumentación, que mejora con rapidez, permite ya a los biólogos sondear el interior de células vivas e inspeccionar directamente la arquitectura molecular. Están descubriendo algunas de las llanezas mediante las que se organizan los sis­temas adaptativos. Entre las más notables de tales simplici­dades están las reglas que se usan para doblar las flexuosas hebras de aminoácidos en formas útiles de moléculas de pro­teínas, y los dispositivos de filtrado capacitados por los que las membranas admiten que sustancias seleccionadas entren y salgan de la célula y de los orgánulos. Los científicos están adquiriendo asimismo la capacidad computacional necesaria

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para simular estos procesos y otros incluso más complejos. En 1995, un equipo americano que utilizaba dos ordenado­res modelo Intel conectados estableció un récord mundial de velocidad de 2.81.000 millones de cálculos por segundo. El programa federal de Estados Unidos de alto rendimiento ha elevado el objetivo a un billón de operaciones por segundo a finales del siglo. Hacia el año 2020 pueden ser posibles los petatrituradores,18 capaces de alcanzar mil billones de opera­ciones por segundo, aunque se necesitarán nuevas tecnolo­gías y métodos de programación para alcanzar dicho nivel. Llegados a este punto, ha de ser posible la simulación a fuer­za bruta de la mecánica de la célula, siguiendo la pista de to­das las moléculas activas y de su red de interacciones, aun sin los principios simplificadores que se atisban en la teoría de la complejidad.

Los científicos prevén asimismo prontas soluciones al auto-ensamblaje de células acabadas en tejidos, y en organismos pluricelulares completos. En 1994, los editores de Science, que celebraban la inauguración de la biología del desarrollo por parte de Wilhelm Roux un siglo antes, preguntaron a un centenar de investigadores contemporáneos de este campo que identificaran lo que consideraran las cuestiones cruciales no resueltas de la disciplina. Sus respuestas, ordenadas por la importancia que se les atribuía, fueron:

1. Los mecanismos moleculares del desarrollo de tejidos y órganos.

2. La conexión entre desarrollo y evolución genética. 3. Los pasos por los que las células se ven consignadas a un

destino concreto. 4. El papel de la señalización de célula a célula en el desarro­

llo de los tejidos. 5. El autoensamblaje de los modelos tisulares en el embrión

temprano.

18. Petacrunchers, de peta- prefijo que corresponde a i o ' 5 (mil billones) y uno de los nombres vulgares de los ordenadores dedicados a «triturar» récords.

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6. La manera en que las neuronas establecen sus conexiones específicas para crear la médula espinal y el cerebro.

7. Los medios por los que las células eligen dividirse y morir en el modelado de tejidos y órganos.

8. Los pasos por los que los procesos que controlan la trans­cripción (la transmisión de información del ADN al inte­rior de la célula) afectan a la diferenciación de tejidos y ór­ganos.

Es notable señalar que los biólogos consideraron que la in­vestigación en todos estos temas se encontraba en un estado de avance rápido, y que en al menos algunos de ellos se esta­ba muy cerca de obtener éxitos parciales.

Supongamos que a principios del próximo siglo las esperan­zas de los biólogos moleculares y celulares se cumplen total­mente. Supongamos, además, que los investigadores tienen éxito en descomponer una célula humana en todas sus par­tes, siguen la pista al proceso y modelan con precisión el sistema entero, desde las moléculas hacia arriba. Y suponga­mos, finalmente, que los biólogos del desarrollo, que se cen­tran en los tejidos y los órganos, gozan de un éxito simi­lar. Entonces, todo estará preparado para el asalto final a los sistemas todavía más complejos de la mente y el comporta­miento. Son, después de todo, productos de los mismísimos tipos de moléculas, tejidos y órganos.

Veamos cómo podría adquirirse esta capacidad de expli­cación. Con la compleción de una buena aproximación de los procesos orgánicos en unas pocas especies, será posible inferir de qué manera la vida se reproduce y se mantiene en un número indefinido de otras especies. Con tal expansión de la biología holística comparada, se podrá trazar un cua­dro de la vida tal como es hoy en día, como era asimismo en los estadios más iniciales de su evolución y como podría ser en otros planetas con ambientes distintos pero habitables. Al considerar los ambientes habitables habremos de ser libera­les, teniendo presente que hay algas que crecen en el interior de rocas en la Antártida y que hay microorganismos que me-

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dran en el agua hirviente de las fumarolas termales de los fondos abisales del océano.

Bien pudiera ser que en algún punto surjan principios pro­fundos y potentes de la complejidad a partir del gran conjun­to de simulaciones. Revelarán los algoritmos que se conser­van a lo largo de muchos niveles de organización, hasta los sistemas más complejos que se puedan concebir. Dichos sis­temas serán autoensamblados, sostenibles y constantemente cambiantes, pero se reproducirán perfectamente. En otras pa­labras, serán organismos vivos.

En este momento, si llega, y creo que llegará, tendremos una verdadera teoría de la biología, en oposición a las densas descripciones de procesos vivos concretos que ahora consti­tuyen la ciencia. Sus principios acelerarán las pesquisas en la mente, el comportamiento y los ecosistemas, que son produc­tos de los organismos y, en virtud de su extrema compleji­dad, constituyen el reto final.

De modo que las cuestiones importantes son, en primer lu­gar, ¿existen principios generales de organización que permi­tan reconstituir completamente a un organismo vivo sin re­currir a la simulación de fuerza bruta de todas sus moléculas y átomos? Segundo, ¿serán de aplicación los mismos principios a la mente, el comportamiento y los ecosistemas? Tercero, ¿existe un cuerpo de matemáticas que sirva como lenguaje na­tural para la biología, paralelo al que tan bien funciona para la física? Cuarto, aunque se descubran los principios correc­tos, ¿cuan detallada ha de ser la información objetiva para po­der usar dichos principios en los modelos deseados? En todos estos temas, hoy en día vemos como a través de un cristal, mis­teriosamente. Con el tiempo, para completar la alusión bíbli­ca, nos encontraremos cara a cara con todo ello... y quizá lo veremos claramente. En cualquier caso, la búsqueda de res­puestas pondrá a prueba todos los poderes del intelecto hu­mano.